Historia de La Vida Privada en Colombia

April 3, 2018 | Author: Sergio Méndez | Category: Shamanism, Society, Colombia, Socialization, Historiography
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Historia de la vida privada en Colombia Bajo la dirección de

Jaime Borja Gómez y Pablo Rodríguez Jiménez

Tomo! Las fronteras difusas Del siglo XVI a r88o

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© De esta edición: 2oir; Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Carrera uANo. 98-50, oficina 501 Teléfono: (571) 705 77 77 Bogotá, Colombia Carl Henrik Langebaek, Luis Miguel Córdoba Ochoa, María del Pilar López Pérez, Diana L. Ceballos Gómez, María Piedad Quevedo Alvarado, Jaime Borja Gómez, Pablo Rodríguez Jiménez, Rafael Antonio Díaz Díaz, Adriana María Alzate Echeverri, Aída Martínez Carreño, Víctor M. Uribe Urán, Gilberto Loaiza Cano • Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires • Santillana Ediciones Generales, S. A. de C. V. Avenida Universidad 767, Colonia del Valle, 03100 México, D. F. • Santillana Ediciones Generales, S. L. Torrelaguna, 6o. 28043, Madrid

ISBN: 978-958-758-298-7 (Obra completa) ISBN: 978-958-758-299-4 (Tomo 1) Impreso en Colombia - Printed in Colombia Primera edición en Colombia, octubre de 2011 Imagen de cubierta: Baile en la casa del marqués de San Jorge. Pedro Alcántara Quijano, óleo sobre tela, 1938. Colección Academia Colombiana de Historia, Bogotá.

Las imágenes e ilustraciones que se han incorporado en esta obra y edición han sido debidamente autorizadas por sus titulares o han sido empleadas con fundamento en las disposiciones legales que lo permiten. En todo caso, la editorial atenderá las inquietudes de quien estime y demuestre tener un derecho vigente sobre los materiales para los que, por excepción, no fue posible conocer o contactar a sus titulares pese a todos los esfuerzos.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Contenido

Presentación Jaime Borja Gómez y Pablo Rodríguez Jiménez

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l. Entre lo público y lo privado El poder, el oro y lo cotidiano en las sociedades indígenas: el caso muisca Carl Henrik Langebaek

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La elusiva privacidad del siglo XVI Luis Miguel Córdoba Ochoa

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La vida en casa en Santa Fe en los siglos xvu y xvm María del Pilar López Pérez

8r

11. Los poderes y la cristiandad Ante las llamas de la Inquisición Diana L. Ceba/los Gómez

III

La práctica de la interioridad en los espacios conventuales neogranadinos María Piedad Quevedo Alvarado

143

De la pintura y las Vidas ejemplares coloniales, o de cómo se enseñó la intimidad Jaime Borja Gómez

111. Los precarios disciplinamientos Los sentimientos coloniales:entre la norma y la desviación Pablo Rodríguez Jiménez

197

La diversión y la privacidad de los esclavos neogranadinos Rafael Antonio Díaz Díaz

227

«Cuerpos bárbaros» y vida urbana en el Nuevo Reino de Granada (siglo xvm) Adriana María Alzate Echeverri

255

IV. Intimidades en una sociedad pública

Presentación

La deconstrucción del héroe: tres etapas de la vida de Antonio Nariño Aída Martínez Carreña

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La vida privada de algunos hombres públicos de Colombia: de los orígenes de la República a 188o Víctor M. Uribe Urán

307

El catolicismo confrontado: las sociabilidades masonas, protestantes y espiritistas en la segunda mitad del siglo XIX Gilberto Loaiza Cano

329

Bibliografía

355

Índice general de imágenes Sobre los autores

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¿Existe una historia de la vida privada? La pregunta es lícita dado el predominio que han tenido en la historia los hechos públicos. Pero no es nueva. Distintos e importantes investigadores europeos de mediados del siglo xx abordaron temas nuevos cuyo tratamiento esbozó lo que se conocería como «historia de la vida privada». Pero no fue hasta 1985 cuando apareció publicada en Francia la obra que marcaría la aceptación y el reconocimiento de las indagaciones por la privacidad, por la intimidad 1• Este tipo de historia descubre én este dominio uno de los distintivos de la cultura occidental y, más específicamente, francesa. Philippe A~i~s y Georges Duby, dos de sus principales auspiciadores, señalaron sus derroteros. · · En su~planteamLe!ltCJS originales se establecieron dos tendencias .• La primera trataba de una historia centrada en lo doméstico, en aque- ·. llos espacios cerrados bajo llave, «tapiados», donde lo privado resiste los asaltos del poder público. La segunda enfatizaba las tensione~ «dentro de o contra la familia, en ~po~ición a la ~~torid~d p~bÍica o gracias a su apoyo, en la sole9ad o la sociabilidad~>. Sin embargo, el aspecto común para hacer una historia de la cultura occidental desde el mundo de las circunstancias privadas de los sujetos era la oposición entre lo público y lo privado, explorando las diversas dimensiones de la intimidad. Su éxito radicó precisamente en que rompió con una historia tradicionalmente anclada en lo público. El pasado se construye. ¿Por qué sólo en la década de 1980 se comenzó a pensar este tipo de historia? Quizás la respuesta se encuentre en la ne~_~da>, en Historia de la vida privada, t. v: Proceso de cambio en la sociedad del siglo XVI a la sociedad del siglo xvw, p. 19. Elias, op. cit.

19

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I. Entre lo público y lo privado

r Columhtrsinfndiaprimoappeiiens,magnisexcl- IX~ · picur muneribusablncolis.

El poder, el oro y lo cotidiano en las sociedades indígenas: el caso muisca Carl Henrik Langebaek

Lo cotidiano y la arqueología

R1M A nauigflone, quum Colum~m terram attigit, cruiem ligneam in littoreflatutt: deinde prouelhu in Hoytin lnfulam appeUit, quam Hfp tniolam nuncupat, f5 interram cum multi! Htffianil deftendit.lbiquum ab eimloci (ttcico (regulum ita appeUant) cui nomen GuacanariUo, fumma comitate excepteu ejfot, muner1bm inuicem dati.r f1 accepti!, amboA· , mictti~ futur~janxere. (ofumbUI,indufii.r,pileofi!,cufteUil fPeculi! f5 jimtltbUI eum ¿JefliA tt·{AcicUI contrafati! mAgno aun pondere [olumbum remunera!m eff.

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Colum-

La experiencia de lo íntimo y la vida cotidiana son temas que se han introducido con fuerza en las ciencias sociales durante las últimas décadas. En el caso de la arqueología, ambos se han venido utilizando cada vez con mayor frecuencia como una saludable renovación en una disciplina que tradicionalmente se ha concentrado en la interpretación de cambios a largo plazo en unidades sociales tari amplias que lo íntimo y lo cotidiano parecerían no tener lugar en ellas. Para justificar una perspectiva más centrada en los individuos y su cotidianidad, se han argumentado varias razones. La más popular tiene que ver con otro concepto, el de agencia; es decir, la capacidad de la gente de subvertir las reglas. En otras palabras, se recuerda que los individuos interpretan, utilizan e incluso manipulan las normas sociales de forma activa y que las reglas de la vida cotidiana tienen una realidad más concreta que las normas abstractas que impone una sociedad. Al fin y al cabo, los individuos interactúan socialmente con un número determinado de individuos que es generalmente menor que el que constituye la sociedad a la que pertenecen. La vida cotidiana, en otras palabras, es siempre más efectiva para definir las nociones de lugar y de significado para el individuo'. No obstante lo atractivo de la argumentación, la discusión es Llegando por primera vez Colón compleja. Ante todo, no se puede negar que la noción dominan- a las Indias, es recibido por sus habitantes y agasajado con grandes te de individuo está anclada en la vida moderna y que los valores regalos. Teodoro de Bry, Americae, en los que se basa nuestra noción de individuo no necesariamente 1590, s.l. [1]

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corresponden a la forma como se construye la subjetividad en ese enorme ámbito de diversidad cultural que estudia el arqueólogo. Es más: quienes han trabajado con documentos sobre las sociedades indígenas americanas frecuentemente se tropiezan con que la noción de individuo parece diluirse en el sentido de comunidad. Este punto fue señalado por Todorov en su clásico estudio sobre la conquista de América, en el cual argumenta que en la sociedad azteca predominaba el sentimiento de lo colectivo sobre lo individual; de hecho, en su concepto, una de las principales diferencias entre la sociedad española y la indígena era que, en esta última, el interés colectivo superaba cualquier iniciativa de la persona2• Se podría afirmar que el anterior es un problema superable en la medida en que lo que importa es investigar cómo se construyen históricamente las nociones de subjetividad, individuo y vida cotidiana. En otras palabras, se podría argumentar que el estudio centrado en lo cotidiano, lo íntimo y lo individual no implica, de ninguna manera, aceptar como universales los valores modernos. Sin embargo, esa es una excusa disfrazada de posibilidad teórica, puesto que, a la hora de la interpretación, el énfasis en conocer lo cotidiano y lo individual fin ir la individualidad entre los se ha traducido casi siempre en una argumentación en favor del peso De blos prehispánicos enfrenta del individuo versus las condiciones que lo rodean. Esto lleva a un pue oblema teórico de resolver si al prtegoría de individuo resulta segundo problema que no es fácil de resolver: el tema del individuo la caersal y aplicable a toda sociedad y su vida cotidiana será completamente irrelevante para la arqueounl~odo momento de la historia. logía, a menos que esta pueda estudiarla con las herramientas que Y3 ensamiento contemporáneo tiene a la mano -es decir, mediante sitios arqueológicos y cultura ElYla la existencia de diversas sen~as de subjetivación y de material-, además, por supuesto, del material etnohistórico, cuanfor formación de sujetos, distintos do ello es posible. Y no es fácil. Como con cualquier otro término con ralelos al «individuo», creación popular en las ciencias sociales, las anteriores nociones se han introYpanentemente occidental. Figura enil •a antropomorfa. Muisca, 6oo d. ducido en la arqueología en forma de expresiones corrientes, pero no voll~oo. Colección Museo del Oro, como categorías útiles para el análisis. En fin, su introducción no se C.-leo de la República, Bogotá. [2] ha acompañado de una propuesta metodológica satisfactoria. san En una perspectiva teórica, Jan Hodder3 ha venido argumentando que el registro arqueológico es producto de múltiples actos individuales; pero esa simple observación, por verdadera que sea, ni justifica por sí misma un mayor énfasis en el estudio del individuo ni resuelve el problema metodológico en cuestión. De hecho, la solución metodológica propuesta por Hodder es cuestionable y hasta simplista, porque consiste en privilegiar los «casos especiales», aquellos en los cuales podemos reconocer el carácter específico de un actor social o de un grupo muy limitado de personas: la tumba de un individuo especial o un conjunto de restos materiales que puedan asociarse a alguna persona que de alguna manera parezca menos anónima que las demás 4• Sobra decirlo: en la mayor parte de los casos, los resultados han sido pobres. Los estudios que tratan de rescatar el valor

EL PODER, EL ORO Y LO COTIDIANO EN LAS SOCIEDADES INDÍGENAS: EL CASO MUISCA

del individuo y de lo cotidiano han hecho buenos aportes en muchos temas, pero no agregan gran cosa cuando se trata de afirmar algo sobre lo cotidiano.

Preguntas y metodología En este artículo se quiere hacer un análisis de la vida cotidiana y social en el pasado prehispánico de Colombia según la perspectiva de la ideología, la religión y la orfebrería muiscas. Dificilmente se podría encontrar un ejemplo más claro de una actividad donde nuestros prejuicios sobre la vida cotidiana y el significado económico y cultural sean más evidentes. Por un lado, cuando se piensa en el manejo de lo ideológico entre los indígenas, de inmediato aparece el legado del estudio del chamanismo; es decir, se imagina la existencia de un sector de especialistas encargados de controlar la intermediación entre lo divino y lo humano, lo cual supone, por supuesto, que estas dos esferas están separadas por naturaleza y que el conocimiento especializado conforma la existencia de una élite chamanística que monopoliza el conocimiento esotérico. Pero, por otro lado, no es fácil imaginar un contexto en el cual lo ideológico y lo religioso no toquen el dominio de lo íntimo. En cuanto a la orfebrería, todo lo que la rodea parece íntimamente ligado a nuestras ideas de poder, riqueza y control. Con frecuencia se la imagina como un aspecto muy alejado de lo cotidiano, asociado al poder de las élites chamánicas. En el clásico estudio de Gerardo Reichel-Dolmatoff, la orfebrería ad-' quiere sentido casi exclusivamente como producto del pensamiento chamánico, a su vez relacionado con una estrategia de poder. En su opinión, los cacicazgos que encontraron los españoles tenían una religión centrada en templos administrados por chamanes que habían adquirido un verdadero carácter sacerdotal y que tenían una estrecha relación con el oro 5. Si bien no todos los objetos de oro tuvieron relación con prácticas chamánicas, aquellos que no la tenían se podían considerar marginales 6• Algunos estudios sobre el chamanismo en la Antigüedad no dan pie a ninguna ambigüedad. Por ejemplo, en un caso se afirma que en San Agustín el poder político de la sociedad que elaboró las impresionantes estatuas y montículos en los primeros diez siglos después de Cristo correspondió a la existencia de grandes chamanes cuyo cargo era hereditario y cuyo poder era tan grande que la sociedad entera colapsó cuando, por culpa de un período de sequía, no pudieron dar cuenta de las transformaciones de la naturaleza7. Nada es más familiar en la bibliografía sobre las sociedades prehispánicas que la idea de que el oro era un material rico en sig-

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nificado que hacía parte de las complejas estrategias mediante las cuales una élite intelectual manejaba los destinos de las comunidades. Oro, poder y chamanes aparecen sistemáticamente asociados en dicha bibliografía. En el caso de los muiscas, las anteriores observaciones parecen particularmente relevantes. En opinión de Francisco Posada8, los antiguos habitantes del altiplano contaban con una casta hereditaria de sacerdotes que funcionaba como una verdadera aristocracia. José Rozo, por su parte, habla de una casta sacerdotal encargada de «engrandecer y mantener la unidad político-religiosa» a través de ceremonias y ritos en los cuales se hacía evidente su capacidad de guardar los secretos mágico-religiosos9• El oro, por supuesto, se imagina cumpliendo un papel importante en ese proceso y, en efecto, los estudios sobre los muiscas enfatizan que la orfebrería era fuente de extraordinario poderlO. Por esta razón, no sorprende que cualquier contexto arqueológico en el cual aparezcan objetos de oro se asocie automáticamente.a una sociedad «con una organización política relativamente compleJa que incluía estratificación. social y poder centralizadm>n. En fin, en el caso de los muiscas, el chamanismo y su derivado, la orfebrería, también se constituyen en un formidable ejemplo del poder que unos pocos individuos tenían sobre los demás, gracias a sus conocimientos sobre lo divino y lo humano. En este artículo se pretende mostrar cómo los prejuicios sobre la naturaleza del oro y del chamanismo pueden deformar por completo la imagen que tenemos de las sociedades prehispánicas. Para ello se estudian los contextos de asociación de los orfebres y del oro en

Los muiscas han sido mostrados como un pueblo profundamente religioso. Esta idea forma parte. de un imagmano que se elaboro a partir de las crónicas ~olonia~;s y fue alimentado po~ la mvenc~on ·conográfica romanttca del mdtgena ~ue se llevó a cabo en los siglos XIX y xx. En la primera mitad del siglo xx, el movimiento artístico de tos Bachués, que pretendía utilizar lo indígena como elemento para construir la identidad nacional, se apoyó en estas interpretaciones para representar los m.itos y leye.ndas muiscas. Teogoma de los dwses chibchas (detalle). Luis Alberto Acuña, 1935, Bogotá. [3]

EL PODER, EL ORO Y LO COTIDIANO EN LAS SOCIEDADES INDÍGENAS: EL CASO MUISCA

la sociedad muisca que encontraron los españoles. Parto de la base de que el sujeto de la vida cotidiana es, efectivamente, el individuo y de que las reglas sociales aparecen siempre mediadas por grupos concretos en los que predominan las relaciones directas entre personas. No obstante, no es útil estudiar la vida cotidiana o al individuo como una categoría específica, aparte de la totalidad de la sociedad. Los grupos concretos entre los cuales se dan las relaciones directas varían de acuerdo con la totalidad en la que operan: la forma de la familia, el espacio que configura la aldea, el papel esperado del individuo tras su socialización, entre otros, son aspectos inseparables de lo cotidiano y del individuo. Incluso cuando una persona manipula las reglas sociales, no lo hace de cualquier manera, sino en referencia a la naturaleza específica de esas reglas. Esto no niega que el contacto cotidiano constituya la base del conjunto social ni que sea siempre personal, por lo que las dos cosas no se pueden separar. En esa medida, la categoría que parece oportuna para entender al individuo y la vida cotidiana es la de mediación, aquella que se da en planos completamente diversos, de acuerdo con el sentido histórico, y que pueden, por lo tanto, estar definidos por la igualdad o la desigualdad, la dependencia, la inferioridad o la superioridad 12 • Ello obliga a concentrarse en los espacios presuntamente íntimos de la vida individual, pero teniendo como referente los contextos más amplios, donde las relaciones no se pueden separar de la vida en común. La categoría de mediación, estudiada por Agnes Heller, admite que el estudio de la vida cotidiana rebasa claramente al individuo, porque se refiere a un aspecto de la vida social que implica entender• su interacción con el resto de individuos de su comunidad. Esto implica que, en lugar de concentrarse en los «casos especiales» que dan la ilusión de comprender a los individuos y su cotidianidad, es necesario apreciar los más diversos contextos de interacción posibles y, muy especialmente, aquellos en los cuales la cultura material desempeña un papel activo. Entonces la pregunta concreta es: ¿cómo analizar el asunto de la mediación? Aquí se sostiene que hay dos caminos por seguir y que es mejor transitados al mismo tiempo, aunque con los riesgos que ello implica. Por un lado, es difícil desaprovechar el gran acervo documental con que se cuenta. Los documentos que se conocen sobre los muiscas contienen detallada información sobre su organización política y religiosa, así como testimonios puntuales que dan pistas sobre aspectos más cotidianos: legajos enteros sobre el oficio de los «sacerdotes», incluso testimonios sobre las actividades de un orfebre, y un largo etcétera. Además existen gramáticas que se refieren a términos que indudablemente son de gran interés, relacionados con el parentesco, los especialistas políticos y religiosos, los orfebres y el oro. Lo anterior quiere decir que los documentos

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La historia prehispánica se enfrenta con el problema de la ausencia de un contexto histórico que permita establecer una relación más clara entre las sociedades y los objetos que produjeron. Una de las consecuencias es el hecho de que las figuras antropomorfas hayan sido cargadas casi exclusivamente de sentido religioso. En estas representaciones, el chamanismo ha tenido un peso importante al ser considerado como una característica propia de los pueblos indígenas. Figura votiva. Muisca, 6oo d. C.I6oo. Colección Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá. [4]

pueden ayudar a analizar los contextos en los cuales aparecen términos relacionados con la orfebrería y con el chamanismo y, así, determinar si se limitan a una serie de situaciones o no. Por otra parte está la arqueología. En contra de las propuestas de Hodder, se argumenta que el hecho de que un objeto haya sido producido, usado o descartado por una persona en particular no acerca demasiado al conocimiento de cómo se constituía la cotidianidad o cómo era la vida diaria de un individuo. Potencialmente más interesante es averiguar cómo funcionan los individuos en el contexto de reglas más generales 13 y, por lo tanto, cuál es su papel en procesos sociales amplios, en un plano relacional, que es en el cual siempre interactúan los individuos 14. Como justificación teórica se acude a la idea marxista según la cual los individuos quieren hacer lo que desean pero siempre están sujetos a lo que pueden, en el contexto de relaciones sociales y de producción históricamente determinadas. Esto llama la atención sobre el lugar en donde reside el verdadero problema del arqueólogo interesado en la vida cotidiana y el individuo: no en el hallazgo de sitios arqueológicos donde sea más fácil estudiar ese asunto sino en el hecho de enfrentar los problemas metodológicos que implica entender la construcción de subjetividades y el papel de los individuos en medio de procesos sociales más generales, acudiendo a todos aquellos contextos -posibles- en los cuales opera una persona. En otras palabras, el reto no consiste en excavar restos donde el comportamiento individual pueda estar «encapsulado», sino en entender todos los contextos arqueológicos como escenarios en los cuales participan individuos. El análisis de los contextos donde aparece la orfebrería ofrece posibilidades de entender cómo funciona un elemento que tradicionalmente se asocia al poder en las sociedades indígenas y que, por lo tanto, facilita apreciar espacios de mediación. Para llevar a cabo ese análisis opto por dos trabajos. En primer lugar está el de Kent Flannery y Joyce Marcus 15 , en el cual se diferencia entre los conceptos de ideología y cosmología, el primero entendido como una doctrina política al servicio de un grupo o individuo 16 , y el segundo, como una teoría sobre seres sobrehumanos que se traduce en códigos de ética y normas sobre el funcionamiento aceptable de la sociedad 17. El segundo es propiamente arqueológico y se refiere a la idea de Martín Wobst 18 según la cual aspectos como la amplitud o la restricción de los contextos y el tamaño y el simbolismo de los artefactos dan una idea de su eficacia como sistema de comunicación. Para el propósito de este artículo, simplemente se da por sentado que los artefactos que se presentan en el ámbito de la vida cotidiana se encuentran en la más amplia variedad de contextos posibles, porque su «función» pretende tener sentido en numerosos espacios en los que se desenvuelve

EL PODER, EL ORO Y LO COTIDIANO EN LAS SOCIEDADES INDÍGENAS: EL CASO MUISCA

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En el actual territorio de Colombia, prácticamente no se dieron imágenes de los indígenas que mostraran sus costumbres o ritos, llevadas a cabo por ellos mismos o por los conquistadores, como sí ocurrió en México o en Perú. Las pocas imágenes procedieron de grabadistas flamencos, como la familia De Bry, a finales del siglo xv1, que, sin haber viajado a América, elaboraron ilustraciones con base en su lectura de las crónicas. Estos grabados han tenido una gran influencia en la manera como imaginamos actualmente la vida de aquellos individuos. Entierro de un jefe indígena. Teodoro de Bry, Americae, 1590, s.l. [5]

el individuo. Independientemente de que algunos de ellos puedan pasar a mejor vida después de su uso -por ejemplo, como parte de un ajuar funerario-, los objetos cotidianos están diseñados para ser vistos recurrentemente.

El oro, los chamanes y los orfebres en los documentos Existen unos pocos documentos del siglo XVI que se refieren a los orfebres, al comercio de oro y al uso del oro. Uno de ellos fue escrito en 1555 y proviene del bajo Magdalena. En él se menciona la indagatoria de caciques y capitanes del pueblo de Zimpieguas con experiencia en la fundición de objetos de oro 19 . Otros, más numerosos, se refieren específicamente al territorio muisca. Algunos tratan la producción y el intercambio 20, y otros, los intentos de las autoridades coloniales de extirpar la idolatría y buscar las ofrendas de oro21. El tema de la circulación del oro da unas primeras pistas sobre el carácter del metal en la sociedad muisca. A primera vista se trata de un recurso escaso, ideal para hablar de riqueza y poder, especialmente en el caso de los muiscas, quienes no disponían del metal en su territorio y debían adquirirlo de otros grupos, especialmente

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paradójicamente, más que el oro, las mantas elaboradas por los muiscas tuvieron un alto valor, tanto en los intercambios prehispánicos como en el pago de los tributos coloniales. Aún a finales del siglo xv 1, las mantas seguían siendo un símbolo de poder, como lo atestigua esta pintura mural de la iglesia de Sutatausa, en Cundinamarca. Cacica. Anónimo, s. f. Iglesia de Sutatausa, Cundinamarca, Colombia. [6)

del valle del Magdalena22 y de las tierras bajas del oriente. Algunos testimonios confirman que el metal se conseguía en sitios de frontera, como Pasea y Fusagasugá, y que, una vez dentro del territorio muisca, el producto se obtenía en mercados que se hacían en ciertos pueblos como Tunja o Siecha cada cuatro días. Con los extraños, el oro se cambiaba por tejidos y sal, bienes que se asociaban a prestigio. Internamente, sin embargo, la cosa era distinta, puesto que se podía conseguir a cambio de coca e, incluso, productos agrícolas y pescado23. En otras palabras, el intercambio de oro con foráneos implicaba la movilización de bienes de prestigio entre los proveedore:>, pero internamente el asunto se manejaba de forma distinta, puesto que los bienes involucrados no parecen haber tenido ese carácter. A esto se suma que el intercambio de oro no parece haber estado monopolizado por un grupo de mercaderes, caciques o especialistas religiosos. Esto no niega que el oro se integraba a la economía política. Los documentos recogidos por Tovar24 dejan claro que el oro era un bien de tributo que con frecuencia se entregaba a los caciques. No obstante, la presencia del metal no es universal en los testimonios. Si se analiza la lista de bienes que tributaban los indígenas a sus caciques 25 , se encuentra que, de los diez casos correspondientes a los dominios de Bogotá, en cinco (50%) se menciona el oro, y que en los seis casos de Tunja tan sólo en uno (16,6%) se afirma que se acostumbrara tributar oro; en contraste, en la totalidad (100%) de los nueve casos referentes a Duitama se menciona el metal, y, en cuanto a Sogamoso, de los dieciocho casos reportados, el oro se menciona en trece (72%). Sin querer tratar la muestra como si tuviera validez estadística, se debe mencionar lo siguiente: primero, que otros productos, como las mantas, aparecen mencionados prácticamente en todos los casos -en los diez de Bogotá, en los nueve de Duitama, en los seis de Tunja y en catorce de los dieciocho de Sogamoso-, y, segundo, que precisamente en las área de influencia de los caciques más poderosos, Tunja y Bogotá, el oro aparece mencionado con menor frecuencia como objeto de tributación. En cuanto a los orfebres como tales, existe un documento que proviene de Lenguazaque, lugar donde los españoles encontraron a Pablo Tibaciza, un orfebre que declaró no hacer santillos sino adornos y cuyo oficio, aparentemente, había sido heredado por línea materna26. En este caso, una lectura más bien rápida del asunto daría pie a pensar en los orfebres como personas de extraordinaria importancia, pero una lectura detallada desdibuja esa interpretación. Por cierto, se debe anotar que, en el caso de Zimpieguas, el cual se refiere, como el de Lenguazaque, a la producción de adornos corporales, se encuentra que el cacique y cinco «capitanes» eran orfebres27 . No obstante, si se tiene en cuenta que el documento habla de tan sólo 57 indios tributa-

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EL PODER, EL ORO Y LO COTIDIANO EN LAS SOCIEDADES INDÍGENAS: EL CASO MUISCA

rios, más de 10% de los hombres adultos sabía trabajar el oro, lo cual desvirtúa la idea de un oficio demasiado exclusivo. Probablemente, lo mismo se puede decir del caso muisca. Desde luego, aparecen documentos en los cuales se menciona que los caciques tenían orfebres a su servicio 28 , pero, según el propio testimonio de Pablo Tibaciza, su oficio no tenía nada de extraordinario: muchas personas hacían objetos de oro, aunque sólo en pueblos especiales como Guatavita se elaboraban las ofrendas para dedicar en los santuarios: allí vivían los «santeros», no los simples «plateros» como éF9• Uno podría jugar con el apellido de Pablo para reforzar la idea de que se trataba de alguien muy importante. Tibaciza podría relacionarse con tiva, término que significaba a la vez «capitán», >, Revista de Antropología y Arqueologza, II, 1995, pp. 3-36. 92 Íd., , Revista de Antropología, 3 (2), 1987, pp. 123-124. 93 Lleras, Preh1spamc Metallurgy .. ., op. cit. 94 Ana María Castro, , Boletín Museo del Oro, 56, 2005, p. 95. 95 ~angebaek, , op. cit., p. 24; Legast, , op. ci!., pp. 58-59. 96 Langebaek, , op. cit. 97 Fran,ois Correa, , en Jean-Pierre Chaumel, Roberto Pineda y Jean-Fran,ois Bouchard (eds.), Chamanismo y sacrificio. Perspectivas arqueológicas y etnológicas en sociedades indígenas de América del Sur, Bogotá, Fundación de Investigaciones Arqueológtcas NaciOnales - Banco de la República - Instituto Francés de Estudios Andinos 2005, pp. 123-140; Langebaek, , op. cit. ' 98 Langebaek, Los muiscas .. ., op. cit. 99 Simón, op. cit., p. 386. 100 Jbíd. 101 Langebaek, Los muiscas... , op. cit., pp. 27 y 31.

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La elusiva privacidad del siglo XVI Luis Miguel Córdoba Ochoa

Las fronteras entre la vida privada y la pública no fueron claras en el Nuevo Mundo durante los siglos XVI y xvn. Los mecanismos de información que adecuó la Corona española para determinar el reparto de oficios, pensiones y encomiendas crearon una fuerte propensión a que los vecinos peninsulares que participaron en la Conquista expusieran sus vidas de forma mitificada en las relaciones de méritos y servicios, sin diferenciar sus actuaciones públicas de su vida privada. La feroz competencia por encomiendas y pensiones ' acentuó la necesidad de exaltar las virtudes propias y de denunciar los vicios ajenos. Por esta razón, la privacidad de las conductas en la temprana sociedad del siglo XVI fue casi un espejismo. Sin embargo, las sociedades indígenas que estaban en contacto directo con los españoles se vieron forzadas a mantener en secreto comportamientos y prácticas asociadas a sus creencias nativas. Igualmente, ocultaron la continuidad de las antiguas redes de sujeción que había entre los caciques y sus subordinados para que no fueran afectados los ritos religiosos de carácter agrario que eran cruciales en su cosmogonía. Incluso lograron darles a sus celebraciones un ropaje católico, sin que ello fuera evidente para los españoles. En las siguientes páginas se estudiarán algunos aspectos relacionados con las profundas modificaciones que en indígenas y españoles produjo su traumático choque en el siglo XVI.

Vasco Núñei deBa/boa descubriendo el Mar del Sur, conducido por el cacique Panca. Dibujo de Urdaneta, grabado de Rodríguez, 1878. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá. [1]

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA

LA ELUSIVA PRIVACIDAD DEL SIGLO XVI

Los mundos de la «tierra caliente» y de la «tierra fría» Desde la década de 1540, los españoles identificaron como la característica dominante de los territorios del Nuevo Reino de Granada la división entre la «tierra caliente» y la «tierra fría» y afirmaron que esta división afectaba la condición de los individuos, pues los indígenas de la tierra caliente, los que ocupaban las cuencas de los ríos Cauca, Magdalena, Sinú, etc., eran indóciles y reacios ~ acept~r el dominio español, mientras que los de la sabana de Bogota -la tierra fría- sí eran susceptibles de ser gobernados por una red de encomenderos. Muy pronto se convirtió en una idea común afirmar que las comunidades de las zonas calientes eran caribes y consumían ~ carne humana. En realidad, los españoles hacían suyas ideas de los · mismos muiscas sobre sus rivales, los panches'. Este contraste entre las tierras de la sabana y las del Magdalena : o de los Llanos Orientales llevó a los españoles a explicar la forma en que dos mundos tan diferentes en su clima, vegetación, recursos y pobladores eran interdependientes. En 1603, Juan Sanz Hurtado, • un encomendero de Tunja que vi~ó a España como apoderado del Nuevo Reino ante el Consejo de Indias, explicó en detalle cómo entendían los españoles esa relación de la tierra fría y la tierra caliente. Indicó que en la caliente In di Hítpanisaurum fitientibus,aurumlique· XX. fuclum infw1dum.

El canibalismo como manifestación de la barbarie de los indígenas fue una de las representaciones que más se difundió en Europa, y fue atribuido como una característica inherente a los pueblos más salvajes de América, pese a que tenía una larga tradición en la cristiandad medieval. Esta caracterización sirvió para establecer diferencias entre lo que los españoles consideraban pueblos dóciles y aquellos más dificiles de dominar, y con ello, justificar las guerras de conquista. Vierten los indios oro fundido en boca de los españoles para saciar su codicia. Teodoro De Bry. Americae, 1590, s. l. [2]

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se dan y producen los ricos metales de oro, plata, y esmeraldas. y en la fría, que es donde vuestra Real Audiencia tiene su asiento

se cultivan los mantenimientos, legumbres y ganados con mucha fertilidad. Por manera que la una es expensa de comida, y sustento para la otra, que es la fría, y la caliente madre de oro y monedas hace a esta otra rica 2• Para que el Nuevo Reino se sustentara era necesario que se conservaran las dos regiones, ya que de poco serviría la tierra caliente sin población que trabajara en sus minas, y sin el oro de la tierra caliente, la tierra fría de la sabana no podría abastecerse de los bienes que llegaban a Cartagena. La creación de una economía minera en las regiones cálidas se apoyó en sistemas de depredación y compulsión de la mano de obra indígena para llevarla a las minas. Frente a la natural resistencia nativa, los españoles buscaron demostrar que los indígenas de las regiones auríferas eran bárbaros caníbales a los que no se debía tratar con las consideraciones que exigía el Consejo de Indias, sino que tenían que ser esclavizados 3. En esos mundos mineros, que se consideraban esenciales para obtener los recursos con los cuales se alimentaba todo el comercio de la sabana, la violencia doméstica contra los indígenas, primero, y contra los esclavos, después, se convirtió en una actitud casi natural para los españoles. La presencia de la Audiencia en la sabana evitó ligeramente que allí la violencia tuviera un carácter tan abierto como el que tenía en las zonas mineras. Las conductas criminales que los visitadores enviados por la Audiencia comprobaban una y otra vez ponen en evidencia que las casas españolas, las minas y las estancias eran espacios en los que las relaciones entre españoles e indígenas o esclavos daban origen a un tipo de privacidad doméstica dominada por el terror y por la violencia cotidiana4• Una característica sobresaliente del tipo de sociedad que se creaba como resultado de la ocupación española de los territorios del Nuevo Mundo en el siglo xvt fue el nacimiento de espacios domésticos marcadamente mestizos y en los que los españoles eran una minoría frente a la población indígena. Una de las observaciones sobre las características de las poblaciones españolas en las zonas mineras era la precariedad de las casas y de las iglesias. En el siglo XVI, la descripción más común de Muzo, Mariquita, !bagué, Neiva, Zaragoza, Remedios, Timaná o Cáceres era la de rancheríos de madera más parecidos a campamentos itinerantes que a ciudades. Para los cabildos de las ciudades mineras no era conveniente dotarlas de ornato, porque, si podían comprobar que eran pobres, como se esperaba que su arquitectura lo demostrara, se podría solicitar al rey que redujera

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LA ELUSIVA PRIVACIDAD DEL SIGLO XVI

HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA

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Lo que podríamos llamar «vida privada» era difícil de encontrar en estas viviendas, pues las casas de mineros y encomenderos estaban servidas por una numerosa población indígena y esclava, y en ellas podían vivir numerosos parientes pobres o soldados vagabundos que constituían la necesaria clientela con la cual los mineros o encomenderos demostraban su poder.

El mestizaje fue una clara evidencia del poco control que la Corona y las autoridades españolas ejercieron durante el proceso de conquista. Posteriormente, los mestizos serían considerados no sólo como un problema de castas, sino como un asunto legal, lo que persistió durante todo el período colonial. Mestiza y zamba. Anónimo, siglo xvm. Códex Trujillo de Martínez Compañón y Bujanda, Tomo n. Colección Biblioteca Nacional de España, Madrid. [3]

La alteración de los hombres en el Nuevo Reino de Granada

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el gravamen a la producción de oro y que proporcionara esclavos a bajos precios, como todas ellas lo pidieron entre 1570 y 16305. En la sabana, los mineros que dominaban esas regiones calien- · tes eran vistos como individuos muy dispuestos a las alteraciones y' propensos a presentar sus actos de violencia como hechos virtuosos' mediante falsas relaciones 6. En las nuevas villas y ciudades españolas, los primeros alumbramientos que tuvieron lugar fueron de niños· mestizos, hijos de los soldados españoles y de las mujeres indígenas. Al alcanzar su mayoría de edad, esos jóvenes mestizos adquirirían un protagonismo significativo porque muchos de ellos esperaban heredar las encomiendas de sus padres, pues habían sido educados por estos como hombres del mundo hispánico. Pero su origen indígena materno y el rechazo de que fueron víctimas por los españoles que se negaban a dejarlos tomar el lugar de sus padres por su condición mestiza les dieron un tipo de libertad y de desenvoltura en sus conductas que acentuaron la idea de que eran un grupo amenazante. En sus costumbres, en su modo de hablar, en sus gustos alimenticios, en sus vestimentas, los mestizos -especialmente los de poca importancia, que no debían demostrar que actuaban como españoles, lo cual sí podía ocurrir con los herederos de los encomenderos- fueron los pioneros de un tipo de expresiones culturales absolutamente novedosas con las que mostraban a las claras que, aun educados en hogares españoles, eran hombres del Nuevo Mundo.

Así como se consideraba que el mestizaje daba origen a individuos de naturaleza compleja, en el caso del Nuevo Reino se consideró que la tierra misma trastornaba la condición de los españoles y que las extrañas conductas que se observaban allí tenían su origen en la alteración que producía la idea de estar en las provincias más ricas en oro del Nuevo Mundo 7. Explicaciones generales de las diferencias entre la tierra fría y la tierra caliente se interpolaban con observaciones precisas sobre el cambio de los hombres motivado por el oro, sobre la condición violenta de los mineros y sobre el surgimiento de un exotismo en las costumbres que parecía necesario para demostrar que se había sobrevivido al «toque» de las Indias y que se triunfaba en ellas porque se pagaba el precio de asumir nuevos modos de ser. Los españoles que llegaron al Nuevo Mundo desde finales del siglo XVI transformaron profundamente a las comunidades indígenas, pero en ese proceso sus propias vidas también resultaron drásticamente alteradas 8• Una de las razones del cambio de los hombres en Indias fue que las antiguas jerarquías que separaban rígidamente a la nobleza del pueblo en España comenzaron a tener límites más imprecisos. Esa ligera disolución de las barreras que a cada individuo le asignaba su nacimiento permitió que en América se viviera un proceso de ampliación de las posibilidades de ascenso social, que estuvo asociado a la toma de conciencia de que los hombres podrían inventar sus vidas como nunca lo habrían podido hacer en España9. Existía la idea de que la libertad que disfrutaban los españoles en América los había liberado de algunos de los controles más evidentes de la Corona y de la Iglesia, y de que, si se ocupaban lugares de privilegio, era casi necesario hacer ostentación excesiva del poder o de otros signos de dominio, como podían ser la despreocupación porque sus relaciones ilícitas fueran de conocimiento público y la exhibición casi insultante de sus riquezas. Por ejemplo, en 16oo, un vecino anónimo de Santa Marta, que firmó con el seudónimo de «Doña Clara Verdad», denunció los abusos del gobernador de Santa Marta

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La encomienda fue una institución por medio de la cual se consolidó una élite de conquistadores que llegó incluso a desafiar el poder de la Corona. Los abusos y la explotación inmisericorde de los indios fueron la imagen generalizada que se consolidó de estos individuos desde los primeros tiempos de la Conquista. Encomendero Francisco Beltrán Caicedo. Anónimo, siglo xvn1. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [4]

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y Jo presentó ante el Consejo de Indias como un «mozo» que «en su aspecto trae el sobrescripto de la yncapacidad del oficio y dignidad que tiene», gobernado por la codicia y dedicado a comerciar con los ingleses y los flamencos 10• Sin embargo, como Jo muestran los juicios de residencia, Jos oficiales con más poder eran acusados, típicamente, de actuar sin mesura en la demostración de su capacidad para anular aun a los vecinos más importantes. Los miembros del clero también fueron acusados de exhibir este tipo de conductas. En 1558, el contador Pero Núñez AguiJar expresaba su satisfacción por la decisión del Consejo de Indias de limi- · tar el poder de Jos conquistadores. Indicaba que ellos eran el mejor ejemplo de la forma en la que la vida en el Nuevo Mundo afectaba a ! la gente, y escribía que las gentes «venidas acá toman otras nuevas inclinaciones»''· Los peninsulares se debatían entre la necesidad de demostrar su ; adaptación a las condiciones del Nuevo Mundo y la de hacer evi- , dente que esa adaptación no Jos llevaba a perder Jos referentes his- ' pánicos 12 • Sus hogares reflejaron esa dualidad, pues las relaciones , sociales que en ellos se desarrollaban eran de una absoluta novedad en comparación con Jos modelos peninsulares, puesto que eran ho- ~.·. gares dominados por la presencia femenina indígena, debido a la ~ ausencia de mujeres españolas, por Jo menos en las primeras décadas del siglo XVI, y en donde se fue creando un modo mestizo o l «indiano» de alimentarse, de vestirse, de amoblar las viviendas y de r hablar. Ante la amenaza de un excesivo alejamiento cultural de. los ¡ patrones peninsulares, Jos españoles que podían hacerlo estuvieron 1 dispuestos a invertir grandes sumas de dinero en adquirir los bienes, ~ la ropa o los alimentos que simbolizaban Jo hispánico, pero ello ori- ¡ ginó críticas porque se consideró que había un consumo ostentoso, ¡· 1 exagerado 13 • La tensión entre Jos dos mundos podía tener resultados dramáti-~ cos. Es bien sabido cuán importante era, para el cristianismo, enterrar ~ a Jos difuntos en Jugares sagrados. Ser enterrado en el campo no era algo aceptable para un español. En 1610, Antonio de Olalla informó ! al rey que su padre, Alonso de Olalla, había sido nombrado gober-( nador de las provincias del valle de La Plata, en el alto Magdalena, ~ cuando tenía más de setenta años. Para cumplir con su obligación, y pese a su edad, este último formó una compañía de 130 soldados y \ partió hacía el valle de Neiva. Pero, decía Antonio de Olalla, «por · ser de tanta edad y tan travajado en el deste reyno y la aspere9a de ' la tierra muy grande falleció siendo nes¡;esario para aberle de traer a l enterrar a poblado asarle en unas parrilas, con que 9esso por su parte el no podcr poblam". Así, Antonio de Olalla '"'" que emplear una técnica indígena, como era el uso de barbacoas, paincidían con las imágenes de los dioses. Sobre el antepecho se colocó un lienzo que imitaba tableros, cuya imagen central represeOO!ha al rey a caballo, alternándose, a lado y lado, con recuadros geomérricos las figuras

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LA VIDA EN CASA EN SANTA FE EN LOS SIGLOS XVII Y XVIII

de diosas, genios, cupidos y leones. Hacia el interior de la galería se dispusieron espejos, arañas y candeleros que hacían más visibles no sólo las vistosas pinturas sino también a destacadas personas y familias de la ciudad38 • Este conjunto de colorido e imágenes realizado para el balcón principal se integraba a muchos otros trabajos que elaboraban los artesanos en las fiestas, como eran los tablados de las plazas y el embellecimiento de portadas, arcos, columnas y ventanas 39.

*** Hemos querido orientar esta reflexión hacia los espacios más significativos de la casa, aunque no hemos olvidado que muchos otros lugares de este inmueble nos permitirían completar nuestra visión de su dinámica social. Cada casa, con el tiempo, registró transformaciones, con las que sus propietarios muchas veces intentaban adaptar el espacio a sus necesidades vitales. Pero también, es cierto, buscaban conseguir mayores confort y privacidad.

Notas

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Pablo Rodríguez, Sentimientos r vida familiar en el Nuern Reino de Granada, Bogotá, Ariel Historia, 1997. p. 295. Archivo General de la Nación (AGN). Colonia, Testamentarias de Cundinamarca. t. 3. ff. 410r, 50 IV, 502r. Según se ha podido comprobar en diferentes documentos del AGN. Los ejemplos más claros corresponden a las casas de principales. Rodríguez, op. cit. Real Academia Espariola, Diccionario de autoridades. Madrid, Gredos. 1990. AGN, Colonia, Testamentarias de Cundinamarca, t. 19. 1793, ff. 89.¡H. Ibíd., Temporalidadcs. t. 28, Inventario de los bienes del señor marqués don Jorge Lozano de Peralta, 1787, f. 746v. Véanse los muchos ejemplos con que ilustra su libro Guadalupe González-Hontoria, El arte popular en el ciclo de la vida humana, nacimiento, matrimonio y muerte. Madrid, Testimonio. 1991. Jean Towler y Joan Bramall, Comadronas en la historiar en la sociedad. Barcelona, Masson, 1997, p. 103. Esta costumbre, principalmente, se mantuvo hasta finales del siglo XVII, ya que en el siglo siguiente fue común la presencia del médico o el barbero de la localidad. AGN, Colonia, Notaria Segunda. escribano Joaquín Sánchez, 1775, ff. 477V-478v. Ibíd., Testamentarias de Cundinamarca, t. s, ff. 31r-v, 36r-v. lbíd., Policía, rollo 11. 1770, f 298r. lbíd., Notaría Primera, vol. 41, 1629-IÓJI, f 6v. !bid., Testamentarias de Cundinamarca, t. 39, f. 843r. lbíd., t. J, 1792, f. 407r. Juan B. Ferreres, Los oratorios,. el altar portátil, según/a l'igente disciplina concordada con el no\'Ísimo Sumario de oratorios concedido en la Cruzada-comentario históricocanónico-litúrgico, 2a. ed., Barcelona. Véase también Juan Manuel González Marte!, Casa Museo Lope de Vega. Guía-catálogo, Madrid, 1993. Íd., Compendio de Teología Moral según/a norma del Novísimo Código Canónico acomodado a las disposiciones del derecho español y portugués a los decretos del primer

Concilio Plenario de la América Latina y del Concilio Provincial de Manila y también a /as peculiares leyes civiles de aquellas regiones, 2a. ed., t. 1, Barcelona, Eugenio Subirana Editor Pontificio, 1923, p. 312. 20 AGN, Colonia, Notaría Segunda, vol. 101, 1775, ff. 470r-562r. 21 Virginia Gutiérrez de Pineda y Roberto Pineda Giraldo, Miscegenación y cultura en la Colombia coloniali750-I8Io, t. 1, Bogotá, Colciencias- Universidad de los Andes, 1999· p. 26 !. 22 Enciclopedia Universal Ilustrada, t. 16, Madrid, Espasa-Calpe, 1913, p. 659. 23 Se refiere, por lo general, a una parroquia u obispado de una localidad del que, por alguna circunstancia, se cuestiona ya sea a los religiosos o algún acto de la comunidad que haya ido en contra de los valores de la Iglesia, y cuyo templo y feligreses permanecen en entredicho mientras no se aclare la situación. 24 Agradezco las orientaciones y aclaraciones que, en torno a este tema y a muchos otros, me dio monseñor Juan Miguel Huertas Escallón, quien fue delegado arzobispal para la Catedral Basilica y para el Patrimonio Histórico y Artístico. 25 Véase nota I 8. 26 Ignacio López de Ayala, Concilio de Trento, siglo xvm, Bogotá Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), Colección Cuervo, s.f. 27 Como se verá, es posible que estos nirios sirvieran de compañía a doña María Arias de Ugarte. como sustitutos de los hijos que no tuvo. 28 BNC, Sección de Libros Antiguos, Vida ilustre de esclarecidos ejemplos de virtudes de la modestísima y penitente d01ia Antonia de Cabañas. Escribe el confesor. Arzobispado de Santa Fe, 1629. Véase también Pablo Rodríguez, En busca de lo cotidiano: honor, sexo, ,~esta y sociedad, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, 2002. p. 175. 29 Julián Bastidas Urresty, Historia urbana de Pasto, Bogotá, Testimonio, 2000, pp. 80-81. JO A'·>N. Col~nia, Testamentarias de Cundinamarca, t. 2, 1630-1631, ff. 1-369. 31 Gabriel Alvarez de Velasco, De la exemplar vida v mverte dichosa de doña Francisca Zorri/la, Alcalá, Colegio de Santo Tomás, 1661 (libro de la colección de la Casa-Museo del20 de Julio de 1810). p. 131. 32 Ibíd., p. 64. 33 Diccionario de autoridades, ed. facs., vol. 1, t. 1, Madrid, Gredos, 1990, p. 535. 34 AGN, Colonia, Notaría Tercera, vol. 101, 1679-168r, ff. 174r-178v. 35 !bid., f. !75V. 36 Ibíd, f. 178V. 37 lbíd., Milicias y Marina, t. 128, 1728, ff. 187r-I88v. 38 Ramón Gutiérrez. «Notas para una historia de la arquitectura y de la vida social colonial en Honda», Apuntes, 19, mayo de 1982, pp. 10-11. 39 lbíd., pp. 6 y 9·

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Il. Los poderes y la cristiandad

Ante las llamas de la Inquisición Diana L. Ceballos Gómezr

Todo lo que venía de afuera era extraño y movilizaba en Hausen[2] miedo y defensa, casi siempre ambos a la vez. El pueblo era el mundo propio al que se pertenecía, al que se pertenecía también en la medida en que se le conocía interior y exteriormente, sus leyes, sus reglas, su racionalidad. Se era una parte de ese mundo ... Albert Ilien y Utz Jeggle 3 En el mundo español del Antiguo Régimen, siglos xvr, xvn y xvm, el orden político y, por ende, el orden social estaban regidos por una distribución precisa de los poderes y de los cargos, de las competencias, las responsabilidades y las dignidades -honor-. La sociedad estaba jerarquizada de acuerdo con el color de la piel y la procedencia geográfica y familiar -castas-, y esta jerarquización influía, en ocasiones, en la manera como se ejercía la justicia y en las penas y los castigos que se infligían a los condenados. La conquista de América condujo a una creciente estatización de la administración y a concebir las instituciones de una forma operativa, de una manera que podríamos denominar propiamente moderna. Con esta consolidación del Estado moderno, el dominio de lo público se fortaleció y las instituciones, en cabeza de las autoridades monárquicas, comenzaron a ejercer un mayor control sobre la pobla- Palacio de la Inquisición. ción y a tener injerencia en aspectos de la vida social y familiar sobre Cartagena, siglo xvm. [r}

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA

La Inquisición fue la institución encargada de velar por los asuntos de la fe. Esto significó la instauración de una compleja estructura al servicio de la vigilancia sobre los actos de los individuos, especialmente aquellos que atentaban contra los principios doctrinales de la Iglesia -la blasfemia, el reniego, las diversas formas de herejía-, o comportamientos que contravenían los sacramentos, como la bigamia. Escudo de la Inquisición. Philipp van Limborch, Historia Inquisitionis, 1692, Ámsterdam. [2]

los que no se había podido actuar con vigor durante la Edad Media. Sin duda alguna, este fortalecimiento de lo público se dio gracias ala consolidación de la acción de la justicia y de la judicialización de los conflictos a través de la acción de una red de funcionarios, represen. tantes de la autoridad real, que comenzaron a regular y a controlar asuntos de las vidas de las personas. El caso español es, por lo demás, ejemplar, porque las necesidades administrativas de un imperio tan grande -en el que el sol nunca se ponía- obligaron a consolidar el sistema de una manera más eficaz, por lo que este, sin dejar de ser casuístico -no dejó de proveer de acuerdo con las necesidades, dictando normatividades a medida que se presentaban problemas, nuevas situaciones o nuevas conductas por regular, sin pensar el sistema total previamente como un ideal de reglamentación con la forma de código, tal como lo hace la justicia contemporánea-, sí trató de compilar las normativas para actuar de la misma manera en casos similares. Esto condujo a que muy tempranamente, ya en el siglo XVI, toda persona procesada por la justicia regular, fuera indio, esclavo, mestizo o español, rico o pobre, pudiera contar con la figura de un defensor, aunque careciera de recursos para pagarlo. No obstante, en otros países europeos, el derecho a un defensor de pobres fue una figura tardía. Gobernar, administrar e impartir justicia eran tareas indisociables. Había tres sistemas de justicia independientes que, en ocasiones, cruzaban sus jurisdicciones: la justicia secular, dependiente del rey y de los altos funcionarios de la Corona; la justicia episcopal, que, como su nombre lo indica, estaba a cargo de los obispos y se ocupaba más que todo de asuntos morales, y en la que los procesos se iniciaban por la primera información recogida por los curas párrocos, y la Inquisición, tribunal encargado de los asuntos de fe, que es del que nos ocuparemos aquí. Los funcionarios administrativos eran los encargados de la justicia secular en sus diversas instancias: Real Audiencia y Cancillería, gobernadores, alcaldes y corregidores, pues la separación de poderes en tres ramas independientes -legislativa, ejecutiva y judicial- apenas se llevaría a cabo en el siglo XIX, después de la época de las revoluciones. Tampoco existía una separación de los poderes temporales y seculares, de la Iglesia y el Estado, la cual se daría con la instauración del régimen liberal durante la República; por eso, la Inquisición actuaba como complemento y parte en las funciones del Estado y no como un ente dependiente de la Iglesia. Ya su primera creación en el Medioevo, hacia 1231, se debió a la actuación mancomunada de la Iglesia y el Estado, del papa y el rey, aunque dependiera administrativamente del primero. La Inquisición española no fue una excepción a ello; por el contrario, fue una

ANTE LAS LLAMAS DE LA INQUISICIÓN

·nstitución creada para servir a los intereses del Estado y dependien-

~e de él, no de la Iglesia ni de Roma, como a veces se ha creído.

Hasta la primera mitad del siglo xvm, las poblaciones y, por ende, las comunidades que las conformaban eran pequeñas; más o menos todos se conocían y sabían algo de los demás, de su vida, oficio o filiación familiar. Hablamos de sociedades, en cierta forma, cerradas sobre sí mismas, no porque no estuvieran dispuestas a recibir nuevos habitantes -América era, de hecho, un continente para la inmigración- ni porque no hubiera movilidad de un lugar a otro -son sorprendentes los recorridos que hacían algunas personas en la época; no solamente los blancos con posibilidades económicas, sino que aun la gente del común realizaba periplos de muchos kilómetros dentro y fuera del reino (aunque, evidentemente, como hoy, muchos no se movían de sus lugares de residencia a lo largo de su vida)- sino porque toda persona que llegaba era integrada a las lógicas sociales y pronto su vida y su ser hacían parte de esa comunidad y, por ello, tarde o temprano, terminaba pasando por el dominio de lo público. Aun si trataban de ocultar su vida diaria y doméstica, de hacerla «privada» o «Íntima» -lo deseaban, por ejemplo, los judaizantes-, era altamente probable que, por lo menos quienes vivían en villas, pueblos y ciudades, terminasen en boca de sus vecinos, no solamente en rumores de crítica o chismorreo sobre lo que ocurría de puertas para adentro en las casas; también se hablaba y se acudía a otras características de los vecinos -solidaridad, buen humor, conocimientos, habilidades y destrezas particulares, amabilidad ... - que ayudaban a construir su imagen. Los sectores subalternos estaban más expuestos al «qué dirán» y al chisme, tanto por su cultura, que los inscribía mayormente en el mundo de la oralidad\ como por su forma de vida: espacios más estrechos y, en consecuencia, menos íntimos en sus lugares de trabajo, casas y habitaciones; relaciones parentales de un carácter más cercano a la familia extensa, que implicaban más contacto -incluso, más hacinamiento- y mayor vigilancia por más personas, por lo que también declaraban con mayor facilidad ante las justicias. Como mostré en otro lugar5, un buen número de las mujeres de los sectores altos estaban generalmente inscritas en registros culturales que podríamos denominar populares y alejados de los límites, la discreción y el autocontrol propios de la cultura letrada masculina de la época; esta situación las hacía más cercanas, a través del rumor, a los circuitos de construcción de las acusaciones y de los reos y, por lo mismo, las ponía más a merced de la justicia. Los momentos de socialización giraban en torno a la conversación y, en los sectores subalternos, esta se refería al mundo familiar Ydoméstico, al acontecer del día, al chisme, al cotilleo. Los sectores

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letrados se circunscribían casi exclusivamente a los blancos de «ca. lidad» -dones- o a los blancos educados -abogados, teólogos, médicos ...-, con una mayor conciencia de sí y de la necesidad de un espacio ajeno a las miradas de los otros y reñido, frecuentemente, con la locuacidad de sus mujeres. Aunque los hombres blancos de honor y peculio trataran de sustraerse a la comidilla y guardar la discreción, bien por su interés en mantener su vida de puertas para adentro o bien por intereses de sigilo sobre aspectos que los pudieran perjudicar -como era el caso de los judaizantes6, los contrabandis. tas, los bígamos, los que poseían libros y objetos prohibidos, los cu. ras solicitantes ...-, el engranaje social de una comunidad altamente jerarquizada hacía casi imposible el secreto. En las casas de ricos y poderosos pululaban personas destinadas a labores de servicio, frecuentemente pertenecientes a las castas, con cultura y costum. bres diferentes a las de sus amos o jefes -cuando no hablaban otros idiomas-: esclavos de servicio, frecuentemente mulatos -por tanto, mestizos culturales en alguna medida-; indios, blancos pobres, empleados y miembros de las clientelas que gravitaban alrededor de las personas de posición. Así, cuando el cirujano mulato Diego López, curioso por los chismorreos de su amante, la esclava Rufina, sobre los judíos portugueses de Cartagena, decidió ir a casa de Juan Rodríguez Mesa para hacer unas compras, se encontró con el deseo y la necesidad de privacidad de sus habitantes. Halló sentado en las escalas, leyendo un libro, «al portugués de las narices grandes, blanco de rostro, pequeño de cuerpo», quien, al verlo, escondió aquel debajo de un faldón. Mientras

En la mayoría de procesos llevados a cabo por la Inquisición de Cartagena, se encontraban involucrados esclavos. Sin embargo, generalmente detrás de estos aparecían sus amos, para quienes se hacían los «trabajos» y los «filtros». Los procesos inquisitoriales permiten visibilizar estas cercanas relaciones, que en cierta medida ponen en entredicho la manera como se han interpretado las separaciones sociales y étnicas coloniales. Aún en el siglo XIX las relaciones entre esclavos y sus señoras eran bastante fluidas. Dama con esclava, Manuel María Paz, 1853- Comisión Corográfica. Colección Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá. [3]

ANTE LAS LLAMAS DE LA INQUISICIÓN

López esperaba en el patio para ser atendido, el hombre de las naris grandes fue llamado y dejó el libro en el corredor. Diego, fisgón, ~emó el libro con una mano, lo abrió «y vio que el principio de él d~oía Recopilación de la Biblia». En ese momento salió el hermano de Rodríguez y, viendo que López estaba mirando el libro, «con gran celeración y enojo cogió el[ ... ] libro y se lo pasó debajo del brazo, · ~ñendo con el [... ] mozo de las narices largas». Con los gritos «se alborotaron todos y Rodríguez Mesa, diciendo que los hombres venían a ver lo que había en las casas ajenas y no a sus negocios», se refirió al cirujano y tácitamente criticó su comportamiento poco masculino. Con mucho enfado dio «a entender que le había pesado de que este hubiese visto el [... ] libro». Posteriormente, acudió Bias de Paz, amigo del mulato, a interrogarlo sobre cuanto había leído y le pidió que bajase al patio, porque «no querían estos hombres que nadie viese sus cuentas [... ] dando con esto a entender a este que era libro donde estaban armadas cuentas». López, interrogado por el señor inquisidor, respondió que, por lo que había visto y por lo que le había contado Rufina, creía que Bias de Paz -su amigo- y Juan Rodríguez Mesa, el «hermano y el de las narices largas son judíos judaizantes, observantes de la ley de Moisés y por tales los tiene» 7• Y es que, en la época, la noción de población estaba indisolublemente ligada a la idea de comunidad, de vida en común, con el sentido pleno de unión, juntura, solidaridad, cercanía, mezcla, dependencia, etc., de este término. El control, la vigilancia y el mantenimiento del orden eran tareas acometidas por todos, a través de los postigos y los visillos de las ventanas o en las calles y la plaza pública. La policía, en su acepción original -la labor de conservar el orden y respetar las leyes, ordenanzas y provisiones expedidas para garantizar el buen g9bierno 8- , era ejercida por todos los miembros de la sociedad de manera individual y colectiva; no era una tarea delegada al Estado en general como ente responsable del ámbito de lo público o a unos funcionarios específicos, miembros de una institución organizada como cuerpo -armado o no- y destinados al ejercicio del control y de la represión de las conductas prohibidas. Aunque en el Nuevo Reino de Granada (Colombia) los alcaldes ordinarios y pedáneos, el Cabildo y los funcionarios de las gobernaciones o de las milicias ejercían control y vigilancia, habría que esperar hasta el siglo x1x 9para que se concibieran la institución y la noción de policía no como el orden general -cómo vivir adecuadamente y de manera avenida en comunidad-, sino como un grupo de personas con funciones precisas. Por esta razón, llegado el caso, la mayoría de las personas estaban prestas a declarar; de esta manera, contribuían a mantener el orden general y a guardar el equilibrio del

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sistema, o ~lo que es lo mismo~ cumplían una función dentro del engranaje social. La idea de quién era una persona, las representaciones de sí y de los otros, un poco eso que hoy llamamos «personalidad», se cons. truía igualmente de forma colectiva, comunitaria, en la relación con los vecinos, los parientes y las autoridades, y, en ocasiones, se transformaba o se consolidaba en la interacción social que gravitaba alrededor de una actuación de la justicia o de las autoridades, trans. formando la fama y hasta el honor de una persona. En esa época, la representación colectiva era la que determinaba los roles de los miembros de la comunidad y, hasta cierto punto, las interacciones sociales en los sitios públicos de encuentro ~calles, plazas, mercados y pulperías, iglesia ... ~, ya que aquello por lo que uno era tenido y reputado, la «pública voz y fama», determinaba lo que se era socialmente. La imagen de cada cual se construía a través de los demás y se fijaba por medio de mecanismos como el «qué dirám>, el rumor y la comidilla en generaJI 0• La sociedad se regulaba colectivamente y el control social y el funcionamiento de los aparatos de justicia también se ejercían de forma colectiva; tareas y acciones que hoy consideramos privadas, individuales o íntimas hacían parte en esa época de las cosas que se realizaban colectivamente o que, por lo menos, si no eran tan públicas tampoco eran tan privadas, puesto que no había pudor o recato porque alguien las presenciara o las escuchara. Los conceptos de intimidad, vida privada e individualidad, tal como los concebimos hoy, no existían, así que una imagen privada, individual y personal de sí mismo tampoco era tan claramente diferenciable del concepto que los demás tenían, no porque las personas fueran incapaces de pensarse a sí mismas de una manera diferente y propia ni porque los reos inocentes acusados por la justicia inquisitorial, secular o episcopal no supieran decir si eran culpables o inocentes ~si habían cometido o no los hechos reales o imaginarios de los que se los acusaba, por ejemplo, ser brujas o judaizantes~ sino porque la imagen que los demás se representaban de la persona en cuestión, la imagen que el grupo tenía de ella y las correspondientes declaraciones que se hacían en los espacios públicos, en los corrillos, en las visitas o en los tribunales ~es decir, la imagen social~, era la que en última instancia tenía un valor y un peso real en las relaciones interperso· na les y colectivas. Por ello, en los juicios criminales, no todos habían sido testigos presenciales de los hechos, muchos declaraban de oídas, pues lo que se oía, lo que todos repetían, era lo que se tomaba por cierto. Se trataba de una sociedad en la que la importancia de las formas verbales de comunicación iba en detrimento de las escritas; por eso, la declaración «de oídas>> tenía en ella un gran valor.

ANTE LAS LLAMAS DE LA INQUISICIÓN

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Generalmente, las denuncias ante la Inquisición eran de carácter anónimo. El acusado nunca sabía quién lo había denunciado y pocas veces se conocían las razones por las cuales era detenido. Todo el sistema de audiencias e interrogatorios estaba totalmente compartimentado, y el individuo debía asumir su defensa en difíciles condiciones. La audiencia. Genaro del Valle, Anales de la Inquisición, 1868, Madrid. [4]

Durante los juicios, las declaraciones de los diferentes testigos se asemejaban porque existía una fuerte memoria oral colectiva. Ahí radica el encanto de la cultura oral: puede vivir de las palabras o de las imágenes. Todos pueden repetir, de la misma forma y con las mismas palabras, lo que oyeron contar alguna vez. Lo que se oía se grababa fijamente en la memoria y permanecía. Por ello, los rumores y lo que se decía en el pueblo terminaban siendo repetidos por todos con precisión y se tomaban como verdaderos y como motivos, razones y verdades para levantarle un proceso a alguien o para presentar una acusación en contra de otro. En una sociedad de palabras, lo que se dice y se tiene por general ostenta el carácter de verdad. Claro, que, frente a la Inquisición, muchos de los comportamientos corrientes o socialmente adecuados se transformaban y las declaraciones de los reos estaban influidas por otros factores, como veremos. En los procesos criminales, seculares o inquisitoriales se pueden conocer aspectos de la vida de las gentes que no nos es posible seguir en otro tipo de documentación histórica: por ejemplo, si la gente corriente leía y escribía, si sólo firmaba o era analfabeta y a veces cuándo alguien había aprendido a hacerlo; cómo era la di;tribució~ de los interiores de las casas; e incluso aspectos claramente íntimos para nosotros, como si alguien estaba en determinado momento en la bacinilla o discutía acaloradamente con alguna persona. Sabemos, por ejemplo, que Lorenzana de Ace reto, esposa del escribano de Cartagena Andrés del Campo y sentenciada en el primer auto de fe que se realizó en esa ciudad (r6r4), aprendió a leer ya adulta; también sabemos quiénes vivían en su casa: miembros de la familia, esclavos del servicio y miembros de esa especie de clientela que gravitaba alrededor de la gente de calidad y que, frecuentemente, vivía con ellos, como, en este caso, algunos escribientes y personal del escribano

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don Andrés. Gracias a las descripciones que constan en su proceso podemos realizar un plano mental aproximado de cómo era su e~ y dónde estaban localizadas las habitaciones de todas estas personas y reconstruir aspectos de su vida familiar y de las dificultades que ell~ tenía con su marido y con otras personas que vivían, dormían y c0• mían en su casa, como el oficial escribiente Juan Pacheco, que quería bajar a pasar la noche con su esclava Catalina Julofa, en quien ya tenía una hija mulata, y que, porque doña Lorezana se lo impedía, la «revolvió» contra su marido, y ella tuvo mucha pesadumbre con él y este incluso trató de matarla. Esto es lo que hace de las causas criminales un espacio privilegiado para el estudio de la sociedad y de la cultura. Más que analizar la vida privada con el sentido de intimidad que le damos hoy, la documentación judicial nos permite acercarnos a aspectos de la vida doméstica y de las relaciones interpersonales que hoy calificaríamos de privados. Y es que la noción de intimidad, de privacidad, está íntimamente ligada a la noción de individuación, de concienéia de sí separada de la concepción colectiva, de la oralidad y de la interacción con los demás, conciencia que se ampliaría de forma paulatina y creciente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, paralelamente a la consolidación de una cultura letrada y escrita y a la expansión y generalización de los procesos de alfabetización. Era precisamente la falta de una noción de intimidad ya bien configurada lo que les permitía a las personas presentarse ante un juez, laico o inquisidor. y describir aspectos de la vida que hoy guardamos para nosotros. La costumbre de contar lo que sucede, propia de una cultura oral y analfabeta en su gran mayoría, devela y hace públicos conflictos familiares -maritales, filiales, amorosos, laborales, de castas ...-, pero también nos informa sobre las convicciones -como la fe en una religión Óla creencia en la magia- o sobre funciones fisiológicas como dormir, orinar o defecar, a las que, paulatinamente, la modernidad confinaría al ámbito de lo íntimo pero que entonces se realizaban sin recato en presencia de otras personas. El proceso inquisitorial mismo y los procedimientos penales que lo acompañaban -voto de sigilo, desconocimiento del curso del proceso durante la mayor parte del mismo, incomunicación con el mundo exterior, confinamiento en las cárceles del secreto y amenazas y admoniciones de los inquisidores- se constituían para el reo en una confrontación consigo mismo, en una «condena» a la intimidad, a estar solo durante meses, callado la mayor parte del tiempo, en celdas húmedas y poco iluminadas, «perfumadas» con los olores de los desechos del cuerpo, pensándose y confrontando su vida, preocupado por encontrar una clave en su acusación que le permitiera rendir la declaración que los señores inquisidores esperaban y le abriera las

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uertas a una posible salida a la luz exterior. Esta confrontación, que

~e daba en un lugar tan particular e inhóspito, era, para muchos -so-

bre todo, para el vulgo-, una situación nueva, pues, a pesar de que ciertas tradiciones ascéticas o místicas ya habían promovido en estas tierras prácticas como el eremitismo 11 , en general los procesos de «mirada interior» serían posteriores e hijos del individualismo y, más fuertemente, del romanticismo 12 , por lo cual la mayoría de las personas era ajena a ellos en los países católicos de América. De hecho, la Reforma protestante, con sus ideas de responsabilidad individual y de piedad interior, sentaría fuertes bases para este proceso de individuación moderno, sobre todo después del primer período, conocido como «de confesionalización» -el de las guerras de religión-, que dio paso a un período «de secularización», en el que se consolidaron las estructuras jurídicas -por ejemplo, respecto del matrimonio- y filosóficas de los que hoy son los países protestantes. Taxativamente podríamos afirmar que había, por lo menos, tres excepciones a este pensar y sentir inscrito en la oralidad, «barroco» -por ponerle algún nombre-: los protestantes, los judaizantes y Jos letrados. En efecto, buena parte de los hombres pertenecientes a Jos dos primeros grupos sabía leer y leía textos sagrados. Estos hombres eran poco dados tanto a declarar prestamente ante las autoridades como a prestarse a intrigas o chismorreos y deseaban, con frecuencia, escapar a las habladurías de los demás. Pero durante el siglo xvn -el siglo de actividad efectiva del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Cartagena de Indias-, el Nuevo Reino estaba lejos de estos procesos de interiorización y todavía muy, atado a una piedad barroca que permitía y disfrutaba de los signos exteriores del ritual: el incienso, los cantos, los cuadros y las figuras de los santos, las vírgenes y los mártires. Esta piedad estaba indisolublemente ligada a la cultura y a una sociedad atravesada por la oralidad y, en consecuencia, llena de «correveidiles», con su falta de vida íntima e interior y su incapacidad de estar consigo mismos. Toda esta simbología y escenificación barrocas aparecían, para el caso de la Inquisición, en el momento final del auto de fe, cuando se leían públicamente las sentencias de los condenados y los reos eran o reconciliados con Dios, con la comunidad y con la Iglesia -caso en el que, por lo tanto, sobrevivían 13 - o condenados a muerte; el resto del proceso permanecía en secreto y se realizaba a puerta cerrada en el Palacio de la Inquisición, localizado en la actual Plaza de Bolívar de Cartagena, donde aún hoy se levanta el edificio. El tribunal tenía, en teoría, jurisdicción únicamente sobre los cristianos, pero las conversiones forzadas y la cristianización obligada o inducida a través de la evangelización la extendieron pronto a Uli. grupo amplio de culturas y de religiones, en el que estaban los ju-

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La teatralidad de los autos de fe. su carácter colectivo y ejemplarizante, tuvo un impacto profundo en la sociedad colonial. Tras el acto de juzgar existía una deliberada intencionalidad de atemonzar y amedrenta~, para lo cual la exhibición publica de los reos, cada uno con símbolos que delataban su delito, la lectura de su condena y la procesión, convertían lo privado en hecho público. Este sistema pum!ivo implementado buscaba disuadir por el temor. Un auto de fe en el pueblo de San Bartolomé Otzolotepec (detalle). Anónimo, 1716. C?lección Museo Nacional de Arte, Mex1co D. F. (5)

díos 14 .los musulmanes y las diversas etnias africanas esclavizadas 1i. Estos grupos eran supremamente vulnerables ante la Inquisición, tanto por su desconocimiento de aspectos rituales de la nueva fe y de la cultura a ella ligada como por la imposibilidad de abandonar completamente los antiguos usos y costumbres. Los delitos sobre los que el Santo Oficio tenía jurisdicción tenían que ver con asuntos que hoy consideramos propios de la esfera privada. del ámbito de las creencias. y se pueden dividir en dos grupos: los comprendidos dentro de la categoría de herejía -proposiciones heréticas, erróneas. temerarias o escandalosas- y los comprendidos dentro de los resabios de herejía: apostasía de la fe, apostasía de la religión en determinadas circunstancias 16 , blasfemias heréticas. cismas, adivinanzas y hechicerías, invocación de demonios. brujerías. recitación de ensalmos, astrología judiciaria y quiromancia. y los delitos que cometían los no sacerdotes que celebraban misa y confesaban, los confesores solicitantes17, los clérigos que contraían matrimonio, los bígamos, los sodomitas, los menospreciadores de campanas, los quebrantadores de cédulas de excomunión, los que quedaban en excomunión por un año, los quebrantadores de ayuno y los que no cumplían con la Pascua, los que tomaban en la comunión muchas hostias y partículas, los que discutían sobre casos prohibidos, los fautores, defensores y recibidores de herejes, y los magistrados que decretaban algo que impidiese la jurisdicción inquisitorial.

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Esta tipificación de los delitos atenta, a nuestros ojos de hoy, contra las libertades individuales, y, por supuesto, no los consideramos exactamente delitos, pues actualmente cada quien es libre de tener las preferencias sexuales y las creencias religiosas o supersticiosas que a bien ten~a •. de blasfe~ar, de sostener cualq~i.er teoría o planteamiento teolog1co o filosofico -aunque no pohtJco- y de cambiar de pareja, aun si se ha casado; ahora rara vez ayunamos; si nos place, no vamos a misa y no hay un tribunal que nos pueda apresar por ello; ~~alqui~ra se puede hace~ ?redic.ador o formar una secta; la excomumon no tiene valor de sancwn social, y los agentes del Estado están por encima de cualquier prelado o eclesiástico. Eso sí: los clérigos siguen sin poder contraer matrimonio, el acoso sexual es, por fortuna, cada vez más perseguido, aunque la discriminación sigue existiendo y ha tomado otras formas. El Tribunal del Santo Oficio de Cartagena de Indias inició funciones en I6I0 18 y tenía jurisdicción sobre las actuales repúblicas de Colombia, Ecuador, Venezuela y Panamá y las islas del Caribe, pero su alcance efectivo no traspasaba generalmente las regiones cercanas y los territorios del Caribe circundantes, es decir, los que se encontraban en la línea de navegación de la carrera de galeones: Cartagena, Panamá, Portobelo, Cuba y Santo Domingo, principalmente, y, a veces, Puerto Rico y Venezuela. Los agentes inquisitoriales vigilaban los puertos y ciudades fronterizos, por ser lugares de entrada de las ideas y creencias que atentaban contra la fe, bien en forma de libros, bien en forma de personas -judaizantes, musulmanes, heréticos, protestantes, descreídos o iluminados; brujos, ' hechiceros y nigromantes; bígamos y solicitantes-. Por esta razón, el tribunal del Nuevo Reino de Granada se estableció en Cartagena de Indias, un puerto, y no en la provincial capital Santa Fe, perdida y aislada en los Andes. La Inquisición española fue creada en I478, mediante la bula Exigit sincerae devotionis affectus, por el papa Sixto IV, con unas características muy particulares que la diferenciaban de su antecesora, la Inquisición medieval, y de su contemporánea, la Inquisición italiana. Se le conoce como Inquisición moderna. Tenía una clara vocación política, de colaboración con el ordenamiento del Estado monárquico, en proceso de fortalecimiento en esa época; aunque su fin primero era conservar la pureza de la fe, estaba al servicio de la Corona. La Inquisición española dependía del rey y no del papa y, finalmente, era autónoma en los asuntos religiosos, porque ante el rey sólo rendía cuentas financieras, debido a que un tercio de los ingresos del tribunal, provenientes de los decomisos de bienes a los reos, le correspondían al monarca.

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Fragmento de un proceso contra Juan López da Silva, de origen portugués, quien había pasado cerca de cinco años en la cárcel, antes de serie aceptada su defensa. Siglo xvn, Archivo General de Indias, Sevilla. [6]

La Inquisición española era presidida por un inquisidor genetaJ -quien era nombrado por el rey y ratificado por el papa- y por el Consejo de la Suprema y General Inquisición; ambos contaban con gran autonomía administrativa y judicial. Tenía sus propios tribuna. les de distrito -llegó a tener veintiuno, esparcidos por buena parte del territorio del Imperio, si bien la mayoría estaban localizados en la península Ibérica-, sus propias cárceles y sus propias casas de penitencia, así como su propio método de interrogación, la inquisi. tio, procedimiento mediante el cual no había obligación de demanda de parte -procedimiento acusatorio-; es decir, no era necesario que alguien se acercara a presentar una acusación formal para poder comenzar el proceso criminal y levantar la cabeza del sumario. Los inquisidores y su red de comisarios y familiares debían indagar, «in. quirir» por sí mismos y buscar a los posibles culpables de desvíos de la ortodoxia cristiana. Inquisitio también hace referencia a la forma de interrogar, al interrogatorio dirigido, en el que, de cierta manera, se guiaba al acusado en las respuestas, dado que supuestamente el proceso se iniciaba sólo cuando se contaba con suficientes indicios de la culpabilidad del reo -lo que implicaba la no presunción de inocencia, que sí se puede dar en el procedimiento acusatorio-. Y digo «supuestamente» porque la Inquisición se ocupaba en Carta. gena, precisamente, de un buen número de delitos que podríamos llamar imaginarios, como son la brujería, con sus juntas «criminales» -los aquelarres- y los supuestos tratos ilícitos con el demonio -sodomía incluida-. El inquisidor general nombraba a los inquisidores y presidía el consejo. El Consejo de la Suprema y General Inquisición, conocido como «Suprema» a secas, recibía las apelaciones y supervisaba el cumplimiento de las regulaciones, normas y leyes, recibía y respondía las dudas de los inquisidores de distrito, vigilaba que sus funcionarios cumplieran el procedimiento penal establecido y que no cometieran abusos y, además, distribuía el presupuesto. Solici· taba el envío de copias completas de las actas y de los procesos, que eran leídos cuidadosamente con el fin de corregir y controlar las actuaciones de los tribunales locales -que, en el caso de Cartagena, eran con frecuencia erróneas-. Así mismo, programaba visitas de inspección a los tribunales de provincia. La Suprema recibía quejas -que podían ser anónimas- sobre la actuación o los abusos come· ti dos por sus miembros. En suma, estaba ahí para controlar las fallas del sistema, tal como lo hace en la actualidad la Corte Suprema de Justicia. Para el caso del Caribe, son importantes los papeles por ella almacenados, porque, por un lado, dado que el archivo del tribunal de Cartagena desapareció, nos permiten conocer casos que fueron enviados para consulta o por apelación y, por otro, nos dejan acercar·

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fi0S a aspectos de la vida q~e no sería po~ible conocer en un proceso

rogular, como el honor perdido y la necesidad de apelar para resarcirlo. La Suprema trat~b~ de actuar de una forma más equilibrada; no estaba conformada umcamente por hombres de edad avanzada, pues muchos eran jóvenes; sus miembros, eclesiásticos, eran parte de la intelligentsia española y hacían carrera en la administración. Los tribunales de distrito tenían dos o tres inquisidores -uno único sólo en caso de falta de posesión de una vacante-, dos en tribunales de menor rango, como el de Cartagena de Indias. La Inquisición dispon~a de _u~a red de informa~tes -comisarios y familiares- que debmn vigilar el comportamiento de la comunidad. El cargo de comisario de distrito estaba, generalmente, en cabeza de los curas párrocos, que eran asistidos por un notario y por familiares en ciertas jurisdicciones pobladas. Para ingresar al servicio de la Inquisición se hacía necesario comprobar la «limpieza de sangre» del pretendiente y su cónyuge; es decir, demostrar, mediante un costoso certificado, que eran «cristianos viejos» y que en varias generaciones no se tenían antecedentes heréticos o infieles en ninguna de las dos familias -no ser descendientes de judíos, árabes, indígenas o negros africanos, algo difícil en América y aun en España-. No obstante, a los pretendientes no se les examinaba con tanto rigor en América como en España la condición de cristiano viejo. El Nuevo Reino de Granada era un inmenso territorio de baja densidad demográfica, alto mestizaje, buen número de miembros de las castas -lo que implicaba que muchas personas no podían certificar su limpieza de sangre- y muy poca tradición inquisitorial, en el cual las redes , de familiares eran casi inexistentes. Esta limpieza de sangre, con la respectiva presentación de certificados probatorios, era alegada también por las personas de calidad al presentar apelaciones para resarcir su honor. El éxito de la organización administrativa de la Inquisición radicaba en la capacidad de cubrir la mayor parte posible de territorio con una vasta red de información y acatando el voto de sigilo; o lo que es lo mismo, su éxito se basaba en sus estrategias de manejo de la información. Todos los empleados del Santo Oficio estaban obligados al voto de sigilo. A acusados y testigos se les solicitaba igualmente, mantener en secreto -sigilo- todo lo tratado ante su~ tribunales, so pena de ser castigados por su violación del voto. Durante meses, los reos eran confinados, incomunicados y, en condiciones ideales, aislados de otros presos. Sin embargo, en Cartagena lo común era que los reos se comunicaran, y se dio incluso el caso de ~ue acusados en una misma causa acordaran declaraciones parecidas para convencer a los inquisidores de que decían verdad y lograr la pronta salida al auto de fe y la reconciliación; es decir, pata

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salvar la vida siendo sentenciados a las penas acordadas. A los de. nunciantes se les garantizaba que su nombre no se daría a conocer y, en efecto, estos nombres no aparecen en Jos procesos. Todos lo; registros y papeles inquisitoriales tenían también carácter secreto y no eran accesibles a personas diferentes a los inquisidores y los se. cretarios de los tribunales. Los procesos se prolongaban uno, dos o tres aiios, a veces incluso más. Durante ese tiempo no se volvía a saber nada del acusado, debj. do a que en las cárceles secretas los prisioneros quedaban aislados de sus conocidos y parientes y sólo tenían contacto con los compañeros de celda, si no estaban solos en ella. Si el preso provenía de otro lugar y no tenía conocidos o amigos en la ciudad sede del tribunaL quedaba realmente fuera de todo vínculo con el mundo exterior. En Cartagena de Indias, a veces, les resultaba posible a las personas con contactos en el lugar hacer llegar una boleta. carta o recado a alguien, bien a través de un esclavo que recogiera el mensaje por las troneras enrejadas de la cárcel o porque algún funcionario se hiciese el de la vista gorda. Por supuesto, romper esta estructura de control no era fácil, y en otros tribunales transgredir el orden resultaba más difícil que en Cartagena. Cada prisionero debía asegurar su sostenimiento a lo largo de la duración del proceso, y esta era una de las funciones de la confiscación de bienes 19• Los prisioneros que cumpl ian penitencias fuera de las cárceles, en hospitales. al servicio de las ciudades o en galeras, trabajaban a cambio de su mantenimiento, y a los que estaban recluidos en las casas de penitencia del Santo Oficio se les permitía salir a trabajar para devengar su manutención. Veamos, entonces, cómo era la actuación de la Inquisición y cuáles eran las actitudes contradictorias que producía en sus acusados, pues el procedimiento penal utilizado provocaba que, con frecuencia, los reos declararan historias de su propia vida o de la de sus parientes, conocidos o amigos, en su afán de encontrar la declaración que satisficiera al señor inquisidor, violando vínculos de afecto que bajo otras circunstancias se habrían respetado y no habrían sido mancillados por una declaración inculpadora, por una delación. Uno de los factores que más empujaba a los presos a hablar, aun sin verdad, eran las largas permanencias en silencio. entremezcladas con los intermitentes encuentros de amenazas y promesas de los inquisidores, que finalmente se constituían en una forma de ablandamiento, de confrontación con los recuerdos y de presión a la memoria, porque en algunos casos. como los de brujería, hechicería y tratos con el demonio, podía dar paso libre a la imaginación. a veces rayando en la mitomanía, como ocurrió con Paula de Eguiluz, cuyo tercer proceso, habiéndose iniciado el primero en 1623, todavía no

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había concluido en 163620. En otros casos, como los de los judaizantes, se solía usar más el tormento, por lo que también se podían lograr confesiones más «exp~ditas»: aun.q~e no neces~riamente más verídicas, pues, como los mismos mqulSldores mamfestaban, bajo dolor extremo se pueden afirmar muchas cosas. El proceso de Lorenzana de Acereto, por ejemplo, se prolongó entre r6IO, año en que se tomaron los primeros testimonios, y 1614, año en que su marido, Andrés del Campo -escribano de Cartagena- y sus hijos presentaron apelación a la Suprema, con el fin de restituir su honor y los bienes perdidos -cuatro mil ducados de oro en barras, que fueron depositados en el arca triclave del tribunaJ21-; estuvo presa e incomunicada desde el 15 de enero hasta el primero de octubre de r613, día en que aceptó su sentencia en un auto particular de fe realizado en la capilla del Santo Oficio, en el que escuchó misa en forma de penitente -es decir, vestida con un sambenito22, Tormento de rueda. Nuño sin su ropa de doña, con una vela en la mano, que debía entregarle Gonzálvez. Genaro del Valle, Anales al padre celebrante de la misa, de rodillas y con una gran pérdida de la Inquisición, 1868, Madrid. [7] para su honor, a pesar de no haber sido público-, y luego pasó a la sala de la audiencia a recibir la reprensión a la que fue condenada, para recibir posteriormente el destierro de Cartagena por dos años. Había sido acusada de prácticas mágicas, pero en el tribunal terminaría recibiendo el cargo de brujería, que llevaba implícitos tratos ilícitos con el demonio o pacto con él. Era joven y había acudido a la magia amorosa porque la relación con su marido era difícil: él se emborrachaba y se ponía agresivo, además de que era mucho mayor que ella -27 años contra 53-, razón por la cual doña Lorenzana , había puesto los ojos en el sargento mayor de Cartagena de Indias Francisco de Santander, encargado de la plaza fuerte y de las galeras y hombre que despertaba todas sus pasiones, hasta el punto de arriesgar su posición familiar y social, involucrando a otras blancas de calidad en sus prácticas, a sus esclavas y al mulato Juan Lorenzo, esclavo de un cura y, al parecer, poseedor de gran conocimiento en la hechicería amatoria 23 , tan practicada en América y España. El juicio de Elena de la Cruz 24, acusada como una de las actrices principales de la conjuración de brujas de Tolú, fue más prolongado ymás penoso, dada su enfermedad, «tan prolijiosa de calor y mal de orina, llagada de las partes bajas», en consideración a la cual fue instalada en la cárcel de familiares en compañía de una negra esclava suya, con el fin de que la sirviese en los permanentes lavados y curas que necesitaba 25 . Las indagaciones comenzaron en abril de 163r; la orden de prisión, con secuestro de bienes muebles y raíces y de trasl~do a Cartagena con una «cama de ropa», vestidos y ropa blanca, se dw en mayo de 1633, y siete días después ella hacía su entrada a la cárcel; en febrero de 1634 se dictó sentencia; el 26 de marzo de ese

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año salió reconciliada en auto público de fe en la Catedral de Car. tagena y dos días más tarde dejó la cárcel. En enero de 1636 llegó a Madrid la solicitud de apelación a la Suprema y en octubre de 1639, ya difunta, todavía no se había tomado una decisión final porque no se habían recibido todos los papeles desde Cartagena, con todos los costos y dificultades que esto representaba para las familias. Otro punto en el que se podía ver la interacción de los ámbi. tos público y privado era el procedimiento penal mismo, cómo la posición social, cultural y étnica que se tenía en la esfera personal determinaba o influía en el curso que podía tomar una ac.·sación ante las justicias, seculares o inquisitoriales, y su posible desen!a. ce. Esquemáticamente podríamos decir que el proceso inquisitorial tenía varios pasos -forma de proceder que se seguía casi sin excepción- y que frecuentemente inducía a respuestas e implicaba conductas precisas por parte de los acusados, dentro de una lógica de la autoimplicación y la delación, muy propia de una religión y una cultura sin una ética laica, que se recreaban en la culpa y en la actuación bajo la presión y la manipulación del miedo: el miedo a las llamas del infierno y del purgatorio y a los espantos, las brujas, los fantasmas, las ánimas ... La primera fase se centraba en la recopilación de información; en ella se recibían testimonios y se hacían investigaciones con el fin de concluir si se contaba con suficientes indicios para inculpar a los sospechosos. Si ocurría así, se pasaba a la segunda fase: se emitía el mandamiento de prisión, se apresaba al reo, confiscándole los bienes, y se realizaba la entrada a la cárcel, momento que iba acompañado de un ritual que hoy llamaríamos «policivo», pues se levantaba acta de las pertenencias con que entraba el acusado. Una vez detenido, comenzaban los «ablandamientos», pues no siempre se realizaban con prontitud las tres audiencias preliminares y obligatorias -tercera fase presente en todo proceso inquisitorial-, con sus respectivas «moniciones», advertencias en las que se informaba que, si se cooperaba con la indagación y había arrepentimiento, se obraría con misericordia. Aquí, además del discurso sobre la vida, que proporcionaba a los jueces -y a nosotros- información personal, social y familiar, se preguntaba al reo si conocía la razón de su prisión, punto en el cual comenzaba la confrontación de este consigo mismo, con sus temores y sus expectativas, mientras espulgaba su memoria tratando de encontrar el motivo de la inculpación, los pequeños deslices, las palabras sueltas y pronunciadas ante personas no confiables o en espacios públicos, la participación en fiestas o celebraciones no permitidas por esa sociedad tan controladora de las conductas de las personas, y trataba de identificar a los delatores-acusadores, sobre todo entre los practicantes de otros cultos. ¿Quién habría podido es-

piar algu~a con~ucta, práctica o ritu~l que era necesario esconder? La rnayona decm no conocer el motivo de su apresamiento en las cárceles secretas o en las comunes. Sin embargo, esta primera parte del procedimiento, informativa, solía correr sin muchas confesiones privada~ ni.grandes presi~n~s: La sigUiente parte se m1c!aba con la acusación, y entonces era cuando el procedimiento inquisitorial tomaba su fonna de interrogatorio diri~ido. El acusado ya había pasado un tiempo en la cárcel y había temdo por lo menos tres encuentros con los inquisidores. Hacía su entrada el promotor fiscal del Santo Oficio, quien había elaborado una acusación con la información recogida por el tribunal, que le era leída al reo en la sala de audiencias. En ese momento, el acusado se enteraba de las razones por las cuales se hallaba en la cárcel y comenzaba, generalmente, a «cantar» y a contar historias, falsas y verdaderas, privadas y públicas, que ratificaban las acusaciones presentadas por el fiscal. Evidentemente, no siempre sucedía así, pero las primeras audiencias y las repetidas admonic;iones de los inquisidores le enseñaban a un reo despierto que declarar era la mejor salida. Los inquisidores prometían obrar con clemencia con el buen «confitente», porque la Inquisición funcionaba con la lógica de la confesión católica: quien confesaba y se arrepentía salía reconciliado, vivo y con posibilidades de movilidad -el confinamiento permanente, como lo conocemos hoy, no existía-. Los «recalcitrantes>), los que se negaban a admitir su culpabilidad, en cambio, no recibían el perdón y arriesgaban la vida. Lo importante era, en última instancia, la salvación del alma, aun por la expiación con la muerte 1 propia, no la del cuerpo. La Inquisición esperaba y presionaba durante el proceso para que los reos declararan quiénes eran los «contestes», los cómplices del delito del que se les acusaba. Este proceso de ablandamiento, reforzado por el silencio y la soledad, conducía a la delación. El mulato Diego Lóp~z 26 , de 41 años de edad y natural de Cartagena de Indias, f~e un testigo excepcional en este sentido, como era excepcional su VIda p~ra un hombre de su condición. Había sido esclavo del hospital de la cmdad -no sabemos cómo consiguió la libertad-. Sabía leer Yap.r~ndió el oficio de cirujano, en buena medida, en el hospital; hizo el VIaJe a Santa Fe para examinarse ante el protomedicato y obtener así la licencia para ejercer el oficio, y con sus declaraciones desató la avidez de la Inquisición contra los comerciantes portugueses de la cmdad, a pesar de que algunos de ellos habían sido sus amigos, y contra las personas que lo acompañaban en los jolgorios. Vale la pena, entonces, detenerse un poco en las declaraciones de este mulato y observar cómo la Inquisición presionaba a un acusado hasta hacer de él un gran soplón.

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Fue detenido el 8 de enero de 1633 bajo el cargo de brujo hereje apóstata; habían declarado en su contra nueve mujeres mayores de veinticinco años, afirmando que acudía a las juntas de las brujas en las que «había hecho el reniego ordinario y besado el trasero al cabrón y hecho los demás ritos y ceremonias que hacen los brujos y brujas» (ff. 3r-3v) 27. Como era corriente, negó haber cometido delitos contra la fe en las tres primeras audiencias. El I I de abri 1pidió voluntariamente una audiencia, la cuarta, para declarar que «tres enemigos suyos le tenían puesto en las cárceles secretas»: el licenciado Martín Sánchez, Paula de Eguiluz y una mulata de Rafael Gómez llamada Rutina (f. 3v). La presencia de estos tres personajes en las cárceles definiría el curso del proceso, porque López espulgaría su memoria para declarar sobre las relaciones, las conversaciones y los afectos tenidos con ellos. Confesó «Su delito de brujería» después de recibida su «causa a prueba». Luego de conocer la acusación del señor fiscal inquisidor del Santo Oficio, Damián Velásquez de Contreras, la negó inicialmente, pero posteriormente aceptó su culpabilidad; todavía no había pasado la «publicación de testigos». Y claro que era inocente de tal delito. Él sí asistía a unas fiestas muy alegres y, al parecer, movidas que se realizaban en la ciudad; y queda la duda de si a veces tenía relaciones homosexuales, porque declaró haber tenido varias veces relaciones sodomíticas con su diablo Taravira, con mayor placer que el que obtenía con una mujer. El sumario se envió a Madrid sin concluir porque salía la Armada de viaje hacia España en julio de 1634, un año y medio después de su entrada a la cárcel; los funcionarios del tribunal querían enviar los papeles relacionados con el proceso de la mulata Paula de Eguiluz 28 , de quien López declaró ser cómplice, para contar con el parecer de la Suprema antes de dictar sentencia, tal como lo exigían las disposiciones de I614 al respecto. El7 de abril de 1634, López pidió audiencia y comenzó a declarar sus «delitos», y contra cómplices. «Confiesa para descargar su conciencia y espera misericordia»; no lo había hecho antes por temor y vergüenza, y porque, estando en las cárceles en mayo del año anterior, Juana Zamba. Justa, Rutina, Ana María y otras mujeres presas en la cárcel que estaba encima de la suya lo habían persuadido de que no dijese verdad o de que se retractase, porque así lo pensaban hacer ellas. Comenzó contando historias sobre la asistencia a los supuestos aquelarres: los bailes que organizaba Elena de Viloria en su casa o en los manzanillos de la ciénaga. Se había enterado de ellos en 1628, cuando trataba deshonestamente con Juana de Hortensia, La Colorada, quien le contó que las asistentes eran todas brujas (f. 4r-4v). Él, movido por la curiosidad, buscó a De Viloria un viernes en la tarde para que lo invitara. López describe profusamente los rituales de los

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supuestos aquelarres, poniendo en marcha su imaginación y coincidiendo en los detalles imaginarios de las declaraciones sobre los ritos brujeriles de las otras reas, pero de paso implica a muchas personas que parecen haber asistido a estas fiestas o a otras reuniones, como el lloro por la muerte del padre de una esclava, que terminó asimilado a una celebración de brujas. Queda claro que estas fiestas eran muy concurridas: López implica en ellas a más de veinte mujeres (ff. srsv) y a hombres como Alonso Saso, Francisco de !guarán, Francisco Rodríguez -sacador de piedra casado con una mulata-, Vadillo, Diego de Corral-estudiante hijo de Mencia, la panadera-, el mestizo Juan Ortiz -hijo de Diego Ortiz, el sastre-, Miguel de la Oliva y Nicolás de Ayala -hijo de Ayala, el que mata puercos-, el pescador mulato Andrés Barrasa, Luis Pérez -de Tolú-, Juan de Gobea y Juan Téllez -oficial de la Contaduría-; sin embargo, afirma categóricamente no haber visto que esas personas hayan hecho algún daño o maleficio (f. 6r-7v). Cuatro años atrás, siendo amante de la mulata Rutina, esclava de Rafael Gómez de Herrera, esta lo introdujo furtivamente un sábado en la casa de sus amos para regocijarse en sus brazos -Diego vivía en la casa de atrás-; se metieron a los aposentos de la india Catalina, localizados junto a la escalera que daba a la azotea, y, estando allí acostados, se levantó Beatriz López, la madre de Clara Núñez, y pidió una camisa limpia, a lo que Rutina exclamó: «Válgate el Diablo; la vieja que, en llegando el sábado, tiene el Diablo en el cuerpo, pues algún día ha de romper el Diablo sus zapatos; cuando no hay gente extraña en la casa, hay camisa limpia y se pone a azotam: Diego le preguntó si no era buena cristiana, dado que estaba con el rosario en la mano todo el tiempo. A lo que Rutina le contó que la señora era hermana de Luis Díaz y esposa de Domingo López, que estuvieron presos por la Inquisición de Lima y, aunque Clara Núñez la reprendía, ella no quería ir a misa. «¡Calle la boca ... ; si se llega a saber esto ... !», dijo poniéndose las manos en la cabeza. La vieja dama azotaba a un Cristo y a un Niño Jesús algunas veces. López se hizo el desentendido para no parecer curioso, pero en cuanto tuvo la oportunidad de verse otro sábado con Rutina, sin huéspedes en la casa -era frecuente tenerlos: venían de España por negocios-, estando acostado con ella y despierto, sintió pasos de alguien en zapatillas que arrastraba la saya y se metió en un aposento a la izquierda de la salida al patio; cuando oyó dar azotes, vio claramente a Beatriz López, porque había luna, con un Cristo de más o menos media vara de largo, al que azotaba de pie, mientras decía: «Ya está aquí y todo es embuste». También le contó Rutina que se carteaba con Luis Díaz, que estaba en Flandes (ff. 9-10).

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La Inquisición intentó controlar muchos aspectos de la vida colonial, entre ellos, lo que las personas podían leer. Los libros prohibidos eran expurgados por un comisario del Santo Oficio, quien tachaba los renglones que atentaban contra la moral social. Este libro de Teodoro de Bry, que circuló en la Nueva Granada, venía expurgado desde España. Teodoro de Bry, Americae, 1590, S. J. (8)

En la siguiente audiencia que solicitó, todavía en abril, la emprendió contra su amigo Martín Sánchez, el cirujano. Lo acusó de haberle enseñado una doctrina que le daría muchos ducados, la de Arrio -arrianismo-, y de haberle aconsejado que tuviera dos cartapacios, uno para escribir poesía y otro para escribir la doctrina aprendida, de modo que, si alguien entraba, tomase el cartapacio de abajo y disimulara, para engañar a la Inquisición, como había ocurrido en Cádiz, cuando él les había enseñado los cuadernos de las artes. También lo acusó de haber aprendido de un calvinista indocto en Remedios y de haber hecho proposiciones heréticas, oyendo misa, en 1625, el día de san Agustín, replicando las afirmaciones del sacerdote, proposiciones que había repetido en otras ocasiones; por ejemplo, el día que curaron al negro de Montiel y el día que curaron a otro negro en la casa de Catalina Benítez o sentados en su botica, porque hacían parte de su conversación ordinaria (ff. 11-!2). Habló de otro aquelarre o fiesta celebrado en la playa de la estancia que Rafael Gómez, amo de Rufina, le había vendido al presente secretario del Tribunal, y sindicó a varias blancas y a otras mujeres de Cartagena de haber bailado allí con candelillas en las manos -velas-, de haberse comido al diablo grande -cabrón- y de otros ritos; también informó sobre las «relaciones deshonestas» que algunas de ellas tenían con hombres de la ciudad (ff. I2V-13V). Al finalizar abril de 1634 pidió otra audiencia y afirmó que lo que había contado de su amigo Martín Sánchez no había sido el día de san Agustín sino el de la Ascensión y que ese día, cuando llegaron a la pila de agua bendita, ante la afirmación suya de que el alabastro

de la pila era bueno, Sánchez había replicado que no era de los finos y que, cuando él era sacristán y le faltaban dineros, quebraba un ara del altar y la vendía a un ducado y a ducado y medio cada pedazo a las mujeres que conocía 29• Y a los sacerdotes a los que les gustaba emborracharse con la «sangre de Cristo» les enmostaba el vino. Otro día le contó que, en el lugar en el que era sacristán, había un comisario del Santo Oficio que era linajudo y se ensañaba con él, y, quejándose a la parienta a la que le daba los pedazos de ara, esta le había dado algo para que le echase en el vino de la misa, sin decirle qué era; el cura comisario enfermó y en cuatro días murió. En otra ocasión, Diego lo visitó en su botica del hospital y lo halló leyendo proposiciones y explicaciones heréticas de los salmos. También declaró, cosa absurda, cómo había visto irse volando, convertidos en puercos, a unos amigos de Paula de Eguiluz (ff. 13V-14v). En la audiencia de la tarde, inculpó a otras mujeres de ser judaizantes, según él, porque Rufina se lo había contado: a una vieja mujer portuguesa que vivía en la Calle de las Damas, en unas casas bajas de propiedad de Juan Colón, suegra de Miguel de Chaves -recordó que esta señora ya había salido en un auto de fe-, y a la suegra del doctor Báez; ambas se comunicaban con Beatriz López. No debemos olvidar que estas audiencias, la de la mañana y la de la tarde, se realizaron el 26 de abril, cuando ya López llevaba un año y tres meses y medio en prisión; quizás había decidido, presionado por el tiempo, por la soledad y por los inquisidores, que podía implicar a sus amigos, que ya estaban presos como él, y a los portugueses, de los que sabía tantas cosas. Además declaró que Rufina le había contado que los portugueses «tenían junta de sinagoga» en la casa de Bias de Paz -otro amigo de López- y que todos los días oía muchas cosas de estas en su casa. Pidió papel de escribir para «apuntar ~n ellos cosas graves que tiene que decir y declarar»; le dieron seis pliegos rubricados que debería devolver escritos o en blanco con las rúbricas (ff. rsr-rsv). En mayo informó cómo se habían comunicado y puesto de acuerdo el año anterior para declarar, por recomendación del teniente Francisco de Llano Velasco, ocho de las mujeres presas por brujería en la cárcel de familiares; las habían cambiado de celda cinco veces, pero dos de ellas habían logrado salir a hablar con el teniente porque el negro Juanillo, esclavo del alcaide, les abría la puerta de sus cárceles. El estudiante Diego del Corral entraba a hablar con Paula a la cárcel de familiares, y esta recibía razones, jabón y otras cosas y abrazos de parte de Rufina, antes de que la apresaran (ff. r6r-r6v). También contó cómo un día en que el chocolate le había caído mal a Martín Sánchez y este había echado dos «cursos», volviendo a tener ganas, se fue con él porque le había dicho que estaba echando

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sangre, y, cuando acabó de defecar30, sacó de su faldriquera una bula y la rompió «por la cabeza para limpiarse el trasero», a lo que el de. clarante le dijo que le daría papel porque le parecía mal usar la bula. Sánchez respondió: «Pues ¿para qué es esta bula sacadinero?», la acabó de romper y se limpió con ella. Y en otra ocasión, en la botica tomó una medalla del rosario de Nuestra Señora, la mojó en aceit~ de almendras y la usó para sellar. López lo interpeló, asegurándole que aquello era prohibido, por lo que Martín le dijo que era un «bo. barrón» y que no era precepto de Dios (f. 17). Las declaraciones continúan de este tenor tan «comunicativo» en lo tocante a las funciones fisiológicas. Lo siguiente sería inculpar a su amigo Bias de Paz. Contó que un día, unos cinco años atrás, cuando Rufina tenía el mes y no podía estar con él, le dijo que fuera a visitar a su amigo, que estaba enfermo. Al llegar, este le explicó cómo estaba con sangre y le pidió que lo mirara para ver si tenía una almorrana -hemorroides- o alguna inflamación en el sieso. Como no vio nada, le pidió que fuese a mirar la sangre en una bacinilla de plata. Diego, curioso porque Rufina le había murmurado que De Paz tenía cubierto el «servicio» con un lienzo en el que estaba la imagen de un santo con diadema, levantó el paño y vio debajo la figura de un santo pintado en un lienzo sin marco, con la cara del santo sobre la boca del servicio; el reo no pudo identificarlo, pero tenía un hábito de san Francisco, una diadema sobre la cabeza y el rostro mozo. El servicio estaba en un oratorio pequeñito que De Paz había hecho en su casa de la plazuela de los Jagüeyes. Rufina le había advertido que tenía ordinariamente la bacinilla en el oratorio (ff. J7v-r8v). Más adelante cuenta López, entre muchas otras historias, cómo rezaban -él lo denomina «decir proposiciones»- y cómo su amigo Bias y otros judaizantes les tiraban gargajos a imágenes, cómo otro portugués orinaba encima de una imagen sagrada que tenía en su bacinilla y cómo su amigo Martín Sánchez, además de ser judaizante, realizaba otras prácticas sacrílegas como morder un Cristo de cera y arrancarle la cabeza o almorzar bizcochuelo remojado en vino, a eso de las siete de la mañana, y dos horas y media después ir a comulgar a la iglesia de San Agustín sin esperar el ayuno debido. Pero no nos vamos a detener más en estas delaciones. El resto del procedimiento inquisitorial, las fases cinco y seis, era más formal: pasaba el proceso «a prueba» y se le leía al reo la «publicación de testigos», punto por punto, con detalles pero sin mencionar nombres; así se le daban a conocer los testimonios presentados en su contra. Seguía la fase siete, de «defensas», que no eran defensas realmente, pues el defensor estaba ligado a la Inquisición y también hacía llamamientos, en sus conversaciones con el acusado, para que este reconociese su culpabilidad y confesase. Acá el reo trataba de

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descalificar a los testigos, y principalmente los blancos, basados en las declaraciones, trataban de identificar a los inculpadores para calificarlos de enemigos. Y es que el secreto y la ausencia de publicidad con que se realizaba este procedimiento acusatorio se prestaban para que las rencillas personales tuvieran curso libre y se materializaran en ataques «acusatorios», por lo que los reos alegaban intereses de venganza y de perjuicio en las declaraciones y, en muchos casos, lograban identificar, por el tipo de declaración, a los testigos. La tercera parte, de «conclusión>>, se componía de los votos y la sentencia, y en ella tomaban parte religiosos -teólogos- de los ~on­ ventos de la ciudad. El punto culminante del proceso, en el que salía una parte de lo actuado a la luz pública, la punta del iceberg, era el auto de fe, momento en que los acusados se encontraban nuevamente con la comunidad, después de meses de aislamiento, para recibir el escarnio público. Los autos de fe contaban con asistencia masiva de personas y eran un auténtico espectáculo cuando eran públicos: se realizaban generalmente en la misa dominical y eran un verdadero punto de vergüenza para los condenados y de pérdida del honor para Jos blancos. En ocasiones, se organizaban grandes autos de fe en la plaza pública, con construcción de palcos, graderías en varios costados, cadalso de madera y una organización precisa, jerarquizada, de las graderías y de las personas que se sentarían en ellas. Aunque el acceso a la justicia secular y la actuación de esta estaban determinados por la «calidad» del implicado, por el lugar que ocupaba en la sociedad, que les daba ciertas «gabelas» a los blancos de posición, en cierto sentido, se podría afirmar que la Inquisición, como' aparato de justicia, tenía un carácter más «igualitario» que aquella, pues durante el curso del proceso criminal de fe no solían hacerse distinciones de etnia, de género o de jerarquía social. Todos los reos eran encausados mediante unos mismos procedimientos -tenían unos mismos, pocos, «derechos procesales», para expresarlo en términos actuales-, estaban sometidos a un mismo régimen, contaban con defensores de oficio y no podían acceder a defensores particulares pagados con recursos propios, estaban sometidos a la obligación del sigilo, confinados en las cárceles secretas, aislados y sin derecho a visitas, recibían unas mismas penas y castigos equivalentes, y su participación en la escenificación de los autos de fe públicos o particulares era una misma -justicia ejemplarizante y escarnio público-. Incluso, en el momento de dictar sentencia, los inquisidores podían ser más benignos con acusados de los sectores subalternos -negros, mulatos, mestizos, zambos y blancos pobres- o con las mujeres, alegando, en pro de estos reos, ignorancia y falta de fortaleza -criterio- para oponerse a la influencia de otras personas o de

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Durante la primera década del siglo en el Caribe, la lucha contra la herejía tuvo como sus principales víctimas a esclavos y esclavas negros. cuyas prácticas religiosas eran vistas como demoniacas. De hecho, la principal acusación era el pacto con Satanás. Los indios, debido a consideraciones legales, no fueron procesados por la Inquisición. San Agustín aplastando la herejía. Anónimo, siglo XVII. Colección Museo de Arte Colonial. Bogotá. (9] XVII,

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las tentaciones del demonio en los casos de brujería y superstición. Estas consideraciones eran mayores cuando se miraba el caso de la «debilidad» femenina y de los esclavos, quienes, por su condición, eran menos conscientes y menos responsables, puesto que, jurídica. mente, se consideraban menores de edad y dependían de un hombre -padre, marido, hermano o albacea 31 - , en el caso de las mujeres, 0 del amo, en el caso de los esclavos. Sin embargo, cuando se trataba de impugnar la actuación de los inquisidores, el estatus, la posición económica y las redes sociales -es decir, la valoración de la posición personal (esfera privada) en relación con las redes de poder- sí eran determinantes del posible éxito de una apelación. Al contrario de Jo que popularmente se cree, la Inquisición no siempre obraba de forma bárbara y despiadada. En Jos casos en que se enfrentaba con actuaciones desacertadas de funcionarios inquisitoriales, una persona de posición social ventajosa podía acudir a la Suprema y entablar una apelación con el fin de recuperar el honor y, por supuesto, los bienes confiscados o, por lo menos, una parte de ellos. El ro de febrero de 1634 se votó «en definitiva» que Elena de la Cruz32 saliese «en Auto Público de Fe, con insignias de bruja y hábito de reconciliada» a la catedral el día domingo y allí oyera su sentencia. Acabado el auto, se le quitaría el hábito -sambenito-, sería desterrada «de la Villa de Tolú por tiempo y espacio de cuatro años» y se le confiscarían «todos sus bienes» (f. ro6). En la sentencia, dictada el mismo día, «considerando que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva», y dado que Elena de la Cruz «ha confesado enteramente la verdad» y no había encubierto «de sí ni de otra persona, viva o difunta, cosa alguna)), y puesto que se quería «usar con ella de misericordia», fue admitida «a reconciliación» y se le dictó la siguiente «pena y penitencia»: el día del auto debía salir con los otros penitentes en cuerpo, con una coroza en la cabeza y un hábito penitencial de paño amarillo con dos aspas coloradas del señor San Andrés [símbolos del delito de brujería], y estando de rodillas, con una vela de cera en las manos, le será leída esta nuestra sentencia y allí públicamente abjurará de sus errores que ante nos tiene confesados. Realizada la abjuración, mandamos absolver y absolvemos a[ ... ] doña Elena de cualquier sentencia de excomunión mayor, la unimos y reincorporamos al gremio y unión de la santa madre Iglesia católica, la restituimos a la participación de los santos sacramentos y comunión de los fieles y católicos cristianos y la desterramos de la Villa de Tolú por tiempo y espacio de cuatro años. Declaramos a doña Elena ser inhábil y la inhabilitamos para traer

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sobre sí ni en su persona oro, plata, perlas, piedras preciosas, seda, chamalote, paño fino, tampoco podrá usar las demás cosas que están prohibidas por derecho común, leyes y pragmáticas de estos Reinos e instrucciones del Santo Oficio de la Inquisición. Penas y penitencias que deberá cumplir, so pena de impenitente relapsa[ 33 ] y por esta nuestra sentencia definitiva[ ... ] el licenciado Domingo Vélez de Asas y Argos, el licenciado don Martín de Cortázar y Azcárate, padre Antonio Agustín (ff. 115-116v).

El domingo 26 de marzo se realizaron en la catedral el auto de fe

yla abjuración 34, que en la tarde le fue nuevamente leída en la sala de la audiencia, con la advertencia de que, si volvía a creer en alguna herejía, incurriría en pena de relapsa y, sin ninguna misericordia, sería relajada al brazo secular -hoguera-. A su salida de la cárcel se le advirtió, so pena de excomunión mayor y de doscientos azotes, que debía guardar el secreto sobre su proceso y sobre todo lo oído en las cárceles. Pero mientras se celebraba el auto, muchos testigos, que declararon luego en el tribunal, oyeron a doña Elena lamentarse y la vieron llorar. Cuando Francisco López Nieto, escribano público y de gobernación y persona cercana a la familia, se arrimó a darle el pésame por su desgracia, ella le afirmó que no debía nada, que le pesaba por su marido y sus parientes -especialmente por sus sobrinas doncellas-, a quienes les había quitado la honra. Otra testigo la oyó exclamar llorando, limpiándose el rostro y tapándoselo con un paño, en alta e inteligible voz: «Desdichada de mí, ¿por qué puertas, dé qué marido, he de entrar yo ahora?», y, volviendo el rostro hacia el lugar donde la testigo y las demás mujeres estaban sentadas, prosiguió diciendo: «Gracias a Dios que hay aquí quien me conoce y saben que son estos falsos testimonios». Otros testigos confirmaron estas declaraciones (ff. 2IIV-2I2v). El padre Juan Manuel, rector del colegio, contó que, cuando le leían la sentencia y afirmaban que había renegado de Dios, de la Virgen y de lo$ santos, «se había querido levantar en pie y dar voces y decir que no había hecho tal» (f. m). Francisco Barrasa, su marido, presentó apelación y declaró ante el Santo Oficio de Cartagena que doña Elena había confesado que era bruja por consejo de su esclava Tasajo, porque, según la negra, con eso se evitarían la larga prisión y un posible tormento -la esclava le había enseñado el dicho de las brujas: «Pan, paño verde, racimo de agraz, quién vido dueñas a tal hora andar»-; que había padecido sin culpa, por las promesas que le habían hecho los inquisidores, puesto que el secretario, por orden del inquisidor Argos, le había leído los testimonios en la segunda audiencia, rompiendo así el procedimien-

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to establecido, por lo que, a medida que se los leían, su esposa decía que sí a las acusaciones (ff. 2o6-2o8v). Además declaró el escribano López Nieto que había recibido amenazas de «cierto inquisidor». Al respecto, informaba que doña Elena le había contado lo mismo con muchas lágrimas; decía que el señor inquisidor Argos la había «apercibido muchas veces y con mucha cólera y enojo» para que dijese la verdad, «porque si no se la haría decir y le quemaría las melenas», razón por la cual la esclava Tasajo la había instado a que confesase y a que dijese «todo lo de. más que la preguntasen». En otra audiencia, habiendo dicho que no sabía nada de brujerías. el inquisidor le había dicho «que lo tenía probado» y la había interrogado nuevamente diciéndole: «Vení acá, doña Elena. no hicistes esto y esto, decid la verdad antes que lo sepa el fiscal, que yo os doy palabra de soltaros luego y poneros en una casa honrada y que os volváis a vuestra casa»; entonces, doña Elena, presionada por el miedo al tormento y ante la promesa de que «la soltarían[ ... ].había dicho que era verdad todo lo que el señor inquisidor le preguntaba». Y fue tan grande su sorpresa cuando le fue leída la acusación del seiior fiscal que increpó al inquisidor así: «Pues cómo seiior. ¿no me dijo Vuestra Seiioría que no lo había de saber el fiscal'?». a lo que Argos sólo había respondido «que no había podido ser menos>>, mientras ella, con - que se fortalecen a lo largo de la edad moderna, como fue mostrado magistralmente por Norbert Elias, Über den ProzejJ der Zivilisation. Soziogenetische und psychogenetische Untersuchungen, 19a. ed., 2 ts. (t. 1: Wandlungen des Verhaltens in den weltlichen Oberschichten des Abendlandes- t. 2: Wandlungen der Gesel/schaft. Entwurf zu einer Theorie der Zivilisation), Fráncfort del Main, Suhrkamp, 1995, y La sociedad cortesana, México, Fondo de Cultura Económica, 1982. Cfr. Anton Blok, «Hinter Kulissem>, en Peter Gleichmann, Johan Goudsblom y Hermano Korte, Materialien zu Norbert Elias' Zivilisationtheorie, Fráncfort, Suhrkamp, 1979, pp. 170·19). Diana L. Ceballos Gómez, «Quien tal haze que tal pague>>, en Sociedadv prácticas mágicas en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Ministerio de Cultura, 2002. Véase también Hechicería, brujería e Inquisición en el Nuevo Reino de Granada. Un duelo de imaginarios, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1994 y 1995. Los judaizantes de Cartagena necesitaban privacidad para la práctica de sus creencias. porque vivían «en las narices» del Santo Oficio, y esto les exigía buscar espacios resguardados de los ojos entrometidos de las mujeres y los esclavos del servicio, «mirones» que oululaban en las calles de la ciudad. Archivo Histórico Nacional de España (AHNE), Inquisición, leg. 1620 (ed. 70- rollos 1 y 2), N'. 12, 1634, ff. 22 (400) · 23 (401). Se ha modernizado la ortografía de los textos citados y se les ha agregado puntuación. Para una definición de la época, véase el Diccionario de la lengua castellana. en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes. y otras cosas convenientes al uso de la lengua [... ],t. v, letras O, P, Q y R, Madrid, Imprenta Real Academia Española, herederos de Francisco del Hierro, 1737 . Será con la reforma efectuada a la Policía bajo el gobierno de Carlos E. Restrepo (1910· 1914) cuando esta institución tome la forma actual. 10 Véase Diana L. Ceballos Gómez, «Gobernar las Indias: por una historia social de la normalización>>, Historia y Sociedad, 5, 1998, pp. 149-195. Ir El desierto prodigioso y prodigio del desierto de Pedro de So lis y Valenzuela se considera la primera novela colombiana. Escrita en el siglo XVII, narra el proceso ascético de un joven de buena posición de Santafé, que -como san Agustín y san Francisco-, después de llevar una vida mundana, decide irse como eremita al desierto de La Candelaria. Pedro de Solís y Valenzuela, El desierto prodigioso y prodigio del desierto, ed. Héctor H. Orjuela, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1977-1985. 12 Prácticas como salir a pasear mientras se medita o se dialoga -spazieren o promenade- se harán muy fuertes, entre fines del siglo XVIII y el siglo XIX, en sectores letrados de Occidente. IJ Como ocurrió con la mayoría de los acusados en Cartagena. Se estiman en sólo unos seis lo~ condenados a «relajación>> (hoguera). El dato preciso es difícil de obtener, dada la desaparición del Archivo del Tribunal de la ciudad. !4 Para los judíos y los musulmanes convertidos al cristianismo resultaba particularmente difícil apartarse de algunos usos culturales atados a las prácticas religiosas, como los hábitos alimenticios -prohibición de comer cerdo, forma de degüello de los animales 1

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para el consumo, costumbres en la mesa, etc.- o de limpieza y vestido, pues trascelldiaa el ámbito meramente religioso y hacían parte de la cultura en su sentido más profundo 1 interiorizado (habitus). Por Real Cédula de 30 de diciembre de 1571 de Felipe Il, los amerindios quedaron por fue_ ra de la jurisdicción inquisitorial. Sólo estarían bajo su jurisdicción los cristianos vie,ios las personas contra las que se procedía en España, las pertenecientes al mundo con~ antes de 1492, del cual hacían parte los negros. Sin embargo, en lugares con una poblacit\¡ indígena mayor. como el Virreinato del Perú, ella no siempre fue acatada. Se supone que los esclavos cometían apostasía de la fe cuando, mientras los azotaban,Jt. negaban de la fe cristiana, de la Virgen y de los santos, reniego que hacían por rabia, Jlelli en parte también para molestar a los amos. Después de la erección del Tribunal, algllllo¡ de estos esclavos , alega que, aunque su esposa admitió haber hecho uso de yerbas. polvos y palabras, esto no debe tenerse en consideración en estos reinos (Amé· rica). porque en ellos la fe es nueva ("nuevamente plantada la fe>>) y han estado siempre llenos ,,de indios idólatras y las personas que allí han nacido>>. como dalia Lorenzana, "'e crían al pecho de amas indias y negras, que ni hacen escrúpulo de lo susodicho, ni lil

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conocen por cosa mal hecha». Sólo ahora, cuando se ha fundado allí el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, se ha conocido con sus edictos que estas prácticas «están mal hechaS>>. Y, como por los autos consta, ~~se trata de mi honra y de los dich~s mis hijos», y en atención a «que soy hombre noble, hiJO dalgo, como consta de la carta e¡ecutona» y no «habemos hecho cosa indebida», solicita que se revean los autos «usando de benignidad y misericordia» para que ¡44

LA PRÁCTICA DE LA INTERIORIDAD EN LOS ESPACIOS CONVENTUALES NEOGRANADINOS HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA

la fama de santidad, que no sólo favorece el poder central de la lgle. sia sino también los poderes localizados de las órdenes religiosas, y que es apropiada por el cuerpo social de acuerdo con sus urgencias y necesidades. Esto significa que hay una negociación permanente con los ideales cristianos y con los beneficios que la ortodoxia re. ligiosa promete a sus fieles, por lo que no es preciso hablar de los modelos de santidad que los conventos exponen como algo estático, sino como algo plenamente permeado por las dinámicas propias de la sociedad colonial neogranadina. Tampoco podemos definir la vida privada del convento según la noción de una vida cotidiana y doméstica, como si lo doméstico es. tuviese sustraído a los ejercicios de poder y como si efectivamente el convento estuviese alejado de las dinámicas sociales y políticas del contexto colonial en el que funcionó. Si la vida privada exige la existencia de un sujeto y si este sujeto es obligado a renunciar a si mismo en el camino espiritual propuesto por el cristianismo postri. La experiencia mística manifestada por algunas religiosas se convirtió dentina, se pensaría entonces que no puede existir vida privada en en el ideal al cual se debía aspirar un ambiente religioso, ortodoxo y contrarreformista. Sin embargo, desde la vida conventual. El retiro, en este punto sí puede encontrarse una conexión importante entre el aislamiento, la abstinencia y el la experiencia conventual y el principio de subjetividad: la mística. ayuno eran caminos que debían. conducir a su consecución. La Dentro del cumplimiento exacto de la norma cristiana que se da en la Madre Sor Josefa del Castillo ha mística, puede hablarse de sujetos que se sustraen al poder colonial . sido una de las más conocidas de los tiempos coloniales, pero junto a ella, y a la autoridad religiosa; pero conviene recordar que no todas ias centenares de mujeres siguieron su mujeres que vivían en los conventos eran religiosas ni mucho menos camino en busca de una experiencia místicas y que la constitución de su subjetividad se dio a pesar de los mística. Sor Josefa del Castillo. cuidados que tuvo la Contrarreforma para impedirla. Así mismo, es Anónimo, siglo XIX. Colección fundamental entender su actividad mística como una praxis social; Banco de la República, Bogotá. (2) es decir, ubicada en contextos específicos de poder, en este caso pa· triarcales -dominados por los hombres-. periféricos -alejados de la Metrópoli- y coloniales -dependientes política, económica y cultural mente de España-. Podríamos definir una vida privada de los conventos femeninos neogranadinos como una experiencia de la interioridad ampliamente vinculada a la esfera pública de la ciudad -y que, incluso, trasciende sus fronteras-, pero al mismo tiempo profundamente enfrascada en la constitución de sujetos -individuales y sociales- conscientes Y capaces de transgredir la norma cristiana en la búsqueda de una afir· mación particular y en la exploración de una identidad en formación. Si identificamos los conventos neogranadinos como centros de poder, es necesario reconocer su papel principal en el fortalecimien· to del orden colonial y su centralidad en la vida de la ciudad. En am· bos casos, el convento favorece el statu quo. lo justifica y afianza. Por ello es indispensable resaltar su vinculación con la esfera pública, pues no funciona alejado de lo que ocurre fuera de sus paredes smo

ue lo depura y refuerza. Lo primero que puede decirse acerca de los qonventos femeninos de la Nueva Granada es que son fundados, en ~uchos casos, como práctica de obras pías; es decir, como una forma no sólo de. ganar indulgencias. en el c.i~lo sino también de ganar distinción soc1aJ2. En efecto, la v1da espmtual va a tener un fuerte componente de clase que se verá reflejado en las relaciones que el convento mantiene con la ciudad. Así, no se trataba únicamente de Jugares dedicados a aspiraciones santas, sino que también fortalecieron las relaciones entre la Iglesia y las élites que manejaban el poder económico y social en la Colonia, pues muchas de estas fundaciones se hicieron con donaciones de encomiendas o réditos de las mismas que eran manejados dentro de los conventos por las monjas de clase alta y que, a la vez, les permitían a los conventos adelantar una actividad crediticia a través de préstamos o censos, generalmente concedidos a las familias de las monjas de élite, fortaleciendo así los privilegios de dichos sectores sociales3. Uno de los elementos culturales más importantes a través de los cuales se construyó la civilidad occidental en la Nueva Granada fue la religiosidad. Si entendemos, además, lo cultural como algo eminentemente político, podemos reconocer con mayor facilidad las cartografías del poder que lo religioso establecerá en el contexto colonial. Se trata de procesos de institucionalización cultural de una fe, una práctica religiosa y un modo de vida en los cuales el convento participa y no se sustrae al entrecruzamiento de hegemonía y subalternidad presente en las negociaciones, que se hacen en su interior, de identidades en proceso, de producciones simbólicas, , de ordenaciones que reproducen las jerarquías sociales, de pulsiones que buscan separarse de los modelos metropolitanos y articular una voz propia. Se trata, entonces, de un espacio arquitectónico, simbólico, de vivencia privilegiada de la interioridad, de exigencia de la ortodoxia, de transgresión y deseo, productor de discursos culturales y literarios y motor económico de la sociedad. Comúnmente imaginado como un espacio por completo alejado del mundo y reducido a su condición de clausura, el convento colonial está habitado por mujeres que reconocen la autoridad religiosa masculina -arzobispo, guías espirituales, confesores, etc.- pero que también la cuestionan y descolonizan. Si bien reciben la censura propia que, en los siglos coloniales y como herencia medieval, recae sobre lo femenino, las monjas neogranadinas, muchas veces, vulneran esa autoridad patriarcal en sus experiencias religiosas, exponiendo y encubriendo sus alcances en esa compleja relación entre el afuera y el adentro que se establece en el espacio conventual. El convento representa, así, la posesión de un saber espiritual, de clase, ligado a la divinidad -una divinidad europea, falocéntri-

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El convento, como símbolo de poder terreno y celestial, representaba una experiencia en la tierra de lo que se creía sería la vida en el cielo: casta, desprendimiento de lo material y obediencia sujeta a Dios. Además, tenía una función social: el cuidado de las mujeres. Pero también fue objeto de ciertas representaciones iconográficas particulares. En esta imagen aparece al fondo el convento de Santa Clara, en la vieja Santafé colonial. Santa Clara de Asís. Anónimo, siglo XVII. Colección Museo Iglesia Santa Clara, Bogotá. [3)

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ca, blanca, colonizadora~, aquel que convoca la presencia del d' . . . co.n él, obtiene. favor~s y gracias, por lo qUe cnstiano, s~ comun~c~ es un espac~o del pnvtlegw. Pero al mismo tiempo, la espiritualidad conventual mterv1ene en la constante redefinición del poder colonial afianzando, transformando y renovando los valores que sustentan tal orden; por ello, es fundamental reconocer en esta práctica de la int . rioridad una praxis social producida en contextos de poder y produ~. tora de formas culturales específicas ~vidas ejemplares, sermones pinturas, devociones, vivencias y usos del cuerpo, etc.~. ' Así mismo, los conventos participan de la cultura de la interio. ridad occidenta1 4 ~entendida como un conjunto de prácticas des. tinadas a favorecer la vida interior, en cuanto a esta se le reconoce como el habitáculo de la divinidad~, por lo que se dirigen a alean. zar el conocimiento de Dios a través del recogimiento, el alejamiento del mundo y la vida retirada. Pero esta cultura, presente de forma explícita en la literatura espiritual recomendada a las monjas neo. granadinas en el siglo xvn, busca reflejarse en los comportamientos del cuerpo social. Los conventos importan dentro del imaginario 80• cial, pues, por un lado, promueven ideales de vida cristiana y, por otro, canalizan las urgencias espirituales y existenciales de los fie. les cristianos, ya que, mediante sus oraciones, las monjas ayudaban a los fieles a superar sus carencias. Una función adicional tenía el convento como lugar de amparo y auxilio de la ciudad en casos de calamidades o catástrofes. Así lo dice Marcus de Vanees, autor de la regla del convento de Santa Clara, de Santa Fe. al referirse a quienes podían entrar lícitamente al convento franciscano: Tambien podran entrar las personas que por causa de apagar algun fuego, o por caerse la Casa. o por otro algun peligro, o trabaxo grande, o por defension del Monasterio, o personas violentas, o por causa de alguna obra, la qua! convenientemente no se puede hazer fuera del Monasterio. Y la necessidad demanda su entrada. Y estos todos que an de entrar, acabada su obra, o socorrida la eminente necessidad, se salgan luego sin la mas tardanzas

Esta cita de De Vanees nos pone, a la vez, frente al aspecto más característico de los espacios conventuales coloniales ~la clausu· ra~ y nos permite examinar sus relaciones con el exterior.

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La clausura conventual La vivencia espacial del cristianismo postula la vida retirada como una de las pruebas más valiosas en el recorrido espiritual. Estar alejado del mundo, de sus vicios y placeres, da cuenta de muchas de Jas virtudes más apreciadas: templanza, humildad y, sobre todo, penitencia. ,En la Amé:ica hispánica colonial, la clausura tiene además un caracter colechvo: reclama una renuncia, pide un sacrificio, conlleva una muerte, imita los dolores de Jesús para la expiación de los pecados de la sociedad neogranadina. La monja, así, convierte su vida en el claustro Ysu práctica penitencial en un asunto colectivo en una forma de restaurar el orden que el pecado ha roto: muerte al mundo, pero no p_ara que el mundo deje de existir sino para que se renueve y perfecciOne por su sacrificio. Esta oposición entre el convento y el mundo, fundada en el carácter simbólico del primero ~que lo identifica con el jardín del Edén, el paraíso en la tierra~, lo muestra también como un filtro depurador de las perversiones mundanas, por lo que aparece como impenetrable, alejado, ideal. Sin embargo, no hay tal. Si bien la regla de los conventos femeninos se mostraba estricta e inflexible en el papel, fue laxa en la práctica precisamente por las relaciones políticas que el convento m~ntenía con la ciudad, de forma que, por ejemplo, el mundo secular mtervenía en las elecciones de las abadesas un acontecimiento que, en la regla, les competía exclusivamente ~ las monjas profesas6. Hay que señalar que esta penetración de los poderes seculares en un asunto que parece una competencia estricta ' del convento tiene que ver con la facultad que tenía la abadesa de conceder préstamos a personas de la ciudad, así como con las dona- El ingreso al convento se hacía por ciones que ella misma recibía, en calidad de obras pías, a favor del medio del pago de una dote. Había convento 7, y, sin duda, con el poder que tenía, junto con el prelado, monjas de velo negro, a quienes sus familias pagaban directamente de aceptar o rechazar a las aspirantes a esposas del Señor. su dote; y monjas de velo blanco, Una mujer podía entrar al convento más o menos a partir de los mujeres blancas, españolas o 12 años si quería convertirse en monja, pero muchas de ellas ingre- criollas, por lo general pobres, saba~ a edades más avanzadas: Josefa del Castillo, clarisa tunjana, a quienes un mecenas pagaba la dote. La cantidad y la calidad de la entro al convento a los r8 años; la carmelita de Santa Fe Francisca entrega determinaban la vida futura María del Niño Jesús lo hizo a la edad de 15, luego de la muerte de de la novicia y las posiciones que su madre; El vira de Padilla, fundadora del convento del Carmen de esta podía alcanzar. El convento era, ~anta Fe, en r6o6, ingresó al mismo luego de enviudar tres ve~es en ese sentido, una reproducción del orden social colonial. En J~nto con sus dos hijas y una sobrina. Como puede verse, las voca~ esta imagen de santo Tomás de cwnes podían llegar tardíamente, o incluso no llegar, pues muchas Villanueva, la donante es una monja fueron las razones para que una mujer entrase al convento, entre de velo blanco. Santo Tomás de Villanueva. Anónimo, siglo XVII. ellas su aspiración a convertirse en esposa de Cristo. Sin embargo, Colección Museo Iglesia Santa no todas las que entraron al convento con la firme intención de re- Clara, Bogotá. [4]

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cibir una formación religiosa que les permitiese profesar pudieron hacerlo. Las razones fueron principalmente sociales y económicas y hay que recordar que en la Colonia la condición étnica tenía, sob~ todo, un valor social. De modo que los requisitos para hacerse mo~a funcionaban como filtros que buscaban mantener la distinción y el prestigio de los conventos y de las órdenes religiosas a través de atri. butos como la limpieza de sangre, pues muchas más mujeres podían entrar a los conventos como criadas, esclavas, donadas, recogidas ' etc., y no necesariamente como novicias o monjas. Así, uno de los requisitos clave era el pago de una dote. Según Marcus de Vanees, el ya citado autor de la regla del convento de Santa Clara, dicho claustro debía tener tan sólo veinticuatro monjas, de las que sólo doce pagarían dote, mientras que las otras doce «que. daran a eleccion, y nombramiento como se pide, deban ser recevidas sin dote alguno» 8. El monto de la dote no se señala, pero oscilaba en. tre los mil y dos mil pesos de buen oro para las monjas de velo negro. Las monjas de velo blanco pagaban, más o menos, quinientos pesos. La diferencia es notoria si se tiene en cuenta que los oficios desem. peñados por las monjas dentro del convento estaban directamente relacionados con su procedencia social y con el valor de su dote: las monjas de velo negro pertenecían a familias de cristianos viejos; españolas o criollas en su mayoría, eran las más importantes por ocupar los cargos más altos, como abadesas, vicarias, contadoras, porteras. Las de velo blanco seguían en jerarquía y podían ejercer como enfermeras, escuchas, hortelanas, etc. La dote, [e]n el ámbito familiar, era una de las alianzas, en este caso, con las instituciones religiosas, que podían favorecer al grupo familiar. En el ámbito conventual, la dote reproducía la jerarquía social. como ya se ha discutido con las monjas de velo blanco y velo negro. Finalmente, el hecho de que se acudiera a la caridad pública para reunir el dinero necesario para ingresar a los conventos le daba a la sociedad el poder de decidir quién lo hacía y quién no. Los trámites engorrosos y el hecho de que sólo se aceptaran blancas pobres actuaban como un verdadero filtro social 9

Baste decir que las mujeres que entraban al convento sin dote y no contaban con ayuda económica de ningún tipo simplemente no podían profesar, pues la dote era la contribución que las aspirantes hacían para celebrar su desposorio místico con Cristo el día de su profesión. Pero si bien en el interior del convento se celebraría ese particular matrimonio místico, es bueno recordar que ese edificio hacía parte de la cultura de la interioridad, favoreciendo un conocimiento hacia

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dentro, pues allí se encontraba Dios. Por lo mismo, simbolizaba la

~ hitación de la divinidad, de modo que debía insistirse en el carác-

t: casi sagrado de la clausura, por lo que buscaba ser un espacio res;ngido para todos aquellos ajenos a las monjas, especialmente para hombres -las reglas conventuales prohíben incluso el ingreso 15 :el confesor y sólo autoriz~n la presencia del propio arzobispo o de n médico en casos excepcwnales-. u No todos los conventos contaban con construcciones que desde el inicio hubieran tenido ese fin; muchos conventos femeninos funcionaron en casas familiares adaptadas a las necesidades de la clausura, lo que puede verse como una expresión de la filiación que la sociedad patriarcal española establecía entre la mujer y lo doméstico. La principal función del edificio conventual era guardar el cuerpo: este moría al mundo simbólicamente en el momento de entrar en la clausura, al punto de que las monjas cambiaban de nombre, pues dejaban de ser las que hasta ese momento habían sido: la clarisa santafereña Jerónima Nava y Saavedra, por ejemplo, adoptará el nombre de Jerónima del Espíritu Santo luego de su ingreso y profesión. Cada monja debía tener una celda individual por la cual debía pagar, pues las celdas podían arrendarse o comprarse. Las monjas neogranadinas manifiestan en sus Vidas su preocupación acerca de si, al ingresar al convento, contarán con una celda. Josefa del Castillo es recibida al principio por una amiga de su tía fallecida recientemente, con quien ella planeaba vivir en el convento. Si bien la regla insiste en la prohibición de compartir celdas, en particular por el interés en mantener alejados los cuerpos, en impedir no sólo su contacto sinOi la vista de alguna de sus partes, en prohibir la desnudez, etc., la habitación en celdas compartidas fue más común de lo que se cree, dado el escaso espacio de algunos conventos, pero también por la . necesidad económica de recibir más novicias. Una de las mejoras que adelanta la madre Francisca María del Niño Jesús, siendo abadesa del convento de El Carmen, es la ampliación de los dormitorios de las monjas para que cada una tenga su propia celda y esta deje de ser un espacio compartido. Esta vivencia del cuerpo que ocurre en la celda abarca también las vigilias de las monjas, mortificaciones como dormir sobre el suelo o vestir ropas incómodas y ásperas, todo con el fin de matar al cuerpo, de acallar su voluptuosidad, su voz lasciva; de utilizarlo para alcanzar las aspiraciones del alma. Para todas estas penitencias, la soledad era importante, pues proporcionaba el ambiente adecuado para entrar en comunicación con Dios y obtener gracias especiales como visiones, arrobamientos y otros fenómenos místicos. En la búsqueda de esa comunicación, algunos lugares del convento eran especialmente propicios para la realización de ese deseo, para la experiencia de ese erotismo:

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Otro día estando una religiosa oficiando en el Coro, y como yo vía que hacía tan bien las cosas y ceremonias, que es lo que más me contenta que en el Coro esté puntual todo, como se debe; me vino un pensamiento... «le diera yo un abrazo a ésta porque lo hace bien»; y no había acabado de pensar ésto, cuando ya estaba la Vida de mi alma, parada a mi lado derecho, echando el brazo, apretadamente me apego a su cuerpo; yo le cogí la mano y me la apreté a mi corazón con un ansia de estar para siempre así, pegada deste amorosísimo Padre10 . Esta experiencia de la carmelita María de Jesús muestra al coro de la iglesia como lugar privilegiado para el encuentro con Dios algo similar a lo que les ocurrió a otras monjas neogranadinas. Per~ ese encuentro, lejos de reproducir la idea de corporalidades divorciadas, enfatiza el contacto de la carne; se trata de una voluptuosidad espiritualizada cuyo abrazo realiza el deseo, mostrando que incluso alegorías místicas reflejan la Las . .1 . eza del pensamiento co1oma el amor místico necesita un cuerpo. Así, lugares como la celda, el nqute a los tradicionales temas de coro, el locutorio y el huerto permiten -en el cumplimiento estricto freo ística cato'1.1ca. En 1a cu1tura de la norma religiosa, luego del cual Jesús se les aparece a las monla rnroca fueron muy importantes la bar re y el corazon 'dC" jas- que estas mujeres deseantes ganen un cuerpo, que se reconoze nsto como sangas de meditación conventual. can como cuerpos, cuerpos que aman apasionadamente el cuerpo tero . . a irnagen, Cnsto comumca de Jesús, urgidos de él, encontrando en esa necesidad una condición En langre en una VISJon · .. de santa sustalina de R!CCI. . . Cata ¡·ma RlCCl . . liberadora del propio sistema colonial, pues en su experiencia del C en cuerpo las monjas neogranadinas se sustraen al orden patriarcal que , ~ sis. Anónimo, 1785. Colección ex acode la República, Bogotá. [5] las subalterniza y resignifican la norma religiosa, en aras de obtener san un estatuto como sujetos, mostrando esa censura del cuerpo como una construcción histórica, como una forma de poder que sirve para diversos fines, y su erotización como un modo de negociar con ese poder y de ir más allá de la regla. Pero debe tratarse un elemento adicional de la relación entre el cuerpo de las monjas y el espacio conventual, y es el que tiene que ver con los sentidos. La disposición física del convento desarrolla una relación particular entre lo interior y lo exterior, hasta el punto que se expresa en el lenguaje de las monjas cuando afirman estar «fuera de sí» en el éxtasis místico. Las reglas conventuales especifican las características que debe tener la puerta del convento y las virtudes de la monja portera, uno de los cargos más importantes, pues es la guardiana de esa interioridad, por lo que requiere discreción, temor de Dios, diligencia, costumbres graves y edad conveniente: Y este mui bien cerrada la puerta con cerraduras, y cerrojos de yerro, y en ninguna manera se dexe, ni por espacio de un momento abierta, sino cerradas, y que este echada la llave, y este cerrada de di a con una llave, y de noche con dos llaves, y no abran a toda per-

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sona que llamare si no fuere a los de quien tienen noticia que se deve abrir, segun que en el mandaro desta Regla, de los que ande entrar, se contiene; Ya ninguna sea licito hablar alli, sino solamente a la portera en lo que a las cosas de su oficio pertenezenll. Así mismo, el torno, el confesionario, los coros alto y bajo de la iglesia, la cratícula y el locutorio son espacios conventuales en los que la censura sobre el exterior se hace más evidente y rigurosa. En todos ellos, la monja no puede ver ni ser vista, no puede tener contacto físico con nadie de afuera, debe sólo dejar oír su voz -torno, confesionario-, ver a través de las celosías -coros-, abrir la boca para recibir la Eucaristía -cratícula- y mantener baja la mirada y cubierto el rostro -locutorio 12- . Se ha hablado suficientemente de los castigos corporales que las monjas neogranadinas se autoinfligían como forma de expiar sus pecados y los de la humanidad. Como ya se anotó, estas prácticas se encuentran enmarcadas en la lmitatio Christi y, como tales, tienen un fuerte vínculo con los preceptos del Concilio de Trento, que, para contrarrestar la expansión luterana y los cuestionamientos de la mediación del sacerdote en la relación con Dios, enfatizaba la identificación de Jesús como segundo Adán, hijo y redentor cuya intermediación por el perdón de los pecados de la humanidad hacía de los sacerdotes sus representantes en la tierra. Así, la figura de Jesús como ideal para seguir en la vida espiritual se actualizaba en la penitencia de las monjas, en particular porque era Jesús el objeto más anhelado de su deseo, el premio máximo alcanzado por su , perfección espiritual, de modo que lo cubrían de imágenes eróticas, pues la imitación de su pasión invocaba su presencia. Cabe decir, en todo caso, que el conocimiento de Jesús como objeto amado sólo se daba en aquellas monjas que vivían una experiencia mística dentro del convento, por lo que es importante separar la práctica de la penitencia como ascesis de la que es propia de la mística. En la ascesis, la penitencia no lleva a la unión con Dios, ya que en ella se hace un uso purgativo del dolor; en cambio, en la mística trae consigo una experiencia amorosa, de unión con la divinidad. Dentro de los conventos neogranadinos, la penitencia tuvo un carácter tanto ascético como místico y podía realizarse individual Y.colectivamente, dependiendo de los mandatos del guía espiritual. Sm embargo, su práctica superaba el reducido imaginario que se tiene ~e .l~s flagelaciones de las monjas; implicaba también la pobreza, la v¡gliia, el ayuno, el silencio, virtudes como la obediencia y el autodesprecio, y sacramentos como la confesión. . En todos los casos, la penitencia servía como una forma de expenmentar el tiempo y de celebrar acontecimientos religiosos, pues las

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El infligir castigos al propio cuerpo fue visto como una manera de disciplinar el espíritu, pero también de seguir el camino de Jesús. La práctica del castigo autoinfligido se constituyó en un comportamiento ejemplar y ejemplarizante en los conventos. Las pinturas coloniales representaron la flagelación y sus instrumentos como símbolos de virtud. En la cultura colonial, Cristo era el rey de los mártires, y una vida ejemplar debía imitar su comportamiento, razón por la cual era tan importante la mortificación del cuerpo. Nazarenas de san Agus1ín. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, siglo xvu. Colección particular. [6]

monjas cumplían disposiciones en cuanto a períodos como la Cua. resma. la Pascua, etc., en los que debían guardar ayuno, así como contaban con variadas meditaciones para cada día de la semana, ias cuales eran guiadas por los autores espirituales que les recomendaban sus confesores y que comprendían, por ejemplo. la pasión de Cristo, de forma que el lunes meditaban sobre la oración en el huer· to. el martes sobre la acusación y las bofetadas, el miércoles sobre los azotes en la columna. etc. De allí que la penitencia no estuviese encaminada exclusivamente a generar unos sentidos del dolor cor· poral y unas actitudes específicas con respecto al cuerpo. el ciJa! era objeto de rigurosa mortificación, sino también a colonizar y dis· ciplinar las mentes de las monjas con pensamientos que afectasen su ánimo y edificasen su interior. Con todo. la conciencia corporal que estos usos penitenciales despertaban en las monjas servía para caracterizar una experiencia religiosa fundada en los sentidos Yla carne. y en la que el cuerpo fue resignificado como valor espiritual y ya no como camino de pecado, pero al mismo tiempo como vínculo material que, al erotizar el espíritu y espiritualizar el deseo, abría su propio espacio simbólico a la constitución de una subjetividad, ala afirmación de una particularidad y a las retóricas de su encubrimien· to. El cuerpo entraba. así. en los misterios de la creencia y el poder. Otro aspecto de la penitencia que puede examinarse es el que trata del silencio. Los conventos articularán en la Colonia el uso de una palabra religiosa hablada, asociada con la divinidad y con su

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facultad creadora, y el de una palabra escrita que alienta una nuca ortodoxia al permitir los controles de la Inquisición y funda una ;ráctica letrada que prolongará las separaciones de clase y los ejercicios privilegiados de poder. Así, en su asociación' con la divinidad, la palabra oral. se d~pura en los conventos desde la Edad Media 13, de modo que el stlencw aparece como un factor que cohesiona a la comunidad religiosa, unida en la penitencia de la voz, y que contrasta con la fama de santidad que circula, se expande y resuena fuera de las paredes del convento. Por supuesto que tal censura de la palabra oral da cuenta también de lo extendido de su uso en los conventos, por lo que expresa, a la vez, el afán de disciplinarla, por ejemplo, a través de la confesión auricular. Pero los conventos no eran espacios sólo de perfección de cierto comportamiento social -el dedicado a Cristo-, sino también de control y disciplinamiento de otras conductas, lo cual hacía que allí no sólo se encontraran las monjas, las novicias y las donadas, junto con sus criadas y esclavas, sino también otras mujeres que eran recluidas por el tiempo de viaje de sus maridos, buscando que no cometiesen adulterio, o las que, habiéndolo cometido, eran depositadas en el claustro por los esposos traicionados, y también aquellas que, siendo solteras y no teniendo inclinaciones religiosas, entraban en una clausura que, supuestamente, las cuidaría de las seducciones masculinas. Sin embargo, la clausura conventual no resultaba tan impenetrable para las personas de la ciudad, tal como lo muestra la Real Cédula del 22 de junio de 1701 que ordena el castigo de María Teresa de Orgaz, soltera recluida en el convento de Santa Clara, de, Santa Fe, por la correspondencia ilícita y las relaciones amorosas sostenidas con el oidor Bernardino Ángel Isunza, quien escaló las paredes del convento y robó a la mujer, la cual había sido depositada en la clausura precisamente para evitar su contacto con él.

La escritura y la lectura Los conventos coloniales fueron espacios en los que se desarrolló una importante actividad letrada. La Inquisición había ejercido un profundo control sobre la producción escrita en Europa por medio de los índices de libros prohibidos que, desde mediados del siglo xv1, fueron elaborados por los inquisidores generales y que también se utilizaron para controlar los cargamentos de libros que llegaban a las Indias e impedir la penetración en la América hispánica de las ideas luteranas y reformistas. Con todo, y pese a los rigurosos controles, muchos de esos libros llegaron a las colonias, como lo atestiguan los

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documentos que ordenan que sean recogidos y los procesos seguidos a sus vendedores. Los conventos debían tener licencias papales para poseer un ejem. piar de la Biblia en latín -pues el índice de 1551 prohibía la tenenc~ de biblias en lenguas vernáculas-, y sus bibliotecas se componían de autores espirituales, casi todos españoles, recomendados por los confesores tales como Luis de Granada, Miguel de Molinos -antes de su proc:samiento por la Inquisición-, Teresa de Ávila, Ignacio de Loyola, etc. Pero no todas las monjas sabían leer ni, mucho menos, escribir; aquellas que sí contaban con una formación letrada les leían en voz alta a sus compañeras en las horas de comida en el refectorio, pues la lectura era sobre todo una actividad c~munitaria. Sin.e~lb~­ go, un grupo exclusivo de monjas neogr~n~dmas tuv? ~1 pnvlleg~o de leer individualmente ciertas obras espmtuales, actividad que Sin duda favoreció la constitución de su subjetividad al experimentar la lectura personal -algunas de ellas incluso afirmaban ha?er hecho lecturas individuales, no siempre santas, desde antes de su mgreso al convento-. Además, esas mismas monjas recibieron de su confesor la orden de escribir sus vidas, lo cual era una forma común, implementada por la Iglesia, de controlar las experiencias religiosas de sus miembros en un contexto de expansión luterana y de numerosos casos metropolitanos de alumbradismo y herejía ..De este modo,. el convento fue un productor cultural de discursos eJemplares Yedifi· cantes que, si bien se han vinculado con producciones similares del otro lado del océano, aquí tienen una condición colonial, por lo que se hace fundamental radicalizar su lugar de enunciación. En la época colonial fueron pocos los casos de mujeres al~abeti­ zadas que además llevasen adelante una actividad letrada. Casi todas se encuentran en los conventos y, exceptuando el caso de la jéronima mexicana Juana Inés de la Cruz, todas escribieron por mandato de sus confesores. Allí, sumados a su búsqueda espiritual, se encuentran los controles a su ortodoxia ejercidos por el confesor, la tensión entre una subjetividad que iba constituyéndose y la exigencia instítucional de abandonarla, la cuestión de la representación, en cuan~o revela y esconde, la función del letrado y su posición co~tradictona La vida intelectual femenina durante de reproducir e impugnar el poder que lo integra al Impeno y, al ~I.s­ la Colonia tuvo un importante mo tiempo, lo subalterniza. Puede verse entonces que la ~> medieval, Madrid, Cátedra, 1989, cap.4. 14 Ángel Rama, La ciudad letrada, Santiago, Tajamar, 2004, p. 42. 15 !bid., p. 72. 16 Mabel Moraña, Viaje al silencio. Exploraciones del discurso barroco, México, Unam, 1998. 17 En este punto sigo a John Beverley y su propuesta de transgredir > (Una modernidad obsoleta: estudios sobre el barroco. Caracas, Alem, 1997, p. 97. ~ 18 Margo Glantz, Borrones y borradores: reflexiones sobre el ejercicio de la escritura (ensayosdeliteratura colonial de Berna/ Díaz del Castillo a Sor Juana), México, Unam- El Eqmhbnsta, 1992, p. 126. 19 Este favoritismo tiene que ver con algunas afirmaciones que hacen las monjas en sus Vidas respecto a la persecución de la que fueron objeto por parte de algunos religiosos varones, que las cntlcaron en el púlpito tachándolas de orgullosas y soberbias por sus expenenc1as santas. Por supuesto, dichas afirmaciones deben leerse teniendo en cuenta el tópico del ~énero hagiográfico de mostrar al santo como un sujeto perseguido por la autondad. Ast mtsmo, las monJas rec1bteron alabanzas y fueron promocionadas en los sermones sacerdotales como modelos de vida cristiana y de comportamiento social ejemplar. 20 Gamboa, op. cit., pp. JO-JI. Asunción Lavrin concuerda con esta posición al afirmar que las dotes no eran un r.e.qulstto sme qu_a non para efectuar matrimonios durante el período colomal (52 en su casa, y su obligación es mantenerla. Lo corroboran las Vidas ejemplares: el padre es el cora-

La representación del hogar de Nazaret establece una versión definida de la casa de familia: san José, afuera, en las labores de su oficio; la Virgen, adentro, ocupándose de la cocina, mientras que los ángeles aportan el carácter espiritual. El modelo es, pues, la casa-convento. Se trataba de un intento por trasladar todas las virtudes y expectativas del convento a la casa, y de la comunidad religiosa a la familia. Hogar de Nazareth. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, 1685. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [12]

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DE LA PINTURA Y LAS VIDAS EJEMPLARES COLONIALES, O DE CÓMO SE ENSEÑÓ LA INTIMIDAD

zón de la vida familiar. La obligatoriedad de llamarlo «padre» tenía, · nsejos se encuentra un aspecto muy propio de la mentalidad de la en esta perspectiva, un sentido conventual y religioso: «y cuando ~oca: la percepción del mundo como un espacio tenebroso, como con verdad, y con razón le llamaren religioso, dará todo el mundo :a amenaza continua que sólo podía detenerse mientras la persona a su casa el nombre de Convento. Padre de familia es aquel a cuyas huyera de los peligros y las tentaciones. La casa, lo íntimo, remitía a expensas pasan la vida los sujetos, que con el viven en su casa»53. El se mundo de salvación, imagen compartida con los monasterios. poder que ejercía el padre dentro de la casa-convento también esta. e El recogimiento no se quedaba sólo como un ideal plasmado en ba regulado idealmente en cuanto a relaciones de «familiaridad», la un texto edificante; se veía confrontado en las prácticas cotidianas cual, de manera muy medieval, se establecía en cinco modos: una de Jos sujetos eje,mplares. Una aplicación se encuentra en la semblanfamiliaridad potestativa, sobre los hijos; una dominativa, sobre es. za que Gabriel Alvarez de Velasco hace de su esposa Francisca. Al clavos; una directiva, entendida como «corrección de las cos ,nbres narrar la actitud de ella frente a los quehaceres domésticos, afirma: de su mujer»; la familiaridad con sirvientes libres, y, por último, la de «maestro en orden a sus discípulos». En las narraciones ejempla. Claro esta, pues que ocupándose en él, y por ellos tan gustosares se hacía notar esta potestad, la cual se extendía hasta cuando los mente no gustaría (como no gustaba) de otros divertimientos, ni padres elegían a los hombres con quienes se casarían sus hijas. De dentro ni fuera de su casa. Servíale de monasterio como dice San esta manera, como padres les competía la autoridad moral sobre su Jerónimo a Principia. Jamás salía de ella, sino era a alguna visita casa religiosa, no sólo en relación con la educación de sus hijos, sino precisa, en que sentía tan gran tormento como si lo fuera, y así lo también en cuanto a la dirección de su esposa y a la corrección de rehusaba cuanto podía [... ]. Nunca fue a fiesta, a sarao, ni a campo criados y esclavos. con sus compañeras ni amigas, aunque fuesen sus mercedes: ni a la Las razones por las cuales se argumentaba la necesidad de que Iglesia fue en concurso de la audiencia ni al estrado de las señoras la casa funcionara como un pequeño convento se basaban tanto en oidoras, escogiendo siempre que iba a ella, lugar particular y retilos principios de la modestia y la guarda de los sentidos como en la rado. No fue a acto público, sino una vez a santo Domingo, recién premisa del recogimiento, lo que a su vez proporcionaba una idea del casada. Nunca fue a ver toros, y una vez que fue, importunada de la discurso de la relación dentro-fuera en el Barroco; es decir, la visión , señora presidenta Doña Luisa de Guevara, no estuvo en el balcón, de la intimidad como salvación y de la exterioridad como pecado. En siendo asiento suyo, sino detrás de una celosía, con que obligó a su otro texto edificante, el prolífico escritor neogranadino Pedro Merseñoría a que hiciese lo mismo55 . cado afirmaba a este propósito: «Quien teme a los enemigos que hay afuera, se esconde dentro de la casa. Fuera hay el ver, el oír, el De la misma manera, no se asoma a las ventanas, guarda la mohablar, que suelen ser enemigos que hieren y a veces matan el alma, destia del ver y hace silencio, sólo habla lo necesario y cuando es y huye de ellos el que es recogido. Digo, que es el que no sale de lo preciso. La cotidianidad de la casa es reflejo de la cotidianidad del interior de su corazón, ni fuera de su casa, sino cuando hay bastante convento, un ideal sobre el cual se pretende construir sujetos pacientes causa»5 4• Y entre las razones para permanecer allí se encontraban como seculares religiosos. Esta condición de vida en Zorrilla o Cabano perder tiempo, mantenerse entretenido y dedicarse a las cosas ñas convierte la casa en el escenario preciso donde se desarrollan sus de Dios. El recogimiento dentro de la casa tenía prácticamente las santas vidas, mecanismo para convertirlas en sujetos de imitación. mismas funciones que el monástico. De cualquier manera, familia y convento eran las formas asociativas Mercado ofrece algunas indicaciones prácticas: permanecer en básicas de la vida de las mujeres barrocas y también los espacios de la intimidad de la casa es evitar distracciones inútiles, entre ellas el mediación entre ellas como individuos y el cuerpo social. contacto con gente que puede dar la oportunidad de pecado; también Finalmente, la casa-monasterio tiene una función con respecto al insiste en el aprovechamiento del tiempo, pues la ocupación conti· cuerpo social. Se comporta como una institución donde se ejercen nua es el mejor mecanismo para no poner la cabeza en malos pensa· los controles tanto coercitivos como educativos que permiten el recmientos. Así mismo, sólo se debía salir de casa en casos de extrema to funcionamiento de la sociedad. Es el espacio donde a los hijos se necesidad y regresar apenas se cumpliera la obligación. Un elemento les inculcan los valores morales y sociales, el lugar donde se ejerce más: santiguarse, encomendarse a la Virgen y rogar a Dios para ~ue la corrección de las actividades y del uso mismo del cuerpo, todo afuera no hubiese situación de pecado. Los consejos estaban dmg1· dentro de la dinámica propia de un convento. Toro aporta consejos dos explícitamente a las mujeres. En este conjunto de pareceres Y a los padres, entre los cuales está «imitar el cuidado y celo de los

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religiosos monásticos, visitando de cuando en cuando las camas de sus súbditos, así para registrar si les falta en ellas lo necesario Para su abrigo. como para examinar la loabilísima honestidad y modestia en el dormim 5r'. En la casa se regulan lo aceptable, lo virtuoso y la sexualidad. Pero la función social no se agotaba aquí, pues en el hogar colonial ---especialmente en el urbano- habitaban criados y esclavos, y sobre ellos también recaía el poder del padre como famj. liaridad. Los consejos son múltiples, tanto en relación con las virtudes como con los comportamientos, siendo estos últimos los más frecuentes: «Y para que en su casa, como en convento de religión, resplandezca la caridud, jamús permita que se le ponga a ningún criado nombres de improperio, ni sufra, que su mujer les diga palabras torpes aunque sea con pretexto de corregirlos>, 57 El valor de la casa como trasunto de un convento se entiende por el sentido místico que el Concilio de Trento le proporcionó, así como por la significación barroca que se le asignó de «puerto seguro» y salvaguarda frente a los peligros del mundo. Debía ser un espacio donde la privacidad garantizara la seguridad y la preservación de las buenas costumbres. Si los claustros funcionaron como paraísos terrenales anticipados que preservaban las flores de santidad como un edén, las casas de familia debían tener la misma funcionalidad, y era aquí donde se articulaban como espacios del cuerpo social. No sólo agrupaban a la familia, en cualquiera de sus tipologías, sino que también albergaban la educación y consolidaban los valores requeridos para hacer comunidad. La casa y el convento guardaban una misma disciplina y tenían un mismo significado dentro del tejido social.

Notas

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21 Roger Chartier. , en Historia de la rida primda, t. v: /)meno de cambio en la wciedad del siglo u 1 a fa sociedad del siglo \ r lit, Buenos Aire~. Taurm. llJ(Jl, p. IÓ).

La dc-!rorio 1110dema es el nombre que recibe la corriente espiritual que apareció a finales del siglo xr< y se popularizó en el siglo".' bajo los efectos de la Contrarrcf. en Las reprl:'selllatinnes del cuerpo barroco neogranudino en el siglo .U"f!, Bogotá, Museo de Arte Colonial, 2003, pp. 14-16. Acerca del valor narrativo de las hagiografías. véase Michel de Certeau, Lo cscrilllra de Lo hi.11orio, México. Universidad Iberoamericana, 1994, p. 260. Éste es el canícter de lo que Ccrtcau llama el ((Cristianismo estalladm>. que tu\'o amplias repercusiones en las transformaciones del pensamiento moderno (Laj(ihufa mística, siglas llll' u 11. México. Universidad Iberoamericana. 1993, Segunda parle).

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Gustavo Curiel y Antonio Rubial, >, Historia Crítica, 24, 2002, pp. 144-146. 41 Real Academia Española, op. cit., t. 11, pp. 612. Una definición lomada de uno de los trn. lados de mística de mayor circulación es muy similar (Miguel Godínez, Practica de~ Theologia Mp·tica, Sevilla, Juan Bejarano, 1682, p. 26). 42 Sánchez Lora, op. cit., p. 259. 43 Calvo de la Riba, op. cit., p. 492. 44 Solano, op. cit.. ff. 96v- 97r. 45 Acerca de la composición de lugar y su impacto en el Nuevo Reino, véase Borja, «Composición de lugar. .. >>, op. cit., pp. 373-396. 46 Villamor, op. cit.. p. 46. 47 Rodríguez, op. cit., pp. 33-92; María Himelda Ramirez, Las mujeres v la sociedad co/0 • nial de Santafe de Bogotá 1750-1810, Bogotá, lcanh, 2000, pp. 55-66. 48 Villamor, op. cit., pp. 86-87. 49 Solano, op. cit., f. 15v. so lbíd., f. 41v: también, f. )Ir. 51 Toro. op. cit., p. 240 (Segunda parte. cap. 7). 52 Se define como !Real Academia Espat1ola, op. cit., t. 111, p. 559). 53 Toro, op. cit., p. 240. 54 Pedro Mercado. El cristiano l'irtuoso .. , Madrid, loseph Fernández de Buen Día, IÓ7J,p. 52. 55 Alvarez de Velasco, op. cit., p. 22. 56 Toro, op. cit., p. 245. 57 lbid., p. 252.

tii. Los precarios disciplinamientos

íos sentimientos coloniales:

~ntre

la norma y la desviación

Pablo Rodríguez Jiménez

En un ensayo memorable, Philippe Aries nos recordaba que uno de los hechos fundamentales de la historia de la sexualidad occiden~1 ha sido la persistencia del matrimonio monogámico, restringido. St' embargo, aunque fue fundado en el principio del amor entre un h mbre y una mujer, sólo hace poco este se convirtió en la forma de vivir los sentimientos y los disfrutes a plenitud. Durante muchos siglos, matrimonio católico significó contención, temperancia, poco amor1• La diversidad de prescripciones sobre la vida afectiva y sexual de las parejas terminó convirtiéndolas en un misterio para las indagaciones del historiador. Normalmente, la coherencia de las leyes y los códigos normativos hace pensar que ellos decidieron la vida de las personas, como ocurrió con los sentimientos conyugales. Efectivamente, la Iglesia limitó con precisas normas toda forma de amor en la unión matrimonial. El «buen amor», aquel que profesaba un hombre a una mujer, debía darse en los márgenes establecidos por el ideal sacramental. Tanto los teólogos mayores como las exhortaciones de los clérigos locales lo definían como «amor cristiano», «amor de caridad», «amor de voluntad>> o «amor de castidad». Este amor atenuaba el hecho de que los individuos se vieran obligados a ejercer la sexualidad para reproducir la especie. Todo amor que se diera al margen del matrimonio -sobre todo, el amor carnalse prohibió. Concebido como pecado, el amOr prematrimonial y el extramatrimonial fueron drásticamente sancionados por la Iglesia y castigados por la justicia civil. Sin embargo, el amor y los sentimientos son materia esquiva para un historiador, escapan a toda tentativa de contenerlos en férreas ca-

Desposorios de la Virgen y José. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, 1680. Colección particular. [1]

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Las relaciones sentimentales durante la Colonia se dieron bajo patrones culturales completamente distintos a los contemporáneos. El noviazgo tenía una serie de implicaciones de carácter moral, social y económico que, en cierta medida, estaban restringidas a las élites. Este tipo de relaciones implicaban asuntos tales como el honor, la honra y el cumplimiento de la palabra empeñada. Biombo de Domingo Caicedo (detalle), Joseph Medina, 1738. Colección particular. [2]

tegorías o precisas estadísticas. Además, tradicionalmente se les ha. bía excluido de la investigación histórica, arguyendo que no habían decidido los acontecimientos decisivos del pasado. No hace mucho avezados investigadores se decidieron a tratar sistemáticamente est~ oscuro horizonte de la existencia humana. Desde entonces, historia. dores de muchas latitudes no han cesado de discutir su contenido, su lenguaje multiforme y la manera como los han vivido los distintos sectores sociales2• Este ensayo tiene el propósito de explorar las vivencias afectivas de los hombres y mujeres de la época colonial, tanto dentro de sus matrimonios como fuera de ellos. Se detiene a considerar especialmente los siguientes interrogantes: ¿había entre los jóvenes una experiencia amatoria previa a su unión conyugal, y, de haberla, hasta qué punto era afectada por los intereses de los padres?, ¿constituía el matrimonio católico una reserva privada de los individuos?, ¿cuál era el contenido real del amor conyugal de la época?, ¿qué dinámica y expresiones poseían los amores ilícitos?

¿Existían los noviazgos? Los encuentros previos al matrimonio no estaban formalizados. De acuerdo con el ideal femenino de recogimiento, las hijas doncellas no debían tener trato ni comunicación con señores fuera de casa ni en lugares aislados. Las familias de la élite vigilaban sus movimientos y desde adolescentes les asignaban una chaperona, mestiza o mulata, que las seguía como su sombra. Estas medidas buscaban cerrar el paso a los pretendientes que tenían poca aceptación entre los padres y dejaban libre el camino para los reconocidos que en forma decidida les proponían un convenio matrimonial a los padres. Luego de discutir la conveniencia del matrimonio y el aporte en dote de la familia de la joven, ocurrían algunos encuentros entre los contrayentes, a partir de los cuales es difícil suponer que pudiera formarse en pocas semanas un afecto profundo. En no pocos casos, el pretendiente provenía de la propia familia. Aconsejado por algún pariente mayor u obedeciendo a su propia iniciativa, el interesado encontraba en el parentesco la libertad para entrar en la casa de su pretendida y cortejada. Salvo si había alguna objeción mayor, el matrimonio se celebraba, avalado por el beneplácito familiar que producía la pertenencia del novio a las mismas clase y raza. Sólo cuando había afincado sus expectativas en un pretendiente más pudiente o de mayor prestigio o comprometido previamente a su hija con algún vecino, o cuando observaba en su joven pariente algún defecto mo-

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raJ-alcoholismo, pereza-, el padre se oponía a la solicitud. Los pretendientes ligados por algún parentesco hallaban en esta sociedad mayor permisividad para sus pláticas, juegos y coqueteos, en el curso de los cuales podía nacer el afecto mutuo. Las familias blancas mostraban especial interés en casar a sus hijas con peninsulares. No bien estos arribaban a la ciudad, eran abordados por padres o parientes de muchachas que estaban por «tomar estado». En ocasiones intercedían clérigos o miembros del Cabildo municipal interesados en que esos españoles arraigaran en el lugar y aportaran su sangre y sus apellidos. Hubo casos en que ciertos padres dieron poderes a amigos que viajaban a Cartagena de Indias para que concertaran en su nombre matrimonios para sus hijas con los españoles que arribaban en los galeones. En esos poderes señalaban la suma que estaban dispuestos a otorgar como dote. Quien aceptaba la propuesta lo hacía motivado por el capital que le ofrecían y por una vida que prometía ser cómoda. Poco reparaba en las bondades de la novia. En las semanas que precedían a las nupcias debía haber más teatro y cortesía que interés íntimo en conocer a la futura esposa. Ocasiones propicias para el galanteo y los coqueteos eran las numerosas festividades civiles y religiosas que sucedían en cada ciudad. En ellas, toda la población participaba, y en las casas había una disposición especial. Las familias principales las promovían con donativos y recepciones para las autoridades civiles y eclesiásticas. Las fiestas eran, efectivamente, la ocasión propicia para el galanteo formal, el piropo sagaz, el gesto insinuante y el mensaje clandestino. Las familias asistían en grupo, ocupaban en la misa la banca que les pertenecía, tomaban palco reservado en la fiesta de toros y caminaban en las procesiones junto a sus parientes y vecinos. Las normas establecían saludar al jefe de familia y ligeramente al resto del grupo. Sin embargo, eran estas las oportunidades en que la comunidad comentaba las novedades de las familias, los mozos reparaban en las muchachas que crecían y los más atrevidos les enviaban una de- Durante la Colonia, el matrimonio, claración amorosa con un amigo de la familia o con algún sirviente. más que un compromiso emocional, En los sectores sociales medios del campo y la ciudad, las fa- era claramente una alianza de milias de mestizos acomodados se esforzaban por mantener orden clase. El ritual en torno al cortejo y al compromiso tenía un fin Ycontrol entre los suyos. Preocupados por enlazar a sus hijas con eminentemente selectivo y su blancos que les elevaran el estatus, los más empecinados procura- objetivo a largo plazo era preservar ban encontrar un pretendiente de condición superior. No obstante, la el orden social establecido. Las mayoría concertaba nupcias con varones de su misma condición y lo- representaciones pictóricas pusieron un especial énfasis en calidad, cuidando -eso sí- de no mezclarse con mulatos o negros. dicha condición social. Ajuste de ~n estas familias, las relaciones de parentesco y de trabajo desempe- Casamiento de Yndios. Anónimo, naban un papel significativo en cuanto a los encuentros amorosos de siglo XVIII. Códex Trujillo de los jóvenes. Sobrinos y primos lejanos circulaban sin restricciones Martínez Compañón y Bujanda. Colección Biblioteca Nacional de por los espacios privados de la casa. En ocasiones, los tíos acogían España, Madrid. [3]

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en sus casas a sobrinos desfavorecidos y los empleaban en sus pro. piedades. En el campo, las viejas relaciones de intercambio de servi. cios permitían que los jóvenes pernoctaran en la casa del vecmo con ocasión de una fiesta, amenaza de lluvia o creciente de un río que impidiese regresar al hogar. En estas circunstancias se presentaban los primeros encuentros y muestras de simpatía entre los jóvenes, que en la mayoría de los casos contaban con la hcenc1a de los padres. Vedado y condenado a la clandestinidad quedaba el afecto de un peón por la hija de su patrón o de un propietario de la región. Así alegara pertenecer a la misma condición racial mestiza, su pobreza no lo dejaba recibir una aprobación social. Estos hechos daban lugar a numerosos raptos y disputas en torno al honor y a la libertad para concertar las uniones entre estos grupos de vecinos. Los sectores populares, conformados por familias de mestizos pobres, mulatos y negros, veían frustradas sus pretensiones de con. formar unidades domésticas legítimas y estables. Con frecuencia, los padres se veían obligados a ausentarse por largas temporadas de sus hogares para hallar el sustento en los reales de minas y las estancias. Otros simplemente se desentendían de sus obligaciones y aban. donaban a sus familias. Un grupo importante de estos encontraba pocos argumentos para convencer a su prole de la importancia de los valores raciales. Muchas veces les bastaba con que el pretendiente de sus hijas fuera honrado y trabajador. .. . La ausencia de una figura paterna debilitaba estas fatmhas y obligaba a la madre a empl;arse como doméstica, a trabajar como pul-

Una característica recurrente de la estructura familiar entre las clases populares era su inestabilidad y la constante presencia de mujeres solas. abandonadas y muchas veces abusadas. Los casos por asaltos sexuales son numerosos en los archivos criminales, aunque no se podría afirmar que fuese un caso exclusivo de las clases populares. Las denuncias por desfloraciones y «robos de la honra)) se daban también en las clases más acomodadas. Susana en el baño casta. Gregario Vásquez de Arce y Ceballos, siglo xv11. Colección Museo de Arte Colonial, Bogotá. [4]

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pera en el mercado o a vivir en la indigencia. Estos hechos afectaban la estructura y el orden de aquellas. Las muchachas permanecían solas en sus casas. Pero también cumplían oficios por fuera de ellas -lavar ropa en el río, cargar leña del monte o llevar alimento a los hombres que trabajaban en las rozas de maíz- que las exponían a encuentros azarosos. En ellos, es cierto, tenían los primeros tratos gratos con varones, pero también se daban las más violentas agresiones a su honor sexuaL Las hijas de mestizos y mulatos pobres asumían tempranamente actitudes desenvueltas. Asistían, con o sin compañía masculina, a las fiestas y fandangos locales. Bailaban hasta el amanecer y no desconocían el aguardiente de fabricación casera. La identidad del hombre con el que bailaban o su ligereza al sentarse en las piernas de un desconocido daba lugar a riñas sangrientas. Así mismo, su lenguaje, cargado de imágenes sexuales, producía el sonrojo de los vecinos. En las últimas dos décadas del siglo xvm, las autoridades mostraron especial preocupación por el desarreglo de las conductas y el aumento de la ilegitimidad. Los alguaciles espiaban con particular atención los caminos y los ríos donde se daban cita los amores clandestinos. En el perímetro urbano, los lotes baldíos y los sitios sin iluminación eran refugios para el amor o puntos estratégicos para la entrega de algún recado comprometedor. Estos sitios se consideraban de alta peligrosidad para las mujeres. No obstante, los archivos criminales locales muestran que jamás hubo una violación colectiva de una mujer. Las violaciones denunciadas fueron cometidas por individuos conocidos que pretendían a las mujeres de tiempo atrás y que sólo las, habían atacado después de tratar de seducirlas con promesas. • En la misma época se desarrollaron formas de diversión y sociabilidad que integraban al grupo familiar y se realizaban en su propio espacio. En las familias blancas principales, cierto toque de distinción ilustrado lo constituían las veladas de baile de minué y de canto de bolero, géneros recién llegados al virreinato. La vihuela, popularizada en América, animaba también las fiestas de mestizos y mulatos. Estas, que despectivamente eran conocidas como «fandangos», involucraban bailes prohibidos como el «salto de cabra» y el «pata-pata», que tenían un aire más informal y alburero. Es obvio que estas reuniones debían inducir a algunos jóvenes a un trato menos tímido con el género opuesto y ayudarles a definir sus gustos. Al respecto, es imposible precisar si existía un modelo de belleza femenino o masculino en la época. Respecto a las mujeres, es claro que la robustez y la fortaleza para el trabajo y para traer hijos al mundo eran definitivas. Pero también las nociones de calidad y estatus debían tener algún significado. Excepcionalmente, algunas mujeres dejaron saber su parecer, como la mestiza María Valeria Ortiz, quien

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De manera sorprendente, el género de las pinturas de castas nos introduce en el requiebre amoroso americano. De español y castiza, español (detalle). Francisco Clapera, siglo xvm. Colección Museo Nacional de Historia, México D. F. [5]

dijo de un mulato que se casaría con él «porque aunque era morenito era muy bonito»3. La documentación histórica nos informa de manera bastante frag. mentaría sobre las expresiones sensuales prematrimoniales Yextra. matrimoniales. El acto más conocido y que tenía más significado era el -18oo. d. 7, 1790. !9 lbíd., 8-62, leg. 1690-J70ü, d. 10, 1694. 20 lbíd, Matrimonios, t. 68, d. 1831, 1804. 21 El estudio más completo obre el tema es el de James Brundage. La In. el sexo v/asociedad cristiana en la Europa medieval, México, Fondo de Cultura Económica, 2000. 22 Distintas referencias pueden verse en mi libro Sentimientos y rida .fámi/iar en el Nue\'() Reino de Granado, op. cit., pp. 225-159. . 23 Dos estudios notables sobre el tema son Beatriz Patiño. Criminalidad, ler penalr c1tr 11c. tura social eo la Provincia de Aotioquia. 1750-t/!20, Medellin, Idea. 1994. y Catalina Vi llegas del Castillo. Del hogar a losju:gados: reclamos familiares en lo.1ju:gadoJ su. perfores en el tnínsilo de la Colonia a la Re¡nihiica, Bouot>: «procuré que en las nuevas colonias se instruyeran las mujeres en trabajar las manufacturas de varias producciones y, en particular las de algodón [... ] con lo que no solo han desterrado la ociosidad y la desnudez sino que procuran aumentar los medios de adquirir más sobresalientes atavíos»45 • La desnudez también se consideraba una consecuencia de la ociosidad, madre de otros vicios como la pereza, la afición desmedida por la chicha o la entrega frenética al juego, la cual llevaba a veces a las personas a perder hasta la ropa, que daban o empeñaban para poder pagar sus deudas46 . Durante la misma época, sulfurado por la desnudez de los indios noama, el obispo de Popayán ordenó que las indias estuvieran cubiertas «para que cesasen los motivos de estímulos de la carne y tuviesen

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA «CUERPOS BÁRBAROS» Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLO XVIII)

Pero no sólo la desnudez total pública era condenada. A mediados del siglo xvm también se escuchaba con fuerza el clamor de que se ocultaran a la vista de los demás ciertas partes del cuerpo y no se usaran vestidos que dejaran ver algunas zonas corporales. Esto fue especialmente importante en relación con el uso de la ruana. Esta prenda popular sólo ~e difundió extensamente como vestido principal de los sector~s baJos de Santa Fe durante el mencionado siglo. Lo anterior se perc1be en uno de los reglamentos establecidos para los gremios de la ciudad, dictado durante el gobierno del virrey Guirior 50 (r777) ; este criticaba la apariencia de los artesanos de la capital, quienes estaban en «tan pobre estado en sus atavíos, ociosidad y vida licenciosa» que poco se diferenciaban de los mendigos y vagabundos. En un esfuerzo de moralización, el funcionario estableció medidas de aseo y decoro para estas personas, que no observaban, ni en sus actitudes ni en su vestido, las maneras «civilizadas»:

El uso de la ruana fue constantemente atacado. El virrey Guirior señalaba en ,777 que «el uso de ruanas en estos reinos es una causa principal del desaseo: ella cubre la parte superior del cuerpo y nada le importa al que se tapa ir aseado o sucio en el interior: descalzos de pie y pierna se miran todas las gentes, y solo con la cubierta de la ruana, que aunque en efecto es mueble muy a propósito para cuando se camina a caballo debería extinguirse para todos l~s demás usos». Tren de viaje de un cura en tierras altas. Costumbres neogranadinas. Ramón Torres Méndez, 1853- Colección Banco de la República, Bogotá. [6]

menos ocasión de ofender a la divina ley con sus liviandades y obscenidades»47. Pedro Fermín de Vargas, en uno de sus más importantes escritos -Pensamientos políticos (1789)-, donde explora la relación entre el medio geográfico y el carácter de los pobladores, pone de manifiesto consideraciones relativas a la manera de ser de las personas de la costa -sobre las cuales, dicho sea de paso, se ha construido su estereotipo-, donde la desnudez ocupa un lugar importante yse agrega a otros extravíos como la indolencia, la negligencia, la ociosidad y la inmoralidad: La facilidad con que se mantienen las gentes de las tierras cálidas del Virreinato las hace del todo indolentes y perezosas. El maíz, el plátano, la carne o el pescado lo encuentran alrededor de sus habitaciones sin trabajo alguno. Tampoco tienen que buscar vestuario porque de ordinario hombresv mujeres l'il"r:n desnudos sin rubor. Así se entregan a una ociosidad sin límites. Este espectáculo es más común en todas las regiones que baña el río Magdalena y las costas del mar. Entre estas gentes no hay pues, principio alguno moral ni físico, que les haga impresión sobre el miserable estado en que viven 4'-

La desnudez pública era asimismo un signo de animalidad, pues el vestido es uno de los atributos esenciales del hombre. En Santa Fe también se observaron a menudo críticas de las autoridades hacia los mendigos por sus harapos y porque andaban «casi desnudos» por las calles 40 .

[E]I uso de ruanas en estos reinos es una causa principal del desaseo: ella cubre la parte superior del cuerpo y nada le importa al que se tapa ir aseado o sucio en el interior: descalzos de pie y pierna se miran todas las gentes, y solo con la cubierta de la ruana, que aunque en efecto es mueble muy a propósito para cuando se camina a caballo, debería extinguirse para todos los demás usos5I.

El virrey llegó incluso a prohibir el uso de esta prenda y ordenó alos maestros y padres de familia que «procuraran quitarla enteramente a sus discípulos y hijos, haciéndolos calzar y vestir de ropas , cortas como sayos, anguarinas o casacas». Hoy se sabe que su apariencia difícilmente podía ser distinta si se tiene en cuenta la pobreza del sector artesanal, en el cual aun los más prósperos disfrutaban de muy modestos atributos de vida materialsz. Se encontraba en formación, entonces, una esfera privada relacionada con la prohibición de la desnudez pública, el rechazo al «espectáculo» del cuerpo sin ropa y la costumbre de llevar vestidos que dejaran al descubierto algunas partes del cuerpo. Pero a pesar de las normas de policía que la prohibían, del discurso de las élites que la reprobaban, de la prédica de la Iglesia que la censuraba, la desnudez, parcial o total del cuerpo, siguió siendo durante mucho tiempo un problema para las autoridades urbanas del virreinato.

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«CUERPOS BÁRBAROS» Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (siGLO XVlll) 268

¡¡¡sTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA

La vivienda: . , promiscuidad y separac1on La crítica de ciertas autoridades y de la élite ilustrada local no fue menos drástica en relación con la vivienda de algunos sectores de la población. Sus consideraciones al respecto no son sólo una muestra de la forma como los ilustrados juzgaron con severidad la manera de habitar del pueblo sino también signo claro de un proceso que pretendía privatizar ciertos espacios y comportamientos. En la sociedad colonial, las divisiones raciales establecidas por la Corona se veían complementadas y reforzadas con normas relativas T davía en el siglo XIX se al ordenamiento espacial de la población, a las cuales iba apareja0 . , taba en la ciudad el orden manlles do un tipo de organización administrativa. Esto seguía una línea de 1 . olonial: en torno a la paza socia1e bicaban las élites políticas continuidad con el proyecto español desde el siglo xv1: crear dos remayor se u 'ml·cas· hacia las afueras, públicas o dos ciudades, una de indios y otra de españoles, lo que, se ' Yecono .b descendiendo en la esca1a sabe, quedó plasmado sólo como ideal, pues la realidad fue siempre sela ., tema , otro tipO . 1 Esto tamb1en soc1a · · d d muy distinta. En general, la parte central de la ciudad era ocupada . licaciones. La cm a era un de ¡mp regulado y administrado por los españoles blancos, mientras que en la periferia, en los llamaespaciO ayor distancia . del centro, dos «arrabales», se asentaban las castas que prestaban sus servicios m pero, a acidad de contro1 Cap a los españoles53. En la parte central de Santa Fe, por ejemplo. se menor . d , las autondades. P1aza e teman , . 8 encontraba la plaza, y en ella había un núcleo de casas altas -de dos ... torino. Anommo, I 40. ~ll J ~.. n Banco de la Repu'bl"1ca, pisos-54 y de mejor categoría que las demás. Tanto la calidad de ia ColecciO Bogotá. [71

onstrUcción como la densidad poblacional descendían al alejarse de

fa plaza Mayor. Existía un límite donde se acababa la ciudad y empe55

zaba el arrabal, caracterizado por la presencia de bohíos • En las ciudades de la Nueva Granada existió una especie de jerarquización social en relación con el tipo y la ubicación de la vivienda. En la parte superior de esta clasificación estaban quienes habitaban en casas, seguidos de quienes vivían en tiendas y, por último, de quienes se alojaban en bohíos. Aunque se haya conocido generalmente como casa casi todo espacio de habitación permanente, había algunas categorizaciones que restringían su significación. Así, en el siglo xvm, la casa era «la construcción hecha para habitar en ella y para estar defendido de las intemperies, que está compuesta de paredes y techos, y que tiene divisiones, salón y apartamentos para el confort de quienes allí viven» 56. En la categoría siguiente se encon57 traba la tienda, «casa, puesto o lugar donde se vende alguna cosa» , y que constituía también un lugar de habitación, y en la última, el 58 bohío, que· era una «choza», o también una «casa humilde» • Vivir en una casa era signo de estatus económico; las tiendas eran viviendas más populares, localizadas en las partes bajas de las casas y ocupadas generalmente por inquilinos. En general, en la Nueva Granada, las casas eran de un piso. Las de dos pisos fueron escasas en Santa Fe. Algunos barrios de Cartagena consistían en conjuntos de viviendas de dos o tres niveles 59• Unas pocas casas estaban ocupadas por artesanos. La descripción de una de ellas situada en Las Nieves, un barrio pobre de Santa Fe, es la siguiente: Una casita pequeña, a extramuros o en apartada calle y en ella una salita que servía de salón de recibo, de comedor, de oratorio, adornada la testera por crucifijo de cobre, una virgen de Chiquinquirá, los gloriosos patriarcas y otros personajes de la corte celestial distribuidos en lo demás de ella. Una mesa habilitada para altar, para comer y aplanchar la ropa y pesadas sillas hacia los lados: y enseguida la alcoba donde de noche se reunía toda la familia, los amos en la ancha cama, cubierta del pabellón socorrano circundada del labrado rodapié; los chiquillos y los criados y el perro y los gatos aquí y allí en sabrosa confusión60 . Por su parte, las tiendas eran espacios reducidos, tenían poca iluminación, poca ventilación y piso de tierra y constaban generalmente de una sola habitación61 , condiciones que las convertían en lugares «malsanos e indecentes», objeto de condena sistemática. Un cronista de la época colonial (1810) relata la atmósfera de la tienda de un pobre jornalero y comenta su «ambiente nocivo», lo que convertía a este tipo de habitación en un vestíbulo del hospital:

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA «CUERPOS BÁRBAROS» Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLO XVIJJ)

El espacio doméstico entre los grupos sociales variaba radicalmente. Mientras que entre las él ites y clases acomodadas la posibilidad de separación de espacios implicaba la diferenciación de comportamientos de los individuos, entre las clases populares lo doméstico tenía otro tipo de acepciones, y lo privado prácticamente no existía. No había una división de los espacios, e ideas como la intimidad y la privacidad no formaban parte de su cotidianidad. El rancho de San Miguel. Anónimo, S. f [8]

No descendamos más y quédese a un lado la tienda que le sirve como antesala para pasar al hospital y de allí a la fosa[ ... ] la pluma se detiene al delinear este cuadro[... ] en una extensión de seis pies cuadrados estaba encerrada la familia del jornalero, compuesta de la esposa, cinco hijos (tres hembras y dos varones), aquellas creciendo en cuerpo y en gracia para pasto de lobos, y aquellos para el oficio, para ganar el jornal. Allí anida también otro matrimonio sin hijos y hay un perro que aúlla y un gato 62 . En los bohíos habitaba la gente sin recursos. La construcción de estos era más frágil que la de los otros dos tipos de vivienda, pues se componían de paredes de bahareque y techo de pqja y contaban con una sola pieza, que servía de dormitorio y de sala; en la parte posterior se encontraba generalmente «una hornaza bajo una enramada de techo pajizo sin paredes que servía de cocina)). El piso era de tierra pisada, y quienes habitaban allí se aprovisionaban de agua en las pilas cercanas o en las acequias compartidas que eran elevadas con

conducciones de agua bastante burdas o labradas en la tierra6J. Allí vivían indígenas, mulatos y negros. La estrechez de estos bohíos se denunciaba por su insalubridad, su hacinamiento y su inmoralidad. Al respecto, se conoce la crítica del capuchino Joaquín de Finestrad, quien en el Vasallo instruido se lamentaba de la promiscuidad en la que vivían allí las gentes, «en unas pobres chozas, y viéndose por esta razón precisados a dormir en cama franca o común a todos, hermanas con hermanos, padres con hijas» 64• Era frecuente en ese entonces que en una sola cama durmieran, vivieran e incluso comieran todos los miembros de la familia. El aspecto rústico de estas viviendas fue característico de algunos barnos «populares)) como los de Las Nieves y Santa Bárbara, en Santa Fe; los de Santo Toribio y Getsemaní, en Cartagena, y los de Guanteros, San Benito y Quebrada Arriba y partidos como el de San 65 Cristóbal, en Medellín . En este último lugar, el alcalde describía así este tipo de casas durante un proceso judicial por vagancia que se llevaba contra dos personas de ahí (I8oz): [H]abiendo pasado con testigos a la vivienda [de uno de los sindicados] hallé que su casilla se reduce a un rancho casi demolido, y tan pequeño que un hombre de regular altura no cabe en él parado [... ] y por lo que hace a la vivienda [del otro sindicado] se reduce a otro rancho, o casimba de seis varas con puerta de cuero, situado en cosa de 1.1na pucha de tierra en la que aún cuando la tuviera cultivada de comestibles, no puede con su producto ser posible mantenerse con su mujer y sus dos hijos que tiené6. Este proceso es particularmente significativo porque está relacionado con una petición del Procurador General de la Villa de Medellín relativa al problema de la vivienda de los pobres. El funcionario solicitó que se aplicaran las disposiciones prescritas por el oidor Mon YVelarde sobre el particular. Según la ordenanza de Mon referida se debían erradicar esas pequeñísimas viviendas que no tenían di~ visiones interiores y que eran compartidas por dos o tres familias situació~ que llevaba a que sus residentes estuvieran siempre «todo~ confundidos y desnudos, lo que es causa de la mayor disolución y torpeza». Como remedio a este problema se les debía obligar a «vivir ~atadamente», cada uno en su casa; o, si era imposible, si estaban JU~t~s:, la casa debía poseer las piezas necesarias para que con la «diVISion de sexos, edades y estados, vivieran todos como corresponde»67. . Salvo las grandes casas coloniales, generalmente las viviendas de la época tenían pocas alcobas. La mayoría de las casas tenía una o dos, donde se comía, se dormía ... ; en fin, se vivía. Las viviendas de

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El control sobre el cuerpo y su desnudez fue una de las disposiciones fundamentales. El control de las necesidades fisiológicas fue entendido como parte esencial del proceso de ilustración y de civilización. El aseo del cuerpo empezó a tener una significación ideológica. La peste. Anónimo, siglo XVII. Colección Agustina, Bogotá. [9]



los pobres, mestizos, mulatos e indígenas constaban casi sólo de una pieza, en la que había un camastro y pocos muebles 68 . Pedro Fermín de Vargas fue también un censor de las vivien. das populares neogranadinas porque propiciaban la promiscuidad la acumulación impúdica de los cuerpos, y generaban emanacione; que producían enfermedades. En I789 se dirigió al virrey Ezpeleta con el fin de buscar la manera de mejorar el estado de la parroquia de Zipaquirá y de ofrecerle todas las condiciones imprescindibles para su progreso. Queriendo diferenciarse de los conquistadores, anotó que estos no habían puesto «la menor atención en la forma y cons. trucción [de las poblaciones] para la comodidad de sus habitantes¡¡ y sus viviendas eran «faltas, la mayor parte, de elegancia y comodi: dad» 69 • Al mismo tiempo, Vargas explicó esta situación argumentando que los españoles habían adoptado la «bárbara» forma de construir propia de los indios, quienes confeccionaban habitaciones semejan. tes, debido a su «natural indolencia o por las pocas ideas morales que tenían en su gentilidad». Según él, las construcciones de Zipaquirá, «si pueden merecer tal nombre unas chozas mal fabricadas», eran generalmente de paja, escuetas, muy bajas y no tenían habitaciones separadas para dormitorios de amos y domésticos, de manera que hombres y mujeres vivían y dormían juntos entre la humedad y la suciedad. Integrando una reflexión impregnada de valores cristianos, explica que todo ello producía escándalos morales y «pecados» contra la salud pública, pues muchas pestes se habían originado por el descuido en estos aspectos. Con su petición al virrey, Vargas no sólo denunciaba este tipo de promiscuidad morbífica, inmoral y salvaje sino que también aspiraba a mejorarla para «enlazar muy bien !a decencia, la comodidad y elegancia de los edificios» 70 . Su valoración de la precariedad de los edificios de tal población mezcla -como sucede a menudo en este tipo de problemáticasargumentos morales, estéticos y sanitarios y una visión negativa de los usos y costumbres populares. Pero esta crítica al hacinamiento que se presentaba en las viviendas populares y el afán de separar los cuerpos para confinarlos en zonas donde pudieran sustraerse a la mirada y al contacto de los otros no tenían que ver únicamente con el revoltijo indecente de los cuerpos humanos, sino también con la mezcolanza de hombres y animales. En este período era normal convivir con los animales; en las casas, los animales de corral y engorde, los perros, los caballos, los cerdos y los burros se encontraban por todas partes. En la sociedad neogranadina, estos animales formaban parte de la fauna urbana Y doméstica 71 .

«CUERPOS BÁRBAROS» Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLO XVIII)

En la sociedad colonial era común que las personas compartieran

su vivienda con los animales. Allí, los excrementos de los habitantes, las basuras y los desechos domésticos se mezclaban con el estiércol. purante esta época, la borrosa diferenciación entre el espacio público y el privado y la aún nebulosa definición de las modernas nociones de intimidad e higiene alimentaban la convicción según la cual la convivencia de los animales y sus excrementos con los humanos y los suyos era natural'2• Es necesario destacar que la concepción moderna de intimidad, tan relacionada con lo «privado», es diferente ala que imperaba en aquellos tiempos, cuando la palabra intimidad era más o menos sinónima de estimación: era la «confianza amistosa 0 amistad estrecha de corazón». Sólo a partir del siglo xx, el término se entiende como una «parte personalísima comúnmente reservada de los asuntos, designios o afecciones de un sujeto o de una familia))7J. Por otro lado, es interesante constatar que el problema de los animales en las casas -y en las calles- ponía en evidencia creencias populares tan arraigadas que era casi imposible extirparlas. Una de ellas, la concerniente a los beneficios de la respiración animal, está claramente expresada en un escrito del médico gaditano José Celestino Mutis; allí explica que la constante presencia animal en casas y calles se fundamentaba en el hecho de que el «vulgo» pensaba que el aliento de los animales purificaba el aire corrompido, por lo cual se justificaba su compañía hasta en las habitaciones de los enfermos yse alegaba que las manadas que rondaban por la ciudad mejoraban el aire 74 .

El escándalo y la conducta casera de los vecinos Las ciudades del virreinato de la Nueva Granada se dividieron en barrios y cuarteles, como se había hecho antes en Madrid75 y como se estaba haciendo también en otras ciudades de la América española por la misma época. A partir de mediados del siglo xvm, el barrio, en España y sus colonias, buscó constituirse en un nuevo espacio administrativo, en un tipo de estructura destinada a favorecer las acciones del gobierno en la vida urbana. Se pretendía así instalar una división distinta a la parroquial, que regía desde 1598, y con ello comenzó a considerarse, aún en forma embrionaria, un cuerpo reglamentario que aspiraba a normalizar el crecimiento de la ciudad. Con la «Instrucción para el gobierno de los alcaldes de barrio de esta ciudad de Santa Fe de Bogotá» del I de noviembre de 1774, el

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Juan Bautista degollado (detalle). Anónimo, siglo XYIII. Colección Museo de A;te Colonial, Bogotá. (10]

«CUERPOS BÁRBAROS» Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLO XVlll)

virrey Guirior -quien gobernó entre 1773 y 1776- había dividido Santa Fe en cuatro cuarteles y ocho barrios, cumpliendo así con la Real Cédula de Carlos III promulgada el 12 de febrero de 177476 . Los cuatro cuarteles estarían bajo la vigilancia de «cuatro seño. res oidores corno Alcaldes de Corte y a quien acudirán los de barrios en cuanto merezcan esta recordacióm> 77• Los ocho barrios serían su. pervisados por ocho alcaldes, quienes, en lo posible, debían vivir en el barrio que les fuera encargado; ellos debían velar por la «pú. blica tranquilidad y buen orden de los habitantes, para que florezca la quietud y buen gobierno de esta república» y para que las demás ciudades pudieran tornar ejemplo de la capital. Los barrios eran Las Nieves Oriental, Las Nieves Occidental, El Príncipe, La Catedral, El Palacio, San Jorge, Santa Bárbara y San Victorinon. Se trataba, con esta reglamentación, de ordenar el espacio urbano y conocer bien la población eventualmente pe.ligrosa para vigilarla mejor, controlarla y dominarla, con el fin de evitar comporta1mentos reprobables, punibles o inmorales 79 • Así, el barrio era, más que un espacio geográfico, un medio que reaccionaba según sus reglas y sus leyes, un lugar donde cada uno vivía observando y stendo obs~rv~do por los demás. Algunas autoridades, como los. alcaldes y comtsanos de barrio, el cura y sus acólitos o diáconos, v1gtlaban a los vecmos. Estas personalidades morales de gran importancia debían ser garantes del orden y la moralidad. Las principales funciones de los alcaldes eran ponerles nombres a las calles y numerar las casas de su barrio, «matricular» a todos los vecinos que allí habitaran, registrando su nombre, estado, oficiO, número de hijos y sirvientes, y prevenir a todos los habitantes, «y con especialidad a los que acostumbran dar posada a forastero~, y aun a las tenderas y chicheras>>, para que, cuando llegara o partiera

un huésped, lo informaran inmediatamente al alcalde de su respectivo barrio y manifestaran nombre, oficio y clase de este 80 ; recorrer frecuente y personalmente el barrio para informar sobre los desórdenes, riñas y «escándalos» que se presentaran y evitarlos si fuera posible, sobre todo en las chicherías; enviar a prisión a los delincuentes que hallaran en flagrancia, «poniéndose fe por el escribano de barrio 0 por su representante más inmediato» 81 ; velar por la limpieza y el buen empedrado de las calles; vigilar el buen estado de las calles y las fuentes y el cumplimiento de los bandos de policía, así como exigir las multas impuestas a quienes no los observaran; identificar a los vagos, «mal entretenidos», pobres, mendigos, huérfanos y abandonados y trasladarlos al hospicio o a la casa de recogidas, según el caso, con una boleta circunstanciada82 , y reducir a la cárcel a los indios que encontraren sin destino ni permiso de sus superiores, fugitivos de sus pueblos, e informar inmediatamente al fiscal protector de indios sobre la situación para que dispusiera su remisión a su pueblo 83 • Como puede verse, los alcaldes eran «los ojos y las orejas» del barrio; debían estar en todas partes y saberlo todo, desplazarse ante cada incidente, averiguar sobre los rumores que circulaban en las calles, plazas, fuentes, etc. En este turbulento contexto, la vida pública y la vida privada se confundían, se vivía tanto afuera como adentro, y la mirada de los demás imponía sus reglas. En dichas instrucciones, el virrey dejaba en claro que había una dimensión donde los alcaldes de barrio no podían intervenir: «La conducta privada y casera de los vecinos, cuando estos no dieren ejemplo exterior escandaloso, ni ruido visible a la vecindad, absteniéndose siempre de tomar conocimiento de oficio sobre discusiones domésticas interiores de padres e hijos, o amos y criados cuando no haya queja o grave escándalo por no perturbar el interior de las casas yfamilias» 84 . ¿Se expresa aquí una prohibición relativa a la intervención de la autoridad en lo que se conoce hoy como la «vida privada» de la gente? En alguna forma, sí; pero es necesario volver a señalar que lo conocido hoy como privado no era lo mismo que se entendía por tal en aquel tiempo. En este caso de los alcaldes a los que no se les permitía intervenir en la «conducta casera» de los vecinos, podría decirse que había una suerte de respeto por la dimensión doméstica, por la casa, por la vida conyugal; en fin, por lo que hoy se llama «vida privada». La casa era, desde este punto de vista, un lugar vedado para las autoridades, siempre y cuando lo que allí sucedía no perturbara la paz pública de la vecindad. Esta disposición permite pensar que lo que pasaba dentro de la casa se beneficiaba de cierto distanciamiento. Se concebía el ámbito doméstico como un «espacio», en estricto senti-

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do, caracterizado por una organización diferente. En el siglo xvm, el término doméstico «vale por todo lo que pertenece o es propio de la casa. Vale también por lo que se cría en la casa, que con el trato de la gente se hace manso y apacible» 85 . Las formas que toma la organización familiar suponen una noción determinada de las fronteras entre ¡0 público y lo privado. Paulatinamente, la casa se fue cerrando y sus fronteras con la calle y los espacios públicos se fueron definiendo de otra manera. En su interior se creaban vínculos más estrechos, y, al privatizarse, se convirtió en un espacio propicio para la intimidad86. Esta perspectiva conduce a elaborar una interpretación dinámica de la oposición público-privado, según la cual la constitución de ¡0 privado se llevó a cabo gracias a una serie paulatina de sustracciones graduales o simultáneas. Una de ellas, la que puede apreciarse aquí, opone el espacio doméstico a las obligaciones de la sociedad colectiva. En esta etapa de «construcción>> de lo privado, el ámbito familiar se considera propio o exclusivo de la vida personal, sustraíUno de los grandes cambios do a las censuras e imposiciones de la comunidad y del gobiernos?. al finalizar el siglo xvm fue el de la concepción respecto a Pero cuando la familia estaba amenazada por la coacción de los usos la calle. Esta se constituyó en colectivos o por la conducta de algunos de sus miembros, sólo la un espacio público, donde los autoridad pública podía suprimir el peligroso desorden y preservar comportamientos del individuo empezaron a ser regulados no sólo el secreto que la honra familiar demandaba. Por consiguiente, en administrativamente sino también este caso, el Gobierno no sólo delimitó un territorio para lo privado, de manera ideológica. La separación sino que a menudo también procuró garantizar y salvaguardar este de estos comportamientos condujo paulatinamente a una interiorización espacio. En ese equilibrio endeble en que se vivía bajo la mirada de de regulaciones y normativas donde los demás, la palabra se volvía poderosa; calumnias, chismes, hablalo privado quedó reducido al espacio durías, podían abrir heridas y desencadenar conflictos graves. Por doméstico cotidiano. Palacio ello, mantener el honor era capital, indispensable. arzobispal. Dibujo de Urdaneta, grabado de Greñas, 1878. Papel En este sentido, la apelación recurrente al término escándalo para Periódico Ilustrado, Bogotá. [11] reprobar comportamientos tildados de inmorales, como la ebriedad, la promiscuidad, las injurias, la desnudez y la satisfacción de las necesidades orgánicas a la vista de todos, entre otros, es interesante. En el lenguaje de la época, el escándalo «activo» era la palabra o el acto que ocasionaba daño y «ruina espiritual» al prójimo; el escándalo «pasivo» era el pecado o la ruina en que caía el prójimo como consecuencia de la palabra o del acto de otro 88 . Podría concebirse el escándalo como un fenómeno a veces banal, pero «normal», de la vida social, que incita a algunos a atribuirle una función de control social, de jerarquización, de regeneración del grupo. El escándalo es un revelador, casi en el sentido fotográfico de la palabra, de las estructuras y las normas que le preexisten. También debe reconocérsele la capacidad de hacer manifiestas, de manera muy visible para el observador, las relaciones de dominación que atraviesan en forma ordinaria una sociedad o algunos subgrupos de ella. El temor al es·

«CUERPOS BÁRBAROS» Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLO XVIII)

cándalo opera como una instancia importante del mantenimiento de los valores de grupo 89• Textos legales antiguos como las Siete Partidas (1343) exponían el repertorio de las conductas escandalosas que debían denunciarse ycastigarse: relaciones carnales ilícitas, injurias, lujuria y violencias que provocaban el deshonor de las personas, blasfemias, etc. Había en esa época dos factores que agravaban esas malas acciones, a los ojos tanto de la teología como del derecho: que fueran públicas y que le hicieran daño al prójimo, dándole mal ejemplo90 • En estos textos se encuentra una acepción política del escándalo que señala el lazo existente entre la desobediencia, cualquier perturbación de la paz pública y las blasfemias o imprecaciones. Los textos reales antiguos, que serían reemplazados por las normas de los siglos XVI y XVII, atribuyen la responsabilidad del escándalo a los «patricios» -hombres «principales» de la ciudad-, y nunca al pueblo: es el pueblo el «escandalizado» por la conducta de las gentes principales. Por el contrario, durante el último tercio del siglo xv111 se observa que la responsabilidad del escándalo se desplaza, y dicha denominación se extiende a todas las conductas que antes pasaban desapercibidas o se toleraban o consentían, y comienza a aludir al pueblo, revelando la desconfianza hacia éste. Así se oficializan la sospecha permanente y la «inclemencia hacia el público» bajo una acepción de lo popular nutrida de las ideas ilustradas 91 • En el siglo XVIII, con el escándalo, se convierten en hechos sociales las conductas que hoy se llamarían privadas. En el escándalo confluyen también las razones ideológicas de la Iglesia con los valores, sociales que las autoridades buscaban conservar y promover92 . El escándalo obedecía a la noción de que la sociedad reposaba en un frágil equilibrio donde dominaban las apariencias. La estabilidad social y política exigía aceptar que ningún acto podía violar las obligaciones morales impuestas por un orden jerárquico. Esta categoría ayudaría también a comprender las consecuencias derivadas de las normas que pretendían regir una sociedad cerrada sobre sí misma, en la cual el control de la conducta individual se ejercía como una tarea colectiva, y el chisme y la comidilla aparecían no sólo como correctivos sociales sino a veces también como auxiliares de la justicia93 .

*** Las disposiciones de policía que se han mencionado son sólo eso: normas, medidas, que muestran, desde luego, ciertas preocupaciones d~l Gobierno o de las autoridades; pero su existencia dice poco sobre sll efectividad. Como se ha dicho, fueron prescripciones que debían reiterarse sin cesar. La repetición permanente de las disposiciones

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relativas al desplazamiento de ciertos gestos y comportamientos pú. blicos a la esfera privada señala la resistencia que la mayor parte de la población mostraba ante este tipo de transformaciones. Quizá podría pensarse esta resistencia como resultado de la persistencia de costumbres muy antiguas; es posible que donde la élite ilustrada veía conductas impúdicas, indecencia y falta de decoro, otros sectores de la sociedad no vieran nada malo y permanecieran indiferentes. En relación con este problema, debe considerarse que la repetición de la ley es síntoma de su ineficacia, y ello quizá sea el testimonio de una mentalidad. En general, los habitantes estaban más cercanos a las culturas tradicionales que a las ideas «modernas»; incluso, algunos funcionarios del Nuevo Reino de Granada viven en un mundo social e intelectual diferente al que pretenden instaurar, y quizás las acciones que debían inculcarles a los pobladores tampoco formaban parte de su universo referencial. En esta etapa, la concepción de «lo privado» era aún difusa, frágil, imprecisa y, como se dijo, más asimilable a la idea de «lo doméstico». Se sabe que cada comunidad les impone a sus miembros ciertos códigos corporales que, con el tiempo, se transforman en automatismos; tanto, que parecen «naturales>> para quien los pone en práctica, y su existencia sólo se percibe rara vez, cuando se oponen a actitudes diferentes. El orden de los cuerpos se construye lenta, difícil e incompletamente y reposa sobre la repetición incesante de un mensaje. El afán de cambiar una variada (in)disciplina de conductas urbanas reveló una dinámica de descalificación de un orden antiguo del mundo, juzgado bárbaro y desordenado, y la emergencia de valores nuevos que pasaban por el control y el orden de los cuerpos, los espacios y los espíritus. Como se ha dicho, la ciudad fue el lugar de impulsión de las nuevas -a veces, no tanto- normas que pretendieron establecer nuevas fronteras entre lo público y lo privado. Ella se convirtió en terreno y blanco privilegiado de la acción transformadora y en so· porte de las representaciones del orden social al cual aspiraban las autoridades coloniales y los medios ilustrados. Salta a la vista, sobre todo, el hecho de que este sistema de normas, que buscaba impo· nerse desde arriba, entró en contradicción con un «sistema de civi· lización» que tenía su propia racionalidad, su propia dinámica, su propia lógica y sus propias justificaciones. En este sentido, el discur· so de las reformas marcaba límites, excluía, separaba y discriminaba comportamientos vigentes durante mucho tiempo en esa sociedad, los cuales serían, en este período, descalificados y vistos como un impedimento para conformar una ciudad ideal, en marcha hacia la «civilizaciórm.

«CUERPOS BÁRBAROS>> Y VIDA URBANA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLO XVIII)

Notas Este texto constituye una versión del capítulo 2 de Saleté et ordre. Réformes sanitaires el société en Nouvelle-Grenade, I760·I8IO, 2 vols., tesis de Doctorado en Historia, Universidad de París 1, Panthéon-Sorbonne, 2004. Realicé varios cambios en la estructura y el contenido y profundicé en ciertos temas que antes sólo había considerado someramente. 2 «El espacio privado no es algo inmutable sino el resultado de una privatización, en realidad de un proceso de civilización». La creciente privatización de muchas actividades humanas que resultan trasladadas tras las bambalinas de aquel ámbito de la vida que, úni· camente ahora y, de hecho, sólo en relación con esta diferenciación, se separa como esfera pública de la privada. En otras palabras, la dicotomía de la convivencia -a la cual uno se refiere cuando opone el «lugar privado» y, seguidamente, la vida privada a otra cosa que probablemente se llamaría el «espacio público» o la «vida pública»- no se entiende mientras no se le considere algo que se ha venido formando y que continúa en gestación; es decir, un aspecto de un proceso de civilización más amplio. Si esto ocurre, el cambio del comportamiento y de la sensibilidad humanos, con su respectiva modificación de las instituciones, se abre más a una explicación (Norbert Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, Fondo de Cultura Económica, 1979). 3. Margarita Garrido, «La vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales», en Beatriz Castro Carvajal (dir.), Historia de la vida cotidiana en Colombia, Bogotá, Grupo Edito· rial Norma, 1996. Sobre la estrecha relación ciudad-cuerpo, véase Richard Sennett, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Madrid, Alianza, 1994, pp. 17-18. Real Academia Española (RAE), Diccionario de autoridades, 1737, p. 386; Yves Castan, Fran~ois Lebrun y Roger Chartier, «Figures de la modernité», en Philippe Aries y Geor· ges Duby (dirs.), Histoire de la vie privée, vol. 3: De la Renaissance aux Lumieres, París, Points-Histoire- Seuil, 1999, p. 27. RAE, op. cit., p. 386. Philippe Aries, «Pour une histoire de la vie privée>>, en Aries y Duby. op. cit.; Castan, Lebrun y Chartier, op. cit., loe. cit. Particular, en su acepción en 1737: (RAE, op. cit., p. 139). Bernard Lepetit, «Ciudad>>, en Vincenzo Ferrone y Daniel Roche (eds.), Diccionario histórico de la Ilustración, Madrid, Alianza, 1998, p. 294. , 10 Roger Chartier y Hugues Neveux, «Les discours sur la ville>>, en Roger Chartier, G.' Chaussinand-Nogaret, H. Neveux y E. Le Roy Ladurie, La Vil/e des temps modernes. De la Renaissance aux Révolutions, París, Seuil, 1998, p. 15. 11 Lepetit, op. cit., p. 296. 12 La visión orgánica es la figura privilegiada de lo vivo: una unidad compleja y en movimiento. A fines del siglo xvm y principios del x1x, la metáfora del organismo se generaliza y se vuelve el modelo y arquetipo por excelencia de la racionalidad (Judith E. Schlanger, Les Métaphores de /'organisme, París, Vrin, 1971, p. 34). 13 Emmanuel Le Roy Ladurie (con la colaboración de Bernard Quilliet), «Baroque el Lumieres>>, en Chartier, Chaussinand-Nogaret, Neveux y Le Roy Ladurie, op. cit., p. 287; Sennett, op. cit., p. 275. 14 Chartier y Neveux, op. cit., p. 17. 15 Daniel Roche, La France des Lumieres, París, Fayard, 1993, p. 169. 16 lbíd, op. cit., p. 168. En el siglo XVIII, la ciudad también muestra una patología; padece plagas sociales que, aunque se remontan a tiempo atrás, están cada vez más presentes. Estos problemas parecen revelarse bruscamente: pobreza, enfermedad, suciedad, aire infestado, mendicidad. La amplitud de estos males es creciente, sobre todo en la conciencia de las autoridades; en cuanto a estos aspectos, el umbral de lo tolerable empieza a descender (Le Roy Ladurie, op. cit., pp. 288-290). l7 George Rosen, De la policía médica a la medicina social, Madrid, Alianza, 1985, pp. 139-141. 18 Paolo Napoli, La «po/ice!) en France a1íige Moderne (xvme-XJxe siec/es). Histoire d 'un mode de normativité, tesis de Doctorado en Derecho, París, EHESS, 2000, pp. 16-17. 19 RAE, op. cit., p. 311. 1

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA 20 Nicolas Delamare, Traité de po/ice, citen Napoli, op. cit, pp. 19-22 y 25. 21 En Francia, la referencia obligada para el estudio de la policía es el Traité de po/ice del magistrado y jurisconsulto francés Ni colas Delamare (1639-1723). 22 Michel Foucault, «La Politique de la santé au xv111e siecle>>, en Michel Foucault. Ditset écrits. t954-t988, t 2, París, Gallimard, 2001, p. 17. 23 Napoli, op. cit, p. 44· Véase, asimismo, Foucault, op. cit, loe. cit 24 Napoli, op. cit, pp. 342-344. 25 Pedro Fraile, La otra ciudad del Rey. Ciencia de policía y organización urbana en Espa. ña, Madrid, Celeste, 1997. 26 Francisco de Solano, , en L'Amérique espagnole á f'époque des Lumieres, París, c'"s, 1987, p. 29. 27 Esteban Sánchez de Tagle. Los dueños de la calle. Una historia de la vía pública en la época colonial, México, Instituto Nacional de Antropología- Departamento del Distrito Federal, 1997. pp. 26-35. 28 Annick Lempériere, > de Mon. véase también Juan Carlos Jurado Jurado, lagos. pobres y mendigos. Contribución a la historia social colombiana. 1750-t85o, Medellin, La Carreta. 2004. 38 Robledo, op. cit., p. 55. Cursivas nuestras. 39 La que dirigió en 1787 a Pedro Rodríguez de Zea, padre de Francisco Antonio Zea, Teniente de Gobernador y Administrador de Real Hacienda de Jos Valles de los Osos. 40 !bid. 41 En sus escritos, Mon dibuja su Yisión del estado en que había encontrado los pueblos de esta provincia: estaban (abril de 1777). 51 Anthony McFarlane, Colombia antes fe la Independencia. Economía, sociedad y política bajo el dominio Barbón, Bogotá, El Ancora- Banco de la República, 1997, p. 96. Cursivas nuestras. 52 AGN, Colonia, ~iscelánea, t. 3, fol. 50; McFarlane, op. cit., p. 96. 53 Marta Herrera Angel, Ordenar para controlar. Ordenamiento espacial y control político en las llanuras del Caribe y en los Andes centrales neogranadinos, siglo xvm, Bogotá, lcanh, 2002, p. 82. 54 McFarlane, op. cit., pp. 106-107; Germán Colmenares, Historia económica y social de Colombia, t. 2, Bogotá, La Carreta, 1979, pp. 237 y 269. 55 Julián Vargas Lesmes, , en La sociedad de Santa Fe colonial, Bogotá, Cinep, 1990, pp. 39-40. 56 RAE, op. cit., p. 205. 57 lbíd., p. 879· sB lbíd., p. 136. 59 Pablo Rodríguez, , en Historia de la vida cotidiana en Colombia, Bogotá, Norma, 1996, p. 104. 6o Rafael Eliseo Santander et al., Cuadros de costumbres, Bogotá, Ministerio de Educación Nacional, 1936, pp. 74·75- Cursivas nuestras. 61 Ana Luz Rodríguez, Cofradías, capellanías, epidemias y funerales, Bogotá, Banco de la República, 1999, p. 53; P. Rodríguez, op. cit., p. 106. 62 Santander et al., op. cit., pp. 75-76. 63 Jurado, op. cit., p. 65. 64 Santander, op. cit., pp. 75-76. 65 P. Rodríguez, op. cit., p. 105. 66 Archivo del Concejo de Medellín, t. 68, 1803, doc. 8, f. 5- Cit. en Jurado, op. cit., p. 65. 67 lbíd. 68 P. Rodríguez, op. cit., p. 106. 69 Pedro Fermín de Vargas, [1789], en Roberto María Tisnés, Capítulos de historia zipaquireña, t. 1, Bogotá, SPI, 1956, p. 19970 !bid. 71 A finales del siglo xv111, las razones que las élites urbanas comenzaron a aducir para sacar a los animales de las calles de las ciudades principales eran diversas: principalmente, los daños que producían en las casas, las cañerías, los cementerios, los empedrados, las acequias, los cultivos y las sementeras. Además, su estiércol, mezclado con las basuras que invadían las ciudades, generaba una atmósfera mórbida. En lo que concierne a los perros, existía una razón adicional: la rabia que podían transmitirles a los habitantes (Juan Carlos Jurado, , Boletín Cultural y Bibliográfico, XXXIV, 46, 1997, p. 18. 72 lbíd. 73 Hoy en día se define como la (1992). 74 José Celestino Mutis, , en Guillermo Hernández de Alba (ed.), Escritos científicos de don José Celestino Mutis, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, 1983, p. 255.

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN COLOMBIA 75 Francisco Marín Perellón, , en Carlos lll. Madrid la Ilustración, Madrid, Siglo XXI, 1988, p. 144. y 76 En esta época se conoció como cuartel (RAe, op. cit., p. 258) Moisés de la Rosa, Calles de Santa Fe de Bogotá, edición facsimilar, Bogotá, Academi. de Historia de Bogotá, 1988, p. 119 (Biblioteca Nacional de Colombia [BNc], Sala de Libroa raros y Curiosos, ms. 318, pieza 9, fol. 201r). s 77 lbíd. 78 Para identificar los límites de cada barrio, véase ibíd., pp. 33, 67, 117, 137, 163, 211, 2 y 45 285. 79 lbíd., fol. 201r. So lbíd., fol. 201v. 81 A cada uno de los barrios creados se destinaba un escribano real, quien debía acudir siempre al llamado del alcalde de barrio para dar fe o para ejecutar lo que fuere necesario (ibíd., fol. 202r). 82 Era una (RAE, op. cit., p. 540 ). 83 De la Rosa, op. cit., fol. 202r. 84 lbíd., fol. 203v. 85 RAE, op. cit., p. 95. Véase también Nicole Castan, . Ibíd., pp. 79-83: «Testamento de Catalina Álvarez del Casal)). !bíd., p. 77' «Carta de Antonio Nariño a José Celestino Mutis)). 10 lbíd., p. 91: «Certificación de propiedad de una casa de Antonio Nariño)). 11 Margarita Garrido, Antonio Nariño, Bogotá, Panamericana, 1999. 12 Hernández de Alba, op. cit., p. 77' «Carta a José Celestino Mutis)). 13 Ibíd., doc. 21, p. 230. 14 Ranum, op. cit., p. 248. 15 Nicole Castan, «Lo público y lo particular)), en Aries y Duby, op. cit., p. 399. ¡6 Hernández de Alba, op. cit., docs. 30 y J. 17 Guillermo Hernández de Alba, Cartas íntimas del general Nariño, 1788-1823, Bogotá, Sol y Luna, 1966, doc. 3: Carta a don JosefValdés, octubre 9/92: [Remítame en la primera ocasión] «una buena chupa bordada, para mi uso)). 18 Hernández de Alba, Archivo ... , op. cit., doc. 53: Confiscación y embargo de bienes de Nariño. 19 Íd., Cartas ... , doc. 4, enero 9/94. 2o lbíd., doc. 16, noviembre 4/05: Carta al padre Francisco Mesa: «doña Inés como vuestra merced sabe, ha aumentado la molestia con sus gritOS)). 21 Se conserva la ortografía original. 22 Renán Silva, Los ilustrados de la Nueva Granada. 1760-1808, Medellín, Banco de la República- Universidad Eafit, 2002, p. 266. 23 Hernández de Alba, Archivo ... , op. cit., t. i, pp. 217-218: «Carta de Nariño a sus fiadores>>.

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Íd., Cartas ... , op. cit., docs. 9 y 10. lbíd., doc. 10. Michelle Perro!, «La vida de familia)), en Aries y Duby, op. cit., t. 7. Hernández de Alba, Cartas ... , op. cit., doc. 62, abril30i2I: Carta reservada de Nariño al Libertador. 28 lbíd., doc. 68: Carta a su hija Mercedes Nariño de lbáñez. 29 Josefa Acevedo de Gómez, Biografía del doctor Diego Fernando Gómez, Bogotá, Imprenta de F. Torres Amaya, 1854.

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vida privada de algunos hombres s de Colombia: de los es de la República a 188o

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· Reconstruir la historia de la vida privada o doméstica de «hompúblicos» de la Colombia republicana del siglo XIX -hasta más r88o- es difícil, pues los documentos típicos revelan mumás acerca de su vida pública, o sea de su participación en la - ...nrror,· la política, las ceremonias religiosas, los debates inteleco científicos del momento, o de sus actividades profesionales .económicas. Sólo fragmentariamente se refieren en detalle a cosas su vida íntima; entre ellas, sus rutinas y hábitos diarios -aseo alimentación, pasatiempos-, su vestido, su estética y ammaterial, sus sentimientos familiares, románticos o de otro las amistades que cultivaban y su sexualidad. Las fuentes do-~me:ntales tampoco abundan en detalles acerca de los intercambios privados o anónimos de dichos personajes. De cualquier foruna vez que defina lo que se entenderá por hombre público, este se esforzará por presentar, si no un cuadro comprensivo, por menos un mosaico de varios de estos fragmentos de vida íntima · como ejemplos a distintos hombres públicos -Simón SoFrancisco de Paula Santander, Tomás Cipriano de Mosquera, Alcántara Herrán, Rafael Núñez, Manuel José Mosquera y Azuero- en varios momentos de la historia del siglo XIX. Los que en aquel entonces podrían considerarse hombres públicos mayormente aquellos de quienes, por su dedicación a la política, guerra, la religión, los negocios o la ciencia, hablaban las gentes los periódicos del momento. A ellos no era raro verlos en las plazas centrales, en la catedral o iglesia principal, en el teatro, en las aceras de las ciudades económica y políticamente dominantes o en

La muerte del general Santander. Luis García Hevia, 1841. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [1)

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las calles mismas y los caminos públicos, por donde circulaban e carruajes o a caballo. Se trata, especialmente, de gobernantes y poi~ ticos, el alto clero, militares, intelectuales o científicos y comercian. tes, mineros o grandes propietarios. A diferencia de hoy, los medio de comunicación de la época -prensa, avisos, pasquines, panftetoss rumores- no convertían aún en suficientemente «públicos>> a 1~ gran mayoría de artistas, deportistas y atletas o, incluso, a los criminales de distinto género -bandoleros, magnicidas, homicidas 0 violadores-. La sociedad actual trata a todos estos prácticamente como verdaderos hombres públicos y tiene la posibilidad de conocer en detalle sus vidas y actividades por vía de imágenes y crónica1 no sólo escritas sino también habladas y visuales. En la época de nuestro interés, las cosas eran diferentes. También lo eran en lo que respecta a las mujeres y su participación en actividades burocráticas políticas, religiosas, intelectuales, profesionales o económicas. Era~ pocas las mujeres visibilizadas por la prensa y las gentes de la época, y las consideradas activas en la aún incipiente «esfera pública de la sociedad civil» o en las esferas directivas de la economía, para no hablar de las profesiones, la alta burocracia estatal y clerical, la milicia y la política republicana, actividades públicas de las cuales estaban excluidas de plano'. Cuando unas pocas notables emergían a la vida pública y eran objeto de comentario colectivo, ello no siempre se debía a buenas razones. Después de todo, mujer pública sonaba impúdico.

Familia, sentimientos, amistad y sexualidad La vida familiar, los afectos por amigos y parientes y la sexualidad han formado una parte importante de la vida íntima y «privada>> de todas las personas en los distintos momentos de la historia. Los hombres públicos no son la excepción. En el caso de Colombia -o Nueva Granada o Confederación Granadina, como también se llamó en el siglo XIX-, hay indicios representativos, aunque no homogeneos, que indican que varios de ellos fueron afectuosos, generosos y leales, románticos, apasionados e, incluso, desenfrenados en sus amores y su sexualidad. Esto último salta a la vista especialmente en forma de abundantes relaciones extramatrimoniales o adulterinas y de hijos concebidos por fuera del matrimonio. Uno de los personajes públicos cuya vida íntima más ha llamado la atención es el Libertador, general Simón Bolívar (1783-I8JO), venezolano de nacimiento pero íntimamente ligado a la vida pública

··LA VIDA PRIVADA DE ALGUNOS HOMBRES PÚBLICOS DE COLOMBIA: DE LOS ORÍGENES DE LA REPÚBLICA A 1880

de la Nueva Granada en las décadas de 1810 y 1820. Un historiador que resumió algunos aspectos de la intimidad de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios da cuenta, entre otras cosas, de sus sentimientos. Documenta su profunda gratitud y afecto por una amiga de su madre que, ante la incapacidad física de esta, lo a~~~arnantó recién nacido. Igual sucedía respecto a su nodriza y esclava Hipólita, a quien en cartas familiares llamaba «mi madre» y para quien fijó una pensión mensual en r823 y, en años posteriores, solicitó apoyo económico y pagos especiales por parte de familia y amigos. Los sentimientos de Bolívar también afloraban en cartas a sus parientes y allegados. Por ejemplo, a su amigo Manuel de Matos le enviaba «expresiones» de cariño y decía que lo «estimaba», y a un coronel le declaraba sentirse su «mejor amigo». A Pedro Palacios, uno de sus tíos, le escribía que era su más «afecto sobrinO>> y que lo «ama[ba] de corazón». En materia de romance, Bolívar era más afectuoso aún. Las cartas a su enamorada y futura esposa María Teresa Rodríguez del Toro las encabezaba llamándola «amable hechizo del alma mía». Le declaraba también su impaciencia por lograr la dicha de casarse pronto con ella, que era lo que «con mayor ansia deseo, y cuya pérdida me sería más costosa que la muerte misma>>. En señal de tan profundo amor, le obsequiaría un anillo de oro, que hoy reposa en .el Museo Nacional de Colombia, con dos diamantes grandes en forma de corazón, rodeados de dieciocho diamantes más pequeños y coronados por cinco chispas más de diamantes. María Teresa murió menos de un año después de casarse con Bolívar. Este declararía en carta a un . general amigo: «quise mucho a mi mujer, y su muerte me hizo jurar no volver a casarme>>2• A Bolívar no le faltaron, sin embargo, otros amores. Uno fue el que le inspiró la reputadamente bella Bernardina Ibáñez, a quien, en encendido estilo romántico, le escribía en r82o: «no pienso mas que en ti y cuanto tiene relación con tus atractivos[ ... ] tú eres sola en el mundo para mí. Tú, ángel celeste, sola animas mis sentimientos y deseos más vivos. Por ti espero tener aún dicha y placer, porque en ti está lo que yo anhelo» 3• El más conocido, no obstante, es el amor que sintió por la quiteña Manuela Sáenz, casada con un hombre que la doblaba en edad, el adinerado médico inglés James Thorne. Bolívar la conoció en 1822 y desde entonces hasta poco antes de morir sostuvo con ella un romance apasionado. Parte de esa pasión ocasionó altercados físicos entre ambos, incluido un incidente en el que ella, sabiéndose traicionada al encontrar un zarcillo de otra mujer en la cama que habitualmente compartía con Bolívar, le arañó y le mordió el rostro, el pecho y las orejas, dejándole incluso una cicatriz en la izquierda4• A ella, su «adorada y consentida Manuelita», en tono tan

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«Mi amor: Estoy muy triste, a pesar de hallarme entre lo que más me gusta: entre los soldados y la guerra, porque solo tu memoria ocupa mi alma, pues solo tú eres digna de ocupar mi atención particular. Me dices que no te gustan mis cartas porque te escribo con unas letras tan grandototas; ahora verás qué chiquitico te escribo. No ves cuantas locuras me haces hacem. Fragmento de carta de Bolívar a Manuelita, copiada por José María Espinosa, s. f. Archivo General de la Nación, Bogotá. [2]

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exaltado como el que antes había usado con Bernardina, le decía. en 1828: «Gracias doy a la Providencia por tenerte a ti, compañera fiel [... ] tuyos son todos mis afectos [...] Espero seguir recibiendo tus consideraciones, como el amante ansioso de tu presencia». Firma. ba al final: «te ama». En otras cartas firmaba también: «tuyo del alma» 5• Claro que no mucho después, en septiembre de 1828, apenas tres días antes de que ella ayudara a salvar su vida durante un aten. tado, le escribió a su amigo el general José María Córdova que había procurado separarse de Manuela, a quien llamaba «la amable loca>> pero que ella se resistía. Le aseguraba también que pronto haría «el más determinado esfuerzo por hacerla marchar a su país o donde quiera» 6. Esto simplemente revela que los sentimientos y el carácter de un hombre público eran, como los de todos los mortales, variables. En efecto, a fines de 1830, pocos meses antes de morir, nueva. mente estaba lejos de querer separarse de ella. Todo lo contrario; por entonces, le escribió: «En mí sólo hay los despojos de un hombre que sólo se reanimará si tú vienes. Ven para estar juntos. Ven te ruegm>J. En torno a la personalidad y los sentimientos de Bolívar, otra cosa digna de mención tiene que ver con su generosidad. Se trata. ba de un hombre en extremo pródigo, particularmente con sus parientes, sirvientes e incluso amigos y conocidos, a quienes ayudaba materialmente sin miramientos. Además de múltiples cartas y notas suyas que ordenaban el pago de rentas, pensiones y donaciones a varios de sus sirvientes y parientes, se sabe que hizo importantes donaciones a amigos; por ejemplo, la de una casa de más de seis mil pesos para proteger a la esposa de Miguel Ibáñez, ex oficial real involucrado en la causa patriota y sentenciado a muerte por ello. Don Miguel era padre de las célebres hermanas Nicolasa y Bernardina Ibáñez, esta última ya mencionada por haber sido cortejada por Bolívar. (Valga agregar, eso sí, que un regalo parecido recibió Nicolasa Ibáñez de Caro, ya casada y madre de tres hijos, del general Francisco de Paula Santander, su amante. En la década de 1820 el general le donó a su «idolatrada Nica», «Nicolasita» o «Piconcita» la quinta de Santa Catalina, situada a orillas del río Fucha, propiedad de valor superior a los siete mil pesos de entonces )B. Contemporáneo de Bolívar, el general Francisco de Paula Santander (1792-1840) fue otro connotado hombre público de la primera mitad del siglo xrx. En contraste con Bolívar, ha sido descrito como La vida privada de los hombres persona «fría y seca de sentimientos, incapaz de la conmoción inte· públicos desapareció de la historia oficial. Sus grandes hazañas y rior de ternura» 9• Aunque tuvo amigos como los comerciantes Franactividades políticas ocuparon las cisco Montoya y Juan Manuel Arrubla, los abogados Ezequiel Rojas, páginas de la historia. Francisco Vicente Azuero, Francisco Soto y Florentino González, el poeta Luis de Paula Santander. Pedro José Figueroa, ca. I82I. Colección Museo Vargas Tejada y los generales José Hilario López y José María Oban· Nacional de Colombia, Bogotá. [3] do, sus cartas a ellos eran cordiales mas no efusivas, y el énfasis era

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Jllayormente político. Sus afectos se volcaron, más bien, sobre su única hermana, a quien sí le escribía cartas cariñosas, encabezadas «mi pensada y querida Josefina» y concluidas «tu hermano que te ama». Además de su romance adulterino con Nicolasa Ibáñez, en 1833, el general Santander, aún soltero, tuvo, con la también soltera Paz pjedrahíta Sanz, un niño, Francisco de Paula Jesús Bartolomé, conocido en la familia como Pachito, a quien reconoció como hijo natural ydejó herencia. Sin embargo, no contrajo matrimonio con ella -con lo que habría legitimado al hijo-, por cuanto, según declaró en su testamento, cuando él y ella tuvieron relaciones, la mujer no era virgen sino que «ya había sido conocida por otros» 10 • Antes de contraer matrimonio, cuando ya frisaba los 44 años, Santander les regaló a su adorada hermana Josefa y a sus siete sobrinas una casa nueva, con dos tiendas accesorias, ubicada en la plazuela de San Francisco, para que «siempre tengas tú y ellas donde vivir yque estemos todos juntos» 11 • Dando bruscamente fin a su relación amorosa con Nicolasa Ibáñez, y movido más por consideraciones pragmáticas que por amor apasionado, Santander contrajo matrimonio en Soacha, a comienzos de 1836, con la joven antioqueña Sixta Pontón Piedrahíta, de tan sólo 21 años. Dado que ya no estaba para «buscar bellezas», el propósito de su matrimonio, confesado en carta dirigida a su hermana, era principalmente aprovechar que Sixta pertenecía a una familia honrada, tenía buenos modales y sabía manejar una casa, siendo también capaz de cuidarlo en sus males. No sólo sucedió esto sino que también, en el corto tiempo que duró el matrimonio, juntos procrearon tres hijos, aunque el primogénito, Juan, para «gran pesar» del general, murió a los pocos minutos de nacido, en diciembre de 1836. Con su inhumación se inauguró el Cementerio Central de Bogotá, construido bajo el segundo gobierno de Santander, con lo que el general contribuyó a popularizar el enterramiento de cadáveres no en los templos o conventos sino en cementerios especialmente construidos y designados para tal propósito 12 • Otro general, Tomás Cipriano de Mosquera (1798-r878), presidente y político, personaje público como el que más, fue al parecer precoz en sexualidad y amores. Ya en 1818, a la edad de tan sólo 19 años, había engendrado al menos dos hijos naturales, varón y mujer, respectivamente, con dos esclavas negras propiedad de su rica familia. Posteriormente, ese mismo año, durante una breve estadía en Cartagena, engendró otro hijo natural, llamado Tomás María, con María Candelaria Cervantes, una costurera. Por esos mismos tiempos, sostuvo un romance con una prima de modesta condición, Catalina Quijano. Luego de romper con la indignada Catalina, quien le pidió devolverle un pequeño retrato suyo y lo increpó por hacer

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La idea de establecer a las élites como modelo de la sociedad chocó constantemente con las actitudes y hechos propios de vidas mucho menos morales y éticas de sus individuos. Debido a ello, la agitada vida de los hombres públicos fue deliberadamente ocultada. Nótese la diferencia de este retrato de Santander, ejecutado en la década de 1830, con el anterior, pintado en 182 l. Para entonces, ya se · había ejecutado una iconografía oficial del héroe que exaltaba sus valores patrios. Francisco de Paula Santander. Luis García Hevia, ca. 1840. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [4]

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caso a la «fea mancha de la pobreza», inició un romance con otra prima hermana, esta sí bastante acomodada, Mariana Arboleda y Arroyo. A pesar de la moderada oposición de sus hermanos, que lo consideraban demasiado joven para casarse -y a su novia, de !6 años, también-, se unió a esta en matrimonio a comienzos de 1820 a poco más de un año de haber empezado la relación. Tenía apena~ 21 años de edad 13 . Durante por lo menos los tres primeros años de su matrimo. nio, Mosquera se vio aquejado por graves problemas de salud que se complicaron luego, debido a una grave herida de arma de fuego. Sólo cuatro años después de su matrimonio, a mediados de 1824, pudo tener su primer hijo, Aníbal José María Aurelio Mosquera y Arboleda. En el momento en que se enteró del nacimiento del niño se encontraba lejos y convaleciente de una herida de bala en el rostro: A finales del año siguiente nació su hija Amalia de la Concepción Gertrudis Eugenia Mosquera y Arboleda. El matrimonio MosqueraArboleda, sin embargo, no evolucionó bien. Ya a finales de la década de 1820, la pareja se había distanciado física y emocionalmente e intercambiaba cartas frías y recriminatorias 14 . Entre 1826 y 1833 permanecieron alejados, debido a ocupaciones burocráticas de Masquera en Ecuador y Perú y a un prolongado viaje suyo a Europa. Por esos años, Mosquera tuvo otra hija natural, María, de cuya madre poco se sabe. Otras dos hijas naturales, Clelia y Teodulia, de una misma madre, Paula Luque, aparecen mencionadas en distintos documentos históricos. Paula Luque, quien vivía en Popayán, parece haber sido amante de Mosquera por largos años, al menos hasta la década de 1860. Se carteaba secretamente con él, le daba noticias de sus hijas y lamentaba no poder verlo mucho. A las tres hijas que acabamos de mencionar las reconoció Mosquera en su testamento de 1878 15 Ninguna de sus varias amantes, empero, parece haber sido tan especial para Mosquera como una mulata antioqueña a quien conoció en Cartagena hacia 1840 o 1841. Se trataba de Susana Llamas, de quien se dice incluso que lo acompañó en Bogotá por la época en que fue presidente por primera vez (1845-1849). No obstante que en 1847 su antiguo asistente Juan Francisco Córdoba le informó por carta que Susana era conocida en Medellín como persona de «conducta arrastrada, prostituida, berrionda» y que no había habido «negro artesano, ni comerciante» ni soldado ni oficial del Batallón N°. 2 que no hubiera conseguido sus favores, Mosquera confesaba en carta a un amigo que ella «ha sido y es la única pasión que he tenido en mi vida» y que jamás había amado así a una mujer. Al partir para Estados Unidos, en 1849, la dejó instalada y le puso un almacén en la capital. Pero menos de dos años después, no resistiendo su ausencia,

LA VIDA PRIVADA DE ALGUNOS HOMBRES PÚBLICOS DE COLOMBIA: DE LOS ORÍGENES DE LA REPÚBLICA A 1880 la hizo viajar a Nueva York y le puso en Brooklyn una tienda similar a la que había tenido en Bogotá. Sólo parece haberse desprendido de ella en 1857, año en el cual la mujer se hallaba en Barranquilla, «desterrada, errante y sola>> 16 • Durante aquella época, Mosquera se vio agobiado por diversos problemas que sobrellevaban sus dos hijos legítimos. En primer lugar, el fracaso de su hijo Aníbal en los negocios y la vida matrimonial, que ocasionó su dependencia económica de su padre, reforzó en este una actitud de impaciencia y recriminación hacia aquel. En segundo lugar, lo agobiaron los múltiples problemas matrimoniales de su hija. Amalia Mosquera se había casado a la edad de 16 años con un amigo de Mosquera, el general Pedro Alcántara Herrán, veinticinco años mayor que ella. Mosquera y Herrán eran buenos amigos y cruzaban cartas afectuosas. El primero llamaba al segundo «mi amadísimo Perucho» y le decía que lo «pensaba a cada instante». El segundo consideraba al primero su «más fiel hermano y primer amigo» 17• El mismo año de su matrimonio con la hija de Mosquera, Herrán alcanzó la presidencia de la República y nombró a Mosquera ministro colombiano en Washington. Terminada su presidencia, a fines de 1844, Herrán y su esposa se establecieron en Nueva York, donde aquel se dedicó a una empresa comercial en asocio con su suegro y amigo. Una década más tarde, ya con numerosos hijos a bordo -llegaron a tener seis en total-, la pareja experimentó conflictos matrimoniales de los que se hacía partícipe a Mosquera mediante cartas repetidas. Muchos de los problemas eran económicos y se derivaban de la quiebra de la empresa Mosquera y Cía., asediada por acreedores y cuyas deudas rozaban el cuarto de millón de dólares. En cartas a su padre, Amalia Mosquera acusaba a Herrán de vanidoso, orgulloso y envidioso de la posición social del general Mosquera. Le comentaba que interceptaba y abría su correspondencia. Le decía también que, por no recibir de su marido los recursos que necesitaba, debía cuatro meses de sueldo a sus criadas. Tenía igualmente deudas con el panadero, el lechero y la empresa de gas. Temía que, para pagar deudas, Herrán vendiera la casa de Nueva York, donde ella y varios de sus hijos vivían a finales de la década de 1850 18 . Habiendo enviudado en 1869 de su primera esposa, con quien, a pesar de la malquerencia, duró casado casi cincuenta años, el ya septuagenario Mosquera cortejó a su sobrina María Ignacia Arboleda, a quien le llevaba casi medio siglo en edad. Luego de sortear varias dificultades -entre ellas, las explicaciones de que su parentesco no constituía impedimento y la petición de perdones a la Iglesia por las ofensas que le había causado a la religión-, logró casarse con ella en 1872, poco antes de cumplir 75 años. ¡Ella tenía sólo 31! Seis años después, apenas cuatro meses antes de la muerte de Mosquera,

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La idea de hacer pública la vid~dde · · d.tvt·duos se ma nifesto te ctertos m formas variadas. Este es un retra 0 de Manuel Rodríguez Torices, prócer cartagenero. Al fondo¡ se. encuentran escritas su gen ea hogtab sus proezas y virtudes como om re y ciudadano. Manuel Ro~rígu;z Torices. Luis García Hevta, 1 37-. Pinacoteca del Colegio del Rosano, Bogotá. [5]

que estaba por cuiJlplir 8o años, tuvieron un hijo, José Bolívar CarIo Dorico Mosquera y Arboleda. Así coronaba el general una vida apasionada y dedicada sin pausa a la milicia, la política, el romance y el sexo. Hijo de un coronel ya maduro y una de sus jóvenes primas, el futuro presidente de la República Rafael Wenceslao Núñez Moledo (1825-1894) tuvo una niñez enfermiza que, sumada a las prolongadas ausencias del padre, generó en su madre una actitud en extremo protectora hacia éL A su vez, el niño desarrolló gran dependencia de su progenitora. De estatura media, delgado y nervioso, desde temprana edad Núñez exhibió una personalidad solitaria y al parecer melancólica y se refugió en la poesía y el estudio. Tuvo un primer amor de juventud que concluyó amargamente cuando, enterado del embarazo de su enamorada, su padre lo forzó a ·alejarse de Cartagena. De carácter fuerte y poco afectuoso, el padre -de quien, según su propia versión, no recordaba haber recibido jamás siquiera un beso- lo obligó a cortar bruscamente su relación y a acompañarlo a Tumaco. Núñez confesaba haberse vuelto allí, como producto de tres meses de desesperación y soledad, profundamente escéptico. Al mismo tiempo, adoptó una actitud rebelde, ambiciosa y decidida a vencer a toda costa a sus adversarios. Tal vez por ello, recién terminado su bachillerato y apenas comenzando sus estudios de derecho, sin cumplir aún 18 años, se unió a las fuerzas rebeldes de la guerra civil de Los Supremos (1839-1842). Durante esta, terminó militando en el bando contrario al de su padre. Concluida la contienda, reinició sus estudios de leyes. Ya para entonces su primer amor, cuyo «manchado)) honor era de tal forma reparado al menos en parte, se había casado

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con el mejor amigo de Núñez, cosa que al parecer lo atormentó para siempre 19• Siendo juez en Panamá en la década de 1850, cortejó a una bella mujer de la que, inexplicablemente, terminó alejándose para, más bien, establecer una relación de conveniencia con Dolores Gallego, cuñada del influyente gobernador de la provincia, José de Obaldía. Con ella se casó, pero la frialdad, el pesimismo y la epilepsia de ella dieron pronto al traste con la relación. Aun en medio de sus desavenencias, tuvieron un hijo que, debido a su contextura enfermiza, pronto fue motivo de enormes preocupaciones para sus padres. El niño murió al poco tiempo. Un segundo hijo, Rafael, renovó las esperanzas de la pareja. Pero estas fueron pasajeras, y la brecha entre los esposos siguió ahondándose. Su mujer sufría frecuentes ataques de epilepsia, las riñas entre ellos se volvieron frecuentes, y muy pronto Núñez, hastiado de vivir a su lado, decidió viajar de vuelta a su ciudad natal, Cartagena. Allí, mientras ocupaba un cargo público que le encomendó su cercano amigo y protector, el general Juan José Nieto, estuvo cerca de reanudar clandestinamente su relación romántica con su primer gran amor. La prudencia mutua parece haberlo evitado, y pronto Núñez retornó a Panamá para entrar en competencia por una curul en el Congreso, que obtuvo con el apoyo de su concuñado, el influyente señor Obaldía. Llegado a la capital por primera vez en 1853, no sólo se dedicó a la política activa sino que también se unió a las tertulias, recepciones y fiestas que tenían lugar en casa de la adinerada y célebre Gregaria de Haro, casada en segundas nupcias con un comerciante inglés, lo que no impidió , que Núñez y ella entablaran una intensa relación amorosa que duró hasta 1857, cuando, derrotado su grupo político, el Liberal, Núñez resolvió volver a Panamá. Menos de dos años después, su matrimonio, ya maltrecho por las profundas diferencias de antaño y por una aventura de su mujer, se fue completamente a pique. En 1859, Núñez abandonó para siempre a su primera esposa, a quien al parecer no vio nunca más durante el resto de su vida. Esta pidió muy pronto la disolución civil del matrimonio, luego de la cual lo único común que les quedó fue Rafael, su hijo, «corto de mente, medio degenerado, y que más tarde, para vergüenza de su padre, el gran enemigo de la usura, se convertiría en un usurero»20 . En Bogotá, a comienzos de la década de 1860, nuevamente activo en el Congreso, parece que Núñez reanudó sus amores con Gregaria de Haro. Al aceptar aquel un cargo consular en Francia, esta, a riesgo de su reputación y a pesar del gran escándalo que ello causó, decidió acompañarlo. Duraron juntos dos años, pero se separaron cuando Núñez aceptó una nueva posición en Inglaterra. Sin embargo, se carteaban frecuontemente y on oc>S;ones se reun;eron. Su

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romance duró, en total, doce años. Al terminar, a mediados de la década de I 870, ella quedó amargada y rencorosa y llegó incluso a decir que Núñez era un «farsante capaz de todas las vilezas»2I. De vuelta en Bogotá, Núñez comenzó a frecuentar la casa de una bella viuda, Nicolasa Herrera, gran amor de su juventud. En medio de agrias contiendas políticas, viendo en ella un oasis de paz, le propuso matrimonio civil. Ella, temerosa del escándalo de una unión no religiosa en una sociedad bastante tradicionalista, declinó la propuesta 22 . De seguro decepcionado, tanto por el fracaso amoroso como por sus derrotas políticas, Núñez volvió a Cartagena en 1876. Allí emprendió un romance con Soledad Román, el último y el gran amor de su vida. Era una mujer independiente que desde joven había manejado su propia tienda de comercio en Cartagena, y a quien Núñez había conocido más de veinticinco años atrás por intermedio del general Nieto. Núñez y Soledad Román acordaron casarse, pero sólo podían celebrar una ceremonia civil, debido a que Dolores Gallego, su primera esposa, aún vivía, y el matrimonio religioso con ella era indisoluble. Para minimizar el escándalo de un matrimonio civil, la novia vi~ó a París con la excusa de que requería un tratamiento médico. Allí, a mediados de 1877, contrajo matrimonio con Núñez mediante apoderado. Regresó pronto de Europa, y el nuevo matrimonio estableció su residencia en «El Cabrero», cómoda casa de madera situada a las afueras de Cartagena, en un antiguo barrio de pescadores. Cuando fue elegido presidente por primera vez, en 1879, a Núñez le fue imposible llevar a su mujer a la capital, pues hacerlo habría exacerbado el escándalo que sus rivales políticos ya venían haciendo por su matrimonio civil. Estuvo separado de ella por más de dos años. Al ser elegido de nuevo en 1883, contrariando a muchos de sus amigos políticos, resolvió llevar a su mujer. de la que vivía orgulloso, al palacio presidencial. En muchos círculos sociales de Bogotá, esto se consideraba escandaloso, pues su esposa sacramental aún vivía y a la civil se la juzgaba pecaminosa y partícipe de una relación ilícita. Enfrentado Núñez a una guerra civil durante su gobierno, y postrado en la cama con una grave disentería, su mujer tomó informalmente las riendas del Gobierno, asesorada por algunos ministros. Ganada la guerra por las fuerzas del Gobierno, emitida una constitución conservadora y confesional, y listo él para suscribir un generoso concordato entre la Iglesia y el Gobierno, Núñez tuvo la dicha, durante una velada en Palacio. de ver a su mujer «ilegítima» conducida a la mesa por el mismísimo arzobispo de Bogotá, monseñor José Telésforo Paú!, quien permaneció a su lado a lo largo de la cena 23 .

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La estética, el vestido yel ambiente material Los contextos en que se desenvolvían los hombres públicos variaban, y su vestido lo hacía en consecuencia. Los clérigos, los militares ylos civiles vestían de manera diferente. Por ejemplo, el clero secular vestía sotanas negras, capas amplias negras y grandes sombreros «de teja». El clero regular llevaba, en cambio, los hábitos de su respectiva orden. Por ejemplo, el hábito de los dominicos estaba compuesto de una amplia túnica ceñida por una correa de la que pendía un rosario, un escapulario -collar de tela que cubría pecho y espalda- y una esclavina -capa pequeña que caía a la altura de los hombros-, con amplio capillo o capucha, todo esto blanco, y para salir, una amplia capa con esclavina negra. El color blanco simbolizaba la castidad de los frailes, y el negro, su vida de penitencia. Tenían además calva la coronilla -lo que se denominaba «tonsura»-. Los franciscanos, en cambio, usaban hábito café con cinturón de cuerda. Jesuitas, benedictinos y agustinos llevaban hábito negro. En cuanto a los militares republicanos, en 1810, el uniforme del El vestido se constituía en un Batallón de Infantería de Guardias Nacionales de la capital, en don- elemento claro de diferenciación de se alistaron jóvenes revolucionarios como el subteniente Francis- social dentro del Ejército mismo. co de Paula Santander, consistía en «casaca azul corta, forro, solapa Allí, los soldados rasos eran simples campesinos que llevaban una que vuelta y cuello carmesí con guarnición de galón éste, y las armas otra divisa. El uniforme estaba de la ciudad en él y la solapa ojalada; la vuelta igualmente guarne- relegado a los generales y los altos cida; chupa y pantalón blanco, botín negro, gorra negra, cubierta , mandos. ~/ase de dibujo en San · 1de oso y adornada con cordon ' y borlas de color de · Bartolome. DtbUJO de Urdaneta 1a copa con p1e · 'd'1co 11ustrad,o 1884 . pape ¡peno las vueltas; un escudo de plata con el nombre del batallón y pluma Bogotá. [6] ' encarnada» 24 . En 1822, los oficiales de infantería seguían usando casacas o chaquetas de paño azul con botones amarillos, pantalones de paño azul con franja encarnada o celeste, camisas de lienzo, botines de paño negro con botones negros, gorras y corbatines. En los de caballería, variaban ligeramente los colores. Sin embargo, tal vez desgastados por una década entera de guerras y por el carácter masivo de los reclutamientos, los soldados rasos podían, para escándalo de los visitantes ingleses, encontrarse descalzos o con alpargatas. Los oficiales, definitivamente, contrastaban. Uno de ellos, el coronel afrovenezolano Leonardo Infante, se paseaba por San Victorino en 1823 vistiendo casaca militar, charreteras y botones de plata, banda con la bandera nacional amarrada a la cintura, bicornio con plumas tricolores y adornos de plata, y guantes blancos; en la mano izquierda portaba un sable, y en la derecha, un bastón de guayacán2s. En lo que respecta a los civiles, se sabe que la élite consumía, en general, «grandes cantidades de tafetanes, telas de.algodón, lino, za-

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raza, damasco, seda, terciopelo, pañuelos y medias»26 • En la década del veinte, siguiendo estilos europeos, los hombres públicos de buen nivel social empezaron a usar corbatas de seda negra o estampadas sostenidas por un alfiler. Vestían calzones de paño, chalecos, cami: sas de lienzo y capas. Otros -en particular, ciertos polémicos perio. distas- llevaban casacas negras. Para asistir a la iglesia se impuso entre muchos el traje negro. También adoptaron el frac como vestido de etiqueta27• Esto corresponde a descripciones del Libertador, entre otros. El entonces coronel Luis Perú de Lacroix, quien lo acompa. ñó como miembro de su Estado Mayor hacia 1828, indicó que el general prefería el traje de civil al uniforme militar. Narró que, por ejemplo, estando en Bucaramanga por ese entonces, Bolívar vestía botas altas, corbata siempre negra, chaleco blanco de corte militar calzones blancos y levita o casaca azul. También usaba, en contraste: sombreros de paja 28 . Otras fuentes describen a su contemporáneo el Santander en traje de civil. Antonio general Santander luciendo un «gran sobretodo de paño verde boteSalas Pérez, ca. 1829. Colección lla, forrado en piel; pantalón de grana con galones de oro fino; botas Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [7] con espolines de oro; sombrero militar con plumaje blanco y bastón de carey con puño de oro y esmeraldas»29. Hay historiadores que, por el contrario, lo describen más tarde como «un poco desaliñado en el traje; llevaba casi siempre las telas ordinarias y baratas fabricadas en el país con el objeto de animar la industria». Durante sus últimos días vestía un «levitón de paño color tabaco, abotonado hasta el cuello», y se le notaba un poco obeso30 . Al morir poseía un más bien modesto inventario de prendas: cinco pares de botas usadas, un sombrero de plumas, una casaca con sus charreteras, un pantalón de grana bordado, un sombrero de paja de Girón, un par de calzones de paño negro, una casaca de paño negro, una levita morada, una capa de paño azul, cinco chalecos de seda, un corbatín azul, nueve camisas blancas de lino y un par de guantes 31 • El menaje de la casa de algunos hombres públicos denota no sólo la estética que los rodeaba sino también los relativos niveles de confort a que tenían acceso. Era frecuente encontrar, en las residencias de los más notables, alfombras, cuadros al óleo, vajillas de porcelana o plata, cubiertos de oro o plata, candeleros de plata, porcelanas de decoración, cristalería, adornos, telas y encajes, especialmente traídos de Inglaterra, Francia o Estados Unidos y adquiridos en tiendas de Santafé de Bogotá o encargados directamente a conocidos que viajaban a dichos países. En 1835, por ejemplo, en vísperas de casarse, el general Santander comisionó a un amigo para que trajera de Nueva York cuatro docenas de sillas, varias de ellas -las de salade color aceituna con cojín o de caoba con asiento de «crin»; otras, amarillas jaspeadas o negras, para la antesala y comedor, tenían asiento de paja. También encargó tres alfombras hechas en Bruselas,

una verde con flores y ramos para la sala, otra zapote con cuadrados y ramilletes de flores para el estudio y una más, blanca con ramos rojos, para su habitación. Para su futura y joven esposa Sixta Pontón encargó traer varios anillos 32 . Al morir, además de las prendas de uso personal ya descritas, el general tenía en su cuarto una alfombra, cortinas de clavos romanos, un canapé, un escritorio, un reloj, dos candeleros, un marco con el retrato del señor Joaquín Mosquera, una silla de montar con freno y aperos, una gualdrapa bordada en oro y una poltrona. Tenía en otros cuartos de su casa un estante de ropa, otros tres canapés -uno de ellos forrado en zaraza-, un aguamanil, unas pistolas, una lámpara de bronce y una mesita de pino. En Ja sala principal había doce sillas de caoba, dos canapés forrados en damasco, una alfombra, un piano con su asiento, cuatro mesitas, dos espejos, cuatro candeleros, tres cortinas de damasco, el reloj de música, otro reloj pequeño, dos marcos con vidrieras, una araña, un bastón con puño de cara de perro, un fuete con puño de marfil, un paragüero y un pupitre. En la antesala y en diversas piezas había tres espadas, un sable, varios taburetes, dieciocho platos y dieciséis vasos de cristal, diecinueve copas para champaña, veintitrés copitas para vino, dos tazas de cristal, once platicas de madera, dos soperas de loza, una cafetera, cuarenta botellas ordinarias, dos baúles, un biombo, una tina, una mesa para planchar, un retrato del padre Margallo, un lienzo de la batalla de Ayacucho, diecinueve cuchillos con cabo de hueso, un retrato de Napoleón Bonaparte, una cajita de juego de dominó, una pipa de cristal de roca, un retrato de la reina Victoria, un anteojo de teatro, conchitas de nácar para jugar, el busto de George, Washington, una cadena de reloj, un retrato de Gregario XVI y un anteojo de larga vista 33 • Por su parte, Vicente Azuero (1787-1844), abogado, congresista y candidato a la Presidencia, hombre público como ninguno de su época, declaró en su testamento poseer una hacienda de trapiche y caña con todos sus implementos, diez esclavos, seis libertos, nueve bueyes, cinco vacas, un piano, dos sofás color caoba, un escaparate de caoba, una mesa de comedor, un canapé, una poltrona, dos espejos redondos, un reloj de sobremesa, tres arañas de cristal de sobremesa, un muñeco de loza, dos roperos, una cajita de costura, una alfombra, tres estantes de poner libros, una biblioteca de varias docenas de volúmenes, un lavatorio, un pupitre, una escopeta, una guitarra y algunas joyas34 . La casa de «El Cabrero», donde Rafael Núñez pasó con su esposa Soledad Román, Doña Sola, los últimos años de su vida, desde aproximadamente 1877 hasta 1894, había sido construida por el padre de Soledad, Manuel Román y Picón, y esta la heredó de él. Estaba sobriamente amoblada. Las sillas del comedor eran de madera

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y tenían asiento y respaldo de paja. El salón poseía sillones y mecedoras de «bejuco» o vienesas. Había un reloj de pared a la derecha de la puerta de entrada. En seguida, estaba el cuarto de estudio de Núñez, con su escritorio personal. Allí había colgado un gran retrato del político liberal inglés William Gladstone. En el pequeño cuarto que seguía al salón, Núñez guardaba las golosinas a las que fue tan aficionado en los últimos años de su vida: galletas inglesas, pasas, frutas, conservas de toda clase. A la izquierda del salón se encontraba su alcoba, donde estaba su cama de hierro con toldos y un bastidor de lienzo. Había allí un armario de madera fina y un oratorio. En la habitación de doña Sola se encontraban una silla, un reclinatorio y un armario. Había también una cama. Todo era sencillo y, a la vez, elegante.

Así luce actualmente la estatua de Rafael Núñez en el Museo Nacional. Durante los hechos del Bogotazo, fue decapitada por la ira popular. Sin duda, otra perspectiva de los hombres públicos. Estatua de Rafael Núñez, Anónimo, ca. 1885. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [8]

Rutinas, hábitos diarios y salud Sabemos relativamente poco de las ocupaciones cotidianas, distintas a la política, de los hombres públicos de quienes venimos tratando. Algunos eran en extremo aseados, frugales en sus hábitos alimenticios y aficionados al baile, el teatro o los caballos. Los aqu~­ jaban diversas enfermedades, incluidas las sexuales y algunas más derivadas de la edad o ligadas a las circunstancias de su muerte, que, por ser materia de interés público, fueron objeto de descripciones detalladas resultantes de autopsias y conceptos médicos. Personas cercanas a Bolívar, tales como los generales Daniel Florencio O'Leary y José Antonio Páez, escribían que, además de ser pulcro en el vestir, se bañaba diariamente e incluso, en tierras calientes, lo hacía dos o tres veces al día. Se afeitaba por lo menos cada dos días. Cuidaba con esmero sus dientes y su crespo cabello. Curiosamente, era ambidextro. no sólo para afeitarse sino incluso para la esgrima y el billar, y también para trinchar la comida, actividades todas que algunos de quienes lo conocieron declaraban que cumplía perfectamente con la mano izquierda o la derecha. Gozaba de excelente apetito y comía bastante tanto al almuerzo como a la comida, haciendo uso de mucho ají o pimienta. Le gustaban muchísimo más las arepas de maíz que el pan, y las verduras más que la carne. Le complacía preparar él mismo la ensalada al estilo que había aprendido en Francia y se enorgullecía de ella. No le apetecían los dulces pero sí las frutas. Bebía tan sólo dos o tres copas de vino Y una o dos copas de champaña a la comida, pero evitaba licores fuertes como el aguardiente. Le disgustaban los borrachos. los jugadores y los fumadores. Además de que no permitía que se fumara en su

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presencia, tampoco inhalaba rapé; esto es, polvo de tabaco perfumado. En varias de estas cosas se parecía a su contemporáneo el general José María Melo, enemigo del tabaco, Jos juegos y los licores, extremad¡¡mente cuidadoso de su aseo personal y aficionado a Jos buenos caballos, que montaba a la perfección35 • Bolívar era apasionado por el baile, actividad a la que, en una carta alusiva a la buena educación que debía darse a Fernando, su sobrino favorito, consideraba «poesía del movimiento[ ... ] que da la gracia y la soltura a la persona, a la vez que es un ejercicio higiénico en climas templados». Podía bailar con gran entusiasmo durante varias horas, incluso después de duros días de trabajo fisico y agotadoras jornadas a caballo, animal del que gustaba mucho. Inspeccionaba personalmente el cuido de sus caballos, y para ello visitaba varias veces al día Jos establos o caballerizas. Otra parte de su tiempo la empleaba hablando animadamente, pues era excelente conversador; caminando a un ritmo acelerado con que dejaba rezagados a sus acompañantes, paseando a trancos por Jos corredores de la casa o meciéndose vigorosamente en la hamaca. Parecía incapaz de permanecer quieto un minuto, y, en el proceso de ocuparse, dañaba las cortinas de la casa, las pastas de Jos libros, la chimenea y todo lo que su hiperactiva personalidad encontraba a su paso. Dormía pocas horas, no más de cinco o seis, y Jo hacía igualmente en hamaca, en catre, sobre un cuero o envuelto en su capa, en el suelo36 . Decíamos que la personalidad, el carácter y los sentimientos de un hombre público como Bolívar podían cambiar en respuesta a las contingencias y los vaivenes de la política u otras actividades públi-, cas, de las dolencias y del paso de los años. Por eso, al final de sus días, al políticamente derrotado Libertador se le ha descrito como bastante irascible, a veces deprimido, y en otros momentos, eufórico, optimista y con delirios de grandeza. Era inestable, por Jo visto. También parece haber echado encima de su figura delgada, sin musculatura pero ágil y físicamente diestra, una apariencia envejecida y debilitada por una amibiasis severa. Su debilitada constitución fue minada además por problemas digestivos que le causaban un hipo casi continuo y, peor aún, por un «catarro pulmonar» que degeneró en «tisis tuberculosa)), causa aparente de su muerte37• Una de sus biógrafas describe al general Santander como asiduo concurrente al teatro y los festejos populares. Era un virtuoso bailarín, rasgaba la guitarra y cantaba «galeroneS)) en compañía de amigos. Con igual soltura se movía en Jos altos círculos sociales que en los medios populares. Fraternizaba y se mezclaba con el pueblo raso y era popular entre este 38 . Era también incansable trabajador. De hecho, en 1838 se quejaba de tener su salud deteriorada y sólo poder «leer y escribir de las seis de la mañana a las dos de la tarde)) 39 .

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El Libertador Bolívar. José María Espinosa, ca. 1840. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [9]

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Por varios años vivió aquejado de cálculos hepáticos. En cartas a sus amigos se lamentaba, por lo menos desde 1825, de los frecuentes cólicos que sufría y que atribuía a su «vida sedentaria y los papeles». En los días que precedieron a su muerte, sus cólicos se volvieron más severos y se reporta que vomitaba un «líquido negruzco», posiblemente sangre resultante de una úlcera hepática agudizada por el estrés derivado, entre otras cosas, de violentos ataques de sus ene. migas en la Cámara de Representantes. Después de 34 días de grave enfermedad, murió en medio de grandes dolores. Tenía tan sólo 48 años y se encontraba en su casa de la actual esquina de la Carrera Séptima con calle 16, frente a la iglesia de la Veracruz, acompañado de varios amigos y asistido por el arzobispo José Manuel Mosquera. Tomás Cipriano de Mosquera, por su parte, era aficionado a la cacería y tenía una jauría que utilizaba cuando salía a cazar venados. Desde muy temprano, y antes de vincularse en forma más intensa a la milicia y la política, mostró interés por los negocios, que practicó ávidamente en compañía de parientes y amigos. Al viajar a la costa Caribe en 1817 llevó consigo una carga de cascarilla de quina que su padre le había pedido vender para financiar su viaje. Estando allí, y luego en Jamaica, invirtió en ropas, tijeras. cortaplumas, agua de Colonia de diferentes fragancias, hierro. porcelanas y artículos de mercería para enviar a Popayán. Invirtió también en libros europeos y vino de Burdeos. Entre 1821 y 1825 se dedicó principalmente a la minería explotando minas o lavaderos de propiedad de su familia y amigos. También se ocupó en la agricultura y la ganadería cuando su padre le encargó administrar una de sus varias propiedades, la hacienda «Coconuco», de 18.ooo hectáreas, donde había 33 esclavos, doscientas vacas. 775 ovejas y carneros, 64 cabras, dieciséis bueyes. veintiocho novillos. cuatro llamas, cuatro caballos y más de cincuenta yeguas. mulas y muletos. Allí cultivaba frutales, papa, cebolla, maíz, alcachofas. trigo, lino y cebada, entre otras cosas 40 . Pero, aparte de comerciar. explotar minas y ser agricultor. Mosquera dedicaba buen tiempo al sexo, no siempre exento de problemas. El joven y sexual mente muy activo Tomás Cipriano de Mosquera padecía, al parecer, en el momento mismo de casarse, una avanzada gonorrea. producto de su desenfrenada sexualidad. Pronto contagiaría a su esposa y tendría que acudir a remedios como «mercurio, zarza, goma arábica con sal prunela, trementina de Venencia. sal de Saturno mezclada con ruibarbo y agua de malvas con linaza», recomendados por su padre y su cufíado José Rafael, hermano de su esposa Mariana 41 • Pocos años después, en 1824, empezó a padecer dolencias en la boca. resultantes de una grave herida de bala que había recibido de uno de los hombres del guerrillero realista pastuso Agustín Agualongo durante un ataque al pueblo minero de Barba-

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coas. La bala le rompió varios dientes, le quebró la quijada, le penetró la lengua y le salió por la mejilla izquierda. Cuando se recuperaba lentamente, recayó por afeitarse. La mandíbula fracturada le fue operada en 1826 en Panamá por un médico que le unió las dos partes con un alambre de plata. De cualquier manera, la apariencia con que quedó le ganó de por vida el sobrenombre de Mascachochas4 2• Hombre público del siglo XIX colombiano fue también el arzobispo Manuel José Mosquera (18oo-1853), hermano del general. Sobre su rutina diaria se conocen interesantes detalles que contrastan bastante con la vida turbulenta de su hermano. Se levantaba a las cinco de la mañana e inmediatamente se dirigía al oratorio, donde permanecía en oración hasta las seis. A esa hora celebraba misa con la asistencia de otros sacerdotes, luego de lo cual pasaba a su oficina a leer y estudiar hasta las ocho. Entonces tomaba un desayuno ligero. Despachaba asuntos eclesiásticos en la secretaría hasta las once. Volvía a su oficina hasta el mediodía y entonces salía a hacer un poco de ejercicio. A las dos de la tarde comía en comunidad. Reposaba un rato y a las tres volvía a trabajar, bien fuera en su estudio o recibiendo a personas en audiencia hasta las cinco. A esa hora salía a dar un paseo a pie por la ciudad, pues nunca tuvo coche ni montaba habitualmente a caballo. A las seis entraba al oratorio y rezaba el rosario en compañía de otros sacerdotes. A las siete y media entraba de nuevo en su estudio y leía hasta las nueve de la noche. Para concluir el día volvía al oratorio y se acostaba poco tiempo después, sin pasar jamás de las diez y media de la noche en ir a la cama. No disponía de mucho dinero y lo que requería lo pedía a su mayordomo, quien adminisr traba sus escasos recursos, parte de los cuales destinaba a limosnas. Salvo por sus vestiduras episcopales, su anillo arzobispal -al que daba vueltas sin parar mientras conversaba-, su mitra blanca con decoraciones de oro y su báculo de plata, no poseía mayor vestuario, ni siquiera gran cantidad de ropa interior13 . Presidente de Colombia en dos ocasiones durante la década de 188o, a Rafael Núñez se le describe como apasionado de la música. La obertura de Semíramis, ópera de Gioacchino Rossini, era su pieza favorita. Le encantaba también la música de órgano. Las canciones de una artista local cartagenera, Conchita Micolao, le agradaban sobremanera, al igual que la música coral. Era en exceso frugal en sus hábitos alimenticios. Los pocos alimentos que consumía no le gustaba tomarlos en la mesa del comedor, sino que se colocaban en una mesa pequeña cerca de su escritorio, servidos por Rosaura, una criada oriunda de Anapoima, o por Manuela Hurtado, fid empleada que en sus últimos años dormía al pie de la cama matrimonial. Su desayuno incluía chocolate, que batía la criada a las cuatro de la mañana. El almuerzo, que en alguna época de su vida tomaba donde

En contraste con la vida de su hermano, la del arzobispo Manuel se caracterizó por la rígida disciplina y los hábitos rutinarios que se impuso. Retrato del arzobispo Manuel José Mosquera y Arboleda. José Miguel Figueroa, 1842. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá. [10]

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El heroísmo significa la encarnación de una serie de valores que la ociedad considera naturales s los hombres públicos. Sin :~bargo, detrás de esta fachada se esconden hombres comunes Y corrientes. Famosas son las cartas de arrepentimiento de Caldas ante el coronel Riego para que no fuera fusilado. Caldas marcha al suplicio. Alberto Urdaneta, ca. 1880. Colección ~useo Nacwnal de Colombia, Bogota. [Il]

su madre y que consumía a las diez y media de la mañana, consistía en sopa de fideos o de otro tipo y dos platos más, generalmente algo de pescado, papas sancochadas y frutas o un poco de dulce. Tomaba con él un vaso de vino de Burdeos, mezclado con bastante agua. Su comida era simplemente un plato de sopa y una taza de té con galletas de dulce. Durante el día comía bastantes bombones. También era aficionado a los dulces en almíbar y le gustaban los bocadillos de Vélez, las almendras y las uvas moscatel. Fumaba ocasionalmente calillas; esto es, cigarros puros, largos y delgados. Se acostaba a leer la prensa extranjera en una chaise longue y luego de un rato de lectura dormía la siesta. Se retiraba a su dormitorio a las nueve de la noche. Era un entusiasta de los estudios de medicina y, además de recibir revistas especializadas en la materia, poseía un escaparate provisto, al parecer, de drogas y medicamentos variados. Sin embargo, no le gustaban los medicamentos tradicionales sino la homeopatía. Dos veces al día tomaba, por ejemplo, agua de azúcar mezclada con esencia de azahar. Dato curioso: se dice que fue quien trajo a Colombia la cocaína, usada entonces como anestésico 44 .

Conclusiones La intimidad de los hombres públicos que, siquiera fragmentariamente, hemos reseñado indica que, por ejemplo, el ejercicio del poder político podría verse como una especie de velo tras el cual transcurrían vidas surcadas, unas veces, de tristeza, angustia y desconsuelo; otras, de pasión y romances clandestinos, y, en ocasiones, también de resignada, conveniente y desapasionada rutina familiar. Por otro lado, las comodidades materiales de que estos poderosos hombres públicos disfrutaban o sus lujos estéticos, independientemente de que fueran excéntricos o elitistas -lo que no siempre parece haber sido el caso-, no aliviaban el vacío que en ocasiones resultaba de sus fracasos o pérdidas amorosos o de las dificultades y ausencias de seres queridos y parientes cercanos. Los hombres públicos, aunque a veces sublimes, suficientes y de seguro envidiados, llevaban, al mismo tiempo, vidas domésticas no raramente simples y austeras, frágiles y por momentos incluso angustiosas. Eran, después de todo, seres humanos dominados por la ambición, la arrogancia o el sentido de autoridad, pero no exentos de temores y limitaciones. Aunque no les faltaron numerosos romances e intensas pasiones, la soledad y el desamor tampoco les fueron ajenos. Pero de muchas de estas cosas empezamos los historiadores a ocuparnos sólo recientemente, y lo que por ahora sabemos es bastante poco.

LA VIDA PRIVADA DE ALGUNOS HOMBRES PÚBLICOS DE COLOMBIA: DE LOS ORÍGENES DE LA REPÚBLICA A

Notas I

Véase al respecto Silvia M. Arrom, The Women of Mexico City, 1790-1857, Stanford, Stanford University Press, I985, pp. 58 y 172. 2 Antonio Cacua Prada, Los hijos secretos de Bolívar, sa. ed., Bogotá, Plaza y Janés, 2000, PP· n 29, 30, 36, 47. 65, 70, 73-74, I4I, 184,230 y 247. Piedad ~oreno de Angel, Santander, Bogotá, Planeta, 1989, p. 212. Carlos Alvarez Saá, Los diarios perdidos de Manuela Sáenz y otros papeles, Bogotá, Fica, 2005, p. 104. lbíd., p. I60. Moreno de Ángel, op. cit., p. 435. Álvarez Saá, op. cit., p. 171. Moreno de Ángel, op. cit., pp. 2I8, 223 y 227. Laureano García Ortiz, La frialdad de Santander, Medellín, Alcaldía de Medellín, Secretaría de Cul~ura Ciudadana de Medellín, 2003, p. 3· IO Moreno de Angel, op. cit., p. 6n !l Ibíd .. p. 696. 12 Ibíd., pp. 692 y 70}. 13 William Lofstrom, La vida í~tima de Tomás Cipriano de Mosquero (1798-18JO}, Bogotá, Banco de la República- El Ancora, 1996. pp. 78, 99 y 107. 14 Ibíd., pp. 172-187. 15 Ibíd., pp. 195-204. 16 Ibíd., pp. 194-209. 17 J. León Helguera y Robert H. Davies, Archivo de Mosquero y P. A. Herrán, Bogotá, Kelly, 1978, pp. !57 y '77· r8 Lofstrom, op. cit., p. 215. !9 Indalecio Liévano Aguirre, Rafael Nú1lez. Bogotá, Intermedio, 2002, pp. 26-38. 20 Ibíd .. p. 84. 21 Ibíd .. p. IJ4. 22 Ibíd., p. 133. 23 !bid., pp. rs8-r6r, 208-2!0, l~l-244 y 30724 Diario Político, 6 de noviembre de I8ro. 25 Moreno de Ángel, op. cit., p. 336. 26 Lofstrom, op. cit., p. 121. 27 Aída Martínez de Carreño, La prisión del vestido, Bogotá, Ariel, 1995, pp. 52, 54 y 131-, 132; >, en Horacio Rodríguez Plata y Juan Camilo Rodríguez (comps. ), Escritos sobre Santander, Bogotá, Biblioteca de la Presidencia de la República, 1988. pp. 301-317 (esp. p. 305). 30 Manuel Uribe Áng7l, , en Rodríguez Plata y Rodríguez, op. cit., pp. 55-58; Moreno de Angel, op. cit., pp. 705 y 735. JI Biblioteca Luis Ángel Arango, , en Historia de la vida privada, t. v: Proceso de cambio en la sociedad del siglo XVI a la sociedad del siglo xvm, Buenos Aires, Taurus, 1992. Curiel, Gustavo y Rubial, Antonio, «Los espejos de lo propio; ritos públicos y usos privados en la pintura virreina!>>, en Pintura y vida cotidiana en México: siglos xvu y xx, México, Fomento Cultural Banamex, 2002. Delumeau, Jean, La confesión y el perdón, Madrid, Alianza, 1992. Durán, Norma, «La función del cuerpo en la constitución de la subjetividad cristiana», Historia y Grafia, México, Universidad Iberoamericana, 9, 1997, pp. 19-59. Gelis, Jacques, «La individualización del niño», en Historia de la vida privada, t. v: Proceso de cambio en la sociedad del siglo XVI a la sociedad del siglo xvm, Buenos Aires, Taurus, 1992. Hensel, Franz Dieter, «Castigo y orden social en América Latina colonial. El Nuevo Reino de Granada», Historia Crítica, 24, 2002. Lavrin, Asunción y Loreto, Rosalva (eds.), La escritura femenina en la espiritualidad barroca novohispana. Siglos XVII y xvm, México, Universidad de las Américas - Archivo General de la Nación, 2002. Montaner López, Emilia, «La imagen mental: consideraciones en torno al tema de la circuncisión», Cuadernos de Arte e Iconografía (II Coloquio de Iconografía), Madrid, 1990.

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