Historia Social de La Locura

March 26, 2019 | Author: Jonathan López | Category: Insanity, Mental Disorder, Witchcraft, Reason, Truth
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Porter, Roy (1986) Historia Social de La Locura...

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HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA

SERIE GENERAL cLOS HOMBRES" Director: GONZALO PONTON

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HISTORIA SOCIAL DE LA LOCURA Traducción castellana de JORDI BELTRAN

EDITORIAL CR[TICA Grupo editorial Grljalbo BARCELONA

íNDICE Agradecimientos l. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12.

Introducción Hablan la locura y la psiquiatría: un diálogo histórico. Locura y poder Locura y genio Locura religiosa Mujeres locas . De tontos a extraños Daniel Schreber: la locura, el sexo y la familia . John Perceval: la locura confinada . El sueño norteamericano El dios terapéutico Conclusión

Sugerencias de lectura índice alfabético

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A mis padres

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se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación 1n sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier dio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros todos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. ulo original:

SOCIAL HISTORY OF MADNESS. STORIES OF THE INSANE idenfeld and Nicolson, Londres Jierta: Enrie Satué 1987: Roy Porter 1989 de la traducción castellana para España y América: Editorial Crítica, S. A., Aragó, 385, 08013 Barcelona IN: 84-7423-423·9 xSsito legal: B. .35.792-1989 preso en España 9.-NOVAGRAFIK, Puigcerda, 127, 08019 Barcelona

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AGRADECIMIENTOS A lo largo de los años me he beneficiado muchísimo de conver· saciones -que a menudo eran discusiones- sobre el tema del presente libro con muchas personas, demasiadas para dar aquí sus nombres. Del mismo modo, me han estimulado muchos libros, más de los que puedo citar ett la breve sección de sugerencias de lectura que hay al final del libro. Algunos amigos y colegas han te1tido la amabilidad de leer los borradores de la presente obra y comentarlos co1tmigo. Estoy especialmente agradecido a William F. Bynum, Tony Delamotbe, John Forrester, Godelíeve va1t Haeteren, Margaret Kinnell, Sue Lintb, Cbarlotte Mackenzie, Michael Neve, Chrístine Stevenson, Sylvana Tomaselli, Jeme Walsh, Dorotby Watkins y Andrew Wear. Deseo hacer hincapié en que estas personas no sott responsables de las opiniones e interpretaciones que se expresan en el libro. El Wellcome Institute ha resultado u1t marco maravilloso para escribir. También quisiera dar las gracias a todas las personas que be tratado en W eidenfeld a1td Nicolson. Han sido unos editores ejemplares; en particular, Juliet Garditzer, la mejor de todas. RoY PoRTER

The Welcome Institute for the History of Medicine

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INTRODUCCION

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¿Qué significa estar loco? El. presente libro explora la vida de un par de docenas de «locos» tal como ellos mismos dejaron constancia de ella. No es una historia médica de la locura vista como enfermedad. Mucho menos se trata de una historia de la psiquiatría. Sobre todo, no es un ejercicio de psicohistoria, ni un invento de hacer que las civilizaciones del pasado se tiendan en el diván para analizar sus psiques colectivas. Mis intenciones son mucho más modestas. ·Exploraré los pensamientos y sentimientos de varias personas locas de siglos anteriores al nuestro, utilizando principalmente para ello sus propios escritos autobiográficos: Huelga decir que nada nuevo hay en concentrar la atención en -.;;: la vida de los neuróticos y los locos. Bastantes psiquiatras y otros estudiosos han emprendido extensos diagnósticos retrospectivos de los muertos, analizando la «locura» de personajes reales como Jorge III, Daniel Schreber y Virginia Woolf, y también de otros ficti- · dos como, por ejemplo, Hamlet, el rey Lear y el propio Edipo. Por regla general, mi propósito ha sido sondear las profundidades ocultas de su enfermedad mental; otras veces, absolverlos por completo de > la acusación de estar locos. Pero mis objetivos en el presente libro son bastante diferentes. No son psiquiátricos ni psicoanalíticos. No pretendo descifrar lo que dijeron, escribieron o hicieron los locos a la luz de alguna teoría psiquiátrica; revelar qué enfermedad .o síndrome padecían en realidad; ni siquiera descubrir el significado «verdadero» (esto es, inconsciente) de sus actos. Si se lleva a cabo con sensibilidad, ésta puede ser una empresa fructífera e iluminadora. Sin embargo, como simple

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INTRODUCCIÓN

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historiador, no me siento capacitado para efectuarla. Y tampoco es

lo que más me interesa. En vez de ello, lo que deseo examinar no es el inconsciente de los looos, sino su consciente. En lugar de leer principalmente entre líneas, buscando significados escondidos, reconstruyendo infancias perdidas, poniendo al descubierto deseos no e:x"Presados~ lo que deseo es explorar lo que los locos pretendían decir, lo que había en su pensamiento. Sus testimonios nos hablan de esperanzas y temores de las injusticias que sufrieron y, sobre todo, de lo que represent~ estar loco o pasar por estar loco. Deseo sencillamente, literalmente, ver lo que tenían que decir. Es curioso constatar que esto se ha hecho muy pocas veces, que nos ha interesado más explicar lo que dijeron. > Así pues, mis lecturas de los escritos de los locos no se basarán en teorías del desarrollo psíquico, no demostrarán cómo hechos universales de la vida psíquica -tales como el complejo de Edipoencuentran expresión en ellos. Lo que me interesa es más bien el . modo en que los locos intentaron explicar su propio comportamient~, a e?os mi?mos y a otras personas, empleando el lenguaje de que d1spoman. Mts puntos de referencia, por consiouiente son el len- ....,.. guaje, la historia y la cultura. Los escritos de los locos ;ueden leerse "' no sólo como síntomas de enfermedades o síndromes sino com; comunicaciones coherentes por derecho propio. Com¿nmente los>" médicos psiquiátricos han negado la inteligibilidad de la Iocu;a: a juicio de Kraepelin, ese era uno de Ios rasgos típicos de la demencia precoz. A menudo presentaban la insania como alo-o irracional como un cúmulo de bobadas: lo que decían los locos"'no era mej~r que bal~r;ceos sin sentid?. Quizá sea así con frecuencia. Pero pocas pro- > habilidades hay de que las autobiografias de los locos entren en esa categoría. La locura puede ser típicamente incomprensible o sencillamente mal comprendida; pero basta echar una ojeada a los escritos de l?~os que nos han llegado de siglos anteriores para tener la conúrmacron de que, aunque diagnostiquemos su dolencia como locura, no estaban tan locos como parece. Me propongo arrancar la lógica de los textos explorando éstos aplicar lo mismo a las teorías de la psiquiatría? Hoy día se debate mucho en torno a si es apropiado considerar la psiquiatría y el psicoanálisis como ciencias, y antipsiquiatras como Thomas Szasz llfirmarían que la psiquiatría ha hecho las veces de ideología represiva, que la enfermedad mental es el invento, la delusión, de la psiquiatría. Mi objetivo, sin embargo, no es castigar a los pioneros de la psiquiatría. Los.propios psiquiatras, sobre todo en el pasado, solían ser hombres muy marginales, mal comprendidos y vilipendiados por la sociedad en general, porque proponían creencias que comúnmente se juzgaban · tan descabelladas como las de los locos mismos. El psiquiatra loco ·es, por supuesto, una figura cómica corriente. . A pesar de ello, no veo razón alguna para conceder una categoría privilegiada de veracidad a los mitos que propusieron doctores de locos y psiquiatras anteriores. El chiste eterno en la historia de la locura lleva aparejada una serie de variaciones sobre el tema de los locos y los doctores de locos intercambiando sus identidades respectivas y la consiguiente imposibilidad de distinguir entre unos y otros. Y me parece que en muchos de los encuentros entre «locos» y sus doctores que examinaré en estas págmas -Alexander Cruden y el doctor Monro, John Perceval y el doctor Fox, Daniel Schreber, el doctor Weber, Freud, etcétera-la humanidad común y, con frecuencia, el sentido común se encuentran quizá decididamente en el bando de los locos. Pero mi intención, al hacer esto, no es añadir los cañones de la historia a la andanada antipsiquiátrica. Es, antes bien, demostrar cómo la psiquiatría misma ha formado parte de un consciente común. Los locos y los médicos de locos dicen con frecuencia cosas comparables sobre Ja agencia y la acción, los derechos y la responsabilidad, la razón y la tontería, si bien aplicándolas de maneras fundamentalmente inversas. A decir verdad en el siglo en curso, al pasar la psiquiatría a formar parte del acervo cultural común, con frecuencia es difícil distinguir si el que habla es el psiquiatra o el paciente. Una de las percepciones monumentales de Freud es la de que el hombre forja mitos. Incesantemente. Siempre está contando historias. El presente libro examina el consciente: principalmente el de personas locas, en parte el de psiquiatras y (de modo más implícito que explícito) el de la sociedad en general. Las delusiones de los

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general .forman. parte de un tejido ideológico común. Lillane Feder ha expresado b1en este concepto: f i

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El loco, como otras personas, no existe solo. Refleja a los que f· tienen trato con él y, al mismo tiempo, influye en ellos. Encarna y .;: transforma simbólicamente los valores y las aspiraciones de su fami- _¡·_··

lia, su tribu y su sociedad, aun cuando renuncie a ellos, así como sus delusiones, su crueldad y su violencia, hasta en su huida interna.

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Desde luego, decir esto es decir algo que, si se deja en generalidad, es totalmente banal: ningún hombre es una isla, el consciente es un continuo lingüístico. La época de la Reforma produjo muchísimos -1, Cabe que en esto haya una moraleja práctica~ La historia de la . , ¡·.::_·•

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psiquiatría muestra generaciones de doctores y otros expertos dudando de que hubiera alguna razón en la locura. Se daban casos d~ men: tes poseídas y extremidades manipuladas por Poderes. del Mas ~lla 0 por un veneno en la sangre o mediante una mentahda~ retorcida. En la medida en que el comportamiento de los que. sufna_n trastornos terúa sentido, éste no era en términos de sus mtencwnes, ~el «aquí y ahora», de relaciones sociales y .~el ~str~ento dellenguaJ~, . íno en términos extrínsecos: la poses ton diabolica o una neurosts Tal como ha argüido Peter Barham, un crítico_ de _la psiquiatría ortodoxa, esto ha llevado a una sordera extraordman~ ante las comunicaciones de los que padecen trastornos y,_ en partlcula:, ha empujado a descartar sus reacciones y quejas relatiVas al tratam:ento psiquiátrico que se les aplica. Las protestas de los locos se han mter- > .pretado como síntomas de su locura. · . Pero con retrospección --o quizá con la distancia, ~unque, ~or < supuesto, con espíritu comprensivo-, podemos ve~ cuanto sentido tenían por lo común las voces de los locos, en los_ mtento7 desesperados que personas aisladas, atribuladas y confu_nd1das .hacl~n con el fin de comprender su situación real, sus prop1as a~s1as, lmpulsos, recuerdos. Forman las luchas de los desesperados e 1mpotentes por ejercer cierto control sobre quienes los teman en su pod_e~, ya fl:era~ diablos fantasmas doctores de locos o sacerdotes. La log1ca esta ah1 para qclen se tom~ la molestia de mirar. T~davía no disponemos. de> perspectiva para explicar lo que nos desconc1erta en el comporta;ruento de los locos de hoy. Pero la historia nos demu~tta que. senamos unos necios si lo descartáramos diciendo que «no tlene sentdm>.

~antil.

Tal vez unos cuantos comentarios más sean útiles a modo de explicación, disculpa y agradecimiento. En primer lugar, co~o se verá. con toda claridad, el presente libro es sumamente selectivo Y episódico. Me he concentrado en ~n númet? reducido de casos relativamente famosos, casos que estan muy bien do.cumentados o que plantean problemas defil;idos ,con cla_ridad. Obv1amente, los locos ·que escribieron su autobmgrafta constttuyen una m~estra muy poco ·representativa de todos los locos. No soy partidario de ~bordar_ la historia empleando el método basado en «el g~an loco».~ selec~1ón ha· hecho que los casos ingleses y de lengua mglesa esten excesiVamente representados. . , , . Mi ancla de esperanza han sido escritos autobrográficos autenti-

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cos, utilizados junto con afirmaciones de autenticidad comprobada. Aquí y allá, no obstante, he utilizado ejemplos literarios o de índole f: · parecida para demostrar algún argumento. Evidentemente, utilizar t. esta clase de textos presenta grandes peligros si no se hace con espí- /;. rdit~dcrítico. E.sp;¡:o habherbevitado lo,s p~ores. EEn cbier:o sentido, he ~·.:· .: eJa o que m1s nguras a 1en por s1 mtsmas. s o Vlo que esto es literalmente imposible y he tenido que buscar el sentido de lo que dijeron para encontrar sentido en sí mismas. Por desgracia, en un libro del fotmato y la naturaleza de éste, no es posible discutir con · detalle interpretaciones alternativas, ni siquiera empezar a plantear 1\.· ~.; y explorar los enormes problemas que plantea el hecho mismo de «leer» o «interpretar». Tampoco he podido dejar constancia de la amplitud, la vatiedad y la sutileza de los conocimientos actuales en muchos campos en los que, obviamente, me he inspirado en gran medida. He contado una historia sencilla. Espero que no revele un pensamiento simplista. : En la totalidad del libro empleo la palabra «locos» como nombre ..,. ¡; genérico de toda la gama de personas a las que de algún modo, en ; mayor o menor grado, se considera anormales por sus ideas o su · conducta. Huelga decir que la etiqueta es insatisfactoria. Albergo la esperanza de que el hecho mismo de que lo sea contribuya a llamar , la atención sobre sus limitaciones y demuestre que se utiliza simple- l: mente como forma abreviada de denominar a toda una colectividad. :> !' De modo parecido, he empleado el término «psiquiatría» como pala- f · bra genérica que abarca todos los intentos de tratar a los locos, así ¡1• como la palabra «psicoanálisis» para referirme a las terapias creadas ' por Freud y otras que, en términos generales, son consonantes con . ellas. Ha habido animados debates entre los estudiosos en torno a [: si las personas calificadas de «locas» eran realmente insanas o si sim- ¡· plemente eran estigmatizadas como tales. El asunto, sin embargo, no ( es central en el presente libro y no emito ningún juicio al respecto. ' Basta,rá decir aqui que todas las crónicas autobiográficas que se usan < en el libro fueron escritas por personas de las que se creía que estaban o habían estado locas. En un momento u otro, algunas de ellas aceptaron que estaban verdaderamente locas. Otras se opusieron ~ ferozmente a que las llamaran así. ;> ! La deuda que he contraído con otros estudiosos es, naturalmente, 4..... enorme. Debo hacer una mención especial de gratitud a Dale Peterson. Su libro A mad people's history of madness constituye la pri-

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mera crónica y antología solventes de los escritos .de personas locas en un largo período histórico. Peterson fue el ~nmero en mostrar que era posible escribir una historia del c?nsctente de los locos. Espero que mi libro sea un complemento valioso del suyo.

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HABLAN LA LOCURA Y LA PSIQUIATRÍA

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Tbe manufacture of madness no lo escribió, como cabría esperar, un

2. HABLAN LA LOCURA Y LA PSIQUIATRíA: UN DIÁLOGO HISTóRICO El núcleo de los próximos capítulos será una investigación de la mente de los locos basándose en sus propios escritos autobiográficos. A modo de preliminar, trataremos de situar dichos escritos en su contexto. ¿Qué condiciones empujaron a los locos á escribir y publicar sus historias? O, dicho de otro modo, ¿qué rasgos especiales de nuestra cultura han hecho, a lo largo de los siglos, que algunas personas -los como esencia de sus dramas los grandes conflictos elementales e insoportables de la vida: el trauma de la voluntad individual aplastada bajo el destino ineludible, las exigencias rivales del amor y el odio, la piedad y la venganza, el deber y el deseo, el individuo, la familia y el estado librando batalla en el pecho. Además, mostraban estos conflictos aterradores convirtiéndose -como nunca habrían podido en tantos términos para los héroes de Homero-- en los objetos conscientes de la reflexión, la responsabilidad y la culpa, del conflicto interior, de mentes divididas contra sí mismas. Considérense las funciones del coro en la tragedia. Los poderes destructivos ya no eran esencialmente los del destino externo, de dioses y furias malos, sino que ahora eran autoinfligidos; ahora los héroes aparecían consumidos pot la vergüenza, la culpabilidad, el dolor; se despedazaban a sí mismos. Los nuevos héroes acarreaban la propia locura sobre sí mismos y la guerra civil de dentro se convertía en parte integrante de la condición humana. Con todo, el drama también sugería sendas de resolución o (como dice Simon) el teatro como «terapia». Por supuesto que la locura podía castigarse sencillamente en la muerte. Pero, como en el caso de Edipo, el sufrimiento podía dar por resultado una sabiduría más elevada, la ceguera podía conducir a la percepción íntima, y la representación pública del drama mismo podía ser una catarsis colectiva. Representar la locura hasta agotarla, forzar la expresión de lo impensable, sacar al aire libre los monstruos de las profundidades humanas, todo esto constituía una recuperación ritual del terreno para la razón y significaba la restauración del orden. Así, la locura podía ser la enfermedad del alma tal como la

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expresaba el arte. Sin embargo, los griegos también crearon una < forma totalmente distinta de afrontar la locura, una tradición que no era de teoría moral, sino de teoría médica. Al encontrarse ante lo que siempre se había considerado como Ia enfermedad sagrada -la epilepsia-, los médicos científicos de la tradición hipocrática se atrévieron ahora a negar que fuese sobrenatural, un milagro enviado desde lo alto. Arguyeron que, por el contrario, no era más que una enfermedad física, el fruto de los poderes regulares de la naturaleza . ..> De ello se deducía que todas las anormalidades, también toda Ia locura, podían reclamarse para la medicina naturalista. Las explicaciones se inspiraban en causas y efectos físicos, centrándose en órganos tales como el corazón o el cerebro, la sangre, los espíritus y los humores, y las curas se apoyaban en el régimen y las medicinas. Dicho de otra forma, para el temperamento científico, la manía y la melancolía eran esencialmente enfermedades, inteligibles en términos de anatomía y patología. Los pensadores clásicos definieron así -¡pero no resolvieron!el problema de la locura para los siglos venideros elevando la mente, valorando hasta tal punto la razón, el orden y la inteligibilidad cósmica. Haciendo del hombre la medida de todas las cosas, hicieron humana la locura. También especificaron esquemas alternativos y rivales para explicar la locura, la negación de su ideal. De una parte, la insania podía ser los extremos de la experiencia: la mente en el límite de su resistencia. Como tal, la locura ciertamente tenía sus significados, aunque en gran medida mostrasen al hombre torturado como parte de las terribles labores de un universo despiadado. De otra parte, el transtorno mental podía ser en esencia una dolencia somática, un síntoma delirante de enfermedad como, por ejemplo, la fiebre. En tal caso, se le atribuía menos responsabilidad al enfermo, pero la explicación también ofrecía menos significado, menos razón en la locura. Ambas formulaciones -la locura como maldad, la locura como enfermedad- tenían un potencial temible pata considerar que la persona loca no era plenamente humana. Los herederos del legado griego --que, eri definitiva, somos nosotros- nunca resolvieron el acertijo impenetrable de la división entre las teorías psicológica y somática de la locura. Ambas teorías han tenido sus atractivos y sus inconvenientes. La cultura de la cristiandad latina medieval absorbió e hizo uso de ambas alternativas griegas (la locura como trauma moral, la locura como enfermedad).

Pero también las introdujo en un esquema cristiano de índole cósmica -la locura como divina Providencia- que podía impartir un significado más elevado a las dos. No hace falta decir que la teología ctistiana también podía tratar la locura de maneras muy distintivas, unas maneras esencialmente ajenas a la filosofía griega centrada en el hombre· consistía en ver el trastorno mental como señal de la guerra qu: Dios y Satanás libraban por la posesión ~el alma, (la «psi~oma­ quia» ). Las mentalidades medieval y renac;~tlsta podía~ ~onsider.ar la locura como religiosa, como moral o med1ca, como dívma o diabólica, como buena o mala. El mundo moderno amaneció con la llegada del Renacimiento, la Revolución Científica y la Ilustración. Pero a corto plazo ninguno de los numerosos significados antiguos de la locura fue refutado ni cayó en desuso: el misterio de la locura no se resolvió. El lector de > Anatomía de la melaJZcolía (1621), la compendiosa obra de Robett Burton, se lleva la triste impresión de que hay tantas teorías de la locura como personas locas. Y a la postre el principal cambio en el razonamiento sobre la insania no fue resultado de un gran avance científico o médico. No hubo ningún Newton de la insania, ninguna que contiene el cráneo. . En lo que hace a las actitudes ante los locos y su tratam1~nto, el verdadero punto decisivo fue consecuencia de un desplazamiento a largo plazo de la política que se seguía con las personas que mostraban rasoos delictivos y peligrosos: el auge de la exclusión. Durante la Edad Media y hasta mucho después de ella, raramente se habían tomado disposiciones oficiales y especiales en relación con los locos. Los refugios destinados específicamente a ellos casi eran desconocidos. Se crearon algunas residencias, muy pocas, para los insanos: aparecieron algunos asilos en la España del siglo xv y, más o menos en la misma época, el Bethlem Hospital de Lon~res empezó a esp,ecializarse en cuidar a los locos. Algunos monasterios aceptaban algun que otro loco. En su mayor parte, con todo, la mayoría de ellos eran atendidos (o desatendidos) en el seno de la familia, vigilados por la comunidad aldeana o sencillamente se les permitía vagabundear (el «Tom o' Bedlam» inglés).*

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* Mendigo errante. Después de la disolución de las casas religiosas, los pobres erraban por el país y muchos de ellas se disfrazaban de un modo que

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. Sería impropio deplorar esta indiferencia por considerada especialmente cruel o alabarla como sí fuera una muestra singular de progresismo. Ocurría sencillamente que el estado tradicional desempeñaba un papel asistencial limitado. Sin embarO'o es posible que la antigua mezcla de los locos con la gente en gen~t~l contribuyeta a preservar detto sentido residual de humanitarismo común; al menos no fomentaba el apartamiento de los locos como seres esencialmente alienados, como una raza aparte. Esto concordaba con las enseñanzas cristianas, que quizás ayudaban a mantener cierto concepto de la persona loca o del idiota como ser humano como criatura hecha a . ' 1~agen Y semejanza de Dios igual que el resto de los creyentes. S: ~od?s los hombres eran pecadores, cabía que, en definitiva, las distmc:ones ~e~ mundo -los símbolos externos de categoría, riqueza, educación y exlto- contasen poco a ojos de Dios. Asimismo, en circunstancias muy especiales, la creencia cristiana P.odfa conceder un valor positivo a la locura. La insania, ni que decir t1ene, P,odía .ser el castigo que Dios aplicaba por una transgresión, como ejemplifica el caso favorito de la locura de Herodes. Pero la locura también podía ser santa. Una fe fundamentada en la locura de la Cruz, que combatía la mundanalidad, que loaba la inocencia del recién nacido, que valoraba los misterios espirituales de la contemplación, el ascetismo y la mortificación de la carne, y que estimaba la fe más que la inteligencia no podía por menos de ver resplandores de piedad en la sencillez del imbécil o en los éxtasis y los transportamientos (véase, por ejemplo, la vida de Margery Kempe en el capítulo 6 ). . ~o~o mínim? en teoría, aunque quizá menos en la práctica, el vehículos literario~ señalaban paradójicamente una sabiduría simplo: na que era supenor a la de los pomposos profesores, con lo que

incitara a las gentes a darles limosna. Con tal fin, algunos fingían estar locos, cual es el caso de Edgar en El rey Lear. (N. del t.)

volvían ingeniosamente de arriba abajo las categorías mismas que aseguraban la soberanía de la razón sobre la locura. Michel Foucault ha argüido que en aquellos buenos tiempos la locura realmente expresaba sus propias verdades y entablaba un diálogo extenso con la razón. No es necesario que lleguemos hasta el final con este primitivismo romántico. Pero podemos aceptar otro argumento suyo en el sentido de que, a partir del siglo XVII, se activaron movimientos que durante los tres siglos siguientes hicieron que a los locos se les segregara cada vez más de la sociedad cuerda, tanto categórica como físicamente. En particular, la costumbre de internar a los insanos en alguna institución fue cobrando ímpetu de modo inexorable. · La Ilustración sancionó la fe de los griegos en la razón («Pienso, t luego existo», había afirmado Descartes). Y la empresa de ]a edad de la razón, que adquirió autoridad a partir de mediados del siglo XVII, ·consistía en criticar, condenar y aplastar todo lo que sus protagonistas juzgaron necio o irrazonable. Todas las creencias y prácticas que pareciesen ignorantes, primitivas, infantiles o inútiles fueron descartadas con prontitud por idiotas o insanas, fruto evidente de procesos mentales estúpidos, de la delusión y del devaneo. Y todo lo que se etiquetaba de esta forma podía considerarse perjudicial para la sociedad o el estado; cabía considerarlo, de hecho, como una amenaza para el funcionamiento apropiado de una sociedad racional, progresiva, eficaz y ordenada. A la larga, la distinción que hicieran los griegos entre la «razón» y la «locura», entre Jos miembros de la· sociedad plenamente razonables y los infrarracionales, fue adquiriendo cada vez más peso. La creciente importancia de la ciencia y la tecnología, el desarrollo de la burocracia, la formalización del derecho, el florecimiento de la economía de mercado, la propagación de la instrucción y la educación: todas estas cosas aportaron algo a este proceso amorfo pero inexorable que estimaba la «racionalidad», tal como la entendían los miembros «bienpensantes» de la sociedad que tenían poder para imponer normas sociales. La anormalidad provocaba angustia. Sin duda los hombres de la Ilustración sentían simpatía benévola para con los insanos, al igual que para con los salvajes y los esclavos, pero sólo viéndolos, ante todo, como enteramente ajenos a ellos mismos. ~ A partir de mediados del siglo XVII comenzó un proceso parecido de redefinidón en el seno del propio cristianismo, un proceso ten-

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dente a negar la validez de las formas tradicionales de locura religiosa. Los siglos de la Reforma y la Contrarreforma, por supuesto, habían concedido mucha importancia a la realidad de la locura religiosa: parte de ella era «buena», derivada directamente de Dios y manifestada en éxtasis y en poderes proféticos; gran parte de ella, mala, con su origen en el diablo y sobradamente obvia en las brujas, los endemoniados y los herejes. Las vidas de George Trosse y Chrístoph Haitzmann, que comentaremos más adelante, muestran las ramificaciones de estos puntos de vista. Pero, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, los líderes de la Iglesia ya estaban hartos de la carnicería y el caos que habían causado estos conflictos interminables entre los buenos y los malos espíritus. Se puso en duda la realidad (o al menos la validez) de la locura religiosa. Hasta los piadosos admitían que las pretensiones de hablar con lenguas divinas debían tratarse con extrema suspicacia. Probablemente, muchos de estos «oradores» no eran más que entusiastas, fanáticos ciegos que padecían credulidad y superstición. Lo más probable es que la «inspiración pretendida» no fuera sino delusión o incluso enfermedad. A finales del siglo xvn John Locke abogó por El cristianismo racional. Al parecer, ahora hasta la religión tenía que ser racional. La misma inversión es aplicable a las «brujas». En la gran manía de las brujas que afectó a toda Europa en los siglos XVI y xvu, las autoridades, así civiles como eclesiásticas, habían tratado a las brujas como seres auténticamente poseídos u obsesionados por el diablo. De modo creciente, a partir del siglo XVII, las manifestaciones de la brujería fueron reinterpretadas -al menos en el caso de la elite social que contrglaba las imprentas- y los tribunales de justiciaesencialmente como delusiones, fruto de la historia individual y colectiva, obra de mentes ignorantes que se autoengañaban. Después de todo, las brujas propiamente dichas no eran más que un estorbo chiflado para la vida civil, adolescentes o viejas histéricas. Desde luego, estos cambios de rumbo intelectuales y culturales sirvieron para ampliar la linea divisoria entre las personas J.VlU.I\·- U(.;lA.L-DE

LA ".LOCURA .. HABLAN LA LOCURA Y LA PSIQUIATRÍA

dan condiciones, ~e lujo a lo~ parientes que pagasen unas tarifas muy elevadas. Los cr1t.tcos se quejaban de que a los internos de los manicot;Ii.os ~olían tratarlos. como a animales salvajes. Sin embargo, la opmtón mfluyente consideraba que ello era defendible. Después de todo, ¿acaso los que perdían el juicio no se veían reducidos a la condi~ión de ani~al que sólo era capaz de responder a la fuerza y al mtedo? A dectr verdad, podía considerarse que el· trato brutal de que eran objeto se Io t.enían merecido, pues existía la creencia general de que los locos eran víctimas de su propia vanidad, orgullo, pereza y pecados. Está por ver todavía si el loco encerrado en un manicomio en 1650, 1750 o 1850 lo pasaba peor que aquel a quien se permitía vagar por ~s caminos, o que era encadenado en el granero, o que, .,. como la senora R?chester en fane Eyre, permanecia encerrado bajo ".llav~ ~la buhardilla. X:• en tod? caso, sería un error afirmar que el~ mov1m1ento que defend1a el encterro de los locos era esencialmente represivo y punitivo. Era, más que nada, segregativo. Su base lógica expresaba ante todo la idea de que encerrar a los locos era Jo mejor , para todos, algo esencial tanto para el bienestar del loco como para -" la seguridad de la sociedad. " De modo creciente, a partir, quizá, de mediados del siglo XVIII, los argumentos favorables al encierro de los insanos se vieron reforzados po,r una fe nueva en la terapia y por el sueño de curar. Decían que hab1a que encerrar a los locos porque las nuevas técnicas de tl:atamiento harí~ que se pusieran bien. Con un tratamiento apropiado se reparanan sus facultades intelectuales y se rectificaría su conducta. Una vez curados, se les podría devolver a la sociedad civil. ~e todos modos, tanto si }~an dirigidos a curar como si sólo pretendtan se~regar, las bases log1cas del confinamiento dependían de una per:epctón creciente de la divisoria esencial entre, de una parte, la razon normal y, de otra, la delusión. Sería un error considerar que esta tendencia a encerrar la locura ciclos. Así, ni siquiera a los defensores de la dar en el presente libro una selección copiosa de escritos de este género, ya que éste se halla muy bien representado en Amad people's bistory of madmss, la excelente antología de escritos de protesta recopilada por Dale Peterson. Resultaría engañoso tratar de ensartar todas estas crónicas autobiográficas formando una sola línea cronológica y esperar que de esta manera relatasen una historia progresiva. Cada narración es única y me he limitado a agruparlas en torno a temas generales. Pero algunos fenómenos resultan conspicuos. Lo que se observa particu- >) para' arma dos con máquinas (llamadas . Luchando con los deseos paternos de que al principio jugara sobre seguro y estudiase para ser un abogado respetable, necesitaba pruebas constantes de que realmente poseía facultades superiores. A los veinte años de edad, escribió un notable autoanálisis del artista joven en el que hacía hincapié en su propia «individualidad única» y en su «temperamento melancólico». Pero el cultivo por Schumann de una intensa vida interior era algo más que elación juvenil o aprendizaje de poeta. Era una forma de afrontar la profunda inquietud que le inspiraba el mundo. Anhelaba triunfar. Era ambicioso, a menudo en demasía. No es extraño que le atormentaran la duda, la indecisión, la inseguridad. Era timido,

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cohibido? hl_lptesionable, inseguro de su propio porvenir; sus «cartas a casa» ln~Ican ·1? mucho, que ansiaba complacer a su madre. Sobre todo, la v1d~ misma solía parecerle precaria. «Una tempestad de truenos se cierne sobre mi vida.» : . ¿A qué se debía semejante inseguridad? La vjda misma era msegura. Cu_a~do tenía dieciséis años, su padre murió; su hermana mayor se smc1d?. po_c?s me~es después. Recordaba a su padre como un h~~bre semunvalido, hipocondríaco, preocupado por sí mismo. T~bten su madre sufría frecuentes depresiones. La muerte de otros 1Dl~mbros ~~ la familia le afectó profundamente. Cuando su hermano Juhu~ mur:o de consunción en 183.3 el terror se apoderó de Robert: «L~ Idea fiJ~ de volverme loco se enseñoreó de mí». Algunos de sus me;ores amtgos de .la época estudiantil también mutieron jóvenes. Dur~nte t?da su v1da, la separación de los seres amados le hizo sufnr temblemente y provocó el miedo a ser abandonado. Se pasó toda .la noche ll~rando cuando murió Schubert. La presión de las em~c10ne~ le hacta caer presa de pánico con facilidad y entonces se ven~a ahaJo. Ya en 1828 escribía: «Me parece que algún día me volvete loco~. Creía supers~idosamente -creería toda la vida- que las profec1as por su propta naturaleza contribuían a cumplirse. . . , Schumann era muy dado a frecuentes cambios de humor. Tam?ren era profundamente introspectivo y anotaba en .un diario sus u:acabab1es reflexiones sobre sí mismo. Durante gran parte de su v1da le a~ormentaron «sueños aborrecibles». A partir de sus tiempos de ,estudtante ~e ~anó la reputación de ser poco comunicativo, distrardo, de ensumsmarse cuando estaba acompañado. Era torpe y armaba un escándalo por cualquier nimiedad. Los fracasos le sentaban muy mal. «¡Ojalá pudiera ser un genio!» El temperamento supersensible de Schumann y sus frecuentes temores daban origen a episodios de depresión de una intensidad anormal. La prime:a vez que vio el castillo de Colditz, que a la sazón se usaba como asilo de locos, sintió un terror premonitorio. Era propenso ~ s.úbitos ataques de pánico provocados por la confusión Y los s.ent1m1entos de culpabilidad. La sensación de ser completamente mcapaz de afrontar la muerte le llevó a un intento de suicidio e~ 1833:. e~tuvo a punto de atrojarse por una ventana de un quinto p1so. El ~ctdente le dejó un hotror duradero a las alturas. En Ciertos se~tidos, apu.ntar estos detalles de los primeros años de Schumann equrvale a dec1r que era dado a dramatizat de un modo

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más bien adolescente y a presentarse como genio loco en vías de formación. Como parte del aprendizaje de este papel, empezó a oír ruidos dentro de su cabeza; luego, voces que le interpelaban. Personificó dos de estas voces y les puso nombres propios. Una vez, cuando se estaba recriminando a sí mismo diciendo «Genio mío, ¿es que vas a abandonarme?», le contestó una voz incorpórea, «Florestán», que a lo largo de los años se convirtió en su confiado, extrovertido y varonil alter ego. A Schumann le gustaba ver en «Florestán el Improvisador» a su «amigo del alma ... mi propio ego». La otra voz que le hablaba con frecuencia llegó un poco más tarde y Schumann le pondtfa el nombre de «Eusebio». Era su parte más sensible, retraída, pasiva y femenina. Por supuesto, el advenimiento de estas figuras reflejaba la creencia, en boga entre los románticos, en el Doppelgiinger," que se derivaba en gran parte de Jean Paul. Pero, una vez hubieron aparecido, fue frecuente encontrar al solitario Schumann hablando con sus yoes. No obstante, si la búsqueda romántica de Schumann hizo de él un ser cada vez más peculiar, lo que debemos recalcar ante todo es su capacidad de dominar y explotar estas fuerzas extrañas creadas por su imaginación, la habilidad con que las puso a su servicio. Florestán y Eusebio se convertirían en los míticos autores subcontratados de buena parte del periodismo musical de Schumann, personas polares que le permitían explorar diferentes puntos de vista en sus artículos. De esta manera, sus diálogos interiores liberaron en él una voz literaria. Sobre todo, los sonidos que ofa en su cabeza le condujeron a componer al piano. Con frecuencia escribía música «al dictado»: «de mis dedos salían dioses». En una etapa posterior y madura de su carrera, creyó que sus voces interiores le dictaron la sinfonía «Primavera» y la obertura «Manfredo». Estos ruidos constituían uno de los diversos auxiliares psíquicos que contribuyeron a guiarle hacia el convencimiento de que su verdadera vocación era la de ser compositor. En efecto, desde muy temprano se enfrentó a una decisión objetiva. Si querfa triunfar como genio musical, ¿qué era exactamente lo que tenía que hacer? Schumann jamás sintió el menor deseo de dejar su huella en el mundo como el gran maestro musical de su

* Palabra alemana que designa la aparición de una persona viva, es decir, su doble. (N. del t.)

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generación. Durante mucho tiempo albergó la esperanza de llegar a ser un virtuoso concertista de piano. Pero sufrió una lesión m.isteriosa en uno de los dedos de la mano derecha (es muy posible que fuera psicosomática) que menoscabó su capacidad de ejecutante. Por otra parte, el público cada vez le daba más miedo. Estas desventajas resultaron muy oportunas, ya que su técnica pianística distaba mucho de ser impecable, y en la época de Liszt, Mendelssohn, Chopin («un genio», según los artículos periodísticos del propio Schumann) y de niños prodigio como la que sería su esposa, Clara Wieck, el intento dé hacer carrera como concertista de piano le hubiese causado muchos disgustos y humillaciones. Más adelante, la torpeza y la timidez en público se encargaron de que su carrera de director de orquesta. también fuera un fracaso. Sin embargo, en realidad nunca había sentido grandes deseos de ser director, pues jamás podría haber competido con Clara en el escenario. Así pues, todos estos factores hicieron que componer música fuera su destino. En sus mejores tiempos, Schumann ciertamente podía ser un hombre difícil, sujeto a grandes cambios de humor y, sobre todo, a accesos de negra melancolía. En particular, pasó un año de tremenda depresión durante y después de la gira que Clara hizo por Rusia en 1844. Schumann sentía celos del éxito de su esposa. Mientras viajaban, la carrera de Clara le impedía a él dedicarse a la suya. Su trabajo de compositor quedó paralizado. Lejos de casa, los temores morbosos que le inspiraba su salud se hicieron aún más intensos. También temía que le envenenasen (es, como mínimo, posible que los múltiples medicamentos que le recetaban tuvieran graves efectos tóxicos). Se convirtió en un hombre encerrado en sí mismo. A lo largo de los años, sin embargo, el comportamiento inquieto e imprevisible de Schumann, más que un presagio del progresivo deterioro de su cerebro y su personalidad que los médicos le han atribuido con frecuencia, fue sin duda una respuesta muy comprensi· ble a la inseguridad y las presiones. Durante muchos años había cortejado a la talentosa Clara, al parecer sin esperanza, contra la oposición intransigente del padre de la muchacha: Friedrich Wieck siguió mostrándose hostil a Schumann incluso después de la boda, celebrada en 1840, y hasta su muerte continuó dominando a Clara. Es claro que, después de conquistar a la joven, Robert se encontró con que ella tenía una personalidad más fuerte que la suya y que obtenía más éxitos en su búsqueda de la fama. La capacidad de

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Robert de mantener a su creciente familia nunca fue muy segura. El único modo de obtener unos ingresos fi~os fue ~ceptando puestos de director de conciertos y director mus1cal, pr1mero en Dr~~e, luego en Düsseldorf. Pero estos empleos no le g?sta~~ Y .s,u ta de condiciones para ocuparlos le llenaba de angustia e 1rntac1on. Por otro lado sus responsabilidades familiares eran cada vez .mayores (los Schu~ann tuvieron seis hijos en total). Lo raro es. que R~bert _ , también Clara por supuesto- se las arreglara tan b1en al m1smo que se en un compositor fértil y prolífic?. Schumann tenía un concepto romántico del acto c~eauv~ Y de, la santidad del arte. Las dudas que sentía sobre su propiO geruo sohan llenarle de desesperanza. No hay ningún indicio, con todo, d; ~ue acariciase la malsana idea de que para crear grandes obras artlstlcas fuese necesario ser profundamente desdichado. A decir verdad, s~s períodos más productivos eran precisamente a~uellos en, que mas dichoso se sentía, sobre todo en los primeros anos d:spues d~ contraer matrimonio con Clara. En poco más de un decemo p~oduJ~ una notable serie de composiciones, incluyendo to~as sus smfon:as Y todos sus conciertos. Ciertamente, a veces trabaJaba con la funa de un maníaco. Pero no hay pruebas concluyentes de que ver~a~era­ mente se quemara por culpa de tanta actividad. En sus .compos1~ones posteriores no se advierte ninguna señal de que estuviera perdtendo facultades. Es posible, no obstante, que, como señala Oswald, su hipocondría envolvente le hldera imaginar que ,estaba acaba~?· Después de todo, uno de los textos a los que hab1a puesto mus1ca era el archirromántico Manfredo de Byron:

tie~po

con~ertía

¡Miradme! hay un orden de mortales en la tierra, que se vuelven viejos en su juventud, y mueren antes de la mediana edad sin la violencia de la muerte en la guerra; algunos perecen de placer, algunos de estudiar, . algunos agotados por el trabajo, algunos de mera fatiga, algunos de enfermedad y al~nos de i?san~a, y algunos de corazón marchito o partido.

* «Look on me! there is an order / Of mortals on ~he earth, ~ho do becomc 1 Old in their youth, and die ere middle·age 1 Wtthout the vtolence of warlike death; 1 Some perishing of pleasure! sorne of study! 1 So.rne ;'A:~ with toil, sorne of mere weariness, 1 Some of d1sease and sorne tnsaruty, some of wither'd or of broken hearts.»

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El año 1853 resultó particularmente difícil pata Schumann. El nombramiento de Kappelmeister en Düsseldorf que había aceptado tres años antes le hizo llegar a su punto más bajo. Debido a su falta de condiciones de director, fue despedido de dicho puesto. Robert y Ciara hicieron amistad con dos genios jóvenes, Joachlm y Brahms, y es probable que la presencia de éstos hiciera que Schumann se sintiese agotado y le recordara su mortalidad. Cabe que en algún momento dado Schumann se percatase de la atracción mutua que existía entre Brahms y Clara. A principios de 1854, Schumann comenzó a sufrir más alucinadones. Oía música en la cabeza. Al principio era divina: «música que es tan gloriosa, y con instrumentos que suenan más maravillosos de lo que uno jamás oye en la tierra»; unos «ángeles cantaban la melodía». Más adelante los ángeles se transformaron en demonios y la cabeza de Robert se convirtió en una caja de torturas. Su mente experimentaba «sufrimientos exquisitos» mientras nuevas voces le decfan que era un «pecador». El 27 de febrero de 1854, Schumann se arrojó al Rin. Cuando le sacaron del río sintió vergüenza y humillación: «Oh, Clara, no soy digno de tu amor». Fue el ptopio Schumann quien insistió en que le hospitalizaran en un asilo. Clara se opuso: los asilos estigmatizaban. Robert le aseguró que un breve período de paz le ayudaría a recuperarse y le permitiría reanudar la vida normal. Al imaginar esto, Schumann fue víctima del idealismo engañoso sobre la vida en los asilos de locos que tan común era en aquella época de optimismo psiquiátrico. Cavó su propia sepultura. En el asilo de Endenich, a varias horas de viaje de donde vivía Clara, se encontró aislado, rechazado, abatido. En las cartas patéticas que manda a sus amigos les suplica que le hagan llegar papel de escribir, pata poder componer. Es de suponer que, siguiendo la práctica habitual de Richarz; fue sometido a una fuerte medicación. Brahms no tardó en visitar Endenich, pero ni siquiera le permitieron ver a su colega. Clara no le visitó. Es casi seguro que el doctor le aconsejat'Ía que se abstuviera de hacerlo porque el contacto podía perjudicar al paciente. Clara obedeció, por razones posiblemente complejas. De hecho, no volvió a ver a su esposo hasta que éste se encontraba ya al borde de la muerte. Aislado brutalmente y sintiéndose más abandonado que nunca, Schumann se encerró en sí mismo. La vida en el asilo le impuso este romt1ntico viaJe interior. Apenas hablaba. Amigos que, como Joachim,

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e pareda estar perdiendo ha ni la más leve la facultad de comunicarse. St? embafrr?leon,d~oun ~eterioro rápido e 'd ealmente estuviese su prueb a d e que r b . d hecho de que se encontrara sumt o irremediable d~ cer~ rod nt, : Su~ últimas cartas angustiadas a 05 en un mundo dusorto, ; ~uen . as llenas de dolor que hablan Clara son perfectamente luctdas. Son car: . No recibió ninb

le visitaban de vez en cuand o o. servaron qu

de una reunión

(~n ~ ~am~i~:ar~e0~~a~~u~::~~~r~artas

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d h í va un año desde su ingreso en > nueva que habían identificado Mobius, Kraepelin y otros contemporáneos. Poco después, la dolencia sería rebautizada con el nombre de «esquizofrenia» por el eminente psiquiatra de Zurich Eugen Bleuler. Se caracterizaba por la huida de la realidad; su pronóstico era universalmente malo. Bleuler diagnosticaría como esquizofrénico a otro genio romántico, con resultados aún más patéticos que la tragedia de Schumann: el bailarín · ruso Nijínsky. Nacido en 1890, hijo de padres pobres que llevaban la danza en ]a sangre, Vaslav Nijinski se formó a partir de los nueve años de edad en el Ballet Imperial antes de emprender una carrera espectacular a las órdenes del empresario Sergei Diaghilev. Se convirtió en el principal bailarín de su tiempo. Asimismo, participó activamente en la concepción y la coreografía de los nuevos ballets que cautivaron a Europa: La consagracióJt de la primavera, El pájaro de fuego, Preludio a la siesta de un fauJto, etcétera. Díaghilev había tomado a Nijinski por amante (consideraba que era su droit de seigneur). «Yo le odiaba, pero fingía», escribió más adelante Nijinski. Hacia mediados del decenio de 1910, a Diaghilev ya le atraían bailarines más jóvenes. El propio Nijinski se sentía· distanciado y desplazado. El estallido de la primera guerra mundial puso fin a las giras y funciones. Nijinskí quería separarse y albergaba la esperanza de formar su propia compañía y crear sus propios ballets. Sobre todo, Nijinski se casó. Con su esposa húngara, la bailarina Romoia de Pulszky, fundó una familia. Las relaciones entre Diaghilev y Nijinski terminaron de una manera agria, en medio de recriminaciones mutuas. Los últimos años de la guerra los pasó el matrimonio Níjinski en la población suiza de Saint-Moritz. El dinero se les estaba acabando y no tenían ningún contrato firme para el futuro. Lo único seguro era la creencia inamovible de Nijinski en su divina forma de bailar. Nijinski no se tenía exactamente por un genio, sino que más bien creí.a estilr dot?Jdo o poseído par el genio. De un modo que sin duda

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refleja la adoración que le inspiraba Tolstoi, veía su arte como algo santo o sagrado. Inactivo y encerrado en un hotel de Saint-Moritz, Nijinski empezó a comportarse de un modo raro. Daba largos paseos solitarios, llevando una cruz de grandes dimensiones. Se mostraba cada vez más irritable, impaciente, caprichoso. Trazaba macabros dibujos goyescos de las calamidades de la guerra. Era grosero o incluso violento con su esposa, o se distanciaba de ella. Un sirv'iente que recordaba al enloquecido Nietzsche pensó que Nijinski ponía la misma cara. Nijinski dijo que quería irse y hacerse campesino; Romola le amenazó con divorciarse de él si lo hacía. Nijinski empezó a llevar un diario y se negaba a enseñárselo a su esposa. En sus relaciones con las personas a las que quería oscilaba entre una actitud desafiante y otra de abatimiento culpable. Romola, asustada, depositó su confianza en los médicos. Nijinski no se fiaba de los médicos. Como se advierte en su diario, despreciaba sus errores y temía su poder. Se negó a que los médicos examinaran su diario. A ojos de los médicos, el hecho de que continuara escribiendo sus pensamientos en presencia suya era una prueba concluyente de lo que ya sospechaban. A Nijinski le sentaba muy mal que su esposa colaborase con los doctores: «Ya no puedo confiar en mi esposa, pues t:ne da la impresión de que quiere darle este diario al doctor». Tomaba a los médicos por espías y procuraba distanciarse de ellos. Todo esto era, a juicio de los doctores, sintomático de patología mental. Para Nijinski la ciencia de los médicos era la antítesis misma del genio artístico. Los doctores, en sus razonamientos, no entendían nada. ,

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Cuando Cowper se sumió en el primer acceso profundo de melancolía en 1753 -tenía entonces veinte años y pico-, sus frívolos compañeros le dijeron que evitase los ejercicios religiosos, no fueran a hacer de él un joven morboso. Hizo un viaje a Southampton y se recuperó. Como no era más que un pagano, Cowper atribuyó su curación al cambio de ambiente y al aire del mar. En realidad, según escribió en sus memorias, la recuperación fue fruto de la merced de la Providencia. Seguidamente Cowper malgastó su tiempo y sus talen~ tos llevando una vida mundana, viviendo en el Temple" y estudiando derecho sin demasiado empeño. La Providencia le mandó nuevas revelaciones -se libró por un pelo de resultar herido en un accidente de caza, los cascotes que cayeron de un edificio no le alcanzaron por milagro-, pero él no hizo caso en aquel momento y siguió mostrándose duro de corazón e indiferente. Finalmente, en 1763, se presentó una crisis. Cowper necesitaba un empleo que le proporcionara ingresos. Su tío el mayor Ashley Cowper ejercía cierta influencia en el nombramiento de escribiente de la cámara de los lores. Cowper solicitó el puesto. Deseó en secreto que quien lo ocupaba en aquellos momentos muriese: ¡y el hombre murió! El remordimiento y la culpabilidad se adueñaron de Cowper. Más adelante escribiría: Una vez más, Dios le mostraba sus misericordiosas providencias. Esta vez, humiIlado, tras pasar del necio orgullo a las miserias de la locura, Cowper les hizo caso. Tuvo una visión divina en la que aparecía bajo una cúpula resplandeciente, «toda rodeada de gloria». Luego, tras intentar convencer a un incrédulo sirviente del asilo de la realidad de la Providencia especial, experimentaron una ejemplar tempestad de truenos en la cual una «mano ardiente que empuñaba un rayo o una flecha de relámpago» apareció en el cielo, arrojando ráfagas de relámpagos a la tierra, pero sin hacerles daño a ellos. Un día, mientras estaba hojeando la Biblia -libro que durante mucho tiempo había tenido olvidado-, la Providencia le condujo hacia la Epístola de San Pablo a los Romanos, que hablaba de su Salvador, «al cual Dios ha puesto en propiciación por la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, atento a haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados». Entonces se le abrieron los ojos. El texto le convendó de la redención y el perdón de Cristo. Finalmente, en un sueño, Cowper vio que un muchacho radiante se le acercaba bailando. De modo acumulativo, estas experiencias provocaron una conversión y trajeron una epifanía. Cowper se sintió aliviado del peso del pecado, redimido por Cristo. Gradas a su certeza de grada, se salvaría. Recuperó la cordura. Su insania había sido un «castigo» divino; el manicomio, el «instrumento» de su «reformación» se convirtió en escenario de su «segunda natividad». Conversaci~nes, espirituales con el doctor Cotton (hombre al que «amo») le devolvieron la capacidad de afront¡¡r el mundo. Debido a que stunini~traba

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solaz y socorro espirituales además de medicina, decían algunos (confesó Cowper) que el comportamiento de Cotton era tan loco como el suyo propio. . · , ·Después de pasar un año y medio de?tro, .Cotton de:Iaro que .su paciente estaba «curado» y Cowper quedo en libertad d: ~rse. Llev~­ dose al joven sirviente del propio Cotton, Cowper alqutlo unas haórtaciones en Huntingdon, para estar cerca de su hermano, que pe~te: necía a la directiva del Bene't College -el actual Corpus Chrrstt College- de Cambridge. Trabó amistad con una familia evang~li~~: el reverendo Morley Unwin y su esposa, Mary, en cuyo domrcrho pasaba algunos días de vez en cuando. Al ~or~r Morl~y, Cow~~r se quedó en casa de los Unwin, en términos de mtlma amtstad espmtual con Mary. Juntos se trasladaron a Olney en 1767, .en parte par_a estar cerca del evangélico John Newton, que pasó a ser su guía espt· ritual. Hallando seguridad en la >, OC•AL DE LA LOCUM _

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«no» s;gnüicaba el tlpico de las B:err K». El sueño era en realidad un deseo di,frazado referente¡ ¡0 que hizo Dora fue un actor' :do por los «coloS» que Dora ten!O al amor que sentía por Berr K. ¡' histéricas, probablemente mo tv , obligada a compattlr la atenPor otra parte, el incendio del sueño, siguiendo la tendencia del¡ de otros paoentes e d despecho y venganza, lo ¡oven a. · h bía . on los que se veta inc.on.ciente a invertir las cosas, en realidad debía de •ignilicar agua, i ción de Freud..En unh.acto d e deseo Herr K., reprimiendo necraEdiiicando sobre ese supuesto, Freud se vio «empujado a la con el u- 1 rechazado el pruner 0 ¡etcd e sud' rse>' Ahora empujada al parecer A sión» de que en la 1infancia Dora mojaba la cama y se masturbaba. mente «su amor en _lugar e, 1 la· repetición, se había tomad? su vez, esta reve acton so te sus hab1tos masturbator10s fue una por a guna com . d n . ·, b , · · 1 puls1ón neurotrca aFreud. Todo era «un meo · nfundtprueba má, de h. naturaleza histérica de Dora, y de su «tentación parecida «venganza. mma ura :,.•. No hay en el inliemo fur1a que L seJJ:ua1» reprimida. ble acto de venganza por su t despechado

manera, cuando un paciente, negalldn una interpretación, dice «Nr

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pueda compararse con D un ana ls a hubiese mterrump1 .· ·¿o e1 ana'lisis. e1 que 1 sus « tenFreud repto chó . .a ora estaba di,puesto a pasar por ato.

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para nú tenia el que ella siguiera y si hubiese mostrado un interés afectuoso por ella»; y añadió otras cosas tristes por el e~tilo. T~l :o.mo Freud lo entendía el psicoanálisis era lo que las muJeres histencas necesitaban para ;u salud mental, del mismo modo que dosis regulares de penis 11ormalis era lo que les hacía falta para satisfacer sus necesidades sexuales. Reflexionando retrospectivamente sobre por qué Dora había interrumpido el análisis, Freud sacó la conclusión de que era porque «no acepté a dominar la transferencia». Se refería a la transferencia (tal como él la veía) de las emociones de Dora a él mismo. Nunca reconoció ninguna transferencia de dos direcciones. Cuando la muchacha volvió brevemente a él, transcurrido algún tiempo, Freud se alegró al observar que estaba > y así sucesivamente. A sus oídos, interiores o exteriores, ni por un momento se les permitía estar libres de un , es decir, de un Flechsig incorpóreo, una ~spede de álter ego. Muchos locos -Cowper, por ejemplo- maldtcen a Dios. Pero Schreber, de hecho, le exonera. Díos le perseguía, pero la culpa no era suya, de Dios. Porque Dios mismo no era todopoderoso, sino que participaba en conspiraciones. atraí~o por los ra!os. Es como si fuera liD mundo de persecuctón sm un perseguidor identificable. Y esto es así (arguye de modo convincente Schatzman} porque el padre de Schreber había obliga?o a su hijo a aceptar ~ue la autoridad siempre tenía razón. A los OJOS de su mente les hab1an enseñado a ser ciegos ante sus opresores (o, cuando menos, a transformar a quienes le hacían daño en «hombre~illos». sustitutivo~)· Y el padre de Schreber había adiestrad~ demasiado ?le~ a su ht¡o para que éste pudiera rebelarse por medto de una ps1cos1s agresiva.

DANIEL S CHREBER

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En vez de ello, su crisis adquirió una forma mucho más sumisa. Al final Schreber vendó los milagros perseguidores absorbiéndolos a todos y erigiéndose en una totalidad nueva. Abandonó la lucha masculina y se convirtió en mujer. Sin duda la explicación de Schatzman contiene muchas cosas que son aceptables, y ello se debe en no poca medida a que investiga la dinámica real de la familia -en la medida en que es posible reconstruirla- en la cual Schreber aprendió a distinguir entre el bien y el mal, y ante la cual descubría todos sus pensamientos y actos. Sin duda tiene más sentido pensar que, además de actuar, los niños reciben la influencia de los actos ajenos, verles responder a la información, a la invasión desde fuera; tiene más sentido, repito, que atribuirles sencillamente toda la responsabilidad del complejo de Edipo. Al fin y al cabo, ¿qué historiador se limitaría a culpar a los pobres de su propia penuria, o a los esclavos de sus propias cadenas? De modo más particular, Schatzman se muestra dispuesto a situar esta micropolítíca de la familia en su contexto más amplio, distintivamente alemán o, de hecho, «bismarckiano». No es demasiado tendencioso considerar que la preocupación del doctor Schreber por la cultura física disciplinada era un semillero de obediencia nazi. Después de todo, en el decenio de 1930, Alfons Ritter, autor pro nazi, dedicó grandes elogios al modo en que el doctor Schreber trataba a los niños. O, dicho de otra manera, el joven Schreber se vio incapacitado por el sistema que (según Wilhelm Reich) engendró la psicopatología del nazismo por medio de su puritanismo sexual y su rigidez en relación con el cuerpo. Años después, el joven Schreber se rebelaría confusamente contta dicho sistema. En términos más generales, Schatzman acierta al ver la explicación freudiana de la «paranoia» de Schreber como forma implícita de castigar a la víctima, un modo sutil de ponerse al lado de las autoridades. Schatzman detecta que Freud hace lo mismo en el caso del Pequeño Hans, el niño que temía a los caballos y cuyo temor interpretó Freud como miedo a la castración dentro del complejo de Edipo. Porque Freud consideró que el comportamiento de Hans estaba trastornado en vez de considerar que el de sus padres -amigos y seguidores de Freud que le decfan a Hans que si se portaba mal, le cortarían el pene- era la causa de los trastornos. Lo mismo cabe decir (como argüí en el capítulo 6) de la intimidad6n de Dora por parte de Freud. 15.-l'fl]HI!R

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De todos modos, el propio Schatzman perpetúa curiosamente el punto flojo de las interpretaciones neofreudianas al optar por 110 decir prácticamente nada acerca de las profusas fantasías de Schreber sobre ser mujer. Dentro del canon continuo de las interpretaciones freudianas, los conflictos entre padre e hijo parecen excluir cualquier apreciación positiva de lo femenino. Obviamente, el radicalismo de Schatzman podemos verlo como el hijo que se rebela contra . el padre freudiano ortodoxo. En términos todavía más generales, a todas las interpretaciones de este tipo, freudianas canónicas o freudianas revisionistas, se les escapa el verdadero sentido del asunto. Porque se. encuentran atrapadas dentro de un concepto erróneo según el cual las verdaderas {·. explicaciones de los trastornos actuales se hallan en los acontecimientos del pasado. Comparten un enfoque psicogenéticos que supone que, como el niño es padre del hombre, la clave del comportamiento actual de una persona está en su niñez, se encuentra de modo muy especifico dentro de una franja estrecha de años de la niñez (que, para Freud, son el período edípico ). Es axiomático que los acontecimientos de dichos años, escondidos debajo de la alfombra del inconsciente, se conviertan en una especie de bomba de explosión retardada. Un intento de liberarse de este enfoque dogmáticamente historicista -que con demasiada frecuencia queda atascado en la esterilidad teórica- lo tenemos en el empleo por el critico literario Barry Chabot de técnicas de interpretación textual para realzar las preocupaciones de las memorias de Schreber. Chabot ve acertadamente que detrás de los ejercicios literarios y mecánicos de desciframiento que pueden intentarse con este texto (¿qué representan realmente «Flechsig», o el «sol», o «Dios»?) se repiten ciertas pautas estructurales. Una de ellas es la preocupación por la dialéctica de la dependencia ;, y la independencia. Schreber se representa a sí mismo como esencialmente impotente y acosado por fuerzas más poderosas. Pero, de forma bastante parecida a la mitología griega, no hay una sola fuerza omnipotente que domine los cielos, ni siquiera un choque sencillo entre Dios y Satanás, entre el bien y el mal. Ni siquiera Dios es todopoderoso; la comprensión divina de los actos humanos es imperfecta; de hecho (dice Schreber), Dios no puede aprender de la e:-..-periencia. Los rayos de Dios atacan; pero Dios mismo, obedeciendo una

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especie de ley de la inversa del cuadtado, pierde su fuetza cuanto más se extiende; y asf, incluso cuando extiende su influencia, la prudencia le advierte que se retire. Pero Dios debe intrincarse con Schteber, incluso entrar en él, para regenerar el mundo. Para ello, sin embargo, el propio Schreber debe sucumbir ante otra contradicción y convertirse en una mujer plenamente voluptuosa. No obstante, esa transformación se ve perennemente frustrada por los milagros atormentadores. Con todo, Schreber, aunque perseguido, puede vencerlos por medio de la absorción, es decir, absorbiendo el castigo. Chabot se muestra perceptivo al resaltar las ambigüedades que complican a estas luchas. Representan las confusiones en tomo al medio y la autoridad que experimenta un hombre cuyo cosmos se encuentra en desorden. Muestran los esfuerzos en pos del orden que hace un hombre de la ley, un juez, para quien la voluntad individual o el poder muscular deberían ser sólo contingente en contraste con las aptitudes esenciales de la ley, el orden, la justicia. La verdadera autonomía es un objetivo que puede alcanzarse sólo dentro del marco de un universo armonioso: «Tiene que haber una justicia igualadora». A pesar de todas sus pruebas y tribulaciones, Schreber insiste en que «salgo, aunque no sin amargos sufrimientos y privaciones, victorioso, porque el orden del mundo está de mi parte». No obstante, la lectura de Chabot sigue siendo bastante abstracta, aprisionada en el texto. Lo que ni él ni ningún otro comentarista ha tenido muy en cuenta son las experiencias reales de Schreber en el asilo. Después de pasar tres meses deprimidos dentro, sufrió algún tipo de crisis aguda cuando su esposa se fue de vacaciones, cuando cesó la comunicación con el mundo exterior. Fuera cual fuese la naturaleza de esta crisis, en lo sucesivo se sintió demasiado avergonzado de su estado para ver a la esposa. Durante, como mínimo, los cinco años siguientes vivió de día en día, sumido en un aislamiento extraordinario, pasando días y más días en su propia habitación, puntuados sólo por esporádicos paseos y recreos más o menos solitarios. Las crónicas de la vida en el asilo suelen presentar una subcultura viva de la que forman parte los demás locos y los asistentes. La narración de John Petceval aparece profundamente preocupada por la desorientación y la reorientación hacia los pacientes y los doctores por igual. Clifford Beers nos cuenta explícitamente que recuperó la razón, arrebatándosela a la locura, como resultado de una relación con otro paciente. Y así sucesivamente. Pero la impresión abruma-

... ... :,..

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dora que da Schreber es de aislamiento absolutamente desolador. No habla de relaciones estrechas con ningún paciente, asistente o médico. Decir esto no es culpar a nadie. Después de todo, el historial · clínico de Schreber indica que era un paciente difícil, que rugía, era irritable y ensimismado, aunque merece la pena señalar que, al parecer, ninguno de sus doctores tenía la menor idea de que est. A pesar de todo, no disminuyemn sus sospechas at~rmen· .(. tadas de que no se trataba de una «bendición milagrosa»,. smo de ., una «d~lusión», ¡mnc¡ue se recriminó a si mismo por ser «Jngtatol>, ¡".

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2jj

Perplejo y atormentado, fue a instalarse en casa de unos amigos de Dublín, donde el tormento sobre la autenticidad de las experiencias espirituales se transformó en una verdadera cacofonía de voces rivales en la cabeza: un «repreguntar interior». Muchas de ellas le instaban a nuevas y supremas pruebas de fe, mientras que otras le reprendían y le acusaban de duplicidad, hipocresía y mala fe. Un encuentro con una prostituta -fue con ella para advertirla de Ios «peligros» de su condición- le contagió la sífilis, otra causa pata sentirse culpable, además de fuente de serios dolores fiskos. Convencido de ser un pecador sin remedio, pronto experimentaría la condenación; las llamas del infierno -los síntomas de la sífilis«consumían mi cuerpo mortal». Vino luego el delirio y en ese estado postrador de tortura física y espiritual, sus amigos le llevaron al médico en diciembre de 18.30. Pasó una quincena atado a la cama, delirando y sufriendo delusiones, atormentado por su «absoluta indignidad» y consumido por Como drJo en una frase maravillosamente reveladora, «Creo que soy uno de los_ P~~os que jam~s hay~n sa~ado provecho de un ataque mental» (anad~o: «l':l'o lo hice en mteres propio, sino por altruismo. aunque he r:ctbldo ,U:esperados bene~dos personales»). Enl~ pnmeta pagma de su autob1ografía espiritual de nuevo estilo, A mmd that found itself (Una mente que se encontró a sí misn~a) (1908), Beers dejó bien sentado que era un muchacho norteamencano de buena cepa, nacido en el seno de una familia «verdaderamente norteamericana», descendiente de los primeros colonizadores (probablemente, esta genealogía -el mito del héroe de Beers- era

En

. ~ Nomb~e de una serie de alman:.~ques, con má.,.imas, que publícó Ben!amm Franklm entre 1732 Y 1757. Alcanzaron notabl~ popularidad v se tradtt· ¡eron !l muchas len~as. (N. del t.) · ·

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en su mayor parte fantasía). Nacido en New Haven en 1_876,_ de padres de clase media, de joven ~a~ía poseído !a. más v1ctonosa mezcla de rasgos: la que formán la ttm1dez y el espmtu em~rendedor y competitivo. Sus recuerdos de la escuela :ra:1 los del «due_::to; de empresa» del periódico estudiantil y los obJ~ttvos que se .senalo en y ale no consistían en alcanzar las nobles crmas de la vtda de la mente, sino aprobar, establecer contactos, ingresar en las hermanda; des de estudiantes y participar en la dirección de las cosas. Demostro estar a la altura del resto del «espíritu de Y ale» y vio cumplidas sus ambiciones. Beers se dedicó a los negocios. Primero intentó vender seguros, pero lo dejó para convertirse en vendedor de u~ arquitecto neoyorquino especializado en proyectar bancos. Sobrevmo entonces la calamidad. Unos años antes, en 1894, había dedicado mucho tiempo a cuidar a su hermano Sam, que era epiléptico y se estaba muriendo. Ahora el propio Beers se volvió «neurasténico» y pensaba con te:ror en la posibilidad de que también él estuviera condenado a ser vícttma de la epilepsia. El temor «Se apoderó de mi mente». Debilitado y aturdido volvió a casa en el verano de 1901 e hizo un intento de suicidio ~ue, visto retrospectivamente, parece poco , decidido. Se d_ejó caer desde una ventana de un cuarto piso -sena una exagerac10n decir que se tiró--, pero aterrizó sobre tierra blanda. Sufrió fracturas en los tobillos que le tuvieron escayolado durante algunos meses, pero ningún daño físico permanente. Su familia sacó la conclusión de que obviamente, necesitaba tratamiento mental. Lo 'nevaron a Stamford Hall, asilo privado que ostentaba el pomposo nombre de «sanatorio». Hasta entonces, Beers h_abía sid:' senc~­ llamente neurasténico e hipocondríaco. Ahora empezo a sufnr alucr· naciones serias. Creía ser víctima de una conspiración gigantesca para perseguirle (más adelante escribiría que todo esto s; debía a «delusiones de referencia»). Todas las personas que teman tratos con él eran en realidad policías o sus agentes; las personas que decían ser familiares suyos eran en realidad detectives disfrazados. Él mismo era un delincuente. Su intento de suicidio había infringido una ley del estado. En cuanto se recuperara, le juzgarían, torturarían y ejecutarían. Sintiéndose atormentado por la culpabilidad, fingió estar más · ' enfermo de lo que en realidad estaba, para aplazar de esta manera el aciago día. Como recordaría más adelante, su paranoia era confirmada día-

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26.3

tiamente por su experiencia. Lo que él veía como el trato brutal que le dispensaban los m~dicos del asilo y, en particular, los ayudantes, le parecran torturas deliberadas, capaces de «empujar a un hombre cuerdo a la v~olenda». Nadie se tomó la molestia de investigar a fondo su angusuado estado mental. «Mis cuidadores eran incapaces de comprender el funcionamiento de mi mente, y raramente tolerarfan lo que no podían comprender.» Todo el mundo aprovechaba la insania como :x~usa para la incomprensión y, por ende, la brutalidad. Pero Beers tnststía en que, en realidad, típicamente hay razón en la locura Y po.ca p~~cepdón o esfuerzo se hubiera necesitado para comprender su sttuacwn, aplacar sus temores y acelerar su curación. La insania respondería prontamente a la racionalidad. No recibió ni pizca. A pesar de todo, Beers se recuperó un poco. Además, su familia no podía seguir pagando los elevados honorarios de un asilo cuyo_ propietario, según Beers, sacaba un beneficio neto de 95.000 dólares al año. En marzo de 1901 lo sacaron del .asilo. Pasó ?lgunos meses con ~n cuidador particular, pero luego, en 1902, fue mgresado en el ~ettro de Hartford, otro asilo privado, aunque más barato, que en tlempos mejores había sido pionero de técnicas avanzadas. de terapia moral. Beers seguía viéndose empujado pot sus de.Ius10nes de antes. Se encontraba bajo «vigilancia policíaca» en un a~do lleno de ~. Había sido el resultado comprensible de los cuidados fraternales que dispensara a su hermano Sam, el enfermo de epilepsia. Beers jamás dio testimonio de ninguna fuente vergonzosa o escandalosa de su enfermedad, de ningún hecho emocional deshonroso .que su familia mantuviera en secreto, de ninguna «lesión de la voluntad» interna y profunda, de ninguna «insania moral». Aunque el Movimiento por la Higiene Mental albergaba sentimientos encontrados en relación con Freud, ciertamente no se oponía por completo al concepto del inconsciente. Pero no hay ningún indicio de que Beers sospechara que en su propio caso intervenían monstruos de las profundidades edípicas. Al contrario, creía que, incluso cuando sufría en las profundidades de las delusiones, siempre había preservado un núcleo sólido de racionalidad intencional y fuerza de voluntad. Le encantaba contarles a sus oyentes que durante su fase maníaca y locuaz en el asilo le habían retado a guardar silencio durante veinticuatro horas. Había ganado la apuesta. Además, se había recuperado mayormente gracias a la ayuda propia: el experimento consistente en enviarle una carta a su hermano George. Beers estaba loco en aquellos momentos, pero obró de forma razonable. Beers, por lo tanto, hacía una división tácita entre los locos «merecedores» y los «no merecedores», y como más a gusto se sentía era simpatizando con los que se ayudaban a sí mismos, una vez habían

.t::L SUbt' de trabajo, el ejército. Al igual que el contemporáneo Consejo de

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Higiene Soda! de Ing1atetr, aunque muy benévolo. Según el diagnóstico que hicieron los médicos del asilo, Moore era un esquizofrénico de tipo paranoide que sufría delusiones. ¿Qué constituye delusión? pregunta Moore. Es cierto que cree que Armstrong está vivo. Billones de cristianos, sin embargo, creen que Cristo vive. «Pero a todos los cristianos no los meten en hospitales del estado.» Esto se debe, explica, a que esos cristianos forman la mayoría moral que tiene el poder para definir la normalidad: si Cristo regresara ahora, le encerrarían por su propio bien. Eso .llega al corazón mismo de la gran mentira de su «país supuestamente libre»: Nor· teamérica te dice que pienses y actúes en grande, pero luego te penaliza en grande por ello: «He tenido sueños descabellados -locos si queréis- con la esperanza de poder hacer de esta vida algo mejor para todos nosotros. Y por esto hay barrotes en todas las ventanas, todas las puertas están cerradas con llave, todas las salidas están vigiladas». De hecho, la dirección del asilo -reflejando las costumbres del mundo- ya no reconocía la importancia suprema de la verdad y la falsedad, lo correcto y lo erróneo, el bien y el mal, y en vez de ello se limitaba a dividir entre lo normal y lo anormal. Y eso se reduce en el fondo a preguntarse quién tiene poder para definir la normalidad. Sus doctores intentan despojarle de la creencia de que, con la ayuda de las técnicas de Armstrong, puede «analizar a las personas». Sus padres reducen la verdad a la autoridad y a cuestiones de ajuste: le dicen que debe «tener fe y creer en lo que me digan los doctores». A su vez los doctores le dicen: «eres un hombre muy enfermo». Le explican que su problema estriba en que «tienes ideales que son contrarios a la sociedad normah>. Moore contesta: «¿No es normal que un hombre quiera la paz del mundo al amparo del Derecho, que sueñe con la paz en la tierra, la buena voluntad para con los hombres? ¿No es normal querer ayudar a los demás, querer alentar a la

gente a pensar ... ? ¿No es normal creer en mis ideales?». Al menos arguye, sus creencias son inofensivas, a diferencia de las de quiene~ emptezan guerras mundiales. S~s visiones -sobre Armstrong- se desvanecen gradualmente. Pero m~luso ento~ces, una vez restaurado su sentido de la realidad, los camm~~ del as1lo para llegar a la libertad no tienen que ver con 1~ P;rcepcton ve_rdadera y fals~, s~no si:nplemente con ciertos procedtmtentos .. Le dicen que le deJaran saltr sólo si acepta someterse a un tr~t.annento de insulina. Sl se niega, tomarán su actitud como ne~at_tvtsmo. Moore concluye que se trata del régimen de «lavado qutm:co. ,del cerebro». Le aplican el tratamiento (Moore hace una descrtpcron 1arg~ y horripilante de la terapia de coma); Ie dejan aband?nar el as1lo, pero en este caso no hay ningún final feliz a lo Horatto Alger:

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A vosotros os toca decidir si he de avanzar como don Quijote c~r?ando contra su molino de viento o como el peregrino en su VlaJe. De ~echo, en esta mitad democrática del mundo, todo mi futuro. es.ta en vuestras manos, a vuestra merced. Yo sólo puedo dar m1 vtda. Y vosotros debéis hacérmela o rompérmela.

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La crónica de Moore pone de relieve la tensión que existe en Ia cultura norteamericana entre, de una parte, la libertad individualista y, de otra, el conformismo terapéutico. Si los «normalizadores» son los malos de .la película, vale la pena observar que el paladín de los ~alares ese?cralmente norteamericanos se ve sostenido por un «anaI~st~» que mterpreta el papel del tradicional Todopoderoso providenciahsta. Mo~re es también hijo de su tiempo en la solución que ofrece. Un par de srglos antes, un «Llanero Solitario» como Alexander Cruden, que lu~haba _cont:a la tiranía de «el mundo», defendió con firmeza su propra ra~IOnalidad. Moore, en cambio, prueba otra línea de condu.cta: «Nadre está cuerdo. Todo el mundo es esquizofrénico». _mismo se encuentra enganchado a la seducción retórica de la sociedad terapé~tica, a la idea, propia del New Deal, de que todo el mundo necesrta ayuda.

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La vida de pm Curran representa otra serie de variaciones sobre los temas que mterpretara Clifford Beers. William Moor~ se sip#ó

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alentado a explorar los caminos que llevaban a la libertad y el individualismo, pero se encontró atrapado en un laberinto. Jim Curran trató de alcanzar los objetivos paralelos que todo el mundo le había inculcado desde sus años en la escuela: ¡ten éxito! ¡enriquécete! ¡disfruta del poder! También él pudo comprobar que sólo conducían al asilo. Incluso allí le persiguieron las mismas voces. «Sueño que estoy en un cráter -escribe desde el hospital- y tengo que llegar arriba ... Sé que debería llegar arriba, pero no podría.» Al igual que Beers, trazó «grandes proyectos» sobre cómo se vuela. Curran creció en los años de entreguerras y era hijo de un fabrica~te. Después de su paso por la universidad, entró en el negocio de la confección y en determinada etapa aceptó un empleo de viajante en el Oeste. Era un hijo obediente. «Me había propuesto abrirme paso y estaba decidido a conseguirlo.» En su caso no había ninguna duda sobre cuál era el rumbo correcto que debía seguir en la vida: «Quería triunfar en los negocios». Todo fue bien al principio. Sus esfuerzos fueron apreciados y ascendió en la empresa, llegando a ser gerente y socio. Le gustaba contemplar a los trabajadores felices que salían de la fábrica a última hora de la tarde: «Me producía una sensación agradable de poder benigno». Pero aparecieron síntomas reveladores. Tenía ganas de moverse, sentía un «deseo impaciente de seguir avanzando». Disminuyó su capacidad de concentración y empezó a dejar las cosas para mañana: pronto «desapareció mi anterior yo afanoso». El negocio iba mal, las deudas se acumulaban, se tomaban decisiones desacertadas, la empresa cerró. De nuevo se hizo viajante de comercio {«mi formación sólo me capacitaba para vender»), pero, al igual que Wíllie Loman,* no conseguía vender nada. Con el cerebro atormentado por las oportunidades que no se presentaban, Curran se sumió en el letargo, en una espiral descendente de preocupaciones, ineficiencia y más preocupaciones: sobre todo, la angustia de aparecer como un fracasado a ojos de su esposa y sus hijos. «Estaba hastiado)>; «mi mente se sentía cada vez más cansada»; quedó «mentalmente paralizado». Al final, ahogándose en la lástima de sí mismo y en las acusaciones también dirigidas contra él mismo, quedó reducido a poco más que «un espíritu roto, una mente desordenada». >, que había «perdtdo el tesón», y le dijeron que «hiciera un esfuerzo por sobreponerse». Sabía que lo de tener pereza no era verdad y se sintió ofendido. Así pues, debía de estar enfermo físicamente. Su doctores creyeron que se trataba de una úlcera o de apendicitis («Nunca se me ocu~rió que mi problema pudiera tener una base mental>>, añade). Paso una temporada en el hospital. Le quitó muchas preocupaciones Y resultó un gran alivio. Porque queria decir que «yo estaba enfermo» Y «me deleité con este pensamiento», porque «me habían aliviado de la responsabilidad de ganarme la vida». Salió del hospital para vender seguros, pero no tardó en sufrir un ataque de nervios en toda la regla. La familia le despachó a un costoso asilo privado que llevaba el eufemístico nombre de «sanatorio». Una vez más Curran sintió que le quitaban de encima una carga de culpabilidad que amenazaba con aplastarle: lo suyo era una enfermedad mental y no pereza. Además, no estaba enfermo porque hubiera fracasado, sino que había fracasado porque había estado enfermo desde el principio. Así pues, los médicos del sanatorio le ayudaron en un sentido: al calificar su problema de trastorno mental, le absolvieron de la culpabilidad que le atormentaba. Pero le hicieron daño en otro sentido. Porque (creía Curran) tenían un interés creado en la enfermedad mental y lo explotaron al máximo. Cuanto m~s enfermos estaban sus pacientes, más tiempo pasaban en e! sanatono y, po: ende, mayores erap los honorarios. El propieta· n.o:~octor le s~guta a todas partes acusándole de «negativismo» y dtclend~le «e~t~s.loco de atar, y siempre lo has estado», con lo que pretendta (a JUlClo de Curran) hacerle empeorar. El establecimiento entero era una indecente máquina de sacar dinero que no ofrecía ninguna ayuda, ninguna terapia, ningún programa. Los honorarios exorbitantes sólo servían para comprar secretismo. Curran sufrió golpes devastadores (no fue el menor de ellos el que su esposa se divorciara de él) y siguió empeorando; de hecho, empezó a pensar en el suicidio. Transcurridos siete meses fue trasladado («ingresado, y no encerrado», recalcó él) al hospi;al mental del estado, inmensa institución que albergaba a unos 2.000 pacientes. Resultó ser su salvación. El hospital de Saint Charles era bien llevado por personas amigables y entregadas a su trabajo, alegres y solícitas. Una vez más, Curran se sintió aliviado porque otros hacían las cosas por él, tomaban decisiones por su cuenta: «Me cuidaban automática-

* l?rota¡¡onista de La

tnUf:rt~

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viajante, de 1\rthur Miller. (N. del t.)

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mente»; era un gran alivio que «_tomaran en consideración sus deseos». «Estaba enfermo, era un fracasado.» Mas ahora eliminaron el estigma del fracaso. El hospital le ayudó a levantarse, no en menor n1edida haciéndole trabajar, en el taller de carpintería, en la panadería, en el jardín de uno de los ayudantes. Accesos de depresión profunda {«un monstruo, una excrecencia») seguían acosándole cuando reflexionaba sobre las ruinas de su vida y la pérdida de su familia (unas voces le decían: «lo has perdido todo»). Pero poco a poco fue recuperando el respeto a sí mismo. Empezó a pensar con ilusión en el momento de salir del hospital, en encontrar trabajo fuera. «A un hombre que vale no se le puede tener postergado siempre.» Esta vez no cometería ningún error. «Tenia que salir y ganar dinero, montones de dinero.» De esta forma se vengaría de sus rivales. «El hombre que había fracasado una vez y otra saldría del hospital para insanos y amasaría una fortuna inmensa por iniciativa propia.» Iba a «ganar un montón de dinero y terminarían sus apuros}>. Lo único que hada falta era tener una buena idea comercial, inventar algo que pudiera patentarse como el proverbial clip sujetapapeles: un tónico, un cepillo para el pelo. Por fin se le ocurrió la gran idea. Observando las colillas, se dio cuenta de que generalmente las personas sólo fumaban la mitad del cigarrillo. Era claro que sólo les apetecía la mitad. Patentaría una maquinilla de cortar-boquilla que cortaría los cigarrillos por la mitad y permitiría fumarlos como era debido. El público se percataría de la lógica del invento y lo compraría por millones. Sometería a las compañías tabaqueras. Podría dictarles sus propias condiciones, decirles «Soy un poder», un «dictador absolutm>. Curran siempre había sido víctima de sueños de grandeza, en los buenos tiempos y en los malos. Sabía que el hecho de que continuara soñando con estos castillos en el aire únicamente podía indicar que la enfermedad continuaba. Por suerte, un psiquiatra maravilloso le salvó. El doctor Carlsen siempre se preocupaba por sus pacientes. Era amigable y atento, pero firme. Hablaba claro, evitando todos los eufemismos tontos sobre «nervios» o «exceso de trabajo», así como la frase paternalista «a usted no le ocurre nada malm>, que con frecuencia utilizaban médicos bienintencionados pero equivocados. Nunca le quitó importancia a la enfermedad de Curran, pero siempre le infundía esperanza y le convencía de que había una luz en el extremo

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del túnel. Con dulzura y firmeza a la vez, Carlsen hizo que Curran se librara de sus delusiones. Insistió en que contemplara su porvenir con realismo. Sí, Curran debía volver al mundo, porque la gente tiene que aprender a valerse por sí misma: «Debo ayudarme a mi -· mismo a recorrer la senda de la recuperación». (Por supuesto, en '· caso de apuro siempre podria volver al hospital de Saint Charles.) Sí, Curran podía irse, pero no antes de que llegara el momento oportuno. Sí, Curran tenía que trabajar, pero debía buscarse un trabajo apropiado, que fuera físico en vez de mental. Carlsen le ofreció inspiración. Los doctores le decían que recordara cómo el general Grant había vencido su problema con la bebida, que pensara en cómo Lincoln había superado su depresión. Pero Carlsen también le daba consejos prácticos. Lo que necesitaban los enfermos era ayuda ! en vez de simples consejos. Al final, Curran fue dado de alta. Encontró un empleo de ascensorista (analogía en el mundo real de la delusión de volar). Seguían acosándole las dudas y la depresión. Pasaba sus ratos libres escribiendo todos sus males, redactando cartas interminables de explicación y acusación, sumido en un mar de lástima de sí mismo y vitupera. ción, girando alrededor de su «miedo al fracaso». Perdió el empleo. ,! Pero esta vez tenía fuerza en lugar de desesperación. Un amigo le ·_, encontró un empleo mejor. Ahora podía hacer trabajo de oficina, utilizar su talento en vez de malgastado, comido por el miedo y la duda. Curran puso a su autobiografía espiritual el título de A mind restored. Las afinidades con el título de Clifford Beers son patentes. No está claro si Curran conocía la vida de Beers, pero sus propias .. recomendaciones en el último capítulo recuerdan mucho la filosofía de Beers. ¿Cómo podemos aprender de su experiencia y vencer esta ~ maldición terrible de la enfermedad mental?, pregunta. Sobre todo, la sociedad requiere un conocimiento científico mejor de la dolencia, así como unas actitudes más comprensivas. El estigma debe ceder su puesto a la comprensión. El reconocimiento y el tratamiento precoces son importantísimos (en sus tiempos de sueños de grandeza Curran había soñado con usar sus beneficios para montar una cadena \~ de clínicas de tratamiento precoz). Había que acabar con los asilos privados que no hacían más que desvalijar a los pacientes. La res' puesta a la insania era crear más hospitales mentales, pero éstos :~ tenían que ser buenos y bien llevados. El camino para avanzar tam.i bién estaba en m¡tnos del propio enfermo. Era un.a solución que ern.·

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pezaba a ser tan norteamericana como el pastel de manzana. De la persona enferma dependía que abandonase sus sueños y «aprendiera a afrontar la realidad». A tal efecto, lo que se necesitaba sobre todo era 1982). El presente estudio se inspira esencialmente en crónicas autobiográ-

.:!

, Intemational Joumal of Psycho-Analysis, 44 (196.3), pp. 191·194; Arthur C. Clark, «Übservations of paranoia and their relationship to the Schreber casel>, ibid., pp. 195-200; Jule Nydes, «Schreber, parricide and paranoid masochism», ibid., pp. 209-212; Robett B. White, «The Schreber case reconsidered in the light of psychosocial concepts», ibid., pp. 213-221. El resumen de estas opiniones que se cita en mi texto es de Philip Kitay y se encuentra en las pp. 222-22.3. La literatura clínica sobre Schreber continúa proliferando y en su mayor parte sanciona, aunque refinándola, la postura básica de Freud en el sentido de que Schreber representa un caso de la vinculación esencial entre la paranoia y la homose:¡,:ualidad suprimida. P~ra un nuevo ejemplo recic:;nte, véase Robert H. Klein, «A computer analysts of the Schreber memoirS», Journal of Nervous and l'J.ental Disease, 162 (1976), pp . .37.3-.384, que a su vez ha generado más literatura. Las historias clínicas correspondientes a la hospitalización de Schreber se comentan en Franz Baumeyer, {
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