March 13, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Humanismo II. Tareas del espíritu © 2010 by Juan Luis Lorda © 2010 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid By Ediciones RIALP, S.A., 2012 Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España) www.rialp.com
[email protected] Fotografía de cubierta: © La Belle Ferronnière (detalle), Leonardo da Vinci. Museo del Louvre, París. © 2010 Foto Scala. Florencia ISBN eBook: 978-84-321-3850-8 ePub: Digitt.es
Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.
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Sumario
Presentación 1. Los resortes interiores 1. El espacio interior 2. Las funciones de la mente 3. La forma del corazón 4. Los movimientos del corazón 5. La decisión libre: cabeza y corazón 2. Disciplina 1. La conquista del espacio interior 2. El conocimiento propio 3. El ascetismo de los deseos 4. El control de la actividad 5. El silencio interior y la prudencia 3. El trabajo bien hecho 1. El valor del trabajo 2. Aprendizaje 3. Disciplina 4. El arte de educar 1. Encender un fuego 2. Formar el corazón 3. Enseñar a pensar 4. Dar clase 5. El arte de gobernar 1. La autoridad 2. La administración de las sociedades 3. La dirección de las personas 4. Las condiciones del gobernante 4. Dialogar y pactar 5. El trato con subordinados 6. Las virtudes de la convivencia
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1. Ser sociable 2. Las virtudes del trato 3. La conversación 4. Sentirse ciudadano: el arte de participar 5. La solidaridad 7. Familia y hogar 1. Verdades y tópicos 2. Relaciones humanas 3. Del enamoramiento al amor 4. El amor diario 5. Las dulzuras del hogar 8. El sentido religioso 1. El hecho religioso 2. Dimensiones del sentido religioso 3. Experiencias de trascendencia 4. La idea de Dios y de lo divino 5. Las formas de la religión Libros sabios
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«Lord, grant me the Serenity to accept the Things I cannot change; the Courage to change the Things I can and the Wisdom to know the Difference». «Señor, dame serenidad para soportar las cosas que no puedo cambiar. dame coraje para cambiar las cosas que puedo cambiar, y dame sabiduría para distinguir una cosa de otra». (Oración que usan algunos grupos de alcohólicos anónimos1)
1 Se atribuye, sin fundamento, a una multitud de autores, desde Marco Aurelio a Niehbur y Bertrand Russel, pasando por san Francisco de Asís o el Cura de Ars, pero no está en ninguno.
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Presentación
Este libro es la continuación de: Humanismo. Los bienes invisibles. Procede como aquél de un curso de humanismo dirigido a universitarios, cuando tuve la fortuna, durante catorce años, de dar clase en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra. Al dividir los temas, he dejado para esta parte los más generales sobre la formación personal (los resortes interiores, disciplina y trabajo) y los que ahondan en la dimensión social (el arte de educar, el arte de gobernar, las virtudes de la convivencia, familia y hogar), junto con el sentido religioso. Para la mentalidad humanista, el desarrollo de la persona no es un bien privado ni tiene como fin la autocomplacencia. Cada persona es miembro de una sociedad. En la mentalidad humanista, están perfectamente imbricadas la dimensión personal y la social. Cada uno ha de ser mejor para poder servir más. Es tener para dar. Por eso, los temas que se refieren a la construcción personal se combinan muy bien con los que se refieren al servicio que se puede prestar a la sociedad. En la primera parte bromeábamos, pero era más que una broma, con que estos temas no se encuentran en las enciclopedias, incluso las más rigurosas. Y sin embargo son los más importantes para realizarse como persona. Así nos lo testimonia una permanente tradición de hombres sabios de los que este libro quiere ser testimonio y continuidad. Los dos primeros capítulos pueden resultar más arduos, por ser más básicos e intentar una descripción de la conciencia del ser humano y de su desarrollo. No hay inconveniente en empezar el libro por donde apetezca. En el humanismo, todo comunica y todo se integra.
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1. Los resortes interiores
1. El espacio interior Mientras fuimos una célula, nuestro movimiento respondía a las leyes de la física y de la bioquímica; después, comenzaron a aparecer unas funciones orgánicas elementales, y vivíamos como si fuéramos una planta. Más tarde, incluso una vez nacidos, nos comportábamos de una manera muy semejante a un animal; al principio con una gran descoordinación motora (incapaces de movernos bien); después con algunos pocos movimientos de tipo instintivo, con respuestas elementales a los estímulos externos. Más tarde, mejoró el funcionamiento de la imaginación, ese extraordinario instrumento que nos permite organizar la experiencia y prever lo que puede suceder. Por último, empezó a tomar fuerza la inteligencia y a lucir como un sol en medio del mundo ciego de los sentimientos, impulsos e imaginaciones. Cuando la inteligencia comienza a brillar, se sitúa el núcleo de nuestra personalidad. Se crea en nosotros ese «espacio» interior —vamos a llamarlo así— ese «lugar» donde se medita y se decide, donde se reúne conscientemente la experiencia pasada y se elabora la conducta futura; donde se siente y se ama, donde se unen la cabeza y el corazón; el foro donde se ejerce la libertad: el ámbito de nuestra intimidad. Ese es el espacio de la conciencia. Desde entonces, podemos hablar de nosotros mismos, de nuestros fines, de nuestras aspiraciones, de nuestro pasado, de nuestro yo. Hablamos de «espacio», utilizando comillas, porque se trata de una imagen. Es evidente que no es un espacio físico, no es un hueco en el cerebro. Pero llamarle «espacio» permite destacar un aspecto importante: puede crecer; puede ser amplio o quedarse estrecho. Realmente ese «lugar» —que en realidad tampoco es un lugar— es completamente peculiar en el mundo. Por decirlo de alguna manera, rompe la continuidad de las leyes físicas y psicológicas del universo. Es un «agujero negro» donde se producen fenómenos y se advierten propiedades que no aparecen en ninguna otra parte del universo. Todo el universo físico está sometido a las leyes de la física (incluyendo en ella la mecánica y la química)... excepto algunos fenómenos del comportamiento de las células y los organismos vivos. Para describir estos fenómenos de la vida necesitamos otra serie de leyes, las de la biología; con ellas explicamos todo... excepto la conducta de los animales superiores. Para describir estos fenómenos, que se dan en unas partes muy pequeñas del universo (el interior de los animales) empleamos otra serie de leyes —la psicología o el comportamiento animal—, sumamente complejas y todavía insuficientemente conocidas.
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Si pudiéramos reunir estas tres series de leyes —de la física, de la biología, de la conducta animal, podríamos explicar —y, en esa misma medida, controlar y manipular— todo lo que sucede en el mundo. Pero todavía nos faltaría algo: precisamente lo que ocurre en ese espacio interior del ser humano que llamamos conciencia. Lo que allí sucede no se puede describir recurriendo a las leyes de la física, ni de la biología, ni de la conducta animal. Para describirlo, tenemos que hablar de ideas y de fines; tenemos que hablar de conciencia y de libertad, conceptos que son extraños a la física, la biología y la psicología animal. Pero son el vocabulario propio de ese interior, y sin él, no se comprende nada. Hay personas que, llevados por un curioso equívoco acerca de lo que es científico, prefieren ignorar el testimonio de toda la cultura humana que no hace otra cosa que hablar de ideas y de fines, de conciencia y libertad, e intentan explicar los fenómenos humanos remitiéndose al plano de la conducta animal. Otros se quedan más abajo, en el plano de las leyes de la biología. Otros creen —es una creencia indemostrable— que todo se puede explicar al nivel de la física y se quedan allí. Se quedan —claro está— teóricamente; porque es absolutamente imprescindible usar esos términos para moverse en el mundo humano. Para vivir como un mineral, bastaría respetar las leyes de la física; y para vivir como una ameba, las de la biología; y para vivir como una vaca, las de la psicología animal. Pero si se quiere vivir como un hombre (como han vivido los hombres desde que tenemos constancia de que lo son), hay que hablar de ideas, de fines, de conciencia y de libertad. Este es el dato comprobable y riguroso, lo demás son fantasías materialistas. Lo característico del funcionamiento de ese núcleo es que no está sometido a ninguna ley externa, sino que se da a sí mismo su propia ley. Es lo propio de la libertad. Por eso, cada hombre es un factor de operaciones imprevisible, una especie de fractura o de discontinuidad dentro del universo. No es que no esté sometido a las leyes del universo, sino que, en medio de esas leyes y a través de ellas, produce fenómenos nuevos. Tiene una actividad creativa y libre que modifica los espacios naturales. Basta con echar una ojeada al mundo, para darse cuenta de que la actividad humana ha creado multitud de cosas que no se pueden explicar con arreglo a los tres órdenes de leyes naturales. Una autopista o un edificio no se explican recurriendo sólo a las leyes de la física, de la biología y de la conducta animal. Para explicarla es necesario hablar de la creatividad humana, de ideas, de fines y, en definitiva, de libertad. Gracias a ese espacio interior, cada hombre está en el mundo como un sujeto único e irrepetible, un ser que piensa y reflexiona, que improvisa su conducta, que remansa en su interior los acontecimientos; que responde a cada situación después de haberla valorado y de haber elegido un modo de actuar; que produce arte y transforma su entorno, que crea historia y cultura; y que es moralmente responsable de lo que ha hecho. En ese espacio interior, es donde se «localizan» esos fenómenos que son los más característicos del ser humano.
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2. Las funciones de la mente Vamos a repasar brevemente las funciones conscientes; es decir, aquellas que se manifiestan en la conciencia. En este punto, trataremos de las que pertenecen al conocimiento, y, en el punto siguiente, de las que pertenecen al querer humano. Las que se refieren al conocimiento podemos agruparlas en cinco: 1) Darse cuenta: percibir y sentir; 2) Intuir y comprender; 3) La memoria y la identidad personal; 4) Reflexionar, meditar y razonar. Si a alguien se le hace pesado este itinerario por nuestro mundo interior, puede pasar directamente al capítulo siguiente y entrar en materia. Aquí estamos estudiando lo que podríamos llamar los «resortes» del espíritu humano. Pero después comenzaremos a hablar de su desarrollo o educación, de los bienes invisibles que puede lograr. 1) Darse cuenta: percibir y sentir En nuestra conciencia se reciben muchos datos elaborados que nos llegan de los sentidos externos. El más importante de todos es la vista porque transmite una información riquísima de lo que sucede a nuestro alrededor. También tenemos «percepciones» del oído y «sensaciones» del tacto (presión, temperatura, dolor). Los datos de los sentidos se completan unos con otros. Por ejemplo, primero vemos lo que vamos a comer y lo reconocemos, también lo olemos; y notamos su gusto y textura cuando lo masticamos. Sin tener que hacer ningún esfuerzo especial, todo lo referimos al mismo alimento y obtenemos una información bastante completa. Además, esa información se combina en la imaginación con la extraída de experiencias pasadas o recibida de otros. Por eso, nos bastan muy pocos datos para reconstruir un objeto o completar una experiencia. Por ejemplo, vemos unas pocas manchas de color pasar ante nuestra ventana y podemos distinguir si se trata de un coche, un caballo o una bicicleta. También reconocemos un rostro inmediatamente, con una velocidad sorprendente. Las «percepciones» del oído y de la vista son vividas como la recepción de algo externo, mientras que las «sensaciones» del gusto, del olfato y, sobre todo, del tacto, son vividas como alteraciones físicas de nuestro cuerpo causadas por lo externo. Conocemos lo externo por la alteración física que nos produce y que sentimos. También tenemos «sensaciones» de lo que sucede dentro de nosotros: sentimos cuál es nuestra postura, dónde nos duele; si nuestra boca está abierta o cerrada, si la tenemos seca, etc. Aunque nos parece que las percepciones y sensaciones se producen pasivamente, sin iniciativa de nuestra parte, la psicología moderna (y la antigua) sabe que han sido fuertemente elaboradas por nuestra sensibilidad y que también ha participado nuestra inteligencia (por ejemplo, en el reconocimiento de imágenes, en la ordenación del campo sensorial, en el interés por algún detalle...). Pero no somos conscientes de haber hecho nada. Se presentan en nuestra conciencia sin más. De muchas otras cosas —externas e internas— no somos conscientes: hay sonidos que no oímos porque son demasiado agudos o graves, hay detalles que se escapan de nuestra vista; no sentimos muchas de las funciones de nuestro cuerpo, por ejemplo, la circulación
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de la sangre, la comunicación de nuestro sistema nervioso, la regeneración de nuestros tejidos... 2) Intuir y comprender Es la operación más misteriosa de la inteligencia. Nuestra inteligencia tiene la sorprendente capacidad de atraer las cosas a su ser, de darles una existencia espiritual o intelectual dentro de ella. Adquirimos una «representación interna» de lo exterior. No se trata de una especie de película o de fotografía —eso es, más bien, la imaginación—; se trata de algo más. Comprender o entender es «convertir» la realidad concreta en ideas abstractas, «despiezarla» en nociones, que combinamos y expresamos mediante palabras. Así alcanzamos una representación de la realidad dentro de nosotros. No conviene ser simplistas en algo tan delicado. No imaginemos un «despiece» demasiado simple. En un primer momento, nos puede parecer que hay correspondencia exacta entre el tipo de cosas externas y las nociones o conceptos que formamos, pero no es así. Basta con que nos fijemos en las palabras que usamos. Hay muchas palabras que designan «cosas»; pero muchas otras, no: por ejemplo, los términos más abstractos (belleza, alcance, altura, importancia), los verbos (subir, bajar, pensar, estar, ser, juzgar, comprender); las partículas («por», «para», «de»), que expresan relaciones de causalidad, de finalidad, de pertenencia, con infinidad de matices que estudia la lingüística. El lenguaje nos da idea de la riqueza de nuestro pensamiento. No se puede describir el funcionamiento de la inteligencia como si se tratara de un puzzle o de un juego de construcción con unas cuantas piezas elementales. Ninguna imagen material o física es adecuada; porque suceden cosas que no se dan en la física. La experiencia nos enseña que comprender es como hacerse la luz. Hay un momento en el que pasamos de no ver a ver; primero nuestra mente ronda y da vueltas a un material informe y, repentinamente, vemos ordenarse, lo que antes era oscuro y disperso. Entonces, reconocemos lo nuevo en el marco de lo que ya conocíamos y captamos sus relaciones. Primero se da una captación general, más vaga y después la aclaramos: reconocemos cada parte —las nociones que están en juego— y reconocemos las relaciones que guardan unas partes con otras, y las podemos expresar en frases. Cada frase es el reconocimiento de una parte (eso es un perro) o una relación entre las nociones que intervienen (el perro come). En cada comprensión, nuestra inteligencia mejora sus nociones: las enriquece. Con el tiempo, la inteligencia compara las nociones, las clasifica, las ordena; extrae lo que tienen en común y es capaz de crear otras nuevas. Además recibe, a través del lenguaje, las nociones de otros. Así se enriquece. El modo como nuestra inteligencia combina los conceptos se manifiesta en la estructura del lenguaje. A veces, podemos formular las cosas con claridad y otras no. Unas veces estamos muy seguros de la relación que guardan unos conceptos con otros y otras no. Caben distintos grados de seguridad con respecto a la verdad. Cabe la duda, la sospecha, la opinión o la certeza. 3) La memoria y la identidad personal
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Lo que vamos comprendiendo y lo que otros nos transmiten, gracias a que poseen conceptos semejantes y utilizan los mismos términos que nosotros, nos enriquece porque tenemos capacidad de conservarlo vivo y relacionarlo con lo sabido. Saber es poseer ordenadamente. Conservamos tanto las imágenes recibidas por nuestra experiencia (percepciones y sensaciones combinadas), como las relaciones entre los conceptos. A la primera función se le llama, a veces, «memoria sensible» y a la segunda, «memoria intelectual». Parece que la memoria (sobre todo la sensible) se articula en capas, pudiéndose distinguir una memoria reciente, que está más próxima a la conciencia y es más fácil de manejar y una memoria remota donde todo queda guardado, pero sin que sea fácil recuperarlo. Los sueños se nutren de ese depósito profundo, combinando sus imágenes y dando lugar, a veces, a situaciones que nos parecen nuevas. A esa capacidad de combinar imágenes, se le llama fantasía. Las experiencias y las ideas que se refieren a nosotros mismos: nuestras vivencias y nuestras convicciones, nuestro pasado y las aspiraciones de futuro, forman parte de nuestra identidad personal (autoconsciencia). Gracias a la memoria, sabemos quiénes somos, cuál es nuestro lugar en el mundo, cuáles son nuestras relaciones con las personas, con las instituciones y con las cosas, qué hemos hecho y qué queremos hacer. Si la perdiéramos, perderíamos nuestra identidad. 4) Reflexionar, meditar y razonar Nuestra conciencia maneja su patrimonio de conocimientos y piensa con ellos. A eso se le llama meditar, reflexionar o razonar. Al combinar los conocimientos se pueden deducir otros nuevos y también aplicarlos a la acción. La función de razonar es la mejor conocida, porque es la que mejor se representa en el lenguaje: no sabemos cómo entendemos, pero sí sabemos cómo razonamos. El razonamiento se somete a unas leyes lógicas y, por eso, es imitable por un ordenador. En cambio, los ordenadores no pueden imitar el aspecto intuitivo de la inteligencia: no forman nociones, ni comprenden sus relaciones; por eso, no son capaces de adaptarse a problemas estrictamente nuevos, ni tienen autoconsciencia, ni identidad personal. Habría mucho que añadir sobre cómo es nuestro conocimiento y cómo se forma. Pero hemos descrito lo más fundamental. Y es hora de pasar a la segunda área de funciones humanas, que es la afectividad, la capacidad de inclinarse por algo o de quererlo. Eso es el corazón.
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3. La forma del corazón Para describir mejor esta parte, vamos a volver a la imagen del espacio interior. Imaginemos la conciencia como si fuera una esfera, en cuyo centro está nuestro yo, el núcleo de nuestra personalidad, el sujeto que entiende y quiere, con todas las capacidades que acabamos de describir. Inmediatamente debajo de la inteligencia, y unida a ella, está la imaginación. Pues bien, en el fondo de la esfera, como si se tratase de un mar profundo, tendríamos que poner el corazón, con todas sus inclinaciones, innatas y adquiridas, y los resortes psicológicos de las tendencias instintivas. Lo característico de este fondo es que, al moverse, produce cambios fisiológicos en nuestro cuerpo. Por eso, «sentimos» sus movimientos. Y, en cierto modo, desde el punto de vista de nuestra conciencia, nos resulta inseparable el movimiento afectivo del sentimiento característico que lo acompaña. Este «mar afectivo» está en constante movimiento y reacciona con viveza ante todo lo que se hace presente en la conciencia. Las cosas, en general, no nos son indiferentes; producen una respuesta afectiva, que se nota en el interés. Hay cosas que apreciamos y cosas que nos disgustan, con cierta estabilidad. Esto significa que nuestro corazón tiene forma. Cada hombre tiene sus gustos y sus manías, sus inclinaciones y repugnancias, sus preferencias, sus objetos y su seres queridos. Y esto es una parte muy importante de su personalidad, tanto o más que sus convicciones. El hombre no es sólo un ser que piensa es también un ser que tiene inclinaciones y que quiere. A todo este complejo fondo afectivo, le llamamos corazón. Preferimos retomar esta noción, que en parte es imagen y metáfora, porque resulta muy expresiva. La tradición occidental, que tiene un corte bastante racionalista, tiende a dejarla de lado cuando habla de la conciencia y prefiere referirse sólo a la inteligencia y a la voluntad. Pone en la voluntad el querer iluminado por la inteligencia, y en la sensibilidad los sentimientos, impulsos y afectos. Es una distinción válida, pero lleva a perder de vista la profunda unidad del ser humano y a expresarse como si el espíritu estuviera desencarnado. Por eso tiene ventajas manejar la imagen tradicional del corazón. El corazón es mucho más difícil de entender que la mente porque es mucho más oscuro. Lo notamos, pero no lo vemos; y, a veces influye en nuestra conducta sin que nos demos cuenta. Tiene una estructura muy rica y compleja, con distintos estratos, y además se modifica constantemente con la propia historia. Por eso es muy difícil de estudiar. En la forma del corazón, hay un fondo innato que, casi desde el inicio de la vida psicológica, es modificado por el ambiente y la experiencia y, más tarde, muy poderosamente, por la propia inteligencia. Por eso es prácticamente imposible describirlo «en estado puro». El estrato más hondo y oscuro del corazón lo forman las tendencias instintivas, que son inclinaciones permanentes que operan en el subconsciente y afloran de cuando en cuando en la conciencia. No somos indiferentes a la comida, a la bebida, al sexo... Son las tendencias primarias que garantizan la supervivencia propia y de la especie. Esas inclinaciones están permanentemente por debajo y se activan en momentos
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determinados. Intervienen factores fisiológicos muy complejos de los que apenas somos conscientes. Simplemente sentimos su «impulso» en un momento dado, que nos inclina «impulsivamente» en una dirección. A veces, se les llama «pulsiones», sobre todo si son violentos. El hambre, por ejemplo, se nos aparece como una sensación difusa, una inquietud que despierta nuestro interés por todas las señales de comida y un impulso a comer. Las tendencias instintivas son estimuladas tanto por la propia situación del cuerpo (hambre) como por la imaginación (comida). Un olor de comida en el momento en que estamos hambrientos, penetra mucho más hondo y nos llama la atención mucho más que cuando no tenemos hambre. El impulso despierta el interés, concentra la atención, acapara la imaginación, y aparece el deseo, el apetito o las ganas de comer, que se presentan como una exigencia perentoria en la conciencia. Sólo al final nos damos cuenta de lo que sucede —lo sentimos y reconocemos— y ejercemos nuestra libertad: aceptamos el estímulo y buscamos comida, o lo controlamos. A veces, esas tendencias son excesivas o patológicas. Y, en ocasiones, pueden crear dependencias, como sucede en el caso de la droga, el alcohol o los juegos de azar. Por curiosos mecanismos fisiológicos, el cuerpo se acostumbra y echa en falta esos estímulos, produciéndose «síntomas de abstinencia». En estos casos, las pulsiones o movimientos instintivos son tan fuertes que pueden llegar a absorber la conciencia y privar de la libertad. Además, el ambiente nos transmite valoraciones, tanto de una manera consciente, como información, como también inconsciente, como condicionamiento. Desde pequeños, nos han educado para apreciar unas cosas y rechazar otras. Pronto aprendemos que unas cosas son muy estimadas y otras no; que unas cosas son bien vistas y otras no; que todos nos envidiarán si conseguimos un determinado bien o que nos evitarán si hacemos esto o tenemos lo otro. También damos crédito a las personas que estimamos cuando nos dicen que algo vale la pena. Todo esto nos condiciona, influye en nuestro sistema de preferencias. En nosotros hay algo parecido a los reflejos condicionados de los animales, aunque con una fuerte mediación de la inteligencia. Nuestra sensibilidad se modela también con los «premios» y «castigos» de experiencias anteriores: los bienes que nos han proporcionado más satisfacción (premio) son queridos con una intensidad reforzada. Y huimos «instintivamente» (en realidad, «condicionadamente») de las cosas que nos han causado sufrimiento (castigo). Las experiencias agradables y desagradables crean en nosotros aficiones y manías. Nos interesa el dinero, la fama, el ser conocidos; nos pueden gustar el fútbol, el esquí, los perros... depende de las satisfacciones y disgustos que hayamos encontrado. Este refuerzo se realiza tanto a nivel instintivo como afectivo, pero hay que tener en cuenta el enorme poder de la inteligencia que, a partir de un cierto momento interviene siempre en todo el proceso tanto de valoración como de decisión. Es capaz de descubrir muchos más bienes que los del instinto, mediante el análisis teórico o práctico. Además, con sus valoraciones, amplía enormemente el campo de los «premios» y de los
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«castigos», con lo que tiende a modificar intensamente la estructura del fondo afectivo»: apoya unas inclinaciones y lucha contra otras. Cuando la inteligencia comienza a funcionar, aparecen con ella otras tendencias innatas, no ya instintivas sino, podríamos decir, espirituales. Es la parte más noble del corazón, la que se alegra ante los bienes espirituales: la verdad, la belleza, la nobleza, la justicia y el amor. En estos campos, el primer indicio para saber que algo es bueno lo da el corazón. El corazón es quien capta lo bello, tanto en el terreno estético como moral. Se conmueve ante lo hermoso y ante lo heroico de los gestos ejemplares y excelentes. Y conoce el valor del amor como respuesta a la bondad de las personas. El corazón reconoce intuitivamente como bueno y noble muchas más cosas de las que interesan a los instintos y de las que la inteligencia puede analizar. La inteligencia puede analizar lo que resulta útil. Pero sólo el corazón reconoce lo que es noble. Hay muchos estratos de inclinaciones que van desde lo más instintivo hasta lo más espiritual, y, en cada estrato, muchos grados de intensidad. Nos puede gustar una comida y preferimos un color; sentimos cariño por un lugar; tenemos afición por algún deporte, pasión por la música; nos encanta una novela; ambicionamos una posición y nos atrae el dinero; sentimos simpatía por una persona, afecto por otra, amistad y amor por otras; queremos con locura a alguien... Podemos amar las manifestaciones de belleza y de verdad. Todo lo queremos con el corazón y en todo participan nuestra inteligencia, desde «arriba» y nuestro cuerpo, desde «abajo». La suma de las inclinaciones innatas —instintivas y espirituales—, con las adquiridas (aficiones), da lugar a la forma del corazón, a ese complejo fondo lleno de gustos, preferencias, anhelos, ambiciones, aprecios, simpatías, amistades y amores; también ascos y repugnancias, manías y antipatías, prejuicios, rencores y odios. Todo eso que nos mueve, junto con lo que pensamos, y nuestros hábitos de comportamiento forman nuestra personalidad. Con la importante diferencia de que nuestras convicciones nos resultan transparentes y conocidas y en cambio las inclinaciones del corazón, no. Por eso, la parte más importante del propio conocimiento consiste en conocer a fondo el corazón. Cada corazón tiene una carga de historia en sus inclinaciones. La tiene de manera inconsciente, porque el corazón sólo conserva la inclinación ciega; el recuerdo pertenece a la memoria y puede o no hacerse presente en el querer. Algo tan sencillo aparentemente como la afición a un alimento, puede tener una historia de pequeñas satisfacciones del gusto y de referencias ambientales: quizá recuerdos de la niñez, costumbres familiares o locales, circunstancias felices, prestigio social del alimento, etc. Es como si el gusto se matizase con la historia personal. Por eso, la afectividad humana resulta tan compleja. En la medida en que se mueven en estratos diferentes, nuestras inclinaciones pueden tomar también direcciones opuestas y entrar en conflicto. Es frecuente, por ejemplo, que tengamos afición a un alimento que sabemos nos hace daño. A un nivel, lo queremos, y a otro, no. A veces, las inclinaciones compiten, porque no podemos satisfacer todas al mismo tiempo: encontrarnos con un amigo puede hacernos olvidar el hambre que
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teníamos, o quizá suceda lo contrario y entonces la prolongación del encuentro nos irrite. Como se suele decir, con frecuencia tenemos «sentimientos encontrados». El corazón puede llegar a aficionarse con tal fuerza que llegue a ser una pasión arrebatadora, incluso dándonos cuenta de que es un exceso. No hay que olvidar que el corazón tiene mucha inercia porque «empapa» el cuerpo. Por eso las inclinaciones duran más en el corazón que las decisiones en la inteligencia. Es necesario que reciba el orden de la inteligencia. Y conseguir esa armonía es todo un arte, el más humano de todos.
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4. Los movimientos del corazón Como el fondo de nuestro corazón tiene forma, las cosas no nos resultan indiferentes. Todo lo que es tenido por bueno o malo, en el presente o en el futuro, produce en nosotros reacciones afectivas. El fondo afectivo es como un mar de tendencias que reaccionan de diverso modo ante las distintas expectativas. Ya advertíamos que es propio de los movimientos del corazón ser «sentidos»; provocan cambios fisiológicos y se perciben indisolublemente unidos a esos cambios. Por eso, en general, a todos los movimientos afectivos, se les llama «sentimientos». Pueden ser de muchos tipos según sea su origen, su forma y su intensidad. Pueden ser motivados por los deseos instintivos o por el tono vital de nuestro cuerpo. Las tendencias instintivas se mueven espontáneamente y, muchas veces, operan por debajo de la conciencia, sin que nos demos cuenta, influyendo sólo en el interés preferente que dedicamos a algunas cosas. El resto de las reacciones afectivas se produce ante lo que se nos hace presente en la imaginación, bien porque viene provocada por lo que sucede en el exterior, o porque lo hace presente la propia conciencia. Cuando los sentimientos son de mayor intensidad se les llama «emociones». Las emociones van unidas a fuertes alteraciones en el cuerpo (ritmo cardíaco, excitación, tensión) y tienden a ser pasajeras, porque nuestra psicología no soporta un estado de excitación duradero. Por la importante unidad entre lo psicológico y lo orgánico —entre el corazón y el cuerpo—, las emociones graves —sobre todo las negativas: enfados y disgustos— pueden llegar a dañar la salud. Llamamos «estados de ánimo» a un tipo de sensaciones vagas y generales; donde no sentimos una parte de nosotros (nuestro pie que nos duele o nuestra cabeza que lleva una gorra), sino a nosotros mismos en general; y decimos que nos «sentimos bien» o «mal», animados o desanimados, alegres o tristes, nerviosos o apáticos. Estos estados pueden no tener un referente claro. Por ejemplo, podemos no saber por qué estamos tristes; y esta «tristeza» puede tener tanto un origen orgánico, como emocional. El estado de nuestro organismo influye mucho en el tono vital. Por eso, la forma y el vigor de nuestros sentimientos dependen en parte de nuestra salud, de nuestro cansancio, de lo que hemos comido o bebido y de condiciones atmosféricas... Un excitante que modifique el estado de nuestro cuerpo, modifica nuestros sentimientos: basta pensar en los efectos de un poquito de alcohol en una fiesta... Y una persona que «se siente» fuerte reacciona de otro modo que una persona que «se siente» débil o cansada. Pero la mayor parte de nuestras reacciones afectivas tienen un referente claro y están tipificadas según la forma de referirse a ese objeto. Desde antiguo, se les llama «pasiones», y se han hecho clasificaciones muy útiles, aunque en este tema no quepa la exactitud. Aquí vamos a recoger brevemente el esquema de Aristóteles que corrige en algo Tomás de Aquino. Los movimientos básicos se producen ante lo que es considerado como bien o como mal. Todo aquello hacia lo que tenemos inclinación, se nos presenta como bueno. Y todo aquello que estropea o impide lo bueno, se nos presenta como malo. Las cosas son
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recibidas o con aprecio o con disgusto o, si queremos respetar el vocabulario básico, con amor y odio. Estos son las reacciones más elementales y están en la base de todas las demás. En cuanto algo nos parece bueno y parece posible, las inclinaciones se tensan y aparece el deseo, tanto de alcanzar el bien como de huir del mal. El deseo se hace presente en la conciencia como un empujón y mueve sus resortes: despierta el interés, concentra la atención y excita la imaginación. Se siente así como una cierta concentración y preparación. Si el bien se alcanza, se produce la satisfacción y un estado de expansión y bienestar que llamamos alegría o gozo. Si el bien no se alcanza, o llega el mal, se produce la tristeza, que se siente como malestar y encogimiento. Estos tres pares: aprecio/disgusto (amor/odio), deseo/huida, y tristeza/alegría, forman el abanico de nuestras disposiciones afectivas elementales ante las cosas. El amor/odio es el punto de partida, el par deseo/huida provoca la acción, y el par tristeza/alegría, representa el final. La tradición clásica añadía a estas seis pasiones de la afectividad, otras cinco que podríamos considerar dentro del terreno de la agresividad, es decir, de la capacidad de impulsarse hacia lo que se aprecia o de rechazar lo que se odia. Cuando se desea algo que es difícil, pero atrayente, se produce una tensión positiva y una ansiedad característica, que en la terminología clásica se llama «esperanza»; y que hoy podríamos llamar ilusión, ansia o expectación. Es una especie de preparación. Se concentran todas las energías en la expectativa: si lo que se espera es un daño, se produce un estado de alerta que llamamos «miedo»; es también una expectativa, pero en este caso angustiada. En ambos casos, el organismo parece concentrar fuerzas para una respuesta rápida. Cuando el bien deseado se pone a nuestro alcance y falta poco para conseguirlo, se produce una especie de salto, que se llama «audacia». Nuestra psicología se abalanza sobre lo que teme o desea con rapidez. En cambio, cuando se advierte que no se va a conseguir el bien o que no se puede evitar el mal que se teme, pueden suceder dos cosas. La primera, sentir la «desesperación», que es el desconcierto anímico, unido a la desarticulación de la disposición corporal que antes estaba concentrada. La tensión acumulada se desborda en un nerviosismo sin sentido, y, a veces, en el autocastigo (hacerse daño, tirarse de los pelos...). Y la segunda posibilidad es una reacción violenta de venganza, que se llama «ira»; la tensión acumulada en las expectativas no se desorganiza, sino que se concentra en castigar a la causa del daño, aunque ya no sirva para nada. Cada tipo de pasión va unido a una disposición real y física de nuestro cuerpo, que da forma a nuestros afectos. Tenemos experiencia de que la alegría, la tristeza, el amor, el odio, el miedo, la ira influyen en la situación corporal de un modo diferente. Y esa disposición corporal es sentida. Por eso la inclinación del corazón y la sensación del cuerpo constituyen para nosotros dos aspectos inseparables, del mismo fenómeno. Por eso, nos resulta tan difícil, por ejemplo, concebir una tristeza, en la que no se «sienta»
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nada. Cada movimiento va acompañado de una determinada configuración corporal; por ejemplo, la tristeza supone la sensación de decaimiento, pesadez, encogimiento... El cuerpo da inercia a los sentimientos. Es uno de los datos más curiosos e interesantes del ser humano. La inercia del cuerpo hace que los sentimientos duren, aún cuando hayan terminado los estímulos; así las reacciones afectivas se difuminan lentamente y, a veces, se mezclan unas con otras. A esta clasificación clásica de pasiones, me gustaría añadir otro tipo de movimientos muy peculiar: son los anhelos. Resulta que ante las experiencias más nobles de la vida, como son las de sabiduría, amor y belleza, el corazón se mueve aspirando a una plenitud indeterminada que trasciende lo que lo ha provocado: se abren unas expectativas en cierto modo infinitas, aunque la realidad concreta no las podrá satisfacer. Estas experiencias manifiestan una nostalgia de infinitud y son como los destellos de una felicidad que aquí parece imposible. Esos movimientos manifiestan que hay otro sustrato superior en nuestro corazón.
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5. La decisión libre: cabeza y corazón Después de haber hablado de nuestra mente y de nuestro corazón, nos toca hablar brevemente de la operación más característica del espíritu humano: la decisión libre. El hombre tiene la peculiaridad de ser dueño de sus actos. Los hace, dentro de ciertos límites, cuando y como quiere. Por eso le pertenecen y es responsable de sus consecuencias. Lo propio del acto libre es que, al mismo tiempo, es un acto consciente (sabemos que lo estamos haciendo), y que está originado por la propia conciencia. Es tan peculiar que no se puede comparar con ningún otro fenómeno natural; solamente se puede describir. Claro es que la acción humana no surge espontáneamente partiendo de cero, sino siempre dentro de un doble contexto. El primer contexto es la propia personalidad con su identidad que se ha forjado en el tiempo. No piensa una mente aislada, sino una persona que tiene una historia, unas experiencias, unos conocimientos, unas convicciones, unas relaciones establecidas, unos principios morales asumidos. El segundo contexto es el fondo afectivo. Toda decisión se toma en la conciencia, pero revuelve el fondo afectivo. Muchas veces viene provocado por él. El corazón (y los instintos) casi siempre tienen algo que decir: los afectos generan, se oponen o refuerzan las decisiones. Nuestra conciencia tiene la doble capacidad, dentro de ciertos límites, de dirigir la atención hacia un punto, y de mover el cuerpo cuando quiere. Esto es una sorpresa y una especie de milagro, aunque estemos muy acostumbrados: un acto de conciencia que es inmaterial es capaz de mover algo físico. Es una causa que no está prevista entre las fuerzas mecánicas de la física. Es el primer efecto de la libertad. Hay una serie de capacidades motoras que están directamente bajo el dominio de la conciencia. Cuando queremos, podemos abrir la mano o levantar la vista. Estos son actos elementales, pero muy importantes. Para ejercer la libertad se requiere también controlar la propia mente y dominar la atención. Pero no sólo eso. Ante cualquier cosa que se hace presente en la conciencia, bien porque pensamos en ella, bien porque la percibimos en el exterior, el fondo afectivo reacciona. Y reacciona con sus distintos estratos, a veces enfrentados. Casi todas las decisiones que tomamos vienen motivadas o apoyadas por las inclinaciones que tenemos en el corazón. Pero necesitan vencer la oposición de las tendencias enfrentadas. Las tendencias del fondo afectivo pueden tener mucha fuerza y llegar a paralizar o hacer que se reconsideren las decisiones, o volverlas ineficaces. Todos tenemos experiencia de que si decidimos algo contrario a nuestros gustos, hay muchas posibilidades de que no salga adelante. La mente tiene muy poca fuerza para imponerse sobre las inclinaciones afectivas. Platón comparaba la interioridad humana con un carro de dos caballos dirigido por un conductor. Si los caballos se rebelan, el conductor no puede dirigirlos. Por eso decía que la razón humana tiene un dominio político y no despótico sobre la sensibilidad. No se
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hace todo lo que dice la razón, a no ser que los caballos estén muy bien amaestrados y se hayan acostumbrado a obedecer al amo; o, todavía mejor, quieran lo que el amo quiere. Por eso, el ejercicio de la libertad requiere una cabeza clara y un corazón ordenado. La decisión sólo se toma bien cuando el corazón está ordenado y acostumbrado a amar el bien que propone la inteligencia. Si no, la libertad puede ser arrollada por los sentimientos o por los impulsos instintivos. Sin embargo, la libertad no consiste simplemente en que la razón domine. Esto es un prejuicio racionalista y supone olvidar que el corazón permite reconocer el bien. Las grandes inclinaciones del corazón son las que motivan la libertad humana y la orientan eficazmente hacia los grandes bienes. El dominio de la razón hace que las decisiones sean racionales; el vigor del corazón logra que sean eficaces. Dedicaremos los dos capítulos siguientes a estudiar por separado estas dos condiciones de la libertad.
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2. Disciplina
1. La conquista del espacio interior Sería fascinante saber lo que pasa por la cabeza de un chiquillo durante media hora; pero no hay modo de adivinarlo. Los mismos chicos son incapaces de relatarlo porque no son del todo conscientes de lo que les sucede, y lo olvidan con rapidez. Hasta una edad bastante avanzada, no distinguen bien lo que han vivido de lo que han imaginado. Obran sin pensar, llevados por sus impulsos y por las costumbres más o menos elementales que han adquirido. Cada fenómeno les crea una situación nueva y borra la anterior; cualquier cosa les distrae o los arrebata, y así cambian bruscamente de actividad y de estado de ánimo, y van de un lado para otro. Por eso, no pueden explicar los motivos de su conducta. La imaginación es un instrumento estupendo de la inteligencia, nos sirve para completar la experiencia del pasado y transportarla hacia el futuro. Una gran imaginación es un beneficio enorme para la inteligencia. Pero hasta que no está sujeta, nubla la inteligencia y descontrola los sentimientos. Por eso mismo, Santa Teresa la llamaba «la loca de la casa». La viveza de la imaginación tiene, al menos tres efectos: — La imaginación forja ensueños. La gente joven proyecta todo hacia el futuro, sin el realismo y la inercia que dan los años. Unos pocos datos sugestivos o una experiencia prometedora les transporta al mundo ideal, y acapara sus energías. Por eso, los jóvenes se sienten arrebatados por las personalidades entusiastas: oyen hablar un día a un médico enamorado de su profesión y desean ser médicos; al otro día el que habla es un escalador que cuenta con emoción su aventura, y desean ser escaladores con el mismo entusiasmo. — La imaginación produce inestabilidad afectiva. En un momento, se puede pasar de una cima de entusiasmo a un abismo de desesperación; un pequeño triunfo y se entiende que la vida será una espectacular carrera triunfal, como el famoso cuento de la lechera (que relata, precisamente, el efecto de una imaginación desbordante); un pequeño fracaso y se deduce que la vida no vale la pena. Y lo mismo, con mayor intensidad, sucede con los contratiempos afectivos: en las relaciones con amigos y amigas; y en los éxitos y fracasos de las actuaciones en público: en pocos segundos, se pasa de la gloria al infierno. — En tercer lugar, la imaginación da lugar al atolondramiento; la juventud es la edad de los despistes, como la ancianidad lo es de los olvidos. La imaginación impide la concentración. Hay tantas cosas y tan vivas bullendo en la cabeza que se estorban unas a otras. Es inútil citar a un niño para el día siguiente: se le olvidará inmediatamente, salvo que quede fascinado por la ilusión y le quede rondando en la cabeza como una idea fija.
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A un joven se le puede pedir un asunto con un plazo de dos o tres días, pero salvo que sea algo vital para él, la probabilidad de que se acuerde es bastante reducida. La conducta depende totalmente de qué instancia prevalece. Si es la imaginación, la conducta se vuelve errática; si son los instintos o los afectos, es instintiva o pasional; sólo cuando domina la razón tenemos la madurez humana. Es propio de los adultos poder explicar las razones de su conducta; precisamente porque es racional. Hacen las cosas, con un orden lógico, después de haberlas razonado. La conducta madura se puede predecir y justificar: podemos avisar lo que vamos a hacer; y podemos explicar por qué lo hemos hecho. En eso se diferencia de los niños y de los locos. Para madurar es necesario que la inteligencia domine. Y eso sólo se logra controlando la imaginación. Hay cuatro actividades que ayudan a la madurez, porque ordenan la interioridad y son: el conocimiento propio; el dominio de la afectividad; el control de la actividad; y la reflexión. Vamos a verlo.
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2. El conocimiento propio Conocerse a sí mismo ha sido considerado la mayor muestra de sabiduría tanto en Occidente como en Oriente. «Conocer a los demás es sabiduría —se lee en el libro del Tao— pero conocerse a sí mismo es sabiduría superior» 1. «Conócete a ti mismo» era también el precepto sabio que campeaba en el templo de Apolo en Delfos. Es el precepto mayor de Sócrates y recorre toda la antigüedad hasta el Renacimiento2. Juan Luis Vives añade: «No tiene sentido ser conocido por otros y no conocerse a sí mismo» 3. El conocimiento propio es el principio de la madurez. Es necesario saber lo que pasa en nuestro interior para poner orden. Se trata de hacer una auditoría de nuestra actividad interna; una especie de inspección general del espacio interior para reconocer lo que circula por nuestra cabeza, dónde gastamos nuestro tiempo, cuáles han sido realmente nuestras acciones y cuáles han sido los móviles que nos han llevado a realizarlas. Esa inspección no es tarea de un día. No basta observarse durante unas horas. Además, si nos paramos a observar, suspenderíamos nuestra actividad ordinaria y no sabríamos lo que pasa normalmente. Lo interesante es hacerse una idea de lo que sucede habitualmente un día tras otro. Es necesario, por eso, — antes que nada, individuar las actividades: saber realmente todo lo que hemos hecho en el día: lo grande, y también lo pequeño: cuánto tiempo hemos empleado en cada actividad y cuánto hemos perdido. Los resultados suelen ser sorprendentes. — después analizar los móviles, sobre todo de las acciones más espontáneas y menos previstas: por qué nos hemos puesto tristes o alegres, por qué nos hemos enfadado, por qué hemos callado cuando teníamos que hablar y hemos hablado cuando teníamos que callar; por qué hemos buscado excusas para no hacer lo que debíamos, por qué nos hemos dejado llevar por la precipitación; por qué no hemos hecho lo que habíamos previsto y, en cambio, hemos hecho lo que no habíamos previsto; qué parte de nuestra actividad se la ha comido la pereza, etc. — también hay que estudiar qué tenemos en la cabeza, adónde se nos va; cuáles son nuestras distracciones favoritas y cuánto tiempo nos llevan; qué parte de nuestra vida dedicamos a la fantasía y a las ensoñaciones, en qué nos distraemos y cuándo nos distraemos. Al final de cada día, conviene pararse un momento y hacer un balance de lo que hemos hecho, lo que hemos dicho, lo que hemos pensado y los motivos de nuestras acciones. Especialmente, conviene analizar, lo que se ha salido de la rutina ordinaria: por qué los cambios de planes, por qué los entusiasmos, por qué los enfados, por qué las tristezas. A esta práctica se le llama técnicamente el «examen de conciencia», y sólo necesita dos o tres minutos diarios. Conocerse a sí mismo —al contrario de lo que parece prometer cierta moda— no es una tarea llena de satisfacciones. Es más, si llegamos a la conclusión de que somos una persona maravillosa, es que lo estamos haciendo mal. Porque se trata de ver con realismo cómo somos realmente, no cómo nos gustaría ser. Y lo normal es descubrir que
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somos más mediocres de lo que pensábamos, que perdemos infinidad de tiempo en tonterías, que los móviles de nuestros actos no son demasiado elevados, que la vanidad y la soberbia tienen su parte en tantos enfados y rencores; que somos bastante perezosos y que nos excusamos con una sorprendente facilidad; que hacemos muchas menos cosas de las que nos gustaría, y que algunas las hacemos de un modo chapucero; que dedicamos un tiempo excesivo —casi enfermizo— a darnos vueltas a nosotros mismos, que perdemos demasiado tiempo en proyectos irrealizables, en recreaciones del pasado, en ensoñaciones del futuro. Quizá no será entusiasmante la imagen real que saquemos de nosotros mismos, pero conocer con precisión los defectos es la mejor base y el mejor aliciente para mejorar. No se puede construir una casa, sin haber examinado el terreno que le va a servir de base. Tampoco podemos emplearnos bien si no nos conocemos. Hay que ser sinceros. De nada serviría hacer ese examen, si nos comportáramos como un mal empresario que retoca los datos negativos del balance. Si llegamos a conocernos bien: si alcanzamos el fondo de nuestra alma identificando los resortes que nos llevan a obrar, a alegrarnos y entristecernos, a entusiasmarnos y a desesperarnos, adquiriremos mucha experiencia sobre la humanidad, porque, en el fondo, todas las personas somos muy parecidas. Y sabremos lo que podemos esperar de nosotros mismos y de los demás.
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3. El ascetismo de los deseos «Imponer su voluntad a los demás es fuerza, pero imponérsela a sí mismo es fuerza superior. Bastarse es la verdadera riqueza, dominarse es el verdadero carácter» 4. Estas palabras del libro del Tao manifiestan una experiencia universal. En nuestro interior, descubrimos tendencias muy diversas, y, con frecuencia, nos sentimos divididos entre lo que sentimos y lo que queremos, entre lo que nos apetece y lo que debemos hacer. Nuestra naturaleza no está bien armonizada con nuestro espíritu. Los instintos y los afectos tienen un dinamismo propio que, a menudo, se enfrenta con él. Por eso, decía Max Scheler que «el hombre es un animal ascético». Para poder funcionar, el espíritu tiene que abrirse paso entre las tendencias biológicas y dominarlas. El espíritu tiene que dar cauce adecuado a la naturaleza sin destruirla. Tiene que atender sus requerimientos justos, pero antes los tiene que valorar. Y tiene que conseguir hacerse un hueco, es decir, no puede vivir permanentemente ocupado en los asuntos que plantean los deseos. Si no, no puede haber vida en el espíritu: no queda ni espacio ni tiempo. En todas las épocas, en todos los tiempos y en prácticamente todas las culturas, los hombres sabios han afirmado que es necesario poner la medida de la razón en todo. Es la condición para alcanzar la libertad interior. Fundamentalmente hay que avanzar en cinco frentes. — limitar los deseos, las reclamaciones de la afectividad, purificarlos para que no sean muchos, ni dispersos, ni demasiado vehementes. Los budistas llegan hasta el extremo de procurar apagar toda «sed», todo deseo. «No vayas detrás de tus pasiones — se lee en la Biblia—, refrena tus deseos. Si te consientes todos tus deseos, serás la burla de tus enemigos» 5. — superar las timideces; que tienden a bloquear el comportamiento y a quitarnos la naturalidad; «a los audaces les ayuda la suerte» (audentes fortuna iuvat), reza una famosísima frase de Virgilio6. — vencer la pereza, que, en cuanto nos descuidamos, se lleva un enorme pedazo de la eficacia de la vida; como dice Séneca «el perezoso es un estorbo para sí mismo» 7. — superar el miedo al dolor y al sacrificio, que nos hace débiles y flojos, y puede ser la causa de muchas esclavitudes; otra vez es Séneca el que comenta: «no hay que desear las penalidades, sino la fuerza para llevarlas» 8; Pero «no puede acudir al combate con mucho valor el atleta que no ha recibido jamás daño alguno» 9; las dificultades forjan el carácter. «La euforia a toda costa sería equivalente a una eutanasia parcial —señala un psiquiatra—. La misión de la psicología no es únicamente hacer al hombre apto para el trabajo y el placer; se trata de conseguir hacerlo también capaz de sufrir» 10. — controlar las emociones; para mantener la serenidad; especialmente, en los momentos difíciles. «Por tanto —añade Horacio— vivid con fortaleza y oponed un pecho fuerte a las adversidades» 11. Y en esto se apoya otro famosísimo dicho clásico:
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«hay que ser modesto en la prosperidad y fuerte en la adversidad» 12. A esto se le llama en castellano, tener temple. Todo esto se logra imponiéndose la norma de conducta que se ha previsto y yendo contra lo que apetece. Para lograr vencer cuando nos interesa, hay que estar entrenado, haberse acostumbrado a exigirse. Esto requiere un ejercicio continuo, como sucede en el deporte. Si uno se abandona, pierde la forma y cuesta recuperarla: «Hay que comer, dormir y abrigarse solamente lo necesario —decía Gaudí, el gran arquitecto—. Conviene tanto al cuerpo como al alma pasar frío en invierno y calor en verano» 13. El arte del dominio de sí se puede resumir en tratarse duro, o como dice el adagio clásico: «sustine et abstine»: «aguanta y prívate», que señala los dos aspectos del dominio de sí: la templanza para regular los deseos y sentimientos, y la fortaleza para afrontar las dificultades y vencer la pereza y las timideces. Si se cae en la trampa de la pasividad, de preferir lo cómodo y lo fácil, de evitar el esfuerzo, la complicación y el dolor, de concederse todos los gustos y dar rienda suelta a las propias manías, la vida se arruina. Es famosa la cita del poeta romano Juvenal; «mens sana in corpore sano», «una mente sana en un cuerpo sano»; pero el texto sigue así: «Pide un ánimo fuerte, sin temor a la muerte (...), que pueda sobrellevar cualesquiera penalidades; que no se enfade, que nada desee, y que prefiera los trabajos y apuros de Hércules a los placeres, cenas y plumas de Sardanápalo» 14. Así se forja el carácter. Todo esto constituye la fuerza interior de un hombre o lo que llamamos fuerza de voluntad. Es la capacidad de hacer lo que quiere.
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4. El control de la actividad En castellano, se llama disciplina a la capacidad de crear el orden mínimo necesario para desarrollar eficazmente una actividad: hay una disciplina militar y una disciplina académica; pero también se necesita disciplina en los hospitales, en las empresas, en los organismos públicos... Hacen falta horarios y plazos, y cumplirlos con puntualidad; es necesario que existan normas de funcionamiento y que se respeten; es preciso corregir pronto los comportamientos que deterioran y entorpecen el funcionamiento del conjunto... Y se llama autodisciplina o disciplina personal a la capacidad de imponerse el orden necesario para hacer algo útil; si no, es imposible realizar una actividad creativa intensa y duradera. «Cuanto menor sea la coacción exterior para nuestra conducta, tanto mayor debe ser la voluntad propia de mantener un orden relativamente inflexible» 15, señalaba un gran universitario. Para ejercer la libertad y dominar la propia conducta, hay que tomar la iniciativa; decidir previamente —en la medida en que lo permiten las circunstancias— lo que se va a hacer y cuándo se va a hacer. Este suele ser, además, el gran remedio para poner en orden la imaginación. Si dejamos que las cosas «se ordenen solas» o que se ordenen «según van viniendo» resultará que nuestra actividad acabará gobernada por motivos irracionales: nuestros gustos (algunos inconfesables), nuestra pereza y nuestros complejos; es decir, por el fondo afectivo irracional de nuestra existencia. O ponemos orden «por arriba» o si no, el orden nos vendrá impuesto «desde abajo», aunque no nos demos cuenta. Tomar la iniciativa en la distribución de la propia actividad es empezar a poner orden. Y para desarrollar una actividad ordenada es necesario acostumbrase a planificar, desde lo más sencillo de la distribución diaria del tiempo, a los grandes horizontes de la vida. Así sabemos lo que queremos y tenemos un punto de referencia para examinar en qué y porqué nos hemos apartado de lo previsto. No es necesario planificarlo todo, sino lo suficiente, los fines y los medios. No se puede hacer todo a la vez; no todo tiene la misma importancia. Hay que distribuir las ocupaciones a lo largo del día, a lo largo de la semana, a lo largo del mes. Muchas cosas no son urgentes pero hay que hacerlas en algún momento. Si se confía en la improvisación, lo que nos apetece ocupará siempre el primer lugar; dedicaremos un tiempo desproporcionado a cosas inútiles y no sabremos encontrar tiempo para cosas importantes que no nos apetecen. Hay algunos puntos clave para el control del día: la hora de acostarse, la hora de levantarse, la hora de ponerse a trabajar y la hora de las comidas. Después, pertenece a la disciplina empeñarse en hacer las cosas bien. Todas las cosas tienen su arte. Y es posible descubrir el modo de hacerlo con menos gasto, con mejor rendimiento, con más perfección. Más tarde, cuando hablemos del trabajo, abordaremos este punto.
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5. El silencio interior y la prudencia Una de las manifestaciones más claras de que se conquista el espacio interior es la capacidad de recogerse, de meditar. El hombre tiene la capacidad de meterse para adentro de sí mismo y dejar de estar pendiente y atado a lo de fuera. «El hombre puede de cuando en cuando —dice Ortega— suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él y, sometiendo su facultad de atender a una torsión radical —incomprensible zoológicamente—, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, las cosas. Con palabras que de puro haber sido usadas, no logran ya decirnos con vigor lo que pretenden, solemos llamar a esa operación: pensar, meditar» 16. Reflexionar significa precisamente volver sobre sí, y se realiza en el núcleo mismo de la conciencia, una vez que se ha liberado de las brumas de la imaginación, del acoso de las solicitaciones afectivas o de las circunstancias externas. Ese espacio es imprescindible para la auténtica vida humana: «Sin retirada estratégica a sí mismo, sin pensamiento alerta, la vida humana es imposible. ¡Recuérdese todo lo que el hombre debe a ciertos grandes ensimismamientos!» 17. La reflexión es una especie de remolino interior que tiene la estupenda virtud de ensanchar nuestra intimidad. Se trata de preguntarse muchas veces por qué, ir al fondo de las cuestiones, analizar las experiencias, intentar estructurarlas y ponerlas en orden. Hay que dedicar tiempo a pensar lo que nos ha pasado, lo que hemos leído, lo que nos han dicho. No debemos conformarnos con que los acontecimientos que nos suceden o las ideas que nos llegan pasen a través de nosotros, de una parte a otra, sin dejar huella. «Si no ha sido herido por lo exterior —recomendaba un gran poeta francés— o no se ha regocijado con ello hasta el sufrimiento, no tiene vida interior» 18. La señal de que tenemos ese espacio interior y el único modo de acrecentarlo, es pensar. Éste es un hábito que requiere algunas condiciones y, al mismo tiempo, las crea si se pone empeño. La primera de todas es el silencio. No se puede meditar con prisa. La prisa mata la vida interior y, en realidad, cualquier actividad humana: «El mayor enemigo de la vida es la prisa, el querer llegar a las cosas antes de tiempo, que es pasarse de ellas» 19. La reflexión necesita serenidad y reposo: «Sí; la paz, el silencio y no tener prisa. El libro del que se lee una página y que se deja caer para oír cantar la canción interior, y el lienzo ante el que uno se detiene, se sienta y se olvida de seguir adelante...» 20. En esto también coinciden la sabiduría de oriente y occidente, aunque en oriente tenga resonancias propias, inseparables de una filosofía de la totalidad: «Aquel que ha llegado al máximo del vacío, ése estará fijado sólidamente en el reposo» 21. Hace falta silencio, sobre todo silencio interior, que es cortar las tensiones de las distintas solicitaciones, detener la imaginación, parar el ritmo de la actividad y callarse tanto externa como internamente. El hombre que habla demasiado se disipa, pierde su interior. Hace falta silencio y relajarse para pensar. Sólo así las cosas tienen efecto
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interior, sólo así se pueden valorar; sólo así se puede ejercer bien la libertad. Sin serenidad no puede haber profundidad en el conocimiento, ni contemplación estética, ni prudencia en la decisión. «El ocio es una forma de ese callar que es presupuesto para la percepción de la realidad; sólo oye el que calla, y el que no calla, no oye... El ocio es la actitud de la percepción receptiva, de la inmersión intuitiva y contemplativa en el ser» 22. Cuando se crean hábitos de silencio interior y de concentración, toda la psicología se enriquece y se remansa: se comienza a participar de los bienes espirituales: se saborea la verdad, se aprecia el bien y se goza de lo bello. Empieza a haber algo valioso que merece la pena conservar; se aumenta la intimidad y se puede compartir, creando lazos de amistad mucho más profundos que el mero compañerismo, porque se basa en la comunicación de bienes espirituales. La prudencia es el hábito de juzgar bien lo que se ha de hacer. Y, por eso, tiene mucho que ver con el ejercicio de la libertad, que no consiste simplemente en elegir lo que nos plazca, sino en decidir bien en cada contexto concreto, teniendo en cuenta sus circunstancias. Ante una situación concreta y ante el futuro en general, cada uno se hace una idea de lo que «puede» hacer; de las distintas posibilidades de obrar, de los diversos caminos que puede seguir, también se hace una idea de lo que «quiere» hacer, de las metas a las que aspira, de los fines que se propone; y, también se presenta la valoración de lo que es bueno o malo, de lo que «debemos» hacer según los criterios morales que poseemos. Así decidimos nuestra conducta. Y también lo que tenemos que gobernar o los conserjos que debemos dar. En todos los casos, casi lo más importante es no precipitarse y darse el tiempo necesario para pensar. Requiere informarse a fondo de lo que se quiere juzgar, buscando consejo, si es necesario. Atreverse a decidir, sabiendo que lo mejor es enemigo de lo bueno. Y, una vez decidido, ser rápidos en la ejecución, sin permitirse titubeos o reconsideraciones innecesarias. Prudencia es oír siempre las dos partes en cualquier litigio. Es tener sentido de la proporción y distribuir los recursos, el tiempo y el esfuerzo, dando importancia sólo a lo que lo merece. Es preparar el futuro, prever sus complicaciones y sacar consecuencias de todo lo pasado, destilando constantemente el licor de la sabiduría. Es contar con el tiempo para arreglar las cosas humanas. Prudencia es apreciar el derecho en las relaciones humanas, y documentar adecuadamente los pactos y obligaciones, porque es el modo de aclarar los asuntos cuando se enturbian. Prudencia es poner por escrito los asuntos importantes y difíciles, y archivar la documentación relevante, para no depender de la memoria, y estar protegidos de los cambios. Prudencia es no hablar más de lo necesario en los asuntos delicados y controlar la información, porque «el hombre es esclavo de lo que habla y señor de lo que calla», y la fuerza de muchos se escapa por la boca. Pero todo esto, cuando hay hábitos de interioridad y rectitud, se hace de una manera casi espontánea. Volveremos sobre ello al tratar del gobierno.
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1 Lao-Tzu, Tao-te-King, 33, Ed. Obelisco, Barcelona 1990 (4ª), 46. 2 P. Courcelle, Connais-toi même, de Socrate à Saint Bernard. Études Agustiniennes, Paris 1974. 3 Juan Luis Vives, Introducción a la sabiduría, cap. 18 (El comportamiento de cada uno para sí mismo), en Antología de textos, Universidad de Valencia, Valencia 1992, 280-281. 4 Lao-Tzu, Tao-te-King, 33, Ed. Obelisco, Barcelona 1994 (4ª), 46. 5 Ecclo 18, 30-31. 6 Enéida 10, 284. 7 «Piger ipse sibi obstat» Epistolas 94,28. 8 «Non incommoda optabilia sunt, sed virtus, qua perferuntur incommoda» Séneca, Epistolas 67,4. 9 Séneca, Epistola 13. 10 J. Cardona, Los miedos del hombre, Rialp, Madrid 1989 (2ª), 144. 11 Sátiras, 2,2,135. 12 «Modestus in prosperis, fortis in adversis». 13 R. Álvarez Izquierdo, Gaudí, Rialp 1992, 193. 14 Juvenal, Satyricon, 10. 15 Álvaro D’Ors, Cartas a un joven estudiante, Eunsa, Pamplona 1991, 67. 16 J. Ortega y Gasset, conferencia sobre Ensimismamiento y alteración, en El hombre y la gente, I, Revista de Occidente, Madrid 1964 (4ª), 34-35. 17 J. Ortega y Gasset, Ibidem, 55. 18 Max Jacob, Consejos a un joven poeta, Rialp, Madrid 1976, 22. 19 Juan Ramón Jiménez, El trabajo gustoso, Aguilar, México 1961, 135. 20 J. Leclerq, Elogio de la pereza, 30-31. 21 Lao-Tzu, Tao-te-King, 16, Ed. Obelisco, Barcelona 1990 (4ª), 27. 22 J. Pieper, en Ocio y Culto, 79.
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3. El trabajo bien hecho
1. El valor del trabajo En el ser humano, hay dos grandes líneas de ejercicio de la libertad y de desarrollo de la persona: son las relaciones humanas y el trabajo. Más adelante, hablaremos de las relaciones humanas, ahora nos toca hablar del trabajo. El aprecio del valor del trabajo necesita resolver algunos malentendidos. En castellano antiguo —en el uso, por ejemplo que hace Santa Teresa de Avila— trabajos y penalidades son lo mismo. La palabra «trabajo» parece venir de la palabra latina «trabs», es decir, traba, obstáculo, oposición. En ese sentido, trabajo parece referirse al aspecto penoso de la existencia. El hombre, como todos los demás seres de la tierra, sostiene una lucha fatigosa por la supervivencia. En la Biblia, Dios dice al hombre, después del primer pecado: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente». Sobrevivir, es siempre un ejercicio costoso. Por eso, si se considera el trabajo simplemente como el esfuerzo por sobrevivir, por satisfacer las necesidades de la subsistencia personal o social, no se puede evitar considerarlo negativamente. Entonces, el trabajo es una carga de la que hay que huir lo antes posible. Y se crea una nítida distinción entre trabajo y descanso, días laborales y días de fiesta. En los días laborales, uno se vende a sí mismo, para poder sobre vivir. En los festivos, uno es uno mismo y disfruta de la vida. El tener que sobrevivir da al trabajo un tono utilitarista. No es posible evitarlo del todo, porque efectivamente tenemos que sobrevivir. El clasicismo griego resolvía esta dificultad estableciendo una neta división en la sociedad: los esclavos se dedicaban a los trabajos materiales que garantizaban la supervivencia y los hombres libres a las actividades más nobles del espíritu: la sabiduría y la vida pública. Es la distinción radical entre trabajo — propio de siervos— y ocio —propio de hombres libres o de nobles. Esta consideración aristocrática de la existencia después se extendió por todo el Occidente, y distingue las ocupaciones de los hombres en dos tipos: las profesiones liberales, que son las del espíritu (saberes, artes y vida pública) y las profesiones serviles, propias de los siervos. Ocupan un estado intermedio la artesanía (las técnicas) y el comercio. De ahí viene una consideración negativa de los llamados «trabajos serviles», que son todos los trabajos útiles y necesarios para la vida, que se han considerado durante siglos, impropios de la nobleza. En medio de la injusta visión de las cosas que esto encerraba, había una verdad que no se puede desconocer. Es cierto que, en sí misma, es más noble la esfera de la libertad — el saber, la creatividad— que la de las necesidades que impone la naturaleza —comer,
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cubrirse, alojarse, descansar. Es cierto que tiene algo de inhumano dedicarse sólo a sobrevivir: a buscar cómo comer, cubrirse, alojarse y descansar. Y quien planteara su trabajo sólo como el modo de sobrevivir o también de vivir mejor —comiendo mejor, vistiendo mejor, alojándose mejor, descansando mejor—, estaría perdiendo algo de su humanidad. Es como si prescindiera de lo más noble. Los aspectos más elevados de la vida humana, los mejores, los de más valor, son «inútiles», no sirven directamente para sobrevivir, pero son característicos del hombre: la sabiduría, el amor, el arte y la religión. Pero el trabajo, cualquier trabajo, no se refiere sólo a lo útil, a la supervivencia. Es una esfera de ejercicio de la libertad y, por tanto, cabe un ejercicio noble y plenamente humano de esa función. Hay que descubrirlo. El trabajo bien hecho produce siempre una mejora en el hombre. Lo sabía la mentalidad tradicional romana que, desde Catón el viejo, piensa que la salud de la república depende de que se mantengan las «viejas virtudes romanas», que son las virtudes del buen agricultor. Frente al elitismo griego —en parte noble y en parte inhumano—, el buen sentido tradicional romano, forjado en el campo, supo reconocer la importancia de las virtudes del trabajo para la salud espiritual de las personas y de las sociedades. Y si volvemos a los primeros pasajes de la Biblia, podremos observar, que el sufrimiento del trabajo no puede ser sólo castigo, sino que también es el remedio del desorden que el pecado produce, porque el trabajo, además de permitirle sobrevivir, mejora al hombre. En efecto, basta fijarse un poco para darse cuenta de que en la Biblia se habla del trabajo ya antes del pecado, como un mandato de Dios al hombre que acababa de crear: «dominad la tierra». Así se deduce que el hombre está hecho para trabajar. Quizá se deba a esta convicción la laboriosidad que siempre se ha reconocido en el pueblo judío. El esfuerzo penoso del trabajo, además de ser necesario para la supervivencia, mejora al hombre. Por eso, San Benito, cuando ordenó la vida de sus monasterios, quiso que dedicaran un tiempo al trabajo manual; el lema benedictino «ora et labora» —reza y trabaja— recoge esta convicción. También la encontramos en las utopías del renacimiento, empezando por la de Santo Tomás Moro, que dio el nombre al género. Y la tradición calvinista acentúa con fuerza el deber moral de trabajar. Es verdad que el trabajo tiene un aspecto penoso, servil, obligatorio, de responder a unas necesidades. Es verdad que tenemos que dedicarnos a actividades que a veces no nos entusiasman porque tenemos que comer o porque hemos adquirido unos compromisos. Es la cara penosa del trabajo. Pero también es verdad que el esfuerzo por cumplir nuestras obligaciones nos ennoblece. La capacidad de sacrificarse por cumplir el deber siempre es un valor moral. Cualquier trabajo puede ser una esfera para la libertad y creatividad humanas, tanto para los individuos como para la sociedad considerada en su conjunto. Hay sociedades que viven en el límite, y sólo tienen energías para sobrevivir. Pero, si hay un poco de margen e ilusión, enseguida aparece el arte, que es signo de la creatividad humana. Primero se hace la herramienta necesaria —el palo que permite alcanzar los frutos altos de los árboles—; después el palo se perfecciona por el ingenio humano (la técnica) y,
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más tarde se embellece (el arte). Así una necesidad primaria abre después un campo para la expresión del espíritu. Todas las culturas, en cuanto salen de los mínimos, añaden arte y fiesta a su lucha por la supervivencia. Cada persona puede esforzarse también en hacer de su actividad algo más que sobrevivir. Con eso, trasciende en cierto modo las condiciones del trabajo. El empeño que pone, el amor a los detalles, la perfección con que se acaba, el deseo de servir convierten cualquier trabajo en una actividad noble; y al que lo hace en un verdadero aristócrata, ya que esta palabra de origen griego no significa otra cosa que calidad humana. El trabajo bien hecho mejora siempre la calidad de una persona: le da madurez, concentración, dominio de sí mismo, entrega; es un ámbito para el ejercicio de la libertad y del arte; y también es un ámbito natural para establecer relaciones humanas de camaradería y amistad. El trabajo es una necesidad para el hombre sano y honrado, que, además de permitirle sacar la familia adelante, le inserta en la sociedad como un elemento útil y le da un estímulo para superarse. Un trabajo es un reto, una conquista, un triunfo, que proporciona el placer de construir. Hay un gusto de trabajar, que viene cuando se pone cariño y también hay una alegría del deber cumplido. Estas satisfacciones sirven de estímulo para contrarrestar la fatiga que produce. A veces, las condiciones de trabajo hacen muy difíciles esas satisfacciones. El trabajo puede convertirse en una actividad deshumanizante porque se realiza en condiciones penosas, porque se retribuye muy mal o porque se impide cualquier género de iniciativa, de perfeccionamiento y de satisfacción. Hay que tenerlo en cuenta cuando se prepara las condiciones de trabajo de los demás. Cuando no se reconoce la dignidad del trabajo, se convierte en una mercancía; los hombres venden a trozos su vida, y los tiempos de trabajo se convierten en paréntesis de la vida real, que queda para «los restos del día» por usar el título de una conocida novela. El trabajo tiene, por tanto, aspectos objetivos —la función que se realiza, el beneficio que se recibe—, y aspectos subjetivos —la mejora interior, la satisfacción de lo hecho. Por eso, es un grave error reducir su valor al producto que se logra. Quizá debido a su universalización, la cultura occidental ha perdido la unidad de los distintos aspectos de la vida humana: sociales, festivos, artísticos, etc., y padece una acusada «economización». De manera que, de hecho se ha llegado a identificar la política con la economía. Este tipo de política sólo considera el trabajo como producción, por eso llega a faltar voluntad política para afrontar el problema del paro. Aquí no podemos afrontar este problema, que es, al mismo tiempo, político y moral. Vamos a fijarnos en lo que depende de cada uno: en las condiciones del trabajo bien hecho, que lo convierten en un bien excelente y que ennoblecen al hombre.
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2. Aprendizaje «Ars lunga vita brevis»: «el saber hacer lleva mucho tiempo y la vida es breve», afirma el adagio clásico. Es verdad: la vida es muy corta para todo lo que nos gustaría hacer. Los niños suelen quedar fascinados con algunas profesiones y dicen que les gustaría ser de mayores bomberos, policías, domadores de circo o pilotos de aviación. Lo más probable es que no lleguen a ejercer ninguna de estas profesiones y, en todo caso, no podrán ejercerlas todas a la vez. «Entre los trabajos posibles, hay que elegir. La fuerza y la inteligencia de un hombre tienen estrechos límites. Quien lo quiere todo, no hará nunca nada» 1. Todas las actividades humanas son objeto de arte. Es muy diferente improvisar el modo de hacer un trabajo o haberlo aprendido y experimentado. En castellano, llamamos «aficionado» a la persona que le gusta una actividad pero no ha llegado a dedicarse a ella y, por eso, no la domina bien. Es lógico que a un niño le atraiga la idea de ser bombero. Pero es muy diferente intentar apagar un fuego a base de buena voluntad o haber recogido la experiencia de otros, tener los instrumentos adecuados y estar entrenado para usarlos. Hay una diferencia de rendimiento enorme. Cuando un hombre desarrolla una actividad, empieza un proceso creativo. La primera vez que un aficionado coge la azada para arreglar su jardín, ni siquiera sabe cómo tiene que usarla, cómo se ponen las manos, con qué ángulo se golpea la tierra, cómo se arrancan mejor las plantas, etc. Y se trata de una herramienta elemental, cuyo uso es sólo una parte pequeñísima del arte de la jardinería. Probablemente mejorará con el ejercicio. A medida que adquiera experiencia: la manejará mejor, con más habilidad, con menos esfuerzo, con menos errores y también con más gusto. Pero, si quiere llegar a hacerlo bien, tendrá que recoger la experiencia de otros y aprender del que sepa. Casi todos los oficios humanos tienen una trayectoria de muchos siglos, que ha creado los instrumentos, las técnicas, los procesos, las destrezas, a base de acumular las mejoras de todos. Esa concentración de medios teóricos y prácticos es lo que constituye un arte o un oficio y multiplica la eficacia al trabajo. Por eso, en todas las sociedades, se produce naturalmente, un reparto de tareas, una especialización. La sociedad gana con el reparto. No todos hacen todo, pero todos hacen lo suyo mejor, y la suma es mucho más alta. Cualquier sociedad que mejora y crece, exige a sus miembros especialización; repartos de tareas y preparación especial. Así nacen las profesiones y los oficios. La idea de una profesión o un oficio está ligada al proceso de concentrar en una persona todos los conocimientos, técnicas y destrezas que permiten desempeñar con eficacia una función social. El profesional es quien domina todos los aspectos teóricos y prácticos de su actividad. Ese «dominio», esa concentración de fuerzas en una dirección, es lo que le diferencia del aficionado. Por eso, la misma palabra «profesional» encierra un título de nobleza, de perfección. «Profesión es aristocracia» 2, dice Eugenio D’Ors. Porque el dominio es un triunfo del espíritu, tanto del espíritu individual de quien ha conseguido ser un profesional, como de la sociedad que ha acumulado los medios para que lo pudiera ser. El trabajo que se
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profesionaliza pasa a ser arte, ejercicio de libertad y de perfección, y se libera, al menos en parte, de su condición de servidumbre, de exigencia de sobrevivir. En cualquier sociedad, la profesión, la dedicación, es la primera definición de una persona, muchas veces antes que su familia o su sexo. Nos definimos por lo que hacemos: jardinero, abogado, madre de familia, cocinero, profesor. Cada actividad tiene sus exigencias y sus requerimientos. Como nuestra vida es limitada, tendremos que elegir. No podremos ser todo a la vez: habrá que concentrarse y prepararse para hacer muy bien lo que hayamos elegido o lo que la vida misma ha elegido por nosotros. La perfección exige aprendizaje, esfuerzo por adquirir los conocimientos, los hábitos las técnicas, las destrezas, hasta llegar a se competente, es decir, hasta dominar; hasta que todos los factores de la actividad se empleen con soltura, con agilidad, con precisión, con eficacia. «Se figuran que es cuestión de vivacidad y de listeza el arte de escribir, el de pensar filosóficamente, el arte de pintar y el de escribir discursos o comedias. Pero nosotros sabemos que a toda obra humana, a cualquier formación o producción, convienen aprendizaje largo y seria y terca disciplina» 3. Al principio, todo cuesta más, se cometen muchos errores, se reciben muchas insatisfacciones. Por eso, todo aprendizaje requiere un cierto heroísmo y mucho tesón. Como los trabajos son de naturaleza muy distinta, no se puede concretar más. Pero vamos a desarrollar algunos principios que sirven para todos los aprendizajes. Lo primero es la ilusión de mejorar, de hacer las cosas cada vez mejor. Es muy necesario para esto, caer en la cuenta de la nobleza que tiene todo trabajo humano, y de la belleza que tiene el intentar en cualquier actividad una cierta perfección, la que sea posible. Hacer las cosas bien, trabajar con perfección es, a la vez, un objetivo estético y moral. Es estético porque el trabajo bien hecho, independientemente de que esté reconocido y bien pagado, es un triunfo del espíritu; es moral, porque un trabajo bien hecho presta un servicio de mayor calidad a la sociedad y nos mejora como seres libres. Después hay que esforzarse por acumular los conocimientos teóricos, los medios técnicos y las habilidades que permiten hacer las cosas bien. Ordinariamente, el camino mejor, después de adquirir la formación profesional que exista, es la imitación de los mejores. Casi todo está ya inventado: hay que recoger el tesoro de la experiencia de otros y fijarse siempre en quién lo hace mejor. «Copiar lo bueno —dice un refrán— es dos veces bueno». Naturalmente, no se trata de no respetar los legítimos derechos — patentes, etc.— que puedan existir, sino simplemente de aprovechar honradamente la experiencia de otros. Todos los pintores saben que se aprende copiando de los maestros. Y sólo cuando se ha adquirido este dominio, se puede empezar a dar al propio trabajo un tono personal. En tercer lugar, se requiere el empeño habitual de hacer cada aspecto del trabajo bien, sin permitirse chapuzas. Acostumbrarse a hacer las cosas mal significa renunciar a los ideales de un trabajo verdaderamente profesional. En esto consiste la diferencia entre una actividad creativa y noble y un trabajo mercenario. Quien trabaja sólo por ganar dinero o por obligación y se conforma con hacer lo mínimo posible, está traficando con su vida,
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esclaviza esas horas que dedica a trabajar o las malvende. Quien se esfuerza en hacerlo bien, hace de su trabajo una profesión, una actividad creativa un momento de ejercicio de su libertad, independientemente que se lo reconozcan o no. «Si la mecanógrafa tiene por finalidad el hacer su tarea un poco mejor de lo que es indispensable, en el acto se convierte en una artista; y encuentra la recompensa del esfuerzo que ha hecho gratuitamente, en una satisfacción duradera y viva. Porque este trabajo suplementario la mecanógrafa no lo ha hecho para un jefe; lo ha hecho para ella misma, por el honor, por lujo; lo ha hecho por tanto libremente. Todo trabajo hecho de buena voluntad deja a quien lo hace un margen de libertad» 4. Para llegar a la perfección del trabajo, es necesario el esfuerzo sostenido y atento por hacer las cosas bien, con un cuidado peculiar que se llama expresivamente amor al trabajo. Así se crea el arte, así se llega al dominio, a la concentración de fuerza creadora, a la maestría. «Para hacer las cosas bien es necesario: primero el amor; segundo, la técnica» (A. Gaudí5). En cambio, hacer las cosas de mala manera, sin ilusión, sin atención, con descuido, destruye los hábitos de trabajo y hace imposible llegar a esa perfección que es, a la vez, ética y moral. Podemos comportarnos como aficionados en lo que llamamos nuestras aficiones, pero no en nuestro trabajo profesional, en nuestra profesión. Allí no podemos ser aficionados, ni tener el espíritu de un aficionado —de diletante, por utilizar la palabra de origen francés—, al que no la importa mucho improvisar las cosas o hacerlas sin preparación y de mala manera. «Hay gran pecado contra la santidad de las artes en cada acto de diletantismo» 6, dice Eugenio D’Ors.
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3. Disciplina Toda actividad que no sea trivial necesita esfuerzo. Todo trabajo es un alumbramiento, que se hace con molestias y dolor, y con sacrificio personal de gustos, de comodidades y de evasiones. Por eso cualquier trabajo fecundo necesita un grado de heroísmo, de vencimiento personal, de capacidad de imponerse orden y esfuerzo. Eso es la disciplina: la capacidad de imponerse una conducta que se ha pensado y decidido. Lo hemos visto. No basta querer, hay que tener los hábitos necesarios, la fuerza de voluntad para ejecutar, venciendo las oposiciones. Primero, las propias —la pereza, el cansancio, las ganas de huir y de cambiar y de hacer otra cosa—. Después, las dificultades que la misma tarea genera: los problemas, las complicaciones, la inercia de las cosas, los accidentes.... Y, además, la inercia de los que nos ayudan y la oposición de los que no nos entienden o no nos quieren. Se necesita mucha energía sostenida. Todo lo que después es orgullo, alegría y descanso, primero es pena, dolor y cansancio. Los paraísos humanos necesitan esfuerzo. Lo grande es fruto del dolor, aunque no de cualquier dolor, porque puede haber mucho dolor inútil, mucha energía desperdiciada, muchos sufrimientos que son frutos de la dejadez o de la improvisación. Disciplina es una cierta dureza con uno mismo, para despreciar las excusas, pasar por encima de los pequeños dolores, poder olvidar los pequeños gustos, placeres y comodidades. Por eso, cualquier trabajo es un buen remedio para la inmadurez humana; enseña a controlar la imaginación, a dominarse a sí mismo, a ser más racional y más previsor. No es de extrañar que los amigos de la virtud, hayan apreciado siempre el trabajo, incluso el trabajo manual. Así Confucio aseguraba que «Dios ha puesto el trabajo como centinela de la virtud». Y san Benito resumió en su regla para sus monjes: «ora et labora»: reza y trabaja; y dispuso repartir el día entre la oración, el estudio y el trabajo manual. La disciplina en el trabajo requiere al menos seis cosas, que vamos a recorrer a continuación. Las podemos llamar «virtudes del trabajo»: a) previsión, b) aplicación, c) empeño, d) orden, e) descanso y f) perfección. La previsión es la capacidad de desarrollar una actividad ordenada en el tiempo; la aplicación es la virtud de concentrarse en lo que se hace; el empeño es la capacidad de desarrollar el esfuerzo necesario; el orden ya se sabe lo que es; el descanso se refiere a una necesidad que también tiene su arte; y la perfección es el saber acabar bien. a) Previsión Pocos trabajos se pueden hacer de un golpe. Hay que extenderlas en el tiempo. Y, en cuanto son un poco complicadas, hay que decidir lo que se hace antes y lo que se hace después; lo que se hace unos días de la semana y lo que se hace otros, a qué se dedica las mañanas y a qué las tardes. Se trata de ordenar la actividad en el tiempo. Esos minutos que se «pierden» planeando pueden suponer después, a veces, docenas de horas y una mejora general del rendimiento. Pensar las cosas antes de hacerlas, ahorra mucho esfuerzo. Hay que hacerse amigos del papel. Pensar en él cómo se distribuye el día y la semana y el mes. Hacerse horarios
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y planes de trabajo. Ponerse plazos y metas para las tareas largas. Y viene bien escribirlos, porque así uno mismo se «obliga» más. Hay quien le gusta hacer las cosas con un arranque. Es verdad que, de un golpe, se puede escribir un libro y diseñar un edificio y ejecutar un trabajo. Hay momentos de genio que se pueden y se deben aprovechar. Pero también es verdad que así no se pueden subir muchas cumbres. Los momentos excepcionales no se suelen prodigar y cada vez cuestan más. Para escribir muchos libros, diseñar muchos edificios y ejecutar muchos trabajos, hay que conseguir regularidad; estar seguros de que se va a trabajar eficazmente bastantes horas al día y bastantes días al mes. Los grandes trabajos necesitan sumar muchas cantidades de tiempo, día a día, semana a semana. Además, es sabido que los grandes arranques, las tareas intensivas, suelen dejar «resaca», como las intoxicaciones etílicas. «Días de mucho, vísperas de nada» dice un refrán. A un día de una actividad desbordante, le suele seguir otro aciago, porque uno está medio dormido y a la mitad de su ritmo normal. El propio metabolismo se toma sus compensaciones, sin pedirnos permiso. Y si se fuerzan demasiado las cosas con un exceso prolongado, se puede perder la salud, o necesitar unos meses de reposo por agotamiento psíquico. La intensidad no puede mantenerse indefinidamente en un nivel óptimo. Por eso, hay que saber cuáles son nuestros momentos mejores y dedicarlos a las tareas más importantes. No todos los momentos son buenos para todo. En principio, las horas buenas del día, los tiempos más completos de la semana, las épocas más libres del año hay que dedicarlos a las tareas más importantes, que suelen ser las más difíciles y penosas, y dejar para los momentos peores las más fáciles. La actividad prolongada fatiga; a medida que pasa el tiempo decae el rendimiento, se pierde concentración y aumentan las distracciones; por eso, después de un tiempo intenso de dos o tres horas, suele ser bueno prever un cambio. Los trabajos muy largos o muy importantes, suelen requerir una cierta estrategia de ataque, como la que se necesita para ganar una batalla o subir a una cima. Las tareas muy grandes abruman y provocan inconscientemente maniobras de entretenimiento y de dilación. «Divide y vencerás»: dice el sabio precepto militar. «Escribir toda la historia de un país —dice André Maurois que supo mucho de esto—, parece al principio una empresa sobrehumana. Divididla en periodos. Sujetaos a uno de estos periodos, el que mejor conocéis, después el siguiente. Un día os encontraréis sorprendidos, en el límite de vuestro esfuerzo, y miraréis con asombro la alta muralla de hielo que acabáis de franquear» 7. En las tareas breves, suele salir bien ganar rápidamente el centro; resolver primero lo más difícil y penoso, porque, con esto, ya está hecho todo. Y así se termina pronto y con eficacia. Pero en las tareas muy largas y penosas, que exigen mucha acumulación de esfuerzo —escribir un libro largo, un proyecto complicado, una tesis doctoral—, suele ser mejor lo contrario. Después de dividir bien la tarea, empezar por lo que mejor se domina, para ganar rápidamente todo el terreno que se pueda. Esto anima mucho. En cambio si se empieza por lo más difícil y se produce un atasco, puede venir el
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desconcierto. Es una táctica militar: los objetivos sencillos se pueden atacar rápidamente de frente; pero donde la victoria no es segura, es más prudente ir de lado. También las escaladas complicadas suelen requerir largos procesos de aproximación. b) Aplicación El tiempo es un tesoro y los momentos productivos son excepcionales; hay que ser capaces de crear las condiciones del propio trabajo, para lograr esos momentos de manera habitual. La gran ventaja de la previsión, de haber sabido planificar, es que sabemos el tiempo que tenemos para una tarea y podemos concentrar fuerzas. Se llama aplicación al hábito de «estar en lo que se hace». Como expresa el dicho latino, age quod agis: «haz lo que haces»; dedícate a lo que en este momento tienes entre manos. Es el hábito, adquirido por repetición de actos, de reunir las fuerzas psíquicas en torno a lo que tenemos que hacer; dirigir allí con fuerza la atención y sostenerla; interesarse por esa sola cosa y prescindir de todo lo demás. Esto requiere un pequeño conjunto de buenas costumbres. Ayuda emplearse activamente en lo que hacemos, «poner los cinco sentidos» como se suele decir, que es algo más que una frase hecha. En efecto, si participan más sentidos, la concentración es más fácil. Si además de leer, se anota, se está más concentrado; si en lugar de pensar sólo, se escribe o se dibuja o se hacen esquemas, también se gana en atención. Y lo mismo si se ponen metas y se mira el reloj de cuando en cuando. El primer enemigo de la concentración son las distracciones. «No basta con sentarse delante de la mesa, sino que una vez en ella hay que estar protegido. La eficacia del trabajo va creciendo en una proporción geométrica si el trabajo no se interrumpe... Un trabajo interrumpido conservará siempre las huellas de las interrupciones» (A. Maurois8). Las distracciones pueden ser externas e internas. Las internas vienen de la imaginación que nos saca de lo que estamos. A veces, es bueno pararse unos momentos al empezar para «orientarse» o «sugestionarse» un poco, como hacen los buenos deportistas. Se trata de crear un «silencio interior», de hacer callar todo lo demás que se trae, para que la conciencia se centre en el objetivo del trabajo. A veces, vienen a la cabeza las cosas pendientes, otros trabajos sin terminar, preocupaciones. Es buena práctica acostumbrarse a anotar lo pendiente; eso permite despejar la cabeza. Las cosas no se arreglan por traerlas en la cabeza inoportunamente. Para las distracciones que vienen de fuera, hay que empezar por crear el propio espacio de trabajo. Quitar de allí todo lo que no es necesario o lo que tenemos experiencia que nos distrae (libros, cartas, revistas, radios, conexiones de internet...); hay que ser radicales. A veces, es más fácil retirar una revista de la mesa de trabajo que resistir la tentación de leerla. En moral se llama «quitar las ocasiones». Y la diferencia, al cabo de la semana quizá no sea despreciable. También conviene parar a los inoportunos, a los que nos interrumpen por capricho en cualquier momento. Hay actividades que tienen que someterse a esas visitas inesperadas o que es ése su oficio (informaciones, trato con clientes, etc.). Pero en muchas otras, conviene ponerse un horario de trabajo intensivo y otro de consultas, quizá al final de la
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mañana o del día. Y acostumbrar a los compañeros, amigos y familiares a respetarlo. También se gana mucho tiempo suprimiendo reuniones innecesarias, recortando las que tiene que haber, y preparándolas bien para no perder el tiempo todos juntos. c) Empeño Hay que de sacar partido de esos «pocos» momentos de concentración, de esos tiempos mágicos; correr en ellos y mantener la intensidad, hasta llegar a la tarea o la hora prevista, rechazando el deseo de abandonar o de hacer otra cosa. Se llama constancia a esta virtud de aguantar en las tareas, a pesar de las dificultades. Y la virtud se gana con el tiempo, si nos acostumbramos a no ceder, a no permitirnos compensaciones. ¡Cuántos escritores hablan de su mesa de trabajo como de un potro de tortura! Pero no hay fruto si no perseveran. ¡Cuántas veces hay que decir a un estudiante que no hará nada serio hasta que aprenda a no levantarse en varias horas de su silla! Ni siquiera para las necesidades fisiológicas más elementales, que también hay que controlar. Los descansos breves —que puede haberlos— deben estar previstos. Porque una salida inoportuna es perder concentración y toda la preparación del trabajo. Y es la ocasión de distraerse con cualquier cosa. ¡Cuántas veces un momento se convierte en una mañana! Hay que convencerse de que trabajar es siempre sufrir un poco, pero también que la sensación del deber cumplido es la mejor paga del esfuerzo realizado. Por eso, hay que estimularse pensando en el fin. Pero también sirve engañarse un poco, estar tan metido en la tarea que no se note. Hay que hacer la labor contraria de la que sugiere el cansancio; retarse y decir «un poco más», «ya descansaré después»; un autoengaño positivo, que sostiene la actividad y ayuda a superar el momento de cansancio. Siempre viene bien el talante deportivo, el saber retarse, el ponerse pequeñas metas de superación que uno se esfuerza en lograr. d) Orden y regularidad En el trabajo son muy útiles los ritmos, los hábitos y la regularidad. La gente joven tiende a despreciarlos porque le resultan aburridos y prefiere la espontaneidad. No saben todavía que la espontaneidad es muy traicionera y, sobre todo, muy débil. Sirve para salir corriendo, pero no para aguantar. Crear rutinas de trabajo es eficacia. Y permite aprovechar esa tensión suave necesaria que hemos descrito. La regularidad, el ritmo, el hacer las cosas siempre igual, evita errores y ahorra mucho esfuerzo. Es bueno acostumbrarse a hacer los procesos de trabajo siempre de la misma manera, después de haber estudiado cuál es la más eficaz. Es un principio que aplica la industria y que sirve también para el trabajo individual. Se hacen las cosas paso a paso, del principio al final, como el que limpia el suelo de su casa tabla tras tabla y los objetos, uno tras otro, con orden, sin intentar hacerlo todo a la vez. Ser minuciosos, fijando la atención en cada paso que hay que dar. También ayuda el orden en las cosas. El que estén en su sitio —»cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa» reza otro de los sabios dichos populares—. Y el volver a dejarlas cuando ya se han usado; tratando todo con atención, con cuidado, con ese amor que es propio del buen trabajador.
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Al llegar al final, siempre hay que controlar lo hecho para saber si se ha cumplido lo previsto. Y dejar las cosas preparadas de manera que al día siguiente, o cuando toque, se vuelva a empezar precisamente donde se ha acabado. Se requiere ser severo y crítico con uno mismo, por lo menos tanto como lo serían los demás; especialmente, si somos jefes de nosotros mismos. e) Descanso Si se trabaja bien, se debe descansar bien. El descanso es también parte del trabajo. Hay que racionarlo. No se puede mantener indefinidamente la tensión de un buen trabajador. La concentración exige también desconcentración. Si no, al final, se hace imposible, o se cae en una especie de estado intermedio, porque la naturaleza no perdona; y se toma por su cuenta y, a veces inoportunamente, lo que se le niega injustamente. Los repartos deben ser netos: una clara distinción entre los tiempos de actividad y de ocio. Cuando se trabaja, se trabaja. Y cuando se descansa, se descansa. Cada día hay que saber «cortar». La expresión popular es suficientemente expresiva. «Cortar» quiere decir dejar a un lado las preocupaciones del trabajo, no permitir que salgan de la oficina o del taller. La mayor parte de los problemas no se resuelven por darles más vueltas de las necesarias. Y el lugar para dar vueltas a los problemas de trabajo es el lugar donde trabajamos. Es un error que se acaba pagando dejar que las cosas de trabajo invadan el sueño, la comida, el descanso, y, peor todavía, nuestra vida familiar y nuestro trato social. Como decía S. Agustín «serva ordo et ordo servabit te»: guarda el orden y el orden te guardará. A casi todos los grandes trabajos les viene bien un poco de distancia; se refrescan las ideas, se adquiere perspectiva, se sale de los «agujeros» o de las pequeñas fijaciones que, a veces, se producen. A veces, un solo día de alejamiento de una tarea, permite recuperar esa frescura del espíritu. Al volver, se ven las cosas con otra luz. Se advierten mejor las direcciones equivocadas, las manías creadas y los círculos viciosos donde se está consumiendo inútilmente el tiempo. f) Perfección Perfeccionar significa llevar a término, acabar con todo lo necesario para que un trabajo esté completo. Un trabajo es perfecto cuando todo se ha hecho bien y se ha llegado al final. Acabar bien suele ser lo más costoso, porque en todos los finales parece cumularse el cansancio de la obra entera. «Aut numquam tentes aut perfice» —o nunca lo intentes o termina—, dice el aforismo clásico. Hay que evitar que las prisas de última hora, los derrumbes que desbaratan todo, el descontrol final provoque que se dejen los últimos detalles sin resolver. Ordinariamente en los últimos pasos se juega la mitad del valor de un trabajo. Las últimas piedras, como cuenta la leyenda del Escorial, deben ser de oro. Hay un momento en que todo trabajo, sea cual sea, se convierte en arte. Es cuando adquiere su perfección, es decir, cuando reúne todo lo necesario para ser bueno, y lo reúne con holgura y con dominio; cuando está bien desde el principio hasta el final. Y esto tiene que ver con últimas piedras.
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«Hay una manera de dibujar caricaturas, de trabajar la madera y también de limpiar de estiércol las plazas o de escribir direcciones, que revela que en la actividad se ha puesto amor, cuidado de perfección y armonía, y una pequeña chispa de fuego personal: eso que los artistas llaman estilo propio, y que no hay obra ni obrilla humana en que no pueda florecer. Manera de trabajar que es la buena. La otra, la de menospreciar el oficio, teniéndolo por vil, en lugar de redimirlo y secretamente transformarlo, es mala e inmoral» (Eugenio d’Ors9). Es el momento de la maestría. Es el lujo artístico de trabajar bien, de hacer algo por encima del mínimo exigido, de hacer arte, algo que no se puede pagar, ni se pretende, porque es fruto de la libertad y del amor. Hay un amor al trabajo que es liberal, gratuito, que nace de los más hondo del hombre, que ennoblece la obra hecha y al que la hace. Esa victoria del espíritu sobre las cosas, cualesquiera que sean, ennoblece al hombre; Eugenio d’Ors lo expresa muy bien: «Tú, amigo aprendiz, cuando alcances maestría en tu oficio, te convertirás con eso en un aristócrata» 10.
1 A. Maurois, El arte de trabajar, en Un arte de vivir, Edicial-Hachette, Buenos Aires 1991 (37ª), 75-111, 76. 2 E. D’Ors, Aprendizaje y heroísmo, Eunsa, Pamplona 1973 (2ª), 46. 3 E. D’Ors, Aprendizaje y heroísmo, Eunsa, Pamplona 1973 (2ª), 45-46. 4 A. Maurois, o. cit. 92. 5 Cit por R. Álvarez Izquierdo, Gaudí, Rialp 1992, 51. 6 E. D’Ors, o. cit., 43. 7 A. Maurois, o.cit. 78-79. 8 A. Maurois, o. cit. 80. 9 E. D’Ors, o. cit. 20. 10 E. D’Ors, o. cit., 39.
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4. El arte de educar
1. Encender un fuego La vida social pública depende de dos artes, que son las más elevadas: el gobierno y la educación. El gobierno es el arte de desarrollar las sociedades; la educación, el arte de desarrollar a las personas. En ambos casos se trabaja con el material más valioso de todos, el material humano, contando con el corazón, la libertad y la inteligencia. Educar es una tarea maravillosa, aunque también marcada —como todo lo humano— por las señales de la mediocridad: de los educadores, de los medios de que disponen y de los propios educandos. Estas limitaciones suelen empañar la trascendencia de la tarea y darle un aire vulgar. Por eso, es preciso superar una mirada demasiado acostumbrada y descubrir que todo es más profundo de lo que parece. Platón decía que enseñar es escribir en el alma de los hombres. Y en otra ocasión pone en boca de uno de sus personajes: «Una educación recta es la que se muestra capaz de dar la máxima belleza y la máxima bondad a los cuerpos y a las almas» 1. Educar es transmitir nuestros tesoros espirituales: los conocimientos, las buenas costumbres y las habilidades o artes que ha atesorado la cultura de nuestra sociedad. Claro es que en este mismo punto comienzan los problemas: «Bueno sería, Agatón, — hace decir Platón a Sócrates— que el saber fuera de tal índole que sólo con ponernos en contacto, se traspasara del más lleno al más vacío de nosotros, de la misma manera que el agua de las copas pasa, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía» 2. Sería bueno, pero ni las ciencias, ni las virtudes ni las artes se transmiten como por un canal o por simple contacto. En esto consiste toda la problemática de la educación: cómo hacer nacer y desarrollar en una persona lo que está en otra. Cómo pasar de un espíritu a otro. Un lema antiquísimo dice que «enseñar no es como llenar un vaso, sino como encender un fuego». Con la llama de la educación se enciende la conciencia humana, la luz del espíritu y el ejercicio de la libertad. El combustible está allí, pero sólo empieza a arder si se le acerca suficientemente la llama. Lo hemos dicho ya. La palabra «educar» viene del verbo latino educere, que significa sacar hacia fuera o extraer. Y expresa bien lo que sucede. Para la maduración biológica basta un mínimo de atenciones y, sobre todo, alimentación. Para que madure el espíritu, en cambio, es preciso encenderlo, y, después, ayudar a que tomen vigor y forma sus inmensas capacidades. La tarea es inagotable, pues hay que recomenzar con cada hombre que viene al mundo. Siempre partimos de cero.
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El principio más importante de la educación es que no se enseña, sino que se aprende. Contra lo que parece a primera vista, el protagonista de la educación no es el educador sino el alumno. No se consigue nada hasta que el alumno no se mueve. La tentación del educador, espontánea y perversa, es asumir el papel de protagonista. Pero no lo es. Debe llenarse de paciencia y generosidad, y ponerse voluntariamente en segunda fila. Es obvio que el alumno lo va a hacer peor, pero lo tiene que hacer él. No se puede forzar el ritmo, como no se puede forzar a una planta que crezca. El profesor es sólo un estímulo y una ocasión para el aprendizaje. Como Sócrates señaló, la educación es mayéutica, es decir, en sentido estricto, el arte de las comadronas que asisten al parto y ayudan a dar a luz. El papel de la comadrona es importante y, si hay dificultades, imprescindible, pero no le corresponde el protagonismo. La función del educador consiste en desencadenar el proceso interior de crecimiento, contando con el discípulo o con los discípulos. Tiene que moverlos, conmoverlos, removerlos para que quieran, prueben y aprendan. El vocabulario que le conviene a la educación es estimular, seducir, atraer, retar, animar, también corregir; no tanto obligar como persuadir. Como un prestidigitador o un mago, ha de manejar las artes del encantamiento: captar la atención, encender el interés, robar el corazón y conseguir que quieran, que deseen, que se sientan atraidos. Como el flautista de Hamelin, y sin que se note demasiado, ha de llevarse detrás a los niños y, a veces, también a los adultos. Ahí está la maestría. Ninguna técnica puede sustituir lo que la educación tiene de arte. Las investigaciones pedagógicas y el desarrollo de la psicología pedagógica —a todas luces, excesivo— proporcionan muchas sugerencias, pero pueden despistar sobre la naturaleza de lo que está en juego. Un estudioso francés, J. Rassam, señalaba: «El error (...) es creer que la pedagogía se reduce a una técnica deducida de la psicología científica; una pedagogía considerada como una técnica con base científica puede ser un medio para manipular individuos, no un arte para educar personas; puede ser un instrumento para lavar cerebros, no un medio para formar espíritus» 3. Y C.S. Lewis, quejándose de lo mismo, dice: «Donde la antigua (pedagogía) iniciaba, la nueva se limitará a «condicionar». La antigua trataba a los alumnos como las aves adultas tratan a las aves jóvenes cuando les enseñan a volar; la nueva los trata, por el contrario, como el granjero industrial trata a los pollos» 4. Los alumnos tienen que querer libremente y tienen que conseguirlo ellos. Todo consiste en lograr que quieran y que se hagan idea de lo que quieren. Por eso, la clave de la educación está en la motivación: que significa mover hacia el fin sin coaccionar, atraer sin empujar. Para conseguir que el alumno se sienta atraído por el saber, es preciso conocer muy bien los resortes del corazón humano. Son varios y de muy diversa índole: algunos casi instintivos, otros más elevados. El educador tiene que contar con todos, desde los más bajos a los más altos. a) El móvil más primitivo de la educación es el condicionamiento que se logra con la sabia administración de alabanzas y reprimendas, premios y castigos, con gratificaciones y penalizaciones para reforzar o reprimir pautas de conducta. Se cuenta con los pasiones
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del educando para que aprecie lo bueno y rechace lo malo. Es el juego del palo y la zanahoria. que se usa también para amaestrar a los animales. Pero con diferencias. En primer lugar, los premios y castigos tienen que tener fundamento y sentido, nunca pueden ser arbitrarios. Los alumnos deben intuir que lo que se les pide es bueno en sí mismo. Después, siempre tienen que ser respetuosos con la persona del niño, evitando cualquier exceso (miedo o daño). Es un recurso imprescindible en los primeros pasos, cuando hay que trabajar con los gustos y repulsas de los niños. Luego nunca puede faltar, sobre todo, en la medida en que fallan otros. Ayuda a vencer la resistencia de la pereza, hasta llegar al umbral en que las cosas gustan por sí mismas o se hacen por sentido del deber. En toda sociedad hace falta que la autoridad pueda obligar a cumplir el deber y ayuda mucho que premie al que lo hace bien. Pero no puede ser nunca el estímulo principal. Incluso tratando con niños, enseguida se necesitan motivaciones más altas. b) La competencia es un excelente incentivo entre iguales. Se desea quedar por encima de los demás y, si otros nos superan, se siente una peculiar incomodidad. La competencia tampoco es el resorte más noble, pero es muy primario y eficaz, capaz de desencadenar grandes energías. Hay que usarlo de manera que no estimule la envidia sino sólo el afán de superación. Por eso, es mejor promover la competencia entre grupos que entre personas. Es conocida la mala sangre y los odios larvados que se cultivan cuando a un niño se le pone como ejemplo otro. En cambio, dividiendo una clase en equipos, se puede lograr que todos pongan lo mejor de sí, incluso los que se hubieran quedado al margen. c) El tercer resorte es el instinto de imitación. Los más jóvenes —y los que, en cualquier campo están comenzando— tienden a imitar casi inconscientemente el comportamiento de los que admiran por haber alcanzado el éxito. «El resorte radical de toda educación radica en la imitación del adulto» 5. Al contemplar una cierta perfección, se despierta el deseo de aprender. En parte es mimetismo, en parte también es admiración. Se sienten atraídos por el éxito social de una persona, aunque también les mueve la perfección y la belleza que contemplan en el ejemplo. Los niños y jóvenes buscan espontáneamente modelos de identificación. Es un resorte natural muy importante y les mueve más hondo que cualquier otro. d) El aplauso y la consideración es un gran resorte humano. Todos los hombres —y más los que son jóvenes— somos sensibles a las mieles del triunfo (títulos, medallas, honores, prestigio social, etc.), además de las retribuciones materiales que comporta. Muchos esfuerzos en los estudios y muchos cambios de comportamiento se originan y sostienen por la esperanza de lograr la meta, el prestigio o la fortuna. Todos los hombres responden, en alguna medida, al reto de mostrar que son capaces, aunque el beneficio sea sólo haberlo conseguido. Todo hombre necesita sentirse capaz. En eso se fundamenta una legítima y necesaria autoestima. Pero si se abusa de esto, se crean comportamientos egolátricos. El descubrimiento de las propias capacidades debe ir unido a horizontes de entrega personal en personas y tareas.
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e) El cariño y la confianza da lugar a una forma más elevada de condicionamiento. Cuando alguien se siente apoyado por su ambiente familiar o social, desea ser digno de esa confianza. Hacerle entender a una persona lo que se espera de ella ayuda a que dé lo mejor de sí. Es el condicionamiento de la confianza. Sin ser exactamente lo mismo, el deseo de agradar estimula también a muchas personas que han triunfado en cualquier oficio: se sienten obligados a no defraudar a su público. A cualquier alumno, le ayuda mucho sentir que se confía en él y que se espera algo grande, siempre que la meta le sea alcanzable. Si no lo fuera, podría resultar frustrante. También hay que reconocer los triunfos y el esfuerzo que ponen aunque no todo salga bien. f) Con todo, el móvil más alto de la educación es la pasión por lo bueno, que nace de descubrir su belleza. Éste es el eros platónico. Por eso, la genialidad de la enseñanza consiste en mostrar la belleza de la verdad y el atractivo de los bienes morales y estéticos. Trata de despertar el apetito, el deseo espiritual de esos bienes tan excelentes. Se descubren, se admiran y se les rinde homenaje con la propia dedicación y entrega. En mucha parte se logra, cuando el profesor contagia su propio entusiasmo y devoción. Si es necesario recurrir a otros móviles, es porque no siempre los alumnos están en condiciones de ser movidos así. Pero no hay verdadera educación, si no se llega a esto. Sin despertar las pasiones del espíritu, no hay fuerza moral; no puede haber excelencia y no es posible superar la fuerza centrípeta del egoísmo. El profesor debe pulsar estos delicados resortes, escogiendo, en cada momento, el que más conviene, con el mismo interés con que un pintor elige los colores de su paleta. Ahí está el arte. Cada resorte tiene su eficacia y sus límites. Necesita una sabia administración. Hace falta tacto y sentido de la oportunidad, y, sobre todo conocimiento de las personas. Ayuda la experiencia, pero, en mucha parte, es intuición: instinto y genio personal. No se pueden dar muchas reglas. Hay un tacto particular: «Por él calcula el pedagogo los efectos de sus palabras y de sus actos; por él sabe el maestro hasta dónde puede llegar en el halago, en la reprensión, en el desvío, en la intimidad, para que a cada instante, surtan estas tácticas sus efectos» (García Morente6). Quien quiera educar debe despertar confianza por su rectitud, atraer por su sabiduría y personalidad, y contagiar el propio entusiasmo. Debe ser, por lo menos en algún sentido, ejemplar, digno de ser imitado. Todo esto proporciona el prestigio moral, en que se basa la autoridad educativa. Conviene que cuente también con algún poder coactivo, para obligar o reprimir. El temor es un móvil poco noble, pero eficaz e inevitable; sería mejor prescindir de coacciones, pero la policía y las cárceles existen por algo. Saber que se reprimen los desórdenes, los previene. Pero hay que usar el castigo en la menor proporción posible. El educador debe mover con su prestigio y no con la fuerza, con el atractivo y no con la coacción, con el reto y no con la penalización. Tiene que llevar la iniciativa y seducir a sus alumnos en lugar de correr detrás de ellos a reprimir lo que se desencamina. Educar es un cometido muchas veces ingrato. Es una cierta paternidad y, como ella, hay que ejercerla con gran sentido de abnegación y generosidad. Se necesita mucho desprendimiento para sembrar con ilusión en un terreno con frecuencia difícil, sin ver
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generalmente los frutos y, siempre, sin poseerlos. Porque por mucho que se haga, por mucha ilusión que se ponga, se está educando un ser que no nos pertenece y que no compramos para nosotros por el hecho de habernos esforzado por él. No se adquiere ningún derecho especial fuera del sueldo fijado. Manuel García Morente comentaba: «Mucha vocación, mucha magnanimidad se necesita para poner toda la vida al servicio de otro y de otros, sin esperanza ni derecho alguno a reciprocidad. El discípulo es ingrato siempre; lo es por definición, por esencia (...). Lo es por necesidad vital, con una ingratitud no imputable a vicio y de la que el maestro rigurosamente no tiene derecho a quejarse. Pero si el maestro, el buen maestro, consigue conjugar la abnegación con la dedicación, pronto ha de darse cuenta de que el discípulo, con sólo serlo, devuelve en cierto modo indirectamente lo que recibe» 7. «Mucha virtud de abnegación, de optimismo, de generosidad se necesita para no sentirse el alma dolorida, ante ese eterno desfile de los que vienen, reciben, aprovechan y se van, a veces sin volver siquiera la cara». El cansancio, el aburrimiento, la pérdida de celo, la mala experiencia puede agriar la función: «Agriado el humor, decadente el interés, se agostan en el alma del resentido todos los jugos vitales (...). Preso en la impotencia, el maestro resentido se ensimisma, se torna dogmático, huye de todo esfuerzo y mecaniza su enseñanza. Y entonces ha terminado. Ya no es maestro» 8. El mayor pago es haber tenido la oportunidad de realizar una de las tareas más bellas y uno de los artes más nobles. En correspondencia con la estructura fundamental del ser humano —cabeza y corazón —, la educación comprende dos tipos de tareas: iluminar la inteligencia y modelar el corazón. La inteligencia es la luz del espíritu, el corazón es su fuerza. Para encender la inteligencia, se le proporcionan contenidos y métodos. Al corazón hay que aficionarle a lo valioso, y hacerlo fuerte para que pueda ejercer la libertad. Muchas personas creen que la libertad es una propiedad que surge espontáneamente y que no necesita cuidados especiales o, incluso, que no debe ser cuidada de ningún modo, porque sería perturbarla. Pero esto es un error. Aunque la libertad es una propiedad natural del espíritu humano, nace muy débil, y sin formación sólo puede alcanzar metas triviales. Para tener una libertad con un amplio radio de acción, es necesario dar a la inteligencia apertura de miras, y formar un corazón noble y fuerte, capaz de vibrar y entusiasmarse con grandes bienes. Estos dos aspectos dieron lugar, en la antigüedad clásica, a dos figuras educativas: el maestro y el pedagogo. La función del maestro era la educación de la inteligencia: es decir, la instrucción, la erudición y la formación intelectual: introducía al niño en el saber. En cambio, la función del pedagogo era la formación moral y el comportamiento social; introducía al niño en la vida social. En realidad, las dos tareas no son del todo separables y se van mezclando a lo largo del proceso de maduración. Entre nosotros, los primeros educadores suelen ser los padres, que al mismo tiempo actúan como pedagogos y como maestros.
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2. Formar el corazón Con la imagen del corazón se alude a lo que es la afectividad: todos los ámbitos del querer humano. A pesar de la simplificación que parece encerrar la frase, un gran hombre es un gran corazón (Von Hildebrand). Y un gran corazón necesita tres cosas: grandes amores, orden entre los amores, y discernimiento de juicio. La educación del corazón, o educación moral, debe contribuir por eso: 1) al desarrollo de los grandes amores; 2) de los buenos sentimientos, que son el motor de la conducta; 3) a poner orden en los amores y, especialmente, a ordenar positivamente las pasiones, esto es, en definitiva, la disciplina personal; 4) a gobernarse, a decidir bien, a hacer las cosas con criterio; es decir, a tener discernimiento. Los buenos sentimientos hacen al corazón bueno, los grandes amores lo ennoblecen, la disciplina lo hace capaz, y el discernimiento lo hace sabio. Vamos a verlo. 1) Los grandes amores El amor es el motor principal de la psicología humana. Esto es casi una tautología, porque llamamos amor a todas las inclinaciones conscientemente queridas. El abanico de todo lo que conscientemente nos mueve es el abanico de nuestros amores. De modo que, en mucha parte, nuestra vida depende de cuáles y qué tan fuertes sean nuestros amores. Y la educación debe ayudar a plantar y desarrollar algunos de los amores que hacen digna y noble la vida humana. La conducta de una persona depende mucho más de las inclinaciones permanentes que lleva en el corazón, que de las decisiones esporádicas que un día se le ocurren. Cuando una persona ama en serio la música, el dibujo, a otra persona o el alcohol, esas inclinaciones son como tensores interiores, que orientan permanentemente su conducta y dejan una traza bien visible en su biografía, piense lo que piense y decida lo que decida. Estos amores no se pueden imponer, pero se puede poner la ocasión de que se enraícen y crezcan. No se pueden imponer, pero se pueden proponer y fomentar, al mostrar su belleza y al transmitir el entusiasmo por ellos. No da lo mismo poner a un niño en la ocasión de que sea un drogadicto o de que ame la música. Y las dos cosas se transmiten casi por contagio. El grupo más importante de los amores de una persona son los lazos afectivos con los demás, familia y amigos. Se desarrollan espontáneamente y no suelen ser objeto de educación. En primer lugar, se originan los amores familiares. Luego comienzan las amistades. La educación sólo puede incidir indirectamente, por un lado ayudando al alumno a que sea más sociable y mejorando las virtudes del trato, la cortesía o la amabilidad; por otro preparando ocasiones de trato con otros compañeros, como suelen hacer los padres sensatos cuando, en los primeros años, escogen la compañía de sus hijos o fomentan ocasiones de encuentro. Un género distinto de amores es el de los amores patrios: a los lugares, los paisajes, las costumbres, la cultura, la religión y las personas de la primera hora o de épocas felices de la vida. Es el amor a las propias raíces. La educación puede asentar y desarrollar estos amores cuando da a conocer sus objetos.
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Después vienen los amores a la verdad y a la belleza, a los saberes y a las ciencias, a las artes y a los oficios, y a muchas tareas y trabajos. Los que han destacado en alguno de estos campos, suelen hablar de lo mucho que han influido en su vida algunos encuentros. Estos amores son tremendamente pegadizos y contagiosos. Las grandes vocaciones a la ciencia y al arte, pero también al comercio y a la industria, surgen frecuentemente del entusiasmo contagiado. Haber convivido con alguien que está entusiasmado con una actividad, que la vive con emoción, que entiende su belleza, favorece el contagio. Sentirse llamado a una tarea es el fenómeno de la vocación. Por eso, crear el clima para que pueda nacer y salir adelante la vocación de cada uno es uno de los aspectos más tradicionales de la tarea educativa. A pesar de los muchos cambios que la vida lleva consigo, las principales orientaciones se toman muy pronto y, a veces, por circunstancias muy fortuitas. Sorprende lo mucho que depende de pequeños detalles iniciales o mejor sería decir iniciáticos: un libro, una charla, una visita... Los jóvenes son muy sensibles y no esperan a adquirir mucha experiencia para decidir las grandes orientaciones que marcarán su vida. Esto no deja de ser curioso. Hay que dar razones al adulto, y al niño también según pueden entenderlas, porque el hombre es un ser racional. El razonamiento es el más amplio y versátil de los móviles. Es el más seguro, y permite dar estabilidad a lo que se adquiere. Pero también el más débil. Y empieza a manifestarse más tarde, cuando ya están puestas en gran medida las pautas del comportamiento. Por eso, no se puede esperar hasta que esté plenamente desarrollado. Antes de razonar hay que enseñar al niño a amar la verdad, el bien, el servicio a los demás y la justicia; y a respetar y amar a los demás. 2) Los buenos sentimientos Junto a los grandes amores —a personas, a lugares, a instituciones, a tareas— han de enraizarse en el corazón los buenos sentimientos, que son inclinaciones más generales que sientan la base de la calidad moral de una persona. Los grandes campos son: a) Los sentimientos humanitarios (igualdad, justicia, misericordia), b) El sentido del decoro (sentimientos personales de honestidad y repugnancia por lo indigno), c) Los sentimientos de respeto hacia las realidades nobles, y, en particular, por el misterio de la vida (respeto al sexo). a) Los sentimientos humanitarios son los primeros que se educan, enseñando a tener presentes a los demás (sobre todo en familia) y a compartir lo que se tiene. Conviene acercar a los adolescentes al dolor y a la miseria del mundo, por ejemplo visitando enfermos, ancianos y desvalidos, y enseñando con el ejemplo, a ayudar, a acompañar, a compartir. Así se despierta la sensibilidad hacia el prójimo; se aprende a ser generosos y a superar la frivolidad y el egoísmo. Es un error pedagógico proteger a los niños e impedirles conocer el aspecto duro de la existencia: el dolor, la miseria y la muerte. Ciertamente, hay que evitar situaciones demasiado duras o traumáticas, que pueden desconcertar, pero también hay que mostrar la vida tal como es, para prepararlos a afrontar las dificultades, con un corazón grande y misericordioso. Así se madura antes.
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b) El sentido del decoro y de la nobleza, la aspiración a lo que es digno y la vergüenza de lo innoble. Lo primero que se suele enseñar a los niños es el amor a la verdad. Es una gran cosa. Se educa dando confianza, premiando la verdad costosa y facilitando la rectificación. Los niños suelen mentir por miedo o por tener una imaginación desbordante; lo segundo se corrige con la madurez; pero lo primero necesita un clima de confianza y de estímulos positivos. Es una de las bases de la honradez de una persona. Al comenzar la adolescencia, los chicos y chicas empiezan a verse como mayores y buscan modelos y pautas de comportamiento. Es el momento de que perciban el sentido de la nobleza humana, que siempre consiste en posponer el provecho personal ante lo que es justo. Como nada mueve más que el ejemplo, conviene facilitarles ejemplos de personas que han sido capaces de vencer el utilitarismo (la tendencia al provecho personal), de sacrificarse por los demás, de entregarse a realizar ideales de servicio. Y enseñarles a distinguir lo que tiene éxito social de lo que es noble; mostrándoles que el triunfo de una vida no consiste en reunir mucho dinero o mucha fama, sino en haber vivido noblemente. Esto se hace, antes que nada, con el propio ejemplo, pero también alabando las conductas nobles, facilitando literatura adecuada (sobre todo, novela y biografía), y echándoles en cara, con cariño pero con claridad, los comportamientos mezquinos e innobles. Lo recuerda muy bien la escritora y diplomática noruega Janne Haaland Matlary: «Durante mi infancia, leíamos mucho y nos tomábamos en serio lo que leíamos. Teníamos que leer al menos algunos resúmenes de los clásicos europeos. El objetivo de estas lecturas no era sólo conocer los libros y los autores, sino aprender en qué consistía una vida noble y buena. Lo importante en estos libros no eran tanto los personajes, sino las virtudes y vicios que aparecían; o como se dice en las películas americanas, los buenos y los malos. El interés para nosotros consistía en distinguir el bien del mal, ver si el bien podía al mal y cómo. Admirábamos a las personas virtuosas y, de algún modo, intentábamos imitarlas. Sólo mucho más tarde me di cuenta que esas lecturas resultaban atractivas, porque nos indicaban la verdad, como las sombras sobre el muro, en la caverna de Platón: algo se desvelaba en aquellos personajes literarios que los convertía en símbolos de una realidad más alta» 9. Y más adelante: «Las lecturas de mi infancia eran el teatro de combates entre el vicio y la virtud, de seres nobles que llevaban vidas sacrificadas» 10. Dice un gran especialista de la cultura griega, Werner Jaeger: «La educación no es posible sin que se ofrezca al espíritu una imagen del hombre tal como debe ser. En ella la utilidad es indiferente, o, por lo menos, no es esencial, lo fundamental es el Kalon, es decir la belleza en el sentido normativo de la imagen, imagen anhelada del ideal» 11. Al educar el corazón, todavía es más importante el prestigio del educador. Porque Verba movent, exempla trahunt (las palabras mueven, pero los ejemplos arrastran). Nadie es perfecto, pero hay que intentar ser ejemplares en lo que a uno le toca, y también reconocer los propios fallos, superando la tentación del fariseísmo, de hacer comedia.
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c) El respeto por el misterio de la vida. La adolescencia es también el momento para que crezca y se desarrolle. Desde niños, hay que enseñar con claridad y con delicadeza cómo es el origen de la vida; mostrando la riqueza que está en juego: el amor matrimonial, el maravilloso milagro de la vida, y la responsabilidad inmensa que es crear un ambiente familiar acogedor y educativo. Si se saben poner bien esos horizontes, es fácil enseñar a ver el sexo como lo que es: una realidad humana rica y profunda. Y se puede enseñar a tratar el propio cuerpo con respeto, y a mirar los demás como personas y nunca como objetos, ni siquiera a las personas que trafican con su sexo. La misma autora recuerda: «Admiraba los personajes literarios por sus virtudes y leía historias donde el amor era algo noble, un amor que me atraía porque se dirigía a las cualidades más bellas de la persona amada; era un amor desinteresado que sólo quería la felicidad del otro» 12. 3) La disciplina personal Poner orden en los amores es poner orden en la conducta. Y el mayor campo es el de deslindar lo que apetece de lo que se debe. Para esto hace falta vencerse. Esto es la disciplina personal o autodominio, y es el objetivo de la formación del carácter. Tiende a conseguir que el corazón sea fuerte y ordenado: que se pueda guiar por la razón. Para ser bueno, no basta tener buenos sentimientos o tener buenos deseos, es necesario tener el hábito de vencerse, de cumplir con el deber y de afrontar las dificultades. La disciplina se logra como en los cuarteles (aunque no hay por qué repetir sus métodos) acostumbrando a una cierta exigencia y a imponerse un orden. A los jóvenes hay que introducirlos en la «dureza de la vida», impidiendo que lleven una vida demasiado cómoda y haciéndoles luchar gradualmente. Deben saber lo que valen las cosas, teniendo que ganárselas. Si se les ahorra el esfuerzo, se les condena al enanismo. Generalmente, se trata de retarles un poco, de contar con su amor propio para estimularles. Así se les induce un espíritu deportivo. En la medida en que crecen, hay que ser un poco más exigente, sin pasar una en lo que se refiere a manifestaciones de egoísmo, de insinceridad o de falta de respeto por los demás. Tienen que acostumbrarse a respetar las reglas. Deben ser pocas y fijas, claras y significativas, en temas de horario, de orden, de respeto mutuo, de urbanidad y comportamiento social, de responsabilidad en los estudios y de reparto de las cargas de la convivencia. Hace falta estabilidad normativa. Es decir, que esté claro lo que se espera de uno, lo que se considera bueno y malo. Si no es así, se cae en la arbitrariedad y se produce el desconcierto. Sólo cuando se dan instrucciones razonables, se pueden exigir después responsabilidades. Y no se pueden multiplicar las reglas, como se sabe ya desde el mismo inicio del derecho (maxima lex maxima iniuria); pocas, importantes y claras. Conviene que haya premios y penalizaciones: justos y proporcionados. Hay que saber que con los jóvenes, no bastan las buenas palabras, aunque siempre es importante explicar por qué se les premia o castiga. Pero el mayor premio debe consistir en la satisfacción de haber hecho las cosas bien. Los premios desproporcionados y constantes —y lo mismo sucede con los castigos— no educan, sino todo lo contrario. Hace falta
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tacto para evitar tanto el repelente que «todo lo hace bien», como el alumno imposible al que parece faltarle alguna clavija y que está siempre —por así decir— fuera del marco normativo. A veces, hay que ayudar al repelente a que se salte alguna norma, y al imposible a que parezca que cumple alguna. 4) El discernimiento y la capacidad de decidir Es la capacidad de gobernarse a uno mismo, de ser prudente y tener sentido de responsabilidad. Es lo más difícil y sólo se aprende administrando la propia libertad. Como se trata de crear hábitos, no basta conocerlos, hace falta entrenamiento. Por eso, hay que darles margen para que obren y, en consecuencia, para que se equivoquen. Es preciso confiar y correr el riesgo. Y también exigir responsabilidades. Esto supone que las cosas pueden no desarrollarse según los gustos o criterios del educador. Hay dos defectos que son opuestos a este desarrollo: la superprotección y la exigencia desproporcionada. En un caso no se le da ocasión a que se desarrolle; en el otro, se le asfixia. Para que alguien aprenda a gobernarse necesita un margen de maniobra real. Hay amores posesivos y personalidades desbordantes que no saben respetarlo. Necesitan que se les necesite y, por eso, consideran que los demás (sus hijos o sus pupilos) son siempre demasiado jóvenes o poco preparados. Les cuesta dar margen real y enseguida intervienen. No saben quitarse de en medio y dejar sitio. No saben dejar que la biografía de cada uno siga su curso. A veces, hay que hacer un esfuerzo especial por no estar, por no vigilar, por no enterarse, por no intervenir. En el otro extremo está la exigencia desproporcionada de triunfos y de éxitos, que hace vivir al alumno —o, lo que es más frecuente, al hijo— en una constante tensión. Se le proponen patrones siempre modélicos y, muchas veces, lo que sucede es que los padres —en ocasiones, los maestros— buscan una especie de realización vicaria: es decir, que el alumno llegue adonde ellos no han sido capaces de llegar. Aunque pueda haber buena intención, no se educa bien cuando no se respetan las inclinaciones legítimas del alumno o cuando se le imponen metas que él no se propone, o que le desbordan, y que son mucho mayores de lo que hacen los demás de su condición. A nadie se le puede obligar a que sea un genio. Se le puede proponer, se le puede animar, pero no se le puede exigir. Una amable exigencia Hace falta fortaleza para exigir, para no permitir que las cosas se vengan abajo por debilidad. No ablandarse porque tengan que sufrir un poco. No se hacen las cosas bien a la primera y de una vez por todas. Siempre es necesario mejorar. Y para eso hay que contar con una crítica estimulante y positiva, pero también clara y exigente. Sin cargar demasiado y con sentido de la oportunidad. A veces, son útiles los grandes gestos educativos: una imagen en vivo vale más que mil palabras. Hay que aceptar un tanto por ciento de debilidad, porque todos los seres humanos no sólo nos equivocamos sin querer, sino que también nos equivocamos queriendo y tenemos bajezas morales. Hay que contar con que el educando las va a tener también. No se le puede pedir lo que a nadie se le pide. Hay que quererlos como son, deseando que sean mejores, pero sin esperar a que lo sean para quererlos.
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Estos recuerdos del Cardenal Daniélou invitan a pensar; «Tal vez una educación como la nuestra entrañaba un peligro: el ejemplo y el testimonio de mi madre tenía algo de agobiante por su misma perfección, y llegó a provocar en algunos de mis hermanos y hermanas una reacción en sentido contrario. Para los niños supone cierta dificultad enfrentarse con unos valores intelectuales, morales y espirituales demasiado elevados, que no siempre pueden soportar y ante los cuales sienten impulsos de rebelarse» 13. La excesiva exigencia crea caracteres pusilánimes, acomplejados, enrarecidos; provoca inevitables dobleces, personalidades retorcidas y conduce a la mentira. La excesiva blandura tiene otros efectos bien conocidos: la creación de personalidades caprichosas e inmaduras (niños mimados), frecuentemente despóticas en el trato con los demás, pero muy autoindulgentes, y con escasa resistencia a la frustración. Por eso, tienen frecuentes explosiones emocionales (rabietas), que, además, las usan a modo de chantaje. No hay que consentirlas en absoluto. Desde el principio, la estrategia debe ir dirigida a «quebrar la voluntad» del niño, como se decía clásicamente. Hay que oponerse decididamente a todo lo que sea capricho y mantener la decisión, pase lo que pase, hasta que el niño (a veces, no tan niño) ceda. Tiene que ser él el que ceda.
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3. Enseñar a pensar El otro aspecto de la educación es la formación de la inteligencia. Mientras el corazón se refiere a todo el universo de nuestras tendencias, la inteligencia es nuestra capacidad de comprender el mundo, de situarnos en él y de realizar una actividad eficaz. También para enseñar a pensar podemos fijarnos en tres puntos: a) Suscitar el gusto por el saber y la ciencia Como sucede en tantos otros campos de apariencia difícil y áspera, para despertar la afición y hacer germinar el amor al saber, hay que poner de manifiesto su belleza: «Nihil est veritatis luce dulcius» («Nada más dulce que la luz de la verdad»)14, dice Cicerón. El método más eficaz para lograrlo es el entusiasmo del profesor. «Uno de los rasgos esenciales del maestro, acaso el más importante, consiste en ese poder sugestionador, cautivador, que hace del alma del maestro como un foco de atracción» 15. La experiencia en este sentido es tan unánime que no es necesario insistir: el mejor profesor es el más enamorado y entusiasta de su materia, aunque su retórica no sea buena o le falte orden. Ese entusiasmo se puede forzar un poco, se puede teatralizar un poco, pero, en el fondo, tiene que responder a la verdad. El profesor que ama su materia, que ha descubierto su belleza y las claves que ofrecen los accesos al saber; ése es el que transmite. El entusiasmo es lo que más capta a los jóvenes. Los alumnos se llenan de admiración y de envidia: y se ven llevados, casi sin querer, por los mismos caminos. No todos, sino los que más sintonizan. La labor del maestro suele ser imprescindible en la iniciación. Más adelante, cuando el alumno logra introducirse en la materia y tiene las primeras experiencias gratificantes, ya vuela por su cuenta. Descubre la hermosura y utilidad de lo que sabe, y empieza a experimentar la fuerza del saber. b) Dotar a la inteligencia de contenidos El saber es como una inmensa montaña. No se puede llegar a la cima de cualquier manera. Hay que conocer bien los caminos porque no todos llegan. Y desde abajo, no se ve bien. Se necesitan guías expertos, como sucede en todas las grandes escaladas. La humanidad ha tardado muchos siglos en progresar. Y sólo unos pocos genios han sido capaces de abrir los caminos necesarios. Por eso, es ridículo, pretender que un alumno —por muy dotado que esté— descubra por su cuenta lo que la humanidad ha logrado en cientos de años, gracias a las intuiciones geniales de algunas mentes privilegiadas. Comenta Hanna Arendt: «Es lamentable ver hasta qué punto se ha desvalorizado en la educación lo que es tradición es decir transmisión; se pretende que el niño aprenda por su cuenta» 16. «Nemo solus satis sapit» (nadie sabe suficientemente por su cuenta), decía Plauto. En esto se ha producido una especie de espejismo. Es verdad que interesa que el alumno tenga un contacto personal con la génesis del saber, pero hay que ponérselo fácil. Es preciso pensar muy bien los caminos porque el ascenso es costoso y requiere mucho esfuerzo y tiempo. El aprendizaje está muy limitado por estos factores. No tiene sentido enseñar más de lo que se puede aprender. Es una transmisión compleja y puede
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haber problemas de circulación. Si se transmite demasiado, se provocan colapsos como en las autopistas. Hay que seleccionar los contenidos y hay que preparar, con mucho cuidado, los caminos, los modos, las estrategias de aprendizaje. También hay que despertar el gusto. c) Dotar a la inteligencia de métodos; es decir, enseñar a pensar El saber necesita estudio y exigencia. Y el saber en serio es una tarea muy ardua para la que hay que prepararse como uno se prepara para una complicada ascensión. A medida que nos elevamos en la escala educativa, el alumno tiene que jugar un papel mayor. Hay que enseñarle, poco a poco, los hábitos intelectuales, tanto los generales de disciplina, de sentido crítico, de orden, de análisis y de síntesis; como los particulares de cada materia. Aprender siempre es doloroso y molesto, como todo alumbramiento. «No hay enseñanza sin disciplina —señala André Maurois— El primer trabajo de un escolar es aprender a trabajar. Antes de formar un espíritu, hay que formar una voluntad» 17. Es tarea de un buen profesor estimularlo, facilitarlo y administrarlo para que rinda al máximo. Cuando los alumnos son muy niños, son útiles los recursos y los trucos para ganar y mantener su atención: y la clave es tener más iniciativa que ellos. Es que todavía no son racionales. Con adultos es otra cosa. Nunca están de más algunos pequeños trucos para mantener la atención y suscitar interés, pero hay que tener cuidado con hacer las cosas demasiado fáciles. Dice Alvaro d’Ors: «El maestro elemental debe doblarse para estar al nivel del niño, y el profesor de enseñanza media debe estar a la altura del joven, similar a la suya; el universitario en cambio, debe hacer que su alumno se esfuerce en estar de puntillas para ponerse al nivel de la enseñanza superior» 18. Hay una parte del trabajo que se hace estimulando, transmitiendo entusiasmo, suscitando curiosidad, recomendando libros, haciendo picar en una lectura, en un trabajo. Otra parte se hace exigiendo y corrigiendo resultados (trabajos y exámenes), para lograr que se introduzcan en una materia; y dialogando para que adquieran hábitos mentales de rigor crítico, análisis y síntesis. Y otra parte, a medida que maduran, abriendo puertas y dotándoles de los medios de trabajo, para que puedan progresar por sí mismos: conocimiento de las fuentes, bibliografía fundamental, perspectivas... En las universidades anglosajonas, la mayor parte de la tarea educativa se realiza mediante el asesoramiento personal: se aconsejan lecturas, se comenta el fruto que obtienen, se les introduce en trabajos de investigación, y se les enseña los métodos, haciendo que colaboren de alguna manera en las tareas académicas. Esto exige mucha dedicación y sólo es posible con un número muy limitado de alumnos. Si no pueden ser todos, al menos que sean los mejores o los más interesados. Es preciso escoger. La enseñanza es selectiva y, en cierto modo elitista. A cada uno hay que darle lo que puede recibir, y hay que pedirle lo que puede dar. A los que pueden más merece la pena cuidarlos en beneficio de todos. Despertar y formar talentos es un gran servicio que los educadores prestan a la sociedad. Esta selección debe hacerse con criterios objetivos, cuidando de no ofender a nadie y dando posibilidades para el que
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quiera esforzarse pueda hacerlo. Es una cuestión sutil de justicia. No se deben mostrar preferencias por otros criterios que no sean los estrictamente académicos. En esto el amor académico se parece al del padre o de la madre: se debe tratar a los alumnos de distinta manera, porque son distintos, pero hay que quererlos a todos por igual: Aut nullos aut omnes pariter dilige (o no se quiere a nadie o se quiere a todos por igual), es una sabia y vieja máxima de San Jerónimo que hizo suya ese gran educador que fue San Juan Bosco19. El buen profesor no es el que repite ordenadamente un mensaje, como si se tratase de un cartel o un tablón de anuncios. No se le pide que exponga, se le pide que enseñe: que mueva los corazones de sus alumnos y que abra sus mentes para que se ilustren. Se le pide un prodigio: por eso, necesita ser, además, un mago. Tiene que seducir y llevar a sus alumnos por caminos insospechados, hasta explorar una parcela del saber. «El buen pedagogo se lleva aprendidos en sus labios y en sus manos los corazones de los niños (...). El verdadero amor pedagógico no es el del maestro a los niños, sino el de los niños al maestro; y uno de los rasgos esenciales del maestro, acaso el más importante, consiste en ese poder sugestionador, cautivador, que hace del alma del maestro como un foco de atracción hacia el cual convergen las almas de los niños, que hallan en él un guía amado y admirado, un faro que les alumbra y les atrae por el camino ascendente de la mayor perfección» (García Morente20). El profesor es un mago, pero tiene que ser un mago enamorado del saber, no puede convertir su actividad sagrada en un fraude. Ha de tener sentido de lo que es un intelectual, un hombre sabio y, al mismo tiempo, con sentido crítico, no un traficante de conocimientos ni un charlatán amante del espectáculo. Necesita prestigio de sabiduría y de honradez intelectual. Después, seguramente lo más importante de un maestro es el entusiasmo.
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4. Dar clase El medio más tradicional para instruir y el más simple de todos es la clase. La exposición dirigida a un grupo de personas que escucha. No es el único, pero suele ser el principal y, en cierto modo, es insustituible. Sirve para muchas cosas: suscitar entusiasmo, crear inquietudes, transmitir conocimientos —vocabulario, nociones y esquemas— y crear cierta forma mentis y conocimiento de los métodos. Ahorra tiempo, porque se dirige a todos juntos. Cada clase suele ir dirigida a «explicar» un tema. Explicar, significa, desplegar, desarrollar, desenrollar; quiere decir deshacer un pliegue o desenvolver un rollo: hay que extender algo que se ha concentrado o complicado para verlo con más detenimiento, acceder al todo viendo las partes. Teniendo en cuenta que la explicación se repite quizá años tras año, siguiendo el ritmo de los cursos escolares, alguien podría sugerir grabarlo una vez y ver la grabación cuando haga falta. Y en algunos casos puede servir. Por ejemplo, cuando se quiere conservar alguna exposición especialmente cuidada de un personaje excepcional, o cuando la materia sea tan técnica que la exposición se reduce a transmitir ordenadamente unos datos. Pero en general, no sirve; y las razones ponen bien de manifiesto lo que tiene de peculiar una clase: en una grabación, no hay ninguna conexión real entre el maestro y los alumnos. Explicar en directo tiene una ventaja fundamental: el profesor contempla las caras de los alumnos: sabe cuándo entienden, cuándo se aburren, cuándo dudan: puede detenerse en un punto, hacer una pequeña pausa, permitir preguntas. Además, permite adaptarse a las circunstancias cambiantes de los alumnos, referirse a los noticias y acontecimientos recientes y también, recoger las últimas novedades que se han conocido sobre el saber que explica. Una clase es propiamente una actuación en público, y tiene muchos más elementos teatrales de lo que puede parecer. El profesor no solamente expone, sino que actúa. Mientras dura la clase está en escena. Como en el teatro, unos días triunfa y le «sale», y otros días sólo a medias. El profesor se crece cuando nota que conecta con la clase; pero tiene que saber aguantar el tipo cuando se la va de las manos, cuando decae, cuando nota las caras de aburrimiento o ve los bostezos (esos bostezos que parece que se le van a tragar a uno y a toda la clase). Tiene que conocer los usos y las técnicas de la profesión para conseguir el mejor rendimiento. Esto es lo que convierte en arte la tarea de dar clase. En la enseñanza oral, el saber no se transmite constantemente, sino como en chispazos: hay momentos intensos en los que se conecta; los alumnos se interesan y se les abren panoramas: otros menos intensos, y otros aburridos, que quedan como islotes oscuros en la exposición. El arte de dar clase consiste en multiplicar esos momentos felices. Aparte de los auxilios pedagógicos que se pueden emplear (imágenes, proyectores...) y de las técnicas para fomentar la participación de los alumnos, el profesor cuenta con unos cuantos recursos propios. No interviene sólo con la voz, sino con su presencia, con su simpatía, con su entusiasmo, con su rigor a la hora de exponer,
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con su amenidad, con sus observaciones oportunas, con sus preguntas inteligentes, con sus detalles de humor. El primer elemento es el entusiasmo, la ilusión y el interés que pone el profesor en lo que está explicando. Tiene que nacer de un verdadero aprecio por esa rama del saber, pero se refuerza usando un tono vivo de la voz y poniendo cierto apasionamiento en la exposición. Si se fuerza demasiado, sonará a falso; pero tiene que haber énfasis; no hay que olvidar que se está actuando. El tiempo es un elemento esencial: hay que controlarlo. Una clase se desarrolla en un tiempo fijo y en ese rato de actuación tienen que concentrarse todos los recursos, de manera semejante a lo que le sucede a un cantante de ópera o a un actor de teatro: una gran parte de su vida está dedicada a prepararse para esos momentos especialmente intensos. La clase tiene un principio y un fin. Es preciso calcular lo que se puede exponer con eficacia, sin intentar decirlo todo que es el mejor modo de aburrir, ni alargarse innecesariamente, que es una falta de respeto a los que oyen. Y de previsión. Y es contraproducente. En general, tanto al principio como al final debe quedar claro el esquema de la exposición y cómo entronca, si es el caso, con el programa que se está impartiendo. Como en toda exposición oral, son momentos delicados el comienzo y el final. En el comienzo hay que cautivar la atención. y al final hay que concluir con rapidez, brillantemente y, en lo posible, un par de minutos antes de lo previsto. Es mejor irse cuando los oyentes están encantados, que dejarlos hartos. Cada clase ha de tener unidad interior, y también cierta estructura dramática para mantener cautiva la atención. Esto se puede lograr incluso en las clases de matemáticas. Basta plantear unas cuantas preguntas interesantes al principio y disponer la materia como si se contara una historia con un climax, creando expectativas, cuestionando y profundizando en el enigma que se intentará resolver brillante y rápidamente al final. Es sabido que la atención tiene un ciclo breve, que dura unos veinte minutos: en las primeras momentos hay que lograr la concentración de los oyentes en lo que se va a decir, después se mantiene y muy pronto —en torno a los veinte minutos, a veces antes — comienza a descender lentamente. Esto se aprecia en las caras de los alumnos. Entonces conviene improvisar un momento de relajación, haciendo una digresión o contando algo divertido. El humor es un excelente aliado de la educación. Y no hay que olvidar los pequeños detalles de ambiente: un ruido repetitivo, un detalle pintoresco (llevar sueltos los cordones de un zapato), un tubo fluorescente que parpadea, un micrófono que hace ruido... pueden hacer la clase insoportable. El entorno se controla con la preparación oportuna. Son esenciales la buena audición y una iluminación equilibrada: la luz debe iluminar al que habla; si da en la cara de los que oyen, entornarán los ojos y se acabarán durmiendo. Para exponer bien una materia hay que dominarla; esto permite exponerla con entusiasmo y presentarla con un orden atractivo. Después, es necesario repartir la materia entre las clases que componen el curso y pensar muy bien lo que se quiere dar en una clase. No hay que pretender competir con los libros. Una clase es una exposición
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oral, apta para conmover, para interesar, para abrir perspectivas para convencer, para explicar con más detenimiento algún punto, para transmitir cierta erudición o fijar algunos esquemas. Para acumular los datos objetiva y ordenadamente, lo mejor es recurrir a un libro. Es absurdo convertir una clase en un dictado de apuntes. Lo mejor sería, en ese caso, proporcionar el material escrito y comentar algún punto. No hay que confundir enseñar con decirlo en clase. Es inútil decir más de lo que los que oyen pueden aprovechar. Hay que dirigirse a los talentos medios de la clase y situar el nivel un poco por encima, para estimular su esfuerzo. Además, lo que se transmite, salvo en áreas de investigación muy especializada, debe estar algo reposado por el tiempo, contrastado, esquematizado y, en cierto modo, reducido a tópico. A los que se inician, hay que transmitirles lo que sabe todo el mundo que conoce esa materia, y ponerles en disposición de progresar por sí mismos, entendiendo la literatura especializada. El orden de la exposición es importantísimo. Una clase es un relato, un camino donde se aprende, que va de lo fácil a lo difícil, de lo simple a lo complejo. Y es necesario servirse de esquemas, que son ordenaciones de la materia, a veces simplificaciones útiles, que facilitan la exposición, la memorización y el uso de los conocimientos; el saber requiere conocimientos estructurados; y la labor del profesor es precisamente facilitarlo a sus alumnos. Hay que hacer esquemas y enseñar a los alumnos a hacerlos. Ordinariamente, habrá que reducir la materia a puntos, con subdivisiones. El número tres es mágico para la memoria. En general no conviene dividir una exposición ni un esquema en más de tres partes; ni cada una de estas partes en más de tres subdivisiones. La memorización de los conocimientos y de los esquemas se logra con tres elementos: la repetición, la relación y la impresión. Hay que repetir las cosas importantes; recordarlas en la clase siguiente, resumirlas al final, volver sobre lo importante. Además, ayuda el relacionar lo que se epxlica con cosas ya conocidas, con los intereses de los alumnos, con las noticias de la actualidad, con casos prácticos. La impresión es el aspecto más rico de la memorización: depende de muchas cosas: del énfasis y viveza que pone el profesor, de la sorpresa, del interés dramático suscitado y aumenta con la riqueza sensorial de la exposición, con los ejemplos, con las comparaciones, con las imágenes; sigue siendo cierto que una imagen vale más que mil palabras. También en nuestro mundo racionalista, Mythos impresiona mucho más que Logos. El maestro enseña a pensar durante la misma clase, si tiene cuidado de mostrar cómo trabaja él mismo. Manifestando el orden de la exposición, refiriéndose con frecuencia a las fuentes, mencionando bibliografía de ampliación y ejerciendo el sentido crítico en la valoración de los datos y fuentes. Teniendo en cuenta el escaso tiempo de que se suele disponer y lo poco que ordinariamente sabrán los alumnos, hay que señalar a los grandes de cada saber, y hacer una constante y descarada propaganda de lo bueno. Son muy importantes los métodos activos. En el fondo, es la mayéutica de Sócrates, que consiste en hacer nacer el saber en la mente del alumno a base de preguntas que le estimulen y le dirijan. También ayuda el sistema de exámenes, porque, bien planteados, es un
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instrumento para estimular y orientar el estudio personal. Pero hay que estudiarlos bien y hacer entender al alumno la lógica que tienen y los fines que se persiguen.
1 Platón, Leyes, VII, 785b-789b, en Obras Completas, Aguilar, Madrid 1972, 1387. 2 Platón, El Banquete, 175c. 3 J. Rassam, Le Professeur et les élèves en «Revue Thomiste» (1976) 62-63. 4 C. S. Lewis, La abolición del hombre, Encuentro 1990, 26. 5 H. I. Marrou, Historia de la educación en la antigüedad, Akal 403. 6 García Morente, La vocación del Magisterio, en Escritos pedagógicos, Espasa Calpe, Madrid 1975, 128129. 7 Ibidem, 210. 8 Ibidem, 212. 9 Quand raison et foi se rencontrent, I,3, Presses de la Renaissance, Paris 2003, 19-20. 10 Ibidem, I, 5, p. 30. 11 W.Jaeger, Paideia. Los ideales de la Cultura Griega, Fondo de Cultura Económica, 19. 12 Ibidem, I, 5, p. 30. 13 Memorias, Bilbao 1975, 37. 14 Cicerón Academicae quaestiones 4,31. 15 M. García Morente, La vocación del Magisterio, en Escritos pedagógicos, Espasa Calpe, Madrid 1975 126-127. 16 H. Arendt, Between Past and Future 1954. 17 A, Maurois, o. cit., 95. 18 A. D’Ors, Cartas a un joven estudiante, Eunsa 1991, 58. 19 MB XI 356. 20 M. García Morente, La vocación del Magisterio, en Escritos pedagógicos, Espasa Calpe, Madrid 1975 126127.
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5. El arte de gobernar
1. La autoridad Siempre que un grupo de hombres debe realizar una tarea en común, por razones de eficacia, necesita organizarse y necesita un gobierno o una autoridad que dirija; es decir, que establezca el orden de los fines —qué hay que hacer primero—, y que reparta las tareas —quién lo tiene que hacer—. Es propio del gobernante unir las voluntades en una dirección y administrar los esfuerzos: motivando a todos, coordinando los intereses, repartiendo las cargas y economizando los recursos, que siempre son limitados. La autoridad garantiza la unidad de acción del conjunto. Cuando los hombres son capaces de ponerse de acuerdo entre sí espontánea y rápidamente, no es necesario nombrar una autoridad. Así sucede en grupos muy pequeños de amigos o de familiares. Tampoco haría falta autoridad en una situación ideal de perfecto conocimiento y comunión, como el cielo (éste es el sueño ácrata). En la realidad, cuando hay más de cinco o seis personas con medios limitados (tiempo, dedicación, dinero, puestos...), tiene que haber quien ordene y concrete lo que hay que hacer y lo que a cada uno le toca. Como no todos ven las cosas del mismo modo, para ser eficaces, es preciso hacer converger el poder de decidir en una sola inteligencia, o en un grupo de personas suficientemente coordinado (para ser ejecutivos, no más de cinco1). Algunas decisiones de excepcional importancia se pueden tomar por votación, pero las decisiones ordinarias que una sociedad necesita para funcionar tienen que confluir en alguien. Muchas personas pueden decidir por votación dónde quieren ir de excursión, y muchos podrían capacitarse para conducir el autobús. Pero el volante sólo puede llevarlo uno, y no es posible someter a votación las pequeñas decisiones de la conducción. Sólo las grandes y de vez en cuando. Lo mismo sucede en cualquier sociedad. Hay dos tipos distintos de sociedades. Aquéllas en que la autoridad es la propietaria o gobierna en nombre de la propiedad, como sucede en casi todas las empresas. Y aquéllas donde los miembros son los propietarios y la autoridad gobierna en su nombre, como sucede en la sociedad civil, en las empresas cooperativas, y en todo tipo de asociaciones voluntarias, culturales o deportivas. En las primeras, los subordinados están contratados, sus obligaciones dependen de ese contrato y no suelen intervenir en el gobierno de la sociedad, salvo aspectos puntuales sobre las condiciones de trabajo (pactos sindicales, etc.). En las segundas, los miembros intervienen en el gobierno, generalmente eligiendo a la autoridad y, en ocasiones, siendo consultados para las grandes decisiones.
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En las sociedades libres, la autoridad no es propietaria de la sociedad, sino su servidora. Su función, que es muy importante, sólo abarca una parte del esfuerzo colectivo. Interviene para hacerlo más eficaz, pero no para sustituirlo, porque eso privaría injustamente de iniciativa a la sociedad y finalmente la llevaría al colapso. De aquí nace el primer gran principio que afecta a lo que es gobernar: un principio de economía: no hay que gobernar más de lo necesario. Sólo hace falta el gobierno necesario para coordinar y administrar los recursos. Nada más. Cuando una sociedad funciona bien, hay que mandar poco; lo mismo que cuando un barco está en buen rumbo: no se necesita mover mucho el timón. Como se gobierna siempre a hombres libres, conviene respetar su iniciativa. Se interviene sólo para hacer esa iniciativa posible y eficaz. Es necesario buscar el equilibrio entre la iniciativa de los componentes de una sociedad y la necesidad de coordinar sus esfuerzos. Lo que puede resolver una instancia inferior es mejor que lo resuelva esa instancia. A este principio se le llama «principio de subsidiariedad», y viene de la palabra latina «subsidium», que significa ayuda. Es un principio de economía social. Y tiene su base en entender la autoridad como función y servicio. El modo más noble de gobernar es ver en esa tarea un servicio. Es el arte de construir la convivencia y la eficacia de una sociedad. Cuando se comprende la belleza de esta tarea se está dispuesto a entregar abnegadamente lo propio (tiempo, energías, libertad, preocupaciones) en beneficio de la sociedad. Por tratarse de un arte, su ejercicio produce un gusto particular. Es la «pasión de mandar», como quiso poner Gregorio Marañón como título a su ensayo sobre el Condeduque de Olivares. Claro es que esa pasión puede proceder también del gusto por los privilegios y ventajas que concede el mando. Mandar es una actividad deseada por los ambiciosos, porque supone adquirir poder y prestigio, sobresalir y ejercer con más plenitud la creatividad personal. Esto desvirtúa el sentido de la función. Y no digamos si lo que se pretende es gobernar en provecho propio. Por eso, las sociedades tienen que buscar los medios para protegerse de los ambiciosos. Gobernar es un arte. Como hemos dicho, junto con la educación, es el más noble, porque trabaja con el material más noble de todos, que son las ilusiones, las capacidades y los esfuerzos de los hombres. Trata de construir un ideal suscitando y combinando sabiamente el esfuerzo común. Si se ejerce bien, saca de cada uno lo mejor y ennoblece a los hombres. Si se ejerce mal, envenena las relaciones y hace enfermar a la sociedad. La autoridad se compone equilibradamente de tres elementos: — Legitimidad es el derecho a ejercer la función de mando, bien sea por elección, designación, adquisición o herencia. Es la base del reconocimiento de la autoridad. — Prestigio personal: es la fuerza moral que atrae y persuade a los otros a seguir lo que se les dice. Es el liderazgo, basado en cualidades personales: sobre todo en el prestigio de honestidad, de eficacia y de ciencia (sabe lo que se hace) del que manda. — El poder es la capacidad de coaccionar; la fuerza coactiva que permite reducir al díscolo, y le causa miedo y respeto. Ordinariamente, la autoridad necesita medios de coacción moral (castigos, penalizaciones) y física (policía) para reprimir la anarquía y la injusticia; y para forzar, cuando es necesario, la contribución de todos.
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Supuesta la legitimidad, en todo ejercicio de autoridad es necesaria una sabia combinación entre la fuerza moral que persuade y el poder que coacciona: es el juego de la zanahoria y el palo. Son imprescindibles las dos motivaciones. Es malo que en una sociedad prevalezca la coacción del poder; pero también es malo que no se sepa que existe porque crecen los abusos. Cuanto menos se nota el poder, se está más cerca del ideal. Pero no se debe perder nunca la capacidad de hacer respetar las normas comunes; y reducir los comportamientos que resultan peligrosos o antisociales. Juan Luis Vives, siguiendo una larga tradición, decía que el buen gobierno es el que es amado por los buenos y temido por los malos. Lo mismo pensaba san Agustín. Hace falta energía para exigir a los que son buenos, para que den lo mejor de sí mismos: si no, se corrompen. También hace energía falta para corregir a los que no son buenos, porque de otro modo, se envalentonan. Y para resistir decididamente a los frescos, que, si se les da oportunidad, se aprovechan y se envician. Las autoridades demasiado débiles corrompen a la sociedad. Sin poder, desaparece el orden de la justicia, y tiende a imponerse el más fuerte (la ley de la selva). Todos los miembros de una sociedad tienen que saber que el poder existe y que, si es necesario, se ejerce. Por eso, de cuando en cuando, se tiene que notar. Dice el proverbio clásico: Caelo tonantem credidimus Iovem regnare2; «cuando el cielo truena, nos damos cuenta de que Júpiter reina». Todo gobierno se refiere siempre a cosas y personas. Las cosas se administran: es el aspecto técnico y, en el fondo, más fácil del gobierno: basta sentido de economía y sentido común; a veces, conocimientos profesionales, pero, en muchos casos, ni siquiera eso, porque se pueden obtener de buenos consejeros. En cambio, las personas hay que dirigirlas, y esto no es nada fácil. En la administración de las cosas basta con que el que gobierna sea capaz de gobernarse a sí mismo lo suficiente para obrar con orden y concierto. En el mando, hay que conseguir gobernar también a los demás. Y gobernarlos justamente, respetándoles y, al mismo tiempo, consiguiendo que den lo mejor de sí mismos.
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2. La administración de las sociedades Vamos a empezar por lo más fácil, que son las tareas de administración: el gobierno de las cosas. Hay unos pocos principios que tener en cuenta con carácter general. Y se resumen en cuatro tareas: mejorar lo que hay, dar forma a la sociedad, estar bien informado y prever. 1. Gobernar es mejorar lo que hay Gobernar es conducir de una parte a otra. Lo más importante es saber de dónde se sale y adónde se va. Siempre es necesario partir de lo que hay, sin dejarse llevar por quimeras ni sobre la situación presente ni sobre la futura. Un excelente administrador que conocí solía repetir: «el ideal es lo mejor de lo posible» (Vicente Picó). Y de aquí sacaba toda una política de gobierno. El gobierno exige mucha ilusión, pero un tremendo y crudo realismo. La política —se ha dicho muchas veces— es el arte de lo posible. Todo consiste en mejorar lo que hay. No hay otro modo de avanzar que poner los pies en el suelo y dar un paso adelante desde donde se está. Por eso hay que juzgar con mucho realismo el punto de partida, con sus posibilidades y carencias. Y desde allí moverse, con cambios bien administrados. Es preciso proponerse metas lejanas, pero los pasos hay que darlos desde donde se está: otra cosa son quimeras, que sirven para entretenerse en la cafetería. Y para ir al desastre si se intenta aplicarlas. Gobernar es, sobre todo, un arte de intervenciones concretas, bien pensadas y generalmente mínimas, como la jardinería. Se gobierna algo vivo, que tiene sus ritmos y está en una situación que nunca es ideal. Hay que elegir muy bien el punto donde se actúa en cada caso, porque no se puede actuar sobre todo a la vez, ni se puede estar constantemente cambiándolo todo. Es un prurito de novato intentar removerlo todo nada más hacerse con el mando. Hay que darse tiempo para ver, oír y pensar. Y tener el buen ánimo de esperar, sin cansarse, el momento oportuno. Retocar es administrar el día a día. De vez en cuando, se deben hacer ajustes de más calibre en la organización (reparto de funciones y normas), unas pocas veces, reparaciones de fondo; muy raramente, actuaciones de emergencia. Pero generalmente, el día a día con toques y retoques. Cuando hay demasiadas emergencias es que falta previsión; y cuando hay demasiadas reparaciones de fondo es que falta planificación o sentido de la medida. Conducir cualquier vehículo es sólo hacer toques y retoques en el volante o en el timón. Quién va dando bandazos estropea el vehículo y se sale de la carretera. Toda sociedad, para permanecer viva tiene que progresar, ir hacia delante. Y al gobierno le toca estimular esa iniciativa y adelantarse. Si sólo se mueve para atender catástrofes, acaba convirtiéndose en un cuerpo de bomberos. Las sociedades, precisamente porque son realidades vivas y tienen fines, necesitan estar en constante movimiento —en constante retoque— con una prudente mejora, intentando cumplir, cada vez mejor, los fines que le corresponden. Si no se lleva la iniciativa, la maquinaria se oxida, el ánimo se pierde y la actividad degenera.
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Las sociedades, aunque sean de tamaño mínimo, tienen enormes inercias y son esqueletos tan complicados como un cienpiés: por eso, los movimientos son complejos. Los organismos vivos cambian manteniendo siempre un equilibrio interno. Una sociedad necesita cambiar con movimientos coordinados, sin traumatismos que la deshagan. Los cambios importantes dan oportunidades de renovación, pero también rompen los ritmos adquiridos: desconciertan y desgastan, suscitan oposición y desorden: y generan grandes gastos materiales y humanos. Se suele decir que, en una biblioteca, tres cambios es lo mismo que un incendio. En una institución, es como una guerra: o como una operación quirúrgica: y no se tiene una capacidad infinita de recuperación. Por eso, conviene pensárselo y estar seguro de la mejora. El día a día lleva a una constante tarea de tanteo y de ajuste, de evolución no de revolución. Hay que estar constantemente combinando los medios a los fines, pensando en cómo se puede obtener mejor rendimiento al aplicar los recursos, y animando a las personas, con gran flexibilidad. Esto se hace como por instinto y no se pueden dar reglas generales. 2. Gobernar es organizar y vertebrar la sociedad Las sociedades son organismos. Los hay muy primitivos y los hay muy desarrollados. Cuanto sea más grande de tamaño o tenga fines más complejos, necesita un mayor grado de organización, es decir de diferenciación e integración de funciones. La sociedad más simple es aquella en la que uno está constantemente mandando y los demás —como esclavos— van obedeciendo a cada cosa que se les dice. Una sociedad mejor hay que concebirla como un organismo, con funciones bien definidas y normas claras de funcionamiento, donde cada uno sabe lo que tiene que hacer, está preparado para hacerlo y conoce el campo que tiene para su iniciativa. No es necesario estar constantemente mandando. Le corresponde a la autoridad pensar y mejorar la organización y lo hace con tres recursos: a) Creando Instituciones. Es decir, definiendo las funciones con competencias y obligaciones claras. Generalmente, no es bueno que todos hagan todo; cualquier sociedad, sobre todo si es grande, necesita funciones especializadas que suponen una distribución permanente de tareas. Definir y especializar las funciones es crear el organismo. Una institución bien «organizada» es de una eficacia sorprendente, supera el tiempo, y trasciende a las personas particulares. Es como un organismo o una máquina a la que se le pueden sustituir las piezas. Si las tareas están bien establecidas, una persona puede ser sustituida por otra, permaneciendo la función. Si no, siempre se está empezando y dependiendo de los carismas personales y del estado de humor de cada uno. b) Estableciendo leyes, reglamentos y rutinas. Las sociedades se rigen por normas generales que todos deben cumplir. El derecho no es sólo cortapisa, sino la estructura de la vida social. Da forma y cauces a la vida social. En una sociedad compleja se necesita crear rutinas por razones de orden y eficacia: hace falta que las cosas se hagan de manera fija. No se puede estar constantemente improvisando. Y es muy útil poner las normas
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por escrito. Es toda una ciencia hacer normas: tienen que ser pocas, claras, realistas y estables. como dice el proverbio latino: «Corruptissima republica plurimae leges» 3: «sociedad corrupta, muchísimas leyes»; o «cuanto más corrupta está una sociedad, más leyes tiene». Hay que reglamentar lo necesario, sin intentar preverlo todo para no asfixiar la vida. c) Creando procedimientos de selección, promoción y formación, que sirven para que los que vayan a ocupar un puesto aprendan lo necesario y estén debidamente preparados. Cada cambio debe ir precedido de un plan de formación, además de un plan de concienciación. Y periódicamente debe haber reciclajes para evitar que se deformen las rutinas. Hay que conseguir que todos estén adaptados a la tarea que realizan. Las instituciones y las leyes se establecen a medida que se necesitan. Ni más instituciones ni más leyes que las mínimas. Pero crecer significa, inevitablemente, un poco más de estructura: más funciones, más reparto de competencias, más reglas de funcionamiento. Y un cambio de dimensiones requiere un cambio de estructura. Siempre con sentido de la proporción, para que no haya más jefes que indios. Un barco tiene que navegar, no puede gastar la parte principal del tiempo y las energías en reparaciones. 3. Gobernar es estar enterado Un gobernante tiene que saber lo que sucede. Como sea y cuando sea, ha de estar atento, con un desvelo y una vigilancia constantes; aunque serena, sin ansiedad y sin manías persecutorias. Enterarse es una tarea habitual, porque la información es la clave del poder. No se puede gobernar sin saber lo que pasa, como no se puede andar sin saber dónde se ponen los pies. Luis XIV tenía gente que le contaba lo que se hablaba en las tabernas. Felipe II decía que «hay que mirarlo todo». Y San Juan Bosco, fundador de los salesianos, quería que el director de un colegio se pasease cada día por toda la casa, que la viera entera, sin decir nada ni entrometerse innecesariamente. «El ojo del amo engorda al caballo», dice un refrán popular. Y no le falta razón. El que gobierna debe hacerse presente. Con una presencia que no sea molesta, una vigilancia que no se haga odiosa. Una mirada que no es desconfiada, sino amable y positiva, pero que todo el mundo sabe que existe. Debe estar claro que, al final, todo se sabe, que todo llega; también que todo el mundo es mirado con aprecio y juzgado con imparcialidad y justicia. Así el que obra bien sabe que no tiene nada que temer y no se intranquiliza sin necesidad. Lo que no se mira, se corrompe. Es una ley clarísima. Y esto sucede con mayor razón, donde puede haber beneficios particulares. Siempre que hay dinero o se manejan bienes o prebendas, tiene que estar claro que las cosas se miran. Si no, hasta el más honrado dejará de serlo. Porque es muy fácil descuidarse primero en detalles sin importancia y, poco a poco, permitírselos cada vez mayores. Primero se lleva un lápiz y al cabo de un tiempo, surte a toda la familia; primero se toma prestada una cantidad mínima para un café y, al poco, invierte en su favor el dinero de la empresa. Y esto no los ladrones, sino los hombres honrados, que dejan de serlo al ponérselo tan fácil. La culpa de estas corrupciones la tiene siempre el que manda, por descuido. Es preciso pedir
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cuentas con frecuencia y hacer las oportunas revisiones o auditorías, «ventilar» el puesto y hacer rotar a los que están en puestos delicados. El que gobierna debe prepararse los canales de información y exigir que se le informe periódicamente de la marcha de los asuntos ordinarios e inmediatamente de lo extraordinarios. Y debe entender quién informa para que no sean siempre los mismos y desde el mismo punto de vista. Si no, al final, gobierna quien le prepara la información, porque se la selecciona. De vez en cuando, hay que ventilar también los canales de información y buscarse alternativas para contrastar. Quien manda debe llegar a saber cómo son las cosas, cómo son las personas y qué ha pasado. Y, con frecuencia, hay que hacer memoria: tomar nota y archivar. El cardenal Siri, que fue muchos años arzobispo de Génova, decía que «el silencio y el archivo son los primeros instrumentos del gobierno». Saber es en mucha parte saber qué pasó. Casi siempre es necesario tomar nota de los sucesos graves, de las decisiones y de los acuerdos de más importancia, de las conversaciones relevantes que se han tenido, y archivar. Quien gobierna debe saber acumular la información, esperando a contrastarla. Por la misma razón, nunca hay que aceptar delaciones interesadas. 4. Gobernar es estar atento y prever Al que manda le toca mirar hacia el futuro. Necesita estar atento a las posibilidades y dificultades que presenta la situación. Y debe tener amplitud de miras para pensar en general. Esto requiere holgura y un clima general de calma y serena vigilancia. Hay que ir a velocidad de crucero, controlando el vehículo. Mucha atención pero poca tensión. Cuanto más importante sea una sociedad más holgura necesita el que manda. En una piragua, el que la dirige es también el que rema, y debe esforzarse en hacerlo todo. En cambio el capitán de un transatlántico no debe hacer ningún esfuerzo especial. Con el destino claro, pensando en el futuro y haciendo los retoques necesarios en el presente. No debe hacer lo que puede hacer un subordinado. De minimis non curat pretor, el que manda no se tiene que ocupar de cosas demasiado pequeñas, no debe ahogarse en problemas triviales, de otro modo no podrá atender las grandes. Necesita tener muy clara una jerarquía de importancia, para no hacer lo que no tiene que hacer. El que manda debe estar en el puesto de mando, con la mirada fija en los fines, viendo el horizonte y actuando sobre lo que, en cada caso, es necesario. Hay sociedades que requieren ser dirigidas con la tensión con la que se conduce un coche de carreras, poniendo los cinco sentidos, corriendo enormes riesgos, jugándosela en cada momento. Puede haber períodos de gran trabajo porque interesa sacar adelante un asunto o vencer una competencia. Pero esto es extraordinario y no se puede prolongar. Es muy emocionante, pero agota psicológicamente y produce muchos accidentes. En una gran sociedad, al que manda le corresponden las tareas que sólo él puede resolver. Si no es así, es que las cosas no están bien organizadas. Nada es tan importante en una gran sociedad como que el jefe esté en condiciones de pensar con tranquilidad las grandes decisiones. Las tareas más importante del que manda se refieren a los planes del futuro y a las personas del presente. No se puede pensar en el futuro si no hay holgura, y no se trata bien a las personas cuando se está tenso y apretado de tiempo.
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3. La dirección de las personas La parte más difícil del gobierno, aunque también la más interesante y donde más se manifiesta su aspecto de arte es la dirección de las personas. Y se ejerce con unas pocas actividades: motivar, mandar, corregir, seleccionar y formar a las personas adecuadas para cada función. Todo ejercicio de autoridad tiene mucho de tarea educativa. Porque motivar, mandar, corregir y formar son tareas educativas, aunque se hagan con una orientación especial. Sólo la tarea de seleccionar es exclusiva de la función de dirección. 1. Motivar Dirigir personas es conseguir que la gente sepa lo que tiene que hacer y que desee hacerlo. Veremos las dos partes, pero la más importante es la segunda: la disposición de contribuir con la propia tarea y el propio esfuerzo. Son las ganas y la ilusión de los proyectos, de los logros, de los fines, tanto de la sociedad como propios dentro de la sociedad. Unir las voluntades de hombres libres significa motivarlas para que converjan hacia un objetivo. Los hombres nos movemos por un combinado de cosas muy difíciles de analizar: por ideales, por sentimientos, por adhesiones, por intereses personales, también por miedo. Hay que conocer muy bien —no sólo en teoría— la psicología de los seres humanos, los resortes de la motivación, lo que lleva a las personas al entusiasmo y al desánimo, a la colaboración o a la crítica, a la abnegación o al rencor. Hay que usar los resortes de manera que se logre una melodía, como sucede en una orquesta. Es necesario armonizar los diversos instrumentos. Motivar es ayudar a querer: convencer, ilusionar, entusiasmar; en definitiva, atraer sentimientos que den fuerza a la actividad y garanticen la perseverancia. La persona humana es racional, pero la razón es sólo una parte de su ser. Es mucho que una persona entienda lo que debe hacer y sepa que debe hacerlo. Pero esto no basta para que lo haga. Hace falta que quiera con la energía suficiente para vencer los obstáculos internos y externos. En la fuerza de ese querer intervienen mucho los sentimientos. Es distinto hacer una cosa por pura obligación que por convicción propia; es distinto trabajar porque no hay otro remedio, que trabajar porque se quiere lograr una meta; es distinto realizar una tarea rutinaria, que participar en el empeño colectivo y entusiasta de realizar algo. Mover a querer, ayudar a querer, entusiasmar e ilusionar con los objetivos es la tarea más interesante del mando. Los sentimientos humanos son muy ricos y variados: no se pueden compendiar fácilmente. En distinta medida, las personas reaccionan bien ante los beneficios económicos, los triunfos y la mejora personal que pueden obtener; pero también ante la belleza de una meta y ante los retos que le hacen superarse. Se siente removido con la confianza que se deposita en él; siente el impulso de colaborar y no fallar en las tareas que se realizan en equipo cuando se siente vinculado. Si los demás tienen ilusión y entusiasmo es fácil que se lo transmitan. En su novela inacabada, Ciudadela, Saint Exupery intenta reflejar la sabiduría de un caíd árabe que gobierna su ciudad en medio del desierto: «Si quieres que los hombres se peleen —dice el caíd—
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échales trigo; si quieres que se entiendan, hazles construir una torre». Los proyectos comunes crean lazos de amistad y de camaradería y sacan lo mejor de cada uno. En palabras de Ortega y Gasset, una sociedad es «un proyecto sugestivo de vida en común» 4. Toda vida común, toda sociedad humana, necesita horizontes ilusionantes para mantenerse sana y crecer. Sin proyectos que muevan, sin objetivos que atraigan, sólo puede haber rutina y, con ella, una lenta descomposición. Aunque no se debe desconocer el inmenso valor que tienen las rutinas en una sociedad (hacer siempre lo mismo), es ley de todo lo vivo que lo que no crece, muere. El ciclo biológico no perdona tampoco a las sociedades. Si no hay vitalidad, todo se descompone, aunque sea lentamente. El entusiasmo genera energías. Y es contagioso: se transmite por ósmosis. Se pega la convicción personal y el atractivo de una tarea. Es un gran motor de la vida colectiva, pero se necesita una cierta administración. Hace falta cierta dosis, porque no se puede estar constantemente en una situación de entusiasmo. El cuerpo no lo resiste. Los jóvenes lo necesitan y lo aprovechan en mayores dosis; aunque también es más fácil despertárselo y, en cierto modo, engañarles. El entusiasmo sólo puede ser pasajero. La ilusión, en cambio, conviene que sea permanente. La palabra castellana «ilusión» no es fácil de traducir a otros idiomas y expresa bien esa mezcla de alegría y de tensión hacia el futuro, que nace de una esperanza. El que gobierna debe saber mirar al futuro y suscitar ilusiones. Hace sentirse feliz al que la tiene, da sentido a su actividad y le ayuda a dar lo mejor de sí mismo. La realidad siempre queda por debajo, pero las ilusiones son necesarias. No siempre se trata de grandes metas. No es posible prometer constantemente un futuro espectacular. Generalmente, se trata de pequeños incentivos, pequeñas mejoras, pequeños retos, que se van sucediendo, de modo que nunca falten alicientes. También ayuda un poco de espíritu de competencia: levanta energías que no se moverían de otro modo. Conviene que la ilusión sea el móvil habitual, pero no puede ser el único. Se puede contar con la responsabilidad de las personas honradas, que les lleva a seguir trabajando cuando no se sienten nada o se les ha pasado el entusiasmo. Y hay que contar también con otros móviles menos nobles que ayudan a contrarrestar las debilidades y bajezas humanas. Como sucede en la educación, el miedo es el peor de los móviles, pero tiene su eficacia; y en algún momento puede ser imprescindible. El que no colabora o hace daño debe saber que le penará. 2. Mandar Decía Platón que lo propio del político no es hacer las cosas, sino lograr que otros las hagan. Motivar, como acabamos de ver, es disponer a los miembros de una sociedad para que quieran colaborar. Mandar es ponerlos a trabajar. Es el arte de dar órdenes: orientando y moviendo. En toda orden hay una parte informativa y otra coactiva: se informa de lo que se quiere y se muestra la obligación de hacerlo. En primer lugar, hay que lograr que se entienda lo que hay que hacer. Y después es preciso inducir a que se haga. En esto se diferencia la orden del consejo. En un consejo, se orienta sobre lo que se debería hacer; en una orden, se exige que se haga.
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Las dos partes tienen su dificultad. Generalmente, hay que explicar por qué se hacen las cosas y cómo se tienen que hacer. Y conviene asegurarse de que se han entendido; para eso, se puede pedir al que ha recibido la orden que la explique. Las órdenes deben ser serenas, breves y claras. Por eso también no hay que multiplicar las órdenes. Conviene dar el margen que se pueda a la iniciativa, ya que así se obedecerá, generalmente, con más gusto. Si se crean hábitos y funciones, no es necesario estar constantemente mandando. Una sociedad es más desarrollada —y más humana— en la medida en que los participantes tienen más iniciativa y un ámbito de acción mayor. Por último, es importante pedir cuentas; para asegurarse de que se ha hecho y saber cómo se ha hecho. Hay que prever, entonces, el modo de vencer las resistencias ilegítimas. Puede ser que haya una causa justa y entonces debe ser atendida. O puede ser que no la haya y será necesario obligar. O no se dan órdenes o si se dan, es preciso hacerlas cumplir. Si no, la autoridad se desgasta. Pero hay que calcular lo que va a suceder. Hay un principio general de gobierno que dice que no se debe mandar lo que no se va a obedecer. Es sabiduría de gobierno advertir cuando conviene no enterarse, cuando conviene no mandar, y cuándo, en cambio, hay que apretar y llegar hasta el fondo. Todo necesita arte y medida. 3. Corregir Lo que no se hace bien o no se hace es preciso corregirlo. Es la otra cara del mando. No basta ordenar, hay que declarar lo que se ha hecho mal y conseguir rectificarlo. Es una actividad tan necesaria como mandar, aunque más difícil porque es más dolorosa y molesta. Pero importante para la buena marcha de la sociedad y la correcta actividad de sus miembros. Nadie es ideal y todo el mundo es capaz de mejora, como también de deterioro. La corrección evita el deterioro e impulsa a la mejora. Lo que no se corrige, se corrompe. Como en todo arte, hay una medida, caben excesos y defectos. No conviene corregir demasiado, porque cansa y desespera. Pero tampoco interesa esperar a que el deterioro sea grande o se haya creado una situación irreversible. Es mejor ser rápido y oportuno: «Más vale ponerse una vez colorado que cien amarillo», dice el refrán. O, por decirlo en latín con una frase de Publio Syrio «cui nolis saepe irasci irascaris semel»: «si no quieres enfadarte muchas veces, enfádate una». El arte de corregir no tiene nada que ver con el mal genio. Los temperamentos airados, que están siempre de mal humor y regañan constantemente gobiernan mal: desgastan la autoridad y crean corruptelas. No se requiere un estallido de ira, sino de inteligencia. No se gobierna con las vísceras, sino con la razón. Hay que ser justos y razonables. Es un desgobierno corregir duramente y con frecuencia a los más débiles, que no se saben defender y no atreverse con los fuertes. Tiene que haber para todos y en proporción. Un principio de sabiduría clásica señala que hay que ser duro con los duros, y débil con los débiles; tratar a los jóvenes con fortaleza, y a los ancianos con suavidad. La corrección debe ser razonable. Por eso, muchas veces es necesario reprimir la indignación momentánea y esperar a que pase el enfado y se puedan explicar las cosas con serenidad, de manera que no se ofenda innecesariamente o no suceda que el otro
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pueda atribuir la reprimenda no a la justicia sino al mal carácter. Por eso recomienda el proverbio clásico: «Sea el castigo después de la pasión aplacada» 5. Y ese es el sentido también de la sentencia: «Castigat ridendo mores»: castigar y corregir las costumbres, pero con buen humor. A los inmediatos, a las personas de mayor confianza, hay que exigirles más, y en consecuencia, hay que corregirles más. También retribuirles mejor en todos terrenos, y tratarlos con mayor consideración. 4. Elegir y formar personas (la selección) Se ha dicho que el mayor talento de gobierno es la capacidad de elegir hombres capaces. Cuando las sociedades crecen en tamaño o complejidad, hay que repartir las funciones y el poder. Si el que manda intenta hacerlo todo, la sociedad queda limitada por sus capacidades necesariamente limitadas. Llega un momento en que hay que delegar. Y hacen falta colaboradores que puedan llevar parte de las funciones del gobierno. Como no se improvisan, hay que preverlo con tiempo. Se necesita tiempo para conocer a las personas y ver cómo funcionan; para probar y dar a cada uno lo que le va mejor. O, como se suele decir, para poner a cada uno donde menos estorben sus defectos. Porque de todo hay siempre, capacidades y defectos. Y es propio del buen gobierno aprovechar los primeros y disimular los segundos. La clave es la selección. Tener ojo para saber cómo va a responder la gente. Si elige bien, el que gobierna se multiplica. Es un reto interesante. Se cuenta que Isabel la Católica tenía un cofrecillo donde tomaba nota de todas las personas que le parecían capaces. Y se informaba con tiempo. Así, cuando era necesario cubrir puestos, podía elegir bien6. Hace falta generosidad para elegir y para dar margen de acción, para dejar que acierten. Las personas débiles tienden a rodearse de personalidades mediocres para que no les hagan sombra. Delegar es dar margen real para la iniciativa, y respetar la espontaneidad ajena. Para que un subordinado se sienta bien, hay que confiar en él, en su interés, en su buena intención. La confianza estimula. Al mismo tiempo es preciso seguir los asuntos delegados. Pedir cuentas y exigir, para encauzar las cosas desde el principio y evitar que se adquieran vicios demasiado pronto. El comienzo siempre es delicado y es un arte hacer compatible el margen de autonomía y confianza necesario, con el seguimiento. Exige un esfuerzo supletorio, y paciencia. Es preciso tolerar la imperfección: porque todos se equivocan. Es un riesgo que hay que correr, especialmente cuando una persona empieza. No se puede pretender que tenga de entrada el peso de la experiencia. Si no comete y corrige los primeros errores, nunca aprenderá. A veces, las personas con una mentalidad absorbente sacan de ahí la excusa para no delegar, para intentar hacerlo todo ellas. Es siempre un error que impide el desarrollo. Y proteger a los subordinados de la envidia. Cuando uno sube o goza de más confianza se despiertan fácilmente recelos de sus iguales, que tienden a erosionar su prestigio, unas veces inconscientemente y otras con una perfecta estrategia. No hay que
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oír nunca delaciones, especialmente si son anónimas. Y no se puede dar por válida una información negativa sin que se haya contrastado y oído a la otra parte. Las cúpulas de poder están a veces carcomidas por luchas de camarillas. Y una de las armas preferidas es la difamación. A veces, es sólo un hábil dejar caer en los oídos del que manda...
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4. Las condiciones del gobernante Quien gobierna ha de fomentar algunas cualidades. Como su tarea principal consiste en deliberar para tomar decisiones y en motivar a las personas, necesita, sobre todo ser prudente y justo, y tener corazón. Ser prudente La prudencia es la virtud clásica del gobernante. En castellano, la palabra está degradada, de manera que ya no expresa su sentido original. Prudente no es el que duda y no se decide a obrar, sino, precisamente, el que sabe decidir: el que reúne los hábitos y la experiencia necesaria para decidir bien. Eso es la prudencia en el sentido más clásico de la palabra, el que formularon ya los grandes pensadores griegos, Platón y Aristóteles. La tarea más exclusiva del gobernante es tomar decisiones. Al que gobierna le toca orientar el rumbo y decidir el momento y la forma de intervenir en cada caso; a él le corresponde fijar cuándo y cómo se cambia, cómo se trabaja y cómo se reparten las cargas. Por eso, necesita la prudencia; es decir, la habilidad y el arte de decidir bien. Hay una parte de esta virtud que se tiene por naturaleza. Es como un instinto de lo que conviene, como un sentido de la proporción, como una cierta intuición sobre cómo reaccionarán las cosas y las personas. Es difícil decir cómo se puede alcanzar ese instinto. Mucha gente lo tiene sin haber hecho ningún esfuerzo especial, aunque no cabe duda de que la experiencia y el esfuerzo contribuyen a desarrollar lo que se tiene por naturaleza. Hay muchas otras cosas que se aprenden, o por lo menos se mejoran. Decidir es un acto de una inteligencia informada, que ha sopesado bien los pros y los contras, ha valorado las circunstancias, ha medido la oportunidad. Muchos pequeños hábitos componen y perfeccionan este proceso de información, deliberación y ejecución. De entrada, es necesario crear el ambiente de la decisión, el espacio interior para poder juzgar. Las personas atolondradas o tensas no pueden decidir bien. Les falta calma y serenidad para dar el valor debido a cada cosa. Se necesita prestar atención y darse tiempo para pensar; y esto exige paz interior. Por lo menos la capacidad de lograrla en algunos momentos, de concentrarse y dejar que las cosas hablen interiormente. Sólo entonces se ven como son. Cualquier tarea necesita entusiasmo, cualquier tarea importante lleva consigo tensión y esfuerzo, pero las decisiones hay que apartarlas de ese clima anímico. La cabeza tiene que estar fría. Y esto necesita descanso. Como hemos dicho antes, los que gobiernan necesitan holgura para poder atender las cosas importantes. Las decisiones siguen un itinerario semejante al de un juicio: hay un periodo instructorio, de recogida de información; un periodo deliberativo, donde se piensa y se sentencia el caso; y, después, hay que ejecutar la sentencia, pasar a la acción. Del mismo modo, se puede dividir el proceso de decisión en tres partes: la que lleva a recoger la información necesaria, la deliberación hasta llegar a la decisión, y el momento final de ejecutar o llevar a la práctica lo decidido.
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Como la decisión se toma con la inteligencia, es preciso que conozca bien lo que hay que decidir. Por un lado, las circunstancias del caso; por otro, los conocimientos teóricos suficientes para poder analizarlo. Hay que buscar fuentes de información, para captar los detalles de la situación y frecuentemente ayuda el contacto personal, siempre que sea equilibrado y no dé la visión sólo de una parte. Después hay que estudiar los asuntos, ver qué partes tienen, qué criterios están implicados. Todo esto prepara la solución. Después, hay que deliberar para obtener soluciones, combinar la información, pensar las distintas posibilidades, calibrar las consecuencias. Es preciso dedicar tiempo. No tiene sentido que, por falta de previsión, haya que decidir en dos horas el futuro de nuestra vida, y dar vueltas durante días al color con que se va a pintar una habitación. Una parte del gobierno es prever, para no tener que actuar precipitadamente. Hay que pensar con tiempo cómo van a evolucionar las cosas y qué problemas se pueden plantear, para tener preparadas soluciones. Casi lo más importante para decidir bien y con rapidez, es saber aislar lo relevante. Retener sólo los datos imprescindibles y olvidarse del resto. En ese sentido, a veces supone un obstáculo la excesiva información. Y otras veces es un obstáculo el perfeccionismo. Se dice, con toda razón, que «lo mejor es enemigo de lo bueno». Este principio es muy importante para el gobierno. Porque «el análisis lleva a la parálisis» como señala otro ingenioso dicho. No hay que pensar las cosas más de lo que merecen. El que gobierna necesita sentido de la proporción. La resolución, la capacidad de llegar a decidir, es muy importante. Una vez que se han pensado bien las cosas, no hay que darles más vueltas. No hay que esperar a que las decisiones se tomen solas o a que quede sólo una solución posible o a que aparezca la solución perfecta. Hay que arriesgar, especialmente en las cosas pequeñas donde, en realidad, no se arriesga. Con que una solución sea buena, es suficiente. No importa que haya más. Si es buena, basta. Así se adquiere la capacidad de despachar los asuntos, de darles cauce, de hacer rodar una cosa detrás de otras. Si las cosas se piensan demasiado, se atascan. Los problemas y las situaciones se pudren cuando no se actúa. Más vale una solución suficiente pronto, que una solución genial tarde. Los grandes gestores son gente que sabe resolver y despachar. Algunas decisiones especialmente graves requieren mayor atención. Y es preciso repetir el proceso varias veces, Buscar más información, y volverla a pensar. En estos casos, suele ser bueno aconsejarse. A veces, es una obligación, porque está previsto que así sea. En muchos casos es una cuestión de prudencia. El consejo de otros proporciona nuevos puntos de vista y permite enriquecerse con aspectos que no se habían considerado. En las cuestiones de más calibre, conviene oír a las partes interesadas y también a los que son desinteresados. Las dos cosas son importantes. A los interesados, para hacerse idea de cómo les afecta. A los desinteresados porque así se tiene una visión objetiva de las cosas. Y, por supuesto, siempre que hay que juzgar un conflicto, hay que oír a las dos partes. Pero hay que tener cuidado en no dar a los asuntos más publicidad que la necesaria y en no hacer intervenir en las decisiones a más gente de la que conviene, porque se
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pueden crear expectativas que luego se defraudan. Mucha gente se ofende cuando se adopta una solución distinta de la que había aconsejado o de la que le convenía. En todo proceso de decisión es preciso guardar cierta reserva. Se consulta sin dar todos los datos; se pide opinión sin comprometerse a seguirla; y sin permitir que se creen validos: personas con derechos adquiridos a que se les haga caso. Quien tiene la información, tiene el poder; y si se distribuye sin sentido la información, se da poder a otros que quizá no lo merecen. Por esta razón, a veces hay que apartar un poco de los centros de decisión a las personas que han detentado anteriormente el gobierno, para que no sigan detentándolo sin derecho por la información de que gozan. Un jefe anterior, si ha quedado contento y es una persona equilibrada, puede ser un excelente consejero, pero también puede convertirse en un rival molesto o en un perfecto saboteador: por ojeriza, despecho, o simplemente por el gusto de demostrar que los demás son menos capaces que él. En estos casos y siempre que se pide información, es útil dejar hablar, no contradecir al interlocutor mientras pueda aportar algo, hablar el último para poder reunir todas las razones, y no comprometer la propia opinión, antes de tiempo. Cuando hay temas complejos pendientes de resolución, es mejor oír sin decir lo que se piensa. Así se conserva la libertad de decisión. El que gobierna tiene que saber callarse, sin crear un clima de desconfianza. Con mayor razón, si es necesario juzgar la actuación de personas. Las indiscreciones hacen mucho daño al espíritu de las sociedades. No hay que inquietar a nadie sin necesidad. Ser justo y razonable La prudencia va unida al ejercicio de la razón. Se gobierna con la razón, no con las vísceras. Las decisiones no deben depender del genio o del capricho, sino de una inteligencia que ha pensado lo que hay que hacer. Platón dice que los gobernantes deben ser aquellos en que domina la parte racional7. No es una cuestión superficial: el buen gobernante necesita, antes que nada, una gran capacidad para gobernarse a sí mismo: para ser sereno y equilibrado, para controlar los propios impulsos, para distribuir su tiempo y esfuerzo: «Sea uno primero señor de sí mismo y lo será después de los otros» 8. Los actos de gobierno deben ser razonables, hechos por la razón y, por tanto, explicables, aunque no siempre convenga explicar las razones a todos. Pero el que gobierna debe tener claras las razones por las que hace las cosas. Debe poder dar razones de lo que hace. Precisamente, porque se gobierna con razones y de manera ordenada, los subordinados pueden prever lo que puede pasar. Esto simplifica las cosas. Cuando se gobierna según el humor, por capricho o arbitrariamente, no se gobierna bien. Ser equilibrados cuando se trata de juzgar las cosas que afectan a los demás es también ser justos. La justicia es una aspiración espontánea del hombre. Todo el mundo espera que se le respete como persona y que, en igualdad de condiciones, se le trate como a los demás. El gobernante, al que constantemente le toca la tarea de repartir cargas y beneficios, tiene que tener un sentido muy agudo de la justicia y de la equidad. Justicia es dar a cada uno lo que le corresponde; y, en igualdad de condiciones, a todos lo mismo. Esto es la equidad, que tiene que ver con el equilibrio.
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Hay que tratar a todos por igual en lo que tienen de igual. Esto significa evitar las preferencias inmotivadas a la hora de escoger o de repartir cargas y beneficios. No todas las personas nos caen igual de simpáticas, no son igualmente agradables y no tenemos en todos la misma confianza. De estas diferencias, algunas son justas y se pueden fundamentar: hay personas más capaces, más trabajadoras, mejor informadas, más aptas para una determinada función. Otras diferencias son sólo caprichos subjetivos, que dependen, a veces, de factores muy externos, más o menos sentimentales; y que pueden haber sido influidas también por el interés y la adulación de la otra parte. No cabe hacer diferencias en el reparto de cargas y beneficios sólo porque una persona nos resulta más simpática que otra. Si tienen los mismos derechos, hay que tratarlas de la misma manera. Igual en lo que tienen de igual y distinto en lo que tienen de distinto. El ejercicio del gobierno lleva a apreciar y desarrollar una especie de caracterología implícita, un cierto saber sobre las diferencias de carácter y los modos de reaccionar de las distintas personas. Aunque debe haber una igualdad básica de oportunidades, de responsabilidades y de premios, un poco de sabiduría lleva a darse cuenta de que cada persona necesita ser tratada con matices un poco distintos. No a todos se les puede exigir lo mismo ni de la misma manera. A las personas más capaces, hay que exigirles más: a las menos capaces, menos. Es necesaria una cierta sensibilidad para presentar las cosas, para que todos estén contentos, para que se sientan comprendidos. En lo posible, hay que poner a cada uno donde le conviene, donde va a sentirse cómodo y a gusto. Estas son pequeñas diferencias legítimas que no lesionan la justicia. Tener corazón y ánimo El ánimo o el corazón es una gran ayuda para el gobierno. Hace falta fuerza interior para mandar con convicción, para exigir, para corregir, para enfrentarse con los problemas, para aguantarlos durante mucho tiempo. Es preciso temple y la costumbre de entrarle de cara a los problemas, de no asustarse, de no rehuir el dolor físico y moral, y el cansancio. «Discernimiento y fuerzas, ojos y manos; sin valor es estéril la sabiduría» 9. Las cosas importantes no se pueden lograr de un golpe. Necesitan un esfuerzo sostenido. Y hace falta mucho ánimo. Hace falta ánimo y fortaleza para enfrentarse con los problemas, pero también con las personas, que, a veces, es más difícil: para exigir y corregir. La debilidad hace tanto daño a un gobierno como la corrupción: si hay debilidad, se permiten abusos y se lesiona la justicia (que siempre protege a los débiles). El síntoma más característico de debilidad es ser débil con los fuertes y fuerte con los débiles. Y hace falta ánimo para no envenenarse con las pequeñas contradicciones diarias. El que gobierna suele experimentar una cierta soledad. Los demás tienden a apartarse porque no siempre se sienten cómodos cerca del que les puede ver, corregir o encargar más asuntos. Además, hay muchas preocupaciones y problemas que no se pueden confiar ni compartir con otros. Y hay responsabilidades indeclinables. Los demás pueden desprenderse de ellas y dejarlas colgadas cuando se acaba el horario de trabajo. Quien gobierna no se puede desprender de los problemas como se cambia uno de vestido. Al que manda le toca llegar el primero e irse el último, por lo menos simbólicamente.
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Puede y debe descansar. Puede distraerse y olvidar los problemas por un tiempo, pero no del todo. Es aconsejable intentar que no le afecten fisiológicamente, que no le produzcan tensión, que no le impidan dormir pero no puede quitarse de encima la carga de la responsabilidad: no puede abandonar el barco hasta el final. El jefe es el responsable último de todos los problemas y el que tiene la culpa de todos los fracasos. Debe repartir las cargas y responsabilidades; pero, en una sociedad, la responsabilidad de todos los grandes problemas es siempre del que manda, siendo solidario con todos los demás. Esto hay que vivirlo sin tensión, sin ansiedad. Si los problemas dan la tónica se genera tensión o mal humor. Y entonces aparece un curioso efecto típico de los que gobiernan: el resentimiento ante los gobernados: la queja constante de que no lo toman en serio, de que no le ayudan, de que le dejan solo, de que son unos irresponsables. El que manda se siente, entonces, constantemente agraviado. Todo le molesta, todos los comentarios son negativos, todo son sospechas, recriminaciones y alusiones hirientes. Esto envenena las relaciones y crea un clima irrespirable. A veces, se arregla descansando. Otras, este vicio se acaba imprimiendo en el carácter y no hay modo de arreglarlo. No conviene que el jefe sea hiperresponsable y que somatice los problemas. Es mejor para el gobierno jefes fríos y distantes, un poco duros. Que no dejan que las cuestiones les quiten el sueño o les afecten al estómago. En esto ayuda un sano realismo y un sentido de la proporción. No tiene sentido lamentarse o pensar demasiado en cosas que ya no tienen remedio. Basta sacar la experiencia que se pueda. Tampoco se deben pensar las cosas demasiado una vez que se les da solución. Hay momentos para pensar las cosas y momentos para no pensarlas. Pero todo esto requiere mucho ánimo. Hay que conseguir una gran capacidad de tragar. El ánimo también es necesario para mantener el tono optimista, para no perder la capacidad de ilusionar y entusiasmar. La motivación necesita mucho ánimo, aunque bien administrado, para que no se haga ridículo o pesado. Todo tiene su medida. El buen humor, la visión positiva de las cosas, una adecuada higiene mental (no pensar demasiado en lo negativo), un tanto de despreocupación no irresponsable vienen muy bien.
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4. Dialogar y pactar La palabra es el gran instrumento del espíritu y el medio fundamental de comunicación; hay que apreciar su magia en las relaciones humanas. Hablando con franqueza se puede conseguir casi todo, y hablando de mala manera se puede estropear casi todo. Es excelente ser hombres de diálogo, que consigan resolver conflictos, sumar fuerzas y entusiasmar con objetivos. El diálogo es necesario para muchas cosas, pero especialmente para alcanzar acuerdos y para resolver conflictos. Los acuerdos sirven para fijar una colaboración o un intercambio de servicios. Siempre tienen algo de juego y estrategia porque, lógicamente, las dos partes tienden a sacar el mayor provecho posible. En estos casos, el principio que lleva al éxito es muy claro: hay que buscar la línea en la que salen beneficiadas las dos partes. Casi siempre que dos grupos o dos personas colaboran se puede lograr que la suma sea mayor que sus partes; es decir, que las dos partes se beneficien del acuerdo o del reparto. Puede parecer que, en un pacto de empleo, el que contrata tiene intereses exactamente contrarios al contratado. El primero quiere que trabaje lo más posible por el menos costo posible y el otro desea trabajar lo menos posible y ganar lo más que pueda. Esto es verdad sólo en parte. El éxito de la negociación consiste en explotar la parte en que esto no es verdad: la parte donde no hay conflicto sino colaboración. Tanto al que contrata como al contratado le interesa que se mejore la eficacia de la producción, la calidad del producto y que aumente la venta. Y esto necesita mejoras de planificación, de formación, de planteamiento de la producción. Sólo en sociedades dominadas por el artritismo y la falta de inventiva, los tratos son de tal manera que lo que uno gana el otro lo pierde. Entonces es difícil evitar que resulte un conflicto de intereses. La experiencia enseña que casi todos los problemas humanos se arreglan o por lo menos se aclaran hablando a fondo: «hablando se entiende la gente», dice con verdad el refrán. Los problemas humanos nacen ordinariamente por conflictos de intereses, pero se enredan por factores emocionales, recelos, malentendidos y rencores. A veces, ni siquiera existe un real conflicto de intereses y todo son suposiciones, viejas heridas o sospechas. Por eso, interesa despejar cuanto antes los factores emocionales, para tratar de los intereses comunes y estudiar la mejor solución. Los conflictos de intereses pueden ser complejos, pero son resolubles: todo consiste en lograr que cada parte ceda un poco y buscar una solución que conjunte a las partes de manera que ganen lo más posible. Para despejar las cuestiones emocionales y facilitar el diálogo, tiene que quedar claro que buscamos honestamente la mejor solución, sin intentar engañar. La franqueza desarma a los demás, hace bajar las barreras de protección y permite empezar a aclararse. Todos adoptamos instintivamente una actitud combativa o defensiva cuando percibimos en el otro un competidor o un atacante, pero nos desarmamos cuando percibimos un hombre bien intencionado. Sólo las personas verdaderamente torcidas se resisten; con éstas hay que tener cuidado: pero se les ve enseguida; con estas se negocia sobre la base de su interés.
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No hay que permitirse alimentar odios y rencores, ni permitir que se alimenten. Siempre que se pueda, hay que buscar resolverlos hablando cara a cara. Los agravios y las sospechas se alimentan unas a otras; hay que cortar cuanto antes esos procesos de envenenamiento. A veces, la ofensa se percibe, se nota la mala cara y el alejamiento. Otras veces es necesario hacer salir a la luz las viejas heridas y resolverlas, también pidiendo perdón. Hay que evitar a toda costa los enfrentamientos. Siempre se pierde. Siempre es mejor pactar, aunque haya que hacerlo con argumentos, precaviéndose un poco, teniendo triunfos en la mano, para obligar a una solución más favorable. Lo ideal sería que la justicia se impusiera por sí sola, pero como no es así siempre, hay que prever. La mayor parte del tiempo de gobierno se va hablando con personas, y, sobre todo escuchando, especialmente para resolver conflictos personales. Oír bien, prestando atención, interesándose, es un arte. Los recursos humanos son siempre los más importantes, para resolver conflictos personales, llegar a acuerdos. Es preciso esforzarse por ser acogedores, amables, por mostrar confianza: y resultar siempre alentadores y optimistas. San Ignacio de Loyola ponía cuidado en que nadie saliera triste después de haber hablado con él. Claro es que el escuchar tiene también algún peligro. Uno muy frecuente es el de recibir informaciones interesadas y delaciones. Hay un criterio elemental de justicia y prudencia, que es procurar escuchar a las dos partes. No hacerse un juicio sólo por lo que dice una parte. Y si es interesada, si va con ánimo de obtener ventaja o hacer daño, no hay que escuchar. Porque lo que se escucha, aunque se haga con desconfianza, siempre envenena, y puede quedar confundido en la memoria.
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5. El trato con subordinados No es fácil encontrarse con formas extremas de ofensa en nuestras sociedades donde los derechos de la persona están bastante tutelados y donde los abusos más graves se pueden denunciar y resolver en un juzgado; por eso, las acciones épicas de la caballería que ridiculiza Cervantes quedan hoy bastante fuera de lugar. Pero esas ofensas son corrientes en sus formas menos extremas, y se dan con frecuencia en ámbitos de trabajo, especialmente en personas maleducadas. Se requiere categoría moral para evitarlas. Efectivamente, cuando se tiene algún poder sobre otra persona es fácil maltratarla de palabra o de obra, hablar en un tono insultante, gritar, echarle en cara de una manera desagradable los errores, humillarla con desprecios, insultos, con malos tratos, y, a veces, también abusar de ella: de su trabajo, de su paciencia e incluso de su sexo. Es una muestra de inhumanidad maltratar a los subordinados y siempre es un abuso porque están en una situación de desventaja. No podemos olvidar que un hombre tiene derecho a ser tratado con respeto en cualquier situación. Porque nos sirva con su trabajo o le paguemos un sueldo no deja de ser una persona; ni pierde su dignidad; no es menos respetable porque no tenga el poder o el dinero que nosotros tenemos El peligro suele venir de acostumbrarse. Es el peligro de la proximidad. Un día se tiene un mal momento y en medio de un enfado, se le maltrata. Como el subordinado no puede responder de la misma manera, pasa por lo que otros no pasarían. Quizá la primera vez nos deja un mal sabor de boca, pero también una facilidad para que se repita. Y si se repite, la tercera vez costará menos. Como no se obtiene una respuesta proporcionada a la humillación, no hay contraste y se puede acabar considerando normal una costumbre que es infame: tratar a esa persona de un modo que nunca atreveríamos a emplear con un desconocido y, mucho menos, con un igual. También pude suceder esto en las relaciones familiares. De ahí viene el dicho «donde hay confianza da asco». Porque a veces la confianza se convierte en falta de respeto, en facilidad para ofender. Cuando el que manda trabaja tenso, es difícil que no surjan estos malos tratos. Casi siempre el remedio es controlar los nervios en los malos momentos y evitar a toda costa las escenas. Ordinariamente es una cuestión de orden en la actividad y de dominio de sí. Los subordinados merecen ser tratados, antes que nada, con la mismas normas de cortesía con que tratamos a cualquiera, por ejemplo a un desconocido: saludar, sonreír, pedir por favor, dar las gracias, escuchar, excusarse, etc. Naturalmente, haciendo las cosas así damos libertad y perdemos poder; tener esclavos aterrorizados es más cómodo. Dar libertad tiene inconvenientes, pero también ventajas: produce motivación, espíritu de colaboración, empeño... Esto lo saben las grandes empresas que procuran tener una política de personal. De todas formas, no se trata de una cuestión de utilitarismo, sino de principios. Además, el trato frecuente exige que nos interesemos por sus cosas y que tengamos más detalles: atenciones, felicitaciones, recuerdos. El respeto también llega a apreciar el trabajo que hacen los que dependen de nosotros; eso les estimula a trabajar mejor. Darle
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importancia, también siendo exigentes para que sea bueno y de calidad. No se hace un favor a una persona cuando se le deja hacer las cosas de mala manera. Hay que saber corregir, no por manía personal, sino por las exigencias de la tarea, y también porque eleva la dignidad del subordinado. Lo que se ha hecho con interés y buena voluntad, hay que agradecerlo; y prestar atención para no echar a perder el trabajo de otros por desorden e imprevisión: por ejemplo, con correcciones hechas a destiempo.
1 A. D’Ors, Una introducción al estudio del Derecho, Rialp, Madrid 1982 (5ª), 119. 2 Horacio, Odas 3,5,1. 3 Tacito, Annales, 3,27,5. 4 Es la tesis de partida de su España invertebrada. 5 Sta. Teresa, SEC (Cons) VI, en Ed. Crítica del P. Silverio, Archivo Silveriano, p. 18. 6 Baltasar de Castiglione lo cuenta al tratar de este tema en El cortesano, Libro III. 7 República 415 a, 547 a. 8 B. Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia, 55. 9 B. Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia, 4.
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6. Las virtudes de la convivencia
1. Ser sociable «El hombre es por naturaleza un animal político» (Política 1252 b30-1253 a4). Es la famosa definición de Aristóteles. El ser humano no es un solitario, sino un ser que convive; que vive con otros en una comunidad humana, es un ser cívico o político. Es un aspecto esencial de la condición humana, que influye de manera determinante en la felicidad y realización de cada persona y en los procesos de acumulación y transmisión de la cultura, que es el humus que permite al hombre humanizarse. No vamos a tratar aquí de la teoría de la sociedad, tema que corresponde a la filosofía política o, en sus aspectos más experimentales, a la sociología. Sólo nos interesa fijarnos en el aspecto humanístico; es decir en lo que tiene de arte personal el convivir y participar en la vida social. Aquí tratamos, en general, de los aspectos más importantes del ser humano que no aparecen en las enciclopedias. Son dos arttes combinados. El arte de convivir se refiere a las disposiciones, habilidades y virtudes que hacen más grata la convivencia entre personas. El arte de participar se refiere al empeño y responsabilidad con que se asumen las inquietudes y tareas del bien común. Primero trataremos de la disposición de ser sociable. Después nos referiremos a las participación en la vida social. Para ser sociable, es necesario adquirir una convicción y vencer algunos prejuicios. La convicción es que todo hombre es algo muy bueno, digno de aprecio. Como ya dijo Séneca: Homo sacra res1, el ser humano es algo sagrado. A esta disposición favorable hacia nuestros congéneres, le llamaban los clásicos «Filantropía», que significa etimológicamente «amor por el hombre» o por lo humano. También benevolencia, que significa «querer bien»: «La realidad confirma cada día —dice el humanista Juan Luis Vives— que el hombre fue creado por Dios para la sociedad, en esta vida mortal y en la otra que no tendrá fin. Por esto, como aglutinante de esa asociación le infundió un ánimo admirablemente dispuesto para la benevolencia» 2. Es una opción moral. No se trata de ser ingenuos, sino de apostar por un ideal humano: la construcción de una convivencia entre personas. No queremos ver en los demás enemigos y competidores, sino seres humanos con los que podemos compartir nuestra vida, ayudarnos y apreciarnos. Puede haber personas que tengan carencias irreparables. Puede que sea necesario protegerse de ellas. Pero no se puede abdicar del principio: no queremos vivir como fieras, queremos vivir como personas. Por eso procuramos extender un clima de respeto, de aprecio y de confianza. Fomentar la
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convivencia. Este clima es, en sí mismo, educativo, hace mejorar a las personas, las hace más personas. No se trata de una cuestión de utilidad, como a veces lo presenta la tradición liberal. El argumento liberal utilitarista es que si todos nos tratamos bien, todos obtendremos ventajas. Desde luego es verdad y se puede usar como argumento de apoyo. Pero resulta pobre. Lo que está en juego no es una ventaja, es una cuestión de principios: si somos personas, tenemos que lograr tratarnos como personas. Nuestra convivencia tiene que ser tal que salgamos enriquecidos con la comunicación de los bienes del espíritu y con la amistad. Convivir significa, necesariamente, tender puentes, estrechar lazos, lograr entenderse con otros que, aunque son iguales en lo que tienen de personas, son también distintos. Por eso, el primer paso, es la empatía. Lograr entender a los demás, descubrir cómo son, qué sienten. Hacerse cargo. Para comprender a los demás es necesario ponerse en su lugar. Ningún consejo mejor que éste que se considera la norma de oro de la moral y ocupa un lugar preferente en la tradición moral judeo-cristiana: amar al prójimo como a uno mismo; y no hacer a los demás lo que uno no quiere que le hagan. Claro es que se necesita cierta experiencia, porque la situación de otras personas puede resultarnos muy ajena en sus condiciones de vida o de mentalidad. Pero esta formulación es muy didáctica. Uno tiene gran sensibilidad consigo mismo. Es perfectamente consciente de lo que le agrada y de lo que le ofende. Se trata de trasladar generosamente esa experiencia a los demás. Con una visión objetiva de las cosas, nos damos cuenta de que los demás son personas como nosotros: que merecen también el respeto y la consideración que a nosotros nos agrada, y que les hace daño lo que a nosotros nos hace daño. En la vida humana, se producen muchas circunstancias que hacen a una persona más importante que otra, porque manda más, porque tiene más medios o conocimientos o cualquier tipo de méritos. Esto, claro está, influye en las relaciones humanas. No es lo mismo relacionarse con un igual que con el jefe. No es lo mismo estar en situación de mandar que de obedecer. El trato con una persona importante impone generalmente respeto. Y es justo que sea así. Pero está considerado un gesto de gran humanidad, que el superior sepa no abusar de su condición y que conserve el sentido de la igualdad básica de la condición humana. Que sepa relacionarse con los demás sabiendo que son iguales en cuanto personas, que tienen las mismas necesidades básicas y que merecen respeto. Es de gran altura moral y muy elegante, saber prescindir de privilegios innecesarios y del impulso a ponerse por encima de los demás. Aunque también haya que proteger el respeto que merece la autoridad o el cargo que se ocupa. Después de hablar de la convicción, es necesario hablar de los vicios que entorpecen o destruyen los lazos y las relaciones humanas. Porque hay que luchar contra ellos. Hay tres enemigos principales de la sociabilidad humana: el egoísmo, la prisa y la timidez.
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El egoísmo es el excesivo amor de uno mismo y es el vicio que más daña la auténtica relación entre personas. Quien vive girando en torno a sí mismo no puede darse cuenta de lo que sucede a los demás. Esto afecta, como hemos dicho, al núcleo mismo de lo que significa convivir entre personas, que son igualmente personas. Por eso, la verdadera convivencia exige una conversión moral; un desplazamiento de intereses, una visión objetiva de las cosas. Cuando una persona es egoísta, ve a los demás como competidores, y entonces se les odia; o como fuente de algún provecho, y entonces se les aprecia pero no como personas. Las quiere sólo interesadamente, como instrumentos, como peldaños, como objetos útiles. Esto atenta directamente contra el respeto que merece toda persona. Como formuló adecuadamente Kant, una persona nunca puede ser tratada sólo como un medio, porque es un fin. Los egoístas sólo se aman a sí mismos y, por eso, no tienen capacidad de darse a los demás y entablar una verdadera relación humana: no pueden llegar a tener ni verdadero aprecio, ni verdadera amistad, ni verdadero amor por otros, ni interesarse realmente por otros. Aunque sea un vicio menor y muchas veces inadvertido, la prisa —y sobre todo la sensación de prisa— daña las relaciones humanas. Impide ver lo que sucede a nuestro lado, lo que espera y quiere la gente que nos rodea; no por mala intención, sino por atolondramiento. No hay tiempo para ser amables con los demás, para entretenerse con ellos: para saludar, para preguntar, para enterarse. Esto da lugar a muchas faltas de atención: olvidos, impaciencias, brusquedades. Por la prisa, no llegamos a saber cómo se llama la gente, qué les preocupa, qué les sucede: no tenemos detalles... Al cabo de un tiempo se descubre que vivimos aislados, haciendo cosas urgentes que, en realidad no son tan importantes, y que nos impiden una de las cosas más importantes de la vida, que es tratar a los demás. No es cuestión de dedicar mucho tiempo, sino de prestar a los demás la atención que merecen. Siendo también un vicio menor, la timidez hace bastante daño a la convivencia. La falta de confianza en sí mismo, el temor de equivocarse, los pequeños complejos de no saber qué decir o cómo comportarse retraen. A veces, hay que vencerse, hacerse un poco de violencia para acercarse, presentarse, estar amables; y reprimir las ganas de quedarse en una esquina o de apartarse. Como tantas cosas en la vida, es cuestión de un poco de entrenamiento, de aprender, de poner un poco de interés y forzarse un poco. Al mismo tiempo, hay que evitar darle importancia a la timidez: y acostumbrarse a que no nos importe demasiado lo que los demás puedan decir o pensar. En realidad, todos tenemos muchas cosas que pensar y no damos tanta importancia a lo que sucede a nuestro alrededor. Hay que convencerse que no pasa nada si alguna vez no acertamos, quedamos un poco mal o, incluso hacemos un poco el ridículo. No hay que tener tanto miedo. Si no sabemos hacer las cosas con soltura y gracia, las hacemos sin soltura y sin gracia, pero con sinceridad y poniendo interés. Y con esto basta. La mayor parte de las personas agradecen mucho ese interés sincero.
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2. Las virtudes del trato Las mejores tradiciones culturales humanas han dado mucha importancia a preparar a sus mejores hombres para convivir. Todas las culturas refinadas han creado unos modales y unas maneras de comportamiento que son un lenguaje de respeto y, al mismo tiempo, una solución que nos facilita saber lo que tenemos que hacer en las circunstancias más importantes y habituales de la vida: acogida, saludo, despedida, ofrecimientos, trato con autoridades... Si tuviéramos que improvisar, la mayor parte de las veces nos quedaríamos cortados y los demás no tendrían puntos de referencia para juzgar nuestras intenciones. Además, como llevan tanta experiencia encima, suelen ser normas muy sabias y efectivas, que verdaderamente hacen la vida más agradable, dan calidad a las relaciones humanas, hacen más refinadas y nobles a las personas, y mejoran la vida social. Emplear bien este conjunto de pequeños usos constituye un verdadero arte. La urbanidad, la cortesía, los buenos modales y maneras, la etiqueta convierten a un hombre en un caballero o un «gentlemen». En estos usos hay una parte más convencional y caduca, ligada a caprichos históricos, y otra más perenne que responde a necesidades permanentes de la convivencia. Los buenos modales dan brillo a la persona, facilitan el trato, hacen la vida agradable a los demás, y, además, son una garantía de caer bien, y, por tanto, de triunfo en la vida. En un conocido libro sobre los modales ingleses, Lord Avebury recoge la frase clásica de Lord Chesterfield «El deseo de ser grato es al menos la mitad del arte de serlo», y comenta: «Casi todos pueden llegar a ser agradables, si lo desean; y, por otra parte, nadie agradará a los demás si no tiene el deseo de hacerlo. Si no se adquiere ese don cuando se es joven, será mucho más difícil después. Muchos han basado su éxito externo en la vida mucho más en sus buenos modales que en sus méritos; y al contrario, muchos hombres honestos, con buen corazón y excelentes intenciones, se han ganado enemigos sólo por la dureza de sus modales. Ser capaz de agradar es, además por sí mismo una gran satisfacción. Inténtelo y no se arrepentirá» 3. «Para triunfar en la vida, el tacto es más importante que el talento, pero no es fácil de adquirir por los que no lo tienen naturalmente. Sin embargo, algo se puede hacer pensando que es lo que los otros probablemente desean» 4. Conviene saber que los españoles tenemos en esto un defecto nacional. La sobriedad española en el trato social resulta excesiva. Esto se aprecia en cuanto se viaja un poco. Somos una singularidad en Europa y también en América, especialmente en la de habla española, que nos debería resultar tan próxima. Quizá no haya otro país tan sobrio en lo que se refiere a la manera de tratar. Por un lado, está el igualitarismo hispánico, que casi sería una virtud: la honda conciencia de que todos somos iguales, lo que lleva rápidamente a prescindir de diferencias. Decía Menéndez Pidal: «no hay pueblo que más íntimamente haya recibido la enseñanza cristiana respecto a la igualdad de todos los hombres ante los ojos de Dios» 5. «A esta llaneza en los altos corresponde en el hombre
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de clase inferior, hasta en el menesteroso, un sentimiento de dignidad, un porte lleno de nobleza» 6. Pero este escaso aprecio de las fórmulas de cortesía tiene también un lado negativo y es que, a personas de otros países, que no están acostumbradas a un trato tan directo, se les hace muy violento e incómodo. Hay que tenerlo presente, porque lo que a nosotros nos parece normal, resulta excesivamente brusco, y lo que nosotros consideraríamos exagerado o improcedente es lo normal en casi todo el mundo. A los ojos de la mayor parte de los países latinoamericanos, los españoles parecemos estar habitualmente enfadados. Comenta el novelista peruano Vargas Llosa: «Hay una manera de ser española, afirmativa y explícita, que a cualquier peruano le resulta desconcertante, hasta ofensiva... Todos los peruanos, a la hora de hablar —es decir, de sentir, de pensar— estamos impregnados del ritualismo y las escrupulosas formas indirectas, tan amadas de los quechuas» 7. En este punto, vamos a fijarnos en seis pequeñas virtudes del trato: la simpatía, la amabilidad, la cortesía, el interés, el agradecimiento y la deportividad. La simpatía o cordialidad es el modo grato y alegre, con que tratamos a los demás cuando coincidimos. Nace de un corazón abierto y con buenos sentimientos para los demás, que se alegra con los encuentros. El gesto fundamental de la simpatía es la sonrisa: la primera expresión de acogida y la primera deferencia. Es un gesto extraordinariamente humano. que manifiesta la alegría del encuentro. Por eso, adquirir facilidad para sonreír es una estupenda costumbre y la mejor carta de presentación. Y se logra con la práctica, siempre que el gesto externo vaya unido a la buena intención del corazón de agradar y de querer. Se dice que un hombre de cincuenta años es responsable de su cara. No es responsable del color de sus ojos ni del tamaño de su nariz, pero sí de ese conjunto impreciso de rasgos que le dan una expresión amable o inhóspita. A los cincuenta años la cara —también la mirada— lleva las huellas de lo mucho o poco que se haya sonreído. El gran escritor francés Saint Exupery recordaba emocionado algunas sonrisas que, en circunstancias muy especiales, fueron como un destello de humanidad, un extraordinario encuentro con lo humano: la sonrisa de un miliciano español cuando fue detenido en la calle sin documentos, durante la guerra civil; y la de un beduino berebere cuando, después de caer con su avión en el desierto, temía la muerte o el expolio. Aquellas sonrisas le hicieron sentirse en un mundo humano. «Las sonrisas derivan de tener razón, las negamos al animal, y son el alimento del amor» dice Milton en su Paraíso Perdido. La amabilidad es también un pequeño arte. Se ejercita especialmente en los pequeños encuentros: en las esperas y en las salas de visita, en el trato con quienes nos hacen algún pequeño servicio: en el comercio, en los espectáculos, en el taxi, en la peluquería, en los servicios públicos, en el ascensor; con el portero, con el encargado... Se refiere sobre todo al modo de plantear las cosas, al tono de la voz y a los gestos: manifestando aprecio. Se opone a la frialdad o indiferencia, a la brusquedad o dureza, y al desprecio o insolencia. Necesita unos modales y un tono sereno, afectuoso; evita la altivez —ponerse por encima— y la tensión o violencia —exigir, reclamar—. Otros detalles son: saber
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encontrar una disculpa cuando las cosas no salen bien; y no dar muestras de impaciencia, cansancio o disgusto si la otra persona se alarga o se equivoca. Y un detalle muy interesante, porque es muy eficaz, es saber halagar un poco. Siempre caen bien los cumplidos. La vida lleva consigo muchos sinsabores, por eso se agradecen más los halagos. Comentar lo bien que están las cosas o algún aspecto de la persona, alabar su trabajo, su amabilidad o sus flores, darle la razón y resaltar lo bien que lo ha dicho, mencionar algo positivo que otros han dicho de él... No es una treta: no se trata de adular para aprovecharse, no es hacer algo injusto, sino algo justo. Se trata de destacar el aspecto bueno y simpático de las cosas y de las personas. Aunque estas virtudes no se pueden distinguir con mucho rigor, la cortesía se refiere sobre todo al uso adecuado de las señales convencionales de deferencia y de respeto. Es cortés el que usa bien, con oportunidad y con gusto las costumbres que existen para saludar, presentarse y despedirse; pedir por favor las cosas, pedir permiso para interrumpir o para entrar, disculparse por las molestias que se causan. Se trata de usar con naturalidad y sin afectación los gestos de la cortesía: dar la mano, inclinar la cabeza, ofrecer el brazo, ceder el paso, y las fórmulas de cortesía, que son fórmulas estereotipadas para suavizar las peticiones o las órdenes: «por favor», «perdone», «discúlpeme», «le importaría...», «tenga la bondad», «hágame el favor»... Nadie a nuestro lado debe sentirse mal por falta de consideración o de respeto: hay que saber tratar a todos: no cortar la conversación y dejar a nadie con la palabra en la boca, no dar la espalda, saber presentar... Además están las señales de respeto que se utilizan con los superiores: autoridades y personas mayores. Ofrecer los lugares de más honor en la mesa, en la sala, en el coche. Y el uso de los tratamientos adecuados, empezando por el «usted». El respeto de protocolos y preferencias en las ceremonias y celebraciones: al invitar a comer o al aceptar una invitación. Y es una gran manifestación de cortesía, elegancia y dominio de sí mismo ser puntuales; llegar siempre con unos minutos de antelación a todas las citas y reuniones. No hay que olvidar que, como decíamos, en España somos demasiado sobrios, por no decir duros, en las formas; y que prácticamente en todos los países del mundo, se utilizan muchas más fórmulas de cortesía. Por eso resulta tan bruscos los modos españoles: que, por ejemplo, inmediatamente tutean, apenas dan la mano, piden las cosas sin fórmulas, pueden irse sin despedirse o llegar sin saludar a todos... En los últimos años se han editado bastantes libros de protocolo y buenos modales; allí se pueden encontrar más detalles concretos de urbanidad, cortesía y hospitalidad. También hay que ser corteses al volante, porque seguimos siendo personas que se relacionan con otras personas. En una vieja película de dibujos animados de la Warner Bross se veía al perro Pluto caminando por la acera lleno de amabilidad, saludando y cediendo el paso a los transeúntes. Hasta que subía al coche y puesto al volante sufría una transformación que recordaba la de Frankestein: no cedía su derecho a nadie, increpaba a los demás y armaba un escándalo con la bocina por una nimiedad... hasta que llegaba a su destino, se bajaba del vehículo y volvía a ser un amable ciudadano. La vieja película recogía un fenómeno muy real...
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El interés es algo más que la cortesía. La cortesía se refiere sobre todo a los aspectos formales y externos. El interés trata de llegar al ser humano. Sería inhumano no llegar a tener ninguna relación humana con las personas con las que convivimos. Especialmente, con aquellas personas con las que coincidimos con frecuencia —peluquero, portero, subordinados...—, u otras con las que estamos un buen rato: compañeros de viaje, de estudios... En esto la mentalidad latina es distinta de la anglosajona: mientras que la anglosajona respeta la «privacy» y considera una intromisión pasar demasiado rápidamente a temas personales, en la mentalidad latina es una falta de consideración no intimar un poco con la persona con la que se coincide: es normal hablar del lugar de origen, trabajo, la familia, las preocupaciones y proyectos inmediatos. El conocimiento de las circunstancias de los demás suele ir unido a que frecuentemente se tenga que proporcionar alguna ayuda. Además, hay que tener un sexto sentido para percibir quién se siente mal, la persona que en un ambiente se siente aislada o incómoda o es dejada de lado. Como detalle muy concreto de interés por los demás es muy bueno acostumbrarse a tratar a cada uno por su nombre, también a las personas que nos prestan un servicio ocasional. Requiere un pequeño esfuerzo de memorización. Y, en el trato, no dejar a nadie aislado, no dar la espalda a nadie cuando se habla en un grupo, prestar atención a todos. El agradecimiento es la reacción natural ante los servicios prestados. No es sólo una fórmula de cortesía, tiene que nacer también de un cierto pudor de que se preocupen por nosotros. Es fruto de una convicción profunda de igualdad, de no tratarse nunca como superior y de no sentirse excepción. Hay que agradecer de corazón los servicios que nos prestan sin sentirlos como algo obligado o suficientemente pagado con unas monedas. Los detalles humanos nunca se pueden pagar del todo, precisamente, porque una persona es siempre más que el servicio que nos presta. Por eso, hay que ser agradecidos a lo que hacen por nosotros, más todavía si percibimos ese fondo humano. La primera muestra de agradecimiento es, evidentemente, pagar bien; siendo, primero, escrupulosamente justos y, después, si es posible, espléndidos. Y, donde sea costumbre, ser generoso con las propinas. En el montante total de los gastos de un año, lo que se da en propinas no es nada y sin embargo, deja un halo de buen hacer. Además, es una muestra de aprecio por los demás, no dar trabajo innecesario; por ejemplo, cuando se está enfermo, con exigencias inoportunas; o con las tareas de limpieza, manchando por falta de cuidado, tirando papeles, colillas, etc. Hay que tener sensibilidad para saber lo que cuesta hacer las cosas a los que dependen de algún modo de nosotros. Por usar una significativa expresión española hay que «quedar bien» en todas partes y dejar buena impresión; no por cultivar la propia imagen, sino por hacer la vida más agradable a todos. Que en todas partes, queden contentos de habernos tenido allí. Sonreír, halagar un poco, ser corteses, interesarse, ser agradecidos y rumbosos. Estas son las virtudes de la convivencia. Virtudes aparentemente modestas, pero que dan mucha calidad al trato social.
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3. La conversación «Es el hablar —dice Gracián— atajo único para el saber: hablando los sabios engendran otros y por la conversación se conduce al ánimo la sabiduría dulcemente. De aquí es que las personas no puedan estar sin algún idioma común, para la necesidad y para el gusto (...). De suerte que es la noble conversación, hija del discurso, madre del saber, desahogo del alma, comercio de los corazones, vínculo de la amistad, pasto del contento y ocupación de personas» 8. Es la parte más importante del trato porque los hombres nos entendemos hablando. Es difícil hacerse idea del aprecio de todos los humanistas por el arte de hablar, tanto de los clásicos grecolatinos (Sócrates, Platón, Séneca, Cicerón), como de los renacentistas (Vives, Castiglione), como de los ilustrados con sus salones. Y en España existe la noble y vieja tradición de las tertulias, reuniones amigables para hablar, comentar las noticias del día, ahondar en conocimientos. Se considera la más humana de las ocupaciones, la parte más importante de la convivencia y la actividad en que más se debe ejercitar un hombre culto. Cicerón en su De Officiis trata al mismo tiempo de la conversación y las maneras en la mesa unidas por el banquete; Baltasar de Castiglione se extiende en cómo tiene que ser la conversación del noble, lo mismo hace Giovanni de la Casa en el Galateo (1558) y d’Ortigue, que tiene un Art de plaire dans la conversation (1688); también los autores que tratan de los buenos modales, como Lord Chesterfield, se refieren al arte de agradar en la conversación, especialmente durante las comidas. No se trata sólo de fórmulas de cortesía. Es que en la conversación es donde se forjan y se nutren las amistades, se consolida la vida familiar, se transmite un gran caudal de conocimientos y de información, se pone a prueba y se mejoran los argumentos, y se adquiere una visión enriquecida del mundo. Por eso, encontrar interlocutores para poder mantener una conversación se ha considerado siempre una tarea importante, y el tener la capacidad de intervenir se ha tenido como la aspiración de todo hombre culto, porque supone tener conocimientos y ser capaz de exponerlos; y esta ha sido, durante siglos, la forma principal de influir en sociedades mucho más elitistas y restringidas que las actuales. Como ya vimos, Gracián, en el Discreto (XXV), considera que el hombre ha de dividir su vida en tres partes: un tercio para hablar con los muertos (los libros), otro tercio para hablar con los vivos (la conversación) y el último para hablar consigo mismo y con Dios (meditación). Hay que tener presente que el mundo actual ha cambiado radicalmente sus hábitos de ocio y que una parte importante de las necesidades que antes cubría la conversación — información y entretenimiento— ahora la cubre la prensa diaria y, sobre todo, la televisión, que es la gran protagonista del ocio moderno; y, de forma creciente, los videojuegos o similares. Pero conversar sigue siendo una necesidad humana y tiene su arte, tanto para pasar un rato entretenido en una fiesta, como para cultivar el espíritu en un diálogo. Saber conversar con cualquiera y en cualquier circunstancia, es una excelente costumbre. Abre muchas puertas y permite conocer mucho mejor el mundo. Son
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momentos especiales esos encuentros paseando por el campo, o en el deporte, las coincidencias en los viajes, en una sala de espera o en la habitación de un hospital, los servicios que nos prestan (el garaje, el peluquero, etc.). En los países de cultura latina, es más frecuente iniciar una conversación que en los países anglosajones. Se considera un detalle de simpatía y de humanidad, sobre todo cuando se coincide largo rato. Hay otro género particular que es la conversación en las reuniones sociales y en las fiestas. Pero el género mayor de la conversación es la tertulia, la reunión que se convoca especialmente para conversar. Puede ser de dos tipos, la tertulia dedicada a hablar de las noticias y sucedidos del día, que es la tertulia entendida como pasatiempo, y la tertulia de intelectuales, destinada a ser un pequeño foro de comunicación y contraste de ideas. Es un medio casi necesario para la vida intelectual. La tertulia cultural aporta una riqueza y, sobre todo, permite un intercambio que no pueden proporcionar los medios de comunicación. Es también un excelente medio de fomentar una amistad basada en intereses comunes. En cualquier género de conversación hay que ponerse en su sitio, ser positivo y tener buen humor. Siempre se agradece la amenidad, un moderado entusiasmo y el ingenio. Un buen conversador sabe dar juego: haciendo hablar a todos, dirigiéndoles hacia los puntos más interesantes, evitando que se alarguen y sacando partido a lo que se ha dicho. Aunque se agradece la espontaneidad, es muy útil, especialmente para las tertulias más serias, preparar un poco las cosas, pensar lo que se va a contar y almacenar sucedidos simpáticos y puntos de interés, suscitar cuestiones, pensar en lo que puede aportar cada uno. Más fácil es decir los defectos de la conversación. El primero de todos es hablar demasiado de uno mismo; o caer en la tentación de presumir: «Sea franco y reservado. No hable mucho de sí mismo: ni de sí mismo, ni a favor ni en contra de sí mismo, pero deje que los demás hablen de ellos mismos lo que quieran. Lo hacen porque les gusta, y sacarán muy buena opinión de usted, por haberlos escuchado» (Lord Avebury)9. Evitar convertir las conversaciones en torneos. Está bien el contraste de pareceres, es interesante y ameno, pero sin espíritu de competición o de contradicción. Lo que interesa es entretenerse o dar luz a un tema, no «derrotar» al «contrario». En un debate o en una conversación, no debe haber «contrarios», sino colaboradores en el empeño de aclarar un asunto o pasar un rato agradable. No hay que dejarse llevar por el pundonor, ni convertir la discusión en un asunto personal. Si teníamos razón, hay que dejar a la otra parte una salida honrosa, sin perseguir ni aplastar. Y si no teníamos, hay que ceder enseguida, reconociéndolo honradamente. «Las discusiones siempre son un poco peligrosas. A menudo, generan frialdad y malentendidos. Se puede ganar una discusión y perder un amigo, lo que probablemente es un mal negocio. Cuando tenga que discutir acepte todo lo que pueda e intente mostrar que se ha dejado de lado algún punto. Muy pocos reconocen que han perdido en una discusión y, si lo hacen, es con dificultad. Además, aunque se reconozcan vencidos, eso no significa que se les haya convencido. Quizá es ir demasiado lejos decir que es muy poco útil intentar convencer a nadie en una discusión. Exponga su postura tan clara y
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brevemente como pueda y si consigue debilitar en el otro la confianza en su propia opinión, es mucho más de lo que puede esperar. Ha logrado dar el primer paso» (Lord Avebury)10. Es un pequeño y molesto vicio intervenir siempre, improvisando la propia posición a medida que se expone, o insistiendo cerrilmente en el mismo punto. Y es peor todavía llevar la contraria por sistema: «No tenga espíritu de contradicción: que es cargarse de necedad y de enfado; conjurarse ha contra él la cordura. Bien puede ser ingenioso el dificultar en todo; pero no se escapa de necio lo porfiado. Hacen éstos guerrilla, de la dulce conversación, y así son enemigos, más de los familiares que de los que no les tratan» 11. No es bueno querer saber de todo y peor intentar dar lecciones a los demás en su campo. Hacer hablar a cada uno de lo que sabe, además de caer bien a todos, es el mejor modo de aprender. No olvidar que el tono medio español resulta demasiado duro: los extranjeros — especialmente hispanoamericanos— suelen tener la impresión de que estamos enfadados. Hablamos en general muy fuerte, con muy pocas formas de cortesía y, en concreto, tendemos a quitarnos la palabra con fórmulas que, aunque están admitidas por el uso, resultan curiosas; «lo que sí es verdad», «a propósito», «por cierto». Interrumpimos demasiado y con brusquedad, llevamos directamente la contraria, o ridiculizamos lo que el otro dice... En cambio, siempre resulta grato corroborar lo que se acaba de decir, recordarlo después en el curso de la conversación —como muy bien ha dicho éste o el otro—, dar muestras de interés. En las conversaciones es de buen tono ni hablar ni, con tacto, dejar hablar mal de nadie. Es una tentación normal y frecuente, sobre todo si faltan temas de conversación. Pero hay que superarla, pensando otros temas. Si, en algún caso, hay que contar algo negativo de alguna persona, procuramos salvar sus intenciones. Y, en lo posible, intentaremos mostrar el aspecto más amable y positivo de cada uno. En nuestra boca, todos deben quedar bien. Y el último punto importante es no hablar demasiado, no repetirse, no decir en mil palabras lo que se pueda decir en cien. Escribe Gracián estas célebres frases: «No cansar. Suele ser pesado el hombre de un negocio y el de un verbo. La brevedad es lisonjera y más negociante: gana por lo cortés lo que pierde por lo corto. Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aún lo malo, si poco, no tan malo. Más obran quintaesencias que fárragos (...). Lo bien dicho se dice presto12. Hay que repartir el tiempo y dejar hablar a otros y prestar atención: a todos nos gusta que se nos atienda. Esto depende de si lo que buscamos en la conversación es el lucimiento personal o el aprovechamiento de todos y también el nuestro. Saber escuchar es un gran don, pero escaso. En su gran relato Momo, Michael Ende hace un buen elogio de esta virtud de su personaje: «Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Eso no es nada especial, dirá quizás, algún lector: cualquiera sabe escuchar. — Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única. (...) simplemente estaba allí y escuchaba con toda
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atención y con toda simpatía (...)». Y señala la profunda razón de respeto que prestar atención supone: «Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que por eso era importante, a su manera, para el mundo» 13.
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4. Sentirse ciudadano: el arte de participar Recordemos la expresión de Aristóteles que encabeza este artículo: «El hombre es por naturaleza un animal político» (Política 1252 b30-1253 a4). Decir que el hombre es un ser político es decir que pertenece a una «polis», a una comunidad humana. Está condición ciudadana, civil, social o comunitaria del hombre está destacada por todos los humanistas clásicos. En palabras de Werner Jaeger, un gran estudioso de la antigüedad clásica: «Todo futuro humanismo debe estar esencialmente orientado por el hecho que fundamenta toda la educación griega, es decir, en el hecho de que la humanidad, el “ser del hombre” está esencialmente vinculado a las características del hombre considerado como un ser político» 14. No cabe pensar en la perfección humana sin esta dimensión social. «No quiere decir —escribe Pieper— que viva como las hormigas o las abejas en unidades sociales, sino que sólo logra realizar su naturaleza conviviendo con los demás en una comunidad política. Sólo la convivencia de este tipo es, al menos para la mayoría de los hombres, una vida lograda. La polis es una “comunidad de casas y familias con el fin de vivir bien, de conseguir una vida perfecta y suficiente” (Politica 1280b 30-35)». En la mente clásica, ser social no es sólo el simple hecho de vivir junto a otros, sino con-vivir, creando unos vínculos específicos, de amistad, que son el cauce para la educación y desarrollo de cada persona, para la construcción de la vida de la comunidad humana y para el despliegue de todas las realidades culturales. Así lo entendían los clásicos griegos. La vida social requiere las virtudes urbanas (urbanidad), que facilitan el entendimiento y trato entre los ciudadanos; y también la conciencia de que hay participar en las cargas y en las inquietudes de la sociedad. Con esto se forman unos peculiares vínculos de afecto propios de la ciudadanía, exaltados por Platón y Aristóteles. En los organismos vivos, el todo es siempre mucho más que la suma de los componentes. Aunque no sea un individuo, una sociedad es un organismo, configurado por su organización interna, por los lazos que unen a sus miembros, por sus leyes y costumbres, por sus instituciones, por su tradición histórica y cultural. Toda sociedad de personas bien constituida es un cierto cuerpo, con su propia personalidad, que, gracias a sus instituciones y a la transmisión de su cultura, se puede perpetuar en el tiempo renovando sus miembros. Así opera verdaderamente en la historia como un cierto sujeto, y en consecuencia, se le atribuye una personalidad moral. Son personas morales tanto el conjunto de la sociedad civil que forma un país o nación, como las ciudades, y las sociedades menores formadas por agrupaciones de ciudadanos con fines recreativos, económicos, profesionales...: asociaciones de vecinos, clubes, asociaciones profesionales, sindicatos... La masificación de las sociedades modernas hace difícil percibir y valorar estos lazos. El entramado social es mucho más extenso y complejo que en las sociedades antiguas; por eso, hay un peligro mayor de lejanía y despersonalización: «El tipo de unidad humana a que me refiero —señala Chesterton— no tiene nada que ver con la monotonía que triunfa en la sociedad industrial, que concilia el máximum de congestión con el
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mínimum de comunión» 15. Muchas personas reunidas y apretadas en una plaza no forman una gran sociedad. Tampoco se identifica la sociedad —aunque sea importante— con el puro entramado impersonal de funciones y estructuras o instituciones. Hay un aspecto personal, voluntario y libre, que construye la convivencia. Y tiene que ver con los vínculos de amistad, de colaboración, de interdependencia, de cultura que une a los miembros de una sociedad. Es propio de una persona madura enriquecer y enriquecerse en los lazos de la vida social. La sociedad humana encierra grandes bienes que, a veces, no apreciamos porque se nos han dado sin esfuerzo y estamos habituados a gozar de ellos. Todo ese patrimonio social —la cultura, la lengua, la historia, las instituciones, las leyes, las costumbres, los monumentos históricos y artísticos— son bienes excelentes, logrados por la acumulación de mucho esfuerzo humano. Un hombre maduro tiene que contribuir a conservarlo, mejorarlo, acrecentarlo y transmitirlo. Pero primero tiene que darse cuenta de que existe, de lo que vale y de lo que ha costado. En todo ciudadano tiene que darse un amor natural, que es muy sano, por la res publica, la cosa pública, los asuntos propios de la comunidad; o, dicho de otro modo, por el bien común con todos sus bienes visibles e invisibles: la paz, el orden, la justicia, la eficiencia de las instituciones, la honestidad de los cargos públicos, la belleza y eficacia de las obras públicas. Hay que sentirse ciudadano: saberse depositario y responsable de estos bienes. No sólo un beneficiario pasivo, es decir, un parásito. La vida social es competencia de todos y cada uno de los componentes maduros de la sociedad: no es competencia exclusiva ni mucho menos propiedad de las autoridades. Y no es necesario que nadie nos otorgue esa responsabilidad o nos la confirme: Desde que se es un miembro maduro, se tiene el derecho y la obligación de asumirla y ejercerla. La realización de una persona madura incluye, a no ser que alguna limitación o enfermedad lo impida, la participación en la vida social. Es un índice de madurez. De algún modo se aplica aquí el famoso verso de Terencio: Homo sum: humani nihil alienum puto16: «soy hombre y nada humano me es ajeno». Sentir las cosas de todos como propias; es como tener un cuerpo material mucho más extenso que alcanza a toda la sociedad. Por eso nos afectan —los sentimos— los daños al bien común: la suciedad de las calles, la ineficacia del sistema educativo o la pérdida de prestigio de la autoridad; lo mismo que nos llenará de satisfacción y orgullo ver que las cosas funcionan, que son eficaces, justas, dignas y bellas. Son parte de nosotros. El amor a la Res publica incluye un particular respeto y veneración por la autoridad, independientemente de las características personales del que en ese momento la ejerza, y por las instituciones; el aprecio por el derecho y por la ley; el amor a la cultura y las tradiciones patrias; y de la misma patria como unidad moral: «Sin duda la patria no es una persona del mismo modo como lo es un ser humano individual. Pero lo es a su modo, al modo colectivo, social e histórico. Nadie puede dudar —y en serio nadie lo duda— de que la patria posee una personalidad propia y, por consiguiente, está
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capacitada para ser objeto del sentimiento amoroso» 17. Amor a lo propio que no tiene que excluir otros ni concebirse como algo cerrado: es un enraizamiento que enriquece. El amor a la Res publica, al bien común, lleva a la participación: esto es a la tutela y vigilancia para conservarlo, y a la colaboración para mejorarlo y transmitirlo. El modo concreto de participar en la vida social puede ser muy amplio, especialmente en nuestras sociedades que son muy complejas. Lo importante es dar algún cauce a ese deseo de tutelar, mejorar y transmitir los distintos bienes que componen el bien común de la sociedad. Hay una participación difusa que nace del amor vigilante por el bien común y que consiste simplemente en advertir a la autoridad competente de lo que está mal o puede ser mejorado. También la participación en los actos públicos, en las ceremonias, en las conmemoraciones y en las fiestas. Cada uno colabora con la vida social cuando cumple con su trabajo y atiende las personas de la sociedad que están a su cargo. Se colabora cuando se participa o se fomentan las distintas sociedades menores que se ocupan de algún aspecto del bien común: sociedades culturales, educativas, recreativas, deportivas, culturales... Se colabora cuando se pagan los impuestos, cuando se participa en las consultas generales (elecciones, referendums), cuando se participa en los distintos organismos de la vida política. Hay que notar, sin embargo, que pese a un cierto culto contemporáneo a la democracia, que a veces adquiere tonos demagógicos, la democracia real —es decir, la participación de los ciudadanos en la vida pública— está realmente muy limitada. Ordinariamente, un ciudadano normal sólo participa en la toma de decisiones de interés común, como mucho, una vez al año, cuando elige a alguno de sus teóricos «representantes». Y está limitado a elegirlos entre cuatro o cinco grandes formaciones políticas. Con lo cual, de hecho, la parte más importante de la vida pública está en manos de unas pocas grandes formaciones que compiten por los poderes públicos, y que a veces, no tienen criterios reales de participación interna, sino que están dominados por élites. Esto se debe a la dificultad que un ejercicio más real y más extendido de la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones plantea. Por razones de eficacia, es necesaria una cierta concentración en la toma de decisiones. Sin embargo, cabe pensar que un gran reto político actual es el crecimiento real de la participación ciudadana en sociedades menores y en estructuras intermedias y diversificadas, ya que muchos aspectos de la vida pública no tienen porqué estar concentrados en las mismas manos. Por otra parte, la situación de la vida pública ha cambiado radicalmente. Durante casi un siglo las grandes estructuras políticas —los partidos— se han justificado como representantes de distintas ideologías. En realidad, todo el espectro político venía definido por la existencia de partidos ideológicos marxistas, de los que se le oponían y de un centro. Los partidos ideológicos, que hacían depender la toma de decisiones de principios doctrinales utópicos y apriorísticos, han fracasado y prácticamente han desaparecido, pese a inútiles intentos de reformulación doctrinal. Desaparecido el utopismo que tanto daño ha hecho a las sociedades donde la realidad ha sido sacrificada
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a los sueños ideológicos, la política vuelve a ser lo que tiene que ser: la toma de decisiones eficaces concretas sobre situaciones y problemas concretos. Están de más las ideologías. Para tomar decisiones, basta la prudencia, unos pocos principios éticos, y principalmente el respeto por las personas. Todo lo demás es eficacia técnica y es cuestión de competencia y estudio. En consecuencia, ya no puede concebirse la vida pública como la lucha de ideologías y el sistema político de alta concentración en partidos está en crisis. Probablemente es una oportunidad de extender un modelo de mayor descentralización y participación ciudadana. A distinto nivel, en cada pequeña sociedad menor, se repite lo mismo. También es una comunidad humana con su autoridad, sus instituciones, sus leyes y costumbres, sus celebraciones, fiestas y manifestaciones comunes, y sus lazos de amistad. Y también ha de suceder lo mismo con las empresas Este es un punto particularmente importante: el hecho de que una empresa se guíe principalmente por criterios económicos —búsqueda de un beneficio— no le puede quitar su dimensión humana de ser una comunidad de personas: «Lo especialmente terrible de la revolución industrial fue que el patrono sacando partido de máquinas y hombres, se incapacitó absolutamente para pensar en unos y en otros de manera diversa. Resultó que no tenía más relación personal con los hombres que con las máquinas. Pensaba en los hombres y hablaba de ellos no como personas, sino como de “mano de obra”, por ser las manos la única parte de los obreros que le servía y le interesaba» 18. El liberalismo ha tenido un papel muy importante en la difusión de las formas políticas que hoy tenemos y la defensa de muchas libertades. Con todo, hay que estar prevenidos contra la influencia cultural de unos principios individualistas que son extraños a la naturaleza de la sociedad. Toda sociedad, pese a sus muchos defectos, tiene que ser una comunidad de personas y ha de estar basada en relaciones personales de mutuo conocimiento y amistad, hasta donde sea posible. No es una unión ocasional, motivada sólo por la confluencia de intereses. El interés particular no es el principio por el que todo se explica. El individualismo entiende la libertad de una manera pobrísima como independencia y, en consecuencia, desconoce el valor profundo de los lazos humanos y los bienes propios de la sociedad, que no son sólo los utilitarios, sino sobre todo la realización de la comunión humana en los lazos de la familia, de la amistad, de la camaradería y de la solidaridad.
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5. La solidaridad No sería del todo humano vivir en un mundo donde las miserias humanas no aparecieran nunca. Sería un mundo falso. Todos tenemos la tendencia natural a vivir en una esfera sin problemas, olvidando el dolor, el sufrimiento, la muerte y la miseria. Y, más todavía de los problemas de los demás, porque nos parecen suficientes los nuestros. Pero es inhumano vivir al margen. No sería bueno vivir en este mundo y no llevar de algún modo nuestra parte correspondiente de la carga de la miseria humana. No hay que pensar sólo en los desastres lejanos, a los que podemos contribuir con nuestra aportación. También suele haber a nuestro lado disminuidos, enfermos, gente solitaria, anciana o más abandonada. A veces, los tenemos cerca, pertenecen a nuestra familia; son amigos, conocidos, compañeros de trabajo, empleados. La tendencia natural puede ser huir sólo hacia lo interesante, lo productivo, lo entretenido, lo bello. Hay que asumir la parte que nos toca en los dolores de la humanidad; y podemos tomar la que queramos, porque hay mucha. No vendrá mal, por ejemplo, adquirir la costumbre de dedicar unas horas al mes o a la semana a visitar enfermos y ancianos: no nos faltarán oportunidades. También se puede dedicar algún tiempo a colaborar voluntariamente en alguna institución especializada. Conocer la miseria ablanda el corazón y nos ayuda a vivir mejor, con menos frivolidad, más humanamente, más auténticamente. No sólo tenemos necesidad de vacaciones, de entretenimientos y de descanso, a no ser que queramos vivir como niños permanentemente malcriados. También tenemos necesidad de compartir las cargas y dolores del mundo, precisamente porque somos personas maduras. Los ciudadanos occidentales solemos asistir conmovidos (e incómodos) a las tremendas manifestaciones de pobreza material que ocasionan la muerte de millones de personas en Africa: epidemias, hambres, deportaciones y guerras. Periódicamente —dos o tres veces al año, a veces más— nos llenamos de lástima ante las escenas que unos medios de comunicación —que compiten por las imágenes más crudas— nos transmiten. Nos conmueve la miseria material porque la vemos, e inconscientemente nos sentimos orgullosos de vivir en sociedades desarrolladas donde estas catástrofes no parecen posibles. Pero no todas las miserias se ven. Una gran parte de nosotros está condenado a morir sin que nadie llore por él; cosa que difícilmente sucede en esas culturas que nos dan lástima. La desgracia de gran parte de nuestra población adulta es que son ricos, y viven aislados en su casa, con su televisor, su perro, su periódico y sus hobbies...: encerrados en su libertad. La misma riqueza que les da libertad para vivir independientemente, les aísla. Pero una libertad sin lazos humanos queda sin sentido, ajena a este mundo que, en realidad, no está hecho de materia, sino, sobre todo de relaciones humanas. Ni la casa, ni el televisor, ni el perro, ni el periódico llorarán por ellos, como tampoco compartirán sus alegrías si es que llegan a tenerlas y son algo más que diversiones.
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Pensamos que la vida en aquellos países que nos parecen pobres vale menos; y, en parte, es cierto porque en muchos casos, es más breve. Pero la viven con mayor densidad porque la comparten con muchos. Tienen esa riqueza inmaterial que a nosotros se nos escapa: basta ver cómo celebran las fiestas de la vida y de la muerte; con una intensidad que, en el fondo del corazón, envidiamos. Todas las experiencias importantes de la vida tienen una intensidad distinta cuando son compartidas; las opiniones, los gustos, las ilusiones, y, sobre todo, las alegrías y las penas. Todas las experiencias de nuestra vida se enriquecen cuando se expanden por los lazos de la red de nuestras relaciones. Lo más importante de una persona es la calidad de sus relaciones humanas, de los lazos que le unen con los demás: sus vecinos, compañeros, familiares, amigos y, también, Dios. Pero en nuestros países desarrollados, la riqueza material que nos ha proporcionado tantas cosas buenas, también libertad, enfría los lazos humanos. Por eso, necesitamos un complemento de alma, como le gustaba decir al filósofo francés Gabriel Marcel. Lo que hemos tratado en este capítulo —las virtudes de la convivencia— y lo que trataremos en los que le siguen (familia, religión) es mucho más que un adorno de la personalidad, o una cuestión de buen gusto. Es, junto con el trabajo creativo, lo más serio de una persona, lo que más la realiza, lo que más construye la personalidad. Lo más humano. Y no suele aparecer en las enciclopedias.
1 Séneca, Epístola 95,33. 2 J. L. Vives, De disciplinis, R.II, 510 a 1. 3 Lord Avebury, The use of Life, Mac Millan, Londres 1916, 27. 4 The use of Life, 24. 5 R. Menéndez Pidal, Los españoles en la historia, Espasa Calpe, Madrid 1971, 33. 6 Ibidem 36. 7 Mario Vargas Llosa, Resumen de una conferencia en Sevilla sobre Europa y el Descubrimiento, ABC, 6.IV.1992, 53. 8 Gracián, El criticón, I, crisis 1. 9 Lord Avebury, The use of Life, Mac Millan, Londres 1916, 32. 10 Ibidem, 29. 11 Oráculo Manual y Arte de Prudencia, 135. 12 B. Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia, 105. 13 Michael Ende, Momo, Alfaguara, Madrid 1982, 19-21. 14 W. Jaeger, Paideia, Fondo de Cultura Económica, Mexico 1988, 14. 15 G.K. Chesterton, El hombre eterno, en Obras Completas, I, Plaza Janés, Barcelona 1961, 1574. 16 Terencio, Heautontimorumenos, 77. 17 M. García Morente, La educación del patriotismo, en Escritos pedagógicos, Espasa Calpe, Madrid 1975, 222. 18 F.J. Sheed, Persona y sociedad, Herder, Barcelona 1976 (2ª), 43.
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7. Familia y hogar
1. Verdades y tópicos Para introducir este capítulo, habría que hablar de la sexualidad humana. Pero, además de ser en sí mismo un tema difícil, no es posible hacerlo con la finura de espíritu y la independencia de criterio debidas. En este tema, las posturas viscerales son las que más pesan: más que los argumentos religiosos, y, por supuesto, mucho más que las sutilezas teóricas. Por eso, no se puede tratar desapasionadamente en un plano teórico: cualquier observación divergente hiere susceptibilidades y levanta resentimientos. Prescindiendo, por tanto, de esa introducción, partiremos de un dato cultural firme: la experiencia muy rica y muy extendida, de que en la familia se realizan bienes humanos excelentes; y que es una de las claves de la felicidad humana real. Hay que vencer también los prejuicios del esnobismo que supone que todo lo excelente debe ser exclusivo, y quedar, a ser posible, fuera del alcance de la mayoría. La autoconstituida vanguardia cultural ha considerado siempre un deber «épater le bourgeois»: desconcertar al ciudadano medio a base de audacia: hace lo que todavía no se le ha ocurrido a nadie, y deja de hacerlo en cuanto lo hace todo el mundo. Por eso, le resultan antipáticos y sospechosos los pequeños placeres que el ciudadano medio se permite por su cuenta. Y siente especiales recelos —a veces, auténtica manía— por los placeres del hogar que son los más burgueses de todos: los más populares, los más vulgares y, por lo mismo, los más democráticos. «Familias, os odio» dijo Gide en una ocasión. En los últimos dos siglos se han intentado varias alternativas: comuna a la francesa, amor libre a la rusa, papá Estado a la cubana, además de miles de experimentos particulares, que no han llegado a cuajar, porque la sexualidad humana es mucho menos «libre» de lo que parece (la biología es tremenda). Los que han vuelto a lo seguro, han corrido diversa fortuna, pero muchos de los que no han vuelto han terminado asqueados de la vida. Suicidios tempranos y vejeces amargadas son un plato habitual de los suplementos culturales de la prensa, aunque suele considerarse de mal gusto mencionarlos como argumento moral. Probablemente habrá quien considere más interesante un suicidio o una sobredosis a tiempo que una vulgar familia... A veces, el problema es que ya no pueden formar una vulgar familia porque han perdido los vulgares recursos humanos que son necesarios para conseguir algo tan vulgar como una familia. En conclusión, hay que decir (sorprendente argumento) que, a pesar de que la mayoría de la gente normal considera que los bienes de la familia y el hogar son la parte más importante de la felicidad humana, es verdad que son la parte más importante de la
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felicidad humana. Lo han comprobado incluso los esnobistas retirados que han conservado los vulgares recursos humanos que hacen posible la convivencia y el amor. Están a la vista. Pero para captar estos bienes, hace falta una cierta sensibilidad, y un atento amor a lo humano. No son tan depurados y elitistas como los bienes intelectuales y estéticos: son verdaderamente más vulgares, más mezclados de trivialidad e imperfecciones, pero también mucho más consistentes, más estables y más profundos. Hace falta leerlos detrás de las rostros y de los gestos, detrás de los hechos cotidianos de la vida, detrás de las despedidas y de las llegadas, de las fiestas y de los dolores: allí en medio asoman, entre mucha hojarasca, excelentes y sólidos. La ternura de la madre que acaricia por la noche al bebé, la emoción del padre que mira con orgullo al adolescente patoso que madura, la lágrima que se escapa en una despedida o en un momento de sinceridad, el gesto de cariño de arropar por la noche al hermanito pequeño... todo muy vulgar; pero muy noble, muy humano, muy auténtico y muy bueno. Y no pasan nunca de moda, porque cada nueva generación tiene la fortuna de poderlos experimentar por sí misma. Las condiciones de la vida moderna los han hecho más escasos y, por lo mismo, más preciosos, aunque siguen al alcance de todas las fortunas. Las novelas o las películas tipo John Wayne, donde el chico bueno se casa finalmente con la chica buena, ya están consideradas demasiado ingenuas; y sin embargo, expresan la aspiración más íntima de la mayoría. Acabar los cuentos para niños diciendo «fueron felices y comieron perdices» quizá resulte demasiado trivial y poco problemático, pero es lo que firmemente desea todo el mundo. Por eso, no desaparece la novela rosa, y por eso gustan tanto las telenovelas y se siguen con tanto interés las sagas interminables de todo tipo de familias antiguas y modernas. En realidad, cualquier familia podría dar argumento para un serial, porque cada familia es una aventura. Allí se manifiestan en su descarnada verdad, todos los tipos humanos, desvestidos de los estereotipos superficiales que tienden a revestir en la vida social. Y en su convivencia siempre surge una combinatoria fascinante de tragedia y comedia. Cada hogar es un escenario y un plató donde se cuenta una historia con todos los ingredientes de la vida: esperanzas, anhelos y desilusiones, sufrimientos y alegrías, muerte y vida, ternura y rencor. Es como una telenovela en régimen de «hágalo usted mismo». Basta con situarse como protagonista de la propia vida, en lugar de ser espectador de otras ficticias. La vida familiar no es la única dimensión de la vida, pero es la humanamente más rica y la más apta para un relato apasionante. Ser actor, jugar un papel en una familia, es una garantía de que la propia vida tendrá argumento.
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2. Relaciones humanas Las relaciones familiares son una curiosa mezcla de biología y libertad, como lo es el hombre mismo. Es biología, porque ser hijo y hermano es biología. Y es libertad, porque hay libertad al elegir la media naranja o al no elegirla; y hay libertad para vivir con amor o con egoísmo, para querer y para perdonar. La libertad convierte una relación natural y biológica en un afecto y una amistad particularmente intensa que enraíza fuertemente nuestra personalidad en la existencia y en la sociedad. Ordinariamente, por ese fuerte amor paternal, maternal y fraterno —biología y libertad — hemos sido cuidados y educados: hemos aprendido a hablar y a comportarnos, y hemos sido introducidos en la sociedad, en un mundo de relaciones, de costumbres y de conocimientos. Esas relaciones nos dan un lugar en el mundo; y son una fuente de sentido para la vida; sin esos lazos, flotaríamos. Claro es que hay madres desnaturalizadas, padres borrachos, hermanos egoístas... Pero todo niño espera —en la medida en que sabe lo bueno que es— que su madre lo mime y su padre le quiera; y todo anciano desea tener al lado un descendiente que le preste atención. Todo hombre normal aspira a ser amado mientras vive y a ser llorado cuando muere; y a tener a quién transmitir su experiencia, y en quién confiar sus negocios, y su querida casa... Los lazos de la carne y de la sangre son los cauces naturales y espontáneos del amor, de la confianza e incluso de la economía. Y esto sucede en todas las culturas, y entre personas de toda condición. En sociedades más primitivas, son mucho más fuertes. En las modernas sociedades occidentales, más débiles: pero con un coste evidente de soledad, de frialdad social, y de problematización del sentido de la vida. El sentido de la vida no viene tanto de tener planteadas y resueltas unas cuestiones teóricas, como la gran cuestión vital de amar y ser amado, y de jugar un papel en la sociedad. Por eso, el sentido de la vida de una persona tiene mucho que ver con asumir su papel en esa red de relaciones familiares: padre, madre, hija, hermano, también tío, abuela, etc. Esos lazos tienen una fuerza sorprendente y crecen naturalmente como si se tratara de una hiedra vigorosa, con muy pocos medios. No hacen falta grandes condiciones personales: dotes de inteligencia, cultura, posición. La fuerza natural de la maternidad, la paternidad y la fraternidad empujan a la abnegación y a la ayuda mutua, facilitan el trato, y consolidan el amor, que es el mejor y el más elegante de los bienes humanos, aunque tenga expresiones vulgares. Basta con que la libertad quiera seguir a la naturaleza. Si los padres son sanos y tienen un mínimo de dominio de sí mismos, llegarán a querer mucho a sus hijos; y ese amor les llevará a ser más responsables, mejores trabajadores, mejores ciudadanos, mejores hombres; les dará una tarea y unas aspiraciones: hará que su vida tenga sentido, y les proporcionará muchos momentos de orgullo y felicidad. La biología —la naturaleza— ayuda a querer y a cuidar a los niños pequeños, y la ilusión que se ha puesto, y el cariño que libremente se ha derrochado, dan lugar a un amor muy firme, que es el mejor clima para que un ser humano se desarrolle bien. En familia, es el único lugar donde los hombres son queridos por sí mismos, no porque sean
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agradables o simpáticos, o poderosos o ricos, inteligentes o capaces: son queridos sencillamente por ser hijos o hermanos; más tarde, por ser padres, tíos, abuelos o parientes. La familia garantiza que las personas seamos tratadas uno a uno, y no en serie, como los pollos de una granja avícola. Los lazos de la carne y de la sangre son una garantía de trato humano y personal. Y todo esto mueve resortes tan delicados y tan fuertes, que no hay quien lo sustituya. De hecho, a pesar de todo tipo de experimentaciones, y la «ingeniería social» de los regímenes totalitarios, todas las naciones desarrolladas tienden a imitar el modelo familiar en las instituciones que acogen niños abandonados y huérfanos. No parece haber alternativas mejores a lo que viene dada por la naturaleza. Y desde luego, otras perspectivas como la descrita en la famosa novela Un mundo feliz de Aldous Huxley, no son muy prometedoras. La naturaleza es sabia: la libertad puede dominarla y manejarla hasta cierto punto, pero no sustituirla. La ecología es un redescubrimiento de nuestra época que no afecta sólo a los animales en extinción. No siempre funciona. Pero es evidente que lo que está en juego es tan importante que, tanto a nivel individual como a nivel social, deberían ponerse todos los medios para que funcione. A veces una frivolidad estúpida impide hacerse cargo de la importancia de los bienes que están en juego; y de los graves costes personales y sociales que una degradación de la vida familiar genera. Alguien ha dicho que «si los niños pudieran votar suprimirían el divorcio» 1; y también obligarían a sus padres a quererse, a respetarse, a respetarlos y harían lo posible para que no se destruyera el hogar que los acoje. No son solo ocurrencias románticas y prejuicios teóricos de signo conservador. Son las leyes de la vida. Es la ecología humana. No siempre sale bien. Y quizá, por la lotería de la vida, puede tocarnos una familia rota. Cada circunstancia nos pide que hagamos lo que está en nuestra mano y, a veces, hay cosas que no lo están. En el prólogo de la novela Los perros negros, del escritor inglés McEwan, el protagonista revisa su triste infancia: su familia se deshizo y tuvo que vivir con su hermana que se llevaba mal con su marido, en un hogar que se degradaba por momentos. Recuerda su deseo —hambre— de familia, y cómo le gustaba relacionarse con los padres de sus amigos, apreciando ese bien que sus amigos disfrutaban sin valorarlo. Y recordando cómo se ocupaba de su pobre sobrina Sally, concluye: «Debería haber aprendido de mi experiencia con Sally que la forma más sencilla de recuperar a un padre perdido es convertirse en padre uno mismo; que para socorrer al niño abandonado que llevamos dentro, no hay mejor cosa que tener niños propios a los que querer» 2; y, en otro momento: «Nunca tuve dudas al respecto; en alguna medida uno es huérfano para toda la vida; cuidar niños es una forma de cuidar de uno mismo» 3. Lo que a veces no tiene remedio hacia el pasado, lo tiene hacia el futuro. La familia se basa en dos pilares inseparables: el sexo, que representa a la biología, y el amor, que es la cumbre de las relaciones personales y el mejor fruto de la libertad. Necesita los dos elementos: el sexo es el origen biológico de la familia: origina un vínculo singular de amistad entre marido y mujer, genera a los hijos y lleva instintivamente a
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cuidarlos. La libertad pone el amor, cuando acepta el sacrificio y la entrega que exigen la amistad conyugal y la crianza de los hijos. Los dos elementos se refuerzan y hacen falta en las mejores condiciones posibles. El sexo tiene una fuerza extraordinaria. E.F. Sheed hace unas consideraciones llenas de sentido común: «La generación y la educación de los hombres requiere un máximo de orden, de estabilidad y de tranquilidad. Y el sexo, sin embargo, es la más turbulenta de las potencias humanas» 4; y sigue: «La perpetuación de la raza humana que, por encima de todo, exige un marco ordenado de vida, está confiada al sexo que por sí mismo tiende al caos. En el matrimonio es donde se concilian estas dos cosas inconciliables. Los críticos del matrimonio no se han dado cuenta de lo increíblemente difícil y totalmente necesaria que es la conciliación que tiene lugar en el matrimonio. En el matrimonio, el sexo no pierde nada de su fuerza, pero se pone al servicio de la vida» 5. Es necesaria una disciplina sexual. El trato matrimonial de un hombre y una mujer lo encauza, aprovecha su fuerza, lo convierte en amor mutuo y en fuente de fecundidad, y lo corona y ennoblece con el amor a los hijos.
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3. Del enamoramiento al amor Recuerdo una película norteamericana de cierto éxito. El argumento se desarrollaba en una residencia de ancianos. Tres de ellos comienzan a bañarse a hurtadillas, en la piscina de la casa de al lado, cerrada y vacía. En la piscina se guardaban unos misteriosos bultos, que resultan ser finalmente unos extraterrestres. Por un efecto desconocido, los bañistas furtivos recuperan su vitalidad y descubren que pueden volver a «ligar», organizando una revolución en la residencia. Aún tratándose de una broma bastante inocente, no dejaba de causar pena toda esa gente venerable obsesionada por su genitalidad tardía... Después, escuché unas románticas y tradicionales arias italianas, que, llenas de encanto, parecían venir de otro mundo... Era otra visión de lo que son las relaciones entre un hombre y una mujer. Era un reflejo vivo del romanticismo del amor. Y no tenía nada de ingenua o extraterrestre. En cierto modo, cada uno elige el mundo en el que quiere vivir y los bienes que quiere realizar en su vida. No cabe duda de que el romanticismo es un bien excelente y exquisitamente humano. Ha sido una de las grandes fuerzas de inspiración artística y también un motor de los acontecimientos históricos. Sin él no se podría explicar una parte considerable de la literatura y el arte que hoy conservamos como un tesoro del pasado. Pero si se reduce la relación del hombre y la mujer a la satisfacción de la ansiedad sexual, no hace falta romanticismo, y, además, no puede existir. La trivialización de lo sexual lo arrincona. El romanticismo necesita una distancia de respeto, una fascinación que el uso y el abuso desbaratan inmediatamente. Si Romeo y Julieta sólo quieren pasar el fin de semana juntos, allí se acaba todo el encanto del argumento. Pero querían ser marido y mujer, y trenzar un amor eterno. El romanticismo es la aureola espiritual del amor humano. Llamamos enamorarse precisamente a la fascinación que produce el descubrimiento de esa aureola. Se intuye un ideal humano en una persona real. A través de distintos indicios se hacen presentes rasgos maravillosos de la condición humana. Ella ve en él algunos de los rasgos del varón ideal, y él ve en ella, algunos de los rasgos de la mujer ideal. Y eso es lo que enamora. Siempre hay algo de trascendencia, de no quedarse en lo inmediato, de ver más allá. Y un punto de locura, de exceso, porque lo merece el ideal intuido. Donde todo es medida, cálculo e interés, el amor no tiene sitio. No se puede uno enamorar pensando en la cuenta corriente. Toda persona necesita que le quieran sin condiciones. Y, en cierto modo lo merece porque, en cada persona, hay algo de sublime e irrepetible, aunque esté mezclado con las limitaciones y fallos de la condición humana. Entre los adolescentes, suele darse un enamoramiento inicial, con el primer trato, que tiene un vigor especial. El humanista Esteban de Arteaga describe así el enamoramiento de un joven: «Todo es exagerado, todo más allá de lo natural, todo es ilusión respecto al objeto que ama. Le parece que la naturaleza ha agotado sus tesoros y el universo acumulado sus perfecciones para exornar aquella dulce quimera (...). En lo físico no hay preciosidad, no hay belleza que el ídolo no posea (...). Un chiste, que parecerá frío y chabacano a otros, es para el amante un rasgo de sabiduría más vivo que cuanto pusieron
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los antiguos en boca de Minerva (...). Lo más extravagante de todo es que no sólo el objeto amado participa de esta perfección ideal, sino también los objetos que le rodean, lo que de alguna manera le pertenece. El cielo, la tierra, el mar, todos los elementos se revisten de nuevas luces y cobran nueva gallardía (...). El amante cree de buena fe que sus exageraciones son la pura verdad y que la belleza ideal y ficticia que atribuye a su amada es todavía inferior a la natural» 6. Visto desde fuera parece exagerado y muchas veces cómico, aunque también bonito porque inspira los mejores sentimientos. Suele tener el encanto de lo ingenuo, pero también la inexperiencia. A veces, hay error, porque el enamoramiento es por indicios y los indicios pueden resultar falsos. «Si un adolescente ama a una actriz que no ha visto más que en escena, la adorna con las perfecciones espirituales que presagian su voz y su rostro, y que indudablemente ella no posee7. La belleza y la simpatía son encantos que pueden arrollar, pero por sí solos no garantizan que detrás hay una mujer o un varón maduros, nobles y capaces de amar. Se representa a Cupido con una venda en los ojos porque ciega y no deja ver la realidad: se guía por indicios. El enamoramiento es una pasión tan fuerte y tan bella, que parece divina, con todos los derechos. Pero no es así. El enamoramiento puede ser erróneo, por ver lo que no hay, y también injusto. Es injusto, por ejemplo, enamorarse de una persona que ya está comprometida; o es injusto prescindir de los propios compromisos. Se puede alegar que el sentimiento es inevitable. Y en parte es cierto: cuando el sentimiento ha prendido es muy difícil de quitar. Pero se puede quitar el trato que ha sido la causa del sentimiento. El remedio clásico para un enamoramiento equivocado o injusto, es poner distancia. Y da muy buenos resultados. El enamoramiento no es el amor, aunque lo acompañe y le dé alas. Por eso, es bueno darse tiempo antes de afrontar compromisos permanentes. Un mejor conocimiento permite valorar mejor a la persona y no dejarse llevar por impresiones superficiales. El primer enamoramiento se tiene que probar, para saber qué busca y si está dispuesto a la entrega. El amor tiene que cuajar. Cada uno tiene algo sublime en sí mismo, que es lo que enamora; y ambos se tienen que ayudar a extraerlo y purificarlo: «Un hombre y una mujer representan cada uno de por sí, la mitad de la naturaleza humana: cada uno necesita complementarse con el otro. Pero el complemento no vendrá del mero contacto o cohabitación (...). Debe haber este real dar y recibir (...), una libre oferta del yo por cada una de las dos partes. En algunos matrimonios sobreviene esto rápidamente, en otros lentamente, en algunos con gran dificultad. Pero esta es la medida de la calidad de un matrimonio» 8. En el mismo sentido, Dickens hace decir a su gran personaje, David Copperfield, que tenía una mujer muy niña (pero lo contrario es igualmente posible): «A veces, y por breve rato, experimentaba la impresión de desear que mi mujer fuera mi consejera, que tuviera más carácter y energía para sostenerme y mejorarme, que poseyese más capacidad para llenar el vacío que parecía extenderse a mi alrededor» 9. Y su tía Betsey le
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aconseja: «Tú has elegido a tu esposa libremente (...); has elegido una mujer bonita y afectuosa. Debes considerar un deber y una satisfacción (...) estimarla como la elegiste, por las cualidades que tiene y no por las que no puede tener. Más adelante, desarrolladas en ella, si te es posible, y si no lo es, hijo —y mi tía se frotó la nariz— es preciso que te acostumbres a estimarla sin ellas. Recuerda, querido, que vuestro porvenir depende sólo de vosotros. Nadie puede ayudaros, si no sois vosotros mismos. Así es el matrimonio» 10. El amor es un fuego que prende lento, y que se basa en una historia real de conocimiento y entrega mutuas. Pero cuando prende, es un fruto extraordinariamente bueno y bello. El psiquiatra Viktor Frankl cuenta sus recuerdos de un campo de concentración nazi: «Mientras marchábamos a trompicones durante kilómetros, resbalando en el hielo y apoyándonos continuamente el uno en el otro, no dijimos palabra, pero ambos lo sabíamos: cada uno pensaba en su mujer (...). Mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a quien vislumbraba con extraña precisión (...). Un pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad es que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre (...). La tierra helada se resquebrajaba bajo la punta del pico, despidiendo chispas. Los hombres permanecían silenciosos, con el cerebro silencioso, con el cerebro entumecido. Mi mente se aferraba aún a la imagen de mi mujer. Un pensamiento me asaltó: ni siquiera sabía si ella vivía aún. Solo sabía una cosa, algo que para entonces ya había aprendido bien: que el amor trasciende la persona física del ser amado y encuentra su significado más profundo en su propio espíritu, en su yo íntimo (...). Si entonces hubiera sabido que mi mujer estaba muerta, creo que hubiera seguido entregándome —insensible a tal hecho — a la contemplación de su imagen, y que mi conversación mental con ella hubiera sido igualmente real y gratificante: “Ponme como sello sobre tu corazón... pues el amor es fuerte como la muerte” (Cantar de los Cantares, 8,6)» 11.
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4. El amor diario La paradoja de la vida matrimonial es que realiza unas realidades e ideales altísimos en un mar de trivialidades. El amor matrimonial crece y se sostiene, sobre todo, por algunos elementos que vamos a ver: la relación sexual, el trato afectuoso, la vida compartida y los hijos. Puede haber un matrimonio de conveniencia sin afecto que, sin embargo, funcione; y, puede haber un trato afectuoso sin que, por motivos de salud, pueda haber una relación sexual. Puede suceder que no haya hijos, o que los esposos vivan separados durante meses, por motivos de trabajo, y que, sin embargo, el matrimonio vaya bien. Pero la vida matrimonial es más plena y más firme si se dan los cuatro elementos. El sexo es la realidad más fuerte y más constitutiva de la vida matrimonial. Es el fundamento de la amistad conyugal, es la intimidad que comparten, y además lo que permite superar la prueba de la proximidad (ninguna otra amistad aguanta una convivencia tan estrecha). El sexo sostiene el matrimonio, aunque no solo. «Mientras se llega pronto al término de lo que puede dar de sí el cuerpo, la exploración de la personalidad no tiene fin. De esta manera un acto que de por sí acaba por gastarse con la repetición, no se gasta nunca si se mira como expresión de una realidad más profunda que crece constantemente» 12. Conviene que funcione bien; a veces, hay que vencer el pudor y visitar los dos a un médico. Pero también hay que aceptar sus límites. «El acto sexual como mera unión del cuerpo —dice E.F. Sheed—, puede proporcionar a veces, un refinado placer físico, aunque sorprende la frecuencia en que no sucede así» 13. Y C.S. Lewis: «No puede dejar de considerar como una broma de Dios que una pasión tan encumbrada, en apariencia tan trascendental, como el eros, esté así ligada en incongruente simbiosis con un apetito corporal que, como cualquier otro apetito, revela descaradamente sus conexiones con factores tan terrenos como el clima, la salud, la dieta, la circulación de la sangre y la digestión» 14. La fisiología humana es como es: hay que asumir, por ejemplo, que el sexo a los sesenta no puede ser como al los veinte. Por eso, resultan tan ridículas las declaraciones frívolas de viejas actrices en las páginas de sociedad de los periódicos. Si se ponen excesivas expectativas, se genera una insatisfacción, que no lleva a ninguna parte buena. Desde luego hay que evitar estimularla con literatura especializada, que sólo aumenta la ansiedad: es tirarse por una pendiente donde no es nada fácil parar. La degradación del erotismo y las manifestaciones anormales a que conduce, no tienen nada de moderno, son perfectamente conocidas desde los tiempos más remotos, y envilecen mucho más de lo que se hubiera querido. No hay que olvidar que la libertad no domina los resortes del sexo, sólo los desencadena. «La mayoría de los reformadores sexuales que escriben sobre esta materia lo tratan como si fuera un gracioso animalito con el que se juega y se vuelve luego a colocar en su casita (...). Pero el sexo no tiene nada que ver con esto. En su belleza, grandeza y ferocidad es más bien comparable con un tigre, y aún en sus manifestaciones más suaves no tiene nada de animalito doméstico. con el sexo no se juega. Más próximo a la verdad sería decir que no es el hombre quien
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juega con el sexo, sino el sexo quien juega con el hombre, y el juego puede resultar catastrófico» 15. Cada uno tiene que domesticar el animal que lleva dentro. El matrimonio no sólo ayuda, sino que combina el ímpetu natural del sexo con la fuerza del amor, haciendo esa amalgama, tan increíblemente sólida, que es la vida matrimonial. Hay que respetarlo. La sexualidad humana tiene algo de sagrado, no es sólo biología, ni es simplemente un juego y una fuente de satisfacciones: es un milagro de la naturaleza, donde están las fuentes de la vida humana, que es sagrada; donde están los resortes naturales del amor, que también es sagrado; donde están las raíces del entramado social. Se comprende, entonces, que la moral sexual tenga que ser severa. Y que la disciplina sexual —en definitiva, la fidelidad mutua— sea un requisito indispensable para la madurez del varón y de la mujer. Se ayudan mutuamente a vivirla cuando se quieren bien. Casi tan importante como el sexo es la calidad de la convivencia. Lord Byron afirmaba que es más fácil morir por la mujer que se ama que vivir con ella. Convivir es la prueba fundamental de la vida matrimonial. Exige mucha paciencia con las manías y defectos del otro. Hay que desarmarse, pasar por alto y perdonar sin darle importancia, ni creerse un mártir. Y esto constantemente. Hay que evitar por todos los medios llegar a sensibilizarse y estar en una situación de intolerancia donde todo lo que sucede es la gota que colma el vaso. Hay que dar un margen de confianza, para no saltar a la primera, ser flexibles, ceder, y no guardar rencores ni listas de agravios. Y en sentido contrario, hacer lo posible por no cansar: no repetirse, no insistir, no hurgar en la herida; saber callarse, no exigir, no pasar factura. No andar con las mismas quejas, que es lo que más exaspera; controlar las manías. Hay que evitar en absoluto los gritos y los insultos, no acostumbrarse nunca a ofender y, para eso, pedir perdón enseguida, siempre que ha habido una falta... Y no pensar que se hace más de lo debido: nunca se hace lo debido, porque amar es entregarse. Un poco de buen humor ayuda muchísimo y lo suaviza todo. Si se consigue, se triunfa. Tiene gracia el comentario que hace Tolstoy al describir los primeros momentos del matrimonio de Levin con Kitty, ambos excelentes personas: «Otra desilusión y encanto a la vez lo constituían las discusiones. Levin nunca se había imaginado que entre él y su mujer pudieran existir relaciones que no fueran tiernas y amorosas y llenas de respeto. Pero en los primeros días de casados discutieron hasta tal punto que Kitty se echó a llorar diciéndole que no la quería y que sólo se quería a sí mismo (...). Un sentimiento natural le exigía justificarse y demostrarle a Kitty su error, pero al hacerlo la excitaría aún más aumentando aquella separación que era el motivo de la pena. Un sentimiento habitual lo impulsaba a quitarse la culpa y echársela a ella y otro más fuerte a reparar aquello lo antes posible para que no aumentara» 16. No se pueden perder, por lo menos, los mismos detalles de educación y de cortesía que se tienen con cualquiera. No hay que olvidar esa medida y evitar que la deteriore la confianza. Hay que mantener la estima mutua; aunque quizá los viejos o nuevos defectos se hagan más patentes. Ningún defecto debería llevar a sentir desprecio o repugnancia (el
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amor tiene que seguir siendo ciego), aunque también el otro tendría que hacer lo posible por quitárselo. Esto puede exigir heroísmo. Además, el cariño tiene que saber expresarse en detalles de ternura, y en atenciones elegantes, si es posible: cartas, llamadas, obsequios, recuerdos... Seguir siendo atentos y delicados teniendo como punto de referencia el modo de tratarse al principio, que nunca debe desaparecer del todo. No se trata de vivir alelados, sino de tener algunos detalles para mantener el romanticismo inicial o crearlo si no lo hubo. Pero sin forzar ni pretender imposibles. Si no se puede llegar al romanticismo, por lo menos hay que llegar al bienestar: practicar el arte de hacer la vida agradable, amable, simpática, entretenida, satisfactoria y cómoda. A veces, un conjunto de cosas pequeñas —las zapatillas, la butaca, la comida, la conversación, la jovialidad— hacen mucho más por la felicidad conyugal que otras. Convivir requiere hablar, comunicarse, contarse las cosas. Esto suele exigir un cierto esfuerzo, un cierto interés para tener algo que contar, y un cierto tacto para ser oportunos y no cansar. Probablemente es peor hablar demasiado que hablar poco. Y también hay que saber escuchar e interesarse. Las personas que saben escuchar siempre son agradables. Y también las que saben apreciar lo que se dice. Con cierta gracia dice Maurois: «Mujeres feas y sin gracia se hacen amar durante toda su vida porque alaban como es menester» 17. Lo mismo se puede decir de los varones. Cada esposo tienen que meter al otro en las cosas de su vida: ayudarse, si es posible, en sus trabajos; compartir las aficiones y los amigos; una buena ocasión suelen ser los viajes de trabajo. Sin forzar las cosas, porque también es bueno un cierto ámbito de autonomía en el trabajo y las aficiones; así se tienen más cosas que contar. Y hay que tener cierto ingenio para hacer, de cuando en cuando, algún extraordinario divertido que rompa la monotonía: un viaje, una excursión, una visita, un espectáculo. Tienen que saber entretenerse juntos... y, a veces, aburrirse juntos, estar en lo normal y dejar correr el tiempo sin angustiarse, porque no se puede esperar que la vida transcurra en un estado permanente de euforia. Además, no lo aguanta la psicología humana. De repente, siempre inesperados y, al mismo tiempo, esperados, aparecen los hijos. La relación entre los dos cambia: pasan a ser el «padre de mis hijos» o la «madre de mis hijos»: un nuevo motivo de cariño y de respeto, y un nuevo vínculo. Desde entonces los hijos son el principal objeto de los trabajos y preocupaciones comunes; y el tema más consistente de conversación. Comienza una dedicación y un sacrificio que no puede ser compensado. Es un tributo a la naturaleza humana; y hay que darlo con la misma generosidad con la que probablemente se recibió. Desde entonces la principal tarea del matrimonio es cuidar de esos seres maravillosos pero también gritones y llorones que dan una considerable guerra y trabajo y que, muy pronto, manifiestan sorprendentes síntomas de una irreductible independencia. Es que son libres y, por eso, a pesar de lo que cuesta traerlos al mundo y educarlos, nunca son una propiedad; y hay que respetarlos como personas, y resistir la tentación de proyectarse en ellos, de subrogar en ellos la propia vida, de modelarlos al propio gusto. Y hay que aceptar el ejercicio responsable —a veces, sólo un poco— de su libertad. Un hijo, algo infinitamente más
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importante que el perro, pero también infinitamente más molesto cuando se empeña. Un derroche de cariño y de esfuerzo, muchas alegrías, muchos motivos de orgullo y también bastantes problemas. Hay que tener cuidado con el cariño posesivo, que quiere ser inmediatamente correspondido, o con el cariño agobiante que encuentra gusto en sacrificarse por el otro, y, más, en hacérselo notar; cuando en realidad el otro preferiría que lo dejasen en paz, o que no le recordasen con tanta frecuencia que le están haciendo favores que no había pedido y que quizá incluso no desea. El cariño tiene que dejar un margen de libertad y respetar una distancia. También hay que aceptar, a veces, que no sea correspondido. En realidad, el cariño que piensa demasiado si es o no correspondido, no es sano, no funciona bien. Cuando se quiere bien, no se piensa en el pago, aunque se agradezca. Amor, fidelidad, respeto, comodidad y entrega: ésa es la fórmula; bastante vieja pero muy eficaz. En este terreno tan antiguo (y tan natural) lo que se puede inventar es muy poco. Pero se puede poner ingenio para ver cómo se logra en cada caso, porque no es fácil que todos los componentes funcionen bien.
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5. Las dulzuras del hogar De nuevo es Tolstoy quien describe la sorpresa de Levin: «Su vida de casado no se organizó de un modo especial, sino que estaba constituida precisamente de aquellas nimiedades que tanto despreciara antes y que ahora, contra su voluntad, adquirían una importancia indiscutible y extraordinaria (...). Esta preocupación de Kitty por las cosas pequeñas tan contraria al elevado ideal de felicidad que Levin esperaba del primer tiempo de su matrimonio constituía una de sus desilusiones. Pero (...) era también uno de sus nuevos encantos» 18. Una familia que funcione crea un hogar, un ámbito de convivencia humana, que tiene calor propio. El lugar material —la casa— es una parte importante, pero podría bastar el carromato de un circo. Un hogar es, sobre todo, el ambiente acogedor, ameno y entrañable que crea una familia. Un mundo de pequeñas cosas muy dispares —objetos, comidas, costumbres— que es el núcleo de la convivencia social; el lugar de acogida y encuentro más intenso y más humano de los miembros de una sociedad. Conviene huir de visiones demasiado idílicas: un hogar normal, especialmente si conviven más de cuatro personas no es nunca un «refugio de paz y de amor». Se puede intentar que lo sea en alguna medida, pero hay que saber que no lo es y, lo que es más, que no lo va a ser nunca, mientras exista una convivencia humana real. Los muchos encantos de la vida familiar están constantemente expuestos a los «demonios domésticos»; pequeños y maliciosos duendes que tienden a hacer la convivencia insoportable con sus malas artes. Por eso un hogar no es algo ganado, es una tarea por hacer. Vamos a ver cuatro «demonios»: la proximidad, la chinchorrería, el caos y el aburrimiento. «Nadie es un gran hombre para su ayuda de cámara», se ha dicho con verdad. Es fácil ser admirable mientras se permanece inaccesible. Pero la proximidad derriba las imágenes prefabricadas, descubre el engaño del decorado. Y en ningún sitio se está tan cerca como en familia. En familia, se acaba el teatro: no se puede mantener la imagen estándar —de jovialidad, de eficacia, de seriedad— que estamos acostumbrados a dar. En cuanto entramos por la puerta del hogar, no es posible seguir con la comedia. Nuestra intimidad está descaradamente a la vista, con la misma desfachatez con la que están expuestas las piezas de una carnicería. Todos advierten a qué hora nos levantamos de la cama, el día que bebemos una copa de más, si hemos obedecido al médico, si estamos engordando...; y ese grano feo, esa espinilla, esa caspa... Ven nuestro nerviosismo, nuestro malhumor, nuestros tics. No es posible comer, roncar, tener una dificultad humillante de salud sin que se note inmediatamente. Los personajes públicos acaban sabiendo cuál es su lado bueno para las fotos. En familia no se puede escoger: nos ven de todos los lados. No hay otro remedio que desarmarse y aceptar la situación, aunque cuidando las formas, para no hacer las cosas todavía más groseramente patentes y molestas. Nos ven y además nos prueban. Curiosamente el amor familiar se expresa también de una manera paradójica en la chinchorrería: ejercicio dialéctico que consiste en lanzarse pequeñas puyas con el fin de hacer rabiar. Sólo se cultiva en ambientes de total
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confianza. Es una especie de cariño crítico que encuentra gusto en molestar, siempre en los límites de lo tolerable, pero ordinariamente un poco por la parte de fuera. Es la observación hiriente —sabiendo que lo es— dicha como de pasada por el esposo o la esposa, es el comentario irónico y la queja disfrazada. Los hijos mayores suelen molestar a los pequeños recordándoles constantemente —y, a ser posible, inoportunamente— sus obligaciones; por su parte, los pequeños adquieren muy pronto la habilidad de dar precisamente donde más duele a sus hermanos mayores. Y los hermanos pequeños parecen tener una especial propensión y habilidad en sacar de quicio a sus hermanas mayores, dando una vez tras otra en la diana de su sensibilidad. Son pequeños y democráticos torneos dialécticos donde todos se tratan de igual a igual, aunque sean niños. Quizá hay en esta tendencia un atavismo biológico: como los lobos que se tantean para saber quién es el que manda, o quizá forma parte del juego con el cual los más jóvenes se preparan para las dificultades de la vida. Es un ejercicio inevitable, pero hay que moderarlo para que no convierta la convivencia en un infierno. Mezclar un poco de buen humor ayuda bastante y también desviar la atención, porque este ejercicio se usa cuando no hay otra cosa en que pensar. Otro de los demonios familiares es el desorden, el caos. Convivir con un prójimo significa un conflicto permanente de gustos, tendencias, manías; y no sólo en las grandes cosas, sino principalmente en las pequeñas. La aspiración de llegar a casa y poder estar tranquilos, sólo se realiza a medias en una familia normal. Si nos quieren bien, el único sitio donde finalmente nos dejarán tranquilos será en la tumba. La aspiración al aislamiento total —con mi vida, mis lecturas y mis aficiones—, aunque es legítima, tiene que ocupar un segundo lugar frente a la realidad de la convivencia diaria. Hay que elegir: o el desorden ruidoso y cálido de un hogar, o el orden perfectamente frío de un panteón. No puede haber niños sin que haya gritos, desorden y destrozos. Lo mejor es darlo por supuesto y preparar la casa para la batalla diaria (a veces, hay que guardar los jarrones). La buena educación tiende a crear en los hijos hábitos de disciplina, que hacen más llevadera la convivencia: horarios, hábitos de orden (dónde se dejan las cosas), y de urbanidad (forma de hablar), pero tiene que lograrse con paciencia y con cierta flexibilidad: el orden total asfixia el cariño. El cuarto demonio de la vida doméstica es el aburrimiento, la repetición. Siempre las mismas personas, las mismas costumbres, los mismos problemas, los mismos tics, con una monotonía irritante. Produce una especie de cansancio infinito que se expresa en el «¡otra vez!». Sobre todo cansan los defectos: que es distraído, que se deja las cosas fuera de sitio, que es desordenado; que ha dejado otra vez desenchufada la televisión; que ha cambiado ¡otra vez! la sintonía del canal. Con tal acumulación de «pruebas», se «decide» pensar que lo hace para fastidiar... Volver de casa y se oye lo de siempre, y el otro estornuda de la misma manera estrepitosa y molesta, y pone esa cara tan estúpida; y vuelve a tartamudear; y otra vez tenemos esas albóndigas horribles... Los chicos han vuelto a pelearse, la vecina ha bajado a quejarse, la pequeña se ha puesto a llorar; se ha salido otra vez el manillar de la puerta; las toallas del baño están por el suelo; el geranio
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se ha secado porque «nadie» se ocupa de él; le han dado otro golpe al coche; y la pasta de dientes, ¿dónde está la pasta de dientes!... Para combatir los demonios, hay que apoyarse sabiamente en los pequeños detalles que hacen resaltar la parte positiva de la convivencia: poner cariño y pasarlo bien juntos. No se puede pretender estar permanentemente en estado de euforia. Se trata más bien de salpicar la existencia. dando un toque aquí y otro allá para crear y mantener un clima agradable y acogedor. Es todo un arte. No se trata de hacer grandes cosas, sino muchas pequeñas, que corrigen el ambiente, le quitan tensión, originan una pequeña sorpresa, dan lugar a un buen momento... Se trata de poner ingenio y buen humor, y mantener la iniciativa para pasarlo bien. Lo que da calor a un hogar es siempre el cariño. Querer realmente y en concreto a cada uno, mostrando una preocupación real por todos: por los que apetece más y por los que apetece menos, por los que lo agradecen más y por los que lo agradecen menos. El amor familiar tiene que ser «democrático»: a todos por igual, aunque acoplándose a la personalidad de cada uno de los hijos. El cariño se manifiesta sobre todo en que se está contento de verles, en que se aprecia lo que hacen, dicen y piensan; en que se muestra interés por sus asuntos, en que se les recibe siempre con una sonrisa... Y hay que tener presente que crecen mucho más rápidamente de lo que parece. Unos pocos años y, en lugar de un niño encantador, al que se le puede manejar con un poco de ingenio, se tiene al lado a un desconocido adolescente, que tiene sus propios criterios, al mismo tiempo tajantes e inseguros, que nadie sabe de dónde los ha sacado; y que tiende a oponerlos para afirmar su personalidad... Después del cariño, el lugar material. Cada hogar es, en cierto modo, una obra de arte, una creación familiar; y, por eso mismo algo único, que sólo pueden comprender los que viven en él. Con el uso, todos los rincones y los objetos adquieren un significado que el extraño no puede captar. En él se materializa la historia familiar. Eso forma parte del hogar. Por eso, suele ser mejor huir de fórmulas estereotipadas, e ir creando el propio clima con la colaboración de todos. Tiene que tener un mínimo de habitabilidad — higiene, temperatura—, pero no hace falta tenerlo todo: de hecho, las casas destartaladas pueden tener su encanto y su aventura, por lo menos mientras los padres son jóvenes, y son mucho más divertidas para los chicos. Se requiere un mínimo de orden y de limpieza, y preparar algún rincón más tranquilo y cómodo para refugiarse. Pero tiene que haber un equilibrio entre lo cómodo y lo estético, porque la comodidad sola tiende a degradar el ambiente: desgaste, rozadura, descuido... Tienen gracia las observaciones de Chesterton: «De todas las ideas modernas engendradas por la mera abundancia material, la peor de todas es la idea de que la vida familiar es aburrida y sosa (...). Esta es por supuesto la opinión de los ricos (...). La verdad es que, para la gente moderadamente pobre, el hogar es el único sitio donde hay libertad. Más aún, es el único sitio donde hay anarquía. El único sitio en la tierra en que un hombre puede alterar de repente cualquier plan, puede hacer un experimento o permitirse un capricho. En cualquier otro sitio adonde vaya debe aceptar las reglas estrictas del taller, de la fonda, del club o del museo (...). Para quien se gana la vida
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trabajando duramente, el hogar no es el sitio domesticado y manso en un mundo lleno de aventuras. Es el sitio indómito y libre en un mundo lleno de reglas y tareas fijas. El hogar es el sitio en donde podemos poner la alfombra en el techo o las tejas del techo por el suelo si nos da la gana...» 19. La comida tiene una importancia especial. Precisamente porque somos biología y libertad, comer no es sólo una necesidad fisiológica, sino también un ejercicio creativo. Preparar la comida es un aspecto de la cultura humana con una tradición muy antigua, y compartirla, un elemento principalísimo de la vida social. Algunos de los grandes diálogos de Platón —obras cumbres del pensamiento occidental— se realizan precisamente en el curso de un banquete; y también el Reino de los Cielos es prefigurado con esa forma. Quizá no puede hacerse todos los días ni a todas horas, pero es una reunión familiar imprescindible. Y en ella, es donde se manifiestan los principales acontecimientos: las fiestas, las celebraciones. Después, como la vida familiar es una empresa común, todos tienen que colaborar. Y hay que hacer un reparto razonable de tareas. Hay que pedir algo de cada uno, y hay que pensar de qué modo puede colaborar. La vida de una familia genera tal cantidad de pequeñas necesidades, que hay tarea para todos. Por último, el gran remedio contra la monotonía, es el extraordinario. Hay que administrar este recurso con sabiduría. Algunos pueden estar previstos y ser considerados como costumbres familiares: fiestas que se celebran, excursiones que se hacen todos los años... Otros son imprevistos: cambiar la decoración de la casa, hacer un viaje, una excursión o una visita inesperada... Y también hay que ingeniárselas para hacer que las fiestas y las celebraciones —cumpleaños, aniversarios, Navidades— tengan algo de extraordinario: en la comida, en la decoración, en las sorpresas... Hay que tener presente que suelen ser precisamente estos extraordinarios los que quedan en el recuerdo como los momentos más entrañables de la vida familiar. Hay que ser ocurrente, y, a veces, hacer un poco el loco, para divertir y sorprender... A los niños les encantan los extraordinarios, y a los mayores también, aunque les da más pereza. Así se crea un hogar, trenzando una infinidad de cosas menudas, sin soluciones drásticas, con un poco de ingenio y de buen humor, dando pequeños retoques, pequeños cambios de rumbo, pequeñas iniciativas. Acumulando cosas buenas en el recuerdo y aprovechando todas esas circunstancias para educar a los hijos en libertad y responsabilidad y para expresarse cariño. Un hogar es una realidad viva, que cambia cada día. No es algo definitivo: las relaciones humanas que se crean lo son, pero las circunstancias de la vida en común no: los hijos no vivirán con los padres indefinidamente, ni los padres tampoco... Con tantas pequeñeces, se cuenta una gran historia, que es la de la felicidad real que se alcanza en este mundo. Cuando se ha puesto amor, todo se recuerda con cariño. No está garantizado que todo vaya a salir bien, pero siempre es un éxito haber amado. Y a nadie se le puede quitar su pasado. Es verdad que la vida familiar es, en muchos aspectos, trivial y ordinaria, pero es verdad también que produce muchas satisfacciones; y que alcanza bienes de calidad tan profunda como la vida, el amor mutuo y la realización
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personal. Está muy por encima de otras actividades como el trabajo técnico, o la creación estética y cultural. Por eso, hacer familia también es un arte (del que no saben nada las enciclopedias).
1 cfr. Alvaro Silva, Introducción a la antología de G.K. Chesterton, El amor o la fuerza del sino, Rialp, Madrid 1993, 38. 2 Ian McEwan, Los perros negros, Anagrama, Madrid 1993, 22. 3 Ibidem, 12. 4 F.J. Sheed, Persona y sociedad, Herder, Barcelona 1976 (2ª), 103-104. 5 F. J. Sheed, o. cit., 104-105. 6 Esteban de Arteaga, La belleza ideal, en Obras Completas, Col. «Clásicos castellanos», 122, Espasa-Calpe, Madrid 1972 (3ª), 102-103. 7 A. Maurois, El arte de amar, o. cit. 54. 8 F.J. Sheed, Persona y sociedad, Herder, Barcelona 1976 (2ª), 108. 9 Ch. Dickens, David Copperfield, Cap. 44. 10 Ibidem. 11 V. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1986, 46-47. 12 F.J. Sheed, 108. 13 F.J. Sheed, Persona y sociedad, Herder, Barcelona 1976 (2ª), 106. 14 C. S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1991, 112. 15 F.J. Sheed, Persona y sociedad, Herder, Barcelona 1976 (2ª), 104. 16 L. Tolstoi, Ana Karenina, Parte V, cap. XIV, en Obras, Aguilar, Madrid 1964, 339. 17 A. Maurois, El arte de amar, en Un arte de vivir, Buenos Aires 59. 18 L. Tolstoi, Ana Karenina, parte V, cap. XIV, en Obras, Aguilar, 1964, 338-339. 19 G.K. Chesterton, El carácter indómito de la vida doméstica (tomado de What’s Wrong with the World?, 1910), en la Antología publicada por A. de Silva, 71-72.
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8. El sentido religioso
1. El hecho religioso Quien posee un sentido religioso lo vive como un beneficio, como un don, que le sitúa en el universo y le proporciona una dirección para su vida. Quien no lo tiene, en cambio, está expuesto a descubrir que la existencia carece de sentido o de horizonte. Por eso, se puede decir que la religión es uno de los mayores bienes humanos. Así lo siente el que lo tiene. En un libro como éste, no es posible dejar de hablar del sentido religioso. Pero queremos abordar este tema sin imponer una visión de las cosas ni dar nada por supuesto. En la cultura nuestra, unos son creyentes; otros no lo son; y un gran número se encuentra en una situación de incertidumbre o temporalmente olvidados. Por eso, conviene afrontar este tema con un planteamiento serio y humanístico, evitando simplificaciones. Cultura implica sensibilidad hacia todo lo humano y capacidad para apreciar sus ricos matices. La religión es un tema intensamente cultural e intensamente humano. Las tradiciones literarias más antiguas son religiosas. Todos los pueblos que han existido han tenido su religión. Y nunca han faltado personas religiosas entre las mejores. También en nuestra época sucede esto con personas que son consideradas como ejemplos o cimas de humanidad, como Gandhi o la Madre Teresa de Calcuta. Según Séneca: Bonus vir sine Deo nemo est (Ep 41,2). Es decir: no hay hombre bueno sin religión. Quizá habría que matizarlo y decir que es más fácil ser bueno si se cuenta con la ayuda de la religión. La religión no puede considerarse como un residuo de tiempos primitivos. Por el contrario, todos los indicios apuntan a que es una dimensión permanente del espíritu humano. Como ha señalado M. Eliade: «Lo sagrado es un elemento de la estructura de la conciencia humana, no un estadio en la historia de esta conciencia» 1. Es una dimensión humana muy densa, pero difícil de estudiar. No es fácil determinar cuáles son sus características esenciales, de tal manera que incluya y represente a las religiones reales tal como existen, con sus variadas formas. Por eso, procederemos partiendo de las características más generales, e intentaremos progresar hasta el centro del fenómeno, que es la cuestión de Dios. En un primer acercamiento, podemos observar que las religiones tienen dos polos de referencia, uno interno y otro externo. En lo interno, tienen que ver con los anhelos humanos de sentido, de plenitud y de salvación. Conectan con las aspiraciones más profundas de la vida humana. De una manera u otra, las grandes preguntas de la existencia humana atañen a la religión: el sentido de la vida y del más allá; la guía moral
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de la existencia; la respuesta ante el sufrimiento y la muerte; la solución de la injusticia y del mal. En lo externo, dependen de las formas en las que se puede intuir la trascendencia o el más allá. La religión siempre tiene que ver con lo superior, con instancias trascendentes. Supone una estructura de la realidad donde hay algo más importante que está por encima —o por debajo— de las realidades comunes con las que se convive. A esa trascendencia se le puede llamar Dios, o el Todo, o incluso una variedad de seres divinos. Pero tiene que ser una realidad más poderosa que el resto. Si se considera que el más allá es más simple o más pobre que la realidad normal, entonces no se puede hablar de religión. Estaríamos en el terreno de la cosmología, de la composición física del mundo, por primitiva y rudimentaria que sea. De acuerdo con este esquema, vamos a estudiar primero las dimensiones del sentido religioso, que es tanto como decir a qué cuestiones humanas responde. Después, estudiaremos las formas de intuir la trascendencia. Esto nos llevará a pensar en la idea de Dios y nos permitirá caracterizar un poco la religión como fenómeno personal (sentido religioso, piedad) y como fenómeno social (las religiones). Acabaremos reflexionando sobre la idea de Dios manifestada por Jesucristo, que es la que ha determinado las concepciones religiosas de nuestra cultura.
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2. Dimensiones del sentido religioso Como hemos dicho ya, el sentido religioso entronca con tres grandes cuestiones humanas: el sentido de la vida; los anhelos de una plenitud personal; y las esperanzas de salvación. No todas las religiones consideran los tres aspectos, pero son tres dimensiones humanas que sólo encuentran respuesta en la religión (o se pierden en sucedáneos religiosos). Por eso, siempre influyen de una manera u otra en la forma de lo religioso. a) La exigencia de sentido Es una exigencia general del ser humano. Estamos acostumbrados a dar sentido a lo que hacemos. Y esperamos que tenga sentido lo que nos sucede. Por eso, aún sin reflexionar sobre ello, esperamos que tengan sentido tanto el régimen general del universo; como los acontecimientos que suceden en nuestra biografía personal. Lo necesitamos para situarnos en el mundo. Para entender por qué estamos aquí y qué tenemos que hacer. Para poder responder a lo que se espera de nosotros, si es que se espera algo. Necesitamos alguna idea sobre la naturaleza de los poderes y de las fuerzas que vemos desencadenarse y de las que intuimos que están más allá de nuestra experiencia inmediata. Cómo se gobierna la naturaleza y, especialmente, los ciclos que más nos afectan: los ciclos atmosféricos, los ciclos vitales; las extrañas fuerzas que parecen operar sobre la vida y sobre la muerte. No es sólo la pregunta por la explicación material, que, hasta cierto punto, puede ser respondida por nuestros conocimientos científicos. Es la pregunta por la escala de seres y de valores del universo. Es la pregunta por lo que es importante y valioso. El hombre, que es un ser personal e inteligente, sospecha espontáneamente que la estructura del universo también es personal e inteligente. Es decir, que ha sido pensada. Que detrás de las apariencias, hay inteligencia, valor y sentido. Que las cosas y la propia vida son por algo y para algo. Y lo mismo sucede respecto a las fuerzas que intervienen en la historia. Se plantea la pregunta del por qué sucede lo que sucede. Y se quiere pensar que probablemente hay alguna razón, que es tanto como decir que el conjunto ha sido pensado y tiene alguna lógica. La pregunta por el sentido de la vida es, al final y siempre, de carácter religioso. Fuera del ámbito religioso la respuesta al sentido de la vida sólo puede ser trivial. b) Un anhelo de trascendencia Hay experiencias humanas que producen nostalgias de plenitud y, al mismo tiempo, la sensación de que esa perfección está más allá de nuestras fuerzas y de que aquí no es posible alcanzarla. La antigua filosofía griega (Platón, Aristóteles) hablaba de una escala de grados del bien, de la belleza, de la verdad, que se refleja en toda la realidad. Con frecuencia, las experiencias profundas de verdad, de bien y de belleza, dejan un regusto de plenitud. Son destellos. Y se viven como si se hubiera manifestado veladamente algo maravilloso. Como si, más allá, hubiera un ámbito de realidad más plena, más poderosa y más feliz. El ser humano tiende a su perfección. Y, en la medida en que tropieza con los grandes bienes, desea llenarse de ellos. Hay una escala de bienes que se corresponde con la
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escala de las necesidades humanas. Desde el bienestar y la tranquilidad hasta el amor, pasando por la verdad, la belleza, la honradez, la paz y la justicia. Debido a las formas limitadas en que podemos alcanzar estos bienes y también a las limitaciones de la vida misma, resulta que esta felicidad aparentemente prometida, no se puede alcanzar. Entre la intuición de la felicidad y el desengaño, queda la nostalgia de algo más pleno. Muchas manifestaciones de verdad, de belleza y de amor humano (y también sus ausencias) dejan un sabor fuerte del más allá, una nostalgia de plenitud. Buber hablaba de la «noble nostalgia del Tú eterno» que queda en cada una de las experiencias de amor personal. Aquel amor pleno que se ha manifestado y que se prometía, aquella comprensión profunda que se deseaba, aquella armonía personal... En alguna parte debe poderse realizar. c) La esperanza de una salvación Esta esperanza se despierta también en la medida en que se tiene una experiencia más aguda del mal. Tanto en el aspecto personal (dolores físicos, decadencia, fracaso y muerte, quiebra moral), como en el aspecto social (injusticias), como ante los males de la naturaleza (catástrofes). La madurez humana lleva consigo una experiencia viva de los propios limites y de los males del mundo y, por eso, se insinúa la necesidad de una esperanza. — En lo personal, se percibe la propia caducidad física. Esto se agudiza al experimentar la enfermedad, los achaques de la vejez y la proximidad de la muerte. Y junto a la caducidad física, está la quiebra moral. Ésta sólo se percibe por contraste, en la medida en que uno se empeña en ser honrado. Entonces descubre la persistencia de las malas inclinaciones: las resistencias interiores, la facilidad para dejarse llevar por tentaciones, para no hacer lo que uno se propone, para no ser como a uno le gustaría. Es difícil ser buenos y dominar el carácter, la conducta viciosa, agresiva o perezosa. Son manifestaciones de una herida moral en nuestra alma. Cuando se quiere ser honrado, se nota su profundidad y se desea la salvación, la purificación, el perdón y la paz. — En lo social. No está garantizado el triunfo por más que uno quiera ser honrado. Nada garantiza el apoyo de la naturaleza, ni el reconocimiento social. Al contrario de lo que sucede en las películas bienintencionadas, no es seguro que las causas justas vayan a triunfar y las injustas a perder. La combinatoria por la que se triunfa o se fracasa depende de factores imprevisibles. La vida no es justa; muchas veces maltrata a los débiles y hace sufrir a los inocentes. Muchos grandes sabios de la historia han terminado mal: Sócrates, Séneca... Además está la agresión, tan difícil de aceptar, de la naturaleza, que no parece avenirse a razones ni a consideraciones morales. Todo esto forma parte de la vida y no se arregla con recetas de autoayuda. Se desea, se necesita, una solución y una salvación que sólo puede venir del más allá. En el fondo, se aspira a que el universo tenga una naturaleza moral. Que responda como responden las personas buenas. Que tenga misericordia y se apiade de nosotros, que resuelva los males y restablezca la justicia. Pero esto sólo es posible, si hay algo más que las fuerzas ciegas de la naturaleza. Conclusión
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Sólo si hay una plenitud más allá se puede dar un sentido pleno a la vida. A esa vida que ofrece tantas promesas maravillosas entre riesgos amenazadores. Sólo en el más allá puede estar el fundamento y la plenitud de los grandes bienes que aquí sólo se insinúan y la solución definitiva de los males que amenazan y nos vencen con la muerte. Estamos en el campo de las preguntas últimas y de los bienes que trascienden al hombre. Es el campo de la religión. También es esencialmente la cuestión de la plenitud. Sin un más allá que concentre el valor y la plenitud del mundo, no pueden darse los grandes valores, no hay lugar para las mayúsculas (Ser, Verdad, Bondad, Belleza, Amor, Justicia); sólo podrían darse experiencias efímeras de estos valores. El hombre, que es un ser personal aspira a una plenitud con valores personales. Si no hay trascendencia, no se pueden dar, no pueden existir. Decir que existe la Verdad, la Justicia, el Amor, la Belleza, es decir que existe el Ser, es decir que existe Dios. Lo mismo sucede con la salvación, que requiere, a la vez, una instancia moral más allá del mundo y un poder capaz de obrar en el mundo. Si no, lo que sucede en este mundo, no tiene remedio. Porque todo hombre es limitado y también los poderes sociales. No pueden responder, ni personal ni colectivamente, a la demanda de salvación. Sólo pueden ofrecer chispazos de plenitud o sucedáneos. Las preguntas por el sentido, por la plenitud y por la salvación son preguntas que sólo pueden tener una respuesta religiosa. No se pueden resolver desde el ámbito de la ciencia, ni desde la filosofía. Porque tanto la ciencia como la filosofía, de distinta forma y en distintos niveles, se limitan a «describir» la realidad que tenemos. Pero si la realidad tiene algún sentido profundo y está dominada por algún tipo de personalidad o de inteligencia, nada podemos saber si no nos manifiesta su intimidad. La religión trata precisamente de introducirse en la trascendencia y establecer una relación.
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3. Experiencias de trascendencia Hay tres formas básicas de alcanzar cierta experiencia de lo divino o de la trascendencia. Sin duda, influyen en el sentido religioso y también en las forma que han adquirido las religiones históricas, aunque éstas están muy mediatizadas por la cultura o por experiencias de personas singulares. 1) El camino de la naturaleza Es el más común, el más inmediato. Detrás de las grandes experiencias de poder, de belleza y de orden que la naturaleza prodiga, se intuye que hay algo superior y vivo, algo en definitiva divino. En primer lugar, sorprende el poder: el fragor de las tempestades, la fuerza de los mares, la potencia de los terremotos o de los volcanes. También el impulso de la vida con los ciclos biológicos y sus fuertes instintos vitales. Las diversas manifestaciones del poder de la naturaleza impresionan y causan miedo. Después, si elevamos la mirada, sorprenden la inmensidad de los cielos, el orden y número extraordinario de los astros, la sorprendente complejidad de la vida, la espléndida regularidad de las leyes naturales, la admirable intimidad de la materia. Desde un punto de vista estético, la belleza fantástica de los bosques, de los desiertos y de las aguas, de los colores de la naturaleza y del cielo, de las formas de la vida y de los espacios inmensos del cosmos. La mente, que se siente extasiada y también superada ante tanto poder, orden y belleza, no es capaz de suponer que son fenómenos puramente casuales y sin sentido. Intuye que estos fenómenos encierran una calidad de orden superior; percibe en definitiva potencias superiores, más capaces e inteligentes, que están detrás de las cosas y de las que las cosas son sólo la manifestación. Es una deducción casi inmediata, pero rigurosa. Hay una comparación, quizá implícita, con la experiencia ordinaria del obrar humano. Todo hombre sabe por experiencia propia que la producción del orden y de la belleza necesita arte y potencia, que nada se hace solo, y que las grandes obras son fruto de grandes esfuerzos. Por eso, al contemplar el cosmos, tiende a ver en él una potencia (o varias) que lo ha ordenado y le ha dado su vigor, su forma, su orden y su belleza. No es necesario enfrascarse en elevadas reflexiones filosóficas; la pura contemplación de la naturaleza a veces es suficiente. Basta contemplar, que es más que ver; porque contemplar supone un situarse serenamente ante las cosas y dejarse penetrar por ellas. Subimos a la cima de un monte y nos dejamos ganar por el paisaje; o nos quedamos frente a la inmensidad el mar; o ante la maravilla de una noche estrellada o nos representamos las profundidades de la materia, la maravilla matemática de las leyes de física, la extraordinaria complejidad bioquímica de la vida. Cualquiera de estas dimensiones, contemplada como un todo, transmite una impresión de poder, de orden y de armonía; y el mensaje implícito de que hay algo más, detrás de todo. Este mensaje de la naturaleza es muy fuerte; por eso, probablemente está en la base de todas las religiones. Todas transmiten la idea de que hay algo trascendente, más allá de la naturaleza inmediata, o de que la naturaleza misma en su profundidad tiene un
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carácter divino; es decir, infinitamente superior a lo humano. Sin embargo, el mensaje de la naturaleza no es fácil de interpretar. Por eso, las religiones se dividen a la hora de concretar qué es lo que está detrás o en el fondo de la naturaleza. Porque la naturaleza es bella, pero también puede ser terrorífica (los volcanes, los rayos, las plagas, las fieras). No sólo inspira admiración, sino miedo. Las religiones animistas tienden a ver seres más o menos divinos detrás de cada una de las manifestaciones de la naturaleza; otras religiones dan carácter divino a las grandes fuerzas o principios naturales; otras ven en la misma tierra un ser divino o creen que detrás de ella hay una inmensa alma, un espíritu vivo que es la explicación de su actividad; otras creen en un ser personal creador, que está más allá de este mundo. 2) El camino de la conciencia El segundo camino de intuición de lo trascendente es a través la intimidad de la propia conciencia. Requiere una cierta preparación, porque sólo así se perciben sus profundidades. A medida que se hace el silencio por dentro, se descubre que la interioridad tiene dimensiones insospechadas, siempre más profundas y, aparentemente infinitas. Es el universo espiritual de la conciencia, con sus experiencias características de iluminación o encuentro con la verdad. Las sucesivas tomas de conciencia, a diferentes niveles de profundidad, permiten percibir una cierta infinitud en el fondo del yo: algo que parece estar más allá de la propia conciencia y que comunica con el fundamento de toda la realidad. Parece alcanzarse algo sublime, profundo e infinitamente extenso, con una cierta inmensidad, llena de quietud y aparentemente sin límites ni contornos. El que no tenga experiencia puede burlarse de esto. Pero el que realmente ha trabajado su espíritu sabe la hondura que tiene, una hondura, aparentemente infinita. Por esta razón, tantas religiones conciben que hay un fondo de la realidad en la que todo comunica, que es común a todo. Esto explica también la profunda unidad y lógica general que tiene el universo cuando es visto en diversas escalas. Hay que decir que este argumento tradicional no ha perdido fuerza con los avances científicos, sino más bien al contrario. Hoy estamos seguros que todo lo que contemplamos tiene un carácter unitario, procede de los mismo. Y al mismo tiempo, se manifiesta como un formidable despegue. Efectivamente, todo comunica, la materia, la vida y la conciencia. De estas experiencias se nutren especialmente las religiones orientales, con sus técnicas de concentración, de serenamiento y de expansión interior. Aunque se puede objetar que lo que alcanzan es la conciencia misma, las dimensiones ilimitadas que, en principio, tiene todo espíritu. No hay percepción de alteridad, sino identificación con un todo indefinido. Por eso, el desconcertante silencio y aparente anulación con que estas técnicas y procesos de concentración van acompañados. El fondo del alma puede contener una huella de lo divino; pero no se alcanza propiamente lo divino sino el propio fondo. 3) Los testigos de la trascendencia El tercer camino para afirmar la trascendencia son las personalidades religiosas. A lo largo de la historia humana y en diversas culturas y tradiciones, se habla de personalidades con un sentido religioso muy profundo. Es un tema muy difícil de tratar,
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porque no es posible acceder a su interior y los testimonios son variados. Lo único que se puede decir que es que estas personalidades han influido enormemente en el panorama religioso humano. Naturalmente, caben personalidades muy variadas, porque también las experiencias pueden serlo, como acabamos de ver. Hay personas que son fuertemente impresionadas por las fuerzas oscuras de la naturaleza o de la vida e intentan entrar en contacto con ellas (hechiceros). Otras se dejan traspasar por las experiencias de la verdad, la belleza o el amor y perciben lo más alto y hermoso de la realidad (místicos). Para nosotros es obvio que lo divino es lo más alto y puro, pero en otras culturas no es así. La ambigüedad con que se puede ver a través de la naturaleza deforma las cosas. En muchas culturas existe una mística. Es decir un acceso a formas de contemplación o de captación de la sabiduría, que se logra mediante procesos de purificación personal. Hay una tradición casi universal de que la contemplación de lo más alto y sublime sólo es posible si existe suficiente desprendimiento de las satisfacciones más elementales. Es preciso negarse el afán de satisfacciones corporales para poder agudizar el espíritu y gozar de los bienes más altos. Por encima de manifestaciones más o menos folclóricas o mágicas, la autenticidad de lo religioso, como testimonio de la trascendencia, tiene que ver con la verdad, la bondad, la belleza y el amor, como cumbre de la perfección personal.
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4. La idea de Dios y de lo divino El fenómeno religioso está unido al reconocimiento de algo superior y trascendente, del que depende nuestra vida, en quien se depositan nuestros anhelos y con el que se puede entrar en contacto. La clave de las religiones está en la idea que se tiene de ese algo superior. No conviene precipitarse en llamarlo Dios. Porque, sin querer, estaríamos trasponiendo los esquemas cristianos. Y no todas las religiones funcionan igual. La idea de lo trascendente Evidentemente, la idea de lo que ocupa el espacio de la trascendencia determina el carácter de cada religión. Colmo acabamos de decir hay tres caminos para llegar. Por eso mismo hay tres ideas diversas de lo divino. a) Cuando se llega a lo divino a través del universo, caben dos formas. Si se concibe a través del cosmos, la divinidad tiene caracteres de poder cósmico (celeste, uránica), se concibe la trascendencia hacia arriba y su representación de lo divino está marcada por los fenómenos atmosféricos y, en general, físicos del universo. Si se concibe a través de la madre tierra (telúrica), se da una trascendencia hacia abajo, y su representación está marcada por los misterios de la vida y de la fecundidad. Es sabido que las religiones más primitivas tienen un concepto bastante depurado de la trascendencia. Y le dan rasgos morales, como una divinidad buena y creadora, aunque vagamente personales. En religiones evolucionadas, es frecuente encontrarse con formas de politeísmo que se corresponden con la multiplicación de fuerzas en el universo. Y que frecuentemente es el fruto de la creación política de un panteón, sumando divinidades de las culturas incorporadas. Cuando hay politeísmo, los dioses se organizan en grupos más o menos jerarquizados y sus relaciones son un campo de desarrollo de la mitología. Conocemos ejemplos muy desarrollados de las mitologías griega y romana, con una fuerte mediación política y cultural. Frente a estas mitologías, hay una función crítica de la sabiduría. b) Cuando se concibe lo divino a través de la conciencia, se piensa en un fundamento común identificado con el fondo de la conciencia. La conciencia tiene unas dimensiones profundas que, cuando se intentan recorrer, parecen no tener fin. Hay una cierta inmensidad en el fondo. Por eso, se tiende a pensar que lo que se alcanza es el fondo de la realidad, algo en lo que probablemente todo comunica. Ese es el todo fundante, del que todo procede y al que todo tiende. Ese fondo queda como algo vago y misterioso. Un cierto todo. Este tipo de religión es común entre las religiones orientales. La figura de la divinidad queda desvaída, con escasas definiciones. No es un ser personal, sino más bien una realidad global. No tiene características muy definidas, porque no se distingue de nada de lo que existe. Todo es manifestación y parte de lo mismo. En cierto modo, todo es divino. A esto se le llama panteísmo. c) Cuando se tiene una relación personal con lo divino (o se supone que se tiene), caben varias posibilidades. Habría que recorrerlas, teniendo presente que para algunos lo
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divino es personal, para otros impersonal. Para unos bueno; para otros maligno. Es muy difícil hacer un juicio general. Para nosotros es casi evidente que, si existe Dios, tiene que ser un ser único, personal, trascendente, creador y bueno. Es en lo que piensan espontáneamente los occidentales cuando hablan de Dios, aunque no crean en Él. Incluso, por haberse acostumbrado a esta idea, no perciben las hondas diferencias con otras. El Occidente está tan acostumbrado a esta idea que le parece que es la idea que espontáneamente puede tener cualquier ser humano. Y sin embargo, no es así. Es una idea difundida por la cultura cristiana. Y proviene del judaísmo. La palabra «Dios» en Occidente está profundamente marcada por el mensaje cristiano y ya no tiene nada que ver con las mitologías griega y romana, que existían anteriormente en ese espacio cultural. Ni tampoco tiene que ver con los conceptos hinduístas o budistas de lo divino. El concepto normal de Dios que maneja Occidente es un Dios personal, creador, que conoce y ama, que interviene en el mundo, que es moral, bueno y justo, que sabe perdonar y que ama la justicia, que retribuye según las obras, que salva al hombre y que ha querido estar cerca. Es la aportación fundamental del judaísmo: el monoteísmo ético. Una vez conocido, es muy difícil conformarse con menos. Nos resulta difícil creer en un Dios que no sea personal, que no sea creador o que no sea bueno. No podemos pensar en Dios como en una fuerza, como un ser sin poder, sometido a los avatares de destino, o como un ser maligno.
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5. Las formas de la religión Estos son caminos por donde nos llega una impresión de la trascendencia y, en esa misma medida, una imagen de lo divino. La religión se fundamenta en la afirmación de la trascendencia. Pero es algo más: es el modo de entrar en contacto con lo trascendente. La religión se caracteriza por la relación con el más allá. La religiosidad personal Lo trascendente siempre es, en algún aspecto, irrepresentable, precisamente porque nace como experiencia de un más allá. Sus manifestaciones permiten, por analogía, dotarlo de las características de inteligencia y poder. Esto provoca sentimientos de veneración, homenaje y sometimiento ante lo superior. En la medida en que se entrevé un poder personal, inteligente y bueno, además de la veneración y el miedo por el poder desconocido, surgen sentimientos de piedad y esperanza. Este tema es muy difícil, porque lo trascendente es siempre misterioso, entrevisto de una manera indirecta. Y además, pesa el problema del mal. Porque la naturaleza (o las profundidades del alma), junto a manifestaciones de poder, orden y belleza, tiene también manifestaciones sorprendentes de desorden, de daño, de catástrofe, de mal y, en el caso de las profundidades de la conciencia, de perversidad. Si se concibe lo divino como un ser personal y bueno, cabe una relación propiamente personal. Y cabe la adoración y la oración. En la medida en que no es personal o no es bueno, la relación religiosa se transforma. En las religiones orientales se concibe lo divino como un Todo, más o menos impersonal. Entonces hay dos posibilidades de relación. La gente más común adora y se relaciona con manifestaciones o divinidades intermedias más tratables o representables, que, muchas veces proceden de mezclas religiosas. Los más enterados hacen un esfuerzo de purificación y de ascensión, sobre todo por una vía negativa, intentando superar las representaciones que saben imperfectas. Este es un camino tradicional de la mística negativa, que tiene expresiones comunes a muchas religiones. Hay que saber, por ejemplo, que el budismo, en su origen no era más que una especie de vía negativa. Aunque en la práctica existe mezclado con muchos sustratos religiosos anteriores. También hay que tener en cuenta otra cosa. Las religiones no son realidades cerradas. Y de hecho, casi todas las que hoy existen han recibido el impacto cultural directo o indirecto del cristianismo. Especialmente, las religiones que han llegado a circular en el espacio occidental. Un ejemplo peculiar lo constituye el hinduismo, que es más una cultura que una religión. Al ser estudiado por los especialistas ingleses fue configurado en una religión, con sus textos religiosos, su doctrina y sus prácticas. Esta ordenación resultó fundamental para la renovación religiosa y las versiones modernas del hinduismo. La magia En principio, la religión supone el intento de establecer o de responder a una relación con lo divino, con lo trascendente. Y su expresión natural es la oración, donde se venera, se alaba y se pide. Sobre todo, en la medida en que se concibe lo divino como algo personal y bueno.
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Pero hay otra forma de relación con lo trascendente. Es el intento de dominio sobre las fuerzas trascendentes o los mecanismos espirituales. Esto es la magia. En la magia el elemento principal no es la religiosidad personal (oración y entrega), sino el comercio con la divinidad y el intento de manejar las fuerzas ocultas mediante trucos y fórmulas. En la medida en que sólo se concibe como manipulación de fuerzas, no es un fenómeno religioso, sino más bien una técnica, como la alquimia. Puede considerarse magia blanca. Pero si realmente se concibe como un trato, entonces se da por supuesto una relación con divinidades ávidas o necesitadas, frecuentemente malignas. Hay que pagar algo personal. Y esto se considera magia negra. Esto sí es un fenómeno religioso. Representa la corrupción de la religión y la desviación más dramática de la piedad. Con las artes mágicas se pretende generalmente obtener bienes, adivinar el futuro o hacer daño. A veces, se practican como si fuera un juego o algo separado de la religión. Pero no se puede olvidar la fuerza tremenda que tiene la magia por los resortes que maneja, sea en serio o sea en broma. Jugar con el futuro, es ponerse en manos de algo que no se controla. Y lo mismo sucede con el daño. Mientras no pase nada, todo es ridículo, pero si pasa algo, la conciencia se sentirá ante una realidad de profundidad desconocida, con un carácter ambiguo o maligno, que le controla en alguna medida. Y si persiste en la práctica, volverá a entrar en las regiones del miedo en el que se movía la religiosidad antigua y que desaparecieron con la llegada del cristianismo. La religión como realidad social La mayor parte de la gente conoce lo divino a través de las religiones históricas, tal como existen. Es una herencia recibida. En la medida en que se busca un contacto verdadero con lo divino, no tiene sentido inventar la religión. O se recibe de otros o no se encuentra ese contacto. La mayor parte de las personas recibe la religión como una herencia, como una parte más de su educación, como tantas otras cosas que les transmite su cultura y que les ayuda a integrarse en su sociedad. Mientras el sentido religioso es una dimensión de la persona humana, la religión es esencialmente un fenómeno social. En muchos pueblos y entre muchas gentes, pueden existir creencias sueltas y costumbres ancestrales, sin que exista un imperativo de coherencia ni de sistema. Esto propiamente no son religiones; son sólo elementos religiosos sueltos. Para que pueda hablarse de religión se precisa una comunidad humana que comparta la comprensión general del mundo y la vida humana, su origen, sus ciclos y su destino. La comunidad humana da estabilidad a las formas religiosas, las conserva, las transmite como parte importante de su identidad. Sin comunidad de culto estable no puede haber religión como fenómeno cultural. Esto da lugar a una división elemental. Existen religiones íntimamente unidas a una etnia y una cultura (todas las religiones primitivas y muchas antiguas), donde la religión es un elemento más de la cultura común, de la comprensión del mundo y del régimen de vida de aquel pueblo. Otras religiones están ligadas a una civilización política y, por eso mismo, han sufrido las operaciones intelectuales y culturales que han permitido crear la civilización, integrando diversos componentes. Y hay otras que se difunden por adhesión
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personal, que funcionan en un régimen privado, donde cada uno se agrega personalmente al grupo de creyentes; generalmente están asociadas a grandes mensajes de personajes religiosos: es el caso del Islam o del cristianismo. Hay que tener presente que la religión cristiana es una religión muy desarrollada, con rasgos distintivos muy fuertes. Tiene una doctrina muy definida, con una idea precisa de Dios, unas formas de trato perfectamente establecidas, una moral desarrollada y una comunidad religiosa estable, organizada y jerarquizada, con una autoridad doctrinal. Esto hace que, a veces, nos resulte difícil entender situaciones donde todo es mucho más vago. Cuando no hay una idea clara del más allá, cuando los ritos son simples costumbres cuyo alcance no se conoce, cuando la religión no supone una moral, cuando no existe una autoridad doctrinal, cuando no existen expresiones fijas y bien reguladas de la comunidad de los creyentes. La idea cristiana El cristianismo está fundado en el judaísmo, con un desarrollo propio. El judaísmo trasmite una idea muy fuerte de la trascendencia e incognoscibilidad de Dios, que ha heredado también el Islam. El cristianismo en cambio, está seguro de haber llegado a la intimidad de Dios porque la ha revelado Jesucristo. Como se dice en el impresionante prólogo de San Juan; «A Dios nadie lo ha visto nunca el Unigénito que está en el seno del Padre nos lo ha revelado». Este es el núcleo de la confesión cristiana. Cristo, precisamente por ser Hijo de Dios, nos revela a un Dios que es Padre y nos enseña a llamarle y tratarle así. Quiere que vivamos como hijos. Y no hay oración mejor que el Padre nuestro. Por eso, piensa que los hombres deben reconocerse y tratarse como hermanos. Ya no hay diferencias de clase ni de raza. Todos son hijos de Dios. Y el mandamiento más importante de la moral cristiana, es el doble mandamiento de la caridad: hay que amar a Dios como Padre y a todos los hombres como hermanos, empezando por los que están más cerca, por aquellos con los que convivimos o pasan a nuestro lado. Para el cristianismo, Dios se manifiesta en el amor entregado de las personas buenas, el rostro de Dios se ve en quien se entregan por El. Reflejan en su vida, aunque sea lejanamente, la perfección moral de Dios y sus designios de salvación. Los cristianos creemos que ese Dios está en todas partes. Pero son necesarias algunas disposiciones para llegar a conocerlo. Hace falta sensibilidad, connaturalidad, cercanía: «Jamás un ojo hubiera podido ver el sol sin haberse hecho previamente semejante al sol, ni un alma hubiera podido ver lo bello sin haberse hecho antes bella. Que todo se haga primero deiforme y bello si quiere contemplar a Dios y la belleza» 2. Esto dice Virgilio, que no era cristiano pero tenía el sentido religioso de Platón. Hay que abrir conscientemente la puerta interior del alma, para ese encuentro con un Dios que está y obra en lo más íntimo de nosotros, pues somos criaturas suyas. Y hace falta cambiar: «La prueba de que uno experimenta dentro de sí mismo la presencia real de Dios no procede de una evidencia extraña a nosotros, sino de una transformación de nuestra conducta y de nuestro carácter. El testimonio se nos da por la experiencia vivida de una línea ininterrumpida de sabios y profetas, pertenecientes a todos los países.
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Rechazar este dato tan cierto sería renegar de sí mismo» 3. Esto lo decía Gandhi, dentro de su tradición hindú, pero con una evidente influencia cristiana. La diferencia y la peculiaridad cristiana está en Cristo, Jesús de Nazaret, reconocido como Mesías de Israel e Hijo verdadero de Dios, «camino, verdad y vida». Precisamente por ser Hijo de Dios y venir de Dios, es por lo que es camino hacia Dios. Por eso, todos los aspectos de la vida cristiana se viven «en Cristo». Los mandamientos del amor consisten en amar a Dios Padre y a los demás como Cristo los ama. Y la transformación moral de la persona se produce por la identificación con Cristo. Esto encierra una amplia enseñanza humanística que recorre la historia de la humanidad y se refleja en la vida de muchas personas eminentes. Pero va más allá de lo que puede caber en este libro.
1 M. Eliade, Histoire des croyances et des idées religieuses, I, Paris 1976, 8. 2 Virgilio, Eneada, I, 6, 9. 3 M. Gandhi, en la recopilación Todos los hombres son hermanos, Sígueme, Salamanca 1977 (5ª), 92.
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50 Libros sabios
Introducción 1. Los resortes interiores (5) E. Stein, La estructura de la persona humana (BAC) M. García Morente, Lecciones preliminares de filosofía (Encuentro) J. Marías, Mapa del mundo personal (Alianza, Madrid) R. Yepes, Fundamentos de antropología (Eunsa) A. Llano, La vida lograda (Ariel) 2. Disciplina (9) J. Pieper, Virtudes fundamentales (Rialp) D. von Hildebrand, Actitudes fundamentales (Palabra) M. Scheler, Ordo amoris (Caparrós) W. Arnold, Persona, carácter y personalidad (Herder) R. Guardini, Las edades de la vida (Palabra) Cartas sobre autoformación (Palabra) E. Mounier, Tratado del Carácter (Sígueme) E. Rojas, El laberinto de la afectividad (Espasa Calpe) D. Goleman, Inteligencia emocional (Kairós) S. Covey, Los siete hábitos de la gente altamente eficaz (Paidós) 3. El trabajo bien hecho (3) E. D’Ors, Trilogía de la Residencia de Estudiantes (Eunsa) S. Ramón y Cajal, Los tónicos de la voluntad (Espasa) E. Hemingway, El viejo y el mar 4. Convivir (6) Aristóteles, La Política F. Ebner, La palabra y las realidades espirituales (Caparrós) J. Maritain, Los derechos del hombre (Palabra) J. Touchard, Historia de las ideas políticas (Tecnos) D. Carnegie, Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (Edhasa) W. Golding, El Señor de las moscas 5. Familia y hogar (7) G.K. Chesterton, El amor o la fuerza del sino (antología de textos) (Rialp) E.F. Sheed, Sociedad y sensatez (Herder) G. Thibon, Sobre el amor humano (Rialp) K. Wojtyla, amor y responsabilidad (Palabra) E. Rojas, Remedios para el desamor (Espasa Calpe) P.J. Viladrich, Agonía del matrimonio legal (Eunsa) L. Tolstoi, Ana Karenina
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6. El arte de educar (6) W. Jaeger, Paideia o los ideales de la cultura clásica (FCE) H. I. Marrou, Historia de la educación en la antigüedad (Akal) Ch. Dawson, La crisis de la educación occidental (Rialp) A. López Quintás, La formación por el arte y la literatura (Rialp) D. Isaac, La educación de las virtudes humanas (Eunsa) R. Guardini, Las etapas de la vida: su importancia para la ética y la pedagogía (Palabra) 7. El arte de gobernar (4) Luis XIV, Memorias (Fondo de Cultura Económica) P. F. Drucker, La gerencia de empresas (Edhasa) E. F. Schumacher, Lo pequeño es hermoso A. de Saint Éxupery, Ciudadela (Alba) 8. El sentido religioso (10) M. Buber, Yo y tú (Caparrós) J. Daniélou, Dios y nosotros (Cristiandad) J. Marías, La perspectiva cristiana (Alianza) S. Agustín, Las confesiones G. K. Chesterton, Ortodoxia C. S. Lewis, Cautivado por la alegría (Encuentro) M. García Morente, El hecho extraordinario (Rialp) S. Juan de la Cruz, Poesías Santa Teresita de Lisieux, Historia de un alma S. Josemaría, Camino
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«Preparad el camino del Señor» (Mt 3, 3; cfr. Is 40, 3)
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Índice Sumario Presentación 1. Los resortes interiores 1. 2. 3. 4. 5.
3 6 7
El espacio interior Las funciones de la mente La forma del corazón Los movimientos del corazón La decisión libre: cabeza y corazón
7 9 12 16 19
2. Disciplina 1. 2. 3. 4. 5.
21
La conquista del espacio interior El conocimiento propio El ascetismo de los deseos El control de la actividad El silencio interior y la prudencia
21 23 25 27 28
3. El trabajo bien hecho
31
1. El valor del trabajo 2. Aprendizaje 3. Disciplina
31 34 37
4. El arte de educar
43
1. 2. 3. 4.
Encender un fuego Formar el corazón Enseñar a pensar Dar clase
43 48 54 57
5. El arte de gobernar 1. 2. 3. 4. 4. 5.
61
La autoridad La administración de las sociedades La dirección de las personas Las condiciones del gobernante Dialogar y pactar El trato con subordinados
61 64 68 73 78 80
6. Las virtudes de la convivencia
82
1. Ser sociable
82 134
2. 3. 4. 5.
Las virtudes del trato La conversación Sentirse ciudadano: el arte de participar La solidaridad
7. Familia y hogar 1. 2. 3. 4. 5.
100
Verdades y tópicos Relaciones humanas Del enamoramiento al amor El amor diario Las dulzuras del hogar
100 102 105 108 112
8. El sentido religioso 1. 2. 3. 4. 5.
85 89 93 97
117
El hecho religioso Dimensiones del sentido religioso Experiencias de trascendencia La idea de Dios y de lo divino Las formas de la religión
117 119 122 125 127
50 Libros sabios
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