Historia de Las Ideologias - Chatelet

December 16, 2017 | Author: Alberto Espinoza | Category: Politics, State (Polity), Ideologies, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Society
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I

FRANCOIS CHÁTELET Y GÉRARD MAIRET (EDS.)

Historia de las ideologías

AKAL UNIVERSITARIA Serie Interdisciplinar Director de la serie: José Carlos B erm ejo Barrera

Diseño interior y cubierta: RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reproduzcan sin la preceptiva autorización o plagien, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte.

Título original Les ideologies © Librairie Hachette, 1978 © Ediciones Akal, S. A., 1989,2005,2008 para lengua española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028 www.akal.com

ISBN: 978-84-7600-375-6 Depósito legal: M-30.355-2008 Impreso en Fer Fotocomposición (Madrid)

FRANgOIS CHATELET Y GÉRARD MAIRET (EDS.) Luc Brisson, Odilon Cabat, Héléne Clastres, Christian Descamps, Pierre Geoltrain, Michel Gitton, André Glucksmann, Pierre Griolet, Jacques Harmand, Ahmad Hasnawi, Michel Korinman, Jean Lagerwey, Charles Malamoud, Pierre-Fran90is Moreau, Évelyne Pisier-Kouchner, Rafael Pividal, Maurice Ronai, Louis Sala-Molins, Francis Schmidt, Joel Schmidt, Mohammed-Allal Sinaceur, Jean-Louis Tristani

HISTORIA DE LAS IDEOLOGÍAS Traducción de: Tom o I y II: Jo rge Barriuso Tom o n i : R ené Palacios

akal

INTRODUCCION GENERAL

Esta serie se compone de tres tomos: I. De los faraones a Carlomagno (hasta el siglo vil de nuestra era), II. De la Iglesia al Es­ tado (de los siglos vil a xvii), III. De Rousseau a Mao (de los si­ glos xviii al xx). Su objetivo es a la vez ambicioso y modesto. Ambicio­ so, ya que se trata nada menos que de presentar de una forma clara y objetiva las civilizaciones (y las culturas) que han marcado la evo­ lución de las sociedades, enfrentadas a una naturaleza adversa y des­ garradas por sus conflictos, algunas de las cuales han legado nocio­ nes, imágenes y valores constitutivos de nuestra sociedad actual. Mo­ desto, porque no se trata aquí, en absoluto, de elaborar una historia del pensamiento, desde sus aspectos colectivos o inconscientes a sus expresiones más reflexivas, religiosas o filosóficas. Modesto también ya que hemos renunciado, salvo casos excepcionales, a analizar las filiaciones y las influencias, y hemos querido, sobre todo, marcar el surgimiento de actitudes nuevas inventadas por los pueblos para afir­ mar su identidad, consolidar su poder y reconocerse en los laberin­ tos del cielo y la tierra, del deseo y la palabra, de los sueños y las realidades. Para caracterizar estas actitudes en lo que tienen de especifico, hemos resuelto utilizar el término ideología. Término ciertamente so­ brecargado de significados en nuestros dias: representaciones colec­ tivas y cimiento de una sociedad según la sociología clásica; proyec­ ción en un imaginario tranquilizador de una situación real contra­ dictoria e insostenible para Ludwig Feuerbach; velo intelectual, «jus­ tificación moral y aroma espiritual», difundidos por la clase domi­ nante para enmascarar y marcar su dominación, según Karl Marx; lugar de una retórica incapaz de justificar la producción de sus con­ ceptos y expresión desviada de los intereses de un estrato o de una clase social para Louis Althusser; trastero donde se apilan desorde­ nadamente todos los errores y todas las tonterías, es decir, las ideas del adversario, según la acepción corriente hoy en día. La ideología es, cuando menos, una noción confusa. 5

Pedimos al lector que acepte poner entre paréntesis estas múlti­ ples acepciones y los debates que suscitan. No ignoraremos, de nin­ guna manera, como se verá, la aportación del materialismo históri­ co en este terreno: éste no sólo ha subrayado la importancia del «efec­ to ideología», sino que ha profundizado en el análisis de la relación que este último mantiene con los datos materiales y las instancias de •poder. Sin embargo, limitándonos a esta última perspectiva, que in­ siste en la dimensión de ilusión compensatoria de las ideologías, no obtendríamos más que una ilusión sin compensaciones. Por eso, sólo retendremos un solo sentido que, sin ser plenamente distinto, tiene el mérito de ser claro y hace patente el estatuto material de las ideas. Calificamos de ideología el sistema más o menos coherente de imá­ genes, ideas, principios éticos, representaciones globales y, asimis­ mo, gestos colectivos, rituales religiosos, estructuras de parentesco, técnicas de supervivencia (y de desarrollo), expresiones que llama­ mos ahora artísticas, discursos míticos o filosóficos, organización de poderes, instituciones y enunciados y fuerzas que éstas ponen en jue­ go, sistema que tiene como fin regular en el seno de una colectivi­ dad, de un pueblo, de una nación, de un Estado, las relaciones que los individuos mantienen con los suyos, con los extranjeros, con la. naturaleza, con lo imaginario, con lo simbólico, los dioses, las espe­ ranzas, la vida y la muerte. Este sentido corresponde, aproximadamente, a lo que se entien­ de en lengua alemana por Weltanschauung, por visión o concepción del mundo, dando por supuesto que ésta implica no sólo el conoci­ miento, sino también los deseos, las pasiones y las prácticas. Una ideología aparece pues como una conjunción de estos diversos as­ pectos. Es un medio, el más amplio probablemente, de presentar a una sociedad en sus rasgos empíricos más significativos, en la trama de su vida cotidiana; se dirige, las más de las veces, a lo que los his­ toriadores contemporáneos llaman la «duración media», para dife­ renciarlo de la «duración larga», que toma como objeto los modos y las relaciones de producción y las estructuras estables de las áreas de civilización que son las constantes lingüisticas, y para diferenciar­ lo también de la «duración corta», marcada por acontecimientos, ac­ tos históricos, hechos singulares y obras. La ideología deja, por con­ siguiente, sitio a otros tipos de inteligibilidad, a otros análisis diri­ gidos a temas más profundos o más candentes. Para nosotros, el es­ tudio de las ideologías así entendidas constituye, desde un punto de vista descriptivo, una especie de introducción a investigaciones más precisas, así como una visión de conjunto del estatuto de las socie­ dades consideradas. Es también una forma de descubrir ejes carac­ terísticos en torno a los que se inscribe la especificidad de las cultu­ ras, y de elaborar cuadros conflictuales, pues una cultura encuentra, las más de las veces, su propia identidad en su tendencia a eliminar a otra. Con esta perspectiva, sería artificial pretender ordenar según una regla única los aspectos múltiples de las distintas configuraciones ideológicas. Mientras que para una las manifestaciones mitico-reli6

giosas pueden constituir la vía de acceso privilegiada, para otra lo será la organización política y para otra más la articulación de lo téc­ nico con las relaciones de producción y el imaginario social. Por­ que, repetimos, aquí no se trata de explicar una cultura, sino de pre­ sentarla según sus modificaciones principales. Esta presentación respeta globalmente el orden tradicional de la cronología. Sin embargo, el lector no dejará de observar en el inte­ rior de cada volumen saltos, desplazamientos, elipses, vueltas atrás. Esto es porque las materias tratadas aquí, las ensambladuras ideo­ lógicas y su contenido, han exigido, lógicamente, agrupamientos u oposiciones que implican alteraciones en el curso normal del tiem­ po. Curso que sólo puede constituir un punto de referencia, un mar­ co en cuyo interior la búsqueda de la máxima inteligibilidad debe dejar actuar libremente al «espíritu de los pueblos», según sus mani­ festaciones esenciales y sus objetivos. Baste con decir que no suscri­ bimos aquí ninguna filosofía de la historia que asegure, a partir de un principio cualquiera (Providencia, Progreso, Eterno Retorno o Razón), la necesidad del pasado y el orden del presente. Además, nos parece que en el interior de esta historia, la disposición geográ­ fica es un factor decisivo, y hoy más que nunca conviene reconocer su importancia. Esta investigación —en el doble sentido que, hace veinticinco si­ glos, daba Heródoto al término: temporal y espacial— no puede pre­ tender ser exhaustiva. Aspira a dibujar, con sus picos, sus valles y sus llanuras, territorios culturales contiguos, intrincados o separa­ dos y, al mismo tiempo, a delimitar continentes donde se entremez­ clan vientos y ráfagas, donde fluyen apaciblemente los ríos y donde, como en Macbeth, bosques humanos se lanzan al asalto de las for­ talezas. Cada uno de los autores domina el tema del que se ha hecho res­ ponsable. Sólo les hemos pedido una documentación debidamente controlada, un racionalismo minucioso en la argumentación y mu­ cha claridad en la exposición. En cuanto a la intepretación, no sigue ninguna escuela. La experiencia de la Historia de la filosofía nos ha mostrado, en efecto, que vale más correr el riesgo de cierta dispari­ dad que cantar al unísono las pobres armonías del dogma. Cada ca­ pitulo se completa con una bibliografía simple y selectiva que per­ mita a los lectores proseguir sus investigaciones si el tema evocado les interesa. Esta historia de las ideologías es una tentativa de conectar los mo­ vimientos de superficie que acompasan la vida de las sociedades con las concepciones profundas que las constituyen y las animan. Es tam­ bién nuestra historia. Porque, seamos o no nosotros sus herederos hoy, la tenemos presente, ya porque nos sintamos solidarios con ella, ya porque descubramos en ella orígenes que habíamos olvidado, ya porque —lo que no es menos significativo— las rarezas que perci­ bamos en ella nos inclinen a comprender que el ahora también es extraño. 7

TOMO I

DE LOS FARAONES A CARLOMAGNO (Hasta el siglo VII de nuestra era)

Micbel Gitton Luc Brisson Fran^ois Chátelet Pierre Geoltrain Pierre Griolet Jacques Harmand Jean Lagerwey Ahmad Hasnawi Francis Schmidt Charles Malamoud Jo6l Schmidt Jean-Louis Tristani Mohammed-Allal Sinaceur

PREFACIO

El primer tomo de esta Historia de las ideologías abarca un pe­ ríodo muy extenso —unos tres milenios—, ya que presenta, en sus primeros capítulos, la cosmología del Egipto faraónico y finaliza con dos estudios dedicados a las relaciones de la autoridad religiosa y el poder político en la época carolingia y en el Islam durante los dos siglos posteriores a la Hégira. Su área geográfica no es menor; cubre todo el Viejo Mundo, desde el continente chino a los confines occi­ dentales de Europa y las tierras de Africa. En esas condiciones, las pretensiones de exhaustividad, aun descriptiva, resultarían irrisorias. ¿Qué significaría, por otra parte, un catálogo de esa materia com­ pleja y matizada que son las representaciones que se ha hecho un pue­ blo de sí mismo, de su mundo y de sus dioses a lo largo de los si­ glos? Hemos tenido, pues que escoger, es decir, eliminar, privilegiar y proponer a los autores invitados un plan y unas referencias que, por abstractas que fueran, no dejaban por ello de ser una orientación. Esta es arbitraria. Por eso podemos y debemos explicamos. En el primer capítulo, el lector encontrará expuestas las razones que con­ dujeron a desechar del conjunto de esta obra el análisis de lo que Pierre Clastres designa como «sociedades sin Estado»: es, asimismo, señalar la diferencia entre mitos e ideologías. La ideología, incluso entendida en sentido amplio, implica, en virtud de su constitución, la existencia de un poder central de decisión permanente, de un or­ den político ordenador y legislador para la comunidad: supone algo parecido a un Estado. Es un efecto desfasado, deformado, retocado las más de las veces de ese poder; se apodera con gusto de los datos legendarios y del fondo imaginario de la sociedad; construye «mito­ logías». Pero éstas no podrían, según parece, confundirse con los mi­ tos tal como aparecen en los pueblos amerindios, que aseguran la unidad de la comunidad sin por ello instaurar un centro político. El pensamiento y las representaciones de esas «sociedades sin Estado» no entran en el proyecto de una historia de las ideologías, porque precisamente su naturaleza y su lugar son otros; y eso aun cuando 11

las ideologías se hubieran hecho cargo de ellos para integrarlos en sus configuraciones. ¿Quiere esto decir que la ideología es, de medio a medio, una pro­ ducción —deliberada o inconsciente, «funcional» o «estructurad»— del poder? El «plan» que hemos propuesto apuntaba a desechar este esquema. El contenido de las diferentes contribuciones, aunque és­ tas se refieran a temas muy distintos y no obedezcan a ninguna po­ sición metodológica, pone en evidencia el hecho de que en el inte­ rior de un conjunto ideológico interfieren campos múltiples y que, en última instancia, el factor que actúa de modo predominante es el de una invención plural. Esas invenciones no son, ciertamente, crea­ ciones ex nihilo: tienen que luchar contra múltiples inercias: las que resultan del pasado —que, si bien acumula las experiencias, también acumula los errores y las cosas ajadas— las que impone el paisaje —mieses que germinan, pero también cataclismo brutal— tienen que vérselas con la embestida de los sentimientos —miedo o desmesura, despreocupación o parsimonia—, tienen que componer con el códi­ go de los lenguajes —que los aprisionan en el momento en que los usan— porque la ideología —en el estadio en que debe ser conside­ rada aquí, diferente en su estatuto a este respecto de las ideologías modernas, adoctrinadas y funcionales, es una mezcolanza, es en tan­ to que es a la vez un efecto y una afirmación, efecto tributario de la diversidad que la rodea y del poder que la expresa, afirmación de la comunidad que proclama que está viva. La distribución de los capítulos se esfuerza por dar cuenta de ese doble carácter. Asi, los capítulos segundo y sexto analizan las ideo­ logías en tanto que, a partir de su propio suelo material y mental, del pasado que se dan, del tipo de lenguaje y de lógica por el que se expresan, de las relaciones sociales que las atraviesan, éstas dibujan su mundo, la imagen de su sociedad y su imaginario. Los estudios dedicados a las Cosmologías antiguas interrogan la división del sue­ lo y el río en la tierra de Egipto, la aritmética sutil de los ideogra­ mas chinos, el sacrificio cosmogónico de Purusa y los teoremas de Grecia; los que se refieren a las Ideologías de fondo monoteísta tra­ tan de poner al día los principios que están en el fundamento de las tres grandes religiones reveladas —los tres momentos de constitu­ ción de la «religión manifiesta», según la expresión de Hegel, es de­ cir, religiones tales que su expresión histórica encubre totalmente su esencia— sistemas de Dios, del Mundo y del Hombre que, partien­ do de aldeas medio-orientales, se extenderán por la cuenca del Me­ diterráneo, conquistarán Europa y se difundirán por todo el plane­ ta. De estos estudios no está ausente la materialidad social y, por con­ siguiente, el juego de antagonismos entre los hombres y las colecti­ vidades. Lo que se impone como objetivo en este debate de «ideas» que oponen la tradición a la modernidad o los pueblos a sus con­ quistadores es, por supuesto, el dominio. No obstante, el problema del poder como autoridad permanente y fuente de la jerarquía legitima sólo se plantea aún confusamente. A este respecto, las dos secciones que analizan las ideologías de la 12

antigua China son ejemplos del movimiento que la ordenación de los capítulos pretende hacer aparecer (no porque se trate de una ley cualquiera de la historia sino, precisamente, porque permite pensar el doble aspecto, activo y pasivo, de la ideología, como imaginario de la sociedad y como material de la política). Jean Lagerwey, tras haber examinado los textos clásicos fundadores de la visión china del mundo —La cosmología antigua de China— se dedica a mos­ trar cómo fue retomada y administrada esta invención, con motivo de la instalación del imperio burocrático de los Ts’in por una cate­ goría social de «especialistas en moralidad» que se inserta entre el poder y el pueblo, entre lo alto y lo bajo, y cómo ésta comparte, de alguna manera, las tareas: «Una... mirará al mundo desde el punto de vista del poder; otra... tomará los colores del pueblo; entre las dos (una), se convertirá en la ideología propia de esta clase de alca­ huetes que son lós mandarines»(l). En semejante perspectiva, el capítulo cuarto, que trata de la Ideo­ logía indoeuropea y que su autor, Jean-Louis Tristani ha subtitula­ do Mito, Epopeya, Filosofía, pone de manifiesto un desplazamiento del mismo orden. La tripartición de funciones que constituye el zó­ calo común de la organización indoeuropea, de los «muy imaginati­ vos indios a los muy positivos romanos», según la admirable demos­ tración de Georges Dumézil, y que posee primeramente un signifi­ cado social preciso no teniendo más que un alcance político difuso, es, secundariamente, retomada en discursos y prácticas políticas pe­ rentorias. El capitulo quinto —que analiza la polis en su «verdad» democrática y la Ciudad ecuménica romana (con el contrapunto de las sociedades celtas y germánicas)— describe los principios institu­ cionales y las formas de Estado que surgen a la vez de la asunción y del olvido del mito, como para significar que, después de todo, las doctrinas políticas no son otra cosa que mitos travestidos, tan poco seguros de sí mismos, que se reducen a contar con la fuerza de las palabras... o con la fuerza de las armas. De modo análogo, el capitulo séptimo, Las ideologías monoteís­ tas del poder, cuenta dos aventuras diferentes y complementarias, la de un campo demasiado lleno y la de un campo que se ha dejado vacío: en el mundo cristiano, el «constantinismo» inaugura, sobre el fondo de ese pasado ideológico, la historia agitada de nuestra era, de la que tratan los dos siguientes volúmenes de esta obra, las rela­ ciones de la Iglesia y el Estado (y el paso de una a otro) y la cons­ titución, a la vez antagonista y cómplice, del Saber y el Poder (de Estado); en el mundo árabe-islámico, la muerte de Mahoma plantea la pregunta crucial, reiterada sin cesar: «¿Quién puede suceder al pro­ feta?». La historia, como fenómeno mundial y como ilusión consti­ tutiva, comienza... Franqois Chátelet (1) Ver infra Tomo I, capítulo III, sección I, págs. 60-61.

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CAPITULO I

EL ESTADO, LA ESCRITURA, LA HISTORIA, POLITEISMO Y MONOTEISMO por Frangois Chatelet

Hemos precisado en la Introducción del presente volumen los principios que han guiado la selección y organización de las partes y capítulos que lo constituyen. No obstante, antes de abordar el es­ tudio de las distintas ideologías que marcaron aquellos tiempos muy antiguos, es indispensable aportar algunas indicaciones sobre datos generales, sociopolíticos e ideales que forman de algún modo los am­ bientes o los horizontes de existencia en cuyo seno se desarrollaron esas concepciones del mundo. Estas indicaciones son tanto más ne­ cesarias por cuanto el lapso de tiempo y la extensión geográfica im­ plicados son harto grandes y seria grave no subrayar transformacio­ nes y diferencias que han tenido un papel decisivo. Porque, si las ideologías, tal como las entendemos aquí, son invenciones, esas in­ venciones se elaboraron en un contexto material y espiritual cuyos caracteres esenciales es importante destacar. Una primera observación capital concierne precisamente a las es­ tructuras sociopoliticas. Los textos que siguen tratan de las visiones constitutivas de la realidad —lo que llamamos naturaleza, individuo, colectividad, imaginario— de la antigua China, Egipto, la India, los indoeuropeos, la ciudad griega, los pueblos del norte de Europa, de la república y, después, el Imperio Romano, del consenso árabe-is­ lámico... Ahora bien, estas sociedades se caracterizan, las más de las veces, por el hecho de poseer un poder central, de estar unificadas por un orden de naturaleza política, de que, por consiguiente, se ins­ tituye en ellas el dominio de un hombre o un grupo de hombres so­ bre el conjunto de los miembros de la colectividad. Más breve y ge­ neralmente, diremos que son sociedades con Estado, dando a este tér­ mino una extensión muy amplia. Que esta indagación comience por sociedades-Estado o cuasi-Estados, puede dar lugar a confusión. El lector podría inferir de ello que la perspectiva de conjunto adoptada aquí es que las sociedades sin Estado no son del todo sociedades, que en ellas falta algo y, por esto, no merecen el análisis; más precisamente, que al no tener nada 14

de político pertenecen a un registro tal que no destacan de ninguna manera en una investigación que tenga que ver con nuestros proble­ mas sociales y políticos. Con el fin de evitar tal interpretación, hay que subrayar, desde ahora, que esta obra no suscribe de ninguna ma­ nera dos prejuicios habituales: ni aquel que ha presidido las inves­ tigaciones sociológicas sobre el «alma» o la «mentalidad» primitivas, que considera que el pensamiento de los «salvajes» no es un pensa­ miento plenamente formado, que es prelógico y por tanto incapaz de claridad y de distinción, ni aquel que, bajo la inspiración de la filosofía de la historia hegeliana y de una lectura muy orientada de Freud, establece como axioma que el Estado es ineluctable, que toda sociedad debe finalmente llegar a él y que, en consecuencia, todo de­ sarrollo normal conduce a la estructura estatal, de ahora en adelan­ te insuperable. El etnólogo Pierre Clastres(l) ha explicado muy bien cómo se ar­ ticulan esos dos prejuicios: una sociedad que se dice sin Estado —ex­ presión que señala, por sí misma, la carencia— es incompleta, no es del todo una sociedad humana, y por eso, quienes la constituyen no disponen (aún) de todos los atributos de los humanos. Razonar así es ignorar, entre otros, dos aspectos decisivos del «salvajismo». Este implica, en primer lugar, un estatuto de jefatura que es, por esencia, diferente de lo que llamamos poder o dominio político. Porque hay un jefe, pero éste no prefigura en modo alguno al déspota. Intervie­ ne para reducir los conflictos entre individuos o parientes; y su pa­ labra dice el consenso. No obstante, su intervención no es poder, en el sentido de incluir una fuerza de coerción; su palabra no es la de la ley. Lo único que actúa es el prestigio, que no juzga y está ahí simplemente para reforzar, por el ejemplo, con el juego de lenguaje, el hecho de la comunidad. Si se impone a todos es a causa de ciertas dotes de orador, de adivino, de guerrero, de cazador; esto no impli­ ca, de ningún modo, que pueda situar su poder fuera de la comuni­ dad. Si ejerce sus conocimientos técnicos para conducir la guerra —que es el gran asunto de estas sociedades—, no podría valerse de este posición en los combates cuando se restablece la paz. En resu­ men, está al servicio de la comunidad, que ejerce sobre él una espe­ cie de vigilancia y lo abandona si infringe la regla... o si fracasa en su función de heraldo, de portavoz. No podríamos deducir la sociedad con Estado de la sociedad sin Estado. La filosofía de la historia implícita que anima la sociología positivista vuelve a la carga de otra manera. El sesgo por el que rein­ troduce la necesidad es el de la economía. La deducción es también harto simple: los primitivos ignoran la economía de mercado por­ que no hay productos excedentes; ahora bien, si esto es así, es, aña­ den, porque están reducidos a la economía de subsistencia, porque su penuria de medios materiales, su mentalidad «prelógica» los man­ tienen en la miseria. Obligados a buscar sin cesar su supervivencia cotidiana, no sólo no tienen la posibilidad de ahorrar, sino que tam­ il ) La sociéti conlre l'Elal, Ed. de Minuit, París, 1974.

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poco piensan en organizarse de forma racional, es decir, política. En resumen, si son, según la fórmula de los primeros conquistadores del Nuevo Mundo, «sin fe, sin ley, sin rey», es porque, subdesarrollados técnicamente, carecen de ahorro. M ora bien, la investigación etnológica seria revela, por una parte, que la imaginación, la inven­ ción técnica de los «salvajes» no tienen igual; que, por otra parte, la conexión generalmente establecida entre el primitivismo y la mise­ ria, resulta de una apreciación falsa: los trabajos de M. Sahlins(2), muestran que muchos pueblos de la América precolombina vivieron en el bienestar antes de ser víctimas del saqueo colonial, y los de J. Lizot que «el desprecio del trabajo y el desinterés por el progreso tec­ nológico» (3) corresponden a una opción social. En otros términos, la economía de los primitivos no es una economía mísera, sino una economía libre, fundada en el intercambio y la reciprocidad, no en la acumulación; por ello, no es una economía política. El trabajo no no es en ellos una actividad separada; se inscribe en el tejido social y se efectúa en función de la demanda y los deseos de la comunidad. Hay que desechar la idea del «salvajismo» como prefiguración o preformación de la normalidad social, como realidad en la indigen­ cia o como carente de algo —de Estado, de pensamiento maduro, de escritura, de historia. El análisis de las organizaciones llam adas primitivas hace aparecer rasgos simple y radicalmente diferentes de los que caracterizan a las sociedades en las que reina un poder pre­ cisamente político. Esas sociedades —existen aún hoy— produjeron, claro está, visiones o concepciones de la realidad. Estas son incluso de una riqueza, de una sutileza y de una diversidad que no dejan de sorprender. Lo menos que se puede decir es que no carecen de mi­ tos. Es incluso esta riqueza y los caracteres específicos de esos mitos los que han conducido a no dedicarles en la presente obra un estu­ dio que podría consistir sólo en una nomenclatura insuficiente o un esquema abstracto y que, por esto, habría reintroducido indirecta­ mente la interpretación primitivista. Digamos, pues, que aunque tra­ tamos de los tiempos antiguos —en los que se puede suponer que este tipo de sociedades eran numerosas y dichosas— no hablare­ mos aquí más que de las ideologías de las sociedades con Estado. La misma palabra ideología, por otra parte, ¿no suena de tal mane­ ra que remite a una división del trabajo social, el cual implica una repartición de las instancias de dominio político, y por tanto, a un poder unificado y a los instrumentos de realización de este poder? Hay un segundo aspecto sobre el que conviene aportar algunas precisiones. La postura ideológica pasa por el lenguaje, habla o es­ critura. Aquí, ya que existe, parece, una concomitancia general en(2) M. Sahlins: Age de pierre, áge d ’abondance, Viconomie des sociétés prim itives, trad. francesa, Parts, 1976. (3) «Economie ou Société? Quelques thémes á propos de l’étude d*une comraunauté d’Amérindiens» en Journal de la Société des américanistes, 9, 1973, citado por Pierre Clastres, op. cit., pág. 167.

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tre el hecho del dominio político y el de la escritura, es evidentemen­ te el texto escrito el que sirve a la vez de soporte para la transmisión de la ideología en su tiempo y de indicio que nos permite conocerla hoy. Podemos señalar, a propósito de esta repartición de las instan­ cias de poder señalada más arriba, que aquel que escribe —«archi­ vero», logógrafo, escriba, letrado, escribano, escritor— ocupa un lu­ gar singular en el orden social —correspondiendo al poder o al con­ tra-poder— y que habría que hacer una historia de la implantación material y social de los escritores y los escritos si pudieran descu­ brirse informaciones suficientes. Jean Lagerwey descubre este lugar con ocasión del paso, en la antigua China, del reino feudal de los Cheou al imperio burocrático de los Ts’in(4); es manifiesta cuando las ciudades griegas, al salir de su «edad media», se crean una me­ moria administrativa en la que se consignan los nombres de los res­ ponsables cívicos, los hechos importantes, los acontecimientos ex­ cepcionales, los tratados y las guerras, e instituyen las funciones de logógrafo (5). No obstante, esa función de heraldo y redactor de la ideología —esos escribas-poetas, por ejemplo, que, en el siglo vi antes de Cris­ to, bajo la tiranía de Pisístrato, fijaron, inmovilizaron en la huella escrita las epopeyas homéricas— es tan determinante como la forma del lenguaje. Numerosos capítulos de este volumen hacen referencia explícita al papel capital que juega la forma de la lengua en la ela­ boración del contenido. Jean Lagerwey muestra el significado cos­ mológico del hecho de que uno de los textos fundadores, el Yi-King o Clásico de las mutaciones, es «un libro sin palabras», organizado en sesenta y cuatro hexagramas. Es esencial la conexión entre la vi­ sión del mundo y de los dioses y la manera en que se representa ésta: Michel Gitton analiza la realidad del antiguo Egipto tal como aparece en la expresión ideogramática y en esos tipos de escritura que son las estructuras y decoraciones de los edificios sagrados. Los trabajos filológicos de Emile Benveniste, las investigaciones de Georges Dumézil han hecho aparecer, con aproximaciones diferentes, la relación consubstancial que existe entre la sintaxis y semántica de la lengua griega clásica y la constitución de la filosofía, género cultural específico que nace en cierto contexto de luchas políticas y debates intelectuales, pero también en el seno de un código lingüístico que facilita la invención de respuestas singulares. A este respecto, cabe señalar que el «milagro griego», el famoso paso del mythos al logos —del mito, del relato legendario al discur­ so, a la expresión racional— es lo mismo —por tanto, ni un efecto ni una causa— que la transformación de la lengua griega, transfor­ mación polémica, incluso dramática, que opone el «estilo» de Gorgias y los que llamamos sofistas, el de Aristófanes y el de Sócrates discutiendo entre ellos, al «antiguo estilo», el de la tradición épica y los poetas moralizantes. Sobre este particular, el éxito del discurso (4) Cf. infra Tomo 1, capítulo IV, secciones I y II. (5) Cf. infra Tomo I, capitulo VI, sección I.

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histórico que, a partir de finales del siglo vi, se impone con Hecateo de Mileto y triunfa con Heródoto es significativo: palabras tomadas del vocabulario de los médicos, de los artesanos, como aitia (causa), erga (acciones que implican proyecto, esfuerzo y peligro), llegan al encuentro de la escena lingüistica; sirven para descifrar el mundo; y lo descifran de otro modo, poniendo de relieve la importancia de as­ pectos de lo real que, ciertamente, estaba ya ahí —las palabras no crean nada, que suscitan actos y si pro-ducen cosas es sólo en el sen­ tido en que, según la etimología, las «conducen adelante»—, pero que nunca se habían tomado en consideración. Así, conviene llamar la atención sobre que la escritura y la rela­ ción escritura/habla —tan notablemente analizada por Jacques Derrida en su Gramatologia—, no son neutras, y que la expresión ideogramática y la alfabética, en sus diferencias, como el lenguaje poé­ tico y el prosaico en sus polémicas, toman parte en la formación de las ideologías. Más generalmente —y esta observación vale por el conjunto de esta Historia—, lo que se acostumbra a llamar la form a es constitutivo del contenido. Cuando se enriquezcan los debates so­ bre la discursividad, la administración de la prueba y las reglas de formación y encadenamiento de los enunciados, cuando se diversi­ fiquen los lenguajes (lenguaje geométrico, lenguaje aritmético, len­ guaje del plano y del disefio, lenguajes artísticos, etc.), esta forma in­ tervendrá ya no sólo como instrumento, sino como referencia o como modelo. De esta manera, por ejemplo, la importación al discurso geométrico del modelo geométrico hecha por Descartes («esas largas cadenas de razones simples y fáciles») determina un campo nuevo en el que se realizarán y entrarán en liza, unas contra otras, las ideo­ logías de la razón clásica. La historia de las ideologías es también la historia de las rupturas introducidas por la intrusión brutal de es­ tas realidades «formales». Acabamos de evocar el éxito del discurso historiador como una de las marcas originales de la ideología de la Ciudad griega. Es el momento de una tercera observación. Tradicionalmente, en la his­ toriografía general, se opone globalmente la Weltanshautmg antigua, y más especialmente griega, a la cristiana, por el hecho de que la pri­ mera no piensa la historicidad del hombre mientras que la segunda la asume. Alrededor de esta oposición principal se organizan cierto número de antítesis notorias: del lado del pensamiento pagano, la «perfección» (concepto, en rigor, inadecuado) concebida como finitud y circularidad, el devenir entendido como retorno de lo mismo, como repetición, la actividad humana entendida como cálculo de acuerdos prácticos (y no como transformación), la ignorancia del progreso, el trabajo tomado como limitación; del lado del pensa­ miento cristiano, que inaugura la modernidad, la perfección enten­ dida como infinito en acto (la de Dios), la idea del devenir como vec­ tor orientado que va de la Creación al triunfo escatológico del «fin de los tiempos» y constituye acontecimientos que son otros tantos dramas originales, la acción como ejercicio de una libertad que lu­ 18

cha por dominar la gravidez de la materialidad, como transforma­ ción de sí, la voluntad de progreso asegurada, entre otras cosas, por el dominio de la naturaleza, el trabajo utilizado como regeneración y realización de si (6). El díptico es tentador. En la medida en que la perspectiva de con­ junto que propone concierne a un importante elemento de ruptura del período aquí examinado, el final de la cultura antigua y la apa­ rición y refuerzo de la cristiandad y del Islam, conviene juzgar su sig­ nificado y su validez. Esto se impone tanto más por cuanto en esta historiografía general, cuya filosofía implícita es el progresismo hegeliano, actúa un tipo de razonamiento análogo al que rige la visión clásica del «salvajismo». Aparece también ahí la idea de carencia: al igual que el primitivo no dispone ni de historia —la vida histórica— ni de historicidad —la conciencia del devenir de la comunidad— el hombre antiguo, que sí está en la historia, carece del saber y no lle­ ga a constituirse como sujeto. Habrá que esperar a la aportación cris­ tiana para que llegue a aprehenderse como interioridad libre y res­ ponsable ante el tribunal supremo: Dios, la Humanidad o, muy pronto, la misma Historia. Sin duda el hegelianismo aportará la su­ tileza y el temperamento dialécticos: la adquisición de la conciencia de historicidad no se produce sin alguna pérdida concerniente a las aportaciones de la racionalidad griega, que sólo será compensada por la síntesis operada por los tiempos modernos. Que hay rasgos antitéticos entre la visión del mundo de la An­ tigüedad y la que impondrá el cristianismo animado por la revela­ ción judaica, es innegable. Los más pertinentes conciernen a la rea­ lidad y al pensamiento de la acción, por una parte, y, de manera co­ nexa, la de la libertad, por otra parte: cuando Aristóteles distingue la poiesis —que tiene por objetivo modificar las realidades naturales para servir a la utilidad y al placer del hombre, imitando a la natu­ raleza o haciéndole trampas— y la praxis —que apunta a habilitar el orden político y las relaciones entre individuos, de tal forma que queden asegurados la dicha y el éxito de todos, es decir, para cada uno «una vida digna de un hombre»—, señala claramente el proyecto pagano de realización en la finitud, por el sesgo de la imitación y el cálculo racional. El mundo moderno opera una fusión ideal y prác­ tica de la poiesis y la praxis: la función exorbitante que el marxis­ mo, por ejemplo, concede a la idea tosca de praxis da testimonio de esta síntesis, cuya inteligibilidad no es seguro que haya contribuido a introducir. Tal oposición no podría, sin embargo, ser endurecida y genera­ lizada hasta el punto de ser tomada por principio de un cuadro en el que se inscribirían, término a término, contrariedades o contradic­ ciones. Es poco probable que se pueda sistematizar legítimamente una concepción antigua del mundo (ni siquiera griego) que presente suficiente homogeneidad: las corrientes se diversifican, se entrecru(6) Cf. L ’h om m e et l ’h istoire, en Actas del VI Congreso de Sociedades Francesas de Filosofía, París, 1952.

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zan y se combaten, las novedades aparecen, se consolidan o, por el contrario, se desmoronan en el interior de un campo cuya unidad es relativa. Sea, por ejemplo, la cuestión de la historicidad, ya que suele ser considerada decisiva. Podemos admitir que el pensamiento griego clásico plantea una homología entre el mundo cósmico, el mundo natural y el mundo espiritual. Así, la imagen del movimien­ to circular —el que gobierna la esfera de los fijos y ordena los re­ tornos cíclicos de la naturaleza— se impone como privilegiada: es co­ mún la idea de que el devenir es repetición y se encuentra recogida por el discurso filosófico, que descubre en ella un modo de perfec­ ción, ya que el movimiento cíclico combina lo finito y lo infinito. Es pues, licito decir que, en cierta forma, este pensamiento está poco preparado para aceptar la noción de temporalidad histórica, que su­ pone vectores lineales en los que figuran acontecimientos irreducti­ blemente singulares y unidos unos a otros por relaciones de causa­ lidad. No obstante, las épocas y las teogonias acreditan otra imagen: la genealogía divina implica el esquema de una sucesión única; Pierre Vidal-Naquet ha mostrado (7) cómo intervenían en la lliada el tiempo de los dioses y el tiempo de los hombres. Los textos de Heródoto, Tucidides, Jenofonte ponen de manifiesto el hecho de que la Grecia clásica piensa con eficacia la sucesión encadenada de ba­ tallas, tratados, decisiones políticas, movimientos populares, y la Historia de las guerras del Peloponeso lleva el grado de racionali­ dad del relato histórico hasta un punto nunca superado (8). Hemos llegado, pues, a esto que es un truismo: los griegos ela­ boraron un conocimiento histórico al que los latinos dieron un no­ table desarrollo. Lo mismo ocurrió con otras culturas «pre-» o «a-cristianas». Parece que la expansión de tal género cultural está li­ gada a la existencia de un contexto político y que las categorías uti­ lizadas por el texto de historia están en función de las exigencias, los problemas y los conflictos nacidos de este contexto; la historia, tal como la practica la Grecia clásica, es diferente no sólo de la fi­ losofía de la historia cristiana cuya matriz proporcionó la Ciudad de Dios de San Agustín (hasta sus consecuencias filosóficas —el hege­ lianismo— y cientifistas —el positivismo de Auguste Comte o el evo­ lucionismo de Herbert Spencer—) visión que supone no sólo un co­ mienzo, un fin y un sentido de la historia, sino también de la filo­ sofía de la historia progresista e industrialista de la que la ortodoxia marxista ha dado una abundante versión. Por supuesto, sigue ha­ biendo otra cuestión, que es la del tipo de interés prestado a la his­ toria (res gestae): por ejemplo, Tucidides se contenta al evocar la gue­ rra de Troya con tres breves líneas, juzgando que eso es suficiente; nosotros procedemos hoy de otra manera. Pero se trata de una op­ ción, no de una carencia; más exactamente, no es una carencia más que desde nuestro punto de vista. (7) «Temps des dieux et temps des hommes», en Revue d ’h istoire des religions, enero-marzo, 1960. (8) Cf. F. Chátelet: La Naissance de I’Histoire, París, Ed. de Minuit, 1962, reed. U.G.E., 1973.

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Lo que aquí se subraya finalmente es que la óptica llamada dia­ léctica, que se esfuerza por establecer entre las culturas una conti­ nuidad/ discontinuidad que implica la idea de un progreso necesa­ rio, engendra una inteligibilidad superficial y peligrosa. Superficial porque tiende, como decía Marx a propósito de Hegel, a colar «la cosa de la lógica antes que la lógica de la cosa»; peligrosa porque impone un lugar a esas culturas en una evolución ineluctable, y por consiguiente, las concibe en términos de carencia y conquista, con arreglo a un fin último y plenamente satisfactorio, y no en términos de singularidad. La ausencia de Estado marca el «primitivismo», no lo juzga; los diversos tipos de escritura forman parte del contenido de las diferentes expresiones ideológicas, no lo sitúan en una cadena en la que habría más y menos; cuando se instituye, la relación con la historicidad se manifiesta de múltiples maneras, y si es posible se­ ñalar un enriquecimiento y una profundización en la secuencia que va de la empresa archivera de los logógrafos a la elaboración del re­ lato histórico por Tucídides, es lícito inferir un progreso de conjun­ to que conduciría a través de numerosas mediaciones a la objetivi­ dad contemporánea. Parece que conviene la misma actitud por lo que respecta a la última oposición que queremos evocar en este capitulo introducto­ rio (habría que analizar otras): la que se presenta como antítesis del politeísmo y el monoteísmo. La dialéctica de la historia también se ha apoderado de ella y ha visto dos etapas sucesivas en la constitu­ ción de la racionalidad triunfante. Asi, a pesar de la sutileza y la fuer­ za de sus análisis de detalle, Hegel, sea cual fuere la importancia in­ novadora que se atribuye a sus descubrimientos acerca del mundo hebreo o la Ciudad griega, no deja de mantener que al primero le falta la mediación de lo finito a lo infinito —que representará Cris­ to— y que, no habiendo comprendido el estatuto de la subjetividad —que revelará el cristianismo— la Ciudad no pudo concebir ni rea­ lizar la libertad. Ahora bien, esas oposiciones y complementariedades son demasiado toscas para dar cuenta de la realidad cultural. El epíteto politeísta encubre en realidad formaciones extremadamente diferentes que no es posible agrupar en un conjunto sistemático. Qui­ zá es más aceptable hablar simplemente de paganismo en lo que con­ cierne a las religiones griega y romana para marcar cierto número de rasgos característicos, que podríamos resumir con la dimensión de inmanencia: inmanencia del fenómeno religioso a la sociedad; in­ cluso cuando las instituciones tienden a despegarse del contexto so­ cial, la religiosidad está siempre presente en las costumbres bajo for­ ma de ritual, de prácticas cotidianas, de impregnación del compor­ tamiento y el imaginario; en las Ciudades griegas, autoridad política y actividad religiosa son indisociables, y ello no en virtud de una con­ junción entre esos poderes separados, sino porque siempre han es­ tado unidos; la transformación política —por ejemplo, el paso de Atenas a un régimen democrático— se acompaña de una inflexión religiosa que se manifiesta con la extensión de ciertos cultos, sin que se produzca ninguna exclusión de los demás. Esta situación tiene 21

como corolario el hecho de que no hay ningún texto sagrado, nin­ guna verdad revelada, por tanto no hay religión doctrinal ni teolo­ gía disciplinaria. Cuando la archaia paidéia (la educación tradicio­ nal) declara referirse a las palabras antiguas, hace alusión a un corpus inconexo, no a un Libro. Ha de entenderse también la inmanencia del estatuto de lo divi­ no. Este está presente en el mundo de diversas maneras. El mundo sagrado y el mundo natural se entrelazan. Y ello tanto más por cuan­ to la divinidad «se dice de muchas formas»: en el Panteón griego, por ejemplo, hay que señalar que los dioses y las diosas no están so­ metidos a una jerarquía estricta, que asumen varias funciones y que éstas son variables, que su significado simbólico se expresa menos por atributos fijos que por biografías míticas complejas, de las que no están ausentes las pasiones —Platón criticará vivamente a ios dio­ ses homéricos, que son modelos muy enojosos para la moralidad hu­ mana—, que intervienen directamente aquí abajo y comunican con los hombres por medio de los sueños y de indicaciones que ofrecen a los adivinos y en los oráculos; que no ordenan ni revelan nunca, sino que hablan las más de las veces por enigmas, como para exci­ tar la sagacidad de los mortales. Pero lo divino se extiende mucho más allá del reino de Zeus. Por encima, aunque también podríamos decir al fondo, está esa fuerza misteriosa que gobierna la fortuna, buena o mala, de cada uno y que se llama destino, necesidad (ananké), suerte (moira), venganza (némesis) y muchos otros nombres: sólo se puede decir de ella que castiga a quien se hace culpable de arro­ gancia (hybris). Por debajo está la cohorte de los semidioses y hé­ roes que aseguraba la comunicación genealógica entre los Inmorta­ les y los mortales y que son objeto de los cultos cívicos y familiares. Alrededor, abundan las divinidades locales que pueblan los bosques, los campos, los aires, las aguas, las casas y animan con su aliento, su sonrisa o su cólera la estancia de los hombres. Comprendemos, por lo tanto, que para este paganismo la coha­ bitación de lo sagrado y lo profano haya podido ser tan fácil. Sig­ nificativa es la concepción de Epicuro —filósofo materialista— que no niega a los dioses, sino que los relega a un empíreo en el que no tienen ninguna capacidad de intervenir en nuestros asuntos. Muy di­ ferente es la concepción del Dios que aporta el pueblo judio; muy diferente también la teo-ontologia que, después de muchos debates y luchas, préstamos y exclusiones, desarrollará como dominante el pensamiento cristiano. Los capítulos que les dedicamos en el presen­ te tomo y en toda esta Historia analizarán esta evolución y las con­ secuencias importantes y diversas que tendrá la doctrina que termi­ nó triunfando. Será bueno insistir, para concluir este preliminar, en la naturaleza de la continuidad y la discontinuidad que existen entre el paganismo greco-romano y la organización de la doctrina de la Iglesia en sus primeros siglos. Por una parte, la discontinuidad es completa: es diferencia decisiva y radical. De un pensamiento de la inmanencia se diferencia absolutamente la afirmación de la trascen­ dencia del Dios personal y único. Es otro mundo el que se da; con 22

él aparecen nociones extrañas, como las de creación y criatura, pe­ cado, gracia, amor espiritual, interioridad... Ninguna inferencia, por dialéctica que sea, permite pasar de una óptica a otra: además, la idea de buscar en Sócrates, como suele hacerse de buen grado, una prefiguración de Cristo es absurda; entre las leyes a las que decide someterse el primero y la Ley divina que proclama el segundo no hay más que una homonimia. Pero también hay continuidad. Esta es doble. Por una parte, el contexto en el que el cristianismo opera su evangelización es tal que procede a préstamos, desvíos de los tex­ tos de la Antigüedad que engendrarán esa mixtura sorprendente que es el pensamiento medieval, siendo el agustinismo y el tomismo las expresiones más notables de este trabajo de síntesis (que no tiene nada de fusión de contrarios). Pero, por otra parte, parece que nu­ merosas formas de ideología pagana permanecen, aun cuando de modo encubierto: bastará con que los textos reaparezcan, gracias a la transmisión del Islam, para que provoquen profundos estremeci­ mientos. De hecho, sólo hemos querido, en estas páginas iniciales, preve­ nir al lector con algunos ejemplos brevemente presentados contra una actitud que se ha hecho espontánea hoy, de interpretar la cro­ nología, que esta Historia, por cuestiones de claridad, adopta, como una filiación o un desarrollo. Las filiaciones plantean problemas de una dificultad considerable, que sólo serán abordadas cuando se aporten conocimientos claros y suficientes. En cuanto a la idea de un desarrollo de la Humanidad, hay que renunciar a ella, a menos que admitamos que lo que gusta y parece triunfar en el presente es juez de todo lo que ha sido... BIBLIOGRAFIA L ’Homme et l ’histoire, Actas del VI Congreso de Sociedades Fran­ cesas de Filosofía, París, 19S2. BENVENISTE, E .: Le vocabulaire des institutions indo-européennes, 2 vol., París, 1969. Chatelet, F.: La naissance de l'Histoire, la form ation de la pensée historique en Gréce, París, 1962; reed. en 2 vol., 1973. CLASTRES, P.: La Société contre l’Etat, París, 1974. D umézil, G.: L ’ideologie tripartite des Indo-Européens, París, 19S8. LÉvi-Strauss, C.: La pensée sauvage, París, 1955. LlZ O T , J.: Population, ressources et guerre chez les Yanomami, (en prensa). O NIA NS, R . B .: The origins o f European Thought about the Body, the Mind, the Soul, the World, Time and Fate, Cambridge, 1951. Vernant, J. P.: Les origines de la pensée grecque, tercera edición, París, 1975. VIDAL-NAQUET, P.: «Temps des dieux et temps des hommes», en Revue d ’histoire des religions, enero-marzo 1960. 23

CAPITULO II

LAS COSMOLOGIAS ANTIGUAS

1. L A COSMOLOGÍA EGIPCIA

por Michel Gitton «Acaso ignoras, Asclepio, que Egipto es la imagen del cie­ lo, o, más exactamente, la transposición y proyección de todo lo que en el cielo se ha puesto en orden y actividad y, p o r decirlo aún m ás justam ente, nuestra tierra es e l tem plo del universo em erojt (Pseudo Apuleyo, Asclepio, 24).

Como en muchos pueblos del Antiguo Oriente, el pensamiento religioso comenzó en Egipto con un sistema del mundo. Engloban­ do en uno solo todo el universo material y el mundo de las realida­ des invisibles, la civilización de las orillas del Nilo produjo innume­ rables representaciones en las que conviven, como en las alucinantes pinturas del Valle de los Reyes, un sentido de la observación singu­ larmente agudo y el desenfreno del imaginario. La cosmología egipcia no es un fenómeno aislado y puede, sin duda, interpretarse con referencia a otras manifestaciones del pen­ samiento mítico (semíticas, indoeuropeas, africanas incluso), pero hay que guardarse de las categorías del comparatismo, útiles cuando sugieren paralelos, perniciosas cuando sustituyen el análisis de los rasgos propios de una civilización o de una época. Más que buscar en Egipto la aplicación de algunos de los grandes temas valorizados por la historia de las religiones (el mito de la montaña primordial, por ejemplo), me parece más fecundo descubrir, en contacto con fuentes egipcias, los ejes alrededor de los cuales se estructura la vi­ sión del mundo de los antiguos egipcios. En efecto, sea cual sea la parte de los arquetipos mentales comunes a toda representación mí­ tica, es incontestable que cada grupo humano remodela esos elemen­ tos en función de su experiencia propia. La experiencia de Egipto es primeramente la de una tierra, «Tie­ 24

rra Negra», también llamada «la Amada», «la Deseada», tanta atrac­ ción manifiesta por los contarlos: agua y sol, verdor y aridez. El egip­ cio nace, vive y muere en un marco único: el de este inmenso oasis, rozado por todas partes por un desierto omnipresente, bañado por un río único: ni siquiera en el Delta, en donde el valle se ensancha, el desierto está demasiado lejos y los numerosos brazos del Nilo, re­ levados por canales, aportan por doquier la presencia de las mismas aguas. Todo Egipto está en este contraste, a menudo brutal, entre el verde de los campos y el amarillo o el ocre de las soledades de­ sérticas. Este mismo rio, fuente de vida, conoce fases que dividen el tiem­ po tanto como su curso estructura el espacio. A primeros de junio, el Nilo, llegado a su curso más bajo, comienza a dar los primeros signos de crecimiento. Después, la crecida se precipita a partir de ju­ lio. Las aguas alcanzan su nivel medio en el mes de septiembre, des­ bordan entonces ampliamente el lecho del rio y llegan casi hasta el desierto; de Egipto no queda entonces más que una serie de cerros aislados por las aguas; toda la vida vegetal, animal y humana se con­ centra en ellos durante unas semanas. Tras un último asalto de la crecida, las aguas empiezan a disminuir en octubre, dejan tras de sí un suelo irreconocible, caos legamoso, imagen del primer estado de la creación. La industria humana equipó el suelo de fosas, canales y diques ligeros para retener el abono de los dioses mientras las aguas refluyen y, unas semanas más tarde, los campos se adornan de una vegetación intensamente verde. El milagro se ha producido una vez más, al precio de un retorno al estado indistinto de los orígenes. Egipto debe a la orientación de su río único un sentimiento pri­ vilegiado de las direcciones del espacio. Orientado, grosso modo, Sur-Norte, el Nilo ignora prácticamente los meandros en suelo egip­ cio, a lo sumo un bucle pronunciado al norte de Tebas. El propio Delta reparte, en época antigua, sus siete brazos más o menos simé­ tricamente a uno y otro lado del brazo central, llamado Sebenítico. Por otra parte, el sol, siempre visible durante el día, dibuja un arco de círculo de Este a Oeste y se acerca muchísimo al cénit (es cono­ cida la anécdota del pozo de Syene, hoy Asuán, no lejos del trópico, en el que el sol de mediodía, una vez por año, caía perfectamente en vertical). Por consiguiente, el egipcio, donde quiera que viviera en el suelo de la «Tierra Negra», tenía conciencia de estar en la en­ crucijada de dos ejes: el eje solar (Este-Oeste), el eje fluvial (Sur-Nor­ te); sus nociones de derecha e izquierda son fruto de esta experien­ cia y, como el eje fluvial lo vence, se orienta de cara al Sur: la mano izquierda es el Oriente, la derecha es Occidente; los nombres de los cuatro puntos cardinales se identifican con regiones precisas en el li­ mite del horizonte: el Sur es el lugar preciso en donde nace el Nilo; el Oeste es la montaña cercana tras la cual se hunde el sol. Egipto, por muy unificado que esté por la tierra, el cielo y el agua, presenta, sin embargo, una dualidad fundamental, sentida vi­ vamente en todas las épocas: la que opone al Alto y al Bajo Egipto. El primero coincide prácticamente con el alto valle de Asuán al sur

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de la llanura menfita, el segundo abarca más o menos el Delta. Dos paisajes diferentes: el uno indefinidamente estirado (entre uno y diez kilómetros de ancho), el otro extendido por vastos espacios, surca­ dos de canales y de brazos del Nilo; el uno fijado definitivamente por el reborde montañoso del desierto, el otro en progreso constan­ te sobre el mar. Esta dualidad se refuerza aún más por el distinto origen étnico de las poblaciones que alli se establecieron desde la pre­ historia. Los contactos tampoco son los mismos, ya que el Delta, más accesible que el Alto Egipto, estuvo en todas las épocas en re­ laciones con Asia, mientras que el Egipto del Sur practica intercam­ bios limitados con las poblaciones del alto Nilo y el Sahara. La complementariedad de los «dos países», como dice el lenguaje corriente, es uno de los datos más permanentes de la geografía egipcia. Tal es el marco en el que el hombre de la Antigüedad elaboró una visión del mundo original. No nos extrañemos de que esta vi­ sión conserve muchas particularidades de dicho marco, al igual que la arquitectura egipcia conserva en la piedra y la madera rasgos he­ redados de las antiguas construcciones en adobe y ramas. Las representaciones figuradas de la tierra(l) la ofrecen esencial­ mente como un disco, en el que están dibujadas las zonas concén­ tricas. Nada hay ahí que no sea muy habitual en los esquemas mí­ ticos. Egipto ocupa el centro, dispuesto según dos ejes Este-Oeste (so­ lar) y Sur-Norte (fluvial). Los países extranjeros se disponen a su al­ rededor como una corona. La primera experiencia de estructuración concéntrica del espacio comienza al nivel del «nomos», es decir, de la unidad de territorio que sirve de marco a la vida provincial. San Cirilo de Alejandría in­ dica que la palabra «nomos» designa «entre aquellos que habitan el territorio egipcio a cada metrópoli con sus localidades periféricas y los pueblos que dependen de ella»(2). Además, en todas partes, al menos en el Alto Egipto, el suelo cultivado está en contacto con el desierto: esa oposición, tierra (cultivada) y montaña (desértica), es la primera aproximación que tiene un egipcio antiguo de un allende, es decir, de otras poblaciones, de otros países que no dependen de la egipcialidad; la noción de comarca extranjera se edifica a partir de ahí (la misma palabra designa desierto y país extranjero). Ya he­ mos indicado que los puntos cardinales representan para el egipcio menos las direcciones que los sectores localizables en el límite del ho­ rizonte: cada nomos tiene, en principio, su «montaña del occidente», necrópolis situada al oeste del río, donde los muertos alcanzan el tra­ yecto nocturno del sol. (1) En la representación mitica del cosmos estudiada por J. J. Clere (M inetíungen des deutschen architologischen In stitu ís in Kairo, volumen 16, 1958, págs. 30-46) que reproducimos aqui, la tierra se representa por un disco rodeado por el cuerpo de la diosa del cielo. En realidad, al representar el egipcio toda la realidad sin preocu­ parse de la perspectiva, la tierra debe ser imaginada en plano, representada vista des­ de arriba, mientras que la diosa se ve de perfil según el plano vertical. (2) «Comentario a Isaías», 19, 3, en Migne: Patrologie grecque, 70, 456.

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Pero la visión del mundo de los egipcios de la época histórica ex­ cede los límites de su provincia y se extiende a todo Egipto, unifi­ cado políticamente y medido debidamente por los agrimensores del catastro. La conciencia de la dualidad de la «Tierra Negra» forma parte, como hemos dicho, de los datos fundamentales de la geografía y la política. Podemos decir que la unidad de Egipto supone la tensión entre esos dos polos. Lejos de desaparecer a medida que la historia de Egipto se aleja de sus orígenes, estructura cada vez más riguro­ samente todas las manifestaciones político-religiosas. Los ritos de co­ ronación son dobles. Las fiestas jubilares, que, al cabo de treinta años de reinado, renuevan el potencial mágico del rey, se desarro­ llan en dos edificios, uno para el rey del Sur, otro para el rey del Norte. El tema de la «unión de los dos países» (representado por dos genios que sujetan juntos las plantas simbólicas del Alto y el Bajo Egipto) decora hasta el menor mueble real. Incluso cuando la capi­ tal política, por razones dinásticas o militares, se encuentra en Tebas, Pi-Ramsés o Sais, Menfis, a causa de su posición central, sigue siendo la balanza de los dos países. Tradicionalmente, el rey es representado con la imagen de los «nueve arcos» bajo los pies. Esta apelación se remonta a la prehis­ toria, en la que designaba cierto número de poblaciones que vivían en el territorio egipcio o en su períferia(3). Los «nueve arcos» repre­ sentan a los pueblos dominados militarmente por el faraón; no nos extrañemos de encontrar entre ellos al Alto y el Bajo Egipto: los «dos países» están tan sometidos como los demás al poder unificador del rey, sólo que forman el circulo más próximo al centro. A medida que se perfeccionaba el conocimiento de las regiones veci­ nas, los egipcios buscaron identiñcar el resto de los «nueve arcos» con las poblaciones que encontraron en Asia, en Libia o en Africa negra. Pronto el número fue insuficiente y auténticas listas, dispues­ tas sobre los muros de los templos, atestiguan la proyección del rey de Egipto y de sus dioses en zonas cada vez más amplias (Amenofis III hace grabar en Soleb, en el fondo de Nubia, más de ciento ca­ torce escudos con los nombres de los países extranjeros en la base de las columnas de la gran sala hipóstila (4). Las operaciones militares, pues, no se justifican solamente por ra­ zones de seguridad: tienen por finalidad «ensanchar las fronteras de Egipto»; los mismos contactos comerciales e intercambios culturales siguen la misma lógica «concéntrica». En pleno retroceso del pode­ río egipcio, el principe de Biblos declara todavía al enviado del fa­ raón: «Amón fundó todos los países. Lo hizo después de haber fun­ dado Egipto. Y con el fin de alcanzar mi propio país salió de allí la

(3) J. Vercoutter, en Bulletin de ¡‘Instituí fra nfa is d'Archéologie oriéntale, volu­ men 48, 1949, pág. 162. (4) J. Leclant, en Nachrichten der Akadem ie des Wissenschaft in Gtfttingen, 196S, núm. 13, págs. 208-216.

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habilidad técnica, con el fin de alcanzar mi propio país salió de allí la sabiduría»(3). La exploración de la tierra apenas va más lejos de esos intercam­ bios guerreros o pacíficos con los países vecinos. Heródoto se sor­ prendía ya de la falta de información de los Egipcios sobre las fuen­ tes de su río (6): se contentaban con la vieja leyenda según la cual el Nilo nacería en un abismo entre dos montañas a la altura de Syene, es decir, en la primera catarata; esta explicación corresponde a una visión del espacio reducida a los límites de Egipto (7). Por supuesto, en el curso de las edades, marinos y exploradores habían ido mucho más al Sur, sin duda hasta el país de los Somalíes, algunos aventu­ reros se habían arriesgado por el Mediterráneo y, al final de la his­ toria egipcia se hábla de un periplo circumafricano intentado por ini­ ciativa del rey Nechao(8). Sin embargo, esas tímidas tentativas no se reflejan prácticamente en el plano de la cosmología. Más allá de las tierras habitadas que forman como una corona alrededor de Egipto, está el elemento acuático. Los egipcios com­ parten con la mayoría de los pueblos antiguos la creencia en un «océano» que rodea las tierras: lo llaman «el gran verde» o incluso «el gran disco»; es el que se vierte en el Nilo y en otros ríos descu­ biertos en el curso de lejanas campañas, como ese «agua invertida que desciende aunque vaya hacia el Sur», y que es sin duda el Eúfrates(9). Si añadimos ahora a este universo llano una tercera dimensión, estamos en el corazón de las especulaciones cosmológicas de los egip­ cios (10). La indicación del trayecto del sol, en su curso diurno y noc­ turno, ocupa en ellas el lugar más importante. Ese trayecto puede estar indicado por la imagen del barco que se desliza por la super­ ficie del cielo, concebido como un rio o una cúpula de agua. Puede estar figurado también como un disco alado que se desplaza sobre el cuerpo de una diosa, Nut, cada una de cuyas extremidades toca uno de los horizontes y que pone el sol en el mundo cada mañana para tragarlo cada noche; ese esquema implica el tema de las bodas imposibles de la tierra y el cielo (siendo el cielo, al contrario que en las cosmologías clásicas, el elemento femenino y representándose la tierra con una divinidad masculina); entre ellos, y para mantener la (5) Relación de Unamón 2, 22-24; traducción según C. Nims, en Journal o f Egyplían Archeology, vol. 54, 1968, pág. 163. (6) H istoria, libro III, Eulerpe, 28. (7) Cl. Vandrsleyen, en Revue d ’E gyptologie, volumen 19, 1967, pigs. 134-135, ha buscado establecer que la concepción m is antigua es la de una puerta entre dos montañas, la idea de un agujero de donde brotarla el Nilo sería secundaria. (8) Heródoto: Op. cit., IV, 42. Un intento de reconstrucción de navio utilizado para este periplo está en marcha: ver A. Gil-Artagnan, en Bulletin de la Sociité franfaise d ’E gyptologie, núm, 73, julio 1975, pigs. 28-43. (9) Traducción según A. Gardiner. A ncient Egyptian Onomástico, vol. I, 1947, pig. 161 de la parte autografiada. (10) Un esfuerzo para esquematizar esas especulaciones en una perspectiva comparatista ha sido hecho por R. du Mesnil du Buisson, en la Etnographie, núm. 68, 1974, pigs. 9-10 (ver figura 4).

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curvatura del firmamento, un Dios, Shou, el Aire, se interpone y, de pie como Atlas, aparta a los dos esposos. Pero las dos imágenes que acabamos de estudiar se unen a menudo y el sol se representa gustosamente con una barca que se desplaza por el cuerpo de Nut. La luna y las estrellas comparten la condición del sol: represen­ tadas a veces como pigmentaciones sobre el cuerpo de Nut, se figu­ ran también como pasajeras de ligeros esquifes que se deslizan por la superficie del rio celeste. Así, por ejemplo, las representan las lis­ tas de estrellas que nos ha legado Egipto (el «techo astronómico» del Ramasseum, por ejemplo). Podemos admitir que los egipcios hacían la distinción entre el cie­ lo-firmamento (Nut portadora de las estrellas y el sol) y el cielo-caja (Pet, especie de cofrecillo rectangular que encierra todo el universo). En este mundo cerrado se desarrolla todo el destino humano. Ni siquiera la muerte arranca al ser humano de este marco. Varias vi­ siones del más allá coexistieron en todas las épocas, sin que los egip­ cios buscaran imponer una estricta coherencia. Está en primer lugar la concepción vegetativa, en la que la supervivencia está garantizada por la momificación, la existencia de una tumba y un servicio de ofrendas. Está también la creencia en un reino de los muertos, «el bello Oc­ cidente», también llamado Duat, en la tripartición clásica «el cielo, la tierra y la Duat». Es el país de Osiris, identificado con el lugar en donde el sol se oculta; la literatura funeraria es rica en descripciones de los «caminos» y «campos» de los que se compone: es un país la­ custre en donde terrenos sorprendentemente fértiles acogen al difun­ to que ha sabido conducir su barca y franquear, gracias a las fór­ mulas mágicas, los obstáculos encontrados en su ruta. Este país está bañado por el sol desaparecido en Occidente hasta que vuelva a ga­ nar la tierra de los vivos. Otra visión de la muerte, en uso sobre todo entre los reyes del Imperio Antiguo, niega la realidad del «paso» y garantiza al difunto el acceso directo a la vida celeste, lejos de las idas y venidas de la Duat. La pirámide del difunto se concibe entonces como la formi­ dable escalera que une el cielo a la tierra: «una escalera hacia el cielo se ha levantado para mí», dice el rey en uno de los más viejos textos religiosos conocidos(l 1), «para que yo ascienda sobre el humo de la gran incensación y me eleve como un pájaro y vuele como un esca­ rabajo sobre el trono vacio que es tu barca, oh Ra (el Sol). De pie, hazte a un lado, que yo pueda sentarme en tu lugar y remar por el cielo, en tu barca, oh Ra». Una creencia análoga hace que, en las últimas épocas, se designe la muerte del rey con la perífrasis «alcan­ zar el disco». Mundo dominado por la absoluta realeza del sol, Egipto utiliza uno de los calendarios más solares que nunca hayan existido: doce meses de treinta días, con la adición de cinco días suplementarios, (i 1) Textos de las Pirámides 365-368, según la traducción de R. O. Faulkner: The Ancient Egyptian Pyramid Texis, 1969, pág. 76.

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dan un año de trescientos sesenta y cinco días, casi siempre desfasa­ dos en el tiempo. Doce horas, en verano como en invierno, dividen tanto el recorrido nocturno como el recorrido nocturno del astro —marcando así la ausencia de toda medida que no se haya tomado de la andadura del sol. El pensamiento egipcio une muy fuertemente la duración tempo­ ral con la infinidad espacial: una de las dos palabras que designan la eternidad está determinada por el signo de la tierra(12). El tiempo entra, pues, como una dimensión suplementaria en la cosmología egipcia. El mundo tal como es tiene una historia, entre un comienzo y un fin que describen los mitos. El comienzo es Nun, masa acuática indiferenciada. Los textos que quieren describir el tiempo de antes del mundo no encuentran más que expresiones negativas: «Entonces no había todavía...» tal o cual realidad creada. Sin embargo, el egipcio no llega a pensar la au­ sencia del mundo de un modo distinto a como otro mundo que con­ tiene al siguiente en germen. Tendríamos ahí para reflexionar sobre la imagen del huevo, que sirve para expresar el nacimiento de los hombres y los dioses, pero que supone a su vez otra vida (la del «Gran Cacareador» que lo ha puesto), y así sucesivamente (13). Po­ demos acercar esta actitud particular de la cosmología egipcia a la anécdota por la que Heródoto comienza su informe sobre Egipto: el rey egipcio Psamético busca, no cuál es el origen del lenguaje (pro­ blema que se plantean los filósofos griegos), sino solamente cuál es el lenguaje más antiguo, y al hacer esto llega al absurdo, porque los niños que hace criar lejos del contacto de todo ser humano se ex­ presan con sonidos simplemente imitados del grito de la cabra que les sirve(14). Las imágenes que se repiten más a menudo para describir el paso del pre-mundo al mundo están tomadas de la bajada del Nilo, cuan­ do se separan de nuevo los elementos y emerge la tierra, pronto re­ verdeciente. Los textos hablan del cerro primordial (simbolizado por el pyramidion, piedra que corona el obelisco) que habría emergido y que, según los casos, habría abrigado el huevo primordial, o ha­ bría visto la eclosión de la flor que lleva al sol, o habría permitido atracar al Demiurgo. Existen todavía muchos otros esquemas de creación (tema pro­ creador, dios-alfarero, creación por el verbo), pero subrayan más la iniciativa del creador que la naturaleza del proceso. Añadamos una última imagen que nos permitirá comprender mejor la continuidad que existe entre el mundo «creado» y lo que precede: en un ritual para la conservación del mundo, la aparición de las distintas sustan-

(12) Lo último sobre esta cuestión, A. y M. Bakir, en Journal o f Egyptian A rcheology, vol. 60, 1974, págs. 252-254. (13) Textos reunidos por S. Morenz en M élanges Schubart. 1950, p&gs. 74-83. (14) Heródoto: Op. cit., libro II, 2; seguimos aquí las muy finas observaciones de Seth Benardete en sus Herodotian Inquiría, 1969, págs. 32-35.

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cías (la cera, el lino...) se explica por otras tantas secreciones del cuer­ po de los dioses (lágrimas, sudores, etc.)(15). La creación aparece no como un acto único y definitivo, sino como la «primera vez», acto inicial que pone en orden y sirve de ar­ quetipo y modelo a infinidad de otros, por los cuales los dioses, y luego su continuador terrestre, el rey, pondrán orden, aplastarán el mal. Esta noción de orden (maat) es fundamental en la mentalidad egipcia: expresa la armonía cósmica de los elementos finalmente es­ tablecidos en su lugar, pero se extiende al ámbito político: «hacer la maat» es, para el rey, reprimir la injusticia, someter a los rebeldes, ex­ tender a los países extranjeros el dominio de Egipto; para el indivi­ duo) la maat cubre las reglas concretas del saber vivir y los princi­ pios morales. El caos no está nunca muy lejos del mundo organizado(ló). El agua original, el Nun continúa envolviendo el universo. La serpiente Apofis, enemigo del Sol, mil veces rechazada, nunca es muerta. Los enemigos de Egipto, ritualmente ofrecidos al dios dinástico, deben ser combatidos periódicamente. El orden del mundo está perpetua­ mente amenazado y requiere la ejecución correcta y regular de los ritos. La perspectiva de la catástrofe final no está ausente de la men­ talidad egipcia. El Libro de los Muertos^ 17) sabe que «la tierra vol­ verá a tener el aspecto del océano original (Nun), aguas infinitas como en su primer estado». El papiro Salt 835, citado anteriormen­ te, precisa las tribulaciones como si se estuvieran produciendo: «Ya no hay luz (la de la luna y las estrellas) durante la noche y el día no existe. Los dioses y las diosas se ponen las manos sobre la cabeza, la tierra está devastada. El sol no sale, la luna tarda. El río ya no es navegable»(18). No hay, por otra parte, necesidad de buscar muy lejos para ver retornos periódicos del caos. Cada año, con sus cinco días «suple­ mentarios» que cierran el ciclo del calendario es un momento de gran terror. Cada reinado que comienza es el advenimiento de un orden nuevo, pero supone a su término un tránsito difícil. La historia de Egipto, con sus periodos de anarquía que vienen después de cada uno de los grandes «imperios», ¿no es una demostración cegadora de esta presencia cíclica del desorden primordial? Debemos decir, para acabar, algunas palabras de la teología del templo, porque en el espacio sagrado definido por los ritos la esen(15) Ph. Derchain: Le Papyrus Salt núm. 825, R ituel pour la conservation de la vie en Egypte, 1965, págs. 29-30. (16) Sobre este desarrollo, ver Brunner: «Die Grenzen von Zeit und Raum bei den Agypter», en A rch iv.fü r Orientforschung, vol. 17, 1954-1955, págs. 141-145; E. Homung; *Chaotische Bereiche», en Z eitsrichftfür agyptische Sprache und Altertum skunde, vol. 81, 1956, págs. 28-32. (17) Cap. 175. Traducción según H. Kees: «Aegypten», en Religión geschichtliches Lesebuch, publicado por A. Bertholet, cuaderno 10, 1928. (18) Ph. Derchain: Le Papyrus Salt..., págs. 24-28.

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cia del mundo se deja ver de la forma más clara. Frente a la incon­ sistencia de la creación, el templo representa un sector preservado en el que el mundo sigue conforme a su arquetipo primordial. En contrapartida, el templo se concibe y decora como un resumen de los elementos que constituyen el universo material. El templo egipcio está rigurosamente situado con relación a las dos direcciones que defínen toda la vida de la «Tierra Negra». La fa­ chada está vuelta hacia el Nilo y su eje es siempre perpendicular a éste; incluso cuando el rio no sigue exactamente la linea Sur-Norte, se considera que las partes situadas a derecha y a izquierda del eje representan las dos mitades de Egipto: de un lado, el rey se cubre con la corona del Bajo Egipto, de otro, con la del Alto Egipto. A partir del Imperio Medio, vence el eje solar, en el sentido de que los principales templos son menos anchos que largos y se estiran cada vez más según el eje Este-Oeste. Si se recorre el camino axial que conduce al santuario, se pasa de la gran luz de los paseos a la pe­ numbra tamizada de la sala hipóstila, y luego, franqueando salas de techo cada vez más bajo y suelo gradualmente más elevado, se al­ canza el sancta sanctórum sumido en la oscuridad. A este paso del dia a la noche corresponde, en sentido inverso, el esplendor de lo di­ vino a partir de su centro. El templo forma un universo cerrado separado del mundo exte­ rior por la zanja que acompañó los ritos de fundación y cuyos án­ gulos se materializan por depósitos de fundación. Es un universo completo: las principales salas, en especial las hipóstilas, represen­ tan una transposición en piedra del universo vegetal que brota del suelo; el techo, pintado de azul oscuro con estrellas amarillas, sim­ boliza el cielo. El pilón, o puerta monumental de dos malecones que precede a la entrada, se identifica pronto con las montañas del ho­ rizonte por donde sale y se pone el sol(19); por otra parte, el disco alado decora los dinteles. En los muros exteriores, y solamente en ellos, se describen los enfrentamientos del faraón con los enemigos de Egipto. Un templo como el Kamak está, además, rodeado de una inmensa muralla de ladrillos crudos dispuestos en capas onduladas, que parece figurar la presencia de las olas del océano primordial al­ rededor del cerro en donde se estabiliza la creación (20). Aunque el templo se esfuerza asi por estar fuera del tiempo, co­ noce no obstante los embates del caos. Son las destrucciones debi­ das a los elementos o a las guerras y que el rey repara, subrayando en cada ocasión que restaura así la obra primordial. Es también el cambio de año, portador de peligros incontrolados: existe un ritual para «proteger la casa» durante ese período crítico; después, el tem­ plo se ofrece de nuevo al dios al comienzo de cada año (21). (19) Ph. Derchain, en BuUetm ele la S ocléti frantaise d ’Egyptologie, núm. 46, ju­ lio 1966, págs. 18-20. (20) P. Barguet: Le tem ple d'A m on-R é i K am ak, essai d ’e xégise, 1962, páginas 30-32. (21) Publicación del ritual de D. Jankühn: Das Buch’S chutz des Hauses, 1972.

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En el microcosmos así definido se desarrolla una actividad per­ manente: el ritual. Ph. Derchai, comparando el templo egipcio a una «central eléctrica», escribe: «La ofrenda provoca la continuidad de la creación y asegura, por tanto, la conservación del universo. Actúa como si pusiera al dios en condiciones de renovar su obra, devol­ viéndosela después de que él la ha dado una vez» (22). No nos extrañemos de encontrar en el vértice del ritual egipcio la ofrenda de la maat recapitulando todas las demás formas del cul­ to. Tal es el fin último de la religión egipcia: en el secreto del templo se realiza la obra sutil que asegura la estabilidad del mundo, domi­ nada en sus formas divinas.

BIBLIOGRAFIA OBRAS ACCESIBLES SOBRE EL TEMA

H.: Das Alte Aegypten, Eine Kleine Landeskunde, Berlín, 1955, traducción inglesa: Ancient Egypt: A Cultural Topography, Londres, 1961. M o r e n z , S.: Aegyptische Religión, Stuttgart, 1960, trad. fr. La re­ ligión égyptienne, col. «Les religions de 1’ humanité», Payot, Pa­ rís, 1962, principalmente el capitulo VIII. S a i n t e F a r e CARNOT, J . : Religions égyptiennes antiques, Bibliographie Analytique (1939-1943), P.U.F. 1952, principalmente el capitulo I. K EES,

Los principales textos religiosos legados por el Antiguo Egipto es­ tán reunidos y traducidos en J. A. PR ITCH A RD : Ancient Near Eastern Texts relating to the Oíd Testament, Princeton, 1950, principalmente págs. 3-36. Ver también las figuraciones agrupadas por el mismo autor en The Ancient Near East in Pictures relating to the Oíd Testament, Princeton, 1954.

(22) Ph. Derchain: Le Papyrus Salí... pág. 14.

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2 . L a c o s m o l o g ía

a n t ig u a d e

C

h in a

por Jean Lagerwey La única de las grandes civilizaciones autóctonas que ha durado hasta nuestros días, la civilización china, se inició bastante tarde: has­ ta los alrededores del 1500 a. C. no empieza la primera dinastía his­ tórica, la de los Chang. Esta dinastía conoce la fundición del bron­ ce, la urbanización social, la organización social en clases y, por su­ puesto, la escritura. Si produjo también una literatura nunca lo po­ dremos saber con certeza: los «textos» de esa ¿poca que se encuen­ tran en su mayoría grabados en omóplatos de animales y conchas de tortuga, no son más que cuestiones adivinatorias del género «¿Va a llover?» o «¿Saldrá bien la caza?». Pese al laconismo de estos «textos», podemos obtener de ellos in­ formaciones interesantes: 1. Había una divinidad suprema, Changti o Emperador en lo Alto, que no era, probablemente, otro que el primer ancestro del clan real. El culto a los antepasados, en cual­ quier caso, era ya fundamental. 2. Si los cereales ocupaban un lugar importante en el régimen de los Chang, su mundo gravita siempre alrededor de los animales. En primer lugar, se cazan: el número de preguntas concernientes a esta caza nos muestra la importancia sim­ bólica de su éxito. Luego, al contrario de lo que sucede bajo la di­ nastía siguiente, la de los Cheu, en la que los adivinos se servían más bien de tallos de aquilea, la adivinación se hace en la época Chang con huesos de animales. A este respecto, podríamos señalar también la importancia del animal en los dibujos en bronce. 3. La escritura se efectúa ya de arriba a abajo. El significado de este hecho sólo puede ser objeto de especulación, pero no podemos dejar de se­ ñalar la concordancia de estos hechos: la divinidad suprema es lla­ mada «en lo Alto» y la escritura parece haber servido sobre todo a la adivinación. Esta interrogación de lo divino, por lo demás, nunca queda sin respuesta, sea ésta positiva o negativa. Esa es quizá una de las cosas más chocantes para un occidental en su encuentro con el pensamiento chino: la verdad es siempre accesible. La dinastía de los Cheu sustituye a la de los Chang hacia 1100 a. C. Esta dinastía, que se dice descendiente de Heou Ki o Señor del Mijo, nos proporciona la primera literatura china. Esta literatura se ha convertido para los chinos en lo que la Biblia ha sido para Oc­ cidente. Examinemos pues, las Sagradas Escrituras de China. De los cinco King o Clásicos Tradicionales, uno, el Li Ki{23) no será tratado aquí: es una colección tardía de ritos que ocupa, en la literatura china, un lugar comparable a la del levitico en el Penta­ teuco. Los otros cuatro, aun si todos fueron retocados por la es­ cuela confuciana y su misma existencia es producto de una selección (23) Trad. fr. de S. Couvreur: L i-ki ou M émoires sur les biensiances et cérimonies.

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operada por esta escuela, siguen siendo, sin embargo, ricos en infor­ maciones sobre el mundo chino anterior a Confucio. Considerémoslos primero en su conjunto, desde el punto de vista de su forma, porque la forma literaria escogida dice siempre más que el mensaje que contiene. Hay dos libros de historia, uno de adi­ vinación y uno de poesía lírica: por tanto, ni filosofía, ni poesía épi­ ca ni obras de teatro. Incluso un vistazo rápido nos muestra que, si queremos hacer una comparación con la literatura occidental, sería con la de Israel y no con la de Grecia. Es un punto importante por­ que, desde los jesuítas y los enciclopedistas, se ha tendido a ver en China el país del humanismo, por tanto, a hacer la comparación, a menudo implícita, con Grecia. Es una comparación que rara vez deja de decepcionar, porque no se puede ocultar ni el carácter autoritario del gobierno chino, aún hoy, ni la extrema sequedad de la mayor par­ te de la literatura china. El Yi king o Clásico de las mutaciones^24), encabeza siempre la lista de los clásicos. Es, en efecto, el Génesis chino. Pero, ¡cuán di­ ferente es su imagen de la creación del universo! Su creación es per­ manente: no se piensa que el universo sea el resultado de la palabra creadora del Padre; se considera como una matriz en la que tiene lugar la transformación continua. Si el universo nunca ha acabado de producirse, las palabras son evidentemente demasiado fijas para captarlo: por eso, el Yi king en sí —quiero decir, sin sus comenta­ rios que a lo largo de los siglos, se hacen cada vez más extensos, ex­ plícitos y a menudo confucianistas— es un libro sin palabras. Está compuesto por sesenta y cuatro hexagramas, sesenta y cuatro figu­ ras de seis trazos cada una. Los trazos son enteros (—) o quebrados (--): podemos suponer que — quería decir en su origen si y - no. Pero, ¿por qué se organizaron estos trazos en hexagramas y por qué hay sesenta y cuatro? Se han dado muchas explicaciones contradictorias, tanto en Chi­ na como en Occidente. Esta declaración de Lao-tse es, quizá, la más sugestiva: «El Tao produce el Uno. El Uno produce el Dos. El Dos produce el Tres. El Tres produce los Diez Mil seres» (cap. XLII). «El Tao produce el Uno.» El Tao (literalmente, la Vía) es la ma­ triz que en un nivel produce las cosas y, en otro, los pensamientos que representan a las cosas. Si se mira este doble nacimiento desde el punto de vista temporal se diría que el Tao produce la cosa (Uno), que a su vez, produce su representación (Dos). Desde un punto de vista lógico o estructural, por el contrario, ya que la «cosa» no exis­ te más que pensada, el pensamiento es el Uno producido por el Tao y este pensamiento corta el mundo en Dos (sujeto-objeto). Todos sabemos el papel que ha jugado esta segunda óptica en Oc­ cidente, ya sea bajo su forma hebraica (la Palabra creadora) o en su forma griega (la Idea platónica y la Esencia aristotélica). Todos sa(24) Cf. la bibliografía al final de la sección.

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bemos también cómo pudo dar vueltas por Occidente con esta fa­ mosa problemática fundada sobre el principio del tercio excluso: ¿para quién la primada: para la materia o para la idea? Si los chinos tuvieron una preferencia en su práctica fue por el orden temporal, es decir, materialista. Pero esto se debe únicamente al hecho de que la práctica, la acdón sobre el mundo visible, requiere tal preferen­ cia; consideraban (como conviene, ya que el hombre es por su natu­ raleza un animal que habla y piensa) el orden lógico como un dato de base. Lo que viene a ser que se negaron a zanjan dijeron y/y, abrazan­ do las dos soluciones: no hay primacía; el Tao no cesa de dar a luz dos Unos, dos comienzos paralelos. Estos dos Unos no dejan de ca­ sarse y producir el Tres. Este Tres es el niño producido por la con­ jugación de los dos padres; es la nueva situación producida por la interacción de las palabras y las cosas en la situación precedente. Es, en suma, el Tao quien resume y produce a los otros dos, como dice un comentario del Yi king: «Un trazo quebrado (yin: la hembra) más un trazo entero (yan: el macho) es lo que se llama el Tao». Si no hubiera más que Dos, habría una lucha de puro prestigio, lucha sin piedad, a muerte. Pero, puesto que hay Tres, todo da vueltas sin ce­ sar, el mundo no deja de transformarse, de pasar de una situación a otra. El Yi king está ahí para ayudar al hombre a captar al vuelo ese mundo que huye. Pero lo hace con los hexagramas. ¿Por qué? ¿Por qué, llegados al Tres, no tenemos una imagen adecuada del mundo? Ciertas espe­ culaciones chinas, en efecto, se detuvieron en el Tres, dando asi pree­ minencia a los trigramas. ¿Por qué hay que rechazar esta tesis? Se­ ñalemos en primer lugar que la especulación sobre el Tres nos pro­ pone dos disposiciones, una estructural, otra temporal. A cada una de esas disposiciones corresponde un cuadrado mágico:

(3 « 5 = 15)

(3 * 6 = 18)

Ahora bien, la superposición de estos dos cuadrados da en todos los casos 11, empezando por el 5 y el 6 en el centro. Pero 11 es 2 x 1 (10 + 1) y representa, por tanto, los dos comienzos paralelos nacidos del Tao: cada comienzo — y — produce su trinidad (3 x...: = y==), una temporal y terrestre y otra estructural y celeste. La pregunta «¿por qué 6?» se traduce, pues, «¿por qué 2 * 3?» Ima­ ginemos la situación si sólo hubiera uno: la trinidad —ya sea cris­ tiana, budista o taoísta— es siempre, a fin de cuentas, unitaria, por tanto inmutable, incluso en el movimiento («el Tres produce los Diez mil seres»). Ahora bien, lo que es eterno es también impenetrable; es un misterio, no una «verdad siempre accesible». Proponer como 36

imagen del mundo una trinidad quebrada, es decir, que el velo está siempre a punto de rasgarse en un mundo en movimiento estructu­ rado en el que, como en el propio acto adivinatorio, se conjugan el azar y la necesidad. Por un lado, está el mundo, inasible, de las co­ sas, de los Diez Mil seres; por otro, el mundo, estructurado, de las leyes, de las 64 (82: las dos disposiciones de los dos trigramas) situa­ ciones. En un sentido, ya que el mundo no deja de transformarse por la interacción de los dos Tres, evoluciona siempre hacia lo des­ conocido; en otro, ya que el Tao da nacimiento a esos dos Tres pa­ ralelamente, podemos siempre conocer la estructura general de las cosas, la situación actual de la transformación continua. Asi, pode­ mos llegar a actuar correctamente, es decir, de conformidad con las exigencias de la situación. Esta lógica del Yi king, mucho más flexible y realista que la ló­ gica de identidad y causalidad preconizada por Aristóteles (y la es­ cuela moísta en China), nos ayuda a comprender el sentido de algu­ nas observaciones hechas más arriba: primero, si la verdad es siem­ pre mucho más grande que la situación actual, está sin embargo ple­ namente presente en cada situación y, al menos en principio, es ac­ cesible a todos. Vemos ahí el igualitarismo fundamental del pensa­ miento chino: en efecto, si el rostro de China siempre ha sido auto­ ritario, su fondo ha sido siempre democrático. Segundo, la «elec­ ción» de los géneros literarios se hace clara: la verdad se encuentra siempre bajo una forma temporal, se ve a través de una situación ac­ tual. Cuando pasamos, por tanto, de la representación puramente abstracta dei Yi king a formas propiamente literarias, es normal que se produzca historia y poesía lírica, formas que, tanto como es po­ sible cuando se trata de palabras, restituyen lo real tal cual es. Esta cualidad es particularmente visible en el cuarto de los cinco Clási­ cos, el Ch’uen ts'ieu: no es otra cosa que los archivos de Lu (estado natal de Confucio), una crónica seca y lacónica, en la cual el acon­ tecimiento que tiene derecho a más de una linea es raro. Lo que ha hecho decir a los occidentales —que esperaban sin duda encontrar bellas historias del género de las de Heródoto, no una lista simple­ mente verídica — que el texto es incomprensible sin sus comentarios. Si el Ch’uen ts ’ieu no es más que una lista de acontecimientos, no por ello carece de prejuicios: vemos en él, en la selección rigurosa de los acontecimientos operada por los escribas de corte, hasta qué punto era ya autoritario el poder en China, centrado alrededor de una persona única; vemos también cómo este poder estaba sujeto a una reglamentación ritual minuciosa y apremiante. Pero es en el se­ gundo Clásico, el Shu king o Clásico de los documentos en donde se ve el poder por primera vez contado, es decir, justificado. Consi­ deremos ahora cómo enmascararon los detentores del poder el ver­ dadero rostro de China. Al comienzo del libro encontramos la historia de un primer sa­ bio soberano, Iao: su virtud «hizo reinar la concordia en las nueve clases de sus parientes. Cuando la concordia estuvo bien establecida en las nueve clases de sus parientes, reguló admirablemente a todas 37

las familias de su principado particular, estableció la unión y la con­ cordia entre los habitantes de todos los demás principados. ¡Oh!, en­ tonces toda la raza de cabellos negros [la población de todo el Im­ perio] se transformó y vivió en perfecta armonia»(25). Esta es, pues, la ideología del poder que debía estar en circula­ ción durante tres milenios: el hombre virtuoso —¡no el Tao!— trans­ forma, civiliza, hace «reinar la concordia» en circuios concéntricos alrededor de sí mismo. En otro pasaje del libro se llama a este hom­ bre único «Hijo del Cielo»; él y sus descendientes detentan el «Man­ dato del Cielo» tanto tiempo como presten atención a la felicidad del pueblo. Hay que retener sobre todo en este planteamiento del derecho di­ vino que la segunda trinidad, la de las cosas, la de los trazos que­ brados, se dispara a la órbita de la primera: el pueblo sólo tiene que esperar al Gran Hombre, después sufrirlo. Su papel pasivo, su au­ sencia virtual, explica el gran lugar que desempeña la palabra en el Shu kirtg: una buena mitad de los capítulos son palabrerías de reyes. Y en todos los libros de historia que le sucedieron, el discurso tiene un lugar preponderante, como en Heródoto... Llegado al poder, lo primero que hace Iao es ordenar a dos per­ sonajes, Hi y Huo, que hagan un calendario para que los trabajos agrícolas puedan hacerse en temporada. Esa es una de las responsa­ bilidades prácticas de la casa imperial durante toda la historia de Chi­ na. Pero no es un trabajo gratuito: Iao envía ahora a Hi el Segundo al Este, «al lugar que se llamó el Valle Iluminado [con el fin de], que reciba con respeto al sol levante»(26); Hi el Tercero va al Sur, Huo el Segundo al Oeste y Huo el Tercero al Norte. Asi el soberano par­ ticipa en el orden cósmico: lo hace, señalémoslo, con ayuda de dos series de tres hermanos: en lugar de ser el Tao el que engendra las sesenta y cuatro situaciones por los desposorios incesantes de los dos Unos, es el hombre único quien manda a las seis líneas hermanos. La desaparición de la trinidad femenina hace que el mundo del poder sea enteramente estructural, celeste, tal como se ve en otros dos célebres capítulos del Shu king. En primer lugar, el «Tributo de Iu»(27); este tercer sabio soberano de la Antigüedad (tras Iao y Chuen) divide su territorio en nueve provincias (lo que hace un solo cuadrado mágico), que clasifica según la calidad de su suelo y la na­ turaleza de su tributo al poder central. Este mismo Iu, según «La Gran Regla»(28), recibe del Cielo «los nueve (!) artículos de la gran regla; éstos sirvieron para explicar las grandes leyes de la sociedad y los deberes mutuos»(29). El primero de esos artículos concierne a la teoría de los cinco elementos: «El primero es el agua, el segundo el fuego, el tercero la madera, el cuarto el metal, el quinto la tierra» (25) (26) (27) (28) (29)

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Shou king, trad. de S. Couvreur, p&g. 2. Ibidem, págs. 3-4. Ibidem , págs. 61-69. Ibidem, págs. 194-209. Ibidem, pág. 195.

(30). Los cinco elementos se dan aquí en un orden estructural, lo que corresponde al cuadrado mágico de centro 6; encontramos el otro orden, temporal, en el que los cinco elementos se engendran mu­ tuamente, en un almanaque antiguo, el Yue /ing(31). Hay que seña­ lar que el orden estructural nos da una cruz: agua=norte=bajo; fuego=sur=alto; madera=este=izquierda; metaI=oeste=derecha:'¿^>. Aho­ ra bien, no es difícil ver que esta cruz está destinada a proteger el centro, es decir, la tierra bajo su aspecto de territorio. Si, por tanto, el discurso del poder es, desde el comienzo, ente­ ramente masculino y estructural-autoritario, hubo, de todos modos, que arreglar el problema del tiempo. En efecto, habiendo hecho suya la extensión con la ayuda de los hermanos Hi y Huo, Iao se consa­ gra a su sucesión: «¿Quién me buscará un hombre que sepa adap­ tarse a las estaciones y al que convenga promover y emplear?»(32). Alguien le propone a su hijo, pero Iao lo rechaza por «mentiroso y pendenciero»(33). Finalmente, es a un tal Chuen, «simple particu­ lar», a quien confía primero a sus dos hijas, después tareas diversas en la administración y, finalmente, el poder. Shuen, por su parte, pa­ sará el imperio a lu, que lo pasará a su hijo, instituyendo asi la su­ cesión de padre a hijo. Es tal vez significativo que si los tres prime­ ros soberanos sólo tuvieron guerras con los «bárbaros», este primer rey por herencia haya debido hacer frente a una rebelión en el inte­ rior del reino. Antes de la batalla, arenga a las tropas; ésta es su con­ clusión: «Aquellos que obedezcan mis órdenes serán recompensados en presencia de mis antepasados. Aquellos que no obedezcan mis ór­ denes, serán ejecutados en presencia de los espíritus tutelares del país; los castigaré con la muerte, con sus mujeres y sus hijos»(34). El Cheu king, o Clásico de la Poesía, está compuesto en parte por himnos litúrgicos de la familia real; contiene también un gran número de poemas líricos, que están escritos en un lenguaje simple y lleno de juegos de palabras. La tradición quiere que estos poemas provengan de una colección de canciones populares, colección des­ tinada a dar al rey un resumen de costumbres y quejas del pueblo para ayudarlo a subvenir mejor a sus necesidades. Ya en el Sheu king se lee esto a propósito de Shuen: «Cada cinco años, el emperador empleaba un año en visitar los principados. En el curso de los otros cuatro años, todos los prínci­ pes iban a la corte imperial. Presentaban un informe detallado de su administración; la exactitud de este informe era verificada por el examen de sus obras. Los que habían hecho méritos recibían como recompensa carruajes y vestidos»(35). (30) (31) (32) (33) (34) (35)

Ibidem, págs. 196-197. M. Granet: Le pensée chinoise, pég. 142. S. Couvreur, Op. cit., pág. 8. Ibidem, pág. 9. Ibidem, pág. 91. Ibidem, pág. 20.

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Concluyamos, pues, con esta voz del pueblo, todavía fresca y mordaz después de tres mil años y muchos comentarios eruditos. Pri­ mero la queja: «1. Gran rata, gran rata, no comas ni mijo. Desde hace tres años (desde hace mucho) me las veo contigo; nunca has querido ocuparte de mi. Voy a abandonarte y marchar a una tierra afortunada. ¡Tie­ rra afortunada! ¡Tierra afortunada! Allí encontraré morada agrada­ ble. «3. Gran rata, gran rata, no roas mi mies en flor. Desde hace tres años me las veo contigo; tú nunca quisiste hacer nada por mi. Voy a abandonarte y marchar a ese campo afortunado. ¡Campo afor­ tunado! ¡Campo afortunado! Allí, ¿de qué tendré que quejarme?»(36). Luego, el canto de sus costumbres: «1. Si tenéis sentimientos de amistad por mi, levantaré mi vesti­ do hasta las rodillas y vadearé el Chenn (para ir a vos). Si no pen­ sáis en mi, ¿creéis que no encontraré a otro? ¡Oh insensato entre to­ dos los jóvenes insensatos! «2. Si tenéis sentimientos de amistad por mí, levantaré mi vesti­ do hasta las rodillas y vadearé el Wei. Si no pensáis en mi, ¿creéis que no encontraré a otro? ¡Oh insensato entre todos los jóvenes in­ sensatos!»^).

BIBLIOGRAFIA M.: La pensée chinoise, Albin Michel, colección «Evolution de l’Humanité», 1968. Esta sigue siendo, de lejos, la mejor introducción al pensamiento chino. Ver también, del mismo au­ tor y en la misma colección, La Civilisation chinoise.

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B.: The Book o f Odes, B.M.F.E.A., 1950, reed. The Book o f Songs.

(36) Sheu king, trad. Couvreur, p&gs. 119-120. (37) Ibidem , p&g. 96.

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3. L a In d ia

b r a h m á n ic a

: Karm

a n d e los ho m bres, m aya d e

LOS DIOSES

por Charles Malamoud El Veda, en sentido amplio, comprende colecciones (samhita) de himnos y oraciones, comentarios teológicos y litúrgicos (los Brahmana), que prolongan los desarrollos más o menos «filosóficos», los antiguos Upanishad. Esta Revelación (sruti), es continuada por la Tradición (smurti), en la que ocupan su lugar textos como las Leyes de Manu. Son los rasgos más sobresalientes de ese brahmanismo or­ todoxo que hemos intentado esclarecer aquí. El budismo, que nace en el siglo VI antes de nuestra era, modi­ ficó ciertamente el desarrollo del brahmanismo, pero en ningún modo lo interrumpió ni trastornó. De modo que la historia del brah­ manismo no se divide en un periodo anterior y un periodo posterior a la aparición del budismo. Consiste más bien en un desarrollo in­ terno, el paso del brahmanismo al hinduismo, paso marcado (en las Epopeyas y las Purana) por el número considerable de innovacio­ nes, a pesar de que no se rechaza explícitamente nada de la antigua creencia: el ideal de no-violencia se generaliza y el sacrificio san­ griento cae en el descrédito; el templo y el culto de las imágenes di­ vinas ocupan su lugar; una relación personal, afectiva, se instaura en­ tre el devoto y el dios: de la gracia del dios obtendrá el devoto los bienes que espera, la liberación incluso; se elabora la noción de ciclo cósmico: a cada fase de la vida del cosmos corresponde una forma o un nivel de la actividad de Dios y, particularmente, la interven­ ción salvadora de Dios (bajo la forma de los avatara o de «descen­ sos» de Vishnú), que asegura, tras cada cataclismo cósmico, el re­ comienzo. En el principio era el acto. Ahora bien, en la India brahmánica el acto del comienzo es un sacrificio. La misma palabra karman de­ signa, en su acepción amplia, el acto, y en su acepción estricta, el rito sacrificial. Las génesis más firmemente descritas, las que se exponen también en los textos más antiguos, se presentan, en efecto, bajo la forma de un sacrificio: aparece un «Hombre» primordial, Purusa, que no tiene más razón de ser que ofrecerse como victima, y de su cuerpo despedazado surgen el cielo y la tien;a y el espacio interme­ dio, los puntos cardinales, el sol y la luna, los propios dioses y la sociedad de los hombres. Una versión un poco más tardía confirma y precisa ese esquema del sacrificio inicial y fundador: la auto-inmo­ lación de Prajápati, el creador, es un rito que tiene como efecto no solamente producir los elementos constitutivos del universo, sino también establecer el modelo del rito que los hombres deberán re­ petir a partir de entonces. Si en la primera versión, la del Purusa, el tiempo es, de alguna manera, reversible, y si los dioses son los ins­ tigadores del sacrificio a la vez que figuran entre sus resultados, en la segunda versión, la de Prajápati, el tiempo es lineal y los aconte­ 41

cimientos se suceden con la mayor limpieza: el «Señor de las criatu­ ras», Prajápati, es el origen absoluto; es presa del deseo de ser múl­ tiple; ese deseo suscita en él un acaloramiento, ardor propicio a la procreación; de su cuerpo, así trabajado por el deseo, nacen las cria­ turas; el mismo creador, agotado por este trabajo, se queda como vacío y dislocado. Las criaturas hambrientas amenazan con arrojar­ se sobre su padre para devorarlo; entonces Prajápati, con un nuevo esfuerzo genésico, proyecta fuera de sí mismo una réplica, un susti­ tuto de su propia persona: da ese doble como pasto a los seres, y principalmente, a los dioses que acaba de emitir, y ese doble no es otro que la víctima sacrificial o, simplemente, como se dice en los Brahmana, el mismo sacrificio. El sacrificio cosmogónico se descompone, por tanto, en dos fa­ ses: 1. la autoinmolación del creador, que produce el mundo y los seres, inmortales o mortales, animados o inertes, que lo pueblan; 2. el establecimiento del rito, es decir, del procedimiento gracias al cual el creador preserva lo que subsiste de su persona interponiendo entre las criaturas devorantes y él mismo una víctima oblatoria. Aho­ ra bien, en el mundo de los hombres, el esquema del sacrificio es éste: a ejemplo del creador, el sacrificante comienza por deducir en su propio cuerpo, por medio del ayuno, la continencia sexual y prác­ ticas ascéticas diversas, la oblación que destina a los dioses, aunque el ardor que lo anima durante esta serie de operaciones reproduzca el acaloramiento de deseo que permitió a PrajSpati elaborar y des­ pués producir las criaturas; en un segundo tiempo, el sacrificante re­ generado y propiamente divinizado por esa labor y por ese don de si misino esbozado —pero no llevado a término— se sustrae y se eclipsa ante la ofrenda (que puede ser vegetal o animal, que puede consistir incluso en una simple oración dicha o pensada) que presen­ ta a los dioses; al hacerlo, el sacrificante deja de ser comido para al­ canzar el campo de los comensales, ya que, tras haber saciado a los dioses, consumirá los restos de su refección. El mito cosmogónico puede orientarse en otra dirección: ante su padre, que yace sin fuerza y desarticulado, los dioses se amedrentan y piensan en los medios de reconstituirlo: así inventan el altar del fuego, estructura de ladrillos que reproduce, o más bien recompone y reanima, el cuerpo de PrajSpati. Y ése es también el objetivo al que apuntan los hombres cuando, por su parte, ejecutan ese sacrifi­ cio particular que es la erección del altar del fuego. En todas las va­ riantes que acaban de ser evocadas, como se ve, el mito cosmogóni­ co pone por delante el sacrificio: la génesis misma es un sacrificio, pero además, lo que entonces se pone en el mundo, no son solamen­ te las diversas clases de criaturas, son también los motivos y proto­ tipos de los ritos sacrificiales que los hombres celebran aquí abajo incansablemente. Construido sobre el modelo del acto originario del que es conse­ cuencia, el sacrificio ofrecido por los hombres es, en sí mismo, el acto, karman, por excelencia y el modelo de todos los actos. Es una labor que tiene necesariamente por origen un deseo: en el caso de 42

Prajapati, el deseo de ser múltiple; en el caso de los hombres, el de­ seo de tener descendencia, o riquezas, o poder, o el cielo después de la muerte. Consiste siempre en la relación (a la vez identificación par­ cial y diferenciación) del sacrificante, de los dioses, de la materia oblatoria. Lo que lo caracteriza además es que, junto a sus efectos inmediatos, comporta efectos diferidos: al ofrecer su sacrificio, el hombre sacia al instante a los dioses y recibe su parte de la obla­ ción; pero, por otra parte, ese acto modifica su ser en un sentido que no se revelará sino después de su muerte: por su sacrificio, en efecto, el sacrificante se fabrica un cuerpo que se reserva para el más allá; si el sacrificio es satisfactorio, si ha sido correctamente ejecuta­ do, ese cuerpo diferido tendrá su puesto entre los dioses. Tal es la doctrina más antigua, la de los Bráhmana. A partir de los Upanishad, la escatología se complica, pero de tal modo que pone en evi­ dencia, de forma aún más clara, la afinidad de todo acto con ese acto fundamental que es el sacrificio: en efecto, la teoría del bar­ man, que se esboza en los Panishad más antiguos, es en suma la idea de que todos los actos, cualesquiera que sean, incluso los más ínfimos, incluso los involuntarios, tienen como raíz primera el deseo y tienen una doble serie de consecuencias: tienen efectos perceptibles hic et nunc, o al menos en esta vida, y efectos que valdrán en el más allá: el hombre que, en su vida, haya acumulado actos buenos pa­ sará, una vez muerto, una temporada más o menos larga en el cielo, en donde renacerá, en condiciones dichosas, dios (pero la misma con­ dición divina no es definitiva) o bien hombre eminente (la dignidad más alta está adscrita a las virtudes y poderes de carácter religioso); a la inversa, una vida marcada por actos malos desembocará en una estancia en uno u otro de los infiernos y un renacimiento desgracia­ do como demonio, hombre despreciable o animal repugnante. Unas veces, el barman global de toda mi vida se concibe como el resulta­ do de cada uno de mis barman aislados, de modo que mi destino futuro depende de la suma algebraica de mis actos, pudiendo anu­ larse un acto bueno y un acto malo del mismo alcance; otras, por el contrario (y ésta es la forma de la doctrina que más frecuentemente se expone), todo acto individual posee su efectividad, su porvenir propios: una vida en la que los actos buenos hayan predominado en­ trañará un renacimiento bueno, pero los actos malos que haya com­ portado constituirán un resto que será tenido en cuenta y determi­ nará el siguiente renacimiento. Ciertas formas de vida son puramente pasivas; como habitante del cielo, o como animal, nosotros no acumulamos (como regla ge­ neral) barman nuevos; a este respecto, esas vidas sólo son consecuen­ cias, y no son a su vez causas; pero mientras estamos bajo la ley del barman, nos es imposible acceder a una existencia que seria defini­ tiva, o simplemente última, ya que siempre hay un resto que se sale de cuentas y que también pide producir sus resultados. Pero, ¿qué es un acto bueno? Es un acto conforme al dharma. Nos encontramos aquí con la noción central de la ideología brahmánica y el término que podría expresar menos mal en sánscrito el 43

concepto moderno de ideología. Pensemos, en efecto, en el valor que Georges Dumézil da a este término cuando habla, por ejemplo, de la ideología de las tres funciones en los indoeuropeos; se trata de un conjunto de representaciones coherentes, explícitamente formuladas en los textos, que conciernen al orden social y a la organización del cosmos, las observancias específicas prescritas a cada agrupación de hombres y los motivos mitológicos o, más generalmente, religiosos alegados para justificar esas conductas y los estatutos que determi­ nan. En la India antigua, este conjunto de representaciones no sola­ mente existe y proporciona la materia de doctrináis elaboradas, sino que también lleva un nombre: precisamente el dharma. Etimológi­ camente, la palabra significa «acción de tener». Constantemente evo­ cada, esta noción abre el campo de lo que llamamos religión, moral, derecho. Para un indio, pues, actuar correctamente es actuar de acuerdo con el dharma; pero, más precisamente, con su svadharma, su dharma propio. El dharma total, en efecto, es la combinación de las líneas de conducta particulares que cada individuo debe seguir en tanto que pertenece a un grupo definido. La sucesión regular de las estaciones, las series de transformacio­ nes que hacen que la lluvia que cae de las nubes, la planta que sale de la tierra en el buen momento, el alimento asimilado por el animal y por el hombre, la ofrenda arrojada al fuego sacrificial que lo lleva hasta la morada celeste de los dioses: todo lo que forma el ciclo inin­ terrumpido que determina la cohesión del mundo, se designa en sáns­ crito védico por el término ría, propiamente «disposición, articula­ ción»; es el ajuste de las partes entre ellas y de las partes al todo. Uno de los componentes esenciales de esta noción es la idea de exac­ titud ritual. Entre el gesto ritual correctamente ejecutado y la dis­ posición exacta del mundo (y la adecuación del habla a su objeto, porque lo contrario de rta, anrta, significa también «mentira»), hay algo más que una analogía, hay una relación causal: es, en efecto, el rito celebrado según las reglas por los hombres lo que permite al sol salir de las tinieblas, escapando de los demonios que buscan de­ vorarlo. Más generalmente, toda la organización del cosmos (y toda la organización anatómica y fisiológica del cuerpo humano) se man­ tienen sólo porque los ritos son minuciosamente ejecutados, sin des­ mayo. El dharma del sánscrito clásico retoma, ampliándola, la noción védica de rta. La idea es que el orden del mundo reposa no sólo en la ejecución de los ritos propiamente dichos, sino en el conjunto de observancias a las que cada hombre está sometido, que dan, por de­ cirlo asi, una forma a toda su vida. Se sigue de ello que todo acto conforme al dharma de aquel que lo ejecuta puede tener una digni­ dad, un alcance sacrificiales, ya que es una contribución a la vida cósmica. Pero precisamente una actividad sólo es realmente dhármica si confirma a quien se entrega al papel y al estatuto que son los suyos. Tal es la condición de la armonía. Aplicar correctamente el dharma de otro es para un hombre un pecado casi tan grave como transgredir directamente su dharma propio: las crisis que marcan el 44

fin de cada gran periodo del Universo (resorción cataclísmica previa al nuevo despliegue de una nueva edad, según la visión de las epo­ peyas y los Purana), tienen como sintoma y, en cierto modo como causa, una merma del dharma general que se traduce por una intereferencia de los dharma particulares, comprometiéndose los hom­ bres, a veces sin quererlo o incluso sin poder evitarlo, en esos estilos de vida que no convienen a su estatuto (por ejemplo, si el rey adop­ ta las virtudes del asceta y renuncia o simplemente le repugna pro­ crear o hacer la guerra, es que la catástrofe está cerca). «Cada uno a su oficio y las vacas estarán bien guardadas»: este dicho francés parece hecho para aplicarse expresamente a la India, en donde, jus­ tamente, las vacas bien guardadas (bien mimadas, bien honradas y bienhechoras) son el signo más inmediatamente perceptible (tanto en el mito como en la realidad vivida) de la felicidad cósmica. Para esclarecer el carácter necesariamente diferenciado y diferen­ ciante del dharma, los textos normativos usan una formulación más explícita y hablan del varna-asrama-dharma, «dharma propio de cada clase social y de cada fase de la vida individual». Para la cosmología brahmánica, la institución de los vartfa, es de­ cir, la organización de la sociedad, es contemporánea de la creación misma del mundo. El purusa original, al mismo tiempo que ofrece su cuerpo como materia oblatoria en el sacrificio del génesis, hace que su cabeza se convierta en el brahmán, sus brazos en el ksatriya, sus caderas en el vaisya, sus pies en el Huirá: tenemos aquí, jerar­ quizada, la enumeración de los cuatro vartfa que forman la sociedad dhármica. No es toda la sociedad india: extraños a esta jerarquía, demasiado impuros para ocupar ni siquiera los escalones más bajos, están todos ios grupos de bárbaros y desposeídos. El dharma no ha­ bla de ellos si no es para confinarlos en su situación de excluidos. En cuanto a los cuatro vartfa dhármicos, son, de hecho, tres más uno, ya que los tres primeros agrupan a los dvija, los «nacidos dos veces», que, además de su nacimiento biológico, reciben el segundo nacimiento que les confiere, en la infancia o en la adolescencia, una «iniciación», mientras que los hombres que nacen en la clase de los sudra, sólo tienen derecho a ese nacimiento único. Por añadidura, mientras que cada uno de los tres vartfa tienen su especialidad, su vocación propias, positivamente definidas, los Hidra tienen como dharma servir a los brahmanes, a los ksatriya y a los vaiiya. El dharma de los «nacidos dos veces» comporta una parte co­ mún y una parte distinta para cada uno de los vama: brahmanes, ksatriya y vaiiya están obligados a ofrecer sacrificios, estudiar el Veda y dar limosna. Pero es privilegio del brahmán oficiar, en tanto que técnico, en los sacrificios ofrecidos por otros (sacrificantes que requieren y remuneran sus servicios): sólo él tiene la cualidad de en­ señar el Veda; por último, hay limosnas que sólo él está habilitado para recibir. Vemos que el dharma asigna al brahmán una función directamente factitiva: hace, pero además pone a los hombres de los demás vartfa en condiciones y en la obligación de hacer. La supe­ rioridad de los brahmanes se debe a que son los depositarios por ex­ 45

celencia del Veda. En virtud de lo cual son más que hombres: son dioses visibles. Por lo que respecta al k$atriya, especialista de la guerra y la po­ lítica, tiene como tipo al rey: su dharma le ordena proteger a sus súb­ ditos, actuar de modo que cada uno se atenga a su dharma y repri­ mir a quien se aparte de él. En tanto que administrador del dharma general, el rey, al igual que percibe el impuesto, asume una parte de los méritos y una parte, mucho más grande, de los deméritos con­ traídos por sus súbditos. Vemos cómo el brahmán y el rey, cada uno a su manera, engloban el dharma general en su dharma particular. La armonía de esas dos soberanías, la coexistencia de esos dos pun­ tos de vista sobre la totalidad es el tema ideológico mayor —en el sentido más moderno del término— de los textos normativos del brahmanismo. Innumerables ritos o fragmentos de rito tienen por objeto explícito ilustrar el juego complejo de esta doble supremacía. El brahmán cuenta con la protección del rey. Pero el propio rey está como desprovisto, incompleto, si no tiene cerca de él un capellán brahmán para protegerlo. ¿Y en qué medida el brahmán se reconoce como súbdito del rey, que, en la jerarquía de los varita es inferior a él? Ocurre que los brahmanes afirman que el poder del rey terrestre no se extiende hasta ellos, y que no tienen otro rey que el rey Soma, que es un dios. Por último, los vaiíya: si el brahmán crea las condiciones reli­ giosas y el kfatriya las condiciones políticas y jurídicas del buen fun­ cionamiento del dharma, el vaiíya asegura las condiciones económi­ cas, ya que su especialidad es la producción y la circulación de los bienes materiales. Claro está que esta organización de la sociedad en tres más un varita es un esquema ideal que depende de la religión y sólo tiene sentido como figura del dharma. Determinar la influencia de este es­ quema sobre la realidad social en la historia de la India, e incluso examinar cómo se ajustan a esta teoría el funcionamiento efectivo y la ideología del sistema de castas son cuestiones que no podríamos abordar aquí. Lo que tienen en común los tres varita superiores y lo que funda su solidaridad es que todos los niños nacidos en una familia de brah­ manes, de ksatriya o de vaiiya, tienen acceso al texto védico. Acce­ den a él por el rito de paso que, como vimos anteriormente, les con­ fería un segundo nacimiento. En principio, este nacimiento al Veda marca para el joven el comienzo de un período, más o menos largo, de aprendizaje del Veda, y más precisamente, de la versión (o «rama») del Veda a la que pertenece por tradición familiar: aprendizaje que sólo puede efectuarse cerca de un maestro cualificado, y que se acom­ paña, para el alumno, de la obligación de servir y venerar a su maes­ tro y observar rigurosamente la continencia sexual. La relación com­ pleja y rica que une al maestro, al alumno y al texto védico es ob­ jeto de una codificación minuciosa y es tema de infinitas especula­ ciones. Esta primera fase de la vida del «nacido dos veces», caracteriza­ 46

da por el brahmacarya (término que significa simultáneamente «es­ tudio védico» y «castidad») se continúa en principio por un periodo en el que éste lleva una existencia de grastha («el que se queda en una casa»): ha tomado esposa e instalado sus fuegos sacrificiales, y su deber es, a partir de ahora, procrear, celebrar los ritos y dedicar­ se a una actividad que le permita vivir, a él y a su familia. El grhastha es por excelencia el hombre que actúa, el hombre que orienta sus actos hada el prójimo, un prójimo del que es, en derto modo, deu­ dor. Desde su nacimiento', en efecto, por el mismo hecho de su na­ cimiento, el hombre se define como una deuda cuyos acreedores son el Veda, los dioses, los manes y los hombres. Si la deuda para con el Veda es satisfecha por el brahmacarya, los ritos sacrificiales, por el contrario, son el medio de apaciguar a los dioses, los ritos de hos­ pitalidad y de limosna que satisfacen a los hombres, la procreación, por último, por la que se pone en regla con los manes, pertenecen al grhastha, ya que hay que ser dueSo de una casa para poseer mu­ jer, fuegos, riquezas. Además, son la existencia y la actividad de este hombre social, totalmente ocupado en tejer sus lazos con el próji­ mo, lo que permite a los demás tipos de hombres subsistir: a este respecto, y los textos normativos no se cansan de proclamarlo, el dueño de la casa es el centro, el punto de apoyo de todo el dharma. ¿Quiénes son esos otros hombres? Son, en primer lugar, los es­ tudiantes, pero sobre todo el vasto conjunto, muy diversificado, de los solitarios, contemplativos, errantes, que tienen como fin la busca de sí mismos antes que la conexión con el prójimo, preocupados por liberarse de vínculos sociales, a la vez causa, consecuencia y símbolo del vínculo que nos mantiene inmersos en el «flujo de las existen­ cias», samsara. Consideradas en sí mismas, la vida del hombre en el mundo y la vida ascética son antitéticas. Pero la originalidad y la fuerza de la ideología del antiguo brahmanismo es haber combinado esas dos re­ glas de existencia construyendo un sistema de normas sociales lo bas­ tante amplio para englobar a los mismos que pretenden apartarse de la vida en sociedad y desprenderse de las relaciones que la constitu­ yen. Mucho mejor: no solamente los dos tipos humanos coexisten, recibiendo cada uno su justificación propia, sino que el dharma ins­ tituye también una «periodización» de la vida de todo «nacido dos veces», lo que le pone en condiciones de adaptarse a uno y después al otro de estos modelos. El esquema del dharma diferenciado si­ guiendo los aírama, «fases de la vida», es, en efecto, éste: después de haber sido brahmacárin, es decir, «estudiante brahmánico», luego grhastha, el «nacido dos veces» puede, si lo desea, si tiene fuerzas para ello, si su deuda para con los manes ha sido debidamente sa­ tisfecha engendrando a su vez una descendencia, retirarse a la sole­ dad de la selva. Esta nueva fase comporta también sus etapas: en tanto que vanaprastha primero (literalmente «el que se ha ido a la selva»), el «na­ cido dos veces», abandona la población para retirarse a un eremito­ rio de la selva, con su mujer si quiere y llevando sus fuegos sacrifi47

cíales; los vínculos con los hombres se han distendido, pero conti­ núa celebrando los ritos, al menos en la medida en que le permite su nuevo modo de subsistencia, fundado en la colecta de limosnas, la recolección y una especie de agricultura mínima; el vanaprastha reproduce en su retiro silvestre la vida del poblado, pero en abs­ tracto, una especie de utopia purgada de todas las relaciones funda­ das en la división del trabajo y la jerarquía de los varria, y entera­ mente orientada, ya, hacia la no-violencia; la etapa siguiente, por el contrario, que es también la etapa final, supone un corte radical con la vida social: es el hecho del sarrmyasin, «renunciante». El rito de entrada en la «renuncia» muestra claramente el sentido que el «na­ cido dos veces» pretende dar a su existencia: durante esta ceremo­ nia, en efecto, el futuro «renunciante» sacrifica, por decirlo así, el sa­ crificio; sacrificio último en el que los utensilios mismos del rito sir­ ven de ofrenda, en el que los fuegos sacrificiales, antes de ser defi­ nitivamente apagados, son inhalados simbólicamente, incorporados por el sacrificante: su propio cuerpo es el hogar y el combustible de ese fuego interiorizado, el lugar de una combustión que no es sino el tapas, la quemadura de la ascesis que, hasta la muerte, será su re­ gla; esta ascesis puede consistir en mortificaciones ingeniosas y vio­ lentas y presentarse como demostración de lo que un cuerpo es ca­ paz de infligirse a si mismo. Pero estas demostraciones sólo forman realmente parte de la manera de ser de un renunciante en la medida en que facilitan, o ilustran, un esfuerzo de desapego, de desapasio­ namiento, cuya apuesta es algo muy distinto de un estilo de vida. El estado del «renunciante», en efecto, cobra todo su significado en un cambio de perspectiva con relación a los valores del dharma: el renunciante no trastoca estos valores sino que, paso en cierto sen­ tido más grave, los relativiza. A diferencia de ios hombres en el mun­ do (del hombre en el mundo que él mismo era hasta entonces), el renunciante no se preocupa por ejercer un papel en la armonía del conjunto, por perpetuar relaciones, por actuar bien con objeto de acumular méritos: su fin, por el contrario, es actuar de tal forma que se agote la fuerza que une al hombre a su prójimo y que, im­ pulsándolo a actuar, lo encierra en el universo de las causas y las consecuencias y lo condena a renacer indefinidamente. Aislarse, coin­ cidir con el atman, es decir, con la propia interioridad indestructible, el «si» (este término, en efecto, que podemos traducir por «alma» es también el pronombre reflexivo), conquistar o, mejor, reconocer la identidad del si y el absoluto, ése es el resultado al que debe prepa­ rar la destrucción de todos los gérmenes del acto, por la mortifica­ ción ascética, por la disminución y, si es posible, la supresión de los deseos. Este resultado se concibe como una liberación, mok$a. Y cualquiera que sea el contenido que la imaginación asigne al estado de «liberado», cualesquiera que sean por lo demás las técnicas, he­ terogéneas, que puedan añadirse o incluso substituir a la «renuncia» propiamente dicha, está claro que la búsqueda de la liberación no es una forma particular de la actividad dhármica, sino una manera de ponerse a distancia del dharma, y por tanto de ponerlo en duda. 48

La ideología brahmánica reconoce esta relación particular del dharma y el mok$a. Al negarse a hacer de estas nociones, de estos conjuntos de valores, términos sencillamente antitéticos, se esfuerza por presentar el mokqa como una especie de superación (y por tan­ to, en primer lugar, de paroxismo) del dharma. Para la ortodoxia, en efecto, sólo una vida perfectamente dhármica puede culminar con la renuncia y, prácticamente, sólo un brahmán puede esperar hacer de su samnyasa la via de acceso a la liberación. Además, por un pro­ cedimiento muy característico del pensamiento indio, la ideología brahmánica consigue instaurar una especie dedharma ampliado que, enumerando los ámbitos de actividad del hombre, incluye el dharma propiamente dicho como uno de sus componentes, al igual que el moksa. Este dharma englobante es el sistema, la lista de los cuatro, o más exactamente, de los tres más uno purusa-artha, «fines del hom­ bre». La acción de los hombres encuentra su sentido cuando se refiere a una u otra de las secciones siguientes: uno actúa para adaptarse a la ley socio-religiosa, es decir, con vistas al dharma; o para adquirir poder y riqueza, y entonces el móvil del acto es el artha; o para sa­ tisfacer el deseo de placer, y es el kama; o, por último, para alcanzar la liberación, y entonces aspira al mokfa. Mientras que los tres pri­ meros términos se enumeran por orden de dignidad decreciente, el último está, por decirlo así, aparte: incluido en la lista, se opone al conjunto de sus tres compañeros ya que éstos designan los campos de actividad del hombre en el mundo, mientras que el mok$a es, fun­ damentalmente, el horizonte del renunciante. El sistema implicado por esta enumeración tiene como objeto, o por efecto, mostrar que prácticas y motivaciones tan diferentes como las que acabamos de ver tienen todas su legitimidad si aparecen en las ocasiones apropia­ das, en los limites y con la función que les asigna, precisamente, el dharma total. De modo que si el renunciante, al apartarse del mun­ do, revela el carácter relativo, por no decir vano, de las conductas que aspiran a mantener la cohesión, el gran dharma a su vez, relativiza la búsqueda de la liberación, de la que hace un «fin del hom­ bre» entre otros: se le hace un sitio, su sitio, al igual que el sistema de las «edades de la vida», airama, hace un sitio al periodo en el cur­ so del cual conviene renunciar a todo lo que era legitimo aspirar en los periodos precedentes. Queda que la liberación se concibe las más de las veces, en los sistemas más elaborados, como una visión del absoluto. En favor de esta toma de conciencia, el mundo empirico se revela no solamente como malo y doloroso, sino incluso como ilusorio. El absoluto es real, el universo de las diferencias es una maya. Es sorprendente que esta idea, que pertenece a la especulación «filosófica», se apoye en concepciones teológicas y mitológicas que se remontan al Veda más antiguo: la maya es la aptitud que tienen los dioses de «proyectar for­ mas eficientes», según la expresión de L. Renou; pero también es su poder de suscitar «prestigios», falsos pretextos, juegos de sombras móviles que enloquecen y desorientan a sus adversarios; mucho me­ 49

jor, el gran acontecimiento de la mitología, el combate inicial de los dioses y los demonios, no es más que una fábula, un efecto de la maya del dios Indra. El pesado karman de los hombres, el rudo far­ do de los actos sólo pesa, pues, con el peso de la realidad para los seres cuya conciencia está en tinieblas; aquellos a los que, por el con­ trario, ilumina la visión de la liberación perciben el mundo como lo que es: un juego (lila) de Dios.

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B ia r d e a u , M . y M

50

4. L a s

t e o g o n ía s d e l a

VI A. C . E l

G

r e c ia a r c a ic a d e l o s s ig l o s v iii a

m o d e l o h e s ió d ic o y e l

M O D ELO ÓRF1CO

por Luc Brisson «Todo el discurso sobre el origen de los tiempos que se encuen­ tra consignado por escrito en los griegos, es obra de varios autores, pero sobre todo de dos en particular: Orfeo y Hesíodo»(38). Este aser­ to da una idea justa de la opinión más extendida en la Antigüedad, en cuanto a la preeminencia de los modelos hesiódico y órfico de teo­ gonia sobre cierto número de obras que habrían visto la luz en la Grecia antigua. En efecto, parece que al término «teogonia», tomado en su sen­ tido amplio (que comprende la teogonia propiamente dicha, la cos­ mogonía y la antropogonía, y que defíne asi M. L. West: «El origen del mundo y de los dioses, asi como los acontecimientos que con­ dujeron al establecimiento del orden presente»(39), hay que asimilar la expresión «origen de los tiempos» que se-encuentra al principio de la cita que abre esta sección. Ahora bien, en la Grecia antigua existe una literatura bastante abundante sobre el tema. Se han atri­ buido teogonías a Museo, Aristeas, Epiménides, Abaris, Ferécida, «Dromócrito» (probablemente Demócrito, fr. fals. 301); cosmogo­ nías a Lino y Thamiris; una Cosmopoiee a un tal Palefatq. Acusilao comienza sus Genealogías por una teogonia, y también el ciclo épi­ co; y la Titanomaquia o la Gigantomaquia atribuida a Eumelo o a Arctino debe ser incluida en este conjunto. Por último, un comen­ tario sobre papiro indica la evidencia de que Alemán es autor de una cosmogonía diferente de todas las conocidas hasta entonces(40). Pero son las teogonías atribuidas a Hesíodo y Orfeo las que tienen más difusión e influencia. Hesíodo, cuya vida se sitúa entre las fechas límite de 7S0 y 650, habría compuesto la Teogonia entre 730 y 700, y Los trabajos y los días entre 730 y 690(41). Por lo tanto, debe ser considerado como el primer poeta de la Grecia antigua. La aparición de la literatura en Grecia, en esta época, sigue inmediatamente a la introducción del al­ fabeto inspirado por el modelo fenicio. Esta nueva forma de nota­ ción de la lengua griega proporciona, pues, a Hesíodo el instrumen­ to que le permite poner por escrito sus poemas, inspirados en una tradición oral que se remonta a la más lejana antigüedad. Veamos cómo comienza Hesíodo la descripción de su teogonia: «Asi pues, antes de todo fue Caos; después Gea (Tierra), la de anchos costados, morada segura ofrecida para siempre a todos los vivientes (...) y Eros, el más bello entre los dioses inmortales, aquel que rompe los miembros y que, en el pecho de todo dios y de todo (38) (39) (40) (41)

Orphieorum Fragmenta 55 (abrev. O .F.) reunidos por O. Kem, Berlín, 1922. M. L. West: Hesiod, Theogony, Oxford, 1966, p&g. 1. Ibídem, p&gs. 12-13. Ibídem, págs. 40-47.

51

hombre, doma el corazón y la voluntad sabia. De Caos nacieron el Erebo y la Luz del Día. La Tierra dio a luz primero a un ser igual a ella misma, capaz de cubrirla toda entera, Urano (el Cielo) estre­ llado, que debía ofrecer a los dioses bienaventurados morada segura para siempre. Puso en el mundo también a las altas Montañas, pla­ centero refugio de las diosas, a las Ninfas, habitantes de los montes ondulados. Dio a luz también a la mar infecunda de furiosos bufi­ dos, Pontos, sin ayuda del tierno amor. Pero seguidamente, de los abrazos de Urano, dio a luz a Okéanos (el Océano) de profundos tor­ bellinos —Coios, Crios, Hyperión, Japeto— Thea, Rhea, Themis y Mnemosine— Phebe, coronada de oro, y la amable Tetis. Después de ellos vino al mundo el más joven, el dios de pensamientos pérfi­ dos, el más temible de todos sus hijos; y Cronos tomó odio a su flo­ reciente padre» (42). Después viene la historia de Cronos, que emascula a su padre, Urano, que impide a sus hijos subir hasta la luz. Y, para guardar el poder que de este modo ha conquistado, Cronos devora a sus hijos, Hestia, Démeter, Hera, Hades y Poseidón a medida que Rhea los pare. Pero, engañado por una estratagema de Rhea, Cronos engulle, en lugar de a Zeus, una piedra envuelta en mantillas. Asi salvado, este último, con ayuda de Metis hace absorber a Cronos una droga que le obliga a restituir los hijos que ha devorado. Estos, bajo la égi­ da de Zeus, declaran a Cronos una guerra que ganan. Zeus se apo­ dera del trono y establece un orden estable y definitivo tras haber devorado a Metis, cuya astucia constituía un peligro para él, repar­ tiendo asi el poder. El mismo, asegurada su preeminencia, reina so­ bre el cielo, Poseidón sobre el mar y Hades sobre el mundo sub­ terráneo. He aquí un cuadro genealógico que permite ilustrar esta teogonia: ante todo Caos Tierra después después Eros I I Erebo Noche I

Eter

I

Día

Titanes (-»Cronos ~ Rhea«-)

I

I------------1

Cielo ~ Tierra Montañas

Titanidas Hecatónquiros

r ------------1— 1— I--------1---------1--------------1

Hestia

Démeter Hera ~ Zeus Hades

I Ares

i Hebe

| Ilitia

Poseidón

| Hefaistos

(42) Théogonie, 116-138; trad. de P. Mazon, ligeramente modificada.

52

I

Pontos

¿Qué conclusiones sacar de esta teogonia? Vemos en acción, en primer lugar, ese principio común a todas las teogonias según el cual todos los seres provienen de un desorden primordial y sólo aparecen, en tanto formas especificas, en la medida en que el medio informe del que salen está sometido a un principio de división. La cosa está clara, sobre todo, en el primer momento de esta teogonia, en el que todo parece producirse a partir del caos inicial por escisoparidad de alguna forma. Más aún, la historia de Urano debe entenderse en esta perspectiva. Porque Cronos reaccio­ na, emasculando a su padre, contra una excesiva proximidad del Cie­ lo y la Tierra, que equivale, de hecho, a un retorno al desorden pri­ mordial y a lo informe, en la medida en que el Cielo, que no deja de cubrir la Tierra, impide el acceso al mundo de sus hijos y detiene asi el proceso de división en curso. Este acto establece una buena dis­ tancia entre el Cielo y la Tierra y hace continuar el proceso de di­ visión interrumpido, permitiendo la aparición de nuevos seres, de nuevas formas. Pero con Cronos la teogonia cobra un nuevo aspec­ to. El problema fundamental ya no es genético. Es político. En efec­ to, ese gesto de Cronos que devora a sus hijos no puede compararse al de Urano, en la medida en que Cronos actúa positivamente, con vistas a asegurar la permanencia de su poder por la eliminación, des­ de su nacimiento, de todos sus hijos, susceptibles de discutir y rei­ vindicar el poder del que éste se ha apoderado. Es la misma obse­ sión, por otra parte, que encontramos en Zeus, que devora a Metis porque un oráculo le ha predicho que esta última le daría un hijo que lo destronaría, pareciendo esta amenaza tanto más verosímil por cuanto Zeus se ha hecho con el poder, a expensas de Cronos, con ayuda de Metis. Al devorar a Metis, Zeus se asegura la perennidad de su poder, que comparte con Poseidón y Hades, si bien conserva la preeminencia. Asi vemos cómo se establece un orden estable y de­ finitivo que ya nada puede amenazar. Esta teogonia da cuenta también del origen del hombre. Cierto es que en la Teogonia, Hesíodo no dice nada del origen de los pri­ meros hombres que otros autores relacionan con los Gigantes o los Melladas, que nacen de la sangre que brota del sexo cortado de Urano(43). Por contrario, en Los Trabajos y los un pueblo que se convierte en su gran mayoría y que lo solicita. 436

basa en la imagen de Dios»; en un lenguaje más preciso, se trata del poder racional; pero no implica el empleo inmediato de la razón. Es, por una parte, lo que permite reconocer el derecho de propiedad a los niños y quitárselo a los animales, pues los primeros poseen la imagen de Dios, algo de que carecen las criaturas irracionales. Y, por otra parte, es lo que permite responder a los defensores de la gracia, que invocaban el mismo texto en otro sentido: «Yo invierto el argumento invocado por nuestros adversarios. Ellos dicen que el poder se basa en la imagen de Dios. Ahora bien, el hombre es la ima­ gen de Dios debido a su naturaleza, es decir, debido a sus poderes racionales... Asi pues, el pecado mortal no lleva a perder el poder.» De este modo, la naturaleza humana en que se funda el derecho es anterior e indiferente a las variaciones morales y religiosas que se le incorporen; y, como de costumbre, una metáfora climática viene a sostener esta indiferencia: «Así como Dios hace alzarse su sol sobre buenos y malos y descarga su lluvia sobre justos e injustos, del mis­ mo modo otorga los bienes temporales a buenos y a malos»(14). No se puede entonces negar el dominium a los indios, ni porque ignoren la verdadera religión, ni porque cometan actos que son inmorales, ni siquiera porque sean insensatos. Asi lo utilicen bien o mal, basta con que tengan su libre albedrío para que sean dueños de sus actos y, por tanto, de sus cuerpos: Vitoria presiona aquí sobre una tradi­ ción cristiana para convertirla en base de una teoría jurídica. Si el libre albedrío puede puede interpretarse como libertad del cuerpo, entonces se puede asimilar libertad y propiedad, tal como lo enten­ derá después de ¿1 una constante tradición. La ideología de la naturaleza humana, que aquí inicia su impul­ so, va a volver a estar presente durante más de tres siglos en el de­ recho, la moral y la política; sojuzgará a las teorías iusnaturalistas y a la economía política clásica; de Grocio a Ricardo, todos presu­ ponen esta antropología y se sirven de ella como de un material in­ discutible para edificar su propia doctrina; ella otorga un cierto pa­ recido a muchos discursos teóricos, asi traten de la tolerancia en ma­ teria religiosa, del mejor gobierno o de la renta del suelo y del im­ puesto. Las distinciones de detalle, las polémicas y las oposiciones muy reales, pero que apuntan a otros aspectos, no deben ocultar esta identidad fundamental: tras la figura inamovible del sujeto del dere­ cho, todas ellas remiten a la estabilidad de la naturaleza humana, tal como surgió en esa querella sobre los indios. Se plantea entonces una cuestión: ¿qué traía ella de nuevo, y qué lineas de demarcación trazaba con las ideologías que la habían precedido? No únicamente las que resumían san Agustín y santo Tomás, sino también aquélla que se había establecido sobre sus restos y cuya victoria había ini­ ciado Guillermo de Occam. A este interrogante puede responderse que en la historia del su­ jeto voluntario, la época de Vitoria es el momento de la denomina­ o s Spinoza comienza su Tratado político con una comparación del mismo tipo: para él se trata de hacer entender que las leyes de la ciudad son irreductibles a la moral. 437

ción del sujeto. Con Occam se había criticado la existencia real dt los géneros y las especies, se había afirmado que no había hombre en general, sino solamente este hombre o aquel otro. Con Vitoria se pasa de este hombre a la humanidad. Se reintroduce una unidad de los hombres, pero más política y moral que específica; se traza nuevamente el círculo de la universalidad humana, porque ésta rtc tiene ya el aura peligrosa de la naturaleza preindividual: por el con­ trario, se encuentra en el fondo de los individuos y en su conjunte: el orden consiste en la indefinida repetición de los sujetos, y no er su distribución en funciones y estatutos diferenciados. El modelo yz no es biológico, sino moral. Pronto será mecánico. Así pues, la tendencia de la ideología voluntarista se realizó his­ tóricamente según formas diferentes, en función de las fuerzas qu¿ tenía que enfrentar en cada una de las etapas de su desarrollo. Er un primer momento, se había tratado de quebrar el orden de la na­ turaleza finalista que, a la vez, rodeaba y penetraba por todas partes a los individuos; ante esta teoría enemiga, que se encarnaba suficien­ temente bien en el tomismo, el estricto nominalismo permitía rom­ per la red que rodeaba a la individualidad, convirtiendo a ésta en t origen primero de sus actos y de sus poderes. De ahí la crítica a todr tipo de conjunto (lógico o social), el derecho subjetivo, el volunta­ rismo, etc. Tesis teóricas que se difunden mucho mejor cuanto qcí son sustituidas por formas de arte y de religión que, también ellas ponen el acento en el individuo: es ésta la época del nacimiento ét la pintura sobre lienzo, dedicada en sus comienzos al retrato(lS), Lr época en que el gótico acaba de dedicar sus fuerzas a individualizar las figuras de santos y de la Virgen, más cercanas al creyente; en qta el sentimiento de la muerte personal es bastante poderoso como pare que los principales monumentos religiosos sean los sepulcros de te grandes; en que el burgués Román de Renart termine por disolver la ideología de las novelas de caballería, parodiándolas. En una segunda etapa ya no se tratará de oponerse a un univer­ so de la naturaleza, sino a las nuevas variantes de la teoría agustini que, bajo la reforma, se convertían en el peligro predominante. Ha­ bía entonces que modificar y desarrollar el espacio teórico que ha­ bía comenzado a aparecer gracias al nominalismo. Había, pues, qo* proceder a un viraje decisivo, y enfrentar un problema que se podríz formular del siguiente modo: hay que conservar al individuo dividi­ do, no tolerado por un orden anterior, pero con todo hay que reve­ lar en él una cierta estabilidad no individual, para evitar que se es­ tablezca, en el vacío así liberado alrededor de él, una relación de­ masiado inmediata entre el hombre y Dios, brecha por la que pron­ to se precipita el agustinismo jurídico. Para lograrlo, había que con­ servar lo que en el nominalismo correspondía a la tendencia profun­ da del derecho subjetivo, y desprenderse del resto. En consecuencia, conservar a la propiedad concebida como poder individual, e inclc(15) en el xv. 438

El retrato de Jean le Bon en el s i g l o

XIV,

de Fouquet y el Maltre de Moulcs

so algo de la concepción consensualista del todo social(ló); pero abandonar el nominalismo lógico(17), y reintroducir una determi­ nada teoría del orden natural. Para esto se va a utilizar el tomismo, vaciado en tanto que espacio, según la letra de sus tesis, como una especie de andamiaje que permita ajustar un dispositivo antiagustino. Por consiguiente, la doctrina de Vitoria, y de modo más general la segunda escolástica, no es en absoluto una mezcla de tomismo y de occamismo, como a veces se afirma: ambas herencias no se ha­ llan en el mismo plano, y no porque sea lo más llamativo tiene for­ zosamente que jugar el papel esencial. Los argumentos tomistas son utilizados al servicio de una tendencia que no es la de santo Tomás. Ellos se suman al proceso tal como los pueblos vencidos por las le­ giones romanas eran enrolados como auxiliares para luchar contra nuevos enemigos(18). De este modo, mientras que en el medievo el hombre individual se vería superado dos veces, en el sentido de la especie humana y en el sentido de la ciudad, en Vitoria, y en quienes le siguen, la noción de humanidad mezcla los dos campos, el lógico y el social. La dis­ tinción era clara en la fórmula antigua: este hombre, ese individuo, es igual a los otros en la especie humana (no se es más o menos hom­ bre): ella no impone leyes, sino solamente una forma común. Como contraposición, en la ciudad este hombre tiene un lugar, o cumple una función: no hay igualdad de derecho en estas relaciones políti­ cas y sociales. Cada uno ocupa un lugar propio en un conjunto que lo supera, y que no puede funcionar normalmente, cual un cuerpo humano, a no ser que cada órgano conserve su papel, que no es el de otro. Y si se piensa en unificar la especie humana, se piensa en la cristiandad y no en tanto que humanidad. Por el contrario, debido al hecho de que se reemplace a la natu­ raleza por la naturaleza humana, la humanidad es, tanto como la for­ ma, el sistema de las relaciones entre los individuos. A esto se debe el que la unidad de los humanos no sea únicamente especifica: el de­ recho de sociedad se inscribe en los derechos naturales del hombre. Y a esto se debe, también, el que no se emplee el subterfugio del con­ cepto de cristiandad (que no es una relación): ya no es necesario. La laicidad se convierte entonces en una componente normal del horizonte ideológico, y los teólogos de Salamanca hicieron mucho para que se consumara este desplazamiento de objetos que afecta en(16) Cuando la noción de contrato no está explícitamente presente, el fortaleci­ miento del derecho subjetivo le reserva la posibilidad de reaparecer a continuación. (17) Vitoria y, sobre todo, Domingo de Soto hacen su crítica. (18) Los maestros de Salamanca eligen la Sum a teológica de santo Tomás como tex­ to explicativo, más que las Sentencias de Pedro Lombardo, que servían como ma­ nual desde el siglo xn: sin duda desconfian de su agustinismo. Hay que señalar que todo lo que se acaba de decir sobre los maestros de la se­ gunda escolástica se refiere sobre todo a Vitoria, Soto y, después de ellos, a los je ­ suítas (Suárez, Vázquez, Molina); porque los dominicos retornan con Báfiez a un to­ mismo más ortodoxo de lo que había sido la versión de Cayetano o la del propio Vitoria. 439

tonces al pensamiento politico: la existencia de esta naturaleza hu­ mana social que ellos liberan organiza una esfera relativa indepen­ diente, en la que pueden enunciar reglas propias. Esto es importan­ te, porque precisamente esta esfera es la que va a ser el lugar de la «sociedad civil»; de este modo, la teoría del liberalismo podrá apa­ recer ulteriormente como discurso de la sociedad civil, y no de la teo­ logía moral sobre la sociedad civil. Al mismo tiempo, los teólogos, que favorecieron la eclosión, se vieron superados por la propia victoria de sus conceptos. Se seguirá hablando de aquello en lo que pensaban Occam y Vitoria, pero se hará en un lenguaje que ya no será el suyo, aunque ellos hayan crea­ do su sintaxis a partir de sí mismos. Grocio es quien, durante mu­ cho tiempo, pasará por fundador del derecho de gentes, por otra par­ te debido a que corrientemente se subestima en él la importancia de las preocupaciones teológicas. A partir de esta teoría de la naturaleza humana se van a afirmar tres series de temas esenciales: la propiedad del cuerpo; la doctrina de la sociabilidad; la unidad del género humano. Bastará con seña­ lar los ejes principales para mostrar la amplitud de las tesis produ­ cidas en el ámbito de la trasformación ideológica que se acaba de analizar. 1) El individualismo posesivo: el hecho de que el hombre es pro­ pietario de su propio cuerpo se va a convertir en un axioma del de­ recho, y sobre él, paulatinamente, van a basarse las justificaciones de la propiedad en general. Hermanado con la vieja idea cristiana de un comunismo originario, servirá para reconstruir un mito de la apropiación: aquel que es dueño de su cuerpo, es dueño del trabaje que suministra con ese cuerpo, y por tanto, de los productos de ex trabajo; por tanto, de aquellos productos que no consume inmedia­ tamente y, por tanto, de lo que se procura con este ahorro, etc. Des­ pués de Vitoria, que reconoce al hombre como dominus sui corpom a diferencia de los animales, lo que le sirve para explicar que estos últimos no pueden ser propietarios mientras que el hombre si puede serlo, Suárez retoma el razonamiento: «El hombre, por sí mismo, j porque tiene uso de razón, detenta el poder sobre sí mismo, sobre sus facultades y sobre los miembros destinados a su uso, y por esti razón es naturalmente libre...»(19). El nexo es claro: razón (la ima­ gen de Dios) implica propiedad de si, es decir, asimismo, libertad Sí se recuerda que con un argumento similar santo Tomás demos­ traba el carácter espontáneamente social del hombre (es decir lo con­ trario de lo que afirman nuestros autores), puede advertirse hasti qué punto ha cambiado el paisaje conceptual. Con Locke, el sistem es definitivamente puesto a punto (20) y el edificio entero de la pro­ piedad privada acaba por apoyarse en este punto originario: la po(19) Tractatus de legibus seu Deo legislatore, 1612. Véase Tratado de las leyes ' de Dios legislador. Espafta-Calpe, Madrid, 1956 (N. T.). (20) Segundo tratado sobre el gobierno civil. 1690.

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sesión legitima y evidente, por parte del individuo, de su propio cuer­ po. La doctrina es tan perfecta que no tiene necesidad de evolucio­ nar: se la vuelve a hallar exactamente bajo la misma forma, dos si­ glos después, en el panfleto De la Propiedad*, mediante el cual, en 1848, Adolphe Thiers intenta refutar las críticas socialistas. 2) Vitoria insiste en la existencia de un derecho natural de co­ municación y de sociedad entre los hombres. Al tener todos la mis­ ma naturaleza en sí, no pueden alzar o dejar que se alcen barreras entre unos y otros. A esto se debe que cada cual tenga el derecho de ir a casa de los otros, de permanecer allí, de comerciar también allí, a condición de no ocasionarles perjuicios. Así pues, los españo­ les tienen derecho a instalarse entre los indios, y pueden «por ejem­ plo, aportarles las mercancías que les falten, y traer consigo oro, pla­ ta y otros bienes que ellos poseen en abundancia.» El rechazo de este derecho por parte de los indios podrá incluso dar ocasión a una guerra justa: «Al impedir que los españoles gocen del derecho de gen­ tes, los bárbaros cometen una injusticia hacia ellos. En consecuen­ cia, es necesario hacer la guerra para obtener el respeto al derecho; los españoles pueden hacerla legítimamente.» El argumento es pro­ metedor para un porvenir bastante hermoso, hasta para la guerra del opio y para algunas otras. Mientras tanto, significa muy simple­ mente la exigencia de hacer estallar las barreras que lugares y cir­ cunstancias alzan entre los hombres y que frenan tanto el comercio como la circulación de las ideas. La libertad individual y el libera­ lismo económico se remiten a él. Grocio lo utilizará en el Mare liberum, y a través de las alternativas del proteccionismo y el libre­ cambio, las grandes potencias sabrán recordarlo e imponerlo a otras cada vez que el mismo les resulta ventajoso. 3) La sociabilidad, concebida como sistema de relaciones de in­ tercambio entre individuos, juega un doble papel: pone término a la sociabilidad espontánea de la tradición aristotélica a la vez que or­ ganiza una dimensión social basada en el derecho subjetivo. Ahí es donde puede desplegar el nuevo tipo de unidad humana indicado más arriba. También aquí se seguirá la tesis de Vitoria; Suárez es­ cribe, a su turno: «Aunque dividido en numerosos pueblos y reinos, el género humano tiene siempre una cierta unidad, no solamente es­ pecífica, sino también, por decirlo asi, política y moral.» Precisamen­ te por esto, a su entender, existe un derecho de gentes, porque al for­ mar parte los estados de esta comunidad humana, «tienen, por con­ siguiente, necesidad de un derecho que los rija y los gobierne con­ venientemente en este tipo de relaciones y de sociedad.» Se advierte de paso la solidaridad entre los diferentes temas; se puede observar, asimismo, hasta qué punto esta idea de comunidad humana es com­ patible con la de estado nacional: no hay antagonismo profundo por­ que ambas nociones se emparejan para oponerse conjuntamente a la * Véase en castellano. Antonio Novo. Madrid, 1880 (N. T.).

concepción feudal de la cristiandad. Y a este par remite la distinción entre derecho positivo (el de los estados) y derecho de gentes (fuera de los estados): el trabajo está bien distribuido. En el siglo xvill, por supuesto, la idea de humanidad se expan­ dirá y adquirirá la consonancia sentimental que habrá de conservar después; pero esto no iba a ser sino el desarrollo de un tema teórico anterior. Igualmente, una vez constituida esta noción de comunidad humana, el pasaje a la paz perpetua resultaba inevitable sin nunca resultar fácil: porque esta última planteaba el problema de la desa­ parición al menos relativa de la autoridad de los estados. Esto no impide que el tema se desarrolle, desde fines del medievo hasta el aba­ te Saint-Pierre. Kant da tal vez la clave de la dificultad al convertir a la paz universal en un deseo o un ideal. Naturaleza, sociedad, cultura El concepto muy particular de naturaleza, cuya constitución se acaba de leer, se encuentra en el centro de la ¿poca clásica. Los si­ glos xvii y xvin viven ampliamente sobre su adquisición, e, incluso en critica literaria, ante su luz se doblegan sin siquiera tomar en cuen­ ta las doctrinas de la Poética de Aristóteles. En el terreno asi traza­ do, sobre todo, se va a desarrollar el «derecho natural» clásico. Nun­ ca será suficiente subrayarlo: nada tiene él que ver con el derecho natural aristotélico, aparte de la denominación. Ni su referencia: él se apoya en el conjunto de los poderes del sujeto; ni su forma: puede ser expuesto aparte, con una Usta de preceptos; ni su lugar teórico: sirve para constituir un mecanismo originario que fundamente las le­ yes positivas existentes o por crearse. Fundamentar: todo está ahi. Ni factor de anarquía, ni simple do­ blez justificativo de lo real, el derecho natural cumple en lo sucesivo una función muy especial, que no consiste ni en justificar ni en cri­ ticar lo que es (uno y otro son consecuencias, y cada autor o cada corriente podrá elegid según su partido o su época), sino ante todo en hacer saber que lo que es se apoya en lo que debe ser. Esta dis­ locación de lo real es típica del espacio de pensamiento clásico, y no se podría llegar a preguntar lo que, en otras ideologías, juega un pa­ pel de fundamentación equivalente: la idea misma de fundamentación es lo que le pertenece de lleno. Este proceso de fundamentación es esencial, porque el mismo se halla a la vez en el origen del derecho y en el origen del movimiento que lleva a pensar a toda la sociedad en términos de derecho. La me­ táfora jurídica es también una metáfora de lo jurídico. El movimien­ to consistente en aislar al individuo no es un fin en sí. Si la teoría del sujeto destruye las totalidades naturales, esto no ocurre sin que se las reconstituya sobre otra base. Pero, para esto, hay que cons­ truir una maquinaria ideológica compleja: estado de naturaleza, ley natural, estado social, derecho natural, pacto, etc. El conjunto su­ pone una construcción suficientemente minuciosa como para tener que ser estudiado engranaje a engranaje. 442

El origen El «mito» del origen sólo funciona si se admite desde un princi­ pio el postulado del atomismo social. Para justificar una totalidad como la sociedad hay que remitirse a los elementos más simples, di­ solverla en el cauce originario para desnudar aquello que la compo­ ne. Ahora bien, esas partículas elementales son los individuos, y de ellos hay que partir para aprehender el resto. La hipótesis del estado de naturaleza corresponde, precisamente, a esta descomposición. El estado de naturaleza es el estado origina­ rio en que los hombres viven separados los unos de los otros, libres de todo nexo social, poseyendo por entero en si el poder de fundar la sociedad. El hombre no es, pues, un animal espontáneamente so­ cial, pero tampoco es uno definitivamente aislado; puede crear ese lugar que le falta. Incluso es necesario que lo haga. Lo importante consiste en que luego pueda recordarse que si el nexo existe, ello se debe a que el hombre lo ha hecho. Si bien él no es animal social, es al menos animal sociable. Y ahí damos con la clave del procedimien­ to: quizá ninguna ideología haya subrayado a tal punto que la so­ ciedad no es espontánea, y que en consecuencia el hombre pierde algo al ingresar en ella. Pero en el mismo movimiento ella afirma que si él resulta sojuzgado, esto no ocurre ni por decreto divino ni por efecto de un orden natural. En un sentido estricto, si ha sido so­ juzgado, es él quien lo ha querido asi. Estado de naturaleza-estado de sociedad En esta perspectiva es como hay que entender la pluralidad de restados» en los que las teorías iusnaturalistas distribuyen la condi­ ción humana: estado de naturaleza, estado de guerra, estado de soriedad. Se cometería un error en el caso de considerárselos como las etapas de una sucesión histórica, y se caería en la condena de inte­ rrogarse vanamente por qué quienes las analizan jamás se toman la molestia de emprender la menor investigación realmente histórica. Si ellos no se interesan en el pasado, esto se debe muy simplemente a que el estado de naturaleza no se halla en el pasado. Se trata de figuras teóricas y no de leyendas cuya veracidad importaría verifirar(21). Toda la dificultad consiste en rechazaren el hombre (en tanto míe sujeto) lo que luego habrá que volver a encontrar en la socie­ dad, o al menos suficientes posibilidades como para desarrollarlo. D e este modo, la «cultura» determina la naturaleza: retrospectiva(21) Por supuesto que los mitos de la calda pueden suministrar una referencia (ai­ reaos argumentos son tomados de la Biblia o de los padres de la iglesia; otros, tal ■tz, de las doctrinas dualistas o gnósticos que, también, proveyeron al Occidente imásr.es de este tipo); pero los materiales cuentan menos que la teoría que los organiza; a: entenderla como singularmente pobre al derecho natural clásico caso de no verse e r £1 más que una laicización del cristianismo. 443

mente, por todo lo que ella traslada allí para poder justificarse por ella. Si se quiere ratificar la esclavitud en la sociedad, hay que si­ tuar, en el sujeto en el estado de naturaleza, un derecho a venderse irreversiblemente. Si se quiere un estado débil, hay que mostrar ya el estado de naturaleza como implicando un comienzo de sociedad civil sin estados: por cierto que se podría entonces introducir a éste como una necesidad importante, pero admitiendo algunos contrapa­ sos; si, por el contrario, se tiene que justificar un estado en el que el soberano posee un poder absoluto, hay que apelar al estado de gue­ rra. Así pues, según los autores y las corrientes, la naturaleza huma­ na, tal como la revela en su forma pura, como en el resultado de un análisis químico, la referencia al origen, implica considerables varia­ ciones. Pero lo invariable es la necesidad de leer ahí de antemanc lo que caracterizará a la sociedad constituida. A esto se debe el que. en un sentido, nada se parezca más al estado social que el estado de naturaleza. Todo ya está allí, incluso la necesidad de su propia su­ peración. La ruptura suele estar inscrita ahí cual una filigrana, as: como también la manera en que ella se efectuará: cuanto más brutal se la quiere hacer, más se está llevado a disminuir y a limitar las po­ sibilidades de la naturaleza humana; habría una larga historia a es­ cribir sobre las relaciones entre la cuestión de la gracia y la de la so­ beranía; se vería entonces que, con frecuencia, quienes apoyan el li­ bre albedrío contra la providencia son aquéllos que más reconocen consistencia a la sociedad civil y, en consecuencia, limitan al máxi­ mo los derechos del soberano, tendiendo a restringirlo al papel di simple guardián de la regla del juego, en un mundo en el que le aven­ taja la regularidad de las cosas. Sea como fuere, no hay que considerar, empero, al estado de na­ turaleza como una simple reiteración ideal de la realidad objetiva, pues si todo se encuentra ya ahí, se lo encuentra de otro modo: las relaciones sociales, el proceso de trabajo, la distribución de los po­ deres y de las riquezas no se dejan percibir sino por sus repercusio­ nes en los individuos, trasformados en fuentes subjetivas de donde podrá deducirse su sistema. La política, el lenguaje y la riqueza ás las naciones se hallan, de este modo, ordenados en la voluntad, c entendimiento, la necesidad y las pasiones. Todo esto permite bo­ rrar todo lo que, en estas relaciones, supera o trasciende al indivi­ duo, todo lo que para ser entendido exige otra cosa que la reitera­ ción de un sujeto siempre semejante a sí mismo. En el fondo, Rcbinson Crusoe representa muy bien al héroe de este tiempo: a la ve por lo que pretende —reconstruir un mundo a partir de la nada— y por lo que anula, puesto que la nada con que comienza contiea ya todo potencialmente: los conocimientos y el saber hacer que llevi consigo de las regiones civilizadas, y los instrumentos que encuentn en el barco. En la novela, como en donde fuere, el origen sólo con­ duce al fin porque ya lo contiene.

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La ley natural La relación que liga a la ley natural con las leyes positivas no es más cronológica que la que liga al estado de naturaleza con el esta­ do de sociedad. La ley de naturaleza es un mandamiento que nada tiene para ser obedecido; esto es lo que paulatinamente tiende a con­ vertirse en su característica. Esto se explica tanto mejor cuanto que la separación entre el entendimiento y la voluntad se impone a la fi­ losofía de la época clásica como un axioma (Spinoza sabrá recrimi­ nárselo bastante): desde entonces se puede muy bien leer la ley na­ tural allí donde ella está inscrita sin por esto desearla, o sin que se pueda aplicarla. Asi ella siga siendo la prescripción grabada por Dios en sus criaturas razonables, como lo había enseñado el cristianis­ mo (22), o bien se laicice para no ser más que una deducción racio­ nal (dictamen rectae rationis, dice Grocio, que presto da el ejemplo), permanece como orden de la representación y no de la acción. La escritura del corazón es a la vez eterna e impotente. Situación paradójica: como en el estado de naturaleza ella pierde todo valor debido a su inutilidad, todo el problema consistirá en en­ contrar un medio para aplicarla; este medio será el pasaje a la so­ ciedad civil, pero esta aplicación supondrá la mayoría de las veces su supresión, puesto que será reemplazada por la ley positiva. Asi pues, la primera sólo estaba ahí para dar lugar a la segunda. «Ley» y «estado» no se cubren, entonces, exactamente: — la ley de naturaleza no es forzosamente la ley que se aplica en el estado de naturaleza; — en compensación, es una ley que está presente en el estado de naturaleza. Lo que remite a su doble carácter: evidencia y univer­ salidad; — pero si se recuerda lo que es verdaderamente el estado de na­ turaleza, entonces se descubre el sentido verdadero de la ley: lo que, en el sujeto, fundamenta en la naturaleza humana las leyes positi­ vas. En otras palabras: lo que proyecta en el individuo, como una necesidad de su naturaleza o una aceptación de su voluntad, el sis­ tema de leyes de la sociedad en que ¿1 vive. Basta con haberle abs­ traído previamente todo el peso colectivo, toda la gravedad de las instituciones históricas, las tradiciones, las costumbres que hubiesen podido determinar concretamente su sentido para tal lugar o tal éposa. Después de esta cuidadosa depuración, lo que quede puede de­ ducirse como una necesidad puramente lógica de algunos preceptos generales, tomados por ejemplo de la moral estoica (restituir lo que ña sido prestado) o del cristianismo (la caridad y el amor hacia el prójimo).

(22) Cf. en el t. II: D el corazón grabado al cuerpo nóstico, pág. 321 y ss.

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El derecho n atu ral

Se trata, como por ejemplo afirma Hobbes, de «la libertad que posee cada hombre para servirse de su poder a su capricho, para pre­ servar su naturaleza y su vida». Este derecho se fundamenta, pues, en un poder individual. Sin embargo, no es la misma cosa que este poder: es su doblez subjetivo. En efecto, se está en un universo de la escisión en donde todas las cosas no se dicen dos veces, una vez en el plano del ser y otra en el plano del deber ser; el estatuto de los objetos, y la propia posibilidad que pueden tener de ser pensa­ dos, dependen de las relaciones entre los dos niveles: lo que no halla lugar en el plano del deber ser termina por alejarse hacia el horizon­ te, tan fuertes son sus efectos reales. Esta escisión de ser es la que traza la linea de demarcación entre las teorías iusnaturalistas y las doctrinas semejantes por una parte, y, por otra, los que se niegan a integrarla en su concepción del individuo: Maquiavelo y Spinoza. El derecho es al sujeto lo que el poder, la fuerza son al indivi­ duo: no una parte sino una esencia universal. Si bien no todos los individuos tienen la misma fuerza, todos tienen el mismo derecho, consistiendo la paradoja, por supuesto, en que este derecho igual des­ cansa en el corazón de la fuerza desigual, y en que él está secreta­ mente determinado por ella. Pero como el pensado es el derecho, y no el complejo sistema de relaciones sociales que hacen y determi­ nan la fuerza, ésta no aparece sino como la sombra insignificante y secundaria del derecho. Su poder inimaginado da de hecho medidt a aquello de lo cual ella se considera consecuencia. Así pues, el de­ recho no es más que la fuerza devuelta al sujeto —y a lo que hay di más subjetivo en él: la voluntad—. Por ello, uno no podría entra; en contradicción con el otro: al observar más de cerca su funciona­ miento, los derechos naturales igualmente poseídos por todos Ice hombres surgen de inmediato como formas vacias en las que puede; llegar a deslizarse contenidos extremadamente diferentes. Todo hom­ bre lleva en sí el poder moral (es decir el derecho subjetivo) de se: propietario; en tanto que tal, es igual a todos los otros, y si se ataca a la propiedad, es su derecho natural, el suyo como el de todos lm otros, el atacado. Pero, de hecho, únicamente determinados hom­ bres tienen el poder efectivo al que corresponde el derecho teóricc de propiedad, mientras que otros no lo tienen, o nunca lo han po­ seído: ahora bien, para la idelogia del sujeto todo esto pertenece a. dominio de lo accidental, como el hecho, igualmente contingente, ds que en general los segundos trabajan para los primeros. En cuantr a los conjuntos sociales en los cuales estos poderes efectivos echar raíces, en la operación ellos se han vuelto liberalmente invisibles. S. todo se origina en el sujeto, también encuentra ahí su razón la au­ sencia de lo que dejaba prever el derecho. Entre otros cientos de au­ tores, Malthus utilizará hermosas palabras para demostrarlo: quie­ nes no se enriquecen mediante su trabajo (se ha visto que éste era después del cuerpo, la vía real de la propiedad) lo deben a que sor perezosos, o a que no saben ahorrar. 446

A esto se debe el que los autores enuncien sin cesar que la igual­ dad natural no impide la desigualdad social; y que los derechos in­ natos no conciernen a la fortuna(23). Y, también, a esto se deberá el que la revolución francesa proscriba a los autores de las leyes agra­ rias: culpables de haber confundido a sujetos e individuos, zona de hecho y zona de derecho, igualdad formal e igualdad real. El pacto Si todo se halla en el sujeto, la única salida a las imposibilidades del estado de naturaleza estará en el compromiso voluntario median­ te un pacto que una a la colección de sujetos para hacer del pueblo un pueblo. Asi pues, la única injusticia posible será la del propio pac­ to. Proposición cargada de consecuencias. El pacto social señala no sólo el pasaje del estado de naturaleza al estado de sociedad, sino también el del individuo no realizado (es decir, no abstraído del sistema en el cual se enraíza). La «cultura» no es, pues, en absoluto, lo opuesto a la naturaleza. Ella es —inclu­ so en Rousseau— su desarrollo. Si, antes de la cultura, hay al me­ nos lugar para una naturaleza, no hay que dejarse llevar por los mi­ tos del buen salvaje, o por las descripciones amables o terroríficas en las que la doctrina se diluye en novelas filosóficas. La naturaleza de que se trata entonces, sobre todo en el siglo xvm, no es más que un medio de manifestar de manera sensible la consistencia teórica del estado de naturaleza. La naturaleza puede ser pintada como una madrastra hostil o como una madre fecunda y solícita. Se introduce entonces la posibilidad de un cambio de signo del contrato: si la na­ turaleza era tan buena, el contrato corre el riesgo de no ser más que una engañifa. Al lado del pacto feliz que permitía salvar por último lo que podía salvarse, se presenta el reverso de la medalla: el mal contrato, signo y medio de la corrupción de las costumbres. Sin em­ bargo, el buen contrato nunca es definitivamente imposible. Si el de­ ber ser se sitúa del lado de la crítica de lo real, más que del de su justificación, ello nunca ocurre sino para justificar un real futuro; asi es como se constituye la idea de revolución en un espacio de pen­ samiento que en un principio parecía fuertemente ligado al poder es­ tablecido. El derecho natural sólo se atreve a criticar las leyes posi­ tivas para proponer otras, más conformes a la naturaleza humana. La soberanía que rehúsa el poder, al que califica como despótico, se le confiere de inmediato al que él establecerá derribando al pri­ mero. En las páginas precedentes se ha sacrificado deliberadamente el análisis de las doctrinas sucesivas y de las soluciones que cada juris­ ta, cada teórico de la política aporta a los problemas que se le plan(23) «En la dem ocracia, incluso la m is perfecta, la to tal igualdad entre sus miem­ bros es algo quim írico», D iderot, articulo, Ciudadano de la Enciclopedia: cf. asimis­ mo el articulo Igualdad natural (de Jaucourt).

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tean. Ocurre que la verdad de las diferentes problemáticas indivi­ duales sólo es permitida por el juego de los engranajes teóricos que se acaba de exponer. Este juego necesario, anterior a los autores, evi­ dente incluso antes que el razonamiento sobre tal o cual objeto, cons­ tituye una realidad permanente, a la cual siempre hay que retornar en última instancia. Bajo formas sensibles y prosaicas, se difunde también a través de la novela o el cuento filosófico (24), está preser­ te en la moral que ve en el obrero al artesano de su miseria y en ú educación el medio principal del progreso. Constituye tanto la at­ mósfera de una época como el basamento de un pensamiento: es, i no dudarlo, una definición posible de la ideología. Sistema de alarde de evidencias, sin embargo, ella no flota en e_ aire: las despliega sólo para imponerlas, es decir para destruir otros sistemas posibles, coherentes o embrionarios. Así es como sirvió i veces para combatir lo que quedaba del agustinismo y del tomismo y luego las teorías de la monarquía de derecho divino y las que apo­ yaban las nostalgias señoriles en la historia de las conquistas germá­ nicas; por último, cuando la revolución francesa vistoriosa prohíbe las corporaciones, surge que el arma era de doble filo: so capa ó: romper los lazos del pasado, ella iba a servir, en nombre de la liber­ tad, para proscribir la organización de los trabajadores. A lo largo del siglo xix, y sin cambiar en sumo grado de argumentos, volvm su lógica contra el socialismo y el movimiento obrero. El encadena­ miento abstracto de conceptos y figuras, desde el origen hasta la in natural, nunca deja de ser lo que fue en sus comienzos: una máqui­ na de guerra. Origen, tiempo, historia Se ha dicho ya que el estado de naturaleza, pese a las apariercias, no está situado en el tiempo. Así pues, el retorno al origen n: es una vuelta al pasado. ¿Quiere esto decir que no hay sitio para Ir historia? Ella está, al menos, relegada a un papel secundario, y, cuan­ do interviene en el plano teórico, resulta muy afectada por las di­ mensiones del deber ser. En su perspectiva es donde hay que consi­ derar al tiempo, y hay que exigir su clave, entonces, menos a la prác­ tica de los historiadores que al discurso de los ideólogos: Rousseai («Apartemos todos los hechos...», aunque no sea el único en afir­ marlo) cuenta entonces más que Mabillon, y el Voltaire del Ensaj: sobre las costumbres* más que el de £7 siglo de Luis XIV**. Se advierte que el tiempo es vacio: ocurren multitud de anécdo­ tas, pero repiten indefinidamente las mismas verdades, que no estar sometidas a la historia: la propiedad, inmutable de la China al Perú (24) Lo testifica la m oda de los viajes im aginarios o de las Cartas escritas de ja ­ ses lejanos. * V íase en Librería Hachette, Buenos Aires, 1959 (N. T.). ** En FCE M éxico (N. T.). 448

las pasiones humanas, cuya lista varia según los autores, pero cuya constancia suele ser abiertamente proclamada. Todas, cosas que se podían saber antes de estudiar la historia, únicamente mediante el conocimiento del corazón humano, cuya transparencia es mucho más general que la ciencia que podría extraerse de los casos particulares. No obstante, se le puede añadir a este tiempo inerte una aproxi­ mación a la historia: la realización del origen. Para esto es preciso que el deber ser venga a anudarse al ser, en el tiempo de la funda­ ción, o, en el futuro, el de la revolución. Si nada ocurre en el tiem­ po, porque todo está dado en el instante originario, puede organi­ zarse una cronología alrededor de este instante. Algo muy simple, por otra parte: se divide inmediatamente en un antes en el que no había nada, y en un después en el que todo ocurre; antes, lo que era escarnecía al debe ser; después, lo realiza. Figuras de la perversión y de la coincidencia, del despotismo y de la felicidad, incesantemen­ te renovadas. En las variantes más conservadoras, el origen está re­ ferido al comienzo de la historia: no hay en lo sucesivo nada que cam­ biar. En las más radicales, el programa se modifica por simple des­ plazamiento del instante originario en la escala del tiempo: prome­ tido al porvenir, el momento presente es el que él lleva a deslizarse a la perversión. Despotismo, corrupción, abusos, privilegios, desi­ gualdades, otras tantas alteraciones en el derecho natural respecto de las cuajes no hay precaución que pueda tomarse; sólo se puede denunciarlas y luego destruirlas. Había desde el comienzo algo sor­ damente violento en el afirmado poder del derecho sobre el hecho. Porque si el tiempo es vacío, también carece de fuerza: lo que dura desde hace mucho tiempo no por eso mismo extrae de ello más de­ recho a la existencia, bajo el ojo implacable del debe ser. Asimismo, y no importa cuándo, se puede criticar lo que es, y exigirle que exhi­ ba sus títulos: ninguna institución tiene más peso que el de su ra­ cionalidad. Esto es lo que Fichte demuestra ampliamente, en sus Contribuciones... sobre la revolución francesa, en respuesta a Rehberg que invocaba los derechos de la historia; y esta respuesta es tam­ bién aplicable a Burke, que, a partir de 1789, había formulado una critica basada en la misma lógica. Durante todo este período, los únicos que tienen otra concep­ ción de la historia son precisamente aquéllos a quienes se liga, a ve­ ces con cierta ligereza, con una tradición «feudal»: aquellos que, de Boulainvilliers o de Bonald pasando por Burke, se niegan a ordenar las realidades concretas en los cajones de lo universal. Para ellos, el peso histórico de una institución, la carga de matices y del equilibrio que ella ha acumulado en el trascurso de su largo vagabundeo his­ tórico, la correspondencia que pudo adquirir con las realidades lo­ cales, las costumbres y las tradiciones, todo esto constituye una irremplazable adquisición que resulta irresponsable someter a los de­ signios de una razón intemporal, fría y geométrica, de la que esca­ pan las sutilezas de lo concreto y las estratificaciones múltiples del tiempo. Lo que da derecho a la existencia es la fuerza de los siglos 449

y no la deducción geométrica. Hay un orden de las cosas, que es un orden histórico, en el que el derecho se especifica irreductiblemente en las costumbres y los hábitos nacionales. Si bien el derecho natu­ ral a que se refiere Burke está mucho más cerca de santo Tomás que de Rousseau, hay por lo demás en él un rasgo destacado, desarro­ llado a todo lo largo de su crítica de la revolución francesa: la creen­ cia en un tiempo pleno, matriz de las formaciones vivas de la socie­ dad, lugar de arraigamiento de lo concreto y de la experiencia. Ec nombre de la multiplicidad de ésta niega él la trasparencia clásica, y en nombre de su necesaria particularidad rechaza los mitos de le universal. Si hay que prestar atención a lo histórico, se la encontra­ rá en esta corriente y no en la de sus adversarios. Se parte hacia te búsqueda de lo concreto criticando el mito del origen. Un concrete medianamente ilusorio a veces, pero que al menos tiene un mérito: dejar entrever los desgarrones de ese tejido opaco, la «naturaleza hu­ mana». BIBLIOGRAFIA Les problémes de la colonisation et de la guerre dan: 1‘oeuvre de F. de Vitoria, Montpellier, 1936. — Les legons de Francisco de Vitoria sur les problémes de la colcnisation et de la guerre, Montpellier, 1936. D É R A T H É , R.: Jean-Jacques Rousseau et la Science politique de sor temps, París, 1950. G R O E T H U Y S E N , B.: Philosophie de la Révolution frangaise, Para. 1956. P O L IN , R.: La politique morale de John Loche, P a r í s , 1960. Strauss, L.: Droit naturel et histoire, tr. fr., París, 1954. V lL L E Y , M.: La form ation de la pensée juridique moderne, Para 1968. — Critique de la pensée juridique modeme, París, 1976, (véase si particular el estudio dedicado a Burke). BAUM EL, J .:

3. P

u e b l o y n a c ió n

por Gérard M ate ¿Qué es un pueblo? El poder del estado contemporáneo se afirmó, desarrolló y con­ solidó confundiéndose «pueblo» y «nación», según unas modalida­ des que habremos de especificar(25). Pero, en este par de cuesfa:(25) Con este propósito empleamos la expresión estado coMemportmeo para * signar no sólo el siglo xx sino también el conjunto del periodo inaugurado por la * volución francesa y que comienza efectivamente con la fundación de la república «am e indivisible», 1792, «afio I de la libertad». 450

nes, el pueblo es el dominante hasta el punto que no se podría ali­ mentar seriamente, hoy como ayer, una ambición política para sí mismo o para todos si no se tuviese en cuenta que el pueblo es so­ berano. En efecto, este pueblo surge como la referencia obligatoria, la fuente y la norma de toda política desde que resonaron en Euro­ pa y en el mundo los «ideales», como se dice, de la gloriosa revolu­ ción francesa. La ideología del pueblo puede así ser comparada a un espejo má­ gico que dice la verdad de una política —de un poder— cada vez que se lo interroga. El estado debe —es un deber— ser democrático, o más bien el ser del estado es de naturaleza «popular», lo que per­ mite declararlo democrático. El pueblo no es pues una población, es un principio, y la ideología del pueblo es el conjunto sistemático de las significaciones de toda clase deducidas de este principio. Pero esta idea del pueblo no es en absoluto trasparente y entonces es ne­ cesario preguntarse: ¿qué es un pueblo? Por otra parte, al responder a este interrogante, Hobbes y Rousseau son los que más contribu­ yeron, sin siquiera habérselo propuesto, a la fundación de la repú­ blica. El primero, explícitamente, defíne al pueblo como un cuerpo estructurado, homogéneo, sometido al soberano por contrato; el se­ gundo defíne al pueblo, diferenciado de la «multitud», como a ese soberano. En ciertos aspectos, pues, la revolución francesa instituirá lo que sólo la filosofía concebía; pero se trata de saber qué se insti­ tuye cuando el pueblo se encuentra en el puesto de mando porque, para no citar más que este contraejemplo, ¿Tomás de Aquino no afir­ maba ya que «todo poder proviene de Dios a través del pueblo»? Es verdad que, en él, el pueblo es precisamente la multitud. De ahí el interrogante que hay que seguir planteándose(26): ¿qué es un pueblo? Interrogante que se desdobla en este otro: cuando el pueblo es soberano (lo que quiere decir soberanía, en otras palabras es el hecho de designar al pueblo como detentador de la soberanía y, en consecuencia, hacer de él la verdadera sustancia del estado), esto ¿no causa perjuicio al estado o, lo que es peor, al propio «pue­ blo»? La ideología del pueblo se despliega en esta vasta ambigüedad. Se podría medir esta dificultad dándole la palabra al autor de De la guerra*. Clausewitz no es, con todo, un teórico propiamente político pero, y esto es lo que nos importa, este general prusiano sin gloria militar, que vela en Napoleón al «dios de la guerra» en persona(27), había comprendido claramente la significación de la ideo­ logía del pueblo cuando ella toma cuerpo en una ideología nacional. «Mientras que se situaban todas las esperanzas, según las opiniones tradicionales, en una fuerza militar muy limitada, una fuerza de la que nadie había tenido idea hizo su aparición en 1793. De pronto, ía guerra se había convertido en asunto del pueblo, y de un pueblo de treinta millones de habitantes que se consideraban, todos, ciuda(26) Lo siguen haciendo Lenin, M ao y otros m is. * M adrid. 1908 (N. T.). (27) Hegel llegó a ver en fl a «la libertad a caballo». 451

danos del estado. Sin entrar aqui en el detalle de las circunstancias que rodearon a este gran acontecimiento, nos limitaremos a los re­ sultados que nos interesan por el momento. La participación del pue­ blo en la guerra, en vez de un despacho o un ejército, hada que una nadón entera entrase en el juego con su peso natural»(28). Esta observación de Clausewitz estructura toda su demostración: su pertinenda proviene, sin duda, de que le fue inspirada como consecuencia de los combates que él entabló. Asi ocurre cuando se pre­ tende medirse con los dioses. ¿Pero qué dice Clausewitz? Que el pue­ blo es una fuerza mediante la cual es la nación, y no ya solamente un ejército, la que se halla en guerra. A partir de ahí, puede conceptualizar la guerra total como guerra «(popular» —una noción que retomarán más de un siglo después tanto Mao Tse-Tung como el ge­ neral Giap—. Pero lo que cuenta para nosotros es que ese «gran acontecimiento», como dice el autor de De la guerra, es posible: en­ tre 1789 y 1793 «el pueblo» es quien entra en escena. El advenimien­ to del pueblo, y con él el de la nadón, es de una importancia esen­ cial, decisiva, para el periodo que se inida y en el que hoy mismo nos hallamos todavía. Ahora bien, aquello que Clausewitz indica en tanto que teórico de la guerra, nosotros podemos señalarlo en el pla­ no de la teoría política. Si la ideología del pueblo —ideología nadonal— lleva a pensar el «concepto» de la guerra, ella nos autoriza, asi­ mismo, a reflexionar sobre la estructura del estado contemporáneo. El pueblo es eso sin lo cual las «repúblicas» no solamente serían inimaginables, sino incluso, y sobre todo, imposibles. La historia, desde ese «gran acontecimiento» del que Clausewitz, desde su punto de vista, intenta revelarnos el secreto —el secreto de estado si se le quiere así—, es el arte de acomodar el pueblo a la democracia. No­ sotros no hemos sabido (ni siquiera Hegel, y tampoco Marx), a se­ mejanza de Clausewitz, extraer las lecciones de esta historia para aprehender aquí un vocablo por otra parte sospechoso. Al igual que el general prusiano, tránsfuga de su patria, piensa la guerra a partir de su aprehensión por el pueblo, nosotros tenemos que pensar en el poder cuando éste se ejecuta y se ejerce en nombre del pueblo. Aho­ ra bien, tal reflexión no puede efectuarse sobre el ejemplo inmedia­ tamente contemporáneo de las prácticas políticas. El hecho de que se elaboren constituciones en los países socialistas en los que se trata de «el estado de todo el pueblo», no puede servir de punto de par­ tida pertinente: esta ideología jurídico-política del estado de todo el pueblo no nos descubre su sentido si no se la vuelve a situar en la tradición del modelo estatal tal como Occidente lo establece en el si­ glo XVI. Lo que aqui es motivo de interrogación es más bien la so­ beranía sin la cual esta noción de «todo el pueblo» pierde toda sig­ nificación. En efecto, aquí, detrás del pueblo está el partido. Ahora bien, el partido es la figura acabada, compleja, del príncipe, ese prin­ cipe del que ya Maquiavelo consideraba haber efectuado el retrato. (28) Clausewitz: De ¡a guerre. París, 1955, p¿g. 687. 452

Así pues, el proyecto de una teoría del modelo estatal es concep­ tualmente requerido como exigencia previa a una teoría del pueblo —retomemos el tema clausewitziano de la guerra del pueblo cons­ truido en el surco de la nación armada y que desarrolla De la gue­ rra: es el de la «esencia absoluta» de la guerra. Así se podrá apre­ ciar, en virtud de una analogía que para nosotros sólo es ejemplar y quizá también pedagógica, la noción misma de un estado que, cuando descansa en la «soberanía del pueblo», revela, al mismo tiem­ po, su esencia absoluta: el estado es por esencia «popular»— demos entonces la palabra a Clausewitz: «Se podría dudar de nuestra no­ ción de esencia absoluta (de la guerra) si no hubiésemos visto en nuestros días la guerra real en su perfección absoluta. Después de la breve introducción de la revolución francesa, el despiadado Bonaparte la llevó hasta ese punto. Con él, la guerra se entablaba sin perder un momento hasta el aplastamiento del enemigo, y las con­ secuencias se aplicaban casi implacablemente. ¿No resulta natural y necesario que este fenómeno nos haya devuelto al concepto original de la guerra con todas sus deducciones rigurosas?»(29). Pero la analogía cesa, de algún modo, en el momento en que se vuelve pertinente: en efecto, ¿podemos afirmar que «el estado de todo el pueblo» lleva al estado a su perfección absoluta? Por cierto que se lo puede afirmar, pero a condición de entenderlo como la con­ clusión de una secuencia de tres términos, la misma de la soberanía: príncipe, pueblo, partido. Se advierte que el pueblo, dada su posi­ ción central, es la categoría que permite dar parte, en tanto que aval, del nacimiento del estado «moderno» y, más adelante, de su perfec­ ción en el estado «contemporáneo». Ahora bien, y esto es lo que nos importa aquí, de este «pueblo» que arroja una iluminación de cla­ roscuro sobre el devenir político general se debe señalar el aconte­ cimiento teórico en Rousseau y el práctico en la república jacobina. A partir de ahí —de ese «gran acontecimiento», como dice Clause­ witz desde su punto de vista— se vuelven inteligibles, para limitar­ nos sólo a ellos, tanto Luis XIV como Lenin. Se ve tal vez mejor, ahora, lo que conviene entender por ideolo­ gía del pueblo, o, lo que es lo mismo pero afectada por una determinación histórica revolucionaria, por ideología de la nación. El pue­ blo es el fundamento de la soberanía moderna; es, si nos atrevemos a afirmarlo, el alma del modelo estatal. Pero sobre todo tenemos cae comprenderlo como el mayor significante de la dominación mo­ derna en el estado; en consecuencia es por si solo, pero no el único, s i auténtico mito de poder(30). En efecto, ¿cuál es hoy, como ayer v como antiguamente, la ambición del estado? No se trata de actuar de modo que el pueblo obedezca en su propio nombre: si cada cual obedece a todos, nadie obedece a nadie. Tal es en el fondo la lección (29) Ibid., pa¿. 672. (30) No es el único, acabamos de escribir; en efecto, hay otros, y ya los hemos sdicado en otra parte. Bastarla con se&alar, a titulo indicativo, la naturaleza, el alma, d hombre, etc. Habría, pues, que efectuar un trabajo cuyo objeto consistiese en elasrrar el cuadro de estos mitos de poder. 453

de Rousseau que, por esto mismo, es el más fino de nuestros demó­ cratas y el más firme de los filósofos déspotas. Pero esta lección es también una solución, precisamente la de la democracia: el pensa­ miento político es el lugar donde se intenta descubrir la fórmula que permita asegurar la dominación del pueblo con su consentimiento. De este modo la democracia, que declara que el pueblo es el prín­ cipe, es esta fórmula fácil. El individuo, ¿no es en ella a la vez sujeto y ciudadano, por consiguiente un hombre? Príncipe y pueblo La cuestión del pueblo se resume, pues, en la cuestión del prín­ cipe: de ella procede, siendo el problema a partir del siglo XVI el sa­ ber cómo hacer que el pueblo sea el príncipe o, lo que es más fácil, cómo hacer para que no lo sea. Debe observarse que la primera po­ sibilidad es la inversión de la segunda y que esta inversión es llama­ da historia. Sea como fuere, hay que partir del príncipe, es decir del princi­ pio, porque se trata de señalar la trasformación de la secuencia es­ tablecida más arriba: príncipe, pueblo, partido(31). En esta trasfor­ mación, que es obra de la revolución francesa —tal como el paso al partido es obra de la revolución rusa—, la nación es la que desem­ peña el papel decisivo; en efecto, se trata de situar el lugar de la na­ ción no solamente en relación con el pueblo sino sobre todo, y éste es el punto'capital, en relación con el rey. Puede afirmarse que, des­ de el punto de vista que sostenemos aquí, el paso del príncipe al pue­ blo, o sea la formulación de la soberanía del pueblo, fue posible por la solución dada a este problema. El problema teórico que confor­ ma el horizonte del debate político durante los últimos cuarenta años del antiguo régimen consiste en saber qué lugar dar al rey, si el pue­ blo es soberano. Por consiguiente, se cuestiona el de la unicidad del príncipe; de manera que la significación de la constitución del 93 pa­ rece ser finalmente ésta: ella resume y expresa cuarenta años de con­ flictos teóricos e institucionales cuyo propósito consistía en quitarle al monarca toda centralidad. Mientras que el antiguo régimen situa­ ba al rey en el centro, y de ahí el titulo de monarca que le era más conveniente, significándose asi la unidad de su poder, la república convierte en centro a la nación. De pronto, ésta es declarada sobe­ rana. Al sostener a la soberanía como principio del estado, los revolu­ cionarios perpetuaban al principe, es decir el modelo estatal tal como los teóricos lo concebían, desde Maquiavelo hasta Hobbes. Esta per­ petuación del poder es, en efecto, una característica esencial de la so­ beranía: Bodino es su pensador clave (32). El poder existe entone» (31) Naturalmente, no nos ocuparemos del paso pueblo-partido: la cosa es extre­ madamente edificante pero, no obstante, no tiene cabida aqui. (32) Cf. t. II. La génesis del estado laico (IV, 4), págs. 394 y ss.

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para si mismo, por sí mismo, es el marco en cuyo interior se juega la vida política. Desde este punto de vista, la revolución debe ser con­ siderada como el reinicio del modelo estatal: resulta significativo que la «nación» haya jugado un papel decisivo en la lucha contra el des­ potismo del antiguo régimen para consolidar el tema de la soberanía del pueblo. ¿Cómo entender, entonces, el discurso de Robespierre ante el Co­ mité de Salvación Pública del 25 de diciembre de 1793 y que trata de los principios del gobierno revolucionario? «La teoría del gobier­ no revolucionario es tan nueva como la revolución que la ha pro­ ducido. No hay que buscarla en los libros de los escritores políticos que de ningún modo previeron esta revolución, ni en las leyes de los tiranos que, contentos de abusar de su poder, poco se ocupan de in­ vestigar su legitimidad; dado que esta palabra no es para la aristo­ cracia más que un asunto de terror o un texto de calumnias, para los tiranos un escándalo, para mucha gente nada más que un enig­ ma, hay que explicarla a todos para al menos incorporar a los bue­ nos ciudadanos a los principios del interés público»(33). La voluntad señalada de Robespierre de no referir la revolución a otro modelo que a sí misma es totalmente discutible. En verdad que el gobierno de Salvación Pública se encontraba frente a una si­ tuación que, naturalmente, carecía de precedentes, pero el tema de la novedad de la tarea resultaba usurpado en su principio. Por otra parte, la intervención de Robespierre se apoya en la distinción de la obra de la revolución y la de la constitución: si estos dos planos de la acción política no son separables, formando parte en conjunto de la vida política del momento, lo son, al menos, en sus objetos y en sus objetivos. Esto es lo que declara Robespierre: «La función del gobierno consiste en dirigir las fuerzas morales y físicas de la nación hacia el objetivo de su intención —el objetivo del gobierno no cons­ titucional consiste en conservar la república; el del gobierno revolu­ cionario en fundarla—.» Muy exactamente, ésa es casi palabra a pa­ labra la definición que da Maquiavelo de la política; tal es la acción del principe, es decir la estrategia de conquista: fundación y conser­ vación. Cuando se sabe que el problema al que se enfrentaba el año I de la libertad era el de su defensa en el exterior asi como en el in­ terior, puede medirse la amplitud de la novedad de que habla Rohespierre: no la hay en el plano del principio de la instauración del estado: el principio del poder de estado es el mismo que el enuncia­ do por el secretario florentino. Esta precisión es esencial para nuestro propósito: 1792 no mau­ lara una nueva era en política, sin que renueva, reactualiza el mo­ delo estatal elaborado en teoría, así como en la práctica, entre los ¿glos xiv y xvi. Si 1792 es no obstante un «gran acontecimiento» Qausewitz), lo es justamente porque esta renovación no pudo efec(33) Discours et rapporn á la Convention, ed. por Marc Bouloiseau, París, UGE, t 18, pág. 19. Véase Discursos e informes en la Convención. Ciencia Nueva. Mair d , 1968 (N. T.). 45 5

tuarse sino a través del advenimiento del «pueblo» y de la «naciór» sin renegar empero —pese a que sí se renegó de muchas cosas— de tema sacrosanto, aunque «profano», de la soberanía del estado. As. pues, en el 80 y en el 93 se trataba de reconstituir la soberanía, es* que hasta entonces estaba confiscada por el «tirano»: e importaba que se hiciese así en nombre del pueblo, incluso si la promesa de Ebertad aparecía cargada de ambigüedad para el porvenir. Sea como fuere, la nación es la que da cuerpo al pueblo. Por sz parte, Robespierre hablará sobre todo de «patria» allí donde Danton prefiere hablar de «nación». Esta distinción oculta una oposi­ ción: la del universalismo y cosmopolitismo que invoca Robespie­ rre, y la del nacionalismo francés, que finalmente triunfará, y que defiende Danton(34). El 24 de abril de 1793, en el momento de fz discusión del proyecto de declaración de los derechos en la Convec­ ción, Robespierre, al criticar el proyecto del Comité efectúa esta de­ claración: «Se diría que vuestra declaración fue hecha para un reba­ ño de criaturas humanas encerrado en un rincón del globo, y no para la inmensa familia a la que la naturaleza ha dado la tierra como do­ minio y morada.» La «nación» es ante todo la del «género humano»: a ello se debe el que los artículos que propone Robespierre estén im­ pregnados de universalismo. Artículo 1: «Los hombres de todos los países son hermanos, y los diferentes pueblos deben ayudarse mu­ tuamente según su poder, al igual que los ciudadanos del mismo es­ tado.» Ante esto, el dantonista Robert habría de responder: «Deje­ mos a los filósofos, dejémosles la preocupación de examinar a la hu­ manidad bajo todos sus aspectos; nosotros no somos los represen­ tantes del género humano. Deseo, pues, que el legislador de Francia olvide por un instante el universo para sólo ocuparse de su país. Pre­ fiero esta especie de egoísmo nacional sin el cual nosotros traicio­ naríamos nuestros deberes, sin el cual estipularíamos aquí para quie­ nes no nos han comisionado, y no en favor de aquéllos en cuyo pro­ vecho podemos estipularlo todo. Yo amo a todos los hombres, y amo especialmente a todos los hombres libres; pero amo más a los hombres libres de Francia que a todos los otros hombres del uni­ verso. No me preocupará entonces cuál es la naturaleza del hombre en general, sino cuál es el carácter del pueblo francés.» Tal como lo señala Guiomar, de ese mes de abril de 1793 data el nacionalismo francés. Se advierte que, para referirse a la nación, las definiciones que se dan de ella están lejos de ser parecidas: egoísta o universalista, la idea de nación es, sin embargo, abiertamente revolucionaria. Si es asi, ello se debe a que detrás del vocablo nación se proclama la lu­ cha de los pueblos contra los tiranos. Al situar a la nación en primer plano de la escena política, los revolucionarios desplazaban al mo­ narca. Queda por señalar que en esta amplia trasformación no se ha (34) Seguimos aquí los novísimos análisis de J. Y. G uiom ar, en L'idéologte nationale-nation, réprésentation, p ro p riiti, Editions Champ Livre, Parts, 1974. Toma­ mos de 61 las citas que siguen en págs. 146-147.

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bascado sino una cosa: ocupar el lugar del rey, en lo sucesivo vacio, por parte del pueblo o de sus representantes. No se buscó destruir jl soberanía: por el contrario, la república volvió a darle vida. Asi pues, la destrucción del antiguo régimen se efectuó en el plano de la destrucción del aparato del estado monárquico. En otras palabras, 2Íli donde el tirano abusaba de su poder, el pueblo, en tanto demo­ cracia, sólo lo usará. Al convertirse el pueblo en principe, el poder se perpetúa, y, por tanto, se conserva la soberania. ¿Equivale esto a afirmar que, en 2793, nos hallamos en la total ilusión? No, porque entonces se efec­ túa, como ya se señaló, el paso del «principe» al «pueblo». Para cap­ tar la naturaleza de esta trasformación —auténtica revolución— hay que mirar atrás con el fin de ver lo que separa a la figura del prín::pe de la del pueblo. Principe y nación Los «espejos del principe» que florecen en el siglo xvi, de los que Mprincipe de Maquiavelo no es quizá sino el mejor ejemplo, daban ¿el rey una imagen en la que la virtud, es decir la presencia del bien en lo bello, se plantea como primera condición para el ejercicio del poder por parte del monarca. A estos textos se les podría añadir los retratos de príncipes. Para el caso, la pintura dice lo mismo que las letras. Basta con mencionar, para Francisco I, a Guillaume Budé: La institución del príncipe, escrito entre 1518 y 1519, y el cuadro de Qouet. En todos los casos, lo que se pone de relieve es la majestad ¿el rey; ahora bien, esta majestad es la del cuerpo. Si la cosa es evi­ dente para Clouet, no lo es necesariamente para Budé. Basta sin em­ bargo con ver el cuidado que pone el humanista en alabar de ma­ nera equivalente la belleza del cuerpo y la del alma de su monarca. En estos «espejos», la descripción del príncipe es ante todo la represintación de la monarquía en forma de cuerpo: el modelo orgánico es el que mejor representa el poder, tal como lo ejerce el monarca y tal como es su depositario (35). Dios, la naturaleza y la fortuna ha­ cen a los buenos príncipes: un alma pura en un cuerpo bello para permitir acciones heroicas. En el texto de Guillaume Budé(36) casi no se trata del pueblo: se trata sobre todo de los «súbditos». «Por estos bienes más arriba enunciados que provienen de la gracia divi­ na estáis grandemente obligado ante Dios, no sólo de rendirles plei­ tesía, sino también de bien usarlos en salvación vuestra y la de vues­ tros súbditos»(37). Responsable ante Dios, el rey no lo es ante el pue­ blo: usa su poder para su salvación personal y para la de sus súb(35) En The K ing’s tw o Bodies, Princeton, 1957, H. Kantorowicz demostró que 2a monarquía británica descansaba en parte en el simbolismo de dos cuerpos del rey: a i cuerpo natural y físico, mortal y un cuerpo público, inmortal. (36) Cf. ed. de C. Bontems, PUF, 1964. Véase bibliografía. (37) Pég. 84. 457

ditos. Pero esta descripción del rey cuenta sobre todo porque cons­ tituye al rey y a su reino* en un cuerpo del que ¿1 mismo es ca­ beza. Así pues, esta metáfora orgánica se desarrolla considerablemente en todos los «espejos de príncipes»: aquello de que estos textos ca­ recen, en razón de su pobreza teórica evidente, lo compensan empe­ ro fundamentando una ideología del cuerpo del rey, del que tenía necesidad para su propio uso la concepción naciente de la sobera­ nía: desde entonces la monarquía es representada —simbolizada— por el cuerpo del monarca, y el propio reino es un cuerpo. Es sabida la fortuna que la metáfora habrá de tener en el pensamiento político en los siglos xvil y XVII1(38): es la del «cuerpo político». Ahora bien, este punto importa aquí pues obtenemos con ¿1 el significante per­ tinente que permite ilustrar cómo confluye en la ideología del pue­ blo en el momento en que los revolucionarios franceses, en nombre de la «soberanía de la nación» (o del pueblo), proclamarán la repú­ blica «una e indivisible». Ocurre que, en efecto, el «cuerpo político» es, ante todo, la idea de la unidad del reino y luego la de la unicidad del centro de poder. La cabeza está separada del cuerpo pero en él se sostiene, y en con­ junto sólo tenemos un cuerpo. Por lo demás, Hobbes representa a Leviatán en el frontispicio de su libro, de 1651, como un hombre in­ menso ridiculamente vestido con los atributos del poder, y cuyo cuer­ po está constituido por una infinidad de hombrecillos a los que al parecer ha digerido, y de los que en todo caso el monstruo se ha apro­ piado extrayéndoles su propia sustancia. La ilustración del Leviatár representa de este modo a un jefe y a su pueblo, unidos, aunque dis­ tintos como pueden serlo la cabeza y el tronco, el contenido y el con­ tinente. Esta unidad de cuerpo es la misma de la nación; afirmar que U nación es un cuerpo, independientemente del cuerpo del rey y, d; este modo, eliminar al rey —y en consecuencia a la monarquía cor él—, suponía proclamar el advenimiento del pueblo soberano y e. de la república, si no el de la democracia. Este intento define y ca­ racteriza el movimiento de ideas que recorre los últimos cuarenta años del antiguo régimen y su concreción institucional en 1792. L* ideología del pueblo es una ideología de la resistencia:resistencias. tirano, al monarca, al antiguo régimen. He ahí lo que habla entendido Luix XV, mostrando en esto uní perspicacia digna de Luis XIV. La unidad rey-nación es consustan­ cial a la monarquía; el que ésta sea amenazada, en otras palabra quela nación haga cuerpo aparte, si así puede decirse, implica la rei­ na de la corona. El 3 de marzo de 1766, sentando este principio eser(38) Naturalmente, la metáfora orgánica no es una invención de los espejos a t principe. Estos, sin embargo, la aplican sistemáticamente a la descripción del prín zx soberano, contribuyendo de este modo a hacer penetrar la noción en el pensanüaz político de Inglaterra asi como en el de Francia. Su origen en el pensamiento m oór no debe buscarse en una desacralización de la noción de «cuerpo de Cristo». 458

cial discutido, Luis XV defiende esta actitud ante el parlamento ya que, cuando los representantes conforman un cuerpo, la propia na­ ción que ellos representan está animada por el mismo movimiento: «Los derechos y los intereses de la nación, a la que se pretende con­ vertir en un cuerpo separado del monarca, están necesariamente uni­ dos a los mios y sólo descansan en mis manos. No admitiré que se establezca en mi reino una asociación que llevaría a que degenere en una confederación de resistencia el lazo natural de ios mismos de­ beres y de las obligaciones comunes, ni que se introduzca en la mo­ narquía un cuerpo imaginario que sólo podría turbar su armonía; la magistratura no constituye en absoluto un cuerpo ni un orden sepa­ rado de los tres órdenes del reino»(39). Lo que Luis XV entrevé es, pues, la posibilidad de una «confederación de resistencia» si la na­ ción se hace cuerpo. Esta idea de «resistencia» es capital: ella se en­ cuentra en el centro de la ideología del pueblo y, desde este punto de vista, Luis XV ha comprendido perfectamente el sentido de los treinta años que seguirán. La constitución de 1793, al instituir la so­ beranía del pueblo, reconocía el derecho de resistencia; es verdad que esta constitución —la más democrática que Francia haya jamás conocido— no fue aplicada. No importa: en lo sucesivo, el pasaje es irreversible; pese a los retrocesos, el siglo xix burgués consolidará finalmente el principio de la soberanía del pueblo de manera, por cierto, teórica, pero no obstante definitiva. Asi pues, el pueblo es el principe; cumple la función del príncipe, y de ahí que el paso del «príncipe» al «pueblo» y en consecuencia el reinicio del estado resulte, de parte del pueblo, en su apropiación de la soberanía: ése es el fin de la actividad revolucionaria. En efecto, Robespierre organiza su discurso ante la Convención del 5 de febre­ ro de 1794 alrededor de este tema, para desarrollar la «virtud» en la república. «No sólo la virtud es el alma de la democracia, sino que ella no puede existir más que en este gobierno. En la monarquía, sólo conozco a un individuo que puede amar a la patria, y que, de­ bido a ello, ni siquiera necesita de la virtud; es el monarca. La razón de ello reside en que de todos los habitantes de sus estados, el mo­ narca es el único que tiene una patria; ¿no es él el soberano, al me­ nos de hecho? ¿No se encuentra en el lugar del pueblo? ¿Y qué es la patria, si no es el país en donde se es ciudadano y miembro del so­ berano?» (40) Heredero aquí, a la vez, de Rousseau y de Montesquieu, Robespierre representa bastante adecuadamente las ambigüe­ dades del año I de la libertad. No se cuestiona la estructura estatal o, si ocurre así, ésta acaba por mantenerse. En este sentido, la revo­ lución francesa es la heredera de la filosofía política inglesa y fran­ cesa. Ahora bien, lo que atraviesa la reflexión política en los siglos xvil y XVIII es la cuestión del principe y no la del rey. Las opiniones se dividen en cuanto a los beneficios de la monarquía absoluta o constitucional. Se trata de la soberanía, es decir del estado. El dis(39) Citado por Guiomar, op. cit., pa£. 39. (40) Discours et rappons, op. cit., pág. 215. 45 9

curso político es un discurso estatal en el que el Leviatán, cualquiera que sea la forma que tome en Hobbes o en Rousseau, nunca es dis­ cutido en tanto tal. En este sentido, la república «una e indivisible» ha contribuido considerablemente a consolidar en las costumbres el modelo estatal, y esto en nombre del pueblo y de la nación. ¿Cuál es, en efecto, la significación de este tema del «principe»? La de haber introducido al «pueblo» en la política moderna: el monarca gobierna al pueblo en nombre del pueblo, pero es él quien detenta el principio de este gobierno y de ahí su soberanía. En efecto, ésta está disponible, si así puede decirse, existe independientemente de aquel que la ejerce; ella es pues, como lo quería Maquiavelo, un objeto de conquista, y un teórico como Grocio, en el siglo XVII, la piensa explícitamente como un bien susceptible de apropiación. Ahora bien, es verdad que si la soberanía no es empleada no existe, de modo que ella sólo subsiste en la medida en que el príncipe se la apropia. En estas condiciones, la unidad es absolutamente exigida por el estado soberano según modalidades o representaciones históricas particulares. Asi pues, el pase del principe al pueblo es la conservación del principe en el puebla en otras palabras la conservación de la unidad. No sólo el pueble se hace uno (tal es el tema del «pueblo como cuerpo») para si mismo, sino sobre todo que se hace uno con la soberanía que ¿1 misme ejerce. Ahora bien, he ahí, con gran exactitud, la estructura del príncipe: el monarca constituye un cuerpo con la nación, se hace une con la soberanía. Es sabido que un crítico de la época (el padre Berthiei) le reprochaba a Rousseau el haberle quitado, en El contrato social, la soberanía al rey: el reproche, en verdad, está justificado, pero no por elle Rousseau le quitó la soberanía al «príncipe», porque este príncipe er el pueblo. Esta noción del príncipe, en el sentido que aquí le damos. es entonces esencial; ella nos permite comprender lo que cambia j lo que permanece en el trascurso de las trasformaciones. El modélo estatal es el modelo del príncipe, sea éste el monarca, el pueble o el partido. Lo que aporta la revolución es, pues, sin ningún juege de palabras, la revelación del principe, dicho de otro modo, del es­ tado. Hemos afirmado que el siglo XVl elaboraba (sobre unas base que se remontan al siglo XIV) la doctrina del estado moderno: esti doctrina es el advenimiento del pueblo como categoría política. Ñadí cambia el que se hayan necesitado tres siglos para que al pueblo se le declarase, a través de la constitución, soberano; él aparece clara­ mente en plena luz en 1793, no obstante ser ya una fuerza esencial tanto en Maquiavelo como en Bodino. La primera república se 1c señala a sí misma, declarándose «una e indivisible»; ahora bien, eí instrumento de esta revelación es la nación. Esta es un cuerpo, úni­ co y homogéneo, y por consiguiente puede recibir la soberanía, es decir ejercerla, así sea por interpósitos representantes. En efecto, des­ de el momento en que la nación es un cuerpo, el rey no es el cuerp; de la nación, por lo que no puede hablarse de la «nación-rey», n: más, por otra parte, que del «pueblo-rey». Pero hay que hablar aho460

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ra del pueblo-príncipe, antecedente burgués del partido-príncipe en las repúblicas de proletarios(41). El pueblo y la ley Quizá nadie mejor que Saint-Just ha experimentado como nece­ sidad esta perpetuación del poder de estado, en provecho de una cla­ se social que, de este modo, se facilitaba los medios necesarios para asegurar y preservar su poder. De hecho, lo que inaugura el adve­ nimiento revolucionario del pueblo soberano es el reino del derecho y de la ley. «En el estado de naturaleza —escribe—, el hombre ca­ rece de derecho porque es independiente. En el estado de naturaleza la moral se limita a dos puntos, el alimento y el descanso. En el sis­ tema social hay que sumarle la conservación, ya que el principio de esta conservación, para la mayoría de los pueblos, es la conquista. Ahora bien, para que un estado se desarrolle, tiene necesidad de una fuerza común, y esta fuerza es el soberano; para que esta soberanía se conserve, necesita leyes que regulen sus infinitas relaciones, y para que sus leyes se conserven es preciso que la ciudad tenga costumbres y actividad; o la disolución del soberano es inmediata»(42). El co­ mentario de este texto admirable debe ser buscado en los Fragmen­ tos sobre las instituciones republicanas. Estos textos expresan al má­ ximo la voluntad de la revolución perfectamente ilustrada por la república «jacobina» y que puede resumirse del siguiente modo: allí donde reina la ley reina la libertad. En su conjunto, el siglo xvill atestigua este punto; resulta notable que este movimiento haya sido estructurado por el ascenso del «pueblo» contra la tiranía del rey. Si entonces, como se ha observado, la ideología del pueblo es la ideología que se constituye alrededor del «pueblo» en tanto que mito de poder, esta ideología es la misma de la libertad a través de la ley. Cuando el príncipe-pueblo accede a la soberanía, el derecho es el que accede al poder; la ley civil y política prima, desde entonces, por encima de la ley de naturaleza. Si es esencia del pueblo el ser libre, esta esencia sólo se expresa en las leyes. A esto se debe el que la ac­ tividad legislativa de los revolucionarios fuese considerable y que Saint-Just se convirtiese en el gran defensor de la tesis según la cual la ausencia de ley oprime, mientras que la existencia de las leyes es garantía de libertad. «El cuerpo legislativo —escribe— es semejante a la luz inmóvil que distingue la forma de todas las cosas y a través del aire que las nutre... Es el punto sobre el que todo se apretuja; es el alma de la constitución, asi como la monarquía es la muerte del

(41) En esta perspectiva es como conviene analizar las tesis de Gramsci sobre el «nuevo principe»: ocurrirá que el objetivo enfocado por Gramsci no es el que la his­ toria alcanzó a partir de 1917. (42) L ’e sprit de la révolution, ed. R. Maudrou, UGE, 10/18, París, 1963. 461

gobierno. £7 es la esencia de la libertad» (43). Se advierte cómo la revolución, que nada cambia en el principio estatal, cambia radical­ mente la relación del pueblo con el poder, o, lo que es lo mismo, la relación del ciudadano con el estado. La noción misma de ciudada­ no, en el lugar y sitio de la de súbdito, bastaría de por si para con­ vencernos de ello, y de ahí las célebres palabras de Saint-Just: «Cuan­ do se le habla a un funcionario no se debe decir ciudadano; este ti­ tulo está por encima de él.» Si se tiene razón al hablar del individualismo burgués, hay que manifestarla no obstante sin perder de vista que el medio del individuo es el pueblo y, por su mediación, la ciudad o, mejor la sociedad civil o política. Aun cuando el advenimiento del pueblo, no sólo en tanto que categoría política (en el siglo xvi) sino sobre todo como mito de poder y como savia del estado republicano im­ plica el advenimiento de la ley y del derecho y, más aún, el de la idea de sociedad civil(44). A partir de ella se constituye el libera­ lismo contemporáneo; lo notable es que sea la revolución la que lo instituye. ¿Qué es esta «sociedad», tal como los revolucionarios se refieren a ella a partir de 1789? No es separable de la nación y de la «patria»; ella indica una pertenencia a la comunidad. Lo que el antiguo régi­ men no conocía es, precisamente, esta comunidad, este bien común en el que cada individuo participa en tanto que individuo. «La patria no es, de ningún modo, el suelo —dice Saint-Just—, es la comunidad de afectos, que lleva a que, al luchar cada cual por la salvación o la libertad de lo que le es querido, la patria se sienta defendida. Si cada uno sale de su choza con su fusil en la mano, la patria se salva de inmediato. Cada cual lucha por lo que ama: he ahí lo que se deno­ mina hablar de buena fe. Combatir por todos no es más que su con­ secuencia»^). Sin embargo, no hay que representarse a esta socie­ dad como una realidad empírica: no se trata del país, como tampo­ co la nación o la patria son un territorio. Es ante todo una entidad moral, o más bien ética: ella fundamenta una obligación. Como con­ secuencia de esto, se reparten derechos y deberes. El hombre es de­ clarado ciudadano y, por consiguiente, se le pueden reconocer dere­ chos. Asimismo, tiene entonces deberes sin los cuales su propia li­ bertad no sería nada, ya que estos deberes son los que él tiene hacia la comunidad. Puede apreciarse de este modo toda la diferencia existente entre el antiguo régimen que descansa en el príncipe y el nuevo que se apo­ ya en el pueblo. Recordábamos más arriba los «espejos del príncipe» que florecen en el siglo XVI. Al representar al rey, esas obras repre­ sentaban el poder, residiendo éste, precisamente, sólo en el monar(43) Ibtdem , pág. 83 (el subrayado es mfo). (44) Acerca de la formación de esta noción de «sociedad civil», cf. nuestro articu­ lo en el t. II: La génesis del estado laico (IV. 4) y, aqui mismo, nuestro an&lisis sobre el Jjheralism o. págs. 506 y ss. (45) Fragm entos..., op. cit., pág. 144.

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ca. Estas representaciones del príncipe constituían la imagen del po­ der soberano: de modo que la autoridad era bien visible. El súbdito se refería directamente al rey; por otra parte, a esta razón explícita­ mente invocada se debe el que Guillaume Budé se dirija a Francis­ co I: le dice que todo el mundo tiene los ojos puestos en él. Este fas­ to de los reyes es requerido por el poder que ellos ejercen. ¿Qué ocu­ rre con él ahora, dado que el pueblo es el principe, ahora que el cuer­ po del príncipe es la nación? El ciudadano, y no ya el súbdito, man­ tiene relación únicamente con la ley y por ello la primera tarea de la revolución, y también su permanente preocupación, consiste en elaborar una constitución, una declaración de derechos. La ley, en la república democrática, es el único centro hacia el cual se vuelven las miradas. El estado, entonces, no es más que el instrumento de la ley y el ciudadano sólo responde ante ella. La trasformación radi­ cal en el plano de la forma del estado introducida por la revolución francesa consiste en trasferir a la ley la autoridad detentada por el monarca. Esta trasferencia indica el nacimiento del estado contem­ poráneo como consecuencia directa del modelo estatal elaborado en­ tre los siglos xiv y xvi. En la secuencia de la soberanía, el momento del principe que co­ rresponde grosso modo a la monarquía absoluta, el principio del po­ der conforma una unidad indisoluble con la forma en la que este po­ der lo ejerce: la monarquía es una monocracia. La ley es entonces la voluntad del monarca y la relación con la ley es la relación con el monarca, y de ahí la majestad de que tiene que rodearse el sobe­ rano. También el momento del pueblo que corresponde al período inaugurado por la revolución francesa realiza la unidad del princi­ pio y del ejercicio del poder. La ley es entonces la voluntad del pue­ blo y la república es una democracia. No obstante, ella no deja de ser un estado. Esto es lo que nos importa aquí. Mientras que la re­ lación de obediencia era trasparente bajo el monarca, teniendo el su­ jeto que relacionarse directamente con el rey, esta relación sigue sub­ sistiendo, pero considerablemente oscurecida. Sólo por un artificio retórico puede afirmarse que en la democracia el pueblo se obedece a sí mismo obedeciendo a la ley: siendo el argumento que únicamen­ te se puede ser libre obedeciendo a sus propios decretos. De hecho, lo que el momento del «pueblo» introduce en la secuencia de la so­ beranía es la autonomía de la ley en el estado. Cuando el pueblo es soberano y por consiguiente también legislador(46), el ejercicio del poder no podría ser sino el del estado, ese guardián de la ley para todos. El estado puede, pues, justificar su principio en el pueblo y, mediante la ley, justificar su autoridad sobre él. El estado surge en­ tonces como la traducción jurídica del «pueblo», y éste como un ver­ dadero mito de poder. El ciudadano, en la democracia, es «miembro del soberano», como afirman en conjunto Robespierre y Rousseau: pero no por ello (46) Razonamos aquí sobre el caso «ideal» de la democracia estatal «directa». 46 3

deja de obedecer; al no poder obedecer ya al rey, se somete a la ley que se da a sí mismo, y a causa de esto obedece al estado, ya que Leviatán es en (y por) el pueblo, y el pueblo es él. Pueblo y revolución Así pues, no se procurará aquí justificar esta ideología del pue­ blo, pues ello supondría justificar al estado. Por otra parte, la his­ toria, desde entonces, ha tenido como tarea llevar a cabo tal justi­ ficación. No se le dará entonces la razón, pero tampoco se conde­ nará a Saint-Just cuándo declara que la ley es la que libera y que la tiranía es precisamente la ausencia de ley. Sea como fuere, el pro­ blema con el que chocó la revolución francesa es menos el de la des­ trucción de la monarquía del antiguo régimen que el de la fundación de la democracia. En otras palabras, la lucha contra la tiranía ¿es eí mejor medio de actuar para la democracia?(47). He ahí el problema que se presenta a la vista de los debates en lo que concierne a la de­ terminación de la línea del gobierno revolucionario. Luego, esta cues­ tión fue agitada frecuentemente bajo una u otra forma: sigue siendc actual. Pero no se habrían señalado suficientemente las tendencias se­ cretas o confesas que constituyen la ideología del pueblo si no indi­ cásemos asimismo que el espíritu en que participa esta noción de. pueblo es el espíritu de la revolución. Supondría un error considerar que este tema de la revolución nace con el 89 y que suyo es inclusc todo su espíritu. Por cierto que el 89 se encuentra en el origen é t nuestra noción de revolución. De hecho, este tema, entre tanto? otros, está ya claramente presente en el siglo XVI, no como doctricx constituida sino como soporte de las representaciones mentáis como marco de la acción. Por lo demás, Maquiavelo participa am­ pliamente en este estado de espíritu; el principe es fundador, él ins­ taura y lucha. Lo que aporta el 89 es la revolución como evidendc. si puede decirse así: a partir de entonces, la revolución es el todo de pensamiento y de la estrategia política. Si la revolución se hace evi­ dente, ello ocurre porque el 89 la manifiesta; ahora bien, esta mani­ festación de la revolución es factura del pueblo. El pueblo es quíes hace la revolución y ésta se hace en nombre del pueblo. Lo que s siglo xvi no había enfocado claramente del todo, el xvm lo saca i la luz; el par pueblo-revolución conforma desde entonces el mam: de la vida política. La tradición socialista del siglo XIX, asi como J. del xx, depende de este esquema directamente surgido del 89, y J. distribución de doctrinas puede efectuarse a partir de una pareja se­ cundaria: reforma y revolución. Esta alternativa le hace eco a otn en la que quedaba pendiente el destino de la república jacobina: re(47) Sobre este problema de la democracia, víase en la sección siguiente: Ubrtad, igualdad, págs. 466 y ss. 464

volución o restauración. Pero, ya lo dijimos, a partir de Maquiavelo la política es el arte de instituir, es el de la fundación, y se ha visto cómo Robespierre hablaba literalmente como el secretario florenti­ no: resulta notable que lo hiciese para invocar la novedad de la obra que quedaba por hacer, ya que el tema revolucionario es amplia­ mente el de la invención de un «orden nuevo». Es, pues, esencial indicar, en el surco profundo dejado por el pe­ ríodo considerado, el origen del tema contemporáneo de la revolu­ ción. Pero es capital tener presente en el espíritu que este tema fue posible a partir del «pueblo»: la ideología del pueblo está considera­ da como la de la revolución. De modo que podríamos formular aquí una hipótesis bien fundamentada, tanto más cuanto que no surge únicamente del periodo que inaugura 1789 sino incluso del que inau­ gura 1917. Más aún, sus premisas se plantean desde el advenimiento de la soberanía en tanto que doctrina constituida y como práctica po­ lítica histórica. Sostenemos que el tema de la revolución es esencial para el estado, del que no es la sustancia, pero que seguramente es la form a. El estado ha mostrado que era revolucionario y se verifica que la revolución está siempre al servicio de la fundación y de la con­ servación del estado. Tenemos aquí un dato constitutivo de la his­ toria moderna que, naturalmente, no es el único. Y no es el menos fundamental. Cuando los pueblos se dan estados, esto no puede producirse, en el interior del marco de la soberanía, a no ser que lleven a cabo la revolución. En este sentido diremos que el estado supone la revolu­ ción: hasta nueva orden, el tema revolucionario pertenece al registro de la soberanía. El es a la vez su gramática a través de la cual su secuencia procede y se trasforma, y su lógica mediante la cual esta misma secuencia se consolida y se perpetúa. En efecto, príncipe, pue­ blo y partido describen un movimiento de una vez, continuo y dis­ continuo. La continuidad del estado se propaga por ¿1 a través de discontinuidades revolucionarias. Ahora bien, el pueblo es el princi­ pio primero de esta historia. Invisible bajo el régimen del príncipe, aunque presente, se revela a continuación. De este modo, Luis XV había entendido, tal como se ha señalado, la sutileza que se abría paso cuando ante él, exterior a él, la nación (que pronto habría de ser el pueblo) se organizaba como un cuerpo separado de su propia persona. Al estigmatizar a la «confederación de resistencia», ponía el dedo en la revolución. Asi pues, el estado es por naturalezá revolucionario, no sobrevi­ ve sino trasformándose. Para él, el tiempo es mortal si no sabe, lle­ gado el momento, apropiarse de la permanencia rompiendo el ritmo de su poder para instalarlo sobre otras bases. Ahora bien, el basa­ mento más seguro de tal reajuste de su autoridad es el pueblo. A esto se debe el que Hobbes tuviese razón al representar a Leviatán cual un gigante que ha engullido a su pueblo; ocurre que el estado teme a la muerte tanto como los hombres que, para alejarse de este miedo supremo, se abandonan, según él, en los brazos de aquél a quien él denomina todavía como el «Dios mortal». La ley, el pueblo 465

y la revolución, tales son las figuras esenciales de la soberanía. Esto no seria más que pura metafísica si el poder al que los hombres se abandonan no acabase por devorarlos. Así es como el culto del es­ tado, tal como parece creerlo Saint-Just, se confunde, en una repú­ blica bien hecha, con el culto a los muertos. ¿No se lee acaso en los Fragmentos... aquel curioso pasaje, menos asombroso de lo que pa­ rece: «Los cementerios son paisajes risueños; las tumbas suelen estar cubiertas de flores, esparcidas todos los años por la niñez(48)»?

BIBLIOGRAFIA Para la bibliografía: Cf. bibliografía del texto siguiente: Libertad, igualdad.

4.

L ib e r t a d , ig u a l d a d

por Gérard Mairet Libertad e igualdad son las palabras maestras de la revolución francesa. En su nombre se llevan a cabo las acciones y se asegura la victoria. No es, pues, casual que el primer acto revolucionario con­ sista en declarar solemnemente la existencia de derechos del hombre y que éstos, ante todo, sean la libertad y la igualdad. No se discutirá aquí el origen de la célebre declaración del 89, y no por cierto por­ que esta cuestión importe poco, pero parecería preferible interrogar­ se sobre la significación general de esta referencia a la libertad y a la igualdad. Resulta notable, en efecto, que, tanto en Francia como en Amé­ rica trece años antes, estas dos nociones estructuren las declaracio­ nes en términos de derecho. Libertad e igualdad son derechos. Re­ cordemos, a titulo de indicación, los enunciados en cuestión: la De­ claración de independencia (Filadelfia, 4 de julio de 1776) «conside­ ra como verdades evidentes por si mismas que los hombres nacen iguales; que el creador les ha dotado de determinados derechos ina­ lienables, entre los cuales se encuentran la vida, la libertad, la bús­ queda de la felicidad; que los gobiernos humanos se instituyen para garantizar estos derechos». Por su lado, la Declaración del 89 esti­ pula (art. 1): «Los hombres nacen y siguen siendo libres e iguales de derecho. Las distinciones sociales sólo pueden basarse en la utilidad común»; (art. 2): «El objetivo de toda asociación política es la con­ servación de los derechos naturales e imprescindibles del hombre. Es-

(48) Fragmentos..., p&g. 170. 466

tos derechos son la libertad, la seguridad y la resistencia a la opre­ sión.» En la declaración americana, los hombres no nacen libres, o al menos esta libertad no es admitida. En la declaración francesa, li­ bertad e igualdad lo son de nacimiento —sin referencia al «crea­ dor»—, pero se trata, sobre todo, de derechos de nacimiento. Sin em­ bargo, estas diferencias en la formulación son mínimas, ya que si, explícitamente, en el texto de 1776, los hombres no nacen Ubres, son empero declarados libres en virtud de un derecho que les ha acor­ dado el creador. Si bien la libertad no lo es de nacimiento, lo es por derecho divino. Así, en ambos casos, libertad e igualdad son consi­ deradas constitutivas del hombre debido a la recurrencia a un prin­ cipio jurídico. Esta noción del hombre es la noción fundamental ex­ presada por estos textos. Desde entonces, ellos tienen como objetivo el revelar a un «hombre» cuyos atributos característicos, y en conse­ cuencia universales, son la libertad y la igualdad mutuas. Esta antropología no es solamente jurídica, sino también políti­ ca: este hombre es un «ciudadano», tal como lo afirma con fuerza el texto del 89. Ahora bien, precisamente esta ciudadanía del hom­ bre es la planteada como la condición de la libertad. Se tiene, pues, esta figura difícil y que es la clave de la ideología que sostiene estos textos: la libertad y la igualdad existen por naturaleza, son implíci­ tas al hombre en tanto hombre, pero en la vida política, bajo la pro­ tección del estado, es donde estas cualidades intrínsecas están garan­ tizadas, se despliegan y están protegidas. En otras palabras, lo que es en virtud de mi derecho natural, no puede tomar cuerpo y existir plenamente sino en el marco de un de­ recho político: el hombre sólo es un hombre si existe como ciuda­ dano. Debe reconocerse aquí la opción democrática. Resistencia, naturaleza, tiranía De este modo, el sentido de estas dos nociones, tal como lo ilus­ tra el siglo xvill, consiste en que el hombre es un sujeto natural de derecho. He ahí el sentido de esta idea que conforma la base doctri­ nal de la revolución francesa: la idea de que existen «derechos del hombre». A partir de ahí, puede afirmarse que la revolución france­ sa es el acontecimiento que demuestra lo siguiente: si los hombres, en circunstancias particulares —precisamente la tiranía—, no ejer­ cen estos derechos naturales, esto no prueba que estos mismos de­ rechos no existan. La revolución es considerada como la emergencia del derecho natural alzado contra la tiranía. En tanto afirmación del derecho, la noción de hombre implica la oposición de la naturaleza a la tiranía. ¿Qué es, pues, este derecho natural mediante el cual el individuo se plantea como una persona y el hombre como un ciudadano? Es mi cualidad innata de ser libre; de poseer en mi mi propia razón y mi propia causa; es el presentar­ me al otro como conciencia propia reconociéndole este título tam467

bién al otro. La fuerza de este derecho se sostiene, pues, esencial­ mente, en mi libertad absoluta. Ser hombre supone ser libre, y este es atestiguado por mi condición de ser por naturaleza un sujeto de derecho. Ahora bien, esta cualidad es la que me niega la tiranía. En su rigor radical, se trata de lo que expresaba Saint-Just: allí donde no hay ley reina la tiranía. A esto se debe el que la Declaración del 89 reconozca, como derecho imprescriptible, el derecho a la resis­ tencia. Por cierto que no se especifica dónde comienza y dónde ter­ mina la opresión, pero este mismo vacío otorga una consistencia sa­ tisfactoria al derecho de resistirlo. Quizás esta idea de resistencia es la que mejor ilustra el contenido del derecho. El hombre es un ciu­ dadano, o sea que es un sujeto de derecho; en otras palabras, no es un «súbdito», criatura sometida a una voluntad ajena a la suya. Ser sujeto de derecho supone gozar de una voluntad libre, estar exente de cualquier obediencia, de toda servidumbre. La dependencia es £ signo de mi sujeción y el índice de la tiranía. A esto se debe que k naturaleza —el derecho natural— sea la mejor arma contra el des­ potismo. Entre el súbdito del rey y el sujeto de derecho hay, pues, la misma diferencia que entre la libertad y la servidumbre. Los revolucionarios, al codificar de este modo los derechos d¿ hombre y el ciudadano, codificaban en suma la teoría de la demo­ cracia: ésta es el reconocimiento de la igualdad, pero la igualdad su­ pone la libertad. En consecuencia, era necesario fundamentar esta li­ bertad como derecho, hacer de ella un derecho para convertirla eu arma. Además, si se tiene el derecho a sublevarse, entonces toda re­ vuelta, toda revolución es legítima. Más que un derecho, en efecto, la resistencia es asimismo un deber. Con él resulta proclamado, dí este modo, el deber de conservar mi vida de hombre libre: la liber­ tad, aunque natural, surgida de Dios o de la naturaleza (algo seme­ jante), es algo por conquistar. Por esto la lucha contra la tiranía es experimentada entonces como la lucha por volver a encontrar las dis­ posiciones primeras de la naturaleza, entre cuyo cúmulo figura, pe­ rnera entre todas, la libertad. Resistencia a la opresión, legitimidad de la resistencia, deber c: preservar y de conquistar mi libertad, todo esto constituye verdade­ ramente mi derecho natural. Resulta entonces esencial señalar qm este derecho que es sólo puede existir realmente en la sociedad, es decir, en el reino de la ley. Robespierre, al intervenir en el deba^ sobre la constitución del 10 de mayo de 1793, con el fin de hacer valer este tema de la ley como instrumento de la lucha contra la tira­ nía, se refería a Rousseau: «El hombre nació para la felicidad y pan la libertad, y sin embargo, esesclavoy desgraciado. Es objeto de JL sociedad la conservación de sus derechos y la perfección de su ser y por todas partes la sociedad le degrada y le oprime. Ha llegado s momento de devolverle a sus verdaderos destinos; los progresos ct la razón humana han preparado esta gran revolución, y a vosotros se os ha impuesto especialmente el deber de acelerarla. Hasta aqu­ el arte de gobernar no ha sido más que el arte de despojar y de ava­ sallar a la mayoría en provecho de la minoría; y la legislación, el nií468

dio de reducir a sistemas estos atentados. Los reyes y los aristócra­ tas han sabido cumplir con su tarea; a vosotros corresponde ahora cumplir con la vuestra. Es decir, hacer a los hombres felices y libres mediante las leyes» (49). Todos los temas acarreados por la idea del derecho natural están prácticamente presentes en este texto, pero so­ bre todo el tema mayor: la sociedad basada en leyes es elemento de la libertad, el medio donde se realiza mi derecho. De manera que si este derecho es de naturaleza, sólo puede existir como hecho en la sociedad. O, para decirlo de otro modo, la problemática que tradu­ ce la Declaración de 1789 parece ser ésta: la libertad y la igualdad son derechos (naturales); sin embargo, no pueden ser realizados sino en las leyes (de la sociedad). De este modo, lo que induce la idea de derecho de naturaleza, o de prescripción natural de mis derechos, es finalmente la obligación social y política del hombre que, a causa de esto, se convierte en un ciudadano, sujeto de derecho. Así pues, cuando afirmo mi libertad, o más bien cuando la revolución francesa afirma la libertad de «el hombre», lo hace para proclamar la necesidad de constituir el esta­ do. La referencia a la naturaleza es pues, de hecho, una doble refe­ rencia: ante todo contra la tiranía, y luego por la república. Debe señalarse aquí que la pertenencia a la comunidad humana, y más precisamente la justificación del poder de la sociedad sobre el individuo no son temas propios, únicamente, de la revolución fran­ cesa: todo el siglo xvni filosófico, en su conjunto —incluido Rous­ seau—, es la afirmación de que la sociedad y el estado son necesa­ rios para la expansión de la libertad del hombre. Ahora bien, este tema de la vida comunitaria social suele ser introducido a partir de la noción del estado natural de los hombres: Hobbes, Spinoza, Rous­ seau están de acuerdo en lo que respecta a la libertad natural del hombre. Las variaciones surgen en el momento en que se trata de definir el empleo y la extensión de esta libertad natural. Mientras que Hobbes, por ejemplo, querrá por intermedio del Leviatán limi­ tar la libertad natural, Rousseau querrá extenderla y reencontrarla a través del contrato social. Sea cual fuere con estas diferencias, la justificación en la naturaleza de las leyes civiles y políticas es regla constante. En este sentido, la declaración de derechos del hombre y del ciudadano traduce las exigencias de la tradición conocida como del «derecho natural moderno», tradición que habría de invocar muy particularmente el siglo XVIII filosófico, y luego el revolucionario. Por lo demás, lo contenido implícitamente en esta manera de enfo­ car el problema político, como relación del hombre con la sociedad, consiste en que la vida política es el medio privilegiado en el que los hombres pueden encontrar la felicidad y vivir según las exigencias de la virtud. La sociedad política, y en consecuencia el estado, es el lugar ideal del bien. Esta ecuación estado=el bien, sociedad=la vir­ tud, no es empero propia de la tradición de que hablamos; por el (49) Robespierre: Discours et rapports á la convention, ed. de Marc Bouloiseau, UGE, 10/18, París, 196S, p. 131 (el subrayado es mió). 469

contrario, es el estatuto de la generalidad de la reflexión teórica so­ bre el poder desde la antigüedad griega. Platón sistematiza clara­ mente esta manera de ver; para él, lo justo se halla en la vida de la ciudad. Así vemos ahora lo que es nuevo y lo que no lo es en la exigen^ cia de libertad e igualdad proclamada por los revolucionarios ame­ ricanos o franceses. Si bien la Declaración no escapa a la tentación secular de justificar la asociación política y el poder de estado a tra­ vés de las entidades morales universalistas como el hombre o la na­ turaleza, su novedad-esencial consiste sin embargo en haber conver­ tido la resistencia a la opresión en un derecho y, por ello, en un ver­ dadero deber. En su proyecto para una nueva declaración presenta­ do el 24 de abril de 1793, Robespierre propone el artículo siguiente (art. 27): «La resistencia a la opresión es la consecuencia de los otros derechos del hombre y del ciudadano» (50). Deducir la resistencia de los derechos del hombre, o, en otras palabras, convertirla, como a la libertad o la igualdad, en un derecho natural, consistía en hacer del derecho natural un arma contra él mismo. Por cierto que no Le entendían así ni la convención ni Robespierre en particular. En efec­ to, si la resistencia es un derecho, sólo me atañe a mí, en virtud Cí mi libre voluntad, constitutiva ella misma de este derecho, de con­ siderar tiránica a la sociedad elaborada sobre este mismo derecho na­ tural. Así pues, esta noción del derecho de resistencia, ya presente er el texto de 1789, es una gran novedad y a través de ella se afirma realmente el aspecto revolucionario de la proclamación de la liber­ tad en tanto que derecho. Puede pues reconocerse, en esta disposi­ ción, una tesis verdaderamente revolucionaria y que incluso es, pre­ cisamente, la tesis de la revolución. El porvenir, a no dudarlo, em­ p le a rá con parsimonia este derecho de resistencia, aunque no hayal faltado ocasiones para hacerlo valer. En los siglos XIX y XX, la re­ sistencia al despotismo de la total obediencia ha solido ser esta luz que ningún poder extinguirá jamás por entero. Mérito de los revo­ lucionarios del 89 es el haberla convertido en un derecho de natura­ leza incluso cuando proclamaban el gobierno de la naturaleza sobre la so cied ad de los hombres. En efecto, el último articulo del proyec­ to de Robespierre afirma (art. 38): «Los reyes, los aristócratas, les tiranos, sean quienes fueren, son esclavos rebelados contra el sobe­ rano de la tierra, que es el género humano, y contra el legislador dd universo, la naturaleza»(51). Luis XVt y el imperativo categórico La apelación a la virtud, constante en Robespierre, es una lla­ mada a la libertad del hombre. Por consiguiente, la libertad no es separable de la resistencia a la tiranía y cuando se plantea el pro(50) Cf. Discours..., p. 127. (51)

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IbUL, p .

128.

blema del proceso de Luis xvi, Robespierre se pronunciará en favor de su muerte en nombre de la virtud. Virtud política pues, como lo quería Montesquieu: amor por la república y la libertad, ella no ex­ cluye, sin embargo, la elevación moral. Así pues, no se podría en­ tender plenamente la exigencia de libertad si, refiriéndola a la cues­ tión de la resistencia al tirano, no se la situase en el seno mismo de la virtud: la libertad es una virtud, de manera que, al ser un dere­ cho, es asimismo un deber. Actuar virtuosamente, como lo piensan conjuntamente Robespierre y Saint-Just, implica, en un período re­ volucionario, aliar el terror a la virtud. Nada de libertad, entonces, para los enemigos de la libertad. «Si la virtud es competencia del go­ bierno popular en la paz, en estado de revolución son competencia del gobierno popular, a la vez, el terror y la virtud. La virtud, sin la que el terror es funesto; el terror, sin el que la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa, inflexible; es, pues, una emanación de la virtud; es menos un principio particular que una consecuencia del principio general de la democracia aplica­ da a las más acuciantes necesidades de la patria»(52). Este resumen prodigioso en el que la virtud justifica al terror en nombre de la democracia enuncia adecuadamente todas las implica­ ciones de la concepción de la libertad en tanto que derecho natural. Esta supone una revolución en las costumbres políticas. Plantear la li­ bertad como derecho supone definirla como deber. El estado, o para el caso el gobierno revolucionario, es pensado como el medio eficaz para asegurar su reino. Se quiere la libertad, y esta voluntad carac­ teriza idealmente a la virtud. La libertad y su corolario obligado, la igualdad democrática, no es pues una noción individualista: ella ata­ ñe a la «patria». O, más bien, ella tiene su existencia en la sociedad de los hombres; de este modo, el individuo libre es el que sitúa su propia libertad en el estado. Este es el lado por el que la virtud pa­ recería ser, en efecto, virtud pública. Encontramos entonces aquí el tema del pueblo y de la democracia. De hecho, en su tendencia ge­ neral la revolución francesa, expresada sobre todo por la república jacobina, es la demostración de que sólo hay libertad en la república democrática. Más aún, el reino del derecho y por tanto de la liber­ tad es el reino de la democracia. Esta demostración da por sobreen­ tendido que el acontecimiento de la libertad es por sí mismo el acon­ tecimiento del hombre. En la revolución francesa opera toda una an­ tropología filosófica, que atraviesa a aquélla y le otorga un carácter de universalidad: es la idea —estoica— de la «humanidad», la idea, muy difundida entonces, de que los hombres conforman en tanto que tales, una sociedad. El concepto de «sociedad del género humano» (e incluso el de «sociedad de las naciones» que procede de aquél y del que hay ecos en Kant en Alemania), este ,concepto organiza la re­ presentación que los revolucionarios efectúan sobre su propia mi­ sión. La humanidad es un objetivo que alcanzar y una finalidad que realizar. De tal modo que la libertad como derecho es la afirmación (52) Ibid., pp. 221-222. 471

del deber al que están muy ligados los hombres de la época, el de pertenecer a esta humanidad en la que un hombre vale tanto como otro (igualdad) lejos de toda jerarquía natural. Si entonces la natu­ raleza ha hecho a los hombres libres e iguales de derecho, esto sig­ nifica que, por una aberración de la historia, éstos han podido so­ meterse y seguir siendo esclavos bajo el yugo de los tiranos, pero a partir de ahora ha llegado el momento de la liberación. Entonces, la virtud no es otra que esta libertad activa: consiguientemente, ella sólo podría ser revolucionaria. Lo que en efecto fue. Naturaleza, li­ bertad, ley, virtud, terror son temas que se encadenan y se conti­ núan naturalmente: son complementarios. El esfuerzo revoluciona­ rio consiste en mantenerlos ligados permanentemente. La contrarre­ volución, es decir la tiranía, por el contrario, tiende a desligarlos. Así pues, lo que estructura la ideología de la libertad es la refe­ rencia a «la humanidad», de modo que el «pueblo» (y su forma po­ lítica natural, la democracia) no es más que el modo de existencia de «la humanidad», su manifestación empírica. A esto se debe el que, en noviembre de 1793, Robespierre pueda declarar: «Cuando la li­ bertad ha logrado una conquista tal como Francia, ningún poder hu­ mano puede sustituirla.» Para él, no es Francia quien conquista la libertad, sino lo inverso, una manera de expresar que la libertad es previa al pueblo que, mediante su virtud y su valentía, es capaz de alcanzarla. El nexo que une a Francia y la libertad es, pues, natural y representa el propio plan de la naturaleza, su voluntad, que es la causa de este nexo único y privilegiado. Así pues, la humanidad es libre por esencia, o bien su esencia es la libertad; la virtud consiste en coincidir con ella, en desearla, en participar en ella. Está fuera de toda duda entonces el que, dominado por Robespierre y SaintJust, el año I de la libertad haya hecho de la revolución un impera­ tivo categórico en el sentido kantiano del término, de modo que la constitución del 93, radicalizando la declaración del 89, pueda ser considerada como la formulación de su máxima. Es sabido que Kant enunciaba así el imperativo moral: «Actúa como si la máxima de tu acción tuviese que ser erigida en ley uni­ versal de la naturaleza.» Este imperativo dominó la revolución fran­ cesa, y quizá por ello el filósofo de Kttnigsberg es el único de su tiem­ po que apoya la acción de los revolucionarios hasta en el terror. Da­ das estas condiciones, no resulta asombroso que veamos en la muer­ te de Luis XVI la perfecta realización del imperativo categórico. De­ capitar a Luis xvi era un acto cargado de universalidad: no se ma­ taba a un «tirano», sino que se decapitaba a la tiranía. Su universa­ lidad moral tenía su origen en la naturaleza, porque «la ley universal de la naturaleza», como dice Kant, había presidido la ejecución de la sentencia. Entonces, ésta sólo aparece casi como una astucia su­ plementaria de la historia: Robespierre lo dice en su acusación, es necesario que el tirano muera para que viva el pueblo. Escuchemos pues a Kant-Robespierre: «Pero un rey destronado en el seno de una revolución, cimentada nada menos que en las leyes; un rey cuyo solo nombre acarrea la plaga de la guerra en la nación agitada, ni la pri472

sión, ni el exilio pueden hacer que su existencia sea indiferente para la felicidad pública; y esta cruel excepción a las leyes ordinarias de­ seadas por la justicia no puede ser imputada sino la naturaleza de sus crímenes. Enuncio con pesar esta fatal verdad... pero Luis debe morir porque es necesario que la patria viva»(53). Asi pues, el rey Luis fue decapitado por deber hacia «la humanidad»: única manera de que la república alzase la cabeza. Víctima del imperativo categó­ rico, Luis xvi, una vez muerto, era considerado finalmente —como lo estipulaba el artículo 17 del decreto dictado el 4 de agosto de 1789 que proclamaba la abolición del régimen feudal— como el auténtico «restaurador de la libertad francesa». En 1784, Kant, respondiendo a la pregunta: «¿Qué son las lu­ ces?», se pregunta si el siglo XVIII es una época «iluminada»: no, pero lo está siendo, afirma. Desde su punto de vista, no hay que dudar que la época es sublime: la razón se difunde, encuentra su siglo, asi como la libertad encuentra en Francia su territorio. Más aún, el fi­ lósofo de Kdnigsberg reconoce en los tiempos que vive (tiempos que van de Rousseau a la gran revolución) los índices del advenimiento de la civilización o, más precisamente, de la «cultura»: el siglo XVIU es la era de la moralidad. Era pues acorde con el plan divino de la naturaleza el que el monarca de Francia tomase parte, del modo que es sabido, en este gran acontecimiento. En efecto, Kant pensaba que el monarca no debe contrariar a sus súbditos cuando éstos empren­ den una acción para la salvación de sus almas, e incluso debe ayu­ darles. «Ahora bien, aquello que un propio pueblo no tiene derecho a decidir en cuanto a su suerte, un monarca tiene todavía mucho me­ nos derecho a hacerlo por el pueblo, porque su autoridad legislativa procede precisamente del hecho de que él reúne la voluntad general del pueblo en la suya propia. Con tal que únicamente vigile el que toda mejora real o supuesta se concibe con el orden civil, puede por lo demás dejar que sus súbditos hagan con su propio jefe lo que ellos consideren necesario efectuar para la salvación de sus almas; éste no es asunto suyo, pero tiene que velar porque algunos no impidan por la fuerza a otros el trabajar en realizar y adelantar esa salvación con todas las fuerzas de que dispongan»(54). En tales condiciones, ¿podía Luis hacer otra cosa que huir a Varennes ya que, teniendo el deber de ayudar al pueblo en lucha por la «salvación de su alma» (55) contra las intrigas de sus enemigos, comprobaba que en este asunto el enemigo era él?

(53) Discours..., p. 79 (el subrayado es mió). (54) Kant: Qu’est-ce que tes Lumiéres?, tr. fr. de S. Piobetta en La Phtíosophie de l ’h isloire, Aubier, París, 1947, p. 89. Véase en castellano Filosofía de la historia. El Colegio de México. 1941 (N. T.). (55) ¡Se acababa de producir la «constitución civil del clero»! 473

Contrato social y revolución Asi pues, el problema de la democracia está ligado bajo la revo­ lución, como por otra parte hoy, al tema de «la humanidad»: el pue­ blo soberano es el que estructura la república democrática, no sien­ do ésta, finalmente, más que la modalidad histórica de la «sociedad del género humano». La noción de naturaleza, y de derecho natural que a ella se refiere es considerada en consecuencia como insepara­ ble de la ley, esta ley sin la cual la libertad no es más que quimera, y el gobierno, tiránico. Se hallaba ahi por otra parte la preocupa­ ción permanente de Rousseau, tan justamente reverenciado durante la revolución: habiendo descubierto en el estado de naturaleza la li­ bertad y la igualdad en su perfección simple, el autor de £7 contrato social se imponía la tarea de erigir un sistema político acorde con el derecho natural de cada cual. A la abstracción de «la humanidad» corresponde, pues, la abs­ tracción de «la ley». En efecto, esta última es muy abstracta, lo que no quiere decir que sea impotente e ineficaz. Todo lo contrario, sólo hay el poder de la ley. Esta se alza ante el individuo que, mediante ella, descubre su propia individualidad. Todo el esfuerzo de la revo­ lución francesa consiste entonces, bajo esta relación, en ligar al in­ dividuo con la ley o, más bien, en hacer que la democracia sea el propio nexo. La «virtud» de que habla Robespierre no es nada más que el amor por la ley. Se trata pues, si quiero comprender el sen­ tido de mi libertad, de saber en qué consiste la ley. La referencia a Rousseau se impone entonces, todavía, aquí: ¿no quería él que el in­ dividuo, desde el momento en que lleva una existencia política, no exista ya para si mismo? Si esto es así, ocurre que él no tiene en si mismo, en el estado social y político, el principio de su propia indi­ vidualidad. La revolución francesa pretende inscribir en los hechos lo que Rousseau pensaba especulativamente. El principio del indivi­ duo se halla en la colectividad de la que es miembro y que la ley ex­ presa. Pertenecerse a sí mismo y así hacer valer su libertad como de­ recho natural implica pertenecer al estado, ni más ni menos que tal hombre pertenece en tanto tal a «la humanidad». La relación del hombre consigo mismo es mediatizada por su relación con el esta­ do. No hay pues relación interpersonal en la república que no esté estructurada por la ley. Asi es como la noción de igualdad adquiere su sentido, o, más bien, que adquiere entonces el sentido que todavía tiene hoy. Un hombre, decíamos, vale lo que otro hombre. Debido a que el hecho de ser hombre es un valor, este hecho es precisamente un derecho. Tengo el derecho de intercambiar con otro, es decir que tengo el de­ recho de comprometerme en contratos. Esta idea requiere otra que le es anterior en un sentido lógico, a saber que yo soy libre a con­ dición de que mi vecino también lo sea. Por consiguiente, la igual­ dad supone la libertad. Pero podría creerse que de este modo nos hemos vuelto a sumergir en el estado de naturaleza, esta vez el de Hobbes. Es sabido que Hobbes veía en la «condición natural del 474

hombre» el estado de guerra más perfecto, visto que los hombres par­ ticipan en ella de la misma igualdad para desear lo que desean, de manera que el más fuerte es el que gana. La revolución francesa no ambiciona nada menos que hacer reinar la naturaleza y sus dere­ chos, sustituyendo a la violencia que reina en ella por la ley que pa­ cifica. En el estado de naturaleza, que no es otro que el antiguo régi­ men, la comunicación de los individuos no existe o, si existe, es en forma de lucha. La revolución, que de hecho no es más que el con­ trato social, introduce pues la comunicación, instituyendo en ella un nexo social. La república —que no es sino la sociedad civil y polí­ tica— corresponde pues al advenimiento de la ley común a todos. Ella hace posible la urbanidad de las costumbres. Cada cual es igual a otro porque ambos son, en conjunto, iguales ante la ley. La de­ mocracia no debe ser pensada de otro modo que como la sumisión de todos a la ley, y la ideología de la libertad no es otra cosa que la ideología de la igualdad ante la ley. En el estado de naturaleza, o antiguo régimen, el hombre depende de otro hombre, su voluntad es entonces la del otro hombre. Así se define la tiranía. Por ello los revolucionarios afirman que la tiranía es el gobierno sin la ley. Si el antiguo régimen es el estado de naturaleza, en el sentido de que éste es el verdadero estatuto de aquél, sucede que, precisamente, el anti­ guo régimen no es una «sociedad». No hay ni pueblo ni ciudadano, no hay más que un rebaño de esclavos y de súbditos. El estado de naturaleza es, pues, la verdad del antiguo régimen, porque no está constituido por un nexo orgánico. El contrato social es quien teje este nexo: o sea la revolución y el terror. Extraña época pues, que, cuando habla de contrato, piensa de he­ cho en revolución. ¿Se dirá que nosotros «interpretamos»? Puede ser. Queda el que en aquel tiempo, como por otra parte hoy, un texto (el de Rousseau o el de Kant) no existe únicamente como tal. Por el contrario, la filosofía política o la teoría del derecho surgen como verdaderas armas contra la tiranía. El movimiento especulativo de todo el siglo xvm es un movimiento en favor de la libertad. La filosofía no tiene entonces más que un objeto: la resistencia, de tal modo que la concepción moderna del «derecho natural» es pa­ cientemente forjada por pensadores que, con excepción sin duda de Rousseau y, antes de él, de Spinoza, no consideraban en absoluto que la democracia pudiese ser, llegado el caso, la única respuesta co­ rrecta al problema de la libertad política. Tal es el ardid de la his­ toria que la revolución francesa, al proclamar el advenimiento de «los derechos del hombre y del ciudadano», iba a concretar. Ahora bien, estos derechos, ¿no fueron pensados, reflexionados, en el inte­ rior de la problemática del «contrato social»? Hobbes, Spinoza, Locke y por último Rousseau, para sólo atenernos a ellos, ¿no edifica­ ron, gracias al pacto, la moderna y muy revolucionaria noción de derecho natural? No hay uno solo de estos pensadores que, más allá de las soluciones y, por consiguiente, de las doctrinas, no declare que el hombre es libre por naturaleza. Lo que se plantea como pro475

blema no es entonces sino lo siguiente: si los hombres son libres por naturaleza, ¿por qué no lo son en la sociedad política? Esa es la cues­ tión. No se puede pues pensar la política sino en la medida exacta en que se reflexiona sobre la condición de posibilidad de la libertad. Ahora bien, ésta está implícita en la idea de contrato: los hombres se comprometen en un pacto y se obligan mediante él libremente. Rousseau supo ver la cosa cuando declara que nadie puede alienar su libertad; el contrato no sólo supone la libertad de contratar, la responsabilidad, sino que incluso la mantiene y la afirma. La revo­ lución no es más que esta afirmación —por ello es válido afirmar que no porque mi derecho no sea reconocido este derecho no existe. Y a ello se debe, asimismo, el que el conjunto de la tradición teórica del «derecho natural» sostenga que soy libre por naturaleza. Se advierte mejor ahora todo el escándalo que constituye por sí mismo el antiguo régimen: mi libertad existe pero no es, o, más bien, no la gozo. Al ser el derecho lo que por esencia es reconocido por todos, este reconocimiento de mi libertad es lo que existe en el an­ tiguo régimen. La revolución es este acto que sirve para hacer reco­ nocer mi derecho. ¿No se halla ahí, con suma exactitud, la signifi­ cación misma del contrato social? El contrato social hace de mi un individuo, una persona, un «sujeto de derecho»: «Cada uno de no­ sotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibimos en tanto que cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo»(56). ¿Qué es entonces la revolución o el contrato social? Es el acto me­ diante el cual la naturaleza se supera a sí misma. Y, por lo que im­ plica el sentido de este acto, el individuo halla en él su propia iden­ tidad: la naturaleza, por decirlo de este modo, instauraba su liber­ tad, y la sociedad civil la restaura. Mientras que el antiguo régimen negaba esta libertad —siendo esta negación la esencia misma de la «tiranía»—, la república la afirma. La revolución no es más que el instrumento de esta afirmación, asi como el contrato social no es sino el pasaje de la fuerza a la ley o, lo que es lo mismo, de la so­ ledad a la comunidad. Heme pues aquí, ahora, como miembro de la comunidad, mien­ tras que solo estaba sometido entre la multitud. Nadie duda que los hombres del siglo xvm no tuvieron la clara conciencia de esta in­ mensa trasformación. Pero nadie duda tampoco que la comunidad, bajo la denominación de «nación», «patria», «pueblo», de cuyo ser se apropiaban, no se les imponía bajo la forma del poder imperso­ nal y arbitrario de la ley. La democracia estaba pues arrinconada en esta alternativa: o bien los hombres permanecían en el estado de na­ turaleza a que los confinaba el antiguo régimen, condenados a una libertad falsa ya que inconsciente de si misma, o bien concluían un pacto y se encontraban todos en la sociedad política, iguales ante la ley, pero declarados «libres» en virtud del derecho. (56) J.-J. Rousseau: E l contrato social. I, VI. 476

Orden y libertad Herederos del imperio, y por esta razón, mucho nos equivoca­ ríamos hoy si creyésemos resuelta esta antinomia. En efecto, el de­ lirio estatal napoleónico se distingue en nuestra historia por la vo­ luntad de codificar el conjunto de las «artimañas» del individuo. La idea de un código civil es esencial para el estado autoritario. Me­ diante ella, el culto de la ley constituye al estado. El código civil, o más bien el código de Napoleón, desciende en línea recta de la pre­ minencia de la ley, tal como la afirma la revolución francesa. Si el principio de libertad no está en mi —dado que, en tanto que ciudadano, pertenezco al estado, soy «miembro del soberano»—, dependo de otra voluntad que la mía. Para descubrirme como hom­ bre, como parte de la humanidad, debo ingresar en la sociedad, así como para salvar mi alma puedo ingresar en el sacerdocio. La so­ ciedadhace de mí un sujeto de derecho, hombre libre entre los hom­ bres libres. Esto es lo que entendió Napoleón con su imperio demo­ crático (o su república imperial). El derecho me libera, con toda se­ guridad, pero en el sentido en que, diríamos, hace de mí un alma: tengo obligaciones morales de todo tipo, múltiples deberes. Pronto, hasta mi cuerpo será moralizado. Ciertamente, poseo la moralidad paramí, no soy ya ni siervo ni esclavo, sino hombre —sujeto de de­ rechoen tanto que persona. Mi relación con el otro es una relación de igualdad perfecta, y extraigo mi identidad exclusivamente de la ley, es decir del estado. ¿Podría ser que, a través del código, la revolución se convierta en su contrario? No, porque esto implicaría oponer la revolución al imperio, al estado. Pero el imperio no hace sino aplicar la inaplica­ ble constitución del año I. Napoleón casi no se opone a Robespierre, procede de él exactamente, asi como la sociedad civil procede de la naturaleza y la república del antiguo régimen. El 18 Brumario es su contrato social. Y el siglo xix empleará su tiempo en reajustar, en revisar el contrato originario. Se tratará entonces de instaurar la «libertad» mediante la institución del reino de la ley y del orden. La anarquía, ¿no es acaso el otro nombre del estado de naturaleza? Si bien la revolución fue un acontecimiento prodigioso, ocurre que instaura el reino de la ley y sus delicias. Y ocurre, sobre todo, porque ella lo hace en nombre de la resistencia al tirano. Mejor aún, se legitima la resistencia en nombre de la ley. ¿Debe creerse, con todo, que la revolución francesa se ha acabado hoy? Esto supondría equivocarse torpemente: el estado que ella produjo está en perpetua revolución. 1789 construye la curiosa figura del estado —revolucio­ nario— permanente; impone su ley, es decir que en todo instante rei­ nicia el contrato. En peligro permanente ante el antiguo régimen, el estado contemporáneo —vía 1917— acostumbra a rehacer su revo­ lución. He aquí la inaudita invención de 1789: la asociación de es­ tado y revolución, la repetición de la revolución para el estado. ¿Cuál es entonces, si tiene alguno, el deber del ciudadano en nues­ tras repúblicas modernas? En otras palabras, ¿qué derecho le corres477

ponde? O bien el de someterse a los poderosos y volver a caer as­ en el estado de naturaleza del que tiene la ilusión de haber salidc mediante el milagro de la ley, o bien el de resistir a la ley d'el esta­ do-revolución y, de este modo, ingresar en la sociedad civil. Pero es ésta una historia diferente.

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CAPITULO II

LA IDEOLOGIA DEL HOMBRE

1. L A CONCIENCIA Y LA MORAL

por Frangois Chátelet

Todas las sociedades están sometidas a una moralidad, a un con­ junto más o menos ordenado de reglas que determinan lo recto y lo desviado, lo permitido y lo prohibido. Esto no significa que, en to­ das las sociedades, haya sitio para la moral, es decir para un modo específico de reflexión que procura determinar cómo debe conducir­ se un individuo considerado como sujeto independiente. Asi, los grie­ gos clásicos, por muy hábiles que hayan sido para especular acerca de la conducta, pensaron que el problema moral —el del comporta­ miento individual— era inseparable del problema político —el de la organización de la comunidad y del derecho— y del problema del orden del ser —del puesto del hombre en el seno del cosmos y de la physis (de la naturaleza). En cierto modo, ocurre lo mismo en Eu­ ropa durante el período llamado medieval, en el que el cristianismo sustituye con la dimensión religiosa la referencia política de los grie­ gos. No obstante, el pensamiento cristiano define, en su visión de lo real, ideas que van a preparar el advenimiento de la problemática moral tal como la conoció la época moderna, especialmente a partir de la reforma. Condiciones de emergencia del sujeto moral Lo que el cristianismo aporta en este campo es, ante todo, la no­ ción, mucho más delimitada que nunca, de la doble naturaleza del hombre, ser natural, inmerso en la materialidad, y ser sobrenatural, en relación constante con su creador. La individualidad deja de ser un problema de situación en la naturaleza y de configuración del 479

cuerpo: pasa a ser el de una persona, el de un alma creada precisa­ mente como «primera persona» y, pronto, en la perspectiva de Las confesiones de Agustín, como subjetividad consciente. Podría enun­ ciarse esto de otro modo: en adelante, el ser humano se caracteriza i esencialmente por su libre albedrío y, por consiguiente, por su res­ ponsabilidad ante su creador y ante la creación. La ciudad se des­ dobla: abajo, la ciudad de los hombres, cuyo devenir se reduce a los avatares de la política y a los juegos de las pasiones; arriba, la ciu­ dad de Dios, cuya historia dramática y significativa es la del com­ bate de la libertad y del amor contra el pecado. A causa de esto, un actor ingresa en la escena ideológica: el sujeto moral libre y su in­ terioridad consciente. Sin embargo, en el propio seno de la espiritualidad se manifiesta una tensión que aumenta, desplazándola, a la que opone lo sobre­ natural con la naturaleza. Por definición, la libertad humana carece de limites. Pero, también por definición, la providencia divina es to­ dopoderosa. Si Dios es omnisciente, omnipotente, infinitamente bue­ no, ¿dónde queda la responsabilidad del hombre en lo que ocurre? Las múltiples disputas alrededor de la noción de gracia atestiguan la importancia de este problema, que va mucho más allá del debate teológico ya que apunta al sitio y al estatuto de la individualidad. Para decirlo muy esquemáticamente y con el fin de no sobrecargar este enfoque introductorio, puede considerarse que la reforma, al in­ teriorizar al Dios vivo, al discutir la institución eclesiástica centrali­ zada que introducía con suma frecuencia una confusión entre las ór­ denes del papado y sus poderdantes y los designios de la providen­ cia, permite la superación práctica de este problema que, a partir de entonces, se vuelve abstracto: todo ocurre como si, sobre el fondo del misterio de la grada, la persona fuese libre de ganar su salvación a través de sus obras. Kart Marx demostró, en la sección VIII del libro I de El capital, en qué condiciones socioeconómicas las acdones emprendidas por individuos y grupos —hidalgoshombres, burgueses, fabricantes y co­ merciantes— provocaron una completa trasformación de la produc­ ción de la que una parte cada vez más importante se basa en lo su­ cesivo en la utilización libre, por parte de los poseedores de los me­ dios de producción, de la fuerza de trabajo que los trabajadores li­ bres alquilan cotidianamente para sobrevivir. Por otra parte, Max Weber puso en evidencia el hecho de que la ética protestante cons­ tituye el nuevo basamento afectivo e intelectual a partir del cual se edifica esta mentalidad original que confunde el objetivo religioso de la salvación y el objetivo profano del beneficio, de tal manera que el acrecentamiento de las riquezas aquí abajo se consideraba como el testimonio de la gloria de Dios. Se esboza la nueva cruza- j da: Marx celebrará sus proezas, su grandeza y sus logros prodigio­ sos en las primeras páginas del Manifiesto del partido comunista. No se trata por cierto de considerar aquí la emergencia del suje­ to moral, de la persona responsable, como el producto o el reflejo de una trasformación del mercado de trabajo. Simplemente, hay que 480

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señalar la coincidencia entre una evolución ideológica que obedece a unas reglas intrínsecas que autonomiza al «yo» dotado de libre albedrío y el hecho de que las circunstancias históricas, al «liberar» al individuo de las estructuras institucionales antiguas, determinan nuevos problemas. Entre éstos, está el problema moral, que se enun­ cia ahora en términos de subjetividad, de conciencia y de libertad; por este motivo, queda delimitado un sector de la reflexión, el de la moral como disciplina normativa, que habrá de ocupar un lugar de­ cisivo en el campo de la búsqueda ideal hasta hoy, y que habrá de inscribirse mediante instituciones y prácticas reglamentarias en nues­ tra sociedad. Este cuadro de las-premisas de la concepción moral del mundo, característica del pensamiento europeo en los siglos XVIII y xix —cuyo imperio no ha disminuido en la hora actual— no resul­ taría completo si no se recordase otra mutación que se produjo en el mismo momento en el campo propiamente filosófico. Mientras que el movimiento del pensamiento cristiano llega para poner el acento en el hombre en tanto espiritualidad empírica singular y au­ tónoma, la nueva teoría filosófica, que toma en cuenta a la revolu­ ción científica copémico-galilea, construye una nueva figura del su­ jeto cognitivo. Este ya no es entendido como siendo ante todo per­ cepción, sino como pensamiento puro, como lugar de las ideas y de sus combinaciones. Se trata del advenimiento de lo que el kantismo denominará sujeto trascendental, cuya actividad consiste en ligar las ideas según su orden de inteligibilidad. Paralelamente, en este mis­ mo campo teórico se impone —contra el formalismo de la lógica es­ colástica— un método «para conducir adecuadamente su espíritu en las ciencias» y cuyo criterio es el de la evidencia de la idea, de su claridad y de su distinción, y de la claridad y de la distinción de los lazos que unen necesariamente a tales ideas con otras, no importa cuáles sean; de esta exigencia epistemológica del cartesianismo ha­ brá de surgir, en un nivel más trivial pero asimismo importante, la voluntad del libre examen; asi como sobre la revolución física de Copérnico y de Galileo se edificará una corriente científica cada vez más rigurosa y poderosa que opone, a la vieja metafísica, la imagen triunfante de la filosofía natural. La moral contra la metafísica

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Una vez precisados brevemente estos puntos, es necesario adver­ tir que la construcción de la moral en tanto disciplina que tiene que definir y fundamentar las reglas de la conducta de «el hombre en ge­ neral» fue vacilante a partir de la segunda mitad del siglo xvn, que conoció un triunfo ejemplar con la publicación de la Crítica de la razón práctica* en 1788 y que luego se pierde en los meandros de la ideología; tomándose este término, esta vez, en su acepción de ope­ ración de encubrimiento de las relaciones reales. Al parecer, estas va* Hay varías ediciones, por ejemplo: Losada, 1968 y Austral. Madrid, 1975 (N. T.). 481

cilaciones se deben a dos causas complementarias: por una parte, 1e situación teórica es tal que el discurso moral sigue siendo estrecha­ mente tributario del intento metafíisico religioso que lo englobaba hasta entonces y encuentra por ello muchas dificultades para exhibir su objeto y descubrir su vocablo fundador; por otra parte, el mismo está constantemente atravesado por polémicas políticas, religiosas 5 hasta científicas que comprometen su voluntad de autonomía. Per lo demás, este estatuto mal definido, inestable, hace muy interesan­ tes las discusiones del siglo de las luces: son reconocibles inversiones y cambios de posición que hacen muy frágiles o arbitrarias la opi­ niones del momento, inspiradas con suma frecuencia en la referen­ cia a la insulsez moralizante del siglo siguiente. Con el fin de presentar lo que se ventila en estas discusiones, re­ sulta adecuado referirse al texto que ofrece su conocimiento a la ver más penetrante y más amplio: el Diccionario histórico y critico ¿? Pierre Bayle. Aparecida en 1697, esta obra, al militar vigorosamente por la tolerancia religiosa, al denunciar irónicamente la arrogando de los razonamientos de los teólogos y de los metafísicos, al recor­ dar la admirable disparidad de juicios humanos de que da testimo­ nio la historia, al acorralar al dogmatismo en cualquier parte que s; manifieste, al reducir los enunciados rectores y los sistemas a lo qu* efectivamente afirman, anuncia la lucha de los pensadores de las lu­ ces contra las instituciones y las prácticas opresoras. Al desarticular la herencia cartesiana, Bayle extrae de ella el espíritu de libre exa­ men para volverlo contra un doble «prejuicio» de la doctrina de Des­ cartes: la voluntad de fundamentación metafísica y el lugar exorbi­ tante acordado al modelo matemático. A este último le opone la ex­ periencia del historiador, que, con tal que sea combinada con uní investigación y un control minucioso, no le va en zaga en cuanto i certidumbre. Lo que ante todo hay que retener como importante para el pre­ sente análisis es el hecho de que Pierre Bayle se esfuerza constante mente en hostigar las contradicciones que atraviesan tanto a la teo­ logía como a la nueva metafísica —anticipándose de este modo a li Dialéctica de la razón pura de Kant—, reduciéndolas a sus dimen­ siones empíricas, es decir a apreciaciones contingentes que apuntan a las costumbres y a las conductas; luego, y sobre todo, toma par­ tido en una discusión decisiva: la riqueza de su información histónca, la habilidad polémica de que hace gala le permiten afirmar tp: la implicación comúnmente establecida entre la pertenencia religiosa y la moral es falsa. Son numerosos y conocidos los ejemplos, en ¿ antigüedad pagana, de hombres admirables y virtuosos que no cunocían al verdadero Dios; y, hoy, no hay razón alguna que permat acusar a los impíos, los ateos, los libertinos, de atentar sistemática­ mente contra las reglas de la moral. Porque no hay ningún lazo ne­ cesario entre los principios pregonados por los individuos y su con­ ducta: «Se cree, equivocadamente, que las motivaciones religiosa son las únicas motivaciones de la acción; ahora bien, hay otras, tais como el amor por la alabanza, el miedo a la infamia, y muchas otra 482

más, con frecuencia mucho más poderosas que las motivaciones re­ ligiosas, capaces de conducir a acciones virtuosas»(l). En suma, los asuntos religiosos y los asuntos morales son perso­ nales y, además, son asuntos separados. En determinados dogmas, la fe remite a la concepción que se tiene de la divinidad; concepción para la que las demostraciones racionales no son más que una formalización abstracta; la acción es un problema de costumbres, de cir­ cunstancias y de convicciones individuales. Estas tomas de posición son indicativas de las vías que va a poder seguir el combate tanto contra la vieja autoridad de las instituciones religiosas —cuyo papel en la administración de la sociedad es considerable— como contra la nueva autoridad adquirida por las doctrinas metafísicas y los sis­ temas científicos de que ellas se han apoderado. Como ya se ha se­ ñalado a propósito de Descartes, este combate muy bien puede atra­ vesar al mismo edificio doctrinal. Con el fin de poder dominar esta abundancia, podría adelantarse que en cada uno de estos campos en que se ejerce la actividad intelectual, una contracorriente original e innovadora se opone a la corriente dominante, sin que no obstante sea posible reconocer dos campos homogéneos que agrupen a los an­ tagonismos. Por ello resulta muy ligero, por ejemplo, admitir como actuante la existencia de un «campo materialista» y progresistaque se alzase contra el idealismo, agente de la monarquía y reflejo del modo de producción feudal. Así es como en el seno del pensamiento teológico nace una teo­ logía natural, que, en sí, se nutre de una doble inspiración, raciona­ lista o propiamente naturalista, que va a dar las dos vertientes de la religión natural —la que prefigura el culto del ser supremo institui­ do por Robespierre y que anuncia la Profesión de fe del vicario saboyano de Jean-Jacques Rousseau— y que lucha, con todas sus fuer­ zas, contra la teología oficial, la teología de la revelación; así es como la nueva metafísica, que, hay que recordarlo, es también la nueva teo­ ría del conocimiento que da crédito a la ciencia revolucionaria de Galileo, será pronto contrabatida por otra filosofía, mucho más fácil de incluir bajo la única bandera del empirismo y que habrá de de­ volver contra la idea misma de la metafísica el principio de eviden­ cia; así es como la teoría política preocupada por asegurar, desde Maquiavelo hasta Bodino, la soberanía del estado contra las preten­ siones de las iglesias y de los príncipes resulta discutida por una in­ vestigación más exigente que reclama que se plantee la cuestión de la soberanía legítima; así es como contra la ciencia deductiva que se cree suficientemente garantizada por su aparato matemático se ma­ nifiesta una voluntad masiva de observaciones y de experimentacio­ nes; y así es como los encargados tradicionales de la moralidad, los religiosos, ven que a sus certidumbres y a sus prescripciones se les opone gente de buenos modales que invoca principios que excluyen toda sacralidad. Ahora bien, dado el contexto, y para defender la independencia (1) Dictionnaire..., ed. de 1715, t. III, pág., 988. 483

de la moral, estos últimos pensadores toman como referencia la con­ ciencia en su estatuto específico de ser empírico y subjetivo. A partir de entonces, lo que puede aparecer hoy como «empirismo e insul­ sez» se constituye como instrumento de combate contra la autoridad eclesiástica. Es el caso, por ejemplo, de Anthony de Shaftesbury } de Francis Hutcheson —cuya obra central, Investigaciones sobre e, origen de las ideas que tenemos de la belleza y de la virtud, aparedc en 1725—, clasificados corrientemente como «moralistas del senti­ miento». Para entenderles adecuadamente, hay que recordar anü todo que el tema del sentido moral sólo adquiere su significación ei tanto que se integra con el de la sociabilidad natural: el agolpamien­ to de los hombres en sociedad no es producto de la coacción o c: un mandato divino; resulta de una disposición inmanente de la na­ turaleza, de una «providencia» que procura la armonía y el bien di cada especie. A causa de esto, toda la empresa, llevada a cabo baj: los auspicios del testimonio de la conciencia, consiste en reunir —ez. la perspectiva de una naturaleza humana que ya los estoicos habíax hecho familiar— lo que la teología de la revelación, seguida en est: por la metafísica, consideraba como esencialmente separado: lo em­ pírico y lo cognitivo, por una parte, y, por otra, el interés del indi­ viduo y el fin universal que tienden a la comunidad o al género hu­ mano. La realidad invocada para operar esta doble conjunción a. precisamente, el sentido moral. Este último se define como la capacidad de juzgar, pertenecida a todo hombre en tanto que tal, lo que es bello y bueno moralmente distinguirlo de lo que es malo y feo y combinarlo con el poder ó: adecuar la acción a ese juicio. La singularidad de esta cap acidar —de buena gana podría decirse su secreto— reside en que es espontá­ neamente desinteresada y esto aunque participe de la efectividad j del registro de las pasiones. Hay una pasión por el bien que se haLí en el origen de la acción virtuosa. Ella se inscribe, por decirlo así» si las fibras espirituales con el doble estatuto de la pasividad y de^ espontaneidad. La experiencia da constante testimonio de su exis­ tencia, o de lo contrario «tendríamos los mismos sentimientos harta un campo fértil que hacia un amigo generoso». Por este motivo, = egoísmo se escinde en dos partes que no son contradictorias shi para los ojos de una tradición demasiado ocupada en cultivar la is titución como para ver la realidad: en el acto moral, él desea aquek mismo que participa en la virtud y en la felicidad de la comunidíc La búsqueda de la satisfacción individual y la elevación del grsai de ser parte del todo no son, de ningún modo, incompatibles. Es también la actitud que habrá de adoptar Adam Smith cuanta dé a conocer en 1759 su Teoría de los sentimientos morales*, una: diecisiete años antes de publicar Investigación sobre la natunneza... **, que echa los cimientos de la teoría de la economía liberal có­ sica. Aunque él niega la noción de sentido moral, aquélla que le r** Véase en el Colegio de México. México, 1941 (N. T.). ** Véase en Alianza. Madrid, 1961 (N. T.). 484

rece que induce la idea de una relación objetiva entre el sujeto que percibe y el «objeto» percibido, afirma, del mismo modo, que en rada cual existen sentimientos profundos de adhesión y de repulsión ante tal o cual conducta. La aprobación y la desaprobación en tanto simpatía y antipatía son anteriores a las reglas morales que no son más que la formalización de un acuerdo. Además, la moral discipli­ naría no podría ser sino el resultado de una inducción prudente; y, todo caso, no constituye más que un toque de atención. Nunca, m el dominio de la conducta, el razonamiento ha convencido a na­ die. Se puede señalar, con suma justeza, un fondo común a la natu­ raleza humana. Esta es, asimismo, y en cierta manera, la posición tomada por David Hume, con la diferencia aproximada de que la naturaleza humana es concebida como constituida de parte a parte ñor la experiencia, no pudiendo su unidad, por este motivo, ser sino histórica. Así, en un primer momento, la reivindicación de la autonomía del sujeto moral —que también será defendida por los enciclopedis­ tas, Diderot y Rousseau— tiene como objetivo el liberar a la indi­ vidualidad del peso de la institución religiosa, pero también del ri­ gor abstracto de las doctrinas racionalistas. De hecho, si esta empre­ sa —con unas pocas excepciones, entre ellas la de Hume— se efec­ túa en una perspectiva de una moralización trivial, tiene, con todo, el mérito de oponer a la imagen de un «sujeto» —obediente a las igle­ sias, a los príncipes y a las corporaciones— y la de un «yo» Ubre cuya libertad total acaba finalmente conformándose con la razón, la representación de un dinamismo empírico armado con su sola con­ vicción y consciente del compromiso real y contingente que implica Da acción. Moral y libertad En verdad que no conviene indagar en el camino seguido por una razón profunda —franca o artera— la expUcación de la concomi­ tancia entre dos acontecimientos: la revolución francesa, por una parte, y el establecimiento de una moral teórica, por otra. Resulta pertinente señalar que el autor de la Critica de la razón práctica que, al igual que muchos intelectuales alemanes, acogió con entusiasmo a 1789, supuso una excepción en la medida en que siguió siendo fiel a la revolución hasta su muerte, en 1804. Se ha dicho —y no sin fundamento— que la obra de Emmanuel Kant completa el recorrido de la metafísica iniciado con Platón y Aristóteles: el proyecto de un saber que afirmase como verdad lo que ocurre con el ser por intermedio de un discurso suficiente acaba siendo devuelto, bajo cualquier forma que adquiera, ontología, teo­ logía, sistema de la naturaleza o sistema del aúna, a las ilusiones de la razón especulativa, ya que los únicos conocimientos en los que el hombre puede seriamente apoyarse son los enunciados verificables de las ciencias experimentales. El proyecto consecutivo de la meta48 5

física de promulgar las reglas a las que el sujeto actuante debe obe­ decer resulta arrojado a la categoría de las falsedades, ya que la ún> ca regla que dicho sujeto puede consentir es la de la autonomía. única cuestión especulativa que permanece es la siguiente: ¿qué es­ toy en derecho de esperar? Y precisamente este interrogante es el qte no podría recibir una solución especulativa: éste es un problema oí profundización de los conocimientos, de rigor en la acción y de re­ flexión en el dominio politicojuridico. En estas dos últimas zonas, la moral y la política, el siglo de la luces había sido ilusionado por el sueño de constituir una sociedai de los espíritus que, basándose en sus conocimientos y su volunta filantrópica y constituyéndose en una especie de déspota iluminad: colectivo, habría de ocuparse del destino de los pueblos. Kant esSblece con firmeza que esta sociedad sólo podría estar constituida p:r la humanidad por entero, con tal que ésta consiguiese que cada en: de sus miembros reconociese ser «legislador y sujeto en un reino zs fines». Sobre este principio se establece «la moral de Kant», de a que hay que recordar, de una vez por todas, que no prescribe nart sino que construye las condiciones de posibilidad de una acción ral, es decir de una acción que sea una acción, y no el producto de deterninismo o el resultado de la obediencia. Para captar adecua­ damente lo que esto significa, hay que retornar a las conclusiare de la Critica de la razón pura*. Esta demuestra que el mundo fen> ménico —todo lo que ocurre en el espacio y en el tiempo, y por t u ­ to no sólo la naturaleza, sino también el hombre en su realidad em­ pírica, como cuerpo y como conciencia— está sometido al princáü universal del determinismo, es decir al encadenamiento riguroso as las causas, los efectos y las interacciones. Además, todas las discrsiones concernientes a la libertad de la subjetividad empírica sonachazadas como desprovistas de objeto; visto por el físico, el psixlogo, el biólogo, el hombre no es libre. Pero puede constituirse como libertad. No en el sentido de cíe pueda elegir esto o aquello cuando lo desee. Su elección se maniñsta no en los objetos empíricos, sino en la autonomía o en la hete~:~ nomia. Puede aceptar obedecer, ceder a las motivaciones, inscribí-» en el registro del determinismo, en el campo de la dependencia. Piede, asimismo, negarse y pretender ser su propio maestro y no aca­ tarotrasleyesquelas que¿1 haya promulgado. Esta elección es in ­ temporal», en el sentido en que corresponde a todos los instantes ' en el de que nada, jamás, se pierde o es adquirido definitivameat Con esta óptica, Kant erige un cuadro de «valores» propuestos z 2 elección de los hombres: estos son dados como objetos que actim sobre la voluntad en tanto que fines para determinarla práctican»te. Tales son, por ejemplo, entre los «principios» subjetivos o esta­ ncos, el afecto físico como lo concibe el epicureismo o el sentido =¡iral cuya función según Hutcheson acaba de verse, y, entre los pm* Hay varías ediciones; véase Losada, Buenos Aires, 1970 y Alfaguara, M acrt 1978 (N. T.). 486

cipios objetivos o racionales, la idea de perfección como la entien­ den los metafísicos racionalistas o la voluntad divina de la teología. Ahora bien, en este proceso hay una contradicción dirimente: cual­ quiera que sea el «principio» elegido, convierte en sierva a la volun­ tad. He ahí la elección de la teoría clásica del libre albedrío: este úl­ timo sólo se cumple aboliéndose. Kant suministra la prueba de la caducidad de todas las morales doctrinales, de otro modo, en la Critica de la razón práctica, plan­ tea, a título de definición, que un principio práctico, es decir capaz de fundamentar toda (o no importa cuál) conducta, debe ser una ley y ser «válida para la voluntad de todo ser razonable». En otras pa­ labras, la ley moral no puede ser sino objetiva. A partir de entonces, hay que apartar todo principio que apele a la facultad de deseo o al amor de sí, a la felicidad individual. De modo más general, el prin­ cipio que puede determinar la voluntad prácticamente sólo presen­ tará una forma y excluirá todo contenido, toda materia. La única ley capaz de determinar necesariamente una voluntad libre se define por su universalidad. Toda la «moral de Kant» se basa en esta «ley fundamental de la razón pura práctica: actúa de tal modo que la má­ xima de tu voluntad pueda siempre valer, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal». Esto quiere decir, entre otras cosas, que la manera en que el sujeto puede ser libre —es decir ser sujeto— consisteenser autónomo, ser legislador y sujeto, constituir­ se como amo de todas las determinaciones y, en consecuencia, en negar toda sumisión. La realización de sí como sujeto es en sí misma su propio fin: su condición es la eliminación de todas las moti­ vaciones empíricas —desde la búsqueda del placer hasta el espíritu de sacrificio y el amor a Dios—, así como de todos los modelos elaborados por la ontología racional, cuya variedad demuestra que ellos no son más que la formalización de estos mismos datos empíricos. De la moral a la moralización Es conocido el reproche que corrientemente se le hace a esta con­ cepción rigurosa, y Charles Péguy es quien nos ofrece su formula­ ción usual: «El sujeto kantiano tiene las manos puras, pero carece de manos.» Semejante incomprensión sólo puede provenir de la ig­ norancia de los textos. Sin embargo, tal ignorancia no podría ser ino­ cente. Y si observa de más cerca, se advierte que ella resume, con gran ingenuidad, lo que el siglo XIX académico, cristiano y burgués hizo del análisis kantiano. En las páginas que habrán de cerrar este capítulo ponemos entre paréntesis la manera en que las grandes fi­ losofías de la historia, las de Hegel, Comte, Marx, Spencer, han tra­ tado el problema moral, reintegrándolas a una perspectiva más am­ plia, para no considerar sino las filosofías que han pretendido ser ex­ plícitamente filosofías morales y que, para lograrlo, han utilizado la «brecha» kantiana, con el fin de reducirla. 487

En el año 1830, el abate Migne, en su Diccionario de los errorez —anticipándose a las «refutaciones» más tarde asestadas por los marxistas, con Lenin al frente— acusaba a Kant de haber sido agnósti­ co en materia de conocimiento e inútil y abstracto en materia de mo­ ral. Hablaba como buen teólogo, preocupado por prescribir reglas múltiples. Los filósofos oficiales del estado francés van a ser más há­ biles. Ellos saben que ya no es posible encargar al clero la educadcr moral de la juventud (y, seamos justos, algunos consideran que est: no es deseable). Asi pues, habrán de construir la institución que [; sustituya: será la instrucción pública. Su gran maestre será Victo: Cousin, que atravesará triunfalmente muchos regímenes y cuya irfluencia pesará todavía ampliamente en la IIIa república (y, al pare­ cer, hasta algo después...). Lo que va a surgir de su acción, que re­ gula los programas de los colegios, de los liceos y de las universida­ des, es precisamente una ideología: un discurso claro, bien informa­ do, que presente todas las apariencias de la coherencia, y cuyo efec­ to consista en legitimar y hacer amable aquello de lo cual es efectc a saber un poder que busca su conservación y, si es posible, su for­ talecimiento. ¿De qué se trata? De convertir a Francia en una gran nación ci­ vilizada; por consiguiente, de proseguir la empresa de centralizadci administrativa y política, otorgando a aquellos que tienen del bise la parte de responsabilidad que les corresponde, el mantener las cor­ quistas legitimas de la revolución, la libertad, la igualdad y la pro­ piedad; el industrializar el país y acrecentar la masa de riquezas; 5 pronto, el hacer resplandecer la civilización francesa en el mundo 1 través del comercio y la educación de los pueblos atrasados. Ahore bien, en este programa hay contradicciones: tal como no dejan ce señalarlo los socialistas y otros utopistas, el desarrollo industrial irtroduce una profunda desigualdad, miseria de los trabajadores per un lado, ganancias considerables de los propietarios por el otro; Iz gloria de la patria exige sacrificios; y la conquista de un imperio su­ pone, además de las ventajas materiales que aporta, la certeza ce que se está en su propio derecho... La ideología francesa oficial —la de las «Tres Gloriosas» cuanc: el desencadenamiento de la primera guerra mundial— no reparan en medios; será ecléctica; pero el eje alrededor del cual se organizan es la moral. Del movimiento de contestación del siglo XVIII, com­ pletado por Kant, ella recobra el hecho de que la nación está cons­ tituida por individuos que son, todos, libres e iguales de derechc que tienen necesidades vitales y que también son personas, dándos: por entendido que persona = conciencia = subjetividad = yo; ella exa.ta la espiritualidad como la mejor parte del hombre; ella la ha de­ finido —citando a Maine de Biran— como querer, como instan» superior capaz de combatir las necesidades excesivas y los desees anárquicos; contra Kant, ella rehabilita «las facultades superiores de desear», el amor al prójimo, a la patria, la familia, el trabajo; en* define de este modo todo un juego de valores que conforman un te­ clado suficientemente diferenciado como para que se pueda apoyar 488

según las circunstancias históricas, sobre tal o cual tecla. La lucha feroz que se desarrolla en Europa y que se va a extender por el mun­ do entero para la acumulación de bienes materiales encuentra «su aroma espiritual», para retomar la fórmula de Marx, en la afirma­ ción de un progreso espiritual específico y concomitante. Y cuando la ferocidad esté realmente bien afirmada, habrá siempre un pensa­ dor, como Henri Bergson, para reclamar «un suplemento de alma» o, como André Malraux, para construir «museos imaginarios». Al mismo tiempo que se impone este esquema humanista —en los manuales de filosofía se encuentra reunida la clasificación de las tendencias, donde figuran, en el más bajo nivel, los instintos (ali­ mentación, sexualidad, gregarismo) y, en el más alto nivel, el dina­ mismo espiritual (la verdad, la belleza, Dios)—, se organiza una pe­ dagogía social, cuya notable eficacia es preciso destacar. En el siglo XIX, en el que sobre todo importa formar las élites y los cuadros, se considera que la policía y el ejército bastan para obtener la obedien­ cia de los trabajadores y, más tarde, la sumisión de los indígenas de ultramar. Sin embargo, al agravarse las contradicciones, al hacerse más pujantes los movimientos reivindicativos, al accionar con su pro­ pio peso el espíritu del sistema educativo, la enseñanza se extiende al conjunto de la población —en Francia, el Reino Unido, Alema­ nia—. No se trata aquí, por cierto, de rechazar la amplia difusión de los modales y los conocimientos. Pero hay que señalar que ella se ha abastecido de un programa de moral, incluso de una enseñan­ za de la historia que no sólo exalta el nacionalismo sino que tam­ bién apunta a una moralización cívica que, de un modo elemental, reedita este mismo esquema e impone este mismo juego de «valo­ res». Por cierto que resultaría muy ingenuo pensar en un plan con­ certado: se trata más bien de un conjunto de ideas cuya circulación se ve facilitada por la topografía de los poderes— el jurídico gober­ nando las relaciones sociales; el económico, el trabajo; el familiar y el religioso, la vida cotidiana; el político-administrativo, la ciudada­ nía; el escolar, la instrucción; el médico, la salud; y de esta configu­ ración se alzan los vapores rosáceos y tranquilizadores de la mora­ lidad. Es de destacar que, en Francia, la preocupación moralizante ha alcanzado todas las esferas de la producción intelectual; juega un gran papel en la filosofía hasta el primer tercio de nuestro siglo. Por lo demás, el mantenimiento de las estructuras religiosas en la ense­ ñanza ha asumido con frecuencia esta función. Pero más allá de eso, en el moralismo burgués conquistador se producen formalizaciones lógicas o retóricas. No hay sino que citar al poeta oficial de la In­ glaterra victoriana, Rudyard Kipling, cantor de la superioridad le­ gítima del hombre blanco, adulto y civilizado, al que su inteligencia industriosa, su bravura y su generosidad proponen como modelo y como amo a los pueblos del mundo. El refinamiento y el esfuerzo demostrativo están más desarrollados en los textos de los teóricos alemanes; invocan ellos métodos originales, por ejemplo, fenomenológicos. Resulta gracioso ver a Max Scheler dedicándose a refutar a 489

Kant, o, más exactamente, a superarlo otorgándole un contenido: en cuanto al contenido, el mismo no tiene otra originalidad que la de presentar, de manera más ingeniosa, la tabla de valores tradicio­ nales dispuestos según la jerarquía acostumbrada, de lo sensible a 1c religioso pasando por lo vital y lo espiritual; en cuanto al método, éste se conforma con tomar de Edmund Husserl la teoría de la in­ tencionalidad, con el fin de asegurar el realismo de los valores sir comprometer la posición del sujeto. Desde entonces, todas las filosofías de los valores retozan en lar mismas aguas. Cualesquiera que sean las fuentes en que se mitrar —la psicología fenomenológica (o no), la psicología animal y su tras­ formación etológica (Konrad Lorenz), la cosmología racional (c; Teilhard de Chardin a Jacques Monod), las distintas hermenéutica* religiosas (o no), las diversas sociologías, etc.—, todas apuntan a h moralización y reiteran el principio de la sumisión. Resulta signifi­ cativo que el marxismo, en los desarrollos que le infundió la ortcdoxia soviética, no escape a esta ola normalizadora: de la exaltacici del héroe positivo de las novelas de Ilya Ehrenburg a la pedagogo de Makarenko, del estajanovismo a la teoría de lo verdadero, lo be­ llo y el bien enunciada por Andrei Zdanov, este marxismo constru­ ye su moral teóricamente humanista y prácticamente terrorista, es la que la casuística mezcla con habilidad los valores de la tradición, la patria y el trabajo con la ideología del internacionalismo proleta­ rio —gracias a lo cual el estado no cesa de fortalecerse y de eliminr las disidencias, exactamente como un estado burgués... La ideología moral y la conciencia moral —aquélla producienc: realmente a ésta a través del juego de las instituciones religiosas, firídicas y pedagógicas— constituyen el eje y el «aroma espiritual» ce estado-nación en su formación y su fortalecimiento. Hoy, en la épi­ ca de lo que se denomina «la ideología de la ciencia», ellas se anculan, no sin conflicto, con los discursos de los poderes científicotécnicos y del estado omnisciente. Sin embargo, la referencia que * ha hecho a Pierre Bayle y a Kant significa claramente que hay otrz cosa en esta idea de la libertad en tanto autonomía de la voluntar singular de la que se ha apoderado, para volverla insípida, la mera disciplinaria: entre otras, el que supone un deber el imponer su > bertad, y ello hasta la insurrección. Esta fuerza estaba presente 9 la revolución francesa. Lo está todavía, más allá de las naciones 1 de los estados. BIBLIOGRAFIA BAYLE, P.: Dictionnaire historique et critique, Rotterdam, 3 vc>~ 1697; 2.* ed., 4 vol., 1715. BENTHAM, J.: Introduction aux principes de la morale et de la egislation, 1789, tr. fr. 1802. — Panopticon, 1802, ed. Browning. Blondel, M.: L ’action, 1893, PUF. 490

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2. L a O B E D IE N C IA Y LA LEY:

el derecho

por Évelyne Pisier-Kouchner Las revoluciones francesa y americana del siglo xvm, cualesquie­ ra que por otra parte fuesen sus difeiencias(2), son portadoras de una primera idea simple: el poder de uno solo (o de algunos) es in­ tolerable; nada garantiza que no se lo ejerza arbitrariamente, por­ que en virtud de su origen, su objeto no podría ser sino particular. Ni Dios ni sus representantes, ni la naturaleza de las cosas, obra di­ vina, lo legitiman: quebrantada la creencia virtuosa en su necesidad, se necesita «otra» creencia. Asi ingresamos en la ¿poca moderna: la de la «paz burguesa» que implica un determinado tipo de organiza­ ción social y un orden jurídico especifico. La nueva creencia se enun­ cia en términos jurídicos: «El derecho presenta el carácter particular de hacer aceptar por los individuos unas reglas cuya existencia ellos experimentaban como una coacción insoportable durante todo el tiempo en que eran asimiladas al triunfo de una iglesia. El juego de manos consistió en reemplazar una teología por otra dejando que se creyese que con un cambio de denominación se verificaba un pro­ greso real»(3). El cambio de denominación alcanza directamente al derecho: el derecho es porque es positivo, porque se ha liberado de las metafí­ sicas del derecho natural. Pero con la positividad del derecho se ela­ bora también una doctrina del derecho natural(4), dada la afirma­ ción que el derecho está hecho para y por el hombre y que ninguna otra fuente puede legitimar el poder. La disposición política de semejante creencia impone en lo suce­ sivo una extraña lógica: únicamente la generalidad de la ley traduce la soberanía de la voluntad individual. No hemos terminado de ma­ ravillamos ante las ambigüedades iniciadas por tal aserción: la ley es general en virtud de su origen y en virtud de su objeto, no emi­ tiéndose ninguna duda en cuanto a la reciprocidad necesaria de es­ tos dos elementos sin que no obstante sea más clara su significación respectiva. En nombre de su voluntad (general), debido a su interés (gene­ ral), el individuo razonable reina: los nuevos sacerdotes del viejo es­ tado no tienen de qué arrepentirse. «La ley es la expresión de la voluntad general» significaría, ante todo, que el individuo es origen de toda ley. Por cierto, la ley impli­ ca una obligación de comportamiento, un imperativo, una «orden», pero el hombre no se obliga sino a si mismo y no obedece más quj al mandamiento que se fija. La ley borra al poder puesto que ya nz (2) Cf. por ejemplo el análisis comparado de ambas revoluciones por J. Habermas: Théorie el pratique, 1.1, Payot, 1975. En castellano, Teoría y praxis. Sur. Bue­ nos Aires, 1966 (N. T.). (3) A.-J. Amaud: Communication au séminaire de pensée politique (Jean Efcprat), junio de 1975. (4) Ibíd.

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nombra y el poder sólo es legítimo por ser legal, vale decir, en s te sentido, querido. ¿Querido o consentido? De la volición que acrona al consentimiento más pasivo hay ese matiz psicológico que J5 discursos clásicos han sabido borrar. Rousseau previó la sutil marfpulación, pero será traicionado dos veces en cuanto a su afirma­ ro n de que la voluntad general no es la suma de las voluntades in­ dividuales: la voluntad general será representada, la voluntad gene­ ra! será mayoritaria. El individuo legislador no es más que un mito: el sistema repre­ sentativo no es solamente traición a ese Rousseau que se atrevía a concebir un pueblo demasiado soberano como para haber podido ap o n er a sus «delegados» un mandato imperativo. Tiene ¿1, asimis­ mo, otra función cuyo carácter paradójico no siempre se percibe; se trata de censurar al legislador, de despojarle de toda iniciativa e in­ dependencia, de confundir su voluntad con la de la nación; confron­ tando la idea de ley con la de sistema representativo, Georges Bur¿eau pone el acento, con justeza, en esta función esencial: «Dado zue esta voluntad rompió inevitablemente el lazo que une a la ley ;an la regla de derecho superior, dado que ella llevó a hacer de la Ley la obra'del órgano legislativo, dado que, por último, ella invali­ dó el concepto de ley-voluntad general, la doctrina revolucionaria riega pura y simplemente su existencia. Y esta negación es la esen­ cia misma del sistema representativo tal como fue elaborado en el siglo x v i i i . Toda esta sabia construcción, si se sabe considerar su airanee, tiene por objeto no tanto afirmar la inalienable soberanía del pueblo como negarle al legislador toda autoridad verdadera^). La teología sabe funcionar: no se trata de lograr que prevalezca la voZuntad del pueblo, ni la de sus escasos representantes; se trata de que el espíritu de las leyes no invalide a la norma en su poder im­ personal, de que la humana, variable y frágil voluntad legislativa no socave, desmitificándolos, los milenarios fundamentos de la obedien­ cia. En este sentido, la ley, expresión de la voluntad general, sólo pue­ de reflejar la norma, inexpresiva e impersonal. En esta impersona­ lidad reside el estado. La proclamación del principio de separación de los poderes no contradice este análisis: si nos atenemos a la definición «revolucio­ naria» de la ley, proclamar a la vez la independencia de los tres po­ deres y la sumisión del ejecutivo y el judicial a la ley carecería de sentido. En efecto, quién no advierte que esta definición del estado constitucional «remite como su fundamento a la ley que, por otra parte, ella considera como obra de un poder particular». El admira­ ble Eric Weil extrae de ello esta conclusión esencial para nuestra de­ mostración: «Defecto formal de la definición, esta remisión incons­ ciente a la ley revela asimismo la naturaleza de la forma constitu­ cional del estado. Se trata de la existencia actuante y eficaz de una ley fundamental que, sin poseer obligatoriamente un estatuto par­ ís) G. Burdeau: «Essai sur Févolution de la notion de loi en droi franjáis», en A r­ chives de philosophie du droit, núms. 1-2, Sirey, 1939, p&g. 24. 493

ticular entre las leyes, es reconocida como tal por todos»(6). Poco importan, para este momento de la demostración, el contenido y el estatuto de esta ley fundamental, si resulta claro que la normaliza­ ción de la obediencia puede prescindir de la supremacía de la ley po­ sitiva. Su consecuencia lo confirma: ¿se ha tenido suficientemente en cuenta que el acontecimiento del sufragio universal coincide con el de la declinación de la ley? En la escena del siglo XIX, con la volun­ tad general tomada al pie de la letra, la reivindicación democrática amenaza a la norma y acentúa el proceso: en el momento en que el órgano legislativo corre el riesgo de ser elegido por sufragio univer­ sal, hay que quitarse las últimas máscaras y poner punto final al mito de su primacía. En mayor grado todavía que antaño, hay que censurar al legislador en tanto voluntad subjetiva. Es sabido que Comte se dedicará a ello con obstinación, y seguirán su línea algu­ nos desgraciados juristas, entre ellos Duguit(7). Comte «está con­ siderado como el valeroso perdonavidas del antiguo régimen en una época en que éste ya hace mucho que se ha derrumbado y en que la burguesía también hace mucho que ha afirmado su poder social y económico»(8); Duguit está considerado como perdonavidas no menos valeroso de la soberanía estatal y del poder público: junto con muchos más, uno y otro consagran el advenimiento de un esta­ do tecnocrático que sólo ha dado nueva vida a las ciencias de su do­ minación. Con ellos comienza la era llamada de la declinación de la ley: con el fin de escapar a las manifestaciones de voluntad del le­ gislador, es necesario ridiculizar la ley y, con buena fe, adorarla so­ lamente si es convertida en norma: otras palabras para un eterno sis­ tema. Además, en el plano constitucional, la soberanía de la ley posi­ tiva puede ser criticada severamente: en todas partes la ley pasa a ser obra de los ejecutivos, de las administraciones, de las burocra­ cias encargadas de promover «el interés general» y cada día con k intervención más directa, más espontánea en nombre de una mayor eíicacia(9). Se trata de la otra cara de la ley: general por el objeto, y es ésta su verdadera y exclusiva significación. La ley no podría privilegiar los objetos, los intereses particulares. Nunca se repetirá suficiente­ mente que pretendiendo de este modo ponerle una vela a Rousseau los constituyentes de 1789, y los otros, caen en un odioso contrasen­ tido. Para Rousseau, esta generalidad del objeto-ley sólo se realiza en la democracia política directa. Pero Rousseau, que pregona la re­ té) E. Weil: Philosophie politique, Vrin, 1956, pág. 164. (7) Cf. E. Pisier-Kouchner. Le service public dans la théorie de 1‘i ta t de Léon £&guit, LGDJ, 1972. (8) H. Marcuse: Raison et révolution, tr. fr., Ed. de Minuit, 1968, p. 396. Enca*tellano. Razón y revolución. Alianza. Madrid, 1971 (N. T.). (9) En relación con todos estos puntos, cf. L. Nizard: Changement social et ar­ paren d ’Etat, Grenoble, pp. 65 a 91 y J. Chevalier, «L’Intérét géneral dans l’adm irjtration franpaise», en Revue Internationale des Sciences administrativas, 1975, n. 4, 494

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belión(lO), no es de su tiempo, y la revolución burguesa no puede, por su lado, sino desnaturalizar su discurso y hacerle que pregone el orden. La reivindicación de una ley general mediante el objeto con­ serva las mismas ambigüedades: ella es, a la vez, protesta contra lo arbitrario y sueño de una sociedad razonable, racional, rentable. La ambigüedad se expresa en la raíz misma de la reivindicación más significativa: instrumento de lucha contra la tiranía, la genera­ lidad de la ley lleva consigo la igualdad. Si el interés general tiene valor de mito, ello se debe a que enmascara la jerarquía social de los intereses particulares. Esta jerarquía, o desigualdad, tiene un con­ tenido concreto variable históricamente. El marxismo no posee el monopolio de esta observación: para convencerse de ello no hay más que releer las páginas que Léo Strauss dedica a las raíces contrac­ tuales de la legalidad burguesa en la obra de John Locke(20). Si la ge­ neralidad de la ley es portadora de una reivindicación de igualdad, se la puede pensar fácilmente en términos contractuales. La ley so­ cial por excelencia será la que resulte de la convención, del acuerdo entre unas partes consideradas, en este juego, como iguales. Lo po­ lítico se amolda a la forma de este pacto: la manifestación de vo­ luntad, de consentimiento, sólo adquiere real significación respecto al principio de igualdad, y se podrá suponer adquirido el consenti­ miento desde el momento en que se respete, en su forma, el juego de la igualdad. Por poca lucidez que se tenga, todos advierten cla­ ramente que no se trata de ningún modo de igualdad real, y de que esta igualdad formal es, en sí misma, fuente de desigualdad. La for­ ma contractual es, por excelencia, la de la paz burguesa dado que ella libera la adquisición y garantiza la conservación de la propiedad. La absurda distinción derecho-público derecho-privado se nutrió, durante un tiempo, de la oposición entre ley y contrato, pero esta oposición es, evidentemente, artificial. Por otra parte, el fundamen­ to contractual de la ley nunca es sino un episodio y un símbolo en cuyos términos sigue estando la norma, y «si es verdad que el con­ trato implica en principio las condiciones para un acuerdo de las vo­ luntades, para una limitación de la duración, para una reserva de las partes inalienables, la ley que surja de ello deberá tender a olvidar su origen y a anular esas condiciones restrictivas»; si es verdad que hay «un movimiento particular del contrato que es pensado como en­ gendrando la ley exento de subordinarse a ella y de reconocer su superioridad», surge que «la función contractual consiste en estable­ cer la ley, pero también que, mejor, la ley es establecida cuando se hace más cruel y más restringe los derechos de una de sus partes con­ tratantes.. .»(12). A partir del asombroso análisis del contrato masoquista efectuado por Deleuze, se da por sabido que la interpretación funcionalista de la relación igualdad formal/ igualdad económica no (10) Cf. particularmente G. Lardreau: op. cit. (11) L. Strauss: D roit naturel et histoire, Pión, 19S4. (12) G. Deleuze: Prisentation de Sacher Masoch. Ed. de Minuit, 1967. En caste­ llano, Presentación de Sacher M asoch. Tauros, madrid, 1974 (N. T.). 495

basta para explicar la fuerza del mito contractual, y que Edipo no reside en la superestructura y reclama un papel activo en la inmensa máquina de igualar de la sociedad capitalista. El marxismo aportó una contribución decisiva a la critica de la desigualdad, pero lo que revela desvía la atención por haberlo cristalizado en una explicación hiperfuncionalista. Actualmente se proclama la declinación del derecho, ley o con­ trato en beneficio de una extraordinaria «normalización» de los com­ portamientos arrastrados, cada día más, por la pasión de la igual­ dad. En verdad, la igualdad ante la ley no es más que formal, pero este formalismo no puede ser reducido a una simple función de en­ cubrimiento de la realidad: el sujeto puede elegir una identidad, un papel, a condición de que se entienda esta libertad de elección como la que acuerdan las normas. Si bien la ley disimula la desigualdad real, tiene el extraordinario poder de distribuir igualdad en la iden­ tidad: «Ella suele construir, bajo otras relaciones, nuevas identida­ des que convierten en iguales a aquellos que, antes, y en otros pa­ peles, eran considerados diferentes...»(13). Cuanto mayor es la ca­ pacidad del poder para organizar este «juego», más fuerte es hoy su legitimidad: «Los tiranos jamás nacen de la anarquía, se los ve al­ zarse a la sombra de las leyes o apoyarse en su autoridad»(14), pero raros son hoy los tiranos que se asumirían como tales en tanto pue­ dan refugiarse en la norma. El discurso que entonces dice ésta, obli­ gatorio para su generalidad, no puede sino mostrar ironía... La reivindicación de igualdad, acompañada de la búsqueda de su perdida identidad, refuerza la utilización de la dominación en la norma. Ya Tocqueville decía que el poder se fortalece con la aspi­ ración igualitaria porque los hombres prefieren la servidumbre en la igualdad a la libertad sin igualdad. Pero esto supone creer que de­ tentan la libertad concreta de esta elección y no entrever sino el cla­ roscuro de esta pasión igualitaria. Los intentos de explicación psicoanalíticade Legendre, se los comparta o no, tienen el mérito de la desesperación: después de haber desplazado el miedo hacia el de­ seo y tranquilizado al sujeto dándole una respuesta a sus angustias, la ley realiza la relación del amor del sujeto por la institución y per­ petúala sumisión;como señala d’Arcy, «si la institución se convierte en objeto de amor, ello se debe a que recompone en su seno la uni­ dad de lo que la ley ha escindido en el individuo. El poder se sitúa bajo el signo de lo uno, unidad perdida, objeto para siempre ausente que él ofrece recobrar. Mito andrógino del soberano padre castrado y de la madre iglesia... que vuelve a hallarse en los mitos del estado moderno. De este modo, cada cual puede sublimar en la institución la parte del deseo prohibido»(15). La pasión de igualdad nunca dejaría de ser sino la puesta en cla­ ro, la puesta en carne viva de este mismo deseo reprimido en y tras(13) E. Weil: op. cit., p. 145. (14) G. Delcuze: op. cit. (15) Cf. F. d’Arcy: op. eit.

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ladado a la ley, y la época moderna vendría a ser la del culto de la ley sin que este culto pueda distinguir al estado autoritario o liberal. La igualdad sólo es pasión en la desigualdad, la identidad en la di­ ferencia. Por esto la normalización funciona mejor que la división que la instituye y a la que ella restituye ¡jugándola de otro modo! Por esto la ilegalidad funciona mejor en el seno mismo de la legali­ dad: el loco, el enfermo, el criminal, el anormal son rechazados por esta misma norma que los produce al designarlos: la marginalidad es absorbida, es menos lo que la sociedad corrige que lo que vigila(16), el poder se refugia en la norma, el orden está asegurado sin que se dé una orden, la prisión y la censura siguen siendo los fíeles instrumentos de un orificio no confesado sin que su insuficiencia con­ mueva como para llenar los objetivos que ellas pretenden asignarse: el criminal y el pornógrafo proliferan en la propia prohibición que los designa, pero que sólo afecta a la libertad o a la inteligencia(17). Es tan fuerte a veces la ilusión de creer desaparecido al estado... Se comparta o no el punto de vista «original» de Legendre, es pre­ ciso añadirle, o sustituirle, que la reivindicación igualitaria, ai barrer al positivismo de las leyes nutre el racionalismo tecnocrático de los estados modernos, al punto que «la universalidad formal de la ley y la igualdad entre los hombres no permite distinguir a los estados ‘li­ bres1de los estados ‘autoritarios1, o bien ya no lo permite: hubo un tiempo en el que la lucha politica coincidia con la lucha por la ins­ tauración del régimen moderno del trabajo social y, por consiguien­ te, con la lucha por la igualdad de los individuos contra las desi­ gualdades de nacimiento. La estructura de la sociedad, la forma his­ tórica de la lucha con la naturaleza exterior es la que exige la igual­ dad, es decir el empleo de todas las fuerzas humanas disponibles y la que exige el formalismo jurídico, o sea la posibilidad de calcular el fin de todas las diferencias que puedan sobrevenir entre quienes juegan los papeles sociales»(18). La eliminación de la monarquía ab­ soluta, y luego el advenimiento del sufragio universal, cambiaron el sentido de esta «coincidencia»: los progresos de la tecnología moder­ na aseguran en adelante la promoción del interés general buscando las «formas» racionales y rentables de la abrogación de las desigual­ dades, prescindiendo de las formas legislativas tradicionales. Pero el derecho no ha dicho su última palabra: si el normativismo suplanta a la ley, expresión del sufragio universal, él apela al reino de la le­ galidad, no valiendo cada norma sino por su conformidad con una norma superior. La ciencia del derecho se tomaría la revancha sobre lo político, y los desengaños del sufragio universal no pasarían a ser más que peripecia respecto a los progresos de la legalidad y a los be­ neficios del «estado de derecho».

(16) Cf. M. Foucault: Surveiller et punir, Gallimaid, 1976. (17) Cf. E. Pisier-Kouchner, «Protection de la jeuneusse et contróle des publications», en Revue intem ationale du droit d*auteur, abril de 1973. (18) E. Weil: op. cit., p. 147. 497

La ciencia del derecho, ciencia del estado Se trata aquí de estudiar en su misma relación dos afirmaciones distintas, proclamadas en campos diferentes, en el trascurso del si­ glo XIX, por los paladines del juridicismo moderno. Por una parte, el derecho es una ciencia autónoma, vale decir: que ha adquirido su autonomía en relación con la realidad socioeconómica, así como con cualquier referencia política. Por otra parte, el derecho no tiene ra­ zón de ser sino como sostén del estado: los actos del poder no me­ recen obediencia sino por su conformidad con una norma superior, y la fuerza sólo es legitima dada su trasformación jurídica. Estas dos afirmaciones de la autonomía jurídica y del estado de derecho son igual, pero diferentemente, falsas. La primera adquirió un sentido particular con la instauración de la «paz burguesa» en la época de la autonomización progresiva de los conocimientos: filolo­ gía, biología, economía política y, después, sociologia...(19) Ella im­ plica que, diestro en la exégesis, el jurista se convierta en ese erudi­ to, ese técnico «neutro políticamente», así como implica que el de­ recho se convierta en ciencia por esta misma cualidad de neutrali­ dad. Se trata de que el legalismo positivo es el que impone estas con­ secuencias. Pero como ya se ha visto, esta consecuencia sólo pudo desarrollarse al precio de una primera contradicción esencial: con el desarrollo del derecho natural aparecen los primeros intentos de creación de la ciencia del derecho, y sólo con el código de Napoleón se inicia el camino hacia una distinción muy clara entre la moral y el derecho, hacia una separación abiertamente proclamada del dere­ cho natural y del derecho positivo, hacia la adopción de principios tales como la fijación de la regla, la necesidad de su promulgación, la distinción entre ley y reglamento, la sumisión del juez a los textos asentados, su prohibición de interpretarlos... en una palabra, se tra­ ta de la era del positivismo. Esta proclamación impondrá SUS Con­ secuencias precisas: «Al convertirse en un erudito encerrado en su to­ rre de marfil y al meditar sobre la equidad en la regla de derecho, o bien en un anónimo dispensador de la justicia, el jurista se pone en realidad al servicio del poder legislativo»(20), este poder del que se s a b e que n o es quien lo manifiesta. Pero, al mismo tiempo, la con­ tradicción original derecho-natural derecho-positivo nunca es supe­ rada: so capa de esta distinción, el derecho puede ser totalmente po­ lítico sin jamás tener que confesarlo. La manifestación esencial de esta contradicción se perpetúa como tara a nivel de principio del po­ sitivismo jurídico, apenas se aborda el solo ejemplo del derecho de resistencia a la opresión. En efecto, en relación con sus fundamen(19) Cf. los trabajos de M. Foucault. Víanse en castellano, aparte de vigilar y castigar, ya citado en el tomo anterior, Historia de la sexualidad. Tomo I. Siglo x x l Madrid, 1978; El orden del discurso. Tusquets. Barcelona, 1974; Las palabras y las cosas. Siglo xxi. México, 1968. Yo, P. Riviére... Tusquets. Barcelona, 1976; Nietzsche, F reu d y Marx. Anagrama. Barcelona, 1970; Microflsica del poder. La Piqueta. Madrid, 1978 (N. T.). (20) A.-J. Amaud: op. cit. 498

tos, el positivismo implica que debe reconocerse el derecho de resis­ tencia a la opresión de un soberano no respetuoso de la ley y que deba negarse todo estatuto jurídico a este mismo «derecho», a no ser que se quiera caer en la anarquía, el desorden y, peor, en la incohe­ rencia intelectual, todo ello porque la ley es soberana y el soberano no puede oprimirse a si mismo. En el mismo movimiento con que se le declara ciencia, el derecho es recitado como ideología (en el sen­ tido kelseniano): la necesidad de su autonomía no es planteada ex­ plícita o implícitamente sino respecto de su función de garantía con­ tra lo arbitrario. Ningún sistema, ninguna doctrina han conseguido resolver esta contradicción irritante que, al referirse al principio mis­ mo de la obediencia, vicia fundamentalmente toda reflexión sobre la validez del derecho, poniendo esto en evidencia que el derecho se considera obligatorio y no lo es. Al no poderse resolver la cuestión del fundamento de la obediencia, simplemente se terminará apartán­ dola de la reflexión sobre el derecho. Pero esta repulsión habrá de adquirir, según las doctrinas, diferentes significaciones. Creyendo combatir al positivismo jurídico, Duguit, por ejemplo, intentará en­ contrar un fundamento sociológico del derecho: Analmente, la cues­ tión de la validez del orden positivo seguirá estando implícitamente regida por la apelación a una norma fundamental superior. Poco im­ porta el que ésta sea metafísica, moral, natural, social o simplemen­ te política, ya que, por último, la ley positiva está simplemente re­ putada como corforme con la norma superior. Paradójicamente, al positivismo «puro» le corresponde el mérito de una verdadera critica «ideológica» de los positivismos voluntarista y sociológico. Cuando Kelsen, teórico del normativismo, afirma que la validez de las nor­ mas «es determinada únicamente por el sistema al que éstas perte­ necen»; cuando Romano, teórico del institucionalismo, afirma que un sistema jurídico ilegítimo es una contradicción verbal debido a que «su existencia y su legitimidad son una sola y misma cosa», ¿con­ siguen descartar la confusión «ideológica» entre la existencia del de­ recho y la cuestión «de su mérito o de su desmerecimiento»? Cua­ lesquiera que sean los progresos que esta lucidez de «posición» per­ mite en el estudio de los mecanismos jurídicos, ella contribuye to­ davía a convertir al normativismo, en sus versiones parecidas y.diferentes, en el sistema de un derecho autónomo, es decir apolítico, que no legitima el poder sino por mantenerlo en su acatamiento, sin comprender que se trata no de un freno sino de una técnica moder­ na entre otras al servicio del poder uno y centralizador. Asi se trate del normativismo alemán o de su versión francesa como principio de legalidad, nadie considera que pueda hoy ponerse en duda que ellos tienen como objeto el garantizar el estado de de­ recho: «Después del infierno del poder arbitrario y el purgatorio del gobierno controlado, la existencia pura de la regla de derecho signi­ fica el paraíso jurídico. En esta tercera Roma del derecho, las deci­ siones no son ya actos de voluntad individual, sino más bien ema­ nación de una voluntad general anterior, que se combina con la vo­ luntad de aplicación a hoy en un resultado esencialmente desprovis499

to de voluntad. El poder no es otra cosa que ejecución subordinada, realización de lo que debe ser según las normas. Y estas normas son tan poco concretas, en virtud de su esencia, que no se las podría ca­ lificar como imperativas. El orden (BefeM) ha muerto, ¡viva la or­ den (Ordnung)Ml\). Una vez establecida la complicidad de silencio sobre la naturaleza de la norma fundamental, la pirámide de las nor­ mas funciona sola: ningún acto del poder escapará al control de su conformidad con una norma superior. La autonomía del derecho y «el estado de derecho» se interpelan, implicando —frontera ideológica común a sus campos diferentes— el principio de la independencia del poder judicial, actor de la controlabilidad jurídica de los actos estatales. Pieza esencial del sistema normativo, el poder judicial debe ser a la vez independiente del po­ lítico, pero dependiente asimismo de la norma que está encargado de aplicar. Incluso en cuanto a este punto, únicamente la huida ha­ cia el mito puede resolver la contradicción. El poder judicial, encargado de aplicar la norma, debe hallarse al abrigo de las contingencias políticas. Aún aquí se trataría de re­ volución, y el principio de la separación de poderes, al fortalecer el culto de la ley, está llamado a realizar esta independencia. Lo que supone olvidar que «el poder político atribuyó muy pronto mucho precio a la simbólica del cetro de la justicia... lo que manifiesta que no se trataría sino de una fuerza si no fuese sobre todo un poder jus­ ticiero. El poder político tiene necesidad del juez que le otorga la con­ sagración de la legitimidad»(31); lo que supone olvidar que la autonomía del poder judicial está considerada como una necesidad que no impone la revolución; lo que supone olvidar que la separa­ ción de los poderes no es más que una invención doctrinal abusiva­ mente consentida a Montesquieu y nunca aplicada(23); lo que su­ pone olvidar que con la pretendida deducción de tal principio, la mascarada de la independencia del juez se desdobla en irreductibles contradicciones. Incluso ella supone regulada previamente la de la magistratura, porque «la independencia personal del juez en relación con un fac­ tor políticodado corre el riesgo de influir en el ejercicio de la fun­ ciónde lajusticiaenun sentido acorde con las ideas o los deseos de este factor»(24). Ahora bien, ningún sistema parece haber sabido (ya que no puede hacerlo) resolver el problema, a excepción de solucio­ nes de compromiso: jueces elegidos, jueces nombrados por su com­ petencia, jueces funcionarios; cualquiera que sea el grado de su «ina­ movilidad», todos son más o menos orgánicamente dependientes de! poder político. Por cierto, todos los periodos de crisis que asisten a la creación de las jurisdicciones de excepción son los más propicios para develar la necesidad de esta dependencia; pero finalmente la (21) mage i (22) (23) (24) 5 00

W. Leisner: «L'état de droit, une contradiction?», en Recueil d ’itudes en homC hirles Eisenmann, ed. Cujas, 197S, p. 66. G. Lavau: «Le juge et le pouvoir politique», en La justíce, PUF, 1961, p. 62, Cf. M. Troper: La séparation des pouvoirs..., LGDJ, 1973. C. Eisenmann: «La justíce dans l ’é tat, en La justicia, op. cit., p. 48.

excepción desenmascara la impotencia del principio para realizarse. En épocas ordinarias, la cuestión no parece regulada sino velada: es­ porádicamente se producen incidentes que demuestran que el poder politico contiene al judicial en virtud de la presión que inevitable­ mente se ejerce sobre su estatuto; incansablemente se alzan las voces indignadas de los virtuosos sostenedores de la separación de los po­ deres. Podemos, por otra parte, sorprendernos ante tales estupefaccio­ nes: ¿por qué entender como «separado» a un poder judicial al que se le confia la función de aplicar leyes que son, en si, obra de los otros poderes, legislativo y ejecutivo? ¿Se concibe seriamente que esta misión de aplicación no incluye una verdadera participación en la propia elaboración de la ley (=del derecho)? Esta función norma­ tiva del juez tiene muchas caras, de las que algunas disgustan más que otras a la buena fe liberal, pero es innegable: así se trate de crear aquí un «principio general del derecho», allí de limitar, contra la pro­ pia voluntad del constituyente, el derecho de huelga de los funcio­ narios, allá de reducir a la nada el alcance de una ley antitrust, o simplemente de juzgar que tal articulo del código penal no tiene el mismo alcance si se persigue judicialmente a determinada clase so­ cial, no se trata sino de demostrar un poder creador y normativo (25), pudiendo alargarse la lista de ejemplos sin cesar. Nos regocijaremos o nos indignaremos, dados los casos, del al­ cance de este poder normativo según que se lo refiera a una cierta interpretación de la separación de los poderes o a la del estado de derecho: contradicción por contradicción, terminaremos por querer hacer que coincidan totalmente ambos principios, reservándonos el interrogar de distinto modo por la función «ideológica» del derecho así creada respecto a un estado o a una sociedad distintamente de­ finidos. De este modo, el juez es a la vez actor, promotor y garante del paraíso normativo a condición de también él declararlo refrendado por la norma: «El estado de derecho es la controlabilidad objetiva que no podría ser sino obra de los jueces. En último análisis, la in­ dependencia, autonomía misma del poder judicial, sólo descansa en esta controlabilidad; fuera de ella se produciría la degeneración ha­ cia un gobierno de jueces sin estructuras claras ni consecuencias pre­ visibles»(26). De ahí esta tensión continua en esta voluntad por pro­ clamarla, y esta impotencia para realizarla. Dos actores hacen acto de presencia bajo el doble signo del estado de derecho, uno y otro considerados en principio como la norma-ley, y uno y otro «jugan­ do» a producirla y logrando que se los considere así en base a ello: el juez y el poder, aquí bajo forma de administración, se nutren del concepto mismo de norma para tejer lo visible y lo invisible en el estado moderno. No resulta asombroso que uno y otra, juez y ad(25) Cf. C. Belaid: Essai sur lepouvoir créateur el norm atif dujuge, LGDJ, 1974. (26) W. Leisner: op. cit., p. 67.

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ministración, se encuentren a la vez en el principio y en la ausencia del estado de derecho: la ausencia será tanto más vigorosamente de­ nunciada cuanto que sólo lo será como defecto corregible, como con­ tradicción penosa pero superable, como estadio imperfecto de una historia destinada a perfeccionarse sin cesar. Pero el estado de derecho es una «invención» destinada a pro­ ducir «la ilusión jurídica», a desviar la reflexión fijándola en sus im­ perfecciones susceptibles de mejoras: hasta la ausencia de suprema­ cía de la ley (cuyas consecuencias concretas hubiesen podido ser la democracia, por ejemplo...) es «valorizada» por la idea de que debe imponerse una norma superior. Pero en la aplicación de esta norma superior al caso concreto, el juez «inventa». De la norma se espera la previsibilidad (es decir la seguridad, o sea la libertad, ya que se suele suponer que ésta nace del respeto a la ley). Ahora bien, en el propio concepto de norma es donde reside esta imprevisibilidad de principio, este abismo entre la regla y el caso. El estado de derecho pretende curar del vértigo «institucionalizando» el poder de aplica­ ción de la regla al caso, reglamentando sus manifestaciones. Pero, como se ha señalado muy lúcidamente, «cuanto más aspira el normativismo a la totalidad, a la ubicuidad de sus imperativos, tante más se instala el poder de decisión entre las manos de aquellos qus la norma debería ligar tan estrechamente»(27). Finalmente, produc­ to del estado de derecho, el órgano de aplicación es el que sigue sien­ do la gran ausencia del estado de derecho: la norma sólo otorga al ciudadano «la ilusión de no hallarse a merced de nadie», cuando ez primer lugar está «a merced de un desconocido que dirige su apli­ cación»^). ¿Vale decir que, a través de otros medios, la independencia judi­ cial, en el clima ideológico en que es proclamada, se realiza final­ mente? ¿Vale decir que el poder judicial no depende, incluso en si función normativa, sino de la ley, en el sentido de una regla de círecho superior, sin depender de ninguna manera de la abundancii normativa de que es origen el ejecutivo? ¿Vale decir, finalmente, e * en última instancia no se plantea el problema de la sanción median­ te la fuerza, y por tanto por parte del estado, de la norma creada : aplicada por el juez? Al igual que el poder judicial, el poder ejecutivo está «separada, del legislativo. Como en el primer caso, se trata de una ilusión ver­ bal: encargado de ejecutar la ley, el ejecutivo participa en la funes» normativa. Esquemáticamente, de dos maneras: ante todo, tomanó: parte activa en la propia elaboración del contenido de las reglas; Ijcgo, detentando el medio esencial de la sanción de esas reglas, a sa­ ber el monopolio de la fuerza. Ciertamente, el legalismo desancla todas sus consecuencias formales: «¿No se designa públicamente a gobierno con el término ejecutivo, creyéndose así haber exorcizase al demonio y conjurado los riesgos inherentes al poder natural te (27) Id. p. 69. (28) Ibíd. 502

su poder del que se sabe muy bien que no es solamente de ejecu­ ción?»^) El órgano denominado de ejecución ha visto que muy pronto se le acordaba una amplia autonomía, pero «se lo relaciona­ ba incluso con ‘la ejecución de la ley1de los poderes propios del go­ bierno, como el mantenimiento del orden público y el funcionamien­ to de los servicios públicos»(30). Orden público, servicio público, nodones suficientemente amplias y vagas como para resistir al tiempo que pasa y adaptarse a los «acontecimientos», asi como a las con­ mociones socioeconómicas. No se contradice la lógica del principio normativista: bajo diversas denominaciones, el interés general «siem­ pre es un elemento de la legalidad», que borra progresivamente las señales del poder público, generalizando la intervención estatal. Re­ sulta evidente que el interés general sirve de norma de referencia (le­ galidad formal), pero que su contenido es determinado progresiva­ mente en la acción política: el estado de derecho crea esta contra­ dicción al mismo tiempo que la resuelve. Tal como lo proclama la mística liberal, la autonomía jurídica no resiste el examen: de parte a parte, el derecho es político, y el estado de derecho, ficticio. En este sentido, la denuncia de sus imperfecciones sólo sirve para for­ talecer la ficción tanto como la autosatisfacción ante sus «progre­ sos»: el que el juez administrativo francés, por ejemplo, controle la legalidad de un poder reglamentario autónomo reconocido al go­ bierno, o bien que perfeccione sus técnicas de investigación del po­ der discrecional, estas acciones no podrían ser consideradas como pruebas de esta autonomía en lo jurídico. En realidad, el «sistema» del estado de derecho es el producto racional del normativismo: no en el sentido liberal de un estado «limitado» por el derecho, sino como expresión misma de la racionalidad estatal «real». Concebido «ideológicamente» como limitación del estado y garantía de liber­ tad, el estado de derecho no es más que una «estructura» del estado moderno: «Se considera que la legalidad normativa amplía los do­ minios de la libertad —ahí es donde ella embarranca dado que no se recurre a ella sino ante ciertas manifestaciones del poder preten­ didamente peligrosas— favoreciendo otros con frecuencia más ne­ fastos todavía. Y sobre todo porque ella no cambia nada en la es­ tructura fundamental de un poder enemigo de la libertad: en su uni­ dad, a la que, por el contrario, fortalece. En último análisis, el esta­ do de derecho es el adversario de las autonomías a las que no se po­ dría vigilar a perfección. La legalidad es centralizadora, acrecienta los poderes de los órganos del estado, los integra en la unidad del estado-norma, produciendo asi la unidad del poder, el poder a secas»(31). Técnica del fortalecimiento del poder, y no garantía de libertad, el estado de derecho no se agota sin embargo únicamente con la crí­ tica «ideológica» de sus soluciones: la más clásica es la consistente (29) P. Weil: Le droit adm inistran/, «Que sais-je?». PUF, 1964. (30) IbU . (31) W. Leisner: op. cil., p. 78. 50 3

en denunciar la confusión interés general-interés de clase y en esta­ blecer los datos de una complicidad de las burocracias judicial y ad­ ministrativa inherente a los sistemas neocapitalistas al servicio de una clase dominante. Por pertinentes y necesarias que sean (al me­ nos cuando no se limitan a una grosera aplicación de la teoría del «reflejo»), estas indagaciones conservan finalmente los inconvenien­ tes y las insuficiencias de toda aproximación sociológica al derecho. Comprender que el derecho no es una ciencia autónoma de lo po­ lítico, que el derecho lo es del estado, no permite deducir que el mis­ mo sea reducible a una sola instancia socioeconómica o a la única voluntad subjetiva de una clase: los trabajos de Edward Thompson, en especial, aclaran con pertinencia el carácter de mediación especi­ fica de las instituciones juridicas(32). Por último. Michel Troper pro­ pone retornar a Kelsen para demostrar que «es posible construir una ciencia del derecho que no sea una ideología, que en el fondo sería otra teoría pura, sino que tomaría el derecho como un conjunto, como un hecho, articulado simplemente de una determinada mane­ ra, y que reintroduciría el derecho en una totalidad, en lugar de ais­ larlo del conjunto del campo social, como hace Kelsen. Esta ciencia del derecho sería entonces una ciencia humana como cualquier otra, que funcionaría según la misma lógica»(33). El interés de esta pro­ posición es inmenso: ella permite tomar en cuenta, por una parte, que el derecho no es reducible a la ideología que lo «habla», que ni siquiera es reducible a la ideología específica y diferente a todas las otras que sus categorías segregan, que la forma jurídica es en sí mis­ ma concreta y que contribuye activamente a determinar de por si el fondo del derecho en un proceso de autotrasformación espontánea. Sin embargo, sería preciso ir más lejos si se quiere evitar el reen­ cuentro con las ilusiones de todo cientifismo mantenidas por esta dis­ tinción entre ciencia e ideología. Es necesario afirmar que toda cien­ cia es también ideología: a condición de no convertir nuevamente a la ideología en un simple reflejo, se liberaría a los análisis históricos concretos, conservando en el estudio científico del derecho el esta dio de los mecanismos de la dominación. El derecho es una estruc tura de dominación: es lo que pone en juego posiciones de poder pero no es estas posiciones de poder. A ello se debe el que, induds blemente, «hay una enorme diferencia, que la experiencia del sigl debería haber hecho clara al pensador más exaltado, entre el pode arbitrario extralegal y el reino del derecho»(34).

(32) Cf. tos extractos y la bibliografía en Acres de la recherche en Science soci junio de 1976. (33) Comunicación de M. Troper: Sim inoire de la pensie poliíique, Duprat nio de 197S. (34) Cf. E. P. Thompson: op. cit. 504

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3. E l LIBERALISMO: PRESUPUESTOS Y SIGNIFICACIONES por Gérard Mairet Característica del liberalismo es la distinción sobre la que des­ cansa, por una parte, entre la esfera del estado, que es la de la au­ toridad política, y, por otra, la esfera de lo que puede denominarse, con referencia a la tradición de pensamiento de la que ¿1 mismo es resultado, la «sociedad civil». El estado, que se ocupa del bien pú­ blico, no debe, en buena doctrina, introducirse en los asuntos pri­ vados, es decir en las relaciones constitutivas de la «sociedad civil». Al separar cuidadosamente estos dos campos según modalidades ideológicas de las que habrá razones para cuestionar aquí, lo que el liberalismo apunta a garantizar es la «libertad» de los individuos y de las personas. Pero la libertad de que se trata es la propia del pro­ pietario, de manera que de la libertad al liberalismo hay un despla­ zamiento de sentido que constituye el todo de la doctrina. Esto quiere decir, en efecto, que el estado está por sobre los inte­ reses personales y que su función es únicamente la preservación. El estado liberal se piensa, o es pensado, como estado garante. Lo im­ plícitamente contenido en esta manera de ver es que la libertad exis­ te fuera del estado, pero que se mantiene gracias a él. De este modo, de ahí a convertir al estado en un instrumento de defensa de la li­ bertad no hay más que un paso fácil de franquear. ¿Cómo puede afirmarse que la libertad debe ser defendida? Muy naturalmente, cuando sea amenazada. Ahora bien, cuando la liber­ tad es amenazada, únicamente la propiedad lo es. Lo que estructura la ideología liberal es el lazo estado-propiedad. Asi pues, si hay un desplazamiento de sentido, ocurre que la libertad que se halla en pri­ mer plano resulta enlazada con la propiedad y ésta hace del estado 50 5

su protector y su amigo. La secuencia libertad-estado-propiedad es lo que mejor defíne al liberalismo. Se entiende por qué la distinción que le es esencial, entre el estado y la sociedad civil —siendo ésta el medio en el que la propiedad se desarrolla—, es lo que constituye propiamente el discurso liberal. La ecuación libertad=propiedad se plantea como evidente, aun cuando, al hablar de ella, el estado se justifica al mismo tiempo. Este último es el que mantiene la peren­ nidad de la ecuación y el que defiende el orden vinculado a ella —si el liberalismo participa—, a su manera, en el culto secular del esta­ do; ello se debe a que el poder que se ejerce por su intermedio es el de la propiedad. En efecto, en ésta debe verse la razón del estado liberal, incluso y sobre todo si esta razón no es especulativa. Con el fin de ilustrar este punto podemos dar aquí la palabra a Benjamín Constant. Para él, la propiedad fundamenta la capacidad política, es decir que a través de ella el hombre se metamorfosea en ciudada­ no y puede, por consiguiente, ser declarado libre politicamente. «Uni­ camente la propiedad —afirma en 1817— suministra el ocio indis­ pensable para la adquisición de las luces y la rectitud del juicio. Así pues, únicamente ella hace a los hombres capaces de derechos polí­ ticos.» En su misma exageración, esta afirmación manifiesta bastan­ te bien cuál habrá de ser, a todo lo largo del siglo XIX, la ambigüe­ dad fundamental de la doctrina liberal. Las críticas socialistas a la sociedad burguesa, tanto la de Proudhon como la de Marx, per­ miten, si no eliminar, al menos sí aclarar esta ambigüedad: el pue­ blo, que está excluido de la propiedad, no se reconoce en el estado «democrático» que el burgués instituye para sí mismo. La democra­ cia liberal es el régimen propio de una república de propietarios.

Lo público y lo privado Sin embargo, lo que conforma el principio de la vida sociopolitica en el liberalismo es la distinción entre lo público y lo privado. El estado se ocupa del interés general, no obstante que lo económi­ co recubre al conjunto de las actividades que sirven para liberar a los hombres de la necesidad inmediata. Se hallará la mejor formu­ lación de esto en el tratado de Adam Smith sobre la «riqueza de las naciones» (1776). En él, el concepto de nación adquiere una exten­ sión específicamente económica; la nación designa el espacio del mer­ cado, es el lugar donde se efectúa el intercambio y donde reina la propiedad. Pero, sobre todo, Adam Smith, al asociar la nación a la idea de riqueza, daba, por ello mismo, la definición del estado que el conjunto del liberalismo habría de conservar como su principio: el de velar por que la actividad económica no se altere o resulte con­ trarrestada; la abundancia (la «riqueza») es la preocupación perma­ nente del estado liberal. Es su justificación. Se desprende de este modo que el estado está, de algún modo, sometido a las exigencias terrenales de la vida en sociedad. Al distinguir al estado de la nación 506

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(en el sentido que ¿1 le otorga a este término), Adam Smith conver­ tía a la sociedad económica mercantil en el horizonte último hacia el cual, si asi se puede decir, el estado debe volver su atención, pero sin nunca intervenir en él. Al soberano, dice, o sea al estado, no le concierne la actividad económica; su tarea consiste en mantener los lazos de la nación; en otras palabras, el favorecer los intercambios entre intereses privados. En la forma que le da Adam Smith, parece que el liberalismo des­ cansa, al menos en un primer tiempo, en la sumisión de lo político a lo económico o, en otros términos, en la determinación del domi­ nio público por parte del dominio privado. En efecto, si el estado es el administrador del interés general, ello se debe a que es necesa­ rio prever adecuadamente una instancia que se encarga del «bien co­ mún» y cuya vocación sea ésta, precisamente. ¿Qué entender por «bien común»? Es el aspecto por así decir universal y, debido a esto, eminentemente cargado de moralidad de la actividad económica cuando se la considera como totalidad. De este modo, la idea liberal de Adam Smith consiste en que la sociedad formada por los miem­ bros la componen y cuya actividad les concierne únicamente en tan­ to que personas privadas es de naturaleza diferente a la simple suma de individuos. La sociedad mercantil es del orden de la cualidad, y de ahí el vocablo «nadón» empleado para designarla. El estado está ahí para regular la cualidad, o más bien para hacerla posible. La «ri­ queza» que emana de la sodedad en tanto que tal es pues garantiza­ da por el estado, aunque no produdda por él. Este punto es constitu­ tivo de la representadón liberal: la política (actividad del soberano) es del orden de la cualidad y, en consecuencia, de naturaleza moral. La vida económica (actividad libre y privada de los propietarios) es del orden de la cantidad, su consigna y su razón de ser es el creci­ miento. Así, el reino de la cantidad se supera con el advenimiento de la moralidad. Se advierte que el tema del bien común encuentra su mejor ex­ presión en la idea de nación. Si se permaneciese en el estadio del «mercado» para designar la esfera económica, se prescindiría de su contenido ético. Por el contrario, el empleo del término «nación» a partir de 1776 recuerda que la actividad mercantil, incluso si se efec­ túa a través de la iniciativa privada, encuentra el plano del interés general en tanto que tal. En cuanto al estado, éste es la instancia que recoge la moralidad inmanente en el mundo de los negocios y la objetiviza. He ahí el presupuesto del liberalismo, y es mérito de Adam Smith el haberlo revelado. El que esta «revelación» haya te­ nido lugar en un tratado de economía política no tiene nada de asom­ broso. Ingenuidad nuestra sería el esperarla en un tratado de moral política. Por cierto, sabemos por Hobbes y Rousseau que la «socie­ dad» no es reducible a la cantidad de hombres que la conforman. Lo que no sabíamos claramente —pero la cosa era, sin embargo, re­ conocible en algunos signos que se podría invocar aquí— es que esta sociedad era una sociedad de mercaderes. Adam Smith (y el li­

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beralismo tras él) quiere simplemente convencernos de que entregán­ dose al negocio y a la producción los hombres descubren la armo­ nía, acrecientan sus riquezas, huyen de la necesidad y, al hacer esto, pueden ganar un suplemento de alma si no ganar el cielo. Desde este punto de vista, el liberalismo ofrece una solución original al proble­ ma político. Solución dada por la economía. En efecto, ¿cuál es el problema de la vida política tal como lo plantea la reflexión teórica? Es el de hacer coincidir el estado, o cualquier otra forma de poder, con el bien. Esta coincidencia fue buscada un poco por todas partes: en Dios, en la naturaleza, en la voluntad del principe, o en todo esto a la vez. Se trata únicamente de precisar lo que se debe entender por uno o por otro. El liberalismo ofrece una solución finalmente más evidente para el usuario: la de la economía entendida como «interés personal» (el término es de Smith). Ciertamente, los teóricos de la supremacía del estado moderno explican que el individuo, por su bien, debe vivir en sociedad y someterse al estado. Bodino, en el si­ glo XVI, enunciaba ya este principio e incluso empleaba la noción de bien común. Pero, según ellos, la felicidad individual es un bien no vinculado, en tanto que tal, al bienestar económico. Si llega a estar­ lo, en ciertos casos, no es por él como se justifica el estado. Esto sí lo opina Adam Smith, que pasa a ser, en este sentido, un filósofo del estado más que un economista. En efecto, hay una filosofía po­ lítica que sostiene el pensamiento liberal del autor de Investigacio­ nes sobre la naturaleza..., que se vuelca totalmente a ofrecer una res­ puesta a la cuestión de saber lo que debe ser el estado. La respuesta, es sabido, consiste en que el «soberano» no tiene que ocuparse de economía ya que la naturaleza ha hecho las cosas de tal manera que no hay lugar para su intervención. La astucia a que se refiere Adam Smith no es pues, tanto, la —tan a menudo referida desde enton­ ces— de la famosa «mano invisible» que, cual la providencia, hace que se beneficien todos de la actividad de cada uno. Consiste más bien en que el estado, precisamente porque no se ocupa de lo que ocurre en el mercado—y he ahí el papel atribuido al propietario—, no por ello está menos justificado por él. En efecto, el estado es el guardián de la naturaleza. Este punto esencial merece que nos detengamos en él. El estado es el depositario de la naturaleza que ha provisto como conviene a las necesidades múltiples de la vida. «El sistema simple y fácil —es­ cribe Smith— de la libertad natural se presenta por si mismo y se encuentra establecido. Todo hombre, en tanto que no trasgreda las leyes de la justicia, se halla en plena libertad para seguir el camino que le indica su interés y de instalar en donde le plazca su industria y su capital, en competencia con los de todo otro hombre o de toda otra clase de hombres. El soberano se encuentra totalmente desem­ barazado de una carga que no podría intentar cubrir sin exponerse, de modo infalible, a verse sin cesar burlado de mil maneras y para cuyo cumplimiento conveniente no cuenta con ninguna sabiduría hu­ mana ni conocimiento que puedan bastar; la carga de ser el supe­ rintendente de los particulares, para dirigirlos hacia los empleos más

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acordes con el interés general de la sociedad»(35). El estado es lo que permite que se ejerza la «libertad natural». He ahi el tema do­ minante de todo el liberalismo, hoy como ayer. Favorecer el juego natural del intercambio social, tal es el papel técnico del estado: ha­ cer posibles la naturaleza y el juego sin las trabas de sus leyes. Hay pues, en la sociedad civil o nación, una verdadera armonía prestablecida, la del intercambio, y el estado sería criminal si la quisiese modificar. Ciertamente, este aspectodelliberalismose ka vueltohoy arcaico: en la actualidad, el estado no se priva de intervenir, pero el espíritu sigue siendo el mismo. El plan no hace sino ayudar a la na­ turaleza, o más bien corregirla. Si la recurrencia a la «naturaleza» es permanente en el pensamiento liberal, ello se debe a que la liber­ tad natural de que habla Smith es la justificación del estado. Es po­ sible entonces que, forzado por la coyuntura, el estado tal como lo conocemos haya llegado a ser intervencionista a fuerza de planifi­ car, siendo así que su vinculación con la ideología de la naturaleza es perfecta. Smith no hacia más que enunciar el principio en su for­ ma primera: dos siglos después, no ha sido repudiado. Caso de ser así, ocurre que no sólo el estado encuentra aquí su razón de ser, como administrador de la virtud pública, sinoque in­ cluso se reivindica, precisamente, la existencia de un dominio priva­ do. Lo que, en la sociedad privada en tanto totalidad armónica, su­ pone destacar a lo privado. Se trata, por ejemplo, del dominio fa­ miliar; pero sobre todo, en general, del de la propiedad. El tema sa­ grado de la propiedad privada como derecho natural y como liber­ tad se halla en el origen de la ideología moderna del estado, y par­ ticularmente en el del liberalismo político. Este último aparece en­ tonces como el perfecto producto de una época que tiene a Locke por paladín fundador, y a la economía política burguesa clásica como marco científico. Para Locke, pensar la política supone pensar la pro­ piedad; para los economistas, pensar la riqueza o la abundancia im­ plica reflexionar sobre las condiciones reales del acrecentamiento de la opulencia de los propietarios. Locke hace pasar a la «sociedad ci­ vil o política», como él mismo dice, por el eje de la propiedad pri­ vada; Jean-Baptiste Say, por ejemplo, supone a la propiedad como evidente, de manera que no hay cómo justificarla; la ciencia econó­ mica se desarrolla a partir de este presupuesto inicial, ella se cons­ tituye en función de él. De acuerdo con Jean-Baptiste Say, se puede interrogar a la propiedad; pero nunca se podría cuestionarla en su principio: ella da que pensar. «El filósofo especulativo puede ocu­ parse en buscar los verdaderos fundamentos del derecho de propie­ dad; el jurisconsulto puede establecer las reglas que presiden la tras­ misión de las cosas poseídas; la ciencia política puede mostrar cuá­ les son las más seguras garantías de este derecho; en cuanto a la eco­ nomía política, ella no considera la propiedad sino como el más po­ deroso de los estímulos para la multiplicación de las riquezas. Poco (35) A. Smith: Recherches sur la nature et les causes de la richesse des nalions. Ed. y prefacio de G. Mairet, NRF, 1976, pág. 352.

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se ocupará de lo que la fundamenta y la garantiza, con tal que esté segura»(36). He aquí lo que hay que entender. Pero esto sólo es el lado doctrinario y apologético de lo que, con infinitamente más finura y penetración, la filosofía política inglesa, a partir del si­ glo XVII, planteaba como principio general de la organización civil y política. El propietario y su otro yo Resulta muy notable que haya que volver atrás para captar la sig­ nificación del liberalismo como ideología. El siglo xix no ha care­ cido de doctrinarios «liberales», de Benjamín Constant a Thiers. Es­ tos están completamente inmersos en la propaganda hasta hacerla lírica. Las simplezas sobre el progreso moral y material, sobre la ci­ vilización, la libertad, la democracia también, y sobre el orden de­ seado por la naturaleza o por Dios con el fin de justificar la propie­ dad, todos esos discursos y sermones, en los que el siglo XIX se es­ pecializó mortificantemente —en el mismo momento en que brillaba en otros aspectos—, no apuntan de hecho sino a consolidar el poder de los propietarios. Sin embargo, no son esas miserables produccio­ nes las que constituyen la doctrina liberal; a ésta hay que buscarla en los escritos de Locke y de Smith, de Ricardo y de Hegel y de nin­ gún modo en tal o cual libelo edificante, de los que De la propiedad de Thiers provee un buen ejemplo: «Dios civilizó al mundo a través de la propiedad, y condujo así al hombre del desierto a la ciudad, de la crueldad a la dulzura, de la ignorancia al saber, de la barbarie a la civilización.» De hecho, estos escritos no difieren de la política sino por los medios empleados: Thiers aporta la prueba de ello ec el momento de la comuna de París. Pueden reconocerse en esas pro­ ducciones, naturalmente, índices pertinentes del liberalismo; en cier­ tos aspectos lo son en efecto, en el sentido de que liberan una sig­ nificación inmediata porque están directamente implicados en el ac­ tivismo político. Queda que no constituyen, en si mismos, un cuerpc de doctrina sobre el que se ha formado el estado liberal. En efecto., se encuentra esta teorización más bien en la filosofía política y en '2 economía política clásicas. Marx tenia razón, desde este punto de vis­ ta, al hablar de economistas «vulgares»; se podría hablar, como él de filósofos vulgares. Sea como fuere, en Locke es donde conviene buscar la formula­ ción más general de la ideología liberal: Smith mismo procede de rL Y esta referencia se impone porque la distinción dominio privado/público que el autor de Investigaciones sobre la naturaleza... ela­ bora en términos económicos está de hecho directamente deducict de la teoría de la propiedad tal como la desarrolla Locke en 169C (36) J.-B. Say: Traite d'économ ie politique, Guillaumin, París, 1811, pág, 133. Ex castellano, Tratado de economía política. Madrid, 1838 (N. T.). 510

Este autor encuentra en el hecho primordial de que yo soy propie­ tario de mi propia persona «la justificación principal de la propie­ dad». Es necesario citar el texto en que la ideología liberal', que en sentido propio es una antropología política general, halla su origen: «De todo ello resulta evidente que los bienes de la naturaleza están esparcidos en forma indivisa, pero que el hombre, sin embargo, lle­ va en sí la justificación principal de la propiedad, porque ¿1 es su pro­ pio dueño y el propietario de su persona, d e lo q u e e lla h a c e y d e l trabajo que ella desarrolla; a medida que las invenciones y las artes han perfeccionado las comodidades de la vida, lo esencial de aquello que él ha empleado-para asegurar su propia conservación y su bie­ nestar nunca dejó de pertenecerle como propio, sin que haya tenido que compartirlo con otros»(37). Este texto esencial provee la justi­ ficación de la política liberal: si la propiedad privada es hasta este punto central en la ideología burguesa, ello se debe a que Locke hace de ella una propiedad de la naturaleza humana. El hombre es libre y esta libertad reside en el hecho de que yo soy propietario de mi mismo. El genio de Locke se halla en que hace derivar el conjunto de la doctrina de este tema primordial. A esto se debe que el libe­ ralismo deba ser comprendido en el marco de la antropología lockiana. El Segundo tratado es de hecho un comentario de este pará­ grafo 44, y también de él deriva la importancia otorgada ulterior­ mente a la propiedad. Sin duda, se podría encontrar tal afirmación antes de Locke: sin embargo, se buscaría en vano una doctrina del estado y de la sociedad civil enteramente basada en ella. Porque, asi como se lo señaló, Jean-Baptiste Say por ejemplo, y de ahí su repu­ tación como divulgador, consideraba a la propiedad como evidente. La propiedad es para él una evidencia de la naturaleza que no da lugar, por esta misma razón, a hacerla objeto de demostración. El propio Smith da por sentado que la propiedad es sagrada, pero su originalidad, es sabido, consiste en constituir la economía política distinguiendo cuidadosamente nación y estado. Asi pues, es Locke —debido a que organiza todo un mundo a partir de la propiedad teniendo cuidado de justificar a ésta en la naturaleza humana— quien debe ser considerado como el auténtico teórico del liberalismo. Los pensadores como Hobbes o Grocio, particularmente este último, otorgan gran importancia a la propiedad; reconocen asimismo, en general, que yo me pertenezco a mí mismo, pero no fundamentan en ello la necesidad del estado o de la sociedad civil. La antropolo­ gía que sostiene sus demostraciones no tiene por piedra angular el hecho, propiamente lockiano, de que en la persona hay dos cosas: un propietario y un bien poseído. Hobbes afirma que tengo un de­ recho sobre mi vida, no dice que yo «poseo» mi persona, es decir mi cuerpo y mi alma; para él, yo puedo resistir si mi cuerpo se ve ame-

(37) Deuxiéme traité du gouvernement civil, pág. 44, tr. fr. B. Gilson, Vrin, París, 1967; los subrayados son de Locke. En castellano, Ensayo sobre el gobierno civil. Aguilar. 1976 (N. T.). 511

nazado por el soberano, pero no es esto lo que fundamenta la re­ presentación de la vida social y política. El salto que efectúa Locke es, a partir de aquí, de una importancia fundamental, porque en lo sucesivo es el tema de la propiedad el que se vuelve central y único. Pensar la política es, ahora, pensar al hombre en tanto que propie­ tario. En Hobbes o en Grocio era pensar la soberanía(38). Si enton­ ces resulta posible hablar de pensamiento liberal, lo es únicamente en la medida en que su objeto es la propiedad. Se comprende, pues, cómo la idea del estado en tanto que conser­ vador de la propiedad puede deducirse de tal antropología: si la natu­ raleza del hombre consiste en ser propietario de sí mismo, el papel del estado liberal consiste en preservar al hombre, es decir su pro­ piedad. La esfera del estado, en otras palabras del poder público, no tiene, pues, que mezclarse con la esfera de la propiedad privada que Smith analiza en su funcionamiento económico. El estado es enton­ ces liberal porque deja jugar libremente, en la esfera del intercam­ bio, los mecanismos surgidos de la propiedad. Asimismo, el estado liberal es, por esencia, defensivo. Esto es lo que ya está presente en el texto de Locke que se acaba de leer. Si yo poseo mi cuerpo —se verá de inmediato según qué modalidad poseo mi alma—, poseo igualmente los objetos que mi fuerza de trabajo puede producir. Por consiguiente, así como no puedo ser privado de mí mismo, no pue­ do tampoco ser privado de los objetos resultantes de mi trabajo pro­ ductivo. Ahí es donde interviene, como dice Locke, el tema de «com­ partir con otros», y donde se aclara la necesidad del estado. Había naturalmente que llegar a esto porque, ante el propietario, hay, o bien otro propietario o bien un no propietario. En el primer caso, me comunico a través del contrato de intercambio; en el segundo, la comunicación se establece por medio de la violencia —el robo—. El estado está ahí para garantizar los contratos y reprimir el robo. Podríamos plantearnos la cuestión de saber por qué los hombres no pueden prescindir del estado; la razón hay que buscarla en el hecho de que suele haber no propietarios que, por esto mismo, amenazan la propiedad; no lo hacen actualmente, pero pueden hacerlo. Mas esta justificación del estado podría parecer anecdótica. De hecho, e£ estado está implicado en la propiedad. En efecto, Locke demuestra que en el hecho mismo de ser propietario se incluye el poder de defender la propiedad. Esta es pues, al mismo tiempo que un ele­ mento de la naturaleza humana, un principio de legitimidad política: en tanto tal, constituye un poder. Al obtener mi propiedad de la naturaleza, obtengo también de ella el poder de defenderla, in­ cluso el de ampliarla. Si los hombres fuesen santos, seguramente se podría vivir sin recurrir al estado, pero dado que no es éste el caso, el estado se revela como necesario y es él quien pasa a detentar la santidad. De este modo, la propiedad es un poder y este poder es natural. (38) Es cierto que Grocio la pensaba como propiedad, pero el hombre, para no se define mediante la propiedad, y he ahi toda la diferencia. 512

él

En estas condiciones, la «sociedad civil» surge como la perfec­ ción de la naturaleza, y Locke establece una distinción en la que las ideologías del salvaje y el civilizado(39), vivas todavía hoy, resultan necesarias. Declara, en efecto, que puede distinguirse a los hombres que viven en estado de naturaleza de los que viven en estado de so­ ciedad civil. «Se distingue, pues, fácilmente a los que viven en socie­ dad política con los otros. Los que están sometidos de manera de formar un solo cuerpo, con un sistema jurídico y judicial común, al cual pueden recurrir y que tiene competencia para zanjar las dife­ rencias que se producen entre ellos y castigar a los delincuentes, és­ tos viven juntos en -una sociedad civil; los que no tienen en común ningún derecho de recurrencia, al menos en la tierra, siguen estando en el estado de naturaleza, donde cada uno se sirve a si mismo de ju e z y verdugo, porque no hay otro para ello; he aquí, como ya lo he demostrado, el estado de naturaleza en su forma perfecta»(40). Hay que entender aquí por estos dos poderes «jurídico y judicial», respectivamente, el poder del juez y el de la policía. El estado apa­ rece entonces, en el orden de la sociedad civil, como el poder que resulta del abandono por los propietarios originarios de su poder na­ tural. Así pues, la distinción entre naturaleza y sociedad civil o po­ lítica adquiere aquí una significación particular que no vuelve a en­ contrarse en ninguna otra parte en la teoría llamada del «derecho na­ tural» moderno. Para aprehenderla hay que tener presente en el es­ píritu el tema lockiano de el otro. De que el autor del Segundo tra­ tado organice su teoría política a partir de la propiedad se despren­ de que, para él, estas dos nociones de estado de naturaleza y de so­ ciedad civil adquieren otra significación que en su predecesor inme­ diato, Hobbes. Dado que la propiedad es un atributo de la natura­ leza humana, la sociedad civil difiere de la naturaleza únicamente me­ diante el estado. Así pues, cuando el estado está instituido, lo que está instituido es una república de propietarios, formada exclusiva­ mente por propietarios, y el poder que de ella emana está ahí para mantener a las propiedades privadas en el estado en que la natura­ leza las establece. Si bien son propietarios los que se asocian, y no pueden no asociarse ya que la sociedad civil garantiza sus propieda­ des más allá de toda perspectiva, no puede haber asociación para los no propietarios —entendemos por éstos a los que sólo se poseen a sí mismos—, pues la propiedad de la tierra y de los frutos resultan del trabajo de ésta; he aquí lo que debe ser protegido. Y será lo mis­ mo para toda propiedad industrial. Atenerse a una explicación literal de la distinción lockiana su­ pondría quitarle todo el sabor burgués liberal: de hecho, los que vi­ ven en estado de naturaleza son los que no poseen más que su fuer­ za de trabajo, sin nada para ejercerla. Dado que son propietarios los que se asocian como sociedad civil, resulta claro que los «otros», (39) Cf. m&s adelante, págs. 547-559. (40) D euxiim e traité... pág. 87. 513

como dice Locke, que no lo son, viven en suma en estado de natu­ raleza. Si el propio Locke no enfoca esta solución extrema, el siglo XIX burgués liberal se encargará de aplicarla. La república censitaria, la belle époque del liberalismo, se esforzará por mantener a todo un pueblo de obreros en un verdadero estado de naturaleza. Las re­ voluciones que atraviesan esta época, principalmente 1848 y la co­ muna de París, son el esfuerzo de los no poseedores por reconstruir la sociedad civil y política a partir de si mismos. Así, las significa­ ciones habitualmente otorgadas a nociones tales como «estado de na­ turaleza» y «sociedad política» encuentran su verdad en el liberalis­ mo. En su principio, ésta es la doctrina de la sociedad burguesa y del estado burgués. Ser «propietario» era, en el siglo xix así como hoy por otra parte, un título y una virtud. Así pues, si bien el hom­ bre es un ciudadano, no es cierto que en consecuencia sea propieta­ rio, y no es de dudar que el obrero de la época no pertenecía, a igual título que el burgués, a la sociedad política. Precisamente porque no se pertenecía más que a sí mismo, era el otro de que habla Locke, el que vive en estado de naturaleza. A esto se debe el que el libera­ lismo esté contenido en la pequeña frase de Locke que nos enseña que la naturaleza nos ha hecho propietarios de nuestra propia per­ sona. Al estar este elemento en el origen de su existencia, la socie­ dad tiene como única finalidad la de conservarlo: «La finalidad ca­ pital y principal, en vista de lo cual los hombres se asocian en repú­ blicas y se someten a gobiernos, es la conservación de su propie­ dad»^!). Los contratos de moralidad Se da pues por entendido que yo poseo mi cuerpo, en otras pa­ que estoy conmigo mismo en una relación de propiedad. De esta verdad primera, que no es de hecho sino la expresión más ra­ dical de mi libertad, se deduce la necesidad para mí de constituir so­ ciedad con los otros propietarios. He aquí la tesis más general del liberalismo que no descansa en otra filosofía: para ¿1, el hombre es Un propietario, y su ontología —que da lugar a una antropología mo­ ral que se va a cuestionar ahora— se resume del siguiente modo: ser es tener. No podría hallarse algo más «mundano» que la propiedad; sin embargo, el liberalismo es también una ética. Demasiado ocupado en la riqueza y por tanto en el beneficio terrestre, el liberalismo ex­ trae su fuerza del hecho de que las preocupaciones terrenales que confiesa están dotadas de una significación moral. No hablamos aquí de eso que frecuentemente se designa con el vocablo «moral burgue­ sa» y que, cubriéndolo todo, no cubre finalmente nada. No, se trata de la antropología moral y política, es decir del sistema de valores la b ra s

(41) D euxiém e traité... pág. 124.

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éticos que sostiene el edificio liberal y que de él procede, un sistema que es a la vez la causa y el efecto del liberalismo. En efecto, éste descansa en una filosofía del hombre, o más bien se expresa en ella; la ética liberal, que es la ética mercantil, constituye una dimensión esencial de esta filosofía. Al proclamar su adhesión a la propiedad, el burgués proclama simultáneamente su adhesión a unas normas. Ahora bien, estas normas no son objetivos a alcanzar, situados de algún modo fuera de la propiedad, de modo que la vida económica no sería más que su mediación. De hecho, la norma ética es inma­ nente a la propiedad. En efecto, ésta es portadora de un deber: la propiedad es una virtud. Decir «yo soy propietario de mi propio cuer­ po» supone construir una representación del hombre, de su digni­ dad, supone hacer del propietario una persona moral. Es reconocer en ese «yo» las cualidades de un sujeto moral; puesto que la propie­ dad me define como un «yo», deñne al mismo tiempo a todos los hombres como propietarios, es decir como personas. Se está, pues, en relación con una sociedad de personas morales en la que cada una vale lo que otra, en la que cada propietario reconoce al otro como su semejante. La propiedad, así como la razón, es la cosa más compartida en el mundo: no hay un «yo» que no posea su cuerpo. Si ocurre, como es el caso, que «yo» posea, además de mi propia per­ sona, un título suplementario para participar en la naturaleza hu­ mana, un hombre vale lo que otro hombre, y un propietario lo mis­ mo. Se ve despuntar, ahora, el sistema ético propio del liberalismo: yo no puedo ser privado de mi humanidad, pues poseo al menos una cosa: a mí mismo, y nadie podría, contra mi voluntad, apro­ piarse de este bien originario mediante el cual mi yo se afirma frente a otro, y al igual que todo otro. Esta representación de tipo ético es inmanente al liberalismo, y la que le otorga su fuerza. Es el tema de la igualdad originaria de derecho. Ciertamente, el juridicismo que la caracteriza le asigna li­ mites que las reivindicaciones obreras tendrían justamente, como ob­ jeto, que trasgredir, pero lo que cuenta a los ojos del propietario es que su derecho le surge como constitutivo de su ser. Esta idea de la igualdad —Marx la llamará «formal»— se desdobla, empero, en esta otra: los hombres son libres, precisamente porque son hombres no esclavos. ¿Cómo se prueba esta libertad? Dado que yo me pertenez­ co a mí mismo, mi persona es mi bien. Puedo, pues, usarla libre­ mente. En este mundo de propietarios, entonces sólo hay hombres libres que se encuentran. Pero si yo puedo alienar mi propiedad —mi cuerpo o mi dinero—, puedo hacerlo en la medida en que lo deseo así. El hombre es una voluntad libre. Su conducta no está dictada por otra cosa que por si mismo: la libertad supone la autonomía de la voluntad. Esto nos importa en el más alto grado: yo no sería propietario de mi persona, a saber de mi alma y de mi cuerpo, si no fuese a la vez libre de disponer de ella y reconocido por todo el cuerpo social como apto para hacerlo. Así se explica la política censitaria de Ben­ jamín Constant que citábamos al comienzo de este análisis. De mi 515

aptitud para disponer de mí mismo, y, en general, de lo que me per­ tenece, se deduce mi capacidad política. Mi estatuto de ciudadano —hombre libre en el estado— está otológicamente ligado a mi cua­ lidad de propietario libre entre otros propietarios iguales. De esta re­ presentación se desprende el tema de una comunidad de individuos en la que cada uno es reconocido por el otro. Surge entonces, cla­ ramente, la significación de la noción del bien común, o del interés general. He ahí los vocablos que sirven para designar el contenido ético universal de las actividades propias de cada una de las perso­ nas privadas y de todas. Al no poder declararme libre si los otros no lo son, yo no puedo tampoco ser propietario si no ocurre lo mis­ mo con todo otro distinto de mí. A partir de ahí, el «bien común» me parece ser una justificación, por lo cual el «yo» que se pertenece a si mismo ve en esto la razón de su propiedad. Yo no puedo decla­ rarme a mí mismo propietario, es preciso que todo el mundo esté de acuerdo en ello por el derecho o por la fuerza, o por ambos. He aquí el punto decisivo. ¿Se imagina algún individuo, en la república, invocando con exclusividad su título de propietario? Si él es un su­ jeto, los otros también lo son, y tal es la significación del liberalis­ mo. Si tener es ser, hay, no obstante, entre uno y otro la mediación del reconocimiento. Es sabido que Hegel otorgó gran importancia a este término del reconocimiento, en 1807, en La fenomenología del espíritu. En la lu­ cha que opone al amo y al esclavo, el filósofo de Berlín veía preci­ samente una lucha por el reconocimiento. El que uno u otro «reco­ nozca» a su adversario supone para Hegel el desafío de la lucha. Es­ cribe Hegel: «El individuo que no ha puesto en juego su vida bien puede ser reconocido como persona; pero no ha alcanzado la ver­ dad de este reconocimiento en tanto reconocimiento de una concien­ cia de sí independiente»(42). Hay un punto, al menos, en el que He­ gel ha visto con certeza: en el de que la verdad «objetiva» de una per­ sona reside no en ella misma sino en otra que ella. Cuando, a no dudarlo, Hegel se equivocó, fue al creer que el reconocimiento se efectuaba en la lucha entre amo y esclavo. La cosa es mucho más prosaica: se efectúa en el intercambio; no es la lucha la que descubre la conciencia de sí, sino el contrato el que sitúa frente afrenteados personas «libres» —ni amo ni esclavo»—y, en tanto tales, aptas para contratar. Esta capacidad para el contrato resultaría inimaginable sin la antropología moral que la sostiene: únicamente dos personas «libres» pueden comprometer voluntariamente sus palabras. El res­ peto de los contratos —una tesis heredada de Cicerón— supone la igualdad de los contratantes. Esta capacidad para contratar es lo que caracteriza a la ética mercantil del burgués liberal. Pero para adqui­ rir su consistencia práctica y convertirse asi en moralidad objetiva o, al menos, hacerse pasar por tal, la ética mercantil no se limita a (42) Hegel: La phénom inologie de Vespirt, tr. fr. Hippolite, Aubier, París, pág. 159. En castellano. FCE, México, 1966 (N. T.). 516

Zas limites de algunos preceptos que el contratante debe respetar. La moralidad se efectúa en las modalidades de la sociedad civil, la que Smith designa con el nombre de «nación» y en la que dominan el interés personal y la riqueza privada. £1 «bien común» no es ya entonces sino la fórmula de la mora­ lidad, tal como se la emplea en la sociedad civil. He ahí por qué no hay otro problema moral que éste para el liberalismo; ¿cómo puede insinuarse la virtud de las almas ahí donde reina la estricta igualdad cuantitativa, allí donde sólo se intercambian equivalentes, valiendo una mercancía (un bien) lo que otra mercancía (otro bien)? Como resultado de estas múltiples operaciones resulta posible concebir una inmensa ¿tica: en la sociedad civil entendida como espacio de mer­ cado, lo que prima sobre los individuos que intercambian es el in­ tercambio. Hemos visto que el propietario no era declarado como tal, a no ser que todo hombre lo fuese por la misma causa. Caso de ser asi, sucede que su propiedad existe, por decirlo de este modo, an­ tes que el propio propietario; ella es una condición previa a mi pro­ piedad. Mi propiedad privada no es más que un modo de la propie­ dad en sí. Por otra parte, este punto es el que obliga a todo candi­ dato a la propiedad a que se reconozca a ésta como la suya propia. Asi pues, la moralidad que supone el contrato, y en la que ella toma cuerpo, está dada previamente al acto de contratar. Asi como mi pro­ piedad participa en tanto que tal en la propiedad a secas, asi tam­ bién mi cualidad de ser una persona moral se verifica con mi parti­ cipación —por vía del contrato— en la moralidad objetiva. Se tiene pues, ahora, la posibilidad de apresar la significación de mi perte­ nencia a la sociedad civil: ésta es el medio en el que la frase de Locke adquiere su verdad. Soy propietario en la medida en que perte­ nezco, con los otros propietarios, a una sociedad política. En una república semejante sólo tengo relación con unos semejantes, sólo tengo que respetar compromisos frente a otros yo, es decir unos «yo» a los que se les reconoce el pertenecerse a sí mismos. Dado que el «bien común» o «moralidad objetiva» prexiste a los individuos que participan en él en la medida en que justamente éstos hallan en ¿1 el criterio de su individualidad, se advierte hasta qué punto le está excluido a un propietario el vivir en el estado de naturaleza. Se entiende, asimismo, que el estado, administrador y de­ positario de la moralidad empleada en la esfera del mercado, resul­ te, de este modo, necesario y hasta obligatorio y que, en buena doc­ trina, no pueda intervenir en los asuntos privados. Mediante el es­ tado es como se justifica la distinción privado/público, ya que su pa­ pel consiste en preservar la propiedad. Administrador del bien co­ mún, él hace posible la buena moralidad de los contratos. No se ve entonces por qué, al ocuparse del tema público, debería mezclarse con los asuntos privados. £1 estado es, asimismo, el depositario de la naturaleza, porque, no lo olvidemos, por naturaleza yo soy pro­ pietario de mi persona. En adelante, el estado surge, pues, como re­ sultado de la sociedad civil mercantil, como su verdadero broche fi­ nal. En efecto, esto no es más que una apariencia. Porque si le ve­ 517

mos encamar el bien, y no ya solamente el «bien común», el «interés general», sino muy simplemente el bien, ello se debe a que no ha de­ jado de presidir los contratos de moralidad del mismo modo que el espacio del mercado conforma su marco empírico. El significado del liberalismo, preparado de muy antiguo, preci­ samente desde que, en filosofía política, se habla de sociedad civ
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