Historia del siglo XX. Eric Hobsbawm (versión resumida)

September 6, 2017 | Author: Irving Reynoso | Category: Russian Empire, Nazi Germany, Russian Revolution, Great Depression, Bolsheviks
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Versión resumida del libro de Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX (1914-1991), Crítica, Barcelona, 2001....

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ERIC HOBSBAWM

HISTORIA DEL

SIGLO XX 1914-1991 [Síntesis]

Síntesis elaborada por Irving Reynoso Jaime a partir de la versión de Editorial Crítica, Barcelona, 2001.

VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX La destrucción de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de las generaciones del pasado, es uno de los fenómenos característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. El estudio del siglo XX se puede dividir en tres partes: 1. Una época de catástrofes, que se extiende desde 1914 hasta el fin de la segunda guerra mundial. 2. Un periodo de 25 o 30 años de extraordinario crecimiento económico y transformación social, que probablemente transformó la sociedad humana más profundamente que cualquier otro periodo de duración similar. 3. Una nueva era de descomposición, incertidumbre y crisis y, para algunos países, de catástrofes. La primera etapa comienza con la primera guerra mundial, que marcó el derrumbe de la civilización (occidental del siglo XIX). Esta civilización era capitalista desde el punto de vista económico, liberal en su estructura jurídica y constitucional, burguesa por la imagen de su clase hegemónica y brillante por sus adelantos alcanzados en el ámbito de la ciencia, el conocimiento y la educación, así como el progreso material y moral. Época convencida de la posición central de Europa, cuna de las revoluciones científica, artística política e industrial, con una economía influyente en todo y el mundo y una población que representaba la tercera parte de la humanidad. El periodo que va del comienzo de la primera guerra mundial al término de la segunda fue una época de catástrofes para esta sociedad. A las dos guerras mundiales siguieron dos oleadas de rebelión y revolución generalizadas, que situaron en el poder a un sistema que reclamaba ser la alternativa a la sociedad burguesa y capitalista (el comunismo), primero en una sexta parte del mundo y tras la segunda guerra mundial a más de la tercera parte. Los grandes imperios coloniales se derrumbaron. Se desencadenó una crisis económica mundial que pareció poner fin a la economía mundial global.

El periodo de alianza entre el capitalismo y el comunismo contra el fascismo (1930-1940) es el momento decisivo de la historia del siglo XX. El gran logro de la URSS fue haber derrotado a Hitler, pues de otro modo gran parte del mundo occidental tendría regímenes autoritarios y fascistas y no parlamentarios liberales. La revolución de octubre proporcionó a su enemigo –el capitalismo- el incentivo del temor para reformar sus procedimientos y salvarse. Fue la Gran Depresión de la década de 1930 la que hizo que se considerara al socialismo como una alternativa viable a la economía capitalista a escala mundial. Sin embargo, tras la segunda guerra mundial, el capitalismo inició su edad de oro de 1947-1973. El impacto extraordinario de la transformación económica, social y cultural que se produjo en esos años es la mayor y más rápida y decisiva desde que existe el registro histórico. El cambio el enfrentamiento entre capitalismo y socialismo tiene un interés histórico más limitado (las revoluciones sociales, la guerra fría, el socialismo realmente existente) aunque para nuestra época son de vital importancia. La repercusión más importante de los regímenes socialistas fue la de haber acelerado la modernización de los países agrarios atrasados, que coincidieron con la edad de oro del capitalismo. Al inicio de los años sesenta ambas fuerzas (capitalismo y socialismo) parecían dos fuerzas igualadas. A la edad de oro siguieron decenios de crisis universal o mundial, cuyo acontecimiento más destacado fue el hundimiento del socialismo soviético. La crisis afectó a todo el mundo (en diferentes formas y grados) con independencia de las configuraciones políticas, sociales o económicas, porque la edad de oro había creado una economía mundial que trascendía las fronteras estatales y sus ideologías. En el periodo de 1980-1990, el mundo capitalista se vio en los mismos problemas del periodo de entreguerras que la edad de oro había superado: desempleo masivo, depresiones cíclicas, mendigos sin hogar y clases acomodadas, ingresos limitados del estado y gasto público sin límite. El hundimiento de los países socialistas con unas economías débiles y vulnerables, abocados a una ruptura radical con el pasado marca el fin del siglo XX corto.

Paralelismos entre 1914 y 1990 (inicio y fin del siglo XX corto) •



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En 1990 el mundo cuenta con cinco o seis millones de habitantes, tres veces más que al comenzar la primera guerra mundial, ha pesar de que en las guerras se exterminó a más gente que en cualquier otro periodo de la historia. El mundo es incomparablemente más rico de lo que lo ha sido nunca, por lo que respecta a su capacidad para producir bienes y servicios. De no haber sido así no habría sido posible mantener a una población mundial tan grande. En 1980 la mayor parte de la gente vivía mejor que sus padres. La humanidad es mucho más instruida que en 1914, se ha alfabetizado a la mayor parte de los seres humanos, aunque este logro tiene una trascendencia discutible por el poco dominio de la lectura y escritura necesarios para un nivel elevado de instrucción. Desde la primera guerra mundial ha habido muchas más bajas civiles que militares en todos los países beligerantes, con la excepción de EE.UU. Es un mundo cualitativamente distinto en tres aspectos: 1. No es ya eurocéntrico. En 1914 los EE.UU. eran la principal economía industrial y el principal impulsor de la producción y la cultura. Sin embargo, los países europeos en conjunto tienen la mayor concentración de riqueza y poder económico y científicotecnológico del mundo, y sus poblaciones tienen el más elevado nivel de vida. 2. El mundo ha avanzado notablemente en el camino que ha de convertirlo en una única unidad operativa. En las cuestiones económicas el mundo es ahora la principal unidad operativa y las antiguas unidades, como las “economías nacionales” de los estados territoriales han quedado reducidas a la condición de complicaciones de las actividades trasnacionales.

La desintegración de las antiguas pautas por las que se regían las relaciones sociales entre los seres humanos y, con ella, la ruptura de los vínculos con las generaciones, es decir, entre pasado y presente. En la práctica la nueva sociedad no ha destruido toda la herencia del pasado, sino que la ha adaptado de forma selectiva. Se vislumbra un mundo en el que el pasado ha perdido su función, incluido el pasado en el presente, en el que los viejos mapas que guiaban a los seres humanos, individual y colectivamente, ya no reproducen el paisaje en el que sólo no sabemos adonde nos dirigimos, sino tampoco adonde deberíamos dirigirnos.

I: LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL Este periodo duró 31 años, que van desde la declaración austriaca de guerra contra Serbia el 28 de julio de 1914 y la rendición incondicional del Japón el 14 de agosto de 1945 cuatro días después de que hiciera explosión la primera bomba nuclear. El gran edificio de la civilización decimonónica se derrumbó con las guerras mundiales, al hundirse los pilares que lo sustentaban. En ese momento los principales del escenario internacional eran “las seis grandes potencias” europeas (Gran Bretaña, Francia, Rusia, Austria-Hungría, Italia y Prusia – extendida a Alemania desde 1871-), Estados Unidos y Japón. La mayor parte de los conflictos en los que estaban involucradas algunas de las grandes potencias había concluido con cierta rapidez. Anteriormente no se había registrado un conflicto en el que participaran todas las grandes potencias, es decir, una guerra mundial. En la primera guerra mundial participaron todas las grandes potencias y todos los estados europeos excepto España, los Países Bajos, los tres países escandinavos y Suiza. Aunque la actividad militar fuera de Europa fue escasa, excepto en el Próximo Oriente, la guerra naval adquirió una dimensión mundial. La segunda guerra mundial fue un conflicto literalmente mundial, prácticamente todos los estados independientes del mundo se vieron involucrados en la contienda, voluntaria o involuntariamente. Ya fueran locales, regionales o mundiales, las guerras del siglo XX tendrían una dimensión mucho mayor que los conflictos anteriores. 1914 inaugura la era de las matanzas. La primera guerra mundial Comenzó como una guerra europea entre la Triple Alianza de Francia, Gran Bretaña y Rusia y las llamadas potencias centrales (Alemania y Austria-Hungría). Serbia y Bélgica se incorporaron como consecuencia del ataque austriaco sobre la primera y el

ataque alemán contra la segunda. Turquía y Bulgaria le alinearon a las potencias centrales, y la Triple Alianza formó una gran coalición que incorporó a Italia, Grecia, Rumania y Portugal. Japón intervino para ocupar posiciones alemanas en el Extremo Oriente y el Pacífico occidental. Los EE.UU. entraron a la guerra en 1917 y su intervención iba a resultar decisiva. El plan alemán consistía en aplastar rápidamente a Francia en el oeste y luego actuar en el este para eliminar a Rusia, antes de que el imperio zarista se pudiera organizar militarmente. Los alemanes penetraron en Francia y fueron detenidos en el río Marne, gracias al apoyo belga e inglés brindado a Francia, retirándose ligeramente los alemanes; ambos bandos improvisaron líneas paralelas de trincheras y fortificaciones defensivas que se extendían desde la costa del canal de la Mancha en Flandes hasta la frontera suiza, ese era el “frente occidental”, que se convirtió probablemente en la maquinaria más mortífera que había conocido hasta entonces la historia de la guerra, debido a la parálisis entre ambos bandos con respecto a sus posiciones militares. El “frente oriental” era dominado por Alemania, con la ayuda de los austriacos expulsaron de Polonia a los ejércitos rusos. Las potencias centrales dominaban la situación y ante el avance alemán, Rusia se limitaba a una acción defensiva. Mientras Francia, Gran Bretaña y Alemania se desangraban en el frente occidental, Rusia se hallaba sufría una inestabilidad ocasionada por la derrota que estaba sufriendo en la guerra y el imperio austrohúngaro avanzaba hacia su desmembramiento. Ambos bandos se preocuparon por superar la parálisis del frente occidental, pues sin la victoria en el oeste no se podía ganar la guerra. Ambos bandos confiaron en la tecnología. Los alemanes desarrollaron la guerra química, los ingleses vehículos blindados (tanques), ambos bandos utilizaron aeroplanos y Alemania utiliza aeronaves cargadas de helio para experimentar el bombardeo aéreo. El submarino fue la única arma tecnológica importante para el desarrollo de la guerra de 1914-1918, pues ambos bandos, al no poder derrotar al ejército contrario, trataron de provocar el hambre entre la población enemiga. La campaña alemana de

estrangular por esta vía a la Gran Bretaña estuvo a punto de triunfar en 1917, esto fue el principal argumento que motivó la participación de EE.UU. en la guerra, pues la superioridad del ejército alemán podía haber sido decisiva si los aliados no hubieran podido contar con los recursos prácticamente ilimitados de EE.UU. Alemania alcanzó la victoria total en el este, consiguió que Rusia abandonara la guerra, la empujó hacia la revolución y en 1917-1918 le hizo renunciar a una gran parte de sus territorios europeos. Después de imponer la paz a Rusia (Brest-Litvosk 1918) Alemania avanzó a París para romper el frente occidental. Sin embargo Alemania estaba exhausta, los aliados avanzaron en el verano de 1918 la conclusión de la guerra era cuestión de semanas. Las potencias centrales admitieron su derrota y se derrumbaron. Ese mismo año la revolución domino toda Europa central y suroriental. Ninguno de los gobiernos existentes entre las fronteras de Francia y el mar de Japón se mantuvo en el poder. Cabe preguntarse porqué las potencias de ambos bandos consideraron a la primera guerra mundial como un conflicto en el que sólo se podía contemplar la victoria o la derrota total. La razón es que la primera guerra mundial perseguía objetivos ilimitados, se había producido la fusión de la política y la economía. La rivalidad política internacional se establecía en función del crecimiento y la competitividad de la economía, pero el rasgo característico era precisamente que no tenía límites. Era un objetivo absurdo y destructivo que precipitó a los países derrotados en la revolución y a los vencedores en la bancarrota y en el agotamiento material. Los aliados impusieron la paz a Alemania por medio del Tratado de Versalles, que respondía a cinco consideraciones especiales: 1. El derrumbamiento de un gran número de regímenes de Europa y la eclosión en Rusia del régimen bolchevique, dedicado a apoyar las fuerzas revolucionarias de todo el mundo. 2. Controlar a Alemania, que había estado a punto de derrotar a toda una coalición aliada.

3. Reestructurar el mapa de Europa, para debilitar a Alemania y para llenar los espacios que había dejado el hundimiento de los imperios ruso, austrohúngaro y turco (creación de estados nacionales étnico-lingüísticos). 4. La política nacional de los países vencedores y sus fricciones entre ellos. Finalmente EE.UU. se negó a ratificar el tratado y se retiró del mismo. 5. Conseguir una paz que hiciera imposible una nueva guerra. La maniobra inmediata para enfrentar a la Rusia revolucionaria era aislarla tras un cordon sanitaire de estados anticomunistas. Dado que éstos se habían constituido en el antiguo territorio ruso, su hostilidad hacia Moscú estaba garantizada. En el este los aliados aceptaron las fronteras impuestas por Alemania a la Rusia revolucionaria (tratado BrestLitvosk), siempre y cuando no existieran fuerzas más allá de su control que las hiciera inoperantes. Las zonas del imperio austrohúngaro se reestructuraron: • • •

Austria y Hungría fueron reducidas a apéndices alemán y magiar. Serbia se fusionó con Eslovenia y Croacia para formar Yugoslavia. Se constituyó Checoslovaquia con partes del imperio de los Habsburgo y zonas rurales de Eslovenia y Rutenia.

No había lógica posible en la constitución de Yugoslavia (eslavos del sur) y Checoslovaquia (eslavos occidentales), que eran construcciones de una ideología nacionalistas que creía en la fuerza de la etnia común y en la inconveniencia de los estados nacionales reducidos. Estos matrimonios políticos celebrados por la fuerza tuvieron poca solidez. A Alemania se le impuso una paz con muy duras condiciones, con el argumento de que era la única responsable de la guerra y de todas sus consecuencias con el fin de mantener a ese país en una situación de permanente debilidad. La Sociedad de Naciones se constituyó como un organismo con alcance universal que solucionara los problemas pacífica y democráticamente antes de que escaparan a un posible control.

Su fracaso fue casi total, excepto como institución que servía para recopilar estadísticas. La negativa de los EE.UU. a integrarse a la Sociedad de Naciones vació de contenido real a dicha institución. El tratado de Versalles no podía ser la base de una paz estable, estaba condenado al fracaso desde el principio y, por lo tanto, el estallido de otra guerra era prácticamente seguro. Alemania y la Unión Soviética fueron eliminadas temporalmente del escenario internacional y además se les negó su existencia como protagonistas independientes. Las pocas posibilidades de paz que existían fueron estropeadas por la negativa de las potencias vencedoras a permitir la rehabilitación de los vencidos. La segunda guerra mundial se habría evitado si se hubiera restablecido la economía, sin embargo, la economía mundial se sumergió en una crisis profunda y dramática, que instaló en el poder, tanto en Alemania como en Japón, a las fuerzas del militarismo y la extrema derecha, decididas a romper con el statu quo mediante el enfrentamiento militar, y no mediante el cambio gradual negociado. La segunda guerra mundial No se pone en duda que Alemania, Japón y menos claramente Italia fueron los agresores, los países socialistas o capitalistas que se vieron arrastrados a la guerra contra éstas países hicieron cuanto estuvo en su mano para evitarla. Qué o quién causó la segunda guerra mundial: Adolf Hitler. Todos los partidos alemanes que cualquier ideología coincidían en condenar el Tratado de Versalles como injusto e inaceptable. Los dos países derrotados (Rusia y Turquía) en los que se había registrado una revolución estaban ocupados en la defensa de sus fronteras, como para poder desestabilizar la situación internacional. Sin embargo, Japón e Italia, aunque integrados al bando vencedor, se sentían insatisfechos, sobre todo Japón cuyos anhelos imperialistas lo hacían creerse acreedor a un pedazo más grande del pastel del Extremo Oriente que el que las potencias imperialistas blancas le habían concedido. Italia no había

conseguido todo lo que le habían prometido los aliados en 1915 a cambio de su adhesión. La causa inmediata de la segunda guerra mundial fue la agresión de las tres potencias descontentas, vinculadas por diversos tratados desde mediados de los años treinta. Las invasiones de estas potencias a varios países y la decisión de la Sociedad de Naciones y de los Aliados de no intervenir en los conflictos jalonaron el camino a la guerra. La guerra comenzó en 1939 como un conflicto europeo. Alemania venció a Polonia y la repartió con la URSS, en Europa occidental se enfrentaron Alemania contra Francia y Gran Bretaña. En la primavera de 1940 Alemania derrotó a Noruega, Dinamarca, Países Bajos, Bélgica y Francia con gran facilidad. Para hacer frente a Alemania sólo quedaba Gran Bretaña, donde se estableció una coalición encabezada por Churchill fundamentada en el rechazo radical a cualquier tipo de acuerdo con Hitler. En ese momento Italia abandonó la neutralidad y se pasó del lado alemán. La guerra se estancó, pues Alemania no podía invadir Gran Bretaña por el doble obstáculo de el mar y la fuerza aérea inglesa, por otra parte, Gran Bretaña no podía retornar al continente y menos derrotar a Alemania. El programa de rearme de EE.UU. daba por sentado que no tenía sentido seguir enviando armas a Gran Bretaña. La guerra se reanudó con la invasión de la URSS lanzada por Hitler (22 de junio de 1941) fecha decisiva en la segunda guerra mundial. Era una operación disparatada, pues forzaba a Alemania a luchar en dos frentes, el propósito de Hitler era conquistar un imperio terrestre en el Este, rico en recurso y en mano de obra servil, subestimando la capacidad soviética de resistencia. Las reservar rusas de espacio, recursos humanos, resistencia física y un gran esfuerzo de guerra derrotaron a los alemanes y dieron a la URSS el tiempo necesario para reorganizarse. Alemania estaba perdida, pues no estaba equipada para una guerra larga ni podía sostenerla. Poseía y producía menos aviones y carros de combate que Gran Bretaña y Rusia, para no hablar de EE.UU., los ejércitos alemanes fueron contenidos al intentar su segunda ofensiva después del invierno y se vieron obligados a

rendirse en Stalingrado. La derrota alemana era cuestión de tiempo. La guerra aunque seguía siendo básicamente europea, se convirtió en un conflicto mundial. Esto se debió a las agitaciones antiimperialistas de las colonias británicas, y en mayor medida al vacío que dejó en el sureste de Asia el triunfo de Hitler en Europa. Japón aprovechó la ocasión e instaló un protectorado en las posesiones francesas de Indochina. EE.UU. consideró inaceptable esta ampliación del poder del eje y ejerció un fuerte presión económica sobre Japón, pues la opinión pública estadounidense consideraba el pacífico (no así Europa) como escenario normal de intervención de los EE.UU., consideración que también se extendía a América Latina.. Este conflicto desencadenó la guerra entre los dos países, el ataque japonés a Pearl Harbor (diciembre 7 1941) dio al conflicto una dimensión mundial. El misterio es porqué Hitler declaró gratuitamente la guerra a los EE.UU. dando al gobierno de Roosevelt la posibilidad de entrar en la guerra europea al lado de los británicos sin tener que enfrentar una oposición política en el interior. La Alemania nazi era un peligro mucho más grave que Japón. Por ellos EE.UU. decidió concentrar sus fuerzas en derrotar a Alemania, después de lo cual la rendición de Japón se obtuvo en un corto plazo. Las decisiones de invadir Rusia y declarar la guerra a EE.UU. decidieron el resultado de la segunda guerra mundial. Esto no se apreció de inmediato, pues las potencias del eje alcanzaron el cenit de sus éxitos a mediados de 1942, sin embargo, los ejércitos soviéticos constituyeron un movimiento de resistencia armada de inspiración comunista que causó serios quebrantos militares a Alemania e Italia. Desde los últimos meses de 1942 nadie dudaba del triunfo de la alianza contra las potencias del eje. En el oeste la resistencia alemana fue difícil de superar, en el este, la determinación de Japón de luchar hasta el final fue inquebrantable, por lo cual se utilizaron armas nucleares para conseguir una rápida rendición japonesa. La victoria de 1945 fue total y la rendición incondicional. Los estados derrotados fueron totalmente ocupados por los vencedores y no se firmó una paz

oficial porque no se reconoció a ninguna autoridad distinta de las fuerzas ocupantes. Entre 1943 y 1945 se estableció un marco más general para las relaciones políticas y económicas de los estados, decidiéndose el establecimiento de las Naciones Unidas. La segunda guerra mundial significó el paso de la guerra masiva a la guerra total. Para ambos bandos era una guerra de ideologías. Era también una lucha por la supervivencia para la mayor parte de los países involucrados. Las muertes causadas directamente por la guerra fueron de tres a cinco veces superiores a las de la primera guerra mundial. Una vez terminada la guerra, fue más fácil la reconstrucción de los edificios que la de las vidas de los seres humanos. Características de la guerra moderna La guerra moderna involucra a todos los ciudadanos, la mayor parte de los cuales son movilizados; se utiliza un armamento que exige una modificación del conjunto de la economía para producirlo, causa un elevadísimo nivel de destrucción y domina y transforma por completo la vida de los países participantes. La movilización masiva de la población durante varios años no puede mantenerse excepto en una economía industrializada moderna con una elevada productividad y/o en una economía sustentada en la población no beligerante. Incluso en las sociedades industriales, una movilización de estas características conlleva unas enormes necesidades de mano de obra, razón por la cual las guerras modernas masivas reforzaron el poder de las organizaciones obreras y produjeron una revolución en cuanto a la incorporación de la mujer al trabajo fuera del hogar. La guerra masiva exigía una producción masiva. El principio básico vigente era que en tiempo de guerra la economía tenía que seguir funcionando, en la medida de lo posible, como en tiempo de paz, aunque algunas industrias tenían que sentir los efectos de la guerra. Durante la primera guerra mundial le economía continuó funcionando como en tiempo de paz lo que imposibilitó el control de los ministerios de Hacienda,

aunque sus funcionarios no aceptaban la tendencia de los políticos a preocuparse de conseguir el triunfo sin tener en cuenta los costos financieros. En la guerra moderna no sólo había que tener en cuenta los costos sino que era necesario dirigir y planificar la producción de guerra, y en definitiva toda la economía. La guerra total hizo que progresara el desarrollo tecnológico, pues el conflicto no sólo enfrentaba a los ejércitos sino que era un enfrentamiento de tecnologías para conseguir las armas más efectivas. La preparación para la guerra ha sido el factor fundamental para acelerar el progreso técnico, al soportar los costos de desarrollo de innovaciones tecnológicas que, casi con toda seguridad, nadie en tiempo de paz se habría decidido a intentar. La guerra no impulsó en crecimiento económico en los países europeos, la pérdida de recursos productivos fue enorme, por no mencionar la disminución de la población activa. Todo lo que quedó después de la guerra era una vasta industria armamentística imposible de adaptar a otros usos, una población hambrienta y diezmada y una destrucción material generalizada. Las guerras repercutieron favorablemente en la economía de EE.UU., que alcanzó un extraordinario índice de crecimiento (en la segunda guerra: 10 % anual, el ritmo más rápido de su historia). Se benefició de su alejamiento del escenario de la lucha, de su condición de principal arsenal de sus aliados y de su capacidad para expandir la producción. Impacto de las guerras en la humanidad El número de bajas mucho más reducido de la primera guerra mundial tuvo un impacto más fuerte que las pérdidas enormes en vidas humanas de la segunda, como lo atestigua la mayor proliferación de monumentos a los caídos de la primera guerra mundial. Los 10 millones de muertos de la primera guerra mundial impresionaron más a quienes nunca habían pensado en soportar ese sacrificio que 54 millones de muertos a quienes ya habían experimentado una ocasión la masacre de la guerra.

Las guerras totales se convirtieron en guerras del pueblo, tanto porque la población y la vida civil pasó a ser el blanco lógico de la estrategia como porque en las guerras democráticas, como en la política democrática, se demoniza naturalmente al adversario para hacer de él un ser odioso, o al menos despreciable. Una guerra en la que se movilizan los sentimientos nacionales de la masa no puede ser limitada, como lo son las guerras aristocráticas. La nueva impersonalidad de la guerra convirtió la muerte y la mutilación en la consecuencia remota de apretar un botón o levantar una palanca. La tecnología hacía invisibles a sus víctimas, lo cual era imposible cuando las bayonetas reventaban las vísceras de los soldados o cuando éstos debían ser encarados en el punto de mira de las armas de fuego. El mundo se acostumbró al destierro obligatorio y a las matanzas perpetradas a escala astronómica, fenómenos tan frecuentes que fue necesario inventar nuevos términos para designarlos: “apartida” o “genocidio”. El periodo 1914-1922 generó entre 4 y 5 millones de refugiados. En mayo de 1945 había en Europa alrededor de 40,5 millones de desarraigados que huían del avance de los ejércitos soviéticos. La catástrofe humana que desencadenó la segunda guerra mundial es casi con toda seguridad la mayor de la historia. Uno de los aspectos más trágicos de esta catástrofe es que la humanidad ha aprendido a vivir en un mundo en el que la matanza, la tortura y el exilio masivo han adquirido la condición de experiencias cotidianas que ya no sorprenden a nadie. Ambos conflictos concluyeron con el derrumbamiento y la revolución social en extensas zonas de Europa y Asia, y ambos dejaron a los beligerantes exhaustos y debilitados, con la excepción de EE.UU. que en las dos ocasiones terminaron enriquecidos, como dominadores económicos del mundo. La primera guerra mundial no resolvió nada. Las expectativas de conseguir un mundo pacífico bajo el predominio de la Sociedad de Naciones se vieron pronto defraudadas. En cambio, la segunda guerra mundial aportó soluciones válidas al menos para algunos decenios. Los problemas sociales y económicos del capitalismo parecieron desaparecer. La economía del mundo occidental inició su edad de oro, la democracia política occidental

era estable y la guerra se desplazó al tercer mundo. Los viejos imperios colonias se habían desvanecido o estaban condenados a hacerlo. Un consorcio de estados comunistas en torno a la URSS, convertida ahora en superpotencia, parecía dispuesto para competir con Occidente en la carrera del crecimiento económico. Las dos guerras mundiales y los dos tipos de revolución de posguerra pueden ser considerados como un solo proceso.

II: La revolución mundial La revolución fue hija de la guerra del siglo XX, fue una constante mundial. La revolución rusa (1917) dio origen a la URSS convertida en superpotencia al inicio de la segunda guerra mundial. El peso de la guerra sobre los estados los llevó al borde del abismo. Sólo EE.UU. salió de las guerras intacto y hasta más fuerte. En todos los demás países el fin de los conflictos desencadenó agitación. Los partidos socialistas encarnaban la alternativa para cambiar el viejo sistema en la mayor parte de los países europeos. Sólo faltaba un señal para que los pueblos cambiaran el socialismo por el capitalismo, esa señal fue la revolución rusa, que originó el movimiento revolucionario de mayor alcance de la historia moderna, logrando que la tercera parte de la humanidad viviera bajo regímenes socialistas. La finalidad de la revolución rusa no era instaurar la libertad y el socialismo en Rusia, sino llevar a cabo la revolución mundial proletaria. Sin embargo, en Rusia no se daban las condiciones para una revolución socialista (el proletariado industrial era una minoría), así que el derrocamiento del zarismo sólo podía desembocar en una revolución burguesa. Aunque Rusia tampoco estaba preparada para una revolución burguesa (la clase media liberal era débil y reducida). Existían dos posibilidades: 1) implantar un régimen burgués-liberal con el levantamiento de campesinos y obreros, o 2) las fuerzas revolucionarias irían más allá de la fase burguesa-liberal hacia una revolución permanente más radical. Después de que los bolcheviques tomaran el poder se mezclaron los deseos de paz y revolución social. El sentimiento antibelicista reforzó la influencia política de los socialistas, que encarnaron la oposición a la guerra. La caída del zarismo se produjo cuando los cosacos se negaron a reprimir una manifestación de mujeres que pedían pan, se amotinaron y el zar abdicó, siendo sustituido por un gobierno provisional. Lo que sobrevino no fue una Rusia liberal y constitucional occidentalizada, sino un impotente gobierno

provisional y una multitud de “consejos” populares (soviets) que surgían espontáneamente por todas partes. La exigencia de la población urbana era conseguir pan, los obreros querían mejores salarios y un horario más reducido, el 80% de la población era agrícola, y pedían como siempre la tierra. El lema “pan, paz y tierra” suscitó cada vez más apoyo para los bolcheviques, que en 1917 eran ya 250,000. El éxito del programa de Lenin se debió a que supo adaptarlo a las necesidades y exigencias de la población, aún cuando estas fueran en contra del programa socialista. En cambio, el gobierno provisional fracasó al no reconocer su incapacidad para conseguir que Rusia obedeciera sus leyes y decretos. En el verano de 1917 se intensificó la radicalización en el ejército y en las principales ciudades, y eso favoreció a los bolcheviques, su afianzamiento en las principales ciudades (Petrogrado y Moscú) y su rápida implantación en el ejército debilitó al gobierno provisional. El sector más radicalizado de sus seguidores impulsó a los bolcheviques a la toma del poder, ocupando el Palacio de Invierto el 7 de noviembre de 1917, disolviendo al gobierno provisional que ya nadie defendía. Ningún partido, aparte de los bolcheviques de Lenin, estaba preparado para tomar el poder por sí solo. La tarea principal de los bolcheviques fue mantenerse. El nuevo régimen declaró que el socialismo era su objetivo, ocupó los bancos y declaró el control obrero sobre la gestión de las empresas, mientras urgió a los obreros a que mantuvieran la producción. El régimen logró mantenerse. Sin embargo, diversos ejércitos y regímenes contrarrevolucionarios (blancos) se levantaron contra los soviets, financiados por los aliados (guerra civil 1918-1920). El nuevo régimen creó de la nada un ejército a la postre vencedor, mientras que en las fuerzas “blancas” reinaba la incompetencia y la división, que mostraron incapacidad para ganar el apoyo del campesinado ruso. La victoria bolchevique se consumó en 1920. Los bolcheviques extendieron su poder y lo conservaron por tres razones principales: 1) contaban con un instrumento poderoso, el Partido Comunista con 600 mil miembros, fuertemente centralizado y disciplinado, 2) consiguieron el apoyo

de otros grupos hostiles a ellos políticamente, porque eran el único gobierno que quería mantener a Rusia unida como un Estado, 3) la revolución permitió al campesinado obtener la tierra. En los dos años siguientes a la revolución de octubre una oleada revolucionaria barrió el planeta, el ejemplo ruso repercutió en todos los lugares donde existían movimientos obreros y socialistas, con independencia de su ideología. Esta oleada creó revolucionarios y revoluciones. En enero de 1918 Europa central fue barrida por una oleada de huelgas políticas y manifestaciones antibelicistas. Cuando se vio que la potencias centrales serían derrotadas, sus ejércitos se desintegraron. Se establecieron entonces estados nacionales nuevos con la esperanza de que los aliados los prefirieran a los peligros de la revolución bolchevique. La revolución era una revuelta contra la guerra, y la firma de la paz diluyó gran parte de su carga explosiva. La creación de pequeños estados nacionales según los principios del presidente Wilson frenó el avance bolchevique, aunque no puso fin a los conflictos nacionales revolucionarios. Sin embargo, el impacto de la revolución rusa en las insurrecciones europeas de 1918-1919 era tan evidente que alentaba en Moscú la esperanza de extender la revolución del proletariado mundial, sobre todo en Alemania (1918) cuando se proclamó en Baviera una efímera república socialista y en 1919 una república soviética, no obstante, estos movimientos fueron sofocados con brutalidad. Fracasando los intentos de propagar la revolución bolchevique (a Alemania y Hungría), en 1920 se inició un rápido reflujo de la marea revolucionaria. Fue precisamente en 1920 cando los bolcheviques cometieron un error fundamental, dividiendo permanentemente el movimiento comunista internacional según el modelo del partido de vanguardia de Lenin, constituido por una elite de “revolucionarios profesionales” con plena dedicación. A pesar de que se generó una simpatía a la revolución rusa por parte de partidos socialistas y obreros de toda Europa, a los partidos que se negaron a adoptar la estructura leninista se les impidió incorporarse a la nueva Internacional, o fueron expulsados de

ella. Los bolcheviques no querían simpatizantes, sino una fuerza de asalto para la conquista revolucionaria. En 1920 era evidente que la revolución bolchevique no era inminente en Occidente. El ejército ruso fue rechazado en Varsovia (guerra ruso-polaca). Así, las perspectivas revolucionarias se desplazaron hacia Asia. Entre 1920 y 1927 las esperanzas de la revolución mundial se sustentaron en la revolución china. Sin embargo, la promesa de Asia no pudo ocultar el fracaso de la revolución en Occidente. En 1921 la revolución se batía en retirada en la Rusia soviética, aunque el poder político bolchevique era inamovible. El tercer congreso de la Comintern reconoció que la revolución no era factible en Occidente, haciendo un llamamiento a la unidad socialista. Sin embargo el movimiento se había dividido de manera permanente. La mayoría de los socialistas de izquierda se integraron en el movimiento socialdemócrata, constituido en su mayoría por anticomunistas moderados. Después de haberse estabilizado la revolución en Europa y de haber sido derrotada en Asia, los pocos intentos que los comunistas hicieron de organizar una insurrección armada independiente fracasaron por completo. Cuando Stalin tomó el control del PC se asumió la retórica ultrarevolucionaria y del izquierdismo sectario. Prevalecieron los intereses de estado de la Unión soviética (que necesitaba coexistir con otros estados) sobre los afanes de la revolución mundial de la Internacional Comunista, a la que Stalin redujo a un instrumento al servicio de la política del estado soviético bajo el control del PC. La revolución mundial pertenecía a la retórica del pasado. De todas formas, la Rusia soviética fue considerada como algo más que una superpotencia. La emancipación universal y la construcción de una alternativa al capitalismo eran la principal razón de su existencia. Mientras el movimiento comunista conservó su unidad, su cohesión y su inmunidad a las escisiones, fue la única fuerza real para la mayor parte de los que creían en la necesidad de la revolución mundial. Incluso en la segunda gran oleada de la revolución social universal (1944-1949) los países que rompieron

con el capitalismo lo hicieron bajo los auspicios de partidos comunistas ortodoxos de inspiración soviética. Los partidos leninistas consistían en elites (vanguardias) de líderes, o contraelites antes de que triunfaran las revoluciones. Sin embargo, como quedó demostrado en 1917 las revoluciones sociales dependen de la actitud de las masas y se producen en situaciones que ni las elites ni las contraelites pueden controlar permanentemente. En cambio, los sentimientos de las masas estaban enfrentados a menudo con las ideas de sus líderes, especialmente en los momentos en que se producía una auténtica insurrección de masas. El modelo típico del movimiento revolucionario posterior a 1917 se suele iniciar con un golpe (casi siempre militar), con la ocupación de la capital, o como resultado de una larga insurrección armada, esencialmente rural. Estas iniciativas solían ocurrir en los países pobres, donde la vida militar ofrecía buenas perspectivas profesionales a los oficiales de menor rango con inclinaciones izquierdistas o radicales. En los países desarrollados, la estructura social, las tradiciones ideológicas y las funciones políticas de las fuerzas armadas inclinaban hacia la derecha a los militares con intereses políticos. Por tanto, un posible golpe en alianza con los comunistas o socialistas no entraba en sus esquemas. La guerra de guerrillas fue un descubrimiento tardío de los revolucionarios del siglo XX, pues esta se asociaba con movimientos conservadores, reaccionarios o contrarrevolucionarios. Con anterioridad a la primera guerra mundial, la guerrilla no figuraba entre las tácticas de los revolucionarios. Excepto en China, donde Mao creía que la táctica de la guerrilla era un componente tradicional de los conflictos sociales chinos; los cierto es que en un principio ni siquiera tuvo éxito en China, donde el gobierno nacional obligó en 1934 a los comunistas a abandonar sus “territorios soviéticos libres” y a retirarse en la Larga Marcha. La segunda guerra mundial ofreció una ocasión más inmediata y general para adoptar el camino de la guerrilla hacia la revolución: la necesidad de resistir a la ocupación de la mayor parte de la Europa continental por los ejércitos de Hitler y sus

aliados. La resistencia armada surgió después de que el ataque de Hitler a la URSS movilizara a diferentes movimientos comunistas. Cuando el ejército alemán fue derrotado los regímenes de la Europa ocupada o fascista se desintegraron y los revolucionarios sociales ocuparon el poder o intentaron hacerlo. La segunda oleada de la revolución social mundial surgió de la segunda guerra mundial, esta vez fue la participación en la guerra y no su rechazo lo que llevó a la revolución al poder. Este proceso revolucionario se distingue del clásico de 1789 y del de 1917 en varios aspectos. Los grupos políticos vinculados a las fuerzas armadas de la URSS ,y no las fuerzas de la resistencia, hicieron la revolución, y ejercieron el poder. Por otra parte, la guerra de guerrillas significaba apartarse de las ciudades y de los centros industriales donde estaba la fuerza de los movimientos obreros, y llevar la lucha al medio rural. Para la población, la guerra de guerrillas suponía tener que esperar mucho tiempo a que el cambio procediera desde afuera y sin que pudiera hacerse mucho para acelerarlo. La guerrilla necesitaba el apoyo de una gran parte de la población, porque en los conflictos prolongados sus miembros se reclutan entre la población local. Sin embargo, por las profundas divisiones que existen en el campo, conseguir amigos significaba automáticamente arriesgarse a tener enemigos. La liberación era una cuestión mucho más compleja que el simple levantamiento de un pueblo oprimido contra los conquistadores extranjeros. A pesar de todo, los comunistas ocupaban todos los gobiernos entre el río Elba y el mar de China. La segunda gran oleada de la revolución mundial, encabezada por una de las grandes superpotencias del mundo había surdido de una docena de estados. El ímpetu de la revolución mundial no se había agotado, como lo atestigua el proceso de descolonización de las antiguas posesiones imperialistas de ultramar. En el periodo posterior a la guerra, los gobernantes y políticos socialistas no se preocupaban por el futuro del socialismo, sino en cómo reconstruir unos países empobrecidos, exhaustos y arruinados, en peligro de que las potencias capitalistas iniciaran una guerra contra el bando socialistas. Tras la segunda oleada de la revolución mundial la guerra fría se enseñoreó del mundo. La

revolución de octubre transformó al mundo, aunque no en la forma en que los esperaban Lenin y quienes se inspiraron en la revolución rusa. Fuera del hemisferio occidental, los pocos los estados que no han pasado por alguna combinación de revolución, guerra civil, resistencia y liberación frente a la ocupación extranjera, o por la descolonización preventiva de unos imperios condenados en una era de revolución mundial. La historia del siglo XX no puede entenderse sin la revolución rusa y sus repercusiones directas e indirectas. Salvó al capitalismo liberal, al permitir que Occidente derrotara a la Alemania de Hitler en la segunda guerra mundial y al dar un incentivo al capitalismo para reformarse y para abandonar la ortodoxia del libre mercado.

III: EL ABISMO ECONÓMICO Nos ocuparemos de las profundas consecuencias que tuvo el hundimiento económico mundial del periodo de entreguerras en el devenir histórico del siglo XX. La primera guerra mundial fue seguida de un derrumbamiento planetario de la economía basada en transacciones comerciales impersonales. Los EE.UU. lejos de quedar inmunes, fueron el epicentro del terremoto financiero que significó la Gran Depresión que se registró entre las dos guerras mundiales. La economía capitalista pareció derrumbarse en el periodo de entreguerras y nade sabía como podría recuperarse. El funcionamiento de la economía capitalista no es nunca uniforme y las fluctuaciones de diversa duración, a menudo muy intensas, constituyen una parte esencial de esta forma de organizar los asuntos del mundo. Los hombres de negocios y los economistas aceptaban la existencia de las ondas y los ciclos, largos medios y cortos, con mucha familiaridad. Sólo los socialistas consideraban que los ciclos suponían una amenaza para la existencia del sistema económico. Probablemente por primera vez en la historia del capitalismo, sus fluctuaciones parecían poner realmente en peligro al sistema. En la Gran Depresión (1929-1933) el crecimiento económico no se interrumpió, simplemente se desaceleró. La mundialización de la economía parecía haberse interrumpido. La integración de la economía mundial se estancó o retrocedió. Pareció interrumpirse incluso el flujo internacional de capitales. Entre 1927 y 1933 el volumen de los préstamos internacionales disminuyó más del 90%. Para explicar este estancamiento se apela a que la principal economía mundial (EE.UU.) estaba alcanzando la situación de autosuficiencia y que nunca había tenido una gran dependencia del comercio exterior. Sin embargo, incluso en los países con tradición comercial se daba la misma tendencia. Probablemente las causas se deben a que los estados protegían su economía frente a las amenazas del exterior (una economía mundial que se hallaba en una difícil situación).

En Gran Bretaña, los países neutrales y Japón fue posible iniciar un proceso deflacionario, retornar a los viejos principios de una moneda sólida garantizada por una situación financiera sólida. En cambio, en la zona de derrota (Alemania y Rusia, principalmente) se registró un hundimiento espectacular del sistema monetario. El ahorro privado se esfumó por completo. El término de la gran inflación (1922-1923) se debió a la decisión de los gobiernos de dejar de imprimir papel moneda en cantidad ilimitada y de modificar el valor de la moneda. En 1924 se reanudó el crecimiento mundial, hasta 1929 el periodo se considera una etapa de bonanza. Sin embargo, la mayor parte de los países de Europa occidental tenían un desempleo sorprendente, y se registró un descenso del precio de los productos primarios, que demostraba que la demanda era muy inferior a la capacidad de producción. Estos factores indicaban que la economía estaba aquejada de graves problemas. El crac de la Bolsa de Nueva York el 29 de octubre de 1929 fue un acontecimiento que supuso el colapso de la economía capitalista mundial, que parecía atrapado en un círculo vicioso donde cada descenso de los índices económicos reforzaba la baja de todos los demás. Entre 1929 y 1931 la producción industrial disminuyó un tercio en EE.UU. y en una medida parecida en Alemania. Se produjo una crisis en la producción de artículos de primera necesidad, tanto alimentos como materias primas, dado que sus precios, que ya no se protegían acumulando existencias, iniciaron una caída libre. Este fenómeno transformó la Depresión en un acontecimiento literalmente mundial. Los campesinos intentaron compensar el descenso de los precios aumentando sus cultivos y sus ventas y eso se tradujo en una caída adicional de los precios. Esto llevó a la ruina a los agricultores que dependían del mercado de exportación, algunos pudieron refugiarse en una producción de subsistencia, último reducto tradicional del campesino. Para las personas que trabajaban a cambio de un salario, la principal consecuencia de la Depresión fue el desempleo en una escala inimaginada y sin precedentes, y por mucho más tiempo del que nadie pudiera haber previsto. En los peores momentos de

la crisis (1932-1933) los índices de desempleo se dispararon. El dramatismo aumentó debido a que los sistemas públicos de seguridad social no existían, o eran extraordinariamente insuficientes. El desempleo generalizado fue la primera consecuencia y la principal de la Gran Depresión para el grueso de la población, y tuvo un impacto traumático en la política de los países industrializados. El sentimiento de catástrofe causado por la Gran Depresión fue mayor entre los hombres de negocios, los economistas y los políticos que entre las masas. El desempleo y la baja de los precios perjudicó a las masas, pero están seguras de que existían una solución política para esas injusticias para que los pobres cubrieran sus necesidades. No obstante, la inexistencia de soluciones en el marco de la vieja economía liberal era lo que hacía tan dramática la situación de los responsables de las decisiones económicas. Entre 1929 y 1932 el comercio mundial disminuyó el 60%, y los estados comenzaron a levantar barreras para proteger sus mercados nacionales y sus monedas frente a los ciclones económicos mundiales, a pesar de que eso significaba desmantelar el sistema mundial de comercio unilateral en el que se creía debía sustentarse la prosperidad del mundo. La Gran Depresión desterró el liberalismo económico durante medio siglo. En 1931-1932 Gran Bretaña, Canadá, EE.UU. y los países escandinavos abandonaron el patrón oro (fundamento del intercambio internacional estable) y en 1936 se sumaron Bélgica, Holanda y Francia. En 1931 Gran Bretaña abandona el libre comercio, lo que ilustra dramáticamente la rápida generalización del proteccionismo en ese momento. La Gran Depresión obligó a los gobiernos occidentales a dar prioridad a las consideraciones sociales sobre las económicas en la formulación de sus políticas. Durante la Depresión, los gobiernos subvencionaron la actividad agraria garantizando los precios al productor, comprando los excedentes o pagando a los agricultores para que no produjeran. La eliminación del desempleo generalizado pasó a ser el objetivo de la política económica en los países en que se instauró un capitalismo democrático reformado (basado en las teorías de Keynes). Los keynesianos sostenían que la demanda

que generan los ingresos de los trabajadores ocupados tendría un efecto estimulante sobre las economías deprimidas. Sin embargo, la razón por la que se dio la máxima prioridad al estímulo de la demanda fue la consideración de que el desempleo era social y políticamente explosivo, como quedó demostrado durante la Gran Depresión. Como consecuencia de ésta, se implantaron los sistemas modernos de seguridad social. El único país que había rechazado el capitalismo, la URSS, parecía ser inmune a sus consecuencias. Mientras el capitalismo liberal occidental se sumía en el estancamiento, la URSS estaba inmersa en un proceso de industrialización acelerada, con la aplicación de los planes quinquenales. Además, en la Unión Soviética no existía desempleo. A raíz de los planes quinquenales de Rusia, los términos “plan” y “planificación” estaban en boca de todos los políticos. Los partidos socialdemócratas comenzaron a aplicar “planes” y algunos funcionarios señalaban que para que el mundo pudiera escapar al círculo vicioso de la Gran Depresión era esencial construir una sociedad planificada. La causa del mal funcionamiento de la economía capitalista se tiene que buscar en la situación de EE.UU., la primera guerra mundial benefició su economía de manera espectacular. En 1913 eran ya la mayor economía del mundo, con la tercera parte de la producción industrial. Fue la Gran Depresión lo que interrumpió temporalmente esa situación hegemónica. Los EE.UU. al comenzar la guerra eran un país deudor, al terminar el conflicto eran el principal acreedor internacional. Sólo la situación de EE.UU. puede explicar la crisis económica mundial, en los veinte eran el principal exportador del mundo y el segundo importador. Pero también fue el principal víctima de la crisis. Sus importaciones cayeron en un 70% entre 1929 y 1932, no fue menor el descenso de sus exportaciones. Las raíces de la crisis son europeas, cuyo origen es político. Se le impuso a Alemania unos pagos onerosos y no definidos en concepto de “reparaciones” por el costo de la guerra. Se le fijó una suma que todo el mundo sabía que era imposible de pagar – Francia pretendía mantener una Alemania débil-. Por otra parte, EE.UU. pretendía vincular la cuestión de las reparaciones de

Alemania con el pago de las deudas de guerra que tenían los aliados con Washington. Dos cuestiones estaban en juego. Si no se reconstruía la economía alemana la restauración de una civilización y una economía liberal estables en Europa sería imposible. La política francesa de perpetuar la debilidad alemana como garantía de la seguridad de Francia era contraproducente. A partir de 1924 Francia tuvo que tolerar el fortalecimiento de la economía alemana. Además, estaba la cuestión de cómo debían pagarse las reparaciones. Los que querían una Alemania débil pretendían el pago en efectivo, en lugar de exigir una parte de la producción. Obligaron a Alemania a recurrir a los créditos, de manera que las reparaciones que se pagaran se costearon con los préstamos norteamericanos solicitados a mediados de los años veinte. Todo el castillo construido en torno a las reparaciones se derrumbó durante la Depresión. Sin embargo, los problemas políticos de la posguerra sólo explican la gravedad del hundimiento económico. El análisis económico debe centrarse en dos aspectos. El primero es la existencia de un desequilibrio en la economía internacional, como consecuencia de la asimetría entre el nivel de desarrollo de EE.UU. y el del resto del mundo. EE.UU. no asumió una función estabilizadora de la economía mundial porque no dependían del resto del mundo, porque desde el final de la primera guerra mundial necesitaban importar menos capital, mano de obra y nuevas mercancías, excepto algunas materias primas. En segundo lugar, está la incapacidad de la economía mundial para generar una demanda suficiente que pudiera sustentar una expansión duradera. Al no existir un equilibrio entre la demanda y la productividad del sistema industrial, el resultado fue la sobreproducción y la especulación, que desencadenaron el colapso. La crisis fue más espectacular en EE.UU. donde se había intentado reforzar la demanda mediante una gran expansión del crédito a los consumidores. Los bancos afectados por la euforia inmobiliaria especulativa y abrumados por deudas incobrables, se

negaron a conceder créditos y a refinanciar los existentes. Sin embargo, eso no impidió que quebraran por millares. Lo que hacía que la economía fuera vulnerable al boom crediticio era que los prestatarios no utilizaban el dinero para comprar los bienes de consumo tradicionales, necesarios para subsistir, lo que compraban eran los bienes de consumo duraderos típicos de la sociedad de moderna consumo, en la que EE.UU. era pionera. Los nuevos productos y el nuevo estilo de vida requerían, para difundirse con rapidez, unos niveles de ingresos cada vez mayores y un elevado grado de confianza en el futuro. Pero eso era precisamente lo que se estaba derrumbando. A partir de 1932 había indicios de que lo pero había pasado. Algunas economías se hallaban en situación floreciente. Japón y Suecia habían duplicado al final de los treinta la producción de los años anteriores a la Depresión. Incluso las economías más débiles mostraban signos de dinamismo. Pese a todo, no se produjo el esperado relanzamiento y la economía mundial siguió sumida en la Depresión. En EE.UU. los intentos de estimular la economía no dieron los resultados esperados. A unos años de fuerte actividad siguió una nueva crisis en 1937-1938 aunque de proporciones más modestas que la Gran Depresión de 1929. Todo esto a pesar de que en los treinta se dieron innovaciones tecnológicas en la industria. El periodo de entreguerras contempló el triunfo de la radio como medio de comunicación de masas y de la industria del cine de Hollywood, por no mencionar la moderna rotativa de huecograbado. La Gran Depresión confirmó que algo no funcionaba bien en el mundo. El capitalismo del periodo de entreguerras estaba muy lejos de la libre competencia de la economía del siglo XIX. En los últimos años del decenio de 1930, las ortodoxias liberales de la competencia en un mercado libre habían desaparecido, hasta tal punto que la economía mundial podía considerarse como un triple sistema formado por un sector de mercado, un sector antigubernamental, y un sector constituido por poderes internacionales públicos o semipúblicos que regulaban determinadas partes de la economía. Los efectos de la Gran Depresión sobre la política fueron grandes e inmediatos. A mediados de los años treinta eran pocos

los estados donde la política no se hubiera modificado con respecto al período anterior a la Gran Depresión. La consecuencia política más importante de la Gran Depresión fue el triunfo casi simultáneo de un régimen nacionalista, belicista y agresivo en dos importantes potencias militares: Japón (1931) y Alemania (1933). Las puestas que daba paso a la segunda guerra mundial estaban abiertas en 1931. El retroceso de la izquierda revolucionaria contribuyó al fortalecimiento de la derecha radical. Lejos de iniciar un nuevo proceso revolucionario, la Depresión redujo al movimiento comunista internacional fuera de la URSS a una situación de debilidad sin precedentes. El resultado inmediato de la Depresión fue justamente el contrario del que preveían los revolucionarios sociales. La mayor parte del socialismo europeo se encontraba entre la espada y la pared. En la zona septentrional del continente americano se registró un marcado giro hacia la izquierda, cuando EE.UU. puso en práctica con Roosevelt un New Deal más radical. Las repercusiones de la crisis en América Latina fueron diversas, sin embargo, fueron más los gobiernos que cayeron hacia la izquierda que hacia la derecha, aunque sólo fuera por breve tiempo. La crisis intensificó la actividad antiimperialista, por el hundimiento de los precios de los productos básicos (base de las economías coloniales) y en parte porque los países metropolitanos sólo se preocuparon de proteger su agricultura y su empleo, sin tener en cuenta las consecuencias de esas políticas sobre las colonias. La universalidad de la Gran Depresión se demuestra por los efectos de carácter universal de las insurrecciones políticas que desencadenó en un periodo de meses o pocos años. Fue una catástrofe que acabó con cualquier esperanza de restablecer la economía y la sociedad del siglo XIX. El viejo liberalismo estaba muerto o parecía condenado a desaparecer. Tres opciones competían por la hegemonía político-intelectual. La primera era el comunismo marxista. La segunda un capitalismo que había abandonado la fe en los principios del mercado libre, y que había sido reformado por una especie de maridaje informal con la socialdemocracia moderada de los

movimientos obreros no comunistas. La tercera opción era el fascismo, que la Depresión convirtió en un movimiento mundial o, más exactamente, en un peligro mundial. A medida que la Gran Depresión fortaleció la marea del fascismo, empezó a hacerse cada vez más patente que en la era de las catástrofes no sólo la paz, la estabilidad social y la economía, sino también las instituciones políticas y los valores intelectuales de la sociedad burguesa liberal del siglo XIX estaban retrocediendo o derrumbándose.

IV: LA CAÍDA DEL LIBERALISMO La civilización liberal implicaba el rechazo a la dictadura y del gobierno autoritario, el constitucionalismo, el respeto a los derechos y libertades del ciudadano. En el Estado debían imperar la razón, el debate público, la educación y la ciencia. Hasta 1914, estos valores sólo eran rechazados por los tradicionalistas como la Iglesia católica y algunos intelectuales rebeldes. Los movimientos de masas democráticos entrañaban un peligro inmediato, sobre todo el movimiento obrero socialista, que defendía los valores de la razón, la ciencia, el progreso, la educación y la libertad individual con tanta energía, como cualquier otro. Lo que rechazaban era el sistema económico, no el gobierno constitucional y los principios de convivencia. Las instituciones de la democracia liberal habían progresado en la esfera política y la primera guerra mundial parecía ayudar a acelerar ese progreso. Excepto en la URSS todos los regímenes de la posguerra, viejos o nuevos, eran regímenes parlamentarios representativos, sin embargo, en los veinte años que van desde la “marcha sobre Roma” de Mussolini, hasta el apogeo de las potencias del Eje, las instituciones políticas liberales sufrieron un retroceso. Este retroceso se aceleró cuando Hitler tomó el poder en Alemania (1933), en 1920 había 35 gobiernos constitucionales, en 1938, 17, y en 1944 sólo una docena. En estos veinte años del retroceso del liberalismo ni un solo régimen democrático-liberal fue desalojado del poder desde la izquierda, el peligro procedía de los movimiento de derecha, que amenazaban al gobierno constitucional y a la civilización liberal como tal, por su contenido ideológico de alcance mundial. Estos movimientos son llamados “fascistas”, aunque no todas las fuerzas que derrocaron regímenes liberales eran fascistas. El fascismo inspiró a otras fuerzas antiliberales, las apoyó y dio a la derecha internacional una confianza histórica. En los años treinta perecía la fuerza del futuro. Estas fuerzas tienen varias características: eran contrarias a la revolución social, autoritarias y hostiles a las instituciones políticas liberales, tendían a favorecer al ejército y a la policía por representar la fuerza inmediata contra la

subversión y tendían a ser nacionalistas. Había, sin embargo, diferencias entre ellas. Los autoritarios o conservadores de viejo cuño carecían de una ideología concreta, más allá del anticomunismo y de los prejuicios tradicionales de su clase. Si apoyaron a Hitler y a los movimientos fascistas fue porque en la coyuntura del periodo de entreguerras la alianza natural era la de todos los sectores de la derecha. Por otra parte estaban los llamados “estados orgánicos”, regímenes conservadores que más que defender el orden tradicional, recreaban sus principios como una forma de resistencia al individualismo liberal y al desafío que planteaba el movimiento obrero y el socialismo. Se reconocía la existencia de clases o grupos económicos, pero se conjuraba el peligro de la lucha de clases mediante la aceptación de la jerarquía social, y el reconocimiento de que cada grupo social desempeñaba una función en la sociedad orgánica. El nexo de unión entre la Iglesia, los reaccionarios de viejo cuño y los fascistas era el odio común a la Ilustración, a la revolución francesa y a la democracia, el liberalismo y el comunismo ateo. El antifascismo legitimó por primera vez al catolicismo democrático en el seno de la Iglesia. Comenzaron a aparecer partidos políticos que aglutinaban el voto católico cuyo interés era defender los intereses de la Iglesia frente a los estaos laicos. El primer movimiento fascista fue el italiano, que dio nombre al movimiento, creación de Mussolini, seguido de la versión alemana creada por Hitler, quien reconocía su deuda con éste último. De no haber triunfado Hitler en Alemania en 1933, el fascismo no se habría convertido en un movimiento general. Salvo el italiano, todos los movimientos fascistas se establecieron después de la subida de Hitler al poder. Sin este hecho no se habría desarrollado la idea del fascismo como movimiento universal, como un equivalente de la derecha del comunismo internacional, con Berlín como su Moscú. Los gobernantes reaccionarios se preocuparon por declarar su simpatía al fascismo. La teoría no era el punto fuerte de estos movimientos que predicaban la insuficiencia de la razón y del racionalismo y la superioridad del instinto y de la voluntad. No se identifica al

fascismo como una forma concreta de organización del estado, el estado cooperativo. De hecho, el racismo estaba ausente al principio del fascismo italiano, además, el fascismo compartía el nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, etc., con otros movimientos no fascistas de derecha. La diferencia entre derecha fascista y no fascistas era que la primera movilizaba a las masas desde abajo. Pertenecía a la era de la política democrática y popular que los reaccionarios tradicionales rechazaban y que los paladines del estado orgánico intentaban sobrepasar. El fascismo denunciaba la emancipación liberal –la mujer debía permanecer en el hogar y dar a luz a muchos hijos- y desconfiaba de la influencia de la cultura moderna y del arte de vanguardia. Los principales movimientos fascistas (italiano y alemán) no recurrieron a la Iglesia y a la monarquía. Al contrario, intentaron suplantarlos por un principio de liderazgo encarnado en el hombre hecho a sí mismo y legitimado por el apoyo de las masas y por unas ideologías de carácter laico. Hostil a la revolución francesa y a la Ilustración, el fascismo no creía formalmente en la modernidad y en el progreso, pero no tenía dificultad en llevar a la práctica la modernización tecnológica. El fascismo triunfó sobre el liberalismo al demostrar que los hombres pueden conjurar sus creencias absurdas sobre el mundo con un dominio eficaz de la alta tecnología contemporánea. Esos movimientos de la derecha radical que combinaban valores conservadores con técnicas de la democracia de masas, habían surgido en los países europeos a finales del siglo XIX como reacción contra el liberalismo y contra la corriente de extranjeros que se desplazaban de uno otro lado del planeta en el mayor movimiento migratorio que la historia había registrado. Esto anticipó lo que ocurriría en el siglo XX, iniciando la xenofobia masiva, de la que el racismo pasó a ser la expresión habitual. Estos movimientos tenían en común el resentimiento de los humildes en una sociedad que los aplastaba entre el gran capital, y los movimientos obreros. Encontraron su expresión más característica en el antisemitismo, que a finales del XIX comenzó a animar en diversos países, movimientos políticos específicos

basados en la hostilidad hacia los judíos, que eran el símbolo del odiado capitalista/financiero, agitador revolucionario, competencia “injusta” a los puestos de determinadas profesiones, etc. Estos movimientos calaban en las capas medias y bajas de la sociedad europea, y su retórica y su teoría fueron formuladas por intelectuales nacionales en la década de 1890. en los países centrales del liberalismo occidental (Gran Bretaña, Francia y EE.UU.) la hegemonía de la tradición revolucionaria impidió la aparición de movimientos racistas importantes. Las capas medias y medias bajas fueron el sustento de esos movimientos durante todo el período de vigencia del fascismo, que ejerció un fuerte atractivo entre los jóvenes de clase media, especialmente entre los universitarios de la Europa continental que, durante el periodo de entreguerras, daban apoyo a la ultraderecha. La atracción de la derecha radical era mayor cuanto más fuerte era la amenaza, real o temida, que se cernía sobre la posición de un grupo de la clase media, a medida que se desbarataba el marco que se suponía que tenía que mantener en su lugar el orden social. Durante el periodo de entreguerras, la alianza natural de la derecha abarcaba desde conservadores tradicionales hasta los extremos del fascismo, pasando por los reaccionarios de viejo cuño. Estas fuerzas eran poco activas, pero el fascismo les dio una dinámica y el ejemplo de su triunfo sobre las fuerzas del desorden. El ascenso de la derecha radical después de la primera guerra mundial fue una respuesta a la revolución social y al fortalecimiento de la clase obrera, o en particular a la revolución de octubre y al leninismo. Sin ellos no habría existido el fascismo, aunque esta tesis necesita ser matizada en dos aspectos. En primer lugar, subestima el impacto de la primera guerra mundial tuvo sobre un importante segmento de las capas medias y medias bajas. Los jóvenes soldados nacionalistas se sintieron defraudados al término de la guerra por ver esfumarse su oportunidad de acceder al heroísmo. Por otra parte, la reacción derechista no fue una respuesta al bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos que amenazaban el orden vigente de la sociedad. La amenaza no residía en los partidos socialistas

obreros, sino en el fortalecimiento del poder, la confianza y el radicalismo de la clase obrera, que daba a los viejos partidos socialistas una nueva fuerza política y que los convirtió en el sostén indispensable de los estados liberales. Ha sido una racionalización a posteriori la que ha hecho de Lenin y Stalin la excusa del fascismo. Lo que le dio a la reacción de la derecha la oportunidad de triunfar después de la primera guerra mundial fue el hundimiento de los viejos regímenes y, con ellos, de las viejas clases dirigentes y de su maquinaria de poder, influencia y hegemonía. En los países en los que esos regímenes se conservaron en buen estado no fue necesario el fascismo, como tampoco lo fue cuando una nueva clase nacionalista (reaccionaria y autoritaria, pero fascista sólo en la retórica) se hizo con el poder en los países que había conquistado su independencia. En cambio, las condiciones óptimas para el triunfo de la derecha extrema eran un estado caduco inoperante, una masa de ciudadanos descontentos y desconfiados, movimientos socialistas fuertes que amenazaran con la revolución social pero sin tener los medio para lograrlo, y un resentimiento nacionalistas por los tratados de paz de 1918-1920. Esas fueron las condiciones que convirtieron los movimientos de la derecha radical en poderosas fuerzas paramilitares organizadas. Una vez tomado el poder en Alemania e Italia, el fascismo se negó a respetar las viejas formas del juego político y, cuando le fue posible, impuso su autoridad absoluta. Una vez conseguida la eliminación de sus adversarios, no hubo ya límites políticos internos para lo que pasó a ser la dictadura ilimitada de un “líder” populista supremo (duce o Führer). La tesis fascista de que hubo una “revolución fascista” y la tesis marxista de que el fascismo representó la expresión del “capitalismo monopolista” han sido rechazadas. Sin duda, el nazismo tenía un programa social para las masas, que cumplió parcialmente: vacaciones, deportes, el “coche del pueblo”. Sin embargo, su principal logro fe haber superado la Gran Depresión con mayor éxito que ningún otro gobierno, gracias a que su antiliberalismo le permitía no comprometerse a aceptar a priori el libre mercado. Más que un régimen diferente y

nuevo, el nazismo era el viejo régimen renovado y revitalizado. El fascismo italiano era mucho más claramente un régimen que defendía los intereses de las viejas clases dirigentes, pues surgió como una defensa frente a la agitación revolucionaria posterior a 1918, más que como una reacción a los traumas de la Gran Depresión. Con respecto a la tesis del “capitalismo monopolista de estado”, lo cierto es que el capital se puede entender con cualquier régimen que no pretende expropiarlo y que cualquier régimen debe alcanzar un entendimiento con él. Aunque el fascismo no representa “la expresión de los intereses del capital monopolista”, presenta algunas ventajas para el capital que no tenían otros regímenes: eliminó o venció a la revolución social izquierdista y pareció convertirse en el principal bastión contra ella, suprimió los sindicatos obreros y otros elementos que limitaban los derechos de la patronal. La destrucción de los movimientos obreros contribuyó a garantizar al capital una respuesta favorable a la Gran Depresión. Probablemente el fascismo no habría alcanzado importancia de no haberse producido la Gran Depresión. En los veinte debido a que la primera oleada revolucionaria se había agotado y la economía iniciaba una fase de recuperación, ningún otro movimiento europeo de derecha radical o de revolución social comunista parecía tener un gran futuro. Fue la Gran Depresión lo que transformó a Hitler de un fenómeno de la política marginal en el dominador de Alemania. La conquista del poder en Alemania por Hitler (un estado destinado por su tamaño, potencial económico y militar y su posición geográfica a desempeñar un papel político de primer orden en Europa con cualquier forma de gobierno) pareció confirmar el éxito de la Italia de Mussolini e hizo del fascismo un poderoso movimiento político de alcance mundial. Así que una serie de países se sintieron atraídos e influidos por el fascismo, buscaron apoyo de Alemania e Italia, dado el expansionismo de esos dos países. Aunque en los treinta el fascismo influyó a escala mundial por ser impulsado por dos potencias, fuera de Europa no existían condiciones favorables para la aparición de grupos fascistas. A

diferencia del comunismo, el fascismo no arraigó en Asia y África porque no respondía a las situaciones políticas locales. Por otra parte, a pesar de las similitudes con el nacionalsocialismo alemán (y afinidades menores con Italia), Japón no era fascista. Los estados y movimientos que buscaron el apoyo de Alemania e Italia, particularmente durante la segunda guerra mundial, las razones ideológicas no eran el motivo fundamental de ello. Algunos de ellos negociaron el apoyo alemán, basándose en el principio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Fue en América Latina donde la influencia del fascismo europeo resultó abierta y reconocida, en Colombia (Eliécer Gaitán), Argentina (Perón), Brasil (Getulio Vargas). A pesar de los infundados temores de EE.UU. de verse asediado por el nazismo desde el sur, la principal repercusión del fascismo en América latina fue de carácter interno. Esto se explica dado que EE.UU. no aparecía ya, desde 1914, como un aliado de la fuerzas progresistas y un contrapeso al imperialismo. Las conquistas imperialistas de EE.UU. hicieron surgir un antiimperialismo antiyanqui en la política latinoamericana. En la década de 1930, EE.UU. debilitado en parte por la Gran Depresión, no parecía una potencia tan poderosa como antaño, y América Latina no se sentía inclinada a dirigir su mirada hacia el norte. Lo que tomaron del fascismo los dirigentes latinoamericanos fue la divinización de líderes populistas valorados por su activismo. Pero las masas que movilizaron no eran las que tenían temor por lo que pudieran perder, sino las que no tenían nada que perder, y sus enemigos no fueron los extranjeros o los grupos marginales, sino la oligarquía, los ricos y la clase dirigente local. Mientras que los regímenes fascistas europeos aniquilaron los movimientos obreros, los dirigentes latinoamericanos inspirados por él fueron sus creadores. Se suele identificar erróneamente al fascismo con el nacionalismo. Es innegable que los movimientos fascistas tendían a estimular las pasiones y prejuicios nacionalistas, pero es evidente también que no todos los nacionalismos simpatizaban con el fascismo, pues las ambiciones de Hitler y Mussolini suponían una amenaza para algunos de ellos. La movilización

contra el fascismo impulsó en algunos países un patriotismo de izquierda, sobre todo durante la guerra, en la que la resistencia al Eje se encarnó en frentes nacionales. El alineamiento de un nacionalismo local junto al fascismo dependía de si el avance de las potencias del Eje podía reportarle más beneficios que inconvenientes y de si su odio hacia el comunismo, o hacia algún otro estado o etnia, era más fuerte que el rechazo que le inspiraban los alemanes e italianos. En el periodo de entreguerras donde el liberalismo retrocedió, se consideraba la era de la crisis mundial como la agonía final del sistema capitalista. La burguesía enfrentada a problemas económicos y a una clase obrera cada vez más revolucionaria, se veía obligada a recurrir a la fuerza y a la coerción, esto es, a algo similar al fascismo. Los sistemas democráticos no pueden funcionar si no existe un consenso básico entre la gran mayoría de los ciudadanos acerca de la aceptación de su estado y de sus sistema social. A la inversa, es innegable que la estabilidad de los regímenes democráticos tras la segunda guerra mundial, se cimentó en el milagro económico de esos años. El compromiso y el consenso tienden a prevalecer, pues los enemigos del capitalismo encuentran la situación más tolerable en la práctica que en la teoría y sus defensores a ultranza aceptan la existencia de sistemas de seguridad y de negociaciones con los sindicatos para negociar incrementos a los sueldos, etc. En la era de las catástrofes, la política liberal demostró su debilidad para dirigir de forma convincente los estados, pues las condiciones no eran favorables para una democracia representativa. Entre estas condiciones están: 1) gozar del consenso y aceptación generales (en el período de entreguerras muy pocas democracias eran sólidas), 2) un cierto grado de compatibilidad entre los diferentes componentes del pueblo –la democracia era viable donde el voto iba más allá de las divisiones de la población nacional-, sin embargo, en una era de revoluciones, la norma era la lucha de clases trasladada a la política y no la paz entre las diversas clases; 3) que los gobiernos democráticos no tuvieran que desempeñar una labor intensa de gobierno, los parlamentos se habían constituido no tanto para

gobernar como para controlar el poder de los que lo hacían, pero en el siglo XX fue cada vez más necesaria intervención del gobierno, el estado que se limitaba a dar las normas básicas para regir la economía y la sociedad había quedado obsoleto. 4) La condición de riqueza y prosperidad; las democracias de los veinte se quebraron bajo la tensión de la revolución y la contrarrevolución y en los treinta sufrieron los efectos de las tensiones de la crisis mundial. En estas circunstancias, la democracia parlamentaria era débil, y funcionaba más bien como un mecanismo para formalizar las divisiones entre grupos irreconciliables. Nadie esperó que la democracia se revitalizara después de la guerra y menos que al principio de los noventa sería la forma predominante de gobierno en el planeta. La caía de los sistemas políticos liberales en el período de entreguerras es una breve interrupción en su conquista secular del planeta.

V: CONTRA EL ENEMIGO COMÚN EE.UU. y la URSS hicieron causa común porque consideraban a Alemania un peligro más grave del que cada uno veía en el otro país, esta unión estuvo condicionada por el ascenso y la caía de Hitler (1933-1945). El factor que impulsó la unión es que Alemania era una potencia fascista. La política de Occidente había de interpretarse como una guerra civil ideológica internacional. Una guerra internacional póquer suscitó las mismas respuestas en la mayor parte de los países occidentales y una guerra civil porque en las sociedades se registró un enfrentamiento entre las fuerzas pro y antifascistas. Fue el ascenso de Hitler el factor que convirtió esas divisiones civiles en una única guerra mundial, civil e internacional al mismo tiempo. Desde 1931 la guerra se consideraba inevitable, pues las potencias del Eje progresaban en sus conquistas. Como se decía: “el fascismo significa la guerra”. La debilidad de las democracias liberales (triunfantes en la primera guerra) y su incapacidad para actuar para resistir el avance de los enemigos, convirtió las políticas nacionales en un conflicto internacional. El apoyo contra el fascismo tuvo un triple llamamiento: a la unión de todas las fuerzas políticas con un interés común en oponerse al avance del Eje, a una política real de asistencia y a unos gobiernos dispuestos a practicar esa política. Las fuerzas unidas de los trabajadores (Frente Unido) y los demócratas liberales (El Frente popular) hicieron una alianza política y electoral. Ante el peligro alemán, los comunistas consideraron ampliar la alianza en un Frente Nacional de todos lo que pensaban que el fascismo era el peligro principal, más allá de sus ideologías o creencias. La unión del centro y la izquierda estableció Frentes Populares en Francia y España, que consiguieron rechazar la ofensiva de la derecha. Estas victorias no entrañaron un aumento importante del apoyo político de las fuerzas antifascistas. De hecho, en la década de 1930 no había signos de un giro electoral hacia la izquierda, en

los países de la Europa oriental y suroriental donde se celebraban elecciones, se registraron avances de la derecha. El antifascismo organizó a los enemigos tradicionales de la derecha pero no aumentó su número, movilizó a las minorías más fácilmente que a las mayorías.. Los intelectuales y los artistas fueron los que se adhirieron más fácilmente al antifascismo. El racismo nazi se tradujo en el éxodo en masa de intelectuales judíos e izquierdistas, que se dispersaron por las zonas del mundo donde había tolerancia, aunque al principio la estrategia alemana no era el exterminio, sino la expulsión sistemática. No obstante, Alemania era un país estable y económicamente floreciente, dotado de un gobierno popular, aunque con algunas características desagradables. La política contra el fascismo consistía en unir a todos los países contra los agresores, en no hacerles concesiones y en disuadirles o derrotarles mediante la amenaza, o, en su caso, la acción concertada. El principal obstáculo era la división de intereses entre los países que compartían el temor al fascismo. Muchos conservadores consideraban que la mejor solución sería una guerra germano-soviética, que serviría para debilitar, y tal vez destruir, a los dos enemigos. Fue el temor a enfrentar a Hitler en solitario lo que indujo finalmente a Stalin a firmar en Ribbentrop el pacto de agosto de 1939, para concluir una alianza con Occidente contra Alemania. La segunda guerra mundial puso en evidencia que cualquier alianza antifascistas debía incluir a la URSS. Pero una cosa era reconocer el peligro del Eje y otra hacer algo para conjurarlo. La democracia liberal retrasó o impidió las decisiones políticas e hizo difícil o imposible adoptar medidas impopulares. Esto sirvió de pretexto para justificar la apatía de algunos gobiernos. En EE.UU. un presidente popular como Roosevelt no pudo realizar su política antifascista contra la opinión contraria del electorado. Fue el episodio de Pearl Harbour y la declaración de guerra de Hitler lo que permitió a EE.UU. entrar a la segunda guerra mundial. En Francia y Gran Bretaña el recuerdo de la primera guerra debilitó la determinación. La izquierda estaba en un dilema. El hecho de que el fascismo significara la guerra era una buena razón para oponérsele, pero la

resistencia al fascismo no podía ser eficaz sin las armas. Los antifascistas no albergaban ninguna duda de que cuado llegara el momento no podrían hacer otra cosa que luchar. Para Francia y Gran Bretaña, demasiado débiles para defender el orden establecido en 1919, la política más lógica era negociar con Alemania para alcanzar una situación más estable en Europa y para ello era necesario hacer concesiones al creciente poderío alemán. Lamentablemente, esa Alemania renacida era la de Adolf Hitler. No era difícil prever que una segunda guerra arruinaría la economía de Inglaterra, aunque este era un precio que los socialistas, los comunistas, los movimientos de liberación colonial y Rooselvetl estaban dispuestos a pagar para derrotar al fascismo. El compromiso y la negociaciones eran imposibles con Alemania porque los objetivos políticos del nacionalsocialismo eran irracionales e ilimitados. La ocupación alemana de Checoslovaquia en marzo de 1939 fue el episodio que decidió a la opinión pública de Gran Bretaña a resistir al fascismo, y éste forzó a su vez a Francia, a la que no le quedó otra opción que alinearse junto a su único aliado efectivo. Como la guerra era evidente, lo único que hacer era prepararse lo mejor posible para ella. No obstante, había la duda acerca de si, en caso de que fuera imposible mantener el statu quo, no era mejor el fascismo que la solución alternativa: la revolución social y el bolchevismo. La política interna de España encarnaba las cuestiones políticas fundamentales de la época: la democracia y la revolución social por una parte, y la alianza de una contrarrevolución o reacción, inspirada en la Iglesia católica. Lo liberales reemplazaron en el poder a los Borbones mediante una revolución pacífica en 1931, pero no pudieron contener la agitación social de los más pobres con reformas sociales efectivas. En 1933 fueron sustituidos por conservadores cuya política de represión contribuyó a aumentar la presión revolucionaria. Fue cuando la izquierda española descubrió la fórmula frentepopulista de la Comintern. La idea de que todos los partidos formaran un frente único electoral contra la derecha fue bien recibida por una izquierda que

no sabía que rumbo seguir. En febrero de 1936 el Frente Popular triunfó en las elecciones y consiguió una importante mayoría en las Cortes. Fracasada la política ortodoxa de la derecha, España retornó a la fórmula política del pronunciamiento o golpe militar. De la misma forma que la izquierda española importó el frentepopulismo, la derecha se aproximó a las potencias fascistas. Las condiciones para un pronunciamiento no se daban en España. El golpe de los generales en junio de 1936 triunfó en algunas ciudades y encontró gran resistencia en la población, por lo que se precipitó la revolución social en algunas zonas que pretendían evitar una guerra civil entre la República y los generales insurgentes. Uno de ellos, Franco, se convirtió en el líder de un nuevo régimen, que en el curso de la guerra se convirtió en un estado autoritario, con un partido único y un conglomerado de derechas. Con la política de no intervención Francia e Inglaterra se negaron a responder a la intervención del Eje en España, abandonando así a la República. Esto reforzó el prestigio de la URSS, única potencia que ayudó a España. En España los hombres que se opusieron con las armas a la derecha frenaron la caía desmoralizadora de la izquierda. Más de 40 mil jóvenes extranjeros lucharon por la República. En el bando de Franco no había mas de un millar de voluntarios. El avance gradual del bando nacionalsocialista hacía más desesperadamente urgente la necesidad de forjar una unión contra el fascismo mundial. La guerra civil española (1936-1939) no era un buen presagio para la derrota del fascismo. Fue una versión en miniatura de una guerra europea en la que se enfrentaron un estado fascista y un comunista. En el frente interno, la derecha se movilizó con mucho más éxito que la izquierda, que fue totalmente derrotada. Sin embargo, prefiguró la estrategia política de la segunda guerra mundial: la alianza de frentes nacionales de conservadores patriotas y revolucionarios sociales, unidos para derrotar al enemigo de la nación y conseguir la regeneración social. En todos los países europeos que había sido ocupados, se formó, después de la victoria, el mismo tipo de gobierno de

unidad nacional con participación de todas las fuerzas que se habían opuesto al fascismo, sin distinciones ideológicas. Esta unificación habría sido imposible de no suavizarse los conflictos entre los defensores y enemigos de la revolución de octubre. La guerra civil española lo hizo mucho más fácil. Tanto el gobierno español como los comunistas insistieron en que su objetivo no era la revolución social. Ambos insistieron en que lo que estaba en juego no era la revolución sino la defensa de la democracia. Esta posición, que no era una traición a la revolución, reflejaba la evolución del método insurreccional, la negociación e incluso la vía parlamentaria de acceso al poder. Durante la guerra la economía estaría regida por el Estado y en conflicto terminaría en los territorios ocupados con grandes avances del sector público.La lógica de la guerra antifascista conducía hacia la izquierda. Tras una década de lo que parecía el fracaso de la estrategia antifascista, Stalin alcanzó un entendimiento con Hitler y dio instrucciones para que el movimiento internacional abandonara la estrategia antifascista. En 1941 cuando Alemania invadió la URSS provocó la entrada de EE.UU. a la guerra, convirtiendo la lucha contra el fascismo en un conflicto mundial, la guerra fue política y militar. Esto se tradujo en una alianza entre el capitalismo de EE.UU. y el comunismo de la URSS, en Europa se aspiró a construir una coalición de todo el espectro político para organizar la resistencia. Es necesario hacer dos matizaciones en cuanto a estos movimientos europeos de resistencia: con la excepción de Rusia, su importancia militar fue mínima y no resultó decisiva en ningún sitio, tuvieron una importancia política y moral. Además, se orientaba políticamente hacia la izquierda, los sectores conservadores de los países europeos temían a la revolución social y simpatizaban o no se oponían a los alemanes. Esto explica el predominio de los comunistas en los movimientos de resistencia y el avance político que consiguieron durante la guerra (1945-1947), con excepción de Alemania, donde los comunistas no se recuperaron al golpe sufrido en 1933 (Hitler). Los comunistas participaron en los movimientos de resistencia sólo porque la estructura del partido de vanguardia de

Lenin había sido creado para conseguir cuadros disciplinados para situaciones extremas como la ilegalidad, la represión y la guerra. Eran diferentes de los partidos socialistas de masas, que no podían actuar fuera de la legalidad que definía y determinaba sus acciones. Sin embargo, los comunistas no trataron de establecer regímenes revolucionarios. Las revoluciones comunistas que se llevaron a cabo (Yugoslavia, Albania, China) se realizaron contra la opinión de Stalin. El objetivo era la coexistencia a largo plazo, la simbiosis de los sistemas capitalista y comunista, de modo que los cambios sociales y políticos tendrían que surgir de las democracias de nuevo tipo que emergerían de coaliciones establecidas durante la guerra. La decisión de Stalin significaba un adiós definitivo a la revolución social. El socialismo quedaría limitado a la URSS y al territorio que se le asignara en las negociaciones, pero incluso dentro de esta zona sería un vago proyecto de futuro más que un programa inmediato para la consecución de nuevas “democracias populares”. En los países donde se celebraron elecciones libres se produjo un marcado giro a la izquierda. Este fue un fenómeno general en los países beligerantes de Europa occidental, pero no hay que exagerar su intensidad y su radicalismo, como sucedió con su imagen pública, a consecuencia de la eliminación temporal de la derecha fascista. La situación es más difícil de evaluar en las zonas de Europa liberada por la revolución de la guerrilla o por el ejército rojo, ya que el genocidio, el desplazamiento en masa de la población y la expulsión o emigración forzosa hacen imposible la comparación de determinados países antes y después de la guerra. No obstante, en todos estos países estaban a punto de iniciarse una era de profunda transformación social. La URSS y EE.UU. fueron los únicos países en los que la guerra no entraño un cambio social e institucional significativo. Sin embargo, en la mayor parte de Asia, África y el mundo islámico, el fascismo como ideología o como política, no fue nunca el principal enemigo. Esta condición de correspondía al imperialismo o al colonialismo, y las principales potencias

imperialistas eran las democracias liberales: Inglaterra, Francia, Países Bajos, Bélgica y EE.UU. Los enemigos de la metrópoli imperial eran aliados potenciales de la lucha de liberación colonial. De ahí que la lucha antiimperialista y la lucha antifascista tendieron a desarrollarse en direcciones opuestas. El antiimperialismo y los movimientos de liberación colonial se inclinaron mayoritariamente hacia la izquierda, pues la izquierda occidental había desarrollado la teoría y las políticas antiimperialistas, además, estos movimientos fueron apoyados por la izquierda internacional, y sobre todo por la URSS. Sin embargo, sólo durante este periodo antifascista consiguieron los partidos comunistas apoyo e influencia en al mundo islámico. Fue mucho después cuando las voces seculares y modernizadoras quedaron silenciadas por la política de masas del fundamentalismo. El escenario bélico no europeo no brindó grandes triunfos políticos a los comunistas, salvo donde coincidieron el antifascismo y la liberación nacional/social: en China y Corea. El principal atractivo del fascismo europeo, fue su condición de salvaguarda contra los movimientos obreros, el socialismo y el comunismo, lo que le deparó un importante apoyo en las clases adineradas conservadoras, adhesión por razones prácticas más que por razones de principio. La consecuencia final de doce años de dominio del nacionalsocialismo era que extensas zonas de Europa habían quedado a merced de los bolcheviques. El fascismo desapareció junto con la crisis mundial que había permitido que surgiera. Nunca había sido un programa o un proyecto político universal. En cambio, el antifascismo, desde el punto de vista ideológico, se cimentaba en los valores y aspiraciones compartidos de la Ilustración y de la era de las revoluciones: el progreso mediante la razón y la ciencia, la educación y el gobierno popular, el rechazo a las desigualdades, sociedades que miraban hacia el futuro y no hacia el pasado. Todos eran estados laicos y partir de 1945 todos rechazaban deliberadamente la supremacía del mercado y eran partidarios de la gestión y planificación de la economía por el estado. Los

gobiernos capitalistas tenían la convicción de que sólo el intervensionismo económico podía impedir que se reprodujera la catástrofe económica del periodo de entreguerras y evitar el peligro político del comunismo. Los países del Tercer Mundo creían que sólo la intervención del estado podía sacar sus economías de la situación de atraso y dependencia. Para la URSS y sus nuevos aliados, el dogma de fe fundamental era la planificación centralizada. La primera contingencia que tuvieron que afrontar fue la ruptura casi inmediata de la gran alianza antifascista. En cuanto desapareció el fascismo, el capitalismo y el comunismo se dispusieron de nuevo a enfrentarse como enemigos irreconciliables.

VI: LAS ARTES, 1914-1945 Hacia 1914 ya existían las vanguardias: cubismo, expresionismo, futurismo y la abstracción en la pintura, el funcionalismo y el rechazo del ornamento en la arquitectura, el abandono de la tonalidad en la música y la ruptura con la tradición en la literatura. Después de 1914 sólo se registran dos innovaciones en el vanguardismo: el dadaísmo (que prefiguró al surrealismo) en la mitad occidental de Europa, y el constructivismo soviético en el este. El dadaísmo surgió en 1916 en un grupo de exiliados en Zurcí, como una protesta nihilista e irónica contra la guerra mundial, la sociedad que generó y su arte. Tomó de los cubistas y futuristas el recurso del collage. Todo lo que causara la perplejidad del aficionado al arte burgués era aceptado como dadá. La provocación era su rasgo característico. El constructivismo (incursión en las construcciones tridimensionales básicas) se incorporó a las tendencias arquitectónicas y de diseño industrial, sobre todo a través de la Bauhaus. El dadaísmo desapareció a principios de los veinte, junto con la guerra y la revolución que lo había engendrado, en cambio el surrealismo nació de ella, como “el deseo de revitalizar la imaginación, basándose en el subconsciente a través del psicoanálisis, enfatizando lo mágico, lo accidental, la irracionalidad, los símbolos y los sueños. Es una reposición del romanticismo con ropaje del siglo XX con un mayor sentido del absurdo y de la burla, no tenía interés por la innovación formal por sí misma. Fue un movimiento fecundo en Francia y los países con influencia francesa (hispánicos), sobre todo en poetas (Éluar, Aragón, García Lorca, Vallejo, Neruda), pintores (Dalí, Miró, Magritte), cineastas (Buñuel, Prévert) y fotógrafos (CartierBresson). Cabe destacar algunos aspectos de estas vanguardias de la era de los cataclismos: el vanguardismo se integró en la cultura institucionalizada, pasó a formar parte de la vida cotidiana; experimentó una gran politización, sin embargo, permaneció al margen de los gustos y los preocupaciones de la gran masa de la población, incluso en los países occidentales. No obstante, que el

vanguardismo se institucionalizara no equivale a decir que desplazara a las formas clásicas ni a las de moda, sino que las complementó. El vanguardismo que se difundió por el mundo occidental no fue siempre el mismo, aunque París mantenía la hegemonía en muchas de las manifestaciones de la cultura de elite en el viejo mundo ya no existía un cultura unificada. París tuvo que competir con el eje Moscú-Berlín hasta que los triunfos de Stalin y Hitler acallaron o dispersaron a los vanguardistas. Sólo el cine y el jazz, conseguían suscitar admiración en todos los países, y ambas procedían del nuevo mundo. La vanguardia adoptó el cine durante la primera guerra mundial. No sólo fue la personalidad de Chaplin, sino que los mismos artistas vanguardistas se dedicaron el cine, principalmente en la Alemania de Weimar y en la Rusia soviética donde dominaron la producción. Desde mediados de los treinta los intelectuales favorecieron el cine populista francés, que contenía un mayor contenido artístico que la mayoría de las producciones de Hollywood. El jazz contó con la aprobación unánime de los seguidores del vanguardismo, no tanto por méritos propios como porque era otro símbolo de la modernidad, de la era de la máquina y de la ruptura con el pasado; en suma, un nuevo manifiesto de la revolución cultural. En el periodo de entreguerras, la modernidad se convirtió en el distintivo de cuantos pretendían demostrar que eran personas cultas y que estaban al día. Resultó interesante que la vanguardia cultural de cada país reinscribiera o reinterpretara el pasado para adecuarlo a las exigencias contemporáneas. Todo cuanto tenía que ver con la era del capitalismo y con la era del imperio no sólo era rechazado, sino que acabó resultando invisible. El mero intento de conceder cierto mérito a la arquitectura victoriana se consideraba una ofenda deliberada al auténtico buen gusto y se asociaba con una mentalidad reaccionaria. La modernidad empezaba a dejar su impronta en la vida cotidiana, como lo indica la influencia del vanguardismo en el cine comercial. A menos de veinte años del estallido de la primera guerra mundial, la vida urbana del mundo occidental estaba

visiblemente marcada por la modernidad, aunque el estilo Art Decó moderó la angulosidad y la abstracción modernas. Fue después de la segunda guerra mundial cuando el llamado “estilo internacional” de la arquitectura moderna transformó el entorno urbano. La modernidad remodeló muy pronto los pequeños objetos de la vida cotidiana. Una institución de corta vida, que se inició como un centro político y artístico vanguardista, llegó a marcar el estilo de dos generaciones, tanto en la arquitectura como en las artes aplicadas dicha institución fue la Bauhaus, la escuela de arte y diseño de Weimar y luego de Dessau, en la Alemania central (1919-1933). La Bauhaus adquirió la reputación de ser profundamente subversiva. Es verdad que el arte serio de la era de las catástrofes estuvo dominado por el compromiso político de uno u otro signo. Aunque el compromiso político no se reducía a la izquierda, en la Europa occidental se encuentran convicciones reaccionarias, especialmente en la literatura, que en ocasiones se manifiestan en actitudes fascistas. No obstante, sí es posible afirmar que la vanguardia se sintió principalmente atraída por las posiciones de izquierda, y a menudo de la izquierda revolucionaria, sobre todo durante la época antifascista. El eje Berlín-Moscú que modeló en gran parte la cultura de la República de Weimar, se sustentaba en estas simpatías políticas comunes. El gran drama de los artistas modernos, tanto de izquierdas como de derechas, era que los rechazaban los movimientos de masas a los que pertenecía y los políticos de esos movimientos. En consecuencia, ni el vanguardismo alemán ni el ruso sobrevivieron a la llegada al poder de Hitler y Stalin, ambos países (los más progresistas de las artes de los años veinte) desaparecieron de la escena cultural. En la era de los cataclismos, el arte vanguardista de la Europa central no se caracterizaba por su tono esperanzador, aunque las convicciones ideológicas llevasen a sus representantes revolucionarios a adoptar una visión optimista del futuro. Pese al trauma de la primera guerra mundial, la continuidad con el pasado no se rompió de manera evidente hasta los años treinta, decenio de la Gran Depresión, el fascismo y la amenaza de una nueva guerra.

Por otra parte, la vanguardia no europea era prácticamente inexistente fuera del hemisferio occidental, donde se había afianzado tanto en la experimentación artística como en la revolución social. Aún así, para la mayoría de los artistas del mundo no occidental, el principal problema residía en la modernidad y no en el vanguardismo. Los talentos creadores del mundo no europeo, que ni se limitaban a sus tradiciones ni estaban simplemente occidentalizados, la tarea principal parecía ser la de descubrir, desvelar y representar la realidad contemporánea de sus pueblos. Su movimiento era el realismo. El siglo XX fue el siglo de la gente común, estuvo dominado por el arte producido por ella y para ella. Los reportajes y la cámara permitieron mostrar el mundo del hombre común. Ninguno de los dos era nuevo, pero ambos vieron una edad de oro a partir de 1914. El reportaje alcanzó en los años veinte la condición de un género de literatura y representación visual con un contenido de crítica social, en gran medida por la influencia de la vanguardia revolucionaria rusa. La vanguardia de izquierdas convirtió al documental en un género autónomo, además, se adoptaron las innovaciones técnicas de los fotógrafos vanguardistas, para inaugurar una época dorada de las revistas gráficas. El triunfo del periodismo gráfico no se debió solo a la fotografía, sino tal vez ante todo al predominio universal del cine. Todo el mundo aprendió a ver la realidad a través del objetivo de la cámara. La era de las catástrofes fue el periodo de la gran pantalla cinematográfica. A finales de los años treinta, por cada británico que compraba un diario, dos compraban una entrada al cine. El arte (o más bien entretenimiento) que consiguió un situación de predominio fue el que se dirigía a la gran masa de la población, y no sólo al público creciente de las capas medias y medias bajas, de gustos más tradicionales. La novedad más interesante fue el desarrollo del género de las novelas policíacas, cuya precursora fue Agatha Christie. Es un género profundamente conservador y expresa un mundo aún confiado (donde el orden se restablece gracias a la inteligencia del detective para solucionar el problema) a diferencia de las novelas de

espionaje caracterizadas por un cierto histerismo, que también triunfaría en la segunda mitad del siglo. Al crecimiento de los medios de comunicación de masas en la era de los cataclismos fue espectacular. La venta de periódicos aumento, La prensa interesaba a las personas instruidas, aunque en los países donde la enseñanza estaba generalizada hacía lo posible por llegar a las personas menos cultas. A diferencia de la prensa, que interesaba a una elite, el cine fue, desde el principio, el medio internacional de masas. El abandono del lenguaje universal del cine mudo, con sus códigos de comunicación transcultural, favoreció la difusión internacional del inglés hablado y contribuyó a que en los años finales del siglo XX sea la lengua de comunicación universal. La radio, a diferencia de los otros dos, requería la propiedad privada por parte del oyente de lo que era todavía un artilugio complejo y relativamente caro, y por tanto sólo tuvo éxito en los países desarrollados. La radio transformó la vida de los pobres, sobre todo de las amas de casa pobres. Introducía el mundo en sus casas, permitió tener al alcance todo lo que se podía decir, cantar o expresar por medio del sonido. Sin embargo, a diferencia del cine o de la prensa popular, el radio no creó nuevos modos de ver o de establecer relaciones entre las impresiones sensoriales y las ideas. Era un medio, no un mensaje. Pero su capacidad para llegar simultáneamente a millones de personas la convirtió en un instrumento de información de masas poderoso y en un medio de propaganda y publicidad. La radio demostró su valor durante la segunda guerra mundial como un instrumento político y como medio de información. El cambio más profundo fue el de privatizar y estructurar la vida según un horario riguroso, que desde ese momento dominó no sólo la esfera del trabajo sino también el tiempo libre. Fue la música la manifestación artística en la que la radio influyó de forma más directa. Por primera vez, la radio permitió que un número teóricamente ilimitado de oyentes escuchara música a distancia con una duración ininterrumpida de más de cinco minutos. Se convirtió en un instrumento único de divulgación de la música minoritaria (incluida la clásica) y en el

medio más eficaz de promocionar la venta de discos, condición de todavía conserva. Las fuerzas que dominaba las artes populares eran, pues, tecnológicas e industriales: la prensa, la cámara, el cine, el disco y la radio. No obstante, un auténtico torrente de innovación creativa surgió de los barrios populares y de algunas ciudades, como la samba, destinada a simbolizar a Brasil como el tango a Argentina. El descubrimiento más importante en este ámbito fue el del jazz, que surgió en los EE.UU. como resultado de la emigración de la población negra de los estados sureños a las grandes ciudades del medio oeste y del noroeste: un arte musical autónomo de artistas profesionales (principalmente negros). En la esfera de la cultura popular, el mundo era o norteamericano o provinciano. Con la excepción del deporte, ningún otro modelo nacional o regional alcanzó un predominio mundial, aunque algunos tuvieron una importante influencia regional y aunque ocasionalmente una nota exótica pudiera integrarse a la cultura popular internacional, como los elementos caribeños y latinoamericanos del baile. El deporte que adquirió preeminencia mundial fue el fútbol, como consecuencia de la presencia económica del Reino Unido, que había introducido equipos con los nombres de empresas británicas, o formados por británicos expatriados.

VII: El FIN DE LOS IMPERIOS La mayor parte de la historia mundial del siglo XX consiste fundamentalmente en los intentos de una parte de las elites de las sociedades no burguesas de imitar el modelo occidental, que era percibido como el de unas sociedades que generaban el progreso, en forma de riqueza, poder y cultura, mediante el “desarrollo” económico y técnico-científico en la variante capitalista o socialista. El modelo operacional de desarrollo podía combinarse con otros conjuntos de creencias e ideologías, en tanto en cuanto no interfirieran con él. Por otra parte, cuando este conjunto de creencias se oponían en la práctica y no sólo en la teoría, al proceso de desarrollo, el resultado era el fracaso y la derrota. El tradicionalismo y el socialismo detectaron el vacío moral del capitalismo, que destruía todos los vínculos entre los individuos excepto aquellos que se basaban en la inclinación a comerciar y a perseguir sus satisfacciones e intereses personales. Como medio para movilizar a las masas de las sociedades tradicionalistas contra la modernización (capitalista o socialista), las ideologías tradicionalistas y los sistemas de valores no capitalistas podrían resultar eficaces en algunas circunstancias. Las movilizaciones auspiciadas por la religión eran movimientos campesinos heroicos y tenaces.. El fundamentalismo religioso como fuerza capaz de movilizar a las masas es un fenómeno de las últimas décadas del siglo XX. En cambio, las ideologías, los programas e incluso los métodos y las formas de organización política en que se inspiraron los países dependientes o atrasados, eran occidentales, utilizaron los medios desarrollados para los fines de la vida pública en las sociedades burguesas: prensa, mítines, partidos, etc. La transformación del Tercer Mundo la llevaron a cabo minorías de elite, reducidas a un pequeño estrato que poseía los conocimientos, la educación e incluso la instrucción elemental requeridos. Ello no implica que las elites aceptaran todos los valores occidentales, sus opiniones variaban desde la asimilación hasta la

profunda desconfianza hacia Occidente, combinadas con la convicción de que sólo adoptando sus innovaciones sería posible preservar los valores de la civilización autóctona. Fueran cuales fueran los objetivos de estas elites, la modernización era el instrumento necesario e indispensable para conseguirlos. Todos los países se vieron arrastrados hacia el mercado mundial cuando entraron en contacto con las potencias del Atlántico norte. La posición que se les reservaba en el mercado mundial era el de suministradores de productos primarios y la de destinatarios de las inversiones, principalmente en forma de préstamos a los gobiernos, o en las infraestructuras del transporte. La industrialización del mundo dependiente ni figuraba en los planes de los desarrollados, ni siquiera en países como los de América Latina. En el esquema de las potencias, al mundo dependiente le correspondía pagar las manufacturas que importaba mediante la venta de sus productos primarios (como sucedía en la era del imperio con Gran Bretaña). Su interés era que el mercado de las colonias dependiera completamente de lo que ellos fabricaban, es decir, que se ruralizaran. Sin embargo, este objetivo no podía ser alcanzado, porque los mercados locales estimularon la producción local de bienes de consumo que resultaban más baratos y porque muchas de las economías regionales dependientes, eran estructuras con una considerable sofisticación y un potencial técnico e humano impresionante. En 1960 más del 70% de la producción mundial bruta precedía de los núcleos de la industrialización de Europa occidental y América del norte. Ha sido en el último tercio del siglo cuando se ha producido un desplazamiento de la industria hacia otros lugares. El imperialismo tenía una tendencia a reforzar el monopolio de los viejos países industriales. Los marxistas atacaron al imperialismo como una forma de perpetuar el atraso de los países pobres. No obstante, era la relativa inmadures del desarrollo de la economía capitalista y de la tecnología del transporte y la comunicación, la que impedía que la industria abandonara sus núcleos originarios. Incluso los gobiernos imperiales podían tener

razones para industrializar sus colonias, aunque sólo Japón lo llevo a cabo, porque sus colonias (Corea, Manchuria y Taiwán) datadas de grandes recursos, estaban muy próximas a Japón para contribuir directamente a la industrialización nacional japonesa. Con la Gran Depresión, las rentas agrícolas bajaron, por lo que los gobiernos coloniales elevaron los aranceles sobre la producción, y fomentaron la producción local en esos mercados marginales. Prácticamente todas las regiones de Asia, África, América Latina y el Caribe dependían de lo que ocurría en un reducido número de países del hemisferio septentrional, excepto América, la mayor parte de esas regiones eran propiedad de esos países o estaban bajo su dominio o administración. Era inevitable que en esas zonas se planteara la necesidad de liberarse de la dominación extranjera. Desde 1945 el mundo colonial se transformó en un mosaico de estados nominalmente soberanos, sin embargo, sólo algunos deseaban tan cosa. Los países con una larga historia como entidades políticas (China, Persia, Turquía, Egipto) tenían un sentimiento popular contra los extranjeros fácilmente politizable, pero estos casos son excepcionales. En la mayoría de las regiones el único fundamento de los estados independientes aparecidos en el siglo XX eran las divisiones territoriales que la conquista y las rivalidades imperiales establecieron, sin ninguna relación con las estructuras locales. El mundo poscolonial está casi completamente dividido por las fronteras del imperialismo. En el tercer mundo había quienes rechazaban a los occidentales, se oponían también a la convicción de las elites de que la modernización era indispensable. En esos países, la principal tarea de los nacionalistas era conseguir el apoyo de las masas , amantes de la tradición y opuestas a lo moderno, sin poner en peligro sus propios proyectos de modernización. Líderes hindúes como Tilak y Gandhi consiguieron movilizar a las masas apelando igualmente al nacionalismo con espiritualidad hindú, aunque cuidando de no romper el frente común con los modernizadores, y evitando el antagonismo con la India musulmana, que había estado siempre implícito en el nacionalismo hindú. Sin embargo, como Gandhi reconoció, a la

larga resultaba imposible conciliar lo que movía a las masas y lo que convenía hacer. En el mundo musulmán surgió un planteamiento parecido, aunque en él todos los modernizadores manifestaban su respeto a la piedad popular. La movilización de masas se podía conseguir más fácilmente partiendo de una religiosidad popular antimoderna (el “fundamentalismo islámico”).Es decir, en el tercer mundo un profundo conflicto separaba a los modernizadores, que eran también nacionalistas de la gran masa de la población. Fue la primera guerra mundial la que comenzó a quebrantar la estructura del colonialismo mundial, además de destruir dos imperios (el alemán y el turco) y de dislocar temporalmente un tercero: Rusia. El impacto de la revolución de octubre y el hundimiento general de los viejos regímenes, al que siguió la independencia irlandesa (1921) hicieron pensar que los imperios extranjeros no eran inmortales. El periodo revolucionario de 1918-1922 transformó la política nacionalista de masas en la India (“matanza de Amritsar”, huelgas, “desobediencia civil”, Congreso radicalizado), a partir de entonces fue prácticamente ingobernable. A partir de 1919 la clase dirigente consideraba inevitable conceder a la India una autonomía similar al estatuto de “dominio”, y que le futuro de Gran Bretaña dependía de un entendimiento con la elite nacionalista india. Dado que la India era el corazón del imperio, su futuro (del imperio) parecía incierto, cuando su posición se hizo insostenible, después de la segunda guerra mundial, los británicos no se resistieron a la descolonización. Por el contrario, otros imperios (Francia y Holanda) utilizaron las armas para intentar mantener sus posiciones coloniales después de 1945. Sus imperios no habían sido socavados por la primera guerra mundial. La Gran Depresión hizo tambalearse a todo el mundo dependiente. La era del imperialismo había sido un periodo de crecimiento casi constante, que ni siquiera se había interrumpido con la primera guerra mundial. La economía imperialista modificó sustancialmente la vida de la gente corriente, especialmente en las regiones de producción de materias primas destinadas a la

exportación. Se alteró el significado de bienes, servicios y transacciones entre personas, y con ello cambiaron los valores morales de la sociedad y su formas de distribución social. Este tipo de cambios se dieron con frecuencia en el mundo dependiente, en el seno de las comunidades que apenas tenían contacto directo con el mundo exterior. A pesar de ello, la economía mundial parecía remota, porque sus efectos inmediatos y reconocibles no habían adquirido el carácter de un cataclismo. Todo ello fue trastocado por la Gran Depresión, durante la cual chocaron por primera vez de manera patente los intereses de la economía de la metrópoli y los de las economías dependientes, sobre todo porque los precios de los productos primarios, de los que dependía el tercer mundo, se hundieron mucho más que los de los productos manufacturados que se compraban a Occidente. Se formó así la base de masas para una movilización política. La Depresión desestabilizó tanto la política nacional como la internacional del mundo dependiente. La década de 1930 fue crucial para el tercer mundo, porque determinó que en los diferentes países entraran en contacto las minorías políticas y la población común (como en la India y otros países donde la movilización había sido escasa). Comenzaron a distinguirse los perfiles de la política de masas del futuro: el populismo latinoamericano (líderes autoritarios con apoyo de trabajadores urbanos), la movilización política a cargo de líderes sindicales que luego serían dirigentes partidistas. Al final de los treinta la crisis del colonialismo se había extendido a otros imperios, a pesar que dos de ellos (Italia y Japón) estaban todavía expandiéndose. La Depresión provocó a partir de 1935 las primeras huelgas importantes de las zonas productoras de cobre del África central. Por primera vez los gobiernos coloniales comenzaron a reflexionar sobre el efecto desestabilizador de las transformaciones económicas en la sociedad rural africana y a fomentar la investigación de los antropólogos sociales sobre este tema. Surgieron los dirigentes del nacionalismo político local, influidos por las ideas del movimiento negro de EE.UU., la Francia del Frente Popular e incluso el movimiento comunista.

Sin embargo, nada de esto parecía preocupar a los ministros coloniales europeos. Lo que transformó la situación fue la segunda guerra mundial: una guerra entre potencias imperialistas. La demostración de que el hombre blanco podía ser derrotado de manera deshonrosa y de que esas viejas potencias coloniales eran débiles, aún después de haber triunfado en la guerra, dañó irreversiblemente a esas potencias. Las colonias no ignoraron el hecho de que las dos potencias que en realidad habían derrotado al Eje, EE.UU. y la URSS eran hostiles al viejo colonialismo. Fue en Asia donde primer se quebrantó el viejo sistema colonial (Siria y Líbano, 1945; India y Pakistán, 1947; Birmania, Sri Lanka, Palestina, Indonesia, 1948). En 1946 EE.UU. concedieron la independencia a Filipinas. Sólo en algunas zonas del sureste asiático encontró resistencia el proceso de descolonización política (Vietnam, Camboya y Laos). Su larga experiencia en la India había enseñado a Gran Bretaña algo que no sabían franceses y holandeses: cuando surgía un movimiento nacionalista importante, la renuncia al poder formal era la única forma de seguir disfrutando de las ventajas del imperio. (La división de la India en función de parámetros religiosos creó un precedente siniestro para el futuro del mundo: creación de Pakistán por la Liga Musulmana de Ali Jinnah). Con la excepción de Indochina, el proceso de descolonización estaba ya concluido en Asia en 1950. A finales de los años cincuenta los viejos imperios eran conscientes de la necesidad de liquidar el colonialismo formal. París, Londres y Brusuelas decidieron que la concesión voluntaria de la independencia formal y el mantenimiento de la dependencia económica y cultural eran preferibles a una larga lucha que desembocaría en la independencia y la instauración de regímenes de izquierda. La era imperialista había llegado a su fin. Setenta y cinco años antes el imperialismo parecía indestructible e incluso treinta años antes afectaba a la mayor parte de los pueblos del planeta.

VIII: LA GUERRA FRÍA La guerra fría entre EE.UU. y la URSS, con sus respectivos aliados, dominó el escenario mundial de la segunda mitad del siglo XX. Se vivió bajo la amenaza de un conflicto nuclear global, que, como muchos creían, podía estallar en cualquier momento. Los gobiernos de ambas potencias aceptaron el reparto global de fuerzas establecido al final de la segunda guerra mundial. En Europa las líneas de demarcación se trazaron en 1943-1945, aunque hubo vacilaciones de Alemania y Austria, que se resolvieron con la partición de Alemania según las líneas de ocupación del Este y el Oeste. Asia fue la zona en que las dos potencias compitieron en busca de apoyo e influencia durante toda la guerra fría, y donde más conflictos armados podían estallar. El bando comunista no presentó síntomas de expansión significativa entre la revolución china y los años setenta, cuando China ya no formaba parte del mismo. Ambas potencias intentaron resolver las disputas sobre sus zonas de influencia sin llegar a un choque abierto de sus fuerzas armadas que pudiese llevarlas a la guerra. En contra de la retórica de la época, actuaron suponiendo que la coexistencia pacífica entre ambas era posible. La guerra fría no fue un enfrentamiento en el que deshicieran los gobiernos, sino la sorda rivalidad entre los distintos servicios secretos reconocidos y por reconocer. Cuando la URSS se hizo de armas nucleares (1949) ambas potencias dejaron de utilizar la guerra como arma política en sus relaciones mutuas, pues era el equivalente de un pacto suicida. Sin embargo, se sirvieron de la amenaza nuclear (sin tener intención de cumplirla) en algunas ocasiones (Corea y Vietnam, 1953 – EE.UU.-, 1954; Suez, 1956 –URSS-). La guerra fría se baso en la creencia occidental de que el futuro del capitalismo y de la sociedad liberal no estaba garantizado. Los planes de EE.UU. para la posguerra se dirigían mucho más a evitar otra Gran Depresión que a evitar otra guerra. Se esperaban serias alteraciones en la estabilidad social, política y económica porque la guerra había dejado una población hambrienta, fácil de adoptar la revolución social.

La ruptura del pacto soviético-norteamericano después de la guerra no basta para explicar porqué la política de EE.UU. tenía que presentar a la URRS como la cabeza de una conspiración comunista mundial y atea dispuesta a derrocar los dominios de la libertad. Pues en 1945-1947 la URSS ni era expansionista, ni contaba con extender el avance del comunismo más allá de lo que se había acordado en las cumbres de 1943-1945. Además, la URSS desmovilizó sus tropas, disminuyendo de 12 millones en 1945 a 3 millones a finales de 1948. La URSS no representaba ninguna amenaza para quienes se encontraran fuera de su ámbito de influencia. Por el contrario, necesitaba toda la ayuda económica posible, y no tenía interés en enemistarse con la única potencia que podía proporcionársela, los EE.UU. su postura de fondo tras la guerra no era agresiva, sino defensiva. Sin embargo, la política de enfrentamiento entre ambos surgió de su propia situación: la posición insegura de la URRS y los EE.UU. preocupados por la posición insegura en Europa central y occidental, además del futuro incierto de Asia. El enfrentamiento es probable que se hubiese producido aún sin la ideología de por medio. Mientras que a los EE.UU. les preocupaba el peligro de un posible dominio mundial de la URSS, a Moscú le preocupaba el dominio real de los EE.UU. sobre todas las partes del mundo no comunista. La intransigencia era la táctica lógica de los rusos (negación a revisar ciertos tratados). Pero esta política de mutua de intransigencia no implicó un riesgo cotidiano de guerra. Sin embargo, hubo factores que dieron otra dimensión al enfrentamiento, como el hecho de que para los políticos estadounidenses el anticomunismo apocalíptico resultaba útil y tentador, incluso para aquellos que no estaban convencidos de su retórica. La histeria pública facilitaba a los presidentes la obtención de sumas necesarias para financiar la política norteamericana gracias a una ciudadanía con escasa predisposición a pagar impuestos. Los EE.UU. se vieron obligados a adoptar una actitud agresiva, con una flexibilidad táctica mínima.

Ambos bandos se vieron envueltos en una carrera de armamentos que llevaba a la destrucción mutua, en manos de generales e intelectuales atómicos cuya profesión les exigía que no se dieran cuenta de esta locura. Ambos instauraron un complejo militar-industrial que contaron con el apoyo de sus respectivos gobiernos para usar su superávit para atraerse y armar aliados y satélites y para hacerse con lucrativos mercados para la exportación. El mutuo temor a un enfrentamiento explica la “congelación de los frentes” en 1947-1949, la partición de Alemania y el fracaso de evitar la subordinación a una u otra potencia. Pero no explica el tono apocalíptico de la guerra fría, que vino por parte de EE.UU., pues todos los gobiernos de la Europa occidental fueron anticomunistas, decididos a protegerse contra un posible ataque militar soviético. Sin embargo, la cuestión no era la amenaza teórica de dominación mundial comunista, sino el mantenimiento de la supremacía real de los EE.UU. Sin embargo, la carrera del armamento atómico no fue el impacto principal de la guerra fría. La armas nucleares no se usaron pesa a que las potencias participaron en tres guerras (sin enfrentarse) –Corea, 1950; Vietnam y Afganistán-. Los caros equipos militares demostraron ser ineficaces. La amenaza de la guerra generó movimientos pacifistas internacionales, dirigidos contra las armas nucleares, que ocasionalmente se convirtieron en movimientos de masas en parte de Europa. Las consecuencias políticas de la guerra polarizaron el mundo en dos bandos claramente divididos, se escindieron en regímenes pro y anticomunistas homogéneos en 1947-1948. En Occidente los comunistas desaparecieron de los gobiernos para convertirse en parias políticos. La dominación soviética quedó establecida en toda Europa oriental –excepto en Finlandia-. La política del bloque comunista fue monolítica, aunque fragilidad fue más evidente a partir de 1956 (fin del socialismo). La política de los estados europeos alineados a EE.UU. fue más uniforme, pues a todos los unía su antipatía por los soviéticos. Los EE.UU. crearon en dos antiguos enemigos: Italia y Japón, un sistema permanente de partido único, que trajo como consecuencia la estabilización de los comunistas como la principal

fuerza opositora y la instalación de unos regímenes de corrupción institucional. La guerra eliminó al nacionalsocialismo, al fascismo y a los sectores derechistas y nacionalistas. La base política de los gobiernos occidentales de la guerra fría abarcaba desde la izquierda socialdemócrata a la derecha moderada no nacionalista. Los partidos vinculados a la Iglesia católica demostraron ser útiles, por su anticomunismo y programas sociales no socialistas. Los efectos de la guerra fría sobre la política internacional crearon la Comunidad Europea con todos su problemas (organización política permanente para integrar las economías y los sistemas legales de una serie de estados-nación independientes). Fue creada en 1957 por Francia, RFA, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo. Su creación ilustra el miedo que mantenía unida a la alianza antisoviética, miedo no sólo a la URSS, sino al renacimiento de Alemania y a los mismos EE.UU., aliados indispensable contra la URSS, pero sospechoso por su falta de fiabilidad. La situación económica de Europa occidental en 1946-1947 parecía tan tensa, que EE.UU. lanzó el plan Marshall en 1947, un proyecto para la recuperación de Europa, más tarde ayudaría a Japón. Sin embargo, para EE.UU. una Europa reconstruida tenía que basarse en la fortaleza económica alemana ratificada con el rearme de Alemania. Francia trató de vincularse a los asuntos de Alemania para evitar un posible conflicto, y propusieron su propia versión de una unión europea. La Comunidad Europea de creó como una alternativa a los planes de integración europea de los EE.UU. Sin embargo, aunque los EE.UU. fuesen incapaces de imponer a los europeos sus planes económico-políticos en todos sus detalles, eran lo bastante fuertes como para controlar su posición internacional. No obstante, a medida que se fue prolongando la guerra fría se fue contrastando el poderío militar de la alianza de Washington con el los pobres resultados económico de los norteamericanos. El peso económico del mundo se estaba desplazando hacia las economías europeas y japonesa, que los EE.UU. estaban convencidos de haber rescatado.

Este cambio se debió al financiamiento norteamericano del déficit provocado por el costo de sus actividades militares y a los costos de su programa de bienestar social. El dólar, pieza clave de la economía de la posguerra, se debilitó. En los sesenta la estabilidad del dólar ya no se basó en las reservas de los EE.UU. sino en la disposición de los bancos centrales europeos a no cambiar sus dólares por oro, y a unirse al bloque del oro para estabilizar el precio del metal de los mercados. En 1968 este bloque agotó sus recursos, y se puso fin a la convertibilidad del dólar. Cuando acabó la guerra fría, la hegemonía económica norteamericana había quedado tan mermada que el país ni siquiera podía financiar su propia hegemonía militar. Los años más peligrosos de la guerra fría, desde 1947 hasta la guerra de Corea, 1950-1953, habían transcurrido sin una conflagración mundial. Lejos de desencadenarse una crisis social, los países de Europa occidental empezaron a darse cuenta de que estaban viviendo una época de prosperidad general inesperada. La disminución de la tensión se llamó: “distensión”. Kruschev estableció su supremacía en la URSS después de los conflictos postestalinistas (1958-1964), este dirigente creía en la reforma y en la coexistencia pacífica. Antes de la “distensión” se enfrentaron los liderazgos de Kruschev y Kennedy. Las dos potencias estaban dirigidas por amantes del riesgo en una época en que el mundo occidental creía estar perdiendo su ventaja sobre las economías comunistas, que habían crecido más deprisa en los cincuenta. La descolonización y las revoluciones en el tercer mundo parecían favorecer a los soviéticos. Los EE.UU. se enfrentaron a una URSS confiada pero nerviosa por Berlín, El Congo y Cuba. Durante esta etapa el Muro de Berlín (1961) cerró la última frontera entre Este y Oeste. Los EE.UU. aceptaron a la Cuba comunista a su puerta. Las guerrillas América Latina y la descolonización de África no se convirtieron en grandes guerras. Kennedy fue asesinado (1963) y Kruschev dejó el mando en 1964. Se dieron pasos significativos hacia el control y la limitación del armamento nuclear. El comercio entre EE.UU. y la URSS empezó a florecer con el paso de los años setenta.

Sin embargo, a mediados de los setenta comenzó la segunda guerra fría. Ambas potencias estaban satisfechas con su situación económica. EE.UU. se vio menos afectado por la recesión económica de Europa, y la URSS se beneficiaba porque la crisis del petróleo de 1973 cuadruplicó el precio del petróleo, elemento descubierto en la URSS a mediados de los sesenta. Dos acontecimientos alteraron este aparente equilibrio. Vietnam demostró el aislamiento de los EE.UU. La guerra del Yom Kippur de 1973 entre Israel (aliado de EE.UU.) y EgiptoSiria (equipadas por la URSS) también puso de manifiesto el aislamiento norteamericano, cuando sus aliados europeos se negaron a permitir que los aviones gringos emplearan sus bases aéreas para apoyar a Israel. Mediante la OPEP los países árabes del Oriente Próximo intentaron impedir que se apoyara a Israel, cortando el suministro de petróleo y amenazando con un embargo de crudo, multiplicando el precio del petróleo. Vietnam y el Próximo Oriente debilitaron a EE.UU. pero no alteraron el equilibrio global de las potencias. Entre 1974 y 1979 surgió una nueva oleada de revoluciones, esta tercera oleada pareció alterar el equilibrio de las potencias en contra de EE.UU. ya que una serie de regímenes africanos, asiáticos y americanos se pasaron del bando soviético, y facilitaron bases navales a la URSS. La conciencia de esta tercera oleada de revoluciones mundiales con el fracaso y derrota públicos de EE.UU. fue lo que engendró la segunda guerra fría. Dado que la situación en Europa se había estabilizado, ambas potencias trasladaron su rivalidad al tercer mundo. EE.UU. había conseguido la expulsión de los soviéticos de Egipto y la entrada informal de China a la alianza antisoviética. La nueva oleada de revoluciones dirigida contra regímenes conservadores proyanquis, dio a la URSS la oportunidad de recuperar la iniciativa. Por esta razón, un estado de histeria se apoderó del debate público y privado de EE.UU. La injustificada autosatisfacción de los rusos alentó el miedo. No obstante, el régimen de Brezhnev comenzó a arruinarse él solo al emprender un programa de armamento que elevó los gastos en defensa. El esfuerzo soviético por crear una marina con

presencia mundial en todos los océanos tampoco era una estrategia sensata. El poderío norteamericano seguía siendo mayor que el poderío soviético. En cuanto a la economía y la tecnología de ambos bandos, la superioridad occidental (y japonesa) era mayor. No obstante, no había ningún indicio de que la URSS deseara una guerra y mucho menos de que planeara un ataque militar contra Occidente. La política de Reagan (retórica apocalíptica), elegido en 1980, sólo se entiende en su afán de lavar la afrenta de lo que se vivía como una humillación (el caso Nixon, rehenes en Irán, crisis del petróleo, aumento de los precios por parte de la OPEP), demostrando la supremacía de los EE.UU. en gestos de fuerza militar sobre objetivos fáciles (Granada, 1983; Libia, 1986; Panamá, 1989). El equilibrio mundial entre las potencias se llevó a cabo a finales de los setenta, cuando la OTAN empezó a rearmarse, y a los nuevos estados africados de izquierda los mantenían a raya desde el principios movimientos apoyados por EE.UU. Hacia 1980, llegaron al poder en varios países gobiernos de la derecha ideológica, comprometidos con una forma extrema de egoísmo empresarial (Reagan, Thatcher). Para esta nueva derecha, el capitalismo de la sociedad de bienestar de los años cincuenta y sesenta, habían sido una subespecie de socialismo. La guerra fría de Reagan fue contra el estado del bienestar igual que contra todo intrusismo estatal. Sus enemigos eran el liberalismo tanto como el comunismo. Cuando la URSS se hundió al final de la era Reagan, los norteamericanos afirmaron que su caída se debió a una activa campaña de acoso y derribo, pero no hay la menor señal de que el gobierno de los EE.UU. contemplara el hundimiento de la URSS o de que estuviera preparado para ello llegado el momento. El mismo Reagan creía en la coexistencia entre ambos países, pero una coexistencia que no estuviera basada en un equilibrio de terror nuclear mutuo. La guerra fría acabó cuando una de la superpotencias, o ambas, reconocieron el peligro de la carrera armamentista, y cuando una o ambas, aceptaron acabar con esa carrera.

Gorvachov fue quien se encargó de convencer al gobierno de los EE.UU. y a los demás gobiernos occidentales de que los soviéticos en verdad querían acabar con esa carrera. A efectos prácticos, la guerra fría acabó en las cumbres de Reykjavik (1986) y Washington (1987). El socialismo soviético afirmaba ser una alternativa global al sistema capitalista. Dado que el capitalismo no se hundió, las perspectivas del socialismo dependían de su capacidad de competir con la economía capitalista mundial (reformada tras la Gran Depresión y la segunda guerra mundial, y trasformada por la revolución postindustrial de las comunicaciones y la informática). No obstante, desde 1960 el socialismo ya no era competitivo. El sistema capitalista mundial podía absorber la deuda de 3 billones de dólares que en los ochenta hundieron a los EE.UU. (mayor acreedor del mundo, hasta entonces). En cambio, nadie, ni dentro ni fuera, estaba dispuesto a hacerse cargo de una deuda equivalente en el caso soviético. A finales de los setenta, las economías de la Comunidad Europea y Japón, juntas, eran un 60% mayores que la de los EE.UU.; en cambio, los aliados y satélites de los soviéticos nunca llegaron a emanciparse, sino que siguieron practicando una sangría de decenas de miles de millones de dólares anuales a la URSS. Los países del tercer mundo (que según Moscú acabarían con el capitalismo) representaban el 80% del planeta, pero sus economías eran secundarias. A medida que la superioridad tecnológica occidental fue creciendo no hubo competencia posible. Lo que precipitó la caída del socialismo, fue la combinación de sus defectos económicos y la invasión acelerada de la economía socialista por parte de la economía capitalista, más dinámica, avanzada y dominante. Fue la interacción de la economía de modelo soviético con la economía capitalista a partir de los sesenta lo que hizo vulnerable al socialismo. La derrota de la URSS no se debió a la confrontación, sino a la distensión. No fue posible reconocer que la guerra había acabado hasta el hundimiento del imperio soviético (1989) y la disolución de la URSS (1989-1991).

* La guerra fría transformó la escena internacional en tres sentidos: 1) Había eliminado o eclipsado totalmente las rivalidades y conflictos que configuraron la política antes de la segunda guerra mundial (salvo uno). Todas las grandes potencias (excepto dos) quedaron relegadas a la segunda o tercera división de la política internacional. Francia y Alemania no entraron en lucha después de 1947, porque los alemanes podían ser controlados por EE.UU. 2) Congeló y estabilizó la situación internacional. Alemania permaneció dividida 46 años en sectores: occidental (RFA1948), central (RDA-1954) y oriental (que se convirtió en parte de Polonia y de la URSS). El fin de la guerra fría y el hundimiento de la URSS reunificó a los dos sectores occidentales y dejó las zonas de Prusia oriental anexionadas por los soviéticos aisladas, separadas del resto de Rusia por el estado ahora independiente de Lituania. La política interna no se congeló de la misma forma, salvo en el caso donde los cambios alteraran la lealtad de un estado a su respectiva potencia dominante. Los EE.UU. no estaban dispuestos a tolerar comunistas en el poder en Italia, Chile o Guatemala, y la URSS no estaba dispuesta a renunciar al derecho de mandar tropas a repúblicas hermanas con gobiernos disidentes como Hungría y Checoslovaquia. Con excepción de China, ningún país importante cambio de bando. 3) La guerra fría llenó al mundo de armas. Fue el resultado natural de cuarenta años de competencia entre ambas potencias por armarse. A las economías muy militarizadas les interesaba vender sus productos en el exterior. Todo el mundo exportaba armas. El surgimiento de una época de guerrillas y terrorismo originó una gran demanda de armas ligeras y portátiles, las ciudades de finales del siglo XX proporcionaron un nuevo mercado civil de esos productos. El fin de la guerra fría suprimió los puntuales que habían sostenido la estructura internacional: quedó un mundo en confusión y parcialmente en ruinas. La idea norteamericana de

que el antiguo orden bipolar podía ser sustituido con un nuevo orden mundial basado en la única superpotencia que había quedado, pronto demostró ser irreal. El fin de la guerra fría demostró no ser el fin de un conflicto internacional, sino el fin de una época, no sólo para Occidente, sino para el mundo entero. Los años entorno a 1990 fueron claramente uno de los momentos decisivos del siglo. Sólo una cosa parecía sólida entre tanta incertidumbre: los extraordinarios cambios que experimentó la economía mundial y las sociedades humanas, durante un periodo transcurrido desde el inicio de la guerra fría.

IX: LOS AÑOS DORADOS Sólo al final de los años setenta, los observadores se dieron cuenta de que el mundo capitalista desarrollado –principalmentehabía atravesado una etapa excepcional. Para los EE.UU. que dominaron la economía tras el fin de la segunda guerra mundial supuso la prolongación de la expansión de los años de la guerra, debido al tamaño de su economía, su comportamiento no fue tan impresionante como el de otros países. En el resto de los países industrializados la edad de oro batió todas las marcas anteriores de desarrollo. La recuperación tras la guerra era la prioridad de los europeos y Japón, después de 1945 su éxito se midió por la cercanía a los objetivos del pasado y no del presente. En 1950 la mayoría de los países (excepto Alemania y Japón) habían vuelto a los niveles de preguerra, pero el principio de la guerra fría y el empuje de los partidos comunistas no invitaban a la euforia. Fue hasta los sesenta cuando se asentó la prosperidad de Europa, y los observadores admitían que la economía en su conjunto continuaría subiendo y subiendo para siempre. La edad de oro correspondía básicamente a los países capitalistas desarrollados, que representaban ¾ partes de la producción y el 80% de las exportaciones de productos elaborados, aunque en un principio pareció que la parte socialista llevaba la delantera. El crecimiento de la URSS en los cincuenta era mayor al de cualquier país occidental. Sin embargo, en los sesenta se hizo evidente que era el capitalismo, más que el socialismo, el que se estaba abriendo camino. La edad de oro fue un fenómeno mundial aunque la opulencia generalizada quedara lejos del alcance de la mayoría de la población mundial. La población del tercer mundo se duplicó en los siguientes 35 años a partir de 1950 (África, Extremo Oriente, sur de Asia y América Latina). La esperanza de vida se prolongó una media de siete años, o diecisiete con relación a los años treinta. Esto significa que la producción de alimentos aumentó más deprisa que la población, tanto en las zonas desarrolladas como en las regiones no industrializadas.

El problema de los países desarrollados era que producían unos excedentes de productos alimentarios, que en los ochenta decidieron producir bastante menos, o inundar el mercado por debajo del precio de coste, compitiendo así con el precio de los productores de los países pobres. El mundo industrial se expandió por los países capitalistas y socialistas y por el tercer mundo. En todas partes el número de países dependientes de la agricultura, por lo menos para financiar sus importaciones del resto del mundo, disminuyó de forma notable. La producción mundial de manufacturas se cuadriplicó entre principios de los cincuenta y principios de los setenta, además, el comercio mundial de productos elaborados se multiplicó por diez. La producción agrícola mundial también se disparó, no por el cultivo de nuevas tierras, sino por el aumento de la productividad. El efecto de esta explosión fue la contaminación y el deterioro ecológico, aunque en esta época fue un efecto secundario. La ideología del progreso daba por sentado que el creciente dominio de la naturaleza por parte del hombre era la justa medida del avance de la humanidad. Se utilizaron métodos industriales de producción para construir viviendas públicas rápido y barato, por lo que los sesenta fueron el decenio más nefasto del urbanismo humano. Los aeropuertos sustituyeron a las estaciones de ferrocarril como el edificio simbólico del transporte. El impacto de las actividades humanas (industriales y agrícolas) sobre la naturaleza, se incrementó por el aumento del uso de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas natural). La edad de oro es fue de oro porque el precio medio de barril de crudo saudí era inferior a los dos dólares a lo largo de todo el periodo de 1950-1973, haciendo que la energía fuese muy barata y continuara abaratándose. Las emisiones de dióxido de carbono se triplicaron entre 1950-1973. La era del automóvil –hacía tiempo en Norteamérica- llegó a Europa y luego al mundo socialista y a la clase media latinoamericana, mientras que la baratura de los combustibles hizo al camión y el autobús los principales medios de transporte del planeta. Buena parte de la expansión mundial fue un proceso de ir acortando distancias. Bienes y servicios restringidos a las

minorías se pensaba ahora para un mercado de masas, como sucedió con el turismo a playas soleadas. Neveras, lavadoras, teléfonos, se convirtieron en indicador de bienestar habitual. Ahora el ciudadano medio podía vivir como sólo los muy ricos habían vivido en tiempos de sus padres, con la diferencia de que la mecanización había sustituido a los sirvientes. El motor de la expansión económica fue la revolución tecnológica. No sólo contribuyó a la multiplicación de los productos, sino a la de productos desconocidos. La guerra, con su demanda de alta tecnología preparó una serie de procesos revolucionarios luego adaptados al uso civil (televisión, magnetófonos, radar, motor a reacción, electrónica e informática). La industria e incluso la agricultura superaron por primera vez la tecnología del siglo XIX. Este terremoto tecnológico tuvo varias consecuencias: Primero. Transformó la vida cotidiana en los países ricos e incluso en los pobres, donde la radio llegaba hasta las aldeas más remotas; la “revolución verde” transformó el cultivo del arroz y el trigo, y el uso del plástico se generalizó en el calzado. La revolución tecnológica penetró en la conciencia del consumidor que la novedad se convirtió en el principal atractivo a la hora de venderlo todo. La premisa era que lo nuevo no sólo quería decir mejor, sino revolucionario. Los productos que representaron novedades tecnológicas son incontables: televisión, LPs, cassettes, CDs, relojes digitales, calculadoras de bolsillo, equipos de sonido, fotográficos y vídeo domésticos. Estas innovaciones sufrieron el sistemático proceso de miniaturización: la portabilidad aumentó intensamente su gama y su mercado potenciales. Segundo. A más complejidad de la tecnología en cuestión, más complicado se hizo el camino desde el descubrimiento o la invención hasta la producción, y más complejo y caro el proceso de creación. La investigación y el desarrollo consolidaron la ventaja de las economías de mercado desarrolladas, la innovación tecnológica no floreció en las economías socialistas. El proceso innovador se hizo tan continuo, que el coste del desarrollo de nuevos productos se convirtió en una proporción cada vez mayor e indispensable de los costes de producción.

Tercero. Las nuevas tecnologías emplearon de forma intensiva el capital y eliminaron la mano de obra (menos científicos y técnicos) o llegaron a sustituirla. La característica de la edad de oro es que necesitó grandes inversiones constantes, y no necesitó a la gente, salvo como consumidores. Aunque esto no resultó evidente durante una generación, pues en los países industrializados, la clase trabajadora industrial mantuvo o aumentó dentro de la población activa. El ideal al que aspiraba la edad de oro era la producción o el servicio sin la intervención del ser humano, que sólo resultaba necesario para la economía en un sentido: como comprador de bienes y servicios. Todos los problemas que había afligido al capitalismo en la era de las catástrofes parecieron disolverse y desaparecer. El ciclo de expansión y recesión se convirtió en una sucesión de leves oscilaciones. No se puede hablar de desempleo masivo en Occidente, cuando Europa tenía un paro medio de 1,5% y Japón un 1,3%. Sólo en Norteamérica no se había eliminado aún. Los ingresos de los trabajadores aumentaba año tras año de forma casi automática. La gama de bienes y servicios que ofrecía el sistema productivo convirtió lo que había sido un lujo en productos de consumo diario, y esa gama se ampliaba un año tras otro. Vista en perspectiva, la edad de oro fue sólo otra fase culminante del ciclo de Kondratiev, esta sucesión de ciclos de onda larga de aproximadamente medio siglo de duración era normal desde el siglo XVIII. Lo que hay que explicar no es eso, sino la escala y el grado de profundidad de esta época de expansión dentro del siglo XX. Es evidente que el gran salto de la economía produjo una reestructuración y una reforma sustanciales en el capitalismo, y una gran avance en la globalización e internacionalización de la economía. El primer punto produjo una economía mixta, que facilitó los estados de la planificación y la gestión de la modernización económica, además de incrementar la demanda. El compromiso político de los gobiernos con el pleno empleo y –en menor grado- con el bienestar y la seguridad social, dio pie a la existencia de un mercado de consumo masivo de artículos de lujo que ahora pasarían a considerarse necesarios.

El segundo factor multiplicó la capacidad productiva de la economía mundial al posibilitar la división internacional del trabajo más compleja y minuciosa. Al inicio esto se limitó a los países desarrollados, el área socialista quedó aparte y el tercer mundo optó por una industrialización planificada y separada, reemplazando la importación con la propia producción de artículos manufacturados. Lo que experimento el gran estallido fue el comercio de productos industriales, el comercio de manufacturas se multiplicó por diez en los veinte años posteriores a 1953. La reestructuración del capitalismo y el avance de la internacionalización de la economía fueron fundamentales. Aunque no está claro que la revolución tecnológica no explica por sí sola la edad de oro, pues gran parte de la nueva industrialización consistió en la extensión a nuevos países de las viejas industrias basadas en las viejas tecnologías del XIX e inicios del XX (carbón, hierro, acero, petróleo y motor de explosión. La alta tecnología y sus innovaciones pronto se constituyeron en parte misma de la expansión económica, aunque no son decisivas por sí mismas. El capitalismo de la posguerra era una especie de matrimonio entre liberalismo económico y socialdemocracia, con préstamos sustanciales de la URSS (planificación económica). No obstante, los teólogos del mercado libre reaccionaron defendiendo la pureza del mercado, condenando las políticas que hicieron de la edad de oro una época de prosperidad. La memoria de la experiencia de entreguerras y la Gran Depresión contribuyeron a reformar al capitalismo, ahora se anexaba la perspectiva del comunismo y del poderío soviético. El desastre de entre guerras se debió en gran parte a la disrupción del sistema comercial y financiero mundial y su fragmentación en economías nacionales. El sistema gozó de estabilidad gracias a la hegemonía de la economía británica y la libra esterlina, ahora ese control lo tenía que asumir EE.UU. y el dólar. La Gran Depresión se debió al fracaso del mercado libre sin restricciones. A partir de entonces, habría que complementar al mercado con la planificación y la gestión pública de la economía, o actuar dentro del marco de las mismas.

La tutuela y planificación estatal no era novedad en algunos países, desde Francia hasta Japón, incluso era bastante habitual en occidente después de 1945. No era cuestión de socialismo o antisocialismo. Los partidos socialistas y los movimientos obreros encajaban en el nuevo capitalismo reformado, porque no disponían de una política económica propia, excepto los comunistas, cuya meta era tomar el poder y seguir el modelo soviético. La izquierda dirigió su atención hacia la mejora de las condiciones de vida de su electorado de clase obrera. Un capitalismo reformado que reconociera la importancia de la mano de obra y de las aspiraciones socialdemócratas les parecía bien. La clase dirigente occidental de la posguerra estaba convencida de que la vuelta al laissez-faire y a una economía de libre mercado inalterable era impensable. El pleno empleo, la detención del comunismo y la modernización de la economía eran la prioridad y justificaban una intervención estatal de máxima firmeza, estando incluso dispuestos a asociarse con movimientos obreros organizados, siempre que no fuesen comunistas. Estas políticas obtuvieron grandes éxitos. La adaptación de las ideas soviéticas a las economías capitalistas mixtas tuvieron grandes consecuencias, como ejemplo está Francia que entre 1950 y 1979 acortó distancias con respecto a EE.UU. más que ningún otro de los países industrializados. La reconstrucción de la economía internacional se tradujo parcialmente en acuerdos institucionales concretos. El Banco Mundial y el FMI se crearon para facilitar la inversión a largo plazo y mantener la estabilidad monetaria, además de abordar problemas de la balanza de pagos. Cuando se hundió el modelo original de la ONU con la guerra fría, estas instituciones quedaron subordinadas a la política de los EE.UU. Los planificadores del nuevo mundo intentaron crear instituciones operativas para su proyectos, y fracasaron. A diferencia de la ONU, el sistema internacional de comercio y de pagos funcionó. La edad de oro fue la época de libre comercio, libertad de movimiento de capitales y estabilidad cambiaria que tenían en mente los planificadores durante la guerra. Ellos se debió al dominio de los EE.UU. y al dólar, que fue eficaz

estabilizador por su vinculación con una cantidad concreta de oro, hasta que el sistema se cayó a finales de los sesenta. Una expansión agresiva estaba en el ánimo de la política norteamericana al acabar la guerra. La guerra fría les incitó a adoptar una perspectiva a largo plazo, al convencerlos de ayudar a sus competidores acrecer lo más rápido posible (Plan Marshall). La economía capitalista mundial se desarrolló en torno a los EE.UU. cuya economía planteaba menos obstáculos a los movimientos internacionales de los factores de producción que cualquier otra, excepto en el caso de la migración. No obstante, la gran expansión económica de la edad de oro se alimento de la mano de obra parada y de los grandes flujos migratorios internos, del campo a la ciudad y de las regiones pobres a las ricas. Sin embargo, los gobiernos se resistieron a la libre inmigración, en su mayoría sólo se concedieron permisos de residencia condicionales y temporales, para que las personas pudieran ser repatriadas fácilmente. En la edad de oro la inmigración era un tema político delicado, en los setenta condujo a un aumento público de la xenofobia en Europa. Durante la edad de oro la economía siguió siendo más internacional que trasnacional. El comercio recíproco entre países era cada vez mayor, pero aunque las economías industrializadas comprasen más los productos de unas y otras, el grueso de su actividad económica continuó siendo doméstica. A partir de los sesenta apareció una economía cada vez más trasnacional (sistema de actividades económicas para las cuales los estados y sus fronteras no son la estructura básica, sino meras complicaciones). Este proceso vino acompañado de una creciente internacionalización –entre 1965-1990 la producción mundial dedicada a la exportación se duplicó-. Esta trasnacionalización tiene tres aspectos: las compañías trasnacionales (multinacionales); la nueva división del trabajo y el surgimiento de las actividades offshore (extraterritoriales) en paraísos fiscales, es decir, la práctica de registrar la sede legal de un negocio en territorios minúsculos y fiscalmente generosos que permitan evitar los impuestos y demás limitaciones de otros países.

La City de Londres se convirtió en una plaza financiera offshore gracias a la inversión de eurodólares. Los dólares depositados en bancos fuera de los EE.UU. y no repatriados, para evitar las restricciones de sus leyes financieras, se convirtieron en un instrumento financiero negociable. Estos dólares flotantes se convirtieron en la base de un mercado global totalmente incontrolado, y experimentaron un tremendo crecimiento. Primero EE.UU. y después todos los gobiernos acabaron por ser sus víctimas, ya que perdieron el control sobre los tipos de cambio y la masa monetaria. Las compañías multinacionales estadounidenses aumentaron sus filiales de 7,500 en 1950 a 23 mil en 1966. Además, cada vez más compañías de otros países siguieron su ejemplo. La novedad radicaba en la escala de las operaciones de estas entidades trasnacionales: las estadounidenses a principios de los ochenta acumulaban ¾ de las exportaciones y la mitad de las importaciones de su país. La función principal de tales compañías era internacionalizar los mercados más allá de las fronteras nacionales, es decir, convertirse en independientes de los estados y de su territorio. Las estadísticas de importaciones y exportaciones reflejan en realidad el comercio interno dentro de una entidad trasnacional que opera en varios países. Este fenómeno reforzó la tendencia natural del capital a concentrarse. En 1960 las ventas de las mayores firmas del mundo (no socialista) equivalían al 17% del PNB del mundo. La mayoría de las trasnacionales tenían su sede en estados desarrollados importantes. Si al principio la vinculación con sus gobiernos fue estrecha, a finales de la edad de oro es dudoso que cualquier de ellas pudiera decirse con certeza que se identificaba con su gobierno o con los intereses de su país. La tendencia de emanciparse de los estados nacionales se hizo más patente a medida que la producción industrial empezó a trasladarse fuera de los países europeos y norteamericanos. Los países desarrollados empezaron a exportar un porcentaje mayor de sus productos elaborados al resto del mundo, a su vez, el tercer mundo empezó a exportar manufacturas a una escala considerable hacia los países desarrollados e industrializados. Las

nuevas industrias del tercer mundo abastecían no sólo a unos mercados locales en expansión, sino también al mercado mundial, exportando artículos producidos por la industria local o formando parte del proceso de fabricación transnacional. Esta fue la innovación decisiva de la edad de oro, que no hubiera podido darse sin la revolución en el ámbito del transporte y las comunicaciones, que hizo posible dividir la producción de un solo artículo entre varios países, transportando vía aérea el producto parcialmente acabado entre estos centros y dirigiendo de forma centralizada el proceso en su conjunto gracias a la moderna informática. A medida que el mundo se iba convirtiendo en una unidad, las economías nacionales de los grandes estados se vieron desplazadas por estas plazas financieras extraterritoriales, situadas en su mayoría en los pequeños o minúsculos miniestados (ciudades-estado), que en la edad de oro se hizo evidente que podían prosperar tanto como las grandes economías nacionales, e incluso más, proporcionando directamente servicios a la economía global. El mundo más conveniente para los gigantes multinacionales es un mundo poblado por estados enanos o sin ningún estado. El desplazamiento de las viejas industrias de su núcleo original se basó en la combinación de crecimiento económico en una economía capitalista basada en el consumo masivo por parte de una población activa plenamente empleada y cada vez mejor pagada y protegida. Se basaba también en un acuerdo tácito entre las organización obreras y las patronales para mantener las demandas de los trabajadores dentro de unos límites para no mermar los beneficios, y no mantener las expectativas de tales beneficios muy altas como para justificar las inversiones. Con el fin de la edad de oro estos acuerdos sufrieron la crítica de los teólogos del libre mercado que los acusaron de corporativismo. A los empresarios no les importaba pagar salarios altos en plena expansión y con cuantiosos beneficios. Los trabajadores obtenían salarios y beneficios complementarios que iban subiendo con regularidad. Los gobiernos conseguían estabilidad

política, debilitando así a los partidos comunistas y unas condiciones predecibles para la gestión macroeconómica. Tras la guerra hubo en todas partes gobiernos reformistas (dominados por socialistas, socialdemócratas, incluso con presencia comunista hasta 1947), aunque este reformismo pronto se batió en retirada, aunque se mantuvo el consenso. La gran expansión económica de los cincuenta estuvo dirigida por gobiernos conservadores moderados. Lo que ocurrió es que el espíritu de la época estaba en contra de la izquierda: no era momento de cambiar. En los sesenta se registró un giro hacia la izquierda, debido al retroceso del liberalismo económico y en parte porque la generación que presidió el sistema capitalistas desapareció hacia 1964. En los sesenta la izquierda moderada volvió a gobernar muchos estados de Europa occidental. Esta cambio fue paralelo a la aparición de los estados de bienestar, es decir, estados en los que el gasto en bienestar se convirtió en la mayor parte del gasto público total y la gente dedicada a actividades de bienestar social formó el conjunto más importante de empleados públicos. A finales de los sesenta todos los estados capitalistas avanzados se habían convertido en estados de bienestar. La política de las economías de mercado desarrolladas parecía tranquila. Por eso el súbito estallido del radicalismo estudiantil en 1968 tomó a políticos e intelectuales por sorpresa. Era un signo de que la estabilidad de la edad de oro no podía durar. Esta dependía de el equilibro entre el aumento de la producción y la capacidad de los consumidores de absorberlo. Los salarios tenían que subir lo bastante deprisa como para mantener el mercado a flote, pero no demasiado deprisa, para no recortar los márgenes de beneficio. Además, dependía del dominio de EE.UU. En los años sesenta la hegemonía de los EE.UU. entró en decadencia y el sistema monetario mundial basado en la convertibilidad del dólar en oro, se vino abajo. Además, las grandes reservas de mano de obra provenientes de las migraciones estaba a punto de agotarse. Se registró un cambio de actitud de la moderación y la calma de las negociaciones salariales anteriores a 1968 y las de los últimos años de la edad de oro, debido al descubrimiento de que

los aumentos salariales peleados por los sindicatos eran inferiores a los que podían conseguirse presionando al mercado. Este cambio de actitud de los trabajadores fue más significativo que las protestas estudiantiles de 1968, que fue un fenómeno ajeno a la economía y a la política. Movilizó un sector minoritario de la población: la juventud de clase media. Su trascendencia cultural fue mayor que la política, a diferencia de movimientos análogos en países dictatoriales y del tercer mundo. Pero sirvió de aviso para una generación que creía haber resuelto para siempre los problemas de la sociedad occidental. El 68 no fue el fin ni el principio de nada, sino sólo un signo. A diferencia del estallido salarial, el hundimiento del sistema financiero internacional en 1971, el boom de las materias primas de 1972-1973 y de la crisis del petróleo de la OPEP de 1973, no tiene gran relevancia para la historia económica. A principios de los setenta la expansión de la economía acelerada por una inflación en rápido crecimiento, por un enorme aumento de la masa monetaria mundial y por el ingente déficil norteamericano, se volvió frenética. La economía entró en crisis en 1974 cuando el PNB de los países industrializados avanzados cayó sustancialmente. La economía mundial no recuperó su antiguo ímpetu tras el crac. Fue el fin de una época. Las décadas posteriores a 1973 serian una era de crisis. No obstante, la edad de oro llevó a cabo la revolución más drástica, rápida y profunda en los asuntos humanos de la que se tenga constancia histórica.

X: LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-1990 En el tercer cuarto del presente siglo se dio la transformación social mayor y más intensa, rápida y universal de la historia de la humanidad. Es verdad que en las zonas desarrolladas del mundo hacía tiempo que vivían en un mundo de cambios, transformaciones tecnológicas e innovaciones culturales constantes. Pero para la mayor parte del planeta los cambios fueron tan repentinos como cataclísmicos. Para el 80% de la humanidad la Edad Media se terminó en los años cincuenta, o mejor dicho, sintió que se había terminado en los años sesenta. Quienes vivieron la realidad de estas transformaciones no se hicieron cargo de su alcance, pues las experimentaron progresivamente y no las concibieron como revoluciones permanentes. El cambio social más drástico y de mayor alcance de la segunda mitad de siglo, y que nos separa para siempre del mundo del pasado, es la muerte del campesinado. Es vísperas de la segunda guerra mundial, sólo Gran Bretaña y Bélgica eran países industrializados donde la agricultura y la pesca empleaban a menos del 20% de la población. En los EE.UU. y Alemania, las dos mayores economías industriales, la población rural representaba la cuarta parte de la población. Para principios de los ochenta ningún país occidental tenía una población rural superior al 10% del total. Algo aún más extraordinario fue el declive de la población rural en los países con falta de desarrollo industrial. En América Latina, al término de la segunda guerra mundial, los campesinos constituían la mitad o la mayoría de la población activa. Pero ya en los setenta no había ningún país en que no estuvieran en minoría. La situación era parecida en los países islámicos. Sólo tres regiones del planeta seguían dominadas por sus pueblos y campos: el África subsahariana, el sur y el sureste de Asia y China. Es cierto que estas regiones de población rural seguían representando a la mitad del género humano a finales de la época. Sin embargo, incluso ellas acusaban los embates del desarrollo económico.

En las regiones pobres del mundo la revolución agrícola no estuvo ausente, aunque fue más incompleta. En conjunto, los países del tercer mundo y del segundo (anteriormente o todavía socialista) dejaron de alimentarse a sí mismos, y no producían los excedentes alimentarios exportables que serían de esperar siendo países agrícolas. Como máximo se les animaba a especializarse en cultivos de exportación para los mercados del mundo desarrollado. El mundo de la segunda mitad del siglo XX se urbanizo como nunca, a mediados de los ochenta el 42% de su población era urbana. Las aglomeraciones urbanas más grandes de finales de los ochenta se encontraban en el tercer mundo: El Cario, Ciudad de México, Sao Paulo y Shanghai; mientras el mundo desarrollado seguía estando más urbanizado que el mundo pobre, sus propias grandes ciudades se disolvían. No obstante, el viejo mundo y el nuevo mundo convergieron. La típica gran ciudad del mundo desarrollado se convirtió en una región de centros urbanos interrelacionados, situados alrededor de una zona administrativa o de negocios. Surgieron redes periféricas de circulación subterránea rápida en todas partes. La descentralización se extendió al irse desarrollando barrios o complejos residenciales suburbanos con sus propios servicios comerciales y de entretenimiento. La ciudad del tercer mundo aunque conectada también por redes de transporte público y un sin fin de números de autobuses y taxis colectivos, no pudieron evitar estar mal dispuestas y estructuradas, debido en parte a la magnitud de su población y porque muchas surgieron a partir de barrios de chabolas en espacios abiertos sin utilizar. A la par de la decadencia del campesinado, se experimentó un auge de las profesiones para las que se necesitaban estudios secundarios y superiores. La demanda de plazas de enseñanza secundaria y superior se multiplicó a un ritmo extraordinario, al igual que la cantidad de gente que había cursado o estaba cursando esos estudios. Este estallido se dejó sentir en la enseñanza universitaria, hasta entonces insignificante desde el punto de vista demográfico. A finales de los ochenta los estudiantes se contaban por millones en varios países (del 2,5 al

3% de la población total). La fiebre universitaria fue menos acusada en los países socialistas, pese al orgullo de su política de educación de masas, a medida que las dificultades del sistema crecieron en los setenta y ochenta, estos países se rezagaron con respecto a Occidente. La enseñanza superior se convirtió en la mejor forma de conseguir ingresos más elevados, pero sobre todo, un nivel social más alto. La mayoría de los estudiantes procedía de familias más acomodadas que el término medio, pero no necesariamente ricas. La expansión económica mundial hizo posible que familias humildes pudieran permitirse que sus hijos estudiasen de tiempo completo. En los setenta la cifra mundial de universidades se duplicó con creces. Esta multitud de jóvenes estudiantes y profesores eran un nuevo factor tanto en la cultura como en la política. Tal como revelaron los setenta, eran políticamente radicales y explosivos, además de eficaces para dar expresión nacional e incluso internacional al descontento político y social, como en el movimiento estudiantil de 1968. El motivo porque el 68 no fue la revolución fue que los estudiantes no podían hacerla solos. Su eficacia radicaba en su ejemplo era capaz de denotar a grupos mayores pero más difíciles de inflamar (como los movimientos obreros). Tras el fracaso de los sueños del 68, algunos estudiantes radicales intentaron hacer la revolución por su cuenta formando bandas armadas terroristas, pero aunque estos movimientos recibieron mucha publicidad, rara vez tuvieron incidencia política seria. Es significativo que el nuevo grupo social de los estudiantes fuera el único de entre los nuevo y viejos agentes sociales que optó por la izquierda radical. Se ha explicado en parte este fenómeno por el esencial ímpetu revolucionario, entusiasta y de desorden de la generación joven, pero esto no explica porqué los jóvenes que estaban a las puertas de un futuro mucho mejor que el de sus padres, se sentían atraídos por el radicalismo político. En realidad, un alto porcentaje de estudiantes no era así, sino que se contentaba con el título que le garantizaría el futuro, pero éstos resultaban menos visibles que la minoría de los políticamente activos.

La explosión de la demanda universitaria rebasó a las instituciones universitarias que no estaban preparadas ni física ni organizativa ni intelectualmente para esta afluencia. El resentimiento contra las autoridades universitarias se hizo fácilmente extensivo a todas las autoridades, y eso hizo en Occidente que los estudiantes se inclinaran hacia la izquierda. Este nuevo colectivo estudiantil se encontraba en una situación incómoda con respecto al resto de la sociedad. Su descontento no era menguado por la conciencia de estar viviendo en unos tiempos que habían mejorado asombrosamente, mucho mejor que el que sus padres pudieran llegar a vivir. Al contrario, creían que las cosas podían ser distintas y mejores, aunque no supieran exactamente cómo. La explosión de descontento estudiantil se produjo en el momento culminante de la gran expansión mundial. El empuje de su radicalismo movilizó a grupos acostumbrados a movilizarse por motivos económicos. El efecto más inmediato de la rebelión estudiantil europea fue una oleada de huelgas de obreros en demanda de salarios más altos y de mejores condiciones laborales. A diferencia de la población rural y universitaria, la clase trabajadora industrial no experimento ningún cataclismo demográfico hasta que en los ochenta entró en ostensible decadencia. Al final de los años dorados había más obreros en el mundo, en cifras absolutas, y una mayor proporción de trabajadores industriales dentro de la población mundial más alta que nunca. Las viejas industrias del siglo XIX y principios del XX entraron en decadencia (la minería del carbón, la industria siderúrgica, la industria textil –que se desplazó a otros países-). Las viejas zonas industriales se convirtieron en cinturones de herrumbe (rustbelts) e incluso países como Gran Bretaña se desindustrializaron en gran parte. Las nuevas industrias eran muy diferentes a las viejas. Las clásicas regiones industriales “posfordianas” no tenían grandes ciudades industriales, empresas dominantes, enormes fábricas. Eran mosaicos o redes de empresas que iban desde industrias caseras hasta modestas fábricas (de alta tecnología) dispersas por

el campo y la ciudad. No obstante, al final la clase obrera acabó siendo víctima de las nuevas tecnologías, especialmente los hombres no cualificados, fácilmente sustituibles por máquinas automáticas. Las crisis económicas de los ochenta generaron paro masivo por primera vez en cuarenta años en Europa. Entre 1973 y finales de los ochenta, el total de los empleados de la industria de los seis viejos países industrializados de Europa cayó en siete millones, casi la cuarta parte. No fue una crisis de clase, sino de conciencia. A finales del siglo XIX los obreros aprendieron a verse como una clase obrera única, y a considerar este hecho como el más importante de su condición de seres humanos dentro de la sociedad. Los unía la tremenda segregación social, su estilo de vida propio e incluso su ropa, así como la falta de oportunidades en comparación con los empleados administrativos y comerciales, a pesar de su igualdad en términos económicos. El elemento fundamental de sus vidas era la colectividad, el predominio del “nosotros” sobre el “yo”. La fuerza de los movimientos obreros era la convicción justificada de que la gente como ellos no podía mejorar sino mediante la actuación colectiva, a través de organizaciones. Sin embargo, durante la época dorada casi todos estos elementos quedaron tocados. El pleno empleo y una sociedad de consumo de masas transformó por completo la vida de la gente dela clase obrera de los países desarrollados. La prosperidad y la privatización de la existencia separaron lo que la pobreza y el colectivismo habían unido. Ahora la mayoría tenía al alcance una cierta opulencia y la distancia entre el dueño de un bocho y el de un mercedes era menor que entre el dueño de un coche y alguien que no lo tiene. Al final de los ochenta, durante la crisis económica, el neoliberalismo presionó las políticas de bienestar. La mano de obra cualificada se ajustó mejor a la era moderna de la producción de alta tecnología, a pesar de que otros obreros perdieron terreno. Los trabajadores cualificados se convirtieron en partidarios potenciales de la derecha política, y más aún debido a que las organizaciones socialistas y obreras tradicionales siguieron comprometidas con el bienestar social.

Además, las migraciones en masa provocaron la aparición de una diversificación étnica y racial de la clase obrera, con los consiguientes conflictos en su seno. Dejando a un lado el racismo, las migraciones en el XIX no dividían a la clase obrera, ya que cada grupo encontraba un hueco dentro de la economía, que acababa monopolizando. En la Europa occidental de la posguerra los nuevos inmigrantes ingresaron en el mismo mercado laboral que los nativos, y con los mismos derechos, excepto donde se les consideró trabajadores invitados temporales e inferiores. En ambos casos se produjeron tensiones. Un cambio importante que afectó a la clase obrera fue el papel de comenzaron a desempeñar las mujeres. La proporción de mujeres en la población activa aumentó. Tanto su crecimiento como su mantenimiento en los países desarrollados dependió de las circunstancias nacionales. Las mujeres entraron en la enseñanza superior, en 1960 no eran ni la mitad de la población estudiantil ni en Europa ni en los EE.UU. (los estados socialistas impulsaron en mayor grado la importación femenina al estudio). En 1980 la mitad o más de todos los estudiantes eran mujeres en EE.UU., Canadá y los países socialistas. La entrada masiva de mujeres casada en el mercado laboral y la expansión de la enseñanza superior son fundamentales para explicar los movimientos feministas de los sesenta. En todos los países que celebraban elecciones de algún tipo, las mujeres habían obtenido el sufragio en los sesenta o antes, excepto en algunos países islámicos y en Suiza. Estos cambios ni se lograron por presiones feministas ni repercutieron de manera inmediata en la situación de las mujeres. Sin embargo, a partir de los setenta hay un renacer del feminismo, las mujeres como grupo se convirtieron en una fuerza política destacada como nunca antes lo había sido. La nueva conciencia sexual provocó la rebelión de las mujeres tradicionalmente fieles de los países católicos contra las doctrinas más impopulares de la Iglesia. La entrada de las mujeres casadas en el mercado laboral suponía cambios en las relaciones entre ambos sexos, aunque no necesariamente fue así, como en la URSS, donde las mujeres casadas se habían encontrado con la doble carga de las responsabilidades familiares y las laborales, sin que hubiera

cambio alguno en las relaciones de ambos sexos ni en lo público ni en lo privado. La nueva importancia que adquirieron algunas mujeres en la política (Indira Gandhi, Corazón Aquino, Isabel Perón) no puede utilizarse como indicador directo de la situación del conjunto de las mujeres en los países afectados. De hecho, el contraste entre las gobernantes de países como India, Pakistán y Filipinas, y la situación de opresión de las mujeres en esa parte del mundo pone de relieve su carácter atípico. Antes de la segunda guerra mundial, el acceso de cualquier mujer a la jefatura de cualquier estado era considerado políticamente impensable. Al llegar a 1990 las mujeres eran o habían sido jefes de gobiernos en dieciséis estados. En el tercer mundo, la inmensa mayoría de las mujeres de clase humilde y escasa cultura permanecieron apartadas del ámbito público, aunque en algunos estados apareció un reducido sector de mujeres emancipadas y “avanzadas”. En el mundo socialista la situación era paradójica, la práctica totalidad de las mujeres eran asalariadas, el comunismo desde el punto de vista ideológico era defensor de la igualdad y la liberación femeninas. Pero con excepciones, las mujeres no destacaban en las primeras filas de la política de sus partidos. El sueño revolucionario de transformar las relaciones entre ambos sexos no tuvo gran éxito incluso en los lugares como la URSS en donde se intentó seriamente convertirlo en realidad. En los países atrasados y comunistas el intento se vio bloqueado por la no cooperación de poblaciones tradicionalistas, que seguían con sus prácticas discriminatorias a pesar de lo que dijera la ley. Sin embargo, las mujeres lograron en muchas partes la igualdad de derechos legales y políticos, accedieron a la enseñanza, a los mismos puestos de trabajo que los hombres, e incluso pudieron quitarse el velo para circular libremente en público. A pesar de los logros y fracasos del socialismo, éste no generó movimientos específicamente feministas. Es improbable que las cuestiones que preocupaban a los movimientos feministas occidentales hubieran encontrado resonancia en los estados comunistas. En los EE.UU. en 1981 las mujeres eliminaron totalmente a los hombres de las profesiones administrativas, eran

el 50% de los agentes de la propiedad inmobiliaria y casi el 40% de los cargos bancarios y financieros y una presencia sustancial en las profesiones intelectuales: 35% del profesorado universitario y una cuarta parte de los especialistas en ordenadores, además del 22% del personal en ciencias naturales. En cambio, el monopolio masculino siguió en las profesiones manuales, cualificadas o no: camioneros (2,7%), electricistas (1,6%) y mecánicos (0,6%) eran mujeres. La igualdad de trato y de oportunidades deban por sentado que no había diferencias significativas entre hombres y mujeres, pero para la mayor parte de las mujeres del mundo, sobre todo las pobres, era evidente que la inferioridad social de la mujer se debía en parte al hecho de no ser del mismo sexo que el hombre, y necesitaban que tuvieran en cuenta esta especificidad. La fase posterior del movimiento feminista aprendió a insistir en la diferencia existente entre ambos sexos, además de en las desigualdades. La desaparición de la mano de obra infantil provocó que las madres pobres fueran a trabajar después de 1945. Para las familias cuyos hijos asistían a la escuela para mejorar sus perspectivas de futuro, representó carga económica mayor. Pero las mujeres casadas de clase media con maridos con ingresos correspondientes a su nivel social, ir a trabajar rara vez representaba una aportación sustancial a los ingresos familiares, sino una forma de ejercer su derecho a ser una persona por sí misma, y no un apéndice del marido y el hogar, alguien a quien el mundo juzgase como individuo y no como miembro de una especie (madre y ama de casa). Las mujeres fueron un elemento crucial de la revolución cultural, ya que ésta encontró su eje central, así como su expresión, en los cambios experimentados por la familia y el hogar tradicionales, de los que las mujeres siempre habían sido el componente central.

XI: LA REVOLUCIÓN CULTURAL La mejor forma de acercarse a la revolución cultural es a través de las relaciones entre ambos sexos (la familia) y entre las distintas generaciones (el hogar). A pesar de las variaciones, la mayoría de la humanidad compartía una serie de características: existencia del matrimonio monogámicos, familias patriarcales, familias de varios miembros, superioridad de los padres sobre los hijos de y de los viejos sobre los más jóvenes. En la segunda mitad del siglo XX esta distribución básica empezó a cambiar de manera desigual, por lo menos en los países desarrollados. En Inglaterra y Gales en 1938 por cada 58 bodas había un divorcio, a mediados de los ochenta había uno por cada 2,2. De hecho, el los países con moral más estricta (Francia y Bélgica) los divorcios se triplicaron entre 1970 y 1985. Algo le estaba ocurriendo al matrimonio en Occidente. La cantidad de gente que vivía sola también empezó a crecer. En muchas de las grandes ciudades, constituían más de la mitad de los hogares, en cambio, la familia nuclear occidental, se encontraba en franca retirada: en los EE.UU. cayó del 44% al 29% del total de los hogares entre 1960-1980; en Suecia a mediados de los ochenta la mitad de los niños nacidos eran hijos de madres solteras. Los años sesenta y setenta fueron una época de gran liberalización tanto para los heterosexuales como para los homosexuales y demás disidentes en cultura sexual. En Gran Bretaña las prácticas homosexuales se legalizaron en los sesenta, en Italia el divorcio se legalizó en 1970, los anticonceptivos y la información sobre control natal se legalizaron en 1971 y el aborto en 1978. No obstante, la ley reconoció más que creó el nuevo clima de relajación sexual. Pasaron a ser permitidas cosas que hasta entonces habían estado prohibidas, no sólo por la ley o la religión, sino por la moral y las convenciones sociales. Estas tendencias no afectaron por igual a todo el mundo. Mientras el divorcio aumentó en los países donde era permitido, el

matrimonio se volvió mucho menos estable en otros; el divorcio era menos corriente en América Latina, España e Italia. Por otra parte, el auge de la cultura juvenil indicaba un profundo cambio en la relación existente entre las distintas generaciones. Los jóvenes se convirtieron en un grupo social independiente. La radicalización política de los sesenta de automarginados culturales de varios tipos, perteneció a los jóvenes y fue liderada por miembros de su mismo grupo. La nueva autonomía de la juventud como estrato social independiente quedó simbolizada por el héroe cuya vida y juventud acaban al mismo tiempo; la manifestación característica fue la música rock (Holly, Joplin, B. Jones, Marley, Hendrix) fueron víctimas de un estilo de vida ideado para morir pronto. Los ambientes burgueses esperaban que sus muchachos pasasen una época turbulenta antes de sentar cabeza. Sin embargo, la nueva cultura juvenil tenía una triple vertiente: 1) La juventud pasó a verse no como una fase preparatoria para la vida adulta, sino como la fase culminante del pleno desarrollo humano. El que esto no correspondiese con la realidad social en la que el poder, la influencia, la riqueza y el éxito aumentaba con la edad, era una prueba más del modo insatisfactorio en que estaba organizado el mundo. A partir de los sesenta hubo una tendencia a bajar la edad de voto a los 18 años, y disminuyó la edad de consentimiento para las relaciones sexuales. 2) La cultura juvenil se convirtió en dominante de las economías desarrolladas del mercado. La velocidad del cambio tecnológico daba a la juventud una ventaja sobre las edades más conservadoras o no tan adaptables. Lo que los hijos podían aprender de sus padres resultaba menos evidente que lo que los padres no sabían y los hijos sí. El papel de las generaciones se invirtió. 3) Una peculiaridad de la cultura juvenil fue su internacionalización. Los tejanos y el rock se convirtieron en las marcas de la juventud moderna, de las minorías destinadas a convertirse en mayorías en muchos países. En este aspecto la hegemonía cultura de los EE.UU. fue muy grande en los estilos de vida populares. En el periodo de entreguerras su vector

principal fue el cine, la única industria con distribución masiva planetaria, con el auge de la televisión y el fin de los estudios Hollywood, su moda juvenil se distribuyó a través de discos y luego cintas, difundidas por medio de la radio. Lo hizo también a través de la distribución mundial de imágenes, por medio de los contactos del turismo juvenil y de las universidades. Había nacido una cultura juvenil global. Fue el descubrimiento de este mercado juvenil a mediados de los cincuenta lo que revolucionó el negocio de la música pop y el sector de la industria de la moda dedicado al consumo de masas. En Gran Bretaña primero estuvo dirigido a las muchachas (blusas, faldas, cosméticos, discos), relativamente bien pagadas en tiendas y oficinas urbanas, con mayor poder adquisitivo de los varones. Esto facilitó a los jóvenes el descubrimiento de señas materiales o culturales de identidad. Sin embargo, lo que definió los contornos de identidad fue el abismo histórico que separaba a las generaciones nacidas antes de 1925 y las nacidas después de 1950. Los jóvenes vivían en sociedades divorciadas de su pasado. La edad de oro ensanchó este abismo, no era posible que jóvenes que crecieron en una época de pleno empleo entendiesen la experiencia de los años treinta. El drástico declive del campesinado produjo brechas similares entre las generaciones rurales y exrurales, manuales y mecanizadas. La mayoría de la población mundial era más joven que nunca, por fuertes que fueran sus lazos de familia, no podía dejar de haber un abismo entre su concepción de la vida, sus experiencias y sus expectativas y las de las generaciones mayores. La cultura juvenil fue la matriz de la revolución cultural en el comportamiento y las costumbres, en el modo de disponer del ocio y en las artes comerciales. La mayoría de los espectáculos populares y comerciales de entreguerras seguían bajo la hegemonía de la clase media. Al igual que la edad de oro de Hollywood, la edad de oro de Broadway se basaba en la simbiosis de lo plebeyo y lo respetable, pero no era populista. En los cincuenta se empezaron a aceptar como modelos la música, la ropa e incluso el lenguaje de la clase baja urbana. Anteriormente los jóvenes elegantes de clase trabajadora habían adoptado los estilos de la moda de los niveles sociales más altos,

ahora el mercado de la moda joven plebeya se independizó, y empezó a marcar la pauta del mercado patricio. Este giro populista de los gustos de clase media y alta en Occidente, puede tener algo que ver con el fervor revolucionario que en política e ideología mostraron los estudiantes unos años más tarde. El estilo populista era una forma de rechazar los valores de la generación de los padres, un lenguaje con el que los jóvenes tanteaban nuevas formas de relacionarse con el mundo para el que las normas y los valores de sus mayores parecía que ya no eran válidos. El carácter iconoclasta de la nueva cultura juvenil afloró con su plasmación intelectual. La consigna de mayo del 68: “Tomos mis deseos por realidades, porque creo en la realidad de mis deseos” mostraba que las consignas del movimientos no eran políticas en el sentido tradicional, el subjetivismo era su esencia. En boca de algunos sólo quería decir: “todo lo que me preocupe, lo llamaré político”. La liberación personal y la liberación social iban de la mano, las formas más evidentes de romper las ataduras del poder, las leyes y las normas del estado, de los padres y de los vecinos eran el sexo y las drogas. Los gustos sexuales contra los usos establecidos eran fáciles de realizar en los casos en que se dio una tolerancia oficial o extraoficial. Las drogas, en cambio (menos el alcohol y el tabaco) no se beneficiaron de mayor permisividad legal y se confinaron a las subculturas de la alta y la baja sociedad, además de los marginados. La ampliación de los límites de comportamiento aumentó la experimentación y la frecuencia de conductas consideradas inaceptables o pervertidas, como la aparición pública de una subcultura homosexual practicada abiertamente en los EE.UU. Quienes se revelaban contra las convenciones partían de la misma premisa en que se basaba la sociedad de consumo: se daba por sentado que el mundo estaba compuesto por varios miles de millones de seres humanos, definidos por el hecho de ir en pos de la satisfacción de sus propios deseos, antes mal vistos y ahora permitidos, no porque se hubieran convertido en moralmente aceptables, sino porque los compartían un gran número de egos.

La revolución cultural de fines del siglo XX debe entenderse como el triunfo del individuo sobre la sociedad, como la ruptura de los hijos que habían imbricado a los individuos en el tejido social. En la mayor parte del mundo los antiguos tejidos sociales estaban en situación delicada, pero aún no en plena desintegración, lo cual era una suerte para la mayor parte de la humanidad, sobre todo para los pobres, ya que las redes de parentesco, comunidad y vecindad eran básicas para la supervivencia económica y para tener éxito en un mundo cambiante. La familia tradicional y las iglesias tradicionales de Occidente fueron las instituciones a las que más afectó el nuevo individualismo moral. La demanda por parte de las mujeres de más medios de control natal, incluidos el aborto y el divorcio, abrió la brecha más onda entre ellas y la iglesia. Las vocaciones sacerdotales y demás formas de vida religiosa cayeron en picado, al igual que la disposición del celibato, real u oficial. La autoridad moral y material de la iglesia sobre los fieles desapareció la distancia entre sus normas de vida y moral y la realidad del comportamiento humano a finales del siglo XX. La familia, como mecanismo de cooperación social, había sido básica para el mantenimiento de la economía rural como de la primitiva economía industrial. El comercio, la banca y las finanzas internacionales, los habían manejado con mucho éxito grupos empresariales relacionados por nexos de parentesco (judíos, cuáqueros, hugonotes). Eran estos vínculos y esta solidaridad la que se estaba erosionando, al igual que los sistemas morales que los sustentaban. Al no ser aceptadas ya las prácticas que unían a unos individuos con otros y garantizaba la cooperación y la reproducción social, la mayor parte de su capacidad de estructuración de la visa social humana se desvaneció, y se redujeron a simples expresiones de preferencias individuales. La oleada de prosperidad extendida por el mundo desarrollado, reforzada por sistemas de seguridad social, parecían haber eliminado los escombros de la desintegración social. Si bien ser progenitor único era una garantía de pobreza, en los modernos estados del bienestar, también garantizaba un mínimo de ingresos y un techo. Parecía natural ocuparse de situaciones

que antes habían sido del orden familiar (guarderías y jardines infantiles públicos). En el aspecto material, lo que los organismos públicos podían proporcionar era muy superior a lo que la mayoría de las familias podían dar de sí, bien por ser pobres o por otras causas. Las comunidades cedieron el puesto a individuos unidos en sociedades anónimas. Las ventajas de vivir en un mundo donde la comunidad y la familia estaban en decadencia eran innegables, pero las consecuencias de su desintegración iban a ser duras. En la era de la ideología neoliberal, ya en los ochentas, apareció el término de los subclase, gente que subsistía gracias a la vivienda pública y a los programas de bienestar social, completando ocasionalmente sus ingresos con la economía del crimen, es decir, de las áreas sin controles fiscales. En las viviendas de asistencia pública que habitaban los subclase tampoco había comunidades, y bien poca asistencia mutua familiar, tampoco el espíritu de vecindad, reducido por la delincuencia. En las zonas en que todavía sobrevivían en cierta medida las comunidades y con ellas el orden social, la pobreza era desoladora. Pero la mayoría carecía de la inseguridad propia de la vida urbana en las sociedades desarrolladas, cuyos antiguos modelos de comportamiento habían sido desmantelados y sustituidos por un vacío de incertidumbre. El hundimiento de las tradiciones y los valores generó la aparición de “políticas de identidad”, grupos de tipo étnico/nacional o religioso, y de movimientos nostálgicos extremistas que deseaban recuperar el pasado hipotético sin problemas de orden y de seguridad. En los ochenta, bajo la bandera de la soberanía del mercado puro, se hizo patente que esta ruptura ponía en peligro la triunfante economía capitalista, que pesa a cimentarse en las operaciones del mercado, se basaba también en una serie de tendencias que no estaban relacionadas con el afán de beneficio personal (hábito de trabajo, ahorro, confianza mutua, lealtad). El capitalismo podía funcionar en su ausencia, pero se convertía en algo extraño y problemático, incluso para los propios hombres de negocios. La civilización del siglo XIX se basaba en un sistema industrial que implicaba que el género humano se encontraba bajo el

dominio de una propensión particular al cambio o trueque de una cosa por otra, en todas sus actividades. Sin embargo, esta propensión no es intrínseca, el capitalismo había triunfado porque no era sólo capitalista. La maximización y la acumulación de beneficios eran condiciones necesarias para su éxito, pero no suficientes. Fue la revolución cultural del último tercio del siglo lo que comenzó a erosionar el patrimonio histórico del capitalismo y a demostrar las dificultades de operar sin este patrimonio. El neoliberalismo de finales de setenta y ochenta triunfó en el momento mismo en que dejó de ser tan plausible como había parecido antes.

XII: EL TERCER MUNDO La descolonización y las revoluciones transformaron el mapa político mundial. En África y América emergieron numerosos estados independientes. Pero lo importante no es su número sino el peso y presión demográficos que representaban en su conjunto. De menos del 20% de la población mundial en 1750, los europeos eran un tercio de la humanidad en 1900. A finales de los ochenta, el mundo desarrollado (países de la OCDE) no representaba más que el 15% de la humanidad. La explosión demográfica en los países pobres despertó preocupación mundial a finales de la edad de oro, y fue el cambio fundamental del siglo XX. La explosión fue tan grande porque los índices de natalidad de esos países solían ser más altos que los del mismo periodo histórico en los países desarrollados, y porque los altos índices de mortandad cayeron en picado a partir de los cincuenta, debido a las innovaciones médicas y farmacológicas de los cuarenta. La historia de los países desarrollados indicaba que el tercer mundo también pasaría por “la transición demográfica”, al estabilizarse su población gracias a una natalidad y mortandad bajas. Si bien se produjo en algunos países, la mayoría de los países pobres no hicieron progresos en ese sentido (salvo en el bloque exsoviético), de ahí su continua miseria. Sin embargo, al principio el aumento de la población no fue su principal preocupación, sino la forma política que debían adoptar, emulando los sistemas políticos de sus amos imperiales o de sus conquistadores. El mundo se llenó en teoría de “repúblicas parlamentarias” con elecciones libres y de “repúblicas democráticas populares” de partido único. En la práctica, la mayoría de ellos carecía de las condiciones materiales y políticas necesarias para hacer viables estos sistemas. El predominio de regímenes militares unía a los estados del tercer mundo, más allá de sus modalidades políticas. Dejando a los comunistas del tercer mundo (Corea del Norte, China, Indochina y Cuba) y a México, muy pocas repúblicas no conocieron etapas de regímenes militares desde 1945. En cambio,

las ambiciones militares en países estables y adecuadamente gobernados les llevaba a obedecer y mantenerse al margen de la política, o a actuar en ella intrigando entre bastidores. La mayoría de los países del tercer mundo carecían de legitimidad y tenían sistemas políticas que creaban caos más que estabilidad, de ahí que las fuerzas armadas fueran con frecuencia el único organismo capaz de actuar en política. Con la guerra fría, los militares de muchos países recibieron apoyo de la superpotencia correspondiente. En los países comunistas a los militares se les mantenía bajo control gracias a la presunción de supremacía civil a través del partido. Entre los aliados occidentales, la perspectiva de una intervención militar se limitó por la ausencia de inestabilidad política o por la eficacia de los mecanismos de control. La situación era más favorable para una intervención en el tercer mundo, con estados de reciente creación, débiles, algunos diminutos, y donde la inexperiencia o incompetencia gubernamental producía caos y corrupción. El peligro de caer en manos de los comunistas impulsaba a los EE.UU. a apoyar a estos países. La política de los militares solía llenar el vacío que dejaba la ausencia de política o de servicios ordinarios, ésta fue adueñándose de los países del tercer mundo porque la práctica totalidad de las colonias y territorios dependientes del mundo estaban comprometidos en políticas que requerían un estado estable, eficaz y con buen funcionamiento. Muchos estados decidieron acabar con su atraso agrícola mediante una industrialización sistemática basándose en la intervención y el predominio del estado. Los gobiernos siguiendo el ejemplo de México en 1938, comenzaron a nacionalizar y a gestionar el petróleo como empresas estatales. La OPEP acabó teniendo al mundo como rehén en los setenta porque la propiedad del petróleo mundial había pasado de a las compañías petrolíferas a un número limitado de países productores. Tuvieron menos éxito los nuevos países que subestimaron las limitaciones de su atraso: falta de técnicos, administradores y cuadros económicos cualificados y con experiencia, como los nuevos estados del África subsahariana, aunque su funesto

balance no debe inducir a subestimar los logros de otros países que eligieron el desarrollo económico bajo la tutela del estado. A pesar de que estas políticas generaban burocracia, corrupción y despilfarro, países como Brasil y México tenían un índice de crecimiento anual del 7% durante décadas, pasaron a ser economías industriales modernas. Ambos países tenían una población enorme capaz de constituir un importante mercado interior, de modo que tuvo sentido sustituir las importaciones por la industrialización. La actividad y el gasto público mantenía alta la demanda interna. La planificación y la iniciativa estatal era lo que se llevaba en todo el mundo en los cincuenta y sesenta. El desarrollo, dirigido o no por el estado, era de interés para la mayoría de los habitantes del tercer mundo que vivían del cultivo de sus propios alimentos. Sólo en el hemisferio occidental y las tierras áridas del mundo islámico el campo se estaba volcando sobre las grandes ciudades, convirtiendo sociedades rurales en urbanas en dos decenios. En buena parte del África negra, la gente no necesitaba a sus estados, pues podían refugiarse en la autosuficiencia de la vida rural, a muchos esto les pareció la mejor opción y no mezclarse con los que pregonaban el desarrollo económico como fuente de prosperidad y riquezas. Ni siquiera esto los mantuvo al margen de la revolución económica global, sino que tendió a dividir a la población entre los que actuaban en oficinas y despachos y los demás. En el tercer mundo la distinción era la costa o el interior. En ambos territorios la mayoría de la población era analfabeta, toda persona que deseara acceder dentro del gobierno tenía que saber leer y escribir no sólo en lengua común de la región sino una de las lenguas internacionales. Latinoamérica era la excepción, pues la lengua oficial escrita (español y portugués) coincidía con la lengua que hablaba la mayoría. Tener estudios era tener un empleo como funcionario y con suerte, hacer carrera, lo que permitía obtener sobornos y comisiones y dar trabajo a parientes y amigos. En América Latina el deseo de aprehender era casi universal. Esto explica la enorme migración del campo a la ciudad que despobló el agro en América del Sur a partir de los años cincuenta. En la ciudad se podía llegar

a ser algo. Ya en los sesenta se empezó a ver a la modernidad como algo más prometedor que amenazador. Entre 1945 y 1950 en casi la mitad del planeta se llevó a cabo alguna clase de reforma agraria. Para los modernizadores, los argumentos a favor de la reforma eran políticos y a veces económicos, aunque no era mucho lo que se esperaba obtener con el simple reparto de tierras a campesinos tradicionales. La reforma agracia, sin embargo, demostró que el cultivo de la tierra por los campesinos podía ser tan eficiente como la agricultura latifundista tradicional y las plantaciones imperialistas. El argumento económico más poderoso a favor de la reforma agraria no se basaba en la productividad, sino en la igualdad, la desigualdad social de América Latina guarda relación con la ausencia de reforma agraria en tantos de sus países. La reforma agraria fue bien acogida por el campesinado del tercer mundo, pero lo que los modernizadores vieron en esa reforma no era lo que representaba para los campesinos, a quines no les interesaban los problemas macroeconómicos, sino las exigencias concretas. A los campesinos no les interesaba el mantenimiento de las viejas empresas como unidades de producción, ni las prácticas agrícolas innovadoras, sino la asistencia mutua tradicional en el seno de comunidades que no eran igualitarias. Los estados poscoloniales que surgieron después de la segunda guerra mundial, y la mayor parte de América Latina, se vieron agrupados con el nombre de el tercer mundo, para distinguirlos del primero de los países desarrollados y del segundo de los comunistas. Todos eran sociedades pobres en comparación con el mundo desarrollado, todos querían desarrollo y ninguno creía que el mercado mundial del capitalismo se lo iba a proporcionar. Durante la guerra fría evitaron adherirse a cualquiera de los dos sistemas de alianzas, pues aunque la confrontación de las superpotencias dominase y estabilizase las relaciones internacionales a nivel mundial, no las controlaba por completo. En el Próximo Oriente y el norte del subcontinente indio los conflictos no tenían en principio relación con la guerra fría. De ahí que en occidente se sepa poco de las guerras entre la India y

China (1962), y las guerras indo-pakistaníes de 1965 y 1971, conflictos regionales que no estaban necesariamente relacionados con la guerra fría. El primer elemento de disrupción fue Israel, donde los colonos crearon un estado judío mayor de lo dispuesto por los ingleses, expulsando a 700 mil palestinos no judíos, y mantuvieron una guerra por década con ese fin. El hundimiento de la URSS apartó al Próximo Oriente de la primera línea de la guerra fría, pero la situación siguió siendo explosiva, debido a los conflictos del Mediterráneo oriental, el golfo pérsico y la región fronteriza entre Turquía, Irán, Irak y Siria. La rivalidad entre las dos potencias del golfo pérsico: Irán e Irak, por la obtención de mejores posiciones en sus costas, provocó la guerra de ocho años (1980-1988) y más tarde, al término de la guerra fría, la guerra entre los EE.UU. y sus aliados contra Irak en 1991. América Latina se mantuvo alejada de los conflictos globales y regionales hasta después de la revolución cubana, porque cultural y lingüísticamente, su población era occidental, pues la gran masa de sus pobres habitantes eran católicos y hablaban o entendían alguna lengua de la cultura europea. Por otra parte, estos países cayeron bajo el dominio neocolonial de los EE.UU. La Organización de Estados Americanos (OEA) fundada en 1948 con cede en Washington, no acostumbraba a discrepar con Estados Unidos: cuando cuba hizo la revolución, fue expulsada. En los sesenta se hizo evidente que no se podía encuadrar a los países pobres bajo el término del tercer mundo. Lo que los dividió fue básicamente el desarrollo económico. El triunfo de la OPEP en 1973 generó un grupo de estado del tercer mundo, en su mayoría atrasados, que se convirtieron en supermillonarios a escala mundial. Muchos estados independientes se enriquecieron con la exportación de una sola materia prima, aunque invariablemente desperdiciaron esas ganancias. Parte del tercer mundo se estaba industrializando rápidamente, hasta unirse al primer mundo, aunque continuase siendo mucho más pobre. En los setenta se dio el traslado masivo de industrias productivas del mercado mundial desde los países desarrollados a otras partes del mundo. El fenómeno se reforzó por los esfuerzos de los gobiernos del tercer mundo por

industrializarse conquistando mercados para la exportación. La globalización arrancó con lentitud en los setenta y experimento una gran aceleración en las décadas de crisis posteriores a 1973. Las estadísticas internacionales etiquetaron a una serie de países cuya pobreza y atraso eran cada vez mayores, distinguiendo a 3 mil millones de seres humanos con un ingreso per cápita de 330 dólares, de los 500 mil millones de habitantes pobres más afortunados con ingresos tres veces mayores. La mayoría de estos países se encontraba en África. Con el aumento de la división entre los pobres, la globalización económica produjo movimientos de personas que cruzaban las líneas entre regiones y clasificaciones. Turistas de países ricos invadieron el tercer mundo como jamás lo habían hecho. De los países pobres un enorme torrente de mano de obra emigró a los países ricos, siempre que no los frenasen las barreras políticas. El gran salto delante de la economía y su globalización no sólo provocó la disrupción del concepto de tercer mundo, sino que situó a la práctica totalidad de sus habitantes en el mundo moderno. Muchos de los movimientos fundamentalistas y tradicionalistas que ganaron terreno en el tercer mundo, sobre todo musulmanes, eran rebeliones contra la modernidad. La gran ciudad se convirtió en el crisol del cambio, pues era moderna por definición. En la ciudad era demasiado lo que había de nuevo y sin precedentes, eran demasiados los hábitos propios de la ciudad que entraban en conflictos con los tradicionales. Por otra parte, la idea de modernidad pasó de la ciudad al campo a través de la revolución verde del cultivo de variedades de cereales que se difundió a partir de los setenta con el desarrollo de nuevos cultivos para la exportación para los mercados mundiales, gracias al transporte por vía aérea de productos perecederos y al consumo de cocaína. El campo estaba siendo transformado por la civilización urbana y sus industrias, pues su economía dependía a menudo de las remesas de los emigrantes. El cambio principal en la sociedad del tercer mundo fue la que llevó a cabo la clase media y media baja de inmigrantes, que se dedicaba a ganar dinero mediante una o varias actividades distintas y cuya principal forma de vida era la economía informal que quedaba fuera de las estadísticas oficiales.

En el último tercio del siglo la distancia entre las minorías gobernantes modernizadoras del tercer mundo y la masa de la población empezó a colmarse. Algo se movía en las ciudades del tercer mundo por debajo de la conciencia de las elites. Esto resultó menos visible en las regiones soviéticas, pues no suele reconocerse que la revolución comunista fue un mecanismo de conservación que si bien transformó una serie de aspectos de la vida de la gente, congeló otros y los protegió contra los cambios subversivos y continuos de las sociedades capitalistas. Incluso en sociedades muy tradicionales, los sistemas de obligaciones mutuas y de costumbres sufrieron tensiones cada vez mayores. Con la irrupción de los jóvenes y los habitantes de la ciudad en el mundo moderno, se desafiaba el monopolio de las elites occidentalizadas que configuraban los programas, ideologías y el propio vocabulario y la sintaxis del discurso público sobre los que se asentaban los nuevos estados. Los pueblos trasformados por los movimientos migratorios, divididos por las diferencias entre ricos y pobres, hostigados por la desigualdad social basada en la educación y por la desaparición de los indicadores materiales y lingüísticos de casta y nivel que separaban a la gente, vivían en un estado de ansiedad permanente acerca de su comunidad. La política del mundo se volvió cambiante e inflamante. En muchos países del tercer mundo la política nacional jamás había existido o no la habían dejado funcionar. Donde había tradición de política con un cierto apoyo en las masas podía mantenerse un cierto grado de continuidad. El rápido crecimiento de la industria tendía a generar una subclase profesional amplia y cultivada que pese a no ser subversiva en absoluto, habría acogido con gusto la liberalización de los regímenes autoritarios industrializadores. Estas ansias de liberalización podían encontrarse en los ochenta, en contextos y con resultados diferentes, en América Latina y en los NIC del Extremo Oriente (Corea del Sur y Taiwán) además de en el seno del bloque soviético. No cabía duda de que el mundo era inestable, impredecible e inflamable.

XIII: EL SOCIALISMO REAL A principios de los veinte, la mayor parte de lo que hasta 1914 había sido el imperio ortodoxo ruso de los zares se mantuvo intacto como imperio, pero bajo la autoridad de los bolcheviques y consagrado a la construcción del socialismo en el mundo. El ruso fue un solo estado más pobre y atrasado que la Rusia zarista, pero de enormes dimensiones dedicado a crear una sociedad diferente y opuesta al capitalismo. Su zona de influencia se amplio en 1945, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Rumania, Bulgaria y Albania pararon a la zona socialista, así como la RDA, China (1949, la Indochina francesa (1945-1975) y Cuba (1959). Esta era la parte del mundo cuyos sistemas sociales se llamaron “socialismo real” para enfatizar que de entre las distintas formas de socialismo, éste era el único que funcionaba. Este bloque durante la mayor parte de su existencia formó un universo autónomo y en gran medida autosuficiente política y económicamente. Sólo un 4% de las exportaciones capitalistas iban a parar a las “economías planificadas”. En las economías socialistas dos tercios de su comercio internacional se realizaba dentro de su propia zona. La emigración y los desplazamientos temporales a países no socialista estaban vigilados, y a veces eran imposibles. Estos países se basaban en un partido único fuertemente jerarquizado y autoritario que monopolizaba el poder estatal y que gestionaba una economía de planificación centralizada e imponía un credo marxista-leninista único a los habitantes del país. Después de la revolución de octubre la Rusia soviética veía en el capitalismo al enemigo que había que derrocar lo antes posible mediante la revolución universal. Pero la revolución no se produjo y la Rusia de los soviets quedó aislada, rodeada por el mundo capitalista. Así, la joven Rusia se vio obligada a mantener un desarrollo autárquico, aislada del resto de la economía mundial. La guerra fría congeló tanto las relaciones políticas como las económicas entre ambos bandos. El comercio entre los bloques estaba en función de las relaciones políticas. No fue hasta los

setenta y ochenta cuando aparecieron indicios de que el universo autónomo del campo socialista se estaba integrando a la economía mundial. Los fundadores del marxismo creían que la función de una revolución en Rusia sería tan sólo la de precipitar el estallido revolucionario en los países industrializados más avanzados, donde se daban las condiciones previas para la construcción del socialismo. Entre 1917-1918 parecía que eso era lo que iba a ocurrir, para Lenin, Moscú era la sede temporal del socialismo hasta que pudiera trasladarse a Berlín. Cuando se hizo evidente que sólo en Rusia había triunfado la revolución proletaria, la única política lógica que les quedó a los bolcheviques fue la de transformar su economía y sociedad de atrasada en moderna lo antes posible. El comunismo soviético se convirtió en un programa para transformar países atrasados en avanzados. La fórmula soviética de desarrollo económico era una planificación estatal centralizada para construir rápidamente industrias básicas e infraestructuras esenciales para una sociedad industrial moderna. Los países que se unieron al bloque socialista tenían economías primitivas y agrícolas, por lo que la fórmula soviética les parecía adecuada. En el periodo de entreguerras, el ritmo de crecimiento de la URSS superó al de los demás países, menos Japón, y después de la segunda guerra mundial las economías socialistas crecieron más deprisa que las Occidentales. La economía planificada comenzó con la guerra civil, que condujo a la nacionalización de todas las industrias a mediados de 1918 y al comunismo de guerra mediante el cual es el estado bolchevique organizó su lucha de vida o muerte frente a la contrarrevolución y a la invasión extranjera. Todas las economías de guerra, hasta en los países capitalistas, conllevan la planificación y la dirección de la economía por el estado. Tras el triunfo soviético en 1918-1920 era evidente que el comunismo de guerra no podía continuar, pues los campesinos se sublevarían contra la confiscación militar de su grano y los obreros contra sus sufrimientos, además, el comunismo de guerra no resolvería el atraso de la economía que había quedado destruida.

Lenin introdujo la Nueva Política Económica en 1921, lo que significaba el restablecimiento del mercado y suponía una retirada del comunismo de guerra al capitalismo de estado. La necesidad de proceder a una industrialización masiva mediante la planificación estatal se convirtió en una prioridad para el gobierno soviético. Aunque la NEP desmanteló el comunismo de guerra, el control y la coacción del estado siguió siendo el único modelo conocido de una economía en que propiedad y gestión había sido socializados. En los veinte la NEP se veía como una derrota del comunismo o una desviación del socialismo. Los radicales como Trotsky, querían romper con la NEP y hacer la campaña de industrialización acelerada. Los moderados como Bujarin eran conscientes de las limitaciones del gobierno bolchevique y eran partidarios de una transformación gradual. Cuando la revolución fracasó en Alemania, la justificación del gobierno socialista en Rusia desapareció, tras la guerra civil, se encontraba en ruinas y mucho más atrasada que en la época de los zares. La NEP fue una breve edad de oro para la Rusia rural. No obstante, por encima de esta masa rural estaba el Partido Bolchevique, que ya no representaba a nadie. Lo que gobernaba era una plétora de burócratas. La NEP tuvo éxito en restaurar la economía rusa, en 1926 la producción industrial se había recuperado a los niveles de antes de la guerra, sin embargo, la población seguía siendo rural, 82%, y sólo un 7,5% trabajaba fuera del sector agrícola. Hasta que hubiese un desarrollo industrial mucho mayor, era muy poco lo que los campesinos podían comprar en las ciudades y que podía motivarlos a vender sus excedentes antes de comérselos y bebérselos en sus pueblos. Este hecho (crisis de las tijeras) acabó estrangulando a la NEP. El crecimiento económico equilibrado basado en una economía agrícola de mercado dirigida desde arriba por el estado no parecía ser una estrategia duradera. Lo que hacía dudar a los bolcheviques era el alto costo de una industrialización forzosa impuesta por el poder desde arriba. Fue Stalin quien dirigió la edad de hierro de la URSS. Cualquier política de modernización acelerada de la URSS habría resultado despiadada, porque había que imponerla en contra de la

mayoría de la población, a la que se condenaba a grandes sacrificios, impuestos por la coacción. La NEP fue sustituida en 1928 por la economía planificada de los planes quinquenales. Su tarea esencial era la de crear nuevas industrias más que gestionarlas, dando máxima prioridad a las industrias pesada básicas y a la producción de energía, que eran la base de todas las grandes economías industriales: carbón, hierro y acero, electricidad y petróleo. Los objetivos de producción se fijaron sin tener en cuenta el coste, ni la relación coste-eficacia, ya que el criterio es si se cumplen y cuando. Los objetivos, una vez fijados, tenían que emprenderlos y cumplirlos. El inconveniente de este proceder era la enorme burocratización del aparato económico así como del conjunto del sistema. Para un país atrasado y primitivo, carente de toda asistencia exterior, la industrialización dirigida, pese a su despilfarro e ineficacia, funcionó. Convirtió a la URSS en una economía industrial en pocos años, capaz de sobrevivir y ganar la guerra contra Alemania. Si el sistema mantenía el nivel de consumo de la población bajo mínimos les garantizaba un mínimo social, les daba trabajo, comida, ropa y vivienda, pensiones, atención sanitaria y cierto igualitarismo y educación. La transformación de un país analfabeto en la moderna URSS fue un gran logro. Sin embargo, este éxito no se hizo extensivo a la agricultura y a quienes vivían de ella, ya que la industrialización se hizo a costa de la explotación del campesinado. La política agrícola que sustituyó a la NEP, la colectivización forzosa de la tierra en cooperativas o granjas estatales, fue un desastre. La producción de los cereales bajo y la cabaña ganadera se redujo a la mitad, lo que provocó una hambruna en 1932-1933. La URSS cambió una agricultura campesina ineficiente por una agricultura colectivista ineficiente a un precio enorme. Por otra parte, la centralización estatal produjo una enorme burocratización. A finales de los treinta, creció dos veces y media por encima del ritmo medio de creación de empleo. Poco antes de la guerra había más de un administrador por cada dos trabajadores manuales.

Otro inconveniente del sistema fue su inflexibilidad. Estaba concebido para genera un aumento constante de la producción de bienes cuya naturaleza y calidad habían sido predeterminada, pero no estaba dotado del mecanismo externo ara variar la cantidad ni la calidad, ni para innovar. El sistema no sabía que hacer con los inventos, y no los utilizaba en la economía civil. Los consumidores no contaba ni con un mercado, que habría indicado sus preferencias, ni con un trato de favor en el sistema económico ni en el político. El sistema soviético estaba pensado para industrializar un país atrasado y subdesarrollado lo más rápidamente posible, dando por sentado que la población se conformaría con un nivel de vida que garantizaba unos mínimos sociales y que se hallaba algo por encima del de subsistencia. En 1986 la URSS con menos del 6% de la población mundial, generaba el 14% de las rentas nacionales del mundo y el 14,6% de la producción industrial. Sin embargo, su dinamismo contenía el mecanismo de su propio agotamiento. Y este era el sistema que a partir de 1944 se convirtió en el modelo de las economías en que vivía un tercio del población mundial. Los movimientos populares europeos de izquierda tenían dos influencias: la democracia electiva (con la que la URSS rompió) y la ejecución de acciones revolucionarias de forma centralizada – herencia jacobina- (que la URSS llevó más allá). Del mismo modo en que la economía soviética era una economía dirigida, la política soviética era también dirigida. El modelo leninista de partido de vanguardia, una organización disciplinada y eficiente de revolucionarios profesionales, era potencialmente autoritario. Este peligro se hizo más inmediato después de la revolución, al pasar los bolcheviques de ser un grupo de uno miles de activistas a un partido de masa de cientos de miles y después de millones de profesionales, activistas y supervisores. Los bolcheviques ganaron la guerra civil como una dictadura monopartidista apuntalada por un poderoso sistema de seguridad, que empleaba métodos terroristas contra los contrarrevolucionarios. La decisión de emprender la revolución industrial desde arriba obligó a l sistema a imponer su autoridad, de forma más despiadada que en los años de la guerra civil,

porque su maquinaria para el ejercicio continuo del poder era ahora mucho mayor. Bajo la dirección de Stalin, se convirtió en una autocracia que intentaba imponer su dominio sobre todos los aspectos de la vida y el pensamiento de los ciudadanos, subordinando toda su existencia al logro de los objetivos del sistema, definidos y especificados por la autoridad suprema. El socialismo marxista se convirtió en un movimiento de masas, con tendencia a admirar a sus dirigentes. La construcción del mausoleo de Lenin no derivaba de la tradición revolucionaria rusa, sino que era una tentativa de utilizar la atracción de los santos cristianos sobre un campesinado primitivo en provecho del régimen soviético. La ortodoxia y la intolerancia habían sido implantados no como valores en sí mismas, sino por razones prácticas. En un partido organizado sobre una baje jerárquica centralizada, la dictadura es algo probable. No obstante, ello ni implica la dictadura personal. Fue Stalin quien convirtió los sistemas políticos comunistas en monarquías no hereditarias. Stalin gobernó su partido, al igual que todo lo que estaba al alcance de su poder personal, por medio del terror y del miedo. Demostró además, un gran sentido de las relaciones públicas, el cuerpo de Lenin convertido en santo secular fue una forma de establecer la legitimidad del nuevo régimen, al igual que los catecismos simples de marxismo-leninismo que eran ideales para comunicar ideas a la primera generación de individuos que sabían leer y escribir. Todo lo que habían conseguido los bolcheviques con la revolución de octubre era el poder en la URSS, así, sólo la determinación de usar el poder de manera consistente y despiadada con el fin de eliminar todos los obstáculos posibles al proceso podía garantizar el éxito final. Su política estuvo basada en varios absurdos mortíferos, como la creencia de Stalin de que él era el único que sabía cuál era el buen camino y estaba decidido a seguirlo. Los que lo defendieron en los veinte y que apoyaron el salto a la industrialización, concluyeron en los treinta que la crueldad de su régimen era más de lo que estaban dispuestos a aceptar. El terror no tenía límites de ninguna clase. No era la idea de que el fin justifica los medios,

sino la aplicación constante del principio de la guerra total. Tras la muerte de Stalin, sus sucesores llegaron al acuerdo de terminar con el derramamiento de sangre. A finales de los cincuenta la URSS seguía tratando mal a sus ciudadanos, pero dejó de ser una sociedad que los encarcelaba y asesinaba en una escala única por sus dimensiones. No obstante, siguió siendo un estado policial, una sociedad autoritaria y carente de libertad. Sólo la información autorizada oficialmente estaba al alcance del ciudadano y la libertad de desplazamiento y residencia estaba sujeta a autorización oficial. Sin embargo, por brutal y dictatorial que fuese, el sistema soviético no era totalitario, término utilizado para criticar al fascismo y al nacionalsocialismo, sinónimo de un sistema centralizado que mediante el monopolio de la propaganda y la educación conseguía que la gente interiorizase sus valores. Esto era lo que Stalin hubiera deseado conseguir. En la medida en que su objetivo era la práctica divinización del líder tuvo un cierto éxito, pero en todos los demás sentidos, el sistema no era totalitario, no practicaba el control del pensamiento de sus súbditos y menos conseguía su conversión, sino que despolitizó a la población de un modo asombroso. Las doctrinas oficiales del marxismo-leninismo apenas tenían incidencia sobre la gran masa de la población. Sólo los intelectuales estaban obligados a tomarlas en serio, en una sociedad constituida con una ideología que se decía racional y científica. Los estados comunistas que nacieron después de la segunda guerra mundial estaban formados según el patrón soviético, es decir, estalinista. En todos encontramos sistemas políticos monopartidistas con estructuras de autoridad centralizadas, una verdad oficial, economías planificadas y el culto a la personalidad de los dirigentes. Estos regímenes no fueron impuestos exclusivamente por la fuerza de las armas, excepto en Polonia, Alemania, Rumania y Hungría. Los demás fueron movimientos más o menos de origen local con victorias electorales. Incluso en los estados en que se impuso a los comunistas gracias al poder ruso, los nuevos regímenes disfrutaron de una legitimidad temporal y de un genuino apoyo popular. Por impopulares que fuesen el partido y el gobierno, la tarea de

reconstrucción de la posguerra recibió una amplia aunque reticente aprobación. Los estados comunistas empezaron a formar un bloque único bajo el liderazgo de la URSS. El régimen comunista de China (1949) apoyó a Rusia, aunque se mantuvo independiente, y Stalin se cuidaba de no perturbar las relaciones de su gobierno con China, no obstante su actitud hacia los países comunistas de la Europa ocupada por el ejército rojo fue menos conciliadora. El desmoronamiento político del bloque soviético empezó con la muerte de Stalin en 1953 y con los ataques oficiales al régimen en el XX Congreso del PCUS en 1956. Una nueva dirección de reformadores comunistas de Polonia recibió la aprobación pacífica de Moscú al mismo tiempo que estallaba una revolución en Hungría, donde el nuevo gobierno bajo la dirección de otro reformador comunista, Imre Nagy, anunció el fin del monopartidismo y la retirada de Hungría del Pacto de Varsovia y su futura neutralidad. Los rusos no estabas dispuestos a tolerar esto y la revolución fue aniquilada por el ejército rojo en 1956. Las presiones a favor de la reforma de la economía y de la introducción de flexibilidad en el sistema de planificación soviético se hicieron más difíciles de resistir en los años setenta. La descentralización económica se volvió explosiva al combinarse con la exigencia de una liberalización intelectual y política. El Checoslovaquia las demandas eran más fuertes, pues muchos comunistas estaban dolidos por el contraste entre las esperanzas comunistas y la realidad del régimen. Como siempre, la reforma vino de arriba, del interior del partido. El programa de actuación del PC checoslovaco llevaba la dictadura de un solo partido a la democracia multipartidista. Los regímenes de línea dura y sin apoyo popular (Polonia y Alemania del Este) temían que la situación interna de sus países se desestabilizara siguiendo el ejemplo checo, cuyo gobierno recibió el apoyo de la mayoría de los partidos comunistas europeos. Además, Rumania había tomado distancia de Moscú desde 1965, bajo la dirección de Nicolae Ceaucescu. Por eso, Moscú, aunque no sin divisiones ni dudas, decidió derrocar al régimen de Praga por la fuerza de las armas. Este hecho demostró ser el fin del

movimiento comunista internacional como centro en Moscú, resquebrajado con la crisis de 1956. El bloque soviético se mantuvo unido por veinte años más, pero por la amenaza de una intervención militar rusa. Con independencia de la política, la necesidad de reformar el sistema de economía dirigida de tipo soviético se fue haciendo cada vez más urgente. Las economías desarrolladas no socialistas crecían como nunca. El ritmo de crecimiento de las economía socialistas empezó a disminuir. El PNB soviético que había crecido al 5,7% en los cincuenta, bajo al 5,2% en los sesenta y al 3,7% a inicios de los setenta y al 2,6% al final de los setenta y al 2% en los ochenta. Con la entrada de la economía mundial en un nuevo período de incertidumbre, en los setenta, nadie en el Este o en Occidente espera ya que las economías del socialismo real alcanzaran o adelantaran el ritmo de las no socialistas.

XIV: LAS DÉCADAS DE CRISIS Los veinte años después de 1973 presentan un mundo con inestabilidad y crisis. Sin embargo, fue hasta los ochenta cuando se vio que los cimientos de la edad de oro estaban minados. Fue hasta los noventa cuando se admitió que los problemas económicos del momento eran peores que los de los años treinta. No se entendía porqué ahora el mundo era menos estable, pues los elementos estabilizadores de la economía eran más fuertes que antes. Los avances en la informática, las comunicaciones y los transportes redujeron la importancia del ciclo de stocks, ahora había una capacidad mayor de adaptarse a corto plazo a los cambios de la demanda. Además, el peso del consumo gubernamental y de los ingresos privados que procedían del gobierno estabilizaban la economía. No obstante, la edad de oro finalizó en 1971-1975 con una clásica depresión cíclica, que redujo un 10% la producción industrial de las economías desarrolladas de mercado y el comercio internacional en un 13%. El mundo desarrollado avanzó a un ritmo más lento, pero a finales del siglo XX estos países eran más ricos y productivos que a principios de los setenta. Sin embargo, en África, Asia occidental y América Latina el crecimiento del PIB se estancó. La mayor parte de la gente perdió su poder adquisitivo y la producción cayó. En la zona del antiguo socialismo real de Occidente, las economías se hundieron por completo después de 1989, aunque contrasta con el crecimiento espectacular de China en el mismo periodo. Sin embargo, la pobreza, el paro, la miseria y la inestabilidad reaparecieron tras 1973 en el primer mundo. El crecimiento volvió a verse interrumpido por graves crisis en 1974-1975; 19801982; y a fines de los ochenta. Los mendigos en las calles era una visión cotidiana, la reaparición de los pobres sin hogar formaba parte del gran crecimiento de las desigualdades sociales y económicas de la nueva era. En las décadas de crisis la desigualdad creció en los países de las economías desarrolladas de mercado, desde el momento en

que el aumento de los ingresos reales al que se acostumbró a los trabajadores en la edad de oro llegó a su fin. Debido a los programas de bienestar y seguridad social, el malestar fue menor al esperado, pero las haciendas gubernamentales se veían agobiadas por los grandes gastos sociales que aumentaron con mayor rapidez que los ingresos estatales cuyas economías crecían más lento que antes de 1973. El hecho fundamental de las décadas de crisis no es que el capitalismo funcionase peor que en la edad de oro, sino que sus operaciones estaban fuera de control. La herramienta principal que se había empleado para hacer esa función –la acción política coordinada nacional o internacionalmente- ya no funcionaba. Las décadas de crisis fueron la época en la que el estado nacional perdió sus poderes económicos. Esto no fue evidente enseguida. En los setenta los gobiernos pensaban que los problemas eran temporales y no pensaban cambiar políticas que habían funcionado bien durante una generación, además, la mayoría de los países capitalistas mantuvieron gobiernos socialdemócratas en los setenta, que no querían abandonar las políticas de la edad de oro. La única alternativa que se ofrecía era la que abanderaban los teólogos ultraliberales, que se vieron reforzados por la impotencia y el fracaso de las políticas económicas convencionales después de 1973. Tras 1974 los partidarios del libre mercado pasaron a la ofensiva, aunque no llegaron a dominar las políticas gubernamentales hasta 1980. La batalla era entre keynesianos y neoliberales. Los keynesianos afirmaban que los salarios altos, el pleno empleo y el estado de bienestar creaban la demanda del consumidor que alentaban la expansión, y que aumentar la demanda era lo mejor para afrontar las depresiones económicas. Los neoliberales creían que estas políticas dificultaban el control de la inflación y el recorte de los costes, que hacían posible el aumento de los beneficios, auténtico motor de la economía, creían que la “mano oculta” del libre mercado produciría un mayor crecimiento y una mejor distribución. Los defensores de la economía de la edad de oro no tuvieron éxito, pues estaba obligados a mantener su compromiso político

con el pleno empleo, el estado de bienestar y la política de consenso de la posguerra. Se encontraban atenazados entre las exigencias del capital y del trabajo, cuando ya no existía el crecimiento de la edad de oro que hizo posible el aumento de los beneficios y de las rentas. Los neoliberales tuvieron pocos problemas para atacar las ineficiencias económicas que conllevaban las políticas de la edad de oro, cuando ésta ya no pudieron mantenerse a flote gracias a la prosperidad, el empleo e ingresos gubernamentales. Había amplio margen para aplicar el limpiador neoliberal y acabar con la economía mixta. No obstante, la simple fe en el mercado no era una política económica alternativa. La mayoría de los gobiernos neoliberales se vieron obligados a gestionar y dirigir sus economías, aunque pretendiesen que sólo estimulaban las fuerzas del mercado. El principal régimen neoliberal, los EE.UU. aunque oficialmente comprometidos con el conservadurismo fiscal y con el monetarismo, utilizaron en realidad métodos keynesianos para salir de la depresión de 1979-1982. La tendencia general de la industrialización ha sido sustituir la destreza humana por la de las máquinas; el trabajo humano, por fuerzas mecánicas, dejando a la gente sin trabajo. Las décadas de crisis empezaron a reducir el empleo en grandes proporciones, incluso en las industrias en proceso de expansión. El número de trabajadores disminuyó en términos relativos y absolutos. El creciente desempleo no era un simple ciclo, sino estructural. Los puestos de trabajo perdidos en las épocas malas no se recuperaban en las buenas: nunca volverían a recuperarse. Esto se debió a la nueva división internacional del trabajo que transfirió las industrias a otros países y creó centros industriales en cinturones de herrumbre. Las industrias con uso intensivo de trabajo emigraban de los países con salarios elevados a países con salarios bajos. Pero incluso los países preindustriales o de reciente industrialización estaban gobernados por la mecanización, que hizo que incluso el trabajador más barato constase más caro que una máquina capaz de hacer su trabajo. Cuanto más avanzada es la tecnología, más caro resulta el componente humano de la producción comparado con el mecánico.

La revolución agrícola hizo que el campesino resultase innecesario, pero los millones de personas que ya no se ocupaban en el campo fueron absorbidas por otras ocupaciones intensivas en el uso del trabajo, pero era evidente que no habría puestos suficientes para compensar los perdidos, y no estaba claro que harían las personas desempleadas. En los países ricos del capitalismo tenían sistemas de bienestar en los que apoyarse, aunque empezaron a constituir una subclase cada vez más segregada. En los países pobres entraban a formar parte de la economía informal o paralela. Aunque la recesión de principios de los ochenta trajo inseguridad a los trabajadores industriales, no fue hasta la crisis de los noventa que amplios sectores profesionales y administrativos empezaron a sentir que ni su trabajo ni su futuro estaban asegurados. Esta sensación de desorientación e inseguridad produjo cambios en la política de los países desarrollados. Los máximos perdedores fueron los partidos socialdemócratas o laboristas occidentales, cuyo instrumento –la acción económica y social a través de los gobiernos- perdió fuerza mientras que sus partidarios, la clase obrera, se fragmentaba. Desde 1970 muchos abandonaron los partidos de izquierda para sumarse a movimientos ecologistas, feministas y otros de los llamados nuevos movimientos sociales, con lo cual aquellos se debilitaron. Las nuevas fuerzas políticas abarcaban desde los grupos xenófobos y racistas hasta los diversos partidos verdes y otros nuevos movimientos sociales. La importancia de estos movimientos no reside en su contenido positivo como en su rechazo de la vieja política. Durante las décadas de crisis las estructuras políticas de los países democráticos empezaron a desmoronarse y las nuevas fuerzas políticas mostraron un mayor potencial de crecimientos combinando una demagogia populista con fuertes liderazgos personales y la hostilidad hacia los extranjeros. También alrededor de 1970 se produjo una crisis similar en el bloque del socialismo real. La entrada masiva de la URSS en el mercado internacional de cereales y el impacto de la crisis petrolífera de los setenta representaron el fin del campo socialista

como una economía regional autónoma, protegida de los caprichos de la economía mundial. Con la caída de la URSS se hundieron sus redes económicas, y los países y regiones ligados a éstas se enfrentaron individualmente a un mercado mundial para el que no estaban preparados. Tampoco Occidente lo estaba para integrarlos a su propio mercado mundial. Lo que muchos reformistas del mundo socialista hubiesen querido era transformar el comunismo en algo parecido a la socialdemocracia occidental. Pero esto coincidió con la crisis de la edad de oro del capitalismo, que fue a su vez la crisis de los sistemas socialdemócratas. La crisis significó para el sistema comunista una cuestión de vida o muerte, a la que no sobrevivió. En los países capitalistas desarrollados lo que estaba en juego no fue la supervivencia o la viabilidad del sistema. Pero debido el mayor dinamismo de la economía capitalista, el tejido social de las sociedades occidentales se minó más que el de las sociedades socialistas, por tanto, en este aspecto la crisis fue más grave en el Este que en el Oeste, cuyos habitantes se sentían menos preocupados por problemas que agobiaban a los primeros: la criminalidad, la inseguridad y la violencia de la juventud sin normas. En otros aspectos ambos evolucionaron a la par, en ambos las familias eran más pequeñas, los matrimonios se rompían más fácil, y la población se reproducía poco. Con todo, la relativa tranquilidad de la vida socialista no se debía al temor. El sistema aisló a los ciudadanos del pleno impacto de las transformaciones sociales de occidente, porque las aisló del pleno impacto del capitalismo occidental. La paradoja del comunismo en el poder es que resultó ser conservador. En cuanto al tercer mundo es imposible hacer generalizaciones. La única es que desde 1970 casi todos los países de este bloque se habían endeudado enormemente. En 1990 se los podía clasificar desde los tres gigantes de la deuda internacional (entre 60 mil y 110 mil mdd) que eran Brasil, México y Argentina, los veintiocho que debían más de 10 mil millones, hasta los que debían de mil a dos mil millones. A comienzos de los ochenta se produjo un momento de pánico cuando los países con mayor deuda no pudieron seguir

pagando, y el sistema bancario estuvo al borde del colapso. Por fortuna para los países ricos, los tres gigantes latinoamericanos de la deuda no actuaron conjuntamente e hicieron arreglos separados para renegociar sus deudas y los bancos y gobiernos pudieron amortizar sus activos perdidos y mantener su solvencia técnica. En las décadas de crisis la economía capitalista mundial decidió cancelar una gran parte del tercer mundo. De las 22 economías de renta baja 19 no recibieron ninguna inversión extranjera. Una gran parte del mundo iba quedando, en conjunto, descolgada de la economía mundial. En 1990 los únicos estados exsocialistas de la Europa oriental que atrajeron inversión extranjera fueron Polonia y Checoslovaquia. Dentro de la antigua URSS había territorio ricos que atrajeron inversiones y zonas que fueron abandonadas a sus propias y miserables posibilidades. El principal efecto de las décadas de crisis fue el de ensanchar la brecha entre los países ricos y los países pobres. A medida que la economía trasnacional consolidaba su dominio el estado-nación se iba debilitando, puesto que no podía controlar más que una parte cada vez menor de sus asuntos. La desaparición de las superpotencias que podían controlar a sus estados satélites reforzó esta tendencia, así como por el desmantelamiento de actividades hasta entonces realizadas por organismo públicos, dejándoselas al mercado. A este debilitamiento del estado-nación se le añadió una tendencia a dividir los antiguos estados territoriales en lo que pretendían ser otros más pequeños, la mayoría de ellos en respuesta a la demanda de algún grupo étnico-lingüístico. El ascenso de tales movimientos autonomistas y separatistas a partir de 1970 fue un fenómeno occidental. La crisis del comunismo la extendió por el Este, donde después de 1991 se formaron más nuevos estados nacionales que en cualquier otra época del siglo XX. Este desarrollo resultaba paradójico, puesto que estaba claro que los nuevos miniestados tenían los mismos problemas que los antiguos, acrecentados por el hecho de ser menores. El nuevo nacionalismo separatista de las décadas de crisis se trataba de una combinación de tres fenómenos:

1) La resistencia de los estados-nación existentes a su degradación. No obstante, el proteccionismo fue mucho más débil en las décadas de crisis que en la era de las catástrofes. El libre comercio mundial seguía siendo el ideal y la realidad, sobre todos después de la caída de las economías controladas por el estado. Sin embargo, el proteccionismo era mayor cuando lo que estaba en juego no era simplemente económico, sino una cuestión de identidad cultural. 2) El egoísmo colectivo de la riqueza. Los gobiernos del viejo estilo de los estados-nación aceptaron la responsabilidad de desarrollar sus territorios y la de igualar las cargas y beneficios en todos ellos. La regiones más pobres recibirían subsidios de las regiones más ricas con el fin de recudir las diferencias. Sin embargo, la Comunidad Europea fue realista y admitió a miembros cuyo atraso no significasen una carga excesiva para los demás. La resistencia de las zonas ricas a dar subsidios a las pobres es bastante conocida. Algunos de los nacionalismos separatistas de las décadas de crisis se alimentaban de este egoísmo colectivo. 3) La revolución cultural de la segunda mitad de siglo, que disolvió las normas, tejidos y valores sociales tradicionales, e hizo posible que muchos habitantes del mundo desarrollado se sintieran huérfanos y desposeídos. Desde finales de los setenta se dio el auge de los grupos de identidad, grupos a los cuales una persona podía pertenecer de manera inequívoca y más allá de cualquier duda o incertidumbre. Las políticas de identidad tienen en común con el nacionalismo étnico de fin de siglo la insistencia en que la identidad propia del grupo consistía en alguna característica personal, existencial, primordial o inmutable; compartida con los miembros del grupo y con nadie más. La exclusividad era lo esencial. La tragedia de esta política de identidad excluyente, tanto si trataba como no de crear un estado independiente, era que no podía funcionar, sólo podía pretenderlo. Incluso un mundo dividido en territorio étnicos teóricamente homogéneos mediante genocidios, expulsiones masivas y limpiezas étnicas, volvería diversificarse inevitablemente con los movimientos de masa de personas y de estilos como consecuencia de la acción de la

economía global. A medida que el siglo marcha hacia su término, es más evidente la ausencia de mecanismos capaces de enfrentar estos problemas. Se han ideado fórmulas, como la ONU creada en 1945, que ha seguido existiendo a lo largo del siglo y se ha convertido en un club cuya pertenencia demuestra haber sido aceptado como soberano. Aunque no tuvo poderes ni recursos suficientes ni capacidad para actuar con independencia. La necesidad de una coordinación global multiplicó las organizaciones internacionales, aunque los únicos procedimientos para lograr sus objetivos específicos (como los ecológicos) eran lentos, toscos e inadecuados. No obstante, se disponía de dos formas de asegurar la acción internacional, que se reforzaron con las décadas de crisis: 1) La abdicación voluntaria del poder nacional a favor de autoridades supranacionales. La Comunidad Económica Europea dobló su tamaño en los setena y se preparó para expandirse aún más en los noventa, mientras reforzaba su autoridad sobre sus miembros. Su fuerza residía en el hecho de que su autoridad central emprendía iniciativas políticas independientes y era prácticamente inmune a las presiones de la política democrática. 2) Los organismos financieros internacionales creados tras la segunda guerra mundial, el FMI y el Banco Mundial. Estos organismos adquirieron más autoridad durante las décadas de crisis, debido a la crisis de la deuda del tercer mundo y la caída de la URSS y la crisis de los países afines, que provocó que muchos países dependiesen más de la voluntad del mundo rico para concederles préstamos, condicionados a la adopción de sus políticas económicas. El triunfo del neoliberalismo en los ochenta se tradujo en políticas de privatización sistemática y de capitalismo de libre mercado impuestas a gobiernos demasiados débiles para oponerse a ellas, sin importar si eran adecuadas o no para sus problemas económicos. Éstas resultaron ser autoridades internacionales eficaces, por lo menos para imponer las políticas de los países ricos a los pobres.

XV: EL TERCER MUNDO Y LA REVOLUCIÓN Casi ningún estado pasó los años cincuenta sin revolución, golpes militares que reprimir, prevenir o realizar la revolución, o cualquier otro tipo de conflicto armado interno. Esta inestabilidad social y política es el denominador común del tercer mundo. Al identificar estas acciones con el comunismo, los EE.UU. combatieron este peligro con ayuda económica y propaganda ideológica, en alianza con los regímenes locales o sin ella. Se estima que 20 millones de personas murieron en las más de cien guerras entre 1945 y 1983, casi todas ellas en el tercer mundo. Los partidos comunistas no fueron frecuentes en el tercer mundo, ninguno de ellos se convirtió en la fuerza dominante en los movimientos de liberación nacional. La URSS adoptó una visión pragmática en sus relaciones con estos movimientos, puesto que ni se proponía ni esperaba ampliar la zona bajo gobiernos comunistas más allá de sus límites. Cuando la Cuba de Fidel se declaró comunista la URSS la puso bajo su protección, pero sin poner en peligro sus relaciones con EE.UU. No hay evidencias de que planeara ampliar el comunismo mediante la revolución, lo que esperaba era que el capitalismo fuera enterrado por la superioridad económica del socialismo. El tercer mundo se convirtió en la esperanza de los que seguían creyendo en la revolución social. La izquierda, incluyendo a los liberales y socialdemócratas, necesitaban algo más que leyes de seguridad social y aumento de salarios. El tercer mundo mantenía vivos sus ideales, esto llevó a los liberales europeos de la segunda mitad del siglo XX a apoyar a los revolucionarios y a las revoluciones del tercer mundo. Después de 1945, la forma más común de lucha revolucionaria en el tercer mundo pareció ser la guerra de guerrillas, pero con esto se subestima el papel de los golpes militares de izquierda, las insurrecciones militares y el potencial de las masas urbanas al viejo estilo. Sin embargo, en el tercer cuarto del siglo todos los ojos estaban puestos en las guerrillas. Los cincuenta estuvieron llenos de ellas en el tercer mundo, casi todas

en los países coloniales donde las potencias se resistían a la descolonización. La revolución en Cuba (1959) fue la que llevó la estrategia guerrillera a las primeras planas. Fidel ganó porque Batista era frágil y carecía de apoyo real, se desmoronó en cuanto la oposición de todas las clases, desde la burguesía hasta los comunistas, se unió contra él y sus agentes, concluyendo que su tiempo había pasado. Fidel lo puso en evidencia y sus fuerzas heredaron el gobierno. Un mal régimen con pocos apoyos había sido derrocado. Ni Fidel ni sus camaradas eran comunistas (excepto dos) ni admitían simpatías con el marxismo. El Partido Comunista Cubano tenía pocas simpatías hacia él. Sin embargo, todo empujaba al movimiento castrista en dirección al comunismo. El populismo de Fidel no era una forma de gobernar un país, necesitaba una organización y el Partido Comunista era el único que podía dársela. Los dos se necesitaban y acabaron convergiendo. Esta revolución atrajo a la izquierda del hemisferio occidental y de los países desarrollados después de una década de conservadurismo, además de dar publicidad a la estrategia guerrillera. Cuba empezó a alentar una insurrección continental, animada por el Che. En toda América Latina grupos de jóvenes entusiastas se lanzaron a luchas de guerrillas condenadas al fracaso. Resultaron ser un error espectacular, pues las condiciones de muchos de esos países eran adecuadas para movimientos guerrilleros eficaces y duraderos. Incluso cuando algunos campesinos emprendía la senda guerrillera, las guerrillas fueron pocas veces un movimiento campesino, sino movimientos realizados en zonas rurales del tercer mundo dirigidos por jóvenes intelectuales provenientes de las clases medias de sus países. Las operaciones guerrilleras son más fáciles de realizar que las rurales, pues no se necesita de la solidaridad y connivencia de las masas, ya que se puede aprovechar el anonimato de la gran ciudad, el poder adquisitivo del dinero y la existencia de un mínimo de simpatizantes, en su mayoría de clase media. Incluso en América Latina, la fuerzas más importantes para promover el cambio eran los políticos civiles y los ejércitos. Una

ola de regímenes militares de derecha empezó a inundar gran parte de Sudamérica en los años sesenta. Aunque había logrado éxitos espectaculares en América Latina, Asia y África, la vía guerrillera a la revolución no tenía sentido en los países desarrollados. No obstante, el tercer mundo sirvió de inspiración a los jóvenes rebeldes y revolucionarios, o a los disidentes culturales del primer mundo. Lo que movilizaba a la izquierda en el primer mundo era el apoyo a las guerrillas del tercero. El tercermundismo, la creencia de que el mundo podía emanciparse por medio de la liberación de su periferia, atrajo a muchos de los teóricos de la izquierda del primer mundo. En los países en que florecía el capitalismo industrial nadie volvió a tomar en serio la expectativa de una revolución social mediante la insurrección de las masas. En 1968-1969 una ola de rebelión sacudió a los tres mundos, encabezada por la nueva fuerza social de los estudiantes, cuyo número se contaba por cientos de miles en los países occidentales y que pronto se convertirían en millones. Las revueltas estudiantiles resultaron eficaces en especial donde -como en Francia e Italia- desencadenaron enormes oleadas de huelgas de los trabajadores que paralizaron temporalmente la economía de países enteros, y sin embargo, no eran revoluciones. Los estudiantes del primer mundo rara vez se interesaban en derrocar gobiernos y tomar el poder. No obstante, las revueltas contribuyeron a politizar a muchos de los rebeldes de la generación estudiantil. Por primera vez desde la era antifascista, el marxismo atraía a los jóvenes intelectuales de Occidente. Era un marxismo con orientación universitaria, combinado con modas académicas y otras ideologías, puesto que nacía de las aulas y no de la experiencia vital de los trabajadores. Cuando las expectativas utópicas de rebelión de evaporaron, muchos volvieron a los antiguos partidos de la izquierda, que se revitalizaron con este aporte de entusiasmo juvenil. Como era un movimiento de intelectuales, muchos entraron en la profesión académica, pero otros organizaron pequeños cuadros de vanguardia, con directrices leninistas para infiltrarse en organizaciones de masas o con fines terroristas. En esto

Occidente convergió con el tercer mundo, que también se llenó de organizaciones ilegales con métodos violentos. Este fue el periodo más negros de la historia moderna de la tortura, de escuadrones de la muerte, bandas de secuestro y asesinato, desaparición de personas y guerras sucias. Resultó más grave en América Latina, en cambio, los países socialistas apenas se vieron afectados por este problema. Sus épocas de terror habían quedado atrás y no había movimientos terroristas en sus fronteras, sino grupos de disidentes públicos. La revuelta estudiantil de fines de los sesenta fu el último estertor de la revolución en el viejo mundo. Fue global porque por primera vez, el mundo donde vivían los ideólogos estudiantiles, era realmente global. Y sin embargo, esta no era la revolución mundial como la había entendido la generación de 1917, sino el sueño de algo que ya no existía. Nadie esperaba ya una revolución social en el mundo occidental. La mayoría de los revolucionarios ya no consideraban a la clase obrera como revolucionaria. El futuro de la revolución estaba en las zonas campesinas del tercer mundo. Incluso donde la revolución era una realidad o un probabilidad, ya no era universal. Los distintos movimientos guerrilleros de liberación colonial se preocupaban sólo de sus propios asuntos nacionales. La revolución orientada más allá de las fronteras sobrevivió en forma atenuada en los movimientos regionales: panafricano, panárabe y panlatinoamericano. La prueba del debilitamiento de la revolución mundial fue la desintegración del movimiento internacional dedicado a ella. Después de 1956 la URSS perdió el monopolio de la revolución y de la teoría y la ideología que la unificaba, aunado a la ruptura con China en 1958-1960, la invasión a Checoslovaquia (1968) clavó el último clavo en el ataúd del internacionalismo proletario. A pesar de esto, la inestabilidad social y política que generaban las revoluciones proseguía. A principios de los setenta, una nueva oleada de revoluciones sacudía gran parte del mundo, aunada a la crisis en los ochenta de los sistemas comunistas que finalmente concluyó con su derrumbe en 1989. Las revoluciones de los setenta ocurrieron sobre todo en el tercer mundo, aunque se desplazaron por diversas zonas.

Comenzaron en Europa, (Portugal 1974, derrocamiento del régimen; España 1975, muerte de Franco y transición española). Los movimientos guerrilleros africanos se multiplicaron a partir del conflicto del Congo y de la política del apartheid en Sudáfrica. Estos cambios crearon una moda de regímenes dedicados en el papel a la causa del socialismo, aunque en realidad pertenecían a un género muy distinto, debido a las diferencias de los sociedades. Sólo en Sudáfrica surgió un genuino movimiento de masas de liberación nacional con una organización sindical y un Partido Comunista eficaz. Al acabar la guerra fría el régimen del apartheid se vio obligado a la retirada. El retiro de los EE.UU. de Indochina reforzó el avance de comunismo. Todo Vietnam esta ahora bajo un gobierno comunista, lo mismo que Camboya y Laos. En América Latina se dio la revolución nicaragüense (1979), el movimiento guerrillero en El Salvador, y el asentamiento de Torrijos en el canal de Panamá; estos movimientos presentaban la novedad de la presencia de sacerdotes católicos inspirados por la teología de la liberación. Los EE.UU. consideraban estas revoluciones como un avance de la ofensiva global de la URSS; puesto que se habían alineado a las fuerzas conservadoras en el tercer mundo, se encontraban en el lado perdedor de las revoluciones. Su posición como superpotencia se vio debilitada por la derrota en Vietnam. Como los EE.UU. veían su debilitamiento como un reto hacia ellos y como un signo de la ambición soviética, las revoluciones de los setenta desencadenaron la segunda guerra fría, cuyo campo de combate fue África y Afganistán, donde la URSS participó por en un conflicto armado primera vez después de la segunda guerra mundial fuera de sus fronteras. La URSS sentía que la revoluciones le permitirán mover a su favor el equilibrio global, y compensar sus fracasos en China y Egipto. Su retórica se refería ahora a los estados orientados hacia el socialismo, aparte de los plenamente comunistas. De ahí que a pesar de no haber hecho ni controlado tales revoluciones (Angola, Mozambique, Etiopía, Nicaragua, Yemen del Sur y Afganistán), las acogió como aliadas. La caía del sha de Irán en 1979 fue la más importante revolución de los setenta. Fue una respuesta al programa

modernizador e industrializador que el sha emprendió con el apoyo gringo y la riqueza petrolífera, multiplicada tras 1973 por el alza de los precios de la OPEP. Después de ser restituido en 1953 con apoyo de la CIA, el sha mantuvo a raya a los viejos comunistas y a la oposición nacionalista en los sesenta y setenta con ayuda de la policía secreta. La modernización cultural se volvió contra él, y su entusiasmo por la educación aumentó la instrucción de las masas y produjo un bloque de universitarios revolucionarios. La industrialización reforzó la posición de la clase obrera, en especial de la industria petrolífera. El clero islámico y organizado políticamente movilizó a las nuevas plebes urbanas lideradas por el ayatolá Jomeini, que a principios de los setenta empezó a predicar a favor de una forma de gobierno totalmente islámica, del deber del cero de rebelarse contra el despotismo y tomar el poder, es decir, una revolución islámica. Las guerrillas entraron en acción. Los trabajadores cerraron los campos petrolíferos y los comerciantes sus tiendas. El 16 de enero de 1979 el sha partió al exilio: la revolución iraní había triunfado. Su novedad fue ideológica. No provenía de la tradición de 1789 o 1917. fue la primera realizada y ganada bajo la bandera del fundamentalismo religioso y la primera que remplazó al antiguo régimen por una teocracia populista cuyo programa significaba regresar al siglo VII d.C. desde los setenta los movimientos religiosos del mundo islámico se convirtieron en una fuerza política de masas entre las clases media e intelectual, influenciados por la revolución iraní. No obstante, las viejas ideologías seguían influenciando a América Latina (Sendero Luminoso en Perú), África y a la India. Las revoluciones de finales del siglo XX tenían dos características. La atrofia de la tradición revolucionaria establecida y el despertar de las masas. A partir de 1917-1918 pocas revoluciones se han hecho desde abajo. La mayoría fueron encabezadas por minorías de activistas o impuestas desde arriba por golpes militares o conquistas armadas. Pero a finales del siglo XX las masas volvieron a asumir un papel protagónico. Fuese lo que fuese lo que estimulaba alas masas inertes a la acción era la

facilidad con la que las masas salían a la calle lo que decidió las cuestiones. Estas acciones de masas no derrocaron ni podían derrocar regímenes por sí mismas. Podían incluso ser contenidas por la coerción y por las armas. No eran ejércitos, sino multitudes. Para ser eficaces necesitaban líderes, estructuras políticas o programas. Por otra parte, la distancia entre gobernantes y gobernados se ensanchó en casi todas partes. Incuso en sistemas democráticos estables, las manifestaciones en masa de rechazo al existente sistema político se convirtieron en algo común, así como la aparición de nuevas fuerzas electorales que no se identificaban con ninguno de los antiguos partidos. Otra razón para el despertar de las masas fue la urbanización del planeta y en especial del tercer mundo. A fines del siglo XX las revoluciones surgieron de nuevo en la ciudad, incluso en el tercer mundo, pues la mayoría de los habitantes de cualquier país vivían en ellas, por otra parte, la gran ciudad, sede del poder, podía sobrevivir y defenderse del desafío rural, gracias en parte a las modernas tecnologías. Las revoluciones del siglo XX han de ser urbanas para vencer. El mundo que entra al siglo XXI se halla en una situación de ruptura social más que de crisis revolucionaria, sin embargo, el descontento contra el statu quo es hoy menos común que un rechazo indefinido del presente, una ausencia de organización política o una desconfianza hacia ella, o simplemente un proceso de desintegración al que la política interior e internacional trata de ajustarse. También es un mundo lleno de violencia y lo que es más importante, de armas. La facilidad de obtener explosivos y armas de gran capacidad de destrucción hoy es tal, que ya no se puede dar por seguro el monopolio estatal del armamento en las sociedades desarrolladas. El mundo del tercer milenio seguirá siendo un mundo de violencia política y de cambios políticos violentos. Lo único que resulta inseguro es hacia donde llevarán.

XVI: EL FINAL DEL SOCIALISMO En los setenta, China estaba preocupada por su atraso económico, más evidente por el hecho de que Japón era el país capitalista con más éxito. La mayoría de los chinos creían que China era el centro y el modelo de la civilización mundial, en cambio, todos lo países en los que había triunfado el comunismo, incluyendo a la URSS, se consideraban atrasados culturalmente y marginales en relación con otros centros más avanzados de civilización. China no tenía ningún sentimiento de inferioridad intelectual o cultural, fuese a título individual o colectivo. Este sentido de autosuficiencia fue lo que les impidió realizar algo parecido a la restauración Meiji de Japón en 1868: abrazar la modernización adoptando modelos europeos. Esto sólo se hizo sobre las ruinas del antiguo imperio chino, guardián de la vieja civilización, y a través de una revolución social y cultural contra el sistema confuciano. El detonante social de la revolución comunista fue la pobreza y opresión del pueblo chino, es decir, de las masas trabajadoras en las grandes urbes costeras y el campesinado, que suponía el 90% de la población, y cuya situación era peor que la de la población urbana. El elemento nacional actuaba en el comunismo chino a través de los intelectuales de clase media y alta y del sentimiento difundido entre las masas de que los bárbaros extranjeros no podían traer nada bueno ni a los individuos ni al país. A los comunistas se oponía el partido del Kuomintang, que intentaba reconstruir a China a partir de los fragmentos del antiguo imperio, después de la caída en 1911. La base política de ambos partidos estaba en las ciudades más avanzadas del sur de China y su dirección procedía de la misma elite ilustrada, con la diferencia de que unos se inclinaban hacia los empresarios y los otros, hacia los trabajadores y campesinos. Sun-Yat-sen, líder del Kuomintang, consideraba que el modelo bolchevique de partido único era más apropiado que los modelos occidentales. Su sucesor, Chiang Kai-shek nunca logró controlar por completo al país, aunque en 1927 rompió con los rusos y proscribió a los comunistas, cuyo principal apoyo era la

pequeña clase obrera urbana. Los comunistas emprendieron una guerra de guerrillas con apoyo campesino contra el Kuomintang, con escaso éxito. En 1934 sus ejércitos se retiraron hacia un rincón en el extremo noroeste, en la heroica Larga Marcha. Esto convirtió a Mao Tse-tung en el líder indiscutible del Partido Comunista. El Kuomintang extendió su control por la mayor parte del país hasta la invasión japonesa de 1937. Sin embargo, la Kuomintang tenía poco atractivo para las masas por su abandono del proyecto revolucionario, por lo que no fue rival para los comunistas. Chiang contaba con el apoyo de la mayor parte de la población de la clase media urbana, pero el 90% de los chinos estaba fuera de las ciudades. Cuando Japón intentó la conquista de China, los ejércitos del Kuomintang no pudieron evitar que tomaran las ciudades costeras, donde radicaba su fuerza. En cambio, los comunistas movilizaron una eficaz resistencia de masas a los japoneses en las zonas ocupadas. En 1949 tomaron el poder en China tras derrotar al Kuomintang en una breve guerra civil, y se convirtieron en el gobierno legítimo de China. A partir de su experiencia marxista-leninista crearon una organización disciplinada a escala nacional, que fue bien recibida. Para la mayoría de los chinos la revolución significaba una restauración: de la paz y el orden, del bienestar, de un sistema de gobierno que reivindicaba a la dinastía T’ang, de la grandeza de un imperio y de una civilización. Durante los primeros años esto era lo que parecía obtenerse: los campesinos aumentaron la producción de cereales en más del 70% entre 1949 y 1956, la planificación del desarrollo industrial y educativo comenzó a principios de los cincuenta. En 1956, el deterioro de las relaciones con la URSS concluyó con la ruptura de ambas en 1960 con el retiro de la ayuda técnica y material de Moscú. No obstante, esto no fue la principal causa del comienzo del calvario del pueblo, sino la colectivización de la agricultura campesina entre 1955 y 1957; el “gran salto adelante” de la industria en 1958 (seguido de una hambruna en 1959-1961) y los diez años de “revolución cultural” que acabaron con la muerte de Mao, en 1976.

A diferencia del comunismo ruso, el chino no tenía relación directa con Marx ni con el marxismo, era un movimiento influido por octubre que llegó a Marx vía marxismo-leninismo estalinista. En 1958 una oleada de entusiasmo industrializaría a China inmediatamente, saltando todas las etapas hasta un futuro en que el comunismo se realizaría inmediatamente. Por una parte estaban las fundiciones caseras –de baja calidad- con las que China duplicó su producción de hacer en un año, por la otra, las 24 mil “comunas del pueblo” de campesinos establecidas en 1958 en apenas dos meses, donde todos los aspectos de la vida campesina estaban colectivizados incluyendo la vida familiar, la provisión de seis servicios básicos (comida, salud, educación, funerales, cortes de pelo y películas) remplazó a los salarios y los ingresos monetarios. Esto no funcionó y en pocos meses ante la resistencia pasiva, los aspectos más extremos del sistema se abandonaron. El rechazo de las masas a la visión romántica del sistema y la explosión de libre pensamiento mostró la ausencia de un entusiasmo generalizado por el nuevo orden. Así, Mao aumentó su desconfianza hacia los intelectuales que tuvo su máxima expresión en la “gran revolución cultural” en que se paralizó la educación superior y los intelectuales fueron regenerados en masa realizando trabajos físicos obligatorios en el campo. La política maoísta era al mismo tiempo una forma extrema de occidentalización y una revisión parcial de los modelos tradicionales en los que se apoyaba, ya que el viejo imperio chino se caracterizaba por la autocracia gobernante y la obediencia de los súbditos. Esto lo demuestra el hecho de que en 1956 el 84% de los pequeños propietarios hubieran aceptado pacíficamente la colectivización. Al contrario de la URSS, la China de Mao no experimentó un proceso de urbanización masiva. Comparado con los niveles de pobreza del tercer mundo, China no iba mal. Al final de la era de Mao el consumo medio de alimentos estaba un poco por encima de la media de todos los países. La esperanza media de vida al nacer subió de 35 años en 1949 a 68 en 1982. La población creció de unos 540 millones a casi 950 entre 1949 y la muerte de Mao, en esta misma época el número de niños escolarizados era del 90%. Sin embargo, era

innegable que a nivel internacional China había perdido influencia a partir de la revolución, en particular en relación con sus vecinos no comunistas. Su media de crecimiento per cápita, aunque tuvo un gran aumento, era inferior a la de Japón, Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán. A la muerte de Mao en 1976 el maoísmo no sobrevivió y el nuevo rumbo bajo el pragmático Deng Xiaoping comenzó de forma inmediata. En los ochenta se hizo evidente que algo andaba mal en todos los sistemas que se proclamaban socialistas. Desde 1970, en vez de convertirse en uno de los gigantes del comercio mundial, la URSS parecía estar en regresión a escala internacional, no sólo se estancaba el crecimiento económico, sino que los indicadores sociales básicos, como la mortalidad, dejaban de mejorar, esto causó más preocupación por el hecho de que en la mayoría de los países seguía aumentando. En la URSS, el término nomenclatura sugería las debilidades de la egoísta burocracia del partido en la era de Brezhnev: una combinación de incompetencia y corrupción. Con la excepción de Hungría, los intentos de reformar las economías socialistas europeas se abandonaron tras la primavera de Praga. Los años de Brezhnev serían llamados “de estancamiento” por los reformistas, porque el régimen había dejado de hacer algo con respecto a una economía en decadencia. Las economías europeas del socialismo real y de la URSS fueron las verdaderas víctimas de la crisis que siguió a la edad de oro del capitalismo mundial, mientras que las economías de mercado, aunque debilitadas, pudieron superar las dificultades, al menos hasta los noventa. Con el alza de los precios del petróleo (1973), hizo que los enormes recursos que entraban a la URSS pospusieran la necesidad de reformas económicas y le permitieron pagar sus importaciones del mundo capitalista con la energía que exportaba. Por otra parte, los multimillonarios países de la OPEP comenzaron a otorgar créditos a los países socialistas y en vía de desarrollo a través del sistema bancario internacional, lo que provocó una crisis mundial de la deuda a principios de los ochenta, que se agudizó porque las economías socialistas eran

demasiado inflexibles para emplear productivamente la afluencia de recursos. A principios de los ochenta la Europa oriental se encontraba en una aguda crisis energética. Esto produjo escasez de comida y productos manufacturados; en esta situación el socialismo real en Europa entró en lo que iba a ser su década final. Fue en este momento cuando Gorbachov se convirtió en el líder de la URSS. La política, tanto la alta como la baja, causaría el colapso eurosoviético de 1989-1991. Desde la primavera de Praga quedó claro que los regímenes satélites comunistas habían perdido su legitimidad. Sólo en Polonia se dieron las condiciones para una oposición organizada: la opinión pública estaba unida en su rechazo al régimen, aunado a un nacionalismo antirruso y católico, la Iglesia conservó su independencia y la clase obrera demostró su fuerza política con grandes huelgas. En 1980 el triunfo del Sindicato Solidaridad demostró que el régimen del Partido Comunista en Polonia llegaba a su fin, pero también que no podía ser derrocado por la agitación popular. Se esperaba una intervención rusa, o que el régimen abandonara el sistema unipartidista bajo el liderato del partido estatal, es decir, tendría que abdicar. En 1985 un reformista, Gorbachov, llegó al poder como secretario general del Partido Comunista Soviético. Resultaba evidente para los demás gobiernos comunistas que se iban a realizar grandes cambios, aunque no estaba claro qué iban a traer. Gorbachov representaba a las clases medias cultas y capacitadas técnicamente, así como a los gestores que hacían funcionar la economía del país: profesores, técnicos y expertos y ejecutivos de varios tipos. No obstante, la respuesta de los estratos políticos e intelectuales no debe tomarse como la respuesta de la gran masa de los pueblos soviéticos. Para éstos el régimen soviético estaba legitimado y era totalmente aceptado, aunque sólo fuera porque no habían conocido otro. Estaban cómodos en el sistema que les proporcionaba una subsistencia garantizada y una amplia seguridad social, una sociedad igualitaria tanto social como económicamente. para la mayoría de los soviéticos, la era de Brezhnev no era un estancamiento, sino la etapa mejor que

habían conocido. Los reformistas radicales se enfrentaron no sólo a la burocracia soviética, sino a los hombres y mujeres soviéticos. La presión para el cambio no vino del pueblo, sino de arriba. Dos condiciones permitieron a Gorbachov llegar al poder: la creciente corrupción de la cúpula del partido de la era de Brezhnev, que indignó a la parte del partido que todavía creía en su ideología, por otra parte, los estratos ilustrados y técnicos que mantenían la economía funcionando, eran conscientes de que sin cambios drásticos el sistema se hundiría, por sus debilidades, inflexibilidad e ineficacia, y por las exigencias militares de la guerra en Afganistán que la economía no podía soportar. El objetivo inmediato de Gorbachov era acabar la segunda guerra fría con los EE.UU. que estaba desangrando su economía, y este fue su mayor éxito, pues convención a los gobiernos occidentales que esta era la verdadera intención soviética. La postura de Gorbachov era la de hacer más racionales y flexibles las economías de planificación centralizada mediante la introducción de precios de mercado y cálculos de pérdidas y beneficios de empresas; todo para establecer un socialismo mejor que el “realmente existente”. Gorbachov inició su campaña de transformación del socialismo soviético con los dos lemas de perestroika o reestructuración (económica y política) y glasnost o libertad de información. Pronto se produjo un conflicto indisoluble entre ellas, pues lo único que hacía funcionar y podía transformar al sistema soviético era la estructura de mando del partido-estado heredada de la etapa estalinista. Pero la estructura de partido-estado era, al mismo tiempo, el mayor obstáculo para transformar el sistema que lo había creado. Por otra parte, la consecuencia lógica de la glasnost fue desgastar la única fuerza que era capaz de actuar, pues democratizar un régimen con un modus operandi militar no mejora su eficacia. La glasnost significaba la introducción de un sistema democrático constitucional basado en el imperio de la ley y el disfrute de las libertades civiles. Esto implicaba la separación entre partido y estado y el resurgimiento de los soviets en todos

sus niveles, culminando en el Soviet Supremo que iba a ser una asamblea legislativa soberana con contrapeso al ejecutivo. Esto era peligroso porque la reforma constitucional se limitaba a desmantelar los mecanismos políticos reemplazándolos por otros. Pero no dejaba claro las tareas de las nuevas instituciones, además, los procesos de decisión iban a ser más difíciles en una democracia que en un sistema de mando militar. El nuevo sistema económico de la perestroika era una legalización de pequeñas empresas privadas (cooperativas) con la decisión de permitir que quebraran las empresas estatales con pérdidas permanentes. La alternativa de los reformistas: una economía socialista de mercado con empresas autónomas, públicas, privadas y cooperativas, guiadas macro económicamente por el centro de decisiones económico, significaba que los reformistas querían tener las ventajas del capitalismo sin perder las del socialismo. Lo más cercano a un modelo de transición para los reformistas de Gorbachov era la NEP de 1921-1928, que había revitalizado la agricultura, el comercio, la industria y las finanzas durante varios años después de 1921 y había saneado a una economía colapsada porque confió en las fuerzas del mercado. Pero no había comparación entre la Rusia atrasada tecnológicamente y rural de los veinte, con la Rusia urbana e industrializada de los ochenta. La perestroika hubiera funcionado si en 1980 Rusia hubiera seguido siendo como China un país con un 80% de campesinos. Lo que condujo a la URSS hacia el abismo fue la combinación de glasnost, que significaba la desintegración de la autoridad, con una perestroika que conllevó a la destrucción de los viejos mecanismos que hacían funcionar la economía, sin proporcionar ninguna alternativa, y provocó el creciente deterioro del nivel de vida de los ciudadanos. El rechazo de la corrupción de la nomenclatura fue el motor inicial para el proceso de reforma: de ahí que Gorbachov encontrara apoyo para su perestroika en los cuadros económicos que querían mejorar la gestión de una economía estancada. No necesitaban del partido para llevar a cabo sus actividades, si la

burocracia desaparecía, ellos seguirían en sus puestos, eran indispensables y la burocracia no. A pesar de los corrupto del sistema de partido único, seguía siendo esencial en una economía basada en un sistema de órdenes. La alternativa de la autoridad del partido no iba a ser la autoridad constitucional y democrática, sino, a corto plazo, la ausencia de autoridad. Las asambleas democráticas: el Congreso del Pueblo y el Soviet Supremo (1989) se dieron cuenta de ello. Nadie gobernaba, o más bien, nadie obedecía ya en la Unión Soviética. Las líneas de la desintegración de la URSS ya se habían trazado: el sistema de poder territorial autónomo encarnado en la estructura federal del estado y los complejos económicos autónomos. El nacionalismo se radicalizó en 1989-1990 por el impacto de la carrera política electoral y la lucha entre los reformistas radicales y la resistencia del establishment del viejo partido en las nuevas asambleas. Para Yeltsin –sucesor de Gorbachov- el camino al poder pasaba por la conquista de la Federación Rusa, lo que le permitiría soslayar las instituciones de la Unión gorbachoviana. Al transformar a Rusia en una república como todas las demás, Yeltsin favoreció la desintegración de la unión, que sería suplantada por una Rusia bajo su control en 1991. La desintegración económica ayudó a acelerar la política. Con el fin de la planificación y de las órdenes del partido, ya no existía una economía nacional, y comenzó una carrera en cada comunidad que pudiera gestionarla, hacia la autoprotección y la autosuficiencia o hacia los intercambios bilaterales. Como en la Francia de 1789, el colapso político siguió al llamamiento de las nuevas asambleas democráticas en 1989, al mismo tiempo que el colapso económico se hizo irreversible. Entre agosto de 1989 y el final de ese año el poder comunista abdicó en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y la RDA (que sería anexionada por la occidental), poco después en Yugoslavia y Albania. En China el movimiento de liberalización fue aplacado por la autoridad en 1989 (matanza de Tiananmen). China, Corea del Norte y Vietnam no se vieron afectados de forma inmediata por el derrumbe soviético.

Tras la caída de los antiguos regímenes, éstos fueron denunciados con mucha fuerza, pues casi nadie creía en el sistema o sentía lealtad alguna hacia él, ni siquiera los que lo gobernaban. Tanto en Europa como en la URSS los comunistas que se habían movido por las viejas convicciones eran ya una generación del pasado. Para la mayoría el principio legitimador de estos estados sólo era retórica oficial. Quienes gobernaban los satélites soviéticos, o bien habían perdido su fe en su propio sistema o bien nunca la habían tenido. Cuando quedó claro que la propia URSS les abandonaba a su suerte, los reformistas intentaron negociar una transición pacífica (Polonia y Hungría) o trataron de resistir hasta que se hizo evidente que los ciudadanos ya no les obedecían (Checoslovaquia y RDA). Fueron remplazados por hombres que antes habían representado la disidencia o la oposición y que habían organizado las manifestaciones de masas que dieron la señal para la pacífica abdicación de los antiguos regímenes. Los mismo sucedió en la URSS donde el colapso del partido del estado se prolongó hasta agosto de 1991. el fracaso de la perestroika y el rechazo ciudadano de Gorbachov eran cada día más evidentes. La caída de los satélites europeos en 1989 y la aceptación de la reunificación alemana demostraron el colapso de la URSS como potencia internacional. Aunque este debacle alentó el secesionismo, la desintegración de la Unión no se debió a fuerzas nacionalistas, fue obra de la desintegración de la autoridad central, que forzó a cada región del país a mirar por sí misma, y a salvar lo que pudiera de las ruinas de una economía que se deslizaba hacia el caos. En términos económicos, el sistema debía ser pulverizado mediante la privatización total y la introducción de un mercado libre al 100%. Sin embargo, todos fracasaron al problema de cómo una economía de planificación centralizada podía transformarse en una dinamizada por el mercado. La crisis final no fue económica sino política. Para la totalidad del establishment de la URSS la idea de la ruptura era inaceptable, en el referéndum de 1991 el 76% de los votantes estaban a favor del mantenimiento de la Unión. No obstante, la disolución del centro pareció hacer inevitable la ruptura, a causa también de la política de Yeltsin. Gorbachov apoyado por las principales

repúblicas negoció un “tratado de la Unión” para preservar la existencia de un centro de poder federal, pero el establishment lo consideró como una tumba para la Unión y dos día antes de que entrara en vigor sus principales miembros proclamaron que un Comité de Emergencia tomaría el poder en ausencia del presidente y secretario general. No se trataba de un golpe de estado, sino de una proclamación de que la maquinaria de poder real se ponía en marcha con la esperanza de que la ciudadanía aceptaría la vuelta al orden y al gobierno, la mayoría de los ciudadanos y miembros de los comités de partido apoyaron “el golpe”. Pero la reafirmación simbólica de la autoridad ya no era suficiente, si bien las instituciones de la URSS se alinearon con los conspiradores, las de la república de Rusia gobernada por Yeltsin no lo hicieron, y éste aprovechó su oportunidad para disolver y expropiar al Partido Comunista y tomar para la república rusa los activos que quedaban de la URSS. La insinuación de Yeltsin de que las fronteras entre las repúblicas deberían renegociarse aceleró la carrera hacia la separación total, esto puso fin a la esperanza de mantener ni siquiera una apariencia de unión, puesto que la CEI que sucedió a la URSS perdió muy pronto toda realidad. La destrucción de la URSS puso fin a 400 años de historia rusa y devolvió al país las dimensiones y estatus internacional de la época anterior a Pedro el Grande (1672-1725). Dos razones sirven para explicar este fenómeno histórico. El comunismo no se basaba en la conversión de las masas, sino que era una fe para los cuadros; en palabras de Lenin, para las vanguardias. Todos los partidos comunistas en el poder eran elites minoritarias. La aceptación del comunismo por parte de las masas no dependía de sus convicciones ideológicas sino de cómo juzgaban lo que les esperaba la vida bajo los regímenes comunistas, y cuál era su situación comparada con la de otros. Incluso los cuadros de los partidos comunistas empezaron a concentrarse en la satisfacción de las necesidades ordinarias de la vida cuando el objetivo milenarista del comunismo se desplazó hacia un futuro indefinido.

Con el colapso de la URSS el experimento del socialismo real llegó a su fin. Incluso donde sobrevivió el comunismo como en China, se abandonó la idea de una economía única, centralizada y planificada, basada en un estado colectivizado o en una economía de propiedad totalmente cooperativa y sin mercado. El experimento soviético se diseñó no como una alternativa global al capitalismo, sino como un conjunto específico de respuestas a la situación concreta de un país grande y atrasado en una coyuntura histórica particular e irrepetible. El fracaso de la revolución en todos los demás lugares dejó sola a la URSS con su compromiso de construir un socialismo en un país donde, según el consenso universal de los marxistas en 1917, las condiciones para hacerlo no existían en absoluto. El fracaso del socialismo soviético no empaña la posibilidad de otros tipos de socialismo. La tragedia de la revolución de octubre estriba precisamente en que sólo pudo dar lugar a este tipo de socialismo, rudo, brutal y dominante.

XVII: LA MUERTE DE LA VANGUARDIA: LAS ARTES DESPUÉS DE 1950 La tecnología revolucionó las artes haciéndolas omnipresentes. El disco de larga duración (1948) se popularizó rápidamente en los años cincuenta; pero lo que hizo posible trasportar la música escogida fueron los cassettes. En los ochenta la música podía estar en cualquier parte, acompañando cualquier actividad privada gracias a los auriculares acoplados. La televisión nunca fue tan portátil como la radio, pero llevó a los hogares las imágenes en movimiento y aunque era mucho más caro que la radio, pronto se hizo casi universal y resultó accesible incluso para los pobres en algunos países atrasados. Sin embargo, la tecnología no sólo hizo que el arte fuese omnipresente, sino que transformó su percepción. Europa dejó de ser el centro del gran arte. Nueva York se enorgullecía de haber remplazado a París como centro de las artes visuales, el jurado del Premio Novel comenzó a tomar en cuanta a la literatura no europea a partir de los sesenta, se difundieron las obras de los escritores de la escuela latinoamericana, las obras de los directores japoneses, etc. Los mejores talentos de la literatura germano-occidental no fueron nativos sino emigrantes del Este (Celan, Grass y otros, llegados de la RDA). El “estilo internacional” en la arquitectura realizó sus mayores y más numerosos monumentos en los EE.UU. y se desarrolló posteriormente a través de las cadenas hoteleras que se extendieron por el mundo en los años sesenta. Las excepciones a este desplazamiento se dieron en Italia, donde el sentimiento antifascista inspiró una década de renacimiento cultural que produjo el neorrealismo cinematográfico; en Francia con los escritores de ficción y en Inglaterra, donde Londres después de 1950 se transformó en uno de los centros mundiales de espectáculos musicales y teatrales. En la medida en que las artes dependían del patronazgo público, es decir, del gobierno central, la habitual preferencia dictatorial por el gigantismo pomposo reducía las opciones de los artistas, al igual que la insistencia oficial en promover una especie de mitología sentimental optimista conocida como “realismo

socialista”. En la URSS las artes visuales sufrieron por la combinación de una rígida ortodoxia, tanto ideológica como estética e institucional, y de un aislamiento total del resto del mundo. La China de Mao alcanzó su clímax durante la “revolución cultural” de 1966-1976, una campaña contra la cultura, la educación y la intelectualidad que cerró prácticamente la educación secundaria y universitaria durante diez años, interrumpió la práctica de la música clásica y de otros tipos de música y redujo el repertorio nacional de cine y teatro a media docena de obras políticamente correctas. Por otra parte, la creatividad floreció bajo los regímenes comunistas de la Europa oriental, la industria cinematográfica en Polonia, Checoslovaquia y Hungría surgió con fuerza desde fines de los cincuenta, hasta convertirse en una de las más interesantes producciones de películas de calidad del mundo. En ausencia de una política real y de una prensa libre, los artistas eran los únicos que hablaban de lo que su pueblo (por lo menos el sector ilustrado) pensaba y sentía. El apartheid sudafricano inspiró a sus adversarios la mejor literatura que ha salido de aquel subcontinente hasta hoy. El hecho de que entre los años cincuenta y noventa la mayoría de los intelectuales latinoamericanos al surde México fueran en algún momento refugiados políticos tiene que ver con las realizaciones culturales de aquella parte del hemisferio occidental. Paradójicamente, los artistas e intelectuales del mundo socialista y del tercer mundo disfrutaban tanto de prestigio como de una prosperidad y privilegios relativos. En el mundo socialista podían figurar entre los ciudadanos más ricos y gozar de una libertad rara en aquellas prisiones: la de viajar al extranjero y tener acceso a la literatura extranjera. En América Latina los escritores de mayor prestigio, al margen se sus opiniones políticas, podían esperar cargar diplomáticos. Por el contrario, los artistas e intelectuales en la mayoría de los países desarrollados occidentales no tenían oportunidades políticas en ninguna circunstancia, salvo como Ministros de Cultura. En la edad de oro los recursos públicos y privados dedicados a las artes fueron mayores que antes. El mecenazgo privado fue menos importante, excepto en los EE.UU. donde los millonarios

estimulados por las ventajas fiscales protegieron la educación, el saber y la cultura en una escala más generosa que en cualquier otro lugar. En cuanto al mercado del arte, desde los cincuenta aumentaron los precios de los impresionistas y postimpresionistas franceses, así como de los modernos parisinos; en los setenta el marcado artístico internacional igualó los récords históricos de la era del imperio (en precios reales) para dejarlos atrás en los ochenta. Cada vez más, quienes compraban arte lo hacían como inversión, de la misma manera que antes se compraban especulativamente acciones de minas de oro. Otro tipo de fenómeno que afectó a las artes fue su integración en la vida académica, en las instituciones de educación superior. El hecho decisivo en el desarrollo cultural del siglo XX, la creación de una revolucionaria industria del ocio destinada al marcado de masas, redujo las formas tradicionales del “gran arte” a los guetos de las elites. El público de la ópera y el teatro, los lectores clásicos y los visitantes de galerías y museos eran personas que en su mayoría habían completado la educación secundaria. La cultura común de cualquier país urbanizado del siglo XX se basaba en la industria del entretenimiento de masas – cine, radio, TV, música pop- en la que también participaba la elite. La expansión de la educación superior proporcionó cada vez más empleo y se convirtió en un mercado para hombres y mujeres con escaso atractivo comercial. Los poetas escribían para otros poetas o para estudiantes que se esperaba que discutieran sus obras. Protegidas por salarios académicos, becas y listas de lecturas obligatorias, las artes creativas no comerciales podían esperar, si no florecer, al menos sobrevivir cómodamente. Muchos géneros característicos que habían alcanzado gran esplendor en el XIX decayeron aunque sobrevivieron durante la primera mitad del siglo XX. La escultura, y su máxima expresión: el monumento público, desapareció casi por completo después de la primera guerra mundial salvo en los países dictatoriales donde la calidad no igualaba a la cantidad. La pintura ya no era lo que había sido en el periodo de entreguerras, es difícil hacer una lista de pintores de entre 1950-1990 que pudieran considerarse grandes figuras. En música clásica, la decadencia de los viejos

géneros quedaba oculta por el aumento de sus interpretaciones, sobre todo como un repertorio de clásicos muertos. Salvo en Alemania y Gran Bretaña, muy pocos compositores llegaron a crear grandes óperas. Un retroceso parecido sufrió la novela, aunque se siguió escribiendo y vendiendo en grandes cantidades, lo más destacado es el primer Solzhenitsyn y la literatura de ficción en América Latina, con Cien años... de García Márquez como representante. El declive de los géneros clásicos del “gran arte” y en la literatura no se debió en modo alguno a la carencia de talento. El talento artístico abandonó las antiguas formas de expresión porque aparecieron formas nuevas más atractivas o gratificantes. Gran parte del dibujo y la pintura rutinarios fueron reemplazados por la cámara fotográfica que acaparó la representación de la moda. El cine ocupó el lugar que antes tenía la novela y el teatro. Dos factores fueron importantes para este declive. 1) El triunfo universal de la sociedad de consumo. A partir de los sesenta las imágenes que acompañaban a los seres humanos en el mundo desde su nacimiento hasta su muerte eran las que anunciaba o aplicaban el consumo, o las dedicadas al entretenimiento comercial de las masas. 2) El triunfo del sonido y la imagen propiciado por la tecnología desplazó al que había sido el principal medio de expresión de la alta cultura: la palabra impresa. Aunque la revolución educativa incrementó el número de lectores en términos absolutos, el hábito de la lectura decayó en los países de teórica alfabetización total cuando la letra impresa dejó de ser la principal puerta de acceso al mundo más allá de la comunicación oral. Las palabras que dominaban las sociedades de consumo occidentales ya no eran las de los libros sagrados o de los escritores laicos, sino las marcas de cualquier cosa que pudiera venderse. Las imágenes que se convirtieron en los íconos de estas sociedades fueron las de los entretenimientos de masas y del consumo masivo: estrellad de la pantalla y latas de conserva. El pop art dedicó su tiempo a reproducir, con la mayor objetividad y precisión posibles, las trampas visuales del comercialismo estadounidense: latas de sopa, banderas, botellas de Coca-Cola, Marilyn Monroe.

A partir de los cincuenta estuvo claro que todo aquello tenía lo que podría llamarse una dimensión estética, una creatividad popular, ocasionalmente activa pero casi siempre pasiva, que los productores debían competir para ofrecer. En los sesenta unos pocos críticos empezaron a investigar lo que antes había sido rechazado y desestimado como “comercial” o carente de valor estético, en especial lo que atraía al hombre y la mujer de la calle. Los años cincuenta demostraron con el triunfo del rock-and-roll que las masas sabían, o por lo menos distinguían lo que les gustaba. La industria discográfica que se enriqueció con la música rock, ni la creó ni muchos menos la planeó, sino que la recogió de los aficionados y de los observadores que la descubrieron, aunque sin duda la corrompió al adoptarla. Otra fuerza poderosa que estaba minando al “gran arte” era la muerte de la modernidad, que desde fines del siglo XIX había legitimado la práctica de una creación artística no utilitaria y que servía de justificación a los artistas en su afán de liberarse de toda restricción. La innovación había sido su esencia. L a modernidad presuponía que el arte era progresivo y por consiguiente, que el estilo de hoy era superior al de ayer, había sido por definición el arte de la “vanguardia”. En la primera mitad del siglo XX la modernidad funcionó, la debilidad de sus fundamentos teóricos pasó desapercibida, su estructura se mantuvo intacta pese a sus contradicciones o fisuras potenciales: la abstracción (arte no figurativo) en las artes visuales y la modernidad en la arquitectura se hicieron parte, a veces la parte dominante, de la escena cultural establecida. Desde finales de los sesenta se fue manifestando una marcada reacción contra esto, que en los ochenta se etiquetó como posmodernidad, que no era tanto un movimiento como la negación de cualquier criterio preestablecido de juicio y valoración en las artes o, de hecho, la posibilidad de realizarlos. Un aroma de muerte emanaba de las vanguardias. Si todo el “gran arte” estaba segregado en guetos, la vanguardia no podía ignorar que sus espacios en él eran minúsculos y menguantes. Con al auge del arte pop, incluso el mayor baluarte de la modernidad en las artes visuales, la abstracción, perdió su hegemonía. La representación volvió a ser legítima. La

posmodernidad atacó tanto a los estilos autocomplacidos como a los agotados, sería engañoso analizarla como una tendencia artística, al modo del desarrollo de las vanguardias anteriores. En realidad, sabemos que el término posmodernidad se extendió por toda clase de campos que no tenían nada que ver con el arte. La posmodernidad de cualquier disciplina tenía en común un escepticismo esencial sobre la existencia de una realidad objetiva, y/o la posibilidad de llegar a una comprensión consensuada de ella por medios racionales. Todo tendía a un relativismo radical. Todo, por tanto, cuestionaba la esencia de un mundo que descansaba en supuestos contrarios, a saber, el mundo transformado por la ciencia y la tecnología basada en ella, y la ideología de progreso que lo reflejaba. Lo que la posmodernidad produjo fue un separación, mayoritariamente generacional, entre aquellos a quienes repelía lo que consideraban la frivolidad nihilista de la nueva moda y quienes pensaban que tomarse las artes “en serio” era tan sólo una reliquia más del pasado. La era de la “reproducibilidad técnica” no sólo transformó la forma en que se realizaba la creación, convirtiendo las películas y todo lo que surgió de ellas (televisión, vídeo) en el arte central del siglo XX, sino que también la forma en que los seres humanos percibían la realidad y experimentaban las obras de creación. El turismo, que ahora llenaba los museos, galerías, salas de conciertos y teatros públicos con extranjeros más que con nacionales, y la educación eran los últimos baluartes de este tipo de consumo del arte. La tecnología impregnaba de arte la vida cotidiana privada o pública. Nunca antes había sido tan difícil escapar de una experiencia estética. La “obra de arte” se perdía en una corriente de palabras, de sonidos, de imágenes, en el entorno universal de lo que un día habríamos llamado arte. Medir el mérito por la cronología nunca había convenido al arte: las obras de creación nunca habían sido mejores porque fueran más antiguas, como pensaron en el Renacimiento, o porque fueran más recientes que otras, como sostenían los vanguardistas. Esto último se convirtió en absurdo a finales del siglo XX, al mezclarse con los intereses económicos de las industrias de consumo que obtenían sus beneficios del corto ciclo

de la moda con ventas instantáneas y en masa de artículos para un uso breve e intensivo. En las artes todavía era posible y necesario aplicar la distinción entre lo serio y lo trivial, entre lo bueno y lo malo, la obra profesional y la del aficionado. Tanto más necesario por cuanto había partes interesadas que negaban tales distinciones, aduciendo que el mérito sólo podía medirse en virtud de las cifras de venta, o bien sosteniendo, como los posmodernos, que no podían hacerse distinciones objetivas de ningún tipo.

XVIII: BRUJOS Y APRENDICES: LAS CIENCIAS NATURALES Ningún otro periodo de la historia ha sido más impregnado por las ciencias naturales, ni más dependiente de ella, que el siglo XX. En 1919 el número total de físicos y químicos (alemanes y británicos) era casi de 8 mil. A finales de los ochenta, el número de científicos e ingenieros dedicados a la investigación, se estimaba en unos 5 millones, casi 1 millón en los EE.UU. El número de científicos, siempre una minoría de la población, se duplicó en los veinte años posteriores a 1970. A fines de los ochenta representaban el 2% de la población global, y puede que el 5% de la población de EE.UU., signo de que el eurocentrismo científico se acabó en el siglo XX, pues la era de las catástrofes y el triunfo temporal del fascismo, desplazaron su centro de gravedad a los EE.UU. donde ha permanecido. Entre 1900 y 1933 sólo se habían otorgado 7 premios Novel a EE.UU., pero entre 1933 y 1970 se le entregaron setenta y siete. El auge de los científicos no europeos, especialmente de Extremo Oriente y del subcontinente indio, era muy notable. A finales de siglo la mayor parte de África y de América Latina generaban muy pocos científicos en términos absolutos y aún menos en relativos. En un mundo cada vez más globalizado, los científicos se concentraron en los pocos centros que disponían de los medios adecuados para desarrollar su trabajo, es decir, en unos pocos países ricos altamente desarrollados y sobre todo en los EE.UU. Los cerebros del primer mundo que en la era de las catástrofes escaparon de Europa por razones políticas, se han ido de los países pobres a los países ricos desde 1945, principalmente por razones económicas. En los cincuenta y sesenta la mitad de los doctorados de los EE.UU. salió de la quince universidades de mayor prestigio. En un mundo democrático y populista, los científicos formaban una elite que se concentró en unos pocos centros financiados. La tecnología basada en la ciencia estaba ya en el centro del mundo burgués del siglo XIX, aunque la gente prácticamente no

supiese bien qué hacer con los triunfos de la teoría científica. Sin embargo, muchas áreas de la vida humana seguían estando regidas casi exclusivamente por la experiencia, la experimentación, la habilidad, el sentido común entrenado y la difusión sistemática de conocimientos sobre las prácticas y técnicas disponibles. No obstante, aun cuando la alta ciencia del siglo XX era ya perceptible antes de 1914 (automóviles, la aviación, la radio y el cinematógrafo, la relatividad, la física cuántica o la genética), la ciencia no había llegado a ser algo sin lo cual la vida cotidiana era inconcebible en cualquier parte del mundo. La tecnología basada en las teorías y en la investigación científica avanzada dominó la explosión económica de la segunda mitad del siglo XX, y no sólo en el mundo desarrollado. El caso es que las tecnologías se basaban en descubrimientos y teorías tan alejados del entorno cotidiano del ciudadano medio, que sólo una docenas o a lo más centenares de personas en todo el mundo podían entrever inicialmente que tenían implicaciones prácticas. No obstante, por más incomprensibles que fuesen las innovaciones científicas, una vez logradas se traducían casi inmediatamente en tecnologías prácticas. Visto en un laboratorio en 1960, el láser había llegado a principios de los ochenta a los consumidores a través del disco compacto. La biotecnología llegó con las técnicas de recombinación del ADN (combinar genes de una especie con genes de otra) y con las inversiones principales en medicina y agricultura. Los nuevos avances científicos se traducían, en un lapso de tiempo cada vez menor, en una tecnología que no requería ningún tipo de comprensión por parte de los usuarios finales: el método de cobro de los supermercados de los noventa tipifica la eliminación del elemento humano, así como el milagro con una tecnología científica de vanguardia que no necesitamos comprender o modificar, aunque sepamos o creamos saber cómo funciona. Así, la ciencia es tan indispensable y omnipresente como lo es Alá para el creyente musulmán. No cabe duda de que el siglo XX ha sido el siglo que la ciencia ha transformado tanto el mundo como nuestro conocimiento del mismo. La propia religión llegó a

ser tan dependiente de la alta tecnología científica como cualquier otra actividad humana en el mundo desarrollado (el Vaticano se comunicaba vía satélite; el ayatolá Jomeini difundía sus mensajes en grabaciones magnetofócias; los estado coránicos trataban de equiparse con armas nucleares). Pese a todo, el siglo XX no se sentía cómodo con una ciencia de la que dependía y que había sido su logro más extraordinario. Los temores a la ciencia se vieron alimentados por el sentimiento de que era incomprensible y que sus consecuencias eran imprevisibles y probablemente catastróficas, que ponía de relieve la indefensión del individuo y que minaba la autoridad, y el sentimiento de que era intrínsecamente peligrosa pues interfería el orden natural de las cosas. Si bien los temores hacia la ciencia se mezclaban con el miedo a sus consecuencias prácticas (como las armas nucleares), en la primera mitad del siglo las mayores amenazas para la ciencia no procedían de quienes se sentían humillados por su vasto e incontrolable poder, sino de quienes creían poder controlarla. El nacionalsocialismo alemán y el estalinismo rechazaban la ciencia porque desafiaba visiones del mundo y valores expresadas en formas de verdades a priori, los nazis se privaron de sus mejores talentos dedicados a la física en la Europa continental al forzar el exilio a los judíos y a otros antagonistas políticos, destruyendo la supremacía científica germana de principios de siglo. En la época de Stalin, la URSS se enfrentó con la genética tanto por razones ideológicas como porque la política estatal estaba comprometida con el principio de que, con un esfuerzo suficiente, cualquier cambio era posible, siendo así que la ciencia señalaba que este no era el caso en el campo de la evolución en general y en el de la agricultura en particular. El régimen nazi y el soviético compartían la creencia de que sus ciudadanos debían aceptar una “doctrina verdadera” pero una que fuese formulada e impuesta por las autoridades seculares político-ideológicas. A finales del siglo XX la imposición de criterios oficiales a la teoría científica volvió a ser practicada por regímenes basados en el fundamentalismo religioso. Desde la primera bomba atónica (1945) los científicos alertaron a sus gobiernos acerca del poder destructivo que el

mundo tenía ahora a su disposición: la idea de que la ciencia equivale a una catástrofe potencial pertenece a la segunda mitad del siglo. En algún momento de la era del imperio se rompieron los vínculos entre los hallazgos científicos y la realidad basada en la experiencia sensorial, al igual que entre la ciencia y el tipo de lógica basada en el sentido común. En el 0siglo XX los teóricos dirían a los técnicos lo que tenían que buscar y encontrar a la luz de sus teorías. No es que la observación y la experimentación fuesen secundarias, de hecho, en la primera mitad de siglo las limitaciones de la óptica se superaron gracias al microscopio electrónico (1937) y al radiotelescopio (1957). Sin embargo, a pesar de que la ciencia es y debe ser una colaboración entre teoría y práctica, en el siglo XX los teóricos llevaban el volante. Para los propios científicos la ruptura con la experiencia sensoria y con el sentido común significó una ruptura con las certezas tradicionales de su campo y su metodología. La física newtoniana era el ámbito científico más sólido y coherente: era objetiva, sus leyes eran universales, sus mecanismos se podían explicar en términos de causa y efecto. Todo el sistema era en principio determinista y el propósito de la experimentación en el laboratorio era demostrar esta determinación. Todas esta características se pusieron en entredicho entre 1895 y 1914 con las teorías de Planck y de Einstein, con la transformación de la teoría atómica que siguió al descubrimiento de la radiactividad en 1890. Entre 1924 y 1927 las dualidades que preocupaban a los físicos fueron eliminadas o soslayadas con la construcción de la “mecánica cuántica”. Los conceptos clásicos de la física, como posición, velocidad o impulso, no son aplicables más allá de ciertos puntos, señalados por el “principios de indeterminación” de Heisenber. La única forma de aprender la realidad era describirla de modos diferentes y juntar todas las descripciones para que se complementasen unas con otras, este era el “principio de complementariedad” de Bohr. En 1931 las matemáticas alcanzaron el último reducto de la certidumbre: Gödel demostró que un sistema de axiomas nunca puede basarse en sí mismo. Si

hay que demostrar su solidez, hay que recurrir a afirmaciones externas al sistema. Hubo pioneros de la ciencia a quienes resultó imposible aceptar el fin de las viejas certidumbres, como Planck y Einstein que expresó sus recelos en el remplazo de la causalidad determinista por leyes puramente probabilísticas con su frase: “Dios no juega a los dados con el universo”. Sin embargo, hubo un presupuesto básico y esencialmente estético que no se puso en duda: una teoría bella deber ser elegante, económica y general. Debe unificar y simplificar, como lo habían hecho hasta entonces los grandes hitos de la teoría científica. Galileo y Newton demostraron que las leyes que gobiernan la tierra y el cielo eran las mismas, la química redujo la variedad de formas de la materia a 92 elementos, la física del XIX demostró que la electricidad, el magnetismo y la óptica tenían las mismas raíces. Sin embargo, la nueva revolución científica no produjo una simplificación, sino una complicación. Ejemplos de esta complicación fueron los problemas que generó en las antiguas certidumbres la teoría de la relatividad de Einstein, o el nuevo tipo de síntesis conocido como “teoría del caso”, que rompió los lazos entre la causalidad y la posibilidad de predicción, puesto que no sostenía que los hechos sucediesen de manera fortuita, sino que los efectos que se seguían de unas causas específicas no se podían predecir, en 1929 Hubble descubrió que el universo entero parecía expandirse a una velocidad de vértigo, lo que produjo el floreciente campo de la cosmología, y disminuyó así, la identificación de la ciencia “dura” con la experimentación, es decir, con la reproducción de los fenómenos naturales, pues cómo se iban a repetir hechos que eran irrepetibles por definición (como el Big-Ban). Planck expresó la crisis de la ciencia en estos términos: “Apenas hay un principio científico que no sea negado por alguien”, aunque el pesimismo no prevalecía entre la mayoría de los científicos, Rutherford afirmó: “estamos viviendo en la era heroica de la física”. La era de las catástrofes fue una etapa rara donde hubo científicos politizados, y no sólo porque se demostró que no podían dar por supuesta su integridad personal. A diferencia de lo que pasa en la ciencias sociales o humanas, esta politización era

excepcional en las ciencias naturales, cuya materia no exige, ni siquiera sugiere opiniones sobre los asuntos humanos. Sin embargo, los científicos estaban más politizados por sus creencias de que los políticos no tenían ni idea del potencial que la ciencia moderna ponía en manos de la sociedad humana. Por otra parte, cada vez resultaba más evidente que la investigación no sólo necesitaba fondos públicos, sino también organización pública. La segunda guerra mundial fue el primer conflicto (desde la era jacobina) en que los científicos fueron movilizados de forma sistemática y centralizada con fines militares. Paradójicamente, la guerra atómica fue hija del antifascismo. Una simple guerra entre estados-nación no hubiera movido a los físicos nucleares, gran parte refugiados por el fascismo, a incitar a los gobiernos británico y estadounidense a que construyeran la bomba atómica. La guerra acabó de convencer a los gobiernos de que dedicar grandes recursos a la investigación científica era factible y esencial para el futuro. La temperatura política de la ciencia bajó después de la segunda guerra mundial. Entre 1947 y 1949 el radicalismo experimentó un rápido descenso en los laboratorios. La guerra fría entre Occidente y el bloque soviético nunca generó entre los científicos nada parecido a las pasiones desencadenadas por el fascismo. El patrocinio de los gobiernos y de las grandes empresas alentó un tipo de investigadores que no discutían la política de quienes les pagaban y preferían no pensar en las posibles implicaciones de sus trabajos, en especial si pertenecían al ámbito militar. Como un ejemplo, la mayoría de los doctores en física de la NASA no tenían mayor interés en conocer las razones que orientaban sus actividades (la carrera espacial contra la URSS). Fue en la zona de influencia soviética donde la ciencia se politizó más a media que avanzaba la segunda mitad del siglo: el portavoz de la disidencia política era el físico de la construcción de la bomba H soviética, Andrei Sajarov. Los científicos demostraron ser indispensables para la URSS, pues permitieron que ésta aventajara a los EE.UU. en la tecnología espacial (primer satélite: Sputnik, 1947; primer viaje espacial tripulado, 1961, 1963).

La ciencia hizo eco de su tiempo, era prácticamente inevitable que tras la desordenada proliferación de partículas subatómicas especialmente tras la aceleración experimentada en los años cincuenta, condujese a los científicos a buscar simplificación. Los ordenadores electrónicos permitían hacer simulaciones y desarrollar modelos mecánicos que se consideraban funciones físicas y mentales básicas de los organismos, incluyendo el humano. Uno de los debates filosóficos habituales de la segunda mitad del siglo era si se podía diferenciar la inteligencia humana de la inteligencia artificial, es decir, qué es lo que había en la mente humana que no fuese programable en teoría en un ordenador. En el siglo XIX las mejoras del progreso burgués, la continuidad y el gradualismo dominaron los paradigmas de la ciencia. El cambio geológico y la evolución de la vida en la tierra se habían desarrollado sin catástrofes, poco a poco. La ciencia del siglo XX ha desarrollado una imagen del mundo muy distinta. Nuestro universo nació hace 15 millones de años, de una explosión primordial y se especula que pueda terminar de igual forma, por otra parte está lleno de cataclismos: novas, supernovas, gigantes rojas, enanas, agujeros negros y otros fenómenos astronómicos que antes de los veinte eran desconocidos. En los sesenta la geología y la teoría evolucionista regresaron a un catastrofismo directo a través de la paleontología, se expuso un mundo compuesto por gigantescas placas movedizas, a veces en rápido movimiento (tectónica de placas), por otra parte, geólogos y paleontólogos exponen su catastrofismo especulando sobre un bombardeo del espacio exterior, es decir, la colisión de uno o varios grande meteoritos. Sin embargo, a partir de los setenta el mundo exterior afectó a la actividad de los laboratorios de una manera más indirecta, pero más intensa, con el descubrimiento de que la tecnología derivada de la ciencia era capaz de producir cambios fundamentales e irreversibles en el planeta Tierra. En 1973 Rowland y Molina se dieron cuenta de que los clorofluorocarbonados, empleados en la refrigeración y en los aerosoles, destruían el ozono de la atmósfera terrestre; también en los setenta empezó a discutirse el problema del “efecto invernadero”, el calentamiento de la

temperatura del planeta debido a la emisión de gases producidos por el hombre. Estos temores explican porqué en los setenta las política y las ideologías se interesaron por las ciencias naturales, hasta debatir sobre la necesidad de límites prácticos y morales en la investigación científica. Diez años después de la primera guerra mundial, la ciencias de la vida experimentaron una revolución con los avances de la biología molecular, que desvelaron los mecanismo universales de la herencia, el “código genético”. La revolución del ADN, el mayor descubrimiento de la biología, dominó las ciencias de la vida durante la segunda mitad del siglo XX y produjo serias controversias en la medida en que sus trabajos podían utilizarse con fines racistas o políticos. Fueron las perspectivas de la ingeniería genética las que llevaron a plantearse la cuestión de si debían ponerse límites a la investigación científica. Esto minó lo que se consideraba el principio básico de la ciencia, que debía buscar la verdad dondequiera que esta búsqueda la lleve. De lo que se trataba ahora no era de la búsqueda de la verdad, sino de la imposibilidad de separarla de sus condiciones y consecuencias. Para la mayoría de los científicos financiados con fondos públicos, los controladores de la investigación eran los gobiernos. Las prioridades de éstos no eran, por definición, las de la investigación “pura” especialmente cuando esta es cara. Tampoco eran, ni podían ser, las prioridades de la investigación aplicada, sino en función de la necesidad de lograr ciertos resultados prácticos, como, por ejemplo, una terapia efectiva contra el cáncer o el SIDA. Quienes trabajaban en estos campos no se dedicaba a los que les interesaba, sino a lo que era socialmente útil o económicamente rentable. La verdad es que la ciencia es tan grande e indispensable como para dejarla a merced de sí misma. La paradoja de esta situación era que el poderoso motor de la tecnología del siglo XX, y la economía que ésta hizo posible, dependía cada vez más de una comunidad relativamente minúscula de personas para quienes las colosales consecuencias de sus actividades resultaban secundarias o triviales. Todos los estados apoyaron la ciencia a la vez que evitaban interferir en ella en la medida de lo posible. Pero a los

gobiernos no les interesaban las verdades últimas, sino la verdad instrumental.

XIX: EL FIN DEL MILENIO Por primera vez en dos siglos, el mundo de los noventa carecía de cualquier sistema o estructura internacional. El único estado que se podía calificar de gran potencia, en el sentido en que el término se planteaba en 1914, era los EE.UU. No está claro lo que significaba en la práctica. Rusia había quedado reducida a las dimensiones que tenía a mediados del siglo XVII. Reino Unido y Francia se redujeron a un estatus regional, Alemania y Japón eran grandes potencias económicas sin necesidad de reforzarse militarmente. El peligro de otro holocausto nuclear como el causado por las grandes potencias en el siglo XX, ya no existía. La propia desaparición o transformación de todos los actores –salvo unodel drama mundial significaba que una tercera guerra mundial al viejo estilo era improbable. Esto no quiere decir que las guerras terminaran, hubo guerras que no tenían nada que ver con la confrontación entre superpotencias (guerra anglo-argelina 1982; Irán-Irak 1980-1988). El peligro global de guerra no había desaparecido, sólo había cambiado. Ahora resultaba posible que pequeños grupos disidentes pudieran crear problemas y destrucción en cualquier lugar del mundo (como el IRA en Gran Bretaña, el fundamentalismo islámico), aunque hasta fines del siglo XX el coste originado por tales actividades era modesto, ya que el terrorismo no estatal era mucho menos indiscriminado que los bombardeos de la guerra oficial. La democratización de los medios de destrucción hizo que los costes de controlar la violencia no oficial sufriesen un gran aumento. En muy pocos casos los estados estaban preparados para afrontar estos gastos. Durante la segunda mitad del siglo quedó claro que el primer mundo podía ganar batallas pero no guerras contra el tercer mundo, había desaparecido el principal activo del imperialismo: la disposición de las poblaciones para dejarse administrar una vez conquistadas.

El siglo finalizó con un desorden global de naturaleza poco clara, y sin ningún mecanismo para poner fin al desorden o mantenerlo controlado. El derrumbamiento de la URSS minó también las aspiraciones del socialismo no comunista, marxista o no. Por otra parte, la fe en una economía de mercado sin restricciones también estaba en quiebra. Las bases de la teología neoliberal tenían poco que ver con la realidad. El fracaso del modelo soviético confirmó que ninguna economía podía operar sin un mercado de valores. El fracaso del modelo ultraliberal confirmó que no se pueden dejar todos los asuntos humanos al mercado. Otro derrumbe fue el de las religiones occidentales. De 1960 en adelante, el declive del catolicismo romano se precipitó. Cada vez menos hombres y mujeres prestaban oídos a las diversas doctrinas de estas confesiones cristianas. Europa se vio invadida después de la guerra por una mezcla de xenofobia y de política de identidad étnico-lingüística-cultural muy peligrosa. Incluso a principios de los noventa, algunos observadores empezaron a proponer públicamente el abandono del “derecho a la autodeterminación”. A futuro, los dos problemas centrales son de tipo demográfico y ecológico. Se espera que la población mundial se estabilice en diez mil millones de personas para el 2030, debido a la reducción de la natalidad en el tercer mundo, de no ser así, se puede abandonar toda apuesta por el futuro. Las fricciones entre los trabajadores nacionales y los inmigrantes a los países desarrollados será uno de los factores principales de las políticas de las próximas décadas. Por otra parte, un crecimiento económico similar al de la primera mitad del siglo, tendría consecuencias ecológicas catastróficas para el género humano. Una respuesta a esta crisis ecológica debe ser objetiva y realista. Se tendrá que buscar un equilibrio entre la humanidad, los recursos (renovables) que consume y las consecuencias que sus actividades producen en el medio ambiente, establecer este equilibrio no es un problema científico y tecnológico, sino político y social. Sería incompatible con una economía basada en la búsqueda ilimitada de los beneficios económicos.

Tres aspectos de la economía mundial de fin de siglo han dado motivo para la alarma: 1) la tecnología continúa expulsando al trabajo humano de la producción de bienes y servicios, sin proporcionar nuevos empleos, 2) el desplazamiento de las industrias a lugares con mano de obra más barata a provocado la caída de los salarios en las zonas donde son altos, y 3) la economía mundial de mercado libre debilitó la mayor parte de los instrumentos para gestionar los efectos sociales de los cataclismos económicos, se ha vuelto una máquina incontrolable. A finales de siglo los gobiernos occidentales coincidían en que el coste de la seguridad social y de las políticas de bienestar público era demasiado elevado y debía reducirse, también se podían desatender de las personas muy pobres siempre y cuando el número de consumidores fuera elevado. Las políticas de las empresas era: a) reducir al máximo el número de sus empleados, b) recortar los impuestos de la seguridad social. Los catastróficos resultados de este modelo ha hecho que sus partidarios tengan que repensarlo. Sin embargo, la reforma se ha visto impedida porque el sistema no tienen ninguna amenaza política creíble, el hundimiento de la URSS y la fragmentación de la clase obrera, la insignificancia militar del tercer mundo, etc. disminuyen el incentivo de la reforma. Aunque a finales de siglo la característica principal de los estados era la inestabilidad, algunas características del panorama político global permanecieron inalterables. El estado-nación perdió poder y atributos al transferirlos a entidades supranacionales, y también los perdió, en la medida en que la desintegración de grandes estados e imperios produjo una multiplicidad de pequeños estados. Ahora el estado-nación esta a la defensiva contra una economía mundial que no puede controlar, contra las instituciones que creó para remediar su propia debilidad internacional, como la Unión Europea, lucha contra su capacidad para mantener la ley y el orden. Y sin embargo, el estado resulta ahora más indispensable que nunca para remediar las injusticias sociales y ambientales causadas por la economía de mercado. La distribución social y no el crecimiento es lo que dominará las políticas del nuevo milenio.

El final del siglo corto marcó un dilema para la toma de decisiones de los estados. Ahora los estados democráticos ya no podían prescindir de la opinión pública, mientras que sus autoridades tenían que tomar decisiones para las que la opinión pública no servía de guía. Quienes menos problemas tuvieron para tomar decisiones eran los que podían eludir la política democrática: las corporaciones privadas, las autoridades supranacionales y los regímenes antidemocráticos. La dificultad de los gobiernos democráticos para tomar decisiones los llevó a eludir al electorado y a sus asambleas de representantes. La política se convirtió en un ejercicio de evasión y parece que continuará siéndolo. De hecho, un gran número de ciudadanos abandonó la preocupación por la política, dejando los asuntos de estado en manos de los miembros de la “clase política”. La decadencia de los partidos de masas eliminó el principal mecanismo social para convertir a hombres y mujeres en ciudadanos políticamente activos. Esta despolitización no dejó con las manos libres a las autoridades para tomar decisiones. Al contrario, los medios de comunicación se convirtieron en actores principales de la escena pública, su importancia en el proceso electoral era superior incluso a la de los partidos y a la del sistema electoral. Pero esta claro que ni los medios, ni las asambleas ni el pueblo pueden actuar como gobierno, ni que el gobierno puede tomar decisiones públicas contra el pueblo o sin el pueblo. Si el sufragio universal sigue siendo la regla general, parecen existir dos opciones principales. Donde la toma de decisiones sigue siendo política, se soslayará más el proceso electoral, o mejor dicho, el control constante del gobierno inseparable de él. La otra opción sería recrear el tipo de consenso que permite a las autoridades mantener una sustancial libertad de acción, al menos mientras el grueso de los ciudadanos no tenga demasiados motivos de descontento. Vivimos en un mundo cautivo, desarraigado y transformado por el colosal proceso económico y técnico-científico del desarrollo del capitalismo que ha dominado los dos o tres siglos precedentes. Las fuerzas generadas por esta economía son lo bastante poderosas como para destruir el medio ambiente, esto

es, el fundamento material de la vida humana. Si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongado el pasado o el presente. Si intentamos construir un tercer milenio sobre estas base, fracasaremos.

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