Hospitalidad y Alteridad Skliar IC UNTREF
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Hospitalidad y alteridad, Carlos Skliar. La hospitalidad resuena a palabra suave, acogedora, amplia en su extensión y honda en su pronunciación. Desde su origen mítico: sonido abierto y, a la vez, ambiguo. Dicha con el corazón deseoso de amistad: la casa abierta de par en par, dar lo que se tiene y lo que no se tiene. Pero a la vez: ¿cómo imaginar al otro que llega? ¿Cómo intruso, ajeno, huésped, extranjero, enemigo, aliado, adlátere? Extranjero supone: extraño, ajeno. La tensión aumenta cuando se pronuncia como intruso: “Es indispensable que en el extranjero haya algo de intruso, pues sin ello pierde su amenidad”, escribe Jean-Luc Nancy1. Quizá sea preferible enunciarla sin subrayar demasiado la virtud del anfitrión. Darla, no hacer de ella una estética pulcra de alojamiento. Referida a la educación: modo de nombrar lo que otros llaman de inclusión, pero desde un saber una experiencia del alma. En su origen todo acto de hospitalidad debía comenzar con una petición, con una súplica, con un deseo de acogida por parte del recién llegado. Al huésped, inmediatamente, se lo trataba con respeto y deferencia y se lo conducía hacia el interior del hogar. Se le ofrecía un baño, ungüentos y ropa limpia. Acodado en el trono hospitalar, se le servía comida, comida hospitalaria, se rezaba a Zeus, dios de la hospitalidad, y se le daba la indicación de poder beber y comer a voluntad. En ese instante se realizaba el juramento de amistad. Poco después de comer y beber, y sólo entonces, al huésped se le preguntaba sobre su nombre, su origen, sus propósitos y hacia dónde conduciría su viaje. Pero esto sería posible sólo si se hubieran dado todas las atenciones. Establecida la conversación, los anfitriones ofrecían recitales de poesía y baile. En el momento de decidir partir, al huésped se le entregaban dones hospitalarios, regalos que recordarían el tiempo de la bienvenida y la señal de la simpatía desarrollada durante la hospitalidad. Este acto, este ritual prototípico de hospitalidad, con más o menos atributos y detalles, es el que nos relata Ángel de la Guardia y Bermejo a partir de sus lecturas de Homero2. La existencia de ese ritual posee muchas versiones 1
Jean-Luc Nancy. El intruso. Buenos Aires: Amorrortu editores, 2006, pág. 11. Ángel de la Guardia y Bermejo. La hospitalidad en Homero. Gerhin, 5. 1987. Editorial de la Universidad Complutense de Madrid. 2
6 diferentes y es bien conocida a partir de diferentes mitos y fragmentos literarios. Incluso la definición latina del término hospitalidad (hospitalĭtas, -ātis) supone y se refiere a la virtud de quien hospeda a peregrinos, menesterosos y desvalidos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades. El propósito de su registro aquí no es otro que el de ilustrar la imagen invertida que la hospitalidad nos muestra en la vida contemporánea, una tarea que ya habían emprendido Benveniste y Jacques Derrida, entre otros. Imagen invertida, es decir: la hostilidad hacia el otro o la violencia que supone exigirle a los demás una ineludible transparencia identitaria: no dar hospitalidad sin preguntar la procedencia. Esto también querrá decir: ¿cuándo comienzan las preguntas que el otro deberá responder? ¿Pregunta el ‘yo’ porque es dueño de casa –o del Estado, o de las instituciones educativas, etc.- o pregunta el otro? ¿O no hay ninguna pregunta, sino relaciones de amistad y hospitalidad? Si la más frecuente imagen del otro ya estaba teñida de una fantasmagoría y de una espectralidad cercanas a la amenaza, la violencia y la desaparición instantánea, de lo que hoy parece tratarse, además, es de una imagen no menos desteñida que intenta sujetar y confinar al otro a su aparente y única identidad. Así, cada otro debería ser el resultado de una ajena pero propia duplicación representativa. En esa pretendida duplicación cada otro debería estar obligado a ser representante fiel de uno u otro discurso sobre la diversidad, cada diverso debería quedar encerrado en el eufemismo de la diversidad, es decir: cada extranjero no sería otra cosa que su proverbial y mítica extranjería, cada miserable no sería sino su indeclinable miseria, cada violento viviría sólo como el autor y el actor de su propia violencia, cada persona con discapacidad debería responder a una noción más o menos detallada de ausencia o falta o falla. Pero, entonces: ¿hay relación de hospitalidad con el otro o hay una relación textual y temática que deja de lado la alteridad del otro, lo que es otro del otro? ¿Es acaso hospitalaria la convivencia cuando se fabrica la substitución de aquello que el otro sería o estaría siendo por una torpe fijación identitaria? ¿Y cómo requerir del otro su lugar en la convivencia si ha sido deslocalizado, desestabilizado en su propia intimidad y en su misma existencia?
7 Si bien la hospitalidad puede ser presentada como la acción de recibir al otro en un acto desmesurado –es decir, de recibirlo más allá de toda "capacidad del yo”3- enseguida se deja tomar por una ambigüedad que le es constitutiva, como si se tratara de una capacidad que es al mismo tiempo ilimitada tanto como limitada, tanto incondicional como condicional. Y eso se ve reflejado en la distinción entre la Ley –mayúscula- y las leyes –minúsculas- de la hospitalidad. Sí, la Ley de la hospitalidad es incondicional. Se trata de recibir al otro sin hacer ni hacerle ninguna pregunta; se trata de la posibilidad de ser anfitriones sin establecer ninguna condición. Y no hay leyes en la Ley de la hospitalidad porque en ella se declara la abertura, el recibimiento, la acogida al otro, sin la pretensión del saber ni el poder de la asimilación. Y no hay leyes en la Ley de la hospitalidad porque apenas pronunciada ella ya no tiene más nada para decir, ya lo ha dicho todo, es decir, ya ofreció, ya donó, todo lo que podía y tenía que decir. A la Ley de la hospitalidad le sigue un silencio ético, por que es el otro el que decide si vendrá o no vendrá. Sí, las leyes de la hospitalidad imponen condiciones. Se formulan preguntas y se deja a los otros en una posición, apenas, de tener que responder; pues son los otros quienes deben pedir hospedaje, quienes deben revelar sus intenciones como huéspedes, quienes tienen que presentar su documentación, decir sus nombres, hablar la lengua del anfitrión, aún siendo totalmente extranjeros a ella. De ese modo todo puede ser preguntado o interrogado, todo acaba siendo ostentación de un poder peculiar que corresponde a quien establece las leyes de la hospitalidad: el poder de poner en cuestión al otro en nombre de la razón jurídica. El huésped se transforma, así, en un ser en cuestión, en un ser cuestionado. Y habrá siempre la necesidad de más y más leyes en las leyes de la hospitalidad porque en ellas se revelará una y otra vez la sospecha acerca de lo humano del otro a ser hospedado; y se multiplicarán, entonces, los meandros, los espejos y los laberintos que deberá recorrer el otro hasta poder ser lo más parecido al huésped mismo. Pero: ¿se debe preguntar o no? ¿Se debe saber o no? ¿Se debe conocer el nombre del otro o no? Todo ello se lo pregunta insistentemente Jacques 3
Jacques Derrida. Adiós a Emmanuel Lévinas, Editorial Trotta, Madrid, 1998, pág. 44.
8 Derrida: “¿La hospitalidad consiste en interrogar a quien recién llega? ¿Comienza por la pregunta dirigida a quien recién llega? (...) ¿Es más justo y más amoroso preguntar o no preguntar? (...) O bien la hospitalidad se ofrece, se da al otro antes de que se identifique, inclusive antes de que sea sujeto, sujeto de derecho y sujeto nombrable por su apellido?” 4. Si la Ley de la hospitalidad no es una pregunta ni nada pregunta, la razón jurídica vuelve exigible y torna explícita una pregunta que, tal vez, sea impracticable y que no tiene respuesta posible, a no ser el abandono mismo de la relación. Si, por su vez, la Ley de la hospitalidad sugiere un modo ético de convivencia -pues sólo sabe seguir una responsabilidad que obedece al otro, es decir, que está dictada por la existencia del otro- la razón jurídica supone una relación de desigualdad comandada por la altura elevada de un yo que hospeda y que establece los tiempos y los espacios de su hospedaje. Si la Ley de la hospitalidad pone en juego un acto de donación que nada pide a cambio, la razón jurídica determina una larga secuela de endeudamiento del otro -ya que deberá, en consecuencia, acatar la ley de la morada ajena, aprender a asemejarse y saber la lengua del hospedero en que las leyes están formuladas-. Algo de todo esto decía Ambrose Bierce, irónicamente, en su ‘Diccionario del Diablo’, al definir hospitalidad como: “Virtud que nos induce a alojar y alimentar a personas que no necesitan alojamiento ni alimento” 5. Pero habría que atreverse, todavía, a una contradicción que no cesa, que no puede dejar de ser incesante. La pregunta en sí por la hospitalidad trae consigo una humareda de idealización y, en su mismo movimiento de proclama, conlleva el ocultamiento de aquello que porta inexorablemente: la hostilidad. Porque aquí ya no es cuestión de una oposición didácticamente plausible entre una Ley mayúscula y unas leyes minúsculas de hospitalidad, sino la de una afirmación, aunque endeble, que sea capaz de sostener y soportar una dualidad indómita que nunca reconocerá su unidad en ‘este mundo’ y con los lenguajes que están y nos son disponibles. Entonces: a no ser que sean vistas como una vulgar oposición de valores, o como vagas alternancias de estados del espíritu, la hospitalidad y la hostilidad 4
Jacques Derrida. De la hospitalidad. Anne Dufourmantelle invita Jacques Derrida a hablar de la Hospitalidad, Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2000, pág. 34. 5 Ambrose Bierce. Diccionario del Diablo. Ob. Cit., pág. 213.
9 configuran lo que es humano en lo humano, en el sentido de su inscripción misma en el escenario de la diferencia: es aquello que difiere lo que posibilita la entrada a la conversación, lo que pone en juego la fidelidad y la infidelidad a propósito de la herencia, lo que traza el semblante del anfitrión y del huésped, de la tradición y la transmisión. Renunciar a ello, esto es, renunciar a la diferencia, es renunciar a lo que todavía hay para decirse -por poco o mucho, por trascendente o banal, por lánguido o exacerbado que fuere-, a lo que aún es posible tocar en el límite del otro, a aquello que todavía no ha sido una despedida ya anunciada y definitiva. Y es que, como dice Ricardo Forster: “Sólo manteniendo esa hostilidad en la hospitalidad, ese deseo de entramarse y de diferenciarse, de dar y recibir pero también de reconocer las fronteras infranqueables que han nacido de biografías imprescindiblemente otras, es que hay, que queda algo por decirse todavía entre dos personas. Lejos de toda seguridad, experimentando muchas veces la intemperie propia de una época destemplada, la única garantía de permanecer en lo humano nace de esta paradoja hospitalaria”.
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El estar-juntos es hospitalario y hostil a la vez y, por eso mismo, hay convivencia, hay relación con el otro, hay relación de alteridad; y por ello quizá haya que vencer la tentación de esa pobre imagen de convivencia como mera ecuación del estar-juntos -y, entonces, como lo ecuánime, como lo equivalente, como lo equitativo-: “Existe el poder porque la coexistencia no es pacífica – dice Jean-Luc Nancy- porque es competitiva y hostil al mismo tiempo que cooperativa y fraterna. Esta ambivalencia es aquella de la negatividad que compartimos”.
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Si la obsesión por el otro pronuncia esa lengua atiborrada de sospechas, de desconfianza, recelo, peligrosidad, hostigamiento, miedo, burocratización de la vida del huésped, vigilancia de las fronteras, alternancia de la exclusión y la inclusión, exigencia de la documentación, sujeción a los archivos muertos de la herencia, el lenguaje de la ética prefiere susurrar su lenguaje en términos de responsabilidad, de estar alerta, de vigilia, de una preocupación, un gesto de recibimiento, de atención, de desvelo, en fin, la acogida al otro.
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Ricardo Forster. Transmisión, tradición: entre el equívoco y la incomodidad, En Jorge Larrosa (ed.) Entre nosotros. Sobre la convivencia entre generaciones. Ob. Cit., pág. 42. 7 Jean-Luc Nancy, La comunidad enfrentada, Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2007, pág. 45.
10 La hospitalidad y las relaciones de alteridad se inscriben en una responsabilidad ética, es decir, en una relación no interesada y no cimentada en una falta, en una carencia del ‘yo’: “La relación de alteridad no expresa ninguna “necesidad” del sujeto –dice Joan-Carles Mèlich-, porque si no fuese así, la relación con el otro sería una relación interesada”.
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Es que no se trata, sólo, de un reconocimiento del otro y de una inversión de cuestionamiento, es decir, de quién cuestiona a quién. No se trata, apenas, de una respuesta que salve al yo de su propio pecado o de la ausencia de toda virtud. No ocurre, simplemente, como una obligación que proviene, obligada y certera, de una cierta ley de la convivencia. Así, la responsabilidad ética se dirige a lo humano y no a algún sujeto-otro determinado, materializado y entonces especificado, revelado con nombre extranjeramente propio y al que se le atribuye una identidad precisa y casi definitiva. No es una responsabilidad que responde diferente según la edad, la generación, la lengua, la sexualidad, la nacionalidad, la raza, la clase social, el cuerpo del otro. La responsabilidad ética no tiene límite en su vigilia ni fronteras en su capacidad de recibir. Se trata de una responsabilidad sin fondo; de una responsabilidad que, como bien lo dice Jacques Derrida, se extiende: “(…) ante los fantasmas de aquellos que todavía no han nacido o de quienes ya han muerto”.9
Referencias bibliográficas. Nancy, Jean-Luc. El intruso. Buenos Aires: Amorrortu editores, 2006. 8
Mèlich, Joan-Carles, La ausencia del testimonio: Ética y pedagogía en los relatos del Holocausto. Barcelona: Anthropos, 2001, págs. 66-67. 9 Jacques Derrida. Espectros de Marx. Madrid: Editorial Trotta, 1995, pág. 73.
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de la Guardia y Bermejo, Ángel. La hospitalidad en Homero. Gerhin, 5. 1987. Editorial de la Universidad Complutense de Madrid. Derrida, Jacques. Adiós a Emmanuel Lévinas, Editorial Trotta, Madrid, 1998. Derrida, Jacques. De la hospitalidad. Anne Dufourmantelle invita Jacques Derrida a hablar de la Hospitalidad, Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2000. Bierce, Ambrose. Diccionario del Diablo. Barcelona: Galaxia Gutemberg, 2005. Bolaño, Roberto. Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama, 2004. Forster, Ricardo. Transmisión, tradición: entre el equívoco y la incomodidad, En Jorge Larrosa (ed.) Entre nosotros. Sobre la convivencia entre generaciones. Barcelona: Fundació Viure i Conviure, 2007, págs. 32-50. Nancy, Jean-Luc. La comunidad enfrentada, Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2007. Mèlich, Joan-Carles, La ausencia del testimonio: Ética y pedagogía en los relatos del Holocausto. Barcelona: Anthropos, 2001. Derrida, Jacques. Espectros de Marx. Madrid: Editorial Trotta, 1995. Perfil del autor. Carlos Skliar es Doctor en Fonología con estudios de pos-doctorado en educación. Investigador independiente en el CONICET e investigador principal en FLACSO, Argentina. Sus últimos libros son: “Desobediencias del lenguaje” (2014) y “Hablar con desconocidos” (2014).
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