Historia Del Pensamiento Social

January 16, 2018 | Author: Carlos RiVera | Category: Greece, Politics (General), Philosophical Science, Science, Science (General)
Share Embed Donate


Short Description

Descripción: Libro que describe las diferentes etapas y expresiones del pensamiento social....

Description

HISTORIA DEL PENSAMIENTO SOCIAL 13.a Edición

S alvador Giner

SALVADOR GINER

HISTORIA DEL PENSAMIENTO SOCIAL

EDITORIAL ARIEL, S. A.

Cubierta: Rai Ferrer («Onomatopeya») 1. a edición: abril 1967 2. a edición, ampliada y revisada: octubre 1975 3. a edición, ampliada y revisada: diciembre 1982 © 1967 y 1982: Salvador Giner © 1967 y 1982 de los derechos de edición para España y América: Editorial Ariel, S. A., Córcega, 270 - Barcelona-8 ISBN: 84 344 1675 1 Depósito legal: B. 42308 -1982 Impreso en España 1982. — Impreso por Talleres Gráficos DUPLEX, S. A. Ciudad de la Asunción, 26 - Barcelona-30 Ninguna parte de esta publicación, incluido el diaeño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, • ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

A Q U IE N L E Y E R E A principios de 1967 publiqué la prim era edición de esta historia del pensam iento social occidental, tras haber trabajado en ella durante algunos años. Ahora, casi a un decenio de haber dado cima al m anuscrito original, no m e hubiera atrevido a tanto. Dado m i invariable interés por la historia de la teoría social, quizás habría entregado a m is editores alguna labor que cubriera un período más reducido, o un tem a m ás circunscrito, pero no una obra de tanto alcance tem poral como la presente. Confieso que cuando se m e inform ó de que la edición estaba agotada y convenía preparar una segunda, m e acerqué con cierta desazón a la tarea de revisarla. Los fallos y virtudes del escritor quedan grabados en la letra im presa y le m iran im perturbables a él, y sólo a él, del m ism o m odo que el espejo dice verdades o fal­ sedades, según lo que se inquiera en él. He buscado ambas, y no m e engaño: esta introducción crítica a la historia de las ideas sociales dista aún de ser lo que yo quisiera que fuese. No obs­ tante, la presente edición supera en m ucho a la anterior, lo cual, a m i juicio, es razón suficiente para darla a la im prenta. H e eli­ m inado párrafos repetitivos y he añadido otros a m i juicio nece­ sarios. H ay ahora algunas secciones nuevas, sobre todo en la últim a parte, de manera que el pensam iento contem poráneo recibe m ayor atención. Se ha am pliado el aparato bibliográfico, en espe­ cial en lo que se refiere a fuentes castellanas, para que sea de m ayor utilidad al estudioso que tom e este libro como prim er paso para adentrarse por el cam po fértil de la filosofía social o de la teoría sociológica. Finalmente, he corregido un buen nú­ m ero de errores menores. E stoy en deuda con varias personas que en su día leyeron diversas partes del m anuscrito original, o lo com entaron crí­ ticam ente en su totalidad una vez hubo salido a la luz. E ntre los prim eros deseo nom brar al profesor Ángel Latorre, de m i barcelonesa Facultad de Derecho, por sus observaciones sobre los capítulos dedicados a Roma, así como el señor Josep Calsamiglia, por su atención al capítulo sobre Platón. E ntre los segundos destacan Augiist Gil i Cánovas, ya fallecido, y E m i­ lia Sales i Bolunyá, profesor de economía política en la Uni­ versidad de Bellaterra. Adem ás de ellos, hay otros que, sin saberlo, han tenido un influjo no pequeño en el texto. El capítulo dedicado a H obbes fu e escrito tras un sem inario intensivo

con el profesor Friedrich von H ayek y un cursillo con el profesor Leo Strauss, am bos m aestros m íos en la Universidad de Chicago. Mi tratam iento de M ontesquieu debe m ucho a varias lecciones dadas conjuntam ente con Juan R am ón Capella, en su seminario de Filosofía del Derecha, en Barcelona, cuando el tiem po y la autoridad com petente nos lo perm itían. E n lo que se refiere a m i enfoque de la filosofía de la crisis en la época contemporánea, m i deuda es con m i amigo y m aestro Josep Ferrater i Mora. El índice de la prim era edición fue com pilado por M ontserrat Sariola. Tam bién han sido im portantes para m í las críticas apareci­ das en varias publicaciones de España, la Argentina y Méjico, pero no quiero alargar dem asiado la lista m encionando todos los nom ­ bres de quienes tuvieron a bien prestar su atención a estos papeles. Mis editores Alexandre Argullós y Joan R evenios m erecen una atención especial por su actitud a la vez crítica y estim ulante en todo m om ento: quiero aprovechar esta oportunidad para dejar constancia de m i reconocimiento. E ste libro está dedicado a m i padre. S. G. S arria, verano de 1974

Repetidas reim presiones de la segunda edición y el paso de un lustro m ás aconsejan que revise de nuevo el texto de este manual y que lo amplíe. La revisión general la he realizado con el m ism o espíritu que expresa m i introducción a la edición de 1975 y afecta al conjunto del texto. E n ciertos casos tal revisión se beneficia de estudios m íos realizados y publicados con independencia de este tratado. Adem ás existen varias ampliaciones sustanciales, como la adición de una nueva sección al capítulo sobre la Revolución Bol­ chevique y de todo un nuevo capítulo sobre el m arxism o contem ­ poráneo. Debo expresar m i agradecimiento, una vez más, a m i amigo y editor, Alexandre Argullós, p or su incesante estím ulo, y a Josep Poca por su valiosa cooperación en la preparación de la presente edición. Tam bién a Josep María Sariola por su ayuda en las pre­ cisiones introducidas en el terreno de la ética cristiana, el cual, desgraciadamente, no podrá ver ya el resultado de ella. E n espe­ cial quiero dar las gracias a Manuel Jacobo Cartea, de Caracas, por sus observaciones y m atizaciones críticas a diversas partes del texto. Gracias a ellos, y las personas m entadas en el prólogo anterior, el lector tiene en sus m anos un trabajo m ucho m enos im perfecto de lo que sería si sólo yo lo hubiera com puesto. M iddlebury, Connecticut, Nueva Inglaterra, 1980-1981

1. Las notas de pie de página han sido redactadas según los siguien­ tes criterios: — Al dar datos sobre fuentes originales o fuentes primarias me he abstenido de citar la edición por mí utilizada, y por lo tanto de men­ cionar el número de la página; sí, en cambio, he mencionado el capítulo y la sección, si los hubiere. Como quiera que las obras clásicas poseen múltiples ediciones, el lector puede así dirigirse a cualquiera de ellas para cotejo o ampliación. — Cuando me refiero a fuentes secundarias, o a comentarios sobre los textos originales, doy la fecha de la primera edición, la de la utili­ zada, la localidad de publicación y la página o páginas en cuestión; datos tradicionalmente presentados en obras del tipo de la presente. Si he utilizado una edición castellana de obra extranjera, suelo dar tam­ bién el título original. — Al mencionar un opus citatus sépase que debe encontrarse en el mismo capítulo, de modo que no hay que buscarlo pacientemente entre todos los anteriores. 2. Si no señalo lo contrario, las traducciones de los textos origi­ nales y de las fuentes secundarias son mías. 3. A partir de la IV Parte, dedicada al Liberalismo, los temas son presentados con otros criterios cronológicos. Así, la Parte siguiente, que trata del Socialismo, comienza en épocas tratadas en la anterior. O sea, el criterio temático prevalece sobre el temporal. Con ello se gana en claridad expositiva.

INDICE A QUIEN L E Y E R E ................................................................................................. 7 N ota a la ter c er a e d ic ió n , 9 Ad v e r t e n c ia s ..................................................................................................... 11 L

ibro

primero

EL PENSAMIENTO SOCIAL EN LA ERA CLASICA Capítulo I. — Los orígenes del pensam iento crítico en la

ciudad-estado g r i e g a .......................................................................... 25 1. El m undo social de los helenos: la polis . . . . 25 2. La ciudad de los lacedem onios y la ciudad de los a te n ie n s e s ........................................................................................28 3. La épica, origen de la especulación social . . . . 32 4. La dem ocracia: S o l ó n ............................................................. 35 5. La dem ocracia: Tucídides y P e r ic le s .................................. 36 6. Ideas políticas de los atenienses: ley n atu ral y ley h u m a n a ....................................................................... . 37 7. Las ideas sociales de los filósofos presocráticos . . 39 8. La historia en G re c ia ................................................................... 41 9. S ó c r a t e s ........................................................................................43 C apítulo II. — P l a t ó n .......................................................................... 46

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11.

Sem blanza de P la tó n ................................................................... 46 El m étodo p la tó n ic o ................................................................... 47 C arácter general de la R e p ú b lic a ......................................... 49 La definición de la j u s t i c i a ...................................................... 50 La naturaleza hum ana según la República . . . . 51 Organización del estado p la tó n ic o ......................................... 52 El com unism o en la R e p ú b lic a ................................................53 La e d u c a c i ó n .................................................................................54 En torno al hom bre de e s t a d o ................................................55 Las l e y e s ....................................................................................... 56 El m ejor estado p o s ib le ............................................................. 57

C apítulo III. — A r i s t ó t e l e s ................................................................... 60

1. Sem blanza de A r i s t ó t e l e s ...................................................... 60 2. Ética y p o l í t i c a .......................................................................... 61

3. 4. 5. 6. 7. 8.

La naturaleza hum ana y el origen del estado . . . E stática social: tipología de los estados . . . . El m ejor estado: la constitución m ixta . . . . Dinámica social: teoría de las revoluciones . . El derecho y la l e y ............................................................72 La e c o n o p i í a ............................................... . . .

63 64 68 69 73

CapItulo IV. — Crisis de la polis y período helenístico .

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

. 76 La crisis de la c iu d a d -e s ta d o ................................................76 Las ideas económ icas de los g r ie g o s .................................. 77 La crítica literaria del s is t e m a ................................................79 La crítica polém ica del s is te m a ................................................80 El p a n h e le n is m o .......................................................................... 82 El período h e l e n í s t i c o ....................................... 83 El cam bio cultural del período helenístico . 85

Capítulo V. — Las concepciones sociales del pueblo romano

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

88 I n t r o d u c c i ó n .................................................................................88 La com unidad rom ana p r i m i t i v a ......................................... 88 La fam ilia y el carácter r o m a n o s ......................................... 89 El derecho y la ju ris p ru d e n c ia ................................................92 La «res publica» r o m a n a .............................................................94 Las ideas económicas de los r o m a n o s .................................. 97 E s c la v itu d ....................................................................................... 99 El i m p e r i o ............................................................................... 101

Capítulo VI. — La filosofía social en el m undo romano .

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

. 103 I n t r o d u c c i ó n ............................................................................... 103 El e s to ic is m o ............................................................................... 104 Lucrecio y los albores del pensam iento sociológico . 108 Marco Tulio C ic e r ó n ........................................................ 110 Los orígenes de la filosofía de la historia: Polibio . 113 Los historiadores r o m a n o s ........................................... 117 Séneca y la últim a fase del e sto ic ism o ....................... 122 L

ibro

segundo

EL PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO Y MEDIEVAL Capítulo I. — E l pueblo judío y los orígenes del cristianism o

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

129 La trib u hebrea . . . 129 El m onoteísm o y el p a c t o ............................................130 M esianismo y p ro v id en cialism o .....................................132 El individuo y su in m o rta lid a d ..................................... 134 El trasfondo histórico del cristianism o . . . . 135 Jesús de N a z a r e t ................................ 137 La m oral revolucionaria del hom bre nuevo . . . 138 Dios y el C é s a r ................................. . . . . 140 San Pablo de Tarso .................................................................. 141

Capítulo II. — La expansión del cristianism o en el m undo

ro 1. 2. 3. 4. 5.

m a n o .............................................................................................144 La situación s o c i a l .................................................................. 144 La nueva teología: la p a t r í s t i c a .............................................. 147 San Agustín. Sem blanza in te le c tu a l....................................... 148 Las dos c i u d a d e s .................................................................. 150 La filosofía agustiniana de la h i s t o r i a .................................151

Capítulo III. — El m e d i o e v o ........................................................... 153

1. Problem as de definición. Orígenes de la época m e­ dieval .............................................................................................153 2. El f e u d a l i s m o .........................................................................156 3. Los Usatges y la C arta M a g n a .............................................. 158 4. Im perio e I g le s ia .........................................................................160 5. Ideas económ icas m e d ie v a le s .............................................. 162 C apítulo IV. — E l e s c o la s tic is m o .....................................................165

1. 2. 3. 4. 5. 6.

La vida m onástica .................................................................. 165 Juan de S a l i s b u r y .................................................................. 166 Sem blanza intelectual de Santo T o m á s .................................167 La filosofía tom ista del d e re c h o .............................................. 168 El bien c o m ú n .........................................................................170 Conflicto entre Iglesia y m onarquía en la B aja E dad M e d i a .............................................................................................172 7. Al m argen de los conflictos: los arquetipos sociales de Ram ón Llull y Dante A lig h ie ri....................................... 174 8. El averroísm o político: M arsilio de Padua . . . . 176 9. William de O c c a m .................................................................. 178

L

i b r o

t e r c e r o

EL PENSAMIENTO SOCIAL DURANTE EL RENACIMIENTO, LA REFORMA Y LA ILUSTRACIÓN Capítulo I. — E l r e n a c im ie n to ..................................................... 183

1. 2. 3. 4. 5. 6.

La aparición de la b u r g u e s í a ........................................ 183 Eximenis: el concepto de «cosa pública» . . . . 185 Los albores del n a c i o n a l i s m o ........................................187 El hum anism o: E rasm o yV i v e s .......................................... 188 El m e rc a n tilis m o ........................................................................ 191 La revolución c i e n t í f i c a ........................................................... 195

Capítulo II. — Nicolás M a q u i a v e l o ........................................ 198

1. 2. 3. 4. 5.

Sem blanza de M a q u ia v e lo ...............................................198 El realism o p o l í t i c o ................................................................... La naturaleza h u m a n a ........................................................... 201 El P r í n c i p e ............................ ............................... 202 El estado y la razón de e s t a d o ................................................204

6. El patriotism o de Nicolás M a q u ia v e lo .................................206 7. El r e p u b l i c a n i s m o ..................................................................207 C apítulo III. — Las u to p ía s ............................................................ 210

1. 2. 3. 4. 5.

I n t r o d u c c i ó n ............................................................................... 210 Santo Tomás M o r o ..................................................................212 Las ideas económ icas de la Utopía de Moro . . . 213 La isla de U to p ía ........................................................................ 215 Las dem ás utopías r e n a c e n t i s t a s ....................................... 217

Capítulo IV. — La reform a p r o t e s t a n t e ................................. 219

1. 2. 3. 4. 5. 6.

I n t r o d u c c i ó n ............................................................................... 219 M artín Lutero y el lu te ra n is m o ..............................................221 Las ideas políticas de L u t e r o ..............................................223 Juan Calvino y la teocracia g in e b r in a ................................ 225 La m oral económica del c a lv in is m o .................................226 El calvinismo en Francia y las Vindiciae contra t y r a n n o s ......................................................................................228 7. La expansión de las teorías m onarcóm anas . . 230

Capítulo V. — La teoría del estado y el derecho natural .

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

232 I n t r o d u c c i ó n ............................................................................... 232 La herencia de M a q u ia v e lo .....................................................233 La C ontrarreform a y la Com pañía de Jesús . . . 234 Francisco de V itoria: la fundación del derecho in ter­ nacional ......................................................................................237 La teoría española de las relaciones e n tre el estado y el derecho n a t u r a l ..................................................................239 Francisco S u á r e z ........................................................................ 240 Jean B o d i n ............................................................................... 242 Hugo Grocio: la consolidación teórica del derecho de g e n t e s .................................................................. . 245

Capítulo VI. — La teoría absolutista, la del derecho natural

y la expansión del ra cio n a lism o ...............................................247 1. I n t r o d u c c i ó n ............................................................ . 247 2. La ú ltim a guerra de religión . . . . . . . 248 3. El absolutism o e s p a ñ o l ........................................................... 249 4. El absolutism o f r a n c é s ........................................................... 251 5. Bossuet: teocracia e h i s t o r i a ..............................................253 6. El iusnaturalism o de Sam uel Pufendorf . . . . 254 7. El afianzam iento de la actitud científica . . . . 256 8. B aruch de S p i n o z a ..................................................................258 9. Spinoza: política y libertad in te le c tu a l.................................260 Capítulo VIL — La revolución in g le s a ................................

1. 2. 3. 4.

. 264 I n t r o d u c c i ó n ............................................................................... 264 Las polém icas del absolutism o en In g laterra . . . 265 La R eform a en I n g l a t e r r a ......................................................267 La guerra c i v i l ........................................................................ 269

5. El puritanism o en el p o d e r .................................................... 273 6. El com unism o d urante la revolución inglesa . . . 274 Capítulo V III. — Thom as H o b b e s ............................................... 278 1. Sem blanza de Thom as H o b b e s ..............................................278 2. Peculiaridades de la naturaleza hum ana . . . . 280 3. Las bases de la sociedad hum ana: el estado de natu ­ raleza y el con trato s o c i a l .....................................................281 4. Las bases de la sociedad hum ana: el derecho natu ral 284 5. M aterialism o, cientifismo e I g l e s i a ....................................... 285 6. Visión de conjunto del esquem a político de Hobbes . 286 Capítulo IX. — La I l u s t r a c i ó n ........................................................... 288 1. Ilustración y absolutism o ilu strad o . . . . . 288 2. Los orígenes de la idea del p r o g r e s o ...........................290 3. La querella de los antiguos y m odernos y la conso­ lidación de la idea del p ro g r e s o ..............................................293 4. Vico y la nueva filosofía de la h i s t o r i a ...........................295 5. L ibrepensam iento y crítica social: V oltaire . . . 298 6. Los e n c ic lo p e d is ta s ..................................................................300 7. Los orígenes de la economía política: la fisiocracia . 301 8. Jurisprudencia y hum anitarism o en la Ilustración: B e c c a r i a ......................................................................................304 Capítulo X. — El liberalismo a n g lo s a jó n ....................................... 306 1. Los escritores republicanos y la consolidación de la Revolución I n g l e s a ..................................................................306 2. John L o c k e ...............................................................................308 3. E stado de naturaleza y con trato s o c ia l.................................310 4. La propiedad y los poderes lim itados del estado . . 312 5. El m arqués de H a l i f a x ........................................................... 313 6. David H u m e ...............................................................................314 7. Adam S m i t h ...............................................................................317 Capítulo X I. — M o n t e s q u i e u ........................................................... 321 1. Sem blanza de M o n te sq u ie u .................................................... 321 2. Los orígenes del m étodo s o c io ló g ic o ................................ 322 3. Sociedad, m edio am biente, c r e e n c i a s ................................ 324 4. El espíritu de las leyes s o c ia le s ..............................................327 5. La tipología de los e s t a d o s .................................................... 329 6. La doctrina de la división de p o d e r e s ................................ 331 7. L ibertad y s o c ie d a d ..................................................................332 8. La crítica m oral de M o n te s q u ie u ....................................... 334 Capítulo X II. — Jean-Jacques R o u s s e a u ....................................... 336 1. Semblanza de R o u s s e a u ...........................................................336 2. La revisión de la teoría del progreso y del raciona­ lism o ............................................................................................ 339 3. La cuestión de la desigualdad hum ana y el estado de n a tu r a le z a ........................... 340

4. La n atu ral bondad del ser h u m a n o ................................. 342 5. La educación del in d iv id u o ...............................................343 6. La últim a teoría del contrato social. La idea de la voluntad g e n e r a l ........................................................................ 345 7. Rousseau, político p r á c t i c o .....................................................348 Capítulo X III. — La revolución a m e r i c a n a ...........................350

1. La era colonial y el trasfondo p uritano de la re­ volución ......................................................................................350 2. La guerra de la In d e p e n d e n c ia ..............................................352 3. Los hom bres de la re v o lu c ió n ..............................................353 4. La Declaración de Independencia y la dem ocracia según J e f f e r s o n ........................................................................ 354 5. La Constitución de los Estados U n id o s................................ 356 6. El F ed era lista ...............................................................................357 7. La D eclaración de D e re c h o s.................................................... 359

L

ibro

cuarto

EL LIBERALISMO Capítulo I . — La Revolución F ra n c e sa ........................................ 365

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

I n t r o d u c c i ó n ............................................................................... 365 Los tres e s t a d o s ........................................................................ 367 El tercer e s t a d o ........................................................................ 369 La Declaración de Derechos del H om bre y del Ciu­ dadano ......................................................................................371 Los g i r o n d i n o s ........................................................................ 373 Los ja c o b in o s ...............................................................................374 La teoría del gobierno re v o lu c io n a rio .................................377 La relevancia de la Revolución Francesa p a ra el pen­ sam iento social p o s t e r i o r .................................................... 378

Capítulo II. — El idealismo a l e m á n ........................................380

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Ilustración y R o m a n tic ism o .................................................... 380 Im m anuel K a n t ........................................................................ 382 La m oral kantiana: el im perativo categórico . . . 383 La paz p e r p e t u a ..................................................... . . 385 El nacionalism o de F i c h t e .................................................... 387 Hegel y la d i a l é c t i c a ..................................................................388 L ibertad y alienación según H e g e l....................................... 391 La concepción hegeliana de la h isto ria . . . . . 392 Derecho, sociedad civil y e s t a d o ....................................... 394

Capítulo III. — Conservadurism o y r e a c c ió n ...........................398

1. I n t r o d u c c i ó n ............................................................................... 398 2. Edm und B u r k e ........................................................................ 399

3. 4. 5. 6. 7.

La R e s t a u r a c i ó n ........................................................................ 402 Thom as R obert M a l t h u s .................................................... 405 Juan Donoso C o r t é s ........................................ . 408 Jaim e B a l m e s ........................................................................ 410 Perm anencia del conservadurism o . . . . . . 412

Capítulo IV. — El utilitarism o i n g l é s ........................................415 1. I n t r o d u c c i ó n ...............................................................................415 2. Jerem y B e n th a m ........................................................................ 416 3. R adicalism o político y radicalism o filosófico . . . 419 4. David R i c a r d o ........................................................................ 421 5. John S tu art Mili . . . 424 6. La libertad c i v i l ........................................................................ 427 7. La Escuela de M a n c h e s t e r .................................................... 429 8. La perm anencia del u t i l i t a r i s m o ....................................... 430 Capítulo V. — E l nacionalismo y la expansión del liberalism o 432 1. El n a c io n a lis m o ........................................................................ 432 2. A l e m a n i a ..................................................................................... 433 3. F r a n c i a ......................................................................................434 4. I t a l i a ............................................................................................ 436 5. E s p a ñ a ................................. 438 6. H ispanoam érica . 440 7. La continuidad del l ib e r a lis m o ..............................................442 Capítulo VI. — Alexis de T o c q u e v ille ........................................ 445 1. Sem blanza de T o c q u e v i l l e .............................................. 445 2. Un análisis sociológico de los E stados Unidos . . 447 3. La pasión dem ocrática: la ig u a l d a d .................................450 4. La teoría del pluralism o politicosocial . . . . . 455 5. Las raíces de la re v o lu c ió n .................................................... 456

L

ibro

ouinto

EL SOCIALISMO C apítulo I. — Los orígenes del s o c ia lism o ................................. 461

1. I n t r o d u c c i ó n ................................. ...... .................................461 2. Antecedentes del socialismo: los Diggers . . . . 463 3. Orígenes del com unism o contem poráneo: La «Cons­ piración de los I g u a le s » ........................................................... 466 4. El socialism o tecnocrático: El conde de Saint-Simon y su e s c u e l a ............................................................................... 468 5. Charles Fourier y el f o u r ie r is m o .........................................471 6. R obert Owen y el p rim er socialism o b ritán ico . . 474 7. Fin del utopism o y afirm ación de los m ovim ientos s o c ia lis ta s ......................................................................................476

C apítulo I I . — El a n a r q u i s m o ..................................................... 480

1. Los antecedentes del a n a r q u is m o ................................. 480 2. Pierre Joseph Proudhon y su concepción de la pro­ piedad ...................................................................................... 482 3. M utualism o y federalism o proudhonianos . . . . 486 4. Max S t i r n e r ....................................................................... 488 5. Mijail B a k u n i n ................................................................ 490 6. El príncipe K r o p o t k i n ................................................... 493 7. El anarquism o e s p a ñ o l ................................................... 495 8. Perm anencia del a n a r q u i s m o ................................. 498 Capítulo III. — Karl Marx y Friedrich Engels (I) .

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

. . 500 Sem blanza de Marx y E n g e ls ........................................500 El trasfondo filosófico del m arxism o . . 504 La dialéctica m a r x i a n a ...................................................506 La teoría de la a lie n a c ió n ............................................ 508 Crítica del pensam iento re v o lu c io n a rio ........................ 512 La teoría de la id e o lo g ía ...................................................514 La fundam entación sociológica del m arxism o . . 515 El M anifiesto c o m u n is ta ...................................................517

Capítulo IV. — Karl M arx y Friedrich Engels (II) . . .

521 1. El m aterialism o histórico y m odo de producción . . 521 2. E stru ctu ras sociales p r e c a p i t a l i s t a s ........................524 3. La teoría económ ica m arxiana: el m odo capitalista de p r o d u c c i ó n ................................................................528 4. La estru ctu ra de la sociedad burguesa: la lucha de c l a s e s ................................................................................... 532 5. La historia contem poránea: la revolución en E uropa 536 6. La historia contem poránea: la revolución en E spaña 539 7. Revolución to tal y d ictadura del proletariado . . 542 8. El c o m u n i s m o ........................................................................ 543 9. La síntesis de E n g e ls .................................................................544

Capítulo V. — La prim era expansión del socialism o .

. . Prim er desarrollo del m ovim iento socialista . . . La socialdem ocracia y Ferdinand Lassalle . . . . Las p rim eras Internacionales . Revisionismo y reform ism o: B ernstein y K autsky . La huelga general: Georges S o r e l .............................. 554 Internacionalism o y guerra: Rosa Luxem burg . . . El socialism o en la G ran B retaña: La Sociedad Fab i a n a ................................................................................... 558 8. La revolución m e j i c a n a ...............................................

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Capítulo VI. — La Revolución rusa y la ideología soviética .

1. 2. 3. 4.

547 547 548 550 552 556 559

562 Los orígenes ideológicos de la Revolución ru sa . . 562 V ladim ir Ilich Lenin . ■..................................................566 Las bases teóricas del b o lch ev ism o .............................. 568 E l estado y la r e v o lu c ió n ................................. 571

5. 6. 7. 8.

El Partido C om unista de la Unión Soviética . . . 575 Liev T r o t s k y ..................................................... .577 Ele s t a l i n i s m o .................................................................. 578 Laposteridad de la revolución bolchevique: la ideo­ logía s o v i é t i c a ........................................................................ 581 L

ibro

sexto

LA CIENCIA Y EL PENSAMIENTO SOCIALES EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO Capítulo I. — Los orígenes de la sociología: positivism o y

o r g a n i c i s m o ......................................................................................587 1. Gestación de la ciencia sociológica . . . . . 587 2. Auguste Com te.................................................................... 588 3. La sociología en el m arco del sistem a com tiano de la c ie n c ia .................................................................................. 590 4. La ley de la evolución de la hum arfídad . . . . 593 5. Misión y alcance de la sociología com tiana . . 595 6. H erb ert S p e n c e r .............................................................. 596 7. La dim ensión orgánica de la s o c ie d a d .......................597 8 La evolución de la s o c ie d a d .......................................... 599 9. El individualism o s p e n c e r i a n o ....................................600 10. Organicismo y darw inism o s o c i a l .......... 601 C apítulo II. — La consolidación de la teoría sociológica .

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12.

. 605 Crecim iento de las ciencias s o c i a l e s ................................... 605 La sociología en Francia: Ém ile D urkheim . . . 608 La división del trab ajo en la sociedad . . 610 El m étodo de la so c io lo g ía .......................... 612 El sociologismo de D u r k h e i m ................... 614 Sociología germ ánica: Tonnies y Sim m el . .. 615 Max W eber y su m e t o d o l o g í a ........................... . 619 Alcance y legado de la sociología w eberiana . . . 621 La expansión de la sociología . . . . . 622 La sociología e s p a ñ o l a ................................. 625 La sociología en H is p a n o a m é r ic a ..............................628 Expansión y enriquecim iento de la ciencia sociológica 629

Capítulo III. — La filosofía de lacrisis . .

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

. . La cuestión de las crisis de n uestra era . . . . La crisis en la filosofía de la h i s t o r i a ....................... 634 Friedrich N i e t z s c h e ........................................................ 636 La supuesta decadencia de la sociedad civil . . José Ortega y G a s s e t ..................................................639 H om bre m asa y sociedad invertebrada . . . . El fascism o y la c r i s i s ..................................................642 La interpretación de K arl M a n n h e im ....................... 644 La interpretación de Sigm und F r e u d ....................... 646 Expansión y perm anencia de la filosofía de la crisis .

633 633 637 641

648

Capítulo IV. — E l m arxism o del siglo X X .

. . . 652 1. Alcance y form as del m arxism o contem poráneo . . 652 2. La herencia de Engels: K autsky, el austrom arxism o, la econom ía política m a r x i s t a ..............................................655 3. El m arxism o como filosofía: Bloch, Lukács, Korsch 658 4. Antonio G r a m s c i ........................................................................ 663 5. La Escuela de F rancfort: la teoría crítica . . . . 667 6. El porvenir del m arxism o o c c i d e n t a l ................................ 672

C apítulo V. — A m odo de conclusión: presente y porvenir

de 1. 2. 3. 4. 5. 6.

la teoría s o c i a l ........................................................................ 674 La transform ación del m undo m oderno . . . 674 Ideología y pensam iento s o c i a l ..............................................676 H om bre y sociedad c o n te m p o rá n e a....................................... 679 H om bre y ciencia social ..............................................682 El porvenir de la sociedad m o d e r n a ................................ 685 Raíz y m isión del pensam iento social crítico . . 689

LIBRO PRIMERO EL PENSAMIENTO SOCIAL EN LA ERA CLASICA

LOS O R ÍG E N E S D E L P E N S A M IE N T O C R ITIC O E N LA CIUDAD-ESTADO G R IEG A § 1. E l mundo social de los h e l e n o s : la P olis . — Tanto la filosofía social como toda especulación racional y científica tiene su origen histórico en el seno de las ciudades-estado de la Grecia clásica. Es m enester com prender su peculiar e stru c tu ra social y su m undo cultural p ara alcanzar un entendim iento adecuado del significado de la gran aportación de los fundadores rem otos de nu estra teoría social. Los problem as p o r ellos form ulados y las soluciones que propusieron no han decrecido en im portancia. Vivimos aún en gran m edida en el universo cultu ral que ellos crearon. Cuando surge la civilización griega propiam ente dicha, tra s el declinar de las sociedades arcaicas m inoicas y cretenses, nos en­ contram os con que toda la H élade está dividida en un núm ero considerable de estados m inúsculos. Esa fragm entación perd u rará como algo inherente a la vida de Grecia. Muchos siglos m ás tarde, Grecia experim entará una unión te rrito ria l paulatina, pero sólo a causa de potencias externas, m acedonias o rom anas, y esa unión m arcará tam bién el lento fin de su existencia. Y es que una de las características m ás sobresalientes de la cu ltu ra griega es que pueden percibirse en ella dos tendencias de signo contrario; la una inclina a cada com unidad a m an ten er sus lazos de cultura, de creencia, o de solidaridad política y m ilitar con los dem ás pueblos de la Hélade; la o tra las inclina a afirm ar su independencia. Independencia p a ra el griego significa, prim ero, autosuficiencia, o aúxápxEia, y, segundo, autogobierno o aúxovopía. Todo ello obe­ dece a la doble convicción del griego de que el único ám bito posible para u n hom bre civilizado es aquel que puede ab arcar y discernir su entendim iento, y con el que puede identificarse em ocionalm ente. Sólo las com unidades con el tam año y las carac­ terísticas propias de la ciudad-estado responden a estos requisi­ tos. Puede añadirse adem ás que la ciudad-estado eq uidista tan to del m undo trib ial prim itivo com o del de los grandes despotism os orientales. La tribu, al hallarse a m erced de u n sinfín de peligros constantes, carece de uno de estos rasgos, el de la posibilidad de discernir las cosas m ediante el raciocinio sistem ático. É ste queda supeditado al pensam iento mágico, única interp retación factible

del m undo, que hay que co n ju rar m ás bien que in terp retar. Por o tra parte, los im perios egipcio y persa carecen del otro rasgo, el emocional com unitario: en ellos el individuo no consigue identi­ ficarse con el sistem a total, representado p o r un déspota, y la am algam a racial y territo rial no p erm ite lealtad alguna hacia las instituciones com unes que son, p o r lo general, de índole fiscal y represiva. La ciudad-estado evita am bos extrem os. Por ello el griego considerará b árb aro s tan to a los hom bres que viven escla­ vos de la naturaleza —las tribus del resto de E uropa— como a los súbditos y vasallos de las inm ensas tiranías asiáticas, sus incómo­ dos vecinos del Este. Poca duda cabe de que el desarrollo de una concepción crítica de la vida social pudo tener lugar gracias a una serie de condicio­ nes m ateriales excepcionales. Grecia es la m ás oriental de las tres penínsulas m eridionales de E uropa y, p o r tanto, la zona m ás cercana a las p rim eras grandes civilizaciones. Por o tra parte, su conform ación orográfica es m uy com plicada, de m odo que el país queda dividido en un gran núm ero de valles, cuando no de islas. El m utuo aislam iento de estas zonas tiende a au m en tar la indivi­ dualidad de cada grupo hum ano que las habite. Este hecho sepa­ rad o r queda com pensado p o r otro elem ento: el m ar. Es fácil llegar de una a o tra p a rte de la península balcánica y, claro está, a cualquiera de los archipiélagos, por vía m arítim a. El m ar es para los griegos el cam ino n atural, pero un cam ino con límites. El M editerráneo es un m ar cerrado cuyas distancias son fácil­ m ente m ensurables, lo que quiere decir que es una buena escuela de m arinos. Si los griegos no se hubieran hecho a la m ar, su civilización no h ubiera existido. «¿Cómo pueden m eros labradores —dirá Pericles—, sin conocim iento del m ar, alcanzar cosa alguna digna de ser notada?» 1 El intercam bio de ideas y bienes que faci­ lita el m ar, enriquece la im aginación helénica, m ientras que la rocosa com plejidad geográfica de su país le inculca un sentido de la m edida y pone lím ites precisos a sus com unidades. Además, éstas gozan de una n a tu ra l au tarq u ía económica. Aunque la Grecia clásica distaba m ucho de ser un paraíso de abundancia, la riqueza de su suelo y la bondad de su clim a garan­ tizaban un m ínim o de ocio a sus prim eros habitantes. En Grecia no sólo el poderoso, sino gran núm ero de sus habitantes sabían lo que era holgar. La holganza «origina la contem plación del m ism o m odo que la necesidad fom enta la creación de los ingenios técnicos que llam am os inventos. El cam pesino griego com prendía y gozaba de la profundidad y sutileza de Eurípides, pero jam ás pensó en crear una m áquina ta n sencilla com o el molino de viento».1 2 El contraste en tre estos dos tipos de logro, el especu­ lativo y el técnico, nos debe d a r una clave m ás p a ra entender algunos de los lím ites que jam ás supo trasp o n er la m ente antigua. 1. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, 1,142-1432. Alfred E. Zimmern, The Greek Commonwealth. Oxford, 1922, p. 60.

Pero lo que m ás nos interesa son precisam ente los lím ites que traspuso, concretam ente en el terreno de las ideas sociales. Es posible m encionar m uchos otros factores que influyeron en la creación del universo social del hom bre clásico. Así, por ejem ­ plo, Fustel de Coulanges, en un estudio notable, dem ostró la im portancia de las antiguas religiones arias en el desarrollo de las instituciones dem ocráticas y en los hábitos de raciocinio que flore­ cieron en las ciudades-estados.34 Si toda interpretación unilateral de lo social es incorrecta, en el caso de Grecia lo sería m ás que ningún otro. La ciudad-estado abarca lo político, lo religioso y lo económico, pero es tam bién una escuela y una m oral, es decir, una form a de vida. En griego, el nom bre de la ciudad-estado es Tzi'kig'. Lo cierto es que estas dos p alabras castellanas traducen m uy pobrem ente el sentido de la griega. En adelante utilizarem os el nom bre de polis con m ucha frecuencia, pues la transcripción parece m ás adecuada que la traducción. Algunos autores han propuesto otros nom bres, como el de «ciudad tribal» o «ciudad estirpe».' Aunque es m ejo r decir sim plem ente polis, estos últim os no van desenca­ m inados. En efecto, la ciudad-estado griega posee, en sus prim eros siglos, la unidad y las virtudes políticas características de las trib u s trashum antes, en las que el sentim iento de pertenencia al grupo y el conocim iento m utuo personal y directo son tan des­ collantes; pero p o r otro lado la polis es u n estado territo rial donde tiene lugar toda la gran variedad de las actividades hum a­ nas —la agricultura, la política, el comercio, que son las condicio­ nes necesarias p ara la existencia de cualquier cu ltu ra superior—. Más, m ientras existe la polis genuina, los rasgos tribales persisten tam bién. A una trib u se pertenece sólo p o r estirpe. Por ello los estados griegos no sabrán nunca resolver el conflicto entre ciuda­ danos p o r una p arte y ex tranjeros y esclavos por otra. Los últim os, por m ucho que convivan con el cuerpo de ciudadanos, nunca serán asim ilados d u ran te la era clásica de la historia helena. La polis es, pues, la única unidad política pensable p a ra el heleno, h a sta p ara sus filósofos m ás grandes e im aginativos. Aun­ que u n a polis griega in ten tara poseer la hegem onía sobre las demás, jam ás pretendía reducirlas a m eros apéndices de su propia e stru c tu ra política, porque ello significaría la transform ación del propio estado dom inante. El m antenim iento arm onioso del m ism o era un objetivo m ás im portante que el convertirlo en capital de un gran territo rio . H asta las colonias fundadas p o r una ciudadestado en algún lugar de la cuenca m editerránea pasaban a ser en sí estados independientes, aunque estuvieran unidas p o r reli­ gión y pactos de ayuda y paz con la m etrópoli fundadora. Y todo ello, sencillam ente, porque el griego pensaba que el gran estado territo ria l no está hecho a la m edida del hom bre. Por eso hay que 3. Numa Denis Fustel de Coulanges, La cité antigüe. París, 1864, passim. 4. Ultrich von Wilamowitz-Mollendorff, Staat und Gesellschaft der Griechen. Berlín y Leipzig, 1910, p. 26.

in sistir en que la polis es p a ra el griego, ante todo, una ética y una form a de vida. El teatro, los festivales religiosos, las discu­ siones en la plaza del m ercado, las decisiones bélicas o com ercia­ les, todo ello es p a ra el griego vida política o de la polis. No es que confunda unas cosas con o tras —la capacidad analítica es una de sus virtudes—, sino que las concibe integradas en un con­ ju nto único, en el que la vida social espontánea fluye p o r el cauce ordenado de la com unidad helena, u n cauce que hace posible, por prim era vez en la historia, el paso del pensam iento m ítico al pen­ sam iento crítico, es decir, del dogm a a la razón.5 § 2. La CIUDAD DE LOS LACEDEM 0 N I0 S Y LA CIUDAD DE LOS ATENIEN­ SES. — Para ilu stra r m ejo r la naturaleza y funciones de la polis grie­ ga, conviene quizá que nos refiram os a algunas polis concretas. La variedad, dentro de los rasgos com unes expresados ya en parte, es la característica m ás sobresaliente del conjunto de los pueblos helénicos. Sin em bargo, la descripción de sus diversos modos de organizar la vida en sociedad no es dem asiado difícil si tom am os como ejem plos los dos casos extrem os, E sp arta y Atenas. Cada una representa con un cierto grado de pureza una de las dos vertientes de la civilización griega, la dórica y la jónica. La p ri­ m era entiende la vida como sacrificio, servicio y heroísm o. La segunda, como un goce, una independencia y un arte. Mas, como cualquiera que conozca la historia de Grecia no ignora, am bos pueblos poseían tam bién, en m edida considerable, todas estas virtudes a la vez. En el curso de las invasiones dorias, u n a de las ram as de este pueblo ocupó la Laconia, p a rte sudoriental de la península del Peloponeso. Después de h ab er subyugado a la población del valle del río E urotas, que discurre por el centro del país, esta trib u se estableció en sus orillas, en u n a ciudad que nunca perdió un aire de cam pam ento m ilitar, y que se llam ó E sparta. Los conquistado­ res se llam aban Lacedemonios. A parentem ente, la organización política que —con el tran scu rso del tiem po— fue afincándose en E sp arta y sus dominios, posee abundantes rasgos que la oponen precisam ente a los m ás originales y característicos de las ciudadesestado griegas. E n efecto, el sistem a espartano estaba basado en el m antenim iento de un dominio, p o r p a rte de los espartíatas, directo y absoluto sobre las vidas de sus num erosos vasallos, llam ados helotes. El estado de los lacedem onios en este sentido era idéntico a cualquier o tro no griego, en el que un grupo conquistador m antenía p o r todos los m edios a su alcance su supre­ m acía sobre el resto de los sojuzgados. Pero en una cosa se dife­ renciaban los espartanos: la sociedad lacedem onia quería confor­ m arse según los principios de un ideal. E n seguida verem os en qué consistía. E ste hecho es el que da a E sp arta su enorm e inte­ rés en el terreno de las ideas sociales. Ya en los tiem pos prim eri­ 5. E. Voegelin, Order and History, Universidad de Lousiana, 1957, vol. II, pp. 111-240.

zos de la civilización helénica era corriente discutir las ventajas y los inconvenientes de la organización social y la form a de vida espartanas. El ideal político espartano ejerció u n a atracción con­ siderable en la m ente de Platón, p o r no decir en la de pensadores y políticos de todos los tiem pos. Su estabilidad e inm utabilidad aparentes, la claridad y rigidez de sus instituciones, han atraído desde entonces tan to las m entes de los filósofos como las de los desengañados de las dem ocracias en crisis. Y esto es lo relevante, desde el punto de vista de la h isto ria de las ideas. Mas la verdad —ignorada p o r m uchos adm iradores del orden espartano— es que, como dijo Tucídides, E sparta, «más que ninguna o tra o tra ciudad griega, estaba desgarrada p o r las disensiones in testin as».6 Como se ha indicado, el e stra to dom inante era el de los espartíatas, descendientes de los conquistadores. Sus vasallos se com ponían de dos grupos; el p rim ero estab a form ado por los helotes, esclavos del estado espartano, y no de individuos p a rti­ culares. El segundo consistía en los llam ados periecos, gentes que gozaban de libertad, pero que eran excluidas de toda decisión bélica o política. Es curioso descubrir que la situación económica de los helotes no era extrem adam ente m ala; se les obligaba a contrib u ir con una cuota fija de su trab ajo , y los espartanos les dejaban a cam bio in crem entar sus bienes cuanto quisieran. La opresión era m ás bien la del estado policía. A bundaban los agen­ tes secretos enviados p o r el gobierno que liquidaban a todo helóte de apariencia peligrosa, sin juicio ni explicaciones.7 N aturalm ente, esto provocó innum erables rebeliones, de las que sabem os poco en concreto, pues la clase gobernante se cuidaba bien de m ante­ n er el secreto sobre su existencia. La censura política y la tergi­ versación de la h isto ria a m anos del dom inador encuentran ya en E sp arta precedentes rem otos. La constitución esp artan a se debe a una reform a o serie de reform as cuyo origen se atribuye al probablem ente quim érico le­ gislador Licurgo. E sta reform a no afectó a las relaciones entre espartanos y helotes, sino a la organización in terna de la vida de los prim eros. En p rim er lugar, E sp arta poseía una asam blea popular, form ada p o r todos los ciudadanos varones m ayores de edad. E sta Asamblea era la verdaderam ente soberana. Aunque elegía un im portante Consejo y unos éforos o supervisores, la Asamblea poseía la ú ltim a p alab ra en todo asunto vital. Q uedaban dos reyes, con poderes m uy lim itados, que presidían sobre el esta­ do y la Gerusía, o consejo de ancianos, am bas instituciones m eros restos de la constitución anterior, m ucho m ás aristocrática. Vemos así, pues, que, dentro del cuerpo de ciudadanos, el cam bio político conocido con el nom bre de reform a de Licurgo consistió en una dem ocratización evidente, aunque ni el núm ero de los esp artíatas con plenos derechos ni sus form as de vida puedan perm itirnos el considerar a E sp arta como dem ocracia. Sí podem os, por o tra 6. Tucíd, I, 18. 7. M. Rostovzeff, Greece (trad. inglesa del ruso), Nueva York, 1963, p. 79.

parte, destacar que el socialism o occidental tiene su m ás rem oto origen en la ciudad lacedem onia.' Claro está que se tra ta de lo que podríam os llam ar un socialism o de estado, y adem ás con ca­ racterísticas m arcadam ente castrenses y elitistas. E n plena niñez, el ciudadano pasaba a la tutela directa del estado y dedicaba su vida enteram ente a la profesión m ilitar. Cuando no estaba ocupa­ do en una expedición bélica, vivía en cofradías, com puestas por ciudadanos que eran m iem bros de su m ism a unidad de combate. E stas cofradías com ían en refectorios colectivos. La vida de los ciudadanos era frugal y d u ra aun en tiem pos de paz. He aquí, pues, que la explotación de los helotes no conduce a los espartíatas a la molicie o, sencillam ente, a una vida desahogada. Ello se debe, como he señalado antes, a que en E sp arta lo im portante era realizar un ideal, vivir conform e a unos principios paradig­ m áticos. En ello vemos bien claram ente el sello de lo heleno. El ideal de E sp arta im ponía una austerid ad excesiva, y hasta una abnegación individual dem asiado en contra de las tendencias ge­ nerales de la vida griega, pero no dejaba de ser un ideal y, por ende, de fascinar a los dem ás helenos, am igos o enemigos del pueblo lacedemonio.'’ Atenas creció y consolidó sus instituciones d u ran te el m ism o período que E sparta, pero por m uchas razones en sentido opues­ to. En vez de ser una ciudad continental, Atenas se alza a orillas del Egeo, en el centro de la península ática, con un puerto exce­ lente, el Pireo. Sus pobladores eran jonios, y parece que sufrieron menos que otros pueblos de este grupo griego el em bate de las invasiones dorias. Quizá p o r esta razón, m ás el hecho de ser los jonios los pueblos m ás cercanos a o tras civilizaciones a través del Asia Menor, Atenas pronto empezó a desarro llar una im portante y original cultura. Desde el punto de vista político, ésta se plasm a nada menos que en la creación de la p rim era dem ocracia que conoce la historia. Esto tuvo lugar tra s de la progresiva disolu­ ción del poder m onárquico en el Ática y la concentración, en torno a la Acrópolis, de las tribus que la poblaban, en un plano de igualdad política. Conocemos con b astan te precisión las instituciones de la de­ m ocracia ateniense, sobre todo después de la reform a hecha en ellas por Clístenes (año 507 a.C.). La m ás im portante de ellas era la Ecclesía o Asamblea general de los ciudadanos. Todos los ma­ yores de edad podían asistir a ella. Ahora bien, como su tam año era excesivo p ara que funcionara eficazmente, había un Consejo de los Quinientos que venía a ser el parlam ento de la ciudad, y que era el que norm alm ente iba legislando y m arcando las direc­ trices políticas. Jun to a estos dos cuerpos políticos tenem os el Consejo del Areópago, especie de cám ara alta, rem iniscencia de tipo aristocrático, y los tribunales con ju rad o s populares. Estas instituciones, en sí, no harían de Atenas una dem ocracia, pues 89 8. Ibid., p. 76. 9. H. D. F. Kitto, The Greeks. Harmondsworth, 1963 (1.a ed., 1951). pp. 93 y 94.

todos los estados griegos, fuere cual fuere su constitución, poseían asam bleas deliberantes.10 Lo im p o rtan te del estado ático era la form a de acceso del ciudadano al poder y su participación en la vida general de la sociedad. En efecto, el ateniense entendía que la participación activa en la vida política era una de las atribuciones de todo ciudadano norm al y civilizado. El hom bre ajeno a la política, apático o indiferente, era considerado im per­ fecto y vicioso. La actividad pública era u n a virtud. Lo im portante era, pues, que el poder, adem ás de responder a los deseos de los ciudadanos, estuviera distribuido en tre ellos equitativam ente. Con este fin, las leyes atenienses preveían que los cargos públicos fuesen repartidos echándose a suertes, en su m ayor parte. He aquí una peculiaridad descollante de la dem ocracia ateniense, muy diferente de la idea m ás m oderna de dem ocracia m ediante vota­ ción. A través de esta lotería política, cualquier ciudadano alcanza un puesto de resp o n sab ilid ad ,y el privilegio o las añagazas del poli­ tiqueo parecen ser elim inadas en parte. Por o tra parte, Atenas no se constituye en un gobierno centralista, a pesar de su pequeñez, sino en un conjunto de barrios, m al llam ados tribus o demos, con autonom ía adm inistrativa, y de donde salen los candidatos para la Asamblea de los Cincuenta, una sección reducida del Consejo de los Q uinientos, y que poseía aún m ás capacidad de m aniobra y eficacia. E ste Consejo tenía u n presidente, quien, por serlo, ocupaba el poder suprem o de la ciudad-estado. Tal honor sólo podía poseerse d urante un día y una sola vez en la vida. H as­ ta ese extrem o llegó la actitu d sospechosa del pueblo ateniense frente al poder prolongado de una sola persona. El funcionam iento del Consejo dependía de que la Asamblea popular le perm itiera actuar, p ara lo cual tenía que congraciarse o ganarse la voluntad y la opinión públicas. Pero el pueblo ejercía su control sobre el gobierno m ás claram ente a través de sus tribunales. Éstos estaban form ados con individuos nom brados por los dem os y podían juzgar, sin apelación, a cualquier ciuda­ dano. Así, aquellos que poseían cargos de responsabilidad podían ser perseguidos crim inalm ente, y castigados p o r un tribunal. Aun antes de ocupar un cargo, los tribunales populares podían some­ ter a examen al candidato. Los atenienses estaban muy conscien­ tes de la identidad entre pueblo y tribunales, y m uy celosos de que la fuerza de éstos no dism inuyera, única m anera de que su dem ocracia subsistiera con toda su delicada estructura. El menos avisado lector verá las enorm es diferencias que existen entre la dem ocracia helénica y la m ás au téntica de nues­ tros días. Aunque el ateniense desconocía los derechos de los no ciudadanos o de los esclavos, las dem ocracias contem poráneas son m ucho m ás restringidas en la capacidad de participación auténtica de sus ciudadanos m edios en el poder público. Ade­ más, con todos sus defectos, Atenas establece unos principios 10. George H. Sabine, A History of Political Theory. Nueva York, 1963 (1.a ed., 1937), p. 6.

indiscutidos p o r todo hom bre que se considere dem ócrata, tanto hoy como entonces: responsabilidad del hom bre público ante la ley, lím ites de com petencia, lím ites tem porales en el ejer­ cicio de su cargo, soberanía popular, obediencia cívica a la ley prom ulgada. D etrás de todo esto hay u n conjunto de actitudes racionales que sostienen todo el edificio político. E ntre ellas está la creencia en la discusión política de los asuntos hum anos, y la desconfianza en la fuerza b ru ta. La discusión pública im plica una fe en el libre exam en de los problem as com unes. El ágora de Atenas fue en principio el lugar del m ercado, y m ás tarde el de las reuniones de la Asamblea popular. Luego, ya, es adem ás el sitio donde día tra s día los ciudadanos se reúnen en corros ino­ ficiales y deliberan incansablem ente sobre todo aquello que les parece pertinente. Esto, com binado con la idea de la voluntariedad esencial de la participación política, hace que se desvanezca poco a poco el predom inio de la coerción y la violencia, sustituidas por los principios de la cooperación y el respeto a la ley. Surge así esa nueva form a de organizar la vida en com ún basada en la idea del «gobierno p o r la palabra», idea que excluye, en la m edida de lo posible, tan to la arb itraried ad política como el peligro de tira n ía .11 § 3. L a épica , origen de la especulación social . — Los ciudada­ nos de las polis griegas, en un principio, educaron sus m entes y cul­ tivaron sus extraordinarias virtudes cívicas m ediante la m ítica y la poesía. El pensam iento social crítico es u n a de las ram as de la filosofía, y la filosofía nació ju n to a la poesía. Sin em bargo, se oye decir que las p rim eras m uestras de la filosofía lo fueron de la m etafísica, y no vam os a discutirlo. Pero sí es necesario poner de relieve que la m ás antigua de las obras poéticas de Grecia, la Ilíada, de Hom ero, es una fuente tan rica p ara la filosofía social como puedan serlo p a ra la m etafísica o la ontología los más antiguos vislum bres de los filósofos presocráticos. La obra de Hom ero, naturalm ente, no es una obra especulativa. Y, sin em bargo, sus versos solem nes y sencillos representan una declaración tan term in an te de racionalidad, libertad y dignidad para el hom bre frente a los dioses y a las fuerzas oscuras de su hado, que andaríam os equivocados si la d escartáram os en este libro. Con la Ilíada estam os todavía en el terren o de lo mítico, tanto como podam os estarlo con cualquier poem a oriental, por ejem plo el de Gilgamesh; pero adem ás, ju n to a estas raíces pro­ fundas en la visión prim itiva del m undo y de los hom bres, en la que lo m isterioso tiene im portancia capital, hay elem entos m ucho m ás m odernos. En la Ilíada, y tam bién en la Odisea, se describen las pasiones y los sufrim ientos de los hom bres como tales, con toda su com plejidad psicológica y, m uy a m enudo, sin 11. Como introducción general a la polis griega cf. G. Glotz, La cité grecque, París, 1928 (reed. 1968). Para un análisis de las dificultades de la democracia griega y sus contradicciones internas, cf. J. de Romilly, Problémes de la démocratie grecque, París, 1975.

referencia a fuerzas o causas extrahum anas. No es posible desa­ rro llar una filosofía sin h ab er antes conocido a fondo cómo es el hom bre, cuáles sus m otivaciones, cuál es el alcance de su poder y cuáles son sus conflictos. La Ilíada establece esta base para el pueblo griego. La violencia y la tern u ra, la vanidad y la hum ildad, la defensa del terruño, la invasión del ajeno, todo esto está no ya im plícito, sino explicado con la profundidad de que sólo la poesía es capaz y Hom ero, inigualable. Pero hay algo m ás, muy significativo p ara el desarrollo u lterio r de la filosofía de la socie­ dad: H om ero com prende y explica al enemigo. Más que sim patía, hay piedad p o r el troyano. E sto es im p o rtan te porque, ap arte del valor sentim ental que pueda tener, y que aquí no nos interesa en especial, supone una capacidad incipiente de «ponerse en el lugar del otro», de ver las cosas con u n nivel de objetividad e im parcia­ lidad sin el cual no es posible escribir una sola línea aceptable en un terren o ta n difícil como es el de la teoría y la ciencia social. La Ilíada y la Odisea nos inform an abundantem ente acerca de la estru ctu ra social de la Grecia m ás prim itiva, de la m entalidad de su nobleza, de sus actividades, sus valores, sus creencias. Pero, en nuestro sentido, esto es m ucho menos relevante que el hecho recién m encionado, es decir, el hecho de que am bas obras posibi­ litan un enfoque especulativo en el terreno de lo social. Poca duda cabe de esto cuando sabem os que todo el sistem a educativo heleno giró, d u ran te varios siglos, en torno a estas dos obras. El niño griego aprendía en sus versos una im agen del m undo, unas m áxim as de conducta. Las polis, ta n diferentes en tre sí, poseían todos estos poem as en com ún, en los que basaban su pedagogía elem ental. Y la pedagogía es una de las técnicas sociales. A me­ dida que tran scu rrió el tiem po, la obra hom érica, con sus rasgos aristocráticos, fue distanciándose de la realidad m ás dem ocrática de la vida de las ciudades helenas. Sin em bargo, su función como texto fundam ental educativo siguió siendo el mismo. Visto desde n u estra perspectiva, no podem os decir que eso fuera contraprodu­ cente, sino que seguram ente la Ilíada y la Odisea estim ularon la im aginación de los griegos y les afianzaron en sus creencias acer­ ca del valor individual. Sin em bargo, las invectivas de un Platón contra la poesía se deben, en gran parte, a su incom odidad ante la general aceptación de tan to s m itos que, a su entender, im pedían el desarrollo de un pensam iento m ás crítico y profundo. Pero el m ism o estilo de P latón revela sus raíces en la épica de H om ero.12 Mas no es en la epopeya hom érica, sino en Los trabajos y los días, la de Hesíodo, donde puede verse p o r vez p rim era un esfuer­ zo deliberado encam inado a dilucidar cuestiones sociales. N atural­ m ente, se tra ta de u n poem a y no de u n a o b ra especulativa, pero es u n poem a de alto contenido crítico, a la vez que ideológico. En prim er lugar, H esíodo se coloca en una actitud crítica frente a la sociedad griega de fines del siglo v m a.C., que le parece h ab er 12. Werner Jaeger, Paideia, Die Formting des Griechischen Menschen. Trad. castellana de Joaquim Xirau y Wenceslao Roces. Méjico, 1957, p. 47.

desertado de sus ideales arcaicos y h ab er degenerado en muchos aspectos. Hesíodo pertenecía a una de las com unidades griegas de Beocia que iban intensificando su vida com ercial. Hesíodo, alzán­ dose contra ello, se aferra a la idea de que lo n atu ral p ara el hom bre es el trab ajo agrícola y la ligazón a la tierra. Ésa es su idea central, y de ahí surge su canto al tra b a jo m anual, cosa no muy com ún en los escritores de la Antigüedad. Mas, para el poeta, el trab ajo no es principalm ente una fuente de riqueza, sino el medio p ara una vida m oralm ente recta. Con Hesíodo comienza la litera tu ra m oralizante que ataca a la pereza como fuente de todos los vicios. Y no todos los escritores h ab rían de estar de acuerdo sobre esta idea; p o r el contrario, en la Grecia y la Roma clásicas lo corriente será creer que el trab ajo m anual supone el envilecim iento y el acercam iento al estado anim al, y que p o r ello conviene dejarlo a los esclavos. Si el m undo antiguo hubiera se­ guido el cam ino trazad o p o r Hesíodo, no sólo su economía, sino la historia en general h ubiera seguido m uy diferentes derroteros. Hesíodo es un conservador sui generis a quien m olesta tanto la estulticia de los ricos como las m asas ignorantes de las ciuda­ des. Él querría volver a la pequeña em presa agrícola fam iliar, donde la econom ía d in e ra d a es m ínim a. E sa vuelta al pasado, com binada con su idea de que la situación presente representa un deterioro evidente de la sociedad, le hace concebir toda una filosofía pesim ista de la historia. H an existido varias generaciones o «razas», com o él dice, de hom bres, cada vez m enos perfectas y poderosas. Según él, los hom bres de su época pertenecían a la Raza de H ierro, a cinco generaciones de la Raza de Oro, que pro­ venía directam ente de los dioses. E sta creencia parece que estaba b astante generalizada en tre los griegos. La m ism a Iliada la refle­ ja, pues en ella hay una clara categorización de dioses a semidioses, y de éstos a héroes; los hijos de los semidioses son sólo héroes, y los de éstos ya hom bres, con todas sus limitaciones. Ahora bien, Hesíodo hace, a p a rtir de estos m itos, una serie de generalizaciones. P or ejem plo, im agina que si la sociedad ha de seguir degenerando, lo único que puede o cu rrir al final es una situación de caos com pleto. Será u n a guerra atom izada de todos co n tra todos, precedida p o r u n alzam iento general de todas las gentes, tan to de los ricos com o de los desheredados de la fortuna. Hesíodo, pues, nos da la p rim era visión apocalíptica de la historia y, adem ás, la idea de la guerra universal, idea que habría de tener especial atracción p ara m uchos de los pensadores políticos del fu tu ro .'3 Con Hesíodo presenciam os el paso del concepto de la areté, o virtud, en el sentido hom érico —valor y v irtu d guerrera— al sentido de v irtu d en el trab ajo . La labor hum ana comienza a con­ siderarse p o r sí m ism a como form a de heroísm o, y el trab ajo como la m ayor fuente de nobleza. Además, Hesíodo hace que el trab ajo esté presidido p o r el derecho y la justicia y no por el poder 13 13. Hesíodo, Los trabajos y los días, Versos 174 a 201. Para lo anterior, passim.

del m ás fuerte. Con motivo de un vulgar pleito jurídico en que se ve envuelto co n tra su propio herm ano, Hesíodo da al derecho el valor «de una lucha entre los poderes del cielo y de la tierra por el triunfo de la justicia. Así, eleva un suceso real de su vida, que carece p o r sí m ism o de im portancia, al noble rango y a la digni­ dad de la verdadera epopeya».14 Es éste el gran m érito de Hesíodo, el haber visto grandeza en el trab ajo cotidiano del labrador, en la lucha contra los atropellos judiciales que sufren hum ildes particulares, en los anónim os e innum erables sacrificios de las gentes desconocidas. En Hesíodo, esa voz inigualada de la Grecia rural, la dignidad de la persona hum ana encuentra su prim era expresión y defensa coherente. § 4. L a democracia : S olón. — P or h ab er inventado la dem ocra­ cia, la concepción del m undo político p o r p arte de los atenienses requiere una atención especial. De los m uchos in térpretes que de la m ism a existen, tres m erecen especial atención, Solón, Pericles y Tucídides. Veamos ahora la aportación del prim ero. La grandeza del legislador estriba, las m ás de las veces, en expresar en form a de ley fuerzas latentes en la sociedad de su tiem ­ po, y que requieren, en justicia, su aserción positiva en el terreno de lo jurídico. É sta fue la excelencia de Solón (639-559 a.C.), el le­ gislador m ás fam oso de Atenas. Cuando Solón se dispuso a interve­ nir en la constitución o conjunto de leyes públicas de Atenas, esta ciudad sufría una aguda crisis económ ica y ello se debía en gran p arte a que sus leyes eran inadecuadas a la nueva relación sur­ gida entre las diversas clases sociales, que hacía necesario que se prom ulgaran nuevas norm as p a ra regularla. Solón lo hizo, sim­ plificando una situación caótica y, lo que es m ás im portante, lim itando los derechos de los acreedores, quienes, antes de sus leyes, tenían poderes extraordinarios sobre la persona de los deudores. B aste con decir que los podían reducir a la esclavitud tem poral y, a veces, de p o r vida. Con esto Solón expresaba una filosofía del hom bre que ya irradiaba alrededor del año 600 a.C. el tem plo de Apolo en Delfos. El oráculo deifico venía a ser una fuente de educación ética p a ra los griegos. Su m ejor expresión la tenem os en la regla «nada en demasía», que tan bien dice del equilibrio y arm onía a que tendió gran p a rte de la concepción griega del hom bre y su sociedad. Las ideas políticas de los con­ tem poráneos de Solón, y en especial las de este últim o, estaban orientadas hacía la «aplicación de las lecciones del lím ite y la m oderación a la esfera de la vida social y política».15 Solón creyó que estos principios podían ponerse en práctica en el seno de la com unidad política. Ni él ni ninguno de sus contem poráneos podían p ensar en la abolición de las diferencias económicas que separaban a los hom bres, pero sí que el estable­ 14. W. Jaeger, op. cit., p. 72. 15. Emest Barker, Greek Potitical Theory. Nueva York, 1960 (1.* ed., 1918), p. 49.

cim iento de leyes, a la vez lim itadoras de los derechos de las personas poderosas y protectoras de los indefensos, podría esta­ bilizar la situación. La m oderación era, pues, lo que en trab a por prim era vez como elem ento constitutivo de u n a concepción politicosocial. Así podía Solón escribir en u n a de sus elegías: A las gentes di el poder que necesitaban, sin arrancarles el honor que merecían, ni conferirles más del debido: respondí porque los hombres influyentes y famosos por su riqueza no sufrieran injustamente: y es­ tuve, escudo en mano, guardando tanto a los ricos como a los pobres, y no permití que ni los unos ni los otros triunfaran inicuamente.16

En o tras palabras, Solón in tro d u jo en la vida de la dem ocra­ cia el com prom iso y el pacto en tre las diversas clases sociales, el acuerdo negociado en sustitución de la lucha cruenta. Aunque la tiran ía de P isístrato (561) quiso acabar con sus reform as, la restauración dem ocrática a p a rtir del 514 las consolidó plenam en­ te. Si a esto añadim os que Solón fue quien estableció el derecho de libre asociación en Atenas, nos darem os cuenta de que en él se dan ya dos de los tres supuestos principales de todo pensam iento político verdaderam ente dem ocrático, a saber, el de la igualdad ante la ley y el del derecho a la libertad de organización, opinión y cultos. El tercero, el de que sea el pueblo el que detente y ejerza la soberanía y aun el poder, es un principio al que tam bién lleva­ ría la h isto ria griega, pero que él m ism o no llegó a prever en todo su alcance. § 5. L a d e m o c r a c ia : T u c íd id es y P e r ic l e s . — Fue Pericles (495429 a.C.), y no Solón, quien dio a la dem ocracia una expresión teó­ rica am plia, pues se salía del m ero m arco de lo legal. Según Tucídi­ des nos lo presenta, Pericles concebía la dem ocracia como un estilo de vida peculiar, en el que la idea de lib ertad individual se conjugaba arm oniosam ente con la lealtad a la p atria, que era la ciudad-estado. En la fam osa Oración Fúnebre que Tucídides pone en boca de Pericles y que, según él, éste pronunció durante las exequias de los prim eros soldados atenienses m uertos en la guerra del Peloponeso, se dicen, en tre o tras cosas, las siguientes: Tenemos un régimen de gobierno que no envidia las leyes de otras ciudades, sino que más somos ejemplo para otros que imitadores de los demás. Su nombre es democracia, por no depender el gobierno de pocos, sino de un número mayor; de acuerdo con nuestras leyes, cada cual está en situación de igualdad de derechos en las disensiones priva­ das, mientras que según el renombre que cada uno, a juicio de la esti­ mación pública, tiene en algún respecto, así es honrado en la cosa pública; y no tanto por la clase social a que pertenece como por su mérito, ni tampoco, en caso de pobreza, si uno puede hacer algún bene­ ficio a la ciudad, se le impide por la oscuridad de su fama. Y nos regi­ mos liberalmente no sólo en lo relativo a los negocios públicos, sino 16. Ibid., p. 50. Citado por el autor.

también en lo que se refiere a las sospechas recíprocas sobre la vida diaria, no tomando a mal al prójimo que obre según su gusto, ni po­ niendo rostros llenos de reproche, que no son un castigo, pero sí peno­ sos de ver. Y al tiempo que no nos estorbamos en las relaciones priva­ das, no infringimos la ley en los asuntos públicos, más que nada por un temor respetuoso, ya que obedecemos a los que en cada ocasión desempeñan las magistraturas y a las leyes, y de entre ellas, sobre todo a las que están legisladas en beneficio de los que sufren la injusticia, y a las que por su calidad de leyes no escritas, traen una vergüenza manifiesta al que las incumple.1718

De una a ten ta lectura se induce que aquello que Tucídides de­ sea subrayar en el pensam iento de Pericles —y quizás en el suyo propio— es que el gobierno dem ocrático no es ta n sólo un go­ bierno que está en m anos de la m ayoría de los ciudadanos en vez de estarlo en las de una m inoría, sino m uy especialm ente que en su seno existe y florece la vida privada. Así pues, el derecho a la intim idad y la noción de privacidad —tan im portantes p ara la cultura individualista m oderna— tienen sus lejanas raíces en la Grecia clásica. Además, según Tucídides, y quizá tam bién se­ gún Pericles, la arm onía general de la cosa pública se refleja en el carácter y la personalidad de quienes de ella se ocupan, ennoble­ ciéndoles. Junto a esta bella concepción de la dem ocracia, Tucídides ex­ presó tam bién en su H istoria o tras ideas recto ras de la política de Atenas, sobre todo la de im perio y hegemonía. É sta contra­ decía en m ucho los principios dem ocráticos que reinaban en la ciudad de Pericles. Con una intuición estupenda, Tucídides no expresó la contradicción en form a expositiva, como en la Oración Fúnebre, sino que la plasm ó en form a de diálogo, el llam ado Diálogo Melio. En él los delegados atenienses que van a la débil e insubordinada isla de Melos m anifiestan la teoría política de la fuerza; el m enos poderoso debe obedecer al m ás poderoso, por el m ero hecho de su fuerza superior. En este diálogo, son los melios quienes hablan en nom bre de la decencia y del derecho, y no los atenienses, que son dem ócratas en su p ropia casa pero im perialistas en la ajena. Desde el punto de vista de la historia de las ideas políticas, la contradicción que se produjo en Grecia entre dem ocracia e im perio, con todo y ser im portante, no lo es tanto com o el m ero hecho de que se desarrolla, con b astante éxito, una refinada concepción de la coexistencia hum ana bajo el signo de la libertad y la gestión com ún de los asuntos públicos.1” § 6. I deas

p o l ít ic a s de l o s a t e n ie n s e s :

ley n atu ra l y ley

hu

­

m ana . —

El que los atenienses se gobernaran a sí m ism os en una época de rápidos e intensos cam bios políticos y económicos les 17. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso. Trad. de Feo. Rodríguez Adrados, Vol. I. Madrid, 1952, pp. 255 y 256. 18. Ibid., V. 85-112. Para las limitaciones y contradicciones internas en la polis ateniense y en la obra de Tucídides, cf. A. G. Woodhead, Thucydides on the Nature of Power, Universidad de Harvard, 1970.

obligó a una honda actividad especulativa acerca de la naturaleza social del hom bre. D urante aquel tiem po, y sobre todo a p a rtir de fines del siglo v a.C., abundan los textos que reflejan este fenómeno. E n p rim er lugar era inevitable hacer política com pa­ rada, dada la configuración de Grecia y su m undo en tom o. El prim ero de los ejem plos en este sentido lo encontram os en Heródoto, quien, a fuer de tan to viajar, quiso hacer una com paración de los regím enes posibles, la cual puso, p o r razones del relato de sus Historias, en las im probables bocas de tres príncipes medos.19 Cada uno de ellos aboga p o r un tipo diferente de gobierno: el m onárquico, el aristocrático y el dem ocrático, y cada cual hace una crítica de los otros. Más tard e esta tipología había de ser refinada y superada p o r Aristóteles, como se verá. De todas m a­ neras, a esta clase de discusión com parativa entre los diversos modos de gobernar le esperaba un gran futuro, pues puede decir­ se que aún hoy es objeto de disquisición y tam bién de disputa. Cuando los atenienses se planteaban cuál era la m ejor m anera de gobernar a los hom bres, presum ían que había unas constantes en la naturaleza hum ana que, de ser descubiertas, nos darían la clave p a ra crear la constitución ideal. De la m ism a m anera que H eródoto no se daba cuenta que e ra inconcebible que un persa se plan teara problem as de gobierno en térm inos de derecho y dignidad hum anos sin considerar ante todo la cuestión del poder, el ateniense llegó a creer que en señalados casos el hom bre podía constru ir su propia m orada social a su albedrío. Sin esto no se iba a poder luego d ar una utopía como la República de Platón. E sta concepción estaba estrecham ente enlazada con el paso del interés de los filósofos presofistas p o r la naturaleza del m undo al interés de los sofistas p o r la n aturaleza hum ana, y tam ­ bién por la im p o rtantísim a idea de P rotágoras de que «el hom bre es la m edida de todas las cosas, de las que son y de las que no son». Esto no debe in terp retarse en el sentido de un m ero relati­ vismo sofista, sino en el de que «el estudio adecuado de la hum ani­ dad es el hom bre».20 Los filósofos posteriores al siglo de Pericles m anifestaron m uchas de las ideas que eran corrientes y debatidas entre los ciudadanos atenienses de aquel entonces. Y los dram aturgos nos han dejado m uestras indelebles de los problem as teóricos del m o­ m ento. Aunque A ristófanes y Eurípides sean ejem plos sobresalien­ tes de este tipo de testim onio de época, Sófocles (496-406 a.C.), en Antígona, nos p resenta una tragedia que sólo podía o cu rrir en el seno de una sociedad en la que el individuo h ubiera descubierto una ley superior a la hum ana y, las m ás de las veces, distinta de ella, la rebelión de Antígona, la doncella tebana, contra la a rb itra ­ riedad del tirano, añade una nota m ás, y no la m enos descollante» a la concepción ateniense del hom bre libre. Desde el punto de vista que nos atañe, Antígona se rebela en nom bre de la ley diviné 19. Heródoto, Historias, III, 80 y sig. 20. Sabine, op. cit., p. 28.

contra un ser que afirm a que «al que la ciudad ha colocado en el trono, a ése hay que obedecer, en lo pequeño y en lo justo, y en lo que no lo es».212Se rebela tam bién co n tra el «orden establecido» del que habla el tiran o Creonte, a u to r de las anteriores palabras. Y es que en la m ente del ateniense el orden establecido ya no se podía justificar tan sólo p o r el m ero hecho de que existiera: el poder y la au to rid ad los legitim a la justicia. Todo esto nos m u estra que el griego ponía m ucho énfasis en distinguir en tre lo n a tu ra l —(pvor6¡xoc— 21 Lo hum ano era tam bién lo convenido. El hom bre podía hacer y des­ hacer en su m undo propio. Por eso la ley es fundam entalm ente convención, pacto. De aquí surgirá m ás tard e la idea de que la sociedad toda tiene su origen en un pacto original, en el seno de la escuela epicúrea. En una escala m ás reducida, el griego entiende que los hom bres actúan de un m odo determ inado por el acuerdo, para hacer posible la convivencia, p o r lo m enos en tre los helenos, los no bárbaros. En cam bio, la ley n a tu ra l debe ser aceptada tal cual, porque es inviolable y quien la tran sg red a su frirá terribles consecuencias, las que se derivan de haber desafiado el orden cós­ mico y de los dioses. Pero el vópo^ que cuando arb itrario es origen de m ucha desdicha en tre los hum anos, existe porque puede ser dictado p o r el hom bre, y en este sentido es la plasm acíón de su libertad. La oposición dialéctica en tre el reino de la necesidad —naturaleza— y el de la libertad —razón, virtud— confiere a toda la cultura griega su calidad trágica específica, heredada por la filosofía y el arte occidentales en sus épocas m ás fecundas. § 7. L as ideas s o c ia l e s de l o s f il ó s o f o s p r e s o c r á t ic o s . — Un hecho ha quedado establecido: la polis griega ofrecía especiales condiciones p a ra la aparición de una especulación secular acerca de los fenóm enos sociales. El griego, y sobre todo el ciudadano de una ciudad-estado dem ocrática, tenía que u sar la deliberación, la persuasión y el raciocinio p a ra ejercer sus derechos. Por las m ism as razones, las personas con inclinación intelectual encon­ traro n en Grecia un público respetuoso y atento. Sin em bargo, la filosofía no parece h ab er surgido p o r p rim era vez en su ram a social, sino en su ram a m etafísica. Dícese que sus prim eros pa­ sos fueron dados en el sentido de una preocupación acerca de la naturaleza. En efecto, casi todas las obras que nos han llegado son testim onio de que sus albores fueron dedicados a esclarecer qué es el ser de las cosas. Casi todas ellas llevan p or título En tom o a la naturaleza. Los prim eros filósofos dirigieron, pues, sus esfuerzos a com prender el universo físico y a explicarlo. La sociedad y el hom bre estaban afectados sin duda p o r esta gran pregunta, m ediante la cual toda actividad racional y científica co­ menzó en Occidente. Sin em bargo, ni lo social ni lo hum ano fueron 21. Sófocles, Antígona. Trad. Ignacio Errandonea S. J. en Sófocles: Tragedias. Madrid, 1962, p. 320. 22. A. W. H. Adkins, From the Many to the One, Londres, 1970, pp. 110-126.

objeto de prim ordial atención en u n buen principio, si hem os de juzgar p o r los textos que poseemos. Pero a través de ellos tam bién podem os colegir que en la Gre­ cia preclásica se form aba ya una conciencia colectiva acerca del valor intrínseco del individuo, que era enteram ente nueva en el mundo. El sentido del valor de lo hum ano individual fue la con­ dición p rim era p a ra que tuviera lugar el u lterio r desarrollo del pensam iento social en Grecia. Aunque ya hay señales de ello en la obra hom érica, por ejem plo en el concepto de héroe tal cual se puede ver en la Ilíada, o en el de trab ajo personal, según Hesíodo, había que llegar a un Solón p ara en co ntrar un pensa­ m iento social secular coherente, y éste es, en gran parte, como hemos visto, expresión del pensam iento popular de todo el cuerpo de ciudadanos en u n m om ento determ inado de la historia ate­ niense. Lo que a nosotros ha llegado, en el terreno de lo social, de los filósofos presocráticos, consiste m ás bien en un conjunto de com entarios incidentales, aunque algunos m uy interesantes. H eráclito descuella entre todos ellos p o r su clara aserción de los derechos del individuo frente a los del Estado. H eráclito el Oscuro (540-475 a.C.), m ostró su desdén m ás olím pico por la constitución política de É fe so 23 (aproxim adam ente 500 a.C.). Al exponer lógica­ m ente las razones de ese desprecio y sus objeciones al sistem a de Éfeso, H eráclito lleva a cabo un acto de libertad intelectual y política. Antes de H eráclito, el individuo se consideraba libre si no era esclavo; a p a rtir de él, h a b rá que pensar que adem ás de la libertad m aterial debe existir la de opinión. H eráclito sentía en general un cierto disgusto por la política y los políticos, pero no por eso dejó de creer en los principios básicos de la conviven­ cia pública; así nos dice que «los hom bres deberían luchar por defender la ley como si fuera una ciudadela» pues, por im perfecta que sea, la ley hum ana extrae su vida de la natural. Hay que servir a ella, y no al déspota, que es arb itrario . Em pédocles (489433 a.C.), m enos escéptico que H eráclito en m ateria política, puso en práctica el precepto an terio r (aprox. 450 a.C.), luchando deno­ dadam ente en favor de la dem ocracia contra la tiranía y la oligarquía. Poca duda cabe de su sinceridad: Em pédocles dícese que es uno de los pocos hom bres que en la h istoria han renun­ ciado al poder real que se les ofrecía. De sus ideas sociales quizá la m ás relevante p ara el m undo m oderno sea su creencia firm ísi­ m a de que el conocim iento d aría al hom bre un control sobre la naturaleza y, p o r lo tanto, le llevaría a la conducción racional de los propios asuntos hum anos.24 Por su parte, los pitagóricos insistieron, como los griegos m ás civilizados, en la aceptación de la ley y la costum bre y en que debía fom entarse el gobierno p o r consentim iento, y proclam aron que sólo los esfuerzos voluntarios alcanzan objetivos auténticos.25 23. Kathleen Freeman, The Pre-Socratic Philosophers, comentario a los textos de Diels fragmente der Vorsokratiker. Oxford, 1946, p. 104. 24. Ibid., p. 173. 25. Ibid., p. 278.

A estos postulados éticos llegaron los pitagóricos no sólo p o r la vía del sentido común, sino como p a rte de su idea de la arm onía del mundo. Parecido proceso siguieron las ideas sociales de Demócrito (460-370 a.C.), que eran p a rte de su concepción cósm ica.26 La virtud, que debe guiar al hom bre en m edio de sus apetitos y pasiones, y en sus relaciones con sus congéneres, consiste p ara él en un equilibrio interno. Dem ócrito inicia con esta opinión una corrien­ te de pensam iento que busca en el fuero interno la felicidad, dejan­ do de lado la solución, aparentem ente m uy difícil, o imposible, de los problem as sociales. Cínicos, estoicos y epicúreos —herederos estos últim os en p a rte del m ism o Dem ócrito— concebirán m ucho más tarde el m undo de lo social como algo intratable, o m ejor dicho, incam biable. Em pero, todos los grandes pensadores de la Antigüedad, de Sócrates en adelante, creyeron que el filósofo podía hacer algo positivo en el terren o de la acción social, sobre todo al increm entar el conocim iento de los hom bres acerca de sí mism os y de sus sistem as sociales. § 8. L a h i s t o r i a en G r e c ia . — El llam ado siglo de Pericles presenció tam bién la aparición de una de las ciencias sociales más im portantes, la historia. La h isto ria es ciencia social en cuanto que va m ás allá del m ero registro de datos y fechas e intenta desen trañ ar las relaciones de causa a efecto en el aconte­ cer de los grupos hum anos y explicar su significado. El prim ero que esto hizo fue H eródoto (484-406 a.C.), a quien ya hem os m en­ cionado anteriorm ente. H eródoto procedía de H alicarnaso, en el Asia Menor, una de las colonias griegas de su costa. Al escribir sus H istorias, H eródoto quiso explicar las guerras m edas. Lo in­ gente del conflicto greco-persa le llevó a enfocar su obra desde una perspectiva general, explicando todas las causas que habían con­ currido en su preparación y la vasta serie de acontecim ientos que se desencadenó al com enzar. H eródoto poseía la preparación su­ ficiente: naturalizado ciudadano ateniense, con una gran cultura histórica, viajero incansable p o r Babilonia, Egipto e Italia, ade­ más de conocedor probable de las costas del m ar Negro, y con capacidad de m antener una docum entación vastísim a sobre todo lo oído, visitado o investigado. H eródoto confeccionó su historia a base de, como diríam os hoy, en trev istar a cuantos testigos presenciales pudo y to m ar n ota de lo que decían. Lo apuntaba todo, tanto las leyendas y las supersticiones com o los hechos más fidedignos. Y es que H eródoto se dio cuenta de que toda inform ación —p o r aparentem ente falsa que sea— posee algún fondo de verdad, o p o r lo menos, es reveladora de una situación peculiar. En el terren o de la h isto ria m ism a, la deuda con H eródoto no puede m edirse, ya que él es prácticam ente la única fuente para com prender u n a de las épocas m ás críticas de toda la historia 26. l>. 330.

José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía (4.* ed.), Buenos Aires, 1958,

de Occidente, y tam bién un m anantial de inform ación constante para saber acerca de todos los pueblos que describe. Es absurdo reprocharle inexactitudes, cuando el sim ple hecho de haber fun­ dado la historia como ciencia social debe concederle un lugar especialísim o en el curso de los esfuerzos p o r explicar científica y racionalm ente el m undo de los asuntos de los hom bres. H eródoto no h a sido superado en su capacidad de tran sm itir la profundidad del conflicto de modos de pensar, m aneras, y h asta de estru ctu ras sociales que se h an producido repetidam ente en la histo ria entre los pueblos de O riente y los de Occidente. Hay quien, llevado p o r u n etnocentrism o m al escondido, ha explicado tal conflicto en térm inos de superioridad occidental. E sto es erró­ neo y tendencioso. Pero poca duda cabe que el conflicto ha exis­ tido entre estas dos zonas de la cu ltu ra m undial m ás de una vez. H eródoto lo p resenta como un choque entre dos form as de vida. Sus relatos de M aratón, Salam ina, y de la defensa del paso de las Term opilas cobran un sentido profundo cuando H eródoto nos explica cómo el griego lucha m ás p o r su form a de vida que por o tra cosa; cómo no le es posible traficar unas garantías de segu­ ridad con el im perio persa. Todo ello sin d ejar de ver los defectos y las lim itaciones de los helenos, sus divisiones, sus querellas, la estrechez de algunas de sus m iras. E stas restricciones de las com unidades griegas encontraron su historiador, Tucídides (471-402 a.C.) de quien tam bién hem os ya ha­ blado anteriorm ente. Allí hem os expresado algunas de sus ideas políticas, que com partía con Pericles y con los dem ás atenienses prom inentes que m ed raro n antes de la guerra del Peloponeso. Pero, adem ás, Tucídides pudo contem plar la gran colisión interna del sistem a helénico: la lucha en tre la autocracia espartana y la dem ocracia ateniense. Tucídides no es u n escritor sim plista. Su obra no es unilateral; como ya vimos al m encionar el llam ado Diálogo Melio, el h isto riad o r ateniense se p ercata de las contra­ dicciones intern as de la m ism a ciudad que se hace abanderada ideológica de la dem ocracia en el curso de toda la guerra. Las causas de ésta le in teresan algo, o b astante, p ero lo que m ás le im porta es describir cómo se fueron ventilando los asuntos duran­ te el conflicto. La idea central es, p a ra él, la política. Tucídides, como h a dicho Jaeger, es u n h isto riad o r político,27 o el creador de la h isto ria política, h a sta el punto que el pasado de los helenos no tiene p a ra él dem asiada im portancia. A él lo que le interesa es saber quién detenta el poder, cóm o se m antiene, cómo se dis­ tribuye. No es de sorp ren d er en u n hom bre que toda su vida estu­ vo directam ente envuelto en los cargos políticos de su propia ciudad, o en los m ilitares, pues dirigió u n a expedición naval en el curso de la larga guerra. P or últim o, hay que señalar en este h isto riad or la im portancia de su idea de que la h isto ria es en sum o grado, repetitiva. Muchos historiadores afirm an lo contrario, pues creen que lo que dife­ 27. W. Jaeger, op. cit., pp. 345 y sig.

rencia a los fenóm enos históricos de los estudiados por o tras ciencias es precisam ente su unicidad: u n a vez han ocurrido, nun­ ca vuelven a suceder y no pueden encontrarse dos iguales. No así Tucídides. Claro está que no es tan b urdo como p ara creer que las cosas vuelven a acaecer exactam ente del m ism o modo. Lo que ocurre es que Tucídides in ten ta descubrir leyes y cons­ tantes que expliquen la m archa de la h isto ria y p o r qué los hom bres reinciden en sus errores, com o dicen antiguos aforism os. Esta actitud espiritual es precisamente lo que da a la exposición histórica de Tucídides el encanto de su imperecedera actualidad. Ello es esencial para el político, pues sólo es posible una acción previsora y sujeta a plan, si en la vida humana, en determinadas condiciones, las mismas causas producen los mismos efectos. Esto es lo que hace posi­ ble una experiencia y con ella una cierta previsión del porvenir, por muy estrechos que sean sus límites.2"

H eródoto y Tucídides abren, pues, el cam po de la ciencia histó­ rica en Grecia. Tras ellos vendrán historiadores em inentes, desde Jenofonte a Polibio, a quienes irem os m encionando según sea m enester; m as conviene decir ahora que ninguno de los posterio­ res, ni quizá ninguno de los grandes que tuvo Roma, llegó a igualarlos en el conjunto de sus obras individuales. § 9. S ócrates. — Nació entre 471 y 464 a.C. y m urió, condenado por el pueblo de Atenas, en 399. Diógenes Laercio y Hegel han di­ cho am bos que Sócrates «es celebrado como m aestro de m orali­ dad, pero deberíam os llam arle m ás bien inventor de la m ora­ lidad».2829 Sócrates es ciertam ente el inventor de la ética secular libre de toda m ítica. Es tam bién el fundador m ás cabal del m éto­ do crítico de indagación científica y filosófica. No es posible exage­ ra r fácilm ente su influjo sobre el m étodo de la teoría social. Y la deuda de todos los espíritus libres p a ra con él tam poco. Como quiera que Sócrates no d ejara nada escrito, tan to cuan­ to de él sabem os nos ha llegado a través de quienes lo conocieron —tales Jenofonte y Platón— o de quienes recogieron tradicio­ nes —tales Epicteto, Plotino y Séneca—. Desde n u estro pu n to de vista, tres son sus aportaciones relevantes: 1) El postulado de que la virtud es conocimiento. 2) La invención de la definición. 3) La incorporación de la epistem ología al cam po de la filosofía social. Veámoslos: 1) Que la virtu d sea conocim iento, adem ás de que lo im plique, es algo de incalculables consecuencias en la ciencia política poste­ rior. Sin ir m ás lejos, la República de Platón p arte parcialm ente 28. Ibid., p. 351. 29. M. M. Dawson, The Ethics of Sócrates, Nueva York y Londres, 1924, p. ni.

de esa hipótesis: se construye un sistem a político que ofrezca a sus m iem bros capacitados las condiciones necesarias p ara conocer el Bien Suprem o y a los dem ás a alcanzar el grado de saber que su naturaleza les perm ita; a este saber se llega m ediante una vida ju sta y virtuosa, que depende a su vez de que el individuo se apli­ que en el estudio de la verdad. La virtu d es conocim iento porque es obediencia a la facultad de razonar, y el orden social, p o r ende, debe ser racional p a ra que en su seno m edre la virtud. 2) Aristóteles dijo que u n a de las m ás grandes aportaciones de Sócrates ha sido la definición,30 y dijo bien. No sólo ya en el terreno de la política, sino tam bién en el académ ico, no hay una­ nim idad en cuanto a definiciones y significados. Piénsese, por ejemplo, en lo que la palabra «democracia» significa según quien la pronuncie. Sócrates quería que los hom bres se pusieran de acuerdo acerca del significado de las nociones que usaban, y en este sentido su m agisterio está ta n vivo com o cüando él lo ejerció en el ágora de su soberbia ciudad. Si no podem os averiguar el sentido últim o de u n concepto m oral, sociológico o económico —que es a lo que Sócrates iría en ú ltim a instancia— es necesario que lleguemos p o r lo menos a definiciones convencionales, defi­ niciones operativas, claras, distintas y, a ser posible, carentes de carga afectiva en ellas m ism as. 3) La teoría social tiene tam bién una teo ría del conocimiento. El m étodo socrático de llegar a conocer en cualquier caso es el diálogo. La verdad en el terreno de lo social no puede salir, según él, sino del incesante diálogo. Mas p a ra Sócrates este diálogo no era el político o parlam entario, m ovido sólo p o r los intereses de los participantes, sino el filosófico, cuya única m otivación es el am or a la verdad. Sócrates p a rte de la base de que «no sabía sino que no sabía nada», pero cree que el conocim iento puede alcanzarse, aunque el cam ino sea arduo; y concluye que el m éto­ do de la pregunta y la respuesta, llevado con honradez, es el adecuado p a ra alcanzar el saber.31 El juicio y m uerte de Sócrates constituyeron una fuente inago­ table de especulación acerca de las relaciones en tre el intelectual y el estado, el individuo y el pueblo, la lib ertad de pensam iento y los valores m orales generalm ente aceptados. A la postre, Sócrates fue víctim a precisam ente del sistem a que hizo posible su existen­ cia como hom bre. Y es que llevó las cosas dem asiado lejos, po­ niendo en tela de juicio, con su racionalism o radical, aquellas instituciones de la polis que requerían u n a lealtad m ás bien irra ­ cional p o r p arte de los ciudadanos. Los sofistas, en contraste con él, eran unos m aestros rem unerados que enseñaban las artes ne­ cesarias p ara alcanzar el poder político en la efervescente sociedad de Atenas. En general, el conocim iento no era p a ra ellos un obje­ tivo, sino u n m edio a utilizar, y, adem ás, predicaban a sus dis­ cípulos que evitaran ponerse en co n tra de las creencias populares. 30. Aristóteles, Metafísica, VI. 31. T. A. Sinclair, A History of Greek Politicál Thougt, Londres, 1951-1952, p. 87.

N ada m ás lejos de la actitu d socrática. Aun p ara la m ism a dem ocracia ateniense, la presencia de u n hom bre de la entereza y la rectitu d m oral de Sócrates era incóm oda; sin em bargo, su propia defensa an te el trib u n al que lo condenó constituye, para siem pre, uno de los docum entos m ás im portantes en p ro del derecho del individuo de expresar sus opiniones, p or críticas que sean, acerca de cuantos asuntos hum anos le atañan. Pero eviden­ tem ente en la Atenas de la época —Sócrates m urió antes de la guerra del Peloponeso, y tres años antes de la reform a dem ocrá­ tica del Areópago, del 461, inspirada p o r Pericles—, era inconce­ bible ta n ta tolerancia. La acusación oficial co n tra él era la de «no reconocer com o dioses a los dioses de la polis y q uerer introducir otros nuevos». E n el m undo de entonces, apenas salido de la m entalidad sagrada arcaica, la novedad radical socrática —envi­ dias y m ezquindades políticas ap arte— no podía sino despertar profunda ansiedad en el ánim o de u n buen núm ero de ciudadanos responsables. P ara ellos la piedad ancestral era precisam ente la m ejor g aran tía del buen gobierno, incluso naturalm ente, del demo­ crático. P or ello, en la larga h isto ria de la lib ertad de pensam ien­ to, Sócrates es el p u n to de p artid a, la instancia a la que hay que volver una y o tra vez p a ra entender las com plejas relaciones y los conflictos que surgen en tre el individuo libre y la sociedad cons­ tituida, en tre el disenso crítico y la autoridad legítim a necesaria p a ra todo orden social justo.32

32. Sobre el juicio y muerte de Sócrates, véase Platón, Eutrifrón, Apología de Sócrates, Critón y Fedón. Sobre el alcance general de su obra, A. Tovar, Vida de Sócrates, Madrid, 1974 (3.» ed., 1966).

PLATÓN § 1. S em bla n za de P latón (Aprox. 428-347 a.C.). — Platón era ateniense y pertenecía a la aristocracia de su ciudad natal. Algu­ nos de sus parientes fueron prom inentes en la política de Atenas, aunque no descollaran precisam ente p o r su lealtad a la demo­ cracia: C ritias, uno de ellos, perteneció al pequeño grupo que intentó establecer la oligarquía en 404, y Antifón, otro, fue u n di­ rigente del m ovim iento reaccionario del 411. Sócrates, que por sus ataques y críticas co n tra las im perfecciones de la constitución de Atenas reunía en su derred o r a diversas gentes de tem pera­ m ento oligárquico, quizás atrajese p o r esta m ism a razón a Platón, vástago de u n a fam ilia m ás conservadora.1 Sea cual fuere el m oti­ vo, el hecho fundam ental es que P latón fue discípulo de Sócrates y que la influencia de este hom bre sobre él fue inm ensa. É sta fue sin duda acentuada p o r la parad ó jica m u erte de Sócrates a m anos de la dem ocracia, la cual sin duda acabó de redondear el escepticism o general que P latón sintió p o r todo régim en mayoritario. Sin em bargo, es necesario que tengam os en cuenta que, dada la profundidad y com plejidad del pensam iento platónico, no es posible en ningún caso considerarlo com o u n sistem a de ideas reaccionario, totalitario, o de cualquier otro tipo. En este sentido Platón escapa —y ya lo hem os de ver en seguida— a todo encasillam iento, m uy a p esar de que algunos críticos contem poráneos nuestros hayan intentado presen tarlo com o «enemigo de la socie­ dad abierta», es decir, como si de un m ero ideólogo se tra ta ra .12 Platón dedicó gran p a rte de sus desvelos a escribir su propia filosofía. E sto lo hizo en form a de diálogos. Los prim eros siguen muy de cerca el estilo y el contenido de las conversaciones m an­ tenidas p o r su m aestro, y p o r ello se llam an Diálogos Socráticos. El prim ero fue la Apología en favor de Sócrates, que tiene interés p ara toda la historia de las ideas políticas, pues en ella se refleja su consternación ante el hecho de que u n sistem a que pretende basarse en la tolerancia pueda p e rm itir el desafuero de ejecutar 1. E. Barker, The Polítical Thought of Plato and Aristotle. Nueva York, 1959, p. 61. 2. Cf. Karl Popper, The Open Society and its Enemies% Ed. revisada. Princeton, 1950, Vol. I, y T. L. Thorson (ed.), Plato: Totalitarian or Democrat?, Englewood Cliffs, 1963.

al m ás em inente de los hom bres. Los Diálogos de su m adurez son sus obras m aestras, tales el Sim posio, el Fedón y la R epúbli­ ca. A ésta hem os de dedicar n u estra atención cuidadosa. En su vejez Platón escribió obras im portantes, com o p o r ejem plo el Critias o las Leyes, diálogo este últim o que com plem enta ju nto a otro, el Político, el pensam iento social de la República, y lo coloca en una perspectiva realista y práctica. En general, cada uno de sus diálogos tra ta u n tem a diferente, pero esto no es estricto. Algunos tra ta n de varios tem as y m uchos rozan inciden­ talm ente un sinnúm ero de ellos. La filosofía sistem ática am anece con A ristóteles, de m odo que ni siquiera se puede afirm ar que la República sea u n tra ta d o de ciencia política. Además de eso es m ucho más, y sus elem entos no políticos son tan im portantes como los políticos y sociológicos. Platón no fue sólo un escritor, sino tam bién un hom bre muy activo en la vida social de su tiem po. Al igual que su m aestro, predicó sus teorías como m ejor pudo, y yendo algo m ás lejos que Sócrates, h asta intentó ponerlas en práctica, aunque sin dem asiado éxito. E sto constituye una de las m ás herm osas aventuras en la vida del filósofo. Sus experiencias y sus afanes de reform a social nos las cuenta en sus Cartas, de las que la V II es m uy im portante. En ella Platón nos relata el origen de sus ideas políticas 3 y sus intentos de hacer realidad su filosofía social en el reino de Siracusa. Nos explica cóm o en su p rim era visita a Sicilia conoció al tiran o de aquella ciudad, Dionisio, y cóm o le explicó sus teorías, lo cual le valió a Platón el ser vendido como esclavo, pues sus ideas gustaron poco al gobernante. Mas Dión, cuñado de Dionisio, quedó tan im presionado con las ideas del ateniense que, libre éste o tra vez, y m uerto aquél, pensó que sería conveniente educar al futu ro rey, su sobrino, y llam ó a Platón o tra vez a Siracusa, quien hizo dos viajes a la ciudad siciliana en 368 y 361. En vano intentó Platón hacer de Dionisio el Joven el tipo de filósofo-rey que debía edificar el estado perfecto.4 Después de peripecias di­ versas, Platón volvió a Atenas, a la Academia p o r él fundada, don­ de llevó una activísim a vida de enseñanza, y a p esar de haberse enfriado su fe en la inm ediata perfectibilidad del hom bre y de la sociedad, m urió sin h ab er abandonado esta idea y sin haber dejado ni un solo m om ento de creer en su viabilidad. § 2. E l m éto d o pla t ó n ic o . — Es p ertinente dedicar una cierta atención al m étodo usado p o r Platón en sus investigaciones. En m uchos sentidos aparece como una m era prolongación del socrá­ tico, puesto que p resenta todos sus tem as en form a dialogada. La diferencia, claro está, estrib a en que Platón deja lo puram ente verbal p a ra p asar a lo escrito. La dialéctica platónica, como así se llam a dicho m étodo, tenía adem ás una vieja tradición en Gre­ cia, pues los filósofos eléatas habían hecho uso de una form a 3. Platón, Carta V il, 324, 325. Quizá sea apócrifa. 4. Ibid., 327-334.

parecida de p resen tar sus ideas. En principio consiste en que la construcción de conceptos, así como la estru ctu ració n y conexión de los mism os en tre sí en form a sistem ática, se alcanza m ediante la contraposición de ideas expresadas em pleando la conversación razonada, la pregunta y la respuesta; la afirm ación, la negación y la salvedad. En el diálogo escrito, la existencia de diversos in ter­ locutores puede ser m eram ente ficticia; el diálogo puede expresar la capacidad de la m ente de analizar diversas posibilidades y con­ traponerlas lógicam ente p a ra conseguir resultados. P ara Platón, dialéctica y pensam iento son, en el fondo, lo m ism o; la dialéctica es la ciencia m ás elevada,5 pues ella nos lleva al verdadero cono­ cimiento. Y la im plicación de que la dialéctica es tam bién parte de la dinám ica de la n aturaleza y de la vida no queda excluida de esta concepción. Ciertos filósofos idealistas y, tra s ellos, los m ar­ xistas, habrían de hacer suya esta idea de raíz platónica, andando el tiempo. Puede verse en todo esto h a sta qué punto el m étodo filosófico de Platón estaba íntim am ente ligado al sistem a social dem ocrá­ tico griego, en el que la discusión racional de cada problem a cons­ tituye un elem ento básico. Los lectores de su tiem po deberían ver en los diálogos un reflejo de la vida del ágora, y tanto ellos como nosotros nos hem os visto cautivados p o r su elegancia, be­ lleza y facilidad de lectura. Pero, dejando a p a rte su aspecto esté­ tico, hay que subrayar que el m étodo dialéctico de las contrapo­ siciones de proposiciones diversas en el m arco de una discusión coherente ha atraído a im portantes pensadores sociales de todos los tiempos. En las m entes de estos autores el significado de la idea de dialéctica no coincide con el de Platón, pero esto no es óbice para que haya que ver en este últim o el origen de tal método especulativo. Por o tra parte, la dialéctica platónica responde a las exigencias de la naturaleza m ism a de los asuntos sociales. En m ateria social, el peso de las opiniones es m uy im portante, de m odo que todo grupo de personas que quiera dilucidar una situación tiene que p a rtir de la base de que cada individuo no posee un conocim iento absoluto del asunto, sino m ás bien uno parcial, cuya form a de expresión es lo que llam am os una opinión. Si ese grupo se reúne para deliberar y conseguir una visión m ás com pleta, es decir, p ara reducir el grado de e rro r que pueda h ab er en cada opinión p ar­ ticular, el m étodo a seguir debería ser en principio el dialéctico. Por eso Platón distingue en tre la doxa, u opinión, y el conoci­ m iento verdadero. E sta distinción p ara él tiene im plicaciones epis­ temológicas m uy profundas, pero al sim ple nivel del coloquio en­ tre individuos dispuestos a h allar fórm ulas o soluciones razonables, la cosa tiene tam bién su valor. Del hecho de que cada hom bre posee doxa y no saber, se sigue ta n to la necesidad del diálogo en el terreno de las cuestiones sociales como la banalidad de toda 5. Platón, Filebo, 58 a. Para una introducción sistemática al tema, cf. J. A. Muñoz Montes, La dialéctica platónica, Universidad Central de Venezuela, 1962.

aserción dogm ática. El m étodo dialéctico pide, adem ás, libertad de crítica y disciplina lógica en quienes lo siguen. En las ciencias sociales es esencial en el planteam iento de una investigación en equipo, en la conducción de un sem inario, en la discusión rigurosa de cualquier tem a. § 3. C a rácter g en era l de la « R e p ú b l ic a ». — La República o el Estado de Platón no es sólo su obra social m ás im portante, sino quizá la obra cum bre del autor. P or tan to se tra ta de un texto im prescindible si se quiere conocer su m etafísica, su epistem olo­ gía o su psicología. Aquí nuestro em peño e strib ará tan sólo en destacar los elem entos de su filosofía social que m ás descuellen y d ejar de lado los dem ás. É sta no es ta re a fácil, ya que el todo está presente siem pre en cada una de las partes de la República. Considerándola, pues, socialm ente, podem os decir que se tra ta de un proyecto de constitución de una sociedad perfecta en la que el hom bre esté en condiciones de alcanzar la m áxim a felicidad que su naturaleza individual le perm ita, así como el m ás alto grado de sabiduría. No es o tra cosa que el esquem a de una sociedad perfectam ente justa. La República dícese que es una utopía, la p rim era utopía im ­ portante. Utopía es todo plan de una sociedad feliz según un con­ ju n to de norm as cuya realización práctica es im posible. E sto no quiere decir que tales proyectos carezcan de valor. Los m ejores de ellos han servido, p o r contraste, o por establecer un conjunto ideal de fines m orales, o p o r razón de poner en m archa un sis­ tem a ideológico, de acicate p a ra la acción social; en todo caso las utopías han sido siem pre consuelo y esperanza p ara los insatisfechos y los oprim idos. E n general, el m étodo que las pre­ side en su desarrollo es el deductivo. En las utopías se va de lo m ás general a lo m ás particu lar, de u n conjunto de postulados básicos a un sinnúm ero de conclusiones prácticas. Platón cons­ truye su estado ideal de acuerdo con su concepción del hom bre y de acuerdo con su noción de justicia. É stos son los pilares sobre los que se asienta toda la o b ra en lo que tiene de original; en lo dem ás, el m aterial se lo da la Grecia de su tiem po, sobre todo la im agen de E sp arta y su constitución peculiar, pues la República no nos p resenta o tra cosa que no sea una ciudadestado helénica, tan to en el núm ero de sus h abitantes, com o en el área de su territo rio , como en el estilo de vida de sus ciudadanos. Hoy ya no es posible creer que P latón considerara factibles todos y cada uno de los principios rectores de la obra p o r él escrita. E lab o rar una utopía no siem pre equivale a ten er una m entalidad utópica. H ay que considerar que P latón trazó u n es­ tado ideal a sabiendas de que lo era, p a ra establecer un parad ig ­ ma, un con traste irreprochable de aquello a lo que los hom bres llegarían, de no ser su naturaleza ta n im perfecta. Las o b ras so­ ciales posteriores del a u to r nos reafirm an en esta opinión, y nos hacen rechazar la idea de que en su vejez el sabio ateniense se

desengañara p o r com pleto de su proyecto inicial. Platón estuvo convencido de que m uchos de sus principios eran parcialm ente viables a través de la educación, y p o r ello no cejó en esta em­ presa d u ran te toda su vida, tan to en la corte siciliana como en los jard in es de las afueras de Atenas, en que estableciera su escuela. § 4. L a definición de la justicia . — Los prim eros libros de la República están dedicados a definir la justicia. La idea central es que si logram os saber qué es lo ju sto estarem os en condicio­ nes de saber cóm o debem os organizar n u estra convivencia a sa­ tisfacción de todos y de acuerdo con lo que debe ser, no con lo que es. Siguiendo el m étodo dialéctico, P latón ofrece al principio va­ rias posiciones, puestas en boca de diversos interlocutores de Sócrates. La p rim era definición de ju sticia es la del interlocutor Trasím aco, quien afirm a, cual los em isarios griegos que fueron a Melos, presentados por Tucídides, que «la ju sticia es la fuerza».4 E sto es, como dice un autor, «identificar el ju s con la potentia».'' La ley declara que es ju sto aquello que el poder y la voluntad del estado que las prom ulga quieren. Y adem ás, añade Trasím aco, «el ju sto está en todas partes en condición inferior al injusto».* Estos argum entos p odrán esconder falacias, pero no hay duda de que responden a u n a concepción del derecho nada ra ra en muchos m om entos de la historia. Y en sentido estrictam ente realista, la posición de Trasím aco, de que el derecho es la fuerza, responde a una constatación elem ental de la vida social. La respuesta de Platón a estas afirm aciones consiste en destacar cómo el hom bre verdaderam ente justo, que no identifica poder y dere­ cho, es u n hom bre m ás sabio y m ás feliz. El hom bre que sigue a su razón tiene un cam ino claro en su vida, m ientras que el que sigue la ley de la fuerza causa no sólo la infelicidad de los dem ás —cosa a la que no se puede llam ar ju sta —, sino la suya propia, pues se condena a sí m ism o a pod er ser dom inado arbi­ trariam ente. Glaucón, o tro interlocutor, sin em bargo, p resen ta al Sócrates platónico un argum ento m ás refinado: la ju sticia es convención.’ Se tra ta de u n argum ento históricam ente no m enos im portante que el de Trasím aco, pues es el que, m uchos años m ás tarde, debía sustentar, en la E uropa an terio r a la Revolución francesa, la teoría de que la sociedad se debía a u n con trato original de los hom bres en tre sí. Platón responde de una m anera m uy original, pues no in ten ta d em o strar —cosa p o r o tra p a rte fácil— lo endeble de esta teoría m ediante el análisis de las condiciones reales en cualquier estado, sino diciendo que la ju sticia es algo interno al hom bre, connatural, y que se halla en su espíritu, p o r el m ero 6789 6. 7. 8. 9.

Platón, Rep., I, Barker, op. cit., Platón, Rep., I, Ibid., II, 354 y

40 y sig. p. 95; «a la manera de Spinoza», añade este escritor. 343-344. sig.

hecho de ser hom bre, de m odo que no puede hallarse origina­ riam ente fuera, com o sería si fuera m era convención o pacto. Según Platón, la ju sticia en la sociedad es una m anifestación de la que h ab ita en el interior del hom bre. Platón cree que la ju s­ ticia es la cualidad de la vida m oral del hom bre, y esta cualidad surge cuando hay arm onía entre sus diversas facultades,101 de la m ism a m anera en que la ju sticia social es la arm onía entre los individuos, y el reflejo del equilibrio interno de cada uno de ellos. Veamos ahora cómo ve Platón al hom bre, pues su cons­ trucción, com o la de todo gran pensador, un Hobbes, un Marx o un M aquiavelo, en ú ltim a instancia depende de una m anera específica de entender la naturaleza hum ana. § 5. L a n a tu ra leza h u m a n a seg ú n la « R e p ú b l ic a ». — El hom bre aparece aquí com o u n ser que tiene tres virtudes principales, por no decir p artes. Estos elem entos son el deseo (á” i0upía), la razón (Xóyot;) y el esp íritu (0up6^). El deseo es aquel elem ento que nos lleva al placer y a la satisfacción, en v irtu d de los cuales se apagan el ham bre y la sed que le dan su origen. La razón es bien diferente, pues m ediante ella el hom bre aprende a conocer. La consecuencia de este aprendizaje es que se está p reparado para am ar, puesto que p a ra Platón el am o r es la suprem a form a de conocim iento. El tercer elem ento, el Bupó^, que suele traducirse por espíritu, está m ás o menos en tre los dos anteriores y de am bos participa. Por un lado, es el coraje, el que hace que el hom bre sea arrojado. Por el otro, es como un instinto que nos lleva a a c a ta r lo ju sto y a indignarnos contra lo injusto. En lo prim ero se parece al deseo, en esto últim o se parece a la razón." No cabe duda de que la concepción que Platón tiene del hom bre es m ucho m ás com pleja que esta de los tres elementos, pero p a ra co n stru ir su teoría del estado, son ellos los únicos que le hacían falta. El ciudadano de la República, pues, se concibe como un ser poseedor de un alm a, la cual contiene razón, ánimo y apetito. Éstos son, en el fondo, tres fuentes de acción, y quizá por eso Platón no ha hablado de o tra facultad: la voluntad. La acción deliberada es com pleja, pues m uestra tanto razón como pu ro deseo. De la siguiente cita colegirem os cuáles son las ten­ dencias que surgen de estas facultades y cuáles son consecuen­ cias sociales: ...según Platón, el alma tiene órganos diferentes... Con cada órgano hay una tendencia a la acción, de las que hay tres: I. La capacidad de los apetitos comunes de la cual nacen las corres­ pondientes tendencias, y entre ellas su formulación general, el deseo de poseer; mediante la propiedad se satisfacen estos deseos; aquí se trata de ventajas personales, individuales. II. La tendencia hacia la conducta animosa y resoluta, cuya pose­ sión lleva al deseo de honor y posición en la sociedad y ai deseo de poder; mediante ella se afirman los hombres frente a los otros (y frente 10. Barker, op. cit., p. 118. 11. Ibid., p. 104.

a sus propias inclinaciones aberrantes) tanto en las buenas como en las malas causas. III. La capacidad de pensar, de la que mana el deseo de conocer y la tendencia a racionalizar nuestra conducta en tanto en cuanto pueda ser racional.12

Pronto verem os la plasm ación de estos tre s niveles antropoló­ gicos en la concepción platónica de la organización social ideal. § 6. O rganización del estado platónico. — La m ás sencilla agru­ pación hum ana surge ya del hecho de que el hom bre no se b asta a sí mismo. Cuando los hom bres se han reunido en sociedad, se dividen sus tareas en form a com plem entaria: m úsicos, artesanos, rapsodas, m arineros, sacerdotes, labradores.13 E sta sencilla obser­ vación de P latón significa que p o r p rim era vez en la historia del pensam iento social nos hallam os frente a un esquem a que va a hacer del fenóm eno de la división del tra b a jo su piedra angular. El estado platónico es, ante todo, u n estado organizado funcional­ m ente, de acuerdo con las ocupaciones de cada uno de sus m iem ­ bros, todos ellos especializados en tareas propias. E sta especialización de cada cual tiene una raíz m oral, pues debe responder a la naturaleza ín tim a de cada individuo, haciéndole justicia. Todo esto constituye un plan o- proyecto que ya en sí im plica una seria crítica de los estados existentes en la época. En prim er lugar, las funciones de gobierno deben restringirse a las personas m ás com petentes. Con ello se term in aría con la ignorancia y la falta de responsabilidad de los políticos y de los demagogos. Por o tra p a rte se acabaría con la violencia de las luchas entre faccio­ nes y, sobre todo, con la p erpetua g uerra que existe, dice Platón, en toda ciudad, h a sta en la m ás pequeña, en tre ricos y pobres, es decir, la lucha de clases económicas. A cabar con ello sería resolver el problem a de la justicia, que es, no hay que olvidarlo, el radical punto de p a rtid a de la obra to d a del filósofo ateniense. El estado-paradigm a, m odelo de todo o tro estado, deberá estar construido de acuerdo con la naturaleza del individuo. El estado, cree Platón, será im agen y sem ejanza del alm a hum ana y tendrá, en consecuencia, los m ism os elem entos que ésta tiene. E sto no quiere decir que Platón conciba al estado cual si fuese un orga­ nism o a g ran escala; lo único que significa es que deben esta­ blecerse im portantes paralelos en tre la psicología individual y la e stru ctu ra de la sociedad. Las clases sociales serán las que le darán la e stru c tu ra deseada. Mas estas clases se constituirán de acuerdo con la naturaleza de cada individuo, no p o r nacim iento, privilegio o favor. Los m enos capacitados serán los trabajadores, artesanos y cam pesinos y los m ás los guardianes de la sociedad. Los guardianes a su vez se dividirán en soldados y gobernantes o gobernante, en caso de que haya uno solo. Siendo el alm a 12. N. R. Murphy, The Iníerpretation of Plato’s Repubíic. Oxford, 1951, pp. 40 y 41. 13. Platón, Rep., II, 368e-376c.

hum an a una com binación de los tres elem entos señalados en el an terio r epígrafe, hay que añad ir que en cada hom bre aparecen com binados en form a diferente. Así, p o r ejem plo, aquellos hom ­ bres en los que predom ine el deseo, y la razón esté reducida a un grado secundario, deberán abstenerse de la alta tarea de gobernar y dedicarse de lleno a los trab ajo s m anuales. Ello, adem ás, está de acuerdo con su naturaleza ín tim a y les hará m ás felices. En los soldados predom inará el buen ánim o y el sentido del honor y del sacrificio altru ista p o r la patria. P or ello debe confiar­ se a hom bres de este tipo la defensa del estado, pues no serán fácilm ente sobornables ni h u irán ante el peligro. El gobierno e sta rá en m anos del filósofo-rey o de varios de su calidad; ¿qué es u n filósofo-rey? Siguiendo estrictam ente su lógica, Platón llega a la conclusión de que el regim iento de la sociedad debe e sta r en m anos de quien m ás sepa acerca del hom bre, del Bien Suprem o y de la naturaleza. P or o tra parte, los conocedo­ res del Bien no podrán ser víctim as de las pasiones que habi­ tualm ente em ponzoñan la política. E sto significa una com pleta transform ación de la form a en que los hom bres norm alm ente alcanzan al poder, es decir, im pulsados por la am bición personal y no p o r puro am or al saber, com binado con una com pleta ausen­ cia de egoísmo. No nos corresponde aquí describir qué es lo que entiende Platón p o r conocim iento y cuál es su idea de la realidad m aterial. B aste decir que, p a ra él, el m undo de lo visible es tan sólo un m undo de som bras e im ágenes que son tenues reflejos de un m undo de superior realidad, el de las «ideas», m uchas de las cuales son arquetipos que im perfectam ente son im itados por las cosas en tre las que vivimos. El filósofo es el que conoce estos arquetipos, el que conoce lo general adem ás de lo particular, el que sabe y no cree que sabe solam ente, como la m ayoría de los m ortales, que —com o hem os visto— llam an saber a lo que en el fondo no es m ás que m era opinión.14 Si el poder fuera puesto en m anos de estos filósofos cesaría el gobierno de los incom petentes y se h ab ría dado el p rim er paso serio hacia la edificación de una sociedad ju sta. § 7. E l c o m u n is m o en la « R e p ú b l ic a ». — El plan platónico sig­ nifica una revolución total en las form as de vida habituales en las ciudades-estado de su tiem po tanto en las oligárquicas como en las dem ocráticas. El rasgo m ás revolucionario es el del com unism o. No es que no pudieran hallarse precedentes o analo­ gías. E sp arta los daba en abundancia. Pero la República presenta u n plan m ucho m ás vasto. Sin em bargo, éste no alcanza a todos los m iem bros de la sociedad; la clase productora, a la que perte­ necen hom bres que, por naturaleza, no pueden llevar una vida elevada, que necesitan seguir sobre todo deseos m enos altos, debe ser satisfecha con ciertas form as restringidas de propiedad. La 14. Ibid., V, 473 b hasta VI 532.

clase superior, la de los guardianes, es la que vive en régim en de com unism o com pleto,15 es decir, en u n sistem a social en el cual la propiedad privada no existe. Luego, p o r así decirlo, el comu­ nism o platónico es, ante todo, un «comunismo de clase» o aris­ tocrático. Esto puede ser entendido derecham ente sólo si tenemos en cuenta que en la com unidad política que Platón proyecta, las clases sociales no lo son más que p o r diferencias naturales entre los hom bres. El origen de las clases sociales en la República no debe buscarse en la desigualdad económ ica con que se enfrenta todo hom bre al nacer, ni en un sistem a de explotación entre seres hum anos basado en la fuerza, sino casi exclusivam ente en crite­ rios de excelencia m oral e intelectual. Además, es un com unism o cuya existencia depende de la aceptación del postulado, entre otros, de que la felicidad del individuo depende de la felicidad del conjunto de individuos, y no al revés.16 El estado debe perm anecer a la m ism a distancia de la riqueza como de la m iseria, pues este com unism o debe serlo de la sobrie­ dad y la m esura, no de la molicie. Se tra ta de un com unism o cuyo fin no es otro que el de la regeneración m oral de los ciudadanos, y en el que la idea de b ienestar —sin d e ja r de ser tenida en cuen­ ta— no es central. En el com unism o platónico la idea del aum ento de la riqueza y de la productividad económ ica no está presente. Se tra ta de que la clase superior, es decir, sus dos estam entos, soldados y gobernantes, vivan en una situación que coadyuve a la elim inación de los instintos egoístas que tienen su origen en el deseo. Por eso los guardianes carecen de casas fam iliares y viven en algo así com o cuarteles o conventos, cobran un salario en es­ pecie y no en dinero y com en a la espartana, en refectorios co­ munes. Pero no queda aquí la cosa: las m ujeres son comunes tam bién; ahora bien, esto debe entenderse sim plem ente como una consecuencia lógica de la necesaria em ancipación de las m ujeres. Platón fácilm ente pru eb a que las m ujeres son iguales a los hom bres en cuanto a su capacidad intelectual. P rueba tam bién que p ara que su em ancipación m oral, física y cultu ral tenga lugar es m enester abolir la fam ilia, pues en v irtu d de su existencia la m u jer griega quedaba subordinada al hom bre p o r completo. La fam ilia, sin em bargo, era la institución fundam ental en el seno de la cual se educaba el ciudadano. Al aboliría era necesario sus­ tituirla p o r o tra institución que educara: el estado. § 8. L a edu cació n . — La única m anera de asegurar la persisten­ cia del estado ideal, según Platón, consiste en crear un sólido sis­ tem a educativo. P ara ello Platón establece un detallado sistem a escolar, que se hace cargo de los niños desde su p rim era infancia h asta que se les va dejando en los puestos sociales p ara los que están dotados. La educación platónica se caracteriza por dos co­ sas, principalm ente: prim ero, es una educación que alcanza a to15. Ibid., III, 416 y sig. 16. Paul Friedlánder, Platón, Vol. III. Berlín, 1960, p. 85.

dos los ciudadanos p o r igual, de m odo que no se tiene en cuenta el origen social de ninguno de ellos. Los futuros hom bres m adu­ ros están en absoluta igualdad de condiciones y sólo la excelencia de su inteligencia decidirá sobre su porvenir; segundo, se tra ta de una educación paternalista, de un despotism o intelectual. Platón decide qué cosas conviene enseñar y qué cosas deben su frir la m ás estricta censura. N ada hay en la República que se parezca al m oderno liberalism o cultural, nada hay de tolerancia ideoló­ gica. Pero esto no hay que entenderlo m al: la intención del au to r no es o tra que la de acabar con la superstición, la demagogia y la m entira. Se tra ta de principios generales, cuya p uesta en práctica no sabem os cómo h ab ría tenido lugar en caso de que Platón pudiera hab erla llevado a cabo personalm ente. La educación tenía que ten er el aspecto un poco drástico que Platón propone, pues sus objetivos eran terapéuticos; no sólo era cuestión de tran sm itir conocim ientos, sino tam bién de acabar en form a tajante, no evo­ lutiva, con una situación injusta. La educación lleva p a ra Platón a dos cosas im portantísim as, sin las cuales todo su plan no podría existir, que son el conoci­ m iento del Bien por p arte de los capacitados y la creación de filósofos-reyes, aptos p a ra gobernar. Como se ve, a Platón no se le ocurre com enzar su ciudad ideal m ediante la conversión de las m asas a su teoría, sino que quiere hacer u n a transform ación so­ cial desde arriba, convenciendo al ya poderoso. Es éste el que puede poner en m ovim iento el proyecto todo. La educación platónica constituye al estado en una gran escuela en la que cada hom bre vive p a ra alcanzar la vida buena y justa. La ciudad es como u n m icrocosm os que refleja el m undo perfecto de las ideas; cada uno de los hom bres es dichoso en el puesto que le ha correspondido p o r naturaleza dentro de ese orden, con lo cual su vida no queda fru strad a. Desde este punto de vista, el sistem a platónico educativo propone una liberación, ya que p er­ m ite a cada cual seguir lo que en realidad corresponde a su ser, sin d eso rb itar el quehacer m ás adecuado a cada persona. Claro está que es perfectam ente discutible el que los criterios platóni­ cos p a ra establecer qué tipo de educación corresponde a qué individuos, sean o no correctos. Lo m ás interesante aquí quizás sea el postulado pedagógico de que a toda persona debe dársele el grado y tipo de educación que su inteligencia exija y que esta m isión es de incum bencia pública. § 9. E n t o r n o al h o m b r e de esta d o . — El diálogo E l Político, escrito m uchos años después de la República, desarrolla, refinadas p o r la experiencia del autor, algunas de sus ideas acerca del go­ bernante. Bien se ve que en esta ú ltim a obra, la posibilidad de toda reform a seria de la sociedad pivotaba sobre la figura central del go­ bernante, del filósofo-rey. El Político es un estudio de la naturaleza de la persona que gobierna d entro del m arco de la idea expuesta en la República de que el hom bre de estado tiene el derecho a gobernar porque sólo él sabe a fondo lo que es pertinente en

m ateria política.17 Todo despotism o, desde la época de Platón h asta el presente, suele racionalizarse p o r m edio de este argum en­ to. El pueblo, quiera o no, debe obedecer, pues el gobernante sabe lo que a la m ayoría le conviene, de m odo que su consentim iento carece de im portancia.18 A pesar de ello no hay que entender a Platón cual si fuera un abogado incondicional del absolutism o. Su idea del hom bre de es­ tado ideal gira en torno al concepto del conocim iento de lo justo, y por eso hace en E l Político una distinción m uy im portante entre tiranía y m onarquía. Si el soberano actúa conform e a su sabiduría, sus actos serán a la p ostre bien recibidos p o r el pueblo, pues le traerán el bien; pero si actúa conform e a la ignorancia y a la arb i­ trariedad, no m erece ser gobernante. E sto se aplica a cualquier situación en la que un hom bre tenga poder p o r encim a de otros hom bres. Platón analiza la n aturaleza del fenóm eno que hace que un ser hum ano tenga autoridad sobre sus prójim os y tanto le inte­ resa el dueño de una casa, como u n ad m in istrad or de bienes (oíxovópo?) como el señor de un país. N aturalm ente, su estudio se concentra en este últim o, pero un gran m érito de la obra estri­ ba en analizar en ab stracto qué sea el m ando y cuáles sus funcio­ nes deseables.19 § 10. «Las L eyes». — El gran últim o diálogo de Platón tra ta un tem a del que no se había ocupado especialm ente ni en E l Polí­ tico ni en la República: el de la ley. E sto se debía en p arte al hecho de que la ley, a los ojos de Platón, aparece como algo elaborado p o r la tradición, adem ás de serlo p o r los hom bres que la viven en cada m om ento histórico. El gobernante tiene que tener m anos libres p a ra tran sfo rm ar la sociedad, y la ley, en el sentido de norm a ya establecida, es m ás bien un im pedim ento. La recon­ sideración de este problem a, y el hecho de que precisam ente para refo rm ar es preciso prom ulgar leyes, o, como a Platón le gustaba decir, directrices,20 m otiva en tre otros factores el desarrollo de este diálogo. Las Leyes es el m ás extenso de todos los diálogos platónicos, y no el m ás conocido. Ello se debe a que, p ara un lector poco entu­ siasm ado, es algo tedioso y h a sta repetitivo. P or o tra parte no tie­ ne la suprem a gracia literaria de la República. Pero su contenido es capital p a ra conocer el pensam iento social de su autor. El diálogo se desarrolla entre tres cam inantes que van de un lugar a otro de la vieja isla de C reta y que d u ran te su andadura discu­ ten desde los puntos de vista típicos de tre s personas que p erte­ necen a estados diferentes: Creta, E sp arta y Atenas. El derecho com parado de los diversos países helénicos sirve aquí para altos fines de filosofía política y jurídica. El diálogo com para, en efec­ to, las leyes y las instituciones jurídicas, pero ése no es su objetivo. 17. 18. 19. 20.

Sabine, op. cit., p. 73. Ibid., p. 73. Platón, El Político, I, 258a-277a. Platón, Las Leyes, IV, 722d y sig.

pues no tra ta de preguntarse cómo son, sino p a ra qué son las leyes, qué funciones cum plen, qué sentido tienen. E stas son las preguntas que en el diálogo hace el interlocutor ateniense y las que lo sitúan a un nivel profundo. Las leyes se deben a la guerra, dice el es­ partano , al hecho de que el hom bre p o r n aturaleza —y no sólo en estado prim itivo, como dirían m ucho m ás tard e Hobbes y Spinoza—21 está siem pre en guerra, en u n a situación de bellum omnium contra omnes. El ateniense no le contradice, sino que lleva la cosa a sus aspectos extrem os, al hecho de la incesante compe­ tición en tre los individuos, y luego a la que existe en el hom bre consigo mismo. El hom bre debe llegar, concluye, al autodom inio, a la victoria sobre sí m ism o.22 Y el estado debe tam bién vencer sobre sus com ponentes, poniendo orden en el caos m ediante el triunfo de lo justo. Con esta discusión se abre un diálogo cuya principal caracte­ rística es la aplicación de principios filosóficos a situaciones reales según criterios prácticos, sin q u erer forzar estas situaciones en favor de una utopía. § 11. E l m e j o r estado p o s ib l e . — Si consideram os que la orga­ nización política que p resenta la República es inaplicable, pero creem os todavía que sus principios son los m oralm ente correctos, la conclusión será que h a b rá que in sta u ra r u n régim en en el que dichos principios entren en vigor en toda la extensión de lo que las realidades sociales perm itan. É sa es la idea recto ra de Las Leyes. Se tra ta de la creación del m ejo r estado posible, no del estado ideal. E sta creación, según Platón, debe llevarse a cabo m ediante el predom inio general de la ley. E sto representa un viraje im portan­ te fren te a sus ideas anteriores. Hem os dicho que p ara el gober­ nante ideal, es decir, p ara el que posee auténtico conocim iento del bien, la ley es u n im pedim ento. Su labor es u n a labor de constan­ te creación. Em pero, p ara el gobernante real, que h a ascendido a su posición de poder p o r habilidad, am bición, herencia u o tras causas, la ley puede ser una lim itación p a ra que sus acciones no se salgan al terren o de lo injusto. La ley, pues, es en la m ente de Platón un su stitu to del conocim iento. É ste sigue siendo lo desea­ ble, pero dado que es casi im posible que el político gobierne en su nom bre, m ás vale que gobierne de acuerdo con principios jurídicos.23 Éstos, p o r su naturaleza, son u n reflejo de una verdad que la o btusa m ente del gobernante corriente no puede colum brar. El sistem a propugnado p o r Las Leyes es, pues, un com prom iso en tre lo ideal y lo real. La ley es lo m ás racional que pueda darse entre hom bres débiles, es un paradigm a de acción al que hay que ajustarse. ¿Cómo será el estado que cum pla con esta guía? Según Platón, el m ejo r estado posible, aquel en el cual las leyes sean suprem as, sólo puede ser el que tenga una consti21. Friedlánder, op. cit., p. 363. 22. Platón, Las Leyes, I, 626d hasta 627c. 23. Ibid., IX, 874 y 875, por ejemplo.

tución que com bine las virtudes de las dem ás constituciones y evite sus defectos. Platón im agina la fundación de una co lo n ia24 y a raíz de ello discute la constitución que deba dársele y de las leyes que deben prom ulgarse p a ra que prospere. Tras un breve período de organi­ zación, que debe ser dirigido férream ente p o r un tirano tem poral, la colonia em pezará a vivir bajo un estado de derecho. E n vez de un filósofo-rey ahora tenem os u n cuerpo de legisladores —de 37 m iem bros— y otro cuerpo electoral —de 200—. Los legisladores sustituyen al filósofo-rey, y se llam an guardianes de la ley. Ya no son los guardianes filosóficos de la República, sino los garantes de que la ley sea respetada y en tre en vigor en cada caso. En últi­ m a instancia, cuando la nueva colonia esté en plena m archa, se creará un nuevo y m ás am plio cuerpo electoral com puesto por to­ dos los ciudadanos capaces de guerrear. E ste últim o podrá elegir a los guardianes de la ley y a un senado, pero nada m ás; se tra ta rá , pues, de una asam blea popular sin derecho de censura o veto, sólo de elección. Desde este punto de vista, la constitución de Las Le­ yes es —con todas las lim itaciones que se quieran— claram ente dem ocrática. Sin em bargo, a Platón le interesaba que gobernaran los «mejores» y que la demagogia no pudiera h acer estrago alguno en la m áquina política. Con este fin divide a la población en cu atro clases diferentes, concediendo a las superiores privilegios especiales en cuanto a la selección de rep resentantes de las infe­ riores, y lim itando a éstas su poder de seleccionar m iem bros de las m ás altas. Es curioso n o ta r que p a ra ello Platón cuenta con factores tales com o la apatía política de las m asas. De esta m ane­ ra los principios aristocráticos se com binan con los dem ocráti­ cos, de m odo que sea posible 1) que gobiernen los m ejores, y 2) que no haya luchas ni divergencias sociales. La división tetraclasista que Platón propone ahora está basada en principios económicos. Los hom bres, cree Platón, son dem asia­ do im perfectos p ara el com unism o. Como sustitutivo del comu­ nism o ideal, sin em bargo, Platón desarrolla el principio de que la propiedad privada debe e sta r al servicio de la com unidad. Y, como en m uchos otros pasajes de Las Leyes, P latón vuelve a sus viejos ideales, de m odo que considera que, en la m edida de lo posible, es necesario m antener las instituciones de aquel estado ideal. En su obra de m adurez, el sabio insiste en que el am o r libre debe prevalecer en la sociedad y que la vida en com ún debe ser inten­ sa, tanto, que el hogar debe p erd er im portancia: las com idas tie­ nen que seguir siendo colectivas. Sea cual sea n u estra actitud ante cada u n a de las ideas pla­ tónicas expuestas en su últim o diálogo, hay una que se halla m ás lejos que todas las dem ás de la m ente del hom bre m oderno que estim e la libertad: la de que el estado debe ejercer tareas de espionaje y perenne vigilancia en tre sus ciudadanos. Platón im a­ gina una policía secreta que constantem ente da inform ación a los 24. Ibid., IV, 707 y sig.

guardianes de la ley acerca de la vida social en sus aspectos no conspicuos.25 E sta policía secreta de seguridad del estado encuadra perfectam ente en el sistem a to tal político-social de Platón sólo desde el punto de vista de la lógica, pero no desde el de su viabi­ lidad. Es de suponer que si Platón aprendió tan bien m uchas de las lecciones que le dieron sus fracasos prácticos, hubiera asim is­ mo cam biado de opinión en este terreno, de h ab er sabido a qué horrores puede conducir el totalitarism o de u n estado policía.26

25. Ibid., IX, 856 y sig. 26. Para una consideración del pensamiento social platónico y del anterior desde el ángulo de la sociología, cf. A. Gouldner, Enter Plato. Nueva York, 1965.

ARISTÓTELES § 1. S em bla n za de A r is t ó t e l e s (384-322 a.C.). — A ristóteles era jonio, nacido en la colonia de E stagira, pequeña ciudad de la costa de Tracia, al pie del m onte Atos. Dos hechos fueron decisi­ vos en su juventud: la situación social de su padre, médico del rey de M acedonia Am intas II, y la vecindad de su ciudad con el m undo no heleno, cosas am bas que iban a proporcionarle en sus años de plenitud sólidos elem entos p a ra juzgar su mundo. Con el fin de am pliar su educación, p a rtió p a ra Atenas cuando contaba diecisiete años. M uerto su padre, quedó en situación eco­ nóm ica desahogada, y gracias a ella pudo p a sa r en la capital ática veinte años, dedicándolos al estudio. Se ignoran sus prim eros m aestros, aunque es de suponer, dada la form a de vida ateniense, que tuviera uno u otro contacto con m uchos de los que a la sazón enseñaban o daban un ejem plo; es m uy probable que escuchara a Isócrates, y quizás a él le deba su invariable interés por las m aterias de la retórica. Al poco tiem po de su estancia en Atenas, regresó Platón de Sicilia. Aristóteles se hizo discípulo suyo y per­ maneció siéndolo h a sta su m uerte, acaecida el 347 a.C. Su adm ira­ ción y devoción p o r el m aestro fueron m uy grandes, aunque esto no le im pidiera exam inar críticam ente sus obras. El aforism o amicus Plato, sed maius am icus veritas cobra, en el E stagirita, un sen­ tido literal. M uerto Platón, A ristóteles realizó varios viajes. En el prim ero visitó a H erm ias, tirano de A tarnea, y parece que se casó con una herm ana o sobrina suya, Pitia de nom bre. Estuvo tam bién en Mitilene, según parece. Pero en 342, Filipo de M acedonia quiso confiarle la educación de su hijo Alejandro, que frisaba los catorce años. Aristóteles se hizo cargo de ella d u ran te siete años, es decir, hasta el m om ento en que Alejandro p artió en su m em orable expe­ dición contra Persia. Su influencia sobre el caudillo m acedonio no está m uy clara, pero es indudable. M uerto p o r asesinato el sobrino de A ristóteles, sus relaciones se interrum pieron, en 325, aunque habían d urado tan to que A ristóteles había podido utilizar m últiples favores que le hiciera su discípulo p a ra facilitarle el estudio de la naturaleza: consiguió dinero, m ateriales, anim ales exóticos, todo cuanto necesitó. Aristóteles residía en Atenas desde 335, adonde hab ía vuelto tra s

13 años de ausencia. El m ism o año de su reto rn o comenzó a d ar clases sistem áticam ente, pero no en la Academia, regida p o r su amigo X enócrates, sino en u n lugar llam ado Liceo. Según el tem ­ peram ento sistem ático y ordenado del m aestro, éstas se daban de conform idad con ciertas norm as de h orario y tipos de estu­ diantes; p o r las m añanas, los tem as m ás difíciles, con poca asisten­ cia, y p o r las tardes se tra ta b a n tem as en form a «exotérica», es de­ cir, m ás com prensible, p a ra un público m ás num eroso y menos avezado. E stas enseñanzas, con ten er m ucho de d octrina platóni­ ca, ofrecían a los estudiosos un acercam iento a la verdad que des­ cansaba m ucho m ás en la inducción y en la observación que en cualquier o tro m étodo anterior. En efecto, aunque todo sea cuestión de grado, y no podam os decir que el E stagirita inventara tales procedim ientos, es necesario d estacar que la característica prim ordial del pensam iento aristotélico es la de p roceder —en la m edida de lo posible— p o r el cam ino de la generalización de ob­ servaciones concretas, p o r el cam ino de la pru eba lógica, de la com probación sensorial y la razón com o sustitutivo de la intui­ ción. P o r circunstancias de su vida, A ristóteles h ab ía sido entrena­ do p a ra esta faena: si p o r un lado había recibido de Platón la preparación teórica que ella requería, p o r otro, desde su infancia había conocido el m étodo experim ental; es m uy probable que ya en ella conociera algunos rudim entos de anatom ía. En su pensa­ m iento político no dejó de co m p arar el estado con el cuerpo hum ano, y esta m etáfora, p o r sim plista que parezca, había de p e rd u ra r por m uchos siglos en la filosofía social occidental.' Pocos hom bres h an poseído la vastedad de sus conocim ientos y la arm onía con que todos estaban organizados en un sistem a ágil, m ucho m enos rígido que alguno de los que m ás tarde habían de elevarse sobre su obra. En este sentido, el alcance de sus trab a­ jos de tipo social es sobresaliente, y ello p o r dos cosas: prim ero, porque al in teg rar la sociedad d entro de u n sistem a de conocimien­ tos científicos coadyuva a d ar a la sociología —que había de surgir siglos m ás tard e— un lugar en tre las ciencias; segundo, porque inicia el estudio objetivo de los fenóm enos hum anos, abandonando el énfasis en los contenidos de la conciencia individual y ponién­ dolo en cam bio sobre las instituciones, la conducta y las situacio­ nes sociales observables. Al m o rir A lejandro hubo en Atenas un m ovim iento antim ace­ dónico m uy fuerte, de m odo que A ristóteles tuvo que h u ir de ella, tan to por am enazas como p o r el ejem plo de la m uerte de Só­ crates, víctim a tam bién de un ram alazo de opinión pública. El sabio m urió un año m ás tarde, en Caléis, en 322.12 § 2. É tica y p o l I t ic a . — La m oral es una ciencia de la acción hum ana, y ésta se suele realizar ante todo con respecto a otros 1. Para un análisis histórico de dicha metáfora, cf. R. Nisbet, Social Ckange and History, Universidad de Oxford, 1969. 2. Los datos biográficos proceden de Alfred y Maurice Croiset, Histoire de la Littérature Grecque, vol. IV, pp. 679 y sig. París, 1895.

hom bres, es decir, que su dim ensión social le viene ya dada de raíz. Así lo reconocía explícitam ente A ristóteles al conectar en su tratad o Ética a Nicóm aco la m oral con la política, la educación y la legislación.1 Ello es debido a que, p a ra él, lo bueno p ara el hom bre es aquello que él busca según su naturaleza, sea cual sea su bondad intrínseca; noción ésta que la pone en conflicto con interpretaciones posteriores. P or o tra parte, y sin necesidad de justificación alguna de carácter analítico, A ristóteles no considera­ ba que pudiera h ab er una disolución sustancial —en últim a ins­ tancia— en tre la esfera de lo ético y la de lo político. En esto era fiel a su tiem po. El estado heleno era, en teoría, u n supuesto garantizador y fo­ m entador de la felicidad hum ana o eudaim onia y de la vida bue­ na. De acuerdo con ello, A ristóteles considera que el estado debe establecer un alto sistem a m oral y que su poder ejecutivo debe es­ ta r ordenado a la puesta en vigor de tal sistem a. Es por ello por lo que, p a ra Aristóteles, la política es una ram a del conocim iento práctico, no teórico. Es una praxis, o sea, la aplicación concreta de ciertos principios sobre la convivencia. Veamos las razones que da un estudioso de la doctrina política clásica p ara explicar las relaciones íntim as que hay, dentro del esquem a aristotélico, en tre ética y política: Lo particular no podía... ser separado de lo universal: lo particular existía sólo en cuanto «imitaba» o «participaba de» lo universal. Es­ tudiarlos separadamente era no estudiar nada. Pero el hombre es lo particular y el estado lo universal del que participa; tampoco puede el hombre ser estudiado sin relación con el todo que le da sentido y exis­ tencia... [Aristóteles] cree, en verdad, en la conexión vital entre el hom­ bre y el estado del que es parte; ningún escritor ha hecho hincapié más vividamente en la necesidad del estado para el desarrollo del hombre. Pero a pesar de todo, el individuo campea por sí mismo en la doctrina de Aristóteles... Era inevitable que el aspecto ético del yo individual debía recibir un tratamiento independiente en [sus] manos... Así, es­ cribe una obra sobre Ética, como investigación separada, pero tan vital­ mente conectada con la política, que ambas deben siempre ser «pensa­ das juntas»... En la Ética, la moralidad se examina en conexión con la psicología, como un estado del alma: se ve como conjunto de partes del alma que entran en un hábito de acción deliberada, en la cual la supremacía de la parte racional queda reconocida. En la Política, la mo­ ralidad se estudia en conexión con el ambiente: es observada como creada por la influencia educativa de la autoridad política, como acción en su propio campo de realización.34

A la luz de estas consideraciones de E rnest B arker, pasem os ahora al nivel de lo social y, sobre todo, al de lo político, sin olvi­ d ar que, p a ra A ristóteles, las com unidades hum anas en el sentido am plio constituyen el único teatro posible de la vida m oral per­ sonal. 3. Ethica Nicomachea, 1094a y 1179b y sig. 4. Ernest Barker, The Palitical Thought of Plato and Aristotle. Nueva York, 1959, pp. 248, 249.

§ 3. La n a tu ra leza Aristóteles que

humana

y

el

o r ig e n

del

esta d o .5 —

Dice

Cuando varias aldeas se unen en una comunidad completa y única, lo bastante amplia para ser autosuficiente o casi autosuficiente, surge el estado, originándose en las meras necesidades de la vida, y continúa su existencia para que ésta sea mejor. Por tanto, si las más tempranas formas de sociedad son naturales, también lo es el estado, que es su consecuencia o fin, y la naturaleza de una cosa es su fin. Por ende, es evidente que el estado es creación de la naturaleza y que el hombre es en su virtud un animal político.

O sea que el estado, la organización política, es sencillam ente una dim ensión m ás de lo hum ano. Por eso aclara A ristóteles este concepto, añadiendo que todo individuo que estuviera alejado por com pleto de la vida política sería u n hom bre «sin corazón, sin ley y sin pueblo», como decía H om ero, o bien sería, m ás que un hom bre, un sem idiós quizás. No cabe duda de que ésta es una reelaboración de la concepción periclesiana del ciudadano como m iem bro activo y cread o r de la vida pública de su com unidad, y plasm ación del prejuicio que en Atenas existía contra quienes, siendo libres y capaces, se abstenían de intervenir en el estado o de servirlo. Pero A ristóteles da a este aspecto de la actividad hum ana una verdadera categoría ontológica. Se es hom bre en cuanto que se es anim al sociable, político. Eso no consiste sólo en la capacidad de organizarse; hay anim ales, los gregarios, que se organizan tam bién. Se tra ta de que el hom bre, en co ntraste con ellos, tiene la facultad de h ab lar —virtud política por excelencia— y de ex­ presar con el hab la sus conceptos acerca de lo bueno y lo malo, de lo ju sto y de lo injusto, distinciones éstas que sólo él hace y que no hallan parangón alguno en tre los dem ás anim ales gre­ garios. Por o tra parte, el estado no es una consecuencia posterior al hecho de que existieran individuos o fam ilias de ellos, sino que es anterior. El problem a es lógico, no histórico, y su argum enta­ ción bien sencilla: si el todo es necesariam ente an terio r a sus partes y el individuo aislado es sólo u n a p a rte en relación con un todo, la com unidad política será una categoría a n terio r a la del individuo. Prueba de ello, y prueba de que éste es p arte nada más, es que el individuo aislado no es autosuficiente y sin una com uni­ dad no puede subsistir. Claro está que desde u n punto de vista tem poral todo debió de suceder con sim ultaneidad; en cuanto hubo hom bres hubo estado, y en cuanto hubo estado d ejaron éstos de ser bestias p ara ser hum anos. Porque aunque A ristóteles explícita­ m ente reconoce la existencia de lo que él llam a u n instinto social o de sociabilidad, tam bién im agina el origen histórico del estado, siguiendo la p au ta establecida de que si el estado nace de las 5. Arist., Política, I, 1252a-1260b, comprende todas las referencias a dicho texto en este epígrafe. La presentación de las ideas sociales del filósofo no sigue el, por otra parte, problemático orden con que nos han llegado los libros de su obra.

necesidades de los hom bres, éstas h ab rán desarrollado tam bién las instituciones m ás elem entales que lo sostienen. E n prim er lu­ gar existen dos relaciones que pueden considerarse fundam enta­ les: la de hom bre a m u je r y la de am o a esclavo. El prim er tipo de relación cubre u n a serie de necesidades tales como la sexual, la de la procreación, la del hogar, y la segunda da lugar a la estruc­ tu ra política de la casa: el am o es el rey de su fam ilia. Pero esta pequeña unidad no satisface todas las necesidades. Hay que adqui­ rir bienes que la econom ía fam iliar no puede p o r sí sola producir, de modo que la aldea es la prolongación lógica de un conjunto de unidades fam iliares. Es de suponer, cree Aristóteles, que las aldeas tuvieron regím e­ nes m onárquicos, a im itación de las fam ilias de las que procedían, y hasta que cuando se form aro n las ciudades, como consecuencia de la federación de ellas, tuvieron tam bién gobiernos m onárqui­ cos. Pero el proceso cesó aquí porque el estado ya puede decirse que posee la autarquía, la autosuficiencia, y p o r ello podem os con­ siderarlo com o una sociedad com pleta, o, como dirían los exegetas aristotélicos de la E scolástica m edieval, una sociedad perfecta. Sólo en su seno halla el hom bre su dignidad. Es conveniente ten er en cuenta que Aristóteles no distinguía en tre estado p ropiam ente dicho y sociedad. Como se señaló al principio, la polis es un concepto que traducim os p o r m era con­ veniencia con la palab ra estado, pero abarca a todas las institu­ ciones sociales de una com unidad dada. Ello no se debe en ningún caso a torpeza analítica o falta de com prensión, sino al hecho de que en ese m om ento histórico, y dado el grado de identifica­ ción de la estru ctu ra social helena con la política, no era hum a­ nam ente posible h acer tales distingos. Identificación, pues, del hom bre con su vida fam iliar y de ésta con la com unidad local, la cual, a su vez, es p arte sustancial del organism o político que a todos engloba. Se puede decir que hay en A ristóteles un conti­ nuo y una trabazón entre todos los elem entos de lo social que, según él nos lo presenta, recuerdan m ucho a lo orgánico. Su con­ cepto de estado no tiene pues las im plicaciones burocráticas y de separación en tre adm inistración pública y sociedad civil que había de ad q u irir m ucho m ás tard e esa noción, en tiem pos m odernos. § 4. E stática social : tipología de los estados.4— N o todos los estados son iguales. El m undo griego ofrecía a A ristóteles el pano­ ram a de un sinnúm ero de polis y de soluciones políticas al pro­ blem a de la convivencia. Gran p arte de su Política es fru to de la intensa labor realizada p o r él de acum ulación de todos los datos posibles acerca de las organizaciones políticas de la Hélade. Se sabe que llegó a coleccionar y a re d a c ta r 158 constituciones, cosa 6 6. Todas las referencias a Aristóteles en este epígrafe se hallan en Política, m , 1274b-1295a.

que le perm itió h acer ciertas generalizaciones y elaborar una cla­ sificación general.7 Antes de exam inarla es m en ester señalar cuál es la idea aristo­ télica del ciudadano, pues es u n elem ento fundam ental y constitu­ yente de la organización política. Si bien al describir el origen del estado se había hablado de individuos y luego de fam ilias y comu­ nidades reducidas o aldeas, ahora, al p resen tar una definición de estado, ésta se hace en virtud de o tra definición, la de ciudadano. Para llegar a ella A ristóteles ensaya varias que, tras dem ostrar su inexactitud e insuficiencia, nos dejan el cam ino expedito para la auténtica. Así, p o r ejem plo, se rechaza la idea de que el ciuda­ dano pueda definirse p o r su residencia en un territorio, ante la vaguedad que esto tiene frente al hecho de los derechos del ausen­ te o a la existencia de extranjeros en el territo rio de una polis. Tampoco los derechos y deberes jurídicos son un buen criterio, ya que, volviendo a la instancia de los extranjeros, éstos tienen el m ism o privilegio que los nacionales de re c u rrir a los tribunales p ara sus pleitos y querellas. En contraste con esto se puede definir al ciudadano diciendo que es «quien tiene el poder de to m ar parte en la adm inistración judicial o en la actividad deliberativa del estado». He aquí una definición tan práctica como funcional, que repugna a to d a abstracción y que, a p a rte de las ideas que su au to r pudiera ten er acerca del m ejo r gobierno de los hom bres, sólo puede concordar con las instituciones que caracterizaban en aquel entonces al estado dem ocrático, y aun con la idea que hoy tenem os de la dem ocracia genuina, que va m ás allá del m ero derecho a la representación, pues hace hincapié en la condición de que el ciudadano debe to m ar p a rte activa en la gerencia de los asuntos que luego h an de afectarle. En consecuencia con esta afirm ación, el estado será entonces «un cuerpo de ciudadanos que satisfaga todos los fines de la vida». A A ristóteles no se le oculta que estas definiciones no coinciden con las dadas corrientem ente; éstas dicen, p o r ejem plo, que un ciudadano es quien sea hijo de p ad re y m adre ciudadanos, pero las de esta índole práctica no son suficientes p a ra explicar el origen de ciertos derechos de ciudadanía de gentes que habían constituido un estado nuevo o que h abían sido esclavos anterior­ m ente. O tras dificultades podrían surgir si, fijándonos en la segun­ da definición, observam os que en u n a tiran ía casi nadie —de los m uchos que se llam an ciudadanos— tiene a rte ni p arte algunas en la gestión de los asuntos públicos. Siguiendo rigurosam ente el pensam iento aristotélico, h a b rá que colegir que éstos no son verdaderos ciudadanos aunque así se llam en. A ristóteles estuvo siem pre m uy aten to a las diferencias en tre el valor sem ántico 7. Aristóteles define la constitución diciendo que es «la forma en que están distribuidos los cargos en un estado», 1278b. La palabra «constitución» no tiene aquí el sentido moderno, pues no se trata de una declaración general de principios jurídico-políticos. Todas las constituciones estudiadas por Aristóteles, salvo la de Atenas, han sido perdidas. La que queda fue descubierta en 1891.

y el real de las ideas y las p alabras.' P ara ser ciudadano genuino hay que ten er derecho a intervenir en la fase deliberativa, superior en sí a la m ism a constitución, pues éste es el m odo com o m eior se expresa la soberanía y la autoridad que del cuerpo de ciudadanos dim ana. Sin em bargo, la p ráctica de la ciudadanía es un arte que requiere toda la atención de un hom bre educado, de modo que las em brutecedoras faenas m anuales deben ser elim inadas de la vida del ciudadano. De no ser así, dice A ristóteles, desaparecerá toda distinción en tre am o y esclavo. Y hem os de ver, m ás adelan­ te, que tal distinción es im portante p a ra el sistem a social pro­ pugnado p o r el E stagirita, así como p ara el ju sto funcionam iento de la polis griega, p ara la que la esclavitud, al igual que en m u­ chos casos, la dem ocracia entre los ciudadanos, era un elem ento im prescindible de su propia existencia. Ahora bien, ¿cómo pueden organizarse esos ciudadanos p ara co n stitu ir un estado? Es ésta la p regunta que lleva a nuestro pensador a exam inar las constituciones de la H élade p a ra in te n ta r establecer, por vía de experiencia, una clasificación sólida. Se le puede reprochar —y se ha hecho m uchas veces— que no analizara las constitucio­ nes de los pueblos no griegos de quienes, a excepción de Cartago, no se hace m ención en la PolíticqC Em pero, su análisis de situa­ ciones reales en el am plio m undo de la vida política de la cuenca m editerránea helénica posee un valor único: el de aplicar la induc­ ción al estudio de las cosas hum anas. Pues bien, la clasificación de las constituciones no era cosa nueva. Ya vimos que un Heródoto la había puesto de relieve. Platón hizo lo propio. En general, todas las divisiones seguían el esquem a m onarquía-aristocraciadem ocracia, que las investigaciones de Aristóteles no van a des­ m entir. P or o tra parte, ya se había com enzado a distinguir entre ellas y sus contrapartidas, las constituciones co rruptas, por ejem ­ plo, entre m onarquía y tiranía, con lo cual la división trip a rtita se convertía en una división en seis. Solía decirse, p ara distinguir las constituciones buenas de las m alas, que las p rim eras estaban basadas en el consentim iento de los ciudadanos, y las segundas están en pie con tra su voluntad; o bien que las unas seguían la ley m ientras que las o tras no. A ristóteles va a utilizar un nuevo criterio p a ra m antener tal distinción.’ Se tra ta rá de averiguar si el gobierno está establecido en beneficio de los gobernados —cons­ tituciones buenas— o de los propios gobernantes —constituciones m alas—. Es decir, prevalece el punto de vista teleológico, pues el fin de la constitución es el objeto de n u estra atención y no otra cosa. La constitución no es un arm azón superim puesto a un pue­ blo, sino una form a de realizar sus fines.89 8. J. H. Randall, Aristotle, Nueva York, 1960, p. 257, afirma que en la Ética trata el lenguaje de un modo que no carece de analogías con la escuela wittgenstei* niana de Cambridge y Oxford. 9. A Sinclair, A History of Greek Political Thought. Londres, 1952, p. 219.

De conform idad con este criterio finalista, A ristóteles estable­ ce la siguiente clasificación: CONSTITUCIONES N

orm ales

M onarquía A ristocracia Politeya

C o r r o m p id a s

T iranía O ligarquía Dem ocracia

Las norm ales buscan —m ediante un gobierno a ltru ista— el bien de la com unidad. Cada una de ellas, sin em bargo, busca un tipo de bien que le es peculiar. Así la m onarquía será una cons­ titución cuyo fin será la virtud, pues ha de ser el gobierno de un solo individuo, reputado como el m ejor en tre todos los demás. La aristocracia, al ser el gobierno de los pocos, pero de los m ejores, estará enfocada hacia la práctica de la vida noble y educada. La politeya —TtoLiTEÍa— significa el predom inio de los muchos, de la clase m edia, y p o r lo tan to de la m esura, de las virtudes típicas a los ciudadanos de tal extracción. En el lenguaje m oderno, la palabra politeya, acuñada por A ristóteles, sería la que correspon­ dería a la actual de dem ocracia, m ientras que p ara esta últim a servía para designar una form a co rru p ta del gobierno popular. Las constituciones anorm ales son correlativas a cada una de las norm ales; es com o si a éstas se les hubiera añadido la nota del egoísmo. El bien de todos, fin de toda constitución, ha sido desvia­ do hacia el cauce de la vida personal de quien d etenta el poder. El m onarca se convierte en tirano, el a ristó crata en oligarca y el representante del pueblo, en demagogo. Aristóteles considera que esta tipología es tan sólo esquem ática y que pueden producirse toda clase de m atices d entro de cada tipo. Considera tam bién que cada sociedad necesita un tipo de constitución diferente según cuál sea el núm ero de los ricos que en ella exista, o el núm ero de los cam pesinos. No traza una serie subsiguiente, quizá porque las variaciones de los prototipos pre­ sentados sean infinitas, pero es m uy explícito en cuanto a su exis­ tencia. Señala, p o r ejem plo, cuán diferente es una dem ocracia de cam pesinos a una dem ocracia de artesanos. Sin em bargo, Aris­ tóteles ve ciertas constantes en todo estado, elem entos comunes a todos los gobiernos, que son, a su entender, tres ram as en las que se divide el gobierno.10 En p rim e r lugar está la capacidad deliberativa, de donde surgen las facultades legales de todo es­ tado, así como las decisiones que afectan su vida básicam ente: declaraciones de guerra, firm as de tratados. Tenemos luego a los m agistrados y a los funcionarios, es decir, los que se hacen cargo de la adm inistración y de los asuntos del estad o : soldados, poli­ cía, contables, alcaldes. P or últim o, los jueces, los que dirim en conflictos en nom bre de la ley. E sta división trip a rtita tenía depa­ 10. Arist., Política, 1298a a 1301a.

rada una larga aventura —que no ha term inado aún— en la his­ toria del pensam iento político, sobre todo cuando, a p a rtir de la Revolución Francesa, se quiere hacer de la división de poderes principio inam ovible del estado liberal de derecho. Pero en Aris­ tóteles la división no existe p ara g aran tizar libertad alguna, sino p ara hacer observar que tales funciones son diferentes, aunque pueden no estar separadas en cuanto a la persona u organism o que las ejerce. § 5. E l m e jo r esta d o : la c o n s t it u c ió n m ix t a ." — La preocupa­ ción platónica p o r el m ejor de los estados posibles no había ni m ucho menos m enguado en su ponderado discípulo. N aturalm ente, su búsqueda del estado ideal seguía al maestre) por la línea tra ­ zada en Las Leyes y sólo secundariam ente la de la República.'2 Para Aristóteles, había un estado ideal sólo en el sentido de lo deseable, que la palab ra ideal tiene tam bién, pero no en el utó­ pico. A ese estado le llam ó politeya, p alab ra que había servido p ara designar una de las tres constituciones norm ales, y cuya corrupción era la «democracia», en el sentido especial que acabo de señalar. Si consideram os los o tros dos estados norm ales, la m onarquía y la aristocracia, observarem os que en ellos predom ina una per­ sona o una clase, aunque sea p a ra bien del resto; y si observam os las tres form as degeneradas, verem os que se caracterizan por el despotism o de un grupo o una persona sobre los demás. Así la plebe en la «democracia» expolia a los ricos, y en la oligarquía explotan éstos a los pobres. En consecuencia, la constitución ideal sería aquella en la que todas las p artes en las que está dividida la sociedad estuvieran en equilibrio arm ónico, y como el gobierno es el poder de la sociedad, éste ten d ría que rep resentar propor­ cionalm ente a cada uno de sus elem entos. En todos los gobiernos, excepto en la politeya, predom ina algún elem ento sobre los demás. La politeya puede definirse como aquel estado cuya constitución es m ixta, es decir, que en ella se hallan, m ezclados equilibrada­ m ente, poderes provenientes de cada elem ento de una sociedad dada. E stas ideas responden m uy bien a la teo ría aristotélica del térm ino medio, de m odo que todo ello encaja tanto en su m eta­ física como en su ética. La politeya es, en la teoría social de Aristóteles, el vínculo de unión con su sistem a total de pen­ sam iento. Si las constituciones responden a la e stru c tu ra social sobre la que im peran, so pena de inestabilidad en caso contrario, la poli­ teya podrá darse con solidez en el seno de sociedades que posean una vasta clase m edia. Ello es así porque la mejor comunidad política es la formada por los ciudadanos de la clase media, y los estados que tienen probabilidades de ser bien admi­ tí. Todas las referencias a Aristóteles en este epígrafe 1288b-1301a. 12. Cf. W. Jaeger, Aristóteles. Berlín, 1955, p. 275.

se hallan en el libro IV,

nistrados son aquellos que la tienen muy desarrollada y, a ser posible, más fuerte que las otras dos clases juntas, o, en todo caso, que cada una de ellas; pues la suma de la clase media a uno de los extremos equilibra la balanza de nuevo, evitando que ninguno de ellos predomine. Grande es en verdad la buena fortuna de un estado en el que los ciu­ dadanos tengan propiedad moderada y suficiente, ya que donde algunos poseen mucho y los demás nada, surgiría quizá la extrema democracia o bien la oligarquía pura; y la tiranía podría emerger de cualquier ex­ tremismo, tanto de la democracia más excesiva como de la oligarquía. Todo esto ya nos lleva a la consideración del cam bio social, es decir, a la dinám ica. Quizá p o r razones m etodológicas, Aristóteles ha considerado en p artes separadas de su Política, p or un lado, los tipos de gobierno y las instituciones invariables de la vida social, y, p o r otro, los cam bios que se producen en las constituciones de los estados. § 6. D in á m ic a s o c ia l : teoría de las r ev o lu cio n es .13 — Una lec­ tu ra apresu rad a de los textos aristotélicos acerca del cambio social nos h a ría pen sar que estam os frente a un reaccionario típico, pues en ningún lugar se aboga p o r cam bios o reform as, m ientras que en todas p artes se presen tan m étodos p ara m antener el síaíu quo político o económ ico. P ero la cosa n o es ta n sencilla. Si bien A ristóteles puede considerarse como un pensador un tanto conservador, al acercam os a sus ideas sobre el cam bio de las ins­ tituciones políticas conviene ten er presente que la idea prim ordial que guía su estudio es la de conservación o preservación de toda constitución, sea ésta una dem ocracia o una tiranía. Se tra ta de averiguar cuáles son las causas de la sedición, y cómo puede el gobierno constituido evitar que triunfen. Puede entonces resultar una teoría de la conservación de la libertad, en cuyo caso la adje­ tivación de reaccionario no vendría bien a nuestro filósofo. Su tratam iento del problem a de la esclavitud, que subsiguientem ente veremos, abona tam bién el repudio de este calificativo. La Política abunda m ás en el tem a de la sedición (trcácm;) que en el de la revolución propiam ente dicha (p.ETa(3oXr|). La revolu­ ción suele ser una sedición triunfante, y en su estudio debe in­ cluirse el resultado de esa victoria. En cambio, la sedición va desde el m ero conato al disturbio agudo y desde éste a la tran s­ form ación profu n d a de la organización política y, por lo tanto —en algún grado—, del cuerpo social. Teniendo esto presente, vea­ mos cuáles son las causas de la revolución p ara Aristóteles. La m ás im portante, dice A ristóteles, y que se refiere a los sen­ tim ientos revolucionarios de los sediciosos, es «el deseo de igual­ dad, cuando los hom bres creen que son iguales a otros, que poseen más que ellos; o bien, el deseo de desigualdad y superioridad» cuando se consideran m ejores y poseen lo m ism o o menos que sús inferiores. «Los inferiores —añade— se rebelan para ser 13. Todas las referencias a Aristóteles en este epígrafe se hallan en el libro V, 1301a-1316b.

iguales, y los iguales p a ra ser superiores.» H ay adem ás otras causas, quizá no ta n relacionadas con lo económico como las anteriores, y que son de orden psicológico, a saber, la insolencia, el miedo, el excesivo predom inio, el desprecio, las intrigas en las elecciones, el descuido y la desproporción en los elem entos de la organización política. Aunque el principal origen de la sedición sea la desigualdad, y ésta, como he dicho, se refleja en lo económico, hay que sub­ ray ar que p a ra A ristóteles es la desigualdad de honores, la inju sta distribución de los cargos y de la autoridad, la desigualdad m ás im portante en tre las causas de la revolución.14 Lo cual, claro está, no niega que la desigualdad económ ica no juegue u n papel im por­ tan te en la m ente de A ristóteles p a ra com prender estos fenóme­ nos. De sus escritos se colige que, p a ra él, el sedicioso lucha por obtener u n a posición social, honores, poder, y que la plataform a de su am bición es frecuentem ente la pobreza de m uchos o los am enazados privilegios económicos de irnos cuantos, de m odo que am bos factores se com binan en la revuelta, aunque el prim ero sea el m ás descollante. Cada cuerpo político tiene un grado de idoneidad diferente p a ra que acaezcan tales sucesos, y la cosa es c la ra : a m ás injusticia, m ás probabilidad de levantam iento. Así, por ejem plo, la dem ocracia es m ucho m ás estable que la oli­ garquía, aunque am bas no sean m ás que corrupciones de sus correspondientes tipos norm ales, la politeya y la aristocracia. ¿Cómo p reserv ar las constituciones? E n p rim er lugar será cuestión de que todas ellas posean m ayor núm ero de adeptos entre la población que de oponentes, y p a ra conseguir esto el único m étodo es la m oderación en las am biciones de los gobernantes. La oligarquía no tiene que hacerse n o ta r excesivam ente sobre la ciudadanía ni la dem ocracia am enazar de m uerte la existencia de todos los bienes y privilegios de la aristocracia. Es decir, no hay que em p u jar a la oposición a la lucha abierta. A ristóteles parece ver una de las causas m ás im p o rtan tes de la sedición en la tor­ peza del gobernante. Parece im plicar que todo régim en —tiranías incluidas— puede su b sistir indefinidam ente m ientras aplique con tino el a rte de gobernar. E ste a rte no debe basarse en la m entira, pues ésta se descubre y puede conducir a la revuelta. Así, la ma­ yoría acepta a m enudo ser excluida de los puestos del gobierno; es m ás peligrosa la prevaricación de quienes la gobiernan que esa m ism a exclusión, que puede provocar su irritación. La m a­ yoría prefiere prosperidad y no participación en el gobierno a expoliación y representación política com binadas. Todas estas cosas pueden e sta r en u n estado latente y explotar por motivos triviales. Aristóteles nos explica cómo algunas cons­ tituciones cam biaron p o r causas aparentem ente pequeñas, como la de Siracusa, donde todo empezó con la pelea, p o r una cuestión de am or, en tre dos jóvenes m iem bros del gobierno. Hay que dis­ tinguir, pues, en lo social, la ocasión de la causa verdadera. 14. Cf. Barker, op. cit., p. 488.

Cada tipo de constitución, ap arte de las causas que afectan a todos ellos, posee form as peculiares de sedición. El peor enemigo de la dem ocracia es la demagogia, pues los demagogos, ya cons­ p iran con los ricos p a ra devolverles el poder, ya ofrecen lo im ­ posible a los pobres y am enazan a los ricos, causando su reac­ ción violenta. Así se p asa a m enudo de ella a la oligarquía, aunque es com ún el paso de la dem ocracia a la tiranía, p o r acum ulación del poder en m anos de un demagogo prom inente o, a menudo, la conquista del m ism o a m anos de un general encum brado. En el caso de la oligarquía, la opresión del pueblo p o r los oligarcas es el m otivo m ás corriente de que cam bie el régim en, hacia la dem ocracia o la politeya en m uchos casos. A veces, son otros nobles o ricos quienes llevan a cabo la sedición, p o r considerarse a sí m ism os excluidos del poder, y o tras, las rivalidades internas hacen que los oligarcas «jueguen a la demagogia», m inando así la situación política. P or o tra parte, dos constituciones norm ales, la politeya y la aristocracia, pueden cesar de existir por simple desviación de la justicia, convirtiéndose así la p rim era en demo­ cracia y la segunda en oligarquía. La tiran ía es estudiada por Aristóteles con m ás detalle, pues «reúne los vicios» de estas dos últim as. «La tiran ía ha aprendido de la dem ocracia el arte de hacer la g uerra a los ricos» y de la oligarquía el prescindir del pueblo y pen sar sólo en la riqueza del gobernante. P o r eso el tirano debe dedicar gran p a rte de sus energías a su propia con­ servación; la conspiración es su constante am enaza. Esa conspi­ ración puede perm earlo todo, especialm ente la corte del tirano y su propia fam ilia. El tiran o debe poseer u n a actitud hostil con­ tra todo y con tra todos si quiere seguir siéndolo. Si Aristóteles hubiera vivido hoy no creo que estaría en desacuerdo con la frase de que la tiran ía es —desde el pun to de vista del que la ejerce— la paranoia institucionalizada. E n efecto, todas las fuerzas de represión de los regím enes dictatoriales contem poráneos parecen seguir al pie de la letra las instrucciones que da la Política al respecto; una sospecha universal contra todo ciudadano, por no decir contra toda organización de ciudadanos que no esté absor­ bida p o r la m aquinaria del estado. He aquí algunas recom enda­ ciones aristotélicas: El tirano procurará saber qué hace o dice cada uno de los ciudada­ nos, y deberá emplear espías como las «mujeres policía» de Siracusa o los delatores que Hierón solía enviar a todos los lugares de reunión. El miedo a los delatores impide que el pueblo manifieste sus ideas, aunque si lo hace, más pronto se da con ellos. También empobrecerá a sus vasallos... quienes, teniendo que trabajar duramente, no tendrán tiempo para conspirar. Las pirámides de Egipto son un ejemplo de esta política. Aunque A ristóteles fuera ta n clarividente en todo lo que se refiere a la m ecánica de la sedición, es ostensible que su visión del cam bio social es incom pleta y que sus perspectivas histó­ ricas no son m uy grandes. E m pero, y aunque hubiera tenido pre-

cedentes, hay que p a rtir de él si querem os tra z a r una historia de las ideas acerca del cam bio social. Su teo ría de la revolución es la prim era que aparece con un m ínim o de coherencia y raciona­ lidad. Nótese que los m otivos que en ella im pulsan a los hom bres a actu a r no son ni providenciales ni fatalistas, son motivos hum a­ nos, con causas detectables. § 7. E l d e r e c h o y la ley . — La característica com ún a todos los tipos norm ales de constitución es que están som etidos a la ley. Si la ley puede definirse como la «razón intocada por el deseo»,15 esto deberá ser así, puesto que en las constituciones corrom pidas lo que encontram os precisam ente es la sustitución del derecho p o r los deseos o am biciones personales de los gober­ nantes. No es o tra la idea que se tiene hoy del estado de derecho en el que u n a ley fundam ental, o constitución, es la fuente su­ prem a de au to rid ad y establece las necesarias lim itaciones al poder del gobernante, p a ra salvaguardar los derechos del ciu­ dadano. En A ristóteles hay, pues, u n a idea de lo que pueda ser el estado de derecho, y h a sta tal punto, que m uy a m enudo llam a a la politeya «gobierno constitucional», com o si sus o tras cons­ tituciones no lo fueran tam bién en algunos casos. A pesar de todo, no dio detalles, ni siquiera una definición, de lo que es un estado constitucional tal com o se entendió a p a rtir de la Ilustración. Surge ahora la cuestión de si este derecho sobre el que se apoya toda la organización política de la sociedad, es o no una invención de los hom bres. A ristóteles afirm a que la ley y el dere­ cho son n aturales. La cuestión era im portante, pues se planteaba en el m arco tradicional de la distinción entre naturaleza —, y La ciudad del sol. Madrid, 1971.

m anos de hom bres de ciencia. E m pero la distinción no es exce­ sivam ente im portante en el m om ento en que fue escrita, ya que no se había producido u n a escisión com pleta en tre ciencia y filo­ sofía; Bacon m ism o, D escartes y Leibniz se consideraban indis­ tintam ente a sí m ism os filósofos y hom bres de ciencia. De todas form as, la utopía de Bacon, aunque atiende a problem as tan hum a­ nos como los de la soledad o los inconvenientes de la vida en las grandes urbes, parece excesivam ente estática; Bacon quiere que se produzca el cam bio científico y el acrecentam iento en los cono­ cim ientos sin que cam bien dem asiado las costum bres de los hom ­ bres. Toda su obra está inspirada en un inm ovilism o social bas­ tan te agudo, que co n trasta con su cientifismo, y que Bacon propugna p a ra evitar la «corrupción de las costum bres» que aca­ rrean, según él, los viajes, los extran jero s y el comercio. E stas contradicciones son de poca m onta, habida cuenta de que Sir Francis Bacon inicia una tradición im portante que consiste en la idea de que la ciencia debe tener un influjo decisivo en la m archa de la sociedad y figurar tam bién en el seno del gobierno y del poder, idea que ha triunfado en buena m edida en la p o steridad.13 Puédense citar m uchas m ás utopías, como la de Guillaume Postel De orbis terree concordia, y, ya en el siglo xvn, la Océana de H arrington. No es necesario ab u n d ar en ellas, pero conviene subrayar que la idea de concordia m undi, de arm onía entre nacio­ nes civilizadas —cristianas, en la im aginación de la época— y paz universal se incorporó a través de ellas al pensam iento utópico, cuyo realism o trasciende la noción de utopía. Antes de Postel, ya era idea central en E rasm o y volverá a plasm arse en K ant. Surge, en gran parte, como llam ada de unidad cristiana ante el te rro r cerval despertado en E uropa p o r la expansión tu rca y la inquie­ tud producida en los hum anistas por las guerras entre sí de los príncipes cristianos.14

13. Francis Bacon, Nova Atlantis, o bien New Atlantis; hay traducción espa­ ñola en Utopías del Renacimiento, op. cit., y Nueva Atlántida. Madrid, 1973. 14. La introducción histórica general más importante al pensamiento utópico es la obra de Frank y Fritzie Manuel, Utopian Thought in the Western World, Oxford, 1979; para el sentido e importancia de la utopía, B. Goodwin y K. Tavlor, The Politics of Utopía, Londres, 1982.

§ 1. En la gran m udanza de tan tas cosas que se opera durante el Renacim iento, las utopías son, en cierto modo, un episodio aislado, hijo del m ovim iento hum anístico, entroncadas con la rea­ lidad p o r su lado crítico; pero su crítica es a veces libresca, pues no apela a la acción de alguna m anera palpable. E sto responde m ucho al carácter general del hum anism o renacentista, que tiende a la erudición y al intelectualism o. Y es que d entro del con­ ju n to de m ovim ientos de la época, el que verdaderam ente puso en acción a la gran m ayoría de las conciencias europeas no fue el hum anism o, sino el P rotestantism o, el cual, a la postre, tam poco se explicaría sin el prim ero. P or añadidura, m uchos de sus tex­ tos no están exentos de elem entos utópicos; así, la teocracia que Calvino in stau ró en Ginebra, o h asta las efím eras com unidades anabaptistas de la época tienen algo del espíritu que anim aba a los esquem as utópicos. Con m ucha perspectiva histórica, el P ro testantism o puede en­ tenderse como una herejía m ás d entro de la línea de las m uchas que surgieron en la E dad Media. Las herejías nunca dejaro n de aguijonear a la Iglesia, ya desde la época del Im perio Romano. A principios del siglo x m aparecen los cátaros, o albigenses —de Albi, en Provenza— con su dualism o religioso oriental, que concibe el universo dividido entre las fuerzas del bien y del mal. Su extrem a renuncia a los placeres sexuales provocó curio­ sas reacciones estéticas y sentim entales, m uy relacionadas con la idea del am o r caballeresco y rom ántico, tan peculiar a las expre­ siones artísticas de nuestros pueblos europeos.1 P or o tra parte, Pedro Valdés creó en Lyon una secta que predicaba la pobreza y la hum ildad según un estilo parecido al franciscano, pero que acabó siendo herética, pues los predicadores eran laicos, y se confesaban entre sí. En el siglo xiv John Wycliff (1 3 2 4 -1 3 8 4 ), tra ­ ductor al inglés de la Biblia, intentó refo rm ar la Iglesia, con lo que consiguió ponerse en el cam po herético. Fue rápidam ente declarado hereje, pues no se le ocurrió o tra cosa que sug erir que los clérigos deberían ser despojados de sus abundantes bienes. 1. En este sentido véase Denis de Rougemont, L’amour á l'Occident. París, 1939, passim.

Sus seguidores sufrieron en In g laterra una d u ra persecución. Por últim o, aparecieron los husitas, seguidores de Jan Hus, sacerdote de Praga, que pereció en la p ira en 1415. Sus doctrinas, que flore­ cieron por toda Bohemia, eran parecidísim as a las de los lolardos, o seguidores de Wycliff. Sin em bargo, a la larga, ninguna de estas herejías triunfó, no sólo a causa de la eficiencia con que funcionaba la Inquisición, fundada en 1229, sino tam bién porque los herejes m ism os aceptaban una visión del m undo m uy sim ilar a la de los ortodoxos. Por añadidura, la superioridad intelectual de los doctores de la Iglesia, así como la lealtad política de los diferentes reinos hicieron im posible que la cosa p asara a m ás hasta fines del Renacim iento. La política renacentista crea las condiciones adecuadas p ara que se produzcan al fin una herejía con éxito. É sta fue de dim ensiones tales que, a p a rtir de su apari­ ción, los historiadores dejan de llam ar a la época R enacim iento, p ara llam arla R eform a aunque, en puridad, la R eform a es una de las consecuencias inm ediatas m ás trascendentales del nuevo orden de cosas im puesto p o r el Renacim iento. En el sentido religioso este nuevo orden tiene toda clase de precursores inm ediatam ente anteriores a los verdaderos reform a­ dores. Uno de ellos es Savonarola (1452-1498), p rio r de San M ar­ cos de Florencia a quien hem os m encionado al re la ta r la vida de Maquiavelo. Savonarola poseía una fuerza carism ática que a rra s­ trab a a los florentinos en éxtasis y lloros cada vez que les hablaba públicam ente. Al m o rir Lorenzo el Magnífico, Girolamo Savona­ rola se hizo con el poder, y gobernó Florencia hasta 1498, am e­ nazando constantem ente a sus habitantes con las penas eternas del infierno, m ientras que procedía a la destrucción de m uchas obras de arte y a la quem a de libros, en tre los que figuraban los versos de P etrarca. Consiguió que los niños espiaran a sus padres, y otras m edidas dignas de un estado policía. Los B orja, que con­ trolaban el Papado, decidieron acab ar con él, pues aunque no negaba el dogma, Savonarola era dem asiado incontrolable. Y su religiosidad, indudablem ente auténtica, exigente y sincera, ponía en peligro los intereses y prácticas m undanas de la Iglesia de la época. Por su p arte los florentinos ya estaban h artos del m onje y la m ism a m uchedum bre que le había seguido ciegamente, le llevó a la hoguera. Savonarola es una gran figura profética de la reform a del cristianism o que se av ecin ab a2 a p esar de los aspec­ tos demagógicos que se le atribuyen a su actuación desde el pulpito. Erasm o, Luis Vives y santo Tom ás M oro son, a su vez, precur­ sores de la Reform a. Erasm o, con su racionalism o y su secularismo, fue declarado, «impío hereje» p o r el concilio de Trento, y su Elogio de la Locura inscrito en el índice de libros prohibidos, aunque su a u to r no renunciara jam ás a su fe católica. En reali­ dad estos hom bres nunca pretendieron cre a r u n cisma, y el últi2. J. C, Olin, The Catholic Reformation: Savonarola to Ignatius Loyola, Westmister, 1969, p. 1.

mo m urió m á rtir de la unidad católica, pero sus obras habían creado el clim a intelectual que en conjunción con el movimiento de nueva piedad que caracteriza la época —m ísticos castellanos, Tomás de Kem pis— condujo a la Reform a p rotestante. Así el Concilio de T rento sabía lo que se hacía al q u erer destrozar el prestigio del viejo sabio holandés. § 2. M artín L utero y el l ü t e r a n is m o . — Lutero (1483-1546), ale­ m án de Turingia, nacido en Eisleben de una fam ilia de m ineros pobres, entró en la orden de los m onjes agustinos, después de una juventud azarosa en la que había com binado la penuria con el estudio. P ronto llegó a ser profesor de la recién fundada Uni­ versidad de W ittenberg, en Sajonia. Fue allí donde entró en con­ flicto con el arzobispo local a través de su agente Johannes Tetzel, a raíz de la cuestión de las indulgencias. É stas eran vendidas por la Iglesia en cantidades considerables y le producían ganan­ cias m uy pingües. La indulgencia era una cédula de rem isión de p arte del castigo que le corresponde al alm a después de la m uerte, a causa de sus pecados. La diligencia de Tetzel en la venta de indulgencias le llevó a curiosas afirm aciones sobre la redención de penas p o r el pago que ni la m ism a Iglesia R om ana se atrevía a hacer. Lutero, como fiel católico, com batió con gran denuedo las peregrinas y lucrativas afirm aciones de Tetzel. Su posición apareció en la form a de 95 tesis, que se ofreció a defender públi­ cam ente. El 31 de octubre de 1517 clavó este docum ento sobre la p u erta del castillo de W ittenberg. E ste acto dram ático es el principio concreto de la R eform a P rotestante en Europa. Pero como no era un acto gratuito ni solitario su éxito fue inm ediato; M artín Lutero fue pronto apoyado p o r un sinnúm ero de perso­ nas. El papa, León X, hijo de Lorenzo de Médicis, y que excomul­ garía m ás tarde a Lutero, intentó dom inarle apelando a los agus­ tinos. Después de varias vicisitudes y debates públicos, la separa­ ción se hizo inevitable, pues en 1519 Lutero había declarado ya que el papa era el Anticristo, entre o tras afirm aciones de sim ilar calibre. El apoyo político que encontró Lutero se debe a las im plica­ ciones sobre la autoridad que encerraba su doctrina, aunque jam ás se preocupara p o r dilucidar la naturaleza m ism a de la autoridad.’ Ya las verem os en seguida, mas notem os ahora el hecho escueto de que el m onje rebelde no se encontró solo y que su pro testa religiosa tuvo éxito porque se entroncó con las aspi­ raciones de los príncipes germ ánicos, aunque andando el tiem po éstos le fueran abandonando y apareciera un lüteranism o político ya fuera del control del m ism o M artín Lutero. El caso es que, al principio, Lutero fue el portavoz de la rebelión protestante. Como tal se enfrentó personalm ente con don Carlos V cuya vasta con­ cepción de una C ristiandad unida, dinám ica y entre renacentista y3 3. J. W. Alien, A History of Political Thought in the Sixteenth Century. Lon­ dres, 1941 (1.a ed., 1928), p. 18.

medieval, Lutero había de m inar im placablem ente. Don Carlos le llamó ante la Dieta del Im perio, que se reunió en W orms, y allí se vieron. Como Lutero no se re tra c tara , don Carlos desencadenó la guerra, llam ada de Esm alcalda, que pese al tem ible apoyo bélico español acabó con una paz, la de Augsburgo (1555), que significaba una d erro ta p ara la política del E m perador católico, pues en ella se estipulaba que los príncipes luteranos podían seguir practicando su nueva religión. Así com enzaron las llam adas G uerras de Religión, que llenan toda una fase de la historia europea. Mucho antes de todos estos acontecim ientos guerreros, M artín Lutero había traducido la Biblia, fundando con ello eí alem án literario moderno. Además, siguiendo sus principios acer­ ca de la conducción de la vida privada y la del sacerdocio, había casado en 1525, con una ex m onja, Catalina de Bora. El m ensaje religioso de Lutero es am plio y com plejo. Simpli­ ficando mucho, Lutero quería refo rm ar todas las prácticas de la Iglesia y volver a lo que él creía ser el C ristianism o puro y prim itivo. Con ello no intentaba dividir la Cristiandad, sino reform arla. Lo prim ero que hicieron los luteranos fue elim inar los «elementos idolátricos» de la liturgia e in sta u rar el texto bíblico como fuente constante de conocim iento religioso. Lutero hace de la Biblia el eje de toda su piedad, y de su lectura e inter­ pretación libre por cada cristiano la form a central de acceso a la verdad, con lo cual los sacram entos pierden su función de tran s­ m isores m ás im portantes de la gracia divina. A su vez, este enfo­ que en trañ a una apelación intensa al dogm a de fe y, p or ende, un ataque a la razón de los hum anistas. Los hum anistas universita­ rios norteños, que al principio sim patizaron con la protesta, se encontraron con un enemigo inusitado: Lutero atacó a las uni­ versidades, a p esar de ser él m ism o un ejem plo excelente de universitario tudesco (había estudiado en la de E rfu rt). Además le cabe el dudoso honor de h ab er repudiado fogosam ente las teorías de Copém ico p o r p rim era vez, en tre las de otros sa­ bios. Pero tales ataques no iban dirigidos contra la univer­ sidad en sí ni con tra la ciencia en general, sino contra la des­ viación de la verdad revelada. Así p ronto sabios luteranos darían publicidad a las teorías copernicanas. La revelación entre Reform a y ciencia posee pues m últiples facetas.4 Pero la gran p arad o ja del luteranism o es que, a pesar de significar en ciertos sentidos el aum ento fanático del irracionalism o y del dogm atism o, fue a la postre una fuente de libertad in tern a p ara las conciencias. En efecto, Lutero concedía una im portancia capital a la decisión per­ sonal y, como se ha repetido con frecuencia, quería hacer de cada cristiano un sacerdote, o sea, u n ser enteram ente responsable de su fe y de sus actos. Todo esto puede verse en su m anera de enten­ der el libre examen de las Sagradas E scrituras, que aunque no consiste ni m ucho menos en un análisis racional de ellas, sino en 4. B. A. Gerrish, Crace and Reason: A study of the Theology oí Luther. Chicago, 1961.

una lectura m ística, esconde las semillas de la crítica, muy a pesar de las intenciones del reform ador turingio. Además, frente a la ritualización rom ana, el Protestantism o luterano pedía nuevas responsabilidades al cristiano, al que coloca solo frente a Dios y frente a sí m ism o, sin el consuelo de unos sacram entos sabia­ m ente adm inistrados p o r la clerecía. Por eso se puede decir que el Protestantism o es tam bién un aspecto del triunfo del indivi­ dualism o renacentista, pero un triunfo que ha de d ejar a solas al hom bre con su razón y, a la larga, desm oronar y dividir las igle­ sias protestantes como tales. Mas estos procesos de descomposi­ ción eclesiástica son los que perm itieron, entre otros factores, el desarrollo u lterio r de la nueva m entalidad tolerante, liberal y b u r­ guesa en grandes zonas del m undo europeo. § 3. L as ideas p o l ít ic a s de L utero . — Las obras políticas de Lutero son escritos de circunstancias, elem entos de controversias muy emocionales, y no responden a una doctrina am plia y cohe­ rente. Si se com paran las ideas de diferentes m om entos de la vida de Lutero, éstas parecen m uy inconsistentes entre s í 56y, sin em bargo, su im portancia en la h isto ria del desarrollo del pensa­ m iento político m oderno no es desdeñable. L utero fue consistente, eso sí, en su insistencia en el deber de los cristianos de obedecer a las autoridades m undanas. Según él es el Todopoderoso quien ha puesto a los príncipes sobre la tierra, y hay que obedecerlos, p o r insensatas que sean sus obras. Hay que su frir sus desm anes porque ésta es la condición de la vida social, el ser un lugar de sufrim iento p ara alcanzar el cielo. Por eso, afirm a L utero en su discurso A la nobleza cris­ tiana 6 que jam ás apoyará él la rebelión de los súbditos contra sus príncipes. Todo el ataque sin cuartel que lleva a cabo contra la jerarq u ía eclesiástica se to rn a en ciega obediencia cuando se tra ta de los príncipes, quienes apoyan fervientem ente una doc­ trin a que les es m uy favorable a su poder. De ese modo, la doctri­ na medieval de las dos espadas, la sociedad dividida en dos je ra r­ quías que conviven en difícil desequilibrio, se viene abajo. Con ello el luteranism o refuerza la tendencia política absolutista. Las razones alegadas p o r Lutero son diferentes a las m aquiavelianas, pero los resultados se asem ejan. P or o tra p a rte el elem ento patrió­ tico tam poco está ausente; el últim o capítulo de E l Príncipe que pide la liberación de Italia de los b árbaros, encuentra su eco en el discurso luterano A la nobleza cristiana de la nación alemana, en la que las exhortaciones religiosas se com binan con un res­ quem or germ ánico contra el dom inio religioso de los italianos. Hay o tra razón p o r la que Lutero predica la obediencia, y es su h o rro r ante el caos social que hundiría un sistem a jerárquico dentro del cual e ra posible su rebelión espiritual, porque Lutero pretende que su revuelta sea esp iritual y que ello no entrañe 5. J. W. Alien, op. cit., p. 15. 6. Lutero, An den Christlichen Adel deutscher Nation, 1520, vol. VI de la edi­ ción de Weimar.

otros cam bios que los estrictam ente form ales de la Iglesia. De ahí proviene su feroz hostilidad con tra los movimien­ tos religiosos populares que pedían reform as sociales. Las Rebe­ liones Cam pesinas centroeuropeas cogieron a Lutero por sorpresa. Los cam pesinos se acogían a ciertos credos religiosos, pero su motivo era económico, pues se hallaban ahogados p o r los im pues­ tos y las gabelas señoriales. Lo curioso del caso es que el men­ saje luterano precisam ente fue el que acabó p o r dar a esos cam ­ pesinos una conciencia de lo inju sto de su situación. Lutero enseñaba la libertad espiritual y los oprim idos en seguida la in terpretaro n en un sentido social. «La lectu ra de la Biblia los intoxicó y exaltó cual si fuera vino em briagador, y los llevó, no a la revolución, sino a la an arq u ía absoluta.» 789 Fue entonces cuando M artín Lutero escribió su reaccionario panfleto Contra las hordas asesinas y ladronas de los cam pesinos,' con lo cual aum entó o reforzó los prejuicios aristocráticos con tra la m asa campesina. Esto parece m ás sorprendente cuando se considera que fue­ ron las ideas de Lutero las que pusieron en m archa la rebelión de los cam pesinos alem anes, quienes encontraron en ellas una fuente de inspiración p ara resolver su aguda situación de casta explotada. Los cam pesinos creyeron que el m ensaje de Lutero se refería m ás al Serm ón de la M ontaña que al sistem a teológico desarrollado a través de varios siglos de C ristianism o. «Pronto descubrieron que el nuevo P ro testantism o... p ro testab a menos contra sus am os que contra los enemigos de sus amos.» ’ De no haber sido p o r su noble defensa de la libertad de conciencia, Lutero hubiera pasado a la historia como uno de los seres más retrógrados. Su actitu d absolutam ente negativa con tra la revuelta de los anabaptistas, em pero, no dejó de h allar eco en otros refor­ m adores, en tre ellos Calvino, quien los consideraba como enemi­ gos de la salvación del hom bre y dem onios que querían p erv ertir a toda la hum anidad «y ponerla en tal horrible confusión que sería m ejor que los hom bres se volvieran bestias o lobos que perm itir que se mezclaran» con los auténticos cristianos.101 Su tratad o De la autoridad h u m a n a 11 no está dedicado a ella propiam ente, sino a sus lím ites frente a la libre conciencia del cristiano. La autoridad civil debe lim itarse a los bienes m ate­ riales y a la p arte física de los hom bres, del m ism o m odo que la eclesiástica nada tiene que v er con la riqueza m aterial. El cre­ yente debe negarse a que el poderoso quiera cam biar su fe, aun­ que debe su frir sus desm anes con cristian a resignación. Sin que esta división total de las zonas de influencia fuera óbice p ara ello, 7. R. H. Murray, The Political Consequences of the Reformation. Boston, 1926, p. 74. 8. Lutero, Wider die rauberischen und morderischen Rotten der Bauern, 1525, ed. de Weimar, XVIII. 9. H. R. Niebuhr, The Social Sources of Denominationalism. Nueva York, 1929, p. 35. 10. Murray, op. cit., lo cita, pp. 92-93. 11. Lutero, Von weltlicher Überkeyt. Wittenberg, 1523, ed. Weimar, vol. XI.

poco m ás tard e vem os a L utero predicando a los príncipes su deber de organizar iglesias reform adas, en los lugares donde rei­ naban, porque, según él, los poderosos debían ser ejecutores de la voluntad divina. N aturalm ente, p a ra que esto fuera así los príncipes debían fo rzar la conciencia de sus vasallos, lo cual se contradice flagrantem ente con las afirm aciones anteriores. Pero la vida m ism a de M artín Lutero es un ejem plo im perecedero de las contradicciones que agitaban a la sociedad europea del si­ glo XVI. § 4. J uan C a l v in o y la t e o c r a c ia g in e b r in a . — Los eventos de la Reform a m ás im p o rtan tes p a ra el u lterio r desarrollo de la filo­ sofía social van ligados al nom bre de Jean Calvin o Ju an Calvino (1509-1564). E ra este francés, nacido en Noyon, un estudioso del derecho, p o r el que había abandonado la teología, y aprendió hum anidades en el am biente parisiense, leyes en Orleáns y griego en B rujas. El influjo de estas disciplinas en su carrera u lterior es evidente. Todo lo que L utero tiene de m onje m edieval lo tiene Calvino de hum anista. Ello no im pidió que Calvino se sintiera atraíd o p o r el influjo luterano, en especial en lo que se refiere a la justificación del hom bre p o r la fe m era y sim ple. A causa de esto tuvo que h u ir de París; ab ju ró del Catolicism o y se fue a Basilea, donde, con veintiséis años, escribió la Institu ció n de la Religión Cristiana.'2 E ste libro lo convirtió en la m áxim a au to rid ad doctri­ nal de la R eform a protestan te, sobre todo p o r sus virtudes siste­ m áticas y de claridad expositiva, no ajenas a la pericia jurídica de su autor, cosas éstas que co n trastab an con la literatu ra desor­ denada y encendida de M artín Lutero. Fue entonces cuando Calvino entró en contacto p o r prim era vez con Ginebra, ciudad que se había rebelado con tra su obispo, el cual era el gobernador delegado del duque de Saboya. Allí se convirtió, de m om ento, en una au to rid ad religiosa, tem ida y adm i­ rad a p o r los ciudadanos. Después de varias vicisitudes Calvino im puso su dom inio sobre la ciudad entera, y p a ra ella escribió dos códigos, las Ordonnances ecclésiastiques y las Ordonnances su r le régime du peuple. Los que no las aceptaron huyeron, o bien, si se quedaron, fueron ejecutados o encarcelados. De este m odo el sistem a doctrinal calvinista se convertía en un régim en político to talitario e ideológico. Según él G inebra estaba gober­ nada en form a de dictad u ra religiosa, com o v erdadera teo­ cracia. Existe u n cuerpo de m inistros religiosos que se ocupan de las cuestiones dogm áticas y m orales, y cuya form a de elección posee algunos rasgos dem ocráticos. Ju n to a ella está el Consisto­ rio, u n cuerpo político com puesto p o r m inistros y algunos m iem ­ bros elegidos, con facultades judiciales, y con el poder de exco­ m ulgar. Todo el ap arato del poder civil está a las órdenes del Consistorio. Con estas m edidas la igualdad reina en Ginebra, 12 12. Edición latina, 1536, y francesa, muy aumentada, Institution chrétienne, en 1541.

frente a la jerarquización feudal anterior, pero el precio a pagar es m uy alto, los castigos im puestos desproporcionados, y algunas de las m edidas tom adas p o r Calvino y sus seguidores, nefastas. E ntre ellas menciono tan sólo la de la ejecución del sabio arago­ nés o catalán Miguel Servet, que venía huyendo de los católicos. Al pasar p o r Ginebra, Calvino, que lo había denunciado p o r hereje a la Inquisición, lo prendió y lo envió a la hoguera. A pesar del cariz de la fanática teocracia calvinista, una p arad o ja sem ejante a la del luteranism o se produce con el calvinism o: a la larga los diversos grupos calvinistas, donde son m inoría, se convierten en defensores de la libertad de cultos, de la tolerancia y, sobre todo, de una nueva m oral de la acción y de la ganancia económica. Pero al contrario del luteranism o, ta n ligado al p oder princi­ pesco, el régim en' de Calvino —com o el de Zwinglio, el teó­ crata de Zurich— es un régim en de burgueses, de m ercaderes y de industriales, desconocedor de la nobleza h ered itaria y adm ira­ dor de los logros adquiridos a pulso p o r el individuo indepen­ diente.13 § 5. La moral económ ica del c a l v in is m o . — A través de sus com bates doctrinales con sus enemigos, Calvino había ido desa­ rrollando su teo ría sobre la predestinación del hom bre. Según ella, los hom bres existen p o r y p a ra Dios, y sus m entes terrenas no pueden escru tar los designios de la m ente divina; el m ero hecho de intentarlo es pecado de arrogancia y de falta de fe. Dios decide qué hom bres se salvarán y cuáles no, y es vano in ten tar averi­ guar lo que es su voluntad, y h asta in te n ta r ganársela, pues la nu estra es dem asiado nim ia p a ra poder influir en la infinita de la divinidad. El hom bre, pues, está predestinado. Como dice un texto calvinista inglés de 1647: El hombre, por su caída en un estado de pecado, ha perdido por completo su capacidad de querer cualquier bien espiritual que con­ duzca a la salvación. Así que el hombre, innatamente (natural man), al ser adverso completamente a ese bien, no puede, por su propio poder, convertirse a sí mismo o prepararse para ello.14

Según la interpretación que Max W eber ha dado a las conse­ cuencias de estas creencias religiosas, los calvinistas debían de sentirse m uy solos frente a la divinidad. N ada podían hacer por sí m ism os p a ra hacerse con la gracia divina, como no fuera, sim­ plem ente, creer. Esto estab a agravado p o r la falta de alivio espi­ ritu al que podían h aber aportado los sacram entos, prácticam ente inexistentes en el Protestantism o, y m uy en especial el de la confesión. P or o tra parte, nada ganaban con in te n tar redim ir m aterial o espiritualm ente a sus prójim os. Pero Calvino ense­ 13. N. Birnbaum «The Zwinglian Reformation in Zurich», en Archives de Sociologie des Religions, n.° 2, 1959. Reimpreso en N. Birnbaum, Hacia una so­ ciología crítica, Barcelona, 1974. 14. Citado por Max Weber, Gesammelte Aufsatze zur Religionssoziologie. Tubinga, 1920-1921, vol. I, pp. 99-100.

ñaba que todo hom bre tenía el deber de considerarse a sí m ism o elegido, y de d e scartar toda duda como diabólica tentación. Para alcanzar la fe y la confianza, Calvino recom endaba el trab ajo cons­ tan te al servicio de Dios. «Esta idea im plicaba una tensión enor­ me, pues el calvinism o había elim inado todos los m edios mágicos de alcanzar la salvación.» 15 Según las p alabras del m ism o Weber, al fa lta r estos elem entos el creyente no podía esperar el perdón por sus momentos de debilidad o impru­ dencia por medio de mayor buena voluntad en otros momentos... No había lugar para el tan humano ciclo católico del pecado, el arrepenti­ miento, el perdón, la liberación, seguidos por el pecado renovado... La conducta moral del hombre medio carecía así de carácter asistemático y sin plan... Sólo una vida guiada por un pensamiento constante podía realizar la conquista de la bienaventuranza. Esta racionalización fue la que dio a la fe reformada su tendencia ascética peculiar.16

Presentada, pues, la predestinación en form a tan extrem a, la consecuencia inm ediata fue que los sacram entos eran im potentes para la salvación. Pero la idea de la salvación, inherente a toda religión, no abandonaba las m entes de los calvinistas. La ansiedad y angustia que originaba esta creencia era com pensada con la doctrina de los p astores calvinistas de que Dios hacía virtuosos en este m undo a sus elegidos p ara el próxim o. P ara saber si uno era elegido había que buscar las señales de la divina gracia, y éstas eran la industriosidad, el trab ajo y un asceticism o m undano típico de todas las sectas calvinistas. Al poco tiem po este asce­ tism o industrioso se convirtió no ya en la señal de pertenecer al núm ero de los elegidos, sino en el m edio p a ra alcanzar la sal­ vación. Los calvinistas se pusieron m anos a la obra, desdeñaron la vida contem plativa y conventual, al igual que desdeñaron la señorial y ociosa; el ocio, entronizado por los poderosos, perdió su categoría social en las zonas influidas p o r ellos; y el trab ajo m anual, que ocupaba un lugar m uy bajo en la m entalidad medie­ val, fue ensalzado y considerado ocupación de hom bres libres, no de siervos de la gleba. Claro está que no hay que in te rp re ta r'e sta s ideas con sim plism o y creer que fue la nueva m oral calvinista del trab ajo el único facto r que puso en m ovim iento la gran prospe­ ridad económica de E uropa que se avecinaba, aunque el reparto de riquezas siguiera siendo aún m uy desigual. No hay duda que la m oral económ ica calvinista justificaba y dignificaba las ideas burguesas ya establecidas en m uchos am bientes acerca de los beneficios y el lucro com ercial o industrial; según el calvinismo el beneficio era m u estra evidente del favor divino y de la pre­ destinación del individuo con éxito. En este sentido, la concep­ ción calvinista del trab ajo y la econom ía era la justificación ideológica de una situación de hecho. Quizá la conclusión m ás correcta sería que si p o r un lado la m oral económica que des15. Reinhard Bendix, Max Weber. Garden City, Nueva York, 1960, p. 81. 16. M. Weber, op. cit., pp. 117-118, citado por Bendix, op cit., pp. 81-82.

deñaba la idea m edieval del turpe lucrum h ubiera triunfado con o sin protestan tism o calvinista, p o r el o tro esta religión la im pul­ só y la extendió p o r grandes zonas de occidente —Francia, Esco­ cia, América del N orte— de un m odo que h ubiera sido m ucho m ás lento, o hubiera seguido m uy diferentes derroteros, de no haber existido Calvino y sus seguidores ginebrinos iniciales. El hecho fue que el protestan tism o calvinista explícitam ente daba su sanción religiosa a la necesidad del capital y de la banca, a la bondad del p réstam o y del crédito, y al beneficio que exce­ diera toda necesidad estricta. Con ello el calvinism o se hace con las sim patías de la m edia y alta burguesía, y, a cam bio, tiene que adaptarse a sus necesidades políticas. El calvinism o tem prano tenderá a la creación de com unidades políticas ignorantes de la e stru ctu ra feudal, basadas en el sistem a del cam bio, y en la dis­ cusión «dem ocrática» de los asuntos, com o en un consejo bancario, m ientras se deja la fe intocada. D urante esta su ápoda prim e­ riza la sobriedad p u rita n a prevalece, el calvinista es austero, y el trab ajo le absorbe p o r com pleto, pues la idea de salvación pre­ destinada no puede confirm arse m ás que con una vida globalmen­ te constructiva, en la que la vieja expresión laborare est orare cobra nuevo sentido. § 6. E l

c a l v in is m o e n

F rancia

y las

« V in d ic t a

contra tyran -

— El protestan tism o francés tom ó u n rum bo diferente del germ ánico, p o r cuanto no logró a rra s tra r a la nación entera, pero sus consecuencias no fueron pequeñas. El calvinism o fue la ram a del Protestantism o que triunfó en Francia, pero tuvo que adap­ tarse a una base p ro testan te autóctona, form ada p o r los precur­ sores de aquella religión, que eran hom bres de tendencias hum a­ nísticas. Además, es peculiar del p rim e r protestan tism o francés que lo siguiera m ás la nobleza que la burguesía, con lo cual la versión gálica del calvinism o —la religión H ugonote— posee ras­ gos aristocráticos que la distancian de las creencias de los gine­ brinos. Los hugonotes franceses —entre los que estaba el príncipe de Condé y el rey de N avarra— abandonaron la idea calvinista de la resistencia pasiva al poder civil, p a ra poderse así rebelar con­ tra la fam ilia católica de Guisa, que quería el trono. De este m odo apareció el tratad o la Franco-Gallia de Frangois H otm an, en 1573, un libro que justificaba la resistencia contra la tiran ía y, p o r lo tanto, al bando rebelde en las guerras civiles de religión que aso­ laban a Francia. Pero dentro de esta línea el texto m ás im por­ tan te es la Vindicación contra los tiranos, de 1579, obra de un anónim o au to r que decía llam arse E steban Junio B ruto; la fam i­ lia de Junio B ruto, en Roma, fue fam osa p o r su invariable lealtad hacia la plebe. Las Vindicice contra tyrannos son un conjunto de ejem plos históricos m ediante los que su au to r quiere m o stra r que los súb­ ditos deben obedecer al rey salvo si éste les obliga a actu ar contra la ley de Dios. Los ejem plos bíblicos de profetas que se rebelan co n tra los príncipes que transgreden la ley m osaica justifican este n o s ».

punto. Con ello las Vindicice desean establecer una lim itación a las facultades del soberano. El problem a de la determ inación con­ creta de cuál es la ley de Dios no está aquí en cuestión; de lo que se tra ta es del principio que debe regir su conducta como gobernante. Afirmado esto, la Vindicación pasa a tra ta r la cues­ tión de si es ju sto o no re sistir al príncipe que desea oponerse a la ley de Dios. A esto contesta su a u to r m ediante una doble teoría del contrato social; según ella hay u n pacto en tre Dios y el rey con su pueblo de obedecer la ley del prim ero, m ediante el cual estos últim os se convierten en el pueblo elegido, m as luego hay o tro pacto en tre el rey y el pueblo, p o r el que el rey se com prom ete a re in a r con justicia. Si se elim inara la prim era p a rte de este doble contrato , quedaría ta n sólo u n pacto entre el rey y la com unidad popular, de m odo que el m onarca sería visto com o depositario de una fe contractual, y no com o superhom bre con atribuciones cuasi sobrenaturales.17 Pero este paso no lo dan las Vindicice y la teoría contractual del poder en ellas presentada —con todo lo que tiene de secularización burguesa— está aún im buida de elem entos teológicos. Sin em bargo, la consecuencia que queda clara es que si el rey viola el contrato, la resistencia de sus súbditos está justificada. Las Vindicice son u n excelente ejem plo de la lite ra tu ra llam ada m onarcóm ana, un térm ino inventado ap arentem ente hacia 1600 p ara referirse a los escritores que justificaban el derecho a la resistencia. Como quiera que algunos autores españoles presen­ ta ra n teorías m uy coherentes sobre el tiranicidio, los m onarcóm anos son escritores que m ilitan en los dos grandes bandos religiosos en que E uropa estaba dividida. De en tre las obras de los m onarcóm anos franceses, ap arte de la ya citada Franco-Gallia y la Vindicación contra los tiranos, descuellan el Réveille-matin des frangais —obra m uy asistem ática, resum en de m uchas acti­ tudes e ideas hugonotes y que apareció en 1573 y 1574— y las M ém oires de l’É ta t sous Charles IX , de 1576.18 Todas ellas son u n a respuesta polém ica y teórica a los san­ grientos hechos de 1572, que consistieron en la m atanza de miles y miles de hugonotes p o r orden de la católica Catalina de Médicis, duran te la noche de San Bartolom é, el 24 de agosto. E nrique de N avarra, que era hugonote, salvó su vida convirtiéndose con presteza al catolicism o, que abandonó en cuanto pudo volver a unirse a las fuerzas de los hugonotes. El rey calvinista atacó entonces París, pero como el sitio no diera resultado, E nrique tom ó u n a decisión digna del príncipe im aginado p o r M aquiavelo, se reconvirtió al catolicism o («París bien, vale una misa», dicen que dijo). Pero su conversión tuvo resultados saludables, pues su larga asociación con los hugonotes le llevó a p rom ulgar el Edicto de Nantes, de 1598. Aunque revocado en 1685 p o r Luis XIV, el Edicto representa u n triu n fo incalculable p a ra la tolerancia de 17. Cf. George Sabine, A History of Political Theory, Nueva York, 1963 (1.a ed., 1957, p. 379. 18. J. W. Alien, op. cit., pp. 303-331.

las religiones, pues garantizaba la vida, la propiedad, la libertad y h asta los ejércitos de los hugonotes. P or o tra p a rte se relativizaba el dogm atism o político del tro n o : a nadie sorprendería, años m ás tarde, ver a los ejércitos del cardenal Richelieu aliarse a los protestantes en su lucha co n tra el dom inio español en los Países B ajos y en el Franco Condado. § 7. La expansión de las teorías monarcómanas. — Los protes­ tantes que habían com enzado predicando la sum isión a la autori­ dad civil, allí donde se vieron perseguidos, se vieron forzados a luchar contra ella —y justificar esa lucha— y a pedir libertad de conciencia, después de h ab er afirm ado ser ésta cosa diabólica, y ello con singular vehem encia, como dem uestra la sentencia contra Miguel Servet. Ocasión tendrem os de seguir los avatares de la histo ria de la libertad de conciencia en E uropa. De momen­ to añadam os unas líneas sobre la expansión de las ideas m onar­ cóm anas que habían puesto en circulación, en un buen principio, los hugonotes franceses. E sta expansión alcanzó al cam po católico m uy rápidam ente. En el m ism o existía un precedente im portante, el de Étienne de La Boétie (1530-1563), que escribió un m anuscrito que fue luego bautizado con el nom bre de Discours de la servitude volontaire, y que estaba en poder de su amigo M ontaigne, quien no lo dio a la im prenta. Sin em bargo, los p ro testan tes lo encon­ traro n interesante p a ra su causa, y lo utilizaron, haciendo de él un m onarcóm ano involuntario. Como La Boétie es un cam peón de la libertad y de la razón, sus ideas políticas no son absolutistas. Teme las tendencias tiránicas de toda m onarquía, así como la facilidad con que el pueblo se deja engañar por el déspota hábil. Sus m editaciones de h um anista iban a convertirse en una arm a polém ica en los años turbulentos que siguieron a los de su vida. Algo parecido p o dría decirse del hum anista escocés George Buchanan, que escribió su libro De jure regni apud scotos entre 1567 y 1570. La Liga Católica francesa, a su vez, p rodujo algunos textos m onarcóm anos im portantes, con lo cual esta teoría d ejaba de ser monopolio protestante. Además, el m ás sobresaliente de todos ellos fue Ju an de M ariana (1537-1624), hijo de Talavera de la Reina, y uno de los historiadores m ás em inentes de nuestro país. M aria­ na, en su libro De rege et regis institutione, form uló la teoría m ás coherente y lúcida del tiranicidio, justificándolo. P ara M ariana, el gobierno y el rey existen en función de la sociedad hum ana, y no ésta p a ra aquéllos. La com plejidad de los seres hum anos, con sus debilidades —el pecado— y sus necesidades —la civilización— han hecho que los hom bres, que en u n principio vivían en un estado de naturaleza, ignorando am biciones, vicios y pasiones, tuvieran que reunirse y organizarse; ello ocurrió tam bién para poder enfrentarse a las m uchas desventajas y penalidades que su estado físico m iserable les im ponía. Los hom bres confiaron su guía a los individuos m ejo r dotados, pero e sta guía era p a ra que existiera orden y concierto, adem ás de prosperidad. El príncipe,

pues, es un servidor del pueblo, y éste el depositario de la sobe­ ranía. Si el rey no cum ple, el pueblo puede deponerlo, previo aviso dado p o r una asam blea. Pero si el rey p ersistiera en su injusticia, el individuo independiente, en nom bre del pueblo, podía ejecutarlo.1’ El uso de argum entos racionales p o r encim a de los teológicos, en toda esta obra del jesu íta M ariana le confiere una gran m odernidad y originalidad así com o p ropia argum entación histórica, que p reludia la que esta rá en boga d u ran te la Ilus­ tración. El últim o de los m onarcóm acos es Johannes Althusius (15571638), Althusius, o Althaus, nacido en W estfalia y estudiante de Colonia, B asilea y Ginebra. Pertenece a la tradición calvinista, y su im portancia en la h isto ria de la teo ría política no queda circuns­ crita a sus ideas sobre la deposición del tirano, sino que se tra ta tam bién de un abogado del principio político federal, que extrajo de su experiencia con el m undo germ ánico, dividido en reinos, principados y electorados m últiples. A lthusius es m enos extrem is­ ta que M ariana; m ientras que el español habla de tiranicidio, el alem án piensa en u n a resistencia a las órdenes del tirano y res­ tringe el que se le dé m uerte sólo a los casos de usurpación. Es significativo que el últim o m onarcóm ano proponga m edidas mo­ deradas, tales como llegar a sugerir que los súbditos desconten­ tos pueden tam bién em igrar y fu n d ar nuevas com unidades a su gusto. Con ello Johannes A lthusius refleja nuevas tendencias socia­ les protestan tes que iban a acrecentarse en las décadas posteriores a su vida: la m ás conocida de ellas es la em igración de com uni­ dades protestantes, a veces en m asa, hacia América del N orte.1920 Su obra principal, la Política M ethodice Digesta, o Digesto del M étodo político es un gran esfuerzo p o r sistem atizar y coordinar teología, erudición bíblica, derecho rom ano, las teorías del tira­ nicidio así como p o r crear una explicación general de la sociedad de la época. Los afanes enciclopédicos y sintéticos de Althusius anuncian un nuevo enfoque en la teoría social europea.21

19. W. A. Dunning, A History of Political Theories from Luther to Montesquieu. Londres, 1905, pp. 68-69. 20. Cf. Otto von Gierke, Johannes Althusius und die Entwicklung der naturrechtlichen Staatstheorie, passim. Breslau, 1880 (2* ed., 1902). 21. «Althusius, Johannes», en Encyclopaedia of Phitosophy, Nueva York, 1962, vol. I, pp. 82-83. (Art. de E. Wolf.)

C a p ít u l o

V

LA TEORÍA DEL ESTADO Y EL DERECHO NATURAL § 1. La teoría social d u ran te el siglo xvi se concentra, por una parte, en la cuestión del estado —con todos sus aspectos de sobe­ ranía, atribuciones, origen, etc.— y, p o r otro, tiende al descubri­ m iento de norm as jurídicas «naturales» e inherentes a la socie­ dad hum ana. La prim era tendencia cristalizará en una teoría, bien trab ad a, del absolutism o m onárquico, cuya culm inación, en un Hobbes, no se verá h asta m ás tarde. La segunda irá m adurando y h ará eclosión con la filosofía de los prim eros grandes teóricos del liberalism o, Rousseau o K ant, p o r ejem plo. Aunque conduz­ can a m etas distintas por m ucho tiem po, am bas tendencias con­ viven y se entrelazan en las obras de los m ism os autores. De hecho, son inseparables d u ran te una gran época del pensam iento social europeo, pues am bas son consecuencia del m ism o conjunto de fenómenos, entre los que destaca la aparición del estado na­ cional. Muchos teóricos de la época abrazan unas doctrinas reli­ giosas determ inadas, pero sus obras responden a las necesidades seculares de los estados nacionales p o r y p a ra quienes escriben. Ahora bien, al hundirse el sistem a supranacional m edieval estos m ism os escritores buscan ávidam ente u n sistem a universal de norm as que valgan p ara todos los hom bres y p a ra todas las naciones; con ello quieren algunos reco n stru ir la perdida unidad; ése es el afán que les lleva a enfatizar cada vez m ás la función del derecho natu ral, cuya existencia había sido p u esta de relieve m u­ chos siglos antes, pero que no ocupaba el lugar central dentro de la teoría social que iba a alcanzar (gracias al im pulso de V itoria, Suárez, Grocio y algunos otros) en la época en la que acto seguido vamos a adentrarnos. E sa centralidad de la concepción jusnaturalista es la que, a la postre, prevalecerá sobre la teo ría del estado absoluto, y la que será el germ en de la idea liberal del estado, así como uno de los im pulsos de la doctrina económ ica tam bién liberal. Sin em bargo, no hay que considerar la filosofía ju rídica y polí­ tica del siglo xvi como la de una e ra m eram ente p rep arato ria p ara m ayores logros. P or sí m ism a, y en especial p o r Obra de los pensadores españoles, contribuyó de m anera perm anente a nuestro acervo constructivo de valores. La m ás descollante de sus apor­ taciones es, quizá, la fundación y desarrollo del derecho interna-

cional, fru to directo de los nuevos enfoques dados al natural, y que, penosa y lentam ente, en m edio de incontables reveses, ha ido hallando un lugar en la vida de las naciones y en la conduc­ ción de los asuntos que relacionan a sus súbditos entre sí, amén de las que relacionan a los estados como cuerpos políticos igual­ m ente soberanos. § 2. L a herencia de M aquiavelo. — Con esta expresión no nos referim os a la larga polém ica que a p a rtir de E l Príncipe sur­ giera, la cual giraba en to m o a las relaciones entre la m oral y el poder, y que, sin h ab er cesado aún —pues la cuestión parece ser inagotable—, no dio fru to s realm ente im perecederos, sino m ás bien un constante rasgarse de vestiduras p o r p a rte de quienes, p o r o tra parte, p racticaban el m aquiavelism o con toda norm ali­ dad, al tiem po que de él abom inaban. Nos referim os al desarrollo de una teoría coherente del estado. M aquiavelo había planteado la cuestión, había secularizado la idea de estado, había estudiado la organización política como u n a entidad aparte, dotada de sus propias leyes. La tarea que dejaba era la de co n struir un esque­ m a m ás plausible y, sobre todo, m ás útil p a ra cada estado abso­ luto en el ejercicio de la política. E sta labor comenzó a to m ar cuerpo ya en su época, con los escritos de su co m patriota Francesco G uicciardini (1482-1540), que escribió sus notables Discor si politici, cuando estaba de em baja­ dor en España. G uicciardini criticó la obra de Maquiavelo, en un tono que parece el de u n escrito r que es m ás m aquiavélico que M aquiavelo. Aunque estaba de acuerdo con él en m uchas cosas, tales como la deseabilidad de la expulsión de los extranjeros del suelo italiano, su escepticism o era m ucho m ás agudo. La Iglesia y su poder terrenal, así como el de algunos otros estados, le pare­ cen dificultades insuperables p o r el m om ento.1 P or o tra p arte su confianza en el pueblo e ra p rácticam ente nula, y sus expresiones despectivas, abundantes.12 Con todo ello, Guicciardini, em pero, con­ tribuye al desprestigio de la Iglesia como entidad política supranacional —desprestigio que se verá coronado por el m ovim iento p rotestan te— y ap o rta nuevos argum entos en favor del paternalism o político, tan caro a los gobernantes absolutistas. E n la prim era de estas direcciones hay que contar tam bién la obra del veneciano Paolo P aruta, aparecida en 1579, Delta perfezione delta vita política, que establece con reposado estilo de hum anista que el estado es una entidad m oral, m as no religiosa. Más im portante, por su influjo enorm e, es la obra de Giovanni B otero, Sobre la razón de estado, que este piam ontés publicó en 1589. Su crítica de M aquiavelo es m ás d u ra que la hecha p o r Guicciardini y, sin em bargo, el influjo m aquiaveliano y la coincidencia de opiniones se dejan ver p o r todas partes. 1. F. Guicciardini, Considerazioni intorno ai Discorsi di Machiavetli, ed. en 1857, obra inédita hasta entonces. 2. Ibid., ed. de 1949, Milán y Roma, vol. II, pp. 434, 436-437.

B otero (1540-1617), secretario del cardenal Borrom eo de Milán, y tutor, en M adrid, de los duques de Saboya, no tuvo una m ente m uy sobresaliente, pero su Delta ragione di Sta to gozó de gran popularidad en las cortes «católicas y beatas de la C ontrarre­ forma», en las que actuó como «un suave antídoto con tra el cinis­ mo y el anticlericalism o de Maquiavelo, sin que, p o r eso, renun­ ciara en absoluto a lo que de útil encontraba en las recetas de éste».3 Según Botero, la razón de estado consiste en el conoci­ m iento de los m edios adecuados p ara fundar, m antener y aum en­ ta r un estado. Pero lo que a B otero preocupa m ás que nada es el m antenim iento de los regím enes, pues se tra ta de un conserva­ dor, educado con los jesu ítas Según él las cortes y los prínci­ pes tienen que evitar la frugalidad espartana, pero tienen que h u ir tam bién de la opulencia, y no extralim itarse; p o r eso acon­ seja a E spaña que no am enace la independencia de Venecia: «No rom pas con repúblicas m uy potentes sino cuando el provecho es muy grande y el triunfo seguro». M aquiavelismo, en el fondo, pero todo ello con un rop aje cándido y educado, de m odo que su teoría de la ragione di stato podía «servir excelentem ente como un buen breviario p a ra confesores católicos m etidos a políticos».4 Junto a Botero hay que n o m b rar a aquella enigm ática figura del uto­ pista Tom m asso Campanella, quien, perseguido p o r el rey de Es­ paña, no p o r ello dejó de escribir una Monarchia Hispánica en la que, por defensa de la Iglesia, daba consejos al gobierno de nues­ tro país acerca de cómo debía m antener su posición de predo­ minio. Este hom bre, ferozm ente antim aquiaveliano, adoptaba las posiciones m ás contradictorias p ara defender la fe religiosa que por doquier veía am enazada. De este modo Campanella, al igual que B otero y otros m uchos italianos de su tiem po, se encontraba escindido entre su deseo de re sta u ra r las libertades de los esta­ dos italianos, y defender el patrim onio religioso en crisis. En m e­ dio de estos conflictos doctrinales y actitudes de apariencia incon­ gruente se cierra una época de la teoría política italiana, que era la que precisam ente había puesto en m ovim iento toda la teoría política europea de la E dad M oderna. § 3. L a Contrarrefo rm a y la Co m p a ñ ía de J e s ú s . — Como aca­ bam os de ver, los pensadores políticos italianos de la posteridad m aquiaveliana van adaptando las teorías del m aestro florentino a un nuevo orden de c o sa s: intentan la aceptación, p o r p arte de la Iglesia y de las potencias católicas, de la nueva teoría política originada p o r Nicolás M aquiavelo. Ello, en realidad, responde a un m ovim iento m uy am plio y general que se deja sen tir aguda­ m ente en todos los países en los que fracasa la reform a protes­ tante. El fracaso de la R eform a sólo pudo ten er lugar m erced a una vigorosa reacción de los católicos de esos m ism os países, 3. Friedrich Meinecke, Die Idee der Saatsrdson... Trad. cast. F. González Vicén, La Idea de la razón de estado en la Edad Moderna. Madrid, 1959, p. 69. 4. Ibid., pp. 70-71.

que em prendieron a su vez un reordenam iento de sus institucio­ nes religiosas, a sabiendas de que ésa era su única arm a, en últi­ m a instancia, c o n tra el em bate del P rotestantism o. A este reorde­ nam iento se h a llam ado C ontrarreform a. La m áxim a responsabi­ lidad del sorprendente éxito de la C ontrarreform a católica se debe a la Com pañía de Jesús, u n a orden fundada p o r el hidalgo vas­ congado Iñigo de Loyola (1491-1556). San Ignacio era un hom bre experim entado en la faena de la g uerra y como tal organizó su orden —que fundó en París con un grupo de estudiantes españo­ les— con esp íritu m arcial. De acuerdo con tal esp íritu se decla­ rab a que el fin de la Com pañía era «luchar por Dios bajo el estan­ d arte de la Cruz». La Com pañía dio un aire de m ilitancia heroica al C ristianism o católico, y su éxito se hizo sen tir pronto. Los jesuí­ tas extendieron la predicación p o r todos los confines del Im perio hispánico, y aún m ás allá, com o hizo san Francisco Javier. Mon­ taron escuelas im portantes, donde se estudiaba con intensidad, dedicación y disciplina, tales como la de La Fleche, donde apren­ dió René D escartes. Consiguieron con tar en tre sus filas a gentes pertenecientes a las fam ilias m ás im portantes de la E uropa cató­ lica, como a san Francisco de B orja. Pero p o r encim a de todo ello los jesuitas se dedicaron al principio a la lucha contra la herejía. Su éxito fue m ayor en la depuración in tern a del campo católico, ayudados indirectam ente p o r los tribunales inquisitoria­ les, que en el propiam ente dialéctico de enfrentam iento con los protestantes. En este últim o la ú ltim a p alab ra la tuvieron las arm as en la G uerra de Religión. En el terren o de la depuración doctrinal católica hay que destacar su lucha con tra el jansenism o. Los jansenistas eran católicos, discípulos de Miguel Bains (15131589), de tendencias agustinianas, y no tom istas, con lo cual se inclinaban excesivam ente hacia la idea de la predestinación, de resonancias p rotestantes. Corneille Jansen recogió la doctrina que Bains había enseñado en Lovaina, afirm ando al m ism o tiem po su fidelidad a Roma. Después de un siglo de luchas, en 1713, los jesuitas consiguieron que el papa d eclarara herética la posición jansenista, con lo cual la doctrina eclesiástica cobró un aspecto m ucho m ás monolítico. Pero el evento m ayor que condujo a la cristalización de la doctrina católica fue el concilio de T rento (1545), convocado por Paulo III, y conducido con un predom inio indiscutible de los teó­ logos españoles, que im pusieron en él tam bién m uchas de las concepciones políticas de la m onarquía hispánica; entre ellos des­ collaron Diego Laínez, Francisco Salm erón y M elchor Cano. La labor del concilio tridentino fue, claro está, básicam ente religiosa, pero sin la larga reunión de T rento no se com prende el fu tu ro de todo u n sector del pensam iento social occidental. El concilio esta­ bleció la autoridad eclesiástica en m aterias doctrinales, ju n to a la de la Biblia, cosa p uesta en duda p o r la Reform a, así como la legi­ tim idad de las indulgencias, la santificación a través de los sacra­ m entos, el culto a los santos y a sus reliquias, la existencia del purgatorio, y otros artículos de fe. Con ello el concilio codificaba

las creencias cristianas de u n m odo que carecía de precedentes en la histo ria de esta religión; consecuencia de esta codificación y de la reafirm ación de la potestad m oral de la Iglesia fue la crea­ ción de u n In d ex librorum prohibitorum que excluía una serie de escritos de su lectu ra en tre los católicos. Los países donde rigió el Indice sufrieron plenam ente las consecuencias de esta m edida. En el n o rte de E uropa, sin em bargo, así como en Francia, la deci­ sión de censura fue ineficaz, y la libertad intelectual se abrió cam ino cada vez con m ayor fuerza. En España, de m om ento, las consecuencias negativas no se dejaron sen tir excesivamente, si hem os de juzg ar p o r la floración de la filosofía en el país durante todo el siglo xvi y principios del siguiente. Pero a la postre, la vida universitaria nacional —y en toda la extensión del Im pe­ rio— sufrió p o r causa de esta tendencia, así como del extrem o aislacionism o intelectual im puesto p o r los decretos de Felipe II. Las consecuencias, p a ra el fu tu ro de la cultura hispánica, fueron nefastas. La C ontrarreform a p rodujo un considerable renacim iento de la filosofía escolástica, en general, explicada p o r profesores jesuí­ tas. El cardenal san R oberto Bellarm ino (1542-1621), por haber sido canonizado y nom brado «doctor de la Iglesia» católica en época reciente (1930), ofrece un interés en lo que a su pensa­ m iento político se refiere.56 Según Bellarm ino, al igual que los dem ás teóricos jesuítas, el papa carece de autoridad en las cues­ tiones seculares, pero es el jefe de la Iglesia, con lo cual influye indirectam ente sobre la sociedad hum ana, en su aspecto secular. É sta es la doctrina jesu íta del poder indirecto del papa, doctrina realista an te el fin del sistem a medieval de poder, y que sin em­ bargo salva hábilm ente los escollos doctrinales que surgían a causa de la polém ica con los protestantes. Con ello Bellarm ino confina el poder real a sus lím ites hum anos; no eran otras tam ­ poco las razones que usaba M ariana p ara justificar el tiranicidio, y no sólo en teoría, sino cuando defendió abiertam ente el asesi­ nato de E nrique III de Francia. Em pero, M ariana tam poco m os­ tró dem asiado entusiasm o p o r el poder esp iritual del papa, lo cual lo convertía en una excepción en tre los escritores jesuítas. Éstos, con Bellarm ino a la cabeza, hacían un énfasis especial en el poder papal, y en la independencia de la Iglesia frente a cualquier otro poder en m ateria de religión. Que tales cosas puedan dividirse en la vida social en térm inos absolutos sin m erm a p ara ninguno de am bos elem entos, es o tra cuestión; pero la afirm ación de estos au­ tores queda en pie. É sta e ra plenam ente com partida por los calvi­ nistas, quienes pedían tam bién libertad p a ra su iglesia. P or eso algunos m onárquicos de la época atacaban indistintam ente a los jesuítas y a los calvinistas. Así, Jacobo I de In g laterra pudo llegar a exclam ar: «Los jesu ítas no son sino p u ritanos papistas».* 5. Roberto Bellarmino, Disputaciones, 1581, Cf. la dedicada al poder papal De summo pontífice, y De potestate summi pontificis, 1610. 6. George Sabine, A History of Political Theory, 10 cita. Nueva York, 1962 (1.a ed., 1937), p. 387

§ 4. F rancisco

de

V itoria :

la fundación del derecho internacio ­

nal. —

Con todo y con ser los jesu itas quienes dom inaron todo el panoram a intelectual de la C ontrarreform a, la fuente m ás origi­ nal del pensam iento social del cam po en que m ilitaban procedía de la O rden de Predicadores, con la figura de Francisco de Vito­ ria. Claro está que el alto grado de secularización que ofrecen las obras de los sacerdotes intelectuales del R enacim iento tiene que poner un poco de cautela en n u estra estim ación de la condi­ ción sacerdotal de m uchos de los escritores de la época; durante toda la E dad Media, y h asta bien entrado el siglo x vn, el sacer­ docio era —en m uchos lugares de E uropa— la salida lógica para toda persona con inclinaciones estudiosas. E sta afirm ación es válida p a ra casi todos los escritores con que nos las habernos en este capítulo, y aun p a ra algunos, com o Bossuet, que serán m en­ cionados en otros. Francisco de V itoria nació con toda probabilidad en la ciudad vascongada de su nom bre, en tre 1483 y 1486 y m urió en 1546. Es­ tudió y profesó en París, de 1507 a 1523, y luego enseñó en Valladolid, h asta 1526. Ganó entonces la cáted ra p rim a de Teología de la Universidad de Salam anca, donde dictó sus clases m ás im por­ tantes, e in tro d u jo reform as pedagógicas señaladas; entre ellas, la restauración de la S u m m a Theologica de santo Tomás como libro de texto, en vez de las Sentencias de Pietro Lom bardo, así como la costum bre de d ictar y hacer que los estudiantes tom aran notas de lo que decía. Lo p rim ero puso en m arch a la renovación de la filosofía escolástica y lo segundo ha sido adoptado como costum bre inherente a la vida universitaria m oderna, como sabe el lector seguram ente p o r p ropia experiencia. De sus clases sal­ m antinas se conservan sus relecciones o repeticiones. Las relec­ ciones eran disertaciones pronunciadas sobre u n a cuestión doc­ trinal y disputada. Los profesores debían d a r obligatoriam ente una al año. R aras son las que se conservan escritas, salvo las de V itoria, y entre ellas precisam ente las que se refieren a cuestio­ nes juríd icas y políticas. V itoria influyó m ucho sobre el estado de la opinión en E spaña, y fue consultado constantem ente por las gentes de responsabilidad de nuestro país. El em perador don Carlos escuchó u n a de sus lecciones, «arrim ado a un banco», en 1534, y con él sostuvo u n a polém ica de la que hablarem os en seguida.78Aparte de sus logros en el cam po de las ideas sociales, V itoria es, ju n to a E rasm o de R otterdam , el fundador del llam ado hum anism o cristiano, que afirm a, con tra las oscuras concepciones de Ockham, Lutero y Calvino, que la m ente hum ana —por muy trasto rn ad a que esté p o r el pecado— es capaz de conocer la ver­ dad moral.* Quod naturalis ratio Ínter om nes gentes constituit, vocatur ius gentium . Con esta idea funda el catedrático de Salam anca el mo7. P. Vicente Beltrán de Heredia, Francisco de Vitoria. Barcelona, 1939, passim, y esp. pp. 71 y sig. 8. Alfred Verdross, Abendldndische Rechtsphilosophie. Viena, 1963 (1.a ed., 1958), p. 93.

dem o derecho de gentes o internacional.9 ¿Cómo llegó a ella el padre V itoria? Fundam entalm ente, a través de su m anera de en­ tender el derecho natu ral, que no sólo es inherente a todos los seres hum anos, sino que tiene consecuencias políticas y afecta a la cuestión de la soberanía. Según Ginés de Sepúlveda, ju rista im perial e intérp rete de las ideas de don Carlos, todos los pueblos de su Im perio le estaban subordinados. Con este argum ento, don Carlos V deseaba m an ten er el viejo orden medieval, y lanzar a Europa, b ajo la égida española, a una serie de grandes em presas, inspiradas p o r anhelos m ás renacentistas que m edievales en m u­ chos casos. Don Carlos, figura de transición, quería im poner im­ posibles políticos, que m uchos españoles persiguieron sin p a ra r m ientes en la falta de realism o de su soberano. V itoria se opuso, en su Relección sobre las Indias, en el curso de 1538 a 1539, a las concepciones im periales de Sepúlveda, basándose, en el derecho n atu ral entendido como fuente de soberanía. Si la soberanía pro­ cede del derecho natu ral, y éste se encuentra en cualquier pueblo, h ab rá que convenir que los pueblos paganos de u ltram ar eran sujetos plenos de derecho, y que no era la religión cristiana la que les confería tal capacidad, sino el m ero hecho de ser hom ­ bres. No es la creencia, sino el derecho inherente a la existencia lo que origina la com unidad política, y la que debe regular las relaciones en tre las diferentes organizaciones políticas. Un estado no puede arrogarse derecho alguno sobre los dem ás, ni p ara con­ quistarlos, y ni siquiera p a ra a c tu a r con paternalism o. He aquí cómo la p rim era potencia im perial de E uropa, E spaña, produce a su vez la prim era doctrina anticolonalista de la historia, toda­ vía hoy vigente, y m ucho antes de que se rep lan teara la cuestión en térm inos m ás m odernos —si esto es posible— que los estable­ cidos po r Francisco de Vitoria. E n resolución, existe u n derecho de gentes, im puesto p o r «la razón n a tu ra l entre todos los pueblos», al m argen de sus creen­ cias, ideologías, sistem as de valores, y es ése el derecho que debe regular las relaciones internacionales; son, pues, ilícitas las inva­ siones, las guerras, las afirm aciones dogm áticas unilaterales de derechos. De acuerdo con estos principios, el padre V itoria con­ cluye que ni el papa ni el em perador poseen pretensión recta alguna sobre el dom inio m undial, ya que ni Dios ni los hom bres les han entregado tal privilegio.10 Los hom bres deben tra ta r entre sí de acuerdo con los principios del derecho internacional, que, a la vez, aseguran la libertad del hom bre en tie rra extraña; el com ercio y el trán sito de personas ha de ser libre, y la guerra, añade el gran pacifista, evitada a toda costa excepto en el caso de legítim a defensa. Poco im p o rta que V itoria no concrete más, ni que no dé soluciones prácticas a la com plejísim a situación del m undo político en que se había enzarzado Castilla. Lo que quedó fue una crítica lúcida de los principios falsos con los que se que9. Ibidem lo cita, está en la Relectio de Indis, de Vitoria, tít. leg. 2. 10. De Indis, Vitoria, II, 1 y 2.

ría justificar el im perialism o, adem ás de una aportación defini­ tiva a la ciencia jurídica. Más tard e tan to el p ad re Las Casas como Michel de M ontaigne p ro testarían con tra los desafueros com etidos con tra los aborígenes de u ltram ar, pero V itoria había ya dejado bien sentada la ajuridicidad no sólo de esos actos, sino de toda invasión de una com unidad política p o r otra." § 5. L a teoría española de las relaciones entre el estado y el derecho natural. — Lo que V itoria y los pensadores que le siguie­

ron en las universidades de Coim bra, Alcalá y Salam anca estaban haciendo consistía en la construcción de un sistem a de teoría política basado en la ley de la razón, ley que ellos consideraban n atu ral.11213Como afirm a Gierke, ese sistem a, en su form a m ás desa­ rrollada, se encuentra en Suárez; pero es m enester p restar una cierta atención a su crecim iento anterior. Francisco de V itoria p artía de la base, al explicar el estado, de que éste —al que llam a respublica— es soberano de por sí, o sea, po r derecho n atural. Causa vero materialis, in gua huiusm odi potestas residet, jure naturali et divino est ipsa Respublica, cui de se com petit gobernare seipsam et administrare et omnes potestates suas in com m unem bonum dirigere.”

Cuando esta soberanía es transferida al gobernante —que no tiene necesariam ente p o r qué ser un rey—, éste está a su vez gobernado por las leyes del cuerpo político, del que es una parte integrante; p o r eso las leyes prom ulgadas p o r el gobernante se considera que las ha producido toda la respublica. El estado se identifica así con la m ultitu d de todos sus individuos com ponen­ tes, a los que al m ism o tiem po V itoria niega capacidad de gober­ nar, por lo cual es necesario el gobernante, cuya identificación con el pueblo constituye un requisito m oral independiente de toda consideración teológica. Con estas afirm aciones, V itoria, en su Relección sobre la potes­ tad civil, contradice la inveterada opinión de que el príncipe está en cierto m odo m ás allá de la ley. No lo está, dice V itoria, aun­ que m uchos crean que sí, porque «está sobre todo la República y nadie puede ser obligado sino p o r un superior». El legislador debe cum plir sus propias leyes. É stas obligan al rey, al igual que un plebiscito obliga al pueblo, o un senadoconsulto al senado.14 Es evidente que con estas ideas, que triu n faro n plenam ente entre los pensadores españoles de la época, se va abriendo cam ino en 11. M. Merle y R. Mesa, El anticolonialismo europeo de Las Casas a Marx, Madrid, 1972, pp. 13-100. 12. Otto von Gierke, Das deutsche Genossenschaftsrecht, trad. de las sec­ ciones que tratan del derecho natural a partir de 1500 hasta 1800, por el profe­ sor E. Barker, Natural Law and the Theory of Society. Boston, 1957 (1.a ed., 1934), p. 36. 13. Ibid. lo cita, p. 263. 14. Luis Sánchez Agesta, El concepto del estado en el pensamiento español del siglo XVI, Madrid, 1959, p. 102.

E uropa la idea de la soberanía de la ley, o, p o r lo menos, su plan­ team iento teórico. Domingo de Soto (segoviano, 1494-1560), profe­ sor asim ism o de Salam anca, y enviado a T rento como teólogo, abundó en estos argum entos en su De iustitia et iure. Según él la respublica puede definirse como ju s seipsam regendi, y es superior a todos sus m iem bros, incluido el jefe del estado, o corporis caput.15 Una consecuencia im p o rtan te de todo esto es que la suprem a potestad del estado está lim itada, y lo está en virtu d del derecho natural. Claro está que los filósofos a que nos referim os, en plena C ontrarreform a, no podían co n stru ir u n sistem a que repulsara la fe católica. La fórm ula p a ra arm onizar a ésta con la especulación fue dada p o r V itoria en su conocida afirm ación de que nada que sea lícito p o r ley n atu ral está prohibido p o r el Evangelio.1617Pero lo cierto es que, ap arte de esta justificación doctrinal, los argu­ m entos teológicos brillan p o r su ausencia en los análisis de la naturaleza del estado y de su derecho peculiar en tre los escrito­ res del siglo xvi. Un ejem plo destacado de ello lo encontram os en Luis de Molina, hom bre de pensam iento m uy sutil, y de gran influjo en toda Europa, nacido en Cuenca y profesor de Coim bra y Salam anca (1535-1600). Según él el pueblo es el d etentador ipso iure de la soberanía, y ello sin justificación trascendental alguna. El pueblo existe, luego es soberano. Ahora bien, Molina llega a la conclusión de que en toda respublica existen dos «personas», el pueblo y el gobernante, y que el últim o ha obtenido la sobera­ nía por m edio de una transferencia popular; el pueblo recobra la soberanía cuando queda vacante el puesto de gobernante y la vuelve a en treg ar a o tro nuevo. Al m ism o tiem po el gobernante está lim itado p o r la ley n atu ral: no puede dividir el reino, alte­ ra r la constitución, etc., non consentiente República ipsa.'1 Con todo ello, la im portantísim a noción de soberanía popular encuentra en estos pensadores vascos y castellanos su prim era form ulación teórica coherente. § 6. F ra ncisco S u á rez . — E ste filósofo granadino (1548-1617) re­ presenta la culm inación del pensam iento católico de los tiem pos de la R eform a, así como el últim o de los grandes escritores de la Escolástica. Fue su vida la característica de u n profesor univer­ sitario. Comenzó a estu d iar leyes en Salam anca, y entró pronto en la Com pañía de Jesús; enseñó en Rom a y en las universidades de Alcalá y Coimbra. Su tarea, como la de santo Tomás, era la de co n stru ir todo un sistem a filosófico y teológico, y sus concepcio­ nes jurídicas y políticas deben entenderse como una p arte del mismo. Sus tratad o s m ás im portantes en lo que a n u estra zona de atención se refiere son su De legibus ac Deo legislatore (1612), y su obra polém ica Defensio fidei, aparecida en Francia en 1614, 15. Gierke, op. cit., lo cita. 16. Vitoria, De potestate civili, 8. 17. Molina, De iustitia et iure, II, passim.

fru to de su intervención en la disputa de Jacobo I de Inglaterra con el cardenal Bellarm ino. E n esta últim a o b ra Suárez reelabora la doctrina, ya m encionada, del poder indirecto del papa, tan pecu­ liar a la orden jesuíta. En 1621 aparece su obra postum a sobre la guerra, el tra ta d o De bello. Alfred V erdross expone las bases iu sn atu ralistas de la filosofía política suarista, com parándolas con o tra s posiciones de la E scu ela: Al igual que Agustín y que Tomás, Suárez procede desde la lex aeterna, la cual abarca las obras de Dios orientadas hacia el exterior (opera Dei ad extra), y a través de las cuales todo lleva hacia el bonnum commune. En oposición al voluntarismo y al racionalismo, vuelve a unir —como ya lo había hecho Tomás— razón y voluntad. La ley natural pro­ cede de la lex aetema, y no sólo muestra lo recto y^justo, sino que en­ traña también órdenes y prohibiciones. Dentro de la naturaleza razo­ nable del hombre Suárez diferencia, sin embargo —al igual que Gabriel Vázquez— entre esta misma naturaleza —la cual suministra la medida de valor para enjuiciar las acciones humanas— y la ratio recta, que posee la facultad de conocer dichos valores. Pero al contrario de Váz­ quez, ésta es el órgano solamente de la naturaleza de la razón. Por ello Suárez desdeña la tesis de este último, de que la lex naturalis primaria sea independiente de la lex aetema. Pero coincide con él en que la lex naturalis no sólo abarca las más altas bases, sino sus exigen­ cias obligatorias (en las que estribaba el jus gentium de santo Tomás), ya que las bases sólo pueden existir con sus consecuencias necesarias. Empero, Suárez reconoce que los principios básicos son aplicados dife­ rentemente bajo circunstancias diferentes y que deben de ser comple­ tados a través del derecho positivo.18 Como quiera que el derecho positivo tiene que e sta r basado en el n a tu ra l y e sta r encam inado hacia el bien com ún, y este últim o es el de todos los hom bres, h ab rá que d istinguir la comu­ nidad hum ana general de las particulares. Las particulares tienen un derecho positivo p a ra ellas m ism as, que en principio va orien­ tado al bonum com m unitatis, y que tiene en cuenta la comuni­ dad y la felicidad de sus m iem bros particulares. El estado se ocupa del bien de la com unidad, y debe ocuparse tam bién, en sus relaciones internacionales, del bien com ún de todos los hom ­ bres.19 Así desarrolla Suárez el derecho de gentes vitoriano; al igual que V itoria, Suárez p a rte de la idea de que, p o r m ucho que la hum anidad esté dividida en una m ultiplicidad de organizacio­ nes políticas, form a en realidad una sola com unidad de individuos iguales, hijos de Dios. La p rim era p a rte de esta proposición tuvo su origen en el pensam iento helenístico, y es u n a constante en la filosofía española, o p o r lo m enos de la tradición estoica y senequista de n u estra filosofía. La idea helenística de la com unidad del género hum ano te n d rá u n a función m uy im p o rtante a p a rtir del siglo x v i i , a cuyos principios aparece la obra suariana; Suá18. A. Verdross, op. cit., p. 96. 19. Suárez, De legibus ac Deo legislatore, I, cap. 7, núm. 7.

rez la presenta con su vestidura escolástica, siem pre en contacto con la idea del bien común, sobre todo cuando habla del bonum com m uni generis hum ani.10 Como se ve, tan to Suárez como sus predecesores católicos de la C ontrarreform a, se acercan a la cuestión del estado desde lo jurídico, m ás que desde lo político, enfoque necesario para el desarrollo de una coherente teo ría antim aquiavélica. Tanto es así que se puede decir que Francisco Suárez concibe al hom bre como un «anim al legal» m ás que como un anim al político.2021 Ahora bien, esa legalidad no es una legalidad en sí ni teológica ni sobre­ natural: el anim al fabricador de leyes que es el hom bre crea sus edificios políticos y los destruye, según su libre albedrío. Sin em bargo, Suárez no lleva estos principios a sus últim as conse­ cuencias lógicas y no cree lícito que pueda revocarse un régim en ya instaurado. La doctrina de Suárez lim ita el poder, establece b arreras m orales y atribuye soberanía al pueblo, m as todo ello sobre un nivel estrictam en te teórico. Hay una m editabunda con­ form idad en toda la obra de Suárez que co n trasta con las m ás vigorosas afirm aciones de M ariana y de V itoria y que presagia tiem pos m enos creadores p ara la com unidad intelectual católica. § 7. J ean B odin. — El m ás sobresaliente pensador político fran­ cés del siglo xvi fue Jean Bodin o Bodino (1529 o 1530-1596). Su padre debió ser abogado y su m adre una ju d ía española. Lo últi­ mo es m ás problem ático, pero su conocim iento del hebreo fue notabilísim o. Estudió derecho en Tolosa, y se ejercitó intensa­ m ente en los clásicos griegos y latinos. E jerció la abogacía en París, sin abandonar sus estudios y, en 1566, publicó su Methodus ad facilem historiarum cognitionem, su p rim er texto im por­ tante, en el que afirm aba que el conocim iento de Dios, necesario p ara alcanzar u n saber genuino, se alcanza m ediante el estudio previo del hom bre y de la naturaleza; p o r lo m enos metodológi­ cam ente, este libro pone al hom bre delante como objeto de la actividad cognitiva. Dos años m ás tarde aparece su Réponse au paradoxe de M onsieur de Malestroict, hito en la h istoria de la economía política, y p o r algunos considerada como su piedra fundacional.22 E sta obra analizaba las causas de la inflación que sufría Europa, con la depreciación de la m oneda; Bodin insistía en el argum ento de que las relaciones internacionales estaban m uy determ inadas por los factores económicos y como solución proponía la lib ertad de comercio. Este libro está en abierto con­ traste con el m ercantilism o del m om ento, y sobre todo con la cerrazón m ental de los teóricos españoles, que m ostraban una 20. 21. 1949, 22.

Suárez, De bello, sectio 6, n.° 5. Huntington Cairns, Legal Philosophy from Plato to Hegel. Baltimore, p. 187. R. Chauviré, lean Bodin, París, 1914, p. 482.

«incapacidad p a ra los asuntos económicos que casi parecía hija de la inspiración».2324 Después de largos años de tra b a ja r en ellos, Bodin publicó sus Six Livres de la République, en 1576. É sta es su obra cum bre, cuyo influjo se dejó sen tir inm ediatam ente en toda Europa; el libro apareció en seguida en castellano, y sufrió ataques polémi­ cos en todos los países, señal de que se enfrentaba con cuestiones vitales. Cuando aparecieron los Seis libros, Bodin estaba al ser­ vicio del duque de Alengon y era m iem bro de una facción m onár­ quica llam ada de los Politiques. Fue entonces cuando asistió a los E stados Generales que se celebraron en Blois en 1576, y que fueron dom inados p o r la Liga Católica. E nrique III intentaba hacerse con la confianza de la Liga. Bodin se convirtió en cabeza de la oposición, co n traria a que se declarara la g uerra a los hugo­ notes y afirm ando la autonom ía del T ercer E stado que represen­ tab a al pueblo llano y a la burguesía frente a los otros dos. Su actitu d fue honrada, noble y desinteresada.23 Acabados los E sta­ dos, Bodin siguió sirviendo al duque, al que acom pañó en sus viajes, y se retiró luego a Laon, donde se unió a la Liga, pruden­ tem ente, cuando ésta se apoderó de aquella villa, e im puso el reino del terro r. Jean Bodin m urió unos años después, con la satisfacción de h ab er repudiado la Liga, en cuanto ésta perdió su influjo en Laon. El objetivo p rim ordial de sus Seis libros de la República es la confección de una teoría que describiera lo que es una république bien ordonné. P ara ello Bodin se basaba en una cantidad prodi­ giosa de lecturas y conocim ientos, así como en un dualism o de actitudes: p o r un lado su alta capacidad de raciocinio, y por el otro, su fascinación p o r lo mágico y lo irracional, y por la presen­ cia de estos últim os elem entos en todas las cosas de la vida hum ana. No es de ex trañ ar que quienes no vieran la interna tra ­ bazón de todo su pensam iento lo definieran parcialm ente como judío, o como calvinista, o como ateo. E sta últim a acusación por poco le cuesta la vida en la m atanza de hugonotes de 1572. Lo cierto es que Bodin no era nada de estas cosas, sino un intelec­ tual, independiente y honesto, víctim a del inveterado afán de los sim plistas p o r poner etiquetas a los hom bres m ejores. La República de Bodin es un libro cuya am bición estriba en la construcción de toda una teoría de la vida política. Sin em­ bargo esa construcción surge como una respuesta a situaciones de conflicto faccioso y religioso que ya se estaban haciendo insos­ tenibles. Por ello se resp ira a través de toda ella una atm ósfera de m oderación y reconciliación que en ningún caso deben acha­ carse al idealismo, sino a una visión realista de lo que necesitaba la Francia posterior a las m atanzas de San Bartolom é. El punto de equilibrio lo hallaba Bodin en la figura del m onarca, que 23. R. H. Tawney, Religión and the Rise of Capitalism, trad. cast. de Jaime Méndez, La religión en el origen del capitalismo, Buenos Aires, 1959, p. 77. 24. J. W. Alien, op. cit., p. 397.

debía considerarse p o r encim a de los p artidos políticos y de las sectas religiosas. La centralidad del rey no era p ara Bodin una cuestión sólo de principios, sino que, adem ás, toda su obra está llena de propuestas prácticas p a ra in sta u ra r las soluciones que propugna su esquem a teórico. Quelle est la fin principale de la République bien ordonné.“ É ste es el título del p rim er capítulo de la obra de Bodin. La respuesta se refiere directam ente a la cuestión de la soberanía. El estado (o república, según la term inología de la época) es un «recto gobierno» de las varias fam ilias (plusieurs mesnages) y de aquello que les es com ún, con poder soberano. Ahora bien, recto gobierno es aquel que sigue las leyes de la naturaleza, y no existe república bien ordenada que haga caso omiso de tales leyes. Por una parte, pues, hallam os el ligam en entre soberanía y derecho natural, tan claram ente establecido p o r los pensadores españo­ les; por otro, la fam ilia como unidad clave del cuerpo político. Su insistencia sobre la naturaleza de la fam ilia como fuente y origen del estado es ta l que no puede decirse que Bodin haya recogido esta idea al azar, en alguna de sus lecturas. En su de­ sencanto con otras agrupaciones hum anas —principalm ente las feudales y las religiosas— Bodin encuentra ésta, la fam ilia, en posesión de todas las características típicas del estado: autori­ dad, com unidad, econom ía, territo rio .2526 Sobre todo, autoridad, soberanía. Para Bodin el varón es el p o rtad o r de la soberanía porque suya es la razón, m ientras que la h em bra está dom inada por el instinto. A través de los paralelism os pertinentes con el estado, el rey aparece tam bién como la fuente de lo razonable, im prescindible p ara el recto gobierno. Bodin quiere d ejar bien establecida la figura real y, sin em­ bargo, su idea principal cuando de ella tra ta no es el rey mismo, sino la puissance suoveraine, la n ota m áxim a del estado genuino. Con ello la teoría política del siglo xvi alcanza la cum bre de la independización de la idea estatal. É sta comenzó a em anciparse de las concepciones universalistas m edievales con Maquiavelo, pero Maquiavelo la unía al príncipe soberano, m ientras que Bodin le da una autonom ía especial, m ás allá del rey m ismo. El rey viene como a llenar el lugar de esa potencia. Ahora bien, una vez que la ocupa, sus leyes poseen todas las características de la m ism a, entre ellas, la de ser absolutas y obligar a todos. Con ello Bodin in ten ta im poner unos criterios de acatam iento para que su rja el orden público en Francia, aunque haga un énfasis especulativo sobre la necesidad de que el soberano se ajuste al derecho n atural. El absolutism o de Bodin tiene su origen en su h o rro r a la anarquía y a las luchas políticas y religiosas de las que él m ism o fue víctim a. De aquí su actitu d polém ica contra los m onarcóm anos, y contra cuantos incitan a la desobediencia. Por 25. Bodin, Six livres, etc., I, 1; reimpresión París, 1951, a cargo de Pierre Mesnard. 26. Ibid., I, 2

ello, su obra es toda una fuente p a ra la teoría del absolutism o que había de im p erar en Francia —y en el resto de Europa— du­ ran te todo el siglo x v i i . Su concepción de la puissance souveraine le sirve p a ra co n testar a la p regunta con que se inicia su tratado, el de los fines del estado. Éstos se resum en en el orden, en la arm onía, que sólo pueden in stau rarse m ediante la existencia de un poder suprem o que los im ponga. A su vez, Bodin ve muchos determ inantes de ese poder, y no sólo la ley natu ral, sino condi­ ciones sociales, tem peram entales y geográficas de los diversos pueblos —lo cual da una gran m odernidad a m uchos trozos de su República—, pero no p o r ello deja de conferirle una autono­ m ía especial que le da un c a rá c ter un tan to ab stracto y h asta gratuito, pues no p resen ta au téntica explicación de su origen. A p esar de esto, Jean Bodin plantea una de las ideas m ás claras que tuvieron los europeos de los tiem pos que le siguieron, a saber, la del poder real absoluto. § 8 . H ugo G r o c io :

la conso lid ació n teórica del d e r e c h o de gen ­

tes. —

H acia principios del siglo x v ii se hizo sen tir la necesidad práctica de un derecho internacional. Francisco de V itoria había sentado las p rim eras bases teóricas, pero no había desarrollado una teo ría com pleta que pudieran aplicar los m últiples estados soberanos de E uropa en sus relaciones prácticas. Esa teoría la encontraron en el libro de Hugo Grocio De iure belli ac pacis, que apareció en 1625, y que gozó no ya de p ro n ta popularidad, sino de una auto rid ad tal, que sus opiniones eran consideradas casi como leyes, y el libro llegó a ser utilizado como si fuera un código en m uchos casos. N aturalm ente, las leyes internacionales de Grocio, así com o las que consuetudinariam ente fueron surgiendo en el m undo m oderno h an sido violadas m últiples veces, cuando a las naciones interesadas no les parecía conveniente. Sin embargo, «cabe afirm ar que, a fines del siglo x v i i , los estados civilizados se consideraban obligados p o r u n derecho internacional cuyas nor­ m as eran en gran p a rte las reglas de Grocio».27 Además, cada vez que los gobiernos violaban las leyes, alegaban que esto no era así, o que era el o tro gobierno el que había com etido prim ero la violación. La adm isión de unas reglas del juego a nivel internacio­ nal es, pues, un considerable paso adelante. Hugo Grocio (Hugo de Groot), nació en Delft, en 1583, y estu­ dió m uy joven, leyes, en la Universidad de Leiden. Dejó su tierra holandesa p ara doctorarse en Orleáns, en la m ism a m ateria, lo cual no le impidió convertirse en u n latin ista y ser tam bién poeta. Se enzarzó en las luchas políticas y religiosas que abrum aban a los Países Bajos, de m odo que fue condenado a prisión perpetua en 1618. E scapado de la cárcel tres años después, se fue a Francia, donde pasó dos lustros. En 1634 se puso al servicio de Suecia y 27. L. Oppenheim, International Law, traducción española de J. López Olivan, Tratado de derecho internacional público, tomo I, vol. I, «Paz», p. 87. Ed. Bosch, Barcelona, 1961.

fue diplom ático de este país en París. Al volver de Suecia de dimi­ tir, en 1645, Grocio m urió, en Alemania. Antes de que apareciera su libro, ya había m ostrado Grocio su interés hacia el derecho internacional, pues su tra ta d o Mare liberum p lanteaba la idea de que el m ar abierto no e ra de nadie, con tra la opinión gene­ ral de las naciones. Su tra ta d o principal fue escrito durante su exilio en Francia. La base del derecho internacional del sabio holandés reside en la teoría del derecho natu ral. Grocio quería así h allar leyes que fueran inm utables frente a las políticas determ inadas y cam ­ biantes de cada estado particu lar. Tal fue su énfasis en la ley de la naturaleza que la p o steridad vio en Grocio tan to el padre del derecho n atu ral como el del de gentes o internacional.28 Grocio distinguía dos tipos de ju s gentium : el ju s voluntarium y el jus natura. El prim ero e stá com puesto p o r el derecho internacional consuetudinario, y el segundo —p ara él m ucho m ás im portante— lo regula o debería regular, según las categorías de la razón y las leyes de la naturaleza. Según su m entalidad es lógico que Grocio se preocupara sobre todo del derecho de gentes n a tu ral m ás que del «voluntario» o consuetudinario; pero, al co rrer los años, fue éste el que ha ido prevaleciendo, pues el p rim ero estaba inextri­ cablem ente unido a la aceptada validez de los supuestos filosófi­ cos del autor, y su valor es, hoy, m ás histórico que operante en las transacciones jurídicas internacionales. Grocio intentó fo m entar el sentido com unitario en tre las diver­ sas naciones y h allar las norm as com unes a las que todas ellas pudieran som eterse de grado. Em pleó todas sus dotes persuasivas para convencer a los gobiernos que la violación de las reglas in ter­ nacionales de convivencia iba en d etrim ento propio. Sin em bargo, paradójicam ente, sus confusas ideas sobre la soberanía nacional y su actitu d con tra la popular rep resentan los puntos débiles de su doctrina. Sus logros, em pero, los m inim izan, aunque éstos no hayan ido en la dirección esperada p o r él. Grocio deseaba el establecim iento de un derecho internacional, pero su m ayor anhelo era una reconciliación nueva de todos los pueblos de la Cristian­ dad, encuadrados en un universo com ún de derecho.

LA TEORIA ABSOLUTISTA, LA DEL DERECHO NATURAL Y LA EXPANSIÓN DEL RACIONALISMO § 1. — El R enacim iento echó las bases p a ra un análisis no teoló­ gico de la realidad social. D urante el siglo xvi se percibe una reac­ ción frente a ese enfoque, cuya tradición, joven y vigorosa, arra n ­ caba del laicism o de M arsilio de Padua, se plasm aba en el desenm ascaram iento de la vida política logrado por Maquiavelo, e inspiraba las construcciones utópicas. La vieja cu ltu ra cristiana tenía que responder a todo ello de algún modo. Hemos visto que la respuesta fue de dos tipos. El prim ero, el del Protestantism o, se encierra en el dogm atism o, afirm a la fe p o r encim a de todo, se aferra a la superstición m edieval de que la razón es algo diabó­ lico, e intenta, sin em bargo, una renovación de la vida religiosa, económ ica y política; al c o rrer el tiem po la Ciudad de Dios que querían im poner Zwinglio y Calvino fracasa, pero su esfuerzo redundará en un notable aum ento de la secularización de la vida, o sea, irá en dirección opuesta a la deseada p o r los creadores de la Reform a. Los países que perm anecen católicos serán los que sobrevivirán la crisis con un m enor grado de secularización; em­ pero, son precisam ente ellos los que se enfrentan con la corriente laica y racionalista con u n esfuerzo eficaz de asim ilación a su propia doctrina. Las construcciones teóricas de la C ontrarrefor­ ma, en especial la de las universidades españolas, son fruto de esta segunda tendencia. Mas tra s un período de pensam iento fe­ cundo, la filosofía social de los países católicos —en contraste con la de los p ro testan tes— se va anquilosando y enrareciendo, p ara acabar cayendo en u n casuism o rígido y angosto, que nos recuerda los m om entos m enos felices de la especulación medieval. Vamos ahora a seguir el desarrollo del pensam iento social que recoge las m ejores tradiciones renacentistas y del que han de surgir luego las grandes construcciones teóricas de la Ilu stra­ ción, o sea, vam os a concentrarnos, en líneas generales, en el pensam iento europeo del siglo xvn. É ste sigue girando en torno a la idea de derecho natu ral, que es la m ás afín al racionalismo político, pero ni m ucho m enos cabe decir que sea la única de las ideas centrales de la época; hay p o r lo m enos otra, la del absolutism o principesco o real, que tam poco abandona las m entes de los teorizadores. Jun to a ellas, p o r o tra p arte, la teoría social

de la época ve tam bién cómo sus horizontes com ienzan a engran­ decerse poco a poco, es decir, que ju n to a la filosofía ju rídica y a la política com ienzan a to m ar cuerpo tam bién otros objetos de interés para él. Pero esto es p u ram ente inicial, y ha de tra n sc u rrir algo m ás de tiem po p ara que se com iencen a p lan tear cuestiones sociales no inm ediatam ente ligadas a la del poder o la justicia. Ya vimos cómo M ariana había tom ado la em bocadura al preocuparse por el sentido de la historia y, antes que él, un Vives había que­ rido d esen trañ ar las causas y condicionam ientos de la pobreza. Más tarde Michel Eyquem de M ontaigne (1533-1592), a pesar de su intim ism o, se hace cuestión de un núm ero considerable de tem as sociales, tales com o los pedagógicos, los pacifistas y el del uso de la violencia p o r el poder público. Además, M ontaigne es el inventor del género ensayístico, género que h a hecho singular for­ tuna en el cam po de n u estra atención y con el que, de ahora en adelante, tendrem os que ir tratan d o cada vez más. Estos autores, pues, p rep aran el terren o p ara un ensancha­ m iento de los intereses de la teo ría social. Junto a ellos, los p ri­ m eros grandes logros de la ciencia n a tu ra l com enzarán tam bién a dejarse sen tir sobre la im aginación de los hom bres. Cada vez serán menos los pensadores que no los tengan en cuenta hasta que, por fin, la ciencia social del siglo xix haga todos los esfuer­ zos posibles por integrarlos es su p ropia labor. E ste capítulo hace tam bién una som era referencia a la ciencia de la época en tanto en cuanto afecta a la filosofía social que le era contem poránea. E n E uropa, tan to la ciencia como la filosofía social m odernas tienen un com ún origen en el deseo de establecer principios de validez universal p ara el m undo que se estudia. § 2. La ú l t im a g u e r r a de r e l ig ió n . — E l contexto histórico de la época que ahora tratam o s consiste en m uchos aspectos en una agudización de los m ism os conflictos de la época anterior. Sin em bargo, su característica principal es que, d u ran te el siglo xvn, se llegó al agotam iento de m uchos de esos conflictos. E sta época es la de la liquidación de m uchas creencias e instituciones, lo cual d ejará el cam ino libre p a ra la expansión intelectual de la Ilustración. Una de las fuentes de conflicto superadas es la de la fe, en virtud de la sangrienta g uerra de los T reinta Años, la últim a de las de religión. Las anteriores habían acabado con un arm isti­ cio presidido por el principio cujus regio, eius religio, cosa que naturalm en te no tenía en cuenta las creencias del pueblo, sino las del soberano. M ientras tanto, católicos y p ro testantes estaban enzarzados en una cam paña de difam ación m u tu a que fue em pon­ zoñando las m entes de am bos cam pos. La g uerra estalló en Bohem ia (de u n m odo asaz grotesco, con la defenestración, en Praga, de los representantes im periales, 1618 y se extendió a toda Europa, a causa de los sistem as de alianzas. No es éste el lugar para describirla. En lo que a las ideas sociales se refiere, lo que interesa es consignar que el tra ta d o de paz que firm aron las po­ tencias beligerantes en 1648, en las villas de W estfalia donde se

reunieron, m antenía —en principio— la n orm a cujus regio, eius religio, pero introducía una enm ienda de no poca m onta: en aque­ llos territo rio s en que desde 1624 se albergaran súbditos que no tuvieran la m ism a religión que la del príncipe, éstos gozarían de libertad de cultos. De este m odo se reconocía la situación reli­ giosa y la inutilidad de las arm as com o m étodo p ara convencer al bando con trario p a ra que cam biara de fe. Además, una serie de nuevas potencias h abían actuado con absoluta independencia y soberanía, con lo cual se había m inado p o r com pleto el pres­ tigio im perial. É ste quedaba reducido ahora a una zona centroeuropea. Un nuevo sentido de lib ertad y de tolerancia parecía sur­ gir como consecuencia del fin de la guerra. En este sentido ningún país es ejem plo m ejo r que Holanda. El tra ta d o de W estfalia era, p a ra las Provincias Unidas calvinistas, nada m enos que el fin de una g uerra de ochenta años contra España. En su lucha co n tra E spaña los holandeses se forjaron en el am o r a la lib ertad y al respeto p o r los dem ás. Gracias a ello los Países B ajos se convirtieron en u n refugio seguro p ara los judíos españoles que huían de la b arb arie inquisitorial y que dejaban a su país huérfano de u n sector cultísim o de su pobla­ ción. Muchos intelectuales, com o Descartes, p asaron largas épocas en Holanda. Hugo Grocio es el represen tan te m ás eximio del pensam iento jurídico de su tiem po, y u n a expresión del genio ju ríd ico de los holandeses del siglo xvn. Las dem ás zonas de E uropa todavía no gozaron de la atm ósfera burguesa, industriosa y republicana que im p erab a en H olanda, m as el preludio holandés indica el nacim iento de una nueva m entalidad. Sin em bargo, en el terreno político, la que priva es la ideología absolutista, que alcanza su apogeo en esta época. § 3. E l absolutismo español . — N uestro siglo x v ii presencia la desaparición de los grandes tratad o s especulativos que habían caracterizado al a n te rio r y el surgim iento de una literatu ra polí­ tica barro ca, ta n rica en conceptos rebuscados como desprovista de sistem a. Sin em bargo, esta lite ra tu ra posee un interés, pues los escritores españoles se lanzan por el cam ino de la prudencia, como norm al reacción an te los prim eros grandes fracasos de su gobierno en la política m undial. El posibilism o sustituye al per­ feccionismo: «No ha de ser el gobierno com o debiera, sino como puede ser», afirm a Saavedra F ajardo.1 Reconocida la autoridad suprem a del m onarca, los autores españoles se dedican a darle consejos de política práctica, no exentos de m oralism o, pero tam ­ poco ajenos a la herencia de Maquiavelo. Los escritores del x v ii son, pues, prácticos. Quieren ser prácticos a través de la instruc­ ción y la educación del príncipe según sus m áxim as, y a ello se debe la proliferación de obras p ara educar a los gobernantes. En este sentido su confianza acerca de las posibilidades de la 1. José Antonio Maravall, lo cita, en Teoría española del esiado en el si­ glo X VII. Madrid, 1944, p. 30.

educación del m onarca en el terren o político p o d ría parango­ narse con la platónica, si no fuera que el contenido de aquello que había que inculcar fuera ta n d isp ar en uno y o tro caso. Como h a señalado el p ro feso r M aravall, la filosofía política española del siglo x v n se cen tra m ás en lo histórico que en un naturalism o referido a leyes perennes y razonables. E sto se ve claram ente en la lite ra tu ra de em blem as. P ara u n au to r de la época un em blem a es «una sentencia p o r u n a sem ejanza de cosas encubiertas».2 Se tra ta , pues, de u n a lite ra tu ra política por im á­ genes, en estrecho contacto con las intenciones educativas de los escritores de la época, que inten tab an con ello im presionar la voluntad del educando. Todo ello es p a rte de un estilo general im puesto p o r la C ontrarreform a, el B arroco. E spaña se va ce­ rran d o a la especulación lógica y volviéndose a a b rir a u n mé­ todo de pen sar p o r m edio de ejem plos y analogías, en p arte bien arraigado en sus tradiciones literarias —recuérdense los «enxemplos» medievales— y en p arte m ucho m enos arriesgado en un país dom inado p o r los tribunales de la Inquisición. Dejando de lado estas cuestiones de form a, el contenido de la filosofía polí­ tica española del siglo x v n se cen tra en una interp retación de las conclusiones de Trento, según tesis m onárquicas. La m onarquía es la form a m ás segura de defensa de la fe, y adem ás la m ejor garantía de paz civil, como indica Rivadeneyra, m ientras que las repúblicas —según Saavedra F ajardo— están preñadas de elem en­ tos idolátricos y de falsas libertades: «todos piensan que m an­ dan, y obedecen todos».3 La m onarquía tiene a su cabeza al rey, que es ahora m inistro de Dios, y que debe ser u n ser religioso. El énfasis ya no está en la razón del derecho natu ral, sino en las norm as concretas de la religión católica. La sanción religiosa sus­ tituye a la de derecho n atu ral —p o r m ucho que insistan los auto­ res en que am bas no se contradicen— con lo cual aum enta la tendencia absolutista y dism inuye la función de los gobernados en el esquem a teórico de la política española de la C ontrarrefor­ ma. Por o tra parte, estos autores se dirigen al soberano, cuya lejanía de la realidad social de la época da m ayor irrealidad a su em presa. Los escritores de quienes hablam os, sin em bargo, son conscien­ tes de los peligros de la a rb itraried ad —o de la incapacidad— del poder real, y m uchos de ellos ponen su fe en la existencia del Consejo real. Esto se apoya en u n a «convicción de aristocracia intelectual», heredada de los hum anistas.4 Pero tam bién aquí per­ ciben los peligros del favoritism o y la existencia de privados o validos, y con tra esta lacra escriben. Francisco de Quevedo en su Política de Dios, gobierno de Cristo, tiranía de Satanás (1626) acusa con am argura los perjuicios causados a su país p o r el favo2. Ibid. lo cita, p. 46. 3. Ibid. lo cita, p. 174. 4. Ibid., p. 275.

ritism o político, que convierte al rey en el m onigote de un valido o en juguete de sus m inistros. É stas son unas m ás que breves alusiones a la teoría política del absolutism o español del siglo x v i i . Todo conocedor de la his­ to ria española se d ará cuenta de las considerables lim itaciones de dicha teoría. M ientras que el pensam iento político inglés, por po­ ner un ejem plo, se hacía problem a de cuestiones radicales que afectaban a la sociedad del m om ento, el español es netam ente escapista. La rebelión catalana —con sus im plicaciones sobre el sistem a habsburgués de un estado predom inantem ente castella­ no—, la expulsión p rim ero de los judíos, luego de los m oriscos, la pauperización del país, el fracaso de la política española en el n o rte de E uropa, y tan to s o tro s tem as vitales, son dejados de lado o h a sta olvidados p o r com pleto. En vez de ello, y p o r causas históricas que no vienen al caso, nuestros escritores se vuelven hacia la cuestión de la educación del príncipe, tan secundaria a todos ellos y conducen con ello la filosofía política española a un terren o yerm o y oscuro. § 4. E l a b s o l u t is m o f r a n c é s . — Con todas las crisis de la épo­ ca, el absolutism o francés, com o el español, «sale aparentem ente reforzado», de m odo que el siglo x v ii aparece como su apogeo, pero en realidad se tra ta de un absolutism o «precario, híbrido, en vías de superación».5 G rande es la proliferación de obras políticas durante el x v i i francés. Todas ellas coinciden en una exaltación del rey y de su poder, y van dirigidas a los públicos m ás dis­ pares, desde los eclesiásticos a los ju ristas, pasando por los liber­ tinos. N osotros vam os a fijarnos sólo en tres aspectos de la pro­ ducción teórica de la época: las ideas de Richelieu, las de la Fronda y las de Luis XIV. A B ossuet le dedicarem os luego una atención aparte. Arm and Jean du Plessis, cardenal Richelieu (1585-1624), era un noble doblado de eclesiástico, capaz de conducir él m ism o una expedición m ilitar. Su gran vocación era la política, y dentro de ella, la diplom acia. A los tre in ta años llegó a ser nom brado secretario de estado p a ra la g uerra y p ara los asuntos exteriores, al servicio de M aría de Médicis. Después de m uchas vicisitudes, acabó p o r ser el m inistro poderoso y habilísim o de Luis X III. Sus escritos son m uy abundantes, pero los m ás relevantes para nosotros son las M áxim es d 'É tat y su T estam ent politique. Cuando ■este últim o fue publicado en A m sterdam en 1688, su éxito fue m uy grande. Richelieu estab a dom inado p o r la idea de la centra­ lización política y adm inistrativa, y sus escritos reflejan la guerra que hizo toda su vida a todos los grupos que reclam aban para sí un grado de autonom ía: la nobleza, los hugonotes, la burgue­ sía.6 E l poder de estos grupos debía de ser sustituido por el del 5. Jean Touchard y otros, Histoire des Idées politiques. París, 1959, vol. I. p. 314. 6. Cari Grimberg, Várldshistoria, trad. francesa de Gérard Colson, Histoire universelle, vol. VII. Verviers, 1964, p. 126.

rey, el «piloto único» que debería e sta r en el tim ón del estado. Por ello Richelieu desprecia las reuniones de los E stados Gene­ rales y las decisiones de los parlam entos provinciales, cuando se salen de lo m eram ente jurídico. Su actitud hacia el pueblo es, adem ás, de gran desprecio. Richelieu es un a ristó c ra ta consecuen­ te, aunque le m oleste la autonom ía de la aristocracia; lo que él quiere es convertirla en una corte eficiente, al servicio del rey, pero superior a u n pueblo que debe ser subyugado y siem pre guiado. Además, el cardenal posee toda u n a teoría del prim er m inistro, que co n trasta agudam ente con las actitudes de los escritores españoles frente a los validos reales. El m inisteriat francés es objeto de la apología de Richelieu; según él, el prim er m inistro debe poseer todas las excelencias del hom bre de estado y, p o r encim a de todo, dom inar los m ecanism os m ediante los que se ejerce la razón de estado y, adem ás, ser el elegido del m onarca. Hay aquí una idea de la doble autoridad, pues Riche­ lieu dota a su p rim er m inistro de unos poderes legales y ejecu­ tivos m uy grandes, inferiores sólo a los del rey, y no en mucho. Por últim o Richelieu pide u n a atm ósfera de tolerancia y cordiali­ dad entre el rey y sus m inistros, a fin de que se ejerza la autoridad con m ayor eficacia.789 F rente a las m edidas centralizadoras de Richelieu, continuadas por M azarino, surge la inevitable reacción; es la representada p o r el conjunto de grupos políticos llam ados de la Fronda (la Fronda del Parlam ento, la de los Príncipes y la Popular), que se levantaron a p a rtir de 1648. Esencialm ente se tra ta de una reac­ ción antiabsolutista, pero la inm ensa m ayoría de los frondeurs siguió fiel al principio m onárquico. Aunque su rebelión se hacía en nom bre de principios retrógrados, se vieron obligados a abo­ gar p o r la incipiente idea de la división de poderes, o sea, p o r una m onarquía constitucional, pero con ribetes absolutistas induda­ bles ! y altam ente conservadora, pues se tra ta b a de u n alzam iento en defensa de viejos intereses creados y de clase. El cardenal de Retz (1613-1679) y Claudio Joly (1607-1700) fueron los teorizadores de este m ovim iento político cuyo fracaso acabó con m uchas ins­ tituciones políticas sem ifeudales y allanó el cam ino p ara las gran­ des reform as ad m inistrativas del Rey Sol. Joly fue el ideólogo parlam entario de las gens de robe, m ientras que el cardenal de Retz es una figura m ás aislada, cuyo influjo literario no fue poco du ran te su posteridad. Por últim o, Luis XIV m ism o (1638-1715) es un teorizador de su propio poder. El rey es u n en tu siasta de la idea del origen divino del poder real, una doctrina im p o rtan te a p esar de h ab er florecido durante un tiem po asaz breve.’ En sus M em orias (1661) habla de Dios y del cielo con una fam iliaridad y seguridad adm irables, y en 7. Cf. Henri Hauser, La pensée et Vaction économique du Cardinal de Ri­ chelieu. París, 1944, passim. 8. Cf. Ernst H. Kossmann, La Fronde. Leiden, 1954, passim. 9. John Plamennatz, Man and Society. Londres, 1963, vol. I, p. 155.

térm inos casi de igualdad. El rey, en la tie rra , es el centro del uni­ verso, el astro rey de quien tom ó él m ism o el nom bre. De acuerdo con estas prerrogativas, el rey gobierna, según Luis XIV, sin cortapisas de ninguna clase, escuchando ta n sólo los consejos' que le dan sus m inistros, pero sin concederles el pod er de que gozaran un Richelieu o u n M azarino, y sin o ír jam ás al pueblo, de n atu ra­ leza siem pre insaciable. Luis XIV halla sólo lím ites naturales a sus reales funciones; esos lím ites no son totalm ente indiferentes a las teorías del derecho n atu ral, pero están m ás enraizados en las leyes de Dios (es decir, la doctrin a católica que Luis XIV acepta), la tradición, la costum bre y la m ism a m ente del soberano. La autoglorificación de Luis XIV careció de lindes. Su teorizador m ás em inente, sin em bargo, no fue el rey de Francia, sino el preceptor del Delfín, Bossuet. § 5. B o s s u e t : te o c r a c ia e h i s t o r i a . — Jacques Benigne Bos­ suet (1627-1704), aunque obispo de Meaux, fue a la corte para educar al Delfín y se convirtió allí en adulador del rey y en predi­ cador de los nobles. P ara Bossuet, en la o b ra Politique tirée des propres paroles de l’É criture Sainte —libro escrito p ara que apren­ diera el Delfín— el rey e ra el su stitu to de Dios sobre la tierra y su alta m isión era la ejecución de la voluntad divina. Dicha voluntad consistía en la reconstrucción del orden medieval en Europa, m ediante u n a C ristiandad no dividida y una monarquía universal cuya cabeza, naturalm ente, debía ser la del poco intelec­ tual pupilo de Bossuet. Las dem ás form as de gobierno son im per­ fectas, porque el gobierno se basa en la obediencia, y la m ejor especie de esta ú ltim a es la que em ana de un m onarca supremo y todopoderoso, a sem ejanza del Dios que B ossuet imaginaba. La única lim itación debe ser la razón, la cual debe dominar todos los instintos de la real persona. A parte de esto, los demás rasgos de la m onarquía bossuetiana no hacen sino refo rzar la figura del rey: sacralidad, absolutism o, p aternalism o fren te al pueblo igno­ rante. No existe una v erdadera lim itación del poder de tipo reli­ gioso pues, al ser sagrado, el m ism o rey es p a rte de la religión en cierta matrera. Y m ucho m enos queda lugar p a ra la soberanía popular, ni ta n sólo en fo rm a sim bólica. Es probable que la doc­ trin a política de Bossuet sea la m enos sim pática, de todas las de su siglo, p ara el hom bre de hoy. P or o tra parte, las justificaciones de sus ideas son «ingeniosidades políticas de laboratorio», me­ diante las que este a u to r in ten ta p e rp e tu a r u n a mentalidad m á­ gica en los asuntos del estado y la soberanía y asegurar, con ella, la continuidad de la creencia en el derecho divino de los reyes.10 La teocracia de Bossuet no estrib a en u n dominio de la Iglesia sobre el m undo político, sino en una confusión de la n atu ­ raleza real con la divina. En 1681 salió a la luz el Discurso sobre la historia universal de Bossuet, cuyas afirm aciones, aunque endebles, tienen importancia 10. Enrique Tierno, Tradición y modernismo. Madrid, 1962, pp. 60*61.

p ara el u lterio r desarrollo de una filosofía de la historia, aspecto del pensam iento social que no había tenido cultivadores europeos muy im po rtan tes desde san Agustín. San Agustín es precisam ente el que en p a rte inspira al o rad o r cortesano en su Discurso. Su idea principal es que la Providencia guía la h isto ria entera para que todo venga a favorecer a la Iglesia católica. «La política celes­ tial conduce el mundo», dice Bossuet, concibiendo a Dios como si de un hom bre de estado se tra ta ra . Quevedo tam bién había ha­ blado de u n a política de Dios, con lo que vemos que la idea parece arraig ad a en la época absolutista. Pero el énfasis de Bos­ suet en la Providencia proviene seguram ente de su afán de supri­ m ir las pretensiones de los libertinos parisienses de que había que vivir sin tem o r a los castigos divinos.11 Pero Bossuet hace grandes generalizaciones: los designios de Dios se ven indirectam ehte en la caída de los im perios y los grandes cataclism os te­ rrenos, que van todos a favor de un m ayor engrandecim iento del Cristianism o. El pueblo elegido de Israel sabía el secreto y había vaticinado ya m uchos de los eventos históricos p o r venir, pero el resto de los hum anos —excepto los verdaderos cristianos— ignoran la Providencia y creen que los sucesos ocurren p o r azar. Además, la Providencia se encarga de deshacer los proyectos hum anos y las obras de los hom bres acaban produciendo resul­ tados no deseados p o r ellos, pero acordes con la suprem a e ines­ crutable voluntad de la divinidad. Una m ayor secularización de la filosofía europea y la eclosión de una nueva fe en un próspero y m ejor fu tu ro de la hum anidad —la creencia en el progreso— estaban destinados a que el providencialism o bossuetiano quedara arrinconado en años venideros. Ello no obstante, Bossuet cons­ tituye un notable eslabón en tre la nueva filosofía de la historia, que p ron to exam inarem os, y la vieja escatología h istórica agustiniana que él había inten tad o resucitar. § 6. E l iu s n a t u r a l is m o de S a m u e l P u f e n d o r f . — Los teóricos del absolutism o, tan to españoles como franceses, d u ran te el si­ glo xvn, no ignoraron todo el cuerpo doctrinal iu sn aturalista que habían aprendido en las universidades. Sin em bargo, a la hora de justificar el poder real es evidente que la teoría del derecho n atu ral era u n m arco incóm odo p ara sus construcciones prom o­ nárquicas. Tanto la idea del tiranicidio ju sto como la de la sobe­ ranía popular eran incom patibles con sus posiciones de apoyo incondicional al poder establecido. E sto no obstante, el siglo xv n no ve decaer la filosofía del derecho natu ral, sino que al contrario, representa una época de su expansión. E sta expansión proviene de una fuente insospechada p o r los prim eros iusnaturalistas, la ciencia y la filosofía racionalista. Pero antes que el espíritu cien­ tífico e n tra ra de lleno en este terreno, no exento h a sta entonces de elem entos teológicos, todavía p erd u ra la tradición especulativa 11. León Dujovne, La filosofía de la historia desde el Renacimiento hasta el siglo X V III. Buenos Aires, 1959, p. 73.

de los ju rista s y los filósofos del derecho. No es que un Grocio estuviera libre de los efectos de la nueva m entalidad científica, sino que éstos son aú n m arginales a su doctrina, la cual debe su racionalism o al de los hum anistas eruditos, y su sentido de lo jurídico a la recepción del derecho rom ano en plena E dad Media. H asta su m ism a aspiración de com unidad universal cristiana cae aún den tro de estas tradiciones. Algo parecido puede decirse de Pufendorf (1632-1694), u n alem án al servicio del rey de Suecia en calidad de h istoriador, y que gozó del favor de varias cortes europeas. Pufendorf aúna el derecho n a tu ra l con la idea absolutista; un logro indiscutible, pues ya acabam os de ver que los teóricos del absolutism o se en cuentran poco a gusto en el m arco doctrinal iusnaturalista. Según Pufendorf, u n a sociedad es una persona m oralis com posita, u n a persona m oral com puesta por el estado, la iglesia, la corporación local y las fam ilias. La sum a de los individuos asociados en esa persona en virtu d del derecho natural de la sociabilidad hum ana sería u n agregado incoherente si no estuviera representado p o r u n a persona física, detentadora del poder, que los m antuviera unidos. Esa persona física responde a la existencia de entes m orales ju n to a los físicos; y, en efecto, Pufendorf afirm a la existencia de un m undo de entes jurídicos — entia moralia— que en sí no son sino atrib u to s adscritos por los seres racionales a objetos y acciones físicas, con el fin de que regulen arm oniosam ente la vida social. La relación, em pero, entre los diferentes entes m orales es jerárquica, y la personalidad de los m ás altos absorbe la de los m ás bajos. Así, la persona moralis com posita del estado —enteram ente identificada con la del soberano— es la suprem a, y posee un im perium absolutum cuya única lim itación es la im puesta p o r el derecho n atural. Este abso­ lutism o iu sn atu ralista de Sam uel Pufendorf se halla restringido p o r su adm isión de la posibilidad de un im perium que no se con­ tradice con los principios del cerebro n atu ral.12 Sin em bargo, el soberano debe reservarse la facultad de convocar o no asam bleas populares o de estam entos, así como la de acep tar o vetar sus decisiones. Las doctrinas de Pufendorf, expresadas en sus dos libros Del derecho de la naturaleza y de gentes (1672) y Deberes del hom bre y del ciudadano —nótese el nuevo estilo del título del segundo—, gozaron de m ucho predicam ento. É ste fue notorio entre los es­ critores que abogaban p o r u n a concepción iu sn aturalista y a la vez absolutista del estado m onárquico. Con la o b ra de Pufendorf lo que queda claro es que la doctrina del derecho n atu ral sirve ya p ara justificar cualquier tipo de régim en de los varios posi­ bles en la época. El influjo efectivo de Pufendorf persistió hasta la segunda m itad del siglo x v i i i . 12. Otto Gierke, Das deutsche Genossenschaftsrecht, vol. IV (1881), trad. E. Barker, Natural Law and the Theory of Society. Boston, 1957, pp. 118-119, 142-144.

§ 7. E l a f ia n z a m ie n t o de la a ctitu d c ie n t íf ic a . — H asta el si­ glo x v n no se deja sen tir el im pacto de las ciencias naturales en el pensam iento social. Aunque ni V itoria ni Bodin ni santo Tomás Moro son ajenos a la nueva gran expansión del m undo geográfico, la ciencia en sí, com o actividad em pírica que puede servir como criterio suprem o de verdad, y p a ra avanzar m etódicam ente en pos de su conocim iento, está ausente de sus obras. Claro está que en el racionalism o y el pragm atism o de u n Nicolás Maquiavelo se percibe ya la presencia de una nueva m anera de hacer, pero ella no es m ás que un precedente aislado, a la vez que independien­ te, del desarrollo científico renacentista. P or o tra p arte los avan­ ces científicos de Tycho B rahe, Galileo y K epler no salieron de ciertos círculos de conocedores a excepción del M ensajero Celeste de Galileo, que gozó de sum a popularidad y sacudió la im agina­ ción de innum erables lectores. G iordano B runo (1548-1600), que­ m ado po r la Inquisición en Campo dei Fiori, en Roma, fue un espíritu rebelde e insobornable que es responsable en gran m anera de la popularización —en el m ejo r sentido de la palabra— de las nuevas ideas sobre el universo. Algo parecido puede decirse de Francis Bacon, de quien ya hem os hablado como uno de los u to ­ pistas im portantes del R enacim iento. S ir Francis Bacon consiguió superar la excesiva veneración que existía en sus tiem pos por Platón, A ristóteles y los dem ás clásicos, y propugnó que los hom ­ bres llegaran a dom inar el m undo poco a poco m ediante el uso de la experim entación sistem ática. Además, Bacon sostenía que la m ente hum ana no capta bien la realidad porque está corrom ­ pida por toda clase de ídolos o prejuicios que son los que nos impone n u estro grupo social, religión, o escuela filosófica a la que nos adhiram os. En su N o vu m Organum,'3 Bacon enum era los prejuicios o ídolos, es decir, nociones erróneas, que al hom bre im piden ver la realidad ta l cual. Son los cu atro siguientes: — idola tribu (ídolos de la tribu); son propios del género hu­ m ano en su conjunto, connaturales al hom bre en general. Ejem ­ plos: la tendencia a no ab andonar nuestras opiniones, una vez han sido fo rjadas en n u estra conciencia; el dejarnos llevar por las pasiones; el considerar reales nuestras im aginaciones. — Idola specus (ídolos de la caverna, en recuerdo del m ito platónico); son éstos,.al co ntrario de los anteriores, los típicos del individuo, que vive en la cueva de su m undo personal. Ejem plos: las distorsiones en la percepción del m undo causadas por los hábitos de cada uno; el tipo de educación recibida, es decir, sus deficiencias, y no su aspecto positivo. — idola fo ri (ídolos del foro); surgidos de la interacción hum a­ na. Dan lugar a interpretaciones contradictorias de térm inos usa­ dos por todos. Ejem plos: lo que cada cual entiende p o r «fortuna»; o lo que, en n uestros días, cada cual entiende p o r «democracia». — Idola theatri (ídolos del teatro) son los que proceden de 13 13. F. Bacon, Novum organum, «Primer libro de aforismos sobre la inter­ pretación de la naturaleza y el reinado del hombre», aforismos xxxvm a lxiii.

cada secta filosófica, que Bacon entiende com o tablados de repre­ sentación teatral, pues exhiben m undos de ficción. Ejem plos: cada escuela filosófica en ta n to en cuanto se hallen entronizadas crédu­ lam ente en sus seguidores particulares. La aportación de Bacon al m oderno estudio de las ideologías y a la sociología del conocim iento es inestim able. Además, su teo ría de los ídolos constituye un h ito vital en la historia de la expansión de la a ctitu d científica en el seno de la filosofía social. Junto a Bacon suele hablarse, en frase tópica, de René Descar­ tes (1596-1650) com o del p ad re del racionalism o y de la actitud científica m oderna. D escartes era, al igual que Bacon, n aturalista y filósofo: como m atem ático es nada m enos que el creador de la geom etría analítica. Aunque no se tra ta exactam ente de un teó­ rico social, el influjo de sus obras se extiende a todos los cam pos del saber hum ano. D escartes, com o Bacon, intentó hallar unas reglas generales del m étodo científico y filosófico. La nueva ciencia renacentista, sobre todo en la escuela de Padua, ya las había com enzado a establecer, considerando que la vieja lógica medieval de corte aristotélico e ra ya ineficaz. En 1637, René Descartes publicó su Discours de la m éthode pour bien conduire sa raison et chercher la verité dans la Science, el p rim er tra ta d o filosófico escrito en lengua rom ance. Al igual que B acon q u ería librarse de todo prejuicio que pudiera obnubilar su entendim iento, Des­ cartes se desprende m etódicam ente de todo dato dudoso, hasta dejar, desnudos, los conceptos m ás invulnerables que la razón engendra. Con ello, René D escartes pone fin a todo dogm atism o im puesto desde fuera, al tiem po que dota a la razón hum ana de una dignidad nueva y sólida. Sin el racionalism o cartesiano no se explica ya el pensam iento social posterior. A p a rtir de ahora, econom istas, ju ristas, sociólogos y m oralistas, y sobre todo los grandes teóricos de las revoluciones, apelarán a la razón para afirm ar la certeza de sus afirm aciones. Obvio es decir que ello no es garan tía de que sus construcciones posean siem pre el rigor de las del fundador del racionalism o m oderno, pero es una señal de la huella indeleble que el Discurso del m étodo h a dejado en la historia de la conciencia filosófica. Los m ism os críticos de D escartes se opusieron al contenido de sus especulaciones y h a sta a veces a m uchos aspectos de su m étodo, pero no ya a su espíritu de pesquisa racionalista. E ntre ellos descuella G ottfried W ilhelm Leibniz (1646-1716), hom bre de tan tas vertientes intelectuales como el m ism o Descartes, y que tiene interés p ara nosotros a causa de su filosofía jurídica. «Leib­ niz llevó a la filosofía ju ríd ica el conjunto de ideas que ha contro­ lado explícitam ente toda investigación científica desde su día: identidad, sistem a, consistencia, posibilidad y causalidad.»14 Los efectos de tam añ a aportación no se d ejaro n n o ta r en los textos legales h asta pasados m uchos años, bajo la presión de las grandes 14. p. 295.

Huntington Cairns, Legal Philosophv from Plato to Hegel. Baltimore, 1949,

revoluciones políticas que com enzaron a ten er lugar a finales del siglo xv m . Estos textos —los grandes códigos— aspiraban a una trabazón lógica in tern a com binada con una expresión inequívoca de la voluntad legal. Leibniz se halla a la cabeza del proceso que condujo a estos logros jurídicos. Sin em bargo, no hay que creer que Leibniz fuera un racionalista a u ltranza en m aterias legales; al contrario, su actitud es sorprendentem ente cercana a la que prevalece en nuestros días; según él, ju n to a una expresión diá­ fana de la ley, libre de contradicciones internas, e inspirada en el principio de razón suficiente, el legislador debe tener en cuenta las circunstancias históricas, económ icas y políticas de su texto legal. Así, en sus estudios de lógica ju ríd ica Leibniz se daba cuen­ ta de que los rom anos eran quienes h abían ido m ás lejos en la senda que lleva a la equiparación del derecho con la ciencia, y que ellos precisam ente fueron los que nunca perdieron de vista toda la com plejidad del m undo al que había que aplicar la ley que el ju rista elaboraba en su m ente.1516 § 8. B aruch de S pinoza . — En Epinoza culm inan las tendencias presentes d urante el siglo xvn, que estam os viendo en este capí­ tulo, a excepción de la absolutista, que se agota con los autores antes presentados y en algunos británicos que quedan por ver, como Thom as Hobbes. Precisam ente esta ú ltim a tendencia co­ mienza a ser su stituida p o r Spinoza con una teoría dem ocrática y republicana del estado. B aruch de Spinoza (1632-1677) es, de la hueste de los prim eros filósofos racionalistas, el único que confec­ cionó un sistem a social de filosofía; ese sistem a es prim ordial­ m ente ético. Spinoza era sefardí, y nació en A m sterdam . Educado como esperanza intelectual de la culta colonia judaico-española, Spinoza, sin em bargo, se separó de su dogm atism o religioso, y por ello tuvo que h u ir de la ciudad. A raíz de su conflicto con sus gentes, B aruch de Spinoza escribió la única obra en castellano, la cual ha sido perdida, Apología para justificarse de su abdicación de la synagoga. A p a rtir de ese m om ento su independencia inte­ lectual de cualquier credo fue absoluta, y tuvo que vivir, a causa de ello y de su origen étnico, hum ildem ente, aunque en contacto con im portantes círculos de la vida intelectual y política de Ho­ landa. En vida sólo publicó uno de sus tratad o s capitales, el Tractatus theologico politicus, y postum am ente su Ethica, el Tractatus politicus y uno sobre la «reform a del entendim iento».'6 Spinoza pudo subsistir gracias al m argen de libertad de que se gozaba en las Provincias Unidas holandesas. Sin em bargo, toda Europa estaba en guerra, y en la m ism a H olanda estaban en juego fuerzas intolerantes, en tre ellas los m ism os sefardíes, que expulsaron al sabio. Su pensam iento libre, en lucha inequívoca 15. 16. Opera ciones

Ibíd., pp. 297-299. La edición clásica es la de La Haya, 1883-1884: Benedicti de Spinoza, quotquot reperta sunt. Para el presente escrito he utilizado las traduc­ de la «Bibliothéque de la Pléyade», París, 1962.

co n tra los dogm atism os de toda laya, le pusieron a m enudo en peligro y le m antuvieron siem pre en una penuria de m edios que sin duda era m ayor que la que su n a tu ra l frugalidad le hubiera im puesto en m ejores circunstancias. Spinoza apoyó la causa libe­ ral y dem ócrata de Johan de W itt, y quiso lanzarse a la calle —puñal en m ano— p a ra defenderla, cuando éste fue asesinado por el populacho incitado p o r los m onárquicos reaccionarios de Orange. Su reacción a la dictad u ra orangista es el Tratado político, una m editación sobre la libertad política e intelectual. Las ideas sociales de Spinoza están ligadas a su concepción peculiar de la divinidad así como de la relación del hom bre y del entendim iento hum ano con Dios. Según Spinoza, Dios es Deus sive Natura, es decir, que la divinidad, p o r ser infinita y no e star som etida a lim itación alguna, se confunde con la naturaleza. Su concepto de Dios es d iam etralm ente opuesto al Dios de los judíos o de los cristianos, que entronizan a la divinidad de un modo parecido al de un m onarca absoluto. El concepto judaicocristiano de poder divino ofrece sim ilitudes excesivas con el poder absolutista.17 Dios, dice Spinoza, poco tiene que ver con esa im a­ gen; Dios es «un ser absolutam ente infinito, es decir, una sustan­ cia que com prende una infinidad de atrib u to s cada cual de ellos expresa a su m anera una esencia etern a e infinita».18 Al ser los atrib u to s de Dios de tal m odo infinitos, no es posible decir que existan en el m undo dos sustancias de un m ism o atributo, ya que sustancia «es lo que existe en sí» y «cuando dos cosas nada de com ún tienen entre sí, la una no puede ser causa de la otra». Más claram ente: contra la opinión cartesiana, Spinoza no cree que una sustancia pueda causar otra, porque una cosa no puede pro­ ducir o tra que le es totalm ente diferente. Si, p o r o tra parte, cada sustancia es infinita, h ab rá que reconocer que en realidad no hay m ás que u n a verdadera sustancia últim a, infinita, Dios. In Deo vivim us, m ovem ur et sum us. Lo que equivale a negar no sólo el dualism o de D escartes en tre res cogitans y res extensa, sino en el plano social histórico, p o r ejem plo, la de providencia divina; en efecto, no puede existir una voluntad divina externa al m undo que planea su m archa con una m ente parecida a la de un hom bre que dispone lo que va a hacer o las órdenes que va a dar. Spinoza desecha todo abuso del antropom orfism o. Si Dios actúa y ejecuta, lo hace p o r una necesidad inherente a su naturaleza, y no p o r una voluntad separada o distinguible de su entendim iento. En cuanto a los hom bres, Spinoza tam poco acepta la separación entre enten­ dim iento y voluntad; p a ra él, estas facultades son sólo dos aspec­ tos de una m ism a cosa. N osotros somos, según B aruch de Spinoza, sim ples modos fini­ tos de la sustancia única; adem ás, y en consecuencia, el hom bre no es un ser mixto de m ateria y de espíritu, sino una sola cosa. 17. Roland Caillois, «Introduction» a B. de Spinoza, (Euvres completes. París, 1962, p. xvi. 18. Citado por André Gresson, Spinoza. París, 1959, p. 25.

El espíritu es, todo lo m ás, la idea y la conciencia del cuerpo, y éste, a su vez, una individualidad que expresa tal conciencia. E ste espíritu, idea del cuerpo, tiende a perseverar en su ser, con lo cual decimos que vive. Ese acto de perseveración no es sólo de voluntad, sino de conocim iento. El deseo de la tendencia hum a­ n a a ser y es, ju n to al gozo —el aum ento de su poder— y la tristeza —la pérdida de ese m ism o poder—, la pasión fundam ental. E stas tres pasiones hum anas responden a ciertas convicciones m etafísi­ cas de Spinoza, y son las que explicarán su doctrina de la creencia religiosa, así como su teoría de la sociedad política. El hom bre como conjunto de pasiones será la m ateria p rim a del hom bre reli­ gioso y del hom bre político.19 En un notable esfuerzo de objetividad Spinoza tra ta de las pasiones hum anas de m anera geom étrica. Su intento puede adm irarse en su Ethica ordine geom étrico demonstrata; en este texto Spinoza tra ta las pasiones como si fueran superficies, líneas, volúmenes. E n la É tica Spinoza m u estra que las leyes inexorables que determ inan el m undo físico determ inan tam bién los m ovim ientos del alm a, o pasiones, con lo cual dícese que niega el libre albedrío. En realidad Spinoza identifica libertad con beatitu d y ausencia de pasiones.20 La libertad genuina se experim enta sólo m ediante un género superior de conocimiento, que es el conocim iento adecuado de la asencia de las cosas. La libertad es el ejercicio de la beatitud. Y la beatitud, según Spinoza, «no es la recom pensa de la virtud, sino la v irtu d misma».21 Los pensadores del tiem po de Spinoza reaccionaron desfavora­ blem ente ante sus ideas panteístas. Los insultos se acum ularon sobre su cabeza: impío, ateo, dem ente, m onstruo. H om bres ver­ daderam ente em inentes —Leibniz, M alebranche— lo tuvieron a m enos y, más tarde, otros —Voltaire— inten taro n refutarlo sin conocer su obra a fondo. Sin em bargo, pasando el tiem po, el sefardí de A m sterdam ha ido hallando su lugar en la historia de las ideas. Los idealistas alem anes le rehabilitaro n y, a través de ellos, el pensam iento spinozista ha influido seriam ente sobre la filosofía social contem poránea. § 9. S pin o za : política y libertad intelectual. — La conexión de Spinoza con la ciencia de su tiem po no se n ota tan sólo en el enfoque dado a su dem ostración geom étrica de la m oral, sino en el contenido de m uchas de sus ideas centrales. Así sucede con la de ley. Leyes son las uniform idades p o r las cuales se mueven los fenómenos naturales, y no excluyen la sociedad hum ana. La ley hum ana n atu ral de la neoescolástica se funde aquí con las leyes naturales que gobiernan al cosmos. Junto a las leyes hum anas na­ turales, inherentes a n u estra especie, están las decretadas por la autoridad p a ra que funcione la sociedad en su form a civilizada. 19. Caillois, op. cit., p. xxvm. 20. Spinoza, Etica, V.a parte: «Del poder del entendimiento o de la libertad humana», esp. el Prefacio. 21. Ibid., Proposiciones xxv y xlii.

Aquí parece existir cierta contradicción; p o r u n lado se afirm a que el género hum ano está sujeto a las leyes com unes a toda la naturaleza, p o r el o tro que sus autoridades le dan sus leyes espe­ ciales. Según la concepción de Spinoza, la contradicción es sólo aparente pues, d entro del esquem a de toda la naturaleza, el hom ­ bre es un ser con un poder innato de d ecretarse leyes. Por esta vía Spinoza concluye que la asociación hum ana es consecuencia de un con trato original, con lo cual se in serta dentro de la co­ rrien te contractualista que precisam ente comienza a e star verda­ deram ente en boga d u ran te su época. Es m uy probable que sus ideas al respecto estén en contacto con las de Thom as Hobbes, au to r que conocía bien, y con quien estab a de acuerdo acerca de un origen de la sociedad a p a rtir de una g uerra universal. Sin em bargo, m ientras que H obbes continúa pensando que el hom bre es una fiera p a ra el hom bre, aun en estado civilizado —como verem os en detalle en su m om ento—, Spinoza insiste en la santi­ dad del ser hum ano, en la idea de hom o hom ini deus, ap arte de que la sociedad existe p o r la necesidad u tilitaria de la ayuda m u­ tua, y no p o r un sistem a hobbesiano de coerción y apacigua­ m iento p o r la violencia. En m edio de un m undo dom inado por el prejuicio y la intolerancia Spinoza, por p rim era vez, propone una filosofía política basada en la tolerancia m utua, cuyas raíces soli­ darias son la com ún hum anidad de todos. A su vez, esta concep­ ción p arte de su panteísm o y visión u n itaria de toda la n atu ra­ leza, en la que incluye la sociedad hum ana. E stas ideas sirven de apoyo a Spinoza p a ra sus obras sociales, cuyo carácter polémico y com prom etido es evidente. Su Tratado de las autoridades teológica y política posee este cariz por antono­ m asia aunque, ju sto es decirlo, toda la m etafísica spinozista, de por sí, es rebelde a las concepciones m ás aceptadas de su tiem po, incluidas las de los filósofos racionalistas. E l tratado de las auto­ ridades está dirigido a sostener la idea de que la libertad de opinión no conduce al libertinaje ni a la g uerra civil; con lo cual Spinoza quería defender el estado liberal burgués de su pa­ tria contra el fanatism o calvinista y las fuerzas reaccionarias de la casa de Orange. La lib ertad de opinión no sólo no es un peligro p a ra la paz civil sino una condición necesaria p ara esa paz. Para justificar esa idea Spinoza p a rte del derecho natu ral: Por derecho o ley de institución natural entiendo simplemente las re­ glas de la naturaleza de cada ente real, según las cuales concebimos a cada uno de ellos como naturalmente determinado a existir y a actuar de una manera concreta... A este respecto no hacemos distinción alguna entre los hombres y las demás realidades naturales... Todo autor de una acción cualquiera, cumplida en virtud de las leyes de su naturaleza, ejerce un derecho soberano, pues actúa según su natural determina­ ción. .. [Pero] el derecho natural de cada hombre no está gobernado por la sana razón, sino por el deseo y el poder [...] pues la naturaleza no les ha dado a los hombres otra alternativa y les ha rehusado la

facultad efectiva de vivir según las leyes de un espíritu cuerdo... De ello se sigue que la ley de institución natural, bajo la cual nacen todos los hombres y, en su mayoría, viven, no prohíbe acción alguna a excep­ ción de aquellas que nadie desearía ni podría alcanzar.22

En esta interesante cita Spinoza identifica ley n atu ral con los dictados innatos de las criaturas. Como quiera que el hom bre, según él, no está siem pre gobernado por la sana razón, sino que es presa con frecuencia de la pasión y la insensatez, h ab rá que concluir que la ley natu ral, p o r sí m ism a, es am oral en lo que respecta a la especie hum ana. Spinoza no cae con ello en el irra­ cionalism o o en el cinism o filosófico, porque sigue sosteniendo que la razón es la m ás alta expresión de la n aturaleza hum ana. Lo único que hace es, p o r así decirlo, reconocer los credenciales innatos de la m aldad hum ana sin re c u rrir a explicaciones teoló­ gicas sobre el origen del pecado. La recta razón, que es igual­ m ente in n ata en la hum anidad, es el modo de dom inar la m al­ dad. La razón, y no una ley religiosa prom ulgada en un texto sagrado, es el origen del derecho. Es m ás, la razón aplicada a la conducta es ella m ism a derecho. Se ha producido pues un viraje en el iusnaturalism o clásico de autores com o u n V itoria a m anos de Spinoza. P ara el prim ero la recta razón es un elem ento im portante de un derecho natu ral que está indudablem ente trascendiéndola. P ara el segundo la razón m ism a es derecho. La teoría del derecho n a tu ral sigue así una trayectoria clara en su proceso de secularización. Con Spinoza la razón hum ana p asa ya a generar el derecho m ismo. Los hom ­ bres siguen sus pasiones, con lo cual obedecen al orden de la naturaleza, m as, cuando siguen su razón, descubren fácilm ente unas norm as de conducta que tam poco están en desacuerdo con la naturaleza. Esas norm as son la base de la virtud, y la virtud está en com pleto acuerdo con la preservación del propio ser. Ahora bien, cuando la razón interviene, los hom bres, p ara la pre­ servación y m ejoram iento de su ser no desean nunca nada que no puedan desear p a ra o tro s hom bres. É sta es la fundación de la m oral individual, y tam bién lo es de la pública en una repú­ blica bien ordenada. Sólo en ésta puede u n individuo alcanzar su plenitud, pero no en el sentido aristotélico de fundirse con ella, sino de u n m odo m ucho m ás individualista; p ara Spinoza la república dem ocrática, toleran te y laica es u n trasfondo nece­ sario p a ra que el sabio viva en paz y las gentes en general sean menos infelices. El fin suprem o del estado, según Spinoza, es la libertad. Su Tratado de la autoridad política tiene p o r objeto, precisa­ m ente, el estudio de la form a en que pueden p reservarse la paz y la libertad de los ciudadanos. Sin em bargo, los hom bres, con sus pasiones, no pueden vivir arm ónicam ente a m enos que dele22. Spinoza, Tractatus theologico politicus, cap. XVI, «De los principios de la comunidad política». Hay traducción parcial castellana, por Enrique Tierno Galván: Tratado teológico político, Madrid, 1966 (selecciones).

guen su au to rid ad individual en una autoridad única. É sta poseerá facultades extrao rd in arias y será la única persona que tenga derecho a juzgar cuáles son las exigencias del bien general... Por consiguiente, según los principios de la organi­ zación de los hombres en sociedad, la Autoridad en ejercicio es el único intérprete de las leyes [constitucionales]; ningún particular tiene el de­ recho de declararse campeón de ellas, y no rigen para la persona inves­ tida de la autoridad suprema. Pero si las cláusulas iniciales [del con­ trato original] que quiere violar la autoridad soberana son tan funda­ mentales que toda infracción acarreara una debilitación del cuerpo político, el temor sentido hasta entonces por todos los ciudadanos deja lugar a un sentimiento de rebelión, y la organización racional se disuel­ ve por ello. El compromiso [del contrato original] termina; su defensa ya no pertenece al derecho positivo sino al de guerra.2324

O sea, que Spinoza no se separa tan to como p udiera suponerse de la concepción absolutista. Una vez delegado el poder, el hom ­ bre u hom bres que lo ocupen se com portarán conform e a sus pa­ siones, según su naturaleza. Su lim itación legal serán las cláusu­ las del contrato y su lim itación práctica el levantam iento popular, el derecho de guerra, pero m ientras esto no sea así, la autoridad ten d rá u n cam po enorm e p a ra actuar. Puestas así las cosas, la dem ocracia es el estado en que esta autoridad alcanza m ayor regulación, porque es el régim en donde la razón está m ás presente en todas las instituciones. E n la dem ocracia, afirm a B aruch de Spinoza, «las órdenes irracionales son m ucho m enos de tem er» que en cualquier o tro régim en.” Con ello el sabio sefardí abrió las puertas a una teoría racionalista de la dem ocracia, es decir, una teoría en la que cierta lógica m ental —y no fuerzas trascen­ dentales o autoridades m etafísicas— legitim a y fundam enta la convivencia política.

23. Spinoza, Tractatus politicus, cap. IV, 6. 24. J. Dunner, Baruch Spinoza and Western Democracy, Nueva York, 1955, p. 99.

LA R EV O LU C IÓ N IN G LESA § 1. — El R enacim iento alcanzó In g laterra en el siglo xvi. Du­ rante su expansión In g laterra sufrió transform aciones m uy sustan­ ciales en su estru ctu ra social, las cuales d ejaron a secciones ente­ ras de la población frente a frente, con u n control respectivo tal de recursos y poder, que el resultado había de ser el conflicto abierto en form a de g u erra civil. Dicha guerra civil fue la que dio lugar a la p rim era de las grandes revoluciones políticas del m undo m oderno, la Revolución inglesa. Ju n to a la am ericana y la francesa, la Revolución inglesa es una de las tres revoluciones burguesas clave. D urante el dom inio de la burguesía se han pro­ ducido o tras m enores, al tiem po que h an acaecido tam bién cam ­ bios menos violentos, m ás paulatinos y p o r lo m enos tan serios como los creados p o r las tres revoluciones; verbigracia la expan­ sión de la burguesía m ercantil p o r la cuenca m editerránea pre­ renacentista, o su desarrollo en los Países Bajos du ran te el si­ glo x v i i . Además hay o tras revoluciones, com o la científica o la re­ presentada por el Protestantism o cuyo im pacto no es m enor. Sin embargo, las revoluciones políticas burguesas son m ás revelado­ ras porque acarrean consigo los elem entos religiosos, económicos, o científicos que caracterizan a las o tras; son cam bios que se perciben en todos los niveles de la realidad social. La época ren acentista inglesa es m uy tu rbulenta, y está carac­ terizada por la aparición de fuertes grupos com erciantes y m anu­ factureros, p o r el afianzam iento del poderío m arítim o, y por la propagación del P rotestantism o tan to en su form a nacionalista (a p a rtir de E nrique V III) como en su form a puritan a. El aspecto externo m ás espectacular de las transform aciones de aquel siglo —y en p articu lar de su segunda m itad, la llam ada E dad Isabelina— es el de las proezas m arítim as de sus hom bres, piratas en alta m ar, cortesanos en Londres. La d erro ta de los restos de la Arm ada Invencible podrá ten er m enor valor bélico del atribuido por la fantasía inglesa del pasado, pero su efecto psicológico sobre la im aginación de los súbditos de Isabel I fue m uy grande: Inglaterra descubrió el nacionalism o y cobró confianza en su ca­ pacidad de iniciar em presas que h a sta entonces parecían reser­ vadas a la intrepidez de los españoles. Al m ism o tiem po, en la sociedad de la isla se iban produciendo cam bios económicos muy

im portantes. Uno de ellos ya fue señalado al c ita r las denuncias de santo Tom ás M oro co n tra los señores que pauperizaban a los cam pesinos p a ra poder c ria r ovejas y explotar la lana. El otro consistió en lo que es perfectam ente ju sto llam ar la prim era revolución in d u strial de E uropa, originada p o r el uso del carbón." § 2. L as p o l é m ic a s del a b s o l u t is m o en I n g la terra . — El absolu­ tism o inglés alcanzó expresiones doctrinales no m enos agudas que las continentales, pero con la diferencia de que halló una encona­ da resistencia en los sectores dem ocráticos. Las d isputas del abso­ lutism o inglés son un preludio al gran conflicto de la guerra civil y de la revolución subsiguiente. La teoría del derecho divino de los reyes e ra la que norm alm ente acom pañaba a las pretensiones absolutistas. En In g laterra ésta fue elaborada por el rey mismo, Jacobo I (1566-1625), quien, en 1598, publicó su Verdadera ley de las m onarquías libres. Jacobo era hijo de M aría E stuardo, reina de Escocia, y llevó a In g laterra la clásica idea de que el estado es propiedad de la dinastía fam iliar gobernante. Mas lo que era válido para el conjunto de clanes escoceses era inaceptable en Inglaterra. Jacobo revistió sus convicciones de la doctrina del poder divino de los reyes en su form a externa, que él expresaba con la fór­ m ula latina a Deo rex, a rege lex o sea, el rey viene de Dios, la ley, del rey. P or eso el rey tiene que ser libre de toda lim itación parlam entaria, eclesiástica o de cualquier o tra índole. Este sobe­ ran o pedante, débil y vanidoso fue m ás allá de lo que iba a ir el Rey Sol, nacido el año en que él m urió. Como vimos oportuna­ m ente, Luis XIV no se caracterizó precisam ente p o r su parquedad en la alabanza de sí mismo, pero en esto nunca llegó ni a em ular a Jacobo de Inglaterra, según quien Dios m ism o llam a dioses a los reyes.12 Según él los reyes son absolutam ente necesarios p ara la estúpida m asa del pueblo. Los dem ás poderes actúan estricta­ m ente en nom bre real, con consentim iento y venia del rey. Las veleidades doctrinales de Jacobo I hubieran im portado poco a su pueblo si el rey no lo ab ru m ara con im puestos indirectos que precisam ente afectaban a la burguesía y a la nobleza inferior, representados por los elem entos m ás avanzados del Parlam ento. E ste defendía la doctrina de la suprem acía de la ley sobre la de cualquier persona o institución. A ello, pom posam ente, replicaba Jacobo I que «es im pío y sacrilego osar juzgar los actos de Dios y, por ello, tem erario e im prudente que u n súbdito critique las m edidas tom adas p o r el rey». Su política religiosa fue ta n infeliz como sus m edidas fiscales. En cuestiones internas tra ta b a a la Iglesia anglicana con m ano despótica; d u ran te su reinado existía una corriente de reform a que quería purificarla, entendiendo por purificación un alejam iento de 1. Como mostró John Ulric Nef, The Rise of the British Coal Industry. Lon­ dres, 1932. 2. James I, Political Works, «Trew Law of Free Monarchies». Cambridge (Massachussets), 1918, p. 307.

todo el cerem onial que recordara el católico, pero adem ás quería reestru ctu rar su sistem a jerárq u ico al estilo del presbiteriano im­ puesto en Ginebra p o r Calvino. Los pertenecientes a esta tendencia se llam aron puritanos. Pero los p uritanos fueron los que prim ero rechazaron la política de Jacobo I, así como la corrupción de su Corte; en tre sus sim patizantes se contaban m uchos m iem bros de la cám ara b aja del Parlam ento. En cuestiones de política exterior Jacobo I intentó hacer de á rb itro entre protestantes y católicos, con m uy m ala fortuna; p ara ello quiso casar a su hijo con la infanta M aría, h erm ana de Felipe IV de España. El protestantism o sufría a la sazón algunos reveses serios, y los ingleses tem ieron m ucho estos intentos de acercam iento a la m ayor potencia católi­ ca, su peor enemigo y com petidor en u ltram ar. Jacobo I subestim ó la fe y las convicciones religiosas de los ingleses. Paradójicam ente, la doctrina de Jacobo I se veía reforzada por la de sir Francis Bacon (1561-1626), que era un absolutista sui generis. Bacon, inspirado en la E ra Isabelina, estaba en favor de un m onarca poderoso, pero respetuoso de los otros poderes, capaz de d ejar un gran m argen de acción a la burguesía y a la em pren­ dedora nobleza inferior. Bacon pensaba en la In g laterra de los Tudor y no en la de los E stuardo, pero el hecho es que, en el m om ento histórico en que se ejercía su influjo, el sabio figuró como un enemigo de la dispersión de los poderes, cosa que no es exacta. Frente a Bacon, pero sobre todo frente a las preten­ siones de Jacobo, se levanta E dw ard Coke, juez suprem o del reino (1552-1634). Coke es uno de los constitucionalistas m ás im portan­ tes anteriores a la Revolución am ericana. Como quiera que el Par­ lam ento no fuera convocado con regularidad, los tribunales ingle­ ses cobraron m ucha im portancia como único refugio p ara expresar los deseos de los súbditos. Coke insistió en la doctrina dem ocrá­ tica de la suprem acía de la ley, y afirm ó que la ley dim anaba de las decisiones de los tribunales, con lo cual ponía la soberanía en m anos de los jueces y subordinaba la m ism a au to ridad del rey a com m on law de Inglaterra. El com m on law es la ju risp ru ­ dencia tradicional de los tribunales ingleses, el acervo de saber jurídico creado p o r la p ráctica y, según Coke, la fuente de toda la constitución política del país. Todo está gobernado p o r el pre­ cedente y la tradición, a lo que se añade la razón decisoria del juez. Pero el fallo judicial —que se confunde con la ley— es suprem o, y toda la constitución depende de él. Así el tribunal dictam inará si una ley prom ulgada p o r el Parlam ento es o no justa; lo m ism o puede decirse del rey. La revisión judicial de la constitucionalidad de leyes y decisiones es una idea que era com ún entre los abogados de la época de Coke, en defensa co ntra el absolutism o. E sta noción ha sido heredada por la posteridad, y no sólo p o r la Constitución de los E stados Unidos. Como en el caso de quienes se opondrían al absolutism o de Richelieu en Francia, Coke era en el fondo un ultraconservador, y quería de­ fender viejas tradiciones constitucionales contra el despotism o

del rey; al igual que ellos, form uló una doctrina avanzada para justificar un orden de cosas en plena crisis. § 3. L a R e f o r m a en I n g la terra . — La Revolución inglesa es tam bién conocida bajo el nom bre de Revolución p uritana. Ello se debe al credo religioso del grupo revolucionario que, a la postre, le im prim ió carácter. Aunque los m otivos de la revolución fueron fiscales, adm inistrativos, legales y, sobre todo, constitucionales, los religiosos figuran entre ellos con igual im portancia. Ya hem os visto h a sta qué punto la d octrina p ro testan te calvinista, como ejem plo m ejor, en trañ ab a toda u n a visión del com portam iento económico. En el siglo xvn, cuando ocurre la Revolución inglesa puritana, no existen doctrinas religiosas que no im pliquen a su vez una d octrina política. En el C ontinente ni siquiera la Paz del T ratado de W estfalia consiguió establecer una división entre la confesionalidad del pueblo y la del estado. En nuestro siglo existe una m arcada tendencia a sep arar la fe religiosa de la política; ello sería inconcebible p ara las m entes del siglo que presenció la G uerra de T reinta Años. Por eso es necesario alu d ir a los princi­ pales grupos religiosos que existían en la In g laterra prerrevolucionaria, los cuales sirvieron en el m om ento del conflicto como escudo y justificación ideológica a cada facción com batiente. El grupo católico se encontraba a la defensiva, ligado en polí­ tica exterior a la política española, a los eventos de las revueltas irlandesas, y acusado de m uchas intentonas antigubernam entales —como la de volar el P arlam ento—. En tiem pos de santo Tomás Moro los católicos argum entaban sobre una base firme y nacional, pero ya en el siglo x v n su única esperanza estab a en un cam bio político hecho desde arriba, con ayuda internacional. El prim er producto de la reform a inglesa fue la Iglesia Anglicana, fundada p o r E nrique V III. Producida la escisión con Roma, pronto se planteó la cuestión de reform arla interiorm ente. D urante el rei­ nado de Isabel aparecieron los puritanos. El Puritanism o intentaba convertir la Iglesia Anglicana —católica excepto en cuanto al titu la r de su jefatu ra— en una iglesia realm ente p rotestante, es decir, que refo rm ara la doctrina religiosa, el ritual, y las actitudes de sus fieles, y no sólo la je ra rq u ía suprem a. H abía puritanos de m uchas clases: los Episcopales, los P resbiterianos, los Congregacionalistas o Independientes, y los S eparatistas. La Iglesia Anglicana había dejado in tacta la e stru ctu ra socio­ económ ica de In g laterra; en una época en que toda iglesia se consideraba explícitam ente p arte del orden político y económico, todo m ovim iento que quisiera cam biarlo debía ten erla en cuenta directam ente. Tal com o estaba la conciencia europea en el si­ glo xv n un m ovim iento contra la iglesia o la religión era im pen­ sable; la religión cristian a se consideraba aún como una parte inamovible, definitiva, del universo m ental de creencias; es más, las luchas a las que se lanzaron con denuedo católicos y protes­ tantes p artían del convencim iento de que la situación de escisión era tem poral y que, a la postre, la C ristiandad volvería a estar

unida. Los p u ritanos no salían de este m arco doctrinal. Aporta­ ban ideas sociales con vestim enta religiosa y, aún más, ideas sociales sentidas con v erdadera y profunda religiosidad, que abo­ gan por lo que ellos creían era tan sólo una reform a de in stitu ­ ciones corrom pidas, p ero que no quería d ar al traste con ellas. Sin em bargo, las reform as que ellos proponían iban a tener resultados m ucho m ás de raíz que los espectaculares del esta­ blecim iento de una Iglesia nacional p o r E nrique V III y su con­ solidación p o sterio r isabelina. En p rim er lugar, los puritanos eran herederos del Calvinismo, tan to en lo que respecta a la fe en la predestinación como a la nueva m oral del trabajo. A causa de esto últim o el Puritanism o fue convirtiéndose en la doctrina de la clase m edia burguesa de Inglaterra, así como de la nobleza inferior que luchaba contra los intereses creados de la alta jerarq u ía eclesiástica y de los grandes señores terratenien­ tes.3 Al atacar la au to rid ad m oral de la jerarq u ía eclesiástica a causa de su defensa del valor del individuo cristiano aislado y de su relación personal con Dios, los puritanos atacaban indi­ rectam ente a la je fa tu ra real de la iglesia nacional, es decir, representaban una form a de antim onarquism o. De ello se dio cuenta Richard H ooker (1554-1600) quien, en 1593, publicó sus Leyes de la politeya eclesiástica, un últim o intento de justificar en térm inos m edievales la unidad nacional de Iglesia y estado. Los puritanos, afirm aba Hooker, traicionaban la causa nacional al no querer reconocer el orden eclesiástico, que era el connatural a la sociedad cristian a inglesa, y con ella se confundía. El delito del Puritanism o sería el q u erer crear una sociedad distinta den­ tro de la ya existente.4 La facción p u ritan a de los 'Independientes o Congregacionalistas era extrem ista en cuanto a su concepción de la autonom ía socioreligiosa de los creyentes. Consideraban los Independientes que la jera rq u ía eclesiástica carecía de autoridad p ara organizar o im pedir la form ación de grupos de cristianos unidos p ara p racti­ car su religión. Los creyentes podían así crear sus com unidades sin venia de la autoridad, com o en los tiem pos rem otos del Cris­ tianism o prim itivo. Una consecuencia no desdeñable es que en su m ente la Iglesia se identificaba con el cuerpo de creyentes. N aturalm ente, estas creencias y su p ráctica eran aún m ás revolu­ cionarias y no podían existir sin que ocurrieran cam bios sustan­ ciales en la estru ctu ra politicorreligiosa del país. El rasgo m ás im portante de esta doctrina es que im plicaba un sistem a general de tolerancia. Los Congregacionalistas no deseaban su frir la auto­ ridad de la jerarq u ía, pero tam poco la negaban p ara aquellos que quisieran acogerse a ella. A p esar de su frir persecución por sus ideas tolerantes, los Congregacionalistas las m antuvieron contra viento y m area. La tolerancia m oderna, política, religiosa y de 3. R. H. Tawney, Religión pnd the Rise of Capitalism, trad. cast. de Jaime Menéndez. La religión en el origen del capitalismo. Buenos Aires, 1959, pp. 205-290. 4. W. Alien, Political Thought in the Sixteenth Century (1.a ed., 1928). Lon­ dres, 1941, II parte, cap. 2

opiniones tiene su origen en m ovim ientos como éste, fruto de la forzosa coexistencia de varios grupos religiosos de d istin ta confesionalidad. Aquí se hace explícita y triu n fa abiertam ente la tole­ rancia forzada por el agotam iento bélico que se trasluce en el T ratado de W estfalia, y que, p o r ende, no es una tolerancia genuina, sino un com prom iso a desgana en tre potencias confesional­ m ente hostiles. Aunque d urante ciertas fases de la Revolución inglesa la tole­ rancia pareciera e sta r ausente en am bos bandos, el vencedor la llevaba como p arte inherente a sus actitudes adquiridas como grupo m inoritario. Junto a ella existía tam bién o tra predisposición no menos im portante: la de una m oral favorable y fom entadora de la investigación científica. La ética del Puritanism o canalizó los intereses de m uchas personas de la época p a ra que se ejercita­ ran en el cultivo de la ciencia. El P uritanism o llam aba con fuerza al estudio pragm ático, sistem ático y racional de la naturaleza, p ara m ayor gloria de Dios y de su creación, así como para dom i­ n ar un m undo que consideraba m oralm ente corrom pido. No sorprende pues que, a m ediados del siglo xvn, los puritanos constituyeran el 64 por ciento de la fam osa agrupación científica, la Royal Society, a pesar de ser una pequeña m inoría dentro de toda la sociedad inglesa.5 § 4. L a g u e r r a c iv il .6 — Cuando Carlos I (1600-1649) subió al trono en 1625, se encontró con la herencia de los conflictos que el absolutism o de su p adre había en p arte desencadenado. La actitud despótica de Jacobo I no había hecho sino refo rzar las profundas desigualdades e injusticias que dividían a la sociedad inglesa. En ella, la nobleza estab a separada en dos cuerpos diferentes: por un lado la de los grandes señores feudales, y p o r otro la gentry aburguesada; ju n to a ellos surgía una burguesía que aspiraba a la categoría gentilicia, enriquecida p o r la piratería, el tráfico de es­ clavos y la industria, que chocaba contra el inm ovilism o aristo ­ crático. Respecto a la Iglesia ya acabam os de ver cuán fragm en­ tad a estaba; la fragm entación no provoca trastornos sociales cuando cada secta carece de pretensiones sobre el conjunto social, pero éste no era en absoluto el caso de Inglaterra. D entro del seno del tercer estado, el burgués, la situación no era menos tensa; frente a los grandes ricos, existía el grupo de los pauperizados p o r la industria, y ju n to a am bos un sistem a medieval de grem ios enemigos del libre tráfico de m ercancías y favorecedores de la regulación de la com petencia en beneficio propio. En fin, en el cam po existía una gran p a rte de la población en condiciones de servidum bre no m ucho m ejores que las medievales, y en mu­ chos casos agravadas por el vallado (enclosure) de terrenos que erigían los am os p a ra la cría de ganado. Las expropiaciones se 5. Robert K. Merton, Social Theory and Social Struclure. Glencoe (Illinois), 2* ed., 1957, pp. 574, 575, 585. 6. Para los datos históricos que siguen: Gérard Walter, La révolution anglaise 1641-1660. París, 1963, passim.

m ultiplicaban y los cam pesinos abandonaban en m asa sus m ora­ das para m erodear p o r un país preñado de am enazas revolucio­ narias. En muchos casos, los cam pesinos rom pían los vallados y ocupaban violentam ente la enclosure. E stas revueltas y su sofo­ cación sangrienta fueron preludio del conflicto final. Carlos I quiso im poner su autoridad por m étodos sem ejantes a los de su padre; así disolvió el Parlam ento cuando éste rehusó los im puestos que pedía perentoriam ente. Pero tuvo que volverlo a reunir cuando el pueblo se abstuvo de p agar las contribuciones reales. El Parlam ento de 1628 confeccionó una Petición de Dere­ cho que establecía lo siguiente: 1. la nación no puede ser obligada a sop o rtar pagos forzados e im puestos que no hayan sido votados por el Parlam ento; 2. nadie puede ser detenido ni privado de sus bienes salvo en virtud de una decisión judicial, conform e con las leyes del país; 3. cesarán las detenciones de los ciudadanos que se efectúan en nom bre de la ley m arcial; 4. los m ilitares no podrán alojarse en las casas de los paisanos. Carlos I tenía que ap ro b arla si es que quería que se votara su propuesta de im puestos. En consecuencia, la aprobó pensando vio­ lar m ás tard e la palabra dada. Como así lo hiciera, el Parlam ento declaró «enemigo capital del estado a todo aquel que sugiriera la exacción de trib u to s sin autorización del P arlam ento o que con­ tribuyera a ello directa o indirectam ente» y proclam ó que todo aquel que absolviera a esta o estas personas sería considerado «traidor a las libertades de In g laterra y enemigo del país». Me­ diante la Petición de Derecho y esta declaración se iba perfilando un pensam iento político-constitucional vigoroso, y un sistem a de garantías constitucionales vigentes hoy en m uchas dem ocracias parlam entarias. El rey disolvió de nuevo el P arlam ento, se dirigió a la Cám ara de los Lores p ara hallar apoyo, y comenzó a gobernar por cuenta propia como m onarca absoluto. Pudo hacerlo durante once años. Fue ayudado p o r Thom as W entw orth, hecho lord Strafford, u n realista político de gran frialdad. Los im puestos se m ultiplicaron, y uno de ellos, el llam ado de la shipm oney en 1636, que pagaban las ciudades litorales, provocó u n a crisis. John H am pden, diputado del disuelto P arlam ento, rehusó pagar los 35 chelines y 6 peniques que le correspondían, y su abogado afirmó ante los tribunales que el rey no podía pedir dinero sin consenti­ m iento parlam entario. Aunque H am pden fue m ultado, su fam a y la del caso se extendieron p o r todo el reino, p o r ser un símbolo de las libertades ausentes. Por o tra parte, la situación religiosa iba em peorando. El pri­ m ado de Inglaterra, arzobispo de Cantorbery, era W illiam Laúd (1573-1645), hom bre de influencia sólo com parable a S trafford, y de m oralidad m ás que dudosa. El arzobispo intentó recuperar los inm ensos bienes raíces perdidos p o r la Iglesia, al tiem po que reform aba la liturgia anglicana y la acercaba a la católica de tal m odo que la sospecha de papism o se hizo presente en seguida. El papa le ofreció la p ú rp u ra cardenalicia al v er lo bien que iban para

él las cosas en Inglaterra, cosa que rehusó Laúd con sabia pru­ dencia. Todo em peoró al sup rim ir W illiam Laúd la libertad reli­ giosa con castigos, violencia y torm entos. Pero las víctim as del totalitarism o arzobispal reforzaron los sentim ientos profundam en­ te piadosos de los protestantes populares. Los tem plos estaban va­ cíos y el pueblo p racticaba la religión por su cuenta. Este descon­ tento religioso, com binado con el económico y de derechos cons­ titucionales hizo que el rey convocara al Parlam ento. Allí surgió John Pym (1584-1643), un abogado de provincias que se reveló como un gran hom bre de estado y com o líder incom parable de las fuerzas dem ócratas. Ante la inflexibilidad de este Parlam ento, llam ado el Parlam ento Corto, Carlos I lo disolvió al mes de haberse reunido. Pero el m onarca y sus consejeros se dieron cuen­ ta de que era im posible gobernar sin la C ám ara b aja o de los Comunes; ante esto, pensaron una estratagem a típica de los abso­ lutism os constitucionales: organizar unas elecciones y com prar o coaccionar a los votantes. Gracias a ello el nuevo parlam ento, llam ado el Parlam ento Largo, tenía una m ayoría constitucionalista de sólo 57 por ciento a un 43 p o r ciento de m onárquicos, que era exigua frente a la habilidad m aniobrera de la fuerte m inoría. Pero los p arlam entarios tenían a Pym, que desplegó una sabidu­ ría y un celo revolucionario inquebrantable. John Pym consiguió la disolución de la C ám ara E strellada (una jurisdicción arb itra ­ ria) y la prisión del arzobispo Laúd, entre otras medidas. Pym, entonces, en 1641 sugirió la idea de p resen tar al rey un inform e general sobre los abusos com etidos, a la que debían seguir serias reform as. É sta era la Grand rem onstrance, que fue votada con una m ayoría ju stísim a y, después de varias vicisitudes, comenzó a circular, im presa, p a ra conocim iento del pueblo. Carlos I con­ testó con altivez y acusó a Pym de alta traición, ju nto a otros m iem bros de los Comunes, y se trasladó a Oxford, donde convocó un «Parlam ento auténtico» con los Lores y los Comunes que le eran fieles, y se hizo con un ejército m ercenario, dirigido por su sobrino el príncipe R uperto, un ser bestial en todos los sentidos. A su ejército se unieron toda suerte de soldados de fortuna. Los p arlam entarios o constitucionalistas com enzaron la cam pa­ ña desprevenidam ente. Se ha dicho que de todas las revoluciones occidentales m odernas la inglesa es la m enos planeada; en efecto en ella se suceden los eventos sin que exista un proyecto revolu­ cionario auténtico. Así surgió un grupo de conciliadores que sobrestim aban las intenciones constructivas del partido m onárquico. É stos se ap u ntaban una victoria tra s otra. Cuando la situación com enzaba a ser desesperada, los diputados m ás enérgicos consi­ guieron fo rm ar u n ejército revolucionario. En él comenzó a des­ collar Oliver Cromwell (1599-1658), hom bre piadoso, que había estudiado en Cam bridge pero p refería la vida rural. Cromwell com prendió que no hay revolución sin ejército revolucionario, dispuesto a com batir con entrega a la causa popular. Se hizo reclutador, volvió a su condado, H untingdonshire, y se trajo unos sesenta hom bres, a los que arm ó y dio m ontura, form ando con

ellos el p rim e r escuadrón del fu tu ro regim iento de los «costados de hierro» (ironsides)-, a fines del año 1642 tenía los catorce escua­ drones necesarios, y nom bró oficiales entre sus fam iliares y am i­ gos, en general de origen hum ilde. El ejército de Cromwell es un ejército ideológico, no exento de fanatism o, pero popular, no dispuesto al com prom iso, sino a llevar las reivindicaciones de los oprim idos h asta el final. La aparición de la idea de un ejército revolucionario ideológico es im portante; antes de la Revolución p u ritana no existen ejem plos ta n com pletos, pues las revueltas de cam pesinos o h asta una rebelión como la de E spartaco carecían de una doctrina revolucionaria propiam ente dicha. A m edida que avanzaba la guerra, y ya tom aba aspectos m ás favorables para las fuerzas revolucionarias, los soldados form aron lo que podría­ mos llam ar «comités de los diputados soldados», 270 años antes que los del ejército revolucionario ruso.’ En cada escuadrón de caballería los soldados y suboficiales n o m braban dos diputados, los cuales, a su vez, se reunían p ara elegir a dos hom bres que re­ presentaban a todo el regim iento, y que fueron bautizados con el nom bre de agitators. Gracias a ellos se autodefinió solem nem ente el ejército inglés como «unión de hom bres libres del pueblo de Inglaterra que se h an reunido con la firm e intención de defender las libertades y los derechos fundam entales del pueblo». Gracias al ejército, inspirado p o r Cromwell, el P arlam ento fue obligado a cesar en sus com prom isos con el rey (ya cautivo) y con los diputados reaccionarios. La tenacidad del ejército era m antenida tam bién p o r John Lilburne, oficial de Cromwell, que sospechaba de los m ism os generales del ejército y de Cromwell mismo, p o r sus trato s constantes y personales con Carlos I. Lilburne form ó en torno de su persona un grupo cuasi com unista llam ado de los Levellers, de cuyas ideas hablarem os luego. Fueron ellos los que propusieron la abolición de la m onarquía. H asta entonces su no existencia era considerada como una posibilidad teórica solam ente en los tra ta d o s de teoría política, salvo en el caso de alguna ciudad-estado com o la de Venecia. Los Niveladores o Levellers plantean la cuestión en térm inos prácticos por prim era vez. La respuesta de la je fa tu ra del ejército fue que ése sería un peligroso paso en lo desconocido y que violaba los principios de un con trato de derecho n atu ral en tre el pueblo y el soberano. En la m ism a asam blea m arcial en que esto ocurría, se pidió tam ­ bién el sufragio universal, considerando el valor idéntico de todos los hom bres de Inglaterra. E sta posición extrem ista y la m ás com prom isaria de Cromwell se enfrentaron, pero la habilidad de este últim o supo sofocar a los descontentos. M ientras tanto, el rey pudo m aquinar u n a nueva insurrección de grandes proporciones en Escocia y en el Oeste. Cromwell dirigió una cam paña victoriosa, y perdió toda paciencia con el intrigante, que gozaba de u n a cautividad m ás que relativa. Pri­ m ero hizo una purga en el Parlam ento, elim inando a los elemen-7 7.

I b i d p. 75.

tos m onárquicos, luego acusó form alm ente a Carlos E stuardo ante los diputados que quedaban. Resultado: Carlos I fue juzgado y ejecutado, la m onarquía abolida y la C ám ara de los Lores su­ prim ida. El poder suprem o pertenecía al Parlam ento y el ejecuti­ vo a un Consejo de Estado. Ello provocó u n a reacción en Escocia, que era re fra c taria a la república, y los escoceses coronaron rey a Carlos II, prim ogénito del decapitado. Cromwell los derrotó en W orcester, lo cual hizo que el joven rey tuviera que h u ir al Con­ tinente. Con ello acaba la fase bélica de la Revolución inglesa y com ienza la del gobierno de los revolucionarios. § 5. E l p u r it a n is m o en e l p o d e r . — El Parlam ento Largo no llevó a cabo todas las reform as internas que eran necesarias para un gobierno estable. Cromwell esperó pacientem ente su hora y cooperó directam ente en su disolución en 1653, más de un año antes de que expiara su período legal de jurisdicción. Al disolverse (o ser forzada a ello) la cám ara legislativa, Cromwell nom bró una asam blea de «hom bres píos» con funciones interinas. Estos hom bres que se reunieron en W hitehall pertenecían a la gentry, y a la pequeña burguesía londinense y a otros grupos de la clase m edia. E sta asam blea de hecho se constituyó en un nuevo Parla­ m ento, con todos los usos del anterior. Eso era en la form a, pero en el fondo, se tra ta b a de un conjunto de hom bres pertenecientes a las num erosas sectas religiosas, con u n a fe absoluta en la próxi­ m a venida de la Q uinta M onarquía, es decir, de Jesucristo, que coronaría las otras cuatro, representadas p o r Babilonia, Persia, Grecia y Roma. Los F ifth M onarchy m en como a sí m ism os se llam aban, no carecían p o r tan to de elem entos psicológicos mesiánicos y quiliásticos, forjados d urante sus años de clandestinidad. E n tre los teólogos m edievales e ra com ún la creencia —basada en las profecías de Daniel— de que la historia estaba dividida en los cuatro períodos antedichos. El últim o había de d u ra r h asta el Día del Juicio. Si tenem os en cuenta esta creencia y su populari­ dad du ran te la Revolución inglesa, com prenderem os hasta qué punto estaban sus m otivos enraizados en el universo m edieval de creencias y aspiraciones. M uchas de las reform as que em prendieron «los hom bres píos» iban encam inadas a la instauración del que ellos creían ser el reino de C risto en la Tierra. La idea de la Ciudad de Dios, que hem os visto em erger con el cristianism o primitivo, hace de nuevo su aparición. M esianism o aparte, los nuevos diputados hicieron una considerable labor de racionalización y simplificación legal: confeccionaron sanas codificaciones, crearon el m atrim onio civil, elim inaron privilegios eclesiásticos que estaban en m anos de los ricos; todo ello en m enos de cuatro meses. Cromwell, menos extrem ista, consiguió disolver este Parlam ento, pues veía que iba directam ente a la abolición de las diferencias económicas de for­ tuna. A causa de ello, Oliver Cromwell se convirtió en jefe supre­ m o del país. Fue nom brado protector de la república, con gran alivio por p arte de la gran burguesía y alegría por la de los jefes

m ilitares. El pueblo, cansado de guerras, estaba complacido. La excepción era la de los piadosos y radicales H om bres de la Quinta M onarquía. Pero Crom well no podía gobernar aún inconstitucionalm ente sobre un pueblo que había aprendido en d u ra y larga lucha a gobernarse a sí mismo. El nuevo Parlam ento vio la form ación de tres partidos, uno cromwelliano, o tro republicano y otro «presbi­ teriano» (en realidad, m onárquico). A p esar de ello, habilidosa­ m ente, Cromwell fue neutralizando o elim inando políticam ente a los diputados que no le apoyaban. Con ello, esta vez, se ganó la enem istad de la gran burguesía, al tiem po que los m onárqui­ cos —subvencionados p o r el gobierno español y p o r el francés— se iban recuperando, y agitaban las provincias. Cromwell y sus hom bres dividieron entonces In g laterra en doce d istritos m ilita­ res y adm inistrativos, p ara la represión de los subversivos. Los gobernadores actuaron con eficacia y gracias a ello se convocaron elecciones parlam entarias. La m ayoría de los elegidos era cromw elliana pero Cromwell no perm itió que la m inoría —m ediante una m aniobra— e n tra ra en la sala de reuniones. R ápidam ente se organizó una oposición de Niveladores y m onárquicos, y comen­ zaron a tra m a r vanas conspiraciones. Cromwell m urió en 1658, con poderes casi m onárquicos, y nom bró p ro tecto r a su hijo Richard, que tenía contactos con los que querían la restauración. Cromwell lo sabía y él m ism o pensaba ya en esa posibilidad seriam ente. El gobierno m ás estable de la Revolución p u ritan a se había convertido en una nueva tiranía. Quizás esto influyera en la vuelta de la actitud favorable de los ingleses hacia la restauración mo­ nárquica. Sin em bargo, a p esar de los avatares subsiguientes que tuvo que sufrir, se había consolidado el legalismo, el p arlam entaris­ mo y la libertad religiosa y se había creado un ejército popular. La separación de la Iglesia y el estado era un logro duradero. La única lim itación a la revolución fue su falta de internacionalis­ mo; aunque sus consecuencias fueron m uy considerables en In­ g laterra y en América del N orte, h asta la Revolución francesa no encontram os u n m ovim iento cuya dinám ica in tern a sea de natu ­ raleza internacional. Al estim ar las lim itaciones, en cuanto libertad política, im puestas p o r el dom inio de Cromwell, hay que tener en cuenta que gran p a rte de quienes le seguían asp iraban a la li­ b ertad religiosa, no a la política, y que sólo dos grupos m inorita­ rios, los Niveladores y los m onárquicos presbiterianos deseaban esta últim a con vehemencia, p o r lo m enos en tan to en cuanto se hallaban en la oposición activa. § 6. E l c o m u n is m o d u ra n te la R e v o l u c ió n in g l esa . — Ciertas fuerzas revolucionarias, las m ism as que form aron los com ités de soldados en el ejército, no quisieron contentarse con la reform a religiosa y las modificaciones económ icas que se iban sucediendo, pero que no tran sfo rm ab an radicalm ente el sistem a im perante. Los com unistas ingleses pertenecían a dos grupos. E l prim ero, ya

mencionado, era el de los Levellers o Niveladores, dirigido por John Lilburne (aprox. 1614-1657). Y el segundo era el de los Diggers o Cavadores.89Jun to a los H om bres de la Q uinta M onarquía cons­ titu ían el ala m ás radical del m ovim iento revolucionario, tanto así, que consiguieron alienarse del poder y m arginarse durante todo el período en que éste duró, de 1640 a 1660. Sin em bargo, en la historia de las ideas sociales un prim er m ovim iento com u­ nista en E uropa posee un indudable interés. Los Niveladores no eran propiam ente com unistas, aunque eran acusados de tales p o r sus enemigos. Insistían en la igualdad de todos los hom bres a nivel político y de representación, así como en el religioso; en este últim o provenían de los Independientes y por lo tan to luchaban co n tra el sistem a jerárq u ico de la Iglesia anglicana. M anifestaron sus teorías en un sinnúm ero de panfletos políticos, que entren aro n al pueblo en la discusión pública de los asuntos nacionales. A p esar de sus ideas religiosas, los Niveladores em pleaban argum entos racionales donde las citas bíblicas eran escasas o b rillab an p o r su ausencia. En m ateria política su lai­ cismo era evidente. Lilburne insistía en que el Gobierno existía tan sólo p o r consentim iento popular. Para él y sus seguidores el derecho político fundam ental era el de h ab er nacido. E sta d o ctrin a e ra dem asiado revolucionaria p a ra los pu ritan o s que estaban en el poder, pues éstos respetaban m uchas leyes sancio­ nadas p o r la costum bre, m ientras que los N iveladores querían dar al traste con ellas e im poner un igualitarism o político-legal tan radical que hubiera im plicado a su vez una revolución econó­ mica. P or o tra parte, existía en su doctrina una m arcada tenden­ cia hacia la abstracción y la generalidad, una falta de soluciones concretas que com plem entaran sus razonables aserciones sobre el derecho n atural. Ya en el siglo x v n el pueblo inglés se m ostraba reacio a la aceptación de una d octrina que no ofreciera un progra­ m a plausible y pragm ático. Los verdaderos Niveladores se llam aban a sí m ism os Diggers, y fueron el único grupo que concibió la revolución en térm inos de liberación económ ica de las clases pobres.5 Como los Niveladores, los Diggers utilizaban los razonam ientos y las apelaciones al de­ recho n atu ral en vez de c ita r los acostum brados textos sagrados, pero su objetivo principal era m o stra r la injusticia de las desi­ gualdades económicas. Uno de sus panfletos fam osos La luz que brilla en Buckingham shire afirm aba que todos los hombres, al detentar el mismo privilegio de venir al mundo, deben poseer en igual medida el privilegio de gozar de sus bienes. Lo cual quiere decir que nadie tiene el derecho de apoderarse de la tierra del prójimo. Pero el hombre, arrastrado por sus malas inclinaciones, se 8. Para estos movimientos Cf. Joseph Frank, The Levellers. Londres, 1955, passim. 9. Su movimiento ha sido analizado por Eduard Bernstein, Sozialismus und Demokratie in der grossen Englischen Revolution, 1895, que no he podido consultar.

ha vuelto devorador de los bienes de su prójimo. Ha sido así destruida la primitiva comunidad de iguales y ha sido sustituida por una sociedad compuesta por poseedores y desposeídos. La mayoría de los hombres, privada de medios de subsistencia, ha sido forzada a convertirse en esclava de quienes le habían robado su tierra.10

En los otros textos de los Diggers las referencias a la tierra son tam bién constantes. En general, puede verse que su m ayor reproche va con tra los poseedores de tierras, pero este reproche es generalizado p a ra explicar la condición hum ana en el sentido de que existen explotadores y explotados y p ara exigir que hay que acabar con tal diferencia. M uchas otras sectas —y toda la filosofía social m edieval— reconocía hecho tan notorio, pero le daba una interp retació n diferente. La naturaleza perversa del hom bre, que nace ya en pecado, im posibilita la propiedad comu­ n itaria y la igualdad de fortunas. E sto no era aceptado por los Diggers. Según ellos es la desigual distribución de la riqueza, so­ bre todo de la agraria, la que causa la injusticia que sufren los hom bres, y no sus predisposiciones supuestam ente m alignas. E stas ideas fueron expresadas con m ayor precisión p o r [G errard] Winstanley. W instanley dirigió un escrito —en form a de libro— a Cromwell (publicado en 1652), con el nom bre de La ley de la libertad, que es la expresión m ás acabada que alcanzó la teoría com unista duran­ te la Revolución inglesa. Según W instanley la naturaleza hum ana inclina al hom bre hacia la com unidad, hacia el prójim o, su fam ilia y su patria, pero tam bién le inclina hacia sí mismo, egoísticam ente. E sta últim a tendencia, cuya expresión es la codicia y la ambición, es la pasión que ha creado los estados basados en la opresión, en la explotación de los m ás débiles p o r los m ás fuertes. E sta opre­ sión tiene m uchas form as. El «engañoso a rte de vender y com­ prar», que es el de los burgueses y tam bién el del rey, es una de ellas. En un país no am enazado p o r la posible conquista, lo que queda por sup rim ir es el derecho a com prar y a ven­ der. El tráfico de m ercancías —o de tierras— hace ricos a unos pocos y deja a los dem ás en la pobreza. Por lo tan to no se concibe que la riqueza pueda adquirirse honestam ente. Siem pre hay que robar algo a otro p ara poder acum ularla. De acuerdo con estas ideas, W instanley propone la propiedad com ún de la tierra, y exige el tra b a jo de todos los hom bres capaces. Los productos serán repartidos de acuerdo con sus nece­ sidades. La organización política deberá ser como la propuesta por los Niveladores: sufragio universal m asculino, pero los cargos d u rarán solam ente un año, p a ra evitar la corrupción. Además W instanley propone un sistem a racionalista de educación, y hace m ucho énfasis en la enseñanza de la técnica, frente a la teología, por la que no siente las m ás m ínim as sim patías. Cree que la doc­ trin a eclesiástica es una form a de escapism o p o r m edio del cual 10. Citado por G. Walter, op. cit., pp.,,93-94.

el hom bre pierde conciencia de sí m ism o y de su situación de ser explotado, en especial de sus derechos innatos. E sto no hace de W instanley un hom bre irreligioso, al contrario, toda su obra está p reñada de Puritanism o, en su aspecto m ás profundo y menos dogmático." En m edio de la revolución W instanley creía ver seña­ les que Dios se h abía despertado para sacar de su bajo estado a más miserables seres humanos, de la tierra, que se aplasta al primer lugar revelada la Nueva

su pueblo, el de los más humildes, los aquellos que son tratados como polvo andar. Por ellos y para ellos será en Ley de la Justicia.1

11. The Works of Gerrard Winstanley, editadas por George Sabine, en Itaca (Nueva York), 1941, cf. la Introducción.

THOMAS H O B B E S § 1. S em bla n za de T h o m a s H obbes (1588-1679). — El que había de ser considerado com o el m ás im po rtan te pensador político anglosajón, Thom as Hobbes, nació en M alm esbury, Inglaterra, el 5 de abril de 1588. Su p ad re e ra u n oscuro vicario de C harlton y W estport, por lo que sabem os, típicam ente isabelino y bastante ignorante. Siendo H obbes m uy pequeño, su progenitor agredió a un hom bre en una rey erta y vióse obligado a huir. F rancis Hob­ bes, tío del futuro escritor, se hizo cargo de la fam ilia; se tra ta b a de un honrado artesano de M alm esbury, que hizo que Thom as asistiera a la escuela de la iglesia de W esport y que en trara, en 1603, en la Universidad de Oxford. H obbes estudió en M agdalen College, brillantem ente, aunque algunas disciplinas —como la ló­ gica— no le en tusiasm aran dem asiado. B achiller ya, pasó a ser tu to r de W illiam Cavendish, fu tu ro E arl de Devonshire, con quien perm aneció h a sta 1628. Prim ero visitó p arte de E uropa en su com pañía, como era costum bre entonces, y luego estuvo a su servicio. D urante aquellos años, H obbes —sin servilism o— desa­ rrolló una adhesión a la nobleza y a su poder que no iba ya a abandonar y que h ab ría de reflejarse decisivam ente en sus escri­ tos. Aunque no dejó de leer, perdió p o r u n tiem po su antiguo dom inio de las lenguas clásicas, m ientras se convertía en un buen cazador —con aves de cetrería— y en un excelente aficionado a la m úsica —con la viola—. De en tre las personas que pudieron influirle intelectualm ente destaca Bacon, de quien llegó a ser secretario. Bacon alabó m ás de una vez su inteligencia y su capacidad p a ra com prenderle m ejor que otros. M ientras tanto, Hobbes había ya escrito su p rim era obra, que no había dado a la prensa: una traducción de la H istoria de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides. M uerto su protector, se convirtió en tu to r del h ijo de sir Gervase Clifton, d u ran te u n año y medio. Hobbes, en esa época, se sintió súbitam ente interesado p o r las m atem áticas y la ciencia na­ tural, a través de las obras de Euclides. Como verem os, el «des­ cubrim iento» de la ciencia p o r p arte de H obbes no tuvo la im por­ tancia que se le ha dado a veces en su obra u lterior. Pero su inte­ rés era genuino. En 1634, viajando con el nuevo E arl de Devon-

shire, su pupilo, se puso en contacto con los científicos del conti­ nente, entre ellos Galileo y M ersenne. De vuelta a In g laterra, se convirtió en u n agudo observador de su revuelta vida política. Como quiera que en aquel país la Revo­ lución p u ritan a avanzara con toda su fuerza y que Hobbes tom ara la p arte defensora del absolutism o m onárquico, tuvo que h u ir a Francia. Residió en París d u ran te once años, como refugiado polí­ tico. Aunque tuvo discusiones científico-m atem áticas con algunos sabios, D escartes p o r ejem plo, su atención se volcó hacia lo político. E scribió entonces sus dos obras m aestras, De Cive y el Leviatán, donde d esarrollaba las ideas que había presentado esque­ m áticam ente en un panfleto político que le había obligado a hu ir de su tierra. Sus biógrafos nos dicen que andaba con un tintero incrustado en su bastón, de m odo que, d u ran te sus largos paseos, cuando le venía u n a idea im p o rtan te a la m ente echaba m ano de su libreta y de su plum a y la escribía. M ientras tanto Hobbes llegó a ser el tu to r del príncipe de Gales. Vuelto el príncipe a París, después de los sucesos de W orcester, Hobbes se le presentó, con un ejem plar del Leviatán, que él había publicado en Londres en 1651. E ste libro es, en tre o tras cosas, una defensa del absolutism o, que H obbes creía iba a com placer al futuro soberano. Pero el efecto fue contrario: tanto la hetero­ doxia religiosa de su ú ltim a p a rte como el extrem ism o político de su m onarquism o no com placían a quienes deseaban un com­ prom iso con una sociedad que la era de Cromwell no había deja­ do intacta. Paradójicam ente, Hobbes tuvo que h u ir de París a Inglaterra, donde vivió quedo y retirado. R estarado el rey, se reconcilió con él, y h a sta llegó a congraciarse o tra vez. Al rey le gustaba su presencia, y le solía llam ar «el oso» p o r su sentido del hum or y su m ordacidad. Cayó en desgracia de nuevo, en 1666, a causa de su supuesto ateísm o. Algunos obispos, en el P arlam ento, sugirieron que se le quem ara en la hoguera, p o r hereje. Esto no ocurrió, por fortuna, pero su obra sobre la g u erra civil inglesa, el B ehem oth, no pudo ver la luz entonces. En cam bio, su tra ta d o De cor por e había sido ya publicado en 1655; este libro contiene sus elucubraciones cien­ tíficas, algunas de ellas sum am ente erróneas p ara los conocimien­ tos de su tiem po. Por ejem plo, H obbes había intentado —según él, felizm ente— d a r con la c u a d ra tu ra del círculo. El profesor Wallis, de Oxford, en tró en controversia con el filósofo, quien discutió tercam ente sobre aquello que desconocía, h asta sus 90 años de edad. E ste hom bre ingenioso, tím ido, hipersensible y tozudo, m urió poco después, en el campo, lejos de Londres. Fue m al com prendido p o r sus contem poráneos, y aun p o r la posteri­ dad, aunque recientem ente su obra ha sido finalm ente in terp retad a con seriedad.1 1. Los datos biográficos según la Introducción de A. Undsay a T. Hobbes, Leviathan. Nueva York, 1950, pp. vn-xv. Véase también, cómo introducción general a Hobbes, R. Peters, Hobbes, Londres, 1967.

§ 2. P ecu lia rid ad es de la n atu ra leza h u m a n a . — H asta Hobbes, los diversos autores no habían desconocido los elem entos anim a­ les que hay en el hom bre, pero al tra ta r de la naturaleza de este últim o, solían hacer hincapié sobre todo en las diferencias. Hob­ bes, en cambio, p a rte precisam ente de esos elem entos com unes p ara desarrollar su filosofía social, y ello sin identificar al hom bre con la bestia. Gran p arte de su tra ta d o De hom ine describe las funciones del organism o hum ano en térm inos que bien podrían aplicarse a cualquier anim al.2 P or o tra parte, cuando Hobbes alcanza el punto inevitable en el que hay que distinguir entre la naturaleza anim al y la hum ana, hace, en general, caso omiso del tradicional argum ento de que la c ria tu ra hum ana está dotada de razón m ientras que no es así con las bestias. Hobbes busca otras peculiaridades. Su convicción profunda de que el hom bre es un ser fundam entalm ente pasional, le lleva a concebir la razón como consecuencia de o tros rasgos m ás elem entales. Uno de ellos es el lenguaje. El hom bre es capaz de ciencia y de conocim iento por­ que es capaz de expresarse m ediante símbolos.3 La razón es una consecuencia del lenguaje.4 Todo esto no hace de Hobbes un irracionalista, habida cuenta sobre todo de su inclinación por las ciencias naturales y su respeto por los m étodos geom étricos y m a­ tem áticos, que quiso aplicar a la vida política. Mas conviene co n statar que la im portancia que él dio a lo irracional es tan considerable que h asta bien debilitada la influencia de la Ilu stra ­ ción no se encuentran paralelos sem ejantes en la historia de la filosofía y de la psicología. Dos son los «ciertísim os postulados de la naturaleza hum ana» que mueven al hom bre en su vida personal y colectiva, el apetito n atu ral y el principio de autoconservación. Veámoslos.5 Siendo el hom bre básicam ente un anim al, poseerá, como éste, un apetito hacia aquello que pueda cu b rir sus necesidades. Em pe­ ro, los anim ales desean tan sólo aquello que satisfaga sus nece­ sidades inm ediatas, m ientras que el hom bre, dotado de racioci­ nio, puede proyectar ese deseo hacia el fu tu ro y extenderlo a to­ das aquellas cosas que plazcan a su im aginación. De este m odo el hom bre es el m ás poderoso y peligroso de los anim ales. Como señala Strauss, la expresión más clara y perfecta de la concepción naturalista del apeti­ to humano es la declaración de que el hombre desea poder y más poder, espontánea y continuamente, fruto del mismo apetito, y no por razón de la suma de innúmeros deseos aislados cuya causa serían innúmeras percepciones aisladas... De este modo, la lucha por el poder puede ser 2. Raymond Polín, Politique et philosophie chez Thomas Hobbes. París, 1953, p. 3. 3. Hobbes, Elements of Law, cap. V, art. 1, citado por Polín, op. cit., pp. 5-6; De Corpore, cap. II, art. 4. 4. Hobbes, Leviathan, cap. IV (I parte). 5. Sigo aquí la presentación de Leo Strauss, The Political Philosophy of Hobbes. Universidad de Chicago, 1963; reimpresión de la edición inglesa, 1936; pp. 8-21.

tanto racional como irracional. Sólo el afán irracional, que es más frecuente que el racional, puede considerarse como apetito humano na­ tural. Pues este último... no es innato [y] el afán racional de poder es en si mismo finito, [mientras que] el irracional, apetito natural del hombre, se basa en el placer que alcanza éste en la consideración de su propio poder, o sea, en la vanidad. El origen, pues, del apetito natural del hombre no es la percepción, sino la vanidad.

A este p rim er postulado, el del ap etito natu ral, se añade otro, el del principio de autoconservación, que responde al bien prim ordial del hom bre, la vida. En realidad, este principio sirve de apoyo al anterio r, pues no es posible desear, am bicionar y poseer sin ser dueños de n u estra persona, es decir, m antenerla alejada de todo estado agónico. La vida es el bien suprem o, mien­ tra s que la felicidad es el m ás grande. El hom bre h ará cualquier cosa po r conseguir am bos, y ya verem os en qué form a entiende H obbes que la sociedad responde a esa necesidad doble. Sin em­ bargo, Hobbes no concibe estos bienes como finitos, sino como inalcanzables en su plenitud, pues el hom bre es por naturaleza insaciable. El deseo de poder puede a rra stra rlo fácilm ente a arries­ gar su propia vida, pues su obcecación le hace olvidar su instinto de autoconservación. Y es que la felicidad, cuya' búsqueda es causa de esta frecuente calam idad, consiste en u n progreso con­ tinuo en la satisfacción, u n aum ento en bienestar, honores y poder.6 § 3. L as

bases de la socieda d h u m a n a : e l estado de n a tura leza

y e l c o n t r a t o s o c ia l . —

El origen de la sociedad debe entenderse m ediante la com prensión del ser hum ano com o una criatu ra cuyas acciones están guiadas p o r la tendencia fundam ental de satisfacer sus instintos prim arios. Ahora bien, hay que ten er en cuenta que, p ara Hobbes, en principio cada hom bre es un ser perfectam ente independiente de los dem ás, y que el individuo —no las naciones, estados, pueblos o razas— es la unidad p rim ordial de toda especu­ lación social. La sociedad, pues, será la conjugación apacible de un sinnúm ero de individuos cuyos instintos básicos son no obs­ tan te de rapacidad, deseo de poder, dominio; ¿cómo es posible esto? H obbes nos lo explica m ediante su hipótesis del estado de naturaleza. Antes de proseguir, sin em bargo, es conveniente subrayar que nos encontram os ante los orígenes de dos ideas que iban a hacerse extrem adam ente poderosas d urante la p osteridad de Hobbes, por m uy ficticias que parezcan. La p rim era es la del indivi­ dualism o absoluto, que iba a ser un supuesto fundam ental para el liberalism o económico y político, y la segunda es la del imagi­ nario estado de naturaleza —no com pletam ente nuevo, pues el m ito del Edén está claram ente em parentado con él—, necesario 6. «Felicity is a continuall progresse of the desire, from one object to another; the attaining of the former, being still but the way to the later»; Hobbes, Lev., I, cap. xi.

p ara las construcciones teóricas de ese m ism o liberalism o en sus comienzos, como verem os al estu d iar a Rousseau. E stas cosas escapaban a la m ente de H obbes aunque no siem pre a sus con­ tem poráneos. Por eso, a p esar de su acendrado m onarquism o y absolutism o, los m ás leales e inteligentes reaccionarios ingleses sim patizaron m uy poco con las obras de Hobbes, y h asta llegaron a sospechar que en el fondo estaban dirigidas a apoyar a Cromwell, cosa que estaba m uy lejos de la intención del filósofo. Lo que ocurría es que H obbes estaba descubriendo nuevos argum entos p ara explicar los m ecanism os del poder y del orden sociales, al tiem po que deseaba justificar con ellos instituciones que necesita­ ban reform as urgentes, o que estaban sufriendo cam bios de raíz que él no quiso com prender. La lucidez de sus esquem as se halla en irreconciliable contradicción con lo obtuso de sus in terp reta­ ciones del acontecer político de su tiem po. Puesto que tal es la n aturaleza hum ana, dom inada p o r el deseo de com petir y obtener gloria, así como p o r la desconfianza hacia los congéneres, habrá que suponer, dice Hobbes, que hubo algún tiem po en que, faltando algún poder superior que m antuviera a los hom bres en tem eroso orden, se enco n traran todos ellos en una guerra de todos contra todos. En tales condiciones, según Hobbes, cada hombre es enemigo de cada hombre...; los hombres viven sin otra seguridad que sus propias fuerzas, y su propia inventiva debe pro­ veerlos de lo necesario. En tal condición no hay lugar para la industria, pues sus productos son inciertos; y, por tanto, no se cultiva la tierra, ni se navega, ni se usan las mercaderías que puedan importarse por mar, ni hay cómodos edificios, ni instrumentos para mover aquellas cosas que requieren gran fuerza o conocimiento de la faz de la tierra, ni medida del tiempo, ni arte ni letras, ni sociedad; y, lo que es peor que nada, hay un constante temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, grosera, brutal y mezquina.7

Qué duda cabe de que H obbes se daba perfecta cuenta del valor hipotético de su estado de naturaleza tal cual nos lo presen­ ta. Por eso, acto seguido nos dice que tal situación nunca fue general a la hum anidad, aunque se puedan citar m uchos lugares donde «viven así» los salvajes." Lo que a Hobbes le im porta de­ m o strar es que la ju sticia y el orden nacen de la existencia de un poder superior, y la soberanía, si es rep artid a en tre todos los in­ dividuos por igual, sólo puede pro d u cir el caos y poner fin a toda vida civilizada, idea con la cual p retendía a ta c a r al parlam ento revolucionario. La representación dem ocrática del pueblo le pare­ ce a Hobbes una idea absurda. En la introducción a su traducción de Tucídides, Hobbes se ap resu ra a señalar que Pericles era un m onarca de hecho, única m anera de que funcionara la dem ocra­ cia ateniense. El fin del estado de naturaleza y el principio de la vida civilizada surgen p o r un con trato m ediante el cual cesan las 7. Ibid., I, xni. 8. Ibid., loe. cit.

\

hostilidades y se delegan los derechos de los individuos en una persona soberana. La idea del con trato social, ju n to a las señala­ das del individualism o y del supuesto estado de naturaleza, iba tam bién a ju g a r un im portantísim o papel en el desarrollo futuro del pensam iento político y en el derecho constitucional. Si bien se le pueden en co n trar rem otos antecedentes, es obvio que está estrecham ente relacionada con la m entalidad m ercantil burguesa de fines del siglo xvn. El burgués ordenaba su vida y sus negocios a base de contratos constantes y no es de ex trañ ar que proyectara este su m odus vivendi en las explicaciones teóricas de su m undo. Aunque unido estrecham ente a la nobleza, H obbes expresa con gran elocuencia m uchos anhelos de la burguesía ascendente, y con su teoría del contrato, plantea con claridad una fórm ula que iba a ser captada generalm ente, sobre todo después de Locke. Aun­ que la teoría del contrato, com o hem os visto, se puede encontrar ya en Platón, en los epicúreos, en Nicolás de Cusa y en las Vindiciae contra tyrannos, es después de su desarrollo en las obras de Althusius, Grocio, y en especial de Hobbes, cuando alcanza el estado de m adurez que le h a de d a r fuerza en el cam po de la vida política real, lejos ya de la especulación filosófica que no obs­ tan te la hizo nacer. El con trato social, ta l como lo concibe Hobbes, sigue el si­ guiente m ecanism o: los seres hum anos, sum idos en un estado prim ario de guerra universal, se dan cuenta, m ediante el uso de sus facultades racionales, que la paz, el orden y la cooperación son siem pre una m ejo r solución que su situación precaria, y que bajo tales circunstancias podrían au m en tar sus posibilidades de autoconservación y tam bién la satisfacción de sus necesidades y am biciones básicas. El acuerdo, pacto o contrato, m ediante el cual los hom bres se constituyen en sociedad y cejan en sus m utuas hostilidades, es por definición algo artificial, pues ya no se tra ta de la arm onía que, por conjugación de instintos, se halla en el reino anim al, sino de un acto racional en virtud del cual se crea la paz, erigiendo a un soberano p a ra salvaguardarla: La única manera de erigir tal poder común, de modo que pueda defender [a los hombres] de la invasión extranjera y de daño del próji­ mo, así como asegurarles que mediante su propia industria y los frutos de la tierra puedan alimentarse y vivir satisfactoriamente, es conferir todo su poder y fuerza a un solo hombre, o a una asamblea, que pueda reducir sus voluntades, por pluralidad de votos, a una sola voluntad... Esto es más que consentimiento o concordia, es una unidad real de to­ dos ellos en una y la misma persona, hecha por contrato de cada hom­ bre con todos los hombres, como si cada cual dijera autorizo y cedo

mi derecho a gobernarme, a este hombre, o esta asamblea, con la con­ dición de que vosotros le cedáis vuestros derechos, y autoricéis todas sus acciones de igual manera. ... He aquí el origen del gran leviatán, o quizá, para hablar más reverentemente, de ese dios mortal a quien debemos... nuestra paz y defensa.’9 9. Ibid., II, cap. xvn.

Con el nom bre de leviatán, el fabuloso y gigantesco anim al bíblico, bautiza H obbes al estado. El estado es p a ra él ante todo un m onstruo perfectam ente artificial, y tam bién lo es la sociedad, pues para él no existe diferencia entre una y otro. Como h a seña­ lado algún au to r,101 la exposición hobbesiana adolece de serias contradicciones. Si los hom bres hub ieran sido ta n salvajes al p rin ­ cipio, no se ve cómo podrían ponerse de acuerdo p a ra organizar un estado. P or un lado, las pasiones obnubilan toda razón, por el otro, es la razón la que crea el gobierno. Y crea el gobierno no p ara hacer a los hom bres m oralm ente m ejores, sino p ara estable­ cer las condiciones que les p erm itan seguir persiguiendo los m is­ mos objetivos egoístas y com petitivos, aunque con m ayor seguri­ dad. Pero, desde la perspectiva que nos confiere el siglo presente, una cosa está clara: en el pensam iento político europeo, con Hobbes, no es ya la Divinidad, sino los hom bres, quienes son los únicos responsables de la erección de sus instituciones. § 4. L as

bases de la socieda d h u m a n a : e l d e r e c h o n a t u r a l . —

En efecto, h a sta Hobbes, las instituciones sociales eran concebidas como expresión de u n a serie de leyes n aturales que regían lo so­ cial y cuya fuente original era Dios. «La base de la m oral y de la política», sin em bargo, será ahora «no la ley n atu ral, o sea las obligaciones naturales, sino el “derecho” natural». Así podemos «reconocer la antítesis en tre H obbes y toda la tradición fundada por Platón y A ristóteles y con ella la decisiva significación de la filosofía política de Hobbes».11 E sto es cierto siem pre que se tenga en cuenta a Grocio, a quien se debe m ás que a nadie la conversión del derecho n a tu ra l en un derecho laico y a Spinoza, cuya con­ cepción racionalista del derecho ya estudiam os m ás arriba. P ara Hobbes el derecho n a tu ra l debe ser distinguido cuidado­ sam ente de la ley n atural. El prim ero se basa en las necesidades del ser hum ano y en su expresión. El hom bre libre ejercita sus derechos naturales, que consisten en alcanzar lo que él considere como cosas deseables. Es el derecho soberano de cada individuo, el m ism o que regía en el estado de naturaleza. Cosa bien diferente de ley natural, que consiste en preceptos que —aunque alcanzables por medio de la razón— «destruyen su vida o le privan de los m edios p a ra preservarla».1213El derecho es libertad, la ley, coerción. La sociedad fue fundada m ediante u n intercam bio de derechos realizado voluntaria y racionalm ente. Es decir, que los contratos no son o tra cosa que un acuerdo en tre entes soberanos acerca de sus derechos. Por eso la ju sticia puede definirse, según Hobbes, a través de los contratos.15 Pero aquí volvemos a encontrarnos otra vez con una de las ideas claras y constantes de su filosofía, la de fuerza. Covenants w ithout the sword, are but w ords,14 y esa espada 10. York, 11. 12. 13. 14.

Cf. George H. Sabine, A. History of Political Theory, 3.» ed., Nueva 1962, p. 465. Strauss, op. cit., p. 155. Hobbes, Lev., I, cap. xiv. Ibid., I, cap. xv. Ibid., II, cap. xvii.

no es o tra que la del estado absoluto, porque de no existir éste, los pactos no serían duraderos, dadas las características de la psicología hum ana, según Hobbes, ta n elocuentem ente expresada, en la expresión hom o hom ini lupus, hecha célebre p o r él. § 5. M a t e r ia l is m o , c ie n t if is m o e I g lesia . — Una lectura del Leviatán nos deja con la convicción de que H obbes ha intentado aplicar los principios de la física, las m atem áticas y la geom etría de su tiem po al entendim iento de la vida política, es decir, que h a querido elevar el estudio de ésta al nivel de objetividad de que gozan las ciencias n aturales. Aunque su sistem a es deductivo y la observación juega en él u n papel un tan to secundario, sus deduc­ ciones intentan poseer un rigor geom étrico; partiendo de unos cuantos postulados acerca de las características psicológicas del anim al hum ano, H obbes in ten ta elevar toda su construcción. Sin em bargo, esa m ism a construcción obedece a unos supuestos m orales estrictam ente filosóficos que se ven con m ás claridad en las obras prim eras del au to r que en su Leviatán. Esto no quie­ re decir que H obbes revistiera frívolam ente su obra de un apa­ rente frontón científico, p a ra que fuera m ejor aceptada. No se puede d udar de su sinceridad y entusiasm o p o r las ciencias n atu ­ rales, que descubrió en edad ya m adura, y que practicó h asta sus últim os días sin dem asiada fortuna. H obbes intentó respaldar sus convicciones m orales con la ciencia que tan to adm iraba p o r su precisión y claridad. Lo relevante del caso consiste en que nos hallam os frente a un esfuerzo de objetivización y desdogmatización del pensam iento social que ha de d ar resultados muy im por­ tantes en el futuro. Aunque los descubrim ientos de N ew ton estaban todavía en el porvenir, Hobbes intentó com prender el m undo social a través de movim ientos m ecánicos de atracción y repulsión. Pero m ientras que Galileo no tenía que preocuparse p o r las causas de los movi­ m ientos de los cuerpos, H obbes sí tenía que h allar motivos psico­ lógicos p a ra los «movimientos» de las pasiones que hacen actu ar a los hom bres. H abían de p a sa r m uchos años h asta que se llegara a la conclusión de que los diferentes niveles de la realidad requie­ ren tam bién diferentes niveles, o m étodos, de interpretación.15 No cabe duda de que el sistem a hobbesiano es un sistem a m a­ terialista. El sentido de lo sobrenatural ha desaparecido por com­ pleto y, aunque dedica m uchísim as páginas a problem as aparente­ m ente espirituales y religiosos, siem pre los tra ta técnicam ente, como funciones m anipulables p o r p arte del m onarca y sujetos a las exigencias de la política m ás conveniente. En realidad, el soberano carece de toda obligación hacia nadie, de modo que la Iglesia le debe absoluta obediencia. Al principio, en su tratad o Elem entos de Derecho, todavía respeta la autoridad de la Iglesia respecto de la veracidad de las E scrituras, pero al final, en el Leviatán, H obbes insiste en que dicha veracidad está garantizada 15. Hobbes, De Homine, cap. x, art. 3.

tan sólo p o r la autoridad del soberano. Los m otivos de esta aseve­ ración quizá sean políticos, p ara proteger a la m onarquía de otras posibles rebeliones presbiterianas o p u ritan as en el futuro, pero el argum ento es tan secular que parece un rem edio peor que la enferm edad. Pero hay más, pues H obbes llegó a considerar cualquier conocimiento natural de Dios... completamente imposible... Para ocultar la peligrosa naturaleza de su escepticismo, para mantener la apariencia de que atacaba tan sólo a la teología escolástica y no a la religión y a las Escrituras mismas, Hobbes luchó contra la teología na­ tural en el nombre de la creencia estricta en las Escrituras minando, al mismo tiempo, esa creencia mediante su crítica histórica y filosófica de las Escrituras.16

§ 6. V is ió n de c o n ju n t o del esq u em a p o l ít ic o de H o b b es . — De todas las form as que puede revestir la organización política, Hob­ bes entiende que la m onarquía absoluta es la m ás deseable. Éste es el suprem o estado artificial, construido con la voluntad y la razón de los hom bres, que ceden sus derechos a un hom bre a cam ­ bio de la seguridad que supone el vivir en paz. A nteriorm ente, en estado de naturaleza, los hom bres actuaban como fieras. Frente a este estado artificial, existen los estados naturales, nacidos del m ando despótico en tre am o y esclavo, pero éstos son m ucho m ás im perfectos. El rey p odrá hábilm ente asesorarse en consejos aris­ tocráticos o dem ocráticos en apariencia, pero su poder deberá ser absoluto, tan to en m ateria política como en m ateria religiosa. N aturalm ente, deberá gobernar con m agnanim idad y prudencia. Ello significa que la autoridad m áxim a debe ser terren a y que la apelación a lo trascendente en cuestiones de m oral o justicia, así como de gobierno, carece de sentido. Por ello, según Hobbes, «no existe ley que pueda ser injusta» pues la ley m ism a funciona como «conciencia pública». E sta posición ante la ley, radicalm en­ te opuesta a la lib ertad de conciencia y a la ley trascendente proclam adas p o r santo Tom ás Moro, h a recibido el apelativo de positivism o legal.1718 E sta e stru c tu ra política surge de u n pacto original, m ediante el cual los individuos soberanos delegaron sus derechos naturales en la persona del m onarca, pero que, si bien es irreversible, no anula los caracteres básicos del ser hum ano, que consisten sobre todo en poseer una ilim itada am bición, una vez superadas las circunstancias que puedan disuadirlo en su osadía, cuales son el peligro de m uerte o de daño a su persona. El «reposo de la m ente satisfecha» no existe p a ra el hom bre; la condición hum ana, según Thom as Hobbes, consiste «no en h ab er prosperado, sino en prosperar».1' El m onarquism o absolutista hobbesiano podría h ab er aconse­ jad o la presentación de su obra antes que las ideas de la Revolu16. Strauss, op. cit., p. 76. 17. Esta doctrina se halla a lo largo del Libro II del Leviatán. 18. Hobbes, Elements of Law, I, cap. vil, art. 7.

ción inglesa. No o bstante H obbes es u n espíritu avanzado a los eventos de dicha revolución en m uchos sentidos, sobre todo en cuanto a sus concepciones m aterialistas del cuerpo social se re­ fiere. Hobbes dio a conocer la idea cartesian a de que todo pensa­ m iento puede p resen tarse en fo rm a axiom ática y m atem ática. Spinoza fue uno de los prim eros en acusar el nuevo enfoque, como hem os visto, p o r el m étodo em pleado en su Ética. P or o tra p arte, H obbes fue el p rim e r lógico que captó toda la im portancia de la causalidad y elim inó de su estudio las entelequias carentes de causa, a la p a r que p restab a m ucha atención a la filosofía ante­ rio r a la suya. E sto lo llevó a u n determ inism o extrem o en el terren o de la filosofía social. Y el determ inism o de toda índole estaba precisam ente llam ado a ju g a r un papel cada día m ás pro­ m inente en el fu tu ro del pensam iento europeo.

LA ILU STRA CIÓ N § 1. I lu str a c ió n y a b s o l u t is m o il u s t r a d o . — Bajo el apogeo del absolutism o m oderno surgen las p rim eras teorías dem ocráticas de la cosa pública. Spinoza es un ejem plo. La Revolución inglesa, y sobre todo la consolidación definitiva de sus logros tra s 1688, otro. A principios del siglo x v m se establece un com prom iso entre los soberanos y las nuevas corrientes que piden un gobierno si no popular, por lo menos de algún m odo dedicado al pueblo. Ese com prom iso produce 'o que se ha llam ado «absolutism o ilustra­ do», un gobierno paternalista, fom entador de la riqueza nacional y m ás tolerante de la libre circulación de las ideas. Pero la nueva fórm ula política, a p esar de su éxito inicial era dem asiado con­ trad icto ria p ara poder d u ra r mucho. Por eso el siglo x v m pre­ sencia la Revolución am ericana y sufre el em bate de la francesa. P ara que todo esto o curra ha tenido que producirse un cam ­ bio de m entalidad, que es lo que Paul H azard ha llam ado «la crisis de la conciencia europea».1 E sa crisis estaba ya pre­ parad a por las obras de D escartes, Hobbes, Spinoza, Leibniz, así como por el crecim iento de la ciencia experim ental en general y por el proceso de secularización y aburguesam iento que alcanza a varias capas sociales. Antes de que llegue a estas últim as hay unos lustros escasos en que el cam bio de actitud se hace patente en el seno de grupos relativam ente num erosos, m ás que en escritores solitarios. Esos grupos se organizan en academ ias, institutos, laboratorios, salones, cortes, y relegan la universidad a un m om entáneo segundo plano. La nueva actitu d que caracteriza a todos ellos es la de un racionalism o que podríam os llam ar m ilitante, basado en una gran confianza en las facultades de la m ente hum ana. En realidad lo que ocurre —después de la larga época de las luchas de religión— es una continuación de la activi-

1. La crise de la conscience européenne. Paul Hazard. París, 1935. Sin embargo, otros autores han puesto de relieve la continuidad de esta época con el pasado y hasta la afinidad existente entre la Edad de Voltaire y la de santo Tomás de Aquino, ambas a la busca de un orden armónico, cf. Cari Becker, The Heavenly City of the Eighteenth Century Philosophers, Universidad de Yale, 1932.

dad iniciada por el R enacim ien to 2 en todos los terrenos, tanto en el arte —el neoclásico— com o en la filosofía —m aterialism o, deísmo— com o en cualquier o tra esfera. Em pero, esa continuación lleva a nuevos planteam ientos. P or ejem plo, la veneración por la autoridad de los clásicos sufre una fuerte quiebra, con la conse­ cuencia de que la capacidad de la crítica libre de las instituciones sociales contem poráneas se verá increm entada. Como decimos, en el terren o político la época es la del absolu­ tism o —no despotism o— ilustrado. Frente al absolutism o clásico o tradicional, el del siglo x v m se caracteriza, sobre todo en cier­ tos países com o Francia, Prusia, In g laterra y tam bién España, por: 1) una reducción considerable de la inhum anidad en el trato de los gobernados, 2) u n gran fom ento de la educación popular (sobre todo si se com para con los tiem pos anteriores), 3) un desa­ rrollo del proceso de igualización de los súbditos frente a la ley, 4) la afirm ación cada vez m ás intensa de la libertad religiosa, 5) la dulcificación del derecho penal y la lim itación de la to rtu ra judicial.3 Cada uno de estos rasgos se verá representado de modos diversos en el presente capítulo, según los autores, las escuelas o los grupos de los que vayam os dando fe. Sin em bargo, es de rigor subrayar que, p o r sí m ism as, las características enum eradas, m ás representan la filosofía social u lterio r a la del absolutism o ilustrado que a éste mismo; los m onarcas del x v m —con la excep­ ción inglesa— lo son en toda la extensión de la p alab ra y pretenden gobernar, como dice el tópico, p a ra el pueblo, pero sin él. Es más, los príncipes de esa época ven increm entado su poder por el socavam iento progresivo de la e stru c tu ra feudal, por ellos m is­ mos fom entado; las corrientes h um anitarias dan un valor m oral­ m ente m ás constructivo a su poder, pero éste aum enta hasta el máxim o; la m áquina de u n estado cada vez m enos vinculado al pueblo por sufragio o tradición legitim adora va creciendo y exten­ diéndose a todos los confines de los reinos. La intensa labor de los científicos y racionalistas renacentistas y del siglo x v n se deja sen tir plenam ente a lo largo de todo el xvm . E sto es cierto en dos sentidos, en lo que respecta a la creencia en el progreso del género hum ano y en el que se refiere a la confianza en la razón. Ambos son el haz y el envés de la m ism a cosa, la fe en las capacidades m orales e intelectuales del hom bre. Así, en lo que afecta al progreso, los hom bres de la Ilustració n —nom bre que recibe este período— com ienzan a pen­ sa r que la sociedad puede ser cam biada de acuerdo con los prin­ cipios universales de la razón, y que puede p o r lo tan to ser m ejo­ rada indefinidamente. Según ellos la historia toda es un ejem plo del avance progresivo de la condición hum ana. E ste hecho m ental es quizás el más im p o rtan te de todos los acaecidos en la historia 2. Ibid., pp. 290 y sig. Para un estudio de las contradicciones internas del espíritu de la Ilustración y sus consecuencias posteriores, M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialektik der Aufklarung, Nueva York, 1944. 3. Estos caracteres son indicados por Marcel Prélot, Cours d'histoire des idées politiques, Notas de curso. París, 1957-1958, pp. 186-187.

de las ideas de la Época de las Luces (como tam bién se le llama). Le dedicarem os la atención que pide acto seguido. P or o tra parte, la confianza en la razón puede verse en la gran actividad cientí­ fica que presencia el siglo x v m y, m uy significativamente, en los intentos de aplicar los criterios de las ciencias n aturales a todas las zonas del saber teórico o técnico: dogm as religiosos, supers­ ticiones, psicología de las pasiones, construcciones m ilitares y ci­ viles. Además, el racionalism o del siglo x v m entiende la razón como una facultad que crece con la experiencia. En el siglo ante­ rio r la razón era la vía hacia los prim eros principios y su m odo solía ser deductivo. La Ilustración es la época de la inducción y en especial de la descripción. La filosofía social recibirá un gran im pulso del espíritu observador y clasificador de los ilustrados. Los ilustrados no sabrán avanzar si no es rodeados por el m undo de los fenóm enos com probados u observables; la especulación tiende a concebirse siem pre con m ediciones y pruebas previas o correlativas. Cada período histórico tiene unos criterios para la verdad; entre los de la Ilustración descuella el viejo principio de nihil est in intellectu quod antea non fuerit in sensu. Mas no toda la filosofía del siglo x v m es sensualista, aunque sí es cierto que el m aterialism o sensualista sea una de las concepciones predo­ m inantes. En realidad la Época de las Luces testim onia una m ulti­ plicación de escuelas filosóficas como no se había visto desde la Grecia clásica. § 2. Los o r íg e n e s de la idea del p r o g r e s o . — Según ha puesto de relieve Bury, la idea del progreso hum ano es una teoría que entraña una síntesis del pasado y una profecía del futuro. Está basada en una interpretación de la historia que entiende que los hombres avanzan lentamente... en una dirección definida y de­ seable, e infiere que ese progreso continuará indefinidamente. Supone que... en último término, se gozará de una condición de felicidad gene­ ral, la cual justificará el proceso entero de la civilización, pues, en otro caso, la dirección no sería deseable. Hay además otra implicación. Ese proceso debe ser la consecuencia necesaria de la naturaleza psíquica y social del hombre; no puede estar a merced de ninguna voluntad exter­ na; si no fuera así no habría garantías de que continuara y desembocara en su fin, y la idea del Progreso se perdería en la idea de Providencia.*

La creencia en el progreso se fue extendiendo sin cesar, hasta que vino a ser un supuesto básico p ara m uchas m entes m odernas y un com ponente esencial de aquellas ideologías que han venido a darse a sí m ism as el nom bre de progresistas. Se convirtió así en idea legitim adora de las revoluciones m odernas. No obstan­ te, dicha idea no surge con plenitud hasta los albores de la Época de las Luces aunque sus precedentes a p a rtir de la filosofía anti-4 4. J. B. Bury, The Idea of Progress. Nueva York, 1955 (].* ed., 1932), pp. 1-126. Para un relato más reciente, R. Nisbet, Historv of the Idea of Progress, Nueva York, 1980.

gua son significativos y su presentación som era nos h ará retro­ traernos m om entáneam ente a épocas anteriores de la filosofía social occidental. A pesar de la fertilidad de los griegos en el terreno social, la idea del progreso les era ajena. En su lugar, y reiteradam ente, se h a indicado la boga de la creencia en una Edad de Oro y de una subsiguiente degeneración p aulatina de la raza hum ana. Junto a ella vimos tam bién una concepción cíclica, representada ejem plar­ m ente por Polibio, que excluía del m ism o m odo toda idea de progreso constante. El griego, p o r boca de Sófocles entre otros, adm ira al hom bre como dom inador de la n aturaleza y descubridor incesante. Pero ni siquiera el m ito prom eteico llega a im plicar progreso. La idea de progreso quedaba excluida p o r la de moira, m al trad u cid a p o r hado o fatalidad. La moira, desde Hom ero h asta los últim os estoicos, significaba u n orden fijo del universo, y entrañab a una filosofía de aceptación y resignación a ese orden. Fue precisam ente un estoico, como vimos, Séneca, el único que insinuó un esquem a de progreso, pero no una verdadera teoría. Quienes m ás se acercaron a una actitu d que pudiera llam arse progresista fueron los epicúreos, que no en vano habían adoptado la concepción de Demócrito. Los epicúreos rechazaron la doctrina de la E dad de Oro y la degeneración subsiguiente. El mundo esta­ ba form ado por átom os, sin que en ello interviniera Dios. Los hom bres habían com enzado siendo bestias y habían alcanzado penosam ente su estado de civilización, sin design o providencial alguno, m ediante el uso de su entendim iento y le su ingenio. Lucrecio vio lúcidam ente que la h isto ria de la 1 um anidad era tam bién la historia de sus inventos y conquistas. Sin em bargo los epicúreos no esperaban que continuara el procese de m ejora, y creían que su filosofía era la cum bre del saber. El historicism o de los Padres de la Iglesia y de san Agustín abrió nuevas perspectivas. La historia tenía un m ovim iento provi­ dencial cuyo propósito era que una pequeña proporción del géne­ ro hum ano pudiera salvarse en el otro m undo. Al final de la h isto ria había un Día del Juicio. En la E dad Media la historia no se entiende en form a natu ral, sino como desarrollo de un plan divino. Aunque la creencia en la Providencia no sea incom patible con la del progreso, lo cierto es que el Medioevo desconoce la segunda y se abraza a la prim era. Lo im portante es que, im pulsa­ da por la tradición hebrea, la creencia en la Providencia desbanca a la teoría griega de los ciclos, y la sustituye p o r una concepción más lineal de la historia. Tam bién existen excepciones en la Edad Media, al igual que Lucrecio y, sobre todo, Séneca en la Antigua; Roger Bacon (1214-1294) escribió un Opus m aius cuya finalidad era la reform a de la enseñanza superior y la introducción de un pro­ gram a de investigación científica en las universidades. La obra del Bacon medieval responde a una confianza en la capacidad del hom bre por m ejo rar su condición en la tierra, pero para él el fin suprem o es aún la consecución de la felicidad ultraterren a. Las lim itaciones de las aspiraciones m undanas de Roger Bacon

m uestran cuán difícil e ra que la idea del progreso hubiera surgi­ do en la Edad Media. É sta comenzó a perfilarse d u ran te los tres siglos aproxim ados que tardó E uropa en p asar de la E dad M edia al m undo que lla­ m am os m oderno. Si tom am os u n a de las m entes m ás preclaras de ese período, Maquiavelo, verem os que su concepción de la inm utabilidad de la naturaleza hum ana no perm itía tam poco que m edrara la idea; sin em bargo, los logros de la ciencia estable­ cerían nuevas perspectivas. La astronom ía copernicana, sobre todo, cam biaría el punto de m ira del hom bre m oderno, y las inves­ tigaciones fisiológicas de hom bres como Servet y Harvey en traña­ rían una revisión de la vieja antropología. En teoría social, lean Bodin es el que rom pe el hielo; al igual que los epicúreos de an­ taño, Bodin desdeña la creencia de una E dad D orada y la degene­ ración posterior, y la de las C uatro M onarquías —que como vimos aceptarían todavía ciertos grupos revolucionarios p uritanos en In g laterra—. En vez de ello desarrolla u n esquem a histórico se­ gún el cual ha habido tres grandes períodos; el prim ero ha pre­ senciado el predom inio de los pueblos orientales, el segundo el de los m editerráneos y el tercero el de los del N orte de Europa. El prim er período está dom inado p o r una actitud religiosa, el segun­ do por la sagacidad práctica y el tercero por la inventiva, combi­ nada con el a rte de la guerra. E ste crudo esquem a, em pero, deberá en co n trar su eco en Hegel y Comte, como nos será dable ver. Las consideraciones de Bodin p a ra justificarlo no son providencialistas ni teológicas, sino geográficas, psicológicas y económicas, lo cual confiere toda su im portancia a su aportación. Pero aún hay m ás: Bodin cree que una m ejora de la condición ética del género hum ano, y sobre todo, en el nivel de sus conocim ientos, a pesar de todas las vicisitudes y altibajos de la historia. Otro francés, Louis Le Roy, publicó su De la vicissitude ou varióte des choses de l'univers, en 1577, en el que afirm aba tam bién la dignidad de la era presente, que sobrepasa a las anteriores en algunos terrenos, como en el conocim iento geográfico del mundo. Aunque Le Roy no niega la Providencia, su obra exulta de confianza en el hom ­ bre y en su porvenir. Francis Bacon insistió en que la u tilidad era el fin del conoci­ m iento. Bacon lo hacía, adem ás, a sabiendas de que ello represen­ taba rom per abiertam ente con el pasado. El aum ento de la feli­ cidad de los hom bres y la m itigación de sus sufrim ientos se convierte en el objetivo p rim ordial del proceso cognoscitivo; la interpretación de la E scritura, o el saber m etafísico mismo, que­ dan relegados. Su utopía, la Nueva Atlántida, representa un es­ tado gobernado por hom bres de ciencia y según los principios de la ciencia. El co ntraste con la República de Platón consiste en que la sociedad baconiana es dinám ica, dispuesta a la correc­ ción de las instituciones y al cam bio. E n este sentido, como utopista, Bacon co n trasta tam bién con todos los dem ás de su época, aunque m ucho m enos agudam ente que con el inm ovilism o social platónico.

La idea del progreso surgió en el seno de lo que podría llam ar­ se el espíritu cartesiano. El m ism o título que Descartes quería d ar a su Discurso del M étodo, «Proyecto de una ciencia universal que pueda elevar n u estra N aturaleza al m ás alto grado de Perfec­ ción», es elocuente. D escartes creía con Bacon en que la m ejora m aterial y m oral del hom bre podía ser lograda p o r la ciencia y la filosofía. Blaise Pascal (1623-1662) insistió en ello y añadió que la historia de la hum anidad en tera podía com prenderse com o la de un solo hom bre que fuera aprendiendo a lo largo de toda su vida. Pero la secta jan sen ista de P o rt Royal des Champs, a la que pertenecía Pascal, atacó los aspectos racionalistas de Descar­ tes, después de h ab er adm itido —contra los jesu ítas— la filosofía cartesiana. Cuando su influjo declinó, la visión cartesiana de la naturaleza volvió a su rg ir con redoblada fuerza. A ella se añadió la teoría ju stam en te calificada de optim ista de G ottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), según la cual éste es el m ejor de los m undos posibles. Según él, el C reador había escogido el m ejor m undo antes de hacerlo. Si h ubiera elegido uno en que los m ortales fueran menos infelices no sería el m ejo r m undo posible, pues Dios había de tener en cuenta necesariam ente los intereses, no de nu estra pequeña tierra, sino los del cosmos en su totalidad. El optim ism o cósmico de Leibniz es, pues, el colofón p ara que surja, clara y distinta, toda una teoría del progreso m oral y m aterial de la raza hum ana. § 3. La

querella de los a n tig u o s y modernos y la consolidación

progreso . — La idea del progreso salió definitiva­ m ente consolidada de una vasta —y no siem pre seria— polémica literaria. Empezó hacia 1620 con el poem a satírico de Alessandro Tassoni La seccha rapita, en el que su au to r atacaba a algunos pensadores y poetas del pasado. En 1627, u n sacerdote inglés, George Hakewill, atacó «el e rro r com ún respecto la degeneración p erpetua y universal de la N aturaleza». Poco después de la fun­ dación (1635) de la Academia Francesa, el escritor B oisrobert parece h ab er recogido las ideas de Tassoni; su ataque contra H om ero desencadenó la llam ada «querella entre antiguos y mo­ dernos». Un bando afirm aba que el hom bre contem poráneo podía m edirse con los antiguos en excelencia, y que las fuerzas de la naturaleza y las del hom bre eran inagotables, capaces de reno­ vación y de superación. El otro lo negaba. Sin em bargo, las posi­ ciones no estaban dem asiado claras; algunos, como Saint Sorlin, llevados p o r el fanatism o religioso, atacaban a los «antiguos», p ara justificar su fe, cuya época histórica era posterior a la clá­ sica. Pero los m ás decididos eran quienes apoyaban el espí­ ritu científico de la época, sobre todo después de la aparición del Discurso del M étodo (1637) y de la influencia de Bacon, que puede verse en la obra de Glanville, en defensa de la Royal Society, Plus Ultra, o el progreso y avance del conocim iento desde la época de A ristóteles.5 de la idea del

5.

Ibid., pp. 78-92.

En 1687 el fabulista Charles P errault (1628-1703) publicó su Paralelo de los antiguos y de los modernos, en el que concluye que en líneas generales los m odernos son superiores en saber y ciencia a los hom bres anteriores. P errau lt se acercó m ucho a una teoría del progreso, pero no la alcanzó, puesto que su obra no hace previsiones de futuro. É sta aparece p o r vez prim era en Fontenelle (1657-1757), hom bre im buido por el esprit géom etrique de Hobbes y Spinoza, en su versión francesa cartesiana. Aunque la había iniciado ya en escritos anteriores, B ernard Le Bovier de Fontenelle la planteó en su Digresión sobre los Antiguos y Moder­ nos, aparecida en 1688, y ello en térm inos naturalistas. Si los árboles y las fieras de la era clásica no eran m ayores ni m ejores que los contem poráneos, dice irónicam ente, ello se debe a que la naturaleza es la m ism a y no se ha deteriorado; el hom bre, p arte de ella, tam poco ha em peorado su cualidad. Los antiguos eran hom bres iguales a nosotros, de n u estra m ism a estirpe. Entonces ¿en qué se b asará el avance del hom bre? En las condi­ ciones externas de su vida que son, según él, el transcurso del tiem po, las instituciones políticas y la situación social en general. El transcu rso del tiem po es fundam ental, pues las instituciones sociales pueden hacer que decaigan los logros alcanzados en un m om ento determ inado. Pero a la larga, la m ente hum ana volverá a recuperarse, y seguirá el proceso. P errau lt lo ve como interm i­ nable y, a la vez, como verdadera interpretación de la historia. Ahora bien, P errault considera que el tiem po histórico es dife­ rente del psicológico, reflejado en la conciencia de los pueblos, de modo que la tradición se desvaloriza, sobre todo como criterio legitim ador de las instituciones.6 En 1686 Fontenelle publicó un libro pionero en el arte de la popularización de la ciencia, las Conversaciones sobre la pluralidad de los m undos, que tuvo un éxito inm enso. En él, entre otras obras de Fontenelle, aparecían algunas de las ideas básicas de su Digresión, y se popularizaban entre el público educado de su tiem po. Su crítica del saber antiguo fue devastadora m ientras que sus ideas acerca del progreso pasa­ do y del futuro, se iban convirtiendo en las ideas de toda la Europa ilustrada. Por su parte, el eco de P errau lt fue sentido p ronto en Inglate­ rra, así como el de su oponente, Boileau. Sir William Temple escribió un libro con el inevitable título de E nsayo sobre la sabiduría antigua y m oderna (1690) y W otton unas Reflexiones sobre el m ism o tem a —con un intento de arm onizar la idea del progreso con la de tradición— y Jonathan Swift (1667-1745) una divertida Batalla de los libros. Con todo ello, la opinión educada fue aceptando la idea del progreso, y la querella perdió sentido. Además, ésta vinculó a fin de cuentas «tradición y progreso, eli­ m inando la tradición mágica, que quedó casi exclusivam ente al servicio de la Iglesia» y de algunos intereses del estado.7 El fin de 6. Enrique Tierno, Tradición y modernismo. Madrid, 1962, p. 68. 7. Ibid., p. 69.

la querella de los antiguos y m odernos había dejado el fruto de una aceptación general de la existencia efectiva del progreso, y en m uchos círculos de su proyección hacia el futuro. A lo largo del siglo x v i i i , la concepción del progreso se fue haciendo más com­ pleja. Prim ero, el abate de Saint-Pierre com para, al estilo de Fon­ tenelle, el progreso con la vida de un hom bre, pero afirm a que la raza hum ana no envejece; en sus Observaciones sobre el progreso continuo de la razón universal (1737) afirm a que el género hum ano está aún en la infancia de su saber. A p esar del sim plism o de su expresión, el abate de Saint-Pierre ya comenzó a percibir una dife­ rencia entre el concepto de progreso científico y el concepto de pro­ greso m oral; según él, el segundo depende del perfeccionam iento de la política y de la ética, tratad as como ciencia. Sugiere así que los hom bres m ás capaces de las academ ias se pongan a tra b a ja r en las ciencias que hoy llam am os sociales. Sin em bargo, para él, el cam ino del perfeccionam iento no puede ser o tro que el seña­ lado por el absolutism o ilustrado. Después de la obra de SaintPierre, la idea del progreso se dispersa de tal m odo que no es fácil aislarla y seguirla con independencia de o tras que preside o en las que está subsum ida pues empieza a fo rm ar parte de las nuevas concepciones de la historia de los esfuerzos enciclopedis­ tas, de la elaboración de una nueva econom ía política y del pensam iento revolucionario, en fin. § 4. Vico y la n ueva f il o s o f ía de la h is t o r ia . — El triunfo de la idea del progreso exigía la construcción de una teoría del mis­ mo, y esta últim a, la revisión de las concepciones aceptadas de la historia, la interpretación de la historia según nuevos m ódulos. Ésa fue la tarea de G iam battista Vico (1668-1744), el sabio napo­ litano fundador de la m oderna filosofía de la historia. H asta la publicación de su Scienza N uova (1725), los grandes pensadores sociales habían participado del convencim iento de que el conoci­ m iento de la historia era una ayuda necesaria p a ra la teoría polí­ tica, así como p a ra ad en trarse en los secretos de la conducta hum ana. Pero p a ra ellos la historia no era una ciencia con un fin en sí m ism a, sino un instrum ento. Vico le dio sustancialidad y halló para ella un m étodo propio. Éste surge de su reacción con­ tra algunos de los supuestos básicos del cartesianism o im perante. Así, Vico se enfrenta con la indiferencia que m ostraban los auto­ res de su tiem po hacia los datos proporcionados p o r la historia, la literatu ra y el arte; su enfrentam iento es p rudente, pues en ningún caso niega, p o r ejem plo, la validez de las m atem áticas; m as no les concede la centralidad que ocupaban en el esquem a de Descartes. Las m atem áticas son una construcción hum ana, y una construcción de una sociedad y de una época determ inadas. La idea de que las ciencias carecen de una objetividad o exteriori­ dad a la conciencia hum ana y que son —como d irían los an tro­ pólogos sociales de hoy— m eros productos culturales, fue expues­ ta por G iam battista Vico en De antiquissim a Italianorum sapientia,

en 1710; sus estudios filosóficos y jurídicos le llevaron a generali­ zar sus conclusiones a todos los productos de la m ente hum ana. Croce ha expuesto cómo Vico estableció la dicotom ía entre m undo de la naturaleza y m undo hum ano.89 M erced a ella Vico atribuye a Dios y a su sabiduría la creación y conocim iento del m undo físico; el hom bre tiene un conocim iento restringido de esa zona de la realidad. No es así con el m undo propio, el hecho por el hom bre mismo. En éste existe una identidad entre el verum y el factum , entre lo verdadero y lo ejecutado por el hom ­ bre; y esto últim o es precisam ente la historia, el producto del esfuerzo hum ano. No era posible que —en el seno de la época m ás cartesiana de cuantas ha habido— Vico alcanzara a conven­ cer en este terreno. Sin em bargo, la presencia de su soberbia labor deshace la vulgar versión de que la Ilustración era una época de espíritu totalm ente ahistórico o antihistórico. Su oposición al racionalism o cartesiano y su visión de las ins­ tituciones como producto de la evolución y del esfuerzo de la hu­ m anidad le llevan tam bién a atacar la concepción tradicional del derecho natu ral, como algo inm utable en todo ser hum ano, de cualquier era o lugar. Su Siencia Nueva ya em pieza diciendo que el derecho n atu ral tuvo su origen en las costum bres de los pueblos. Éstos llegan lentam ente a descubrir principios jurídicos cada vez m ás cercanos a los ideales del derecho n atural; por o tra parte, éste no puede identificarse —como hacían m uchos autores de su época— con el originario de la hum anidad; hacerlo es contar fábulas y no com prender el sentido ni la m archa de la historia.’ Lo vero delle leggi no se desarrollará sino lenta y progresivam ente a través de la m archa m ism a de la vida de las naciones.101 Origi­ nalm ente los hom bres prim itivos vivían en un estado salvaje y selvático, incapaces de com prenderlo y de com prenderse a sí m is­ mos. E n este m om ento Vico introduce una idea providencialista —no hay que olvidar que era católico—, la de una forza superiore alia umana, que a rra stra a los hom bres a dom inar sus instintos y a com enzar a organizarse torpem ente.11 Así comienza la historia, que Vico divide en tres grandes eta­ pas, coincidentes con form as diferentes de la conciencia de la hum anidad. Su p rim era época es la edad divina o de los dioses, la segunda es la heroica y la tercera la hum ana. La división es un tanto hom érica, cosa que reconoce el napolitano. D urante la edad de los dioses el hom bre fabrica sus m itos, dice Vico, al tiempo que establece los lazos sociales que han de m antener para siem­ pre la urdim bre de la sociedad, a saber, las instituciones reli­ giosas, los ritos m atrim oniales y las cerem onias fúnebres; las prim eras explican el m undo, los segundos m antienen la existen­ cia de la raza hum ana y los terceros responden a la esperanza de 8. Barí, 9. 10. 11.

Benedetto Croce, La filosofía di Gianbattista Vico (1.a ed., 1911), 5.a ed.. 1953, pp. 5-35. G. Vico, Diritto Universale, proloquium. Mario Galizia, La teoría delta sovranitá. Milán, 1951, p. 305. G. Vico, Scienza nuova, prima, Libro II, cap. VI.

fu tu ro del ser hum ano. Pero la superstición y la ignorancia hacían estragos. P or eso la religión tenía u n a im portancia capital e in ter­ venía en todos los aspectos de la vida. La hum anidad se expresaba artísticam ente a través de la poesía, el m edio m ejo r para exponer sus m itos. Vino después la época heroica, que es la de la desigual­ dad social. É sta provino de que los jefes patriarcales de ciertos grupos se apoderaron de otros m ás prim itivos y los sujetaron p ara explotarlos. El gobierno era aristocrático y en él co­ m ienzan a b rilla r algunas virtudes hum anas. É stas se abren cam ino abiertam ente en el tercer período, el de los hom bres. En él reina la civilización, con el uso general de la escritura, de la exposición clara y d istin ta de las ideas, de la dulcificación de las costum bres y relaciones interhum anas; el derecho n atu ral se vislum bra como superior al positivo; la religión pierde elem entos supersticiosos y la filosofía progresa, en p a rte en detrim ento de la prim era. E sta división trip a rtita de la h isto ria corresponde en Vico a una tam bién triple visión del hom bre, y de todas sus creaciones; hay tres tipos de costum bre, de religión, de lenguaje, de razón. En realidad, sólo el tercer tipo es verdaderam ente hum ano. Por otra parte, Vico está m uy consciente de que estos tipos no existen en estado puro, pues las supervivencias de edades anteriores lo im pi­ den. La naturaleza religiosa, la heroica y la hum ana pueden ha­ llarse en proporciones diferentes en el hom bre de hoy. Mas cada edad tiende a ad q u irir al final un carácter homogéneo, como parte de un designio providencial cuyas razones no explica Vico.12 El hecho es que, aunque la edad hum ana no alcance rasgos de per­ fecta pureza, el refinam iento de sus costum bres puede m inar su e stru ctu ra social. Así, si la sociedad llega a alcanzar un grado de desarrollo ju ríd ico tal que sus hom bres sean iguales ante la ley pero las desigualdades económ icas sigan im perando, puede advenir u n a lucha civil de tales proporciones que —de no surgir un caudillo inteligente— se derrum be todo el edificio. Tam bién puede ser que una nación refinada sea conquistada p o r los bárba­ ros, que se aprovechan de su falta de fortaleza «heroica». En tal caso pueden producirse varios siglos de regresión —la E dad Me­ dia— con una vuelta a la segunda época, y aun a la prim era. An­ dando el tiem po, las naciones que han sufrido una regresión de esta suerte, vuelven a em prender el cam ino de la hum anización, y comienza a producirse u n nuevo ciclo histórico. La originalidad de Vico no reside en su concepción cíclica de la h isto ria —tan bien expuesta ya p o r Polibio—, sino en su arm onización de la m ism a con las nuevas ideas acerca del progreso. El ciclo p rim ero es lla­ m ado po r Vico corso, y el segundo (o subsiguiente) ricorso; los ricorsi no son absolutam ente nuevos p ara la conciencia hum ana, de m odo que la hum anidad sale de un eterno reto rno histórico, circular, y en tra en una form a espiral de desarrollo. Gracias a ello, 12. León Dujovne, La filosofía de la historia desde el Renacimiento hasta el siglo X VIII. Buenos Aires, 1959, pp. 103-105-

cada ciclo es superior al anterior, y el progreso puede adm itirse de una m anera no lineal ni sim plista, con la adm isión de regresiones y atraso s que no son efecto de altibajos irracionales, sino de la evolución de la h isto ria según sus leyes propias, y según Vico, establecidas p o r Dios. La sociedad «aum enta perpetuam ente en riqueza y volumen», h a sta en las épocas del reflujo. La barbarie medieval, p o r ejem plo, llevaba en su seno el m ensaje cristiano, con lo cual era m uy superior a la b arb arie anterior, a la del m undo clásico.13 Hay que in sistir en que la filosofía de Vico es, en la Ilu stra ­ ción, algo verdaderam ente anacrónico. P or ello, aunque por muy diferentes razones, como la de Spinoza, su influjo fue nulo duran­ te su propio tiem po. Su idea fundam ental de que la clave para entender la h isto ria reside en el desarrollo de la m ente hum ana —o de la conciencia colectiva de los hom bres— es una aportación inestim able, que no podía ser com prendida en la época del em pi­ rism o y del racionalism o sensualista. H abían de p asar m ás de doscientos años p ara que Vico fuera realm ente descubierto y com prendido. Y sin em bargo, la m editación viquiana de la histo­ ria se nos p resenta como uno de los logros m ás acabados de su época.14 § 5. L ib r e p e n s a m ie n t o y crítica s o c ia l : V olt a ir e . — Luis XIV, en la cum bre de su poder, revocó el Edicto de N antes, que garan­ tizaba la lib ertad religiosa en Francia, el año de 1685. Con ello la m onarquía conseguía enem istarse con sus vasallos m ás indus­ triosos, los p rotestantes, así como con varias potencias europeas. Además, conseguía levantar un clam or en toda la nación pidiendo libertad de cultos y h a sta de pensam iento. Les soupirs de la France esclave es un libro anónim o que expresa la insatisfacción de m uchos franceses con el despotism o, no sólo en cuestiones religiosas, sino tam bién en las financieras. El influjo de los suce­ sos de In g laterra tam poco dejó de sentirse, y B ossuet intentó ahogarlo con su retó rica tradicionalista, sin dem asiado éxito. Su contraataq u e ideológico carecía tam bién de firmeza a causa de las querellas religiosas entre jesuítas y jansenistas. M ientras tanto, los seguidores de la filosofía racionalista cartesiana se constituían en grupos de opinión llam ados libertinos (y en In g laterra, donde se originaron, librepensadores). Éstos negaban que el entendi­ m iento hum ano tuviera que estar sujeto a autoridad alguna; en cuanto a la religión, afirm aban que era asunto de cada cual, y que querer im ponerla era fom en tar la hipocresía en el pueblo. Ade­ m ás eran pacifistas y, en m uchos casos, m ás entusiastas de la ciencia que científicos serios. Fueron ellos los que prim ero se hicieron eco de la teoría del progreso. Fontenelle, su gran expo­ sitor, «suavem ente los condujo de la fe en el Cristianism o al escepticism o religioso, y de este últim o a una nueva fe en la 13. B. Croce, op. cit., pp. 130 y sig. 14. Para una introducción breve y lúcida a Vico, J. Ferrater Mora, Cuatro Visiones de la Historia Universal. Buenos Aires, 1958, Cap. III.

ciencia».15 Y Pierre Bayle (1647-1706), verdadero inspirador del espíritu de la Ilustración, llevó la crítica del dogm atism o a extre­ m os dem oledores. Bayle estudió los m itos bíblicos como si fueran los del paganism o grecorrom ano, propugnó la tolerancia política, abogó p o r u n a religión n a tu ra l o deísta, y estableció criterios de im parcialidad y objetividad en la discusión de opiniones contra­ rias. B ajo su égida puede decirse que comienza la expansión de las actitudes que subyacen en la doctrina liberal, y el nom bre de Bayle va unido tam bién al hecho de que las viejas instituciones religiosas y políticas de E uropa p asaran a una actitud defensiva, por lo m enos en el terren o de la polémica. Franqois M arie Arouet (1694-1778), Voltaire, es el epítom e del librepensam iento y de la actitu d de crítica general fren te a la sociedad de la época. V oltaire representa la conjunción del carte­ sianism o con el m ovim iento em pirista científico inglés, represen­ tado sobre todo p o r Newton. V oltaire, que estuvo exiliado en In g laterra cuando ocurrió la m uerte del físico, escribió influyen­ tes cartas sobre la dignidad de que gozaban en In g laterra los hom bres de ciencia y los intelectuales, así como sobre la im por­ tancia de los nuevos criterios de certeza que estaban ya afian­ zados en el am biente cultu ral de la isla. La anglofilia de Voltaire se extendía a todos los terrenos. El político no era el menos im portante. V oltaire se encontró que la pasada Revolución pu­ ritana había dado ya sus m ejores frutos a fines del siglo xvn, una vez desaparecidas la d ictadura m ilitar de Cromwell y la restauración m onárquica subsiguiente. El influjo de sus Cartas inglesas, publicadas en 1734, fue m uy grande y causaron su im pacto, p o r m ucho que haya que reconocer que Voltaire no poseía un conocim iento realm ente serio y profundo de la vida política inglesa. Además, V oltaire no era en absoluto un re­ volucionario —aunque sus ideas sí lo fueran— y su interés iba dirigido hacia la tolerancia, el increm ento de la ciencia, y la hum anización de m uchas instituciones, pero no hacia el igualita­ rism o o hacia un sistem a político verdaderam ente parlam entario. Y era este últim o precisam ente el que triu n fab a poco a poco en Inglaterra. En 1755 un terrem oto d estruía Lisboa y m ataba a m uchísim os m illares de seres hum anos. Ello provocó una gran discusión acerca de los secretos designios de la divinidad; V oltaire apro­ vechó la ocasión p ara d em o strar la gran ignorancia del hom bre acerca de la naturaleza, propugnar una m oral estoica y fom entar el estudio de los fenóm enos observables, todo ello en una obra m aestra de la sátira social, Candide, que em plea el género del libro de viajes; en él, V oltaire niega la posibilidad de toda gran teoría que explique el m undo, así como que pueda reform arse, pues los hom bres son incorregibles. Sin em bargo, su escepticism o no es absoluto; en o tras obras Voltaire cree que pueden darse 15. Kingsley Martin, French Liberal Thought in the Eighteenth Century (1.a ed., 1929). Nueva York, 1962, p. 46.

pasos hacia adelante que hagan m ás llevadera la vida. Así, en su Ecrassez l'infam e, V oltaire proponía que la religión —fuente para él de fanatism o y crueldad— fuera extirpada de la sociedad. E n incontables escritos de proverbial m ordacidad V oltaire atacó cuantas costum bres e instituciones le parecieron injustas. Su obra puede no ser la m ás profunda de la filosofía ilustrada del siglo x v i i i , pero su huella, su estilo y el alcance de su crítica no tienen p arejas en la cu ltu ra de su tiem po. § 6. Los e n c ic l o p e d is t a s . — El espíritu sistem ático y riguroso de los sabios y filósofos franceses del siglo x v i i i se plasm ó en la Enciclopedia. Su idea fue m adurando a p a rtir de algún antece­ dente inglés y del Diccionario de Bayle. Sus prom otores fueron Denis D iderot (1713-1784) y Jean Le Rond d ’A lem bert (1717-1783). La Enciclopedia comenzó a com ponerse en 1751 y tard ó casi veinte años en aparecer; de ello tuvo no poca culpa la censura. Diderot fue hecho preso p o r su causa varias veces. Estos y otros datos m u estran el carácter revolucionario de la obra, a p esar de que su contenido social sea palm ariam ente m uy pobre. P or o tra parte, los philosophes (com o a sí m ism os se llam aban) que la publica­ ban estab an m uy conscientes del alcance de la obra. Querían producir una revolución cultural, aunque no vieran que tal cosa no podía o c u rrir sin u n cam bio paralelo en la e stru ctu ra social. Así, en lo político, la Enciclopedia no deja de ser una m uestra de absolutism o ilustrado; los escritores de sus artículos políticos piden del sistem a establecido —cuya legitim idad no discuten— m ejor educación p ara el pueblo, fom ento de la riqueza nacional, etc. En el fondo, los philosophes proyectan su racionalism o al nivel del estado; su política consiste en poner la om nipotencia del estado en m anos de la infalibilidad de la razón p o r ellos vene­ rada.1617 Esto es válido no solam ente p ara los enciclopedistas, sino p ara todos los ilustrados de la E uropa del m om ento. E n tre los que colaboraron en la Enciclopedia descuella el barón Paul de H olbach (1723-1789). A H olbach le parece que la form a de gobierno no es cuestión dem asiado im portante m ientras predo­ m ine la razón y ella inspire las leyes. El problem a del origen del poder es secundario; lo que im porta es que éste se aplique según principios ilustrados y hum anitarios. La Política natural de Hol­ bach es una o b ra tan sistem ática como realm ente poco original. Ello respondía auténticam ente al estilo enciclopedista, cuyo fer­ vor racionalista no excluía cierto eclecticism o en las soluciones adoptadas. H olbach aceptaba el principio de «la m ayor felicidad p ara la m ayoría de personas posible», expresado ya en la filosofía de Claude Helvecio (1715-1771), criterio p o r el cual había que juzgar toda acción individual o gubernativa." Helvecio deseaba fundar 16. Albert Sorel, L'Europe et la Révolution frangaise. París, 1885* vol. I, p. 107. 17. Elie Halévy, La formation du radicalisme philosophique, trad. inglesa, The Growth of Philosophic Radicalism. Londres, 1938, 3.a parte.

su psicología, su ética y su política en la ciencia. Helvecio, here­ dero de la psicología m aterialista de Condillac, suponía que el hom bre era u n ser p u ram en te físico y que la m em oria y el enten­ dim iento dependían en teram ente de las sensaciones físicas, pasa­ das o presentes. El b aró n de H olbach aceptó estas ideas y am bos insistieron en que el único m otivo de la conducta hum ana es la esperanza del bien y el tem o r del m al. P o r lo tan to la sociedad a la que hay que llegar debe e sta r organizada exclusivam ente p ara el bien estar y ser u n a sociedad rica y educada, exenta de peligros y libre de supersticiones. No eran o tra s las aspiraciones doctrinales de los hom bres de la Enciclopedia. El utilitarism o de Helvecio y H olbach —autores que fundan esta doctrina— tiene, p a ra ellos, consecuencias ta n políticas como pueda tenerlas m orales. No hay que garantizad los derechos hum a­ nos sólo porque sean n aturales, sino tam bién porque son útiles y conducen a la felicidad." La tolerancia religiosa, p o r ejem plo, es necesaria, pues de no existir, su alternativa, la intolerancia, sola­ m ente hace desgraciados a los hom bres que la sufren. Un sistem a político que p erm ita la libre discusión de las ideas perm ite asi­ m ism o que vaya surgiendo la verdad, y la verdad no puede ir —p o r su p ropia naturaleza— en detrim ento de nada, y sí en cam ­ bio es base de todo progreso. E stas ideas, llevadas a sus conclu­ siones, nos darían una organización política liberal dem ocrática, pero los enciclopedistas en general no llegaron a tanto. Sin em­ bargo, en el caso de Helvecio y H olbach podem os ver en qué form a va ligada su actitu d u tilita ria con lo que en el futuro sería llam ado liberalism o. H olbach imaginó, con cautela, cuál sería el aspecto de la sociedad del porvenir, dem ócrata y utilitaria, y no anduvo m uy errad o describiéndola. Profetizó que la «arm onía na­ tural» de la vida económ ica conduciría a la explotación de los tra ­ bajadores y que se p roduciría una revolución, cuya consecuencia sería la aparición de gobiernos m ás hum anos. Pero p ara los enci­ clopedistas —y m uy en especial p a ra Turgot— la fuerza que iba a tran sfo rm a r el m undo, y que lo estaba tran sfo rm ando rápida­ m ente, e ra la educación. Su optim ism o al respecto reconocía esca­ sos lím ites. Todos los enciclopedistas creían que el hom bre, si era puesto frente a la verdad clara y distinta, la ab razaría con firmeza y la defendería con entusiasm o. § 7. Los ORÍGENES DE LA ECONOMÍA POLÍTICA: LA FISIOCRACIA. — El siglo x v i i i presencia la especialización de las diversas ram as del conocim iento científico. E sto es m ucho m ás notorio en las cien­ cias natu rales que en las hum anas, pero es en tre estas últim as tam bién perceptible. Una de las p rim eras en ad q u irir un perfil propio fue la econom ía política, p o r o b ra y gracia de un movi­ m iento intelectual francés, el de los fisiócratas. Antes que éste surgiera, naturalm ente, el terreno fue p reparado p o r una serie de escritores que fueron m inando las diversas acepciones de la teo18.

K. Martin, op. cit., p. 184.

ría m ercantilista, el cual no podem os considerar como origen estricto de la economía m oderna, pues su preocupación es el tráfico de riqueza y el control de la m ism a, pero no su creación. La revisión del m ercantilism o comenzó con autores que aún se consideran pertenecientes a él, sobre todo, los que iniciaron, como W illiam Petty (1623-1687), la llam ada «aritm ética política», o estudio científico de la hacienda pública. Son ellos tam bién los que, al iniciar la estadística, crean una h erram ien ta decisiva p ara la fu tu ra existencia de una ciencia de la producción y el consum o de bienes. Otro factor favorable a ella fueron las doctri­ nas económ icas de las cortes alem anas, que se engloban bajo el nom bre de Cam eralism o. Los cam eralistas alem anes —sobre todo los católicos, del Sur—, aunque aislacionistas en cuestiones econó­ m icas, dedicaron gran atención a los problem as de la riqueza na­ cional, y no sólo al estado del erario real. Se esforzaron tam bién en propagar la idea de que los im puestos excesivos sobre los hum ildes sólo van en detrim ento general del conjunto del país, incluido su gobierno. P or fin, la figura del irlandés R ichard Cantillon (1680-1734) com pleta la preparación del nuevo clim a de opinión. A pesar de los elem entos m ercantilistas que contienen sus Ensayos sobre la naturaleza, del comercio general —m antenim ien­ to de la balanza com ercial favorable, por ejem plo—, Cantillon insiste en que la tie rra es la verdadera fuente de la riqueza, o la m ateria, m ientras que el tra b a jo es la form a que la produce. Bajo esta distinción de ecos aristotélicos Cantillon esconde la idea revolucionaria de que el dinero en sí no es riqueza, lo cual le lleva a replantearse la cuestión del valor de los bienes. P ara él hay dos géneros de valor, el intrínseco y el extrínseco. El prim ero es la cantidad de tie rra y trab ajo que en tra en la producción de un objeto, m ientras que el segundo es el relacionado con el dinero, el que el m ism o objeto obtiene en el m ercado. El valor extrínseco varía según las fluctuaciones de la dem anda y la oferta. Según Cantillon sería conveniente que la m oneda correspondiera in trín ­ secam ente al valor de los objetos de com ercio, p a ra que reinara cierta justicia económica. Por ello Cantillon se m u estra p artid ario de un banco central único, cosa que cree él controlaría el valor del dinero, acercándolo al intrínseco, y evitando inflaciones. Fran­ cia había experim entado un espectacular descalabro financiero en 1725, a causa de las especulaciones de John Law (1671-1829), y los Ensayos de Cantillon, que aparecieron en 1755, responden a la naciente convicción de que el dinero y el m etal precioso no son riqueza real. Los fisiócratas, no sólo son herederos de estas doctrinas, sino que son tam bién los verdaderos teóricos del absolutism o ilustrado. Sus representantes m ejores, como Francis Quesnay (1694-1774), insisten en que la autoridad sea única y soberana. Además, ponen en circulación la doctrina del “despotism o legal» —expresión que no les parece contradictoria—, que co n trastan con el «despo­ tism o arbitrario» tradicional. Ya H olbach había denunciado esta

contradicción en los térm inos y afirm ado que el absolutism o no podía ten er visos de legalidad. Según los fisiócratas, el «despotis­ mo legal» responde a una sociedad que sigue las leyes inm utables de la naturaleza tal como las descubre la razón. E sas leyes fun­ cionan en realidad p o r sí m ism as, sin necesidad de intervención gubernam ental, porque como decía u n fisiócrata italiano, il m ondo va da sé, una idea destinada a alcanzar singular fortuna en el pensam iento económico liberal. Las leyes m orales —decía Quesnay— deben seguir y ad ap tarse a las físicas p ara que se cree el orden m ás ventajoso p a ra el género hum ano.19 P or ese camino llegan los autores de la Fisiocracia a la conclusión de que existe una sociedad natu ral, an terio r a toda convención entre los hom ­ bres y fundada sobre su constitución física y psicológica; así lo afirm a uno de ellos, Pierre D upont de N em ours (1739-1817) en su Origen y progreso de una nueva ciencia. La conclusión será que el estado tiene que ad ap tarse en todo a la sociedad natural. El soberano tiene com o fin suprem o el p rom ulgar las leyes de la sociedad n atural. Ahora bien, los fisiócratas unen esta visión de la arm onía de la naturaleza con el gobierno a su d octrina de la riqueza. En 1758 Quesnay publicó su B osquejo del cuadro económico, con lo que a trajo a un grupo de intelectuales y políticos que se cons­ tituyeron en escuela, cuyo nom bre fue inventado p or Dupont de N em ours y quiere decir «gobierno p o r la naturaleza».20 Su doctri­ na de la riqueza gira en to rn o a la idea central de que la renta de la tie rra es su única fuente verdadera. En su form a extrem a, la Fisiocracia afirm aba que la in dustria, p o r ser la tie rra el único factor productivo, era estéril. E sto es sin duda una justificación ideológica de los terraten ien tes franceses, pero pone en circulación la idea de que existen clases sociales productivas —las que tra b a ­ ja n la tie rra — y clases sociales estériles, con lo cual se trazan las líneas de u n esquem a de las causas de los conflictos sociales según las diferencias de clases, líneas que se ahogan en la doctri­ na fisiocrática de la arm onía general que reina en el seno del despotism o legal. Precisam ente ese despotism o debe establecerse para fre n a r las am biciones y las pasiones que surgen con la riqueza de unos y la pobreza de otros, u n a vez la población ha ocupado u n territo rio y com ienza a explotar la tierra, cuyos frutos son desiguales, aunque son los únicos que a la postre cuentan. Una clase fundam ental de la sociedad es la de los propietarios, desde el rey h a sta los cam pesinos, poseedores de tierras; frente a ella distingue Quesnay la o tra clase im portante, la productiva, que es la que cultiva la tie rra y paga las ren tas al propietario, una vez ha descontado la riqueza que precisa p ara m antenerse. 19. E. Gómez Arboleya, Historia de la estructura y del pensamiento social Madrid, 1957, p. 417. 20. Para una presentación general de los fisiócratas, cf. Georges Weulersse, Le mouvement physiocratique en France, París, 1910, 2 vols.; y R. L. Meek, La fisiocracia, Barcelona, Ariel, 1975.

Queda la clase estéril, que es la com puesta p o r los dem ás miem ­ bros de la sociedad. Con esta glorificación de la tie rra el estado «queda despotenciado a favor de la naturaleza» y de las leyes de la sociedad natu ral. El estudio de esas leyes, que Quesnay llam ó sciencie économique, supone la aparición de una nueva disciplina, la econom ía, que estudia la producción, la distribución y el consum o de los bienes de la tie rra así como el trab ajo que la tie rra recibe.21 § 8. J u r is p r u d e n c ia

y h u m a n it a r is m o

en la

I l u s t r a c ió n : B ec -

c a r ia . —

V arias veces ha sido m encionada la actitu d hum anitaria que inspiraba —ju n to a la científica— los afanes de los hom bres de la Época de las Luces. El hum anitarism o del x v m es u n fenó­ m eno nuevo; tiene raíces indudables en la v irtu d cristiana de la caridad, pero obedece a u n a actitu d filantrópica que sería ininteli­ gible si no se tuviera en cuenta que responde a la fe en el progre­ so, en la tolerancia y en la posibilidad de u n a m oral laica e indi­ vidualista. G racias a ese hum anitarism o, cuyos orígenes pueden ya verse en Juan Luis Vives, los ilustrados iniciaron un m ovim ien­ to general de reform as sociales encam inadas a red u cir la dureza con que el poder público tra ta b a a los súbditos procesados, a elim inar la to rtu ra com o m edio de investigación crim inal, los tribunales inquisitoriales, etc. Al m ism o tiem po, los ilustrados for­ zaban a los estados a to m ar m edidas san itarias de toda índole, que redundaron en m ayor b ienestar y en un aum ento sin prece­ dentes de las poblaciones de nuestros países. Cesare Beccaria (1738-1794) no es m ás que u n ejem plo de a u to r hum anitario de los m uchos que p resenta el siglo x v m ; pero es ta n representativo que vale la pena elegirlo com o m uestra del nuevo talante que im pera, a p a rtir de la Ilustración, en la filosofía social europea. Su tra ta d o Dei d elitti e delíe pene, publicado anónim am ente en 1764, tenía pocas páginas. Su enorm e repercusión respondía no sólo a su calidad, sino al hecho de h ab er sabido exponer unas aspiraciones m orales latentes en m uchas m entes de la época. Ello se debía a que el escrito r italiano supo sintetizar el espíritu filan­ trópico que anim aba a las varias escuelas reform istas, así como la crítica co n tra la opresión a rb itra ria de los poderes eclesiásticos y civiles que se percibía en las obras de M ontesquieu y de Voltaire; a lo cual hay que añ ad ir el u tilitarism o m oral que heredó de la lectura de Helvecio, y sobre todo, su experiencia personal en una prisión m ilanesa, uno de cuyos em pleados era amigo suyo. Allí pudo presenciar el bestial tra to que se daba a los presos, cosa que despertó en él una especie de indignación santa, cuya conse­ cuencia fue su breve y contundente tratad o .22 Según Beccaria, el príncipe puede castig ar porque es el depo­ sitario de u n a p a rte reducida de la libertad de cada súbdito, a él 21. E. G. Arboleya, op. cit., p. 423. 22. Datos sobre Beccaria y contenido de su obra: Cesare Beccaria, Scritti e lettere inedite, Milán, 1910, passim.

entregada, a cam bio de que todos puedan vivir en segura tranqui­ lidad. El derecho penal es u n a necesidad y su finalidad responde a la m áxim a de la m ayor felicidad p a ra el m ayor núm ero posible de personas. De acuerdo con ella no hay que pen sar en la gravedad de una transgresión, pues a veces se causa perjuicios grandes con intenciones m enguadas. El criterio es el del daño infligido a la sociedad, al b ien estar de todos. Además, la pena no debe ser una venganza, sino u n a prevención necesaria que im posibilite al reo la continuación de su conducta delictuosa. B eccaria, pues, hace un énfasis m uy grande sobre la cuestión de la prevención, y aquí está o tra de sus aportaciones m ás novedosas. El poder legislativo tiene que to m a r las m edidas que sean m en ester p ara ev itar el crim en y, en tre ellas, la inform ación pública de qué actos son delictuosos y qué penas corresponden a ellos. Tam bién conven­ dría m ejo rar la sanidad y el orden público en ciertas zonas. Ade­ m ás, B eccaria desea la supresión del to rm ento y de la confesión secreta; éstos a te n ían co n tra la dignidad hum ana, y tam bién la m ancilla todo m al tra to que reciba el procesado antes de ser declarado culpable. Como parangón a estas ideas, Beccaria aboga p o r una m odernización de las penas: prolongación de las de pri­ sión en sustitución de las de to rtu ra corporal, y m ultiplicación de las m u ltas, que benefician la hacienda pública y no hum illan al reo, al tiem po que le enseñan a enm endarse. E sta d octrina sencilla, cuyo triunfo to tal quisiéram os ver en nuestro siglo, halló eco p ráctico en las reform as penales de varios países, que reconocieron explícitam ente su deuda con Cesare Beccaria, p a ra quien V oltaire deseaba lá inm ortalidad. Su influjo pasó al acervo ju rídico revolucionario a fines del siglo x v m , se plasm ó en los códigos del siguiente, e inspira aú n en gran m edida la penología contem poránea.

E L L IB E R A L ISM O ANGLOSAJÓN § 1. LOS ESCRITORES REPUBLICANOS Y LA CONSOLIDACIÓN DE LA R e v o l u c ió n in g l esa . — Con la subida al trono de Carlos II de

Inglaterra, en 1660, se p ro d u jo una restauración que aparente­ m ente daba al tra ste con los logros revolucionarios. Sin em bargo, el nuevo despotism o no pudo du rar, y en 1688 y 1689 se produjo una segunda, y pacífica, revolución, que consistió en el estableci­ m iento de un com prom iso, m ediante el cual In g laterra y Escocia se unían bajo una m ism a m onarquía p arlam entaria. Se evitaba con ello tan to el extrem ism o del gobierno puritano como el del real despótico. La C ám ara de los Comunes adquiría redoblada fuerza y si aún no rep resen tab a a todo el pueblo, sino sólo a los grupos m ás ricos, la posibilidad de ir am pliando su representatividad es­ tab a abierta. La libertad política individual quedaba asegurada al abolirse la censura, en 1695, y al m ejo rar la adm inistración de la justicia. Como se m ostró, habíase desechado la idea de que todos los súbditos de un país tenían que pertenecer a un m ism o credo religioso, con lo cual la religión dejó de ser ya una cuestión cen­ tra l en las luchas políticas. El peor resultado de las reform as en esta su segunda fase fue el prolongar el conservadurism o excesivo de los poderosos —alta burguesía y aristocracia— que m ás tard e lograrían atrin ch erarse en los logros de una revolución que, en definitiva, h abía sido hecha en pleno siglo x v n ,1 cuando no había m ad u rad o aún la que iba a ser la ideología principal de la política futura, la doctrina liberal. Sin em bargo, la doctrina liberal com enzó a engendrarse ya durante los años del dom inio puritano republicano, y halló su pri­ m era expresión en algunos escritores de aquella época, tales com o Jam es H arrington (1611-1677) —autor m encionado entre los u topis­ tas— y John M ilton (1608-1674) —el poeta del Paraíso Perdido—. D espués se produjo un período de forzado silencio, durante la R estauración, que cuando cesó, dio paso a la aparición de las prim eras obras realm ente fundacionales de la doctrina liberal en el terreno político. Unas décadas m ás tarde surgían las que redondeaban la doctrina en el económ ico. Harrington no sólo percibió la im portancia de los factores 1 G. Macaulay Trevelyan, The English Revolution, 1688-1689. Oxford, 1938, pp. 1-10.

económicos en el desarrollo de la Revolución que presenció, sino que su obra —tanto la utopía Oceana como su Arte de legislar— p resen tan u n esquem a de causación social basado en la economía. Según él, a cada sistem a económico corresponde una estru ctu ra política. No es m enester insistir sobre la im portancia de este hallazgo, aunque sí hay que distinguir en tre su idea y los prece­ dentes anteriores. Aristóteles, p o r ejem plo, atrib u ía cierta prepon­ derancia a los elem entos económ icos de una ciudad; así, se daba cuenta de que la estabilidad de un régim en dem ocrático de clases m edias dependía del b ien estar económico de esas clases. Pero H arrington fue el p rim ero en establecer una correlación clara entre sistem a político y sistem a económico. T ajantem ente, H ar­ rington afirm a que la form a de gobierno corresponde fielmente a la form a en que la propiedad está repartida. Pero su idea fija es la propiedad de la tierra, no la de los bienes industriales, y por ello, toda su construcción te ó ric a 2 supone una república agraria, en la que com erciantes y m anufactureros tienen una im portancia m arginal. Aunque esto no coincidiera con la ya pujante realidad de la burguesía inglesa, el hecho es que las ideas de H arrington plantean una interpretación económ ica de la política y ello según un sistem a de causación objetiva. En la form ulación de este últi­ mo su deuda con H obbes es m uy evidente. Por o tra parte, H arrington cree que todo gobierno bien equili­ brado, con un sistem a de propiedad ru ral bien repartida, tiene que tender a ser una república. El equal com m onw ealth (república equilibrada) es duradero, pues en él los rebeldes carecen de po­ der —o sea, de riqueza suficiente— y los carentes de riqueza son adictos al régim en p o r propio interés. Este fenóm eno se produce, pues, según el antedicho axioma de que el equilibrio del poder dentro del estado depende y varía según el equilibrio de la pro­ piedad. Ahora bien, como un gobierno de ese tipo no puede reco­ nocer un jefe suprem o, heredero del te rrito rio nacional, H arring­ ton cree que la república gobernada p o r leyes soberanas es la úni­ ca solución p ara la estabilidad y la justicia, aunque p ara él se tra ta ra de u n a república cuyos cargos debían ser elegidos sólo por la clase de los propietarios rurales. Aunque él deseaba ver am pliada esa clase, su esquem a no deja de ser un plan de repúbli­ ca aristotélica. No obstante, los principios que la inspiraban se acercan m ás al fu tu ro ideal liberal que a los que inspiraban la dictad u ra p arlam en taria y p u ritan a de Oliver Cromwell. Milton, p o r su parte, no se destacó por su constitucionalism o, sino po r su énfasis en una faceta im po rtan te de toda concepción liberal del estado: la lib ertad de expresión. En 1644 publicó la Aeropagítica, un panfleto que es hoy aún uno de los docum entos clásicos en defensa de la libertad de em itir la propia opinión, tanto personalm ente como p o r los m edios escritos de divulgación. Su idea fundam ental es la de que el e rro r no puede triu n fa r sobre la verdad, y que, p o r lo tanto, si perm itim os la libre circulación y 2. Harrington, Oceana, passim.

diálogo de las ideas, el e rro r irá desapareciendo. M ilton desea la libertad de opinión —no sólo p o r razones propias, las que corres­ ponden al deseo n atu ral de decir lo que se piensa—, sino tam bién p o r su confianza en los fru to s ventajosos de la pública y pacífica discusión de los asuntos que atañen a todos, a la m ayoría o a una m inoría. Milton, que era uno de los secretarios de la república de Cromwell, escribió tam bién u n panfleto sobre El m andato de reyes y m agistrados, que fue adoptado p o r el Parlam ento en 1649, y en el cual expone una teoría del co n trato social, según la cual «el cargo de rey» fue establecido «por Acuerdo del Pueblo, quien eligió a un hom bre p a ra su protección y su propio bien, y p ara su m ejor gobierno, según las leyes p o r dicho pueblo consentidas».3 La teoría del contrato social poseía una larga historia. Desde la m ism a idea de vipot;, o ley hum ana, que significaba tam bién convención, h asta el republicanism o de Milton, son m últiples los escritos que la aluden de algún modo. La idea de pactum aparece en san Agustín, y reaparece en el final de la Edad Media, y sobre todo después, con la obra de los m onarcóm anos; en las Vindiciae la idea de un con­ tra to original en tre el pueblo y el rey es fundam ental. Vitoria, Molina y Suárez lo d esarrollan tam bién. Hobbes lo m oderniza y lo lleva al terren o de la política práctica: «Los contratos, sin la espada, son p alabras hueras». Cuando M ilton y los parlam enta­ rios ingleses la aceptan com o elem ento no teórico sino útil para legislar y gobernar, se puede decir que comienza la era del predom inio de este concepto clave de la ideología liberal. A su m odo M ilton es tam bién u n escritor de tendencias aristo­ cráticas, com o H arrington. Si éste deseaba el predom inio de su num erosa aristocracia terraten ien te, Milton, platónico en m uchas cosas, deseaba él de una aristocracia de los espíritus m ás refina­ dos é inteligentes, con probada superioridad m oral. P ara esta­ blecer esa «aristocracia del espíritu» John M ilton no se fiaba dem asiado de la m asa electoral, pero tam poco explicaba cómo podía resolverse el problem a de la elección de los m ejores. En el fondo, sus ideas parecen ser una trasposición al cam po político de la creencia calvinista de que m uy pocos son los elegidos. Sea como fuere, ni estos dos escritores republicanos ni otros de su época desarro llaro n u n a teoría real de la soberanía popular. Ésa sería la obra de los autores de la segunda p arte de la revolución, y tam bién la de toda la larga y fructífera tradición liberal subsi­ guiente, no sólo anglosajona, sino tam bién continental. § 2. J o h n L o ck e . — El filósofo que m ás influyó sobre los pen­ sadores políticos del siglo x v i i i fue el inglés Locke (1632-1704), cuyas ideas fueron la piedra de toque del liberalism o d u ran te sus prim eras fases. John Locke nació en una aldea de Som ersetshire, hijo de un abogado ru ra l que en tró de capitán en el ejército parlam entario d u ran te la g uerra civil. Presenció, pues, de mozo, 3. J. W. Gough, The Social Contract. Oxford, 1957 (1.a ed., 1936), p. 99.

todos los sucesos revolucionarios. E studió luego en Oxford, sin excesivo entusiasm o p o r las asignaturas oficiales, y leyó la obra de Descartes. A p esar de los propósitos de su padre —que le destinaba a la Iglesia— Locke estudió m edicina. E n 1666 conoció al que m ás tard e sería lord Shaftesbury, y se hizo médico suyo, pero, sobre todo, amigo. D urante los años siguientes siguió la fo rtu n a de su patrono. Pasó cuatro años en Francia. Lord Shaf­ tesbury conspiró c o n tra el rey y Locke tuvo que exiliarse a los Países Bajos. Volvió a In g laterra en 1689, tra s la accesión de Guillerm o de Orange, y el nuevo rey le nom bró com isario de Apelaciones, cargo que no le agobiaba de trab ajo y le perm itía cuidar su p recaria salud. De joven hab ía sido am igo del químico Boyle, y en sus últim os años lo fue de sir Isaac Newton. La m edi­ da de su influjo sobre el pensam iento p o sterio r sólo la irem os viendo al en co n trar sus ideas una y o tra vez, así en pensadores tales com o M ontesquieu, como en docum entos de derecho público ta n característicos com o la C onstitución de los E stados Unidos. Locke es uno de los grandes teóricos del conocim iento, adem ás de pensador político. Escribió u n Ensayo sobre el entendimiento humano, que apareció en 1690, con el objeto de investigar «el origen, certeza y extensión del conocim iento humano», como él m ism o dice al principio. El Ensayo refu ta la idea platónica de que existen ideas innatas, com unes a todos los hom bres. La m en­ te, a no dudarlo, posee ideas, pero éstas provienen de la experien­ cia, bien m ediante n u e stra observación de objetos perceptibles, bien p o r percepción de las operaciones de n u estra m ente m ism a, cuando ella actú a sobre las ideas de fuera recibidas. La m ente, pues, es al principio tábula rasa. Todo conocim iento proce­ de ya de la sensación, ya de la percepción. La d octrina de Locke es em pirista, y p o r ello hace m ucho hincapié en el conocim iento inductivo, el único que m erece su respeto total. Lo dem ás es conocim iento probable (creencias u opiniones) o bien conocimien­ to p o r sentido com ún, del que uno no debe fiarse del todo. Aunque su teoría política no siem pre concuerde con sus prin­ cipios epistem ológicos, su claridad y solidez debe m ucho a ellos. Comenzó a pronunciarse en este terren o con su Ensayo sobre la tolerancia (1667), que venía a ab undar sobre los ideales miltonianos y que exultaba puritanism o. Luego escribió cu atro Cartas sobre la tolerancia religiosa, cuyas ideas yá había plasm ado en las Constituciones fundamentales de Carolina, que hicieron de aquella colonia am ericana un asilo de paz p a ra quienes huían de la intransigencia religiosa de Europa. Pero la cuestión de la toleran­ cia no puede de p o r sí constituir u n a base p a ra la elaboración de una doctrina política. É sta tiene que g irar siem pre en torno al poder. Locke halló el m otivo p a ra com enzar a desarrollarla en la aparición del Patriarca, u n libro escrito p o r sir R obert Film er (m. 1563) y que, con considerable retraso, los ab solutistas dieron a la im p ren ta en 1680, con la esperanza de que su lectura reforza­ ría sus pretensiones. Aunque el libro era anacrónico y sus argu­ m entos débiles, varios escritores de la época se dedicaron a ata-

cario, refutando cada uno de sus a m enudo absurdos postulados, sobre todo su pretensión de que el rey derivaba su autoridad suprem a de Adán, el cual, d u ran te la creación, la había recibido de Dios p ara ejercerla sobre su m u jer y prole. El ataque contra Film er, comenzado p o r Algernon Sidney (ejecutado en 1683), cul­ m inó en el p rim er Tratado del gobierno civil, de Locke, y acabó por com pleto con toda pretensión absolutista. Con ello se daba el prim er paso efectivo p a ra la justificación teórica de u n régim en burgués representativo. Locke, explícitam ente, dice que su pro­ pósito consiste en justificar la pacífica revolución que restauró definitivam ente el gobierno parlam en tario en Inglaterra. Según él, el poder proviene del consentim iento voluntario de los gober­ nados. Ése será el tem a principal de su Segundo tratado del gobierno civil. § 3. E stado de n a tu ra leza y C o n t r a t o S o c ia l . — La lectura del II capítulo del Segundo Tratado de Locke, dedicado a explicar el estado de naturaleza, produce la inm ediata im presión de que se nos está hablando de una situación a b stra c ta separada de la historia. Siguiendo la tradición iu snaturalista,4 Locke comienza a analizar la sociedad política a p a rtir del estado de naturaleza, pero en vez de situarlo en un principio de la h isto ria lo describe pura y sim plem ente, con el propósito de contrastarlo con lo que luego él llam ará «sociedad civil». Su concepción del estado de naturaleza sigue al «juicioso Hooker» en m uchos respectos.5 El estado de n aturaleza es, en sus propias palabras, un estado de libertad perfecta por el que pueden los hombres ordenar sus acciones, y disponer de sus posesiones y personas como quieran, dentro de los límites de la ley de la Naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de otro hombre. Es también un estado de igualdad, donde todo el poder y jurisdic­ ción es recíproco, y nadie tiene más que otro, no habiendo nada más evidente que el hecho de que las criaturas de la misma especie y rango, nacidas promiscuamente con todas las mismas ventajas de la naturaleza, y con el uso de las mismas facultades, sean iguales entre sí, sin subor­ dinación ni sujeción...

Igualdad y libertad son, pues, los rasgos fundam entales del estado de naturaleza. Jun to a ellos existen otros, tales como el poder patern o —que no es político, como m ostró Locke al refu tar a Film er y su afirm ación de que Adán lo poseía— y el de la pro­ piedad privada. E stas instituciones no son óbice p a ra que el estado de naturaleza sea un estado de paz y arm onía generales, excepto en lo que respecta a los delitos que en ella se cometen. Es decir, en el estado de naturaleza no existe u n a g uerra hobbesiana, pero algunos hom bres no dejan de com eter violaciones de 4. Leo Strauss niega que Locke sea un teórico del derecho natural, en su Natural Right and History. Universidad de Chicago, 1953, passim. 5. Todas las referencias al estado de naturaleza en John Locke, Second Treatise on Civil Goverment, caps. II, V, VI.

la ley natu ral. Entonces el individuo y las fam ilias se defienden contra los transgresores, o se tom an la ju sticia p o r su mano. Para que esto no sea así hay que p asar a una sociedad civil, y p ara ello es necesario u n pacto. El paso del estado de naturaleza al civil es p o r consentim iento,67 y sólo en su v irtu d puede ocurrir, ya que los hom bres son todos prim ordialm ente libres, iguales e independientes. La sociedad civil se form a m ediante un acuerdo m utuo entre todos los indi­ viduos de unirse y vivir en una com unidad: Siendo los hombres... libres, iguales e independientes por naturaleza, nadie puede ser eliminado de ese estado y sujeto al poder político de otro sin su propio consentimiento, lo cual se hace por acuerdo con otros hombres de juntarse y unirse en una comunidad para vivir confortable­ mente, a salvo y en paz, entre sí, en seguro gozo de sus propiedades, y en mayor seguridad frente a quienes no pertenecen a ella. Esto puede ser hecho por cualquier número de hombres, ya que no ello lastima la liber­ tad de los otros, quienes son dejados en la libertad del estado de natu­ raleza. Cuando un número de hombres ha consentido así formar una comunidad o gobierno, quedan ellos incorporados y forman un cuerpo político, en el que la mayoría tiene el derecho de actuar y prevalecer sobre el resto.’ Y asi cada hombre, al consentir con otros la formación de un cuerpo político bajo un gobierno, se obliga a sí mismo frente a los demás a so­ meterse a la determinación de la mayoría, y a ser mandado por ella; si no fuera así, este contrato original, por el que el hombre se incorpora con otros en sociedad, nada significaría, y no sería un contrato si quedara totalmente libre y bajo los únicos ligámenes que le ataban antes en el estado de naturaleza.8

Después del contrato, pues, el individuo debe obedecer los poderes de la sociedad civil, que perm iten a su gobierno em itir leyes y establecer penas de todas clases, aunque sólo «en favor del bien público». Con ello Locke evita u n iusnaturalism o extrem o y perm ite en su teo ría el poder y la au to rid ad de los órganos gubernam entales. Locke estab a consciente de las objeciones históricas que podían hacerse contra su idea del estado de naturaleza y del contrato subsiguiente. Por ello afirm a que su teoría no se basa en docu­ m entos históricos, pues los m ás rem otos son m uy posteriores al establecim iento de los gobiernos, sino que se atiene a hechos sim ples tales como la existencia general de la razón y a condicio­ nes innatas tales com o la libertad del hom bre. Mas esto no im por­ ta; si históricam ente su concepción no se m antiene, ideológica­ m ente es eficaz. Lo que Locke quiere d em o strar es una igualdad y libertad original en todos los hom bres y la voluntariedad de sus organizaciones políticas. Un parlam ento es una convención de hom bres libres que deciden vivir b ajo las reglas del juego por 6. Ibid., cap. VII. 7. Ibid., cap. VIII. 8. Ibid., VIII.

ellos establecido: respeto a la m ayoría, poder ejecutivo de sus decisiones, etc. Todo ello responde a la m entalidad p actista y com prom isaria de la burguesía inglesa triu n fan te a finales del siglo x v i i . De todas form as el con trato político no es como el com ercial, lim itado en el tiem po, sino perm anente. Los hom bres que van incorporándose a las sociedades civiles establecidas acep­ tan tácitam ente sus principios contractuales y esa aceptación no les perm ite violarlos. Si la situación no les gusta, pueden m archar­ se. La solución es ingenua, m as no cínica. En la época de Locke era com ún la em igración a u ltra m a r y la form ación —por un acuerdo colectivo— de nuevas com unidades. Por ello tam poco excluía Locke la posibilidad de que en otros lugares del planeta existieran sociedades en estado de naturaleza. § 4. La p r o p ie d a d y l o s p o d e r e s l im it a d o s del esta d o . — Si por una p arte Locke concede poderes plenos al gobierno establecido en virtud del pacto, p o r o tra esa plenitud de poder debe entender­ se en el sentido de que, d entro de la ley, puede afectar totalm en­ te a un individuo, p o r ejem plo, decretando su ejecución. Ese «den­ tro de la ley» se refiere, a su vez, a la ley positiva, y no puede afectar a la n atural. P or ejem plo, en el sistem a lockiano la pro­ piedad privada es intocable, pues, como acabam os de decir, es una de las características del estado de naturaleza, previa, por tanto, a la sociedad civil. Además, la propiedad privada- puede decirse que está entronizada en la obra de Locke, como lo estará en todo el liberalism o político. La cosa está clara; dice Locke: «El gran y principal fin de que los hom bres se unan en com uni­ dades (com m onw ealths) y de que se som etan al gobierno es la preservación de su propiedad».’ A p a rtir de la aparición del Segundo tratado queda establecida la coexistencia en el seno de la doctrina liberal de los dos postulados siguientes: 1) el gobierno debe rep rese n ta r a todos los hom bres; la soberanía es popular, 2) la propiedad privada es un derecho n atu ral del hom bre. Como quiera que, en la realidad, la posesión de bienes en trañ a tam bién m ayor poder político que la no posesión, existe una contradic­ ción factual entre am bos térm inos, fuente de m últiples revisiones doctrinales dentro del liberalism o, y que no han sido superadas p o r él. En este estadio de n u estra h isto ria es m enester consignar, nada m ás, la clara y distin ta aparición de dicha coexistencia, en la obra de John Locke. Siendo la propiedad privada institución tan principal, la natu­ raleza del estado se ve directam ente afectada p o r ella, de m odo que, según Locke, el estado es un instrum ento g arantizador del bien de los ciudadanos, de la paz civil, o sea, del libre gozo de sus bienes m ateriales. La propiedad no es asunto del estado y por ello debe abstenerse p o r todos los m edios posibles de intervenir 9 9. Ibid., cap. IX. Para un estudio del liberalismo clásico como ideología de la propiedad privada, véase C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individuatism, Oxford, 1962.

en cuanto la afecte. El estado debe b rilla r p o r su ausencia siem pre que sea posible, reducirse a la m ínim a y necesaria expresión, para que los hom bres ejerciten su lib ertad según el criterio de cada cual. E stas ideas, ni que decir tiene, son expresión teórica de las que expresaba todo u n sector de la vida política inglesa a p a rtir de fines del siglo xvn, el que se agrupaba en el p artido liberal o whig, cuyo m áxim o teorizador del m om ento e ra precisam ente Locke. Locke encontró las g arantías constitucionales de la lim itación del poder estatal en la fam osa doctrina de la separación de poderes. Ya los griegos habían hecho distinciones en la actividad estatal, subrayando que ésta no era unitaria, sino que tenía aspectos diferentes. Así, A ristóteles señalaba que una cosa era la actividad deliberativa de las asam bleas y o tra la ejecución de sus órdenes. Ahora bien, Locke, institucionaliza la división o dis­ tinción de las actividades del estado, es decir, establece diversos organism os especializados p a ra cada una de las actividades que, según él, son tres; a saber: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder federativo. El prim ero, el de p rom ulgar leyes, debe quedar circunscrito a la asam blea soberana o parlam ento, que h asta el m om ento posee tam bién facultades judiciales; el segundo, pertenece a los tribunales, los cuales deben velar p o r la ejecución de la ley, sin hacerla ellos m ism os; y el federativo —nom bre hoy inadecuado— se refiere a las relaciones internacionales, entre las que destaca la facultad de d eclarar la guerra, hacer la paz, o de com portarse según el derecho de gentes. Si estos poderes están separados puede decirse que unos vigilan a otros, pues el parla­ m ento ten d rá que atenerse a la vigilancia de la legalidad im puesta p o r los tribunales, y éstos a las leyes que se prom ulguen, por poner uno de los ejem plos que caben en el juego de los tres elem entos. N aturalm ente, dejadas así las cosas, la doctrina de la separación de poderes es pobre e incom pleta, pero queda plan­ teada p o r p rim era vez en el terreno de la política práctica, dis­ puesta a ser recogida p o r la obra de M ontesquieu y de los fun­ dadores del cuerpo político yanqui. Locke la une a sus principios sobre los derechos políticos y económicos de cada individuo, y a sus ideas sobre la tolerancia religiosa y política, de m odo que crea un sistem a teórico que posee ya todas las características de la durad era corriente de pensam iento que se llam a liberalism o. § 5. E l m a r q u és de H a l if a x . — George Savile, p rim er m arqués de Halifax (1633-1695) fue un hom bre de estado, whig como Locke, que jugó un papel im portante en el O rdenam iento de la Revolu­ ción de 1689, p o r el que se establecía el régim en constitucional que había de regir la corona britán ica en el futuro. Sus pensa­ m ientos fueron publicados en 1700 y 1750, después de su m uerte. Locke, con su restricción del estado, llegó a una concepción de la dem ocracia en la que la organización social y el m odo de vida de los hom bres son m ás im portantes que el gobierno en sí. Algo parecido ocurre con este o tro fundador del liberalism o,

Halifax, p a ra quien el orden público es sólo una g arantía p ara la libertad, p a ra que los individuos vayan a sus asuntos y m edren en esta vida. El influjo de los hallazgos científicos hacía pensar a los elem entos m ás ilustrados del p artid o whig que las leyes de la sociedad hum ana crearían una arm onía en la vida social, siem­ p re que ésta no fuera in terru m p id a p o r las cortapisas de un esta­ do om nipresente. H alifax continúa con la idea abstencionista, que extiende a la religión. La religión es el fundam ento del buen go­ bierno, porque sin ella, dice Halifax, el hom bre sería una bestia, pero los clérigos no deben gobernar, del m ism o m odo que ciertos fanáticos p ro testan tes no tienen p o r qué alejarse de la sociedad común. La tolerancia encuentra tam bién en él un defensor, aun­ que no la extienda —como ninguno de sus com patriotas de iguales ideas— a los «papistas» católicos, contra quienes los ingleses habían heredado toda clase de prevenciones, tra s haberlos visto ligados a las intentonas absolutistas. En una palabra, Halifax es un m oderado, cuyo liberalism o quiere englobar el juego real de fuerzas que existen en el país a través del com prom iso y la m ism a concesión. Desde este punto de vista es todo un modelo para el liberalism o anglosajón posterior. Según éste, el gobierno es cosa de m inorías, porque el vulgo es estúpido e incapaz de verdadera nobleza m oral; sin em bargo, el viejo político añadió una nota escéptica a su entendim iento del gobierno, al afirm ar que aunque sea «una gran cosa, es tam bién m uy tosca si se com para con la finura del conocim iento especulativo». A lo que añade que «la lucha p o r el conocim iento posee un placer en él como el que produce el forcejeo con una bella m ujer».10 Halifax hizo una síntesis m ás p ráctica aún que la de Locke de las actitudes de los liberales whig, en la que m ezclaba un res­ peto y justificación de las virtudes industriosas, m ercantiles y científicas de la época, con un sentido algo escéptico de la vida política y de las creencias de los hom bres." § 6. D avid H u m e . — Muchas de las incongruencias e inexacti­ tudes que acom pañaron al nacim iento de la doctrina liberal fue­ ron puestas de relieve por la dem oledora crítica de uno de sus prim eros pensadores, David Hum e (1711-1776). De fam ilia escoce­ sa, intentó dedicarse a los negocios, pero no tuvo éxito y fue a Francia, donde escribió su Tratado sobre la naturaleza humana, publicado en 1739. Hizo de tu to r y secretario de grandes señores y publicó su Investigación sobre el conocim iento hum ano y su Pesquisa sobre los principios de la moral; todas estas obras tuvie­ ron poco o ningún éxito al aparecer. No fue así con sus Discursos políticos (1752). Tuvo luego varios cargos diplom áticos. Su teoría social —principalm ente m oral y política— añade pocas cosas nuevas al creciente acervo de la ideología liberal, m as su m érito estriba en sus ataques. Éstos pueden relacionarse tan to con el 10. Citado por John Bowie, Western Political Thought. Londres, 1961 (1.a ed., 1947), p. 380. 11. Ibid., pp. 375-381.

desarrollo del espíritu crítico típico de la Ilustración, como por su tenaz prosecución de los procesos analíticos establecidos dentro de la filosofía de la época. Así, Hum e es un seguidor del em pirism o, y gracias a él som ete a un exam en im placable construcciones tales como la del estado de naturaleza y la del co n trato social. Locke m antenía su em pirism o en su teoría del conocim iento, pero luego no lo aplicaba al tra z a r su im aginada sociedad n atu ral o explicar —sin base alguna de observación— los orígenes del contrato so­ cial. H um e da, pues, los pasos lógicos que Locke no dio. Hum e, liberal a fin de cuentas, es individualista; cree que el estado está form ado p o r u n agregado de individuos, pero esos hom bres están unidos p o r una serie de convenciones o costum ­ bres sociales que encuentran ya hechas, y no en virtud de un contrato cuyo origen está en el rem oto pasado.12 Las prim eras sociedades pudieron form arse contractualm ente, dada la indepen­ dencia de sus individuos, pero los gobiernos de hoy no se basan en acuerdo alguno; los gobiernos «que existen hoy... han sido form ados originalm ente p o r usurpación o conquista, o por am bas cosas, sin pretensión de ju sto consentim iento o sujeción volunta­ ria del pueblo».13 H um e utiliza argum entos igualm ente sensatos p ara re fu ta r la idea de que los individuos viven b ajo un soberano por «consentim iento tácito», com o afirm aban los contractualistas, como si fuera cosa fácil p a ra u n hom bre m enesteroso abandonar su lugar y establecerse donde le pluguiera. En el lugar del contra­ to, pues, Hum e coloca el hábito, pero no daña con ello los criterios de obediencia y obligación políticas. De este m odo Hume contri­ buyó a la decadencia de la teoría co ntractual en Gran Bretaña, que p ro n to fue considerada una quim era especulativa. Pero la crítica de Hum e era m ás profunda que la fácil aplica­ ción del sentido com ún a la idea contractual, que surge al confron­ tarla con las realidades políticas de cada día. Hum e creía que los deberes m orales proceden ya del instinto —independientem ente de toda idea de obligación—, ya de un sentido de obligación —al que se llega p o r convencim iento de su necesidad para que funcio­ ne una sociedad hum ana—. A ello hay que añadir la autoridad de los m agistrados, o la pública coerción, pues ni el instinto ni el sentido de la obligación son suficientes p o r sí solos. Al presentar esta im agen de la cohesión m oral interhum ana, Hum e reduce la obligación al interés de los individuos,14 con lo cual m uestra otro de los rasgos de su filosofía, el utilitario. En efecto, con Hume en tra el utilitarism o en el liberalism o anglosajón, y es recogido luego p o r Adam Sm ith y Jerem y Bentham . Su utilitarism o le hace v er la sociedad com o un lugar donde los hom bres se han reunido p ara ir satisfaciendo sus necesidades, desprovista de los rasgos trágicos con que la im aginaban tantos filósofos anteriores. Su inclinación hacia las form as m ás dem ocráticas de gobierno 12. D. Hume, «Of the Original Contract», cap. XII, II parte de Essavs, etc. 13. Citado por J. W. Gough, The Social Contract (1.a ed.. 1936). Oxford 1957 p. 187. 14. D. Hume, Treatise, etc., III, n, II.

proviene asim ism o del escepticism o, y no de entusiasm o algu­ no p o r la libertad. E n H um e la naturaleza hum ana pierde pro­ fundidad, es quizá m enos atractiva, pero al m ism o tiem po es desm itologizada de u n m odo que hoy, en la perspectiva de la historia de la conciencia social (o si se quiere, de la cultura) nos parece im prescindiblem ente previo a los grandes exámenes y re­ planteam ientos contem poráneos. En plena época racionalista. H um e representa tam bién un leve principio de entendim iento irracionalista del hom bre. Al negar la existencia de verdades etern as que rija n la sociedad, Hume, como hem os visto, se atiene al hábito. Los hábitos y costum bres, em pero, no son fru to sólo de la razón, sino tam bién de las pasio­ nes e instintos. Los valores racionales cuentan, pero no pueden ser considerados com o absolutos; ni siquiera el interés propio guía siem pre las acciones de los hom bres; sino que, a menudo, los im pulsos pasionales determ inan n u estra conducta. Armado de estas consideraciones, H um e se considera capaz de a tacar la justicia y la lealtad, que estim a virtudes m eram ente artificiales, y las reduce a la categoría de m eras convenciones, garantizadoras de la propiedad y de la independencia de los individuos. La justicia es relativa y depende de situaciones concretas, de que el gobierno funcione eficazmente y las convenciones sean respeta­ das; no se tra ta de una virtu d divina y eterna, sino de un hecho presente en la vida cotidiana. La sociedad hum ana, pues, no es expresión racional del designio divino, contra lo que pretendían los filósofos medievales así com o los providencialistas poste­ riores. David Hum e, sin em bargo, no e ra un com pleto escéptico, ni tenía una visión pedestre del m undo, aunque a veces lo parezca. En p rim e r lugar, su espíritu no podía so p o rtar afirm aciones gene­ rales y trascendentales acerca de la sociedad hum ana cuando no existían pruebas en favor suyo. En segundo, le era im posible acep­ ta r el alegre optim ism o de la Ilustración en lo que se refería a las posibilidades de la razón: Todavía no sabemos hasta qué grado de logro ha de llegar la natura­ leza humana tanto en su virtud como en su vicio, ni tampoco lo que puede esperarse de la humanidad por causa de cualquier gran revolución en su educación, en sus costumbres o en sus principios.'5

En tercero, Hum e lim ita, pero no niega, el poder de la razón a nivel político; así, afirm a que la m ayoría puede equivocarse, pero prefiere un gobierno parlam entario, porque es el que tiene m enor m argen de error. La fe religiosa que había dom inado a los hom bres h asta el siglo x v n iba siendo sustitu id a p o r o tra especie diferente de fe, la racionalista —ligada a la creencia en el pro­ greso—. En ese m om ento crítico el m ensaje de Hum e se interpone para fren a r los posibles excesos de un nuevo dogm atism o así en la filosofía como en la práctica sociales. 15. J. Bowle, op. cit., lo cita, p. 417.

§ 7. A dam S m i t h . — Las corrientes intelectuales del siglo x v m acentuaban cada vez m ás el individualism o y la libertad de cada cual de perseguir sus propios intereses sin interferencia externa. Al principio la idea chocó con una resistencia que no procedía únicam ente de las escuelas tradicionales, im buidas de corporativismo medieval, sino de algunos ilustrados, que se oponían a una visión excesivam ente egoísta del ser hum ano. Así cuando B ernard de Mandeville (1670-1733) publicó su Fábula de las abejas, en la que quería d em o strar que el vicio y el egoísmo eran los que gene­ raban la prosperidad y actividad de la sociedad, muchos autores p rotestaro n con tra la inm oralidad de tales asertos. El m ás desta­ cado de ellos fue David Hume, quien concedía un lugar im portante al interés individual en su visión del orden social, pero no quería llegar a tan to en sus afirmaciones. A p a rtir de este m om ento se plantea la cuestión de la creación de una nueva m oral, tan laica como individualista, que pueda explicar, sin teología, las m otiva­ ciones y conducta de los hom bres. En 1759 apareció la Teoría de los sentim ientos morales, de Sm ith (1723-1790), que era a la sazón profesor de ética en la Universidad de Glasgow; era un p rim er intento serio de construir la nueva m oral individualista. E sta obra debía m ucho a las ense­ ñanzas de su m aestro, Francis Hutcheson (1694-1746), con quien comienza la escuela filosófica m oral y económica escocesa. H ut­ cheson enseñaba que la m ayor virtud era la benevolencia, y rele­ gaba todas las dem ás virtudes a un claro segundo plano. Sm ith, sin em bargo, consideraba que la búsqueda de n uestra felicidad personal era tam bién una virtud. Los hábitos que nos hacen econom izar, tra b a ja r y m ejo rar nuestra situación son cualidades m eritorias que no deben ser reducidas a la categoría de un vicioso egoísmo.16 La vida norm al de las sociedades no gira siem pre en torno a la m agnanim idad, sino en torno al propio interés. Como dice en u n célebre pasaje: No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero de donde procede nuestra cena, sino de su respeto por su propio interés. No nos dirigimos a su humanidad, sino al amor de sí mismos, y nunca les hablamos de nuestras propias necesidades, sino de sus ventajas.

La Teoría de los sentim ientos morales es una justificación del egoísmo y su elevación a la categoría de virtud, siem pre que no transgred a los lím ites de la justicia. Su visión es equilibrada, aunque no diga con exactitud dónde se encuentra ese lím ite; así, al reconocer que la riqueza hace felices a los hom bres, Sm ith cree tam bién que a p a rtir de cierto grado de riqueza o tras virtudes se hacen necesarias p ara la felicidad, y que ella, p o r sí sola, no puede colm ar los deseos de un hom bre m oralm ente en sus cabales. Con ayuda de su planteam iento ético, pero sin utilizarlo 16.. A. Smith, The theory of moral seníiments (en Moral and Políticat Phítosophy. Nueva York, 1948, p. 39).

explícitam ente, Sm ith escribió La riqueza de las naciones, que publicó en 1776. Es m ás, La riqueza de las naciones es el prim er libro de econom ía que aísla su estudio de toda consideración ética. Aunque en este sentido haya que considerarlo como la piedra fundacional de la econom ía política como ciencia, el famo­ so texto no se explicaría sin la justificación m oral previa, por p arte de Sm ith, de las m otivaciones egoístas de la acción hum ana. Ahora bien, paradójicam ente, esa justificación es providencialista. En su Teoría ya había dicho Sm ith que, en el fondo, no es el egoísmo lo que guía a los hom bres, sino la divina Providencia, que ha puesto en nuestras conciencias el deseo de m ejo rar nuestra si­ tuación m aterial. Si no existiera la Providencia, el m undo sería puro caos. En vez de ello, Dios ha ordenado la vida económica de tal modo que existe una arm onía adm irable en toda la sociedad. Los hom bres, siguiendo la ilusión de que buscan sólo su propio bien, laboran por los dem ás. Prim ero crean riqueza para sí m is­ mos, pero luego la tienen que gastar y re p a rtir. Levantan factorías, surcan océanos y cultivan la tie rra p ara enriquecerse, pero enri­ quecen de paso a todo el género hum ano. Los infinitos egoísmos' individuales que pueblan el planeta form an un todo arm ónico a pesar de e n tra r en liza en tre sí, en la concurrencia universal por la riqueza y los bienes escasos. En o tro pasaje no m enos célebre que el anteriorm ente citado dice Adam Sm ith que [los hombres] son conducidos por una mano invisible que les hace distribuir las cosas necesarias de la vida casi de la misma manera en que habrían sido distribuidas si la tierra hubiera estado repartida en partes iguales entre todos sus habitantes y, así, sin proponérselo, sin saberlo, promueven el interés de la sociedad y proporcionan medios para la multiplicación de la especie.

He aquí una concepción estrecham ente vinculada a una con­ fianza en el orden social como reflejo del orden natural, así como de la racionalidad fundam ental de los hum anos, todo ello muy dentro del espíritu general de la Ilustración. Ahora bien, la «invi­ sible mano» de la Providencia no se detiene en la arm onización de la vida económ ica general, sino que prom ueve tam bién el fun­ dam ental fenóm eno de la división del trabajo.'1 M erced a la divi­ sión del tra b a jo —tendencia según él característica sólo del hom ­ bre— es posible in crem entar la eficacia del esfuerzo hum ano ilimi­ tadam ente. H asta Sm ith no se había hecho análisis alguno de esta cuestión. Los utopistas, Platón y M oro en especial, habían puesto m ucho énfasis sobre la cuestión de la división del trab ajo , pero en una form a estática, dom inada p o r consideraciones extraeconó­ m icas. Sm ith ve en la división del tra b a jo entre los hom bres la causa m ism a del aum ento de productividad, y p o r lo tanto de la abundancia de riquezas Al ocuparse del tra b a jo como concepto central de atención, Sm ith descubre que su valor no es exactam ente el m ism o que 17. Para la división del trabajo véase el cap. VIII de Weatth of Nations.

el valor de los objetos que produce. Con ello surge su distin­ ción entre valor intrínseco de la m ercancía en cuestión —el de su trab ajo — y valor en cam bio —el de su precio en el m erca­ do—. E sta distinción le lleva a considerar qué sean los salarios y qué las ganancias. Según él, los prim eros son el pago que se da a la m ano de obra, pero están determ inados p o r la oferta y la de­ m anda que exista. A m ayor oferta, m enores serán los sueldos y salarios. Las ganancias se pagan al capital invertido y sus varia­ ciones dependen tam bién de la llam ada ley de la oferta y la de­ m anda, según la cual el precio es consecuencia exacta del equi­ librio entre la dem anda de un bien en el m ercado y la oferta del m ism o. Con sim ilares criterios define Sm ith su idea del interés (ganancias que se derivan del capital prestado) y de la ren ta de la tierra. Con todo ello Sm ith crea nada m enos que todo un nuevo conjunto de conceptos, sobre los cuales se elaborará, a par­ tir de la aparición de su obra, toda la econom ía política liberal y una gran p arte de la socialista. La política económ ica que preconiza Sm ith responde a la idea de la libre concurrencia, expresada por la fórm ula fisiocrática de laissez faire, laissez passer, le m onde va de lui mente, y su teoría política está tam bién entroncada con ella. El estado, como afir­ m aba su íntim o amigo David Hume, no tiene o tra tarea que la de garantizar la justicia, la seguridad y el orden. A parte de esto, lo que tiene que hacer es abstenerse de intervenir y dejar que los hom bres inconscientem ente obedezcan los designios de la oculta m ano de la Providencia. Toda la sociedad obtendrá ventajas de ello: los consum idores conseguirán bienes baratos, no gravados por las gabelas de un estado feudal, y los obreros p odrán moverse librem ente en busca de trab ajo m ejor pagado. Sm ith es el cam ­ peón de la lib ertad de comercio, el enemigo de las aduanas, la expresión teórica m ás acabada de los anhelos de la burguesía industrial y m arítim a de la Gran B retaña, aunque, ju sto es decir­ lo, no fuera un librecam bista radical, sino m oderado.18 A pesar de ello, Adam Sm ith aísla en su Riqueza de las naciones las caracte­ rísticas económicas de la concepción individualista liberal, con tanto tino y pureza, que con él comienza la idea del hom o oeconomicus, es decir, de la consideración del hom bre como ser impelido exclusivam ente p o r m otivaciones de beneficio propio e individual. La obra sm ithiana no sólo expresaba los deseos de los hom bres de negocios, sino que les proporcionaba argum entos para que siguieran presionando sobre el gobierno en su política, basada aún en la protección a los decadentes gremios y en el m antenim iento de una concepción feudal de la tierra. Los gobernantes ingleses y el Parlam ento concluyeron un tratad o de libre comercio con Francia en 1786, expresión directa del influjo de la Riqueza de las Naciones. Y su influencia en el desarrollo del pensam iento econó­ mico ulterior fue de largo alcance. Su concepción del trab ajo hu­ 18. Othmar Spann, Historia de las ideas económicas, trad. J. R. Pérez Bances. Madrid, 1934, p. 90.

m ano como origen del valor será un pivote sobre el que ha de g irar el pensam iento político y económico liberal y el pensam ien­ to ético socialista y m arxista. Además, su seria conceptualización de las h a sta entonces vagas ideas sobre los fenóm enos económicos dio a su estudio categoría de ciencia social; de hecho, la economía política es la p rim era entre las ciencias sociales desde el punto de vista cronológico.

M O N T E SQ U IE U § 1. S em bla n za de M o n t esq t jie u . — E l b aró n de la Bréde y de M ontesquieu, Charles Louis de Secondat, nació a unas cinco leguas de Burdeos, en 1689, en el seno de u n a fam ilia que había tenido y tenía cargos en el P arlam ento de aquella ciudad. Sus antepasa­ dos habían servido al reino de N avarra antes de que éste se fun­ diera con el de Francia y habían m ilitado tan to en el cam po católico como en el p ro testan te d u ran te las guerras de religión del siglo x v i i . En sus años escolares m ostró una ab ierta inclina­ ción po r ei estudio de la h istoria, que fue anim ada p o r su padre. M uerto éste, Charles Louis fue nom brado consejero en el Parla­ m ento de B urdeos, en 1714, y dos años después heredaba la m agis­ tra tu ra que en él ejercía su tío, al tiem po que tom aba el nom bre de M ontesquieu. Su actividad en aquella institución —m ás adm i­ n istrativ a que política— no le satisfacía y le daba cierto hastío. E n vez de ello, M ontesquieu continuaba interesándose por el conocim iento de la historia. Pudo m o stra r sus dotes en este terren o en la recién fundada academ ia provincial de Burdeos, con un ensayo sobre La política de los rom anos en la religión. Allí extendió su curiosidad a las ciencias n aturales, e hizo algunas in­ vestigaciones físicas y fisiológicas. Felizm ente, abandonó este tipo de pesquisas en favor de los estudios sociales, p a ra los que estaba incom parablem ente m ejo r dotado. En 1721 M ontesquieu publicó sus Cartas persas, una crítica sutil de las costum bres y la organización de Francia, que obtuvo un éxito fulm inante. (El artificio de satirizar la sociedad europea desde la supuesta perspectiva de los no occidentales fue pronto im itada p o r el irlandés Oliver G oldsm ith en su Ciudadano del M undo y p o r el español José Cadalso, con sus Cartas Marruecas.) Al poco tiem po vendió su cargo parlam en tario y se dirigió a Pa­ rís, donde participó con entusiasm o en las discusiones filosóficas y científicas que agitaban a los ilustrados. No sin dificultades entró en la Academia Francesa en 1728. Hizo entonces un largo viaje por Austria, H ungría, Italia, Alemania y los Países Bajos; de allí partió p ara Inglaterra, de donde Voltaire acababa de retornar. El viaje y estancia en Londres fueron p a ra M ontesquieu casi tan decisivos como lo fueran p ara Voltaire. Gracias a am bos, el pen­ sam iento político continental se puso en contacto con la nueva

constitución política inglesa, así com o con los rasgos m ás carac­ terísticos del liberalism o de aquella isla. M ontesquieu pudo vivir por sí m ism o la existencia de un gobierno próspero que sufría las críticas m ás libres sin que se sintiera am enazado por ellas y de un país que carecía de prisión p ara quienes disentían de la opinión oficial, como lo era en Francia la Bastilla. A los dos años volvió a Burdeos, donde comenzó a tra b a ja r en algunos estudios sobre la historia rom ana, que culm inaron en sus Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los rom anos y de su decaden­ cia, texto en el que in ten ta hallar regularidades históricas en la expansión y decline de las sociedades, aunque tom e sólo la de Rom a como ejem plo. El libro apareció en 1734. Pero su obra máxima, E l espíritu de las leyes, ya estaba en gestación. É sta vio la luz en 1748, y tuvo un éxito tal que salieron veintidós ediciones en m enos de dos años. Con reservas o sin ellas, los ilustrados lo aceptaron y celebraron, m ientras que los sectores católicos se pusieron a la defensiva, acusando a su au to r de las cosas m ás dispares, los unos de ateísm o, los otros de anglicanismo, m ientras que unos terceros se lim itaban a insultarle. Su escrito fue in­ cluido en el índice de libros prohibidos p o r la Iglesia católica rom ana, en 1752. Entonces M ontesquieu se defendió anónim a­ m ente en un panfleto que publicó en Ginebra. M ontesquieu m urió en 1755, en París, d u ran te uno de sus viajes a aquella ciudad, a los setenta años. M ontesquieu fue un hom bre m oderado y bondadoso; descuida­ do en el vestir y frugal en el com er, se preocupó m ás de sus estudios que de au m en tar los bienes heredados. Luchó contra una vista deficiente toda la vida, pero no se quejaba. Su vida fa­ m iliar fue recta, y sus reacciones fren te a los ataques de sus dogm áticos enemigos, tan irónicas como pacientes. Su espíritu pertenece de lleno a la Ilustración, pero no puede encasillarse en ninguna de sus escuelas o sectas. La naturaleza de su obra es im precisa; hay quien considera a M ontesquieu au to r literario, quien ve en él el p rim er sociólogo, quien u n ideólogo, quien un pensador político, quien un historiador. Poca duda cabe que el barón de M ontesquieu fue todas esas cosas a la vez.1 § 2. Los o r íg e n e s del m éto d o s o c io l ó g ic o . — Existen, en la lar­ ga histo ria de la filosofía social, algunos precedentes disem inados de obras y autores que enfocan su estudio con un espíritu socio­ lógico. Así el poem a sobre Las cosas de la naturaleza, de Lucrecio, intentab a explicar la sociedad hum ana en térm inos racionales sin causación de origen divino, y el estado p resente de la hum anidad como consecuencia de u n largo proceso de aprendizaje y de una evolución n atu ral de n u estra propia especie. No obstante este y otros ejem plos que pueden ponerse, la continuidad del enfoque sociológico de la realidad sólo com ienza con M ontesquieu. Según 1. Una versión revisada de este capítulo aparece en T. Raison, ed., The Founding Fathers of Social Science, Londres, 1979, pp. 17-25 («Montesquieu», por S. Giner).

tal criterio, este escrito r sería uno de los fundadores de la socio­ logía. El enfoque sociológico de M ontesquieu aparece ya en su o b ra histórica sobre los rom anos. Sus Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los rom anos y de su decadencia afirm a que el azar no dirige los destinos del m undo. La historia puede parecem os caótica, pero es en realidad consecuencia de leyes pro­ fundas, que no vemos, p ero que deberíam os desentrañar. He aquí un pasaje célebre que responde a esta convicción: No es la fortuna la que domina el mundo. Preguntémoslo a los ro­ manos, que tuvieron constante prosperidad cuando se gobernaban según un plan, y constantes reveses cuando se gobernaban según otro. Hay causas generales, o morales o físicas, que actúan en cada monarquía, la elevan, la mantienen o la precipitan. Todos los accidentes están some­ tidos a esas causas, y si el azar de una batalla, es decir, una causa par­ ticular, ha arruinado un estado, había una causa general que hacía que ese estado debía sucumbir por una sola batalla. En suma, la marcha principal arrastra con ella todos los accidentes particulares.2

A tenor del enfoque representado p o r esta y m uchas citas sim i­ lares, M ontesquieu p resen ta coherentem ente la idea de que la sociedad hum ana posee leyes intrínsecas que determ inan todos los caracteres de su vida. Ello es diferente de una concepción providencialista de la sociedad, que atiende sólo a líneas generales y adem ás ve en la divinidad su causa final, p a ra decirlo con los térm inos aristotélicos que la m ism a obra de M ontesquieu ayudó a descartar del terren o del pensam iento social. Es diferente tam ­ bién del m ism o H obbes quien, a p esar de sus esfuerzos por aplicar la nueva ciencia a las cosas hum anas, creía aún que las leyes eran consecuencia de la voluntad de los hom bres. Las instituciones no dependen del «deseo que H obbes atribuye a los hom bres» sino de una m ultiplicidad de factores, dice M ontesquieu.3 Las institu­ ciones dependen de «la naturaleza de las cosas», esa expresión que encontram os constantem ente en las Consideraciones y en el E spíritu de las leyes. Lo que a M ontesquieu interesa, pues, es el dato objetivo, la situación que d eterm ina la institución, y la insti­ tución m ism a cosificada, objetivizada. P or ello h a podido afirm ar Em ile D urkheim que M ontesquieu encontró el cam po de estudio adecuado p a ra la sociología, así com o la senda que h abría de seguir en su estudio. M ontesquieu se percató de que todo hecho social debe tam bién entenderse d entro de su contexto físico, m oral e institucional, pues su aislam iento invalidaba toda interpretación. Además, inventó un m étodo m ediante el cual era posible com pren­ d er el aparen te caos de inform ación acerca de la sociedad: el de los tipos ideales.4 E l m étodo de los tipos ideales obtiene su perfeccionam iento 2. Ibid., p. 15. 3. Montesquieu, Esprit des lois, Libro I, cap. II. 4. Emile Durkheim, tesis doctoral en latín traducida con el titulo de Montesquieit et Rousseau, precurseurs de la sociologie. París, 1953, passim. Las tipolo­ gías políticas de Platón y Aristóteles son precedentes de este método.

en los albores del siglo xx, con la obra de W eber y luego con el uso de los m odelos p ara investigaciones em píricas. Sin em bargo, M ontesquieu lo sugiere p o r p rim era vez; refiriéndose a él es m ás correcto h ab lar de tipos sociales que de tipos ideales. Montes­ quieu considera que la m ente puede organizar la m ultiplicidad de costum bres, rasgos y fenóm enos sociales en general en una serie lim itada de tipos o form as de organización social. Si esta­ blecem os una tipología adecuada, exhaustiva y ágil, verem os los casos particulares ajustarse a ellos por sí mismos, las historias de todas las naciones no ser sino consecuencia de ellos y cada ley particu­ lar estar ligada a otra ley, o depender de otra más general.5

Una sistem atización idónea de tipos sociales puede h acer inteli­ gible el universo hum ano, siem pre que ello no signifique confundir objetos con dichos tipos, clases o categorías. Si M ontesquieu habla de dem ocracia, p o r ejem plo, lo hace a sabiendas de que cada dem ocracia concreta difiere en m uchas m aneras de la elaborada por la m ente. Los tipos ideales (M ontesquieu no usa este térm ino) son herram ien tas p ara analizar casos concretos, que forzosam ente han de desviarse de ellos. E ste m étodo es deficiente si no se tiene en cuenta que las instituciones sociales son cam biantes; es decir, es un m étodo estático, que en el E spíritu de las leyes M ontesquieu olvida com­ b in ar con el em pleado en sus Consideraciones, donde —no se sabe si influido p o r Vico— su au to r estudia el cam bio a través del tiempo. En efecto, en este últim o tratad o , M ontesquieu dirige su atención hacia el fenóm eno de la decadencia cultural, política y económ ica de los grupos hum anos, u n a aportación m uy im por­ tan te a la m etodología de la historia, y u n género que h ará for­ tuna.6 Aunque am bas m aneras de aproxim arse a la realidad social no aparezcan ju n tas en sus obras, la posibilidad de unirlas que­ daba abierta a la ciencia social posterior. § 3. S ociedad , m e d io a m b ie n t e , c r e e n c ia s . — La I II p arte del E spíritu de tas leyes com ienza con un capítulo intitulado «De las leyes en relación con la naturaleza del clima», que va seguido de otros dedicados al m ism o tem a. Luego hay o tro cuyo título es «De las leyes en su relación con la naturaleza del terreno», y acaba dicho libro con un capítulo dedicado a «las leyes en su relación con los principios que form an el esp íritu general, las costum bres y las m aneras de una nación».7 E sta tercera p arte es la que m ejo r representa la aplicación de los criterios sociológicos de M ontesquieu a la realidad por él conocida. 5. Montesquieu, Esprit, prefacio. 6. Cf. Edward Gibbon, Decline and Fall of the Román Empire (1776) y Oswald Spengler, Der Untergang des Abenlandes (1918). 7. Montesquieu, Esprit, III parte, libros 14 a 19; salvo indicación expresa, las referencias de esta sección se pueden encontrar incluidas en ellos.

El brevísim o p rim er capítulo de esta I I I p a rte dice textual­ m ente: Si es cierto que el carácter del espíritu y las pasiones del corazón son extremadamente diferentes en los diversos climas, las leyes deberán ser relativas tanto a la diferencia de esas pasiones como a la diferencia de estos caracteres. Tal postulado significa, sim plem ente, u n a negación de la creen­ cia en la invariabilidad del esp íritu hum ano. La idea tradicional afirm aba que el hom bre era fundam entalm ente el m ism o a través de todos los tiem pos y lugares. M ontesquieu la pone en tela de juicio; la naturaleza hum ana es variable, y esa variación está en relación con el m edio físico (clima y país) y con el medio social (lo que él llam a, con el lenguaje de su época, «espíritu general», «costum bres» y «maneras», y que hoy los sociólogos llam an cul­ tu ra y e stru c tu ra social, con no m uy diversas intenciones de significación). La enum eración de factores que determ inan el or­ den social y los caracteres de los individuos es, por ser la p ri­ m era llevada a cabo, b astan te im perfecta y h a sta sim plista. Ello no puede q u ita r a M ontesquieu el honor de h ab er planteado la cuestión coherentem ente p o r vez prim era, si dejam os de lado, por su carácter incipiente, aportaciones com o la de Jean Bodin. M ontesquieu p resta prim ero atención al m edio físico, en gene­ ral, no sólo al clim a y al terreno del que hablan sus cabezas de capítulo. No tiene interés excesivo el rep ro d ucir aquí cómo razona acerca de las m aneras en que la calidad de vida hum ana es afectada p o r los accidentes del terreno, la abundancia o es­ casez de las vías fluviales, la proxim idad del m ar, la presencia del frío o del calor. Pero aunque sus teorías de causación clim á­ tica no sean siem pre acertadas conviene tam bién decir que su lectura directa nunca huelga, pues su estilo preciso y aforístico depara vislum bres no superados. B aste decir que en lo que toca al clim a M ontesquieu utiliza los esquem as bipolares de oposición frío-calor, clim a m oderado-clim a extrem ado, y en lo que toca al territo rio el esquem a (de carácter, en realidad, económico) esterilidad-fertilidad. Com binados todos ellos nos dan los carac­ teres psicosociales o el m odo de ser de las gentes de un país. Ahora bien, el d e te rn in ism o clim ático y geográfico de M ontes­ quieu no es absoluto ni vulgar. En p rim er lugar, los hom bres reaccionan fren te al clim a de dos modos diversos. Física y fisio­ lógicam ente el clim a les afecta en form a directa. Socialmente, tienen que ad ap tarse a él, y ello les fuerza a co n stru ir sus casas de m aneras diversas, a cultivar diferentes vegetales, y a adqui­ rir hábitos adecuados a cada caso. Aunque esta reacción es m ás im portante, a la postre, que la prim era, M ontesquieu le p resta una atención m ás lim itada. La p rim era la explica en térm inos de contracción y expansión de las fibras nerviosas, según las hipótesis fisiológicas de su tiem po. Así las gentes de clim as cáli­ dos y m eridionales, cuyos nervios están dilatados, son sensibles,

perezosos, y tím idos, y los que viven en el septentrión frío son duros, valientes y trab ajad o res.8 Por m ucho que tales ideas sean inexactas, M ontesquieu puso en claro que la influencia de la situa­ ción clim ática sobre el hom bre es im portante, aunque su m agni­ tu d y lugar d entro del conjunto de factores que determ inan nues­ tro tem peram ento sean de índole diversa a la im aginada por él. El ejem plo que tom a M ontesquieu p a ra ilu stra r su idea del influjo del clim a sobre la sociedad es el de la esclavitud. Según él la institución de la esclavitud «choca a la razón». Sin em bargo, hay países donde parece m enos irracional. M ontesquieu no puede acep tar la idea tradicional de que el alm a hum ana está corrom ­ pida p o r un pecado original; por otro lado se da cuenta de que la idea de que todos los hom bres son racionales y libres es incom patible con la presencia en m uchos lugares de instituciones como la de la esclavitud. Entonces, com o buen sociólogo, Mon­ tesquieu busca causas externas ta n to a lo sobrenatural como a la conciencia supuestam ente p u ra y racional de los individuos aislados, puesto que, m oral ap arte, la esclavitud no es «útil ni al am o ni al esclavo».9 La esclavitud proviene en realidad de la diferencia de m entalidad en tre dos pueblos, de sus respectivos sistem as de prejuicios, los cuales son, p o r naturaleza, irraciona­ les. La esclavitud tiene su origen en «el desprecio que una nación concibe por otra, fundado sobre la diferencia de las costum bres». El desconocim iento del hom bre, la consideración de los otros hom bres com o seres extraños, dice M ontesquieu, citando a López de G om ara, hace posible la esclavitud. Según ella un grupo hum a­ no considera al o tro como infrahum ano. O tro origen de la escla­ vitud es la religión, la cual da a quienes la profesan el derecho a reducir a la servidumbre a quie­ nes no la profesan, para laborar así más fácilmente en pro de su pro­ pagación.10 Mas esta causa podría reducirse a la anterior, en tan to en cuanto la religión es, p a ra el escrito r ilustrado, un m ito que no ha sido elaborado p o r la razón, o sea, u n conjunto de prejuicios. Ahora bien, la causa principal de la esclavitud es una com bina­ ción de la falta de libertad política y del derecho a vender. Al faltar la libertad política los hom bres no valen m ucho, y pueden ser enajenados en grupo o individualm ente. Cuanto m ás libertad hay en una sociedad, m ás d u ra es la esclavitud, h asta que por fin desaparece. O tra causa, en fin, sería el hecho de que en los países m eridionales, donde m ás abunda, «el calor debilita el valor y agota el cuerpo», haciendo a los individuos presa fácil de los m ercaderes de hom bres. Visto este ejem plo del enfoque sociológico de M ontesquieu al analizar una institución social dada, veamos, con brevedad, 8. John Plamenatz, Man and Society, Londres, 1963, vol. I, p. 259. 9. Montesquieu, Esprit, Libro XV, cap. I. 10. Ibid., Libro XV. cap. IV.

algunos de los factores que determ inan p a ra él las situaciones sociales m ás dispares; en tre los que sobresalen los siguientes: I. El volum en de la población.11 Después de invocar, significa­ tivam ente, a Lucrecio, M ontesquieu considera la relación que existe en tre las leyes sociales y el núm ero de los habitantes. Las cosas m ás diversas pueden e sta r determ inadas p o r la composi­ ción y volum en de la población, com o son el núm ero de m ujeres legítim as que tiene cada varón, la dureza del gobierno, el grado de cultivo de los cam pos. Y, a su vez, el volum en de la población depende, a fin de cuentas, de II. La organización del tra b a jo y la economía. M ontesquieu, contem poráneo de la Fisiocracia, piensa sobre todo en la agricul­ tura. La población agrícola de cada país puede alim entar a un núm ero lim itado de hom bres. El grado de bien estar o penuria de un país dependerá del núm ero de sus agricultores y de la calidad de sus aperos. Pero, respecto a estos últim os, sus ideas en lo que se refiere a innovaciones técnicas son interesantes. M ontesquieu, cultivador de viñedos en su tierra, se inquieta ante el paro obrero que pueda re su lta r de la introducción de nuevas técnicas, con lo cual inaugura una actitud de recelo frente a las consecuencias del desarrollo tecnológico basada en este fenómeno. III. La gran m ovilidad social, el com ercio y los viajes. Ellos hacen a los pueblos m ás civilizados. La visión de las variaciones de la naturaleza hum ana —cuya existencia es restringida, m as no negada— vuelve a los hom bres m ás ecuánim es y los desposee de prejuicios, al tiem po que hace sus m odales m ás refinados y sus leyes m enos duras. IV. La religión. Im pone un m odo de vida independientem ente de su verdad o falsedad; su fuerza «proviene de que se la crea».112 A su vez, las diversas religiones del m undo producen grados dife­ rentes de adhesión en sus fieles, con lo cual influyen m ás o menos en sus vidas; «ello depende de la m anera con la que se ajustan a la m anera de sen tir y de pensar de los hombres», añade Mon­ tesquieu.13 Baste la enum eración de estos factores p ara acabar de perfilar la idea de que, p a ra M ontesquieu, la sociedad es una intrincada —aunque no inexplicable— red de relaciones, un sistem a de in­ terrelaciones altam ente com plejo, que no puede com prenderse según criterios sim plistas de causalidad. No es o tro el supuesto elem ental con el que operan los teóricos de la sociología contem ­ poránea, cuando se ven obligados a establecer generalizaciones. § 4. E l e s p ír it u de las le y es s o c ia l e s . — H abráse notado que los factores que anteceden determ inan las leyes de la sociedad y no sólo las del estado. Y es que con M ontesquieu surge la idea de que no puede h ab er teoría política sin teoría social. 11. Montesquieu, ibid., Libro XXIII, cap. I y sig. 12. Ibid., Libro XXVI. cap. II. 13. Ibid., Libro XXV, cap. II.

H asta este instante hem os dedicado m ás atención a la teoría política que a cualquier o tro de los aspectos p articulares de la social; ello se debe al enfoque y énfasis m ism o de los autores sobre la filosofía política. Es m ás, h a sta Bodin se consideraba que cuerpo político y cuerpo social eran uno solo. Jean Bodin comienza a concebir el estado como una institución social entre otras, ayudado p o r el lúcido análisis m aquiaveliano. Gracias a ello, el renacentista francés entiende el estado como algo espe­ cial, p o r m uy im po rtan te que sea, d entro de u n m arco m ás gene­ ral. M ontesquieu continúa p o r esa línea —que culm inará con Tocqueville y Marx, y es la aceptada hoy— que es la que afirm a que el estado es u n a institución política particu lar, que no sólo no se identifica con toda la sociedad, sino que tam poco agota la vida política de u n pueblo. En consecuencia, M ontesquieu cree que el espíritu de las leyes pertenece a toda la com unidad hum a­ na, y que no tiene que ir vinculado de necesidad al cuerpo políti­ co. Por «espíritu» no entiende M ontesquieu nada trascendental. No hace falta tam poco pen sar en el sentido francés de la palabra esprit, cuya sutileza no encuentra traslación castellana, sino ate­ nerse a la definición que él nos da, y que en seguida reproducire­ mos. Antes de ello, tengam os en cuenta de nuevo que p ara M ontesquieu las leyes sociales —que n o son solam ente las pro­ m ulgadas, claro— dependen «de la naturaleza de las cosas», o sea, del am biente físico, de las instituciones sociales preexistentes, de esa n aturaleza hum ana que existe en el fondo de cada hom bre, m odificada p o r su pasión y su situación personal. P or o tra parte, la filosofía m ontesquieuana elim ina o descarta la razón como factor único en la determ inación de la ley social, por no decir que suprim e la posibilidad de u n legislador sob renatural y que relativiza p o r com pleto la antigua visión del derecho n atu ral como algo inalterable en el tiem po y el espacio. ¿Cuál será en­ tonces la sustancia, o como d irá M ontesquieu, el espíritu de las leyes? Las leyes se entenderán como resultado de haces de factores, que convergen en puntos determ inados. Las leyes son efectos de las relaciones e interrelaciones m últiples de un gran conjunto de causas físicas y sociales. Dichas relaciones o rapports, define M ontesquieu, fo rm en t tous ensem ble ce que l’on appelle «Vesprit des lois». Quien intente develar la sustancia de las leyes sociales deberá ir elucidando, uno a uno, cada uno de los factores que, com binado con los dem ás, determ ina una situación norm ativa concreta. Sin em bargo, el hom bre es u n ser m oral e intelectual, capaz p o r su p arte de contro lar situaciones e im poner su volun­ tad, haciéndolas, con ello, aún m ás com plejas. El hom bre puede im poner la razón sobre su m undo físicosocial. Por ello no nos tiene que so rprender que M ontesquieu afirme que «la ley, en gene­ ral, es la razón hum ana, en ta n to que gobierna a todos los pueblos de la tierra». Ahora bien, la ley como razón no es tam poco la razón inalterable de los griegos, válida p a ra cualquier com unidad hum ana, sino una razón altam ente relativizada. Las leyes pro­

m ulgadas o legales tienen que ser apropiadas a cada país, a cada tem peram ento, o cada situación y es p u ro azar que las de un lugar sirvan p ara otro.14 E sta concepción es fru to de un deber ser racionalista m ezclado con el determ inism o antes aludido. Es evi­ dente que todo ello redunda en una cierta vaguedad en la con­ cepción de M ontesquieu, pues nunca se nos dice h asta qué punto es im p o rtan te cada uno de los factores a los que se refiere. M ontesquieu cree en una razón com ún a todos los hom bres, de la que em ana la ley pero que es m odificada en cada caso por factores tan dispares com o son las creencias, el clim a y las m últiples instituciones sociales en el seno de las cuales tiene que operar. Al relativizar así la fuerza de la razón como poder creador de leyes, M ontesquieu introduce un cierto escepticism o en lo que se refiere a la capacidad hum ana de c re a r un m undo jurídico justo. Su crítica es doble: p o r un lado ataca al iusnaturalism o tradicional p o r su carga teológica y p o r otro rechaza el m ateria­ lism o y el m ecanicism o burdos de ciertas escuelas ilustradas de la época. Ni el h ado divino —la Providencia— ni el determ inism o ciego de la m ateria agotan la realidad social: «Quienes han dicho que una ciega fatalidad han producido todos los efectos que per­ cibimos, h a n dicho u n a g ran absurdidad», afirm a M ontesquieu15 ¿Cómo se entiende desde perspectiva puram ente determ inista que existan seres a veces clarividentes como son los hom bres? § 5. L a t ip o l o g ía de l o s esta d o s . — Los griegos, sobre todo por boca de A ristóteles, habían establecido una clasificación de regí­ m enes y estados según sus constituciones. T ratábase, se recor­ dará, de su división en m onarquías, aristocracias y dem ocracias. (En lenguaje aristotélico estricto, m onarquías, aristocracias y politeyas, con sus correspondientes form as de constitución dege­ nerada: tiranías, oligocracias y pseudodem ocracias.) En su Espí­ ritu de las Leyes M ontesquieu propone una nueva taxonom ía, des­ tinada nada m enos que a su stitu ir a la establecida h asta entonces por la propuesta en la Política de Aristóteles. M ontesquieu clasifica los gobiernos en republicanos, m onár­ quicos y despóticos: El gobierno republicano es aquel en el cual el pueblo todo, o sólo una parte de él, posee la potencia soberana; el monárquico, aquel en el que manda uno solo, mas según leyes fijas y establecidas; mientras que, en el despótico, uno solo, sin ley ni regla, arrastra todo por su voluntad y por sus caprichos.16 A su vez, las repúblicas se subdividen en dem ocracias y aris­ tocracias: 14. Ibid., Libro I, cap. III. 15. Ibid., Libro I, cap. I. 16. Ibid-, Libro II, cap. I.

Cuando, en la república, el pueblo en peso detenta el poder soberano, se trata de una Democracia. Si el poder soberano está en manos de una parte del pueblo, se llama Aristocracia La distinción tradicional griega era m ás inteligible pues esta­ ba basada en el núm ero de quienes p articipaban en el gobierno, uno, unos cuantos, m uchos. La de M ontesquieu, m enos com pren­ sible, no es p o r ello a rb itraria. M ontesquieu ap u nta a ciertos elem entos que h abían sufrido cierto olvido antes que él, y que son los del funcionam iento interno del gobierno. En prim er lugar es posible subsum ir dem ocracia y aristocracia b ajo un tipo general de gobierno, porque am bas se rigen m ediante m ecanism os parlam entarios, poseen un sistem a procesal y una distinción clara en tre las diversas funciones del gobierno. Mien­ tra s que en una m onarquía no despótica, ejecución y legislación están en m anos del rey y su consejo juntos, legítim am ente reuni­ dos. El criterio de M ontesquieu, p o r lo tanto, no es num érico, sino que consiste en averiguar si hay o no confusión de poderes en una m ism a persona o cuerpo. M ontesquieu se dio cuenta de que el régim en inglés —cuya observación tan to peso tiene en toda su obra— era fundam entalm ente una aristocracia y que en ella los organism os decisorios eran diferentes p ara la legislación y para la ejecución. Luego, form alm ente, aristocracia y dem ocra­ cia debían ser entendidos como pertenecientes a u n m ism o tipo político, p o r lo m enos en su m odo ideal, que es lo que a él inte­ resa, según los principios p o r los que se rige su m étodo de exposición y análisis. Im po rtan te es tam bién la distinción en tre m onarquía y despo­ tism o. E n la m onarquía el rey no gobierna solo, pues nom bra m inistros, secretarios, jueces, pero su suprem a autoridad se ejer­ cita de acuerdo con costum bres, tradiciones y frenos sociales de toda índole. La institucionalización del rey lim ita y dirige sus poderes. Si sus decisiones son aceptadas y tienen fuerza de ley es porque concuerdan con la tradición y las costum bres, y estas m ism as garantizan un cierto grado de libertad p a ra los súbditos individuales y de autonom ía p ara las instituciones interm edias, ayuntam ientos, consejos, parlam entos provinciales, gremios. El despotism o en cam bio es el reino de lo arb itrario , cuyas lim ita­ ciones existen en su m ínim a expresión. No existen instituciones interm edias en tre el individuo y el poder suprem o que el rey no puede tocar, com o ocurre en m onarquías com o la francesa. Los países que m ás concuerdan con su tipo de despotism o son, según él, los orientales, com o P ersia y China.1' Los regím enes despóticos de esos países se caracterizarían p o r el miedo que cada individuo siente de los dem ás. M ontesquieu es el p rim er au to r que define el despotism o como u n estado general de tem or entre todos los individuos, y no sólo de tem or frente al déspota. He aquí algunos 17. Ibid., Libro II, cap. II. 18. Cf. J. Plamenatz, op. cit., pp. 265-271.

pasajes de su descripción del despotism o, que bien pudieran aplicarse a un estado policía de n u estro siglo: En los estados despóticos la naturaleza del gobierno pide una obe­ diencia extrema; y la voluntad de un príncipe, una vez conocida, debe tener su efecto con la misma infalibilidad con que una bola lanzada contra otra tiene que tener el suyo. No existen temperamento, modificaciones, acomodaciones, términos, equivalentes, tratos, peticiones; nada igual o mejor que proponer; el hombre es una criatura que obedece a otra criatura que quiere. No se puede tampoco expresar temor sobre un suceso futuro, ni excusar su mal éxito a causa del capricho de la fortuna. La guía de los hombres, como la de los animales, está en el instinto, la obediencia, el castigo. De nada sirve oponer los sentimientos naturales, el respeto hacia un padre, la ternura hacia los hijos y las mujeres, las leyes del honor, el estado de salud; se ha recibido la orden y ello basta.1’ Según el enfoque sociológico de M ontesquieu, cada régim en político corresponde a un tipo determ inado de sociedad. Así, su com paración del despotism o con los regím enes del Asia no es caprichoso; obedece a u n a larga tradición occidental, que arranca de H erodoto m ism o, según el cual los grandes im perios orienta­ les son despóticos por naturaleza, m ientras que los despotism os europeos no son estables. La larga estabilidad de los despotis­ mos asiáticos es la que llevará m ás tard e al m ism o Marx a h ablar de «un m odo asiático de explotación del hom bre» ligado estrictam ente al régim en político cuyas características psicoló­ gicas —el m iedo— y m ecanism o —obediencia ciega— con tan ta justeza describió el baró n de M ontesquieu. § 6. La d o c t r in a de la d i v i s i ó n de p o d e r e s . — El régim en que interesaba a M ontesquieu era el republicano, en el sentido que p a ra él tiene este térm ino, es decir, el que con m ayor propiedad h abría que llam ar hoy constitucional. En él cabe desde una repú­ blica aristo crática a una dem ocracia popular, siem pre que se rijan p o r un principio de legalidad general y otro de división de poderes. A M ontesquieu lo que le preocupa es cómo debe orga­ nizarse el gobierno p a ra asegurar la existencia de la libertad. Al m editar sobre ello, M ontesquieu perfecciona la naciente teoría de la división de los poderes del estado, según sus propios criterios. Su tare a no consiste sim plem ente en reelab o rar la aportación de Locke a la ciencia política, com o p udiera h acer creer una superfi­ cial lectu ra de su obra. M ontesquieu, en su capítulo «De la constitución de Inglaterra»,10 dice: Hay en cada estado tres clases de poder: el legislativo, el ejecutivo de las cosas que dependen del derecho de gentes y el ejecutivo de las que dependen del derecho civil.1920 19. Montesquieu, Esprit, Libro IV, cap. X. Este tipo de sistema de domina­ ción ha sido estudiado por Karl Wittfogel, El despotismo oriental, Madrid, 1969. 20. Ibid., Libro XI, cap. VI.

En virtud del primero el príncipe o el magistrado promulga leyes para un tiempo o para siempre, y corrige o abroga las ya hechas. Por el segundo poder hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadas, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero castiga los delitos o juzga las diferencias entre los particulares. Llamaremos a este último el poder de juzgar y al otro simplemente el poder ejecutivo del estado. Estos poderes pueden ir ju n to s o separados, según m últiples com binaciones. Así, en m uchos países europeos el príncipe se atribuye los dos prim eros y deja a los súbditos el tercero, con lo que se m odera el gobierno. Los turcos, en cam bio, dice Montesquieu, tienen todos los poderes en m anos de u n solo hom bre, el sultán. Si, en las repúblicas, los poderes no están divididos, como ocurre en Italia, la libertad es m ás escasa que en las m onarquías m oderadas. La cuestión, pues, no reside en la form a externa de gobierno, sino en la m edida en que existe una genuina división de poderes en el estado. M ontesquieu idealizó la constitución inglesa, exagerando la división de poderes, cuando en aquel país no lo estaban tanto. Afirma que en In g laterra cada poder posee autonom ía; que el poder legislativo está dividido en dos cám aras, una popular y o tra de nobleza h ereditaria; que el ejecutivo —el rey— sólo puede v etar las decisiones de las cám aras, y que éstas sólo pueden pronunciar inconstitucionales las decisiones ejecutivas. Por lo tan­ to, existe en la In g laterra que nos p resenta el E spíritu de las leyes todo un sistem a de equilibrio m utuo que restringe los posi­ bles desm anes de cada ram a gubernam ental. Esto no era cierto del todo, pues, p o r ejem plo, el rey escogía sus m inistros de entre los m iem bros del Parlam ento, los cuales tenían allí intereses muy directos. Sin em bargo, M ontesquieu p resenta un esquem a sencillo que ha de ser seguido e im itado p o r todos los constitucionalistas liberales h a sta nuestros días. La idea es que la división de poderes es en realidad una división de poder único y soberano y que, gracias a ella, cada poder parcial fren a a los dem ás. Y el objeto de ello es la libertad. § 7. L ib e r t a d y s o c ie d a d . — Todo el sistem a político que Mon­ tesquieu propugna va encam inado al establecim iento de un ré­ gimen de libertad. Según él, la lib ertad no consiste en hacer lo que se quiera, sino en poder h acer lo que debe quererse, y en no e sta r forzado a hacer lo que no debe quererse.21 Es la libertad, pues, prácticam ente u n a virtud, y la v irtu d es precisam ente el motivo político propio de las repúblicas, com o lo es el honor en las m onarquías y el m iedo en los despotism os. Ahora bien, tam ­ poco hay lib ertad en las repúblicas si no son m oderadas. La única garantía p a ra que exista lib ertad política es la existencia de la m oderación. M ontesquieu es el enem igo del extrem ism o en 21. Ibid., Libro XI, cap. III.

todas sus form as. «La v irtu d m ism a necesita límites», d irá/2 ale­ jándose así de toda concepción platónica del estado como institu­ ción creada p o r y p a ra la virtud. El estado, parece indicar Mon­ tesquieu, es p a ra la vida, y como ella, sus funciones son comple­ jísim as; no pueden llevarse a cabo con justicia, sino con un espíritu de m esura, cautela y respeto hacia todos los ciudadanos (comienza con él a c o rrer esta palabra) a los que puede afectar. P ara que ello sea así hay una solución, «que el poder frene el poder». Ahora bien, frente a una distribución política del poder hay o tra que abarca a toda la sociedad, y que es tam bién necesaria p ara la existencia de la libertad, es una distribución o división de poderes que corre paralela a la anterior, y que no es horizontal como cuando los tres poderes del gobierno son iguales entre sí en au to rid ad y m ajestad. Se tra ta de u n a división clasista del poder. Al in te rp re ta r a su m anera la organización política de los rom anos, M ontesquieu hace explícita esta idea. La armonía del poder en Rom a estrib ab a en que su constitución —en la prim era época— era a la vez m onárquica, aristo crática y popular.223 En los regím enes m oderados m odernos, ella está basada en la exis­ tencia del rey, de la nobleza, y del pueblo. El rey es el jefe común, los nobles privilegiados, lo son hereditariam ente, y deben e sta r representados en una cám ara alta, p a ra fren ar sabiamente las decisiones del pueblo, no siem pre caracterizadas por la me­ sura. El pueblo puede expresar su voluntad en una cám ara baja poderosa, capaz a su vez de fren ar las decisiones injustas de la nobleza. No o tro era el m ecanism o que regía la lucha de los órdenes d u ran te la vida de la república rom ana. Montesquieu con­ sidera que esa lucha era conveniente p a ra la libertad, donde la m ayoría de autores creían que las tensiones que dividían a Roma fueron causa de su ruina. La lucha en tre patricios y plebeyos, según M ontesquieu, dio vida al estado con su equilibrio de fuer­ zas. Las divisiones sociales son necesarias p a ra la existencia de la libertad. Puesto que la diferencia en tre pobres y ricos es inevi­ table, hay que aceptarla e institucionalizarla políticamente; que­ re r que una clase ahogue al resto es algo injusto y de carácter despótico; la tranquilidad absoluta de un estado quiere decir que no hay libertad, porque no hay diálogo, ni discusión, ni legítima tensión política. Si bien es cierto que p ara M ontesquieu la lib ertad consiste en el pacífico disfrute de los bienes que tiene cada ciudadano, y que las diferencias de clase le parecen inam ovibles, su insistencia en el libre juego de las instituciones políticas, su énfasis en las garan­ tías que la hacen posible y su conciencia de la com plejidad de todo lo social representan, si se siguen lógicam ente, un paso más hacia u n a concepción del estado com o una entidad propia de la sociedad, y al servicio de ella en su totalidad. H asta entonces el 22. Ibid., Libro XI, cap. IV. 23. Ibid., Libro XI, cap. XII.

estado había sido concebido com o un poder detentado frente a casi' todos, y en m anos de unos pocos. M ontesquieu lo im agina rep artid o a todo lo largo y lo ancho de la tra m a social. El rep arto no es homogéneo, pero la idea está lanzada. § 8. L a c r ít ic a m o r a l en M o n t e s q u ie u . — En sus Cartas persas, M ontesquieu cuenta la fábula de los trogloditas." El pueblo tro ­ glodita no sabía lo que era la justicia, de m odo que m ató a su rey, y nom bró m agistrados a los que, a su vez, m ató tam bién. Consecuencia: caos. Cada uno p o r su lado. A ndando el tiempo, por fin fue posible que alguien convenciera a los trogloditas de que «el interés de los individuos reside en el interés común; que­ re r separarse del m ism o es q u erer d estru irse a sí mismo». Gracias a ello, y h arto s de inseguridad y penuria, iniciaron una vida pa­ triarcal y bucólica, b ajo un régim en republicano, h a sta que su virtud política comenzó a deteriorarse y decidieron elegir a un anciano venerable como rey. V uelta a em pezar. En esta obra de juventud M ontesquieu expresa la idea cen­ tra l de que el orden social y la libertad no dependen de las instituciones políticas ni de las leyes positivas, sino de las costum ­ bres y de la v irtu d del pueblo. La entretenida h istoria de los pobres trogloditas escapa a la sim ple creencia en el deterioro ine­ vitable de toda organización social. Las organizaciones no degene­ ra n si la virtud existe, si los hom bres no entregan alegrem ente la libertad y la ponen en m anos de otros, ni se dedican a una vida egoísta y hedonística. La libertad es una carga, y los hom ­ bres deben asum irla. La crítica de M ontesquieu, p arte integrante del vasto m ovim iento de sátira y crítica social que presencia todo el siglo x v i i i —Mandeville, Voltaire, Swift— va dirigida co n tra el abstencionism o y la apatía de los hom bres. Hay que reconocer, sin em bargo, que M ontesquieu no podía ir dem asiado lejos en su concepción de la sociedad com o algo m ejorable y perfeccionable. El estado inglés m ism o, p o r el que M ontesquieu sen­ tía ta n ta adm iración, no era p ara él sino una organización polí­ tica tran sito ria: Al igual que todas las cosas humanas tienen un fin, el estado del que hablamos perderá su libertad, perecerá. Roma, Lacedemonia y Cartago bien han perecido. Perecerá [Inglaterra] cuando el poder legislativo esté más corrompido que el ejecutivo.2425 A pesar de h ab er vivido en la época en que por fin triunfó en Europa la idea del progreso, M ontesquieu decidió ignorarla. Su crítica es clarividente, y su m étodo de análisis h a sido recogido por la sociología contem poránea, pero la falta de una visión m ás progresiva de la historia da a su obra u n fuerte aire tradicional, 24. Montesquieu, Lettres persones, cartas 11, 12 y 14. 25. Montesquieu, Esprit, p. 174. La mejor introducción general a Montesquieu es quizás la de R. Shackleton, Montesquieu: a critical biography, Oxford, 1961.

a pesar de sus innovaciones. Sus esquem as políticos, de todas form as, serán u n a h erram ien ta Utilísima p a ra los futuros revo­ lucionarios liberales, quienes h allarán en otros lugares la fe en la perfectibilidad h u m an a que en el b a ró n de M ontesquieu está ausente. M ontesquieu adem ás, sienta las bases de una m oral social laica, b asad a en el individualism o y en el respeto p o r los hom bres en cuanto tales, y en virtudes estrictam ente terrenas y explícitam ente hum anas. Su celo reform ista, en fin, suple con creces toda ausencia de progresism o en el conjunto de su obra.“

26. J. Dedieu, Montesquieu. P-.ris, 1966, pp. 163-180.

JEAN-JACQUES ROUSSEAU § 1. S em bla n za de R o u s s e a u . — R ara vez es la biografía de un hom bre tan decisiva p a ra ilum inar el sentido de su obra como en el caso de Jean-Jacques Rousseau, y, ra ra vez, tam bién, es esa obra tan autobiográfica. Nació, como dicen las p rim eras palabras de su Contrato Social, «ciudadano de un estado libre», Ginebra, en 1712. Su fam ilia pertenecía a la clase m edia de la ciudad, pero contaba entre sus antepasados y colaterales con m iem bros de la aristocracia burguesa. Cuando nace Rousseau su padre carece de fortuna. Su vida quedará m arcada p o r la influencia contraria del p retérito del que tan to ha oído h ab lar y p o r sus aspiraciones personales de aceptación social. Su nacim iento de ciudadano ex­ plica su orgullo; su pobreza, el entusiasm o p o r la igualdad.1 El padre de Rousseau, Isaac, e ra relojero, pero p ara ganarse el pan enseñaba tam bién danza, y ello en una ciudad p uritana, que la tenía prohibida. Su m adre, ciudadana tam bién, m urió a los pocos días del p arto que tra jo al m undo a Rousseau. É ste fue educado por una tía suya, y m ás crecido, p o r su padre, que le tenía toda la noche en vela, haciéndole leer las novelas y autores filosóficos contem poráneos. Su padre tuvo que h u ir de G inebra p o r culpa de un duelo, y Rousseau se vio solo. Estuvo en casa de un pasto r protestante, y luego fue puesto de aprendiz grabador bajo un m aestro tiránico, h asta que, en 1728, se fugó. Un párroco le dio una carta de recom endación p ara M adame de W arens, dam a de Annecy, joven viuda. D urante largos años le protegería, y Rous­ seau sentiría hacia ella una mezcla de sentim ientos filiales y amo­ rosos característicos de su tem peram ento, y que encontrarían eco en otros episodios de su vida. La falta de una verdadera m adre le llevó a tra n sfe rir ciertas emociones hacia o tras m uje­ res, cosa im portante en el desarrollo de las actitudes rom ánticas que pueden percibirse así en su lite ra tu ra como en su visión de la sociedad. Jean-Jacques, a los dieciséis años, fue enviado al hospicio de Turín, donde le convino a b ju ra r de su protestantism o. A los dos meses salió de aquel lugar y, después de varias vicisitudes, vuelve a Annecy, ve a M adame de W arens, y ésta le envía al sem inario, 1. Olivier Krafft, La politique de Jean-Jacques Rousseau. París, 1958, pp. 111-112.

donde reside fugazm ente. E studia m úsica. V isita a su padre. Sigue una vida que es posible llam ar picaresca en el sentido casi ino­ cente de la llevada p o r Lazarillo de Torm es, es decir, sin en tra r en la v erdadera delincuencia. P or fin, su p ro tecto ra le encuentra un em pleo en el catastro , tra b a jo que le ab u rre pero le proporcio­ na un período de tranquilidad, d u ran te el cual m ejora sus cono­ cim ientos m usicales. Su contacto con ella, en Chambéry, es m ás estrecho que nunca. Pero Rousseau, cuya salud era débil, fue a que le c u rara u n especialista de M ontpellier. Al volver se encuentra que su lugar está ocupado p o r otro suizo, peluquero de profesión. Decepcionado, p a rte p a ra París, adonde llega en otoño de 1741. G racias a su sociabilidad, consigue ser nom brado secretario del em bajad o r francés en Venecia, donde reside un tiem po al servi­ cio de u n diplom ático m ediocre. Vuelve a París, y en su posada se enam ora de la lavandera, Thérése Levasseur, m u je r tím ida y sencilla. A ella se une, pero no form alizará su estad o m atrim onial con ella h a sta veinticinco años después. R ousseau ayudó económ icam ente a su fam ilia, aun­ que no pudo m an ten er la propia. Tuvo cinco hijos con Thérése, pero se vio forzado a enviarlos a la inclusa. Al form ular sus ideas sobre la educación de la infancia, lleno de rem ordim ientos, Rous­ seau llegó a la conclusión de que «quien no puede cum plir los deberes de un padre no tiene el derecho de serlo».2 R ousseau siguió con sus escarceos m usicales y h asta consiguió e stren a r algo, sin éxito; m ientras tan to am pliaba el núm ero de sus amigos, en tre los que se encontraba Diderot. Un buen día, leyendo el Mercurio de Francia, se enteró que la Academia de Dijon ofrecía un prem io al m ejo r ensayo sobre la cuestión de «si el establecim iento de las ciencias y las artes h a contribuido a corro m p er o a d ep u rar las costum bres». R ousseau se sintió poseído de la inspiración, según cuenta, y escribió febrilm ente el Discurso sobre las ciencias y las artes, vencedor del concurso en 1750, y ocasionador tan to de una polémica ardiente como de la fam a de su autor. Pero ésta no le cegó, y Rousseau no quiso e n tra r en el m undo de los salones p a r i s i e n s e s ; s u t e m p e r a m e n t o era indóm ito y su actitud frente a la alta sociedad b astante hostil, aunque tuviera m om entos débiles y acep tara alguna que o tra invitación de estancia en la casa de algún am igo noble. Mien­ tra s tanto, R ousseau seguía dedicado a la m úsica con algo m ás de éxito esta vez. En 1753, optó a otro prem io de la Academia de Dijon, sobre el origen de la desigualdad en tre los hom bres, prem io que no obtuvo, pero que le hizo escribir su Discurso acerca del tem a. T ras una estancia en Ginebra, y reconvertido a su religión original, lo publicó, dedicado a la república de aquella ciudad. Pero sus conciudadanos no lo recibieron bien, siendo, como eran, burgueses enemigos de u n igualitarism o ex­ trem ado. Tam poco gustó el Discurso sobre la desigualdad a Voltaire, quien comenzó a fustigarle con sus escritos. Voltaire, 2. Rousseau, Émile, Libro I.

inteligente y conservador, advertía la fuerza revolucionaria que escondían las ideas de Jean-Jacques con m ayor claridad que nin­ guno de sus contem poráneos. A p a rtir de entonces Rousseau se dedica a tra b a ja r de copista de m úsica p ara obtener su sustento y cuidar de su fam ilia y de su siem pre precaria salud. Conoce y se enam ora de M adame de H outedot, cuñada de quien a la sazón le protegía, M adame de Epinay, fruto de lo cual es la N ueva Eloísa, novela que, ya en 1761, anuncia el alborear del rom anticism o. Ve tam bién la luz el Con­ trato social, uno de los textos revolucionarios m ás im portantes de la histo ria de E uropa, pero que no causa, al salir, dem asiado im pacto. No es así con el Em ilio, aparecido el m ism o año de 1762, y que despierta una to rm en ta tal con tra él que tiene que huir. A los veinte días de ser publicado en H olanda, el libro es quem ado por el verdugo, según orden del P arlam ento de París. Se exilia en Suiza, pero G inebra condena am bos libros y se refu­ gia en Neufchátel, lugar dependiente de Federico II de Prusia. Pero los ataques del arzobispo de París, los panfletos anónim os (inspirados o escritos p o r V oltaire) y o tras form as de ataque público hacen que Rousseau tenga que h u ir a Inglaterra, donde es acogido p o r David Hume. Poco pudo la solicitud del gran pensador anglosajón; Rousseau, víctim a de m anía persecutoria a causa del tra to que le daban tirios y troyanos en el Continente, cree que H um e le persigue tam bién, y ju n to a su fiel Thérése vuelve a París p a ra «confundir a sus enemigos».3 La frialdad del am biente le desm oralizó. La so­ ciedad culta ya no p restab a oídos a su obra, pues se había dado cuenta de cuán peligrosa era en realidad p a ra sus intereses. Rousseau se refugió en su oficio de copista de m úsica, a la p ar que trab a ja b a en las Confesiones, una de las autobiografías m ás extraordinarias que se hayan escrito, y que aparecieron en 1782, en form a postum a. Un m arqués ad m irad o r suyo le recoge en su castillo, p a ra que descanse de su dolencia vesicular, agravada. Allí expiró, en julio de 1778. Las páginas que siguen intentan exponer el pensam iento social de un hom bre cuyas ideas pertenecen en m uchos sentidos a la era revolucionaria que siguió a la Ilustración. En verdad, la Revolución francesa fue el apoteosis de Rousseau. Sin em bargo, R ousseau es tam bién un hom bre altam ente representativo del siglo x v m en cuanto que extrajo conclusiones rigurosas de algu­ nas de las ideas predom inantes en la m entalidad de la época. Lo hizo con tal ahínco que se convirtió en crítico de los m ism os ilustrados y se granjeó su ab ierta enem istad. El elem ento m ás destacado del pensam iento rousseauniano que no es estricta­ m ente de su tiem po es el rom anticism o, con su advocación por lo emocional en contra del racionalism o que im peraba. Es por todo ello Rousseau una figura de transición com o las hay pocas. 3. André Cresson, Jean-Jacques Rousseau. París, 1962.

Sólo la cronología de su vida nos aconseja tra ta r de él en el m arco form al prerrom ántico. § 2. L a

revisión de la teoría del progreso y del racionalis ­

El Discurso sobre las ciencias y las artes encierra una de las actitudes claves de R ousseau frente a las ideas dom inantes de su tiem po: la no aceptación del optim ism o racionalista con res­ pecto a la m archa de la civilización. El m ism o año en que este texto era presentado a la Academia de Dijon (1750), Turgot expre­ saba su confianza en la m archa de las cosas hum anas, en la Sorbona.4 R ousseau se oponía a ello y afirm aba, por el contrario, que la civilización no había hecho sino co rrom per al hom bre, sum irlo en una vida im p u ra y viciosa. Si bien es cierto que ha aum entado nuestro conocim iento de las leyes de la naturaleza y hem os conseguido dom inarla en .gran m anera, adem ás de crear considerables obras de : 'te, afirm a Rousseau, no hemos hecho al hom bre m ás libre, mu: feliz y menos malo. Los argum entos que esgrim e Rousseau con tra la ciencia son poco sólidos. E m pero, su Discurso sobre las ciencias, en su con­ junto, no lo es. ¿Por qué? Sencillam ente porque su au to r vislum­ b ra la reconvención que podía hacerse ?. la teoría del progreso tal com o se hallaba en su época: el progreso técnico y m aterial es evidente, pero el m oral y cultu ral es m ás que problem ático. La cuestión del desfasam iento de am bas especies de progreso, desde que la planteó Rousseau ha quedado abierta. Las propuestas para resolverla han sido abundantes, y sobre todo en tre las filas de los pensadores que se han esforzado en refinar la teoría del progreso, adaptándola a las com plejidades de la vida social contem poránea. Rousseau se lim itó a desvelar la unilateralidad de la visión en boga, y a m o stra r la incongruencia de una teoría que llamaba progreso hum ano a aquello que en realidad no era sino desarrollo técnico. M ientras no se dem ostrara que los hom bres eran mejo­ res, h ab ría que suspender toda afirm ación o p tim ista acerca de la m ejoría de la situación de la hum anidad. El e rro r m ás evidente, en esta p rim era o b ra del m oralizador ginebrino, fue nom brar reos a las artes y a las ciencias. Más tard e Rousseau dirigiría sus ataques contra la m ism a sociedad, y no contra sus técnicas o saberes. Con ello, p isaría un terren o m ás firme. Pero al acu sar a la ciencia de todos los m ales que afligían a la hum anidad, Rousseau ponía en tela de juicio algo más que la m era confianza en el progreso, la razón. Ahora bien, la razón de la que desconfía Rousseau es m ás la del em piricism o dominan­ te que la de la p rim era época del racionalism o. Así, su aforismo l'hom m e qui m édite est un anim al dépravé es típico de su reac­ ción em ocional contra la frialdad de los enciclopedistas y no indica que R ousseau fuera un irracionalista absoluto. Al contra­ rio, R ousseau reivindica la existencia de las ideas innatas y del poder especulativo del hom bre, aunque insista m ás en sus facul­ mo. —

4. J. B. Bury, The Idea of Progress (1.a ed., 1932). Nueva York, 1955, p. 177.

tades volitivas. Así, su concepción de una sociedad ju sta se ba­ sará en la voluntad (general) de sus m iem bros, y no en un esque­ ma racional y regido p o r norm as establecidas p o r la observación de la conducta de los diversos grupos sociales, como querían Locke y M ontesquieu. El voluntarism o rousseauniano no es reli­ gioso en el sentido dogm ático; él, como su enem igo Voltaire, era anticlerical y enemigo de las religiones establecidas. Sin embargo, su actitud tiene indudables raíces en la m entalidad calvinista, y no es ajeno al renuevo de la religiosidad —principalm ente pietista y m etodista— que tuvo lugar en algunos sectores de la socie­ dad europea de su tiempo. § 3. L a cuestión de la desigualdad humana y el estado de naturaleza. — En su Discurso acerca de la civilización en el fondo

culpaba m ás a la sociedad constituida de causante de la injusticia y de la infelicidad reinantes que a la ciencia en sí. E sta actitud aparece con toda claridad en su o tro discurso, que versa sobre Los orígenes de la desigualdad entre los hom bres. Nadie m ejor que él, hom bre déclassé, ansioso de aceptación social y al m ism o tiem po lleno de repulsa contra los privilegiados, p a ra em prender la tarea de dilucidar el arduo tem a sobre bases nuevas. Rousseau reconoce que se sabe poca historia p ara poder tra ­ zar de nuevo el proceso m ediante el cual los hom bres han alcan­ zado su presente estado de desigualdad social.5 Con ello presum e que hubo una era en la que la igualdad existió, la del estado de naturaleza. Como se ha visto en capítulos anteriores, este supuesto es com ún a m uchos pensadores, tales como H obbes y Locke, aunque cada uno le diera interpretación diversa. H uelga hablar, dice Rousseau, de la creación deliberada, p o r p arte de los hom ­ bres prim igenios, de una sociedad desigual, según las norm as de la razón de las que hablan los filósofos. Rousseau dem uestra que esas norm as de derecho natu ral, si existieran, no serían tan sen­ cillas, pues no las conoce todo el m undo, sino las m entes m ás sutiles, y aun ellas no logran ponerse de acuerdo. A falta de datos, dice Rousseau, tenem os que im aginam os cómo eran los hom bres en el estado de naturaleza. En prim er lugar podrían ser potencialm ente racionales, pero en realidad hacían un uso m ínim o de la razón, pues vivían en un estado de prim itivism o cercano al de las bestias. El habla, la educación y el progreso m ental y técnico se deben sólo a la sociedad; las m ism as norm as sociales determ inan la m oralidad, cree Rousseau —al igual que su fugaz am igo David Hum e—. P or lo tan to los hom bres en el estado de naturaleza eran am orales, ni buenos ni malos, y sus diferencias eran pequeñas, irrelevantes, basadas sólo en la biología. ¿Cómo llegaron tales hom bres a agruparse en sociedad? Tendría que ser alguna causa externa, quizás el creci5. Para cuanto sigue en la presente edición, Cf. J.-J. Rousseau, Discours sur l'origine et les fondements de Vinégalité parmi les hommes, Dijon, 1754 (reedición, París, 1954),

m iento demográfico, la que em p u jara a los hom bres a vivir en fam ilias y a ayudarse m utuam ente en algunas em presas. Comen­ zaron así a fo rm ar una sociedad y, p o r ende, a d esarrollar anhe­ los y pasiones que no pertenecían a la naturaleza hum ana en el estado anterior, como son la am bición, el deseo de poder, la afec­ tividad, el cariño. P ara Rousseau, pues, la sociedad transform a profundam ente al hom bre. E n ella, el hom bre es, de un m odo radical, diferente. É sta es una visión nueva; la naturaleza del hom bre depende de la sociedad, y no al contrario. Pero d u ran te las prim eras fases de la vida social los hom bres no eran m ás desiguales que lo que les im ponían las diferencias que existen en el seno de las fam ilias: las diferencias jerárquicas internas de las fam ilias son connaturales a ellas y pasajeras por definición, pues van m udando a m edida que crece la prole. Fue aquélla la época m ás feliz de la hum anidad. Los cabezas de fam ilia se reunían en em presas com unes, la caza y pesca, y se rep artían el fruto de su esfuerzo. Vivían en pequeñas com uni­ dades, inspirados p o r la solidaridad, y guiados p o r la costum bre, no por la ley. Sus vicios, originados p o r algunas pasiones negati­ vas, eran ahogados por el m odo general de vida. Pero este estado de cosas term inó al ap arecer la ag ricultura y la explotación de la m inería. Ellas hicieron que unos acum ularan riquezas, y otros siguieran en el estado anterior. En u n a palabra, apareció la desi­ gualdad en tre los hom bres, y su causa fue la propiedad privada. Quienes tenían m ayor riqueza poseían m ayores oportunidades de aum entarla, con lo cual se increm entó el estado de desigual­ dad, y apareció el estado de servidum bre, pues los desprovistos de bienes buscaron la protección de los ricos a cam bio de su trabajo. La situación de desconfianza m u tu a que siguió, con una agudización del crim en y la fuerza b ru ta, fue solventada por la intervención de alguien que propuso que se in sta u rara el gobierno y se prom ulgaran leyes. É stas, como en Locke, fueron estable­ cidas p a ra la protección de la propiedad privada, pero, a diferen­ cia de él, Rousseau afirm a que lo fueron p a ra la protección de la propiedad privada de los ricos,4 m atiz que p resta todo su carác­ te r revolucionario a la hipótesis del últim o. Al a trib u ir a la propiedad, em pero, el verdadero origen de las desigualdades sociales, Rousseau no aboga tam poco p o r su aboli­ ción. P ara él se tra ta de un proceso irreversible. Le sigan o no los revolucionarios posteriores en esta línea de pensam iento, lo cierto es que Rousseau considera que la propiedad es inamovible, inherente al estado de la sociedad, ya que no al de naturaleza. Lo único que puede hacerse, parece ap u n tar el conjunto de su obra, es m ejo rar la situación m ediante el establecim iento de una m ejor organización política. En su Plan para la Constitución corsa Rous­ seau llegó h a sta a p ergeñar u n esquem a de propiedad que la ponía en m anos del estado. E sto es una prueba m ás del llam ado platonism o de Rousseau, pero, com o quiera que no encuentra una 6 6. John Plamenatz, Man and Society. Londres, 1963, vol. I, p. 368.

elaboración m ás com pleta en sus otros textos, hay que convenir su aceptación de la propiedad privada com o hecho consumado. Ahora bien, al aislar la propiedad como causa principal de la desigualdad, R ousseau d eja a b ierta la senda p a ra la crítica del liberalism o económico y, de rechazo, del político, al cual él m ism o estaba en cierto m odo adscrito. § 4. La n a tu ra l bondad del s e r h u m a n o . — La sociedad, dice Rousseau, corrom pe al hom bre. No existe u n pecado original, sino un estado original de inocencia —ya que no de virtud propiam ente dicha— al cual pone fin la form ación de la sociedad. Pero Rousseau no adopta u n a actitu d resignada ante el hecho de que él m ism o viva un m undo corrupto, porque cree que, en el fondo de las almas existe un principio innato de justicia y de virtud, sobre el cual, a pesar de nuestras propias máximas, juzgamos nuestras acciones y las de los demás como buenas o malas.78 Ese principio es llam ado conciencia, residuo de m oralidad del hom bre en estado de sociedad, única posibilidad de que pueda edificarse u n m undo justo. Los m oralistas y econom istas liberales afirm aban que el sen­ tim iento principal que m ovía a los hom bres era el egoísmo. Si el m undo no se convertía en un com bate universal de individuos, ello se debía a la arm onía providencial de todas las voluntades individuales, decía Adam Sm ith. No quedaba así espacio alguno para la virtu d a ltru ista y generosa. Rousseau concede la existen­ cia del egoísmo individual, al que llam a am or propio o de sí mismo, pero ju n to a él coloca tam bién un sentim iento de piedad hacia los dem ás, que equilibra las tendencias del anterior. El hom bre posee u n a conciencia m oral que le indica en medio del m undo doliente y cautivo, el cam ino a seguir. Ello está expresado en un pasaje célebre, cuyo estilo rom ántico es tam bién h arto significativo: ¡Conciencia, conciencia! ¡Instinto divino, inmortal y celeste voz! Guía segura de un ser ignorante y limitado, aunque inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal que hace al hombre semejante a Dios. Tú eres quien crea la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus acciones; sin ti nada siento en mí que me eleve por encima de los ani­ males a no ser el triste privilegio de perderme de error en error ayuda­ do por un entendimiento sin reglas y una razón sin principios.® Al hacer de la conciencia el único reducto incólum e del hom ­ bre que vive en sociedad, Rousseau la convierte tam bién en un punto central de su filosofía. Hay que apercibirse, sin em bargo, de que la conciencia es p ara él m ás un sentim iento in terio r que un razonam iento. La conciencia rousseauniana es fundam ental7. J.-J. Rousseau, Émile, Libro IV, «Profesión de fe del vicario saboyano». 8. Ibid., loe. cit.

m ente sentim ental; y su papel en la h isto ria del pensam iento europeo es el de h ab er reivindicado la interioridad sentim ental del hom bre.9 La razón de los enciclopedistas no tenía en cuenta los sentim ientos hum anos; en vez de ello, analizaba fríam ente su conducta, la cual era, sobre todo, un dato científico, que había que m edir. Rousseau quiere hacer una interp retació n del hom bre m ás apasionada, capaz de em patia y de sim patía. Según ella, el hom bre debe de volver a en contrarse a sí m ism o, o sea, volver su atención a su m undo propio de sentim ientos m orales. En cierta m anera, el hom bre debe volver al estado de naturaleza, pues en él «el hom ­ bre vive en sí mismo», m ientras que en el de sociedad «vive fuera de sí», sufre u n a fundam ental alteración, a rra stra d o p o r prejui­ cios, convenciones hipócritas, y cubierto de cadenas sobre las que la cultu ra no h a hecho m ás que poner «guirnaldas de flores». Toda teoría social que suponga la necesidad de m ejo rar defini­ tivam ente la condición hum ana en el m undo tiene que aceptar, ju n to a la idea de progreso, la de la in n ata bondad del hom bre. Esa idea es antigua, pues ya se hallan trazos de ella en la Grecia . clásica. Pero fue Jean-Jacques Rousseau quien la aseveró con to­ tal ausencia de am bigüedad. Su aserto tiene, en su obra, dos ver­ tientes; una lleva a su consideración individual, es decir, a un programa de educación del individuo que le haga libre en una sociedad dom inada p o r la desigualdad; la otra, a su consideración política, p a ra poder elucidar cuál sea el tipo de organización que conviene a los hom bres, una vez hayan descubierto la innata bondad de sus conciencias. Veámoslas. § 5. L a educación del in d iv id u o . — C uatro tendencias claras del pensam iento rousseauniano le conducen a la form ulación de su teoría pedagógica, expuesta en su tratad o E m ilio o de la educación. La prim era es su creencia en la innata bondad del hom bre. Si el hom bre es bueno en sus sentim ientos elem entales h ab rá que educarlo según ellos. En segundo lugar, su odio contra la alta sociedad, característico de un burgués venido a m enos o m argi­ nado, le lleva a proponer una educación que no enseñara la cul­ tu ra establecida, el sistem a de valores aceptado y fom entado por aquella clase. En tercero, es su am or p o r la naturaleza —ligado a la m entalidad bucólica del siglo x v m —, que la introduce defini­ tivam ente en la im aginación europea. Esto le conduce a conside­ ra r que el am biente de la vida silvestre es el m ás adecuado para form ar el espíritu hum ano, en vez del pervertido de las ciudades, donde toda vanidad y falsedad encuentran nido, según él. Por últim o, tenem os el factor individualista. Rousseau es un liberal, y como tal piensa en individuos abstractos, aislados, como pudie­ ra hacerlo un Adam Sm ith o un John Locke. E sto no es óbice para que, en ciertos escritos im portantes, sus inclinaciones sean pre­ cisam ente m ás colectivistas que individualistas. (Rousseau estaba 9. Cf. Rodolfo Mondolfo, Rousseau y la conciencia moderna. Buenos Aires, 1943, p. 29 y sig.

orgulloso que su obra estuviera llena de parad o jas y h asta de ciertas contradicciones.) Pues bien, su individualism o hace que su teoría de la educación vaya dirigida a la form ación de cada persona por separado, y que no sea adecuada p a ra educar a grupos, o a com unidades. El Em ilio nos p resen ta la situación ideal de u n huérfano, fí­ sica e intelectualm ente bien dotado, de procedencia noble. D uran­ te sus prim eros años,1" Em ilio vive en aislam iento, en un am biente natural, acom pañado sólo p o r su m entor. É ste evita forzar ideas o enseñanzas m orales en la m ente de su educando. Si el hom bre es innatam ente bueno, hay que evitar la corrupción que pueda provenir de las norm as sociales, las cuales obedecen en realidad ' a prejuicios. N ada se le prohíbe a Emilio, excepto algún acto físico que pudiera re su lta r dañino. Tam poco se le obliga a razonar como Locke había propuesto en su Ensayo sobre la educación, de 1693, el cual, p o r o tra parte, no dejó de p esar sobre la obra de Rousseau. Lo im portante es que Em ilio llegue a razonar por su cuenta en cierto m om ento de su evolución n atu ral.11 La única nor­ m a m oral que se le tra n sm itirá en estos prim eros años es la de no hacer daño a los dem ás. La religión queda suprim ida de la enseñanza, pues del m ism o m odo que Em ilio llegará a razonar, conseguirá u n d ía d esarro llar u n as creencias religiosas n o dogm á­ ticas, un sistem a típicam ente deísta, del cual participaba Rous­ seau, tan enemigo de los ateos como lo era de los creyentes de las religiones establecidas. P or últim o, los castigos corporales —los acreditados azotes de las escuelas— son descartados por com pleto de la educación de Emilio. Emilio se educa así como el noble salvaje que im aginaba Rous­ seau existía en algunos lugares del m undo. La idea del salvaje noble no era ra ra en sus tiem pos y había estado incubándose desde la aparición de la Utopía de santo Tom ás M oro y de los grandes descubrim ientos geográficos. Aparece claram ente en el Criticón de B altasar Gracián, en 1651.11 Los europeos habían que­ dado m uy sorprendidos de que los aborígenes despreciaran —como ellos creían— los m etales preciosos, p o r ejem plo. De datos sem ejantes se dedujo que su vida era frugal, inocente, honesta y feliz. Tam bién se llegó a creer que su vida no estaba sujeta a leyes, sino a instintos. La verdad es que h asta los poste­ riores recientes trab ajo s de los antropólogos sociales, había de predom inar una idea asaz idílica y sim plista de las sociedades llam adas salvajes. Rousseau opone la que im agina ser la vida de estos sencillos y honrados salvajes a la degenerada de la socie­ dad de su tiem po. Así se va educando Emilio, desconocedor de esa civilización, de la cual le es perm itido ver, únicam ente, el Robinsón Crusoe, que había aparecido en 1719, escrito por Daniel Defoe (1660-1731), y que, en cierta m anera, es un p recursor del102 10. 11. Sarto. 12.

J.-J. Rousseau, Émile, Libros I y II. August Messer, Historia de la pedagogía, trad. cast. de Manuel Sánchez Barcelona, 1927, pp. 279-280. B. Gracián, Criticón, 1.» parte, caps. 1 y 2.

m ism o Em ilio. Defoe describe en él a u n hom bre abandonado en una isla, con una m entalidad pragm ática, que se crea todo un m undo técnico y civilizado, gracias a su solitario esfuerzo. El Robinsón es uno de los libros m ás individualistas que se hayan escrito. Como su héroe, Em ilio tiene que irse creando su propio m undo,13 el cual se va haciendo m ás com plejo, pues Emilio, al crecer, va entran d o en el universo de la cultura, aunque su m en­ to r hace m ás énfasis en los escritos que hacen razonar que en aquellos que razonan sobre los sucesos que relatan. E n tra tam ­ bién, con su m adurez, en el de la religión deísta, h asta en el ma­ trim onio. El últim o libro del E m ilio está precisam ente dedicado a explicar la educación de Sofía, su fu tu ra esposa, y la prim era época del ideal m atrim onio. La obra acaba cuando Emilio, que va a ser padre, se dispone a ocupar las funciones de su m entor con respecto de su h ijo venidero, lo que sugiere la idea de con­ tinuidad en la tarea pedagógica. El E m ilio no es u n tra ta d o com o los anteriores. Ya no es un m anual p ara la educación principesca, ni siquiera p ara la de la m u jer cristiana, com o había escrito Ju an Luis Vives, o para cortesanos, com o hiciera B altasar de Castiglione. El Em ilio es un plan educativo p a ra todos. Si el origen del protagonista es noble, ello se debe a que R ousseau im agina u n a situación física y psíquica óptim a, m ás fácil de h allar en las clases acom odadas, pero ello no tiene o tra significación. R ousseau p rep ara a su pupilo p ara cualquier ta re a que le depare la vida, p a ra cualquier puesto que pueda ocupar. É sta es la época en que aum enta la movilidad social en E uropa, la de las grandes aspiraciones rom ánticas de la igualdad de oportunidades p ara todos los individuos. Rousseau sabía que su siglo cam biaba «todas las cosas en el espacio de una generación», como él m ism o decía 14 y creía p o r lo tan to que la persona debía ser educada p a ra cualquier evento. Todo ello refleja la azarosa vida de su autor, atraíd o y repelido p o r su m ism o pú­ blico lector, dividido sentim entalm ente en tre él y la sencillez de algunas de sus relaciones personales. Las obvias críticas que pueden hacerse a esta o b ra en cuanto a sus m étodos, a sus deta­ lles, y a su falta del realism o m ás elem ental, deben suspenderse al considerar su función d entro del d esp ertar de u na nueva ideo­ logía en la que la educación del individuo independiente, cuyo valor reside exclusivam ente en sí m ism o, en sus logros personales, pasa a ser uno de sus objetivos suprem os. § 6. La

ú l t im a t e o r ía del c o n t r a t o s o c ia l .

g en er a l . —

La

idea de la v o l u n ­

Como ha señalado algún autor, es de lam entar que del título de la obra Política del contrato social o principios del derecho político se haya retenido la p a rte que hace referencia al co n trato y no la que indica que se tra ta de una obra de derecho político. En efecto, el pequeño tra ta d o tiene vastas ambiciones, tad

13. Rousseau, op. cit., libro IV. 14. Ibid., Libro I.

y no quiere centrarse en u n solo principio, adem ás de in ten tar to m ar a «los hom bres ta l cual son y a las leyes ta l cual pueden ser».15 El planteam iento es el siguiente: El hombre ha nacido libre, y en todas partes está encadenado. Hay quien se cree amo de los demás, sin dejar de ser más esclavo que ellos. ¿Cómo ha ocurrido tal cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que puede haberlo tornado legítimo? Creo poder resolver la cuestión. Si no considerara más que la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: Mientras un pueblo esté obligado a obedecer y obedece, hace bien; en cuanto puede sacudir el yugo, y lo sacude, hace aún mejor, pues, al recobrar su libertad por el mismo derecho que se la ha quitado, o bien puede recobrarla, o no se la hubiera podido quitar. Mas el orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Em­ pero, este derecho no procede de la naturaleza. Por lo tanto, está basado en las convenciones. Se trata pues de averiguar cuáles son esas convenciones.'6 La sociedad, form ada tra s la época del estado de naturaleza, está basada en un sistem a general de desigualdad, cuyo caso m ás patente es el de la esclavitud. A ristóteles, dice Rousseau, ya vio el problem a y dijo que estrib a en que unos hom bres han nacido para dom inar y otros p a ra ser dom inados. «Tenía razón, pero tom aba el efecto p o r la causa.» Si hay esclavos p o r naturaleza es que hubo un m om ento en que los hubo contra ella. La socie­ dad lo im puso, pues, y no el derecho del m ás fuerte. Nadie es lo suficientem ente fuerte p a ra ser siem pre el amo, a no ser que convierta su fuerza en un derecho, y la obediencia de los demás en un deber.17 Tal derecho no existe a un nivel social, con él no se explica nada, al contrario, ese concepto produce un gran galim a­ tías. Lo cierto es que la lib ertad del hom bre está enajenada, alienée, y ése es el meollo de la cuestión. La idea de la enajena­ ción del hom bre aparece a lo largo de todo el Contrato social de Rousseau. Junto a su idea de que, en una sociedad corrom pida, el hom bre «está fuera de sí», constituye el inicio germ inal de una corriente revolucionaria de pensam iento, que ha de desem bocar en la teoría m arxista de la alienación. P ara poner fin a sem ejante situación de enajenación, si los m iem bros de la sociedad quie­ ren vivir en justicia, tienen que encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, mediante la cual cada uno, al unirse a todos, no obedezca sin embargo más que a sí mismo, y quede tan libre como antes.18 Esa form a de asociación es el co n trato social, el cual se puede reducir a los térm inos siguientes: 15. 16. 17. 18.

Rousseau, Contraí social, Libro I, introd. Ibid., Libro I, cap. I. Ibid., Libro X, caps. I y II. Ibid., Libro I, cap. VI.

Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos, además, a cada miembro como parte indivisible del todo.1’ E sta form a de contrato tiene la p articu larid ad de la función que en él tiene la colectividad. No es un contrato entre el indi­ viduo y el soberano, como en tantos autores, ni un acuerdo entre individuos; es un pacto con la com unidad de los hom bres. La teoría rousseauniana del contrato, que es precisam ente la últim a concepción históricam ente im portante del m ism o, supone que su au to r vuelve su atención hacia la com unidad com o sujeto de derecho político. Una com unidad tiene u n m oi com m un, una personalidad corporativa, que se expresa según una voluntad gene­ ral. De m odo que el cuerpo político es com o un sujeto capaz de una voluntad m oral, encam inada a la preservación de todas sus partes. La analogía entre la idea rousseauniana de la com unidad y un organism o vivo no es inadecuada, ya que en los organism os todas las p artes obedecen a un solo centro que los rige. Ahora bien, ¿cómo puede funcionar la voluntad general entre los hom ­ bres? En p rim er lugar digam os que la palabra «contrato» es equívoca en grado sumo, y que quizá Rousseau la escogiera a causa de la popularidad de que gozaba, pues su propia crítica de la filosofía del derecho n atu ral tenía que inclinarle a desestim arla.1920 Por con­ tra to se entiende en su caso m ás bien una asociación espontánea y n atu ra l de los hom bres, tal como se produce en las com unidades reducidas, y aun en ciertas pequeñas ciudades, que eran las que él tenía en su m ente cuando escribía el Contrato social, y no en los grandes estados europeos. N aturalm ente, los revolucionarios que inten taro n cam biar las cosas, Contrato social en mano, pocos años después de m o rir su m aestro, desdeñaron este aspecto fun­ dam ental de su pensam iento. Rousseau pensaba en una sociedad organizada, com o la de los cantones suizos, sobre la base de com unidades lim itadas. E sto es patente entre o tras cosas por el revelador uso que hace Rousseau de la palab ra politie, transcrip­ ción directa del térm ino griego politeya, y que opone expresa­ m ente a la de état, con su im personal tam año, asociada por él al absolutism o y a la sociedad in ju sta que su conciencia repu­ diaba. R ousseau cree que las com unidades o politeyas a las que se refería pueden expresarse en form a de voluntad unitaria, sin escisiones. A causa de ello, Rousseau puede llegar a afirm ar que «la voluntad general es siem pre recta y tiende siem pre a la utili­ dad pública». Por ello, el poder soberano, que depende de dicha voluntad, es inalienable, indivisible, absoluto e infalible.21 Pero aunque la voluntad general sea siem pre recta no quiere decir «que las deliberaciones del pueblo posean siem pre la m ism a rec19. Ibid., loe. cit. 20. G. H. Sabine, A History of Political Theory. Nueva York, 1962, p. 587. 21. Rousseau, Contrat social, Libro IT, passim.

titud», pues, si el pueblo es incorruptible, es en cam bio engañable. Además, a menudo existe mucha diferencia entre la voluntad general y la de todos; la general va en pro del interés común; la de todos, del privado, y no es más que una suma de voluntades particulares: mas quitad de estas voluntades mismas las de más y las de menos, que se destruyen mutuamente y queda como resultado, al sumar las diferencias, la volun­ tad general.22 La voluntad general de Rousseau es, pues, unitaria, superior a los partidos (que es la voluntad de todos, es decir, de todos los de un grupo) y de carácter tan to jurídico, como político, como sociológico; esto últim o es cierto porque parece indicar una ley de aglutinación de los individuos. Es una fuerza hostil a toda separación de poderes y a toda división de la sociedad en esta­ m entos y cuerpos políticos interm edios. Quienes han visto en su pensam iento gérm enes de totalitarism o se han detenido en espe­ cial en este punto; pero hay que evitar por todos los medios poner etiquetas a Rousseau, ya que la crítica posterior le ha puesto tan tas como perm ite su form a brillante y paradójica de p resen tar las cuestiones. Lo que sí es posible afirm ar es que su concepción de la voluntad general es m uy ab stra c ta y supone una sociedad homogénea, cuyos diversos grupos no se hallen escindidos por intereses antagónicos. Es más, su voluntad general supone tam bién una supresión de la voluntad individual, del libre arb itrio de los ciudadanos que él m ism o afirm aba. E sta contra­ dicción es flagrante a lo largo de toda su obra, y no puede liqui­ darse afirm ando que es una de sus p aradojas. Es uno de los fallos más graves de la construcción de Rousseau, pero es tam bién uno de los problem as m ás serios de la vida política real del m undo contem poráneo, que R ousseau ayudó a forjar. § 7. R o u ssea u , p o l ít ic o p r á c t ic o . — Sea cual fuere el aspecto que se tom e de las obras teóricas de Jean-Jacques Rousseau, es difícil no ver su extrem ism o teórico. Hem os m encionado repetida­ m ente el carácter paradójico de sus escritos. Pues bien, quizá la m ayor de las parad ojas sea su m oderación política en cuanto él m ism o se veía obligado a aplicar sus principios a la realidad social. En sus m ism as obras existen indicaciones aisladas para que sean aplicados con cautela sus principios. Rousseau com pren­ día cuán difícil es edificar una nueva sociedad, ro m per viejos moldes, d estru ir la m entalidad establecida. Así, cuando se le pidió que com pusiera una constitución p ara el nuevo estado inde­ pendiente de Córcega, Rousseau pareció seguir m ás las norm as del E spíritu de las leyes que las del Contrato. D ejando m om en­ táneam ente de lado su idea a b stracta de «pueblo», Rousseau comenzó a estu d iar la historia, las costum bres y la econom ía de la isla. Luego, naturalm ente, Rousseau creó una constitución que 22. Ibid.. Libro II, cap. III.

era un com prom iso entre la realidad corsa y sus principios. Según ellos, se suprim ía la riqueza y el estado era nom brado poseedor de todos los bienes. Sin em bargo, la isla m ism a era dem asiado grande p ara la idea que de la dem ocracia directa tenía Rousseau. Así que proponía un sistem a de delegación de poder y una asam ­ blea, aunque con cam bios frecuentes de representantes. Su tra to de la Iglesia es, asim ism o, sum am ente cauto. En 1769, los polacos se reunieron en una Convención p ara darse una constitución y pidieron que los savants de Francia les aconsejaran. Pero su desgraciado país perdió la libertad, una vez más, a causa de sus vecinos despóticos. Algunos savants, como Voltaire, aprobaron la división de Polonia, pero gentes m ás de­ m ocráticas, com o Rousseau, lo lam entaron. Rousseau ya había sugerido las reform as: según él, Polonia no estaba preparada para una constitución ideal. Lo im portante es que el país estu­ viera anim ado p o r el esp íritu de la libertad, educándose en él, so­ bre todo los siervos, y evolucionando hacia un estado de m ayoría política de edad. Su sensatez llega h a sta p roponer una m onarquía electiva, p a ra m antener unido a un país dem asiado grande para constituir una politeya. Pero, con un rasgo de excesiva m odera­ ción, niega al tercer estado (la burguesía y el pueblo llano) toda participación en el gobierno, h a sta que esté p o r com pleto em an­ cipado m oral, política y económ icam ente. Es necesario reco rd ar sus escritos sobre Córcega y Polonia, y tam bién sobre Francia, p ara alcanzar una idea ecuánim e de la filosofía social de Jean-Jacques Rousseau. La posteridad iba a olvidarlos, con la ra ra excepción de algún crítico sin fuerza polí­ tica alguna, y a u tilizar no ya sus diversos textos políticos en su conjunto, sino frases o sentencias sueltas, según conviniera a sus intereses ideológicos o del m om ento. El Contrato social inspira a los revolucionarios franceses de 1789 y a los de la Com una de 1870, a los com unistas del siglo xix, y a los socialistas y sindica­ listas de varias épocas. Al tr a ta r de ellas será posible, a menudo, estim ar el peso de Rousseau. Pero el p rim er reflejo de su obra no se encuentra en E uropa, sino en América, en la idea de la dem ocracia de Thom as Jefferson. Volvamos ahora nu estra aten­ ción a ella, en el m arco de la Revolución am ericana, que fue, en m uchos aspectos, la culm inación del esp íritu que anim aba a la Ilustración.

LA REVOLUCIÓN AMERICANA § 1. L a

era c o l o n ia l y e l t r a s fo n d o p u r it a n o de la

R e v o l u c ió n .1

Las colonias inglesas de la costa occidental norteam ericana fueron el origen de los Estados Unidos. Tres grandes grupos pueden h a­ cerse con los em igrantes de la m etrópoli que form arían las trece colonias fundadoras de la nueva nación yanqui, a saber: los lla­ m ados «m ercaderes aventureros», de las com pañías m ercantiles, que financiaban la instalación de gentes p ara la obtención de m aterias prim as; las com unidades religiosas que se encontraban perseguidas o incóm odas en el V iejo Continente, y que em igraban en busca de refugio espiritual; los grandes señores feudales, a quienes el rey concedía territo rio s, los cuales poblaban y explo­ taban. En resum en, los establecim ientos británicos en América son em presas netam ente privadas, no fom entadas p or la Corona.1 Las ideas de la Revolución am ericana reflejan m uy claram ente las ideas de cada uno de estos grupos colonizadores. El prim er establecim iento (Jam estow n, 1607) fue creado por una «compañía p o r acciones», en Virginia. El segundo obedecía a móviles religiosos. Fue el de la com unidad que tocó tierra en Cabo Bacalao, en 1620, y que arrib ó a b ordo de la nave Mayflcnver. Antes de desem barcar, los cuarenta y un pasajeros concluyeron un contrato social, obedeciendo con ello a una de las doctrinas m ás en boga a la sazón, según hem os visto en las páginas prece­ dentes. Andando el tiem po, las adversidades obligaron a los «pere­ grinos» del Mayflower, que se gobernaban dem ocráticam ente, a unirse con una colonia autocrática, la de la b ahía de Massachusetts. Sin em bargo, estos hom bres habían vivido b astan te m ás de medio siglo organizados en una pequeña república perfecta­ m ente soberana, aunque aislada, sólo nom inalm ente bajo poder real. Los territo rio s de la Compañía de la B ahía de Massachusetts, aunque con instituciones form alm ente p arlam entarias, esta­ b an tiránicam ente regidos por John W inthrop, quien quería ajus­ tarse a una ideal civitas puritana. C ontra su tiranía ocurrieron rebeliones que tuvieron p o r resultado la form ación de pequeñas 12 1. Utilizo la expresión «Revolución americana» por tradición y conveniencia; en castellano sería de mayor propiedad decir Revolución yanqui o norteamericana. 2. André y Suzanne Tune, Le systéme constitutionel des Éíats-Unis d ’Amérique. París, 1954, p. 26.

colonias independientes cuyo puritan ism o religioso se com binaba con m ayor dem ocracia. Los nuevos pobladores de América esta­ ban forjándose en el am o r a la lib ertad y en el control cons­ tante de sus propios destinos. Prueba de ello fue la p rim era constitución escrita de los tiem ­ pos m odernos. Se tra ta de las Fundam ental Orders o Leyes funda­ m entales, creadas p o r Thom as Hooker, p ara la colonia de Connecticut, adoptadas en la ciudad de H a rtfo rd en 1639.* H ooker era un p asto r puritano, cuya obra teórica principal se llam a E stu ­ dio de la sum a de la disciplina eclesiástica. Fue, en efecto, la disciplina m oral la que pudo ir creando una sociedad políticam en­ te ordenada sobre un te rrito rio inm enso, sin ejército ni adm inis­ tración central. Hooker, adem ás, se preocupaba m ás p o r las cuestiones prácticas que p o r los grandes tem as de la fe; casi todos sus esfuerzos iban encam inados a la resolución de los pro­ blem as sociales. Procedía de una fam ilia de labradores pobres, en Leicestershire, aunque había conseguido estu d iar en Cambridge. Con integridad m oral y un valor ayudado p o r su don oratorio, se opuso en In g laterra al arzobispo Laúd, a quien vimos al tra ta r de la Revolución inglesa. P or ello tuvo que abandonar la isla. Aunque H ooker era la figura m ás prom inente de Connecticut, su influjo fue ejercido constantem ente en beneficio de los procedi­ m ientos dem ocráticos en la vida de las congregaciones religiosas y en la del estado. H ooker abre a su religión el cam ino del libera­ lismo, que es el que triu n fará en la independencia de N orteam é­ rica, frente al m odo de gobierno autocrático preponderante, que en muchos casos se revestirá con el fanatism o del que precisa­ m ente habían huido los inm igrantes.34 Poco a poco fueron creándose diferentes colonias, cada cual como una variante de la m ism a filosofía política puritana, que ponía el estado y el tra b a jo al servicio del cielo. Se tra ta b a en realidad de un núm ero de teocracias. El régim en de Roger Wil­ liams (1603-1683) es la única excepción. Williams llevó a América las ideas colectivistas y dem ocráticas de los niveladores ingleses. Fundó una com unidad en Rhode Island inspirada por el am or al prójim o y la ausencia de coacción. La colonia era com pleta­ m ente tolerante en m ateria religiosa. A p esar de su m isticism o, Williams era un racionalista, lo cual le granjeó m ucha hostilidad entre los jefes religiosos de las colonias. Éstos estaban preocupa­ dos porque Williams había sustituido la doctrina del origen divi­ no de la sociedad por la del pacto en tre los hom bres, y porque sostenía que la soberanía es enteram ente popular. W illiams se adelantó a su tiem po, y su colonia tuvo que su frir la hostigación de los teócratas de las demás. Em pero, al desaparecer el sistem a puritano de gobierno, su obra cobró el valor que le correspondía. A pesar de su aislam iento en vida, el nom bre de Williams es el 3. Ibid., pp. 30-31. 4. Vernon Louis Parrington, Main Currents in American Thought. Nueva York, 1930; traducción castellana de Antonio Llano, El desarrollo de las ideas en los Es­ tados Unidos. Buenos Aires, 1959, vol. I, pp. 52 a 58.

del p rim e r proclam ador de la libertad de conciencia en tierras am ericanas. Pero en el curso del pensam iento social, fue tam bién precurso r de Locke p o r su insistencia en los que él llam aba «derechos de la libertad», que pedían garantías corporales de seguridad física, protección de la propiedad, derecho de asocia­ ción y privilegio de invocación de la ley.5 P or im p ortantes que sean estas ideas no rep resen tan el peso cen tral de la tradición prim era de los futuros E stados Unidos, sino la que se fue creando m ás tarde, al irse secularizando el país. La población colonial, p o r o tra parte, hubiera seguido form ando un conjunto poco coherente de pequeñas factorías y com unidades protestan tes de no haberse unido todas ellas esporádica, pero firm em ente, p ara h acer frente al peligro indio, a la rivalidad co­ m ercial holandesa y francesa y, p o r encim a de todo, contra las tiránicas m edidas del gobierno m etropolitano. Sólo factores ex­ ternos podían obligar a ac tu a r m ancom unadam ente a unos gru­ pos que en principio disponían de cuanto espacio pudieran desear, en virtud de lo que los yanquis han llam ado la «frontera» y que es exactam ente lo co ntrario de una frontera, pues es una zona de territo rio en expansión perenne, de colonización constante. Por ella la nación n orteam ericana ha ido canalizando sus ener­ gías du ran te u n largo período de su h istoria. Su existencia sigue tan responsable como el protestantism o en la form ulación de la m entalidad y de la cu ltu ra del país. § 2. L a guerra de I ndependencia. — Las colonias británicas en América se sublevaron en 1775. Con ello se iniciaba una guerra de independencia que conduciría a la fundación de la prim era «nueva nación» de las m uchas que ha visto surgir el m undo contem poráneo. La rebelión yanqui es trascendental porque supo­ ne la organización de un nuevo sistem a político. Algunos conside­ ran que con ella comienza una nueva era; otros, quizá con m ayor razón, creen que la nueva e ra com ienza con la Revolución fran ­ cesa, pues esta últim a no sólo tuvo carácter político, sino que lo tuvo en todos los niveles de la sociedad, adem ás de poseer un internacionalism o desconocido a la am ericana, como lo era tam ­ bién p ara la inglesa, de un siglo antes. Sea como fuere, la Revo­ lución am ericana es uno de los eventos m ás grandes de la historia m oderna y, desde el punto de vista del pensam iento constitucio­ nal, quizás el m ayor de todos ellos. Muchas fueron las causas de la rebelión; la m ayor es que las trece colonias habían alcanzado un grado de autonom ía cultural, económica y política m uy grande. La causa aparente fue la exce­ siva presión fiscal que hizo el gobierno británico sobre sus colo­ nias ultram arinas. Después de la guerra de Siete Años (1756-1763), In g laterra quiso recuperarse im poniendo contribuciones a sus colonias, entre otras medidas. El Parlam ento comenzó a ap robar •5. Giulio Bruni Roccia, La dottrina del diritto naturale m America. Milán, 1950, pp. 120-121.

leyes fiscales sin consultar a los coloniales, quienes respondieron con violencia al ver que o tros legislaban p o r ellos, acostum brados como estaban a gobernarse a sí m ism os. Una serie de teóricos —algunas de cuyas ideas exam inarem os— elaboraron una ideolo­ gía apoyada en Locke y M ontesquieu, que inspiró la revolución. Al principio pedían autonom ía, no independencia. Sin em bargo, el Parlam ento continuó en su ceguera. E n 1773 prom ulgó la Tea Act o ley sobre el té, que discrim inaba a los am ericanos económica­ m ente en favor de la Com pañía de las Indias Occidentales. Los yanquis, como represalia, bloquearon la salida del té de su país, y h asta hubo u n m otín (el B oston Tea Party) en el m uelle de Boston, en el curso del cual las cajas de té que ya estaban a bordo fueron a d ar en la m ar. Los ingleses actuaron con poca fortuna, autoritariam ente, y la lucha comenzó en Lexington, Massachusetts. El 4 de julio de 1776 las colonias proclam aban su indepen­ dencia, se confederaron y hallaron el pronto e interesado recono­ cim iento de M adrid y París, que en traro n en el conflicto. Al unír­ seles H olanda, éste alcanzó grandes proporciones internacionales. El país alcanzó la com pleta independencia m ediante el tratado anglo-yanqui de París, en 1783. Pero con él no nació el estado am ericano. P ara ello tuvo que unirse la confederación en una federación con u n a constitución soberana y un gobierno central indiscutible. Ello ocurrió en 1789. § 3. Los HOMBRES de la R e v o l u c ió n . — B enjam ín Franklin es quien m ejor representa la nueva m entalidad, sensata y utilitaria, de la élite revolucionaria norteam ericana. A su vez, Franklin (1706-1790) es tam bién el ideal del hom bre de la Ilustración, si es que lo hubo: científico, am ante de la naturaleza, confiado en la m archa de los asuntos hum anos, pragm ático, y h asta algo libertino. E ra de origen hum ilde, y estaba orgulloso de su condi­ ción obrera, un fenóm eno enteram ente nuevo en las actitudes expresadas p o r los pensadores anteriores. F ranklin in terp retó para los am ericanos los aspectos industriales de la filosofía económica librecam bista, y expuso, antes que Sm ith —quien fue amigo suyo—, la idea de que el tra b a jo era el origen de todo valor. Aparte de sus aportaciones m uy considerables a la física, Frank­ lin no produjo ninguna obra especialm ente destacada en el terre­ no del pensam iento social. Em pero, la publicación de su Alma­ naque del pobre Ricardo, que gozó de una gran popularidad internacional, ejerció un influjo m uy serio en pro de las ideas hum anitarias de los ilustrados y en contra del pensam iento an­ quilosado y rígido: significativamente, cuando Jefferson comen­ zó la D eclaración de Independencia hablando de principios «sa­ grados e innegables», Franklin escribió en su lugar selfevident, evidentes por sí m ism os.6 Las ideas de los dem ás hom bres que pusieron en m archa la organización de la nueva nación tenían su origen en la tradición 6. I. B. Cohén, Benjamín Franklin. Nueva York, 1953, pp. 59-61.

liberal inglesa, o whig. Se apoyaban m ás en los escritores libera­ les del pasado, como Locke, que en sus contem poráneos del m ism o país, que seguían pidiendo un estado con facultades cada vez más restringidas. En vez de esto, los am ericanos andaban pre­ cisam ente buscando fórm ulas que reforzasen la autoridad del suyo. Destaca entre ellos Alexander H am ilton (1757-1804), un anti­ llano, jefe de. la facción federalista, que fue la que, opuesta a la «agrarista», preconizaba una unión federal fuerte, en vez de la confederal. H am ilton se alzó con tra quienes tem ían la creación de un nuevo leviatán que acabara con la dem ocracia directa de las pequeñas asam bleas locales y tam bién con la de los estados p ar­ ticulares. H am ilton no com prendió ciertos ideales populares de la Revolución am ericana, pues su m ente estaba al lado de los aristócratas terraten ien tes y de la burguesía costera. Ello no fue óbice para que su capacidad como hom bre de estado llevara a buen térm ino la aspiración federalista. Como creador de un esta­ do que se a ju sta ra a las necesidades del orden im perialista, es decir, que se fuera haciendo cada vez m ás poderoso con el aum en­ to del im perialism o, H am ilton no tiene igual en tre los líderes de su tiem po.7 Otro dirigente im po rtan te fue John Adams (1735-1826), hom bre tan leído y culto como despreciador de las teorías polí­ ticas vagas; Adams era un gran realista. En la G uerra de Inde­ pendencia Adams fue lo que hoy se llam aría un dirigente de izquierdas. Sin em bargo, en la época que siguió a la prom ulga­ ción de la C onstitución, se pasó a la derecha, p ara defender la propiedad privada. Ello se debió a la conm oción que la Revolu­ ción francesa operó en las conciencias yanquis. Adams quiso pasarse a la derecha p a ra fren ar los que él creía excesos que podían llevar la joven república am ericana al caos. Pero la figura m ás original fue la de Thom as Jefferson (1743-1826), au to r de la Declaración de Independencia. § 4. L a «D eclaración J efferson .

de

I ndependencia»

y la democracia según

Consideramos que las siguientes verdades son evidentes por sí mis­ mas: todos los hombres son creados iguales, son dotados por su Crea­ dor de ciertos derechos inalienables, entre los que se cuentan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Para asegurar esos derechos se instituyen los gobiernos entre los hombres, y derivan sus justos pode­ res del consentimiento de los gobernados. Siempre que cualquier forma de gobierno se vuelve destructiva para tales fines, es derecho del pueblo alterarlo o abolirlo e instituir uno nuevo, estableciendo su fundamento sobre tales principios y organizando sus poderes en la forma que a dicho pueblo le parezca más idónea para su seguridad y felicidad. En verdad, la prudencia dictará que los gobiernos establecidos de antiguo no deben cambiarse por causas livianas y efímeras; según ello, ha mos­ trado la experiencia que la humanidad está más dispuesta a sufrir, cuando los males son sufribles, que a hacerse justicia a sí misma abo7. Parrington, op. cit.

liendo las formas a las que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones persigue invariablemente el mismo ob­ jetivo y muestra un designio de reducir al pueblo al despotismo abso­ luto, es derecho suyo, es su deber, eliminar el gobierno y conseguir nuevos guardianes para su futura seguridad.' Una lectu ra a ten ta de este texto nos h a rá ver que en él están plasm ados los principios políticos m ás destacados que se habían ido gestando a p a rtir del R enacim iento y en especial los iusnaturalistas. Jefferson y los dem ás signatarios consideran 1) que el poder reside en el pueblo, 2) que todos los hom bres poseen igual categoría como m iem bros del cuerpo político, 3) que existen dere­ chos alienables, que son los que form an el gobierno, por consen­ tim iento, 4) que existen derechos inalienables, a saber, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, basados en el derecho natural, 5) que la única finalidad del gobierno es la protección de esos derechos, 6) que el derecho a la rebelión contra el gobier­ no despótico es tam bién inalienable. E stos principios eran ya patentes en Locke, Rousseau y M ontesquieu. No obstante, lo im portante es que en el m arco de la Declaración de Independencia lo vemos actu ar a nivel práctico de la política cotidiana. El prim er artífice de este docum ento fue Thom as Jefferson. Jefferson' pertenecía a la aristocracia norteam ericana, era un terraten ien te de Virginia. Pertenecía a la clase que guió la Revo­ lución y de cuyas m anos no se escapó, cuando fue consum ada, en contraste con la francesa. La aristocracia am ericana, sin em­ bargo, no era ni tan cerrad a ni tan antigua com o la europea. Ade­ más, no era cortesana, sino que se reunía en asam bleas legislati­ vas y tenía que habérselas con un pueblo celoso de sus derechos. Todo ello le im puso una disciplina y un control de sí m ism a que dieron p o r resultado las instituciones que aún hoy presiden la vida política de los E stados Unidos. Además, Jefferson tenía un verdadero espíritu dem ocrático. Nadie como él, por ejemplo, se dio cuenta de la contradicción flagrante que había entre los textos de la D eclaración de Independencia y la de Derechos y la existencia de esclavos en los estados del sur. Aunque perso­ nalm ente tom ó m edidas en lo que a él le afectaba esta cuestión, probablem ente confiaba en que el Congreso prom ulgara las leyes adecuadas p ara cam biar tal estado de cosas. Su espíritu dem ocrá­ tico queda plasm ado, sobre todo, en su clara idea acerca del derecho del pueblo a levantarse en arm as con tra la tiranía y en su desconfianza del poder del estado. Así, Jefferson se opuso sistem áticam ente a los federalistas au to ritario s de H am ilton, que a su juicio querían establecer u n a oligarquía centralista. Así, dim itió de su cargo de Secretario de estado del presidente W ashington, p a ra iniciar su cam paña de oposición. Junto a Jam es M adison (1751-1836) fundó el Partido Republicano (cuyo nom bre hoy es el de P artido D em ócrata) y con él com batió a los fede­ ralistas. Así, Jefferson fom entó los poderes de los organism os 8 8. Declaration of Independence, 2.° párrafo.

locales, luchó contra el centralism o, abogó p o r la extensión del sufragio y, con gran ahínco, la de la educación popular. En este últim o terreno, Jefferson fundó la Universidad de Virginia. Mas la labor federalista ya estaba hecha, y cuando Jefferson ocupó la presidencia, él m ism o se vio, paradójicam ente, obligado a actu ar como un hom bre de estado independiente y seguro de sus decisio­ nes individuales. Por últim o, hay que subrayar que el tipo de dem ocracia que Jefferson preconizaba era fundam entalm ente agrario; tan to su experiencia personal como el influjo de Sm ith (menos inclinado por la in d u stria que lo que se cree) y de los fisiócratas crearon en su m ente una im agen un tanto bucólica de la dem ocracia, im agen que pesa aún en la m itología am ericana de hoy, pero que ha sido contradicha p o r el inm enso desarrollo industrial de aquel país.9 § 5. L a C onstitución de los E stados U nidos . — Los Estados Unidos d e América están regidos, desde 1789, p o r la m ás vieja de las constituciones escritas existentes. En la historia de aquel país se tra ta , sin em bargo, de la segunda constitución por él poseída. La p rim era se conoce con el nom bre de Artículos de Confederación, y rigió desde 1781 a 1789. Su artículo II reza:

Cada estado retendrá su soberanía, libertad e independencia, así como todo poder, jurisdicción y derecho que no esté delegado a los Es­ tados Unidos por la voluntad expresa de esta Confederación, reunida en el Congreso.10 La Confederación era, pues, una liga de estados soberanos, unidos po r la cám ara única de un Congreso com ún, con algunos com ités que llevaban los asuntos de los E stados Unidos en su conjunto. La debilidad de esta confederación fue evidente desde el prim er m om ento, y se llegó a situaciones verdaderam ente anárquicas. Ello tuvo como resultado que h ubiera una Convención en la ciudad de Filadelfia, en 1787. De sus 55 m iem bros, 31 poseían educación universitaria, y algunos de ellos eran pensadores de calidad; adem ás, no les faltaba experiencia política: se habían forjado con la Independencia y d urante los años tum ultuosos de la guerra. Muchos de ellos eran m uy jóvenes. George W ashington (1732-1799), delegado de Virginia, fue la figura m ás prom inente. E staban tam bién Jam es Madison, de Virginia; B enjam ín Franklin, de Pensilvania, y Alexandre H am ilton; Thom as Jefferson y Thomas Paine (1727-1809), defensores de los derechos individuales, eran los más conspicuos ausentes; am bos estaban en Europa. La Constitución de los Estados Unidos es el resultado de la conjunción de dos tendencias: p o r una p arte los principios de filosofía que son típicos del liberalism o anglosajón, sobre todo en la doctrina de Locke; p o r otra, las consideraciones prácticas 9. S. K. Padover, The■Complete Jefferson. Nueva York, 1943, passim. 10. Citado por R. K. Carr y otros, American Democracy in Theory and Practice. Nueva York, 1956 (1.a ed., 1950), p. 53.

que im ponían las circunstancias económicas. En cuanto a los prim eros, nos rem itim os a cuanto hem os dicho en los últim os capítulos sobre el desarrollo del pensam iento social en Europa. En cuanto a los intereses económicos, puede apun tarse lo siguien­ te: los constitucionalistas norteam ericanos deseaban la instau­ ración de un gobierno que protegiera eficazmente la gran pro­ piedad privada,11 y que asegurara la ley y el orden necesarios para una p róspera economía. Quienes tenían dinero de la deuda pública estaban alarm ados p o r la incapacidad de los gobiernos estatales y del central en pagarles. Los terraten ientes del Oeste necesitaban protección con tra los indios (a quienes en realidad ellos m ism os am enazaban). Los m ercaderes e industriales, en fin, deseaban que hubiera una m oneda uniform e y segura. Pero lo cierto es que la Constitución no fue sólo el fruto de esta últim a tendencia, y que se dieron abundantes ejem plos de espíritu de sacrificio p o r p a rte de los delegados en la Convención de Filadelfia, o, si se quiere, de espíritu de com prom iso. El com prom iso presidió en realidad toda la Convención, como h abría de presidir el resto de la historia política de los E stados Unidos. Compro­ miso en tre grandes y pequeños estados, en tre el N orte y el Sur, en la elección de presidente, en la cuestión de cómo entender la dem ocracia.112 A continuación se reproducen algunos pasajes breves y signi­ ficativos del gran docum ento público; el lector se p ercatará que representan algunos de los principios políticos del liberalism o teórico —d istribución de poderes, lim itación del poder del estado, estado de derecho—, convertidos en realidad política por los jurisconsultos de Filadelfia: Nosotros, el Pueblo de los Estados Unidos, para formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la paz interna, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar las bendicio­ nes de la libertad para nosotros y para nuestros descendientes, manda­ mos y sancionamos esta Constitución para los Estados Unidos de América. Todos los poderes legislativos aquí concedidos residirán en un Con­ greso de los Estados Unidos, que consistirá en un Senado y en una Cámara de Representantes. El Congreso tendrá la facultad de declarar y recoger impuestos..., regular el comercio con otras naciones y entre los varios estados... definir y castigar... las ofensas contra el derecho internacional... decla­ rar la guerra. El poder ejecutivo está depositado en un Presidente de los Estados Unidos de América. Mantendrá su cargo durante el término de cuatro años y, junto con el Vicepresidente, será elegido para el mismo... § 6. « E l f e d e r a l is t a ». — Aunque, en principio, Alexander Ham ilton no estab a de acuerdo con toda la C onstitución propuesta, 11. Charles A. Beard, An Economic Interpretation of the Constitution of the United States. Nueva York, 1913, passim. 12. R. K. Carr, op. cit., pp. 63 a 70.

concibió la idea de elab o rar u n a serie de artículos en favor de la m ism a. Se puso de acuerdo con M adison y con John Jay. Los tres publicaron u n considerable núm ero de artículos en tres periódicos neoyorquinos, de 1787 a 1788, b ajo el com ún seudónimo de Publio. Los artículos, con algunas adiciones, aparecieron en form a de libro en 1788, con el nom bre de E l Federalista. Su inten­ ción había consistido en convencer al estado de Nueva York de que ratificara el proyecto elaborado p o r la Convención de Filadelfia. Hoy es considerado com o el com entario clásico a la C onstitu­ ción, a pesar de ser un escrito de circunstancias, un tan to repe­ titivo.13 Principalm ente, los diversos artículos de E l Federalista exhor­ tan al pueblo de Nueva York a que adopte la idea federal. A causa de esto constituyen su expresión m ás m ad u ra h asta la fecha. A nteriorm ente, el federalism o e ra un esquem a teórico. Ahora se tra ta b a de hacerlo realidad y d em o strar a u n cuerpo electoral la conveniencia y viabilidad de su aceptación. Los argum entos es­ grim idos p o r H am ilton, Jay y M adison son m uy variados. Estados Unidos poseía entonces una unidad étnica considerable; por ello mismo, parecía a estos autores que no podía form arse una confe­ deración con unos pueblos hom ogéneos que en realidad eran uno solo. El verdadero im pedim ento e ra la cuestión de si u n a gran dem ocracia podría funcionar tan bien como las pequeñas. Montesquieu —largam ente citado p o r H am ilton— 14 desconfiaba de las posibilidades de la dem ocracia en los grandes estados. Pero, argüía H am ilton, M ontesquieu consideraría que Virginia, Pensilvania o Nueva York tam bién eran dem asiado grandes p ara su idea del régim en republicano. Si tom áram os «sus ideas sobre este punto como criterio verdadero, tendríam os que refugiarnos inm ediatam ente en brazos del régim en m onárquico» o bien los am ericanos tendrían que dividirse aún m ás en una infinidad de estados pequeños, celosos y turbulentos, «tristes sem illeros de continua discordia». Según él, una recta interpretación de Mon­ tesquieu adm ite el federalism o. P ara H am ilton, la Constitución federal propuesta «tiene todas las ventajas internas del gobierno republicano ju n to a la fuerza externa del monárquico». Ninguna interpretación m ás acertada. Como han observado algunos constitucionalistas recientes, la figura del Presidente de los Estados Unidos, con sus enorm es facultades y sus características cuasi carism áticas, es netam ente m onárquica, aún y con e sta r dentro de la constitucionalidad m ás estricta. El principio federal, adem ás, ofrece u n a «analogía con el propio estado» de cada ciudadano.15 El gobierno central es como una reproducción m agnificada de las propias instituciones de cada estado, así como los condados y com unidades son m icrocosm os de los estados. E sta arm ónica concepción de la politeya yanqui 13. Cf. Gustavo R. Velasco, El Federalista o la nueva Constitución. Méjico, 1943, prólogo, pp. vil a xxvi. 14. The Federalist, ix. 15. Ibid., i.

es, según los autores de E l Federalista, u n a de las grandes garan­ tías de la paz y equilibrio necesarios p a ra que cada ciudadano persiga la felicidad según sus propias luces. De ese modo todo el cuerpo político reproduce a m ayor escala las instituciones con las que es fam iliar cada ciudadano y los organism os políticos m ás altos pueden com prender ipso fa d o a los m ás bajos. Abundan, adem ás, argum entos de orden práctico. La nueva nación necesita m ayor potencia m ilitar, p ara el futuro m undial que le aguarda, así com o p a ra ahogar cuantos disturbios facciosos puedan producirse en el interior, difíciles de ahogar por cada estado sin ayuda de los dem ás. N ecesita un fisco común, para que el tráfico in tern o y externo prosperen adecuadam ente, y reglas únicas que regulen dicho tráfico. E stas necesidades estaban tan presentes en las m entes de los neoyorquinos que es dudoso que El Federalista influyera en su decisión últim a. Tampoco es muy seguro que la generalidad del pueblo siguiera el sutil pensam iento de un M adison al exponer cómo, si bien es necesario que exista separación de poderes, ello «no exige que los departam entos legislativo, ejecutivo y judicial estén absolutam ente aislados unos de otros».16 El grado de separación m áxim a es un desiderátum teórico que no puede nunca m antenerse en la práctica. Un grado de ingerencia constitucional es necesario p ara que exista el sis­ tem a de equilibrios que los anglosajones llam an checks and ba­ lances of power. La Convención de Filadelfia había dividido el gobierno en tres ram as, y había dado a cada cual un procedim ien­ to, pero entonces había concedido a cada ram a la capacidad de c o n tra rre sta r (ckecking) los excesos de las o tras dos. Así, los nom bram ientos ejecutivos —presidenciales— necesitan la con­ firmación del Senado. El Congreso puede recu sar (impeach) y d estituir a todos los ejecutivos, incluido el Presidente. A su vez, el Presidente tiene un cierto control sobre todo el siste­ m a de tribunales. Todos los tribunales, m enos uno, el Suprem o, dependen del Congreso. Los checks no son unilaterales en su totalidad. Es m ás, aunque la Constitución no m enciona el derecho de la supervisión judicial de las otras dos ram as del gobierno, los tribunales lo han venido ejerciendo tradicionalm ente. § 7. L a D e c l a r a c ió n de D e r e c h o s . — El Congreso de los E sta­ dos Unidos de América propuso, en 1789, una Declaración de Derechos, llam ada B ill o f Rights. El m ism o año la Asamblea Nacional francesa form ulaba o tra declaración sim ilar sobre los derechos del hom bre y del ciudadano. M erced a ellas el derecho positivo occidental hace suya la noción de los derechos subjetivos de todo hom bre, p o r el m ero hecho de serlo, frente al estado y a otros poderes de la sociedad, noción que h asta entonces estaba sólo en las m entes de los teóricos del derecho natural, y en el espíritu de los pensadores m ás h u m anitarios a p a rtir del Renacim iento. Como dijo don Adolfo Posada, 16. Ibid.,

x l v iii .

la idea de un sistema de condiciones jurídicas anteriores al estado y cuya garantía debe ser la base del estado mismo, es una idea que pa­ rece arrancar de la Declaración de Derechos.1718

En realidad, ese im p o rtan te paso no fue dado por vez prim era ni p o r el Congreso yanqui ni p o r la Asamblea francesa, sino por el estado de Virginia en su Constitución. Ella fue fuente de la pro­ posición que el general Lafayette hizo a la Asamblea de que proclam ara los derechos del hom bre y del ciudadano.1’ A su vez, la Constitución de Virginia, así com o las dem ás am ericanas, se basaban en el B ill o f R ights de 1689, en el Habeas Corpus de 1679 y h a sta en la venerable M agna C arta medieval; o sea, en la tradición inglesa. Pero la diferencia de estilo y de contenido es m uy notable. La D eclaración de Derechos am ericana tiene una intención de universalidad desprovista de todo vestigio feudal, u n a intención clara de consagrar en derecho positivo unos dere­ chos inalienables e inviolables del hom bre com o tal. El B ill o f R ights norteam ericano está com puesto p o r las diez prim eras enm iendas a la Constitución, propuestas por el Congreso en 1789 y adoptadas definitivam ente en 1791. La Declaración proclam a que: I. Se resp etará la religión, la libertad de p alab ra y prensa, el derecho del pueblo a reunirse apaciblem ente, y el derecho de petición al gobierno. II. El pueblo tendrá derecho a ten er y llevar arm as. III. Los soldados no p odrán ser acuartelados en las m oradas de los ciudadanos, salvo que la ley prescriba lo contrario. IV. No podrá la fuerza pública o de la ju sticia p racticar regis­ tros o confiscar bienes en las casas de los ciudadanos, ni in ter­ venir en sus papeles y docum entos, o en sus personas, si no es de acuerdo con la ley y m andam iento judicial. V. Los acusados en proceso crim inal ten d rán todas las garan­ tías legales de defensa y jurado. VI. En todos los procesos crim inales el acusado gozará del beneficio de un juicio rápido y público. V II. El m ism o sistem a general de derecho —com m on law— aplicado a un caso será aplicado por los tribunales de apelación. V III. No se infligirán castigos crueles o desacostum brados, ni se exigirán fianzas excesivas. IX. La enum eración de la Constitución de ciertos derechos no va en detrim ento ni niega otros, retenidos p o r el pueblo. X. Los poderes que la Constitución no delega a los Estados Unidos, ni que son prohibidos a los estados p o r ella m ism a, se reservan a dichos estados o a los ciudadanos. La en trad a en el derecho positivo de los principios racio­ nales del n atu ral m arca un hito en la h isto ria del pensam iento social occidental. No se tra ta sólo de la aplicación de esos dere­ chos, sino de la realización tam bién de toda una constelación de 17. A. Posada, Teorías políticas. Madrid, 1905, pp. 116-117. 18. Como mostró J. Jellinek en 1895, según explica Posada, ibid., p. 125.

actitudes, valores y m odos de entender la convivencia hum ana. Sin la confianza en la razón o en el progreso tam poco hubieran podido plasm arse. E l cam ino que quedaba p o r reco rrer era inmenso. La explotación de los débiles, la esclavitud, el fanatism o religioso, la a rb itra rie d ad política, y cuantas o tras instituciones agobiaban al género hum ano antes de que aparecieran las declara­ ciones de derechos no eran abolidas p o r ellas. Pero se ab rían unas posibilidades que h a sta entonces no podían ni siquiera concebirse.

LIB R O CUARTO

EL LIBERALISMO

LA REVOLUCION FRANCESA § 1. La Revolución francesa es la revolución liberal p o r exce­ lencia. Fue dirigida y llevada al triunfo por la burguesía. Su espectacular destrucción del estado borbónico parece como la culm inación del proceso de crecim iento y ascendencia de esa clase social, iniciado en el seno de la Edad Media. Pero es precisam ente la espectacularidad de los hechos del año de 1789 lo que no debe engañarnos. La im portancia de la Revolución francesa estriba en ser la que rep resen ta con m ayor plenitud la consolidación de las instituciones políticas, los valores sociales y las relaciones económ icas que caracterizan a la burguesía. É stas se habían ido abriendo paso en siglos anteriores, algunas veces en form a violen­ ta. En realidad, desde fines de la Edad Media, la burguesía surge determ inadam ente como clase revolucionaria. E sta característica culm inará con la Revolución francesa, pero no term in ará con ella. Algunas de las p rim eras revoluciones burguesas m odernas fracasaron. La m ás descollante de ellas fue la de las Comunidades de Castilla. Fue una revolución típicam ente m oderna.1 Ante todo, responden las Com unidades castellanas a un m ovim iento urbano y al sentim iento protonacionalista. Durante el curso de la rebelión se fue poniendo en tela de juicio el poder absoluto del rey, se acudió a los principios de la representatividad política, y se tran s­ form ó la idea de lib ertad —que en un principio se lim itaba al fisco— en el sentido de una incipiente tolerancia. Los com uneros castellanos in ten taro n convertir las Cortes en el verdadero go­ bierno, acudiendo con ello a u n claro parlam entarism o. No encontram os nada sem ejante a la revuelta de los com une­ ros castellanos h a sta la Revolución inglesa, d urante la cual no en vano se oyeron voces que m encionaban la rebelión española del siglo xvi, p a ra justificar la inglesa puritana.1 La Revolución ingle­ sa m arca tam bién el m om ento en que el énfasis de la reform a p ro testan te com ienza a ser m ás intenso al nivel político que al religioso. Esto se ve bien claro en la Revolución am ericana; sus textos son casi totalm ente laicos, aunque hay en ellos algunos 12 1. José Antonio Maravall, Las Comunidades de Castilla. Madrid, 1963, passim. 2. Gérard Walter, La Révolution Anglaise, 1641-1660. París, 1963, p. 34.

elem entos religiosos. Así, la Declaración de Independencia (4 de julio de 1776) aún dice que «todos los hom bres h an sido creados iguales» y que están «dotados p o r su C reador de ciertos derechos inalienables». La francesa da un paso definitivo en este sentido. Así, la Revolución francesa no es sólo la m ás grave, p o r sus con­ secuencias internacionales, de cuantas se producen desde fines de la Edad Media, sino que significa tam bién la m aduración de ciertos procesos, como el de secularización, cuya expansión no siem pre presenta una faz violenta, sino que a m enudo se la ve crecer con segura lentitud, p a ra irru m p ir luego bruscam ente en medio de los acontecim ientos revolucionarios. Junto a la tradición revolucionaria incubada p o r estas y otras revoluciones, la francesa no aparece tam poco como un hecho ais­ lado, sino como sobresaliendo en tre una serie de revueltas que se producen en diversos puntos de E uropa en la m ism a época. Dejando ap arte el caso de las colonias inglesas en N orteam érica —por haber tra ta d o de él in extenso— hay que m encionar las revueltas que tienen lugar en Inglaterra, desde 1780, en conexión con el levantam iento irlandés de la m ism a época. De un asunto político y religioso se pasó con celeridad a la lucha de los des­ poseídos contra los poseedores; pero G ran B retaña gozaba ya instituciones p arlam en tarias que consiguieron am ortiguar las tensiones. Los Países Bajos holandeses presenciaron en 1783 un levantam iento m ás serio. Los textos de Van d er Capellen to t den Poli (1741-1784) pertenecen ya a la lite ra tu ra panfletaria contem ­ poránea, e invitan a la insurgencia con tra la dictad ura de Gui­ llerm o V de Orange en térm inos que proceden directam ente de los escritos de Rousseau. Como quiera que prusianos y b ritáni­ cos acabaran con la insurrección, no encontram os un desarrollo considerable del pensam iento revolucionario holandés. Lo m is­ mo puede decirse de las luchas de los ginebrinos p or instau rar una dem ocracia m ás popular que sustituyera el dom inio de los «patricios» (1782), así com o de la revuelta de los Países Bajos belgas, pertenecientes a la casa de A ustria, cuyos textos revolu­ cionarios constitucionales reproducen los norteam ericanos al pie de la letra.3 Los m ás originales e im portantes son siem pre los franceses, porque en Francia las contradicciones en tre régimen feudal y régim en burgués, visión m ágica y visión secular del m undo eran las m ás agudas. Desde nuestro punto de vista no nos interesa explicar las causas de la Revolución francesa —arcaísm o y caos fiscal, crisis económica después de un período de prosperidad, actitu d in tran ­ sigente de la nobleza—, sino p resen tar las ideas fundam entales que entraro n en juego. Con respecto a este pun to hay que hacer dos advertencias. La p rim era es que la m ayor p a rte de las ideas que ayudaron a im pulsar y a e stru c tu ra r la actividad revolucio­ naria han sido ya expuestas: son las fundam entales del libera­ 3. a 17.

Jacques Godechot, La pensée révolutionnaire 1780-1799. París, 1964, pp. 14

lism o y del parlam entarism o que surge d u ran te el siglo x v m , tanto en Francia com o fuera de ella, así como las racionalistas, filantrópicas y progresistas que son tam bién p a rte integrante del pensam iento ilustrado. La segunda se refiere a las lim itaciones m ism as de la producción de nuevas ideas d urante los años revo­ lucionarios. La actividad intensa y la agitación constante hacen poco m enos que im posible el escrito largo, m editado y grave sobre la vida política o económica. É ste volverá a ser posible en cuanto se sedim ente la revolución. Así, la Revolución francesa es tan rica en logros sociales como pobre en la producción de ideas verdaderam ente nuevas. Ello no obstante, la Revolución francesa es uno de los eventos históricos que h an suscitado m a­ yor grado de controversia y que han incitado constantem ente, h asta nuestros días, la im aginación de todos los teóricos de la sociedad, sobre todo la de quienes han deseado com prenderla históricam ente. § 2. Los t r e s e sta d o s . — Form alm ente, la sociedad francesa an terio r a la Revolución estaba dividida en tres estam entos, lla­ m ados estados, según el esquem a feudal; el prim ero estaba com ­ puesto por los eclesiásticos, el segundo por la nobleza y el tercero, el estado llano, p o r el resto de la población. En realidad, la división no respondía a la situación social objetiva, aunque ope­ rase al nivel político. Así, de hecho, sólo la p a rte alta del clero puede decirse que pertenecía al p rim er estado. El clero popular, sin posibilidades de alcanzar los altos puestos jerárquicos, vivía en el m arco del estado llano. Por o tra parte, sólo la nobleza tenía acceso a los puestos altos de la Iglesia. A su vez, la pequeña no­ bleza —a veces extrem adam ente reaccionaria— llevaba una vida m arginal y precaria, enajenada tan to de la nobleza cortesana como de la burguesía provinciana. La burguesía y el proletariado, clases con intereses diam etralm ente opuestos en aquellos m om en­ tos, estaban am bas englobadas en el tercer estado. Tam bién lo estaba el cam pesinado, inm erso a su vez en un m undo p rácti­ cam ente medieval. A las contradicciones en tre clase y clase se añadían las existentes en el sistem a político oficial de división social, incapaz de reflejar m ínim am ente la realidad.4 En Francia, adem ás, cada clase real estaba profundam ente dividida; cuantos grupos gozaban de algún privilegio lo defendían con ahínco, y sólo solicitaban la abolición y reform a de los que no les atañían. La única clase que presentaría un plan que en principio parecía ser válido p a ra la m ayoría fue la burguesía. Aparte de los grupos cortesanos de la nobleza que participa­ ban de las ideas filantrópicas y progresistas características de la Ilustración, los dos estados superiores tenían una ideología feudal. E sta ideología ya no se había plasm ado en obras filosóficas desde 4. Datos sobre las divisiones en clases sociales en la Europa prerrevolucionaria en Georges Lefebvre, La Révoluíion Frangaise, París, 1957, pp. 42 a 59. Traducción castellana: 1789: La Revolución francesa, Barcelona, 1973.

el fin de la E dad Media. Los únicos escritos que in tentaban expre­ sa r la ideología de los privilegiados eran aquellos que, al estilo de los de Bossuet, defendían un absolutism o que la nobleza y el alto clero aceptaban sólo a regañadientes. El centralism o borbó­ nico y el despotism o de V ersalles iban contra el enm arañado sistem a de privilegios sobre el cual se basab a la sociedad que ellos pretendían perpetuar. P or eso, d u ran te la p rim era crisis que anunciaba la Revolución, la llam ada «revolución» de los nobles, éstos se alzaron en defensa de sus libertades. P ara ellos libertad —o libertades— consistía en el respeto p o r p arte del poder del privilegio de cada gual. La libertad feudal que quería m antener la nobleza y la Iglesia de Francia consistía en una m iríada de privilegios particu lares que no sólo les afectaba a ellos, sino que se extendían a grem ios, parroquias, parlam entos provinciales, y cuantas instituciones existían en el país. Sus argum entos eran totalm ente em ocionales y carentes de trabazón racional. E ran exhortos al poder real p a ra que m antuviera y reforzara el estado de cosas: «Ya se ha propuesto la supresión de los derechos feu­ dales... ¿Podría V uestra M ajestad determ inarse a sacrificar, a hum illar su valiente, antigua y respetable nobleza?», rezaba una súplica presentada p o r los príncipes de la sangre al rey, en 1788.5 N aturalm ente, el tercer estado, im pulsado p o r las necesidades y aspiraciones económ icas de la burguesía, así como por la ideo­ logía universalista e individualista del. liberalism o naciente, era tan ajeno a este tipo de lenguaje como enemigo del privilegio feudal en todas sus form as. P ara el tercer estado, las aduanas interiores no eran sino trab as a la prosperidad com ercial, y los derechos de los grem ios, sim ples monopolios. E sto era especial­ m ente sentido p o r aquella sección del estado llano que se atribuía su representación, o sea, la burguesía. Además, la burguesía po­ seía una m ejor cu ltu ra y m ayor poder económico. Al h ablar en nom bre de todo el tercer estado, identificándose con él e identi­ ficándolo a su vez con la nación, la burguesía alcanzaba una m ayor eficacia en el logro de sus aspiraciones. Los últim os E stados Generales se h abían reunido en 1614. Los Estados Generales eran com o unas cortes de todo el reino, en las que estaban representados los tres estam entos. Ante la gra­ vedad de la situación fiscal y las tensiones que dividían al país, Luis XVI volvió a convocarlos en 1788 p a ra el año siguiente. El debate público que siguió a la convocación fue inm enso. Su form a de expresión escrita fue la de los «Cuadernos de Agravios» (Cahiers de doléances) que municipios, gobiernos provinciales, parroquias, com enzaron a elevar al rey. Los Cuadernos llovieron a m illares sobre la corte. En principio estos escritos tenían que servir para confeccionar una lista de agravios y, con ello, fo rm ar u n a agenda de trab ajo p a ra los E stados Generales. De los cuadernos no surge una ideología clara: los del clero son a m enudo tan radicales 5. Citada por Albert Soboul, Historie de la Révolution Frangaise. París, 1962, vol. I, p. 136.

como los del tercer estado. La Revolución no había estallado aún y cada facción desconocía el verdadero alcance de sus peti­ ciones.6 Lo que sí está claro es que el tercer estado ataca fron­ talm ente el sistem a feudal económico y político. En lo prim ero, pide la suspensión del privilegio; en lo segundo, m ayor represen­ ta tividad; así, la idea corriente era la del doublem ent du Tiers, o sea, que el estado llano tuviera m ás peso en los Estados Generales que se aproxim aban. De otro modo, los votos de la poderosa mi­ noría desarticularían los propósitos de la burguesía. Junto a los «Cuadernos de Agravios», el período prerrevolucionario es testigo del nacim iento y expansión de la literatu ra panfletaria. En la h isto ria de las ideas políticas es éste un evento que no es posible exagerar: su im portancia es capital. Por prim e­ ra vez, el público en general en tra en la gran discusión política; o m ejo r dicho, se crea una opinión pública y aparece la prensa como una nueva fuerza social. De en tre todos los panfletos del breve e intenso período an terio r a la reunión de los Estados Generales, el m ás descollante es el del abate Sieyés, ¿Qué es el tercer estado? En él se da ya una definición revolucionaria de los grupos sociales no privilegiados; al m ism o tiempo, se trata, sin duda, del docum ento m ás original producido por escritor alguno d u ran te la Revolución francesa. § 3. E l t e r c e r esta d o . — E ntre los escritos aparecidos en los meses que precedieron a la reunión de los Estados Generales, el público otorgó un éxito prodigioso al Ensayo sobre los privilegios y a ¿Qué es el tercer estado? del abate Em m anuel Joseph Sieyés (1748-1836). H ijo de un funcionario de Correos, educado en los jesuitas y vicario del obispo de C hartres, Sieyés fue una fuerza muy poderosa en la Revolución, aunque a m enudo en la som bra. G rande fue su influjo como constitucionalista, y es el autor, ju n to con Napoleón B onaparte (1769-1821), del golpe del 18 de brum ario del año V III (9 de noviem bre de 1799); después del m ism o in ter­ vino en la labor constitucional de aquel año, como cónsul. La tesis de la concepción sieyesiana sobre el estado llano es bien simple: consiste en identificarlo con la totalidad de la nación y con ello, explícitam ente, negar todo derecho a los privilegios; dice: ...Tres cosas tenemos que preguntarnos: 1. ° ¿Qué es el tercer estado? Todo. 2. ° ¿Qué ha sido hasta ahora en el orden político? Nada. 3. ” ¿Qué pide? Llegar a ser algo.7

El tercer estado, según Sieyés, posee todos los elem entos necesarios «para fo rm ar una nación completa». No es una sección 6. Godfrey Elton, The Revolutionary Idea in France 1789-1871. Londres, 1923, P. 21. 7. Estas y las siguientes citas en E. J. Sieyés, en Qu’est-ce que le Tiers État? París, 1789, passim.

de la nación francesa, p a ra cuya vida es indispensable la existencia de las o tras clases, sino que con la supresión de nobleza y clero no o cu rriría absolutam ente nada: Si se suprimiera el orden de los privilegiados, la nación no sería algo menos, sino algo más. ¿Qué es, pues, el tercer [estado]? Todo, pero un todo atado y oprimido. ¿Qué sería sin el orden privilegiado? Todo, pero un todo libre y floreciente. Nada puede funcionar sin él, todo iría infini­ tamente mejor sin los otros. No basta haber mostrado que los privile­ giados, lejos de ser útiles a la nación, no pueden sino debilitarla y da­ ñarla, hay que probar que el orden de la nobleza no es parte de la organización social; que puede ser una carga para la nación, pero que no podría ser parte de ella.

El rechazo que Sieyés hace de los privilegios se basa en su idea de nación. É sta se había ido incubando desde el Renacim ien­ to, fom entada por la aparición de los estados. Desvanecida la estru ctu ra feudal que escondían en su seno, quedaba sólo la com unidad nacional, con u n ap arato político p ara todos. Según Sieyés, una nación es «un cuerpo de asociados que vive bajo una ley com ún y representado por la m ism a legislatura». Hay en esta form a de p resen tar el concepto un elem ento de igualdad ante la ley, así como otro contractual, de asociación libre, con ecos rousseaunianos. De todas form as, y a p esar de su fogoso principio, ¿Qué es el tercer estado? no propone una abolición de los dos órdenes su­ periores, sino u n a participación del pueblo que sea «por lo menos igual a la de los privilegiados» dentro de los convocados Estados Generales. Tam bién pide que el sistem a de votación sea por ca­ beza, y no por orden. Con ello Sieyés expresaba el deseo del tercer estado de poder extender su influjo a la pequeña nobleza y al bajo clero. En efecto, cuando se reunieron los Estados Ge­ nerales, y cuando se convirtieron en Asamblea Nacional, las pro­ gresivas victorias de la burguesía se debieron a la atracción a su causa de los grupos descontentos de los otros dos órdenes, así como de la nobleza progresista, en tre la que se encontraban hom bres como el m arqués de Lafayette, profundam ente influido por su experiencia como general en la g uerra de Independencia yanqui. Sieyés ataca tam bién al tipo feudal de propiedad; sin em bargo pone cuidadosam ente de relieve que no debe proscribirse la pro­ piedad como tal. Al contrario, fue el m ism o Sieyés quien, destrui­ dos los b aluartes principales del sistem a económico feudal, inspi­ ró la legalización política del sistem a económico capitalista, al in spirar a la Asamblea la distinción entre ciudadanos activos (según él «los verdaderos accionistas de la gran em presa social»), que eran los que pagaban una contribución m ínim a, y ciudadanos pasivos, excluidos de todo derecho electoral por no pagar im pues­ tos.* E sta distinción de espíritu em presarial burgués ponía la 8 8. Soboul, op. cit., pp. 209-210.

Revolución en m anos de la burguesía, pero los principios que la inspiraban son históricam ente revolucionarios en cuanto que hunden el orden feudal de cosas. Todo esto m uestra que existe una contradicción en tre la apelación que Sieyés hace a la nación, como todo unitario, y su m anera de entender la compo­ sición política del nuevo estado francés. El abate Sieyés habla de «voluntad común» y de com unidad cuando se enfrenta con los privilegiados, pero la com unidad se esfum a en cuanto se tra ta de establecer las instituciones del gobierno y la legalidad repu­ blicanos. Ello no obstante, su énfasis sobre la soberanía popular y sobre la necesidad de m e jo ra r las condiciones de vida del pue­ blo en general cooperaron en la puesta en m archa del movimiento revolucionario. O tros in ten tarían llevar a sus consecuencias últi­ m as m uchas de las ideas propuestas p o r el abate, y en virtud del m ism o sistem a, m ás deductivo que pragm ático, que él pre­ conizaba. A pesar de las salvedades que se h an hecho en cuanto a la coexistencia en los escritos de Sieyés de unas ideas com unitarias nacionales frente a unas ideas exclusivistas en m aterias politico­ económicas, debe qued ar claro que, como tantos hom bres de su generación, su obra fue an tito talitaria; se ha dicho de él que es precisam ente el fundador del liberalism o antitotalitario.9 Es del todo probable que su cooperación con Napoleón fuera para salvar la versión que él tenía de la república. Su proscripción ulterio r y su vuelta a Francia desde el exilio después de la nueva revolu­ ción burguesa de 1830 aclaran la fidelidad de sus ideas a los prin­ cipios del liberalism o republicano y dem ocrático. § 4. L a D eclaración

de

D er ec h o s

del

H ombre

y del

C iudadano.

Poco m ás de un mes después que el pueblo parisino dem ostrara, con la tom a de la B astilla, que los rep resentantes electos del ter­ cer estado gozaban de gran popularidad, la Asamblea adoptó la Declaración de los Derechos del H om bre y del Ciudadano (26 de agosto de 1789). La D eclaración representa la consolidación de la prim era gran victoria burguesa contra el antiguo régimen, así como la m aterialización legal de los principios teóricos elabora­ dos p o r los filósofos del derecho n atu ral y p o r los fundadores del liberalism o. Según los m iem bros de la Asamblea constituyente, «el despre­ cio de los derechos del hom bre» es la única causa de las desdichas públicas y de la corrupción de los gobiernos. H erederos directos de la ingenuidad característica de la Ilustración, los constituyen­ tes creen que la proclam ación de unos «principios sim ples e incontestables»10 será decisiva en la fundación de un orden nuevo. En su honor hay que decir que aunque hoy ha dism inuido considerablem ente la fe en la eficacia de la declaración escueta de derechos, existe u n a serie de estados y de organizaciones inter9. Marcel Prélot, Cours d'histoire des idées politiques. París, 1957-58, pp. 291-292. 10. Déclaration des droits de Vhomme et du citoyen, preámbulo.

nacionales que las aceptan, como guía y co ntraste de la vida polí­ tica y jurídica. Las declaraciones contem poráneas de derechos han tenido que refinar considerablem ente las antiguas, y en espe­ cial la francesa. Según ésta «Los hom bres nacen y perm anecen libres e iguales»,11 pero las asociaciones políticas existen para conservar los derechos «naturales e im prescriptibles» de todo hom bre, a saber: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.112 E sta lista excluye la igualdad nada m e­ nos, pero incluye la propiedad. En cuanto al derecho a la resisten­ cia a la opresión se m enciona p a ra d ar legalidad a los sucesos de julio de 1789, con los que empezó la revolución de hecho. Es in teresante la definición de libertad: consiste en «poder hacer todo aquello que no p erjudica a los demás».13 E sta definición se entronca con la de la propiedad que es un «derecho inviolable y sagrado» y, p o r ende, nadie puede ser privado de ella como no sea a causa de necesidad pública, constatada legalmente, que así lo exija. Además, en tales casos se im pone la indemnización. Aunque todo esto refuerza la institución de la propiedad privada, impone tam bién un sistem a de legalidad y excluye la expropiación caprichosa o la expoliación, que eran posibles bajo el feudalismo. Al mism o tiem po, todo ello responde a un alto grado de individua­ lismo. La propiedad no se considera ya unida a las com unidades, rurales o urbanas, a los estam entos, o a los linajes, sino a indivi­ duos aislados.14 El gran debate de los años posteriores a esta Declaración de derechos se centra, naturalm ente, en torno a los puntos que hacen referencia a la propiedad, y que son los m ás débiles de la m ism a. Los m ás sólidos son los que versan sobre las garantías de la libertad individual y su expresión pública. Así, sendos a r­ tículos proclam an el derecho de toda persona a no ser acusada o detenida excepto cuando lo determ ine la ley y que, tam bién salvo en los casos señalados explícitam ente p o r la ley, todo ciudadano podrá «hablar, escribir e im prim ir librem ente».15 Es el espíritu de estos artículos el que ha p erdurado en m uchas decla­ raciones de derechos occidentales, y en las de carácter internacio­ nal. Por o tra parte, cabe distinguir tam bién un cierto núm ero de afirmaciones que reflejan doctrinas sociales abstractas, pero que influyeron poderosam ente en la ideología predom inante de la Asamblea nacional de 1789. Así, se dice que «la ley es la expre­ sión de la voluntad general», idea literalm ente incorporada a la Declaración a p a rtir de Rousseau. Las restricciones prácticas que la burguesía francesa im puso a principios como é s te 16 no im pidieron que su proclam ación solem ne agudizara el conflicto entre las clases poseedoras y el pueblo en general, artífice tam11. 12. 13. 14. 15. 16.

Ibid., Ibid., Ibid., Ibid., Ibid., Ibid.,

art. 1. art. 2. art. 4. art. 17, último. arts. 7 y 11. art. 6.

bién de los logros revolucionarios. Pero, de m om ento, y como consecuencia casi inm ediata de la Declaración de Derechos del H om bre y del Ciudadano, se suprim ió la esclavitud en la m etrópo­ li francesa (mas no en las colonias), y se adm itió a judíos y pro­ testan tes d entro de la com unidad política. Las declaraciones norteam ericanas de derechos preceden cro­ nológicam ente a la francesa, pero el contenido de esta últim a es m ás universalista; en ella se habla del hom bre en general, m ás que de los derechos y deberes de unos ciudadanos particulares. Por o tra parte, su éxito internacional respondió a que existía, por p arte de sus autores, una clara voluntad de internacionalizar los principios que inspiraban la Declaración. La reacción de las m o­ narquías europeas de com batir la joven República fue una de las causas que avivó la conciencia universalista de los revolucionarios. Así, la Convención adaptó en 1792 el renom brado decreto que reza: La Convención nacional declara en nombre de la nación francesa que prestará fraternidad y ayuda a cuantos pueblos quieran recobrar su libertad, y encarga al poder ejecutivo dar a los generales las órdenes necesarias para socorrer a esos pueblos y defender a los ciudadanos que hayan sido vejados o que puedan serlo por la causa de la libertad.

§ 5. Los g ir o n d in o s . — El sector m oderado de los republica­ nos revolucionarios es el com puesto por los girondinos,17 un con­ ju n to de diputados de la Asamblea de 1791 y de la Convención de 1792. Sus m ás destacados m iem bros provenían de la Gironda; de ahí su nom bre. Su ideología puede clasificarse d entro de un idea­ lism o burgués, preñado de racionalism o. Se esforzaban m ás por crear un código legal racional, p o r ejem plo, que en luchar contra las traiciones constantes de Luis XVI a su propia palabra. Su anhelo era crear un estado republicano gobernado por la alta clase m edia y p o r la gran burguesía. P ara ello abandonaron siste­ m áticam ente al pueblo en sus aspiraciones, y se encontraron solos frente a la presión de las revueltas profeudales y al m ovim iento internacional con tra Francia. R ecurrieron entonces al pueblo (la sans-culotterié) p a ra efectuar grandes levas y fo rm ar un ejército nacional de defensa. E ste ejército respondió m uy bien al prin­ cipio, pero no así a m edida que avanzaban las cam pañas, cuando se vio que la G ironda quería crear una república de privilegiados. Atacados im placablem ente p o r el grupo parlam entario de los jacobinos, los girondinos se hundieron definitivam ente a m edida que aum entaban los reveses de una g uerra que ellos mism os habían deseado al principio. En la historia de las ideas políticas los girondinos no tienen o tro lugar que el de ser los prim eros representantes de un republicanism o dispuesto al com prom iso con la reacción y al m antenim iento de las diferencias de clase. Su 17. La verdadera popularidad del término «girondinos» data de época muy posterior a la Revolución. Se debe a la obra Hisíoire des Girondins, de Lamartine, que apareció en 1847.

afecto po r el pueblo era puram ente retórico, distante. Sin em ­ bargo su papel en las p rim eras fases de la Revolución fue decisivo porque —aunque eran poco hábiles en la com prensión de los hom bres— eran diestros en la exposición de los principios abstrac­ tos del republicanism o revolucionario." § 6. Los ja c o b in o s . — Los m iem bros de la «Sociedad de los amigos de la Constitución» se reunían en un m onasterio domini­ cano de la calle de Saint-Honoré, en París. E ste m onasterio era llam ado de los Jacobinos. A p a rtir de 1793 aparecieron asocia­ ciones en todas las grandes ciudades a sem ejanza de la prim era, que había recibido el nom bre de Club Jacobino. La ideología de los jacobinos no es fácil de precisar, pero si hay que caracteri­ zarla de alguna m anera ello puede hacerse p o r su conciencia aguda de la situación de em ergencia en que se encontraba la re­ pública. Así, la doctrina jacobina obedece al convencim iento de que «la p a tria está en peligro», y que es necesaria la llam ada al pueblo en arm as. E ste tipo de d octrina se h a vuelto a reproducir num erosas veces en diversos países en situaciones de extrem a gravedad, cuando la incom petencia del gobierno se com bina con la agresión extranjera. Su conexión con el nacionalism o y el rom anticism o m odernos es evidente. Una de las aportaciones históricas —m as no conscientes— del m ovim iento jacobino a la vida contem poránea es la de la existen­ cia de unas izquierdas y de unas derechas. En la Asamblea cons­ tituyente de 1790, M aximilien de R obespierre (1758-1794) y otros futuros jacobinos destacados ocupaban la extrem a izquierda de la sala, m ientras que a la extrem a derecha se instalaban los aristócratas; en el centro se encontraban los seguidores de Lafayette, que in tentaban cooperar con el rey. D urante la Asamblea siguiente, la legislativa, de 1791, se volvió a restab lecer un orden sem ejante, aunque, en conjunto, m ucho m ás revolucionario, con un ala m ás conservadora a la derecha y o tra m ás radical en sus dem andas de sufragio universal y poder p a ra el pueblo, a la izquierda. En las décadas subsiguientes se va plasm ando en E uropa la dicotom ía izquierdas-derechas, p a ra designar las ten­ dencias igualitarias, p o r una parte, y las conservadoras, por otra. O tra aportación es la del culto a la revolución. É ste surgió entre los m iem bros de la M ontaña (montagriarás), la facción más destacada del grupo jacobino. Sin llegar en ningún caso al colec­ tivismo, la M ontaña —y sobre todo Georges D anton (1759-1794), Camille Desmoulins (1760-1794), y R obespierre— preconizaba la continuación de la revolución desde el poder, p a ra ayudar a los m enesterosos e in sta u ra r la justicia en el re p a rto de los bienes. Para la Gironda la revolución term in a con la creación de las instituciones parlam en tarias y con la fundación de una nueva adm inistración —m ás racional— de todo el estado. P ara los jaco- 18 18. Cf. Godfrey Elton, op. cit., pp. 41 y 42.

binos se tra ta de una fuerza viva, continua, que no debe quedar encerrad a d en tro del m arco de las instituciones políticas form a­ les. Así, la revolución es p ara ellos una m oral o, como decía R obespierre, u n a virtud. P ara la m ente jacobina, la revolución se inspira en u n conjunto práctico de principios m orales. Por eso la nueva Declaración de derechos del hom bre que precede a la Constitución de 1793 concibe el estado como agente eficaz contra los m ales sociales: «el fin de la sociedad es la felicidad común», afirm a su artículo prim ero, repitiendo la idea de la M ontaña, expresada p o r Louis Antoine de Saint-Just (1767-1794) de que la «felicidad común» es el fin del gobierno.” La nueva Declaración especifica que todos los ciudadanos, poderosos o no, son igualm en­ te elegibles p a ra regen tar la cosa pública.1920 Aclara tam bién el deber del estado de im p a rtir la educación,21 con lo cual se va perfilando la im agen de un estado m ás activo que el deseado por los fundadores del liberalism o y p o r la Gironda en particular, p a rtid a ria del m áxim o laissez-faire. E ste principio, no obstante, perm anece intocado en las m entes de los jacobinos. Procedentes en su m ayoría de la pequeña burguesía, deseaban m antener su alianza con los sans-culottes, y acab ar con las últim as institucio­ nes feudales y con el gran capital, pero querían una Francia de virtuosos pequeños propietarios, que excluyera la socialización de la propiedad. E sta ú ltim a idea fue abrazada por un grupo político, pero el relato de su evolución pertenece a la historia del pensam iento socialista. La época del T error, es decir de la elim inación sistem ática de aristócratas, acaparadores de bienes, y m iem bros de la Giron­ da considerados com o «traidores», no constituye p arte integrante de la ideología jacobina. Sin em bargo el Terror, con sus ejecucio­ nes en m asa, ocurrió cuando el gobierno de Francia estaba en las m anos jacobinas de la M ontaña (1793). Algunas facciones políticas (tales los Enragés) hicieron de la represión p arte de su ideología; contra ellos luchó con denuedo Robespierre. Sin embargo, los montagnards no podían im pedir la oleada revolucionaria violenta que a rra stra b a al pueblo; la crisis de subsistencias era agudísima, los ejércitos extranjeros seguían cosechando victorias, y la revuel­ ta aristocrática de la región de la Vandée era muy seria. Si la M ontaña se oponía al Terror, el poder se le escaparía de las m anos. Al no oponerse a él, los jacobinos acabaron mezclados en él. La cuestión del te rro r políticam ente im puesto constituye, a p a rtir de la Revolución francesa, uno de los grandes tem as del pensam iento social occidental. Prim ero sería discutido por los pensadores conservadores que lo presenciaron, y relativam ente ignorado por los revolucionarios. Sin embargo, en nuestro siglo, la izquierda intelectual se ha enfrentado abiertam ente con la 19. J. Godechot, op. cit., p. 211 nota. 20. Déclaratioti des droits de Vhomme et du citoyen de 1793, art. 5. 21. Ibid., art. 22.

cuestión del te rro r y la violencia revolucionarias, sobre todo ante la aparición del totalitarism o y del terro rism o político.22 Parte m ás integrante de la ideología jacobina era la de la des­ cristianización. Al principio de la Revolución esta cuestión no se planteaba. Ni siquiera se podía im aginar la separación de Iglesia y estado. P rotestantes y judíos eran considerados como grupos m i­ noritarios, y la religión católica parecía inherente a la nación fran­ cesa. Los problem as com enzaron a surgir cuando una p arte del clero, la de los llam ados refractario s, comenzó a cooperar abier­ tam ente con los contrarrevolucionarios. La Asamblea había decre­ tado la form ación de un clero renovado, que dependería económi­ cam ente del estado, pues éste se ap restab a a vender los inm ensos bienes de la Iglesia. E n 1790 se adoptó la «constitución civil del clero», lo cual provocó las iras de Roma, y la im posibilidad de negociar con Pío VI. Fue esta im posibilidad la que llevó las cosas al extrem o y precipitó la ru p tu ra. E n u n principio, tanto los inspiradores ilustrados de la Revolución francesa, como quienes la hicieron, nunca creyeron que el país pudiera vivir sin religión: eran ellos quienes insistían en que el catolicism o conservara el privilegio del culto público. Pero querían que sus clérigos fueran m antenidos por el estado, y no p o r sus dom inios feudales.23 Puesto en m archa el m ovim iento con tra los refractarios, se inició una tendencia hacia la descristianización. Así, se reform ó el calendario, el 5 de octubre de 1793; la nueva era arran cab a del 22 de septiem bre de 1792, p rim er día de la República Francesa. Los m eses recibieron nom bres poéticos. Se creó un culto a los m ártires de la revolución, que ya se había estado incubando desde el asesinato de Jean-Paul M arat (1743-1793), el «Amigo del Pueblo». En general, se fue a la sustitución de una religión p o r otra, y no hacia una verdadera laicidad. C ontra esa corriente se oponían los jacobinos. En especial, R obespierre veía que la descristianización —im puesta a la Convención desde fuera— laboraba en pro de la contrarrevolución al enajen ar la pequeña burguesía católica y las m asas rurales, profundam ente unidas a sus creencias tradiciona­ les. Robespierre proponía la libertad de cultos, e insistía en que «tan fanático es quien dice m isa como quien quiere im pedir que la diga otro».24 Por fin, el 16 de frim ario del año II (6 de diciem bre de 1793) la Convención prom ulgó un decreto en favor de la libertad de cultos. La separación de la Iglesia y el estado era un hecho por p rim era vez en la historia. Ello era la inevitable consecuencia del cam ino iniciado p o r la decisión de la Asamblea de prom ulgar la ley de «constitución civil del clero». A su vez, esta ley significaba u n a nacionalización de la Iglesia llevada a cabo con espíritu verdaderam ente jansenista, y que se in serta en la tra ­ dición nacionalista (galicista, en este caso) com ún a casi todas las iglesias europeas a p a rtir de la R eform a. Inconscientem ente, V.. Cf. Georges Lefebvre, La Révolution Frangaise. París, 1957, pp. 401 ss., y F. Reinares, compilador, Terrorismo y sociedad democrática. Madrid, Akal, 1982. 23. J b i d pp. 178-179. 24. Soboul, op. cit., vol. II, p. 53.

los revolucionarios franceses cerraban así un largo proceso de independización fren te a la Sede rom ana y acababan con o tro de los vestigios del universalism o cristiano medieval. § 7. La t e o r ía del g o b ie r n o r e v o l u c io n a r io . — «La teoría del gobierno revolucionario es tan nueva como el gobierno que la ha traído», afirm aba R obespierre.25 Es la teoría elaborada por los jacobinos de la M ontaña d u ran te la época del T error. Se tra ta de o rd en ar los ím petus revolucionarios del pueblo en arm as y crear un gobierno centralizado y altam ente eficaz que pueda en­ frentarse contra los enemigos que atacan la nueva república por todas partes. E sta teoría consiste en una justificación p o r p arte de Saint-Just y R obespierre y sus seguidores de las facultades y fines del Comité de Salud Pública que regentaba el gobierno. Según R obespierre, La función del gobierno es dirigir las fuerzas morales y físicas de la nación hacia el objetivo de su institución. La revolución es la guerra de la libertad contra sus enemigos; la constitución es el régimen de la libertad victoriosa y pacífica... El gobierno revolucionario necesita una actividad extraordinaria, pre­ cisamente porque está en guerra. Está sometido a reglas menos unifor­ mes y rigurosas porque las circunstancias en las que se encuentra son tempestuosas y móviles, y sobre todo porque se encuentra forzado a desplegar sin cesar nuevos y rápidos recursos frente a peligros nuevos y urgentes. El gobierno revolucionario debe a los buenos ciudadanos toda la pro­ tección nacional; a los enemigos del pueblo sólo les debe la muerte.

Robespierre afirm a que estas razones explican la naturaleza de las leyes revolucionarias, las cuales no son tiránicas ni arbi­ trarias, sino m edidas necesarias p ara hacer triu n far la libertad final, con tra aquellos que buscan refugio en la Constitución para conju rarse co n tra ella. El gobierno revolucionario no «tiene nada en com ún con la anarquía y el desorden», ni está arrastrad o por los intereses p articulares, sino por el interés público. É sta es la form a en que se presentaba el gobierno m ás revolucionario de cuantos estuvieron en el poder antes del golpe de estado napoleó­ nico. Su ideología respondía a la reacción defensiva republicana frente a la coalición internacional, al miedo general a una conjura aristocrática y tam bién a la voluntad p u n itiv a 26 de las m asas po­ pulares. Ello sin em bargo, el gobierno que im puso la dictadura jacobina en el seno de la República Francesa llevó su centraliza­ ción y regim entación al extrem o de ir elim inando las organizacio­ nes dem ocráticas espontáneas, y sustituyéndolas p o r su propia organización en todo el país. Poco a poco se iría acentuando una separación entre el pueblo republicano y la m inoría jacobina en el poder. 25. Texíes choisis de Robespierre, París, 1958, pp. 98-109, donde se encuentra ésta y las citas siguientes del mismo autor. 26. Señalada por G. Lefebvre, op. cií., loe. cit.

Esa separación —fru to del esplritualism o vago de un Robespierre, y de su incapacidad p o r com prender el verdadero sentido de las reivindicaciones económ icas de la m ayoría— reduce la teoría jacobina del gobierno revolucionario a lím ites políticos, y la deja huérfana de u n program a económico tam bién revolu­ cionario. Ello no obstante, no deja de ser la p rim era elaboración de una doctrina asaz coherente del poder público insurgente bajo condiciones revolucionarias. § 8. La

relev an cia de la

R ev o l u c ió n

fran cesa

para

el

pen sa ­

Sólo el resto de este libro podrá dam os una idea aproxim ada del alcance que tuvo, p ara la con­ ciencia europea, el conjunto de sucesos de la Revolución france­ sa. Esos sucesos no han sido aquí relatados, tínicam ente han sido puestas de relieve algunas de las ideas innovadoras que surgieron con ocasión de las grandes transform aciones sociales del período revolucionario. De m odo h a rto som ero, podem os resum ir los resultados de la revolución —en lo que tienen de relevante p ara el desarrollo ulterio r de la filosofía y la ciencia sociales— de la siguiente m anera: I. Prim ero en Francia, y luego en los dem ás países de Europa, se inicia una desintegración cada vez m ás com pleta de las rela­ ciones feudales de vida. La lib ertad es entendida como capacidad inherente a todo individuo, no sólo en la teoría, sino tam bién en la práctica. II. Se extiende el republicanism o como única form a aceptable para el regim iento de la cosa pública. Se tiende hacia el consti­ tucionalism o, y hacia la ley explícita y racionalm ente codificada. La últim a fase de la Revolución, representada p o r la dictadura napoleónica, hace m ás énfasis en lo segundo que en lo prim ero, pero, en su conjunto, la herencia de la Revolución se extiende al nivel del derecho público —constitución escrita— y al del derecho privado —codificación. III. Se consolidan las form as capitalistas de producción. La Revolución tiene lugar en u n m arco económico preindustrial, pero da el poder a las clases que van a fu n d ar el industrialism o m oder­ no, las clases burguesas. IV. El proceso de secularización y el racionalism o que se per­ ciben desde el R enacim iento tem prano, se intensifican considera­ blem ente, y a todos los niveles. A um enta la eficiencia de la adm i­ nistración pública, se populariza la enseñanza, y se deslinda en la práctica (aunque no en form a absoluta al principio) la educación dogm ática y teológica de la educación científica. V. El bienestar social se convierte en u n objetivo práctico y explícito de los gobiernos. Ello no quiere decir que los gobiernos burgueses posrevolucionarios actu aran exclusivam ente según este principio, sino que su existencia actúa como u n a fuerza m oral y, a menudo, como móvil p ara las dem andas populares de las déca­ das subsiguientes. VI. La libertad de pensam iento y opinión —expresadas antaño m ie n t o

s o c ia l

p o s t e r io r .



en los escritos de pensadores como B aruch de Spinoza y M ilton— consigue p lasm arse en los textos legales liberales. La llam ada libertad de pensam iento tam poco triu n fa rá en form a absoluta, pero se to rn ará, com o el deseo de b ien estar social, en uno de los anhelos fundam entales de la m ayoría de los escritores y cientíicos, am én de grandes sectores de la población. Ello va ligado a la enorm e expansión de la prensa periódica que se experim enta a p a rtir de la Revolución francesa.

§ 1. I l u str a c ió n y R o m a n t ic is m o . — «Se ha afirm ado que el Idealism o alem án es la teo ría de la Revolución francesa.»1 Ello es parcialm ente cierto, pues u n a porción sustancial de la corriente filosófica que se ha llam ado Idealism o alem án consiste en la teorización sobre los cam bios originados p o r la Revolución. Tan­ to el m ovim iento político francés como el filosófico germ ánico son los hechos m ás im portantes que presencian las postrim erías del siglo x v i i i , y no tienen parangón con ningún otro evento hasta la aparición del socialismo. Y el socialismo, a su vez, procede en p arte de ellos. Lo que dio tal fuerza y vigencia al Idealism o ale­ m án fue precisam ente el añadir a todo el saber racionalista de la Ilustración un elem ento de tom a de conciencia histórica y otro elem ento de nacionalism o, am bos puestos en p rim er plano por la Revolución. El Idealism o alem án debe com prenderse habida cuenta de las peculiaridades de la Ilustración germ ánica (en alem án, Aufklarung) y del m ovim iento rom ántico, cuyo ápice fue alcanzado p o r la m ism a Alemania. La Ilustración llegó a Alemania, procedente de Francia, y tuvo que ser asim ilada p o r un país cuyo R enacim iento había sido un asunto m ás de reform adores religiosos que de h um anistas con tendencias laicas. A p esar de la obra de hom bres tales como Johannes Althusius, Sam uel Pufendorf y Leibniz, la Ilustración en Alemania se encontró con una atm ósfera m ucho m enos secu­ larizada que en Francia o que en la m ism a Inglaterra. D urante los años m ás b rillantes de la Aufklarung ésta coexistió con un intenso m ovim iento de m isticism o pietista. La afectividad y el sen­ tim iento cuasi religioso no le fueron del todo ajenos. Cuando Goethe y H erder abandonaron el racionalism o de la Ilustración p ara fu n d ar la tendencia llam ada del Asalto y E m puje (Stu rm und Drang) y, con ello, el rom anticism o, el paso parecía del todo natural. La preem inencia de la afectividad en el pensam iento alem án de la época que vio surgir y d esarrollarse el Idealism o va unida tam bién con la situación especial de la nación germ ánica. 1. Enrique G. Arboleya, Historia de la estructura y del pensamiento social. Madrid, 1957, vol. I, p. 435.

É sta estab a dividida en un conjunto de estados (Kleinstaaterei), unos b ajo el Im perio austríaco, o tro s b ajo el reino prusiano, y otros, autónom os. El feudalism o estaba vivo, aunque en Prusia coexistía con u n a m onarquía cen tralista y m ilitante, creadora de una vasta burocracia. Todo esto no obstante, los alem anes van cobrando conciencia de nacionalidad. Pero esa conciencia es aún sólo cu ltu ra y de m om ento se llega a la conclusión de que Ale­ m ania es u n a K ulturnation fren te a las Staatnationen del resto de Europa, salvo Italia.2 De ahí a la idea del «espíritu del pueblo» o V olksgeist de Hegel sólo m edia un paso. En este contexto es conveniente p a ra r m ientes en la obra de Johann G ottfried von H erder (1744-1803), quien, sin ser la figura m ás antigua del m ovim iento que vam os a describir, p o r lo menos parece com binar en su sola persona la m ayoría de sus rasgos. H erder, prusiano, era teólogo luterano, pero sobre todo un crí­ tico y un filósofo de la historia. Su influjo en la form ación del S tu rm und Drang fue decisivo. La im portancia de H erder estriba, nada menos, que en ser el p adre del historicism o, de la noción de V olksgeist y del nuevo nacionalism o rom ántico. Todos estos conceptos h allarán descripción detallada en este capítulo. Ade­ más, H erder fue el que inició la reacción contra el racionalism o de la Ilustración y su fe en la om nipotencia del m étodo cientí­ fico.3 H erder sostuvo que cada actividad y circunstancia hum ana, cada civilización, tenía una cualidad singular, que no podía redu­ cirse a regularidades universales y a leyes cuantitativas, lo cual contrastab a con la creencia en leyes inalterables y universales aplicables tam bién al hom bre y a su historia, típica del A ufkla­ rung y de la Ilustración francesa. Todo esto no quiere decir, como algunos críticos h an creído, que H erd er fuera un antirracionalista a ultranza. Ni su nacionalism o p erm ite tam poco que se le tilde de chauvinista. Precisam ente H erder, como Goethe, es un nacionalista cosm opolita, un historicista respetuoso de la ciencia positiva. H erder percibe los diversos niveles en los cuales se mueve la conciencia hum ana, y no quiere que el intuitivo o emo­ cional desbanque al racional, o viceversa. Como otros grandes pensadores sociales, p arte de la originali­ dad de H erd er se b asa en el hecho de h ab er sintetizado o puesto al día ideas de o tros hom bres. Así, Johann G ottfried von H erder revivió la idea de Vico y M ontesquieu de que las com unidades (o naciones) son los sujetos de la h istoria, y no los individuos; intensificó el interés y el respeto p o r o tras civilizaciones no eu­ ropeas; fom entó la curiosidad p o r las religiones no cristianas; y, a un plano nacional, acrecentó la confianza de los alem anes en sí m ism os, en su cu ltu ra y en su bella lengua, proceso este últim o iniciado p o r Lutero, pero m odernizado y vigorizado p o r la obra 2. Cf. Guido de Ruggiero, Storia del liberalismo europeo (1* ed., 1925). Milán, 1962, p. 206. 3. Esta interpretación de Herder, y las líneas que siguen deben mucho al ensayo «J. G. Herder», de Isaiah Berlín, aparecido en Encounter, julio 1965, vol. xxv, n.° 1 (y 2), pp. 29 ss.

de este prusiano. Isaiah Berlin distingue tres elem entos origina­ les en el pensam iento de H erder, a saber: el populism o, el expre­ sionism o y el pluralism o. Populism o quiere decir aquí la creencia en el valor, extrapolítico, de pertenecer a cierta cu ltura o pueblo. El populism o de H erd er es prácticam ente antinacionalista, pues su interés de no hacer de él u n sentim iento de arrogante etnocentrism o es m uy alto. Expresionism o significa que la persona­ lidad del hom bre o de su com unidad se com prenden a través de su actividad. El expresionism o de H erder cree que cuanto es inteligible en la vida es com unicación y com unidad activa. Para H erder el arte, la civilización y h asta la ciencia no son o tra cosa que com unicación, expresión de unas conciencias a o tras con­ ciencias. P or últim o el pluralism o consiste en la creencia de que el espíritu hum ano se m anifiesta de m il form as diferentes, todas ellas dignas de consideración y com prensión. Aunque es natural que un hom bre o su grupo se identifiquen con su pueblo y su cultura, es necesario ten er en cuenta el valor de las demás. Sin em bargo, éstas, en su m ultiplicidad, no pueden fundirse en una sola. La sociedad ideal a b stra c ta no existe, es un puro m ito racio­ nalista. Toda sociedad posee una peculiaridad cultural ineludible. § 2. I m Ma n u el K a n t . — El p rim er filósofo del Idealism o ale­ mán, K ant (1724-1804), es un excelente ejem plo de pensador que es fruto de las corrientes intelectuales m encionadas: la Ilu stra­ ción y el pietism o. Im m anuel K ant provenía de una fam ilia arte­ sanal de Kónigsberg, en la Prusia oriental, que le inculcó los principios de un cristianism o práctico e individualista, así como unos hábitos de orden, m étodo y paciencia que serían uno de los rasgos m ás sobresalientes de su o b ra y vida. P or o tra parte, en la Universidad estudió la filosofía del m ás típico representante de la Ilu stració n alem ana, C ristian Wolff (1679-1754), vertedor por su p arte de la filosofía de Leibniz en las aulas tudescas. El hoy llam ado «racionalism o dogm ático leibnizwolffiano» era el cuerpo de doctrina que asim iló K ant, y al que luego se enfrentó. Wolff quiso co n stru ir un sistem a tan to lógico como m etafísico basado en los principios de razón suficiente y de contradicción, como una m etodología altam ente deductiva. Ello se com binaba con un utili­ tarism o didáctico; Wolff quería una philosophia et certa et utilis, con lo cual se acercó m ucho a una filosofía de las llam adas del sentido común. Influido p o r el riguroso esp íritu científico de Isaac Newton, K ant com ienza por criticar los planteam ientos wolffianos. Dice que hay que establecer los conceptos y axiom as previos a un sistem a de m etafísica, y no construirlo a p a rtir de la simple base del principio de contradicción. Sin em bargo su crítica de Wolff no significa u n repudio del espíritu de la Ilustración. Para él ella significó «el fin de la m inoría de edad del hom bre» porque, gracias a ella, el hom bre osó com enzar a valerse de su propia

inteligencia, como expresan las p alabras latinas sapere audeS Kant, sin em bargo, intensifica la ta re a crítica de ta l m odo que, frente a él, sus m aestros aparecen com o filósofos dogm áticos. Así, K ant —como o tro ra hiciera D escartes— to rn a su atención hacia las ciencias exactas, y advierte que están form adas por juicios —«pensar es juzgar», dirá—, ya analíticos, ya sintéticos. Advierte tam bién que existen juicios a priori, que son form as inseparables de n u estra conciencia intuitiva, así como los juicios a posteriori son fru to de n u estra experiencia del m undo de los fenómenos. Los juicios sintéticos a priori, dados ya en nu estra conciencia, son la base de lo que K ant llam a una «estética tra s­ cendental». E stética, porque se refieren, en p rim er lugar, a los elem entos espacio y tiem po. Trascendental, porque trascienden el yo y nos ponen en contacto con el m undo externo.45 Junto a la estética trascendental tiene que haber una analítica trascenden­ tal, com puesta p o r un conjunto de categorías que son las que nos perm iten alcanzar conocim iento de los objetos físicos al orde­ n a r nuestra actividad perceptiva; las categorías son los concep­ tos puros del entendim iento.6 Con todo ello la Crítica de la razón pura, que apareció en 1781, hace una distinción fundam ental entre «cosa en sí» y su percepción p o r el sujeto. El sujeto no puede conocer las cosas, sino los fenómenos que de ellas nos llegan. Ello no significa que el m undo sea incognoscible, sino que hay que elab o rar una m etodología epistem ológica m ás aceptable, antes de poder h acer m etafísica. P ara el fu tu ro de la filosofía social, el pensam iento de Kant, en lo que se refiere a la m etafísica, tiene el significado de haber puesto en tela de juicio toda ontología anterior. K ant m ism o com para su labor con la revolución científica renacentista.78Antes de Copém ico el hom bre era el centro del universo y su preten­ sión era conocer el ser de los objetos que en torno de él giraban. Después de él, existen fenóm enos a los que hay que ir, cuyas esencias correspondientes nos son desconocidas o quizá no pue­ dan llegar a conocerse. Lo m ism o hay que h acer en m etafísica: establecer u n sistem a de conocim iento del universo, no asignar esencias donde no pueden conocerse. La m etafísica dogmática, anterior, asignaba realidad a ideas —conjuntos de juicios— que tenía sobre el m undo, es decir, las hipostasiaba gratuitam ente. El cam ino de la filosofía crítica queda así abierto, dispuesto a generalizarse al terren o de lo social. § 3. L a m o r a l k a n tia n a : el im p e r a t iv o c a teg ó rico . — La Crítica de la razón práctica de 1788' y un texto aparecido poco antes, en 4. E. G. Arboleya, op. cit., pp. 573-575. 5. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, Riga, 1787. Cf. la Einleitung y la 1 p a rte : «Traszendentaíe Elem entarlehre».

6. Ibid., II parte, I sección, 3, «Von der reinen Verstandesbegriffe oder Kategorien». 7. K ant, op. cit., prefacio a la segunda edición, p. x m ss. 8. Im m anuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft, 1788.

1785, la Fundam eníación para la m etafísica de las costum bres,5 constituyen la d octrina central kantiana sobre la m oral. E sta mo­ ral es coherente con la crítica que hace K ant de la m etafísica: no se tra ta de h allar la esencia de la ética, sino de «investigar las condiciones form ales a que ha de atenerse cualquier norm a para ser válida m oralm ente».’0 Todo el esfuerzo ético de K ant va diri­ gido hacia la form ulación de esa norm a, básicam ente racional, que pueda guiar la voluntad hum ana. La racionalidad de la volun­ tad ética queda patente en el hecho de que K ant la llam e «razón práctica». Sin que ello esté causalm ente entroncado con las De­ claraciones de Derechos am ericana y francesa, concuerda admira‘blem ente con su subyacente intención de p resen tar la voluntad como algo racional. E n un sentido general sí lo está, pues am bas concepciones, la del pensador y la de los legisladores, responden a sem ejantes tendencias culturales. K ant observa que todo el lenguaje de la ética es de índole im perativo, es decir, prescribe conductas. Según dice K ant en su Fundam ení ación para la m etafísica de las costum bres, «la concep­ ción de un principio objetivo en tan to que se im pone necesaria­ m ente a una voluntad» es un m andam iento, y su form ulación «se llam a un im perativo».11 E ste im perativo tiene que ser de orden práctico, p a ra que sea seguido p o r un ser hum ano no siem­ p re guiado p o r su facultad racional. Tiene que ser tam bién cate­ górico o absoluto y no hipotético o condicional. Los im perativos hipotéticos quedan determ inados p o r los fines que tiene que lo­ g rar la acción, m ientras que los categóricos, según K ant, no están determ inados por el fin: la acción es un fin en sí mismo. Los im perativos categóricos son los de la ética; en ellos puede el fin no justificar los medios. Existe un gran núm ero de im perativos categóricos; un m anda­ to tal como: «sé justo» es uno de ellos. Sin em bargo, suele h a­ blarse del im perativo categórico kantiano, como si fuera uno sólo. Puede aceptarse esta tradición p a ra referirnos al que ocupa un lugar m ás central dentro de su filosofía m oral. La única y m enguada dificultad estrib a en que el m ism o K ant form uló va­ rias versiones de este im perativo; em pero, dichas versiones son coherentes y com plem entarias.9102 Helas aquí: I. Fórmula de la ley universal. Obra sólo de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se convierta en ley uni­ versal. II. Fórmula de la ley de la naturaleza. Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse por tu voluntad en ley de la naturaleza. 9. Im m anuel Kant, Grundlegung tur Methaphysik der Sitten, 1785. 10. E. G. Arboleya, op. cit., p. 587. 11. Citado por José F errater Mora en Diccionario de Filosofía. Buenos Aires, 1958 (1.* ed., 1941), p. 683. Mi exposición de la idea del im perativo categórico en K ant sigue las líneas de la presentación hecha por el profesor F errater, op. cit., pp. 683-685. 12. Presentadas por H. J. Patón, en The Categorical Imperative y reproducidas p o r José F errater, op. cit., p. 684.

III. Fórmula del fin en sí mismo. Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu propia persona como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como un fin, nunca simplemente como un medio. IV. Fórmula de la autonomía. Obra de tal modo que tu voluntad pueda considerarse a sí misma como ley universal. V. Fórmula del reino de los fines. Obra como si por medio de tus máximas fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de fines. Y, p o r últim o, existe u n a sexta fórm ula, m uy parecida a la prim era, y a la que K ant llam a «ley fundam ental de la razón pura práctica», que es la m ás relevante en el terren o de la filosofía social —sobre todo en sus aspectos ju rídicos y éticos— y que reza así: VI. Obra de modo que tu máxima pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal. Con la elaboración del im perativo categórico la filosofía m oral alcanza un hito de desarrollo; por lo p ronto se llega a una con­ cepción extrem adam ente individualista y racional de la conducta, y ello dentro de la tradición iusnaturalista. Por eso, al pen sar en la libertad civil, K ant piensa aún en térm inos contractualistas. La libertad, según K ant, p erm ite d eterm in ar nuestras acciones de acuerdo con el im perativo categórico. E sta libertad no es cognos­ cible m ediante la actividad científica, porque ésta estudia la deter­ m inación de los fenóm enos p o r causas ajenas a la voluntad, mien­ tras que el reino de la lib ertad es el reino de la «causalidad libre». La libertad es u n a causa en cuanto que determ ina n u estra acción, pero se tra ta de una causa que científicam ente no es cognoscible, dada su propia naturaleza. Ello no obstante, la libertad existe como postulado básico de la razón práctica, es decir, como guía de la conducta. § 4. L a paz p e r p e t u a . — K ant recoge la filosofía política liberal y la integra en su sistem a. En él vemos la idea de la separación de poderes de Locke y M ontesquieu, com o vemos un contractualismo que K ant m ism o reconoce h ab er captado en Rousseau. El republicanism o burgués de K ant es ta n sintético y ejem plar que K arl M arx pudo llegar a afirm ar que el pensam iento de K ant es «la filosofía alem ana de la Revolución francesa».13 Sin im plicar que sus concepciones políticas carezcan de originalidad, conviene no obstante hacer hincapié en la m ás im portante de ellas, a saber, su breve proyecto Para la paz perpetua, única obra directa­ m ente política escrita p o r él, que apareció en 1795.14 Este proyecto ha despertado recientem ente un interés renovado, por las sim ilitu­ des form ales que guarda con él la C arta de las Naciones Unidas, 13. Citado por Norberto Bobbio, «Situation de la philosophie politique chez Kant», en La philosophie politique de Kant, de E. Weil y otros. París, 1962, p. 77. 14. Immanuel Kant, Zitm ewigen Frieden.

de San Francisco, 1945, así como p o r el espíritu paneuropeista que lo inspira. El anciano profesor de Konigsberg, hijo del progresism o de la Ilustración, intentó dem ostrar, no ya la deseabilidad de la paz internacional, sino su inevitabilidad futura. P ara ello p artió K ant de su filosofía de la historia. Según ella las disposiciones natu rales de los seres vivos se realizan todas com pletam ente. En el hom bre esas disposiciones se realizan en la especie, no en cada individuo, pues cada uno usa de su libertad. El egoísmo de cada hom bre h aría que la vida hum ana fuera com pletam ente m ezquina si no existieran antagonism os entre los individuos que son la fuerza de la vida civilizada, y no su am ena­ za. En efecto, gracias a dichos antagonism os, salen los hom bres de su aislam iento y se constituyen en sociedad, se organizan. Los nuevos grupos, a su vez, en tran en conflicto, en guerra. La guerra puede ser superada con un derecho de gentes, único m odo m edian­ te el cual podrán los hom bres ab andonar su estado de hostilidad. No obstante el derecho internacional triu n fará sólo si se establece una liga de naciones (V olkerbund). E stas consideraciones apare­ cieron ya en 1784, en el escrito Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolítico. La idea de que el antagonism o y la oposición son m otores de la historia no era nueva del todo. Con K ant, sin em bargo, vuelve a co b rar singular im portancia. Más nueva es la ya mencio­ nada concepción de que todas las posibilidades del hom bre encon­ tra rá n su realización en la especie, no en los individuos. A am bas nociones les esperaba un vasto desarrollo tan to dentro del Idea­ lismo alem án como en o tras doctrinas sociales, en especial la socialista m arxista. La plena realización de la razón en la especie supone una participación en la confianza en el progreso, y p o r lo tanto una seguridad de que, en el futuro, esa realización signifi­ cará la superación de los antagonism os y el establecim iento de la paz, dado que la razón y la violencia son elem entos que m utua­ m ente se niegan. La paz final puede parecer, de m om ento, una idea irrealizable, dice Kant. Ello no obstante, cree él, tiene una realidad objetiva ... que está garantizada; ella sola, siempre que no sea intentada de un único golpe, revolucionariamente..., sino mediante reformas graduales y según firmes principios puede, por aproximación continua, conducir al bien político supremo, la paz perpetua.15

La seguridad con que K ant ve el futuro establecim iento de la paz en el m undo difiere de la m anera con que diplom áticos y ju ­ ristas habían enfocado el problem a h a sta entonces. En su Proyec­ tó para llegar a la paz perpetua en Europa (1712-1771), m otivado por la Paz de U trecht (1713-1714), el abate de Saint-Pierre había ya sugerido la fundación de una organización internacional de 15. Immanuel Kant, citado por Théodore Ruyssen en «Philosophie de l ’histoire selon Kant», en La philosophie poliiique de Kant, op. cit., p. 48.

estados. E sto es tam bién lo que sugiere K ant, pero yendo m ás allá. K ant no ve la paz p erpetua com o un acto m ultilateral de voluntad, sino como u n evento histórico fru to de la paulatina generalización de la educación en tre los hom bres. K ant se da cuenta que el m ism o acuerdo internacional puede parecer utópi­ co, y no digam os ya la paz espontánea, sin educación. Además, se opone a la actitu d desdeñosa de R ousseau y de Federico II de Prusia, co n tra el escrito de Saint-Pierre. P or utópica que parezca, afirm a K ant, la organización de naciones es el «único medio de escapar a la desdicha en la que se sum en los seres hum anos los unos a los otros».16 § 5. E l n a c io n a l is m o de F i c h t e . — Prusia había sido vencida por Napoleón. En Berlín, Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) pro­ nunciaba una serie de Discursos a la nación alemana que deben considerarse com o algo m ás que una arenga m ilitar invitando al desquite. Los discursos fichteanos de 1807 y 1808 representan la m anifestación p rim era del nacionalism o alem án extrem ista. Al m ism o tiem po son portavoz de un nacionalism o no exclusivo de Alemania, sino de toda Europa, com pañero del liberalism o. Asi­ mismo, dichos Discursos se insertan directam ente en la filosofía idealista de su autor. La doctrina de Fichte sobre el nacionalism o tiene sus raíces en su idea de la libertad, según la cual la libertad no es una condición dada, sino una tarea. Vista desde esta perspectiva, la libertad ten d rá com o peor enemigo la ap atía o la pereza y no una situación despótica o de sujeción. La naturaleza de la liber­ tad es obrar. El m ero hecho de o b ra r encuentra ya la aprobación de Fichte, con lo cual se separa del im perativo kantiano, que consideraba buenas aquellas acciones que tenían en cuenta la universalidad de su validez. Como subraya N ikolai H artm ann: De esta manera Fichte ha pronunciado una nueva palabra en la his­ toria de la ética. Es el descubridor del valor propio de la acción produc­ tora en cuanto tal, es decir, de la actividad y, de esta manera, a la par, del valor propio de la libertad. Aun siendo el problema de la libertad viejo y muy debatido, sin embargo todavía ninguno lo había visto por ese lado. Siempre se había considerado a la libertad desde el punto de vista de la interrogación de si ella es o no posible.17

La teoría fichteana de la libertad en trañ a a su vez una teoría política voluntarista. Ello puede verse ya en su Contribución a la rectificación de los juicios del público sobre la Revolución fran­ cesa (1793), obra llena de entusiasm o. É ste no es sino uno de los muchos escritos que reflejan la enorm e conm oción experim en­ tada en Alemania a causa de la Revolución. Schiller, Goethe y 16. Cari J. Friedrich, Europe, an emergent nation? Nueva York, 1969, pp. 5-6. 17. Nikolai Hartmann, La filosofía del idealismo alemán, vol. I, trad. de Hernán Zucchi, de Die Philosophie des deutschen Idealismtis, Buenos Aires, 1960, p. 129.

Klopstock le dieron expresión literaria. Fichte la presentó políti­ cam ente, y adem ás, en tonos polémicos. E sto últim o se debía principalm ente a que ya habían comenzado a ap arecer obras de conservadores —y de sim ples reaccionarios— que criticaban du­ ram ente la obra revolucionaria o los sucesos violentos que se pro­ dujeron d u ran te su curso. M erced a esta actitu d polem izadora, Fichte com ienza a definir, quizá p o r p rim era vez en la historia de las ideas, la im agen del retrógrado; según él, los adversarios de la Revolución pertenecen a dos categorías de personas, las que tienen una gran an tip atía hacia toda independencia del pensa­ m iento y que ignoran las contradicciones que abriga su propio espíritu, y las m eram ente perezosas e insolentes, que tem en la verdad.18 Como puede verse, su énfasis es consistente con su idea de libertad como acción; el enemigo es m ás la pereza y el pre­ juicio que la defensa activa de los intereses creados por parte de los conservadores. Frente a esta vertiente universalista y revolucionaria de Fichte se encuentra la de su nacionalism o extrem o. Su p rim era m anifes­ tación se halla en E l estado m ercantil cerrado, de 1880, prece­ dente del socialismo de estado y crítica prim eriza del liberalis­ m o económico, lo cual no o bsta p ara que en todos los dem ás as­ pectos Fichte sea un liberal. Así, p o r ejem plo, sus Discursos a la nación alemana estigm atizan a las clases dirigentes del país y abogan por una regeneración del pueblo alem án, subordinada a una reform a dem ocrática y am ielitista.19 Ello no obstante, los Discursos son un canto m ístico a la nación alem ana y a su genio, en detrim ento del de los dem ás países de E uropa. Con la retórica em ocional del rom anticism o y ayudado p o r su concepción absoluta de la libertad, Fichte pasa francam ente al terren o de la xenofobia. Su desprecio por los pueblos latinos de E uropa y su declarado antisem itism o están inextricablem ente unidos con su nacionalis­ mo. E ste últim o es m ás exacerbado cuanto que Alemania no estab a aú n políticam ente unida; m as Fichte, en vez de propugnar una unión de la nación alem ana en la dem ocracia universal —como hubiera querido K ant—, soñaba con un im perio germ ánico racis­ ta y, p o r lo tanto, autoritario. N ada podría c o n tra star con el nacio­ nalism o universalista de H erder. El rom anticism o de Fichte le per­ m ite ab razar causas dispares: el liberalism o, el socialism o inci­ piente, el im perialism o, el respeto a la libertad de conciencia. Por eso, aunque su aportación m ás d u rad era sea la nacionalista, no conviene encasillar a Johann Gottlieb Fichte en ninguna tendencia única. § 6. H egel y la dialéctica . — En el m arco del Idealism o germ á­ nico fue Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) quien hizo las aportaciones m ás valiosas al cam po de la filosofía de la sociedad. 18. J. G. Fichte, Beitrage zur Berichtigung usw, Introducción. Jena, 1793. 19. Como señala Xavier Léon, Fichte et son temps. París, 1927, tomo 3.°, vol. II, p. 87.

Hegel era de S tu ttg a rt, hijo de un alto funcionario público, y recibió una educación protestan te, sobre todo en el sem inario de Tubinga. Sus com pañeros de estudios fueron Schelling y Holderlin. Con Schelling (1775-1854), tras u n período de identificación, en traría en seria d isputa filosófica. Su contacto con el segundo (1770-1843) sim boliza las fuertes raíces que su pensam iento tenía en el m ovim iento rom ántico, tan hondas p o r lo menos como las que se hundían en la tradición racionalista en su versión kantiana. Después de sendos períodos en B erna y F rancfort como precep­ tor, pasó a la universidad de Jena, donde publicó su prim era obra im portante, la Fenomenología del espíritu, en 1807. La Fenomenología inten ta explicar los procesos de la conciencia a m edida que cam ina hacia el conocim iento to tal de la realidad. Todo el libro está inspirado en la tradición k antiana de averiguar cuál es la relación en tre la m ente y el m undo externo.20 Como K ant y com o Fichte, Hegel presum e que existe una íntim a unidad entre conocedor y m undo conocido, pero las soluciones que da a la relación en tre am bos son asaz diferentes. Por lo pronto Hegel afirm a que el hom bre construye su m undo organizando los datos de la experiencia de tal m odo que alcanza el convencim iento que dicho m undo es algo independiente de sí m ism o. Así, el hom bre llega a creer en la auténtica existencia externa de sus propios conceptos. P or ejem plo, la física p o sterio r a N ewton cree que existe algo a lo que llam a fuerza. En realidad, «fuerza» es un concepto inventado, y no descubierto en el m undo externo, aunque útil p ara entender m ejo r los fenóm enos. Gracias a tales conceptos vislum bra la m ente que el m undo es racional. «Lo real es racio­ nal y lo racional es real», reza una expresión célebre de Hegel. Según la Fenomenología las etapas de la conciencia en el proceso de conocer son las siguientes: H ay prim ero una certeza tan sólo sensible e inm ediata, distin ta de u n a segunda etapa, que sería la de la percepción, «que no cap ta lo objetivo como un “esto” fugaz, sino com o u n a cosa d otada de propiedades».21 La tercera fase, m enos inestable que las anteriores, es la del enten­ dim iento, en la que la m ente ya com ienza a ver relaciones cohe­ rentes en tre los fenóm enos y a dotarlos de sentido. É sta culm ina en la cu arta etapa, la de la autoconciencia (Selbsterkenntnis), que es la conciencia del yo como espíritu. En este m om ento se puede producir el paso a la «conciencia universal», que es la «intuición del yo com o existencia especial d istin ta de las otras», pero que las reconoce y es reconocida p o r ellas. E sta conciencia es tam bién la base de todas las virtudes.22 La senda a lo largo de la cual avanza el conocim iento a través de las anteriores etapas es dialéctica. El pensam iento no tiene, 20. G. W. llana parcial, 21. Ernst ginal inédito, 22. G. W. a 39.

F. Hegel, Phanomenologie des Geistes, 1807, passim; hay trad. caste­ por Xavier Zubiri. Madrid, 1935. Bloch, Die Selbsterkenntnis. Erlduterungen tu Hegel; trad. del ori­ por Wenceslao Roces, El pensamiento de Hegel. Méjico, 1949, p. 56. F. Hegel, Propedeutik der philosophischen Wissenschaften, núms. 37

según Hegel, una m archa linear y continua. Hase visto que la dia­ léctica, en su versión platónica, tuvo su relevancia para la filosofía social del m undo antiguo. Parecida o m ayor im portancia ten d rá la dialéctica hegeliana p ara la del m undo contem poráneo. Para Hegel la base de la dialéctica es la contradicción. Salvando dis­ tancias, lo m ism o puede decirse de Platón y los sofistas, pues el diálogo es un sistem a de contraposiciones. La dialéctica hege­ liana com ienza con u n a tesis; por ejem plo, u n a conciencia que desea conocer. Ante ella se levanta inm ediatam ente una antítesis; en nuestro caso, un m undo objetivo radicalm ente diferente de la conciencia, negación de la m ism a. Se produce una contradicción entre am bos, de la que surge una síntesis; conocedor y conocido se unen en un plano superior, el conocim iento m ismo. Las síntesis son, a su vez, nuevas tesis, de m odo que la m ente avanza hacia lo absoluto siem pre p o r pasos dialécticos superiores. La dialéctica no es sólo el m étodo de la lógica, sino la vida m ism a de la expe­ riencia, como afirm a Hegel en el prólogo a su Fenomenología. Y es, tam bién, la espina dorsal de todas las visiones sociales del filósofo: de su filosofía de la libertad, de su concepción de la historia, de su teoría del estado.” M ediante la dialéctica Hegel intenta su p erar la dificultad plan­ teada p o r la filosofía kantiana, que afirm aba que no podem os conocer las cosas en sí. Según Hegel, las síntesis que se producen en los procesos dialécticos de conocim iento van desvelando la realidad que esconden los fenómenos. Esa realidad es, dice Hegel, esencialm ente espiritual. La dicotom ía en tre m ateria y espíritu (o mente) m antenida p o r H um e y K ant en form as diferentes no es tal. E l espíritu, al conocer, va conociéndose a sí mismo, sal­ tando de contradicción en contradicción, h a sta que alcanza la Idea Absoluta, la única que es perfectam ente consistente y no en­ cierra contradicciones. Todos los dem ás conceptos están llenos de ellas. P or ejem plo, el de «ser». Si lo analizam os verem os que contiene su antítesis, el concepto de la «nada». Ambos están dia­ lécticam ente relacionados en tre sí, y la síntesis será la idea del «devenir», cen tral a toda concepción dinám ica del m undo. El espíritu, pues, tiende hacia la Idea Absoluta. Pero ello no tiene lugar sólo en la m ente de cada uno de nosotros, sino en el conjunto de individuos que com ponen la raza hum ana. El espíritu se va revelando dialécticam ente a sí m ism o a través de m entes finitas, concretas. Por eso afirm a Hegel que el espíritu es un «universal concreto», en u n a de sus m uchas expresiones oscuras. E ste espíritu, p a rte del cual es la naturaleza p o r él creada, tiene dos vertientes, la subjetiva y la objetiva. La p rim era está repre­ sentada p o r los sentim ientos y los pensam ientos de cada uno de nosotros; la segunda, el espíritu objetivo, está representada por 23. Una comprensión de la metafísica y de la dialéctica de Hegel es harto difícil. Además del libro de E. Bloch, citado, son de recomendar el de Alexandre Kojéve, Introducíion á la lecture de Hegel, París, 1947; y el de Nikolai Hartmann, Die Philosophie des deutschen Idealismus. Hegel, (vol. II), 1929; trad. cast. dé Emilio Estiú, Buenos Aires, 1960.

las form as de la sociabilidad, entre las cuales es el estado la m ás alta. § 7. L ib e r t a d y a l ie n a c ió n s e g ú n H e g e l . — En el proceso de conocim iento el hom bre va desde la falta de conciencia h asta la plena conciencia de sí, pasando p o r un ordenam iento de las per­ cepciones sensoriales de tal m odo que se obtenga una imagen coherente del m undo. Mas una vez alcanzada la autoconciencia no cesa el proceso. La autoconciencia no sólo ha significado la dis­ tinción del yo del resto de los objetos, sino tam bién del resto de los sujetos, de los otros yos. F rente a ellos, el yo no tiene sim plem ente apetitos, como ocurre fren te a los m eros objetos, sino un deseo intenso de ser reconocido como ser hum ano. En un principio, el yo quiere ser reconocido, pero no quiere reconocer, lo cual le pone en conflicto con los demás. Si no fuera porque no se habla del poder, sino del deseo de satisfacción del anhelo de reconocim iento, nos encontraríam os aquí con el esque­ ma de Hobbes.24 El conflicto que se produce entre ios hom bres que piden reconocim iento pero que no quieren concederlo no lleva a una guerra universal, atom izada (como en Hobbes) porque hay hom bres m ás resolutos, m ás decididos, y otros m ás débiles y m ás tím idos. É stos son los subyugados, los esclavos; aquéllos los dom inadores, los amos. É ste es el origen de la desigualdad entre los hom bres, cuestión tan vieja como la m ism a teoría social, pero reavivada y convertida en tem a central desde la obra de Rous­ seau. La única m anera de paliar o elim inar esa situación es la general aceptación de la dignidad inherente a todo hom bre. Un reconocim iento de esa índole significaría el triunfo del reino de la libertad en la sociedad hum ana. La libertad consistiría en que tratáram o s, en el sentido kantiano del im perativo categó­ rico, a los otros hom bres como fines en sí m ism os, y no como medios. El hom bre común, aunque no pueda expresarlo con len­ guaje kantiano, tiene una intuición de su p ropia dignidad y valía,25 m erced a la cual puede pensarse en u n a instauración de un m un­ do libre, Pero p ara ello hay que profundizar m ás en el significado de las relaciones que hacen que existan hom bres sin libertad, es decir, en las relaciones entre amos y esclavos. Para ello esboza Hegel una parábola en la Fenomenología, la «del am o y el esclavo». El esclavo no tra b a ja p ara sí, sino para su dueño, luego no se pertenece, está enajenado o alienado. Sin embargo, su tra b a jo lo pone en relación ab ierta con la naturaleza, la cual tran sfo rm a y a su vez le tran sfo rm a a él, pues gradual­ m ente va aum entando sus conocim ientos acerca de la naturaleza y sus leyes, por el m ero hecho de trab ajarla. M ientras tanto el am o ignora los secretos de la n aturaleza y, lo que es peor, no puede conseguir reconocim iento como ser hum ano. Aunque el es­ clavo quisiera reconocerle como ser hum ano no lo conseguiría, 24. John Plamenatz, Man and Societv, Londres, 1963, vol. II, p. 153. 25. Ibid., p. 153.

porque es inferior a él. Si lo hiciera d ejaría de e star subyugado, y el am o cesaría en su calidad de señor. Por o tra parte, el am o quiere m antener al siervo porque ello le da sensación de superio­ ridad y dom inio, y porque lo necesita. No así el esclavo, que sigue en su condición únicam ente a causa del tem or. Si el esclavo, o el hom bre subyugado, alcanza la libertad —como ocurre en una revo­ lución—, dice Hegel que la proclam a p ara todos. El esclavo no desea m antener un régim en de señores y esclavos. La libertad surgirá — y surge, pues es un devenir— de este proceso dialéctico entre am os y esclavos, dom inadores y dom inados. E n el centro de este proceso se halla, pues, el fenóm eno de la alienación, que tiene en Hegel su p rim er filósofo. La alienación es una falta de cum plir con la propia esencia, falta que sólo la libertad realizada puede subsanar. Es un no ser lo que se puede y debe ser. La consecución de la libertad no se hace a través de la m era oposición entre estos dos tipos de hom bres, sino en virtud tam ­ bién de un estado peculiar de conciencia que Hegel llam a «con­ ciencia desdichada».26 La conciencia desdichada difiere por com­ pleto de las desarrolladas p o r las filosofías de la consolación o del conform ism o m oral, en especial del estoicism o y del escep­ ticismo. El hom bre con u n a conciencia desdichada reconoce que no es libre, porque su m undo no es dom inado p o r él. La concien­ cia desdichada es la del esp íritu enajenado, y, cree Hegel, en­ cuentra expresión en la religión. M ediante la adoración de Dios el hom bre se im agina libre, plenam ente reconocido por Dios en un m undo p o r venir, y no en éste. Como quiera que lo que im porta es la «libertad concreta» y real, Hegel entiende la m anera cristia­ na de entender la igualdad de los hom bres ante los ojos de Dios como u n paso necesario en el desarrollo histórico del espíritu, pero no com o un estado definitivo de la conciencia. La libertad sólo se alcanzará cuando el hom bre proyecte sobre sí m ism o y sobre su m undo su propia conciencia desdichada. Será éste el m om ento de la subjetividad, como dice Hegel, el m om ento de la intensa y lúcida autoconciencia. Ahora bien, tal m om ento puede com prenderse sólo históricam ente, com o un desarrollo de la conciencia hacia la libertad. Sem ejante concepción de la conciencia desdichada o angustiada frente a su ausencia de libertad en traña, a un nivel social y a a la vez tem poral, toda u n a peculiar filosofía de la historia. § 8. La c o n c e pc ió n h e g e l ia n a de la h i s t o r i a . — Las Lecciones sobre la filosojía de la h isto ria 27 conciben la m archa de la hum a­ nidad a través de los tiem pos como el desarrollo de la conciencia com ún hacia lo Absoluto. Esa m archa es esencialm ente racional. La historia se concibe, pues, como el gran despliegue de la razón 26. F. W. Hegel, Phanomenologie, IV, B 3. 27. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, apareci­ das postumamente, en el vol. IX de sus obras completas 1832-1845; trad. castella­ na de José Gaos, Madrid, 1928.

en el tiem po, desde el m om ento en que el hom bre era práctica­ m ente un ser en estado anim al h a sta el m om ento cum bre de su conciencia del m undo y de sí, que es el de la consecución de la libertad plena. La h isto ria sólo puede serlo del espíritu, pues sólo él tiene conciencia. El m undo inanim ado propiam ente carece de ella, y existe en purid ad en cuanto es concebido p o r los seres inteligentes. Estos seres sólo pueden com prender el m undo si son libres, de modo que la h isto ria puede tam bién concebirse como el progreso de la libertad. P o r eso a Hegel le interesa la h isto ria occidental m ás que ninguna otra. La aportación griega, la cristiana y la germ ánica le parecen a Hegel pasos sucesivos en el cam ino de la libertad. Ese cam ino, no es continuo, sino, de acuerdo con su Fenomenología, dialéctico. Aquí las sim ilitudes con Vico —quien p o r o tra p a rte no parece h ab er influido d irectam ente sobre Hegel— son considerables. Según Hegel el desarrollo histórico sigue unos m om entos lógicos cuyo ritm o dialéctico no está reñido con una circularidad espiral sem ejante a la explicada por Giamb a ttista Vico. En Hegel, sin em bargo, no actúa directam ente la Providencia, externa a los hum anos, sino el espíritu de ellos. Este espíritu es el recién aludido espíritu objetivo, no el indivi­ dualista y subjetivo. Según la ya m entada doctrina del «universal concreto», el esp íritu se m anifiesta tam bién en «universales con­ cretos» o, m ejor, en «todos concretos», que son los pueblos o na­ ciones, los verdaderos protagonistas de la historia. Cada pueblo tiene un espíritu nacional o Volksgeist, que nace, crece y decae. Pero no desaparece, sus frutos son recogidos por o tro pueblo, m al percibidos al principio, pero en expansión después, a m edida que se desarrolla su autoconciencia. Esto plantea varias cuestiones im portantes sobre la preem inen­ cia histórica de cada pueblo determ inado. Hegel considera que el pueblo p o rtad o r del esp íritu tiene frente a los demás, m enos ge­ niales, m ás sum isos, m enos em prendedores, todo un conjunto de derechos im periales y señeros. El ejercicio de estos derechos, no obstante, con su inevitable aplicación de la violencia, llevará en sí los gérm enes de la destrucción y del desprestigio de ese pueblo ante los otros. Sólo la historia universál lo absolverá y lo colocará en el lugar que le corresponde. El Volksgeist no es, pues, sino un a p a rte del espíritu universal. Cada espíritu nacional tiene un principio conform ador que desarrolla plenam ente, h asta que sobreviene su m uerte. Cuando en el te a tro de la historia aparezca otro principio que deban d esarrollar los hom bres, ése será otro, y m ás alto. No hace falta decir que la concepción hegeliana de la historia a rran ca y se m antiene d entro de la línea de la fe en el progreso que se viene poniendo de relieve a p a rtir de nuestro prim er contacto con la Ilustración. Aunque el pensam iento político de Hegel presenta ciertos ras­ gos absolutistas, su concepción del hom bre es individualista y liberal. Precisam ente p o r ello surge una dificultad al ten er que explicar cómo es que existe un espíritu objetivo que no parece

tener en cuenta al subjetivo. Esencialm ente se tra ta de un proble­ m a con el que han tenido que enfrentarse todos los individualis­ tas que han querido explicarse el sentido de la historia. El caso típico es el de Adam Sm ith; p ara esclarecer cómo era posible la arm onía económ ica en el m undo liberal de com petencia universal por él preconizado, Sm ith recurrió a la «mano invisible» de la Providencia, que guiaba las acciones de sus hom ini oeconomici. Lo que p ara Sm ith era la «mano invisible» es p ara Hegel la «astu­ cia de la razón». Dicha astucia queda definida p o r él m ism o di­ ciendo que es «el hecho de que la razón haga ac tu ar para ella a las pasiones».2' N aturalm ente, p o r razón debe entenderse aquí razón universal, que desvela y crea el m undo dialécticam ente, a m edida que se despliega el espíritu. Por la astucia de la razón, el am bicioso que cruza los m ares p a ra conquistar y som eter a san­ gre y fuego a otros pueblos está sirviendo a unos fines m ás altos, aunque lo ignore. Y es que, dice Hegel, aunque los hom bres aspiran a satisfacerse a sí m ism os con sus pasiones y apetitos, el resultado de sus actividades difiere en gran m edida de sus inten­ ciones. La razón que guía la historia com ete así una argucia con los hom bres. M ediante ella los hom bres laboran en pro de los fines superiores del espíritu absoluto. «Nada grande se ha hecho en el m undo sin la pasión.»2829 La pasión es subjetiva, pero sus resultados están acordes con los dictados del espíritu objetivo. § 9. D e r e c h o , sociedad c iv il y esta d o . — «El derecho es la existencia de la libertad», su realización, o sea, la libertad enten­ dida como espíritu objetivo,30 dice Hegel. Aquí va m ás allá que K ant, p ara quien aún se tra ta de una regulación externa de la conducta. En Hegel, derecho es plasm ación de la libertad, enten­ dida esta últim a como expresión de una voluntad necesaria, y no arb itraria. E videntem ente hay aquí alguna contradicción, pues la voluntad es explicada por Hegel como determ inada por el espíritu en su desarrollo hacia lo absoluto, lo cual no le im pide llam arla libre. E sta cuestión aparte, existe siem pre, según Hegel, una estrecha relación de coincidencia en tre la voluntad racional del individuo y la voluntad universal, expresada p or el derecho de la com unidad, es decir, p o r sus leyes y costum bres o conven­ ciones. La zona donde se reconcilia la voluntad individual con la universal es el estado. Sin em bargo, el estado no puede confundir­ se con la esfera de la que Hegel llam a sociedad burguesa o civil (bürgerliche G esellschaft), á rea donde se en cuentran los intereses particulares y donde se form an los m ás diversos grupos hum a­ nos, desde los m ás elem entales —fam ilia— a los m ás com plejos —corporaciones—. El estado es p ara Hegel nada m enos que 28. íbid., I, 97. 29. Ibid., I, 63. 30. N. Hartmann, op. cit., vol. II, p. 412.

la realidad de la voluntad sustancial, que lleva en si la autoconciencia especial elevada a su generalidad, es lo racional en sí y para sí.31

Lo cual quiere decir que el estado es el sum um de la racionalidad. Y com o quiera que la lib ertad se expresa racionalm ente, será tam bién posible afirm ar que el estado «es la realidad de la liber­ tad concreta». E sta glorificación del estado no hubiera sido sospechosa a los críticos posteriores a Hegel si, p ara este autor, el estado prusiano no rep resen tara tam bién la cum bre de la organización política. Además, su adhesión teórica al poderoso reino teutón acentúa los rasgos conservadores de su filosofía, que en su Filosofía del Dere­ cho están m ás p atentes que nunca. Hegel, como Fichte, ve en el estado la personificación del espíritu nacional, porque com prende que con ello se im pondrá la idea de la unificación de los diversos reinos y principados alem anes. La veneración sentida por Fichte y Hegel hacia el estado tiene, pues, fines de política práctica. Pero si bien es cierto que Hegel ve en el estado prusiano un conjunto singular de virtudes que coinciden con su teoría política general, no lo es que Hegel fuera el justificador del absolutism o prusiano de su tiem po, y menos del que vino después.32 Ello no podía ser así en un au to r que, p o r conservador que fuera en algunos senti­ dos, concibe el estado com o sistem a jurídico, en la m ejor tradición liberal. Ello no quiere decir que Hegel profese especial venera­ ción a una declaración pública de derechos. Como historicista que era, lo que le interesaba era la institucionalización de las leyes que garantizaban la libertad, p o r antiguas que fueran, como la M agna C arta. En m ás de un lugar le vemos com batir las form as de neofeudalism o que pugnaban p o r establecerse frente a la m area revolucionaria de su tiem po. Ello lo hacía Hegel en nom bre del Zeitgeist, el espíritu de la época, dim ensión tem poral y universal paralela a la del Volksgeist. Que quede clara esta dim ensión de Hegel con sus propias palabras: Lo más duro que al hombre le puede suceder es el verse apartado del pensamiento y de la razón y del respeto a la ley y de la concien­ cia de cuán infinitamente importante es que los deberes del estado y los derechos de los ciudadanos se hagan constar por escrito, hasta el extre­ mo de verse obligado a acatar lo más absurdo como si fuese la palabra de Dios.33

Queda, pues, en evidencia que Hegel no describió con su teoría del estado —ni pretendió hacerlo— el estado prusiano en p a rti­ cular, p o r m ucho que le reconociera el honor de ser el m ás cer­ 31. Definición famosa, reproducida por E. Bloch, op. d i., p. 224, entre otros autores. 32. Como han demostrado Eric Weil, Hegel et VÉtai, París, 1950, y Jean Hyppolite, op. d i., además de Marx; autores citados por lean Touchard y otros, Histoire des idées politiques, París, 1959, vol. II, p. 499. 33. Citado por E. Bloch, op. d i., p. 230

cano a su esquem a. Hegel intentó d escribir la naturaleza y diná­ m ica del estado m oderno en general, al que p resenta como «des­ tino racional» del hom bre contem poráneo. Es un destino porque el ciudadano privado no puede sustraerse a p a rtic ip ar en su vida. El m undo m oderno h a presenciado el desarrollo del individualis­ mo, de los hom bres aparen tem en te separados de la vida política, con unos derechos fren te y con tra el estado; de este m odo existe una sociedad civil y u n a sociedad política, dice Hegel, insistiendo sobre esta distinción tan im portante p a ra la concepción burguesa del orden social. El estado, em pero, salva el vacío causado por la escisión m ediante una astucia. «El estado es la astucia», llega a decir Hegel. E sta astucia —no m uy d istin ta de la astucia de la razón recién explicada— consiste en la utilización, por p arte de la sociedad política o estado, de la libertad privada de los ciuda­ danos. Éstos, im pelidos p o r sus intereses p articulares, se ven, sin em bargo, obligados a reconocer la existencia de un ente político superior, p a ra obtener a su vez reconocim iento. M ediante este doble reconocim iento dialéctico, los ciudadanos privados entran en fusión con lo universal racional, representado p or el estado. Pero hay que cualificar lo anterior. H ablam os de fusión sólo en térm inos simbólicos. Aunque la au to rid ad del estado sea ab­ soluta no quiere ello decir que pueda d e stru ir el conjunto de instituciones —económ icas, m orales, religiosas— que m edran en el seno de la sociedad civil. Al contrario, su superioridad ética y ju ríd ica depende de ellas. Así, el estado, si a tacara la propiedad privada, a la larga se estaría atacando a sí mismo. Hegel traza de este m odo toda u n a teoría de la sociedad p lu ralista liberal,34 según la cual hay u n a serie de instituciones autónom as —gremios, corporaciones, asociaciones culturales— que se interponen entre el individuo y el estado y que protegen al prim ero y que consti­ tuyen en su conjunto la sociedad civil. Si desaparecieran, im plica Hegel —y sostienen hoy los teóricos del liberalism o—, el estado se encontraría ante u n a m asa im personal, atom izada, de indivi­ duos. El individuo estaría en plena indigencia política, a la m er­ ced del despotism o de un tirano, que p odría ser el m onarca, pero que podría tam bién ser la m uchedum bre. El pluralism o de Hegel no se extiende hom ogéneam ente a toda la sociedad; Hegel es u n liberal de derechas, que reconoce grados diversos de participación en el estado a cada clase social, y que acepta la división en estam entos (Stdnde) com o algo norm al. Acepta la m onarquía h ered itaria p o r razones tradicionales, y no cree en un sistem a electoral directo, sino en una representación estam ental d entro del parlam ento. Su preocupación por la racio­ nalidad da un papel preponderante, d entro del estado p o r él im a­ ginado, a los altos funcionarios, acostum brados por tradición al gobierno, a la je ra rq u ía y a la eficiencia. Cree Hegel en la im par­ cialidad de esta clase, en su capacidad de e sta r p o r encim a de los intereses p articu laristas que son característicos de la sociedad 34. Phiíosophie des Rechts, 1821, sección 301.

civil. Todo esto, com binado con la preem inencia que Hegel con­ cede a la ley constitucional, le hace a ta c a r tanto a los constitucionalistas de la Revolución francesa —p o r im provisadores— como a las instituciones políticas británicas —por feudales—. La com bi­ nación de tradición y racionalism o es lo que Hegel quería ver encarnado en el estado contem poráneo. Se negó a ver am bas cosas unidas en la organización política de los dem ás países. Superadas estas obvias deficiencias, queda la aportación de Hegel de haber integrado explícitam ente la burocracia y el cuerpo de funcionarios a la teoría política. Hegel creía que su im parcialidad —por m ínim a que fuera—, su aplicación de los reglam entos, o sea, una concretización de lo universal, representaba una m anifestación palpable de la racionalidad del estado. Hegel veía las relaciones entre la voluntad p a rtic u la r del ciudadano, la general representada p o r el estado, y la racionalidad rep resen tad a p o r su burocracia, en té r­ minos arm ónicos; ello es así sobre todo al referirse a la m onar­ quía constitucional prusiana, que intentaba apoyarse sobre la burguesía (sociedad civil) y la nobleza (cargos públicos y altos funcionarios). E sta visión burguesa conservadora iba a ser la base p ara la crítica u lterio r que h aría el sector radical de los dis­ cípulos del filósofo contra algunas de sus ideas políticas; tam bién lo sería p ara la justificación de una actitu d opuesta, de signo reac­ cionario, anim adora del im perialism o prusiano.

§ 1. — El aum ento en am plitud e intensidad de los movimien­ tos revolucionarios no sólo acrecentó, como es lógico, el núm ero de los p artid ario s del cam bio, sino que, p o r reacción, agudizó las posiciones de aquellos que se oponían a tal cambio. La oposi­ ción ciega y sistem ática tiene m ás interés en el cam po de la his­ toria de los hechos que en el de las ideas sociales. En el cam po de los hechos esa oposición se concreta en una conducta política determ inada, antirrevolucionaria. En el cam po de las ideas esa política no responde a una ideología excesivam ente rica en ap orta­ ciones, ni genera un pensam iento social de una gran originalidad. No obstante, el pensam iento contrarrevolucionario posee un interés muy grande. Prim ero, porque la filosofía creadora posterior a la Revolución francesa tiene que habérselas sistem áticam ente con él. Segundo, porque un am plio sector del pensam iento contrarrevo­ lucionario no p articipa de una cerrazón to tal al cam bio, sino que abre el cam ino a u n evolucionismo de aspectos m ás constructivos; se tra ta del conservadurism o. Y tercero, porque en el seno del pensam iento contrarrevolucionario surgen ciertas tendencias irra ­ cionalistas y pesim istas que com baten p o r vez p rim era la naciente confianza en el progreso, se instalan en el p anoram a intelectual de la E uropa decim onónica y p enetran profundam ente en im portan­ tes sectores de la filosofía social contem poránea. ¿Qué es el conservadurism o? He aquí u n a p regunta difícil de contestar. No existe una teoría política conservadora, como tam ­ poco existe u n program a político concreto que defina a todos los grupos conservadores. El conservadurism o es u n a actitud, o un conjunto de ellas, y sólo puede explicarse históricam ente. El conservadurism o comenzó a surgir en los sectores tradicionalistas de Europa a p a rtir de la Revolución francesa; la p alabra que expresa la actitu d comenzó a usarse a principios del siglo xix, para englobar una ideología naciente, que se oponía abiertam ente a la Revolución. En aquellos m om entos históricos los conservadores se enfrentaban, en nom bre del orden y la tradición, al que ellos consideraban terro rism o jacobino y a la agresión napoleónica. Los p artidario s de la Revolución creían que sus fines altruistas, y los cam bios producidos, eran m ás im portantes que las víctim as cau­ sadas. Los conservadores, en cam bio, creían que los m edios

revolucionarios en ningún caso habían justificado los fines. Los conservadores m ás extrem istas —los reaccionarios— ponían en tela de juicio los m ism os fines, es decir, los ideales de «libertad, igual­ dad y fraternidad».1 Al llegar a este punto, es m enester h acer u n a distinción m uy clara en tre los conservadores propiam ente dichos y los reaccio­ narios. El conservador, en principio, no es enemigo del cam bio de las instituciones sociales. P ara aceptarlo, em pero, pone como condición que o cu rra sin violencia, d entro del m arco de la tra d i­ ción, y con u n ritm o lento. Al criticar la revolución de 1789, el conservador de principios de siglo dice defender la libertad y se opone, ante todo, a la dictad u ra jacobina. La libertad, en cambio, no es un concepto im p o rtan te p a ra el reaccionario. El reacciona­ rio es u n tradicionalista, es decir, quiere volver a poner en vigor la tradición, o el pasado. Ahora bien, se tra ta de una tradición o un pasado según los entiende él, con inexactitudes idealistas. El conservador puede ser un hom bre de su tiem po, el reaccionario es un hom bre desfasado. A p esar de que estas distinciones son claras, en la realidad hay un sinnúm ero de casos interm edios, y cada pensador, así com o cada política determ inada, puede p a rti­ cipar de am bas tendencias en grados diferentes. Ello no obstante, es posible seguir dos tradiciones, la conservadora —evolucionis­ ta—, con su origen en Inglaterra, concretam ente en Edm und Burke, y la reaccionaria —inm ovilista— de raíces aristocráticas. La prim era es una ram a im portante de liberalism o, pues es el ala derecha de ese m ovim iento y doctrina. § 2. E d m u n d B u r k e . — Al estallar la Revolución en Francia, el partido liberal inglés, whig, recibió la noticia con extrem o entu­ siasmo. P ara m uchos de sus m iem bros se tra ta b a del comienzo palpable de la dem ocracia auténtica, y casi todos veían en ella una prolongación de los acontecim ientos revolucionarios que ha­ bía presenciado la m ism a In g laterra b astan tes años antes. Mas a m edida que iban llegando nuevas de violencia, tum ultos y eje­ cuciones sum arias, empezó a form arse u n a opinión co n traria a los revolucionarios. La cosa llegó a agudizarse de tal m odo que el p artid o whig se escindió. M ientras u n a p a rte lo abandonaba para engrosar las filas toríes o conservadoras, o tra continuaba en su posición prorrevolucionaria, lo cual le valió el ostracism o y h asta la persecución política. Uno de los antirrevolucionarios e ra E dm und B urke (1729-1797), quien había defendido con denuedo la Revolución am ericana y que había atacado, en el P arlam ento, los abusos com etidos por la Compañía de las Indias orientales en la península indostánica. El libro que publicó B urke a fines de 1790, las Reflexiones sobre la Revolución francesa rom pía —pero solam ente en apariencia— con sus cam pañas anteriores. E n efecto, este texto, que pronto 1. Peter Viereck, Conservatism. Nueva York, 1956, pp. 10-11.

alcanzaría fam a, abre ya el cam ino a un nuevo tipo de liberalism o, el conservador, cuyas raíces están ya en la obra de M ontesquieu, y que es tan enemigo de las revoluciones violentas como lo es de la contrarrevolución sistem ática. Por eso, si bien es cierto que B urke es antirrevolucionario, no lo es que sea contrarrevoluciona­ rio en el sentido de oposición ciega al cam bio que esta últim a p alab ra tiene: Burke se opone a la Revolución desde el presente que integra, y en cierta manera realiza, el pasado y el futuro, pero por lo mismo se opone a la contrarrevolución. Todo lo que altere el orden de una situación actual constituida por la lenta acumulación de sucesivos estratos histó­ ricos es para él perturbador. La historia sólo le preocupa en la medida en que la historia compone el presente.2

Y la genuina preocupación p o r el presente es lo típico del conservador frente al reaccionario. Ahora bien, sólo se puede ser conservador en el seno de sociedades com o la de Burke, que han institucionalizado el cam bio, aunque sea defectuosam ente. En el continente europeo el conservadurism o burkeano es m ucho m ás difícil, y el hom bre de actitudes conservadoras se ve m ar­ ginado, a no ser que las abandone p a ra m ilitar en la reacción. Por eso, visto desde Inglaterra, no hay contradicción alguna en el hecho de que Burke defendiera la Revolución am ericana y ata ­ cara la francesa. La p rim era parecía q u erer in sta u ra r en el Nuevo Mundo u n a república controlada p o r los terraten ien tes y la m ino­ ría educada del país; p o r o tra parte, la rebelión de las colonias parecía dirigida con tra la autocracia de la corte británica. Ambas cosas eran caras a su m entalidad: B urke estaba identificado con el Parlam ento de su país, dom inado en teram ente por las clases m ás altas, y guiado p o r los clubs whig y tory, que se reunían extraoficialm ente, y al m ism o tiem po, se oponía a una excesiva autoridad real. Para él la continuidad histórica era fundam ental, y el Parlam ento encarnaba esa continuidad y la celosa defensa, a través de los siglos, de las libertades de ciertas clases. El na­ ciente jacobinism o de la Revolución continental usurpaba, a sus ojos, esas libertades, lanzaba con tra ellas unas m asas delirantes y llenas de arrogancia, p ara sum ir a la nación en un estado tiránico peor que el anterior. El éxito de sus Reflexiones se debió, en los años siguientes a su publicación prim era, a h ab er puesto de re­ lieve, ya en 1790, los aspectos de la revolución que m enos podían agrad ar a la burguesía inglesa. La fa lta de objetividad de su relato está fuera de dudas —Burke sólo tenía inform aciones de segunda m ano—, pero tal fallo no h a sido nunca una b a rre ra contra la popularidad. Tam poco fue óbice p a ra que la obra de B urke pusiera de relieve, ante las conciencias de la época, un nuevo elem ento en la m archa de los asuntos hum anos: la tra ­ dición. 2, Enrique Tierno Galván, en su prólogo a su trad. de Edmund Burke, Re­ flexiones sobre la Revolución francesa. Madrid, 1954, p, 10.

La Ilustración había operado sin ten er en cuenta la existencia de una m archa histórica. Vico aparece como un hom bre aislado, si consideram os su entendim iento de la historia. E dw ard Gibbon (1737-1794), el m ás grande historiador de la época, había dedicado sus afanes a d escribir la Decadencia y caída del Im perio Rom ano y M ontesquieu a m ed itar sobre los orígenes y causas de ese de­ clive. No o bstante sus esfuerzos no cam biaron de inm ediato las concepciones históricas predom inantes pues, al creer en el pro­ greso, los ilustrados tendían a ver el pasado como conjunto de im perios superados, que nacían, crecían y m orían. El enfoque de Burke, en cam bio, sin pretensiones en la historia universal, plan­ teaba una continuidad histórica que superaba la concepción que podríam os llam ar del «esplendor y la decadencia» inevitables. El influjo de esta m anera de ver la historia sobre el pensam iento pos­ terior, y en especial sobre el del Idealism o alem án, es notorio. Lo que para Burge es actitud, se convierte en Hegel en sistem a. Por estas razones se opone B urke al contractualism o de un Rousseau, según el cual se puede co n stitu ir una sociedad en virtud de un concierto de voluntades. P ara B urke la sociedad no es sólo un pacto en tre vivos, sino la consecuencia de las acciones de los antepasados, y la preparación del m undo p ara los que han de venir. El am o r y veneración de B urke p o r las generaciones pasa­ das es ya un elem ento del naciente m ovim iento rom ántico europeo. Fue precisam ente él quien, con su o b ra Investigación sobre el origen de nuestras ideas de lo sublim e y lo bello, ya en 1756, había iniciado la estética rom ántica en Inglaterra. A Burke, pues, le repugna el racionalism o revolucionario, sus declaraciones de derechos, su fe en la ley prom ulgada, que le parecen m uestras de un idealism o irreal, rayano en la dem encia, dignas acciones del «metafísico caballero» Don Quijote, m as no de políticos respon­ sables.34 El Bill o f R ights de In g laterra es el único tipo de decla­ ración de derechos aceptable, porque surge d entro de la diná­ m ica histórica, como un logro m ás del pueblo inglés. En cam bio la Declaración de los Derechos del H om bre y del Ciudadano re­ fleja un «principio abstracto» desligado de las condiciones histó­ ricas verdaderas y concretas y aplicado p o r unos hom bres que han caído «en la tram p a de una m etafísica sofisticada».* Burke cree en la lib ertad y en las garantías de esa libertad, como todo liberal, pero las entiende históricam ente, y no cree que los seres hum anos puedan in stau rarla total y súbitam ente en el seno de su sociedad. Cree tam bién en el cam bio —paulatino— y desdeña a los estados «que no pueden cam biar nada», pues «carecen de m edios de conservación». E sto no obstante, el cam bio y la tendencia al m ism o no son vistos con dem asiado favor en la obra burkeana. Burke los acepta por sentido com ún, porque se p ercata de la insensatez de resistir cuando algo es inevitable. Su defensa de las m inorías gobernan3. Edmund Burke. ibid., p. 35. 4. Ibid., pp. 49 y 65.

tes, de la desigual distribución de la propiedad, su desprecio por el vulgo y las p o r él consideradas viles pasiones de la plebe, y su incapacidad p o r com prender los desm anes de la aristocracia francesa le dan un puesto destacado en el m arco del pensam iento antirrevolucionario. Pero su «tradicionalism o liberal», como él m ism o lo llam a,5 le convierte en el fundador del conservadurism o evolucionista, una d octrina política a la que no faltan seguidores aún hoy. § 3. La r e s t a u r a c ió n . — Los países que habían sufrido el doble em bate del jacobinism o y de las invasiones napoleónicas no pudie­ ron presenciar, de m om ento, un florecim iento del conservadurism o a la inglesa. Los m ovim ientos antirrevolucionarios son en estos países esencialm ente reaccionarios. Van dirigidos directam ente a la restauración del antiguo régim en. Sin ten er en cuenta la irreversibilidad de m uchas de las m edidas tom adas por los perío­ dos revolucionarios, ni las transform aciones operadas por el in­ dustrialism o naciente, ni los decisivos cam bios de m entalidad percibibles por doquier, los gobiernos de los países de E uropa que m ás tem ían la revolución se reúnen en Viena, en un Congreso que intenta establecer u n sistem a internacional de represión y de ingerencia en los asuntos internos de cada estado (1815). El Con­ greso de Viena, inspirado p o r el príncipe M etternich (1773-1859), al servicio del Im perio habsburgués, se concretó en la Santa Alianza, que intervino eficazmente contra los liberales en Nápoles y en España. Una idea del reaccionarism o de la S anta Alianza la da la oposición de M etternich a las aspiraciones de independencia sentidas p o r los griegos, quienes tuvieron que g uerrear solos con­ tra el turco. Pero la R estauración no es únicam ente un m ovim iento político que desea fren ar la m area liberal, es tam bién una corriente intelectual y una ideología. El conde Joseph de M aistre (1753-1821) se convirtió rápidam en­ te en el pensador m ás influyente de la R estauración. Frente a la divisa revolucionaria de «Libertad, Igualdad, Fraternidad», Mais­ tre lanzó su slogan de «trono y altar» que, si bien no a rra stró a las m asas, consiguió apelar a la nobleza exiliada y a un considerable núm ero de personas que tem ían p erd er el uno o el otro. Lo pecu­ liar de su pensam iento estrib a en h ab er atacado frontalm ente, no ya los actos de violencia com etidos en el curso de la revolución, sino sus m ism os principios doctrinales. P ara ello, M aistre no podía em plear un lenguaje racionalista, dada su ideología, sino un lenguaje rom ántico, irracionalista, sentim ental. Enm arcado en este lenguaje, el fundador del pensam iento reaccionario esconde algunas ideas no desdeñables, sobre todo en cuanto que represen­ tan una prim era crítica seria a la confianza en la razón que había establecido con aparente solidez el período de la Ilustración. Su Ensayo sobre el principio generativo de las constituciones políti­ cas, 1810, insiste en los argum entos teológicos tradicionales del 5. Ib id ., p. 96.

pecado original, pero enfatiza con habilidad el hecho de que la razón es débil y lim itada. La sociedad, en cam bio, es inm ensam ente com pleja, y es un e rro r y una petulancia q uererla dom inar con una sim ple h oja de papel que contenga u n a pom posa Declaración de Derechos. M aistre ridiculizaba así la evidente ingenuidad de los redactores del fam oso docum ento. Al m ism o tiem po conseguía p robar a su m anera las lim itaciones hum anas, y extraía la con­ clusión —com partida p o r los conservadores— de que la evolución histórica de la sociedad debe im p erar sobre los actos decisorios que son consecuencia de unos principios m orales abstractos. Pero la desconfianza de M aistre en la razón es total; con M aistre comienza la era del irracionalism o consciente. M aistre aboga por el m antenim iento y desarrollo de sistem as sociales basados en el prejuicio. Según él, el prejuicio es el origen de la estabilidad y del buen funcionam iento de la sociedad: La cuna del hombre debe estar rodeada de dogmas, de modo que cuando despierte su razón, encuentre que todas sus opiniones están ya hechas, por lo menos aquellas que atañen a su conducta. Nada más importante para el hombre que el prejuicio.67

Prejuicios, p ara M aistre, equivalen abiertam ente a religión. Y p ara él, los revolucionarios son tan enem igos de la propiedad com o de la religión. A p a rtir de este m om ento, y p o r largas déca­ das, el pensam iento reaccionario y la religión irán unidas en las m entes europeas. La disociación —que no ha sido aún com pleta— es reciente. El dogm a de la perversidad original del hom bre con­ viene a toda visión irracionalista de la sociedad, y en él insiste M aistre en sus Consideraciones sobre Francia.’’ P or lo tanto tan sólo el prejuicio puede fren ar sus propensiones innatas. N atural­ m ente, los hom bres ordinarios son peores aún que los refinados por la cu ltu ra y la educación, y son ellos los que necesitan en especial la bendición del prejuicio. A pesar del desprecio que Joseph de M aistre siente por la ignorante m asa, no cree que ella pueda provocar un desastre civil. M aistre desconfía más de los demagogos que del pueblo. Al igual que algunos griegos y rom anos, M aistre creía que el político rapaz es el peligro m ás em inente, y casi el único, con el cual puede enfrentarse el orden social. Pero en co ntraste con los clá­ sicos, M aistre ve en las m asas una to tal pasividad; son un m ero objeto, no un sujeto del proceso histórico. P ara él el pueblo ni siquiera e n tra en una revolución p o r m uy conspicua que sea su presencia en los tum ultos y en las m anifestaciones. M aistre cree que existe u n grupo reducido de personas, conocedoras de su oficio subversivo, dotadas de gran voluntad, que intenta cam biar el mundo. De esto se desprenden dos lecciones. Prim ero, M aistre considera que existe una conjura con tra las fuerzas del orden, 6. Joseph de Maistre, Etud.es sur la Souveraineté, í, X. 7. Luis Diez del Corral, El liberalismo doctrinario. Madrid, 1945, p. 224.

llevada a cabo por unos pocos, sin participación popular autén­ tica. Desde la aparición de sus Consideraciones, en 1797, la idea paranoica de la conjura radical ha pesado sobre las m entes reac­ cionarias. Segundo, M aistre sum inistra con ello u n a idea optim ista p ara los adalides de la restauración: lanzar una revolución es tan fácil como deshacerla y volver a tra e r el antiguo régimen. La m asa del pueblo es, pues, im potente. Y, en el fondo, tam bién lo es el indi­ viduo, pues el m undo es gobernado férream ente por la divina Providencia.* Esto está en contradicción con su idea de que unos pocos pueden, debidam ente confabulados, m an ten er un orden o cam biarlo. Pero la contradicción no im pidió que la Santa Alianza abrazara y p racticara am bas ideas con igual entusiasm o. He m encionado el peso de la religión en la obra de M aistre. Hay que aclarar que no se tra ta sólo de religión, sino de cleri­ calismo. En un escrito sobre el papado,’ M aistre lo coloca en el pináculo de la sociedad. La idea pudiera parecer la de un güelfo trasnochado si no estuviera vinculada a su concepción teo­ lógica de la historia. Según ésta, la Revolución h a sido la form a de purg ar los europeos sus m uchos pecados; los revolucionarios han sido guiados por S atán, pero Satán m ism o es un instrum ento de Dios. «Era necesario que o curriera la gran depuración para que se ab rieran los ojos.»10 Lo que vendrá después será u n a res­ tauración del m undo an terio r a la Revolución, pero renovado y virtuoso, organizado teocráticam ente, sin que los vicios corrom ­ pan, como antes, las cortes reales. E sta p a rte utópica de M aistre es la que sus seguidores abandonaron, p ara poder ad ap tar la doctrina de su m aestro a lás condiciones sociales nuevas que, a m edida que avanzaba el siglo xix, se iban perfilando con rapi­ dez. Ya Antoine de Rivarol (1753-1801) se había preocupado m ás por averiguar y com prender la naturaleza y causas de la revolu­ ción que p o r establecer, sin m ás, una b a rre ra ideológica a su progreso. P ara Rivarol los revolucionarios intentaban la «recons­ trucción de todo m ediante la rebelión con tra todo, y sin pensar que ellos m ism os estaban en el mundo, han volcado los pilares del mundo». Se tra ta , pues, de una «insurrección contra todos los principios», pero se b asa en una «religión filosófica y nacio­ nal».11 Así surge la idea de que la Revolución está inspirada en una religión laica, m undana. La revolución necesita prosélitos, tiene un m ensaje de apariencia liberadora y salvadora, y posee un catecism o. Como afirm a el contrarrevolucionario suizo Mallet du Pan: El sistema revolucionario es aplicable a todas las naciones; tiene como base las máximas filosóficas propias para todos los climas y ene­ migas de todos los gobiernos. Sus autores... han envenenado con sus8910 8. Ibid., p. 224. 9. Joseph de Maistre, Du Pape, 1817. 10. Guido de Ruggiero, Sforta del liberalismo europeo. Milán, 1962 (1.* ed., 1926), p. 83. 11. Antoine de Rivarol, Oeuvres complétes. París, vol. I, P- 163, vol. II, p. 108.

prédicas tanto repúblicas como monarquías. Hemos visto y vemos a sus emisarios catequizar al pueblo de los estados neutros de Génova, de Suiza, de Suecia, al igual que al de las potencias beligerantes... El fana­ tismo de irreligión, de igualdad, de propagandismo es tan exaltado y mil veces más atroz en sus medios que nunca lo fuera el fanatismo religioso.12

A p esar de e sta r convencido de la certeza de estas afirm acio­ nes, Louis de Bonald (1754-1840) no creía que la «religión laica» de los revolucionarios debía ser c o n trarrestad a con una teocracia como la p ropuesta p o r M aistre, sino p o r un sistem a m onárquico au toritario y fuerte. Bonald es, en cierto modo, un heredero de la m entalidad fisiocrática, y propugna u n a vuelta a la vida agrí­ cola, fuente de toda m oralidad. Instintivam ente, Bonald se da cuenta que el verdadero origen de la revolución es burgués y capitalista; con ello, sin em bargo, se cierra de b a n d a ante el ya considerable aum ento del industrialism o. La revolución burguesa de 1830, que puso fin a la R estauración, le tom ó p o r sorpresa y eclipsó su influjo y el de M aistre, h a sta que la reacción ideoló­ gica se repuso m ás tarde. En Francia, Louis Veuillot (1813-1883), discípulo de M aistre y amigo del reaccionario m ás descollante del siglo XIX, Juan Donoso Cortés, es la figura representativa de esta segunda fase. Veuillot fue ayudado p o r Pío IX (1846-1878), que publicó su Syllabus de Errores, un triunfo espectacular e in ter­ nacional de la reacción y una d erro ta p ara los grupos católicos liberales. El Syllabus condenaba el racionalism o, el escepticism o científico y el liberalism o, en tre o tra s cosas. La declaración de infalibilidad papal en 1870 agravó la situación, y dividió aún más la opinión pública. Sólo la encíclica R erum N ovarum , de 1891, obra de León X III, com enzaría a echar las bases de u n a posible recon­ ciliación fu tu ra d entro del cam po católico. § 4. T h o m a s R o b e r t M a l t h u s . — Vemos; que, h a sta aquí, el pensam iento conservador y el reaccionario constituyen una doc­ trin a política m ás que o tra cosa. Si bien es cierto que responden a una defensa de la propiedad privada y del m antenim iento de las diferencias de clase, así como de las religiones establecidas, el esfuerzo se hace a nivel político. Sin em bargo, ya en plena época revolucionaria —en 1790— aparece, anónim am ente, u n a obra que trasp asa los lím ites de la política, y que pone en tela de juicio algunas de las creencias m ás firmes de los progresistas y los revolucionarios de fines del x v i i i . Se tra ta del E nsayo sobre el principio de la población, que se publicó con el nom bre de su autor, el reverendo Thom as R obert M althus, en 1798. E n este libro, M althus (1766-1834) plantea cuestiones de orden dem ográfico y eco­ nómico en tales térm inos que aporta al conservadurism o nuevos argum entos y lo lib ra de su confinam iento al terren o de lo polí­ tico. No obstante, el Ensayo de M althus no fue integrado inm e­ diatam ente en la teoría política conservadora, lo cual no es óbice 12. Citado por Hans Barth, Die Idee der Ordnung. Zurich, 1958, p. 77.

para que, desde n u estra perspectiva, lo veam os como p arte de una reacción b astan te generalizada con tra el optim ism o liberal. M althus, como B urke, m erece ser interp retad o sin ligereza. Si en el caso de B urke ello se debía a la sensatez de sus posiciones como conservador, en el de M althus se tra ta de que existe en su obra un indudable esfuerzo de objetividad científica. En efecto, M althus basó su discusión sobre unos datos relativam ente bien conocidos: la producción agrícola y el ritm o de crecim iento de la población. Aunque no se hizo en In g laterra censo oficial alguno h a sta 1801, se puede decir que M althus poseía suficiente inform a­ ción para poder fu ndam entar sus ideas sobre la cuestión. E staba com probado que la población inglesa había crecido de una m a­ nera sorprendente a lo largo de todo el siglo xv m . Ya se habían percatado otros escritores antes que él de que ello era conse­ cuencia del notable increm ento del com ercio y de la industria de la isla, y h a sta alguno había notado que los productos agrícolas no habían aum entado proporcionalm ente al increm ento de la población. Pero M althus estableció m ás claram ente las relaciones entre ésta y aquéllos. Observó que m ientras la población aum en­ taba a grandes pasos, la agricultura lo hacía a m ucho m enor ritm o. Fue así como enunció su célebre postulado: «La población, cuando carece de control, aum enta en proporción geom étrica. La subsistencia lo hace sólo en proporción aritm ética. El m ás leve conocim iento de los núm eros nos m o stra rá la inm ensidad del prim er factor en com paración con el segundo». Según M althus, el desequilibrio en tre población y recursos así creado, al ir en constante aum ento, forzosam ente h ab rá de tener consecuencias fatales p a ra la hum anidad, una vez hayan sido colonizadas todas las tierras vírgenes del planeta. El progreso m aterial de la in d u stria y el com ercio h a roto la proporción que existía en los tiem pos prim itivos entre población y riqueza agrí­ cola. A ntiguam ente la m ortalidad —a causa de guerras, enfer­ m edades, condiciones penosas de vida— era m uy elevada, y el volum en de la población se m antenía d entro de los lím ites per­ m itidos p o r la cantidad de m edios de subsistencia. Mas por m ucho que hoy hayam os m ejorado el rendim iento de la tierra, dice M althus, no podem os conseguir p a sa r de cierto lím ite. Cada paso adelante en el perfeccionam iento de las condiciones de vida im plica, adem ás, otro paso en el aum ento de la población. Y como estos avances demográficos no llevan el m ism o ritm o que los increm entos de los productos agrícolas, la consecuencia es que la gran m ayoría de la hum anidad vive en un nivel lím ite de subsistencia. E ste nivel de m iseria no puede aum entarse. Si au­ m enta —como ocurre tem poralm ente en u n m om ento de prospe­ ridad— crece en seguida el núm ero de h abitantes, y vuelve a caerse en la escasez. La hum anidad vivirá siem pre en un m íni­ m um de condiciones, que sólo sup erará d u ran te períodos breves, de engañosa abundancia. A juicio de M althus, este fatal círculo vicioso invalida las teorías progresistas. El Ensayo de M althus estab a escrito con c arácter polémico. Su

largo título incluía los nom bres del an arq u ista Godwin y de Condorcet, quienes creían en la inexorable m archa de la hum anidad hacia su b ien estar final. M althus fue el prim ero en com batir esta idea con argum entos seculares y racionales. En efecto, M althus no argüía m encionando la innata m aldad del hom bre y su su­ puesto pecado original, sino que esgrim ía un factor objetivo, m aterial —el ritm o de la m ultiplicación de la especie—, y lo relacionaba con o tro de igual índole —la productividad de la tierra—. He aquí el valor de su teoría. En un m om ento pudo ser utilizada por reaccionarios y conservadores, pero m ás tarde, gran núm ero de pensadores se darían cuenta de la solidez de la argum entación m althusiana. De m om ento, la doctrina de M althus tuvo la consecuencia de crear una actividad pesim ista dentro del cam po de la econom ía política liberal. La teoría pesim ista del salario, central en la obra de David Ricardo, fue elaborada gra­ cias a la aportación de M althus, como se verá en su m om ento. En realidad, todo el liberalism o económico posterior tiene en cuenta a M althus, de cuyas ideas se extraen a veces conclusiones tan pesim istas como cínicas. Así, ciertos autores niegan el derecho de los pobres a m ultiplicarse, salvo en el im probable caso de que su salario fuera suficiente p a ra el buen m antenim iento de la prole. Más tard e el doble planteam iento demográfico y cultural expuesto p o r M althus ha ido tom ando un carácter m ás complejo. Y es que la relevancia económica de la doctrina m althusiana ha hecho que en m uchos casos se olvidaran los aspectos socioestructurales de su obra. En efecto, M althus encuentra nuevos argu­ m entos p ara justificar la vieja idea de que ... la estructura de la sociedad, a grandes rasgos, permanecerá con toda probabilidad, siempre igual. Tenemos todos los motivos para creer que consistirá siempre en una clase de propietarios y en una clase de tra­ bajadores.13

Aunque la conclusión no tenga n ad a de nuevo, el hecho de que M althus busque su origen en m otivos biológicos y dem ográfi­ cos es nuevo, y p erm itirá la elaboración de razonam ientos m ás científicos acerca de la sociedad hum ana. M althus pretende expli­ car la estratificación social con la ayuda de argum entos medióles y objetivos, aunque su actitud final im plique una conform idad m oral con la división de la sociedad en clases y su aceptación como algo inconm ovible y connatural a toda vasta agrupación hum ana. Además, M althus inten ta explicar tam bién ciertos movi­ m ientos sociales —sobre todo las revueltas y la agitación popu­ lar— apoyándose en su idea del desarrollo de la población. Así, la m ultitud se levanta contra el gobernante, no p o r sus excesos tiránicos, sino p o r una causa inconsciente pero totalm ente real: la escasez y la p enuria creadas p o r el exceso de la población. Dice M althus: 13. T. R. Malthus, An Essay on the Principie of Population, etc., Londres, 1803, p. 604.

La turba (mofe), que es generalmente el producto de una población excesiva, azuzada al resentimiento a causa de sufrimientos genuinos, pero totalmente ignorante del verdadero origen de esos sufrimientos, es, de todos los monstruos, el más fatal para la libertad. Fomenta la tiranía existente o la engendra cuando no la hay.14 La presión de la indigencia sobre las clases bajas del pueblo, com­ binada con su hábito de atribuir sus causas al gobernante, parece ser el reducto defensivo, el alcázar, el espíritu guardián del despotismo. Da al tirano el pretexto fatal e incontestatable de la necesidad. Es la razón por la que todo gobierno libre tiende a su propia destrucción.15

Queda, pues, claro, que si p o r su actitu d desdeñosa frente a las m asas populares M althus no está exento de espíritu aris­ tocrático, p o r su búsqueda de nuevos criterios p a ra explicar los acontecim ientos sociales, su aportación es considerable. M althus ve en la m ultitu d —no en la m inoría gobernante— el peor peli­ gro p ara la libertad, pero ese peligro no reside en la naturaleza m ism a del pueblo, sino en el exceso de la población que crea la penuria económ ica y, p o r ende, la situación social conflictiva. A esto hay que a ñ ad ir que, en nuestros días, las cuestiones dem ográficas planteadas p o r M althus ya no se a ju stan a los mis­ m os esquem as de conservadurism o y liberalism o. Un gran núm ero de pensadores de izquierdas —sin p articip ar del pesim ism o cul­ tu ra l de M althus— aboga p o r u n neom althusianism o activo. Se dice neom althusianism o porque, p o r ejem plo, el control de nata­ lidad era previsto por M althus de form a poco convincente: a base de la continencia sexual. En cam bio, u n sector considerable de la derecha ignora la doctrin a de M althus, y confía en la Providen­ cia y, sin d a r argum entos realm ente racionales, en los recursos según ellos inagotables del planeta. Pese al considerable desa­ rrollo de la economía, la sociología y la dem ografía en las últim as décadas, los problem as centrales planteados p o r M althus no han sido resueltos. Todos ellos siguen en u n estadio polémico, como cuando fueron planteados p o r p rim era vez, aunque hayan cam ­ biado en la form a externa de su presentación, hoy m ás elaborada. § 5. J uan D o n o s o C o r t é s . — Los prim eros reaccionarios cifra­ ban sus aspiraciones en la restau ració n del antiguo régimen. A me­ dida que pasan los años y u n a restauración absoluta, es decir, una vuelta al pasado se va volviendo cada vez m ás utópica, el pensa­ m iento reaccionario se inclina m ás hacia el pesim ism o que hacia el esfuerzo restau rad o r; al m ism o tiem po, la política que se pre­ coniza es la del freno, la represión y la resistencia m ás o m enos inteligentes. Los grupos que abogan p o r la restau ración absolutista según los esquem as de M aistre y Bonald son siem pre im portantes —ultram ontanos en Italia, carlistas en España— pero no poseen pensadores que aporten una doctrina cuyo alcance intelectual aconseje su exposición. 14. Ibid; p. 526. 15. Ibid., p. 525.

E l cam bio hacia u n nuevo concepto, m ás realista e inteligente, de restauración, así com o la clara aparición del pesim ism o frente al futuro de la hum anidad se ven ya con toda claridad en la obra del m arqués de Valdegam as, don Juan Donoso Cortés (1809-1853), un extrem eño que fue diplom ático y hom bre de estado y cuyas doctrinas tuvieron m ucha influencia en el pensam iento de la dere­ cha. Las fuentes de ese pensam iento siguen siendo de tipo teológico y m oral; la actitu d m ás científica de un M althus no ha sido aún asim ilada p o r los reaccionarios, como h erram ien ta p ara apoyar sus visiones políticas y culturales. Donoso, aún muy joven, pre­ senta la revolución como consecuencia de la decadencia m oral y del envilecim iento de las naciones, no como consecuencia de fac­ tores económicos, demográficos o de in ju sta adm inistración polí­ tica. Las revoluciones, p ara él, son algo necesario para purificar al hom bre de los «crím enes que le afeaban» y ponerlo de nuevo en condiciones de «seguir la c a rrera que la Providencia le ha m ar­ cado».16 É sta será una de las notas constantes de su obra: la acep­ tación de la revolución como acto providencial, purgatorio m oral de los vicios hum anos; tal actitud refleja, por o tra parte, la posi­ ción prontam ente aceptada p o r los prim eros pensadores reaccio­ narios, que no podían concebir de o tra m anera la m agnitud del acontecim iento revolucionario. Lo que separa a Donoso de los que querían volver al absolutism o del antiguo régim en es su capa­ cidad de ver que tal regresión no era ya viable. Donoso adopta una postura que es en apariencia m oderada, interm edia, aunque en realidad está a b ie rta a la extrem a derecha. Así, si Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dicta­ dura que viene de arriba, yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas.1718

Pero lo cierto es que Donoso Cortés se acoge a la reacción pura sólo ante situaciones seriam ente revolucionarias. N orm al­ m ente, el político cacereño aboga por un gobierno representativo de la burguesía, p o r un uso inteligente y filantrópico del poder y, sobré todo, p o r u n reform ism o político continuo. Lo que él com bate es lo que llam a «dogmas reaccionarios», es decir, los extrem os del despotism o real y del gobierno popular directo. Dice: Los dogmas reaccionarios de la soberanía del pueblo y del derecho divino de los reyes son una misma cosa, considerados en su origen, en su naturaleza y en sus consecuencias sociales... Los dos se fundan en el dogma absurdo de la omnipotencia social... ambos consagran el princi­ pio de la obediencia pasiva y del súbdito.1* 16. pletas. 17. 18.

Juan Donoso Cortés, Discurso de apertura en Cáceres, 1829, en Obras Com­ Madrid, 1946, tomo I, p. 25. Donoso, Discurso sobre la dictadura, O. C., tomo II, p. 204. Donoso, Lecciones de derecho político, O. C., tomo I, p. 219.

La aportación m ás interesante de la o b ra de Donoso es quizá su énfasis en la interrelación que existe en tre sistem a religioso y sistem a político. Su doctrina respecto a este pun to está expuesta en el Ensayo sobre el catolicismo, el liberalism o y el socialismo, publicado en 1851. Significativamente, el p rim er capítulo se titula «De cómo en toda gran cuestión política va envuelta una gran cuestión teológica». Liberales y socialistas, hijos de la Ilustración, han ignorado, aduce Donoso, este hecho fundam ental. Según Do­ noso, la fe es la verdadera base del orden social, y como quiera que la revolución va acom pañada p o r una dism inución de la fe, se sigue el debilitam iento de ese orden. E n realidad «la intoleran­ cia doctrinal de la Iglesia ha salvado al m undo del caos».19 Los liberales son anticatólicos porque no com prenden el estrecho pa­ rentesco que existe en tre las cuestiones políticas y las religiosas; por eso, al a tacar el orden religioso dañan el orden social en el que ellos m ism os viven. E l gran político es el que une a su activi­ dad m undana unos profundos convencim ientos religiosos, como hiciera, p o r ejem plo, el cardenal Jim énez de Cisneros 20 en el Rena­ cimiento. Es evidente que existen m ales en la sociedad y que hay que in ten tar resolverlos, cree Donoso, pero el origen de esos m ales es teológico, no m aterial. Liberales y socialistas creen que cam ­ biando la sociedad el hom bre será bueno y feliz. E sto es ingenuo, porque «el pecado está en el hom bre y no en la sociedad».21 Do­ noso insiste en la vieja doctrina de la innata m aldad del hom bre. Todo el pensam iento conservador acepta este postulado en m ayor o m enor grado; quizá sea éste su m ayor co ntraste con el pensam iento progresista. P ara Donoso el bien existe, pero es m ás que nada una virtu d teológica. «Dios saca el bien de la prevaricación angélica y de la h um ana.»2223P or ello mismo, es po­ sible que las revoluciones sirvan p a ra p u rg ar nuestros pecados hum anos. Ello no significa que las doctrinas m ás revolucionarias puedan h allar justificación. En el fondo, «el socialism o no es fuerte sino porque es una teología satánica».25 A esta idea le cabrá un futuro próspero. Muchos pensadores conservadores h an afirm ado h asta el presente que el sistem a socialista de ideas era una ideo­ logía fundam entalm ente religiosa. Los m ás reaccionarios de entre ellos han insistido tam bién en el carácter diabólico de sus afirm a­ ciones. Sin em bargo, hoy en día, esta últim a aseveración no suele ser tom ada m uy en serio, aunque la idea de que el socialismo es una religión laica sea corriente en tre los herederos de la trad i­ ción representada p o r Juan Donoso Cortés. § 6. J a im e B a l m e s . — Los elem entos de tradicionalism o dog­ m ático, tan conspicuos en la obra de Donoso, pasan a un se­ 19. 20. 21. 22. 23.

Donoso, Ibid., p. Ibid., p. Ibid., p. Ibid., p.

Ensayo, O. C., tomo II, p. 367. 442. 465. 434. 446.

gundo plano en la del sensato p ensador de Vic, Jaim e Luciano Balm es (1810-1848). En este sentido, Balines podría h ab er m arcado el punto del viraje del pensam iento conservador latino hacia fórm ulas m ás afines a las anglosajonas. Sin em bargo, su ap o rta­ ción parece aislada, p o r lo m enos en el cam po de la filosofía social. En cuanto a sus obras filosóficas de o tra índole, no es de ex trañar que tuvieran cierto eco en el norte de Europa. En p rim er lugar Balm es rom pe sutilm ente con el pesim ism o social típico del tradicionalism o y acepta la idea del «perfecciona­ m iento de la sociedad», que identifica con la noción de civiliza­ ción.2'' Balm es ataca a los «liberales progresistas» como hijos del escepticism o radical del siglo an terio r, pero, hechas ciertas sal­ vedades ideológicas, se une a ellos im plícitam ente al propugnar una program a político de acción social que vaya encam inado hacia la creación de u n a com unidad hum ana en la que exista la m ayor inteligencia, m oralidad y bienestar posibles p a ra el m ayor núm e­ ro posible.2425 La conexión de esta doctrina con el utilitarism o de Bentham , que exam inarem os en el próxim o capítulo, es m uy obvia. Sin em bargo, d entro de la línea conservadora, Balmes no cree que pueda llegarse a este ideal m ás que a través de una larga serie de lentas transform aciones, que no deben afectar las tra ­ diciones m orales y teológicas de los pueblos. Por eso Balmes es enemigo de los extrem ism os y favorecedor de todo com prom iso que represente soluciones no violentas. En España, Jaim e Balmes representó esta tendencia con sus m últiples esfuerzos por recon­ ciliar a los p artid ario s de la m onarquía p arlam en taria (isabelinos) con los del absolutism o (carlistas). Testigo de estas luchas y de las dem ás que tenían lugar en E uropa, Balm es desarrolló una filosofía social de la m oderación. En ella hay elem entos reaccio­ narios, tales como su resignada aceptación de la división de la sociedad en tre pobres y ricos como algo providencial,26 pero su antedicha confianza en las posibilidades de m ejo rar la situación en cada caso concreto parece equilibrarlos. Un buen ejem plo de sus esfuerzos hacia la acción concreta son sus escritos sobre los Medios que debe em plear Cataluña para evitar su desgracia y acrecentar su prosperidad, los cuales contie­ nen todo un program a de industrialización, inversión de capitales y desarrollo de las enseñanzas técnicas, que rep resentan una nota­ ble excepción d entro de la corriente conservadora que en la época era ag rarista y antiin d u strial en su m ayor parte. Además, Balmes se sale del patem alism o típico p a ra p a sa r a proponer reform as de base en las que la iniciativa queda en m anos de la burguesía com o tal, y no en las del estado providente.27 Todo esto está muy acorde con su concepción de las ciencias sociales, cuya expansión favorece en un m om ento cuando la posibilidad de la existencia de 24. Cf. serie de artículos aparecidos en «La Civilización», J. Balmes, Obras Completas. Madrid, 1948, vol. V, pp. 450 ss. 25. Balmes, O. C., vol. V, p. 464. 26. Ibid., p. 947. 27. Ibid., pp. 930 ss.

tales ciencias era poco m enos que ignorada en su país y en m u­ chos otros de E uropa. La actitu d ab ierta y analítica de Jaim e Balmes no cesa con su aceptación del industrialism o y la ciencia social, sino que se refleja con m ayor claridad en su form a de tra ta r el socialismo. Balm es es ta n enem igo del socialism o com o pueda serlo Dono­ so. Em pero, sus escritos sobre el m ism o poseen un tono asaz diferente. Donoso hab ía atacado a Proudhon (identificándolo con las corrientes socialistas); Balm es h a rá lo m ism o con R obert Owen. Sin em bargo, de la lectu ra del texto donosiano es muy difí­ cil hacerse u n a idea exacta del pensam iento de Proudhon. En cambio, Balm es, con rigor y con honestidad intelectual, expone sistem áticam ente las ideas de Owen, p a ra criticarlas después con argum entos m uy a m enudo racionales y válidos p a ra el hom bre de hoy. Balmes, usando de la facultad analítica que él llam a «buen sentido» —con lo que in ten ta tra d u c ir la palab ra catalana seny—, dem uestra los elem entos utópicos del pensam iento socialista tem ­ prano. En este sentido, su aportación es u n precedente de la de Marx, aunque las conclusiones sean diferentes. Balmes critica los planes de Owen p o r ingenuos y desconocedores de la verda­ dera naturaleza hum ana y de sus fundam entos teológicos. Como pensador cristiano, Balm es considera que la única com unidad ideal posible es la que se b asa en los principios m orales de su religión. Al m ism o tiem po, Balm es critica todo cam bio drástico porque considera que el in te n ta r realizarlos e n tra ñ a siem pre vio­ lencias y penalidades en la sociedad. Así, a la m anera de Burke, el sacerdote de Vic hace hincapié en los desm anes com etidos por los liberales dogm áticos, o jacobinos, quienes, en nom bre de la libertad, oprim en a los grupos que dom inaban la sociedad antes que ellos. Ése es el caso, dice, de los católicos en In g laterra, a quienes oprim e u n a m ayoría liberal y protestan te. § 7. P e r m a n e n c ia d el c o n s e r v a d u r is m o . — La ram a m ás reac­ cionaria del conservadurism o va perdiendo vigor doctrinal a me­ dida que tran scu rre el siglo xix. Ello no obstante, hay grupos políticos activos —los carlistas o tradicionalistas en E spaña, los ultram ontanos en Italia— cuya ideología «antiguo régimen» res­ palda su actitud, a m enudo belicosa. El caso de E spaña es pecu­ liar, p o r cuanto la ideología absolutista proantiguo régim en per­ siste en algún sector h a sta bien en trad o el siglo xx, y h asta produce algunas obras doctrinales. E n general, esta ram a del conservadurism o —ta n diferente, en el fondo, del conservadurism o parlam entario, com o se dijo al principio de este capítulo— va perdiendo terreno o es absorbida p o r los m ovim ientos prefascistas o fascistas nacientes. Ése es el caso de la Acción Francesa y, en p arte, de la Comunión T radicionalista española. No ocurre lo m is­ m o con la doctrina conservadora propiam ente dicha. M ientras que la línea de pensam iento que surge de M aistre y Bonald lleva a posiciones intransigentes, la que em erge de B urke, Donoso y Balm es está ab ierta al com prom iso. Ello es aún m ás cierto en

los países anglosajones que en los latinos. En realidad, es Ingla­ te rra el país que da el ejem plo m ás claro de conservadurism o. El m ism o nom bre de «conservador» comenzó a usarse allí en la década de 1830, p a ra su stitu ir el nom bre de tory. Ambos nom bres indican hoy lo m ism o. La doctrina de los tories o conservadores se basaba, naturalm ente, en B urke, pero supo h allar nuevos re­ presentantes, tales como Sam uel Taylor Coleridge (1772-1834), sir R obert Peel (1778-1850) y B enjam in Disraeli (1804-1881). Sin em­ bargo, ninguno de ellos es un verdadero teorizador: como se indicó, el conservadurism o es m ás una actitu d que una doctrina; es una disposición p a ra m antener las cosas tal cual son, cediendo a las presiones del cam bio cuando es m ejo r la negociación que el uso de la fuerza. Los conservadores anglosajones son dados a justificar su ideo­ logía diciendo que consiste en una respuesta al jacobinism o. «El conservadurism o surgió p ara resistir al jacobinism o y ésa es aún hoy su característica m ás esencial y fundam ental», afirm a un con­ servador británico.2® Según este aserto, los conservadores serían los portadores de un realism o político enemigo del sectarism o y del dogm atism o ideológico contem poráneo. P ara acab ar esta visión del pensam iento conservador y reac­ cionario del siglo xix, conviene poner de relieve el hecho de su gran evolución. É sta ha llevado el cam ino de confundir el con­ servadurism o con el liberalism o. A principios del siglo xix con­ servadores y liberales eran fuerzas opuestas; al estallar la I Gue­ rra M undial, se identifican. El conservadurism o contem poráneo se confunde con el liberalism o clásico, y no sólo en el terreno político, sino tam bién en el económico. Los conservadores de hoy abrazan la teoría del m ercado libre preconizada p o r los llam ados econom istas clásicos. Bajo la presión general hacia la creación del llam ado estado benefactor, el conservadurism o contem poráneo tiende tam bién a la aceptación de ciertas garantías de organiza­ ción para los obreros, aunque sus afanes se d irijan a lim itar los poderes de los sindicatos en la m edida de lo posible. Según sus representantes en las postrim erías del siglo xx el conservadurism o es tan enemigo del extrem ism o de derechas como del izquierdism o en todas sus form as. Su aspiración es que el conservadurism o sea una ideología m ayoritaria y no la de una facción, h a sta el punto de que uno de sus representantes haya afirm ado que d ejaría de existir si fuera «propiedad exclusiva de una m inoría social o económica única».2829 E ste deseo de identificar su ideología con la sociedad to tal es típico de cualquier conserva­ dor —e, incidentalm ente, de cualquier reaccionario—. Los conser­ vadores se distinguen p o r su tendencia a concebir la sociedad en form a de todo arm ónico, orgánico, en el que los conflictos 28. Lord Hugh Cecil, Conservatism. Londres, 1912, p. 249; citado por J. C. Rees, en el Dictionary of the Social Sciences, 3. Gould, W. Kolb et alii. Londres, 1964, p. 129. 29. Peter Viereck, Conservatism Revisited, 2.* ed., 1962; 1.* ed., 1949; Nueva York, p. 36.

entre las p artes tienen u n papel m uy secundario. El conservador afirm a que el sistem a de valores que posee la sociedad en que vive es, en general, aceptable, o p o r lo m enos el m enos m alo de los posibles. Por eso el conservadurism o «pertenece a la socie­ dad com o u n todo, pues su propósito es conservar los valores que necesita la sociedad com o un todo».30 En la práctica, em pero, los conservadores tienden a m inim izar la im portancia de tales conflictos m ediante un esfuerzo continuo y sistem ático por m an­ tener el statu quo y p o r ignorar las lesiones constantes de la desigualdad social sobre las clases subordinadas.

30. Ibid., p . 36.

§ 1. — De todos los m ovim ientos liberales europeos, es el inglés el m ás antiguo. Sus raíces, como ha sido recalcado en diferentes ocasiones, se hallan ya en la revolución p u ritan a del siglo xvix. Si el liberalism o francés de la Revolución no posee o tra tradición que la teoría racionalista del siglo x v m , el inglés posee, adem ás de dicha teoría —representada en G ran B retaña por Locke y Hum e—, la revolución de Cromwell, y las reform as subsiguientes experim entadas a p a rtir de la restauración de la m onarquía en aquel país. Además, In g laterra cuenta con un partido, el whig, que encarna el liberalism o prim itivo. Dicho p artido irá siendo sustituido p o r otro, el liberal, desde el año de W aterloo (1815), cuya doctrina está inspirada en gran p a rte p o r las ideas que vamos a exponer en este capítulo. La im portancia de este p artid o y de su filosofía política es tan grande que, a ojos de un espectador superficial, In g laterra en el siglo xix parece com o el epítom e del liberalism o. Paradójicam ente, este nom bre no es inglés, sino espa­ ñol. Fue adoptado en In g laterra a im itación del P artido Liberal español, y pro n to cobró una gran popularidad. E n el P artido Liberal inglés m ilitaban varias escuelas de filo­ sofía política. E ra denom inador com ún a todas ellas el acep tar los postulados básicos del individualism o lockiano, con su fe en la iniciativa privada, así com o en la propiedad tam bién privada. Creían tam bién en el progreso, y consideraban que la m ejor m a­ n era de alcanzarlo era m ediante el libre ejercicio de la inventiva y la energía de cada individuo p o r separado. Sin em bargo, a causa de los eventos históricos del siglo xix, así com o de la tradición filantrópica de la Ilustración, los liberales ingleses com ienzan a preconizar un cierto grado de intervención estatal en favor de los oprim idos o de los m enos favorecidos. Al m ism o tiem po m uchos de ellos adop tan actitudes pacifistas y abiertam ente antiim peria­ listas. Por este cam bio de orientación puede decirse que el libera­ lismo inglés es el m ás dúctil y ágil de los europeos. Su actitud es pragm ática, enem iga de la teorización dogm ática típica del jacobinism o continental. Si lo com param os con el socialismo que le fue contem poráneo, verem os que el liberalism o inglés es clasis­ ta y h a sta aristocratizante en algún caso. No obstante, no se le puede negar u n a gran capacidad de autocorrección. M erced a esta

dinám ica, In g laterra toda desconoció la cerril filosofía política de los reaccionarios que anim aron la S an ta Alianza y los movimien­ tos contrarrevolucionarios continentales. In g laterra h a sido el p rim er país occidental que ha conocido la Revolución In dustrial. Una de las m últiples y profundas con­ secuencias de este fenómeno h a sido que su liberalism o fuera la ideología de u n a burguesía m anufacturera, capaz de oponerse como ninguna o tra a los resabios feudales atrincherados en la Cám ara de los Lores. En su preocupación p o r g arantizar y am pliar sus propios intereses, los industriales británicos no tuvieron en cuenta los de u n proletariado que sus propias factorías y explo­ taciones m ineras h abían creado. Pero p a ra defender esos intereses utilizaron ideas y principios m orales y políticos que, a la postre, tenderían a consolidar un sistem a de lib ertad y respeto al in­ dividuo. De las escuelas que inspiraron el P artido Liberal, la m ás desco­ llante es la U tilitarista. No se tra ta sólo de una escuela política, sino tam bién de u n a escuela m oral, y económica. En ella están los nom bres m ás representativos del liberalism o decimonónico inglés, B entham , Jam es Mili, John S tu a rt Mili, Ricardo. E sta co­ rrien te filosófica suele llam arse tam bién Radical, aunque poco ten­ ga que ver con lo que hoy se entiende p o r radical. El nom bre de Radicalism o Filosófico proviene del hecho de que sus representan­ tes no se contentaban con la teoría; todos ellos eran reform ado­ res prácticos, que exigían cam bios en la política y la legislación de su país. E n g ran parte, tuvieron éxito. Les u tilitaristas creían que los principios filosóficos de Locke y los científicos de Newton podían y debían tener aplicación práctica en la vida social. Pero no se lim itaban a inspirarse en estos autores: sus esfuerzos por aplicar los nobles principios expuestos p o r B eccaria en su tra ­ tad o sobre los delitos y las penas, o su fem inism o y su lucha por los derechos de la m u jer van m ás allá de Locke, H um e y Newton. Sin q u erer identificar todo el liberalism o inglés del siglo xix con el Radicalism o Filosófico o U tilitarism o, dedicarem os nu estra aten­ ción exclusiva a este m ovim iento. P or o tra parte, como se verá, los u tilitaristas form an u n conjunto de autores cuyo credo no es homogéneo, capaces de diferir en tre sí sin excom ulgarse m utua­ m ente; fieles, p o r lo tanto, a la m ejo r tradición del liberalism o: el respeto a la opinión y a la conducta ajenas. § 2. J e r e m y B e n t h a m . — B entham era londinense. Nacido en 1748, vivió h a sta los 84 años, laboriosam ente. M urió en Westminste r en 1832. Se licenció en derecho en Oxford, pero prefirió dedi­ carse a escribir en vez de ejercer de abogado. Como escritor fue prolífico. Su o b ra m ás fam osa fue Una introducción a los prin­ cipios de la m oral y la legislación, que apareció el año de la Revolución francesa. Aparte de ella p rodujo o tras m uchas dedi­ cadas a la reform a penal, a la codificación (palabra inventada por ¿1), y a las pruebas judiciales. Su influjo no se lim itó a ser el origen visible de toda la escuela u tilita rista inglesa, sino que en-

contró u n eco internacional enorm e. El zar requirió su ayuda p ara codificar el derecho ruso. La Asamblea francesa, en 1792, le nom bró ciudadano francés. Pero fue en E spaña donde B entham llegó a ser una especie de sem idiós.1 Los liberales españoles, sobre todo al abolirse la Inquisición, sintieron tal entusiasm o p o r las ideas de B entham que las Cortes hicieron una edición oficial de sus obras. B entham apoyó la form ación de unas Cortes a una sola cám ara y escribió al conde de Toreno sus Cartas sobre el Código Penal. H ispanoam érica se benefició de la recepción de las ideas de B entham en España; a través de la m etrópoli los futuros revo­ lucionarios am ericanos se pusieron en contacto con el reform ism o de Bentham . El general M iranda, José del Valle y Rivadavia, en­ tre otros, fueron propagandistas suyos. A continuación se reproducen los p árrafo s de los Principios en los que Jerem y B entham da su fam osa definición del principio de utilidad: La naturaleza ha colocado al hombre bajo el gobierno de dos dueños soberanos, el dolor y el placer. Sólo ellos pueden indicar lo que debemos hacer, así como determinar lo que haremos. A su trono están ligados tanto el criterio de lo justo y lo injusto como la cadena de las causas y los efectos. Nos gobiernan en todo lo que hacemos, decimos y pen­ samos: todos los esfuerzos que hacemos para liberamos de nuestra sujeción no sirven sino para demostrarla y confirmarla... El principio de utilidad reconoce esa sujeción, y la asume para fundar el sistema cuyo objeto es crear la felicidad mediante la razón y el derecho. Por el principio de utilidad se entiende aquel que aprueba o desa­ prueba cualquier acción, según la tendencia que muestre en aumen­ tar o disminuir la felicidad de aquel cuyo interés esté en cuestión; o, en otras palabras, según promueva la felicidad o se oponga a ella.12

El principio de utilidad de B entham es el m ism o que el de la m ayor felicidad p a ra el m ayor núm ero, m encionado ya an terio r­ m ente, y que había sido enunciado p o r Helvecio el barón de Holbach, otros enciclopedistas y p o r David Hume. La originalidad de B entham no consiste en haberlo descubierto, sino en haberle dado una dim ensión de política práctica. Así, B entham siem ­ pre habla de m oral y de legislación, nunca las separa. P ara sus predecesores el principio de la m ayor felicidad p ara el m ayor núm ero era estrictam ente ético, ajeno a la política, m ientras que para B entham se tra ta de ponerlo en práctica. B entham cree que ello es posible a través de una legislación adecuada. El «principio de la m áxim a felicidad» expuesto en los párrafos reproducidos es ab stracto, pero tiene una intención práctica. Me­ diante él debe p robarse la au tenticidad y bondad de toda legis­ lación y de toda política. Por lo tanto, puede verse en esta filosofía el principio de una nueva concepción del estado como agente 1. Elie Halévy, The Growth of Philosophic Radicalism. Londres, 1928, p. 296. Trad. del francés. La formation du radicálisme philosophique. 2. J. Bentham, An Introduction to the Principies of Moráis and Legislation, cap. I, sección I.

benefactor de la sociedad. Por o tra parte, los criterios que se aplican a su actividad dejan de ser p o r com pleto teológicos, al tiem po que abandonan tam bién la justificación totalm ente racio­ nalista y a b stra c ta ta n característica del jacobinism o. B entham se pregun ta si la legislación es o no es útil, prom ueve o no la felicidad y el bien estar de los súbditos; las dem ás consideraciones, en teoría, no le im portan. Claro está que existen objeciones a esta posición: ¿Cómo d eterm in ar el criterio de u tilidad en cada caso? B entham se esfuerza p o r d a r una respuesta a esta cuestión inten­ tando desglósar los elem entos que com ponen u n placer o un sufrim iento. Dice que dichos elem entos son cuatro: duración, gra­ do de certeza, intensidad y distancia. Además, si querem os esti­ m ar el valor de un placer o un sufrim iento debem os exam inar la tendencia del acto que lo produjo, lo cual se hace averiguando su fecundidad (que vaya seguido de sensaciones del m ism o tipo) y su pureza (que no vaya seguido de sensaciones opuestas, o sea, placer tras dolor, o dolor tra s placer).3 Es obvio que B entham cae aquí en un m undo de abstracciones tan ideal como el que in ten ta criti­ car. Ello sin em bargo, el hedonism o de sus intenciones y su con­ cepción u tilita rista del estado dom inan el panoram a de su pensa­ m iento y no pueden d e ja r ya de ser tenidas en cuenta por el pensam iento social decimonónico. Además, B entham es uno de los prim eros críticos del iusnaturalism o que im pulsa la teoría revolucionaria francesa. B entham pone en tela de juicio la idea de que el hom bre posea derechos naturales. El hom bre posee derechos reales, que son aquellos que la ley le concede. La ley, naturalm ente, puede no e star inspirada en el principio de utilidad, y en ese caso h ab rá que modificarla. Será éste u n criterio m ucho m ejor, cree Bentham , que el de preocuparse p o r los principios rem otos procedentes de un m ás que problem ático contrato social original. Todo esto no quiere decir que B entham intente explicarlo todo con su único principio de utilidad. Él m ism o acepta un núm ero de postulados que afectan a toda la sociedad, y que conducen, según él, a su estado menos inhum ano y m ás civilizado. Estos principios son, en política, los siguientes: I. Establecim iento del voto m asculino universal (para todos cuantos sepan leer, es decir, posean un m ínim o de cultura); II. Reunión anual del parlam ento; III. Voto secreto (para evitar la corrupción y el soborno). Además, B entham atacó el carácter hereditario de la C ám ara de los Lores y el poder m ism o del rey. Es evidente que su espíritu era profundam ente republicano. En el terreno de la economía, B entham es un discípulo de Sm ith, y por lo tan to un defensor entu siasta del com ercio libre y un enemigo abierto de los m onopolios protegidos en aquel entonces p o r el poder real inglés. Su plan legislativo está inspirado, como se ha dicho, en el filantropism o de la Ilustración. B entham desearía ver una legislación general reform ista, encam inada a d ar tra b a jo a 3. William L. Davidson, Political Thought in Engtand: The Utilitarians. Lon­ dres, 1915, p. 52.

los pobres y a los m enos favorecidos del reino. E sta actitud re­ form ista e n trañ a una revisión de laissez-faire liberal y una exigen­ cia de que el estado intervenga m ás activam ente p a ra enm endar y corregir m ales sociales. P ara ello, B entham entiende que la intervención pública debe hacerse, p o r decirlo así, desde arriba, de m anera p atern alista, aunque no sean éstas sus palabras. En su fam oso Panóptico, de 1791, B entham propone una solución a los desórdenes que surgen en las prisiones, que refleja esta nueva actitud. B entham propone una distribución arquitectónica en las cárceles que p erm ita a los guardas v er sin ser vistos, vigi­ lando en u n p u n to central desde el cual se divisa el in terio r de cada celda a través de sus b arrotes. A su vez, la noción de vigi­ lancia social que ello en trañ a com ienza a reflejar la aparición de disciplina y tran sp aren cia pública del tra b a jo que va surgiendo con el capitalism o industrial. Visibilidad, vigilancia y disciplina son tam bién los principios que em piezan a aplicarse, a la sazón, al trabajo en las fábricas. Éstos se extienden a hospitales, oficinas, e jé rc ito s4 y vienen a fo rm ar p a rte de la tex tu ra m ism a de la vida m oderna. Ni B entham ni sus discípulos llegaron a p ercatarse de todas las implicaciones de esta nueva tendencia; ni de su últim a incom patibilidad con la noción de intim idad y lib ertad inherentes al liberalism o p o r ellos suscrito. En sus doctrinas em pieza a tom ar cuerpo esta contradicción sustancial. El aspecto refo rm ista de B entham h a creado toda una tradición en los países anglosajones. Su reform ísm o im plica una crítica p ar­ cial al liberalism o de Locke. Es el p rim er freno al laissez-faire extrem o, un freno que surge d en tro de la doctrina liberal mism a. Bentham no cree en la revolución, cree en la enm ienda constante. Ahora bien, conviene no exagerar el papel de B entham en el reform ism o del período en que vivió. En realidad, Jerem y B entham no es sino una de las figuras representativas de la vasta corriente que comenzó a dejarse sen tir a fines del siglo x v m en In g laterra y que intentaba m e jo ra r las condiciones de vida de la m ayoría. Lo grave es que, a m edida que se iban realizando las reform as, sur­ gían nuevos problem as —sobre todo a causa de los nuevos mé­ todos industriales de producción— y los m ales no parecían men­ guar. Pero la nueva actitu d había encontrado p o r fin un terreno sólido donde echar raíces, d entro de un sector im portante del liberalism o británico. § 3. R a d ic a l is m o p o l ít ic o y r a d ic a l is m o f il o s ó f ic o . — Así pues, la filosofía social de B entham es tam bién un p rogram a de p a rti­ do, una ideología. En gran parte, com o decimos, no se tra ta de un pensam iento excesivam ente original, del que se n u tre el Par­ tido Liberal, sino m ás bien de la expresión de un m odo de sentir característico del sector m ayoritario del liberalism o británico, el radical. La expresión de «radical» había comenzado a usarse en 4. Sobre la nueva actitud de vigilancia pública, cf. Michel Foucault, Surveilter et punir: naissance de la prison, París, 1975.

1797, cuando Charles Jam es Fox la utilizara al abogar por «una reform a radical» del sistem a electoral. Lo que él pedía (como Bentham ) era que se extendiera el derecho de voto a toda la po­ blación m asculina. En aquel m om ento la pretensión parecía extre­ m ista. Los que la expresaban fueron llam ados radicales. El caso es que, tras una lucha constante, los radicales consiguieron que se prom ulgara la Ley de R eform a de 1831, que extendía el voto a una p arte de la clase m edia, y años m ás tarde, la Ley de Reform a de 1867, que lo am pliaba aún más. Los radicales, sin d e ja r jam ás de ser liberales, lucharon p o r los derechos políticos de los trab a­ jadores con tan to ahínco que, desde 1874 h a sta 1892, se puede asegurar que todos los sindicalistas que consiguieron obtener un puesto en el Parlam ento pertenecían a la facción radical. Lq atribución del nom bre de radical a los socialistas o a ciertos partidos políticos de E uropa y América es un fenóm eno posterior. En el desarrollo del radicalism o inglés tuvo una im portancia pre­ ponderante el pensam iento de Bentham , pero sobre todo porque en torno a él se form ó un grupo de b entham istas o utilitaristas, anim adores a su vez del radicalism o. El núcleo de esta asociación fue la am istad del propio B entham con Jam es Mili (1773-1836), un escocés de origen m odesto, licen­ ciado en teología p o r la Universidad de Edim burgo, pero hom bre de poca inclinación religiosa. Su íntim a relación con Bentham comenzó en 1808, cuando éste, aunque m uy m aduro de edad, era conocido en G ran B retaña sólo p o r su idea de re fo rm ar el sistem a penitenciario, según el proyecto presentado en el ya m encionado Panóptico. Jam es Mili se encontró con un hom bre entregado a la tarea de hacer triu n fa r su proyecto de reform a, pero en general, m ás cercano a los tories que a los whigs. Parece ser que la in tru ­ sión en su vida de la figura de Mili acabó p o r convertirle en libe­ ral dem ocrático.5 Al tiem po, los liberales se beneficiaban de su aportación, y B enthan y Mili com enzaban a h a lla r seguidores. Aunque con espíritu independiente, la obra de Mili com pletaba la de Bentham . Jam es Mili desarrolló una psicología basada en la asociación de ideas, en la que la fe y la creencia son tam bién consecuencia de las funciones asociativas de la m ente. Consiguió que su psicología, exclusivam ente basada en la asociación de sen­ saciones, fuera com patible con el principio de utilidad, y denun­ ció la idea de que existen «motivos desinteresados» com o total­ m ente falsa. E sto no contradice el interés que puedan ten er los hom bres en h acer el bien a los demás, pues, según él, la acción benevolente es beneficiosa p ara quien la hace pues le produce un placer íntim o. Mili aplicó estas ideas a sus afanes pedagógicos, que eran m uy intensos. Así, se opuso a la enseñanza doctrinal de la Iglesia Anglicana y fue, p o r esta razón, uno de los fundado­ res de la U niversidad de Londres. P ara Mili la educación debe ser utilitaria, pero no en el sentido que a m enudo tiene esta palabra; debe ser u tilita ria en el sentido de fom en tar la felicidad 5. E. Halévy, op. cit., p. 255.

íntim a y m oral del individuo que la recibe. Al m ism o tiem po, la educación debe ten d er a c re a r individuos form ados en principios de dem ocracia y de generosidad respecto a sus sem ejantes. Mili confía en que la educación es el cam ino m ás seguro p ara refor­ m ar la sociedad, y p o r lo tan to quiere extenderla a todas las clases. En esto, tan to él com o B entham y sus otros discípulos participan de la sólida fe del liberal clásico en la perfectibilidad del hom bre y de la sociedad a través de la educación, casi exclu­ sivamente. Pero Mili descuella en tre los liberales en general por su extrem a confianza en los resultados de la educación.6 Los bentham istas poseían tam bién una teoría económica. En principio se basaba casi exclusivam ente en La riqueza de las na­ ciones de Adam Sm ith, o b ra que encontró poca o ninguna resis­ tencia en tre los liberales. B entham y Mili siguieron esta obra, publicada en 1776, y publicaron escritos que no hacían m ás que rep etir sus postulados. El im pacto de la obra de M althus no afec­ tó a los u tilitaristas excesivamente, ya que M althus m ism o era afecto a la idea del principio de utilidad.7 Sin em bargo, un m iem ­ bro de la escuela u tilitarista, am igo personal de Mili y de Ben­ tham , David Ricardo, publicó sus Principios de Econom ía Política, en 1817. Con ello com enzaba el pensam iento liberal a revisar la doctrina sm ithiana y a exam inar sus propias lim itaciones m ediante una autocrítica cuyas consecuencias no quedarían encerradas en el m arco del radicalism o filosófico de la época. § 4. D a vid R ic a r d o . — Es opinión extendida considerar a Ri­ cardo (1772-1823) como el pensador m ás brillante de la economía política liberal llam ada clásica. David Ricardo procedía de una fam ilia sefardí establecida en Londres, ciudad donde nació. Su padre era agente de bolsa; R icardo le siguió en la vocación bursá­ til y alcanzó beneficios pingües. Llegó a ser m iem bro de la Cám ara de los Comunes en 1819, y se unió al Club de la Economía Política en 1823, fundado p o r Jam es Mili, entre otros. Sus obras (en las que hay que incluir su im po rtan te correspondencia) son el punto de p artid a de toda la teoría económica liberal posterior, pero son tam bién u n a de las bases de la filosofía socialista, una vez fueron integradas en el pensam iento de KarI Marx. De las tre s fuentes de riqueza tenidas en cuenta p o r los eco­ nom istas de la época —la ren ta de la tierra, los beneficios del capital, y los salarios— R icardo escoge la p rim era como piedra de toque en sus Principios de Economía Política y de hacienda (1817). Sin em bargo, los Principios no se lim itan a la cuestión del origen de la ren ta de la tierra, sino que giran en torno a la ley de la distribución de la riqueza entre los hom bres. Cualquier elucidación de este punto tiene que en trañ ar de necesidad conse­ cuencias que ab arcan áreas extraeconóm icas. Veamos qué ocurrió en el caso de Ricardo. 6. W. L. Davidson, op. cit., pp. 114-157. 7. E. Halévy, op. cit., p. 246.

La cuestión de la re n ta de la tierra, en sus tiem pos, estaba poco clara. En In g laterra, adem ás, era u n a cuestión muy dispu­ tada. La idea fisiocrática de que la re n ta de la tie rra era un don divino, am biguam ente aceptada tam bién por Sm ith, no satisfacía a Ricardo.8 La única aportación im po rtan te sobre el tem a había sido hecha por M althus, cuyas opiniones son m uy tenidas en cuenta por Ricardo.9 M althus había puesto de relieve el hecho de que los terrenos producen beneficios diferentes, según el grado de ferti­ lidad o accesibilidad a quien los haya de tra b a ja r. Con el m ism o capital, dos terrenos producen beneficios m uy desiguales. Si la población no es excesivam ente grande los hom bres tra b a ja rán sólo aquellas tierras que produzcan m áxim os beneficios. Las tie­ rra s m ás pobres com ienzan a cultivarse cuando están saturadas las m ás ricas. Esto, p ara M althus, no significaba negar la in ter­ vención divina o n a tu ra l en la form ación de la renta. Pero Ricar­ do disentía de esta opinión. Ricardo, con su esp íritu secular y m ercantil, rechazó de plano la idea de que la re n ta de la tie rra tenía uno de sus orígenes principales en tales fuentes. Para Ri­ cardo, la renta es aquella porción del producto de la tierra que debe pagarse al dueño (landlord) por el uso de la energía original e indestructible del terreno.1012

Ahora bien, esa re n ta no es sino consecuencia de factores so­ ciales; el principal es el volum en de la población. Así, h a habido m om entos históricos en los que la re n ta no existía. Cuando un país es colonizado por vez primera, cuando abunda la tie­ rra rica y fértil, de la cual sólo una proporción muy pequeña es reque­ rida para el cultivo y sustento subsiguiente de la población, o puede ser cultivada con el capital poseído por dicha población, no habrá renta alguna."

La renta, según R icardo, surge cuando la población es tan num erosa que em puja nuevos colonos hacia terrenos m enos fér­ tiles, menos valiosos. La diferencia en tre el valor de los terre­ nos m ás ricos y el de los m ás pobres crea la ren ta. El objeto de la atención del econom ista, cree R icardo, es el valor. P ara expli­ car esta noción, R icardo pone u n ejem plo, en su capítulo Sobre la Renta,'1 que se h a hecho clásico. Supongam os que un terreno de I Clase produce u n a fanega de trigo p o r cada diez horas de 8. Charles Gide y Charles Rist, A History of Economic Doctrines (trad. inglesa de R. Richards). Londres, 1932, pp. 141 y 142. 9. Cf. D. Ricardo «Mr. Malthus's opinions on rent», cap. XXXII de su On the Principies etc., en The Works and Correspondence of David Ricardo, Piero Straffa y M. H. Dobb, editores. Universidad de Cambridge, 1951, vol. I, pp. 398 ss. 10. Ibid., cap. II, p. 67, 11. Ibid., cap. II, p. 69. 12. Ibid., «On Rent*, pp. 78 ss.

trabajo, y que cada fanega se vende a 10 chelines. Si la población crece, será necesario cultivar la tie rra de II Clase, en la que, por ejem plo, se requieren quince horas de tra b a jo p a ra p roducir la fanega. En tal caso verem os que el precio del trigo subirá a 15 chelines, y que los propietarios de las tierras de la Clase I ganarán cinco chelines sin esfuerzo alguno, p o r la m era condición de poseer tierras m ejores (de m ayor valor). Si se pasa luego a cultivar tierras de III Clase, que requieren veinte horas, el precio volverá a subir, esta vez a 20 chelines. Los poseedores de tierras de II Clase com enzarán a p ercib ir rentas, y los de I II no las percibirán h a sta que no se cultiven terrenos de IV Clase. Y así sucesivam ente. Hay, pues, siem pre u n a clase inferior de propieta­ rios o trab ajad o res que establece el precio del m ercado y el grado de ganancia de quienes tienen ingresos procedentes de la renta. Si el valor determ ina la renta, el valor es, a su vez, producto de la cantidad de trab ajo invertido. E n esto, Ricardo es m ás ta­ jan te aún que Adam Sm ith, p a ra quien el tra b a jo era uno de los factores creadores del valor. En Ricardo la tie rra (cultivos, minas, etc.) ha sido elim inada como fuente genuina del valor; sólo queda el esfuerzo hum ano. É ste se entiende no sólo en la labor directa sobre la naturaleza, sino en el esfuerzo invertido en la creación de capital, o de m áquinas, aperos, y ciertos servicios.13 Es decir que, según Ricardo, el valor se determ ina p o r el coste de la pro­ ducción. Ahora bien, éste es un punto oscuro, pues no se nos dice qué form as de trab ajo e n tran en la form ación del valor. Las implicaciones de esta teo ría son francam ente pesim istas. Charles Gide, en su h isto ria del pensam iento económico,14 no duda en incluir a M althus y a Ricardo en un capítulo titulado «Los pesimistas». Y es que, según Ricardo, el interés personal de todo propietario de tie rra u otros bienes raíces consiste en que aum ente la población p ara que las gentes se vean obligadas —por p u ra necesidad— a cultivar tierras m ás pobres o a p a rtir hacia nuevos países. Por o tra parte, no les interesa m ejo rar las condiciones de la explotación de los terrenos m ás pobres, al a b aratarse los pro­ ductos de los ricos con la m ejora de la productividad. Sólo la libertad de comercio, h ija del individualism o, puede m itigar estas tendencias, cree Ricardo, porque m ediante ella cada cual quiere m ejorar su propia situación personal, con lo que —a poder ser— abarata sus productos p ara venderlos m ejor. Pero m itigación no quiere decir elim inación de la penosa existencia de quienes tienen que tra b a ja r sin ren ta alguna, y que están a la m erced de las oscilaciones del m ercado. En cuanto a la población tra b a ja d o ra y no propietaria, Ricardo opina lo siguiente. El tra b a jo del obrero es u n a «de las cosas que se com pran y se venden»,15 y su precio n a tu ral es el que 13. Cf. ibid., cap. XXXI, «On Machinery», pp. 386 a 398, 14. Op. cit., p. 138 15. Ricardo, op. cit., cap. V, p. 93.

perm ite a los obreros su b sistir y p erp etu ar su raza sin aum ento ni dism inución. Si aum entan, caen en una m iseria m althusiana, pues al au m en tar su núm ero dism inuye el precio de su trabajo. Si dism inuyen, au m en tará éste, pero gracias a ello vuelven a mul­ tiplicarse. A largo plazo la suerte del tra b a ja d o r es, pues, vivir en el lím ite de la subsistencia. A corto plazo el m ercado puede establecer salarios artificiales, pero los que prevalecen a la postre son los que R icardo llam a naturales, que m antienen al obrero a un nivel de subsistencia. La sociedad está dom inada por esta ley, y por otras sem ejantes; p o r ejem plo, todo aum ento en salarios significa una dism inución de capital. Los obreros están interesa­ dos en lo prim ero, y los capitalistas quieren evitar lo segundo. Hay, pues, en Ricardo, una visión b astan te clara de la oposición de éstas dos clases, basada en las leyes de la econom ía política. Sin em bargo, R icardo no cree en un conflicto abierto de clases. Al contrario, es un firme defensor de la teoría sm ithiana de que los intereses particu lares de cada individuo se com binan arm onio­ sam ente en la sociedad, del m ism o m odo que su pesim ism o no es tan absoluto com o creen quienes sólo se fijan en sus doctrinas sobre la re n ta y el salario. Ricardo e ra u n u tilitarista, y creía en la reform a de m uchas instituciones como cam ino del progreso; el progreso existe, según él, pero su m archa es lenta y tortuosa. Su propia teoría de la renta, que hiere de pleno cuantas falsas razones puedan d a r los terratenientes p a ra la pacífica posesión de sus grandes predios, es prueba de la fecundidad m oral de su actitu d crítica. § 5. J o h n S t u a r t M i l l . — Llegamos así al pensador social inglés m ás im p o rtan te d entro del liberalism o, John S tu a rt Mill (1806-1873). Su padre, el filósofo Jam es Mill, le dio una educación a su entender ta n refinada que John S tu a rt aprendió el griego a los tre s años, y el latín a los ocho. A todo el saber que se le in­ culcaba desde la infancia hay que añadir una precocidad más que excepcional. P or o tra parte, la am istad de su padre con Jerem y B entham y David Ricardo, entre otros, le hizo crecer en el am biente intelectualm ente m ás original, avanzado y exigente del país. Mill hizo un viaje de estudios p o r el m ediodía de Francia, y al volver se dedicó —guiado siem pre p o r su padre— a estudiar privadam ente, aunque siem pre en contacto con el viejo Bentham y su círculo. E n 1823 Mill entró, p o r influencia fam iliar, en la Com pañía de las Indias, de la que fue funcionario. A la sazón ya se iba perfilando su actitud reform ista en una serie de cartas e intervenciones polémicas. Y al año siguiente ya había pensado Mill en fo rm ar un tercer p artid o político que se a ju sta ra a sus ideas y rom piera con el bipartidism o británico que, según él, no perm itía la agilidad necesaria p ara una acción social m ás eficaz.14 16. Todos los datos sobre la vida de Mill proceden de Michael St. John Packe, The Life of John Stuart Mill. Londres, 1954, passim. La introducción general más adecuada a Mili es la de Pedro Schwartz, La nueva economía política de J. S. Mill, Madrid, 1968.

A los veintiún años sufrió una crisis psicológica y m oral a la que en su Autobiografía (obra postum a, 1873) llam a «Crisis en m i historia mental». Al cabo de esa crisis Mill creyó haber hecho tábula rasa con sus an teriores conocim ientos. Después de ella, sufrió el influjo de las doctrinas de Saint-Simon y de Auguste Comte, sobre quienes m ás tard e escribiría críticam ente. Poco des­ pués conoció a H arriet Taylor (1807-1859), esposa de John Taylor, burgués culto y acom odado. H arriet Taylor era escritora y p a rti­ cipaba de las ideas de Mill. El am o r que creció en tre am bos no deja de tener los rasgos rom ánticos com unes a la época, pero las circunstancias tuvieron consecuencias im portantes en la ideología de los dos am antes. El énfasis puesto p o r Mill en el derecho al divorcio, en los derechos de la m u jer casada y en la responsabili­ dad política de la m u je r tienen su origen en su dram ática rela­ ción con H arriet. Aunque la Revolución francesa ya había abierto una prim era vía en el cam ino de la em ancipación de la m ujer, hay que considerar que los escritos de H arriet Taylor y John S tu art Mili, ju n to al influjo m ism o de su ejem plo personal en la vida londinense, son el punto de p artid a ideológico de este proceso de emancipación que no ha term inado totalm ente aún hoy.1718 Aparte de su im portancia como sociólogo, Mill —como buen reform ista— m ilitó siem pre en la prensa. Fue d irector de una re­ vista radical im portante, y m antuvo com unicación directa o epis­ tolar con un gran núm ero de personajes de su época, conven­ cido de que la persuasión y el diálogo eran arm as de una gran eficacia social. En este sentido, su fe queda expresada en su panfleto E l utilitarism o (escrito en 1854), texto que suele conside­ rarse como la m ejor expresión breve sobre el principio de «la máxima felicidad p ara el m ayor núm ero»; d entro de la escuela utilitaria perfecciona el aserto de B entham de que el hom bre sólo busca su p lacer personal. E sto lo hace Mill al d ar una definición m ás am plia del placer. P ara ello, repudia toda idea vulgar de placer.'* Por lo pronto niega que u tilidad y placer sean térm inos opuestos; en realidad, son idénticos. La utilidad, en el sentido que le da Mill, nada tiene que ver con la eficacia amoral. En nom bre de la eficacia se pueden com eter num erosos crímenes. La utilidad de que Mill habla es un principio m oral de conducta que, según él, no puede circunscribirse a B entham y a su escuela. Los epicúreos eran u tilitaristas, y tam bién lo era Jesús de Nazaret. Según Jesús la ética debía basarse en am ar al p rójim o como a nosotros m ism os y en com portarse con los dem ás como quisié­ ram os que los dem ás se p o rtaran con nosotros. Mill dice que estas ideas resum en el ideal u tilitarista. Mill, pues, vuelve a la noción epicúrea del placer concebido como vida honesta, plácida, enemiga del sufrim iento inútil o del tra to b ru ta l con los demás. Y aduce que quienes entienden la doctrina u tilita ria como un program a 17. J. S. Mill y H. T. Mill, Ensayos sobre la igualdad sexual, Barcelona, 1973. 18. John Stuart Mili, On Utilitarianism, cap. II, «What Utilitarianism is», passim.

de pequeños goces m ezquinos y egoístas son ellos m ism os mez­ quinos y egoístas, pues creen, al oír la p alab ra placer, que ella no encierra sino u n sensualism o estrecho. Mili, en todo m om ento, subraya la superioridad de los placeres m entales y emocionales sobre los corporales. Todo esto, p ara S tu a rt Mili, debe ten er proyección social, por­ que «la m ultiplicación de la felicidad es, según la ética utilitaria, el objeto de la virtud». Sin em bargo, no hay en este ensayo ningún program a concreto de acción social, ap a rte de algunos com enta­ rios sobre refo rm a penal y p arlam entaria. Tal program a debe buscarse en la vida m ism a de S tu a rt Mili y en varias de sus otras obras. Mili m ilitó en la Liga R eform ista y abogó por las m ani­ festaciones pacíficas en la vía pública, en las que tom ó parte, con poco contento p a ra el gobierno de Disraeli. E sta actividad, así como sus discursos al aire libre en Hyde Park, son algo nuevo en la h isto ria de la filosofía social. Aquí tenem os a un intelectual que no se contenta con escribir sus ideas, p o r revolucionarias que sean, sino que considera su deber p asar a la acción pública, junto a otros ciudadanos que piensan como él. Los tem as tratad o s en estas intervenciones fueron de toda índole: la cuestión de Irlanda, la Ley de R eform a electoral, la em ancipación de la m ujer. Gracias a esta actividad las grandes reform as liberales em prendidas por el gobierno y el parlam en to británicos a p a rtir de m ediados del siglo xix deben m ucho al P artido R adical y a su líder intelectual, John S tu a rt Mili. Otro aspecto im p o rtan te de la o b ra m illiana es el económico, plasm ado en sus Principios de Econom ía Política. H arriet Taylor tuvo un influjo decisivo en su composición. El libro apareció en el im portante año revolucionario de 1848. Mili, n aturalm ente, sigue la tradición de Sm ith y Ricardo, pero añade algunos vislum bres personales significativos. Uno de ellos es la idea del hom o oeconomicus. Además p resenta la econom ía política como una ram a de una ciencia de la sociedad, que no es o tra que la sociología. Su o b ra reconoce la com plejidad de las m otivaciones de la conducta económ ica del hom bre y abre el cam ino a u n a consideración m enos sim plista de los m ecanism os de producción y de con­ sumo. Sin ser socialista, Mili insistió en que el derecho de pro­ piedad era una costum bre o convención social, algunas de cuyas form as eran perniciosas p a ra la sociedad m ientras que o tras eran beneficiosas. Así, S tu a rt Mili atacó el derecho a la herencia y otros que, como él, p erpetúan las diferencias de clase y fortuna. Aunque critica a com unistas y socialistas p o r utópicos y quim éri­ cos (contra la opinión de H arriet, prácticam ente la coautora de los Principios),” John S tu a rt Mili alcanza la posición m ás a la izquierda que cabía en un econom ista liberal de su siglo; al m ism o tiem po, con su tra to deferente e interesado p o r los experim entos socialistas de su época, Mili dem uestra la alta calidad de su actitud científica. Si Mili era un liberal, era tam bién u n reform ista, que 19 19. M. S. I. Packe, op. cit., pp. 313, 314.

abogaba p o r cam bios im po rtan tes en el sistem a de propiedad y p o r la elim inación del principio h ereditario.20 § 6. La lib erta d c iv il . — H a rrie t Taylor escribió un panfleto sobre el tem a de La tolerancia. Ese escrito fue la base p ara que, años después, John S tu a rt Mili re d a c ta ra su Sobre la libertad, quizás el texto m ás im p o rtan te del liberalism o en torno a este tem a. El eclecticism o de Mili hizo que la lib ertad fuera conce­ bida p o r él com o el punto de confluencia de m uchas corrien­ tes: la visión ordenada y m ecanicista de la sociedad, típica del siglo x v m ; el reform ism o bentham ista; la psicología propugnada por su padre; las ideas liberales sobre los lím ites legítim os de todo gobierno; y, p o r fin, una visión em ocionada y rom ántica de la libertad, m ás p ropia de su tiem po que herencia de los ante­ riores. John S tu a rt Mili dice que el tem a de su libro (1859) no es la llam ada lib ertad de la voluntad (libre albedrío), que se suele opo­ ner a «la m al llam ada doctrina de la necesidad filosófica», sino la naturaleza y lím ites del p oder que puede ser ejercido legítim a­ m ente p o r la sociedad sobre el individuo.21 E sta cuestión, dice Mili, se discute poco, pero es históricam ente ta n antigua com o im por­ tante. La lucha en tre la lib ertad y la autoridad es un dato sobre­ saliente de la h isto ria clásica, tan to en Grecia com o en Roma. E n el pasado, los hom bres lucharon p o r o btener libertades de sus gobernantes. Mas en los tiem pos m odernos ha aparecido la ten­ dencia a que los gobernantes fu eran m iem bros y representantes del pueblo, m ediante lo cual se ha llegado a creer que se elim i­ naba el peligro de tiran ía: el poder del gobierno era el poder de la nación. Aunque parezca axiom ático que el pueblo no necesita poner lím ites al gobierno elegido p o r él m ism o hay en ello un error. Una vez se ha constituido un gobierno pop u lar o representativo, el autogobierno no es autom ático. En realidad, la voluntad del pueblo significa ta n sólo la voluntad de u n grupo m ayoritario, que es el que pone a sus rep resentantes en el poder. Además, bien puede o c u rrir que un grupo llegue al p oder si ha consegui­ do hacer creer a los dem ás que rep resen ta a la m ayoría. Aunque este grupo gobierne a satisfacción de la m ayoría, puede suceder que tiranice a las m inorías. En tal caso puede su rgir u n a tiran ía de la m ayoría. La tiran ía de la m ayoría puede ser m uy grave, pues deja m enos m edios de escape que o tras, «al p e n e trar m ás profun­ dam ente en los detalles de la vida, esclavizando la m ism a con­ ciencia». Se necesita, pues, protección contra ella, y contra la tendencia de la sociedad a im poner la opinión m ás generalizada sobre los dem ás. La sociedad, piensa Mili, prefiere la homogenei­ dad a la disensión. Por ejem plo, la persecución de herejes, tan to en el cam po católico como en el protestante, obedecía a esta ten20. P. Schwartz, op. cit., capítulos 7 y 8. 21. J. S. Mili, On Liberty, cap. I, introd. en el resto de la sección no cito los lugares de referencia a causa de la relativa brevedad del texto milliano.

dencia perniciosa. Sobre la libertad es una defensa del derecho de cada ciudadano o grupo a disentir pacíficam ente, a expresar su disensión del m ism o modo, y a no ser perjudicados o dañados por ello. Aunque la o b ra está dirigida con tra el despotism o políti­ co del estado m oderno, sus consecuencias generales son fáciles de ver. La huelga, la m anifestación de cualquier fe religiosa, la pu­ blicación de las propias ideas políticas encuentran su justificación en el derecho de la m inoría a disentir, expresado por Mili. Él cree que este derecho fue exigido prim ero por m inorías políticas y religiosas que, en algunos países, com prendieron que nunca serían dom inantes. Así ocurrió con los p ro testan tes en los países católicos, y viceversa. Sin em bargo, los fieles de am bas ram as del C ristianism o no fueron tolerantes allí donde dom inaban. El único m otivo que puede aducir el poder público para lim itar la acción de un grupo es la protección de la sociedad en su con­ junto; es un caso sem ejante al de la legítim a defensa de un indi­ viduo; si no, el despotism o no se puede justificar, salvo si se tra ta de pueblos b árbaros. Y aun en este caso, afirm a John S tu art Mili, ello se justifica sólo si se educa a esos pueblos p a ra que al final sean libres y alcancen un gobierno civil y liberal, en el que el m ando se ejercite sólo m ediante la convicción y la persuasión y no m ediante la intim idación y la violencia. En o tras palabras, ningún hom bre ni pluralidad de hom bres tiene derecho a forzar a otro hom bre u hom bres a vivir según su criterio o capricho. Así, los planes de los socialistas o los del sociólogo contem poráneo suyo Auguste Comte parecen a Mili fuera de lugar porque quieren im poner a los dem ás todo un esquem a de organización de la socie­ dad, sin consultar a los hom bres, o p o r lo menos, sin persuadirles pacíficam ente prim ero. E sto no significa que el liberalism o de John S tu art Mili fuera totalm ente pacífico. P arte de la crítica ha visto en sus obras m ayor agresividad que la que tradicionalm ente se le atribuía. El liberalism o de Mili es agresivo contra cualquier o tra form a de organizar la sociedad p o r cualquier o tra doctrina (conservadora, com tiana, socialista, etc.) y ataca a las institucio­ nes existentes p o r lo m enos tan to com o m uchas de las nuevas doctrinas de su época; sobre todo, ataca los hábitos m orales de su tiem po con un espíritu no siem pre en consonancia con el del liberalism o en general. Supone, adem ás, que las decisiones cons­ cientes del individuo irán con tra las prácticas existentes en una sociedad con cuya organización Mili está en claro desacuerdo.22 Mas, en general, su o b ra es un docum ento diáfano y claro, dotado de argum entos sólidos en favor de la lib ertad del indi­ viduo, de las m inorías y de todos los que no estén en el poder, p ara disentir y expresar su disensión p o r todos los m edios civilizados. N aturalm ente, m uchos de sus argum entos reflejan la herencia de Sócrates y Milton, sobre todo en lo que se refiere a la libertad de conciencia y de opinión, pero su estilo m oderno 22. Maurice Cowling, Mili and Liberalism. Universidad de Cambridge, 1963, p. 157

significa una p uesta al día del viejo tem a de la libertad de los m ás débiles en una sociedad civilizada. Como en Sócrates y en M ilton todo ello obedece al profundo convencim iento de que nadie hum ano, por genial que sea, es infalible. A ello se añade la con­ vicción de que el hom bre, aunque a m enudo se acerca a la ver­ dad, no puede nunca afirm ar que la posee del todo. Además, dice Mili, la libre com paración de opiniones opuestas es un bien, pues sirve p ara poder discernir todos los aspectos de la verdad. § 7. L a E scuela de M a n c h e s t e r . — A m ediados casi del si­ glo xix surge un m ovim iento liberal, el de la llam ada Escuela de M anchester, que difiere en algunos aspectos del utilitarism o, pero que tiene, en otros, m ucho en com ún con los secuaces del radica­ lism o filosófico. En principio, los m anchesterianos se constituye­ ron como grupo de presión dispuestos a com batir la ley que protegía el trigo inglés (Corn Law). Lo hicieron en la industrial ciudad de M anchester, en 1839, b ajo la inspiración de R ichard Cobden (1804-1865) hom bre influido p o r las ideas de John S tuart Mili. Creía con él que había que conceder absoluta libertad de com petencia económica a los patronos, pero consideraba que la libertad de asociación de los obreros no debía ser tolerada. E sta últim a actitud caracterizaba el liberalism o económico extrem o de los m anchesterianos. Creían ellos que cualquier hom bre, con sufi­ ciente espíritu de iniciativa, podía llegar a enriquecerse y a con­ vertirse en un industrial independiente. E ste individualism o liberal es de carácter doctrinario. Los liberales extrem os, en Inglaterra o fuera de ella, m antendrán siem pre la idea de que en el m undo existe igualdad de oportunidades —si se suprim en los privilegios feudales y las leyes proteccionistas— y que está en la m ano de cualquiera el subir socialm ente. Que tal afirm ación esté o no con­ firm ada por los hechos, es asunto m uy diferente. Los m ancheste­ rianos aceptarían la frase francesa de enrichissez-vousl como la m ejor respuesta a un cam pesino u obrero pobre que se quejara de su condición. Cobden asoció el proteccionism o de los tories al estado de guerra. Para él, el proteccionism o, que congelaba la libertad de comercio, era fruto de la época de las guerras napoleónicas. El librecam bism o liberal suponía el pacífico intercam bio de bienes entre naciones y entre éstas y sus colonias ultram arinas. Así, la Liga de M anchester em prendió una cam paña propagandista contra el proteccionism o de los terratenientes, en nom bre del individualism o y del espíritu de iniciativa privada que anim aba a la burguesía. E sta cam paña fue dirigida a varias clases socia­ les, pero a la postre, no logró convencer más que a los fabri­ cantes y a los capitalistas. Al cabo de un tiempo, los seguido­ res de la Escuela de M anchester son sólo los exponentes de la burguesía ciudadana, y sus teorías son la ideología de una clase. Mas poco a poco la Liga va obteniendo adeptos en varios p arti­ dos del Parlam ento y, en 1846, consigue la abolición de la Ley del Trigo. Después de este paso, la Liga de M anchester se con-

vierte en la inspiradora de un nuevo partid o liberal, más mo­ derno que el Whig, donde el elem ento h ereditario no estaba ausente. Después de la abolición de la Corrí Law siguen prom ul­ gándose otras leyes, que liberalizan el com ercio y la industria inglesa, e im ponen un cierto pacifismo a la política internacional del país, no incom patible, p o r o tra parte, con su expansión colo­ nial que, en Inglaterra, es ante todo m ercantil. El liberalism o m anchesteriano triu n fa tam bién p o r su habilidad en no oponerse a ciertas instituciones, hábitos y creencias del país. Así, nada hay en él de la actitud antirreligiosa de los radica­ les, ni su reform ism o tiene la m ilitancia de B entham y los Mili. Sin em bargo, los m anchesterianos no se opusieron a ciertas refor­ m as, tales como la abolición de la esclavitud. Se aferraron, eso sí, al individualism o económico doctrinario, cerrando los ojos a la m iserable situación del proletariado industrial y m inero inglés, a la sazón el m ás indigente de toda Europa. § 8. La p e r m a n e n c ia del u t il it a r is m o . — De uno u o tro modo, la m ayor p arte de las teorías e ideas expuestas en este capítulo (sin excluir las menos utilitaristas, es decir las del librecambismo m anchesteriano) continúan vivas en las postrim erías del siglo xx, aunque, las m ás de las veces estén subsum idas en otras concepciones o doctrinas m ás am plias. El utilitarism o continúa perm eando el espíritu de la econo­ m ía del b ienestar (w elfare economics) tanto en su vertiente de política social como en la disciplina académ ica que lleva ese nom bre, aunque ello o curra bajo ataques críticos desde dos flancos diferentes. Por un lado los neoliberales del laissez i aire ven en una política social u tilitaria una fuerte ingerencia en la libertad individual. Un Hayek, por ejem plo, cree que cualquier sistem a de ju sticia distributiva im puesto desde fuera (desde el gobierno, p o r ejem plo) tiene que chocar con los derechos de los individuos a decidir p o r sí m ism os. P or otro, varios filósofos han cuestionado los supuestos centrales del u tilitarism o: ¿cuál es el criterio m ediante el cual se establecen los principios del inte­ rés general, de la m áxim a utilidad p ara el m ayor núm ero de per­ sonas?, ¿quién podrá arrogarse la sabiduría suprem a sobre qué es lo m ejor en cada caso?, ¿cómo se sabe que una actividad determ inada —la de u n biólogo o un físico nuclear, o la de un político es la m ás aconsejable según criterios estrictos de utili­ tarism o? E stas preguntas inquietantes no han conseguido que un nú­ m ero de filósofos éticos, de econom istas y, naturalm ente, de especialistas en política social del bienestar, continúen siguiendo los axiom as generales del u tilitarism o aunque, com o es de supo­ ner, el antiguo u tilitarism o ben th am ista no sea ya la versión exacta en que aparece hoy la teoría. Así, un filósofo utilitario como H aré, va no hace énfasis en la m axim ización del placer o de la felicidad, como fuera el caso de B entham y sus segui­ dores: la cuestión ahora es la de m axim izar preferencias, inte-

reses o inclinaciones. La im presión que se lleva el observador es que, en el seno de sociedades altam ente secularizadas y caren­ tes de sanción religiosa o trascendental del orden social, los cri­ terios utilitario s (y u tilitaristas) del m áxim o b ienestar posible o de la m áxim a satisfacción de preferencias individuales y socia­ les rein arán suprem os como legitim adores del poder público o como apoyos a los diversos m ovim ientos políticos que quieran acceder a él m ediante el éxito electoral.23

23. Sobre R. M. Haré y otros éticos contemporáneos, cf. G. C. Kerner, The Revolution in Ethical Theory, Londres, 1966; de Haré véase su ensayo «Ethical Theory and utilitarianism», cuyas ideas están puestas al día en su posterior Moral Thinking. Sobre la persistencia del utilitarismo en el pensamiento ético y eco­ nómico, A. Sen y B. Williams, eds. Utilitarianism and Beyond, Cambridge, 1982.

§ 1. E l n a c io n a l is m o . — Además de las tendencias que vienen exponiéndose en los últim os capítulos, la expansión del liberalism o por los países de E uropa y América está presidida por el incre­ m ento de los sentim ientos nacionalistas. Éstos los venimos no­ tando desde Maquiavelo y conviene ahora añ ad ir algunas aclara­ ciones sobre su naturaleza. En p rim er lugar, el nacionalism o es un estado colectivo de conciencia que tiene caracteres nada simples. Así, aunque a m enudo ignore las diferencias de clase y condición que dividen a la sociedad, el nacionalism o está estrecham ente relacionado con el aum ento de las tendencias igualitarias. En su virtud, los habitantes de un país se consideran de algún modo iguales en tre sí, en com unidad de ideas, m aneras y sentim ientos. E sto se opone a la era feudal en la que no era posible el naciona­ lismo, pues era m ás significativo p ertenecer a un estam ento que a un país. H abía m ayor solidaridad en tre los m iem bros del m is­ mo estam ento que entre los del m ism o país. No puede haber nacionalism o cuando el noble considera al villano, que es paisano suyo, como ser inferior. El nacionalism o pretende su stitu ir la lealtad del vasallaje por otra, la de la patria, que tiene que con­ siderarse, de algún modo, como p atria de iguales. E ste postulado fue considerado inaceptable p o r el internacionalism o socialista original, com o verem os en su m om ento. El nacionalism o puede definirse como la voluntad que tiene una colectividad de crearse y desarro llar su propio estado sobera­ no. Esa voluntad surge de diversas circunstancias, entre las que destaca la tom a de conciencia de la propia individualidad histó­ rica de la colectividad en cuestión.1 Que este sentim iento h a sido tardío y no ha aparecido en E uropa h asta la verdadera crisis del sistem a feudal, puede verse en el hecho de que el concepto es muy reciente y que la palab ra nacionalism o sólo comienza a em ­ plearse a principios del siglo x v m , aunque su popularidad es más ta rd ía aún, pues no se hace corriente h asta 1836, con Mazzini.12 El deseo de darse un propio estado debe entenderse en form a lata, 1. Raoul Girardet, «Autour de l’idéologie nationaliste», Revue Fran^aise de Science Politique, vol. XV, junio 1965, n.° 3. p. 430. 2. Ibid., pp. 424-425. Para una introducción general al nacionalismo, Antony Smith, Teorías del Nacionalismo. Barcelona, Península, 1976.

pues puede significar cosas diferentes en cada caso particular. En ciertos casos puede tra ta rse de la em ancipación de una colonia y su transform ación en nación dotada de su organización política. Éste es el caso del origen de Chile, Cuba o los Estados Unidos, por ejemplo. En otros, un pueblo históricam ente ya constituido vuelve a to m ar conciencia de su individualidad y exige la independencia frente a una potencia exterior que le dom ina. Ése fue el caso de Grecia frente al turco. En otros casos, en fin, países absorbidos políticam ente d entro de reinos europeos, y con diversos grados de diferenciación con respecto de la zona hegem ónica del estado, se rebelan con tra el poder central, o solicitan m ayor autonom ía política, cuando no la to tal soberanía; Irlan d a y C ataluña son ejem plos que ilu stran este caso, el cual, a m enudo ha hallado solución con la fórm ula federal. En general, puede decirse que la tendencia nacionalista que surgió con pujanza d urante la centuria pasada ha hecho prevalecer el principio de que cada colectividad, unida por su cu ltu ra e historia, si así lo desea, obtenga la autono­ m ía política. E sta idea descarta por com pleto la concepción me­ dieval del reino heterogéneo. El Im perio A ustrohúngaro hasta 1914 fue una de las últim as pervivencias excepcionales de esta especie. Como puede verse, toda generalización en lo que se refiere a nacionalism o es dificultosa, puesto que cada com unidad nacional presenta una singularidad intransferible, com o ya puso de relieve H erder el p rim er teórico de la nacionalidad. El nacionalism o, en sí, no tiene p o r qué ir unido al liberalism o. En pleno siglo xx existen nacionalism os (en África, por ejemplo) divorciados de él. Sin em bargo, es u n hecho que, a lo largo del siglo xix, el nacionalism o es una fuerza social que m uy a m enudo se confunde con la ideología liberal burguesa. Las unidades de Italia y Alemania fueron hechas gracias a una com binación de am bas doctrinas; la liberación de H ispanoam érica se llevó a cabo m ediante una estrecha fusión de las dos. En general, el naciona­ lismo fue un sentim iento m ucho m ás intenso en aquellos países que sufrían opresión externa o desintegración interna —Italia, Polonia, Grecia— que en aquellos otros cuya unidad estaba ase­ gurada de antaño —Inglaterra. Francia—. § 2. A l e m a n ia . — La existencia del considerable acervo legado a Alemania p o r el Idealism o y el m ovim iento rom ántico podía augurar un gran florecim iento del pensam iento liberal de aquel país. Sin em bargo, la ta re a de unificación se hizo en form a auto­ ritaria, b ajo la guía de Prusia, que absorbió todos los países germ ánicos excepto Austria; esta operación fue dirigida por Otto von B ism arck (1815-1898), canciller del reino. B ism arck es­ taba apoyado p o r la Junkertum , la nobleza m ilitarista prusiana, de origen terraten ien te y poco am iga del liberalism o urbano que flo­ recía en las zonas occidentales de Alemania. É ste se alim entaba del constitucionalism o francés y de la herencia idealista, adem ás de un individualism o agudo, representado p o r Wilhelm von Humboldt, cuya obra influyó decisivam ente sobre la de John S tu art

Mili. H um boldt (1767-1835) había escrito en 1792 un Ensayo sobre los lím ites de la acción estatal que vio la luz postum am ente en 1851. P ara H um boldt la lib ertad no es sólo la posibilidad de actu ar de form a varia y sin lím ites, sino el requisito inherente a toda auténtica expresión hum ana. El am biente hom ogéneo del despo­ tism o ahoga al hom bre m ás libre. Y el estado, al intervenir, no hace sino regular y regim entar la vida de los ciudadanos, sobre todo su vida privada. La coacción fom enta la m ezquindad, el egoís­ mo y el cinismo, m ientras que la libertad, si bien puede inducir a algunos errores, hace m ejores a los hom bres. E l estado, p a ra H um boldt, debe circunscribirse a la m era seguridad y d ejar a los ciudadanos en paz.3 En esto coincide H um boldt con la posición liberal típica del laissez-faire, que él no lim ita al m undo eco­ nómico sino a todas las actividades hum anas. Sin em bargo la obra de unificación bism arckiana se hace sin respeto p o r lo que él creía form alism os legales, liberales y en­ cuentra en buen núm ero de intelectuales alem anes un eco posi­ tivo. Ése es el caso de u n H einrich von T reitschke (1834-1898), uno de los prim eros teóricos alem anes del poder estatal y del ensalzam iento del pueblo germ ano sobre los dem ás; Treitschke es antisem ítico y antibritánico, y desprecia la política de los manchesterianos. Su culto a la grandeza m ilitar prusiana y su idea­ lización del pasado alem án le hacen acreedor del título de fun­ dador —ju n to a otros escritores— del doctrinarism o nacionalista alem án. Las raíces de éste están en Fichte y Hegel, pero en el caso de estos pensadores la cosa depende m ás de la interp reta­ ción que se les dé que de sus propias actitudes respecto de su pueblo. En el de Treitschke ya no es así: su pensam iento no puede llevar m ás que al totalitarism o. Su o b ra era un reflejo del pensam iento de B ism arck, pero sólo elaboraciones posterio­ res llevarían a la desaparición de toda traza de liberalism o en la doctrina política de la burguesía alem ana. Esas elaboraciones se deben a veces a autores de tendencia intelectual, como por ejem ­ plo Friedrich Ratzel (1844-1904), que desarrolla una teoría geopo­ lítica según la cual Alemania necesita, «naturalm ente...» una expansión geográfica, económ ica y política, d octrina que es ab ra­ zada por los m ilitares con entusiasm o. O tras veces, los políticos y los soberanos van popularizando la idea de la necesaria supre­ m acía alem ana sobre todo al socaire del pangerm anism o, que no pedía la unión de todos los pueblos de cu ltu ra alem ana, sino su expansión im perialista. Bajo estas condiciones, el liberalism o alem án vive penosa y m ezquinam ente h a sta la P rim era G uerra Mundial. Y antes de la segunda, su desaparición es prácticam ente completa. § 3. F ra n c ia . — Aunque sin llegar al extrem o de Alemania, el liberalism o francés tam bién experim enta un cam bio hacia el 3. Guido de Ruggiero, Storia del liberalismo europeo (1.* ed., 1925), Milán, 1962, pp. 213-215.

autoritarism o, a m edida que se va haciendo patrim onio exclusivo de una clase y se va aliando con instituciones de naturaleza no republicana. A principios de este cam bio están los herederos di­ rectos de la Revolución, constitucionalistas acérrim os e individua­ listas, que quieren extender su sistem a a todas las clases. Pero pronto se n o ta el cam bio. M adam e de Staél, h ija del m inistro Necker, quien abre la h isto ria del liberalism o m oderno, se opone al im perio napoleónico, pero si sus ideas m orales son liberales, su constitucionalism o no es m uy m arcado. Su aportación es en el cam po de la sensibilización de la lite ra tu ra a las actitudes libe­ rales. Ello puede verse en su o b ra Sobre Alemania y sobre todo en su La literatura en sus relaciones con las instituciones sociales. Según este últim o escrito, el esp íritu hum ano progresa a m edida que progresa la lite ra tu ra y, como quiera que M adame de Staél creyera que la de su tiem po e ra m ejo r que la anterior, su conclu­ sión es que la raza hum ana ha progresado y seguirá haciéndolo. Según ella, el hom bre es perfectible. Parecidas son las ideas de B enjam in C onstant (1767-1830), principal teórico de la doctrina liberal cuando ya la R estauración se había instalado en el poder. Para él la defensa del liberalism o yace en el constitucionalism o, en el respeto a la ley y en la tolerancia y salvaguarda de las m inorías. Aunque llam a la atención sobre el nuevo y p u jan te industrialism o, y considera la propiedad industrial superior a la rústica, ignora o desconoce a los obreros como clase. Al igual que los m anchesterianos en Inglaterra, los tra ta como si fueran burgueses potenciales, con iguales am biciones e idéntica versión de la vida.4 La restauración de la dinastía borbónica después del período napoleónico no represen ta una vuelta com pleta al antiguo régi­ men, sino un com prom iso entre la corona y las clases m edias de ideología liberal. En el fondo, se tra ta del gobierno de la b u r­ guesía b ajo el cuño real. E ste gobierno significa que la burguesía francesa tiene que contradecir un gran núm ero de principios doctrinales de la teoría liberal al establecer un sistem a político retóricam ente basado en ellos. Así, su censo electoral se lim ita a los poseedores de un m ínim o m uy considerable de bienes, la libertad de opinión y prensa sufre cortapisas y la actitud del gobierno ante las organizaciones obreras es francam ente hostil. Parece que del espíritu liberal revolucionario sólo queda el anticle­ ricalism o —y aun éste no en todos los sectores de la burguesía— y la desconfianza ante la nobleza y sus agonizantes reivindica­ ciones feudales. Sin em bargo, frente al autoritarism o napoleó­ nico, Francia goza ahora de un sistem a relativam ente estable de garantías constitucionales que afectan p o r lo menos a varias zonas de la vida política. É stas, y la expansión del industrialism o y del im perio u ltram arin o su m in istrarán las condiciones de nue­ vas oleadas revolucionarias contra la burguesía atrincherada en 4. Máxime Leroy, Histoire des idées sociales en France, vol. II, 4.* ed., 1950. París, pp. 169, 171, 173, 181 y 182.

los nuevos privilegios adquiridos bajo la restauración borbónica o bajo la efím era existencia de la casa real de Orleans. Con la excepción de Alexis de Tocqueville, los hom bres de esta época son más políticos que teóricos del liberalism o. La época no es com pletam ente estéril, em pero. Los escritores m ás destacados son los que han sido llam ados ¡Doctrinarios, los «burgueses del ju sto medio» enemigos de los reaccionarios extre­ mos y de los que ellos consideraban jacobinos. Su actitud queda evidenciada en la obra de Royer-Collard (1763-1845), a la vez legitim ista, m onárquico y liberal. La soberanía, p a ra él, reside en la ley, y no en el pueblo ni en el m onarca. Con u n buen equilibrio de poderes, es decir, con una buena y eficaz constitución, los problem as principales serán solucionados. Royer-Collard, adem ás, justifica que el acceso al poder sea restringido a una m inoría basándose en consideraciones culturales y de «capacidad política». La legalidad debe rein ar p a ra todos p o r igual, pero el poder debe darse sólo a quienes saben entenderlo. El criterio p ara determ inar quiénes son estos últim os no es explícito, pero bien se ve que, según él y sus seguidores, la cosa depende de la fo rtuna personal m ás que de nada. Persona de igual relieve en la elaboración del constitucionalism o m onárquico fue Frangois Guizot (1787-1874), que adem ás de ser u n rep resen tan te típico de la llam ada burgue­ sía censitaria, fue historiador. Como tal, su o b ra fue encam inada a hallar una justificación histórica al gobierno de las clases medias, cosa que hizo en su Curso de historia del gobierno representativo,5 En el terreno de la h isto ria liberal hay que m encionar a Jules Michelet (1798-1874), redescubridor de Vico, form ulador del nuevo nacionalism o francés, e idealizador de su patria, a la que ve como destinada a m isiones superiores. M ichelet es el teórico de la his­ toria de la pequeña burguesía liberal: niega e ignora los conflictos que dividían la sociedad de su tiem po y habla de com unidad, am istad, federación de clases, etc. Todas estas distorsiones rom án­ ticas 6 no dism inuyen el m érito de que Jules M ichelet recoge y transm ite a la E uropa culta el m ensaje viquiano de que el m undo social es estrictam ente o b ra hum ana, y su dem ostración de que, en la Revolución francesa —y en otras grandes crisis—, el pueblo jugó un papel m ás im portante que el de sus líderes aparentes. § 4. I ta lia . — El liberalism o italiano, como el español, no tiene el alcance del alem án (anterior a la hegem onía prusiana), del inglés o del francés. La causa de la escasa originalidad del movi­ m iento liberal italiano reside en el fraccionam iento político del país, en sus rivalidades regionales y en la sum isión de algunas provincias a potencias ex tranjeras.’ A parte de h ab er sido Italia —como la Península Ibérica— víctim a propiciatoria de la Con­ trarrefo rm a, el esfuerzo de unificación obliga a que se pusiera 5. Luis Diez de Corral, El liberalismo doctrinario. Madrid, 1945, pp. 263-283 6. Roland Barthes, Michelet par lui mime. París, 1954. 7. Guido de Ruggiero, op. cit., p. 266.

más énfasis en el nacionalism o que en el liberalism o. A fines del siglo xv m , sin em bargo, la burguesía norteña, en la que aún estaba viva la tradición de las libertades m unicipales, m uestra bastante receptividad a la corriente individualista. V ittorio Alfieri (1749-1803), el gran trágico, escribe un ensayo, De la tiranía, en 1777, que rezum a individualism o, y que aparece en el Piam onte, en el m om ento álgido del despotism o ilustrado. Beccaria, que mereció n u estra atención en su lugar, es tam bién uno de los fundadores indirectos del liberalism o italiano. Las invasiones francesas de las guerras napoleónicas tuvieron la virtud de encender el nacionalism o p o r doquier nunca m uerto del todo, pero que h asta entonces parecía una idea utópico. El nacionalism o fue sentido por italianos de diversas convicciones, pero fueron los liberales, con su actitu d antifeudal, los que lo hicieron triu n far. La Iglesia, poseedora en Italia de un estado independiente, y la nobleza de las regiones-estados se opusieron a él en la m ayor p arte de los casos. La unificación vino del Pia­ m onte, pero este estado no puede com pararse con Prusia ni en m ilitarism o ni en estru ctu ra social. Además, los refugiados del su r en el norte cuentan m ucho en toda la operación de unifica­ ción: muchos de los anim adores de la m ism a, como el escritor Vicenzo Cuoco, proceden, del m ediodía. Ugo Foséala (1778-1827) por su parte, luchó contra la abundancia endém ica de sectas políticas, m orales o religiosas que no perm itan la acción con­ certada. Sin em bargo, fueron sectas, tales como la de los car­ bonarios, las que m ilitaron y triu n faro n en la tarea de m irar las viejas estru ctu ras políticas, y en sen tar las bases de la Italia contem poránea. Más que una revolución como la presenciada por Francia, Italia experim entó en la p rim era p arte del siglo xix una serie sistem ática de conspiraciones, que p rep araro n el éxito de los ejércitos de Giuseppe G aribaldi (1807-1882), general liberal y dem ocrático, enemigo del im perialism o austríaco y del papado. El liberalism o es en Italia, adem ás, p arte integrante del gran m ovim iento intelectual que se llam a «Risorgimento». É ste es, ante todo, un m ovim iento edificado sobre valores m orales. F rente a los antiguos regím enes se pide honestidad, devoción, lealtad. Ante la indiferencia de las m asas populares a la idea de indepen­ dencia nacional y de unidad, los liberales del R isorgim ento se entregan con u n a vocación ética y desinteresada. E ste m ism o hecho da a todo el movim iento una cierta grandilocuencia y falta de realism o, pero sus frutos son considerables, sobre todo en el cam po de la literatu ra, de la m úsica y de la filosofía.' A las filas de este movim iento pertenece Giuseppe Mazzini (1805-1872) quien, ju n to a G aribaldi y al conde Camillo de Cavour (1810-1861) es uno de los grandes forjadores de la unidad italiana. Mazzini, fundador de la sociedad secreta La Joven Italia, fue un excelente conspira­ dor. El lem a de su asociación era «Dios y pueblo»; con él se que­ ría expresar su idea de que había que reco n stru ir el país sobre 8 8. Ibid., p. 289.

las ruinas de la antigua religión. Mazzini es un rom ántico espiri­ tualista, enemigo del m agistral m aquiavelism o de Cavour, que buscaba los m ism os objetivos por o tra senda. Pero el nacionalis­ m o de Mazzini m erece subrayarse porque es tam bién un europeísm o y un internacionalism o. F rente a la M achtpolitik o política de fuerza de los alem anes, o al im perialism o de los liberales, se alza la figura de Mazzini, con sus tendencias dem ocráticas y su preocupación p o r el pueblo. É sta era un tan to abstracta, pero lo suficientem ente auténtica p ara que se le considere justam ente como el fundador, si no del liberalism o, p o r lo m enos de la de­ m ocracia contem poránea italiana. § 5. E spa ñ a . — El liberalism o español tiene sus orígenes tanto en la lab o r cultu ral de los hom bres de la Ilustración como en el desarrollo, d u ran te el siglo xvm , de una m entalidad burguesa. Ni uno ni o tro factor alcanzaron todas las zonas de la sociedad su­ ficientem ente, pero fueron fenómenos lo b astan te serios para arraig ar en el país y cam biar, p a ra siem pre, su fisonomía. Claro está que la m ayoría de los ilustrados p articipan de una visión absolutista y p atern alista del gobierno, pero, al igual que en otros países, sus propias ideas h um anitarias les forzaron a la tolerancia o al descubrim iento de form as menos au to ritarias de convivencia. E n tre los escritores fom entadores de estas nuevas actitudes hay que m encionar a Fray Benito Jerónim o Feijóo (1676-1764) el au tor del Teatro crítico universal y a José Cadalso (1741-1782) cuyas postum as Cartas m arruecas inauguran una visión crítica de Es­ paña conducente, p o r su lógica interna, a un liberalism o reform is­ ta. De cuantos m inistros y hom bres de estado contribuyeron a la reform a y m ejo ra del país y de su im perio en el siglo xvm , es el m ás destacado p o r su directo contacto con el liberalism o, don G aspar M elchor de Jovellanos (1744-1810) un asturiano m inistro de Carlos IV, que renunció a serlo del im provisado José Bonaparte, y que acabó p o r intervenir decisivam ente en la convención fundadora del liberalism o político español: las Cortes de Cádiz. En 1795 Jovellanos publicó su Info rm e en el expediente de la Ley Agraria, o b ra fundadora de la corriente reform ista de la estruc­ tu ra económ ica del cam po, tan to en E spaña como en la América hispana. El peruano Pablo Antonio José Olavide (1725-1803), m i­ n istro de la Corona, y el representante m ás típico de los «afrance­ sados» de su época, ya había m ostrado su preocupación por el problem a del conspicuam ente injusto rep arto de tierras. El Infor­ m e de Jovellanos, ataca los excesos que los señores com eten con quienes lab ran sus tierras al exigirles cargas excesivas. De ello se sigue el abandono de la agricultura, la despoblación del campo y la m iseria de la nación. El lab rad o r debe poseer la tie rra que trab aja. E stas ideas no sólo son de la Ilustración, sino que per­ tenecen —como hem os visto en los radicales ingleses— al espíritu liberal que desea ver quebrantado el poder del terraten ien te de resabio feudal. Así la lucha con tra los privilegios de la Mesta, que

se hizo con éxito du ran te el siglo x v m , form a p arte de esta actitud.5 Pero tanto Jovellanos com o otros políticos que se reunieron en las prim eras Cortes representativas y m odernas de nuestra tierra, en Cádiz, eran conservadores. Conservadores, salvando las distancias, al estilo de B urke, es decir, dispuestos a la evolución y abiertos al liberalism o que su obra hizo posible. D urante la época de su influjo, es decir, d u ran te los prim eros lustros del siglo xix, la actitud predom inante es antijacobina y antirrevolucionaria. La burguesía, salvo en la cosm opolita ciudad gaditana o en la industrializada Barcelona, era débil, incapaz de dirigir al país sin la colaboración de los «notables» de tie rra adentro y de los cortesanos m adrileños. Por eso la Constitución de Cádiz procura ser tradicional, y sus redactores no cesan de in sistir en que no im pone cam bios bruscos, sino que sigue y deja en pie las instituciones m ás típicas del país. Jovellanos da la pauta, ju n ­ to a Francisco M artínez M arina (1754-1833); son am bos represen­ tantes del «revisionismo crítico al absolutism o m onárquico, es decir, la expresión de u n continuism o reform ista».9101Los esfuerzos de los hom bres de Cádiz iban dirigidos a la consolidación de un sistem a constitucional de legalidad y, en el caso de M artínez Ma­ rina, a u n cierto grado de pluralism o político y de garantías cons­ titucionales p a ra los ciudadanos basadas en la form ación de «cuer­ pos interm edios en tre el rey y los súbditos».11 Quizás fuera la gran m esura y espíritu tradicional de la Constitución gaditana la que le diera su gran im portancia internacional. El caso es que un buen núm ero de constituciones y m ovim ientos liberales —a veces insurreccionales— en varios países fueron influidos por ella. El evolucionismo o conservadurism o de Cádiz fue pronto sus­ tituido por actitudes m ás jacobinas, a causa de la intransigencia de la reacción y de la reim posición del absolutism o por obra de Fernando V II. El general don Rafael del Riego (1785-1823), al sublevarse en 1820 p ara im poner la legitim idad de la Constitución gaditana, inicia la etapa del radicalism o liberal. Fernando V II, con la ayuda de las tropas que envió a E spaña el Congreso de Viena, se apoderó de él y lo m andó a la horca. E ste episodio ilu stra la escisión de la vida política española y la im posibilidad de que su rja triu n fan te u n liberalism o m oderado pero eficaz, o un con­ servadurism o tan m onárquico como dispuesto a negociar y a ha­ cer concesiones a la burguesía progresista y a la vez a la naciente clase proletaria. Sin em bargo, los liberales consiguieron reform as im portantes e irreversibles, tales com o la abolición de los seño­ ríos y la desam ortización de los bienes de la Iglesia. Con estas 9. Marcelin Defourneau, Pablo de Olavide ou Vafrancesado, 1725-1803. París, 1959, passim. 10. Raúl Morodo, «La reforma constitucional en Jovellanos y Martínez Marina», Boletín Informativo, Seminario de Derecho Político. Universidad de Salamanca, 1964, núm. 29-30, p. 82. 11. Citado por José Antonio Maragall, «El pensamiento político en España a comienzos del siglo xix: Martínez Marina», en Revista de Estudios Políticos, 1955, núm. 81, p. 71.

y o tras m edidas, E spaña dejó de ser un estado feudal pero tam ­ poco llegó a ser u n a nación burguesa.1213P or e sta sim ple razón, el pensam iento social liberal español de verdadera calidad es tardío. En purid ad no aparece h asta fines del siglo xix con la obra de los llam ados krausistas. Antes de esa época, dejando a los po­ líticos profesionales a un lado, los únicos teóricos im portantes son conservadores tales com o Donoso y Balmes, de quienes en su lugar hablam os. Muy diferente es la com batividad y la labor de los grupos liberales, que en ocasiones dieron la p au ta a E uropa y crearon la verdadera conciencia m oderna del país. En la m archa de este proceso tienen u n papel im portante los intelectuales y escritores independientes, fenóm eno nuevo en el país y, en general, en E uropa, que aparecen con el rom anticism o. Los rom ánticos españoles, como sus colegas extranjeros, tuvieron tam bién una visión tradicionalista, estetizante y falseada del pasa­ do. Pero, faltos de toda tranquilidad a causa de sus ideas liberales, consideradas peligrosas p o r el poder, tendieron al idealism o extre­ m o y al sentim entalism o. E sto es cierto, sobre todo, en el caso de los rom ánticos de raíz m ás aristocrática. Los dem ás, gracias al viejo realism o literario de su país, consiguieron un sorprendente nivel de objetividad y agudeza, frente a o tros rasgos de su vida y obra, n etam ente rom ánticos. É ste es el caso de M ariano José de L arra (1809-1837), crítico social refinado y triste, uno de nues­ tro s m ejores periodistas, de quien son estas líneas: La revolución que se verifica por medio de la palabra es la mejor, y la que con preferencia admitimos; la que se hace por sí sola, porque es la estable, la indestructible. Por eso a nuestros ojos el mayor crimen de los tiranos es el de obligar frecuentemente a los pueblos a recurrir a la violencia contra ellos, y en tales casos sólo sobre su cabeza recae la sangre derramada; ellos solos son los responsables del trastorno, y de las reacciones que siguen a los pronunciamientos prematuros. Sin ellos, la opinión sola derribaría, y cuando la opinión es la que derriba, derri­ ba para siempre; la violencia deja tras sí al derribar la probabilidad de la reacción a la fuerza hoy vencida, y que puede ser vencedora ma­ ñana." § 6 . H is p a n o a m é r ic a . — Las reform as de toda índole que, bajo la égida de la Ilustración, llevaron a cabo las dos m etrópolis ibéricas afectaron a sus territo rio s de u ltram ar, y echaron las bases p ara una m ayoría de edad política, p o r lo m enos en lo que respecta a la conciencia de soberanía nacional. Las doctrinas po­ pulistas de los filósofos españoles del R enacim iento, en especial la del derecho de rebelión con tra el tirano, y las referentes a la dignidad de todos los pueblos, europeos o indígenas, pesaban m ás en la América hispana que en E spaña m ism a. E sto contrastaba 12. Antonio Ramos Oliveira, Historia de España, vol. II. Méjico, 1952, p. 233. Sobre las limitaciones de las burguesías peninsulares, J. Solé Tura, Catalanismo y Revolución Burguesa, Madrid, 1970. 13. M. J. de Larra, Artículos políticos y sociales. Madrid, 1956, vol. III, pp. 263-264.

con los territo rio s norteam ericanos, que iban asim ilando las ideas liberales de Locke y Sm ith, pero que desconocían los derechos de los no europeos y tem ían el m estizaje. En H ispanoam érica, sin em bargo, el m estizaje fue elem ento fundam ental de la insurrec­ ción co n tra E spaña y Portugal, y p a rte de la ideología criolla. Si la dem ocracia, política liberal ha tenido una h istoria difícil, en H ispanoam érica y Filipinas la dem ocracia étnica h a alcanzado victorias im portantes, en contraste con o tro s países de origen colonial. A p esar de todo, no sólo los autores del liberalism o in­ glés, sino Rousseau, V oltaire y otros escritores franceses consi­ guieron p e n e tra r en la im aginación de los grupos cultos, h asta hacer que éstos com enzaran a rebelarse contra el reform ism o p atern alista borbónico. Su rebelión, fru to de influencias m uy com­ plejas, lo fue sobre todo de dos: del populism o renacentista de V itoria y Las Casas, m encionados capítulos atrás, y del liberalis­ mo, no sólo en sus obras escritas, sino en el poderoso ejem plo de las revoluciones yanqui y francesa.14 Junto a ellas hay que m encionar el nacionalism o, anglutinante poderoso de la rebelión, al tiem po que foco divisor entre las diversas regiones del Im perio. E ste nacionalism o no está desconectado con el nuevo espíritu que surgió en E spaña m ism a co n tra la invasión napoleónica. Las ju n tas patrióticas que se form aron p o r doquier en la Península p ara organizar la lucha, pro n to encontraron su eco en América. Las colonias am ericanas, ante el caos que p rodujo la guerra en la m etrópoli y el vacío de poder subsiguiente, com enzaron a orga­ nizar sus propias adm inistraciones prim ero, y a declararse in­ dependientes después. D urante las G uerras de Independencia y el período form ativo de los nuevos estados se fue forjando el prim er pensam iento político hispanoam ericano. A ello contribuye­ ron los desvelos de grandes educadores, tales como Andrés Bello (1781-1863), el venezolano recto r de la Universidad de Chile, pero no en m enor grado las ideas de los jefes m ilitares de la rebelión, como el m ism o Sim ón Bolívar (1783-1837). El L ibertador caraque­ ño, a p esar de poseer a m enudo poderes dictatoriales de em er­ gencia, organizó la lucha bajo los ideales del liberalism o —político y económico— y del nacionalism o. En cuanto a este últim o, no quedaba restringido a las actuales fro n teras de los países am eri­ canos, sino que se refería a la com unidad de pueblos hispanos del Nuevo M undo. Mas tanto el liberalism o constitucionalista como el nacionalism o panam ericano sufrieron, en los años poste­ riores a la independencia, durísim os reveses, a causa del caci­ quism o local, de los latifundios, de las desigualdades económicas, de la falta de una verdadera burguesía y de la existencia en muchos lugares de una población no europeizada, en tre otros num erosos factores. El fracaso del liberalism o en América, sin em bargo, hizo que fueran los escritores hispanoam ericanos los prim eros que se die14. J. Vicens y otros, Historia social y económica de España y América. Bar­ celona, 1959, vol. IV. pp. 514-521

ron cuenta de la necesidad de cre a r u n a base social firme para que existiera una sociedad política liberal. Don Domingo Faustino Sarm iento (1811-1888), que llegó a ser Presidente de la República Argentina, es uno de los ejem plos m ás preclaros de la m editación del liberal criollo sobre América. En su obra Civilización y barbarie o Vida de Juan Facundo Quiroga hace Sarm iento u n estudio del caudillism o en la Argen­ tina, com para la sociedad cam pesina de la Pam pa con la de las ciudades, y expone con singular vigor y destreza el funcionam iento y características del te rro r político. Sarm iento tiene como ideal la sociedad burguesa europea de Lyon, Barcelona o Londres,15 y q u erría ver extenderse los beneficios de la industrialización a toda su república. Es constitucionalista, pero se da cuenta de que el liberalism o es ante todo u n a m entalidad, y que el gaucho (a quien constantem ente llam a b árbaro) no puede identificarse con él pues sus valores y su m undo son ajenos al universo ciudadano. Ello no quiere decir que Sarm iento desestim e la vida p am pera como tal —al contrario, es uno de sus m ás vividos escritores— sino que revisa el liberalism o dogm ático a la francesa y lo sustituye por un reform ism o educativo, adaptado a las condiciones concretas del país y apoyado en u n m étodo de observación realista que lo colocan entre los precursores de la sociología en América. Sar­ m iento ataca el caudillaje, el cuartelazo, el oscurantism o de los grandes señores rurales, los m ales endém icos que h abrían de con­ ducir a las grandes revoluciones am ericanas de nuestro siglo, tales como la m ejicana, la cubana y la chilena. Ello en térm inos que hoy se han hecho tópicos pero que en su tiem po tenían el tim bre de la novedad. Sarm iento, en una palabra, propugnó un liberalism o cuyos grandes principios hum anitarios no quedaran convertidos en la retó rica y los preám bulos grandilocuentes de las constituciones, sino que entrasen en vigor a través de una labor educativa paciente, sistem ática y realista, y de una acti­ vidad gubernam ental alejada del m ero laissez faire que reco­ m endaban los liberales de los países m ás industrializados de su época. § 7. La c o n t in u id a d del l ib e r a l is m o . — La vasta tradición libe­ ral tiene ya una larga historia: comienza con la Revolución ingle­ sa o, m ás estrictam ente, con ciertas corrientes culturales del siglo x v i i i i . Los escritores que las rep resentan quizá sigan siendo, a pesar del gran florecim iento del liberalism o en el xix, sus verda­ deros clásicos. E n cuanto a su ocaso, no ha llegado aún. Su vas­ tedad y larga duración explican que sus doctrinas se refieran a cuestiones tan dispares com o las libertades individuales, el co­ m ercio internacional, los derechos de autodeterm inación de los pueblos, la expansión de la educación pública, la separación entre las iglesias y los estados, y m uchas m ás. Es p o r ende difícil hallar un sim ple com ún denom inador a todas estas ideas. Además, los 15. D. F. Sarmiento, Facundo. Nueva York, 1961, pp. 168 y passim.

hom bres y los grupos que se h an considerado a sí m ism os liberales no pueden clasificarse según un espectro en el que, a un extrem o, estén los liberales conservadores, y, al o tro, los radicales. Libera­ les ha habido cuyas doctrinas eran particu larm en te reaccionarias en un terreno y revolucionarias en otro. El liberalism o pudo ser la d octrina de p artidos políticos con­ cretos. Pero a m edida que pasó el tiem po, el liberalism o vino a ser —en aquellos sitios donde echó raíces genuinas— un acervo de actitudes sociales de las que p articipaban grandes sectores de la vida pública. Los m ovim ientos revolucionarios y —p o r razones totalm ente diferentes— los focos de resistencia al cambio, pusie­ ron en tela de juicio las ideas que reflejaban tales actitudes. Y sin em bargo, no todas esas ideas han sido puestas en entredicho por la crítica ulterior. P or ejem plo, la deuda de los teóricos del socia­ lism o con la tradición liberal revolucionaria —Rousseau, los utili­ tarios británicos, etc.— es considerable. Por o tra parte, existen doctrinas socialistas que reconocen el sistem a de legalidad constitucionalista preconizado de antiguo p o r los liberales, con lo cual se pone de relieve la m ella dejada por ellos en las tradiciones vivas en nuestros días, así como la antedicha com plejidad de la situación. La identificación del liberalism o con la burguesía es histórica­ m ente ju sta Pero la posibilidad de que exista un día un liberalis­ mo sin cualidades clasistas queda ab ierta siem pre que se elimi­ nen del m ism o, naturalm ente, las doctrinas económicas referentes a la propiedad privada de los bienes de producción. Un liberalis­ mo sin una doctrina económ icam ente discrim inatoria, carente de una actitu d p atern alista y displicente hacia las «masas incultas» no es inconcebible. El lector puede argüir que en ese caso ya no se tra ta rá del liberalism o, sino de algo nuevo: un trasfondo común de tolerancia. E sto es verdad si se considera que el liberalism o es una doctrina rígida, y no un estado de conciencia. Sin em bar­ go, en este últim o sentido, parece cierto que m uchas de las pro­ posiciones liberales han ido siendo absorbidas p o r la cultura de la sociedad m oderna en m uchos lugares y no son ya motivo de lucha polémica. Que el liberalism o sobreviva o no el fin de la burguesía como clase puede p restarse a discusión. De lo que no cabe duda es que la larga y p rofunda experiencia liberal ha dejado una huella inde­ leble en la cu ltu ra occidental contem poránea. Esa m arca no se lim ita a las instituciones políticas, sino que atañe a casi todas n u estras ideas sobre el individuo y su sociedad. En las páginas anteriores hem os hecho énfasis sobre los aspectos políticos y económicos m ás que sobre los éticos, aunque éstos no han sido del todo ignorados. Al hacer referencia ahora al hecho de que el liberalism o representa toda una concepción (individualista) del hom bre, es m enester destacar que un entendim iento cabal de lo que ha representado y representa el liberalism o debe tam bién ex­ tenderse al cam po de la estética, y m uy en especial al de la lite­ ratu ra. La novela, género literario triunfante de la era burguesa,

vendrá a ser una de las form as principales de expansión de la conciencia liberal del m undo. Así la lectu ra de Stendhal (17831842), Benito Pérez Galdós (1843-1920) o Fiódor Dostoyevski (1821-1881), p o r pon er sólo tres ejem plos, es un com plem ento absolutam ente necesario p a ra p en etrar en la conciencia social de los liberales y p ara c a p ta r sus anhelos, sus contradicciones y sus logros. Los grandes pensadores del liberalism o, tales como John S tu art Mili, Alexis de Tocqueville, Locke, M ontesquieu escapan, además, a toda clasificación doctrinaria. Su m ism a confianza en lo que pudiéram os llam ar las actitudes liberales básicas les dota de un espíritu crítico agudo que descubre p a ra ellos y p ara quienes estudien sus obras los defectos y dificultades de la visión liberal del m undo social y de las relaciones en tre individuos. É sta es la razón por la cual el presente Libro IV se cierra con un capítulo sobre Tocqueville, ejem plo único en este sentido. Tocqueville parece englobar en su o b ra toda la com plejidad del liberalism o a que estam os haciendo constante referencia. D em ócrata, es em ­ pero Tocqueville el crítico liberal m ás severo de la dem ocracia. H eredero de la Revolución francesa, se opone a m uchos de sus aspectos centrales. A ristócrata, no hay en su época antagonista m ás clarividente dei privilegio feudal. E s de esp erar que la p re ­ sentación de su pensam iento social haga com prender no ya la obra de un escritor, sino la m ultiplicidad de aspectos de la con­ cepción liberal del m undo. Al m ism o tiem po, sería bueno que ello perm itiera percibir la ín tim a trabazón y com unidad de propósito que anim an las actitudes, los valores y las nociones del libera­ lism o europeo.

ALEXIS DE TOCQUEVILLE § 1. S em bla n za de T o c q u e v il l e . — La fam ilia Clerel de Tocque­ ville era u n a de las m ás antiguas de la nobleza norm anda, una de las m ás fieles a sus tradiciones aristocráticas. Al m ism o tiempo, los Clerel de Tocqueville habían m antenido —h asta la Revolu­ ción— la tradición de to m ar el p artid o del pueblo en los conflictos entre éste y el poder público. Ambas corrientes se aunarían en la obra de Alexis de Tocqueville (1805-1859) A Su infancia transcu­ rrió bajo el trau m a que la nobleza francesa sufrió durante la revolución, y Alexis creció en u n a clase social llena de rem iniscen­ cias y nostalgias m onárquicas, pero, al m ism o tiem po, en proce­ so de establecer un nuevo com prom iso con la burguesía triun­ fante p ara no p erd er del todo su posición dom inante. Tocque­ ville fue educado católicam ente, y no renunció nunca a la religión de sus m ayores, aunque la am plitud de sus m iras, su tolerancia en m aterias religiosas y la secularidad de su visión política estén muy alejados de las doctrinas de los escritores católicos de su tiempo. H ay base p a ra creer que la suya es m ás una religión deísta cristian a que una religión estrictam en te católica. Después de un período de estudio en Metz, visitó Italia con su herm ano, y redactó —con plum a casi adolescente— un volu­ minoso diario de viaje. En él se entrenó p a ra el rep o rtaje sobre América que sería su obra m aestra. A su vuelta, Tocqueville ocupó un puesto de juez, p o r patente real, en Versalles. La revolución de julio de 1830, que devolvió al poder a la burguesía, ocurrió cuando Tocqueville ocupaba aquel cargo, pero no le sorprendió en ningún sentido, pues ya estaba convencido de la im portancia de la «nueva Francia» de las clases m edias. Ello sin embargo, Tocqueville sentía desdén p o r la m entalidad pequeñoburguesa del rey Luis Felipe y su gobierno, y p restó ju ram en to de fidelidad con gran repugnancia, convencido que e ra m ejo r continuar sir­ viendo, que abstenerse de hacerlo y ser, así, ap artado por com­ pleto de la vida pública francesa. De todas form as, Tocqueville aprovechó las circunstancias p a ra em barcarse hacia América, en 1831, en com pañía de su amigo y colega Gustave de Beaum ont, 1 1. Los datos biográficos proceden de J. P. Mayer, Alexis de Tocqueville, A Biographical Study irt Polítical Science. Nueva York. 1960.

p ara realizar investigaciones sobre el sistem a penitenciario de los Estados Unidos. En 1833, am bos m agistrados publicaron El siste­ ma penal norteam ericano y su aplicación én Francia, un inform e que sin duda influyó en las reform as que E uropa llevó a cabo en sus instituciones penitenciarias a lo largo del siglo xix. El fino e inagotable sentido de observación de Tocqueville fue ejercido am pliam ente d u ran te los diez m eses de su estancia en los Estados Unidos. La filosofía social en general, pero la ciencia política y la sociología en p articular, tienen en Tocqueville uno de los casos m ás equilibrados de com binación de la observación directa con la especulación social al m odo tradicional; en verdad, ciertos pasajes de la Democracia en América, el libro fru to de este viaje, recu erd an a Aristóteles tan to en su ponderación como en la arm oniosa com binación de teoría y observación. Sin em bar­ go, no fue el E stagirita, sino Blaise Pascal, el au to r que m ás influ­ yó en la personalidad y él estilo de Tocqueville. Alexis de Tocqueville casó con M ary Mottley, u n a dam a inglesa sin fortu n a que vivía en Versalles. E ste hecho, y sus viajes a Inglaterra, explican bastan te el influjo del pensam iento político anglosajón en el de Tocqueville. Al m ism o tiem po, esta circunstan­ cia hizo que sus escritos fueran com prendidos y tuvieran éxito inm ediato en G ran B retaña. El p rim er volum en de la Democracia en América apareció en 1835, y fue universalm ente celebrado en Inglaterra, en especial p o r John S tu a rt Mili. La C ám ara de los Comunes requirió a su a u to r p a ra consultas. E stos y otros even­ tos le inclinaron a la vida política: fue elegido representante del d istrito de La M ancha, y perm aneció siem pre en la oposición constitucional en la Cám ara de los D iputados, desde 1839 a 1851. Se preocupó m ucho por los asuntos de la región que representa­ ba, que era la suya, por su fam ilia. P rueba de ello es su estudio económico sobre el p uerto de Cherburgo, en el que se expresan sus ideas a favor de la autonom ía de la adm inistración local. En el P arlam ento, Tocqueville tuvo u n a vida activa, aunque sus dotes reflexivas quizá fueran las que le im pidieron alcanzar m ayor prom inencia. Com batió a Guizot desde la oposición, para a rra n c ar m ás reform as del gobierno de derechas p o r él presi­ dido. Hizo dos viajes a Argelia p ara estu d iar problem as colonia­ les. Pero su m ayor aportación son sus discursos. Algunos de ellos, p o r desgracia, no fueron escuchados, como p o r ejem plo el que pronunció en enero de 1848, profetizando la revolución que se avecinaba, com o hicieran tam bién independiente y sim ultánea­ m ente Lorenz von Stein y K arl Marx. Después de los eventos de aquel año, Tocqueville aum entó su escepticism o respecto al libera­ lism o burgués de la época, incapaz de com prender el sentido de la m archa de los acontecim ientos sociales. Mas, p o r o tra parte, Tocqueville criticó tam bién a los líderes del socialismo, en este caso por su torpeza al no saber utilizar las v entajas del sufragio universal después de la revuelta. Además, Tocqueville no apoyó el socialism o p o r creer que su m om ento no había llegado y que, en aquellas circunstancias, era sólo una secta o grupo m inoritario

que no encajaba con las necesidades m ás generales de la nación. Bajo la presidencia de Luis Napoleón, Tocqueville, siem pre reelegido, fue hecho m inistro de Asuntos Exteriores. E n tal capa­ cidad tuvo que habérselas con problem as agudos que resolvió con habilidad, pero su paso p o r el m inisterio le dejó agotado. Su separación p o sterio r del poder hizo posible que escribiera su se­ gunda o b ra m aestra, E l antiguo régim en y la revolución, un libro que aplica criterios sociológicos al estudio de la historia. Tocque­ ville lo escribió sin q u erer satisfacer a ninguno de los dos bandos que habían luchado en el gran conflicto, sirviendo, en la m edida de lo posible, la verdad histórica tal com o le era dable recons­ truirla. Si en esta obra queda alguna creencia que Tocqueville no som eta a su autocrítica sistem ática, ésta es la de la fe en la libertad como pasión constitutiva del hom bre. § 2. U n a n á l is is s o c io l ó g ic o de l o s E stados U n id o s . — Los Es­ tados Unidos de N orteam érica fueron fundados sobre una base única en su género. Si bien, al igual que las o tras naciones am eri­ canas, surgieron del seno de u n im perio europeo, los elem entos coloniales que los integraban reflejaban apenas la e stru ctu ra social m etropolitana. Así, en las colonias norteam ericanas pre­ dom inaban ciertas capas disidentes de la sociedad europea. Los Estados Unidos se constituyeron dem ocráticam ente, según p rin ­ cipios representativos, y con una m asa de población refugiada, que venía huyendo de la intolerancia y la persecución. Por ello constituían, a la sazón, un gigantesco experim ento para los pue­ blos europeos: se tra ta b a de la p uesta en m arch" de una vasta nación bajo los principios políticos del liberalism o y la Ilu stra­ ción. Tocqueville, al hacerse a la m ar en abril de 1831 con destino al Nuevo Mundo, estaba perfectam ente consciente de la m agni­ tud del fenóm eno que iba a presenciar. El resultado sus obser­ vaciones, sus vivencias y sus estudios fue el m ejo r libro que se haya escrito sobre los E stados Unidos. Tocqueville se en frentaba con la sociedad yanqui de la época del presidente Andrew Jackson (1767-1845), caracterizada por la prim era expansión u rb an a de las ciudades del Este, p o r el em pu­ je hacia las tierras vírgenes del Oeste, por la dulcificación de la religión p u ritan a y por los principios de u n vigoroso reform ism o, expresado tan to en la nueva penología com o en los albores del m ovim iento antiesclavista.2 Los aspectos negativos de la nueva sociedad am ericana no podían escapar a ningún observador de la dem ocracia jacksoniana, pero los dinám icos y progresivos eran tanto o m ás preem inentes. E n tre éstos, el m ás destacado era, sen­ cillam ente, el de la representatividad dem ocrática. Salvo los es­ clavos en los estados m eridionales y los indios, la totalidad de la población poseía el sistem a de gobierno m ás representativo del 2. Cf. Harold Laski, en su Introducción a la «Démocratie en Amérique», vol. 1-1, p. x de las Oeuvres, Papiers et correspondences, de Alexis de Tocqueville. París, 1951, ed. del Centenario. Todas las citas de Tocqueville se darán con referen­ cia a esta edición, con la indicación O. P. et C.

m undo y el grado m ás alto de control, p o r p arte de cada ciuda­ dano p articu lar, de la vida pública. En E uropa e ra corriente ha­ b la r y referirse a las instituciones yanquis sin conocerlas, y Tocqueville se propuso te rm in a r con esta situación. Pero su interés era doble; p o r un lado le interesaba enterarse de la situación e in form ar sobre ella, describiéndola; p o r otro, le seducía la idea de desvelar el que p a ra él fue siem pre u n problem a central, el del sentido y funcionam iento de la lib ertad en el seno de la socie­ dad hum ana, y, sobre todo, en el m arco de la que él creía corrien­ te irresistible de los tiem pos m odernos, la dem ocracia. Por eso su obra lleva el título de la «Democracia en América»; la dem o­ cracia (fuerza y categoría histórica general) en u n país concreto (circunstancia espaciotem poral). Y p o r eso tam bién La Democracia en América no es únicam ente un libro sobre las instituciones políticas de los E stados Unidos, sino una larga m editación sobre la m archa histórica de las sociedades occidentales. Y lo que da peso a esa m editación es el espíritu sociológico que la anima. La obra de Tocqueville comienza a un nivel puram ente descrip­ tivo, geográfico y term ina, en el segundo volum en (publicado cinco años después del prim ero) con un alto grado de abstracción. El paso paulatino de lo descriptivo a lo conceptual se realiza siem pre dentro de un esquem a de observación realista. Así, para poder estudiar el sentido de la lib ertad en la vida m oderna, Tocqueville se atiene siem pre a un estudio de cuantas instituciones aparente­ m ente extrapolíticas encuentra. E n ello se ve el directo influjo de M ontesquieu quien, como se expuso páginas atrás, percibió la interdependencia de las diversas zonas de la realidad y pro­ pugnó la com prensión de esta interdependencia como condición previa a todo entendim iento cabal de los asuntos hum anos. Con la ayuda de esta convicción, elem ental p a ra toda m ente, socioló­ gicam ente orientada, Tocqueville describió las interrelaciones existentes en la vida social yanqui. Tocqueville desveló las rela­ ciones existentes en tre la libertad de prensa y el tem peram ento de la clase m edia; en tre la religión p ro testan te y el sistem a fede­ ral; entre el igualitarism o y el sistem a de gobierno local autóno­ mo. El título de uno de sus capítulos revela este tipo de enfoque. «De la religión considerada como institución política, y cómo se sirve poderosam ente al m antenim iento de la república dem ocrá­ tica de los am ericanos».’ La preocupación original de Tocqueville es política, pero al in ten tar averiguar aquellas circunstancias que hacen posible la dem ocracia, y cuya naturaleza es las m ás de las veces extrapolítica, se tiene que a d e n tra r forzosam ente en el terreno de la m entalidad, de las convicciones, de los valores económicos, sin olvidar los detalles de la vida cotidiana. Gracias a esto, Tocqueville fue uno de los prim eros escritores que pudo describir los rasgos psicosociales del pueblo yanqui. De él se pue­ de decir que surgen tradiciones tales como la que atribuye a los

norteam ericanos un alto grado de m aterialism o o, m ejor, una excesiva pasión p o r el confort: En América, la pasión por el bienestar material no es siempre exclu­ siva, pero es general; si bien todos no la experimentan del mismo modo, todos la sienten. El cuidado de satisfacer los mínimos deseos del cuerpo y de proveerse las pequeñas comodidades de la vida preocupa univer­ salmente a los espíritus. Algo parecido va ocurriendo cada vez más en Europa. No he encontrado, en América, ciudadano tan pobre que no mirara esperanzada y envidiosamente los goces de los ricos y cuya imaginación no se encendiera ante la perspectiva de los bienes que la fortuna se obstinaba en negarle. Y, por otra parte, nunca he percibido, entre los ricos de los Estados Unidos, ese soberbio desdén por el bienestar material que se muestra a veces hasta en el seno de las aristocracias más opulentas y disolutas. La mayor parte de estos ricos fueron pobres; han sentido el aguijón de la necesidad; han combatido durante un largo tiempo contra una for­ tuna adversa y, ahora que la victoria ha llegado, las pasiones que acom­ pañaron la lucha sobreviven. Los ricos siguen ebrios en medio de esos pequeños goces que han perseguido durante cuarenta años.* Pero p alab ras com o las anteriores no son sólo un re tra to de la sociedad norteam ericana de la época. Tocqueville, como muchos otros después de él, ve en América el gran terren o experim ental donde tiene lugar fenóm enos que afectarán luego a todos los pueblos europeos. El hedonism o de los «pequeños goces» va infil­ trándose «cada vez m ás en Europa». Diríamos que a p a rtir de Tocqueville, América ha sido p ara m uchos la imagen de nuestro futuro si no fuera que los m ism os fundadores de la república yanqui tenían conciencia de ello, y que con esa conciencia se establecieron m últiples colonias (religiosas, socialistas, anarquis­ tas) en los territo rio s vírgenes de N orteam érica. Al m ism o tiem po, Tocqueville utiliza el ejem plo de los Estados Unidos para anali­ zar los resultados del im pacto de la expansión europea sobre los pueblos no europeos. Con este motivo, Tocqueville com para fríam ente los diferentes m odos de colonizar de españoles e in­ gleses: Los españoles soltaron sus perros sobre los indios como si de anima­ les feroces se tratara; saquearon el Nuevo Mundo como si fuera una ciu­ dad tomada al asalto, sin discernimiento ni piedad; mas no se puede destruir todo, el furor tiene un final: el resto de la población india escapada a la matanza acaba por mezclarse a los vencedores y por adop­ tar su religión y sus costumbres. La conducta de los americanos de los Estados Unidos respecto a ios indígenas respira al contrario el más puro amor a las formas y la lega­ lidad. Siempre que los indios no abandonen su estado salvaje, los ameri­ canos los dejarán en paz y los tratan como pueblos independientes; no se permiten ocupar sus tierras sin haberlas adquirido debidamente mediante un contrato; y si por fortuna una nación india no puede vivir

en su territorio, fraternalmente la toman de la mano y la llevan ellos mismos a que muera lejos del país de sus antepasados. Los españoles, con la ayuda de monstruosidades sin par, cubriéndose de una imborrable vergüenza, no han conseguido exterminar la raza in­ dia, ni siquiera impedir que participe en sus derechos; los americanos de los Estados Unidos han conseguido este doble resultado con maravi­ llosa facilidad, tranquilamente, legalmente, filantrópicamente, sin verter sangre, sin violar uno solo de los grandes principios de la moral ante los ojos del mundo. Sería imposible destruir a los hombres respetando mejor las leyes de la humanidad.5

A la indignación m oral de Las Casas o M ontaigne hay que añadir ahora la observación sutil de los diversos modos de explo­ tación y exterm inio utilizados p o r todos los pueblos coloniales de Europa, tal como la ejercitó Alexis de Tocqueville. Sin m oralizar, el texto tocquevilliano es, no obstante, una m anifestación m adura de la ética laica y h um anista que ha acom pañado las m ejores tra ­ diciones del liberalism o europeo. La com prensión de nuestra pro­ pia barbarie, el análisis de sus form as m últiples, que van de lo especularm ente b ru ta l a la crueldad inconspicua, es uno de los varios aspectos de La democracia en América. Pero el principal está m ás allá de la descripción caracterológica del pueblo yanqui o de sus tendencias m orales. E ste lib ro es, en realidad, u n pretex­ to buscado por Tocqueville p a ra plantearse una serie de cuestiones clave sobre el presente y el fu tu ro de la libertad en el seno de los nuevos sistem as sociales igualitarios que, según él, se irían im plantando por doquier. P ara juzgar esas cuestiones hay que fam iliarizarse prim ero con algunas ideas de Tocqueville acerca de la dem ocracia y el igualitarism o en el m undo m oderno. § 3. La pa s ió n d e m o c r á t ic a : la igualdad . — La igualdad es un hecho, el igualitarism o, una doctrina; y, p a ra Tocqueville, una pasión hum ana. Su difusión en las conciencias h a tenido, según él, un papel decisivo en la form ación de la m ente m oderna. El igualitarism o es una tendencia social que fom enta el tipo de igualdad que puede llam arse igualdad m aterial. Hay otros tipos de igualdad, por ejem plo, la jurídica, o sea, la igualdad ante la ley. É sta es la expresión legal de la igualdad m oral propuesta por los hum anistas renacentistas, y heredada de los helenistas. Más tarde, los pensadores sociales del siglo xix se dieron cuenta de que uno de los rasgos m ás característicos de su tiem po era el énfasis que los hom bres ponían sobre la igualdad m aterial. É sta Significaba que los hom bres eran y debían ser sustancialm ente iguales. P ara lograrlo, los liberales inten taro n crear un sistem a en el que predom inara p o r lo menos una form a de igualdad m a­ terial: la de oportunidades. Un m edio p ara alcanzarla era, su­ puestam ente, la abstención p o r p a rte del estado de toda interfe­ rencia en la vida privada del ciudadano. Según este principio, el derecho a la vida privada recibió una sanción legal que nunca

había tenido. Antes sólo en Pericles hallam os una cierta justifi­ cación de su valor así com o de la autonom ía del individuo. Como corolario a todo ello la supresión del privilegio aristocrático llegó a ser casi com pleta. E sta tendencia hacia la igualdad vino acom pañada por una tendencia política hacia la libertad. Así, la individualidad de los m iem bros de la sociedad era salvaguardada p o r el derecho posi­ tivo. La institucionalización de los derechos del ciudadano implicó el reconocim iento de que la igualdad era inseparable de la liber­ tad, y hasta se llegó a identificarlas en algunos casos. Mas esta igualdad tenía que com prenderse «dentro del alcance de la ley, tal cual sugería la idea de isonom ía presen tad a p or Isócrates» y no debía confundirse con la «igualdad de condiciones». E ra la igualdad d iscrim inatoria y aristo crática «de quienes form an un cuerpo de pares».6 Sin em bargo, Alexis de Tocqueville afirm a que la tendencia hacía la igualdad y la tendencia hacia la libertad pueden, en ciertos casos, ser tendencias divergentes. En realidad, dice, el m undo contem poráneo está presenciando ese aconteci­ m iento en algunos lugares. Ello ocurre porque la igualdad m ism a encierra en sí dos tendencias diferentes: La igualdad en realidad produce dos tendencias: la una lleva a los hombres hacia la independencia, y hasta puede arrastrar todo a la anar­ quía, y la otra los lleva por un camino más largo y recóndito, hacia la servidumbre.78

E ntendida de este modo, la igualdad se concibe como una «fuerza social» en cierto sentido independiente de los grupos que la portan, independiente tam bién de aquello que en un principio parecía inseparable de ella, la libertad: La igualdad puede llegar a establecerse en la sociedad civil sin reinar en la vida política. Uno puede tener el mismo derecho a gozar de los mismos placeres, ejercer las mismas profesiones, asistir a los mismos lugares, en una palabra, vivir la misma vida y perseguir la riqueza por los mismos medios sin tomar parte alguna en el gobierno."

Al darse cuenta de la posibilidad del divorcio entre libertad e igualdad, Tocqueville vislum bra la fu tu ra existencia de una sociedad sin au téntica vida política, en la que .. una enorme masa de hombres similares e iguales giren incansable­ mente en tom o a sí mismos para procurarse pequeños placeres vulgares con los que llenar sus mentes.9

Siguiendo esta línea de pensam iento, Tocqueville se adentra en la naturaleza de las m odernas m asas sociales. Tradicionalm en­ te, las m asas eran concebidas según los cánones del prejuicio 6. 7. 8. 9.

Hannah Arendt, On Revolution, Nueva York, 1963. p. 23. O. P et C„ vol. 1-1, p. 265. Ibid., p. 101. Ibid., p. 324.

aristocrático, com o la sim ple m ayoría del pueblo vulgar e igno­ rante. Tocqueville distingue en tre pueblo y m asa. E sta últim a no se com pone necesariam ente de una m uchedum bre reunida en un lugar, sino de u n a m ayoría de hom bres solitarios que «giran incansablem ente en torno a sí mismos», que viven dentro de un hedonism o b ajo y son víctim as de u n intenso conform ism o social. Tocqueville llegó a estas ideas gracias a su análisis de la demo­ cracia m oderna. Ignorando los aspectos constitucionales y guber­ nam entales del fenómeno, intentó descubrir el su b strato verda­ dero de la sociedad dem ocrática. Lo prim ero que uno encuentra en una era dem ocrática, dice Tocqueville, y en especial en la Fran­ cia y los E stados Unidos de su tiem po, es u n a tendencia general hacia la igualdad de condición. El derecho al voto es sólo una expresión externa de esa tendencia, y lo m ism o ocurre con la existencia de asam bleas deliberantes y todas las dem ás institucio­ nes del gobierno representativo. Tocqueville cree que todas ellas son deseables y que, andando el tiem po, echarán raíces profundas en la sociedad m oderna. E l igualitarism o político es, pues, un reflejo de una profunda tendencia estru ctu ral, procedente de las clases m edias y de las inferiores, y que im pone cam bios drásticos en la organización tradicional de la sociedad. Pero esa tendencia en traña tam bién la evolución hacia la «estandardización» de las situaciones individuales y la hom ogeneización de las distinciones sociales. Su origen reside en el desarrollo de lo que Tocqueville llam a la «pasión dem ocrática» p o r excelencia, la pasión por la igualdad de condiciones m ateriales. Según Tocqueville, la sociedad está siem pre bajo la presión de dos corrientes generales. La u n a es la fuerza que la lleva hacia la diferenciación —tendencia aristocrática—, la o tra la que la lleva hacia la igualación —tendencia dem ocrática—. E sta últim a es m ás irracional, y po r ello Tocqueville prefiere llam arla pasión. E l hom bre to lera m al la prom inencia social de su prójim o; si esto se com bina con el largo sufrim iento de privilegios injustos y de las divisiones clasistas, com prenderem os p o r qué los m enos pri­ vilegiados pueden caer en el delirio de esa pasión en cuanto los poderosos m u estran signos de debilidad. En esos casos la igualdad llega a ser una idea obsesiva, a la cual se abrazan los hom bres ciegam ente: destruyen b a rre ra s, suprim en diferencias, descargan frustraciones retenidas d u ran te largo tiem po, y dan rienda suelta a su envidia y a sus sentim ientos de ofendida inferioridad. Todo e sto no sería grave del todo si no fuera que, con ello, desaparece tam bién la lib ertad en cuyo nom bre estalla la rebelión. En su proceso los hom bres se vuelven sordos a cualquiera que pretenda disuadirles de la consecuencia ú ltim a de sus actos. La igualdad se convierte en un valor suprem o, en «algo absoluto, como prin­ cipio de nivelación universal»,10 que todo lo a rra stra , incluso la libertad. 10. Lorenzo Caboara, Democrazia e libertá nel pensiero di Alexis de Tocqueville Milán, 1946, pp. 71-72

Cuando este principio se aplica seriam ente en una sociedad comienzan a aparecer algunos rasgos psicológicos en los indi­ viduos que la com ponen. En un principio, el hom bre que se encuentra inm erso en una situación de igualdad de condiciones se siente independiente." Ello le proporciona un inm enso senti­ m iento de seguridad, que se m anifiesta en su arrogancia, la cual, a su vez, es proyectada con tra cualquier otro hom bre que se dis­ tinga en cualquier actividad concreta. Y el individuo de m ediocres características en la sociedad m oderna se encuentra con que puede usar las instituciones dem ocráticas con tra la excelencia hum ana del prójim o. La envidia puede ponerse al servicio de la igualdad m aterial y a rra s tra r a los hom bres de la m asa a que ataquen sin piedad lo bueno y lo bello, com o si fueran tiranos u oligarcas. De ahí la trágica inversión que ocurre en las m entes de algunos individuos «democráticos»: se vuelven co n tra aquellos que, con valor y honradez, cooperaron en la destrucción de la situación injusta anterior. Mas, gracias a su sentido realista, Tocqueville insiste en que esta situación no o cu rrirá en térm inos absolutos, y habla sólo de tendencias históricas reales, pero relativas. Ade­ más, todas las tendencias sociales generales son, p a ra Tocqueville, naturalm ente am bivalentes; producen diferentes resultados según su encuentro con o tras tendencias o situaciones sociales: Por muchos esfuerzos que se hagan, el pueblo no creará nunca unas condiciones perfectamente igualitarias para todos los miembros de la sociedad; hasta en el caso de que tal cosa ocurriera, es decir, una des­ graciada nivelación total y completa, siempre existiría la desigualdad de las inteligencias, la cual... escaparía a las leyes.112

Queda, pues, claro que Tocqueville ve en el igualitarism o dos tendencias generales, u n a que lleva al aum ento de la libertad y o tra hacia la creación de u n nuevo m odo de despotism o, el despo­ tism o de u n a sociedad dom inada por m asas satisfechas e incul­ tas; adem ás, queda claro tam bién que nunca creyó que tal socie­ dad podría existir en térm inos absolutos. Veamos ahora algunas consecuencias de estos procesos. Tocqueville se dio cuenta de que, sobre todo en los E stados Unidos, el avance de la igualación en tre los diversos individuos había redundado en favor del aum ento de la lib ertad personal. Sin em bargo, según él, la posesión de esa libertad ciega a las personas an te el avance del nuevo despotism o dem ocrático. Las gentes se acostu m b ran a la idea de que la lib ertad es la consecuen­ cia n atu ra l de la igualdad y creen que cuanto m ás tengan de esta últim a, m ás gozarán de la prim era. Se equivocan. Los males que puede provocar la igualdad extrema se manifiestan muy lentamente; lentamente se muestran en el cuerpo social; se les ve venir sólo a grandes intervalos y cuando son más violentos, cuando la costumbre no nos impide ya sentirlos.13 11. Ibid., p. 72. 12. Caboara, ibid., lo cita, p. 74. 13. O. P. et C., M , p. 103.

Por o tra parte, las ventajas de la libertad son tam bién lentas, m ientras que las ventajas de la igualdad son inm ediatas. Pero en la relación existente entre libertad e igualdad, es la igualdad la que produce un sentim iento de libertad. Así, en su tratad o sobre E l antiguo régimen y la revolución Tocqueville se esfuerza por p ro b ar que la igualdad de condiciones, que empezó a crear el absolutism o ilustrado, fue la causa principal de las ideas libera­ les que inspiraron la revolución. Toda lucha con tra las tendencias igualitarias carece de senti­ do, dice Tocqueville. Q uienquiera que se oponga a ellas será des­ truido, añade, pensando quizás en la suerte de los m ás reacciona­ rios. Además, el establecim iento de la libertad no puede hacerse sin la ayuda de la igualdad. Pero el igualitarism o produce en el individuo fenóm enos tan contradictorios como un aum ento de su libertad y la seria posibilidad de p erd er esa m ism a libertad a m a­ nos de una tiran ía de las m asas. E sta ú ltim a consiste en el domi­ nio de la m ayoría sobre las m inorías selectas. Tocqueville creyó que el socialism o escondía precisam ente ese peligro. En sus últi­ mos años, al contem plar retrospectivam ente los sucesos revolu­ cionarios de 1848, llegó a fo rja r una distinción en tre la dem ocra­ cia y el socialismo, con lo cual im aginó dos tipos diferentes de sociedad igualitaria. En am bas predom inarían el «espíritu demo­ crático» y las «pasiones dem ocráticas». Mas la democracia dilata la esfera de la independencia individual mientras que el socialismo la constriñe. La democracia da todo su valor a cada hombre, el socialismo hace de cada hombre un agente, un número. La democracia y el socialismo están unidos sólo por medio de una palabra, la igualdad; mas notad la diferencia: la democracia quiere igualdad den­ tro de la libertad, mientras que el socialismo quiere igualdad dentro de la coacción y la servidumbre.14 E stas reflexiones de Tocqueville quizás encierren una com pren­ sión insuficiente del socialismo; pero deben ser registradas en cuanto que representan un com entario aplicable a un socialismo que fuera unido a una tiranía. Pero es evidente que la oposición entre socialism o y dem ocracia es injustificable en térm inos lógi­ cos. Sin em bargo, el descubrim iento de Tocqueville de que la dem ocracia liberal e igualitaria encerraba grandes peligros para la libertad no es pequeña. Tocqueville m ostró cómo el hom bre originalm ente individualista de las nuevas sociedades, especial­ m ente la norteam ericana, evolucionaba lentam ente hacia un am or excesivo del bienestar, h asta corrom per el bien estar m ism o.15 Además, cree Tocqueville que el hom bre m oderno es víctim a, cada vez más, de la opinión de los dem ás, y la sigue ciegam ente. De m odo que el individualista que forjó la revolución liberal corre 14. A. de Tocqueville, Oeuvres complétes, « d u d e s économiques, etc.», vol. IX París, 1876, p. 543. 15. O. P. et C., p. 154.

ahora el peligro de convertirse en u n sensualista sin personalidad, en un ser sin ansia ni necesidad de vivir librem ente. § 4. La t e o r ía del p l u r a l is m o p o l it ic o s o c ia l . — Uno de los principios del liberalism o m aduro es el de la coexistencia en él de una variedad de grupos, partidos y tendencias d entro del cuerpo político. Ello en trañ a una revisión del principio sim plista de Rous­ seau de la «voluntad general» que deja poco o ningún espacio a los grupos disidentes. El liberalism o de Mili, en lo que tiene de defensa de las m inorías, propugna ya este nuevo enfoque y, por lo tanto, lo que hoy se suele llam ar pluralism o político. Toc­ queville, en su estudio de la sociedad norteam ericana, descubrió cómo el pluralism o social era el soporte del político, y cómo el desm oronam iento del prim ero significaría el fin inevitable del segundo. Al m ism o tiem po, le interesaba investigar los m ecanis­ mos por los cuales se m antiene el pluralism o en una sociedad dem ocrática som etida a las tendencias niveladoras y homogeneizadoras de las que acabam os de hablar. Según él, esos m ecanis­ mos son, en principio, el federalism o y la descentralización. Pero federalism o y descentralización son esquem as políticos, los cuales, p o r sí solos, no pueden prod u cir los efectos deseados por Tocqueville. P ara que exista un verdadero pluralism o social tienen que m ed rar toda clase de asociaciones espontáneas, con propósitos diversos —com erciales, recreativos, industriales, cien­ tíficos— y con un alto grado de autonom ía y sin injerencia estatal. En tal caso, será creada en la sociedad una capa interm edia entre el estado y el individuo, que p ro te je rá a éste, pues el estado no podrá m anipular al individuo sin tenérselas que haber antes con las asociaciones de las que sea m iem bro. En una sociedad aristo­ crática el individuo está protegido p o r sus propios privilegios, o por su propio señor (en caso de no ser víctim a de este últim o), pero en una sociedad dem ocrática no hay o tra g arantía que la del pluralism o social, el cual, a su vez, im plica y presupone el político. E stas reflexiones vinieron a la m ente de Tocqueville cuando observó la gran libertad de asociación que hab ía en América, com­ parada con la de la Francia de su tiem po. El código penal fran­ cés de 1810, vigente a la sazón, establecía que toda asociación con m ás de veinte m iem bros necesitaba perm iso gubernam ental. Na­ turalm ente, la clandestinidad se im puso y por lo tan to la ilegalidad y el peligro de revolución. En N orteam érica, en cambio, las aso­ ciaciones se form aban con gran facilidad. C ualquier opinión o corriente de p ro testa se plasm aba inm ediatam ente en una asocia­ ción que luchaba p o r hacer prevalecer sus pretensiones. El nor­ team ericano, Tocqueville dice, no hace peticiones a la autoridad, sino que se organiza y lucha constitucionalm ente p ara conseguir lo que quiere.16 A su vez, la existencia de estas asociaciones, crea una b a rre ra con tra los excesos del poder central. Una asociación 16. Jack Lively, The Social and Political Thought of Alexis de Tocqueville. Oxford, 1962, pp. 126-129.

determ inada puede no triu n fa r o conseguir lo que pretende, pero su m era existencia es u n freno con tra el poder público. Y no sólo contra éste: las asociaciones libres son la contracorriente que m antiene la diversidad necesaria en toda sociedad dem ocrática, cuyas tendencias hom ogeneizadoras son un peligro muy grave contra la lib ertad y la iniciativa individuales. La idea del pluralism o político basado en el pluralism o de las asociaciones voluntarias de toda suerte es p a ra Alexis de Tocqueville todo u n p rogram a de acción política. P ara él lo que hay que h acer es inculcar en los ciudadanos los hábitos de la cooperación, de la organización voluntaria, del respeto a la ley y de la confianza en sí m ism os, no en el estado. La m an era de alcanzar estos hábi­ tos no podía ser o tra que la costum bre. H abía que crear las con­ diciones políticas de lib ertad que perm itiesen a los ciudadanos de E uropa continental el irse dando cuenta paulatinam ente de las ven tajas de ta l sistem a. E n u n a p alabra, h abía que com batir el centralism o y la creencia de que el estado es todopoderoso, heredada del absolutism o ilustrado y revigorizada por el régimen republicano que surgió de la Revolución francesa. Porque, para Tocqueville, el verdadero origen de la situación política, econó­ m ica y ad m inistrativa de su tiem po no era la corriente revolucio­ n aria de la burguesía, sino el centralism o absolutista y despótico de las m onarquías del siglo xvm . § 5. L as ra íc es de la R e v o l u c ió n . — E l antiguo régimen y la Revolución apareció en 1856. A la sazón e ra norm al atrib u ir esta últim a a las ideas de la Ilustración, tan to p a ra d etractarla como p ara defenderla. Tocqueville, sin negar que la Ilustración era una de las principales causas de la Revolución, insistió en que ciertas transform aciones fundam entales de la sociedad francesa, ocu­ rrid as bajo la égida m onarquicoaristocrática, habían provocado la gran conflagración. En ellas estaba el verdadero origen de la nueva sociedad europea. Gracias a ellas había sido posible la gran transferencia de las ideas de los pensadores ilustrados a la m asa del pueblo, y su incorporación a la im aginación y a los valores m orales y políticos de la ciudadanía francesa.17 La Revolución no había sido un proceso anárquico, como pre­ tendían los críticos ultraconservadores, dice Tocqueville, sino la prosecución lógica del proceso de centralización y racionalización del poder puesto en m archa p o r el a n d en régime. D urante éste no cabe duda que existía una gran confusión adm inistrativa y de com petencias en el seno de los m últiples organism os estatales, herencia de un pasado feudal. Pero b ajo esa confusión discurrían fuerzas potentes de centralización, sistem atización y ordenam iento de la sociedad según principios de m ayor eficacia, que descartaban cada vez m ás el sistem a aristocrático de privilegios. La Revolución 17. Cf. Jack Lively, op. cit., pp. 56-59. Compárese todo esto con los datos his­ tóricos aducidos por Jacques Godechot, Los orígenes de la revolución francesa Barcelona. 1974

y la dictad u ra napoleónica son así aspectos coherentes del pro­ ceso que in sp irab a la vida m ism a del antiguo régim en. Este argumento de que existía una continuidad entre la administra­ ción francesa de los siglos xvm y xix parecía paradójico a muchos de sus contemporáneos. Si la construcción de una administración centra­ lizada no hubiera sido el medio para despojar a la aristocracia de su poder y poner éste en manos del pueblo o de sus representantes, Toc­ queville hubiera estado de acuerdo con ellos. Lo único que él quería mostrar es que el privilegio aristocrático en sí habia sido un freno defensivo contra el poder, al tiempo que era una ofensa a la igualdad y que, si la centralización habia privado a la aristocracia de la base real de su poder, su autoridad local, ésa era una tendencia que había sido iniciada por la monarquía absoluta y terminada por Napoleón, como ayuda al absolutismo.1819 Por lo tanto, según Tocqueville la centralización en Francia había sido consecuencia del esfuerzo conjunto de las costum bres dem ocráticas y de las am biciones absolutistas. La Revolución acabó con las reliquias y los restos de un sistem a preabsolutista que estab a en crisis antes de que ella adviniera. Esto no la mi­ nimiza, pero echa nueva luz sobre la naturaleza de ese proceso histórico, así com o sobre la dinám ica íntim a de toda revolución. La centralización francesa era p a rte de una tendencia histórica europea, y no dependía, de una voluntad política, sino de las estru ctu ras sociales. Los E stados Unidos habían surgido natu ral­ m ente federados. P or m ucho que el federalism o fuera el ideal político, no sería posible establecerlo m ás que cuando dichas estructu ras existan; y p arte de ellas son las costum bres y creen­ cias del pueblo. Así, la constitución m ejicana de 1824 im itó la de su vecino país norteño, sin que pudiera funcionar o aplicarse.” Cada país requiere su constitución especial, aunque el objetivo deseable —la preservación y el fom ento de la libertad— deba ser siem pre el mismo. E stas consideraciones sobre los efectos de la centralización y la racionalización del poder parecen ir m ás allá de las tensiones existentes en tre los diversos estam entos y clases que en traro n en conflicto abierto en 1789. En efecto, el proceso de centralización afecta a toda la población e implica, no sólo un cam bio adm inis­ trativo hacia la m ayor eficiencia, sino un cam bio general de acti­ tudes. Va m ás allá de las clases, y en tra en conflicto con todas ellas, aunque en grados m uy diferentes. La aceptación de este hecho no significa, em pero, p ara Tocqueville, que éste desconocie­ ra el conflicto de clases. Al contrario, sorprende la frecuencia con que aparece en su obra —no afectada p o r la de Marx— la idea de la lucha de clases. A p esar de su individualism o, Tocqueville afirma: «yo hablo de clases: ellas solas deben ocupar la historia». Y refiriéndose a la situación del individuo en la sociedad, añade: «Se pertenece prim ero a una clase, sólo luego se tiene una opi18. Ib id ., pp. 154-155. 19. Ib id ., p. 158.

nión.» Las clases y su conflicto son la condición indispensable de toda revolución: si dos clases se enfrentan, el gobierno está irrem isiblem ente perdido.” Gracias a su conocim iento de este fenóm eno pudo Tocqueville predecir, aunque nadie le hiciera caso, la revolución de 1848. Tocqueville odiaba el espíritu revolucionario p o r lo que tenía de destructivo. Pero lo que él quería era que se dieran los pasos y se llevaran a cabo las reform as necesarias p a ra im pedirlo, o m ejor, p a ra que se desvaneciera. M ientras continuara «la opresión de los obreros de París»,2021 El conflicto sería inm inente. M ientras los reaccionarios de Guizot estuvieran en el poder, la revolución y la violencia serían inevitables. Aunque estab a aparentem ente de acuerdo con los doctrinarios en su idea que la revolución era a la p ostre enem iga de la libertad porque acarreaba consigo una época de terro r, no les seguía en su odio p o r la dem ocracia. Ya en su estudio sobre América, Tocqueville había puesto de relieve cómo u n a dem ocracia estable e ra precisam ente la m ayor garantía co n tra las revoluciones violentas y la m ejor solución p ara que las gentes de diversas clases y grupos pudieran resolver sus conflictos al nivel estrictam ente político, y no m ediante la guerra civil, y la dictad u ra de una clase sobre las demás, o de un p artid o sobre todo el pueblo.22

20. Cf. las citas de Georges Lefebvre en su Introducción a L'Ancien régime et la Révolution, O. P. et C., vol. II-l, p. 23. 21. Máxime Leroy, Histoire des Idées sociales en France. París, 1954, 2.a ed., P- 51. 22. Para una versión castellana del Anden Régime, cf. A. de Tocqueville, El Antiguo régimen y la revolución, Madrid, Alianza, 1982, 2 vols.

LIBRO QUINTO EL SOCIALISMO

LOS ORIGENES DEL SOCIALISMO § 1. — Cuando el hom bre m oderno se enfrenta con el socialis­ mo, aun en sus form as históricam ente m ás rem otas, se encuentra con una problem ática y con un universo de discurso y de expe­ riencia que no le es ajeno. H asta aquí hem os tra ta d o de tem as que a m enudo requerían un esfuerzo reflexivo p ara que com pren­ diéram os su conexión con las cuestiones prácticas de nu estra vida actual; a p a rtir de este m om ento tal esfuerzo será siem pre innecesario. H asta en sus form as m ás utópicas —las del socialis­ mo de los prim eros tiem pos, desde la Revolución francesa hasta los años inm ediatam ente anteriores a la aparición del m arxis­ mo— el pensam iento socialista está enraizado en el m undo de hoy. En realidad, este últim o es absolutam ente inconcebible sin su existencia. En las páginas que siguen verem os con brevedad su desarrollo filosófico y harem os referencias a sus im plicaciones prácticas, aunque estas últim as no constituyan el objeto prim ordial de nuestra tarea, pues tan to o m ás que en el caso del liberalism o, el socialismo es un m ovim iento político y económico de acción social. N uestra ta re a va principalm ente dirigida a la explicación de las ideas que soportan dicho m ovim iento o, con m ayor exactitud, conjunto de m ovim ientos sociales. Y al h ab lar de conjunto, roza­ mos uno de los m ayores problem as que se plantean a cualquier historiado r del pensam iento socialista: la m ultiplicidad de visio­ nes, ideologías y actitudes que engloba la palab ra socialismo. A lo largo de los próxim os capítulos se irán viendo las varias escuelas de pensam iento y se irán deslizando o m ostrando los elem entos que las unen en tre sí. De m om ento, y com o punto de partida, quizá convenga d ar algunas definiciones. Las definiciones se refieren a los conceptos de com unism o, so­ cialism o y anarquism o. El concepto de com unism o es el m ás am ­ plio de los tres. P or razones prácticas hablam os del pensam iento socialista, pero en realidad la idea raíz de toda su e stru ctu ra es la de com unism o. Ahora bien, en sí, la idea de com unism o es alta­ m ente ab stracta, y la m ultiplicidad de las interpretaciones políti­ cas, históricas y económ icas —tan to teóricas como prácticas— que se pueden d ar es m uy am plia. En esta m ultiplicidad destacan dos, a saber: la socialista y la anarquista. La socialista propiam en-

te dicha pone m ayor énfasis en la organización del m ovim iento que ha de conducir al estado de com unism o, m ientras que la anarquista confía en la m era sublevación de los oprim idos como paso hacia tal estado. Pero am bas teorías son com unistas, aunque las diferencias que las separen sean fundam entales. No son tan grandes, no obstante, como p ara no incluirlas am bas dentro del estudio de la m ism a corriente: la del pensam iento socialista en general. A m ayor abundam iento, gran núm ero de anarquistas se llam aron antaño socialistas, aunque no viceversa. Sin pretender agotar la com plejidad conceptual e histórica de estas nociones darem os ahora sendas y escuetas definiciones que nos ayuden a precisarlas. Acto seguido dejarem os que la h isto ria m ism a de estos movimientos intelectuales nos enseñe sus ram ificaciones y m a­ tices: I. Comunismo. — Es aquel estado social en el cual no existe ni la propiedad privada de los m edios de producción, ni el estado, ni las clases sociales. E n él un grupo hum ano no explota a otro ni los individuos lo hacen en tre sí. También se entiende p o r com unism o la doctrina que aboga por el establecim iento de ta l estado social, o que asevera que el mismo será inevitablem ente el estado social del futuro. II. Socialismo. — Es la teoría, doctrina o p ráctica social que propugna (o ejercita) la posesión pública de los m edios de pro­ ducción y su adm inistración tam bién pública en pro del interés de la sociedad en general, y no en favor de clases o grupos p ar­ ticulares. III. Anarquism o. — Es la teo ría o d octrina que m antiene que toda autoridad política es innecesaria y nociva, aunque otros tipos de autoridad (jurídica, religiosa) son tam bién considerados per­ judiciales. El anarquism o sostiene que m ediante la abolición de la autoridad se puede crear una sociedad ju sta, basada en la bondad innata del hom bre y en su voluntad de cooperar pacífica­ m ente con sus prójim os. Con excepción del fascism o, éstas son las tre s ideas m otrices de los grandes m ovim ientos sociales posteriores al liberalism o y a la aparición del nacionalism o. Ello no significa que su presen­ tación real, en cada circunstancia histórica concreta, no haya sido grandem ente varia y com pleja, h a sta el pun to de que dichas ideas, en abundantes casos, parezcan haberse difum inado y h asta desa­ parecido del seno del m ovim iento social en cuestión. A m ás de esto, y ello es vital dentro de nuestro contexto, una de las tres nociones, la socialista, ha servido de m arco a un m ovim iento filosófico de una relevancia m uy p articu lar p a ra la ciencia social: el m arxism o. La h isto ria del pensam iento socialista no es en su virtud, la h isto ria de una filosofía revolucionaria tan sólo, sino tam bién un episodio central en el desarrollo de la ciencia social contem poránea, y aun de la ética y de la filosofía social en gene­ ral. En consecuencia, aunque el presente Libro V tra te por su apariencia externa del pensam iento revolucionario socialista, debe entenderse que una gran p arte del m ism o pertenece y no se puede

separar del Libro siguiente, dedicado principalm ente a exponer el desarrollo de la teoría sociológica. § 2. Antecedentes del socia lism o : los «D iggers». — La historia del pensam iento socialista podría rem o n tarse a la epopeya hom é­ rica,1 en la que el poeta nos hab la de la com unidad de vida y bie­ nes ejercitad a en cam paña por el ejército aqueo. Ello refleja sin duda el gran núm ero de instituciones casi socialistas que existie­ ron en el m undo antiguo. Poco quedaba de ellas, sin em bargo, cuando Platón redactó el p rim er proyecto de sociedad com unista que poseemos, su República. A ella, y a su peculiar sistem a de com unism o, hem os prestad o una atención especial en el capítulo dedicado a su autor. La utopía platónica es el origen rem oto de un buen núm ero de utopías posteriores, en especial de las rena­ centistas, las cuales, en m ayor o m enor grado, aceptan la idea platónica de que el com unism o es inherente a un estado social ideal. Mas la tradición socialista propiam ente dicha comienza con la Revolución francesa. El conato de im plantación del co­ m unism o d u ran te aquella conflagración civil, em pero, no tiene sólo raíces en esta vieja tradición filosófica sino en un núm ero considerable de otros intentos prácticos de crear una sociedad basada en los principios com unistas. E stos inten to s son tam bién considerablem ente antiguos. Algu­ nos autores han visto en la Ley m osaica uno de los prim eros ejem plos.12 Pero, en general, son las com unidades precristianas y paleocristianas las que p resentan unas características com unistas ya claras. Los esenios, que tan to influjo ejercieron sobre el cris­ tianism o naciente, p racticaron el com unism o. Se rep artían cuan­ to ganaban y desconocían la propiedad privada, aunque para obtener su sustento se m ezclaban con la sociedad judía, que no reconocía estos principios. El com unism o era, p ara ellos, parte de su vida religiosa. Tam bién lo sería p a ra los prim eros cristianos, pero com o algo accesorio a su fe, a p esar de su im portancia; su texto sagrado principal, los Evangelios, no contiene ni una sola palabra co n traria a la institución de la propiedad privada.3 A pesar de ello, el espíritu que anim a a San M ateo y a su Evangelio es lo suficientem ente cercano a los principios igualitarios del com unis­ m o como p a ra in sp irar a quienes, a través de los tiem pos, han intentado h allar una base religiosa p a ra sus aspiraciones socialis­ tas o com unistas. Ello h a sido así en casi todos los ensayos de com unism o, prácticos o teóricos, anteriores a la Revolución fran ­ cesa y posteriores al nacim iento del cristianism o. A lo largo de la E dad Media se p rodujeron varios m ovim ientos apocalípticos populares de gran alcance que, expresándose en térm inos quiliásticos y religiosos, querían im poner la igualdad económica y sexual, la com unidad de bienes y abolir la autoridad y el poder 1. Robert von Pohlman, Geschichte der sozialen Frage und des Sozialismus in der antiken Welt. Munich, 1893 (3.* ed. 1925), pp. 12-35, vol. I. 2. Cf. W. Graham, Socialism New and Oíd. Londres, 1890, pp. 21-27. 3. Alexander Gray, The Socialist Tradition. Londres, 1946, p. 40.

de los estam entos privilegiados. Su inspiración solía arran car de los ideales evangélicos, que habían sido corrom pidos, según sus seguidores, p o r la m undanidad de la Iglesia y traicionados p o r sus clérigos y p o r la nobleza. Todos ellos fracasaron, tras ser ferozm ente reprim idos, sin h ab er conseguido m ás que enangrentar los cam pos y villas de E uropa con sus propios m ártires o con las m uchas víctim as de sus desm anes. Tales movim ientos com unistas prim itivos son buena prueba de cóm o los ideales revolucionarios e igualitarios, p o r utópicos que pudieran ser en aquellos tiem pos continuaban, soterrados, en el seno de las con­ cepciones de la tradición cultu ral occidental.4 Sus últim as m ani­ festaciones prem odem as, com o los intentos de com unism o agra­ rio de la revuelta cam pesina alem ana del siglo xvi estaban ya a dos pasos, cronológicam ente, de la revolución inglesa puritana del xvii. A pesar de los argum entos teológicos con que se revistió la Revolución P u ritan a en In g laterra hay que considerarla como p arte de una revolución m oderna, aunque sea la m ás antigua de ella. El grupo de tendencia com unista que apareció entre las filas puritanas fue el de los Niveladores (levellers), que dem an­ daron m ayor representación política y la disolución de las clases sociales. E n tre los N iveladores surgieron grupos aún m ás extre­ mos, francam ente com unistas, los true levellers o Diggers. Los Diggers procedían del pequeño artesanado inglés y, aunque pro­ testantes, no tenían una filiación religiosa concreta. Su doctrina política halló su m e jo r expresión en la obra de G errard Winstanley (n. 1609), u n negociante venido a menos, nacido en la región de Lancaster. W instanley había sufrido diversas experiencias religiosas, ha­ biendo evolucionado desde la estricta obediencia eclesiástica has­ ta una religión personal y panteísta, libre de form alism os, después de haber pasado por las sectas b autistas. E sta evolución tam bién parece h ab er sido típica de otros Diggers. Ellos, ju nto a los cuá­ queros y o tras sectas, in ten taro n p racticar los antiguos principios cristianos de la vida com unitaria, presidida p o r la cooperación y el trab ajo voluntario. En 1649, W instanley publicó su Nueva ley de la justicia en la que exponía, en térm inos asaz m ísticos, cómo debía ponerse en práctica esa form a de vida. Ese m ism o año, en una colina ju n to al Tám esis, en Surrey, W instanley y m edía doce­ na de hom bres que le seguían com enzaron la p rim era experiencia com unista de los tiem pos m odernos. E m pezaron p o r la b ra r un pequeño huerto; de ahí su nom bre de diggers, en inglés, cavadores o labradores. La consigna e ra « trab ajad jun to s; com ed juntos el pan».5 P or ello W instanley y sus com pañeros fueron rápida­ 4. El mejor relato histórico de aquel fenómeno es el de Norman Cohn: The Pursuit of the Millenium: Revolutionary mitlenarians and mystical anarchists in the Middle Ages, Londres, 1957. 5. Georges Sabine, introd. a The Works Gerrard Winstanley. Universidad de Comell, 1941, p. 12.

m ente encarcelados p o r los cam pesinos del lugar, en una iglesia cercana. El incidente recibió b astan te publicidad, acrecentada p o r la publicación de un m anifiesto digger, y p o r varios interrogatorios oficiales. Puestos en libertad, los com unistas volvieron a su colina, y aum entaron algo su m enguado núm ero. W instanley publicó nuevos panfletos y peticiones a l Parlam ento, sobre todo en busca de protección co n tra los abusos com etidos p o r soldados y cam pe­ sinos c o n tra su com unidad. F inalm ente el ensayo de com unism o agrario fracasó p o r com pleto. E ntonces W instanley publicó, en 1652, su Ley de la libertad, en la que in ten tó p re sen tar u n a cons­ titución com unista com pleta, que esperaba p udiera in sp irar al m ism o Cromwell.6 E n ella, sus argum entos son aún teológicos: el m undo está presenciando una gran m udanza religiosa que ha de afectar la organización m ism a de la sociedad. E l am or al prójim o, divinam ente inspirado, h a de re in a r p ronto sobre la tierra. La crisis p o r la que pasa In g laterra es el fuego purificador que impo­ ne Dios a sus hijos antes de que advenga su nuevo reino. W instanley cree que hay que aprovechar la revolución iniciada por los puritan o s y llevarla a sus consecuencias últim as, es decir, a la nivelación de las diferencias en tre los hom bres. P ara ello, dicen los Diggers, es necesario que el Parlam ento suprim a la propiedad pues ella es la que causa las diferencias artificiales. La propiedad da pod er político, y u n a sociedad dem ocrática no debe reconocerla, so pena de d e ja r de serlo. W instanley se opo­ nía a la expropiación violenta de los dueños de la tierra, pero sus planes eran acab ar con la posesión privada de la m ism a. La propiedad es una ofensa con tra la m oral, pues significa un mo­ nopolio sobre una parcela de la creación, entregada por Dios a los hom bres p a ra su uso y goce com ún. P ara W instanley, si esto no llegaba a e sta r claro en las m entes de los revoluciona­ rios, la reform a p u rita n a sería parcial e im perfecta. Lo que él deseaba era una convención en tre el pueblo y el Parlam ento en virtud de la cual este últim o se com prom etiera no sólo a destru ir la m onarquía, sino a llevar a cabo u n a refo rm a total de la socie­ dad, acercándola a la com unidad cristian a ideal. Ello im plicaba el establecim iento de u n sistem a político plenam ente representativo y rotativo de cargos públicos, la creación de una organización general de instrucción pública (en contraste con las viejas uni­ versidades que eran exclusivas de la nobleza y la alta burguesía), y un ataque fro n tal con tra la e stru c tu ra jerárq u ica y aristocrá­ tica de la Iglesia inglesa. En cuanto a este últim o punto, Wins­ tanley deseaba que la educación fuera asunto absolutam ente secular, ya que el acto de fe y de adoración eran p ara él —y para muchos otros p ro testantes— asuntos que pertenecían estricta­ m ente al fuero interno del cristiano. La ideología digger es, finalm ente, anarquista. A p esar de sus relaciones con el poder establecido puritano, uno de sus rasgos 6. Ibid., p. 36.

m ás destacados es el de la hostilidad a toda form a de poder. El individualism o extrem o del protestan tism o calvinista acarrea consigo un odio co n tra la je ra rq u ía de cualesquiera iglesias y ese odio, a su vez, se extiende y proyecta sobre el ap arato esta­ tal, el cual, no hay que olvidarlo, no había alcanzado un grado total de secularización. El estado confesional e ra inconcebible todavía. El com unism o anarquista de los Diggers es evidente tanto po r su negación de la legitim idad del p oder eclesiástico y estatal, como p o r su to tal confianza en el hom bre como ser capaz de establecer una sociedad basada en la ayuda m utua, la ausen­ cia de coerción y el am o r al prójim o. § 3. O rígenes del com unism o contemporáneo : la «C onspiración I guales». — A p esar de su im portancia histórica, el comu­

de los

nism o puritano inglés puede considerarse como sólo un preceden­ te aislado del contem poráneo. La llam ada «Conspiración de los Iguales», que tuvo lugar d urante la Revolución francesa, partici­ pa tam bién de características sem ejantes. Fue, p o r lo pronto, un conato. Sin em bargo, reúne dos características que perm iten colo­ carla al principio de la h isto ria del socialism o y del com unism o contem poráneos, a saber: la ausencia de justificación teológica y religiosa y la existencia de una generación de discípulos que, an­ dando el tiem po, revivirían, refinándolas, las ideas fundam entales de los autores de la conspiración. P or estas razones es posible afirm ar que gracias a ella el socialismo, que había sido hasta entonces estrictam ente utópico, pasó a existir como fuerza políti­ ca consistente, continua y en desarrollo. El régim en francés de 1793 era de una representatividad sin precedentes, casi una dem ocracia directa. Pero los eventos poste­ riores habían cam biado el panoram a político. El poder volvía a las clase poseedoras, y el pueblo, adem ás, perdía su derecho a vetar las decisiones de la Asamblea legislativa. Ello iba acom pa­ ñado por una franca contracción en la lib ertad de expresión y prensa. Los controles de precios im puestos por el Comité de Salud Pública de R obespierre eran abandonados por el régimen burgués que le sucedía, con desagradables e inm ediatas conse­ cuencias p ara los m ás pobres. Las obras públicas del estado fueron abandonadas y un gran núm ero de obreros se encontró sin trabajo. El h am bre se hizo general. Ese m om ento crítico fue aprovechado p o r un grupo com unista, dirigido p o r Babeuf, para intervenir. Frangois Noel Babeuf (1760-1797), que ad o p tara m ás tarde el nom bre de Graco —en m em oria de los fam osos herm anos rom a­ nos— era de Picardía, y había conocido la m iseria durante años. Antes de la revolución, había sido b u ró crata en una adm inistra­ ción feudal. É sta se hizo innecesaria con la revolución, y Babeuf se encontró sin trab ajo . Mas pronto desplegó en ella una actividad incesante: huelgas, protestas, panfletos, m anifestaciones. Llegado el triunfo, fue elegido a varios cargos, que desem peñó al tiem po que seguía ilustrándose en la lectura de Rousseau y otros escrito-

res revolucionan08. Tuvo m uchos conflictos con los diferentes gobiernos republicanos, que le costaron la cárcel m ás de una vez; Per ° sus esperanzas d en tro del pod er se esfum aron con la caída definitiva de R obespierre. Es entonces, en la oposición, como di­ recto r del Journal de la liberté de la presse, cuando se convierte en influyente periodista. En esa época en tró en contacto con Phifippe B uonarroti, de origen corso (1761-1837), coautor de la cons­ piración, y su m ejo r historiador. Al sobreviviría, B uonarroti hizo de eslabón entre aquel p rim e r intento de socialism o y el que surgiera en la época posnapoleónica: Louis Blanc y Auguste m anqui fueron discípulos suyos. La conspiración fue m ontada p o r una organización secreta, m g id a p o r u n D irectorio de Seguridad Pública, con algo m ás e ,una docena de m iem bros. El D irectorio había dividido la capital en doce distritos con sus agentes, que se desconocían m utuam ente. Los grupos revolucionarios se reunían en privado, con gran respeto p o r la disciplina. Un objetivo fundam ental era a propaganda, especialm ente en tre la policía y la tropa. Todo • esto debería conducir a una Proclam ación de Insurrección y a la restauración, cogiendo al gobierno p o r sorpresa, de la ConstituC1° n i? 6 todo ello m ediante un plan estratégico elaborado Por Babeuf, B uonarroti y sus com pañeros, p ara apoderarse de os puntos neurálgicos de París: sus arsenales, puentes, locales pú­ neos. Cuando la insurrección triu n fara, pensaban los conspiraores, seguiría una inm ediata redistribución de la riqueza, m e­ lante la previa incautación de los bienes pertenecientes a los em igrados y a los «enemigos de la república» en el poder. De m om ento la propiedad de esos bienes pasaría a m anos de una nueva Asamblea Nacional. La Asamblea poseería los bienes tem poralm ente, como paso previo p ara el establecim iento de la total com unidad de los m is­ os por el pueblo. É ste com prendería el significado del comuismo en cuanto viera sus ventajas, y no p erm itiría una vuelta al is em a a n terio r de propiedad privada. El pueblo, creían los avouistas, era una com unidad de iguales, de trab ajad o res sin Propiedad, desprovistos del sentido de la avaricia.7 V irtud, demo^racia e igualdad son tres factores puestos de relieve y presena os com o interdependientes p o r los conspiradores. Es éste un Paso m ás sobre la teoría jacobina de R obespierre, que idealizaba a virtud innata del pueblo, pero no la relacionaba con sus sutendencias com unistas e igualitarias en m ateria de pro­ piedad privada. Pero, evidentem ente, m ás im po rtante que todo s o era el esquem a concreto, el plan de instauración de un siste^ a com unista. Antes de Babeuf y su Conspiración de los Iguales, esde Platón a Rousseau, el program a político estaba ausente, p a rtir de Babeuf, sin un program a político concreto no existe ciaiism o ni com unism o. Además —con excepciones aisladas orno la de W instanley— los com unistas anteriores consideraban 7.

L L. Talmon, The Origins of Totálitarian Democracy. Londres, 1952, p. 232.

sus objetivos irrealizables: servían de p au ta o m odelo ideal. El bavouism o, en u n a palabra, fue el p rim e r intento —aunque de­ ficiente e incom pleto— en la dirección del com unism o no utópico. La idea principal e ra la de la practicabilidad de la doctrina co­ munista." Cuando la p reparación insurreccional estab a m uy avanzada, las proclam as escritas, las órdenes de levantam iento ya dadas, el gobierno —que se h abía infiltrado en el D irectorio secreto— pudo desarticular la organización de los Iguales. Una trein tena de ellos, entre los que se encontraba Graco Babeuf, fueron condenados a la pena capital. § 4. E l s o c ia l is m o t e c n o c r á t ic o : e l co n d e de S a in t -S i m o n y su escu ela . — Al poco tiem po de ab o rtad a la revuelta bavouista, Francia entró en el período napoleónico, en el que el rígido orden im puesto p o r el nuevo estado descartab a la posibilidad revolu­ cionaria. E n esa época el socialism o avanzó sobre todo en el terreno de la teoría, teñido fuertem ente de rom anticism o y adop­ tando form as estrecham ente em parentadas con la lite ra tu ra y la poesía de la época. Los nom bres de Saint-Sim on y Fourier en aquel país, y de Owen en la Gran B retaña represen tan m uy bien esta tendencia. Sus doctrinas —y las de otros autores contem po­ ráneos— h an sido bautizadas con el nom bre de socialism o utópico por socialistas posteriores tales como K arl Marx. La form a y el espíritu excesivam ente literarios que inspiran esta corriente no excluyen la presentación de intuiciones agudas y de planteam ien­ tos certeros que aseguran la continuidad doctrinal y abren el cam ino a elaboraciones m ucho m enos inexactas. La am algam a de la fantasía con el análisis realista de la sociedad halla uno de sus m ejores ejem plos en la vida y obra del conde H enri de SainSimon, de supuesta estirpe carolingia, veterano de la guerra de la Independencia de los E stados Unidos, escrito r ta n prolífico y original como bohem io, y cuyas obras crearon toda una escuela y un culto que fue responsable, en gran m anera, de la expan­ sión de las ideas socialistas en E uropa.’ H enri de Saint-Sim on (1760-1825) intentó h a lla r un sentido a la nueva era in d u strial en la que en trab a E uropa después de las guerras napoleónicas. En la externam ente confusa jungla de sus escritos hay u n a p regunta que sobresale, a saber, ¿cuál ha de ser el nuevo principio ordenador de una sociedad in dustrial pos­ terior al Siglo de las Luces y a la Revolución francesa? La respuesta la halla Saint-Sim on en la in d u stria m ism a que va sur­ giendo y echando raíces p o r doquier y en los hom bres que la controlan y m anipulan. En esto, su enfoque es nuevo. Todo socia­ lismo anterio r p arte de la idea de un m ejor rep arto de la riqueza 89 8. K. D. Tónnesson, «The Bavouvists: From Utopian to Practical Socialism», en Past and Present, núm. 22, abril 1962, pp. 60 ss. 9. Para una introducción general a Saint-Simon cf. el prólogo de Carlos Moya a la obra de C. H. de Saint-Simon El Sistema Industrial (trad. A. Méndez). Ma­ drid, 1976.

o de un conjunto de reivindicaciones típicas de una plebe traicio­ nada p o r el patriciado, pero no se cen tra en torno al orden industrial. Saint-Simon, cuya vanidad era inm ensa, creía que, por haber constatado la im portancia de la ind u stria y su función deci­ siva en la m archa de la h isto ria contem poránea, era un personaje superior a Bacon, N ew ton y Locke. Aunque esta opinión sea di­ vertida, es cierto que su idea engendra forzosam ente una nueva visión de la estratificación social. Si la sociedad entera, como Saint-Sim on afirm a, reposa sobre la in dustria, si es ella la fuente única de toda riqueza concluirem os, con él, que la «clase indus­ trial debe ocupar el p rim er rango, pues es de todas la m ás im por­ tante, y puede p rescindir de las dem ás, m ientras que éstas no pueden prescindir de ella».101 Ahora bien, ¿qué entiende SaintSim on p o r «clase industrial»? La respuesta a esta pregunta se halla en su fam oso Catecismo político de los industriales, de 1819," en el que Saint-Simon em­ plea u n a no m enos fam osa p arábola con la que quiere definir lo que sean sus industriéis: Supongamos que Francia perdiera súbitamente sus cincuenta prime­ ros médicos, sus cincuenta primeros químicos, sus cincuenta primeros fisiólogos, sus cincuenta primeros mecánicos [aquí sigue Saint-Simon enumerando profesiones por cincuentenas]; sus cincuenta primeros ban­ queros, sus cincuenta primeros albañiles [aquí otra larguísima lista de cincuentenas]... la nación acabaría por ser un cuerpo sin alma. Admitamos que Francia conserve todos los hombres de genio que posee, pero que tenga la desgracia de perder, el mismo día, al señor hermano del rey, al señor duque de Angulema, al señor duque de Berry, al señor duque de Orleans [nueva lista], y, además, a sus 10.000 propieta­ rios más ricos; el estado no sufriría ningún mal político. Según esta parábola, la «clase» de los industriales es el sector laborioso y creador de la sociedad. El o tro sector es presentado como inútil y parasitario, una idea que se gesta ya en el pensa­ m iento fisiocrático, pero que aquí supera el agriculturism o y el respeto de los fisiócratas p o r los am os de la tierra; adem ás, la crítica al orden social establecido es aquí m ás d u ra que la fisiocrática, pues ya no intenta justificar a los grupos tra d i­ cionalm ente gobernantes. Y el criterio de clasificación es alta­ m ente u tilitarista, com o si estuviera inspirado por B entham : las clases no productivas son clases inútiles. Saint-Simon se nie­ ga en redondo a reconocer im portancia a aquellas personas que no estén directa o indirectam ente relacionadas con el proceso de creación de bienes, ya sean de consum o, científicos o culturales. Ahora bien, Saint-Sim on desconoce la existencia de una divi­ sión profunda (no m eram ente form al) en el seno de la que él llam a clase industrial, y adm ite en ella a hom bres de condición dispar: savants, a rtista s e industriales propiam ente dichos. No 10. Paul Louis, Histoire du socialisme en France. París, 1950 (5.a ed.), p. 67. 11. C. H. de Saint-Simon, Catéchisme des Industriéis. París, 1823.

obstante, restringe las decisiones políticas a quienes poseen una com petencia específica, como técnicos, expertos, especialistas o sabios. Su visión es claram ente tecnocrática: el poder debe estar en sus m anos p a ra que el m undo progrese. P ara el futuro pre­ dice y propone un orden social enteram ente guiado por ellos, pero de bases igualitarias en cuanto a su reclutam iento. El igualitarism o saint-simoniano, es el liberal de la igualdad de oportunidades, com patible con la propiedad privada; porque el elem ento no socialista del pensam iento de Saint-Simon es su creencia en la bondad de la propiedad privada en todas sus for­ mas, la cual, según él, no es im pedim ento alguno p ara el pro­ greso m oral y m aterial general. Saint-Simon escribe fascinado por los prim eros capitanes de ind u stria del siglo xix, por su ca­ pacidad de em presa, su imaginación, su vigor y p or el m undo que iban transform ando ante sus ojos. Además, Saint-Simon no llegó a presenciar la p rim era revolución proletaria de aquel siglo, de -modo que su socialismo no puede serlo de clase, razón por la cual algunos autores han llegado a negar que fuera socialista en absoluto. Tengan o no razón, históricam ente Saint-Simon es socialista p o r su influjo, y por la p arte de sus doctrinas que han sido heredadas por el socialismo a través de sus postum os segui­ dores. A m ayor abundam iento, Saint-Sim on propone una econo­ m ía planificada —aunque le preocupa m ás la organización de las profesiones que la de las tareas a realizar— y ello es una propuesta netam ente socialista en su origen. El nom bre de Saint-Simon está tam bién unido al origen de la sociología m oderna, y ello no sólo por h ab er él sido el m aestro principal de Auguste Comte; Saint-Simon propuso, en 1813, la creación de una ciencia positiva de la m oral y la política, y de la hum anidad en general. La idea de que la sociedad hum ana puede ser objeto de estudio científico fue proclam ada con ta n ta energía como falta del rigor y erudición que caracterizan a toda em presa científica genuina. Sin em bargo, no cabe duda que su entusiasm o program ático coadyuvó a la creación de un am biente favorable al cultivo de la ciencia social. Olinde Rodríguez, Enfantin, Bazard, son los nom bres de diver­ sos y sucesivos líderes de la Escuela de Saint-Simon, que acabó por convertirse en un culto y una religión, m u erto el m aestro. La Iglesia Saint-Sim oniana llegó a tener ram ificaciones en toda Fran­ cia y llevó a cabo con éxito una considerable actividad apostólica en otros países. Su doctrina principal procedía de la últim a obra de Saint-Simon, el N uevo Cristianismo, la cual es, sorprendente­ m ente, la menos excéntrica. Se tra ta de un diálogo im aginario entre un Conservador y un Innovador, en el que este últim o sale triunfante gracias a su sabia exposición de la doctrina de SaintSimon. En el curso del m ism o el Innovador dem uestra que la sociedad necesita reorganización según una nueva escala de va­ lores, el m ás im portante de los cuales es el del m ayor bien para el m ayor núm ero posible. En la nueva sociedad las opor­ tunidades serán iguales p ara todos y las capacidades de todos

los hom bres serán aprovechadas, sea cual sea su origen social. En ella, afirm a Saint-Simon, los hom bres se guiarán p o r el principio «de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades». A esta idea, y a sus variantes, le iba a caber un notable porvenir en el fu tu ro desarrollo del socialismo. En el N uevo Cristianismo, resalta la teoría de que todas las energías deben ir encam inadas a favorecer la classe la plus nom breuse et la plus pauvre.'2 Se abre paso en ese texto la idea de que la clase m ás num erosa y m ás pobre es la que posee los verdaderos resortes del nuevo orden del futuro. E sta noción fue tom ando cuerpo en la ideología de los grupos de izquierda que habían com enzado a p ro liferar en varios países, y que se iban desengañando del liberalism o. Ello ocurrió en gran p arte m erced a los desvelos de los m ilitantes de la Iglesia Saint-Sim oniana, la cual, em pero, llegó a un punto de disgregación, y sucum bió ante nuevas escuelas y corrientes. Muchos de sus m iem bros hicieron honor a su fe en las virtudes de los nuevos industriales al con­ vertirse ellos m ism os en prósperos hom bres de negocios y olvidar los aspectos socialistas de su antigua convicción. De su doctrina sobrevivió el fervor p o r el desarrollism o industrial y tecnocrático que había sido una de sus principales características.13 § 5. C harles F ourier y el f o u r ie r ism o . — H ijo de Besangon, Charles F ourier (1779-1837) es todavía m ás fantasioso en sus es­ critos que Saint-Simon; son éstos verdaderas ensoñaciones de cómo es la sociedad o cómo será su futuro. Y sin em bargo, al igual que él, expresa en ellos intuiciones de indudable realism o, pues su obra responde a ciertos anhelos genuinos de las clases explotadas p o r el nuevo industrialism o capitalista. Un fracaso en sus negocios, en el que perdió toda su fortuna, le inculcó un convencim iento profundo de la in d u stria intrínseca del sistem a capitalista. En el curso de una vida pasada sin dom icilio fijo, en lugares sórdidos, Fourier escribió un gran núm ero de libros, en los que repite m uchas veces sus ideas centrales. Veamos algunas de ellas. La p rim era consiste en u n rechazo general del m undo social tal como estab a organizado en su tiem po. Fourier considera, un poco como Rousseau, que hay que d e stru ir las reglas de la m oral aceptada y d ejar que hablen, espontáneam ente, los instintos: la m entira, la hipocresía y la prevaricación que perm ean toda la sociedad d ejarán de existir en tal caso.14 El abandono general de la m oral convencional significará, en seguida, el establecim ien­ to del reino de la Arm onía Social. Ello será así porque el hom ­ bre es, in natam ente bueno, ya que Dios, en su perfección, no ha podido crearlo diferentem ente. Dios ha dotado al hom bre de instintos buenos, y el hom bre debe gozar plenam ente de ellos. Para que ello tenga lugar, el hom bre debe renunciar a la civili12. A. Gray, op. cit., p. 159. 13. J. Meynaud Technocratie et Politique, Lausana, 1960. 14. Cf. A. Gray, op. cit., p. 172.

zación m oderna, no volviendo exactam ente al estado de n atu ra­ leza como h ubiera propuesto Rousseau, sino aceptando los avan­ ces técnicos del nuevo m undo industrial. E sta idea, n aturalm ente, es fundam ental p a ra el socialismo posterior. Sin em bargo, en el caso de Fourier está en un estado incipiente. P ara él la for­ m a de vida m ás hum ana es todavía la agraria, aunque desee com binarla arm oniosam ente con la industrial. La revolución que propone, adem ás, no se refiere sólo a la reorganización de la in dustria y de la agricultura, sino, ante todo, a la m oral: las pasiones deben regirla, y no las leyes. El am or libre, por ejem ­ plo, su stitu irá paulatinam ente, en el espacio de unas tres gene­ raciones, la institución m atrim onial, que aísla a los seres hum a­ nos en pequeñas células egoístas y estrechas. E sta reorganización general del m undo hum ano tendrá lugar, Fourier cree, con cam bios paralelos a nivel cósmico, con lo que se nos revela el c arácter m ístico de su doctrina. La tierra será coronada, p o r el Polo N orte, con u n anillo sem ejante al de Saturno, y el m ar se potabilizará, y ad q u irirá un sabor a lim o­ nada; nuestro pálido e ineficiente satélite será sustituido por seis lunas y una nueva fauna de dóciles bestias m ed rará sobre la tierra.15 En los asuntos hum anos rein ará la Arm onía Universal, estado que se caracteriza por la inexistencia de los despiltarros de energía (gaspillages) que son tan típicos de la corrom pida sociedad m oderna. P or ende, no h ab rá ni criados, ni burócratas, ni ejércitos, y ni siquiera un buen núm ero de industrias pues éstas absorben m ucho esfuerzo y que son totalm ente inútiles para las necesidades reales del hom bre. La Arm onía general significará tam bién que la fragm entación (palabra favorita de Fourier al referirse a la ind u stria capitalista: m orceüem ent) del trab ajo social m oderno será superada: los hom bres tra b a ja rán menos, pero tra b a ja rá n solidariam ente, b ajo el signo de la cooperación y la libertad. A ese estado se llegará, dice Fourier, con lentitud, a lo largo de la evolución histórica; una opinión que le valió una cierta tolerancia p o r p a rte de la burguesía francesa. Saint-Simon, que parecía menos extrem ista, fue m ás tem ido, pues aunque sus ataques eran parciales, eran m ucho m ás concretos, como por ejem plo su propuesta de abolición del derecho a la herencia.16 Propuestas concretas tam poco faltan en Fourier, y m uchas de ellas tuvieron buena recepción en el artesan ad o francés, cuyo espíritu reflejan. Las m ás descollantes se refieren a la solución de los problem as producidos p o r el m oderno m odo industrial de producción en la industria. Fourier hereda la tradición de Adam Sm ith de re sa lta r los aspectos inhum anos del tra b a jo industrial, pero no acepta que sean inevitables. F ourier desea que la mono­ tonía, la incom odidad, el sufrim iento del obrero acaben m ediante una m ejor organización de su lugar de tra b a jo y del trab ajo mismo. Es así cóm o im agina unidades de tra b a jo que llam a 15. Véase su Théorie des quatre mouvements, publicada anónimamente, «Leip­ zig», 1808, en la que hay curiosas ilustraciones de sus visiones cósmicas. 16. Paul Louis, op. cit., p. 77.

«falanges», que laboran en em plazam ientos especiales de produc­ ción que bautiza con el nom bre de «falansterios».1718Los falansterios tra b a ja rá n en arm onía m utua,, con la consiguiente elim ina­ ción de la com petencia industrial, que crea obreros esclavos del capitalista. El obrero que en ellos tra b a je los considerará com o cosa propia, y se sen tirá identificado con ellos y con su propia labor. Cuando todo el m undo esté organizado en falans­ terios, h a b rá u n sistem a general de g arantías (garantism e) m er­ ced al cual, todo individuo h allará servicios públicos que le aco­ gerán en caso de necesidad: le en co n trarán em pleo y le ayudarán en caso de enferm edad. En realidad el g arantism o precederá al falansterio, y lo h a rá posible. El garantism o no se lim ita a un sistem a de seguridad social, sino que su m isión es la de hacer im posible el sistem a m ercantil corrupto, al lib erar al hom bre de su dependencia de em presas privadas. Cuando haya triunfado el garantism o y el m undo viva, organizado en falansterios, la era de la Armonía, el hom bre tra n sfo rm a rá la faz de la tie rra con grandes obras colectivas, tales como la ap e rtu ra de un canal en el istm o de Suez, la irrigación del desierto africano, y o tras de igual alcance. El acento visionario que im prim ió F ourier a toda su obra escondía, no obstante, im p o rtan tes elem entos de una cierta viabi­ lidad, y algunas ideas fecundas. Gracias a am bas cosas la escuela fourierista, en co n traste con la saint-sim oniana, form a p arte de la h isto ria de la experim entación socialista. Algunos discípulos de Fourier, en tre los que descuella V íctor Considérant (1808-1893), supieron asirse a los aspectos aparen tem en te realizables de sus doctrinas. Así, C onsidérant tran sfo rm ó la idea del garantism o en el principio de que el estado debe g aran tizar el trab ajo de todos los ciudadanos, con lo cual lanzó p o r p rim era vez la noción de «derecho al trabajo», ta n im portante hoy en derecho laboral y en las constituciones de algunos países. Además, V íctor Considérant quiso hacer realidad la idea de los falansterios; frente a los bavouistas que decían «Venid y hagam os la revolución» y a los saint-sim onianos que exclam aban «Venid y fundem os una reli­ gión», C onsidérant proponía «Venid y fundem os falansterios».1* Su m ensaje halló un eco cierto, pues sólo en Méjico y los Estados Unidos fueron fundados una cuarentena de falansterios, de 1841 a 1844; en Francia se hicieron ensayos, y se crearon unos «familisterios» fourieristas. Si estos experim entos fracasaron, no fue así en cam bio con la idea cooperativista, im plícita en el pensa­ m iento de Charles Fourier, sobre todo en el N uevo M undo indus­ trial, de 1829. Los fundadores del cooperativism o europeo supie­ ron agradecer a F ourier la p atern id ad de esta institución, tan im portante en la vida del proletariado del siglo xix y aún del 17. Ch. F ourier, Le nouveí monde industriel et sociétaire, P arís, 1829, y La fausse industrie. P arís, 1835, am bos passim. En castellano, C. Fourier, La armonía pasional del nuevo mundo, M adrid, 1973. 18. Elie Halévy, Histoire du socialisme européen, París, 1948, p. 66.

presente.1920 Por o tra parte, es evidente que en el pensam iento de Fourier se halla en germ en la idea del m oderno estado benefac­ to r o welfare State que había de triu n far algunos decenios m ás tarde. § 6. R obert O wen y el pr im e r socialismo británico . — Ingla­ te rra experim entó el industrialism o m oderno antes que ningún otro país. He ahí la razón por la cual su p rim e r socialismo deci­ monónico surge en contacto directo con la in dustria, y elabora sus teorías sobre una base algo m enos utópica que la de Fourier o Saint-Simon. El m ejor ejem plo de ello es el dado p o r R obert Owen (1771-1858), hijo de un h errero, y nacido en el n o rte de Gales. Owen pudo autoeducarse con los libros del patró n para quien trab ajab a, h asta que llegó a ser contram aestre en una fábrica de hilados en M anchester. Como tal condujo la produc­ ción con singular eficiencia, h asta convertirse en copropietario de la factoría. Más tarde, con varios socios, com pró una fábrica en Escocia, en New Lanark, con la h ija de cuyo an terior dueño se casó. Se estableció allí en 1800. Owen esta vez no sólo se preo­ cupó de la eficiencia y la productividad, sino que intentó resolver los problem as hum anos planteados p o r el m aqum ism o y el sis­ tem a de salarios. En efecto, New L anark era una pequeña ciudad dom inada p o r el alcoholismo, la m iseria, y toda suerte de vicios. Owen abrió tiendas b aratas, construyó viviendas higiénicas, im ­ puso un sistem a de prom oción en la fábrica basado en la buena conducta de los trab ajad o res, instaló guarderías infantiles y es­ cuelas. Por si fuera poco, en 1806, en plena crisis algodonera, Owen pagó los sueldos a sus obreros com o si no ocurriera nada. La buena m archa de los negocios y el éxito de estas m edidas a trajo a toda suerte de estudiosos y políticos, que deseaban ave­ riguar cuáles eran los m étodos aplicados. E ra sorprendente ver cómo en el m om ento en que los gobiernos echaban m ano de la represión contra toda reivindicación obrera, R obert Owen pare­ cía encontrar nuevas vías de solución. La adm iración por Owen era com partida p o r gentes tan dispares como Jerem y B entham (que le ayudó con dinero), el zar Nicolás de Rusia, o m ás tarde, por Friedrich Engels. En 1813 Owen publicó su N ueva visión de la sociedad, subti­ tulado Ensayos sobre la form ación del carácter humano. Las si­ guientes palabras pertenecen a la p rim era página del libro: Cualquier carácter, desde el m ejor al peor, desde el más ignorante al más ilustrado puede ser conferido a una comunidad, o a toda la socie­ dad, si se aplican ciertos métodos; éstos están, en gran medida, en las manos y bajo el control de quienes poseen el gobierno de las naciones.® 19. Cf. Joan Reventós Carner, El movimiento cooperativo en España. Barcelona, 1960, pp. 7-33. 20. R. Owen, A New View of Society ec., Londres, 1813, portada.

E sta cita expresa el convencim iento de todos los socialistas de que la transform ación de la sociedad está en m anos del hom bre. La divergencia surge en la confianza m om entánea de Owen en «quienes poseen el gobierno», pues el socialism o posterior deses­ tim aría en gran p a rte la idea de que los gobiernos establecidos pudieran ser sim plem ente persuadidos de cam biar totalm ente de política social. En este punto Owen refleja las opiniones de su amigo B entham quien, como vim os en su lugar, era p artid ario del reform ism o, de la prédica pacífica de las nuevas doctrinas, y de la transform ación p o r el ejem plo. Owen tam bién seguía a Ben­ tham al justificar su actitu d según el principio de la m ayor feli­ cidad p a ra el m ayor núm ero, pero su énfasis iba m ás dirigido a cam biar las condiciones de vida de los trab ajad o res que a cam biar la legislación, aunque lo uno no excluyera lo otro. Su idea central es que el carácter hum ano es la consecuencia directa de las circunstancias en que nace, vive y tra b a ja el hom bre. Por eso su «nueva visión de la sociedad» estrib a en la idea de una transform ación del c arácter hum ano a través de una nueva orga­ nización de su m edio am biente. De ahí su fe en la educación, su creencia de que sin prosperidad y abundancia no hay posibilidad de m e jo ra r al género hum ano, y su énfasis en la necesidad abso­ luta de garan tizar el pleno em pleo de los trab ajad o res pues nada hay que desm oralice m ás a las m asas obreras que la falta de trabajo .21 A m edida que tra n sc u rría el tiem po, sin em bargo, Owen se fue radicalizando. Fue advirtiendo que sus transform aciones en New L anark no eran seriam ente im itadas, y que había grandes problem as que parecían no en co n trar solución inm ediata. Como se diera cuenta, p o r ejem plo, que la in d u stria algodonera —de la que vivían sus trab ajad o res— dependía del trab ajo de los es­ clavos que m antenían los ingleses en el Caribe, levantó su voz contra ello. Aunque pereciera la in d u stria algodonera, decía, había que acab ar con la esclavitud. Sem ejantes ideas tuvieron m e­ nos éxito en tre la burguesía. Ello contribuyó, p o r una parte, a aislar a quienes m antenían sim ilares actitudes y, p o r otra, a des­ lindar y clarificar las propias ideas de los socialistas, frente a las de los liberales. Pero al m ism o tiem po, los socialistas tendían a caer en el utopism o. Owen comenzó a evolucionar hacia el com unism o, que propulsó en 1821 en su libro el Sistem a Social; en él atacó el individualism o de los econom istas liberales, cuya loa de la libre com petencia era en realidad una justificación de la guerra económ ica y de la explotación de los obreros. Los eco­ nom istas dejaban totalm ente de lado la cuestión de la ju sta dis­ tribución de la riqueza y la de los iguales derechos de todos los hom bres. Siem pre deseoso de d em o strar con los hechos la bondad de sus doctrinas, p artió esta vez p a ra el estado norteam ericano de Indiana, donde fundó u n a colonia, Nueva Armonía, la cual 21. Harry W. Laidler, Social-Economic Movements. Londres, 1960 (1.* ed. 1949), pp. 89-90.

fracasó; la razón principal fue que, d u ran te su segundo año de existencia, Owen descartó el principio de recom pensar el esfuerzo personal y de h acer distinciones individuales. E ste fracaso, y el de o tras colonias inspiradas en sus doctrinas, no le arredraron. Cuando volvió a In g laterra, Owen encontró las cosas cam bia­ das. En p rim e r lugar, sus seguidores h abían aum entado. E n se­ gundo, el sindicalism o había hecho su aparición. Los principios owenianos estaban dando resultados, si no en la organización de factorías socialistas, sí en la de los sindicatos obreros. Sus miem ­ bros querían agruparse en «aldeas de cooperación» (villages of co-operatiori), explícitam ente inspirados en textos de Owen, cuan­ do tuvieran suficientes fondos. Owen se puso a la cabeza de este movim iento, form ado p o r trabajadores. H acia 1833, Owen se en­ contró presidiendo un vasto m ovim iento o brero sindicalista y cooperativista, y form ó la Grand Consolidated Trades Union, ori­ gen de las Trade Unions o sindicatos británicos de hoy. E sta or­ ganización tuvo que enfrentarse con una represión gubernam en­ tal que sólo puede calificarse de salvaje. Poco después, el Movi­ m iento C artista acaparó, de m om ento, toda la atención de la clase obrera británica, y el owenism o se extinguió en apariencia. La perspectiva histórica, sin em bargo, nos p erm ite ver las cosas diferentem ente: 22 el m ovim iento cooperativista debe tanto a Owen como a Fourier, e igual puede decirse del sindicalism o so­ cialista británico. § 7. F in del utopism o y afirmación de los m ovim ientos socia ­ listas . — A m edida que avanza el siglo xix u n a serie de circuns­

tancias coadyuvan a la consolidación de la teoría socialista. El aum ento en núm ero del proletariado y la expansión del indus­ trialism o acrecientan las luchas en tre aquél y la burguesía; gra­ cias a estas luchas, los aspectos m ás utópicos de la p rim era teoría socialista v an encontrando su fracaso. Al m ism o tiem po, algunos pensadores com ienzan a elab o rar un análisis socialista de la filosofía económ ica del liberalism o. Ambos factores son la base inicial sobre la que se funda el socialism o posterior: experiencia en la lucha política y económ ica y crítica de la doctrina capita­ lista de la econom ía y del estado. Las prim eras críticas a la doctrina económ ica liberal se en­ cuentran, claro está, en un Owen o en u n F ourier, pero aparecen con m ayor claridad en Sim onde de Sism ondi (1811-1882), un críti­ co ginebrino que visitó In g laterra en plena crisis económica: el pueblo sufría u n h am b re atroz m ientras los grandes alm acenes de los m ercaderes estaban repletos de grano; los obreros incen­ diaban fábricas y destruían m áquinas. Sism ondi, educado en las obras de Adam Sm ith, com prendió que una revisión de las m is­ m as era del todo necesaria. En p rim er lugar, Sism ondi notó que la libre com petencia no producía la arm onía de intereses que 22. Cf. Harold Laski, en R. Owen, A New View of Society, etc. Londres, 1927, Introd., pp. xvi-xvii.

proclam aba la teoría liberal, sino la concentración de la riqueza en m anos de unos pocos. Según los liberales un nuevo invento, por ejem plo, sólo significa beneficios extraordinarios p ara un em­ presario d u ran te u n período lim itado de tiem po, porque pronto sería im itado p o r los dem ás. Sism ondi, en cambio, considera que un nuevo invento suele conllevar la ruina de los dem ás com pe­ tidores, la fo rtu n a del em presario que lo usa p or prim era vez y, por lo tanto, la progresiva concentración del capital y el prin­ cipio de u n monopolio. É ste es el comienzo del exceso de p ro ­ ducción y el origen de las crisis económ icas, que Sism ondi em ­ pieza a considerar congénitas al capitalism o. El em presario no desea em pobrecer a sus obreros, pero se encuentra inserto en un sistem a de com petencia ab ierta con los dem ás em presarios en el que su sobrevivencia y prosperidad personales dependen de la elim inación de los o tro s com petidores. El em pobrecim iento de los obreros se debe a que el em presario, p a ra poder com petir, tiene que pagar los salarios m ás bajos posibles, de m odo que el precio de sus productos sea b a jo y el m argen de beneficios ele­ vado.2324E ste sistem a es, evidentem ente, inhum ano, dice Sismondi. Las instituciones tienen que e sta r al servicio del hom bre, y no viceversa: «la econom ía política no es una ciencia de cálculo sino una ciencia m oral» afirm a en sus N uevos Principios de Economía Política.2* La econom ía política liberal es, an te todo, según Sismondi, una crem atística, o ciencia ab stra c ta de la riqueza, que gira sólo en torno a los beneficios procedentes del cam bio de m ercancías y no va orien tad a hacia la u tilidad social. El valor de cambio de productos y m ercancías no se refiere a las necesidades del hom bre, sino al juego de los trueques realizados en el m ercado. Esto es algo que Jean-B aptiste Say y David Ricardo ignoraron totalm ente, en la opinión de Sism ondi, pues creían que la de­ m anda, basada en el consum o, era una potencia económica ina­ gotable. Los liberales desconocen que la dem anda debería b asar­ se en las clases m ás num erosas y que, si éstas ganaran más, tendrían m ayor poder de com pra y p o r lo tan to se evitarían las crisis. El consum idor, en la m ente del liberal, es el capitalista, no el pueblo, m ientras que en la realidad ni es, ni debe ser así. Así, los que viven de la riqueza com ercial viven de «un público m etafísico» y no de la sociedad real, que es la que tra b a ja y la que debería poder consum ir m ás. Sism ondi propone un reparto equitativo de la riqueza, una explotación racional de la m aqui­ n aria que evite la esclavitud de los operarios y aum ente la pro­ ductividad, y u n a reelaboración de la ciencia económica que supe­ re las contradicciones y los desequilibrios del sistem a capitalista. Pero en este terren o sus propuestas son vagas, de m odo que, en general, su obra fue recibida con frialdad p o r los socialistas, que 23. Elie Halévy, op. cit., pp. 48-50. 24. Sismondi, Nouveattx principes d'économie etc., 3.» ed., Ginebra, 1953, vol. I, p. 242.

la consideraban una crítica dem asiado tím ida, ap arte de la natu­ ral hostilidad que encontró en la burguesía.25 Sin em bargo, gracias a Sism ondi, el cam ino de la crítica siste­ m ática al liberalism o económico quedaba abierto. O tros autores, como Constantin Pecquer (1801-1887) que publicó un Tratado de las m ejoras m ateriales y una Teoría nueva de la economía social, lo fueron consolidando. E ste proceso culm inó con la obra de K arl Marx, cuyo Capital es el análisis m ás exhaustivo, hasta la fecha, de la dinám ica capitalista, dentro de la línea iniciada por Sismondi. El otro aspecto que se señalaba como factor en la transform a­ ción del utopism o socialista es la intensificación de la lucha obre­ ra. En In g laterra ésta se concreta con el «cartismo» que, como se indicaba, sustituyó al m ovim iento ow enista. Este m ovim iento deseaba la prom ulgación de una «Carta del pueblo», con seis puntos, a saber: sufragio universal, escrutinio secreto, pago a los m iem bros electos del parlam ento, supresión del censo de eligibilidad, igualdad de las circunscripciones electorales y elecciones anuales. E ste m ovim iento fue originado por los liberales de la escuela radical que vimos en su lugar, pero pronto los arrolló, pues se convirtió en un arm a de las clases trab ajad o ras, las cuales veían en él una form a de acceder al poder por m edio de sus representantes. El m ovim iento se com plicó con ideologías popu­ listas y agraristas, y fue boicoteado por los obreros sindicados que tenían sueldos altos o pertenecían ya a la clase media. Así, aunque el movim iento ca rtista alcanzó proporciones muy vastas, abortó y fracasó al no poder d eclarar la huelga general, en 1848, un año clave, por o tra parte, en la h isto ria del proletariado europeo. En este año alcanzan notoriedad política hom bres como Louis Blanc (1813-1882) capaces ya de conseguir ciertos logros políticos prácticos en el terreno revolucionario, a pesar de su retórica saint-sim oniana. Así, Blanc y o tros socialistas de su tem ­ ple fueron desplazando a socialistas m ás utópicos, tales como Auguste Blanqui (1805-1881) herederos del com unism o bavouista. G racias a su relativa m oderación —y a su disposición a colaborar con el Estado— Blanc consigue fu n d ar unos «talleres sociales» que intentan d ar trab ajo al proletariado en paro sin explotarlo capitalísticam ente. Con ello Louis Blanc cree satisfacer el derecho al trab ajo que proclam ara C onsidérant. Blanc am plía esta noción con el principio de a chacun selon ses besoins: á chacun selon ses jacultés, que inspira su libro La organización del trabajo, pu­ blicado en 1841.26 Blanc considera que el E stado es la única enti­ dad capaz de garantizar que el principio de «a cada cual según sus necesidades» sea puesto en vigencia. P arte del socialismo posterior estaría en desacuerdo con este enfoque estatista así 25. Michel Bernard, Iníroduction á une sociologie des doctrines économiques etc., París y La Haya, 1963, pp. 121 ss. 26. Louis Blanc, Vorganisation du travail, París, 1841, passitn; esta idea fue primero expresada en un artículo publicado por Blanc en 1839, en la Revue du progrés.

como con la actitud reform ista de Blanc, pero el principio en sí, cuyo origen Saint-Sim oniano ya he señalado, se incorporaría sóli­ dam ente al acervo de la teoría socialista posterior. En resum en, la lucha o b rera efectiva que desembocó en la revolución de 1848 fue refinando la teoría y descartando por lo menos un tipo de tradición utópica: el de la fundación de comu­ nidades ideales. Todavía un Étienne Cabet (1788-1856) podía con­ seguir un público fervoroso con la publicación de su Viaje a Icaria, fantasía inspirada en la Utopía de Santo Tom ás Moro: a principios de 1848 se em barcaba en El H avre un grupo de «ica­ rios» pintorescam ente ataviados que iban a fun dar una colonia cabetiana al otro lado del Atlántico. Pero la época de los falansterios y las icarias fenece rápidam ente. En su lugar se afianza el convencim iento de que la revolución puede realizarse en el con­ texto de la sociedad existente, sin necesidad de h u ir a lugares re­ m otos y fu n d ar colonias aisladas. Y al m ism o tiem po, dos gran­ des corrientes com ienzan a to m ar cuerpo en el seno del pensa­ m iento revolucionario europeo, cada una con una visión asaz divergente de la estrategia a seguir y aun de la m ism a naturaleza de la historia; esas corrientes son la socialista propiam ente dicha y la an arq u ista o libertaria.

EL ANARQUISMO § 1. Los antecedentes del a n a r q u is m o . — E n su sentido actual, el vocablo «anarquism o» fue usado p o r p rim era vez en 1840, cuan­ do Pierre-Joseph Proudhon publicara su libro ¿Qué es la propie­ dad? Su origen está en la palab ra griega
View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF