Historia Lenguaje y Teoria de La Sociedad Miguel A. Cabrera
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Historia, lenguaje y teoría de la sociedad
Colección dirigida por: Pedro Ruiz Torres, Sergio Sevilla y Jenaro Talens
Miguel Ángel Cabrera
Historia, lenguaje y teoría de la sociedad
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© Miguel Ángel Cabrera © Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2001 Juan Ignacio Luca dc Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 38.569-2001 I. S. B. N.: 84-376-1929-7
Printed in Spain
Impreso en Anzos, S. L. Fuenlabrada (Madrid)
Índice AGRADECIMIENTOS .............................................................................................. 9 INTRODUCCIÓN ................................................................................................................11 CAPÍTULO 1. Los antecedentes: de la historia social a la nueva historia cultural...............................................................................................................................21 CAPÍTULO 2. La nueva historia: realidad, discurso, diferencia ................................47 CAPÍTULO 3. Discurso, experiencia y construcción significativa de la realidad....................................................................................................................................77 CAPÍTULO 4. Intereses e identidades............................................................................................................................................101 CAPÍTULO 5. Mediación discursiva, acción social y construcción efectiva de la sociedad........................................................................................................................................................................................................143 CONCLUSIÓN. Un nuevo orden del día para la investigación histórica..........................177 BIBLIOGRAFÍA .......................................................................................................183
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Agradecimientos En la elaboración de esta obra he contado con la ayuda inestimable de algunas personas a las que deseo hacer patente mi agradecimiento. En primer lugar, a los muchos colegas de la Universidad de La Laguna que me han acompañado, celosamente, durante la travesía y en particular a Blanca Divassón, Jesús de Felipe, José M. López-Molina, Máximo Martín, Jorge Sánchez, Álvaro Santana y Javier Soler. En segundo lugar, a los colegas de diferentes universidades que me han dedicado generosamente su tiempo y han realizado perspicaces y fructíferos comentarios, bien al manuscrito bien a las ideas y conclusiones contenidas en él. Entre ellos se encuentran Manuel Ferraz, John R. Hall, Justo Serna, Jay M. Smith, Gabrielle M. Spiegel, Francisco Vázquez y James Vernon. Hay dos personas, en tercer lugar, con las que he contraído una deuda realmente impagable. La primera de ellas es Pedro Ruiz Torres, sin cuya confianza y personal empeño esta obra no hubiera podido llegar a su culminación. La segunda es Patrick Joyce, quien no sólo me ha abierto muchas puertas al mundo académico anglosajón, sino que, además, me ha brindado largas horas de atención y de provechosa conversación y me ha infundido ánimos en los ratos de desaliento. He de dejar constancia, finalmente, de que, durante los últimos años, he tenido el privilegio de poder contar con la estrecha y permanente colaboración de la profesora Marie McMahon. A ella le debo una gratitud inmensa. Sin su camaradería intelectual, su complicidad teórica y su apoyo material esta obra no se hubiera podido escribir. Además, sus ideas, observaciones, sugerencias e intuiciones, que he ido cosechando a lo largo de ese tiempo, impregnan, sin duda, cada una de las páginas que vienen a continuación. A Marie McMahon está dedicado este libro. Por supuesto, los errores, omisiones o limitaciones que esta obra pueda contener son de mi entera responsabilidad. 9
Introducción Este libro es un ensayo de historiografía. El tema del que trata es la evolución teórica experimentada por el campo de los estudios históricos durante aproximadamente las dos últimas décadas. A este respecto debo hacer constar, desde el principio, cuál es la conclusión primordial a la que he llegado en el examen de dicha evolución (y, por tanto, cuál es la tesis central que se mantiene en este ensayo). Esa conclusión es la de que, como consecuencia de la creciente reconsideración crítica a la que han sido sometidos algunos de los principales supuestos teóricos en los que se había basado hasta el momento la investigación histórica, se ha ido gestando una nueva teoría de la sociedad, esencialmente diferente de las existentes con anterioridad. Es decir, ha ido tomando cuerpo, entre los historiadores, una forma cualitativamente distinta de entender el funcionamiento de la sociedad, de explicar la conciencia y las acciones de los individuos y de concebir la naturaleza, la génesis y el mecanismo de transformación de las relaciones e instituciones sociales. Como consecuencia de esta mutación teórica, la disciplina histórica parece estar experimentando en la actualidad un nuevo cambio de paradigma, de envergadura similar al provocado, en su momento, por el surgimiento y expansión de la denominada historia social. También ahora, como entonces, lo más preciado del sentido común historiográfico establecido ha comenzado a desmoronarse a nuestro alrededor, al mismo tiempo que las interpretaciones históricas heredadas, incluidas las más sólidamente asentadas, han empezado a ser revisadas, sustancialmente rectificadas o simplemente abandonadas y reemplazadas por otras. Aunque esta mutación historiográfica se encuentra aún en una fase inicial, es ya visible para cualquier observador mínimamente aten11
to y su impronta es patente en numerosos campos de estudio, sean éstos de eclosión reciente, como la historia del género, o de más larga tradición, como la historia del movimiento obrero o la de las revoluciones liberales. Este libro ha sido escrito, por consiguiente, con el propósito de exponer los términos en que se está llevando a cabo esta nueva reconstrucción historiográfica de la teoría social, de calibrar sus implicaciones prácticas para el análisis histórico y de ofrecer una primera y sumaria descripción de la emergente teoría de la sociedad1. Como es bien sabido, las dos últimas décadas han sido también testigos de una animada, concurrida y fructífera discusión sobre la naturaleza del conocimiento histórico. De hecho, la mayor parte del debate historiográfico ha girado, durante ese tiempo, en tomo a la cuestión del estatuto epistemológico de la escritura histórica, y la bibliografia que ha generado es tan abundante y diversa, que resulta casi inabarcable para cualquier lector. Ésta es, no obstante, una faceta del debate de la que aquí no voy a ocuparme. Aunque sin duda se trata de un asunto de la mayor importancia historiográfica, en esta ocasión lo que me mueve es la finalidad eminentemente práctica de buscar respuesta a los problemas inmediatos de explicación histórica con los que se enfrentan cotidianamente los historiadores. Por esta vez, por tanto, me atendré al criterio de autores como Anthony Giddens, para quien aunque las cuestiones epistemológicas tienen, sin duda, una enorme importancia, no deberían distraer nuestra atención de lo que es más importante aún, la reflexión sobre la teoría social. Y, por tanto, me atendré a su criterio de que aunque como estudiosos de la sociedad debamos estar siempre muy atentos a las discusiones epistemológicas que tienen lugar en nuestro campo, deberíamos interesamos, antes que nada y por encima de todo, por la permanente reelaboración de las concepciones sobre el ser y el hacer humanos y sobre la reproducción y las transformaciones de la sociedad2. El origen inmediato de la nueva modalidad de historia y de su teoría de la sociedad se encuentra en la crisis sufrida por la historia social y por el modelo teórico dicotómico y objetivista en el que ésta se basa. Es decir, en la creciente y resuelta puesta en cuestión, por parte de algunos historiadores, de la premisa, tan firmemente arraigada en la profesión histórica, de quedas sociedades humanas están compuestas por 1 Por supuesto, esta mutación teórica no es un fenómeno aislado ni exclusivo de la historia, sino que está afectando también, de manera paralela, a las demás ciencias sociales. 2 Anthony Giddens, La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, Buenos Aires, Amorrortu, 1995, pág. 21.
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una esfera objetiva (identificada, de manera general, con la instancia socioeconómica), que ostenta la primacía causal, y por una esfera subjetiva o cultural, que deriva de aquélla, y de que, por consiguiente, la conciencia y las acciones de los individuos están determinadas causalmente por sus condiciones sociales de existencia. Como expondré en el capítulo primero, los historiadores sociales se vieron obligados, casi desde el principio, a crear diversos suplementos conceptuales ad hoc con los que hacer frente a las anomalías y contrarrestar las insuficiencias explicativas de dicho modelo teórico, así como para hacer inteligibles nuevos fenómenos y situaciones sociales (tanto del pasado como del presente). A esta circunstancia se debe la notable evolución interna experimentada por el paradigma de la historia social, evolución que continúa aún en nuestros días. A partir, sin embargo, de un determinado momento, algunos historiadores comenzaron a sugerir que, para subsanar esas anomalías e insuficiencias, quizás ya no era suficiente con reformular la premisa teórica central de la historia social, sino que era preciso someterla a un profundo escrutinio crítico, pues se estaba convirtiendo en una herramienta de análisis social cada vez más estéril. Al mismo tiempo, según dichos historiadores, se hacía preciso trascender el secular dilema entre materialismo e idealismo, entre objetivismo y subjetivismo o entre explicación social y explicación intencional en el que la disciplina histórica había estado atrapada durante decenios, pues también se estaba convirtiendo en un serio obstáculo para la exploración de nuevas posibilidades explicativas. De este modo, lo que se había iniciado, años atrás, como una empresa de flexibilización y complejización de la conexión causal entre estructura social y acción subjetiva, acabaría desembocando, pasado el tiempo, en una puesta en duda de la existencia no sólo de dicha conexión causal, sino incluso de las dos instancias involucradas en ella. La consecuencia de esta reacción crítica será el surgimiento de esa nueva imagen de la sociedad en la que ésta aparece gobernada por una lógica causal diferente y de la que me ocuparé a partir del capítulo segundo. Por supuesto, en cuanto levantamos la vista y ampliamos nuestro campo de observación, se hace patente que la crisis de la historia social y la consiguiente reorientación teórica de los estudios históricos forman parte de un proceso más general de cambio cultural, científico e intelectual, comúnmente denominado crisis de la modernidad. De hecho, las recientes vicisitudes de la escritura histórica, así como la intensidad, las pautas y los términos del debate historiográfico de los últimos años, sólo se nos hacen plenamente inteligibles si los contemplamos a la luz de este marco general de referencia. Al menos en cierto 13
sentido, pues, el surgimiento de la nueva concepción de la sociedad no es más que un capítulo relevante de ese proceso general de cambio y, por tanto, se podría decir que de lo que este ensayo trata, en buena medida, es de los efectos que el impacto de la crisis de la modernidad está teniendo sobre la disciplina histórica. Ello no quiere decir, sin embargo, en modo alguno, que la nueva forma de historia sea un reflejo o un efecto mimético de la llamada filosofía «posmoderna» y que, por tanto, los historiadores debamos afrontar la actual situación en términos de defensa frente a una «amenaza» exterior que se cierne sobre la historia y que pone en riesgo su supervivencia3. Este parece ser un diagnóstico poco atinado, aunque sólo sea porque, en este trance, los historiadores no han sido simples receptores pasivos, sino, por el contrario, participantes activos, y porque, de hecho, la historia —así como las ciencias sociales en general— es uno de los escenarios en los que se está dirimiendo una parte sustancial del futuro de la concepción moderna del mundo, de la sociedad o de la práctica política. Por eso la referida actitud defensiva parece ser más bien estrecha de miras y francamente infructuosa, pues reduce nuestras posibilidades de tomar parte, activa y eficazmente, en el debate y, por consiguiente, de contribuir a superar el impasse historiográfico motivado por el declive de la historia social. Las razones por las que la crisis de la modernidad ha afectado de un modo tan intenso a la historia son fáciles de identificar. Puesto que tanto la ciencia histórica como los marcos conceptuales con los que ha operado se forjaron en el interior de —o, mejor dicho, son componentes esenciales de— la tradición moderna, la crisis de ésta tenía que provocar, necesariamente, una quiebra de los paradigmas historiográficos establecidos y una desnaturalización de los conceptos analíticos tanto de la historia tradicional como de la historia social. A este respecto, lo que dicha crisis ha puesto de manifiesto es que tales conceptos, así como las teorías de la sociedad a las que sirven de basamento, no son meras representaciones o etiquetas de fenómenos o procesos sociales realmente existentes, sino más bien formas históricamente específicas de hacer inteligible o significativa a la propia realidad social. Una circunstancia de la que, desde luego, los historiadores no se habían percatado antes porque ellos mismos operaban dentro del universo conceptual moderno. De este modo, la crisis de la modernidad ha provocado una especie de desencantamiento conceptual y de pérdida de la ino3 En estos términos se han expresado algunos autores. Véase, por ejemplo, Lawrence Stone, «History and Post-Modernism», Past and Present, 135 (1991), pág. 217. [Trad. esp.: «Historia y posmodemismo», Taller D'História, 1 (1993), pág. 59.]
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cencia teórica que parecen irreversibles, pues, como sentencia agudamente Patrick Joyce, una vez que la inocencia se pierde, ya no puede ser recuperada4. Es decir, que una vez que tales conceptos han perdido su estatuto representacional y, consiguientemente, su aura teórica, nociones capitales del análisis social como, por ejemplo, las de individuo, sociedad, clase, nación, revolución o política no pueden seguir siendo empleadas en el mismo sentido, con la misma seguridad epistemológica y con idéntica función analítica que en el pasado. Pero no sólo eso; además de la quiebra de un particular cuerpo de conceptos, la crisis de la modernidad ha supuesto también la quiebra de los propios cimientos epistemológicos que lo sustentaban. Y ello porque si las categorías modernas han resultado ser no representaciones objetivas de la realidad social, sino sólo efectos de una cierta organización significativa de ésta, entonces su eficacia práctica —esto es, su poder para guiar, durante tanto tiempo, la práctica social de los individuos— no se ha debido (según el caso) a que reflejen la naturaleza humana o a que reproduzcan las leyes objetivas de la sociedad, sino más bien a la capacidad de las propias categorías para encamarse en prácticas, relaciones e instituciones sociales. Y si esto ha sido realmente así, entonces la ciencia histórica ha de asumir inmediatamente las consecuencias que de ello se derivan para el estudio de la sociedad. Para empezar, el proceso de formación histórica de los conceptos debería convertirse no sólo en un objeto prioritario de investigación, sino, aún más, en el fundamento mismo de la teoría social5. Hasta aquí me he expresado, con respecto tanto a la situación de la historia social como a la aparición de una nueva teoría de la sociedad, con una rotundidad y una certidumbre que a muchos lectores les parecerán no sólo excesivas sino incluso totalmente infundadas. Pues, ¿realmente la crisis de la historia social es tan profunda como para que se pueda afirmar que estamos asistiendo a un cambio de paradigma? Es bien sabido, por otra parte, que los postulados de la historia social nunca han dejado de ser objeto de crítica por parte de los historiadores idealistas y que incluso, 4 Patrick
Joyce, «The End of Social History?», Social History, 20, 1 (1995), pág. 74. Los efectos de la desnaturalización de las categorías modernas sobre la ciencia social han sido objeto de un atento y perspicaz tratamiento por parte de autoras como Margaret R. Somers. Es ella misma la que insiste en la necesidad de una «sociología histórica de la formación de los conceptos» y la que atribuye a ésta un papel crucial en la renovación teórica y epistemológica de la ciencia social. (Véase, especialmente, «What's Political or Cultural about Political Culture and the Public Sphere? Toward an Historical Sociology of Concept Formation», Sociological Theory, 13, 2 [1995], págs. 113-144, y «Narrating and Naturalizing Civil Society and. Citizenship Theory: The Place of Political Culture and the Public Sphere», ibíd., 13, 3 [1.995], págs. 229-274.) 5
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durante los últimos años, esa crítica se ha recrudecido y el denominado revisionismo se ha hecho cada vez más vigoroso. ¿Se puede afirmar, sin embargo, que el actual debate historiográfico no es un mero episodio más de la vieja disputa entre historia materialista e historia idealista, sino que ha trascendido los límites de dicha disputa y ha sentado las bases de una nueva modalidad de historia que se opone tanto a la explicación social como a la intencional? Dado que éstas son cuestiones cruciales en cualquier diagnóstico sobre el estado actual de los estudios históricos, trataré de precisar un poco más, antes de entrar en materia, cuál es el sentido exacto en el que deben entenderse mis palabras. Permítaseme decir, antes que nada, que, por supuesto, este diagnóstico sobre la evolución teórica reciente de la disciplina histórica no se formula aquí por primera vez; al contrario, no sólo ha sido enunciado con anterioridad, de manera más o menos explícita, por numerosos autores, sino que incluso ha venido siendo objeto desde hace tiempo de reflexión y de controversia para una parte significativa de la profesión histórica. Por citar solamente un ejemplo, hace ya varios años que Geoff Eley no sólo sostuvo que la crisis de la historia social estaba propiciando la apertura de «un espacio imaginativo y epistemológico» del que estaban brotando formas inéditas de análisis histórico, sino que incluso definió expresamente la ruptura historiográfica en curso como un movimiento irreversible desde una historia basada en la noción de causalidad social a otra basada en la de «discurso»6. Es cierto, no obstante, que la nueva teoría de la sociedad no se encuentra aún plenamente consolidada y que sus perfiles no están tan definidos como pueden estarlo los de la historia social o los del historicismo tradicional y que ello hace que su existencia no sea tan inmediatamente perceptible para el observador. De hecho, una gran parte de los autores que se han ocupado del desarrollo reciente de los estudios históricos o bien conside6 Según sus propias palabras, «las dos últimas décadas han sido testigos de una vertiginosa historia intelectual. Hemos pasado de una época en que la historia social y el análisis social parecían ocupar el centro de la profesión y el poder de la determinación social parecía axiomático, a una nueva coyuntura en la que "lo social" ha pasado a parecer mucho menos definido y la determinación social ha perdido su anterior predominio. El camino desde la "autonomía relativa" y la "causalidad estructural" (las difíciles conquistas de los anos 1970) al "carácter discursivo de todas las prácticas" (el axioma posestructuralista de los anos 1980) ha sido rápido y desconcertante y la atracción de la lógica antirreduccionista ha sido extraordinariamente difícil de resistir (como si de una escalada que no tiene vuelta atrás se tratara)» (Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two Decades Later», en Terrence J. McDonald [ed.], The Historic Turn in the Human Sciences, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1996, págs. 213-214). Las traducciones del inglés son siempre mías.
ra que las nuevas propuestas historiográficas constituyen una prolongación, algo más sofisticada, de la historia social o bien simplemente las engloban dentro del movimiento revisionista de retorno al subjetivismo. Es cierto, asimismo, que las fronteras de la nueva forma de historia son aún inestables y que su armazón teórica presenta numerosas lagunas, ambigüedades e indefiniciones. Particularmente en el terreno de la práctica investigadora, la ruptura con las concepciones precedentes es parcial y titubeante y la línea divisoria entre ellas es con frecuencia borrosa. De hecho, en la mayoría de las ocasiones, los componentes de la nueva concepción de la sociedad aparecen entremezclados con los de concepciones anteriores, formando un híbrido del que no siempre resulta fácil entresacar aquellos elementos que, al entrar en abierto conflicto con los viejos paradigmas, entrañan una discontinuidad historiográfica. Es igualmente cierto, por último, que la presencia de la nueva teoría de la sociedad no siempre es reconocida, de manera explícita, en las obras y por los autores que le han dado vida y, desde luego, no existe ninguna obra histórica o autor particulares en que dicha teoría se encuentre plenamente encarnada. Por tanto, quien busque una exposición sistemática y global, una especie de manual, de la nueva modalidad de historia, no la va a encontrar, pues, que yo sepa, aún no existe, y ni siquiera encontrará un nombre, unánimemente aceptado, con que designarla, aunque desde hace años circulan algunos rótulos, más o menos afortunados, que se refieren, inequívocamente, a ella. Es más, incluso muchos de los historiadores que han protagonizado esta empresa de renovación historiográfica no parecen apreciar ninguna discontinuidad significativa entre su concepción de la sociedad y la de la historia social. Y, de hecho, lo más probable es que muchos de los autores citados más adelante no se identifiquen con ni se reconozcan en la teoría de la sociedad descrita en este ensayo e, incluso, que consideren que mi interpretación de sus obras no es la adecuada, está sesgada o es excesivamente forzada y que, en consecuencia, las conclusiones a las que he llegado carecen del mínimo fundamento y son demasiado aventuradas. Ahora bien, ello no quiere decir que la nueva teoría de la sociedad no tenga existencia real o que sea un mero espejismo pasajero; lo único que quiere decir, a mi entender, es que dicha teoría se encuentra aún, como dije, en una fase inicial de desarrollo. Lo que un detenido examen historiográfico pone de manifiesto es que la erosión sufrida por el modelo explicativo de la historia social es tan profunda y global y la cristalización de un modelo alternativo ha alcanzado el grado suficiente de desarrollo, madurez y consistencia como para que se pueda afirmar que, efectivamente, la disciplina histórica dispone, en la actua17
lidad, de una nueva teoría de la sociedad. Pese a las debilidades señaladas y a las objeciones que, con base en ellas, puedan presentarse, parece evidente que a lo largo de los últimos años se ha ido acumulando, en el campo de los estudios históricos, una serie de elementos que, contemplados en su conjunto y puestos en relación o ensamblados, como si de las piezas de un puzzle se tratara, dibujan claramente una nueva tendencia historiográfica y conforman un nuevo marco interpretativo de los procesos históricos. En esa serie de elementos se incluyen desde síntomas de insatisfacción, intuiciones y sugerencias hasta reconsideraciones críticas, conceptos inéditos y asertos empíricos; desde reflexiones teóricas, controversias y rebeliones localizadas hasta reinterpretaciones de fenómenos históricos y propuestas expresamente alternativas. De todos ellos se encontrarán numerosos ejemplos en este ensayo. Lo realmente relevante, por tanto, desde un punto de vista historiográfico, es que la aparición de ese conjunto de elementos —dispersos en multitud de obras y de autores- ha creado las condiciones mínimas para trascender los limites de los paradigmas precedentes, para superar la secular disyuntiva entre objetivismo y subjetivismo que ha atenazado a los historiadores y para erigir una alternativa a la historia social que no sea la de una vuelta, más o menos remozada, a la historia idealista. De modo que bien se podría concluir que las obras y los autores examinados en este ensayo han conducido a la disciplina histórica a un territorio hasta ahora inexplorado y han establecido un nuevo orden del día para la investigación histórica. Entre los autores cuyas obras contienen elementos que trascienden los límites de los paradigmas precedentes figuran, en mi opinión, historiadores como Keith M. Baker, Patrick Joyce, Zachary Lockman, Joan W. Scott, William H. Sewell o James Vernon y sociólogos históricos como Margaret K. Somers o Richard Biernacki. A la nueva forma de historia que sus obras han traído a la vida la denominaré en este ensayo, a la espera de un término mejor, simplemente como Nueva Historia7. 7 Este término ha sido empleado ya en un sentido similar, por ejemplo, por Judith Newton en «Famiy Fortunes: New History and "New Historicism"», Radical History Review, 43 (1989), págs. 5-22. Soy plenamente consciente, por supuesto, de que este término no es el más apropiado, pues no sólo es excesivamente tópico, sino que puede prestarse a múltiples y enojosos equívocos. Por razones que se entenderán más adelante, esta nueva modalidad de historia podría ser denominada, por ejemplo, como Historia Discursiva. Asimismo, Patrick Joyce ha acuñado, para referirse a ella, un término sumamente expresivo, el de Historia Postsocial (aunque éste quizás sea más idóneo como calificativo que como nombre). Todas estas denominaciones serán utilizadas indistintamente en este ensayo. En cualquier caso, si la tendencia historiográfica que es aquí objeto de atención se consolida y acaba arraigando en la profesión histórica, será a esta última a quien corresponda encontrar la etiqueta adecuada.
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El cuerpo central de este ensayo estará consagrado, por consiguiente, a la descripción de los rasgos fundamentales de la nueva historia. Por las razones expuestas, en muchas ocasiones sólo se podrán ofrecer esbozos generales o fugaces aproximaciones, e incluso en otras me limitaré a señalar las lagunas que sólo el desarrollo futuro de los estudios históricos podría colmar. Es posible, asimismo, que la presentación de la nueva concepción de la historia parezca excesivamente esquemática, brusca, carente de matices y poco atenta a las complejidades y modulaciones de la vida social. Aparte de a la existencia de las referidas lagunas, ello se debe también a que mi propósito al escribir este breve ensayo ha sido, esencialmente, el de destacar las premisas teóricas substanciales de dicha concepción y subrayar su contraste con los paradigmas precedentes, con el fin de llamar la atención sobre la mutación historiográfica que actualmente se está produciendo y de estimular la reflexión e incitar a la discusión sobre ella. Si finalmente el camino abierto por la nueva historia resulta ser fructífero para el análisis social, ya habrá ocasión de sobra para recubrir de carne, sangre y latidos al cuerpo que aquí aparece meramente en esqueleto, en su desnuda armazón, en su estructura conceptual básica. Sería inútil negar, por otra parte, que, como todo ensayo de historiografía, éste también entraña, aunque sea en un grado ínfimo, una empresa de elaboración teórica. El simple hecho de identificar, seleccionar y poner en relación un conjunto de fragmentos que hasta ahora permanecían dispersos y no siempre expresamente emparentados, implica, en sí mismo, un acto de construcción teórica. Además, será inevitable, que, en ciertos momentos, tenga que hacer referencia a algunas de las implicaciones aún no exploradas de la crisis de la historia social y de la simultánea resistencia a recaer en la historia tradicional y que, por tanto, tenga que llevar hasta su conclusión lógica algunas de las tendencias ya presentes en el terreno de la práctica histórica. En todo caso, trataré de que esa tarea de elaboración teórica quede reducida al mínimo imprescindible para garantizar la coherencia argumental de mi exposición y de que sea realizada siempre con la máxima cautela, esto es, sin aventurarme más allá de donde el estado real de la investigación histórica autoriza y permite.
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CAPÍTULO 1
Los antecedentes: de la historia social a la nueva historia cultural I Al alborear la década de 1960, la historia social se encuentra ya firmemente establecida, tanto en el plano científico como en el terreno académico, en países pioneros como Francia y Gran Bretaña, al tiempo que se abre camino rápidamente en otros lugares. Es cierto, por supuesto, que la historia tradicional continúa siendo hegemónica, en términos cuantitativos, en el seno de la profesión, pero también lo es que el nuevo paradigma historiográfico ha conquistado ya un espacio considerable y que se ha consagrado como el área más dinámica e innovadora de la disciplina. En esos momentos, la historia social está constituida por dos corrientes o tendencias predominantes: el materialismo histórico y la escuela de Annales, aunque, por supuesto, son muchos los historiadores sociales que no se encuadran en ninguna de ellas. La manifestación externa de la reorientación disciplinar hacia la historia social fue el paulatino abandono de la política institucional como objeto primordial de estudio y el desplazamiento del interés analítico hacia los fenómenos sociales y económicos. Esta renovación del objeto de estudio no fue, sin embargo, más que la consecuencia lógica de la adopción, por parte de los historiadores sociales, de una nueva teoría de la sociedad. En abierto combate contra el subjetivismo y el factualismo de la historia tradicional, la historia social esgrime una teoría de la sociedad de carácter objetivista, basada en la noción de causa21
lidad social, provocando de este modo una franca transición desde un paradigma explicativo fundado en el concepto de sujeto, a otro fundado en el de sociedad. En el primer caso, se concibe a la subjetividad como un centro preconstituido en el que se asienta la práctica social, y, por tanto, los agentes históricos son considerados como individuos dotados de una conciencia racional autónoma cuyas acciones se explican por las intenciones explícitas que las motivan. Desde este punto de vista, la sociedad no es una entidad cualitativamente distinta de la suma de los individuos que la componen y las intenciones no sólo poseen el rango de causas, sino que son la base de la ciencia social, por lo que la investigación histórica consiste primordialmente en una empresa comprensiva o interpretativa, cuyo propósito es el de reconstruir el pensamiento y el universo mental de los actores sociales. Para la historia social, por el contrario, la subjetividad no es una creación racional, sino el reflejo o expresión del contexto social en el que los individuos están insertos y, por tanto, las causas de las acciones no sólo trascienden la voluntad de los agentes sino que, dada su naturaleza social, hasta suelen serles desconocidas. Esta noción de sujeto social y este esquema teórico dicotómico y objetivista, que otorga la preeminencia, en la producción de significados, a lo social frente a lo individual, han gobernado, durante décadas, una parte sustancial de la investigación histórica y continúan vigentes, aunque sea con modificaciones, hasta la actualidad. Efectivamente, la premisa teórica básica de la historia social es que la esfera socioeconómica constituye una estructura objetiva, en el doble sentido de que posee una autonomía irreductible y está dotada de un mecanismo interno de funcionamiento y de cambio y de que es portadora de significados intrínsecos. En razón de ello, la subjetividad de los individuos —y, en general, la esfera cultural— no es más que una representación de su ser social y, en consecuencia, sus acciones están causalmente determinadas por sus condiciones materiales de existencia y por la posición que ocupan en las relaciones sociales. Es, asimismo, la naturaleza estructural de las condiciones económicas y de las relaciones sociales enraizadas en ellas la que capacita a éstas para modelar el conjunto del edificio social. En algunas ocasiones, esa cualidad estructural es atribuida también a otros factores, como ocurre en algunas fases de la escuela de Anuales con las fluctuaciones demográficas .o la geografía, pero el principio teórico continúa siendo el mismo: en todos los casos se concibe a la sociedad como una unidad sistémica constituida por una serie de estratos dispuestos verticalmente y regidos por una jerarquía causal que garantiza una correspondencia básica de los 22
estratos superiores con respecto a los inferiores. A este esquema dualista obedecen las familiares distinciones entre base y superestructura, entre estructura y acción o, en el caso annalista, entre niveles o temporalidades. Un esquema teórico que justifica, asimismo, la ambición de escribir una historia total es decir, una historia que estudie los diversos ámbitos de la sociedad como piezas de un conjunto cuya inteligibilidad le es otorgada por una de ellas. El mecanismo causal a través del cual la esfera socioeconómica ejerce su determinación sobre la esfera cultural es definido por la historia social en los siguientes términos. De manera general, las diferentes posiciones que los individuos ocupan en el terreno económico se traducen en divisiones sociales que, a su vez, cristalizan en formas de conciencia, en identidades, individuales o colectivas, en sistemas de creencias y valores, en cuerpos legales o en instituciones políticas. De manera concreta, las relaciones que se entablan en el ámbito socioeconómico definen los intereses objetivos de los individuos y, por tanto, las acciones que éstos emprenden obedecen, de manera más o menos consciente, al propósito de satisfacer dichos intereses. Este anclaje social de los intereses es lo que permite, precisamente, distinguir entre unas conductas objetivamente adecuadas y otras desviadas o anómalas, que son fruto de la falsa conciencia, es decir, que tienen su origen en una imagen ideológicamente distorsionada de la realidad. Por supuesto, esta breve y selectiva caracterización de la teoría de la sociedad de la historia social no hace justicia a su riqueza, a su complejidad y a su heterogeneidad; pero no es ese mi propósito. Para ello disponemos de múltiples, excelentes y documentados estudios. Mi pretensión es otra. Por un lado, la de descomponer el armazón teórico de la historia social en sus componentes más básicos; por otro lado, la de subrayar aquéllos de dichos componentes que serán objeto preferente de discusión y de reconsideración crítica a partir de la década de 1980. Es preciso tener en cuenta, además, como he dicho, que el paradigma de la historia social ha experimentado una considerable evolución interna. Dado que los historiadores sociales operan dentro de un esquema dicotómico, esta evolución ha consistido en una paulatina flexibilización del vínculo de determinación entre contexto social y conciencia, en una rectificación parcial de su unilateralidad objetivista, en la consiguiente concesión de una autonomía relativa a la esfera cultural (o política), en la atribución a los individuos de un papel activo en la producción de significados y, finalmente, en la reconceptualización de las relaciones sociales mediante nociones como la thompsoniana de experiencia o la chartieriana de representación. El resultado de 23
este giro subjetivista o «culturalista» de la historia social fue la aparición de la denominada historia sociocultural o nueva historia cultural, portadora de una teoría de la sociedad que, aunque en ningún momento trasciende el paradigma dicotómico y objetivista, sí que lo reformula en profundidad. Por tanto, antes de exponer los términos de la crisis sufrida por dicho paradigma y de aquilatar sus implicaciones para el análisis social, parece imprescindible que prestemos atención a esa evolución interna de la historia social, pues ésta constituye el punto de partida de la actual mutación teórica de la que ha emergido la nueva historia1. Ya durante la década de 1960 y, sobre todo, a partir de la de 1970, el modelo explicativo de la historia social se vio sometido a una revisión crítica que lo hizo transformarse de manera apreciable, al tiempo que, como consecuencia de ello, los historiadores sociales, tanto materialistas históricos como annalistas, se interesaban cada vez más por el estudio de la cultura. Este cambio de orientación, que bien se podría denominar como transición desde la historia social clásica a la historia sociocultural (o, como le gusta decir a Roger Chartier, desde la historia social de la cultura a la historia cultural de lo social), fue suscitado por la creciente insatisfacción con respecto al patrón teórico de la primera. Como escriben Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, fue el «desencanto» con la explicación de todo en términos económicos y sociales lo que impulsó a numerosos historiadores a reconsiderar la naturaleza y el papel de la cultura, entendida como repertorio de mecanismos interpretativos y sistema de valores de la sociedad. Por supuesto, este énfasis sobre la cultura estuvo acompañado desde el principio por la convicción de que lo cultural no era una simple función de lo material, sino que «las creencias y las actividades rituales de las personas interactuaban con sus expectativas socioeconómicas»2, y que, por tanto, 1 También en este caso remito a la abundante bibliografía existente, de la que aquí sólo se podrá citar una pequeña muestra. Para una introducción general a la evolución interna de la historia social, puede verse, por ejemplo, Lynn Hunt, «Introduction: History, Culture, and Text», en Lynn Hunt (ed.), The New Cultural History, Berkeley/Los Angeles, University of California Press, 1989. 2 Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, Telling the Truth about History, Nueva York, W. W. Norton and Company, 1994, págs. 218 y 220. En términos similares se había expresado ya, en su conocido artículo de 1979, Lawrence Stone. Según Stone, dicha reorientación historiográfica tenía su origen en la «desilusión con respecto al modelo económico determinista de explicación histórica y a la organización jerárquica tripartita a que éste dio lugar». Y añadía, asimismo, más adelante: «actualmente, muchos historiadores creen que la cultura del grupo, e incluso la voluntad del indivi-
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era en los efectos de dicha interacción donde había que buscar la explicación de la conducta de los individuos y, en general, el origen de las relaciones sociales. De este modo, como había escrito con anterioridad la propia Lynn Hunt, al centrarse cada vez más en la cultura, esos historiadores comenzaron a desafiar «el supuesto, virtualmente de sentido común, de que existe una clara jerarquía en la historia (es decir, en toda realidad social) que va desde la biología y la topografia, a través de la demografia y la economía, hasta la estructura social y, finalmente, hasta la política y sus primas pobres, las vidas cultural e intelectual»3. Por esta razón, como ha observado con irónica perspicacia Raphael Samuel, los historiadores comenzaron a consagrar cada vez más tiempo a unos temas que una generación anterior de estudiosos hubiera reservado para las rentas, los precios y los salarios. Es decir, desplazaron su atención desde las estructuras sociales a las prácticas culturales, desde la realidad «objetiva» a las categorías a través de las cuales ésta es percibida, desde la conciencia colectiva a los códigos cognitivos, desde el ser social al orden simbólico4. Fruto de esta reorientación teórica será, asimismo, el enfriamiento de las relaciones con la Sociología y el subsiguiente acercamiento entusiasta a la Antropología, de la que los historiadores comienzan a tomar prestados métodos, temas, vocabulario y conceptos. Yes que mientras la Sociología había proporcionado parte del instrumental conceptual y metodológico para el estudio de las estructuras sociales y económicas, que constituían el objeto preferente de la historia social clásica, la Antropología devino punto de referencia y disciplina de apoyo primordial cuando de lo que se trataba era de desentrañar los términos de la contribución de las prácticas culturales a la configuración de las relaciones sociales. Recordemos, asimismo, que esta apertura hacia la cultura suscitó de inmediato una acalorada discusión teórica y metodológica. La «tendencia inherentemente centrífuga»5 que aquejaba a la historia duo, son agentes causales de cambio tan importantes, al menos potencialmente, como las fuerzas impersonales de la producción material y el crecimiento demográfico» («The Revival of Narrative: Reflections on a New Old History», Past and Present, 85 [1979], págs. 8 y 9 [trad. esp.: «El resurgimiento de la narrativa: reflexiones acerca de una nueva y vieja historia», en Lawrence Stone, El pasado y el presente, México, FCE, 1986, págs. 95-120]). 3 Lynn Hunt, «History Beyond Social Theory», en David Carroll (ed.), The States of «Theory». History, Art and Critical Discourse, Nueva York, Columbia University Press, 1990, pág. 102. 4 Raphael Samuel, «Reading the Signs», History Workshop, 32 (1991), págs. 90 y 92. 5 La expresión es de Peter N. Steams, «Toward a Wider Vision: Trends in Social History», en Michael Kamen (ed.), The Past Before Us: Contemporary Historical Writing in the United States, Ithaca y Londres, Cornell University Press, 1980, pág. 224.
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parecía difuminar los vínculos causales entre la base socioeconómica y las manifestaciones culturales, con lo que el tema de la fragmentación se convirtió en objeto omnipresente no sólo de discusión sino, sobre todo, de honda preocupación. De hecho, este «desmigajamiento» de la historia acabó provocando incluso, para algunos, una auténtica- «crisis disciplinan»6, fruto de la excesiva dispersión temática y de la consiguiente imposibilidad de elaborar síntesis integradoras7. De esta discusión, hoy bastante apagada, me interesa subrayar que las nociones de fragmentación o desmigajamiento no hacen alusión simplemente a la dispersión temática de la investigación histórica; si así fuera, supondrían una mera descripción formal de la situación de la disciplina. A lo que hacen referencia, por el contrario, es a la pérdida de cohesión teórica que resulta de la reformulación, en un sentido subjetivista, del modelo dicotómico de la historia social y, de manera específica, a los efectos teóricamente disgregadores de la progresiva autonomización de la esfera cultural. Se trata, por tanto, de nociones esgrimidas por los historiadores sociales para llamar la atención sobre el creciente debilitamiento del causalismo social y para deplorar la consiguiente renuncia a elaborar una historia total, entendida como aquélla que piensa la sociedad en función de la existencia de una instancia básica que contiene implícitamente a la totalidad social. Como dice Lynn Hunt, refiriéndose a la escuela de Annales, «los temas parecían proliferar indefinidamente sin generar ninguna nueva idea sobre las estructuras o relaciones dentro de esta noción, reconocidamente vaga, de “historia total”». Dichos temas, añade, se multiplicaban como «bloques de una 6 Ésta es la expresión utilizada, por ejemplo, por Karin J. MacHardy, «Crisis in History, or: Hermes Unbounded», Storia della Storiografia, 17 (1990), pág. 6. En cuanto al término «desmigajamiento», fue popularizado por la obra de Francois Dosse L'histoire en miettes. Des «Annales» á la «nouvelle histoire» (París, La Découverte, 1987 [trad. esp.: La historia en migajas, Valencia, Alfons el Magnánim, 1988]), consagrada, precisamente, al análisis de la referida apertura temática y al debilitamiento del patrón teórico de la historia social clásica que ésta conlleva. 7 Por supuesto, la actitud de una parte de los historiadores sociales fue la de atrincherarse frente al avance del denominado «culturalismo», lo que produjo una temprana división entre «los historiadores sociales duros, que continúan ocupados en analizar las estructuras impersonales», y «los historiadores de la mentalité, actualmente persiguiendo ideales, valores, actitudes mentales y patrones de conducta personal íntima —cuanto más íntima mejor» (Lawrence Stone, «The Revival of Narrative», pág. 21). Una buena muestra de los primeros está constituida, por ejemplo, por los críticos estructuralistas del «culturalismo» thompsoniano (véase el correspondiente debate en History Workshop, 6, 7 y 8 [1978 y 1979] [trad. esp.: en R. Aracil y M. García Bonafé, Hacia una historia socialista, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1983]).
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construcción sin plan o forma clara»8. Porque, en efecto, la expansión del interés investigador hacia la esfera cultural opera como un factor acelerador de la propia transformación teórica, pues a medida que se diversifican y amplían los campos de estudio, que éstos son acotados como objetos particulares de indagación y que se concentra la atención en las prácticas subjetivas, resulta cada vez más incómodo operar con un modelo teórico basado en una noción restrictiva de causalidad social. De hecho, la aparición de nuevas orientaciones historiográficas como la microhistoria o la historia de la vida cotidiana está íntimamente relacionada con ello. Lo que éstas sostienen, justamente, es que cuando se analizan las prácticas sociales en su especificidad individual o grupal, la cadena de determinación objetiva aparece refractada por la capacidad de los individuos para tomar decisiones y adoptar estrategias vitales que no se pueden inferir inmediatamente de su posición social y, en general, por la capacidad de la esfera cultural para operar sobre las condiciones socioeconómicas y recrearlas. Así pues, la reformulación crítica de la historia social clásica efectuada por los historiadores socioculturales ha consistido, esencialmente, en. una redefinición del vínculo existente entre los diferentes componentes de la sociedad. Mientras que para la historia social la conexión entre estructura social y acción consciente era de determinación unívoca de la segunda por parte de la primera, para la nueva historia cultural la relación entre ambas es de interacción mutua o dialéctica. Este nuevo modelo teórico preserva intacta la división dicotómica anterior y continúa otorgando la primacía causal al contexto social, pero atribuye a la esfera subjetiva o cultural una función activa en la constitución de la identidad y en la configuración de la práctica y de las relaciones sociales. De hecho, la nueva historia cultural es el resultado de un proceso de renovación historiográfica en el que los historiadores implicadas han estado permanentemente movidos por la ambición —si no la obsesión— de superar la oposición entre objetivismo y subjetivismo, entre física social y fenomenología social, entre fisicalismo y psicologismo9. Aunque, para ser exactos, habría que decir que lo que 8 Lynn
Hunt, «History Beyond Social Theory», pág. 97. términos están tomados de Pierre Bourdieu, un sociólogo que no resulta superfluo evocar aquí, pues es un punto de referencia explícito para numerosos historiadores socioculturales. (Véase Pierre Bourdieu, El sentido práctico, Madrid, Taurus, 1991, Libro 1.) En la terminología de Anthony Giddens (otro sociólogo de referencia ineludible en este capítulo), se trataría de escapar tanto del «imperialismo del sujeto» como del «imperialismo del objeto social» (La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, Buenos Aires, Amorrortu, 1995, pág. 40). 9 Estos
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dichos historiadores han pretendido es encontrar un punto de equilibrio, una combinación armónica, entre ambos, entre constricción de lo social y autonomía de la conciencia. En efecto, el objetivismo explica la vida social en términos de las condiciones de existencia independientes del agente; el subjetivismo, por el contrario, lo hace apelando a las concepciones y las creencias de los sujetos. Sin embargo, arguyen los historiadores socioculturales, ambos modos de pensamiento son unilaterales e incapaces de captar la naturaleza dual de los fenómenos sociales. El subjetivismo, porque no tiene en cuenta los constreñimientos externos de la acción y, por tanto, la dimensión social de los sujetos; el objetivismo, porque no tiene en cuenta que las representaciones tienen un efecto constitutivo sobre la propia realidad social. Ciertamente, prosigue el argumento, la vida social está materialmente condicionada, pero las condiciones materiales no afectan a la conducta de una manera directa o mecánica, sino por mediación de las disposiciones culturales y la experiencia de los individuos. De hecho, la vida social sólo existe en y a través de unas acciones que están simbólicamente mediadas. En este sentido, las propiedades estructurales de los sistemas sociales son tanto el medio como el resultado de las prácticas significativas, pues la acción reproduce la estructura, pero a la vez la crea. En virtud de ello, concluyen los historiadores socioculturales, sólo una teoría de la sociedad que se base en la interacción entre atributos materiales y propiedades simbólicas, entre la presión de la realidad y la capacidad generativa de la cultura, entre coacción externa e iniciativa individual, podrá dar cuenta del funcionamiento y del cambio de las sociedades humanas. Desde esta perspectiva teórica, la conciencia no es un reflejo pasivo de las condiciones sociales, sino el resultado de un desvelamiento activo de las propiedades de éstas. Pues aunque los significados sean un atributo de la realidad, sólo adquieren vida al ser activados por la práctica social y culturalmente formulados. Por tanto, la producción de significados tiene lugar en el espacio de cruce, de tensión o de negociación entre estructura social y representaciones. Para la historia sociocultural, lo social establece las condiciones de posibilidad de la conciencia (y, en tal sentido, es objetivo), pero la constitución histórica concreta de las identidades se produce en la esfera subjetiva. Y lo mismo ocurre con los intereses; éstos continúan teniendo, como para la historia social, un carácter objetivo, pero, según la historia sociocultural, sólo se hacen manifiestos y se traducen en acción cuando los sujetos los disciernen o reconocen en el curso de la práctica. Ello implica no sólo que los intereses no afloran por sí mismos a la conciencia, 28
sino a través de las disposiciones culturales de los individuos; también que el ajuste entre intereses y conducta no se produce de manera espontánea ni es inexorable, sino que depende de la existencia de un adecuado espacio de experiencia. En otras palabras, que, a diferencia de la historia social, para la que la relación entre estructura y acción es no mediada, la historia sociocultural sostiene que entre ambas existe una mediación simbólica. En este esquema, por tanto, la cultura deja de ser considerada como un epifenómeno, como una derivación funcional de las condiciones sociales o como un mero receptáculo de ideas, y deviene práctica, es decir, una instancia dinámica, que suministra los principios generadores de prácticas distintivas y que, en consecuencia, es un factor coproductor de las relaciones sociales. En la historia sociocultural, la cultura conserva su carácter subjetivo, pero desborda los límites en los que la recluía la historia social e invade al conjunto de la sociedad, impregnando incluso a aquellos ámbitos considerados anteriormente como dominios exclusivos de la objetividad y regidos por un mecanismo autónomo e impersonal. Lo ideal invade lo material o, para ser más precisos, lo ideal y lo material se interpenetran, dado que todas las prácticas, incluidas las económicas, están constituidas por acciones significativas y dependen, por tanto, de las representaciones que los individuos tienen del mundo10. Lo que confiere a la cultura esa independencia relativa y su capacidad para mediar entre las posiciones sociales y las tomas de decisión de los individuos es el hecho de que la realidad es siempre aprehendida mediante las tradiciones culturales establecidas. Los cambios sociales y económicos no impactan sobre una materia prima humana inerte o sobre una mente en blanco, sino sobre unos individuos portadores de valores culturales y provistos de un patrimonio simbólico acumulado. Las disposiciones culturales conforman una estructura cognitiva generada por experiencias anteriores y es por medio de este dispositivo simbólico heredado que los individuos aprehenden significativamente toda nueva realidad. Aunque, a la vez, el encuentro entre tradición cultural y nuevas situaciones sociales se resuelve siempre con un ajuste progresivo de la conciencia al nuevo contexto objetivo. Ésta es, por ejemplo, la relación que establece E. P. Thompson entre la Revolución In10 Como sostiene Roger Chartier, todas las relaciones, incluidas aquéllas que designamos como relaciones económicas o sociales, se organizan según lógicas que ponen en juego los esquemas de percepción y de apreciación de los distintos sujetos sociales y, por consiguiente, las representaciones constitutivas de lo que podemos denominar una «cultura» (Roger Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación, Barcelona, Gedisa, 1992, pág. 43).
dustrial y la tradición radical, en la que ésta última opera como un vocabulario disponible, como un medio a través del cual se expresan unos intereses que están previamente contenidos en la esfera de las relaciones de producción. De un lado, los cambios socioeconómicos no actúan sobre un ser humano en bruto, sino sobre unos grupos sociales subjetivamente forjados por el radicalismo, esto es, sobre el inglés nacido libre. De ahí que, según Thompson, la constitución de la identidad de clase sea tanto un fenómeno social y económico como un acto cultural y político y que, por tanto, sea preciso distinguir cuidadosamente entre situación de clase y formación de clase11. Pero, de otro lado, sin embargo, la tradición radical es el medio de transmisión de las nuevas condiciones sociales, pues la clase se abre paso a través de ella hasta emerger a la conciencia, haciendo que la esfera cultural acabe sometiéndose y ajustándose a las transformaciones de la estructura social. Lo que los historiadores socioculturales sostienen, por tanto, es que aunque las relaciones sociales están implícitas en las condiciones objetivas, no se realizan en toda su plenitud hasta que se hacen explícitas en la esfera de las representaciones. Las relaciones sociales no quedan establecidas de una vez por todas, sino que están abiertas y sometidas a una recreación continua por parte de los miembros de la comunidad. Y de ahí que para que las identidades sociales se constituyan y devengan agentes históricos no basta con que existan en el plano de la estructura socioeconómica (un requisito del que, por supuesto, los historiadores socioculturales jamás prescinden), sino que han de cobrar vida consciente mediante un acto de autoidentificación en el que sus miembros reconocen los intereses que su posición social entraña y comienzan a actuar en consecuencia. Es decir, que aunque las propiedades identitarias son socialmente intrínsecas, las identidades son históricamente concretas y, por tanto, no son esencias sociales, sino realizaciones culturales. La posición social es, sin duda, una potencialidad 11 Recordemos, una vez más, al respecto, el conocido y reiteradamente citado pasaje de The Making of the English Working Class: «La formación de la clase obrera es un hecho de historia política y cultural tanto como económica. No nació por generación espontánea del sistema fabril. Tampoco debemos pensar en una fuerza externa —la "Revolución Industrial"— que opera sobre alguna materia prima de la humanidad, indeterminada y uniforme, y la transforma, finalmente, en una "nueva estirpe de seres". Las cambiantes relaciones de producción y condiciones de trabajo de la Revolución Industrial se impusieron, no sobre una materia prima, sino sobre el inglés nacido libre —y el inglés nacido libre tal como Paine lo había legado o los metodistas lo habían moldeado... La clase obrera se hizo a sí misma tanto como fue hecha» (Harmondsworth, Penguin, 1991, pág. 213 [trad. esp.: La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona, Crítica, 1989]).
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objetiva de unidad, una identidad probable, pero dicha potencialidad puede o no cristalizar en sujeto, pues es en el curso de la práctica social, que es siempre significativa, donde los individuos establecen los lazos y trazan los contornos identitarios que los convierten en agentes y donde el sentido objetivo de las condiciones sociales se transmuta en sentido vivido. De ahí la importancia concedida al denominado efecto de teoría, pues es a través de la aplicación de un determinado sistema de categorías clasificatorias que la identidad potencial se transforma en identidad real y los agrupamientos sociales devienen sujetos históricos. Aquí se encuentra la razón de que la historia sociocultural recuse abiertamente el valor explicativo del concepto de falsa conciencia, con el que la historia social aludía al efecto perturbador de los factores ideológicos que impedían, coyunturalmente, la consumación de las identidades. Sin embargo, si la identidad es una entidad simbólica, y no una esencia social, entonces la conciencia no puede ser ni verdadera ni falsa, sino simplemente la que es12. Sin que olvidemos el hecho, además, en este punto, de que para los historiadores socioculturales las condiciones objetivas no se reducen a las relaciones de producción o a la posición en la estructura social, sino que incluyen todas las formas de diferenciación, como el sexo, la raza, la generación o la comunidad, así como los recursos (sean materiales o culturales) de los que disponen los sujetos en el curso de la acción. Desde este punto de vista, el ser social es el ser percibido, pues es en éste, y no en el primero, donde están inmediatamente enraizadas la identidad y las acciones de los individuos. De ahí que para los historiadores socioculturales el estudio de los procesos históricos haya de prestar atención no sólo a la posición real, sino, sobre todo, a la percepción de ésta, pues ambas constituyen un todo indisoluble. Un postulado teórico que obliga a los historiadores, obviamente, a restaurar parcialmente el método comprensivo o interpretativo, relegado en su día por la historia social. Pues si, en efecto, la acción remite, en lo inmediato, al ser percibido, entonces, además de atender a las condiciones sociales de existencia, se hace imprescindible reconstruir las creencias, las intenciones y el universo mental de los sujetos, única manera de calibrar los efectos de la mediación simbólica sobre su práctica. Ésta es la concepción de la sociedad que los historiadores socioculturales aplican, por ejemplo, como acabo de indicar, al estudio de las clases. Aunque 12 Véase, por ejemplo, la argumentación de Edward P. Thompson en «Alcune osservazioni su classe e "falsa coscienza"», Quaderni Storici, 36 (1977), pág. 907. [Trad. esp.: «Algunas observaciones sobre clase y "falsa conciencia"», Historia Social, 10 (1991), págs. 27-32.]
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la clase exista socialmente, su constitución como agente histórico se produce en la esfera de la subjetividad. La única clase es la clase realizada, hecha consciente y movilizada por una lucha de clasificaciones que es específicamente simbólica. Al contrario, pues, que la historia social (para la que la clase es sujeto con independencia de la conciencia de clase de sus miembros), la historia sociocultural establece una nítida separación entre clase social y clase real y concede la primacía historiográfica a la segunda. Ésta es la razón de que en los últimos años se haya prestado una creciente atención, en la historia del movimiento obrero, al concepto de pueblo, pues, en buena parte del siglo XIX, fue éste, y no la clase, el ser percibido y, por tanto, el que operó como definidor de la identidad y como organizador de la práctica de los individuos implicados13. Y lo mismo podría decirse de la concepción sociocultural del poder. A este respecto, también el postulado básico de la historia sociocultural es que las relaciones de poder no son un epifenómeno de las divisiones sociales, sino que, por el contrario, puesto que las representaciones funcionan como unos auténticos mecanismos de fabricación de respeto y sumisión, la dominación política se realiza y se hace efectiva en el terreno simbólico. En este sentido, el lugar que se ocupa en las relaciones de dominación no depende exclusivamente de la posición social, sino de la lucha por imponer una determinada definición de las propiedades sociales, es decir, del ser percibido, del crédito otorgado a las representaciones que los individuos o grupos involucrados ofrecen de sí mismos y de los demás. Como argumenta Roger Chartier, el poder no implica sólo relaciones de fuerza económicas y sociales, sino, además, relaciones de fuerza simbólicas y, por consiguiente, no sólo la dominación política depende del proceso «por el que los dominados aceptan o rechazan las identidades que se les imponen con vistas a asegurar y perpetuar su sometimiento», sino que los conflictos entre grupos son luchas entre representaciones, en las que lo que está en juego es siempre la capacidad de los grupos o individuos para asegurarse el reconocimiento de su identidad14. Por supuesto, el hecho de que el poder no sea una mera proyección de las propiedades sociales objetivas, sino una apropiación simbólica de éstas, no significa que las 13 Una muestra de este «giro populista», como lo ha denominado James Epstein, es, por ejemplo, la obra de Patrick Joyce Visions of the People. Industrial England and the Question of Class, 18481914, Cambridge, Cambridge University Press, 1991. Véase James Epstein, «The Populist Turn», Journal of British Studies, 32 (1993), págs. 177-189. 14 Roger Chartier, On the Edge of the Cliff. History, Language, and Practices, Baltimore y Londres, Johns Hopkins University Press, 1997, págs. 4 y 5.
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relaciones de poder sean una convención intersubjetiva, sin correlación alguna con las divisiones sociales. Lo único que significa es que la lucha por imponer una imagen particular del mundo y fundar en ella unas determinadas relaciones de dominación es un proceso histórico que trasciende el funcionamiento de la estructura social y requiere de la participación significante de los individuos. Es esta circunstancia, precisamente, la que hace posible la resistencia de los dominados, pues no sólo éstos aprovechan la dimensión simbólica del poder para tratar de imponer representaciones alternativas, sino que las propias formas de dependencia proporcionan recursos de los que los dominados se apropian creativamente para influir sobre la actividad de sus superiores. Y así, por ejemplo, según el propio Chartier, en el caso del género, aunque las representaciones de la inferioridad femenina se inscriben en los pensamientos de las propias mujeres, ello no excluye la posibilidad de desviaciones y manipulaciones que pueden transformar en instrumentos de resistencia y de afirmación de identidad unas representaciones que han sido forjadas para asegurar la dependencia y la sumisión15. La nueva historia cultural entraña, por consiguiente, una nueva concepción de la acción social. Si, como he dicho, el flujo causal que parte de lo objetivo está en interacción permanente con otro procedente de la subjetividad, entonces la acción remite en última instancia a la estructura social, pero en primera instancia lo hace a la experiencia significativa, circunstancia que le confiere un elevado grado de contingencia. Dicho llanamente, según la historia sociocultural, la posición social predispone a los individuos a comportarse de una cierta manera y éstos tienden, efectivamente, a hacerlo así, pero no prescribe exactamente su conducta: entre posición social y acción existe un espacio de indeterminación que hace que aunque los individuos estén constreñidos por unas condiciones sociales no elegidas, los procesos sociales sean el resultado de las elecciones que los propios individuos realizan. Los individuos disponen, en su práctica social, de un amplio margen de libertad para diseñar y efectuar sus estrategias vitales, para hacer un uso inventivo de las normas sociales y, en general, para recrear los significados recibidos y las condiciones sociales de existencia. De igual modo que lo individual nunca es borrado del todo por lo colectivo, pues la pertenencia grupal no impide la existencia de trayectorias personales. Como dice Giovanni Levi, «ningún sistema normativo está de 15 Roger Chartier, «Différences entre les sexes et domination symbolique», Annales ESC, 4 (1993), pág. 1007.
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facto lo suficientemente estructurado como para eliminar toda posibilidad de elección consciente, de manipulación o interpretación de las reglas, de negociación»16. II
Es lógico, por tanto, que la primera imagen que acuda a nuestros ojos cuando contemplamos la nueva historia cultural sea la de un amplio y decidido movimiento de rehabilitación de la acción humana. Frente al ostracismo y la subsunción estructural a los que le había condenado la historia social, los historiadores socioculturales rescatan al individuo, le atribuyen un papel activo en la configuración de la práctica social y lo toman como punto de partida de la indagación histórica. Esta imagen, sin embargo, ha de ser completada y equilibrada para evitar interpretaciones unilaterales, en las que con frecuencia incurren tanto los comentadores como los detractores de la nueva historia cultural. El denodado empeño de los historiadores socioculturales por impedir que la estructura social ahogue a los sujetos no llega nunca al punto de hacerles prescindir de la causalidad social, de dejar de otorgar a ésta la primacía explicativa y de conferir a la esfera cultural, o política, una autonomía absoluta con respecto a la base social. Aunque la historia sociocultural somete a una severa crítica al modelo dicotómico y objetivista y lo reformula en profundidad, nunca lo abandona y, por tanto, en ningún caso deja de dar por supuesto que sociedad e individuo, estructura y acción o, simplemente, realidad e ideas son los componentes primarios de los procesos históricos y que, en consecuencia, es en la relación entre ambos en donde radica la explicación de la acción. Como ha remarcado al respecto Patrick Joyce, «por muy "culturalista" que esta teoría deviniera, la idea básica continuaba siendo la de que la clase y la política estaban enraizadas en las realidades de la vida material»17. Y por eso, precisamente, no resulta sorprendente que los historiadores sociales más abiertos hayan podido seguir afirmando confiadamente que, en lo esencial, la apertura disciplinar hacia la cultura, hacia las emociones y hacia lo simbólico no es más que una 16 Y de ahí, según Levi, la importancia de la biografía, pues ésta es un lugar ideal para verificar la naturaleza intersticial —pero importante— de la libertad de la que disponen los agentes y para observar el funcionamiento concreto de los sistemas normativos, que nunca están totalmente libres de contradicciones» (Giovanni Levi, «Les usages de la biographie», Annales ESC, 6 [1989], págs. 1333-1334). 17 Patrick Joyce, «The End of Social History?», Social History, 20, 1 (1995), pág. 75.
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empresa complementaria de los estudios socioeconómicos predominantes en la fase anterior18. Así pues, los historiadores socioculturales se desmarcan del objetivismo (que reduce las acciones a estructura), pero también del interaccionismo simbólico (que reduce la estructura a acciones), y de ahí que se opongan con ahínco a cualquier tentativa de restauración del concepto de sujeto natural y de la historia comprensiva inherente a él. Por consiguiente, si tuviéramos que caracterizar con precisión a la teoría de la sociedad de la nueva historia cultural, diríamos que ésta se basa en un causalismo social débil o de segundo grado, según el cual la acción remite causalmente a la experiencia y a las representaciones del mundo, pero éstas lo hacen, a su vez, al propio mundo. Es decir, que la realidad social se aprehende y se transmuta en acción mediante los recursos culturales disponibles, pero dicha realidad impone unos limites estructurales o significativos que los sujetos no pueden trascender. La historia sociocultural concede a la subjetividad y a la creatividad individual un espacio propio para que puedan desplegarse, pero continúa afirmando que las categorías cognitivas mediante las cuales los individuos aprehenden y organizan significativamente la realidad social son una interiorización, aunque sea simbólica, de esa misma realidad. Y, por tanto, que el arraigo social y la capacidad de dichas categorías para generar prácticas sociales dependen, en última instancia, de su eficacia teórica, esto es, de su correspondencia con las propiedades y leyes intrínsecas de la propia realidad social. De este modo, si aplicáramos los criterios clasificatorios de Peter Schóttler, diríamos que los historiadores socioculturales recusan la noción de mentalidad, propia de la historia social, pero siguen siendo fieles a la de ideología, incluida la connotación que ésta tiene de imagen distorsionada de la realidad19. Como diría Roger Chartier, ciertamente las representaciones son «matrices que conforman las prácticas a partir de las cuales el propio mundo social es construido» y los «patrones de los que surgen los sistemas clasificatorios y perceptuales» son verdaderas «instituciones sociales», pero tales matrices y patrones incorporan, a su vez, «en forma de re18 La noción de complementariedad fue empleada, por ejemplo, por Eric J. Hobsbawm en su réplica al artículo de Lawrence Stone («The Revival of Narrative: Some Comments», Past and Present, 86 [1980], págs. 3-8). 19 Peter Schóttler, «Mentalities, Ideologies, Discourses: On the "Third Level" as a Theme in Social-Historical Research», en Alf Lüdtke (ed.), The History of Everyday Life. Reconstructing Historical Experiences and Ways of Life, Princeton, Princeton University Press, 1995, págs. 72-115.
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presentaciones colectivas», «las divisiones de la organización social»20. Lo que quiere decir que los principios de visión y de división y las categorías organizadoras de la vida social son el producto de una estructura de diferencias que es objetiva. La construcción cultural de lo social es un ingrediente específico de los procesos históricos, pero dicha construcción está socialmente arraigada y constreñida por los recursos de los que disponen los individuos en razón de su posición social. A este respecto, es cierto que los sujetos realizan una captación activa del mundo y, en tal sentido, lo construyen, pero dicha captación se realiza siempre bajo coacciones estructurales. De hecho, los sistemas clasificatorios simbólicos son eficaces en la estructuración de la sociedad porque ellos mismos han sido a su vez previamente estructurados por ésta. Esto implica, como he dicho, que los significados que se hacen explícitos y adquieren existencia histórica en la esfera cultural, están ya implícitos en el dominio de lo social y que, por tanto, el hecho de que lo objetivo tenga que realizarse en y a través de lo cultural sólo afecta a la forma histórica concreta que adoptan las identidades, pero no a su naturaleza, que es siempre objetiva. Desde este punto de vista, las relaciones sociales son algo que los agentes crean y construyen, pero no en el vacío social, como sostienen los subjetivistas, sino dentro de un espacio social que distribuye a los individuos y condiciona sus representaciones y decisiones. Las personas aprehenden el espacio social desde una determinada perspectiva, pero ésta depende del lugar que dichas personas ocupan en el propio espacio social. En esto consiste, ni más ni menos, la mediación simbólica, y es en este sentido en el que debe entenderse la capacidad de la acción para recrear las condiciones sociales. En este modelo teórico no existe una ecuación simple y directa, inmediatamente sociológica, entre los atributos sociales y las disposiciones culturales, pero la posición social impone sus constricciones a la creatividad subjetiva. Diríamos que la base social no determina las prácticas, pero sí establece sus condiciones de posibilidad. Los agentes son libres de inventar, hacer, pensar o actuar, pero sólo dentro de esos límites y en función de los recursos que les proporciona su posición social. La cultura tiene una libertad infinita de generación, pero una libertad constreñida por unas condiciones sociales históricamente específicas. Es esta circunstancia la que explica que la cultura tienda siempre a engendrar conductas o ideas que son razonables dentro de un determinado sistema de regularidades objetivas y que, por tanto, la creatividad 20 Roger Chartier, «Le monde comme représentation», Annales ESC, 44, 6 (1989), pág. 1513. En este punto, Chartier sigue a Emile Durkheim y Marcel Mauss.
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esté limitada en su diversidad, y sólo sea relativamente —y no plenamente— imprevisible. De acuerdo con este objetivismo débil o simbólicamente mediado, las identidades se realizan —como ya dije— en la esfera subjetiva, pero ello no significa que sean entidades socialmente arbitrarias. Las formas de conciencia no pueden deducirse de la estructura social, pero entre ambas existe un vínculo de afinidad o adecuación que se hace evidente en el hecho de que las ideas surgen o se encarnan en ciertos grupos sociales y no en otros. Y así, por ejemplo, Lynn Hunt argumenta enérgicamente, con respecto a la Revolución Francesa, que no existe, en términos causales, un «arriba» y un «abajo» permanentes, sino más bien una interacción entre ideas y realidad, entre intención y circunstancias y entre prácticas colectivas y contexto social. Hunt sostiene, incluso, que la esfera subjetiva (o política) puede independizarse temporalmente, en determinadas coyunturas, de su base social. No obstante, el que no exista una relación de determinación no implica que no haya un «ajuste o afinidad» entre posición social y conducta, pues ciertas ideas son «abrazadas de manera más entusiasta en algunos lugares que en otros y por algunos grupos más que otros». Lo que le lleva a concluir que aunque «la política revolucionaria no puede deducirse de la identidad social de los revolucionarios, tampoco puede divorciarse de ella: la Revolución fue hecha por personas, y algunas personas fueron más atraídas que otras a la política de la. revolución»21. La adopción de este nuevo marco teórico ha afectado, lógicamente, al perfil del objeto de estudio de la historia y ha obligado a redefinir los términos, los procedimientos metodológicos y el utillaje conceptual del análisis histórico. Al dejar de dar por supuesto que el estudio del contexto proporciona por sí mismo lo esencial de la explicación de las acciones, la mirada investigadora se desplaza, cada vez más, de la esfera social y económica a la de la experiencia y las representaciones, de los sistemas de posiciones a las situaciones vividas, de las normas colectivas a las estrategias singulares. Por consiguiente, una vez llegados al horizonte de la historia sociocultural, la investigación histórica, como diría Hans Media, «se enfrenta con un problema metodológico fundamental, a saber, cómo comprender y mostrar la constitución dual de los procesos históricos, el carácter simultáneo de las relaciones dadas y producidas, la compleja y mutua interdependencia entre las estructuras abarcadoras y la práctica concreta de los "sujetos", 21 Lynn Hunt, Politics, Culture, and Class in the French Revolution, Berkeley/Los Angeles, University of California Press, 1984, pág. 13.
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entre, por un lado, las circunstancias vitales, las relaciones de producción y la autoridad, y, por otro, las experiencias y modos de conducta de los afectados»22. A partir de ahora, por tanto, las prácticas (y no la estructura) son el punto de partida del análisis social, pues las prácticas son el espacio en el que tiene lugar la imbricación significativa entre coerción social e iniciativa individual. La investigación tiene que partir de las actitudes, vivencias, sentimientos y comportamientos manifiestos, pues la conceptualización que los agentes hacen de la realidad y de sus acciones y las formas de vida que resultan de ella son el marco inmediato de la acción y el lugar en el que se realizan las relaciones sociales. Ésta es la razón no sólo de que los historiadores socioculturales se consagren cada vez más, como dije, al estudio de la lógica específica de lo cultural, sino, además, de que atribuyan una gran relevancia a los dispositivos u objetos culturales que, en su opinión, han tenido una participación activa en la configuración de las identidades y en la modelación de las conductas. Éste es el caso, por ejemplo, de Judith R. Walkowitz y el melodrama (en su estudio sobre la política sexual en la Inglaterra victoriana) o el de Michael Sonenscher y el teatro, en su investigación sobre la constitución de la identidad y de la práctica de los sans-culottes23. En suma, que a un momento objetivista, en el que las representaciones son puestas en relación causal con las condiciones sociales que son su fundamento, el historiador ha de añadir un momento subjetivista, en el cual debe examinar cómo y hasta qué punto las representaciones conservan o modifican dichas condiciones, pues son los sujetos los que convierten a los significados en ingredientes positivos de la vida social. Dado que la realidad social es también, ella misma, un objeto de percepción, toda investigación histórica ha de tomar en consideración tanto a la realidad como a la percepción de la misma, pues las visiones del mundo no sólo forman parte del mundo, sino que contribuyen activamente a su construcción. Esto es lo que significa el familiar 22 Hans Medick, «"Missionaries in the Rowboat?" Ethnological Ways of Knowing as a Challenge to Social History», en Alf Lüdtke (ed.), The History of Everyday Life, pág. 43. 23 Judith R Walkowitz, City of Dreadful Deligth. Narratives of Sexual Danger in Late-Victorian London, Londres, Virago Press, 1994, esp. págs. 85-86 y ss. [trad. esp.: La ciudad de las pasiones terribles. Narraciones sobre peligro sexual en el Londres victoriano, Madrid, Cátedra/ Universitat de Valencia, 1995]; Michael Sonenscher, “The Sans-Culottes of the Year II: Rethinking the Language of Labour in Revolutionary France», Social History, 9 (1984), págs. 301-328, y Work and Wages. Natural Law, Politics and the Eighteenth-Century French Trades, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, esp. págs. 354-355 y 356-358.
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aserto chartieriano de que el mundo es representación o lo que implica la equiparación thompsoniana entre clase y conciencia de clase. Así pues, si tuviera que recapitular lo expuesto hasta aquí —y hacerlo, a la vez, en una terminología más actual—, yo diría que la evolución historiográfica descrita supuso el paso desde una concepción del lenguaje como exclusivamente mimético, a otra en la que éste es tanto mimético como generativo. Desde este punto de vista, aunque las ideas y las prácticas simbólicas son un producto de las condiciones sociales, operan a su vez sobre dichas condiciones, reforzando, cohesionando o reconfigurando los intereses, las identidades y las divisiones sociales. Un postulado teórico que, por decirlo con la concisa precisión de Carroll Smith-Rosenberg, implica que la sociedad es el resultado de «la dialéctica entre lenguaje como espejo social y lenguaje como agente social»24. Esta caracterización del lenguaje como una entidad mixta es el punto más avanzado al que llega la nueva historia cultural en su alejamiento del núcleo original de la historia social. En cualquier caso, se trata de una formulación que reafirma y prosigue un camino iniciado tiempo atrás por teorías del lenguaje como la de Mijail Bajtin, rescatada y revitalizada, precisamente, por los historiadores socioculturales o por autores que, como Raymond Williams, son afines a ellos25. En los últimos años, como se sabe, esta vuelta a Bajtin no sólo se ha intensificado, sino que el autor ruso se ha convertido en un punto de apoyo primordial para aquellos historiadores que se oponen a quienes desafían el modelo teórico dicotómico. 24 Carroll Smith-Rosenberg, Disorderly Conduct: Visions of Gender in Victorian America, Nueva York, Oxford University Press, 1985, pág. 45. En otro lugar escribe: «Mientras que las diferencias lingüísticas estructuran la sociedad, las diferencias sociales estructuran el lenguaje» («The Body Politic», en Elizabeth Weed [ed.], Coming to Terms: Feminism, Theory, Politics, Nueva York, 1989, pág. 101). 25 Véase, por ejemplo, Raymond Williams, Marxism and Literature, Oxford, Oxford University Press, 1977, esp. capítulo 2. [Trad. esp.: Marxismo y literatura, Barcelona, Península, 1980.] En esta concepción mixta del lenguaje se basa, por ejemplo, la conocida propuesta historiográfica de Gabrielle M. Spiegel. La aplicación de su concepto de «lógica social del texto» implica que, como ella escribe, «los textos reflejan y a la vez generan realidades sociales, son constituidos por y constituyen las formaciones sociales y discursivas que pueden sostener, resistir, contestar o intentar transformar, dependiendo del caso en cuestión» (Gabrielle M. Spiegel, «History, Historicism, and the Social Logic of the Text in the Middle Ages», Speculum, 65, 1 [1990], pág. 77, e «History and Post-Modernism, IV», Past and Present, 135 [1992], págs. 203 y 206 [trad. esp.: «Historia y posmodernismo», Taller D'História, 1 [1993], págs. 67-73]). Spiegel ha puesto en práctica su concepción teórica en Romancing the Past. The Rise of Vernacular Prose Historiography in ThirteenthCentury France, Berkeley/Los Angeles, University of California Press, 1993.
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Por supuesto, como es bien sabido, en el curso de este movimiento de alejamiento de la historia social clásica y de rehabilitación de la acción humana, algunos historiadores han dado un paso más, han traspasado los límites del paradigma materialista, han abandonado todo rastro de causalidad social y han vuelto a conceder una autonomía absoluta a la subjetividad humana y a la cultura (así como a la política). Es decir, han restaurado el concepto de sujeto racional y la explicación intencional de las acciones, aunque enriquecida y sofisticada, en ocasiones, con una concepción intersubjetiva, y no meramente individual, de los universos culturales. El resultado ha sido su conversión en meros historiadores revisionistas26. No obstante, de este episodio historiográfico y del denominado revisionismo no voy a tratar en este ensayo, pues apenas comportan ninguna novedad o innovación teóricas. La evolución teórica descrita hasta aquí ha afectado por igual a las dos principales corrientes de la historia social, el materialismo histórico y la escuela de Annales. En cuanto al materialismo histórico, éste experimentó un idéntico proceso de distanciamiento del objetivismo y de paulatina atribución de un papel activo a la subjetividad y a la cultura en la constitución de las identidades y de la práctica social. También en su caso, ésta fue la respuesta a la existencia de hiatos entre posición social y conciencia o, más exactamente, entre lo que la teoría social prescribía como comportamiento natural y la conducta real de los individuos, un hecho particularmente perturbador en campos como el del movimiento obrero, que constituía uno de sus objetos primordiales de estudio y que había sido profusamente utilizado como terreno de verificación empírica de dicha teoría social. Para tratar de superar y, a la vez, de explicar dichos hiatos, algunos historiadores marxistas, en sintonía con el resto de historiadores sociales, recurrirán cada vez más a la noción de mediación subjetiva o simbólica, adoptarán una noción mixta de lenguaje y comenzarán a conceder una creciente autonomía relativa a la cultura y a la política. En cuanto a la tradición de Annales, también ha seguido una trayectoria similar. También los historiadores de su cuarta generación han reaccionado contra la tiránica preeminencia de lo social, contra la noción de cultura como epifenómeno y, en particular, contra una historia 26 Éste es el caso, en mi opinión, de historiadores como Gareth Stedman Jones (véase su «The Determinist Fix: Some Obstacles to the Further Development of the Linguistic Approach to History in the 1990s», History Workshop Journal 42 [1996], págs. 19-35). He discutido y tratado de caracterizar la postura de Jones en Miguel A. Cabrera, «Linguistic Approach or Return to Subjectivism? In Search of an Alternative to Social History», Social History, 24, 1 (1999), págs. 76-78.
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de las mentalidades basada en la noción de «tercer nivel». Frente a su objetivismo unívoco y a su metodología cuantitativa y serial, incapaz de dar cuenta de la producción individual de significados, los historiadores socioculturales annalistas proclaman la naturaleza creativa de la subjetividad, la soberanía relativa de lo cultural y la capacidad de los individuos para generar vínculos sociales e implementar estrategias vitales que trascienden las coacciones estructurales. En el ámbito annalista, esta concepción de la sociedad alcanza su cenit en la obra, tanto de investigación como teórica, de autores como Roger Chartier o Bernard Lepetit27. Pero además de propiciar la evolución interna de las tradiciones ya establecidas, la historia sociocultural ha generado nuevas modalidades de práctica histórica, que se han convertido ya en personajes familiares del paisaje historiográfico. Como resultado de la aplicación de la nueva teoría de la sociedad, los historiadores se han visto impulsados no sólo a analizar los procesos históricos en términos de interacción entre estructura y acción, sino, además, a reducir la escala de observación, con el propósito de captar dicha interacción en su funcionamiento específico. Pues, de hecho, la nueva teoría de la sociedad exige, como requisito primordial, que se delimite con la mayor precisión posible el espacio que, en los procesos históricos, corresponde a la determinación estructural con respecto a aquél que corresponde a la libertad de los sujetos para diseñar y poner en práctica sus estrategias particulares de acción. Con este propósito explícito de captar en su especificidad el juego de fuerzas entre lo estructural y lo subjetivo, nacieron dos de las modalidades más características de la historia sociocultural, la Microhistoria y la historia de la vida cotidiana alemana (Alltagsgeschichte). Por lo que a la microhistoria se refiere, ésta surgió, en efecto, con el propósito de captar, en su expresión histórica concreta, individual y cotidiana, la interrelación entre estructura social y acción, entre sistemas de normas y estrategias personales, y de poder calibrar, de este modo, la contribución de las segundas a la constitución de las relaciones sociales. Parafraseando a Natalie Z. Davies, se podría decir que su objetivo es ver y hurgar en las pequeñas y a menudo invisibles interacciones entre constreñimiento estructural y singularidad individual, con el fin de reconstruir la dinámica de la experiencia28. Es, precisamente, para lograr este objetivo 27 Con respecto al segundo, véase Bernard Lepetit (dir.), Les formes de l'experience. Une autre histoire sociale, París, Albin Michel, 1995, especialmente las dos contribuciones del propio Lepetit. 28 Natalie Z. Davies, «The Shapes of Social History», Storia della Storiografic, 17 (1990), pág. 30. [Trad. esp.: «Las formas de la historia social»', Historia Social, 10 (1991), págs. 177182.]
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que se hace necesario reducir la escala de observación y realizar un estudio intensivo de las fuentes. Sólo de esta forma es posible examinar, de manera inmediata, el proceso de formación de la conciencia, es decir, la forma en que las personas, aunque inscritas en estructuras sociales y normativas, crean los significados en los que fundan sus acciones. De ahí que, por una parte, los microhistoriadores concentren su atención en las contradicciones de los sistemas normativos y en la fragmentación y pluralidad de los puntos de vista que hacen que las sociedades sean fluidas y abiertas y que cambien por medio de elecciones mínimas y constantes que operan en los intersticios de las complejas incoherencias de todo sistema. Y que, por otra parte, los microhistoriadores desvíen su mirada indagadora desde los procesos socioeconómicos, las instituciones estatales y las elites sociales, hacia los usos inventivos y los recursos desplegados por individuos, pequeños grupos o comunidades tradicionalmente anónimos. Como argumenta al respecto Giovanni Levi, si buscamos una descripción más realista de la conducta humana, hemos de reconocer la libertad relativa más allá, aunque no al margen, de los constreñimientos de los sistemas normativos prescriptivos y opresivos. Desde este punto de vista, «toda acción social es considerada como el resultado de una constante negociación y manipulación del individuo, de sus elecciones y decisiones frente a una realidad normativa que, aunque omnipresente, ofrece, sin embargo, muchas posibilidades para las interpretaciones y la libertad personales»29. Algo similar puede decirse de la Alltagsgeschichte, que nació, igualmente, como reacción frente a la denominada ciencia social histórica alemana. Su propósito es, como proclaman sus teóricos y practicantes, analizar las formas concretas en que los individuos se apropian, activa y creativamente, de sus condiciones sociales y las transforman en práctica. Como arguye Alf Lüdtke, la ubicación de los individuos y de los 29 Giovanni Levi, «On Microhistory», en Peter Burke, New Perspective on Historical Writing Cambridge, Polity Press, 1991, págs. 94-95. [Trad. esp.: Formas de hacer Historia, Madrid, Alianza Ed., 1993.] La bibliografía sobre la Microhistoria es ya enorme; para una primera aproximación teórica, me atrevo a sugerir las siguientes obras: Edoardo Grendi, «Micro-analisi e Storia Sociale», Quaderni Storici, 35 (1977), págs. 506-520; Edward Muir and G. Ruggiero, Microhistory and the Lost Peoples of Europe, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1991; Carlo Ginzburg, «Microhistory: Two or Three Things that I Know about it», Critical Inquiry, 20, 1 (1993), págs. 10-35; Jacques Revel, «Micro-analyse et construction du social», en Jacques Revel (dir.), Jeux d'écheles. La micro-analyse á l'experiénce, París, Gallimard/Le Seuil, 1996, págs. 15-36; Justo Sema y Anaclet Pons, «El ojo de la aguja. Me qué hablamos cuando hablamos de microhistoria?», Ayer, 12 (1993), págs. 93-133, y Cómo se escribe la microhistoria. Ensayo sobre Carlo Ginzburg, Madrid, Cátedra/Universitat de Valencia, 2000.
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grupos viene determinada por los sistemas de relaciones de producción, pero éstos por sí solos no explican la «actividad particular» y el «modo de vivir», pues las condiciones para la acción son a la vez algo dado y un producto de la propia acción30. De este modo, lo que el análisis histórico ha de captar es el juego de diferencias entre la situación social y la conducta, la forma en que los actores sociales interpretan, presionan sobre o rechazan aquélla, pues, como gustan decir los historiadores de esta tendencia parafraseando la conocida sentencia de Karl Marx, los «hombres» hacen la historia en unas condiciones dadas, ipero la hacen! Es decir, que frente a una historia social que pone el acento en lo primero, la Alltagsgeschichte lo pone en lo segundo, pues aunque los intereses sean objetivos, no son, en tanto que ingredientes positivos de la acción, anteriores a la práctica, sino parte integrante de ella. Condiciones e interpretaciones forman un todo indisoluble. Es este propósito de reconstruir las formas de la práctica en que los individuos se apropian de sus condiciones sociales lo que ha llevado a la Alltagsgeschichte, como escribe Geoff Eley, a desplazar la atención de los procesos sociales impersonales a las experiencias de los actores históricos, aunque, como él advierte, esto no significa «suplantar, sino especificar y enriquecer, la comprensión de los procesos estructurales de cambio social». Simplemente, también en este caso la ambición de los historiadores es trascender cualquier dicotomía que oponga los factores objetivos y los subjetivos31. Como consecuencia de ello, la Alltagsgeschichte concentra también su atención, como la microhistoria, sobre pequeñas unidades, en las que la densidad de las situaciones vitales y los contextos de acción pueden ser hechos visibles, así como sobre las acciones de la gente corriente y de las multitudes anónimas tradicionalmente olvidadas por la historia. 30 Alf Lüdtke, «Sui concetti di vita quotidiana, articolazione dei bisogni e "coscienza proletaria"», Quaderni Storici, 36 (1977), págs. 916-917. [Trad. esp.: «Sobre los conceptos de vida cotidiana, articulación de las necesidades y "conciencia proletaria"», Historia Social, 10 (1991), págs. 41-61.] 31 Geoff Eley, «Labor History, Social History, Alltagsgeschichte: Experience, Culture, and the Politics of the Everyday —a New Direction for German Social History?», Journal of Modern History, 61 (1989), pág. 317. También la bibliografia sobre este tema es muy amplia; para una introducción general, véase, por ejemplo, David F. Crew, «Alltagsgeschichte: A New Social History "From Below"?», Central European History, 22, 3/4 (1989), págs. 394-407; Carola Lipp, «Writing History as Political Culture. Social History Versus "Alltagsgeschichte" —A German Debate», Storia delta Storiografia, 17 (1990), págs. 67-100; Alf Lüdtke (ed.), The History of Everyday Life o Mathieu Lepetit, «Un regard sur l'historiographie allemande: les mondes de l’Alltagsgeschichte», Revue d'Histoire Moderne et Contemporaine, 42, 2 (1998), págs. 466-486.
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III
Sin embargo, como he sugerido, el propósito de este primer capítulo no es simplemente el de ofrecer una descripción de la evolución de la disciplina histórica a lo largo del último siglo o el de caracterizar a las formas precedentes de historia con el fin de que se pueda apreciar con mayor nitidez su contraste con la nueva historia o historia postsocial. Además de ello, este capítulo ha sido escrito con el propósito de subrayar cuáles han sido las pautas teóricas y la lógica conceptual que han regido la referida evolución. Y, a este respecto, la conclusión parece obvia: durante todo ese tiempo, el debate historiográfico ha consistido en y ha adoptado la forma de una tensión o confrontación permanente entre objetivismo y subjetivismo, entre materialismo e idealismo, entre coerción social y libertad individual. Tanto en el caso de la disputa entre historia social e historia tradicional-revisionismo como en el de la evolución interna de la propia historia social, ha sido esa tensión o confrontación la que ha gobernado el proceso de renovación de los estudios históricos. El predominio de este marco conceptual dicotómico ha tenido una doble consecuencia. Por un lado, ha implicado que todo debilitamiento de uno de los términos del binomio sólo podía tener como efecto el fortalecimiento del otro, y viceversa, sometiendo de este modo a los historiadores a una especie de círculo vicioso o de eterno movimiento pendular de los que era imposible escapar. Por otro lado, ha implicado la acotación de un campo de interés disciplinar y la definición de una cierta gama de problemas relevantes y, por consiguiente, que toda reflexión teórica y toda indagación empírica estuvieran orientadas a determinar cuál era la relación exacta entre los dos componentes del binomio, es decir, a determinar el grado de dependencia de la conciencia y de la acción con respecto al contexto social. La gama de respuestas dadas a esta cuestión por los historiadores va, como sabemos, desde quienes conceden a la subjetividad una autonomía absoluta a quienes la consideran una expresión de la esfera social, pasando por aquéllos que propugnan algún tipo de combinación entre ambas posturas. En los últimos años, sin embargo, el debate historiográfico parece haber entrado en una nueva etapa. La causa de ello es que algunos historiadores han dejado de plantear la discusión y de afrontar el análisis en los términos dicotómicos convencionales y, en consecuencia, han comenzado a escapar, por vez primera, de ese dilema entre explicación 44
social y explicación intencional en el que había estado secularmente atrapado el análisis histórico. En lugar de seguir combinando y recombinando, como hasta entonces, los mismos ingredientes, esos historiadores han puesto en duda que estructura social o acción humana sean componentes primarios de los procesos históricos y, por tanto, que la explicación de la acción se encuentre en la relación, sea cual sea ésta, entre ambas instancias. Por el contrario, éstas no son instancias primarias, sino derivadas y, por tanto, no pueden ser tomadas como base de la teoría social, razón por la cual, precisamente, pese a la profunda reformulación teórica efectuada por la historia sociocultural y al notable grado de sofisticación conceptual alcanzado por ésta, las anomalías del paradigma social clásico continúan sin resolverse satisfactoriamente. Y es que, arguyen dichos historiadores, no se trata de reducir los dominios de la causalidad social y ensanchar los de la acción racional (o viceversa), sino de atribuir una génesis y una naturaleza diferentes a la práctica de los individuos y a las relaciones sociales resultantes de ella. La consecuencia de ello ha sido el surgimiento de una nueva concepción de la sociedad que se opone por igual tanto a la de la historia social-sociocultural como a la de la historia tradicional, haciendo posible que, en el momento actual, no sean ya sólo dos, sino tres, los paradigmas historiográficos en pugna y, por tanto, que la restauración (sea completa o parcial) del subjetivismo no sea la única alternativa posible a la historia social, sino que exista otra bien distinta. Si este diagnóstico es conecto y si el referido dilema entre materialismo e idealismo está siendo trascendido, realmente, en la práctica, por la investigación histórica, entonces no parece haber ninguna razón de peso para situar la frontera del debate historiográfico en la fase precedente, para detener en ella la revisión crítica de la historia social y para atrincherarse teóricamente en ese punto32. Por el contrario, más que la meta, la historia sociocultural parece haber sido sólo una fase, especialmente fructífera, en la perseverante búsqueda de una respuesta a la 32 No otra cosa parece ser lo que proponen historiadores como, por ejemplo, Bryan D. Palmer («Critical Theory, Historical Materialism, and the Ostensible End of Marxism: The Poverty of Theory Revisited», International Review of Social History, 38 [1993], págs. 133-162, o Descent into Discourse. The Reification of Language and the Writing of Social History, Philadelphia, Temple University Press, 1990) o Neville Kirk («In Defence of Class. A critique of Recent Revisionist Writing upon the Nineteenth-Century English Working Class», International Review Of Social History, 28 [ 1987], págs. 2-42, y «History, Language, Ideas, and Post-Modernism: A Materialist View», Social History, 19, 2 [1994], págs. 221-240).
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pregunta de por qué las personas se comportan de la manera en que lo hacen. A fin de cuentas, se podría decir, parafraseando a Jon Lawrence y Miles Taylor, que la emergente teoría de la sociedad no es más que un nuevo intento de resolver los mismos «problemas» que ya intentaron resolver los debates que rodearon a La miseria de la teoría de E. P. Thompson33.
33 Jon Lawrence y Miles Taylor, «The Poverty of Protest: Gareth Stedman Jones and the Politics of Language. A Reply», Social History, 18, 1 (1993), pág. 5.
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CAPÍTULO
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La nueva historia: realidad, discurso, diferencia I Tras este necesario preámbulo, podré pasar a exponer los términos concretos en los que, durante los últimos años, ha sido críticamente reconsiderado el modelo dicotómico y objetivista y a dar a conocer las premisas esenciales de la teoría de la sociedad resultante de dicha reconsideración crítica. Para comenzar, realizaré una presentación general del armazón teórico de la nueva historia y, a continuación, en los restantes capítulos, procederé a describir de manera más pormenorizada cada una de las piezas que componen dicha armazón, así como a ilustrarlas con ejemplos tomados de algunas obras históricas recientes. Cuando uno examina con cierto detenimiento la evolución seguida por los estudios históricos a partir de la década de 1980 y, sobre todo, de la de 1990, se pone inmediatamente de manifiesto que el principal rasgo distintivo, y, a la vez, auténtico factor desencadenante y motor teórico de dicha evolución ha sido la creciente, cada vez más profunda crisis experimentada por el concepto de realidad objetiva (y, consiguientemente, por el de causalidad social). Es decir, la creciente y cada vez más decidida puesta en cuestión, por parte de un grupo de historiadores, del supuesto de que la realidad social constituye una estructura, en el sentido de que posee significados intrínsecos y de que, en virtud de ello, las condiciones sociales de existencia de los individuos se proyectan representacionalmente en su conciencia y determi47
nan su conducta. Y no me estoy refiriendo, por supuesto, como acabo de decir, a los historiadores de raigambre tradicional o a los denominados revisionistas, sino a historiadores que ejercen su crítica desde una perspectiva teórica nueva y con el propósito, más o menos expreso, de encontrar una alternativa a la historia social que no sea el retorno al modelo explicativo idealista y a su noción de sujeto racional. A este respecto, la idea fundamental que se ha ido abriendo paso entre esos historiadores es la de que, a tenor de los resultados obtenidos por la investigación histórica, la esfera social no es una entidad de carácter objetivo o estructural y, por tanto, no existe semejante conexión causal entre la posición social de los individuos y su práctica significativa. Por el contrario, lo que esa investigación estaría mostrando es que los significados que los individuos otorgan al contexto social y al lugar que ocupan en él, y en función de los cuales organizan, orientan y dan sentido a su práctica, tienen un origen diferente y se constituyen mediante un proceso histórico básicamente distinto del supuesto por los historiadores sociales. Un proceso que no había sido identificado y tomado en consideración hasta hace poco tiempo, que, desde luego, es imposible de captar, comprender y analizar mediante un esquema teórico dicotómico y cuya existencia nos obliga a otorgar una nueva explicación a las acciones de los agentes históricos y, por tanto, a la génesis de las relaciones sociales. De modo que al igual que la crisis del concepto de individuo o sujeto racional provocó, en su día, el declive del historicismo y sentó las bases de la historia social, así la erosión del concepto de estructura social ha propiciado el surgimiento de la nueva historia, y, con ella, de una visión de la sociedad no sólo más compleja, dinámica y multirrelacional, sino, lo que es más importante, gobernada por una lógica causal diferente. La razón fundamental en la que se basan esos historiadores para poner en duda el carácter objetivo de la realidad social es la de que, según muestra el análisis histórico, dicha realidad no se incorpora nunca por sí misma a la conciencia, sino que lo hace siempre a través de su conceptualización. Es decir, que el contexto social sólo comienza a condicionar la conducta de los individuos una vez que éstos lo han conceptualizado o hecho significativo de alguna manera, pero no antes y, por tanto, que las condiciones sociales sólo devienen estructurales y empiezan a operar como un factor causal de la práctica una vez que han alcanzado algún tipo de existencia significativa, y no por su mera existencia material. A primera vista, puede parecer que esta afirmación no entraña novedad alguna con respecto a la historia sociocultural. Al fin y al cabo, como sabemos, ésta se había rebelado ya contra el postula48
do de la historia social clásica de que las acciones están socialmente determinadas con independencia de la conciencia que los agentes muestren de ello y había pasado a sostener que la posición social sólo se traduce en acción una vez que su significado es experiencial y culturalmente discernido por los individuos en el curso de la práctica. En esta inicial afinidad se basan, precisamente, aquellos autores que creen posible, y propugnan, una conciliación entre nueva historia cultural y nueva historia. Sin embargo, en cuanto profundizamos un poco en el examen historiográfico, se pone de manifiesto que, en su reconsideración crítica del paradigma objetivista, los nuevos historiadores van más allá de donde la historia sociocultural, inserta aún en el esquema dicotómico, podría jamás llegar. Pues dichos historiadores no se limitan a afirmar que el contexto social sólo deviene un factor causal de los procesos históricos una vez que ha sido conceptualizado, sino que, además, han redefinido por completo la génesis y la naturaleza de las categorías mediante las cuales se lleva a cabo dicha conceptualización. Y, ciertamente, una vez que la nueva historia ha dado este paso, lo que surge, bajo la inicial y aparente afinidad, es una marcada discontinuidad entre dos tipos diferentes de historia. Una vez efectuada dicha redefinición, la conceptualización de la realidad social ya no puede seguir concibiéndose como un acto de toma de conciencia o de discernimiento experiencial de las propiedades intrínsecas (significados, intereses, identidades) de dicha realidad, sino como un acto de una naturaleza completamente distinta. Recordemos brevemente que, en efecto, tanto para la historia social como para la sociocultural, las categorías, conceptos o esquemas cognitivos de percepción mediante los cuales los individuos aprehenden y organizan significativamente la realidad social son un reflejo, representación o interiorización de la propia realidad social. Bien porque dichas categorías son simples etiquetas designativas de fenómenos sociales reales, como las de sociedad, clase, género, propiedad, trabajo, esfera pública o mercado; bien porque son expresiones culturales, ideológicas o simbólicas del contexto o de las divisiones sociales, como ocurre con las de individuo, derechos naturales, libertad, sexualidad, nación, burguesía, proletariado o revolución social. Sea como sea, lo esencial es que, en ambos casos, las categorías son concebidas como medios de transmisión de los atributos de una estructura social que existe previamente a su categorización y que, por tanto, toda acción fundada en dichas categorías ha de ser considerada como socialmente determinada (y, a la vez, que es el origen social de las categorías el que garantiza y explica su eficacia práctica). 49
En este punto se ha producido, sin embargo, en las dos últimas décadas, una profunda y trascendental ruptura teórica. Durante ese tiempo ha ido tomando cuerpo, en el seno de la investigación histórica y de la simultánea reflexión historiográfica, la premisa de que el cuerpo de categorías mediante el cual, en toda situación histórica, los individuos aprehenden y ordenan significativamente la realidad social (y que, en consecuencia, opera como organizador básico de su práctica), no es el reflejo subjetivo de una estructura social objetiva, sino que constituye una esfera social específica, dotada de una lógica histórica propia. Es decir, que ni los conceptos que los individuos aplican a su entorno social son meras reproducciones mentales de éste ni las categorías o principios en los que los individuos basan su práctica tienen su origen en la esfera social (ni tampoco, por supuesto, son creaciones intelectuales, puramente racionales, de unos sujetos autónomos, originales y ahistóricos). Por el contrario, según los nuevos historiadores, los conceptos y las categorías fundantes de la práctica y de las relaciones sociales constituyen una compleja red relacional cuya naturaleza no es ni objetiva ni subjetiva y cuyo origen es diferente y externo, en términos causales, a las dos instancias (referente real y subjetividad) que ponen en relación. Del mismo modo que los cambios conceptuales o categoriales no son simplemente una consecuencia de los cambios del contexto social, sino que tienen lugar a través de un mecanismo específico de reproducción. En suma, que, como diría a este respecto Margaret R. Somers, las referidas categorías no son ni valores interiorizados ni intereses exteriorizados, sino que conforman una estructura relacional independiente que se desarrolla y cambia sobre la base de reglas y procesos internos propios, así como en interacción histórica con otros dominios de la vida social1. Para designar a esta esfera social de carácter específico, los historiadores han acuñado o tomado de otras disciplinas, durante los últimos años, algunos conceptos, poblando así sus obras de nuevos términos que nos resultan cada vez más familiares. En algunos casos, se trata de conceptos, como el de discurso, que poseían una larga vida anterior y que habían sido utilizados ya en un sentido similar. En otros casos, se trata de términos más recientes, como los de 1 Margaret R. Somers, «What's Political or Cultural about Political Culture and the Public Sphere? Toward an Historical Sociology of Concept Formation», Sociological Theory, 13, 2 (1995), págs. 131-132. Las obras que son relevantes para el conocimiento de la nueva historia están recogidas en la bibliografía final. Esta incluye las referencias de sus traducciones españolas, en los casos en que éstas existen.
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metanarrativa o incluso narrativa a secas. Finalmente, en otras ocasiones, los historiadores se han limitado a usar denominaciones meramente descriptivas, como las de categorial/conceptual matriz, cuerpo, red, código o marco. Todos estos términos serán considerados, en este ensayo, como sinónimos y serán empleados, por tanto, indistintamente, aunque su mayor arraigo y expresividad me inclinarán, sin duda, a hacer un uso más frecuente del término discurso. Lo realmente esencial, en todo caso, es que, al margen de la diversidad terminológica, todos los conceptos enumerados hacen referencia, como expondré enseguida, al hecho de que en toda situación histórica existe un sistema establecido de reglas de significación que media activamente entre los individuos y la realidad social, que es inaprensible mediante el esquema dualista convencional (de hecho, lo niega) y que es el que crea el espacio en el que se gestan tanto los objetos como los sujetos. La lógica expositiva exigiría que, a continuación, diera a conocer las razones y evidencias históricas que han llevado a los historiadores postsociales a formular su premisa teórica sobre la génesis y naturaleza de los conceptos y categorías. He preferido, no obstante, por razones de prioridad práctica, mantener en suspenso por un momento este asunto y proseguir con la exploración preliminar de las implicaciones que dicha premisa tiene para la teoría de la sociedad y para el análisis histórico. En todo caso, quien lo desee puede alterar la secuencia y leer previamente el último apartado del capítulo. II
En el plano puramente descriptivo, lo que el término discurso designa es el cuerpo coherente de categorías mediante el cual, en una situación histórica dada, los individuos aprehenden y conceptualizan la realidad (y, en particular, la realidad social) y en función del cual desarrollan su práctica. Dicho de otro modo, un discurso es una rejilla conceptual de visibilidad, especificación y clasificación mediante la cual los individuos dotan de significado al contexto social y confieren sentido a su relación con él, mediante el cual se conciben y conforman a sí mismos como sujetos y agentes y mediante el cual, en consecuencia, regulan su práctica social. Ahora bien, lo que convierte a la formulación del concepto de discurso en una novedad teórica y analítica es la afirmación subsiguiente de que ese cuerpo categorial constituye una esfera social específica. Porque si esto es así, si, efectivamente, los discur51
sos no son ni representaciones sociales ni creaciones racionales, entonces ello implica, al menos, dos cosas. La primera, que el discurso opera, históricamente, como un auténtico sistema de significados, en el sentido de que no es un medio de transmisión de los significados de la realidad, sino, por el contrario, un componente activo del proceso de constitución de dichos significados. O lo que es lo mismo, que los significados que la realidad adquiere al ser conceptualizada no están previamente inscritos en o están determinados por la realidad misma, sino que dependen del cuerpo categorial aplicado en cada caso. La segunda implicación es que si el discurso no es ni un medio a través del cual la esfera social ejerce su determinación ni es un instrumento en manos de sujetos racionales, entonces el discurso opera, en la configuración de los procesos históricos, como una auténtica variable independiente. De hecho, esta doble afirmación representa la piedra angular de la emergente teoría de la sociedad y del nuevo paradigma historiográfico al que ésta sirve de fundamento. Desde este punto de vista, un discurso es, como diría Joan W. Scott, una estructura específica de sentencias, términos y categorías, histórica, social e institucionalmente establecida, que opera como un auténtico sistema constituyente de significados mediante el cual los significados son construidos y las prácticas culturales organizadas y mediante el cual, por consiguiente, las personas representan y comprenden su mundo, incluyendo quiénes son y cómo se relacionan con los demás2. Es en el «discurso social», como escribe James Vernon, donde los acontecimientos (tanto reales como imaginarios) son dotados de un significado y de una coherencia de los que de otra forma carecerían y, por tanto, es dicho discurso el que permite a los sujetos dotar de sentido moral al mundo e imaginarse a sí mismos como agentes dentro de él3. Si seguimos, por su parte, a Margaret R. Somers, ésta define la metanarrativa como una «trama causal» que proporciona el marco y la secuencia conceptuales que otorgan significado a los casos individuales y transforman los acontecimientos en episodios. Según Somers, es esta red conceptual, al hacer una apropiación selectiva de la ilimitada serie de acontecimientos sociales, la que determina cómo son procesados esos acontecimientos y qué criterio será el utilizado para darles priori2 Joan W. Scott, «Deconstructing Equality-versus-Difference: or, The Uses of Poststructuralist Theory for Feminism», Feminist Studies, 14, 1 (1988), págs. 35 y 34. 3 James Vernon, «Who's Afraid of the "Linguistic Turn"? The Politics of Social History and its Discontents», Social History, 19, 1 (1994), pág. 91.
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dad y conferirles significado4. Si a ello unimos, asimismo, que todo discurso contiene o entraña una concepción general de la sociedad, un imaginario social5, ello implica que posee la capacidad de proyectarse y de encarnarse en prácticas y de operar como un principio estructurante de las relaciones e instituciones sociales6. Bien se podría concluir, por tanto, diciendo que lo que los nuevos historiadores pretenden con la formulación y aplicación del concepto de discurso es dar cuenta del hecho de que las personas experimentan el mundo, entablan relaciones entre sí y emprenden sus acciones siempre desde el interior de una matriz categorial que no pueden trascender y que condiciona efectivamente su actividad vital. O, como dirían Trevor Purvis y Alan Hunt, lo que el concepto de discurso intenta captar es el hecho de que las personas viven y experimentan dentro de un discurso, en el sentido de que los discursos imponen marcos que limitan lo que puede experimentarse o el significado que la experiencia puede abarcar y, de este modo, influyen en, permiten o impiden lo que puede decirse y hacerse7. Un ejemplo, que ya se ha hecho tópico, de discurso es el llamado discurso moderno, cuya trama de categorías ha ejercido, durante los dos últimos siglos, como un poderoso generador de buena parte de la práctica social, política, científica o ética, primero en Occidente y luego en el resto del mundo. Como escribe Margaret R. Somers con respecto a su variante liberal (la «teoría anglo-norteame4 Y así, por ejemplo, como señala la propia Somers a continuación, categorías como la de «marido ganador del pan», «unión solidaria» o «las mujeres deben ser por encima de todo independientes», se apropian selectivamente de los acontecimientos del mundo social, los disponen en algún orden y evalúan normativamente esa disposición. (Margaret R. Somers, «Narrativity, Narrative Identity, and Social Action: Rethinking English Working-Class Formation», Social Science History, 16, 4 (1992), págs. 601 y 602.) 5 El término imaginario social es utilizado, en un sentido muy similar, por autores como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (Hegemony and Socialist Strategy. Towards a Radical Democratic Politics, Londres, Verso, 1985) o Patrick Joyce, en este caso inspirándose en Cornelius Castoriadis (Democratic Subjects. The Self and the Social in Nineteenth-Century England, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, pág. 4). 6 Como es evidente, este concepto de discurso no tiene nada que ver (ni debe confundirse) con el utilizado convencionalmente para designar al lenguaje en uso, esto es, a las expresiones, textos, actos de habla, eventos comunicacionales o conversacionales o vocabularios disciplinares o profesionales. Asimismo, aunque esté ligeramente emparentado con ella, tampoco debe confundirse con la noción de discurso propia del denominado «análisis histórico del discurso», desarrollado a partir de la década de 1970, sobre todo en Francia, por algunos historiadores sociales, pues en este caso el concepto de discurso es esencialmente sinónimo de ideología. 7 Trevor Purvis y Alan Hunt, «Discourse, Ideology, Discourse, Ideology, Discourse, Ideology…», British Journal of Sociology, 44, 3 (1993), pág. 485.
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ricana de la ciudadanía»), ésta constituye una auténtica matriz relacional de supuestos epistemológicos, con capacidad no sólo para fijar las reglas de inclusión y exclusión de los hechos reales y las divisiones y demarcaciones y los modos de estructuración de los patrones temporales y espaciales y para establecer los criterios de definición de lo privado y lo público, del mercado y el Estado, de lo social o lo político, sino también, en razón de ello, para configurar la conducta de los individuos y sus relaciones sociales y políticas8. Asimismo, el hecho de que el discurso constituya una configuración estructurada de relaciones entre conceptos que están conectados entre sí en virtud de su pertenencia a una misma red conceptual implica, por un lado, que todo concepto sólo puede ser descifrado en términos del «lugar» que ocupa en relación con los otros conceptos de la red9 (y no, se entiende, en términos de su vínculo referencial) y, por otro lado, que la activación de un concepto con el fin de dotar de sentido bien a la realidad bien a la práctica social moviliza a toda la red categorial a la que éste pertenece, y, por tanto, esta última ha de ser tomada en cuenta como un factor explicativo capital de las reacciones significativas de los individuos frente a su contexto social y, en particular, frente a los cambios de éste. Así pues, la aparición y adopción del concepto de discurso ha supuesto, esencialmente, el establecimiento de una marcada distinción y una nítida separación entre concepto y significado, con la consiguiente adscripción de uno y otro a esferas sociales diferentes. Es decir, la distinción y separación (tanto teórica como empírica) entre, por un lado, las categorías mediante las cuales los individuos perciben y hacen significativa la realidad social y, por otro, los significados y formas de conciencia (interpretaciones, ideas, creencias, sistemas de valores) resultantes de esa operación de percepción y dotación de significado. De ambos, según la nueva historia, sólo los significados son entidades subjetivas, en el sentido de que los sujetos no sólo tienen conciencia plena de su existencia, sino que los manejan a voluntad en el curso de su práctica e interacción sociales. No ocurre así en el caso de los conceptos, pues éstos les vienen dados a los sujetos por un determinado discurso o imaginario social de 8 Margaret R. Somers, «Narrating and Naturalizing Civil Society and Citizenship Theory: The Place of Political Culture and the Public Sphere», Sociological Theory, 13, 3 (1995), págs. 237 y 234. 9 Las expresiones son de Margaret R. Somers, «What's Political or Cultural about Political Culture and the Public Sphere? Toward an Historical Sociology of Concept Formation», págs. 135 y 136.
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cuya existencia y mediación son generalmente inconscientes y que, por tanto, no sólo se impone y trasciende a los propios sujetos, sino que escapa por completo a su control intencional. Por ilustrarlo con un ejemplo trivial, una cosa serían los conceptos de libertad, igualdad, individuo, ciudadanía o clase y otra bien distinta las ideas de libertad, igualdad, individualidad, ciudadanía o clase que las personas se forjan como consecuencia de la puesta en juego de dichos conceptos en el curso de su desenvolvimiento vital. De lo que se sigue, a su vez, que si las personas pueden aspirar a ser libres e iguales, a sentirse individuos racionales o ciudadanos con derechos o a identificarse como miembros de una clase es porque previamente existen los respectivos conceptos. Si lo expresáramos con una terminología algo más técnica y actual, diríamos que lo que la historia discursiva ha hecho, en esencia, es adoptar un nuevo concepto de lenguaje; o, para ser más exactos, distinguir operativamente entre la noción convencional de lenguaje como medio de comunicación y la noción de lenguaje como patrón de significados y basar también en esta última, y no sólo en la primera, su teoría de la sociedad. Esta distinción entre lenguaje como mero vocabulario o nomenclatura designativa de hechos, cosas o ideas y lenguaje como generador activo de los significados con que dichos hechos, cosas e ideas son dotados, constituye el motor teórico primordial de la actual reorientación de los estudios históricos y, en consecuencia, su mayor o menor aceptación ha devenido, en los últimos tiempos, auténtica piedra de toque para caracterizar y clasificar a los historiadores. Por supuesto, ésta es una distinción que los anteriores paradigmas historiográficos, dado que se basaban en una concepción dicotómica de la sociedad, no hacían, ni podían hacer. Para ellos, no existe tal diferencia ontológica entre categorías y significados, pues al no reconocer a las primeras en tanto que instancias específicas, ambos aparecen englobados dentro del capítulo de las entidades subjetivas. Bien sean creaciones racionales o representaciones sociales, conceptos e ideas, categorías y palabras, son la misma cosa y su naturaleza y su función son similares. De modo que hasta la formulación del concepto de discurso, la investigación histórica sólo había hecho uso de la noción de lenguaje como vocabulario o medio de comunicación. Para el historicismo, el lenguaje, al ser una creación subjetiva o intersubjetiva, es un medio de transmisión del pensamiento y un instrumento a través del cual los sujetos despliegan su acción en el mundo. En variantes más modernas de la historia idealista, como el denominado contextualismo, el lenguaje es concebido como un recurso cultural, como un menú de conceptos disponibles que los sujetos utilizan y manejan a voluntad, 55
confiriéndoles los significados que deseen. Los contextualistas admiten que los individuos están siempre insertos en universos conceptuales, pero dado que continúan basándose en la noción de sujeto racional o agente intencional, niegan la posibilidad de que los propios conceptos tengan la capacidad de imponerse a sus usuarios y desempeñar, de ese modo, una función activa en la producción de significados. Para los contextualistas, como diría David Harlan, el individuo es un agente creativo que manipula de manera autoconsciente un sistema de lenguaje «polivalente». Y así, por ejemplo, un escritor está situado antes y fuera de ese sistema y, por tanto, se enfrenta a él como a un conjunto de posibilidades verbales que hay que manipular y explotar con el fin de realizar sus intenciones. Y de ahí que el texto resultante sea, como para J. G. A. Pocock, una expresión de la conciencia del autor, y no una construcción significativa10. Para la historia materialista, por su parte, el lenguaje es también un medio de comunicación, pero no de un sujeto racional, sino del sujeto social y, por tanto, es el medio a través del cual el contexto y las divisiones sociales se traducen en subjetividad y en acción. En cuanto a la historia sociocultural, ésta otorga, por supuesto, una función generativa al lenguaje, pero sólo en tanto que medio simbólico, no en tanto que patrón de significados (y, por tanto, para ella, los significados continúan teniendo una existencia previa a e independiente de los conceptos, limitándose éstos a proporcionarles una forma verbal). Sin embargo, frente a ambos tipos de historia, basados en una concepción, instrumental y constatativa del lenguaje, la nueva historia se basa en una concepción constitutiva o realizativa. Según ésta, el lenguaje no se limita a trasmitir el pensamiento o a reflejar los significados del contexto social, sino que participa en la constitución de ambos. De hecho, arguyen los historiadores postsociales, la única manera de superar las insuficiencias explicativas del esquema dicotómico es dejar de concebir al lenguaje sólo como vocabulario y comenzar a tratarlo también como un patrón de significados que toma parte activa en la constitución de los objetos de los que habla y de los sujetos que lo encarnan y lo 10 David Harlan, «Intellectual History and the Return of Literature», American Historical Review, 94, 3 (1989), págs. 591-592. Se refiere a J. G. A. Pocock, Virtue, Commerce, and History. Essays on Political Thought and History, Chief y in the Eighteenth Century, Nueva York, Cambridge University Press, 1985. De hecho, el contextualismo es el punto más avanzado al que la vieja historia hermenéutica y comprensiva puede llegar sin abandonar el concepto de sujeto racional y, por tanto, es una de las principales trincheras desde la que muchos historiadores se oponen actualmente al nuevo concepto de lenguaje que se ha desarrollado a lo largo de los últimos años.
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traducen en acción. Y ello porque, como le gusta repetir a Joan W Scott, el lenguaje no es sólo palabras o expresiones, sino formas globales de pensamiento, de comprensión de cómo opera el mundo y qué lugar ocupa uno en él y, por tanto, si continuamos utilizando el término lenguaje solamente en el sentido de vocabulario, de palabras, entonces lo reduciríamos a expresiones literales, a un dato más que recolectar, y perderíamos toda noción de cómo se construyen los significados11. Porque, en efecto, la irrupción del concepto de lenguaje como patrón categorial y su distinción del lenguaje como medio de comunicación, vocabulario o etiqueta factual han tenido como consecuencia primordial la formulación de una nueva teoría de la producción de significados y, por tanto, de la formación de la conciencia. A este respecto, como ya indiqué, lo que la investigación histórica está poniendo de manifiesto es que, dado que los marcos categoriales de conceptualización de la realidad social tienen una naturaleza específica, los significados que los individuos otorgan a los fenómenos sociales (incluida su posición en las relaciones socioeconómicas) no son atributos que éstos poseen y que el lenguaje se limita a designar, trasmitir o hacer conscientes, sino que son atributos que esos fenómenos sociales adquieren al serles aplicado el correspondiente patrón discursivo de significados. Es decir, que los significados (y las formas de subjetividad a las que dan lugar) no son representaciones o expresiones de sus referentes sociales, sino efectos de la propia mediación discursiva. De modo que lo que un hecho, situación o posición social significa para un agente histórico —y que lo induce a actuar de una cierta manera—no es algo que dependa de ese hecho, situación o posición, como si éstos poseyeran una especie de ser esencial, sino que depende de la trama categorial mediante la cual, en cada caso, han sido hechos significativos. Es por esta razón que la nueva historia sostiene que los significados de la realidad social se constituyen mediante una operación de diferenciación (y no, como pensaban los historiadores sociales, de reflejo). Lo que ello quiere decir, básicamente, es que si todo nuevo fenómeno social 11 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», International Labor and Working-Class Histog, 32 (1987), pág. 40, y «On Language, Gender, and Working-Class History», ibíd., 31
(1987), pág. 1. De ahí, precisamente, que, como glosa Mariana Valverde, la principal critica de Joan W. Scott a Gareth Stedman Jones y a su concepción idealista de la sociedad sea la de que Jones no entiende el concepto de lenguaje, pues piensa que se refiere a «palabras», como algo opuesto a cosas. (Mariana Valverde, «Poststructuralist Gender Historians: Are We Those Names?», Labour/Le Travail 25 [1990], pág. 231.)
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es siempre aprehendido mediante un sistema de significados previamente existente, entonces el significado con que ese fenómeno es dotado nace de la relación diferencial o de contraste entre los significados ya existentes y a partir de los parámetros de distinción que éstos han establecido. Es decir, que si todo fenómeno social es siempre reconocido y hecho inteligible en términos de los fenómenos significativos que lo han precedido, entonces el significado que se le confiere emana de la reorganización, actualización, adaptación o ampliación que los individuos realizan de la trama de significados precedente para incorporar, dar cabida al nuevo fenómeno12. Desde este punto de vista, los significados continúan teniendo, como en la historia social, un vínculo con el contexto social que es su referente, pero no se trata ya de un vínculo representacional u objetivo, sino meramente material. Y de ahí que los nuevos historiadores hayan dejado de concebir a la conciencia como una expresión, del tipo que sea, de la posición social, pues la conciencia no brota de un acto de toma de conciencia o de discernimiento experiencial de los significados de dicha posición social, sino, por el contrario, de una operación de construcción significativa de ésta. De modo que, con el advenimiento de la nueva historia, los significados han perdido su antigua condición de expresiones subjetivas y se han convertido en conjuntos de relaciones históricamente cambiantes que están contingentemente estabilizados en un punto del devenir histórico13. Dado que los referentes sociales no pueden fijar sus significados, pues éstos dependen de la mediación de las condiciones discursivas, esos significados están siempre en un estado de equilibrio precario y amenazados permanentemente por la presencia acechante de otros significados, prestos a invadir su territorio y expulsarlos de él, a hacerlos desaparecer. Como diría Keith M. Baker14, los significados están «siempre implícitamente en riesgo», pues a medida que surgen nuevos marcos ca12 Stuart Hall lo ha expresado con mucha mayor propiedad y precisión: «Los significados no son un reflejo transparente del mundo, sino que surgen a través de la diferencia entre los términos y categorías, los sistemas de referencia, que clasifican el mundo y de ese modo permiten que sea apropiado por el pensamiento social, por el sentido común.» (Stuart Hall, «Signification, Representation, Ideology: Althusser and the PostStructuralist Debates», Critical Studies in Mass Communication, 2, 2 [1985], pág. 108.) 13 La expresión está tomada de Margaret R. Somers, «What's Political or Cultural about Political Culture and the Public Sphere? Toward an Historical Sociology of Concept Formation», pág. 136. 14 Keith Michael Baker, Inventing the French Revolution. Essays on French Political Culture in the Eighteenth Century, Nueva York, Cambridge University Press, 1990, pág. 6.
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tegoriales, los mismos fenómenos reales, a veces súbitamente, adquieren nuevos significados y pierden o ven alterados los anteriores y, en consecuencia, dejan de ser interpretados, enunciados, caracterizados o clasificados como hasta ese momento. Es aquí, por tanto, y no en los cambios del contexto social de percepción o en la evolución del pensamiento humano, donde parece encontrarse la respuesta a la pertinente y crucial pregunta de John E. Toews de «por qué ciertos significados surgen, persisten y desaparecen en momentos particulares y en situaciones socioculturales específicas»15. La formulación de esta nueva teoría de la producción de significados está teniendo profundas repercusiones sobre el estudio histórico de la sociedad, y algunas de ellas han sido ya señaladas o sugeridas en las páginas anteriores. Como mínimo, dicha teoría entraña una completa redefinición de las nociones convencionales de objetividad y subjetividad y nos obliga a adoptar un nuevo concepto de acción, diferente tanto del intencional como del social o estructural. Por lo que a la noción de objetividad respecta, dicha teoría implica, como he dicho, que los objetos sociales no están implícitos en los fenómenos sociales que son su soporte material, sino que se constituyen como tales en el proceso mismo de conceptualización discursiva de éstos. Si los significados no son representaciones de objetos sociales con atributos que pueden ser categorizados conceptualmente, entonces los propios objetos sociales emergen de la mediación discursiva y a través de un proceso de diferenciación de otros objetos. Desde este punto de vista, sólo los fenómenos sociales tienen existencia previa, pero no los objetos a los que dan lugar. Éstos pueden o no emerger (y convertir a dichos fenómenos en factores relevantes de la práctica social) o pueden adoptar las más diversas fisonomías, todo ello dependiendo de que se den unas u otras condiciones discursivas. Y así, por ejemplo, la raza, el lugar de nacimiento, la lengua, la clase, la pobreza, el hambre, la homosexualidad, la locura, las desigualdades sociales o las crisis económicas aunque tienen, en tanto que fenómenos reales, una existencia incontestable, sólo devienen objetos (y comienzan, en virtud de ello, a condicionar las conductas) una vez que han sido dotados de significado dentro de un cierto régimen discursivo y, por tanto, dependiendo del significado adquirido. Y, por supuesto, si todo ser, como algo distinto de la mera existencia, se constituye dentro de un discurso, entonces ello implica 15 John E. Toews, «Intellectual History after the Linguistic Turn: The Autonomy of Meaning and the Irreducibility of Experience», American Historical Review, 92, 4 (1987), pág. 882.
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que no es posible diferenciar lo discursivo, en términos de ser, de cualquier otra área de la realidad social16. De modo que la nueva historia no se limita a historizar los objetos; si así fuera, no supondría novedad alguna con respecto a la historia social. Es decir, que lo que propugna no es una especie de relativismo histórico, según el cual un mismo objeto es percibido de maneras distintas dependiendo del momento histórico. Lo que la nueva historia supone es una redefinición de la propia naturaleza de los objetos, que deja de ser social y pasa a ser discursiva. Algo similar ha ocurrido con la noción de subjetividad. A la luz de la referida teoría, ésta no puede seguir siendo considerada ni como una esfera racional autónoma ni como la expresión del contexto social, sino, más bien, como la depositaria del cúmulo de significados, discursivamente forjados, con que los individuos dotan al mundo social y a su lugar en él y, en particular, de las formas de identidad propias de un determinado imaginario social. El hecho de que la subjetividad haya sido separada tanto de la acción racional como de la estructura social es lo que explica, precisamente, que la nueva historia haya puesto en entredicho y abandonado el concepto de cultura, así como el de ideología. Pues aunque el término cultura puede poseer múltiples acepciones, alguna de las cuales se aproxima incluso al concepto de discurso (como cuando designa a un patrón conceptual), lo cierto es que en su uso historiográfico predominante la cultura ha sido concebida siempre como una esfera subjetiva, bien racional bien representacional17. Y, por supuesto, en lo que atañe, particularmente, a la noción de ideología como falsa conciencia, ésta tendría que ser erradicada de la investigación histórica, pues implica la existencia de un ser social que, aunque pueda estar velado o activarse sólo simbólicamente, es discernible en última instancia y tiene la capacidad de encarnarse en conciencia y de proyectarse en acción. Como arguye, a este respecto, Anson Rabinbach, si es el lenguaje el que «naturaliza» a la realidad social y el que, de este modo, proporciona a los individuos la certidumbre necesaria para emprender sus acciones, entonces hemos de desterrar del análisis social toda noción de ideología, con su propósito de iluminar la verLa expresión es de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, «Post-Marxism without Apologies», New Left Review, 166 (1987), pág. 86. 17 Sobre las diversas acepciones del concepto de cultura en ciencias sociales, véase, por ejemplo, William H. Sewell Jr., «The Concept(s) of Culture», en Victoria E. Bonnell y Lynn Hunt, Beyond the Cultural Turn. New Directions in the Study of Society and Culture, Berkeley/Los Ángeles, University of California Press, 1999, págs. 35-61. 16
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dad social real mistificada por el velo de los intereses de clase. De modo que en la nueva historia, como diría el propio Rabinbach, el problema de la falsa conciencia ha dado paso al problema de cómo se organiza la representación y, por consiguiente, la cuestión ya no es «desenmascarar» la falsedad ideológica con la blanca luz de la verdad, sino analizar el proceso, «antinatural» y lingüístico, de construcción de la propia conciencia18. Esta quiebra de las nociones convencionales de objetividad y subjetividad ha supuesto la invalidación-, como herramienta de análisis social, del modelo teórico dicotómico en cualquiera de sus formulaciones. Ello se ha debido, en primera instancia, a que el dualismo realidad-conciencia ha sido reemplazado por la tríada realidad-discursoconciencia, pero, sobre todo, se ha debido, como adelanté en el capítulo anterior, a que, con la introducción de ese tercer factor, objetos y sujetos (estructura y acción) han perdido su condición previa de componentes primarios de los procesos sociales y han devenido entidades derivadas, secundarias. Es decir, porque tanto la estructura social como la esfera cultural han resultado ser, según muestra el análisis histórico, efectos del mismo proceso de construcción significativa19. En particular, durante las dos últimas décadas, se han desmoronado los conceptos de base y superestructura y, junto con ellos, la imagen de la sociedad como una totalidad sistémica que está implícita en una base social objetiva, y de la que la superestructura es un reflejo o función. Ésta es la razón, precisamente, por la que el secular y absorbente debate sobre el grado de autonomía de la esfera cultural (o política) con respecto al contexto social ha quedado obsoleto y por la que el propósito de la investigación histórica ha pasado de ser el de determinar el grado de adecuación entre ambas instancias (como si entre ellas existiera una conexión causal) a ser el de desentrañar el proceso de mediación categorial en virtud del cual una ha dado lugar a la otra. La formulación del concepto de discurso y de la consiguiente teoría de la producción de significados ha traído consigo, finalmente, una nueva concepción de la acción social. La novedad primordial, a este 18
Anson Rabinbach, «Rationalism and Utopia as Language of Nature: A Note»,
International Labor and Working-Class History, 31 (1987), pág. 31.
19 Como diría Mariana Valverde, el efecto fundamental de la introducción del concepto de discurso ha sido el de escapar de la dicotomía palabras/cosas mediante la comprensión de las relaciones sociales como sistemas de significado. («Poststructuralism Gender Historians: Are We Those Names?», pág. 231.)
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respecto, es que la práctica social ha dejado de ser explicada en términos tanto de acción humana como de determinación social (así como de algún tipo de combinación entre ambas) y ha comenzado a explicarse en términos completamente distintos. Y es que si, efectivamente, tanto los significados como las correspondientes formas de conciencia y de identidad no son expresiones subjetivas de la posición social sino efectos de su construcción significativa, entonces las acciones que los individuos emprenden en función de ellos no están determinadas por la posición social misma, sino que dependen de la forma en que ésta ha sido discursivamente conceptualizada. Y, por tanto, es a la propia mediación categorial a donde remiten causalmente dichas acciones. Desde este punto de vista, toda acción es, sin duda, como sostiene la historia social, una respuesta a la presión o a los requerimientos del contexto social, pero se trata de una respuesta discursivamente mediada, no estructuralmente determinada. Como recapitula perspicazmente Patrick Joyce, no sólo identificar una cosa en términos de otra es siempre reinterpretar y reconstruir, comenzar de nuevo, realmente «constituir» o «prefigurar» el mundo, sino que, además, si todo lo nuevo es siempre afrontado en términos de lo viejo, entonces ello implica «que la "acción" se construye en la naturaleza del lenguaje»»20. De lo que se sigue, a su vez, que si la acción no es un efecto estructural, sino un efecto del despliegue práctico del discurso, entonces la eficacia práctica de las acciones no tiene una base teórica, sino más bien retórica, en el sentido de que no depende de la mayor o menor correspondencia entre conciencia y realidad, sino del grado de implantación y de vigencia histórica del régimen discursivo subyacente. Llegados a este punto, por tanto, estaríamos en condiciones de poder ofrecer una primera enunciación de la premisa teórica central de la teoría de la sociedad que ha ido tomando cuerpo durante las dos últimas décadas en el campo de los estudios históricos. Lo que dicha premisa afirma, básicamente, es que en toda situación histórica existe una matriz categorial o patrón establecido de significados de naturaleza específica, al que se denomina discurso o metanarrativa, que es mediante el cual los individuos entran en relación significativa con sus condiciones sociales de existencia y mediante el cual organizan y confieren sentido a su práctica. Dicha matriz o patrón contribuye activamente, con su mediación, a la constitución de los significados que se otorgan al contexto y a la posición sociales, así como de las correspondientes 20 Patrick
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Joyce, Democratic Subjects, págs. 12-13 y 14.
formas de conciencia y de identidad, y opera como marco causal de las acciones y, en consecuencia, de las relaciones e instituciones sociales a las que éstas dan vida. Desde esta perspectiva, por tanto, la mediación discursiva es no sólo un componente esencial, sino además un factor explicativo capital de los procesos sociales. Dado, sin embargo, que el estatuto teórico asignado a la realidad por la emergente teoría de la sociedad viene siendo una de las cuestiones primordiales de controversia y de crítica, convendría que, para evitar conclusiones precipitadas y malinterpretaciones paralizantes, precisara un poco más cuál es el papel exacto que la historia discursiva atribuye a la realidad social en la configuración de la conciencia y de la práctica y las relaciones sociales. Como debe haber quedado claro, la nueva historia es antiobjetivista, no antirrealista y, por tanto, lo que pone en duda no es la existencia de la realidad social, sino el hecho de que ésta sea objetiva, en el sentido básico ya señalado de que posea significados intrínsecos y tenga, en virtud de ello, la capacidad de determinar las acciones significativas de los individuos. A pesar de la insistencia de algunas críticas en imputar a la nueva historia el cargo, absurdo e incomprensible, de pretender borrar toda distinción entre hecho y ficción, lo que los historiadores postsociales han hecho simplemente es distinguir entre hecho y objeto, esto es, entre fenómeno real y fenómeno significativo, y afirmar que el segundo no es un efecto causal del primero, sino un efecto de la interacción entre éste y un determinado patrón categorial. Desde este punto de vista, el carácter discursivo de los objetos no afecta para nada a la existencia real del fenómeno a partir del cual el objeto es producido, pues una cosa es ser real y otra bien distinta ser objetivo: lo primero lo da la mera existencia, lo segundo el poseer significado21. Por consiguiente, la nueva historia no niega el hecho, empíricamente obvio, de que entre contexto social y conciencia existe siempre un vínculo y de que, por tanto, toda acción está socialmente condicionada; lo que niega es que ese vínculo sea de determinación significativa y que, por tanto, el referido condicionamiento tenga un carácter estructural, en el sentido de que una cierta posición o situación social implique, aunque sólo sea potencial o tendencialmente, una cierta reacción, actitud o conducta por parte de los individuos involucrados y, por tanto, que 21 Como dirían Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, el hecho de que los objetos sean construcciones significativas no tiene nada que ver con el hecho de que exista un mundo externo al pensamiento o con la oposición realismo-idealismo (Hegemony and Socialist Strategy, pág. 108).
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existan unas conductas socialmente naturales y otras desviadas o anómalas. Y ello ni siquiera, como veremos, en aquellas situaciones, propias de las sociedades modernas, en las que la posición social es considerada, de manera explícita, por los propios agentes, como el fundamento causal de sus acciones. Por el contrario, lo que determina, como dije, la conducta de los individuos es el significado que esa posición social adquiere al ser hecha significativa mediante las categorías de un discurso dado. No se trata, por consiguiente, de que la nueva historia —a la manera del historicismo y de su renacimiento revisionista— prescinda del contexto social o minimice su importancia a la hora de explicar las acciones de los individuos; lo que la nueva historia hace es afirmar que dicho contexto realiza su contribución a la configuración de la práctica no en calidad de instancia objetiva o estructural, sino simplemente en calidad de referente material. Es decir, que aunque las condiciones sociales imponen, sin duda, límites a los significados que pueden crearse y atribuírsele y, por tanto, a las acciones que los individuos pueden emprender, se trata de límites puramente materiales (fisicos, espaciales, de recursos), no de límites estructurales. O, dicho de otro modo, que las condiciones sociales proporcionan a los individuos los medios materiales de sus acciones, pero no las categorías y los significados en los que dichas acciones se fundan (pues éstos tienen otra procedencia). Y, por tanto, el contexto social puede determinar las acciones puramente materiales de los individuos, pero no sus acciones significativas, es decir, aquéllas que entrañan o movilizan algún tipo de significado o sistema de significados. Por utilizar un ejemplo elemental, la escasez de recursos económicos impone, sin duda, restricciones al consumo de bienes, pero no sólo esa escasez puede ser concebida de múltiples formas (castigo divino, orden natural de las cosas, injusticia social) y, en consecuencia, generar actitudes y respuestas muy diferentes, sino que, además, puede ir asociada a las más diversas prácticas de consumo, desde aquéllas que dan prioridad a la satisfacción de las necesidades fisiológicas básicas a aquéllas que se la dan a la ostentación pública, todo ello dependiendo del imaginario social operante en cada caso. Esta es la razón por la que los nuevos historiadores consideran que la principal insuficiencia teórica de la historia social radica en que da por supuesto que todo constreñimiento del contexto social es de carácter estructural y que, por tanto, la posición social prefigura, prescribe o dicta, en alguna medida, las acciones significativas de los individuos. Sin embargo, argumentan esos historiadores, una cosa es que toda acción esté inscrita en circunstancias no elegidas y que sus consecuencias 64
escapen al control de los agentes, y otra bien distinta que sea un efecto causal de esas circunstancias. Al menos, lo segundo no debería deducirse de lo primero, pues, como argumenta Patrick Joyce, siguiendo a Geoff Eley, el hecho de que las acciones estén siempre inscritas en contextos sociales que son esenciales para su significado no implica que exista una estructura subyacente a la que significados y acciones puedan ser referidos como expresiones o efectos22. Por el contrario, según los nuevos historiadores, lo que ha de ser explicado, en cada caso, es por qué unas circunstancias sociales concretas han generado una cierta forma de conducta, en lugar de dar por sentado que entre ambas instancias existe un vinculó natural de causalidad. O, mejor dicho, lo que ha de ser explicado es cómo y por qué dicho vínculo se ha constituido y ha adquirido tal condición de naturalidad. Por eso el argumento de la historia sociocultural del que hemos de retener alguna noción de estructura social si queremos dar cuenta de las causas inconscientes y de las consecuencias no buscadas de la acción deviene irrelevante una vez que la objetividad deja de ser una propiedad intrínseca y deviene una propiedad discursivamente adquirida. Pues ello implica que aunque las acciones puedan estar condicionadas por factores desconocidos (una crisis económica, una fluctuación demográfica, un acontecimiento lejano...), éstos ejercen siempre su influencia no por sí mismos, sino a través de la conceptualización específica que de sus efectos materiales realizan los propios agentes. La nueva teoría de la producción de significados y la consiguiente puesta en cuestión de las nociones de estructura social y de causalidad social están en la base, por ejemplo, de la reinterpretación de fenómenos históricos relevantes como el movimiento obrero o las revoluciones liberales emprendida por algunos historiadores desde la década de 1980. Aunque más adelante volveré sobre ello, habría que decir que la principal conclusión que se desprende de dicha reinterpretación es que las formas de conciencia y de práctica que conforman ambos procesos históricos no pueden seguir siendo consideradas como expresiones o efectos de las condiciones o cambios socioeconómicos, sino más bien como el resultado de una cierta construcción significativa de éstos. 22 Patrick Joyce, «History and Post-Modernism, I», Past and Present, 133 (1991), pág. 208. Véase Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two Decades Later», en Terrence J. McDonald (ed.), The Historic Turn in the Human Sciences, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1996, pág. 213.
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En el caso del movimiento obrero, ello implica que éste habría surgido como consecuencia de la interacción entre la matriz discursiva liberalradical y la situación social, económica y política de las primeras décadas del siglo XIX. Como expone William H. Sewell, con ocasión de su lectura crítica de Edward P. Thompson, la conciencia de clase obrera no surgió como consecuencia de las transformaciones sociales y económicas o de las condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera, sino, por el contrario, como consecuencia de la organización significativa del nuevo entorno social mediante las categorías básicas del mencionado discurso. Según sus palabras, el «discurso» de clase obrera o de conciencia de clase no surgió simplemente «como un reflejo de y una reflexión sobre la explotación de los trabajadores en las relaciones de producción capitalistas», sino que es «una transformación de discursos preexistentes». El discurso radical contenía nociones que, al interactuar con la nueva situación socioeconómica y ser «transformadas», en el terreno de la práctica y de la agitación política, fueron las que generaron, en la década de 1830, la nueva identidad de clase obrera. Y si el movimiento obrero y la conciencia de clase no son un efecto, en términos causales, de las transformaciones sociales y económicas, sino de la conceptualización de éstas mediante el patrón discursivo liberal-radical, entonces es en la mediación de este último donde hemos de buscar el origen de la nueva forma de identidad y la explicación de su práctica. O, como dice el propio Sewell, «el hecho de que el discurso de clase sea una transformación de un discurso previamente existente tiene una importante implicación teórica: significa que para explicar la emergencia del discurso de clase, debemos comprender la naturaleza, la estructura y las contradicciones potenciales de los discursos previamente existentes de los que es una transformación»23. Y ello porque dicho patrón conceptual (vigorizado e institucionalizado por la Revolución Francesa), al constituir «un mundo lingüístico complejo y plenamente articulado, repleto de figuras retóricas estándar, de debates y dilemas característicos, de silencios y supuestos incuestionados», es el que establece los términos en los que los individuos pasan a concebir la sociedad y su posición en ella y en los que «las reclamaciones públicas de todo tipo pueden ser expresadas —un lenguaje de ciudadanos individua23 William H. Sewell Jr., «How Classes are Made: Critical Reflections on E. P. Thompson's Theory of Working-Class Formation», en Harvey J. Kaye y Keith McLelland (eds.), E. P. Thompson. Critical Perspectives, Londres, Polity Press, 1990, pág. 69.
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les, de derechos naturales, de soberanía popular y de contrato social»24. En el caso de la Revolución Francesa, la función constitutiva del discurso ha sido subrayada por autores como Keith M. Baker. Según Baker, a medida que se ha ido debilitando la explicación social, que concebía la práctica política como una expresión subjetiva de intereses sociales objetivos y explicaba, por tanto, la Revolución como la encarnación del ascenso social, económico e ideológico de la burguesía, se ha hecho necesario prestar atención a las categorías en cuyo seno se forjó la práctica revolucionaria. Se trate de categorías que operaban ya como elementos organizadores del propio sistema político absolutista o de categorías creadas a partir de éstas (sea confirmándolas, reformulándolas o negándolas, ello carece de importancia), lo cierto es que su mediación activa constituye un factor explicativo crucial del proceso revolucionario. Y ello porque es mediante dichas categorías como los individuos elaboran el diagnóstico de su situación, se clasifican a sí mismos como sujetos y confeccionan el programa de alternativas mediante el cual resuelven la crisis revolucionaria e implantan un nuevo orden político, legal e institucional. De ahí, precisamente, que, como argumenta Baker, la crisis del supuesto de que la Revolución es la expresión de intereses sociales haya obligado a los historiadores a prestar atención a la dinámica política del Antiguo Régimen y a los procesos por los cuales se crearon los principios y las prácticas revolucionarios en el contexto de una monarquía absoluta. Pues, efectivamente, el espacio conceptual en el que se forjó la Revolución Francesa y la estructura de significados en relación con la cual adquirieron coherencia y fuerza política las acciones bastante dispares de 1789, procedían del Antiguo Régimen. Y ello, como se ha sugerido, aunque la filiación de las nuevas categorías fuera negativa, en el sentido de que el nuevo imaginario social fuera erigido a partir del contraste con el anterior; es decir, que incluso cuando los patrones discursivos anteriores parecen haber sido abandonados y completamente transformados, sus huellas, como escribe Baker, permanecen para dar significado a lo nuevo. Y así, por ejemplo, cuando los revolucionarios acuñaron el término «antiguo régimen» para describir el orden social y político que estaban repudiando, 24 William H. Sewell Jr., «Artisans, Factory Workers, and the Formation of the French Working Class, 1789-1848», en Ira Katznelson y Aristide Zolberg (eds.), Working Class Formation: Nineteenth Century Patterns in Western Europe and the United States, Princeton, Princeton University Press, 1986, pág. 59.
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estaban, de hecho, reconociendo que su nuevo orden sólo podía ser definido en contraste con lo que había habido antes y, por tanto, puede decirse que, efectivamente, «el Antiguo Régimen inventó, estructuró y limitó la Revolución, pues los revolucionarios inventaron —lo mejor para destruirlo— el Antiguo Régimen»25. III
Éste es el momento de retomar el asunto dejado en suspenso más arriba y, por lo tanto, de aclarar el sentido exacto de la afirmación de que las categorías organizadoras de la vida social constituyen una esfera histórica específica y de explicar mediante qué proceso se constituyen y transforman los discursos y cuál es su relación con las condiciones y cambios sociales. Esta es, por supuesto, una cuestión que aún requiere de una investigación histórica más profunda y minuciosa, que debería acometerse cuanto antes, pues, hasta ahora, los nuevos historiadores han dedicado su esfuerzo más al estudio sincrónico de los efectos constitutivos de los discursos que al análisis diacrónico de la génesis y mecanismos de cambio de los discursos mismos26. No obstante, ya disponemos de elementos suficientes como para realizar un primer esbozo de una teoría de la formación histórica de los conceptos (por parafrasear la expresión de Margaret R. Somers). La formulación de dicha teoría es un requisito imprescindible para dotar de una base lo suficientemente sólida a la nueva historia, pues de no demostrarse, de manera fehaciente, que las categorías fundantes de la práctica social constituyen una esfera social específica, todo el edificio argumental de la nueva historia se desmoronaría y todo su esfuerzo de renovación historiográfica sería en vano, ya que, en ese caso, el armazón básico de los paradigmas anteriores quedaría intacta. De hecho, la ausencia de una explicación más precisa de la génesis de las categorías no sólo resta consistencia y capacidad innovadora a muchas de las obras que han contribuido a la gestación de la nueva teoría de la historia, sino que 25 Keith
Michael Baker, Inventing the French Revolution, págs. 3-4 y 10-11. Esta debilidad ha sido señalada, por ejemplo, por una autora critica como Laura Lee Downs, quien reprocha, precisamente, a Joan W. Scott que aunque estudia cómo operan los discursos, sin embargo no explica cómo cambian en el tiempo. (Laura Lee Downs, «If "Woman" is Just an Empty Category, Then Why Am I Afraid to Walk Alone at Nigth? Identity Politics Meets the Postmodern Subject., Comparative Studies in Society and History, 35, 3 [1993], pág. 422.) 26
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deja la puerta abierta a las interpretaciones precedentes de los fenómenos históricos que en ellas son objeto de estudio. Y, en particular, esa ausencia ha dado pie a que esas obras hayan podido ser calificadas de simples propuestas revisionistas. Y es que, en efecto, si el rechazo de la explicación social del origen de las categorías no va acompañado de una explicación alternativa claramente formulada, se corre el riesgo de caer en una mera autonomización de la subjetividad y de que, en consecuencia, la empresa quede reducida a una simple restauración de la explicación idealista27. Aunque, por supuesto, esta circunstancia no debe hacernos perder de vista que la línea divisoria y el contraste entre el revisionismo idealista y la nueva historia son lo suficientemente marcados como para que no quepa confusión alguna entre ambos. En lo que respecta a la formación histórica de los discursos, la conclusión primordial que se desprende de la investigación histórica de los últimos años es que toda nueva situación social es siempre aprehendida y conceptualizada mediante las categorías heredadas de la situación anterior y que, por lo tanto, ello implica que la realidad social no genera las categorías o conceptos que se le aplican por sí misma y partiendo de cero, sino al interactuar con un sistema categorial preexistente. Por supuesto, también en esta ocasión se podría pensar que esta afirmación no entraña novedad alguna, pues la idea de que los cambios sociales son hechos significativos mediante los conceptos heredados goza de un antiguo y amplio predicamento no sólo en historia, sino en la ciencia social en general. Por citar sólo un ejemplo, ya Marshall Sahlins sostuvo, hace tiempo, partiendo del principio de Franz Boas de que el ojo que ve es el órgano de la tradición, que toda experiencia del mundo y toda apropiación de los acontecimientos se realiza en términos de conceptos a priori y que, por tanto, es mediante su inserción en una categoría preexistente como dichos acontecimientos se hacen inteligibles. Lo que implica, según Sahlins, que el presente, por muy real que sea, es siempre reconocido como pasado28. 27 Esta carencia es patente, por ejemplo, en la obra de autores como Keith M. Baker y, en concreto, en sus estudios sobre la aparición de conceptos como los de opinión pública o representación, estudios que a menudo quedan reducidos a una mera constatación descriptiva de las mutaciones conceptuales acaecidas. (Keith Michael Baker, Inventing the French Revolution, caps. 8 y 10.) 28 Marshall Sahlins, Islands of History, Chicago, University of Chicago Press, 1985, págs. 144-146 y 148. [Trad. esp.: Islas de historia, Barcelona, Gedisa, 1988.] Por supuesto, como comprobaremos enseguida, las afinidades entre Marshall Sahlins y la nueva historia acaban en este punto, pues Sahlins rescata a continuación el concepto de sujeto racional, al considerar que los individuos pueden manejar a voluntad las categorías he-
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Sin embargo, tampoco en este caso la argumentación de la historia discursiva se detiene aquí; además de constatar el hecho señalado, la nueva historia sostiene que en esa interacción entre realidad social y matriz categorial heredada, es la segunda, y no la primera, la que desempeña la función activa y, por tanto, la que establece las condiciones de posibilidad de los conceptos que dicha realidad genera. Es decir, que la matriz categorial previa impone unas reglas de conceptualización a las que la nueva situación social ha de someterse y mediante las cuales ha de alcanzar, necesariamente, su existencia consciente. De modo que lo que los individuos hacen, al afrontar y conceptualizar una realidad social siempre cambiante, siempre inédita, no es simplemente interiorizarla y etiquetarla, sino incorporarla a e imponerle el patrón conceptual vigente en cada caso. Según la nueva historia, en contra de lo supuesto durante tanto tiempo, las nuevas situaciones o fenómenos sociales no contienen, son portadores de o constituyen el origen causal de los conceptos que se les aplican, sino que éstos nacen como resultado de un proceso de naturalización, es decir, de la incorporación de dichas situaciones y fenómenos a un lenguaje familiar. Dicho de manera más precisa, las nuevas categorías no son reflejos de los cambios sociales, sino que son también el resultado de una operación de diferenciación, esto es, del juego de diferencias o relación de contraste entre las categorías ya existentes. Y, por tanto, en este caso también se podría decir que el lenguaje heredado no es simplemente, como la historia sociocultural cree, el cauce o medio de comunicación a través del cual los cambios sociales afloran a la conciencia, es decir, la forma verbal o el ropaje cultural que el ser social adopta, sino que es el espacio en el que ese ser social se constituye como tal. Desde este punto de vista, la conciencia reacciona frente a los nuevos fenómenos no a partir de cero, como tabula rasa, sino en la medida y en los términos de su propia estructura conceptual y, por tanto, aunque el referente sea el que active empíricamente la emergencia de los conceptos, éstos nacen de la apertura de un nuevo espacio en la trama conceptual preexistente. En este proceso, la realidad social opera, sin duda, como referente material de los conceptos, pero no como referente objetivo, pues dichos conceptos no son más que la consecuencia del reajuste, transformación, reorganización o reconfiguración conceptual a los que se ve soredadas y que, por tanto, la acción intencional o racional es el motor de transformación de éstas. Sin embargo, esta posición parece entrañar una contradicción, pues si la subjetividad se constituye como tal en el interior de un marco categorial heredado, difícilmente podrá trascenderlo para manejarlo a voluntad.
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metido el viejo discurso con el fin de integrar y conferir sentido a esos nuevos fenómenos. Y, por tanto, aunque todo discurso está materialmente vinculado a las condiciones sociales que le dan vida, está causalmente vinculado, sin embargo, al discurso precedente. El hecho de que la conexión entre concepto y realidad social sea diferencial, y no referencial, y de que, por tanto, toda metanarrativa se geste siempre a partir y desde dentro de otra metanarrativa y como consecuencia del desarrollo de las potencialidades conceptuales de ésta, implica que los discursos son entidades de naturaleza intertextual, y no representacional ni racional. Y, por tanto, el hecho de que todo nuevo concepto o discurso sea una reconfiguración de otro(s) previo(s), incluso cuando este último es negado, y que, en consecuencia, todo discurso contenga potencialmente al discurso que habrá de reemplazarlo, es lo que permite afirmar que las categorías organizadoras de la práctica social constituyen, efectivamente, una esfera social específica, pues dichas categorías son eslabones de una cadena conceptual que nunca se rompe y que no está causalmente sometida ni a la realidad social ni a la acción racional. De igual modo que es la existencia de este mecanismo interno de encadenamiento y de sucesión, ordenado por reglas propias de transformación, lo que permite a los discursos, como dije, operar como una variable histórica independiente en la configuración de los procesos sociales. El proceso genealógico descrito es el que se observa, por ejemplo, en el caso del discurso moderno. El surgimiento de éste no fue, como ya han subrayado numerosos autores, un efecto de la aparición de nuevas condiciones socioeconómicas, sino de la interacción de éstas con el legado discursivo anterior y de la consiguiente transvaloración conceptual de éste. Un proceso comúnmente denominado como «secularización»29. Aunque no sea exactamente una sucesión entre discursos, sino entre variantes discursivas, la misma relación de intertextualidad parece estar en la base, como expone William H. Sewell, del surgimiento del socialismo y del concepto socialista de trabajo. Según Sewell, dicho concepto es un desarrollo lógico y una reelaboración de ciertos conceptos ilustrados, sintetizados en la idea de Diderot del hombre como ser natural que aporta orden y utilidad a la naturaleza al transformarla. Conceptos que, al ser aplicados, por mediación de autores como Sieyés, a la vida política y social, tendrán como efecto establecer el 29 Véase, por ejemplo, Giacomo Marramao, Poder y secularización, Barcelona, Península, 1989, y Cielo y tierra. Genealogía de la secularización, Barcelona, Paidós, 1998.
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trabajo útil como criterio de pertenencia a la nación (con la consiguiente definición de ésta como asociación de ciudadanos productivos que viven bajo un cuerpo de leyes comunes) y la propiedad, entendida como fruto legítimo del trabajo, como requisito para el ejercicio de la ciudadanía. Lo que el socialismo hará es desarrollar este substrato conceptual y propugnar que la base de la representación política sea el trabajo mismo, y no su encarnación indirecta, la propiedad, instaurando así una ecuación entre ciudadanía y trabajo que será, a partir de la década de 1830, el fundamento del programa y la práctica socialistas30. Aunque, para ser exactos, habría que puntualizar, como hace el propio Sewell, que esta mutación discursiva no es sólo un desarrollo intelectual de una determinada lógica conceptual, sino más bien el resultado de la interacción entre ese substrato categorial heredado y las nuevas circunstancias sociales y políticas. En palabras de Sewell, la emergencia del socialismo a partir de la reelaboración o extensión de los viejos conceptos ilustrados fue un proceso social y político tanto como lógico, pues las innovaciones intelectuales que culminaron en el socialismo fueron formuladas en respuesta a las cambiantes experiencias sociales en general y a las luchas y vicisitudes de la vida política en particular (278). A lo que habría que añadir, por supuesto, que dado que dichas condiciones sociales y políticas fueron generadas por el propio despliegue histórico del discurso ilustrado, tanto el nuevo concepto de trabajo como la práctica que entraña son, a su vez, una respuesta a los efectos prácticos de la aplicación de las ideas ilustradas a los detalles de la vida social y política (280). Con lo dicho hasta aquí queda respondida, al menos de manera implícita, la cuestión de por qué los discursos se transforman, declinan y desaparecen y qué responsabilidad cabe en ello a los cambios del contexto social. Veamos el asunto, sin embargo, algo más de cerca. Aunque los discursos disfrutan de prolongados períodos de vigencia, ningún discurso permanece fijo, estable, sino que está siempre en movimiento, en ebullición, en eterna reconfiguración. Ello se debe, como he dicho, a que los individuos se ven obligados a producir permanentemente suplementos conceptuales ad hoc con los que hacer significativa una realidad social en constante cambio, de modo que cada nueva incorporación factual altera la estructura conceptual inicial. Como con30 William H. Sewell Jr., Work and Revolution in France. The Language of Labor from the Old Regime to 1848, Nueva York, Cambridge University Press, 1980, pág. 277. En lo que sigue, indico las páginas entre paréntesis.
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secuencia de este proceso, las formaciones discursivas evolucionan y sufren mutaciones internas y, cuando éstas llegan al grado de modificar el núcleo conceptual básico del propio discurso, entonces éste pierde eficacia práctica, es abandonado por los individuos y es reemplazado por otro. Es decir, tiene lugar una ruptura discursiva. Aunque, para ser exactos, habría que decir que lo que ocurre es que el discurso, en su evolución, genera el nuevo discurso que le disputa la hegemonía y que habrá de sustituirlo. Desde este punto de vista, los cambios discursivos no son ni el fruto de la creatividad cultural humana ni el efecto causal de las transformaciones sociales. Lo primero sería cierto, desde luego, si los individuos fueran sujetos racionales autónomos, pero no si la subjetividad se conforma mediante un proceso de mediación discursiva. Es decir, que si los sujetos se constituyen como tales dentro de una determinada matriz categorial, entonces lo que hacen no es manejar dicha matriz a voluntad, sino más bien movilizar, desarrollar y desplegar prácticamente sus posibilidades significativas. Y, por tanto, aunque los discursos se transforman a través del uso que los individuos hacen de él, ello no quiere decir que sean transformados por los propios individuos. El hecho puramente formal de que los individuos hacen uso de las categorías y las traducen en práctica no debe confundirse con el mecanismo real de transformación categorial, pues aunque el discurso se renueva en el habla, ésta es, a su vez, el resultado de la proyección de las reglas de significación del propio discurso. Por el contrario, el origen de los cambios discursivos parece encontrarse, más bien, en la descrita interacción entre matriz categorial heredada y nuevos fenómenos sociales, sin que ello quiera decir tampoco que entre ambos existe una conexión causal. Como he expuesto, lo que las nuevas situaciones sociales hacen no es aportar un discurso inédito, sino provocar una mutación diferencial en el discurso precedente y, por tanto, aunque los cambios del contexto social desestabilizan los discursos, no lo hacen por sí mismos, sino a través de su integración diferencial en el propio discurso, es decir, una vez que éste los ha objetivado o dotado de una existencia significativa. De modo que lo que desafía a los discursos no es el mundo, sino otro discurso o, más exactamente, como dirían Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, la infinitud del campo de la discursividad. Según estos autores, la lógica relacional del discurso está limitada desde el «exterior», pero este «exterior» no es algo extradiscursivo; el exterior está constituido por otros discursos y, por tanto, «es la naturaleza discursiva de este exterior la que crea las condiciones de vulnerabilidad de 73
todo discurso, pues nada lo protege finalmente contra la deformación y desestabilización de su sistema de diferencias por otras articulaciones discursivas que actúan desde fuera de él»31. Desde este punto de vista, lo que socava la vigencia histórica de un discurso —y, por tanto, su eficacia como guía de la práctica social— no es el impacto de la realidad, sino más bien el surgimiento de otro discurso. Como argumenta Margaret R. Somers, dado que las metanarrativas son esquemas de reglas y procedimientos que están naturalizados, no son desestabilizadas por las evidencias empíricas en sí mismas, sino por la emergencia de otra metanarrativa que desafía sus reglas clasificatorias de inclusión-exclusión. Por consiguiente, la pervivencia histórica de una metanarrativa no depende de su correspondencia con la realidad social, como si ésta fuera una entidad objetiva de la que la metanarrativa no es más que un reflejo cultural o ideológico; depende de la eficacia retórica que se deriva del hecho de que no existe otra metanarrativa competidora que le dispute la hegemonía. Como diría la propia Somers, la pervivencia y eficacia práctica de una metanarrativa dependen de su integridad, su lógica y su predominio retórico, no de su verificación empírica. Es lo que ocurre, según ella, con la denominada «teoría anglo-norteamericana de la ciudadanía», que ha operado autónomamente de cualquier correspondencia directa con su referente empírico durante trescientos años y cuya durabilidad y validez se han debido a su coherencia interna, y no a la bondad de su adecuación al mundo empírico32. Es por ello, precisamente, que los cambios discursivos no deben ser interpretados en términos de progreso epistemológico, esto es, de creciente adecuación teórica o representacional a la realidad, sino, por el contrario, en términos de ajuste intertextual, pues esos cambios no implican que la mencionada cadena conceptual se haya roto o que la mediación discursiva haya quedado en suspenso, permitiendo así a la realidad hacerse más transparente y revelarse por fin a los sujetos tal cual es. Lo que ocurre, en tales casos, es, simplemente, que la realidad pasa a ser hecha significativa mediante otro discurso (o variante discursiva) y, por tanto, el espacio dejado por el discurso en retirada no es ocupado, como supondría la historia social, por la realidad en sí, sino 31 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, págs. 110 y 146 (nota 20). 32 Margaret R. Somers, «Narrating and Naturalizing Civil Society and Citizenship Theory: The Place of Political Culture and the Public Sphere», págs. 234 y 236.
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por otro discurso. Así ocurrió en la transición a la modernidad y así parece estar ocurriendo actualmente con ocasión de la crisis del discurso moderno. Permítaseme aclarar que, por supuesto, el hecho de que el discurso sea una entidad diferencial y se reproduzca intertextualmente no quiere decir, en modo alguno, que constituya una especie de instancia autorreferencial, situada al margen de la práctica social e inmune al impacto de la realidad. Desde luego, el discurso no es un fenómeno social en el sentido objetivista convencional de que refleja una estructura social subyacente, pero sí lo es en el sentido de que es una entidad históricamente específica que se gesta y se transforma en el seno de la práctica social, pues aunque el discurso heredado se impone a los individuos como una matriz cognitiva ineludible, como consecuencia del despliegue práctico que los individuos hacen de él, el discurso se modifica, produce nuevas categorías y abandona otras y, finalmente, declina y deviene otro discurso. En la nueva historia, el origen de los sistemas de significación que ordenan la cultura y los significados no se encuentra, a la manera del estructuralismo, en una estructura previa e inconsciente arraigada en la mente humana, sino en la permanente interacción significativa entre los individuos y el mundo y, por tanto, el discurso no es una entidad natural, sincrónica y estática, sino, por el contrario, un fenómeno diacrónico, dinámico y discontinuo. Creo, por consiguiente, que autoras como Christine Stansell yerran en su diagnóstico cuando imputan a la nueva teoría de la sociedad el cargo de concebir al lenguaje como «una estructura fija —a veces congelada—, con sus leyes e imperativos independientes», como un «sistema situado por encima y más allá del esfuerzo humano» y cuyos cambios son el resultado de una «dinámica interna»33, pues no parece ser ésta, en absoluto, la concepción del lenguaje que está emergiendo de la crisis de la historia social y de la simultánea resistencia al retorno al idealismo. Del mismo modo que la afirmación de que el discurso opera como una variable histórica independiente no implica, en absoluto, que el causalismo social haya sido reemplazado por una suerte de determinismo lingüístico o de exclusivismo semiótico, sino únicamente que el discurso, dado que no está causalmente gobernado por ninguno de los dominios que pone en relación, desempeña una función constitutiva (y no meramente instrumental) en 33 Christine Stansell, «A Response to Joan Scott», International Labor and Working-Class History, 31 (1987), pág. 28.
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la conformación de la práctica y de las relaciones sociales. Como he reiterado, según la nueva historia, quien genera los significados y las formas de conciencia que subyacen a las diversas modalidades de práctica no es el discurso, sino la mediación discursiva, esto es, la interacción entre referente real y matriz categorial y, por tanto, el concurso de ambos es imprescindible.
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CAPÍTULO 3
Discurso, experiencia y construcción significativa de la realidad I Una vez efectuada la presentación general de la teoría de la sociedad de la nueva historia, procederé, como había prometido, a describir de manera más pormenorizada y a ilustrar convenientemente las piezas constitutivas esenciales del nuevo paradigma historiográfico. Según reza la premisa teórica que ha sido enunciada, toda relación significativa entre los individuos y el contexto social, toda experiencia del mundo, está siempre mediada por una cierta matriz categorial o discurso y, por tanto, ello implica que los significados que los individuos otorgan a dicho contexto no son una propiedad intrínseca de éste, sino una propiedad que el contexto adquiere en el proceso mismo de mediación discursiva. Es decir, que el significado, la relevancia o las implicaciones prácticas que los individuos atribuyen a los hechos, acontecimientos o situaciones sociales con los que se encuentran cotidianamente y frente a los cuales reaccionan, dependen no de esos propios hechos, acontecimientos o situaciones, sino del marco categorial o imaginario social con que, en cada caso, son conceptualizados. Expresado en una terminología más formal, dicha premisa implica que la objetividad no es un atributo que ese referente social posee y que el lenguaje trasmite y la conciencia refleja, sino que es una cualidad que el referente adquiere en virtud de la aplicación de un determinado patrón discursivo de significados (y de ahí, como vimos, que la realidad 77
social haya perdido su antiguo estatuto estructural y haya devenido un mero conglomerado de hechos carentes de significado propio y sin capacidad para entablar de manera autónoma relaciones significativas o de causa efecto entre sí). De este modo, la distinción entre concepto y significado ha conducido a la otra distinción igualmente crucial, la que se ha de establecer entre fenómeno y objeto (aunque más bien habría que decir que ambas distinciones se implican mutuamente). De ser, en el paradigma de la historia social, entidades ontológicamente equivalentes e indistinguibles, fenómenos sociales y objetos sociales se han convertido en entidades no sólo cualitativamente diferentes, sino contingentemente conectadas, en el sentido de que un fenómeno social puede poseer significados diferentes —esto es, dar lugar a objetos diversos— dependiendo del régimen discursivo en que sea inserto. Así pues, en lo que respecta a la conexión entre fenómenos sociales y objetos (o, simplemente, entre circunstancias sociales y formas de conciencia), lo que la nueva historia sostiene, en esencia, es que aunque el referente existe independientemente del lenguaje y su concurso es imprescindible para la creación de los significados, la referencialidad (esto es, las reglas de significación) es una atribución del lenguaje, no del referente. Y que, por tanto, los significados de la sociedad no pueden ser pensados únicamente en términos de sus relaciones con los referentes, pues lo que hace posible dichas relaciones no es el referente mismo, sino esa tercera variable histórica que es el discurso. Por supuesto, como bien glosa David Mayfield, el que el lenguaje sea no referencia) no quiere decir que no exista un vínculo material entre el nombre y la cosa nombrada; lo que quiere decir es que la autoridad del vínculo, la verdadera materialidad de la conexión, no está determinada por la fenomenalidad de la cosa nombrada, sino por un poder externo a ambos, el poder de las categorías mediante la cual es nombrada1. Si se me permite el símil, diría que, en el proceso de producción de los objetos, la realidad proporciona la materia prima (los «ladrillos») con la que éstos son construidos, pero es el discurso el que suministra los «planos» (o parámetros de significación) de acuerdo con los cuales se realiza la construcción. Y de ahí, precisamente, que, como diría Joan W. Scott, una vez que se pone de manifiesto que existe una profunda conexión entre cómo las relaciones sociales son hechas significativas y cómo son desarrolladas (y que, por tanto, aunque los individuos no sean conscientes de ello, toda acción tiene lugar siempre dentro de un 1 David Mayfield, «Language and Social History», Social History, 16, 3 (1991), pág. 357.
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marco discursivo), deje de tener sentido y desaparezca toda oposición analítica entre concepto y práctica, entre lenguaje y realidad2. En efecto, según la nueva historia, es el discurso —y no una supuesta estructura social— el que, al delimitar un determinado espacio de enunciación, establece las condiciones históricas de emergencia de los objetos. Son las categorías discursivas, y no las condiciones sociales, las que acotan una determinada área real como ámbito de objetivación, las que especifican los criterios (sociales, materiales o de otro tipo) de identificación y las que, en consecuencia, configuran a los objetos en tanto que entidades conscientes. En nuestra interacción con el mundo, los objetos no nos son nunca dados, como si fueran entidades existenciales, sino que nos son siempre dados dentro de configuraciones discursivas3 y, por tanto, lo que el lenguaje hace no es sacar a la luz o designar a los objetos, sino tomar parte activa en su constitución mediante el despliegue de un sistema clasificatorio que los distingue de otros objetos. Y, por tanto, es mediante la aplicación de ese sistema clasificatorio (con sus criterios de inclusión y exclusión), establecido en cada caso por la matriz discursiva, como los individuos convierten lo meramente sensible en significante. Según los historiadores postsociales, las relaciones de causalidad social (y, en menor medida, las de causalidad intencional) son incapaces de dar cuenta adecuadamente de la aparición y formación de los objetos (así como de los sujetos y de sus modalidades de acción). Y ello porque, como he expuesto, lo que el discurso hace no es reflejar la realidad social, sino preestructurarla de manera cognitiva; porque el discurso no es algo que la realidad impone a la conciencia, sino el espacio en que la propia realidad alcanza, necesariamente, existencia significativa. Dada la especificidad de su naturaleza y de su lógica histórica, el discurso posee, como diría Joan W. Scott4, una autoridad, una suerte de estatuto axiomático o hegemónico que le permite establecer un régimen de naturalidad, de «sentido común» o de «verdad» que es difícil de deshacer y al cual los individuos no pueden sustraerse en su relación con la realidad. De ahí que sea el discurso, en tanto que régimen de visibilidad, el que establezca, en cada momento, las definiciones autorizadas y los criterios de relevancia que los individuos aplican a la realidad y, por tanto, el que determine no sólo qué se 2 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», International Labor and Working-Class History, 32 (1987), págs. 40-41. 3 Aquí parafraseo en parte a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, «Post-Marxism without Apologies», New Left Review, 166 (1987), pág. 85. 4 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», pág. 41.
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ve, sino, sobre todo, cómo se ve. Diríamos, en suma, parafraseando a Margaret R. Somers, que el discurso es un esquema epistemológico que hace posible que los individuos no sólo vean algunas cosas y no otras, sino, además, que vean esas cosas de una determinada maneras5. Así pues, si lo expresara en términos de resonancia foucaultiana, podría decir que lo que la nueva historia hace es negar que existan objetos naturales. Lo que ello quiere decir, básicamente, es que los fenómenos sociales no poseen uno u otro grado o tipo de relevancia significativa al margen del régimen discursivo al que son incorporados y que, por tanto, los objetos no son algo que se descubre o discierne experiencialmente o de lo que los individuos toman conciencia, sino que son algo que emerge, adquiere vida, como consecuencia de su interacción, en los términos expuestos, con una determinada formación discursiva. Por eso, como he indicado ya, la locura, la homosexualidad, la prostitución o la pobreza —por tomar ejemplos de igual talante foucaultiano— no son objetos existentes desde siempre frente a los cuales cada sociedad adopta una actitud diferente (represión, tolerancia, indiferencia, intervención gubernamental, regulación legal...), sino que, por el contrario, aunque los fenómenos reales que los sustentan existan con anterioridad, los objetos como tales no emergen hasta el momento en que les son aplicadas categorías como las de enfermedad mental, sexualidad o cuestión social. Son estas categorías las que dictaminaron que unos fenómenos, a los que antes se otorgaba otro significado, devinieran componentes relevantes de la fisonomía social o rasgos definitorios de la identidad de los individuos, generando de ese modo las correspondientes pautas conductuales. En el caso particular de la homosexualidad, por ejemplo, lo que la investigación histórica ha puesto de manifiesto es que ésta, en tanto que objeto, sólo existe a partir del momento en que la aparición de la categoría de sexualidad determina que las prácticas o preferencias sexuales se conviertan en un criterio relevante de individuación o de definición de la personalidad6. Y lo mismo se podría decir, en general, del género. Como Joan W. Scott ha puntualizado, el género no es una diferencia sociológica 5 Margaret R Somers, «Narrating and Naturalizing Civil Society and Citizenship Theory: The Place of Political Culture and the Public Sphere», Sociological Theory, 13, 3 (1995), pág. 237. 6 Aunque aquí no puedo tratar la cuestión, digamos que la historia de la sexualidad ha sido uno de los campos en los que más se ha desarrollado la historia postsocial, lo que ha hecho que su papel en la renovación historiográfica de la teoría de la sociedad haya sido destacado.
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entre hombres y mujeres, sino un sistema de significado que construye esa diferencia7. En fin, se podrían aducir innumerables ejemplos de objetos. Nos viene a la memoria, sin embargo, uno cuya proximidad y súbita aparición lo hacen particularmente elocuente. Me refiero al caso, estudiado por autores como Ian Hacking, del abuso de menores. Como Hacking subraya, el abuso de menores es una magnífica y clara muestra de objeto constituido ante nuestros propios ojos, pues aunque el abuso de menores, en tanto que fenómeno o práctica social, ha existido siempre, sólo fue objetivado como tal y dotado del significado que hoy posee en fecha reciente8. Como él expone, la objetivación del abuso de menores (como hecho relevante y moralmente negativo) no ha sido el resultado del descubrimiento de un hecho horrible, sino de la aplicación a éste de una serie de categorías, analíticas y valorativas. Fueron esas categorías las que convirtieron en abuso algunos hechos que antes no habían sido tenidos en cuenta y, por tanto, las que provocaron que, aunque los hechos fueran similares, la experiencia significativa de los mismos comenzara a ser muy diferente (254). Es decir, que éste es un caso patente en el que no estamos ante un objeto que se descubre o del que se toma conciencia, sino simplemente ante un hecho que, a partir de determinado momento, es objetivado como moral y legalmente condenable. Ello no quiere decir, insiste Hacking, que el abuso de menores no sea un hecho real; pero es el caso, argumenta, que en 1960 nadie tomaba en cuenta lo que en 1990 es considerado como abuso de menores. O, si se prefiere, que muchas de las prácticas que hoy son consideradas como abuso de menores, no eran consideradas como tales tres décadas atrás (257). Por eso, concluye Hacking, el abuso de menores no es una cosa fija, no es una verdad que está «ahí fuera», que es nuestra tarea descubrir y utilizar, sino que es un objeto históricamente específico (259). El hecho de que los significados y, por tanto, los objetos no estén implícitos en su referente social, sino que se constituyan en la esfera de 7 Abelson Elaine, David Abraham y Marjorie Murphy, «Interview with Joan Scott», Radical History Review, 45 (1989), pág. 47. 8 Ian Hacking, «The Making and Molding of Child Abuse», Critical Inquiry, 17 (1991), pág. 253. En lo que sigue, indico las páginas entre paréntesis. Por supuesto, Hacking apenas analiza el proceso histórico de constitución del abuso de menores como objeto, de modo que también en este caso queda la puerta abierta a una explicación basada bien en los cambios socioeconómicos de la sociedad norteamericana bien en la noción de progreso moral del pensamiento humano. Pero aquí aduzco simplemente un ejemplo de objeto, no de nueva historia.
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la mediación discursiva, es lo que permite a la nueva historia afirmar que la sociedad —o el contexto social— es una construcción discursiva. Como es obvio, ello no quiere decir que el discurso construya, en un sentido literal, a la sociedad en tanto que conjunto de fenómenos y relaciones materiales, sino que la construye en tanto que entidad significativa. Es decir, que construye la imagen que los individuos tienen de ella y en función de la cual actúan. A la operación de construcción significativa de la sociedad mediante la aplicación de una matriz categorial de naturaleza discursiva la designaré aquí con el concepto de articulación, de uso cada vez más frecuente entre los historiadores. Este concepto ha sido formulado en franca oposición a los de reflejo, representación o expresión y, por tanto, tiene el propósito expreso de denotar la función constitutiva del lenguaje en la configuración de los objetos, de los sujetos y de las prácticas, así como de subrayar el carácter retórico de la relación entre los individuos y su posición social9. II En este marco de profunda reconsideración teórica de la conexión existente entre objeto y referente se inscribe la crítica a la que los nuevos historiadores han sometido al concepto de experiencia. Pues si, en efecto, los fenómenos sociales no poseen significados intrínsecos y, por tanto, los objetos nacen de una operación de construcción discursiva, entonces hemos de redefinir por completo la naturaleza de la relación cognitiva entre los individuos y la realidad social. Recordemos que en el paradigma causalista social el concepto de experiencia entraña la existencia de una estructura social que impone sus significados a los sujetos y genera a éstos como tales (y de ahí, precisamente, que el término experiencia designe también el medio a través del cual dicha estructura aflora a la conciencia). Mientras que en la historia sociocultural, en particular, la noción de experiencia designa el espacio resultante de la interacción entre condiciones sociales y disposiciones culturales de los sujetos. Sin embargo, la existencia de la mediación discursiva implica que la experiencia (entendida, genéricamente, como aprehensión significativa de la realidad) no es algo dado, no es una representación de dicha realidad ni tiene su fundamento causal en ella y, en con9
Sobre el concepto de articulación, véase, por ejemplo, Trevor Purvis y Alan Hunt, «Discourse, Ideology, Discourse, Ideology, Discourse, Ideology…», British Journal of Sociology, 44, 3 (1993), pág. 492.
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secuencia, implica que el concepto de experiencia, en cualquiera de sus acepciones, se disuelve como tal y pierde toda utilidad como instrumento analítico. Por el contrario, desde la perspectiva de la nueva historia, toda experiencia del mundo es el efecto de una articulación de éste y, por consiguiente, los individuos no experimentan, como creía la historia social, sus condiciones sociales de existencia, sino que más bien las construyen significativamente. Si, como he dicho, es el lenguaje, y no el referente, el que establece las reglas de significación, y si, por tanto, tenemos mundo porque tenemos lenguaje que lo significa (y no meramente lo nombra), entonces la experiencia no es algo que está ahí ni son los individuos quienes tienen experiencia, sino que es la propia mediación discursiva la que se la proporciona al insuflar significado a su entorno y transformar, de este modo, los hechos brutos en objetos. En otras palabras, que si es el discurso el que proporciona su rostro objetivo a la realidad, entonces es también el que forja la experiencia que los individuos tienen de ella. Como argumenta Geoff Eley, quien constituye las categorías básicas de comprensión y, por tanto, el entorno social, cultural y político en el que las personas actúan y piensan, no es la experiencia o lo social, sino las formaciones discursivas específicas cuya emergencia y elaboración pueden ser cuidadosamente reconstruidas históricamente10. De modo que, una vez que se ha producido este auténtico «colapso de la inmediatez de lo dado», los historiadores no pueden seguir considerando a la experiencia como algo «no problemáticamente disponible», sino que, por el contrario, se hace necesario desvelar el proceso discursivo mediante el cual la propia experiencia se ha configurado como tal11. De este modo, la crítica al concepto de experiencia no sólo ha sido uno de los motores primordiales de la actual reorientación teórica de los estudios históricos, sino que constituye uno de los pilares fundamentales de la nueva teoría de la sociedad. En su búsqueda de una ex10 Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two Decades Later», en Terrence J. McDonald (ed.), The Historic Turn in the Human Sciences, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1996, pág. 222. Según Eley, «el discurso de la ciudadanía del siglo XIX, no menos que las concepciones afines de identidad colectiva de clase, fueron formaciones, inmensamente complejas y poderosas, de este tipo, que ordenaron sutilmente el mundo social y político y estructuraron las posibilidades de lo que podía ser o no pensado». 11 Las expresiones entrecomilladas están tomadas, respectivamente, de Ernesto Laclau, «Politics and the Limits of Modernity»», en Andrew Ross (ed.), Universal Abandon? The Politics of Postmodernism, Edimburgo, Edinburgh University Press, 1989, pág. 67, y de Mariana Valverde, «Poststructuralist Gender Historians: Are We Those Names?», Labour/Le Travail, 25 (1990), pág. 229.
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plicación más satisfactoria del comportamiento de los actores históricos y de la conexión entre éste y el contexto social, los nuevos historiadores se han visto obligados a consagrar a dicha crítica una parte sustancial de sus esfuerzos, tanto de indagación empírica como de elaboración teórica. Éste es el caso de Joan W. Scott, cuya revisión crítica del concepto de experiencia merece que se le preste una generosa atención, pues se ha convertido, por su sistematicidad, energía e influencia, en un auténtico hito del actual proceso de reconstrucción historiográfica de la teoría de la sociedad. La argumentación de Scott se basa en una doble premisa. En primer lugar, en que la realidad no está constituida por «objetos transparentes», de los que la conciencia sería una representación obtenida mediante la experiencia12. En segundo lugar, en que, por consiguiente, lenguaje y experiencia están tan inextricablemente unidos que no pueden separarse. Según ella, no existe experiencia social al margen del lenguaje y, por tanto, una y otro no pueden ser analizados por separado. No sólo, dice ella, la vida social consta de lenguaje tanto como de hechos sociales (como trabajo, nacimientos, estrategias de subsistencia o marchas políticas), sino que es el lenguaje el que hace inteligibles dichos hechos. «"El lenguaje" no sólo hace posible la práctica social; es práctica social»; acciones, organizaciones, instituciones o conductas, continúa, son «a la vez conceptos y prácticas y deben ser analizadas simultáneamente como tales». Razón por la cual, precisamente, concluye Scott, es absurdo plantear, como hace Christine Stansell, una antítesis entre «texto retórico» y «experiencia social», pues al hacerlo se reduce el lenguaje a palabras o a documento escrito y se empobrece, consiguientemente, el marco teórico de la historia13. El ejemplo del que se vale Joan W. Scott en su revisión crítica del concepto de experiencia es el de aquellos historiadores del género o de la homosexualidad que se han limitado a rescatar a sus respectivos objetos de estudio del silencio al que los había condenado anteriormente la investigación histórica, pero sin llegar a poner nunca en entredicho las bases conceptuales de ésta. Historiadores que se proponen am12 Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», Critical Inquiry, 17 (1991), páginas 773-797. La cita en págs. 775-776. En lo que sigue, indico las páginas entre paréntesis. Publicado, posteriormente, con algunas modificaciones: «Experience», en Judith Butler y Joan W. Scott (eds.), Feminists Theorize the Political, Londres, Routledge, 1992, págs. 22-40. 13 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», pág. 40. Se refiere a Christine Stansell, «A Response to Joan Scott», International Labor and Working-Class History, 31(1987), págs. 24-29.
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pliar el cuadro y enmendar la visión simplificada e incompleta de la sociedad, pero que continúan basándose «en la autoridad de la experiencia» y concibiendo a ésta —y, por tanto, a la conciencia y a la identidad— como una expresión de la realidad social (776). Es esta circunstancia, arguye Scott, la que explica que los resultados de este tipo de historia sean tan contradictorios: por un lado, contribuyen a la renovación de la disciplina, pero, por otro, consolidan los supuestos establecidos. Por un lado, esta historia de la vida de los omitidos u olvidados por los relatos del pasado ha producido, sin duda, un cúmulo de nuevos datos sobre esos otros previamente ignorados y ha atraído la atención hacia dimensiones de la vida y actividad humanas normalmente consideradas como no dignas de mención por parte de las historias convencionales. Esto ha provocado «una crisis de la historia ortodoxa, al multiplicar no sólo las historias, sino los sujetos y al insistir en que la historia es escrita desde perspectivas o puntos de vista fundamentalmente diferentes —de hecho, irreconciliables—, ninguno de los cuales está completo o es enteramente "verdadero"». Es decir, que dichas historias han proporcionado la evidencia de un mundo de valores y prácticas alternativos que ponen en cuestión las construcciones hegemónicas de los mundos sociales, ya sean la superioridad del hombre blanco, la coherencia y la unidad del yo, la naturalidad de la monogamia heterosexual o la inevitabilidad del progreso científico y del desarrollo económico (776). Por otro lado, sin embargo —y esto es lo esencial—, este desafío a la historia normativa se ha realizado en el marco de una concepción histórica convencional de la realidad y la experiencia (que Scott denomina «positivismo») según la cual la realidad se impone por sí misma a la conciencia. De ahí su conclusión de que documentar la experiencia de los otros de esta manera ha sido una estrategia de los historiadores de la diferencia a la vez exitosa y limitadora. «Ha sido exitosa porque permanece confortablemente dentro del marco disciplinar de la historia, operando según reglas que permiten poner en cuestión las viejas narrativas cuando se descubren nuevos datos.» Ha sido limitadora, porque continúa dependiendo de «una noción referencial de los datos que sostiene que éstos no son más que un reflejo de lo real» (776). Y es precisamente esta noción de referencialidad, «es esta especie de apelación a la experiencia como dato incontestable y como base de la explicación —como fundamento en que se basa el análisis— lo que debilita el impulso crítico de las historias de la diferencia». Al permanecer dentro del marco epistemológico de la «historia ortodoxa, esos estudios pierden la posibilidad de examinar aquellos supuestos y prác85
ticas que excluían de entrada toda consideración de las diferencias» (777), es decir, pierden la posibilidad de examinar críticamente los supuestos teóricos que propiciaron la exclusión de tales objetos de estudio y, por consiguiente, de contribuir a renovar teóricamente la historia. Y así, por ejemplo, las historias que documentan el mundo «oculto» de la homosexualidad, muestran el impacto del silencio y de la represión sobre las vidas de los afectados y sacan a la luz la historia de su supresión y explotación, pero el proyecto de hacer visible la experiencia impide un examen crítico de la forma en que operan las propias categorías de representación (homosexual/heterosexual, hombre/mujer, negro/blanco), así como de sus nociones de sujeto, origen y causa (778). De hecho, argumenta la historiadora norteamericana, la principal carencia de este tipo de historia es que toma como autoevidentes las identidades de aquéllos cuya experiencia está siendo documentada, con lo que naturaliza su diferencia. Y, de este modo, al localizar la resistencia al margen de su construcción discursiva y descontextualizarla y al tomar la experiencia como la fuente del conocimiento, cualquier cuestión concerniente a la naturaleza construida de la experiencia, a cómo los sujetos son constituidos de entrada como diferentes y, por supuesto, a cómo la visión de uno mismo es estructurada por el discurso, es dejada de lado (777). Como consecuencia de ello, «la prueba de la experiencia deviene la prueba del hecho de la diferencia, más que una forma de explorar cómo se establece la diferencia, cómo opera, cómo y de qué manera constituye a los sujetos que contemplan el mundo y actúan en él» (777). Y, por tanto, esta «prueba de la experiencia, sea concebida mediante la metáfora de la visibilidad o de cualquier otra forma que tome a los significados como transparentes», asume que las mencionadas oposiciones son objetos naturales y que los hechos históricos hablan por sí mismos (778). En el caso de la homosexualidad, por ejemplo, ésta es presentada por dicha historia como el resultado del deseo, como una fuerza natural que opera al margen de y en oposición a las regulaciones sociales, es decir, como un deseo reprimido, una experiencia negada, silenciada por una sociedad que legisla la heterosexualidad como la única práctica normal. Según esta visión, cuando esta especie de deseo homosexual no puede ser reprimido, «porque la experiencia está ahí», inventa instituciones para acomodarse, instituciones no reconocidas, pero no invisibles y que, por tanto, cuando son vistas, amenazan el orden establecido y, finalmente, superan la represión. Desde este punto de vista, la emancipación es una historia teleológica en la que el deseo finalmente 86
vence al control social y deviene visible y, por tanto, la historia queda reducida a una cronología que hace visible la experiencia, pero en la que las categorías (deseo, homosexualidad, heterosexualidad, feminidad, masculinidad o sexo) aparecen como etiquetas de entidades ahistóricas y socialmente objetivas (778). Con la consecuencia, además, de que al concebir los objetos y las prácticas de este modo, excluye, o al menos subestima, no sólo la relación históricamente variable entre los significados «homosexual» y «heterosexual» y la fuerza constitutiva que cada uno tiene para el otro (pues ambos se definen mutuamente especificando sus límites negativos), sino también la naturaleza disputada y cambiante del terreno que ambos ocupan simultáneamente (778-779). Además, al reducir la indagación histórica a un proyecto de hacer visible la experiencia, se pueden apreciar las conductas alternativas y las acciones represivas, pero se es incapaz de comprender el marco de los patrones de sexualidad (históricamente contingentes) dentro de los cuales se inscriben esas conductas y acciones. Es decir, se descubre que estas últimas existen, pero no cómo han sido construidas y a qué lógica obedecen (779). Una concepción similar de la experiencia y de la conexión entre realidad y conciencia se observa, asimismo, según Joan W. Scott, en la historia del género. También en este caso, la relación entre pensamiento y experiencia es concebida como transparente y, por tanto, la experiencia vital de las mujeres es considerada como conduciendo directamente a la resistencia a la opresión, es decir, al feminismo. En otras palabras, que la identidad consciente y la posibilidad de la política se basarían en, se seguirían de «una experiencia preexistente de las mujeres» (786-787), por lo que deja intacto el armazón objetivista y teleológico de la historia social-sociocultural. De ahí, por ejemplo, la crítica que Joan W. Scott hace a Laura Lee Downs. Según Scott, la debilidad del argumento de Downs radica, precisamente, en que ésta se limita a aplicar, en su análisis de la situación de las mujeres, las categorías de diferencia como si éstas fueran expresiones transparentes de la realidad y de la experiencia, sin detenerse a analizar el proceso mediante el cual dichas categorías se han constituido y han tomado parte activa en la construcción de la identidad femenina. Sin embargo, la experiencia del mundo no es transparente, sino discursiva, y, por tanto, los significados y las acciones basados en la experiencia no están anclados en la realidad, sino en el propio proceso de construcción discursiva de esa experiencia. En consecuencia, no se puede, como hace Downs, estructurar la argumentación en términos de oposición entre lenguaje y experiencia, ideas y realidad, textos y 87
contextos, lo textual y lo social, como si esta división dicotómica fuera un hecho obvio que no necesita justificación; al contrario, esa oposición no es más que el efecto de una operación, «tanto excluyente como productiva», de constitución textual, es decir, el efecto de un determinado patrón discursivo de selección14. A partir de esta afirmación de la historicidad y discursividad de la experiencia y tras abogar, como conclusión lógica, por que el objeto prioritario del análisis histórico sean los dispositivos discursivos que articulan los objetos y las identidades, Joan W. Scott procede a una recusación crítica más específica del concepto de experiencia y, en particular, de su acepción sociocultural (o thompsoniana). Scott sostiene, en este punto, que, en el caso de los historiadores más abiertos a la historia interpretativa, a las determinaciones culturales de la conducta y a la influencia de las motivaciones inconscientes, el concepto de experiencia adquiere connotaciones más variadas y elusivas. Sin embargo, considera que dichos historiadores, al continuar dando por supuesto que la experiencia es algo que las personas tienen, no llegan nunca a preguntarse cómo se produce la identidad de los sujetos. En el caso concreto de E. P. Thompson, la experiencia es el elemento mediador entre estructura social y conciencia, entre lo individual y lo estructural, con lo que este historiador separa «lo afectivo y lo simbólico de lo económico y lo racional» (784-785). No obstante, Thompson continúa considerando que la experiencia está configurada, en última instancia, por las relaciones de producción y, por consiguiente, toma las posiciones de hombres y mujeres y sus diferentes relaciones con la política «como reflejos de la organización material y social» y como parte de la «experiencia» del capitalismo. Es decir, que en lugar de preguntarse cómo se han constituido las experiencias, Thompson definía la experiencia como algo acumulativo y homogeneizador, que proporciona el común denominador sobre el que se erige la conciencia de clase (785). Por eso, para él, la clase es en última instancia una identidad enraizada en las relaciones estructurales (785-786). En efecto, como ya arguyó en su discusión con Bryan D. Palmer sobre la misma cuestión, no se puede afirmar, dice Scott, como hace Palmer, que la experiencia de la lucha de clases es directamente cono14 Joan W. Scott, «The Tip of the Volcano», Comparative Studies in Society and History, 35, 3 (1993), págs. 439 y 442. Este artículo es una réplica a Laura Lee Downs, «If "Woman" is Just an Empty Category, Then Why Am I Afraid to Walk Alone at Night? Identity Politics Meets the Postmodern Subject», ibíd., págs. 414-437. Véase además Laura Lee Downs, «Reply to Joan Scott», ibíd., págs. 444-451.
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cible, excepto para aquellos que tienen una conciencia falsa o que carecen en absoluto de ella15. Y no se puede hacer porque no hay oposición entre discurso y lucha de clases, pues «la lucha de clases es producida en el discurso» (siempre, claro está, que se entienda éste, como dije, no como palabras o expresiones, sino como formas globales de concebir y comprender cómo funciona la sociedad)16. De hecho, afirmar que los grupos sociales poseen conciencias particulares no pasa de ser una obviedad descriptiva si no se añade acto seguido que es el marco discursivo el que permite a dichos grupos articular sus intereses, darle significado a su acción y construir su identidad como agentes sociales. En el caso del movimiento obrero, ello significa, como insiste Scott, que conceptos como el de clase han de existir antes de que los individuos puedan identificarse a sí mismos como miembros de dicho grupo y antes de que puedan actuar colectivamente como tal17. De lo que se sigue, como discutiré en su momento, que los obreros decimonónicos no actúan como lo hacen porque pertenezcan a la clase obrera (comoquiera que entendamos ésta), sino, en todo caso, porque están insertos en un universo discursivo que confiere un determinado significado a esa pertenencia. Es decir, que no se trata de que los obreros hayan discernido, en el curso de la lucha de clases, el significado de su posición social y hayan actuado en consecuencia (y que cuando no lo hacen es porque están presos de una falsa conciencia); lo que ocurre, más bien, es que esos obreros atribuyeron un determinado significado a dicha posición y actuaron en función de él. De ahí la aseveración de la nueva historia de que la clase obrera no es una entidad objetiva (y mucho menos ontológica), sino discursiva. Es el discurso moderno, y no las relaciones de producción (o más exactamente, la interacción significativa entre ambos), el que forja la convicción subjetiva de que el proletariado es una clase destinada a realizar el cambio social. Así pues, sea en el caso de la homosexualidad, del género o de la clase, lo que los mencionados historiadores hacen, en esencia, arguye Scott, es enmascarar el carácter «necesariamente discursivo» de la experiencia (787). Pues la experiencia no es el fruto del impacto de la realidad sobre la subjetividad de los individuos y, en consecuencia, no puede ser ni el fundamento causal de la conciencia ni la que defina los intereses, fije la identidad o dicte la acción consciente. Lo que llamamos Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», pág. 39. Se refiere a Bryan D. Palmer, «Response to Joan Scott», International Labor and Working-Class History, 31 (1987), págs. 14-23. 16 Joan W. Scott, ibíd., pág. 40. 17 Joan W. Scott, ibíd., pág. 41. 15
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experiencia no es, por el contrario, más que el resultado de la aprehensión discursiva de la realidad, y por eso las condiciones sociales, por sí mismas, no pueden prescribir las conductas; sólo lo hacen al ser consideradas, pensadas, clasificadas, dotadas o privadas de relevancia, silenciadas o enarboladas, en suma, articuladas, mediante un determinado patrón de significados o imaginario social. Por tanto, el que toda conciencia aparezca vinculada a un contexto histórico, no significa que éste la haya generado mediante la experiencia. Al contrario; como dice Scott, la propia experiencia «es un acontecimiento lingüístico (no ocurre al margen de los significados establecidos)» (793). De lo que se sigue algo fundamental, a saber, que la experiencia no puede ser el origen de nuestra explicación, ni la prueba autorizada (por vista o sentida) que sirve de base a lo que se conoce, sino que es la propia experiencia lo que ha de ser explicado (780 y 797). Es decir, que lo que hemos de explicar, en cada caso, es por qué las condiciones sociales han sido experimentadas por los individuos de esa manera, y no de otra. Es por eso que esta reconsideración crítica del concepto objetivista de experiencia lleva implícita una radical reorientación del análisis histórico, pues el objetivo de éste no es ya el de reconstruir la experiencia para, a partir de ella, explicar el origen de los significados y determinar las causas de las acciones, sino, por el contrario, el de analizar cómo se construye la propia experiencia a partir de la articulación discursiva de la realidad. O, como diría Joan W. Scott, a partir de ahora hemos de «prestar atención a los procesos históricos que, a través del discurso, sitúan a los sujetos y producen sus experiencias», pues «no son los individuos quienes tienen experiencia, sino los sujetos quienes son constituidos a través de la experiencia» (779). Como la propia Scott dice, es en categorías como clase, obrero, ciudadano e incluso hombre y mujer y en su constitución histórica como organizadoras de la práctica social —y no en una supuesta experiencia fundacional— donde hemos de buscar la explicación de la conducta consciente de los individuos18. Una problematización de la experiencia que implica, en fin, que hemos de proceder a un escrutinio crítico de todas las categorías explicativas normalmente dadas por supuestas, incluyendo la propia categoría de «experiencia» (780). Lo esencial, por tanto, desde esta perspectiva teórica, es que, como observa Patrick Joyce, la experiencia no puede ser fundamento (expli18 Joan W. Scott, Gender and the Politics of History, Nueva York, Columbia University Press, 1988, págs. 3-4.
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cativo) de nada. Y así, por ejemplo, como arguye Joyce, en contra de lo convencionalmente supuesto, no es la «experiencia de la miseria» o de la «incertidumbre e inseguridad existenciales» la que dicta, en la Gran Bretaña de la primera mitad del siglo XIX, la práctica consciente de los individuos que refieren su acción a ella. Ni tampoco la «actividad cultural» de esos individuos expresa una «necesidad de orden, limite y control» determinada por una «experiencia preexistente». Al contrario, los significados y las correspondientes prácticas derivan no de una experiencia originaria de la pobreza y de la inseguridad, sino de la forma en que las personas articulan dicha experiencia. Como concluye Joyce, puesto que al manejar la realidad inevitablemente se la construye, los significados de la pobreza y de la inseguridad «son construidos, no descubiertos»19. Y, en consecuencia, argumenta, no estamos ante una conexión causal entre descontento, experiencia del descontento y conciencia, pues el lenguaje no es simplemente «el medio neutral» de la experiencia, que convierte lo inconsciente en consciente, sino que es el propio lenguaje el que articula la experiencia y genera, así, la conciencia20. Un argumento similar al esgrimido por Zachary Lockman en relación con el movimiento obrero egipcio21. Según Lockman, en lugar de utilizar la «experiencia» como la forma de vincular directamente las circunstancias sociales con las formas específicas de conciencia obrera, lo que hemos de hacer es prestar atención al campo discursivo que proporciona a los trabajadores diferentes (aunque interrelacionadas) formas de comprender (o quizás, para ser más precisos, de estructurar) sus circunstancias, sus experiencias y a ellos mismos. Lo cual nos obliga, por supuesto, a admitir la posibilidad de que una misma realidad genere formas diversas de experiencia (así como de identidad), dependiendo de la matriz categorial empleada. Como dice Lockman, entre esas formas de comprensión «podía haber algunas que postulaban a la clase (en cualquiera de sus sentidos) como una categoría significativa, pero otras no lo hacían, incluyendo las identidades de oficio, las identidades y relaciones de género, los lazos de parentesco, las lealtades de vecindad y lo que podría denominarse como las concepciones islámico-populares de la justicia y la equidad». 19 Patrick Joyce, Democratic Subjects. The Self and the Social in Nineteenth-Century England, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, pág. 12. 20 Patrick Joyce (ed.), Class, Oxford, Oxford University Press, 1995, pág. 128. 21 Zachary Lockman, «"Worker" and "Working Class" in pre-1914 Egypt: A Rereading», en Zachary Lockman (ed.), Workers and Working Classes in the Middle East. Struggles, Histories, Historiographies, Nueva York, State University of New York Press, 1994, págs. 102-103.
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III
La obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe contiene un gráfico ejemplo de articulación o construcción discursiva de los objetos y de la experiencia, el relativo a la transformación de la subordinación social en opresión22. Según los autores, la cuestión básica que hay que responder, a este respecto, es por qué, en determinadas circunstancias, la subordinación social pasa a ser concebida por los individuos como opresión. Es decir, por qué, en ciertas situaciones históricas, el hecho subordinación social se convierte en el objeto opresión y, en consecuencia, se torna en base de un antagonismo y genera las correspondientes prácticas de resistencia. Y ello porque, como Laclau y Mouffe arguyen, la opresión no está implícita en la subordinación social ni, por tanto, la lucha contra la subordinación puede ser el resultado de la situación de subordinación misma, como si fuera algo inevitable o natural. En contra de lo que una observación poco exigente podría sugerir, ni subordinación social y opresión son planos continuos ni, en consecuencia, existe una continuidad causal entre ambas. Pues aunque, por supuesto, la subordinación social es una condición necesaria para que la opresión pueda cobrar vida, no es, desde luego, una condición suficiente. Y, por tanto, no sólo deberíamos mantener a ambas instancias analíticamente separadas, sino que, además, es preciso esclarecer, en cada caso, las causas que hacen que una relación de subordinación pase a ser una relación opresiva. Según la argumentación de Laclau y Mouffe, lo que hace que la subordinación social se transforme, en ciertas ocasiones, en opresión es la existencia de unas determinadas condiciones discursivas, esto es, el hecho de que la subordinación social sea hecha significativa mediante un cuerpo específico de categorías. En particular, mediante categorías modernas como las de igualdad, derechos naturales o libertad. Desde esta perspectiva, la opresión no es la expresión natural de la subordinación social, sino sólo una de las formas, histórica y discursivamente particular, en que dicha subordinación ha sido objetivada. O dicho de manera más sencilla, el que los individuos conciban, sientan o experi22 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Towards a Radical Democratic Politics, Londres, Verso, 1985. En lo que sigue, indico las páginas entre paréntesis.
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menten su subordinación social como una situación de opresión no depende de la existencia misma de aquélla o de sus efectos materiales, sino que depende de que sea conceptualizada mediante un determinado patrón de significado. Sólo entonces la subordinación social deviene criterio definidor de los intereses y las identidades, establece las razones y los términos de la resistencia y se hace intolerable. Y de ahí que, según Laclau y Mouffe, llegados a este punto, el problema sea explicar cómo a partir de las relaciones de subordinación (relaciones en las que un agente está sometido a las decisiones de otro) se constituyen las relaciones de opresión (relaciones de subordinación que se han transformado en sedes de un antagonismo). Pues, como decía, una relación de subordinación no es, en sí misma, una relación antagónica (153-154). Como sentencian ambos autores, «"siervo", "esclavo", etc., no designan en sí mismos posiciones antagónicas; es sólo en términos de una formación discursiva distinta, tal como, por ejemplo, "derechos inherentes a todo ser humano" que la positividad diferencial de esas categorías puede ser subvertida, y la subordinación construida como opresión. Esto significa que no hay relación de opresión sin la presencia de un "exterior" discursivo a partir del cual el discurso de la subordinación pueda ser interrumpido» (154). Desde este punto de vista, por tanto, la percepción de la subordinación social como opresión no es, como sostendría la historia social, el resultado de un acto de toma de conciencia. Lo que los individuos hacen no es tomar —o no— conciencia de su opresión, sino construir significativamente ésta a partir de la subordinación social y, por tanto, el que esos individuos acepten o no su subordinación, le atribuyan uno u otro significado o le concedan mayor o menor relevancia en sus vidas dependerá de la matriz categorial que le apliquen en cada caso. Y lo mismo cabe decir de las modalidades de conducta que esa subordinación genera y, en particular, de la resistencia a ella. Tampoco esa conducta es una respuesta a la existencia de la subordinación social misma, sino a su articulación específica como opresión. Por supuesto, arguyen Laclau y Mouffe, se podría admitir que siempre que hay poder hay resistencia, pero acto seguido debería añadirse que «es solamente en ciertos casos que las resistencias adoptan un carácter político y pasan a constituirse en luchas encaminadas a poner fin a las relaciones de subordinación en cuanto tales» (152-153). Éste es el caso, según Laclau y Mouffe, de la relación entre subordinación y opresión de las mujeres. Según ellos, puesto que hasta el siglo xvii el conjunto de discursos que construían a las mujeres como sujetos las fijaban pura y simplemente en una posición subordinada, el 93
feminismo como movimiento de lucha contra la subordinación de las mujeres no podía emerger. Para que el feminismo surgiera, hizo falta que se produjera una ruptura discursiva, un desplazamiento del viejo discurso por otro nuevo. Por tanto, aunque es cierto que históricamente ha habido múltiples formas de resistencia de las mujeres a la dominación masculina, lo realmente relevante para el análisis histórico es que es sólo bajo ciertas condiciones y formas específicas que ha podido nacer un movimiento feminista que reivindica la igualdad (igualdad jurídica, primero, y en otros aspectos, más tarde) (153). Y es, en efecto, sólo en el momento en que «el discurso democrático» va a estar disponible para articular las diversas formas de resistencia a la subordinación, cuando existirán las condiciones que harán posible la lucha contra los diferentes tipos de desigualdad, incluida la de las mujeres. Es sólo cuando se opera un desplazamiento del discurso democrático desde el «campo de la igualdad política entre ciudadanos al campo de la igualdad entre los sexos» que la opresión femenina, y el feminismo, pueden constituirse (154). En otras palabras, que para que el objeto opresión de la mujer (y su forma correspondiente de práctica, el feminismo) emergiera, fue preciso que «el principio democrático de libertad e igualdad se hubiera impuesto como nueva matriz del imaginario social —o, en nuestra terminología: que hubiera pasado a constituir un punto nodal fundamental en la construcción de lo político. Esta mutación decisiva en el imaginario político de las sociedades occidentales tuvo lugar hace doscientos años, y puede definirse en estos términos: la lógica de la equivalencia se transforma en el instrumento fundamental de producción de lo social» (154-155). Esto es lo que Laclau y Mouffe denominan, siguiendo a Tocqueville, como «revolución democrática», término que designa «el fin del tipo de sociedadd jerárquica y desigualitaria, regida por una lógica teológicopolítica en la que el orden social encontraba su fundamento en la voluntad divina. El cuerpo social era concebido como un todo en el que los individuos aparecían fijados a posiciones diferenciales. Un cuerpo social en el que «la política no podía ser más que la repetición de relaciones jerárquicas que reproducían el mismo tipo de sujeto subordinado» (155). El «momento clave» de esta revolución democrática fue la Revolución Francesa, pues con ella surgen un nuevo imaginario social y la afirmación de la soberanía popular, es decir, aparece una nueva legitimidad y se instaura un nuevo modo de institución de lo social (155). Esta ruptura con el Antiguo Régimen, simbolizada por la Declaración de Derechos del Hombre, «proporcionará las condiciones discursivas que permiten plantear a las diferentes formas de desigual94
dad como ilegítimas y antinaturales, y de hacerlas, por tanto, equivalerse en tanto que formas de opresión». Aquí radica la profunda fuerza subversiva del discurso democrático, «que permitirá desplazar la igualdad y la libertad hacia dominios cada vez más amplios, y que servirá, por tanto, de fermento a las diversas formas de lucha contra la subordinación». Como es el caso del movimiento obrero del siglo xlx, cuyas demandas fueron construidas, justamente, mediante las categorías de este nuevo discurso democrático (155). Por supuesto, desde la perspectiva de la historia discursiva, el proceso descrito no sólo está en la base de la conversión de los fenómenos sociales en objetos, sino que es también el proceso mediante el cual la sociedad, en su conjunto, es objetivada y, en particular, mediante el cual ha sido objetivada, en la época moderna, específicamente como sociedad (esto es, como estructura objetiva, autónoma y autorregulable que opera como fundamento causal de la práctica, las relaciones y las instituciones sociales). De manera que, con el advenimiento de la nueva historia, también el concepto convencional de sociedad se ha resquebrajado y disuelto, al mismo tiempo que el propio concepto era reconstruido por los nuevos historiadores sobre nuevas bases. Una reconstrucción que se inicia con la historización del concepto de sociedad y que culmina en la redefinición radical de la naturaleza de la sociedad (o lo social) en tanto que objeto (así como de la noción de causalidad asociada a él). A este respecto, por tanto, la nueva historia comienza llamando la atención sobre el hecho de que aunque, como puntualiza Patrick Joyce, el proceso de reificación o naturalización al que se ve sometido todo concepto lo convierte en concepto de sentido común, ello no debe hacernos perder de vista que la noción de sociedad es un constructo histórico y que «la idea de que la "sociedad" constituye un sistema fue una manifestación particular de esta más larga historia de la "sociedad", una manifestación que adoptó una forma más clara en el siglo XVIII»23. Es, efectivamente, en ese momento cuando la realidad social y las relaciones interpersonales comienzan a ser concebidas como un dominio que trasciende la voluntad de los individuos y es independiente de ella, a la vez que es resultado involuntario de sus acciones. Es decir, como un dominio gobernado por sus propias leyes y dotado de un mecanismo interno de estabilidad y de cam23 Patrick Joyce, Democratic Sujects, págs, 1-2 y 5. Por supuesto, la genealogía de la categoría de sociedad es un asunto que trasciende los objetivos de este ensayo. En todo caso, éste es un tema sobre el que existe una accesible y cada vez más abundante bibliografía a la que se puede recurrir.
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bio que, en virtud de ello, opera como el fundamento de la vida humana (reemplazando así a la religión como el fundamento último del orden y como marco ontológico de la experiencia humana). Hasta aquí, sin embargo, no hay ninguna novedad. La obra de reconstrucción teórica propiamente dicha comienza cuando los nuevos historiadores añaden que esta definición o conceptualización de la realidad social no es el resultado de un descubrimiento, sino de una construcción. Es decir, que la noción de sociedad no apareció porque se hubieran discernido las leyes que gobiernan la sociedad humana, sino porque ésta fue reconstruida significativamente mediante nuevos parámetros categoriales. Y, por tanto, el concepto de sociedad no es la etiqueta designativa de un fenómeno realmente existente, sino la categoría mediante la cual, en un momento dado, las relaciones sociales son hechas significativas y convertidas en objeto (en este caso, en el objeto «sociedad»). Como dice Keith M. Baker, no estamos ante el descubrimiento de la sociedad, «como si ésta fuera una positividad cuya verdadera realidad estuviera esperando simplemente a ser revelada por el eclipse de la religión», pues «la sociedad no es la sólida realidad percibida por los ojos humanos tan pronto como se desencantaron de la religión» —ésta no es, de hecho, más que la versión del propio discurso moderno. Es decir, la sociedad no es «un hecho objetivo bruto», sino una cierta construcción significativa de la realidad social instituida como práctica. Lo cual no implica, como subraya Baker, negar que la interdependencia de las relaciones humanas existe como tal, sino simplemente que «esta interdependencia podría ser construida de muchas posibles formas». Sociedad no es más que la particular construcción conceptual de esa interdependencia forjada durante la Ilustración24. Algunas de las repercusiones historiográficas de esta redefinición del concepto de sociedad son obvias (aunque aquí me limitaré a reseñar brevemente dos de ellas). Para empezar, si la categoría de sociedad, acuñada en la época moderna, no es la etiqueta designativa de un fenómeno objetivo (esto es, independiente de y previo a la mediación de la propia categoría), sino que es, por el contrario, una forma históricamente específica de construcción significativa de la esfera social, entonces ello implica que esta última no constituye una instancia objetiva, ni debe ser considerada como tal en el análisis histórico. O lo que 24 Keith M. Baker, «Enlightenment and the Institution of Society: Notes for a Conceptual History», en Willem Melching y Wyger Velema (eds.), Main Trends in Cultural History, Amsterdam, Rodopi, 1994, pág. 114. A esta obra pertenecen también algunas de las expresiones utilizadas en el párrafo anterior (págs. 111-113 y 119).
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es lo mismo, dicha redefinición implica que el concepto de sociedad (en el sentido de estructura social) queda privado de todo contenido epistemológico y de toda capacidad cognitiva y, por tanto, que la noción de causalidad social pierde toda utilidad como herramienta de análisis social. No obstante, puesto que de la causalidad social se trata en un capitulo posterior, aquí aludiré sólo a la otra implicación, mucho más concreta. El advenimiento de la nueva historia no sólo ha supuesto la disolución de los conceptos de sociedad y de causalidad social, sino, además, la reconstrucción de éstos, con la consiguiente restricción de su vigencia histórica y de su pertinencia y aplicabilidad analíticas. Aunque, de hecho, los términos de esta reconstrucción estaban ya implícitos en y se deducen lógicamente de la propia crisis de la noción de sociedad. Digamos, en primer lugar, que, al proceder a esa reconstrucción, lo que la nueva historia niega, exactamente, como hemos visto, no es que la sociedad exista; lo que niega es que ésta sea, como creía la historia social, un fenómeno objetivo y, consiguientemente, universal. Por el contrario, según la nueva historia, se trataría de una construcción discursiva y, por tanto, su existencia sería exclusivamente moderna (y de ahí que no sea correcto extrapolar y aplicar la noción de sociedad —ni, por tanto, la de causalidad social— a situaciones históricas, pasadas o presentes, en las que ésta no existe como tal). Pero, en segundo lugar, lo esencial es que ello quiere decir, entonces, que la nueva historia tampoco niega, exactamente, que la sociedad sea una estructura objetiva y que determine la práctica de los individuos (y, por tanto, que existan relaciones de causalidad social). Lo que hace es afirmar que esto sólo ocurre en aquellas circunstancias históricas en las que la esfera social ha sido articulada como «sociedad». Es decir, que sólo en aquellos casos en los que los individuos están situados en el área de influencia de la categoría moderna de sociedad y, en consecuencia, operan y organizan su práctica, efectivamente, mediante dicha categoría y, en concreto, definen sus intereses, identidades o expectativas a partir de sus condiciones sociales de existencia, se puede decir que dicha práctica está socialmente determinada. Lo que implica, a su vez, que si la esfera social ha podido operar, en ciertas ocasiones, durante los dos últimos siglos, como una estructura objetiva, ello se ha debido no a que lo sea, sino simplemente a que ha sido articulada como tal. Y, por tanto, que si multitud de individuos y grupos —como, por ejemplo, en el caso del movimiento obrero de base clasista— se han definido identitariamente y han actuado en función de su posición social, ello no se ha debido a que estén realmente determi97
nados por ésta, sino a que ésta había sido previamente articulada como fundamento de la identidad y de la acción. De lo que se sigue, entonces, que ni siquiera en el período moderno, en el que la «sociedad» y la causalidad social tienen una existencia efectiva, se puede considerar a la esfera social como el fundamento causal de la experiencia y de la práctica, pues incluso en este caso éstas continúan estando causalmente vinculadas a la mediación discursiva, no al referente social, o, si se prefiere, a la sociedad en tanto que objeto, no a la sociedad en tanto que fenómeno real25. Ésta es la razón por la que, como han señalado algunos autores, en lo que atañe al estudio de la sociedad moderna, el análisis histórico ha de desplazarse «del supuesto de una "sociedad" objetiva al estudio de cómo se formó la categoría de "lo social"»26. Pues si, en efecto, también en este caso, los individuos se comportan como lo hacen no por sus condiciones materiales de existencia, sino porque éstas han sido discursivamente objetivadas como sociedad, entonces, para comprender y explicar dicho comportamiento hemos de centrar nuestra atención analítica en el proceso de objetivación mismo. Es en dicho proceso, y no en las circunstancias vitales, donde se encuentra el origen causal de la práctica. Y un similar «movimiento discursivo»27 hemos de realizar si queremos comprender y explicar, en general, la gestación y las pautas de evolución de la sociedad moderna, la emergencia de las identidades que la encarnan, los conflictos que la atraviesan o la aparición de ciertas problemáticas no concebibles con anterioridad. De igual modo que sólo un análisis histórico de la génesis y del despliegue práctico de la categoría de sociedad pueden hacer inteligibles todas aquellas acciones orientadas a actuar sobre la propia sociedad, es decir, a controlar las condiciones de reproducción social. Pues no debemos perder de vista que el hecho de que la sociedad haya sido 25 Y lo mismo cabría decir, por supuesto, de la otra categoría organizadora básica de la vida social moderna, la de individuo o sujeto racional. Si ésta ha operado como guía de la práctica, no lo ha hecho en tanto que fenómeno objetivo (que no existe), sino en tanto que objeto, esto es, en tanto que una de las formas históricamente específicas de articular a los individuos, a los cuerpos y, en consecuencia, de conferirles identidad (así como, por supuesto, de articular a la propia sociedad, aunque en este caso no como estructura objetiva, sino como agregado espontáneo de sujetos racionales). 26 Nicholas B. Dirks, Geoff Eley y Sherry B. Ortner (eds.), Culture/Power/History. A Reader in Contemporary Social Theory, Princeton, Princeton University Press, 1994, pág. 29. En similares términos lo expresa Geoff Eley en «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two Decades Laten», pág. 217. 27 La expresión es de Geoff Eley, ibíd., pág. 217.
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objetivada discursivamente como una entidad originaria es lo que explica que, durante el período moderno, «lo social» se haya convertido en una forma de gobernación, a la que tan estrechamente ligadas están las formas de conocimiento. Es decir, se haya convertido, por un lado, en un objeto de teoría-conocimiento y en materia de estudio y, por otro, en un objeto de intervención reguladora, en un objetivo de la política o espacio de intervención práctica. Es esa objetivación discursiva la que explica que se conciba a la sociedad como susceptible de control técnico y a la práctica en términos de ingeniería social y, por tanto, la que hace inteligible el cúmulo de acciones tendentes a controlar, planificar, regular, orientar o dirigir los procesos sociales28. Pero no nos desviemos más de nuestro camino, que no es, en esta ocasión, el de la investigación histórica. Anotaré, simplemente, para finalizar, que, también en este caso particular, parece ser que la desnaturalización del concepto de sociedad no sólo ha situado en primer plano a la historia de la formación de conceptos, sino que la ha convertido en la piedra angular de la teoría social.
28 Sobre este asunto, véase Patrick Joyce (ed.), The Social in Question, Londres, Routledge, en prensa.
CAPÍTULO 4
Intereses e identidades I La redefinición de la naturaleza y la génesis de la objetividad social y la simultánea reconstrucción del concepto de experiencia efectuadas por la nueva historia llevan implícitas, como es fácil deducir, la reconstrucción de otros dos de los conceptos capitales del análisis histórico, los de interés e identidad. A este respecto, lo que los nuevos historiadores argumentan, en esencia, es que si, como he expuesto, toda experiencia de la realidad social está discursivamente mediada, entonces los intereses y las identidades de los individuos no están inscritos en su posición social (o en cualquier otro referente), sino que más bien se constituyen, en tanto que fenómenos históricos, como consecuencia de una particular articulación o construcción significativa de ésta. Pero veámoslo más de cerca, comenzando por el concepto de interés. Para apreciar mejor los términos y el calado de la redefinición del concepto de interés acometida por la historia postsocial, deberíamos recordar, siquiera brevemente, que en el paradigma objetivista los intereses de los individuos, de manera general, se localizan en y son generados por su posición socioeconómica. Y así, por ejemplo, los pobres, los esclavos, los campesinos, los artesanos, los obreros fabriles modernos o los miembros de la clase media tendrían, con independencia de que sean o no conscientes de ello, unos intereses específicos en razón de su pertenencia a una determinada categoría social. De modo que los intereses operan como un auténtico nexo causal entre estructura social y 101
acción consciente, ya que las aspiraciones, las expectativas o los fines que los individuos se proponen satisfacer, realizar o alcanzar son inherentes a, derivan lógicamente de y están determinados por sus condiciones sociales de existencia. Es cierto, por supuesto, que se admite que a veces este nexo causal se ve perturbado por la falsa conciencia, pero ello no invalida el esquema teórico descrito. Además, aunque, con el advenimiento de la historia sociocultural, esta perspectiva objetivista fue reformulada, su núcleo teórico permaneció, como sabemos, intacto. Según los historiadores socioculturales, los individuos poseen intereses sociales, pero, a diferencia de lo que creía la historia social, éstos no se manifiestan y operan históricamente de manera espontánea, sino sólo una vez que han sido discernidos, reconocidos o hechos conscientes en el curso de la práctica. Es necesario que se produzca este desvelamiento activo de los intereses sociales para que éstos se encarnen en acción. Por eso, en la historia sociocultural, la acción consciente continúa estando vinculada al ser social, pero no directamente, sino a través del ser percibido (y de ahí, como dije, que el análisis histórico deba añadir un momento interpretativo al inicial momento explicativo). La nueva historia asume, y toma como punto de partida, esta suerte de deslizamiento teórico desde los intereses a la identidad o ser percibido, en la medida en que también ella mantiene que los intereses sólo operan socialmente si tienen una existencia consciente y, por tanto, que habría que desechar la noción de interés oculto o inconsciente de la historia social. Los actores históricos pueden no tener conciencia (y generalmente no la tienen) del origen y del proceso de constitución de los intereses que los mueven a actuar de una cierta manera, pero desde luego no pueden ser inconscientes de los intereses mismos, pues entonces éstos no podrían motivar sus acciones. Los intereses, para ser factores históricos, han de ser hechos de conciencia. Sin embargo, el acuerdo entre ambos tipos de historia acaba en este punto, pues acto seguido la nueva historia pone en duda que los intereses sean sociales, en el sentido de que tengan una existencia previa en las condiciones sociales de vida y sean definidos por éstas. Por el contrario, según la nueva historia, los intereses de los individuos no dimanan de su posición social ni, por tanto, emergen mediante un acto de toma de conciencia, sino que se constituyen como consecuencia del significado que esa posición social adquiere en el seno de una determinada formación discursiva. Desde su punto de vista, las propiedades sociales no son, por sí mismas, sustancias de interés, sino sólo si son articuladas como tales. Como cualquier otra entidad subjetiva, los intereses son traídos a la vida por una operación de articulación y, por tanto, los in102
dividuos no reconocen o disciernen sus intereses, corno si éstos estuvieran preconstituidos en la esfera social (o en cualquier otro referente), sino que los construyen discursivamente. En contra de lo que cree la historia sociocultural, el lenguaje no proporciona simplemente a los individuos el vocabulario mediante el cual éstos formulan sus intereses sociales, sino que es el que les permite concebir a los intereses sociales mismos. Es la trama de categorías que conforma ese lenguaje la que, al ser aplicada a las condiciones sociales, hace que éstas sean concebidas en unos u otros términos y generen los correspondientes intereses. Y, por tanto, éstos no pueden tener existencia histórica ni operar como factores causales al margen de esa operación de articulación. En suma, que tampoco en esta ocasión la nueva historia se limita a secundar el mencionado deslizamiento teórico hacia el ser percibido, sino que, además, procede a la desvinculación causal de éste con respecto al ser social (lo que, en la práctica, implica la disolución de este último)1. En efecto, según la nueva historia, lo que la investigación histórica está poniendo de manifiesto es que los intereses de los individuos no tienen una naturaleza social, por lo que, como diría Margaret R. Somers, deberíamos dejar de imputar a las personas un conjunto particular de intereses por el hecho de ser miembros de una categoría social2. En contra del supuesto ampliamente admitido por los historiadores, el lugar que los individuos ocupan en las relaciones sociales no implica, por sí mismo, unas ciertas aspiraciones o expectativas vitales y, por tanto, ni existen intereses socialmente auténticos, ni conductas socialmente adecuadas o anómalas. Según la nueva historia, los intereses se constituyen en una esfera distinta y mediante un proceso diferente al supuesto por el paradigma causalista social. Es la matriz categorial o imaginario social vigente en cada caso el que, al dotar de significado a las propiedades o situaciones sociales, hace posible que éstas adquieran la condición de fundamento de los intereses de los individuos3. Pues 1 Es decir, que aunque los nuevos historiadores se refieren siempre a los intereses en tanto que fenómenos históricos, explícitos (pues es en tanto que tales que condicionan la práctica social), han abandonado toda noción de interés esencial, pues dicha noción fue analíticamente pertinente mientras la discusión y la indagación histórica giraron en tomo a la mayor o menor adecuación entre conciencia y estructura social, pero ha dejado de serlo una vez que la existencia de esta última ha sido puesta en entredicho. 2 Margaret R Somers, «Narrativity, Narrative Identity, and Social Action: Rethinking English Working-Class Formation», Social Science History, 16, 4 (1992), pág. 606. 3 Y de ahí, precisamente, que, como argumenta Mariana Valverde, para dar cuenta de la acción social sea imprescindible identificar las categorías fruto de cuya mediación han surgido dichos intereses. (Mariana Valverde, «The Rhetoric of Reform: Tropes and the Moral Subject», International Journal of the Sociology of Law, 16 [1990], pág. 65.)
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dado que la realidad social carece de significados intrínsecos, los intereses asociados a ella no pueden constituir una entidad social preexistente; por el contrario, esos intereses no son, como dice Keith M. Baker, más que «un principio de diferenciación», pues se forjan como resultado de la posición relativa que los individuos o grupos pasan a ocupar al ser incorporados a un sistema de diferencias de carácter discursivo. Y, por tanto, los intereses de un individuo —así como los conflictos de intereses en los que se ve implicado— no están simplemente dados en suposición social, sino que dependen de la relación significativa que ésta entabla con las demás posiciones sociales4. Es precisamente el hecho de que los intereses no estén dados en una estructura social ontológica y prediscursiva, lo que nos obliga a explicar, en cada caso, por qué ciertas posiciones sociales generan ciertos intereses, y no dar por supuesto, como hace la historia social-sociocultural, que entre ambos existe un vínculo causal o de necesidad lógica. Asimismo, el hecho de que su naturaleza sea discursiva, y no social, es lo que explicaría que posiciones sociales similares generen intereses diferentes, así como que los intereses sean productos históricos precarios e inestables que están permanentemente sometidos a procesos de redefinición o reconstrucción5. Los cambios de las condiciones discursivas no sólo obligan a los individuos a reformular sus intereses y demandas tradicionales y a basarlas en nuevos diagnósticos sociales (con el fin de ganar eficacia práctica), sino que, además, posibilitan la aparición y enunciación de nuevos intereses y demandas cuya existencia no era posible con anterioridad. Es esto lo que ocurre, por ejemplo, durante las revoluciones liberales, cuando la institucionalización del discurso moderno convierte a la participación política en un interés primordial de los estratos inferiores del Tercer Estado o cuando, como sugiere Keith M. Baker, la irrupción de dicho discurso genera el interés en la abolición del feudalismo, al lograr que las relaciones feudales dejen de ser concebidas como naturales. Un interés que, por tanto, no está contenido en, ni es causalmente deducible de, la relación feudal 4 Keith Michael Baker, Inventing the French Revolution, Nueva York, Cambridge University Press, 1990, pág. 5. En palabras del propio Baker, «en cualquier sociedad razonablemente compleja, los individuos pueden ser vistos como ocupando numerosas posiciones relativas frente a otros individuos, y, por tanto, como poseyendo numerosos "intereses" potencialmente diferenciadores». 5 Como escribe Keith M. Baker, «la naturaleza del "interés" (o diferencia) que cuenta en cualquier situación particular —y, en consecuencia, las identidades de los grupos sociales relevantes y la naturaleza de sus demandas— está siendo continuamente definida (y redefinida)» (ibíd., págs. 5-6).
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misma, sino que se gesta en el propio proceso de rearticulación discursiva de ésta. A este respecto, no es que, como argüiría la historia social, el discurso moderno-liberal sea el medio a través del cual los campesinos hacen explícitos unos intereses previamente existentes, sino que es el medio en que sus intereses se constituyen como tales. Un campesino sólo puede llegar a estar interesado en abolir el feudalismo una vez que éste ha sido desnaturalizado por un discurso externo, pero no mientras lo siga articulando mediante las categorías del propio discurso feudal. Y por eso, como arguye Baker, a menos que tomemos en cuenta esas nuevas condiciones discursivas, seremos incapaces de explicar «el significado de los acontecimientos "sociales"» que se produjeron durante el llamado Gran Miedo del verano de 17896. Como sabemos, con esta redefinición del concepto de interés, la nueva historia destierra toda noción de falsa conciencia, pues ésta implica, precisamente, la existencia de intereses sociales objetivos. Sin embargo, si los intereses no están inscritos en la posición social, entonces no hay conciencias verdaderas o falsas con respecto a ésta (ni, tampoco, conductas normales o desviadas), sino simplemente diferentes formas de articulación de los intereses a partir de esa posición. Y, por consiguiente, en aquellas situaciones en las que los actores sociales parecen no actuar en conformidad con (o incluso hacerlo en oposición a) los intereses que supuestamente poseen en razón de su posición social (por ejemplo, los campesinos que apoyan la contrarrevolución liberal o los obreros que votan al conservadurismo), no se trata de que dichos actores tengan una falsa conciencia de sus intereses, sino más bien de que han articulado éstos mediante una matriz categorial que no es la considerada como estándar. Como tampoco deberían interpretarse tales conductas como expresiones inmaduras del ser social o como vías indirectas de realización de los intereses sociales (de modo que, por ejemplo, la mencionada resistencia campesina antiliberal no sería sino el cauce, ideológicamente disfrazado, de la revuelta campesina). Por supuesto, la afirmación de que no existen intereses sociales no debe interpretarse, como a veces ocurre, en un sentido estrechamente literal. Lo que esa afirmación significa no es, en modo alguno, que los intereses carezcan de una base social o que sean socialmente arbitrarios, pues es evidente que todo interés se constituye siempre a partir de un referente, sea social o material. Es decir, aparece como respuesta a una cierta situación social o vital. Tampoco significa que los intereses, como sostiene el revisionismo, sean meras creaciones políticas o ideo6 Keith
Michael Baker, ibíd., pág. 5.
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lógicas, o sea, subjetivas. Lo que la nueva historia rechaza es la concepción esencialista social de los intereses y, por tanto, lo que esa afirmación significa, exactamente, es que los intereses no son objetivos, en el sentido de que no son algo que está implícito en la esfera social y se hace explícito en la conciencia de los individuos. Como sabemos ya, lo que la nueva historia afirma no es que los factores socioeconómicos son irrelevantes, sino que su contribución a la constitución de los intereses se realiza siempre a través de la mediación de un determinado patrón discursivo, y que, por consiguiente, ello implica que un factor socioeconómico dado sólo deviene criterio definitorio de los intereses y comienza, en virtud de ello, a modelar la conducta de los individuos si —y sólo si— éstos lo han dotado discursivamente de tal significado, y no por su mera existencia. Las condiciones sociales constituyen, sin duda, el imprescindible soporte material de los intereses, pero no son su fundamento causal. Dicho de otro modo, los intereses, en tanto que fenómenos históricos, no se gestan en la esfera social, sino en el espacio de significación resultante de la interacción entre ésta y una matriz discursiva y, por tanto, ni existen con anterioridad a la mediación del discurso, ni tienen exterioridad con respecto a éste. Por supuesto, una vez que los referentes sociales han sido articulados, los intereses resultantes se nos aparecen como sus efectos naturales, pero ello no debería confundirnos y hacernos perder de vista que el nexo entre ambos es natural sólo dentro de unas particulares coordenadas discursivas y que, por tanto, no se hubiera podido establecer sin la presencia de éstas. Del hecho de que los intereses no sean sociales no debe inferirse, tampoco, como he indicado, que éstos sean creaciones subjetivas sin conexión alguna con el contexto social. Aunque esta conclusión aparece, de manera recurrente, en el debate sobre la cuestión de los intereses, es claro que se trata de una conclusión que sólo tiene sentido si operamos con un modelo teórico dicotómico, pero que carece de él una vez que dicho modelo ha sido trascendido. El que los intereses no sean objetivos no implica, en modo alguno, que sean subjetivos, sino simplemente que tienen un origen distinto al supuesto tanto por los historiadores materialistas como por los idealistas. En la fase historiográfica actual, el debate sobre el concepto de interés ya no consiste en una confrontación entre idealismo y materialismo, sino entre, por un lado, éstos y, por otro, una historia basada en el concepto de mediación discursiva. Y para esta última, el discurso es el medio en el que se constituyen los intereses, mientras que la ideología (política) es meramente el vocabulario con el que los individuos hablan de ellos. 106
Ciertamente, este nuevo concepto de interés puede ser bastante perturbador y no siempre es fácil de asimilar. En una cultura historiográfica profundamente impregnada de reflejismo o representacionismo, dicho concepto parece entrar en conflicto con el más elemental sentido común. Es cierto que en algunos casos podría admitirse que la conexión causal entre situación social e intereses no es tan patente como la historia social ha tendido a considerar, pero cuando se trata de intereses inmediatos de índole económica o material, el carácter causal de la conexión no parece ofrecer duda. En estos casos, los intereses aparecen como meras respuestas naturales y, por tanto, las conductas resultantes no sólo estarían inequívocamente inducidas por la vida material, sino que serían las únicas posibles y esperables. Por supuesto, hay situaciones en las que esas respuestas no se producen o se retrasan, pero ello sería una mera anomalía pasajera. Y así, por ejemplo, tarde o temprano, todos los individuos sometidos a unas condiciones socioeconómicas desfavorables acabarán no sólo por rebelarse, sino que lo harán de una manera similar. Sin embargo, desde la perspectiva de la nueva historia, ésta parece ser, incluso en tales casos, una conclusión precipitada. Y no sólo porque la respuesta no siempre se produzca y no siempre sea similar; es decir, no sólo porque la contingencia y la heterogeneidad sean rasgos no accidentales, sino consustanciales. Esto, al fin y al cabo, ya lo señaló la historia sociocultural. Es una conclusión precipitada, sobre todo, porque incluso en estos casos tan elementales la emergencia de los intereses implica siempre una operación de construcción significativa, por rudimentaria que ésta sea. Como ya he indicado, incluso en las situaciones de cruda explotación económica, ésta no se hace intolerable y genera el interés por su mitigación y, mucho menos, por su erradicación, hasta que no es objetivada mediante la propia categoría de explotación. O lo que es lo mismo, hasta que la relación de explotación no es discursivamente desnaturalizada. Como ya observó, hace tiempo, Patrick Joyce, las relaciones económicas, por muy explotadoras que sean (en el sentido técnico o moral), no poseen un significado unívoco, sino que se presentan a los ojos de las personas de incontables maneras, dependiendo —añado yo— de la matriz categorial que se le aplique7. Y, por tanto, aunque es obvio que el mencionado interés precisa, para su surgimiento, de la existencia previa de unas relaciones económicas de explotación, también lo es que éstas no generan di7 Patrick Joyce, Visions of the People. Industrial England and the Question of Class, 1848-1914, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pág. 16.
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cho interés por sí mismas, sino en la medida en que han sido dotadas de un significado específico (moral, económico, político, histórico...). Es por ello que, desde esta perspectiva teórica, decir, por ejemplo, que el esclavo de galeras está interesado en dejar de serlo, el obrero en mejorar su salario y sus condiciones de trabajo o las mujeres en acabar con su subordinación8 no pasa de ser una mera trivialidad empírica, carente de valor explicativo alguno y, por tanto, analíticamente irrelevante (además de ser, probablemente, un flagrante anacronismo histórico). Y ello porque lo que en dichos ejemplos se hace, simplemente, es constatar la existencia de una relación entre situación social e intereses, pero se elude la cuestión realmente crucial, a saber, por qué tales «intereses» se activan o no en determinadas circunstancias históricas y por qué lo hacen de una manera y no de otra. Pues aunque es un hecho empíricamente obvio que entre situación social e interés hay un nexo, la respuesta convencional basada en la noción de toma de conciencia es insatisfactoria precisamente porque es incapaz de explicar por qué la primera genera históricamente al segundo, es decir, por qué sólo en ciertas circunstancias (y no en todas) esclavos de galeras, obreros y mujeres manifiestan interés por emanciparse (o, si se prefiere, por qué la emancipación se hace pensable, concebible y, por tanto, deseable). La respuesta de la nueva historia es que dicho interés no se activa por sí mismo o a través de la experiencia, sino sólo cuando sus respectivos referentes sociales son convertidos por los individuos en objetos significativos mediante la aplicación de un cierto patrón discursivo. Sin la intervención de éste, dichos «intereses» jamás se hubieran convertido en intereses propiamente dichos. Puesto que toda reacción frente al entorno social implica y moviliza un sistema de significados, los intereses no se activan eh el vacío significativo, como resultado simplemente de un acto de autorreflexión o de desmistificación, como si los individuos se encararan con su situación social y acabaran, de un modo un otro, por reconocer su esencia. Por el contrario, los intereses no se enuncian nunca en términos significativamente neutros y, por tanto, los motivos que se aducen están siempre discursivamente impregnados (y no sólo socialmente anclados). Y, en consecuencia, para que esclavos de galeras, obreros y mujeres llegaran, en cierto momento, a la convicción de que su situación no era natural y de que estaban interesados en modificarla no bastó con que dicha situación se diera, sino que fue preciso que desplegaran algún tipo de repertorio catego8 Estos ejemplos están tomados de Terry Eagleton, Ideology. An Introduction, Londres, Verso, 1991, págs. 206-211. [Trad. esp.: Ideología. Una introducción, Barcelona, Paidós, 1997.]
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rial, por elemental que fuese (injusticia, dignidad personal, explotación...) que les permitiera pasar a concebir como no natural una situación que hasta ese momento aparecía como tal. En suma, que, según la nueva historia, el hecho de que los individuos o grupos puedan tener, en un sentido puramente abstracto y ahistórico, ciertos intereses «objetivos» carece de importancia histórica y de interés analítico (además de ser algo empíricamente inescrutable), pues los únicos intereses históricamente existentes son aquéllos que los individuos manifiestan tener. Y en lo que a éstos atañe, están siempre genéticamente vinculados a un patrón discursivo o imaginario social, sin cuya presencia no hubieran podido ni surgir ni ser enunciados. Es esto lo que ocurre, por ejemplo, como he expuesto, en el caso de la relación entre lo que Eagleton denomina «ser una mujer (una situación social) y ser una feminista (una posición política)». Según Eagleton, todas las mujeres no se convertirán espontáneamente en feministas, pero «deberían hacerlo así», y una comprensión desmistificada de su condición social de opresión las llevaría lógicamente en esa dirección9. Esta conclusión, sin embargo, no sólo entraña una especie de teleologismo epistemológico, sino que, desde la perspectiva de la nueva historia, parecería poco plausible, pues implicaría que durante milenios las mujeres fueron incapaces de reconocer sus intereses y que, de pronto, de manera súbita, a partir de finales del siglo XVIII, comenzaron a hacerlo, cada vez más masivamente. Claro que un historiador social sostendría, más propiamente, que el feminismo surgió como consecuencia de la aparición de las condiciones sociales e ideológicas modernas y que su expansión durante el siglo XX se ha debido a los cambios operados en la situación social de las mujeres. Y que, por ejemplo, el auge del feminismo a partir de los años 1960 no sería más que un efecto de la incorporación masiva de las mujeres al trabajo asalariado. Sin embargo, seguiría faltando, en la secuencia de este razonamiento, un eslabón esencial, a saber, el patrón de significados en cuyos términos las mujeres afrontaron experiencial y significativamente su nueva situación sociolaboral. De manera general, el interés de las mujeres por la igualdad o por la emancipación se constituyó históricamente, como vimos, no por la existencia de la subordinación femenina, sino porque a ésta le fueron aplicadas las categorías y la lógica de la equivalencia del discurso moderno. De manera particular, la incorporación masiva al trabajo asalariado no es, por sí misma, la que provoca el auge del feminismo, sino el hecho de que dicha incorporación haya 9 Terry
Eagleton, ibíd., pág. 211.
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sido articulada por categorías discursivas que, como la de trabajo, objetivan el trabajo productivo como base de los derechos civiles, políticos o sociales, obligando, de este modo, a reconocerles tales derechos a los individuos que lo realizan. Dicho de otro modo, que los cambios en su situación socioeconómica tuvieron el efecto que tuvieron porque interactuaron con el referido marco discursivo y que, por tanto, fue dicha interacción la que posibilitó la transformación del estatuto legal, político o cultural de las mujeres. Parece ser, como he sugerido, que la resistencia a aceptar la naturaleza discursiva, y no objetiva, de los intereses disminuye cuando éstos no son tan materialmente inmediatos, sino más complejos en su definición y alcance. Es esto lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de la relación entre clase obrera y revolución social, uno de los episodios capitales de la historia moderna. Durante mucho tiempo, los historiadores tendieron a considerar como obvio que la condición socioeconómica de los obreros (carencia de propiedad, sometimiento a explotación económica, posición subordinada en las relaciones de producción, bajo nivel de vida...) implicaba, de algún modo, que éstos tenían un interés objetivo por el cambio social revolucionario. Y ello con independencia, como he subrayado, de que dicho interés operara de manera espontánea o fuera activado simbólicamente. Sin embargo, según la nueva historia, no parece ser así, y si durante tanto tiempo lo pareció fue —aparte, obviamente, de por la propia práctica del movimiento obrero— porque la cuestión era analizada mediante el mismo imaginario social que había generado el interés por la revolución social. Y por eso, en cuanto nos situamos fuera de ese imaginario o, al menos, en sus límites, lo que habíamos percibido como un efecto natural o como un proceso objetivo, se nos revela como un efecto retórico. Por supuesto, no cabe duda de que existe un vínculo entre condición obrera y revolución social y que la segunda es una respuesta, empíricamente constatable, a la primera. Pero ese vínculo es sólo material o factual, no causal, pues para que pudiera establecerse fue preciso que la propia condición obrera fuera conceptualizada mediante categorías como explotación, clase o revolución social o, simplemente, como «cuestión social» o problema que había que resolver. Por tanto, no es que el lenguaje moderno-socialista haya hecho explicito un interés que estaba socialmente implícito, sino que fue dicho lenguaje, con su mediación, el que constituyó ese interés como tal. De hecho, afirmar que el interés en la revolución social estaba implícito en la clase obrera no sólo sería aventurado, pues es imposible de comprobar, sino también analíticamente irrelevante. Sabemos, eso sí, que, en ocasiones, la clase obrera ha teni110
do tal interés, pero no que éste sea objetivo. Y de ahí que autores como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe sentencien que, aunque, desde luego, clase obrera y socialismo no son incompatibles, no es posible deducir lógicamente intereses fundamentales en el socialismo a partir de la posición de la clase obrera en el proceso económico10. II Un proceso similar de redefinición teórica ha experimentado, asimismo, el concepto de identidad (entendida ésta, de manera genérica, como sentido consciente del yo, individual o colectivo). Al igual que las demás ciencias sociales o que jóvenes disciplinas como los estudios culturales, también el campo de los estudios históricos se ha visto agitado por un vivo debate sobre la cuestión de la identidad, lo que ha permitido a los historiadores hacer su propia contribución a esa «auténtica explosión.11 de interés por esta cuestión que se ha producido durante los últimos años. El resultado de dicho debate ha sido la aparición de una nueva noción de sujeto, diferente tanto del sujeto racional de la historia idealista como del sujeto social de la historia materialista. Antes de entrar, sin embargo, en materia, conviene recordar que el punto de partida del debate historiográfico sobre la identidad se encuentra en la reacción crítica de la historia social contra la noción de individuo o sujeto racional. La historia tradicional concebía a los individuos como sujetos naturales, autónomos, originarios, unitarios y estables y, por tanto, como agentes racionales y plenamente conscientes que son los autores centrados de la práctica social y, por tanto, la base y origen de las relaciones sociales. Y de ahí que, para dicha historia, la investigación histórica consista en una empresa hermenéutica, interpretativa o comprensiva cuyo propósito es recuperar las motivaciones de los agentes. Para la historia social, por el contrario, la identidad no es ni un atributo natural, sino una construcción social, ni una entidad fija, sino una forma histórica de cierre o punto de sutura que cambia en función de las circunstancias sociales. Los individuos derivan su 10 Ernesto Laclau and Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Towards a Radical Democratic Politics, Londres, Verso, 1985, pág. 84. 11 La expresión es de Stuart Hall, una de las voces más destacadas del reciente debate sobre la identidad. («Introduction: Who Needs "Identity"?», en Stuart Hall y Paul du Gay (eds.), Questions of Cultural Identity, Londres, Sage, 1996, pág. 1.)
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identidad, del lugar que ocupan en las relaciones sociales y, por tanto, los sujetos no son más que expresiones, históricamente específicas, de las condiciones sociales de existencia, pues son éstas últimas las que establecen los términos en que los individuos se autoperciben y se caracterizan a sí mismos. De hecho, según la historia social, la propia noción de individuo o sujeto racional no es más que una representación ideológica de las condiciones sociales modernas y, en particular, del ascenso de la burguesía (y de ahí que dicha historia haya desechado la noción de acción humana). En la historia sociocultural, al otorgarse a la mediación simbólica, cultural o narrativa una función activa en el proceso de constitución de la conciencia, el concepto de identidad se ha hecho más complejo y dinámico. Según los historiadores socioculturales, aunque la identidad esté implícita en el referente social, se realiza como tal en la esfera subjetiva, pues no emerge (y se proyecta en acción) de manera espontánea, sino sólo al ser experiencialmente discernida y transformada en autoconsciencia. Por ello la identidad, aunque inscrita en un sistema de relaciones estructurales, goza de una autonomía relativa. De este modo, al definirlo como una entidad práctica y al añadir el ser percibido al ser social, la historia sociocultural acentúa aun más la condición fluida, contingente, inestable y fragmentada del sujeto, así como su carácter multifacético y plural. Como consecuencia de ello, ha surgido una imagen de los sujetos en la que éstos toman la forma de una especie de figura poliédrica, incluso caleidoscópica, compuesta de caras o facetas distintas y resultante de la conjunción, a veces conflictiva, de múltiples referentes identitarios (clase, raza, género, sexo, nación, religión, etc.) que se reordenan y rejerarquizan continuamente en el flujo de la vida social y en función de las estrategias vitales de los propios sujetos. Un concepto de identidad, en suma, mucho más rico en matices, más atento a los pliegues y modulaciones de la vida cotidiana y con una mayor ambición y capacidad de análisis concreto. Aunque, no obstante, como ya subrayé al tratar de la evolución interna del paradigma causalista social, la historia sociocultural jamás trasciende los límites de éste y, por tanto, aunque redefine la forma de la identidad, no altera en nada la naturaleza última de ésta, que sigue siendo considerada como un atributo social objetivo. La identidad se realiza en la esfera cultural, pero su origen se encuentra en un contexto social con capacidad para determinar significativamente —y no sólo materialmente— la conciencia de los individuos. También en este asunto, la historia sociocultural está gobernada por la lógica conceptual del modelo dicotómico y, por consiguiente, la discusión, al adoptar la forma de una tensión 112
entre estructura y acción, entre individuo y sociedad, queda reducida, en última instancia, a decidir a cuál de las dos instancias se concede la primacía causal. A medida, sin embargo, que el modelo teórico dicotómico se ha ido desnaturalizando, la discusión sobre la identidad ha adoptado un nuevo perfil y la indagación histórica ha reorientado su mirada, comenzándose así a trascender esa suerte de impasse teórico, de dilema irresoluble, en el que parecía encontrarse sumido, en este punto, el debate historiográfico. De modo que, con el surgimiento de la nueva historia, la reflexión y la discusión sobre la identidad han entrado en una fase cualitativamente nueva. Y ello aunque sólo sea porque la crítica de los nuevos historiadores no se dirige ya únicamente contra la noción de sujeto racional, sino también contra la de sujeto social. Por supuesto, los nuevos historiadores son conscientes de que la concepción subjetivista de la identidad continúa teniendo un enorme peso en la profesión histórica y hasta es hegemónica en numerosos ámbitos, pero consideran que en el plano teórico dicha concepción ha sido ya irreversiblemente socavada, que ha desaparecido de la investigación histórica de vanguardia y que el combate contra ella pertenece, pese al auge del revisionismo, a una etapa del debate historiográfico ya superada. Y de ahí, según ellos, que sea la noción de sujeto social la que hoy reclame un especial esfuerzo de escrutinio crítico12. Así pues, la historia discursiva inicia su reconsideración teórica del concepto de identidad en el punto en que la había dejado la historia sociocultural. La nueva historia parte del supuesto de que los sujetos o formas de identificación social, es decir, las maneras en que individuos y grupos perciben quiénes son, son entidades históricas, y no esencias universales y autónomas. Parte, asimismo, de la premisa sociocultural 12 Es por ello que, desde la perspectiva de la disciplina histórica, resulta tan llamativo, desconcertante y teóricamente decepcionante que una parte sustancial de la discusión sobre la identidad no sólo continúe anclada en esa fase primitiva de lucha contra el subjetivismo (e, incluso, contra el esencialismo biológico), sino, sobre todo, que presente como si fueran novedosos unos argumentos que tienen una larguísima vida en la ciencia social. Esto es lo que se observa, por ejemplo, en la larga ristra de obras consagradas a atacar a la concepción esencialista de la mujer, del yo, de la raza, del sexo o de la nación mediante la mera historización de éstos, es decir, mediante el postulado de que todos ellos son construcciones sociales o creaciones culturales. Sin embargo, aunque la noción de identidad natural no haya desaparecido de la ciencia social —ni haya indicios de que lo vaya a hacer en el próximo futuro—, una vez que ha sido puesta en cuestión la noción de identidad social, no podemos continuar oponiendo a la primera simplemente los argumentos convencionales del causalismo social. Ello no sólo nos desvía y aleja del centro del debate, sino que nos impide hacer cualquier contribución renovadora a éste.
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de que las identidades no son estados, sino posiciones, que son entidades diferenciales o relacionales y que, por tanto, no conforman un todo homogéneo, sino plural y fracturado. Ahora bien, la nueva historia da un paso más. Y no sólo, como acabo de decir, porque someta también a crítica a la noción de sujeto social o porque renueve los argumentos contra el sujeto racional, sino, sobre todo, porque no se limita a historizar la identidad o a complejizar su fisonomía, sino que procede, además, a redefinir por completo su origen y naturaleza. Para empezar, la nueva historia deja de plantear la discusión sobre la identidad en términos dicotómicos, afirmando que la identidad no es ni un atributo natural ni una construcción social o cultural (ni una combinación de ambos), sino que constituye un fenómeno histórico de naturaleza distinta y cuya génesis es imposible de captar y de explicar mediante el esquema dualista convencional. Con lo cual, del mismo modo que, en su momento, la historización de la subjetividad disolvió la noción de identidad natural, así la crisis del concepto de sociedad está provocando la disolución de la de identidad social. Esta ha sido, de hecho, una de las implicaciones fundamentales del desarrollo reciente de la investigación histórica y del debate historiográfico. Y es que si, en efecto, la realidad social no constituye una estructura objetiva, entonces la identidad de las personas no puede ser la expresión de su posición social; al contrario, si los significados nacen de la interacción entre realidad social y matriz categorial heredada, entonces la identidad, como entidad significativa que es, se forja también como resultado de dicha interacción. O dicho de otro modo, entonces toda identidad es siempre afirmada a través de un proceso de significación posibilitado por un determinado patrón de significados. Y, en efecto, ésta es la premisa teórica básica de la nueva historia. Lo que ésta sostiene es que la identidad de los individuos —esto es, la forma en que éstos se conciben y caracterizan a sí mismos, y en razón de la cual actúan— no es una mera expresión de la posición que ocupan en las relaciones sociales, sino, más bien, el efecto de una particular articulación metanarrativa de dicha posición y de la experiencia de ella. A pesar de la aparente continuidad lógica que existe entre la identidad y su referente social, hasta el punto de que tendemos a ver a la primera casi como una suerte de secreción natural del segundo, la conexión entre ambas instancias no es objetiva ni, en consecuencia, se establece a través de una operación de representación. La identidad no es una propiedad o condición que los referentes sociales poseen y de la que los individuos llegan, de una manera u otra, a ser conscientes y a proyectar en acción. Por el contrario, la identidad surge como conse114
cuencia de una determinada objetivación del propio referente, y, por tanto, para que la conexión entre ambos se establezca y la identidad pueda alcanzar existencia consciente no basta con que el referente exista, sino que es preciso, además, que sea articulado como objeto de identidad, esto es, como criterio definitorio de ésta. Y dado que esto es algo que se produce, siempre, como resultado de la aplicación de una determinada matriz categorial o sistema de diferencias, lo que ocurre, entonces, no es que los individuos se reconocen o descubren a sí mismos como sujetos y agentes, sino más bien que se construyen significativamente como tales al aplicar una rejilla clasificatoria de origen discursivo. Ello significa que, también en este caso, habría que dejar de imputar a los individuos una cierta identidad por pertenecer a una cierta categoría social, pues no es esa pertenencia la que les confiere su identidad, sino, en todo caso, el hecho de que dicha pertenencia haya sido articulada como identitariamente relevante. Es decir, que también en lo que a la constitución de la identidad respecta, los referentes sociales son causalmente inertes y sólo se activan al ser incorporados a un patrón de significado. De lo que se sigue un doble supuesto de enorme trascendencia para el análisis histórico. Por un lado, que la identidad está causalmente vinculada al objeto, no al referente (su vínculo con éste es puramente material, fáctico). Y, por otro lado, que los objetos de identidad no preexisten a las identidades, sino que ambos, objetos e identidades, se constituyen simultáneamente en el mismo proceso de articulación del contexto social, pues para que sujeto y objeto emerjan y puedan entrar en relación, es preciso que exista con anterioridad un adecuado espacio de significación. Y es así, por ejemplo, que categorías como la de clase no sólo construyen la identidad de clase, sino la clase misma en tanto que objeto. Así pues, lo que la nueva historia sostiene, en esencia, es que las identidades no están implícitas en sus referentes ni son, por tanto, meras manifestaciones conscientes de éstos. Por el contrario, es el imaginario social vigente en cada momento el que, al conferir al contexto su existencia significativa, adjudica también su significado al lugar que los individuos ocupan en él y, por tanto, forja su autopercepción y los convierte en sujetos y agentes dentro de ese contexto. Es decir, que es el dominio de lo discursivo el que establece por adelantado los criterios mediante los cuales los propios sujetos se constituyen a sí mismos13. 13 No he podido resistir la tentación, en este punto, de parafrasear la sentencia de Judith Butler (Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity, Londres, Routledge, 1990, pág. 1).
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De manera concreta, es dicho imaginario el que delimita el espacio de emergencia de los sujetos y establece los modos posibles de subjetivación, pues es el que acota ciertos componentes de esa realidad como referentes identitarios. Es decir, el que establece qué rasgos físicos, sociales, económicos o de otro tipo, definen la identidad de los individuos y, de este modo, configura como sujetos específicos a los portadores de tales rasgos. Por decirlo en términos ya familiares, lo que la nueva historia sostiene es que las categorías de subjetivación o identificación no son posteriores a, sino que preceden siempre no sólo a la identidad, sino al propio objeto de identidad, y, por tanto, que dichas categorías no son meras etiquetas designativas o expresiones ideológicas de identidades previamente existentes, sino que son las que, al desplegarse históricamente, generan las diferentes formas de identidad. Desde este punto de vista, la manera en que las personas se identifican a sí mismas (individual o colectivamente) depende de los patrones de subjetivación suministrados en cada caso por un cierto imaginario social. Las personas no se definen, se sienten y actúan, en tanto que sujetos, de una u otra manera, por el simple hecho de poseer ciertos rasgos, sean sociales o naturales, sino en la medida en que esos rasgos hayan adquirido, en virtud de un esquema de clasificación identitaria dado, la condición de rasgos definidores de la personalidad. De modo que, como se dijo, cuando los individuos se autoperciben y se autoidentifican, no están simplemente describiéndose o reconociéndose como miembros de una categoría social, sino asumiendo el significado identitario que ésta posee. Y así, por ejemplo, fue la aparición y entronización histórica de categorías como las de individuo racional, clase o nación lo que hizo posible que, a partir de cierto momento, las personas comenzaran a sentirse y comportarse como tales. Pues fueron dichas categorías las que hicieron posible que las cualidades naturales, el lugar ocupado en las relaciones de producción o el lugar de nacimiento se convirtieran en y operaran como fundamento identitario de las personas involucradas. Por supuesto, este proceso de construcción identitaria puede quedar enmascarado por la propia identidad, en la medida en que ésta se presenta como natural y estable. Y así, por ejemplo, como dice Joan W. Scott, la imposición de un categorial (y universal) estatuto-desujeto (el obrero, el campesino, la mujer, el negro) ha enmascarado las operaciones de diferencia en la organización de la vida social, pues todas esas categorías, al ser tomadas como fijas, han contribuido a solidificar el proceso de construcción del sujeto, ocultándolo antes que haciéndolo evidente, naturalizándolo antes que analizán116
dolo14. Pero ello no debe hacernos perder de vista que es en dichas operaciones de diferencia donde radica el origen de estas formas de sujeto. El que las condiciones discursivas precedan a la aparición de las identidades —y no a la inversa— es lo que lleva, por ejemplo, a Patrick Joyce a poner en cuestión la tesis de Jürgen Habermas de que la esfera pública o la sociedad civil son la expresión del ascenso de la burguesía. En realidad, argumenta Joyce, lo que Habermas presenta como explicación (la burguesía) es lo que de hecho hay que explicar, pues la burguesía, en tanto que sujeto —y no, por supuesto, en tanto que fenómeno social—, es una consecuencia de la aparición y despliegue social de la categoría moderna de sociedad civil, no su causa generadora. Es decir, que no es que la burguesía haya creado el discurso moderno, sino que fue la aparición de éste lo que permitió a la burguesía concebirse como sujeto y constituirse en agente. O, en palabras del propio Joyce, fue el discurso y la práctica de la sociedad civil y la esfera pública lo que «permitió a un grupo de personas verse a sí mismas en primer lugar como "burguesas"»15. Y lo mismo cabría decir de otras modalidades modernas de identidad, como la identidad sexual. Como ya apunté, lo que la prolongada y voluminosa investigación realizada en este campo pone de manifiesto es que fue la aparición de la categoría de sexualidad la que, al articular las prácticas sexuales como criterios de individuación, convirtió a los individuos en sujetos sexuales. Y, por tanto, fue el mismo proceso histórico que creó la identidad sexual el que construyó al sexo (hecho biológico) como objeto (base de la identidad)16. Así pues, desde la perspectiva de la historia postsocial, el lenguaje no simplemente nombra a los sujetos, sino que los trae a la vida, los hace aparecer. No es que, como creía hasta ahora la historia, los individuos expresen su identidad a través del lenguaje disponible, sino que la construyen mediante el propio lenguaje. Y, por tanto, la identidad no es algo que los individuos portan o que el contexto social les impone, 14 Joan
W. Scott, «The Evidente of Experience», Critical Inquiry, 17 (1991), págs. 791-792. Joyce (ed.), Class, Oxford, Oxford University Press, 1995, pág. 183. 16 La bibliografa existente sobre historia de la sexualidad escrita desde esta perspectiva es tan abundante que no puede ser citada aquí. Como introducción general, sugiero Arnold I. Davidson, «Sex and the Emergence of Sexuality», Critical Inquiry, 144 (1987-1988), págs. 14-48, o D. M. Halperin, «Is there a History of Sexuality?», History and Theory, 28, 3 (1989), págs. 258-274. Una magnífica síntesis se podrá encontrar, asimismo, en la «Introducción» a Francisco Vázquez García y Andrés Moreno Mengíbar, Sexo y razón. Una genealogía de la moral sexual en España (Siglos XVI-XX), Madrid, Akal, 1997. 15 Patrick
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sino una posición que el discurso les asigna al articularlos mediante un particular sistema de diferencias. En este sentido, se podría decir que los sujetos se constituyen como resultado de la interpelación que el discurso hace a los individuos (si se nos permite utilizar un viejo término que, aunque polémico, es sumamente expresivo)17. Lo que esta afirmación significa es que si es el discurso, y no el referente social, el que establece las pautas de constitución de la subjetividad, entonces los individuos devienen sujetos al ser movilizados por y encuadrados en las formas de identidad inherentes a una formación discursiva dada. Es decir, que al ser portador de una rejilla clasificatoria de identificación, el patrón discursivo realmente induce o fuerza a los individuos situados en su ámbito de influencia a clasificarse, individual o colectivamente, mediante dicha rejilla. Y, por tanto, se podría decir, según la terminología habitual, que efectivamente el discurso llama y recluta a los individuos como sujetos. De modo que, como se dijo, los individuos no se identificarían a sí mismos por el hecho de poseer unos ciertos rasgos, sino porque son interpelados en tanto que poseedores de ellos y, por tanto, si esos rasgos los movilizan como sujetos y agentes lo hacen en la medida en que —y sólo una vez que— han sido objetivados como marcas de subjetivación. Esta concepción de la identidad es la que lleva, por ejemplo, a Keith M. Baker a poner en duda que las divisiones sociales de la Francia de finales del siglo XVIII impliquen, de algún modo, la constitución del Tercer Estado como sujeto histórico y agente político. Por mucho que hayamos tendido a razonar como si dichas divisiones estuvieran predestinadas a convertirse en identidades políticas, ello no es así. Lo que en realidad hace que aparezca esa nueva forma de identidad política es la puesta en juego de una nueva matriz categorial (que Baker denomina «cultura política») que objetiva ciertos rasgos sociales como base de los intereses y de la identidad y convierte, en virtud de ello, a sus portadores en sujetos específicos. Concretamente, lo que convierte al Tercer Estado en sujeto político, enfrentado a los estamentos privilegiados, es la aplicación de categorías como la de trabajo-propiedad, que hacen de la realización de una actividad productiva un criterio relevante de pertenencia a la nación. Y, por tanto, el Tercer Estado no de17 El concepto de interpelación, que procede de Jacques Lacan, fue utilizado por Louis Althusser, aunque en este caso en relación con la noción de ideología. Aquí he tenido especialmente en cuenta la reelaboración de dicho concepto realizada por autores como Stuart Hall. (Véanse sus «Signification, Representation, Ideology: Althusser and the Post-Structuralist Debates», Critical Studies in Mass Communication, 2, 2 [1985], págs. 102-103, e «Introduction: Who Needs "Identity"?», págs. 5-7.)
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viene sujeto histórico simplemente porque sus miembros compartan ciertas condiciones sociales (el ser productivos, frente a los privilegiados improductivos), sino porque esas condiciones sociales adquieren la condición de objetos de identidad merced a la puesta en juego de la ecuación categorial trabajo-nación. Y lo mismo podría decirse de la división posterior del Tercer Estado en diferentes grupos de identidad. Por eso, como sostiene Baker, en lugar de dar por supuesto que esta distinción entre los órdenes privilegiados y el Tercer Estado es objetiva, que constituye «la división social más básica» o que es un efecto de la propia posición social, es necesario mostrar cómo y por qué dicha distinción se convirtió súbitamente en el criterio básico de identificación, en la distinción crucial sobre la que ahora parecía girar la verdadera definición del orden social y político y, en consecuencia, en el fundamento causal de la práctica de sus miembros18. De este modo, la nueva historia continúa atribuyendo a las identidades la triple característica de ser entidades contingentes, inestables y diferenciales, pero lo hace en un sentido algo distinto al de la historia sociocultural. Para esta última, las identidades son contingentes porque, aunque están implícitas en la esfera social, pueden hacerse o no conscientes dependiendo de que sean o no experiencial y simbólicamente discernidas. Para la nueva historia, sin embargo, las identidades son contingentes no sólo históricamente, sino, sobre todo, socialmente. Y ello porque su existencia no está prefigurada en el referente social, sino que depende de que se den las adecuadas condiciones discursivas. Es decir, que, para la nueva historia, las identidades son contingentes no porque puedan o no emerger, sino porque pueden o no nacer. Como he expuesto, es imposible saber de antemano, y con independencia de las mencionadas condiciones discursivas, qué referente habrá de convertirse en referente identitario, en criterio definidor de la subjetividad, pues el objeto de identidad no es algo que está aguardando a ser descubierto y a hacerse manifiesto, sino algo que se constituye en el proceso mismo de articulación de la realidad social. Como dice Joan W. Scott, «la aparición de una nueva identidad no es inevitable o está determinada», la identidad no es «algo que siempre estuvo ahí simplemente esperando a ser expresada» (como tampoco es «algo que siempre existirá en la forma que le fue dada en un particular movimiento político o en un momento histórico particular»)19. 18 Keith 19 Joan
M. Baker, Inventing the French Revolution, pág. 6. W. Scott, «The Evidence of Experience», pág. 792.
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Es por ello, precisamente, por lo que no podemos atribuir un valor normativo a ningún objeto de identidad, ni tampoco establecer jerarquías epistemológicas entre las diversas formas de identidad, como si unas fueran naturales, ontológicamente plenas o superiores a las demás. Como he subrayado, del hecho de que, en una situación histórica dada, un cierto referente se haya convertido en objeto de identidad no puede inferirse que en todos los casos ocurra lo mismo y que cuando esto no es así se debe a que el proceso de creación de la identidad no se ha consumado, está aún en una fase primitiva o ha sido obstaculizado por la falsa conciencia. O, simplemente, que los individuos implicados son presa de la alienación, en el sentido de que han fracasado en su intento de autoconocerse. Sin embargo, dado que la identidad no está causalmente vinculada al referente, sino al objeto, el hecho de que posiciones sociales similares generen formas de identidad diferentes (o no generen ninguna) no debe interpretarse como una anomalía, sino simplemente como una consecuencia de que dichas posiciones sociales han sido articuladas mediante patrones discursivos diferentes. Es esto lo que explica, por ejemplo, que sociedades con divisiones de clase similares, presenten sin embargo identidades de clase tan diferentes, o incluso que carezcan de ellas. En segundo lugar, la nueva historia admite que las identidades son inestables, por mucho que, en ocasiones, como puntualiza James Vernon, para poder tener un «sentido se acción colectiva», puedan presentarse como naturales y fijas, como ocurre con la identidad de clase de los partidos socialistas decimonónicos o con la identidad femenina resultante de la aplicación del concepto de ciudadanía (y que supone la exclusión política de las mujeres)20. Sin embargo, para la nueva historia, las identidades no son inestables únicamente porque las condiciones sociales lo sean, sino porque lo son las condiciones discursivas que, en cada caso, las estabilizan. Por consiguiente, la nueva historia no se limita a historizar las identidades (eso ya lo hizo, décadas atrás, la historia social), sino que, además de negar la fijeza natural del sujeto, niega también su fijeza social. Es en este nuevo sentido, y no en el convencional, en el que la nueva historia concibe la no fijeza de la identidad, y de ahí que propugne el abandono no sólo del esencialismo natural, sino también del esencialismo social (es decir, de la idea de que, como dice Joan W. Scott, «existen identidades fijas, que se nos hacen visibles como hechos sociales o naturales»)21. Por lo tanto, la nue20 James Vernon, «Who's Afraid of the "Linguistic Turn"? The Politics of Social History and its Discontents», Social History, 19, 1 (1994), pág. 90. 21 Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», pág. 791.
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va historia propone una concepción de la identidad que subraya su no fijeza y que la considera como un orden inestable de múltiples posibilidades. Pero lo que subraya, sobre todo, es que la unidad provisional de toda identidad es construida a través del discurso y mediante sus factores de ordenación diferencial22. Queda claro, por tanto, en tercer lugar, que para la nueva historia las identidades son entidades diferenciales no sólo por su forma, sino, sobre todo, por su naturaleza. La nueva historia da por supuesto que toda identidad se fragua a partir del. contraste con y de la exclusión de otras posibilidades de identificación, es decir, mediante la creación de un efecto de frontera. Es indudable que toda identidad requiere de un exterior constitutivo que, aunque suprimido, está siempre presente (y de ahí que toda identidad esté siempre amenazada por lo que ha dejado fuera). Y así, por ejemplo, en la constitución de toda pareja de identidades (masculina/femenina, de raza blanca/negra, homosexual/heterosexual o proletariado/burguesía), no sólo un término depende del otro (con frecuencia de manera jerárquica), sino que ambos se implican mutuamente. No obstante, la nueva historia mantiene, además, que toda identidad es diferencial en razón de su proceso de constitución, pues es el resultado de la aplicación de un sistema de diferencias, y no simplemente de la existencia de una gama relacional de referentes sociales. Éstos son, en esencia, los términos en que la. nueva historia ha redefinido la naturaleza de los sujetos de acción consciente o subjetividades históricas orientadas a la práctica. Lo esencial de esta redefinición es que la identidad deja de ser considerada como una propiedad (natural o social) que el lenguaje designa y transmite y deviene una propiedad que se constituye dentro del propio lenguaje. Y es por eso que, para la nueva historia, el sujeto no es más que una posición discursiva. Ello no quiere decir, sin embargo, como ya he subrayado en relación con el concepto de interés, que las identidades carezcan de base social, sean socialmente arbitrarias o se constituyan con independencia de las condiciones sociales. Si así fuera, estaríamos ante una especie de funcionalismo o constructivismo lingüísticos. Tampoco, por supuesto, quiere ello decir que, como sostiene el revisionismo, las identidades sean creaciones ideológicas o políticas y, por tanto, subjetivamente 22 Algunas expresiones han sido tomadas de Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two Decades Later», en Terrence McDonald (ed.), The Historic Turn in the Human Sciences, Ann Arbor, University of Michigan Press, pág. 220.
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autónomas, pues es evidente que toda identidad no sólo está históricamente situada, sino socialmente anclada. De hecho, como diría Joan W. Scott, la nueva historia ha conseguido hacer aún más visible al sujeto como entidad histórica23. En realidad, lo único que la nueva historia afirma es que toda identidad tiene una dimensión discursiva, en el sentido básico de que las categorías mediante las cuales las personas se perciben y caracterizan a sí mismas forman parte de un patrón discursivo. Y que, en consecuencia, aunque el referente social constituye la base material de la identidad, carece de toda función objetiva en la constitución de ésta. Como argumenta Scott en otro lugar, tratar el surgimiento de una nueva identidad como un acontecimiento discursivo no es introducir una nueva forma de determinismo lingüístico, es simplemente rechazar una separación entre «experiencia» y lenguaje e insistir por el contrario en la capacidad productiva del discurso24. Por consiguiente, el que los individuos devengan sujetos al ser discursivamente interpelados no quiere decir que esa interpelación tenga lugar en el vacío social. El discurso no interpela a individuos abstractos, ahistóricos, aislados, sino a individuos socialmente situados, con los que interactúa y a los que moviliza como sujetos en razón de sus particulares propiedades sociales. En este sentido, la nueva historia no niega que la posición social impulsa a los individuos a agruparse y constituir sujetos colectivos; lo que niega es que éste sea un movimiento objetivo, sino, por el contrario, un movimiento desencadenado desde el exterior por un cierto imaginario social. Tomemos el ejemplo de la identidad obrera clasista. Ciertamente, los obreros se agrupan identitaria y políticamente en tanto que obreros, pero lo que hace que esto ocurra no es simplemente que compartan una similar posición socioeconómica, sino el hecho de que sean interpelados por el discurso clasista (del mismo modo que décadas atrás los trabajadores nutrieron a la identidad de pueblo porque fueron interpelados por el discurso moderno-radical y por sus categorías de pueblo, individuo, derechos naturales o ciudadanía)25. 23 Joan W. Scott, «The Tip of the Volcano», Comparative Studies in Society and History, 35, 3 (1993), pág. 439. 24 Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», págs. 792-793. 25 Esta es la razón, precisamente, por la que la vieja discusión sobre la base social del movimiento obrero (si artesanos u obreros industriales) ha quedado obsoleta y ha tenido que ser replanteada, pues lo que explica la aparición del movimiento obrero como forma de identidad y de práctica no son tanto los cambios socioeconómicos como la interacción de éstos con un régimen discursivo que convierte en objetos identitarios a entidades o hechos como la propiedad, el trabajo, la explotación, la posición de clase o la exclusión del sistema político.
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No hace falta decir que este nuevo concepto de identidad lleva implícito, también, un nuevo orden del día para la investigación histórica o, como diría Joan W. Scott, un auténtico «cambio de objeto»26. Pues si las identidades no están implícitas en sus referentes y si, por tanto, no emergen a través de un acto de toma de conciencia o de discernimiento simbólico, sino que lo hacen merced a una operación de construcción significativa, entonces, efectivamente, para explicar la aparición de una identidad ya no basta con sacar a la luz su vínculo referencial. A partir de ahora, será preciso dilucidar, además, qué condiciones discursivas permitieron a dicho referente convertirse en referente identitario (y, a la vez, hicieron que otros referentes fueran ignorados o excluidos). Y, por tanto, si queremos responder a la pregunta de por qué, o «sobre qué bases, en diferentes momentos y lugares, la no fijeza de la identidad deviene temporalmente fija, de un modo que capacita a los individuos y grupos para comportarse como un tipo particular de agente, político o de otro tipo»27, habremos de desentrañar la lógica interna, así como las posibilidades y contradicciones, significativas y prácticas, de la trama categorial subyacente en cada caso. Lo cual nos obliga, a su vez, como sabemos, a tomar el surgimiento de los conceptos como un acontecimiento histórico que requiere una nueva explicación y, por tanto, a desentrañar igualmente el proceso de constitución de la propia trama categorial, pues a él remite, en última instancia, el origen de los sujetos. Esta nueva agenda es la que parece guiar a la propia Joan W. Scott en su obra sobre la historia del feminismo francés28. Lo que esta obra muestra es que lo que podríamos denominar como sujeto feminista (esto es, la mujer entendida como sujeto de derechos) nació como consecuencia de la aparición de un espacio discursivo, el moderno-liberal, que permitió a las mujeres pensar su situación social, política y legal en términos de igualdad y diferencia y generar, de ese modo, una nueva conciencia de sí, con su correspondiente lógica práctica. Como estudia ampliamente Scott, esta nueva forma de identidad femenina tiene su origen en la interacción entre lo que ella llama discurso republicano (integrado por categorías como igualdad, libertad o derechos naturales) y la situación social de las mujeres. Como glosa, a este respecto, Dena Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», pág. 792. Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two Decades Later», pág. 220. 28 Joan W. Scott, Only Paradoxes to Offer. French Feminists and the Rights of Man, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1996. Indico las páginas entre paréntesis. Véase asimismo, su «French Feminists and the Rights of "Man": Olympe de Gouge's Declarations», History Workshop, 28 (1989), págs. 568-572. 26
27 Geoff
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Goodman, «la insistencia de Olympe de Gougues de que las mujeres tenían los mismos derechos políticos que los hombres y necesidades especiales que demandaban protección» fue una función «de los parámetros discursivos establecidos por la declaración [de los Derechos del Hombre y del Ciudadano] y la legislación subsiguiente»29. De manera concreta, según Scott, fue la aparición de los «discursos universalistas, particularmente los discursos del individualismo abstracto y del deber social y los derechos sociales», lo que permitió a las mujeres «concebirse a sí mismas como agentes políticos, incluso aunque esos mismos discursos negaran la acción política a las mujeres» (15). Es el mismo discurso que excluye políticamente a las mujeres el que, al reconocerlas como agentes civiles, las construye como sujetos y, por tanto, el que engendró el feminismo (20). Desde este punto de vista, la nueva identidad femenina no surgió como resultado de un acto de toma de conciencia de los atributos o derechos naturales de las mujeres; no fue, como diría Scott, ni el efecto de un acto de reconocimiento ni la etapa final de «una historia de progreso acumulativo hacia una meta siempre esquiva» (1). Fue, más bien, la consecuencia de una construcción significativa de la posición de las mujeres realizada mediante un discurso históricamente específico. Es la aplicación de éste la que dota al hecho mujer de su nueva objetividad identitaria y el que, por tanto, reconstruye las relaciones sociales y políticas entre hombres y mujeres y genera la nueva modalidad de conflicto. De modo que la identidad feminista no es más que una de las muchas articulaciones posibles de la identidad femenina, y no una especie de realización plena o suprema de ésta. Por supuesto, al engendrar la identidad feminista, el discurso moderno engendra también al feminismo como movimiento de resistencia. Como argumenta Scott, la acción feminista fue constituida por ese discurso universalista del individualismo (con sus teorías de derechos y ciudadanía) que apela a la «diferencia sexual» para naturalizar la exclusión de las mujeres. Y, por tanto, la acción feminista ha de ser entendida «en términos del proceso discursivo —epistemologías, instituciones y prácticas— que produce los sujetos políticos, que hace posible la acción (en este caso la acción de las feministas) incluso cuando es prohibida o negada» (16). De manera concreta, la acción feminista tiene sus raíces en la «contradicción» generada por el discurso moderno entre la 29 Dena Goodman, «More than Paradoxes to Offer: Feminist History as Critical Practice», History and Theory, 36, 3 (1997), págs. 394-395. Su artículo es una reseña del libro de Scott.
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declaración general de derechos y la plasmación legal y social de éstos, que entraña la exclusión política de las mujeres30. Un conflicto, éste, cuyas pautas son establecidas por el propio discurso, en el sentido de que los conceptos, las demandas, los objetivos, el arsenal argumental y hasta los medios de lucha son definidos, de manera general, por el espacio u horizonte de significatividad instaurado e institucionalizado por el discurso moderno-liberal. Y, por tanto, es este último el que explica y hace inteligible tanto la acción feminista como el conflicto que encarna. Asimismo, el hecho de que la identidad, la acción y las demandas del feminismo estén causalmente vinculadas al marco categorial moderno-liberal y no a la posición social (es decir, al objeto y no al referente), es lo que explica que éstas se transformen a medida que el propio discurso evoluciona a lo largo del siglo XIX. Según Scott, el feminismo y la lucha feminista están en relación (causal) con los dominios discursivos en que los significados mismos de las «mujeres» y sus derechos fueron construidos (104). Y, por tanto, las feministas formularon su reclamación de derechos en términos de epistemologías muy diferentes, y sus argumentos deben ser leídos de este modo —y no como expresión de una conciencia o experiencia femeninas que es trascendental o permanente (13). Puesto que esa relación causal entre marco discursivo y programa feminista se mantiene en vigor a lo largo del tiempo, la historia del feminismo sólo puede ser comprendida como «la articulación de un conjunto de momentos discursivos» y las variaciones del pensamiento feminista a lo largo del tiempo como un producto de las circunstancias discursivas y de las transformaciones del 30 Por supuesto, no se trata de una contradicción, como la historia social sostiene, entre el discurso y un exterior social objetivo (la situación de las mujeres), sino una contradicción engendrada por el discurso mismo y que, por tanto, sólo dentro de él puede cobrar existencia, ser pensable. Es la institucionalización social de las categorías del discurso moderno-liberal y la simultánea constitución de la identidad feminista lo que hace que surja un conflicto entre declaración de derechos y exclusión femenina, un conflicto que, obviamente, no podía existir con anterioridad. Pues la subordinación y exclusión política de las mujeres sólo es motivo de conflicto y de afirmación identitaria una vez que se le aplica el mencionado discurso. Diríamos, por tanto, que estamos ante una contradicción conceptual, más que objetiva, pues como dice la propia Scott, «las repeticiones y conflictos del feminismo» son «síntomas de contradicciones en los discursos políticos (sic) que produjeron el feminismo y a los que éste apelaba y al mismo tiempo desafiaba. Estos discursos fueron los del individualismo, los derechos individuales y la obligación social tal como fue utilizada por los republicanos (y por algunos socialistas) para organizar las instituciones de la ciudadanía democrática en Francia» (3).
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propio discurso liberal-republicano31. Y así, por ejemplo, la coyuntura revolucionaria de 1848 proporcionó al feminismo y a la lucha feminista un nuevo contexto discursivo. Puesto que, en dicha coyuntura, «el derecho al trabajo y el derecho al voto estaban inextricablemente entrelazados» (57), el feminismo formuló sus nuevas demandas de ciudadanía para las mujeres a partir de las categorías de esa nueva situación discursiva, particularmente la categoría de trabajo, que articula el trabajo productivo como base de los derechos políticos. Ello hace que el objetivo prioritario de la lucha feminista pase a ser el reconocimiento del trabajo femenino como equiparable al masculino, pues, como razonaba Jeanne Deroin, el deber de las mujeres de tener y criar a sus hijos es un trabajo productivo que las habilita para tener los mismos derechos que los hombres (57-59). Y la misma relación entre feminismo y situación discursiva se da durante la III República, aunque, en este caso, sea la objetivación de la política como esfera de representación de intereses la que convierte a la exclusión política en base primordial de la identidad y de la acción feministas (99 y ss.). III
Este nuevo concepto de identidad aparece ilustrado, asimismo, por poner otro ejemplo, por la nueva noción de identidad de clase, que se ha ido forjando como consecuencia de la creciente problematización de la conexión entre clase y subjetividad clasista y, en concreto, como consecuencia de la creciente desvinculación causal entre ambas. A este respecto, la conclusión primordial que se ha ido abriendo paso, durante los últimos años, en el terreno de los estudios históricos, es que la identidad o conciencia de clase no es la expresión subjetiva de la existencia de clases sociales, de las condiciones materiales de vida o de los cambios socioeconómicos del período moderno (con la aparición de la denominada «sociedad de clases»), sino que se gesta como consecuencia de la mediación activa de las categorías del imaginario social moderno. Es decir, que más que el resultado de las transformaciones sociales, la identidad de clase nació de una mutación discursiva o, para ser más exactos, de la interacción significativa entre ambos factores. 31 Dena Goodman, «More than Paradoxes to Offer: Feminist History as Critical Practice», pág. 396. Aunque, obviamente, la relación entre feminismo y transformación discursiva no es unívoca, sino dialéctica, pues la acción feminista es, a su vez, uno de los factores de la propia transformación.
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Por supuesto, como dije, la existencia de divisiones clasistas fue un requisito imprescindible para que se constituyera la identidad de clase, pero se trata de un requisito puramente material. Y, por tanto, por mucho que los individuos insertos en el universo discursivo moderno (incluidos los propios historiadores sociales) tiendan a concebir a la conciencia de clase como un efecto natural (más o menos directo) de la clase, lo cierto es que la primera no emergió a través de un acto de toma de conciencia, sino como resultado de la reconstrucción significativa de las posiciones y de las relaciones sociales mediante el molde categorial y la rejilla clasificatoria proporcionados por el discurso moderno. En el caso concreto de la clase como sujeto histórico —y no meramente como grupo de intereses—, ésta se forjó como resultado de la articulación de la posición social mediante las categorías de la variante objetivista del mencionado discurso, singularmente las de sociedad y clase. Como reza el ya citado aserto de Joan W. Scott, conceptos como el de clase han de existir antes de que los individuos puedan identificarse a sí mismos como miembros de tal grupo y puedan actuar colectivamente como tales32. Pues la clase es un dato o fenómeno social históricamente inerte hasta el momento en que es articulado como objeto identitario. De modo que, como resume Patrick Joyce, no sólo la clase no puede ser remitida a un referente «social» externo que es su fundamento, origen o causa, sino que, además, dado que la sociedad no es una estructura objetiva, «los discursos y prácticas organizados en torno al concepto de "sociedad"» no son más que el medio «por el que los individuos, grupos e instituciones pasan a identificarse y organizarse a sí mismos. Entre esos grupos están por supuesto las "clases"»33. Lo cual implica dos cosas. La primera, que la identidad de clase es un fenómeno histórico específicamente moderno, pues sólo en la sociedad moderna puede existir y ser operativa como medio eficaz de acción social (y de ahí que conceptos como los de identidad de clase o lucha de clases no deban ser trasladados a otros contextos históricos). La segunda, que en los casos en que, aun existiendo divisiones clasistas, la identidad de clase no emerge, ello no debe interpretarse como una anomalía o un síntoma de falsa conciencia, sino, simplemente, como una consecuencia del hecho de que no se han dado las condiciones discursivas necesarias para que la clase haya devenido objeto de identidad. 32 Joan W. Scott, «A Reply to Criticism», International Labor and Working-Class History, 32 (1987), pág. 41. 33 Patrick Joyce (ed.), Class, págs. 6 y 183.
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O, lo que es lo mismo, que los individuos han articulado su posición social mediante un patrón discursivo distinto del objetivista moderno y, por consiguiente, poseen otra identidad. Como consecuencia de esta reconstrucción teórica del concepto de identidad de clase, la cuestión historiográfica que hay que resolver ya no es la de dilucidar mediante qué mecanismo (reflejo inmediato o interiorización simbólica) la clase deviene conciencia de clase o cuál es el grado de realización subjetiva de esta última. A partir de ahora, la cuestión historiográfica que debe resolverse es cómo la clase devino objeto identitario, cómo «la clase pasó a estar disponible como base de la cognición y las acciones de las personas»34. Y para ello es preciso no sólo identificar la trama categorial que lo ha hecho posible, sino reconstruir su genealogía, pues, como arguye el propio Joyce, si la sociedad es el fundamento sobre el que se asientan las figuras de clase, figuras que no son sólo hechos sociales sino actores históricos colectivos, entonces, «si queremos comprender las figuras que son su consecuencia, es necesario volver atrás y prestar atención a la historia de ese fundamento»3s De igual modo, como consecuencia de esa reconstrucción teórica, la nueva historia ha situado el debate historiográfico sobre las clases y la lucha de clases en unas coordenadas sustancialmente nuevas. Aunque aquí no puedo extenderme sobre el asunto, digamos que dado que a la premisa sociocultural de que la clase sólo opera como factor histórico si posee vida consciente, la nueva historia ha añadido que esa conciencia nace no del discernimiento experiencial, sino de una operación de construcción significativa, ello nos obliga a modificar los términos convencionales de la discusión. Para empezar, ésta ya no gira en torno a la cuestión del grado de autonomía relativa de la conciencia (pues ello implicaría continuar suponiendo la existencia de una clase objetiva), pero tampoco gira en torno a la cuestión de si la clase determina o no la identidad y la práctica significativa de los individuos, pues la respuesta es a la vez afirmativa y negativa. Digo esto porque la crisis de la historia social ha llevado a algunos historiadores simplemente a negar, de manera general, la determinación de clase y a sostener, en consecuencia, que la identidad de clase, cuando ha existido, ha sido una creación puramente ideológica y política. E incluso han desviado la discusión y la investigación hacia la cuestión de la existencia, empírica, de las propias clases. Dichos historiadores, sin embargo, se limitan a realizar una inversión idealista del objetivismo, pero preservando los 34 35
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Ibíd., pág. 128. Ibíd., pág. 7.
términos básicos del debate y continuando, por tanto, atrapados en sus mismas aportas. La nueva historia, por el contrario, afronta la crisis de la noción objetivista de clase de una manera diferente. Para ella, del hecho de que la clase no sea una entidad objetiva (sino sólo real) no se sigue, en modo alguno, que nunca haya determinado la identidad y la acción de sus miembros, pues en aquellas situaciones, propias del período moderno, en que ha sido objetivada como tal, sí que lo ha hecho. Y, por tanto, para entender y explicar procesos históricos relevantes de la sociedad moderna como, por ejemplo, el movimiento obrero socialista, es imprescindible tomar en cuenta a la clase. De lo que se trata, por tanto, no es de aceptar o rechazar a la clase como factor histórico, sino de redefinir, en el sentido descrito, tanto su naturaleza como la naturaleza de su vínculo con la conciencia y las acciones de los individuos (con la consiguiente reducción temporal y espacial de su impronta histórica). En otras palabras, de distinguir entre clase como fenómeno social y clase como objeto social. Estos son los términos en que está siendo reconsiderada, por ejemplo, la historia del movimiento obrero. Como ya he señalado, lo que la investigación histórica muestra es que esta forma de identidad y de acción social no es un efecto del ascenso del capitalismo, de las condiciones de vida y de trabajo o de la posición en las relaciones de producción de la clase obrera, sino del significado que éstas circunstancias adquieren al serles aplicadas categorías como las de trabajo, propiedad, explotación, sociedad, clase o proletariado. Así como al ser asociadas a expectativas de cambio sociopolítico mediante categorías como la de emancipación racional-revolución. Como argumenta Geoff Eley, cada vez es más difícil sostener que la formación de la clase obrera es el despliegue lógico de un proceso económico y de sus necesarios efectos en los niveles de la organización social, la conciencia y la cultura. Y no sólo porque la clase obrera sea heterogénea y esté segmentada por líneas de raza, género, religión o etnicidad, como han subrayado insistentemente los historiadores socioculturales, sino porque la política de clase obrera (el surgimiento de movimientos obreros y partidos socialistas) no es la expresión causal ni de un interés de clase económicamente definido ni de una posición social estructural. Es decir, porque la clase, como un modo particular de identiddad social, no es el resultado de la clase como hecho social (una posición social definida por la relación con los medios de producción o por algún otro criterio material). Al contrario, la clase como identidad (esto es, la creencia en que la clase era la realidad organizadora de las emergentes sociedades capitalistas y la consiguiente proliferación de prácticas y organizacio129
nes específicas a partir de esa insistencia —como sindicatos y partidos socialistas—), se constituyó como tal en la esfera discursiva, en el sentido de que «la clase emergió como un conjunto de afirmaciones discursivas sobre el mundo social que buscan reordenar ese mundo en sus propios términos». Y de ahí, como se ha dicho, que «la historia de la clase sea inseparable de la historia de la categoria»36. En el caso particular del movimiento obrero radical, como ya se dijo, fueron categorías como las de derechos naturales o sociedad civil las que hicieron posible que el pueblo se convirtiera en sujeto colectivo, a la vez que fueron las que construyeron la democracia como forma específica de poder, pues pueblo es la categoría «en cuyo nombre la sociedad y lo público debían hablar y organizarse»37. Una reinterpretación de este tenor es la que avalan, a mi entender, investigaciones históricas como las de William H. Sewell y Zachary Lockman sobre los orígenes, respectivamente, del movimiento obrero francés y egipcio. En cuanto a la obra de Sewell38, lo que ésta muestra, esencialmente, es que la nueva identidad obrera que aparece en Francia en la década de 1830 no es el resultado de los cambios socioeconómicos, de la proletarización de los artesanos, de la aparición de obreros industriales o de la agudización de los conflictos sindicales, sino que es el resultado de la articulación, por parte de las organizaciones e intelectuales obreros, de las condiciones sociales y políticas mediante las categorías del discurso liberal heredado de la Revolución Francesa y reinstitucionalizado por la Revolución de Julio. Al incorporarse a la nueva situación discursiva y aplicar esas categorías, los trabajadores reconstruyen su identidad colectiva y crean un nuevo sentido de pertenencia y una comunidad de intereses que trascienden tanto al oficio como al viejo marco discursivo corporativo que gobernaba hasta en36 Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two Decades Later», pág. 218. 37 Las expresiones son de Patrick Joyce (ed.), Class, págs. 14-15. 38 William H. Sewell Jr., Work and Revolution in France. The Language of Labor from the Old Regime to 1848, Nueva York, Cambridge University Press, 1980; «La confratemité des prolétaires: conscience de classe sous la Monarchic de Juillet», Annales, E.S.C., 4 (1981), págs. 650-671; «Artisans, Factory Workers, and the Formation of the French Working Class, 1789-1848», en Ira Katznelson y Aristide Zolberg (eds.), Working Class Formation: Nineteenth Century Patterns in Western Europe and the United States, Princeton, Princeton University Press, 1986, págs. 45-70, y «How Classes are Made: Critical Reflections on E. P. Thompson's Theory of WorkingClass Formation», en Harvey J. Kaye y Keith McLelland (eds.), E. P. Thompson. Critical Perspectives, Londres, Polity Press, 1990, págs. 50-77. Indico las páginas entre paréntesis.
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tonces las relaciones entre los trabajadores y de éstos con los patronos y el Estado. En efecto, tras la Revolución de 1830, el lenguaje corporativo continuó siendo útil para los asuntos internos y conservó su eficacia dentro del oficio, pero devino inadecuado e ineficaz en la esfera pública o política, negando a los trabajadores todo acceso a ella e impidiéndoles entrar en comunicación con el Estado y lograr que éste aceptara sus demandas y las convirtiera en normas legales (Work, 194). Como expone Sewell, en las semanas que siguen a la Revolución, los trabajadores se hicieron claramente conscientes de las limitaciones de su lenguaje, pues el Gobierno rechazó sus demandas (prohibición de las máquinas, subida de salarios, tarifas uniformes, regulación del oficio o reducción de jornada) con una mezcla de sobresalto, incomprensión y duros reproches paternalistas, al considerarlas no sólo inaceptables, sino completamente irracionales e inconsistentes y carentes de sentido. La razón de esta actitud es que la concepción corporativa de las relaciones sociales y laborales y las demandas emanadas de ella entraban en franca contradicción con los principios liberales en los que se basaba el nuevo régimen politico y legal y por los que las propias organizaciones obreras habían luchado. En primer lugar, tales demandas entraban en conflicto con la libertad de industria, de trabajo y de contratación, es decir, con el principio de que las relaciones entre obreros y patronos son relaciones entre individuos o ciudadanos libres. Y, por consiguiente, cualquier regulación del oficio suponía una violación de la libertad de industria y toda organización colectiva de los trabajadores era, a los ojos del Estado, una coalición ilegal. En segundo lugar, toda demanda dirigida al Estado había de hacerse individualmente, pues sólo se reconocía como sujetos e interlocutores a los ciudadanos individuales, no a las organizaciones colectivas, identificadas con las instituciones intermedias del Antiguo Régimen (Work, 194-196 y «La confraternité», 651-654). De esta manera, los trabajadores descubren que su lenguaje carece de fuerza moral o incluso cognitiva en la esfera pública y que si desean recuperar la eficacia perdida y restablecer el cauce de comunicación con el Estado han de dotar a sus demandas y a su identidad de un nuevo soporte conceptual; es decir, han de rearticularlas mediante las categorías sociales, políticas, morales y teóricas del discurso liberal que ellos mismos habían contribuido a institucionalizar. Como relata Sewell, la institucionalización liberal del derecho de propiedad y la libertad de industria, que sólo reconocía la relación entre ciudadanos individuales e impedía la asociación de los trabajadores, y la consiguiente incomprensión y represión del Estado, provocaron el pronto reflujo del 131
movimiento obrero tras la Revolución, pero, a la vez, tuvieron otro efecto fundamental no previsto: estimularon a algunos militantes obreros a reformular el punto de vista de los trabajadores (Work, 280 y 197 y «Artisans», 60). De este proceso de rearticulación discursiva nacerá, precisamente, la nueva identidad obrera. Así pues, en las nuevas circunstancias, la cuestión básica con la que se enfrentan las organizaciones obreras es la de cómo establecer a los trabajadores como actores y hablantes legítimos en la escena pública (Work, 198), es decir, como sujetos políticos. La solución se encontrará, según Sewell, en una adaptación creativa del discurso liberal y de la retórica de la Revolución Francesa (Work, 199 y «La confraternité», 656), en una rápida apropiación del lenguaje revolucionario con el fin de destacar la posición moral y política de los trabajadores («Artisans», 60). En concreto, se adoptará el discurso de los derechos individuales y de la participación democrática, en cuyos términos se había realizado la reciente revolución («How», 70), haciendo que categorías como las de trabajo y libertad se conviertan en las piedras angulares del programa obrero. Y así, por ejemplo, basándose en la lógica argumental de autores como Sieyés (que excluía a la nobleza de la nación porque no realizaba un trabajo útil a la sociedad), los trabajadores dieron un paso más y «declararon que el trabajo manual era el único que sostenía a toda la sociedad», que los obreros eran «la clase más útil de la sociedad», pues eran los productores de toda la riqueza, y que, por tanto, ello les conferia la condición de pueblo soberano, con el consiguiente derecho a actuar en la escena pública, mientras que la burguesía era de hecho una nueva aristocracia separada de la nación por sus privilegios. Es decir, que los autores obreros aplican a la relación entre burguesía y trabajadores los viejos conceptos de aristocracia, privilegio, servidumbre o emancipación, con lo que «los burgueses fueron acusados de ser "nuevos aristócratas" que utilizaban su "privilegio" de propietarios para mantener a los trabajadores en situación de "servidumbre" como "siervos" o "esclavos" industriales». Lo cual convertía al gobierno constitucional burgués basado en el sufragio censitario —que excluía a los obreros del sistema político y rompía la alianza que había hecho triunfar la Revolución— en una opresiva tiranía «feudal» y justificaba los esfuerzos de los trabajadores por lograr su «emancipación» —si era necesario, mediante la revolución (Work, 199 y «Artisans», 60-61). Y, por tanto, del mismo modo que el Tercer Estado tuvo que arrebatar sus derechos a los privilegiados, así los trabajadores habrían de hacerlo frente a la burguesía. Al mismo tiempo, se reinterpretó la teoría lockeana de la propiedad para investir de derechos políticos no a la propiedad, 132
que esa teoría consideraba como un producto del trabajo, sino directamente al trabajo mismo. Lo que convirtió a la propiedad en un privilegio abusivo que eximía a sus ociosos propietarios del trabajo y que, dado el existente sistema de sufragio, les otorgaba además el monopolio del poder político («How», 71). De modo que, como concluye Sewell, «el lenguaje y la retórica revolucionarios no sólo dotó a los trabajadores del poder de la palabra pública», sino que «además les otorgó el poder de redefinir el mundo moral y social» (Work, 201). Sin embargo, por otra parte, aunque el discurso liberal validó a los trabajadores, en tanto que pueblo soberano, como actores legítimos en la escena pública y les dotó del poder del habla comprensible, a la vez la base individualista de dicho discurso les impidió formular sus demandas de carácter colectivo («La confratemité», 658). Esta dificultad se resolverá rearticulando dichas demandas mediante la noción de «asociación», que se convierte en los años siguientes en la consigna clave del movimiento obrero. Según dicho discurso, la sociedad está compuesta de individuos libres y todo intento de reglamentación colectiva es un atentado contra la libertad de esos individuos; pero, a la vez, todo ciudadano tiene el derecho a asociarse libremente con otros, un derecho que es «una parte inseparable de la "liberté" proclamada en 1789 y claramente revivida en 1830». Desde este punto de vista, como expone Sewell, las regulaciones propuestas por las organizaciones obreras se convertían no en un asalto contra la libertad de industria, sino en una expresión de la libertad de asociación de los productores, del mismo modo que las leyes de una nación eran una expresión de la voluntad general. De este modo, sus demandas de regulación colectiva fueron hechas compatibles con el discurso revolucionario y con el principio de libertad («Artisans», 61 y «La confratemité», 658-659). Y así, frente a la corporación, que se organiza en función de la pertenencia al oficio, aparece la asociación, que se asienta en el concepto de individuo o ciudadano. Por consiguiente, en lo que a la cuestión de la identidad respecta, el dato fundamental es que a partir de 1833 los obreros urbanos comenzaron a considerar de una forma nueva su lugar en la sociedad y a hablar de una «asociación» que englobaría a las sociedades de todos los oficios y que lucharía por los derechos de todos los trabajadores frente a la burguesía propietaria39. Fue en esta forma de asociación de trabajadores de 39 La noción de asociación no sólo designa la unión de todos los obreros, sino también la solidaridad entre éstos y la reorganización colectivista de la producción con vistas a vencer el individualismo y la anarquía del sistema económico liberal («La confratemité», 658-660 y «Artisans», 62). De estos dos últimos significados, sin embargo, no se tratará aquí.
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diferentes oficios en la que los trabajadores franceses se concibieron a sí mismos por primera vez como una clase unitaria, naciendo así la «conciencia de clase», esto es, la consideración de que todos los obreros forman parte, por encima de su oficio, de un grupo con intereses comunes (Work, 211 y «La confraternité», 660 y 664). Este nuevo y poderoso sentimiento de conciencia de clase de los artesanos de diferentes oficios y esta universalización de la solidaridad de oficio para abarcar a todos los trabajadores es un fenómeno novedoso y supone una brusca ruptura con la situación anterior, en la que imperaba la acusada diferencia, generalmente acompañada de rivalidad y hostilidad, entre los oficios y en que la solidaridad sólo era concebible en el interior de cada uno de éstos40. El surgimiento de esta conciencia de clase coincide con la oleada de huelgas que tiene lugar en 1833 y en cuyo transcurso se intensifica la colaboración práctica entre los distintos oficios. Sin embargo, según Sewell, esa oleada huelguística y la experiencia práctica de colaboración son factores insuficientes para explicar la aparición de la conciencia de clase. Dichos factores constituyen, sin duda, una «base» importante y un factor «favorable», pero no son, por sí mismos, «una condición suficiente» («La confraternité», 668 y 665 y Work, 213). Para que esta ruptura se produjera y para que la identidad de clase reemplazara a la identidad de oficio, fue preciso que los trabajadores comenzaran a dar sentido a su situación, a definir su programa y a organizar su práctica mediante el discurso liberal y, en particular, mediante la categoría de ciudadano. Como dice Sewell, no fue hasta que las corporaciones de trabajadores se consideraron a sí mismas como asociaciones 40 Por supuesto, aquí la conciencia o identidad de clase debe entenderse simplemente como sentido de pertenencia a un grupo social que incluye a los trabajadores de todos los oficios. Como dice Sewell, ésta es una «designación descriptiva» (Work, 283), pues no se trata de una identidad basada en el concepto de clase, como ocurre en fases posteriores del movimiento obrero, sino en el de individuo. El propio Sewell establece expresamente esta distinción al afirmar que la conciencia y la lucha de clases de los años 1830 y 1840 eran todavía bastante diferentes «de la encamadas» por los partidos proletarios clasistas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Esa diferencia radica en el significado del propio término «clase». En este momento clase es sólo una categoría social descriptiva, y sólo tras la expansión del marxismo, dice, clase pasó a referirse principalmente a categorías sociales en una relación de subordinación y comenzó a tener connotaciones de solidaridad moral. En 1848, la «lealtad de clase» les hubiera parecido reprensible a los trabajadores, pues habría implicado lealtad a algún tipo de interés egoísta contrario al interés común. A la altura de 1900, «lealtad de clase» había pasado a implicar dedicación desinteresada a la causa de todos los trabajadores (Work, 282). Por consiguiente, aquí se puede hablar de clase sólo como suma o agregado de individuos más o menos homogéneos en lo socioeconómico y cultural, pero no como entidad social específica y, mucho menos, como sujeto histórico. De hecho, para ser rigurosos, habría que hablar simplemente de identidad de trabajadores.
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libres de ciudadanos que trabajan productivamente (en vez de como cuerpos diferentes, dedicados a la perfección de un arte particular) que resultó concebible la fraternidad de todos los trabajadores. En otras palabras, que esta conciencia de clase nació del desarrollo del lenguaje y la retórica revolucionarios, que reformuló las nociones corporativas de solidaridad en un nuevo lenguaje de asociación. Una vez que esto ocurrió, la oleada de huelgas de 1833 pudo conducir no sólo a la cooperación práctica entre trabajadores de diferentes oficios, sino a un sentido de fraternidad moral e identidad común por parte de la «hermandad de los proletarios» (Work, 213 y «La confraternité», 665-666). Es decir, que una vez que las condiciones discursivas los han obligado a verse y a actuar no como miembros de un oficio sino como ciudadanos productivos libres, los trabajadores pueden pensarse a sí mismos y organizar su práctica en términos de un grupo social con intereses comunes. Nace, así, el «movimiento obrero»41. Por consiguiente, se podría decir que, efectivamente, la conclusión primordial que se desprende de la obra de Sewell es que la identidad de clase no nace como una expresión o reflejo de las condiciones socioeconómicas —que, por otra parte, apenas habían variado—, sino de la rearticulación discursiva de éstas mediante las categorías del discurso moderno-liberal heredado de la Revolución Francesa42. De he41 Por supuesto, también en este caso debemos distinguir claramente entre este movimiento de obreros, de base liberal, y el posterior movimiento obrero de carácter clasista. 42 Por supuesto, ésta es una conclusión, que, presumiblemente, Sewell no suscribiría en su plenitud y en su sentido literal. Puesto que Sewell sigue operando, en buena medida, con un modelo teórico dicotómico; para él las categorías que articulan la identidad y la práctica obreras continúan siendo, en gran medida, entidades ideológicas. Y de ahí que, además de dejar la puerta abierta a una interpretación idealista de su obra, acabe por sugerir, en primer lugar, que si la conciencia de clase no es una expresión de las condiciones sociales, entonces es una construcción política, esto es, subjetiva. Y, en segundo lugar, que las referidas categorías son impuestas por el Estado y por las clases dominantes y que, por tanto, lo que ocurre es que los obreros se ven obligados a someterse ideológicamente a ellas («La confratemité», 668). Sin embargo, una cosa es el lenguaje político en tanto que encarnación subjetiva de las categorías de un discurso y otra el discurso mismo. Al no hacer esta distinción, Sewell pasa por alto dos detalles cruciales: el primero, que la constitución tanto de la propia clase dominante como sujeto como de la nueva forma de Estado es el resultado también de un proceso de mediación discursiva y que, por tanto, éstos no son meras entidades sociales; el segundo, que las relaciones de poder entre el movimiento obrero y la clase dominante se encuentran inscritas en un determinado régimen discursivo, que es el que ha articulado a uno y otra como sujetos y agentes y que, por tanto, ambos comparten un mismo imaginario social y están guiados por criterios de naturalidad comunes. De modo que lo que hacen los obreros no es simplemente someterse a las definiciones ideológicas impuestas por el Estado y por la burguesía, sino renaturalizar su identidad, y su práctica, en función de la nueva racionalidad discursiva.
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cho, los obreros que antes se identificaban como miembros de un oficio son los mismos que, al dotar de sentido a su situación social mediante las nuevas categorías, pasan a concebirse como clase. Como diría Sewell, la identidad de clase obrera —así como el socialismo de la década de 1840— es la consecuencia de una apropiación, más que de un abandono, del discurso revolucionario. Y de ahí que, según él, para comprender y explicar el surgimiento de la identidad de clase y del movimiento obrero (tanto en Francia como en Inglaterra) hayamos de concentrar nuestra atención en la «transformación conceptual» del discurso liberal del que son una consecuencia («How», 72 y 70) (a la vez que habríamos de indagar el origen de las diferencias nacionales no tanto en la heterogeneidad de las condiciones sociales o de la acumulación capitalista, como en la diversidad de las tradiciones discursivas). En cuanto a Zachary Lockman43, aunque su obra continúa impregnada de muchos de los supuestos teóricos de la historia sociocultural, es indudable que su concepto de identidad trasciende los límites del paradigma objetivista. De hecho, el punto de partida de la argumentación de Lockman es la crítica al supuesto de que la clase es una entidad que existe «ahí fuera» en el «mundo real», previa al significado e independiente de la forma en que puede ser pensada y expresada en el lenguaje, y que, por tanto, la identidad de clase es el resultado del cambio económico estructural («Imagining», 158). Según Lockman, el error de esta concepción radica en que, al basarse en una teoría del conocimiento que establece una dicotomía entre, por un lado, lo que existe realmente en el mundo real (en este caso, una clase social) y, por otro lado, su reflejo (es verdad que a veces distorsionado o refractado) en la conciencia, sostiene que la clase, definida en términos de relación con los medios de producción, nivel de ingresos o cualquier otro criterio, está previamente dada en la realidad externa y que, por tanto, una determinada posición de clase da lugar a una forma específica de conciencia («Worker», 74). En este esquema, además, el fracaso de los obreros para captar el significado de su situación estructural objetiva y sus intereses de clase y la ausencia de lucha por derrocar el capitalismo y reemplazarlo por un sistema que se corresponda objetivamente con sus necesidades, es explicado mediante la falsa conciencia («Worker», 74-75). 43 Zachary Lockman, «"Worker" and "Working Class" in pre-1914 Egypt: A Rereading», en Zachary Lockman (ed.), Workers and Working Classes in the Middle East. Struggles, Histories, Historiographies, Nueva York, State University of New York Press, 1994, págs. 71-109, e «Imagining the Working Class: Culture, Nationalism, and Class Formation in Egypt, 1899-1914», Poetics Today, 15, 2 (1994), págs. 157-190. Indico las páginas entre paréntesis.
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Sin embargo, objeta Lockman, no sólo en la mayor parte de los casos la conducta de los obreros discrepa de lo prescrito por este modelo teórico, sino que, además, la investigación histórica muestra que de una determinada situación social (por ejemplo, concentración en grandes empresas) no se deriva en absoluto una determinada conciencia o una propensión a actuar colectivamente de una cierta manera («Worker», 75). Una anomalía que el concepto de experiencia (considerado con frecuencia como alternativa al crudo determinismo económico) no puede subsanar, pues éste continúa implicando la existencia de una realidad social-objetiva, al suponer que unas ciertas circunstancias sociales producen en la conciencia de aquéllos a los que afectan unas ciertas experiencias, que son manejadas o procesadas culturalmente para producir ciertos significados («Worker», 75-76). Por consiguiente, frente a este paradigma teórico, Lockman considera que, aunque «obrero» y «clase obrera» son ciertamente identidades profundamente configuradas por prácticas materiales (es decir, relaciones capitalistas de producción de un cierto tipo y escala), sin embargo su coherencia y eficacia social no pueden derivarse ni de la posición estructural de los obreros ni de su experiencia. Por el contrario, según él, dentro de una particular matriz socioeconómica, las identidades se producen «en y a través del discurso», esto es, «a través de sistemas de significado expresados en el lenguaje y en otras prácticas significativas, materiales y de otro tipo» («Worker», 72). Lo que implica, asimismo, que ni la clase obrera como actor social ni la subjetividad de los trabajadores —la manera en que éstos sienten, piensan y se dan sentido a sí mismos y a su relación con el mundo— poseen un significado singular, unitario o fijo, especialmente un significado deducido de la experiencia europeooccidental («Worker», 72). En el caso particular de Egipto, la aplicación del paradigma objetivista se ha plasmado en una interpretación de la formación de la clase obrera según la cual ésta sería el producto del desarrollo del capitalismo y de la explotación a la que éste sometió a los obreros. En dicha interpretación, el desarrollo, entre 1882 y 1914, fruto de las inversiones extranjeras, de modernas empresas de gran escala que emplearon a un creciente número de obreros asalariados creó una clase obrera egipcia. Luego, esta nueva clase adquirió gradualmente conciencia de sí misma a través de su experiencia de, y su resistencia a, la explotación, la opresión y los abusos en el lugar de trabajo y respondió a su situación con acciones colectivas (huelgas, sindicatos, activismo político...), poniendo de ese modo de manifiesto que estaba empezando a pensar y a actuar como una «clase» («Imagining», 158 y «Worker», 73). Finalmente, esa resisten137
cia dejó impresa en la sociedad egipcia la existencia de la clase obrera como realidad social y como actor económico y político relevante («Imagining», 158). Sin embargo, argumenta Lockman, aunque es cierto que el desarrollo capitalista generó una categoría de personas empleadas en industrias de gran escala, que no se debe minimizar la resistencia de los trabajadores a lo que ellos percibían como una dominación, opresión y explotación injustas o arbitrarias y que sus formas de lucha son similares a las europeas, no se puede establecer una separación tal entre experiencia y representación, pues toda experiencia es ya representación («Worker», 76). Es decir, que aunque «la retórica de clase apela a la "experiencia" objetiva de los trabajadores, de hecho tal experiencia sólo cobra existencia a través de su organización conceptual» («Worker», 77). Y, por consiguiente, la explicación de la forma en la que emergió la nueva representación de la sociedad egipcia requiere una aproximación muy diferente de la que informa las narrativas convencionales de la historia del movimiento obrero egipcio («Imagining», 158). En lugar de partir de la premisa de que la «clase» produce la «conciencia de clase», deberíamos poner en cuestión esa dicotomía tomando seriamente en cuenta el argumento de que tanto la conciencia de clase como la clase nacen de una determinada articulación, mediante un patrón conceptual coherente, de los acontecimientos y vicisitudes de la vida cotidiana («Worker», 77). Lo que implicaría, a su vez, que la resistencia de los trabajadores no es, como buena parte de la bibliografía parece suponer, el resultado simplemente de su experiencia de dominación y explotación, ni que dicha resistencia está informada siempre por alguna forma de subjetividad abstracta, «racional» (en el sentido capitalista-economicista del término) o «proletaria» clásica, sino que la resistencia es también una consecuencia del propio proceso de articulación («Worker», 76). Esto no quiere decir, remarca Lockman, que las condiciones sociales de existencia del lenguaje sean arbitrarias o que no exista ningún vínculo entre ser social y conciencia social. Lo que quiere decir es que la conciencia de clase que emergió entre los trabajadores puede comprenderse no tanto como un reflejo de la posición de clase o el producto de la experiencia, sino como construida en y a través de las luchas discursivas en torno al significado44. En este sentido, en Egipto, como en 44 Sus palabras exactas, teóricamente más ambiguas, son: «en y a través de las luchas políticas e ideológicas —que son siempre luchas discursivas, luchas en torno al significado».
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cualquier otro lugar, «obreros» y «clase obrera», «como formas de identidad, categorías sociales percibidas o formas de subjetividad y actores históricos» pueden considerarse como productos o efectos, no sólo de ciertas prácticas materiales (por ejemplo, empleo asalariado en grandes empresas), «sino también de un particular discurso que, al proporcionar las categorías de obrero e identidad de clase, suministró a las personas un lenguaje con el que dar sentido (o más bien, uno de los varios tipos posibles de sentido) a su experiencia e interpretar el mundo y su propio lugar y posibilidades dentro de él» («Worker», 77 e «Imagining», 158-159). Antes de la llegada del lenguaje de clase, en Egipto el referente social de identidad y acción y el criterio de clasificación social era el oficio, no la posición en las relaciones de producción. La población urbana masculina árabe era clasificada en términos de afiliación a un oficio o gremio específico, más que como miembros de una clase que incorporara a todos los obreros asalariados de las diferentes ocupaciones (por lo que tanto los maestros, propietarios de medios de producción, como los oficiales, pertenecían a la misma categoría) («Worker», 78). En la representación de la sociedad no existía la noción de clase obrera y el discurso predominante conceptulizaba a la mayoría (si no a la totalidad) de los individuos como parte de algún grupo ocupacional («Imagining», 157-158). De modo que durante todo el siglo XIX, los artesanos, incluso cuando estaban empleados por un salario, no se concebían, en virtud de su posición estructural, como «obreros», ni existe indicio alguno de que la «clase obrera» fuera una categoría socialmente significativa («Worker», 81). Incluso a comienzos del siglo XX, cuando numerosos egipcios están ya empleados en grandes empresas industriales o de transporte y protagonizan conflictos con sus empleadores, no parecen haberse percibido a sí mismos, o haber sido percibidos por otros egipcios, como pertenecientes a o constituyendo una «clase obrera», es decir, como poseyendo una identidad social y una acción colectivas. De hecho, a pesar de los cambios sociales, económicos y políticos experimentados por la sociedad egipcia, esta «identidad ocupacional» continuó siendo poderosa hasta bien entrado el siglo XX («Worker», 80). Sin embargo, a finales de la primera década de este siglo y, desde luego, a la altura de la I Guerra Mundial, algunos egipcios (aunque en absoluto todos) habían comenzado a considerar a los obreros como una categoría social diferente, a percibir a la clase obrera como un componente de la sociedad egipcia y a ver los conflictos de clase como un movimiento autóctono («Imagining», 158). ¿A qué se debió este cambio y por qué surgió la nueva forma de identidad? Si las transfor139
maciones socioeconómicas no fueron su causa, entonces ¿cuál fue? («Imagining», 177). Según Lockman, la nueva forma de identidad surgió como consecuencia de la articulación de las condiciones socioeconómicas mediante una categoría, la de clase, que es de procedencia exterior (creada en la Europa del XIX, se expandió luego por el mundo y llegó por estas fechas a Egipto). Dicha categoría no brotó de la experiencia o de la práctica social de los obreros egipcios, sino que es externa y previa a éstas y, por tanto, fue ella la que confirió su significado a la realidad social y construyó la experiencia y la práctica mismas. Por consiguiente, los cambios socioeconómicos y la aparición de una clase obrera fueron una condición material necesaria, pero no suficiente, pues sin su interacción con el discurso de clase de origen europeo la identidad de clase no hubiera emergido. Y, por tanto, fue a medida que los oficiales, artesanos autónomos y pequeños maestros, así como los trabajadores empleados en grandes empresas modernas, comenzaron a tener acceso al modelo europeo de identidad y acción de clase obrera, que postularon la clase como uno de los rasgos (o incluso el rasgo) centrales del orden social y la «condición de obrero» [workerness] como un medio de organizar la experiencia individual («Imagining», 186). Como expone Lockman, la introducción del discurso de clase en Egipto tuvo lugar a través de dos vías, produciéndose en un momento en que existía un conflicto en el que, mediante la promoción de ciertas representaciones del yo, de la sociedad y del mundo, diversas fuerzas intentaban organizar a grupos de personas en torno a algún polo de identidad con el fin de llevar a cabo su particular proyecto sociopolítico («Imagining», 159). La primera de las vías de introducción de las categorías europeas fue la «elite intelectual occidentalizada» egipcia (la effendiyya) y, particularmente, los nacionalistas. El cambio se produjo cuando algunos segmentos de la effendiyya, especialmente la intelectualidad nacionalista, adoptó una nueva forma de «imaginar» a las clases inferiores, con la consiguiente redefinición de los campesinos y los obreros egipcios como componentes diferentes de la nación («Imagining», 178). De este modo, los nacionalistas, al adoptar, adaptar y desplegar el nuevo «modelo» o discurso, postularon la clase como un rasgo relevante del orden social y definieron la «condición de obrero» como una forma específica de subjetividad y la incorporaron a la representación de una sociedad que hasta ese momento había carecido de cualquier conciencia de clase («Imagining», 161). De manera concreta, una de las vías por las que ese modelo pudo haber alcanzado a los obreros egipcios fue el esfuerzo activista del Partido Nacionalista por organizar a ciertos grupos de obreros egipcios a partir 140
de la segunda mitad de la primera década del siglo, creando instituciones e introduciendo prácticas a las que era inherente una cierta noción de identidad de clase obrera («Imagining», 186). Por esta razón, al menos a partir de 1906, se puede observar que las clases inferiores egipcias están siendo imaginadas de esta nueva forma por sectores de la effendiyya, y fue en parte a través de este proceso que la clase obrera fue discursivamente construida («Imagining», 179). A través de este proceso, dice Lockman, algunos egipcios comenzaron a «ver» su sociedad como constituida por clases y a concebir a los demás o a sí mismos como un tipo de persona llamada «obrero» que, junto con otros de «su tipo», constituían colectivamente una «clase obrera» que poseía ciertos atributos distintivos («Imagining», 177). Como consecuencia de ello, la lucha política pasó a estar inscrita en unos parámetros discursivos diferentes y los conflictos obreros de trabajadores, aunque existentes desde mucho antes, empezaron a adquirir nuevos significados sociales, a ser construidos como objetos diferenciados dentro de una nueva concepción de la sociedad egipcia y a ser articulados dentro de una narrativa de activismo obrero modelada según el patrón de Europa occidental. Hay, además, una segunda vía o medio de introducción del discurso de clase, los obreros griegos e italianos que emigraron a Egipto y que habían estado involucrados en actividades sindicales, huelgas e incluso en movimientos o grupos socialistas, anarquistas y anarcosindicalistas en sus países de origen y que llevaron esas ideas y experiencias con ellos a Egipto («Imagining», 186). La conclusión esencial, por tanto, que se desprende de la exposición de Lockman es que la identidad de clase obrera surgió no como consecuencia del desarrollo capitalista, sino porque el discurso de clase, al alcanzar Egipto, provocó una auténtica «reconceptualización» de la sociedad egipcia y de la identidad de los obreros, dotando a la experiencia y a las prácticas de éstos (es decir, a la organización del trabajo, al espacio y el tiempo en el puesto de trabajo, a la explotación y la opresión, a los modos de vida, trabajo, pensamiento y resistencia) con un significado de «clase obrera» («Imagining», 186-187). Esto no quiere decir, insiste Lockman, que los factores económicos y políticos, estructurales y coyunturales, fueron irrelevantes, que la identidad de clase fue una imposición de la intelectualidad o que los obreros egipcios adoptaron pasivamente un modelo fijo y pasaron a percibir el yo y la sociedad de la misma forma que lo hacía un obrero inglés, italiano o alemán de ese momento. Al contrario, éste fue un proceso creativo, en el que los propios obreros desempeñaron un papel clave y en el que los egipcios no sólo asimilaron un cierto conjunto de prácticas, sino que 141
lo combinaron con elementos tomados de otros sistemas de significado («Imagining», 187). Ahora bien, el que los obreros desempeñaran un papel activo en la conformación de su propia identidad y de su sentido del mundo no significa que podamos explicar la adopción de la identidad de clase obrera como simplemente el producto de una cierta «experiencia» de explotación y opresión en el lugar de trabajo. Al contrario, como antes se sugirió, debemos analizar el campo discursivo que proporcionó a los obreros las formas de comprensión (o, para ser más precisos, de estructuración) de sus circunstancias, de sus experiencias y de sí mismos, incluyendo aquellas formas que postulaban la clase (en cualquiera de sus sentidos) como una categoría significativa («Imagining», 185-186). Pues fue dentro de y mediante ese campo discursivo que la «condición de obrero» pasó a ser, para ciertas personas, una posición de sujeto y que la situación del lugar de trabajo (bajos salarios, condiciones miserables de trabajo, capataces abusadores, etc.) fueron construidas no sólo como opresivas y explotadoras de una manera particularmente estructurada, sino además como potencialmente «resistibles», incluso cambiables, por medio de un cierto tipo de actividades (huelgas, sindicatos, etc.). Pues, como subraya Lockman, lo que se aprendió en el proceso no fue la «resistencia» como tal —pues los egipcios habían encontrado siempre formas de resistir o eludir la autoridad opresora—, sino más bien ciertas formas de resistencia, específicas del nuevo campo discursivo («Imagining», 186).
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CAPÍTULO 5
Mediación discursiva, acción social y construcción efectiva de la sociedad I La desnaturalización del concepto de sociedad como estructura objetiva y la consiguiente redefinición teórica de las nociones de experiencia, interés e identidad han sumido en una profunda crisis al concepto de causalidad social. De hecho, como he reiterado, el motor teórico primordial del desarrollo y la reorientación recientes de los estudios históricos ha sido el creciente cuestionamiento crítico del supuesto de que la conciencia de los individuos es un reflejo o expresión de sus condiciones sociales de existencia y de que, por tanto, es en éstas donde se encuentra la explicación última de sus acciones. Como expone certeramente Geoff Eley, una vez que el compromiso de captar la sociedad como un todo unitario, subyacente, ha entrado en crisis y que el concepto de sociedad ya no puede mantenerse (porque no existe ninguna coherencia estructural que derive de la economía, de un sistema social o de algún otro principio global de orden), ello implica que aunque los fenómenos particulares —un acontecimiento, una política, una institución, una ideología, un texto— poseen contextos sociales particulares (en el sentido de condiciones, prácticas, espacios que se conjugan para producir una parte esencial de su significado) ello no quiere decir que exista una estructura dada, subyacente, a la que esos fenómenos puedan ser referidos como expresiones o efectos1. 1 Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two Decades Later», en Terrence J. McDonald (ed.), The Historic Turn in the Human Sciences, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1996, pág. 293.
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Es cierto, por supuesto, que cuando observamos una conexión manifiesta entre una cierta situación social y una forma de conducta tendemos a considerar a la segunda como un efecto causal de la primera. Sin embargo, arguye la nueva historia, ello se debe más al peso de unos hábitos teóricos y de pensamiento que al hecho de que dicha conexión realmente exista. Es más, a medida que el esquema explicativo, de la historia social ha sido contemplado con ojos menos indulgentes, no sólo se ha hecho añicos esa suerte de ingenuismo o sentido común causalista social, sino que, además, se ha caído en la cuenta de que dicha historia nunca ha explicado convenientemente mediante qué mecanismo concreto las condiciones sociales se traducen en acción consciente. Es decir, de que, parafraseando a Stuart Hall, la historia social no contiene ninguna exposición detallada de los mecanismos reales mediante los cuales los factores materiales reproducen su conocimiento ni, por tanto, de los mecanismos por los cuales la transparencia de lo social puede ser obscurecida por la falsa conciencia2. Se ha caído en la cuenta, en suma, de que, como dirían algunos autores, la historia social nunca ha desarrollado y hecho explícitos los microfundamentos de su teoría social. Por el contrario, los historiadores sociales, al basarse en el concepto de reflejo, se han limitado a dar por supuesto y considerar como una premisa incuestionada la existencia de dicho mecanismo de conexión causal. O, para ser más exactos, han dado por supuesto que al existir un vínculo material entre ambas esferas, debería existir también una relación causal. Sin embargo, con el advenimiento de la historia postsocial, lo que hasta ahora habían sido supuestos incuestionados se han transmutado en interrogantes que exigen una respuesta. Pues, ¿qué es exactamente reflejar lo social o estar determinado, en la acción, por el contexto social? ¿En qué sentido y sobre qué base se puede aseverar que una forma de conciencia o de conducta está causada por o es inherente a una cierta posición social? Desde luego, arguye la nueva historia, la existencia de un nexo material y empíricamente verificable o de una manifiesta correlación espacial y temporal entre una situación social y un cierto curso de acción no es suficiente para inferir que entre ambas existe una relación de naturaleza causal, en el sentido básico de que la primera presuponga, aunque sólo sea potencialmente, al segundo. Y ello ni siquiera, como se ha dicho, en los casos en que los agentes afirman o creen actuar en razón 2 Stuart Hall, «The Toad in the Garden: Thatcherism among the Theorists», en Cary Nelson y Lawrence Grossberg (eds.), Marxism and the Interpretation of Culture, Urbana y Chicago, University of Illinois Press, 1988, pág. 44.
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de su posición social. Y, por consiguiente, aunque ese nexo y esa correlación puedan dar cuenta de las prácticas puramente materiales, difícilmente podrían explicar las prácticas significativas. El primer síntoma de debilidad teórica del modelo causalista social fue, como ya sabemos, el surgimiento de la historia sociocultural. Con el propósito de paliar la creciente dificultad para explicar las conductas significativas a partir exclusivamente de la posición y los atributos sociales de los sujetos, los historiadores socioculturales introdujeron la noción de mediación simbólica, haciendo así de la acción un efecto de la recreación experiencia) de las condiciones sociales. Sin embargo, a medida que el concepto de reflejo fue perdiendo autoridad explicativa y se vio vaciado de contenido, llegó un momento en que ya no era suficiente con ampliar el territorio de la creatividad subjetiva y de la autonomía individual, sino que se hizo preciso reconsiderar y redefinir por completo la naturaleza misma de la práctica social. De modo que la pérdida de vitalidad teórica del modelo objetivista (unida a la simultánea resistencia a recaer en el modelo idealista) ha propiciado la aparición de una nueva concepción de la acción social y, con ella, de una imagen de la sociedad gobernada por una lógica causal diferente a las supuestas hasta ahora por la investigación histórica. O, dicho llanamente, ha llevado a los nuevos historiadores a ofrecer una respuesta a la elemental pregunta de por qué las personas se comportan como lo hacen que no es ya ni la de porque han decidido libremente hacerlo así ni porque su posición social las ha impelido a ello. De manera concreta, la aparición de la nueva historia ha supuesto la formulación de la premisa de que las acciones significativas no son ni actos de elección racional ni efectos, sean inmediatos o simbólicos, del contexto social, sino que, por el contrario, son el resultado de la particular articulación que los individuos realizan de dicho contexto y de su posición en él. Y, por tanto, si las personas actúan como lo hacen no es porque ocupen una determinada posición social, sino, en todo caso, porque esa posición ha sido dotada de un cierto significado en virtud de un imaginario social dado. Desde este punto de vista, las relaciones de causa efecto entre contexto social y acción no están inscritas en o son fijadas por el primero, sino que se constituyen como tales en la esfera de la mediación discursiva. En efecto, en lo que al concepto de acción social respecta, lo que la historia discursiva argumenta es que si los individuos no son sujetos racionales preconstituidos ni la sociedad es una estructura objetiva y si, en consecuencia, ninguno de los dos puede ser la fuente de las formas de conciencia, entonces es obvio que uno y otro carecen de la capacidad 145
para determinar causalmente las acciones significativas de los actores históricos. En particular, si la objetividad no es un atributo que la realidad posee sino que adquiere al ser articulada y si, por tanto, los significados y los estándares de racionalidad no son representaciones culturales o ideológicas de dicha realidad, entonces las acciones que los individuos emprenden basados en o guiados por ellos no pueden ser consideradas como efectos de una determinación social. Por el contrario, si esos significados y patrones de racionalidad se forjan como consecuencia de una operación de mediación discursiva, entonces ello implica no sólo que el contexto no comienza a determinar las acciones sino una vez que ha sido objetivado, también que la naturaleza de su determinación (y, por tanto, sus resultados) depende de la forma específica en que dicho contexto ha sido objetivado. Es decir, implica que las referidas acciones no tienen su origen causal en el contexto social, sino en la propia mediación discursiva y que, por tanto, su explicación ha de buscarse, en última instancia, en el cuerpo de categorías mediante el cual los individuos han dotado de significado a su entorno social, se han puesto en relación significativa con él y se han configurado a sí mismos como sujetos. Es la aplicación de ese cuerpo categorial la que establece un cierto régimen de racionalidad práctica, es decir, la que define qué conductas son lógicas o naturales y, por tanto, qué curso o programa de acción es el adecuado en cada caso. En otras palabras, que si el patrón discursivo está en la base de las percepciones conscientes que los individuos tienen de su entorno y de sí mismos y de su existencia, entonces es en función de ese patrón discursivo que los individuos se comportan en tanto que agentes. Dicho de manera más concreta, que si las personas construyen sus experiencias, intereses e identidades situándose a sí mismas dentro de un sistema de significados, entonces es este último el que posibilita sus acciones y define un determinado patrón de conducta. Y, por consiguiente, es dicho sistema, en su despliegue histórico, el que genera tanto el diagnóstico de la situación como las creencias, intenciones, sentimientos, pasiones, aspiraciones, esperanzas, frustraciones o expectativas que motivan, subyacen, acompañan, justifican y confieren sentido a las acciones que las personas emprenden, desde las más cotidianas y rutinarias hasta las más complejas e intelectualmente elaboradas. Así pues, la nueva historia parte del supuesto de la historia social de que los individuos son entidades naturales, pero los sujetos son entidades históricas y que son estos últimos, y no los primeros, los únicos que ejecutan acciones significativas. Asume, asimismo, que las formas de racionalidad que subyacen a la práctica son productos históri146
cos y que, por tanto, el proceso histórico que convierte a los individuos en sujetos es el que, al mismo tiempo, los configura y capacita como agentes. Desde este punto de vista, la acción no es una capacidad que los individuos poseen intrínsecamente, sino una capacidad que adquieren al constituirse como sujetos. Como he subrayado, los sujetos no pueden ser agentes libres para realizar acciones racionales porque la subjetividad que guía su conducta es una entidad derivada y, de hecho, la propia noción de sujeto racional o yo (así como la forma de acción humana asociada a ella) no es más que una forma históricamente específica (moderna) de identidad, razón por la cual no puede ser tomada como base de una teoría de la acción. Ahora bien, la nueva historia, al negar el carácter estructural de la realidad social y atribuir, en consecuencia, a la subjetividad una génesis y una naturaleza diferentes, se distancia abiertamente de la historia social y sitúa las acciones en un nuevo marco causal y de inteligibilidad. Si, como dije, la subjetividad no es una representación del contexto social, sino que se forja en el proceso de conceptualización de éste mediante una matriz categorial, entonces no sólo es al actuar de acuerdo con esa matriz que los individuos devienen agentes o sujetos de acción, sino que sus acciones sólo resultan inteligibles si reconocemos y tomamos en cuenta dicha matriz categorial. En ese sentido, la nueva historia continúa sosteniendo que las acciones son respuestas a la presión del contexto social, pero se trata de respuestas discursivamente mediadas. Lo cual permite afirmar que, efectivamente, toda acción significativa está causalmente vinculada a las condiciones discursivas (y no al contexto social) y que, por tanto, la práctica social es, como diría Joan W. Scott, «un efecto discursivo»3. De lo que se sigue, a su vez, no sólo que la discursividad es una condición ontológica de la vida social, sino, además, como se-ha indicado ya y subrayaré más adelante, que la investigación histórica ha de adoptar un nuevo orden del día. A partir de ahora, para dar cuenta de la práctica social de los actores históricos ya no basta con recuperar sus motivaciones o reconstruir sus condiciones sociales, sino que será preciso sacar también a la luz el contexto de significación en el que dicha práctica hunde sus raíces. Es en este sentido en el que la nueva historia afirma que la práctica social no sólo está siempre inscrita en un determinado régimen discursivo, sino que éste opera como un auténtico fundamento causal. Los individuos no evalúan y reproducen sus condiciones de vida o ela3 Joan
W. Scott, Reseña de Heroes of Their Own Lives. The Politics and History of Family Violence, de Linda Gordon, Signs, 16 (1990), pág. 851.
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boran sus proyectos futuros en el vacío significativo, sino en un mundo —que los incluye a ellos mismos— que ha sido construido significativamente. De modo que lo que la práctica social hace es desplegar, movilizar y realizar los significados y el régimen de racionalidad práctica de un cierto discurso. Los agentes están constantemente operando dentro de un universo de significación y, por tanto, desplegando en forma de práctica el contenido, las posibilidades y las contradicciones de éste, es decir, encarnándolo en creencias, relaciones, instituciones, normas sociales o sistemas de valores. Como diría Keith M. Baker, al perseguir sus propósitos y proyectos, los agentes están constantemente «jugando en los márgenes [del lenguaje], explotando sus posibilidades y ampliando el juego de sus significados potenciales». Además, continúa Baker, aunque este juego de posibilidades discursivas puede no ser infinito, está siempre abierto a los actores individuales y colectivos. Sin embargo, añade, por la misma razón, se trata de un juego que «no es necesariamente controlable por dichos actores»4. Por consiguiente, en este proceso, los individuos no se sirven del discurso como un medio de acción, sino que es el propio discurso el que, con su mediación activa, establece las condiciones de posibilidad de la acción (razón por la cual esta última no es meramente un acontecimiento, sino también un episodio, en tanto que aparece inserta en una trama de significación que es la que la provoca y la que le confiere su inteligibilidad). Por supuesto, como he insistido, esta premisa teórica debe ser entendida en su exacto sentido. También en este caso, por tanto, convendría añadir, para evitar malinterpretaciones o juicios precipitados, una breve nota aclaratoria. La nueva historia no niega, como si de una mera reacción idealista se tratara, que las condiciones sociales son un factor condicionante de la práctica. Lo que niega es que dicho condicionamiento sea de carácter objetivo o estructural, en el sentido de que una cierta situación social implique, de algún modo, por sí misma, una cierta respuesta o curso específico de acción. Por decirlo en términos de resonancia foucaultiana, la nueva historia no pone en duda que existan prácticas discursivas y no discursivas, pero sí sostiene que las primeras están siempre articuladas por las segundas y que, en consecuencia, las prácticas no discursivas carecen de cualquier capacidad autónoma de causación. Según los historiadores discursivos, es una obviedad empírica que la realidad social impone límites a la acción, que toda práctica está socialmente situada y constreñida por factores desconocidos y que el contex4 Keith M. Baker, Inventing the French Revolution, Nueva York, Cambridge University Press, 1990, pág. 6.
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to social presiona continuamente sobre los individuos y los fuerza a actuar. Es evidente, asimismo, que ese contexto delimita el campo de posibilidades de la acción (y, por tanto, excluye ciertas acciones), que es el marco referencial de las decisiones y elecciones y que proporciona a los agentes sus recursos materiales, culturales u organizacionales. Sin embargo, arguye la nueva historia, no es el contexto social el que proporciona a los agentes ni las categorías ni los significados en que éstos fundan sus acciones y, por tanto, aunque dicho contexto sea, sin duda, la matriz material de la práctica, no constituye, desde luego, su matriz causal. Es decir, que aunque las condiciones sociales constriñen, determinan, habilitan, limitan, influyen en o simplemente afectan a las acciones, sólo lo hacen en el plano material o físico, no en el plano significativo. De hecho, sostiene la nueva historia, el contexto social no puede explicar nada porque no es algo ontológicamente independiente de las prácticas discursivas que lo construyen. Y, por tanto, dicho de manera más directa, la realidad social puede generar, por sí misma, en los individuos ciertas reacciones materiales, pero no reacciones significativas ni, por tanto, afectar a la dimensión significativa de la práctica social. Por consiguiente, según la nueva historia, aunque, en el curso de la práctica, los individuos y su contexto social interactúan de manera permanente, lo analíticamente relevante es que no se trata de una interacción entre instancias primarias u originarias, sino entre entidades significativas, esto es, entre unos individuos y un contexto social que han sido previamente construidos, respectivamente, como sujetos y como objeto. Y de ahí que, además de los condicionamientos materiales y humanos, toda acción en el mundo o sobre el mundo tenga lugar siempre dentro de un espacio de significación que, al constituir una instancia cualitativamente distinta de las demás que integran los procesos sociales, opera como un factor causal primordial. Así pues, si tuviéramos que responder a la pregunta de Geoff Eley de qué espacio queda para las determinaciones específicamente sociales una vez que se ha disuelto la noción de sociedad como categoría totalizadora, habría que decir que la nueva historia no prescinde, en ningún momento, de la causalidad social, pero sí la restringe al ámbito de lo material y la supedita jerárquicamente a la mediación discursiva. Lo primero quiere decir que si, como escribe el propio Eley, «lo social» se «constituye a través del discurso», entonces, como se dijo, la «explicación social» sólo puede dar cuenta de las prácticas materiales, pero no de las significativas, es decir, de aquéllas que implican, movilizan o despliegan algún tipo de sistema de significado. En cuanto a la segunda afirmación, quiere decir que «lo social» ha perdido toda eficacia 149
causal autónoma al margen de la propia mediación discursiva, en el sentido de que toda presión o determinación del contexto social sobre la práctica es ejercida siempre, necesariamente, a través de una cierta matriz discursiva5. La insatisfacción epistemológica que ha llevado a los nuevos historiadores a efectuar esta distinción entre causalidad social y mediación discursiva es la misma que late, sin duda, bajo otras distinciones con las que tiene algunos puntos en común. Estoy pensando, por ejemplo, en la distinción que establece William H. Sewell entre formas mecanicistas y semióticas de explicación de la vida social: la primera, basada en una relación material de causa y efecto y, la segunda, en los «códigos» o «paradigmas» que hacen posible la acción o la práctica humana6. También Sewell mantiene que la causalidad mecanicista es imprescindible para explicar los procesos sociales, pues elementos como las condiciones demográficas, económicas, geográficas o institucionales son factores condicionantes de la práctica. Pero, a la vez, mantiene que dichos factores han de ser analizados simultáneamente con los semióticos, pues ambos están estrechamente imbricados e interactúan entre sí. En esta ocasión, sin embargo, Sewell apenas se adentra en el camino recorrido por la nueva historia. Al reducir la «lógica semiótica» a un conjunto de dispositivos formales o culturales (gestuales, icónicos, rituales, etc.) y al no tomar en cuenta, por tanto, la existencia de patrones de significado históricamente específicos, Sewell continúa concibiendo el vínculo entre condiciones sociales y conciencia esencialmente en términos del viejo modelo teórico dicotómico. Es decir, en términos de interacción entre realidad social y recursos culturales (entre, por ejemplo, «cambios en la estructura de clases rural» y «rituales agrarios»). Sin embargo, desde la perspectiva de la nueva historia, hay prácticas (o aspectos esenciales de ellas) asociadas a esos cambios sociales que quedarían inexplicadas si no se atiende a la mediación de determinadas redes de significación. Y así, por tomar su propio ejemplo, aunque es obvio, como Sewell arguye, que existe una conexión entre cambios demográficos y oscilaciones de precios y salarios o pobreza, ni dicha conexión es únicamente mecanicista ni las consecuencias enumeradas abarcan la totalidad del fenómeno histórico en cuestión. Salvo, por tanto, que nos quedemos en un plano tan meramente ma5 Geoff Eley, «Is All the World a Text? From Social History to the History of Society Two Decades Later», pág. 214. 6 William H. Sewell Jr., «Language and Practice in Cultural History: Backing Away from the Edge of the Cliff», French Historical Studies, 21, 2 (1998), págs. 250-252.
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terial que el propio fenómeno pierda toda relevancia histórica, tendríamos que tomar en consideración otras circunstancias. La más importante de ellas, que los cambios demográficos no ejercen su presión en el vacío, sino a través de unos agentes que encarnan patrones de significado y que, por consiguiente, las prácticas resultantes dependen de la manera específica en que los propios cambios o sus efectos son hechos significativos. De este modo, la situación demográfica o su relación con los recursos alimenticios puede explicar (al menos en principio) la bajada de los salarios, la subida de precios o el incremento de la pobreza, pero no las respuestas que estos fenómenos provocan. Ya sabemos —como el propio Sewell ha estudiado— que tales fenómenos pueden ser conceptualizados de diversas maneras y que las respuestas varían históricamente (desde la aceptación resignada como hechos naturales e inexorables a la rebelión social) dependiendo del régimen discursivo vigente en cada caso. Y ello sin olvidar, además, que los propios cambios demográficos no son un fenómeno meramente natural o biológico, sino el resultado, a su vez, de un conjunto de prácticas significativas. Parece claro, pues, que con su decidido movimiento desde la causalidad social a la mediación discursiva la nueva historia ha situado el debate sobre la acción humana en unas nuevas coordenadas teóricas. Dado que los nuevos historiadores están insatisfechos, como diría Mariana Valverde, con «los modelos de acción social tanto estructuralistas como voluntaristas»7 (así como con cualquier combinación de ambos), la reflexión y la discusión sobre la acción social ya no se plantean en términos de un dilema o tensión entre libre albedrío y determinación social, entre estructura y acción o simplemente entre individuo y sociedad. Como he dicho, ese dilema o tensión tendría sentido si al menos una de las dos instancias implicadas constituyera un componente primario o condición previa de la acción, pero no una vez que se ha rechazado la existencia tanto de la subjetividad racional como de la objetividad social. Por consiguiente, en la fase historiográfica actual, ya no se trata de defender bien la acción humana bien la coerción social, sino de situar a la acción humana en un nuevo espacio causal y de inteligibilidad. Es decir, que la cuestión crucial que hay que resolver no es ya la de cuál es el grado exacto de autonomía de la acción o de libertad de los agentes con respecto al entorno social, sino la de qué condiciones discursivas han hecho posible que un entorno social dado haya generado esa modalidad particular de práctica. De hecho, de no tomarse en 7 Mariana Valverde, «The Rhetoric of Reform: Tropes and the Moral Subject», International Journal of the Sociology of Law, 18 (1990), pág. 61.
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cuenta ese factor mediador, toda indagación histórica sobre la cuestión sería una labor más bien estéril, pues su único fruto sería un mero informe descriptivo de la correlación espacio-temporal entre ambas instancias carente de relevancia explicativa alguna e incapaz incluso de elucidar las génesis de dicha correlación. II Esta crisis del concepto de causalidad social (y de la teoría de la acción que le es propia) está en la base, por ejemplo, de la revisión crítica que Margaret R. Somers y William H. Sewell han realizado, respectivamente, de la historia del movimiento obrero británico y del movimiento sans-culottes. En ambos casos, además, la crítica de la explicación social va acompañada de la formulación de una nueva explicación que se funda, de manera más o menos explícita, en el supuesto de que los intereses, las identidades y las prácticas se forjan como consecuencia de la mediación activa de marcos categoriales que tienen una procedencia externa al referente social. En el caso de Margaret R. Somers, ésta parte de una doble reconsideración crítica. En primer lugar, subraya que la historia del movimiento obrero británico ha estado incrustada en una metanarrativa objetivista que concibe a la sociedad como una entidad natural autorregulada y según la cual, en consecuencia, el movimiento obrero sería el efecto en el plano consciente de los cambios experimentados por la sociedad británica, de su transición desde una sociedad tradicional a otra capitalista moderna por la vía de la industrialización. Según esta metanarrativa, existe un nexo causal entre los cambios sociales y económicos de la Revolución Industrial (clase en sí) y la emergencia de una conciencia revolucionaria (clase para sí) y, por tanto, esa transformación social, llámese industrialización, modernización o proletarización, «desemboca en «el "nacimiento de una sociedad de clases"»8. De manera más con8 Margaret R. Somers, «Narrativity, Narrative Identity, and Social Action: Rethinking English Working-Class Formation», Social Science History, 16, 4 (1992), págs. 595-596. En lo que sigue, indico las páginas entre paréntesis. Por supuesto, como afirma la propia Somers en otros lugares, en el corazón de este esquema objetivista está «la problemática de Marx de "clase en sí" y "clase para sí" —un tipo ideal que pronostica el desarrollo de una conciencia obrera revolucionaria a partir de la estructura de clases "objetiva" del capitalismo» («Class Formation and Capitalism. A Second Look at a Classic», European Journal of Sociology, 37, 1 [1996], pág. 180 y «Workers of the World, Compare!», Contemporary Sociology, 18 [1989], pág. 325).
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creta, los cambios económicos (comercialización, creciente división del trabajo y desarrollo tecnológico) quebraron paulatinamente los lazos de las economías preindustriales, relativamente estáticas, dando lugar a la aparición de las «relaciones de clase», así como del Estado liberal, marco y soporte de la economía de laissez-faire. Mediante este proceso — continúa Somers— las relaciones «tradicionales» se transformaron en relaciones de clase, al tiempo que las culturas comunitarias artesanales, basadas en una economía moral, fueron sustituidas por la fuerza de los nuevos alineamientos de clase —del «nexo del pan al nexo del salario» (596-597). Por supuesto, una vez establecida la premisa de que existe un vínculo causal entre transformación social y conciencia de clase, ésta opera como una auténtica metanarrativa de la investigación histórica, definiendo las pautas, los objetivos y los interrogantes de ésta, pues los propios analistas hacen uso de las categorías metanarrativas como si éstas fueran etiquetas de la realidad. De modo que, como arguye Somers, en la medida en que la cuestión de la acción social de la clase obrera está vinculada a priori a las transformaciones sociales de la industrialización y del nacimiento de la sociedad de clases, la tarea de investigación quedará limitada a la elaboración de diferentes versiones de la presumida (pero no demostrada) relación de causalidad entre las transformaciones sociales y la conciencia de la clase obrera (598). En otras palabras, que al otorgar a los cambios socioeconómicos y a la proletarización la condición de base objetiva del movimiento obrero y ver a éste como una «respuesta», en forma de acción colectiva, a esos cambios, lo único que quedaría por explicar serian las «variaciones históricas» de este esquema fundamental de desarrollo. Sin embargo, según Somers, dicha premisa, aunque incuestionada, es errónea, pues la identidad y la práctica de la clase obrera no son respuestas a o expresiones de los cambios sociales y de la aparición de la sociedad de clases, sino resultados de un proceso completamente distinto. Y, por tanto, como sostiene la autora en su crítica a Ira Katznelson, no se debería tomar como un aserto teórico precisamente lo que requiere de demostración empírica, a saber, la primacía causal de la proletarización9. Antes de llegar, sin embargo, a ese punto de su exposición, Somers opone un segundo reparo crítico, que se deriva del precedente y que es 9 «Workers of the World, Compare!», pág. 328. Se refiere a Ira Katznelson, «Introduction: Working-Class Formation: Constructing Cases and Comparisons», en Ira Katznelson y Aristide R. Zolberg (eds.), Working-Class Formation. Nineteenth-Century Patterns in Western Europe and the United States, Princeton, Princeton University Press, 1986.
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igualmente relevante desde un punto de vista historiográfico. La referida metanarrativa —con su correspondiente teoría de la formación de la clase— define, normativamente, cuál es la conducta natural de la clase obrera y, por tanto, conceptualiza como un problema de desviación o anomalía (596) aquellos comportamientos que no se ajustan a ella. Lo que no es más que el corolario inevitable de la aplicación del supuesto objetivista de que una determinada posición social entraña una determinada conducta. En consecuencia, dado que la metanarrativa implanta un modelo general de relación entre industrialización, proletarización, nacimiento de la sociedad de clases y la presumida respuesta conductual de la clase obrera, el interrogante que ha guiado todos los estudios de la formación de la clase obrera ha sido el de «a qué se debe el fracaso (o incoherencia, peculiaridad o desviación) de la clase obrera "real"» (594). De modo que el peso y la capacidad articuladora de la metanarrativa objetivista han impuesto la convicción historiográfica de que este fracaso ha sido de la clase obrera, no de la teoría. Y de ahí que la historia social del movimiento obrero haya tendido a situar en primer plano lo que Somers llama la epistemología de la ausencia (596) y, por tanto, que los estudios del movimiento obrero se hayan concentrado no tanto en el análisis de la constitución efectiva de la identidad de los individuos o grupos objeto de atención, como en las «excepciones» a la predicción. Así como que hayan conceptualizado la historia del movimiento obrero básicamente en términos de desviación y no, por ejemplo, de variación. Es decir, que no se hayan concentrado en explicar qué está o ha estado empíricamente presente, sino más bien el fracaso de las personas para comportarse correctamente de acuerdo con la predicción teórica. De modo que, como ella dice, los estudios de la formación de la clase obrera presentan una propiedad muy peculiar, a saber, la de que «en vez de intentar explicar la presencia de disposiciones y prácticas radicalmente diversas, se han concentrado desproporcionadamente en explicar la ausencia de un resultado esperado, a saber, la emergencia, entre la clase obrera occidental, de una conciencia de clase revolucionaria»10. Así pues, la primera implicación historiográfica, de orden tanto teórico como epistemológico, que se sigue de la argumentación de So10 Y de ahí que el resultado historiográfico de este «fracaso» de la clase obrera occidental «para comportarse correctamente» sea tan llamativo: «En vez de una rica bibliografía que explique las variaciones entre las historias de la clase obrera, lo que encontramos es un sinnúmero de explicaciones sobre por qué una determinada clase obrera se "desvió" de la predicción» («Class Formation and Capitalism», pág. 180 y «Workers of the World, Compare!», pág. 325).
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mers es que los conceptos —incluidos los de la propia historia social—no son meras etiquetas designativas de hechos reales, sino el fruto de la articulación metanarrativa de éstos. Pero hay una segunda implicación igualmente trascendental, a saber, que todo intento de renovar la historia del movimiento obrero ha de comenzar por la deconstrucción de tales conceptos, naturalizados por decenios de predominio social y analítico de una metanarrativa basada en las nociones de sociedad y de determinación social. Como la propia Somers dice, si deseamos revisar la teoría de la formación de la clase obrera, debemos reconocer, reconsiderar y desafiar esa metanarrativa (593); es decir, debemos poner en cuarentena la ecuación causal entre cambio social e identidad, única manera de desbloquear la investigación histórica en este campo. ¿Pero qué explicación histórica de la constitución del movimiento obrero se desprende concretamente de esta crítica de la explicación social y de la desnaturalización conceptual de la metanarrativa moderna? Si dicho movimiento no es una expresión de la modernización social, entonces ¿qué es? La conclusión que se desprende de la exposición de Somers es que el movimiento obrero se constituyó en un espacio distinto a la esfera social y mediante un proceso histórico diferente del supuesto por la historia social-sociocultural. El movimiento obrero británico de la primera mitad del siglo XIX fue el fruto no de las transformaciones socioeconómicas, sino de la aprehensión significativa de éstas y, en general, de las relaciones sociales y políticas, mediante un determinado patrón discursivo (o, en la terminología de Somers, de una «narrativa») y, por tanto, del despliegue, en el terreno de la práctica, de las categorías constitutivas básicas de éste. Es decir, que también en este caso particular, fue dicha mediación la que hizo que la situación social deviniera acción. El patrón discursivo en cuestión es el discurso liberalradical, cuyo principio categorial (o «tema narrativo») esencial era que «el pueblo trabajador tenía un derecho inviolable a ciertas relaciones políticas y legales» (612). Es esta categoría de derechos la que articula la experiencia, los intereses, la identidad y, por consiguiente, la que genera las formas de acción y de práctica política de los miembros del movimiento obrero. Según la descripción de Somers, ese patrón discursivo incluía derechos de ciudadanía, una determinada noción de pueblo o una concepción particular de la ley y de la relación legal entre el pueblo y la ley, a la vez que su concepto de derechos definía la independencia y la autonomía como inexorablemente vinculadas a los derechos de propiedad del pueblo trabajador. Unos derechos que eran «sólo en parte el fruto del trabajo individual; se asentaban primariamente en la pertenencia a una comunidad política» (612). Como lo ex155
presa con precisión la propia Somers, este «lenguaje de derechos» fue «el prisma explicativo a través del cual los asuntos de clase y otros aspectos del infortunio social fueron mediados y dotados de sentido» (613). Y, por tanto, fueron las categorías de ese patrón discursivo las que constituyeron al movimiento como tal, pues al ser a través de ellas como se evaluaron y explicaron y se dio significado a los acontecimientos, fueron ellas las que proporcionaron la guía para la acción y los medios para poner remedio a las injusticias y a la miseria (612). En suma, que la explicación que propone Somers es la de que el movimiento obrero, en lugar de ser un efecto de los cambios socioeconómicos y del nacimiento de la sociedad de clases, no es sino una consecuencia de la intervención de un patrón de significado, de participación legal y política, que se había ido configurando, en Inglaterra, a lo largo de los siglos precedentes (y que, añadiría yo, se afianzó aún más por la influencia de la Revolución Francesa), que incluye pautas específicas de acción y de protesta y con el cual las «familias obreras» articulan su identidad en los albores del siglo XIX. Es eso lo que explica, en palabras de Somers, que «en medio de la peor miseria de sus vidas, las familias industriales inglesas basaran su protesta no en demandas económicas o en las de la "economía moral", sino en la reclamación, ampliamente concebida, del derecho legal a la participación, a una justicia social sustantiva (Leyes de Pobres), al control del gobierno local, a unas relaciones familiares y comunitarias cohesivas y a métodos "modernos" de regulación del trabajo (sindicatos) y del derecho a la independencia — sea de los capitalistas, del Estado o de otros trabajadores». Es decir, lo que explica que, para dar cuenta de su miseria y orientar su acción, se basaran en una argumentación cuyo hilo conductor es «la noción de justicia y de derechos de pertenencia» y, en consecuencia, que dirigieran sus protestas contra la ley, las autoridades legales, las ideas legales de universalidad y equidad, la política local y las instituciones legales (612). A una similar reconsideración crítica de la explicación social contribuye claramente la obra de William H. Sewell sobre los sans-culottes11 11 William H. Sewell Jr., «The Sans-Culotte Rhetoric of Subsistence», en Keith M. Baker (ed.), The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture, vol. 4: The Terror, Oxford, Pergamon, 1994, págs. 249-269. Indico las páginas entre paréntesis. Por supuesto, en la exposición de Sewell los elementos propios de la nueva historia aparecen imbricados con los de la historia sociocultural. Sin embargo, yo tendré en cuenta solamente los primeros, pues nuestro objetivo aquí no es reproducir en su totalidad la argumentación del autor, sino enfatizar la contribución de esta obra a la configuración de la nueva teoría de la acción social.
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También Sewell pone en duda que entre la posición socioeconómica de los sans-culottes y su práctica consciente exista una conexión causal y que, por tanto, la segunda deba considerarse como un efecto de la primera. Por eso su exposición se inicia con una recusación crítica de la interpretación materialista de dicho fenómeno histórico, especialmente en la formulación clásica de Albert Soboul. Recordemos brevemente, a este respecto, siguiendo al propio Sewell, que la explicación social de Soboul se basa en la premisa de que los agrupamientos identitarios —o sujetos históricos colectivos— son expresiones de agrupamientos socioeconómicos y que, por tanto, en este caso, la conciencia, el programa y la práctica política del movimiento sans-culottes brotó directamente de las condiciones sociales de una categoría socioeconómica o grupo social identificable como la «sans-culotterie». Un grupo que no es, por supuesto, una clase (pues incluía tanto a empleadores como a empleados), pero cuyos miembros comparten un interés común como consumidores: el precio del pan, y no los salarios, es el gran problema económico del momento y es el hambre lo que une a todos frente al gran comerciante, al noble o al burgués especulador. Además, según Soboul, esa unidad de conciencia se debía a la influencia de los maestros artesanos sobre su fuerza de trabajo, pues aunque maestros y oficiales tienen relaciones diferentes con los medios de producción y existen conflictos entre ellos, la pequeña escala de la producción y la consiguiente intimidad entre maestros y oficiales daba como resultado una coincidencia básica entre ambos en cuanto a su visión de la sociedad. En cuanto a la visión sans-culottes del suministro de alimentos, en particular, Soboul la concibe también como brotando de manera natural de las condiciones económicas de los sans-culottes (250). Sewell considera, por el contrario, que la conciencia y la práctica del movimiento no son expresiones de las condiciones materiales de existencia de sus miembros, pues aunque las condiciones económicas del menu peuple parisino fueron, en 1793, una fuente importante de su discurso político sobre las subsistencias, la determinación de los factores económicos no fue, como Soboul pretende, ni tan directa ni tan inmediata. Es más, según Sewell, la propia «sans-culotterie», entendida como categoría social y económica unitaria, no existió como tal y, por tanto, difícilmente sus condiciones y experiencias pudieron ser la fuente de las ideas de los sans-culottes (252-253). Lo que le lleva a concluir que si «la retórica del terror económico» no fue una consecuencia natural del «ser social sans-culottes», entonces su existencia necesita «una considerable exégesis explicativa» (250). Una exégesis que ha de tomar en consideración, como veremos enseguida, otros factores o ingredien157
tes del proceso de constitución de dicha retórica a partir de la situación socioeconómica. Tras establecer estos principios generales, Sewell los aplica al análisis de uno de los componentes esenciales del programa de los sans-culottes, la cuestión de las subsistencias (los precios y el suministro de alimentos). Un terreno en el que lo que los sans-culottes reclaman, fundamentalmente, es el control y condena de los acaparadores y la fijación de un maximum. La tesis central de Sewell, en este punto, es que la «retórica sans-culottes de las subsistencias» no está causalmente determinada por las condiciones de vida de los miembros del movimiento y, en particular, por la escasez y carestía de los alimentos y, por tanto, que el programa de reivindicaciones de los sans-culottes se constituyó en una esfera distinta de la social. Según Sewell, dicho programa es el resultado de la aprehensión y organización significativa de la situación social en general y del estado de las subsistencias en particular mediante ciertas categorías o principios, en el sentido de que son éstos los que, al conferir su significado a los hechos sociales, definen los objetivos que quieren alcanzarse y los que, al proyectarse en práctica, determinan el carácter, la orientación y las formas de acción política del movimiento. En palabras del propio Sewell, la retórica de las subsistencias de los sans-culottes no es definida por la posición social o la afiliación política formal de sus autores, sino que es definida por «sus características discursivas», pues la retórica de las subsistencias se puede caracterizar como un discurso autoconsistente cuya dinámica autónoma y efectos políticos no pueden reducirse a los intereses o proyectos sociales de ninguna categoría social particular. De hecho, subraya a continuación, dicho discurso no sólo articuló el programa y la práctica de los sans-culottes, sino que fue compartido también por otras opciones políticas, pues constituía «un sistema retórico disponible públicamente que sirvió como referencia común a actores políticos de las más diversas procedencias sociales y con distintos compromisos institucionales y que se implicaron en proyectos globales bastante diferentes» (253). A continuación, Sewell especifica cuáles son esos principios que generan el programa de acción de los sans-culottes. En primer lugar, afirma Sewell, el programa sans-culottes no es sólo una aserción de los intereses de los pobres urbanos, sino que está lleno de exhortaciones morales y declaraciones metafísicas y, en particular, de hostilidad contra la Iglesia. En concreto, al secularizar el drama de la salvación religiosa y reemplazarlo por el drama de la salvación de la humanidad en la tierra (253), la política alimentaria encontró su lugar en este drama cósmico del bien y del mal (254). El segundo principio discursivo es la 158
consideración de la naturaleza como la fuente sagrada de la verdad y del sustento físico y espiritual. Para los republicanos, la vida es el supremo don de la naturaleza y asegurar la continuidad de la vida mediante la generosidad de la naturaleza era el deber político más fundamental. El tercer principio es la definición del derecho a la subsistencia como «un derecho del hombre sagrado e imprescriptible» (254). Fueron principios como éstos los que, al operar como patrones organizadores de la experiencia y de los intereses y al objetivar ciertos hechos sociales como problemas que había que resolver, generaron el movimiento de los sansculottes y convirtieron a sus miembros en sujetos históricos. Y así, por ejemplo, en lo que se refiere a la escasez, al no ser conceptualizada como una consecuencia de las malas cosechas, sino de la especulación (pues la naturaleza produce lo suficiente como para alimentar a la población), lo que se propone como solución es la represión de los acaparadores. Como dice Sewell, al basarse en el supuesto de que la abundancia es natural y de que la escasez sólo puede ser el resultado de la manipulación, los sans-culottes consideran que la carestía es «artificial», fruto del acaparamiento, que el objetivo de los acaparadores es destruir la República (256) y que, por tanto, es necesario dictar leyes severas contra ellos (257). Asimismo, esa articulación de la situación social y económica es el medio a través del cual los referidos principios se proyectan en acción. Y así, por ejemplo, el derecho natural a la subsistencia se traduce en la exigencia de fijar el precio de los bienes de primera necesidad, así como la supeditación a dicho derecho del derecho de propiedad. Y de ahí que los sans-culottes consideren que la República tiene el derecho de regular los precios (254) y que los cultivadores y comerciantes han de estar supeditados al bienestar público, por lo que se les equipara con los funcionarios: son servidores públicos cuya función es el suministro de alimentos (255). La consecuencia de que esta articulación fuera realizada mediante un entramado categorial nuevo es lo que explica, finalmente, que la escasez y carestía de los alimentos no produjera simplemente, como en períodos anteriores, motines de subsistencia, sino acciones de protesta de carácter político. Según Sewell, precisamente la existencia de esta red de implicación mutua que vincula la retórica de subsistencia con la más amplia armazón discursiva del tenor (contra los acaparadores por contrarrevolucionarios) es lo que suscita serias dudas sobre la explicación de Soboul de los orígenes sociales de la ideología sans-culottes. Pues no se trata sólo de una reivindicación material de suministro de alimentos, sino que dicha reivindicación se inscribe dentro de un más amplio programa de lucha contra la contrarrevolución y de reclamación de derechos. Los 159
intereses materiales no son meros atributos sociales que se hacen manifiestos en la esfera política, sino que ellos mismos son construcciones significativas12. Esto no significa, en modo alguno, que la situación socioeconómica y, en particular, el hambre no sean factores esenciales en la configuración del programa y de la práctica de los sans-culottes. Esto no quiere decir, como subraya Sewell, «que ni la substancia de la retórica ni su papel en la política de la Revolución carecen de determinantes sociales» (253). Por supuesto, el hambre no sólo existe, sino que es la base material de la retórica de las subsistencias. El hambre era un fenómeno real y un problema crónico en la época de la Revolución, pues no sólo las malas cosechas eran frecuentes, sino que, dado que la mitad del salario se gastaba en alimentos, cualquier subida de precios resultaba en hambre. Por tanto, había buenas razones para que la gente se preocupara por el hambre y, de hecho, no sólo ésta fue uno de los motivos de los levantamientos urbanos de 1789, sino que la memoria de las privaciones se mantuvo en los anos siguientes. Por consiguiente, nadie pone en duda que la retórica sans-culottes de las subsistencias tenía, como Sewell sentencia, «unas bases económicas reales» (261). Sin embargo, lo que está en discusión no es la existencia del hambre ni su conexión evidente con el programa y la práctica sans-culottes. Lo que está en discusión es la naturaleza de esa conexión, es decir, la respuesta a la pregunta de por qué el hambre generó ese tipo específico de reacción, de actitud, de demandas y de acción politica. Y eso no puede explicarlo la mera existencia del hambre, sino que es preciso tomar en consideración la mediación de categorías como las enumeradas (lucha entre el bien y el mal, la naturaleza como fuente de vida o el derecho natural a la subsistencia)13. El hecho de que tal ecuación causal entre la escasez y el programa sobre las subsistencias no exista es, justamente, la razón por la que Sewell considera como «insostenible» (262) la tesis de Soboul y George Rudé de que la pequeña escala de la industria urbana y la alta proporción de ingresos gastada en pan «garantizaba que las clases populares de París definirían sus intereses como consumidores antes que como productores y que estarían obsesionadas con el suministro y el precio de los alimentos más que con los salarios y las condiciones de trabajo» (261-262). 13 De ahí la afirmación de Sewell de que, «aunque es sin duda cierto que el hambre y el temor al hambre dieron lugar, en el París revolucionario, a una amplia preocupación por el suministro y el precio de los alimentos, sólo un camino muy indirecto puede llevamos desde el hambre a la elaborada y compulsivamente repetida figura retórica del complot contrarrevolucionario para matar de hambre al pueblo y destruir la República. La causa indicada [el hambre], aunque ciertamente importante, parece totalmente insuficiente para explicar el exagerado efecto. Para explicar el surgimiento de una particular retórica sansculotte de las subsistencias en el discurso revolucionario de 1793 se requiere una historia más complicada que la que Soboul pretendía contar» (261). 12
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De hecho, la insuficiencia de la explicación social estriba en que da por sentado que el hambre genera, por sí misma, en los individuos, un determinado tipo de respuesta, sin caer en la cuenta de que ésta depende de las diversas existencias objetivas (es decir, significados) que el hambre adquiere según el imaginario social vigente en cada caso. Es más, la existencia misma de una respuesta depende de que el hambre haya sido objetivada de una cierta manera: por ejemplo, no como un fenómeno natural o providencial, sino como un problema social que hay que resolver. Por consiguiente, desde esta perspectiva, los sans-culottes no reaccionan como lo hacen simplemente porque el hambre los acucie, sino porque, al percibirla y experimentarla mediante el imaginario moderno, deviene un derecho natural vulnerado y un mal social solucionable con medidas políticas. Unas medidas que, a su vez, sólo pudieron ser concebibles (y puestas en práctica) porque previamente existían los mencionados principios discursivos. Por consiguiente, quien desee comprender y explicar la práctica sans-culottes en este terreno no puede limitarse a constatar la existencia del hambre y su condición de motivo central del programa sans-culottes, sino que ha de explicar por qué y cómo el hambre fue objetivada de esa manera concreta y generó, en virtud de ello, una determinada práctica social y política. Para reforzar su argumentación, Sewell recurre a una comparación entre el París de 1793 y el de 1848 que, según él, debería dejar clara la insuficiencia de la argumentación de Soboul y Rudé. También en 1848, aunque los precios son moderados, se ha salido recientemente de un período de hambre terrible, la relación entre salarios y precios es similar y la industria fabril apenas ha avanzado, predominando aún el pequeño taller y el trabajo manual. Sin embargo, dice Sewell, en la revolución parisina de 1848 «apenas se dijo una palabra sobre el problema de las subsistencias». Por el contrario, fue el trabajo, y no las subsistencias, el tema candente. En vez de reclamar la fijación de un máximum y el castigo de los acaparadores, lo que los trabajadores parisinos reclamaban era una reforma en la «organización del trabajo» y que sus patronos les concedieran tarifas más favorables (262). De manera que, «aunque las condiciones económicas de París a mediados del siglo XIX eran sorprendentemente similares a las de los años 1790, las demandas políticas de los pobres parisinos fueron totalmente diferentes» (262). ¿Qué es lo que este hecho pone de manifiesto? ¿A qué se debe este marcado contraste? Según Sewell, lo que este hecho revela es que las condiciones económicas no dan lugar a intereses políticamente relevantes de la manera directa y obvia asumida por Soboul y Rudé, sino que dichos intereses son «profundamente configurados por la 161
cultura política circundante»14. Y por eso, en 1848, la gente corriente de París definió sus intereses como trabajadores porque en las dos últimas décadas la categoría de trabajo se había establecido socialmente y había convertido a la identidad política «trabajador» en particularmente poderosa. Y, por tanto, el referido contraste se debe a que, aunque las condiciones sociales y económicas sean similares, éstas son articuladas mediante principios discursivos diferentes, haciendo, a su vez, que los intereses, las formas de identidad, los programas y la práctica política sean también diferentes. Por eso la conclusión de Sewell es que «para entender por qué en 1793 los parisinos, en una situación similar, definieron sus intereses como consumidores, debemos tener en cuenta algo más que el hecho de que el pan constituía un porcentaje elevado de sus gastos; debemos ser capaces de explicar cómo la cultura política de su tiempo convirtió el precio y la disponibilidad de pan en la cuestión crucial, en lugar de desviar su atención hacia la cuestión, económicamente equivalente, de la obtención de un salario suficiente para pagar el pan» (262). Es decir, debemos conocer mediante qué categorías discursivas (derecho natural a la subsistencia o trabajo) se ha conferido significado a la situación social y diseñado el correspondiente programa de acción (exigencia del máximum o reorganización del trabajo). III
La nueva teoría de la acción social esbozada aquí es la que está en la base, asimismo, en particular, de la concepción de la acción política desarrollada por la historia postsocial. Hasta ahora, los historiadores habían concebido la política bien como una esfera subjetiva causalmente autónoma (historia tradicional y revisionismo) bien como una representación de intereses e identidades sociales (historia social). La nueva historia, sin embargo, al hacer una distinción entre discurso político y vocabulario político (esto es, entre la matriz categorial subyacente y las formas de conciencia que resultan de su aplicación a la vida política), 14 Sewell tampoco define expresamente el concepto de «cultura política». No obstante, dicho concepto no parece referirse simplemente a un conjunto de ideas políticas, sino a una instancia histórica específica. En cualquier caso, recordemos, a este respecto, que el hecho de que el discurso moderno adopte con frecuencia una forma política —y no, por ejemplo, religiosa— no debe llevamos a confundir el lenguaje politico en tanto que patrón de significados con su proyección subjetiva en forma de vocabulario político.
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atribuye un nuevo origen causal a la acción política, ya que es la mediación del discurso político la que proporciona a los individuos el diagnóstico de su situación, constituye a éstos como sujetos políticos y define sus intereses en este terreno y, por consiguiente, la que prefigura un cierto curso de acción y da carta de naturaleza a determinados conflictos y relaciones de poder15. Como diría Margaret R. Somers, la acción política no es una exteriorización de intereses sociales, sino el resultado del despliegue de una «red conceptual», del tipo de la denominada «teoría anglo-norteamericana de la ciudadanía», que constituye una «matriz estructural relacional de principios teóricos y supuestos conceptuales» en función de la cual los individuos organizan, configuran y dan sentido a su práctica política16. Esta es la perspectiva teórica que adopta, por ejemplo, Keith M. Baker en su análisis de la Revolución Francesa. También Baker parte de la distinción entre marco categorial (lo que él denomina «cultura política») y subjetividad y, por tanto, sostiene que el primero no es ni un reflejo de las condiciones sociales ni un artefacto subjetivo creado y manejado por los agentes, sino que es una instancia previa que toma parte activa en la configuración de las identidades políticas y de los conflictos que las enfrentan y que modela, orienta y confiere sentido a la práctica política. En el caso particular de la Revolución Francesa, arguye Baker, el lenguaje político no era un instrumento en manos de los actores revolucionarios, sino que, por el contrario, éstos «se veían constantemente arrastrados por el poder de un lenguaje que se mostraban incapaces de controlar»17. Y, por consiguiente, las causas de la Revolución no se encuentran ni en el contexto socioeconómico ni en la esfera ideológica, sino en la mediación de una cultura política que forja a los propios actores y autoriza sus acciones. Según sus propias palabras, esa cultura política «comprende las definiciones de las posiciones relativas de sujeto desde las que individuos y grupos pueden (o no) legítimamente hacerse sus demandas unos a otros y, por consiguiente, de la 15 Por supuesto, la práctica política depende también de la forma históricamente específica en que la propia política es articulada como esfera social y campo de actividad. Así, por ejemplo, el hecho de que el discurso moderno objetivara a la política como esfera pública fue lo que confirió a la acción política la condición de medio primordial de intervención social y de creación, regulación y transformación de las relaciones sociales. 16 Margaret R. Somers, «What's Political or Cultural about Political Culture and the Public Sphere? Toward an Historical Sociology of Concept Formation», Sociological Theory, 13, 2 (1995), pág. 134. 17 Keith M. Baker, Inventing the French Revolution, pág. 7. Indico las páginas entre paréntesis.
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identidad y los límites de la comunidad a la que pertenecen. Constituye los significados de los términos en que estas demandas se inscriben, la naturaleza de los contextos a los que pertenecen y la autoridad de los principios de acuerdo con los cuales se hacen vinculantes. Configura el contenido y el poder de las acciones y procedimientos por los que se resuelven las confrontaciones, se adjudican autorizadamente las demandas en conflicto y se refuerzan las decisiones vinculantes» (4-5). De hecho, según Baker, la historia social, al concebir la Revolución como el resultado del «ascenso de la burguesía al poder como la manifestación de una necesidad histórica objetiva», es incapaz de percibir el fenómeno clave, a saber, la aparición de una nueva forma de discurso político que instituye nuevos modos de acción política y, por tanto, es incapaz de captar la intervención constitutiva del lenguaje que subyace al proceso revolucionario (18). De ahí la crítica de Baker a la tesis de autores como Francois Furet y Lynn Hunt de que lo que ocurre durante la Revolución es que la subjetividad se independiza temporalmente de su base social y el conflicto de intereses sociales es reemplazado por una lucha simbólica en tomo a la definición conceptual de la legitimidad. Es decir, que, como argumenta, según Baker, Furet, el colapso de la autoridad real en 1789 provocó que la relación entre poder e intereses sociales se rompiera, que los intereses sociales se pusieran en suspenso en favor de una supremacía de las ideas sobre el mundo real y que, en consecuencia, el orden social fuera reconstituido en el nivel de la ideología. Sin embargo, objeta Baker, no se trata de que, en una coyuntura de crisis y de cambios vertiginosos, la esfera simbólica se independice provisionalmente de su base social y el lenguaje adquiera, en virtud de ello, tal capacidad realizativa, sino de que el lenguaje posee siempre dicha capacidad y es siempre un generador activo tanto de los intereses como de la conducta política implícita en ellos. Es decir, que «la lingüisticidad» no es un paréntesis excepcional o un rasgo peculiar de la Revolución Francesa, sino una condición histórica permanente (7-8). Lo que ocurre es que tanto Furet como Hunt, al operar con un modelo teórico dicotómico, no pueden distinguir entre discurso y vocabulario políticos y, por tanto, toda desvinculación causal de la acción política con respecto al contexto social les conduce inexorablemente a una restauración de la explicación intencional. Sin embargo, como argumenta Baker, la acción política no es una práctica simbólica, sino discursiva y de ahí, precisamente, que para entender y explicar la Revolución Francesa sea preciso identificar el campo del discurso político, reconstruir la cultura política o conjunto de patrones y relaciones que la hicieron posible (24). 164
Según Baker, la cultura política que generó la Revolución se forjó a lo largo del siglo )(vil' al ser sustituido el molde absolutista por un nuevo marco discursivo que, al tener como piedra angular el concepto de opinión pública, provocó un desplazamiento de la fuente de legitimidad de la autoridad política desde la corona a la sociedad civil. Esta nueva cultura politica fue el resultado de una separación de los atributos que habían estado tradicionalmente unidos en el concepto de autoridad monárquica —razón, justicia y voluntad— y de su reconceptualización en un lenguaje de «ciencia social» y orden natural y racional que fue el que hizo «pensable», y, por tanto, posible, la Revolución Francesa. Es decir, el lenguaje que sirvió de soporte al programa de uniformidad administrativa, derechos civiles, igualdad fiscal y representación de los intereses sociales a través de la participación en la gestión política y el que sentó las bases de la reconstitución del nuevo orden social sobre principios como los de propiedad, utilidad pública, derechos del hombre, soberanía nacional, representación o gobierno responsable (2426 y 199). Es precisamente esta crisis de la noción instrumentalista del lenguaje político y de la concepción representacionista de la política la que está obligando a los historiadores a reconsiderar también la génesis y naturaleza tanto de los conflictos políticos como del poder político. Veámoslo muy brevemente. Con anterioridad, las luchas políticas habían sido concebidas en términos de confrontación ideológica o, como dirían algunos autores, en términos de una pugna por apropiarse de o por adjudicar significado a los conceptos políticos e imponer, de este modo, uno u otro criterio de legitimidad. Esta concepción se basa en el supuesto de que las identidades políticas están previamente dadas en otra esfera y concurren a la lucha política con el propósito de realizar unos intereses (sean naturales o sociales) que están preestablecidos. Sin embargo, si, como sostiene la nueva historia, dichas identidades, así como sus intereses, se constituyen en el espacio de significación creado por el discurso político, entonces las relaciones que entablan y los conflictos que las enfrentan tampoco pueden tener un fundamento causal externo, sino que son forjados por el mismo proceso de mediación discursiva. Es este proceso el que crea las condiciones de emergencia de determinados conflictos, el que establece los términos, los objetivos y el alcance de la confrontación, el que hace inteligibles las demandas mutuas y el que proporciona a los agentes los recursos retóricos de los que se sirven. Por consiguiente, no se trata de que, por citar un ejemplo corriente, las diferentes opciones políticas traten de imponer su definición de categorías como las de democracia, libertad 165
o igualdad, sino de que es la existencia de tales categorías la que hace que surjan los correspondientes conflictos en torno a ellas. Como he mostrado ya, los grandes conflictos políticos de la sociedad moderna no están motivados por la exclusión política, la privación de derechos o las desigualdades sociales, sino por el hecho de que tales circunstancias han sido hechas significativas (y, en consecuencia, consideradas como injustas o antinaturales) mediante categorías como las de democracia, libertad o igualdad. Ello implica, según la nueva historia, que las luchas políticas están siempre inscritas causalmente dentro de un discurso compartido y que es éste el que define el objeto, los términos y el alcance de la disputa a los que se atienen todas las opciones políticas involucradas. Como dirían los sociólogos Jeffrey C. Alexander y Philip Smith, refiriéndose al denominado «discurso de la sociedad civil norteamericana», un discurso compartido constituye «una conmensurabilidad semántica» o código común que impone un «consenso subyacente» a todas las opciones políticas18. No otra parece haber sido, por ejemplo, la relación entre socialismo y liberalismo, ya que ambos comparten los mismos supuestos básicos del discurso moderno al que pertenecen (y por cuya razón, precisamente, las revoluciones socialistas no han podido trascender a la sociedad liberal). A la presencia, el papel histórico y la relevancia explicativa del discurso compartido le han prestado una cuidadosa atención historiadores como Patrick Joyce, James Vernon o Keith M. Baker. En el caso de Joyce, éste ha señalado expresamente diversas situaciones en las que las diferentes opciones políticas enfrentadas comparten y operan dentro del mismo 18 Jeffrey C. Alexander y Philip Smith, «The Discourse of American Civil Society: A New Proposal for Cultural Studies», Theory and Society, 22, 2 (1993), pág. 165. Según los autores, aunque en el interior de ese discurso existen diferentes culturas y tradiciones, todas ellas se basan en un único y más básico marco de referencia (constituido por elementos como el temor al poder y a la conspiración y por valores positivos como la autonomía individual y las relaciones contractuales, la honestidad, la confianza, la cooperación o el igualitarismo) y, por tanto, se puede decir que el discurso de la sociedad civil constituye «una gramática general en la que se basan las diferentes tradiciones históricas para crear particulares configuraciones de significados, ideologías y creencias» (165-166). Ello lleva a Alexander y Smith a propugnar el abandono de las concepciones tanto instrumentalistas como estructuralistas de los conflictos políticos, pues éstos no son simplemente disputas ideológicas o de valores, sino efectos de una determinada lógica conceptual. Al menos, dicen, en el contexto norteamericano, «los partidos en liza dentro de la sociedad civil se han basado en el mismo código simbólico (sic) para formular sus concepciones particulares y para exponer sus discrepantes demandas» y, por tanto, para comprender la política norteamericana, uno debe comprender los códigos de la sociedad civil que le sirven de base (197-198).
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patrón discursivo o imaginario social. Así ocurre, según él, en Francia tras la revolución de 1848, cuando «lo social» como «expresión del "progreso" y de lo "moderno"» se convirtió en el substrato común de las luchas políticas y sociales19. También, según Joyce, las relaciones sociales en la Inglaterra victoriana «pueden entenderse en gran parte en términos de las concordancias y las discordancias que operan dentro de discursos compartidos sobre lo social, pensemos éstos en términos de sujetos colectivos como la humanidad, de mitos de origen como los que giran en torno al valor de la independencia o de los "papeles" del género» 20. También James Vernon sostiene, en su estudio sobre la politica británica del siglo XIX21, que el discurso constitucional representa una «metanarrativa» o lenguaje «compartido» dentro del cual se constituyen en este periodo no sólo los grupos políticos y sus apoyos sociales, sino los conflictos que los enfrentan (295-296). Más allá de las interpretaciones particulares de la Constitución, existe un marco conceptual, común a tories, whigs y radicales, que impone una gama limitada de posibilidades interpretativas, que permite a las distintas opciones políticas hacerse mutuamente inteligibles y que define las pautas de su confrontación22. El «genio de la metanarrativa constitucional», escribe Vernon, radicaba no sólo en que «permitió a los grupos politicos dar coherencia a su gran masa de identidades diversas y a menudo enfrentadas», convirtiendo de este modo a sus sujetos en agentes, sino, además, en que todos los grupos políticos en liza basaban su propia interpretación del pasado de la nación y de su destino futuro en los mismos «tropos compartidos» (328). 19 Patrick Joyce, Class, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pág. 185. En este punto Joyce se basa implícitamente en la obra de Jacques Donzelot. 20 Patrick Joyce, Democratic Subjects, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, pág. 148. El concepto de discurso compartido es, de hecho, la piedra angular del análisis y de la argumentación de Joyce en esta obra. Como argumenta en otro lugar, «gran parte de las relaciones sociales durante el siglo XIX en Gran Bretaña se llevaron a cabo en términos de "civilidad": estos términos, los de "civilización" y "sociedad civil", se encarnaron en relaciones de poder (en la familia o en la escuela, digamos) y crearon las identidades colectivas sobre las que se basó la democracia liberal, identidades que implicaban exclusión y conflicto, así como uniones de diverso tipo (términos como "humanidad", "pueblo", "lo público" y la esfera de la "opinión pública")» (Class, pág. 185). 21 James Vernon, Politics and the People. A Study in English Political Culture, c. 1815-1867, Cambridge, Cambridge University Press, 1993, esp. cap. 8. Indico las páginas entre paréntesis. Véase además su «Notes towards an Introduction», en James Vernon (ed.), Rereading the Constitution. New Narratives in the Political History of England's Long Nineteenth Century, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, págs. 12-13. 22 De ahí que, como diría Patrick Joyce, «el torismo no fuera menos ducho que el radicalismo y los whigs en apropiarse de la causa constitucional» (Democratic Subjects, pág. 193).
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De este modo, la aparición de la nueva historia ha traído consigo también un nuevo concepto de poder político. En el pasado, los historiadores habían concebido, y analizado, el poder político en términos de control social y de imposición ideológica. Esos historiadores se basaban en el doble supuesto de que el poder político es un efecto o función de las divisiones sociales y de que el medio primordial a través del cual se establecía, se mantenía y se legitimaba la dominación política era la ideología, entendida como falsa conciencia impuesta a los dominados para impedir que éstos reconocieran sus intereses objetivos y lograran una plena autoconciencia identitaria. Aunque, desde este punto de vista, la existencia de una estructura social objetiva era, a la vez, la condición de aparición de una conciencia verdadera, pues los dominados tienen la posibilidad, en el curso de la práctica y mediante la crítica ideológica, de desgarrar el velo ideológico que se interpone entre su conciencia y la realidad, reemplazar la falsa conciencia por otra verdadera y ganar, de este modo, la disputa por el control de la objetividad. Sin embargo, a la luz de la teoría de la sociedad de la nueva historia, esta concepción del poder político se ha revelado excesivamente reduccionista y formal y, por tanto, analíticamente insatisfactoria. Frente a ella, la nueva historia sostiene que el poder político, aunque posee siempre una base social, no es un efecto causal de ésta, sino que es el resultado de la aplicación de un determinado régimen de racionalidad política o, dicho en términos foucaultianos, de una cierta forma de gubernamentalidad. Y ello, fundamentalmente, como sabemos, porque las categorías organizadoras básicas del poder político no son una creación ideológica de la identidad dominante, sino que tienen su origen en un substrato discursivo que no sólo precede y trasciende a dicha identidad, sino que es el que le permite constituirse como ta123. Lo cual 23 Ya
he puesto el ejemplo de la relación entre clase media y liberalismo y subrayado, por un lado, que la burguesía en tanto que identidad política no es una expresión de la clase burguesa y, por otro, que el liberalismo no es la ideología de la burguesía, sino el patrón discursivo que convierte a ésta en identidad política dominante y le permite ejercer su dominación. Como escribe Patrick Joyce, “el liberalismo no puede verse como la expresión de los intereses de clase. Más bien es una forma de gubemamentalidad, a la que no se puede atribuir un origen de clase» (Class, pág. 184). Por supuesto, la historia sociocultural había ya subrayado el carácter contingente de la conexión entre la clase media y su identidad política; sin embargo, al no prescindir del modelo dicotómico y de la causalidad social, ello se ha traducido simplemente en una autonomización relativa de la segunda con respecto a la primera. Una brillante exposición de la concepción sociocultural se encuentra en Dror Wahrman, Imagining the Middle Class. The Political Representation of Class in Britain, c. 17801840, Cambridge, Cambridge University Press, 1995.
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implica, asimismo, que la relación política entre dominadores y dominados no está tampoco previamente inscrita en la esfera de las relaciones socioeconómicas, sino que depende de la manera específica en que ambos son subjetivados y de la función histórica que dicha subjetivación entraña. Desde este punto de vista, por tanto, el poder no es simplemente algo que los dominadores aplican o imponen a los dominados, sino una relación significativa en la que ambos están inmersos. El poder político no es sólo un vínculo vertical, sino también, si se me permite la metáfora, una densa urdimbre horizontal. Y de ahí que el Estado no deba ser concebido solamente, en un sentido estrecho, como un aparato de dominación (que lo es), sino, además, como la institucionalización de una determinada modalidad de articulación significativa del poder político. Keith M. Baker ha definido con suma claridad este nuevo concepto de poder político cuando argumenta que si «una comunidad existe sólo en la medida en que existe algún discurso común por el que sus miembros pueden constituirse a sí mismos como grupos diferenciados dentro del orden social y hacerse demandas entre ellos que son consideradas como inteligibles y vinculantes»; si, además, la «interacción puesta en juego en la configuración de tales demandas está constreñida dentro de ese discurso, al que a su vez sostienen, extienden y en ocasiones transforman», entonces, efectivamente, la autoridad política es esencialmente «una cuestión de autoridad lingüística». Primero, «en el sentido de que las funciones políticas son definidas y asignadas dentro del marco de un determinado discurso político»; segundo, «en el sentido de que el ejercicio de esas funciones toma la forma de definiciones autorizadas de los términos dentro de ese discurso»24. Lo dicho no debe interpretarse, en modo alguno, como que la dominación política no existe o que carece de conexión alguna con la estratificación socioeconómica. Lo que la nueva historia hace (por decirlo de nuevo en términos foucaultianos) es distinguir entre estado de dominación y relación de poder. Esto es, entre el mero hecho material de la dominación política de unos grupos sociales sobre otros y la organización significativa que esa dominación adopta dependiendo del imaginario social mediante el cual se ha erigido y en función del cual es ejercida. Ésta no es, por tanto, una mera distinción formal entre dos componentes del poder político, sino que im24
Keith M. Baker, Inventing the French Revolution, págs. 5 y 17-18.
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plica que toda dominación política está siempre articulada por unas determinadas relaciones de poder, es decir, que la dominación no es generada por las divisiones sociales, sino por la manera específica en que éstas son hechas significativas por un cierto discurso político. La conexión entre supremacía social y dominación política existe, pero no es natural o causal, sino retórica y, por tanto, el poder no es sólo una relación social, sino una relación discursivamente construida. Y de ahí, subrayan los historiadores postsociales, que para explicar por qué la dominación política adopta, en cada caso, una determinada forma y obedece a una cierta lógica no baste con identificar a los grupos sociales en pugna, sino que sea preciso reconstruir el sistema de significados dentro del cual se han constituido como sujetos políticos y operan como tales. De otro modo resultaría ininteligible, por ejemplo, el hecho de que durante tanto tiempo las relaciones políticas entre burguesía y clase obrera se concibieran y mantuvieran en términos de revolución versus antirrevolución. Como ya he argumentado, ello no se debió a la desigualdad social entre ambas clases, sino al hecho de que el discurso moderno objetivó a la clase obrera como sujeto revolucionario y a que la propia burguesía, dado que pertenecía a la misma comunidad discursiva, compartía y daba crédito a esa objetivación. Asimismo, el hecho de que el poder político sea ejercido no mediante el discurso, sino dentro del discurso, implica, por un lado, que lo que garantiza la eficacia de la dominación política no es la manipulación ideológica (fundada en una supremacía de recursos sociales), sino la existencia de un consenso discursivo básico entre dominadores y dominados en el que dicha dominación está lógica, conceptual y retóricamente anclada. Y, por otro lado, implica que es ese consenso discursivo el que confiere también su eficacia a la resistencia a la dominación. Dominación y resistencia no son dos fuerzas inconmensurables que pugnan por imponer sus respectivas formas de legitimidad, sino que son componentes diferenciales de un mismo sistema de significación que se presuponen mutuamente. Y, por tanto, las mismas categorías que establecen las condiciones de posibilidad de la dominación son las que organizan y autorizan la resistencia a ella. En la visión convencional, la resistencia es el resultado de la creación de una contraideología (historia social) o de la apropiación por parte de los dominados de la ideología dominante y de su reutilización como arma contra los dominadores (nueva historia cultural). Como diría Marc W. Steinberg, en una clásica formulación sociocultural basada en el dialoguismo bajtiniano, la resistencia es un «proceso de contrahegemo170
nía»25. Según la nueva historia, sin embargo, lo que ocurre no es que los dominados se apropian de la ideología dominante, sino que el mismo discurso que institucionaliza la dominación es el que autoriza y establece los patrones de contestación política a esa dominación. Las categorías que autorizan la dominación son las mismas que hacen pen-sable la resistencia y, por tanto, lo que los dominados hacen no es expresar sus intereses sociales a través de la ideología dominante, sino articularlos mediante el mismo discurso y desarrollar las posibilidades y contradicciones de éste. Como hemos visto, por ejemplo, las categorías del discurso liberal (como propiedad o trabajo) que fundamentan la exclusión política en los orígenes del sistema liberal son las mismas que hacen concebible y generan la resistencia a dicha exclusión. Por consiguiente, como argumenta Joan W. Scott, la cuestión es menos de oposición entre dominación y resistencia, control y acción, que de un complejo proceso que construye las posibilidades de y pone límites a las acciones específicas emprendidas por individuos y grupos26. Desde este punto de vista, por tanto, una revolución no consiste — como sostendría la historia social— en un desenmascaramiento ideológico de la dominación, sino en la quiebra de la comunidad discursiva y de sus relaciones de poder. Una revolución no es, como diría Keith M. Baker, más que una ruptura discursiva, la aparición de una nueva forma de racionalidad discursiva que constituye nuevos modos de acción política y social. Es decir, «una transformación de la práctica 25 Marc W. Steinberg, «"The Labour of the Country is the Wealth of the Country": Class Identity, Consciousness, and the Role of Discourse in the Making of the English Working Class», International Labor and Working-Class History, 49 (1996), pág. 7. Sus argumentos se repiten en «"A Way of Struggle". Reformations and Affirmation of E. P. Thompson's Class Analysis in the Light of Postmodem Theories of Language», British Journal of Sociology, 48, 3 (1997), págs. 471-492. En estos términos habría que explicar, por ejemplo, según Steinberg, la resistencia del movimiento obrero. Como escribe en relación con los tejedores de seda, éstos «se toparon con la embestida de la degradación capitalista después de medio siglo de relativa protección. Para contrarrestar la hegemonía de la economía política mediante la que los grandes manufactureros y los funcionarios intentaban reestructurar su mundo, los tejedores se apropiaron de partes del lenguaje burgués y lo reutilizaron como arma de los débiles. En este proceso, se comportaron como verdaderos bajtinianos; vieron que las palabras en uso eran la mitad suyas» («"A Way of Struggle"...», pág. 472). 26 Joan W. Scott, reseña de Heroes of Their Own Lives. The Politics and History of Family Violence, pág. 852. Como dice Scott, refiriéndose a la obra de Gordon, «después de todo, fue la existencia de sociedades del bienestar no sólo la que hizo de la violencia familiar un problema que debía tratarse, sino además lo que dio a los miembros de la familia un espacio para cambiar, un sentido de responsabilidad, una razón para actuar y una forma de pensar sobre la resistencia» (pág. 851).
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discursiva de la comunidad, un momento en el cual las relaciones sociales son reconstituidas y el discurso que define las relaciones políticas entre individuos y grupos es radicalmente reconfigurado» (como ocurrió en Francia en 1789)27. IV
Hasta aquí me he referido, fundamentalmente, a la sociedad en tanto que objeto de percepción, pero apenas he dicho nada sobre la sociedad en tanto que entidad real. No debería concluir, sin embargo, sin antes llamar la atención sobre el hecho de que ambos aspectos están indisolublemente unidos y se presuponen mutuamente y de que, por tanto, la formulación del nuevo concepto de acción social lleva implícita una profunda reconsideración de la naturaleza de la sociedad en tanto que fenómeno. Si, como sostiene la nueva historia, las acciones significativas de los individuos tienen su origen en la mediación discursiva —y no en la determinación social—, entonces la sociedad seria no una esfera autónoma dotada de un mecanismo interno de autorreproducción, sino el resultado de la proyección práctica de un cierto patrón discursivo. Es decir, que si las categorías metanarrativas y su imaginario social son los que organizan la práctica significativa de los individuos, entonces son también ellos los que organizan las relaciones sociales en que éstos entran y los que producen las condiciones sociales que posteriormente son objeto de aprehensión significativa. Y, por tanto, desde esta perspectiva, el discurso no sólo realiza, en los términos descritos, una construcción significativa de la sociedad, sino también una construcción efectiva, en la medida en que se encarna continuamente en relaciones, instituciones y normas sociales. Y de ahí que la nueva historia conciba a la sociedad no como una entidad racional (historia tradicional), ni como una entidad objetiva (historia social) o simbólica (historia sociocultural), sino más bien como una entidad semiótica. La obra de Richard Biernacki ofrece un ejemplo de construcción discursiva de las relaciones sociales y del carácter semiótico de éstas, en este caso en el ámbito de la producción28. Lo que la investigación de 27 Keith
M. Baker, Inventing the French Revolution, pág. 18. Biernacki, The Fabrication of Labor. Germany and Britain, 1640-1914, Berkeley / Los Angeles, University of California Press, 1995, Primera Parte. El autor ha resumido su investigación en «Work and Culture in the Reception of Class Ideologies», en John R. Hall (ed.), Reworking Class, Ithaca, Cornell University Press, 1997, págs. 169-192. Biernacki presenta argumentadamente su marco teórico en «Method and Metaphor af28 Richard
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Biemacki muestra es que las relaciones que los individuos entablan en la producción y la forma en que se organiza ésta no responden a una suerte de lógica inherente a la esfera económica o a la producción misma, sino que dependen del marco categorial aplicado en cada caso. Este marco categorial opera como una variable histórica independiente que no se limita a mediar en la interpretación de la realidad, sino que toma parte activa en la configuración de ésta y le impone su lógica. Según Biemacki, un estudio comparativo de la industria textil de la lana en Alemania y Gran Bretaña durante el siglo XIX demuestra que, aunque las circunstancias económicas en que se desarrolla esta rama de la industria son similares en ambos países, las relaciones entre empleadores y empleados y la organización de la producción varían en razón del diferente patrón categorial y, en particular, del distinto concepto de trabajo como mercancía prevaleciente en uno y otro país. Los patronos y los obreros alemanes concebían el empleo como la apropiación durante un cierto tiempo de la fuerza de trabajo de los obreros y como una disposición de la actividad laboral de los obreros, mientras que en Gran Bretaña propietarios y obreros veían el empleo como la apropiación del trabajo materializado por la vía de su producto. Es decir, que en el caso de Alemania, cuando patronos y obreros realizaban la compraventa de trabajo como sustancia abstracta, basaban la transacción en la venta de la disposición sobre la actividad laboral de los obreros y en la apropiación de la fuerza de trabajo. En el caso de Gran Bretaña, por el contrario, patronos y obreros ponían en práctica el principio de que la relación capitalista de empleo se basaba en la apropiación del trabajo abstracto en tanto que se encarnaba en productos tangibles. Lo esencial, sin embargo, en este punto, es que esta diferencia en la definición del concepto de trabajo estructuraba los aspectos más fundamentales de las relaciones industriales, incluyendo las formas de remuneración, la definición de los salarios, los cálculos de la producción y los costes, las técnicas disciplinarias, el diseño de las fábricas e incluso la percepción del tiempo y el espacio. Y así, por ejemplo, mientras que los tejedores británicos se veían obligados a entregar a sus patronos, a un ritmo regular, el producto, pero no necesariamente su tiempo personal de trabajo, los tejedores alemanes contrataban la disposición sobre su tiempo de trabajo personal en sí mismo y tenían que hacer acto de presencia. De igual modo, la escala salarial responde, en cada país, a esa diferencia entre transferencia de «trabajo encarter the New Cultural History», en Victoria E. Bonnell and Lynn Hunt (eds.), Beyond the Cultural Turn. New Directions in the Study of Society and Culture, Berkeley / Los Angeles, University of California Press, 1999, págs. 62-92.
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nado» (Gran Bretaña) y transferencia de la disposición sobre la actividad laboral (Alemania) y, por tanto, mientras que en el primer caso el pago se realiza en razón de las pulgadas de tejido producido, en el segundo se hace en razón del número de movimientos de lanzadera realizados. Y de ahí que los obreros alemanes se quejaran de la intensificación del trabajo en términos de miles de movimientos de lanzadera, no en términos de pulgadas de tejido producido (como ocurría en Gran Bretaña)29. De este modo, con el advenimiento de la nueva historia y de su concepto de acción social, no sólo ha entrado en crisis la noción de estructura social como instancia portadora de significados intrínsecos, sino también la noción de estructura social como entidad autónoma situada al margen de la práctica significativa y que se genera y reproduce con independencia de ésta. En el paradigma materialista, la sociedad constituye una estructura objetiva dotada de un mecanismo interno de funcionamiento y de cambio que la acción, puesto que está socialmente determinada, se limita a desarrollar. Por supuesto, la historia social admite que la esfera socioeconómica está constituida por acciones significativas, y no sólo materiales, pero al considerar a ambas como expresiones inmediatas de la estructura social, no hace ninguna distinción ontológica entre unas y otras. Este paradigma sufrió una primera fisura con el surgimiento de la historia sociocultural, la cual, al afirmar la naturaleza simbólica de las acciones significativas, atribuye a éstas una capacidad recreadora de la estructura de la que antes carecían30. Sin embargo, a la vez, dada precisa29 Porque, en efecto, del concepto de trabajo depende también la definición de explotación y, por consiguiente, las demandas y la práctica reivindicativa de los trabajadores y de los sindicatos. En el caso británico, al pensar que el capitalista extrae su beneficio manipulando las relaciones de intercambio mediante las cuales se aseguraba y disponía del producto (trabajo materializado de los obreros), los obreros consideran al mercado como el lugar en el que se localiza la explotación y, por tanto, lo que reclamaban era una ganancia justa en la esfera del intercambio. En Alemania, por el contrario, al concebir la explotación como extracción de plusvalía y localizarla, por consiguiente, en la producción y no en el mercado, lo que los trabajadores demandan es una modificación de las relaciones de propiedad. (A la relación entre el concepto de trabajo y las demandas y la práctica del movimiento obrero dedica Biemacki la Tercera Parte de su libro.) 30 Una formulación clásica de la visión sociocultural se puede encontrar en William H. Sewell Jr., «Toward a Post-materialist Rhetoric for Labor History», en Lenard R. Berlanstein (ed.), Rethinking Labor History. Essays on Discourse and Class Analysis, Urbana y Chicago, University of Illinois Press, 1993, págs. 15-38. Lo que Sewell argumenta, esencialmente, es que la economía no es una esfera puramente material, sino que está compuesta también de prácticas y elementos simbólicos o, como él dice, que «al igual que actividades propias de otras esferas —digamos Gobierno, aprendizaje, religión o guerra—, la producción y el intercambio implican una compleja mezcla de lo que solemos llamar lo ideal y lo material» (pág. 20).
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mente la naturaleza simbólica (y, por tanto, representacional) de las acciones significativas, éstas se encuentran constreñidas dentro de límites estructurales y, por tanto, en última instancia, acaban reproduciendo la lógica de la estructura social. Sin embargo, si la subjetividad de los agentes históricos no es una representación, del tipo que sea, de las condiciones socioeconómicas, sino el resultado de la articulación significativa de éstas, entonces la sociedad no se genera y reproduce por sí misma a través de la acción, sino que, por el contrario, es producida y reproducida por la acción misma. O lo que es lo mismo: si la práctica social y las relaciones sociales resultantes de ella son efectos de la mediación discursiva, entonces las condiciones sociales no se reproducen por sí mismas, sino que lo hacen a través de la propia mediación discursiva. Lo cual significa que las nuevas situaciones sociales no están objetivamente implicitas en las anteriores, sino que se gestan como consecuencia de la interacción de las primeras con un determinado patrón discursivo. Es de este modo, por ejemplo, como ya hemos visto, que la nueva historia explica procesos de cambio social como la transición del feudalismo al capitalismo. Dicha transición no es el efecto de una contradicción estructural que se hace manifiesta y se resuelve en el plano de la acción política, sino que la acción política nace de la rearticulación de las condiciones sociales mediante un nuevo patrón de significados. Dicha transición no se produjo, entonces, porque surgieran unas nuevas condiciones socioeconómicas, sino, en todo caso, como consecuencia del significado del que esas condiciones fueron dotadas mediante las categorías del discurso moderno. Más allá de esta articulación no hay ningún factor causal estructural (oculto o subyacente), sino sólo un cúmulo de hechos sociales y materiales que son objeto de construcción significativa. De modo que, al afirmar que ningún fenómeno social —sea la producción o la racionalidad humana— está situado al margen de la mediación discursiva y puede operar como fundamento causal último e incondicionado de las relaciones y de los cambios sociales y que, en consecuencia, tanto esas relaciones como su transformación en el tiempo tienen su origen en la interacción permanente entre las matrices metanarrativas y los restantes dominios de la sociedad, la nueva historia ha acabado de reemplazar, tras el impulso inicial de la historia sociocultural, la vieja imagen orgánica de la sociedad por una nueva imagen de complejidad dinámica.
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CONCLUSIÓN
Un nuevo orden del día para la investigación histórica Si mi diagnóstico sobre la reciente evolución teórica y el estado actual de los estudios históricos es correcto, entonces, efectivamente, no parece aventurado concluir que la ciencia histórica está experimentando actualmente un nuevo cambio de paradigma, y no una mera renovación temática o metodológica, y que, en consecuencia, los historiadores tendrían que adoptar un nuevo orden del día para la investigación histórica (así como someter a revisión todas las interpretaciones históricas precedentes, en el mismo sentido en que lo hicieron, en su momento, los historiadores sociales). Asimismo, si mi descripción del camino recorrido en las dos últimas décadas por la investigación histórica es mínimamente exacta, entonces la nueva historia no sólo existe, sino que entraña una discontinuidad básica con respecto a las modalidades anteriores de historia y, en particular, con respecto a aquélla que la ha precedido en el tiempo y a partir de la cual ha emergido, la historia sociocultural o nueva historia cultural. Pues aunque, como he indicado, sus antecedentes se encuentran en la reformulación y creciente complejización de la conexión entre realidad social y conciencia emprendida por los historiadores socioculturales, la nueva historia no constituye una mera continuación de la tendencia a conferir una mayor autonomía relativa a la esfera cultural y a la intencionalidad humana, sino que, por el contrario, implica un abandono decidido del modelo teórico dicotómico y de sus términos constitutivos. Si, en fin, es cierto, como he tratado de mostrar, que la nueva historia no se ha limitado a redefinir la forma adoptada por la relación entre posición social 177
y conciencia, sino que ha redefinido de manera sustancial la naturaleza misma de esa relación, entonces eso la hace esencialmente diferente de la historia sociocultural. En este sentido, el propósito de algunos autores de conciliar y hacer compatibles (o, al menos, complementarios) a ambos tipos de historia no parece ser realizable. Asertos como el de Marc W. Steinberg de que la historia sociocultural y la nueva historia «pueden ser casadas», así como su argumentación subsiguiente, parecen basarse en una comprensión insuficiente de los términos, la profundidad y las implicaciones de la actual reorientación teórica de los estudios históricos1. Según Steinberg, la autonomía que los historiadores socioculturales (como E. P. Thompson) atribuían a «la cultura, la política y el lenguaje» anunciaba la perspectiva de «la fuerza determinante del discurso», pues hay una homología entre el hiato entre ser social y conciencia social y el hiato entre significante y significado. En ambos casos, según él, el discurso media la implicación de las personas en el mundo social, proporcionando los fundamentos de la acción humana y la diacronía del cambio social2. Sin embargo, aquí Steinberg parece ser presa de un equívoco, pues confunde la mediación cultural con la mediación discursiva, así como las dos nociones diferentes de lenguaje en las que una y otra se fundan. Para la historia sociocultural, el lenguaje continúa siendo una entidad cultural y un medio de expresión, aunque sea simbólico, de los significados objetivos y, por tanto, el efecto de su mediación es únicamente el de conferir a los individuos un mayor grado de libertad de acción con respecto a la coacción estructural del contexto social. Para la nueva historia, por el contrario, el lenguaje es una instancia histórica específica cuya mediación es la que genera tanto la objetividad como la subjetividad y la que define la relación que ambas entablan. Por similares razones, la nueva historia no debe confundirse, tampoco, como a veces ocurre, con el franco movimiento de retorno al subjetivismo emprendido por el denominado revisionismo, pues, como algunos historiadores han reiterado, la nueva teoría de la sociedad no consiste en una inversión del modelo dicotómico objetivista de 1 Marc W. Steinberg, «"The Labour of the Country is the Wealth of the Country": Class Identity, Consciuosness, and the Role of Discourse in the Making of the English Working Class», International Labor and Working-Class History, 49 (1996), pág. 5. Entre los autores a los que me refiero se encuentra, por ejemplo, Patrick Curry, «E. P. Thompson in Postmodemity», inédito. Agradezco al autor que me haya permitido leer y citar su artículo antes de ser publicado. 2 Marc W. Steinberg, «Culturally Speaking: Finding a Commons between Poststructuralism and the Thompsonian Perspective», Social History, 21, 2 (1996), pág. 202.
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la historia social, sino en la adopción de un esquema teórico nuevo. Como diría a este respecto Joan W. Scott, el nuevo tipo de historia no es una inversión de la historia social, pues ha abandonado toda oposición entre determinación objetiva y sus efectos subjetivos3. Por el contrario, en lo que la actual reorientación de los estudios históricos consiste, por decirlo en palabras de John E. Toews, es en un abandono de las «teorías psicológicas y sociológicas que proporcionaban modelos para poner en relación la experiencia y el significado en términos de representación, causa o expresión» yen la consiguiente adopción de otras teorías que «reconocen el lenguaje, en toda su densidad y opacidad, como el lugar donde se constituye el significado», como un conjunto de procedimientos y reglas impersonales y anónimas que determina «qué puede decirse y cómo puede decirse» y que construye, «en un sentido práctico y activo», el «mundo de los objetos y sujetos, el mundo de la "experiencia"»4. Como consecuencia de este desplazamiento teórico de los estudios históricos y de la consiguiente reconstrucción de la teoría de la sociedad, en los últimos años los historiadores se han visto obligados a adoptar, progresivamente, un nuevo orden del día para la investigación histórica. A esta cuestión me he referido repetidamente con anterioridad, pero no estaría de más que hiciera un subrayado final. Para la historia tradicional, de base subjetivista, el objetivo de la investigación histórica es la recuperación y comprensión de las motivaciones e intenciones de los agentes, así como, en general, de los universos intelectuales y sistemas de ideas, creencias y valores, concebidos ambos como creaciones racionales humanas. Para la historia social, de base objetivista, dado que la conciencia práctica de los agentes no es más que una expresión del contexto social en el que éstos están insertos, el propósito primordial de la investigación histórica es la reconstrucción de dicho contexto. Es obvio, sin embargo, que con el surgimiento de la nueva historia y como consecuencia de su puesta en cuestión tanto de la explicación intencional como de la estructural (así como de la combinación sociocultural entre ambas), la investigación histórica ha de orientarse en otra dirección. Si los individuos experimentan o entablan una relación significativa con el mundo social siempre a través de la mediación activa de un patrón categorial de significados o discurso; si es la mediación de este 3 Joan W. Scott, Gender and the Politics of History, Nueva York, Columbia University Press, 1988, pág. 5. 4 John E. Toews, Intellectual History after the Linguistic Turn: The Autonomy of Meaning and the Irreducibility of Experience», American Historical Review, 92, 4 (1987), págs. 898 y 890.
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último el que dota de significado al contexto social, el que confiere existencia histórica a los intereses y las identidades y el que, en consecuencia, promueve, guía y otorga sentido a las acciones significativas; si dicho discurso, al proyectarse en práctica, contribuye activamente a la configuración de los acontecimientos, procesos, relaciones e instituciones sociales, entonces, el objetivo prioritario de la investigación histórica ha de ser el de identificar, especificar y desentrañar el patrón categorial de significados operativo en cada caso, analizar los términos exactos de su mediación entre los individuos y sus condiciones sociales y materiales de existencia y evaluar sus efectos realizativos sobre la configuración de las relaciones sociales. Será ello lo que nos permita explicar las formas de conciencia y las modalidades de acción, hacer inteligibles los procesos y los cambios históricos y dar cuenta de la génesis y evolución de las sociedades. Al fin y al cabo, como señala Patrick Joyce, si el mundo social es, en el fondo, una construcción discursiva, entonces sólo se podrá avanzar si se presta atención a los principios de esa construcción (y esto atañe a la historia de lo social tanto como a la teoría de lo social)5. Lo cual implica, a su vez, como también he repetido, que toda explicación de las conductas y procesos sociales requiere de un análisis minucioso del proceso de formación histórica de los propios conceptos. Pues sólo dicho análisis nos permitirá responder, como sostiene Joan W. Scott, a interrogantes capitales como los siguientes: «¿De qué manera han alcanzado su condición de fundamentos de la representación y el análisis categorías como clase, raza, género, relaciones de producción, biología, identidad, subjetividad, experiencia, incluso cultura? ¿Cuáles han sido los efectos de sus articulaciones? ¿Qué supone para los historiadores estudiar el pasado en términos de esas categorías y para los individuos concebirse a sí mismos en tales términos?»6. La irrupción, merced a la reorientación teórica descrita, de este nuevo imperativo analítico es la razón, justamente, de que, en los últimos tiempos, el lenguaje se haya convertido cada vez más en el punto de entrada o de partida de la investigación histórica y de que, como observa perspicazmente Richard Biernacki, los historiadores se hayan concentrado cada vez más en los esquemas implícitos organizadores de la práctica, en lugar de en las representaciones de o para la práctica7. 5 Patrick
Joyce, «The End of Social History?», Social History, 20, 1 (1995), pág. 91. Joan W. Scott, «The Evidence of Experience», Critical Inquiry, 17 (1991), pág. 796. 7 Richard Biernacki, «Method and Metaphor after the New Cultural History», en Victoria E. Bonnell y Lynn Hunt (eds.), Beyond the Cultural Turn, Berkeley/Los Angeles, University of California Press, 1999, pág. 75. 6
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Pues, en efecto, desde la perspectiva de la nueva historia, de no prestarse la debida atención al lenguaje y a su papel generativo en la constitución tanto de los significados como de las relaciones sociales, seguiríamos imponiendo al estudio de la sociedad modelos excesivamente simplificados que, en vez de abrir nuevas posibilidades interpretativas, perpetúan las visiones convencionales8.
8 La expresión es de Joan W. Scott, «Deconstructing Equality-versus-Difference: or, the Uses of Poststructuralist Theory for Feminism», Feminist Studies, 14, 1 (1988), págs. 34 y 35.
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