Historia Secreta de Chile III-Baradit Jorge

September 11, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Índice Cubierta Prólogo La tragedia más grande de nuestra historia Un exorcismo público en Santiago ¿Esclavos africanos pelearon en la Independencia de Chile? Héroes antárticos de lo imposible En Isla de Pascua hubo una revolución dirigida por una vidente ¿Cuál es el mensaje detrás de nuestros símbolos patrios? ¿Quién era Ga briela Mistral? El cráneo cráneo de Carrera Chile, cementerio cementerio de  de obreros Bibliogr afía afía Agradecimientos Agradec imientos Créditos

 

 Para Ángela y Gabriel  Gabriel .  Por soportar el proceso proceso y ayudarme cuando todo se ponía imposible. imposible.  Ellos son mi historia. historia.

 

Bajo los zapatos  barro más cemento el futuro no es ninguno de los prometidos en los doce  juegos. A otros enseñaron secretos que a ti no a otros dieron de verdad esa cosa llamada educación. Ellos pedían esfuerzo ellos pedían dedicación ¿Y para qué? Para terminar   bailando y pateando piedras. LOS PRISIONEROS

 

PRÓLOGO  Historia secreta de Chile —el primer libro de esta serie— se publicó el año 2015. Muchas cosas han pasado desde entonces.  No creo en descubridores descub ridores de la pólvora. A veces ocurre que alguien saca sin querer el dedo de la grieta en una represa o pincha el globo donde corresponde. Hay hechos que desatan fuerzas que ya estaban ahí desde mucho antes. Y algo así ocurrió con este libro, sin dudas. Creo que nadie  podría desmentirlo. Antes y después de ese alfiler, hubo otros libros de formato similar que hablaban de historias ocultas, desconocidas  o insospechadas  de Chile. La explosión que se produjo en estos últimos años abrió el campo para que también la novelización de pasajes de nuestra historia encontrara de mejor  manera a su público. Se construyeron espacios en radio y se potenciaron otros que venían dando la pelea hace rato. Incluso, ciertos lugares que  jamás pensamos pensa mos que qu e hablarían de historia comenzaron a abrir sus puertas pu ertas a contenidos más inteligentes, como los matinales o programas de tertulia en televisión abierta. Todos hicimos fuerzas para que el relato de nuestro origen, de nuestra memoria, fuera puesto sobre la mesa para ser discutido de distintas maneras. Finalmente, un programa hecho y derecho, Chile Secreto, aunó todas estas fuerzas y entregó no solo contenido histórico sino además generó audiencia y ganó en un medio no muy amable con la cultura. Muchos escritores, historiadores e investigadores fueron encontrando un público más amplio, pinchando otros globos y desatando otras fuerzas en esta marea común donde, de pronto, nuestro pasado se volvía una mina de inquietudes sin fin.

 

¿Qué pasó? La verdad es que no tengo idea, pero en estos años que han transcurrido he tratado de explicármelo de diferentes maneras. He dicho que en este nuevo siglo se democratizó la información, permitiendo a cada uno de nosotros tener acceso a increíbles cantidades de datos y, con ello, para  bien y para mal, el conocimiento dejó de pertenecerle a unos pocos. Pudimos descorrer el velo sobre las formas en que las instituciones públicas y las empresas privadas manejaban el poder, administraban las influencias y se repartían los cargos. Se cayeron así todas las cortinas. Todos los emperadores y magos de Oz quedaron desnudos frente a sus manejos. Pudimos ver sus dinámicas y culturas internas asquerosillas, sus transas y comercios con los temas más delicados. En definitiva, pudimos conocer la manera como nos administraban para sus beneficios mediante modos que a ellos les parecían muy normales, usuales, lo de siempre, pero que a nosotros nos parecían indignantes. La transparencia forzada  a la que se vieron sometidos desató una voluntad «desclasificatoria» en la ciudadanía que, de  pronto, quiso saber realmente cómo funciona el poder y sus amaños. Y  poco a poco comenzaron a darse cuenta de que, por ejemplo, las instituciones que debían proteger su ancianidad, los estaban estafando; que la que debía proteger su frontera y su seguridad, los había estado matando y desfalcando; que quienes debían proteger sus almas, violaba a sus niños; que quienes debían cuidar el país, se lo estaban llevando para la casa. Todas estas son cuestiones que en realidad siempre sospechamos, pero de pronto tuvimos las evidencias, e-mails, videos e imágenes insoslayables. Y nos descubrimos solos frente a una serpiente de mil cabezas. Uno a uno comenzamos a preguntarnos: si hoy nos mienten así, ¿cuánto nos habrán mentido hacia atrás? Comenzaba a brotar, entonces, el germen inicial que dio vida a la Historia secreta secreta de Chile. Esta queja no fue nunca en contra de los historiadores —y creo que a

 

estas alturas la mayoría de ellos lo tiene claro—, sino contra un Estado de Chile que utiliza la historia como una herramienta de adoctrinamiento para ciudadanos. Unos cuentos de hadas a los que llamó Historia inoculada a nuestros niños con fines de orden político y diversos usos instrumentales a sus intereses. Estos básicamente fueron (y son): no cuestiones, obedece órdenes; mátate por la patria, odia a tus países vecinos, somos mejores que el resto y una sarta de estupideces chauvinistas «necesarias» para construir  identidad de la peor manera, en un país joven que necesitaba volverse el choro del barrio. Es el mensaje detrás de la figura de cartón a la que redujeron al gran y muy complejo Arturo Prat: un tipo que obedece y se mata; fin. Esquilmando de nuestra historia todo perfil rebelde o crítico, al cortar las puntas incómodas a nuestros próceres para dejarlos planitos, escondiendo bajo la alfombra aquello que pudiera darnos la idea de que quizás, tal vez, el Estado podría no ser tan bueno con su población, reduciendo todo a una caricatura servil. «Borra esa masacre.» «No, no cuentes eso.» «Llámale “pacificación” mejor.» «No digas que nos liberaron los argentinos.» «Trata de borrar a Freire y toda esa tontera del federalismo.» «Bota esa carta en la que O’Higgins defiende el derecho de los mapuche sobre su tierra.» «¿Para qué enseñar que nosotros permitimos el exterminio de los selk’nam?» «Pásate rapidito lo de la cuestión social, mucho “obrero” pone nerviosos a los  patrones.» «Mejor ni hablar de las masacres a los trabajadores. Bueno, ya, la de Santa María, ¡pero esa nomás! Total, todo el mundo la conoce ya.» «No digamos que O’Higgins estuvo involucrado en una razzia  donde mataron a próceres de nuestra Independencia» «¿Y que Prat enseñaba en escuelas de obreros relacionadas con la izquierda de la época? No, tú estái loco. Para qué decir eso.» Desgraciadamente, el Estado enseña(ba) estas historias simplonas a niños

 

de diez años que luego no volvían a tomar otro libro de historia nunca más en su vida. Y ese era, y es, el espesor de lo que sabemos sobre nuestro origen y nuestro devenir. Los grandes textos de nuestros historiadores no son, en general, muy accesibles a la gente común como uno. Son maravillosas piezas de historiografía, sí, pero la verdad es que no le hablan mucho al ciudadano de a pie, y ellos lo saben. Tampoco es su trabajo hacerlos accesibles. Lo que buscamos, entonces, estos nuevos escritores, investigadores, historiadores y también autodidactas, fue la divulgación de esas otras formas de ver la historia, más allá de la oficial. Usar, por ejemplo, las herramientas de la narrativa para contar en pasajes cortos, echando mano a la emoción, la maravillosa conexión que la literatura puede establecer con su lector y sumergirlo en la historia, alegrarlo, enojarlo, conmoverlo, y con ello recuperar el sabor del hecho histórico, que no es más que un evento grande o pequeño vivido por los sentidos de las personas de su tiempo. Recuperar eso a través de la narrativa hace que podamos reconectarnos con ese dolor, con esa esperanza, con esos sueños o esos miedos. Pero las historias elegidas no fueron al azar. Tienen que ver con el poder, con el abuso, con la mentira y con la pelea de un pueblo que ha debido sufrir la injusticia de quien debiera haberlo defendido, protegido y ayudado a encontrar su felicidad, pero que, por el contrario, amparó la explotación y el beneficio para unos pocos a través de su historia. No es una elección inocente, tampoco una elección sin punto de vista (y, como dije en el primer   prólogo de esta serie, finalmente la historia es un punto de vista). El objetivo de este libro es sencillo: intentar convertirse en un puente entre las  personas comunes, como yo, y esos otros libros en donde profundizar los temas tratados; uno que despierte la curiosidad por nuestra identidad, nuestro origen y nuestro destino, porque la historia no es historia vieja, es

 

historia presente. La historia es política. Lo que pasó, volvió a pasar y volverá a presentarse. La historia tiene características cíclicas y esto ocurre, en parte, justamente por esconder lo inconveniente. Si no enfrentamos los errores, seguirán ocurriendo, simple. A quienes les molesta este discurso y lo califican de sesgado o poco objetivo, les advertiría que no existe algo así como la historia objetiva. Todos los narradores, historiadores e investigadores nacieron en un lugar  determinado, fueron educados y formados de cierta manera y tienen un  punto de vista personal, no objetivo. A los inquietos, les diría que quizá lo que sí existe es una historia que les acomoda y otra que les incomoda, la  primera ya la conocen, de modo que atrévanse con la que les incomoda en vez de descalificarla. Quizás aprenderán más sobre el país que creen pisar, quizá comprenderán mejor al otro y podamos acercarnos. Entender que no hay santos inmaculados, que un prócer pudo haber sido un bravo en el campo de batalla pero también un dictador en el ejercicio del poder y que eso no anula sus logros; que otro pudo haber sido un narciso pendenciero irresponsable y aún así ser considerado el primero en gritar libertad, ganándose el derecho a ocupar un lugar entre nuestros padres fundadores. Que aprender de sus contradicciones no es destruirlos sino acercarlos para entenderlos mejor, bajarlos de sus altares y conversar con ellos como las  personas que fueron para p ara quererlos, no para p ara adorarlos. Casi siempre ambos lados tienen parte de la verdad. Abrazar solo un aspecto y atrincherarnos no conduce a nada, solo a un eterno desgaste sin sentido. Pero entiendo que a veces se siente miedo, miedo a perder el equilibrio de ese suelo granítico sobre el que creen están parados. Hay que aceptar también que nuestra historia no ha sido forjada toda por próceres militares o presidentes aristócratas, sino además por los trabajadores, los profesores, los músicos, los videntes, los marginales, los inmigrantes, los homosexuales, los

 

indígenas y toda esa gran mayoría silenciosa que no está ni ha estado  presente en el discurso histórico oficial salvo como notas antropológicas muertas. Porque ahí estamos —y cabemos— todos. Tú, yo y nuestras familias, como corresponde. Porque la historia es nuestra y nunca más queremos ser ignorantes ni desaparecidos de nuestra propia memoria. Una  persona sin memoria no sabe lo bueno que hizo, lo malo que le hicieron, los errores que cometió y pierde todo su valioso bagaje de experiencia sin la cual no es nada. A los países les ocurre lo mismo. Todos deberíamos saber  quiénes fuimos para saber quiénes somos, porque solo así podremos saber  qué queremos y qué no para nuestro futuro y el de nuestros hijos. SANTIAGO DE CHILE, JULIO DE 2017

 

LA TRAGEDIA MÁS GRANDE DE NUESTRA HISTORIA

 

Era 9 de diciembre de 1863. Santiago amaneció envuelto en una niebla extraña. La ceniza se mezclaba con el olor a carne quemada y de aceites indefinibles. Algunos madrugadores envolvían sus narices en pañuelos para filtrar el olor que a ratos se tornaba nauseabundo. Ellos sabían que, de algún modo, estaban respirando cadáveres, restos humanos calcinados y convertidos en pequeñas partículas que flotaban por la capital, envolviéndolos en la nube negra de la tragedia. Sobre las calles de la ciudad  planeaban, a la deriva, restos microscópicos de hijas, de esposas y abuelas que murieron quemadas, reducidas a polvo de carbón que se acumulaba en callejones, aceras, y caía sobre los techos de las casas. Era un espíritu fantasmagórico del tamaño de una ciudad que entraba por ventanas, puertas y narices para cubrirlo todo. El silencio inundaba espeso el corazón, pero también los edificios, las plazas, los paladares. Solo el ruido de las carretas que golpeaban los adoquines de la calle de La Bandera tenían permiso para romper el dolor que hacía callar hasta a los pájaros. Iban cargadas de masas amorfas, de cuerpos pegados unos a otros de tal forma que creaban esculturas terroríficas, monstruos con muchos brazos, pólipos y cabezas espolvoreadas con cal. A medida que avanzaban por las calles de Santiago, las carretas iban dejando una traza de blanco y de negro en su camino hacia el Cementerio General. Ciento cuarenta y seis carretas, en hilera y culebreando entre las calles, las recorrían dibujando en carbón y tiza una  palabra en la ciudad más triste del mundo por esos días, Santiago de Chile.

En 1860, hace más de ciento cincuenta años, nuestro país aún seguía discutiendo el tipo de república que deseaba ser. Por un lado estaban los liberales, que querían un país moderno, progresista y laico; y por el otro, los

 

conservadores, que tras anular esos sueños mediante la fuerza —con el golpe de Portales y la Constitución de 1833—, buscaban que el país continuara en la senda del orden, la Iglesia y el dominio de las élites (algo no muy distinto a lo que ocurre hoy, hay que decirlo, salvo que la Iglesia aún participaba directamente en la conducción del país al estar todavía enquistada constitucionalmente en el Estado). En este contexto, en esa sociedad que discutía en todos los frentes acerca de cuál debía ser el lugar y rol de la Iglesia, Santiago viviría un triste fin de año. El 8 de diciembre de 1863 se celebraría, como todos los años, una de las fiestas más importantes del mundo católico femenino: la asunción de la Virgen y el fin del mes de María. El lugar favorito de la sociedad santiaguina para ello era la Iglesia de la Compañía de Jesús, un enorme edificio que competía en tamaño y popularidad con la Catedral, y estaba ubicado muy cerca de esta, en la esquina de Compañía con Bandera, junto a la actual sede de Santiago del Congreso Nacional y frente al Palacio de Tribunales, donde antiguamente estuvo el recinto donde se celebró la  primera junta nacional de gobierno en 1810. 181 0. Es decir, en el corazón mismo de nuestra historia. Mujeres de todas las clases sociales asistían con sus familias completas, incluyendo también a su servidumbre. El día era uno de fiesta y ya en la tarde la aglomeración era cuantiosa. Las señoras de clase alta, acompañadas de sus cocineras, lavanderas, damas de compañía y junto a cada una de ellas sus propias hijas, se cruzaban con las costureras, las dueñas de casa y la gente del pueblo que asistía a celebrar a la virgen María, un ejemplo de castidad, obediencia y recato impuesto por la Iglesia como modelo para la mujer del siglo XIX, mujer que, por esos años, no tenía muchos más derechos que un niño al estar subordinada al hombre y sus decisiones, inhabilitada para administrar sus propios bienes, alejada de una educación

 

que le posibilitara independencia y bastante abandonada por el Estado e incluso por los grupos más liberales. Una mujer sin marido, haya sido por  viudez o simples circunstancias de la vida, era una paria abandonada que debía recibir asistencia del Estado, a la que se le negaban los acreedores de su esposo, que debía volver a las vitrinas sociales para intentar ser adquirida  por un nuevo hombre, vivir con algún hijo o, en realidad, con quien se apiadara de su situación, porque era un estorbo. Y la Iglesia aplaudía esto, celebrando un culto paralelo especial para ellas en su calendario anual a fin de difundir la sumisión y el recato. De hecho, cinco años antes, en la propia Iglesia de La Compañía se fundó un club llamado Cofradía del Inmaculado Corazón de María que le conllevó una grandísima popularidad entre las mujeres. Las  Hijas de María, como se hacían llamar, repletaron entonces ese 8 de diciembre la plaza frente a La Compañía a la espera de que se abrieran las puertas y comenzara la más imponente celebración de la Purísima que se hubiera visto en años. Eran las 18.00 horas de un pleno día de primavera; nadie podía sospechar lo que iba a ocurrir. Los niños corrían y gritaban, las jóvenes sonreían, los poquísimos hombres presentes se arrinconaban en una esquina y comentaban, quizá, los avances de Cornelio Saavedra en la Araucanía, quien ese mismo año había iniciado el plan de ocupación a sangre y fuego de territorios mapuche llamado Pacificación de la Araucanía. Pronto las puertas se abrieron y ya a las 18.45 el interior de la iglesia estuvo repleto. Todos querían oír al orador que venía desde el mismo Vaticano, un verdadero rockstar   que llenaría cualquier estadio hasta las  banderas. La planta del recinto, anticipando la multitud, estaba libre: no había bancas y la gente se instalaba en el suelo sobre mantas o ponchos. Unos pocos llevaban consigo —mejor dicho, sus sirvientes cargaban para la ocasión— pequeños taburetes donde sentarse. Adelante, cerca del altar 

 

 principal, se ubicaron las mujeres de la alta sociedad; los hombres, también adelante, pero hacia los costados. Más atrás, el resto. Era una víspera realmente festiva. Miles de mujeres envueltas en enormes vestidos de época, gala, crinolina, enaguas, velos, pañuelos y tocados se movían con elegancia y dificultad. El interior de la iglesia lucía decorado como nunca. Cientos de velas, guirnaldas y flores de papel; telas drapeadas caían por el contorno de las naves laterales; en el altar mayor, una imagen enorme de la Virgen Purísima brillaba gracias a una gran medialuna a sus pies fabricada con un quemador a parafina que la hacía resaltar. La Compañía era una enorme y maravillosa caja sólida llena de mujeres, pero también repleta de combustible, materiales inflamables que rodeaban todo y puertas enormes que se cerrarían de un momento a otro. El aroma del incienso y los cantos indicaron que la función estaba por  comenzar. De pronto, un sacristán entró en escena, se acercó a la medialuna de la virgen y encendió un cerillo. Lo acercó a la mecha, todo dentro de lo usual. Pero esta vez, sin querer, giró la llave de paso de la parafina un poco más de lo debido y la llama que se produjo se elevó inesperadamente, encendiendo unas telas decorativas más arriba en el altar. El sacristán se quedó helado. Del público saltó entonces un hombre que, con un poncho, intentó apagar las llamas frente a la mirada atónita de quienes se ubicaban en las primeras filas, pero las brasas encendieron unas flores de cartulina que adornaban el tabernáculo y luego unas hojas de papel de seda. Le siguieron unas telas más altas, inalcanzables, los adornos de cartón, la madera y finalmente el propio altar, convertido ya en un muro en llamas. Los que estaban más atrás ni siquiera se daban cuenta de lo que ocurría. Al inicio, hubo temor natural pero todo pareció controlable. Existe incluso el testimonio de una señora que habría regañado a sus hijas por querer salir, con lo que perderían la ubicación para la ceremonia.

 

Como en muchas tragedias, esos minutos de titubeo marcaron toda la diferencia. La iglesia no contaba con sistema alguno de emergencia y la altura del altar hizo imposible cualquier esfuerzo. La gente de las primeras filas comenzó a moverse hacia atrás. Las llamas alcanzaban ahora las telas y la madera del techo. Y cuando los hombres miraron las salidas laterales, de pronto, como un reguero de pólvora, el fuego rodó intempestivo a través de la techumbre, sus telas y adornos para convertir el cielo de la iglesia en un repentino lago de fuego que iluminó como un horno el interior del templo. Se desató el pánico. Los que estaban más adelante, entre ellos casi todos los hombres que se encontraban en el interior, huyeron hacia las  puertas que había en los costados del altar, que conducían a las oficinas y luego a los jardines. Pero la mayoría, por instinto, buscó fatalmente las  puertas principales. Al primer grito de terror explotó el caos. El mar de gente que corrió desde adelante fue chocando con las mujeres y las familias que permanecían sentadas en sus mantos sobre el suelo. Los gritos de la multitud que era aplastada por esta estampida se mezclaban con aquellos proferidos por las mujeres que, atrapadas en sus enormes vestidos y pañuelos, se enredaban entre ellas, incapaces de ponerse de pie. Desde el cielo comenzaron a caer tizones encendidos y trozos de madera de uno o dos kilos de peso cuya caída, a decenas de metros de altura, bien pudo ser  letal. Los carbones quemaban los vestidos y la piel expuesta. A medida que las mujeres buscaban la salida tropezaban, y un nudo de crinolinas, alfombras, personas, pañoletas y chamantos, se fue formando. Cerca de las  puertas, un muro compacto de gente desmayada, de mujeres que gritaban aplastadas bajo decenas de otros cuerpos, se rasguñaban, golpeaban y  pisoteaban unos a otros tratando de nadar entre los brazos, todos haciendo lo mismo al mismo tiempo mientras los tizones caían, alguna cabellera comenzaba a incendiarse y los vestidos simplemente se inflamaban con las

 

 brasas que saltaban desde todos lado ladoss como lluvia de fuego viniendo v iniendo desde el techo. Se impuso el caos. En el exterior, la gente corrió hacia las puertas  buscando ayudar. ayudar. Y dentro, los brazos y las manos que se extendían desde esa masa no conseguían avanzar, atrapados además por puertas que además se cerraban hacia afuera. Cuatro o cinco metros de altura llegó a tener ese muro de brazos y piernas. Y siguió creciendo, pues algunas mujeres, desesperadas, trepaban pisando sobre el resto para intentar así salir por la cima, pero eran todas atrapadas por las mil manos que buscaban algo de qué aferrarse. El pánico destruye toda lógica mientras llueve fuego. El humo te asfixia y todos quieren pararse sobre ti para huir. En la iglesia, el fuego ya alcanzaba la cúpula. Las llamaradas salían por  las ventanas de las torres y esta lámpara de gas inflamada en la que se había convertido el edificio era visible desde todo el valle a la hora del crepúsculo. Quienes se cubrían el rostro para acercarse a las puertas e intentar sacar a alguien debían ser cuidadosos: un par lo intentó, pero debió defenderse a patadas y golpes de puño de las miles de manos estiradas de las mismas mujeres que los agarraban irracionalmente, poniendo sus  propias vidas en riesgo. Tenemos el recuerdo de d e un gringo que logró salvar  a una mujer de las llamas, pero cuando volvió por una segunda fue devorado por esas manos y no volvió a vérsele nunca más. Otro tiró un lazo hacia la cima de la pila humana y logró sacar a tres jalándolas con su caballo, pero en el segundo intento fue tanta la resistencia y tan compacto el grupo que el lazo se cortó. Mientras tanto, la madera encendida de la techumbre seguía cayendo cada vez con más frecuencia, en pedazos grandes y pequeños. Los vestidos, telas y pañuelos ardían. A través de la penumbra y del claroscuro se veía a

 

mujeres azotándose contra otras en un intento por apagar sus cabelleras encendidas. Decenas de antorchas humanas corrían por el interior. Las  jóvenes se desgarraban el rostro con las uñas por la desesperación. De  pronto, la cúpula cedió y se derrumbó sobre sí misma, cayendo al interior  de la iglesia como una detonación y repartiendo fuego en todas direcciones. Hombres fuertes, cuerdas y tablas se usaron para intentar liberar a unas  pocas mujeres ya medio quemadas, desfiguradas, desde las puertas. Se tiró con tanta fuerza que hubo dislocaciones e incluso desmembramientos, algunos rescatistas quedaron con brazos en sus manos. Con el correr de los minutos la temperatura les impidió acercarse más. Solo les quedó ser  testigos, observar con rostros de horror la lenta combustión de esas mujeres que, aún vivas y entre alaridos, sentían arder sus cabelleras para luego tornarse blancas como cirios incandescentes, envueltas en el plasma del fuego y finalmente derivar a negro con rapidez, manteniendo el gesto terrible en el rostro. Afuera, un residente extranjero era contenido por varios amigos, forcejeando y gritando enloquecido el nombre de su mujer que estaba en el interior, toda la gente comenzó a retroceder al darse cuenta de que las llamas ya no solo bajaban desde la techumbre, sino que venían también desde abajo. Se habían formado tres enormes piras de cuerpos humanos, una en cada puerta. Y nada más había por hacer. El espectáculo era horripilante. De un momento a otro, el griterío cesó y el silencio fue solo interrumpido  por el crepitar de la madera volviéndose carbón y ceniza. Era una gran hoguera silente en medio de la ciudad. Un agujero de fuego en medio de la noche. Al rato, el fuego envolvió la torre y el campanario. Unos pocos minutos después, estos se desplomaron. El sonido atroz de aquellas campanas de toneladas de peso cayendo contra el suelo resonó en todo Santiago. Era el

 

 punto final a la tragedia más grande de nuestra historia. El reloj marcaba exactamente las 20.00 horas y, con los días, se sabría que al interior habían muerto de manera horrorosa dos mil doscientas personas, casi todas mujeres, ancianas, madres, jóvenes y niñas representantes de todas las clases sociales. Muchas de ellas eran jóvenes de las familias más nobles del  país en edad de casarse; muchas, personas humildes de las que nunca se llegó a conocer siquiera su nombre. Tras el fin del incendio y cuando aún se organizaban cuadrillas para atender a los heridos y rescatar los cuerpos, un muchacho adolescente ingresó por una de las puertas laterales sin alcanzar a ser detenido por los  policías. Gritaba el nombre de su madre, a quien encontró entre los restos carbonizados de la madera. Por algún detalle logró reconocerla y el grito se sintió incluso en el exterior. El muchacho recogió los restos quebradizos de su progenitora y los echó a un saco. Al salir de la iglesia en ruinas fue interceptado por la policía, pero el joven los insultó entre sollozos. Los oficiales retrocedieron y el joven se alejó por calle Bandera, con su pena contenida en un saco lleno de carbones. El edificio estaba ahora totalmente ennegrecido, salvo algunas paredes y  bordes que aún brillaban al rojo vivo, dándole un halo tétrico a esa noche del 8 de diciembre. Quienes entraron a revisar el interior no podían creer lo que veían. Por todos lados era posible distinguir a grupos de personas carbonizadas, como estatuas, en las más insólitas posiciones. Algunas familias habían muerto abrazadas; otros, agarrándose entre sí; los más, como cadáveres desplomados en bultos irreconocibles. Hubo también algunos que buscaron refugio, pero murieron asfixiados. Nada más horrendo que morir ahogado en tierra firme, ciego por el humo, manoteando en el aire y con la sensación de que los ojos explotarán en sus órbitas. Mujeres de pie, carbonizadas en el gesto de dolor, con el cráneo estallado

 

 —«descerebradas», indicaría el parte de un médico—, producto de la ebullición de su masa encefálica. Pero como si estas visiones no bastaran, lo más horrible de todo era ver a esos grupos de cientos de personas apiladas en atroces contorsiones frente a las puertas; brazos enredados en piernas,  piernas junto a troncos, agrupaciones monstruosas donde nada se distinguía de nada, conjuntos adheridos que hubo que romper a golpe de pala y chuzo  para, más o menos, separarlos en cuerpos posibles de ser trasladados. Doscientos hombres trabajaron en la enorme fosa común a la que serían llevados los cuerpos irreconocibles, restos amorfos e incompletos de esas más de dos mil personas. Sacos y sacos de cal se utilizaron para envolverlos y evitar un desastre sanitario mayor. mayor. Las carretas recorrieron Santiago San tiago desde muy temprano llevando su carga atroz hasta el agujero a las afueras del Cementerio General. Cuatro días fueron necesarios para trasladar esas figuras negruzcas por toda la ciudad, mientras las carretas, inevitablemente, eran asaltadas de tramo en tramo por familiares que buscaban reconocer de algún modo a su madre, a su esposa, a su hija de entre aquellos carbones tiesos que serían arrojados a la fosa. Ramona Solar fue reconocida por los restos apenas visibles de un monograma en su pañuelo. Cualquier otro modo hubiese sido en vano: su cadáver no tenía cabeza. Duele en el alma revisar la lista de víctimas que se fue confeccionando con el pasar de los días, y con la mayoría confirmada solo por suposición. María Cruz Pineda, 14 años; Catalina Astorga, 16; Gregoria Morales, 14; Mercedes Campo, 11; Jacinta Gamboa, 9; Micaela Torres, 4. Igual de terrible ha sido constatar que para la sociedad de la época la servidumbre era invisible o, en el mejor de los casos, solo nombrada de acuerdo a su  patrón. La lista de muertos los indicaba de este modo: tres sirvientes de la casa de don Rafael Larraín; tres sirvientes de la casa de don Fernando

 

Errázuriz; Lucía y Concepción, sirvientes de don Manuel García; etcétera. La lista siguió aumentando con los días, porque de entre los pocos rescatados, menos aún sobrevivieron, muriendo en los hospitales entre horribles dolores en una época sin analgésicos ni anestesia. Santiago quedó en  shock ; en realidad, el mundo quedó en  shock . La noticia se publicó en Nueva York, París, Ginebra, Australia e Inglaterra. El  presidente José Joaquín Pérez recorrió el sitio de la tragedia visiblemente consternado y la Iglesia, debido a la magnitud del golpe, no intento jamás reconstruir el templo.

El incendio de la Iglesia de La Compañía es considerado hasta el día de hoy como una de las peores tragedias en la historia de Occidente. Porque si medimos, por ejemplo, el impacto del atentado a las Torres Gemelas, con un número de muertes cercano a las tres mil personas en una ciudad con millones de habitantes, en Chile, en 1863, murieron más de dos mil; es decir, ¡casi el 1 por ciento de toda la población de la ciudad! Proporcionalmente es como si hoy perecieran sesenta mil personas en un solo accidente. Murieron —de una sola vez, en una hora de incendio— casi tantas personas como bajas tuvo el Ejército de Chile en toda la Guerra del Pacífico. Casi todas las familias de Santiago contaron con un muerto debido al fuego de la Compañía. Casi todas eran mujeres. Luego de una disputa entre el gobierno y la Iglesia acerca del destino de los terrenos, se decidió levantar un monumento de piedra y bronce a las víctimas, el que fue encargado a talleres franceses. Con los años el monumento fue trasladado al frontis del Cementerio General y puesto sobre el lugar donde estaría la fosa común de quienes murieron allí. Y en el jardín del ex-Congreso, donde alguna vez se erigió esta iglesia, se levantó otro de similares características en el punto donde estaba ubicado el altar mayor.

 

Y con ese interés tan particular por el patrimonio que siempre ha tenido nuestro país, las campanas de la iglesia fueron vendidas al kilo a un  británico, quien se las llevó para adornar la iglesia de su pueblo. Solo regresaron el año 2010 y hoy todas se lucen en un memorial en los jardines del ex-Congreso, excepto una, que fue instalada en los patios de la Primera Compañía de Bomberos de Santiago, institución que fue creada  precisamente a raíz del incendio. Desgraciadamente, hubo intentos de aprovechamiento político en la época. El momento que vivía el país —decidir qué tanto quería a la Iglesia metida en las labores del Estado—, llevó al sector liberal a atacar la «devoción fanática de las mujeres», los «cultos supersticiosos realizados de noche», los «resultados catastróficos» del control que tenía la Iglesia sobre la sociedad, en momentos, vale decirlo, tremendamente inoportunos. Porque ajeno a si tenían razón o no, es imposible concebir una peor  instancia que esta para levantar ideales progresistas en medio de una tragedia de la que Santiago demoró años en recuperarse. Y a esto se sumaron informes en ciertos periódicos que responsabilizaron a las señoras y sus enormes trajes de crinolina del desenlace, y otros que hablaron de la histeria, «esa natural incapacidad femenina de controlarse». Al parecer, para muchos sectores de la sociedad de la época, conservadores y liberales, fueron las propias mujeres las responsables de su muerte atroz. Pero, en fin, lo cierto es que Chile nunca más volvió a ser el mismo. Los días de la Iglesia católica imperando sobre la política nacional comenzaron su cuenta regresiva y el incendio de la Compañía fue, de algún modo, una metáfora horrible de aquello. El Chile que surgiría desde las cenizas de esas pobres mujeres olvidadas sería uno completamente diferente.

 

U N EXORCISMO PÚBLICO EN SANTIAGO

 

Un sacerdote caminaba aceleradamente por la Alameda de las Delicias. Eran casi las once de la mañana en el Santiago de 1857 y su figura doblaba en avenida Portugal, calle de la Maestranza en aquel entonces, esquivando a los pocos transeúntes de una capital joven, aún llena de calles de tierra, mulas y caballos. Era un país aparentemente tranquilo. Aún vivían muchos protagonistas y víctimas del violento desangramiento que fue la Independencia y el largo  proceso posterior de revoluciones y golpes de Estado hasta alcanzar cierta estabilidad. Veinte años han pasado desde la guerra contra Perú y Bolivia, y solo seis desde la última revolución armada que dejó cientos de muertos a lo largo del país. Arturo Prat era por entonces un niño de nueve años que  jugaba con su primo a tirar piedras a las vacas en una hacienda del sur. sur. El cura avanzaba raudo por la ciudad, levantándose un poco la sotana  para no tropezar, acompañado por dos presbíteros. Al ver un pequeño tumulto en la entrada del Hospicio de las Hermanas de la Caridad, edificio famoso por las pésimas condiciones de salubridad, hacinamiento y degradación moral en que mantenía a sus internados, desaceleró. Estaba molesto por el encargo: debía visitar a una enferma a la que, según rumores cada vez más insistentes, se le había metido el diablo en el cuerpo. Después de toda una vida de lidiar con un pueblo ignorante que veía con terror cada  pequeña manifestación de lo desconocido, con beatas que robaban el agua  bendita de las pilas bautismales para hacerle tecitos a esa sobrina rebelde, esta pérdida de tiempo le parecía insoportable. Y divisar a ese grupo de curiosos que a cada jornada crecía fuera del hospicio solo aumentaba su molestia. A empujones se abrió paso hacia los pasillos interiores.  —¿Dónde está la Carmen Marín? —preguntó. Las monjas le indicaron una dirección incierta entre los pasadizos

 

oscuros del edificio. Muros manchados y olor a orina, moscas. Una habitación apenas iluminada en el fondo con dos monjas en la puerta. Cuando el arzobispo Raimundo Zisternas finalmente cruzó el umbral, se detuvo y no pudo evitar sonreír. Ahí, en medio de una celda, acostada en un sucio colchón sobre el suelo, una mujer de dieciocho años miraba el techo sin expresión alguna en el rostro. Envuelta en un camisón de dormir, su respiración era tranquila, absolutamente normal. El sacerdote se sintió ofendido por el engaño. O quizá pensó: «Por esta tontera he perdido toda la mañana». De modo que se sacó el chaquetón, lo arrojó a la única silla y se subió las mangas del traje.  —Conozco esta clase de enfermedad   —dijo con dureza mirando a la  joven un par de segundos. Luego le ordenó a una de las monjas, asegurándose de que todos escucharan—: Tráeme una plancha al rojo vivo. Se la dejamos caer en la boca del estómago y listo. Asunto solucionado —  dijo sonriendo y mirando a la mujer que corrió a cumplir sus órdenes. Sus acompañantes miraron a Zisternas algo confundidos. Pronto, la sonrisa socarrona del rostro del cura comenzó a borrarse al ver que la cabeza de Carmen Marín giraba lentamente hacia él, hasta mirarlo a los ojos, y pronunciara:  —A la Carmen quemarás…, pero no a mí. Zisternas titubeó, sorprendido.  —¿Por qué hablas en tercera persona? Yo solo so lo veo a una mujer que dice estar enferma —dijo. La mujer sonrió burlonamente, con una risita que heló la sangre de todos los presentes, y comenzó a arquear el cuerpo, levantando la pelvis como si la estuvieran izando con una cuerda invisible desde el cielo.  —A la Carmen quemarás… —repitió riendo convulsivamente y moviendo la cabeza de lado a lado, tan rápidamente que se nublaban sus

 

facciones. Y luego rugió, clavando sus ojos inyectados en sangre en el cura  —: ¡Pero no a mí! Zisternas, con la piel de gallina, retrocedió un paso y se miró con los otros sacerdotes. La mujer tragaba aire, aullaba y comenzaba a convulsionar. Sus gritos retumbaban en las esquinas de la habitación y en los pasillos del hospicio. Las monjas intentaban por todos los medios calmar a los enfermos, quienes respondían mediante sus propios gemidos al horror que se removía en la celda de Carmen, que arqueaba el cuerpo y los miembros de formas atroces. Las obscenidades salían de su boca como explosiones de sangre y saliva; los ojos en blanco, metralla y temblores que entraban por los oídos de los curas. Las monjas se abalanzaron sobre ella  para controlarla, pero la mujer se puso de pie de un salto y se arrojó contra la pared, azotándose horriblemente el cráneo. Al caer al suelo se golpeó nuevamente contra el empedrado, pero siguió gritando salvajemente. Los sacerdotes estaban pegados contra la pared. Zisternas atinó a gritar:  —¡Deténganla! Las monjas consiguieron controlarla y condujeron a Carmen, con gran esfuerzo, de vuelta al colchón. Murmuraba frases incoherentes con voz afónica, algo masculina.  —Pulso irregular —dijo una de las religiosas.  —Puta beata —murmuró Carmen Marín. Zisternas tenía los ojos como platos. Se acariciaba el mentón nerviosamente. Su mente era un torbellino. Miraba a cada uno de los sacerdotes que lo acompañaban y reflexionaba en voz alta. No sería tan sencillo como pensaba.  —Hay que formar una comisión de médicos para que la revisen y descartar una enfermedad de los nervios antes de cualquier cosa que haga la Iglesia —dijo finalmente.

 

Tomó su chaquetón y se retiró del lugar ya no tan presuroso como había ingresado. Toda la arrogancia y molestia con la que llegó se la había comido, a cabezazos, una joven sencilla que se removía, bufando y murmurando frases extrañas, al interior de una celda en pleno centro de Santiago de Chile. En la época en que ocurrieron los hechos, a mediados del siglo XIX, irrumpió con fuerza lo que conocemos hoy como «pensamiento racionalista». La elite más culta quería acercar la ciencia a la gente para que  buscara en ella la explicación a las cosas y no en la superstición. Que los fenómenos del cielo los revelara la astronomía y no los mitos; que las lluvias y las heladas las estudiaran los meteorólogos y no los brujos; que las enfermedades las curaran los médicos y no los chamanes; que los males se solucionaran con ciencia y tecnología, no con misas y diezmos a las iglesias. Los científicos buscaban así desterrar las visiones mágicas y ganar  espacio en una guerra no declarada contra las religiones y la superchería. Era el sueño original de nuestros padres fundadores: una república laica que en su primer escudo patrio grabó, en parte por este motivo, su lema:  Post  Tenebras Lux  —«Después de las tinieblas, la luz»—, que se puede leer  como una reflexión en código iluminista para entender que «después de la oscuridad del imperio y la superstición», viene la luz de la república y el conocimiento. Chile se debatía en esa lucha desde sus orígenes. El país, gobernado por  los conservadores cercanos a la Iglesia desde la década de 1830, conoció la división al interior del gobierno en el período de Manuel Montt: la Iglesia católica —parte del Estado en esos años—, quiso censurar y cerrar algunos  periódicos que, según ella, promovían el ateísmo. Pero el presidente se opuso, desatando una crisis no menor. La lucha entre ciencia y religión era

 

 permanente. Y actual: solo seis años antes el país había vivido una revolución en toda regla, con ejércitos sublevados y batallones armados de civiles rebeldes liderados, entre otros, por Francisco Bilbao, que buscaban derrocar los gobiernos conservadores portalianos e instalar una república liberal, utópica, igualitaria y separada de la Iglesia. Pero esa es otra gran historia. Cuando el caso de Carmen Marín estalló en la prensa, las heridas frescas sangraron de nuevo y las acusaciones de «Fraude católico», «Farsa de sacerdotes» y «Aprovechadores del ciego y bárbaro fanatismo» campearon en diarios como El País y El Ferrocarril  Ferrocarril . La inocente Carmen Marín se convertía entonces en una excusa para las fuerzas en pugna. Raimundo Zisternas convocó entonces a los médicos a algo que podría interpretarse como una forma de reto, un desafío, al instarlos a explicar la supuesta enfermedad de la que desde hace días era conocida ya como «La Endemoniada de Santiago». Con ello, Zisternas vio la oportunidad de reinstalar a la Iglesia como mediadora ante lo desconocido. Los médicos, en cambio, abordaron esta posibilidad con el fin de validarse como científicos razonables y respetables, para instalarse como los dueños del mundo de las enfermedades por sobre el rezo y las prácticas supersticiosas. La prensa laica, a su vez, actuó como desenmascarador del catolicismo, acusándolo de querer ejercer poder sobre la gente común a través de la ignorancia y el miedo a lo sobrenatural. Hoy nos parece razonable que la medicina se haga cargo de los enfermos,  pero en esos años no había mucha diferencia en la sanación de las enfermedades del alma y la mente. En su lucha contra la superstición, la ciencia había decidido que las patologías de la mente tenían su origen en los órganos del cuerpo y no en cuestiones etéreas y desconocidas. De modo que

 

una neurosis, una depresión o una psicosis se explicaban por la forma  particular del cráneo del sujeto, la acción de ciertos fluidos del cuerpo o, en el caso de las mujeres, en la mala función de úteros y ovarios. Los delirios ya no serían más un problema espiritual, sino una enfermedad física que debía ser atendida en hospitales. Estas instituciones comenzaron a recibir enormes cantidades de personas en precario estado,  pero al no estar preparadas para tratar las patologías que aún no entendían, se convirtieron en verdaderos campos de concentración donde se experimentaba de las maneras más insólitas para lograr las curaciones a los desórdenes de personalidad. En los asilos mentales de Estados Unidos se podían encontrar  tratamientos mentales que incluían la castración, la remoción de costillas y músculos, y la extracción de grandes cantidades de sangre, donde se suponía que habitaban algunos de estos problemas. Esta solución, por  supuesto, calmaba a los sicóticos, ya que los dejaba exangües y al borde de la anemia aguda. La idea de la mente como un mecanismo y de la enfermedad como un «desencaje» de esa relojería, llevó a la idea del  shock   como tratamiento  posible cual si fuera el bruto que arregla un televisor a patadas. Y fue así como algunos tratamientos contra la depresión o la esquizofrenia incluyeron quemar el cuero cabelludo de pobres enfermos con hierros calientes, sumergirlos en tinas de agua con hielo durante horas, obligarlos a ingerir  grandes cantidades de purgantes y vomitivos y, tras el descubrimiento de la corriente eléctrica, el uso de los cinturones de electrocución y la aplicación de golpes eléctricos en distintas partes del cuerpo se hicieron frecuentes en  pacientes que, en muchos casos, pasaban años en tratamientos atroces,  prácticamente abandonados por sus familiares en estas instituciones sin el más mínimo estándar de salubridad. También en Estados Unidos, por 

 

ejemplo, muchos pacientes murieron congelados a lo largo de los años en que funcionó el asilo Overbrook, simplemente por la falta de calefacción en una zona donde la temperatura en invierno desciende varios grados bajo cero. O en Willowbrook, donde los enfermos vagaban desnudos por los  pasillos o reposaban en sus camas sobre sus propias heces y orina. O el tristemente célebre Bedlam londinense, que solo contaba con un balde para las necesidades y los enfermos graves debían convivir en la celda con sus desechos o, en su defecto, arrojarlos al pasillo. No era extraño tampoco que algunos pacientes murieran de hambre. Y no fue sino hasta 1850 cuando comenzó a desecharse el uso de grilletes y cadenas. Cualquier persona  podía llegar a parar a estas cárceles de pesadilla si la justicia, un médico o la propia familia decidía que esa conducta extraña o demasiado rebelde merecía internación. Un día podías despertar engrillado, semidesnudo y expuesto al horror del hacinamiento, rodeado de gritos y aullidos mañana y noche, de agresiones y abusos. Existe el registro de un paciente norteamericano que estuvo encadenado por el cuello a una barra vertical por  más de doce años en Bedlam, sin diagnóstico ni tratamiento alguno… La vida de cientos de seres humanos como tú o como yo se perdió en inenarrables torturas diarias en estos agujeros negros, verdaderos infiernos de medicaciones experimentales, atropellos, purgantes y degradación, todo supervisado por asistentes sin preparación que cumplían la labor más bien de guardias y reducidores. Los suicidios, las muertes repentinas, las sobredosis y los accidentes eran lo usual. Pacientes tragados por fosas comunes anónimas en los patios de las instituciones desaparecían diariamente tras las puertas de estas máquinas de moler cuerpos humanos. La peor parte la llevaban, sin duda, las mujeres. En el siglo XIX  ellas tenían prácticamente los derechos civiles de un niño. Dependientes de las decisiones de sus maridos o familias, casi no tenían derecho a nada fuera de

 

sus casas. A raíz de los incipientes movimientos por los derechos de la mujer, muchas esposas e hijas de esa época fueron encerradas en manicomios por padres y esposos para corregir sus conductas y opiniones rebeldes. Algunas instituciones las mantenían hacinadas y desnudas, sufriendo abusos sexuales y tratamientos que hoy entenderíamos como tortura. Muchas de ellas encontraron la muerte en tratamientos que incluían la ingesta de pastillas de mercurio, metal pesado altamente tóxico para nuestro organismo, o amarradas al giróscopo: una silla colgante que giraba vertiginosamente más de una vez por segundo durante largos minutos hasta  provocar vómitos, diarrea, jaquecas insoportables y pérdida del sentido. Por la ciencia de la época estas mujeres eran consideradas como depositarias de muchos males. Claudia Araya cuenta en su artículo «Mujeres, médicos y enfermedad mental en la segunda mitad del siglo XIX», que los procesos femeninos naturales como la menstruación, lactancia, menopausia o el propio embarazo, eran vistos médicamente como puertas a la enajenación mental y, por lo mismo, una mujer no era confiable. Los científicos de aquellos años establecieron una relación entre el útero y ovarios con la locura, la inestabilidad y cierta inoperancia social que le dio  base científica a una brutal discriminación de género. Como dice Claudia Araya, los doctores insistían en que ya el solo hecho de poseer útero las  predisponía a la neurosis, llegándose en esa época incluso a la extirpación de los órganos reproductores para tratar una depresión. En Chile, el afamado doctor Pedro Lautaro Ferrer, por ejemplo, recomendaba los baños eléctricos como tratamiento para curar los desequilibrios mentales indicando «… la electrización de los puntos dolorosos […], poniendo el polo diferente en los ovarios, útero o vagina».  No es de extrañar entonces que el doctor Armstrong, tras auscultar a Carmen Marín, arguyera por su parte, con cierto dejo de desprecio, que «él

 

se llevaría a la Carmen a un hospital de locos, le pondría ahí cadenas y la entregaría buena en quince días». Asimismo, no vale la pena referirse a los procedimientos eclesiásticos y los brutales mecanismos de la fe, aún más arbitrarios y destructivos, porque requerirían un capítulo aparte. Para decirlo de un modo sencillo, Carmen Marín se encontraba completamente indefensa en manos del siglo XIX, y en medio de dos fuegos enemigos: la ciencia versus la fe. Por entonces, ninguno de los dos  preparados para enfrentar algo así. Era julio de 1857. Carmen yacía en un colchón tirado en el suelo, expuesta e ignorante de que afuera de los muros de su pieza, en la ciudad, las dos partes en pugna se preparaban para el enfrentamiento. Abrió los fuegos el doctor Laiseca, quien ingresó al hospicio y  permaneció diez minutos con ella. En ese lapso le tomó el pulso, le hizo dos o tres preguntas y rechazó quedarse para observar uno de los ataques. Zisternas le contó que la joven había tomado una brasa al rojo vivo y, sonriendo, le devolvió solo ceniza, sin presentar daños. El doctor se retiró ofuscado. Su diagnóstico: un simple caso de histeria. Luego fue el turno de los médicos Ríos y McDermott, en cuya presencia se leyó el Evangelio de San Juan para detener los síntomas. Ambos facultativos se retiraron de inmediato. Ríos no emitió informe y, diez días después, McDermott envió una carta de pocas líneas diagnosticando histeria. Lo mismo hizo Sazié. Eleodoro Fontecilla y Zenón Villarreal ni siquiera aventuraron un diagnóstico. La mayoría de ellos fue testigo de los horribles ataques de Carmen y también del aparente milagro que obraba sobre estos la lectura del evangelio. Algunos presenciaron su capacidad de identificar agua bendita del agua regular y su rechazo total a ser siquiera tocada por la primera con aullidos y contorsiones, mientras la segunda no

 

 producía efecto alguno. El propio doctor Fontecilla escondió una cruz en uno de dos paquetes de papel idénticos y pudo comprobar que  La  Endemoniada era capaz de distinguir perfectamente el que contenía el objeto sagrado del que no. Zisternas permitió que los médicos la auscultaran, interrogaran y sometieran a pruebas de todo tipo. Sus exámenes incluyeron presión en puntos dolorosos, aplicación de vendas con emplastos de pimienta negra —muy irritante—, e incluso la introducción de alfileres hasta la cabeza en brazos, piernas y columna vertebral. Ninguna de estas pruebas registró la más mínima queja o gesto de dolor en la mujer. Tampoco, según declaración de los propios médicos, dejaron en ella marca alguna. Lo que sí pudieron constatar fue la presencia de «algo», un cuerpo redondeado y duro que parecía moverse independientemente por el abdomen de la joven, haciendo ruidos y chasquidos similares al agua  batiéndose al interior de un tonel. ton el. Certificaron que, con razones o sin ellas, los ataques concluían y sus signos vitales volvían a la normalidad cada vez que Zisternas leía el Evangelio de San Juan, en particular cuando llegaba a la frase: « Et verbum caro factumest et habitavit nobis» —«Y el verbo se hizo carne y habita en nosotros»—, momento en que la enferma hacía crisis, manifestaba todos sus síntomas y se derrumbaba sobre el lecho. Mientras tanto, la gente se agolpaba no solo en el exterior del hospicio, sino afuera de la habitación misma a la espera de este verdadero duelo entre curas y médicos. Autorizadas por Zisternas, cientos de personas esperaban  para presenciar los ataques de la mujer, en un espectáculo que tomaba colores grotescos e incomodaba más y más a las partes. Las acusaciones mutuas fueron tomando espesor, y mientras la estrategia del cura consistió en victimizarse e insistir en su buena voluntad frente al caso, los médicos blandieron argumentos de todo tipo para desacreditarlo.

 

El doctor Tocornal, por ejemplo, acusó al sacerdote de magnetizar   a la  joven para provocarle los ataques. «Porque hoy día todo el mundo sabio reconoce como una verdad práctica, testificada por comisiones especiales de la Academia de Medicina de París […] la existencia del magnetismo animal», dijo. El doctor García continuó con esta tesis agregando que «El magnetismo es un fluido sumamente sutil, repartido en todas las criaturas y acaso en todos los seres […] susceptible de acumularse en una persona, bajo la influencia de la voluntad de otra». Y luego concluyó con una hipótesis científica  que nos aclaraba la oscuridad del conocimiento de esos años al afirmar: «Existiendo un fluido magnético en todo el globo y pudiéndose magnetizar a largas distancias, podría suceder que uno de esos grandes magnetizadores de Europa o de Norteamérica estuviera desde allá magnetizando a la Carmen». De un modo u otro, los médicos de la época profesaban una fe ciega en el credo científico, entregando muchas veces diagnósticos y tratamientos que no distaban tanto de las pócimas e interpretaciones de brujos y chamanes,  buscando con tozudez explicaciones materiales más allá, incluso y  paradójicamente, de lo racional. Los doctores Padin y Barañao, finalmente, admitieron que la medicina no  bastaba para identificar los síntomas de la joven. Y solo el doctor Benito García Fernández, en un informe emitido el 30 de agosto de 1857, dijo que la enfermedad no era fingida, natural o nueva, sino que efectivamente «la Carmen Marín es una endemoniada». Zisternas, por su parte, concluyó que los médicos no habían conseguido llegar a un diagnóstico acertado y mucho menos a proponer un tratamiento que ofreciera alguna esperanza. En razón de ello decidió que el día 1 de agosto iría al Hospicio de las Hermanas de la Caridad de Santiago y

 

ejecutaría, según el ritual romano aprobado, un exorcismo en forma para expulsar al demonio del cuerpo de esa pobre joven casi anónima, que tenía revolucionada a la sociedad de la época. Pero ¿quién era Carmen Marín? ¿Quién era esta joven de dieciocho años, descrita como de estatura mediana, hermosa, piel blanca y cabellos negros, cuerpo bien conformado y carácter frágil? Lo poco que sabemos de ella —una mujer tímida y de maneras suaves cuando no estaba bajo los ataques descritos—, apenas nos permite distinguirla a través de la bruma de los años. Es, para nosotros, una desconocida. No sabemos qué pensaba ni qué anhelaba. No conocemos su rostro. Solo sabemos que fue una vela que se encendió durante unos días tormentosos para apagarse entre la muchedumbre unos pocos meses después de los hechos hace ya más de cien años. Y que fue una más entre las miles de vidas trágicas cortadas por la rudeza de un tiempo incomprensiblemente más duro y áspero del que nos toca vivir. Carmen Marín nació y a los pocos meses quedó huérfana de madre y  padre. Fue entregada al cuidado ajeno en casa de una tía, quien a los doce años la entregó como interna a las Monjas Francesas del puerto de Valparaíso. Allí fue sometida a la árida educación católica de la época, mucho más árida para una mujer, que además era huérfana y pobre, destinada a la servidumbre, la prostitución y a una muerte joven por causa de alguna enfermedad infecciosa de las que en Chile sobraban. A las pocas semanas de ingresar al recinto de las monjas, vivió su  primera menstruación con todos los prejuicios y condenas al respecto. Fue cercano a estos días cuando la niña, abandonada y sometida a presiones extremas, se vio caminando sola por los pasillos del colegio, en la oscuridad de la noche, hacia la capilla para velar al Santísimo Sacramento y rogar por  el perdón de sus pecados. Un día, a las once de la noche, luego de un rato

 

de oración hincada frente al sagrario en medio de la penumbra de las velas, Carmen abrió los ojos sobresaltada por el fuerte ruido de ladridos de perros que parecían provenir de todas direcciones. Un miedo que jamás había sentido la hizo ponerse de pie. Escuchó luego un griterío de risas y voces de algo que le pareció un grupo de hombres ebrios burlándose tras los muros. La niña corrió, huyendo, hacia la habitación que compartía con compañeras, y se acostó tapada hasta arriba presa de un temor completamente desconocido. Pasada la medianoche, un agudo zumbido en el oído izquierdo  parecía atravesarle el cráneo. Y en la niebla de sus sueños se le presentó un demonio horrendo que la atacó. Carmen abrió los ojos gritando, saltó de la cama y atacó a sus compañeras de cuarto. Todo fue un griterío en la oscuridad que concluyó con el ingreso de monjas armadas de candelabros. Cayeron muebles, se rasgaron vestidos y Carmen fue reducida con mucho esfuerzo. Esa noche comenzó un largo y aterrador camino de seis años por el  bosque oscuro de la sanación decimonónica. Las monjas, en primera instancia, convocaron a un médico que le abrió las venas para desangrarla y sacarle el mal. Luego la sometieron a baños de lluvia a la intemperie y le aplicaron bolsas de hielo y nieve en la cabeza por horas, que le provocaron intensas migrañas. Sin saber qué más hacer, las religiosas desistieron y la expulsaron. Su tía intentó curarla con brebajes tóxicos de meicas  locales que, por supuesto, también fracasaron. Ella también la abandonó. La niña, ya de catorce años, pasó a vivir con su hermano quien, aburrido de lo que él consideraba una farsa, la encerró y golpeó tan brutalmente que los propios vecinos irrumpieron en el hogar para detener la golpiza. La imagino llorando de noche en su habitación sin entender nada. ¿Habrá  jugado con muñecas?, ¿habrá aprendido a leer? Su hermano entonces la dejó al cuidado de brujos y adivinos. Vivió ocho

 

días en casa de una curandera que intentó sanarla con tecitos de agua  bendita y piedras de altar molidas. En otro hogar sustituto fue acosada por  el hijo de la dueña de casa que, aprovechando uno de sus ataques, abusó sexualmente de ella. ¿Se habrá enamorado alguna vez? Su familia, finalmente, la arrastró al hospital de Valparaíso, donde fue  prácticamente abandonada. En este lugar fue sometida a tratamientos diarios tan duros —incluida la aplicación de sanguijuelas, esos gusanos negros con una gran boca dentada que te muerde y succiona tu sangre hasta hincharse, detrás de las orejas y en diferentes partes del cuerpo— que la niña no lo soportó más. Un día decidió, quizá llorando, amarrarse una cuerda al cuello, anudar el otro extremo al pilar del catre y dejarse caer. Fue encontrada horas después, inconsciente y con la piel azulada, pero viva. Por  supuesto, la institución no se hizo cargo de su dolor y la expulsó de inmediato. Semejante ofensa a Dios no podía ser tolerada. El rastro de Carmen desapareció luego de salir del hospital. Estaba sin ayuda, sin dinero, sin familia. Con dieciséis años y sola en el mundo, se le  presumía una corta vida, entre delincuentes y prostitutas. Pasado el tiempo la volveremos a encontrar en Santiago, en el Hospital San Borja, enferma de viruela. El azar había querido que, con anterioridad, durante uno de sus ataques, un sacerdote leyera el Evangelio de San Juan al niño de la cama contigua. Y no pudo dejar de notar que, al llegar a la frase «et verbum caro est et habitavit nobis », la joven convulsa de al lado se derrumbaba como golpeada por una fuerza invisible. A poco andar, el rumor sobre la espirituada, la poseída, la endemoniada, terminó por llevarla al Hospicio de las Hermanas de la Caridad. Fue ahí donde se encontró con el arzobispo de Santiago, Raimundo Zisternas, que en esos instantes se encontraba en sus habitaciones orando y preparando todo lo necesario para

 

darle término al largo camino de una joven que, con dieciocho años, había soportado una vida atroz. Era el 1 de agosto de 1857. Ha pasado un año desde que la Endemoniada de Santiago fuera encontrada en el Hospital San Borja. Eran las 19.30 de la tarde. Los doctores Carmona, Barañao y García golpeaban los portones del hospicio, que estaba cerrado para impedir el acceso a una multitud que se había vuelto inmanejable. Ya casi perdían las esperanzas de ingresar cuando las gruesas láminas de madera se abrieron para darles paso. Ya habían estado antes ahí, al mediodía, haciendo pruebas y tratamientos en la enferma sin resultado alguno. Zisternas les dio una última oportunidad. Era la última noche, antes de que él tomara el control y fueran testigos de un exorcismo en toda regla. Al interior se encontraban los doctores Tocornal y Fontecilla. Al medio de la habitación, Carmen Marín yacía acostada boca abajo sobre un colchón en el suelo. Los doctores fueron sorprendidos apenas entraron: la mujer  sostenía su cuerpo rígido en el aire, apoyada solamente en manos y pies. Se quejaba. Vestía camisón blanco de dormir y un pañuelo tejido le cubría los hombros. Por cerca de una hora los médicos aplicaron en la piel de la espalda vendas embadurnadas con pimienta negra y le enterraron agujas, dándole a oler éter, cloroformo y otros químicos sin conseguir efecto alguno. Le dieron masajes en puntos dolorosos, la auscultaron y provocaron desangramientos. Pero nada. La mujer se levantó y deambuló por la habitación con los ojos inyectados en sangre, las pupilas dilatadas y movimientos de sonámbulo. Por momentos podía distinguirse en ella el ceño fruncido, como el de alguien que busca despertar de una pesadilla incómoda; en otros, ensayaba una risita burlona y murmuraba insultos. Le detectaron cien latidos por minuto en reposo. Mucha sed. Alrededor de las nueve y media de la noche, Zisternas se puso de pie y

 

dio por cerrada la intervención médica. Había llegado su turno. Enfrentando cara a cara a Carmen Marín, que entonces permanecía sentada balanceándose con la mirada perdida, Zisternas habló con voz  potente, de mando, como dirigiéndose a esa otra persona que parecía habitarla.  —¿Tengo  —¿T engo yo facultades para echarte? —preguntó. La mujer no respondió, pero sí hizo gestos de incomodidad y esquivó su mirada.  —En el nombre de Dios, ¡¿tengo yo facultades para echarte?! —insistió con voz aún más profunda. La mujer se removió nuevamente y demostró una marcada repugnancia  para obedecer. obedecer. De pronto abrió la boca y balbuceó:  —Sí. Zisternas abrió el libro que tenía entre las manos.  —¿A qué signo obedeces? —debió preguntar tres veces antes de obtener  una respuesta de mala gana.  —Al Evangelio de Juan —respondió Carmen enfatizando el nombre de  pila sin el San y agregando insultos a los allí congregados.  —¿Por qué atormentas a la Carmen? —volvió a inquirir el cura. Silencio. Risitas. Insultos en voz baja. Gestos rápidos y miradas a los ojos de cada uno de los presentes. Zisternas repitió la pregunta:  —¿Por qué atormentas a la Carmen? El silencio permitía escuchar el siseo de la respiración áspera de la mujer.  —Solo para probar su paciencia —dijo la voz. La atmósfera en esa habitación la hacía parecer como la única pieza

 

iluminada en toda la capital. No volaba una sola mosca en Santiago. Zisternas sabía que el demonio tenía sus minutos contados. Le preguntó:  —¿Cuándo volverás?  —Dentro de un año y medio —dijo este.  —¿Volverás bajo la misma forma?  —¿Volverás La mujer sonrió y dijo:  —Eso nunca se sabe. Zisternas desvió su atención de la mujer y pidió a las religiosas presentes que entonaran cánticos religiosos en francés, cantos que Carmen acompañó con burlas, risas y enojos mientras el cura besaba la estola y avanzaba hacia la mujer con el libro abierto en las manos.  —  Exorcí  Exorcízo zo te, inmundíssim espiritus, omnis incúrsio adversárii, omne  phantasma, omnis legio, in nómine Dómini nostri Jesu Christi erra erradicár dicáre… e… Al oír las palabras, Carmen Marín comenzó a gesticular, gruñendo y sacudiéndose cada vez más bruscamente. Cayó de espaldas, se golpeó horrorosamente el cráneo contra el suelo de piedra y empezó a arrastrarse como una larva, sin usar pies ni manos, dándose de cabezazos contra el suelo como un bulto furioso y convulso. Los presentes retrocedieron espantados.  —  Audi ergo, et time, sátana, inimíce fidei, hostis géneris húmani, mortis addúctor, vitae raptor… La masa de gruñidos y espasmos intentó salir del cuarto reptando entre las piernas de los asistentes, pero Zisternas detuvo la lectura y, a duras  penas, entre varios, lograron regresarla al colchón. Pero no pudieron impedir que continuara retorciéndose con mucha violencia.  —¡Detente en el nombre de Dios! —gritó el sacerdote. La mujer obedeció, pero a cada reinicio de la lectura del ritual romano de

 

exorcismo debió pedir calma y silencio en nombre de Dios. Finalmente, Zisternas concluyó con las palabras:  —  Ab insídiis diabolis, diabolis, líbera nos, nos, Domine. Carmen resoplaba, agotada. Los médicos, unos conmovidos, otros incrédulos, todos consternados, observaban en silencio. Eran pasadas las diez de la noche cuando Zisternas, sin pronunciar   palabra, abrió el Evangelio de San Juan. Las hojas parecían crepitar  mientras buscaba la página de inicio. El sacerdote respiró hondo y comenzó la lectura que debería reducir y expulsar aquello, lo que fuere, que habitaba en el interior del despojo de mujer que yacía enfrente.  —  In principium erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat  Verbum… Lo que ocurrió en la celda apenas comenzaron a sonar las palabras fue descrito, por crédulos e incrédulos, como una experiencia horripilante. Carmen Marín convulsionó como nunca antes entre gestos y aullidos violentos que erizaron los cabellos de todos. Una contracción espasmódica la encorvó hacia atrás, la cabeza buscó los talones, las coyunturas crujieron, dedos y facciones del rostro se deformaron por completo, los ojos se movieron a toda velocidad en sus órbitas blancas y la boca se abrió como un plato. Carmen Marín gimió y gruñó como un animal herido.  —  Erat lux vera, quae quae illuminat oomnem mnem hóminem… El vientre de la mujer comenzó a moverse y a rugir. Una masa imposible de identificar se desplazaba libremente por su abdomen, dando saltos, hinchándose y deshinchándose en pulsos violentos. Las monjas rezaban en voz alta.  — Quot Quot quot autem recepérunteum, dediteis potestátem fílios Dei fieri… El cuello de la mujer se hinchó de modo extraordinario. La cara, amoratada y contrahecha, emitió gárgaras y chasquidos secos. Aquel cuerpo

 

tenía hasta el más mínimo músculo crispado. La respiración suspendida «formando el todo un conjunto horrible y espantoso», escribiría en su informe el doctor García. La habitación fue por momentos un universo aparte que incluía alaridos, insultos y obscenidades. Zisternas alzaba la voz sabiendo que pronto llegaría el final. Pero, haciendo alarde de su control sobre lo que ocurría a su alrededor, recitó nuevamente el inicio del versículo catorce:  —  Et verbum caro caro factumest… Pero no lo concluyó, dejando a la mujer suspendida en un gesto horrendo  por un par de minutos, tiempo suficiente para que uno de los presentes, el  pintor Alejandro Cicarelli, bosquejara la situación. Zisternas cerró entonces los ojos y continuó el conjuro:  — … et habitavit nobis. Carmen se derrumbó sobre sí misma, casi muerta, con el rostro tranquilo y algo amoratado. Algunos doctores se acercaron a constatar lesiones, mientras otros se retiraron ofuscados sin pronunciar comentario alguno. Los menos se quedaron pasmados, intentando recuperarse de la experiencia. Al cabo de unos minutos, la mujer despertó como si nada hubiera ocurrido. Nunca recordó nada, nunca sintió nada. Hoy sabemos que jamás volvió a tener un ataque. El cura se quedó largo tiempo en la habitación, observando a la joven. Tenía el rostro cansado, la frente sudada. La prensa liberal de la época continuó desacreditando a Zisternas y su «Farsa religiosa», y los médicos elaboraron informes contradictorios entre sí hasta el final de ese año. Eso sí, dejaron en claro también que la ciencia aún no estaba preparada del todo para enfrentar este tipo de situaciones. La guerra entre religión y ciencia continuó hasta bien entrado el siglo

XX.

 

La psiquiatría demoró un poco más en ganarse un reconocimiento limpio de dudas en torno a las enfermedades espirituales  —los electroshocks y lobotomías hasta mediados de los cincuenta no ayudaron mucho— para llegar a constituirse en la disciplina respetada que es hoy. El punto es que alguna vez en Chile se jugó un partido cerrado entre Dios y el Diablo, con prensa, público y controversia. Un combate entre ciencia y superstición en el primer exorcismo documentado y analizado de Latinoamérica. Pero ¿qué fue del campo de batalla sobre el que se peleó este conflicto trascendente? ¿Qué pasó con la verdadera protagonista? Lamentablemente nunca más se supo de Carmen Marín. Una vez que dejó de haber interés en su condición, desapareció en la noche de la historia.  No sabemos si se casó, si pudo rehacer su vida o si debió huir h uir de Santiago y del estigma que la marcó frente a la rígida sociedad de un país duro con su gente. La Endemoniada de Santiago, tras seis años de maltratos en nombre de la religión y la ciencia, simplemente se desvaneció.

 

¿ESCLA SCLAVOS VOS AFRICANOS PELEARON EN LA INDEPENDENCIA DE CHILE?

 

Hace algunos años me topé con un artículo de origen europeo escrito a  principios de los años treinta que alababa a Chile y Argentina por sus gobiernos y logros productivos. En uno de sus párrafos más insólitos afirmaba que una de las razones por las que estos países se distinguían del resto de Latinoamérica, era porque se habían desecho de sus indígenas y nunca habían tenido población negra importante. Nada raro si pensamos que por esos años los fascismos de Hitler, Mussolini y Franco campeaban en popularidad. Pero la idea me quedó dando vueltas: ¿hubo negros en Chile? Y si los hubo, ¿adónde se fueron? Por su parte, nuestros beneméritos historiadores clásicos, Barros Arana y Encina, decían —e insistían— que la presencia negra no había sido significativa, que morían debido a la dureza del clima, que casi no habían tenido descendencia y menos relevancia en nuestra historia, especialmente en la reciente.  —Oiga, don Diego Barros Arana, pero acá en los censos del siglo XVII  puedo ver que había más de veintiún mil negros en Chile para p ara cuando nació O’Higgins.  —Nada, nada. Que la mayoría estaba solo de paso. Se concentraban en Mendoza y los llevaban a embarcarse a Valparaíso. Porque allá en Argentina, ahí sí que estaba lleno de africanos. No acá.  —Pero, ¿y los mil doscientos esclavos que tenían solo los jesuitas cuando fueron expulsados en…?  —A esos los enviaron todos al Perú.  —¿Y los…?  —¡Que no hubo negros en Chile, joder! Francisco Encina tampoco se quedaba atrás por más que reconociera una amplia presencia negra durante la Colonia. El prestigioso historiador 

 

negaba que la raza chilena, como él la denominaba, estuviera contaminada  por la, en sus palabras, «inferioridad física y moral del negro». Encina  pasaba luego a explicar que los negros no constituían un problema porque morían rápidamente por el frío, la tuberculosis y el alcoholismo. «La eliminación del negro fue un gran bien para la raza chilena», señaló uno de los pilares de la historiografía nacional. Sobre la base de este razonamiento, queda claro por qué en la historia chilena tradicional no aparecen negros, y si los hubo se plantea que fueron  pocos e irrelevantes. No obstante, una inocente visita al Museo Histórico  Nacional, ese precioso edificio frente a la Plaza de Armas de Santiago, enciende todas las alarmas. Ahí, en una pared del museo, una gran pintura de José Tomás Vandorse llamada Batalla de Chacabuco, ejecutada en 1863  —es decir, a menos de cincuenta años de los hechos—, recreaba el enfrentamiento entre los malditos realistas y el glorioso Ejército Patriota de Los Andes compuesto por dos batallones de… ¡¿soldados negros?! Tenía que ser un error, porque a nadie le enseñan algo así en la escuela. ¿Estaría dañada la pintura? No, ahí podía distinguirse claramente a los oficiales  blancos mandando a la tropa compuesta por africanos de lustroso color  oscuro. La segunda pista surgió durante una en visita al Palacio Laque Moneda entrevistar a una autoridad. Esperando un gran salón,de noté en unapara de las paredes estaba colgado el famoso cuadro  Jura de la Independencia, de fray Pedro Subercaseaux, donde se escenificaba la ceremonia realizada en la Plaza de Armas de Santiago, el 12 de febrero de 1818, con O’Higgins y San Martín a la cabeza de tan solemne momento… Bien, O’Higgins en realidad estaba en Talca ese día, pero eso no es lo importante. El punto es que, gracias al gran tamaño del cuadro, pude ver por primera vez en detalle, en la esquina inferior derecha, que una banda militar, algo tostada, diría yo,

 

aparece de espaldas. Pero el artista, en un gesto claramente reivindicador,  pintó al tambor mayor girando su cabeza —como si «mirara hacia la cámara»— para que pudiésemos comprobar sin duda que se trataba de un africano en uniforme patriota. Él y todos los músicos. ¿Qué es lo que pasaba? ¿Dónde estaban esos soldados en la historia que nos enseñaron? ¿También nos dirían que eran pocos e irrelevantes? La verdad es que los gloriosos batallones n.° 7 y 8 «de negros libertos» eran casi UN TERCIO  del total de soldados que cruzó la cordillera con San Martín y peleó por nuestra Independencia. Algunos aventuran incluso que fueron muchos más. Y, a diferencia de lo que se enseña también en Argentina, la mayoría eran africanos provenientes de Guinea o el Congo, como se lee en la lista de bajas de la batalla de Chacabuco. Pero ¿de dónde salieron? ¿Qué hacían batallones completos de negros africanos combatiendo en Chile en 1817, ayudándonos a derrotar a las fuerzas realistas del Imperio español, peleando junto a O’Higgins? Para entender esto mejor debemos cruzar a Mendoza y bucear en otro mito, esta vez argentino. La historia oficial al otro lado de la cordillera dice que el Ejército de Los Andes se habría levantado gracias a la colaboración desinteresada de los terratenientes patriotas financiado conpara las joyas quealas de Mendoza habrían sacadoy de sus ajuares donarlas tandamas noble nobles causa. La verdad fue que esas joyas no financiaron ni cien de las diez mil mulas que incluía la operación. Porque para mover a miles de soldados, alimentarlos, armarlos y vestirlos durante años, se requería una enorme cantidad de dinero que nadie todavía tiene muy claro de dónde salió. Pero esa es otra historia. Un segundo mito heroico dice que San Martín ofreció la libertad a todos los esclavos que se unieran a la causa. La historia bonita sugiere la postal de

 

esclavos libertos sumándose voluntariamente al sueño independentista latinoamericano, inflamados de pasión patriótica. Pero la verdad de nuevo fue otra: angustiado por el escaso contingente militar que había logrado reunir, San Martín concluyó que la única forma de generar el volumen ofensivo necesario para armar un ejército competitivo era confiscando a los esclavos de sus dueños, sin preguntar nada a los involucrados. La conversación fue entre patrones. Y la tuvo difícil. «No hay remedio, mi buen amigo. Solo nos puede salvar el poner a todo esclavo sobre las armas», escribió San Martín a Godoy Cruz el 12 de junio de 1816, a solo seis meses de la fecha proyectada para la invasión a Chile. La angustia se respiraba en esas líneas. Desesperado, San Martín buscó el apoyo del presidente de las Provincias Unidas de La Plata, Pueyrredón, para tener el poder de requisar esclavos, quien finalmente se lo otorgó. Lo que siguió a continuación fue una lucha feroz contra los terratenientes, que se negaban a entregar aquello que consideraban de su propiedad: hombres, mujeres y niños que los enriquecían al trabajar sus campos a cambio de comida y un techo. Incluso la Iglesia, la piadosa congregación del Señor, se negó terminantemente a entregar a los cientos de esclavos de su propiedad que hacían producir sus cosechas, elaboraban sus vinos y les limpiaban la ropa, el suelo, las letrinas sin y sus vidas. Las razones erancaería, las desesiempre: si dejaban a los aristócratas esclavitud, la producción perderían trabajos y los más pobres sufrirían. Siempre tan humanitarios ellos,  pensando en los pobres. pob res. Pero la porfía de San Martín continuó incluso hasta  presionarlos por la fuerza. Desató lo que luego se llamaría «El golpe de los esclavos», y ese mismo año emitió un decreto que obligaba a los  propietarios de esos seres humanos a entregar dos tercios de su planta de trabajo para servir de carne de cañón al ejército. La edad de reclutamiento

 

se amplió de dieciséis a treinta y cinco años a un más amplio margen de catorce a cincuenta y cinco. Mediante este decreto, San Martín aumentó entonces en un tercio el volumen de su tropa, con esos esclavos que se convertirían en los poco reconocidos Batallones n.° 7 y 8 de negros de Mendoza. Al mando, por  supuesto, estaban oficiales blancos encabezados por Pedro Conde y Ambrosio Crámer, ambos a su vez bajo el mando, aunque usted no lo crea, de nuestro Bernardo O’Higgins. Más de mil quinientos esclavos, muchos de los cuales ni siquiera hablaban español, no entendieron nada cuando les pasaron un uniforme, les entregaron un arma y les dijeron que ahora eran libres…, pero que serían fusilados si se negaban a combatir. La gran mayoría eran jóvenes, pero también había niños asustados, como Miguel Pestana, de diez años, o Antonio Moslera, de solo ocho. Gran parte de la generación anterior, sus  padres y especialmente sus abuelos, había nacido en África, pero de pronto fueron secuestrados desde sus playas y tierras ancestrales, separados de sus familias y arrojados a las bodegas de un barco en una vorágine de gritos, cadenas, puertos y caminatas en fila hacia otros barcos en mundos extraños, con personas horribles, ropas diferentes e idiomas insólitos. Solos, niños y  jóvenes, sin entender conmientras sus parientes y amigos muriendo de enfermedades atroces a nada, su lado, eran subidos a golpes a vagones  para comenzar nuevas caminatas cargados como animales, sin letrinas, sin cuidado alguno, hacia destinos desconocidos. Luego, en estos confines, solos, sin sus madres, eran vestidos, desvestidos y revisados. Y ahora les entregaban un fusil y les ordenaban cruzar una cordillera para matarse sin saber por qué causa. San Martín les tenía cariño. Los encontraba bravos y encaradores,  perfectos para ir en la avanzada directo a la muerte. Su simpatía llegó

 

incluso a escandalizar a los republicanos oficiales, que vieron con horror  cómo San Martín permitía que negros pudieran ascender a cabos o sargentos. Si esto de la igualdad tampoco era para tanto. Pero la apuesta del prócer no era errada; efectivamente los batallones n.° 7 y 8 resultaron cruciales en Chacabuco. Sufrieron numerosas bajas, es cierto, pero destacaron por su valentía. Imagino a San Martín en su tienda brindando por aquellos bravos soldados que luchaban y morían por la libertad de América, mientras se dejaba atender por su esclava personal, María Demetria, una de las muchas que cruzaron junto al Ejército Libertador de Los Andes y de las que sabemos prácticamente nada. Esfumadas de la historia como fantasmas cabizbajos, bandeja en mano. Hoy tiene un sabor agridulce saber que nuestros libertadores también fueron dueños de esclavos y que seguramente fueron atendidos por ellos en ese primer descanso en la campaña. La historia no avanza a saltos, el cambio cultural no es fácil. Pero lo intentaban, pucha que lo intentaban, y con honesto esfuerzo. Aun así, la esclavitud en Chile distaba de la imagen que tenemos en mente después de tanta película bíblica o historias sobre las plantaciones de algodón Enjusticia: este lado del mundo, esclavos podían acceder anorteamericanas. ciertas formas de demandar a suslos dueños por trabajo excesivo o crueldad; comprar incluso su libertad si el tribunal aceptaba la  petición y, y, si no tenían dinero para los trámites, acogerse al patrocinio de un «protector de esclavos» que los representaría sin cobrar por sus servicios. También podían casarse con quien quisieran y denunciar los abusos sexuales de sus patrones. La propia Quintrala, Catalina de los Ríos y Lisperguer, debió enfrentar a los tribunales, entre otras razones, por abusos y muerte de esclavos en su hacienda de La Ligua. Pero que esto no sirva de

 

excusa. La situación, fuera como fuera, era denigrante y los esclavos estaban en evidente desventaja, aun cuando leamos en el trabajo de la historiadora Carolina González, en su libro  Esclavos y esclavas demandando justicia, que no era inusual que esclavos le ganaran las demandas a sus dueños e hicieran valer el precario puñado de derechos que los amparaba. Además, era por todos reconocida la superioridad de los negros en los trabajos manuales, los domésticos y puestos de confianza en las haciendas. Estos oficios, que aprendían en cautiverio, los aprovechaban cuando accedían a la libertad y muchos se sumaron a la capa de artesanos, sastres, carpinteros y barberos que comenzaban a construir un nuevo estrato social. El prestigio social necesario también lo buscaron en el ejército. Y acá debemos detenernos para entender en qué consistía el espectro de castas de la época. No era lo mismo un moreno que un zambo ni un zambo que un mestizo.  Morenos  Moren os eran los negros africanos y sus descendientes sin mezcla.  Mulatos o pard  pardos os eran los hijos de negros con blancos o mestizos.  Zambos eran mezcla de negros con indígenas.  Mestizos eran hijos de indígena y blanco. Retrocedamos, pues, a 1814, un año desastroso. Los realistas continuaban su avance, derrotando una yfueotra vez aprisionero los patriotas, que retrocedían de espaldas a Santiago. Carrera tomado por los españoles. Logró escapar, pero perdió batallas y fue destituido del mando del ejército patriota  por inepto (hay que decirlo). Junto a él combatió el Batallón Infantes de la Patria, compuesto por pard  pardos os que se pasaron al bando realista. El país sufría  por las cosechas quemadas, el comercio dañado por la guerra y la falta de víveres. Los soldados morían, escapaban o simplemente caían, incapaces de seguir adelante por el hambre, el frío y la carencia de pertrechos. Carrera, desesperado, tomó la misma decisión radical que dos años después

 

adoptaría San Martín: con una revolución a punto de colapsar, decidió crear  un batallón de infantería con esclavos confiscados a sus amos. Es cierto que en 1811 Carrera había declarado la libertad de vientres, según la cual todo aquel que naciera en Chile (desde y/o a partir de esta fecha) era hombre libre. Pero ello no aplicaba a los que ya eran esclavos. Y a ellos apuntó Carrera. Bajo decreto ordenó que le fueran entregados todos los esclavos hombres mayores de trece años para «liberarlos de la infamia» de la esclavitud. Luego les puso un arma en las manos y los mandó a morir al sur, no sin antes pagarle por su libertad al antiguo dueño en cómodas cuotas mensuales sacadas del propio sueldo de los soldados. Pero pasaban los días y los esclavos que llegaban eran muy pocos. La idea de obtener la libertad a cambio de ir a una guerra suicida no era muy atractiva, de modo que la pasión libertadora de nuestro prócer explotó y emitió un decreto que rezaba: Los esclavos que prefiriesen la ocultación cobarde antes que alistarse en las legiones de la Patria […] serán castigados con cien azotes, tres años de presidio [y aquí la cosa se pone surrealista] Y PERPETUA ESCLAVITUD AL SERVICIO DEL GOBIERNO .

Finalmente, el Batallón de Ingenuos de la Patria, como se le llamó, se formó con estos elementos,   significaba que había nacidoa libre, chiste extraño para un donde cuerpoingenuo formado por exesclavos obligados vestir uniforme so pena de cárcel y azotes. Así, los negros fueron enviados al sur, pero ya no podían frenar lo inevitable. Era fines de 1814 y en octubre tanto el Ejército como el sueño  patriota chileno fueron despedazados en Rancagua. El caos se hizo presa de la sociedad de la época. El temor a las represalias que tomarían los españoles aterrorizó a las familias involucradas. En pocos días se robaron los dineros públicos y la ciudad sucumbió en una vorágine de violencia,

 

saqueos e incendios mientras las tropas realistas entraban en Santiago y, lentamente, volvían a apretar el puño sobre el control del país. Juzgaron, exiliaron, fusilaron y encarcelaron a cientos de involucrados —o no— en la fallida revolución. Los que pudieron, militares y no pocas familias, huían con lo puesto a Mendoza, perseguidos por piquetes realistas. A algunos mulatos y negros de los batallones de infantes les tocó proteger la retaguardia del éxodo chileno que cruzaba los pasos cordilleranos junto a Carrera, con tiroteos, emboscadas y escaramuzas. Pocos negros y pardos arribaron a Mendoza junto a la fila de harapientos aristócratas y artesanos patriotas que lograron huir. Una vez allí, fueron destinados de inmediato a los regimientos n.° 7 y 8 de negros, de los que ya hemos hablado. Pero la mayoría de estos primeros cuerpos de negros  patriotas murió en los combates co mbates de d e la Patria Vieja o eran prisioneros en las horribles cárceles de la época. Quienes cruzaron a Mendoza volvieron a recibir uniformes e instrucción durante dos años para… cruzar penosamente una vez más la cordillera de regreso, en el gigantesco esfuerzo colectivo que fue el Ejército de Los Andes, para morir o sobrevivir liberando a Chile. Luego del triunfo, en la primera batalla por la Independencia de Chile en Chacabuco —febrero de 1817—, entre los batallones que yingresaban Santiago liberado, haciendo retumbar el suelo con sus botas levantandoa nubes de polvo a su paso, se escuchaba música. Dos bandas instrumentales alegraban la monotonía militar con valsecitos y sones criollos. Una de ellas estaba compuesta exclusivamente por negros. Rafael Vargas, un riquísimo hacendado mendocino que importaba africanos bantúes para su predio, había enviado a dieciséis de sus esclavos más talentosos a estudiar música a Buenos Aires durante cuatro años, importó instrumentos de lujo de Bélgica y, una vez armada la bandita, se la regaló a San Martín para que los

 

uniformara y los acompañara en la travesía. Rafael Vargas había escuchado ya los cantos y lamentos de los africanos en sus campos y se había emocionado con su talento natural. Incluso existe el registro de los nombres de los integrantes de este grupo de músicos. Volvemos, pues, con esta imagen al cuadro de fray Pedro Subercaseaux que mencionamos al inicio, a esa banda de negros en la esquina inferior  derecha que no fue un mero capricho del artista sino que ella existió realmente. Tienen nombre y toda una historia detrás. Una historia para recordar cuando miremos el cuadro otra vez. Esa bandita, entonces, era la que tocaba cuando llegaron las huestes a la Plaza de Armas en un Santiago despejado de realistas. El período de la Reconquista fue uno duro y represivo. Los españoles exigían pasaporte para moverse entre ciudades, no había libertad de reunión y muchos chilenos fueron fusilados, colgados o permanecían exiliados en la isla Juan Fernández, de modo que el ingreso patriota se sintió realmente como una liberación de paz… antes de continuar derramando sangre por las calles, con la purga que vino contra quienes habían colaborado con los españoles. Pienso ahora en O’Higgins bajándose del caballo en la Plaza de Armas luego de más de dos años de ausencia. Lo imagino cruzándola y recordando el trágico en que terminó ese primer plan independentista, verdaderay  bolsa de fracaso gatos con O’Higgins y Carrera agarrándose de las mechas sacándose los ojos, con un país desordenado y líderes militarmente incapaces de hacer frente de forma organizada al enemigo que se venía encima. Quizás O’Higgins, al cruzar por calle Monjitas hacia la Casa Colorada, donde alojaría con San Martín, rememoró el horrible desastre de Rancagua de un par de años atrás. «¿Qué será de Carrera?», puede haberse  preguntado mientras dos negros le sacaban las botas y le preparaban un  baño.

 

Unos meses después, en mayo de ese año de 1817, el gobierno patriota, que luchaba por reorganizar el país, ordenó a todos los ciudadanos europeos la entrega de sus esclavos para el servicio militar. Luego, con el mismo objetivo, les «solicitó» a los chilenos hacer lo mismo con los propios. En una decisión que deja claro que el sentido republicano aún era tosco y discriminatorio, los negros fueron enviados a los regimientos n.° 7 y 8, el gueto militar africano, en vez de haber sido distribuidos indistintamente entre los batallones regulares. Una curiosidad fue la reactivación, tras haber sido desbandado durante la Reconquista, del batallón de Ingenuos de la Patria, esta vez compuesto por  todas las castas: mulatos, negros, zambos y mestizos chilenos. Durante la guerra fue dirigido por Santiago Bueras, el célebre héroe de los dos sables que cayera en Maipú y se hiciera famoso por la crueldad en el trato a la tropa negra, al punto de ser destituido del cargo. Todos estos protagonistas, cansados ya de las revoluciones, los sueños de libertad, unidos por el color de la piel, esclavos o hijos de ellos, se encontraron esa mañana del 5 de abril de 1818 en los llanos y cerrillos de Maipú. Apretados unos contra otros, sabían que eran parte de la primera línea de ataque, la que recibiría antes que nadie esas bolas de metal incandescente que que llamaban las cuerpos. bayonetasSe yaferraban toda la ferretería carnicera muele balas, la carnela ymetralla, destroza los temblando a su fusil, mirando de reojo a los centinelas con bala pasada de su propio bando que dispararían contra el que intentara desertar. Las hebillas tintineaban por el temblor del miedo, la respiración se entrecortaba, y el pavor al agujero negro que se abriría frente a ellos si eran alcanzados, los dominaba. Serían los primeros, la carne de cañón de un mundo que se disputaba en esferas demasiado lejanas para entenderlas, un mundo que había sido tan injusto y que ahora, además, los ponía en la mira de los

 

fusiles para luchar por una libertad que no les pertenecería jamás. Sus pieles negras brillaban por el sudor y los nervios. Sus ojos oscuros miraban al frente y a sus compañeros. ¿Quién de ellos sobreviviría ahora en este  paisaje tan distinto al de esa tan lejana África? Esa mañana del 5 de abril cargaron contra las líneas enemigas, gritando  por todo lo que nunca habían tenido, con la rabia de los que siempre han  perdido, con la certeza de que nunca volverían a ver a sus familias. P Pronto ronto comenzaron a sentir esos zumbidos que pasan como abejas cerca de los oídos; eran los proyectiles, pero siguieron corriendo. Habían vivido como esclavos, pero ese día morirían como hombres, bajo un sol diferente. Todos avanzaron, muchos tropezaron y cayeron de cara para no pararse más y otros recibieron una bala en los dientes, en los ojos o en el pecho mientras gritaban, como si el grito pudiera protegerlos. Los batallones n.° 7 y 8 de negros plantaron cara a la muerte y fueron ametrallados, barridos y destrozados. Fueron los que más bajas presentaron ese día tan importante para toda América. Los realistas habían desembarcado en Talcahuano y estaban ya ahí, a las puertas de Santiago, a  punto de detener esa ola independentista que luego partiría hacia Perú. Estaba todo en juego y los negros del n° 7 y 8 no se guardaron nada. Fueron arrasados. vino así el desbande el avance patriota finalmente la masacre.Luego Se sellaba el triunfo yrealista, la libertad para Chile, paísyestratégico,  puerta hacia el Pacífico, y el destino de la escuadra que liberaría a América navegando sobre esta alfombra de sangre negra que regó Maipú y Chile esa mañana. Los pocos negros que sobrevivieron se embarcaron con la Escuadra Libertadora hacia el Perú. Allí, al lado de San Martín, en tierras incas, dejaron nuevos huesos sobre la breña. Algunos desembarcaron enfermos en Arica. Otros, los menos, escribieron una página heroica, como el negro

 

Falucho, que rehusó unirse a un motín en contra de San Martín en Perú y murió gritando por la causa americana. Falucho es uno de los pocos que sería recordado por la posteridad en una historia escrita por y para los  blancos. Los negros y esclavos de todo tipo dejaron su sangre por la Independencia de nuestro país, pero debieron esperar aún hasta 1823 para que Ramón Freire, no O’Higgins, declarara el fin de la esclavitud frente a la oposición de la aristocracia santiaguina que, por supuesto, clamaba a los cuatro vientos que esa medida dañaría la economía, generaría delincuencia y haría brotar todos los males del universo. Incluso las damas de sociedad firmaron una carta quejándose de que con esta situación perderían a «sus amas de llaves, lavanderas, cocineras, las mamas de sus hijas, las costureras, las cuidadoras solícitas del hogar, en fin, la verdadera estructura de la casa patricia». En esos años, los esclavos en Chile no llegaban a los seis mil. Quienes habían dejado de serlo años atrás comenzaban ya a formar redes de apoyo entre artesanos, sastres y barberos de la capital. Los propios regimientos compuestos por castas fueron disminuyendo hasta su casi total desaparición y, para la mitad del siglo XIX, se hace difícil seguirle el rastro a la sangre africana sangre Pero que luchó por nuestra libertad y hasisido olvidada en pornuestras el sueñotierras, republicano. no porque haya desaparecido, no, como dice la historiadora Celia Cussen en su magnífico artículo «El paso de los negros por la historia de Chile», porque fue la apertura y la voluntad no discriminatoria de los negros, que no veían problema en casarse con españolas, chilenas o mapuche sin distinción —a diferencia de los blancos e incluso indígenas—, lo que habría ido mezclando y haciendo desaparecer el fenotipo. Pero nos hemos demorado más de un siglo en admitirlo. Recién en 1957,

 

el historiador Gonzalo Vial Correa, en un gesto revolucionario para la época, admitió que «el negro chileno, más que morir aniquilado por un clima adverso, fue absorbido por la inmensa muchedumbre mestiza», para luego concluir con una frase que cincuenta años después aún suena transgresora: «Nuestra raza tiene, pues, algo de negro». Africanos pelearon por la Independencia de nuestro país, murieron por  nuestra libertad. Fueron los primeros en correr hacia las balas y caer por  nuestros derechos. Quizás haya que pensarlo dos veces antes de ponerse quisquillosos con nuestros hermanos de piel oscura.

 

HÉROES ANTÁRTICOS DE LO IMPOSIBLE

 

Todos los chilenos hemos visto alguna vez esa punta blanca al final de nuestros mapas, ese triángulo invertido que dice Territorio Antártico Chileno. Pero de ese lugar no sabemos mucho: allí no ha ocurrido ninguna  batalla ni ha nacido algún prócer de la patria. De hecho, con los años me enteré de que el primer nacimiento en la Antártica recién ocurrió en 1978 y fue un argentino. Se llama Emilio Palma y solo lo conocen en su casa. El  primer chileno nacido en la Antártica ya es un treintañero. Fue en 1984 y lo llamaron Juan Pablo Camacho. Nada muy impresionante, como tampoco  pareciera serlo la Antártica, que asoma algo pequeña al fondo del atlas, como una tierra helada casi irrelevante que ni siquiera merece mucho espacio en los mapas. Años atrás me hicieron la siguiente pregunta: «Si trazáramos una línea entre Arica y el Polo Sur, ¿dónde crees que se ubicaría el punto medio?». Respondí muy seguro de mí mismo que entre Concepción y Puerto Montt. Mi amigo, magallánico, me regaló una sonrisa y me dijo:  —No, compadre. El punto medio entre Arica y el Polo Sur es Punta Arenas. Quedé helado. No podía ser. Busqué un mapa apropiado. ¿Sería verdad, acaso, que había el largo de un Chile completo entre Punta Arenas y el Polo Sur? Y sí. La verdad es que la Antártica es monstruosa, de magnitudes titánicas. Es un continente donde caben todos los países europeos juntos e incluso sobra espacio. Es dueña del 70 por ciento del agua fresca de toda la Tierra y podríamos regalar una réplica de hielo de la pirámide de Keops a cada ser humano vivo del planeta y ¡aún quedaría la mitad! Es que el espesor promedio del hielo es alucinante: 1,9 kilómetros, queincluso equivalen seis edificios del Costanera Center, uno arriba del otro. Hay todaa

 

una cordillera de tres mil metros de altura en la Antártica —las Gamburtsey  —, enterrada bajo una capa de 4,8 kilómetros de espesor de hielo sólido. Por si fuera poco, es tan relevante el peso de la Antártica en la física del  planeta, que la pérdida de hielo de los últimos años ha producido desbalances gravitatorios en el mundo. Asimismo, todos conocemos también la capacidad destructiva de los tornados. Hemos visto escenas terribles de casas volando, autos arrastrados o personas efectivamente desaparecidas por estas bestias que giran a 180 km/h arrasando con todo a su paso. Pues bien, en la Antártica se han registrado vientos de 320 km/h sobre extensiones de cientos de kilómetros. Y temperaturas de -90 °C que pueden congelar incluso el humo de los volcanes en el aire, formando torres de decenas de metros de altura. La Antártica es, quizás, el lugar más maravilloso y terrible de la Tierra. Este continente fue recién descubierto en 1820. Es decir, cuando Chile recién comenzaba su proceso de vida independendiente, totalmente ajeno incluso a la sospecha de su existencia. Hasta el día de hoy es una tierra para la que hay que vestirse, cubrirse y aislarse de modo especial y cuidadoso, como si viajaras a otro planeta. Pues, en efecto, la Antártica parece otro planeta. De hecho, bajo la capa kilométrica de hielo hay más de doscientos lagos enormes de agua dulce líquida, y muchos de ellos no han estado en contacto con nuestra atmósfera en millones de años. No sabemos ni siquiera qué formas ha tomado la vida en esos ambientes cerrados. Fue entonces en este continente titánico, casi desconocido, peligroso y aislado aún hoy —con toda la tecnología del siglo XXI, sus computadores, sus telecomunicaciones, sus fibras sintéticas y sus aislantes—, donde unos hombres con herramientas de madera, cuero, fibras vegetales, suéteres de lana y sacos de dormir de cuero de venado intentaron lo que parecía

 

imposible: atravesarlo a pie, cubriendo una distancia mayor de la que hay entre Arica y Puerto Montt. 2.900 kilómetros no solo de planicies heladas sino también de montañas y valles extremadamente peligrosos, soportando ventiscas hechas con trozos de hielo y temperaturas atroces. Era 1914. No existía ningún tipo de telecomunicación, por lo que, de sufrir algún  percance o enfermedad, esos hombres estarían absolutamente solos, sin  posibilidad de recibir ayuda de nadie. O, mejor dicho, nadie nad ie se enteraría de que requerirían ayuda. Estarían solos en otro planeta. La leyenda, sin confirmar, dice que Sir   Ernest Shackleton, un hombrón irlandés robusto y de pocas palabras, habría publicado el siguiente aviso en la prensa de la época: Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo escaso, frío extremo. Largos meses de total oscuridad. Peligro constante. No se asegura regreso. Honor y reconocimiento en caso de éxito.

Este aviso, quizás uno de los más famosos de la historia, fue desmentido  por la propia nieta de Shackleton,  Lady  Alexandra, en una entrevista concedida durante una de sus visitas a Punta Arenas. Y puede que no sea cierto, pero al menos da una idea bastante cercana del espíritu del viaje: una locura increíblemente atrevida. La expedición comenzó con muy mala suerte. El precioso bergantín  Endurance desplegó las velas de sus tres mástiles el 1 de agosto de 1914, solo tres días después de que Gavrilo Princip asesinara al archiduque Franz Ferdinand y diera inicio a la Primera Guerra Mundial. En síntesis, el día en que Shackleton recibía la bandera de Inglaterra para su barco en solemne ceremonia, el país declaraba la guerra a Alemania y Europa estallaba en un conflicto sanguinario que la incendiaría por sus cuatro costados. La expedición, en resumidas cuentas, no le importaba nada a nadie.

 

Shackleton dejaba Europa por la puerta trasera de la historia. Luego de una corta estadía en Buenos Aires, el grupo de veintiocho expedicionarios enfiló hacia las islas Georgias del Sur, un archipiélago a medio camino de la Antártica, compuesto por altos peñones rocosos y un clima horrible. Era base de balleneros noruegos alejados de la civilización, y fue allí donde hicieron los últimos preparativos. El plan para atravesar la Antártica en esta aventura que nadie estaba mirando era de una simplicidad pasmosa: el  Endurance cruzaría los hielos flotantes del mar de Weddel —una enorme «bahía» del tamaño de Francia a la derecha de la península antártica—, para atracar en el costado del continente. Otro barco, el Auro  Aurora ra, atracaría en el lado opuesto. Shackleton y sus hombres emprenderían entonces la osada travesía llevando solo la mitad de los suministros necesarios. La gente del  Aur  Aurora ora, por su parte, debía adentrarse casi hasta el polo por el otro lado para ir dejando depósitos de víveres cada ciertos tramos en lugares previamente convenidos. Entre ambos equipos no había posibilidad de comunicación. Nada aseguraba un funcionamiento coordinado. Las esperanzas debían descansar en los acuerdos y apretones de manos realizados meses atrás. Ninguna de las  partes sabría antes de partir si la otra cuadrilla había conseguido sus objetivos. Era una danza por la sobrevivencia a ciegas en la extensión de un desierto feroz, más grande que Estados Unidos. Y todo salió mal. A pocos días de entrar al mar de Weddel se encontraron con un inesperado océano de témpanos de distintos tamaños, no con la superficie despejada que se correspondía con el verano antártico. La proa hecha de roble noruego embestía los trozos helados, abriéndose paso con sus calderas que humeaban negro contra el blanco sin fin del paisaje. Desde lejos, la embarcación parecía un insecto oscuro avanzando apenas entre los

 

obstáculos de hielo. Los hombres en cubierta miraban en silencio, con la  boca abierta, los icebergs enormes como catedrales azuladas que flotaban  junto al barco. Algunos bloques tenían cavernas y costados cincelados como torres; otros, enormes dientes, blancos, facetados, bramando en su oleaje propio. Los casi setenta perros de trineo amarrados en cubierta eran los únicos que rompían el silencio con sus ladridos en medio de esa atmósfera de cristal. Los huskies tironeaban sus cuerdas extasiados al ver y oler la tonelada de carne de ballena que colgaba a media altura de uno de los mástiles, chorreando sangre sobre otras toneladas de carbón arrumbadas en el centro de la cubierta en un conjunto demencial. Durante cinco semanas lucharon los navegantes contra los témpanos intentando abrirse paso, pero la Antártica dijo otra cosa. Los enormes hielos fueron cerrándose más y más frente a la angustia de los aventureros y ante un mar que se espesaba como espuma cuajando. El 19 de enero de 1915 ocurrió lo peor: el barco se detuvo, atrapado en medio de un mar casi sólido. Para la posteridad quedaron las fotografías de Frank Hurley, que mostraban una nave negra en medio de una blancura casi absoluta. Desesperados, durante un mes aserraron, picaron y palearon el hielo alrededor de la nave en turnos agotadores, tratando de abrirse camino. Estaban solos, peleando con cucharas contra una montaña. A fines de febrero de 1915 notaron que la temperatura comenzaba a bajar  y que, en vez de abrirse, el hielo se cerraba más y más. La peor de las  posibilidades empezó a flotar en el ambiente. Nadie quería reconocerlo,  pero todos supieron entonces que estarían atrapados en la Antártica no por  un mes, sino por seis, siete meses o lo que durara el terrible invierno polar  que se avecinaba. Trabajaron arduamente para convertir el interior del  Endurance  en un refugio polar. Shackleton hizo uso de sus enormes dotes de liderazgo para

 

organizar la rutina, el entretenimiento y las labores. Debía darles constantemente algo en qué pensar u ocuparse a su gente. Y si bien estaban atrapados en medio de un mar congelado a 120 km de la costa de la Antártica, el hielo quebradizo, repleto de vías de agua, hacía muy peligrosa la idea de bajar los trineos e intentar alcanzar tierra entre icebergs, ventiscas y una superficie muy mu y irregular. Pronto los días comenzaron poco a poco a acortarse hasta que, un día, el sol simplemente no salió. Empezaba la temida noche polar. Los hombres se apresuraron en cazar pingüinos y focas a escopetazos, ojalá la mayor cantidad posible para almacenar carne y grasa para iluminarse durante el largo invierno que se avecinaba. Era una carrera contra el tiempo. Pronto todos los seres vivos emigrarían y no tendrían más qué comer. Pero nada era fácil. Luego de matar una foca de un escopetazo en la cabeza, debían arrastrar ciento cincuenta kilos de peso muerto por la nieve hasta el refugio. Y así sucesivamente, repitiendo el proceso. Por si fuera poco, los perros comenzaron a debilitarse y muchos murieron con los intestinos infestados de lombrices rojas de treinta o cuarenta centímetros de largo. Y todo esto a temperaturas de -10 °C y ventiscas que obligaban a  permanecer por días dentro de ese ataúd apenas iluminado en que se había convertido ese barco rodeado por millones de kilómetros cuadrados de hielo en un continente gigantesco. Estaban solos. Cuando el clima daba algo de chance, los tripulantes del  Endurance  bajaban a jugar a la pelota en el hielo, organizaban carreras de trineos, hacían fiestas de disfraces e incluso presentaron obras de teatro con textos y canciones memorizados. Aparecieron también por estos días ingeniosas trampas y complejas burlas entre ellos para no aburrirse. Algunos se cortaron el pelo al rape porque sí; otros leyeron decenas de veces el mismo

 

libro; todos, finalmente, replicaron las mismas bromas, repitieron las mismas historias, cantaron las mismas tres canciones. Todo hasta la náusea. Y solo habían pasado tres meses. Eternos y en medio de la oscuridad, pero solo tres. Y ya estaban asqueados del estofado de foca, del bistec de foca, del estofado de pingüino, del bistec de foca otra vez… Cuando llegó junio y sus temperaturas de -27 °C, miraron los meses  pasados con nostalgia. Ahora ni siquiera podían dar esas cortas caminatas que algo ayudaban a despejar la mente. Salir al exterior era entrar en la semipenumbra, flotar en un color blanco que no distinguía suelo ni cielo, donde podías chocar contra un muro blanco que era parte de la atmósfera  blanca que tampoco se distinguía de las grietas blancas ni de los agujeros  blancos del piso blanco entre el blanco. Ruido blanco en la mente. Cada vez hablaban menos entre ellos. El color y el ruido se apagaban en ese estado de coma invernal antártico. Al llegar julio, el ánimo empezó a regresar. La primavera no tardaría en llegar y activarían el plan de Shackleton: esperar que los hielos se derritan, liberar al Endurance y retomar el viaje hacia el continente. La «Expedición Imperial Transantártica» no sería derrotada… Pero la primera señal de que el continente más brutal del planeta no los iba a soltar tan fácilmente llegó el 14 de julio. Una penumbra amenazante lo cubrió todo y un manto de nubes cayó del cielo para remover la superficie. La temperatura cayó a -37 °C y los vientos de 110 km/h arrasaron la cubierta del barco. Los tripulantes que alcanzaron se arrojaron hacia el interior mientras otros quedaron arrastrándose en cubierta amarrando lo que se pudiera asegurar, fijando escotillas y soportando una ventisca horizontal hecha de pequeños cuchillos de hielo que les partía la cara. Los gritos se  perdían a pocos metros y los objetos más livianos volaban a perderse en la distancia como plumas. El barco vibraba y crujía hasta que, de pronto, todos

 

detuvieron su quehacer al unísono al escuchar algo que parecía venir de todos lados: un crujido lento y profundo, chasquidos y pequeños aullidos escalofriantes. Era el hielo que comenzaba a presionar el casco del  Endurance. La capa de hielo en el mar de Weddel no se derretía como esperaban; primero se fracturaría en millones de pedazos de miles de toneladas que se apretarían unos contra otros. Y en medio de esos bloques estaban ellos: el  Endurance y sus veintiocho hombres envueltos en pieles, acurrucados en su interior. interior. En los meses que siguieron, aquel sueño de una primavera benévola se convirtió en la peor pesadilla. Cada cierto tiempo el barco se inclinaba  presionado por el hielo y sus tablones se combaban y rugían de dolor. dolor. Los vigías hacían turnos para escudriñar el horizonte y distinguir las ansiadas vías de agua, canales más anchos entre los icebergs por donde el barco  pudiera navegar y salir de su encierro. Pero la placa se mantenía fragmentada y apretada, moviéndose lentamente hacia el norte, llevándolos con ella más y más lejos de la Antártica.  Nadie en el barco lo vio venir. venir. A fines de octubre, a más de un año de haber zarpado de Inglaterra, la presión vino esta vez desde abajo, alzando violentamente al  Endurance  para dejarlo caer de costado en un caos de crujidos, ruidos, cortes de cuerda, derrumbe de mobiliario, cajas, latas, hombres, perros y basura. La tripulación a bordo voló de sus posiciones como muñecos de trapo. El  Endurance  agonizaba ya como un animal acuchillado. Su costado subía y bajaba con la corriente, como la respiración de una bestia entregada. Las pequeñas manchas negras que corrían en cubierta lanzaban cuerdas, martillaban tablas, gritaban instrucciones y sacaban litros y litros de agua de su interior. Por más de veintiocho horas seguidas el mar de hielo jugó con ellos, pretendiéndoles dejar salvar su barco. Pero se cansó: impulsando solo

 

un poco más el témpano que tenía atravesado en el costado del barco, el  Endurance, finalmente, cedió con un chillido ensordecedor. Explotaron vigas, saltaron clavos como metralla y las cuerdas chasquearon  peligrosamente en todas direcciones, cortadas por la tensión extrema. Shackleton suspiró hondo y miró el suelo. Nieve por todas partes. Luego dijo con voz fuerte:  —Saquen todo lo posible. Abandonamos el barco. La expedición había terminado. Instalados en un campamento al costado de la nave, los hombres se entregaban ahora a la piedad de la intemperie resguardados únicamente por  el grosor de una tela. Nada podía ir peor.  —Esperaremos a que los témpanos nos lleven al norte —les comunicó el líder esa noche en la primera reunión dentro de las carpas—. Luego caminaremos por el hielo hasta la isla Paulet, a 550 km, donde hay un depósito de provisiones abandonado por una expedición hace algún tiempo. Ese era el plan. Caminar con toneladas de equipamiento por hielo quebradizo una distancia similar a la que hay entre Santiago y Concepción,  para buscar suministros abandonados hacía… ¡trece años! Así, mientras el 30 de octubre de 1915 Europa se desangraba en una orgía de bayonetas, explosiones, ametralladoras y gases tóxicos, en el silencio lunar de la Antártica, olvidados por todos, un grupo de veintiocho hombres iniciaba una caminata lenta, frustrante y demencial por terrenos que obligaban a empujar, levantar y mover trineos y botes de más de una tonelada entre irregularidades que podían subir hasta seis metros. Amarrados con cuerdas y arneses, debían inclinarse casi horizontalmente  para avanzar unos pocos metros. Al cabo de tres miserables kilómetros, agotados, se vieron en la obligación de abandonar el intento y levantar un nuevo campamento. Una

 

vez más debieron apretujarse en tiendas llenas y sentarse sobre sacos de lana mojados, mientras comían, desesperanzados, un cocido de carne y grasa de foca. Al caer la tarde se levantó la ventisca y el polvillo de nieve les cortó la cara durante toda la noche. Otro fracaso, otro plan.  —Esperaremos a que el hielo nos lleve lo más al norte que se pueda; luego esperamos que se derrita y echamos los botes al mar. Navegaremos hacia alguna isla ballenera. Nos vamos de la Antártica. La verdad es que ese no era un plan, sino la única posibilidad que tenían: si no conseguían salir de la Antártica durante el verano, deberían soportar  otro invierno dentro del Endurance. Y eso no era una opción. Pero incluso esta alternativa de simplemente abandonarse a los designios de la naturaleza se resolvió de la peor manera. Temprano en la mañana del 21 de noviembre, los restos quebrados del barco gimieron una última vez ante la repentina presión de un témpano. Sus mástiles se desplomaron ruidosamente. La popa del  Endurance  se levantó unos seis metros, enseñando la enorme hélice y el timón en algo que los desconsolados marinos que observaban la escena solo pudieron interpretar como una despedida. Acto seguido, el bergantín sumergió su punta, lentamente y para siempre, en la blancura del mar antártico. Esa noche, Shackleton, riguroso escritor de su bitácora de viaje, solo  pudo anotar lo siguiente: «No puedo escribir sobre esto». Las palabras sobraban. Habían quedado solos y sin refugio alguno. Huir  era imperativo. La nueva estación, primavera, trajo consigo nuevos problemas: la temperatura diurna al interior de las carpas se empinaba hasta los 28 °C, convirtiendo al témpano en un lodazal intransitable y peligroso. En cualquier momento podías pisar una capa de hielo delgado y caer a las

 

gélidas aguas, donde no sobrevivirías más de diez minutos antes de colapsar  y hundirte como una piedra. O quizá ni siquiera alcanzarías la superficie: las orcas y lobos marinos seguramente aprovecharían tu carne antes de  poder intentarse cualquier rescate. El hambre, el frío, la humedad y la espera los tenía con los nervios despedazados. El humo negro que subía de la cocción de la grasa estaba  pegado en las paredes de las tiendas, en sus ropas y en su cabello. Las cartas, el póker y el bridge eran casi la única forma de pasar el tiempo mientras esperaban a que el hielo se derritiera lo suficiente como para echar  los botes al agua. Shackleton, intentando darle sentido a la espera y acercarse más al borde de la mesa de témpanos, quiso tentar la suerte con una nueva travesía. De modo que, a fines de diciembre, estos hombres cansados se sometieron una vez más a una prueba.  —¡Hacia el norte! —gritó Shackleton, y la columna de sobrevivientes sobrevivien tes se  puso los arneses y comenzó a arrastrar los botes, la carga, los trineos y sus almas aplastadas. La nieve más blanda los hacía hundirse hasta las rodillas. Las botas no eran impermeables y, saturadas de agua, podían llegar a pesar  más de tres kilos cada una. El esfuerzo de levantar cada pie durante las eternas horas de caminata era agotador. El 31 de diciembre de 1915, a pocas horas del cambio de año y solo tres días después de la partida, se detuvieron. No podían más. Armaron con gran esfuerzo los refugios, plantaron una bandera en el centro de las tiendas y lo llamaron «Campamento Paciencia». La comida comenzaba a escasear. Estaban desilusionados ante el nuevo fracaso y sentían que suavemente se deslizaban hacia la etapa definitiva de su aventura. Algunos ya ni se molestaban en salir de las tiendas durante el día. La falta de alimentos se

 

volvió crítica. Shackleton, muy a su pesar, dio la orden que nadie quería escuchar:  —Maten a la mitad de los perros. Los animales a estas alturas eran sus hermanos, fuente de juego, ternura y compañía. Muchos se quebraron, pero ninguno pudo oponerse. Escondidos tras un montículo, sonaron tiros durante todo el día. Nadie hizo comentario alguno. La Antártica parecía decidida a quitarles todo, pedazo a pedazo. Porque ni siquiera el simple plan de esperar estaba resultando. La mesa de témpanos se quebraba y derretía con el paso de las jornadas, pero desafortunadamente no se iba separando. Es decir, se estaba derritiendo el suelo bajo sus pies, pero no se producían vías de agua en las que echar los  botes a navegar. navegar. Pasaron tres meses más. La Antártica los estaba cocinando lentamente sobre una capa de hielo cada vez más delgada mientras las temperaturas  producían enfriamientos y deshidratación. El alimento escaseó de nuevo; tuvieron que matar a los perros restantes. El témpano sobre el que se asentaron medía dos kilómetros de diámetro en diciembre; ahora no alcanzaba los ciento ochenta metros y se reducía más y más rápidamente. El tiempo se agotaba. De repente, en lo que pareció el último juego que les tenía reservado el continente, los témpanos se abrieron misteriosamente. Los hombres observaron asombrados el fenómeno. Giraron todos hacia Shackleton al mismo tiempo que el témpano que los soportaba emitió un crujido y se  partió.  —¡Echen los botes al mar! ¡Nos vamos! Corrieron, gritaron instrucciones, las cajas y los bultos volaban por el aire hacia los botes. Tras cinco meses de espera sobre el hielo, por fin podrían remar hacia algún destino. ¿Adónde? A esas alturas, el que fuera.

 

 —¡Remen, remen, remen! —gritaba Shackleton. Debían huir pronto de la zona; esas moles que podían aplastar los botes si se cerraban sobre uno eran un riesgo enorme. Remaron y remaron hacia mar  abierto en medio de vientos de 100 km/h que acarreaban pedazos de hielo y nieve y olas que los levantaba nueve metros y prácticamente los dejaba caer  en picada. Fueron cinco días de navegación infernal hasta que, al borde de sus fuerzas, se disipó la niebla y pudieron ver, a la distancia, las crestas nevadas de la isla Elefante. Las ráfagas y los terribles arrecifes costeros los obligaron a luchar una noche más, como si la isla también quisiera sumarse a la burla antártica. Y, en parte, así fue. Al llegar a la isla, esta no fue el refugio que esperaban. No tenía un solo lugar donde guarecerse, las ráfagas de viento en ella apenas los dejaba caminar y les fue imposible armar las carpas. Debieron construir un refugio, una pirca de piedras con los botes haciendo de techo. El viento y un frío que calaba se filtraban por todos lados y el ruido era infernal, pero al menos no flotaban en hielo. Al menos el suelo era sólido y la isla no iría a ninguna parte. A los pocos días, Shackleton los reunió y les expuso su plan, uno absolutamente descabellado: cinco hombres zarparían desde la isla para atravesar, en un bote, el mar más tempestuoso del planeta y llegar a las islas Georgias del Sur. Es decir, viajarían la misma distancia que hay entre Arica y Concepción sin ningún punto intermedio donde parar y solo guiados por  un sextante y la pericia de Frank Worsley. Era el último tiro, no había margen de error. Un grado de desviación y terminarían en el centro del océano Atlántico, perdidos para siempre. Las posibilidades de éxito eran mínimas, casi ridículas. Y lo peor, todos lo sabían, pero nada más podía hacerse. Como único alivio vieron que Sir  Ernest,  Ernest, un líder de verdad, iría en la misión.

 

El bote  James Cair Caird  d   se hizo a la mar el 24 de abril de 1916 con suministros para solo cuatro semanas. Shackleton sabía que si se demoraban más era porque habían errado la puntería y estarían irremediablemente  perdidos. Antes de partir, consciente del peligro, escribió su testamento y se lo entregó al encargado de la expedición que quedó en la isla. El viaje fue espantoso. Tres días, cuatro días entre oleajes monstruosos que mecían al bote como a una hoja; cinco días, seis días tratando de dormir  en turnos de tres horas sobre una cama de piedras usadas de lastre y bajo la lona que cubría la cubierta. Siete días, ocho días, todos intoxicados por el humo de la grasa de foca que usaban para cocinar, constantemente botando el agua que se filtraba y amenazaba con hundirlos. Nueve días, diez días, la temperatura alcanzó los -22 °C y todos presentaban síntomas de congelamiento: las ropas estaban empapadas y el cuerpo constantemente  bañado por el oleaje; y, por si fuera poco, tenían que romper a hachazos el hielo que se acumulaba en los costados. Once días, doce días y las bocas se hinchaban y agrietaban por po r la deshidratación. Ya Ya no tenían suficiente agua y la comida se acababa. Les costaba hablar y tragar. Casi sin excepción cada navegante mostraba una piel curtida y esponjosa por la constante exposición a la humedad. Las manos llenas de ampollas que al reventarse arrojaban un líquido gris, espeso y nauseabundo que se sumaba al miasma de mierda de pájaro, comida putrefacta y desechos humanos en que se había convertido el interior del bote, verdadero ataúd flotante dirigido por  Worsley usando mapas mojados en los que ya no se distinguían los datos. ¿Estarían navegando en la dirección correcta? Mientras, en la isla Elefante, los encargados de la salud del grupo debían curar los abscesos purulentos de algunos, sajar las ampollas infectadas de otros e incluso amputar un pie ya incurable. Pero a bordo del  James Caird  las   las cosas no iban mejor con el paso de los

 

días. Los hombres no solo estaban al borde de la inanición y la deshidratación, sino con la permanente incertidumbre de no saber si habían errado el único tiro que guardaban. Y del que dependían sus vidas. El 8 de mayo, luego de dos semanas atroces de navegación, avistaron las islas Georgias del Sur. Tan cansados estaban que ni siquiera celebraron. Demoraron aún dos días más, dos días de lucha contra las corrientes, para  poder desembarcar. Una vez en tierra firme caminaron tambaleantes hacia una vertiente de agua y cayeron al suelo. Habían conseguido lo que se considera una de las travesías más arriesgadas y sorprendentes de la historia de la navegación. Pero no podían celebrar. Aún no era hora de hacerlo. Según sus cálculos otra mala broma les esperaba allí: habían desembarcado en el lugar equivocado. La base ballenera quedaba justo en el otro extremo de la isla. Cincuenta kilómetros de montañas, desfiladeros y grietas no cartografiadas —porque se consideraba imposible atravesarlas— separaban ambos puntos. El desconsuelo se apoderó de todos. Pero Shackleton, una vez más, se vio enfrentado a una única decisión. Dijo:  —Worsley  —W orsley y Crean, tomen algo de comida, esa hacha pequeña y la cuerda. Vamos a cruzar la isla.  Nadie sabe de dónde ni cómo reunieron las fuerzas. Tres hombres completamente agotados, mal alimentados, con ropas inapropiadas y sin mapa alguno, empleando solo su voluntad, subieron montañas de miles de metros y bajaron laderas pedregosas y desfiladeros hasta toparse con el peor  obstáculo del camino: una ladera casi vertical que los sorprendió en la cima de una montaña en la puesta de sol. La temperatura comenzaba a bajar  violentamente y no sobrevivirían una noche de ventisca gélida a esa altura.  —Nos deslizaremos por la pendiente —dijo Shackleton mirando la pared inclinada.  —Pero…, pero es demasiado inclinada y no tenemos trineo.

 

 —¡Eso no es deslizarse, es caer! Y no sabemos qué hay abajo.  —¿Hay alternativa, acaso? —gritó «El Jefe», como le decían—. Todos sentados y abrácense a mí. Los hombres cruzaron sus piernas sobre la cintura del otro y se abrazaron lo más fuerte que pudieron. Solo pensaban en cómo terminaría esto, en el enorme esfuerzo de llegar a tan pocos kilómetros de la meta y tener que arriesgarlo todo en un descenso incierto. Cerraron los ojos y Sir  Ernest   Ernest se empujó hacia el fondo oscuro sin pestañear. La oscuridad era casi total y gritaban de pánico mientras aceleraban con los ojos y los puños apretados, rogando no chocar contra una roca o caer por una grieta. Gritaban porque se habían lanzado a la nada y caían a enorme velocidad cegados por el viento quizás hacia su muerte. Pero seiscientos metros más abajo, hechos un ovillo y con lo último de sus fuerzas, rodaron, al fin, en una planicie. Más de medio kilómetro de caída incierta en la penumbra hizo que se pusieran de  pie y echaran ec haran carcajadas y alaridos de felicidad. La adrenalina les salía por  las orejas. ¿Se tomaron un descanso? No. Comieron galletas, algo de carne seca e iniciaron el nuevo ascenso. Recorrieron cumbres, bajaron pequeños cañones y hondonadas, equivocaron el camino y desanduvieron pasos casi llorando de frustración. A las cinco de la madrugada las piernas ya no les respondían. Se detuvieron medio muertos en una cavidad de la roca. Worsley se durmió de inmediato. Pronto Crean comenzó a cabecear. A Shackleton le giraban los ojos en las cuencas. Pero sacó fuerzas de quién sabe dónde para no dejarse vencer por la muerte dulce, como se le conoce a la ternura que invita al sueño previo al congelamiento, y gritó:  —¡Arriba! Han dormido ya más de media hora. ¡Flojos! —les mintió. Y le obedecieron más que nada por voluntad; las piernas apenas les respondían. Al ponerse en pie y avanzar un trecho, una suave pendiente les

 

indicó que, quizá, su suerte estaba cambiando. Quizás, ahora sí, se acercaban al objetivo. A las seis y media de la mañana detuvieron su caminata de golpe. ¿Era algo real eso que creyeron escuchar a lo lejos? Corrieron con prisa y esperaron. Si era verdaderamente lo que pensaban volvería a sonar a las siete. Esperaron sobándose las manos y con el estómago apretado. Fue una espera larga, la más larga en mucho tiempo. ¿Y si no era, finalmente, eso que creían? Dos minutos para las siete. ¿Y si fue un pájaro? Un minuto para las siete. Silencio. Las siete. El silbato de la factoría ballenera de Stromness sacudió el cielo de las Georgias del Sur como un cuchillo que rasgaba la membrana que separó a estos hombres de la civilización por tanto tiempo. Agotados pero emocionados, sonrieron y se dieron apretones de mano. Lo habían logrado. Era el 20 de mayo de 1916. En 1914, jubilosos, habían salido hacia la Antártica desde ese mismo lugar. Ese silbato era el primer sonido producido  por la civilización que escuchaban desde entonces. Al acercarse los tres hombres a la factoría, unos niños fueron los  primeros en verlos y corrieron aterrorizados. Los noruegos norueg os salieron a ver la razón del alboroto y se encontraron con tres figuras destrozadas. Todo el rostro era negro, excepto los ojos. El cabello apelmazado llegaba hasta más abajo de los hombros. La barba pegoteada tocaba el pecho. Las ropas intentaban recordar a parkas y pantalones, pero eran una cubierta remendada y extremadamente sucia. Thor Sørlle, encargado de la factoría, preguntó con voz potente quiénes eran.

 

Una de las figuras se adelantó.  —Me llamo… Ernest Shackleton —murmuró. Hubo un silencio sostenido. Todos sabían allí sobre los hombres de Shackleton; hacía mucho que los daban por muertos. A Sørlle se le llenaron los ojos de lágrimas. Frente a él veía un milagro. Shackleton solo dejó pasar setenta y dos horas antes de ponerse manos a la obra. Con la ayuda de los noruegos rescataron por mar a quienes habían quedado al otro lado de la isla y se dirigieron prestos a isla Elefante. Lamentablemente, cada intento de estos culminó en fracaso. Primero fue con la ayuda de los noruegos. Luego acudió a uruguayos y argentinos. Nada  podían hacer. hacer. Recurrió en última instancia a su patria, pero, imbuidos los  británicos en una carnicería diaria de soldados, solo encontró desinterés. Poco importaban una veintena de locos perdidos en la Antártica. El grupo que había quedado ahí, según los planes, todos los días encendían una hoguera con la esperanza de ser avistados. Pero pronto comprendieron que era una rutina que empezaba a perder todo sentido. Se avecinaba un nuevo invierno antártico y habrían de esperar ¡aún más de tres meses! Pero Shackleton siguió insistiendo y recorriendo Sudamérica en busca de apoyo. Llegó, ya casi al borde de la desesperanza, a Punta Arenas, la perla de Magallanes. Allí se reunió con la comunidad chilena y británica residente. Allan McDonald le prestó la goleta  Emma, y volvió fracasar. Desesperado, Shackleton apeló entonces a la Armada chilena. Y aquí es donde apareció en la escena un personaje tranquilo y reservado, quizá lo opuesto al ampuloso y exuberante británico. Marino de la escuela de pilotines, el piloto 2° Luis Pardo Villalón, era un hombre de estatura medio baja, rostro reposado y sonriente. Hijo de un

 

veterano de la Guerra del Pacífico, tenía por entonces treinta y cuatro años de edad y una familia compuesta por Laura Ruiz, su mujer, y tres hijos. La historia dice que este hombre quitado de bulla se ofreció voluntario  para la peligrosa misión. «Yo «Yo y mi tripulación.» El barco, un viejo y  pequeño escampavías bautizado b autizado Yelcho, no estaba en lo absoluto preparado  para una aventura de esta naturaleza. Los barcos antárticos debían tener  casco de madera para absorber los golpes de esas rocas flotantes que regaban los mares polares. Pues bien, el Yelcho tenía casco de metal y no contaba con radio, alumbrado eléctrico ni sistema alguno de telecomunicación. Tampoco con algo quizá vital: ¡un sistema de calefacción! Era simplemente un barquito destinado a actividades menores, no a salvatajes en altamar. a ladeAntártica pleno invierno era demencial. Shackleton era yaEnviarlo conocedor aventurasen imposibles y lo único que soñaba era rescatar a sus compatriotas, pero cuando vio al Yelcho  su ánimo se vino al suelo. No podía creerlo. Más que demencial era un suicidio. Sin ninguna consideración le dijo a Pardo con indisimulable desprecio:  —¿Iremos en este cascarón? ¿Es en serio?  —Sí, señor seño r —habría respondido Pardo—. En E n este cascarón nos iremos a isla Elefante. Shackleton, el inquebrantable, pensó que era una locura. Y todos alrededor, loberos y balleneros de la zona, también. La peligrosidad de la misión que abrazó Luis Pardo, así como su tremenda calidad humana, queda clara en este fragmento de la muy emocionante carta que le envió a su padre en la víspera del viaje: Si fallo y muero, usted tendrá que cuidar a mi Laura y a mis hijos, quienes quedarán sin sostén alguno […] Si tengo éxito, habré cumplido mi deber humanitario como marino y como chileno. Cuando usted lea esta carta, o su hijo estará muerto o habrá llegado a Punta Arenas. No

 

retornaré solo.

En Punta Arenas todos sabían ya de la situación de esos veintidós hombres atrapados en la Antártica desde 1914. El tiempo se les acababa rápidamente. Sin mayor dilación, y frente a la expectación de la comunidad  puntarenense, la mañana del 25 de agosto de 1916 la pequeña nave Yelcho zarpó en una misión que había visto fracasar todos sus intentos anteriores. Era, literalmente, la última oportunidad. Al mando iba Luis Pardo, su segundo era León Aguirre Romero y la tripulación contaba con veintidós hombres. También a bordo se contaba a Ernest Shackleton y los dos oficiales ingleses Worsley y Crean.  Navegaron en calma por el Estrecho de Magallanes hasta la isla Picton, donde cargaron carbón y algunas provisiones. Pero apenas salieron al mar  de Drake, el infernal oleaje de este tempestuoso mar los embistió. Zafaron,  pero al poco andar se vieron sorprendidos por enormes montañas de hielo que se atravesaban en el camino. Era como cruzar corriendo una carretera  plagada de camiones. Luego, el clima odioso del polo tiró una nueva carta sobre la mesa: una niebla tan espesa que permitía ver apenas unos pocos metros adelante, lo que hacía a los témpanos indetectables. En una era sin radares ni sistemas de navegación más que simples mapas, la situación era angustiante. Y a eso se sumaba una temperatura glacial. Pardo se helaba toda la noche en el  puente, vigilando y maniobrando. Dormía solo de día, cuando la niebla se disipaba y no había riesgos. Fueron dos días de navegación agotadora. Un error y el Yelcho se habría ido a pique junto a toda su tripulación en las aguas gélidas de mar abierto. La mañana del 30 de agosto la niebla volvió a espesarse tanto que debieron guiarse por los mínimos ruidosen del agua chocando contra los icebergs, los imperceptibles desgarrones la niebla y por la intuición de

 

Pardo, que capitaneaba la Yelcho como su personalidad: tranquilo, amable,  pero seguro. A medida que la mañana fue quedando atrás, la tensión creció en el ambiente. La isla debía estar cerca, pero no lograban verla. Las horas  pasaban y pasaban y Pardo debía calmar constantemente a su gente.  —Yaa llegaremos, ya llegaremos —decía cada cierto tiempo.  —Y Y así fue. A mediodía, entre jirones de niebla, una sombra negra se dibujó en el horizonte. Todos sintieron cómo se les apretó el corazón. Aquello parecía una lápida oscura en medio de la nada. Ahí, enfrente, tenían la isla Elefante.  —¡Iceberg a babor! —exclamó entonces un vigía y todos corrieron a sus  puestos. Pardo dio lasy instrucciones, peroque el témpano enorme. Sacaron pértigas toda herramienta pudiera era servir para mantener  alejado el hielo de la nave. Arrojaron también cartuchos de dinamita que hizo estallar el aire de ese planeta desierto. Con las pértigas empujaron los trozos más pequeños, trabajando frenéticos. No podían perderlo todo en el último momento. Dos cartuchos de dinamita más lograron frenar la amenaza. Pudieron girar y quedaron de frente a la isla, nítida. Y ahí, en la  playa, unas manchas negras se movían y saltaban alocadamente. Pardo ordenó que se bajara el bote de inmediato; nunca se sabe lo rápido que pueden cambiar las condiciones meteorológicas. En la playa, los sobrevivientes gritaban y se abrazaban. Alguien prendió una hoguera que elevaba una columna de humo; otro abrió una de las últimas cajas de galletas; Macklin corrió hacia el refugio para cargar a Blackborow, el polizón del Endurance al que le habían amputado los dedos del pie, y llevarlo a las rocas para que pudiera ver el espectáculo. En el Yelcho, una figura menuda con sombrero de oficial sonreía satisfecha. Y en

 

el bote que se acercaba a la costa cuatro hombres remaban y un hombre robusto se erguía en pie: Sir  Ernest  Ernest Shackleton. Los isleños gritaban, reían, sollozaban y se abrazaban.  —¡¿Están todos bien?! —gritó Shackleton cuando estuvo lo suficientemente cerca.  —¡Todos  —¡T odos bien! —gritaron de regreso. Subieron a la mitad de los sobrevivientes en un primer viaje. Solo puedo imaginar la ansiedad del segundo grupo esperando su turno después de cinco meses en una isla de mierda, expuestos al viento, al hielo y la soledad más abismante, y tras casi ¡dos años en la Antártica! Solo una vez que estuvieron todos a bordo se enteraron de la nacionalidad mucho rato. de los rescatistas. Los gritos y vítores se escucharon durante Lo que ocurrió a continuación fue vertiginoso. El Yelcho entra a la costa de Punta Arenas entre los pitidos de los barcos. La ciudad completa se congrega en el puerto y llena cada una de las calles. Nadie puede creer la magnitud de la hazaña. Por un lado, la sobrevivencia de los ingleses, el viaje a las Georgias y el cruce de sus montañas. Por el otro, el rescate final en el Yelcho. La resistencia y la humanidad puestas a prueba de manera cruel y brutal. Pardo fue prontamente ascendido. Viajó con su tripulación y los sobrevivientes a Valparaíso, donde fueron recibidos como héroes por una multitud que desbordó las calles. Al  Piloto Pardo lo levantaron en andas y lo llevaron así desde el puerto hasta la gobernación. Todos fueron agasajados y condecorados hasta el cansancio. Era la hazaña de un puñado de hombres que supo ser sobrehumano. Pero tanto honor y tanta gloria chocaban con la humildad y la entereza moral de Pardo. Cada vez que podía derivaba la gloria hacia sus hombres e

 

incluso rechazó las 25.000 libras esterlinas, una fortuna para la época, que la corona británica le quiso entregar como recompensa. Pardo era de esa gente de antes, esa que se preciaba de su ética, su integridad y su honestidad, de esas personas que ya no sobran en el ámbito público chileno. Su tremenda estatura se refleja en otro párrafo de la carta escrita a su  padre: Aunque la misión es difícil, arriesgada y llena de peligros, no he vacilado en aceptarla, entre otras consideraciones, porque es humanitaria.

Y ahí está la clave. Luis Pardo es un héroe humanitario. Y en un país como el nuestro, donde los héroes de los billetes a veces son tales por matar  o dejarse matar, se erige entre ellos un humilde suboficial, un uniformado sencillo que es héroe por salvar no solo a personas arriesgando su propia vida, sino a extranjeros, a gente desconocida «porque es [una misión] humanitaria». Cuestión que refleja el espíritu antártico más profundo y civil: este es un territorio que no es propiedad de nadie y donde todos deben colaborar y sacar lo mejor de su humanidad para sobrevivir y tener éxito. Luis Pardo Villalón es un lujo de ejemplo para el Chile de hoy, un país cruzado por el egoísmo, el amor al dinero y el oportunismo. Él fue voluntario, arriesgó su vida, rechazó el dinero y evadió la gloria. Qué mejor  faro para estos tiempos perdidos. Lamentablemente, dos factores han opacado su luz y llevado a que su nombre sea, con suerte, un eco de escuela dicho a la rápida entre las páginas de nuestra historia oficial. Uno: Shackleton, preso de su ego, fue desprendiéndose de la molestia que significaba Pardo para su épica  perfecta, con él como protagonista exclusivo, y terminó eliminándolo de su relato. Luego, la historia inglesa apoyó su versión y es por ello que existen libros importantes sobre la travesía, como  Endurance, de Alfred Lansing;

 

 El Endurance, la legendaria expedición antártica de Shackleton, de Caroline Alexander, entre muchos otros, que simplemente no mencionan el nombre de Luis Pardo y le atribuyen a Shackleton el cometido completo. Y dos, un factor más triste, porque es nacional. Recién en 1958, cuarenta y dos años después de la hazaña, se logró un acuerdo para la construcción de un monumento a este héroe, pero Luis Pardo llevaba ya veintitrés años muerto. Y la primera piedra de la obra solo se puso ¡diez años después! Cuando quedaba un único tripulante de la Yelcho vivo. A principios de los setenta se elaboró un nuevo plano del memorial, pero también fue abandonado. Y en 1977, para asombro de la comunidad, se sacó de Punta Arenas la proa del Yelcho para instalarla en Puerto Williams. En 1983 decidieron finalmente a cabo la quedó obra. Para ello se creó comisión. Sesionó solo una vezllevar y el proyecto abandonado hastauna el día de hoy. La increíble historia de los sobrevivientes del  Endurance es hoy materia de estudio en todo el mundo. Empresarios, estudiantes y deportistas toman cursos donde se guía el aprendizaje usando la historia de ingenio, sacrificio e inhumana resistencia de los hombres de Shackleton.  No nos haría nada de mal como país sacar del baúl de la historia la enorme figura de ese otro hombre, aquel compatriota sencillo, honesto, ético, heroico, quitado de bulla y con sentido de la vergüenza. No estaría mal hacer famoso a un militar no por haber matado a alguien, sino por no haber reparado en fronteras, nacionalidad ni idioma en pos de salvar de la muerte a desconocidos a riesgo de su propia vida. Hagamos famosos a hombres como el ciudadano sencillo y honesto llamado Luis Pardo Villalón.

 

E N ISLA DE PASCUA PASCUA HUBO UNA REVOLUCIÓN DIRIGIDA DIRIGIDA POR UNA VIDENTE

 

En la inmensidad del océano Pacífico, en la cubierta de un velero, una  pequeña mujer observa desde cierta distancia una ceremonia brutal: la tripulación del navío carga en andas un cadáver amarillento hasta la cubierta. El rictus forzado en su rostro revela lo que debe haber sido una muerte muy dolorosa. El tiempo transcurrido y el desinterés por registrar  esos pequeños eventos íntimos hacen que nada sepamos sobre la enfermedad y las últimas horas de ese hombre joven que, ahora, frente a los ojos de su madre, es amarrado como un paquete cualquiera y arrojado por la  borda del d el barco. Quien cae al mar es el hijo mayor de la mujer. mujer. Y ella, con el corazón apretado, ve a su pequeño hundirse en medio del océano más grande del planeta y alejarse para siempre. Su nombre es María Angata Veritahi y, aferrada a las cuerdas del velero, va de regreso a Isla de Pascua, su lugar de origen, para convertirse en leyenda.

La distancia entre Isla de Pascua y nuestro continente es casi la misma que hay entre Arica y Punta Arenas. Es considerada uno de los lugares habitados más aislados del mundo. Allí nació María Angata cuando Rapa  Nui aún era una civilización capaz de leer las estrellas, con escritura propia, dominadora de la navegación y albacea de conocimientos técnicos que le  permitían levantar estructuras de piedra de decenas de toneladas. La pequeña María Angata, huérfana, vivió rodeada de una cultura rica en mitos, leyendas y de una cosmogonía portentosa, todo ello en una isla habitada por cuatro mil personas. Su aislamiento había permitido la creación de un ecosistema cultural extraordinario, pero delicado. Te Pito o Te Henua, «el ombligo del mundo», era, para la niña Angata, una de las

 

formas del paraíso. Pero algo ocurrió de pronto: en 1862, un barco apareció en el horizonte y ya nada volvió a ser igual. Proveniente de Perú desembarcaba una tripulación de apariencia amistosa que traía regalos y  buena voluntad. Los rapanui se acercaron a la playa con flores y sonrisas,  pero fueron rodeados rodea dos agresivamente y la locura se desató: con armas, gritos y palos empezaron a secuestrar a una gran cantidad de hombres, mujeres y niños, familias completas, para luego hacerse a la mar. La gente intentó huir  despavorida, pero no tuvo posibilidad alguna de resistencia: en una isla no hay muchos lugares donde huir. Tras esta primera incursión, una oleada de alrededor de veinte barcos fue dejándose caer una y otra vez, durante un año, para secuestrar con gran violencia a más de A la mitad población y llevarla a lasdeislas de la costa peruana. punta de delapistolas y rifles, cerca mil guaneras seiscientos rapanui fueron engrillados, separados de sus familias y arrastrados a las  bodegas oscuras de barcos esclavistas, para ser vendidos en la costa peruana sin chance de defensa alguna. De un día para otro despertaron en un puerto desconocido, sin entender el idioma, con un calor insoportable, y fueron vendidos como animales, cargados en transportes y obligados a trabajar con  pico y pala en condiciones espantosas, extrayendo metros y metros de guano de aves marinas que se usaba como fertilizante. Para quien se resistiera, azotes, castigos inhumanos o asesinato. Muchos se suicidaban arrojándose por los acantilados. Y quien lograba soportar las extremas condiciones de trabajo, los castigos o la pobre alimentación consistente a veces en un par de plátanos al día, corría el riesgo de contraer enfermedades como diarrea —que terminaba en deshidratación y muerte—, infecciones de todo tipo para las que no se entregaba ningún tratamiento y, lo más temido de todo, la histoplasmosis, un mal adquirido por respirar constantemente el  polvo del excremento seco de las aves, el que entraba a los pulmones y

 

 producía hongos que proliferaban, infectaban los alveolos y te asfixiaban lentamente. Pero el desastre no solo fue físico: entre los secuestrados se encontraba la familia real de Rapa Nui, incluyendo a su rey, el ariki  Kai Makoi, y a su heredero, además de toda la casta sacerdotal y los sabios que resguardaban el conocimiento, las técnicas y el lenguaje de las tablillas rongo rongo. La civilización rapanui y toda su sabiduría maravillosa terminaría sus días esclava, paleando guano en las islas del Perú en uno de los desastres culturales más grandes y desconocidos de la historia occidental. Perdida  para siempre. Francia y el Vaticano intercedieron frente a la catástrofe y consiguieron el regreso de una docena Pero de noesclavos, desnutridos, enfermos sicológicamente destruidos. solo regresaban con su dolor sino que,y en un ataque cruel del destino, llevaban también con ellos la viruela. La epidemia que se desató entre los isleños que no habían sido esclavizados fue pavorosa, matando a casi un cuarto de la población que quedaba. Un año después, misioneros franceses llegaban a Rapa Nui para ofrecer  consuelo y ayuda frente a la agonía de toda una civilización, pero en un nuevo golpe a una cultura ya devastada, trajeron además la tuberculosis. En 1870, apenas ocho años después de la llegada de los esclavistas  peruanos, la isla era un desierto habitado por solo quinientos pascuenses que vivían en la miseria, entre un cerro de muertos y los restos de una civilización que ya no comprendían. Los misioneros, desesperanzados, tomaron a la mitad de los rapanui y se los llevaron a trabajar las tierras que los jesuitas tenían en Tahití. Entre ellos iba una joven María Angata, seleccionada por los curas debido a su temperamento fuerte y un marcado sentido del liderazgo, a pesar de sus cortos quince años. Hasta allí, casi toda

 

su vida había consistido en ser un testigo privilegiado en primera fila del apocalipsis de todo su mundo. Para entonces, la isla era un barco de muertos. Pero un empresario francés, Jean Baptiste Dutrou-Bornier, vio una oportunidad en el desastre. Inició un proceso frenético de compra de tierras a través de la persuasión, la extorsión o derechamente el engaño, y se convirtió en señor del territorio. Junto a los jesuitas creó el Consejo de Estado de la Isla de Pascua, se casó con una rapanui y, por supuesto, se puso a la cabeza de su nuevo reino, desatando una dictadura feroz en torno a la explotación ovejera que  perpetuó el abismo. Hacia 1877, en  Mata ki te rangi, «los ojos que miran al cielo» —otro de los nombres de la isla—, solo quedaban ciento once nativos empobrecidos explotados, los últimos vestigios de toda una civilización que daba susy últimos estertores. En Tahití, a María Angata no le iba mejor: casada con un tipo siniestro de nombre Manuheuroroa, subsistía no solo al hambre y a la melancolía de estar a más de dos mil kilómetros de su isla natal, sino además a las agresiones y golpes constantes de su esposo. Los abusos escalaban cada vez más, hasta que un día el hombre tomó un palo y le dio una golpiza tan grande, que le produjo una fractura en la columna. El marido la dejó tendida, dándola por muerta. Cuando María despertó, estaba desfigurada, desfalleciente. Nunca más podría descansar sobre su espalda y, obligada a sentarse de ciertas formas, debería soportar intensos dolores el resto de su vida. Una joroba se iría intensificando con los años y necesitaría de asistencia para realizar ciertos movimientos. Pero también el temperamento le cambiaría: depositó ahora su fe en la religión y con ello se convirtió en una mujer carismática y fuerte. Manuheuroroa murió al poco tiempo; algunas versiones hablan de un accidente en la ladera de un acantilado; otras, de una venganza llevada a cabo por cercanos a María Angata.

 

Una vez viuda, los misioneros la casaron con un pascuense de apellido Pakonio y le pidieron que usara su carisma para ayudar en la evangelización de Rapa Nui. Con treinta y ocho años, dos hijos, nuevo marido y una misión sagrada, a María, una mujer completamente diferente de aquella niña que saliera hacía veintitrés años, le llegaba la hora de retornar a su isla natal. Regresó justo en el momento en que el presidente Balmaceda ordenaba la anexión de Isla de Pascua a través de un extraño tratado: el Estado de Chile compró las tierras de los jesuitas y parte de las de la empresa explotadora. Policarpo Toro, capitán de corbeta y conocedor de la zona, hizo un tratado de buena voluntad con los rapanui a nombre del presidente chileno y declaró la posesión de Isla de Pascua en 1888. Los rapanui estaban contentos. Pensaron que, mediante establecían unano relación de reciprocidad y colaboración con este unapacto, potencia política, una de explotación con un estanciero. Chile inició entonces un intento de colonización llevando familias chilenas, pero el proyecto fracasó rotundamente y, al cabo de solo tres años, estas abandonaron la isla y el Estado hizo aquello que los isleños querían evitar a toda costa: el arriendo del territorio. El beneficiado fue otra vez un francés, Enrique Merlet, quien en 1896 fundó la CEDIP, Compañía Explotadora de Isla de Pascua, e inició actividades ovejeras con total libertad y casi nula fiscalización. La población rapanui, que en casi diez años había logrado elevar su  población a apenas doscientos habitantes, se vio nuevamente a merced de un dictador que los forzó a trabajar por una paga miserable, los obligó a comprar en un establecimiento único —de su propiedad y con precios más altos—, y prohibió las chacras y autocultivos, desatando las primeras huelgas. Un año después consiguió disponer de guardias armados para instalar sus condiciones a la fuerza. En uno de los hechos más vergonzosos de nuestra historia, arrinconó a los rapanui en una zona específica de la isla

 

y los obligó a vivir reducidos y confinados en su propio territorio, rodeando el área con un muro alambrado con dos puertas de acceso: el muro de Hanga Roa. Así, tras la esclavitud, las epidemias y la explotación, los pocos isleños restantes debieron soportar el vivir hacinados y humillados en una  pequeña esquina de su propia isla. En 1897, el nuevo rey, el ariki Simeón Riro, no soportó más la situación y decidió viajar al continente para entrevistarse con el presidente de la República en un gesto tan fútil como ingenuo. Merlet le permitió la salida,  pero al llegar a Valparaíso ocurrió o currió un hecho atroz: el rey fue envenenado y murió vomitando un líquido verdoso en el Hospital San Juan de Dios. Sus tres acompañantes fueron encerrados en el regimiento Maipo por orden del Estado, donde años en servicio e instrucción militar  obligatoria. Juanestuvieron Araki, unotres de los consejeros, enfermó de tuberculosis y murió en la ciudad de Los Andes. Los restos del ariki  nunca fueron entregados y hasta el día de hoy se desconoce su paradero. La comitiva real que viajó buscando justicia fue descabezada, humillada y aplastada por  Merlet y el Estado chileno. Recién en 1900, los dos acompañantes del ariki consiguieron regresar a la isla. Se inició entonces un nuevo período de rebelión, con jóvenes líderes capaces de inspirar y guiar al pueblo rapanui, pero el Estado chileno reaccionó en defensa de los intereses de los privados y envió a una docena de guardias armados que se sumaron a los ya existentes. Se impuso el orden  por la fuerza, no la justicia: terminó de imponerse la prohibición para los  pascuenses de circular fuera del gueto donde habían sido encerrados, se quemaron sus cosechas e incluso envenenaron sus árboles frutales. La llegada de otro personaje a tomar el cargo en la administración de la CEDIP empeoró aún más las cosas: Horacio Cooper es un nombre que aún se recuerda en la isla como sinónimo de violencia. Castigaba a hombres y

 

mujeres con latigazos y los amarraba por días sin agua ni comida a un tronco en la vía pública. Las mujeres rapanui eran obligadas a participar en fiestas con los funcionarios de la CEDIP bajo amenaza. Los abusos sexuales se convirtieron en una constante. La miseria y la desesperación cundían y un último estertor de rebelión estalló contra el administrador  Cooper alrededor de 1902. Pero la goleta  Baquedano vino nuevamente en auxilio del foráneo, restituyendo el orden a punta de fusiles. La Armada de Chile tomó las últimas dos decisiones que terminarían por aplastar todo: le  prohibió al pueblo rapanui elegir a su propio líder, imponiendo a uno designado por la Armada, y detuvo a todos los cabecillas, incluido el ariki, a quienes deportó al continente. Solo el ariki pudo regresar a la isla, pero silenciado debilitado, paradeluego morir unosestuvo pocos años más tarde. Así, en y1903 el plan sometimiento completo: la isla fue militarizada, los integrantes más activos y críticos desaparecieron y la dirigencia fue descabezada. Ese mismo año, la administración se asoció a la Williamson & Balfour. Cincuenta mil ovejas pastaban para entonces en las llanuras de Rapa Nui mientras su gente sobrevivía en condiciones infrahumanas, confinada tras una alambrada vigilada por guardias con fusiles. Y como si todo esto fuera poco, en 1911 brotó una epidemia de lepra que dio una última excusa a las autoridades para terminar de amarrar de pies y manos a los isleños: la prohibición absoluta no solo de circular libremente  por la isla sino también de abandonarla bajo ninguna circunstancia. Para el Estado chileno, todos los isleños se volvieron portadores de lepra y, bajo este subterfugio, habrían de ser encerrados en la zona por razones sanitarias. El meteorólogo Walter Knoche visitó la isla por esos años y escribió: «Hoy día, el investigador se encuentra lamentablemente con un pequeño

 

 pueblo sicológicamente […] destruido, y que dentro de muy poco  probablemente ya no presentará rasgos propios». Después de sobrevivir a la esclavitud y de haberse esperanzado con el tutelaje chileno, este pequeño y frágil laboratorio humano de particular   belleza, este ecosistema cultural delicado e increíble, yacía en ruinas, destrozado, diezmado, explotado y reducido. Aplastado, como el alma de sus pocos sobrevivientes. Solo una década después comenzaría un nuevo despertar, esta vez extraño, anómalo. Era junio de 1914. Mientras al otro lado del mundo faltaban pocos días  para que la bala de Gavrilo Princip matara al archiduque Franz Ferdinand y se iniciarallamado la Primera Guerra Mundial, en elencorvada, diminuto pedacito tierray triangular Isla de Pascua, una anciana de cabellodelargo voz potente, agitaba su rosario y gritaba a una pequeña multitud alrededor  de una fogata. A su alrededor, jóvenes rapanui armados de lazos contenían a sus caballos, esperando la orden. María Angata levantó su brazo hacia los más jóvenes y les ordenó arrancar, uno por uno. La pequeña mujer  comandaba una extraña revolución mística que estaba a punto de explotar, un levantamiento apocalíptico que mezclaba tradiciones polinésicas, imaginería cristiana y reivindicaciones políticas con visiones proféticas, sueños premonitorios y armas. Era una comandante rebelde con un pequeño ejército andrajoso, lista para enfrentarse al opresor en el nombre de un Cristo con aroma a toromiro y coral. A medida que los jinetes arrancaban hacia el horizonte, ella los iba rebautizando con los nombres de santos bíblicos:  —¡Tú serás Daniel!… ¡Tú te llamarás Isaías!… ¡Tú, Josué!» —les gritaba apuntándolos, convirtiéndolos ritualmente en un ejército de santos

 

que iban a robar los animales prohibidos de la Compañía Explotadora de Isla de Pascua. Animales que, según ella, eran de los rapanui desde siempre. La revelación que hiciera horas antes fue portentosa. Los rostros de los  pascuenses se paralizaron cuando esta mujer de sesenta años, que debía caminar ayudada por su hija, les contó que Dios le habló y le dijo que el momento de Rapa Nui había llegado. Tras una década de silencio, había llegado al fin la hora de construir un nuevo mundo, uno donde los rapanui caminaran libremente por su territorio, donde ninguna mujer tendría que entregarse a los demonios de la Compañía, donde el rapanui podría tomar  cualquier animal y compartir su carne con la comunidad, tal como había sido desde tiempos ancestrales. Dijo también que luego de tantos años encerrados ganado cortarse tras un muro en como Hangaquisieran Roa, podrían hablar su idioma sin como restricciones, el pelo y recuperar el mundo quebrado que se oxidaba a la sombra de los moais caídos. La razón que les dio fue alucinante: en los últimos días se habían desatado grandes cataclismos alrededor del planeta, muchos barcos se habían hundido, entre ellos buques chilenos. Y no solo eso: Chile y otros países se habían sumergido bajo un nuevo diluvio universal. Pero Jehová había reconocido a los pascuenses como su pueblo y salvado la isla. María Angata, la anciana que cruzara el océano Pacífico dos veces, la catequista de mirada magnética y voz profunda, acababa de desatar la guerrilla de liberación más extraña en la historia de nuestro país. La madrugada del 19 de junio de 1914, la mujer soñó que Dios le ordenaba hacer un gran sacrificio de novillos, una fiesta en honor al creador  que convocaría a todos los rapanui. El problema estaba en que los animales eran de propiedad de la CEDIP, y Edmunds, el administrador de esos años, se negó rotundamente a ceder cualquier cabeza de ganado con ese objetivo. María Angata, que durante años había recorrido la isla, entrado en las casas

 

de todos sus habitantes para enseñarles oraciones, cantos y dar consejos, que se había convertido en una autoridad respetada, que había tenido en sus  brazos a la mayoría de los jóvenes que ahora la rodeaban como sus guardaespaldas, bajó la mirada ante la negativa de Edmunds y, luego de un rato de silencio, dictó la carta que desataría la rebelión. Por primera vez en décadas de abusos se ponían en papel las reivindicaciones de los rapanui: las tierras entregadas años atrás a Merlet por el gobierno chileno eran un robo. Los pascuenses nunca cedieron sus tierras. El rito realizado frente a Policarpo Toro consistió en tomar una champa de pasto, ponerla frente a sus ojos, limpiar la tierra y entregarle solo las briznas de ese pasto, como una demostración gráfica de que no era la tierra sino su producción lo que cedían. Le dijeron entonces a Edmunds que los animales eran de los  pascuenses y que la CEDIP se los había adueñado. Insistieron en que eran libres de recorrer la isla como quisieran y que nadie los iba a detener. María, descendiente de la familia real, tenía el espíritu, la sangre y el mana,  poder sobrenatural, para liberar a su pueblo. Angata formó cuadrillas de jinetes, planeó estrategias para ingresar por  los cercos y robar animales, creó grupos armados y de vigilancia, se entrevistó con enviados, parlamentó con intermediarios y organizó incursiones a las bodegas de la Compañía para recuperar provisiones y herramientas. Los jinetes se sentían protegidos por el poder de la anciana. Corrieron los rumores de que ella llamaba a la niebla o a la lluvia para esconder las acciones de sus guerrilleros, que era capaz de anticipar las acciones y que Dios le hablaba a través de las gotitas de lluvia que golpeaban contra la madera. Fueron solo treinta y siete días, pero durante ese tiempo organizó a su gente, casó frenéticamente en matrimonio a decenas de parejas y profetizó

 

naufragios y calamidades. Amenazó a su pueblo con castigos divinos si se restaban de la revolución. Ordenó la fabricación de un arca de la alianza similar a la del Antiguo Testamento y pidió materiales para la confección de una bandera blanca, azul y roja para la nueva república. Amenazó también a los integrantes de la Compañía, instándoles a que se casaran con mujeres rapanui y se sumaran a la revuelta, o serían amarrados de pies y manos y arrojados al mar. mar. La euforia del ejército de Angata provocó grandes pérdidas en animales: las comilonas colectivas de carne eran diarias. Una especie de catarsis contenida durante décadas de carencia acompañaba las declamaciones de la  profetisa que, junto a su yerno Daniel Teave, su mano derecha y capitán de los jinetes de la rebelión, llamaba a la gente a negarle obediencia al gobierno marítimo y a ayudarla a crear un gobierno justo y más conforme a la ley de Jehová. Porque no había otra alternativa: el mundo ya no existía y los barcos ya no llegaban. Todo se había hundido y Dios estaba con ellos. Pero cierto día, a fines de julio, una silueta en el horizonte heló los corazones de los vigías: a la distancia podían distinguirse nítidos los tres  palos de la  Baquedano  contra el humo negro de su chimenea que se levantaba hacia el cielo. La profetisa se había equivocado. Lo que vino después fue confuso. Los relatos se contradicen y el recuerdo de cronistas, marinos y rapanuis discrepan entre sí como quien lucha por recordar al despertar de un sueño extraño. La armada ingresa con militares armados a las casas, se impone una forma de ley marcial con restricciones y detenciones. Los isleños ven con desesperación que el sueño de libertad se diluye en la forma de uniformados chilenos que copan la isla. Miran a María Angata, que solo guarda silencio y se hunde por dentro. Las visiones que habían iluminado el cielo de Rapa  Nui caían en pedazos ped azos frente a los ojos de todos. Golpes, empujones, fusiles

 

apuntando a hombres, mujeres y niños. María Angata recibiendo una patada en el pecho del comandante, rodando por el suelo junto a los restos del orgullo rapanui que la mujer había logrado levantar desde el polvo. Un  juicio público que duró ocho largos días. A modo de castigo, la profetisa hincada en una piedra durante una jornada completa y expuesta a la vergüenza en la plaza del pueblo. La isla bajo control militar, sus habitantes  prisioneros de nuevo. ¿Qué habrá sentido María Angata al ver a su querido yerno Daniel Teave, marido de su hija María Danielle, ser engrillado mientras la miraba, empujado al interior de la  Baquedano  y ser deportado para no regresar  nunca jamás? El sueño apocalíptico de una vidente que buscaba crear el reino de Dios a  punta de armas y jinetes, terminaba bruscamente ante una fuerza desproporcionada. Una superioridad que anulaba cualquier esperanza. María Angata no lo soportó. Murió apenas seis meses después y fue enterrada por unos pocos amigos en una ceremonia tan íntima como desoladora. Mientras, al otro lado del planeta, Europa se hundía efectivamente en un baño de sangre durante la Primera Guerra Mundial. En Rapa Nui, en cambio, la guerra terminaba en un enorme silencio. Pero la rebelión de María Angata no fue inútil: Merlet fue enjuiciado y un par de años después se le caducó la concesión. Aun así, el camino de igualdad y justicia para los rapanui siguió pendiente por décadas. La isla fue sucesivamente utilizada como leprosario, como cárcel política y como base de operaciones estadounidense sin el consentimiento de su población. A  partir de 1935 fue gobernada por la Armada, pero los abusos continuaron: azotes, reclusión en el leprosario entre infectados, cortes de pelo aleatorios, obligación de hablar castellano, prohibición de salir de la isla, trabajos obligatorios y gratuitos para el Estado chileno, entre otras humillaciones.

 

Posteriormente, en 1965 esta suma de pesares provocó otra rebelión —  quizás inspirada en la fuerza mágica de María Angata—, ahora bajo el liderazgo de Alfonso Rapu. Esta trajo, por fin, cambios reales a los hijos de Rapa Nui. Recién ese año, aunque ustedes no lo crean, se les concedió la nacionalidad chilena, un carnet, el derecho a voto y la libertad de circular   por territorios que, en realidad, siempre les pertenecieron.

 

¿CUÁL ES EL MENSAJE DETRÁS DE NUESTROS SÍMBOLOS PATRIOS

?

 

En el primer libro de Historia secreta de Chile hablamos acerca del simbolismo de la estrella de nuestra bandera. Para hacer un rápido repaso, digamos que no es cualquier estrella sino el planeta Venus, que parece un astro más en el cielo nocturno, pero no lo es. Su primera aparición fue en el escudo de la Patria Vieja, ese que tiene, a cada lado de un pilar central, a una pareja mapuche. En la cima de ese pilar hay un jirón de cielo con una estrella y bajo él, un lema que reza: « Post Tenebras Tenebras Lux». Ese jirón de cielo es azul oscuro, no negro. Es decir, no es noche sino bien el amanecer, y por  ello aquel lema —que se traduce «Después de las tinieblas viene la luz»—, confirma que esa estrella, como el lucero de la mañana, la estrella que anuncia la salida del sol y con ella el fin de las tinieblas y la llegada de la luz, es Venus. Y su importancia podemos también confirmarla en su inclusión en la bandera de la Patria Nueva, ordenada por O’Higgins y que usamos hasta el día de hoy. Ahí aparece con un asterisco de ocho puntas en su interior, la wünyelfe mapuche que, por coincidencia, también representa a Venus. La estrella del amanecer es, entonces, «la que trae la luz». Se identifica con Lucifer —entidad diferente a Satanás— y refiere a la adquisición del conocimiento. Lucifer, símil de Prometeo —el titán que sube al Olimpo, roba el fuego y lo entrega a los hombres—, es el portador de la luz del conocimiento. Asimismo, en el mito del paraíso bíblico, la serpiente entrega el fruto del árbol del conocimiento a Adán y Eva, y el resultado es que el hombre y la mujer se vuelven conscientes de sí mismos, dejan atrás su condición animal. Pero ¿por qué la luz, el fuego, el sol, son símbolos de conocimiento? Sencillo. Si te encuentras de noche en un bosque o cualquier lugar  rodeado de plena oscuridad, te asustas, ya que no sabes qué hay —o podría

 

haber— a tu alrededor. En cambio, cuando llega la luz, conoces el mundo,  puedes verlo y saber que hay un río más allá, montañas a lo lejos, todo lo que te rodea te habla y dejas de ser ignorante respecto de lo que ocurre a tu alrededor. Estás en paz, en control de tu vida, no necesitas ayudas sobrenaturales para superar tu miedo. ¿Qué tiene que ver todo esto con nuestros símbolos patrios? Pues que de manera recurrente aparece el símbolo del amanecer en casi todos ellos. La estrella de la mañana está en nuestro escudo y en nuestra  bandera actuales. Venus, Venus, además y como ya vimos, aparecía en el escudo de la Patria Vieja, bajo el lema « Post Tenebras Lux», que indica también el amanecer, y también en el nombre de nuestro primer órgano independiente de comunicación. ¿Cómo así? Cuando hubo que fundar un diario patriota, fray Camilo Henríquez junto a José Miguel Carrera lo llamaron  La Aurora de Chile  y su ícono fue, cómo no, la cordillera de los Andes con un sol naciente despuntando en la cima. Simbolizando el inicio de algo nuevo. Un asunto sujeto a discusión es el que ocurre con la bandera carrerina, la de la Patria Vieja. Porque si bien sus colores tuvieron una interpretación en valores abstractos —el color azul simbolizaría justicia; el blanco, sabiduría, y el amarillo, soberanía— no podemos obviar una preciosa coincidencia: los colores representan las tres etapas del inicio del día: azul oscuro para el amanecer; blanco para el alba (esa franja blanca que aparece en el horizonte); y amarillo para la aurora, la áurea hora (la hora del oro), justo antes de la salida del sol. Y sumemos a esta coincidencia que el emblema mapuche es una estrella blanca de ocho puntas sobre un campo azul: también el Venus matutino. Con todo esto, podríamos decir, en un sentido  poético, que Chile es el país del amanecer . Y el amanecer trae consigo la esperanza de un día mejor, de la llegada de la luz, del calor y, también, del conocimiento.

 

¿De dónde viene, pues, esta necesidad de nuestros padres fundadores por  incorporar este significado a nuestros emblemas? Es muy importante abordar esto otra vez, ya que nos da una idea de qué  país querían ellos para nosotros. Por esto, ¿cuál es el mensaje secreto que esconden estos emblemas y de qué manera estos signos que nos legaron nos hablan a través del tiempo y nos guían acerca del país que deberíamos construir? Básicamente, estos símbolos nos dicen que no debemos perder el norte, que debemos mantener el timón fijo hacia un destino, el de la luz. ¿Por qué? El símbolo del amanecer ha sido muy importante a lo largo de toda la historia, pero en especial para ese movimiento filosófico del siglo XVII llamado Iluminismo o Ilustración, que tuvo su manifestación política cúlmine en la Revolución Francesa. Su principal objetivo era reemplazar las  prácticas supersticiosas, religiosas y subjetivas, heredadas de la Edad Media u Oscura, por las herramientas de la razón (con la razón como la luz para conocer; de ahí su nombre: Iluminismo). Lo que buscaban, entonces, era que la ciencia y la reflexión fueran las fuentes que entregaran las respuestas; que la naturaleza pudiera ser explicada a través de leyes científicas y no mediante designios religiosos; que la política no estuviese definida por rangos de nobleza ni reyes de origen divino, sino por los hombres y su consenso; que el bien común fuera lo que moviera a los gobernantes y no las pataletas azarosas de un rey ni las interpretaciones subjetivas de los libros sagrados. En definitiva, que fuera la razón y sus leyes comprobables, contrastables, lógicas y verificables, las que definieran la vida de los hombres y no la oscuridad proveniente de decisiones divinas, de supersticiones o arbitrariedades de un monarca. Fueron los ilustrados quienes instalaron la muy novedosa idea de que los hombres somos todos iguales —sí, aunque no lo crean es una idea muy

 

reciente—, y de ahí su lema «Libertad, Igualdad y Fraternidad», conceptos que se hicieron carne en la Revolución Francesa simbolizados en los colores blanco, azul y rojo. Desde entonces —al menos en el papel—, se deduce de la frase que los hombres somos libres, iguales y hermanos, que construimos la sociedad por y para el bienestar de todos y no solo de algunos privilegiados, que los hombres son hermanos que trabajan para apoyarse los unos a los otros de modo que todos, sin discriminación, alcancen la felicidad. Que, en el fondo, la sociedad es un espacio artificial gobernado por un sistema que le permita a cada uno alcanzar lo mejor de sí mismo, sin diferencias, con todo esto expresado en la idea de República, un sistema que conjugaría lo anterior. anterior. Pero estos originales valores venían esparciéndose hacía años, casi como de contrabando, por el mundo. Por ejemplo, fueron muy pronto tomados  por la masonería maso nería y otros movimientos y encontraron e ncontraron uno de los suelos más fértiles con los que podrían haber soñado en los procesos independentistas americanos, que incluso previo a la Revolución Francesa guiaron la Independencia de Estados Unidos y llevó a sus padres de la patria a iniciar  su constitución con la conocidísima frase: We hold these truths to be selfevident, that A LL MEN ARE CREATED EQUAL. Y con ello no es de extrañar que el asesor más influyente en las ideas de José Miguel Carrera, Robert Poinsett, fuera el cónsul de ese país en Chile, ni que en  La Aurora de Chile, el diario  patriota, se publicaran artículos firmados por Jefferson, Madison y Washington. Y menos que en su primer número se dijera, al hablar de la imprenta, que está ya en nuestro poder, el grande, el precioso instrumento de la ilustración universal (…). La voz de la razón y de la verdad se oirá entre nosotros después del triste e insufrible silencio de tres siglos.

 

Así, la Ilustración consideraba que los hombres debían gobernarse por  medio de autoridades electas por la propia comunidad y no por reyes designados por dios. Y como ya lo saben, casi todos los próceres de la Independencia americana fueron masones o pertenecieron a logias  paramasónicas que qu e consideraban dentro de sus códigos estos valores, como la Logia de los Caballeros Racionales de Cádiz o la famosa Logia Lautarina, la sociedad secreta que conspiró y luego dirigió los procesos independentistas de Argentina, Chile, Perú y Bolivia, entre otros. Los revolucionarios patriotas de nuestra parte del continente, entonces, consideraban a la monarquía española católica como un monstruo de tinieblas al cual se debía derrotar para dar paso a la luz. Recuerden:  Post 

Tenebras Lux. Y la mayoría de nuestros próceres, incluso, eran abiertamente anticlericales, porque consideraban que la Iglesia era un poder   político que bloqueaba las libertades humanas al utilizar el miedo a lo desconocido con el fin de orientarlos en la dirección de sus objetivos o los de la monarquía. Por todo esto, los significados detrás de nuestros símbolos patrios no son decorativos. Tienen un significado claro y concreto. Son un llamado a los valores republicanos de libertad, igualdad y, por encima de todo, de fraternidad, palabra que viene del latín fratris, que significa hermano. ¿Por qué es importante esta última palabra? Porque refiere al sentido de ser libres e iguales, nada vale si no se hace con fraternidad, con amor por el otro, por el más débil, el necesitado, el que no ha tenido tus posibilidades. Siempre hay alguien más débil que tú. En la República, la única salvación posible es la de todos, no solo la de los más fuertes, mejor educados, los que tienen más dinero o los más pillos. La República no es la selva donde el más débil, el discriminado, se jode. Es,  justamente, la creación de un sistema de gobierno en el cual todos, incluso

 

ese más débil, puede alcanzar su potencial y donde los más fuertes tendrían la responsabilidad y el deber de ayudar «hacia abajo» (y no la oportunidad de aprovecharse de su fuerza para predominar; esa es la selva de la que intentamos escapar cuando nos convertimos en seres humanos). Recuperar el valor de hermandad expresada en la solidaridad, nos dicen nuestros emblemas patrios, debe ser la tarea más urgente entre todas las que enfrenta el alma de nuestro país. Porque ninguno de ellos simboliza un «Sálvate solo», sino que todos nos hablan de la luz de la razón por sobre la religión; de la libertad, la igualdad y la fraternidad comprendidas en su  blanco, azul y rojo. Y la estrella de cinco puntas, además, tiene un significado en la tradición gnóstica: es un ser humano, con sus piernas y brazos abiertos. Es decir, en el centro de nuestros emblemas está el ser humano. No la industria. No el dinero. No la jungla. La persona es el objetivo para quienes inventaron este  país. Y a doscientos dos cientos años de su Independencia, es fundamental fund amental que seamos capaces de leer estos mensajes de nuevo. Son nuestra carta de nacimiento, nuestros objetivos, son los ideales que deben guiar las decisiones que tomamos. Es la única manera de construir un país mejor, ya no para nosotros, sino para nuestros hijos y nietos. Somos hermanos, no bestias peleando por un trozo de carne. Chile no se inventó para eso.

 

¿QUIÉN ERA GABRIELA MISTRAL?

 

Una de las maneras que tiene el Estado para utilizar la historia en su  beneficio es la de elegir a algunos personajes y promocionarlos como  buenos ejemplos de «lo correcto». Lo correcto para ellos, obvio. Así, las acciones de los héroes y las vidas de los próceres que te enseñan son seleccionadas con pinzas para indicarte qué es lo que se espera de ti y tu comportamiento. Por eso hay tanto héroe que se mata por la patria o que es elevado a la categoría de monumento por haber «cumplido con su deber», lo que no es más que otra forma de referirse a la obediencia ciega y sin crítica. Y esta es también la razón de por qué no hay estatuas para quienes se han rebelado contra el Estado, ya que estos minan sus ganas de contar  con súbditos que no lo cuestionen. Y al seleccionar a sus héroes, pues, no dudan en esconder ciertos aspectos inconvenientes de su vida personal o  pública. Esta operación de limpieza y pulido de las figuras históricas —a la que llamaremos «procerización»—, termina convirtiendo a seres humanos complejos en caricaturas planas que pierden su significado, convirtiéndolos en panfletos de mármol que no le importan a nadie. Arturo Prat, por  ejemplo, fue mucho más que solo un tipo obediente que se mató por la  patria. U O’Higgins, un personaje infinitamente más complejo que aquel  padre de la patria estilo Superman, perfecto e impoluto. Tampoco Alessandri fue el abanderado del pueblo ni Pablo Neruda el buey que recitaba nada más que poemas de amor y entrenaba a carteros para que conquistasen a nenas. La lista suma y sigue. Enfrentados a este dilema, ¿seremos capaces de reconocer al personaje histórico que escribió estas palabras? Las grandes empresas económicas no retroceden delante de nada, ni ante la compra de consciencias ni ante el dolor humano. (…)

 

[La propiedad] ha sido elevada a causa religiosa. Como dice Bernanos, «Cuando se ataca a la  justicia, se responde con conceptos filosóficos. C Cuando uando se ataca a la propiedad, se responde con metralla». [Tanto [Tanto el Estado] como la sociedad anónima son patrones sin entrañas: son grandes instituciones despersonalizadas frente a las cuales el obrero es una cifra, cuyos problemas personales no cuentan.

 No son palabras de un dirigente revolucionario ni de algún sindicalista molotov en mano. Son del padre Alberto Hurtado. Pero no las reconocemos  porque con los años se ha ido desactivando su discurso más incómodo, su llamado extraordinariamente crítico a la sociedad chilena, hasta dejarlo convertido en lo que conocemos hoy de él: un curita simpaticón que recogía a niños pobres, cuando, en realidad, su bandera de lucha era la justicia social y no la caridad. Aún así, quizás una de las operaciones de «procerización» más brutales de nuestra historia no se cometió contra un cura o un militar. Ni siquiera contra un hombre a secas. Este proceso de tomar a un personaje histórico y recortarle todas las puntas incómodas hasta dejarlo redondito e inofensivo encuentra su aplicación más cruel bajo el nombre de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, más conocida por todos como Gabriela Mistral. ¿Quién era realmente Gabriela Mistral? O, mejor dicho, ¿era Gabriela Mistral como nos la han enseñado en nuestras escuelas? Veamos. Veamos. Seguramente te la enseñaron de la misma manera que a mí: como una viejecita que escribía rondas infantiles, una figura vaga, una pobre señora que al parecer no tuvo hijos y que por eso inventaba cantitos para niños. O como un fantasma anodino que solo hablaba de lo que le corresponde a una mujer: de madres, hijos y alumnos, porque parece que esa anciana inofensiva, productora de rimas colegiales, era profesora. Pero de seguro nadie te contó que Mistral fue una ruda feminista que

 

luchó contra el desprecio a la mujer, que fue una crítica furiosa de la explotación del obrero y el agricultor, que rechazó la violencia y el despojo contra el pueblo indígena ni tampoco que fue atacada en Chile y el extranjero por su oposición a los fascismos y «la tarántula militar», como llamó a la política con bototos. Vamos viendo ya que Gabriela Mistral fue mucho más que la viejita de los versos infantiles. Fue una activista política frontal, una rebelde que tuvo que vivir casi toda su vida fuera de Chile por la incomodidad que producía en las élites brutalmente machistas de la primera mitad del siglo XX. Gabriela Mistral era una mujer intelectual, rebelde y… ¡fumaba en público! Era, sin dudas, más de lo que los señores de la república chilena podían soportar. «Instruir a la mujer es hacerla digna y levantarla. La mujer instruida deja de ser esa fanática religiosa ridícula, esa esposa monótona que para tener el amor conyugal no cuenta más que con su belleza física». Esto lo escribió nada menos que a los diecisiete años en un diario de Elqui. Sus textos,  provocadores y tremendamente avanzados para su contexto, creados en un  pequeño pueblo entre las montañas al interior de La Serena, le valieron el rechazo de los conservadores e incluso el retiro del cupo para ingresar a la Escuela Normal, gestión que fue realizada por un sacerdote con ganas de  poner en su lugar a esta cabrita revoltosa. Pero la Mistral no se quebró. Luchó durante toda su vida por la igualdad laboral entre hombres y mujeres. Igual labor, igual sueldo. En todas las tribunas que tuvo abogó por el voto femenino y por la necesidad de que las mujeres se instruyeran para influir en la política. En una época en donde las ideas feministas eran materia de solo algunas señoras de clase alta, Gabriela Mistral les dio esta respuesta cuando la invitaron a participar: «Con mucho

 

gusto [participaré], cuando en el Consejo tomen parte las sociedades de obreras y sea, así, verdaderamente nacional». Fue una mujer extraordinaria que, con la ayuda de su hermana, se autoinstruyó luego de tener que abandonar la escuela y capaz de dar  exámenes libres para obtener sin problemas su título de maestra. A pesar de esto, sus colegas la rechazaron por no tener sus estudios cursados. A sus compañeros de profesión chilenos no les importaba la brillantez de sus méritos ni su trabajo en escuelas y liceos desde Coquimbo hasta Punta Arenas. Cuando la nombraron directora del prestigioso Liceo 6, profesores y administrativos se manifestaron en su contra por no contar con los «grados apropiados». Sin embargo, al cabo de unos pocos meses y frente al estupor de sus colegas, el reconocimiento vendría del exterior, cuando el gobierno mexicano la solicitó para encabezar, junto a un grupo selecto de intelectuales iberoamericanos, la gran reforma educacional que la Revolución Mexicana quería llevar adelante. Así, en 1923, en México se erigía una estatua en su honor en agradecimiento a su increíble desempeño. Tenía solo treinta y cuatro años y había pasado los últimos dos recorriendo el país a pie, en carreta, a lomo de mula y en avioneta, organizando el sistema educacional de un país completo. México está lleno de escuelas «Gabriela Mistral» y aún es recordada en textos de estudio como una revolucionaria de la educación. Pero cuando intentó regresar a Chile se encontró con la gran agitación  política de la segunda mitad de los años veinte, que terminarían en la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo. Decidió partir a Europa, en donde se integró a la Liga de las Naciones (equivalente a la ONU actual) y se convirtió en la primera mujer diplomática de nuestro país. Desde esa  posición atacó todo tipo de totalitarismos. Criticó la dictadura de Ibáñez, quien le quitó el sueldo de cónsul. También, y por razones similares, Benito

 

Mussolini ordenó su arresto domiciliario en Roma. Criticó duramente el gobierno militar de Franco en España y donó su libro Tala  a los niños víctimas de la guerra civil de ese país. Dijo: «El peligro del totalitarismo de cualquier color sigue residiendo en las clases medias, en las naciones ultramilitarizadas o que crean ciertos deportes de patriotería». Esta supuesta ancianita dedicada a las rondas infantiles temía por nuestra democracia. Sentía que los padres de la patria solo la habían declarado, pero no construido. «No matamos lo colonial», decía, «apenas lo herimos; y las heces de eso seguirán obrando en la forma de caciquismos y dictaduras  primero, y de fascismos después». A partir de su viaje por México y sus visitas a distintos países de Sudamérica, donde ya era recibida con aplausos como una intelectual relevante, la convirtieron en latinoamericanista. Esta inofensiva ancianita de  poemas infantiles, como te la pintan, incluso llamó a los países de Sudamérica a apoyar la guerrilla sandinista contra la ocupación norteamericana en Nicaragua, incluso mediante la entrega de armas. Era cosa seria la Gabriela. Le exigió una reforma agraria al gobierno chileno para que expropiara, dividiera y entregara tierras a las familias de agricultores pobres, poniendo de ejemplo la reforma europea. Escribió: «El Chile angustiado de suelo […] no puede seguir viviendo el latifundio como amparo deliberado de un régimen bárbaro». Y luego agregó un párrafo  premonitorio en el que indicó que si el Estado no atendía al trabajador, «él va a moverse a su manera, a la chilena, [movimiento] que los patrones  parecen no conocer todavía. De un empujón mortal. En Méx México ico el empujón se llamó Emiliano Zapata y sus morelenses; saqueó, quemó, mató y repartió la tierra, todo en la misma hora». Es que Gabriela Mistral estaba preocupada por las mujeres, los trabajadores y también por los indígenas. Pero, ¿estaría dispuesto el Estado

 

de Chile a difundir estas palabras de su supuestamente inocua poeta insigne sobre el origen del dolor mapuche? Estas indiadas fueron aventadas, enloquecidas y barbarizadas en primer lugar por el despojo de su tierra; los famosos «lanzamientos» fuera de su suelo, la rapiña de una región que les pertenecía.

Y con una sensibilidad que el resto del país ha ido entendiendo recién en las últimas décadas, Gabriela explicó de esta forma el sentido de la tierra  para el mapuche:  Nosotros, gentes perturbadas y corrompidas por la industria […] no llegaremos nunca al fondo del amor indígena por el suelo. [Para ellos, el suelo es] el asiento de los hombres y los dioses, la madre; algo como una esposa,  por el amor sensual con que se regodea en ella.

Su visión no era paternalista. Por sus venas corría sangre diaguita y le cantó al orgullo de la raza y a la belleza de los rasgos indígenas cuando todavía era una marca de vergüenza el cargar con mechas duras y un apellido como Melinao o Calfuqueo.

Esta mujer, rechazaron de gran potencia en extremo a quien en algún momento sus yescritos por inteligente, considerarlos «impropios, revolucionarios y ateos, no acordes con su condición de mujer», no dejaba títere con cabeza. Por ejemplo, y a pesar de su catolicismo, acusó a la Iglesia por su mínimo compromiso con la justicia social. «No me quieren en Chile», le comentó con amargura a sus cercanos. Era 1940, y por más que hubiese sido ya traducida al inglés, francés, italiano, alemán y sueco, y ser  considerada una de las intelectuales más importantes de Latinoamérica, en Chile la ignoraban olímpicamente. Bajo esta mirada, sí, es cierto y claro que el pensamiento político y

 

crítico de Gabriela Mistral es evitado cuando el Estado nos habla de ella. Pero quizá la tergiversación más cruel asoma cuando la presentan como una anciana solterona y asexuada, como una abuela sin útero de nietos  prestados. Pero ylalaverdad es que su vida estuvo marcada como pocas por el amor, la pasión tragedia. Su primer amor de juventud, Romelio Ureta, la abandonó por una mujer  de clase alta. La joven Lucila quedó destrozada. Se sentía fea y su origen  pobre solo empeoraba las cosas. Romelio quiso demostrarle a la familia de de su nueva novia que tenía dinero para gastar, que no era un muerto de hambre, y entró en una espiral desesperada de gastos que lo llevó a robar  dinero de su trabajo en ferrocarriles para solventar los gustos de su  prometida. La presión y el temor a ser descubierto lo llevaron un día a encerrarse en una habitación y a descerrajarse un tiro en la cabeza. La joven Gabriela Mistral, de apenas veinte años, caía bajo el peso de su primer  suicida. Compuso entonces sus famosos «Sonetos de la muerte», un canto desgarrado sobre el amor perdido, los celos y algo que la perseguiría durante toda su vida: el destino de los suicidas. Te acostaré en la tierra soleada con una dulcedumbre de madre para el hijo dormido, y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

Y la primera parte de los sonetos la cerró con un gesto fiero de celos que sorprende por su crudeza. Escribió: Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, ¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna  bajará a disputarme tu puñado de huesos! huesos!

Son conocidas también las encendidas cartas que intercambió con

 

Manuel Magallanes Moure, en las cuales, en una de ellas, delata su muy  baja autoestima física y la sensibilidad herida tras su fuerza exterior al decir: «Soy fea, tosca y gorda». Al partir Europa, 1925,una apareció otraque forma de amor en su vida. De la anada, Juanalrededor Miguel de Godoy, guagua Gabriela presentó como el «hijo de alguien», llegó a su vida. Primero fue el hijo de su medio hermano, luego el hijo de un primo y por último de una amiga. En una época en que ser madre soltera podía ser una marca de fuego en la frente de una mujer, muchos sospecharon un engaño por parte de la poetisa. Pero cualquiera fuera el caso, el punto es que esta llegada fue el inicio de quizá los años más felices de Gabriela. Lo crió con cuidado, se encargó de llevarlo a museos y espectáculos y creció en medio de artistas e intelectuales europeos. Yin Yin —  fiel , en hindú— fue la luz en la vida de la  poeta. Incluso podemos notar que, sosteniendo a un Yin Yin Yin de diez años en sus brazos, esta es una de las pocas imágenes donde vemos a la siempre muy seria Gabriela Mistral con una sonrisa luminosa, llena de felicidad en el rostro. Por aquellos tiempos, Gabriela se hacía acompañar de la mexicana Palma Guillén en una relación demasiado estrecha para los rumores de la época. Y no es una exageración decir que ambas fueron madres para este niño demasiado sensible criado como un europeo. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, huyeron del conflicto llevando a un ya quinceañero Yin Yin a vivir a Petrópolis, Brasil. Allí pasaron juntos los años más íntimos que conocerían jamás, no se separaban. Yin Yin quería luchar en la guerra, ser escritor, discutía con sus madres. El cada vez más grande Yin Yin era los ojos de Gabriela, y se notaba. Pero a los dieciocho años, en un arranque imprevisto, este niño que iluminaba a la poetisa se suicidó ingiriendo arsénico. Gabriela lo encontró agonizando en su habitación. Buscó ayuda a

 

gritos y consiguió trasladarlo al hospital. No fue suficiente. El arsénico ingerido produjo en Yin Yin vómitos, terribles dolores intestinales, hemorragias y cefaleas atroces; calambres musculares en todo el cuerpo, fallas sistémicas y, eventualmente, muerte. Gabriela quedó destrozada, en la . Solo atinó a enviar un escueto  shock  mensaje a Palma Guillén, que estaba en Estados Unidos, con la frase: «Vente inmediatamente». Amigos de Mistral describieron su estado de modo aterrador. Que perdió la cordura, que estuvo loca durante diez días, que no reconocía a nadie. Hubo que medicarla, pero aun así nunca se recuperó del todo. El 14 de agosto de 1943, mientras el mundo se caía a pedazos en una tormenta de fuego y cañones, Gabriela Mistral lloraba, sola, en una habitación de Brasil, lejos de su país y con su hijo muerto en los brazos. 1944, el año completo, fue un agujero negro en su vida. Sentada en el fondo de este pozo de ceniza, óyeme a través de la noche y recibe mi pena, alta como la humareda. Vida nuestra, amor nuestro, pena y alegría nuestras, Vida chiquito Juan Miguel, flor de nosotras. Mi pensamiento va a encontrarte, niñito mío.

Un río de cartas, decenas de poemas y de oraciones gastaban el lápiz de la poeta que intentaba entender, acusando a Brasil, acusando a sus compañeros, a sí misma, tratando de tocar por última vez a su hijo con la  palabra, revivirlo de algún modo con la poesía que tanto se parece a un hechizo. Le pedía disculpas a él, le pedía disculpas al mundo. «Madre de Juan Miguel […] madre cariñosa que hubiese sabido darle los

 

cariños que yo no supe […] perdóname si no lo hice feliz.» Lloró y se hundió en un dolor que duró casi dos años antes de que la sorprendiera la noticia más insólita. En medio de su océano de tristeza, un mensaje radiofónico interrumpió dolor para decir que ella,enla recibir chilenaelGabriela Mistral, se convertía en su el primer hispanoamericano Premio  Nobel. El foco del mundo giró hacia ella, quebrando su luto de oscuridad. De un día para otro, la profesora pobre, venida de un pueblito entre las montañas de un país aún más pobre, se convertía en un nombre del tamaño del planeta y era titular en todos los diarios de todos los países. Ella, la viuda de los suicidas, la figura no reconocida en su propio país, la maestra ninguneada por el diminuto mundillo político y cultural de los machos criollos, viajó arrastrando su pena de Petrópolis a Río de Janeiro, de Río a Gotemburgo por mar y de Gotemburgo a Estocolmo por tren en un viaje de veintiún días donde, con un traje negro largo prestado, recibió el premio y nos miró desde la altura del podio. Las cosas, de ahí en más, comenzarían a cambiar para ella. En 1946 fue invitada a dar una conferencia en la Universidad de Columbia, en Nueva York. En el público se encontraba una joven escritora norteamericana de veintiséis años llamada Doris Dana. Al conversar por   primera vez las unió la admiración mutua por el escritor Thomas Mann. Luego vino la admiración de la una con la otra y, por último, a pesar de los treinta años de diferencia entre ellas, la convivencia. Compartirían un tiempo en la casa de Gabriela en Santa Bárbara, California. Vivirían juntas en Veracruz, Veracruz, México. Y pasarían pa sarían años en Rapallo, Italia. Con el paso del tiempo, Gabriela comenzó a tener problemas de salud. Doris pasaba los días junto a ella y, cuando debían separarse, la correspondencia era permanente, a veces diaria. Tú no me conoces todavía bien, mi amor. Tú ignoras la profundidad de mi vínculo contigo.

 

Dame tiempo, dámelo, para hacerte un poco feliz.

Gabriela a su compañera en una de ellas. Pero en otras cartas la celaba y en otras sospechaba de su fidelidad. Temía por sobre todo que sus cartas fueran descubiertas. Eran esquelas llenas de pasión, incluso física. Desde que te fuiste yo no río y se me acumula en la sangre no sé qué materia densa y oscura. Yo no puedo saber aún, amor mío, lo que ocurra conmigo a lo largo de los sesenta días de nuestra separación […] Estoy viviendo la obsesión, amor amor..

De las cartas se desprendía una mayor pasión por parte de Gabriela, mujer ya mayor de sesenta años, que de la joven Doris. La poeta la reprendía y trataba como a una niña, como un refugio, como su mujer, al nivel de referirse a ella misma como un hombre. Escribió: Tal vez fue una locura muy grande entrar en esta pasión. Cuando examino los primeros hechos, yo sé que la culpa fue enteramente mía. Yo creí que lo que saltaba de tu mirada era amor y yo he visto después que tú miras así a mucha gente. Loco fui, insensato como un niño, Doris, como un niño.

Mediante las misivas también intentaba manipularla, retenerla, porque sufría con sus constantes huidas. Le rogaba que le diera su juventud en sus últimos años, temiendo a veces con locura que ella la abandonara. «Tú eras todo y me he quedado vacío», le dice. O: «Nada ha cambiado en mí, Doris Dana, excepto el haber quedado qu edado sin ti. Yo Yo soy tuya. Yo, Yo, tu amor». Gabriela, ya anciana y disminuida, aceptó finalmente regresar a Chile invitada por el mismo Carlos Ibáñez del Campo que, en su primer gobierno, dictatorial, la combatiera con desprecio. Su actual mandato, alicaído, necesitaba aire, por lo que organizó pomposas celebraciones para la poeta. Chile la celebraba en las calles con décadas de retraso. Se le entregó el Premio Nacional de Literatura, vergonzosamente, nueve años después que

 

el Nobel. Doris Dana, a su lado, observaba en silencio. Ella nunca le  perdonaría a Chile el desprecio mostrado hacia Gabriela, al punto de negarse a entregar al país los archivos de Mistral y rechazar, muchos años después, el 2005, una del gobiernoa Nueva de ChileYork parapara visitar el país. Gabriela solicitó el invitación traslado diplomático estar junto a Doris. Vivieron juntas en una pequeña casa en Long Island y fue Doris quien la cuidó, ordenó sus papeles, registró en grabadoras sus últimas conversaciones y la protegió del miedo a la soledad y la muerte en sus últimos días. También, cuando despertaba llorando entre pesadillas asegurando haber hablado con Yin Yin, cuyo fantasma le acusaba de haberlo olvidado. Gabriela murió en brazos de Doris Dana en 1957, quien le sobrevivió cincuenta años. Doris nunca se casó ni se le conoció a otra pareja, dedicándose a cuidar el legado de cuarenta mil documentos y grabaciones de Mistral hasta el día de su muerte. Fue su sobrina, Doris Atkins, quien le entregó a Chile ese tesoro.

Es impresionante el desconocimiento que tenemos de esta mujer fabulosa y apasionada. Pero es comprensible. Si lo pensamos bien, ella reunía todo lo que Chile detesta en una persona: además de ser mujer, tenía rasgos indígenas, no era bonita en el sentido tradicional, era solterona y lesbiana. Pero, por encima de todo, era una mujer inteligente y rebelde, además de feminista, política, progresista y crítica del poder. Si suena demasiado para el Chile de hoy, ¡imagínense para la sociedad de mediados del siglo XX! Pero aun así, ¡aun así!, se elevó desde esas calles de tierra y pobreza, avanzando como un toro de fuego desde este fin del mundo, y fue capaz de sobreponerse a todo, o a casi todo. Una de las últimas frases que articuló antes de morir se la susurró al oído

 

a Doris Dana. «Yo soy la madre de Yin Yin», le habría confesado, rogándole que la enterraran junto a los huesos de su hijo en su pueblo. Gabriela, en sus muchos viajes, cargaba siempre un frasco con tierra de Montegrande, el único donde fue feliz,dedecía. Y si bien Chile tuvo lugar abandonado al hijo Gabriela Mistral durante más de sesenta años en una tumba perdida en el cementerio de Petrópolis, recién el año 2005, durante el gobierno de Ricardo Lagos, ambos cuerpos pudieron reunirse en la misma tumba. Gabriela Mistral, al fin, no estaría sola nunca más. Mi pensamiento va a buscarte, niñito mío, él hace camino por encontrarte y quedar contigo. Es mi amor el que va en busca tuya; Es la fidelidad de mi amor, chiquito mío. Mi espíritu desea quedarse contigo mientras mi cuerpo duerme. Por abrazarte, por acariciarte, por sentirte y Hacerte una larga compañía.

GABRIELA MISTRAL, Cuaderno 119, manuscrito

 

EL CRÁNEO DE CARRERA

 

Es 1960. Chile es un país aislado, de enorme pobreza y con la mayoría de sus calles y carreteras aún de tierra. Por uno de esos caminos pasa un automóvil que va dejando atrás una nube de polvo que ahoga a los huasos a caballo que de tanto en tanto se le cruzan. La ruta a Melipilla es un viaje atrás en el tiempo para Liliana Pellegrini, una mujer argentina acostumbrada a Santiago, el cemento y las calles de asfalto. Es tarde. Con una mano toma firme el volante y en la otra sostiene un mapa de la zona con un círculo dibujado en lápiz grafito alrededor de El Monte, un pueblito a 50 kilómetros de la capital escondido entre zarzas, álamos y robles.  —¡Voy  —¡V oy a El grita por la ventanilla a un campesino campe sino que carga damajuanas de Paico! loza en—le su carretela.  —Me cruza el Mapocho, señorita, de ahí sigue de largo por El Monte y al ratito llega a El Paico.  —Gracias —le dice volviendo a mirar el camino y acelerando. Más  polvo, más má s zarzamoras. La radio rad io apenas capta alguna algun a emisora de Talagante que transmite, quizás, un discurso del presidente Alessandri Rodríguez o tal vez un partido de fútbol donde el héroe es nuevamente Misael Escuti o el centrocampista Honorino Landa. Cruza entonces El Monte y al rato ve la parroquia que le habían descrito. Es una construcción humilde. No hay nadie alrededor. Se baja del auto, se arregla la ropa, suspira y camina hacia la casa que le han indicado.  —Hola, ¿está la encargada de la calavera milagrosa? —preguntó a una niña de doce años que se asomó por la puerta.  —Soy yo —le respondió esta con un hilo de voz. Liliana dudó un momento, pero la niña salió de la casa y sacó de entre

 

sus ropas un manojo de llaves que quizá pesaba lo mismo que ella.  —¿Viene  —¿V iene por alguna manda? —le pregunta sin mirarla mientras caminan hacia la puerta lateral de la parroquia—. Porque es bien milagrosa —insiste la niña—. Vieneneso desí.todos lados a pedirle cosas. Le rezan. Pero hay que dejarle monedas, Mete la llave, la gira con dificultad y a empujones abre la puerta lateral.  —¿Para qué quiere verla? —pregunta la niña, pero la mujer no le responde. En la penumbra, avanzan hacia un costado. La niña abre una ventana y la luz entra para caer sobre una extraña caja de vidrio de unos 80 cm de largo  por 30 cm de alto. Es una especie de ataúd de cristal que en su interior  guarda, entre decenas de monedas, un cráneo humano. La mujer sonríe, avanza hacia la caja y la toma con ambas manos. La levanta del altar con mucho esfuerzo, las monedas ruedan tintineando, el cráneo se desliza hacia un costado.  —¡No, no, no! —dice la niña acercándose.  —Tranquila —sonríe Liliana—. Tengo una carta que me autoriza a tomarla.  —¡Pero, señora…!  —Tranquila, te digo —repite la mujer mientras deja la caja en una de las  bancas y abre su cartera. Carmela Navarro, la niña de doce años, mira hacia la puerta dudando entre si creerle y esperar, o correr a buscar ayuda. Liliana deja la cartera y  pone frente a su cara una carta oficial , sellada, a nombre del párroco. La niña titubea, pero ahí se lee claro el nombre del sacerdote; además, el sobre tiene un sello: debe ser real. Aprovechándose de la duda, la mujer hurga nuevamente en su cartera y le tiende a la niña un paquete de galletas de

 

marca. Carmela las acepta y abre los ojos ante la sorpresa de tener un  paquete entero solo para ella.  —Entrégale la carta al cura después de que me vaya, ¿me entiendes? Navarro se sienta en lapor banca mira aestá la mujer que la toma en Carmela una pequeña libreta. Liliana, su yparte, radiante: niñanotas no entiende nada. Solo quiere estar sola y comerse las galletas.  —Usted no le hizo ninguna manda a la calavera, ¿cierto?  —No —le responde sin mirar. mirar.  —¿Para qué la quiere, entonces? Liliana deja de escribir, se sienta junto a la niña y, mientras ambas observan la caja de cristal sobre la otra banca, le dice:  —¿Tú sabes de dónde viene este cráneo?  —Sí —responde Carmela—, la trajeron de la parroquia del monasterio franciscano que hay allá en El Monte.  —No, no —sonríe Liliana—. Me refiero a que si sabes a quién  perteneció esta cabeza.  —¿A algún santo? —dice la niña tratando de adivinar—. El cura cu ra me dijo una vez que a veces reparten los huesos de los santos para que la gente les rece y así no acarrean el cuerpo completo para todos lados. Liliana la mira un par de segundos, acerca su rostro al de Carmela y le indica el contenido de la caja de cristal. Lo que se ve dentro es una calavera color amarillo oscuro con un agujero alargado en la frente. Luego, casi susurrándole, como contándole un secreto, le dice:  —Eso no es ningún santo. Esa, mi niña, es la cabeza de José Miguel Carrera. Después de un rato, Carmela está de pie en el patio de la parroquia mirando a lo lejos la nube de polvo que levanta el auto de Liliana al alejarse. Sin saberlo, se convertía así en la última persona del lugar en ver la

 

calavera milagrosa, la misma que estuvo por casi cincuenta años perdida. Un destino tan alucinante como la vida del propio Carrera.

Pero ¿quién es José Miguel Carrera? ¿Cómo viene a nosotros esta imagen fantasmal, este prócer borroso enfundado en su eterno traje verde, mirándonos de medio lado desde las láminas del  Icarito  y un par de  billetes? ¿Qué hizo este hermano Carrera para terminar en una caja de cristal y convertido en el fetiche religioso de un pequeño pueblo de la zona central chilena? «Héroe de la patria», nos dijeron. «Prócer de la Independencia», leímos en los textos de estudios. Pero enviajó ninguna parteUnidos se nosa mencionó, ejemplo, que José Miguel Carrera a Estados pedir ayudapor  al  presidente Madison para combatir a los realistas… ¡y a San Martín!; tampoco que recorrió las pampas argentinas a la cabeza de un grupo de montoneros chilenos, argentinos, indios mapuche y ranqueles convertido en una especie de bandido; o que cruzó el mar en barcos cargados de armas con oficiales británicos y corsarios; que publicó diarios subversivos en Montevideo, o que complotó contra el gobierno argentino al participar en una revolución que lo derrocó, entrando triunfante en la ciudad de Buenos Aires. Muchas aventuras, mucho ruido, mucho desorden y mucha muerte en ese torbellino verde lleno de ambición que fue «el Príncipe de los Caminos», como lo llamó Neruda. Pero la verdad es que Carrera fue un principito arrogante e incorregible desde su adolescencia, un hijo de la clase alta, muy mujeriego, dado a la fiesta y a las peleas. Se le describía alto, bello, encantador y ostentoso. Un verdadero zorrón insoportable que, ya desde el colegio carolingio, le hizo la

 

vida imposible a su padre, Ignacio de la Carrera, aristócrata de familia española tradicional. José Miguel no terminó la educación primaria. No sabemos si se retiró o lo expulsaron, pero sínosabemos que deenregreso a EldeMonte, donde la hacienda familiar, quiso trabajar las tierras su padre y quequedaba pronto comenzaron los problemas: infidelidades con mujeres de campesinos,  pendencias e incluso un asesinato, al matar de una cuchillada a un huaso de la zona que le enfrentó en un duelo por haber ofendido a su hija. Existe también un expediente criminal en su contra en Talagante por otro asesinato, el de Nicolás Gascó, levantado por «los indios del pueblo», cuando José Miguel tenía dieciocho años. Por este crimen su padre echó mano a sus influencias y dinero para evitarle la justicia (como sigue ocurriendo tantas veces, hasta el día de hoy, con los hijitos de papá de nuestro país) y lo envió a Lima a fin de esconderlo y, esperaba, calmarlo un poco. En el Perú, un tío intentó enderezarlo, pero la fiesta y el desorden que armó fueron de tal envergadura que este dio instrucciones para que lo detuvieran y lo encerraran en un  barco atracado en el puerto de El Callao. José Miguel había adquirido en este corto tiempo una deuda millonaria con su tío y estaba por ser   procesado. Su padre, nuevamente, debió acudir en su ayuda y saldar el monto. Carrera le pagó huyendo del Perú y regresando a Chile. Pero eso no fue todo. Existe otro expediente en su contra, esta vez por la muerte del indio Estanislao Placencia y de su hijo, producto de los disparos hechos por José Miguel al interior de su casucha, en 1806. Es decir, ¡apenas volvió del Perú! La sentencia lo encontró culpable Por haber entrado de noche con gente armada al pueblo de Talagante, perturbando la paz, sosiego y tranquilidad de aquellos vecinos, por haber motivado la riña, de la cual siguieron las

 

heridas y demás ultrajes de aquellos indios, se ha hecho acreedor Carrera a las rigurosas penas que establecen las leyes.

Su padre, en esta ocasión, invocó el fuero militar del que gozaba su hijo, quien tenía grado uniformado por el solo hecho de pertenecer a la oligarquía criolla, y fue absuelto con escándalo. Ignacio de la Carrera no sabía ya qué hacer con este hijo insoportable y decidió mandarlo a España para que trabajara en algo y se mantuviera por  su cuenta. Las guerras napoleónicas sorprendieron a José Miguel en la  península, quien se enroló en los Húsares de Galicia haciendo valer su título de teniente de las milicias regladas de caballería de Santiago (grado obtenido sin instrucción militar alguna, hay que decirlo). Como sea, en medio de estas batallas en suelo europeo encontró Carrera un medio donde descargar su adrenalina y desplegar ciertos talentos hasta allí desconocidos, incluso para él mismo. Participó valientemente en trece batallas hasta resultar herido en una  pierna o un glúteo, dependiendo de la versión. Y fue durante su convalecencia cuando se vio sorprendido al conocer la noticia de que en Chile se había organizado una Junta Nacional de Gobierno, y que su padre  participaba en ella. Pronto José Miguel vio en este hecho el ambiente  propicio que le daría la posibilidad de aplicar lo aprendido en las logias masónicas republicanas en las que se había inscrito en España y pidió su  baja para regresar a Chile. Cuando arribó en el país, en 1811, le exasperó notar que la Junta y el Congreso aún no habían decidido independizarse de España. Con veintiséis años y recién llegado, él no tenía poder político ni militar alguno, pero sus hermanos sí: ellos comandaban los ejércitos de la capital. Con tacto los convenció complotar el poderdelelegido con militar ello, José Miguel Carrera se de convirtió en elcontra protagonista primery,golpe de nuestra

 

historia. Porque lo suyo no era el diálogo ni el poder que emanaba de la gente, sino la fuerza. Tras deshacerse de la cúpula regente, el 4 de septiembre de 1811 instaló una Junta de Gobierno que entregó el poder a la familia de noble supone, que conocedora de losprefería reales destinos Larraín, de Chile. Pero abolengo descubrióy, pronto esta Junta curiosamente ejercer el poder en lugar de otorgarle a él la influencia que creía debida, así que… simplemente organizó otro golpe de Estado el 11 de noviembre y se instaló él como representante por Santiago, Gaspar Marín  por Coquimbo y su nuevo amigo O’Higgins por Concepción. El presidente de la junta, por supuesto, era él. Pero, a los pocos días descubrió que un presidente debía dialogar con el Congreso electo, por lo que tomó la decisión de que cualquier republicano decente escogería: otro golpe de Estado el 2 de diciembre, gracias al cual disolvió el Congreso y se otorgó plenos poderes. Lindo. Carrera, como O’Higgins, no era un demócrata sino otro de esos caudillos militares autoritarios que sobran en la historia de Chile. La mayoría de los testimonios de la época lo describen como alguien carente del talento para gobernar y sin gran fondo ideológico. La cronista inglesa María Graham, en su paso por Chile años después, recoge su figura en  palabras aún más duras. Escribió: «La familia [Carrera] amaba a José Miguel con el más fervoroso afecto, a pesar de que hasta sus partidarios confiesan de que carecía de cordura». Carrera era encantador, versero y poseedor de una personalidad magnética. Su gran mérito en el proceso de Independencia de Chile fue el de acelerarlo a empujones mediante el uso de las armas. Encabezó a los llamados exaltados, que no querían más gobiernos de transición sino la Independencia inmediata. Durante su corto gobierno inició la construcción

 

de los primeros esbozos de identidad nacional, principalmente a través de uno de los logros inmateriales más poderosos de su mandato: la creación de emblemas patrios: la bandera y el precioso escudo carrerino, llenos de simbología masónica, gnóstica, mapuche e incluso luterana, que era la filiación de Poinsett, su gran consejero y mente maestra detrás de Carrera. Asesorado por grandes personajes como José Miguel Infante, Gaspar Marín o Manuel de Salas, bajo su régimen se creó el Instituto Nacional, se ordenó la creación de escuelas gratuitas para hombres y, en un precioso alarde de  progresismo, para mujeres, y, entre otros grandes logros, se creó la Biblioteca Nacional. Carrera, además, promulgó nuestro primer reglamento constitucional, un documento redactado en gran medida por un personaje oscuro y muy desconocido de nuestra historia, el cónsul norteamericano Robert Poinsett, y el boliviano Jaime Zudáñez, en el que se establecieron tres principios velados muy interesantes: la separación de la Iglesia católica romana, una forma de Independencia de España y uno que técnicamente convirtió la dictadura de Carrera en indefinida, al considerar la posibilidad de elecciones solo en caso de renuncia o muerte del mandatario, o sea, él. Pero nada dura para siempre. Los españoles no concebían que estos  patipelados del fin del mundo se declarasen independientes de su fabuloso imperio y enviaron, pues, sus tropas para recuperarla. La expedición de Antonio Pareja desembarcó en Chiloé y los patriotas vieron con horror  cómo la ciudad de Valdivia se unió a ellos de inmediato, luego le siguió Concepción y, finalmente, Chillán, agregando tropas y recursos a las huestes realistas. Los años de mala administración del sur por parte de Carrera —al punto de que en Concepción hubo una hambruna donde moría gente en las calles— le pasaba la cuenta. Frente a esto, el húsar de Galicia montó su caballo, se autodesignó general en jefe del Ejército de Chile y se lanzó en una campaña un tanto

 

desorganizada y desastrosa contra los españoles que se acercaban ya a Santiago. Su carencia de espíritu estratégico y su pésimo desempeño en la  batalla culminaron en el desastre de Chillán, el enfurecimiento absoluto del gobierno de Santiago y su destitución por ineptitud. El mando le fue entregado a otro amateur , Bernardo O’Higgins. Tras el fracaso, Carrera debió retornar a la capital, pero en el camino fue tomado prisionero por los realistas. Como recluso se enteró de que el gobierno patriota había hecho un vergonzoso tratado de alto al fuego con los españoles en el cual reconocían nuevamente al rey como monarca y escapó en dirección a Santiago donde organizó otro  golpe de Estado —el cuarto de su currículum— para derrocar a la Junta que dirigía Francisco de la Lastra. Enjuició, encarceló y exilió a diestra y siniestra a muchos integrantes de connotadas familias santiaguinas, ahondando aún más las divisiones entre los patriotas. O’Higgins se enfureció y avanzó hacia Santiago con su ejército para enfrentarse a él en la poco conocida batalla de Tres Acequias. Las acciones de Carrera estaban a punto de desencadenar  una guerra civil en Chile, pero una nueva expedición realista desembarcó  providencialmente en el sur, decidiendo los altos mandos postergar sus  peleas y enfrentar juntos al enemigo común. El comandante español, Osorio, avanzó sin contrapeso hacia Santiago; la falta de organización,  pertrechos y sentido estratégico de los patriotas los hizo fracasar una y otra vez hasta llegar al capítulo final de este período: el desastre de Rancagua, ni más ni menos que la piedra filosofal del odio entre carreristas y o’higginistas hasta el día de hoy. En esta lucha de egos, Carrera sostuvo que debían defender la Angostura de Paine para proteger Santiago, y O’Higgins dijo que se debían defender en Rancagua. No hubo acuerdo, las fuerzas se dividieron y pronto el colorín estuvo rodeado y asfixiado en la plaza de Rancagua. Solicitó refuerzos a Carrera… pero nunca llegaron. Una vez

 

finalizada la batalla, Carrera dijo y repitió que él entendió que O’Higgins le solicitaba que le cubrieran la retirada, no que enviara tropas a su posición, y todavía vuelan los platos por esta discusión. El punto fue que ese día el ejército patriota fue destrozado y vino la debacle, ya nada detuvo a los realistas, que entraron en Santiago arrasando con todo, deteniendo, fusilando, enjuiciando y relegando a cientos de personas en una cacería de  brujas que duró meses, mientras familias completas huían a través de la Cordillera hacia Mendoza, entre ellos los Carrera y O’Higgins. Era 1814, el sueño de un Chile libre se iba al carajo, al menos hasta nuevo aviso. En Mendoza, O’Higgins y Carrera siguieron sacándose los ojos, pero San Martín zanjó la cuestión. Tomó preso a Carrera y listo. A ojos del libertador  trasandino, un líder personalista y voluntarioso como José Miguel podía ser  un obstáculo para su propio liderazgo, por lo que prefirió quedarse con uno más sumiso, callado y obediente, como don Bernardo, quien se acomodaba mejor a sus planes, que eran básicamente invadir Chile, tomar el control de su costa y hacerse de sus caudales públicos para financiar una flota de  barcos que atacara el corazón del Imperio español espa ñol en América: la ciudad de Lima. Carrera, pues, era una piedra en el zapato y lo mandó prisionero a Buenos Aires, pero este nuevamente logró escapar y se fue a Estados Unidos. Allá se presentó como el legítimo presidente de Chile en el exilio y  pidió ayuda para p ara liberar a su país del dominio español. No están muy claras las condiciones del acuerdo entre Carrera y EE.UU., ya que nadie entrega  barcos y armas por bolitas de dulce, pero sea cual fuese el caso, de nada sirvió: apenas recaló en Buenos Aires, el presidente de las Provincias Unidas de la Plata ordenó confiscar toda la carga y encarcelar a Carrera según instrucciones de San Martín, que por esos días comenzaba el cruce de los Andes y no quería a nadie importunando sus planes. Pero, aunque ustedes no lo crean, Carrera consiguió escapar otra  vez, yéndose a

 

Montevideo, donde instaló una imprenta para publicar diarios subversivos contra la Logia Lautaro y desde donde denunció a San Martín como un agente británico que buscaba expulsar a los españoles para instalar una monarquía constitucional y que, incluso, ya habría pedido a un príncipe inglés que encabezara el proceso. Cuestión, aunque usted no lo crea, cierta. Carrera bien pudo haber sido un hombre desordenado con vagas ideas de republicanismo, pero lo suyo no era cambiar a un rey por otro; estaba decidido a aguarle la fiesta a San Martín. Se unió entonces a la causa federalista y participó de la revolución que derrotó a Pueyrredón y los unitarios, entrando triunfante a Buenos Aires. Pero cansado al parecer de los escarceos con los puestos de poder, comenzó una larga carrera zigzagueante por la pampa reuniendo a desertores, chilenos en el exilio, exoficiales napoleónicos, indios mapuche y ranqueles en una montonera furiosa que arrasó villorrios y haciendas. Los indígenas lo nombraron  pichirey —pequeño rey—, pero los argentinos aún hoy lo recuerdan con odio por  los pueblos que asoló, las poblaciones civiles que masacró y los saqueos. José Miguel Carrera no es un nombre muy querido al otro lado de los Andes. Su corazón estaba con Chile y soñaba con el regreso. Aún se encontraba en Argentina cuando se enteró de la muerte de sus hermanos, fusilados por  la Logia Lautaro en Mendoza, y pocos días después del asesinato por la espalda de su amigo de infancia, Manuel Rodríguez. Sus aliados habían sido eliminados. Carrera vio todo rojo; un solo grito de furia se escuchó por  todo el desierto:  —¡San Martín! ¡O’Higgins!

Era 1821, llevaba siete cansados años fuera de Chile. Planeando una última

arremetida, que lo haría cruzar los Andes y liberar a Chile de los argentinos

 

 —encabezados por el servil Bernardo O’Higgins. Reunió a todas sus fuerzas, pero sus propósitos fracasaron en un lugar llamado Punta de Médanos. Fue tomado prisionero. En Mendoza, a tan pocos kilómetros de su país, finalmente detuvo su recorrido frenético, donde bajó la nube de polvo que lo rodeó toda su vida. El potro inmanejable fue engrillado, enjuiciado y declarado culpable en un  proceso más que cuestionable. La instrucción de San Martín, a través de uno de los personajes más oscuros y despreciables del proceso de Independencia, Bernardo de Monteagudo, fue clara: a José Miguel Carrera se le debía matar como a un delincuente. Y así, quien buscó ser el Napoleón de América, terminó fusilado en la  plaza mayor de Mendoza. Niños y niñas de la escuela local fueron llevados  para que presenciaran el espectáculo. Todas las batallas, todos los viajes, todas las penurias; los barcos, las armas, las montoneras, los complots; las experiencias intensas y las mil aventuras; todos los sueños equivocados —o no— de amor a un país que aún era, más que nada, apenas una idea en la cabeza de unos pocos, terminaron en esa plaza. Porque sí, Carrera fue fundamental en la invención de este país que se llama Chile. Y después de una vida que pareciera comprender decenas de años, moría con solo treinta y cinco años. Al enterarse del deceso, Bernardo O’Higgins envió una carta expresando su satisfacción por el fusilamiento, adjuntó recompensas a los captores y entregó, además, una lista de partidarios de Carrera de quienes también habrían de «encargarse». Completó el numerito enviándole a Ignacio de la Carrera, el octogenario padre, la cuenta por los gastos del fusilamiento de su hijo. Técnicamente, el verdadero proceso de Independencia chileno fue el carrerino, ya que el liderado por San Martín fue un proceso inglés-argentino

 

que bloqueó al de Carrera para hacerse con Chile y usarlo de trampolín para llevar a cabo el asalto mayor: Perú. Y tanto incomodó Carrera estos deseos lautarinos que, no contentos con fusilarlo, la Logia ordenó su descuartizamiento. Su cadáver fue desmembrado y decapitado. Su brazo derecho, colgado en una plaza de Mendoza; el izquierdo, enviado como trofeo al pueblo de San Juan; su cabeza, clavada y exhibida por días en una  pica frente al cabildo de Mendoza. Y lo que quedaba, arrojado a un osario en la Iglesia de la Caridad, el mismo lugar en donde habían abandonado los huesos de sus hermanos. Los hermanos Carrera fueron por años nada más que despojos destrozados en un agujero de Argentina. Solo retornarían a Chile en 1828, izados como héroes en un ambiente marcadamente anti-o’higginista. Pero hubo un problema. La comitiva que viajó a Argentina para repatriar  los restos, se encontró con una fosa común llena con los huesos revueltos de los tres hermanos y otros hombres fusilados el mismo día. En un tiempo sin ciencia forense, los encargados decidieron simplemente tomar los huesos que consideraron apropiados y traerlos de regreso a Chile. Pero había algo muy extraño: los «restos elegidos» para José Miguel venían con sus brazos y su cabeza, y así fueron depositados, después de algunas postas, en la cripta de la Catedral de Santiago. Siempre se dudó de la veracidad de esas osamentas, pero hoy es imposible realizar las pericias que pudieran despejar las dudas porque… ¡nadie sabe en qué lugar de la Catedral están! Y surge entonces una nueva interrogante: ¿y el cráneo de El Paico? La leyenda dice que una mujer federalista de Mendoza habría rescatado el cráneo unos días después del fusilamiento y lo entregó a Toribio Rojas, un colaborador de la familia Carrera enviado por Javiera, hermana de José Miguel, quien lo habría traído a Chile a lomo de caballo, cruzando la

 

cordillera, y que luego la propia Javiera lo entregó como reliquia al monasterio franciscano de El Monte. Luego, se trasladó con fecha desconocida a la parroquia de El Paico, donde la reliquia de este prócer de la patria fue venerada como un objeto de culto. Con los años la historia se fue esfumando. La calavera milagrosa de El Paico terminó, en 1960, al cuidado de una niña de doce años que la entregó a una desconocida a cambio de un paquete de galletas.

Es 2007. La presidenta Bachelet crea la Comisión Investigadora de Asuntos Históricos y le encarga a Gilberto Loch, detective de la PDI, investigar entre otras cosas sobre el destino del cráneo de Carrera. Loch consigue determinar que la argentina Liliana Pellegrini, muerta en la década de los ochenta, habría llevado el cráneo al Museo Histórico  Nacional, pero que posteriormente este habría sido abandonado abandon ado en una caja en medio de otras cientos de piezas para, finalmente, perderse entre ellas. Los meses pasan, las pesquisas continúan. Al cabo de un año, la PDI allana en Providencia la casa de una familia descendiente de los Carrera y, en el sótano, descubren una calavera. Se inicia un litigio. La Iglesia de San Francisco reclama sus derechos en base a lo expresado en la voluntad de Javiera Carrera; la familia Díaz de Valdés, poseedora del cráneo, quiere verlo restituido al cuerpo del prócer en la Catedral. Fiel a su vida llena de tormenta, la calavera es depositada en secreto en ¡una bóveda del Banco del Estado! Sí, una calavera humana, perteneciente a un padre de la patria, estuvo en el sótano de un banco en plena Alameda durante casi un año, hasta que los tribunales determinaron que debía ser devuelta a El Monte. Con gran pompa, presencia militar, eclesiástica y civil, el cráneo fue llevado a la iglesia de su tierra familiar. Todos se sentían felices de tener de

regreso a su hijo dilecto después de tanta peripecia. Especialmente al

 

desconocer el lugar exacto en la Catedral del resto de sus huesos, con el cadáver de Manuel Rodríguez desaparecido y con el creciente rumor de que dentro de la urna de O’Higgins no hay nada. Esta restitución del cráneo de uno de nuestros tres próceres más conocidos, pues, era recuperado y ungido como la única reliquia visible de nuestros padres fundadores. Pero habría un nuevo problema. Dentro del protocolo ceremonial se incluyó una visita privada a la casa de una Carmela Navarro, ya anciana,  para que se reencontrara con aquello que había dejado ir en su inocencia. Junto a las autoridades y al párroco iba una cámara de Canal 13, la que registró el precioso momento en que el cura abre solemnemente la caja, le enseña sonriente la calavera y Carmela, arrugando el ceño, le dice:  —¿Y por qué esta tiene dientes? La otra no tenía dientes. No se parece a la que yo tenía. La sonrisa nerviosa del cura y sus intentos por convencer a la señora de que esa  era la calavera fueron tan notorios como tristes. Finalmente, Carmela admitió reconocerla y la fiesta pudo continuar. Años después, en una entrevista dada a unos alumnos de un colegio de El Monte, puso nuevamente en duda la autenticidad de la calavera al decir que había aceptado reconocerla solo porque estaban las cámaras. Existe además una tercera historia, la de la calavera que habría llegado a manos de O’Higgins como regalo de las autoridades de Mendoza y que este habría enterrado en la Catedral de Santiago. Tres versiones y el misterio  persiste. Las primeras pruebas de ADN  que se realizaron a este cráneo restituido con tanta ceremonia dieron negativo, pero luego se hizo una segunda y cuestionada prueba que utilizó el supuesto cabello de su hermana Javiera Carrera como contramuestra y que habría arrojado positivo. Como se ve, José Miguel Carrera sigue siendo el fugitivo, el «Príncipe de

 

los Caminos», el personaje controvertido que a casi doscientos años de su muerte aún divide, apasiona y despierta discusiones violentas sobre su  protagonismo. Pero, sea cual sea nuestra opinión, es innegable que fue un emancipador y un valiente, un desordenado que a patadas buscó el bienestar  y la Independencia de nuestro país y, como dijera Neruda, «el primero en gritar ¡Libertad!».

 

CHILE, CEMENTERIO DE OBREROS

 

Daniel Morales se lanzó tras la pirca mientras las balas pasaban como abejorros zumbando a su alrededor. En un tiroteo los impactos no coinciden con los estampidos y Daniel, hecho un ovillo en el suelo, sentía los golpes secos en el muro, los pedazos de cal y polvo saltando en todas direcciones.  —Mamita, mamita, diosito, mamita —mascullaba agarrándose convulsivamente la cabeza, las manos y el pecho. Las balas salían de las ametralladoras y él no sabía en qué momento sentiría esa mordida, como de un piedrazo, que anunciaría que su cuerpo había sido alcanzado por un proyectil. Luego vendría un mareo, la imagen se iría a negro y manotearía como un ahogado intentando aferrarse a la conciencia para no hundirse en la nada. En medio de este estruendo, las mujeres exclamaban con desesperación:  —¡Hay niños aquí! ¡ Hay niños! Daniel levantó la mirada y vio a su gancho, Eugenio, alcanzado en el  pecho. Le vio su espalda abriéndose en un torbellino de huesos, sangre y músculos. Otro estampido y le explotó la cabeza dejando una plasta rojinegra en la pared tras él. Detrás de un muro, un obrero salió corriendo con una granada hechiza en la mano. Daniel alcanzó a distinguir la marca en el tarro: era una conserva de tomates California cargada de pasta de dinamita, clavos y una mecha encendida. Pero el pampino fue alcanzado  por un balazo y la granada estalló a pocos metros de distancia de Daniel. Todo se volvió humo y la sensación de estar bajo el agua. No había arriba ni abajo y le silbaban los oídos. El polvo descendió. Estaba de espaldas mirando al cielo y, en el cable del telégrafo, un brazo que colgaba. Giró la cabeza y más allá vio unas piernas. Tras descubrirse rociado en sangre y con restos de tejido, pudo reconocer aquello que lo había golpeado, era la

columna vertebral del obrero. Gritó con desesperación y sintió que se le

 

soltaba el esfínter…, pero el ruido tremendo de un trueno lo paralizó. ¿Cañones? Jadeó. El pulso le latía en las sienes. Sabía que debía salir de ahí de inmediato. Las construcciones donde dormían las familias de los trabajadores estaban cubiertas solo de calaminas; quienes se escondieran ahí verían entrar las balas como atravesando mantequilla, dejando agujeros que dibujarían con luz, en el aire lleno de polvo, el recorrido de cada proyectil. Los aullidos eran atroces: gente que se desangraba, hijos con el estómago abierto caminando sin rumbo, una mujer con la mano derecha convertida en hilachas de ligamento, músculo y piel abrazada a su marido muerto. Daniel, lo sabía, debía correr hacia las casas de los administradores, tras sus muros de adobe y vigas de pino oregón. Ahí estaría un poco más seguro a la espera de que el tiroteo se detuviera. Porque, si estaba en lo cierto, este no duraría mucho. Solo querían darles un escarmiento enorme. Es verdad, llevaban ya diez minutos eternos disparando a todo lo que se moviera, pero no querrían matarlos a todos. No podía ser. ¿O sí? Las habitaciones de los trabajadores consistían en largas construcciones de fachada, conectadas entre sí por pasillos interiores y subdivisiones de lata, pisos de tierra y techo de zinc. Eran establos humanos. Daniel apretó los músculos, se agazapó y saltó como un animal hacia el interior. Corrió como nunca antes por encima de las camas, casi tropezó con los paquetes de comida que habían robado de la pulpería durante el alzamiento, esquivó cadáveres y resbaló en pozas de sangre. Continuó corriendo, abriendo  puertas, cruzando pasillos, viendo a madres abrazadas a hijos y también a  perros en medio del humo de los incendios que comenzaban a declararse. Dos balas pasaron junto a sus oídos sorprendiéndolo: nunca había escuchado algo avanzar tan rápido que pudiera hacer vibrar el aire en un traqueteo sordo, como si se abriera paso en el agua. Al llegar frente a una última puerta, se arrojó al suelo.

 

 —¡Disparen, disparen, dispara conchetumadre! —gritaba un obrero desde la casucha de enfrente, envuelto en una masa humana de unos diez hombres que se enredaban tratando de no ser el cuerpo más expuesto. Únicamente dos brazos salían del conjunto con un revólver y una pistola disparándole a nada. Vino luego otro zumbido algo más grave y la casucha estalló en una mezcla de latas, maderas, brazos, polvo, sangre, humo y esquirlas zumbando y golpeando los muros a su alrededor. Brotó un barro de líquido y olor a quemado. En realidad, olor a carne asada que lo hizo salivar  durante una fracción de segundo. Atrás, en el muro, un calamar de intestinos había quedado estampado en la pared de la habitación. Las cabezas cayeron dispersas en más de cien metros a la redonda. Olor a carne asada a la parrilla. Eso era.  —¡Mario! —gritó una mujer hacia la explosión y corrió unos metros antes de caer arrastrando la cara contra la pampa, los brazos lánguidos como un títere sin hilos. Los tiros no dejaban de golpear las murallas. Daniel respiraba agitadamente. Miraba en todas direcciones. El humo le picaba los ojos. Gritos de dolor, de rabia, de odio. «En algún momento se van a detener», sollozaba orinándose finalmente en los pantalones. Le habían contado relatos de la huelga de Iquique, de cuando balearon a los obreros en una escuela, de esa de la que se hablaba casi en secreto, a murmullos. También supo por alguien lo que había pasado en la San Gregorio. Pero ahora era diferente, los del sindicato les habían asegurado que este presidente era del pueblo, que no los iba a tirotear. Y acá estamos. Todas las familias de los trabajadores permanecían aún en la oficina que seguían cañoneando. «A lo mejor los milicos no saben eso; a lo mejor les

 

dijeron que éramos un ejército de comunistas armados. ¡Hay que avisarles que está lleno de mujeres y niños!» Escuchó con atención: los estampidos de los cañones sonaban en dirección opuesta. El polvo de la explosión aún no bajaba del todo. Daniel cruzó la calle hacia las casas de los administradores y, por el rabillo del ojo, vio a una familia agazapada detrás de un bebedero de caballos. Uno de los niños se levantó para disparar con una de esas pistolas de juguete que se hacían con alambre, el mismo con el que también se fabricaban carros con ruedas de tapas de horchata o camas para muñecas de trapo, los únicos  juguetes a los que podían aspirar. Sus miradas se cruzaron. Las balas, las de verdad, pasaban tan cerca del niño y, de repente, Daniel sintió una molestia en el cuello. «Qué mal momento para un calambre», pensó. Daniel tenía catorce años y trabajaba de «medio pollo» con su hermano, de once años, en las piscinas de secado. ¿Dónde estaba su hermano? No lo sabía, pero lo iba a encontrar. Su madre se lo encargó diciéndole, claramente, que él era su responsabilidad, que él ya era un hombre y que ahora debía cuidarlo y sacarlo adelante, «porque en Tocopilla no hay comida y la sal de la costa le está secando los pulmones». Le dijo también que ya no había espacio para él en el conventillo infecto donde arrendaban una pieza para ella y sus ocho hijos. Que ya le había crecido pelo en todos lados y tenía que ganarse su comida. «Qué mal momento para un calambre.» Allá adelante estaban las piscinas de secado. ¿Estaría ahí su hermano? Los obuses habían caído e inflamado el material. Todo era un infierno. Comenzó a sentir un mareo extraño. Las casas cercanas al fuego ya comenzaban a incendiarse. Y cuando las  personas salían desde su interior, los militares hacían puntería con ellos. Debían elegir entre quemarse vivos o salir a jugarse la suerte como patos de feria. Los seres humanos no mueren fácilmente, los aullidos de los heridos

 

y los mutilados eran atroces, revolcándose como gusanos cortados por la mitad. Daniel acezaba trotando por la estrecha calle que lo llevaría, quizás, hacia donde estaba su hermano. Entre la bruma que comenzó a cubrirle los ojos vio las maestranzas, los talleres, las habitaciones de casados y solteros quemándose; oyó gritos desde el interior, vio a mujeres saliendo con banderas blancas que eran inmediatamente abatidas por los francotiradores. Escuchó a niños llorando dentro de las casas que se derrumbaban entre llamas. Vivió la destrucción de un pueblo completo, con todos sus habitantes en su interior, acorralados. Repentinamente, el suelo subió hacia la cara de Daniel. No sentía dolor y el mareo alejaba los ruidos, el miedo y los gritos. A través de la niebla de un entendimiento que se desvanecía, su pequeño mundo giraba y se destrozaba en el aire. El polvo de la pampa en su boca, el aire quemante, el suelo áspero, la mala suerte de haber nacido pobre y haber vivido casi como un perro, sin infancia, sin cariño, lleno de sudor y trabajo duro para apenas comer algo. No entendía nada, menos para qué vino a este desierto, a este trabajo, a esta vida en la que se dormía asustado. Su mamá se iba a enojar  mucho con él por no haber cuidado al Camilo. Él era el hombre, él debió cuidarlo. Pudo distinguir el cartel de más allá que decía: «Pulpería La Coruña». Nunca lo inscribieron en el registro civil. Nadie sabía que existía.  Nadie sabría que alguna vez caminó sobre el mundo y se hundió en la oscuridad junto a otras dos mil personas ese 4 y 5 de junio de 1925. Lo último que vio fue a la caballería militar y a la infantería entrando por las calles del pueblo en un asalto final, sables en mano, a terminar de matar a los que quedaban. Al pasar junto a él, alguien le clavó una bayoneta en el costado y le gritó unas groserías que ya no pudo entender. Lo pateó en los dientes. Pero ya no sentía nada. Solo vio el rostro del soldado. Era moreno,

 

sí, igual de moreno que él. Dos mil pobres, dos mil cadáveres en fosas que nadie sabrá jamás dónde están. Dos mil excusas, dos mil medallas. Me imagino la oficina de La Coruña al cesar el ataque. Restos humeantes, casuchas y establos derrumbados, las calles sembradas de cadáveres y restos cortados de gente pobre, hombres, mujeres y niños. Militares recorriendo la oficina revólver en mano, rematando a ese que había logrado esconderse. Soldados a quienes les debían haber metido mucha porquería en la cabeza para sentir que estaban haciendo bien las cosas al asesinar a mujeres y a niños; que, efectivamente, hacían un bien al  país, sin entender que era el país el que estaba en el suelo, atravesado por   balas, bayonetas y lanzas de caballería. Seguramente circulan hoy por  Chile, quizás, un par de hijos y nietos de esos mismos soldados, que no saben nada de lo ocurrido, nada de lo que hicieron sus abuelos en un pueblo en medio del desierto que fue rodeado por fusiles, cañones y ametralladoras en nombre del orden y la producción, como si fueran ratones que había que exterminar o una enfermedad que erradicar. Ahí murieron bisabuelos y tíos abuelos tuyos. Es la historia escondida de toda una clase social que hoy usa corbata, tiene título universitario y que, tal vez, desconoce o reniega, que  pierde la memoria y no está al tanto del relato traumático de su origen. ¿Qué dijo el presidente de la República ante estos hechos macabros? Gobernaba Alessandri, ese que la historia nos ha vendido como el  paladín de los postergados, que se enfrentó a los poderosos y puso fin a los gobiernos de la oligarquía. Alessandri, el defensor del pueblo, al que llamaba «Mi querida chusma». Arturo Alessandri Palma, el «León de Tarapacá», envió el siguiente telegrama al general Florentino de la Guarda, jefe militar de Iquique: Agradezco a ustedes, a los jefes, oficiales, suboficiales y tropas de su mando los dolorosos

 

esfuerzos y sacrificios patrióticamente gastados para restaurar el orden público y para defender la  propiedad […].

 No hubo juicios, no hubo culpables. El apoyo al Ejército por los diarios de la época, los congresistas y la gente influyente fue casi unánime. Nadie comentó que en varias oportunidades ondearon banderas blancas de rendición que fueron ignoradas. Nadie dijo que el líder de los trabajadores de La Coruña, Carlos Garrido, se había entregado para salvar a sus compañeros. Nadie dijo que fue fusilado de inmediato, sin juicio. Y que la masacre continuó. Los cadáveres de gente pobre, de trabajadores esforzados, de nuestros  bisabuelos, se secaban bajo el sol de esa pampa donde habían sufrido lo indecible. No hubo piedad. Al terminar el ataque de la infantería y la caballería, del fusil, el metal y la máquina de guerra del Estado contra obreros de camisa y ojotas, vino la represión y la cacería. Se hizo común el  palomeo, la puntería a distancia contra obreros que caminaban o huían por  la pampa. Sus ropas blancas agitándose a lo lejos al ser alcanzados por las  balas les dieron ese cruel nombre. Se arrestó sin cargos a decenas de dirigentes laborales. Cientos de familias fueron expulsadas de las oficinas sin derecho a reclamo por patrones que eran casi dioses en esas verdaderas islas en el desierto, alejadas de todo. Grupos de seres humanos, hombres, mujeres y niños eran embarcados en ferrocarriles como animales y enviados a Santiago en vagones de carga infectos, durante días de traslado al calor y el frío del desierto. Decenas de representantes de los trabajadores fueron sacados desde sus casas, embarcados en destructores navales y procesados militarmente, sin pruebas ni cargos claros. Muchos de ellos fueron llevados desde Iquique a Quintero en las bodegas de los barcos mientras eran sometidos a interrogatorios, torturas y vejámenes de todo tipo, amenazados

diariamente con ser arrojados a altamar. Las pequeñas imprentas de los

 

sindicatos, únicos vehículos de información, fueron destruidas, y sus dueños encarcelados sin otro cargo que el de haber informado sobre la huelga. A pesar del riesgo de morir, de ser expulsado de tu trabajo sin ninguna clase de indemnización, de ser encerrado por subversivo y sufrir en la piel los tratos inhumanos, ¿qué movía a los trabajadores de la época a arriesgarlo todo en una huelga, una manifestación a la que el gobierno enviaba no policías, sino acorazados, infantería militar, cañones y ametralladoras? ¿Qué movía a esos chilenos de principios de siglo a arriesgarse a morir baleado para pedir algunas mejoras? La respuesta es sencilla. Las condiciones de vida de la mayoría de los chilenos eran de un terror a niveles más allá de nuestra imaginación. Coexistían dos Chile. Por una parte, una oligarquía que se había enriquecido de manera explosiva gracias al salitre y vivía en una especie de Suiza que colindaba con Ruanda. Las familias Riesco, Subercaseaux, Cousiño, Undurraga, entre otras, vivían en un derroche y opulencia a niveles de corte europea. Traían por barco materiales carísimos para levantar palacios y estancias; telas, carruajes y hasta institutrices, sirvientes y cocineros del Viejo Mundo. Manejaban el gobierno a su antojo y se entregaban el mando en un sistema que de democrático tenía muy poco. Pero toda esa pompa que sorprendía a los extranjeros se sostenía realmente sobre una realidad de espanto. ¿Cómo vivían, entonces, la mayoría de los chilenos a principios del siglo XX? Pues en casuchas de inquilinaje, galpones de estancias infectos, establos salitreros o en gruesos cordones de pobreza alrededor de las ciudades. También en conventillos atroces divididos en piezas cada vez más  pequeñas, laberintos de piezas interiores de cinco por cuatro metros sin

 

ventanas al exterior donde moraban familias completas. Sin luz, sin agua.  Niños, cunas, perros y parejas conviviendo. Todo el conventillo dependiendo de un grifo de agua insalubre para el lavado y el baño, muchas veces alimentando las acequias a tajo abierto que pasaban bajo casas y casuchas llevando la caca y la orina de todos los habitantes hacia otras casuchas y conventillos, donde recibían igual carga desde letrinas abiertas. Aire podrido, aguas estancadas, focos infecciosos que transmitían la peste  bubónica, la viruela o el tifus, todas enfermedades mortales para una  población sin acceso a beneficios médicos dignos. Familias de hasta diez  personas viviendo en una misma habitación junto a gallinas y perros enfermos en medio de una nube de moscas que revoloteaban sobre las cloacas abiertas, cocinando en braseros al interior de sus piezas, muriendo de tiempo en tiempo por asfixia o incendios de los cuales era imposible escapar. En Santiago, por ejemplo, el panorama era horroroso: casi la mitad de sus habitantes vivía alrededor de la capital en estas condiciones infrahumanas. La mortalidad era de espanto. La esperanza de vida de un trabajador  hombre, seguramente enfermo, sin dentadura y deteriorado por diversas infecciones, era de treinta años. Sí, estamos hablando de tu país, del país de tus bisabuelos. Uno de cada dos niños moría antes de los siete años. Por  años tuvimos la tasa de mortalidad infantil más alta del planeta. En un país de tres millones de habitantes, entre 1905 y 1910 ¡tuvimos 600.000 mil muertes infantiles! Nuestra capital solo se comparaba a Calcuta o Bombay en su capacidad de matar a sus habitantes más pobres. Con sueldos miserables, no tenían seguridad laboral, no tenían indemnización en caso de despido, el trabajo infantil no estaba regulado y, cuando se intentó suprimirlo, el argumento en contra fue que la ley estaba dañando a la clase trabajadora porque les impediría llevar más dinero a sus hogares. Hay

 

registros de niños de seis y siete años trabajando en las salitreras cargando  pesos, operando hornos en espacios polvorientos a 45 °C todo el día, con el  beneplácito del Congreso y los empresarios de la época. El hambre era endémica. No existía la jubilación ni normas de higiene mínimas en las fábricas. Algunas compañías tenían un grifo para toda la dotación; otras ni siquiera tenían baños. Los trabajadores debían hacer sus necesidades en callejones contiguos. Y casi ninguna tenía un mísero botiquín ni un sistema,  por elemental que fuera, de primeros auxilios. No había previsión social y la capacidad de ahorro era nula. En su desesperación, a fines del siglo XIX los trabajadores desarrollaron mutuales y organizaciones de socorros mutuos ante la indiferencia del Estado y el empresariado de la época. Los propios trabajadores juntaban dinero en fondos comunes para ir en ayuda de algún compañero en desgracia, pagar funerales, tratamientos a enfermedades o ayuda escolar  desesperada. La primera mutual de la que se tiene registro fue una organizada por mujeres obreras en Valparaíso, costureras de la Casa Günther, que se reunieron valerosamente para ir en ayuda común de sus compañeras en desgracia. Las jornadas de trabajo, en condiciones animales, podían durar trece, quince y hasta veinte horas diarias. En las salitreras hay registros de cargadores llevando sacos de 140 kilos, haciendo su trabajo entre explosiones, gases peligrosos, temperaturas extremas, haciendo equilibrios  para no caer en máquinas trituradoras o tinas llenas de materiales en ebullición. Todo eso, por supuesto, sin seguridad laboral ni presupuesto  para médicos apropiados, al punto de que la mayoría de los accidentes derivaba en muerte o discapacidad permanente. Tampoco había esparcimiento alguno, salvo distracciones como el

 

alcohol y la prostitución. El obrero estaba completamente abandonado por  el sistema, el Congreso, la sociedad pudiente y los gobiernos. ¿Hasta qué punto llegaba la presión sobre los trabajadores? Una pincelada. En 1912 se registraron más de cuatrocientos suicidios entre obreros de las salitreras de Tarapacá. En abril de 2016 pude recorrer Humberstone, la oficina donde trabajó mi abuelo Daniel y mi abuela Olga. Nos guió el hijo del último cuidador que tuvo la oficina antes de cerrar. Él la recorrió con alegría, recordando sus  juegos, a sus amigos y algunos eventos importantes para su familia. Le pedí que me llevara donde vivían los obreros. Me dijo que ya casi no quedaban de esos galpones, quizás uno. Cuando llegamos, su mirada cambió. Se quedó en silencio y murmuró para sí mismo:  —… me hace mal venir para acá. Entré a uno de los galpones y se me encogió el corazón. Piso de tierra,  paredes de calamina para temperaturas diurnas de 40 °C y nocturnas de hasta 0 °C, agujeros, polvo, silencio. Habitaciones de tres por tres metros donde vivió la familia de mi tío abuelo y de mi abuelo, que era su «medio  pollo». Sistema de camas calientes: mi tío abuelo trabajaba el turno diurno y mi abuelo, el nocturno. Uno llegaba cuando el otro se iba. Ambos por el mismo sueldo. La cama no perdía jamás el calor humano. Me senté en el suelo duro de la pampa y me puse a llorar. Todavía estoy llorando, porque mi abuelo se convirtió luego en obrero en Valparaíso y murió joven, sin acceso a un médico, dejando a mi abuela viuda con cinco hijos. La única vez que apareció el Estado fue para intentar quitarles a sus hijos y ponerlos en un orfanato. Porque ella no tenía dinero para mantenerlos. Rabia, pena con este país que oprime a sus trabajadores hasta el límite y después, si  piden dignidad, manda a los militares. ¿Por qué los trabajadores, entonces, se arriesgaban a levantarse en contra

¿Por qué los trabajadores, entonces, se arriesgaban a levantarse en contra

 

de la esclavitud en la que vivían? Simplemente porque no tenían ya nada que perder. Y no fue una sola vez que el suelo de este país tragó sangre y huesos de trabajadores como los de La Coruña. Hay toda una geografía de la sangre que recorre Chile de norte a sur con historias similares, escondidas, transmitidas por lugareños, anotadas por algún escritor local, mantenidas en la memoria por los mismos trabajadores sobrevivientes, cantadas por  artistas o dibujadas por pintores. Toda una red de memoria precaria paralela a la oficial. Mejor dicho, a pesar de la oficial. Historias que ofenden a algunos que prefieren olvidar, dar vuelta la página y no alborotar los ánimos. Que molestan porque les recuerdan lo que han tenido que hacer   para mantener el estado de las cosas.  No olvidemos que hay presidentes de inicios del siglo XX  que juntos tienen a su haber más muertos que el propio Pinochet; presidentes electos democráticamente, fiscalizados por otros poderes del Estado…, se supone. Germán Riesco tiene cinco medallas de hueso y cartílago en el pecho. La masacre de obreros portuarios de Valparaíso en 1903, cuando el Ejército se ensañó con los trabajadores y los cuerpos se encontraron por toda la ciudad, mutilados, decapitados. Ahí entra en escena Silva Renard, quien declara que toda la responsabilidad fue de los portuarios y que las verdaderas víctimas fueron los uniformados. El mismo año, a manos de efectivos del regimiento Chacabuco, contra los obreros del carbón en Coronel. En la oficina salitrera Chile, trece muertos por soldados húsares de la muerte. En 1905, el infame «Mitin de la carne», donde soldados de caballería del Ejército arremetieron sable en mano contra los manifestantes. 1906, soldados del regimiento Esmeralda y civiles disparan desde todos los ángulos contra los huelguistas en la plaza

Colón de Antofagasta.

 

Como porteño tuve que caminar toda mi infancia por la avenida Pedro Montt, presidente artífice de una de las mayores matanzas humanas en tiempos de paz del mundo: la masacre de obreros de la Escuela Santa María de Iquique. Juan Luis Sanfuentes mandó a matar a las mujeres de ferroviarios en Antofagasta, a obreros en Punta Arenas, a trabajadores en Puerto Natales en 1919, a obreros en huelga en oficina salitrera Domeyko en Antofagasta. Sanfuentes es dueño, además, de la «Medalla de vísceras» por la infame matanza de la Federación Obrera de Magallanes, cuando soldados del Ejército, policías y civiles armados incendiaron la sede de la FOM en Punta Arenas y practicaron tiro al blanco con los obreros que salían para salvarse de morir quemados. Luego, en noviembre de 1920, las bate contra los mineros del carbón en huelga. Y cómo no volver a recordar a Arturo Alessandri, que casi lloró en el Congreso al condenar la masacre de la Escuela Santa María, pero que luego, en 1921, mandó a matar obreros en la oficina salitrera San Gregorio, y a mineros del carbón en Curanilahue, en marzo del mismo año. Disparó contra cesantes en una manifestación en el centro de Santiago y contra campesinos en el fundo La Tranquila, en Petorca. Y la gran masacre de obreros de la oficina La Coruña, el 4 y 5 de junio de 1925. Pero no fue todo. En su segundo período presidencial retomó la barbarie con la olvidada gran masacre de Ranquil, donde carabineros dirigidos por Humberto Arriagada rodearon a campesinos mapuche en el Alto Bío-Bío y produjeron una masacre tal que hasta el día de hoy se desconocen las cifras reales entre muertos y desaparecidos. Y la asquerosa masacre del Seguro Obrero, donde, a pocos metros de La Moneda, el mismo director Humberto Arriagada liquidó a más de sesenta jóvenes ya rendidos. El hospital de la

institución hoy lleva el nombre de ese director director..

 

Tenemos también los eventos que realizó Juan Antonio Ríos en contra de manifestantes, campesinos y mineros del carbón. A Alfredo Duhalde contra mapuche y agricultores de la comuna de Fresia. Los muertos que carga González Videla; los de Ibáñez del Campo; los de Jorge Alessandri; los de Eduardo Frei contra mineros en huelga en El Salvador y los pobladores desarmados en pampa Irigoin, Puerto Montt, donde murió incluso una niña  producto de los gases lacrimógenos. Y después… Pinochet. Chile es un país que tiene inscrito en su ADN  que no importa pasar a llevar los derechos fundamentales de las personas si con ello se mantiene el orden y la producción. Así lo ha hecho en innumerables ocasiones. Civiles oligarcas y su brazo armado aplastando los deseos de dignidad de la  población, del país, de nosotros, una y otra vez. Esto no es ideológico, es historia de Chile. Las ocho horas de trabajo, el domingo de descanso o el contrato obligatorio al que tengo derecho lo consiguieron estos chilenos que mordieron la pampa con sus dientes y derramaron sangre por ello. No es ideología, repito, es historia. Tampoco son fantasmas difusos, son tus bisabuelos y mis abuelas, tu familia. La historia de Chile no es solo la de batallas gloriosas y grandes discursos  presidenciales; también es la historia de tu familia y de la mía, la de nuestros padres y abuelos que murieron soñando con un mejor país para sus nietos, algunos olvidados en fosas comunes en la pampa, otros en alguna quebrada del sur de Chile. Pero, estén donde estén, siguen hablando, soñando y pidiendo que no los olvidemos.

 

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