Hudson Guillermo Enrique - El Niño Perdido
October 14, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
Short Description
Download Hudson Guillermo Enrique - El Niño Perdido...
Description
WILLIAM HENRY HUDSON
El niño perdido Título original en inglés: A inglés: A Little Boy Lost Lost Traducciones del inglés: F. C. Scholes
Capítulo I Un hogar en la gran llanura.................................... llanura........................................................ ........................................ ...............................3 ...........3 Capítulo II La espátula rosada y la nube........................................... nube............................................................... .........................................6 .....................6 Capítulo III Cazando una imagen fugitiva............... fugitiva.................................... ......................................... .............................................9 .........................9 Capítulo IV Un viejo sordo encuentra a Martín................................ Martín.................................................... .......................................11 ...................11 Capítulo V El mundo del espejismo................................................ espejismo................................................................................... ........................................15 .....15 Capítulo VI Martín se encuentra con los salvajes........................................................ salvajes....................................................................22 ............22 Capítulo VII Solo en e n el monte................................................... monte....................................................................... .................................... .......................... ..........25 25 Capítulo VIII La flor y la serpiente......................................... serpiente............................................................. ........................................ .............................28 .........28 Capítulo IX Los habitantes negros del cielo.................. cielo...................................... ..........................................................31 ......................................31 Capítulo X Una tropilla de potros................................................ potros.................................................................... ............................................35 ........................35 Capítulo XI La dama de las sierras.......................................... sierras.............................................................. ................................................ ............................40 40 Capítulo XII Los enanos del fondo de la tierra....................................................... tierra........................................................................43 .................43 Capítulo XIII El gran mar azul....................................... azul........................................................... ................................................. .....................................47 ........47 Capítulo XIV Las maravillas de las sierras........................................... sierras............................................................... ...................................49 ...............49 Capítulo XV Martín abre los ojos a la realidad.......................................................................52 Capítulo XVI Los seres de la niebla................................................ niebla........................................................................................ ........................................55 55 Capítulo XVII El viejo del mar....................................... mar........................................................... ........................................ .....................................58 .................58 Capítulo XVIII Martín juega con las olas..................................... olas......................................................... ...........................................62 .......................62
Capítulo I
Un hogar en la gran llanura Unos quieren ser ,una cosa, otros otra, hay tanto talsoldado, variedad de oficios, tantas activi actividades dades diferentes, diferentes muchas mucha s cosas que podríamos podrí amosque ser:hacer, pastor, pastor, solda do, marinero, carrero, labrador... Enumerándolas se pasaría el día entero. En lo que a mí respecta, desde niño he ejercido muchos oficios, unas veces para ganarme la vida y otras por el solo deseo de darme un placer. Sin embargo, cualquiera fuese la ocupación que emprendía, pensaba que no era la más conveniente para mí; nunca quedaba satisfecho y siempre deseaba tener un trabajo distinto cada vez. Pero, lo que en realidad me gustaba más era ser carpintero. Ocurríaseme que eso de estar estar delant delantee del banco, banco, entre entre viruta virutass y aserrín aserrín,, trabaja trabajando ndo con relucie reluciente ntess herram her ramien ientas tas,, en maderas maderas de agrada agradable bless y variad variados os perfum perfumes, es, era el oficio oficio más limpio limpio,, saludable y atrayente al que pudiera dedicarse un hombre. Ahora bien, lo dicho casi nada tiene que ver con mi cuento, mas lo he mencionado porque era imprescindible comenzar de' algún modo y juzgué que este prolegómeno resulta el mejor. Y también por otra razón: su padre era carpintero, es decir, el padre de Martín, "el niño perdido". Se llamaba Juan y era un buen hombre y un excelente carpintero que amaba su oficio más que cualquier otra cosa; quizá tanto como yo lo hubiese amado de haberme dedicado a él. Vivía don Juan en una ciudad costera llamada Southampton, en la que hay un gran puerto, donde veía entrar y salir grandes buques que iban y venían de todas partes del mundo. Pero, ¿cómo puede un hombre fuerte y animoso animoso vivir en un lugar como ése, contemplar contemplar los barcos y conversar con los que viajan en ellos sobre los países lejanos que han visitado, sin s in que desee ir a verlos con sus propios ojos? Durante el invierno, cuando llueve sin cesar y sopla el viento del Este, cuando todo adquiere un fúnebre aspecto, cuando hace frío y los árboles se ven desprovistos de sus hojas, ¿quién no piensa en lo agradable que sería remontar el vuelo como las aves migratorias y dirigirse a países lejanos donde el cielo es siempre azul y el sol brilla todos los días, resplandeciente de luz y calor? Y así fue como Juan, que ya era viejo, vendió su negocio y se alejó del lugar, para irse a vivir con su esposa a un país situado a miles de leguas de distancia. Una vez terminado el viaje marítimo, tuvieron todavía que seguir andando durante días y semanas en un carromato que los condujo hasta el sitio donde pensaban establecerse. Era ése una llanura inmensa y despoblada, y allí construyeron su casa, cultivaron un huerto y un jardín. El lugar, aunque hermoso, estaba casi desierto y no había vecinos, pero ellos sentíanse felices ya que poseían toda la tierra que deseaban y el cielo era siempre claro y límpido. Había traído Juan sus herramientas de carpintero para utilizarlas cuando fuera necesario, pero además de ellas e llas el matrimonio tenía ahora un hijo, el pequeño Martín, que les llenaba la vida y a quien dedicaban todo su afecto. Mas, ¿qué podríamos decir del propio Martín? Se pensará que no teniendo un compañero con quien jugar y charlar sentiríase demasiado solo. No, nada de eso; ninguna criatura en el mundo pudo ser más feliz. No le hacía falta compañía humana; huma na; sus camaradas camaradas de juego eran perros, gatos, pollos y otros animales animales domésticos, domésticos, así como una variedad de inofensivos animales de las cercanías. Pero los seres que amaba con preferencia eran los más pequeñitos, esos que vivían entre las flores y las plantas: pajarillos, mariposas, marip osas, insectos que se deslizaban deslizaban graciosamente graciosamente entre el pasto y que él acostumbraba acostumbraba a contemplar durante horas enteras, escurriéndose por entre los altos girasoles silvestres.
Había por allí hectáreas íntegras de estas plantas, que llegaban a desarrollar desarrollarse se hasta una altura superior superior a la del niño y se cubrían cubrían de flores no más grandes que las caléndulas. caléndulas. Entre ella ellass Mart Martín ín pa pasa saba ba la mayo mayorr pa part rtee de dell día, día, satis satisfec fecho ho de vi vivi virr así en co cont ntac acto to co con n la naturaleza. Debemos decir que gozaba también de otras diversiones. Cuando Juan iba a la carpintería, por ejemplo —pues al padre todavía le gustaba practicar su oficio—, corría Martín tras él al taller y allí, impasible, le veía trabajar, esperando que sacara pronto de la lustrosa madera cintas cimbreantes con las cuales se entretenía mucho. Recogía las más grandes y largas que encontraba y se las enroscaba al cuello, los brazos y las piernas, bailando y riendo alegremente, como un indiecito con sus atavíos. Una viruta parecerá un juguete poco divertido para un niño londinense, que puede elegir en mil jugueterías lo que sea más de su agrado; y, sin embargo, una viruta es, en realidad, algo muy curioso y bonito. Pulida y lisa al tacto, surcada por delicadas líneas ondulantes, parécese en su forma a las plantas trepadoras y a las espirales con que la vid y las enredaderas se entrelazan a otras plantas; aseméjase, también, a las flores de pétalos rrizados izados y hojas encrespadas, a las conchas marinas y otros bellos objetos de la naturaleza. Un día entró Martín corriendo en la casa, dando gritos de alegría, y llevando recogido el delantal en el que envolvía algo bastante pesado. —¿Qué traes? ¿Qué has encontrado? —le preguntaron sus padres al unísono, levantándose para curiosear el tesoro, pues Martín recogía siempre todo lo más raro y extraño que veía para mostrárselos. —Miren qué viruta más bonita —díjoles orgullosamente, y no bien ambos miraron, quedáronse horrorizados al descubrir enroscada cómodamente en el fondo del delantal una víbora verde con pequeñas manchas. Al reptil parecía no gustarle mucho que lo observaran, pues levantó la curiosa cabeza en forma de corazón, mientras agitaba la lanceolada lengua. lengua. La madre dio un grito de terror y dejó caer al suelo la jarra que llevaba en la mano, mientras Juan corría a traer un garrote. —¡Suéltala Martín; es una víbora venenosa! ¡Suéltala antes de que te muerda! ¡Tenemos que matarla enseguida! Martín los contempló con asombro al ver el alboroto que hacían. Sosteniendo aun las puntas de su delantal, salió corriendo de la habitación a toda prisa. Su padre fue detrás de él con el garrote garrote en la mano y corrió internándo internándose se entre la frondosidad frondosidad de los girasoles, girasoles, donde Martín se había refugiado. Después de buscarlo durante un rato, lo encontró sentado en el suelo, escondido entre los yuyos. —¿Dónde está la víbora? —preguntó. —preguntó. —Se —fue dijo Martín haciendo un un ademán—. La dejé escapar y no debes bu buscarla. scarla. El padre levantó en sus brazos al niño, dirigiéndose luego hasta la casa donde después de dejarlo en el suelo, lo retó enérgicamente, diciéndole: —Da gracias que la víbora no te haya mordido. Eres un chiquilín muy travieso. ¿No sabes que las víboras son venenosas y que si te picaran morirías? Vete ligero a la cama; éste es el único castigo que surte efecto en una cabeza de chorlito como la tuya. Martín se retiró a su dormitorio haciendo pucheros. Sentía profundamente verse obligado a ir a la cama en pleno día, sin tener nada de sueño, y sobre todo al pensar que los pájaros y las mariposas, afuera, volaban al sol. —Es inútil retarlo, pues no da ningún resultado —dijo la madre moviendo la cabeza—. Créeme Juan; a veces pienso que no es hijo nuestro. —Y ¿de quién supones que sea? —díjole Juan, que estaba bebiendo con avidez un jarro de agua, pues necesitaba refrescarse después de la carrera que Martín le había hecho dar. —No sé, pero una vez tuve tuve un sueño muy extraño. extraño. —Mucha gente los tiene —replicó el prudente Juan. Juan.
—Sí, pero éste fue muy curioso, y recuerdo haber cavilado muchas veces sobre si los sueños no significarán algo que pudiera suceder, porque de otro modo, ¿para qué servirían? —Y así es —dijo Juan—, no sirven para nada. —Tuve ese sueño en Inglaterra, cuando nos preparábamos para hacer el viaje. Era en otoño y los pájaros se reunían para emigrar. Soñé que me alejaba sola, y caminaba hacia la orilla del mar, donde me detuve para observar una bandada de golondrinas que volaban sobre el agua, con rumbo a alguna lejana tierra. Luego noté que una de las aves descendía como si quisiera posarse sobre la tierra: yo la miraba fijamente hasta que cayó sobre mí, cobijándose en mi seno. La tomé entre las manos y fijándome bien en ella observé que era un “Martin” 1 con el pecho y el cuello blancos y una mancha del mismo color en el lomo. Luego desperté, y fue a causa de ese sueño que puse al niño el nombre de Martín en lugar de Juan, como tú querías. Y ahora, cuando veo revolotear a las golondrinas sobre la casa, pienso a veces que Martín vino hacia nosotros como aquel pájaro de mi sueño y que algún día él también remontará su vuelo alejándose de nuestro lado. Cuando sea más grande, naturalmente. —Cuando se achique, querrás decir —observó Juan riendo—, pues es demasiado grande para hacer el papel de una golondrina. Más bien puede compararse a un ganso de Navidad, por su tamaño. ¡Pero estoy perdiendo el tiempo en escuchar los relatos de tus sueños, en vez de ir a regar los melones y los pepinos! Y se marchó a la huerta; mas al cabo de un momento asomó de nuevo la cabeza, diciendo: —Puedes decirle que se levante, si quieres, ¡pobrecito! Pero hazle prometer que no vo volv lverá erá a ju juga garr co con n esas esas víbo víboras ras manc mancha hada dass y meno menoss aú aún n trae traerl rlas as a la casa, casa, po porq rque ue,, francamente, no me agradan mucho.
1
Una especie de golondrina, en inglés.
Capítulo II
La espátula rosada y la nube As,medida que Martín crecíahasta y susllegar fuerzas aumentaban, cuando yalado sietedeaños más o, meno menos, sus paseos se alargaron a los terrenos incultos, incul tos, tenía al otro la huerta, huerta pasando la tranquera. Esos terrenos eran un yuyal donde crecían los girasoles que tanto amaba, el amaranto silvestre ostentando sus grandes penachos carmesíes, las amarillentas plantas de mostaza, más altas que un hombre de gran estatura, el cardo gigante, el zapallo salvaje de hojas moteadas, las grandes dedaleras con flores amarillas en forma de campana, el hinojo hin ojo y el gran gran manzan manzano o espino espinoso, so, de color color verde verde grisác grisáceo eo con capullos capullos cubiert cubiertos os de espinitas, llenos de semilla de rojo brillante y largas flores blancas como la cera, que surgían al anochecer. Al niño no le era posible encaramarse en algo que le permitiera mirar por encima de esas plantas; pero finalmente pudo abrirse paso entre ellas y descubrió una extensa planicie cubierta de pastos y casi desprovista de árboles, que se perdía en la lejanía azul. Quedó encantado al contemplar esa vasta llanura. Detrás de la huerta y los yuyales había una pendiente que descendía a un correntoso arroyo lleno de tupidos juncos de color verde oscuro, y lirios amarillos. A lo largo de las húmedas orillas crecían otras flores que no se veían nunca en terrenos más altos y secos. La estrella azul y las verbenas rojas y blancas, las alverjillas de todos los colores, el vinagrillo rojo, el cabello de ángel, las diminutas azucenas llamadas lágrimas de la virgen, y los juncos que exhibían sus florecillas por encima de las demás. Todos los días Martín bajaba al arroyo a juntar flores y caracoles, pues allí había muchos de color marrón, con rayas purpúreas, y también para espiar a los pajarillos que construían sus nidos entre los juncos. Tres de estos pajarillos temían a Martín y parecían no darse cuenta de que él los amaba, pues en cuanto lo veían acercarse al arroyo levantaban el vuelo con gran agitación. Uno, el más precioso, era pequeñito y tenía el lomo verde, el copete colorado y una banda negra que le cruzaba el pecho de color amarillo brillante; su trino era suave y dulce como el sonido de una campanita de plata. El otro era un minúsculo pajarito gris y negro, de canto fuerte y quejumbroso y amplia cola que abría y cerraba sin cesar, como una dama española abre y cierra el abanico. El tercero era un pajarillo marrón, huraño y misterioso, que lo espiaba desde su escondite haciendo un ruidito como el tic-tac del reloj. Parecían tres hombrecitos, un italiano, un holandés y un hindú, que charlaran entre sí, cada uno en su propio idioma, a pesar de lo cual se comprendían. Martín no entendía lo que decían, pero sospechaba que hablaban de él y temía que los comentarios no siempre fueran amistosos. Otro día descubrió Martín que el agua del arroyo corría sin cesar. Si él dejaba caer una hoja sobre su superficie, aquélla se alejaba llevada por la corriente, pareciendo enojarse si algo la detenía en su carrera, hasta que librada del obstáculo pronto se perdía de vista. ¿Adónde irían estas aguas de superficie encrespada? Deseaba saberlo. Finalmente, atraído por la visión de tantas cosas bellas y habiendo perdido el miedo, un día siguió el curso del arroyo, corriendo a lo largo de sus orillas, hasta llegar a muchas cuadras de su casa; allí encontró una gran laguna cuyas aguas se extendían a lo lejos hasta impedirle ver el otro borde. Era éste un lugar maravilloso, lleno de pájaros más gran des que los otros que conocía. No los pajarillos saltarines que se escondían entre los juncos, sino grandes aves que le prestaban muy poca atención. A lo lejos, sobre la superficie azul, flotaban muchas aves silvestres; pero lo que más atrajo la atención de Martín, por su gracia y belleza, fue un hermoso cisne de cuello y cabeza
negros y pico carmesí. Vio también majestuosos flamencos pavoneándose en las "aguas playas" que les llegaban apenas hasta la mitad de las patas; y más cerca, espátulas rosadas y garzas grises solitarias, paradas inmóviles, grupos de garzas blancas y cantidad de ibis de lustroso plumaje verde oscuro y purpúreo, con picos largos en forma de hoz. La vista de esa enorme extensión de agua cubierta de juncos y altas plantas acuáticas florecidas, así como la gran cantidad de aves, causó a Martín un intenso placer aunque no ciertamente el único que experimentaría en ese lugar. Quitóse los zapatos y entró al agua, asustando con sus gritos a un sinnúmero de ibis que levantaron vuelo dando graznidos semejantes a las fuertes carcajadas que lanzaba su padre cuando reía con ganas. Y cuál no sería la sorpresa de Martín al comprobar que sus propios gritos se repetían muchas veces. Prodújole el fenómeno tanto júbilo que se pasó el día gritando junto a la orilla de la laguna hasta quedarse ronco. Cuando al volver a casa describió a su padre sus maravillosas aventuras, aquél le explicó que la repetición de sus gritos era producido por el eco, que los reproducía en los grupos de juncos de las orillas. Pero Martín no comprendió estas explicaciones, de modo que el asunto continuó tan sorprendente y entretenido como antes. Todos los días llevaba a la laguna algún instrumento ruidoso para producir los ecos; un pito que su padre construyera le sirvió por algú algún n tiem tiempo po para para es esee obje objeto to.. Lueg Luego o se pase paseab abaa a lo la larg rgo o de la lass or oril illa lass ag agit itan ando do estrepitosamente una lata que contenía guijarros; más tarde se valió de una gran sartén de cocina, en la que daba golpes con un palo. Así pasó quince días, pero aburrido ya de estos sonidos, se acordó de repente de la escopeta que tenía su padre. Eso era precisamente lo que necesitaba, pues nada había de más ruidoso en el mundo. Varios días estuvo esperando la oportunida oport unidad d de apropiársela, apropiársela, hasta que una tarde consiguió consiguió entrar sigilosamente sigilosamente en la pieza donde se guardaba el arma siempre cargada, y logró sacarla de la casa sin que nadie lo advirtiese. Gozando anticipadamente del placer que iba a experimentar, echó a correr lo más ligero que le permitía la pesada carga, que llevó escondida a su sitio predilecto. Cuando llegó a la laguna encontróse con tres o cuatro hermosas espátulas de color rosado que dormitaban dormitaban al calor del sol. No levantaron levantaron el vuelo al acercarse Martín, pues ya estaban acostumbradas a verlo y prestaban muy poca atención a los diversos e inofensivos ruidos que éste hacía. Púsose entonces de rodillas y apuntándoles con la escopeta, les dijo: —¡Ahora verán qué susto les voy a dar! —Apretó el gatillo; el estallido se extendió por la ancha laguna, causando gran alboroto entre la emplumada muchedumbre, que remontó vuelo con una gritería general. De todo esto no pudo sacar Martín ningún provecho, pues el retroceso del arma lo tiró de espaldas con los pies en el aire, y antes de que pudiera recobra reco brarse, rse, los ecos ecos habían habían enmude enmudecid cido o ya y los asustad asustados os pájaro pájaross volvía volvían n a Posarse Posarse nuevamente sobre las aguas. Pero exactamente delante de él yacía una de las espátulas, agitando sus grandes alas pintadas de rosa. Martín corrió hacia ella desesperado, pero fue incapaz de prestarle ninguna ayuda, mientras la sangre que manaba de las heridas producidas por las municiones manchaba el pasto de rojo. Instantes después el ave cerró cer ró sus bellos ojos de color rubí, y sus alas temblorosas quedaron inmóviles. Martín se sentó sobre el pasto junto a ella y rompió a llorar. ¡Oh, había dado muerte a ese pájaro tan bello, que tenía casi su tamaño y que en vida fuera más hermoso y fuerte que él! ¡Jamás volaría de nuevo! Levantólo en sus brazos con ternura, le dio un beso en la hermosa cabeza verde y luego otro en las rosadas alas, dejándolo caer en seguida sobre el pasto. —¡Pobre pájaro!. —exclamó de pronto— pronto— ¡Abre tus alas y vuela otra vez! Pero el pájaro yacía muerto. Después de esta escena Martín se puso de pie. Contempló el paisaje a su alrededor y le pareció misterioso y triste. Una sombra cruzó la laguna y un murmullo semejante a una voz humana surgió de entre los juncos, pronunciando algo que el niño no pudo comprender. Un grito de pena se alzó de su atribulado corazón, pero quedó convertido en un susurro. Era tan
fuerte su impresión que enmudeció, arrojándose de nuevo sobre el pasto. Escondió la cara entre el pecho del rosado pájaro, y volvió a llorar. ¡Qué caliente sentía aún sobre su mejilla al ave muerta! ¡Ay, qué calentito! ¡Y pensar que ya no vivía ni surcaría grácil el espacio volando como las demás! Finalmente se incorporó y pudo darse cuenta de por qué el escenario de la tierra le parecía transformado. Era que una nube oscura asomaba por el sudoeste, muy distante aún en el horizonte, pero uno de cuyos bordes ya ocultaba el sol y una sombra som bra se extend extendía ía rápida rápidamen mente te sobre sobre el univer universo. so. La laguna laguna se oscure oscureció ció,, sus aguas aguas parecieron enfriarse y aquietarse, reflejando como en un espejo los juncos inmóviles, el césped de la orilla y al propio Martín sentado, que aun mantenía entre sus brazos la espátula muerta. A la sombra fugitiva seguía la enorme nube que se aproximaba velozmente, cambiando su negro aspecto por un tono apizarrado. Cuando el sol salió por debajo de su borde inferior, parecía brillar con un intenso fuego rosado. Pero ¡qué cuadro más maravilloso ofrecía la nube al ext extend enderse erse,, cubrie cubriendo ndo una tercer terceraa parte parte del cielo! cielo! Martín, Martín, observ observánd ándola ola atenta atentamen mente, te, advirtió que su forma era la de un inmenso pájaro, cuyas alas desplegadas casi cubrían el horizonte. Parecía una gran espátula que volaba. Poseído de terror quiso huir de ella para esconderse, pero no se animó a hacerlo, pues en ese momento la sombra lo cubría; entonces, acostándose en el suelo y escondiendo la cara entre el plumaje del ave muerta, esperó temblando a que pasara. Oyó el rumor de esas grandes alas que se acercaban; el viento huracanado agitó las tranquilas aguas, los juncos se agacharon empujados por el viento hasta tocar la superficie, mientras las aves silvestres huían dando fuertes gritos de terror. La nube pasó, y cuando Martín levantó la cabeza vio que el sol parecía un enorme globo de fuego que se aproximaba al ocaso. Brilló nuevamente iluminando con extraño esplendor la tierra y el agua, mientras la inmensa nube con forma de ave se perdía de vista rápidamente
Capítulo III
Cazando una imagen fugitiva Despuéssin de experimentar lo ocurrido, no Martín allí nadaban unapodía sensación devolver terror. a la laguna ni contemplar las aves que La espátula rosada que él matara y la gran nube que tanto le asustó no se borraban de su ment me nte. e. Adem Además, ás, se ha habí bíaa ca cans nsad ado o de lanz lanzar ar gr grit itos os pa para ra qu quee el ec eco o co cont ntes estar taraa y ha habí bíaa descubierto que en el mundo existían cosas más maravillosas que los ecos de las lagunas. El universo era mucho más grande de lo que él pensaba. Cuando pasó la primavera con su verdor y sus delicadas y fragantes flores, cuando la tierra seca se agrietó agrietó y los días se prolongaro prolongaron n y se intensificaron intensificaron los calores, tuvo la visión visión de un extraño y luminoso centelleo que se movía ante sus ojos asombrados y le inducía a caminar alejándose leguas de la casa, en su afán de averiguar que era aquello. No podía hablar de otra cosa y hacía interminables preguntas sobre esto a sus padres, qu quie iene ness le resp respon ondí dían an qu quee só sólo lo se trata trataba ba de dell espej espejism ismo; o; pe pero ro,, co como mo es na natu tura ral, l, es esta ta explicación no le satisfacía del todo., pues no descifraba un misterio que le dejaba perplejo y llenaba de preocupación su pequeño cerebro, como antes le sucediera con los ecos. Este espejismo, como le llamaban, tenía toda la apariencia del agua, resplandecía y se movía a su alrededor sobre la llanura, donde no había agua alguna. Nunca se aquietaba y sus continuos centelleos se transformaban, ora en ondulantes flujos como chorros de un manantial, ora en luminosas gotas que caían como una lluvia de plata fundida para desvanecerse rápidamente y luego aparecer de nuevo. Este espejismo presentábase todos los días cuando el calor era intenso. Se le llamaba, también, el "agua falsa", y lo era en verdad, pues siempre huía ante su avance, de modo que nunca lograba alcanzarla. Pero como Martín tenía un carácter muy decidido, a pesar de sus pocos años, y aunque esta imagen de agua se burlara de él cien veces por día con su brillo y hermosura, hermosura, no quiso desechar el deseo de alcanzarla. Un día de fuerte calor, cuando en el brillante azul del cielo no había nube alguna ni soplaba la más ligera brisa y todo era paz y quietud en el universo, pues ni siquiera se oía el chirrido chirri do de la langosta verde entre los pastos pastos resecos y amarillos, amarillos, toda la llanura llanura comenzó comenzó a relumbrar como un lago de plata. Jamás Martín la había visto brillar de ese modo. Echando a correr se alejó tanto de la casa como no lo hiciera nunca. Corría y corría, y aunque la imagen centelleaba ante sus ojos sin poder alcanzarla, creyó que nunca había estado tan cerca de ella, y por este motivo seguía corriendo más aún. Por fin, fatigado y vencido por el esfuerzo y el calor, se sentó para descansar. Sentíase Sentíase disgustado por el engaño engaño sufrido y de sus ojos cayó una lagrimita. No era posible equivocarse; se trataba realmente de una lágrima, pues la sintió deslizarse por su mejilla, igual que una blanca y pequeña araña; finalmente la vio caer sobre una hoja de pasto seco y observó cómo bajaba por ella y hacía un alto en el camino, convirtiéndose en una gota redonda antes de alcanzar la tierra. En ese instante, surgió de las raíces del pasto en que cayera la lágrima, un pequeño escarabajo negro y polvoriento, que comenzó a beber la gota, moviendo sus antenas de arriba abajo como las orejas de un burrito, al parecer muy contento de haber tenido la suerte de encontrar agua en un lugar tan seco. Probablemente pensó que la lágrima era una gota de lluvia recién caída del cielo. —¿Sabes que eres un bichito curioso? Exclamó Martín, con más ganas de reír que de llorar.
El pequeño escarabajo, con nuevas energías, subió por el tallo y cuando llegó a la punta, abrió sus hermosas alas que parecían de gasa y llevaba cuidadosamente plegadas dentro de su caparazón, y se alejó volando. Al levantar la vista para contemplar su vuelo, Martín quedó deslumbrado por el brillo que en ese momento ofrecía el "agua falsa" y que ahora parecía encontrarse a pocos metros de él; pero lo más curioso era que en medio del espejismo se veía una bella forma luminosa que se desvanecía cuando la miraba con fijeza. Entonces se puso nuevamente de pie y echó a correr como nunca en su persecución. Cada vez que se detenía creía ver nuevo la imagen, ya como una sombra azul clara destacándose entre el brillo que la rodeaba, ya irradiando su propia luz. A veces eran visibles sólo sus contornos, como si estuviera dibujada sobre un vidrio, pero siempre con tendencia a desvanecerse cuando se la miraba fijamente. Bien podía ser que ese brillo tan resplandeciente del espejismo reflejara su propia imagen y que, por lo tanto, estuviera persiguiéndose a si mismo. No se explicaba, sin embargo, por qué tenía ante sus ojos la figura de un hermoso niño de tupida cabellera y con una sonrisa en los labios, vestido con un ondulante trajecito de luces y sombras, el que parecía hacerle señas, invitándolo a seguirlo segui rlo y alentándo alentándole le con miradas alegres y luminosas. luminosas. Lo siguió siguió incansablem incansablemente, ente, pero al fin, pasado ya el mediodía y sintiéndose cansado, Martín se sentó bajo un pequeño arbusto que apenas lo cubría con su sombra; el arbusto era una manchita, una isla en medio de ese esplendoroso mar de calor. Martín estaba demasiado fatigado para seguir corriendo y hasta para mantenerse despierto, de modo que apoyó la cabeza contra el tronco del arbusto y sus cansados ojos se cerraron lentamente.
Capítulo IV
Un viejo sordo encuentra a Martín Parecióle Pareci óle a dormido Martín que sus ojos se tiempo, habían cerrado solo por un minuto perofalsa" seguramente seguram ente debió quedarse durante algún pues cuando los abrió, el "agua se había de desv svan anec ecid ido o y el ro rojo jo so sol, l, au aume ment ntad ado o de tamañ tamaño, o, estab estabaa pr próx óxim imo o a de desap sapar arece ecerr en el poniente. Se puso rápidamente de pie; tenía mucha sed se d y hambre y se encontraba muy lejos de su casa, perdido en la gran llanura. De pronto observó que se aproximaba un hombre a caballo. Resultó ser un viejo muy extraño, cuya cara llena de arrugas y curtida por el sol y el viento parecíase a la suela de un zapato abandonado durante años en algún lugar solitario. Una nuez brasileña no era más oscura ni arrugada que la cara de ese viejo; su barba y la revuelta revue lta cabellera habían sido blancas en un tiempo, tiempo, pero el sol, la intemperie y el humo de su rancho, les habían dado un tinte amarillento, de modo que parecían de paja. Usaba unas botas grandes cubiertas de remiendos y llenas de grietas y agujeros. Llevaba puesta una chaque cha queta ta gastad gastadaa y harapi harapienta enta,, sujeta sujeta con boton botones es de hueso hueso grande grandess como como platill platillos. os. Su sombrero sin alas parecía un viejo cubretetera, y para que no se lo llevara el viento lo sujetaba a la cabeza con la manga de una camisa de franela que le pasaba bajo el mentón. El recado, como el traje, era viejo y deshecho, con mechones de cerda y paja del relleno que se salían por todas partes. Los pies encajaban en dos grandes estribos construidos con pedazos de madera y hierro oxidado, unidos con hilos y alambres. —¿Qué haces por aquí muchacho? —gritó el viejo, que era sordo como una tapia, y que, como muchos sordos, hablaba a gritos. —Jugar —contestó Martín inocentemente. Pero no pudo hacerse oír del viejo hasta que se paró en las puntas de los pies y le gritó lo más fuerte que pudo—: ¡Jugar! —¡Jugar! —exclamó el viejo— ¡Jamás en mi vida he oído decir semejante disparate! No hay ninguna casa, exceptuando la mía, en muchas leguas a la redonda, ¡y dices que estás jugando! ¿Quién eres? —le gritó de nuevo. nuevo. —¡Un chico! —replicó Martín, también gritando. gritando. —Eso ya lo sabía s abía antes de preguntarte —díjole el otro, y después de darse una palmada en la pierna, levantó la mano con gesto de asombro y se puso a reír entre dientes— ¿Quieres venir a casa conmigo? —agregó luego. —¿Me darás algo de comer? —preguntó Martín. —¡Ja, ja, ja! —rió el viejo a carcajadas. Eran éstas tan tremendamente sonoras que parecían salir de un hueco, y dejaron a Martín mudo mudo del susto. —¡Qué ocurrencia de chico!, y no es tonto tampoco. Y ahora tú, viejo Jacobo, debes pensar un poco antes de responder responder a esa pregunta —se dijo el viejo. Este anciano estrafalario que se llamaba Jacobo, había vivido solitario durante tanto tiempo que tenía la costumbre de hablar solo y pensar en alta voz. Como era sordo, si no gritaba no se podía oír y no sospechaba que otros lo estaban escuchando. —Está perdido, es eso lo que le pasa —continuó diciéndose Jacobo—. Y además se ha olvidado, de todo lo referente a su casa y lo que quiere es algo para comer. Me lo llevaré conmigo y me quedaré con él, pues es un corderito perdido, como cualquier otro, y pertenece a quien lo encuentre. Le haré creer que soy su viejo padre y, como es una criatura, lo creerá. Le enseñaré los quehaceres de la casa: hervir el agua, cocinar, juntar la leña, remendar la ropa y lavarla, sacar agua del pozo, ordeñar la vaca, recoger las papas y cuidar las Ovejas. Sí, le
enseñaré todo eso, y entonces, viejo Jacobo, podrás sentarte a fumar la pipa pues tendrás quien haga tu trabajo. Martín se había quedado parado, escuchando escuchando tranquilamen tranquilamente te este monólogo monólogo aunque sin comprender las buenas intenciones del viejo para con él. Luego, Jacobo prometió dar al niño algo de comer, lo levantó del suelo, acomodándolo encima del caballo, y comenzó a galopar en dirección a su casa. Pronto llegaron a un rancho construido de adobe, con techo de paja de tan pronunciada inclinación que casi no era posible pisar su borde. El rancho estaba rodeado por una zanja, un sembrado de papas y un corral de ovejas, pues el viejo Jacobo era un pastor y tenía su majada. Había varios varios perros perros grandes, grandes, que cuando cuando Martín se apeó se quedaron por un rato dando saltos a su alrededor, alrededor, ladrando ladrando de alegría, alegría, como silo conocieran, conocieran, y casi ahogándolo ahogándolo con sus atropelladas caricias. Jacobo le llevó dentro del rancho sucio y abandonado, que se componía de una sola pieza. En los rincones, contra la pared, había montones de cueros de oveja, que despedían un fuerte y desagradable olor; el techo estaba cubierto de telarañas polvorientas que colgaban como trapos viejos, y el piso de tierra ostentaba pedazos de huesos, palos y otras basuras; lo único agradable que allí había era una pava que colocada sobre el fuego zumbaba alegremente despidiendo bocanadas de vapor. El viejo Jacobo emprendió la preparación de la cena y pronto él y Martín se sentaron a la mesa de pino de tea y empezaron a comer, primero cordero, fiambre con ensalada de papas y luego té, que no tenía gusto muy agradable, pues el azúcar se había humedecido adquiriendo un color pardusco. Martín estaba demasiado hambriento para mostrarse descontento con esos manjares, y mientras comía y bebía, el anciano lo contemplaba, riendo y hablando entre dientes, festejando la buena suerte que le permitiera encontrar un chico que le hiciese su trabajo. Después de comer, despejó la mesa, colocó dos jarros de té sobre ella y tomó su pipa de barro que llenó de tabaco. —Ahora, hijito —le dijo—, resolvámonos a pasar pasa r juntos una noche divertida. ¡Brindo ¡ Brindo a tu salud, muchacho! —agregó, e hizo chocar su jarro contra el de Martín, tomando luego un sorbo de té—. ¿Te gustaría escuchar una canción? —preguntó después de terminar su pipa. —No —contestó Martín que comenzaba a tener sueño, pero Jacobo comprendió que dijo que sí, y poniéndose de pie entonó esta canción: "Mi nombre es Jacobo, así me llamo, y aunque muy anciano anciano soy fuerte y sano, mi aire es bastante bueno, como puedes verlo: y en la llanura mis ovejitas cuido. Cantando me paso las horas del día al ver complacido mi lindo rebano, pues todos los sitios me son conocidos". conocidos". "En el rudo invierno y entre el recio viento el buen rebano cuido para darle aliento procuro siempre —comprendan— —comprendan— el bien de ustedes y tanto tú, oveja, como tú, tú, carnero, a los que mis cantos brindo el verano entero, me deben ahora un abrigo de cuero, o dos, si se quiere, para librarme del frío y protejerme contra el duro aguacero aguacero Esta canción, que parecía un bramido discordante, fue acompañada con fuertes golpes co cont ntra ra la mesa. mesa. Todo Todoss lo loss pe perro rross in inva vadi diero eron n la pi pieza eza y empe empeza zaro ron n a la ladr drar ar y au aull llar ar tristemente, lo que al parecer causó mucha gracia al anciano, pues le resultó como un aplauso a su canción. Pero para Martín el alboroto era algo insoportable, de modo que se tapó los
oídos con los dedos, no retirándolos hasta que terminó la función. Después del canto, el anciano, que no se había divertido lo suficiente, propúsole bailar. —Muchacho, ¿puedes tocar con esto? —gritó, levantando en el aire una gran sartén y dándole un palo para que la golpeara. Por supuesto que Martín podía tocar ese instrumento; lo había hecho a menudo en días pasados para despertar los ecos en la laguna. Y así, después de sentarse sobre la mesa, tomó la sartén y empezó a golpear vigorosamente. Ahora no le molestaba el ruido puesto que era él mismo quien lo producía. Mientras tanto, el viejo Jacobo movía los brazos y las piernas con desparpajo, en todas direcciones, asemejándose a un espantapájaros que actuara por medio de resortes y alambres. Zapateó en el suelo con sus pesadas botas hasta que la pieza se llenó de una nube de tierra, y luego, entusiasmado, volteó a puntapiés sillas, ollas, pavas y todo lo que encontraba en el camino, girando alrededor de la mesa en una especie de loco fandango. Esto parecíale a Martín muy divertido y se reía a carcajadas, batiendo su gong más vigorosamente que nunca; para colmo el viejo Jacobo emitía a intervalos gritos y alaridos espantosos, a los cuales los perros, desde la puerta, contestaban con aullidos, por lo que se armó una tremenda batahola. Después de un rato, ya fatigados, hicieron un pequeño descanso, durante el que sorbieron tragos de té frío y se prepararon para acostarse. Juntaron algunos cueros de oveja en un rincón para que Martín pudiera dormir sobre ellos, y el viejo Jacobo lo cubrió en seguida con una manta, arropándolo cuidadosamente. Después, el bondadoso viejo se retiró a su propia cama, armada en el otro extremo de la pieza. A eso de la medianoche despertó Martín sobresaltado por unos terribles ruidos y se sentó en la cama temblando de miedo. Esos ruidos eran producidos por la nariz del viejo y parecían una sucesión de notas emitidas por un cuerno de carnero, que debido a su aspereza y forma retorcida resultaba una trompeta muy mala. En cuanto Martín descubrió la causa del ruido, se levantó de la cama y trató de despertar a fuerza de gritos al roncador, tirándole de los brazos, de las piernas, y finalmente de la barba. Todo fue inútil; luego se le ocurrió a Martín la brillante idea de arrastrar el balde de agua fría que estaba al lado del fogón f ogón y cargarlo en sus brazos para volcarlo sobre la cara del durmiente. Una vez realizado este pensamiento, el ronquido se cambió en fuertes alaridos medio ahogados, que luego terminaron. Martín, muy satisfecho satisfec ho del éxito de su experiment experimento, o, estaba a punto punto de volver volver a acostarse acostarse cuando el viejo Jacobo con gran esfuerzo consiguió sentarse en la cama. —¡Ea, despiértate, chico! —gritó—. Mi cama se ha llenado de agua y vaya uno a saber de dónde ha caído. —Yo se la eché para despertarlo. ¿No se da cuenta que estaba haciendo un ruido bárbaro con la nariz? —le gritó Martín. —¡Tú, tú, tú me la arrojaste! ¡Tú, tú, mocoso malcriado! La tiraste sobre mí, ¿eh? —Y acto seguido dejó escapar un torrente de palabrotas que dejaron horrorizado a Martín. —¡Oh, que viejo más pícaro y malo había sido usted! —exclamó el niño. Estaba demasiado oscuro para que Jacobo pudiera ver dónde se encontraba el muchacho, pero orientándose tomó la manta con que estaba cubierto, se dirigió a la cama de Martín y comenzó a golpear con ella en la creencia de que el pequeño travieso estaría allí. —¡Maldito pillastre, espero que te gustará esto... y esto... y esto... y esto! —gritó mientras mient ras pegaba— ¡Te voy a enseñar enseñar a no echar agua sobre tu pobre papá! Y qué afectuoso afectuoso padre he sido al darte de comer tantas cosas buenas y al cantar y bailar para enseñarte música. Puede ser que te guste un poco más de esto, ya que lo aguantas tan tranquilamente. Muy bien' ¡toma y toma! —Pero, ¡cómo! ¡El muy sinvergüenza no está aquí, después de todo! ¡Mil diablos, jamás he visto semejante cosa! ¿Por qué se le ocurriría ocurriría echarme agua? ¡Qué paliza le daré mañana cuando haya luz! Y ahora puedes ir a dormir en mi cama que está mojada, y yo dormiré en la
tuya que está seca. —Y metiéndose en la cama de Martín, entre gruñidos y rezongos se quedó dormido. Martín salió de debajo de la mesa y luego de vestirse muy sigilosamente dirigió sus pasos hacia la puerta para escapar. Pero estaba con llave y ésta había sido retirada de la cerradura, cerrad ura, y como Martín se había propuesto propuesto fugar en cualquier cualquier forma y no quería esperar a que el viejo le diera una paliza de verdad, después de un rato acercó la mesita de pino de tea a la pared y subiéndose encima trató de remover uno por uno los juncos de la parte inferior del techo. Después de trabajar una media hora, como una laucha que procura escapar royendo desde el interior de un cajón de madera blanda, empezó a ver la luz a través del agujero, y, luego de otra media hora, el espacio era lo suficientemente grande como para pasar por él. Al encontrarse afuera se dejó caer al suelo en el sitio en que estaban echados los perros, que parecieron muy contentos al verlo, lo rodearon para lamerle la cara; pero él los ahuyentó y se lanzó a correr por el campo lo más ligero que pudo. Brillaban en el firmamento las estrellas, aunque todo estaba oscuro y silencioso; sólo en los lugares húmedos, donde crecía el pasto alto, se oían los grillos que tocaban tristemente sus arpas. Al fin, cansado de correr, se acostó hecho un bollito sobre un montón de pasto seco y cayó en un profundo sueño, como si toda la vida hubiera estado acostumbrado a dormir a la intemperie.
Capítulo V
El mundo del espejismo En elnadie lejanotenía paíspor donde Martín,nicon su clima luminoso cálido y susolo tierra fecunda, qué creciera sufrir hambre, siquiera un niño que sey encontrase y perdido en la gran llanura herbosa donde crece una plantita útil, con hojitas parecidas a las del trébol y una flor amarilla muy bella, cuya raíz es de sabor dulce, del tamaño de un huevo de paloma y de color blanco perlado 2. Es tan conocida por los chicos de los pobladores de esos lugares desiertos, que constantemente escapan a la llanura en su busca, de la misma manera que los niños de la ciudad salen con sus centavitos en busca de la confitería. Esta raíz blanca y tan bonita es jugosa, de modo modo que satisface el hambre a la par que apaga la sed. Cuando Martín se despertó a la mañana siguiente, descubrió una gran cantidad de estas plantitas de tres hojas que crecían cerca del sitio donde se había dormido, las que le brindaron un agradable desayuno. Después de haber comido bastante y haberse divertido revolcándose varias veces sobre el pasto, reinició su viaje, dirigiéndose hacia el Oriente con toda rapidez. Podía correr ligero a pesar de su edad, pero a la larga se fatigó, y tuvo que sentarse para descansar. Al poco rato se levantó de nuevo y siguió su camino al trote. Pudo mantener este paso sostenidamente, parándose de vez en cuando para mirar una bandada de pajaritos blancos que le siguieron con curiosidad toda la mañana; pero al fin sintió tanto calor y cansancio que sólo le fue posible caminar lentamente. Sin embargo, mantuvo su marcha, y como no se veían flores ni otras cosas bonitas en ese lugar, no creyó necesario detenerse allí. Reso Re solv lvió ió,, pu pues, es, an anda darr y an anda dar, r, pe pese se al calor calor,, ha hasta sta qu quee lo logr grar araa lleg llegar ar a ot otro ro sit sitio io más más interesante. Mas la temperatura aumentaba a medida que avanzaba el día y el campo se volvía más seco, árido y desolado. Finalmente llego a un sitio donde apenas existía una que otra mata de pasto; era un terreno grande cubierto por una ligera capa de cristales de sal, que relucían tanto con el sol hasta enceguecerlo y lastimarle la vista. No encontró aquí Martín aquellas aguachentas raíces dulces capaces de restaurarlo, ni bayas, ni tampoco un arbolito que le proporcionara un poco de sombra y protección contra el solazo de mediodía. Luego divisó un objeto negro y grande, que a la distancia le pareció un arbusto cubierto de espeso follaje, y corrió hacia él; pero de repente, éste se irguió y agitando sus grandes plumas grises y blancas como si fueran velas, salió disparando por la planicie. ¡Era un avestruz! Esta planicie, ardiente, desprovista de árboles, parecía ser justamente la morada del "agua falsa". Brillaba y temblaba tan cerca del niño que le daba la impresión de que sólo quedaba una reducida superficie de tierra seca para caminar; pero él siempre se encontraba en el centro de esta tierra, pues a medida que avanzaba, un resplandor semejante a la lustrosa superficie de una extensión de agua, se alejaba burlonamente ante sus pasos. Sin embargo, Martín esperaba que podría alcanzarla alguna vez, ya que cuando vacilaba en su persecución, la misteriosa imagen del día anterior anterior parecía inducirle inducirle a realizar mayores esfuerzos. Por fin, no pudiendo pudiendo dar un paso más, sentóse sobre la tierra candente, y esto le dio la impresión de hacerlo sobre la parte superior de un horno encendido. Empero, no había más remedio, pues se encontraba muy cansado. La atmósfera estaba tan densa y recargada que apenas se podía respirar, aun abriendo la boca como un pájaro exhausto. El cielo, que se asemejaba al metal calentado al blanco, le
2
Macachín. N.
de los T.
parecía encontrarse a tan corta distancia, que de levantar los brazos lo abría tocado quemándose los dedos. Y el espejismo... ¡cómo resplandecía y ondulaba a su alrededor, casi deslumbrándolo con su brillo! Ahora que no podía perseguirlo, ni caminar, se le acercaba, desintegrándose a su lado y encima suyo, formando miles de contornos fantásticos, llenando el aire con millones de copos que giraban vertiginosamente, como si fueran impulsados por furioso viento, a pesar de que no había un solo soplo de aire. Parecían efectivamente blanquísimos copos de nieve, y sin emba embarg rgo, o, qu quem emab aban an las las mejil mejilla lass co como mo ch chisp ispas as de fu fueg ego. o. No sólo sólo ve veía ía y se sent ntía ía el espejismo, sino que ahora también lo oía; sus oídos se ensordecían con un zumbido que aumentaba en potencia a cada minuto, como el ruido que se siente en un colmenar cuando una persona por descuido lo pisa, y enfurecidas, presas de intensa conmoción, las abejas se congregan para defender su hogar. Muy pronto, dentro del rumor confuso, se oyeron sonidos más fuertes y más claros, y entre ellos se podía podía distinguir distinguir algo como notas de innumerab innumerables les instrumentos y voces de personas que cantaran, hablaran y rieran. De repente, corriendo y saltando, apareció un gran conjunto de niñas que se dirigían a donde él estaba; venían muchas, centenares, que dispersas sobre la llanura excedían en belleza a todo lo bello que jamás viera Martín. Sus rostros eran más blancos que las azucenas, y los cabellos sueltos, llevados por el viento, parecían una ligera nubecilla luminosa de un delicado color oro; las polleras, que crujían al correr, también brillaban como las alas de los aguaciles, produciéndose en ellas un juego de reflejos ref lejos color ópalo y de variables tintes hermosos, tales como se observan en las pompas de jabón. Cada una llevaba un jarrón de plata, y a medida que pasaban saltando, introducían sus dedos en él y rociaban el desierto con agua. Las gotas fulgurantes que desparramaban a su alrededor caían como grata llovizna, para luego elevarse otra vez de la caldeada tierra en forma de una niebla blanca con toques de color semejantes a los del arco iris, a la vez que difundían en la atmósfera una frescura restauradora. A un costado de donde Martín estaba sentado crecía una planta chica, con hojas de color gris verdoso que caían marchitas sobre la tierra. Una de las muchachas se detuvo para regarla, y mientras esto hacía, cantó: "Yuyito, yuyito, triste y marchito debes sufrir, queriendo ser en vano por el agua regado. ¿Nunca floreces ni fructificas, pequeño yuyito? ¡Oh, no, no morirás, pues desde el cielo con mi jarrón desciendo en vuelo! Bebe la lluvia, crece de nuevo, florece y fructifica, yuyito, yuyito". Martín, con sus ardientes manos extendidas trató de juntar algunas de las gotas que caían; entonces la muchacha, levantó el jarrón, le echó agua fresca en la cara y, riéndose de su travesura, se alejó saltando a reunirse con sus compañeras. Las niñas con sus jarrones se alejaron seguidas por un grupo de muchachos igualmente hermosos; muchos de ellos cantaban y otros tocaban instrumentos de viento y de cuerda; algu alguno noss co corrí rrían an,, otro otross ca cami mina naba ban n tr tran anqu quil ilam amen ente, te, o mont montab aban an di dife fere rent ntes es an anim imal ales, es, avestruces, ovejas, chivos, ciervos y hasta pollinos, todos enteramente blancos. Uno de los muchachos montaba un carnero, al pasar, sonar un banjo con cuerdas plata, cantaba una curiosa canciónyque obligómientras a 'Martínhacía a prestar oídos. Se narraba en ella de el
cuento de una víbora de vistosas manchas que vivía lejos, en un lugar salvaje, y que día tras día buscaba a su perdido compañero de juegos, un travieso niño que la había abandonado. Decía también la canción cómo en sus andanzas se deslizaba sobre su vientre liso y lustroso, serpeando entre los altos girasoles silvestres y cómo escuchaba atentamente para oír los queridos pasitos para saber si regresaba, espiando con su cabeza verde en forma de hoja, elev elevad adaa en entr tree el fo foll llaj aje. e. Pero Pero su co comp mpañ añer ero o de ju jueg egos os estab estabaa le lejo joss y no vo volv lvía ía pa para ra alimentarla de nuevo con leche y pan, ni para acariciar con su mano suave y tibia las frías espirales espira les de su cuerpo. Detrás del much muchacho acho que montaba montaba el carnero, carnero, marchaban marchaban a pie otros cuatro con sus largas trompetas de plata en alto, listos para hacerlas sonar. Uno de ellos se detuvo y colocando su instrumento cerca de la oreja de Martín, hinchó sus pequeñas mejillas redondas y lanzó un trompetazo que le hizo saltar. Riéndose del incidente los muchachos continuaron su marcha, seguidos por otros y otros más, que cantaban, gritaban y hacían resonar sus instrumentos, deteniéndose algunos un instante para mirar a Martín y hacerle una breve y graciosa mueca. Pero de repente Martín dejó de oírles y observarles, pues algo nuevo y distinto se aproximaba, algo extraño que le intrigaba y a la vez le inspiraba temor. Era un sonido profundo y solemne de voces masculinas que cantaban en coro una canción triste que se acercaba más y más, asemejándose al rumor de una tormenta de viento, lluvia y truenos. Pronto Pro nto los pudo ver marcha marchando ndo entre una gran muched muchedumb umbre; re; eran eran unos unos ancian ancianos os que caminaban en lenta procesión. Tenían la cara morena y pálida, los cabellos y las luengas barbas más blancos que la nieve, y sus largas togas ondulantes eran de color oscuro plateado semejante semeja nte a una nube cargada de agua. Vio que a los que encabezaban encabezaban la procesión procesión seguían otros que llevaban un canapé de madreperla sobre sus hombros. En el canapé reposaba un joven de delicada tez te z y dulce expresión, vestido con ropas de color rosa pálido. Los zapatos eran carmesíes, y ostentaba un ajustado casquete verde manzana que hacía parecer muy chica su cabeza. Los ojos eran de un rojo rubí y tenía la nariz fina y larga como el pico de una becasina, aunque ancha y chata en la punta. Y entonces Martín se apercibió que estaba herido, pues apretada sobre el costado se veía una mano pálida entre cuyos dedos escapaban gotas de sangre. Sintióse Martín apenado a la vista de ese cuadro, y miró fijamente al joven, atendiendo, sin comprender, las palabras de la canción solemne que cantaban los ancianos. Esto no se debía a que él fuese una criatura, criatura, puesto que ninguna persona persona por más edad y sabiduría que tuvies tuv iesee podía podía entend entender er ese extrañ extraño o cántic cántico o sobre sobre la Maravil Maravillos losaa Vida Vida y la Maravil Maravillos losaa Muerte. Sin embargo, algo había en las estrofas que cualquiera que lo oyese, hombre o niño, podría haber comprendido. Y así ocurrió a Martín, quien sintió que las palabras le penetraban hasta el corazón produciéndole tal angustia que a punto estuvo de ocultar su cara en la tierra para llorar como nunca lo hiciera antes. Pero se contuvo porque en ese momento el herido lo miró sonriéndole sonriéndole desde la altura en que lo llevab llevaban; an; y Martín se dio cuenta entonces de que ese joven le gustaba más que todos los hermosos seres que habían desfilado ante él. Y al perderlo de vista, cuando el solemne coro de voces se apagaba gradualmente en la distancia, como el rumor de una tormenta que se aleja, se le pasó el dolor y la angustia, y volvió a prestar atención a la gritería, el clamoreo y el resonar de ruidosos instrumentos de música que se acercaban cada vez mas. Momentos después pasó a su lado una inmensa comitiva de jóvenes y doncellas, que cantaban, jugaban, gritaban y bailaban al pasar. Eran los seres más hermosos que jamás vieran sus ojos, y muchos ostentaban coloridos aún más bellos. —¡La Reina! ¡La Reina! —gritaban—. Ponte de pie, niño y haz una reverencia a la Reina. —¡La Reina! ¡Arrodíllate! ¡La Reina! —hacían coro otros. En seguida principiaron a vocear en conjunto: —¡La Reina! ¡Póstrate en tierra!
—¡La Reina! ¡Cierra los ojos y abre la boca! —¡La Reina! ¡Huye lo más rápido que que puedas! —¡La Reina! ¡Ponte de cabeza ante la Reina! —¡Canta como gallo y ladra como perro! Al tratar de obedecer estas órdenes contradictorias, emitidas todas a la vez, el pobre Martín hacia ruidos extraños y rodaba de un lado para otro causando la risa de todos. —La Reina desea hablarte; ponte de pie —díjole uno de los seres que más se destacaba, tocando a Martín en la mejilla. En frente y rodeados de todo ese hermoso acompañamiento, se veían los caballos que tiraba tiraban n la Carroz Carrozaa de la Reina, Reina, grandes grandes caball caballos os blanco blancoss como como la leche, leche, que pateaban pateaban impacientes sobre el suelo polvoriento, mientras tascaban con orgullo sus frenos de oro, y arro arroja jaba ban n blan blanca ca espum espuma. a. Pero Pero cu cuan ando do Mart Martín ín le leva vant ntó ó tími tímida dame ment ntee lo loss oj ojos os ha haci ciaa el majestuoso ser que se sentaba en la carroza, se quedó asombrado y fuera de sí ante el espectáculo. Tenía en la cara un brillo como el del espejismo al mediodía, y los ojos que lo miraban eran como dos grandes ópalos; estaba vestido con una niebla blanca y re luciente, y su cabellera, desparramada sobre la espalda, parecía de armiño, mas blanca que el vellón de cordero, espolvoreada con oro fino que relumbraba y centelleaba y corría por ella como si fueran chispas de fuego amarillo; sobre la cabeza llevaba una corona que parecía un diamante mirado a la luz de un candil, o una gota de rocío al sol, que a cada momento cambiaba de color, semejando en ocasiones una llama roja, o verde, amarilla o violeta. —Niño, tú me has seguido desde lejos —dijo la Reina— y tienes tu recompensa porque me has visto la cara y yo te he vivificado; y por mi amor, mi padre el Sol no volverá ya a hacerte daño. —El es un niño malo y no merece vuestra bondad —dijo uno de los gloriosos seres que estaban cerca de ella—. Fue él quien mató a la espátula rosada. —Sí, pero lamentó luego la muerte del pobre pájaro —replicó la Reina—. Nunca lo recordará sin pena, y yo lo perdono. —Huyó de su casa y no se acuerda más de sus pobres padres que lo lloran y lo buscan por la gran planicie —continuó la voz. voz. —Lo perdono —replicó la Reina—. Es un pequeño pequeño vagabundo que no pu puede ede quedarse en su casa. —Derramó un balde lleno de agua en la cara del pobre viejo Jacobo que lo encontró y lo llevó a su rancho donde le dio de comer, y luego le divirtió con cantos y bailes, como si fuera su segundo padre. —A esto todos soltaron la risa y hasta la Reina reía al decir que lo perdonaba también por esa falta. Y cuando Martín se acordó de Jacobo y vio que todos se burlaban del viejo, rió con ellos. Pero la voz acusadora continuó: —Y cuando el pobre pastor se fue de nuevo a dormir, el travieso niño se trepó a una silla e hizo un agujero en el techo por donde escapó. A esto siguió un nuevo estallido de risas. Entonces un joven —que iba vestido con un traje de color violeta, de pronto se puso a puntear las cuerdas de su instrumento y, saltando salvajemente, imitó la danza del viejo Jacobo; mientras bailaba cantaba así: "¡Eh! ovejitas que yo cuido, y sé por dónde andan andan sus madres, los corderos, y los grandes carneros. Díganme, les ruego, ¿Dónde está Martín? Que por él yo ando todo el día entero mi cuerno tocando
por el gran estero. Y sepa que su viejo amigo Jacobo procura traerle consigo. Busco y busco todo el día día y al llegar a casa y ver que no está está digo de nuevo, ¿dónde está Martín? Ninguna costumbre de topo tenía no puede haber solo y en no más de un día día cavado su cueva. Sus piernas tan cortas no pueden llevarlo sin mucho trotar y más caminar. caminar. ¡Oh, no! Más bien creo que tras un arbusto estará escondido para así burlarse de su buen buen amigo. Puede ser un chiste que gasta conmigo. conmigo. Debe estar muy cerca, en algún lugar, lugar, imitando alguna lauchita vulgar pero en un minuto yo propongo armar armar la trampa prontito, prontito, poniendo en su sitio sabroso sabroso quesito. Estómago hueco, muy lógicamente de nuevo a mi casa vendrá prontamente. ¿Dónde está escondido el tierno bandido? ¡Yo que con cariño siempre le he tratado! Si ahora al descanso mis horas dedico al que todos saben soy aficionado. ¿Quién cavará la pava y hervirá la vaca, zurcirá verduras y ordeñará medias? ¿Quién de té los jarros beberá conmigo? Y cuando en las noches yo golpeo el piso con botas de potro semejando truenos, ¿quién me ayudará a hacer tales ruidos r uidos con platos y tazas y gran cacerola y la sartén golpeando, golpeando, dale que dale? Ya verán ustedes si llego a cazarlo, como lo ataré, la cabeza abajo y al aire los pies. Y así cabalgando cabalgando ensalada de papa seguiré negando, le daré palmadas, muchos coscorrones, severos responsos, y grandes castigos los que yo le asigno, muy bien merecidos.
Sobre su cabeza, le echaré un buen balde, llenaré su boca con lana y cemento, hasta que me salde todo su pecado. Oveja y Carnero, díganme prontito dónde podré hallarlo al mal muchachito; el viejo Jacobo está muy sordito y no sabe nada del del tal Martincito". —Yo le perdono todo —dijo la Reina muy afablemente, cuando terminó la canción, lo que causó una risa general—. Y ahora que dos de vosotros se pronuncien y cada uno le haga un presente. Merece una recompensa por habernos seguido desde tan lejos. Entonces uno de esos radiantes seres avanzó y dijo: —Ya que le gusta vagar, que se haga su voluntad y será para siempre vagabundo sobre la tierra. —Bien dicho —declaró la Reina. —Un vagabundo será —dijo otro—, y que el mar no le cause ningún daño; éste es mi presente. —Así sea — dijo la Reina—. Y a vuestros dos presentes pres entes agregaré un tercero: Que todos los hombres le amen. Y ahora Martín, vete, estás bien provisto. Y que se alegre tu corazón al ver tantas cosas extrañas y bellas que contiene el mundo. —Arrodíllate y agradece a la Reina sus presentes —dijo una voz. voz. Cayó Martín de rodillas sin poder articular una sola palabra, y cuando levantó la vista de nuevo, todo el magnifico séquito había desaparecido. El aire aire era era fresc fresco o y fr frag agan ante te y estab estabaa la tier tierra ra hú húme meda da co como mo si hu hubi bier eraa caído caído un chaparrón. Martín se levantó y caminó lentamente en dirección a la puesta del sol, pensando sólo en los hermosos seres del espejismo. Ya había dejado atrás la estéril llanura salitrosa, y la tierra aparecía cubierta de pastos amarillos entre los que encontró algunas raíces y bayas dulces que co comi mió ó co con n av avid idez ez.. Lueg Luego, o, si sint ntié iénd ndos osee muy muy ca cans nsad ado, o, ec echó hóse se de espal espalda dass y empe empezó zó a reflexionar si todo aquello que había visto no habría sido un sueno. Sí, seguramente habrá sido un sueño", se dijo. Pero ya que en su vida los sueños y las realidades se entremezclaban tanto, ¿cómo podría distinguir los unos de las otras? ¿Qué era más real: El espejismo que brillaba y temblaba a su alrededor y le eludía burlonamente, o los personajes del espejismo que había visto? Si al estar cualquiera acostado se aproxima sigilosamente y se estaciona cerca,tranquilamente, uno lo nota y con abrelos losojos ojoscerrados, para veralguien quién es. Esto fue exactamente lo que le pasó a Martín; se dio cuenta que alguien había venido y estaba parado cerca de él. Sin embargo, mantuvo cerrados los ojos, creyendo con seguridad que seria alguno de aquellos brillantes y hermosos seres que acababa de ver, tal vez la Reina misma, y que la visión de su rostro lo deslumbraría de nuevo. De repente se le ocurrió que podría ser el viejo Jacobo, quien lo castigaría por haber huido. Entonces sí abrió los ojos. Y ¿qué creen que vio? ¡Un avestruz! El mismo que había sorprendido a hora más temprana. El animal, inclinado sobre él, lo contemplaba fijamente con sus grandes ojos inexpresivos. Poco a poco bajó más y más la cabeza, hasta que, bruscamente de un picotazo le sacó un botón de metal de la chaqueta, con tan vigoroso tirón que casi levantó del suelo a Martín. Este gritó y dio un salto que no se podría comparar con el del avestruz al descubrir que el botón pertenecía a un ser vivo. El animal saltó a una altura de seis pies en el aire y cayó con un golpe estrepitoso; luego, como avergonzado de haberse asustado de una cosa tan insignificante, se alejó con paso majestuoso, volviendo la cabeza por encima de un hombro y luego del otro, al a l mismo
tiempo que tiraba pataditas hacia atrás con aire desdeñoso. Martín rió y en medio de su risa se quedó dormido.
Capítulo VI
Martín se encuentra con los salvajes Al despertarse a la mañana y dirigircolinas, su primera miradacomo por encima del en pastizal, se presentó ante Martín la visiónsiguiente de las elevadas o sierras, las llaman aquel país. Muchas veces las había visto tiempo atrás, desde su lejana tierra, en las mañanas límpidas en que se presentaban con el aspecto de una nube azul en el horizonte. Hasta había anhelado trepar a ellas y pisar sus hermosas y azuladas cimas que parecían estar ofreciendo un piso más blando que el césped humedecido de la llanura, césped que cedía al peso de su cuerpo y se hundía en graciosos huecos que se llenaban en seguida. Pero había sido sólo una ambición como la de querer llegar a un sitio distante e inaccesible. . . a una nube blanca, por ejemplo, o al mismo cielo azul. Y de súbito se encontraba inesperadamente cerca y la visión le inspiraba nuevo entusiasmo. El campo plano no poseía ni la mitad del encanto que le ofrecieran las diáfanas colinas azuladas semejantes a nubes. Rápidamente se levantó para emprender apresurada marcha en su dirección. A pesar de que aceleraba el paso no parecía acercarse; sin embargo, le agradaba seguir, sabiendo que al final llegaría a las colinas. Había abandonado ya las llanuras más secas, y la tierra cubierta de pasto verde y amarillo ofrecíale una superficie suave en la que pudo hallar algunas raíces que repararon sus energías. También descubrió gran cantidad de Camambúes3 frutas redondeadas algo más chicas que la cereza, de vivo color amarillo y con la baya dentro de una vaina verde en forma de corazón. Eran muy dulces. Por la noche durmió de nuevo entre los altos pastos, y al rayar la aurora siguió viaje, sintiendo la alegría de encontrarse solo y próximo a las colinas, que con la luz del alba se perfilaban con mayor claridad y parecían cercanas. Más tarde, al aumentar el calor del sol, creyó verlas más lejos, como si fueran nubes nubes que descansaran sobre la tierra, lo cual le hizo creer más de una vez que se alejaban a medida que él avanzaba. Al tercer día llegó a una loma, y cuando desde la cúspide miró al otro lado se presentó a su vista un valle verde y extenso por donde corría un hilo de agua. A un lado, el valle verde surcado por el luciente arroyo se extendía hasta perderse de vista, confundiéndose con la niebla lejana; pero en el otro, remontando el valle, se observaba una gran selva que a la distancia tenía color azul: era la primera vez que Martín veía un monte. Cerca de éste, allá abajo, en el valle verde oscuro, había algo más que le llamó la atención: un gran grupo de hombres y caballos. No bien los descubrió, corrió hacia ellos presa de gran excitación y cuando los otros le avistaron, alzáronse de entre el pasto en que se hallaban sentados o echados, para poder observarlo bien, no disimulando su asombro al ver un niño solo en el desierto. Eran cerca de veinte, entre hombres, mujeres y criaturas. De elevada estatura, los hombres estaban cubiertos solamente con cueros de animales salvajes; tenían la cara ancha y achatada, la piel cobriza y el largo cabello negro les caía sobre los hombros. Esa extraña gente, de rudo aspecto, eran salvajes, es decir, seres que algunos suponen crueles, cruele s, malos e inclinado inclinadoss al placer de torturar torturar y matar a las personas personas perdidas perdidas que caen en sus manos; pero esto no era cierto, como lo veremos pronto. El pobre e inocente Martín que nunca había leído un libro y siempre se resistió a aprender incluso el abecedario, nada sabía sobre los salvajes y no les tenía más miedo que al 3
Cam-berry. Por la descripción de la planta que hace Hudson, se trata de la conocida en el campo argentino con el nombre de “Camambú". Hudson ha creado la palabra Cam-berry utilizando la primera sílaba del nombre castellano.
viejo Jacobo o a la pequeña víbora, reptil que provoca la huida de personas mayores. De modo que se dirigió confiadamente hacia ellos y los miró con fijeza; los que formaban el grupo, a su vez, le observaron curiosamente con sus grandes ojos negros y como en ese momento hacían su comida compuesta de carne de venado asada, uno de los salvajes le ofreci ofr eció ó un hueso. hueso. Martín Martín,, que tenía mucha mucha ham hambre bre,, lo aceptó aceptó con gusto gusto y princi principió pió a descarnarlo con los dientes. Ya aplacado su apetito dirigió la mirada a su alrededor, siempre observado por los otros. Una de las mujeres, de cara simpática, lo tomó en sus brazos y sentándolo sobre sus rodillas, trató de conversarle. —Melu-melumia quiltahou papa shani cha silmata —le dijo, mirándole con mucha atención. Todos hacían comentarios mientras él comía; pero como ignoraba que los salvajes hablan un idioma diferente al nuestro, Martín creyó que entre ellos se divertían con una especie de charla tonta y sin sentido. De modo que cuando la mujer le dirigió semejantes palabras, absurdas para él, le contestó animosamente en el mismo estilo, según lo concebía. —Don Pedro Huerta tiene una huerta y una mujer tuerta. Cuando la tuerta cierra la puerta, el marido dice: ¡Maldita tuerta!, y la tuerta abre la puerta y don Pedro Huerta se sale a la huerta sin tuerta ni puerta. Todos le escucharon con grave atención, como si hubiera dicho algo muy importante. Entonces continuó diciendo la mujer: —Huanatopa ana ana quiltahou. quiltahou. A lo que Martín contestó: —Teófilo Cardales cardador de cardos, cardó una cardada de cardos no cardados; y si Teófilo... ¡oh!, no quiero decir más. Luego la mujer siguió: —Quira-holata silhoa man changa changa. changa. —"Quiquiriquí —cantó Martín, que ya cansado se s e impacientaba—. El gallo dice co-coro-co; la gallina dice ca-ca-ra-ca-ca; el chancho dice hooj, hooj, hooj; el gato dice miau, miau; el perro uau, uau, uau. ¡Y ahora suéltame y déjame ir! Pero Per o ella ella lo mantuv mantuvo o agarrad agarrado o con fuerza y contin continuó uó dirigi dirigiénd éndole ole su palabr palabrerí eríaa sin sentido, hasta que el muchacho fastidiado, la tomó por el cabello dándole un tirón. La mujer se rió y lo lanzó al aire barajándolo al caer, como lo hubiera podido hacer con un gatito. Después de un rato lo soltó, al ver que todos se acomodaban al lado del fuego preparándose para dormir, pues empezaba a oscurecer. Martín que se sentía muy cansado se acostó también, y como la mujer lo había cubierto con un cuero se durmió muy cómodamente. A la mañana siguiente las sierras parecían más cercanas que nunca, pero en ese momento le preocuparon poco y cuando los indios salieron para juntar bayas y raíces dulces, él les siguió, entreteniéndose mucho en su compañía. A la tarde del segundo día sus nuevos compañeros de juego se quitaron las vestimentas de cueros y se zambulleron en el arroyo para bañarse; y al ver Martín lo mucho que se divertían, diver tían, se desvistió desvistió a su vez, juntándose juntándose con ellos. El arroyo en ese lugar no tenía mucha profundidad y le causó especial placer el agitar las aguas para mantener el equilibrio en la fuerte correntada; luego trepó sobre las rocas resbalosas y se alejó a cierta distancia de la orilla. De pronto se dio cuenta de que los demás le abandonaron y volviéndose vio que todos habían salido a la playa y se peleaban por sus ropas. Con toda prisa regresó para rescatarlas, pero al llegar al lugar donde las dejara encontró que los pícaros habían terminado el reparto y huían rápidamente en todas direcciones, uno con su chaqueta, otro con sus pantaloncitos, el tercero con la camisa y una media, y los últimos se llevaban llevaban la gorra, gorra, los zapatos zapatos y la media restante. En vano los persiguió gritándoles, pero al fin no tuvo más remedio que continuar desnudo hasta el campamento, donde se presentó llorando lastimosamente. Pero las mujeres
que se habían mostrado tan benévolas con él se negaron a prestarle ayuda y lo único que hicieron fue reírse de la blancura de su piel, que contrastaba con la cobrizo-oscura de sus hijos. Finalmente, compadecida una de ellas, tomó un cuerito afelpado y se lo echó encima como un tapado, viéndose Martín obligado a usarlo a pesar de la vergüenza y la pena que experimentaba con semejante abrigo, sumamente incómodo para él. Mas la sensación de incomodidad no se podía comparar con el agravio que le significaba el verse vestido como un salvaje, y en su fuero íntimo resolvió no perder las vestiduras de su propiedad. Cuando las criaturas salieron al día siguiente, él las siguió, a la espera del momento en que pudiera recuperar algo de lo suyo, y cuando vio que un indiecito se cubría la cabeza con su gorra y caminaba despreocupado, se le fue encima bruscamente y, quitándosela, se la colocó con energía. Pero el pequeño salvaje ya consideraba esa gorra como propia, puesto que la había adquirido por la fuerza o por la astucia el día anterior; atacó, pues, a Martín y ambos pelearon bravamente. Eran casi del mismo tamaño y el indio no pudo triunfar sobre el blanco, por lo que llamó en su auxilio a los demás y entre todos consiguieron vencer a Martín, privándolo no sólo de su gorra sino también de su tapadito de cuero, y además lo golpearon hasta dejarlo tendido en el suelo, llorando y profiriendo agudos gritos de dolor. Poco después los siguió, pero al llegar al campamento se dio cuenta de que los mayores no daban importancia al asunto, pues por lo general los salvajes no se preocupan por estas pequeñas cuestiones infantiles y dejan que sus hijos hijos se las arreglen como puedan. Durante el resto del día Martín anduvo solo, malhumorado, entre los pastos, negándose a comer con los demás, y cuando cuando una de las mujeres mujeres fue hasta donde estaba para ofrecerle ofrecerle un pedazo de carne, le dio un brusco tirón haciéndoselo caer de la mano. La mujer se rió y lo dejó solo. Más tarde, al ocultarse el sol comenzó a sentir frío, dándose cuenta de la desdicha que significaba significaba su desnudez, desnudez, y vio entonces entonces que los hombres regresaban regresaban de la caza, pero en lugar de traer los caballos al paso como lo hacían habitualmente, llegaron galopando con furia y profiriendo alaridos. Instantáneamente las mujeres, que ya los habían visto y oían sus gritos, se apresuraron a envolver los cueros y todas sus pertenencias, haciendo unos atados; el resultado fue que en menos de diez minutos todos estaban acomodados en los caballos, listos para partir. Uno de los hombres levantó a Mar Martín tín y lo enhorquetó delante de sí; s í; luego todos partieron al galope, cruzando el valle, hacia el gran monte monte que a la distancia parecía azul. Aproximadamente después de una hora llegaron. Estaba ya muy oscuro y el cielo se veía salpicado de innumerables estrellas; pero no bien se guarecieron entre la arboleda, el cielo azul oscuro y las brillantes estrellas desaparecieron como si las hubiera cubierto una nube negra, tan oscuro era el corazón del monte. Los árboles eran muy altos y arriba se confundían sus ramas; pero los salvajes cabalgaban en fila por un estrecho sendero que conocían bien y por él siguieron cerca de dos horas para luego desmontar bajo los grandes árboles. Allí se echaron amontonados y se durmieron. Martín, junto con ellos, se acomodó debajo de uno de los cueros más grandes para entrar en calor, y pronto se durmió profundamente. Recién despertó a la madrugada.
Capítulo VII
Solo en el monte Imaginaos lo que significaría el, acostumbrado a vivir en la gran desprovista de árboles y abrir los ojos cadapara mañana y mirar el amplio cielo azulllanura y la luz del sol, encontrarse por primera vez en ese vasto monte lúgubre, donde no se sentía el viento, ni penetraba un pequeño rayo de sol, ni se oía sonido alguno. El crepúsculo duraba allí todo el día. A su alrededor no había sino árboles de troncos altos, rectos, de color gris, y detrás y más allá de éstos, otros árboles, árboles en cualquier lado que dirigiera la vista, que se erguían inmóviles, como columnas de piedra sosteniendo allá en lo alto un techo verde de confuso follaje. Parecíale estar encerrado en una inmensa prisión sombría y sólo deseaba huir a otros lugares donde pudiera ver la salida del sol y sentir el suave roce del viento sobre las mejillas. Porr un rato Po rato ex exam amin inó ó Martí Martín n a su suss co comp mpañ añer eros os,, qu quee tendi tendido doss sobr sobree el suel suelo o do dorm rmía ían n profundamente, asaltándole cierto temor al contemplar sus anchas caras oscuras rodeadas de tupidos cabellos negros. Experimentaba un sentimiento repulsivo al recordar lo mal que le habían tratado todos, desde los chicos que le quitaron la ropa obligándolo a andar desnudo y qu quee le pe pega garo ron n pr prod oduc ucié iénd ndol olee do dolo loro rosas sas magu magull llad adur uras as,, ha hasta sta lo loss gr gran ande dess qu quee no le manifestaron manif estaron ninguna ninguna compasión compasión ni le proporcion proporcionaron aron asistencia. Poco a poco, silenciosa silenciosa y cautelosamente, se fue alejando del campamento hasta que logró fugarse, internándose en la espesura. Dirigióse hacia un lugar en que las sombras parecían menos profundas porque era el lado del sol levante, dirección ésta que llevaba cuando por primera vez se encontró con los salvajes. Al avanzar Martín por sobre la espesa alfombra de hojas oscuras y marchitas que crujían a su paso, su figura daba la sensación de un pequeño fantasma blanco rondando por ese lúgubre monte. No encontró ningún espacio abierto ni qué comer, cuando el hambre comenzó a aguijonearlo, porque allí no había raíces dulces, ni bayas, ni siquiera una planta que conociera de antes. Todo era extraño, oscuro y silencioso. No se agitaba ni una hoja y si alguna se hubiera movido mov ido,, habría habría podido podido oír su crujid crujido o en medio medio de ese profun profundo do silencio silencio que le hacía hacía suspender la respiración para poder escuchar. A veces, a largos intervalos, el silencio se interrumpía por un sonido que le sorprendía y le hacia quedarse quieto y atento para adivinar su origen. Porque los raros sonidos del monte no se asemejaban a los que antes solía escuchar. Tres o cuatro veces oyó el estallido fuerte y hueco de una risa confusa que venía desde las copas de los árboles, pero nada vio aunque con toda seguridad el ser que reía lo estaría observando desde su escondite, entre las sombras, mientras subía por los troncos de los árboles. Por último llegó a un río como de unos treinta o cuarenta metros de ancho, que resultó ser el mismo en que se había bañado a varias leguas de distancia, al bajar por el amplio valle. Se llamaba Co-viota-co-chamanga, lo que en idioma indio significa que corre parte en la oscuridad y parte en la luz. Martín se encontraba en la oscuridad. Los árboles crecían muy juntos y altos sobre las orillas y las extensas ramas r amas se unían y entrelazaban por encima de las aguas que se deslizaban sin mostrar en su superficie, negra como de tinta, el menor oleaje. ¡Qué extraño le resultó cuando al asomarse, sujetándose de una rama, vio su imagen reflejada —un niño blanco desnudo con cara de asustado— en ese espejo negro! Acosado por la sed se atrevió a bajar por la orilla y al meter una mano en la corriente, quedóse sorprendido al observar que el agua parecía —en el hueco de su mano límpida como un cristal. Apagada la sed, reanudó su marcha, siguiendo el curso del río que lo obligaba a desviarse hacia un
costado; pero después de haber caminado durante una hora o más, llegó a un gran árbol caído a modo de puente, y trepando sobre su tronco resbaladizo cruzó con cautela de una orilla a la otra, para proseguir alegremente en dirección al antiguo rumbo. Después de caminar una gran distancia arribó a una parte más despejada, pero aunque le agradara sentir nuevamente sobre su cuerpo los rayos del sol, los matorrales, el pasto y las enredaderas que se extendían sobre el suelo dificultaban su avance v le cansaban. En este lugar le aconteció algo muy curioso. Eligiendo su camino entre la maraña, un animal huyó atemorizado al ruido de sus pisadas. Era una especie de comadreja, pero muy grande —más grande que un gato de buen tamaño y completamente negra. Mirando hacia abajo descubrió que el extraño animal se alimentaba nada menos que con huevos. Estos eran del volumen de los de gallina, pero de color verde oscuro v cáscara pulida. En el nido, que era solamente un pequeño hueco en el suelo, rodeado de pasto seco, debió haber tal vez una docena, pero en su mayo ma yoría ría estab estaban an ro roto toss y su co cont nten enid ido o de devo vora rado do po porr la co coma madr drej eja. a. Sólo Sólo do doss de el ello loss permanecían intactos; Martín, tentado por el hambre, rompió la cáscara en la punta más aguda y los chupó hasta vaciarlos. Es cierto que estaban crudos, pero jamás los huevos, pasados por agua, fritos o cocidos, le supieron tan sabrosos. No bien hubo terminado esta frugal comida y mientras buscaba un tercer huevo en el arrasado nido, un leve ruido como si fuera el zumbar de un insecto, le obligó a dar vuelta la cabeza, presentándosele a unos pocos pasos la tremenda comadreja negra que hacía gala de una extraña audacia y salvaje agresividad. Miraba fijamente a Martín con sus malvados ojos oscuros que parecían dos bolitas brillantes, mientras gruñía mostrando sus filosos dientes blancos, tanto más blancos por el contraste con la negrura de los labios, la nariz y el pelo. Martín también le clavó los Ojos; Ojo s; pero pero el animal animal contin continuab uabaa acercán acercándos dosele, ele, ora sentán sentándos dosee en po posic sición ión erguid erguida, a, ora bajando sus patas delanteras o juntando las cuatro, como si estuviera por saltar, hasta que por último se estiró dando la impresión de ser una gran víbora negra que se deslizara a sus s us pies, debido a su cabeza redonda y chata y el cuerpo largo y liso. Y siempre gruñía y ¡Qué susto sintió Martín, pues el animal le parecía cada vez más arrebatado y feroz! Dábale la sensación de que le hablab hab labaa y le decía decía algo algo fácil fácil de compre comprende nder, r, pero pero aterra aterrador dor al mismo mismo tie tiempo mpo.. Parecí Parecíaa discurrir así: "¡Ah, ah, me has tomado de improviso, ahuyentándome del nido que había descubierto! ¡Te comiste los dos últimos huevos que yo encontré y que eran míos! ¡Y tengo que sufrir hambre a causa tuya, ladrón! ¡Miserable chicuelo que andas solo y perdido en el monte, desnudo, lleno de rasguños sangrantes producidos por las espinas; cobarde y sin fuerza en las manos! ¡Mírame a mí! No tengo nada de flojo; soy fuerte, negro y feroz; vivo aquí; éste es mi hogar; no temo a nadie; soy como la serpiente, de bronce y acero templado; nada puede magullarme; mis dientes son como puñales puntiagudos y cuando los hundo en las carnes de un animal no suelto la presa hasta haberle chupado chupado toda la sangre del corazón. corazón. ¡Pero tú eres un ente vil y despreciable; despreciable; te odio! ¡Siento ¡Siento sed de tu sangre por haberme robado la comida! ¿Qué puedes hacer para salvarte? ¡Abajo, abajo, al suelo, miedoso; ponte donde te pueda agarrar! ¡Me pagarás los huevos con tu vida! ¡Te apretaré firmemente la garganta y beberé tu sangre hasta que tus ojos vidriosos se cierren y tus mejillas se pongan más blancas que ceniza y sienta que tu corazón se agite como una hoja dentro del pecho! ¡Abajo, abajo!" Era terrible verle y creer escuchar semejantes palabras. Y se había acercado más aún; Martín, la tenía apenas a un metro de distancia, siempre con sus penetrantes ojitos como cuentas, fijos en la cara del muchacho, que se sentía impotente para huir, impotente hasta para dar un paso o levantar una mano. El corazón le daba saltos que lo sofocaban; el pelo se le ponía de punta y temblaba en tal forma que estuvo a punto punto de caer. Pero en el instante en que iba a desplomarse, aterrorizado al extremo, en su desesperación dio un grito tan fuerte que causó un susto terrible a la comadreja, comadreja, la cual dio un salto y escapó corriendo corriendo a mas no
poder por entre las enredaderas y los arbustos, oyéndose claramente el pronunciado susurro que provocaban sus pasos sobre las hojas secas y las ramitas. Martín, recobrando sus fuerzas, escuchaba ese murmullo, que significaba su liberación, perdiéndose paulatinamente en las profundas sombras, hasta cesar por completo.
Capítulo VIII
La flor y la serpiente haberse salvado Martín desiguió aqueladelante horriblecon animal negrode losiempre. puso bastante contento, a pesarEldel hambre y el cansancio el e l coraje Pero su marcha yera lenta, muy difícil y hasta penosa en ciertos lugares debido a los rudos y espinosos matorrales, entre cuyos arbustos compactos, tenía que buscar paso y deslizarse, pisando sobre el suelo cubierto de hojas secas y punzantes ramitas. Luego de andar una hora de esta manera, llegó a un arroyo, brazo del río que había dejado atrás y mucho menos profundo que éste, de modo que le fue fácil cruzar de una orilla a la otra, observando al mismo tiempo las brillantes piedritas que se hallaban debajo de las rápidas y cristalinas aguas. Este arroyo parecía venir del Este, desde aquellas colinas que Martín había deseado recorrer, por lo que continuó la marcha por sus bordes, cosa que le agradaba bastante, puesto que le era agradable beber agua cuando tenía sed y refrescar en la corriente sus cansados y heridos pies. Siguiendo este arroyo llegó a un lugar del monte donde no existía la maleza, sino tan sólo árboles bajos y arbustos esparcidos que dejaban ver la tierra húmeda y cubierta de pasto verde y fresco, como en una pradera bien regada. regada. Fue ciertamente ciertamente un placer la sensación sensación de pisar esa alfombra de tupida hierba, tanto que Martín, agachándose, la tocó con sus manos. Luego se echó en el suelo y se quedó acostado, gozoso de sentir el contacto agradable del césped blando y tibio. Tan a gusto se sentía así tendido y revolcándose en ese verde lugar abierto, entibiado por los delicados rayos del sol, que no experimentaba el más leve deseo de levantarse para reanudar la marcha. ¡Era tan delicioso el descanso después de todos sus desesperados esfuerzos y sufrimientos en el gran monte oscuro! Tan delicioso era que muy pronto se durmió; tanto duró su sueño que, al despertar, el sol, que antes lo tuviera directamente sobre la cabeza, en ese momento descendía casi a nivel con el horizonte. Era la hora del atardecer. Una gran quietud reinaba por doquier; el aire era cálido y perfumado y un sol fulgurante asomaba por entre las ramas más altas de los árboles, extendiéndose sobre el césped verde donde Martín estaba recostado. ¡Cuán verdes eran los árboles y las briznas y las diminu dim inutas tas hojas hojas que asemejaba asemejaban n bellas bellas esmeral esmeraldas das al ser ilumin iluminada adass po porr el sol! sol! ¡Qué ¡Qué maravilloso parecíale todo aquello! Los rayos del sol que resplandecían ante sus ojos le daban la sensación de ser penetrado por la luz. La serenidad del monte aquietaba su alma. Sentóse para contemplar mejor todo cuanto le rodeaba ¿Qué significado tenía esa luminosa serenidad? De pronto, a poca distancia, observó en un árbol algo de llamativo aspecto y color amar am arill illo o do dorad rado. o. Se ir irgu guió ió co con n lige ligere reza za y co corr rrió ió ha haci ciaa el ár árbo bol, l, ca casi si cu cubi biert erto o po porr un unaa hermos her mosísim ísimaa enreda enredader deraa de hojas hojas separad separadas, as, como como los dedos dedos de un unaa mano, mano, po pobla blada da de grandes flores verdes y frutos maduros. Estas eran del tamaño de un huevo de pato, tenían su misma forma y color amarillo lustroso. Alcanzó un fruto con la mano y al acariciar su piel suave, desprendióse del tallo quedándosele entre los dedos. Tenía rico olor y como sentía hambre mordió la pulida corteza comprobando que el sabor de la carne era tan agradable como su aspecto. Lo comió con avidez y siguió luego comiendo otro y otro, hasta quedar saciado. Hacía muchos días que no saboreaba manjar tan delicioso. Hasta que no hubo satisfecho plenamente su apetito. Martín no se preocupó de mirar con atención atenci ón las flores de la planta. planta. Era la Pasionaria, Pasionaria, que veía por primera vez, de modo que al observar—la detenidamente le pareció la más hermosa y extraña flor que jamás hubiera
contemplado. No tenía la apariencia brillante y llamativa de una piedra preciosa iluminada por el e l sol, como la verbena roja de la pampa u otra flor amarilla, pues era pálida y diáfana, con los pétalos de un melancólico color crema verdoso y un gran círculo azul en el centro; el azul era indefinido como el de la niebla a la distancia, en un día de verano. Para verla y admirarla admir arla mejor estiró el brazo tratando tratando de arrancar arrancar una, pero de repente la soltó como si se hubiera pinchado. Mas no había ninguna espina ni nada que le pudiera lastimar y si había soltado la flor fue por temor de hacerle daño. Entonces retrocedió un paso y, al contemplarla, la flor pareció un ser viviente que le devolvía las miradas como preguntándole por qué había querido dañarla: —¡Oh, pobre flor! —dijo Martín, y acercándose la acarició con los deditos; luego, empinándose, tocó los pétalos con sus labios, como hacía su madre cuando le besaba la manitaa lastimada manit lastimada o pinchada pinchada por alguna espina. Mientras se encontraba encontraba parado al lado de la planta se le ocurrió mirar al suelo, y descubrió una víbora enorme, enroscada en un lecho lec ho de musgo, recibiendo el sol, junto al árbol sobre el que crecía la planta. Recordó entonces aquella querida viborita que fuera su amiga, y no tuvo miedo, porque pensó que todas las víboras deberían ser sus amigas aunque fuesen grandes, más gruesas que su brazo y de diferente color. Esta era de color verde oliva pálido, como el musgo medio seco sobre el que reposaba. En el lomo se percibía una especie de jaspeado negro v marrón. Yacía enrollada en múltiples múlti ples vueltas y la cabeza chata con la forma de una flecha descansaba sobr sobree el resto del cuerpo, mientras sus brillosos ojos redondos se fijaban en los de Martín. Un rayo de sol que daba sobre ellos los hacía chispear como joyas pulidas o pedacitos de vidrio. Al acercarse Martín, o cuando retrocedía, o iba de un lado a otro, esos ojos centelleantes mantenían fija la mirada de su rostro, inquietándole tanto que finalmente se cubrió la cara con las manos. Luego entreabrió los dedos lo suficiente como para poder espiar, y vio que los ojos del reptil aún concentraban en él su mirada. Preguntábase Martín si la víbora se habría enojado con él, por haber llegado a ese sitio y si era esa la causa de que lo mirara tan insistentemente. —¿Quieres hacerme el favor de dirigir tus ojos a otra parte? —le dijo, pero el reptil pareció no aceptar la invitación; de modo que Martín se retiró de su lado, ocurriéndosele entonces que todas las cosas eran vivientes y le observaban de la misma atenta manera: las pasionarias, las hojas verdes, el pasto, los árboles, el amplio cielo y el sol radiante. Escuchaba, pero no se oía ni un solo ruido en el monte, ni el zumbido de una mosca o de una abeja silvestre, y tal era la serenidad que no se movía una sola hoja. Finalmente se apartó del lugar, pero pisando muy suavemente y conteniendo la respiración para percibir algo, porque le parecía que el monte iba a decirle algo, y si prestaba atención podría oír hablar a las hojas. Poco después oyó un ruido que partía de un lugar del bosque, situado a distancia de unas cien yardas, más o menos, ruido que tenía la característica del llanto de una persona. Luego se escucharon unos sollozos apagados que subían y bajaban de tono, para cesar más tarde, repitiéndose después de un intervalo. ¡Quién sabe si no sería algún niño perdido en el monte, lo mismo que él! Dirigióse sigilosamente al sitio de donde partían esos sollozos y descubrió que venían del otro lado de un árbol de poca altura y extensas ramas, una especie de acacia, con un tenue follaje suelto, a pesar de lo cual no permitía mirar al través, por cuyo motivo dio la vuelta alrededor de él para observar, y así sorprendió a una paloma, que al verlo remontó el vuelo con un fuerte aleteo. Cuando la paloma huyó, un profundo silencio volvió a reinar en el bosque. ¿Qué haría ahora? Sentíase demasiado cansado para ir más lejos y el sol declinaba ya, cubriendo de sombra la superficie de la tierra. Siguió andando cierto trecho más, en busca de un sitio adecuado para pasar la noche, pero no logró encontrarlo hasta que, cuando el sol se hubo puesto, descubrió un viejo árbol casi seco, entre cuyas raíces había un hueco tapado con
musgo muy blando, que le pareció un agradable lecho para dormir. Por otra parte no tenía más remedio, pues le daba mucho miedo andar en la oscuridad, de modo que se acurrucó lo mejor que pudo entre las raíces del árbol y pronto comenzó a dormitar, a pesar de no tener nada que lo defendiera del frío de la noche. Empero, aunque estaba muy cansado no podía dormir; era la primera vez que se encontraba solo y de noche en el monte, y esto era muy diferente a la planicie abierta donde todo se podía observar aunque estuviera oscuro y donde por eso mismo no tenía ningún temor. En el monte los árboles parecían extraños y ofrecían raras sombras negras. A Martín se le ocurría que los exóticos pobladores pobladores del monte andarían andarían buscándolo buscándolo y lo encontrarían allí. No le gustaba mucho que lo hallaran profundamente dormido; mejor era permanecer despierto para poder huir al verlos y esconderse de nuevo. Dos o tres veces le pareció oír un murmullo que lo alarmó, haciéndole creer que alguien llegaba sigilosamente para tomarlo de sorpresa, pero nada se movía, y al contener la respiración para escuchar, no percibía sonido alguno. De pronto, cuando ya estaba a punto de dormirse, oyó un fuerte grito lejano que lo sobresaltó: "¡Mira! ¡Mirá! ¡Mirá!", exclamó la voz en un tono tan grave, extrañ ext raño o y potent potente, e, que nadie nadie podrí podríaa oírlo oírlo sin temor, temor, pues pues parecí parecíaa pronu pronunci nciado ado po porr un monstruo del monte, veinte veces más grande que el hombre común. Momentos después llegó la contestación de otra parte. "¿Qué es eso?, exclamó la voz que respondía, y luego otra voz se levantaba y otras más, desde lejos y de cerca, todas gritando "¿Qué es eso?"; y como única respuesta la primera voz gritó una vez mas "¡Mira, mira, mira!" El po pobr bree Mart Martín ín,, qu quee temb tembla laba ba de mied miedo, o, se ac acur urru rucó có más más en su lecho lecho de musg musgo, o, convencido de que la temible gente del monte lo había visto y pronto vendría para apresarlo; pero aunque trataba de escrutar la tiniebla con los ojos bien abiertos, no podía ver más que los árboles silenciosos e inmóviles que se erguían delante de él. No llegaba a percibir ningún ruido de pasos. Luego todo permaneció en silencio durante un rato y cuando ya comenzaba a creer que habían desistido de buscarlo, repentinamente y muy cerca se oyó un fuerte grito: "¿Quién es ése?" Martín se dio por perdido. Quedó tan aterrorizado que no pudo levantarse para huir, como había pensado hacerlo, y continuó acostado, inmóvil, tembloroso, con los pelos de punta. "¿Quién es ese?", exclamó de nuevo la terrible terrib le voz. Y vio una gran forma negra caer de la copa del árbol y posarse posarse sobre una rama seca a pocos pies de distancia de su escondite. Era un gran lechuzón, que nítidamente se perfilaba sobre el claro cielo estrellado, y que lo había estado espiando con curiosidad. La vista vis ta del pájaro lo tranqu tranquili ilizó, zó, porque porque él no podía podía tener tener miedo miedo de un unaa lechuz lechuza; a; estaba estaba acostumbrado a ellas, pues las había visto desde muy pequeño, aunque las que conocía no eran tan grandes; ésta, en cambio, tenía el tamaño de un águila y ostentaba una cabeza redonda y Orejas y ojos como de gato, que brillaban en la oscuridad. El lechuzón se obstinó en mirarlo durante un rato, mientras balanceaba el cuerpo de un lado a otro, bajando y subiendo la cabeza para poder observarlo mejor. Martín, por su parte, le devolvió la mirada, y finalmente clavándole la vista, exclamo: —¡Oh, qué gran lechuzón lechuzón eres tú! Hazme el favor de decir otra vez: "¿Quién es ése?". Pero antes de que el lechuzón lechuzón emitiera cualquier cualquier otro sonido. sonido. Martín se quedó quedó dormido en su lecho de musgo.
Capítulo IX
Los habitantes negros del cielo Si el gran lechuzón graznando la noche: no! ¡Mira, mira, mira!" y preguntando: "¿Quiénsiguió es ése?", Martín durante no pudotoda saberlo, pues "¡Oh, durmió profundamente hasta que el sol de la mañana, dándole en la cara, lo despertó. Como no tenía ropa ni zapatos, pronto estuvo listo y se puso en movimiento. movimiento. Antes bebió un trago de agua, lu luego, ego, como tenía mucha hambre, regresó al lugar donde encontrara la fruta madura y comió a su antojo. Después de eso emprendió nuevamente viaje por el monte, en dirección al sol naciente, siempre siguiendo el arroyo. Casi en seguida el monte se fue abriendo, hasta que, al fin, con gran júbilo, descubrió que había salido de él y lo dejaba atrás para llegar nuevamente a la gran llanura abierta. Otra vez las sierras se presentaban a la vista, esas grandes sierras azules a las que esperaba ascender y que parecían estar más cerca y ser mayores que antes, pero que en verdad aún se veían azules como gruesas masas de nubes, en la lejanía. Mas como Martín estaba decidido a llegar y trepar por sus escarpadas laderas, no bien se apercibió de que el arroyo se dirigía hacia el sur, lo dejó para seguir lo más directamente posible hacia las sierras. Al alejarse de la orilla del arroyo, el campo se hacia más alto y muy plano y se cubría de pasto seco y amarillo. Largas horas caminó por esta llanura, descansando a veces, sin encontrar agua ni raíces dulces con qué apagar la sed. Sintiéndose cansado se sentó en el pasto seco bajo ese dilatado cielo azul. No se veía ni una nube, nada más que el gran disco del sol en las alturas. No había allí viento ni ningún movimiento en el pasto amarillo, ni señal de ser viviente alguno. Recostado de espaldas levantó los ojos al cielo, sin mirar al sol que era demasiado luminoso y lo encandilaba. Después de un rato divisó en el espacio algo que se movía —una manchita no más grande que una mosca—, y giraba haciendo círculos. Sabía él, sin embargo, que aquello era más grande, pero por la enorme altura en que se hallaba, parecía una mosca. Luego observó un segundo puntito negro, después otro y otros hasta más de una docena, y todos giraban ampliamente, a una inmensa distancia. Pensó que eran los habitantes negros del cielo, y se preguntó por qué eran negros y no blancos como los pájaros; blancos, azules o de otros colores brillantes como la gente del espejismo. Pero Pero no le er eraa po posib sible le qu qued edar arse se si siem empr pree ac acos osta tado do,, co cont ntem empl plan ando do fija fijame ment ntee es esas as manchitas que giraban siempre sobre el fondo ardiente del cielo azul, sin (lar descanso a sus ojos, de manera que debía cerrarlos de vez en cuando. Después de un rato se le cerraron por completo y quedóse dormido. Cuando despertó no lo hizo del todo; permaneció inmóvil, con los párpados entreabiertos para poder mirar a su alrededor. El espectáculo que se le presentó fue muy curioso. No estaba solo en ese lugar solitario. Había mucha gente a su alrededor, docenas y docenas de hombrecillos negros de apenas dos pies de altura y apariencia muy singular. Tenían la cabeza calva y la cara alargada y fina, cubierta de arrugas y con una tremenda nariz. Todos llevaban vestidos negros de seda, saco, chaleco y calzón corto. No usaban zapatos ni medias, y sus piernas negras y flacas estaban desnudas; tampoco llevaban nada puesto sobre sus calvas. Rodeaban a Martín en un círculo, pero un círculo muy amplio de hasta quince o veinte metros; unos caminaban, otros se encontraban parados solos o en grupos gru pos y charlab charlaban an mirand mirando o al muchac muchacho. ho. Uno, que parecía parecía ser el más import important antee del conjunto, se mantenía dentro del círculo y cuando alguno de los otros avanzó unos pasos, él levantó la mano y le rogó que retrocediera.
—No debemos apurarnos —dijo—. Debo pedirles otra vez que me lo dejen a mí, para decidir cuándo será tiempo de empezar. Luego, caminando con paso arrogante, de un lado a otro, dábase la vuelta ora hacia sus compañeros, ora en dirección a Martín, y giraba la cabeza a fin de observarlo mejor. Después, metiendo la mano entre sus ropas, sacó a relucir un cuchillo de ancha y brillante hoja y sosteniéndolo con el brazo extendido lo contempló atentamente. Luego echó con suavidad su aliento sobre la hoja del cuchillo, sacó un pañuelo de seda negro del bolsillo con el que limpió el acero empañado y lo agitó en el aire, haciéndolo relumbrar al sol. Hecho esto volvió a ponerlo bajo el saco y reanudó su paseo de un lado a otro. —Nuestro apetito aumenta —dijo uno. uno. —¡En verdad, estamos muy hambrientos! —exclamó otro. —Algunos de nosotros nosotros no hemos probado comida comida hace tres días. —Ciertamente es muy penoso -dijo un tercero— tener ante nuestros ojos la comida y no poder tocarla. —No tan ligero, amigos míos, les ruego —exclamó el hombre del cuchillo—. He explicado el caso, y sinceramente creo que ustedes son un poco injustos al presionarme como lo están haciendo. Después de esta reprimenda se consultaron entre sí y entonces uno de ellos habló: —Sí, usted nos considera injustos y nos dice que no tenemos plena confianza en usted. ¿No seria conveniente que se nombrara otra persona para ocupar su puesto? —Sí, estoy dispuesto a aceptarlo —respondió prontamente el individuo importante. Y sacando el cuchillo de nuevo lo empuñó con el brazo extendido y lo puso a disposición de sus co comp mpañ añer eros os.. Pero Pero en luga lugarr de av avan anza zarr pa para ra to toma marl rlo, o, to todo doss retro retroced cedier ieron on suma sumame ment ntee alarmados. alarma dos. Luego empezaron empezaron a disculparse, disculparse, diciendo diciendo que no se quejaban quejaban de él, que estaban estaban co conf nfor orme mess co con n su selec selecci ción ón y qu quee no po podí dían an ha habe berr pu puest esto o el asunt asunto o en mano manoss más más competentes. —Me alegro de conocer esta opinión favorable —dijo el caudillo—. Debo decirles que no soy ningún pollito. Vi la luz por primera vez en septiembre de 1739, y como ustedes saben estamos a siete meses y trece días del fin de la primera década de la segunda mitad del siglo XIX. Pueden, pues, deducir que he adquirido una experiencia bastante considerable y les prometo que cuando llegue a cortar el cuerpo, no podrá decirse que he efectuado un reparto desigual, o que alguien quedó sin su parte. Todos aprobaron, y, entonces, uno de la gavilla preguntó si le era permitido reservarse el hígado. —No señor, de ninguna manera —respondió el otro—. Semejantes asuntos deben quedar librados enteramente a mi criterio y debo recordarles también que tal cosa pertenece como privilegio al faenador y será muy posible que éste se considere con derecho a retener el hígado para su propio consumo. Después de haber puesto las cosas en su lugar, volvió a examinar otra vez la hoja del cuchillo, empañándolo suavemente con el aliento y limpiándolo otra vez con el pañuelo, para luego hacerlo relucir al sol. Finalmente, levantó el brazo y lo agitó simulando dar dos o tres estocadas en el aire y caminando en las puntas de los pies avanzó hacia Martín que estaba acostado inmóvil sobre el pasto seco en medio de la multitud vestida de negro, bajo' el fuerte sol que brillaba sobre su blanco cuerpo desnudo. Todos se juntaron estirando el cuello y demostrando gran excitación; esperaban graves acontecimientos, pero al acercarse a Martín el hombre del cuchillo, se sintió presa de un súbito terror y dio dos o tres largos saltos hasta arrimarse a los demás; pudo reponerse, sin embargo, y guardó tranquilamente el arma debajo de su saco. —Realmente habíamos pensado que usted usted iba a empezar —manifestó uno del grupo. —Oh, no, ciertamente que no, no, todavía no —dijo él.
—¡Qué contrariedad! —comentó otro. El hombre del cuchillo le hizo frente y contesto con dignidad: —Me sorprenden verdaderamente semejantes comentarios después de todo lo que he dicho sobre el particular. Deseo en especial que ustedes tomen en consideración todas las circunstancias del caso. Son excepcionales, pues esta persona —este Martín— no es un cualquiera. Hemos tenido nuestros ojos fijos sobre él durante algún tiempo, y así pudimos ob obser serva varr ciert ciertas as ac acci cion ones es so sorp rpre rend nden ente tess de su pa parte rte;; es esto to ha habl blan ando do sin ex exag agera eraci ción ón.. Tengamos presente la audacia, la destreza y la peligrosa violencia que ha desplegado en tantas ocasiones, desde que se entregó a su actual manera de vivir. —Se me ocurre —observó uno de ellos— que si Martín esta' muerto no tenemos por qué preocuparnos de su carácter ni de sus audaces fechorías anteriores. —Si está o no muerto —exclamó otro con viveza—, eso es precisamente el punto a dilucidar. ¿Está realmente muerto? ¿Acaso podemos decir con seguridad que no se halla entregado a un profundo sueño, o desmayado, o simulando estarlo mientras se mantiene alerta para levantarse de un brinco al primer roce del cuchillo y agarrar del pescuezo a su atacante —quiero decir a su faenador—, para tal vez matarlo como una vez mató a la espátula rosada? —Eso sería terrible —dijo uno. —Pero seguramente —agregó otro— hay medios de comprobar si una persona está viva o no. Un simple y eficaz método que he oído consiste en colocarle una mano sobre el corazón y percibir con el tacto si aún late. —Sí, entiendo, también he oído hablar de eso. Muy sencillo, como usted dice; pero, ¿quién es capaz de ensayarlo? Invito a la persona que lo sugiere a que lo ponga en práctica. —Con mucho gusto —dijo el otro avanzando con paso ligero y aire audaz. Pero al llegar cerca del supuesto cadáver se detuvo para echar una mirada a los demás, y luego sacando un pañuelo negro de seda se limpió la arrugada arrugada frente y la calva, y exclamó: —¡Puf!, ¡Hace mucho calor! —No me parece —replicó el jefe. Es a veces cuestión de nervios. No era muy amable la observación, pero tuvo el efecto de estimular al otro, que ad adel elan antá tánd ndos osee un unos os pa paso soss se pu puso so a escud escudri riña ñarr an ansio siosam samen ente te la ca cara ra de Mart Martín ín.. Los Los compinches se le reunieron, pero el hombre del cuchillo les previno que no debían acercarse demasia dem asiado. do. El guapo guapo que se había había encarg encargado ado de palpar palpar las pulsaci pulsacione oness de Martín Martín,, se arremangó y, luego de otros preparativos, extendió el brazo e hizo dos o tres movimientos con la mano temblorosa a una distancia de treinta centímetros más o menos del pecho del cadáver. Acercóse algo más todavía, pero al llegar el momento de tocarlo, un temor repentino le hizo retroceder. —¿Qué hay? ¿Qué viste? —exclamaron los demás. —No estoy del todo seguro, seguro, pero me parece haberle visto mover los párp párpados ados —contestó. —Los párpados no tienen nada que ver; debes palparle el corazón —dijo un uno. o. —Eso es fácil decirlo —respondió— pero, ¿por ¿por qué no lo haces tú? —¡No, no! —exclamaron todos—. Te has encargado de este asunto y es menester cumplirlo debidamente. Alen Alenta tado do co con n es estas tas pa pala labr bras, as, se diri dirigi gió ó de nu nuev evo o al ni niño ño y empe empezó zó a ex exam amin inarl arlee ansios ans iosame amente nte la cara. cara. Martín Martín los espiab espiabaa perman permanent enteme emente nte con los ojos ojos entreab entreabiert iertos os y escuchaba su conversación. Como él también sentía bastante hambre, no pudo menos de compadecerlos y como no tenía idea del dolor que le causarían al cortarlo en pedazos para devorarlo, casi deseaba que los enanos dieran comienzo a la faena. Le causaba gracia a la vez que fastidio la nerviosidad que demostraban. Por fin, abriendo los ojos del todo exclamó de pronto. —¡Comprueben el latido de mi corazón!
Fue como si en medio del grupo hubiera sonado un cañonazo; por un instante quedaron paralizados de terror, pero en menos que canta un gallo dieron media vuelta y huyeron. Con brincos muy largos y abriendo en toda su extensión las grandes alas se remontaron en el espacio. Porque no eran, como aparentaban, enanitos negros vestidos con ropas de seda, sino buitres, esos grandes pájaros de alto vuelo y plumaje negro que Martín había visto revolotear en el cielo, con apariencia no mayor que la de una mosca, cuando se elevaban a gran altura sobre la tierra. Y mientras mientras él los había contemplado, contemplado, ellos también lo observaban, observaban, haciendo haciendo durante largas horas grandes círculos en el cielo hasta que, viéndolo siempre acostado, sin movimiento y de bruces en la llanura, lo creyeron muerto; y uno por uno, con las alas plegadas o semiplegadas, bajaron planeando, mientras su tamaño crecía a medida que se acercaban a la tierra, hasta que los puntitos no mayores que una mosca se convirtieron en grandes pájaros negros del tamaño de un pavo. Pero ya ven ustedes que después de todo Martín no estaba muerto, de modo que se alejaron sin saborear su comida.
Capítulo X
Una tropilla de potros SintiósedeMartín tan solo llanura cuando que los buitres desaparecieron en el cielo, y era tan s ilenciosa la soledad esa inmensa no pudo menos de desear su regreso parasilenciosa sentirse acompañado. ¡Era esa gente muy entretenida cuando se paseaba a su alrededor a prudente distancia, conversando y tratando de averiguar si estaba muerto o simplemente dormido! Siguió solitario durante todo el día, pues a pesar de haber caminado hasta el anochecer, se encontraba aún en la amarillenta llanura que parecía no tener fin. Las sierras no aparentaban estar más cerca que cuando iniciara la marcha por la mañana. Tenía hambre y sed ese anochecer y también sentía mucho frío cuando se acostó en el suelo, cobijándose sólo con un montoncito de pasto seco recogido a propósito para hacer su lecho. Le fue algo mejor al día siguiente, ya que después de caminar dos o tres horas llegó al término de la planicie donde la tierra más elevada era arenosa y estéril, con escasos arbustos oscuros y espinosos que, parecidos al "Brusco", crecían dispersos sobre la superficie. Desde la parte más alta de ese terreno alcanzó a divisar a la distancia un herboso valle que se dilataba en la lejanía, hasta perderse de vista. ¡Era tan agradable volver de nuevo a ver el suelo verde! Bajando al valle, encontró algunas raíces dulces para satisfacer el apetito y apagar la sed, y luego, después de un descanso, emprendió el viaje hasta escalar la loma, presentándosele al lado opuesto un valle igual al que acababa de abandonar. Hizo otro descanso en ese lugar, para subir después una nueva lomada, como la que había dejado atrás, donde encontró una tierra estéril y arenosa, cubierta c ubierta de iguales arbustos oscuros espinosos. Al llegar a la cima miró de nuevo hacia abajo. ¡Oh, sorpresa! Otro valle verde se prolongaba a derecha e izquierda hasta donde alcanzaba la vista. ¿No habían de terminar nunca estas altas cumbres estériles y los amplios valles que existían entre ellas? Cuando atravesó lenta y penosamente este fresco sitio de reposo, hacíase tarde y se sentía muy cansado. Luego llegó a la cumbre de otra loma como las anteriores, aunque más alta y árida, y cuando pudo mirar al otro lado, he aquí que vio otro valle, más verde y más ancho que los ya recorridos, y con un río parecido a una cinta de plata extendida sobre la tierra esmeralda. Se trataba de un río demasiado ancho para poder atravesarlo, que corría de norte a sur, hasta perderse de vista. ¿Cómo podría, pues, alcanzar las sierras, que estaban al otro lado del agua? Contempló Martín el panorama durante largo rato, y sintiéndose muy cansado y débil se sentó en el suelo arenoso, junto a un mezquino arbusto oscuro. Se le llenaron de lágrimas los ojos y le corrieron por las mejillas. De repente se acordó que hacia mucho, en el comienzo de sus andanzas, había vertido también una lágrima y que un pequeño escarabajo polvoriento se refrescó bebiéndola. Agachó la cabeza y dejó caer una gota de su llanto, contemplándola cuando se hundía en la tierra, pero no salió ningún escarabajo para sorbería. Se sentía más solo y triste que nunca v comenzó a recordar todos los extraños seres con los que había tropezado en el desierto, y a desear verlos de nuevo. Algunos no fueron buenos, pero ya no se acordaba más de eso. En aquellos momentos en que sentía la congoja de la soledad, de estar solo en el mundo sin que lo acompañara siquiera el animalito más miserable. Se acordaba del hermoso mundo del espejismo y de los negros habitantes del cielo, del avestruz y del viejo Jacobo, de los salvajes, de la serpiente y de la comadreja negra de la selva. Se puso de pie y dirigió los ojos a su alrededor, para ver si se acercaba alguien, pero no vio a nadie ni ovó nada. Después de un rato, un ruido rompió el
profundo silencio; por lo débil supuso que llegaba desde gran distancia. Poco a poco fue haciéndose hacién dose más fuerte y a oírse mas cerca, distinguién distinguiéndose dose a lo lejos una nubecita nubecita de tierra, entre la cual venían unas figuras confusas que se acercaban rápidamente. El ruido que oía era como un prolongado ¡Ah!, ¡ah! , un grito que parecía humano, pero salvaje y agudo como chillido de ave; y siempre que ese chillido se producía, lo seguía un extraño y confuso rumor que recordaba el relincho de muchos caballos. Y eran en realidad caballos los que tan velozmente llegaban, una tropilla de sesenta o setenta animales cerriles. Los pudo ver y escuchar muy claramente, inspirándole terror su fuerza y ligereza, así como las flotantes crines que los cubrían como una nube negra, en su impetuosa carrera emprendida tal vez con la intención de arrollarlo y pisotearlo, hasta producirle la muerte con sus patas duras como el hierro. De pronto, cuando ya estaban a unos cincuenta metros, se dejó oír otra vez el prolongado, salvaje y agudo alarido, y los caballos se apartaron hacia un lado, formando alrededor de Martín un amplio círculo. Luego, mientras pasaban galopando, Martín avistó al ser más extraño que viera en toda su vida. Montaba desnudo sobre uno de los caballos; cubierto de pelos parecía un gran mono, agachado como estaba, sujetándose con las rodillas al cuerpo del animal, prendido con las manos de la crin y con el pescuezo estirado como pájaro en vuelo. Era este extraño jinete el que arrojara aquellos alaridos penetrantes que a veces semejaban gritos gri tos humano humanoss y otras otras chilli chillidos dos de pájaro pájaros; s; cuando cuando cambiaba cambiaba la voz emitía un sonido sonido análogo a un relincho, al oír el cual los caballos se detenían por un instante, sacudiendo las crines y mirando mirando fijamente a Martín con ojos salvajes salvajes y sorprendidos. sorprendidos. Finalmente, Finalmente, luego de rodearlo, se detuvieron inmóviles. Momentos después el jinete se adelantó dando saltos, y ora erguido, ora caminando en cuatro patas, se acercó poco a poco a Martín, agitando los brazos y las piernas, meneando la cabeza, haciendo muecas y produciendo curiosos sonidos. ¡Jamás había visto Martín un ser tan extraño! Tenía el cuerpo muy largo y era tan flaco que se le podían contar las costillas; estaba enteramente desnudo y sólo lo tapaba a medias el pelo de la cabeza y de la cara. La piel era de un tinte marrón amarillento, y el cabello, del color del pasto seco, grueso y enredado, le caía sobre los hombros y la espalda cubriéndole la frente como una visera. Una enorme nariz emergía por debajo semejando el pico de un ave. La cara aparecía envuelta en una barba enmarañada que le llegaba hasta la cintura. Luego Lu ego de contem contempla plarr deteni detenidam dament entee a Martín Martín con sus grande grandess ojos ojos amaril amarillos los muy muy parecidos a los de un chivo, se le acercó haciendo cabriolas y olfateándole la cara, los brazos y los hombros. —¿Quién es usted? —preguntó Martín muy muy sorprendido. Como única respuesta el otro chilló y relinchó, haciendo muecas y pataleando. Entonces los caballos se adelantaron y, juntándose lo rodearon, tocando con el hocico a Martín, quien encantado al sentir la aterciopelada suavidad, levantaba las manos y los acariciaba. Luego uno por uno, después de olfatearlo nuevamente y de apreciar las caricias de su tierna y suave mano, se alejaron corriendo hacia el valle, donde pronto se dispersaron, yéndose la mayoría a pastorear, mientras los otros se revolcaban sobre el pasto o se s e estiraban largo a largo sobre la hierba, como si intentaran dormirse. Entretanto los potrillos abandonaban a las madres y se ponían a jugar y a desafiarse los unos a los otros, y a correr carreras. Martín los seguía y contemplaba casi con envidia, deseando poder él también andar en cuatro patas para intervenir en sus juegos. No tenía ningún miedo a los caballos salvajes; pero no sabía a qué atenerse con c on respecto al extraño personaje que, a su vez lo había abandonado y tranquilamente iba oliendo el pasto. Después de unas cuantas vueltas, este personaje encontró algo que le gustó; era una extensión de tierra cubierta de verde trébol, por la que paseó el hocico, arrancando con los dientes un poco de pasto, al mismo tiempo que volvía la cabeza para mirar a Martín, en tanto movía con energía y constancia las mandíbulas, mientras los
tallos y las hojas del trébol se le salían de la boca y caían, pegándosele a la barba. De repente se irguió y corriendo hacia Martín lo tomó en sus brazos y lo llevó al sitio donde estaba el trébol, colocándolo encima como si fuera un cuadrúpedo. Cuando Martín recobró su posición y se sentó, cogióle por la cabeza v se la empujó hacia abajo hasta hacerle tocar la hierba con la nariz a fin de que la oliera y aprendiera a conocer lo que era bueno. Pero como Martín no quiso olerla, el hombre lo agarró groseramente y, abriéndole la boca, le metió a la fuerza un manojo de pasto. —Es pasto y no lo quiero comer —gritó Martín, llorando de rabia al verse tratado de semejante manera, al tiempo que escupía el verde bocado. Entonces el hombre lo soltó y retirándose a distancia de dos o tres pasos se sentó en cuclillas y colocando sus codos huesudos sobre las rodillas introdujo los grandes dedos entre el enredado cabello y se quedó mirando a Martín fijamente, durante largo tiempo, con sus grandes ojos de chivo. Súbitamente brilló en sus ojos una mirada de salvaje excitación; se levantó el hombre de un salto y dando un grito agudo que hizo que los caballos se volvieran a mirarlo con asombr aso mbro, o, agarró agarró de nuevo nuevo a Martín Martín,, lo sujetó sujetó con firmeza firmeza contra contra sus costillas costillas y salió salió disparando en dirección a una yegua que amamantaba a su potrillo. Con una patada ahuyentó a éste y obligó a Martín a que tomara su lugar y, para facilitarle la tarea, le coloco' a la fuerza la teta en la boca. Martín, que no estaba acostumbrado a alimentarse de esta manera, no sólo se negó a chupar, sino que siguió llorando de indignación, luchando con todas sus fuerzas para libertarse. Sus esfuerzos fueron vanos; después de un rato el hombre, al ver que el muchacho no quería chupar, tuvo una idea: tomó a Martín más firmemente que nunca, le abrió los labios a la fuerza, manteniéndoselos separados con una mano mientras con la otra fue ordeñando a la yegua, sacándole un chorro de leche que cayó en la boca del infante. Después de estornudar y escupir, medio ahoga do por el llanto y la leche, Martín poco a poco recobró recob ró su serenidad y empezó a tragar el líquido, líquido, experimentand experimentando o cierta satisfacción, satisfacción, pues tenía mucha hambre y sed y el sabor era bastante bueno. Momentos después, como ya no salía más leche, lo llevó a una segunda yegua, de la que alejó previamente el potrillo, con tan poca ceremonia como la observada en el caso anterior. Este animal dio toda la leche que el hombre homb re quiso extraerle, hasta que al niño comenzó a gustarle gustarle que lo alimentaran alimentaran de manera manera tan entretenida. De lo que ocurrió seguidamente, éste poco pudo percatarse, excepto que el hombre parecía muy contento después de haberle dado de comer. Colocó a Martín sobre el lomo de un caballo; luego bailó, dando brincos a su alrededor, haciendo graciosos ruidos similares al cloqueo de una gallina, luego de lo cual se revolcó en el pasto como un caballo, agitando en el aire los brazos y piernas, piernas, y, por último, último, lo desmontó desmontó empujándolo empujándolo para que él también también se revolcara. Pero el pequeñuelo estaba demasiado cansado para mantenerse despierto, y se durmió. Cuando abrió los ojos era otra vez de día y se encontraba entre una yegua y su potrillo, acostados los dos muy cerca el uno del otro. Allí también estaba el hombre, acurrucado como un perro dormido, con la cabeza apoyada en el pescuezo del potrillo y su gran barba extendida sobre Martín como una manta. Muy pronto éste se acostumbró a la nueva manera de vivir y hasta llegó a gustarle. Esos grandes caballos cerriles de aspecto noble, con su cuero lustroso, de pelaje tostado, bayo, oscuro, roano o alazán, con las negras crines y las colas tan largas que barrían el pasto cuando se movían, eran tan cariñosos que no pudo menos de amarlos. Cuando se paseaba entre ellos mientras pastoreaban, les hablaba, y al acercárseles y levantar la cabeza olfateándole la cara y los brazos les decía: —Oh, mis caballitos queridos —y les acariciaba el hocico caliente y aterciopelado. Pronto descubrió que a ellos les gustaba retozar, y que él debía tomar parte en sus juegos. Loss cabal Lo caballo loss de desp spué uéss de co come merr to todo do lo qu quee se le less an anto tojó jó esa maña mañana na,, de pr pron onto to empezaron a reunirse relinchando vivamente; luego el hombre levantó a Martín y montó con
él de un salto en uno de los animal animales es para en seguida lanzarse lanzarse en furiosa furiosa carrera con toda la tropilla hacia la gran llanura seca y limpia, donde Martín los encontrara el día anterior. Al principio se asustó mucho al verse entre la tropa que corría a más no poder sobre la llanura que temblaba bajo sus cascos. Mientras el hombre los conducía y alentaba con sus repetidos y estridentes gritos. Al poco tiempo Martín se contagió de la exaltación de los demás y perdiendo todo temor, sintióse tan alegre como sus compañeros y gritó también imitando a los salvajes. Después de una carrera que duró una hora regresaron al valle, y Martín, esta vez sin que lo obligaran, rodó sobre el pasto y siguió a los potrillos cuando salían para jugar; Trató como ellos de hacer cabriolas con las piernas en el aire y resoplar, pero cuando los potrillos corrían, irremediablemente le aventajaban. Mientras tanto el hombre lo vigilaba, alimentándolo con leche de yegua y lo invitaba de vez en cuando a tomar el olor del pasto tierno. Fue mejor aun cuando al atardecer volvieron a correr, y como Martín no estuviera firmemente agarrado del hombre, éste le enseñó a mantenerse en su sitio afirmándose con las piernas contra su cuerpo, a enlazar los brazos alrededor de su cuello y prenderse con los dedos de su larga y enmarañada barba. De esta manera pasaron tres días y si hubiera tenido que pasar más tiempo entre aquellos caballos ariscos, es muy seguro que habríase convertido en un componente de la tropilla y hasta tal vez aprendiera a comer pasto olvidando su lenguaje humano y el haber nacido para una vida muy distinta. Pero el destino no le deparaba semejante cosa, y al final se separo por casualidad de la tropilla. Al térm términ ino o de dell terc tercer er día, día, a la ho hora ra de la pu puest estaa de dell sol, sol, lo loss ca caba ball llos os se ha hall llab aban an esparcidos por el valle, pastoreando tranquilamente; cuando de pronto algo los inquietó. Tal vez vieron alguna cosa si es que no percibieron un sonido que los excitó, aunque quizás todo fue el viento trayéndoles el olor de sus enemigos y cazadores desde lejana distancia. Al instante se produjo entre ellos una agitada conmoción; de todos lados se les veía venir al galope a reunirse con su jefe. Este, alzando a Martín, montó a caballo y todos juntos se largaron largar on en veloz carrera, pero no hacia la llanura llanura donde acostumbraban acostumbraban a congregarse congregarse para sus correrías, sino en dirección opuesta, rumbo al río. Allí se lanzaron en la ancha corriente, profunda y peligrosa, saltando desde la orilla, y dando los animales al caer, una tremenda zambullida que los hizo desaparecer de la vista, para en seguida surgir de nuevo con la cabeza y la parte superior del pescuezo sobre la superficie. Dábanle a Martín la impresión de una tropa de cabezas sueltas que flotaban en el río. El niño, prendido del pescuezo v la barba del hombre, mantuvo el torso fuera de la fría correntada. De esta manera todos lograron cruzaría sin peligro y subir por la orilla opuesta. No bien estuvieron fuera del río, y sin pararse siquiera para sacudirse el agua, emprendieron veloz galope a través del valle, en dirección a las distantes sierras. Sobre ese lado, a una milla más o menos del río, había vastas extensiones de juncos que crecían en un bajo donde la tierra se endurecía a causa de los calores del verano. Hacia allí se dirigieron corriendo los caballos, luchando lucha ndo para poder meterse entre los juncos, tan altos que superaban superaban en mucho el nivel de sus cabezas; tan tupidos eran que para atravesarlos se requería un esfuerzo inmenso. Cuando estuvieron en el medio de este lugar intransitable, la costra seca que cubría el bajo, empezó a ceder a fuerza de tanto pisotearla los animales, y éstos se hundieron hasta las rodill rod illas, as, cayénd cayéndose ose y desplo desplomán mándos dosee en la forma forma más desesp desespera erante nte.. En medio medio de esta esta confusión, Martín también fue a dar entre los juncos; por suerte no lo pisotearon, pero lo dejaron abandonado, y entonces ¡cuán terrible fue su desconsuelo al ver que la tropa lograba merced a sus esfuerzos salir de los juncos y se alejaba dejándolo en ese sitio oscuro y solitario! Siguió escuchando hasta que el estruendoso tropel y los prolongados gritos del hombre se perdieron en la lejanía. Aterrorizado por el silencio y la oscuridad, luchó tratando de salir de allí, pero era tan tupido el juncal que antes de haber adelant adelantado ado a empujones empujones una docena de metros, cayó al suelo agotado, incapaz de hacer más movimientos.
La atmósfera a su alrededor era caliente, pesada y tranquila, pero levantando la cabeza y mirando hacia arriba pudo ver por los intersticios de los juncos secos el pálido cielo nocturno salpicado de estrellas. ¡Pobre Martín! No podía hacer otra cosa sino contemplar el pedazo del cielo que se distinguía desde ese lugar estrecho y lóbrego; hasta que a consecuencia del esfuerzo comenzó a sentir dolor en el cuello. Finalmente oyó un sonido que le infundió una esperanza: se trataba del bien conocido llamado del hombre salvaje, que le era ahora tan familiar. A medida que se acercaba, se oyó también el ruido de las pisadas y el relincho de los caballos, que aumentaba y decrecía en intensidad de un lado y de otro. Martín comprendió que le buscaban. —Aquí estoy, aquí estoy, exclamó ¡Oh mis queridos caballos, vengan a buscarme! Pero ellos no le oían y sus relinchos y los prolongados gritos enmudecieron del todo y el niño quedó abandonado en ese sitio negro y silencioso.
Capítulo XI
La dama de las sierras durará oscuridad no había alguna escapar, de modoyaque optóMientras por quedarse allílatoda la noche, pero almanera llegar el día sedesintió confortado, queMartín le era posible ver bien el lugar. Con las manos pudo apartar los juncos hacia uno y otro lado, abriéndose un pasaje. Poco después el sol iluminaba la parte superior de las altas plantas, mientras el niño trataba de salir en dirección al punto desde donde llegaba la luz. Así logró evadirse de esa prisión y llegar a un espacio en que se podía caminar sin dificultad y la tierra y el cielo se presentaban ampliamente visibles. Más allá, en un sitio herboso, encontró unas raíces dulces que le renovaron las energías. Después de abandonar el valle, arribó a una alta llanura verde y vio ante sí las sierras que parecían estar mucho más cerca que en las anteriore anterioress ocasiones. Hasta ese momento le habían dado la impresión de ser nubes azules que descansaban sobre la tierra tierra,, pero entonces pudo darse cuenta de que eran de piedra, de piedra piedra azul dispuestas en inmensos riscos y peñascos que se elevaban sobre el verde mundo. Pudo observar, también, la aspereza de las rocas amontonadas, las grietas y hendiduras en las faldas de las sierras, y aquí y allá, parches de color verde, donde los árboles á rboles y arbustos habían echado raíces. ¡Qué maravilloso le pareció a Martín el panorama esa tarde, parado sobre la amplia llanura verde, mientras los rayos del sol poniente iluminaban su cuerpo desnudo semejante a la estatua de un niño esculpida en blanquísimo mármol o alabastro! Entonces, como para que el paisaje fuera aún más encantador, en el momento en que el sol se escondía, cambióse el color azul de las sierras en un tono púrpura como el de las ciruelas o las uvas maduras, aunque más hermoso y brillante. En pocos minutos el púrpura se desvaneció, y las sierras se cubrieron de sombra y oscuridad. Era muy tarde y estaba demasiado cansado para caminar. Tenía mucha hambre y sed, y después de ingerir algunas bayas blancas que encontró, recogió un poco de pasto seco con el que hizo un montoncito y se acostó sobre él para caer prontamente en un profundo sueno. Hasta una hora avanzada de la tarde del día siguiente Martín no pudo llegar al pie de la sierra: Al mirar hacia arriba se le representó una gran muralla de piedra con árboles, arbustos y en enre reda dade dera rass qu quee cr crec ecía ían n en las las gr grie ieta tass y so sobr bree lo loss est estre rech chos os bo bord rdes es de la lass pi pied edra ras. s. Recorriendo aun cierta distancia llegó a un lugar por donde se podía ascender, y comenzó a trepar tre par despac despacios iosame amente nte.. Al princi principio pio apenas apenas le fue posibl posiblee conten contener er su alegrí alegríaa ante ante el espectáculo de cosas tan nuevas y extrañas, entre ellas algunas flores muy hermosas. Pero como caminaba afanosamente, el cansancio y el hambre aumentaron; para colmo sentía tan fuertes dolores en las piernas que apenas podía levantarlas. Era curioso ese dolor de sus robustas pantorrillas y no recordaba haberlo sentido anteriormente durante sus andanzas. En ese momento una nube cubrió la faz del sol y se levantó un viento penetrante que le hizo temblar de frío; siguió a esto un chaparrón, y Martín, que se sentía dolorido y triste, buscó amparo en un hueco, debajo de un montón de rocas que se proyectaban hacia afuera. En ese lugar no lo mojaba la lluvia, pero no estaba a salvo del viento que le hacía castañetear los dientes de frío. El pobrecito recordó entonces a su madre y las comodidades de su hogar perdido: el pan y la leche cuando tenía hambre, la ropa que le abrigaba y la blanca camita cubierta por una colcha blanca como la nieve, bajo la que tan dulcemente durmiera todas las noches.
—¡Oh, madre, madre! -exclamó; pero la madre estaba demasiado lejos para poder oír su lastimero llanto. Pasada la lluvia salió de su refugio, y aunque tenía los pies ensangrentados por el contacto con las filosas rocas trató de seguir escalándolas. En un sitio encontró algunas enredaderas de la familia de los mirtos, cubiertas de blancos y pequeños frutos maduros que, no obstante su sabor acre, comió ansiosamente, tal era el hambre que sentía. Como ya no podía seguir caminando más por el lastimoso estado de sus pies, comenzó a buscar un lugar seco que le ofreciera abrigo donde poder pasar la noche. Después de un rato llegó a una gran piedra lisa y plana parecida al piso de una habitación de unos quince metros de ancho; a ncho; sólo tenía algunas pequeñas manchitas de liquen gris, pero en el lado más distante, al pie de un escarpado precipicio de rocas, había un espeso lecho de altos helechos verdes y amarillos entre los cuales creyó Martín que podría reposar. Cruzó lentamente y rengueando el espacio abierto, al par que derramaba lágrimas por el dolor que sentía a cada paso que daba. Mas al acercarse acercar se a los helechos helechos vio sentada sentada en una piedra, piedra, debajo de la crecida fronda, a una mujer de aspecto extraño, vestida de verde, que lo contemplaba muy fijamente con ojos amorosos y compas com pasivo ivos. s. A su lado lado perman permanecí ecíaa agazap agazapado ado un enorme enorme animal animal amarill amarillo, o, cubier cubierto to con manchas negras circulares, de cabeza redonda muy parecida a la del gato, pero cien veces mayor que la del felino más grande que viera en su vida. La bestia se levantó produciendo un ruido semejante a un gruñido mientras miraba ferozmente a Martín con sus oblicuos ojos, amarillos y chispeantes, atemorizándolo tanto que no se atrevió a dar un paso, hasta que la mujer, con tono muy suave, le instó a que se acercara, mientras acariciaba al animal y lo obligaba a echarse de nuevo. Tomó en seguida a Martín de la mano y lo colocó sobre sus rodillas. —¿Cómo te llamas, pobrecito? —preguntó, inclinándose hacia él y hablándole cariñosamente. —Martín, ¿y usted? —respondió sollozando sollozando todavía, mientras se frotaba los ojos. —Me llaman la Dama de las Sierras, y vivo aquí sola en las montañas. Dime, ¿por qué lloras? —Porque tengo mucho frío y me duelen las piernas y porque quiero volver junto a mi madre. Ella está por allá dijo con otro sollozo, señalando vagamente la gran llanura que se extendía a sus pies, lejos, lejos, en la lejanía azul, donde se iba poniendo el sol. —Yo seré tu madre y tu vivirás aquí conmigo en esta montaña —dijo ella, acariciándole con las suyas las manitos frías. —¿Quieres llamarme madre? —Usted no es mi madre —le respondió vivamente y no quiero llam llamarle arle madre. —¡Y yo que te quiero tanto, hijo querido! —imploró ella, inclinando la cabeza hasta hacer que sus labios tocaran casi la esquiva carita. —¡Cómo me mira ese gran gato manchado! —exclamó de pronto el niño— ¿No cree usted que pueda matarme? —No, no, sólo desea jugar contigo, Martín. ¿No quieres ni siquiera mirarme? El se resistía aún, pero la cálida mano de la Dama le producía cierta sensación de consuelo. Era una mano grande que le brindaba protección. Tan agradable le resultaba su contacto que.. después de un rato, Martín comenzó a rozar su hermoso brazo, delicado y blanco, y hasta llegó a tocarle el cabello, que tenía suelto y le caía libremente; era de tono oscuro y más fino que la más sutil hebra de seda. Le cubría los hombros y la espalda y descendía hasta la piedra en que se encontraba sentada. Con sus pequeños dedos lo acariciaba y parecía querer peinarlo, sintiéndolo tan suave y cálido como el plumón que forra el nido de un pajarito. Después llegó su mano al cuello y allí la dejó descansar.
Finalmente, aunque con desgano, puesto que su corazoncito rebelde aún no había sido del todo vencido, alzó los ojos y los poso en su cara. ¡Oh, qué hermosa era! El amor y el vivo deseo de atraerlo hacia ella habían cubierto de rubor la transparente piel de color aceitunado. Le acariciaba la mejilla el cálido y suave aliento que se escapaba de sus rojos labios entreabiertos, aliento más fragante que las flores silvestres. Sus grandes ojos, que escrutaban fijamente lo suyos, se mostraban tan llenos de ternura que, al mirarlos, Martín sintió un extraño estremecimiento por todo su ser y no sabía si debía considerarlo como placer o dolor. —Querido hijito, te quiero tanto —dijo ella—. ¿Me llamarás madre? Con los ojos ojos bajos bajos y los labios labios temblo tembloros rosos os Martín Martín,, un poco poco avergo avergonza nzado do al verse verse vencido, murmuró: —Madre. Ella lo levantó y estrechándolo sobre su corazón lo abrigó con su cabello como con una manta, y en menos de un minuto, rendido de cansancio, el niño se durmió en sus brazos.
Capítulo XII
Los enanos del fondo de la tierra despertó Martín encontró acostado en unelblanco lecho plumas, dentro una Cuando cueva oscura hecha en la se piedra, y como aun sentía contacto del de sedoso cabello en de su mejilla, cuello y brazos, se daba cuenta que estaba con la nueva madre que se le deparaba, la hermosa Dama de la Montaña. Al verlo despierto ella lo tomó en sus brazos, y estrechándole contra su pecho, lo llevó por un pasaje largo y tortuoso, hasta que llegaron afuera, al brillante sol de la mañana. Allí, en un manantial de agua cristalina que brotaba de la roca, le lavó la piel rasguñada y llena de magullones, frotándolo luego con ungüentos olorosos y dióle de comer y beber. El enorme animal manchado se había sentado junto a ellos, ronroneando como un gato y a ratos incitando a Martín a dejar la falda de la mujer para jugar con él. Pero la Dama no permitió que el niño se alejara de sus brazos; y todo el día lo cuidó y mimó como si fues fuesee un unaa criat criatur uraa si sin n fu fuer erzas zas,, en lu luga garr de dell ro robu busto sto av aven entu ture rero ro pr próf ófug ugo o qu quee ha habí bíaa demostrado ser. Ella le pidió que le contara cómo se había perdido y todos los extraordinarios incidentes que le ocurrieran ocurrieran en sus andanzas por el desierto: desierto: el mundo mundo del espejismo, espejismo, el viejo Jacobo y los salvajes del monte, la serpiente, el lechuzón, los potros y el hombre extraño, y los negros pobladores del cielo. Pero fue del mundo del espejismo y de sus hermosos seres de lo que más le habló Martín. —¿Cree usted que fue sólo un sueño? sueño? —preguntó ¿La reinita y toda su co corte? rte? La Dama pareció disgustarse con la pregunta, y volviendo el rostro rehusó contestarle. Aunque demostraba tener modales suaves y afectuosos cuando Martín hablaba de otras cosas, en el instante en que él mencionó a la reina del espejismo y los presentes que ésta le ofreci ofr eciera, era, se impaci impacient entó ó reproc reprochán hándol dolee semeja semejante ntess tonterí tonterías. as. Despué Despuéss de un rato rato habló, habló, manifestándole que aquél había sido un sueño, un sueño muy vago que no valía la pena evocar; que no debía recordarlo ni pensar más en él; que debía olvidarlo de la misma manera que había olvidado todos los demás. Eran sueños vanos y sin sentido. Lueg Lu ego o de ha habe berr dich dicho o est esto o co con n cier cierta ta as aspe pere reza, za, sonr sonrió ió nu nuev evam amen ente te y lo ac acari arició ció,, prometiéndole que si se dormía tendría un bello sueño que habría de recordar con placer y le serviría como tema de relatos. Mientras conversaban de esta suerte, la Dama de la Montaña lo mantenía separado, sentado sobre sus rodillas, a fin de poder mirarle la cara. Prosiguiendo, le dijo: —Mi querido Martincito, me encanta contemplarte tan adorable y bonito. Eres mío, mi único hijo y mientras vivas conmigo en las sierras y me ames y me llames madre serás feliz y todo lo que veas en tus sueños o en tus andanzas te parecerá extraño y bello. Era ciertamente ciertamente un placer mirarlo, tan boni bonito, to, con esa piel de una blancura blancura ligeramente ligeramente sonrosada que se tornaba roja en las mejillas; la cabeza llena de rizos de vivo color castaño dorado, y los ojos de un azul penetrante que miraban fijamente como los de una avecilla, ojos que parecen no ver nada y, sin embargo, todo lo observan. Después de esto, Martín tenía sólo deseos de dormirse para poder soñar lo prometido, pero el mismo afán de hacerlo lo mantuvo despierto todo el día, aun después de haberse acostado en el sombrío aposento del corazón de la montaña. Pasó largo rato antes de que el sueño lo venciera, pero no se dio cuenta de que se había dormido; le parecía que estaba del todo despierto y que oía una voz hablándole dentro del aposento, en tanto él se levantaba para escucharla.
—"¿Sabes tú que hay cosas tan extrañas bajo tierra como en su superficie?" —díjole la voz. Martín no podía ver claramente al que hablaba, pero contesto con audacia: —No, no hay nada bajo tierra, nada más que tierra., lombrices y raíces. Lo he visto cuando han cavado en mi presencia. —"¡Sí que hay! —repitió la voz—. Puedes verlo tú mismo. Lo único que debes hacer es descubrir la senda que se dirige hacia abajo y seguirla. Hay una precisamente frente a ti, cuya abertura puedes ver desde donde te encuentras Miró y efectivamente allí estaba, lo mismo que el oscuro pasaje que atravesaba la sólida roca roca.. Se leva levant ntó ó de un salto salto,, en entu tusia siasm smad ado o po porr la pe persp rspec ecti tiva va de ve verr co cosas sas nu nuev evas as y fantásticas, y sin prestar atención a la figura que le había hablado, corrió hacia el hueco. El pasaje tenía piso de piedra lisa y un declive hacia el interior de la tierra que bajaba en forma de inmenso caracol, pero los círculos eran tan amplios que Martín no se daba cuenta de que no avanzaba en línea recta. ¿Habéis visto por casualidad alguna vez un milano, cigüeña o buitre, o algún otro pájaro de esos que se elevan hacia el cielo en grandes círculos? Cada círculo lo lleva más lejos de la tierra, hasta que parece un mero puntito negro en el vasto cielo, pero finalmente desaparece. De la misma manera y dando vueltas y vueltas en círculos igualmente grandes, caminando ligero, sin un alto para descansar y sin sentirse fatigado, Martín siguió adelante, pero en sentido contrario, es decir, hacia abajo, en lugar de subir como el pájaro que se eleva en vuelo, como el milano, la cigüeña o el águila; y así llegó a una profundidad dentro de de la montaña igual a la altura más elevada que jamás alcanzara el ave. Corriendo de esta manera alcanzó el final del pasaje, donde halló una cámara o espacio tan amplio que en cualquier dirección que dirigiera la vista no podía percibir el límite. Soste So stení nían an el tech techo o de pied piedra ra de esta esta cámar cámaraa en enor orme mess co colu lumn mnas as,, ta tamb mbié ién n de pi pied edra ra,, dist distri ribu buid idas as co como mo gr grup upos os de gr gran ande dess ár árbo bole less de ás áspe pera ra co cort rtez eza. a. Much Muchas as vece vecess su circunferenci circun ferenciaa era mayor mayor que la de los más grandes barriles. barriles. Aquí y allá, en el techo o en lo alto de las paredes, había inmensas cavernas negras que le inspiraban miedo. Ni la claridad del sol o de la luna penetraban hasta esa profunda parte de la tierra, y la única luz que la alumbraba provenía de grandes fraguas que ardían a su alrededor y arrojaban inmensas llamaradas y nubes de humo negro, que al elevarse pasaban por entre los grandes huecos del tech techo. o. Una Una gran gran much muched edum umbr bree se ha habí bíaa reun reunid ido o en to torn rno o de la lass fragu fraguas, as, y to todo doss sus sus componentes hallábanse muy ocupados batiendo el hierro sobre yunques como hacen los herreros. Nunca viera Martín tanta gente, ni tampoco seres tan industriosos; los hombrecitos se movían rápidamente de aquí para allá dando gritos y atropellándose al pasar con enormes canastos que llevaban sobre los hombros. Este espectáculo, con la batahola, el humo, la tierra y los fuegos que ardían, resultó emocionante para Martín, y por un momento se quedó indeciso, tentado de darse vuelta y volver al pasaje por donde viniera. Pero lo exótico de la escena lo detuvo y comenzó a observar con interés a la gente, porque estos enanitos que vivían debajo de la tierra eran completamente distintos a cualquiera de los hombres que había visto en la superficie. Gruesos y de aspecto fornido, se vestían con ropas oscuras de paño burdo, sucias por el polvo y la mugre; eran de rostro moreno, pelo largo y barbas hirsutas. Tenían los brazos muy largos y las manos muy grandes, como de monos; y entre ellos no había ni uno que fuera más alto que el mismo Martín. Luego de observarlos bien y como no le inspiraron miedo alguno, se interesó por saber quiénes eran, qué hacían y por que se agitaban tanto y eran tan ruidosos en su trabajo. Así que, metiéndose entre ellos, fue a la fraguas donde se amontonaban y se puso a contemplarlos curiosamente. Entonces se dio cuenta de que su llegada había producido una gran conmoción, ya que ni bien apareció suspendieron el trabajo, largaron los canastos y los fardos de leña, los martillos e implem implement entos os de toda toda clase, clase, y al mirarl mirarlo o lo señala señalaban ban haciendo haciendo comentari comentarios os con tal aspaviento y gritería que se podía creer que miles de papagayos, loros y cotorras se hubieran
conjurado para ensordecerlo. No podía adivinar lo que trataban, puesto que no comprendía su idioma, pero se daba cuenta claramente que su presencia les sorprendía y disgustaba tanto qu quee cu cuan ando do ca cami mina naba ba en entr tree lo loss gr grup upos os de lo loss en enan anos os,, és ésto toss se ju junt ntab aban an mirá miránd ndol olo o detenidamente y señalándolo con el dedo. Pero al final comenzó a interpretar sus palabras. Estaba segurísimo de que se referían a su persona: —¡Mírenlo! ¡Mírenlo! —vociferaban— ¿Quién es? ¿Qué Martín es este Martín? Nunca. No, no, no. ¡Sí, sí, sí! Martín mismo. .. Martín sin ropas. ¡Sin un trapo siquiera! ¡Imposible, no puede ser! ¡Nunca se vio caso tan extraño! ¡Desnudo! ¿Dices que Martín está desnudo? ¡Oh, qué espantoso, desde la cabeza hasta los dedos de los pies; desnudo como cuando vino al mundo! No tiene ropa, ninguna ropa... oh no, no puede ser Martín. ¡Sí es, sí es!.. Y de este modo siguieron hasta que Martín no pudo aguantar más, porque a fuerza de estar desnudo tantos días se había acostumbrado y ni siquiera se daba cuenta de su falta de ropas. Al escuchar los comentarios comentarios de los enanos y advertir advertir lo preocupado preocupadoss que estaban, estaban, se miró el cuerpo y se dio cuenta de la realidad. Una súbita e intensa turbación se apoderó de él y asustado pensó en huir para esconderse en alguna cueva bajo la tierra. Pero Per o ¿cómo ¿cómo había había de esconde esconderse rse si todos todos los enanitos enanitos lo rodeab rodeaban an y, en cualqu cualquier ier dirección que se encaminara, cientos y cientos de oscuros rostros excitados le hacían frente y otras tantas manos mugrientas lo señalaban? De pronto vio tirado en el suelo un harapiento vestido, que yacía entre las cenizas y el carbón. Se le ocurrió cubrirse con él y al efecto lo levantó apresuradamente y ya se disponía a ponérselo cuando oyó un "no" categórico que como un rugido emanó de la muchedumbre; su estallido casi lo ensordeció. Quedóse parado todo tembloroso, con los sucios trapos en la mano. Uno de los hombrecitos se adelantó y arrebatándoselos violentamente los arrojó al suelo, y como si le repugnara encontrarse cerca de Martín, retrocedió hasta reunirse con los demás. En ese momento Martín oyó cerca del oído una voz que le hablaba quedamente, pero cuando se dio vuelta no pudo ver a nadie. Sin embargo reconoció la voz como la misma que le había dirígido la palabra en la caverna y le aconsejara bajar a ese lugar subterráneo. —"No temas —dijo la voz suave a Martín—. Diles a los hombrecitos que has perdido tu ropa y pídeles algo para ponerte". Entonces Martín, que se había cubierto la cara con las manos para no ver a la enfurecida multitud, se envalentonó y dirigiéndose a ella dijo, entre sollozos: —¡Oh, enanitos, he perdido mis ropas! ¿Me quieren dar algo para cubrirme? Este discurso tuvo un efecto maravilloso; al instante hubo un gran apresuramiento entre los enanos que corrían en todas direcciones, gritando y cayéndose unos encima de los otros, en su apuro por salir, pareciéndole a Martín que se hallaran empeñados en una gran lucha por alguna cosa. Todos se peleaban por apoderarse de un canastito cerrado y daban la impresión de estar jugando un partido de fútbol, en el que intervinieran cientos de personas, todas disputándo dispu tándose se la pelota. Al fin, uno logró Posesionarse Posesionarse del canasto canasto y escapar escapar hasta donde se encontraba Martín, para depositarlo a sus pies. Al levantar la tapa exhibióse ante los ojos del niño un traje tan hermoso como nadie lo imagina. Con una exclamación de alegría, Martín lo sacó del canasto, pero al punto un enanito de aspecto imponente, de gran barba blanca, se adelantó y se lo arrancó de la mano. —¡No, no! —gritó—. ¡Este ¡Este traje no se ha hecho para Martín! ¡Se ensuciaría! Después de estas palabras, lo arrojó al polvoriento suelo, lleno de cenizas y basura, y lo pisoteó, poseído por intensa cólera. No obstante, en seguida lo recogió y sacudió, y todos pudieron ver que se mantenía perfectamente limpio y tan hermoso como c omo antes. Martín trató de quitárselo, pero el enano no se lo permitió. —No, nunca usará Martín ropas tan pobres —gritó el anciano—. Ni siquiera lo resguardarían de la lluvia —y al decir esto las echó en una gran tina llena de agua, y él
también de un salto se metió dentro, volviendo a pisotearlas. Y cuando las sacó de nuevo y las sacudi sacudió, ó, todos todos vieron vieron que lucían lucían tan esplén espléndid didame amente nte y estaban estaban tan secas secas como como al principio. —¡Démelas! exclamó Martín, creyendo que ya estaba todo listo. —Jamás usará Martín ropas r opas tan pobres, no resistirían al fuego —aseveró el anciano— y las arrojó a las llamas. Martín abandonó toda esperanza de poseerlas, y estaba a punto de romper a llorar por su pérdida, cuando al sacarlas el hombrecillo del fuego, observó que no habían sufrido daño ninguno. Martín extendió los brazos y esta vez sí que de veras se las entregaron, pero precisamente en el instante en que las apretaba contra su pecho se despertó con una ex excl clam amaci ación ón de jú júbi bilo lo.. Apoy Apoyab abaa la ca cabe beza za sobr sobree el br brazo azo de su nu nuev evaa madr madre, e, qu quee lo contemplaba con amor. —¡Oh, madre mía, qué sueño encantador tuve! ¡Qué espléndido traje!. . . ¿Por qué me desperté tan pronto? Ella rió y tocándole los brazos le mostró que todavía tenía entre ellos el hermoso traje, el mismo de su maravilloso sueno.
Capítulo XIII
El gran mar azul Seguramen Segu ramente existía existí en su esesueño país ni tal vez el mundo entero unlaniño mása feliz Martín cuand cuando o te al no despertar desper tara de estrenó suen traje nuevo yentero, salió, de caverna cavern al solque de la mañana. Se sentía tan satisfecho de su rico vestido que al tocarlo le daba la sensación de ser más suave que el plumón plumón más fino o la más delicada seda. Era además abrigado cuand cuando o hacía frío, fresco cuando hacía calor, e impermeable a la lluvia; no se ensuciaba con la tierra ni las espinas podían desgarrarlo, y, sobre todo, lo cautivaba su belleza, pues era el traje más bonito que había visto. De color verde musgo oscuro, ssii se le miraba a corta distancia o en la sombra, cuando lo hería el sol centelleaba como si estuviera salpicado de pequeñas cuentitas o mostacillas multicolores; empero, no las tenía, sino que eran hilos los que brillaban en esa forma. Mirando detenidamente se podía apreciar lo bello que era el dibujo del tejido con su estampado de hojitas y flores, hojitas como las del musgo y flores como la pimpinela, pero más pequeñas y de color amarillo, rojo, azul y violeta. Pero, además del vestido había muchas otras cosas que hacían sentirse contento y feliz a Martín. Primero, la hermosa Dama de las Sierras que lo amaba con ternura y hacía que la llamara con el dulce nombre de "madre" tantas veces cada día que por poco casi se olvidó que ella no era su verdadera madre. Había también una planicie verde en la pedregosa montaña, mont aña, donde pasaba todo el tiempo tiempo jugando jugando entre las rocas cubiertas cubiertas de enredaderas, enredaderas, en las que prosperaban extrañas flores olorosas que nunca contemplara en la llanura. Allí los pájaros y las mariposas eran distintos a los que él conocía; lo mismo sucedía con las víboras, que aletargadas yacían encima de las rocas a igual que las pequeñas y veloces lagartijas. Hasta el agua le parecía extraña y más hermosa que la de la llanura; brotaba directamente de la dura roca y brillaba al sol como un cristal, siempre fría cuando mojaba las manos aun en los días calurosos. Pero tal vez lo que le sorprendía más, fuera de la inmensa lejanía que sus ojos alcanzaban a ver cuando los dirigía desde lo alto de la montaña a través de la llanura, y como telón de fondo la inmensa selva sombría donde había estado antes y el panorama que se extendía lejos, muy lejos, hasta perderse de vista. Además tenía consigo al compañero de sus juegos, el enorme gato amarillo manchado que lo seguía continuamente, siempre listo para retozar a su manera. Cuando retozar Cuando Martín se aprestaba aprestaba a bajar corriendo corriendo por un declive, declive, el animal se le aproximaba sigilosamente por detrás, sacaba a relucir las uñas de sus tremendas patas unas blancas y tan grandes como el pico de una lechuza, y lo sujetaba de un zarpazo. Perdiendo la paciencia Martín levantaba un palo y lo atacaba; el gato huía simulando tener miedo y se alejaba con saltos gigantescos, que le permitían pasar por encima de los arbustos y las las gran grande dess pied piedra rass y desa desapa pare rece cerr detr detrás ás de la pe pend ndie ient nte. e. Pe Pero ro muy muy pr pron onto to vo volv lvía ía secretamente secreta mente por el otro lado, para lanzarse lanzarse sobre Martín sorpresivamente sorpresivamente haciéndole haciéndole rodar por el e l pasto, gruñendo como si estuviera enojado y enseñándole los fuertes dientes blancos, aunque nunca en realidad llegara a lastimarlo. Jugaba con Martín de la misma manera que una gata juega con sus gatitos, fingiendo castigarlos. En cuanto el niño comenzaba a dar señales de cansancio, la Dama de las Sierras lo llamaba. Entonces, recostándose entre los helechos, desataba sus largas trenzas sedosas para que el chico jugara con ellas, cosa que le producía verdadero placer. Después juntaba de nuevo su cabello y lo adornaba con flores amarillas y lustrosas hojas de musgo verde oscuro, con el propósito de aparecer más bella. En otras ocasiones, levantándolo sobre sus hombros, se po poní níaa a da darr salt saltos os tan tan ág ágil iles es co como mo los los de un unaa ca cabr brit itaa sa salv lvaj ajee po porr lo loss lu luga gares res más
escarpados, saltando de un despeñadero a otro, bailando alegremente por sobre los estrechos bordes de las rocas, donde Martín se s e mareaba al mirar hacia abajo. Más tarde, cuando el sol s ol se ponía y las sombras alargadas de las rocas y los árboles se extendían sobre la montaña, después de haber comido las frutas, la miel y otras delicias que ella le suministraba, lo hacía descansar sobre su pecho; y así, mientras jugaba con su largo cabello suelto y la oía cantar balanceándose sobre una roca, Martín se entregaba al sueno. Al despertarse por la mañana encontrábase siempre recostado contra el pecho de la mujer, dentro de la caverna, y muchas veces, al abrir los ojos, la sorprendía llorando, y si por casualidad ella quedábase dormida, notaba en su rostro la señal de las lágrimas que derramó despierta. Una tarde, al verle cansado, y no siéndole posible entretenerlo, lo tomó en sus brazos y juntos ascendieron la montaña, tan escarpada que ni el gran gato los podía seguir. Así lo trasportó hasta la cima desde donde creyó ver ante si el mundo entero. Abajo, a mitad de camino, el ganado salvaje pastaba en la falda, y desde la altura los vacunos parecían no ser más grandes que las lauchas. Al mirar hacia oriente se podía ver que la llanura terminaba en un vasto mar azul extendido por leguas y leguas hasta perderse en el horizonte también azul. Cuando lo divisó, lanzó un grito de alegría y no pudo apartar más los ojos de ese maravilloso océano de agua. —¡Llévame allá, llévame allá! exclamó. La Dama hizo un movimiento negativo con la cabeza y sonriendo intentó apartarlo de semejante idea; pero cuando más tardé se propuso descender la montaña, el niño se negó a moverse del sitio; no quiso hablarla ni mirar más su cara implorante; sólo tenía ojos para contemplar el distante mar azul que tanto le encantara. Parecíale a Martín que era lo más grandioso que hasta entonces hubiera visto. Comenzó a hacer frío en la cima; entonces la Dama, con suaves palabras de ternura, lo persuadió a que mirara hacia el lado opuesto del cielo, donde el sol en ese instante se ocultaba detrás de una gran masa de nubes que, pintadas de púrpura y carmesí, formaban grandes picachos semejantes a colinas de color perla rosado, en tanto el cielo se iluminaba detrás con una llama amarillo pálido, como la flor de la prímula. Maravillado ante el vivo y variado color de este espectáculo, se olvidó por un momento del océano, y dio un grito de alegría. —¿Sabes, querido Martín —le dijo ella—, lo que encontraríamos allá donde todo parece tan resplandeciente y hermoso, si yo tuviera alas y te pudiera llevar prendido de mí, como el murciélago transporta a su pequeñuelo cuando se pasea volando a la hora del crepúsculo? —¿Qué? —preguntó Martín. —Solamente nubes muy oscuras repletas de lluvias y de cortante granizo, truenos y relámpagos. Así pasa con el mar, Martín; te encanta cuando lo contemplas desde cierta distancia; pero, ¡oh!, él es cruel y traicionero, y en cuanto te tiene en su poder es más terrible que el trueno y el relámpago entre las nubes. ¿Te acuerdas de la primera vez que viniste, desnud des nudo, o, tembla temblando ndo de frí frío, o, con tus pequeñ pequeños os pies pies descal descalzos zos,, cubiert cubiertos os de ampoll ampollas as y sangrantes de tanto caminar por las filosas piedras, en que yo te consolé con mi cariño y tú encontraste abrigo en el dulce amparo de mis brazos? El mar no te confortaría de ese modo; te estrecharía sobre su frío seno, te besaría con sus labios amargos y salados y te llevaría al fondo, donde reina siempre la oscuridad y nunca, nunca más, volverías a ver el cielo azul, ni el sol, ni las flores. Martín tembló y se le arrimó, mientras las sombras del crepúsculo se extendían a su alrededor; ella se sentó sobre una piedra y lo meció murmurando muchas dulces y tiernas palabras, hasta que la música de su voz y el calor de sus brazos brazos lo adormecieron.
Capítulo XIV
Las maravillas de las sierras Pues aunque Martíndeseuna hubiera dormido toda comodidad en volvió sus brazos le fuera muybien, grato ser objeto protección tancon maternal, no por eso a sery el muchachito feliz de antes, cuando aun no había tenido la visión del mar. Y ella lo sabía y estaba preocupada y ansiosa porque deseaba algo que le hiciera olvidar esa gran masa de agua azul Podría hacer muchas cosas y sobre todo le podría mostrar todas las maravillas que ocultaban las sierras donde quería tenerlo siempre; acariciarlo, darle de comer y cuidarlo durante el día y estrecharlo en sus brazos durante la noche cuando dormía —lo que para Martín tenía menos valor que la visión de algo nuevo y extraño. Ella Ella comp compre rend ndía ía bien bien es esto to,, y por por lo tant tanto o se pr prop opus uso o sa sati tisf sfac acer er su suss de dese seos os y proporcionarle distracciones, de tal manera que estuviera siempre más y más contento. contento. Una mañana salió Martín a pasear sobre la ladera de la montaña, vagando sin rumbo por entre las rocas, y cuando el gato se le juntó invitándolo a jugar, el muchachito no quiso, ya que no podía olvidar su desengaño, ni le era posible pensar en otra cosa que en el mar. Pero como el gato no entendía de estas cosas, se sentía más que nunca dispuesto a jugar; se agazapaba aquí y allá entre las rocas y los arbustos, se lanzaba sorpresivamente sobre Martín y lo volteaba con sus grandes patas. Esto encolerizaba de tal modo al chico que levantó el palo y castigó furiosamente a su fastidioso compañero. Mas como el animal era sumamente rápido, podía esquivar los golpes haciéndole soltar el palo de la mano. Por último, deseando librarse de él, Martín se deslizó por una grieta entre una roca donde el gato no lo podía alcanzar, y se negó a salir cuando la Dama de las Sierras vino a buscarlo y le pidió que se volviera con ella. Sólo más tarde, vencido por el hambre, se decidió a dejar su escondite, pero se mostró malhumorado y silencioso, no permitiéndole que lo acariciara. No supo nada más del gato, y cuando al día siguiente le preguntó a la Dama dónde estaba, ésta le contestó que se había ido y que no regresaría nunca. Ella misma lo había echado para que no le molestara más. Esto enojó tanto a Martín, que hubiera deseado marearse para esconderse si ella no lo hubiese tomado en sus brazos. Luchó todo lo que pudo para libertarse, pero no lo consiguió y la dama se lo llevó lejos, descendiendo la montaña hasta llegar a una hondonada en la que se veían verdes enredaderas y arbustos y el suelo estaba cubierto por una alfombra de musgo seco, donde la Dama se sentó y comenzó a hablarle. —El gato era un animal muy hermoso con su piel manchada —dijo—, y a ti te gustaba jugar con él algunas veces, pero dentro de de poco te alegrarás de que se haya alejado de ti. Martín preguntó la razón. —Porque aunque te quería mucho y le gustaba seguirte y jugar contigo, es un animal muy fuerte y feroz, al que las otras bestias tienen miedo. Mientras estaba con nosotros, éstas no se animaban a venir, pero como ya no está más, se acercarán a ti y dejarán que te juntes a ellas. —¿Dónde están? —dijo Martín, despierto su interés. —Esperemos aquí —dijo ella—, y puede puede ser que dentro de poco v veas eas alguna. Esperaron en silencio, pero como nada apareció y nada ocurrió, Martín, sentado en el suelo cubierto de musgo, empezó a experimentar cierta somnolencia. Se frotó los ojos y miró a su alrededor; quería quería estar bien despierto y alerta a fin de no perder de vista nada de lo que se acercara. Lo fastidiaba tener sueño y se preguntaba por qué sería. Pero al escuchar el
continuado zumbido de las abejas llegó a la conclusión de que este sonido suave y profundo lo adormecía. Comenzó a observar a las abejas y notó que eran distintas a otras que él conocía. Se parecían a los zánganos por su forma, pero bastante más chicas y todas de un color marrón dorado; había cientos que iban y venían hacia su colmena situada en la roca a unos pocos pies encima de su cabeza. Se levantó y subiéndose a las rodillas y luego sobre los hombros de su madre, empinóse para mirar dentro de la grieta donde penetraban y vio el nido repleto de pequeños agujeros redondos que parecían granitos. Luego bajó y contó lo que había visto, pidiendo a la mujer que le dijera lo que era aquell aqu ello. o. Expli Explicól cólee ell ellaa que los agujer agujerito itoss redond redondos os como como frutas frutas eran eran celdil celdillas las lle llenas nas de purpúrea miel, de sabor agridulce. Martín quiso probarla. —Ahora no, ahora no —contestó. Hoy me amas y eres feliz a mi lado, hijito adorado. Cuando seas malo y voluntariamente me hagas sufrir o quieras marcharte para no verme más, entonces probarás la miel purpúrea. El niño levantó los ojos y la contempló sorprendido y preocupado por esas palabras; ella le sonrió dulcemente, y al verla tan hermosa y tierna, casi lloró de arrepentimiento por lo cabeza dura e impulsivo que se había mostrado. Subióse a sus faldas v puso su carita contra las mejillas de la Dama. En tanto la acariciaba, se oyeron ligeros pasos sobre el camino pedregoso y de entre los arbustos salieron dos hermosos animales selváticos; eran una cierva con su cervatillo. Muchas veces Martín había visto ciervos en las llanuras, pero siempre a gran distancia y mientras iban a la carrera; ahora que los tenía frente a frente pudo formarse una idea exacta de cómo eran, y se dio cuenta que ~ de todos los cuadrúpedos cuadrúpedos vistos vistos por él, éstos le parecían sin duda los más hermosos. La madre era delicada y de color marrón rojizo, pero la cría no tenía el cuerpo moteado y ambos ostentaban grandes orejas en trompeta que mantenían erguidas como si estuvieran escuchando, mientras miraban fijamente a Martín con sus grandes, oscuros y tiernos ojos. Encantado de verlos, bajó de las faldas de su madre y extendió exten dió los brazos hacia ellos. La cierva se acercó acercó,, lo olfateó tímidamente tímidamente y luego le lamió las manos con su larga lengua rosada. Pocos minutos después el animal y su cría se fueron y no los volvieron a ver; pero dejaron a Martín en un feliz estado de ánimo. Eran los primeros de muchos extraños y bellos animales silvestres que empezaría a conocer, de modo que durante varios días no pudo pensar en otra cosa ni desear nada mejor. Pero un día que subieron un largo trecho por la montaña, Martín de pronto reconoció un gran precipicio rocoso, igual a] que escalaran un día y desde cuya cima divisó la gran extensión exten sión de agua azul. Inmediatamente Inmediatamente le pidió pidió a la Dama que lo llevara otra vez hasta esa altura y como ella no asintiera, Martín se rebeló, encolerizándose y poniéndose de mal humor. Al darse cuenta la Dama de que no quería atender sus razones, se sentó en una roca y lo dejó solo. Pero como él no podía trepar por ese precipicio, se alejó a cierta distancia, para esconderse, considerando amargamente la injusticia de no dejarle ver de nuevo el agua azul. Allí se le presentó una víbora, que inmóvil sobre la alfombra de musgo, al pie de una roca, recibía los rayos de] sol que iluminaban sus lustrosas escamas haciéndolas brillar como piedras preciosas o vidrios de colores. Descansando Des cansando los codos sobre la roca y apoyada la car caraa entre sus manos, se dedicó dedicó a observar la víbora, víbora, cuyos ojos, aunque parecía completamente completamente dormida, brillaban como joyas expuestas al sol ampliamente. De repente sintió que la mano de la Dama se posaba sobre su cabeza: —Martín —le dijo—, ¿quisieras saber lo que siente la víbora cuando yace con los ojos abiertos ante el rutilante sol? ¿Quieres que te haga experimentar las mismas sensaciones? —Sí —respondió Martín excitado y olvidando su enojo. Entonces ella lo levantó en sus fuertes brazos y lo transportó al mismo sitio donde había visto la cierva y su cervatillo. Hizo que se sentara, y al instante sus oídos se aturdieron con el
zumbido de las abejas; seguidamente introdujo la mano en la grieta, sacó un puñado de celdillas blancas y se las dio a Martín. Rompió éste una de ellas y advirtió que estaba llena de espesa miel de un color violáceo; al probarla notó que era muy dulce pero como si le hubieran echado una pequeña cantidad de sal. Le gustó y no le gustó; sin embargo, no era igual en todas las celdillas; en algunas era apenas salada y resolvió chupar la miel de todas con el fin de encontrar una que no lo fuera; luego dejó caer de su mano el panal y al agacharse para levantarlo no pudo hacerlo. Dejó, pues, que su cabeza reposara sobre el pasto y estirándose en el suelo cubierto de musgo alzó su mirada soñolienta y feliz y la posó en el rostro de su madre. ¡Qué agradable le pareció estar acostado allí bajo el sol que brillaba ante sus ojos y embriagaba su ser con delicioso calor! Ya no deseaba nada, ni siquiera ver cosas nuevas o maravillosas; se olvidó del agua azul y de los extraños y hermosos animales silvestres y su único pensamiento, si es que tenía alguno, era tan sólo el de su felicidad. Echado allí, despierto, sintiendo el sol que lo bañaba y contemplándolo en el firmamento lo veía todo, el cielo azul, las rocas grises y los arbustos verdes, el musgo y la mujer con su vestido verde y el oscuro cabello suelto, al mismo tiempo que escuchaba también el suave, profundo y continuo continuo zumbido de las abejas amarillas. Largas Lar gas horas horas quedós quedósee allí allí tendid tendido o largo largo a largo, largo, soñolien soñoliento, to, mientr mientras as su madre madre lo vigilaba. Cuando pasó este letargo y se levantó, mostróse más amable y cariñoso con ella respetando hasta su menor deseo. Y más tarde, en sus andanzas por la sierra, descubría alguna víbora enroscada al sol, se le acercaba sigilosamente mirándola con fijeza durante largo rato y apetecía de nuevo la miel purpúrea que le hiciera caer en aquel extraño sopor y experimentar iguales sensaciones que la víbora. Pero como existían muchas otras maravillas en las sierras, que Martín quería conocer, pronto se olvidó de ese deseo.
Capítulo XV
Martín abre los ojos a la realidad Una mañana, mientras sitio rocoso elevado sobreenladirección falda de la montaña, vieron que en la caminaban cumbre y a por granunaltura volabanmuy muchos pájaros al norte. Eran unos halcones enormes, casi del tamaño de un águila, que con sus amplias alas redondeadas trazaban círculos en el aire, lo que les hacía avanzar muy despacio, ya que no volaban derechamente como las demás aves. Sentáronse la Dama y Martín sobre una piedra para observarlos, y cuando uno que volaba más bajo que los demás pasó muy cerca de ellos, sintió el niño tal deleite que deseaba se le aproximara más aún para poder verlo mejor. Entonces la dama se irguió sobre la piedra, levantó la mirada al cielo y alzando los brazos emitió un llamamiento prolongado, al que respondieron los pájaros bajando más y más en grandes círculos. Pocos instantes después vino uno a posarse sobre una piedra, a escasos metros de donde ellos estaban. En seguida llegó otro y se asentó en otra piedra, y luego fueron llegando varios más, hasta que Martín se vio rodeado por unos veinte halcones que se mantenían parados sobre las rocas. Eran pájaros grandes, pintados de marrón, con rayas negras en las alas y la cola; tenían el pecho colorado, con manchas y rayas de rojo herrumbroso. Era un espectáculo estupendo el que ofrecían estas aves grandes como águilas, con sus curvos picos azules y sus profundos ojos penetrantes. Entretanto, otros seguían descendiendo del cielo para engrosar la reunión. Sentóse la Dama al lado de Martín y luego de un rato uno de los halcones extendió sus grandes alas y se elevó en el aire para reanudar su vuelo. Después de un minuto más o menos, otro hizo lo mismo, y otro, pero pasó cerca de una hora antes de que todos hubieran levantado el vuelo. —¡Oh, pájaros queridos, se han ido ido todos! —exclamó Martín— ¿Adónd ¿Adóndee van, madre? Ella le contó que existía un lejano país al sur, desde el cual, al llegar el otoño los pájaros emigraban al norte, a regiones más cálidas que se encontraban a cientos de leguas, y que pájaros de todas las especies viajaban en esos momentos en dirección septentrional, los que pasarían sobre ellos cubriendo el cielo por muchos muchos días venideros. Martín miró hacia arriba y dijo que no se veían más pájaros desde que se marcharon los halcones. —Yo los puedo ver —respondió —respondió ella levantando la vista y contemp contemplando lando el cielo. —¡Oh, madre, cómo deseo verlos! —exclamó Martín— ¿Por qué no podría verlos yo también? —Porque tus ojos no son como los míos. Mira ¿ves esto? —dijo sacando de su seno un frasquito de piedra. Martín lo tomó, y, destapándolo, aspiró el olor. —¿Es miel? —preguntó— ¿Puedo probarla? —Es mejor que la miel, pero no puedes tomarla —replicó ella sonriendo— ¿Recuerdas que la miel te produjo la misma sensación que a la víbora? Pues bien, esto te haría ver lo que yo veo, si pudieras ponerte un poco en los ojos. Rogóle Martín que lo hiciera., y ella, consintiendo, vacío un poco del líquido sobre la palma de su mano. Era espeso y blanco como la leche; luego, untando un dedo y manteniendo abiertos los ojos del niño, se los frotó con él. Martín sintió un poco de ardor v cuando intentó mirar, se le presentó en el primer momento todo cubierto con una especie de bruma azul; luego la bruma se fue disipando lentamente y la atmósfera adquirió una nueva y maravillosa claridad. Martín no pudo reprimir una exclamación de alegría al extender la
mirada sobre la llanura y darse cuenta de lo lejos que llegaba su vista y lo nítidamente que se perfilaban los objetos. Así, en un sitio adonde antes no percibía más que la niebla gris que oscurecía la distancia, ahora alcanzaba a distinguir una cantidad de animales salvajes que pastoreaban o yacían tranquilamente rumiando. Hasta pudo ver, erguido en medio del ganado, un toro de noble estampa y color leonado. —Madre, ¿ves ese toro? —exclamó Martín alegremente. —Sí, lo veo —respondió —respondió ella—. A veces suele traer sus vacas a pastar sobre la falda de la montaña, y otra vez que venga te llevaré y te haré montar sobre su lomo. Pero, mira ahora el cielo Martín. El niño levantó los ojos y se quedó asombrado al contemplar la cantidad de grandes pájaros que volaban hacia el norte, donde antes no divisaba ninguno. Iban a miles de metros de altura y eran invisibles para la vista normal, pero él los distinguía ahora y precisaba con claridad su forma y color, de modo que fácilmente reconoció a los que había visto antes. Pasaban cisnes de blancura resplandeciente con la cabeza y el cuello negro, volando en bandadas, alineados en forma de cuña; había espátulas de color rosado, flamencos con alas carmesíes teñidas de negro en las puntas; ibis, patos de distintos colores y muchas otras especies de aves terrestres y acuáticas que se sucedían, bandada tras bandada, volando hacia el norte tan rápido como podían llevarlos sus alas. Siguió observándolos hasta después de mediodía, hora en que comenzaron poco a poco a disminuir de número, quedando sólo unos pájaros muy pardos., cuyo número decreció a poco, para finalmente desaparecer todos. Luego volvió a posar la mirada en la llanura y trató de reconocer el ganado cimarrón, más no lo pudo distinguir sino como lo viera por la maña ma ñana na,, pe perd rdid ido o en la leja lejaní níaa en entr tree la br brum umaa az azul ul.. Su madr madree le ex expl plic icó ó qu quee se ha habí bíaa terminado el poder de percibir todos los objetos distantes con igual claridad que la de ella, y como él se lamentara por la pérdida, ella le consoló con la promesa de que este poder le sería restaurado en otra oportunidad. Sucedió que un día, mientras paseaban, sintióse Martín sorprendido y preocupado al notar un cambio operado en su madre. Cuando le hablaba, ella permanecía silenciosa y poco a poco se apartaba. La observó con cierto temor que luego se convirtió en una especie de espanto, tan cambiada parecía. Parada, inmóvil, miraba fijamente con los ojos muy abiertos la llanura que se extendía a sus pies, el rostro pálido y airado. Tuvo el impulso de huir y esconderse escond erse en algún agujero agujero entre las rocas para no ver esa cara blanca y encolerizad encolerizada; a; pero cuando miró a su alrededor sintió miedo de alejarse, pues la sierra daba la impresión de haber sufrido también un cambio, pues se veía negra y amenazante como la Dama. En el sitio donde él estaba, las viejas piedras grises cubiertas de liquen blanco plateado y amarillo, con sus bonitas plantas trepadoras en flor, tan hermosas unos momentos antes, brillantes como el sol, se presentaban ahora cubiertas por una bruma oscura que parecía surgir de ellas mismas y convertía el aire que las rodeaba en sombrío y extraño. La atmósfera también se puso calurosa y sofocante, y el cielo se oscurecía gradualmente. De pronto, acordándose de todo el amor y la ternura que la Dama le había demostrado, corrió hacia ella y agarrándose a su vestido le preguntó sollozando: —Madre, madre, ¿qué te pasa? Tomóle ella la mano y lo levantó hasta ponerlo de pie sobre la piedra donde estaba parada, y le preguntó: —¿Quisieras ver lo que yo estoy viendo, viendo, Martín? En seguida sacó la redomita de su seno y aplicó el espeso líquido blanco sobre los ojos del niño. Al poco tiempo, cuando se disipó la niebla producida por el elixir, señalando con la mano, le dijo que mirara a lo lejos.
El niño así lo hizo y como en la ocasión anterior todos los objetos distantes se hicieron claramente visibles, pues aunque la bruma y la oscuridad que emanaban de la sierra los envolvían de tal manera que parecían estar parados sobre una nube negra en la llanura, brillaba el sol con esplendor, y todo lo que en ella había podía observarse perfectamente. Donde antes se veían los animales cimarrones, percibíanse diez o doce hombres a caballo, que avanzaban lentamente hacia la sierra, y aunque todavía estaban a muchos kilómetros de dista distanc ncia ia,, lo loss po podí díaa disti disting ngui uirr co con n niti nitide dez. z. Esos Esos ho homb mbre ress eran eran moren morenos os,, ba barb rbud udos os,, y ostentaban rara indumentaria. Algunos llevaban ponchos de color marrón amarillento con anchas rayas, otros uniformes rojos y gorras en forma de cono, de igual color. Varios de ellos portaban lanzas, otros carabinas, y todos espadas; Martín veía cómo fulguraban al sol las vainass de acero. Mientras vaina Mientras los observaba, observaba, los hombres hombres sujetaron los caballos caballos y desmontaron, desmontaron, quedándose parados un rato, como si estuvieran discutiendo acaloradamente, apuntando con el dedo la sierra y haciendo ademanes enérgicos. ¿De qué estarían hablando tan animosamente?, se preguntó Martín. Quería saber y se 10 hubiera preguntado a la madre, pero cuando la miró se dio cuenta que ella lo observaba fijamente, con la misma severa y terrible expresión, aunque apenas podía verle el rostro, confuso entre la negra nube que los envolvía. Tembló de miedo y sólo pudo murmurar: ¡Madre, madre! Entonces sintió que ella lo rodeaba con su brazo, estrechándolo, y en ese preciso momento sucedió algo espantoso. La nube negra y el universo entero e ntero se iluminaron con una repentina llamarada que pareció enceguecerlo y abrasarlo; la sierra y el mundo se sacudieron, dando la impresión de haberse hecho añicos tras el estallido atronador. Era más de lo que Martín podía soportar. Perdió el sentido y quedó como muerto; cuando volvió en sí y abrió los ojos, se encontró recostado sobre las faldas de la Dama que con la cabeza inclinada hacia él, lo contemplaba con el rostro risueño, lleno de entrañable ternura. —Oh, pobre Martín —dijo— ¡Qué poco valiente y frágil fr ágil eres para que el relámpago y el trueno te hagan perder el sentido! Me disgustó ver avanzar aquéllos hacia la sierra, porque son malos y crueles y están manchados de sangre; ordené, pues, a la tormenta, que los ahuyentara. Se han ido ahora y la tormenta ha pasado. Pero es tarde; vamos a nuestra caverna —y levantando al niño en sus sus brazos se lo llevó.
Capítulo XVI
Los seres de la niebla llego a el lasotoño, sierrasque eraeselcomo final un del segundo largo, seco y caluroso aquel país Cuando remoto; Martín ahora reinaba verano, aunqueverano no tande caliente y seco como el primero. Pero a veces en esta estación se levanta del mar, por la noche, una bruma húmeda que se s e extiende sobre todo el país, cubriéndolo como una nube; al pájaro que se remonta a las alturas, esta niebla debe parecerle otro mar, de color gris perla, donde las cumbres de las sierras que emergen simulan islas. Al salir el sol por la mañana, si el cielo se encontraba despejado, la niebla se disipaba, elevándose hacia lo alto en forma de tenues nubes blancas. Siempre que esta bruma del mar aparecía sobre la tierra, la Dama de la Montaña, sin salir de su albergue la adivinaba y prevenía a Martín para que no dejara su lecho ni se alejara. Gustábale a él sentarse sobre los declives al salir el sol, pero ella le decía: "Tú no puedes ver ahora el sol porque la bruma te lo impide; hay frío y humedad, espera que mejore el tiempo y entonces podrás ir – Pero he aquí que una nueva idea se le ocurrió. Habla logrado su felicidad durante los últimos días, pero quería que Martín tuviera miedo y odiara al mar, para que así nunca se sintiera descontento de su vida entre las sierras, ni deseara alejarse de su lado. Fue así como una mañana, mientras la bruma se extendía sobre la tierra, le dijo al despertarse: —Levántate y vete a la sierra para mirar la bruma y cuando sientas su frío y pruebes con tus labios lo salada que es y veas cómo oscurece y acongoja la tierra, podrás darte cuenta mejor de donde viene, y no desearás ir al mar. Martín se levantó, subió a la sierra y vio que todo era tal como ella le había dicho: arriba no se veía el cielo azul ni tampoco la campiña, porque la bruma lo había borrado todo; apenas podían distinguirse a pocos metros las rocas y los arbustos; las hojas y las flores estaban cargadas de un rocío grisáceo y la cara se le puso pegajosa y fría y experimentó un gusto salobre en sus labios. La niebla parecía más espesa y oscura cuando miraba hacia abajo, y al levantar sus ojos al cielo la veía más brillante, lo que le indujo a trepar por las resbaladizas rocas que goteaban. Tropez Tro pezand ando o y dando dando pasos pasos en falso falso siguió siguió ascend ascendien iendo do siempre siempre adelan adelante; te; la clarid claridad ad aumentaba a medida que avanzaba, hasta que al fin, con gran alegría, logró sobrepasar la bruma. Había allí un inmenso despeñadero que se extendía por la falda de la sierra, y como consiguiera subirlo, desde la cima paseó la mirada sobre ese vasto mar movedizo y gris que cubría la tierra, y vio el gran disco carmesí del sol elevándose sobre la niebla. Era un grandioso espectáculo el que presenciaba, y su júbilo fue tal que dio un grito. El sol subía cada vez más el cielo era diáfano, la bruma gris tornóse blanco plateada, y el blanco, a su vez, en ciertas partes se convirtió en oro resplandeciente. La bruma se alejaba cada vez con mayor ligereza ante el avance del sol, desmenuzándose, y cuando una de sus nubes pasó sobre la roca donde él estaba, lo salpicó con una fina lluvia, cubriéndole la cara y las ropas con una mostacilla grisácea de rocío. Después de esto dirigió la mirada sobre la tierra, pareciéndole que los cientos de miles de fragmentos de bruma tenían la forma de hombres homb res y semejaban semejaban una incontable incontable multitud de gigantes gigantes de luciente cara blanca, blanca, cabellos cabellos dorados y largas togas con apariencia de nubes de color gris perla que se arrastraban sobre la tierra cuando se movían.
Parecía un enorme ejército que cubriera toda la faz de la tierra, y sus componentes tuvier tuv ieran an la mirada mirada puesta puesta en occide occidente nte,, marcha marchando ndo rápida rápida y suavem suavement entee en la misma misma dirección. Vio que mantenían su toga contra el pecho con la mano izquierda y que en la derecha, levantada a la altura de la cabeza, llevaban un objeto extraño. Era un ccaracol aracol marino, grande, de color amarillo dorado con una abertura curva y sonrosada. De pronto, uno de los gigantes se acercó a Martín al pasar por la roca y le colocó el caracol contra la oreja. Se oía un intenso murmullo como el de las olas que se rompen contra los guijarros de una amplia playa. Martín se dio cuenta, aunque nadie se lo dijera, que aquél era el ruido del mar y sus ojos se llenaron de lágrimas de júbilo, al mismo tiempo que invadía su corazón un ansia vehemente de conocer la vasta superficie azul. Cada uno de los componentes de esta inmensa multitud arrimaba al pasar su caracol a la oreja de Martín, y luego que todos se fueron, desvaneciéndose como una nube blanca sobre la llanura y flotando hasta desaparecer en el cielo, el muchacho se sentó sobre la roca y lloró amargamente, dominado por el deseo que sentía en su interior. Cuando su madre lo encontró, se observaban aún las huellas de llanto en sus mejillas; al dirigirle ella la palabra, enmudeció, pero sus ojos parecían buscar algo en lontananza. La mujer se enojó más que nunca con el mar al comprender comprender que de nuevo nuevo ocupaba la mente de Martín y que, por lo tanto, le resultaría más difícil retenerlo a su lado. Una mañana, al despertarse, vio que ella dormía aún, mas sobre sus mejillas había huellas de lágrimas; Martín comprendió que estuvo llorando durante la noche. "Ya sé por qué llora todas las mañanas —pensó—; es por que me tengo que ir y ella se quedará sola en las sierras Desprendié Despr endiéndose ndose de sus brazos se vistió apresuradamen apresuradamente, te, moviéndos moviéndosee en silencio silencio para no despertarla, pero aunque sabía que en tal caso no le dejaría marcharse, le resultaba imposible irse sin decirle adiós. Así que, acercándose se inclinó sobre su rostro y muy levemente besóle las blandas mejillas y los dulces labios, murmurando: "Adiós, mi tierna madre". Luego, muy cautelosamente, como un tímido animalito silvestre, deslizóse fuera de la caverna. Una vez allí, con la luz del amanecer, huyo, corriendo lo más ligero posible, saltando de piedra en piedra por los lugares escabrosos y arrastrándose por entre los tupidos arbustos y enredaderas, hasta que, agitado y jadeante, llegó al pie de la sierra. Ahí podía caminar con más facilidad. Siguió, pues, adelante hasta que oyó una voz que le llamaba: "¡Martín, Martín!", y al volver la cabeza se le presentó la Dama de las Sierras de pie sobre una gran piedra, en la falda de la montaña, contemplándolo tristemente. —¡Oh, Martín, hijo mío, vuelve conmigo! —le dijo, y extendió sus brazos hacia él—. ¡Oh, Martín, no puedo abandonar las sierras contigo para protegerte del mal y salvarte de la muerte! ¿Adónde quieres ir? ¡Ay de mí! ¿Qué haré sin ti? El se detuvo un instante al escuchar esas palabras que le arrancaron lágrimas y sintió que vacilaba, pero al pensar otra vez en la gran agua azul escapó nuevamente. Continuó así recorriendo una larga distancia antes de detenerse para descansar. Recién entonces volvió la vista hacia atrás, pero no pudo distinguir más la figura inmóvil de la Dama sobre la piedra. Durante todo el día viajó en dirección al océano, para llegar al cual debía cruzar una gran llanura. No existían allí árboles, ni rocas ni sierras; solamente el pasto cubría la nivelada planicie y en algunas partes era tan alto que los tallos se parecían a las plumas del avestruz, y los penach penachos os ondula ondulaban ban por encima encima de su cabeza cabeza.. Se po podía día camina caminarr con facilida facilidad, d, sin embargo, ya que el pasto crecía en forma de manojos y debajo el suelo era liso; resultaba cómodo el paso por entre esa vegetación. Lo que le desconcertaba era no haber alcanzado el mar, que todavía estaba muy lejos y el largo día de verano llegó a su término cuando se encontraba tan cansado que apenas podía levantar los pies del suelo. Mientras andaba lentamente bajo la luz del ocaso, en un sitio en que el pasto era corto y las "buenas noches" se abrían y embalsamaban el desierto con su
exquisito perfume, vio aparecer repentinamente un viejito gris, de no más de seis pulgadas de alto que, parado frente a él, lo miraba con sus grandes ojos redondos y amarillos. —¡Niño malo! —exclamó el curioso viejecito. Martín se detuvo y permaneció quieto, observándolo con la mayor sorpresa. —¡Niño malo! —repitió ese hombrecito tan extraño. extraño. Cuando más le miraba Martín, tanto más fuerte clavaba en él los ojos el anciano, siempre con la misma expresión de implacable seriedad en su redondeada carita color gris. Comenzó, pues, a tener miedo y por poco poco no se decidió a escapar; pero pensó que sería risible huir de un un hombrecito tan pequeño como éste, así que nuevamente le clavó la vista y exclamo: —¡Retírate! —¡Niño malo! —replicó el vejete sin moverse. —Quién sabe si no será ser á sordo como el viejo Jacobo? —se dijo Martín, y extendiendo los brazos gritó de nuevo: —¡Retírate! El viejito se fue lanzando un graznido, puesto que en realidad no era más que una lechuza. Martín se rió de su poca perspicacia, al confundir con un viejecito a ese vulgar pájaro que acostumbraba a ver todos los días. días. Más tarde, sintiéndose muy fatigado, se sentó a descansar justamente en el sitio donde crecía una planta con largas flores blancas en forma de pequeñas copas. Sentado sobre el pasto pudo observar detenidamente una de las flores y vio en su interior una viejecita encogida, de color gris, muy pequeñita, porque no era más larga que la uña de su dedo meñique. Llevaba puesto un chal que arrastraba por detrás y como a cada momento le trababa los pies, le daba una patadita para libertarse. Era muy activa, y se movía rápidamente de un lado a otro; a intervalos se daba vuelta para mirar detenidamente a Martín que se acercaba más deseoso de contemplarla, hasta casi tocar la flor con la cara. Cada vez que ella le miraba, su rostro disecado adoptaba una expresión de excesiva severidad. A Martín le pareció que estaba muy enojada con él, por alguna razón. Ella le volvió la espalda y se puso a rodar en el interior del canuto de la flor. Recogió las puntas del chal en sus brazos y le sacudió el polvo con suma energía, y luego salió de prisa a sacudir la tierra de su enorme y ridículo chal, arrojándosela en los ojos. Por último Martín levantó con cuidado una mano, y ya estaba a punto de agarrar a la vieja entre sus dedos índice y pulgar, pulgar, cuando ésta remontó el vuelo. ¡Resultó ser una mariposita gris del crepúsculo! Muy perplejo y quizás algo asustado por estas extrañas decepciones, se estiró sobre el pasto y se dispuso a dormir, pero no bien hubo cerrado los ojos oyó una vocecilla muy suave que le llamaba: "¡Martín! ¡Martín!". Levantó la vista y prestó atención. Era un grillo del campo que cantaba en el pasto. Cuantas veces se acostaba y cerraba los ojos la vocecilla llamaba de nuevo con toda claridad y siempre tristemente: "¡Martín! ¡Martín!". Esta voz le hizo recordar a su hermosa madre que seguramente estaría llorando sola en la caverna de la sierra, sin que el hijo descansara en su regazo, y, al recordarla, rompió a llorar. La vocecilla persistía en llamarlo: "¡Martín! ¡Martín!", más tristemente que nunca, hasta que, no pudiendo soportarlo más, se levantó con ligereza y, corriendo, alejóse a bastante distancia. Pero demasiado cansado para seguir adelante, se dejó caer sobre un montón de pasto y se quedó dormido.
Capítulo XVII
El viejo del mar Al salto día siguiente, Martín continuó viajedistancia, de la manera acostumbrada, poniéndose de un y corriendo durante unasularga para luego reducir la marchaena pie un trotecito, luego a un paso lento 'y finalmente sentarse a descansar. Al poco rato, nuevamente se levantaba, para realizar otra corrida, y así sucesivamente. Y aunque sufría hambre y sed sentíase enteramente poseído por la idea de ver el mar azul que creía próximo; tan deseoso estaba de contemplarlo que apenas se daba tiempo para buscar alimento. Esta perspectiva lo había excitado de tal modo que ni se acordó de la Dama de las Sierras que quedara sola y cuya ausencia lamentaba. Poco después de mediodía empezó a oír un murmullo sordo que parecía originarse en la tierra, debajo de sus pies, en el aire v a su alrededor. Era el murmullo del mar, pero ~1 no lo sabía. Al final llegó a un lugar donde el suelo se elevaba en grandes montículos de arena en los que sólo crecían esparcidos montoncitos de pasto duro y marrón. Mientras caminaba penosamente por esa arena suelta, hundiéndose a veces hasta el tobillo, el curioso rumor que oía desde hacía tanto rato, se tornaba cada vez más fuerte, hasta parecerse al ruido que los vendavales producen en un monte, pero más profundo y ronco aun, fragor que aument aumentaba aba y dismin disminuía uía,, interru interrumpi mpido do a interv intervalo aloss por grande grandess estalli estallidos dos como como el retumbar de truenos cuyo eco repiten las distantes sierras. Al fin logró trepar sobre el último médano de arena y de repente el mundo —por lo menos su mundo terrenal— terminó bruscamente, ya que no había más tierra tier ra donde pudiera poner el e l pie. Es que se extendía por fin ante sus ojos el amplio océano, ese mar que tanto había amado a la distancia y deseara ver con tal empeño, mucho mucho más que las llanuras y las sierras y todo cuanto éstas conten contenían ían para su deleite. ¡Qué amplia, amplia, qué vasta era su inmensa superficie grisazul grisazul entrecortad entrecortadaa por miles de olas olas co con n crest crestas as blan blanca cass qu quee ap apar arecí ecían an y se de desv svan anec ecían ían co como mo lo loss ch chis ispa pazo zoss de dell relámpago, dilatándose hasta perderse en el horizonte! ¡Qué tremendo, qué terrible cuando se agitaba! ¡Oh, no había nada en el mundo que pudiera comparársele; nada tan fascinante como esto! Le parecía que el universo estaba en silencio y que, junto con el sol, la luna y las estrellas se pasara escuchando, día y noche, eternamente, la poderosa voz del mar. Solo, echado de bruces sobre la tierra, Martín pudo mirar hacia abajo desde el borde del acantilado que era uno de los más altos del mundo y tuvo la visión más estupenda: el mar embravecido golpeaba contra la base del negro precipicio y en su furia arrojaba hacia arriba grandes grand es nubes de espuma. espuma. Esto lo hizo estremecer, estremecer, tan terrible terrible era contemplarl contemplarlo. o. Pero no se podía mover del sitio, y ahí se quedó estirado boca abajo, mirando y mirando, sin sentir hambre ni sed, olvidado de la hermosa mujer a quien llamó madre y de todo lo demás. Y mientras permanecía absorto en la contemplación del mar, poco a poco el gran tumulto decreció en intensidad. Ya no se sucedían las olas golpeando sobre el acantilado hasta hacerlo temblar, sino que se iban achicando gradualmente hasta retirarse retira rse casi por completo, dejando a la vista un largo y angosto trecho de arena y guijarros. Sobrevino una calma solemne en la vasta soledad de las aguas que llegaban perezosamente a lamer la playa. Continuó el mar subiendo y bajando como el pecho de un gigante dormido, mientras a lo largo de la orilla se formaban pequeñas olas que al romperse con un rumor lamentoso, convertíanse en blanca espuma. Más afuera el mar estaba relativamente tranquilo y su superficie se coloreaba en partes con tintes violeta, verde y rosado; pero poco más tarde estos hermosos colores se fueron borrando como los de las nubes a la puesta del sol y les sustituyó un azul de tono muy oscuro, ya que el sol había desaparecido y las sombras de la noche se extendían sobre la tierra
y el mar. Entonces Entonces Martín, lleno su corazón de respetuoso respetuoso temor y de un júbilo inmenso, inmenso, se apartó unos pocos metros de la acantilada orilla y se acurrucó para dormir en un hueco formado en la blanca arena caldeada. A la mañana siguiente, después de satisfacer el hambre y la sed con algunas raíces que halló sin necesidad de alejarse mucho, volvió para mirar el mar y ahí permaneció, sin quitar sus ojos de la maravillosa maravillosa escena, hasta que el sol le dio de plano sobre la cabeza. Luego, al calmarse el mar, nuevamente se puso de pie y comenzó a caminar á lo largo de la barranca. Se mantenía cerca del borde, deteniéndose a ratos para echarse boca abajo y dar un vistazo al océano; de esta manera siguió durante horas, hasta que la marca de la tarde cubrió de nuevo la playa y las olas que se elevaban empezaron a batir con estruendoso ruido el enorme acantilado, haciendo temblar la tierra. Finalmente llegó a un sitio en que la roca tenía un gran gran bo boque quete te produ producid cido o por un desmo desmoron ronami amient ento o ocurrid ocurrido o en épocas épocas pretéri pretéritas tas.. Las estupendas masas de piedra habían rodado mar adentro formando islas negras que sobresalían por encima del agua. Ahí, entre los peñascos, el mar picado rugía batiendo sus aguas hasta formar masas de espuma blanca. En ese lugar descubrió una nueva sorpresa al encontrarse con una cantidad de grandes animales muy distintos de todos los que conocía, los que se hallaban tirados sobre las rocas, fuera del alcance de las olas que golpeaban a su alrededor. Al principio creyó que fueran vacas, pero en seguida observó que carecían de cuernos y patas, que su cabeza era parecida a la del perro aunque sin orejas, y cuyas dos extremidades grandes en forma de paletas emergían de su pecho, y eran utilizadas para caminar o deslizarse sobre las piedras cuando alguna ola los mojaba, obligándolos a subir un poco más arriba. Eran lobos marinos, especie muy grande de foca, pero Martín nunca había oído hablar de semejante semeja ntess bestia bestias, s, y ansian ansiando do verlas más de cerca cerca penetr penetró ó en la abertu abertura ra y empezó empezó a deslizarse sobre las quebradas masas de piedras y arcilla, hasta que logró llegar bastante cerca del mar. Echado sobre una roca lisa quedóse absorto al ver estos extraños animales marinos sin patas y con cabeza de perro; porque porque entonces los tenía muy cerca y los lobos también también lo podían ver. Ocasionalmente uno de ellos levantó la cabeza y lo observó detenidamente con sus grandes y oscuros ojos, de mirada suave y hermosa, como la de aquella cierva que se le aproximó un día en las sierras. ¡Oh, qué feliz se sentía al saber que el mar, las poderosas aguas que rugían rugían tan fuertemente fuertemente,, como encolerizadas, encolerizadas, tenían también también aquellos aquellos grandes grandes animales que él podría amar, tal como le ocurrió en las sierras y llanuras con sus vacas, ciervos y caballos! Pero la marea seguía subiendo y pronto las grandes olas comenzaron a pasar por encima de las rocas, haciendo rodar a los lobos marinos y llevándoselos entre fuertes gruñidos, pues el golpear de las aguas los había irritado. Poco después se retiraron todos, nadando mar adentro con la cabeza fuera del agua, hasta desaparecer finalmente. Martín sentía perderlos de vista, pero el aspecto del mar agitado y espumante alrededor de las rocas, lo retuvo allí hasta que las aguas cubrieron todas las piedras menos una negra situada cerca de la playa, a no más de veinte o treinta metros de donde él se encontraba. Contra este macizo las olas continuaban chocando choca ndo con ensordecedo ensordecedorr ruido, ruido, mientras mientras se precipitaba precipitaba hacia arriba una nube de espuma espuma que caía en forma de lluvia a cada embate. El espectáculo y el ruido fascinaban a Martín. Parecía que el mar le hablaba y oía susurros, murmullos; a veces llegó a creer que lo llamaba una voz, y se hizo tan patente esa idea que empezó a prestar atención para comprender lo que decía. En ese momento avanzó con sordo rumor una gran ola verde que vino a romperse ante sus ojos y cada vez que una de esas olas se estrellaba contra la roca y se elevaba bien alto, asumía una fortuna fantástica semejante a una figura humana. Sí, sin lugar a duda, el mar se parecía a un monstruoso anciano con una enorme barba blanca y gran melena plateada que le flotara alrededor de la cabeza. Por momentos era blanca, luego tornábase verde; una gran barba verde que el viejo tomaba con sus dos manos y la torcía, tal como una lavandera tuerce una manta para exprimirle el agua.
Martín miró con asombro a este raro habitante del mar que, a su vez, asomado por sobre la roca, le clavaba sus inmensos ojos de pescado. Cada vez que una nueva ola se estrellaba sobre el viejo, hacíale ondular la cabellera y las andrajosas ropas confeccionadas con algas de color marrón, que parecían molestarle algo; pero él no se movía al retirarse la ola; se ocupaba nuevamente de la barba, retorciéndola después de un fuerte soplido que hacía volar una nube de espuma. Finalmente extendió los brazos hacia Martín, abrió su gran boca muy parecida a la del bacalao y prorrumpió en una risa áspera cuyo eco recordaba los profundos gritos semejantes a carcajadas que dan los gaviotones de lomo negro. Sin embargo, Martín no sintió miedo, porque el hombre se presentaba bien dispuesto y su tono era amistoso. —¿Quién es usted? —gritó Martín. —¿Qué quién soy yo? —respondió el hombre-monstruo con una voz ronca como la del mar—. ¡Ja, ja, ja! ¡Eso sí que me hace gracia! preguntarme como me llamo, cuando yo hace mucho sé que te llamas Martín. Soy Bill. Al menos así me llamaban antes, pero fui ascendido y ahora me llaman el Viejo del Mar. —¿Y cómo sabe Vd. que que yo soy Martín? —Pues bendita sea tu inocencia. ¡Yo lo he sabido siempre! ¿Cómo crees que no lo supiera? Pues no bien te vi entre aquellas rocas me dije: “Hola, malditos sean mis ojos si aquel no es Martín, Martín, que está mirando mis vacas, como las llamo yo. Por supuesto que sabía que eras Martín”. —¿Y qué le hizo ir a vivir en el mar, Viejo Bill —preguntó Martín— y cómo fue que creció tanto? —¡Ja, ja, ja! —rió el gigante, arrojando ar rojando un montón de espuma por sus labios—. No me importa contártelo. Comprende, Martín, ahora no me corre apuro. Y las campanas no tienen importancia, no encontrándome ya en el castillo de proa, tratando de echar un sueño. Pues bien, empecemos. Nací hace más tiempo del que puedo calcular, en un viejo pueblo a orillas del mar. Mi padre era marinero y se ahogó cuando yo era muy chiquito; también mi madre murió al ver que todos los hombr hombres es de la familia se habían habían ahogado. Pues Pues la mayoría mayoría de los que viven en el mar muere en él. Cuando quedé huérfano me cuidó mi abuelita. Yo era entonces muy chiquilín y amaba las vacas, las ratas de agua y todos los demás animalitos, igual que tú. Cuando crecí un poco, me dijo un día mi abuela: "Bill, vete al mar y hazte marinero, porque he tenido un sueño y está escrito que nunca te ahogarás". Como ves, Martín, mi abuelita era una mujer muy sabia. De modo que al mar me fui y siendo muchacho y hombre hice muchos viajes a Turquía, la India, el Cabo, la Costa Occide Occ identa ntall y Améric América; a; di la vuelta vuelta al mun mundo do cuaren cuarenta ta veces. veces. En muchí muchísim simas as ocasio ocasiones nes naufragué y caí al agua, pero nunca me ahogué. Finalmente, cuando me iba poniendo viejo y ya no serv servía ía para para nada nada,, a ca caus usaa del del reum reumat atis ismo mo y de qu quee se me en endu dure reci cier eron on la lass articulaciones, se originó un motín a bordo de nuestro barco, mientras navegábamos cerca del Cabo, y fueron asesinados el capitán y el piloto. Entonces me tocó a mí ocupar el puesto y como me puse en contra de la tripulación, ¿entiendes?, no me lo perdonaron. Así fue que me condujeron cond ujeron a cubierta cubierta y se pusieron a deliberar deliberar para resolver resolver cómo terminarían terminarían conmigo, conmigo, si por medio de una soga, un cuchillo o una bala. "Compañeros —les dije—; péguenme un tiro y moriré tranquilamente o denme una puñalada, lo que es mejor todavía, y si no cuélguenme de la verga, que es lo más cómodo que yo conozco. Pero no me vayan a meter en el mar, pues está escrito que nunca me ahogaré y entonces harían el trabajo inútilmente". Ellos, al oírme, se echaron a reír con gran alboroto. —"El Viejo Bill siempre se permite hacer un chiste" —dijeron—, y trayendo una cantidad de fierros que tenían ocultos en la bodega, con sogas y cadenas me ataron a los pies cerca de media tonelada y me bajaron por la borda. Por supuesto que me fui para abajo, lo que les hizo reír más fuerte que antes, y a pesar de estar a gran profundidad, yo los oía; sólo
cuando alcancé muchas brazas dejé de percibir sus voces. Al fin toqué el fondo del mar y me puse bien contento de llegar, pues más allá no podía ir. Me quedé acurrucado como una serpiente acuática, tirado encima de los arrecifes, pero calentito y más o menos cómodo. Después de mucho tiempo las sogas y cadenas se desprendieron en pedazos, pues allí abajo, me había puesto muy grande y fuerte. Por eso me vine arriba, para soplar como un delfín, porque estaba lleno de agua. Así fue como llegué a ser el Viejo del Mar, hace cientos y cientos de años. —Y ¿le gusta estar siempre en el mar, Viejo Bill? —preguntóle Martín. —¡Ja, ja, ja! —rió el monstruo— ¡Eso sí que está bueno Martín! ¿Si me gusta? Bien, en realidad es mejor que ser marinero en un barco, te lo puedo asegurar. Esa sí que era una vida dura, sin nada bueno, salvo el tabaco. Me gustaba mucho el tabaco antes que el mar me apagara la pipa. Igual puedo decir de la caña. —Fueron muchas las veces que me recogieron en tierra tan borracho que no lo creerías, creerías , Martín, tanto era lo que me gustaba la caña. A veces, aquí abajo, cuando recuerdo el gusto que tenía, abro la boca y me trago una bocanada de agua salada, suficiente como para llenar una bordelesa. Entonces subo a la superficie y la arrojo de un soplido, igual que un viejo delfín. Y habiendo dicho esto, abrió su boca que parecía una caverna, y gruñó roncamente su ¡ja, ja, ja! con más estruendo que nunca, a la vez que alzóse más alto sobre la negra roca en que estuvo apoyado, hasta erguirse como una torre colosal por encima de Martín; una torre en forma de hombre, toda de agua y espuma con burbujas blancas y algas marrones. Luego retrocedió lentamente y, cayendo sobre las aguas, produjo una ola tan poderosa que pasó por encima de la negra roca, bañando el frente del acantilado al mismo tiempo y arrastrando a Martín hasta tirarlo sobre las rocas. Cuando la ola retrocedió y Martín medio ahogado y aturdido por el golpe consiguió erguirse, se dio cuenta que había anochecido que el cielo estab est abaa nu nubl blad ado o y os oscu curo ro y el mar mar ya yací cíaa tan ne negr gro o co como mo el ci ciel elo. o. Ento Entonc nces es pe pens nsó ó qu quee seguramente se había quedado dormido y que su conversación con el monstruo marino fue tan sólo un sueño. Mas como no podía podía escapar escapar del sitio en que se hallaba, hallaba, pues ese boquete boquete quedaba casi al nivel de las rugientes olas, tuvo que permanecer acostado toda la noche, al amparo de las rocas, entre dormido y despierto, mientras retumbaba en él el rugido del mar.
Capítulo XVIII
Martín juega con las olas Después de podía pasar serle una noche con ese penetrante enalba. sus oídos, aprisionado las rocas, nada más agradable que ver deestrépito nuevo el No bien se hizo laentre luz, Martín se empeñó en escapar de su prisión. La gran ola lo había arrastrado arrojándolo dentro de una profunda abertura entre las rocas y las masas de tosca, y cercado en ese sitio no podía ver el mar, ni cosa alguna, con excepción de un pedazo de cielo sobre su cabeza. Entonces comenzó a trepar por las piedras y trató de arrastrarse con grandes esfuerzos por entre las grietas y otros pequeños huecos, consiguiendo adelantar muy poco, pues se sentía dolorido a causa de las contusiones recibidas y muy débil por su prolongado ayuno. A intervalos caía cansado y vencido, llorando de dolor y tristeza. Pero Martín era por naturaleza un niño muy decidido, y después de dos o tres minutos de descanso cesaban sus lágrimas y se ponía de pie para luchar con la misma determinación que antes. Era como un animalito salvaje que, encerrado en una jaula, trata sin cesar de descubrir una salida. Es posible que no la encuentre, pero sin embargo no abandona la búsqueda. Mas los esfuerzos de Martín fueron premiados con el éxito; logró introducirse por el pasaje que daba acceso al mar, por donde descendiera el día anterior, y finalmente alcanzó de nuevo el acantilado. Experimentó un gran consuelo, y luego de descansar breves momentos se sintió contento y feliz ante el panorama que se extendía ante sus ojos. Allí estaba de nuevo el glorioso mar, no como lo vio antes, con su vasta superficie agitada por el viento y cubierta de eespuma, spuma, sino apacible, aunque no inmóvil; subía y bajaba en amplias ondulaciones; sucediéndose las olas unas a otras de manera rítmica y grandiosa. Y mientras lo contemplaba, las nubes se alejaron y el cielo se despejó tomándose luminoso, hasta que la gran bola del rojo sol surgió de las aguas. Pero no podía permanecer más tiempo en esa contemplación; allí no había nada que comer y el apetito apetito lo impulsó impulsó a levantarse levantarse para alejarse del acantilado y de los médanos médanos que se encontraban detrás. Durante una o dos horas se internó tierra adentro, marchando a paso lento, buscando algun alg unas as raíces raíces dulces dulces,, sin encontra encontrarla rlas. s. Al fin pudo pudo divisar divisar a la distan distancia cia unos unos oscuro oscuross arbustos bajos que se destacaban sobre la árida llanura amarilla. Parecían árboles de tejo, y al aproximarse descubrió que estaban completamente cubiertos de bayas; algunos las tenían de un tinte negro purpúreo, otros de color carmesí, pero todas estaban maduras, y cientos de pajaritos las devoraban con ansiedad. Las bayas tenían buen sabor y Martín se dedicó a comerlas con entusiasmo en compañía de las avecillas, hasta que satisfecho, con la boca y los dedos manchados de púrpura por el jugo, se acostó a dormir bajo la sombra de uno de los arbustos. Allí pasó el resto de ese día y la noche, oyendo el murmullo amortiguado del mar. Al despertarse despertarse y ver otra vez el día se sintió vigoroso vigoroso y contento contento y luego de alimentarse alimentarse abundantemente con bayas, emprendió de nuevo la marcha hacia el mar. Al llegar al acantilado siguió por el borde hasta que luego de una hora de marcha, más o menos, arribó a su término; allí formábase una pendiente que bajaba hasta el nivel del agua; al frente, hasta donde alcanzaba la vista, extendíase una ancha playa de arena pedregosa detrás de la que se sucedía una cadena de dunas. Con un grito de júbilo bajó corriendo a la playa y allí pasó el resto del día, chapaleando el agua, juntando hermosas conchas de mar y algas y amontonando piedritas raramente coloreadas, pero sin detenerse y sin dejar de recoger esas hermosas curiosidades que pronto abandonaba. Nunca había tenido un día más feliz y cuando éste llegó a su fin, encontró un sitio abrigado donde descansar no lejos del mar, de
modo que si se despertara durante la noche, pudiera oír el profundo murmullo de las olas en la playa. Pasó muchos días en la misma forma, solo, sin ningún ser viviente que le hiciera compañía, exceptuando los pequeños pájaros bobos, blancos y grises que pasaban en rápido vuelo lanzando agudos chillidos, y las grandes gaviotas que emitían sus roncos graznidos semejantes a carcajadas humanas, mientras rondaban sobre su cabeza. —¡Oh, felices pájaros! exclamó e xclamó Martín, mientras golpeaba las manos y daba voces para responder a sus gritos. Cada día que transcurría se familiarizaba más con el mar y lo quería tanto que se hizo su amigo y compañero de juegos. Era más audaz que el inquieto pájaro bobo que corría v revoloteaba delante de las olas, sin mojarse jamás el bonito plumaje blanco y gris. Muchas veces el niño corría para recibir una ola, y la dejaba que se quebrara a su alrededor, para luego quedarse hundido hasta las rodillas en medio de una gran sabana de deslumbrante espuma blanca, contemplándola hasta que ésta, con un murmullo prolongado, retrocedía velozm vel ozmente ente,, lleván llevándos dosee los redond redondos os guijarr guijarros. os. Al desapa desaparec recer er comple completam tament ente, e, Martín Martín gritaba y reía de gozo. ¡Oh, qué gran compañero de juegos le resultaba el mar! Y el mar también amaba a Martín como el gran gato manchado de las sierras, que sólo fingía estar enojado cuando quería jugar y el niño no le hacía caso. Pero como nunca se sentía satisfecho, volvióse cada vez más atrevido, confiado en la misericordia del mar. Pensó que podría jugar mejor sin ropa, y un día persiguió una gran ola que retrocedía hasta el punto más alejado, e hizo frente valerosamente a la que venía después, pero como ésta resultó más grande que la anterior, lo levantó entre sus grandes brazos verdes y lo llevó en alto, hasta arrojarlo estrepitosamen estrepitosamente te sobre la playa; playa; luego, en lugar de dejarlo en el sitio se lo llevó de vuelta precipitadamente mar adentro. Y tan lejos de la costa se lo llevó que, lleno de temor el pobrecito, pobrecito, extendía extendía los brazos hacia la tierra profiriend profiriendo o grandes grandes gritos gritos de ¡Madre! ¡madre! No llamaba a su propia madre, la que vivía allá lejos en la gran llanura, pues la había olvidado. Sólo pensaba en aquella hermosa mujer de las sierras, tan fuerte y tan animosa, que tanto lo quería y lo había incitado a que la llamara "madre"; a ella se dirigía al necesitar auxilio. Ahora recordaba su maternal protección, su llanto todas las noches por temor de perderlo y cómo, al escaparse, le siguió rogando que regresara. ¡Ah, qué frío era el seno s eno del mar y cuán amargos sus labios! Luchando Luch ando aún con la ola, pero luchando en vano, enceg enceguecid uecido o y medio ahogado ahogado por el agua salada, fue a dar violentamente contra un gran objeto negro que se agitaba en la marejada, y con todas las fuerzas de sus manitas se asió a él. El agua le pasó por encima y lo golpeó, pero él no se soltó hasta que llegó una ola más grande, la cual, levantándolo en alto, lo echó encima del objeto al que estaba prendido. Era como si un enorme monstruo del mar lo hubiera recogido y colocado en ese sitio, lo mismo que hacía la Dama de las Sierras cuando lo recogía de la orilla de un precipicio peligroso, para llevarlo a un paraje más seguro. Allí quedó exhausto, estirado cuan largo era, y las olas lo balanceaban de tal modo que tenía la sensación de estar es tar en una hamaca. Por fin el mar se tranquilizó, y cuando Martín miró ha haci ciaa arri arriba ba era era de no noch che; e; las las es estre trell llas as br bril illa laba ban n en la os oscu curec recid idaa bó bóve veda da celes celeste te y se refleja refl ejaban ban en la encalm encalmada ada agua agua negra negra que que lo rodeab rodeaba, a, de manera manera que le parecí parecíaa estar estar flotando entre dos vastos cielos estrellados, el uno inmensamente distante en lo alto, el otro debajo deb ajo suyo. suyo. Toda Toda la noche noche,, con sólo sólo las estrel estrellas las temblo tembloros rosas as y resplan resplandec decien ientes tes por compañía, se quedó acostado desnudo, mojado y frío, casi muerto de sed por el sabor amargo de la sal marina, sin osar moverse, escuchando el continuo susurro del agua a su alrededor. Por fin el día llegó, el mar era otra vez verde, el cielo azul y hermoso con la renaciente luz. El niño se encontró acostado sobre una balsa vieja de negros tablones, empapados, amarrados con cadenas y sogas semipodridas. Pero lo peor del caso es que no se divisaba la
ribera; ¡había permanecido la noche entera flotando a la deriva, alejándose más y más de la tierra! ¡Constituía en verdad una extraña morada para Martín, el hijo de la llanura, esta vieja balsa! Había sido construida por marinos náufragos, hacía mucho, mucho tiempo, y seguía boyando en el mar, hasta llegar a formar parte integrante de éste, semejante a una isla flotante; algas marrones y multicolores se le habían adherido; curiosas especies, mitad planta, mitad mi tad an anim imal al,, crec crecían ían allí allí,, y pe pequ queñ eños os molu molusco scoss e in innu nume mera rabl bles es an anim imali alito toss mari marino noss pegajosos la habían hecho su morada. Era como el piso de un aposento grande, desigual, negro y resbaladizo; las algas cubrían sus costados, a lo largo de varios metros, simulando una desordenada cabellera. En el medio de la balsa existía un tremendo agujero producido al desprenderse la madera podrida. Ocurría algo curioso: al mirar Martín por el costado de la balsa, alcanzaba a ver sólo unas pocas brazas a través tr avés del agua transparente, pero cuando lo hacía por el agujero, su vista penetraba diez veces más en la profundidad. Y así fue cómo vio un extraño ejemplar en forma de pez, con rayas como la cebra y grandes espinas a lo largo del lomo, que se movía de acá para allá. Pronto desapareció, presentándosele mucho más abajo algo que también se movía, al principio como si fuera una sombra, pero que después se transformó en una figura oscura que al elevarse asumía la forma de un hombre, aunque co conf nfus usaa y va vaga ga,, co como mo un unaa nu nube be co con n pe perf rfil il hu huma mano no o un espec espectr tro o qu quee flot flotara ara en la transp tra nspare arente nte agua agua verde. verde. Aparecie Aparecieron ron los hombros hombros y la cabeza, cabeza, y luego luego,, al cambia cambiarr de posición, mostró el rostro con sus enormes ojos que emitían una débil luz grisácea y se fijaban en los suyos. Martín al verlos se puso a temblar, no precisamente de miedo., sino de emoción, ya que reconoció en este inmenso monstruo, al Viejo del Mar, que se le apareció y habló en sueños mientras dormía entre las rocas. ¿No podría haber ocurrido acaso que, aunque dormido en aquella ocasión, el Viejo se le hubiera realmente aparecido y que sus ojos hubiesen quedado lo suficientemente abiertos como para verlo? Máss tard Má tardee la ne nebu bulo losa sa ca cara ra se de desv svan anec eció ió pa para ra no vo volv lver er más, más, a pe pesa sarr de qu quee él permaneció largo rato esperando. Sentado sobre la madera negra y podrida, con algas de color marrón, el niño dirigió la mirada al océano, vasta extensión verde que el sol iluminaba, sin costa visible y sin ningún ser viviente en la superficie. Después de un tiempo le pareció notar, sin embargo, que alguien se encontraba cerca de él, aunque no se daba cuenta de lo que podía ser. De vez en cuando la superficie del mar se agitaba como si algún pez enorme hubiera subido a la superficie y se hundiera sin dejarse ver. Era algo muy grande, a juzgar por la conmoción que originaba en el agua; al fin pudo ver una gran prominencia de color incierto parecido al hombro de un gigante pero que bien pudo haber sido el lomo de una ballena. Desapareció casi en seguida, pero poco después se oyeron oyeron los gritos. De invisibles invisibles pájaros pájaros que estuvieran estuvieran a gran distancia. distancia. Tales gritos gritos llegaban llegaban desde varias direcciones, haciéndose cada vez más fuertes, y antes de mucho Martín vio a numerosas aves que volaban hacia donde él se encontraba. Cuando estuvieron sobre la balsa, a gran altura, rondaron a su alrededor, emitiendo furiosos graznidos. Eran blancas, de alas amplias y picos largoss y puntiagudos largo puntiagudos que se asemejaban asemejaban bastante a las gaviotas, diferencián diferenciándose dose de éstas en su vuelo, más sereno y veloz. Martín se regocijó al ver esas aves, poseído de terror como estaba ante la infinita soledad del mar. Sentado sobre la balsa negra pensaba siempre en la advertencia que le hiciera la Dama de las Sierras: "El mar te besará con sus fríos labios salados y te llevará a sus profundidades donde no verás más la luz". ¡Qué extraño le pareció entonces el mar; qué solitario, qué terrible! Pero los pájaros que con sus alas pueden vagar por todo el mundo eran oriundos de la tierra y con sus figuras blancas y sus gritos salvajes parecían traérsela. ¿Cómo lo podrían auxiliar? No lo sabía, no lo preguntaba, pero desde que llegaron no se sentía tan sólo y su terror había disminuido. Y continuaban llegando más y más pájaros; a medida que avanzaba la mañana, la cantidad aumentó, hasta verse cientos y miles, dando vueltas alrededor de él sin cesar, bajando y
subiendo o manteniéndose como suspendidos, a modo de una gran nube blanca. Eran de muchas clases, la mayoría blancos, algunos grises, otros marrón-oscuros o jaspeados, y hasta los había totalmente totalmente negros. En medio de la multitud de pájaros le llamó la atención uno de gran tamaño que revoloteaba entre los demás como un gigante o tal vez como un rey. Tenía alas de sorprendente tamaño, ojos amarillos de mirada salvaje y pico también amarillo, largo como la mitad del brazo de Martín, que terminaba en un inmenso gancho parecido al del buitre. Cuando el gran pájaro se dejó caer hasta rozarle la cabeza y abanicarle con sus inmensas alas el niño se sintió nuevamente alarmado ante el formidable aspecto del ave. Y como llegaban más y más pájaros, muchos de esta especie mayor y la gritería aumentara, su curiosidad no exenta de temor fue creciendo. De pronto estas sensaciones culminaron en terror al observar otro nuevo pájaro muchas veces más grande que el mayor de la bandada, que revoloteaba en la altura y se aproximaba velozmente a él. No obstante el miedo se dio cuenta que no volaba sino que nadaba o se deslizaba sobre la superficie del mar; su cuerpo era negro y ostentaba muchas alas enormes y blancas de variadas formas que se erguían como una nívea nube. Vencido por el terror cayo cuan largo era sobre la balsa, escondiendo la cara entre las alga algass marr marron ones es qu quee la cu cubr brían ían.. Poco Pocoss minu minuto toss de desp spué uéss ag agit itós ósee el mar, mar, co come menz nzaro aron n a hamacarse las maderas y una ola lo cubrió casi barriéndolo. A la vez el alboroto de los pájaros se duplicó hasta ensordecerlo, y sus gritos parecieron convertirse en palabras: "¡Martín! ¡Martín! ¡Mira hacia arriba Martín, arriba, arriba!" Todo el aire que lo rodeaba estaba lleno de gritos que repetían lo mismo: "¡Martín! ¡Martín! ¡Mira hacia arriba! ¡Arriba!" Aunque atolondrado por la terrible batahola y casi desvanecido de terror y debilidad, no pudo dejar de obedecer la orden. Apoyándose sobre las manos logró arrodillarse penosamente, y se apercibió de que el temible monstruo con forma de pájaro lo había dejado atrás. atr ás. Compre Comprendi ndió ó finalm finalment entee que era un barco barco de casco casco negro, negro, con las velas velas blanca blancass hinchadas al viento, y que el movimiento del agua y la ola que le pasó por encima habían sido originadas por el navío al acercarse a la balsa. Pero ya se alejaba, deslizándose rápidamente, y como todavía se encontraba al alcance de su vista, observó una cantidad de hombres rudos de extraña apariencia, el rostro tostado por el sol, pelo largo y barbas descuidadas, que asomándose sobre la borda lo miraban fijamente. Habían visto asombrados, según suponían, el cadáver de un niño blanco, desnudo, que yacía sobre la vieja balsa negra, rodeado por una multitud de aves marinas congregadas allí para devorarlo. Cuando le observaron arrodillarse y diri dirig girle irless la mira mirad da, pro rorr rrum umpi pier ero on en gra rand ndes es gr grit ito os y empe empeza zaro ron n a co corr rrer er precipitadamente de un lado a otro, haciendo haciendo los preparativos para bajar un bote. Martín no se daba cuenta de lo que hacían; sólo veía unos hombres en un barco, pero se sentía demasiado débil y exhausto para pensar en más de una cosa a la vez, y lo que a él le interesaba eran los pájaros. Porque no bien hubo mirado hacia arriba arr iba y divisado el barco, los graznidos salvajes de aquellos cesaron, pues remontando el vuelo se elevaron más y más, esparciéndose como una nube blanca sobre el cielo y el mar. Durante unos momentos los siguió contemplando y escucha escu chando ndo sus voces voces que luego se tornar tornaron on suaves suaves y agrada agradable bless como como si se sintie sintieran ran satisfechos y contentos. Tuvo gran [alegría al oírlos todavía y levantó las manos con ademán afectuoso. Más, pasado el miedo, agobiado por el sueño y vencido por el cansancio, cerró los ojos y se dejó caer nuevamente sobre su lecho de algas mojadas. Al ocurrir eso, los hombres se miraron unos a los otros con expresión de sorpresa. ¡Y no era para menos! Durante largos meses que sumaban años habían navegado por esos solitarios mares desolados, a miles de millas de su país nativo, sin ver la tierra ni la costa verde ni el rostro de la mujer o el hijo amados, y en el momento en que por una rara casualidad les llegaba un niño y, presurosos, realizaban toda clase de maniobras para rescatarlo, extendiendo sus brazos para recogerlo del mar, parecía que alguien les arrebata su vida. Pero el niño estaba dormido solamente.
View more...
Comments