Historia de La Psicologia 1486026014

September 10, 2017 | Author: Agus | Category: Soul, Psychology & Cognitive Science, Science, Knowledge, Aristotle
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HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA Enrique Lafuente Niño José Carlos Loredo Narciandi Jorge Castro Tejerina Noemí Pizarroso López

GRADO

HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA

ENRIQUE LAFUENTE NIÑO JOSÉ CARLOS LOREDO NARCIANDI JORGE CASTRO TEJERINA NOEMÍ PIZARROSO LÓPEZ

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA

HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos. © Universidad Nacional de Educación a Distancia Madrid, 2017

www.uned.es/publicaciones

©  Enrique Lafuente Niño José Carlos Loredo Narciandi Jorge Castro Tejerina Noemí Pizarroso López © Ilustración de cubierta: Rubén Gómez-Soriano

ISBN electrónico: 978-84-362-7184-3

Edición digital: febrero 2017

ÍNDICE

Introducción Parte I LA PSICOLOGÍA ANTES DE LA PSICOLOGÍA Capítulo I. Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología El alma en la filosofía griega y romana: entre el idealismo platónico y el naturalismo aristotélico Mundo helenístico y romano: la filosofía como terapia para el alma La ciencia del alma en la Edad Media: de la filosofía platónico-agustinana a la Escolástica El Renacimiento y la Reforma protestante: la ciencia del alma al servicio de la salvación La ciencia moderna y la mente como espacio de la experiencia subjetiva La Ilustración: del análisis de la mente a la psicologización del ser humano Capítulo II. Antecedentes filosóficos de la psicología moderna Empirismo y asociación de ideas: Berkeley, Hume, Hartley y Mill Immanuel Kant: del sujeto trascendental de la filosofía crítica a la psicología empírica como antropología Contra-Ilustración y Romanticismo Georg Wilhelm Friedrich Hegel y la filosofía del espíritu Johann Friedrich Herbart y la ciencia de las representaciones Hacia la psicofísica y la psicología fisiológica Capítulo III. Antecedentes científico-sociales de la psicología moderna Ciencias humanas y de la cultura Sociología y ciencias de lo social El estudio de la conciencia colectiva: entre la sociología, la psicología y la historia

Historia de la Psicología

Capítulo IV. Antecedentes científico-naturales de la psicología moderna La fisiología a finales del siglo XIX Evolucionismo y darwinismo Darwinismo social y hereditarismo El neodarwinismo y su crisis Parte II LA PSICOLOGÍA DE WUNDT Y SUS ALTERNATIVAS Capítulo V.  Wilhelm Wundt y el proyecto de la psicología moderna: I.La psicología experimental Inicios en Heidelberg: la influencia de Helmholtz y la inferencia inconsciente Fundamentos de psicología fisiológica (1873-1874): la mente según Wundt Consolidación en Leipzig: Institucionalización y método de la psicología experimental (1875-1900) Interludio: Wundt contra Wurzburgo, o las limitaciones del experimentalismo en psicología (1907) Capítulo VI.  Wilhelm Wundt y el proyecto de la psicología moderna: II.La psicología de los pueblos (Völkerpsychologie) La fundación de la Völkerpsychologie por Lazarus y Steinthal La Völkerpsychologie de Wundt El destino de la Völkerpsychologie ¿Retornar a Wundt? Capítulo VII.  Alternativas a la psicología wundtiana: I.Orientaciones fenomenológicas La psicología del acto: Franz Brentano Psicología experimental y fenomenología: Carl Stumpf La psicología como fundamento de las ciencias del espíritu: Wilhelm Dilthey Capítulo VIII.  Alternativas a la psicología wundtiana: II.Desarrollos experimentales El estudio experimental de la memoria: Hermann Ebbinghaus El estudio experimental del pensamiento: Oswald Külpe y la escuela de Wurzburgo El estructuralismo: Edward Bradford Titchener

Índice

Parte III LAS ESCUELAS PSICOLÓGICAS CLÁSICAS Capítulo IX.  El funcionalismo: I.Los orígenes de la psicología funcionalista Lo que da forma al funcionalismo La formulación de la psicología funcionalista Capítulo X.  El funcionalismo: II.Desarrollos del funcionalismo y psicología comparada Funcionalismo y psicología genética Otros desarrollos del funcionalismo La psicología comparada Derivas del funcionalismo y de la psicología comparada Capítulo XI. El Psicoanálisis freudiano: I.Los orígenes Freud: inevitabilidad y controversia Freud antes del psicoanálisis La formulación del inconsciente y la primera tópica Capítulo XII. El Psicoanálisis freudiano: II.Desarrollos y alternativas La nueva teoría de los instintos: Eros y Thanatos Revisión de la teoría de la personalidad: la segunda tópica Teorías en torno a la civilización: el origen de la cultura y su condición sublimadora El psicoanálisis después de Freud Freud redimido Capítulo XIII. La psicología de la Gestalt El punto de vista de la Gestalt El punto de partida: el fenómeno fi La organización de las percepciones: los experimentos de Max Wertheimer Inteligencia y aprendizaje: los experimentos de Wolfgang Köhler La perspectiva evolutiva de Kurt Koffka El estudio del pensamiento: la aportación de Max Wertheimer La teoría del campo de Kurt Lewin

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Parte IV CLAVES DEL PANORAMA CONTEMPORÁNEO Capítulo XIV. Los conductismos: I. El conductismo clásico John B. Watson y el manifiesto conductista Algunos antecedentes El sistema watsoniano La estela de Watson Capítulo XV. Los conductismos: II. Los neoconductismos El conductismo metodológico: Edward C. Tolman y Clark L. Hull El conductismo radical: Burrhus F. Skinner Capítulo XVI. Los cognitivismos: I. Orígenes La psicología del procesamiento de la información El mito de la revolución cognitiva Capítulo XVII.  Los cognitivismos: II. La psicología cognitiva y sus desarrollos El «tipo ideal» de la psicología cognitiva Desarrollos del cognitivismo Una alternativa al cognitivismo: la psicología ecológica de James J. Gibson Capítulo XVIII. Los constructivismos: I. La escuela socio-histórica La escuela socio-histórica de L.S. Vygotski Los fundamentos de la teoría vygotskiana Áreas de aplicación específica Desarrollos inmediatos: discípulos y líneas de trabajo Encrucijadas sociohistóricas Capítulo XIX.  Los constructivismos: II. La psicología genética y la psicología histórica La psicología genética: Jean Piaget y algunas derivas piagetianas La psicología histórica: Ignace Meyerson y el proyecto para una historia polifónica del pensamiento A modo de conclusión Bibliografía Aquí podrá encontrar información adicional y actualizada de esta publicación

INTRODUCCIÓN

Aunque pueda parecer obvio, creemos que es importante reconocer que este libro de Historia de la Psicología es un texto de circunstancias que responde con cierta conciencia de precariedad y provisionalidad a la tarea que nos planteamos, entendiendo esto en, al menos, dos sentidos. El primero tiene que ver con el propio lugar que ocupa la historia de la disciplina en la configuración oficial de la identidad profesional del psicólogo actual. Es un hecho que, sobre todo desde la reforma europea de la educación —el así llamado «Plan Bolonia» que impulsó en 2009 la modificación de los estudios superiores en España—, la historia de la psicología ha perdido peso en los planes de estudio de psicología en favor de materias más orientadas a la aplicación de técnicas para la resolución de cualquier demanda individual y social que pueda llegar a surgir. Sin embargo, algunos docentes y profesionales consideramos que, dada la pluralidad teórica y metodológica que caracteriza a la psicología desde sus inicios, así como la complejidad conceptual que encierra todo intento de teorizar el comportamiento o la vida mental, conviene tener un mapa de las diferentes escuelas y teorías que han ido desarrollándose en el tiempo. Muchas de ellas conviven de una u otra forma en el presente de la disciplina, y conocer su historia nos permite manejarnos con más herramientas en esa complejidad y posicionarnos ante ella con cierta conciencia crítica. Su función, por tanto, no es puramente ornamental o erudita, sino sustantiva. El segundo sentido de la conciencia de precariedad obedece a la necesidad de haber tenido que tomar decisiones como elegir entre una irrenunciable función didáctica y una deseable actitud crítica, o entre lo que se cuenta y lo que se deja fuera en una obra de extensión ajustada como tiene que ser ésta. Ello ha provocado que hayamos tenido que dejar fuera —no sin controversias— temas tan relevantes como, por ejemplo, la psicología humanista o la psicología aplicada. El resultado final es el texto que el lector tiene ante sí, pero podía haber sido otro distinto.

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Sin renunciar a su compromiso eminentemente didáctico, esta obra está concebida para reflexionar, para estimular la capacidad crítica o para poner en suspenso lo que se da por evidente en otras áreas, orientaciones y ramas de la psicología. No narramos una historia de superación disciplinar y victorias científicas apoteósicas, sino de permanentes tensiones teóricas y prácticas, pactos de no agresión entre corrientes y, como mucho, alguna que otra victoria pírrica. No es este un texto, en definitiva, de autoayuda para psicólogos emprendedores, sino de autorreflexión y autocrítica disciplinar para psicólogos curiosos e inquietos. Podría decirse que algunas de las estrategias adoptadas para la redacción de este texto, sobre todo ante las cuestiones más formales, se poseen de oficio, máxime con el respaldo de algunas buenas propuestas de protocolización (por ejemplo, Rosa, Huertas y Blanco, 1996). Así, es un lugar común en los manuales contemporáneos de historia de la psicología señalar una diferencia metodológica —incluso moral— entre la vieja historia y la nueva historia: la primera supuestamente construida a través de datos vagos y no comprobados, reproducidos miméticamente de relato en relato; y la segunda rigurosamente asentada en el trabajo directo con las fuentes originales —conocidas como «fuentes primarias» —, esto es, las obras de los autores tratados, e incluso sus documentos personales y privados conservados en archivos (una breve y excelente revisión del devenir de la «nueva historia» puede encontrarse en Vera, 2006). En realidad, la cuestión es un poco más compleja: incluso la investigación de alto nivel de temas nuevos y originales —o de revisión crítica de antiguos— recurre a estudios previos, si bien rigurosos —las así llamadas «fuentes secundarias»—, para ilustrar y dar por sabidos ciertos aspectos secundarios de su argumento. Esta estrategia compositiva es mucho más habitual en los trabajos con una orientación eminentemente didáctica como éste. Con todo, en nuestro proceso de redacción hemos recurrido constantemente a obras originales de los autores tratados, sobre todo siempre que en las fuentes secundarias detectábamos aspectos importantes que habían sido obviados, malentendidos o resultaban contradictorios. Como señalábamos antes, más importante para nosotros ha sido la forma de delimitar los contenidos a tratar, y particularmente una cuestión tan básica como definir los límites temporales en los que encuadrar nuestro relato. ¿Por dónde empezar? ¿Cuándo nace la Psicología? Con frecuencia se insiste en que la psicología es aún una ciencia joven, naci-

Introducción

da apenas en los últimos años del siglo xix con la fundación del primer laboratorio de psicología experimental. A la vez, sin embargo, suele ser un lugar común referirse a obras como el Tratado del alma de Aristóteles, del siglo iv a. C., para hablar de las primeras obras de psicología. Entre lo uno y lo otro transcurre prácticamente toda la historia del pensamiento occidental. Situar los inicios de la psicología en uno u otro momento dependerá de los criterios que utilicemos para definir qué entendemos por psicología, pero también qué entendemos por ciencia. Todo ello, además, dependerá de cuáles sean nuestros propósitos a la hora de contar esta historia, que pueden ir desde la legitimación de su estado actual hasta la apertura de un espacio para la crítica y la reflexión.

¿Cuándo y dónde nace la psicología? La historiografía convencional sitúa el origen de la psicología como disciplina científica a finales del siglo xix, en Alemania, con el establecimiento del primer laboratorio de psicología en Leipzig, en 1879, por parte de Wilhelm Wundt. Se trata de un mito fundacional que deposita en el empleo del método experimental —en el que Wundt se había formado durante sus investigaciones precedentes en el campo de la fisiología, con científicos como Johannes Müller y Hermann von Helmholtz— el rasgo definitorio de una psicología científica. Es sobre todo esa impronta «experimental», junto al papel institucional desempeñado por el laboratorio como centro ineludible de formación (también a nivel internacional), lo que ha hecho que el nombre de Wundt haya pasado muy por delante de otros contemporáneos suyos que planteaban proyectos bastante diferentes1. Por ejemplo, en 1874, el mismo año en que aparecía un famoso

1  Que los psicólogos de hoy en día tendamos a subrayar nuestra independencia disciplinar y nuestra condición «científica» a partir de la gran importancia atribuida a un hito fundacional eminentemente institucional como un laboratorio —y no a un hallazgo científico, teórico o epistemológico— no es algo anecdótico. Revela algo incómodo, quizá cierto «complejo de inferioridad», en nuestra identidad colectiva como profesionales de la investigación o la práctica científica; sobre todo cuando aspiramos a equipararnos, siendo más papistas que el Papa, al referente epistemológico inevitable representado por las así llamadas «ciencias duras» (la física, la química, la fisiología, etc.). La pregunta por el origen histórico de estas últimas —bien en sentido teórico, bien en sentido institucional—suele resultar anecdótico o irrelevante, entre otros motivos porque nadie suele cuestionarse que sean «verdaderas ciencias» (sobre estas cuestiones puede verse Blanco y Castro, 1999; Castro, 2007; y Castro, Jiménez, Morgade y Blanco, 2001).

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tratado de Wundt titulado Fundamentos de psicología fisiológica, Franz Brentano publicaba su Psicología desde el punto de vista empírico. Unos años más tarde, Wilhelm Dilthey, que a partir de sus trabajos sobre las ciencias históricas se había interesado por una psicología real, concreta y total, desarrollaría su propuesta en una obra de 1894, Ideas sobre una psicología analítica y descriptiva. Todos estos nombres y proyectos, en todo caso, nos siguen situando en un momento y un lugar muy concretos: la Alemania de finales del siglo xix. Ciertamente, el modelo de universidad por el que se apostó en Alemania a partir de 1810 permitió una proliferación excepcional no solo de la psicología, que en realidad empezó a contar con cátedras propias de forma comparativamente tardía, sino de otras muchas disciplinas, como la fisiología, la filología o las ciencias históricas. Ahora bien, la investigación historiográfica de los últimos años ha defendido la existencia de una psicología empírica e incluso experimental mucho antes de esta institucionalización. A este respecto, el siglo xviii, según el historiador de la psicología Fernando Vidal (2006), parece haber sido el escenario de un desarrollo sin igual de trabajos de carácter psicológico, visible especialmente en la explosión de publicaciones tanto académicas como populares (revistas y novelas). Vidal plantea la existencia ya entonces de todo un debate metodológico en torno a las posibilidades de una psicología empírica (matemática y experimental), en el que habría venido a intervenir Kant a la hora de juzgar la posibilidad de que ésta fuera una ciencia. Ese escenario era fundamentalmente germano, pero en él venían a confluir importantes intercambios con otras tradiciones nacionales, especialmente la británica y la francesa (o francófona, más bien), que seguirán teniendo su importancia mucho después, a la hora por ejemplo de interpretar la formación recibida en el laboratorio de Wundt, convertido en el punto de encuentro y formación internacional de las primeras generaciones de psicólogos. Así, a muy grandes rasgos, en Gran Bretaña, a partir del análisis de la «mente» que planteó John Locke a finales del xvii y su desarrollo posterior por David Hume, durante el siglo xix dominaría una tradición psicológica basada en el asociacionismo y el empirismo. En Francia, donde Locke tuvo una gran influencia, se desarrolló también durante el siglo xviii una filosofía marcadamente empirista y materialista, de la mano

Introducción

de los llamados «ideólogos». Estos filósofos se planteaban precisamente desarrollar una «ciencia de las ideas», aunque preferían llamarla «ideología» en lugar de «psicología» —un término que ya había introducido y sistematizado en Alemania el filósofo racionalista Christian Wolff— por ser éste un término que asociaban a la metafísica del Antiguo Régimen. Wolff había incorporado en su sistema la psicología como parte de la metafísica, distinguiendo entre una psicología racional (estudio del alma a priori) y una psicología empírica (a partir de la observación de los fenómenos mentales). A partir de ahí se sucedieron toda una serie de intentos de medición de los procesos mentales, con los consiguientes debates en torno a la posibilidad de una investigación psicológica empírico-experimental (Vidal, 2006). En todo caso, otros investigadores se remontan mucho más atrás en el tiempo y defienden la existencia de una psicología empírica, natural, ligada a las primeras apariciones del término «psicología», en el contexto de la reforma protestante, en un momento de inquietud religiosa, de crisis de la espiritualidad, que conlleva nuevas reflexiones sobre la naturaleza humana. El término, en efecto, había empezado a utilizarse con cierta sistematicidad a finales del siglo xvi, en pleno auge del Humanismo, de reforma de las universidades y de nuevas lecturas del tratado De Anima de Aristóteles. A juicio de Paul Mengal (2005), la presencia del término en estos textos, que se enmarcan en un contexto de crisis de la filosofía natural medieval y de renovación del conocimiento anatómico, implicaría la emergencia de un nuevo campo disciplinar: una psicología como ciencia natural, en estrecha relación con los desarrollos antropológicos y anatómicos de la época, que habría contribuido a instaurar el dualismo mente-cuerpo que encontraremos poco después en Descartes2. Otros autores defenderán, sin embargo, que la aparición del vocablo «psicología» en esos textos no es más que una traducción erudita (helenizante) de la expresión latina De Anima (Sobre el alma), uno de 2   Como veremos en el primer capítulo, el dualismo mente-cuerpo cartesiano plantea que el ser humano está compuesto de dos sustancias radicalmente distintas: el cuerpo (res extensa), por un lado, entendido como una máquina (cuyas operaciones se pueden explicar como procesos físicos, sin necesidad de recurrir a fuerzas vitales) y el alma o mente (res cogitans), por otro, que Descartes identifica con el «yo pensante». Esta alma cartesiana se distingue por la capacidad de pensar y por ser lo contrario de la materia, es decir: inextensa, indivisible e incuantificable (no requiere de ningún lugar ni depende de nada material para existir).

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los libros más comentados de Aristóteles desde el final de la Edad Media, sin que dicha terminología haya tenido por sí misma mayores repercusiones conceptuales y prácticas (Gantet, 2008). Es decir, la irrupción y difusión del vocablo «psicología» a finales del siglo xvi no parece haber ido acompañada de una reorganización del conocimiento sobre el alma o la mente en torno a una ciencia unitaria, que pudiera considerarse antecedente más o menos directo de la psicología moderna. Para Gantet, en línea con Vidal (2006), no será hasta el siglo xviii cuando algo así empiece a dibujarse, como parte de un proceso de psicologización del ser humano que se desarrollaría sobre todo a partir de la influencia del Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke (1690) y que conllevaría un nuevo lenguaje para referirse a la mente y a la conciencia.

Multiplicidad de saberes y prácticas: ¿unidad disciplinar? Ciertamente, las reflexiones que hoy calificaríamos como «psicológicas» que se hacían en los siglos xvi y xvii, como por otro lado venía ocurriendo desde la propia filosofía clásica y los inicios del pensamiento cristiano, se podían encontrar tanto en el ámbito de la filosofía natural (física y medicina) como en el de la filosofía moral, y estaban ligadas a cuestiones teológicas (especialmente a la cuestión de la inmortalidad del alma). El auge de este tipo de discusiones desde finales del xvi y durante todo el siglo xvii no tiene que ver sólo con una dimensión teórica del conocimiento; antes bien, se encuentra ligado a una serie de cuestiones prácticas, que tienen que ver con el gobierno (especialmente con el control social) y con el autogobierno, en un momento en que el hombre empieza a dejar de ser un súbdito para tantear la senda del individualismo moderno. Todas estas prácticas, que se apoyan en un conocimiento del funcionamiento de nuestra psique, contribuirán precisamente al acervo de las llamadas «tecnologías del yo», es decir, procedimientos técnicos utilizados para regular el propio comportamiento o los propios pensamientos y emociones (como la confesión o la oración, por ejemplo; Foucault, 1990). La importancia de toda esta historia «pre-institucional» o «pre-disciplinar», por así llamarla, radica entre otras cosas en el hecho de que la psicología contemporánea encuentra ahí, probablemente a su pesar, el

Introducción

desarrollo de sistemas conceptuales que, con más o menos variaciones y discontinuidades, siguen permeando hoy nuestro vocabulario y pensamiento. Pero también, y sobre todo, encontramos ahí la historia de las aplicaciones o dimensiones prácticas de la psicología, especialmente relacionadas con el gobierno de los otros y de sí mismo. La carcasa disciplinar o institucional (en el sentido de entramado de puestos en la universidad, academias, sociedades científicas, etc.) intentará aunar la pluralidad de saberes y prácticas al servicio de un discurso «psicológico» y «científico» típico de la modernidad occidental. Pero antes de ese momento, como decimos, existían teorías, prácticas y técnicas sobre la mente y el comportamiento directamente relacionadas con lo que hoy, en sentido amplio, podemos entender por «psicológico». Esa historia pre-disciplinar debe contemplarse como una polifonía de historias, ideas y prácticas, que tienen que ver tanto con la medicina como con el derecho, la filosofía (natural y moral) y la teología, que dominará sobre todas las demás hasta el siglo xviii. Aunque ofrecer una síntesis del panorama pre-disciplinar de la psicología sería una tarea tan titánica como quimérica, sí creemos pertinente ofrecer algunas pinceladas al respecto. Eso nos permitirá 1) reconocer la historicidad de nuestros conceptos y muy particularmente de la propia idea de sujeto que constituye nuestro objeto de estudio; 2) vislumbrar la genealogía —es decir, los procesos a través de los cuales han ido tomando forma— de una parte de las discusiones teóricas y metodológicas en las que se mantiene enredada la psicología (como la cuestión del dualismo mente-cuerpo); y 3) constatar que esa pluralidad de saberes y prácticas sigue muy presente hoy en nuestra disciplina, cuya unidad responde, más que a un realidad teórica y metodológica, a «un pacto de coexistencia pacífica» (Canguilhem, 2002). Así pues, antes de iniciar nuestra andadura por la historia de la psicología como disciplina científica e institucionalizada (con sus revistas, cátedras y laboratorios) a partir del siglo xix, dedicaremos un primer capítulo a señalar algunos de los hitos de esa historia pre-disciplinar, desde la filosofía clásica, donde ya coexiste una noción platónica de alma (inmortal, transcendente) con otra aristotélica (más naturalista, como principio de vida inseparable de los cuerpos) hasta la revolución científica del xvii, donde se impondrá la noción de mente como espacio

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subjetivo, pasando por la Edad Media y el humanismo renacentista. En ese largo periodo, donde los clásicos se olvidan, se recuperan, se combinan con otras filosofías y se reinterpretan a la luz de diferentes contextos hasta hacerlos más o menos irreconocibles, encontraremos claves para entender muchos de los rasgos que marcan su desarrollo posterior. Podremos así aproximarnos con más elementos de análisis a algunos de los nudos conceptuales sobre los que se asienta la disciplina.

Más allá de Occidente y la ciencia moderna Conviene en todo caso no olvidar que restringir nuestro punto de partida al contexto alemán de los siglos xviii y xix supone ya una elección que deja fuera otras muchas posibilidades, y no sólo otras tradiciones nacionales europeas. Del mismo modo que en el contexto occidental asistimos a una larga historia filosófico-religiosa, de la Antigüedad a la Edad Media, el Renacimiento y la época de la ciencia moderna, de la que se va nutriendo la cultura psicológica que eclosionará con su institucionalización disciplinar en el siglo xix, existen otras tradiciones no occidentales, cuyos respectivos acervos de saberes y prácticas acerca del funcionamiento del alma siguen su propio curso, marcadas por sus propios contextos sociales, religiosos y técnicos. Una historia más ambiciosa de la psicología que la que nos proponemos trazar aquí bien podría aspirar a cubrir este tipo de cuestiones, no sólo por la distancia que un mínimo ejercicio comparativo nos permitiría tomar respecto de la supuesta universalidad de nuestras propias categorías, teorías y prácticas3, sino por la actualidad de que gozan estas «otras psicologías» en sus respectivos lugares de origen. Allí, como ha estudiado por ejemplo la historiadora de la psicología Irmingaard Staeuble (2004), se ha de convivir en un mundo post-colonial con una psicología occidental de importación. Pero entrar en eso nos llevaría demasiado lejos. 3   Este fue, por ejemplo, el punto de partida de la tarea historiográfica de Kurt Danziger en su clásico Naming the mind (Danziger, 1997), en el que «desnaturaliza» las categorías de la psicología occidental ante su contacto con la psicología local en Indonesia. Por lo demás, téngase en cuenta que, tal y como nos muestran la etnopsicología y la etnopsiquiatría, no en todas las culturas se tiene la idea de que existe lo psicológico como un ámbito específico de la realidad, ni tampoco en todas las culturas se experimentan los problemas psicológicos que nosotros experimentamos (Leenhardt, 1997; Nathan, 2013; Pazos, 2008).

Introducción

Con todo, y por lejanas que nos parezcan, no estará de más recordar que la propia filosofía griega, sobre la que se asientan los pilares del pensamiento occidental, bebe también de algunas de las tradiciones orientales que han alimentado a esas «otras psicologías». Así ocurre por ejemplo tanto con ideas sobre la inmortalidad y reencarnación del alma como con prácticas asociadas a su purificación a través de la meditación, el ayuno y otras técnicas propias del ascetismo —tan de moda, en versiones más o menos adulteradas, en el mundo globalizado de nuestros días—. Curiosamente, algunos aspectos relacionados con estas prácticas disfrutan hoy, con todos los matices que impone su importación, de un renovado interés por parte de la psicología «científica» occidental. A este respecto, cabe mencionar por ejemplo el creciente protagonismo de prácticas como el llamado mindfulness, que recoge técnicas de la práctica budista de la meditación, si bien con la pretensión de desligarlo del sistema filosófico y religioso en el que se basa y someterlo a criterios científicos mediante el análisis cuantitativo del bienestar que produce en quienes lo practican.

¿Para qué sirve la historia de la psicología (y este libro)? ¿Para qué sirve mirar al pasado y conocer la historia de la psicología? Hasta hace relativamente poco tiempo, la historia de la psicología —como la de otras disciplinas— se venía construyendo sobre el supuesto de un desarrollo acumulativo y de progreso. Este tipo de reconstrucciones históricas, cuya base solía ser una perspectiva internalista —denominada así por remitir el cambio histórico a una lógica interna de las teorías— se acompañaba habitualmente de un punto de vista según el cual el mérito personal de los grandes genios científicos, sus anhelos y motivos, era lo que impulsaba los logros y desarrollos alcanzados. Era ésta una historia testimonial, poco integrada en el cuerpo teórico-epistemológico de los saberes y prácticas de la disciplina, aunque cumplía un papel muy importante a la hora de reforzar la memoria colectiva y, con ella, la identidad profesional del psicólogo. El psicólogo, en efecto, quedaba así inscrito en una historia de progreso y superación científica donde cada investigador, terapeuta, orientador, etc., se convertía en un eslabón más, en un actor relevante de la trama, aunque sólo fuera como un actor secundario o un extra. Se trata de una historia no exenta, además, de importantes efectos paradójicos —y que se reflejan bien en el arrinconamiento que, tal y

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como comentábamos al principio, los contenidos de historia de la psicología están sufriendo en los planes académicos desde el Plan Bolonia—. Toda vez que la identidad científica del psicólogo está supuestamente garantizada, que su conciencia profesional no está atormentada por el malestar epistémico, una historia estrictamente legitimadora pierde su función, se vuelve innecesaria (sobre estas cuestiones pueden verse Blanco y Castro, 2007 y Castro, 2007). Sin embargo, desde aproximadamente la década de los años setenta del pasado siglo, la historiografía empezó a atender a los aspectos más contextuales o externos de la empresa psicológica, poniendo en entredicho el modelo «internalista» de progreso o, al menos, matizándolo en gran medida. Cuestiones culturales, socio-institucionales, técnicas, políticas o morales de todo tipo empezaron a verse como decisivas en los derroteros que seguían las teorías y las prácticas de la disciplina (Caparrós, 1985; Furumoto, 1989; Hilgard, Leary y McGuire, 1991; Woodward, 1980). Las consecuencias de esta nueva perspectiva, sus causas, efectos y alianzas con nuevas formas de mirar hacia el pasado, han sido múltiples y complejas (véase Vezzetti, 2007). Aquí sólo vamos a señalar muy brevemente algunos de los derroteros que consideramos más interesantes, aunque en puridad ninguno de ellos deba englobarse dentro la «nueva historia de la psicología». Más bien comparten con ella cierta sensibilidad o aire de familia. Uno de esos derroteros es la historia compensatoria, como la que procede de la crítica feminista y su reivindicación de la contribución realizada por las mujeres a la historia de la ciencia y la cultura (véase García, 2005). Junto a esta mirada crítica se ha promovido la necesidad de dar visibilidad a otro tipo de cuestiones, de tal manera que actualmente su denominador común sería la sospecha ante las narraciones históricas tradicionales y asentadas. En lo que toca a nuestra disciplina, la historia compensatoria se fundiría con la sensibilidad que reclama la atención sobre opciones psicológicas abandonadas y eclipsadas por otras. Esto incluiría, claro está, el caso particular de las mujeres. Una segunda aproximación que consideramos relevante señalar es la genealógica. Según esta, el campo psicológico sólo sería un dominio de prácticas y teorías más entre los dispuestos históricamente por la cultura occidental para construir tipos de sujetos (o subjetividades) bien

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ajustados sus fines sociales (democracia, totalitarismo, felicidad, independencia, autogobierno, etc.). De esta perspectiva se derivan algunas posiciones especialmente críticas que señalan el carácter de la psicología científica como instrumento de control y sometimiento del sujeto moderno. Otras posiciones genealógicas, sin embargo, asumen la inevitable utilización de herramientas culturales y artefactos con los que el sujeto iría construyéndose históricamente, definiéndose así lo que en cada momento asumiría como «naturaleza humana». Podríamos considerar este último planteamiento como una tercera perspectiva. En ella la psicología se reconoce a sí misma como una tecnología de construcción de subjetividades, lo cual convierte la mirada al pasado de la disciplina en algo imprescindible o sustantivo de la misma. El análisis del pasado se reintegraría plenamente en el cuerpo teórico-epistemológico de los saberes y prácticas psicológicos. No hablaríamos ya, por tanto, de una historia legitimadora de la identidad del psicólogo —una historia periférica o testimonial—, sino de mirar al pasado como algo necesario para entender en toda su complejidad lo que denominamos «sujeto psicológico» (diversas aproximaciones a esta cuestión pueden encontrarse en Fuentes, 2007; Loredo, Sánchez y Fernández, 2007; Smith, 2007). Conviene en todo caso advertir que, como siempre que hablamos de la identidad disciplinar de la psicología, las cosas no son tan simples y claras: no es tan fácil distinguir entre una vieja historia triunfalista y obsoleta y una nueva historia crítica y suspicaz. En puridad, apenas se han hecho historias «internalistas» y de «grandes genios» sin atender en absoluto a los aspectos socio-institucionales y culturales que condicionaron el supuesto progreso de la disciplina (Lovett, 2006). Igualmente, resulta difícil hacer una historia contextual, compensatoria, crítica o genealógica de la psicología sin tratar de reconstruir algo de lo que sucedió en el pasado, identificar agentes relevantes y suponer una proyección, sea la que sea, hacia el futuro. El propio relato que el lector encontrará en las páginas que siguen se ajusta bien a esta lógica híbrida. Su imperativo didáctico exige una narración concatenada de hechos históricos a través de teorías y figuras consideradas como relevantes por la disciplina tal y como la entendemos hoy, pero nos gustaría no haber renunciado a preservar un espíritu crítico alimentado de compensaciones y aperturas genealógicas del campo cuando corresponda.

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Teniendo todas estas cuestiones presentes, podríamos considerar que el propósito básico de este libro es ofrecer unos contenidos que permitan al lector, en primer lugar, entender las condiciones históricas, filosóficas y científicas que posibilitan la constitución de la disciplina en el siglo xix; y, en segundo lugar, conocer las diferentes vías de desarrollo que sigue, tanto en el sentido de las diferentes corrientes y escuelas que se proponen desde un primer momento, con sus respectivas bases teóricas, como sus sucesivas derivas y las diferentes aplicaciones con las que se irá engranando en la sociedad. De esta forma, esperamos ofrecer un panorama más o menos global que ayude a dar sentido a la fragmentación de contenidos y propuestas teóricas a las que solemos enfrentarnos cuando oteamos el paisaje de lo psicológico. Esperamos así dotar al estudiante de unas herramientas con las que poder posicionarse críticamente en el complejo paisaje de la psicología, afectado por lo que se ha dado en llamar un pluralismo epistemológico crónico o crítico y, en último término, constitutivo de la disciplina (diferentes perspectivas al respecto pueden consultarse en Blanco, 2002; Ferreira, 2010; Gergen, 2010; Parker, 2010; Pinillos, 1962; y Richards, 2002). También, esperamos abrir una reflexión acerca del ambivalente lugar ocupado por la psicología en el conjunto de las ciencias, desde las primeras disquisiciones de Kant sobre el lugar de la psicología empírica y el doble programa de Wundt, hasta la progresiva deriva neurocientífica de la investigación en psicología. A este respecto, y retomando algunas de las inquietudes con las que iniciábamos esta introducción, cabe señalar por ejemplo que la adscripción, cada vez más generalizada, de la psicología al área de las Ciencias de la Salud otorga a la vertiente clínica un lugar preponderante entre las diferentes áreas de investigación. Ciertamente, se recoge con ello una supuesta demanda social, al tratarse de la práctica más popular y solicitada en nuestros días, en parte probablemente por el gran impacto mediático y cultural de las terapias psicoanalíticas (marginadas sin embargo desde el ámbito académico por su presunta falta de cientificidad). Pero la centralidad de la cuestión sanitaria impone sobre el conjunto de la investigación una mirada que, por más laxa que sea la definición de salud que ofrece la Organización Mundial de la Salud, que se refiere a un bienestar físico, psicológico y social, no deja de distorsionar muchas líneas de investigación, no directamente ligadas a esa dimensión clínica.

Introducción

Adicionalmente, cabe señalar que esta adscripción sanitaria de la psicología no repercute sólo sobre el predominio de la práctica clínica o terapéutica, sino que apuntala también una mayor apertura a una investigación básica de carácter biológico, especialmente ligada a la genética y las neurociencias —ciencias naturales de las que una buena parte de la psicología no deja de sentirse algo así como la acomplejada «hermana menor»—. Se dan aquí nuevamente una serie de paradojas importantes, especialmente en la medida en que las modernas neurociencias, que empiezan su despegue a partir de los años sesenta reuniendo a científicos de múltiples ámbitos (matemática, física, química, cibernética, farmacología, etc.), estudian los procesos cerebrales en un plano molecular, en términos biofísicos, químicos y eléctricos no traducibles al plano psicológico (Rose y Abi-Rached, 2013). Como venimos señalando, este tipo de cuestiones configura buena parte del horizonte de sentido actual de lo que se relatará a partir de aquí, y de hecho volveremos sobre ellas en el epílogo. En todo caso, el relato histórico que ofrecemos también está trufado de claves para poder observar la psicología actual desde otros muchos puntos de vista, algunos, esperamos, especialmente críticos, reveladores y enriquecedores a la hora de pensar en alternativas teóricas y prácticas. 1  1  2

Sería injusto cerrar esta introducción sin reconocer la ayuda y apoyo que nos han ofrecido muchos amigos y compañeros. La redacción de este libro ha sido una labor larga y ardua que ha ocupado buena parte del tiempo de los autores estos últimos años. A estas alturas, nuestra memoria histórica alcanza a recordar los consejos, correcciones y opiniones de Elena Battaner Moro, Florentino Blanco Trejo, Saulo de Freitas Araujo, Rubén Gómez Soriano, Fania Herrero González, Álvaro Pazos Garciandía, Alberto Rosa Rivero y José Carlos Sánchez González. También habría que incluir en esta lista a los numerosos alumnos y tutores del Grado de Psicología de la UNED que con sus preguntas y apreciaciones nos ayudaron a aquilatar la primera versión divulgada de este texto. Muchas de las mejores cosas que siguen a continuación se deberán a ellos. Los errores son, naturalmente, exclusiva responsabilidad de los autores.

PARTE I

LA PSICOLOGÍA ANTES DE LA PSICOLOGÍA

CAPÍTULO I NOTAS PARA UNA HISTORIA PRE-DISCIPLINAR DE LA PSICOLOGÍA

EL ALMA EN LA FILOSOFÍA GRIEGA Y ROMANA: ENTRE EL IDEALISMO PLATÓNICO Y EL NATURALISMO ARISTOTÉLICO La aparición del término «psicología» en el siglo xvi está ligada a una nueva ola de comentarios, en el contexto de la reforma protestante, al tratado De anima (Sobre el alma) de Aristóteles (384-322 a. C.), en el que se aborda el problema de la definición del alma. Esta obra es en efecto considerada por muchos como el primer tratado de psicología. Ahora bien, el concepto de «alma» que se maneja ahí está muy lejos del que se desarrollará a lo largo de la modernidad. Para empezar, el tratado forma parte de sus estudios de biología. Podría parecer por ello que se anticipa a la creciente biologización de lo psíquico, pero no es así. Aristóteles no pretende reducir el alma al cuerpo, y menos aún al cerebro. Antes bien, entiende el alma como aquello que da vida al cuerpo (anima), y sería ella precisamente la que vendría a explicar la diferencia entre los seres vivos (animados) y los no vivos (inanimados). Estamos pues ante un dualismo muy diferente del que se impondrá más adelante entre mente y cuerpo. Aristóteles define el alma como la «forma» del cuerpo, en concreto la forma de un cuerpo natural que potencialmente tiene vida. Como tal «forma», el alma es mortal y muere con el cuerpo. Se opone así a la tradición platónica, para la que el alma era inmortal y eterna, sometida a un ciclo de reencarnaciones, siendo el cuerpo la cárcel o tumba en la que el alma viviría encerrada. La inmortalidad del alma, en efecto, es un rasgo fundamental del pensamiento de Platón (427 a. C.–347 a. C.), que recogía a este respecto la doctrina de la transmigración de las almas. Para Platón existe un mundo aparte, divino, más real y verdadero que el mundo sensible y cambiante en el que vivimos. Este mundo material no sería más que una

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copia, mero reflejo de ese mundo eterno e inmutable en el que residirían las Ideas o Formas. Las Ideas serían algo así como los conceptos universales que existirían más allá de las cosas o acciones particulares (por ejemplo, la Idea de «triángulo» como figura geométrica de tres lados, de ningún tamaño en concreto, pero también las Ideas de Verdad, Justicia y Belleza). De este mundo ideal procederían originalmente todas las almas y a él volverían cíclicamente, tras varias reencarnaciones, una vez liberadas del cuerpo mortal. El alma actuaría así como punto de conexión entre el mundo de las cosas y el mundo de las Ideas, entre los que estaría dividida. Una de las imágenes que Platón utiliza para exponer esta cuestión es la de un carro alado conducido por dos caballos, uno blanco, que tiraría del alma hacia el mundo divino del que procede, donde ha contemplado las Ideas y al que anhela regresar, y otro negro, que representaría la parte del alma dominada por las pasiones mundanas. Las almas en las que predomine esta parte mundana se reencarnarán en seres inferiores, mientras que las más virtuosas (entre las que Platón situaba las de los filósofos) podrán incluso llegar a escapar del ciclo de reencarnaciones. En línea con este planteamiento, el conocimiento verdadero para Platón consistirá en el recuerdo de esa visión original de las Ideas, que guiará nuestro razonamiento, y no en la percepción de un mundo de apariencias. Frente a esta idea de alma atrapada en un cuerpo mortal, para Aristóteles el alma sería precisamente aquello que da vida y completa al cuerpo, no sólo al humano sino al de todos los seres vivos. Distingue así una serie de facultades (capacidades) del alma, distribuidas jerárquicamente en la escala de la naturaleza. En función de su presencia en diferentes seres, plantea la existencia de tres tipos de alma, a saber: 1) el alma vegetativa, presente en las plantas, a la que se asocian las facultades de la nutrición, la reproducción y el crecimiento; 2) el alma sensitiva, presente en los animales, asociada al deseo, al movimiento y a la percepción, dentro de la cual distingue entre los sentidos externos (tacto, vista, oído, gusto, olfato) y los «sentidos internos», que serían: el sentido común, encargado de integrar las formas recibidas por los distintos sentidos externos; la imaginación, capaz de representar la forma de un objeto en su ausencia; implicada también a la hora de juzgar de qué objeto se trata (inferir qué objeto está afectando a nuestros sentidos), así como si es bueno o malo para el organismo; la memoria, algo así como el registro de las percepciones, disponible para ser recuperado a través de

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la imaginación; y 3) el alma racional o intelectiva, exclusiva de los humanos, capaz de conocer los conceptos abstractos universales (a diferencia del conocimiento de los objetos individuales que permiten los sentidos). Sería lo más parecido a lo que hoy en día entendemos por pensamiento o actividad cognitiva. En lo que se refiere al alma racional o intelectiva (nous en griego), Aristóteles distingue entre un intelecto «paciente» (en potencia, es decir, que puede llegar a ser) y otro «activo» (en acto, es decir, que de hecho es), que completaría y llevaría a la perfección al anterior. Ese intelecto «activo», también llamado «agente», se encargaría de actualizar las imágenes recibidas por los sentidos para convertirlas en conceptos y juicios universales, garantizando el conocimiento racional, más allá del conocimiento de las cosas particulares que adquirimos a través de la percepción. El carácter de este «intelecto agente», que al ser común a todos los hombres sería inalterable y, como tal, eterno e inmortal, ha sido muy discutido e interpretado de formas muy diferentes a lo largo de la historia, algo sobre lo que volveremos más adelante.

MUNDO HELENÍSTICO Y ROMANO: LA FILOSOFÍA COMO TERAPIA PARA EL ALMA En el mundo helenístico y romano (siglo iii a. C. – siglo v d. C.), momento de crisis de los antiguos valores de la democracia griega a partir de la fragmentación del Imperio universal soñado por Alejandro Magno y la aparición de nuevas unidades políticas, las filosofías platónica y aristotélica cederán terreno a otras que van a poner el acento en la necesidad de enseñar a vivir. Estas filosofías (cinismo, escepticismo, epicureísmo, estoicismo) se presentan como sistemas de creencias y prácticas para la salvación individual1. Tratan de recuperar para el individuo cuestiones como la libertad de acción y decisión o la autosuficiencia sobre la que poder garantizarse una existencia virtuosa en un contexto de decadencia. En este sentido, encontramos en las filosofías helenísticas un amplio y detallado tratamiento del alma al servicio de una serie de prácticas para 1   En lo que sigue, la exposición que ofrecemos de las filosofías helenísticas se basa fundamentalmente en la presentación que hacen Carlos García Gual y María Jesús Ímaz (2008).

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la transformación interior. Las prácticas, que se presentan como terapias para la vida, consisten básicamente en actividades dirigidas al dominio de las pasiones, consideradas como la principal causa de sufrimiento. Estos ejercicios, muy conocidos y parte de la vida cotidiana de las diferentes escuelas, implicaban cuestiones relacionadas con la atención, la memorización (de la regla de vida, de los principios de vida) y la meditación, con el objeto de vigilar el espíritu, concentrarse sobre el presente y dominar el pensamiento y la voluntad. Así, además de ejercicios «intelectuales» como la lectura, la audición o la investigación, había ejercicios prácticos dirigidos a la creación de hábitos como el dominio de sí mismo o el cumplimiento con los deberes de la vida comunitaria. En este contexto, el tratamiento del alma no puede entenderse como un ámbito de conocimiento en sí mismo; hay que verlo como parte de una concepción de la física (o metafísica), la lógica y la ética que, en líneas muy generales, se mantendrá más próxima al materialismo y naturalismo aristotélico que al idealismo platónico. El estoicismo, por ejemplo, manejará una noción de alma muy cercana a la que veíamos en Aristóteles, como «forma» del cuerpo, pero extendiéndose más allá de los seres vivos al conjunto del Universo, que en una línea más platónica aparecerá dotado de inteligencia (logos o razón universal). El alma humana sería, de hecho, una partícula del alma (pneuma) que anima ese universo inteligente. Su centro y elemento superior sería lo que los estoicos llamaban un «guía interior» (hegemonikon), situado en el corazón y regido por la razón (humana), en armonía con la razón universal o logos. Gracias a esa armonía, el sabio estoico confía en el poder de su razón para vivir de acuerdo con nuestra naturaleza y alcanzar una vida serena y virtuosa. Esta noción de alma humana, y especialmente esta idea de «guía interior», profundiza tentativamente en la idea de conciencia de sí, aunque la noción de interioridad psíquica todavía esté lejos del desarrollo que alcanzará siglos después, en la Modernidad, donde los planteamientos estoicos volverán a cobrar gran importancia, con la reaparición de cuestiones como la autonomía moral o la superioridad de la razón sobre las pasiones (Hadot, 2002). El estoicismo, que fue la más influyente de las filosofías helenísticas y romanas, entre otras cosas por su mayor relación con el orden sociopolítico dominante (funcionó también hasta cierto punto como una religión pagana) sería desplazado por el cristianismo a partir del fin del Imperio

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Romano, si bien entre ambos existieron muchas continuidades. En un tiempo de constantes guerras y penurias, el cristianismo ofrecía la promesa de un mundo mejor, una justicia tras la muerte y la inmortalidad de las almas en el más allá, apelando además a aspectos pasionales del alma humana. Al mismo tiempo, surgía el neoplatonismo, la última de las filosofías helenísticas, una actualización y profunda reinterpretación de la filosofía de Platón que influiría en la concepción cristiana de la divinidad y que también incluía técnicas de cuidado de sí mismo (Hadot, 2004). En plena crisis del Imperio Romano, Plotino (204-270 d. C.), su máximo representante, lleva al extremo el idealismo de la filosofía platónica. Frente al materialismo estoico y su idea de una Razón divina (logos) inmanente y omnipresente en el mundo, el neoplatonismo plantea un mundo trascendente y divino, del que el mundo material, sensible, sería solo una copia degradada. Plotino revitaliza así el pensamiento de Platón, poniendo el foco en el problema de la relación del alma con la verdad e incorporando desarrollos aristotélicos y estoicos, entre otros. Así, al tratar de la relación entre el alma humana particular y el alma del mundo (pneuma), Plotino recurrirá al tratado De anima de Aristóteles, señalando que el alma humana pertenece a la vez al mundo sensible (alma inferior sensitiva y vegetativa) y al «intelecto agente», esa alma superior-intelectiva que está fuera del mundo. Igual que para Platón, para quien el recuerdo de la visión de las Ideas permitía al alma reencontrarse con el mundo de las Ideas y liberarse de la cárcel del cuerpo, para Plotino, el alma caída en el cuerpo, aunque muy unida a él por sus deseos inferiores, podía volver a levantarse e iniciar el proceso inverso de conversión o vuelta a lo que llamaba el Uno, el escalón último de su estructura de la realidad transcendente. ¿Cómo? A través de ejercicios espirituales, de la práctica de virtudes cívicas y purificadoras en la línea de la moral estoica. Plotino abre así la puerta a la «unión mística» según la cual el alma, purificada, se reconoce como parte del alma universal, divina. El neoplatonismo tuvo una gran influencia sobre aquellos cristianos preocupados por dotar de un sistema filosófico a su fe. Frente al materialismo pagano, el neoplatonismo ofrecía la ventaja de un alma humana inmortal y de un mundo espiritual transcendente más real que el mundo de la materia. La primera filosofía cristiana recogió también, adaptándolos, elementos clave del estoicismo como la providencia divina y su

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ordenación del mundo y los ideales ascéticos (de transformación de sí mismo), ya incorporados por el propio neoplatonismo. Pero el cristianismo ofrecía algo de lo que carecían tanto el logos cósmico y natural del estoicismo como el logos transcendente del neoplatonismo: un logos encarnado y revelado en la figura de Jesucristo. Los primeros filósofos cristianos continuarían la tradición de los ejercicios espirituales en la vida monástica, profundizando en la meditación y en el examen de conciencia; pero el fin último de su filosofía y de estos ejercicios no será otro que conocer a Dios. San Agustín (354-430 d. C.) dará de hecho un gran impulso al estudio introspectivo del alma como forma de acceso al conocimiento de Dios, en obras como sus Confesiones (400 d. C.).

LA CIENCIA DEL ALMA EN LA EDAD MEDIA: DE LA FILOSOFÍA PLATÓNICO-AGUSTINIANA A LA ESCOLÁSTICA Mientras que los representantes del neoplatonismo ejercerían su influencia sobre todo en Oriente Próximo, donde las obras de la filosofía clásica serían traducidas al árabe, al hebreo y al latín, la filosofía platónico-agustiniana dominaría el pensamiento medieval en Occidente durante toda la Alta Edad Media (siglos v-xi). El reencuentro con la filosofía clásica no se produciría hasta el final de este periodo, con la expansión de la cultura árabe y el acceso a dichas traducciones. El naturalismo de Aristóteles, que empezó a difundirse durante la Baja Edad Media (siglos xi-xv), resultaba en principio incompatible con el dogma eclesiástico, la concepción cristiana de la inmortalidad del alma humana y la meditación introspectiva como fuente del conocimiento. Sus textos se vieron así sometidos a importantes transformaciones e interpretaciones. La filosofía desarrollada en ese contexto, que intentaba precisamente comprender la revelación religiosa del cristianismo desde las nuevas perspectivas que esas obras aportaban, recibió el nombre de Escolástica (que remite a las «escuelas» monásticas y catedralicias, predecesoras de las primeras universidades). Filosofía y teología iban así de la mano, buscando la compatibilidad entre fe y razón. El apogeo de la Escolástica tuvo lugar en torno al siglo xiii, un momento especialmente importante en el plano de la reflexión teológica,

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con nombres como San Buenaventura (1221-1274) o Santo Tomás de Aquino (1224-1274). Mientras que el primero, con una dimensión mística, subordinaba el trabajo filosófico a la búsqueda de lo divino, el segundo apostará por una relativa autonomía de la filosofía. En el mundo islámico, tras una primera huella de neoplatonismo, el alma se había seguido estudiando fundamentalmente desde una perspectiva naturalista, combinando la filosofía aristotélica con la medicina romana tardía, como la de Galeno (129-216 d. C.). Siguiendo de cerca el planteamiento de Aristóteles y sus comentaristas islámicos, y en contra de la idea platónico-agustiniana del cuerpo como tumba o prisión del alma, Santo Tomás definirá el alma humana como la forma del cuerpo. Sigue también la clasificación aristotélica de las facultades del alma, manteniendo la distinción entre alma vegetativa, sensitiva y racional, si bien se cuidó más de introducir aspectos que separaban al ser humano del animal, incorporando algunos matices importantes que otorgaban al primero un mayor control racional. Asimismo, se aleja de la noción de «intelecto agente» planteada por los comentaristas islámicos de Aristóteles, que lo habían identificado, influidos por el neoplatonismo, con la divinidad2. En su lugar, Santo Tomás devuelve el «intelecto agente» al alma humana, haciendo del conocimiento un producto activo del pensamiento humano y no un don de la iluminación divina. Con este desplazamiento, Santo Tomás restringe la razón humana al conocimiento del mundo de la naturaleza. Según él, a Dios sólo podemos conocerlo o bien por la revelación sobrenatural que nos transmite la Iglesia, o bien infiriéndolo a partir de sus efectos, de su obra en el mundo. Aunque Santo Tomás trató de conciliar razón y revelación, introduciendo la perspectiva naturalista en el seno del cristianismo platónico tradicional, al separar el conocimiento del mundo (la filosofía) del conocimiento de Dios (la teología) también sentó las bases para el futuro conflicto entre razón y fe, con el que dará comienzo la filosofía moderna.

2   Avicena (980-1037) hablaba de una especie de «intelecto angélico» que nos iluminaría y guiaría hacia el conocimiento de las Ideas. Esta concepción de un intelecto agente independiente, en acto puro, sería la que llegara a Europa a través de Averroes (1126-1198) en el siglo xii. Esta versión del intelecto agente, inmortal y separado del alma humana, daría lugar a controversias en el seno del cristianismo: si era idéntica a todos los seres humanos, y en ningún caso equiparable a un alma personal, difícilmente podía ser juzgada en un supuesto Juicio final.

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EL RENACIMIENTO Y LA REFORMA PROTESTANTE: LA CIENCIA DEL ALMA AL SERVICIO DE LA SALVACIÓN Con el progresivo redescubrimiento de las fuentes clásicas, se difundieron las ideas del antiguo humanismo griego, promoviendo una nueva concepción del ser humano y del mundo que intentaba dejar atrás el teocentrismo medieval. En este momento, además, la Reforma Protestante iniciada por Martin Lutero (1483-1546) en Alemania, que denunciaba la degeneración de la institución eclesiástica. Se producía con él la división confesional del Sacro Imperio Romano Germánico3, que abría la puerta a un pluralismo religioso hasta entonces insólito. En la línea de la filosofía greco-latina como terapia para la salvación individual, el conocimiento del alma humana se convierte a partir del Renacimiento en un tema central, si bien en estos momentos, en el marco de una sociedad cristiana, su objetivo fundamental es alejarnos de nuestra naturaleza pecaminosa. Todo teólogo debía dominar las discusiones más eruditas sobre el alma, sobre los cinco sentidos externos, sobre el saber y la voluntad (Gantet, 2008). En ese sentido, Philipp Melanchthon (1497-1560), discípulo de Lutero, otorgó en su reconstrucción de las universidades protestantes centroeuropeas un lugar primordial a las artes prácticas para el manejo del alma, como por ejemplo la «retórica». Es precisamente en este contexto, en la última década del siglo xvi, cuando empieza a aparecer en algunos textos de la escolástica protestante el término «psicología», como una traducción helenizante de lo que se venía llamando «ciencia del alma» (psiqué + logos). Ahora bien, lejos de apuntar al nacimiento de una nueva disciplina, el estudio del alma se sigue dando en diferentes ámbitos: la física, donde se estudiaba la parte del alma ligada al cuerpo, es decir, a los sentidos (más o menos lo que hoy llamaríamos fisiología); la llamada pneumatología, dedicada al estudio de los espíritus (el alma inmortal); y la filosofía moral (ética y política), centrada en el escrutinio del alma racional, compuesta de entendimiento y voluntad así como de una conciencia moral, juez interno 3   Agrupación de países europeos en torno a la Europa central formada a mediados del siglo x con la pretensión de dar continuidad al Imperio Romano, así como al dominio de la dinastía de Carlomagno, que prevaleció en gran parte de Europa en los siglos viii y ix

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ante el que responden aquellos actos de la voluntad que no pasan por el entendimiento (los afectos) (Gantet, 2008). Por otro lado, con la disolución de la antigua comunidad cristiana jerárquica (articulada a través de unidades políticas como el Sacro Imperio Romano Germánico) en numerosos Estados, cada uno de los cuales se entiende como una asociación (societas) de individuos, empezarán a aparecer diferentes teorías del contrato social, jurídicas, éticas y políticas, que tratarán de explicar la unión entre esos individuos que ahora se consideran como originalmente aislados (teorías como las de Hobbes o Locke a lo largo del siglo xvii y Rousseau en el xviii) (Dumont, 1985). La noción de individuo independiente y autónomo, base de la sociedad moderna, se encuentra en pleno despegue, aunque tampoco aquí se pueda hablar aún de esa conciencia psicológica propia de la modernidad ligada al concepto de mente como espacio de la subjetividad. Según Roger Smith (1997), lo que marcará el paso a la modernidad, más que la dignificación del ser humano en sí misma, propia del Renacimiento, será la concepción del alma humana como instrumento de conocimiento, resultado de una confianza en las capacidades humanas. En ese proceso, obras como las de Francis Bacon (1561-1626), Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (15641642) resultarán fundamentales a la hora de hacer valer dichas capacidades a través de la experiencia, el razonamiento y la experimentación en la construcción del conocimiento. El desarrollo científico de los siglos xvi y xvii comportará así una preocupación creciente por un método que garantice la fiabilidad del conocimiento.

LA CIENCIA MODERNA Y LA MENTE COMO ESPACIO DE LA EXPERIENCIA SUBJETIVA Una parte importante de la responsabilidad del nacimiento de la psicología moderna recae, siguiendo a Georges Canguilhem (2002), en el desarrollo de la física mecanicista en el siglo xvii. Esta nueva concepción de la física se enfrentaba al naturalismo renacentista, de raíz aristotélica, por su atribución de capacidades o poderes a la materia (como, por ejemplo, en su tratamiento de los imanes, que se consideraban dotados del poder de la «atracción magnética»). Alineada con la sensibilidad más puritana y austera de la Reforma, la nueva filosofía natural reser-

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vaba el poder activo sólo para Dios. En este contexto, los reformadores cristianos más comprometidos con el desarrollo de la ciencia dieron un giro hacia el mecanicismo, haciendo de la materia algo completamente inerte, sin capacidades. La materia se volvía así algo mecánico, movido únicamente por la mano de Dios4. Este fue el marco científico y religioso en el que desarrolló su trabajo René Descartes (1596-1650), que llevaría ese mecanicismo hasta el cuerpo humano. Formado en la tradición escolástica, Descartes, cuyo contacto con la física le había convencido de la necesidad de desconfiar de los sentidos, se proponía desarrollar un método que nos permitiera ordenar nuestro pensamiento y no confundir lo verdadero con lo falso. A partir de una serie de premisas, la primera de las cuales consistía en no aceptar como verdadero nada que no fuera conocido de forma clara y distinta, se propuso dudar sistemáticamente de todas sus creencias, incluyendo su propia existencia. En el proceso de esa «duda metódica», Descartes concluyó que lo único indudable era que, mientras estuviese pensando, él era algo: existía. Así lo recogió su famosa fórmula cogito ergo sum, «pienso, luego existo». El «yo pensante» es descrito por Descartes como una sustancia que se distingue por la capacidad de pensar y por ser lo contrario de la materia, es decir: inextensa, indivisible e incuantificable (no ocupa espacio alguno ni depende de nada material para existir). Ese yo, alma inmaterial e inmortal, se presenta en términos radicalmente opuestos al cuerpo. Descartes se desmarca así de la noción aristotélica y tomista de alma como forma del cuerpo. En su lugar, establece una nueva división ontológica, el famoso «dualismo cartesiano», entre el cuerpo, entendido como una sustancia con todos los atributos de la materia (res extensa), como una máquina cuyas operaciones pueden ser perfectamente explicadas como procesos físicos sin necesidad de recurrir a fuerzas vitales, y el alma en general, la res cogitans, «algo que duda, concibe, afirma, niega, desea, rechaza, que también imagina y siente» (Descartes, 1647/2009, p. 99). De esta división entre cuerpo y yo pensante se desprende una idea de especial importancia, a saber, la realidad del alma inmortal, que le permitía satisfacer tanto su propia fe religiosa como la de los teólogos 4   El mecanicismo por tanto sólo se mantenía suponiendo una inteligencia superior que hubiera puesto en marcha la maquinaria del universo e incluso la reajustara de vez en cuando.

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católicos. Por otro lado, de la división entre alma y cuerpo se desprendía otra idea fundamental: que la presencia combinada de alma y cuerpo sólo se da en el ser humano. Desde el punto de vista cartesiano, los animales carecen de alma; son meras máquinas. Ahora bien, Descartes quería que los lectores advirtieran que cuando hablaba de yo o res cogitans no estaba hablando del alma en el sentido aristotélico de la palabra, y por eso recurrió al empleo del término «mens», que se refiere únicamente al principio en virtud del cual pensamos, por oposición al de «anima», que se refiere al principio vital por el que nos nutrimos, crecemos y estamos sometidos a las demás funciones que compartimos con los animales (Mengal, 2000 y 2005). A partir de este momento, pues, lo opuesto a «alma» (anima, principio de vida) ya no será la ausencia de vida (lo inanimado), sino el cuerpo, que pasa a entenderse como un autómata. Se desarrolla entonces un nuevo discurso sobre la naturaleza humana y la mente, caracterizada en términos similares a lo que era el alma intelectiva (el pensamiento consciente), del que se ocupará la moderna psicología. A ese discurso contribuirá de forma decisiva el inglés John Locke (1632-1704) con su Ensayo sobre el entendimiento humano (Smith, 1997). Como Descartes, Locke defenderá, contra el pensamiento aristotélico-tomista, que la mente sólo conoce sus propias ideas —no conoce formas o esencias, ni siquiera objetos en sí mismos—. Sin embargo, a diferencia de Descartes, que defendía el carácter innato de una serie de ideas, como la de perfección y la existencia de Dios (pero también de los axiomas matemáticos y de todas aquellas que representan esencias verdaderas, inmediatas y eternas del estilo de las Ideas platónicas), Locke planteará que todas las ideas provienen de la experiencia (de ahí que se le considere un representante del empirismo, mientras que Descartes lo es del racionalismo). Nuestros contenidos mentales más complejos, pues, no serían sino el resultado de la combinación de las sensaciones particulares que recibimos de la realidad material. Las ideas que suponíamos innatas no se encuentran en los niños ni en los retrasados mentales. Igualmente, apoyándose en la literatura de viajes, defendía por ejemplo que había pueblos que carecían de algunas ideas como la de Dios. Para ilustrar este planteamiento empirista, Locke se sirve de la metáfora de la mente como una tabula rasa, una pizarra en blanco donde las sensaciones imprimen registros de lo que ocurre en el mundo. Aunque negaba el

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carácter innato de las ideas, Locke sí admitía capacidades innatas como la reflexión, que nos permite percibir y reflexionar sobre las sensaciones que recibimos del medio físico y nuestras propias operaciones internas. La percepción, la reflexión sobre lo que percibimos y la facultad de conservar las ideas simples durante un tiempo (memoria) serían los primeros pasos del conocimiento, a los que seguirían operaciones mentales como la combinación de ideas simples en ideas complejas (por ejemplo, la idea de belleza procedería de combinar las de color y forma), la comparación de ideas particulares entre sí (ideas de relación, causa y efecto, identidad, etc.) y la abstracción, que aísla y separa a una idea de todas las que le acompañan en la vida real (Gondra, 1997). La aproximación de Locke a la experiencia está sin duda relacionada con la mirada científica de la modernidad, pero también, como en el caso de Descartes, con asuntos de fe y salvación (Smith, 1997). En una Europa devastada por las guerras entre católicos y protestantes, conocer los límites y fundamento del entendimiento humano en la experiencia podía favorecer la aceptación de la tolerancia en materia religiosa. Aunque los planteamientos de Locke podían abrir (y abrieron) la puerta al relativismo, su análisis del entendimiento humano tenía más que ver con la búsqueda de un fundamento del orden moral que no residiese en una razón transcendente, divina, sino en las leyes de la naturaleza. Así por ejemplo explicaba las pasiones (amor, deseo, esperanza, miedo…) como ideas derivadas de las sensaciones de placer y dolor, en las que se apoyaba también para explicar el fundamento último de la acción: actuamos cuando el dolor supera al placer, para escapar de la incomodidad5. Por otro lado, el papel otorgado a la experiencia le hizo conceder una gran importancia a la educación, algo que tendría gran influencia en filósofos posteriores como Jean Jacques Rousseau (1712-1778). A lo largo del siglo xvii, indagar en el funcionamiento de la mente en la línea inaugurada por Locke constituirá una preocupación fundamental para la mayoría de los pensadores. Su influencia tanto en Inglaterra

5   Filósofos morales posteriores como Jeremy Bentham (1748-1832) se apoyarían en sus ideas para desarrollar una teoría naturalista de la motivación como el utilitarismo, según el cual nuestras acciones buscarían siempre maximizar el placer y minimizar el dolor. Locke consideraba sin embargo que, gracias a la reflexión, tenemos la capacidad de suspender nuestros deseos (provocados por las sensaciones de placer y dolor) y examinar y juzgar la bondad o maldad de nuestros actos.

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como en Francia será fundamental a este respecto. De hecho, en Francia entusiasmaba todo lo inglés, especialmente el empirismo de Locke y la física de Newton. Allí su Ensayo sobre el entendimiento humano se convertirá en un pilar fundamental para el desarrollo de las ciencias humanas. Voltaire (1694-1778) por ejemplo mostraba su admiración por el logro que suponía explicar la razón humana del mismo modo en que un anatomista explica las partes del cuerpo. Y llevando al extremo su empirismo se desarrollarán doctrinas como el sensualismo, de la mano de Etienne Bonnot de Condillac (1714-1780), que reducirá todo lo mental a sensaciones, negando la existencia de facultades del alma, incluida la reflexión. No ocurrirá lo mismo en el ámbito germano, donde se plantearía una concepción alternativa, abriéndose una nueva tensión: entre una concepción mecanicista de la mente, entendida como un escenario de asociaciones entre sensaciones e ideas, propia de la tradición empirista británica y francesa, y su concepción en términos de una conciencia en la que se reflejarían las leyes lógico-matemáticas conforme a las cuales se estructura el mundo, propia de la tradición racionalista alemana. Así, el filósofo racionalista alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (16461716) contestará la obra de Locke con unos Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (publicación póstuma, en 1765, redactado entre 17031704). Como Descartes, Leibniz admitía la existencia de ideas innatas y desconfiaba de la experiencia sensible como base del conocimiento. Para él, el empirismo, al carecer de garantías acerca de la validez del conocimiento que tenemos del mundo a través de la experiencia, abría la puerta al escepticismo. A la vez, sin embargo, como hiciera unos años antes el también filósofo racionalista Baruch Spinoza (1632-1677), Leibniz se enfrentaba al dualismo cartesiano entre mente (res cogitans) y mundo material (res extensa). Mientras que el racionalismo de Spinoza sostenía que solo podía existir una sustancia, la divina, en una doctrina panteísta que identificaba a Dios con la naturaleza, Leibniz afirmaba la existencia de infinitas sustancias, «mónadas», que serían las unidades básicas constituyentes del conjunto del universo, de la realidad (una especie de «átomos», pero no inertes). Según su Monadología (1714), cada una de estas mónadas estaría en cierto modo «viva» (animada) y poseería un cierto grado de conciencia. Aquellas mónadas provistas de percepciones conscientes y razón formarían el «reino de los espíritus». Como forma de combatir el escepticismo, Leibniz planteó que entre dicho reino (la razón) y el «reino

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de la naturaleza» (el mundo físico), habría una «armonía preestablecida» por Dios que garantizaría la verdad del conocimiento. Si la filosofía de Locke y de su principal seguidor, David Hume (17111776), contribuirán al desarrollo de una psicología empirista y asociacionista, el sistema de Leibniz sentará las bases de lo que será la psicología de habla germana, que caracterizaría la mente como actividad (frente a la pasividad defendida por las tradiciones más empiristas) y unidad (frente a la idea de mente como agregado de sensaciones) (Smith, 1997)6. El énfasis que todos estos nuevos sistemas metafísicos, tanto continentales como británicos, pondrán en el poder de la razón sentará las bases para el desarrollo de la Ilustración a lo largo del siglo xviii. Pero serán sobre todo los escritos de Locke y su recepción en Francia, en una filosofía natural que vendría a socavar las bases teóricas del Antiguo Régimen, los que tendrían un mayor impacto en ese sentido. Además, su defensa de la libertad de conciencia como derecho fundamental sería el pivote en torno al cual girarían los demás derechos y libertades que la Revolución Francesa exigía. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, adoptada en 1789 por la Asamblea Constituyente, marcaría la consagración del individualismo moderno (Dumont, 1985). LA ILUSTRACIÓN: DEL ANÁLISIS DE LA MENTE A LA PSICOLOGIZACIÓN DEL SER HUMANO Uno de los conceptos clave de la Ilustración era el de «naturaleza humana». Los relatos que llegaban de la colonización, con extensas descripciones de los nativos de lejanas tierras, favorecían debates sobre la clasificación de los seres humanos, que mostraban una gran diversidad física y cultural. La contraposición entre una Europa civilizada (superior pero artificial) y un supuesto estado natural (salvaje), estaba ampliamente extendida. Los discursos sobre el ser humano, influidos por la amplia difusión del Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, se van «psi-

6   Asimismo, al reconocer la existencia de percepciones imperceptibles y confusas (lo que llamaba «petites perceptions») Leibniz abría la puerta para una actividad mental no consciente. Sería a través de la «apercepción», eje de nuestra actividad mental, como llegaríamos a tener una conciencia unitaria de esas «pequeñas percepciones», que se convertirían así en sensaciones.

Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología

cologizando» a lo largo del siglo xviii (Vidal, 2000). Se presentan como descripciones naturales o empíricas, ajenas a disquisiciones sobre la inmaterialidad o la inmortalidad del alma. Es en esos momentos cuando el uso del término «psicología» se va a sistematizar, trayendo consigo, ahora sí, una verdadera transformación conceptual. Este desarrollo tendrá lugar fundamentalmente en Alemania, donde la psicología se introduce por primera vez como una parte de la filosofía académica, dotada de un lugar análogo al de otras ramas en los manuales y en la docencia. Aparecerán entonces numerosos tratados antropológicos y psicológicos identificados como tales, así como obras de una literatura más «popular» en forma de novelas y ensayos dedicados a la indagación del alma (Vidal, 2000). Fuera del contexto alemán la psicología está menos claramente dibujada como especialidad. En Gran Bretaña el análisis de la mente ocupará después de Locke un lugar un tanto inestable entre una versión más empírica del análisis del entendimiento, que se identifica más bien con la lógica, y la pneumatología (ciencia de los espíritus). De fondo, lo que hay es una tensión entre, por un lado, el máximo heredero de Locke, Hume, que llevará a sus últimas consecuencias el empirismo con su escepticismo moral y epistemológico, y por otro lado, la denominada Escuela del Sentido Común del escocés Thomas Reid (1710-1796), que defendía la existencia de un sentido común que nos permite aprehender lo real y fundar las verdades morales. Frente a la idea de la mente como un conjunto de imágenes de la realidad (sin garantía de correspondencia con ella), esta Escuela escocesa defiende la perspectiva realista aristotélica, según la cual podemos conocer el mundo tal y como es. En Francia, como decíamos, las ideas de Locke fueron recibidas con entusiasmo por la filosofía sensualista y materialista, pero los propios franceses esquivarían el nombre de psicología, por sus connotaciones metafísicas, adoptando preferiblemente el de ideología, en el sentido de ciencia de las ideas. Por otro lado, el posterior rechazo por parte de Napoleón de esta filosofía sensualista y materialista contribuirá al desarrollo de una tendencia más espiritualista que se inspirará, entre otros, en la ya mencionada Escuela escocesa del Sentido Común de Thomas Reid 7. 7   Será esta filosofía espiritualista, representada por Victor Cousin (1792-1897), la que lidere en Francia el desarrollo académico de la psicología desde principios del siglo xix, si bien no tardaría en ser atacada por el positivismo (de la mano de Auguste Comte, Hippolyte Taine o Théodule Ribot). Frente a este, a su vez, un nuevo espiritualismo será revitalizado a principios del siglo xx por autores como Henri Bergson.

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Ciertamente, sin el intercambio con estos desarrollos británicos y franceses no podría entenderse el desarrollo inicial de la psicología como un ámbito pretendidamente autónomo de saber. Ahora bien, su despunte definitivo se da en Alemania, a partir de la obra Christian Wolff (16791754), cuando incluye en su sistema filosófico la psicología como parte de la metafísica (junto a la cosmología y la teología). Como las demás ramas de su sistema, la psicología consta de una parte racional, dedicada al conocimiento a priori de la esencia y naturaleza del alma (deduciendo las cualidades del alma, en concreto las de ser una sustancia inmaterial e inmortal), y otra empírica, dedicada al conocimiento a posteriori, mediante la observación de los acontecimientos de nuestra alma de los que somos conscientes. Será esta psicología empírica, cuyo conocimiento se basa en la experiencia, la que cobre una gran importancia en esos momentos, presentándose como el núcleo de una ciencia general del hombre. El despegue de la psicología como ciencia universitaria tiene así lugar en el siglo xviii, en Alemania, marcado por una psicologización del discurso filosófico que procede del análisis del entendimiento de Locke y que se hibrida con la filosofía racionalista. A partir del lugar que Wolff reserva a la psicología empírica en su sistema se abrirá todo un debate metodológico sobre sus límites y posibilidades. En ese debate intervendrá activamente Immanuel Kant (1724-1804), apostando por hacer de la psicología empírica, como descripción natural del alma, una disciplina independiente de la metafísica. El proyecto kantiano, la reacción romántica a la Ilustración y la posterior filosofía del espíritu terminarán de dar forma a ese espacio de la subjetividad moderna inaugurado por Descartes y Locke. De él se ocupará una incipiente y titubeante psicología cuyas elaboraciones, a su vez, no dejarán de contribuir a la construcción de ese mismo espacio.

CAPÍTULO II ANTECEDENTES FILOSÓFICOS DE LA PSICOLOGÍA MODERNA

El discurso que venía dominando las teorías sobre el alma desde la escolástica medieval hasta la psicología racional, preocupado por definir a priori su naturaleza y estructura, se ve directamente afectado por la actitud empírica de la ciencia moderna. Asumida la sustitución cartesiana del concepto de alma por el de mente, pero cuestionando su definición como sustancia inextensa e incuantificable, la psicología empírica del siglo xviii se planteará precisamente introducir la observación y cuantificación de los fenómenos psicológicos (atención, ingenio, juicio, voluntad, virtud, intelecto...). Su objetivo será el de formular leyes matemáticas en el ámbito de lo que empieza a denominarse dynametria o psychometria, un término introducido por el propio Christian Wolff (1679-1754) en su Psicología Empírica (1732). Esta psicología, que se ocupa de lo que pasa en nuestra alma en la vía abierta por John Locke (1632-1704), acaparará la atención de filósofos, naturalistas y médicos, dando lugar a una serie de debates, con sus desarrollos terminológicos y bibliográficos, que apuntan a una psicologización de las formas de comprender al ser humano como ser individual, social e histórico (Vidal, 2006). Así, el Tratado de la naturaleza humana de 1739 del filósofo inglés David Hume (1711-1776), notable expresión del esfuerzo por desvelar las leyes que rigen la naturaleza humana, hará de la psicología la parte fundamental de una ciencia humana que, basada en la experiencia y la observación, vendría a fundamentar todas las ciencias, incluidas la lógica, la moral y la política. La psicología se ocuparía de los principios y mecanismos del conocimiento. Siguiendo a Locke, para Hume nuestros contenidos mentales más complejos y abstractos no serían sino el resultado de procesos asociativos que operan sobre las sensaciones más simples, de acuerdo con una serie de leyes equivalentes a las de la física newtoniana. En esta línea, se desarrollará toda una psicología empirista

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y asociacionista, característica de la tradición británica, a la que nos referiremos brevemente en la primera parte de este capítulo. La reducción de la metafísica a una teoría empírica del origen del cono­ cimiento y el abandono de los conceptos universales encontrará sin embargo fuertes reticencias en Alemania, donde se desarrollará una psicología más ligada al racionalismo. No obstante, el despegue de la psicología como ámbito disciplinar se dará aquí, precisamente a partir de la reorganización de la filosofía que lleva a cabo Wolff. Aunque su sistema no renuncia a una psicología racional basada en la deducción a partir de definiciones y axiomas, el espacio propio del que dota a la psicología empírica servirá de punto de partida para un amplio debate, en buena medida metodológico, que conformará cierta estructura social e intelectual previa a su institucionalización como disciplina. Más allá de la academia, la literatura popular también se hará cargo de esta psicologización, con innovadoras novelas que narran la autoconstrucción del protagonista, como Anton Reiser (1790) de Karl Philipp Moritz (1756-1793), o la puesta en marcha de publicaciones periódicas como la Revista de Psicología Empírica, dirigida por el mismo autor (Vidal, 2006). En los debates más metodológicos sobre la posibilidad de una psicología empírica intervendrá Immanuel Kant (1724-1804), último filósofo de la Ilustración, al que dedicaremos el grueso de este capítulo. A partir de él, veremos abrirse fundamentalmente dos caminos: el de una antropología que, más allá de la introspección, se dedica a la observación del comportamiento humano en su sentido más amplio, y el de una psicología matemática que asume el reto de la cuantificación de los fenómenos mentales. El primero, en estrecho contacto con el romanticismo y la filosofía del espíritu, tomará la forma de una psicología de los pueblos, entendida como una historia del espíritu. El segundo, más vinculado a los desarrollos de la fisiología y la matemática, tomará la forma de una psicofísica y una psicología experimental.

EMPIRISMO Y ASOCIACIÓN DE IDEAS: BERKELEY, HUME, HARTLEY Y MILL En el ámbito anglosajón, el empirismo de Locke encontró su continuidad más inmediata en George Berkeley (1685-1753), uno de sus mayores

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admiradores. Como ya hicieran Spinoza (1632-1677) y Leibniz (16461716), Berkeley pretendía combatir el problema de la relación entre la mente y el mundo inaugurado por Descartes. Si lo único que podemos conocer son los contenidos internos a nuestra mente (las ideas), es difícil estar seguros de que tales contenidos se correspondan con objetos externos. Berkeley enfrentó el problema con su famoso lema esse est percipi («ser es ser percibido»). Mientras que para Locke las ideas de la mente tenían su origen en la experiencia externa, en objetos reales del mundo exterior, para Berkeley estas ideas serían todo lo que existe, siendo únicamente la coexistencia habitual de ciertos conjuntos de sensaciones (provenientes de diferentes sentidos) lo que nos llevaría a creer en la existencia de esas relaciones en la realidad externa y en la permanencia de los objetos más allá de nuestra percepción subjetiva de los mismos. Para Berkeley, la única garantía de su realidad sería la existencia de Dios, único ser capaz de estar percibiendo simultáneamente todas las realidades del universo. La presencia de las cosas en la mente de Dios es lo único que asegura la existencia de las mismas; de no ser así sólo cabría escepticismo absoluto. En su teoría perceptiva sobre la permanencia de los objetos como resultado de la coexistencia de sensaciones, Berkeley manejaba una concepción en cierto modo asociacionista de la mente. Pero será Hume quien sistematizará la doctrina asociacionista, profundizando además en el escepticismo que Berkeley trataba precisamente de evitar. Si todo nuestro conocimiento proviene de la experiencia, como defienden los empiristas, según Hume, dado que nuestra experiencia es limitada, nunca podemos tener la certeza absoluta de nada. Por ejemplo, la afirmación (inductiva) «todos los cisnes son blancos» dejaría de ser cierta en el momento en que apareciera uno negro. Por lo mismo, no tenemos garantía alguna de que mañana vaya a salir el sol; sólo sabemos que hasta hoy ha salido todos los días. Las creencias son meros hábitos. Hume vendría a culminar la sustitución de la metafísica por la psicología como base de las demás ciencias, clasificando los contenidos de la mente y estableciendo las leyes mediante las que estos se asocian. Las impresiones —que distingue de las ideas por su mayor fuerza y vivacidad— provenientes de la sensibilidad se moverían en nuestra mente como átomos en un sistema mecánico, determinados por una especie de gravitación natural. El equivalente psicológico de las leyes newtonianas de la física serían la ley de la semejanza y la ley de la contigüidad, según

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las cuales aquellas sensaciones que se parecen entre sí y/o que aparecen juntas (en el espacio o en el tiempo) se unen entre sí y dan lugar a ideas más complejas. Nuestras ideas de causación (el establecimiento de una relación de causa-efecto entre dos fenómenos) se deberían también a la ley de contigüidad, es decir, serían el resultado de hábitos mentales basados en nuestra experiencia pasada, que nos ha enseñado que una determinada sensación va siempre seguida de otra, sin que ello pruebe relación causal alguna entre ambas. Hume, que rechazaba cualquier discurso metafísico sobre el carácter divino del alma, extiende a la filosofía moral esta crítica al racionalismo, que para él caía en la metafísica y se basaba en definiciones puramente especulativas, sin fundamento en la experiencia, de las cosas. Hume defendía que aquello que guía nuestra acción no es el entendimiento sino las pasiones, cuya raíz situaba en el sentimiento de placer y de dolor. Como Locke, Hume pensaba que lo que mueve las pasiones siempre se puede analizar en términos de placer y dolor, y que es en esas sensaciones donde residen nuestras nociones de lo que es bueno y malo. Así, la virtud produciría impresiones agradables y el vicio, impresiones incómodas. En todo caso, el principio de placer y dolor se complementaría con un principio de empatía, según el cual tenemos una inclinación a tener sentimientos positivos hacia nuestros semejantes, la cual se desarrolla gracias a nuestra comunidad de ideas, orígenes, etc. Esto alejaba a Hume de otros planteamientos empiristas basados en el egoísmo, que hacían residir en la búsqueda del placer personal toda explicación de la acción. Con ciertas semejanzas, pero con un sentido religioso ajeno a Hume, un contemporáneo suyo, David Hartley (1705-1757), médico de profesión a la vez que teólogo, se proponía demostrar que la mente humana está diseñada por Dios para avanzar hacia la virtud y la felicidad. Los medios dispuestos para ello serían precisamente el principio del placer y el dolor como determinantes de la conducta (buscamos el primero y evitamos el segundo) y la asociación de ideas. Inspirado como Hume por Newton, Hartley adoptó su teoría de las vibraciones nerviosas para proporcionar un sustrato fisiológico a las leyes de la asociación. Según esta teoría, los nervios contendrían unas partículas imperceptibles que vibrarían con el contacto sensorial. A cada asociación de ideas correspondería un conjunto de vibraciones. La explicación de la mente y de la conducta en estos términos, por la que ganaría muy posteriormente el reconocimiento en la

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historia de la psicología científica, tendría sobre todo una gran repercusión en el ámbito de la filosofía moral. Aunque por un lado se le acusó de un excesivo determinismo y materialismo que comprometía la libertad de elección humana, por otro lado, especialmente desde posiciones reformistas, sus ideas se utilizaron para defender la necesidad de cambiar la sociedad y las condiciones materiales que nos determinan (Smith, 1997). Fue justamente en el marco del pensamiento reformista, y muy especialmente en el del pensamiento social utilitarista guiado por el principio de maximización del placer y minimización del dolor, donde el análisis asociacionista de la mente alcanzaría principalmente su culminación. Lo hizo con la figura de James Mill (1773-1836), cuyo Análisis de los fenómenos de la mente humana (1829), fundamentado en la doctrina utilitaria de Bentham1, proponía diseccionar la mente humana hasta encontrar sus componentes más básicos. A diferencia de sus predecesores, Mill sólo aceptaría un principio asociativo: el de la contigüidad (simultánea y sucesiva), que sería suficiente para dar cuenta de la complejidad de toda la vida mental. Según su concepción de la mente, las sensaciones simples se combinarían como las piezas de un mecano, siguiendo el mismo orden en que fueron recibidas y sin alteración alguna. Llevando al extremo la metáfora de la tabula rasa y convencido de la plena maleabilidad de la mente, Mill puso en práctica sus ideas educativas con su propio hijo, John Stuart Mill (1806-1873), que heredó también su filosofía utilitaria y asociacionista2. Frente a esta tradición empirista y asociacionista, que dibuja una imagen de la vida mental fundamentalmente pasiva y mecánica, la tradi1   James Mill se convirtió al utilitarismo a través de Jeremy Bentham (1748-1832), quien planteó una especie de ingeniería social para la felicidad humana, a partir de la idea de que el placer y el dolor eran cuantificables. Bentham se dedicó a formular un sistema teórico de legislación y un código legal criminal y civil basado en el principio de utilidad. A través de lo que llamaba el «cálculo felicífico», aspiraba a predecir la conducta y desarrollar ecuaciones para tomar las decisiones adecuadas y maximizar así la felicidad. 2   Mill hijo introduciría sin embargo algunos matices importantes en el mecanicismo de su padre, influido por algunas ideas del romanticismo, al que nos referiremos más adelante. Le parecía imposible, por ejemplo, reducir la vida emocional al cálculo de placeres y dolores. En su propio análisis de la mente, que entendía como una «química mental», Mill planteó que en el proceso de asociación de ideas podían darse cambios cualitativos y surgir ideas complejas con nuevas propiedades, de carácter emergente. Proponía así una nueva noción de asociación, entendida más como síntesis que como mero agregado de componentes, lo cual anticipaba algunos aspectos clave de la psicología posterior, como veremos.

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ción racionalista alemana, que ya había contestado a Locke en la figura de Leibniz, mantendrá una concepción de la vida mental más activa. No obstante, el diálogo y las interferencias entre ambas tradiciones, así como con el materialismo francés, serán constantes. La lectura de Hume constituye precisamente una de las claves del despertar de Kant de lo que él mismo denominó su «sueño dogmático». IMMANUEL KANT: DEL SUJETO TRANSCENDENTAL DE LA FILOSOFÍA CRÍTICA A LA PSICOLOGÍA EMPÍRICA COMO ANTROPOLOGÍA Kant supone un punto de inflexión en la historia de la filosofía y el inicio de la filosofía contemporánea. Su obra se considera habitualmente una síntesis entre el racionalismo, en el que se forma con Martin Knutzen (1713-1751), filósofo wolffiano y admirador de la física de Newton, y el empirismo de Hume, cuyo escepticismo vino a alejarle de la pretensión de alcanzar, mediante el mero uso de la razón y la deducción, el conocimiento objetivo de realidades que están más allá de la experiencia posible (como Dios, el alma o el mundo en su totalidad). La filosofía crítica: los límites del conocimiento La Crítica de la Razón Pura (1781) constituye una indagación acerca de las condiciones en que podemos conocer. Kant trataba de superar el racionalismo de Descartes, Leibniz y Wolff, según el cual la razón nos permite conocer (mediante la deducción) realidades transcendentes, que están más allá de nuestra experiencia; pero no quería caer en el escepticismo de Hume, para quien todo conocimiento proviene de la experiencia (mediante inducción) y nunca podemos tener una certeza absoluta del mismo. El punto de partida de Kant es examinar cómo funcionan las ciencias por excelencia, a saber, la física y la matemática, analizando el tipo de proposiciones (juicios sintéticos a priori)3 que encontramos en estas cien3   Kant llama a estas proposiciones juicios sintéticos a priori, o lo que es lo mismo, juicios que amplían nuestro conocimiento (nos aportan nueva información) y son universales y necesarios, anteriores a la experiencia.

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cias, para ver si la metafísica, que se ocupa de los fundamentos últimos del mundo físico y psíquico, puede aportar un conocimiento semejante: universal, necesario y nuevo. Según su argumento, todo conocimiento requiere la concurrencia de dos facultades mentales: la sensibilidad, por la que conocemos los objetos sensorialmente, y el entendimiento, por el que los pensamos, es decir, los colocamos bajo un concepto. Los conceptos son en su mayoría a posteriori, vienen de la experiencia (como los de «perro» o «mesa», que elaboramos a partir de la percepción de múltiples perros o mesas, mediante la abstracción de aquellos rasgos que comparten). Pero para poder comenzar a pensar, necesitamos de partida de algunos conceptos a priori, previos a la experiencia. Estos conceptos a priori o puros (que recuerdan a las ideas innatas del racionalismo) son lo que Kant llama «categorías»4. Estas categorías, lógicas y necesarias, que el entendimiento impone a la experiencia, son las que nos permiten hacer el tipo de juicios que encontramos en las ciencias y afirmar o no ciertas verdades en relación con los fenómenos. Al igual que el entendimiento, la sensibilidad también tiene sus formas a priori: el espacio y el tiempo, que no tienen un origen empírico, sino que son precisamente la condición de posibilidad del conocimiento sensible o empírico5. Así pues, para Kant, que intenta superar la dicotomía entre el conocimiento puramente racional (deductivo) y el puramente empírico (inductivo), el conocimiento sería una síntesis de sensibilidad y el entendimiento. Las categorías del entendimiento sólo se pueden aplicar a los objetos que, a través de los sentidos, se dan en nuestra experiencia, lo que Kant denomina fenómenos. En ningún caso podemos aplicarlos a lo que queda más allá de nuestra experiencia sensible, a lo que llama noúmenos o «cosas en sí», que serían las cosas independientemente de su relación con nuestros sentidos. Pues bien, según Kant todos los objetos

4  Hay tantas formas de categorizar o conceptualizar como formas puras de juicios. A partir de los tipos de juicio que la lógica de su tiempo había investigado (según la cantidad: universales, particulares, singulares; según la cualidad: afirmativos, negativos, infinitos; según la relación: categóricos, hipóteticos, disyuntivos; según la modalidad: problemáticos, asertóricos, apodícticos), Kant establece un listado de doce categorías (unidad, pluralidad, totalidad, realidad, negación, limitación, inherencia, causalidad, comunidad, posibilidad, existencia y necesidad). 5  Kant distingue entre la sensibilidad externa (la percepción de las cosas del mundo físico), cuyas formas a priori nos permiten estructurar las sensaciones en una dimensión espacio-temporal, y la sensibilidad interna (la percepción de nuestros fenómenos psíquicos), que se daría en una única dimensión, la temporal.

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trascendentes de los que se ocupa la Metafísica (el alma, el fundamento último del mundo físico y Dios) pertenecerían a la realidad «nouménica» y por tanto nunca podríamos tener de ellos una intuición o percepción sensible. El uso de la razón para pensarlos resulta, por ende, inadecuado y da lugar a contradicciones y errores de razonamiento (paralogismos). Por ejemplo, la categoría de unidad es válida si la usamos para pensar una mesa, pero no para pensar en Dios como una realidad. Igualmente, la categoría de causalidad es válida si se aplica a la relación entre fenómenos (como calentar agua a 100 grados y que ésta hierva), pero no para atribuir a Dios que sea la causa del mundo. Del mismo modo, los argumentos utilizados por los racionalistas para afirmar que el alma es una sustancia, que es simple o inmortal constituyen para Kant falacias lógicas. No hay modo de fundamentar un conocimiento teórico, racional y certero de las cualidades del alma humana a priori; jamás podremos demostrar teóricamente su verdad. El alma inmortal, como Dios, no constituirá nunca objeto de un conocimiento científico, sino de fe6. Kant le niega así a la psicología racional la posibilidad de ser una ciencia, en el sentido en que lo son la matemática y la física. Ahora bien, ¿qué ocurre con la psicología empírica, que se basa en la observación y experiencia de lo que pasa en nuestra mente, de nuestras propias operaciones mentales?

El lugar de la psicología empírica Ya desde sus Lecciones de metafísica de los años setenta, Kant rechazaba la inclusión de la psicología empírica en la metafísica, donde se la

6  Ahora bien, esto no significa que Kant los desprecie. De hecho, propondrá una metafísica renovada, basada en el examen del uso práctico (moral) de la razón. Para Kant, pensar en Dios y el alma humana era inevitable, dada la naturaleza y modo de funcionamiento de nuestra propia razón. Considera que no constituyen invenciones caprichosas sino entidades propuestas por la naturaleza misma de la razón. En sus reflexiones éticas, de hecho, llega a afirmar la necesidad de creer en lo metafísico (a eso se refieren los postulados de la razón práctica). Pero Kant renuncia al conocimiento teórico de dichas cuestiones. De dichos postulados, dirá, no se puede tener propiamente conocimiento, pero sí una «fe racional» ligada a la vida práctica. Nuestra vida moral, concluirá, nos autoriza a admitir que somos libres, que nuestra alma es inmortal y que hay un Dios, en la medida en que eso es condición necesaria de la posibilidad y de la realización del deber de hacernos moralmente dignos de la felicidad —fin último ineludible de nuestra voluntad— .

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situaba, a su juicio, erróneamente. En la medida en que la psicología empírica no había dejado de crecer, estando cerca de alcanzar la dimensión de la física empírica, Kant consideraba que debía seguir el ejemplo de esta. Estableciendo un cierto paralelismo con la física empírica, Kant pensaba que la psicología empírica debía separarse de la metafísica y enseñarse de forma autónoma en la universidad. Sólo así podría alcanzar su plena extensión (Vidal, 2008). Ahora bien, el paralelismo entre la física empírica, como ciencia de los «fenómenos del sentido externo», y la psicología empírica, como ciencia de los «fenómenos del sentido interno», no iba más allá de justificar su autonomía como disciplina. En los Primeros principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza (1786), Kant dividía las ciencias que se ocupan de la naturaleza en las ciencias históricas, que describen y sistematizan los fenómenos, y en las propiamente científicas, que buscan su explicación causal. Si los fenómenos del sentido interno y sus leyes de funcionamiento se prestaran a la matematización y al establecimiento de conexiones causales, la psicología empírica sería una doctrina de este segundo tipo. Pero esto era para Kant algo imposible por las limitaciones de la introspección7. Kant sí admitiría, según Sturm (2006), la posibilidad de una psicología empírica matemática, científica, si se fuera más allá de la mera introspección y se respetaran ciertas condiciones, como la definición cuantitativa de los estados mentales en relación con las propiedades cuantitativas de los estados físicos y la existencia de un dispositivo experimental con el que manipular los grados de intensidad de los estados mentales. Esta sería precisamente la línea que seguirían más adelante los trabajos de Johann Friedrich Herbart (1776-1841), la psicofísica de Gustav Theodor Fechner (1801-1887) y la psicología experimental del propio Wilhelm Wundt (1832-1920)8. Ahora bien, el mismo Kant no

7  Lo difícil según Kant era aplicar las matemáticas a los fenómenos del sentido interno tal y como se nos presentan a la auto-observación interna, construidos en la pura sensibilidad interna y con una sola dimensión, la temporal. 8   En sus Fundamentos de psicología fisiológica Wundt se habría propuesto precisamente defender, contra Kant, la posibilidad de cuantificar los fenómenos internos, arguyendo que éstos presentan, además de una dimensión temporal, una dimensión intensiva (diferentes grados de intensidad) que permitiría su medición. Según Sturm (2006), Kant ya pensaba que las sensaciones tienen diferentes grados de intensidad y que, por tanto, eran susceptibles de medición; a lo que se oponía era a un

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exploraría esa vía, sino otra: la de una descripción y clasificación de los fenómenos mentales como núcleo de una antropología o ciencia general del ser humano. Con ella iría también más allá de la introspección; pero no para introducir la medida ni la experimentación, sino para observar las acciones públicas de los seres humanos. En ningún caso Kant pretendía ofrecer una explicación causal determinista de la acción, algo que habría entrado en contradicción con su defensa de la libertad.

La psicología empírica como fundamento de la antropología Las primeras lecciones de antropología que Kant ofrece, a principios de los años 1770, se apoyan precisamente en un capítulo de psicología empírica del libro Metafísica de Alexander Baumgarten (1714-1762), un autor de orientación wolffiana. Aunque sus crecientes recelos ante la introspección le llevarían a desarrollar su propio material, que iba a publicar tras su retiro de la universidad, la estructura de su curso se basó siempre en una división de las tres facultades mentales básicas (que utilizaba también en la filosofía crítica): la facultad de conocer, el sentimiento de placer y dolor y la facultad de desear. Esta psicología empírica, convertida en núcleo de su Antropología desde un punto de vista pragmático (1798), pretende ser, como el título indica, un conocimiento del ser humano como ciudadano del mundo, útil para la vida, que ponga el acento en lo que éste, «en tanto que ser libre, hace o puede y debe hacer de sí mismo», y no en la exploración de lo que «la naturaleza hace del hombre» (que correspondería a un punto de vista fisiológico) (Kant, 1798/2004, p. 11). Para avanzar en dicho conocimiento, Kant subraya la importancia de la apertura a lo diferente: de los viajes, o al menos la lectura de libros de viaje (él nunca se movió de Königsberg, la ciudad donde nació), además del conocimiento de nuestros propios conciudadanos y compatriotas, con el objetivo de alcanzar un conocimiento que sea general y no sólo local. En el plano metodológico, señala las dificultades para hacer de esta disciplina una ciencia formal, así como sus reservas ante la introspección e incluso la observación de la acción. Kant advierte de que cuando nos sentimos observados y examinados dejamos de mostrarnos tal y como somos. Además, examinarnos a nosotros mismos es muy difícil,

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sobre todo en el caso de las emociones, porque el mero hecho de observarnos altera ya nuestro propio estado de ánimo. Muchos de nuestros hábitos, por otra parte, están ligados a unas circunstancias concretas y aunque parezcan una especie de «segunda naturaleza» pueden cambiar si cambia la situación. En realidad, admite Kant, más que «fuentes para la antropología» (y la psicología, habría que añadir), lo que tenemos son «medios de apoyo: la historia, las biografías, incluso el teatro y las novelas» (Kant, 1798/1994, p. 13). A este respecto, nos aclara, la ficción no supone ningún problema pues la construcción de los personajes se apoya al fin y al cabo en la observación del ser humano. La primera parte de la antropología kantiana describe y clasifica los fenómenos mentales, a la vez que prescribe: nos enseña a situarnos en nuestra propia cultura y entrar en sus reglas. Mientras que en su filosofía crítica se dedicaba, por así decir, a explorar el lado «positivo» de las facultades, la antropología se ocupa sobre todo de sus límites y riesgos (Foucault, 2010). Su exposición de la facultad de conocer nos lleva así del conocimiento de uno mismo (incluyendo la desviación hacia el egoísmo) al conocimiento a lo demás través de los sentidos, la imaginación, la memoria, la adivinación o el sueño, dedicando un largo análisis a las deficiencias y enfermedades del espíritu9. La segunda parte se ocupa de las manifestaciones «externas» a través de las cuales podemos conocer el interior de la persona: su carácter, temperamento y fisonomía. Distingue aquí diversas clases de conducta humana, ocupándose también del género, de los diferentes pueblos y de la especie humana en su conjunto. Kant defiende que el ser humano se caracteriza por crearse a sí mismo, pues tiene la capacidad de perfeccionarse según los objetivos que él mismo elige10. El desarrollo histórico de la humanidad implica para Kant en último término agentes que modelan su propio destino, y lo hacen inventando nuevas reglas de compromiso, nuevas instituciones sociales. En definitiva, el conocimiento del ser humano, de sus facultades y capacidades,

9   Kant ya había escrito un Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza, en 1764, en el que se ocupaba de las perturbaciones de la sensibilidad, las patologías de la imaginación, las alucinaciones y las alteraciones del raciocinio. 10   La concepción del ser humano de Kant y muy en particular de la autonomía moral estaba influida por su lectura de Jean Jacques Rousseau (1712-1778).

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está para Kant al servicio de un proyecto de emancipación, de un ideal de convivencia y sociedad (con leyes justas, gobiernos no despóticos, etc.) propio de la Ilustración. Su antropología se sitúa así en la línea de la filosofía ilustrada de la historia, que busca bajo el cúmulo de acontecimientos que se suceden y precipitan en la revolución francesa y subsiguientes revoluciones liberales, el sentido que guía el devenir de la Humanidad11.

CONTRA-ILUSTRACIÓN Y ROMANTICISMO La Ilustración no había tardado en encontrarse con un movimiento crítico con la idea de progreso, la hegemonía de la razón universal y el despotismo ilustrado (resumido en la expresión «todo para el pueblo, pero sin el pueblo»). En su desarrollo tuvo una gran influencia la figura de Jean Jacques Rousseau (1712-1778) que, aunque pertenecía a la filosofía ilustrada francesa junto a Voltaire y Montesquieu, se alejaba de estos por el tono más sentimental y popular de sus escritos. Rousseau reivindicaba frente a los artificios e hipocresías de su tiempo la vuelta a cierta autenticidad, y criticaba los logros de la civilización por conllevar la degradación moral del ser humano. Defendía además una educación no sujeta a normas y dirigida a fomentar la creatividad. Junto a Rousseau, en el impulso del romanticismo en Alemania resultó clave la figura de Johan Georg Hamann (1730-1788), un contemporáneo de Kant profundamente anti-racionalista y místico que apelaba a los sentidos y las pasiones, a la imaginación y a la creación literaria. Hamann influyó en particular en el joven Johann Gottfried Herder (174-1803), quien participó en el movimiento literario conocido como Sturm und Drang (tormenta e ímpetu). El manifiesto de este movimiento, que anuncia el romanticismo, se opone a los cánones del clasicismo y academicismo artísticos y literarios. Contra la filosofía ilustrada francesa Herder escribirá, en pleno apogeo de su carrera, Otra 11   Al igual que la filosofía natural busca el orden al que responde la naturaleza y las leyes que la rigen, la filosofía moral empieza a buscar el orden que rige la historia. No se trata de recoger, describir y ordenar cronológicamente una serie de datos y evidencias sino de buscar un orden y un sentido bajo todos ellos. Kant daba cuenta por primera vez de su propia filosofía de la historia en 1784, en su Idea para una historia universal en sentido cosmopolita.

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filosofía de la historia para la educación de la humanidad (1774), donde presenta una interpretación de la historia humana como un despliegue del espíritu en su pluralidad. Frente al ateísmo ilustrado, privilegia la religiosidad y la espiritualidad; y frente a lo que considera un cosmopolitismo «afrancesado» (como el que defendía Kant), pone en valor las diferencias y los nacionalismos. La historia aparece como un juego de identidades culturales (pueblos), cada una de las cuales constituiría la expresión de algún aspecto particular de la humanidad. Cada pueblo, además, habría disfrutado en su interior de su particular momento de esplendor, si bien se trataría siempre de perfecciones incompletas. Las diferentes culturas aparecen para Herder como «individuos colectivos» que, siendo particulares, tendrían a la vez en sí mismos un cierto valor universal, en tanto que representarían una edad de la humanidad en su conjunto (Mayos, 2004). Junto a Herder, otros representantes del movimiento Sturm und Drang serán Johann Wolfgang Goethe (1749-1842), cuya novela pondrá en valor la expresión de la subjetividad individual y las emociones extremas, con personajes dominados por grandes pasiones, y Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), un historiador del arte que reivindicará los valores de la Antigüedad Clásica y su ideal de belleza. Winckelmann contrapondrá dicho ideal, basado en la nobleza, la simplicidad y la proximidad a la naturaleza, a la pedantería y vanidad de su época, vinculando la perfección del arte (alcanzada a su juicio en la Grecia del siglo v a. C.) con el despegue de la libertad. La influencia de Winckelmann, asociada a la de Rousseau, suscitará de hecho todo un movimiento de investigación sobre lo que se llamará el «mundo griego», estrechamente ligado a las corrientes que transformarán la cultura alemana a finales del siglo xviii y principios del siglo xix. Figuras como Friedrich Hölderlin (1770-1843), Novalis (1772-1801), Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) o Friedrich Schiller (1759-1805), alumnos todos ellos de Kant, como Herder, culminarán el desarrollo del romanticismo y del idealismo, exaltando, frente a la hegemonía de la razón defendida por la Ilustración, todo lo que hay en el ser humano de instintivo, sentimental y espiritual. Para Schiller, por ejemplo, la concepción ilustrada del hombre, al reprimir los sentimientos y pasiones, obstaculiza su desarrollo y lo deforma convirtiéndolo en un «monstruo». Una idea de humanidad así concebida, distorsionada y antinatural, le

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impide precisamente crear la obra de arte más bella y a la que en última instancia está destinada: la construcción de una sociedad justa, de una verdadera libertad política12. Los autores románticos aportan así su propia visión del ser humano y de la historia. Parten ciertamente de la concepción de la naturaleza y del mundo humano propias de la Ilustración como un inmenso proceso que la ciencia puede conocer, pero ven ese mundo y esa naturaleza como la manifestación necesaria de Dios o del espíritu (Geist) —concepto que desarrollará el idealismo absoluto hegeliano— . Dentro de este movimiento se desarrollará una nueva filosofía de la naturaleza, que defenderá una concepción más organicista del mundo natural (recogida por Darwin), frente al mecanicismo procedente de Descartes. Pero los desarrollos del romanticismo y del idealismo serán especialmente importantes en el campo de los fenómenos socioculturales, donde se empiezan a investigar y valorar culturas profundamente diferentes a las de la Europa del siglo xviii, como la cultura griega, la Edad Media occidental o la India antigua, estudiando todos aquellos aspectos relacionados con su religión, poesía, arte o filosofía. Dichas culturas o pueblos se conciben como manifestaciones de los diferentes modos en que el espíritu se despliega a lo largo de la historia (Volkgeist). Esta idea de espíritu, que se remonta a los conceptos de pneuma y anima de la filosofía antigua y del pensamiento cristiano, tomará un nuevo giro en este momento. Será desarrollada fundamentalmente por Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) en su idealismo absoluto, el principal sistema filosófico de principios del xix. Se trata de una idea de espíritu ligada a la idea de Dios, pero más próxima a las vertientes místicas del protestantismo; de un Dios que está más allá del mundo a la vez que es inmanente a él (Jaeschke, 1998), que se expresa en las diferentes culturas y en la historia humana en su conjunto. La tradición romántica constituirá así una influencia fundamental en el desarrollo de la filosofía posterior a Kant, en especial para el Idealismo

12   A este respecto, Schiller considera que la revolución política ha llegado antes de que el ser humano estuviera preparado para ella. Se ha conquistado así una libertad externa, pero sin haber alcanzado aún la libertad interior. Sus Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) apuntan precisamente a desarrollar esa libertad, a educar a través del arte.

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absoluto (Fichte, Schelling, Hegel), que en parte reaccionará contra su filosofía crítica13. Si, como planteaba Kant, sólo podemos conocer las cosas tal y como se nos presentan a la experiencia (fenómenos o «cosas para mí»), y no la realidad subyacente (el noúmeno o «cosa en sí»), la nueva filosofía idealista concluirá entonces que lo único real es nuestro pensamiento. Desde esa perspectiva, se planteará que toda ciencia debe ser construida a priori.

GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL Y LA FILOSOFÍA DEL ESPÍRITU Hegel se plantea llevar a cabo una filosofía sistemática en el sentido de una ciencia total, de una construcción racional que abarque toda la realidad, o más bien todo el proceso de la realidad, pues ésta se entiende como algo en movimiento. Ese movimiento de la realidad es la Dialéctica. Para Hegel, toda realidad cumple un patrón racional formado por tres momentos: la afirmación de algo (tesis), su negación (antítesis), y la síntesis de ambos, que incorpora los momentos anteriores resolviendo la contradicción y superándolos. Hegel se propone reconstruir toda la realidad del universo y la historia, entendida como el despliegue o desarrollo de ese esquema general (tesis, antítesis, síntesis), asumiendo que el proceso de la realidad responde a un orden racional (que todo lo real es racional y todo lo racional es real, como resume su famosa frase). En su sistema filosófico lo primero sería la tesis o afirmación de la Idea, la inteligibilidad pura, el pensamiento que se piensa a sí mismo en abstracto («idea en sí», que aún no se manifiesta). Este sería el momento de la Lógica, que existe antes de que exista la Naturaleza misma. Es el Absoluto, pero entendido como puro germen en potencia, puro 13  La filosofía crítica de Kant constituye también una forma de idealismo, al plantear que la realidad exterior no es cognoscible como tal, en sí misma, y que el conocimiento que tenemos de ella está prefigurado por nuestra actividad mental, que impone unas formas a la experiencia. Pero se trata de un «idealismo transcendental», según el cual podemos aproximarnos a un conocimiento cada vez más preciso o ajustado del objeto, que existe independientemente del sujeto que la conoce (la «cosa en sí» o noúmeno). El «idealismo objetivo» supone precisamente la negación de este último, defendiendo que la esencia verdadera del objeto reside en el mismo sujeto que aporta las formas, es decir, que nuestro pensamiento es la única entidad real.

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conjunto indefinido de posibilidades. El segundo momento, de la antítesis o negación de la Idea, sería el de la Naturaleza, el de la materia, en el que el pensamiento se negaría a sí mismo (proceso denominado alienación). La Idea aquí se despliega, se aliena de sí misma en determinaciones externas. Es la «idea fuera de sí», objetivada en la naturaleza, sin ser consciente de sí todavía. Por eso la naturaleza no es propiamente espiritual, porque no tiene conciencia, aunque sí responde a un patrón racional (el despliegue del movimiento dialéctico). En el proceso de la naturaleza, en un tercer y último momento, aparecería la vida orgánica y los seres vivos, con la conciencia. Es el momento del Espíritu, síntesis de la tesis (Lógica) y de la antítesis (Materia). La Idea, enriquecida por la exterioridad, vuelve ahora sobre sí misma. Retorna a sí, empieza a reconocerse a sí misma y se convierte en Espíritu (subjetivo, objetivo y absoluto, sucesivamente). En el sistema de Hegel, la Lógica se ocupa de estudiar ese primer momento (con una doctrina del ser, de la esencia y del concepto), la Filosofía de la Naturaleza del segundo (las diferentes ciencias particulares se ocuparían de estudiar los patrones racionales de la naturaleza) y la Filosofía del Espíritu del último momento, el de la emergencia y desarrollo de la conciencia hasta su propia auto-conciencia. La influencia histórica de la filosofía del espíritu de Hegel, a diferencia de su filosofía de la naturaleza, que no encontró mucho eco, sería extraordinaria (Jaeschke, 1998). La Filosofía del Espíritu abarcaría tres fases, de acuerdo con el esquema de tesis, antítesis y síntesis. La primera sería la del Espíritu Subjetivo, que se refiere al individuo libre de la naturaleza, que la ha vencido y superado. Comprende fundamentalmente el estudio del alma y su relación con el cuerpo (ligado a condiciones geográficas, históricas, biológicas, etc.), como objeto de la antropología; el desarrollo del alma desde la sensación y la percepción hasta la conciencia de sí y la razón, como objeto de la fenomenología; y el ser propiamente «espíritu», ser humano consciente y libre de condiciones materiales y manifestaciones fenoménicas, objeto de la psicología —entendiendo básicamente por ésta la antigua «psicología racional» wolffiana (Jaeschke, 1998)— . La segunda fase sería la del Espíritu Objetivo, aquella realidad que forma, frente al espíritu subjetivo, una estructura propia y que permite la realización de la libertad individual: la esfera del derecho, la moralidad y las

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instituciones (familia, sociedad y Estado). Y más allá del espíritu objetivo estaría el Espíritu Absoluto, momento final del sistema, en el que el pensamiento empieza a conocerse y a tomar conciencia de sí mismo a través de sus obras, de sus manifestaciones, a saber: el arte, la religión y la filosofía. La historia de la filosofía habría seguido el mismo patrón de los tres momentos de desarrollo: la filosofía griega se habría ocupado del «objeto» (de la naturaleza), la filosofía moderna, desde Descartes a Kant, se ocuparía del «sujeto», y la filosofía idealista de la fusión del sujeto y objeto. En esa fusión, Fichte representaría un primer momento, centrado en el Yo; Schelling un segundo momento, centrado en la Naturaleza; y el mismo Hegel, su síntesis y culminación, con su identificación del Yo con la Naturaleza. La propia Fenomenología del Espíritu de Hegel, que publica en 1807 como introducción a su sistema, sería para él la culminación del Espíritu Absoluto.

Implicaciones para la psicología El sistema hegeliano como tal está lejos de alentar el tipo de inves­ tigación empírica que veíamos impulsarse en el siglo xviii, ni en la dirección de una medición de los fenómenos mentales ni de una descripción y clasificación de tales fenómenos. Sin embargo, el idealismo, como el romanticismo en general, encumbran la idea de subjetividad y de conciencia, abriendo aún más el camino a su exploración. En este sentido, su desarrollo de la noción de espíritu (en términos genéticos, históricos) y de autoconciencia, término relativamente nuevo tanto en la filosofía como en el lenguaje popular, tendrá consecuencias inevitables. De particular relevancia será la idea de «historicidad» del espíritu y de su objetivación tanto en el derecho, la moral y las instituciones (Espíritu Objetivo), como en el arte, la religión y la filosofía (Espíritu Absoluto). La concepción de la realidad humana de Hegel como devenir en la historia, que comprende el mundo como algo ligado intrínsecamente a su propia actividad y no como algo inerte y ajeno, constituirán un legado fundamental. Además de inspirar, entre otros, un pensamiento revolucionario como el marxismo, que hará de la realización de nues-

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tra propia libertad la tarea propia del género humano, tendrá una gran influencia sobre las ciencias históricas, entonces en plena formación, así como sobre una nueva filología que se presenta precisamente como una historia del espíritu14, de cuya mano se desarrollará uno de los primeros proyectos para la psicología del siglo xix, la psicología de los Pueblos y Filología de Moritz Lazarus (1824-1903) y Heymann Steinthal (1823-1899). Mucho antes de que esto ocurra, en todo caso, cabe señalar que el primer manual de historia de la psicología propiamente dicho15, de 1808, beberá ya de estas fuentes románticas e idealistas. Su autor, Friedrich August Carus (1770-1807), describe el progreso que va desde las ideas mitológicas sobre el alma hasta la psicología empírica de la época con el objetivo de ofrecer «la historia del esclarecimiento progresivo de la conciencia de sí de la naturaleza espiritual» (Carus, 1808, citado por Vidal, 2000, p. 48). Para Carus, el progreso de una ciencia psicológica constituye en sí mismo un desarrollo de la conciencia que el espíritu humano tiene de sí mismo, y su propia obra sería un ejemplo de ello. Por otro lado, más allá del idealismo hegeliano y del propio romanticismo, que a través de la literatura reclamará una psicología más profunda, compleja y espiritual, otras vías seguirán explorando la posibilidad de una psicología empírica que observe y cuantifique los fenómenos mentales. El sucesor de Kant en su cátedra de Königsberg (y antiguo alumno de Fichte), Johann Friedrich Herbart, así lo hará, apostando por una psicología como ciencia de las representaciones que tendrá una enorme influencia tanto en el desarrollo posterior de una psicología experimental como en el de la misma psicología de los pueblos.

14   Esa nueva filología planteará precisamente la necesaria complementariedad del trabajo conceptual de la filosofía especulativa hegeliana con el análisis de los fenómenos empíricos, tal como los lleva a cabo la filología, que abre su campo del estudio de textos literarios y gramática al análisis de otros fenómenos sociales e institucionales. En estrecha relación con este proyecto se desarrollará el proyecto para una Revista de Psicología de los Pueblos y Filología dirigido por Lazarus y Steinthal entre 1859 y 1890. 15   Uno de los mecanismos por los que se fomentó la independización reclamada por Kant de la psicología con respecto de la metafísica (que a finales del siglo xviii carecía aún de cátedras en las universidades) y su transformación en una disciplina autónoma, sería precisamente la de una reconstrucción retrospectiva de la historia de la psicología como ámbito de saber (Vidal, 2000).

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JOHANN FRIEDRICH HERBART Y LA CIENCIA DE LAS REPRESENTACIONES Herbart se inscribe en la corriente de la filosofía post-kantiana. Su trabajo se plantea como una relectura de la Crítica de la Razón Pura incompatible con el idealismo absoluto de Fichte y Schelling. Como ellos, Herbart rechaza la dicotomía kantiana entre el fenómeno y la cosa en sí, pero su lectura, desde una perspectiva realista y empirista, no apunta a reducir toda la realidad a nuestro pensamiento, sino a poner el foco en la experiencia (Maigné, 2002). Su apuesta por la experiencia implica liberarla de una determinación por parte de las formas a priori de la razón pura, negando así la existencia del sujeto transcendental kantiano. La noción de sujeto de Herbart, despojada de ese carácter abstracto y formal, abrirá precisamente la puerta al desarrollo de una psicología empírica, concreta, como ciencia de las representaciones, que además apuesta por su estatuto científico a través de la medición y la matematización. Ahora bien, Herbart se opone tanto al empirismo ingenuo que hace derivar todo el conocimiento de la sensación, como al idealismo que deduce el ser y la existencia a partir de nuestras representaciones. Lo que él reclama es un realismo crítico. Herbart concibe la psicología como una ciencia de los mecanismos que rigen las representaciones, entendidas en un sentido empirista, como resultado de las impresiones sensoriales. El sujeto, que deja de tener una condición transcendental determinante, aparece como un punto de encuentro de representaciones. Sin embargo, a diferencia de la tradición empirista asociacionista, y siguiendo a Leibniz, Herbart consideró que estas representaciones (como las mónadas) tenían una fuerza o energía propia, por lo que no era necesario recurrir a leyes de la asociación para unirlas. Las representaciones, que pueden variar en intensidad o fuerza, tienen la capacidad de atraer o repeler otras representaciones, de modo que su organización es en sí misma el resultado de un proceso dinámico. En este campo dinámico de representaciones en tensión jugará un papel fundamental el concepto de «umbral de conciencia», esbozado ya por Leibniz, según el cual no todas nuestras representaciones están presentes simultáneamente en la conciencia, esto es, las ideas pueden tener una expresión inconsciente. También de Leibniz tomó el concepto de «apercepción» para referirse a la unión

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de ideas compatibles en una totalidad significativa unitaria o «masa aperceptiva». Al hablar de un campo dinámico de representaciones, Herbart cree posible introducir la cuantificación de los fenómenos mentales. La matematización de las relaciones entre representaciones debía permitir estudiar de forma precisa fenómenos como la apercepción, la fusión, la represión (fuerza utilizada para retener en el inconsciente las ideas incompatibles con la masa aperceptiva) o el umbral de conciencia, para describir el límite entre mente consciente e inconsciente, que tendría una influencia importante para la psicología posterior. Ahora bien, Herbart también reconoce que el campo de lo psicológico es demasiado diverso y sutil como para reducirlo al cálculo matemático (Maigné, 2002). Además, otorga una importancia fundamental al lenguaje y su papel en la constitución de los conceptos. En el lenguaje hará recaer la propia emergencia del sentimiento de interioridad y la posibilidad de juicio y de conocimiento. Para Herbart, además, no podemos dejar de lado nuestro carácter social: el hombre no es nada fuera de la sociedad. Así, su análisis psicológico no se limitaba al individuo, sino que abarcaba a la sociedad en su conjunto. Por ahí, como señala TrautmannWaller (2006, p. 67), al estimar «que el hombre es un “producto de eso que llamamos historia del mundo” y que “no debemos arrancarlo de la historia”, Herbart abrió en cierto modo el camino a la conjunción de su psicología con elementos hegelianos». Esa sería la vía que explorarían más adelante Lazarus y Steinthal en su proyecto para una psicología de los pueblos, al que trasferirán además conceptos propios de la psicología individual herbartiana, como la noción de aculturación, de umbral de conciencia o de yo construido, a las representaciones colectivas. Se interesarán así por cuestiones como la forma en que, en la interacción entre diferentes culturas (en el dominio lingüístico, mitológico o artístico), las masas de representaciones se integran en series ya existentes; por cómo las leyendas, en nuestra memoria colectiva, traspasan el umbral de conciencia; o por cómo el yo, en tanto que personalidad subjetiva, se ha construido históricamente desde los griegos (Trautmann-Waller, 2006). Pero esa no será la única vía de desarrollo del trabajo de Herbart, ni la más conocida. Antes bien, la inquietud cientificista de la psicología ha llevado tradicionalmente a la historiografía psicológica a privilegiar su

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apuesta por la cuantificación de los fenómenos mentales, que encontrará un desarrollo crucial en la psicofísica de Fechner. HACIA LA PSICOFÍSICA Y LA PSICOLOGÍA FISIOLÓGICA En su doble condición de físico y filósofo, Gustav Theodor Fechner (1801-1887) se enfrentó desde temprano con el problema de la relación mente y cuerpo, atrapado en el conflicto entre una fisiología mecanicista, que veía el cuerpo como un mecanismo inerte regido por leyes, y una filosofía idealista de la naturaleza, que concebía el conjunto del universo como un ser vivo expresión del espíritu. La solución para Fechner residía en el estudio de la sensación, un proceso que, al depender de los estímulos externos, era a la vez mental y físico. Influido por Herbart, sabía que para desarrollar una ciencia exacta de la mente debía ser capaz de medir los fenómenos mentales. La clave para la medida de las sensaciones estaba en los incrementos de energía estimular, por lo que se dedicó a medirlas de forma indirecta, comparando las que eran producidas por estímulos de diferente magnitud. En sus experimentos, Fechner constató que mientras que el estímulo crece en progresión geométrica, la sensación lo hace en progresión aritmética. Por ejemplo, en una habitación con una sola bombilla añadir otra casi duplicaría la sensación de luz, mientras que para duplicar la sensación de luz en una con cien habría que añadir miles de bombillas. Así lo plasmó en su libro de 1851 Zend-Avesta: o sobre las cosas del cielo y del más allá, donde se refería a un «nuevo principio de psicología matemática». Dicho principio contenía lo fundamental de su ley psicofísica, formulada poco después apoyándose en los trabajos previos de Ernst Heinrich Weber (1795-1878) sobre los incrementos mínimos de magnitud que tenía que haber entre dos estímulos para que la diferencia fuera detectada16 (Gondra, 1997).

16   Weber descubrió que la mínima diferencia detectable no era una magnitud absoluta sino relativa, que dependía del patrón base estimular empleado. En el caso del tacto, por ejemplo, cuando el estímulo de partida (patrón base) utilizado era de 30 gramos, el incremento necesario para detectar cambio en el peso era de 1 gramo; cuando era de 60, de 2 gramos; de 90, 3, y así sucesivamente. Weber constató que cada sentido tenía su propia constante, resultante de dividir las diferencias mínimas detectables por los pesos patrones (1/30 en el caso del tacto), pero no llegó a formular una ley general. Tal fórmula llegaría con Fechner (Gondra, 1997).

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Tras verificar los resultados de Weber, Fechner publicó en 1860 los Elementos de Psicofísica, donde propuso la ecuación fundamental de la nueva ciencia, conocida como la ley de Weber-Fechner, que expresaba matemáticamente la relación entre la progresión geométrica del estímulo y la progresión aritmética de la sensación17. La psicofísica se definía así como la «teoría exacta de las relaciones funcionales o de dependencia entre el cuerpo y el alma o, más en general, entre los mundos corpóreo y espiritual, físico y psíquico» (Fechner, 1860, citado por Gondra, 1997, p. 102). Se dividía en psicofísica externa, que se ocupaba de las relaciones cuantitativas entre sensación y estímulos físicos, y psicofísica interna, que se ocupaba de la relación entre la sensación y el sistema nervioso. Esta última debía de ser, según Fechner, la base de la primera, pero la neurofisiología de la época, a pesar de su espectacular desarrollo, era insuficiente para semejante tarea, por lo que se centró en la externa. La fisiología del sistema nervioso encontró ciertamente un gran desarrollo en Alemania con figuras como Johannes Müller (1801-1858), quien proponía que la función del cerebro era asociar la información sensorial entrante con las respuestas motoras apropiadas, o Hermann von Helmholtz (1821-1894), que estudió la velocidad de la transmisión del impulso nervioso midiendo tiempos de reacción. A este respecto, el sucesor de Herbart en la cátedra de filosofía de Gotinga, Rudolf Herman Lotze (1817-1881), que se había formado en medicina antes de hacerlo en filosofía y contaba entre sus maestros a los fundadores de la psicofísica, abriría la puerta para la unión de las investigaciones fisiológicas y psicológicas. En Inglaterra, en una línea semejante, Alexander Bain (1818-1903) llevaría a cabo una síntesis de las contribuciones fisiológicas de Hartley y asociacionistas de los Mill (James y John Stuart), actualizadas con la fisiología de su época. Fundador de la revista Mind en 1874, que a día de hoy sigue siendo una publicación de referencia, el trabajo de Bain consistiría fundamentalmente en unir la fisiología sensomotriz de Müller con la filosofía del asociacionismo. 1  1  2

  S= kLogE, donde S es la sensación, k la constante y E el estímulo.

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Aparcada con Kant la posibilidad de una psicología racional como ciencia del alma a priori, hemos visto cómo la investigación psicológica se orienta fundamentalmente a la parte empírica, inaugurada con el análisis de la mente de Locke. Esta psicología empírica, que en Inglaterra se desarrolla fundamentalmente en la línea de una psicología asociacionista con Hume, Hartley y los Mill, en Alemania presenta, desde Kant, dos grandes posibilidades, no necesariamente excluyentes: la que haría de ella una ciencia pretendidamente exacta mediante la medición y matematización de la mente, en la línea de la psicofísica; y la que la sitúa en la senda de una antropología. A muy grandes rasgos, la primera será la vía que, de la mano de la fisiología, conducirá a la psicología experimental; la segunda, la que enlazando con la filología y las ciencias históricas y al calor del romanticismo y el idealismo, desembocará en la psicología de los pueblos, entendida como una historia del espíritu. Si el proyecto de Herbart se mueve entre ambas, alimentando tanto el trabajo de Fechner y su ley psicofísica como el de Lazarus y su análisis de las representaciones colectivas, el proyecto wundtiano, que arrancará con la fundación de un laboratorio de psicología experimental, tampoco hará de menos a una psicología de los pueblos a la que Wundt dedicará buena parte de sus esfuerzos durante sus últimos veinte años. Pero antes de adentrarnos en esta figura clave, con la que la psicología despegará definitivamente como disciplina universitaria, veremos en los capítulos siguientes brevemente el estado de las ciencias naturales y humanas y sociales, entre las que se irá dibujando una investigación psicológica anfibia y multiforme, que más allá de su lugar en la academia había conquistado ya toda una forma de entender al ser humano.

CAPÍTULO III ANTECEDENTES CIENTÍFICO-SOCIALES DE LA PSICOLOGÍA MODERNA

Lo que conocemos como ciencia moderna se desarrolló a lo largo del siglo xvii a partir de una confianza en nuestra capacidad de conocer a través de nuestros sentidos y razonamiento. Con los avances de la astronomía, la química y la física se fue afianzando esa dignificación de nuestras capacidades, terminando por imponerse, frente al dualismo entre fe y razón propio de la filosofía medieval, la idea de que sólo había una forma de conocer el universo: la que seguía la vía de la observación sistemática y el razonamiento. Dicho conocimiento era además de carácter matemático, ya se refiriese a la materia, que gozaba de la armonía de los números y las leyes de la geometría, o al mundo espiritual. Por otro lado, a la concepción ilustrada del mundo, matemática y mecanicista, venía a oponerse en los últimos años del siglo xviii de la mano del romanticismo una concepción más vitalista u organicista de la realidad, rasgo fundamental de toda una filosofía de la naturaleza que influirá entre otras cosas en la imagen evolutiva de la misma. La influencia de esta concepción, muy importante en el mundo de la naturaleza donde sería el germen del evolucionismo darwiniano, fue sin embargo todavía mayor en el estudio del mundo espiritual. Las obras de la cultura humana, de fenómenos como el lenguaje, la poesía, el mito y la historia, pasaban a ser vistas, frente al objeto físico de las ciencias naturales y exactas, como objetos privilegiados de conocimiento (Cassirer, 1965). A este respecto, ya en 1725 Giambattista Vico (1668-1744) había proclamado los principios de una nueva ciencia, la Scienza Nuova, según la cual lo único que podemos conocer plenamente es aquello que la Humanidad misma ha creado. Por eso consideraba que el conocimiento de la naturaleza era un conocimiento inferior al que podemos tener de la sociedad y de la historia, entendida ésta como el proceso por el que el ser humano se crea a sí mismo. Este conocimiento aparecía como la vía fundamental para llegar al auto-conocimien-

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to, considerado como el objetivo último de todo saber. Vico anticipaba así la distinción entre las ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften) y las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) sobre la que incidirían después Herder y toda la historiografía alemana del xix A finales del siglo xviii se produce así un desplazamiento en la reflexión filosófica, que se empieza a transformar en la dirección de una antropología o ciencia general del ser humano, en la que el sujeto de conocimiento acaba por tomarse a sí mismo como objeto de estudio. Como señala Karsenti (1997), esta ciencia humana supone en último término la culminación de una filosofía entendida como ciencia total de la realidad. El término mismo de «antropología» cuyo origen podemos situar en Kant, que se desarrollaría en una línea más próxima al romanticismo con Wilhelm von Humboldt (1769-1859), dando lugar a todo un modelo para el desarrollo de las ciencias humanas (articuladas en torno a la filología, como historia del espíritu humano), sería a su vez retomado por la filosofía francesa, con un claro compromiso práctico, al servicio de una refundación del orden social. Tras la transformación sin precedentes que había supuesto la Revo­ lución Francesa, los proyectos de reforma y reorganización social herederos del racionalismo ilustrado pondrán especialmente el acento en la dimensión social del individuo. Frente a la idea de sociedad como asociación y construcción artificial de individuos primitivamente separados que pactan voluntariamente unas normas para organizar la vida en común, se impone una concepción más orgánica, que considera al ser humano como ser social. Esta inquietud por la dimensión social del individuo adopta, en el caso francés, la forma de una «fisiología social», coronamiento de una ciencia de la naturaleza humana al servicio de los problemas de la sociedad, entendida como una totalidad orgánicamente estructurada. Esbozada por Henri Saint Simon (1760-1825), uno de los máximos representantes del primer socialismo, esta ciencia se desarrollará con Auguste Comte (1798-1857) de la mano de un planteamiento positivista que buscaba, siguiendo el ejemplo de las ciencias físicas y biológicas, desterrar el recurso a conceptos de carácter metafísico y atenerse a fenómenos directamente observables. En tensión con la filosofía idealista alemana, se desarrollará también, en la segunda mitad del siglo xix, otra de las propuestas que marcarán

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el estudio científico de la sociedad. Se trata del análisis crítico de las condiciones materiales (económicas, tecnológicas, etc.) que plantea Karl Marx (1818-1883), invirtiendo la relación entre realidad y espíritu propia del sistema hegeliano. Marx hará del espíritu un producto de la realidad, es decir, de nuestras condiciones materiales y sociales, poniendo así el acento en la dimensión social de la conciencia. La teoría marxista, que apunta a la transformación de dichas condiciones, se concibe así como una herramienta revolucionaria y emancipadora. De este modo a lo largo del siglo xix empiezan a cobrar entidad nuevas disciplinas en torno al estudio del ser humano en su dimensión social, desde diferentes miradas. Al desarrollo de estas disciplinas contribuirá la progresiva institucionalización de estos saberes en la universidad, que hasta el siglo xviii se había mantenido, por lo general, anclada a la enseñanza medieval (las antiguas Facultades de Derecho, Medicina y Teología, a la que la filosofía había estado tradicionalmente sometida). Será sobre todo la reforma universitaria que lleve a cabo el Estado prusiano, en los primeros años del siglo xix, la que marcará el paso de una nueva organización disciplinar, con un modelo orientado tanto a la difusión como a la creación de conocimientos. El modelo, diseñado en buena medida por Wilhelm von Humboldt al servicio de un proyecto de Estado, apostaba por la formación de personas cultivadas que pudieran contribuir a la vez a la formación de las nuevas generaciones, desde la enseñanza primaria hasta la universitaria. En este escenario las nuevas disciplinas, relativas tanto a las llamadas ciencias del espíritu (ciencias históricas, filología, lingüística, etnología…) como a las ciencias naturales (fisiología, química, biología, física…) —sin que exista aún una línea divisoria neta entre ellas—, irán reclamando progresivamente su autonomía.

CIENCIAS HUMANAS Y DE LA CULTURA De la antropología comparada a las ciencias humanas Con una pregunta semejante a la que había realizado Kant acerca del ser humano en su antropología pragmática, Wilhelm von Humboldt se adentraría en 1795 en el Plan de una antropología comparada entendida como una teoría del conocimiento del ser humano a través de una investiga-

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ción empírica de las formas individuales en que se despliega la Humanidad en la historia. Hermano del naturalista Alexander von Humboldt (17691859), Wilhelm se relacionó con las figuras más importantes del mundo político, científico, filosófico, literario de su tiempo, entre las que destacan Friedrich Schiller (1759-1805) y Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832). Su primer contacto con la filosofía fue a través del movimiento ilustrado en Berlín, en torno al racionalismo de Leibniz y a la filosofía crítica de Kant, que le marcará definitivamente (Quillien, 2015). Esta formación la completaría con estudios de filología clásica, profundizando en el estudio del mundo antiguo, momento en el que se acerca al romanticismo al tiempo que se mantiene ajeno al idealismo objetivo de Hegel. A partir de entonces su trabajo filosófico se orienta en la dirección de una antropología (comparada) que se presenta como un esfuerzo para comprender a los individuos, los pueblos, las culturas, las civilizaciones y el destino mismo de la Humanidad (Di Cesare, 1999). De las diferentes formas de actividad en las que puede manifestarse el espíritu humano, el lenguaje sería para Humboldt la manifestación clave para adentrarse en nuestra naturaleza. Su investigación sobre el lenguaje1, por la que se le conoce fundamentalmente, se da así en el seno de esta ciencia general del ser humano. Humboldt presupone una capacidad humana para penetrar en el psiquismo de los otros a partir de signos exteriores como la literatura o las obras de arte. Esta capacidad nos permitiría salir en cierto modo de nosotros mismos para acercarnos a los demás y comprenderlos. La comprensión se dibujaría así como el objetivo y el método mismo de las ciencias humanas, frente a la explicación, propia de las ciencias naturales. Sobre esta distinción, que señala la dificultad para subsumir los fenómenos humanos bajo leyes universales y subraya la importancia de los aspectos individuales, incidirían más adelante otros autores, como Wilhelm Dilthey (1833-1911). En línea con este proyecto antropológico, que aspira a realizar el ideal humanista de comprensión de la alteridad (Rupp-Eisenreich, 1990), Humboldt apostará en su reforma universitaria por la promoción

1   Humboldt investigó en profundidad una lengua de la isla de Java, el kavi. Su estudio, que publicó en tres volúmenes, y en particular su introducción al mismo —conocida como Kawi-Werk—, que recoge lo más importante de sus investigaciones y reflexiones sobre el lenguaje y las lenguas a lo largo de más de treinta años, es un clásico de la lingüística (Humboldt, 1836/1990).

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de la filología, que a través de su trabajo con la literatura y otros textos se acercaba al conocimiento de otros mundos. La filología que se desarrolla entonces trabajará sobre este modelo humanista humboldtiano, que iba mucho más allá de la estricta erudición y crítica textual.

Filología, historia, etnología y lingüística El campo de la llamada filología clásica, centrado en las formas de vida de la Antigüedad, se había revitalizado extraordinariamente al calor de la nueva filosofía de la historia, en la que se habían implicado desde los románticos de primera generación hasta los filósofos idealistas y el propio Humboldt. Tradicionalmente limitada al estudio formal de textos, la filología ampliaba su objeto y método para abarcar otro tipo de fenómenos culturales o institucionales (económicos, jurídicos, religiosos, artísticos, etc.) con el fin de comprender el conjunto de una cultura (como el mundo griego, por ejemplo). Recogiendo la tradición de la crítica e interpretación de textos, donde destaca la figura de Friedrich Schleiermacher (1768-1834)2, así como la investigación sobre las objetivaciones del espíritu humano, la filología se presentaba como una ciencia integradora cuyo fin último era la comprensión de épocas o civilizaciones diferentes (Rupp-Eisenreich, 1990). Esta especie de ciencia matriz articuló en sus inicios una buena parte de lo que después, con la especialización, se convertiría en una multiplicidad de ciencias humanas, culturales y sociales (Turner, 2014). La nueva filología histórica y cultural encontró su máxima expresión en la figura de Ernst Boeckh (1785-1867), cuyo modelo puede entenderse como la realización del pensamiento humboldtiano (Rupp-Eisenreich, 1990). Figura de autoridad del momento junto a Hegel (1770-1831) en la Universidad de Berlín, Boeckh mantendrá con él un importante intercambio intelectual. La filosofía hegeliana del espíritu, con la que Humboldt se había mostrado más reticente, tendría en efecto una influencia importante en el desarrollo de esta filología de nuevo cuño. 2  De particular importancia es la hermenéutica de Friedrich Schleiermacher (1768-1834), quien plantea lo que se conoce como «círculo hermenéutico», una forma de conocimiento según la cual para comprender una parte (un texto o un fragmento) es necesario remitirse al todo (contexto histórico, social, autor…), a la vez que para comprender el todo necesitas comprender las partes.

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Ahora bien, como Humboldt, lo que Boeckh reivindicaba era una síntesis del trabajo filosófico-conceptual y la investigación empírica. Para que la filosofía pudiera trabajar a partir de los conceptos, necesitaba conocer los fenómenos, y era justamente la filología la que los estudiaba. Boeckh aspiraba así a fundar la filología como ciencia complementaria de la filosofía especulativa. Uno de sus esfuerzos más importantes fue la publicación de una magna Enciclopedia de las Ciencias de la Antigüedad (1807) donde trató de organizar y sistematizar las diferentes disciplinas filológicas. Ahí definió la «filología clásica» como la ciencia que estudia el espíritu tal y como se manifestó en la Antigüedad, es decir, en los pueblos orientales, en el mundo griego y en el romano (Bravo, 1968). Esta nueva filología jugará un rol decisivo en la investigación histórica, sobre la Antigüedad y en general. Al relato político y militar predominante hasta entonces venían a incorporarse aquellos fenómenos de estudio de los que la filología, como historia del espíritu, había empezado a ocuparse (Bravo, 1968). Johann Gustav Droysen (1808-1884), discípulo de Boeckh y alumno de Hegel, con sus trabajos sobre el helenismo, sería uno de los máximos representantes de esa historia. Con la introducción de estos nuevos objetos culturales, la historia no sólo se acercaba a un tratamiento más metódico (análisis de la validez de las fuentes, contenidos y explicación de los hechos) sino que se multiplicaba en una variedad de disciplinas históricas. Se desarrollaban entonces, junto a los tradicionales relatos de reyes y batallas, una historia del arte, del derecho, de la literatura, de la religión, etc. Todo ello ocurría, por cierto, en el marco de las conquistas napoleónicas y el consiguiente auge de los nacionalismos, al servicio de los cuales se fomentó una historia de las naciones. El recurso al pasado servía así para legitimar la propia idea de nación como una comunidad que comparte una historia y una cultura. El fomento de una conciencia nacional alemana era de hecho uno de los objetivos de esta historiografía, representada entre otros por Leopold von Ranke (1795-1886), con obras como su Historia de los pueblos románicos y germánicos de 1824. Ranke es conocido además por su cruzada metodológica, que insiste en el tratamiento científico del pasado y de los hechos históricos como datos objetivos, independientes de la mirada del investigador (Fontana, 1999). El esfuerzo de síntesis que guiaba inicialmente la investigación histórica, en todo caso, no tardaría en difuminarse. Como ocurrió con la filología misma, se imponía cada vez más un trabajo fundamentalmente empírico,

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de detalle, tan inabarcable como disperso. Si la filología se volvía hacia la crítica textual, abandonando el análisis de otros fenómenos culturales, la historia se iba a orientar también, bajo la influencia del positivismo, hacia la crítica de documentos, dejando hasta cierto punto de lado el trabajo más sintético, conceptual y teórico. La supuesta imparcialidad del investigador con respecto al pasado constituido como objeto de investigación científica, donde los hechos hablarían por sí mismos, aparecerá como uno de los rasgos fundamentales de la historiografía positivista alemana, que se convertirá una vez más en el modelo a seguir en otros países. Junto a la filología y las ciencias históricas, en el siglo xix se desarrolló otra incipiente disciplina, la etnología, que apuntaba a incluir la experiencia no europea en la historia universal. Su objeto se definía así por el estudio de los entonces llamados pueblos exóticos, naturales, salvajes o primitivos3. Aunque como señala Britta Rupp-Eisenreich (1990) el modelo humboldtiano podría haber sido un referente, por su acento en las condiciones para hacer inteligibles conjuntos culturales no familiares, la etnología del momento se preocupó fundamentalmente por la recolección y clasificación de datos, de materiales propios de esos «pueblos naturales». Representada por figuras como Adolf Bastian (1826-1905) o Rudolf Virchow (1821-1902), esta disciplina aspiraba a hacerse con todo un material etnológico cuya pureza amenazaba con extinguirse por el contacto con el mundo occidental. Para Bastian, el tiempo de la teoría no había llegado. Antes bien, había que preservar todos esos datos para que nos permitieran constituir un registro integral de las ideas, del saber humano. La etnología apostaba así por un método empírico puramente inductivo, con un celo empirista propio igualmente de todas las demás disciplinas en que se apoyaba, como la anatomía, la fisiología y la propia lingüística, cuyo programa se plantea también como alternativa al modelo filológico humboldtiano. La incipiente ciencia del lenguaje o lingüística, que se ocupaba del estudio de las lenguas, clásicas y orientales, seguía sobre todo el modelo de una gramática comparada. Representado por Franz Bopp (17911867), este modelo buscaba demostrar las afinidades estructurales entre las lenguas indo-europeas. El análisis del lenguaje, de sus etimologías y 3   Junto a esta etnología de «pueblos naturales» (salvajes o primitivos, como también se llamaron), se desarrolla en Alemania una etnología propia, vernácula, que busca las raíces o fundamentos de su propia cultura, la germanística.

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cambios gramaticales se asimilaba al trabajo de disección de un anatomista. Para Max Müller (1823-1900), formado con Bopp, el estudio del lenguaje constituía una ciencia de la estructura y del cambio semejante a una ciencia física. Dentro de la lingüística, en todo caso, una corriente minoritaria más fiel al modelo de Humboldt hacía del lenguaje una vía privilegiada para el estudio de la naturaleza humana en su totalidad e historicidad inseparable de la consideración de otras manifestaciones (Rupp-Eisenreich, 1990). Esa corriente, que recogemos aquí por su relevancia en la historia de la psicología, sería liderada por Heymann Steinthal (1823-1899), que recogiendo la metodología hermenéutica de Schleiermacher y Boeckh construirá todo un sistema explicativo del espíritu humano y de sus objetivaciones. El proyecto, a su vez, sería reinterpretado a la luz de la psicología de Johann Friedrich Herbart (1776-1841), en la que sería introducido por su amigo y colaborador Moritz Lazarus (1824-1903) (Rupp-Eisenreich, 1990). El resultado adoptará la forma de una «psicología de los pueblos», piedra angular de ese sistema, que Lazarus y Steinthal pondrán en marcha a través de una ambiciosa apuesta editorial, la Revista de psicología de los pueblos y ciencia del lenguaje. En ella se encuentran los fundamentos intelectuales de uno de los primeros proyectos sistemáticos de la psicología en el siglo xix, la psicología de los pueblos, prolongación de la psicología individual que extendía las categorías de la psicología herbartiana al estudio del hombre social e histórico en una «ciencia de los elementos y de las leyes de la vida espiritual de los pueblos» (Lessing, 2004). En su propia organización de las ciencias separaban las naturales, marcadas por la necesidad y la repetición, de las del espíritu, ligadas a la libertad y el progreso. La revista se dirigía a todos aquellos estudiosos de la vida histórica de los pueblos bajo cualquiera de sus aspectos, una historia que, según sus fundadores, podía entenderse a partir de leyes psicológicas generales. Tal disciplina constaría de una parte abstracta y general (la historia psicológica de los pueblos), que explicaría el espíritu a partir de los productos, y una parte concreta (la etnología psíquica), que estudiaría las formas específicas del espíritu. Sobre este proyecto volverían tanto Wilhelm Wundt, que lo consideraba complementario a la psicología experimental, como Wilhelm Dilthey, quien, con su psicología descriptiva y analítica, iría dando cada vez más peso al análisis de las objetivaciones del espíritu.

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SOCIOLOGÍA Y CIENCIAS DE LO SOCIAL Paralelamente a este desarrollo inicial de las ciencias humanas y de la cultura marcado inicialmente por el modelo humboldtiano y su ideal de comprensión de la alteridad, la antropología o ciencia general del ser humano se desarrollaba en Francia en términos de una ciencia de la sociedad que aspiraba a resolver los problemas de la misma. Lo hacía en la dirección de una filosofía positivista, anti-especulativa, que terminaría extendiéndose por el conjunto de las ciencias, humanas, sociales y naturales. Esta ciencia de lo social se desarrollaba en la estela de la filosofía ilustrada sensualista y materialista de los «ideólogos» (de «ideología», como ciencia del origen y naturaleza de las ideas) y su tentativa de establecer las bases de una antropología o ciencia integral del hombre, donde se sintetizaran los aspectos físicos, intelectuales y morales del ser humano. Con el objeto de aprehender el fenómeno humano en su complejidad, los ideólogos fundaron en 1799 la Sociedad de Observadores del Hombre, donde se darían cita la anatomía, el estudio comparado de las lenguas y el conocimiento de los «pueblos salvajes», entre otros. Auguste Comte: la filosofía positiva y la ciencia de lo social El término «sociología» para describir una ciencia de la sociedad fue introducido por Auguste Comte, heredero del espíritu de Condillac y de los ideólogos. Lejos de marcar una separación con las ciencias naturales, su trabajo consistió en articularlas, entendiendo la sociedad como una totalidad orgánicamente estructurada. Comte recogía las ideas desarrolladas por Henri Saint Simon (1760-1825), del que fue secretario personal entre 1817 y 1824. Saint Simon, que fue uno de los máximos representantes del llamado socialismo utópico (o primer socialismo4), había planteado la necesidad de una ciencia de la organización social en términos de una «fisiología social». Fascinado por el progreso en las matemáticas y las ciencias naturales, especialmente en las llamadas ciencias de la vida, Saint Simon aspiraba a alcanzar una ciencia humana unificada, desde la

4   La expresión «socialismo utópico» fue acuñada posteriormente por Engels, que ve en estas primeras formas de socialismo un ideal irrealizable, superado dialécticamente por el «socialismo científico» de Marx.

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fisiología y la medicina hasta la ciencia social, que permitiera, en un estilo heredero directo de la Ilustración, una intervención racional a favor de la salud colectiva. Se trata así de un reconocimiento de la dimensión social del ser humano con un claro compromiso práctico. La filosofía positiva Como la fisiología social de Saint Simon, la sociología de Comte aparece al servicio de proyectos de reforma y reorganización social. En línea con su racionalismo ilustrado, Comte define esta ciencia como complementaria de la filosofía natural, relacionada con el estudio positivo del conjunto de leyes fundamentales propias de los fenómenos sociales. La sociología de Comte es inseparable de su «filosofía positiva» o «positivismo», que hace referencia a una concepción del conocimiento científico que se opone a la búsqueda de causas que puedan estar más allá de los fenómenos mismos, rechazando toda referencia a abstracciones como las que venían predominando en la filosofía convencional. La sociología de Comte se propone así fundar una ciencia positiva de la sociedad, en un nexo indisoluble con la filosofía misma, en cuya estela se desarrollaría más adelante el proyecto de Emile Durkheim (1858-1917), considerado uno de los fundadores de la sociología contemporánea. Su visión de la historia, como la de la mayoría de los intelectuales del siglo xix, estaba basada en la marcha progresiva del espíritu humano como algo que basta para explicar el cambio histórico. Comte planteaba que la historia de cada ciencia, y la de la humanidad en su conjunto, pasaba por tres etapas, a saber: una etapa teológica, donde la gente atribuye los acontecimientos a alguna forma de deidad; una etapa metafísica, donde atribuimos causas a fuerzas o formas abstractas (conceptos metafísicos); y una etapa final, positiva, donde la ciencia busca regularidades entre fenómenos observables. Esta etapa positiva, según Comte, había sido alcanzada primero por las ciencias físicas (en el siglo xvii) y luego por las ciencias biológicas (a principios del xix). La tarea que él mismo se proponía era llevar la ciencia social a ese estado, es decir, fundar una ciencia positiva de la sociedad: la sociología. En su esquema, la sociología formaría parte de las ciencias biológicas, junto a la fisiología. Apoyándose en esta última, la ciencia positiva de la

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sociología estudiaría las relaciones orgánicas más complejas existentes, las del mundo social. En último término, para Comte, el conocimiento de estas leyes nos permitiría fundamentar nuestra acción política, poniéndose así al servicio de la humanidad. En su esquema, entre la fisiología y la sociología Comte no contempla ningún espacio para la psicología. Para él, la psicología, representada en Francia en aquel momento por la filosofía espiritualista de Victor Cousin (1792-1867), se definía por la introspección, y como tal observación interior no podía entenderla como fuente de conocimiento positivo5. De forma parecida a las reservas que apuntaba Kant respecto a la introspección, Comte planteaba que una persona no puede dividirse en dos y actuar a la vez como sujeto observador y como objeto observado. Como mucho, podía aceptar la frenología de Franz Joseph Gall (1758-1828)6 en tanto que teoría fisiológica de las funciones mentales tal y como se pueden observar en el cráneo; pero nunca la introspección. Comte, en todo caso, más que elaborar los detalles de la ciencia positiva de la sociología por la que abogaba, se dedicó a poner en práctica una religión de la humanidad que nos guiara. En ese sentido, en los primeros años cincuenta publicó un Sistema de política positiva y un Catecismo positivo, llegándose a fundar iglesias comteanas en diferentes puntos del planeta. Estas derivas religiosas, sin embargo, serían consideradas excentricidades por los seguidores más liberales del positivismo. Karl Marx A mediados del siglo xix, en Alemania, tomará fuerza una nueva propuesta para el estudio científico y material de la sociedad, ligado tam5   Victor Cousin (1792-1867) desarrolló una filosofía ecléctica que recogía aspectos del racionalismo cartesiano, el empirismo sensualista, la filosofía escocesa del sentido común y el idealismo especulativo. En último término, pretendía fundamentar la filosofía sobre una psicología introspectiva, apostando por una filosofía espiritualista que se oponía al materialismo supuestamente inmoral de los filósofos ilustrados. Siguiendo a la escuela escocesa del sentido común, Gall dividió la mente en una serie de facultades especializadas, que localizaba en áreas cerebrales específicas, que a su vez se reflejaban en el perfil del cráneo, de modo que sus prominencias y hundimientos permitían conocer el grado de desarrollo de las áreas y facultades correspondientes. 6  Siguiendo a la escuela escocesa del sentido común, Gall dividió la mente en una serie de facultades especializadas, que localizaba en áreas cerebrales específicas, que a su vez se reflejaban en el perfil del cráneo, de modo que sus prominencias y hundimientos permitían conocer el grado de desarrollo de las áreas y facultades correspondientes.

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bién a un proyecto político socialista. Se trata del proyecto liderado por Karl Marx (1818-1883), quien sin embargo rechazaría utilizar el término de «sociología» puesto en circulación por Comte. Aunque en su temprana juventud recibió la influencia de Saint Simon, que contaba con numerosos seguidores en Alemania, Marx se opuso a la doctrina de Comte, así como al intento de sus seguidores de hacer del positivismo la filosofía del movimiento obrero (Bottomore y Rubel, 1961). En la Universidad de Berlín, Marx estudiaría a fondo el idealismo absoluto de Hegel, cuyo trabajo le parecía muy superior al de Comte, antes de introducirse en las teorías de la economía política de su época. Del sistema hegeliano, al que se opondría desde muy joven, Marx mantendrá aspectos cruciales como su concepción dialéctica, procesual, del conjunto de la realidad, según la cual esta avanza a través de la resolución de contradicciones, pero invirtiendo la relación entre realidad e idea o Espíritu (Geist). En lugar de hacer de la realidad un producto del Espíritu, que se despliega hasta hacerse consciente de sí mismo, Marx hará del Espíritu (identificado ahora no con una idea abstracta sino con la humanidad) un producto de la realidad, es decir, de las condiciones materiales, sociales, económicas, etc. de las que nos hemos dotado. En ese sentido, su propuesta reivindicará la naturaleza esencialmente social e histórica del ser humano (frente a la idea del individuo como una unidad en sí mismo). Así, mientras que para Hegel el fundamento de la dialéctica es ideal (el despliegue de un Espíritu absoluto hasta su autoconocimiento), para Marx es material: el espíritu, el pensamiento, la conciencia, es resultado de unas determinadas condiciones materiales. Además, mientras para Hegel ese proceso habría llegado a su fase final, con el Estado (prusiano) como culminación del espíritu absoluto (donde todas las contradicciones se habrían resuelto), para Marx ese proceso no había acabado. Lejos de admirar el Estado burgués existente (como expresión autoconsciente del espíritu absoluto), Marx planteará que existen en él nuevas contradicciones como consecuencia de la existencia misma de una nueva clase social, el proletariado (resultado de la industrialización), que habrían de ser resueltas7. A este respecto, cabe señalar que Marx, a pesar de su ma7   Para Marx, las contradicciones se resolverían en un sistema comunista, en el que ya no habría clases sociales y no haría falta el Estado —previo paso por el socialismo o dictadura del proletariado, donde los trabajadores se habrían apropiado de los medios de producción (y el Estado no burgués los controlaría en función de las necesidades de la sociedad)—.

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terialismo, lejos de negar la libertad, hizo de ella la verdadera esencia del ser humano. La libertad sería un rasgo inherente al ser humano que, bajo determinadas condiciones materiales, se le había ocultado. El trabajo de Marx consistirá precisamente en estudiar las condiciones materiales en que esta libertad se le ha velado y cómo restaurarla (Smith, 1997). Se trata así de una teoría crítica y revolucionaria que pretende contribuir en la práctica a transformar esas condiciones materiales (sociales, económicas, tecnológicas, etc.). El análisis histórico de esas condiciones que la humanidad ha creado para sí misma8, desde el Imperio Romano y la Edad Media hasta la época moderna, es lo que Engels, amigo y protector de Marx, llamó «materialismo histórico». En ese análisis cobrará una importancia crucial el estudio objetivo del grado de desarrollo de las fuerzas productivas, es decir, de los mecanismos económicos y tecnológicos (desde el esclavismo y el feudalismo hasta la revolución industrial). Sobre esa base material (que recibirá el nombre de infraestructura) se erigen todos los demás productos de la actividad humana como la religión, la moral, el sistema jurídico, el arte o la ciencia (que recibirán el nombre de superestructura). Todas estas instituciones y sistemas culturales, que vendrían a ser una expresión de las relaciones de producción y, a su vez, una legitimación de ese orden existente, conformarían algo así como nuestra mentalidad o conciencia social. Nuestro pensamiento o conciencia, por tanto, lejos de ser algo abstracto (inmutable, universal…), tendría un fundamento material. «No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia» (Marx, 1859/1989, p. 7). Estudiar a lo largo de la historia cómo la gente ha organizado colectivamente la producción y, en el proceso, ha dado lugar a instituciones y adquirido creencias que legitiman ese orden, negando la realidad de sus circunstancias, se convierte en la base de la sociología concebida precisamente como una herramienta revolucionaria y emancipadora. En la estela de la tradición ilustrada, en definitiva, lo que plantea es que la razón nos hará libres. Marx y los diferentes autores de la tradición marxista que le seguirán influirán sobre todo en el análisis sociológico, subrayando la preeminen-

8   Como para Hegel (y antes que él Vico o Herder), para Marx lo que llamamos naturaleza no es algo ajeno a nosotros, sino el resultado mismo de nuestra actividad.

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cia de las relaciones económicas. Pero también influirán fuertemente en una parte de la psicología, que hará del estudio de nuestra condición histórico-social el núcleo de su programa (como veremos especialmente en el capítulo dedicado a Vigotsky). EL ESTUDIO DE LA CONCIENCIA COLECTIVA: ENTRE LA SOCIOLOGÍA, LA PSICOLOGÍA Y LA HISTORIA La sociología, como la psicología, no se institucionalizará como disciplina hasta finales del siglo xix. Si el dato fundacional del inicio de la psicología se sitúa con Wilhelm Wundt en Alemania, el dato fundacional de la sociología como disciplina autónoma y científica se sitúa convencionalmente en Francia con la figura de Emile Durkheim (1858-1917). Como sus antecesores, Durkheim pretende poner esta ciencia social al servicio de la sociedad y, en particular, de la joven y frágil República Francesa. En la estela de Saint Simon y del posterior socialismo alemán, Durkheim critica el individualismo y la noción de individuo racional y autosuficiente que dominaba en la economía política liberal, poniendo el acento en la dimensión social del ser humano y en la idea de sociedad como un objeto con sus propias leyes de funcionamiento (Mucchielli, 1999). Ahora bien, su sociología se solapará en buena medida con el programa de investigación de la psicología, o al menos una parte de ella, al interesarse especialmente por el análisis de la conciencia colectiva (las representaciones colectivas). Él mismo, que había podido seguir los cursos de Wundt en Leipzig en su viaje de estudios a Alemania (1885-1886) (Espagne, 1998), había encontrado la forma de legitimar la reorientación empírica de la filosofía en la psicología de los pueblos, a la que definía como una psicología social que se ocupaba de «las ideas y sentimientos comunes que aseguran a la vez la unidad y continuidad de la vida colectiva» (Durkheim, 1888, p. 42). Su programa sociológico, de partida, se proponía en cierto modo ofrecer los resultados que a su juicio Lazarus y Steinthal no habían logrado alcanzar (Durkheim, 1888). La sociología durkheimiana mantendrá de hecho una relación tan intensa como compleja con la psicología en vías de institucionalización, con la que se disputa el monopolio del análisis de la dimensión social de la conciencia y su consiguiente espacio académico. Así, Durkheim

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(1893/1982) se esforzó por delimitar el campo de la sociología en torno a una definición del hecho social como un objeto externo y coercitivo (aunque pueda ser inmaterial) que impone al individuo normas de pensamiento y reglas de conducta, sin excluir cierto margen de autonomía individual. Asimismo, estableció unas reglas del método sociológico para su tratamiento sistemático, según las cuales el hecho social debe ser analizado sin prejuicios (no le corresponde, por ejemplo, posicionarse con respecto a si los ritos religiosos carecen o no de fundamento) a partir de la observación y de los datos y evidencias empíricas, aplicando métodos científicos (como la estadística) y atendiendo a su función y a sus causas inmediatas (Durkheim, 1895/1988). Así lo aplicó él mismo en su conocido estudio sobre el suicidio (Durkheim, 1897/1976), donde concluyó que el comportamiento individual está guiado por una realidad moral colectiva. Sobre la relación de esta sociología con la psicología, en un texto de 1898 sobre representaciones individuales y colectivas, Durkheim trató de delimitar sus respectivos terrenos: mientras que la psicología se ocupaba de los fenómenos de la conciencia individual, la sociología lo hacía de la conciencia colectiva, ofreciendo una especie de historia natural del hombre en sociedad. No obstante, definir el hecho social como un fenómeno de naturaleza esencialmente psicológica ponía a Durkheim, como señala Karsenti, en una posición muy incómoda, pues su objeto de estudio se situaba a la vez «contra y en la psicología» (Karsenti, 1996, p. 36). Una parte de la psicología, en efecto, en línea con la tradición inaugurada por Lazarus y Steinthal, no renunciaba al estudio de la dimensión colectiva de la conciencia. Así, por ejemplo, Ribot, en sus trabajos tardíos sobre La psicología de los sentimientos (1896), afirmaba que la vida afectiva no puede entenderse sin su dimensión histórica ni al margen de las instituciones sociales, morales, religiosas, estéticas e intelectuales en las que se expresa. En esa dirección trabajaría asimismo George Dumas, discípulo suyo, y otros autores menos conocidos como Henri Delacroix (1873-1937), que desarrolló, a partir de un análisis genealógico de la experiencia mística, una psicología de la religión, así como una psicología del arte y una psicología del lenguaje (Pizarroso, 2013). De la mano del principal discípulo de Durkheim, su sobrino Marcel Mauss (1872-1950), que matizará de forma importante el determinismo social de su maestro, tendrá lugar un enriquecedor diálogo con la psicología, al menos con aquella que sigue asumiendo como objeto de investigación

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los fenómenos de la conciencia colectiva. No por casualidad se le ofrece la presidencia de la Sociedad de Psicología francesa en 1924 y se publican sus trabajos en su revista (Journal de Psychologie Normale et Pathologique) (Pizarroso, 2017). En ese contexto verán la luz una serie de psicologías colectivas procedentes tanto del lado de la psicología como de la sociología. Del primero destaca la de Charles Blondel (1876-1939), Introducción a la psicología colectiva (1928), donde defiende, influido por las tesis de Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939), que la colectividad, a través del lenguaje y del gesto, atraviesa tanto nuestra afectividad como nuestra inteligencia y actividad, y que cualquier estudio del psiquismo humano ha de tener en cuenta los sistemas de pensamiento propios de cada colectividad humana. Del lado de la sociología destaca especialmente la obra de Maurice Halbwachs (1877-1945), cuyos trabajos sobre la memoria (Marcos sociales de la memoria, 1925) han recibido especial atención en los últimos años (Hirsch, 2015). En una línea semejante, atento a la dimensión social de la mente pero sobre todo a su dimensión histórica y de cambio, siguiendo la trayectoria de Henri Delacroix, se desarrollaría también el proyecto de psicología histórica de Ignace Meyerson (sobre quien volveremos más adelante), que retoma la idea de una historia de las funciones psicológicas actualizada a la luz de los desarrollos de las distintas ciencias humanas. Estas líneas de trabajo convivirán con una nueva forma de hacer historia, concebida en el marco sociológico durkheimiano, conocida como Escuela de los Annales. Esta historia, a la que sus representantes llaman «la nueva historia», se opone a la narración de acontecimientos políticos y acciones de grandes hombres y propone en su lugar una historia de carácter más social y cultural que tiene en cuenta otras dimensiones de la actividad humana. Centrada en problemas, se elabora de forma transdisciplinar en diálogo con la sociología, la economía, la antropología y la psicología (Burke, 1996). Sus fundadores, Marc Bloch (1886-1944) y Lucien Febvre (1878-1956), trabajaron de cerca con las psicologías colectivas e histórica antes mencionadas (Febvre y su discípulo Robert Mandrou adoptaron de hecho la etiqueta «psicología histórica» en su trabajo). Promovieron así una historia de las mentalidades que se cultivó especialmente a partir de la década de 1960 y que dio lugar a trabajos de historia sobre la infancia, concepto inexistente antes del siglo xvii (Ariès, 1992), sobre las actitudes ante la muerte, sobre la familia, la sexualidad, el amor o la vida privada (ver Burke, 1996).

CAPÍTULO IV ANTECEDENTES CIENTÍFICO-NATURALES DE LA PSICOLOGÍA MODERNA

En el momento en que la psicología surge como disciplina, las ciencias naturales desempeñaban una función esencial dentro de un amplio proceso de naturalización de un concepto de sujeto que hasta entonces había sido definido en términos principalmente filosóficos (como en el caso de Kant)1. En general, a finales del siglo xix el discurso científico va colonizando ámbitos hasta entonces reservados a la filosofía, la teología o la reflexión moral. Los criterios para decidir qué es lo verdadero o lo bueno comienzan a basarse en la ciencia entendida en términos de un método universal que garantizaría la obtención de conocimiento objetivo. Sería una especie de conjunto de reglas racionales que, si se aplican cuidadosamente, nos permiten acceder a la verdad acerca de la naturaleza, incluyendo la naturaleza humana. Ahora bien, esta concepción de la ciencia es ella misma filosófica: procede sobre todo de la filosofía positivista, promovida desde principios del siglo xix por autores como el francés Auguste Comte (1798-1857). Según el positivismo, la ciencia constituye un conocimiento objetivo y universal basado en un método aplicable a cualquier ámbito de la realidad para formular leyes obtenidas a partir de hechos empíricos y que además deberían servir de fundamento para el gobierno de la sociedad y de nuestra conducta. No es que la psicología se emancipara de la filosofía y viniera a estudiar científicamente lo que hasta entonces había sido objeto de la mera especulación filosófica (la mente o la conducta humana). Aparte de que los «padres» de la psicología también hacían filosofía, no hay 1   Aunque a continuación nos centremos en las ciencias naturales, el término «naturalización» no necesariamente significa reducción a las categorías de este tipo de ciencias (física, biología, geología, etc.). En sentido amplio, puede entenderse la naturalización como un proceso en virtud del cual la teorización de la subjetividad fue desplazándose hacia categorías científicas en general, incluyendo la sociología, la historia o la antropología, por ejemplo.

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manera separar la ciencia de la filosofía —el propio concepto de ciencia es filosófico—, y de hecho todas las «escuelas» psicológicas lo son porque se basan en principios filosóficos específicos. En realidad, la idea de la superación de la filosofía por parte de la ciencia es ella misma una idea filosófica procedente del positivismo. Lo que ocurrió no fue que la psicología científica reemplazara a la psicología filosófica, sino que la concepción según la cual la ciencia permitiría acumular indefinidamente conocimiento objetivo y resolvería los problemas sociales —una concepción que también hundía sus raíces en la Ilustración— se extendió también al ámbito de las teorizaciones sobre el sujeto y las prácticas de subjetivación. Veamos cuáles fueron las principales corrientes de las ciencias naturales que formaron parte del caldo de cultivo en que nació la psicología moderna.

LA FISIOLOGÍA A FINALES DEL SIGLO XIX Mecanicismo, vitalismo y filosofía natural Desde al menos el siglo xvii existían, en lo que a veces se llamaban las «ciencias de la vida», tendencias organicistas o vitalistas y tendencias mecanicistas. Las primeras suponían que los seres vivos poseían principios de organización específicos, irreductibles a leyes químicas o físicas. Los organismos biológicos no podrían, entonces, explicarse como si fueran artilugios mecánicos cuyo funcionamiento consistiera en un mero juego de presiones, contactos y empujes de piezas. Por su parte, el mecanicismo desconfiaba de lo que consideraba una atribución de fuerzas ocultas a lo viviente y pretendía explicar el mundo biológico en términos puramente mecánicos similares a los que Isaac Newton había aplicado al mundo cuando formuló la teoría de la gravitación universal. El problema es que, en física, el mecanicismo efectivamente había sido útil, pero en biología podía obstaculizar la comprensión de algunos fenómenos que el vitalismo, en cambio, definía de una manera más adecuada, como el fenómeno de la irritabilidad de los tejidos, esto es, su reacción activa a los cambios físico-químicos del entorno (Canguilhem, 1975; Duchesneau, 1982; Westfall, 1980).

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Entre finales del siglo xviii y principios del xix la filosofía natural era una rama de la filosofía casi indistinguible de la biología y en el seno de la cual se formularon las concepciones acerca de los seres vivos que heredaron autores tan importantes como Darwin (Fernández, 2005; Richards, 2002). Fue especialmente en el mundo germano donde la filosofía natural se desarrolló, así como la fisiología. En aquel ambiente, ligado también al movimiento romántico, predominaban los enfoques organicistas, que entendían no ya los seres vivos sino la naturaleza orgánica en su totalidad —y en algunos casos la naturaleza a secas— como una realidad regida por principios irreductibles a fuerzas puramente mecánicas. Darwin recogería ese organicismo a la hora de estudiar los seres vivos con una mirada de naturalista que buscaba hallar principios de organización interna del mundo orgánico.

Fisiología sensorial y psicofísica La fisiología del sistema nervioso, especialmente desarrollada en Alemania, tuvo una importancia crucial para el surgimiento de la psicología experimental (no por casualidad constituyó el antecedente inmediato del trabajo de laboratorio de Wundt, como veremos más adelante). Uno de sus máximos representantes fue el médico y físico Hermann von Helmholtz (1821-1894). Helmholtz pretendía estudiar empíricamente los procesos de síntesis u obtención del conocimiento a partir de datos sensoriales tal y como los había definido Kant. Ese intento de fundamentar científicamente la teoría del conocimiento kantiana fue lo que inspiró su trabajo de laboratorio en fisiología sensorial. Sin embargo, rechazaba la idea de Kant según la cual la captación de datos sensoriales es un proceso pasivo consistente en asimilar dichos datos a categorías abstractas innatas circunscritas a un marco espacio temporal universal y suministradas por la razón. En particular, Hemlholtz quiso demostrar que la percepción del espacio no es innata. Recurrió a la teoría de las energías específicas formulada por Johannes Peter Müller en 1820, según la cual el tipo de nervio estimulado (ocular, táctil, olfativo, etc.) es lo que determina el tipo de sensación que se percibirá, independientemente del objeto que produzca la estimulación. Esto demostraría que las condiciones trascendentales del conocimiento son en realidad orgánicas: no captamos objetos, sino las sensaciones

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con la que éstos afectan a nuestro cuerpo. Hemlholtz también recurrió a la teoría de los signos locales formulada por Rudolf Hermann Lotze en la segunda mitad de la década de los 50 del xix. Según esta teoría acerca de la percepción visual, la imagen retiniana supone que a partir del objeto se proyectan una serie de puntos (signos locales) cuya relación mutua nos suministra las claves espaciales que, a través de la coordinación de los movimientos oculares y los del cuerpo en general, nos permite aprender a percibir los objetos como tales objetos. Ello contribuiría a mostrar que la percepción del espacio y de los objetos en general no es innata sino aprendida, algo que Helmholtz generaliza más allá de la percepción visual. Helmholtz formuló además la teoría de la inferencia inconsciente, según la cual el proceso perceptivo no es pasivo, sino análogo al proceso de pensamiento, en el sentido de que consiste en extraer una conclusión (el objeto percibido) a partir de una serie de premisas (las estimulaciones sensoriales, los signos locales) y a través de los movimientos corporales, que permiten aprender hábitos cuya estabilización es la que en última instancia hace que nuestro mundo objetivo a su vez se estabilice. Según esto, percibir consiste en inferir inconscientemente que tal impresión sensorial corresponde a tal objeto. Así pues, las categorías a priori del conocimiento tal y como las había definido Kant no son en realidad innatas, sino que consisten en hábitos aprendidos y automatizados a partir de los cuales es posible «inferir» (o concluir cuál es) el objeto de la experiencia (Aivar, 1999; Aivar y Fernández, 2000; Moulines, 1993; Sánchez, Fernández y Loy, 1995). Otro autor importante en este ámbito es Gustav Theodor Fechner (1801-1887), cuyos trabajos de psicofísica publicados en 1860 influirán en Wundt desde un punto de vista metodológico. La psicofísica, para Fechner, consistía en el estudio de la conexión entre el mundo físico y el mental a través de las sensaciones. Lo que hizo fue cuantificar las sensaciones pidiendo a los sujetos experimentales que comparasen ca­ racterísticas sensoriales de objetos, que variaban gradualmente (por ejemplo, el peso o la intensidad del sonido). Observando cuál era la diferencia mínima perceptible por los sujetos, Fechner relacionó matemáticamente la magnitud de los estímulos con la intensidad de la sensación que producían. Reelaboró así lo que se conocería como la ley de Weber-Fechner (ya que había sido anticipada por Ernst Heinrich Weber

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en 1840), según la cual la fuerza de una sensación es una función logarítmica de la del estímulo; expresado matemáticamente en una versión simplificada, S = k log E, donde k es una constante que depende de la modalidad sensorial de que se trate. Así pues, podemos sugerir que la psicofísica representó también un paso en la naturalización de la subjetividad, mediante el cual se detectaban regularidades en los procesos perceptivos (Fernández, 2003).

El estudio del sistema nervioso y la frenología En los últimos siglos, cuando se ha supuesto que el alma (o sucesores suyos más recientes como la mente o la conducta) debe ser localizada anatómicamente, se la ha situado en el cerebro, un órgano que, no obstante, tal y como lo entendemos hoy no fue descrito hasta la época renacentista. Suele considerarse al alemán Franz Joseph Gall (1758-1828) como el padre de los intentos contemporáneos por localizar las funciones psicológicas en el cerebro, que desembocan en la neuropsicología y la neurociencia de nuestros días. Gall creía que el cerebro era el órgano de la mente y se propuso demostrarlo descubriendo relaciones entre partes del cerebro y facultades psicológicas, suponiendo asimismo que las facultades que una persona ejercita más provocan que las partes del cerebro correspondientes a ellas se desarrollen más (igual que el ejercicio de un músculo lo hipertrofia). Cada facultad psicológica, que además considera innata, la ubica Gall en una parte del cerebro, dando lugar así a un auténtico mapa de localizaciones y a una ciencia, la frenología, que fue bastante popular durante el siglo xix. La frenología se basaba en la medición de las partes del cerebro más desarrolladas —correspondientes, por tanto, a capacidades psicológicas más ejercitadas— tal y como se reflejaban en las protuberancias del cráneo de cada individuo. Gall elaboró una lista muy completa de facultades psicológicas, como la agresividad, la amistad o el lenguaje, que sus seguidores alargaron con otras como la religiosidad. Desde un punto de vista conceptual es una estrategia similar a la que se emplea actualmente en investigaciones neurocientíficas que intentan mostrar, por ejemplo, las bases neurobiológicas de cosas tales como la identidad sexual, la conducta maternal o el uso adictivo de drogas.

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EVOLUCIONISMO Y DARWINISMO El evolucionismo predarwiniano Frente a lo que se denominaba fijismo, según el cual las especies habían sido siempre iguales y habían sido creadas por Dios independientemente unas de otras, en el siglo xviii —cuando se formuló el concepto moderno de especie biológica— se empezó a discutir acerca de la posibilidad de que las especies se transformaran. El principal naturalista de la época, el sueco Carl Linneo (1707-1778), mantenía una posición fijista muy difundida. Otros, como el francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (17071788), sugirieron que las especies podían haber sufrido cambios. Buffon elaboró toda una teoría de «las épocas de la naturaleza» según la cual la Tierra habría pasado por siete periodos desde su formación hasta el presente, y diferentes especies habrían sido creadas en diferentes periodos. Sin embargo, fue el también francés Jean-Baptiste Lamarck (17441829) el más conocido defensor del transformismo, principal punto de vista evolucionista previo a Darwin. Lamarck, a principios del xix, defendió no sólo que las especies habían experimentado transformaciones hasta llegar a su estado actual, sino además que unas habían surgido a partir de otras, incluyendo al ser humano. La transformación de las especies, según ese punto de vista, obedece a leyes. En concreto, Lamarck atribuye las modificaciones a tres causas: las condiciones físicas en que viven los animales, el cruzamiento reproductivo y el principio del uso y el desuso. Es este último principio el que se hizo más famoso. Consiste en afirmar que, cuando el medio cambia, las actividades de los animales cambian a su vez para adaptarse a él y, con ello, cambia también su cuerpo. El uso recurrente de un órgano hace que éste se hipertrofie; en cambio, su falta de uso hace que se atrofie. Pero además Lamarck creía en un principio de transmisión hereditaria que mucho más tarde —a principios del siglo xx— se demostraría imposible, pero que fue ampliamente aceptado incluso por Darwin: la herencia de los caracteres adquiridos, en virtud de la cual los efectos del uso y el desuso sobre los órganos se transmiten a los descendientes2. 2  A menudo el término »lamarquismo» (o «lamarckismo») es sinónimo de herencia de los caracteres adquiridos.

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La obra de Darwin Una de las principales vías a través de las cuales el discurso científico del siglo xix naturalizó la subjetividad, si no la principal, fue el evolucionismo (Fernández, 2005; Fernández y Sánchez, 1990a; Sánchez y Fernández, 1990). A partir de la obra de Darwin, incluso quienes se oponían al evolucionismo y mantenían posiciones creacionistas tuvieron que elaborar sus argumentos teniendo en cuenta el darwinismo. En el mundo científico e intelectual éste supuso una revolución y, sobre la base de un acuerdo generalizado en biología en cuanto al hecho de la evolución, no ha dejado de suscitar discusiones hasta nuestros días (Alvargonzález, 1996; Ayala, 2001; Bowler, 2003; Mayr, 1992; Richards, 1998; Ruse, 1983)3. En cuanto a las teorías psicológicas, desde finales del siglo xix ya no han podido elaborarse a espaldas del evolucionismo. Y no sólo por la imposibilidad general de producir discursos científicos al margen de la teoría de la evolución, sino también porque en la obra del propio Darwin los componentes psicológicos desempeñaron un papel apreciable. Charles Darwin (1809-1882) fue un naturalista inglés cuyos libros más importantes fueron El origen de las especies (1859/1985), donde expuso su concepción de la evolución basada en la selección natural, y El origen del hombre (1871/1989), acerca de la evolución de la especie humana. La idea central del primero de estos dos libros es que la evolución consiste en una descendencia con modificaciones regida por la selección natural: los descendientes, aunque conservan rasgos de sus ancestros, poseen también nuevos rasgos que pueden ser más o menos adaptativos y, por tanto, favorecer la lucha por la existencia y la supervivencia. La idea central de El origen del hombre es que el ser humano desciende de algún antepasado más primitivo. En este libro también se realizan comparaciones entre las capacidades psicológicas humanas y las de otras especies. Asimismo, se dedica una parte a la cuestión de la selección sexual, esto es, la elección de pareja reproductiva.

3   Actualmente el creacionismo —la idea de que los seres vivos han sido creados por una inteligencia sobrenatural— es un fenómeno marginal, difundido en algunos centros educativos islámicos y protestantes, estos últimos radicados sobre todo en Norteamérica, donde ha prendido una versión remozada del creacionismo denominada teoría del «diseño inteligente».

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La teoría evolucionista de Darwin fue la que acabó triunfando. La aceptación generalizada de la teoría de la selección natural llegó a finales de los años 30, cuando surgió el denominado neodarwinismo o teoría sintética de la evolución. El neodarwinismo, aún vigente hoy en algunos de sus aspectos, combinaba la teoría darwiniana de la selección natural con 1) el redescubrimiento de las leyes de Mendel (leyes de la transmisión de rasgos hereditarios descritas por Gregor Mendel en 1865 y redescubiertas a principios del siglo pasado); 2) la teoría de la mutación genética como proceso aleatorio (contra el lamarquismo, para el cual el ambiente podía causar mutaciones); y 3) la genética de poblaciones (apoyando la idea de que la evolución, y en concreto el surgimiento de nuevas especies, puede entenderse como un cambio en las frecuencias de unos genes u otros dentro de las poblaciones de animales). Así pues, el concepto básico de la teoría darwiniana es el de selección natural4. Darwin lo formuló haciendo converger contenidos procedentes de varios ámbitos: la zoología y la botánica, la geología y la paleontología, la embriología, las prácticas de selección artificial (de los ganaderos, agricultores, criadores de caballos, gallos y perros de caza, jardineros, colombófilos, etc., que realizaban cruces para seleccionar variedades de plantas o razas de animales que presentaran las características deseables) y la demografía malthusiana. En cuanto a la zoología y la botánica, fue sobre todo el viaje que realizó entre 1831 y 1836 en el bergantín Beagle (Darwin, 1839/1984 y 1887/1993) lo que le llevó a recabar datos sobre plantas y animales de diversos lugares del mundo. Mediante la comparación entre las características morfológicas de plantas y animales, y en función de sus semejanzas y diferencias según los distintos ambientes, conjeturó filiaciones evolutivas (filogenéticas) entre unas y otras especies. Surgía así la idea de que entre las especies semejantes existe parentesco filogenético. Por su parte, la geología y la paleontología sugerían asimismo a Darwin relaciones entre estratos geológicos y épocas de las que podrían proceder los fósiles, algo que reforzaba su interés por la relación entre las especies y su medio.   La idea de la evolución por selección natural fue formulada también, de forma independiente, por el británico Alfred Russel Wallace (1823-1913), con quien Darwin se carteó antes de publicar su libro de 1859. 4

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Por lo que respecta a la embriología, cuando Darwin comenzó a elaborar su teoría estaba en boga la ley biogenética. Aunque ha habido varias versiones de esta ley, básicamente consistía en relacionar la morfología adulta de animales inferiores con la de animales superiores en su estado embrionario. De ahí la denominada teoría de la recapitulación sistematizada por el alemán Ernst Haeckel en 1866 —expresión usada normalmente como sinónimo de ley biogenética—, según la cual la ontogenia recapitula la filogenia, es decir, las fases que atraviesa un organismo durante su vida individual (ontogenia) corresponden, de forma abreviada, a las que atravesaron sus antepasados durante la evolución (filogenia). Pues bien, Darwin incorporó la teoría de la recapitulación (Richards, 1998) al interpretar que las similitudes entre fases embrionarias y estadios filogenéticos primitivos demostraban su concepción de la evolución como descendencia con modificaciones regida por la selección natural: si el embrión recuerda a estados filogenéticos primitivos es porque no ha sido afectado por la selección natural y, por tanto, su morfología no ha tenido que ajustarse a las demandas del ambiente. En cuanto a las prácticas de selección artificial (los injertos de plantas o los cruces de animales que presentaban ciertos rasgos deseables de resistencia, olfato, docilidad, fertilidad, etc.), Darwin las proyectó en la naturaleza e imaginó que las condiciones físicas y sociales del medio habían contribuido a la supervivencia de los más aptos. Es decir, los individuos mejor adaptados al entorno o los que mejor se habían sabido adaptar a él habían sobrevivido y habían legado a sus descendientes sus rasgos adaptativos. En esto consiste la selección natural. Es la propia naturaleza, metafóricamente hablando (puesto que no lo hace de forma intencionada), la que selecciona unas u otras variedades de plantas y unos u otros linajes de animales, que con el paso del tiempo acaban aislándose (es decir, ya no se cruzan entre sí) y dando lugar así a especies distintas. El árbol filogenético, tal y como se lo imaginaba Darwin, consistía en una enorme ramificación de especies a partir de un antepasado troncal común. Aquí también entra en juego la preocupación por la clasificación taxonómica, característica de la ciencia de la época y procedente del siglo anterior, de autores como Linneo. Darwin no tardó en sospechar relaciones de parentesco evolutivo sugeridas por las similitudes morfológicas y fisiológicas entre distintas clases de organismos. Desde un punto de vista darwinista, la taxonomía podía adaptarse a un formato evolu-

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tivo, dinámico, donde las categorías clasificatorias derivaban unas de otras debido a la descendencia con modificaciones. Las categorías más generales (por ejemplo, mamíferos) englobaban a otras más específicas (perros, gatos, humanos, delfines...) porque aquéllas habían constituido troncos o ramas principales de donde estas últimas habían derivado como ramas secundarias. Por último, la demografía del británico Thomas Malthus (1766-1934), y en concreto la idea de este autor según la cual los recursos naturales crecen en progresión aritmética mientras que la población humana crece en progresión geométrica, proporciona a Darwin la base para imaginar la lucha por la vida como competencia por unos recursos que siempre son limitados. Malthus suponía que la supervivencia de individuos y naciones dependía de su ingenio. Ahora bien, Darwin no necesariamente pensaba la lucha por la existencia en términos de pura competencia o pelea despiadada. También cabía la colaboración. La lucha por la vida y la supervivencia del más apto simplemente se referían al hecho de que los organismos, presionados por las circunstancias ambientales y por sus propias necesidades fisiológicas, deben sobrevivir, y ello constituye el motor del cambio evolutivo.

Selección natural y psicología La obra de Darwin no incluye una teoría psicológica propiamente dicha. Sólo hay en ella elementos de psicología asociacionista procedente de la filosofía empirista (según la cual los contenidos de la mente serían resultado de la asociación de sensaciones5 o de sensaciones y movimientos) y una distinción general entre inteligencia (creación de hábitos), hábitos (entendidos como inteligencia automatizada) e instintos (hábitos hereditarios) que era bastante típica en la época. No obstante, la presencia de lo psicológico en la obra de Darwin puede detectarse en su teoría sobre la expresión de las emociones, sus reflexiones sobre el instinto y en la propia idea de selección natural. La noción de instinto, como ahora veremos, es transversal a ambas.

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  En el sentido de estimulaciones de los órganos sensoriales.

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En cuanto a la expresión de las emociones, Darwin (1872/1984) es­ tudió las expresiones faciales y corporales de las diferentes emociones en varias especies y en varias culturas humanas, concluyendo que existe una continuidad entre los animales y el ser humano y que las emociones humanas básicas son universales. La teoría darwiniana sobre las emociones era básicamente lamarquista: suponía que acciones que en momentos pasados de la evolución habían sido voluntarias, inteligentes, se habían acabado automatizando en forma de hábitos y finalmente se habían convertido en instintos, o sea, en acciones innatas y heredadas. En cuanto a la selección natural, un problema importante era el del papel del comportamiento (o lo psicológico) en la evolución. Aquí se cruzaban cuestiones de psicología comparada y problemas relativos a la teorización de los instintos en su relación con los hábitos y la inteligencia. La extensión a la naturaleza de la idea malthusiana de la lucha por la existencia en circunstancias de escasez de recursos suponía que aquello que los animales consiguen hacer para adaptarse a esas circunstancias y explotar mejor los recursos disponibles es decisivo para su supervivencia. Es muy fácil entender esta idea en el sentido de que los animales más inteligentes o más capaces de aprender soluciones innovadoras son los que sobrevivirán. Esto sitúa lo psicológico en el centro de la selección natural y, por ende, de la evolución. Esta cuestión sería central para la psicología funcionalista norteamericana y la psicología comparada. Pero Darwin no ofreció una teoría clara al respecto. Se limitó a considerar algunas de las que se barajaban en la época, acercándose a veces a posiciones lamarquistas (según las cuales la función crea el órgano) o incluso mecanicistas (en el sentido de excluir la inteligencia de los animales) (Sánchez, 2009). A pesar de que él mismo lo utilizaba, Darwin advertía que el lamarquismo, al poner por delante el aprendizaje de nuevos hábitos y subordinar a éste el surgimiento de los órganos, constituía una suerte de creacionismo camuflado, pues parecía suponer que el animal decide qué órgano necesita. Pero Darwin también desconfiaba de la solución mecanicista, según la cual el órgano simplemente produce la función. Desconfiaba de esta perspectiva porque anulaba el sentido de la lucha por la existencia: si los organismos son como marionetas carentes de inteligencia, entonces no se puede hablar de novedades adaptativas; el éxito o el fracaso en la competencia por los recursos se encuentra

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predeterminado de forma innata, no depende de la inteligencia o el aprendizaje. De hecho, Darwin (1877/1983) criticaba la noción de lo que en aquel momento se llamaban instintos perfectos, esto es, conductas supuestamente innatas que se desplegaban en las circunstancias necesarias sin necesidad de aprendizaje alguno. Si fuera así —razonaba—, lo normal sería que las especies se extinguieran debido a la rigidez de su repertorio de comportamientos, incapaz de adaptarse al más mínimo cambio del ambiente.

DARWINISMO SOCIAL Y HEREDITARISMO Aunque no procedía directamente de Darwin, sino que fue ligeramente anterior (además él lo criticó), el denominado darwinismo social supuso una extensión del darwinismo a la interpretación de la organización y evolución de la sociedad humana. Su máximo representante fue el filósofo inglés Herbert Spencer (1820-1903), que comenzó basándose en Lamarck y luego intentó incorporar a su concepción del evolucionismo algunas ideas darwinianas. Spencer ponía en un primer plano la competencia entre individuos como motor del progreso social y rechazaba la injerencia estatal en la sociedad (Spencer, 1884). Para este autor, la sociedad que respete esa competencia disfrutará de una prosperidad generalizada y representará la cima de la evolución biológica, cultural y moral6. Cercana al darwinismo social, con el que compartía el innatismo, estaba una tendencia más difusa que podemos denominar hereditarismo. Es la idea de que todas las capacidades psicológicas humanas, o al menos las básicas, son innatas e inmodificables, o en el mejor de los casos difíciles de modificar. Como puede suponerse, esta idea tuvo y sigue teniendo multitud de versiones, unas más radicales que otras, aunque normalmente ha ido y va ligada —al igual que el darwinismo social— a la justificación de ciertos proyectos políticos basados en la (supuesta) desigualdad natural de los seres humanos. 6   El darwinismo social supone simplemente que las leyes que rigen la sociedad constituyen un subconjunto de las leyes biológicas. De hecho, algunos darwinistas, a diferencia de Spencer, consideraban que la cooperación, más que la competición, constituía la base de la evolución social. No obstante, la expresión «darwinismo social» suele identificarse con la versión spenceriana del mismo, que pivotaba en torno a la competencia.

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Uno de los principales hereditaristas de finales del siglo xix fue Francis Galton (1822-1911), primo de Darwin y uno de los pioneros de la psicometría. Galton fue un darwinista social y uno de los principales promotores de la eugenesia, de la cual ofreció la primera sistematización. La eugenesia consiste en la práctica de la selección artificial para conseguir la mejora biológica de la especie humana. Es eugenésico, pues, todo control de la reproducción humana con fines profilácticos, terapéuticos o selectivos. Galton suele tratarse en historia de la psicología como creador de los test de inteligencia, aunque a veces se valora más positivamente la creación de los mismos que realizó un poco después en Francia Alfred Binet (1857-1911), orientados a la detección de niños «subnormales» para proporcionarles una educación especial. En todo caso, James McKeen Cattell, quien acuñó la expresión »test mental» en 1890, importaría a los Estados Unidos las pruebas de Galton. Lo que buscaba Galton era un procedimiento de medición mental orientada a detectar un factor general de inteligencia, precursor del célebre factor g definido por su seguidor Charles Spearman en 1904. De acuerdo con sus convicciones eugenésicas, Galton proponía utilizar las pruebas de inteligencia para averiguar quiénes debían emparejarse y, por tanto, reproducirse. No es casual que uno de los ámbitos en que se ha desarrollado el hederitarismo en psicología haya sido la psicometría, y en especial la medición de la inteligencia (López Cerezo y Luján, 1989). Aquí el antecedente del hereditarismo contemporáneo fue el inglés Cyril L. Burt (1883-1971), interesado también por la eugenesia. A principios del siglo pasado conoció el trabajo de Galton y entró en contacto con Charles Spearman y Karl Pearson, otro de los padres de la psicometría. Burt realizó trabajos sobre la herencia del cociente intelectual que después de su muerte fueron objeto de una sonada polémica, al ser acusado de inventar datos. En la década de los 70 la teoría hereditarista de la inteligencia se reactivó de la mano de los trabajos de autores como los norteamericanos Arthur R. Jensen (1923-2012) y Richard J. Herrnstein (1930-1994) o el alemán afincado en Inglaterra Hans J. Eysenck (19161997), este último alumno de Burt y quizá el más popular en los países de habla hispana debido a la traducción de varios libros suyos (Eysenck, 1966/1988, 1972/1986, 1973/1981). En los años 70 y 80 fue bastante conocida la polémica de Eysenck con el norteamericano Leon

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J. Kamin (1927-), quien acusó a los defensores del hereditarismo de malinterpretar e incluso manipular datos, realizar generalizaciones indebidas y dejarse llevar por una ideología derechista, incluyendo prejuicios racistas (Eysenck y Kamin, 1981/1990; Kamin, 1974/1983). A mediados de los 90 generó una nueva controversia un libro escrito por Herrnstein junto con Charles A. Murray, titulado The bell curve [La curva acampanada], donde se defiende que la inteligencia general (el factor g) es en gran medida hereditaria, se sugiere una relación entre raza e inteligencia, se plantea que existe una alta correlación entre inteligencia y nivel socioeconómico, y se plantea que los individuos más inteligentes tienden a ascender en la escala social independientemente de su procedencia social (Herrnstein y Murray, 1994; véanse también los textos de Block, 1997; Gould, 1984/1986 y Kamin, 1995)7. El hereditarismo ha recibido numerosas críticas (Gould, 1984/1986; Kamin, 1974/1983; Lewontin, Rose y Kamin, 1984/1996; McKinnon, 2012; The Ann Arbor Science for the People, 1977/1982). Se ha argumentado que las teorías hereditaristas de la inteligencia (y de los rasgos psicológicos en general) parten de una concepción errónea de la heredabilidad, asumen como incontrovertibles versiones cuestionables de la relación entre biología y comportamiento, emplean correlaciones estadísticas como relaciones causales, dan por buena acríticamente la idea de que se puede medir la inteligencia (y los rasgos psicológicos en general), están preñadas de ideología, omiten los mediadores socioculturales del comportamiento, etc. Las teorías hereditaristas de la inteligencia constituyen un buen ejemplo de cómo los discursos psicológicos llevan implícitas concepciones del ser humano y, con ellas, agendas políticas. El hereditarismo se apoya en una determinada idea de la naturaleza humana (Stevenson y Haberman, 2010) y a partir de ella sugiere cómo debería organizarse la sociedad. Así, se han justificado científicamente el sexismo (Browne, 1998/2000), el racismo (Lynn, 2010) o el clasismo (Herrnstein y Murray, 1994).

7  Otro caldo de cultivo actual del hereditarismo, a menudo más moderado y con alianzas políticas menos explícitas, es la denominada psicología evolucionista, con antecedentes en la sociobiología y la etología de los años 70 (Dawkins, 1976/1985; Eibl-Eibesfeldt, 1973/1977; Morris, 1967/1985; Wilson, 1979/1980).

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EL NEODARWINISMO Y SU CRISIS A partir de los años 40 del siglo pasado la biología evolucionista se unificó en torno a un punto de vista neodarwinista que recibió el nombre de teoría sintética de la evolución, síntesis evolutiva moderna u otros similares (Huxley, 1942), perfilada en obras de autores como Theodosius Dobzhansky (1937), Ernst Mayr (1942), George Gaylord Simpson (1944) o George Ledyard Stebbins (1950). Esta teoría sintetizó el concepto de selección natural y los hallazgos de la genética que desde principios del siglo iban ligados al redescubrimiento de las Leyes de Mendel y, más específicamente, a la formulación del concepto moderno de gen como unidad de transmisión de la herencia biológica. La imagen de la evolución resultante fue la de un proceso de variación de las poblaciones de organismos debida a mutaciones genéticas aleatorias y canalizada por las presiones selectivas del medio ambiente, de modo que las nuevas especies habrían surgido de manera gradual y normalmente por aislamiento geográfico de las poblaciones: los dos grupos aislados de una misma población se acaban convirtiendo en especies distintas debido a que dejan de cruzarse entre sí y la deriva genética —el cambio aleatorio en los genes— los transforma. La teoría sintética de la evolución adoptó la concepción de la selección natural como criba medioambiental de rasgos fenotípicos8: la evolución consiste sencillamente en que el medio selecciona a los individuos más aptos en función de sus características adaptativas y éstos, al sobrevivir, transmiten a sus descendientes los genes que portan, con las mutaciones correspondientes (en este caso beneficiosas). Aunque no la eliminó del todo (Huxley, 1942; Simpson, 1953), la teoría sintética de la evolución arrinconó la problemática ligada al papel del comportamiento en el proceso selectivo. En términos generales, lo psicológico quedaba fuera de la síntesis, algo que hizo sinergia con el hecho de que, aproximadamente en la misma época, la psicología dominante se centrara en la conducta aprendida y la ontogenia (el desarrollo individual) dejando las cuestiones filogenéticas (las relativas a la evolución, a la especie) y la cuestión del instinto (el comportamiento heredado) en manos de los 8  Recordemos que el fenotipo es la expresión concreta de un genotipo (es decir, de un determinado repertorio de genes de un organismo) en un ambiente específico.

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biólogos o, a lo sumo, los etólogos —que originariamente eran zoólogos ocupados de estudiar el comportamiento—. En cualquier caso, la evolución quedaba definida como «el ordenamiento por selección natural de la variación genética», según resume Ernst Mayr (1991/1992, p. 151). Ahora bien, neodarwinistas como el propio Mayr rechazaron, por simplista, la definición de la evolución como un mero »cambio de frecuencias génicas en las poblaciones» (Dobzhansky, Ayala, Stebbins, y Valentine, 1977, p. 10). Se trata de una concepción geneticista de la evolución (pues en última instancia lo reduce todo a los cambios genotípicos) que la sociobiología, presentada explícitamente como una «nueva síntesis», trasladó al comportamiento en la década de los 70 (Wilson, 1975/1980). Los sociobiólogos reducían toda la actividad del organismo a expresión de algo preformado genéticamente, y con ello proporcionaban nuevos argumentos a la tradición hereditarista. En parte debido al malestar con la propensión geneticista del neodarwinismo y en parte por otras anomalías (por ejemplo, el cuestionamiento de que la evolución fuese gradual o la crítica al adaptacionismo, esto es, a la tendencia a explicar cualquier rasgo de un organismo como rasgo seleccionado por haber sido adaptativo en el pasado filogenético), la teoría sintética de la evolución entró en crisis en torno a los años 70 (Eldredge, 1985; Gould, 1982; Ho y Saunders, 1984; Mayr, 1991/1992). Uno de los aspectos de esta crisis tenía que ver con la posibilidad de que la definición de los rasgos adaptativos fuese circular: los rasgos adaptativos son los que selecciona el medio, pero no hay otra manera de definir un rasgo adaptativo si no es por el hecho de que ha sido seleccionado. Dicho de otro modo: un rasgo es adaptativo porque es adaptativo; el medio lo selecciona porque lo selecciona. Nada de lo que hace el animal —o sea, su comportamiento— es pertinente para entender el proceso selectivo. Sin embargo, sin la lucha por la vida (en sentido darwinista) es incomprensible la selección natural, y la lucha por la vida difícilmente puede estar prevista en los genes (Lewontin, 1998/2000; Mayr, 1991/1992; Maynard-Smith, 1986/1987). Ya en los años 60 habían empezado a proliferar las discusiones respecto a la relación entre evolución y comportamiento (Lewontin, 1982; Lorenz, 1966; Mayr, 1963; Waddington, 1960; Plotkin y Olding-Smee, 1979). Una de las ideas en liza era que el comportamiento debe desempeñar funciones

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evolutivas porque de hecho las desempeña en la adaptación, salvo que caigamos en la antedicha definición circular del proceso de selección natural. De acuerdo con algunos autores, la actividad de los animales define o contribuye a definir sus nichos ecológicos, es decir, sus ambientes, de modo que, según la expresión de Ernst Mayr (1982), el comportamiento funciona como el «marcapasos» de la evolución. Ciertas perspectivas contemporáneas pretenden superar el neodarwinismo sin renunciar a sus hallazgos más sólidos. Así, pretenden ofrecer marcos teóricos que incorporen la actividad de los organismos como un factor a tener en cuenta, aunque la concepción de la misma es tan diversa o más que la existente en el seno de la propia psicología (Sánchez y Loredo, 2007). En algunas de esas perspectivas se aprecia una sensibilidad sistémica cuyo origen histórico es la teoría de sistemas desarrollada por el filósofo y biólogo austríaco Ludwig von Bertalanffy (1968/1976), quien pretendía elaborar una biología no reduccionista ni mecanicista que concibiera al organismo como un sistema abierto al intercambio con el medio a través de interacciones complejas a varios niveles. El enfoque «evo-devo», de evolutionary developmental [biology] (biología evolucionista del desarrollo), representa una sensibilidad multidisciplinar que emergió en la década de los 80 y ha eclosionado hace alrededor de diez años (García, 2005; West-Eberhard, 2003). Se nutre especialmente de la epigenética, esto es, el estudio de los procesos que modulan la actividad de los genes durante la ontogenia del organismo. Converge con algunos enfoques de la psicología evolutiva, en concreto con la teoría de los sistemas de desarrollo (Oyama, 2000, 2008). Esta teoría cuestiona la dicotomía herencia-ambiente y, a la hora de estudiar la ontogénesis, pone el énfasis en la interacción entre los niveles molecular, celular, orgánico, ecológico, social y ambiental. Este tipo de enfoques da pie a la incorporación de la actividad de los organismos en la biología evolucionista considerándola como un nivel de análisis más que interviene en la ontogenia, si bien el comportamiento no se teoriza, en general, de forma específicamente psicológica, sino en términos de lo que los organismos hacen en su medio de acuerdo con el desarrollo de su propio sistema nervioso en interacción con dicho medio. Ahora bien, puesto que el desarrollo del organismo ya no se entiende como algo que deriva de un material genético fijo que se relaciona

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con un medio físico dado, pierde sentido la idea de una base genética a partir de la cual puedan emerger características psicológicas a través de la maduración del sistema nervioso. Dado que se piensa más bien en términos de procesos ambientales dinámicos y niveles diferentes de procesos fisiológicos —incluyendo algunos que atañen a la plasticidad del sistema nervioso—, la ontogénesis del organismo se considera como un fenómeno multinivel en el cual interactúan el entorno (entendido como escenario de aprendizajes específicos) y disposiciones o recursos del organismo (abierto al aprendizaje). Los genes se limitan a mediar en dicha formación como un elemento más (Gibbs, 2004a, 2004b; Jablonka y Lamb, 1995; Moore, 2009; Nijhout, 2002; ver asimismo Maynard-Smith, 1998/2000)9.

9   El antropólogo británico Tim Ingold (1948-) ha propuesto evitar la distinción misma entre lo cultural, lo biológico y lo psicológico (Ingold, 2000, 2008a, 2008b, 2011). Para él carece de sentido hablar de un estrato biológico o natural básico sobre el cual se van superponiendo el estrato psicológico y el sociocultural. Ingold subraya que cada uno de los niveles es irreductible y los organismos no son meros seres pasivos ante un medio que les modifica, sino copartícipes de los procesos de modificación (sin que tenga por qué tratarse de una participación consciente o planificada, desde luego). Ingold critica asimismo la concepción de lo sociocultural en términos de información que los sujetos reciben: lo sociocultural son prácticas y habilidades que se transmiten y cada organismo incorpora, es decir, le sirven para constituirse como tal organismo (no hay, por ejemplo, una base neurofisiológica cuya maduración haga que los bebés aprendan a caminar, sino que las formas de caminar compartidas por su grupo van constituyendo progresivamente al niño, junto con otras prácticas, en un proceso que, aun contando con dimensiones anatómicas y fisiológicas, es irreductible a ellas). Existe, en definitiva, una construcción y actualización constante de actividades en la que intervienen elementos físicos (desde conexiones neuronales hasta estructuras anatómicas, pasando por las condiciones del medio), psicológicos (lo que los organismos hacen) y socioculturales (las prácticas compartidas) (Castro y Loredo, 2015).

PARTE II

LA PSICOLOGÍA DE WILHELM WUNDT Y SUS ALTERNATIVAS

CAPÍTULO V WILHELM WUNDT Y EL PROYECTO DE LA PSICOLOGÍA MODERNA: I. LA PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL

Todavía hoy buena parte de la memoria histórica del psicólogo se ajusta al gran relato establecido por el influyente manual de Edwin G. Boring (1950/1990) que convierte a Wilhelm Wundt (1832-1920) en el padre fundador de nuestra disciplina en tanto que verdadera ciencia1. El argumento histórico oficial establece que Wundt logró independizar la psicología de la filosofía reivindicando su carácter eminentemente científico y experimental y, correlativamente, creando una estructura institucional —un instituto, un laboratorio, una revista y un programa para la elaboración de tesis doctorales y proyectos de investigación— para desarrollarla en este sentido. Sin embargo, el proceso histórico está lleno de matices y es mucho más complejo de lo que estarían dispuestos a aceptar los historiadores partidarios de una historia interna y acumulativa de la psicología (BenDavid & Collins, 1996; Brock, 1993). Más que como un héroe libertador de nuestra disciplina, nos interesa entender a Wundt como un complejo punto de intersección en el que concurren las condiciones de posibilidad científicas, filosóficas y socioinstitucionales que hemos tratado de explicar en los capítulos anteriores. Es en ese sentido en el que cabe considerar la vida y la obra de Wundt como un episodio realmente relevante a la hora de convertir la psicología en un ámbito de actividad con un perfil socialmente reconocible hasta el día de hoy. Más aún, de acuerdo con esta complejidad, es necesario advertir que el pensamiento de Wundt estuvo sometido a múltiples cambios a lo largo de su vida y se desarrolló, como no puede ser de otra manera, bajo importantes y singulares circunstancias personales (sobre la importancia de este tipo de condicionantes en historia de la psicología véase Rosa, Huertas y Blanco, 1996). 1  Sobre Wundt puede verse el vídeo «Wilhelm Wundt (1832-1920)», de la serie Diccionario biográfico de Historia de la Psicología producida por la UNED

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Para empezar, como sucedió con muchos otros celebrados «padres fundadores» de la disciplina, las inquietudes teóricas de Wundt provienen, en buena medida, de un contexto familiar temprano donde la religión jugaba un papel importante a la hora de explicar los actos humanos. Su padre era pastor luterano y delegó la instrucción de su hijo en manos de un tutor que también era vicario. La juventud de nuestro personaje transcurrió entre libros y estudios, de tal manera que, según Boring (1950/1999), Wundt no tuvo amigos de su edad ni mostró nunca interés por los juegos y distracciones mundanas. Como en el caso de James, Freud o Vygotski, su crianza y educación en un contexto religioso marcado por la disciplina y el estudio termina conduciéndole a la búsqueda de respuestas más satisfactorias en el campo de la ciencia y la filosofía. Como también en el caso de los autores mencionados, Wundt experimentó una profunda crisis personal y terminó dedicando su vida a desarrollar una explicación sistemática e integral de la experiencia humana. A ese respecto, Wundt es heredero de la concepción kantiana del ser humano y de las respuestas científico-filosóficas que los grandes autores de la tradición germana —principalmente Helmholtz, Fechner, Herbart y Lotze— habían tratado de dar a los problemas psicológicos planteados por Kant (Leary, 1982). El resultado de todo ello será un desempeño vital y teórico de gran complejidad que, siguiendo una estrategia historiográfica relativamente habitual, nosotros vamos a tratar de presentar a través de varias etapas acotadas por hitos de su pensamiento y actividad institucional. No se trata, en todo caso, de etapas progresivas o acumulativas y definidas por hallazgos y logros de Wundt que se superen sucesivamente; más bien son intervalos o trayectorias biográficas encabalgadas que revelan la complejidad y zozobras de su sistema y, en último término, las propias dificultades que nuestra disciplina arrastra todavía hoy. INICIOS EN HEIDELBERG: LA INFLUENCIA DE HELMHOLTZ Y LA INFERENCIA INCONSCIENTE Wundt estudió medicina en Berlín, Tubinga y, sobre todo, Heidelberg, y se especializó en fisiología experimental teniendo como maestros a au-

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toridades de la época como Johannes Müller (1801-1858) y su sucesor, Emil du Bois-Reymond (1818-1896). Tras obtener el doctorado, solicitó ser ayudante de Hermann von Helmholtz (1821-1894) y trabajar en el Laboratorio de Fisiología Experimental que éste dirigía en la Universidad de Heidelberg. Su trabajo como docente en Heidelberg se desarrolla entre 1857 y 1874, período en el que ocupa diversos puestos académicos e imparte distintas asignaturas. Lo más relevante es su creciente interés por la fisiología de la percepción sensorial y, particularmente, por los procesos psicológicos que participaban en ella. Durante esta etapa, Wundt compartirá con su maestro Helmholtz el objetivo de fundamentar científicamente la teoría del conocimiento de Kant, así como su definición del conocimiento como una síntesis activa de datos sensoriales y fisiológicos. Dentro de esta perspectiva, los hábitos, aprendidos y automatizados, vendrían a sustituir a las categorías a priori de Kant. Para entender el paso de las sensaciones y percepciones simples a las manifestaciones más complejas de la vida psíquica, Wundt siente la necesidad de ampliar su formación filosófica. Debido a ello, empezará a indagar, entre otras fuentes, en la psicología de Johann Friedrich Herbart (1776-1841) y a desarrollar sus primeras ideas «psicológicas». Sus primeros trabajos relevantes a ese respecto son Contribuciones a la teoría de la percepción sensorial (Wundt, 1862) y Lecciones sobre la mente humana y animal (Wundt, 1863). Wundt, como Helmholtz, recurrirá a la idea de «inferencia inconsciente» para explicar la conexión entre las impresiones sensoriales y la percepción consciente. Según esta idea, las sensaciones operan en un plano «inconsciente» y no representacional. De hecho, en este momento Wundt criticaba la psicofísica de Fechner por suponer que los juicios emitidos por los sujetos experimentales sobre sus sensaciones internas eran índices fiables y objetivos de la estimulación recibida. En su lugar, Wundt defendía la «inferencia inconsciente» como el proceso por el que las sensaciones subyacentes terminan convirtiéndose en percepciones básicas en el plano mental (táctiles, visuales, etc.) e incluso llegan a componer las percepciones y los procesos de conciencia más complejos, aquellos a los que nuestra mente sí tiene acceso. Además, la naturaleza de la «inferencia inconsciente», en tanto que proceso mediador entre sensaciones y percepciones, era, como plantea-

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ba Helmholtz, silogística; es decir, de carácter lógico e inductivo2. De hecho, en este momento Wundt creía que todo el desarrollo y la actividad mentales se ajustaban, en último término, a leyes lógicas. A partir de la sensación, dichas leyes modelarían la percepción y configuración de la conciencia, dominando implícitamente el mundo de las representaciones y, finalmente, la formación de conceptos, ideas y sistemas (Araujo, 2012; Richards, 1980). Tratando de resumir al máximo este complejo planteamiento, podríamos decir que en ese momento Wundt defendía la existencia de procesos muy sencillos, de naturaleza fisiológica y funcionamiento lógico, sobre los que se construían y sostenían los procesos mentales más complejos. Nuestra conciencia sí tendría acceso a los complejos, «se daría cuenta» de ellos, pero no de los sencillos. Por eso estos últimos serían «inconscientes», es decir, serían imposibles de contemplar en el plano de la conciencia como contemplamos la imagen o representación de una fruta o cualquier otro objeto; y serían también «inferenciales», es decir, funcionarían invariablemente a través de mecanismos automáticos y lógicos que también escaparían a nuestro control consciente. Sin embargo, durante los últimos diez años que pasó en Heidelberg, Wundt fue abandonando progresivamente esa concepción lógica de la mente, así como el recurso a procesos inconscientes como vía para explicar los fenómenos psíquicos. Sus inquietudes filosóficas y el distanciamiento de la perspectiva fisiológica de su maestro Helmholtz, en tanto que metalenguaje para la psicología y sustento de una perspectiva más reduccionista, fue fundamental en ese proceso (Araujo, 2010 y

2   La inferencia se compondría de tres términos o momentos asimilables a la lógica clásica. En primer lugar, una suerte de premisa mayor que podemos ejemplificar con la famosa frase «todos los hombres son mortales». Se identificaría con un recuerdo o una idea y entendida como una generalización inductiva a partir de experiencias previas consolidadas en el organismo como hábitos estabilizados («existen las manzanas»). En segundo lugar, una premisa menor que en el ejemplo que utilizamos se correspondería con «Socrates es un hombre». Sería la «percepción inmediata» en el momento presente, antes de que influyan en ella las experiencias previas de la generalización inductiva («se ve, huele y sabe como una fruta reconocible»). Por último, una conclusión que en nuestro ejemplo se resuelve como «Socrates es mortal». Sería el resultado de la asimilación de la premisa menor o percepción inmediata a la premisa mayor o generalización, que sería el objeto externo percibido («es una manzana»). El proceso es necesariamente inconsciente porque sólo podemos tener conciencia del fenómeno mental complejo resultante: es imposible separar las percepciones inmediatas de la influencia que la experiencia previa tiene sobre ellas (sobre estas cuestiones puede verse Aivar y Fernández, 2000).

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2012; Diamond, 1980; Graumann, 1980; van Hoorn y Verhave, 1980). Así, cuando al final de su etapa de Heidelberg publica la primera edición de sus Fundamentos de psicología fisiológica, Wundt plantea que la sensación sólo puede existir en el plano de la conciencia. Tratar de inferir lo que sea que antecede a la aparición de la sensación en la mente —sea fisiológico, lógico, inconsciente, etc.— apenas reviste interés para un punto de vista psicológico. Éste debía centrarse en el análisis de la conciencia, de las sensaciones que la componen y de las leyes mediante las cuales se forman a partir de ellas representaciones, conceptos e ideas. Wundt, en definitiva, está ofreciendo ya un ambicioso sistema propiamente psicológico.

FUNDAMENTOS DE PSICOLOGÍA FISIOLÓGICA (1873-1874): LA MENTE SEGÚN WUNDT En 1874 Wundt publica la primera edición de su famoso tratado conocido con el título de Fundamentos de psicología fisiológica. En buena medida, se trata de una recopilación de los conocimientos psicológicos de la época que en años sucesivos verá cinco reediciones —en 1880, 1887, 1893, 1902-1903 y 1908-1911— con modificaciones relevantes. Sea como fuere, puede afirmarse que, desde la primera edición, las directrices básicas de su sistema psicológico y su modelo fundamental de la mente están completamente establecidos. Eso sí, como también ocurrirá más adelante con su monumental Völkerpsychologie [Psicología de los pueblos], tal modelo se popularizará en el ámbito internacional gracias a una obra mucho más resumida y compacta: el Compendio de psicología (Wundt, 1896/s.a.). Éste fue también el primer texto que recogió su importante teoría de los sentimientos, y llegó a ver diez ediciones. El aspecto programático básico de su sistema plantea que la experiencia vital es ontológicamente una e indivisible, aunque puede aparecer bajo dos puntos de vista, el de experiencia externa y el de experiencia interna3. El primero de ellos se asocia habitualmente con las ciencias 3  En realidad, el sistema supone niveles teórico-epistemológicos previos y más generales: Wundt distingue entre Ciencias Formales, comprendiendo las matemáticas y la lógica en tanto que

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naturales, con la posibilidad de generar conocimiento con la participación o «mediación» de los sentidos externos (tacto, vista, olfato, etc.). Estas ciencias toman el objeto o fenómeno que se pretende conocer (una piedra, un rayo de luz, un sonido, etc.) como preocupación fundamental, haciendo abstracción de —o no considerando a— el sujeto que conoce. Para Wundt, en todo caso, la experiencia externa, la percepción de los objetos de la realidad, produce necesariamente «representaciones» internas en el sujeto (ideaciones, imágenes, etc.), por lo que también debía ser motivo de preocupación y estudio de la psicología. Sin embargo, la psicología iba más allá, tomando también en consideración otros fenómenos exclusivos de la experiencia interna, aspectos necesarios para caracterizar la totalidad de la actividad del sujeto cognoscente. Esto incluía, junto con las representaciones, los sentimientos y actos volitivos, objetos de estudio para la psicología que aparecían de manera directa o «inmediata» —sin experiencia anclada en un objeto externo específico— en la conciencia del sujeto. Como hemos señalado, partiendo de la proclamada unidad de la experiencia, Wundt subrayará que a la psicología le competen ambos tipos de conocimiento, el externo y el interno. Estaba muy interesado en impugnar la concepción clásica que convertía la Psicología en una disciplina dedicada exclusivamente a la experiencia interna. Precisamente, uno de los motivos teóricos más importantes por los que Wundt utilizó la denominación de «psicología fisiológica» fue para remarcar su ubicación disciplinar en la frontera entre ambas dimensiones, la interna y la externa, conectándolas. El segundo motivo de importancia para usar esa denominación era reivindicar la necesidad de trabajar con los métodos experimentales propios de la fisiología, los únicos capaces de garantizar objetividad en el estudio de la experiencia. Pero esto también suponía poner en cuestión el principio de «inferencia inconsciente» y el supuesto de que las sensaciones básicas eran inaccesibles al análisis subjetivo. Muy al contrario, en este momento Wundt piensa que todo proceso mental,

territorio de las formas simbólicas y deductivas, y Ciencias Reales, que remiten a la clasificación más relevante para los fenómenos psicológicos. Como vamos a ver dividía estas últimas en Ciencias Naturales, territorio de la objetividad, y Ciencias del Espíritu, territorio de la subjetividad.

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incluyendo tales sensaciones, acontece en el plano de la conciencia. Al contrario que en la etapa previa, el sujeto ahora sí puede, hasta cierto punto, detenerse y trabajar con las sensaciones. Como también proponía Kant en su Antropología en sentido pragmático, la conciencia se entiende como un amplio campo de contenidos potencialmente perceptibles. Según el momento y la percepción de la que se trate, algunos de esos contenidos son iluminados, destacados o fijados en el foco atencional del sujeto en detrimento de otros que quedaban en la penumbra de la conciencia. De igual modo, la conciencia obedece ahora a leyes y principios exclusivamente psicológicos, a un orden autónomo, independiente e irreductible a niveles lógicos o fisiológicos, básicos y subyacentes, como los supuestos por el concepto de «inferencia inconsciente» en la etapa de Heidelberg. Los procesos fisiológicos son, de hecho, los únicos que en este momento serán considerados propiamente «inconscientes» o, más bien, «no conscientes»; esto es, imposibles de visibilizar en el plano de la conciencia en tanto que son procesos puramente orgánicos. En definitiva, no podemos ver y, por tanto, informar de forma directa o inmediata de nuestro propio funcionamiento neuronal como tampoco podemos hacerlo, por ejemplo, del funcionamiento de nuestro aparato respiratorio. En cierto sentido, Wundt regresaba ahora al paralelismo psicofísico propuesto por Fechner que había criticado en sus primeros años en Heidelberg. Lo psicológico y lo fisiológico remitían a la misma experiencia o fenómeno vital, actuaban paralela y simultáneamente, si bien cada uno de ellos obedecía a legalidades diferentes y podía observarse desde dos puntos de vista. Como hemos visto, la psicología era especialmente relevante a la hora de acceder de forma inmediata a la experiencia y, en consecuencia, estudiar las vivencias mentales del sujeto. Estas consistirían en un encadenamiento jerárquico y progresivo de procesos psíquicos en desarrollo, desde las sensaciones y sentimientos más básicos hasta las ideas y afectos más complejos, que se interrelacionarían entre sí según diversas leyes psicológicas: se trataría, entonces, de una formulación alternativa a la de las leyes lógicas que había propuesto en la etapa de Heidelberg. Resumimos la estructura y dinámica mental propuesta por Wundt, en su momento de mayor madurez, en la figura 1.

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Figura 1.  Plan de la psicología según Wundt.

Como muestra el gráfico, en el nivel más bajo de la estructura psíquica propuesta por Wundt aparecen los elementos simples. Estos eran las «sensaciones», derivadas de la estimulación de los sentidos, producidas por el mundo externo u objetivo, y los «sentimientos», emergentes en el espacio subjetivo y sustento de la experiencia interna. Wundt suponía que ambos elementos podían estimarse tanto desde el punto de vista cuantitativo —o relativo a su intensidad— como cualitativo —o definido por su naturaleza—. Especialmente relevante es su teoría tridimensional del sentimiento, un análisis cualitativo que permitiría representar un sentimiento en un espacio tridimensional configurado por tres ejes: uno correspondiente a la dimensión de agrado-desagrado, otro a la condición fisiológica de excitación-calma y el tercero a la condición psicológica de tensión-relajación voluntaria. El modelo fue tan influyente como controvertido, dado que los resultados experimentales que debían respaldarlo no fueron concluyentes. En otro nivel del aparato psíquico se producía la síntesis de los anteriores elementos básicos dando lugar a las «formaciones psíquicas». Estas eran de dos tipos. Por un lado, Wundt definía las representaciones o ideas, que se componían principalmente por sensaciones y se dividían, a su vez, en intensivas, espaciales y temporales. Por otro lado, aparecían los afectos, que se componían principalmente de sentimientos y se dividían, a su vez, en impulsos, emociones y procesos volitivos. Las «formaciones

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psíquicas» no eran fenómenos de conciencia discretos y estáticos, sino que mostraban, precisamente, la transformación, el fluir y la unidad de la conciencia. Para Wundt, la actividad mental era dinámica y se generaba y variaba en el devenir temporal. Por último, la «conexión» y combinación de estas formaciones en un nivel superior, suponiendo algo más que la suma de sus partes o elementos constituyentes, obedecían a tres principios de causalidad psíquica de los que, a su vez, se derivaban tres leyes generales del desarrollo psíquico. El primero de los tres principios era el de «las resultantes» o «la síntesis creadora», según el cual un contenido es cualitativamente superior a la suma de los atributos de los elementos que lo componen. El segundo era el de «las relaciones psíquicas», según el cual el significado de un contenido depende de sus relaciones con otros contenidos. Por último, el tercer principio era el de «los contrastes», según el cual la oposición entre contenidos provoca que estos se refuercen mutuamente. Por su parte, la primera de las leyes era la del «crecimiento mental», que proponía la integración progresiva desde las formas simples a las elaboradas. La segunda ley planteaba «la heterogeneidad de los fines», según la cual se generan nuevos fines a partir de los perseguidos o alcanzados. La tercera y última ley era la del «desarrollo hacia los antagonistas», definiendo que los fenómenos mentales e incluso los histórico-culturales oscilan entre alternativas contrarias a lo largo del tiempo. Al margen de las leyes específicas, hay dos aspectos muy importantes en el sistema mental de Wundt que están asociados a la así denominada «causalidad psíquica». Por un lado, ésta era un tipo de causalidad diferente a la del mundo físico, ya que tenía un carácter teleológico; es decir, estaba dirigida a fines o metas sin necesidad de determinantes fisiológicos o respuestas reactivas a condiciones ambientales. De forma similar —aunque no asimilable— a James y Brentano, el sistema de Wundt supone que la conciencia y los procesos mentales humanos siempre están orientados intencionalmente, tienden hacia algo. Atendiendo a estos aspectos, el sistema de Wundt se ha denominado voluntarista, aunque, en todo caso, hay que tener claro que el voluntarismo de Wundt no comprendía sólo la elección racional y reflexiva, sino que afectaba a toda forma de deseo, tendencia o motivación inherentes a la condición humana (Danziger, 1980a).

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Por otro lado, la «causalidad psíquica» relacionaba y conectaba las «formaciones psíquicas» conformando, finalmente, la síntesis y la experiencia plena de conciencia. Tal síntesis y experiencia superior era denominada por Wundt «apercepción». En realidad, se trataba de un término tomado de la psicología de Herbart —y, más atrás en el tiempo, de la filosofía de Leibniz— para remarcar el carácter unificado, focalizado y creativo de la actividad y la experiencia mental (Danziger, 1980b). Conviene precisar que la apercepción era algo más que la mera atención —el proceso de orientación por el que un contenido concreto del mundo entraba y aparecía en el foco atencional—, ya que implicaba la voluntad activa del sujeto para elegir entre contenidos mentales y componer síntesis superiores. Asimismo, Wundt reconocía la existencia de un segundo tipo de «apercepción» capaz de componer síntesis de manera pasiva y meramente asociativa. Pero era la versión activa la que atribuía en exclusiva a los procesos mentales superiores, intencionales y propios del ser humano. Por último, como muestra el gráfico 1, en el nivel más externo y superior del sistema cabía colocar los productos psíquicos o espirituales. Sobre ellos volveremos cuando hablemos de la Völkerpsychologie. Baste aquí señalar que, junto a la apercepción y los aspectos voluntaristas del sistema wundtiano, tales productos fueron ganando protagonismo a través de las sucesivas ediciones de los Fundamentos de psicología fisiológica. Independientemente de ello, desde la primera edición de 1874, Wundt mostraba ya un interés propiamente psicológico y rechazaba las tendencias más reduccionistas y fisiologistas de la etapa de Heidelberg.

CONSOLIDACIÓN EN LEIPZIG: INSTITUCIONALIZACIÓN Y MÉTODO DE LA PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL (1875-1900) El proyecto psicológico de Wundt alcanzará su madurez en el momento en que, primero, ocupe una cátedra de Filosofía Inductiva en la Universidad de Leipzig en 1875 y, cuatro años más tarde, en 1879, funde un laboratorio de psicología. No será hasta 1885 cuando éste adquiera la categoría oficial de Instituto de Psicología Experimental, cuatro años después de que Wundt hubiera creado la revista Philosophische Studien [Estudios filosóficos] para empezar a dar respaldo editorial y divulgación

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a los numerosos trabajos y tesis doctorales que empezaban a realizarse bajo su dirección. Significativamente, la revista terminaría cambiando su título por el de Psychologische Studien [Estudios psicológicos], aunque esto no ocurrió hasta 1903. Los cursos, las investigaciones, las actividades académicas y la expedición de títulos oficiales de prestigio convirtieron al Instituto de Psicología de Leipzig en el lugar al que debía acudir cualquier profesor o investigador del mundo interesado por la psicología (sobre las actividades del Instituto puede consultarse Mülberger, Sáiz y Sáiz, 1995; Nicolas y Ferrand, 1999). El centro recibió académicos de las nacionalidades más variadas entre los que cabe destacar al alemán Emil Kraepelin (1856-1926) —reconocido psiquiatra que desarrolló la influyente teoría de Wundt según la cual la esquizofrenia derivaba de un trastorno atencional—, el británico Edward B. Titchener (1867-1927) —que replanteó la psicología wundtiana en términos estrictamente sensualistas y asociacionistas (Leahey, 1981)—, el norteamericano James McKeen Cattell (1860-1944) —que llevó los métodos experimentales de Wundt al terreno de la psicología diferencial y aplicada— o el español Eloy Luis André (1878-1935) —que se convirtió en el más importante divulgador de las ideas de Wundt en España junto a Juan Vicente Viqueira (1886-1924) (Carpintero, 1981). Todos se reconocieron como discípulos del maestro de Leipzig y reprodujeron sus estrategias institucionales (creación de cátedras, revistas, laboratorios, etc.) y métodos experimentales cuando retornaron a sus países, si bien la mayoría de ellos también se distanciaron explícitamente de las tesis teóricas y programas de investigación defendidos por Wundt (Civera, Pastor y Tortosa, 2006; Danziger, 1979). Como hemos señalado en la introducción a este capítulo, los episodios fundacionales e institucionales han sido habitualmente empleados por la historiografía descriptiva más clásica para justificar a Wundt como el héroe pionero capaz de desligar la psicología de la filosofía. Pero el transfondo es más intrincado y complejo. La actividad institucional y fundacional de Wundt debe situarse en el contexto de las luchas por el poder académico dentro de las influyentes universidades alemanas del siglo xix (Leahey, 2005; Smith, 1997). Los profesores más prometedores trataban de conseguir cátedras para estar

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bien situados en esos enfrentamientos, sobre todo en los reconocidos ámbitos de la filosofía y de la medicina. Pero no siempre las conseguían: así, tras el traslado de Helmholtz a Berlín en 1871, Wundt trató de sucederle en su cátedra de Heidelberg cuatro años después, pero fracasó y tuvo que conformarse con la de Lepizig. Inmediatamente reorientó sus esfuerzos académicos hacia la psicología, una opción carente del lustre académico y político de la filosofía o la fisiología, pero a salvo de la voracidad y la cruenta lucha institucional que caracterizaba a estas otras áreas (Ringer, 1969)4. Lo que la historia tradicional de la psicología ha reivindicado como relevante en relación con el episodio fundacional asociado a Wundt no es tanto la creación de un paradigma, la propuesta rupturista de una nueva dirección teórico-epistemológica, cuanto un estratégico logro institucional. A partir de éste, nuestro autor impulsaba la demarcación y colonización de un territorio académico en medio de las luchas de poder de la universidad alemana. Con todo, también es cierto que ese contexto resultó fundamental para modernizar los estudios superiores, delinear el perfil del profesor investigador, promover el debate entre filósofos y científicos, formar a los egresados y, en definitiva, ofrecer un modelo de organización de la enseñanza superior al resto del mundo (Ash 1981; Leahey, 2005; Littman, 1979). A pesar del famoso episodio institucional —y su valor para el reconocimiento histórico de la psicología como ciencia independiente—, es muy significativo que durante la etapa de Leipzig los planteamientos teóricos y epistemológicos de Wundt no se desliguen en ningún momento de la filosofía. Más bien su relación con ella se estrecha, puesto que Wundt pensaba en desarrollar un proyecto amplio de metafísica, si bien

4  Esta historia de competencias político-académicas no es del todo singular, y algo similar ocurrió en el resto de universidades del mundo occidental. En España, por ejemplo, la primera cátedra de Psicología experimental que Luis Simarro ocupa en 1902 en la Facultad de Ciencias está íntimamente ligada a su frustrado intento de acceder, en 1898, a una cátedra de Histología Normal y Anatomía Patológica que, finalmente, fue asignada a Ramón y Cajal. Más aún, la Universidad Central, ubicada en Madrid, también poseía una cátedra de Psicología racional para dar cabida a las perspectivas más filosóficas emparentadas con la facción católica. Mientras que esta última apuntaba a la defensa sustancialista del alma como base de toda actividad mental —punto de vista de la filosofía aristotélico-tomista—, la psicología experimental se orientaba más bien a los contenidos de conciencia y a los fundamentos fisiológicos de la misma —es decir, todo aquello que era susceptible de observación y control experimental— (Quintana, 2004).

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en un sentido empírico o basado en la experiencia frente a la clásica metafísica especulativa (Wundt, 1889). Es en esta sistematización metafísica donde cobra sentido su elaboración de tratados a propósito de dominios tradicionalmente filosóficos como la lógica y la ética (Wundt, 1880-1883 y 1886)5. Si a todo ello unimos la relajación del compromiso con la fisiología exhibido en sus Fundamentos de psicología fisiológica, la cuestión que cabe plantearse es por qué, a pesar de todo, Wundt mantuvo la denominación de psicología fisiológica en todas las reediciones de su tratado y, muy particularmente, a la hora de definir el método propio de la investigación experimental. A estas alturas, era evidente que la psicología de Wundt no trabajaba directamente con aspectos fisiológicos. En realidad, como ya hemos adelantado en el epígrafe anterior, el adjetivo «fisiológico» tenía que ver menos con un «objeto» de estudio que con un «método». En la época, hacía referencia prioritariamente al uso de técnicas y métodos de estudio experimentales y objetivos, sin necesidad de que estos tuvieran que aplicarse exclusivamente al estudio de la anatomía o fisiología de un organismo. «Fisiológico» era, en definitiva, sinónimo de «experimental». La experimentación era y es un método de trabajo científico que supone que una hipótesis se puede poner a prueba en una situación controlada por el investigador. Por eso la psicología fisiológica de Wundt es, en realidad, una psicología experimental y refleja la búsqueda de un método riguroso que permitiera abordar los objetos de estudio supuestos en su sistema (Leahey, 2005). Teniendo en cuenta que tales objetos eran fenómenos de conciencia, la única alternativa metodológica era la auto-observación experimental. El problema central al que se enfrentaba Wundt entonces era cómo convertir la observación de lo que sucedía en el interior del sujeto en un estudio realmente científico. Wundt era muy crítico con la vieja introspección «de sillón» en la que, a la manera de Descartes y su «pienso, luego existo», el filósofo especulaba libremente sobre la naturaleza de sus propios procesos y experiencias mentales

5   Saulo de Freitas Araujo ha llamado la atención sobre un episodio poco conocido de la biografía intelectual de Wundt en el que éste, en fecha tan tardía como 1913, se negó a firmar un manifiesto donde la mayoría de los psicólogos alemanes clamaban por la independencia plena y efectiva, tanto desde el punto de vista teórico como metodológico, de la psicología con respecto a la filosofía (Araujo, 2014). Wundt abogó por mantener la vinculación exponiendo razones de índole teórica e histórica.

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(Blumenthal, 1980). Desde sus tiempos de Heidelberg, Wundt siempre planteó que, al volver la mirada hacía sí, el sujeto no tenía por qué estar observando lo que realmente sucedía, sino que podía estar reflexionando y elaborando una teoría arbitraria sobre lo que acababa de experimentar. Estas suspicacias de Wundt eran continuación directa de las que habían llevado a Kant a rechazar, desde el punto de vista filosófico, la posibilidad de una psicología entendida como una ciencia completa equivalente la física. En último término, el aparato psíquico podía volverse sobre los contenidos o datos que aparecían de forma inmediata en la conciencia, pero esta última no podía volverse sobre sí misma para observar los mecanismos que los habían producido sin desvirtuar dichos mecanismos —pensar sobre cómo pensamos sería como tratar de levantarnos a nosotros mismos agarrándonos por el pelo—. Para salvar este problema, ya hemos señalado cómo la solución experimental que Wundt propondrá después de la etapa de Heidelberg consistirá en centrarse en fenómenos de conciencia simples como la sensación, por un lado, y en tratar de manipular las condiciones de la percepción interna e inmediata hasta aproximarla a las condiciones de la percepción externa y mediata de los métodos de estudio observacionales y objetivos, por otro (Danziger, 1980b y 1980c). Para ello, trató de diseñar una auto-observación perfectamente sistemática y controlada apoyándose en la invención, construcción y adquisición de instrumentos y tecnología de calibración muy precisos para la época, como quimógrafos, diapasones, péndulos, cronográfos, metrónomos, etc. (Sokal, Davis y Merzbach, 1976). Tal propuesta se ha mantenido hasta hoy en día, si tenemos en cuenta lo que los psicólogos experimentales hacen con sus ordenadores y maquinaria de laboratorio. Al igual que actualmente, se suponía que la tecnología empleada por Wundt era muy fiable: permitía presentaciones estimulares de gran exactitud y replicaba las mismas condiciones de experimentación a la hora de analizar los cambios y convergencias entre las respuestas y experiencias de los distintos sujetos. En otras palabras, se suponía que con esta tecnología se estaba en condiciones de hacer generalizaciones de valor universal. Wundt contaba con el registro y la atención prestada por los inves­ tigado­res a los cambios fisiológicos y conductuales de los sujetos experimentales. Pero una clave informativa básica también era la que el propio

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sujeto ofrecía describiendo inmediatamente su experiencia perceptiva. El objetivo era evitar procesos de reflexividad sobre los propios procesos de conciencia y, por ende, los problemas advertidos por Kant casi un siglo antes. Los sujetos que participaban en los experimentos debían estar, por ello, bien formados y entrenados para conocer a qué tipo de cuestiones debían atender (Danziger, 1990, Despret, 2015). Cabe llamar la atención sobre el hecho de que, en contraste con lo comentado, el sujeto experimental ideal en la actualidad debe ser ingenuo, no conocer las hipótesis y el proceso al que se va a someter. En todo caso, sí se le ofrecen instrucciones detalladas sobre aquellas cuestiones, estímulos, etc. a las que se debe atender durante las pruebas, por lo que, en cierto nivel, también se le prepara o entrena. En línea con estos paralelismos, lo ideal para Wundt era trabajar con investigadores y estudiantes del propio Instituto de Leipzig, herencia que el experimentalismo también ha arrastrado hasta la actualidad si tenemos en cuenta que, después de la rata blanca, los sujetos experimentales más utilizado hoy en día son estudiantes de la carrera ya comprometidos o imbuidos de nuestra cultura disciplinar. En la práctica, los informes introspectivos del laboratorio de Leipzig se limitaban a juicios psicofísicos muy básicos e inmediatos sobre tiempo de reacción, peso, intensidad, duración, etc. del estímulo o, alternativamente, medidas dependientes de la actividad del sistema nervioso periférico —nuevamente, una línea mantenida fielmente por el experimentalismo actual—. En ningún caso los estudios experimentales del laboratorio de Leipzig recurrían a relatos introspectivos extensos y abiertos. La preocupación metodológica de Wundt a este respecto era muy importante y, de hecho, provocó una famosa y reveladora polémica con los autores de la Escuela de Wurzburgo.

INTERLUDIO: WUNDT CONTRA WURZBURGO, O LAS LIMITACIONES DEL EXPERIMENTALISMO EN PSICOLOGÍA (1907) En los estudios de historia de psicología se señala habitualmente el enfrentamiento que Wundt mantiene en 1907 con la Escuela de Wurzburgo, una nueva tendencia de investigación en la época que estaba integrada por autores como Karl Marbe (1869-1953) o Karl Bühler

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(1879-1963), o con el que fue uno de los discípulos predilectos de Wundt: Oswald Külpe (1862-1915) (sobre las relaciones entre ambos, ver Ash, 1980). La crítica de Wundt tenía que ver con los límites que debían asumirse en la investigación experimental. Los psicólogos de Wurzburgo empleaban preguntas abiertas y complejas con sus sujetos y pretendían estudiar el proceso mental por el que se resolvían las tareas experimentales; esto es, aspiraban a estudiar los fenómenos y actividades mentales complejos en sí mismos. Los autores de Wurzburgo creyeron confirmar experimentalmente, entre otras cosas, la existencia de la intencionalidad —la direccionalidad del pensamiento hacia un objeto o contenido concreto— y, sobre todo, la de un tipo específico de pensamiento que denominaron «sin imágenes». En las fechas en que se produce la polémica, Wundt utilizaba un escrupuloso protocolo científico y creía que el método experimental sólo podía utilizarse para procesos o contenidos psicológicos muy sencillos, discretos, concretos y delimitados. Por este mismo motivo, consideraba que era imposible atender al mismo tiempo a preguntas complejas y al proceso mental por el que se contestaban. Por el contrario, la escuela de Wurzburgo daba validez a los amplios autoinformes que los sujetos ofrecían sobre su forma de resolver la tarea, información que además recogían de forma retrospectiva cuando la prueba había finalizado. Esto era inaceptable para Wundt, dado que la condición «inmediata» del estudio experimental de la mente exigía que los resultados sobre los contenidos básicos de conciencia se recogieran en el mismo momento de resolver la prueba y sin tiempo para que el sujeto experimental pudiera reflexionar sobre ellos (Bühler, 1908; Wundt, 1907). Aunque el desacuerdo metodológico entre Wundt y la escuela de Wurzburgo parece claro, más difícil es entender la complejidad de su transfondo e implicaciones teóricas (véase Kusch, 1999). Tomemos como referencia la cuestión del «pensamiento sin imágenes», hallazgo especialmente polémico para muchas perspectivas psicológicas de la época. Para algunas de ellas, tal fenómeno no podía ser considerado en propiedad un proceso psicológico porque cualquier proceso carente de contenido mental debía ser remitido a dinámicas fisiológicas (Leahey, 2005). Por su parte, como ya sabemos, desde la publicación de sus Fundamentos de psicología fisiológica en 1874, Wundt consideraba que el ámbito de los fenómenos mentales tenía su propia legalidad, diferente

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e independiente de la fisiológica o la lógica. Sin embargo, su crítica a Wurzburgo no tenía que ver tanto con que el pensamiento sin imágenes y otros procesos mentales superiores debieran relegarse al ámbito de lo fisiológico como, recordemos, con el hecho de que no podían ser objeto de la metodología experimental tal y como él la entendía. El planteamiento de Wundt se explica por la propia evolución de su sistema psicológico. Si bien desde 1874 siempre reclamó una legalidad específica para lo mental, progresivamente asumió y dio mayor importancia a actividades psicológicas inaccesibles a la experiencia inmediata. Wundt parecía aceptar ahora, por tanto, la existencia de importantes dinámicas mentales inconscientes, aunque no en los términos fisiológicos y lógicos que había mantenido en Heidelberg. Todos los procesos mentales seguían explicándose en términos estrictamente psicológicos, pero algunos de ellos, los más complejos, no podían ser auto-observados en la conciencia del sujeto individual. Aceptar esta posibilidad era, de hecho, una de las cosas que Wundt más criticaba a los autores de Wurzburgo. Ahora bien, un problema teórico de fondo que también puede implicar asumir un «pensamiento sin imágenes» —o cualquier otra actividad psicológica inconsciente— es que puede recordar demasiado al alma sobrenatural defendida por las filosofías sustancialistas. La más clásica de estas filosofías se correspondería con la perspectiva aristotélico-tomista, pero el sustancialismo es algo que también se puede predicar del Yo transcendental planteado por Kant. Este tipo de aproximaciones implicaban la posibilidad de un acto puro del alma, la existencia de una forma del pensamiento independiente de experiencias y contenidos materiales que lo constituyeran. Por supuesto, embarcados ya en los métodos y supuestos del naturalismo, esto era inaceptable tanto para Wundt como para los autores de Wurzburgo. Desde los tiempos de Heidelberg, Wundt había descartado la idea de alma como sustrato inalterable de la experiencia, y defendía, en su lugar, la tesis del actualismo. Según ésta, todo fenómeno psíquico se generaba y concretaba a cada momento y en función de contenidos específicos. Como ya hemos comentado, para el maestro de Leipzig la mente estaba formada por sensaciones y sentimientos que se conectaban instantáneamente, en el aquí y ahora, como formaciones y síntesis superiores.

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Con todo, la posición de Wundt, alejada del empirismo y el asociacionismo británico, rechazaba el atomismo y no suponía fisura alguna en la síntesis superior y en la continuidad temporal de la experiencia mental. En realidad, compartía la idea de una conciencia dinámica tal y como sugerían los propios planteamientos de los investigadores de Wurzburgo. Como éstos, Wundt no dejaba de ser un intelectual kantiano y difícilmente podía renunciar a la idea de un proceso mental continuado, del acontecer del pensamiento en el tiempo y de una conciencia propositiva u orientada a fines; perspectiva que, con sus propias peculiaridades, era también compartida por autores como William James, Franz Brentano o Henri Bergson. Por eso, como hemos visto, conceptos teóricos como «volición», «apercepción» o «causalidad teleológica», estando presentes en el primer planteamiento de su sistema psicológico, fueron madurando y cobrando protagonismo con el paso del tiempo. Esta transformación es ya muy evidente en la quinta edición de los Fundamentos de psicología fisiológica publicada en 1902-1903, precisamente en los años de su polémica con Wurzburgo y su abierta impugnación de la experimentación como método adecuado para analizar los procesos superiores. También desde los tiempos de Heidelberg, Wundt sospechaba que la actividad psicológica superior estaba ligada a los complejos procesos histórico-sociales en los que se veía envuelto el ser humano, pero todavía no descartaba utilizar el método experimental como un medio pertinente para analizar tales actividades (Van Hoorn y Verhave, 1980). Con el tiempo, sin embargo, profundizó en la idea de que éstas estaban inevitablemente impregnadas por la naturaleza cultural e intersubjetiva de la condición humana. La historia y la cultura aportaban procesos y contenidos que participaban tempranamente en la emergencia y configuración de la conciencia individual, aspectos intrincados que no podían desentrañarse por medio de la mera auto-observación experimental. Debido a ello, ya en la última década del siglo xix, Wundt se había embarcado en la reformulación de dos perspectivas cualitativamente diferentes —y, consecuentemente, dos metodologías— a la hora de clasificar los procesos mentales y las posibilidades de su estudio: la psicología experimental y la Völkerpsychologie [Psicología de los Pueblos] (Greenwood, 2003; Wong, 2009). En la Tabla 1 tratamos de organizar y resumir los niveles conceptuales, metodológicos y disciplinares que, en torno a 1900, quedaban comprendidos entre las dos perspectivas psicológicas propuestas por Wundt.

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Tabla 1.  Niveles teórico-metodológicos comprendidos entre las dos psicologías de Wundt OBJETO DE ESTUDIO

METODOLOGÍA

DISCIPLINA

Formaciones psíquicas complejas: actividades y productos psíquicos o espirituales

Pensamiento Lenguaje Afecto Volición Apercepción

Histórico-comparada (análisis de lenguaje, mitos y costumbres)

Völkerpsychologie (psicología colectivo-cultural)

Formaciones psíquicas simples: contenidos psicológicos

Recuerdos Imágenes mentales Atención

Parcialmente experimental

Völkerpsychologie y psicología experimental

Elementos psíquicos: contenidos psicológicos

Percepción Sensación Sentimiento

Experimental (introspección)

Psicología experimental (psicología individual)

Bases y procesos fisiológicos

Sistema nervioso

Experimental

Fisiología

Sin duda, en el planteamiento maduro de Wundt resuena una clara sensibilidad poskantiana. Por un lado, aun matizado por su perspectiva actualista, supone una profundización en las limitaciones señaladas por Kant a propósito del Yo transcendental; esto es, en la idea de que la sustancia psíquica, responsable y soporte último de la actividad mental humana, no puede tomarse a sí misma y en su totalidad como objeto de estudio. Por otro lado, la Völkerpsychologie está emparentada con el pensamiento hegeliano y la idea de Geist [espíritu], lo que constituye uno de los muchos puntos de contacto entre la nueva psicología científica y el idealismo alemán (Leary, 1980). Como Hegel, Wundt considera que la naturaleza del espíritu o la actividad humana tiene una dimensión genérica y universal compartida por toda la especie, si bien toma formas diferentes en las diversas etapas históricas y en los distintos pueblos. Wundt, en cualquier caso, no quería renunciar a un estudio científico de este principio colectivo. No podía aceptar que fuese una mente grupal o supraindividual, descarnada e independiente del sujeto concreto. Por eso lo dotó de una naturaleza psicológica —materializado en procesos de conciencia transportados por sujetos concretos de carne y hueso— y lo convirtió en objeto de la Völkerpsychologie (Jahoda, 1995).

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Este planteamiento es crucial para el sistema wundtiano —y aun para la psicología actual— porque supone el intento de abrir una nueva vía metodológica, alternativa a la experimental y la auto-observacional, para analizar con el mismo rigor científico los procesos psicológicos superiores. Sobre todo ello tratamos en el próximo capítulo.

CAPÍTULO VI WILHELM WUNDT Y EL PROYECTO DE LA PSICOLOGÍA MODERNA. II. LA PSICOLOGÍA DE LOS PUEBLOS (VÖLKERPSYCHOLOGIE)

Como hemos señalado, fue en el contexto de reflexiones sobre las limitaciones de la investigación psicofisiológica y el control experimen­ tal donde Wundt empezó a plantearse alternativas para una psicología omnicomprensiva. Tal circunstancia requirió prestar una atención es­ pecial a las relaciones entre la psicología y los fenómenos colectivos desde un punto de vista histórico-cultural. En realidad, como ya hemos sugerido, lo adecuado sería hablar de una revitalización porque, desde los primeros tiempos de Heidelberg, Wundt tuvo en mente una perspec­ tiva histórico-cultural que completara el estudio experimental del sujeto individual. En 1862, por ejemplo, la introducción a sus tempranas Contribuciones a una teoría de la percepción sensorial plantea que el trabajo psicológico exige multitud de métodos, desde el experimental al histórico, pasando por el genético, el comparativo y el estadístico. Un año después, sus Lecciones sobre la mente humana y animal (1863) incluyen referencias a las Sitten, esto es, las costumbres o los sistemas morales. Las conside­ raba material útil para analizar, desde un punto de vista evolutivo, los orígenes colectivos de las «culturas primitivas o ahistóricas» del presente (Jahoda, 1995). Estas inquietudes culturales fueron ganando importan­ cia de tal manera que, ya en la tercera edición de sus Fundamentos de psicología fisiológica (1893), la Völkerpsychologie (Wundt, 1900-1920) acompaña en pie de igualdad a la psicología fisiológica como una de las dos ramas principales de la psicología científica. Otros síntomas de esta importancia son las numerosas referencias a la Völkerpsychologie exis­ tentes en su Ética (Wundt, 1886) o en el resumen sobre ella que incluye en la tercera edición de su Lógica (Wundt, 1880-1883/1908). A partir de 1900, Wundt se volcó casi completamente en el estudio de la Völkerpsychologie y a ella dedicó los últimos 20 años de su vida.

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Completó 10 mastodónticos volúmenes y un anexo titulado Elementos de psicología de los pueblos (1912) que, en realidad, fue lo que realmente popularizó su propuesta desde el punto de vista internacional1. Dará por concluido el proyecto en 1920, el mismo año de su muerte, y el resulta­ do final será una especie de compendio de reflexiones psico-sociológi­ cas, psico-históricas y culturales en las que, entre otras cosas, tomaba en cuenta informes de viajeros, exploradores y antropólogos2. Con todo, el trabajo de Wundt no es exactamente el tipo de antropología de sillón que caracterizaría, por ejemplo, La rama dorada de James G. Frazer, tí­ tulo publicado en 1890 y considerado fundacional para dicha disciplina. Los métodos empíricos del laboratorio de Leipzig también se pusieron al servicio del proyecto para observar fenómenos psico-sociales in situ y realizar muchas estimaciones estadísticas3; incluso recurriendo, en alguna que otra ocasión, al protocolo experimental que tanto había 1   Considerando esta cuidadosa e intensa dedicación, es llamativo que la mayoría de los manua­ les de historia de la disciplina apenas presten atención a la Völkerpsychologie. La historia canónica de Edwin G. Boring (1950/1999), por ejemplo, fía toda la relevancia de la psicología al experimen­ talismo, y apenas menciona esta segunda vertiente wundtiana en dos párrafos. Cabe plantearse el porqué de esta escasa atención historiográfica en contraste con el «flamante» episodio del labora­ torio. Seguramente recuperar y actualizar la dimensión histórico-cultural del sistema psicológico wundtiano problematizaría el tipo de psicología que las actuales tendencias dominantes de la dis­ ciplina pretenden reivindicar desde una memoria histórica volcada del lado del experimentalismo y la fisiología. 2  Como también ocurre en La rama dorada, en no pocos pasajes de la Völkerpsychologie Wundt se deja llevar por la fascinación o seducción romántica evocada por la simple descripción de las culturas y las formas de vida exóticas (Jahoda, 1995). En cierta medida, fue la conciencia crítica sobre este tipo de fascinación estética la que provocó que antropólogos y sociólogos pos­ teriores consideraran fundamental el trabajo de campo y se esforzaran por ajustarse a cánones de rigor científico en la publicación de sus informes. Así ocurre, por ejemplo, en obras tan histó­ ricamente importantes para esas áreas como Los argonautas del Pacífico Occidental, publicada por Bronislaw Malinowski en 1922, o Las estructuras elementales del parentesco, editada en 1949 por Claude Lévi-Strauss como resultado de sus trabajos con tribus brasileñas durante la déca­ da de 1930. Con todo, ambos autores tampoco pudieron sustraerse a las impresiones estéticas y personales y, de hecho, les dieron salida a través de otros géneros y formatos literarios. Así, abandonando constricciones metodológicas, Lévi-Strauss escribió su célebre Tristes trópicos, editado en 1955, y Malinowski su polémico diario de vivencias personales durante su estancia con los Trobriand. 3   Cabe señalar, a modo de ejemplo, el trabajo del psicólogo gallego, Eloy Luis André, que fue becado desde España para estudiar con Wundt en Leipzig en 1909. Bajo la dirección de Wundt y ayudantes como Paul Salow, Luis André realizó un trabajo de laboratorio sobre la curva de la melodía del lenguaje en las diferentes lenguas y dialectos. En él comparaba estadísticamente diversas variables prosódicas a partir de grabaciones de las voces de sujetos de diferentes na­ cionalidades. El trabajo de Luis André fue comentado por Wundt en la Völkerpsychologie, y es el único caso de un autor español citado en toda la obra del maestro de Leipzig (Blanco, Castro y Castro 1996).

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criticado a los autores Wurzburgo y aplicándolo, contra sus propias advertencias, a procesos superiores como la apercepción (Greenwood, 2003; Jahoda, 1995). Völkerpsychologie es un término alemán que se suele traducir por «Psicología de los pueblos», aunque también por «psicología popular» —en inglés, folk psychology—. La definición es problemática desde su propia raíz semántica —puede significar psicología del sentido común, psicología nacional, etnopsicología, etc. (sobre las controversias en la traducción, se puede ver Gundlach, 1983)—, pero con ella Wundt se refería a una suerte de psicología de la cultura humana en contraste con la psicología individual, naturalista y actualista. La propuesta, en cualquier caso, no es originalmente suya y, además de sus anclajes en la tradición idealista alemana del yo transcendental y del Geist [espíritu], existe un antecedente mucho más directo e inmediato de ella. Wundt, de hecho, se reconoció heredero de la misma, aunque devaluando, de una manera un tanto injusta, lo logros alcanzados en tal área hasta el momento (Jahoda, 1995). Se trata de la Völkerpsychogie de Moritz Lazarus (1824-1903) y Hajim Steinthal (1823-1899). Vamos a presentar los puntos esenciales de ésta siguiendo de cerca el excelente resumen ofrecido por Gustav Jahoda (1995) (puede verse también Diriwächter, 2004; Kalmar, 1987).

LA FUNDACIÓN DE LA VÖLKERPSYCHOLOGIE POR LAZARUS Y STEINTHAL Lazarus estuvo influido por la insistencia de Johann Friedrich Herbart (1776-1841) en la naturaleza socio-cultural del hombre y en que los acontecimientos colectivos se deberían poder tratar como procesos análogos a lo que sucede dentro de las mentes individuales. Steinthal estudió filología en la Universidad Berlín, donde conoció a Lazarus, a quien contagió su propio entusiasmo por las tesis del gran filólogo Wilhelm von Humboldt (1767-1835); concretamente, por el planteamien­ to que ligaba el lenguaje y el habla con el pensamiento de los grupos humanos. En 1860 se creó una cátedra de Völkerpsychologie en la Universidad de Berna (Suiza) —la primera de la historia en la que aparece alguna

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referencia explícita a la psicología— que sería ocupada por Lazarus4. Éste, además, fundó junto a Steinthal la revista Zeitschrift für Völkerpsychologie und Sprachwissenschaft [Revista de Psicología de los Pueblos y Filología] en 1859, publicación orientada a discutir y desarrollar su programa de investigación junto con otros intelectuales. A grandes rasgos, este pro­ grama consistía en la reinterpretación y el desarrollo de la noción idea­ lista de Volkgeist [espíritu del pueblo] según la cual ésta no podía su­ ponerse al margen del Geist [espíritu] particular de cada individuo. La sociedad tiene una preeminencia lógica, temporal y psicológica sobre el individuo e influye poderosamente en su desarrollo. El Volkgeist refleja así la mentalidad característica de un pueblo particular, promoviendo la unidad y la armonía en el funcionamiento psicológico del colectivo. En todo caso, el Volkgeist operaba sobre los mismos procesos psicoló­ gicos de la mente individual, si bien los de aquel eran más complejos y extendidos. Según Lazarus y Steinthal, existían dos manifestaciones interrela­ cionadas del Volkgeist. Una era intrapsíquica y se estructuraba siguiendo la triada psíquica arquetípica que distinguía entre los pensamientos, los sentimientos y las disposiciones volitivas. La otra remitía a la en­ carnación material del Volkgeist en productos culturales —libros, obras de arte, monumentos, códigos y reglas sociales, instituciones políticas, educativas, etc.—, y sus dominios básicos se estructuraban en paralelo a los tres elementos intrapsíquicos. Tales dominios eran la mitología, las costumbres y la religión y, junto a ella, el arte. Los mitos revelarían la mentalidad colectiva originaria —el modo de aprehender el mundo, 4   Esta Universidad, como muchas otras centroeuropeas de la época, sigue el ejemplo de la de Universidad de Berlín, la primera que instaura el modelo humboldtiano según el cual el docente universitario también tiene que investigar. En el momento en que Lazarus ocupa esa cátedra, el mundo académico centroeuropeo ya estaba inmerso en las luchas de poder a las que tuvo que hacer frente el propio Wundt. Uno de los conflictos importantes en el momento en que la ocupa Lazarus, tenía lugar entre los científicos y biólogos partidarios del monismo y la teoría de la evolución —en su versión hackeliana-lamarquista— y los filósofos herederos de la tradición idealista —que trata­ ban de preservar la singularidad y hegemonía del ser humano en la escala natural—. A pesar del excelente trabajo de Jahoda (1995), la cuestión socio-política e institucional de por qué, ocupando un claro interregno entre ambos contendientes, se funda una cátedra de psicología de los pueblos sigue mereciendo un estudio historiográfico más detallado. Tal escenario histórico resulta todavía más interesante si advertimos que la persona seleccionada para ocuparla, el propio Moritz Lazarus, era judío. En la época era realmente complicado que las personas de origen hebreo ocuparan pues­ tos oficiales en la mayor parte de los paises centroeuropeos y, de hecho, el propio Lazarus escribió diversas obras críticas en relación con tal cuestión.

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de mezclar las impresiones y los procesos de apercepción— como base del desarrollo intelectual y, yendo más allá, de la labor científica. Las costumbres estaban ligadas a lo volitivo, a la configuración de la acción práctica desde los hábitos más básicos hasta los reglamentos éticos, morales y políticos más complejos. La religión, por último, mostraba la esfera emocional e imaginativa, todo aquello que se revelaba en las dife­ rentes artes (danza, arquitectura, poesía, pintura, música, etc.). Ahora bien, siendo relevantes estos tres elementos a la hora de estu­ diar las características subjetivas de la comunidad, el factor fundamental del Volkgeist era la lengua común. Para Lazarus y Steinthal, ésta refleja­ ba la creación por excelencia del genio nacional y constituía la piedra de toque para estimar su calidad o grandeza mental. En último término, la fuente intrapsíquica del lenguaje remitía a las ideas subjetivas y autorre­ ferenciales de los miembros de la comunidad, su identidad compartida y su sentimiento de pertenencia a un mismo grupo. Lazarus y Steinthal también definieron dos áreas de trabajo funda­ mentales de la Völkerpsychologie: una, orientada a las leyes generales que rigen la aparición y desarrollo del Volkgeist en toda la humanidad; y otra, implicada en la descripción del Volkgeist particular de cada comu­ nidad. La segunda parte ofrecía, además, el material de trabajo desde el que desarrollar, de manera inductiva, la parte general. En cuanto al ár­ bol de las ciencias, Lazarus y Stheinthal colocaban la Völkerpsychologie en la base explicativa de todas las ciencias humanas —como la lingüís­ tica, la historia, etc. que, en la mayoría de los casos eran disciplinas meramente descriptivas— entendiéndola como puente entre éstas y las ciencias naturales. Cumplía, así, una función de gozne fundamental, que más adelante se atribuiría a todo el ámbito psicológico, entre los procesos psicofisiológicos básicos y los fenómenos psicosociales más complejos.

LA VÖLKERPSYCHOLOGIE DE WUNDT Ya en sus tempranas Lecciones sobre la mente humana y animal (1863) Wundt había tratado de marcar distancias con el tipo de Völkersychologie que Lazarus y Steinthal defendían desde las páginas de su revista. Frente a ellos, defendía que la mente individual y sus leyes

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eran prioritarias y antecedían, en todos los casos, al hecho social. Sólo el paso de los años hizo que se cuestionara la validez de esa afirmación y se identificara con una perspectiva en la que lo socio-cultural parti­ cipaba constitutivamente y desde el origen en la conformación de la conciencia individual. Más aún, con mayor o menor reconocimiento, es evidente que Wundt asumiría posteriormente buena parte del sentido y la estructura del programa de Lazarus y Steinthal. Lo hizo a regaña­ dientes, sin dejar de acusarles de falta de claridad estructural (Wundt, 1887), una característica, por lo demás, perfectamente achacable a su propia y desmesurada propuesta5. Más importantes y relevantes son, en todo caso, sus divergencias teóricas de fondo; sobre todo en lo que tiene que ver con la relación de mera analogía que Lazarus y Stienthal, siguiendo a Herbart, habían esta­ blecido entre la psicología individual y la Völkerpsychologie. Para Wundt, la psicología colectiva no reproducía simplemente el funcionamiento de una mente individual a otra escala, como si se tratara de dos planos pa­ ralelos. Muy al contrario, la dinámica de ambas, individual y colectiva, tenía que estar relacionada funcionalmente de una manera más sutil y compleja. En cierta manera, la mayoría de los rasgos singulares de la versión que Wundt ofreció de la psicología de los pueblos pueden derivarse de los intentos por resolver esa cuestión y definir «leyes psicológicas generales» que la explicaran (Jahoda, 1995). Vamos a plantear tres consecuencias teóricas relevantes y relativamente vigentes que, desde nuestro punto de vista, podrían extraerse del empeño de Wundt: la unidad psíquica de la es­ pecie como base del desarrollo humano; la intersubjetividad y la síntesis creativa como base del desarrollo cultural complejo; y los productos psí­ quicos o espirituales como material legítimo para el estudio psicológico. Al margen de recurrir a alguna fuente secundaria de forma puntual (por

5   Los diez volúmenes de la Völkerpsychologie conforman una obra descomunal y de muy difícil lectura, tanto por el aluvión de datos y referencias manejados, como por la ausencia de una sis­ temación realmente clara de la propuesta. Aludiendo a esta cuestión, el psicólogo cultural Gustav Jahoda, quizá la mayor autoridad en el tema, reconoce que fue incapaz de leerse todos los volúme­ nes. De hecho, no existe literalmente ningún especialista en Wundt que, en el momento actual, lo haya hecho. La mayor parte de los análisis y reflexiones de Jahoda se derivan de la tercera edición de la Lógica de Wundt, obra en que este último condensó y resumió los aspectos nucleares de su propuesta (Jahoda, 1995).

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ejemplo, Danziger, 1983; Haeberlin, 1980; Jahoda; 1995; Wong, 2009), abordaremos estas tres cuestiones manejando fundamentalmente sus Elementos de psicología de los pueblos (Wundt, 1912/1926). Wundt sub­ tituló este trabajo Bosquejo de una historia de la evolución psicológica de la humanidad y lo pensó originalmente como un anexo que debía acom­ pañar y subrayar la dimensión diacrónica de la obra mayor6. Como ya hemos dicho, fueron los Elementos los que popularizaron realmente la Völkerpsychologie, resultando mucho más manejables y accesibles que los diez enciclopédicos volúmenes.

La unidad psíquica de la especie Wundt trataba de evitar tanto los supuestos más especulativos e idea­ listas sobre el espíritu colectivo como la estrechez determinista planteada por el principio lamarquista y spenceriano de la herencia de los caracte­ res adquiridos. Sobre todo, a partir de éste último, muchos antropólogos físicos y raciólogos del siglo xix defendían la existencia de propiedades mentales básicas y constitutivas que, a la manera poligenista (varios orígenes en la especie humana), eran diferentes en cada una de las razas humanas. Estos rasgos distintivos provendrían de una herencia biológica implementada de forma diferencial en cada raza desde tiempos inmemo­ riales. Desde una sobreinterpretación de las tesis darwinianas, algunos biólogos como Ernst Haeckel (1834-1919) incluso llegaban al extremo de relacionar los orígenes de cada raza humana con una especie dife­ rente de mono (Harris, 1985). Otros planteamientos raciológicos como los del francés Gustave Le Bon (1841-1931), el alemán Karl Hillebrand (1829-884) o el austrohúngaro Max Nordau (1849-1923) no alcanzaron ese extremo, pero fueron igualmente utilizados para baremar la madu­ rez mental, caracterológica y, por ende, política de los distintos pueblos y naciones del mundo. Tomadas por científicas en la época, estas ideas 6   El plan de los Elementos de psicología de los pueblos tiene entidad teórica propia y resume la concepción de Wundt del desenvolvimiento de la mente humana desde un punto de vista históri­ co-cultural. Se presenta como un análisis transversal en el que se van identificando los principales episodios de la evolución psicológica de los pueblos (primitivo, totémico, de los héroes y dioses, de los estados y religiones nacionales y, en el horizonte futuro, de la Humanidad) y estudiando en cada caso la conexión entre los principales fenómenos y productos culturales supuestos por la Völkerpsychologie (lengua, mito, arte y religión y costumbre).

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se utilizaron deliberadamente para justificar el programa etnocéntrico y colonialista de las naciones occidentales en África, Asía y Oceanía desde mediados del siglo xix hasta la Segunda Guerra Mundial (Harris, 1985; Jahoda, 1995, Sluga, 2006). Por su parte, Wundt pertenecía al colectivo de intelectuales que ma­ nejaban un principio monogenista (un solo origen de la especie huma­ na) y estaban convencidos de la primigenia unidad psíquica de toda la especie humana. A partir de ella, las variaciones de estructura mental básica del ser humano se explicaban por la acción del medio ambiente geoclimático y cultural en el que se desenvolvía y relacionaba cada grupo humano. En lo que toca a la psicología de los pueblos, cabe señalar que Lazarus y Steinthal también compartían esta idea7; pero, a diferencia de ellos, Wundt no mostraba interés especial por el reconocimiento y clasi­ ficación de los rasgos diferenciales de los distintos pueblos y naciones. Su planteamiento era, además, mucho menos etnocéntrico que el de los creadores de la primera Völkerpsychologie y matizaba continuamente la posibilidad de una rigurosa ordenación y distinción entre niveles de desarrollo cultural de los pueblos que compondrían la humanidad. El objetivo de Wundt era utilizar ese tipo de información como datos que permitieran analizar empíricamente el proceso por el cual la actuación de un sujeto concreto terminaba siendo tan persistente y similar al de resto de sujetos de su comunidad histórica y cultural, y aun del conjun­ to de la humanidad. En definitiva, sin negar la posibilidad de estudiar científicamente los procesos de diversificación de las culturas concretas o sus estados en momentos históricos puntuales, Wundt los manejaba inductivamente para establecer «leyes psicológicas generales» y desen­ trañar su complejidad.

7   Por este motivo, la intención de algún trabajo historiográfico contemporáneo de establecer una relación privilegiada de la Völkerpsychologie germana con las posiciones biologicistas y racistas del nazismo alemán resulta francamente desencaminada (véase Castro, 2011; Sluga, 2006). Son más bien las posiciones emparentadas con la diversidad psíquica de la especie, como las mencionadas de Haeckel o Le Bon, las que serán retomadas por Adolf Hitler y sus correligionarios. Es verdad que Wundt escribió alguna obra panfletaria defendiendo la supremacía del espíritu y la cultura alemana sobre la anglosajona (Leahey, 2005; Ringer, 1969), pero lo hizo al margen del contexto académico en el que desarrollaba su Völkerpsychologie, en el marco belicista de la Primera Guerra Mundial, cuando intelectuales de uno y otro lado entraron en liza intelectual en defensa de sus respectivos países. A este respecto, Wundt nunca defendió la superioridad estrictamente biológica de unas razas humanas sobre otras.

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La complejidad de la acción: intersubjetividad y síntesis creadora En continuidad con el punto anterior, Wundt fue un autor muy sensi­ ble a los procesos intersubjetivos, a la manera en que los seres humanos co-construían o constituían mutuamente sus hábitos e ideas comunes a través de las actividades y prácticas cotidianas. Le interesaban los efectos acumulativos de estas interacciones en el tiempo; es decir, consideradas dentro de un proceso evolutivo continuo que se movía de lo elemental a lo heterogéneo (Danziger, 1983). Trataba así de analizar procesos colectivos intrincados y comple­ jos en los que, por supuesto, cabía sopesar el efecto evidente de las condiciones exteriores de la vida, como suponía el darwinismo. Pero, partiendo de su concepción propositiva de la mente, Wundt llamaba la atención sobre la fuerza creadora del ser humano. Las posiciones utilitaristas y darwinistas solían ver en la magia, los mitos y el animis­ mo primitivo formas ingenuas o imperfectas de tratar de entender los fenómenos naturales. Wundt, por su parte, creía que estos fenómenos demostraban que la percepción sensorial estaba conectada necesa­ riamente con estados subjetivos afectivos e imaginativos, aunque en el hombre civilizado la racionalidad crítica o instrumental tendiera a controlarlos (Jahoda, 1995). De esta manera, huyendo de las perspecti­ vas más deterministas, Wundt defendía que las actividades en las que se veían envueltos individuos y colectivos no eran lineales o mecánicas ni estaban sujetas a la economía energética. Muy al contrario, eran creativas, desbordantes y, en algún punto, imprevisibles8. Para explicar esta circunstancia, Wundt recurría a los principios de «síntesis creado­ ra» —definida como el grado más alto de la apercepción en tanto que origen de novedades mentales y culturales— y «heterogeneidad de los fines» —el hecho de que se ofrecieran múltiples alternativas a partir de unas mismas condiciones de partida—. A partir de ambos principios, y ahondando en la complejidad del sistema psicológico y cultural, Wundt suponía que cuando se alcanzaban los fines u objetivos previstos en una actividad era probable que aparecieran nuevos efectos que, a su vez,

8   Tal planteamiento no supone una revolución para los argumentos psico-sociológicos al uso en la época, pero se convierte en una perspectiva crítica y vigente frente a las psicologías más me­ canicistas que estudiamos y aplicamos en la actualidad.

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podían convertirse en objeto u origen de nuevos procesos perceptivos o secuencias de acción voluntarias. Como veremos en otros capítulos, este último planteamiento no está lejos de la crítica al «arco reflejo» que John Dewey desarrolló dentro del pragmatismo americano (Shook, 1995), o de la teoría de la actividad desarrollada por Aleksei N. Leontiev dentro de la escuela socio-histó­ rica rusa. Por su parte, la consecuencia específica y crucial que extraía Wundt para su sistema a partir de principios como la síntesis creadora o la heterogeneidad de los fines era que las supuestas «leyes psicológicas generales» podían variar en función de los nuevos elementos que fueran apareciendo en el curso del desarrollo mental y cultural. Es, por tanto, un planteamiento abierto a la modificación continua de la «naturaleza humana»: en su despliegue temporal, ésta rebasa necesariamente las meras determinaciones psicofisiológicas.

Los productos psíquicos o espirituales y las formas culturales La atención comparativa a las distintas formas y productos psíquicos será un recurso metodológico novedoso propuesto por Wundt. Como Lazarus y Steinthal, Wundt hablaba de productos espirituales entendi­ dos como materializaciones u objetivaciones de la energía y dinámica mental y también consideraba que los fundamentales eran el lenguaje, el arte y los mitos y las costumbres. Sólo retocaba la propuesta de sus antecesores en lo relativo a la distribución de los procesos psicológicos subyacentes a cada producto. Ahora el lenguaje quedaba especialmente ligado al pensamiento en tanto que expresión de relaciones internas de las cogniciones y sus modificaciones graduales; el mito y el arte confi­ guraban conjuntamente el ámbito de los sentimientos e impulsos; y las costumbres se mantenían como índice del ejercicio de la voluntad para la organización de la sociedad. Dentro de este esquema, los estudios a propósito de la cuestión lin­ güística fueron especialmente escrupulosos y, de hecho, todavía gozan de cierto reconocimiento en algunos ámbitos lingüísticos y psicolin­ güísticos (Blumenthal, 1970; Leahey, 2005; Miralles, 1986; Nerlich y Clarke, 1998). Pero lo novedoso del planteamiento de Wundt consistió en integrar y articular este tipo de objetos de estudio dentro del gran

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proyecto científico de la psicología moderna, independientemente de que su llamamiento fuera en gran medida olvidado o desoído por la psicología posterior. De su propuesta metodológica se deriva que el objeto de estudio de la Völkerpsychologie no es ya propiamente la mente individual, pero tampoco lo es la mente social en abstracto. El objeto que se ha de ana­ lizar es, en realidad, el producto resultante de la interacción de muchas mentes. Aunque Wundt no lo formule exactamente así, tales produc­ tos son a la vez materiales (objetos, instrumentos, obras de arte, etc.) y simbólicos (imágenes, palabras, textos, etc.), además de externos o diferidos respecto del observador. Su naturaleza, por tanto, es objetiva y, por ende, observable y analizable, pero de una manera diferente a la sugerida por los métodos de control y auto-observación de la psicología experimental. En buena medida, los productos espirituales o psíquicos son la materialización cultural de los procesos psíquicos intersubjetivos, los fijan o atrapan en formas externas y objetivadas frente al devenir tem­ poral y efímero que caracteriza a los procesos mentales con los que se corresponden. Con todo, el producto espiritual es un material objetivo que exige un trabajo interpretativo o hermenéutico sobre la base de que toda forma física o simbólica expresa u oculta rastros tanto de su proceso de producción como de la energía psíquica empleada en su elaboración. Este planteamiento, como veremos, está muy cerca de las tesis marxistas de Vygotski y, no por casualidad, se arraiga en el mismo ascendiente que éstas: la teoría hegeliana sobre la actividad y la historia humanas. Estos productos son, por tanto, el material del que dispone la Völkerpsychologie para descubrir las leyes psicológicas generales impli­ cadas en las dinámicas propias de todo entorno intersubjetivo y de la propia unidad y evolución psíquica de la especie. Eso sí, Wundt no pier­ de de vista que las condiciones ambientales y culturales cambiantes, los «grandes hombres» y líderes y otros factores singulares y determinantes para la historia de la humanidad diversifican y complejizan las formas y productos espirituales. Por eso consideraba que el método que debía emplear la Völkerpsychologie a la hora de establecer las leyes generales de la evolución mental tenía que ser comparativo e histórico.

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EL DESTINO DE LA VÖLKERPSYCHOLOGIE Evidentemente, la Völkerpsychologie wundtiana no está exenta de múltiples problemas y supuestos muy discutibles, algunos propios de la época. El intento de sistematizar conjuntamente la psicología, la historia y una ciencia de la sociedad o de la cultura era desmesurado y, segura­ mente, estaba condenado al fracaso (Diriwächter, 2004). Tampoco tuvo en cuenta algo tan importante como el desarrollo infantil a la hora de en­ tender el proceso de co-construcción de la mente individual y la cultura general (Jahoda, 1995). De la misma manera, no logró desprenderse del etnocentrismo y la idea de progreso absoluto. Wundt tomaba la cultura centroeuropea, particularmente la alemana, como referente y, a partir de ella, proponía diferentes estadios de desarrollo civilizado entre las diversas sociedades, tanto históricas como coetáneas. Sus criterios de construcción teórica se basan evidentemente en este tipo de supuestos, obsoletos para una perspectiva actual. Pero ello no puede eclipsar el hecho de que Wundt mantuviera abierto el horizonte disciplinar de la psicología y fuera muy consciente de aspectos tan ac­ tuales como la mutua constitución intersubjetiva y mediada por objetos materiales y simbólicos entre el sujeto y el mundo (Wong, 2009). La Völkerpsychologie wundtiana pone de manifiesto no sólo que la experien­ cia psicológica es irreductible a principios neurofisiológicos; además, in­ tuye que los procesos de objetivación de la experiencia externa a través de los objetos, el lenguaje, las instituciones, etc., generan marcos de sentido y significado que amplían el arco de motivos de la vida humana. Podemos decir que, frente a lo que suponen la psicología freudiana y conductista, la de Wundt advierte de que no todo puede enraizarse y reducirse a im­ pulsos y necesidades básicas. Igualmente, frente a la mera asociación de ideas o contenidos mentales simples, en los planteamientos wundtianos la mente del sujeto pareciera extenderse más allá de lo que hay debajo de la piel (Wertsch, 1993). En definitiva, la Völkerpsychologie muestra que hay motivos de la actividad psicológica, y posiblemente los más impor­ tantes, que no pueden entenderse desde un sujeto concebido en términos puramente biológicos, neurofisiológicos o asociacionistas. Sea como fuere, lo que señala la historiografía al uso es que el proyec­ to wundtiano de la Völkerpsychologie no encontró continuidad directa e inmediata a la muerte de su creador. Y efectivamente ninguno de sus dis­

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cípulos continuó con la tarea, en buena medida porque el propio Wundt los orientó sobre todo al trabajo experimental en el laboratorio. No se preocupó por formarlos o incorporarlos plenamente, más allá de traba­ jos muy puntuales, a la investigación en el campo de la psicología de los pueblos (Kusch, 1995). A ese respecto, la influencia más relevante se dejó notar como efecto derivado de su labor docente, de sus apasionadas y populares clases. Gracias a ellas intelectuales menos interesados por la psicología individual o experimental, como el antropólogo Bronislaw Malinowski (1884-1942) o el sociólogo Émile Durkheim (1858-1917), sí recibieron la impronta etnopsicológica y dejaron que se filtrara en su obra. De hecho, Durkheim y otros discípulos franceses de Wundt fueron responsables de que, en buena medida, la Völkerpsychologie —tanto en la versión de Wundt como en la de Lazarus y Steinthal— se popularizara y discutiera ampliamente en el dominio académico francés (Espagne, 1998)9. La incorporaron a un rico debate interdisciplinar que, en lo to­ cante a nuestra disciplina, inspiraría episodios como la redacción de la exitosa Psicología de los sentimientos de Théodule Ribot (1839-1916) o, a medio plazo, su reformulación en el seno de la psicología histórica, impulsada por autores como Henri Delacroix (1873-1937) y, sobre todo, Ignace Meyerson (1888-1983). Con todo, la Völkerpsychologie fue principalmente reconocida y rei­ vindicada como precursora del proyecto vygotskiano —aunque Vygotski, aun conociendo el trabajo de Wundt, se inspiró en otras fuentes (Valsiner, 1988; véase también Brandist, 2006)— y, por ende, de la actual psicología cultural —área en la que destacan autores como Michael Cole, Gustav Jahoda, Jerome Bruner, Jaan Valsiner, Carl Ratner o Alberto Rosa—. En líneas generales, para la Psicología Cultural la actividad psicológica del sujeto debe ser siempre entendida dentro de su contexto cultural. Tal contexto está configurado por artefactos (simbólicos, como el lenguaje, o materiales, como cualquier objeto cotidiano) que, desde el mismo mo­ mento del nacimiento del individuo, median las relaciones del sujeto con sus congéneres y el mundo y, en definitiva, lo constituyen como agente; esto es, como persona capaz de dirigir sus acciones a un fin deliberado.

9   De hecho, ya antes del encuentro de Durkheim y otros psicólogos y sociólogos franceses con Wundt en Leipzig, Steinthal había realizado una larga estancia en París (entre 1852 y 1856) y sus ideas habían circulado entre filósofos como Renan y Bréal.

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Considerando estas cuestiones, no es de extrañar que se reconozca a Wundt como precursor, si bien se trata de una reivindicación meramente celebratoria, sin continuidad ni conexión directa con los programas de investigación actuales10. De todo ello se deduce que el proyecto de la psicología de los pueblos de Wundt resulta algo extraño para la propia memoria histórica del psi­ cólogo actual y, de hecho, es evidente que nunca se sabe muy bien dónde colocarlo. Sobre todo, para las psicologías insensibles al hecho cultural, deja entrever todo aquello a lo que ha ido renunciando la disciplina en su empeño por ser una ciencia positiva a semejanza de la física. La para­ doja que se deriva de la propuesta de Wundt es que la psicología nunca podrá ser una disciplina coherente porque dejó por el camino cuestio­ nes fundamentales acerca de la naturaleza de su objeto; cuestiones que, como bien muestra el episodio de la Völkerpsychologie, escapan a los métodos de las así llamadas «ciencias duras»11.

¿RETORNAR A WUNDT? Igual que ocurre con Freud y el método y protocolo clínicos, a Wundt hay que reconocerle, al menos, la instauración del esquema básico de trabajo en el que se reconoce la actual psicología experimental y de labo­ ratorio. A pesar de ello, es cierto que las dos ramas del sistema psicológico de Wundt —la individual y la colectiva— implican una concepción de la 10   No exenta, incluso, de alguna que otra crítica a la evidente indefinición de su propósito final. Jahoda (1995), por ejemplo, señala que unas veces Wundt parece querer rastrear el desarrollo de la psique manifestado en construcciones mediadas socio-culturalmente (sería, pues, más relativista, y tomaría la psicología como ciencia humana), mientras que otras apunta a un análisis psicológico del desarrollo cultural humano (sería más universalista y tomaría la psicología como ciencia natu­ ral) (véase también Greenwood, 1999). 11   No sólo es el caso de Wundt, también de otros autores como Dilthey, Simmel, Halbwachs, Baldwin, Dewey, Mead o incluso Vygotski, referencias que el mainstream de la psicología nunca sabe muy bien dónde ubicar. Son personajes un tanto incómodos porque al tiempo que pueden compartir con la psicología de su época supuestos a todas luces obsoletos —como la idea de que la vida del individuo recapitula la de la especie, una marcada confianza en el progreso, una distinción clara entre naturaleza y cultura, etc.— manejan cuestiones e ideas vanguardistas y de gran actuali­ dad —como las nociones de memoria autobiográfica, identidad personal, producto psíquico, expe­ riencia, etc.—. De hecho, muchas de ellas son ideas ante las que recelan y reaccionan las versiones más estrictas de la neuropsicología y el experimentalismo actual tildándolas de posmodernas o no científicas y, por ende, no psicológicas.

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disciplina todavía muy ligada a su gran esquema filosófico. Con él man­ tendrá una alianza prudente y un tanto distante pero inevitable en tanto que el objetivo era no ser fagocitada por el ámbito médico. Igualmente, los trabajos de Wundt mantienen un interés preeminentemente teórico, apenas orientado a cuestiones de aplicación práctica. Su concepción de la universidad es el de un lugar dedicado al estudio y la investigación, con autonomía respecto de los intereses económicos y sociales inmediatos. Ahora bien, ¿cabe entonces pensar que el programa que Wundt ideó para la psicología fracasó por no desembarazarse totalmente de la filo­ sofía y no encaminarse hacia la ingeniería social? ¿Pasa una probable recuperación del mismo, por tanto, por revisar esas cuestiones, sobre todo en el caso de la Völkerpsychologie, que fue lo que menos se ajustó a ellas? En parte seguramente sí, pero hay otros motivos que también deben sopesarse y que son más complejos. Seguramente la apuesta por el experimentalismo y la necesidad de consolidar el espacio profesional del psicólogo llevó a que, a lo largo del siglo xx, los responsables de la disciplina desestimaran la complejidad del vastísimo ámbito de inquietudes psicológicas señalado por Wundt. Esto lo sufrió directamente el propio programa wundtiano que, trasla­ dado a Estados Unidos de la mano de sus numerosos discípulos, deriva hacia el tipo de psicología que reconocemos hoy en día (Blumenthal, 1977, Danziger, 1979): por ejemplo, aparece en una forma individualista en el caso de la psicología de la personalidad de James McKeen Cattell (1860-1944); profundiza en su carácter experimentalista y elementalista de la mano de la psicología estructuralista de Edward Bradford Titchener (1867-1927); o se transforma en una tecnología social y asistencialista a través de la psicología aplicada de Hugo Münsterberg (1863-1916). Tampoco se produjeron maridajes relevantes con el funcionalismo y el pragmatismo americano —el de Peirce, James, Dewey, Baldwin, Mead, etc.—, con el que compartía aspectos conceptuales cruciales, como la importancia de la conciencia y de su carácter holístico y temporal, la na­ turaleza constitutiva de la intersubjetividad y lo social para la mente, la atención a la relación entre pensamiento individual y lenguaje social, etc. De hecho, el propio funcionalismo fue fagocitado por su deriva conduc­ tista, que evidentemente conectaba mucho mejor con el individualismo, la aplicabilidad y elementalismo que hemos subrayado en algunos de los

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discípulos directos de Wundt. Sus planteamientos pudieron tener más for­ tuna en Francia, donde la sensibilidad cultural de la Völkerpsychologie no sólo llegó a confluir con la recepción del pragmatismo estadounidense, si­ no que se dejó notar en la psicología histórica de Ignace Meyerson (18881983) hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Pero este programa también quedó eclipsado en el país galo tras una apuesta institucional por los desarrollos más experimentalistas y aplicados de la disciplina. Con todo, muchas de las preguntas que planteó y a las que se enfrentó el propio Wundt parecen seguir siendo relevantes, aunque son pocas las veces que esto se ha detectado y reconocido (véase, por ejemplo, Leahey, 1979 y Belinchón, Igoa y Rivière, 1992). Por ejemplo, la psicología, sea cual sea la orientación o escuela, está lejos de haber resuelto la relación entre los diferentes niveles que confluyen en la configuración de la activi­ dad o el comportamiento humano (neurofisiológicos, psicológicos incons­ cientes o conscientes y psico-sociales o culturales) (sobre estas cuestiones, véase Rosa, 2007; Rosa, Huertas y Blanco, 2000). El propio esquema de Wundt para entender la dinámica mental fue fluctuante desde Heidelberg hasta la polémica con la Escuela de Wurzburgo. De hecho, todas sus re­ soluciones nos pueden parecer hoy insatisfactorias, incluso demasiado especulativas. Pero lo cierto es que ningún modelo psicológico general puede evitar ese problema (Danziger, 1997). Algunas de las decisiones de Wundt a propósito de la «inferencia inconsciente», por ejemplo, parecen evocar las controversias en las que se ve envuelta, desde los años setenta, la metáfora del ordenador. Como veremos en otro capítulo, dentro de la psicología del procesamiento de la información, los partidarios de su ver­ sión «dura» abogan por una identificación total entre la estructura lógica de la inteligencia artificial y el funcionamiento de las redes neuronales del ser humano. Frente a ellos, los defensores de la versión «blanda» insisten en la condición heurística o metafórica de tal comparación, sin asumir que la mente humana compute como lo hace un ordenador. Por último, las investigaciones de Wundt también nos invitan a pensar dónde termina la psicología como empresa meramente descriptiva o ex­ plicativa y dónde, en contacto con el ámbito práctico y la realidad social, empieza a impregnarse de aspectos culturales, morales e ideológicos que transcienden la supuesta labor objetiva de toda ciencia. Sin duda, las inquietudes psico-sociológicas y psico-culturales de la Völkerpsychologie wundtiana no estaban exentas de estas adherencias ideológicas y, de he­

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cho, ya hemos aludido a cuestiones como su etnocentrismo. Pero también a causa de ello el sistema de Wundt es ambicioso y testimonia un interés por alcanzar la concepción más amplia y crítica posible del fenómeno humano. Una empresa de tal género, sin embargo, exigía a los psicólogos un esfuerzo excesivo. Sin duda, ello contribuye a explicar por qué, a lo largo del siglo xx, la psicología de los pueblos fue relegada en beneficio de una relación más simple entre nuestra disciplina y la cuestión socio-cul­ tural; a saber, una relación asistencial y un tanto acrítica que se tramitó a través de la disposición de aplicaciones psicológicas coherentes con la ingeniería social demandada por el Occidente moderno (véase, Castro y Rosa, 2007). Imbricadas en ámbitos socioinstitucionales tan estratégicos para la cultura occidental como el laboral, el educativo, el clínico, el jurídico o el criminológico, tales aplicaciones serán ya confeccionadas, profesio­ nalizadas y administradas a demanda de la normalidad socio-cultural definida por las distintas agendas ideológico-políticas de cada Estadonación (Jansz y Drunen, 2004). Desde principios del siglo xx, los psicólo­ gos aplicados se dedicarán a responder a las urgencias de esas demandas políticas mientras que los académicos, circunscritos a su metodologismo positivista, tenderán a abstenerse de tratar los fenómenos psico-socioló­ gicos complejos y, por ende, sus implicaciones político-sociales. Quizá por este mismo motivo, la mayoría de los psicólogos de hoy seguimos anclados en un supuesto tan propio del siglo xix como el que la historio­ grafía ha atribuido equivocadamente a Wundt: la concepción del ser hu­ mano como abstracción de un sujeto individual cuya naturaleza básica debe ser definida y manipulada en términos mecanicistas, naturalistas y ligados a la predicción y el control. Es cierto que esta conclusión histórica parece haber anulado, prácti­ camente, toda posibilidad de una psicología diferente a la que domina en las universidades y gabinetes de buena parte de Occidente. Pero todavía hay resquicios para revisar, por un lado, nuestra necesaria relación con otras disciplinas humanas y naturales y, por otro, las complicadas funcio­ nes sociales que, en consecuencia, nos cabe cumplir como psicólogos no ingenuos. Como hemos tratado de mostrar, retornar a «nuestro fundador» es una buena manera de empezar a pensar en este tipo de cuestiones.

CAPÍTULO VII ALTERNATIVAS A LA PSICOLOGÍA WUNDTIANA: I. ORIENTACIONES FENOMENOLÓGICAS

Paralelamente al esfuerzo de Wundt por sentar las bases sistemáticas e institucionales de la psicología, ésta se iba desarrollando rápidamente en una pluralidad de direcciones que se expresaron en la aparición de nuevos enfoques e investigaciones, cursos, laboratorios y revistas, y que divergían de modos diversos de la orientación promovida por el psicó­ logo alemán. En este capítulo y el siguiente nos ocuparemos de algunas de estas reacciones y alternativas a los planteamientos wundtianos. Sur­ gidas en los años finales del siglo xix, constituían un temprano anuncio del «sino babélico» que, como se ha dicho alguna vez (Pinillos, 1962, p. 98), iba a caracterizar ya en lo sucesivo a la psicología moderna.

LA PSICOLOGÍA DEL ACTO: FRANZ BRENTANO Una de las primeras fue la del filósofo y psicólogo alemán Franz Bren­­ tano (1838-1917), sacerdote católico separado de la Iglesia a raíz del Concilio Vaticano I (1869-1870) y profesor de las universidades de Wurzburgo y Viena, de accidentada trayectoria académica y personal1, cuya obra psicoló­ gica capital, La psicología desde el punto de vista empírico, vio la luz en 1874, el mismo año en que aparecía el segundo volumen de los Fundamentos de psicología fisiológica, la gran obra sistemática de Wundt. El interés de Brentano por la psicología respondía, en última ins­ tancia, a la pretensión de devolver a la filosofía un esplendor que, en su opinión, había perdido desde Kant. A los excesos especulativos cometidos

1   Sobre Brentano puede verse el vídeo «Franz Brentano (1838-1917)», de la serie Diccionario biográfico de Historia de la Psicología producida por la UNED .

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por el pensamiento idealista alemán había que oponer una filosofía científica, anclada en la experiencia entendida al modo de las ciencias natura­ les, que supuestamente por este procedimiento (y al calor del positivismo filosófico reinante) habían alcanzado por entonces un grado de desarrollo extraordinario. Y era precisamente la psicología la que podía proporcio­ nar a la filosofía el fundamento científico que ésta venía reclamando. Brentano reconocía, sin embargo, que la psicología de su tiempo no estaba a la altura de semejante misión. Escindida en numerosas tenden­ cias enfrentadas, cualquier afirmación sobre lo psíquico resultaba inme­ diatamente cuestionada desde uno u otro sector. Era preciso por tanto hacer frente a esa situación delimitando con nitidez su ámbito propio, definiendo su objeto y sentando así las bases de una psicología verdade­ ramente científica capaz de sustituir a todas las demás. Sólo así podría aspirar a convertirse en el sólido fundamento de la filosofía. Así, pues, Brentano situaba su indagación en el ámbito de la expe­ riencia, el marco fenomenista en que se hallaba instalado el pensamiento científico-positivo más reciente2. La psicología tendría que ser, pues, una ciencia de fenómenos, la ciencia de los fenómenos psíquicos. Atrás queda­ ba, por tanto, la idea de una psicología del alma entendida como sustan­ cia o sustrato unitario de sus facultades, una concepción filosófica propia de la tradición metafísica anterior que resultaba claramente insatisfacto­ ria desde el punto de vista científico que la nueva situación parecía exigir. Ahora bien, los fenómenos psíquicos ¿en qué consisten? ¿En qué se diferencian de los que no lo son, es decir, de los fenómenos físicos? Tras examinar minuciosamente distintas posibilidades que terminaba rechazando por insuficientes, Brentano llegaba finalmente a la siguiente caracterización general: «Todo fenómeno psíquico está caracterizado por lo que los esco­ lásticos de la Edad Media han llamado la inexistencia3 intencional (o mental) de un objeto, y que nosotros llamaríamos [...] la referencia a un contenido, la dirección hacia un objeto [...], o la objetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico contiene en sí algo como su objeto, si bien no 2   Por «fenomenismo» entendemos la doctrina filosófica que sostiene que la única realidad que puede conocerse es el fenómeno, esto es, aquello que se da, se muestra o aparece en la experiencia 3   Por «inexistencia» no hay que entender aquí la «no existencia», sino la «existencia en».

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todos del mismo modo. En la representación hay algo representado; en el juicio hay algo admitido o rechazado; en el amor, amado; en el odio, odiado; en el apetito, apetecido, etc. Esta inexistencia intencional es exclusivamente propia de los fenó­ menos psíquicos. Ningún fenómeno físico ofrece nada semejante. Con lo cual podemos definir los fenómenos psíquicos diciendo que son aquellos fenómenos que contienen en sí, intencionalmente, un objeto» (Brentano, 1874/1935, pp. 28-29).

La intencionalidad es pues la clave. En la acepción de Brentano, la intencionalidad nada tiene que ver con la «intención» o el «propósito», sino —como se expresa en el fragmento citado— con la «referencia a un contenido» o la «dirección hacia un objeto» (o, si se quiere en otros términos, la conciencia que se tiene de él). Brentano distingue, pues, entre los objetos o contenidos (objetivos) a que remite todo fenómeno psíquico y la acción (subjetiva) de dirigirse o referirse a ellos. Y es esto último lo decisivo: lo psíquico es propiamente el acto del sujeto, no su objeto o contenido, por más que éste aparezca siempre necesariamente incluido en aquél. Lo característicamente psíquico es el ver, no lo visto; el desear, no lo deseado; etc. Se trata por tanto de un acto relacional que vincula a sujeto y objeto en una estructura que los refiere mutuamente. No hay propiamente objeto si no es en un acto subjetivo, intencional, que lo contiene; y no hay acto subjetivo que no contenga intencional y necesariamente algún objeto. En el fenómeno psíquico, el sujeto y el objeto se coimplican. Pero no todos los fenómenos psíquicos —había escrito Brentano— contienen sus objetos del mismo modo. La referencia intencional a los objetos puede hacerse de varias formas, y Brentano distinguió tres gran­ des tipos de fenómenos psíquicos en función de esos distintos modos de referencia: las representaciones, los juicios, y lo que llamó «actos de amor y odio»; una nítida distinción conceptual a la que no había que pensar que correspondiese una distinción real igualmente nítida, sin embargo. Porque, en la realidad, estas tres clases de fenómenos se hallan íntimamente entrelazadas, de modo que no hay acto psíquico en que no estén las tres en alguna medida implicadas. La representación es para Brentano el fenómeno psíquico básico, ya que estaría supuesto en todos los demás. En la medida en que todo

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fenómeno psíquico consiste en la referencia a un objeto, éste tiene que hacerse presente al sujeto de algún modo como condición previa. La re­ presentación, pues (habría que hablar tal vez mejor de «presentación»), no es otra cosa que la presencia mental de un objeto, independientemente de que éste sea real o no: un color, un sonido, una imagen… o un fenó­ meno psíquico. Porque, aunque los fenómenos psíquicos se dirigen pri­ mariamente hacia lo externo, también pueden hacerlo secundariamente hacia lo interno y volverse hacia los fenómenos psíquicos mismos, con­ virtiéndolos de este modo en objetos intencionales suyos. Así, todos los fenómenos psíquicos o son representaciones o se basan en ellas. Esos objetos presentes o representados pueden además aceptarse o afirmarse como verdaderos o rechazarse y negarse como falsos. Es esta una segunda manera de referencia que Brentano denominó «juicio», un tipo de fenómenos que tradicionalmente se confundía con los represen­ tacionales al quedar ambos englobados bajo la categoría común de «pen­ sar». Los objetos pueden también admitirse como buenos y valiosos, o rechazarse como malos y carentes de valor, que es lo que define a los «ac­ tos de amor y odio», en los que Brentano subsumía todos los fenómenos emocionales y volitivos, tradicionalmente separados, cuyas diferencias sin embargo consideraba más bien de grado que propiamente esenciales. Brentano sostenía, además, que cada una de estas distintas formas de referencia intencional tenía un tipo de perfección que le era propio y característico: el de la actividad representativa estaría en la contempla­ ción de la belleza; el de la judicativa, en el conocimiento de la verdad; y el de la actividad amatoria, en el ejercicio del bien o el amor al bien por el bien mismo. La estética, la ciencia (lógica y teoría del conocimiento) y la ética vendrían a encontrar así su raíz y justificación respectivas en una psicología que se convertía de ese modo en la ciencia fundante de todas las disciplinas no físicas. Como Wundt, por tanto, Brentano quiso convertir la psicología en una auténtica ciencia; una ciencia empírica interesada en ciertos fenó­ menos de la experiencia y desentendida en cambio de supuestas «sustan­ cias» (como el alma) que habrían obligado a fundarla en hipótesis meta­ físicas sobre la existencia de algún sustrato permanente situado más allá de toda experiencia posible. Como Wundt, asimismo, pretendió hacer de la psicología la ciencia fundamental, cimentando en ella la filosofía. La

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pretensión de Brentano, sin embargo, se orientaba por derroteros distin­ tos de los wundtianos, ejemplificando así la diversidad de cauces por los que habría de discurrir la psicología posterior. En uno de los cursos que profesó en la Universidad de Viena, publicado mucho después de su muerte, Brentano distinguía entre dos grandes par­ tes o tareas de la psicología: una «descriptiva» y otra «genética» (Brentano, 1982/1995). La primera, a la que también denominó «psicognosia», era lógicamente prioritaria, pues su objetivo era esclarecer conceptualmente aquello que la segunda aspiraba a explicar causalmente. Mal podrían in­ vestigarse las causas de los fenómenos de la memoria, escribió por ejem­ plo, sin tener claras previamente las características principales de estos fenómenos. La psicología de Brentano fue fundamentalmente una psi­ cología descriptiva preocupada por establecer con precisión la definición y clasificación de los fenómenos psíquicos (Gilson, 1955). La de Wundt, por el contrario, se ajustaba más bien a la concepción brentaniana de una «psicología genética», esto es, una psicología atenta a descubrir la «géne­ sis» o condiciones causales originantes a que están sujetos concretamente los fenómenos4. Tampoco la concepción de lo psíquico era igual en ambos autores. Wundt había definido su psicología fisiológica como una «ciencia de la experiencia inmediata» que debía ocuparse del «contenido total de la experiencia» (Wundt, 1896/s.a., pp. 11-12), esto es, tanto de los factores subjetivos como de los objetivos que la integran (las ciencias naturales, en cambio, sólo atenderían a los objetos de la experiencia, con abstrac­ ción de las dimensiones subjetivas de la misma). Esto, para Brentano, hacía de la psicología fisiológica de Wundt una psicología de «conteni­ dos», ya que es este «contenido total» lo que vendría a caracterizar y dis­ tinguir los fenómenos por los que la psicología se interesa. En Brentano, como hemos visto, no eran los contenidos los que definían lo psíquico, sino los actos intencionales de referirse a ellos. Por eso su psicología llegará a conocerse como una psicología de del acto, donde no es lo repre­ sentado, lo juzgado o lo deseado lo que interesa, sino la acción misma de representarlo, juzgarlo o desearlo. 4   Conviene no confundir este modo brentaniano de entender la «psicología genética», centrado en el origen de los fenómenos psíquicos, con otras interpretaciones de la misma atentas además a la cuestión del desarrollo, como la de James M. Baldwin (de quien hablaremos más adelante).

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Tales diferencias en el modo de entender lo psíquico llevaban apareja­ da asimismo una profunda discrepancia en la concepción de los métodos. Porque Brentano había rechazado tajantemente la introspección en tanto que observación directa de los actos psíquicos en curso y le había negado cualquier valor científico. Los fenómenos psíquicos no pueden ser atendidos u observados al modo en que pueden serlo los físicos, porque la observación los altera sin remedio. Inténtese observar atentamente cualquier fenómeno emocional propio, por ejemplo, y se advertirá de inmediato cómo la emo­ ción se esfuma para quedar suplantada por la observación misma. Los fenómenos psíquicos son refractarios a la observación, que exige del objeto una estabilidad y una duración que sólo pueden encontrarse en los físicos. Como ya hemos visto, Wundt había intentado sortear las dificultades planteadas por la introspección mediante el establecimiento de rigurosas condiciones de control experimental. Propugnó así la llamada auto-ob­ servación o introspección experimental, que buscaba proporcionar las máximas garantías de objetividad a la realización de las observaciones e informes introspectivos de los sujetos. Pero para ello hubo de limitar su indagación a procesos elementales de tipo sensorial o afectivo (los únicos que, según él, se podían controlar experimentalmente), sacando del labo­ ratorio la investigación de los procesos mentales superiores, más comple­ jos, que se dejaba finalmente en manos de la psicología de los pueblos. A diferencia del enfoque experimental wundtiano, el de Brentano era un «punto de vista empírico» que aspiraba a obtener sus datos no sólo de la experimentación (aunque también) sino de toda posible experiencia. Y que los fenómenos psíquicos no fueran susceptibles de ser atendidos u observados directamente no quería decir que no fueran accesibles a ella. Lo eran, desde luego, a lo que Brentano llamó la percepción interna, esto es, una noticia inmediata e infalible, si bien marginal, que tiene el sujeto del acto psíquico cuando éste se produce. Dicho en otros términos, los fenómenos psíquicos van siempre acompañados de un cierto saber o co­ nocimiento de ellos que tiene lugar en los márgenes de la conciencia, en su periferia. Se trata de una noticia instantánea, limitada estrictamente al momento mismo de su aparición, por lo que —pensaba Brentano— era preciso completarla con la memoria, recurrir a la huella que deja en la memoria inmediata, para poder hacer de esa percepción interna un uso científico (por más que este recurso introdujera un elemento de falibili­ dad en el conocimiento resultante que éste no tenía en su origen).

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En definitiva, como puede apreciarse, ni en la manera de entender la tarea de la ciencia psicológica, ni en el modo de concebir su objeto y su método, coincidían estas dos figuras clave de la psicología moderna. Fue la de Wundt, desde luego, con su ingente obra publicada y su poderoso respaldo institucional, la que se impuso y alcanzó mayor difusión en los años finales del siglo xix. Brentano, en cambio, publicó muy poco. Su psicología carece del desarrollo sistemático que quiso dar Wundt a la suya y, aunque centrada en cuestiones fundamentales, apenas cons­ tituye un ejercicio de propedéutica. A pesar de ello, excelente maestro y dotado de gran atractivo personal, ejerció una profunda influencia en numerosos discípulos que siguieron sus enseñazas y desarrollaron su pensamiento en líneas diversas y originales. Entre los que han ocupado un lugar importante en la historia de la psicología, debe destacarse a Edmund Husserl (1859-1938), «padre» de la fenomenología, en cuya base se encuentran ideas tan brentanianas como las de la conciencia como referencia intencional de un sujeto a un objeto, la diversidad de las formas que puede adoptar esa referencia, y el examen des­ criptivo y sistemático de esas formas como la tarea propia de la psicología. Discípulos de Brentano fueron también dos figuras señeras de la llamada «escuela austriaca de la psicología del acto», Alexius Meinong (1853-1920) y Christian von Ehrenfels (1859-1932), teórico este último de las llamadas «cualidades gestálticas», precursoras de las «formas» o «Gestalten» te­ matizadas más adelante por los psicólogos de la Gestalt, como veremos. Mencionaremos por último la influyente figura de Carl Stumpf (1848-1936), fundador y director del Instituto Psicológico de Berlín, que, en la línea de su maestro, abogó asimismo por una psicología de los actos o funciones psíquicas, que debía ir precedida por una fenomenología o estudio de sus contenidos o fenómenos (Albertazzi, Libardi y Poli, 1996; Spiegelberg, 1965). De la aportación de Stumpf nos ocupamos a continuación.

PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL Y FENOMENOLOGÍA: CARL STUMPF Stumpf nació en 1848 en la ciudad de Wiesentheid, una pequeña lo­ calidad del sur de Alemania. Inició sus estudios universitarios en la uni­ versidad de Wurzburgo, donde recibió la enseñanza de Franz Brentano,

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en quien reconoció siempre un maestro de profunda y duradera in­ fluencia. Por recomendación de Brentano se trasladó a Gotinga para continuar allí su formación bajo la dirección del fisiólogo y psicólogo Hermann Lotze (1817-1881), con quien se doctoró en 1868. En Gotinga entró también en contacto con Weber y Fechner, los «padres de la psi­ cofísica», cuya obra habría de influirle también poderosamente y a quienes tuvo la ocasión de servir como observador en algunos de sus experimentos. Tras habilitarse como docente, sucedió a Brentano en la cátedra de Wurzburgo (1873), el primero de una serie de puestos acadé­ micos (Praga, 1879; Halle, 1884; Múnich, 1889) que culminarían con su nombramiento como Catedrático de Filosofía de la universidad de Berlín (1893), la más prestigiosa de su tiempo. En Berlín iba a permanecer ya hasta su jubilación (1921), y allí moriría algunos años después (1936) (Stumpf, 1930; Sprung y Sprung, 2000). Al igual que Wundt, su principal rival académico, Stumpf fue una figura clave en el establecimiento de la psicología como disciplina inde­ pendiente, que tuvo en el Instituto Psicológico de Berlín por él dirigido uno de sus más reconocidos centros de referencia (Reisenzein y Sprung, 2000). Pero la independencia lograda no pretendía ser sino puramente externa o institucional, ya que, desde el punto de vista interno o teóri­ co, Stumpf —como Wundt— abogó siempre por mantener la psicología estrechamente vinculada a la filosofía, algo de lo que su propia obra dio permanente testimonio. Se oponía así a la creciente tendencia de algunos psicólogos más jóvenes, como Külpe o Titchener, a deslindar totalmente ambas esferas de conocimiento. A esta aspiración, a su juicio equivocada, se refería en cierta ocasión con estas palabras: «[La psicología] (…) es la rama más joven [de la filosofía], que a algunos inquietos jardineros les gustaría recortar. No han conseguido podarnos todavía, y aún nos es posible compartir nuestras juveniles fuer­ zas con la filosofía. Si alguna vez llegara a darse una separación externa [entre nuestros campos], la actitud interna (…) tendría que permanecer. De otro modo la filosofía quedaría totalmente separada del mundo y de la vida, y la psicología se transformaría en una disciplina meramente aplicada» (citado por Sprung, 1997, p. 249).

De modo que, para Stumpf, si la psicología necesitaba de la filosofía para dotarse del fundamento teórico y científico que le era imprescindi­

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ble para no quedar reducida a un saber meramente práctico, no menos necesitaba la filosofía de la psicología para no perder su conexión con la realidad «del mundo y de la vida»; o, dicho de otro modo, para dotarse de anclaje o fundamento empírico. Y es que, siguiendo las huellas de Brentano, Stumpf fue un empi­ rista convencido que, como él, rechazaba las grandes construcciones especulativas de la filosofía idealista que habían proliferado en la Alemania de la primera mitad del siglo. Su empirismo, sin embargo, incorporaba además una exigencia experimental que iba más allá de las enseñanzas de su maestro. Porque, en su opinión, el material empírico reclamaba la experimentación tanto para poder analizarse de manera adecuada y fiable como para hacer posible su reproducción y compro­ bación posterior por parte de otros sujetos, esto es, para hacer meto­ dológicamente válida su utilización científica. Sus investigaciones se convirtieron en modelos de exploración sistemática de los fenómenos estudiados a través de la variación controlada de los estímulos relevan­ tes y le proporcionaron un gran prestigio como psicólogo experimental (Spiegelberg, 1972). Particular mención a este respecto merecen sus libros Sobre el origen psicológico de la representación del espacio (1873) y, sobre todo, Psicología de los sonidos (publicado en dos volúmenes en 1883 y 1890), que constituyó su principal contribución a la psicología empírica. Se trata de un conjunto de estudios que Stumpf inició muy temprana­ mente, en 1875, y de cuyos temas y problemas continuó ocupándose ya el resto de su vida. Entre las cuestiones abordadas en esta obra monumental se cuenta, por lo pronto, la de la determinación de las propiedades de los sonidos puros, una investigación para la que empleó unos tubos diseñados expresamente para destruir los armónicos de los sonidos investigados a fin de dotarlos de la pureza deseada. Se interesó asimismo por el fenómeno de la consonancia, fundamental en música, que interpretó en términos de la propensión de dos o más sonidos a fundirse y sonar como uno solo (sonoridades consonantes serían aque­ llas cuyos componentes tendieran a percibirse como un sonido único). Otro de los temas a los que dedicó también considerable atención fue el del oído musical, que analizó en sí mismo y en otros sujetos, y que comparó en individuos especialmente dotados y negados para la músi­ ca (Stumpf, 1930).

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Para estos y otros estudios en los que de lo que se trataba en definitiva era de alcanzar una descripción precisa de distintos fenómenos acústicos y musicales y establecer a partir de ellos las leyes de su combinación, Stumpf creía necesario contar con observadores fiables, que estuvieran por tanto específicamente entrenados en este tipo de discriminaciones perceptivas que, en su opinión, no estaban al alcance de cualquiera. Esta posición le llevó a enfrentarse con Wundt en una agria polémica que tuvo un eco considerable y en la que venía a cuestionarse en última instancia la validez misma de la psicología experimental (Blumenthal, 1985; Boring, 1950). Porque mientras que Wundt defendía a rajatabla los resultados obtenidos en el laboratorio con los aparatos y métodos psicofísicos y en las condiciones de control experimental al uso (en el caso que propició la polémica se trataba de los resultados del estudio de uno de sus discípulos sobre la capacidad humana de hallar el sonido de altura intermedia entre otros dos), Stumpf, que poseía una excelente formación musical (tocaba varios instrumentos y ya había compuesto un oratorio a los diez años), no estaba dispuesto a admitir la validez de unos resultados que contradecían abiertamente su experiencia de músico experto. Así, pues, a la confian­ za que Wundt depositaba en las condiciones objetivas del laboratorio, Stumpf oponía su propio convencimiento en el valor de la experiencia subjetiva del individuo con la formación adecuada, que terminaba eri­ giéndose así en el árbitro de los resultados experimentales mismos. Dos visiones contrapuestas, como puede advertirse, del alcance y la significa­ ción últimos de la experimentación en psicología. La obra de Stumpf no se limitó exclusivamente al terreno de la psico­ logía empírica y experimental, sin embargo, sino que atendió asimismo a una amplia variedad de cuestiones de índole teórica, filosóficas y psico­ lógicas (como sus reflexiones sobre la teoría de los todos y las partes, la clasificación de las ciencias o el problema de la relación mente-cuerpo), entre las que se incluyen consideraciones sobre la naturaleza y clasifi­ cación de los fenómenos mentales que atañen al núcleo mismo de su concepción de la psicología (Reisenzein y Sprung, 2000; Stumpf, 1930). Stumpf se instaló decididamente en la perspectiva de la psicología del acto de Brentano. Aceptó sin cuestión la distinción brentaniana entre el acto psíquico y su objeto; y, como su maestro, consideró que era de los actos, no de sus objetos o contenidos, de lo que la psicología debía en rigor ocuparse. Ahora bien, según Stumpf, el estudio de esos actos

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(o funciones psíquicas, como los iba a llamar ahora: percibir, asociar, desear, querer…) debía ir necesariamente precedido del estudio de sus contenidos (sus correlatos objetivos), de los que, como vimos, los actos psíquicos resultan inseparables. A estos contenidos los llamará fenómenos, y a su estudio fenomenología. La fenomenología, ciencia descriptiva de los fenómenos, se erigía por tanto en el pensamiento de Stumpf en una disciplina anterior y fundante de la psicología5. Los fenómenos de los que la fenomenología se ocupaba, por otra parte, podían ser según Stumpf de dos tipos. Unos hacían referencia a aquellos contenidos de la experiencia inmediata que se dan a nuestros sentidos (como los sonidos o los colores, por ejemplo); son los que llamó «fenómenos primarios». Otros, en cambio, los «fenómenos secunda­ rios», son las imágenes que de los primarios nos ofrece la memoria. Sin embargo, no todos los contenidos mentales son propiamente fenómenos, esto es, no todos se dan o presentan, sin más, a la mente. Algunos son por el contrario producto o resultado de su actividad; Stumpf los deno­ minó «constructos», y distinguió cuatro fundamentales: «agregados», «conceptos», «contenidos de juicios o estados de cosas» y «valores». De ellos no se ocupará ya la fenomenología, sino otra ciencia, previa como ella, a la que dará el nombre de «eidología». Un tercer tipo de pre-ciencia o estudio previo, junto a la fenomenología y la eidología, será la «doctri­ na de las relaciones», que tendrá por objeto el examen de las relaciones entre los fenómenos y los constructos. De las tres, desde luego, era la fenomenología la más básica, ya que las otras la presuponen necesaria­ mente; Stumpf la consideraba como el primer paso obligado para poder acceder al estudio de cualquier ciencia (Spiegelberg, 1965). Sorprendentemente, de acuerdo con esta caracterización, las obras por las que llegó a ser más conocido e influyente, aquellas que consolida­ ron su reputación como psicólogo experimental (y de manera particular su Psicología de los sonidos), no eran para Stumpf en rigor obras de psi­ cología, sino de fenomenología; mera propedéutica fenomenológica, por tanto, de una ciencia psicológica que, como vimos, entendía en sentido estricto como un estudio de funciones o actos, no de fenómenos. 5   Aunque no sólo de la psicología, ya que a todas las ciencias, tanto naturales como humanas, les resultará igualmente imprescindible el análisis, descripción y estudio de las relaciones de los fenóme­ nos que la fenomenología proponía.

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Entre las funciones psíquicas (como se esquematiza en la tabla 1) Stumpf distinguía dos tipos, las intelectuales y las emocionales, reco­ nociendo en ambas, a su vez, una jerarquía de funciones en la que cada miembro quedaba subsumido en el siguiente. Así, la esfera intelectual incluía los actos de «percibir», «asociar», «concebir» y «juzgar», cada uno de los cuales venía a suponer e incorporar al anterior. En la esfera emocional, por su parte, distinguió a su vez entre «funciones emocionales pasivas» (sentir) y «funciones emocionales activas» o propiamente voliti­ vas (querer). Las primeras incluían a su vez los «sentimientos elementa­ les» (ligados a percepciones o imágenes sensoriales, como el dolor —los «sentimientos perceptivos»— o vinculados a acciones o realización de tareas, como el agrado y el desagrado —«sentimientos funcionales»—) y las «emociones» propiamente dichas, como la alegría o la tristeza, que consistían en la valoración de hechos o situaciones y suponían necesaria­ mente el conocimiento previo de esas situaciones. En cuanto a las «fun­ ciones emocionales activas», Stumpf reconoció tres grupos principales: «impulsos» (tendencias elementales), «deseos» (tendencias hacia objetos juzgados como valiosos) y «voluntad» (que definió como un estado in­ terno cualitativamente determinado que presuponía sensaciones, ideas, juicios y funciones emocionales pasivas) (Pastor, Sprung y Sprung, 1997; Pastor, Sprung, Sprung y Tortosa, 1999; Stumpf, 1930). Tabla 1.  Las funciones psíquicas, según Stumpf

intelectuales

FUNCIONES PSÍQUICAS

percibir asociar concebir juzgar

pasivas

sentimientos elementales

perceptivos funcionales

emociones

emocionales

impulsos activas

deseos voluntad

Stumpf no dejó de ocuparse de las cuestiones propias de la psicología en este sentido restringido que vino a dar al término. Recientemente se ha reivindicado sobre todo la importancia de su teoría de las emociones, tan­

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to por su alcance crítico respecto de las principales teorías de su tiempo (las de James y Wundt), como por su anticipación de aspectos significa­ tivos de algunas teorías cognitivas del nuestro (Reisenzein, y Schönpflug, 1992). Pero es por su obra «fenomenológica», como él mismo quiso lla­ marla, por la que es hoy principalmente recordado. Al margen de la eti­ queta que decidiera poner retrospectivamente a sus investigaciones, sin embargo, sus estudios sobre las características fenomenológicas de los sonidos, la fusión tonal, la consonancia y disonancia sonoras, etc., fueron reconocidos y admirados en su tiempo como investigaciones psicológicas sin más, y como tales han pasado a la historia de nuestra disciplina. Lo cual no ha impedido que lo hayan hecho también a la historia de la feno­ menología, ese amplio e influyente movimiento intelectual y filosófico que tuvo en la figura de Edmund Husserl su cabeza más visible. En la historia del movimiento fenomenológico, en efecto, Stumpf ocupa un lugar singular (Spiegelberg, 1965 y 1972). Por lo pronto como maestro de Husserl, claro está, que le debió una parte no pequeña de su formación intelectual. Pero también y sobre todo por el papel que desempeñó como introductor de los métodos fenomenológicos en la psicología. Stumpf promovió una descripción desprejuiciada de la ex­ periencia inmediata que, como hemos visto, se esforzó por apuntalar mediante procedimientos experimentales que hiciesen más fácil la ob­ servación y variación de los fenómenos, así como su comunicación in­ tersubjetiva. La suya fue, por tanto, una «fenomenología experimental» que, entre otras cosas, contribuyó a enriquecer de manera sustancial el conocimiento descriptivo del sonido. Su influencia, por otra parte, fue muy amplia, y decisiva en los líderes de la escuela de la Gestalt (Max Wertheimer, Wolfgang Köhler, Kurt Koffka y Kurt Lewin), discípulos y colegas suyos, cuya obra, como veremos, se halla impregnada de ese es­ píritu fenomenológico-experimental que Stumpf supo trasmitirles. Por lo demás, no debe olvidarse la gran presencia institucional que Stumpf llegó a tener a lo largo de su carrera, lo que le proporcionó una posición crucial y de extraordinario poder en la psicología alemana de la época. Catedrático de Filosofía de la Universidad de Berlín desde 1893, fundó en ella junto a Hermann Ebbinghaus (1850-1909) el Instituto de Psicología Experimental, que dirigió y amplió hasta convertirlo en la magnífica instalación de 25 habitaciones ubicada en el antiguo palacio imperial a la que afluían estudiantes e investigadores de todo el mundo.

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De su creciente prestigio es elocuente testimonio el hecho de que fuera designado para presidir el III Congreso Internacional de Psicología, celebrado en Múnich en 1896. En 1900 puso en marcha un Archivo Fonográfico destinado a reunir datos etnomusicológicos cuyo fondo, nutrido de las grabaciones suministradas por misioneros, viajeros y diplomáticos, se enriqueció notablemente con las obtenidas de las can­ ciones, la música y el habla de los prisioneros internados en los campos alemanes durante la I Guerra Mundial. Fue también cofundador de la Sociedad Berlinesa de Psicología del Niño, a cuyos trabajos contribuyó con estudios sobre el habla de sus propios hijos, el origen de los miedos infantiles y el desarrollo de varios niños prodigio, entre otras aporta­ ciones. A todo ello debe añadirse su papel determinante, como miem­ bro de la Academia Prusiana de Ciencias, en la creación del Centro de Investigación de Monos Antropoides de Tenerife, así como en la desig­ nación de su discípulo Wolfgang Köhler (1887-1967) para dirigirlo (de las investigaciones de Köhler en Tenerife hablaremos más adelante). En 1907 fue nombrado Rector de la Universidad de Berlín. Recordaremos para terminar la intervención de Stumpf en un episo­ dio de gran repercusión que contribuyó a reforzar su prestigio y el de la psicología experimental en los primeros años del siglo xx (Bringmann y Abresch, 1997; Sprung, 1997). Se trata del caso de «Hans el Listo», nom­ bre con que se conocía popularmente a un caballo supuestamente capaz de llevar a cabo tareas tan asombrosas como contar, realizar operaciones matemáticas sencillas, identificar colores y sonidos e incluso leer y escri­ bir. En las actuaciones que organizaba su dueño —maestro jubilado—, Wilhelm von Osten (1838-1909), Hans respondía a las preguntas y los pro­ blemas que se le planteaban dando golpes con las patas y moviendo la ca­ beza. Estas exhibiciones atrajeron una gran atención pública, incluida la del propio emperador Wilhelm II, y propiciaron la creación de una comi­ sión oficial para investigarlo de la que Stumpf fue nombrado presidente. Junto a su ayudante Oskar Pfugnst (1874-1932), que fue realmente quien se encargó de ponerlo en práctica, Stumpf diseñó un ambicioso protocolo de investigación destinado a esclarecer la verdadera naturale­ za de la inteligencia y logros del animal. Los experimentos y observacio­ nes realizados de acuerdo con este plan de trabajo fueron poniendo de manifiesto que Hans dejaba de hallar las respuestas adecuadas cuando ninguno de los presentes las conocía previamente; y que tampoco res­

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pondía con acierto cuando se le impedía o dificultaba ver a quienes sí las conocían. Los informes finales de Pfungst y de la comisión concluían que lo que el caballo había aprendido en realidad era a registrar pequeños movimientos involuntarios de su adiestrador, que eran los que le propor­ cionaban las claves de su comportamiento. El caso de Hans el Listo se vio como un éxito de la psicología experimental, que a propósito de él quiso hacer valer su penetración crítica y su capacidad para desmontar falsas creencias por arraigadas y extendidas que estuviesen —como esta en la fabulosa inteligencia matemática del caballo—6.

LA PSICOLOGÍA COMO FUNDAMENTO DE LAS CIENCIAS DEL ESPÍRITU: WILHELM DILTHEY Wilhelm Dilthey (1833-1911), filósofo, psicólogo, historiador y espe­ cialista en estética, hizo de la psicología la clave de bóveda en el ámbito de las ciencias humanas y sociales en general, el fundamento y punto de cruce de todas ellas. Aunque ejerció una influencia considerable en su tiempo desde su cátedra en la Universidad de Berlín, la corriente psi­ cológica que promovió fue quedando en los márgenes en favor de otras orientaciones más experimentales. Hijo de un pastor protestante, Dilthey completó sus estudios de teo­ logía en la Universidad de Berlín, donde siguió las clases de filología de August Boeckh (1785-1867), asistió al seminario de historia de Leopold von Ranke (1795-1886) y estudió filosofía durante un largo periodo con Adolf Trendelenburg (1802-1872), antiguo alumno a su vez de Boeckh, en torno al cual se había concentrado una cierta oposición a Hegel. En Berlín Dilthey conoció también a Moritz Lazarus (1824-1903), que es­ taba a punto de fundar la Revista de psicología de los pueblos y ciencia del lenguaje junto a Heymann Steinthal (1823-1899) (Lessing, 2004). Sus intereses se movieron pronto desde la teología hacia la filosofía, discipli­ na en que se doctoraría en 1864 (también en Berlín), y que compaginó con estudios de historia de la religión, temas de filosofía de la historia y

6   Con todo, no puede pasarse por alto que, al desvelar la capacidad del animal para interpretar el lenguaje gestual de su dueño, el caso venía a poner de manifiesto otra dimensión no menos nota­ ble de la inteligencia del caballo (Despret, 2004).

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psicología. A finales de los años 50 Dilthey empezó a estudiar la herme­ néutica de Friedrich Schleiermacher (1768-1834), sobre el que se planteó más tarde realizar una biografía. Los desafíos historiográficos y psicoló­ gicos que encontró en esa labor terminaron guiando todo su programa de investigación: la fundamentación de las ciencias del espíritu.

Las ciencias del espíritu y su fundamentación psicológica En su Introducción a las ciencias del espíritu (1883) Dilthey intentó una fundamentación filosófica de las ciencias del espíritu (psicología, an­ tropología, filología, historia, lingüística, economía, derecho, ética, arte, ciencia política, etc.) que garantizara la validez objetiva de sus conoci­ mientos. Dilthey trasladó así a las ciencias sociales la pregunta que había formulado Kant sobre las condiciones de un conocimiento objetivo en las ciencias de la naturaleza. Para Dilthey, a diferencia de las ciencias de la naturaleza, que se habían independizado ya hacía tiempo de la metafísica, las ciencias que tratan de la sociedad y la historia permanecían aún subordinadas a ella. Sólo la llamada escuela histórica (alemana) había hecho algo por alejarse de ésta, planteándose una aproximación empírica a los hechos y particularidades del proceso histórico. Pero a dicha escuela le faltaba poner en relación su estudio de los fenómenos históricos «con el análisis de los hechos de conciencia» (Dilthey, 1883/1944, p. 4), lo que a su juicio le ofrecería un fundamento seguro. Respecto de una fundamentación de las ciencias del espíritu que par­ tiera del análisis de los hechos de conciencia (de la experiencia interna), Dilthey señaló sus muchos acuerdos con la teoría del conocimiento de Locke, Hume y Kant, para señalar inmediatamente sus limitaciones, a saber: su atención exclusiva a los elementos representacionales a la ho­ ra de explicar la experiencia y el conocimiento, obviando el papel de los sentimientos y actos de voluntad. «Por las venas del sujeto cognoscente construido por Locke, Hume y Kant no circula sangre verdadera sino la delgada savia de la razón como mera actividad intelectual» (ibid., p. 6). En este punto, Dilthey apelaba a las alternativas de Herder y Humboldt que, sin embargo, no habían llegado a un desarrollo científico. Dilthey se propo­ nía retomar esa tarea, ocupándose del «hombre entero». Para ello, Dilthey

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otorgó a la psicología un lugar de primer orden. De ella hizo «la primera y más elemental de todas las ciencias particulares del espíritu» (Dilthey, 1883/1944, p. 45), disciplinas que él mismo organizaba en tres grandes clases, a saber: las que tienen por objeto al individuo, las que se ocupan de los sistemas culturales (lengua, religión, arte, economía, derecho, etc.) y las relativas a la organización exterior de la sociedad (Estado, asociaciones, comunidad, etc.). Para Dilthey, la complejidad de la realidad social e histó­ rica sólo podría analizarse si la desarticulábamos primero en los diversos sistemas culturales que la componen, para luego analizar el entramado de estos sistemas, que «no es otra cosa que la conexión psíquica propia de los hombres que cooperan en esos nexos culturales» (1894/1945, p. 242). Ahora bien, a Dilthey no le valía cualquier psicología. Las psicologías que se pretendían exactas imitando el modelo de las ciencias naturales, derivadas en buena medida de las tradiciones empiristas y positivistas, pre­ sentaban un problema fundamental, y es que parecían «mutilar la realidad histórica para acomodarla a los conceptos y métodos de las ciencias de la naturaleza» (Dilthey, 1883/1944, p. 5). Además, se apoyaban en hipótesis difícilmente demostrables. Frente a ellas, Dilthey reclamaba una psicolo­ gía que asumiera el carácter específico de las ciencias del espíritu, que se hiciera cargo de «toda la poderosa realidad de la vida psíquica» y que la so­ metiera «a la descripción y, en la medida de lo posible, al análisis» (Dilthey, 1894/1945, p. 242). Aunque por la vía de la descripción se acercaba en cierto modo a la psicología de Brentano, para Dilthey éste, en su intento de funda­ mentar científicamente la filosofía a través de una psicología empírica, no escapaba a los problemas de las psicologías exactas. Además, su propia psi­ cología, a la que se refería como una «psicología concreta» (Realpsychologie) o «antropología», se ocupaba de lo que llamaba las «unidades de vida» (in­ dividuos), los elementos a partir de los cuales se construye la realidad social en la que vivimos y con la que estamos en permanente interacción. La «unidad psicofísica de vida» es precisamente lo que define para él la biografía, tarea historiográfica que Dilthey considera de primera importancia, pues solo partiendo de estas unidades se puede «captar la realidad de un todo histórico» (Dilthey, 1883/1944, p. 46). El método biográfico, de hecho, no consiste en otra cosa que en la «aplicación de la ciencia de la antropología y de la psicología al problema de hacer viva y comprensible una unidad de vida, su desarrollo y su destino» (ibid., p. 46). Si conocer una unidad psíquica en su individualidad ya es complejo,

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estudiar a los individuos en interacción, atendiendo a la acumulación de acciones recíprocas a lo largo de las generaciones y a otras condiciones, no hace sino multiplicar la dificultad de la tarea de las ciencias del espíri­ tu. Ahora bien, esta dificultad queda compensada por la especificidad del objeto de éstas: «Los hechos de la sociedad nos son comprensibles desde dentro, podemos revivirlos, hasta cierto grado, a base de la percepción de nuestros propios estados» (Dilthey, 1883/1944, p. 49). Así, mientras la naturaleza nos resulta «muda» y «extranjera» (ibid.), los otros elementos del cuerpo social al que pertenecemos nos resultan comprensibles porque podemos establecer una analogía con nuestros propios estados. Mientras que el mundo de la naturaleza se explica apelando a causas (inanimadas), el mundo del espíritu se comprende mediante el recurso a representa­ ciones, sentimientos y motivos. El desarrollo de una psicología capaz de servir de fundamento a las ciencias del espíritu lo llevaría a cabo en una obra posterior, Ideas para una psicología descriptiva y analítica, de 1894.

Psicología descriptiva frente a psicología explicativa Dilthey recurre desde sus primeros escritos a la distinción entre psico­ logía explicativa y psicología descriptiva que ya veíamos en Brentano. Los orígenes de dicha división los sitúa sin embargo en la distinción establecida por Christian Wolff (1679-1754) entre una psicología racional (a priori, de carácter deductivo) y otra empírica, basada en la observación, que habría sido más adelante depurada por Theodore Waitz (1821-1864), filósofo an­ ti-hegeliano de la escuela de Herbart. Waitz, conocido por su obra póstuma sobre la Antropología de los pueblos naturales (1859-1872), habría articulado una doble propuesta para la psicología, con una psicología explicativa co­ mo ciencia natural, y una psicología descriptiva basada en la descripción, el análisis, la clasificación, la comparación y la teoría evolutiva. La psicología explicativa, según Dilthey, se había desarrollado bási­ camente como análisis de la percepción y la memoria. Sus elementos eran las sensaciones, las representaciones y los sentimientos de placer y dolor, que se vinculaban mediante procesos fundamentalmente asocia­ tivos, pero que abarcaban también otros procesos, como la fusión o la apercepción (de Herbart a Wundt). Esta psicología, cuyas raíces situaba en el empirismo británico (de Hume a John Stuart Mill), dejaba fuera

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buena parte del conjunto de la vida psíquica, de sus conexiones, formas y contenidos. Frente a una psicología explicativa que intentaba derivar todas las manifestaciones de la vida psíquica a partir de un número limi­ tado de elementos, Dilthey abogaba por una psicología descriptiva que partiese de nuestras vivencias psíquicas, de una captación intacta y sin prejuicios de nuestra experiencia. Como hiciera ya en sus obras anterio­ res, Dilthey subrayó la necesidad de partir de la realidad íntegra de nues­ tra vida anímica y exponerla mediante una descripción y un análisis que eludiese todo lo posible el recurso a hipótesis. Dilthey insistió mucho en este punto, denunciando hipótesis propias de la psicología explicativa como el atomismo psicológico (según el cual la vida psíquica se forma a partir de sensaciones aisladas), el paralelismo psicofísico (que supone que los fenómenos psicológicos acompañan a los procesos corporales, pero no influyen sobre ellos) o la reducción de los fenómenos psíquicos a sensaciones y sentimientos, que prescinde de la voluntad. Avanzando en la distinción entre comprensión, propia de las ciencias del espíritu, y explicación, propia de las ciencias de la naturaleza, Dilthey señaló que mientras en estas últimas los hechos se nos presentan desde fuera, de forma dispersa e inconexa, en las ciencias del espíritu se nos presentan desde dentro. La psicología disfruta de la ventaja de que la co­ nexión psíquica se da «de un modo inmediato, vivo, como realidad vivida» (Dilthey, 1894/1945, p. 235) en nuestra experiencia. El método consiste así en la percepción interna, inmediata, de nuestros estados psíquicos, que no es otra cosa que la vivencia de esta conexión de la vida psíquica, en cuya captación cooperan procesos de todo el ánimo (no solo intelectuales). La posibilidad de una psicología descriptiva pasaba así por la posibilidad de percibir los estados internos, algo innegable para Dilthey, quien identificaba la percepción interna con la conciencia de nuestros estados. Refiriéndose indistintamente a la percepción interna como observación interna, Dilthey asumía que ésta podía presentar algunas limitaciones, como la dificultad para captar estados de dispersión, la inconstancia de lo psíquico, la limi­ tación a un solo individuo o la imposibilidad de medir los fenómenos. Sin embargo, estas se veían a su juicio compensadas por el carácter inmediato con que aprehendemos la realidad de los estados internos (sin mediación de los sentidos externos). Asimismo, se complementaría con la captación de los estados de otras personas, a las que comprenderíamos por analogía con los propios. La comprensión de otras vidas constituía de hecho para

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Dilthey una prueba de la gran afinidad interna de todas las vidas psíquicas humanas (frente a la vida animal, más difícilmente comprensible).

De la percepción interna al análisis de los productos históricos De este modo Dilthey, como Brentano, hacía de la percepción interna el eje metodológico de su propuesta, aunque, a diferencia de la concepción brentaniana, no establecía distinción entre la percepción y la observación internas. Proponía también, además, el uso de otros métodos, como el método comparado, los experimentos (útiles para la descripción y análisis de la percepción sensible, pero no para establecer leyes) y el estudio de los fenómenos anormales. Esta metodología plural permitiría compensar las limitaciones propias de cada uno de ellos. Por otro lado, como haría Wundt, Dilthey introdujo en su psicología descriptiva otro complemento a todos estos métodos, a saber, el uso de los productos objetivos de la vida psíquica (el lenguaje, el mito, la literatura, el arte). El análisis de estas ob­ jetivaciones del espíritu tenía la ventaja de permitirnos el acceso a formas permanentes de la actividad espiritual, frente a la mutabilidad constante de los procesos psíquicos que captamos en nosotros o en otros, y estaba directamente vinculado con una de las partes que distinguía en su psico­ logía, la conexión adquirida (a la que nos vamos a referir enseguida). El núcleo de su psicología se basa en la descripción rigurosa de la co­ nexión psíquica vivida, una descripción que consideraba «universalmen­ te válida» (Dilthey,1894/1945, p. 236) gracias a su carácter inmediato. A partir de ahí, había que pasar al análisis de esa realidad total que se nos presenta, entendido como un proceso de «desarticulación» de la expe­ riencia donde las partes nunca deben perder su referencia a la conexión íntegra de la que forman parte. Pero, además, el análisis debía mostrar la dependencia de los procesos con respecto al conjunto histórico y social más amplio al que pertenecen, a lo que llamó la conexión adquirida. Dilthey distinguió tres grandes partes en su psicología, a saber: la conexión estructural de la vida psíquica, centrada en el análisis de la conciencia y sus estados, donde se vinculan los procesos intelectivos, volitivos y afectivos e impulsivos, siendo estos últimos el motor y centro de nuestra vida psíquica; la ley de desarrollo, según la cual los procesos de la vida psíquica siguen un determinado curso en la historia evolutiva de

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un individuo, desde la infancia a la vejez, en un «proceso de adaptación creciente» (ibid., p. 309), donde los impulsos más elementales van dejan­ do paso a otros superiores; y la conexión adquirida de la vida psíquica, que permite situar todo acto singular de la conciencia en el conjunto his­ tórico y social del que forma parte, mostrándonos las reglas, a menudo inconscientes, que rigen nuestra conducta. La conexión adquirida de la vida anímica constituía para Dilthey el ob­ jeto principal de su psicología, tanto en lo que se refiere a la inteligencia, como a la vida impulsiva y afectiva y a las acciones volitivas. Ahora bien, esta conexión no se manifiesta a la experiencia interna de la misma ma­ nera que la conexión estructural, «porque sus miembros y la acción entre los mismos se hallan, en una muy grande e importante parte fuera de la conciencia clara y, por lo tanto, fuera de la percepción interna» (ibid., p. 265). La conexión adquirida, a diferencia de la estructural, se nos da solo de forma mediata: a través de los productos de nuestra actividad espiri­ tual (lenguaje, mito, prácticas religiosas, costumbres, derecho, economía, organización exterior…). Dilthey retomaba aquí la idea hegeliana del «es­ píritu objetivo», bajo la que subsumía, como había hecho Lazarus, lo que Hegel llamaba espíritu absoluto, a saber, el arte, la religión y la filosofía. Más adelante, Dilthey (1910/1944) ofrecería un último esfuerzo de siste­ matización de su propuesta a través de tres conceptos fundamentales: los de «experiencia vivida», como el acto de espontaneidad de la vida; «expre­ sión», como efecto sensible de ese acto de creatividad continua, intrínseco a la vida; y «comprensión», como el acto de auto-aprehensión de la vida que, a partir de su objetivación exterior, regresa a sí misma (Jesus, 2002).

Entre la fenomenología y la psicología de los pueblos Por lo que respecta a la descripción y análisis de la experiencia in­ terna, Dilthey parecía acercarse a la propuesta fenomenológica de Franz Brentano, que desarrollaría después Husserl —en un importante diálogo con Dilthey, por cierto— (Cristin, 2000). Ahora bien, el mismo Brentano no se libró de sus críticas con respecto al uso de hipótesis y carencia de concreción de la psicología explicativa (Jesus, 2002). Tampoco compar­ tiría Dilthey el desarrollo husserliano de la fenomenología como ciencia de una subjetividad transcendental. A este respecto Dilthey se mostró

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mucho más cercano a la fenomenología de Stumpf, cuya promoción académica se encargó de favorecer en Berlín frente a la de Hermann Ebbinghaus, partidario de un enfoque más naturalista (a ello nos refe­ riremos más adelante) (Feest, 2007). Pero sobre todo sintonizó en este aspecto con la idea de la corriente de conciencia William James, a quien se refirió explícitamente a la hora de definir el yo como una sucesión constante de estados en que todos los procesos (intelectivos, afectivos e impulsivos y volitivos) se encuentran trabados. El proyecto de Dilthey, que solo entiende al individuo como ser so­ cial e histórico, está a la vez en la línea de la psicología de los pueblos, a pesar de las reservas que él mismo expresó en sus primeros escritos con respecto al concepto de «espíritu de pueblo» empleado por Lazarus y Steinthal, que a su juicio desatendía la experiencia vivida del indivi­ duo. Sin embargo, cuando Dilthey incorporó a su psicología descriptiva el análisis de los productos del «espíritu objetivo» no estaba haciendo sino retomar la reelaboración del concepto hegeliano que había llevado a cabo Lazarus desde la década de 1860 contra Hegel (Lessing, 2004), y que encontramos también en Wundt. Por otro lado, la batalla de Dilthey contra la psicología explicativa encontró una respuesta inmediata en Ebbinghaus, que se había erigido en uno de los máximos exponentes de la psicología experimental, como veremos enseguida. A su juicio, Dilthey no hacía justicia a las diferentes corrientes de la psicología de su época ni al asociacionismo, que ni esta­ ba limitado a un numero tan reducido de elementos como éste preten­ día, ni llegaba a ellos por otro método que no fuera el de la descripción sistemática de la experiencia fenoménica (Feest, 2007). Sea como fuere, la psicología de Dilthey, que se presenta como un pro­ yecto articulador para el conjunto de las ciencias del espíritu y forma parte de una epistemología de más amplio alcance, no consiguió proporcionar un contrapeso suficiente a la psicología de corte más experimental. En to­ do caso, Dilthey fue leído y discutido, entre otros, por Husserl y Heidegger —y, entre nosotros, por Ortega y Gasset—, propiciando así, en buena me­ dida, el desarrollo de una filosofía de la existencia. En los últimos años, el llamado giro lingüístico de las ciencias sociales y el renovado interés por la hermenéutica y la comprensión han contribuido a su recuperación.

CAPÍTULO VIII ALTERNATIVAS A LA PSICOLOGÍA WUNDTIANA: II. DESARROLLOS EXPERIMENTALES

EL ESTUDIO EXPERIMENTAL DE LA MEMORIA: HERMANN EBBINGHAUS Con su pionera investigación sobre la memoria (Ebbinghaus, 1885/ 1913/1998), la figura de Hermann Ebbinghaus marca el comienzo del estudio experimental de los procesos mentales superiores, que hasta entonces se habían considerado demasiado complejos, subjetivos y fugaces como para ser objeto de examen en el marco del laboratorio. Hermann Ebbinghaus (1850-1909) nació en Barmen, ciudad alemana próxima a Bonn. De familia acomodada, cursó estudios humanísticos en las universidades de Halle, Berlín y Bonn. En esta última obtuvo el título de doctor en filosofía con una tesis sobre La filosofía del inconsciente en Hartmann (1873). Durante algunos años (1875-1878) se dedicó a viajar y a completar su formación mientras daba clases para ganarse la vida. La lectura de los Elementos de psicofísica de Fechner le causó una profunda impresión e influyó luego decisivamente en su propia obra. En 1878 regresó finalmente a Alemania y emprendió de manera sistemática una investigación sobre la memoria en la que venía trabajando informalmente desde tiempo atrás; una investigación que, además de procurarle un puesto de profesor de filosofía en la universidad de Berlín, iba a asegurarle un lugar eminente en la historia de la psicología (Bringmann y Early, 2000; Caparrós, 1986). Emprender un estudio de naturaleza experimental sobre la memoria en 1879 no era, desde luego, tarea fácil. No sólo suponía contravenir la opinión establecida acerca de la imposibilidad de someter los procesos mentales superiores a la disciplina del laboratorio (una opinión sancionada por la autoridad de Wundt, quien, como hemos visto, proponía para ellos una aproximación etnopsicológica bien distinta), sino que obligaba a concebir

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nuevos materiales y procedimientos frente a los utilizados en los estudios sobre percepción sensorial y tiempos de reacción propios de la psicología experimental al uso. Los nuevos materiales estimulares que ideó Ebbinghaus para su investigación fueron las conocidas como «sílabas sin sentido», esto es, unas sílabas carentes de todo significado que obtenía por el procedimiento de intercalar un sonido vocálico entre dos consonánticos. De este modo construyó unas 2300 sílabas (como gam, nol, dük o buf) que luego mezclaba al azar para formar las series de longitud variable que iban a servirle de material para cada prueba. Aunque también realizó algunas con material significativo, trabajar con material carente de significado como el descrito tenía para Ebbinghaus ventajas considerables. Por lo pronto, permitía neutralizar la influencia de otro modo incontrolable de numerosos factores, como el interés, la belleza o las múltiples asociaciones que puede despertar en el sujeto el material significativo interfiriendo en el proceso rememorativo en cuanto tal. Se trataba además de un material sumamente sencillo que hacía posibles innumerables combinaciones de carácter homogéneo (frente a la poesía y la prosa, que, en opinión de Ebbinghaus, tenían siempre algo de incomparable). Por último, el material sin sentido podía ser sometido a variaciones cuantitativas precisas sin sufrir los efectos perturbadores que aparecían irremediablemente cuando se alteraba el sentido del material significativo al acortarlo artificialmente, bien empezándolo a medias o interrumpiéndolo antes de finalizar. En definitiva, lo que Ebbinghaus pretendía era a llevar a cabo con la memoria algo parecido a lo que había hecho Fechner con la sensación; esto es, someterla a una medición exacta en aplicación del llamado «método de la ciencia natural», del que fue defensor acérrimo. Buscando dar a sus resultados la mayor objetividad y precisión posibles, impuso además a sus experimentos condiciones extremadamente rigurosas que se esforzó por cumplir escrupulosamente. Así, por ejemplo, las series de sílabas sin sentido debían leerse a una velocidad constante (medida por un metrónomo o un reloj) y hacerlo siempre en su totalidad, nunca por partes; entre el aprendizaje de una serie y el de la siguiente debía dejarse una pausa de 15 segundos; las condiciones objetivas de la vida cotidiana debían mantenerse constantes y las pruebas realizarse en distintos momentos del día; etc., etc. De este modo aspiraba a neutralizar la influencia no deseada de factores ajenos a los problemas estudiados (Garrett, 1962; Wozniak, 1999a).

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Uno de estos problemas era el de la relación entre la cantidad de material a memorizar y la rapidez de la memorización. Para su resolución ideó el llamado «método del aprendizaje», consistente en registrar el tiempo y número de lecturas requeridos para memorizar listas de sílabas sin sentido de distinta longitud hasta lograr reproducirlas una vez sin titubeos ni errores. Como era de esperar, cuanto mayor era la longitud de las listas, mayor tiempo y esfuerzo exigía su memorización. Pero Ebbinghaus intentó precisar además en qué medida esto era así. Halló de este modo que el tiempo de memorización no aumentaba a la par que la longitud de las listas memorizadas, sino que lo hacía con mayor rapidez. Comparó también los tiempos de memorización de materiales con y sin sentido, determinando asimismo con exactitud la ventaja de los primeros sobre los segundos: mientras que para la reproducción sin errores de 6 estrofas de un poema de lord Byron, de unas 80 sílabas de extensión, solo necesitó 8 lecturas, para memorizar una cantidad equiva­ lente de sílabas sin sentido habría necesitado entre 70 y 80 repeticiones. Sin duda el lenguaje significativo empleado en el poema, así como su ritmo y su rima, eran factores que facilitaban la memorización. Otro de los problemas planteados fue el de la relación existente entre el número de lecturas del material y su retención posterior; o, dicho en otros términos, el problema del «sobreaprendizaje». Para abordarlo, concibió el «método del ahorro»: se trataba de memorizar listas de 16 sílabas sin sentido y leerlas un número variable de veces (entre 8 y 64), para comprobar luego, 24 horas más tarde, cuántas lecturas menos se necesitaban para lograr recordar esas mismas listas; esto es, cuántas repeticiones «se ahorraban» respecto de las exigidas al memorizarlas inicialmente (considerando siempre como memorización la posibilidad de reproducir las listas una vez sin cometer error alguno). Los resultados mostraban la influencia positiva del sobreaprendizaje (es decir, las repeticiones que sobrepasaban el número mínimo necesario para lograr una reproducción sin errores), que permitía ahorrar a la memorización del día siguiente aproximadamente un 1 por ciento por repetición (si bien dentro de ciertos límites marcados por factores como la fatiga y otros condicionantes fisiológicos). Entre los resultados más duraderos de sus experimentos se cuentan los obtenidos en su estudio de la influencia que sobre el recuerdo tiene el transcurso del tiempo. Aquí el procedimiento adoptado era el siguiente: se

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estudiaban varias listas de un número determinado de sílabas sin sentido y se volvían a estudiar luego, dejando pasar diversos intervalos de tiempo (de 20 minutos a 31 días) y registrando en cada caso el porcentaje de ahorro (y de su contrario, el olvido) que se producía al reaprenderlas. Los resultados mostraban que el alto porcentaje de olvido observado en las primeras sesiones iba disminuyendo en las siguientes hasta que las diferencias entre unas sesiones y otras desaparecían prácticamente en las últimas. Estos resultados suelen representarse gráficamente en una curva de fuerte descenso inicial y gradual nivelación subsiguiente que ha venido conociéndose como «curva del olvido» o «curva de Ebbinghaus» (Figura 1). 60

Porcentaje retenido

50 40 30 20 10 0

1 2 3 45

10 15 20 Tiempo transcurrido (días)

25

30

Figura 1.  Curva del olvido, de Ebbinghaus (según Garrett, 1962, p. 145).

Ebbinghaus atendió también a otros problemas, como los del efecto que sobre la retención tienen el repaso y el orden de los elementos a retener. A todos ellos se aproximó de manera extremadamente concienzuda y minuciosa, utilizándose siempre a sí mismo como sujeto en los experimentos que llevó a cabo a lo largo del curso 1879-1880, y que repitió luego, entre 1883 y 1884, para asegurarse de la fiabilidad de los resultados. Su monografía Sobre la memoria, publicada al año siguiente (Ebbinghaus, 1885/1913/1998) fue acogida con general admiración, y su aparición contribuyó a dar un fuerte impulso a la investigación en este terreno, que la tomó como modelo. No iba a corresponder ya a Ebbinghaus liderar esa investigación, sin embargo, ya que a partir de entonces dejó definitivamente de trabajar so-

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bre la memoria para centrar su atención en otras tareas (principalmente editoriales y docentes, aunque también investigadoras, si bien en otros campos). Personalidad independiente y alejada de todo espíritu dogmático y de escuela, careció también de discípulos que continuaran su labor. La antorcha en ese terreno quedó en manos de Georg Elias Müller (18501934), catedrático de la Universidad de Gotinga profundamente influido por Ebbinghaus e investigador a su vez sumamente influyente, que tenía a su cargo uno de los laboratorios de psicología experimental mejor equipados de Alemania al que logró atraer a multitud de discípulos. También Ebbinghaus estableció laboratorios de psicología en aquellas universidades en las se desempeñó como docente (Berlín, Breslau, Halle), pero su uso se orientaba más a ilustrar sus clases que a fines propiamente investigadores. Relación mucho más directa con la investigación tuvo en cambio su creación, junto al físico y fisiólogo Arthur König (1856-1901), de la Revista de Psicología y Fisiología de los Órganos Sensoriales (1890), que contó con con la colaboración de científicos de primera línea como H. Helmholtz, G. E. Müller, W. Preyer y C. Stumpf y que, al abrir sus páginas a temas y autores alejados de la ortodoxia wundtiana, supuso una alternativa a los Estudios Psicológicos de Wundt que contribuyó a promover y difundir la psicología como ciencia natural. En sus últimos años, Ebbinghaus dedicó gran cantidad de tiempo y esfuerzo a la redacción de unos manuales generales, sus Fundamentos de psicología en dos volúmenes (1897-1902) y el más breve Compendio de psicología (1908), que tuvieron una excelente acogida tanto en Alemania como fuera de ella. En cuanto a su labor investigadora propiamente dicha, merece recordarse también su elaboración de un test de inteligencia diseñado para evaluar el efecto de la fatiga en el rendimiento escolar, consistente en una prueba en la que los niños tenían que completar las frases de un texto insertando en él las palabras que faltaban. Adaptado luego por Binet y por Terman en sus famosas escalas de inteligencia, el conocido como «test de terminación de Ebbinghaus» (1897) hace asimismo de su autor un pionero de la psicología aplicada en un momento en que la tentación utilitaria equivalía para muchos a la renuncia a los limpios principios de la ciencia pura (Lander, 1997). Así pues, la significación psicológica de Ebbinghaus dista mucho de poder limitarse a su contribución al estudio experimental de la memoria

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por la que hoy suele recordársele. Y tampoco debe pasarse por alto que ese recuerdo no siempre ha sido particularmente elogioso. En época reciente, por ejemplo, en el marco de la moderna psicología cognitiva, se le ha reprochado la artificialidad de las situaciones experimentales que diseñó y su falta de atención a los factores contextuales y semánticos que tan decisivo papel desempeñan en el funcionamiento de la memoria humana (Neisser, 1982). Con todo, ha sido sin duda su trabajo sobre la memoria el que ha terminado dejando una huella más profunda y duradera. Con su riguroso control de las variables en juego y su amplio uso de las matemáticas tanto para el tratamiento de los datos como para la discusión de los resultados, constituyó un poderoso argumento a favor de la posibilidad de acercarse a los procesos mentales más complejos de una manera experimental y objetiva, convirtiéndose así en fuente de inspiración para todos aquellos que, en su época, estaban convencidos de que ese era el camino para hacer de la psicología una empresa genuinamente científica.

EL ESTUDIO EXPERIMENTAL DEL PENSAMIENTO: OSWALD KÜLPE Y LA ESCUELA DE WURZBURGO También la escuela de Wurzburgo desafió la negativa de Wundt a estudiar experimentalmente los procesos superiores, planteándose el análisis experimental del propio pensamiento. Aunque Wundt optaba para su estudio por un enfoque histórico-etnográfico, entre sus discípulos y colaboradores más cercanos y apreciados algunos se propusieron precisamente romper esa división, apostando por un estudio del pensamiento mediante introspección experimental. Así lo hizo Oswald Külpe (18621915), uno de los colaboradores más prestigiosos de su laboratorio, que dejará Leipzig en 1894 para desplazarse a Wurzburgo, donde desarrollará durante quince años todo un programa de investigación en torno al análisis experimental del pensamiento. Külpe estudió fisiología, filosofía, psicología e historia en Leipzig, Gotinga y Berlín, doctorándose con Wundt en 1887. Tras colaborar con él en el laboratorio durante más de diez años, Külpe empezó a separarse de su maestro en varios puntos. Así, en 1893 publicó su propio manual de Principios de psicología (Külpe, 1893/1999), donde rechazaba explíci-

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tamente la idea de la «causalidad psíquica» de Wundt, acercándose tanto a un positivismo sensualista como a un cierto reduccionismo fisiológico (Danziger, 1979). Poco después Külpe se alejaría de estas tendencias positivas y reduccionistas, pero no para volver a acercarse a Wundt. Antes bien, se opondrá a la idea wundtiana de que todos los contenidos mentales son conscientes y representacionales, así como a la idea de que podemos acceder a ellos de forma inmediata. Külpe tampoco compartía con Wundt la estricta separación entre fenómenos psíquicos inferiores y superiores, especialmente en lo que se refiere a la ineficacia de la experimentación para estos últimos (Kusch, 2006). Tanto él como sus colaboradores se propusieron precisamente someter el pensamiento a introspección experimental, recurriendo a amplios auto-informes que los sujetos ofrecían de forma retrospectiva una vez finalizada la prueba (recordemos que Wundt exigía que los resultados se recogieran en el mismo momento y sin tiempo para que el sujeto pudiera reflexionar sobre ellos). Este es el programa de investigación que Külpe desarrolló en Wurzburgo, a cuya universidad fue llamado en 1894 y donde fundó, junto a Karl Marbe (1869-1953), otro antiguo alumno de Wundt, otro laboratorio de psicología. En él Külpe llevó a cabo una investigación sobre la abstracción a partir de la presentación de sílabas sin sentido escritas con diferentes tipografías, números, colores y disposición espacial. Los sujetos, que recibían la instrucción de fijarse en uno u otro atributo, relataban en sus informes cómo el resto de atributos les había pasado completamente inadvertido, es decir, habían hecho abstracción de ellos. Se encontraban así con la experiencia de un proceso de abstracción, sin que ésta fuera algo palpable o reductible a sensaciones y sentimientos. Külpe se propuso entones seguir la pista de estos procesos. El primer trabajo de la escuela fue realizado por A. Mayer y J. Orth (dos estudiantes de Marbe) y se publicó en 1901. Consistió en una investigación para establecer una clasificación psicológica (distinta de las clasificaciones lógicas al uso) de asociaciones. Mayer y Orth diseñaron una tarea de asociación libre y pidieron a los sujetos que relataran los estados mentales que tenían lugar entre la presentación de los estímulos (verbales) y su reacción. En el momento de analizar los informes de los sujetos, los investigadores entrevieron, más allá de imágenes y voliciones, un grupo de estados o fenómenos de conciencia difíciles de describir que no formaban parte de las categorías convencionales. A es-

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tos estados los llamaron Bewusstseinslagen, que podemos traducir como «disposiciones de la conciencia». Ese mismo año, Marbe encontraría datos parecidos durante una investigación sobre otra operación mental, el «juicio». Marbe pidió a los participantes que levantaran dos cuerpos cilíndricos que tenían la misma apariencia, compararan su peso (de 25 y 110 gramos respectivamente) y dijeran (juzgaran) cuál era el más pesado. Inmediatamente después, Marbe les pedía que informaran sobre lo que habían vivido durante la resolución de la tarea. El objetivo era acceder a lo que había pasado en la conciencia antes de que emitieran su respuesta. En sus conclusiones, además de descartar la naturaleza psicológica del juicio (en la línea de las críticas lanzadas por Husserl a Wundt)1, Marbe afirmó haber encontrado que el juicio se acompañaba en ocasiones de sensaciones o imágenes, pero también, a menudo, de hechos difíciles de describir, las llamadas «disposiciones de la conciencia». Siguiendo un método diferente, en 1905 Henry Watt (1879-1925) dio cuenta de otros fenómenos semejantes. En lugar de recurrir a la asociación libre, la tarea planteada (Aufgabe) estaba dirigida por instrucciones precisas, como encontrar un concepto supraordenado (por ejemplo, para «paloma» sería «ave»), un concepto subordinado (para «mueble» podría ser «silla»), un todo o una parte en relación con un estímulo verbal (palabra) determinado. Con este método (Aufgabe) Watt también encontró estados inefables, de una naturaleza difícil de precisar, como la «conciencia de una dirección», de una significación previa a la palabra o la imagen, así como tendencias, que serían algo así como la mecánica del pensamiento. Narziss Ach (1871-1946) continuó esa línea de trabajo, proponiendo el concepto de «tendencias determinantes» para referirse a las disposiciones motivacionales inconscientes generadas por las instrucciones. También introdujo el de «acto de conciencia» para referirse a un saber o darse cuenta semejante al «¡ya lo tengo!», cuando damos con algo que estábamos buscando mentalmente.

1   Uno de los objetivos de las críticas de Husserl al psicologismo era Wundt, a quien Husserl le reprochaba su idea de que la lógica, como ciencia normativa del pensamiento, debiera fundarse sobre la psicología empírica. Por su parte, el logicismo de Marbe sería tan pronunciado que llegaría incluso a acusar a colegas de laboratorio como Messer o Bühler de psicologismo cada vez que éstos no se mostraban de acuerdo con sus conclusiones. A este respecto, por ejemplo, para Bühler los sujetos de Marbe no habían podido identificar el aspecto psicológico del juicio a causa de la simplicidad de las tareas, que permitían su resolución de forma automática e inconsciente (Kusch, 2006).

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Con una técnica parecida, pero con la intención de acercarse más al pensamiento libre, normal y espontáneo, en 1906 August Messer (18671937) llevaría también a cabo una serie de experimentos. Su objetivo era explorar los fenómenos que tienen lugar en la conciencia durante una variedad de procesos más o menos simples de pensamiento. En todos los casos, detectó una especie de saber puro, libre de toda mezcla sensible, de elementos «no representados» muy diversos. Messer identificó todas estas «disposiciones de la conciencia» con el campo de experiencias que otros autores habían llamado «pensamiento no formulado» o «intuitivo». Además, encontró que los procesos de pensamiento conllevan también una dirección, un vector o guía que les da unidad y continuidad. Finalmente hablaría de una especie de montaje inconsciente que nos hace recoger las impresiones exteriores y responder a ellas de ciertas maneras. Si Messer contribuyó definitivamente a la formación de la teoría de la Escuela de Wurzburgo acerca de la existencia de un «pensamiento sin imágenes», las investigaciones de Karl Bühler (1879-1963) vendrían a culminarla, radicalizando el enfoque. En su tesis de habilitación, «Datos y problemas relativos a una psicología de los procesos de pensamiento», publicada entre 1907 y 1908, Bühler parecía incluso ironizar sobre el trabajo de sus predecesores: él quería saber lo que pasa cuando la gente piensa, y esto no podía estudiarlo con técnicas de asociación libre o tareas simples como la comparación de pesos (Humphrey, 1951). Bühler utilizará directamente aforismos filosóficos, poéticos o problemas filosóficos complejos, y sólo recurrirá a sujetos tan entrenados como el propio Külpe. La ventaja de los buenos aforismos, como por ejemplo «Pensar es tan extraordinariamente difícil que muchos prefieren opinar», consistía en que había que pensar para comprenderlos. Los problemas filosóficos podían ser del tipo: «¿Ha conocido la Edad Media el teorema de Pitágoras?»; o «¿La teoría física de los átomos puede ser falsada por nuevos descubrimientos?». Las preguntas, como vemos, eran complejas, pero formuladas de modo que el sujeto pudiera responder con una respuesta sencilla, de forma que su atención pudiera concentrarse sobre la observación interna. Además, Bühler elegía los enunciados en función de los gustos y preferencias de los participantes por ciertos filósofos y poetas, pues consideraba que la motivación y el placer por la tarea eran condición indispensable para provocar el pen-

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samiento. Aunque Bühler recogía como dato el tiempo entre la lectura del enunciado y la respuesta del sujeto, no tenía realmente en cuenta estas medidas en el análisis de sus resultados. La investigación apuntaba más bien a ver, a través de la introspección, qué había percibido el sujeto durante el proceso de pensamiento. A partir de esos análisis, Bühler concluyó que nuestra experiencia del pensamiento está constituida no solo por representaciones sensoriales de modalidades diferentes y sentimientos, sino por «movimientos particulares de la conciencia», a los que optó también por llamar provisionalmente Bewusstseinslagen. Los definió como momentos decisivos del proceso del pensamiento que no tienen ni cualidad ni intensidad sensorial. En la medida en que las imágenes (representaciones) son elementos fragmentarios, esporádicos, azarosos, no podemos considerarlos como el vehículo del pensamiento, que es continuo. Junto a las sensaciones y los sentimientos, evanescentes, el pensamiento debía ser considerado, pues, como una nueva categoría mental, parte verdaderamente constitutiva de nuestra experiencia, articulada y unitaria. Bühler distinguía entre tres tipos o momentos del pensamiento, a saber: 1) la conciencia de reglas generales, una especie de conocimiento anticipado del método a seguir para resolver un problema, lógico o matemático, donde podemos pensar, como en el caso de una incógnita en una ecuación, en aquello que determina un objeto, en las condiciones que tiene que cumplir, sin tener la representación de un objeto dado en concreto; 2) la conciencia de relaciones, la noción de relaciones internas que se establecen en el seno de un pensamiento que se dibuja o que vinculan este pensamiento a otros; podemos saber por ejemplo que hay una relación de oposición o de coordinación entre elementos, sin que tengamos exactamente conciencia de cuáles son los elementos que se coordinan u oponen; 3) la intención, la pura dirección hacia un objeto, desvinculada de toda determinación relativa éste (a diferencia de la conciencia de regla y de relación), algo así como un «sé lo que significa pero no puedo especificar su contenido». Lo importante aquí, una vez más, no eran los objetos (significados) sino la significación o acto de significar. La intención aparece definida en los mismos términos que en Husserl. De hecho, Bühler recurre a una parte de la terminología empleada por Husserl en sus Investigaciones lógicas (1901), cuya metodología elogiaba

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ya desde el inicio de su trabajo2 (Kusch, 2006). Según reconocerá Bühler más adelante en un texto sobre Külpe, sería él mismo quien se habría encargado de introducir la obra de «Brentano y su escuela» en la psicología del pensamiento de Wurzburgo, en parte frente a las dudas y la resistencia inicial de su maestro (Bühler, 1922, citado por Kusch, 2006). En esa búsqueda de un pensamiento puro, la Escuela de Wurzburgo terminaría prácticamente rechazando el valor de las imágenes, reivindicando la existencia de un «pensamiento sin imágenes». Se privaba así a las imágenes de todo contenido intelectual (reducidas a elementos puramente sensibles), alejándose de las formas concretas del pensamiento a favor de una concepción abstracta y lógica de la mente. Este desplazamiento de la escuela de Wurzburgo hacia la fenomenología sería sin duda contestado, como ya vimos, por Wundt, que siempre se mostró contrario a Brentano y sus discípulos. Para Wundt, que había utilizado su autoridad, por ejemplo, para rechazar la publicación de artículos de Alexander Meinong en la revista Archiv für Psychologie, se trataba de una psicología reflexiva y escolástica que desviaba a la disciplina de su carácter científico (Kusch, 2006). La reacción pública de Wundt, en todo caso, se produjo sólo a partir de la publicación de la primera parte del trabajo de Bühler, con un texto en el que atacaba el conjunto de las investigaciones de la escuela desde sus inicios. Wundt se oponía en él a la utilización del método introspectivo para analizar el pensamiento: si estamos pensando en la respuesta a una pregunta, no podemos a la vez estar atentos a lo que pasa mientras lo hacemos. Bühler, por su parte, añadiría un anexo a la publicación de las dos últimas partes de su trabajo, en respuesta a Wundt, rechazando que su método contradijera sus indicaciones con respecto a una metodología experimental3. En realidad, a lo que Wundt se oponía frontalmente es a la idea de un pensamiento puro. Para Wundt, la fenomenología hacía de todos los contenidos de conciencia actos lógicos de pensamiento o formas lingüísticas; era una 2   Las referencias a Husserl, en todo caso, aparecían ya en los trabajos de Messer de 1906, así como después, en su libro Sensación y pensamiento, de 1908, que constituye a la vez una introducción a la psicología moderna y a las Investigaciones lógicas de Husserl. 3   Los experimentos de la Escuela de Wurzburgo seguían este esquema: 1) presentación controlada de estímulos (por el experimentador, en lugar de un aparato); 2) medición de tiempos de respuesta; 3) reacción del sujeto en forma de una huella grabada por un aparato, que en este caso se registraba como un informe verbalizado, algo que el mismo Wundt recogía bajo la categoría de «métodos de reacción» (Friedrich, 2008)

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psicología sin psicología. Si Husserl combatía la pretensión de fundamentar la filosofía sobre la psicología (el psicologismo), lo que Wundt se planteaba era combatir el logicismo (Kusch, 2006). La Escuela de Wurzburgo se encontró así con el claro obstáculo de Wundt, que entendía que ésa no era la vía que debía seguir una psicología científica, aunque no por ello dejó de desarrollarse, como muestran los experimentos que siguió realizando Otto Selz (1881-1944) sobre el pensamiento dirigido. En todo caso, la Escuela se fue diluyendo con el desplazamiento de sus principales investigadores a otras universidades. Así, Bühler dejaría Wurzburgo en 1909 para seguir a Bonn a Külpe, quien dedicó precisamente los últimos años de su vida a tratar de reconciliar su investigación con la psicología de los contenidos. Juntos se volverán a desplazar a Munich en 1913, donde organizaron el Instituto de Psicología y donde Külpe fallecería poco después, en 1915, antes de que pudiera tener una entrevista que tenía pendiente con otro de los principales discípulos de Wundt, Titchener, para aclarar malentendidos (Gondra, 1997). Bühler, por su parte, se trasladó a Viena en 1922, donde fundó su propio Instituto. Allí alcanzó un notable reconocimiento internacional, con trabajos como su Teoría del lenguaje (1934), donde lanzaba una mirada retrospectiva y crítica sobre los experimentos de Wurzburgo. Bühler los justificó como una tentativa de refutación del «incurable sensualismo de cortas miras de la época», pero se oponía ya a la idea de una gramática pura del pensamiento, a priori (Bühler, 1934/2009, p. 390). Su forzada huida a los EEUU, con la entrada de los alemanes en Viena en 1938, mermaría para siempre su influencia. Entre tanto, en el panorama de las discusiones en torno a una psicología científica, desde los primeros años veinte, la psicología de la Gestalt (ampliamente influida, por otro lado, por la propia Escuela de Wurzburgo)4 se iría imponiendo al «pensamiento sin imágenes». Las investigaciones de la Escuela de Wurzburgo sobre los procesos de pensamiento, en todo caso, volverían a despertar interés a partir de la década de 1950, cuando tras la larga hegemonía conductista, la psicología 4   Uno de los fundadores de la Psicología de la Gestalt, Max Wertheimer (1880-1843), fue discípulo de Külpe.

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buscaba la forma de volver a ocuparse de los procesos cognitivos (como muestra el propio trabajo de Humphrey, 1951). Esta «recuperación», no obstante, se dará de forma casi anecdótica en un marco conceptual atravesado por la metáfora del ordenador y el procesamiento de la información, que pretenden excluir toda forma de introspección.

EL ESTRUCTURALISMO: EDWARD BRADFORD TITCHENER Más que una alternativa a la psicología de Wundt, la de Titchener quiso ser un desarrollo o prolongación de la wundtiana; o, por mejor decir, de su vertiente fisiológica o experimental. La psicología de los pueblos, en efecto, se halla por completo ausente del sistema de Titchener. Conviene hacer esta precisión porque durante algún tiempo Titchener pasó por ser el genuino representante de la perspectiva wundtiana en los Estados Unidos, una creencia que el propio Titchener y sus discípulos contribuyeron a fomentar, pero cuya inexactitud y límites ha puesto de manifiesto la crítica historiográfica (Blumenthal, 1975; Bringmann y Tweney, 1980; Leahey, 1981). Porque, aunque dedicara buena parte de su obra a la exposición y sistematización del punto de vista wundtiano, Titchener distó mucho de atenerse estrictamente a él. No sólo llevó a cabo una lectura de Wundt desde esquemas interpretativos propios de la tradición intelectual empirista y asociacionista británica (en la que el propio Titchener se había formado) que eran ajenos al psicólogo alemán, sino que rechazó algunos de los conceptos clave del wundtismo (como la apercepción) y se esforzó en cambio en incorporar otros procedentes de otras fuentes (Brentano, por ejemplo) en un tardío esfuerzo por construir un sistema psicológico propio que, sin embargo, no consiguió completar. Edward Bradford Titchener (1867-1927) nació en Chichester, una pequeña ciudad del sur de Inglaterra, y se formó como estudiante de filosofía y filología clásica en la Universidad de Oxford. Durante el último año de sus estudios universitarios se interesó también por la fisiología y la psicología, en particular por la obra de Wundt, de cuyos Fundamentos de psicología fisiológica realizó una traducción al inglés que no publicó nunca. En 1890 se trasladó a Leipzig para ampliar su formación psicológica bajo la dirección del gran maestro alemán, con

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quien se doctoró dos años más tarde. Tras intentar sin éxito hacerse con un puesto en Oxford donde enseñar la psicología fisiológica aprendida en Alemania (no había aún cátedras de esta disciplina en la universidad inglesa), aceptó el que le ofrecía la Universidad de Cornell (Ithaca, Estados Unidos), donde permanecería ya hasta su muerte. Bajo la dirección de Titchener, el laboratorio de psicología de Cornell se convertiría en un centro sumamente activo de investigación experimental «a la alemana» en el que se formaron algunos de los psicólogos norteamericanos más distinguidos e influyentes de su época, como Margaret F. Washburn (1871-1939), que se haría famosa por sus trabajos sobre «la mente animal»; o Edwin G. Boring (1886-1968), el destacado historiador de la psicología. Como otros psicólogos de su generación (Ebbinghaus, Külpe), Titchener reclamaba para la psicología un punto de vista científico que permitiera insertarla en el marco de las ciencias naturales. En este sentido, el nuevo positivismo científico del físico y filósofo austriaco Ernst Mach (1838-1916) le iba a proporcionar una herramienta legitimadora inestimable. Porque Mach defendía una concepción de la realidad radicalmente empirista, según la cual lo que verdaderamente hay no es ninguna entidad substancial que subyazga a la experiencia y le sirva de soporte (llámese «materia», «espíritu», «cosa en sí» o de cualquier otro modo que los filósofos quisieran llamarla) sino tan sólo la experiencia misma; más aún, la experiencia sensorial (Mach, 1897/1998). De manera que —argumentaría Titchener— la distinción entre el mundo físico «de las cosas» y el mundo psíquico «de los pensamientos» o «estados mentales» no radicaría en el tipo de realidad de que están hechos cada uno (que sería una y la misma: la experiencia sensorial), sino en el punto de vista que se adopte para aproximarse a ella. La física (y, en general, las llamadas «ciencias de la naturaleza») estudiaría las sensaciones en sí mismas y en sus relaciones sin tener en cuenta al sujeto que las experimenta; la psicología haría otro tanto, pero tomando al sujeto en consideración. En ambos casos, sin embargo, será la experiencia el objeto de estudio, y no habrá por tanto razón alguna para considerar la psicología y las ciencias naturales como disciplinas de distinto rango. Al definir la psicología como la «ciencia de la mente» entendida como «la suma total de la experiencia humana en cuanto dependiente de la persona experienciante» (Titchener, 1910, p. 9), que es como la definió en

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cierta ocasión, Titchener se alineaba claramente con Mach y se distanciaba de Wundt. Rechazaba, en efecto, la distinción que este último hacía entre «experiencia mediata» y «experiencia inmediata» porque entendía que la noción de experiencia implicaba ya la inmediatez, lo que hacía de la «experiencia mediata» una noción contradictoria. No sería, sin embargo, su único rechazo, ya que se opuso también a cuantas ideas wundtianas (la causalidad psíquica, el voluntarismo filosófico, la resis­tencia a extender los métodos experimentales más allá del estudio de los procesos psicológicos más simples…) consideraba incompatibles con la condición científico-natural que defendía para la psicología. Este planteamiento cientificista condicionaba asimismo el método con que la psicología debía aproximarse a su objeto. Según Titchener no podía ser otro que el característico de las demás ciencias naturales, el método observacional que en psicología recibe el nombre de «introspectivo». Porque, en efecto, la introspección psicológica no es otra cosa que observación. Eso sí, observación científica, y, por tanto, rigurosa, atenta y limpia de los prejuicios propios de la observación cotidiana o «de andar por casa»; y observación interna, de procesos mentales sólo accesibles al propio individuo y siempre en riesgo de ser alterados por el ejercicio de la propia introspección. Estas (y otras) dificultades del método introspectivo, que Titchener reconocía abiertamente, le llevaban a exigir una serie de precauciones metodológicas que creía imprescindibles si se quería mantener para la psicología la pretensión de cientificidad a la que él aspiraba. Era preciso, por lo pronto, que los observadores estuviesen bien entrenados, de modo que el adiestramiento previo les permitiese sobreponerse a la ligereza y los sesgos de la observación habitual, no científica, cotidiana (por ejemplo, el tan frecuente «error del estímulo», típico del observador no entrenado, consistente en confundir el objeto percibido, siempre cargado de todo lo que el observador cree saber previamente sobre él, con la experiencia real y efectiva que se tiene de ese objeto en un momento dado). Era preciso, por otra parte, que la observación misma se llevase a cabo siempre sobre procesos mentales ya pasados, si bien inmediatamente acontecidos, para evitar que la introspección pudiese llegar a alterarlos (lo cual, claro está, convertía la introspección en «retrospección», y no fueron precisamente escasas las críticas que el método llegó a recibir por este motivo). Era preciso, por último, que los resultados de la introspección se obtuviesen en condi-

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ciones estandarizadas, iguales para todos los observadores; condiciones que pudieran garantizar la neutralización de la estimulación no deseada o irrelevante y la posibilidad de repetir la experiencia en distintos momentos y por distintos sujetos e investigadores (es decir, era preciso que la introspección fuese experimental). Así, pues, Titchener concebía la psicología como una ciencia (esto es, un conocimiento ordenado, metódico, exhaustivo, sistemático); cuyo objeto era la mente (entendida, ya lo hemos visto, como la totalidad de la experiencia en cuanto dependiente de un sujeto que la tiene o experimenta; a la que experimenta o tiene en un momento concreto dado —o, como la describió alguna vez, «la mente ahora»— la llamó Titchener «conciencia») (Titchener, 1898, pp. 19-20); y cuyo método era la intros­ pección experimental (que es la realizada en el laboratorio bajo estrictas condiciones de control). Pues bien, ante la psicología así concebida se ofrecía una doble tarea, descriptiva y explicativa, a la que Titchener se refirió como «el problema de la psicología». La tarea descriptiva debía desplegarse a su vez en dos momentos distintos: uno analítico y otro sintético. Como cualquier otra ciencia, en efecto, la psicología tenía que comenzar por el análisis de su material, es decir, por su desmenuzamiento en los elementos que lo componen. La cuidadosa observación del científico pone de manifiesto que lo que a primera vista parece simple en realidad no lo es, y debe por tanto ser analizado, troceado en partes cada vez más simples que faciliten su comprensión. La finalidad del análisis es llegar a descubrir los componentes últimos del fenómeno estudiado, los que ya no pueden dividirse más o reducirse a otros. En psicología el material del que se parte es la conciencia (las experiencias mentales concretas), y el análisis deberá hacer posible la identificación de los componentes elementales de esas experiencias a fin de determinar su número y naturaleza. Sólo entonces se podrá dar paso a la síntesis, al esfuerzo por recomponer en su integridad primera lo previamente analizado, que en el caso de la psicología deberá consistir y concretarse en la formulación de las leyes que rigen la conexión de los elementos mentales descubiertos para formar las experiencias mentales de las que se obtuvieron. Si en su momento analítico la psicología debe proporcionarnos los elementos constitutivos de la conciencia, en su mo-

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mento sintético deberá ofrecernos los distintos modos que esos elementos tienen de combinarse para constituirla. La segunda gran tarea, la tarea explicativa, igualmente tomada del modo de proceder de las demás ciencias, consistirá en establecer las condiciones fisiológicas o corporales en las que se dan o aparecen los procesos mentales investigados y descritos. No se quería decir con ello que estos fueran causados por aquellas, sin embargo. Titchener rechazaba tajantemente la idea de una relación causa-efecto entre los procesos corporales y los mentales. Asumió en cambio el llamado principio del paralelismo psicofísico (que ya Wundt había sostenido), que se limitaba a afirmar la correspondencia entre ambos tipos de procesos. A todo proceso mental, pues, habría de corresponderle algún otro corporal; y en identificar los procesos corporales correspondientes a los procesos mentales en estudio, aquellos que se dan cuando estos están ocurriendo, consistirá para Titchener la explicación psicológica. El «problema de la psicología» era, pues, de una magnitud conside­ rable y ofrecía múltiples dimensiones. De todas ellas, Titchener iba a concentrar su atención principalmente en la más básica, en aquella de la que según su propio planteamiento científico-sistemático dependían necesariamente todas las demás: el análisis de la conciencia en sus componentes elementales (y, de manera particular, el estudio de las sensaciones). Influido por la tradición empirista y asociacionista del pensamiento británico, en los análisis introspectivos realizados por él mismo y por sus discípulos distinguía Titchener dos tipos fundamentales de elementos mentales: las sensaciones, o elementos de las percepciones, y los afectos, o elementos de las emociones (a los que añadió después un tercer tipo: las imágenes o elementos de las ideas, recuerdos y pensamientos). Estos elementos, a su vez, estaban dotados de ciertos atributos o propiedades (cualidad, claridad, intensidad, duración y, en algunos casos, extensión) que permitían identificarlos y distinguirlos entre sí. Titchener realizó una minuciosa clasificación de las sensaciones atendiendo al órgano corporal del que proceden (visuales, olfativas, gustativas, etc.), al origen externo o interno de la estimulación (sensaciones de los sentidos especiales, sensaciones orgánicas y sensaciones comunes) y a la naturaleza física del estímulo, que permite diferenciar tipos distintos de sensaciones

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entre los procedentes de un mismo órgano sensorial (como las de brillo y color, dentro de las visuales; o las de ruido y sonido, dentro de las auditivas). Titchener calculó que se habían podido identificar en total más de 40.000 sensaciones distintas, de las que unas 31.000 estarían relaciona­ das con el sentido de la vista y unas 11.500 con el del oído, sin duda los más investigados en los laboratorios psicológicos de la época (Titchener, 1896/1898, p. 67). El tratamiento que hace Titchener de los afectos difiere notablemente del de las sensaciones. No encontramos aquí nada parecido a la detalla­ da clasificación que ofrecía de ellas. Porque si en este último caso la clasificación se justificaba por la gran variedad de órganos sensoriales existente, cada uno con su propio grupo o grupos de sensaciones, en el caso de los afectos es el cuerpo en su totalidad el único órgano implicado. Además, así como existe un número muy elevado de cualidades sensoriales (la gran variedad de colores, sonidos, etc.), la introspección únicamente permite identificar dos cualidades afectivas (correspondien­ tes a los procesos orgánicos de anabolismo o síntesis y catabolismo o degradación): el agrado y el desagrado. A ellas redujo Titchener las otras dos dimensiones (excitación-inhibición y tensión-relajación) que había reconocido anteriormente Wundt en el proceso afectivo. Pues bien, a partir de este conjunto de elementos sensoriales y afectivos pretendió Titchener dar cuenta de la estructura de la mente en su totalidad. Así, fenómenos más complejos como las percepciones o las ideas no serían sino el resultado de la «conexión y mezcla» de sensaciones (Titchener, 1896/1898, p. 92); los sentimientos resultarían de la unión de una percepción o una idea con un afecto en la que el componente afectivo desempeñaría un papel preponderante; y las emociones estarían constituidas por un sentimiento intenso asociado a un conjunto de ideas (sobre el mundo externo) y sensaciones (orgánicas). En cuanto a los fenómenos mentales de mayor complejidad 5, el reconocimiento, la memoria y la imaginación, la conciencia de sí y la intelección (juicio, formación de conceptos y razonamiento) y los sentimientos complejos (intelectuales o lógicos, éticos o sociales, estéticos y religiosos), Titchener se esforzó por mostrar cómo cada uno de ellos 5  Recogemos aquí los abordados en su Esbozo de psicología de 1896, su primera gran obra sistemática.

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se edificaba sobre la base de otros más simples y anteriores. De este modo, por ejemplo, el razonamiento consistiría en una asociación sucesiva de juicios (la forma más simple de intelección), que serían, a su vez, asociaciones sucesivas de ideas consistentes, por su parte, en conjuntos de sensaciones. Titchener proponía así una visión de la mente que denominó «estructural» y que, en un célebre artículo de 1898, llegaba a identificar con la psicología experimental misma, en contraposición crítica con la orientación «funcional» que veía tomar a la psicología norteamericana: «El objetivo primordial del psicólogo experimental es hacer un análisis de la estructura de la mente; desenredar los procesos elementales de la madeja de la conciencia, o (cambiando la metáfora) aislar las partes constitutivas de una determinada formación consciente. La tarea del psicólogo experimental es la vivisección que produzca resultados estructurales, no funcionales. Le interesa descubrir, en primer lugar, qué es lo que hay y en qué cantidad; no para qué sirve» (Titchener, 1898/1982, p. 210).

El acento debía ponerse, pues, en el «qué» de la conciencia y no en su «para qué», como parecía defender el «funcionalismo» (del que nos ocuparemos más adelante); un punto de vista que Titchener consideraba legítimo, pero también prematuro y peligrosamente próximo a las posiciones filosóficas de las que, en su opinión, la psicología debía alejarse. A este distanciamiento de la filosofía quiso contribuir Titchener definiendo en sus escritos una estricta ortodoxia científico-experimental que iba a calar hondo en la psicología norteamericana de su tiempo. Hito fundamental en este proceso fue la publicación de su monumental Psicología experimental: Manual de práctica de laboratorio en 4 volúmenes (1901-1905), con el que su autor aspiraba a despejar cualquier duda que pudiese haber sobre la respetabilidad científica de la psicología. Junto a esta obra, que se mantuvo durante décadas como el manual estándar de laboratorio (Boring, 1950), otros manuales suyos en los que defiende su enfoque estructuralista con idéntico afán de rigor y voluntad de sistema se cuentan asimismo entre los más influyentes de su época (Heidbreder, 1971). Pero la aproximación titcheneriana también suscitó acusadas reacciones en contra que facilitaron la definición misma y la toma de conciencia

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de otros movimientos alternativos (funcionalismo, conductismo) que lograron afianzarse precisamente frente al estructuralismo y terminaron por prevalecer sobre él en la psicología norteamericana. Porque la psicología de Titchener, con su insistencia en acercarse a los procesos mentales a través de sus elementos, las combinaciones de esos elementos y las combinaciones de esas combinaciones, a muchos le resultaba «casi opresivamente sistemática», como lo ha expresado Wozniak (1999b, p. 131). Además, la restricción de su enfoque a la mente «normal, adulta, humana, individual» (Titchener, 1896/1898, p. 17), la única accesible al método introspectivo experimental por él propugnado, limitaba excesiva e injustificadamente el ámbito de la mirada psicológica para cuantos venían esforzándose por extenderla también a los dominios de lo patológico, lo evolutivo, lo animal y lo social. Por último, su empeño en adoptar un punto de vista científico-natural que se venía a identificar con el experimental imponía a la psicología un confinamiento en el marco del laboratorio que la alejaba sin remedio de las preocupaciones crecientemente prácticas de los psicólogos norteamericanos, cada vez más comprometidos con la tarea de desarrollar las posibilidades de una psicología aplicada al servicio de la sociedad. De este modo, Titchener fue poco a poco quedándose al margen de los desarrollos más característicos y dinámicos de la psicología norteamericana del momento. Es muy significativo, por ejemplo, que renunciara a participar en las tareas de la Asociación Psicológica Americana (APA), la institución fundada en 1892 bajo el impulso Granville Stanley Hall (1844-1924), de la Universidad de Clark, que ha venido articulando en buena medida la vida profesional y científica de la psicología en América desde entonces. En lugar de ello, prefirió rodearse de un pequeño número de psicólogos experimentales «ortodoxos» a fin de mantener vivo su ideal de psicología como ciencia pura y desinteresada, frente a lo que consideraba una prematura y escasamente científica deriva de la APA hacia la aplicación de conocimientos psicológicos insuficientemente fundados. «Los Experimentalistas», como se conoció a este selecto grupo, empezaron a reunirse en 1904, y continuaron haciéndolo en encuentros anuales de carácter informal a los que se asistía previa invitación personal del propio Titchener. A la muerte de éste, el grupo siguió reuniéndose, si bien con una organización ya más formal que adoptó el nombre de Sociedad de Psicólogos Experimentales (Boring, 1967, Gondra, 1998).

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En los últimos años de su vida Titchener inició una revisión a fondo de su sistema que apuntaba a una cierta flexibilización de su enfoque. La magnitud de la tarea, sin embargo, se reveló superior a sus fuerzas, que atraídas por otros intereses (como el coleccionismo numismático, en el que llegó a convertirse en un auténtico experto) se fueron alejando de la psicología. De su ambicioso proyecto de revisión no han quedado sino unos «Prolegómenos», que se publicaron póstumamente, como testimonio de la gran obra sistemática que no llegó a escribir (Titchener, 1929). La aventura estructuralista de Titchener no tuvo continuidad. Tras varias décadas de presencia ininterrumpida y protagonista en la escena psicológica norteamericana, a lo largo de las cuales contribuyó decisivamente a consolidar en ella una cultura científica centrada en el laboratorio, resultaba claro que el proyecto titcheneriano no sobreviviría a su creador. La extremada rigidez de su sistema, las críticas recibidas a la fiabilidad del método introspectivo y el avance incontenible de otros enfoques psicológicos más amplios y flexibles que el suyo (el funcionalismo, el conductismo, la psicología aplicada…) hacían inviable su continuación. 1  1  2

La psicología poswundtiana nacía así bajo el signo de la pluralidad. Tanto su objeto como sus métodos y enfoques resultaban ser cuestiones controvertidas. Las propuestas proliferaban, revelando tensiones de fondo (actos/contenidos, ciencia natural/ciencia humana o social, observación natural/control experimental, aproximación cualitativa/cuantitativa, holismo/elementalismo, enfoque sensista/fenomenológico…) que, de formas diversas, siguen latiendo en la psicología de nuestros días. Las respuestas sistemáticas que iban a ofrecer las grandes escuelas clásicas (funcionalismo, psicoanálisis, Gestalt), de las que nos ocupamos a continuación, pretendieron dotar de unidad al campo psicológico. Pero al hacerlo desde puntos de vista parciales que tendían a absolutizar sus propias perspectivas, más bien contribuyeron a consolidar la diversidad que a superarla, como parecían pretender. La unidad de la psicología iba ser aún una aspiración muy lejos de poder realizarse.

PARTE III

LAS ESCUELAS PSICOLÓGICAS CLÁSICAS

CAPÍTULO IX EL FUNCIONALISMO: I. LOS ORÍGENES DE LA PSICOLOGÍA FUNCIONALISTA

El funcionalismo disfrutó de su edad de oro durante las primeras décadas del siglo xx. La psicóloga Edna Heidbreder (1971) lo consideraba como el baluarte de la psicología norteamericana frente a las escuelas de Wundt y Titchener. De hecho, en los Estados Unidos la expresión «nueva psicología» casi llegó a ser sinónimo de psicología funcionalista1. En su vertiente psicológica, en efecto, el funcionalismo fue un producto típicamente americano. Aunque por motivos de conveniencia expositiva nos plegaremos aquí a una tradición historiográfica consolidada y consideraremos el funcionalismo como una de las escuelas psicológicas clásicas, en rigor no puede decirse que el funcionalismo constituyera una escuela, y no puede entenderse sin tener en cuenta las influencias que recibió, algunas de las cuales —como el evolucionismo— procedían de Europa. No constituyó una escuela de psicología en sentido estricto porque no tuvo un líder ni una doctrina sistematizada. Su unidad le venía dada por una determinada manera de entender lo psicológico —basada en el evolucionismo— y una concepción de la psicología como algo socialmente útil. En torno a eso hubo funcionalistas con perspectivas distintas y que trabajaron en diferentes áreas: la psicología genética (luego llamada evolutiva o del desarrollo), la psicología diferencial, la psicología social, la psicología educativa, la psicología comparada (que algunos autores convertirían en psicología animal), la psicometría, la psicología del trabajo, etc. A ello debemos añadir que dentro del propio funcionalismo había perspectivas más funcionales que otras, es decir, más proclives a 1   Aunque la psicología funcionalista moderna por antonomasia ha sido la norteamericana, a veces se consideran funcionalistas autores europeos como el inglés James Ward (1843-1925), el alemán Franz Brentano (1838-1917) o los franceses Pierre Janet (1859-1947) e Ignace Meyerson (1888-1983). Estos autores colocaban en un primer plano la acción a la hora de explicar los procesos psicológicos. En ocasiones, ofrecían teorías explícitas sobre lo que es una función psicológica (Pizarroso, 2009).

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teorizar lo psicológico en términos de funciones (o sea, de lo que los sujetos hacen) y no de estructuras o mecanismos (mentales o fisiológicos). No obstante, aquí supondremos que los funcionalistas más fieles a su propia perspectiva fueron los primeros, es decir, los que se alejaron del estructuralismo y el mecanicismo2. En estos capítulos, tras recordar las raíces históricas del funcionalis­ mo, nos detendremos en cinco de los autores más importantes para entender su fundamentación teórica: William James, Charles Sanders Peirce, John Dewey, James Mark Baldwin y George H. Mead. Dedicaremos asimismo un apartado a la psicología comparada, que tiene en común con el funcionalismo su intersección con el evolucionismo y, en algunos casos, una marcada sensibilidad funcional a la hora de entender la actividad de los animales.

LO QUE DA FORMA AL FUNCIONALISMO El funcionalismo bebió de diversas fuentes. Algunas eran filosóficas, otras científicas y otras propias del entorno sociocultural en que se desarrolló. Desde un punto de vista histórico muy amplio, constituyó el último episodio de un ciclo cuyo inicio podemos retrotraer hasta el siglo iv a.C., cuando el filósofo griego Aristóteles definió los seres vivos por sus funciones (lo que hacen) antes que por sus estructuras o mecanismos (las partes del cuerpo) (Fernández, Loy y Sánchez, 1992). Pasando por Kant a finales del siglo xviii y por Darwin en el xix, ese ciclo llega hasta el funcionalismo, que hace girar la explicación psicológica en torno a las actividades de los sujetos en lugar de basarla en facultades mentales u órganos corporales. Desde un punto de vista histórico más restringido, el funcionalismo surgió como una manera de entender lo psicológico apoyada en el pragmatismo, el evolucionismo darwinista y el pensamiento social reformista, con algunas influencias asimismo de la filosofía trascendentalista. 2   Biológicamente hablando, el mecanicismo implica considerar que los seres vivos son autómatas y todos los fenómenos vitales se explican por leyes físicas, basadas en relaciones causales. Psicológicamente hablando, el mecanicismo implica trasladar esa concepción a la mente o el comportamiento y explicar la actividad de acuerdo con leyes deterministas o, al menos, sin otorgar un lugar a la acción del sujeto y la posibilidad de que genere novedades imprevistas.

El funcionalismo: I. Los orígnes de la psicología funcionalista

El darwinismo Los funcionalistas eran darwinistas porque resaltaban el valor adaptativo de la conciencia. Su punto de partida era que existen funciones psicológicas igual que existen funciones biológicas (crecimiento, reproducción, alimentación, excreción, respiración, etc.). Recordar, pensar, percibir o sentir, por ejemplo, son funciones psicológicas. Los funcionalistas —cada uno con sus propios conceptos— suponían que las funciones psicológicas se caracterizan por formarse a través de la actividad adaptativa de los sujetos. Además, asumían que la mente o la conciencia existen porque la naturaleza las ha producido. En muchos casos, este era un argumento contra el reduccionismo mecanicista y la idea de que la mente es un mero epifenómeno, o sea, algo aparente y no real: no podemos negar la existencia real de algo que ha sido fruto de la selección natural. Darwin inauguró la psicología comparada moderna defendiendo la continuidad psicológica entre los animales y el ser humano (véase más abajo). Asimismo, con su teoría de la selección natural dejó planteado el problema del posible papel jugado por la actividad psicológica en la evolución biológica. ¿Es el comportamiento un mero conjunto de instintos —un producto de la herencia— o bien desempeña alguna función evolutiva? ¿La conciencia es un puro epifenómeno o bien interviene en la adaptación al medio y, por tanto, en la selección natural? Tanto el funcionalismo como la psicología comparada intentaron responder a estas preguntas. Por tanto, no es que el funcionalismo fuera el producto de la importación americana del evolucionismo inglés; es que el funcionalismo formó parte del evolucionismo, porque contribuyó a las discusiones en torno a la evolución y la selección natural. El darwinismo proporcionó además algunas analogías útiles. Por ejemplo, y como veremos después, al igual que Darwin recurría a la selección natural para explicar la evolución biológica, James señalaba que en la vida psíquica es la conciencia la que selecciona los contenidos mentales (ideas, imágenes, representaciones, sensaciones...). La idea de que lo psicológico tiene que ver con la selección está presente en muchos funcionalistas. Si el sujeto es activo y su actividad se dirige al mundo que lo rodea, el cual le plantea constantemente problemas y desafíos, el sujeto debe estar continuamente eligiendo, seleccionando posibilidades de acción, adaptándose activamente. La concepción de la adaptación

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como algo activo estaba, de hecho, en el meollo de la discusión de gran parte de la psicología comparada. La cuestión era qué papel jugaba en la adaptación —y por tanto en la evolución biológica— lo que los animales hacen, es decir, su comportamiento. Normalmente se suponía que la conciencia, la inteligencia, interviene cuando los instintos o los hábitos aprendidos ya no son suficientes porque hay novedades en el entorno3.

El pensamiento social El funcionalismo eclosionó en un momento en que la sociedad estadounidense experimentaba un proceso de cambio acelerado. Se trataba de un proceso de modernización caracterizado por fenómenos como la expansión comercial, la industrialización, la inmigración y la mezcla de identidades étnicas, el crecimiento de los suburbios urbanos, la proletarización de la mano de obra, la concentración de capitales y los oligopolios, la expansión y consiguiente burocratización de la administración pública, la emigración interior, etc. Esto generaba numerosos desajustes sociales e individuales. Las formas de vida propias de la sociedad agraria se resquebrajaban. La comunidad tradicional, que giraba en torno a la familia y el pueblo, cedía terreno en favor de escenarios urbanos masificados caracterizados por la novedad, el cambio y la pluralidad de valores e intereses. Las ciudades se erigían como los nuevos escenarios donde lograr el sueño americano de prosperidad y triunfo; pero también revelaban su lado oscuro de marginación y desarraigo. Igual que en otros países occidentales en la misma época, la alternativa a la comunidad próxima tradicional, de carácter rural, era

3   Dentro de un instante hablaremos del marco filosófico pragmatista del funcionalismo. Los primeros autores pragmatistas estadounidenses empezaron a reunirse en Cambridge en 1872, formando lo que llamaron el Club Metafísico (Menand, 2002). Pues bien, uno de sus líderes, Chauncey Wright (1830-1875), ejemplifica muy bien la conexión entre pragmatismo, funcionalismo y darwinismo, dado que adoptaba una actitud casi positivista y centraba su pensamiento en el evolucionismo darwinista, considerando que el principio de la selección natural demuestra que todos los comportamientos humanos se explican en última instancia por su utilidad. Wright se carteó con Darwin, llegaron a conocerse personalmente e incluso colaboraron en trabajos sobre plantas y sobre los instintos de los animales y su relación con la conciencia humana (Sini, 1999). Nótese asimismo la estrecha relación de estas cuestiones con la psicología comparada, a la que nos referiremos al final del siguiente capítulo.

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lo que Benedict Anderson (1993) ha denominado una «comunidad imaginada», esto es, un Estado nacional. A diferencia de lo que ocurre con los vecinos del pueblo, la mayoría de los habitantes de un Estado nacional moderno nunca se van a conocer personalmente —de ahí lo imaginario— pero se supone que comparten una misma identidad colectiva y se adhieren a ella por pertenecer a la misma nación y tener los mismos derechos y obligaciones que sus conciudadanos. Lo que define la identidad personal ya no es la pertenencia a una familia, un pueblo, una comarca o una parroquia, sino la condición de ciudadano. La gestión de las comunidades imaginadas exigía (y exige) la participación de numerosos expertos que las dotaran de los símbolos de identificación adecuados —transmitidos mediante la enseñanza y los medios de comunicación— y ayudaran a controlar los conflictos. Para ello se consideraba necesario teorizar la relación entre individuo y sociedad y contar con técnicas que, basadas en esa teorización, permitieran administrar adecuadamente la vida social. El pensamiento social norteamericano de finales del xix y principios del xx cumplía esa función. Sus representantes eran por lo general intelectuales reformistas —aunque algunos adoptaban posiciones políticas más radicales, muy cercanas al socialismo— procedentes de ámbitos como la sociología, la religión, el trabajo social, el activismo en pro de derechos sociales y civiles, el periodismo, etc. A modo de ejemplo, podemos citar los nombres de la trabajadora social Mary P. Follet (18681933), el sociólogo Lester F. Ward (1841-1913), el educador Arland D. Weeks (1871-1936) y la socióloga feminista Jane Adams (1860-1935). En diversos grados, algunos autores importantes para la psicología participaron también en esa corriente, como John Dewey o George H. Mead (ambos, por cierto, colaboraron con Jane Adams). Además, muchos pragmatistas y funcionalistas desarrollaron teorías de la formación del yo que pretendían explicar la relación entre individuo y sociedad, como el filósofo Josiah Royce (1855-1916), los sociólogos Charles H. Cooley (1864-1929) y Charles A. Ellwood (1873-1946) o el filósofo y educador John E. Boodin (1869-1950) (Valsiner y Van der Veer, 2000), aparte de los propios Dewey, Mead y Baldwin. Como reiteraremos más abajo, el pensamiento social de la mayoría de los funcionalistas —así como de los conductistas iniciales, de los que hablaremos después— era de orientación progresista, a menudo basado

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en la defensa de lo público como garante para la igualdad y el ejercicio de la democracia. El funcionalismo cubrió la demanda de teorías (científicas) que justificaran la articulación entre individuo y sociedad. Incluso cabe entender el trabajo de los funcionalistas más orientados a la teoría social como un esfuerzo por trasladar a la comunidad imaginada estadounidense la (supuesta) armonía social y los antiguos lazos de lealtad propios de las comunidades tradicionales. La psicología proporcionaba una base sobre la que apoyar esa necesidad política de estabilidad social, sin la cual la construcción de la nación estadounidense —basada en la democracia— parecía imposible. Por lo demás, muchos aspectos de la concepción funcionalista del sujeto tenían raíces profundas en la cultura norteamericana y, en particular, en el mito de los orígenes de la nación estadounidense. Durante el siglo xix tomó forma la imagen del pionero como figura gracias a la cual los colonos habían logrado asentarse en las tierras del este de Norteamérica, se habían independizado de Inglaterra y habían seguido expandiéndose hacia el oeste en pugna contra una naturaleza agreste y unos nativos igualmente salvajes (el género cinematográfico del western sería un fiel reflejo de esto). En 1893, el historiador Frederick Jackson Turner elevó a rango académico el mito de la frontera, según el cual la frontera oeste había constituido el escenario de esa lucha de los pioneros y ésta habría fomentado la forja del fuerte sentido norteamericano de la individualidad, la iniciativa y la democracia. El pionero era, pues, un individuo eminentemente activo que se adaptaba a un entorno hostil transformándolo para satisfacer sus necesidades y las de su familia. Para él, la naturaleza era al mismo tiempo una fuente de oportunidades y de peligros. Además, los pioneros vivían en pequeñas comunidades —tradicionales— donde todos se conocían y el apoyo mutuo revestía una enorme importancia. No había, por tanto, una oposición radical entre lo individual y lo colectivo. Los pioneros eran individualistas en el sentido de que, en ausencia de una estructura política a la europea (estatal) que los respaldara, tenían que buscarse la vida a la hora de organizar sus pueblos —en el ámbito comunitario— y sus hogares —en el ámbito familiar—. Sin embargo, para ellos la comunidad próxima (el vecindario, la parroquia, el pueblo) era importantísima, porque constituía una red de apoyo mutuo y la única estructura política de la que disponían. De hecho, el referente mítico de la democracia

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estadounidense ha sido siempre la toma de decisiones asamblearia en aquellas pequeñas comunidades donde todos se conocían y las relaciones se establecían en un plano horizontal, sin jerarquías ni mediaciones burocráticas. En esa tradición cultural americana hunden sus raíces dos señas de identidad del funcionalismo: la idea de la adaptación activa al entorno y la necesidad de conjugar lo individual y lo social. El trascendentalismo El movimiento trascendentalista norteamericano conoció su auge entre las décadas de los 30 y los 60 del siglo xix. Tuvo ramificaciones en filosofía y literatura, con nombres como Ralph Waldo Emerson (1803-1882), Henry David Thoreau (1817-1862) y Walt Whitman (1819-1892). Sin embargo, su origen fue religioso: procedía de intentos de reforma de la Iglesia Unitaria —una derivación del protestantismo que negaba el dogma de la Santísima Trinidad— que reivindicaban la búsqueda de Dios en el interior de uno mismo y la armonía del yo con la naturaleza. Más que preocuparse por las tentaciones exteriores que le pudieran llevar a pecar, el individuo debía, entonces, preocuparse por sí mismo, sus pensamientos, sus emociones, su conducta. Desde esta perspectiva se desconfiaba de las mediaciones institucionales (las jerarquías eclesiásticas) y se encomendaba la salud espiritual a la responsabilidad individual y la búsqueda personal de «una relación original con el universo», en palabras de Emerson (1836, p. 5). No es difícil imaginar la transposición de esa perspectiva a la filosofía e incluso la política: al margen ya de connotaciones religiosas, se trataba de construir una subjetividad individual auténtica, original, creativa, consciente de sí misma y en armonía con el entorno, entendido como entorno social (pero referido a la comunidad próxima, no a la nación o el Estado) y, sobre todo, como entorno natural (no es casual que el trascendentalismo sea una de las fuentes del ecologismo). Así pues, podemos entender el trascendentalismo como una forma de teorizar la subjetividad que es a la vez individualista y comunitarista. Representa la defensa de un individualismo de connotaciones románticas, pues no se basa en un modelo de sujeto individual enfrentado al mundo, sino más bien armonizado con su medio, sobre todo con su

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medio natural, aunque también con el social, entendido a la escala de las comunidades naturales o de base. Es un sujeto que se caracteriza por preocuparse constantemente por su propia subjetividad y actuar en su entorno inmediato. El pragmatismo, en el que se detectan huellas del trascendentalismo, llevará esa preocupación por la acción a un primer plano.

El pragmatismo El pragmatismo fue a la filosofía norteamericana lo que el funcionalismo a la psicología: un producto típicamente americano. En realidad, es difícil distinguir el uno del otro. El funcionalismo era en cierto modo la versión psicológica del pragmatismo. De hecho, dos de los pragmatistas más conspicuos fueron también dos de los funcionalistas más conocidos: William James y John Dewey. El pragmatismo exacerbaba la importancia de la acción y hacía girar en torno a ésta la cuestión de la validez del conocimiento. Para un pragmatista no hay conocimiento que no esté ligado a su puesta a prueba y eventual corrección o rectificación según las consecuencias que produce en el mundo. Esta idea fue esencial para los funcionalistas. En lenguaje psicológico equivale a afirmar que los contenidos de la conciencia se forman mediante la actividad. O lo que es lo mismo: las funciones psicológicas existen por y para la acción. Veamos cómo expresa filosóficamente esta idea Peirce, el padre del pragmatismo. Charles Sanders Peirce había estudiado física y trabajó durante un tiempo en un organismo del gobierno federal dedicado a la investigación geodésica y costera. Aunque dio clases en la Johns Hopkins University (Baltimore), nunca consiguió un puesto estable de profesor. Su filosofía se basaba en un desarrollo de la idea kantiana de que algunas creencias humanas carecen de una base completamente segura sobre la cual asentarse. Por ejemplo, ante un diagnóstico dudoso un médico actúa mediante tanteos, sin contar con la certeza de que sus decisiones terapéuticas son las correctas. Sólo los resultados de la terapia irán dando pistas acerca de lo adecuado de esas decisiones. Kant definía este tipo de creencias como creencias pragmáticas. El médico actúa conforme a creencias pragmáticas. Peirce extendió esa idea a todo el conocimiento: no hay ninguna creencia, ninguna clase de conocimiento, cuya verdad esté justificada más

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allá de sus resultados prácticos. El pensamiento está al servicio de la acción, y no hay creencia que no sea pragmática. A esto lo llamó «máxima pragmática», según la cual la única definición posible de algo es la que hace referencia a sus consecuencias prácticas. Lo que pensamos acerca de las cosas depende de nuestra experiencia práctica con ellas, y no hay nada en la definición de las cosas que vaya más allá de dicha experiencia. Así, cuando nos relacionamos con un objeto anticipamos, según nuestra experiencia previa, cómo va a comportarse ese objeto (por ejemplo, si prevemos que un alimento está duro lo mordemos con cuidado). En palabras del propio autor, la máxima pragmática consiste en «considerar qué efectos, que razonablemente pueden tener manifestaciones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de esos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto» (Peirce, 1887 y 1888/2007, p. 87). Lo que hace Peirce es criticar la idea de que elaborar un concepto es describir una especie de realidad sustancial de la que se derivan consecuencias prácticas. Él sostiene que no hay nada sustancial más allá de esas consecuencias prácticas o subyacente a ellas. Mientras que para Kant la verdad era algo estático (al menos en lo relativo al noúmeno o la realidad en sí), Peirce pensaba que la verdad era cambiante. Si el evolucionismo darwiniano había demostrado la evolución de las especies, el pragmatismo aplicaba ese esquema evolucionista al conocimiento e intentaba mostrar que éste también evoluciona. La verdad no es fija. Al igual que los organismos en general se adaptan al entorno y lo modifican mediante tanteos, poniendo a prueba sus hábitos y transformándolos según sus consecuencias prácticas, los seres humanos ponemos a prueba nuestras ideas —que no son más que hábitos de pensamiento, principios para la acción— y nos quedamos (o deberíamos quedarnos) con aquellas que se muestran más eficaces para vivir. A diferencia de lo que ocurre con James, la relevancia directa de Peirce para la psicología no suele destacarse en los manuales de historia de la disciplina. Sin embargo, contribuyó al desarrollo de la psicología experimental en su país (sobre todo con trabajos sobre percepción), ayudó a dar a conocer la obra de autores alemanes decisivos para la psicología (Wundt, Fechner, Helmholtz), fue profesor de psicólogos americanos destacados (como Cattell o Dewey) y, en general, participó en los debates intelectuales sobre el significado de lo psicológico, la acción, el pensamiento, etc. (Morgade, 2002). Asimismo, su teoría semiótica (sobre los

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signos y el significado) ha sido reivindicada recientemente por algunos enfoques socioculturales de la psicología. A William James, en cambio, se le suele considerar el padre de la psicología americana y, más específicamente, el padre del funcionalismo psicológico (por eso lo vamos a tratar en el siguiente epígrafe). Aunque su terminología quizá sonara hoy como un ragtime en un gramófono, su espíritu penetró en la corriente principal de la disciplina. Se basaba en la experimentación —al estilo de la que se practicaba en el laboratorio de Wundt en Alemania— y en algo que no estaba en Wundt: la idea de que la conciencia se halla eminentemente ligada a la actividad4.

LA FORMULACIÓN DE LA PSICOLOGÍA FUNCIONALISTA La psicología de William James (1842-1910)5 Tras doctorarse en medicina en la Universidad de Harvard, donde trabajó prácticamente toda su vida, James dio clases de fisiología, anatomía, psicología y filosofía hasta que en 1889 ocupó una cátedra de psicología. Al año siguiente publicó su famoso libro Principios de psicología, un manual con el que se formó toda una generación de estudiantes. En realidad, la versión jamesiana del pragmatismo tiene en su conjunto un cierto aroma psicológico. No en vano fue en los Principios de psicología donde comenzó a exponerla. James entendía el pragmatismo casi como una filosofía aplicada a la vida (Sini, 1999). Mientras que Peirce, sin negarle esa utilidad, enfatizaba su carácter de método para asegurar la claridad de los conceptos

4   Peirce y James fueron los dos padres del pragmatismo. Suele afirmarse que la versión peirceana (a veces llamada «pragmaticismo») era más intelectualista y que Peirce estaba más preocupado por construir un sistema filosófico coherente que garantizara criterios de verdad. La versión jamesiana, entonces (a veces vinculada a un «empirismo radical»), sería más «vitalista», en el sentido de que tendería a acercarse a una filosofía práctica, aplicable a la vida. A James le interesaba la validez de nuestras creencias, entendidas como ideas con las que nos manejamos en el mundo. Sea como fuere, en ambos autores el criterio último es de índole práctica. 5   Sobre James puede verse el vídeo «William James (1842-1910)» de la serie Diccionario biográfico de Historia de la Psicología producida por la UNED

El funcionalismo: I. Los orígnes de la psicología funcionalista

filosóficos y científicos, James lo consideraba sobre todo un principio de justificación de nuestras creencias: es válida aquella creencia que influya (para bien) en nuestra vida y, en último término, afecte a todo el conjunto de las experiencias vitales. Las verdades sólo son tales si son buenas para vivir. Además, puesto que las consecuencias prácticas de nuestras ideas son inciertas mientras no se comprueben, hemos de tener alguna fe en aquello que creemos, o —como decía el propio James— alguna «voluntad de creer». Lo importante, en suma, es siempre la acción. Dado que ninguna verdad absoluta nos respalda, debemos actuar y comprobar cuán verdaderas son nuestras ideas enfrentándolas a la prueba del algodón de la acción, sin olvidar que también es en la propia acción donde tomamos conciencia de cuáles son nuestras ideas —es decir, las descubrimos a medida que actuamos—.

La teoría motora de la conciencia Respecto a la psicología, aquí vamos a centrarnos en la concepción jamesiana de la conciencia6. Frente a los wundtianos y los estructuralistas, lo que le importaba a James no eran tanto los contenidos de la conciencia cuanto sus funciones. Y la principal función de la conciencia, la que constituye el fundamento o la característica más genérica de toda la vida psicológica, es la de seleccionar, la de elegir. Veamos cómo. James se oponía tanto a las perspectivas materialistas y reduccionistas como a las dualistas y espiritualistas (Fernández y Sánchez, 1990b). Para las primeras, la conciencia es un mero epifenómeno, algo secundario o derivado de la auténtica realidad, que es la física: en última instancia, lo único real son los procesos neurofisiológicos, mecánicos. Para

6   Una exposición más completa de la obra de James puede encontrarse en la Historia de la psicología de José M.ª Gondra (1997). Da cuenta de la pluralidad de sus intereses, que abarcaban desde la psicopatología hasta los fenómenos paranormales, pasando por el misticismo. James acabó ocupando una cátedra de filosofía en 1897. Cinco años antes se había distanciado de la psicología más experimentalista y había escrito que la psicología, entendida como ciencia natural, no era más que «la esperanza de una ciencia» (James, 1892, p. 468). Sin embargo, su paso a la filosofía y la variedad de sus intereses no sólo reflejaba una personalidad cambiante, sino que expresaba una actitud de exploración intelectual cuyo denominador común fue siempre la teorización de la forma en que el sujeto se relaciona con el mundo. En ese sentido James nunca perdió su perspectiva psicológica.

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las segundas, la conciencia es una realidad (no física) separada e independiente de la materia corporal (física) e influye en ésta interactuando con ella, tal y como había planteado el filósofo francés René Descartes en el siglo xvii7. James concedía parte de razón a ambas perspectivas y les quitaba otra parte: • Daba   la razón al materialismo reduccionista en que los procesos neurofisiológicos funcionan por sí mismos, sin intervención de la mente o la voluntad, o sea, de acuerdo con leyes naturales entendidas mecánicamente. En ese sentido, podemos comparar al cerebro con una centralita telefónica que se limita a conectar estímulos y respuestas. Ahora bien, según James la conciencia no es un mero epifenómeno. Sería imposible explicar nuestra actividad quedándose sólo en la mecánica del sistema nervioso. La conciencia influye en nuestro comportamiento. Además, la conciencia existe objetivamente porque forma parte de la naturaleza. Es útil adaptativamente en un sentido darwinista, tal y como indicamos más arriba. •  Daba la razón al dualismo espiritualista en que la mente es activa. Ahora bien, según James los contenidos de la mente están inextricablemente unidos a los procesos neurofisiológicos. Lo psicológico y lo neurofisiológico no constituyen realidades sustancialmente distintas y, por tanto, no cabe hablar de interacción entre ellas. De hecho, hay por defecto una relación automática o instantánea entre cerebro y mente, en el sentido de que nada ocurre en la mente sin que ocurra al mismo tiempo algo en el sistema nervioso. Sin embargo, lo que ocurre en la mente no es exactamente un simple eco o reflejo de lo que ocurre en el cerebro, porque la conciencia interviene en el funcionamiento mental —no en el cerebral, porque en tal caso habría interacción entre una realidad física y otra no física—. 7   Descartes postulaba una interacción entre mente y cuerpo, que concebía como dos sustancias distintas, una material y otra espiritual. Pensaba que la mente puede tener un efecto causal sobre el cuerpo. Ese planteamiento respaldaba la creencia de que nuestro comportamiento está controlado por nuestra voluntad, pero desde un punto de vista filosófico la interacción era problemática. Si mente y cuerpo son dos sustancias radicalmente diferentes, ¿cómo pueden interactuar? Para evitar este callejón sin salida algunos autores han negado la existencia de lo mental (la mente es un mero epifenómeno, algo puramente subjetivo, colateral, que no puede actuar causalmente sobre el cuerpo) y otros han sostenido que mente y cuerpo son dos realidades paralelas y equivalentes que, aunque no interactúan entre sí, funcionan como la cara y la cruz de una misma moneda, de modo que lo que sucede en una sucede en la otra. James se encuentra muy cerca de esta segunda opción, llamada paralelista.

EL FUNCiONALiSMO: i. LOS ORÍGNES DE LA PSiCOLOGÍA FUNCiONALiSTA

Según James (1890/1989), lo que hace la conciencia es poner el foco de la atención sobre ciertos contenidos mentales y permitir así que sobresalgan entre los demás; es decir, los selecciona, los «elige». A diferencia de Kant o Wundt —quienes tenían una concepción de la conciencia similar a esta, pero sin el componente evolucionista—, James subraya que esa selección posee una funcionalidad adaptativa, pues la dinámica de la mente corresponde a novedades ambientales. Además, puesto que todo contenido mental va ligado a un proceso neurofisiológico, los contenidos mentales seleccionados por la conciencia se convertirán en procesos neurofisiológicos que se traducirán en movimientos, en conductas. Gráficamente el proceso podría representarse según aparece en la figura 1.

Figura 1. La teoría motora de la conciencia según James.

Eso es lo que entiende James por función psicológica en su sentido más genérico: a través de la atención, la conciencia cae sobre un contenido mental y éste, al ir inextricablemente unido a un determinado proceso neuromuscular o glandular, desencadena ese proceso y el sujeto se comporta de tal o cual manera o siente tal o cual cosa. No hay, en rigor, una prioridad de lo neurofisiológico sobre lo psicológico ni viceversa, sino un discurrir paralelo de ambos. De hecho, la conciencia no produce ella misma las ideas, que existen por sí solas ligadas a los procesos neurofisiológicos. La conciencia se limita a interrumpir su propio flujo

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mediante la atención y proyectarse sobre determinadas ideas, momento en el cual éstas se convierten en realidades psicológicas y no sólo fisiológicas. Por tanto, la conciencia no determina directamente nuestro comportamiento, pero sí indirectamente, mediante la selección de unas ideas en detrimento de otras, lo que se traduce en la producción de unas determinadas conductas y no de otras. Es un proceso análogo a la selección natural darwiniana: igual que ésta «elige» a los organismos más aptos y los demás perecen, la atención selecciona determinadas ideas y las demás se quedan en un segundo plano, fuera del foco atencional, de modo que no se convierten en movimientos. Cuando explica esa concepción suya de la función psicológica, James está aplicando la llamada «teoría motora de la conciencia», que en diferentes versiones fue asumida por prácticamente todos los funcionalistas. A veces James y otros se referían a ella con la expresión de «ley (o respuesta) ideomotora», que procedía de la hipnosis, donde se utilizaba para explicar el hecho de que ciertas imágenes mentales e ideas producen automáticamente reacciones corporales, movimientos (de ahí la expresión «ideomotora»).

La «corriente de conciencia» Además, el principal rasgo que oponía el funcionalismo al estructuralismo —la crítica al análisis de la mente en términos de sus componentes elementales— tenía una estrecha relación con el planteamiento jamesiano sobre la conciencia. Si los contenidos de la mente existen sólo en la medida en que la conciencia los selecciona haciendo que la atención caiga sobre ellos, entonces no podemos entenderlos como realidades primarias, según hacía la psicología alemana. Como ya vimos en el capítulo anterior, para autores como Titchener las sensaciones, las ideas o las imágenes mentales eran las unidades a partir de las cuales se erige toda la arquitectura psicológica. James, en cambio, creía que no son realidades psicológicas primarias, sino derivadas. Aparecen en el análisis que realiza el psicólogo, quien las puede identificar sólo porque previamente la conciencia del sujeto las ha generado. La conciencia delimita sensaciones o ideas y, a continuación, el psicólogo las detecta. En sí misma, la conciencia es un flujo, un continuo. No está compuesta de sensaciones e ideas, sino más bien al revés: es

El funcionalismo: I. Los orígnes de la psicología funcionalista

ella la que, haciendo que la atención interrumpa o segmente dicho flujo, acota esos contenidos mentales y, con ello, los convierte en reales. La vida psíquica es una totalidad, no una suma de elementos. Se ha hecho famosa la expresión que utilizaba James para referirse a esto: «corriente (o flujo) de conciencia» («stream of consciousness»). La idea de la corriente de conciencia, aparte de distanciar a James de la tradición psicológica germana más experimentalista, le permitía seguir protegiéndose contra las posibles acusaciones de dualismo o interaccionismo, es decir, de creer que la mente tiene un efecto causal directo sobre el cuerpo. Como hemos dicho, la conciencia no produce las ideas, no genera directamente los contenidos mentales. Éstos existen por sí mismos en íntima conexión con los procesos neurofisiológicos subyacentes. Lo único que hace la conciencia, como ya hemos visto, es interrumpir su propio flujo mediante la atención y seleccionar unos u otros de esos contenidos. En última instancia, es al seleccionarlos cuando los convierte en realidades psicológicas. Antes de ser seleccionados (o si no se seleccionan nunca) no son más, en realidad, que procesos neurofisiológicos. Nos parece que son estados psicológicos y no neurofisiológicos porque tenemos experiencia subjetiva (introspectiva) de que existen. Es decir, experimentamos ideas, sensaciones, imágenes mentales y demás. Sin embargo, las experimentamos porque previamente la atención las ha acotado segmentando el continuo de la corriente de conciencia. Nótese que James concebía principalmente la actividad a escala individual y tomando como referencia el sujeto adulto. De hecho, afirmaba que la conciencia se encuentra ligada a un yo y existe un «yo puro» en el que se deposita el sentimiento de identidad personal y se integran o unifican las experiencias vitales, algo que no le distancia demasiado de Kant y Wundt. Otros funcionalistas, como Dewey, Baldwin o Mead, pondrían un énfasis mucho mayor en el hecho de que el sujeto se forma socialmente y a través de un proceso de desarrollo que comienza en el bebé recién nacido.

La teoría de las emociones Una de las aportaciones de James a la psicología fue su teoría de las emociones, que a veces se cita como teoría de James-Lange debido a que

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fue formulada de manera independiente por el médico danés Carl Lange en 1884. Según ella, las emociones —entendidas en sentido psicológico— no son tanto la causa cuanto la consecuencia de los cambios fisiológicos ligados a ellas. Es el sistema nervioso el que en primera instancia recibe los estímulos que provocan la emoción y a consecuencia de ello produce reacciones viscerales y musculares (tensión, lágrimas, pulso acelerado, sudor, etc.). La percepción subjetiva de la emoción surge cuando nos hacemos conscientes de esas reacciones. James (1884/1985) entiende las emociones en sentido amplio, incluyendo la dimensión estética de la experiencia. Y, desde su punto de vista, no se producen de manera diferente a otros procesos psicológicos. En palabras del propio autor: «Si suponemos que su córtex [el del cerebro] contiene centros para la percepción de cambios en cada órgano sensorial especial, en cada porción de la piel, en cada músculo, cada articulación y cada víscera, y que no contiene absolutamente nada más, seguimos teniendo un esquema perfectamente capaz de representar el proceso de las emociones. Un objeto cae sobre un órgano sensorial y es apercibido por el centro cortical apropiado; o bien este último, excitado de alguna otra forma, da lugar a una idea del mismo objeto. Rápidas como un rayo, las corrientes reflejas descienden por sus canales preordenados, alteran la condición del músculo, la piel y la víscera, y estas alteraciones, apercibidas como el objeto original, en tantas porciones específicas del córtex, se combinan con él en la consciencia y lo transforman de un objeto simplemente aprehendido en un objeto emocionalmente sentido» (James, 1884/1985, p. 70).

Un ejemplo habitual es el del miedo que sentimos si en un paseo por el bosque nos topamos con un oso. Si fuéramos seres carentes de emociones, simplemente evaluaríamos como un robot la situación y saldríamos corriendo, sin sentir nada. Sin embargo, la realidad es que el miedo es inseparable de nuestra reacción ante el oso. Es más, en caso de no experimentar miedo quizá ni siquiera echaríamos a correr. Por eso James considera inextricablemente unidas la dimensión fisiológica y la psicológica de las emociones. De hecho, una versión popular de su teoría suele resumirse diciendo que no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos. Aunque esto no es incorrecto, y el propio James recurre a ese ejemplo, puede hacernos olvidar que para él —y de acuerdo con su

El funcionalismo: I. Los orígnes de la psicología funcionalista

teoría motora de la conciencia— no es adecuado realizar una distinción demasiado estricta entre lo fisiológico y lo psicológico. Carl Lange sí llegó a afirmar explícitamente que las emociones, más que ser un producto de las reacciones fisiológicas, son las reacciones fisiológicas, o sea, consisten en éstas (en este sentido, estar triste no sería otra cosa que llorar). James más bien diría que, si en la experiencia emocional no se diera la mediación de los estados corporales, entonces ni siquiera existirían las emociones, porque sólo habría ideas puramente cognitivas, carentes de tonalidad emocional, frías. Por tanto, no se trata de reducir las emociones a fisiología, sino de considerarlas como fenómenos psicológicos que no existirían sin la mediación fisiológica: «Mi tesis [...] es que los cambios corporales siguen directamente a la percepción del hecho desencadenante y que nuestra sensación de esos cambios según se van produciendo es la emoción. El sentido común nos dice que nos arruinamos, estamos tristes y lloramos; que nos topamos con un oso, nos asustamos y corremos; que un rival nos ofende, nos enfadamos y golpeamos. La hipótesis defendida aquí afirma que este orden de la secuencia es incorrecto, que un estado mental no es inducido inmediatamente por el otro, que las manifestaciones corporales deben interponerse previamente entre ambos y que una exposición más racional es que nos sentimos tristes porque lloramos, enfadados porque golpeamos, asustados porque temblamos, y no que lloramos, golpeamos o temblamos porque, según el caso, estemos tristes, enfadados o asustados. Si los estados corporales no siguieran a la percepción, esta última poseería una conformación totalmente cognitiva, pálida, incolora, carente de calor emocional. Entonces podríamos ver el oso y juzgar que lo mejor es correr, recibir la ofensa y considerar que lo correcto es golpear, pero no podríamos sentirnos realmente asustados o iracundos» (James, 1884/1985, p. 59, cursivas en el original).

James R. Angell (1869-1949) y la autodefinición frente al estructuralismo Puede que los historiadores de la psicología no estuviéramos utilizando la etiqueta de «funcionalismo» si Titchener (1898/1982) y James Rowland Angell (1907/1982) no hubieran escrito sendos artículos titula-

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dos respectivamente «Los postulados de una psicología estructuralista» y «La provincia de la psicología funcionalista». El funcionalismo tomó conciencia de sí mismo oponiéndose a cierta manera de entender la nueva psicología importada de Alemania, en concreto la del estructuralismo de Titchener, cuyos componentes empiristas asociacionistas —de raíz británica— casaban mal con la idea de la mente como algo esencialmente ligado a procesos adaptativos. Si el funcionalismo hubiera sido una escuela en sentido estricto, el artículo de Angell tal vez se hubiera considerado su manifiesto fundacional. En realidad, este artículo constituyó más bien un acto de autoafirmación frente al estructuralismo. La psicología norteamericana previa al funcionalismo estaba dominada por la denominada Escuela del Sentido Común, una corriente filosófica procedente de Escocia y creada en el siglo xviii por autores como Thomas Reid (1710-1796). Esta corriente había representado una reacción contra el escepticismo de los empiristas británicos de finales del xvii y principios del xviii, a los que a su vez seguía Kant en su perspectiva crítica. Recurrían al sentido común para sostener que el mundo que percibimos es el mundo real, y defendían una psicología según la cual la mente humana está compuesta de diversas facultades encargadas de conocer directamente ese mundo real (nótese que esta idea de la conexión entre mente y realidad se reencontrará en el funcionalismo a la hora de entender la conexión entre la mente y la adaptación al medio). La versión del wundtismo que Titchener quería implantar en los Estados Unidos era la alternativa para una «nueva psicología», es decir, para una psicología diferente a la de la teoría de las facultades, propia de la Escuela del Sentido Común. Aunque durante unos pocos años convivió con el funcionalismo (más abajo nos referiremos a Mary Whiton Calkins, una autora que pretendía integrar ambos enfoques), el estructuralismo de Titchener acabó desapareciendo. El funcionalismo se convirtió así en la nueva psicología por antonomasia, como dijimos al principio, y el artículo de Angell le dio carta de naturaleza. Angell fue profesor durante más de veinte años en la Universidad de Chicago, el principal bastión del funcionalismo. Su artículo procedía del discurso presidencial de la APA y era, en parte, una réplica a Titchener. En él recogía las características comunes de los psicólogos funcionalistas, que a su juicio eran tres:

El funcionalismo: I. Los orígnes de la psicología funcionalista

1. Frente   a los estructuralistas, pretenden definir lo psicológico en términos de operaciones, de acciones, no en términos de contenidos estáticos. Los estructuralistas aíslan artificialmente los contenidos de la conciencia y caen en una versión de la falacia del psicólogo consistente en atribuir a los estados psicológicos rasgos (tonos, sabores, colores...) que en realidad surgen del análisis a posteriori de los mismos8. A los funcionalistas no les interesa el qué, sino el cómo y el porqué de lo psicológico. Les interesa cómo y bajo qué condiciones percibimos, pensamos, deseamos, etc. 2. Tienen   una concepción evolucionista de la psicología. La conciencia existe porque juega algún papel en la evolución biológica. Las funciones psicológicas son como son porque han servido y sirven para adaptarse al medio ambiente. Ahora bien, esa adaptación no es pasiva. La conciencia es un producto de la evolución, pero también interviene activamente en la adaptación al medio. «Todas las filosofías, excepto el materialismo ontológico, presuponen que la mente juega un papel estelar en todas las adaptaciones al ambiente de los animales que la poseen» (Angell, 1907/1982, p. 333). El materialismo ontológico es la postura según la cual la mente o es un puro reflejo de la materia —por tanto, la adaptación es pasiva— o ni siquiera existe. Para un funcionalista, en cambio, la conciencia actúa cada vez que en el medio ambiente aparece una novedad a la que hay que adaptarse. Por eso es algo que existe objetivamente. Aquí podemos percibir los ecos de la teoría motora de la conciencia de James, según la cual la conciencia —ante la novedad— interrumpe un proceso mecánico y lo guía en la dirección de una adaptación inteligente. 3. Practican   una especie de psicofísica no cuantitativa. No establecen un corte entre lo fisiológico y lo psicológico. Toman la distinción entre mente y cuerpo como una distinción puramente metodológica, es decir, que no supone la existencia de dos realidades independientes —mental y corporal, psicológica y fisiológica—. Aunque

8   La falacia del psicólogo, denunciada por James (1890/1989, p. 160), se refiere al error metodológico de tomar por psicológicamente reales (es decir, presentes en la actividad del sujeto) entidades que son un mero producto de la elaboración teórica del psicólogo (es decir, una suerte de artificio conceptual).

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dice que entre los funcionalistas hay a este respecto sensibilidades diferentes —excepto el epifenomenismo, que niega el papel jugado por la mente—, Angell subraya que, a su juicio, la distinción entre lo mental y lo corporal no es primaria (no existe en el niño recién nacido, por ejemplo), sino producto de la reflexión, del análisis. Angell añadía que la psicología no es una ciencia que tenga un objeto predefinido («es lo que nosotros hacemos de ella») y que en todo caso es arbitrario identificar ese objeto con la conciencia individual. De ahí la necesidad de «habitar en regiones que a primera vista no son propiamente mentales». Entre ellas mencionaba la lógica, la ética y la teoría social. Dewey, Baldwin y Mead, como vamos a ver en el próximo capítulo, se adentraron en esas regiones.

CAPÍTULO X EL FUNCIONALISMO: II. DESARROLLOS DEL FUNCIONALISMO Y PSICOLOGÍA COMPARADA

FUNCIONALISMO Y PSICOLOGÍA GENÉTICA James Mark Baldwin (1861-1934) y la perspectiva genética «Genética» se refiere aquí a génesis (origen y desarrollo), no a genes1. En cierto sentido, la psicología funcionalista es toda ella genética, en tanto en cuanto se ocupa del desarrollo de las capacidades (funciones) psicológicas, pero probablemente fue Baldwin quien más lejos llevó esa identificación. Su obra constituyó quizá el esfuerzo más ambicioso por elaborar un sistema teórico psicológico de corte funcionalista y genético2. Desde su punto de vista, ningún tipo de actividad psicológica podía entenderse reduciéndola a causas subyacentes o mecanismos biológicos o ambientales que la produjeran. La actividad psicológica posee una lógica propia, de manera que la única clase de explicación psicológica que tiene sentido es la que se fija en el desarrollo secuencial, a lo largo del tiempo, de las diversas formas de actividad del sujeto, desde las más simples (reflejos, percepción...) hasta las más complejas (reflexión, pensamiento...). Las funciones psicológicas más complejas se construyen sobre las más simples, pero no se reducen a ellas, sino que implican transformaciones, novedades. Estas novedades son correlativas a novedades que surgen en el medio al que se está adaptando el sujeto. Desde luego, la adaptación no es pasiva, sino condicionada por lo que el propio sujeto hace. Y, sobre

1   No confundir la perspectiva genética de Baldwin con la psicología genética de la que habla Franz Brentano. Baldwin se refiere al desenvolvimiento de las funciones psicológicas, mientras que Brentano se refiere a las causas fisiológicas de los procesos psíquicos. 2   Sobre Baldwin puede verse el vídeo «James Mark Baldwin (1861-1934)», de la serie Dicciona­ rio biográfico de historia de la psicología producida por la UNED

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todo en las especies superiores, la actividad no es solitaria, sino social: los individuos actúan tanto como interactúan entre sí. Baldwin elaboró su versión del funcionalismo tomando ideas del evolucionismo y confrontando las suyas propias con las de autores como William James. Su perspectiva genética incorporaba asimismo ideas de algunos autores franceses como Théodule Ribot (1939-1916). En lo tocante a la ontogénesis, tal perspectiva fue afinada gracias a la observación del comportamiento de su hija Helen, nacida en 1889. Baldwin resaltaba el hecho de que los niños pequeños se relacionan con su entorno de una forma muy directa, a través de la acción. Al comienzo de su carrera, interpretó ese hecho mediante un principio muy similar al de la teoría motora de la conciencia: la «dinamogénesis», según la cual los contenidos mentales tienden a convertirse inmediatamente en acciones (Baldwin, 1891). Este principio se relacionaba con las ideas de psicólogos franceses como Pierre Janet (1859-1947), quienes la usaban —no necesariamente con el mismo nombre— para explicar fenómenos psicopatológicos y de sugestión e hipnosis.

La reacción circular Baldwin (1895) fue poniendo un énfasis cada vez mayor en que la dinamogénesis no es un principio estático. Evoluciona y se transforma conforme el niño crece. Teorizó ese hecho recurriendo al concepto de «reacción circular», que unas décadas después sería bastante conocido gracias al uso que haría de él Jean Piaget. Mediante la reacción circular Baldwin definía lo que es una función psicológica en un sentido genérico. Una reacción circular es una acción que se repite hasta que se satisface una necesidad del organismo. Si esa necesidad queda satisfecha, la acción cesa, aunque el estímulo que la produce permanezca; si no, se mantiene, aunque el estímulo desaparezca (pensemos, por ejemplo, en el bebé que sigue succionando unos segundos después de que se le quite el pezón de la boca). No hay, por tanto, una relación mecánica o simétrica entre estímulo y respuesta. Además, tanto filogenética como ontogenéticamente las reacciones circulares se desarrollan y van ganando en complejidad. Las acciones no se repiten idénticas a sí mismas, sino con variaciones. Las variaciones permiten al sujeto entrar en contacto con

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nuevas dimensiones de los objetos y ello, a su vez, sugiere nuevas variaciones. Este proceso de desarrollo se vuelve cada vez más complejo y pronto incluye una relación jerárquica entre diferentes tipos de reacción circular: las distintas acciones se coordinan entre sí y unas se ponen al servicio de otras, como cuando el bebé, una vez adquirida cierta habilidad en el seguimiento visual, el movimiento de las manos y el gateo, coordina esas tres acciones al servicio de una nueva: desplazarse para agarrar un juguete alejado. La imitación Baldwin (1897) subrayaba que el ser humano no actúa en solitario. En realidad, es la relación con los demás lo que permite que uno acabe percibiéndose a sí mismo como un sujeto individual entre otros que también lo son. Se trata de un proceso que comienza al poco tiempo de nacer. Al principio de la ontogenia el sujeto no se distingue a sí mismo con claridad ni de los objetos ni de otros sujetos. Es sólo a través del trato con los demás como el niño pequeño acaba siendo consciente de que él es un yo y los demás también lo son, cada cual con sus estilos de acción característicos (su personalidad, por así decir). Por tanto, el yo se forma socialmente. Baldwin afirmaba que ese proceso se basa en la imitación, pero no la entendía como copia pasiva, sino activa. No es hacer lo que otro hace, sino reconstruirlo individualmente y, por tanto, con modificaciones. Para Baldwin, la imitación era la versión social de la reacción circular: si en la reacción circular el estímulo que cataliza la respuesta es un objeto, en la imitación es un sujeto. El niño no busca un objeto sino una acción: intenta reproducir lo que otro acaba de hacer. Ha de hacerlo por sí mismo, poniendo a prueba sus acciones, tanteando, dándose cuenta de si los resultados que obtiene son los mismos que había obtenido el modelo... Además, así surgen las innovaciones, porque el sujeto, al imitar al modelo ajustándose a él, introduce cambios que a menudo dan lugar a resultados inesperados y mejoran la ejecución original de dicho modelo. Esta es la base psicológica del progreso social: cada sujeto recibe una «herencia social» (un conjunto de hábitos, destrezas, actitudes, conocimientos, valores, etc.) que constituye el bagaje con el que cuenta a la hora de actuar, y al actuar genera novedades (nuevas formas de acción) que, si se extienden entre el número suficiente de personas y se

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institucionalizan, terminan por formar parte de la herencia social de la siguiente generación.

La selección orgánica La idea de herencia social también le servía a Baldwin para subrayar que la actividad de los sujetos interviene en la evolución biológica. La ontogénesis repercute en la filogénesis porque las habilidades que cada sujeto recibe de sus mayores le permiten sobrevivir y modificar el entorno según sus necesidades, lo que le protege contra la acción descarnada de la selección natural. Los individuos biológicamente más aptos no son más aptos por razones puramente biológicas en el sentido anatómico o fisiológico, sino por razones psicosociales: porque sobreviven gracias a lo que han aprendido. Este hecho quizá sea más evidente en el caso de la especie humana, pero Baldwin lo extendía a todas las especies animales. Aunque haya animales cuyo comportamiento social sea mucho menos acusado que el nuestro, siguen contando con sistemas de acciones que les permiten adaptarse activamente al entorno y no estar sometidos como marionetas a las variaciones del mismo, que a veces podrían ser letales (y en ocasiones lo son, justo cuando los sujetos perecen hagan lo que hagan). Es el comportamiento el que permite a los organismos sobrevivir, adaptarse. Tal era el fundamento de la denominada teoría de la «selección orgánica» de Baldwin (1896). Esta denominación hacía referencia al hecho de que son los organismos y no sólo el ambiente los que seleccionan, porque a través de su actividad condicionan quiénes perecen y quiénes sobreviven y, en consecuencia, quiénes se reproducen. Por lo tanto, aunque no haya herencia social sigue habiendo selección orgánica. De hecho, y desde un punto de vista filogenético, la selección orgánica es la que ha permitido el surgimiento y expansión de la herencia social, porque es la que ha permitido la supervivencia de ciertas especies y el progresivo enriquecimiento de sus sistemas de acciones, incluyendo la imitación y la colaboración. La selección orgánica supone que, desde que nacen, los organismos aprenden comportamientos que les permiten sobrevivir y, en consecuencia, incrementan la probabilidad de que se reproduzcan más y

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transmitan sus genes (esto último lo decimos nosotros, no Baldwin, pues cuando él formuló su teoría no existía el concepto moderno de gen). Aunque los comportamientos aprendidos no se transmiten a través de los genes —no hay efectos lamarquistas, no hay herencia de los caracteres adquiridos—, sí pueden perpetuarse por otros medios, ya sea la reconstrucción individual recurrente, ya sea la imitación (y la herencia social potencia el efecto de la imitación). De este modo, el comportamiento de los animales —sus hábitos, sus acciones— es la clave para determinar quiénes sobreviven y, en consecuencia, qué variaciones genéticas (de genes) se heredarán y acabarán dando lugar, por mutaciones, a transformaciones morfológicas y al surgimiento de nuevas especies; porque sólo en los individuos que hayan sobrevivido podrán surgir dichas variaciones genéticas —que en sí mismas son aleatorias, pues no hay efectos lamarquistas—3.

La psicología de John Dewey (1859-1952) Aunque fue sobre todo un filósofo —uno de los pragmatistas más importantes—, Dewey también escribió con profundidad sobre psicología, educación y política, y desempeñó el cargo de presidente de la American Psychological Association en 1899. Estuvo influido por el evolucionismo darwiniano y por las ideas de autores como Kant, Hegel y William James.

3   Imaginemos, por ejemplo, una especie de peces en una situación de escasez de alimentos. Algunos de ellos aprenden a cazar insectos en la orilla del mar durante las mareas bajas. Llamémosles cazadores. Otros aprenden a descender a profundidades más bajas para capturar algún tipo de invertebrados. Llamémosles buceadores. Otros se mantienen a la profundidad habitual. Llamémosles conservadores. Supongamos ahora que en esa especie de peces surgen (aleatoriamente) mutaciones genéticas que favorecen la transformación de las aletas pectorales en patas y el estrechamiento del cuerpo. A los conservadores les da igual, porque no les sirven para nada. Acaban extinguiéndose debido a la inanición. En cambio, tanto los cazadores como los buceadores se benefician de las mutaciones. A los cazadores les resulta más fácil sobrevivir si poseen patas, que les impiden quedar encallados. A los buceadores les resulta más fácil sobrevivir si su cuerpo es estrecho, porque ello les permite nadar mejor con la presión alta. Las mutaciones se propagan y, tras varias generaciones, los cazadores también han experimentado mutaciones en las branquias que les facilitan respirar fuera del agua. Los peces cazadores se convierten así en una especie anfibia. Por su parte, los peces buceadores se acaban convirtiendo en algo parecido a lenguados. (Para una revisión del destino e influencia contemporánea de la teoría de la selección orgánica véase Sánchez y Loredo, 2005).

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El arco reflejo En historia de la psicología, a Dewey se le suele recordar por su crítica a la concepción asociacionista del arco reflejo, es decir, de la relación entre estímulo y respuesta o sensación y movimiento. La crítica la expuso en un artículo que se hizo famoso, «El concepto del arco reflejo en psicología» (Dewey, 1896/1982). En él critica la separación —propia de perspectivas mecanicistas, asociacionistas y elementalistas— entre estímulo (sensación) y respuesta (movimiento). Según Dewey, el comportamiento no consiste en un conjunto de respuestas automáticas a unos estímulos recibidos pasivamente. No hay una asociación mecánica entre estímulos y respuestas, ante todo porque los estímulos y las respuestas ni siquiera existen como realidades independientes. Explicar la actividad psicológica, pues, no es identificar las asociaciones entre estímulos y respuestas. Los estímulos y las respuestas no son eslabones de una cadena asociativa. No son elementos o realidades psicológicas primarias, sino dimensiones de una función, y como tales sólo cabe distinguirlas a posteriori. En última instancia, son la misma cosa vista desde dos perspectivas diferentes: aquello que la función asimila es el estímulo, y la propia función repitiéndose y transformándose es lo que llamamos respuesta. Así pues, para Dewey el arco reflejo es en realidad un circuito o una circunferencia, porque sus extremos se unen. Y no es reflejo, sino funcional. Acotar un segmento de esa circunferencia —un arco— exige identificarlo como estímulo o como respuesta, pero uno y otra se definen recíprocamente. Una estimulación física sólo se convierte en estímulo psicológico cuando es funcionalmente relevante, es decir, significativo para lo que el sujeto está haciendo en ese momento. Y un movimiento corporal sólo se convierte en una respuesta en sentido psicológico cuando incluye algún propósito, o sea, un determinado uso del estímulo, orientado a conseguir algo4. Las ideas psicológicas de Dewey le alejaban del mecanicismo y le acercaban a la psicología genética (Cahan, 1992; Fallace, 2010). Al igual 4   La concepción deweyana del circuito funcional constituía su definición de lo que es una función psicológica en sentido genérico. Aunque había matices relativamente importantes que los diferenciaban —el propio Dewey los menciona en su artículo—, esa concepción era muy similar a la de la reacción circular de Baldwin. En ambos casos se trata de una función repitiéndose y transformándose, enriqueciéndose: los estímulos cambian a medida que las respuestas dan lugar a nuevos resultados, y las respuestas se transforman y amplían a medida que asimilan e identifican nuevos estímulos.

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que Baldwin, ponía en un primer plano el desarrollo como clave para entender las funciones psicológicas. Sin embargo, no profundizó tanto como Baldwin en la psicología genética. Sus ideas psicológicas las plasmó en un manual que escribió en 1887 y en algunas publicaciones sobre el pensamiento y sobre la naturaleza humana (Dewey, 1891, 1922/1964, 1933/1989). Dewey contemplaba la actividad psicológica de acuerdo con una estructura que era muy característica de los funcionalistas y de los psicólogos comparados de la época. Se trataba de una estructura tripartita en la que se distinguían los instintos, los hábitos y la inteligencia. Los instintos son comportamientos heredados, innatos, o dimensiones innatas del comportamiento. Los hábitos son comportamientos aprendidos y estabilizados. La inteligencia es el comportamiento consciente orientado al afrontamiento de situaciones novedosas, en las cuales los hábitos ya no sirven y, por tanto, deben reestructurarse o enriquecerse con otros nuevos. Esta idea de la inteligencia —o el pensamiento— como motor de cambio y adaptación activa al entorno era típicamente deweyana y propia del funcionalismo en general.

Individuo y sociedad Uno de los temas que más preocupaba a Dewey era la relación entre individuo y sociedad. Deseaba respaldar psicológicamente algún tipo de armonía entre ambos. Con ello evitaba el «viejo individualismo», como él decía, esto es, la concepción de los sujetos como seres aislados que compiten entre sí y cuyo comportamiento se guía por intereses egoístas y por la maximización del beneficio propio (el darwinismo social de Herbert Spencer constituía un ejemplo de ese tipo de individualismo). Dewey creía que esta concepción se basaba en una idea de la naturaleza humana insostenible, según la cual cada sujeto nace siendo un individuo con intereses específicos, de manera que las relaciones con los otros sujetos son algo a posteriori. Para Dewey, un individuo sólo llega a ser tal gracias a su relación con los demás. En realidad, la distinción misma entre individuo y sociedad es falaz: la sociedad no existe sin los individuos, ni éstos sin aquélla. Por eso Dewey (1929-1930/2003) no subordinaba los intereses individuales a los del grupo, la nación o el Estado. Su «nuevo individualismo»,

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que consideraba mejor fundamentado psicológicamente, se basaba en que, dado que el yo se forma merced a la interacción social, lo que beneficie a la sociedad beneficiará al individuo. Proponía, pues, un modelo de sociedad con garantías de bienestar y participación, una sociedad radicalmente democrática donde todo el mundo pudiera enriquecer por igual su experiencia. Pero Dewey no creía que la psicología fuese una ciencia axiológicamente neutral de la que se derivasen técnicas de bienestar personal. Era consciente de que toda teoría psicológica va ligada a una agenda política —implícita o no—, porque las intervenciones de los psicólogos en la sociedad y sobre los individuos promueven determinadas formas de vida en detrimento de otras (Bernstein, 2010; Brinkmann, 2004).

OTROS DESARROLLOS DEL FUNCIONALISMO Mary Whiton Calkins (1863-1930) y la psicología del yo Mary W. Calkins fue una funcionalista que no abandonó del todo ciertos presupuestos del estructuralismo —al menos en un principio— y definió la psicología como ciencia del yo (García, 2005). Fue la primera mujer en presidir la American Psychological Association e introdujo la discusión sobre el carácter aprendido de las diferencias psicológicas entre hombres y mujeres (Calkins, 1896). A principios del siglo xx propuso una perspectiva teórica propia —influida por James y Baldwin, entre otros— basada en la idea de que lo definitorio de la vida psicológica es la vivencia del yo (self) (Calkins, 1915)5. Calkins llegó a plantear, literalmente, una «reconciliación» (Calkins, 1906) entre funcionalismo y estructuralismo, basándose en la idea de que una psicología del yo (a la que ella ligaba el concepto de función) debía ser compatible con una psicología que estudiase los elementos básicos (estructurales) de la conciencia, entendiendo el yo como ámbito de unificación de los mismos. Sin embargo, otorgó una creciente importancia a tal ámbito, criticando tanto a los estructuralistas, por relegar

5  Sobre esta autora puede verse el video «Mary Whiton Calkins (1863-1929)», de la serie Diccionario biográfico de historia de la psicología producida por la UNED .

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la experiencia cotidiana basada en el yo consciente, como a los funcionalistas, por relegar asimismo la conciencia del yo en aras del estudio de las actividades mentales. Calkins defendía que el yo era un objeto de estudio científico legítimo y susceptible de introspección experimental. Años después, los conductistas reprobarían esa idea y ella les respondería lo siguiente: «Ahora ningún introspeccionista negará la dificultad o la falibilidad de la introspección. Pero de forma firme abogará frente al conductista, primero, que este argumento es un boomerang que se volverá frente a las “firmemente establecidas ciencias naturales” así como frente a la psicología. Porque las propias ciencias físicas están basadas al final sobre las introspecciones de los científicos —en otras palabras—, las ciencias físicas, lejos de estar libres de “subjetividad” deben describir sus fenómenos en los a veces diversos términos de lo que diferentes observadores ven, oyen, y tocan. En segundo lugar, (...) el psicólogo introspeccionista no sólo trata con sus propias experiencias directamente introspeccionadas sino con las experiencias inferidas supuestamente introspeccionadas por otra gente» (Calkins, 1930, p. 43, traducido en García, 2005, p. 10).

George Herbert Mead (1863-1931) y la psicología social George H. Mead es uno de los padres del interaccionismo simbólico, una corriente sociológica y de psicología social según la cual las relaciones sociales y el comportamiento humano han de entenderse de acuerdo con los significados que las personas otorgan a las cosas y a la conducta de los demás. Vamos a exponer brevemente sus ideas psicológicas siguiendo el resumen que Julio Carabaña y Emilio Lamo (1978) hacen de su obra más conocida (Mead, 1934/1968). Como buen funcionalista, Mead subrayaba que sujeto y ambiente se modifican mutuamente. Ninguno de los dos son realidades predefinidas, sino que se construyen recíprocamente. En esa construcción son decisivas las funciones psicológicas, que parten de la base de instintos y hábitos que operan siempre en coordinación con la inteligencia. La inteligencia consiste en un comportamiento consciente que se pone en marcha ante situaciones novedosas, para las que no sirven las acciones realizadas con anterioridad.

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El acto Igual que Baldwin o Dewey, Mead teorizaba la coordinación entre individuo y sociedad recurriendo a la psicología. Para él, el sujeto individual se forma sólo en el seno de un grupo social, y la psicología, entendida como psicología social, se ocupa de explicar la interacción entre ambos y la acción del sujeto dentro de su grupo. Además, el método de la psicología ha de ser tan objetivo como el de los conductistas, en el sentido de que debe fijarse en el comportamiento, pero —a diferencia del conductismo— no ha de basarse en un punto de vista mecanicista que elimine los propósitos, las intenciones, lo mental, etc. De hecho, el planteamiento teórico de Mead también recibió el nombre de «conductismo social». Pues bien, a la hora de estudiar el comportamiento Mead recurrió al concepto de «acto», en cuyo significado se aprecian connotaciones comunes con las ideas de otros funcionalistas acerca de la conciencia o la actividad adaptativa. Un acto es... «...un impulso que mantiene el proceso vital mediante la selección de ciertas clases de estímulos que necesita. De tal modo, el organismo se crea su ambiente. El estímulo es la ocasión para la expresión del impulso. Los estímulos son medios; la tendencia es la cosa real. La inteligencia es la selección de los estímulos que liberarán y mantendrán la vida y ayudarán a reconstruirla. El propósito no tiene que estar ‘a la vista’, pero la manifestación del acto incluye la meta hacia la cual se dirige el acto. Esta es una teleología natural, en armonía con una manifestación mecánica» (Mead, 1934/1968, p. 53).

En esta definición aparecen dos ideas que ya hemos encontrado en James, Baldwin y Dewey: 1) que la conciencia o la inteligencia (o, en este caso, el acto) son procesos eminentemente selectivos y 2) que estímulos y respuestas (actos) se definen recíprocamente, no existen por sí mismos. Los estímulos no son más que mediadores de la actividad, instrumentos de los que el sujeto se vale para llevar a cabo sus acciones, las cuales además son inherentemente propositivas. Los objetos incorporan ya su funcionalidad (p. ej., un pianista no percibe un piano como un mero estímulo físico, sino como algo que ya forma parte de sus hábitos, de su sistema de acciones: un piano es algo para tocar música).

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El gesto Desde un punto de vista social, un acto supone una coordinación de acciones individuales. Su fundamento y su origen —filo y ontogenético— es el gesto, que es una acción que funciona como un estímulo para la acción de otro sujeto, quien a su vez emite gestos que reobran sobre el otro. La referencia de un gesto, su significado, no radica tanto en el estado psicológico de quien lo emite cuanto en su efecto sobre quien lo recibe. Además, el gesto es en cierto modo algo objetivo, porque quien lo emite se hace consciente de su efecto y el significado del gesto es compartido, sirve para todos. Ahora bien, el emisor del gesto no reacciona a éste igual que el receptor (por ejemplo, un león no se asusta de su propio rugido), lo cual supone que el gesto permite suspender la acción, diferirla: el comportamiento no consiste en reacciones automáticas o mecánicas a los estímulos, sino que los gestos suspenden esas reacciones y permiten el control del comportamiento. Finalmente, el gesto es el fundamento de la adopción de roles sociales, puesto que quien lo emite sabe cuál será su efecto previsible en quien lo recibe y, de este modo, cada uno desempeña una función diferente en la relación social, que por lo demás es cambiante, pues los roles se modifican.

Lenguaje y pensamiento Según Mead, el lenguaje y el pensamiento potencian la acción del gesto porque, gracias a ellos, ni siquiera es necesario emitir directamente gestos: basta con pensarlos. Gracias al lenguaje y al pensamiento los gestos se interiorizan. Por otro lado, dado que los gestos carecen de sentido fuera de la interacción social, el pensamiento es constitutivamente social. De hecho, pensar es como mantener una conversación consigo mismo. Mead hace hincapié en que el sentido del yo no procede del interior, sino del exterior, de las respuestas que los demás sujetos dan a las acciones que uno realiza. Es así como uno se da cuenta progresivamente de que es un yo distinto a los demás yoes. Por tanto, en cada yo se refleja la estructura de las interacciones sociales. Dicho de otro modo: puesto que uno no se puede percibir a sí mismo directamente, pero sí puede percibir de manera directa a los demás, el único modo (indirecto) que uno tiene de percibirse a sí

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mismo es haciendo una equivalencia con lo que percibe en los demás, una equivalencia que le permite darse cuenta de que él es como los demás. Pues bien, Mead otorgaba una importancia esencial al lenguaje como medio a través del cual cada sujeto se convierte en alguien con conciencia de sí mismo y de su rol social. El lenguaje potencia la función simbólica de la acción gestual porque amplía las posibilidades de verse a sí mismo desde fuera, adquiriendo conciencia del lugar que se ocupa en el juego de interacciones.

El «otro generalizado» Mead llamaba así al conjunto de disposiciones funcionales de todos los sujetos en los cuales uno se refleja. Las disposiciones funcionales son aquello a lo que antes nos referimos con el ejemplo del pianista: la estructura de las acciones del sujeto, inextricablemente ligada a los objetos sobre los cuales recaen esas acciones, objetos que no son meras cosas físicas, sino invitaciones a la acción. El otro generalizado equivale a la comunidad a la cual pertenece el individuo, una comunidad que se entiende en términos de un determinado conjunto de actitudes (valores, sentimientos, creencias, hábitos, etc.). El individuo, entonces, toma de su comunidad esas actitudes y las hace suyas. Al igual que otros funcionalistas, Mead buscaba un principio de armonización entre individuo y sociedad, y el concepto de otro generalizado es ese principio. Aunque Mead suponía que el individuo es activo y no un mero reflejo de su entorno social, subrayaba que no puede existir sin ese entorno. El concepto de otro generalizado da cuenta de la coordinación entre individuo y sociedad. Además, el otro generalizado tiende a universalizarse: puede extenderse desde la comunidad próxima —la familia o el vecindario— hasta una comunidad más amplia, equivalente a la nación e incluso a la Humanidad. Como para Dewey, para Mead la democracia permite la universalización del otro generalizado. Arland Deyett Weeks (1871-1936) y la psicología del ciudadano El llamado progresismo americano fue un movimiento algo difuso y heterogéneo que a principios del siglo xx influyó en medidas legislativas puestas en marcha por los presidentes Theodore Roosevelt (republicano)

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y Woodrow Wilson (demócrata). Entre ellas estaban la regulación de la jornada laboral, del trabajo infantil y del derecho de huelga, así como otras destinadas a extender la educación pública, frenar los monopolios, proteger a los consumidores, preservar el medio ambiente y extender derechos civiles y servicios públicos. Los progresistas reaccionaban contra fenómenos típicos del capitalismo de entonces, ligados a lo que se solía denominar «la cuestión social» (la existencia de grandes masas de clases bajas y los conflictos sociales consiguientes). Eran fenómenos como la corrupción, la plutocracia, la exclusión social, la explotación laboral, la pobreza, el analfabetismo, las desigualdades... Aparte de razones morales, los progresistas tenían razones políticas para desear reformas. La cuestión social hacía peligrar la democracia estadounidense. Una democracia requiere que la gente participe en los asuntos públicos, pero esa participación era imposible pedírsela a las grandes masas depauperadas del proletariado industrial, que bastante tenían con buscarse la vida. Dewey fue uno de los máximos representantes del progresismo e incluso el progresista por excelencia. Otro progresista, apenas conocido, fue Arland D. Weeks (1871-1936), un autor poco relevante desde el punto de vista teórico e institucional pero enormemente representativo de lo que era un intelectual progresista norteamericano de su tiempo. Se da la circunstancia de que Weeks (1917/2011) escribió el único libro en cuyo título aparecen en el mismo sintagma las palabras «psicología» y «ciudadanía»: Psicología de la ciudadanía. Este libro refleja a la perfección la manera en que muchos reformistas sociales acudían a la psicología y la ciencia moderna —especialmente el evolucionismo y la sociología— para justificar sus propuestas de reforma social. A lo largo de sus páginas, el autor reclamaba una gestión científica de la sociedad, basada en los conocimientos de la época sobre la naturaleza humana, entendida ésta según el típico esquema funcionalista de los instintos, los hábitos y la inteligencia, al que ya hemos aludido. Weeks planteaba una especie de utopía democrática en la que todos los ciudadanos estuvieran formados para elegir a quienes debían tomar las decisiones políticas basándose en criterios científicos y de puesta a prueba y corrección de las reformas, igual que los sujetos ponen a prueba y corrigen sus acciones según las consecuencias de las mismas (Lafuente, Loredo y Castro, 2014; Loredo y Castro, 2013). De diferentes maneras, los funcionalistas y los conductistas intentaron llevar a efecto esa utopía.

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LA PSICOLOGÍA COMPARADA La psicología comparada es el estudio de las actividades de los seres vivos. El adjetivo «comparada» denota la intención de relacionar y contrastar las capacidades psicológicas de las diferentes especies. El motor de la psicología comparada moderna fue el darwinismo. Se suponía que la continuidad evolutiva entre animales y seres humanos debía ser también una continuidad psicológica. Aunque también floreció en otros países como Alemania o Francia, la psicología comparada se fundó en Gran Bretaña a partir del darwinismo y, tras cruzar el Atlántico, fue uno de los ingredientes que contribuyeron al surgimiento del funcionalismo norteamericano. No en vano constituía un intento de dilucidar la relación entre evolución y psicología, que era una de las preocupaciones del funcionalismo. La psicología comparada pretendía hacer con la psicología lo mismo que los biólogos hacían con la anatomía o la fisiología: definir los niveles de complejidad de su objeto de estudio —estructuras orgánicas en un caso y funciones en otro— tal y como han ido desarrollándose a lo largo de la evolución. Con ello contribuían a que las actividades psicológicas dejaran de considerarse cosas (facultades, que se poseen o no se poseen) y se considerasen actividades o procesos (funciones, construidas progresivamente y que por tanto se pueden poseer en diversos grados o incluso de diversas maneras). A continuación trataremos brevemente a algunos de los principales psicólogos comparados clásicos basándonos en gran medida en el libro de Robert A. Boakes (1989)6. De Darwin a George J. Romanes (1848-1894). El método «anecdótico» El biólogo británico George John Romanes, amigo de Darwin, fue el primer continuador de éste en el estudio de la inteligencia animal. Darwin mismo había realizado observaciones sobre el comportamiento de los animales y había usado la distinción entre instintos, hábitos e 6   Omitiremos aquí a Wolfgang Köhler (1887-1967) porque de él nos ocupamos más adelante, en el capítulo dedicado a la psicología de la Gestalt. Köhler realizó, desde el punto de vista de esta escuela, importantes estudios sobre el comportamiento de los chimpancés.

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inteligencia, aunque nunca llegó a publicar las notas tomadas al respecto. Fue Romanes quien prosiguió con ellas. De hecho, su intención era recopilar todas las observaciones posibles sobre el comportamiento animal —de Darwin y de otras personas «de reconocida competencia»— para sistematizarlas y realizar a partir de ellas inferencias teóricas sobre la mente de los animales, hasta llegar a elaborar una psicología comparada completa. Sin embargo, la cantidad de datos era tal que los publicó solos en un libro titulado Inteligencia animal (Romanes, 1882). Lo hizo con recelo porque temía que se recibiera su libro como uno más de los que en la época describían anécdotas —a menudo inverosímiles— sobre las habilidades de animales domésticos y salvajes. El recelo no era infundado. Que publicara dos años después un libro más teórico (Romanes, 1884) no impidió que el nombre de Romanes pasara a la historia de la psicología ligado a la etiqueta de «método anecdótico», peyorativa. En efecto, en Inteligencia animal Romanes se basaba en observaciones casuales y dispersas, procedentes de la vida cotidiana y no de situaciones controladas con un cierto rigor metodológico. En ese sentido, su método era anecdótico. Por ejemplo, recogía la información de una mujer cuyas hermanas pequeñas daban diariamente azúcar a un insecto que subía cada mañana por la misma cortina «con la aparente intención de obtener su desayuno» (Romanes, 1882, p. 229). Además, muchos rechazaron las ideas de Romanes sobre la mente animal porque, según ellos, caían en el antropomorfismo, esto es, la atribución de características psicológicas humanas a los animales. Romanes afirmaba que, en la medida en que la conducta de un animal se pareciera a la humana, era legítimo inferir que poseía capacidades mentales complejas. No cabía hacer otra cosa si se adoptaba una perspectiva evolucionista, puesto que tanto los animales como los seres humanos formamos parte de la misma cadena evolutiva. Ese era su punto de vista teórico, pero sus críticos relacionaban el antropomorfismo con el método anecdótico y suponían que, sin una metodología rigurosa, la antropomorfización de los animales es poco menos que inevitable. Ciertamente, a veces Romanes incurría en excesos como afirmar que los perros y los monos eran capaces de ser hipócritas. Ahora bien, Romanes no se limitaba a recolectar anécdotas sobre las supuestas hazañas de perros y gatos, muy populares en la época, sino que procuraba dar prioridad a los datos confirmados por varios observadores

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independientes. En cuanto al antropomorfismo, el primatólogo Frans De Waal (2002) ha reivindicado el valor heurístico del antropomorfismo moderado, basado en el hecho de que es inevitable realizar conjeturas sobre los procesos psicológicos de los animales, ya que vivimos en el mismo mundo que ellos. El fundamento de esas conjeturas es nuestra relación práctica con los animales, que históricamente ha sido intensa en situaciones de caza y ganadería.

El canon de C. Lloyd Morgan (1852-1936) El británico Conwy Lloyd Morgan realizó un trabajo de observación más sistemático que el de Romanes, de quien fue discípulo. En lo metodológico, introdujo los diseños experimentales en el estudio del comportamiento animal. En lo teórico, aplicó el concepto de «ensayo y error» a la hora de explicar dicho comportamiento. A Morgan se le suele recordar por formular un principio de parsimonia conceptual que expresó en forma de canon, es decir, de regla o modelo que pretendía servir como guía epistemológica a la hora de hacer psicología comparada y, especialmente, a la hora de interpretar el comportamiento de los animales de acuerdo con las categorías típicas del funcionalismo: instinto, hábito e inteligencia. ¿Cómo saber si un determinado comportamiento es fruto del instinto, el hábito o la inteligencia? Morgan deseaba ofrecer un criterio para responder a esta pregunta sin caer en el antropomorfismo y sin atribuir gratuitamente, por tanto, capacidades intelectuales superiores a los animales. Ese criterio pasó a la historia como el «canon de Morgan». Según este canon, «en ningún caso podemos interpretar una acción como resultado del ejercicio de una facultad psíquica superior si se la puede interpretar como resultado del ejercicio de otra que se mantiene en un nivel inferior de la escala psicológica» (Morgan, 1894, p. 53)7. 7   Aunque el canon de Morgan se contextualizaba dentro de una crítica tanto al antropomorfismo como al reduccionismo mecanicista, las derivaciones más mecanicistas del funcionalismo y la psicología animal conductista se apropiaron a menudo de él usándolo como arma arrojadiza contra quienes se mantenían fieles a la psicología comparada clásica o cercana al funcionalismo, a los que acusaban de atribuir capacidades intelectuales a los animales sin contar con base científica para ello (Costall, 1993; Fernández, Loy y Sánchez, 1994). No en vano el propio Morgan, en la segunda edición del libro en que había expuesto su canon, introdujo una cláusula en la que rechazaba expresamente su interpretación reduccionista (Morgan, 1903)

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En cuanto a la idea de ensayo y error, se trataba de un concepto que, con ese u otros nombres, era omnipresente en el funcionalismo y la psicología comparada. Se refería al hecho de que la actividad psicológica consiste en una puesta a prueba y corrección de hábitos. Ahora bien, admitía una versión más mecanicista y otra más funcionalista. Según la interpretación funcionalista, los ensayos son tanteos. Parten de un sistema de acciones en marcha y dependen de los propósitos del sujeto. Por lo tanto, difícilmente puede hablarse de errores en sentido estricto. Un comportamiento quizá sea erróneo para un observador externo (por ejemplo, para un humano que sabe cómo se abre una portilla y observa a un perro intentarlo), pero para el sujeto es una forma de acercarse al objetivo. Según la interpretación mecanicista, en cambio, el ensayo y error es un proceso ciego, donde los ensayos no son más que respuestas azarosas que casi siempre fallan y a veces, sin embargo, tienen la suerte de acertar, en cuyo caso quedan seleccionadas por el ambiente (el perro intentando abrir la portilla sería como un autómata que acierta por casualidad). La concepción del ensayo y error que manejaba Morgan (1900) estaba más cerca de la interpretación funcional. Consideraba el ensayo y error como una forma de inteligencia práctica irreductible a un puro mecanismo de asociación automática entre estímulos y respuestas. Eso sí, a su juicio esa inteligencia práctica no era de índole racional, pues la racionalidad la reservaba a los humanos. De hecho, Morgan describía una gradación de tipos de actividad psicológica de menor a mayor complejidad, desde las propias de los organismos más simples hasta las específicamente humanas. En última instancia, el canon debería servir para asignar a cada cual lo suyo, es decir, para ubicar a cada individuo en el nivel evolutivo de complejidad psicológica correspondiente a su especie, ni más ni menos.

¿Mecanismo o función? Jacques Loeb (1859-1924) frente a Herbert S. Jennings (1868-1947) Jacques Loeb fue un biólogo alemán trasladado a los Estados Unidos que tomó de la botánica el concepto de «tropismo» y lo aplicó al estudio del comportamiento animal, especialmente al de los organismos «inferiores», esto es, microorganismos como las amebas o los paramecios. Los tropismos son movimientos automáticos y estereotipados de las plantas

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en respuesta a la estimulación física (así, los fototropismos consisten en que la luz hace que el desarrollo celular del tallo sea desigual según la orientación de la planta y ello provoca que éste se incline hacia la fuente de estimulación lumínica). Loeb afirmaba que los microorganismos actuaban por tropismos, con movimientos fijos, no modificables. Y afirmaba también que todo el comportamiento animal y humano podría explicarse reduciéndolo a tropismos. Defendía abiertamente una concepción mecanicista de la biología y la psicología, manifestando su esperanza de que «el conjunto de todos los fenómenos vitales [pudiera] ser inequívocamente explicado en términos físico-químicos», de modo que «nuestra vida social y ética [quedara asentada] sobre bases científicas y nuestras normas de conducta [se armonizaran] con los resultados de la biología científica» (Loeb, 1912, p. 3). Como vemos, Loeb identificaba ciencia con mecanicismo y apostaba por una explicación mecanicista de la vida que incluyera tanto los hechos biológicos como el comportamiento de los animales y el ser humano, y que además nos dijera conforme a qué valores debemos vivir. El zoólogo norteamericano Herbert Spencer Jennings (no confundir con Herbert Spencer), que siendo estudiante había asistido con mucho interés a un curso de John Dewey, se sentía descontento con la perspectiva reduccionista de Loeb y recurrió a un concepto de ensayo y error similar al de Morgan como alternativa. Lo aplicó al estudio de animales «inferiores», en concreto invertebrados y unicelulares como los paramecios. También recurrió al concepto de reacción circular de Baldwin. Jennings (1904) mostraba que el comportamiento de los organismos más simples incluía procesos de ajuste contextual al entorno —o sea, aprendizaje— en función de la estimulación encontrada en él (gradientes de concentraciones químicas, intensidades lumínicas, presencia de otros microorganismos...). Los paramecios ponían a prueba diferentes movimientos y los más exitosos adaptativamente los repetían con mayor frecuencia. Además, a veces conservaban ese aprendizaje durante un tiempo, lo que les ahorraba tener que probar de nuevo todos los movimientos, erróneos y exitosos (los microorganismos, pues, mostraban memoria). Jennings no creía que los paramecios pensaran, desde luego, pero era fiel al espíritu de la psicología comparada e intentaba dejar de concebir las funciones psicológicas como cosas y pasar a concebirlas como procesos cuya complejidad varía a lo largo de la escala filogenética. Desde este

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punto de vista, y de acuerdo con una perspectiva funcionalista, Jennings mostraba que un mismo principio genérico de lo que es una función psicológica —el ensayo y error o la reacción circular— se podía emplear para describir multitud de fenómenos comportamentales distintos, incluyendo los de los organismos más simples. Los paramecios no son inteligentes en el sentido en que lo somos los humanos, pero sí muestran los rudimentos filogenéticos de la inteligencia.

Robert M. Yerkes (1876-1956) y la primatología Robert Mearns Yerkes fue el padre de la primatología en Norteamérica (la primatología es psicología comparada aplicada a primates). Trabajó cuando las versiones más mecanicistas del funcionalismo estaban ganando terreno. De hecho, aunque tenía en común con ellos su actitud experimental, discrepó de autores como Thorndike y Watson, que eran representativos de esas tendencias mecanicistas (hablaremos de ellos más adelante). Frente la reducción de la complejidad de las funciones psicológicas a un principio de aprendizaje único y general, Yerkes defendía la existencia de una escala filogenética de funciones psicológicas de complejidad creciente, en un sentido similar a Morgan. Reconocía en los animales funciones relativamente complejas, como las que permiten asociar imágenes e ideas o realizar juicios simples. Para estudiar estas funciones diseñó diversos aparatos en los que sometía a diferentes a animales a tareas que debían resolver. En 1929 Yerkes fundó en Florida un centro para estudiar la conducta de los primates, el Laboratorio de Biología de los Primates. Su concepción de la psicología comparada en general y de la primatología en particular era, en cierto modo, utilitaria (Gómez-Soriano, 2006): los animales eran para él simplemente modelos con los que contrastar la especificidad psicológica humana. Pero eso le llevó a defender a capa y espada la psicología comparada frente a los recortes de fondos con que su universidad la castigaba en favor de la investigación con sujetos humanos. En general, la primatología fue seguramente una de las áreas donde se mantuvo algo del espíritu de la psicología comparada clásica frente al predominio de la psicología animal conductista durante las décadas centrales del siglo xx. A diferencia de la psicología animal

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conductista, centrada en el laboratorio y casi en una sola especie —la rata blanca—, la primatología siguió utilizando la observación de los animales en su medio natural y, al menos, abría el espectro de especies investigadas a los simios. Desde los años sesenta rebrotó e incluso se popularizó merced al trabajo de Jane Goodall (1971/1986), Dian Foosey (1983/1988) y Biruté Galdikas (1996/2013), quienes estudiaron in situ el comportamiento de chimpancés, gorilas y orangutanes respectivamente.

DERIVAS DEL FUNCIONALISMO Y DE LA PSICOLOGÍA COMPARADA ¿Cuál fue el destino del funcionalismo? Algunos historiadores creen que nació en 1896 y nunca murió (Sahakian, 1982). La psicología norteamericana se habría vuelto funcionalista a finales del siglo xix y nunca habría dejado de serlo. El conductismo y la psicología cognitiva, que dominarían la escena académica norteamericana desde más o menos 1930 y 1960 respectivamente, habrían sido los continuadores naturales del funcionalismo, así como la psicología animal conductista habría sido la continuadora natural de la psicología comparada. A nuestro juicio, esa valoración historiográfica es un tanto sesgada. El conductismo constituía una posible salida del funcionalismo, pero no la única posible. Las diferencias entre conductismo y funcionalismo eran tan grandes como las semejanzas. Para apreciarlo mejor vamos a detenernos un momento en un autor que estaba a medio camino entre uno y otro. Se trata de Edward L. Thorndike, el funcionalista que abrió las puertas del conductismo.

La psicología animal de Edward L. Thorndike (1874-1949) Como hemos apuntado, muchos funcionalistas pensaban que no tenía sentido reducir los procesos psicológicos complejos a leyes simples que expliquen toda la actividad en términos mecánicos. Creían en la existencia de principios psicológicos genéricos subyacentes a nuestra actividad, pero no en la existencia de leyes generales a las cuales pudiera reducirse toda la complejidad del comportamiento humano, ni probablemente el

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animal8. Pues bien, Thorndike representa la tendencia contraria dentro del funcionalismo, más mecanicista; una tendencia en la que también se incluiría John Watson, el padre del conductismo. Thorndike sugería que una misma ley general explica toda clase de actividades psicológicas, y además se trataba de una ley entendida en un sentido mecánico, es decir, que funciona al margen de la actividad de los sujetos. En realidad, se supone que explica tal actividad. Siendo estudiante, Edward Lee Thorndike se sintió deslumbrado por los Principios de psicología de James (Joncich, 1968; Lafuente, 2004), pero luego se orientó en una dirección experimentalista. Sus investigaciones más conocidas tienen que ver con el aprendizaje de los gatos en unos dispositivos que denominaba cajas problema o rompecabezas («puzzle boxes»), unas jaulas de madera de las que sólo se podía salir accionando un mecanismo que abría la puerta. Los gatos eran introducidos en la caja y, con un recipiente de comida a la vista colocado fuera de ella, debían aprender a accionar el mecanismo de apertura para obtener el alimento. A Thorndike le interesaba averiguar si los animales aprendían de una forma inteligente o bien, como él creía, por un puro proceso de ensayo y error, entendido en términos mecanicistas y asociacionistas. Comprobó que los gatos cada vez tardaban menos en salir de la caja. Según él, los animales realizaban movimientos (respuestas) al azar y alguno de estos movimientos, aleatoriamente, accionaba el mecanismo de salida. Thorndike pensaba que el éxito accidental de los movimientos era el que hacía más probable que se repitieran en la siguiente ocasión, y por eso los gatos tardaban cada vez menos en liberarse. Para dar cobertura científica a este fenómeno formuló dos leyes que se basaban en una concepción asociacionista de la actividad psicológica (él decía 8   La diferencia es sutil pero importante. Un principio psicológico genérico es, por ejemplo, la reacción circular de Baldwin, que puede entenderse como el formato básico de cualquier función psicológica, pero tal formato se especifica en situaciones muy diversas y a muy diversos niveles. Así, tanto la succión del bebé como el descubrimiento de una ruta de navegación son genéricamente funciones psicológicas (reacciones circulares), pero son también especificaciones muy diferentes de lo que es una función psicológica, pues en un caso la función es básica y poco desarrollada y en otro caso es compleja y producto de un largo periodo histórico de evolución tecnológica y desarrollo cultural. Usualmente el formato básico de la función psicológica se identificaba con los comportamientos más simples del recién nacido o de ciertos animales, de modo que a partir de esos comportamientos el sistema de funciones psicológicas se va haciendo progresivamente más complejo, rico y potente, amén de compartido por grupos humanos más amplios. En eso consiste la génesis (el desarrollo), y por basarse en ella hemos calificado a Baldwin y Dewey de psicólogos genéticos.

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«conexionista», porque en vez de asociaciones hablaba de conexiones). Esas dos leyes son la ley del efecto y la ley del ejercicio, que consideraba aplicables a cualquier actividad humana o animal. La ley del efecto establece que, en igualdad de condiciones, los movimientos que vayan seguidos de satisfacción tenderán a quedar más estrechamente conectados con la situación en que se produjeron, de modo que, si esta situación se repite en el futuro, será más probable que dichos movimientos se repitan. Es el efecto del comportamiento (el éxito accidental) el que hace que tal comportamiento quede fijado en el repertorio del sujeto. La ley del ejercicio es complementaria a la del efecto. Se limita a recoger el hecho de que la fijación del comportamiento exitoso depende también del número de veces que el sujeto se someta a la situación de aprendizaje. Las asociaciones entre estímulos (la situación) y respuestas (los movimientos) se fortalecen con la práctica (Thorndike, 1898/1993). Para los psicólogos más cercanos a la sensibilidad teórica de James, Baldwin, Dewey o Mead, lo que hacía Thorndike era, en el fondo, desvirtuar el funcionalismo, porque explicaba todo el comportamiento, incluyendo el humano, mediante un único principio general, formulado en clave asociacionista y mecanicista: la ley del efecto. Ponía en primer plano los mecanismos de asociación automática entre estímulos y respuestas en detrimento de las funciones, lo cual iba en contra del espíritu del funcionalismo. De las tres dimensiones de la actividad que solían contemplar los funcionalistas —instinto, hábito e inteligencia—, Thorndike se quedaba sólo con el instinto y el hábito. Asimismo, para los psicólogos comparados que adoptaban una perspectiva más funcional, Thorndike era un psicólogo comparado un tanto sui generis, porque reducía la complejidad de las actividades de los animales a un sólo proceso —el ensayo y error— que se repetía incesantemente en toda la escala filogenética y en cualquier situación. Aunque reconocía el mérito del trabajo de Thorndike con animales y le consideraba un buen psicólogo comparado, Morgan (1900) llegó a decir que los gatos que metía en sus cajas, más que sujetos experimentales, eran víctimas. Si bien valoraba su intento de analizar las condiciones en que se podían atribuir capacidades psicológicas superiores a las diferentes especies animales, Morgan creía que los diseños experimentales de Thorndike carecían de validez ecológica, porque colocaban a los animales en situaciones artificiales, constreñían

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II. Desarrollos

del funcionalismo y psicología comparada

sus posibilidades de acción y, por tanto, les impedían comportarse con normalidad. Basándose en experimentos propios con chimpancés, Wolfgang Köhler (1925) también criticó los experimentos de Thorndike alegando que, en vez de demostrarla, daban por buena de antemano la distinción entre comportamientos mecánicos e inteligentes. Aunque valoraba el intento de desmentir algunas creencias populares sobre las habilidades maravillosas de ciertos animales, Köhler afirmaba que Thorndike se había limitado a mostrar qué es lo que no podían hacer los animales, sin aportar nada en positivo al estudio de su comportamiento y, sobre todo, enfrentándolos a unas situaciones tan difíciles que les resultaba imposible mostrarse inteligentes, pues el propio diseño de las cajas problema y la situación experimental imposibilitaba que los animales percibieran los mecanismos que debían accionar para salir de ellas. Por lo demás, Ignace Meyerson —de quien hablaremos en un capítulo posterior— y Paul Guillaume realizaron en 1928 unos experimentos con chimpancés basados en los de Köhler pero interpretados de un modo más constructivista (en el último capítulo hablaremos de las orientaciones constructivistas en psicología, incluyendo a Meyerson)9. La rebelión conductista Como indicamos hace un momento, es un lugar común presentar el conductismo como la salida natural del funcionalismo (así lo hace

9   En el siguiente enlace puede encontrarse más información al respecto, incluyendo un vídeo original de estos experimentos: . Sobre la ley del efecto de Thorndike puede verse el vídeo «La Ley del Efecto» de R. Pellón, A. García y E. Lafuente (Madrid: UNED, 2006). Véase también el titulado «Ratas en el laberinto: los inicios de la experimentación en psicología del aprendizaje» de R. Pellón, E. Lafuente y G. Ruiz (Madrid: UNED, 2008). Aunque estos dos últimos vídeos están elaborados desde una sensibilidad historiográfica que parece legitimar el conductismo como la vía más científica para desarrollar el funcionalismo, exponen de manera clara algunos de los hitos históricos y los problemas conceptuales de la psicología del aprendizaje animal. En algunas secuencias del primero se puede apreciar el comportamiento de los gatos en la caja problema. Los gatos se encuentran repentinamente en un entorno desconocido donde se les exige que, para obtener comida, realicen acciones que no se parecen en nada a las que habían realizado antes. Además, algunas de sus conductas —por ejemplo, olisquear o rascar el lomo contra la caja— se consideran errores a pesar de que son bastante habituales en su especie, sobre todo en situaciones estresantes como la de estar hambriento y encerrado. Por último, se considera que acaban abriendo la caja por azar y no se tienen en cuenta los numerosos tanteos previos que realizan con las patas y otras partes del cuerpo.

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Leahey, 2005). Se trata de una interpretación según la cual el conductismo supuso un progreso científico respecto al funcionalismo, al que depuró eliminando la conciencia, la mente, los propósitos, etc. Sin embargo, las cosas no fueron tan simples. Pese al efecto propagandístico del «manifiesto conductista» que John B. Watson publicó en 1913, el conductismo nació plural (Wozniak, 1997). No hubo una sola versión del mismo, sino varias y no todas compatibles entre sí. Por otro lado, el conductismo tomó sus propias opciones teóricas que, más que un avance respecto al funcionalismo, suponían un cambio de intereses acorde con el escenario socioinstitucional de la Norteamérica posterior a la Primera Guerra Mundial, cuando el progresismo de principios de siglo estaba en declive y triunfaba una versión más tecnocrática del mismo, según la cual la psicología era sencillamente una ciencia aplicada (González, 1994). No parecía quedar ya lugar para las discusiones teóricas sobre la conciencia, la adaptación, la evolución mental o la formación del yo. En cierto modo, los conductistas eran unos jóvenes profesionales llenos de ambición rebelándose contra una psicología que, a su juicio, estaba lastrada por la excesiva teorización y por el contacto con la filosofía y las ciencias sociales.

CAPÍTULO XI EL PSICOANÁLISIS FREUDIANO: I. LOS ORÍGENES

Sin duda, la historia y el presente del psicoanálisis están estrechamente ligados a la figura de Sigmund Freud. Personaje y obra parecen suscitar opiniones extremas, despertando por igual agrias críticas y encendidas apologías. Hasta cierto punto, fue el propio Freud quien promovió la estrecha relación entre su biografía y su obra. Un episodio crítico a ese respecto fue el autoanálisis que acometió en 1897. Ese año, aquejado él mismo de síntomas de angustia y depresión, decidió analizar su propia infancia con la ambiciosa intención de descubrir la raíz de sus propios problemas. Como consecuencia de ello, sentaría las bases de la teoría psicoanalítica. Para algunos, habrían sido precisamente las revelaciones de ese autoanálisis —sobre todo la compleja relación afectiva que habría mantenido con sus padres— lo que habría evitado que los deseos personales de Freud interfirieran en la objetividad y rigor de su propuesta. Por ello, sus más entusiastas defensores han querido ver en el autoanálisis un episodio ejemplar; un esfuerzo y sacrificio mesiánico que Freud realizó en beneficio de la ciencia y la propia Humanidad (Anzieu, 1959; Jones, 1953-1957/2003). Para otros, sin embargo, el autoanálisis es un episodio pretencioso a partir del cual Freud trató de elevar una reflexión sobre circunstancias muy personales a la categoría de verdad universal y científica (Breger, 2001; Leahey, 2005; Onfray, 2011). De hecho, no son pocos los momentos en los que Freud promovió una versión casi mítica de la fundación del psicoanálisis vinculada a su propia biografía (ver, por ejemplo Freud, 1914/1972 y 1924/1974). También en esta línea, se ha llamado la atención sobre el hecho de que Freud sobredimensionara sus éxitos terapéuticos reales y destruyera selectivamente documentación y correspondencia personal (Breger, 2001; Ferris, 1998). Como él mismo reconoció en alguna de las cartas que escaparon de la quema, era muy

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consciente de que la transcendencia pública de su obra estaría llamada a recibir la atención reconstructiva de los historiadores futuros. Sin duda, su intención era legarnos un buen material hagiográfico. Ante este panorama cabe realizarse al menos dos preguntas. En primer lugar, por qué Freud, independientemente de la meticulosidad de los historiadores, no ha logrado su objetivo de convertirse en un «héroe» de la ciencia, acercándose, en muchos casos, a la condición de «villano». En segundo lugar, y más importante aún, cabe preguntarse si, en consecuencia, el psicoanálisis sólo puede ser entendido como una vía muerta o, incluso, una farsa en el desarrollo de la psicología. El objetivo de este capítulo y el siguiente es ofrecer claves que permitan replantearse estas cuestiones de manera más adecuada, contextualizarlas y repensarlas atendiendo a la complejidad de la cuestión tratada.

FREUD: INEVITABILIDAD Y CONTROVERSIA Pocas biografías intelectuales han merecido tantas páginas y reflexiones como la de Freud (a los estudios biográficos mencionados en el epígrafe anterior es imprescindible añadir, como mínimo, los de Forrester, 2001; Gay, 1988; Roazen, 1986; Roudinesco, 2015 y Zaretsky, 2012). Su correspondencia personal, por ejemplo, ha recibido una atención desmesurada; al menos comparada con la que se ha prestado a la de cualquier otra figura relevante del pasado de nuestra disciplina (véase, por ejemplo, Freud, 2008). Al margen del balance negativo al que llegan muchas de estas investigaciones, de ellas podemos extraer dos conclusiones. En primer lugar, que el interés de Freud por los motivos ocultos, primarios y egoístas de la actividad humana alcanzó, finalmente, un éxito considerable: ni siquiera su propia vida y obra han podido escapar a su propuesta. En segundo lugar, que los recientes análisis historiográficos desmitificadores de la «personalidad» de Freud también pueden verse como el colofón de un empeño por desprestigiar a toda costa el psicoanálisis; una tendencia crítica que tiene, en sí misma, profundas raíces históricas. Originalmente, la oposición a la obra de Freud se localizó sobre todo en torno a su controvertida teoría sexual de la motivaciones humanas, propuesta contra la que se adujeron críticas de tanto de carácter moral

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orígenes

como intelectual. Las críticas morales fueron especialmente virulentas en vida del propio Freud, en el contexto burgués de la Viena de fin de siglo, primero, y bajo la perspectiva degeneracionista del régimen Nazi, posteriormente1. Su «escandalosa» visión pansexualista2, egoísta y animal de la naturaleza humana chocó con la hipocresía moral del momento histórico-social que le tocó vivir. Sin embargo, cuando la moral victoriana empezó a desmoronarse o, incluso, mucho después, durante la «revolución sexual» de los años 60, la obra de Freud continuó en el punto de mira. Agotadas las suspicacias morales, como si se tratara de preservar a toda costa la condición «controvertida» de su figura e ideas, las críticas intelectuales retomaron la cruzada contra su trabajo. Paradójicamente, donde antes se habían señalado los excesos cientificistas del psicoanálisis por reducir el comportamiento humano a impulsos animales, ahora se subrayaban sus carencias científicas. Coincidiendo con el auge del conductismo en los años 30 y 40, se empezó a denunciar la falta de criterios sistemáticos en la recogida y ordenación de sus datos y demostraciones, así como el discutible éxito real de sus terapias (Eysenck, 1952 y 1985; Rachman, 1975; Skinner, 1954/1972). Estas críticas teórico-epistemológicas son las que han retomado modernamente las perspectivas psicológicas más experimentalistas, señalando la falta de rigor científico de Freud. Y, sin duda, esta opinión también es coherente con las narraciones historiográficas contemporáneas que aseguran que el psicoanálisis terminó siendo desterrado de las facultades de psicología por sus carencias científicas (Caparrós, 1984; Leahey, 2005) y encontró refugio en otros espacios académicos relacionados, principalmente, con las humanidades (arte, lingüística, filosofía, antropología, historia, etc.). Pero, en realidad, esto sólo es relativamente cierto para parte del mundo anglosajón o los países que, como España, han construido sus instituciones y tradiciones psicológicas a imagen y semejanza de aquél. Muchas facultades de Psicología en Centroeuropa,

1  Durante el auge del nazismo en Alemania y Austria muchas obras científicas y artísticas fueron consideradas «degeneradas» por no ajustarse a los cánones raciales, estéticos o ideológicos del Tercer Reich. La mayoría de los autores que cayeron bajo tal estigma tenían una militancia comunista reconocida o eran de origen judío —como el propio Freud—. 2   Por pansexualista ha de entenderse aquí la perspectiva que remite la explicación última de cualquier motivo u objetivo de la actividad humana a la satisfacción de las necesidades sexuales y, por extensión, a la reproducción del individuo y de la propia especie.

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Latinoamérica o los Estados Unidos siguen acogiendo contenidos psicoanalíticos. Cuando menos, es difícil encontrar programas de estudio de nuestra disciplina donde no aparezcan asignaturas que incorporen, de algún modo, epígrafes o ideas provenientes del psicoanálisis. A todo ello hay que añadir su vigencia en el ámbito de la intervención clínica, donde buena parte de las corrientes psiquiátricas modernas continúan considerándolo, en su versión ortodoxa freudiana o en otras alternativas, una herramienta terapéutica válida. La propia estructura de una sesión clínica en psicología aplicada, sea cual sea la adscripción teórica, replica, en buena medida, la que desarrolló Freud para tratar a sus pacientes. Igualmente, sería pertinente matizar o contextualizar la cuestión del rigor metodológico y científico del psicoanálisis; sobre todo teniendo en cuenta que, dentro de la historia de la psicología, ningún otro autor ha recibido tantas críticas a ese respecto como Freud. No está de más hacer hincapié en dos cuestiones. Por un lado, es importante subrayar que el método experimental no es el único procedimiento que la ciencia ha utilizado y aún utiliza para construir conocimiento. Pensemos en las predicciones de la física elaboradas desde modelos matemáticos, o los hallazgos de la etología o la antropología a través de métodos observacionales en situación natural. Por otro lado, es fundamental poner en relación los métodos y objetivos freudianos con su propia época, respecto de la cual parecieron, en buena medida, subversivos y revolucionarios. Al fin y al cabo, antes de la popularización del psicoanálisis, los baños fríos, los electroshocks, las intervenciones quirúrgicas, y otros tratamientos invasivos y radicales eran las técnicas terapéuticas más habituales en los sanatorios psiquiátricos y balnearios (Decker, 1999, Leahey, 2005). Si no tenemos en cuenta esas condiciones, la obra de la mayoría de los personajes relevantes para la historia de la psicología tampoco resistiría un juicio científico riguroso; máxime si éste se elabora desde las exigencias del actual protocolo experimental. Desde luego, no quedarían en buen lugar ni James y su interés por la experiencia espiritual (James, 1902/1994), ni Wundt y su preocupación por el método histórico-comparativo (Wundt, 1912/1926), ni Watson y la discutible ética científica de algunos de sus trabajos (Watson y Rayner, 1920) ni Skinner y su pro­yecto militar de condicionar palomas capaces guiar misiles (Skinner, 1960/1972). Curiosamente, a diferencia de todos ellos, la crítica que recibe la obra de Freud por anticientífica es tan persistente

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como la vigencia de su obra (sintomáticas son las recientes y encendidas críticas de Fuentes, 2009; Meyer, 2007; Onfray, 2011 y Webster, 2005), y, como hemos tratado de señalar, parece indisociable de una atención desmesurada a la estrecha y supuestamente perversa relación entre su construcción teórica y sus motivos personales. Desde nuestra perspectiva, tomar distancia de esta «teoría de la sospecha» —que, de hecho, él mismo colaboró a inculcar con éxito en el corazón de la cultura occidental— permite abrir otras posibilidades para ponderar su obra. Nuestra intención es recontextualizar los orígenes de la teoría psicoanalítica dentro de las tendencias sociales, intelectuales y científicas de su época. Después de ello, atenderemos a los ejes fundamentales de la teoría freudiana y los desarrollos y rectificaciones que introdujo el propio Freud posteriormente. Cerraremos este recorrido con una referencia al legado psicoanalítico en las diferentes órbitas de la cultura psicológica y su continuidad actual.

FREUD ANTES DEL PSICOANÁLISIS Freud nació en 1856 en Moravia, región que por aquellos años estaba integrada en el Imperio Austro-Húngaro de los Habsburgo —hoy pertenece a la República Checa—. Poco antes de la desaparición definitiva del imperio tras la Primera Guerra Mundial, su capital, Viena, era posiblemente el centro intelectual más importante del mundo occidental. Aun perteneciendo a diversas generaciones, en Viena coincidieron algunos de los más importantes artistas (Mahler, Schönberg, Schnitzler, Loos, Klimt, etc.), médicos (Krafft-Ebing, Meynert, Brücke, etc.) y científicos y filósofos del momento (Mach, Wittgenstein, etc.), además del propio Freud. Este ambiente de creatividad y ebullición intelectual convivía, sin embargo, con un clima de indolencia socio-política y estricta moralidad religiosa; es decir, de características propias de la clase y educación burguesas. En realidad, los preceptos morales eran respetados en público, pero en los dominios domésticos, privados e íntimos, o bien eran hipócritamente soslayados, o bien se mantenían hasta extremos que producían graves desajustes orgánicos y psicológicos. La ocultación de las verdaderas opiniones y deseos era la nota común de la sociedad vienesa. Buena parte de la obra de periodistas como Karl Kraus (1874-1936), escritores como

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Robert Musil (1880-1942) o filósofos como Ludwig Wittgenstein (18891951) sólo puede entenderse, precisamente, como reflexión crítica ante esa despreocupación político-social y, sobre todo, ante ese moralismo hipócrita. Lo consideraban exento de los más altos valores del espíritu y la vida humana (Janik y Toulmin, 1992). La perspectiva de Freud ante todo ello fue más pesimista que crítica: interpretó las simulaciones, el malestar y las patologías de los vieneses —y, por extensión, del sujeto occidental moderno— como características humanas universales. En ese camino, Freud también trató de ofrecer una fórmula terapéutica cuyos resultados sólo podían ser costosos y limitados: al fin y al cabo, se trataba de combatir toda una vida de autorregulación emocional y aprendizaje e interiorización de reglas culturales. Además, aparte de la hipocresía moral vienesa, para Freud resultaba evidente que muchos de los códigos de conducta grabados a fuego desde la infancia resultaban imprescindibles para la convivencia en una sociedad civilizada. Como han señalado Johnston (2009) y Pérez (1992), seguramente en esto el padre del psicoanálisis se muestra como un burgués vienés más. No es banal que el incisivo periodismo de Karl Krauss, representante por excelencia de la actitud crítica ante el hipócrita moralismo vienés, también tomara a Freud como objetivo de sus invectivas antiburguesas. Dentro de ese marco histórico-cultural se fraguaron las claves del psicoanálisis. De hecho, Freud no hubiera abandonado nunca su residencia en Viena si no hubiera sido por la amenaza del nazismo; circunstancia que le llevó a un emigración forzosa en Londres en 1938, cuando ya contaba ochenta y dos años de edad (murió allí solo un año después). Así las cosas, su primera teorización psicoanalítica puede localizarse en Viena en torno a 1900, con la publicación de la famosa La interpretación de los sueños. Pero estuvo precedida de un importante periodo de gestación donde la relación de Freud con la cultura científica vienesa jugó un papel fundamental.

Freud y la medicina vienesa Como en el caso de otros «padres fundadores» —por ejemplo, James o Wundt— la formación inicial de Freud se produjo en el ámbito de la medicina y sólo más tarde derivó hacia la psicología. Las concepciones

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científica y clínica de Freud se arraigan en el espíritu positivista de la tradición médica vienesa. Por ejemplo, el hecho de que no le preocupara encontrar respaldo experimental para sus tesis psicoanalíticas proviene, en buena medida, de la lógica propia de los estudios anatómico—fisiológicos de los hospitales de Viena; interesados, antes que nada, por la descripción metódica y la acumulación de datos clínicos que avalaran los cuadros diagnósticos. En la tradición vienesa, el diagnóstico era más importante que los propios tratamiento, cura y seguimiento del paciente (Johnston, 2009). Tanto en su correspondencia personal como en las exposiciones clínicas de sus casos, Freud también se muestra habitualmente fiel a esa perspectiva exhibiendo un evidente desapego e incluso insensibilidad ante el sufrimiento de sus pacientes o el devenir de su salud tras dar por finalizado el tratamiento. De hecho, a pesar de sus objetivos terapéuticos, la propia técnica psicoanalítica incorporaría explícitamente conceptos y estrategias relacionados con la detección y regulación de las posibles relaciones afectivas y empáticas que pueden llegar a surgir entre paciente y analista. La práctica del psicoanálisis exige una escucha clínica distanciada y sin interferencias, así como la detección de la transferencia —las expectativas y deseos que el paciente proyecta sobre el analista— o la contratransferencia —las expectativas y deseos que el analista proyecta sobre el paciente—. Sin embargo, la práctica clínica también resultó fundamental para que Freud terminara abandonando un componente incontestable de la tradición médica vienesa; circunstancia que, además, fue crucial para la propia formulación del psicoanálisis. En concreto, dentro de tal tradición resultaba indiscutible que la causa de cualquier enfermedad, incluyendo las mentales, radicaba en un daño o malformación anatómico-fisiológica. Como veremos, Freud terminó rechazando este supuesto como paso previo a la fundación del psicoanálisis. Entre 1876 y 1885 Freud trabajó en los laboratorios de dos de los más prestigiosos fisiólogos del momento, Wilhelm Brücke (1819-1892) y Theodor Meynert (1833-1892), y publicó diversos trabajos de investigación relacionados con el sistema nervioso, las alteraciones fisiológicas y las afasias o los efectos terapéuticos de la cocaína. En ese momento, los enfoques neurológicos planteaban que los estados alterados de la mente estaban producidos principalmente por daños anatómicos en el sistema nervioso. En un principio, Freud aceptó esta idea y no se apartó

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de ella durante los cuatro años que ejerció como médico residente en el Hospital General de Viena (de 1882 a 1885). Sin embargo, en 1885 viajó a París para conocer las investigaciones que Jean-Martin Charcot (1825-1893) desarrollaba en el Hospital de La Salpêtrière sobre la histeria y sus síntomas (tics nerviosos, parálisis locales, incontinencia verbal, etc.) y quedó profundamente impresionado por ellas. Hoy son muchos los aspectos controvertidos y obsoletos de lo que entonces se definía como «cuadro histérico» (Didi-Huberman, 2007). Pero, en la época, La Salpêtrière representaba el modelo diagnóstico y terapéutico dominante de la histeria y, sin duda, fue clave en la reorientación de los intereses del joven Freud. Por un lado, sus inquietudes neuropatológicas iniciales dejaron paso a una preocupación centrada en los trastornos histéricos y, más adelante, los psicológicos en general. Por otro, tomó contacto con el uso de la hipnosis y, por tanto, con la posibilidad de trabajar con técnicas terapéuticas no invasivas ni basadas en la intervención directa sobre el cuerpo (Levin, 1985). Así, tras su regreso a Viena en 1886, Freud empezó dedicarse a la práctica clínica privada centrándose en los problemas psicopatológicos y tratando de utilizar la hipnosis como método terapéutico. A diferencia de los médicos vieneses, Charcot no creía que la histeria estuviera provocada necesariamente por un traumatismo, malformación o daño anatómico; aunque sí defendía que debía explicarse por alguna disfunción orgánica. En este mismo sentido, y al margen de intenciones terapéuticas, Charcot utilizaba la hipnosis como un método con el que demostrar sus teorías; una herramienta capaz de incidir, indirectamente, sobre el mecanismo neurológico alterado que desencadenaba los síntomas histéricos. Contra esta perspectiva se manifestaba, dentro de la propia Francia, la escuela de Nancy, liderada por los médicos Hippolyte Bernheim (1840-1919) y Ambroise-Auguste Liébeault (1823-1904). Desde el punto de vista de estos autores, muchos de los comportamientos de las histéricas hipnotizadas por Charcot eran reacciones puramente psicológicas y producto de la sugestión. En último término, podían manifestarse en cualquier persona. Además, Bernheim y Liébeault se preocuparon mucho más que Charcot por el carácter terapéutico de la hipnosis; aunque terminarían sustituyéndola por técnicas de sugestión y relajación, como la presión manual en la cabeza, los masajes locales o el uso de divanes donde los pacientes se podían recostar.

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Freud realizó una breve estancia de estudios con Bernheim en 1889 que, con seguridad, también resultó fundamental para el devenir de su práctica clínica y sus reflexiones psicológicas. Cayó en la cuenta de que la diferencia entre una mente normal y una alterada no tenía por qué ser, necesariamente, cualitativa; es decir, determinada por una malformación neuroanatómica. Existía cierta continuidad entre la forma en que funcionaba la mente de un neurótico y la de una persona normal. Las diferencias entre los procesos y estados de uno y otro podían ser, por tanto, meramente cuantitativas o de grado. Esta cuestión es importante por tres razones. En primer lugar, afianzará la preocupación de Freud por el funcionamiento de la mente en un sentido general —no restringido a sus patologías— y por los procesos neurológicos subyacentes. En segundo lugar, le ayudarán a definir esos procesos en términos energéticos y a correlacionarlos con dinámicas neurofisiológicas de carácter químico. En tercer lugar, le permitirán teorizar un dominio de regulación mental estrictamente psicológico que, en todo caso, no sería independiente de las condiciones neurológicas mencionadas. Podemos considerar estas tres razones como los cimientos remotos del psicoanálisis; al menos, fue la reflexión sobre ellas lo que terminó conduciendo al Freud neurólogo a un callejón sin salida. Significativamente, en 1895, dos años antes de iniciar su propio autoanálisis, trabaja en dos obras que atestiguan la insatisfactoria búsqueda teórica a la que hasta el momento le habían llevado tanto sus reflexiones neuropsicológicas como sus experiencias clínicas (véase, a este respecto, Fine, 1982; Levin, 1985; y Poch, 1988). Detengámonos en estos textos.

La reflexión fisiológica: Proyecto de una psicología para neurólogos (1895) Desde sus tiempos como estudiante de medicina, Freud nunca había abandonado su interés por la fisiología. Tratando de realizar su propia aportación a este campo y animado por su amigo más cercano, el fisiólogo y otorrinolaringólogo berlinés Wilhelm Fliess (1858-1928), Freud escribió su Proyecto de una psicología para neurólogos. Su intención era tratar de fundamentar la dinámica mental y, consecuentemente, sus disfunciones, sobre una concepción energética del funcionamiento

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cerebral. En realidad, esta perspectiva ya estaba presente en los trabajos de su maestro Brücke, su amigo Fliess y otros prestigiosos autores de la tradición psicológica germana como Helmholtz, Fechner o Herbart. Igual que ellos, Freud se mantiene fiel al espíritu positivista de la época y, rechazada la tesis de la lesión anatómica, tratará de establecer un modelo cuantitativo del sistema nervioso o, en sus propias palabras, una «economía de la energía nerviosa», regida por leyes físico-químicas. A grandes rasgos, su tesis fisiológica suponía que los procesos psíquicos estaban sostenidos por la acción subyacente de las neuronas interconectadas y cargadas de una cantidad de energía determinada. Ante estimulaciones exteriores las neuronas tendían a descargarse del excedente energético para reequilibrar el sistema, mientras que ciertas demandas interiores al organismo exigían mantener unos niveles mínimos de tensión; esto es, exigían evitar una inactividad completa. En el caso de la estimulación exterior, la actividad se transmite a los músculos motores dando lugar al movimiento reflejo, mientras que la demanda interior está vinculada a la satisfacción energética, dando lugar a funciones básicas como la respiración, la nutrición, la sexualidad, etc. (Freud, 1895/1972a). Freud reconocía el carácter especulativo de su tratado y por ello nunca llegó a publicarlo en vida. Sin embargo, el fracaso del Proyecto le impulsó al desarrollo de una teoría propiamente psicológica del funcionamiento mental. Además, el Proyecto legó al psicoanálisis algunas ideas cruciales. Sin duda, la más importante fue una concepción dinámica y energética del funcionamiento mental, basada en acciones, reacciones y transformaciones de fuerzas en conflicto. Freud era consciente de que sólo estaba realizando una transposición metafórica del lenguaje neurológico al psicológico, pero a veces trató esta relación con ambigüedad. En realidad, nunca renunció a la posibilidad de que se pudiera encontrar un correlato real entre la energía psicológica y la fisiológica. Basándose en ello, especuló incluso con la posibilidad de diseñar medicamentos apropiados para el tratamiento de la neurosis (véase por ejemplo, Freud 1915-1917/1972). Pero para ello creía necesario que las investigaciones farmacológicas alcanzaran un nivel de desarrollo adecuado, algo que veía aún muy lejos. Mientras tanto, la única alternativa sensata para tratar con la energía del organismo y sus efectos tóxicos sobre la mente sería el psicoanálisis.

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La experiencia clínica: Estudios sobre la histeria (1895) Los Estudios sobre la histeria, escritos originariamente por Freud en colaboración con el famoso médico vienés Joseph Breuer (1842-1925), estaban dedicados a casos clínicos protagonizados exclusivamente por mujeres. Esto no fue óbice para que Freud tratara de elaborar, a partir de ellos, un método terapéutico genérico y una amplia explicación de los trastornos psicológicos. En cuanto al método, había insistido en el uso de la hipnosis hasta aproximadamente 1890, explicando su efecto terapéutico de una manera que recuerda mucho a las ideas de su Proyecto y, como en éste, prefigurando conceptos psicoanalíticos cruciales como el de «inconsciente», «resistencia» o «represión». Así, para Freud la hipnosis reforzaba la «voluntad consciente» de las pacientes frente a una «voluntad contraria», de carácter no consciente, que trataba de impedir la consecución del objetivo perseguido o deseado (Freud, 1892-1893/1972). En todo caso, no consiguió alcanzar las espectaculares demostraciones de La Salpêtrière, ni siquiera los satisfactorios efectos terapéuticos que Bernheim obtenía con sus técnicas sugestivas. Muchas de las pacientes de Freud se resistían a la inducción hipnótica y era habitual que los síntomas histéricos reaparecieran después de un tiempo. Por ello, inspirado por la práctica clínica de Breuer, Freud empezó a utilizar como alternativa a la hipnosis el método catártico o «cura por la palabra». Tal método está ejemplarmente expuesto en los Estudios gracias a la presentación de los famosos casos de Anna O., Emmy von N. y Elizabeth von R., entre otros (Freud, 1895/1972b). Compatibilizado con otras herramientas orientadas a la sugestión, el nuevo método terapéutico consistía en charlar con el psicoterapeuta para tratar de rememorar acontecimientos afectivos y dolorosos de importancia, normalmente los más lejanos en el tiempo y, por ende, los más inaccesibles. El recuerdo de los acontecimientos pasados permitía la descarga o «abreacción» de las emociones profundas asociadas a ellos. Esto producía efectos psicológicos beneficiosos, incluyendo la desaparición de los síntomas histéricos. De hecho, se suponía que tales síntomas no eran más que vías de escape corporal para la energía retenida; la misma que se veía liberada en la catarsis terapéutica gracias a la verbalización del conflicto. Sin duda, el método catártico prefigura claramente el de la «asociación libre» como propio del psicoanálisis. En aquel ya desaparece la

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dirección del terapeuta sobre el trabajo de rememoración del paciente. Lo que se mantendrá constante en el camino recorrido desde la hipnosis hasta la «asociación libre», pasando por el método catártico, serán las posibilidades de ampliar el espacio y la actividad propia de lo mental. Tal dominio no podía circunscribirse ya meramente a la conciencia. En cuanto a la delimitación de las alteraciones mentales, la práctica clínica confirmó progresivamente algo que Freud barruntaba desde años atrás: la distinción entre los trastornos nerviosos de carácter orgánico y los de origen psicológico. La confusión entre ambos se había debido a que estos últimos podían simular la sintomatología motora típicamente asociada a los daños neurofisiológicos (Freud, 1924/1974). Buscando causas alternativas, las experiencias clínicas de Breuer y Freud confirmaron cómo muchos casos de neurosis psicológicas estaban asociados con problemas de índole sexual en los pacientes. Freud llegó a asegurar que había constatado una conexión evidente con episodios de abusos sexuales sufridos en la infancia y perpetrados por personas del entorno familiar o próximo. Un año después, en 1896, elaboró sobre esa base la «teoría de la seducción» que remitía a estos episodios traumáticos del pasado para explicar la aparición de los síntomas histéricos en la edad adulta (Freud, 1896/1972).

La infancia del psicoanálisis: la sexualidad infantil y el complejo de Edipo El famoso psiquiatra vienés Richard Krafft-Ebing (1840-1902), también profesor de Freud en sus tiempos de estudiante, tildó la tesis de la seducción y la sexualidad infantil de «cuento de hadas científico», motivo más que suficiente para que Freud, herido en su orgullo de hombre de ciencia, revisara su planteamiento. De hecho, también había recibido duras críticas de Krafft-Ebing, e incluso de su admirado maestro Meynert, por plantear que los trastornos histéricos podían ser descritos en hombres y no sólo en mujeres. Freud estaba sumido en un mar de dudas y decepciones a propósito de la teoría patológica, la práctica clínica y su escaso protagonismo en las instituciones médicas y académicas, motivo que seguramente impulsó su decisión de autoanalizarse y enfrentarse a las revelaciones ya comentadas al principio sobre sus verdaderos deseos y frustraciones.

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Tras el autoanálisis, Freud acometió una reconceptualización —ya plenamente psicoanalítica— de la sexualidad infantil y sustituyó la «teoría de la seducción» por el «Complejo de Edipo». Eso sí, todavía preocupado por el juicio de sus maestros, no dio a conocer inmediatamente sus nuevas hipótesis. Como también hizo con su autoanálisis, esperó hasta el nuevo siglo para publicarlas. Muchas de ellas aparecieron por primera vez en los que, sin duda, son los dos textos clave del psicoanálisis: La interpretación de los sueños (Freud, 1900/1972) y Tres ensayos para una teoría sexual (Freud, 1905/1972a).

La sexualidad infantil En su concepción del desarrollo sexual humano Freud sostiene la existencia de diversas etapas (oral, anal, fálica, de latencia y genital) relacionadas con distintas zonas erógenas del cuerpo del niño. Son zonas especialmente sensibles y están relacionadas con el cumplimiento de funciones orgánicas básicas para el bebé, como mamar, defecar u orinar. Estas actividades relajan la tensión interna del sujeto, pero las zonas erógenas implicadas en ellas son fuentes de placer en sí mismas. La boca y los labios, por ejemplo, son áreas muy sensibles relacionadas con la alimentación. El estímulo del pezón provoca que los labios del niño se activen e inicien la succión. Con ello se relaja la tensión interna provocada por el hambre. Pero la estimulación oral es placentera en sí misma y si permanece sin satisfacerse durante largo tiempo producirá irritación en el niño. Por eso, toda vez que la estimulación queda deslindada de su función alimentaria primigenia, el bebé podrá superar su displacer oral utilizando sustitutos del pezón como su propio dedo o un chupete. Lógicamente, a lo largo de la vida del sujeto los estímulos considerados socialmente apropiados para estimular las diversas zonas erógenas irá variando; y así irán apareciendo medios sustitutivos como caramelos, tabaco, alcohol, besos, caricias, etc. Dentro de ese esquema, una de las funciones orgánicas básicas, la reproductora, aparecería más tardíamente en el desarrollo. Era durante la pubertad cuando se producían los cambios madurativos específicos que la hacían posible. La zona genital cobraba un especial protagonismo, si bien resultaba evidente que en el juego preparatorio amoroso (besos, caricias, etc.) se veían implicadas el resto de zonas erógenas. Desde el

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punto de vista de Freud, en una persona normal la estimulación de estas zonas generaba una excitación que se ponía al servicio de los impulsos genitales y concluía con el coito. Pero también podía ocurrir que el placer asociado a alguna de las zonas erógenas primitivas fuera más intenso que el producido por la zona genital. En ese caso se desarrollaba lo que en la época de Freud se consideraban perversiones (sadismo, coprofilia, homosexualidad, etc.): el deseo sexual se fijaba en zonas como la boca, el ano, los pies, etc. Alternativamente, también podía darse el caso de que, llegado a la madurez, el sujeto fuera incapaz de canalizar su sexualidad a través de las zonas placenteras. En este caso, aparecía una neurosis y el sujeto en lugar de manifestar una sexualidad normal desarrollaba síntomas histéricos (Freud, 1905/1972a). Las consecuencias más importante que se pueden extraer de todo esto son dos. En primer lugar, no existen objetos naturalmente predeterminados para la satisfacción del impulso sexual, más allá de lo que la sociedad sanciona como adecuado. En segundo lugar, cualquier persona puede desarrollar una perversión o una neurosis sin necesidad de sufrir un daño neuroanatómico. De hecho, Freud creía que era muy difícil llegar a formar a un individuo totalmente sano desde el punto de vista sexual; esto es, un sujeto que, tal y como exigía la moral burguesa, ajustara estrictamente su actividad coital a un fin reproductor.

El Complejo de Edipo Tras descubrir en su autoanálisis ciertos sentimientos ambivalentes hacia su padre, Freud llegó a la conclusión de que la «teoría de la seducción» era falsa. Las experiencias sexuales tempranas relatadas por sus pacientes no habrían sido reales, sino fantasías con las que se disfrazaban, a través de síntomas, deseos incestuosos hacia las figuras parentales durante la infancia. En su forma básica, el niño deseaba inconscientemente poseer a la madre para sí mismo y por eso albergaba sentimientos de odio y muerte hacia el padre (Freud, 1900/1972). Esto se produciría durante una etapa pregenital, aproximadamente entre los 3 y 6 años, momento en el que también se desarrolla el miedo a la castración, entendida ésta como castigo o represalia del padre ante los deseos incestuosos. No obstante, los impulsos sexuales relacionados con el Complejo de Edipo terminarían

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cayendo en un estado de latencia que duraría hasta la pubertad. Durante esta última etapa el complejo se revive para poder elegir un objeto de deseo apropiado, normalmente una mujer evocadora de la propia madre. El sujeto consigue entrar así en la madurez preparado para cumplir con la función reproductora fundamental (Freud 1921/1974) Para Freud la estructura del Complejo de Edipo sería diferente en el caso de las niñas3. La explicación es mucho más alambicada y polémica y, de hecho, sólo la desarrolló plenamente muchos años después. El Complejo de Edipo femenino estaba basado en la supuesta envidia que la niña sentiría por su carencia de pene. La existencia de éste se constataba a través del cuerpo del padre o el hermano, al tiempo que también se advertía su ausencia en la madre. Supuestamente, esta situación era vivida por la niña como una castración en su propio organismo. En ese punto la niña se orientaría al padre para conseguir el pene y tal deseo se albergaría bajo la posibilidad simbólica de que su progenitor le proporcionara un hijo. Según Freud, si el niño resolvía su Complejo de Edipo en la edad adulta al transferir su amor maternal a su esposa, la niña lo superaba cuando como madre alumbraba un varón (Freud, 1925/1974 y 1931/1974). Las ideas freudianas sobre la sexualidad infantil han sido motivo constante de polémica; incluso dentro de los adeptos a la escuela psicoanalítica. En la línea de la imagen del «Freud burgués» ya comentada, el Complejo de Edipo reflejaría, de forma estereotípica, la familia nuclear y patriarcal vienesa de finales del siglo xix y principios del xx. Dentro de esta misma lógica, en la conceptualización del Complejo de Edipo femenino se pueden detectar rastros de los estereotipos y prejuicios misóginos propios de la época (para una discusión de estas cuestiones puede verse Mitchell, 2000). También se han criticado todos los acontecimientos que rodearon las decisiones tomadas en torno a la «teoría del seducción». Para algunos autores, muchos de los episodios de abusos relatados por los pacientes de Freud eran seguramente verídicos (Breger, 2001; Masson, 1984). Para otros, es posible que la mayoría de los pacientes ni siquiera comentaran nada relacionado con abusos infantiles (Cioffi, 1973; Esterson, 1993;

3   En realidad, fue Carl Gustav Jung quién nombró la versión femenina del Complejo de Edipo con su denominación más popular: «Complejo de Electra» (Jung, 1912/2000). Por lo demás, su conceptualización difirió bastante de la freudiana.

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Leahey, 2005). En este caso, habría sido el propio Freud quien habría inducido o, incluso, inventado esos datos para justificar la etiología sexual de la histeria. Pero, sea cual sea el punto de vista, todas las críticas coinciden en que el interés prioritario de Freud era legitimar y reforzar el planteamiento del Complejo de Edipo. Ello le permitía colocar su trabajo en un terreno fundamentalmente psicológico y escapar de la necesidad de aprobación y reconocimiento por parte de las autoridades médicas vienesas. Al fin y al cabo, el desarrollo de sus investigaciones se había topado con la continua descalificación de sus maestros y, consecuentemente, su carrera no había encontrado acogida profesional en las instituciones académicas y sanitarias de Viena —algo en lo que también pesaba su condición judía—. Freud, como Wundt o James, habría encontrado en la psicología una vía de reconocimiento que el establishment médico nunca hubiera permitido. Dando la vuelta a este mismo argumento, autores como Johnston (2009) han planteado que fue precisamente la elaboración de una explicación prioritariamente psicológica de los cuadros neuróticos —y no su apuesta por el pansexualismo— lo que produjo el rechazo de las tesis de Freud en su propio contexto social y, más concretamente, entre los médicos. Sea como fuere, la reconceptualización teórica que realiza Freud después de abandonar la teoría de la seducción también es resultado de un intento para hallar respuestas a problemas vitales y socio-culturales que, ya en su época, habían rebasado tanto las limitaciones terapéuticas de la hipnosis como, sobre todo, el marco reduccionista de la neurofisiología. Como hemos señalado, el punto de inflexión de esa «crisis epistemológica» puede encontrarse en las estaciones de tránsito que suponen el Proyecto de psicología para neurólogos y los Estudios sobre la histeria. Ambas obras plantearon problemas irresolubles a su autor dentro de un marco estrictamente fisiológico, al tiempo que prefiguraron conceptos cruciales del psicoanálisis como «regresión», «inconsciente», «represión» o «asociación libre» (véase Poch, 1988). Sin embargo, no fue hasta la publicación de La interpretación de los sueños en 18994 cuando estos términos adquirieron todo su significado.

4   La interpretación de los sueños se publicó efectivamente a finales de 1899, pero el editor estampó en la publicación la fecha de1900 por motivos de estética y estrategia editorial: le parecía mejor reclamo que el libro naciese con el siglo.

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LA FORMULACIÓN DEL INCONSCIENTE Y LA PRIMERA TÓPICA Freud utiliza por primera vez el término psicoanálisis hacia 1896. De esa época data también el uso del concepto de inconsciente en su acepción psicoanalítica, seguramente, el aspecto más popular de la teoría freudiana junto con las teorías de la personalidad. En la historiografía de la psicología, se ha mencionado hasta la saciedad la perspicacia y la originalidad de Freud a la hora de elaborar o incluso, a la manera de las «ciencias duras», «descubrir» el inconsciente (sobre esta cuestión ver Blanco y Castro, 1999; Ellenberger, 1976). Desde luego, pocas ideas psicológicas han calado tan hondo en la cultura occidental. En todo caso, la cuestión de la «energía inconsciente» se prefiguró en un importante caldo de cultivo cultural e intelectual propio de la época.

Los fundamentos científico-filosóficos del inconsciente Un famoso trabajo del filósofo Michael Foucault sobre la genealogía de las ciencias humanas plantea que a finales del siglo xviii y principios del siglo xix se produce una ruptura crucial en la manera en que se elabora el conocimiento de la experiencia y la realidad; una nueva forma de ver las cosas en la que, por lo demás, todavía estaríamos inmersos en la actualidad (Foucault, 1999). A grandes rasgos, Foucault propone que, desde ese intervalo histórico, las ciencias empezarán a hablar, de muy diversas maneras, de un principio constitutivo de la vida que estaría arraigado en sus raíces —biológicas e históricas— más profundas e inaccesibles. En ese principio fundamental se localizará el origen de la fuerza y estructura básica de todo fenómeno vital, incluyendo al ser humano. Aparecen así formas de explicación basadas en la génesis de los fenómenos y en el poder de la misma para determinar el curso posterior de los acontecimientos. Así, desde principios del siglo xix, las disciplinas científicas buscarán las causas últimas y explicativas de la condición humana remitiéndose a sus orígenes más antiguos, primarios o profundos; algo que incluirá a los antepasados remotos (evolución, hominización, razas, historia), los mecanismos biológicos (genes, neuronas, instintos, energía físico-química, etc.) o las experiencias elementales (vida, sensibilidad, sentimiento, actividad, etc.).

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Tal búsqueda se verá acompañada por una definición en términos afectivo-emotivos e irracionales de los entresijos interiores del principio vital. En el caso de la condición humana, es algo que se pondrá de manifiesto en la exaltación de las pasiones y emociones por parte del arte romántico; en la pintura paisajística de William Turner (1775-1851) y Caspar David Friedrich (1774-1840), la ópera de Richard Wagner (18131883) y Giuseppe Verdi (1813-1901), la poesía de Friedrich Hölderlin (1770-1843) y Lord Byron (1788-1824) o los relatos de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822) y Walter Scott (1771-1832). Con el romanticismo, el sentimiento y las emociones se convertían en el impulso fundamental de las más altas aspiraciones y creaciones humanas, aunque también en la causa los peores desvaríos y fatalidades. Esta sensibilidad también impregnará la metafísica idealista y el naturalismo positivista del siglo xix. Dentro de la primera, filósofos como Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), Arthur Schopenhauer (1788-1960), Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1779-1831) o Friedrich Nietzsche (18441900) tematizan, de muy diversas maneras, la idea de que las bases fundamentales del espíritu humano son parte de la naturaleza. De ésta extraen la potencia y originalidad creativa que, para bien o para mal, la razón luego trata de ordenar y encauzar. Para muchos filósofos idealistas, es esa potencia la que convierte al hombre en el rey de la creación, distanciándolo del reino animal y aproximándolo, al mismo tiempo, al concepto de divinidad o de una naturaleza pura. En sus escritos más autobiográficos, Freud manifestó explícitamente que su idea de inconsciente se separaba de la metafísica y romántica, muy particularmente de las perspectivas de Nietzsche y Schopenhauer, pero la cercanía en muchos puntos es evidente. Por su parte, también el naturalismo científico asumirá que los aspectos irracionales y afectivo-emotivos definen los impulsos básicos del ser humano, pero —darwinismo mediante— en ellos localizará, precisamente, la continuidad entre el hombre y el reino animal. Para darwinistas positivistas como Herbert Spencer (1920-1903) o Ernst Haeckel (19341919) la estructura de los instintos e impulsos biológicos, con su energía irracional en la lucha por la supervivencia, estaban necesariamente en la base del progreso evolutivo desde el reino animal al humano y, más allá, a la civilización. Pero también podían producirse estancamientos o involuciones en las que los mecanismos biológicos primarios tomaban de nuevo el control de la actividad humana. Frente al desarrollo normal,

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estas alteraciones orgánicas devolvían al organismo a etapas animales, determinando el comportamiento enfermizo, degenerado, irracional o criminal de individuos, colectivos e incluso naciones. Antes de que aparezca la teoría freudiana hay ya muchos planteamientos psicológicos que, con gran diversidad de matices, definen una base impulsiva, emotiva e irracional para el comportamiento individual y colectivo. Antes del fin de siglo, psicólogos como el francés Hippolyte Taine (1828-1893) o el prusiano Moritz Lazarus (1824-1903) recurren a la idea de espíritu o de psicología colectiva para tematizar las raíces profundas que caracterizan el genio y devenir histórico de pueblos y naciones. Otros, como el sociólogo italiano Scipio Sighele (1868-1913) o los psicólogos sociales franceses Gustave Le Bon (1841-1931) y Gabriel Tarde (1843-1904), empiezan a preocuparse por los mecanismos de sugestión y alienación que subyacen al comportamiento de las masas sociales, bien en las manifestaciones espontáneas e irracionales de rebeldía, bien en la hipnótica sumisión a la dirección de un líder. Teóricos de la degeneración y la criminalidad, como el italiano Cesare Lombroso (1835-1909) o el austrohúngaro Max Nordau (1849-1923), también recurrirán a las bases afectivas e irracionales para explicar la cercanía entre el genio y la locura; cuestión que ya los románticos y los filósofos idealistas habían advertido en el terreno estético. Desde el punto de vista de la psicología general o individual, quizá sea el francés Pierre Janet (1859-1947) el primer psicólogo que, sólo unos pocos años antes que Freud, maneje ya una concepción plenamente dinámica del inconsciente considerándolo una fuerza activa de la naturaleza humana (Poch, 1989). Al igual que Freud, Janet estudió con Charcot y planteó un principio de «automatismo psicológico» según el cual la mente actúa en ocasiones espontáneamente bajo el control de asociaciones subyacentes y automáticas. Este mecanismo explicaría la mayoría de los estados alterados de la conciencia, incluyendo los síntomas histéricos (Janet, 1889 y 1893). Como tantos otros, Janet acusó a Freud de haberle robado ideas, pero Freud se sentía especialmente indignado por esta reprobación dado que aseguraba no haber conocido el trabajo del psicólogo francés hasta muchos años después. También la importancia atribuida al impulso sexual, entre otras fuerzas afectivas posibles, contaba con muchos adeptos antes de que Freud

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madurara el psicoanálisis. En su contexto próximo, fue defendida por su antiguo maestro Krafft-Ebing y su colega Wilhelm Fliess. En todo caso, Krafft-Ebing, coherente con su confesión católica, colocaba el instinto sexual al mismo nivel que un impulso moral y religioso que sería responsable de las más altas creaciones y metas humanas; algo con lo que Freud no podía estar de acuerdo (véase Johnston, 2009). Fliess, por su parte, había elaborado una teoría pansexualista de los motivos humanos. Señaló además la existencia de la sexualidad infantil y la presencia de inclinaciones masculinas y femeninas en ambos sexos; cuestiones que, más tarde, fueron plenamente incorporadas a las tesis freudianas. De hecho, durante la elaboración de sus teorías, Fliess comentó sus ideas con Freud, como demuestra la correspondencia entre ambos (Freud, 2008). A la vista de la información contenida en las cartas, no es de extrañar que Fliess también terminara acusando a su gran amigo de robarle ideas. Quizá en este caso Fliess sí tuviera motivos para sentirse molesto, dado que Freud apenas le cita en sus obras. Está fuera de toda duda que la construcción del psicoanálisis fue estimulada por la relación que Freud mantuvo con su colega vienés. Pero lo cierto es que en la visión freudiana de la sexualidad hay un trabajo de integración, sistematización y fundamentación que transciende el posible valor o genialidad de una idea concreta. En ese sentido, el recurso de Freud al instinto sexual tiene que entenderse dentro de una búsqueda de solidez teórica. Es una decisión de una coherencia científica, biologicista y reduccionista, impecable para la época. Efectivamente, el instinto sexual o, tal y como se denominará habitualmente dentro del psicoanálisis, la «libido» aparecía como la energía más adecuada —aunque no la única— para explicar la expresión de los síntomas histéricos y la ejecución de muchas actividades humanas. A diferencia de otras funciones biológicas básicas como comer, beber, dormir, etc., el sexo era el único instinto que podía permanecer insatisfecho sin que por ello el organismo corriera peligro de muerte. Más aún, al no liberarse a través de las demandas reproductivas, la libido podía transformarse e impulsar otras muchas acciones humanas (Sulloway, 1979; Leahey, 2005). Sea como sea, el punto de vista energético que Freud había tratado de articular inicialmente a través de principios fisico-químicos encajaron perfectamente en la sensibilidad cultural e intelectual de la época. Nuevamente se mantuvo fiel al espíritu positivista al buscar un fundamento orgánico, en este caso un instinto biológico, para fundamentar

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su perspectiva energética. Pero además, a la manera del idealismo filosófico, proyectó ese principio energético sobre todos los comportamientos y creaciones que la Humanidad desarrollaba en su esfuerzo por conquistar la civilización. En esta velada apuesta por el progreso Freud parecería representar, nuevamente, al burgués estereotípico, si no fuera porque también se encargó de señalar los sacrificios que la civilización exigía y la precariedad del pacto social que la sostenía (una tesis sobre Freud como autor escéptico ante la modernidad y el progreso puede consultarse en Gray, 2013). La Gran Guerra de 1914 confirmaría algunas de sus peores sospechas, colocando la irracionalidad y el egoísmo del ser humano en un primer plano. De momento, la versión animal y pesimista de las fuerzas inconscientes ganaba la partida a la optimista y humanista. La estructura de la personalidad: la primera tópica Freud sistematizará su teoría del inconsciente y la dará a conocer al público a través de su celebérrima obra La interpretación de los sueños. Publicada en 1900, en ella se maneja una idea del inconsciente que, a pesar de estar implícitamente respaldada por el marco científico-filosófico de la época, resultó incómoda para muchos psicólogos; ente ellos Franz Brentano o William James. Lo que resultaba llamativo era que Freud diera tanto protagonismo a procesos que, siendo mentales, no acontecían en el campo de la conciencia. Para colmo, consideraba esos procesos fundamentales para entender el funcionamiento de la mente en su totalidad. La concepción experimental de la psicología de autores como Wundt o James estaba definida principalmente por los estados conscientes del sujeto individual, aun cuando trataran de localizar los componentes elementales subyacentes al funcionamiento de la mente. Desde este punto de vista, mente era sinónimo de conciencia, y cuando James y Wundt utilizaban el término «inconsciente» o bien se referían a aquellos contenidos mentales sobre los que, en un momento determinado, no recaía el foco de la atención del sujeto —permaneciendo en un especie de penumbra mental— o bien a los procesos neurofisiológicos que constituían el sustrato del funcionamiento psicológico (Leahey, 2005). Por supuesto, tal y como hemos visto a propósito del espíritu cultural e intelectual de la época, la idea de inconsciente también podía referirse al motor o la

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energía afectiva básica que, en términos biológicos o espirituales, impulsaba la actividad del individuo. De hecho, fuera del ámbito experimental, los propios Wundt y James manejaron teorías sobre la vida inconsciente —por ejemplo, al hablar del misticismo o de la psicología colectiva— en una sentido que evocaba al idealismo filosófico. La innovación de Freud consistió en traerse ese principio energético inconsciente al espacio mental individual y, en tanto proceso psicológico, situarlo en pie de igualdad con los contenidos mentales conscientes. En realidad, en la teoría freudiana el inconsciente se convierte en la región más extensa e importante de la mente, si bien sus contenidos y procesos se mantendrán ocultos para el sujeto la mayor parte del tiempo. A partir de ello, Freud desarrolló lo que posteriormente se denominó «primera tópica» (Jones, 1953-1957/2003; Laplanche y Pontalis, 1996); es decir, una teoría explicativa que recurre a una metáfora espacial para explicar la división de funciones del aparato psíquico. Los lugares o instancias que representaban la dinámica psíquica en esa primera tópica fueron el consciente, el preconsciente y el propio inconsciente. De acuerdo con la primera tópica, en el inconsciente moraban todo tipo de ideas, impulsos y deseos en la forma de fuerzas que pugnaban por emerger a la conciencia y poder ser así satisfechas. Muchas de ellas tendrían un carácter moral y socialmente inaceptable, debido, sobre todo, a sus connotaciones sexuales. Por ello, eran censuradas impidiéndose su acceso a la conciencia. En cambio, las que superaban la prueba de la censura podían llegar a alcanzar la consciencia con facilidad, pero no de manera inmediata (por ejemplo, el fenómeno de «tener algo en la punta de lengua»). Debían aguardar su oportunidad en otra instancia: el preconsciente. Por el contrario, los contenidos que no superaban la prueba de la censura seguían pugnando por emerger, por lo que eran sometidos a la «represión». En esto consistía la cualidad activa del inconsciente en virtud de la cual que se mantenían a raya todos aquellos contenidos inaceptables y que no debían acceder a la conciencia. El inconsciente se considera dinámico precisamente por ello: no sólo es una instancia o lugar donde moran contenidos, sino que también es energía representada por fuerzas en conflicto que deben resolver lo que puede pasar a la conciencia y lo que no. Ahora bien, dentro de esa dinámica energética, la vigilancia de la censura no puede ser constante ni total. Los contenidos y deseos inacepta-

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bles logran en ocasiones emerger y manifestarse —de forma inquietante o perturbadora— en los estados de vigilia. Sus contenidos aparecen, en todo caso, de manera parcial y desfigurada a través de los sueños, los estados alucinatorios, los lapsus (lingüísticos o de cualquier otro tipo) o los síntomas neuróticos. En todos esos casos, se producen caídas de la vigilancia de los mecanismos represores, si bien la acción de éstos nunca desaparece del todo. Lo que el sujeto puede tener en la conciencia son sólo manifestaciones deformadas de un contenido original inconsciente que no puede manifestarse con toda su crudeza (Freud, 1900/1972). Si Freud utilizó el título La interpretación de los sueños en su primera obra psicoanalítica fue porque consideró que éstos eran, precisamente, la vía regia hacia el inconsciente. El título resulta deliberadamente provocativo, y no sólo porque recurriera a un fenómeno psicológico considerado menor por todos los psicólogos y psiquiatras de la época. La denominación evocaba más la imagen de un tratado esotérico que de un trabajo científico. Como buen intelectual vienés, y al igual que su maestro Brücke, Freud amaba la historia clásica y los mitos griegos y egipcios y coleccionaba pequeños objetos arqueológicos; una fascinación histórico-antropológica a la que unía el interés por su propia tradición judía. Igual que con la denominación del Complejo de Edipo, con su primera obra plenamente psicoanalítica jugó provocativa y deliberadamente con este tipo de referencias. Ciertamente, la técnica de adivinación del futuro o el destino a través de los sueños había sido habitual en muchas culturas antiguas. Freud modificará los objetivos de estos métodos ancestrales y utilizará la interpretación los sueños para dilucidar lo que había sucedió en el pasado. Para ello era necesario adentrarse en el núcleo primigenio de la subjetividad a través de las brumas oníricas y los muros de la memoria. Freud estimó que los sueños aparecían durante caídas de la censura y la represión, inamovibles e implacables durante los estados de vigilia. Gracias a ello, los sueños transportaban gran cantidad de material sintomático en forma de imágenes, palabras, frases, etc. Aunque deformado por una represión de menor intensidad, el material onírico aportaba información directamente conectada con el núcleo inconsciente del problema. Freud empleaba el método de la asociación libre en sus sesiones terapéuticas con el objetivo de que sus pacientes se aproximaran progresivamente a ese núcleo, venciendo poco a poco los mecanismos de defensa. A pesar de la brecha abierta por el sueño en la censura y la represión,

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éstos volvían a estar operativos cuando el sujeto trababa de profundizar conscientemente en los significados de las imágenes oníricas. Durante las sesiones clínicas, los mecanismos de defensa tienen que ver, precisamente, con las estrategias de resistencia (divagaciones, confusiones, cambios de temas, negaciones radicales, olvidos selectivos, etc.) que el sujeto emplea de forma inconsciente para evitar alcanzar la causa última de sus padecimientos. Como ocurre con los sueños, la asociación libre permitía relajar esa censura y conseguía que, hasta cierto punto, la conciencia fuera más permeable al material reprimido (Freud, 1900/1972). En todo caso, la terapia psicoanalítica supone que no es habitual alcanzar una liberación total del núcleo traumático. Propone, al menos, dos motivos para explicar esa imposibilidad. Por un lado, si el sujeto fuera capaz de liberar la totalidad de lo reprimido sufriría más dolor que el que le produce el juego represivo, ya que se produciría una incompatibilidad radical con componentes morales y éticos muy arraigados. Por otro lado, el lenguaje resulta fundamental para la elaboración de una idea completa, clara y diáfana de lo reprimido, por lo que experiencias traumáticas muy tempranas, sufridas antes del desarrollo del lenguaje, sólo pueden ser reconstruidas de forma hipotética. Freud empleó la técnica de la interpretación de los sueños en algunos de sus casos más famosos, como el Pequeño Hans, el Hombre de las Ratas, o el Hombre de los Lobos. Investigaciones y testimonios posteriores indican que es muy discutible que alcanzara finalmente el éxito terapéutico que aseguró haber conseguido en todos ellos. Sin embargo, el hecho de buscar las causas profundas de nuestra personalidad y comportamiento en aspectos aparentemente anecdóticos, marginales o poco importantes de la vida caló profundamente en la cultura occidental. En un mundo obsesionado con la interioridad y la privacidad, parecía coherente que los anhelos más auténticos e inconfesables del ser humano encontraran vías de escape en detalles menores. Por excéntricos que estos pudieran parecer, su aparente banalidad era, precisamente, aquello que los hacía perfectamente aceptables e, incluso, atractivos para la sociedad. Entre otras obras, en la Psicopatología de la vida cotidiana y El chiste y su relación con el inconsciente, Freud ofrece un amplio catálogo interpretativo de estos detalles donde, además de sueños, se analizan chistes, lapsus linguae o fenómenos de déjà vu. A través de este tipo de materia-

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les Freud ejemplifica el funcionamiento del inconsciente a la hora de disfrazar lo reprimido; esto es, la posibilidad de representar velada o indirectamente contenidos que no pueden expresarse de forma total y directa (Freud, 1900-1901/1972 y 1905/1972b). A ese respecto, además de la resistencia, Freud definió otros muchos mecanismos de defensa. Así, menciona el «desplazamiento» como sustitución de un contenido reprimido por otro aparentemente familiar y aceptable. También propuso la «proyección» en tanto que derivación del contenido reprimido inaceptable hacia una instancia externa al sujeto (un objeto o persona por la que se pueda mostrar desapego o desprecio). Igualmente, Freud identificó la «condensación», una fusión de contenidos reprimidos en una nueva representación en la que aquellos resultan irreconocibles. Por último señalaremos la «fractura» del contenido reprimido, es decir, su ruptura en varias representaciones nuevas en las que la energía original queda difuminada (explicaciones de todos estos conceptos pueden encontrarse, por ejemplo, en Hall, 1978 y Laplanche y Pontalis, 1996). Al menos hasta 1920, el inconsciente se mantuvo como piedra angular del proyecto psicológico ideado por Freud. Concretamente, la propensión humana a la satisfacción de impulsos biológicos básicos —sobre todo los sexuales en tanto que relacionados con los principios darwinistas de reproducción y conservación de la especie— sirvió de sólido cimiento para levantar el edificio psicoanalítico original. Esto era, además, perfectamente congruente con el ámbito clínico en el que Freud afrontaba sus casos. Sin embargo, a partir de 1910 Freud empezó a ampliar su reflexión teórica a temas culturales que, como buen vienés cultivado, siempre le habían interesado. Además de su perenne interés por el lenguaje, su preocupación se extendió a la historia, el arte o la religión. Se trataba de aspectos aparentemente exclusivos de la condición humana, lo que terminó influyendo en cierta refiguración de su sistema. A partir de 1920, una vez asentada la fundamentación del psicoanálisis y su propio reconocimiento internacional, la concepción del inconsciente varió sensiblemente. Sus funciones fueron cuidadosamente desbrozadas y reubicadas y Freud ofreció una cohorte de nuevos conceptos y motivos de reflexión. Dada su vasta producción entre 1910 y la fecha de muerte en 1939 (publicó más de 20 libros después de 1920, además de innumerables artículos, prólogos y comentarios menores), en el próximo capítulo vamos a tratar de ordenar y presentar genéricamente algunos de los desarrollos más importantes.

CAPÍTULO XII EL PSICOANÁLISIS FREUDIANO: II. DESARROLLOS Y ALTERNATIVAS

Durante la década de los 20, siendo ya un septuagenario, Freud se embarcó en una actualización de todos sus planteamientos. Los cambios más importantes giraron, sin duda alguna, en torno a la modificación de su teoría de la personalidad. Antes de ello, también había revisado su teoría de los instintos y formulado una ambiciosa teoría de la cultura. LA NUEVA TEORÍA DE LOS INSTINTOS: EROS Y THANATOS En líneas, generales, Freud asumía la existencia de innumerables instintos detrás de los comportamientos humanos. En lo tocante a sus tesis sobre la sexualidad, antes de 1920 había ofrecido una clasificación hipotética de «instintos primarios» que, en todo caso, de acuerdo con su perspectiva darwinista, tenían que ver con la supervivencia del sujeto o la especie. A ese respecto, Freud distinguía entre dos tipos de instintos: los de conservación y los sexuales. Los primeros estaban dirigidos a preservar la vida del organismo evitando cualquier situación de peligro, incluyendo las implicadas en la satisfacción del deseo sexual. Los segundos eran los que impulsaban al sujeto a reproducirse, pasando incluso por encima de las situaciones conflictivas advertidas por el instinto de conservación (Freud, 1910-1911/1972). En 1920 Freud acomete una profunda reorganización de sus tesis sobre los instintos distinguiendo, nuevamente, entre dos grupos enfrentados. Manteniendo su fascinación por los mitos griegos, los denominó «Eros», que concentraba los impulsos de vida, y «Thanatos», que reunía los impulsos de muerte (Freud, 1920/1974). En realidad, la verdadera novedad tiene que ver con la formulación de los segundos, porque Eros sólo reúne los dos instintos originariamente asociados a la supervivencia del individuo, por un lado, y de la especie, por otro. Se ha dicho que Freud

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propone los instintos de muerte al inicio de la década de los 20 debido al estado general de pesimismo en que le sumieron acontecimientos como la muerte temprana de familiares muy queridos (su hija Sophie y uno de sus nietos), el cáncer de mandíbula que padecía (y que le obligaba a un continuado y doloroso tratamiento) o los desastres de la Primera Guerra Mundial. Pero, al margen de todo esto, su práctica clínica le había demostrado que, en muchas ocasiones, las tendencias suicidas de algunos pacientes eran irrefrenables. Para él, resultó difícil explicar estos comportamientos extremos como meros síntomas o desplazamientos de deseos reprimidos y coherentes con los instintos de vida. Sea como fuere, en su obra Más allá del principio del placer Freud sentenció que la «meta de toda vida es la muerte». Para justificar esta idea sostuvo que la pulsión de muerte tenía un potente fundamento biológico: una supuesta tendencia natural y primaria de todo organismo a retornar a un estado inorgánico originario; esto es, a deshacerse de toda posibilidad de excitabilidad y tensión energética. Desde el punto de vista psicológico, la consecuencia más importante de este nuevo planteamiento teórico fue la modificación de su teoría de la agresión. Hasta ese momento, Freud había considerado que la agresión era resultado de la frustración que producía la imposibilidad de satisfacer una necesidad; es decir, la trataba como una consecuencia de la obstaculización de los instintos de vida. Después de 1920, Freud planteará que la agresión es un comportamiento derivado de los instintos de muerte. Como ocurría con los de vida, los instintos de muerte también solían reprimirse y desviarse de su objetivo principal —la aniquilación del organismo—, reorientando sus energías destructivas hacia otras personas u objetos (Freud 1920/1974). La concepción freudiana de la relación entre los diversos instintos y la energía vital se vuelve así más compleja. De hecho, tal reflexión corrió paralela a la elaboración de una nueva teoría de la personalidad que permitiera explicar, entre otras cosas, la gestión de las tensiones entre Eros y Thanatos.

REVISIÓN DE LA TEORÍA DE LA PERSONALIDAD: LA SEGUNDA TÓPICA A pesar de que Freud acometió la revisión de su teoría de la personalidad en la década de los 20, algunas de sus claves proceden de sus

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años de formación. Dentro de la propia tradición psicológica germana, el psicólogo Johann Friedrich Herbart (1876-1941) había establecido una diferencia entre un yo primario y un yo secundario. Herbart suponía que el primero de ellos se transmitía hereditariamente y permitía que desde muy pronto el niño distinguiera, aun en ausencia de conciencia, entre el propio cuerpo y el entorno. El yo secundario implicaba un proceso de socialización y aprendizaje, a partir del cual el sujeto lograba el control sensorio-motor y el dominio de sus afectos en la relación con sus congéneres. Gracias a la influencia de su profesor Meynert, Freud conocía y admiraba la obra de Herbart. De hecho, el propio Meynert utilizó la propuesta herbartiana en sus disquisiciones fisiológicas y distinguió entre un córtex superior socializado y un córtex inferior biológico y primario (Johnston, 2009). El Freud de la década de los 20, sin embargo, había adoptado una perspectiva psicológica desde hacía muchos años. Su propuesta recuerda mucho más a la de Herbart que a las elucubraciones neurofisiológicas de Meynert, sobre todo en lo que tiene que ver con la distinción entre lo que, a partir de 1923, dio en llamar Yo y Ello. En realidad, la nueva propuesta de Freud, conocida posteriormente como segunda tópica, se basa en la interrelación de tres sistemas: a los ya mencionados Yo y Ello hay que añadir el Superyó (para una explicación amplia de estos conceptos dentro del contexto general de la teoría psicoanalítica puede verse Hall, 1978; y Laplanche y Pontalis, 1996). La idea de Freud es que estas tres instancias funcionan conjunta y armónicamente en las personas adaptadas, y de manera descoordinada y disfuncional en las inadaptadas. Su proceso de aparición y constitución es, en todo caso, sucesivo: el Yo se forma a partir del Ello, y el Superyó se forma a partir del Yo. El Ello es, por tanto, la instancia más primitiva y se identifica con la fuente básica de la energía psíquica y los instintos. Siguiendo el «principio de placer», impulsa egoístamente al organismo para que éste descargue su excitación energética. Tratará a toda costa que el estado interno de la persona se reequilibre a través de la liberación de la tensión causante del displacer. Los reflejos, instintos y fantasías primarias de la especie humana no aplacan por sí solos las fuentes de displacer interno —como el hambre o la sed—, lo cual exige recursos externos —comida o bebida, por ejemplo—. Es fundamental para la supervivencia organizar y reglamentar los tiempos y formas en que se satisfacen —o no— los impulsos del Ello. En este proceso organizativo se irán generando progre-

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sivamente las otras dos instancias de la personalidad, el Yo y el Superyó. Así, si el Ello es la realidad primordial, innata e interna del organismo, estas otras dos instancias se construyen a través de la experiencia externa y la presión de las normas (éticas, morales, sociales, religiosas, etc.) sobre los intentos de liberación de la energía instintiva. El Yo es la instancia psicológica que aparece cuando las energías y fantasías internas tratan de acomodarse a la realidad exterior. Este trabajo de ajuste resulta vital para alcanzar fines evolutivos básicos, como la supervivencia y la reproducción. Por ese motivo el Yo gobierna racionalmente sobre la impulsividad irracional e instintiva del Ello y, como veremos, del Superyó. El Yo está gobernado por «el principio de realidad», el cual distingue entre los deseos internos y la realidad exterior, y demora la descarga de energía hasta que se dan condiciones para que esta se produzca; esto es, hasta que el sujeto encuentre un objeto real y adecuado (por ejemplo, comida para combatir el hambre). El Superyó es, al igual que el Ello, inconsciente e impulsivo, pero está relacionado con las normas y códigos morales que la sociedad tiene por ideales. Freud creía que muchos de estos ideales podían ser hereditarios, transmitidos de generación en generación desde tiempos remotos. En todo caso, la disciplina impuesta en el seno familiar y, posteriormente, en otras instancias sociales (maestros, policías, gobernantes, etc.) actualizaba e implementaba esos ideales en cada niño particular. La constitución del Superyó supone, por tanto, un proceso de identificación, es decir, la transformación de la autoridad paterna —con su visión de lo virtuoso y lo pecaminoso— en una autoridad interiorizada y personal. Esto se realizaba a partir de dos componentes del Superyó: el ideal del yo, construido en el niño a partir de las recompensas físicas y psicológicas relacionadas con lo que los padres consideran virtuoso o bueno; y la conciencia moral, desarrollada a partir de los castigos físicos y psicológicos que los padres imponían ante los comportamientos considerados inadecuados. Evidentemente, en el psicoanálisis la función del Superyó es esencial para que el individuo se ajuste a las reglas sociales. Pero, en la medida que sus exigencias incluyen ideales de perfección, puede llegar a entrar en conflicto con el propio Yo y su «principio de realidad». La acción interna del Superyó puede exigir sacrificio desentendiéndose de las posibilidades ofrecidas por el medio externo. Incluso pueden desencadenarse castigos

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internos por el simple hecho de haber pensado en algo reprobable, aun sin haber llegado a realizarlo. En esos casos, la actividad del Superyó se asemeja a la del Ello, ya que produce tensiones energéticas internas y, con ellas, disfunciones psicológicas. El Superyó, sin embargo, está guiado por los instintos de muerte. Así, por ejemplo, muchos accidentes aparentemente fortuitos serían, en realidad, autocastigos demorados y urdidos inconscientemente por el Superyó después de que el Yo permitiera pensar o realizar una acción moralmente sancionable (Freud, 1923/1974). El concepto de Superyó fue muy importante en la revisión que Freud acometió de sus antiguas teorías, abriéndolas hacia aspectos más amplios de la cultura y la civilización humanas. En buena medida, los mecanismos superyoicos ofrecieron la base tanto de la explicación de los orígenes de los grupos humanos como de las posibilidades de su supervivencia y desarrollo.

TEORÍAS EN TORNO A LA CIVILIZACIÓN: EL ORIGEN DE LA CULTURA Y SU CONDICIÓN SUBLIMADORA En línea con aquellas tesis recapitulacionistas que suponían que el desarrollo de la civilización seguía un camino paralelo al del individuo, Freud extrapoló la estructura del Complejo de Edipo a la explicación del origen de la cultura. Elaboró una polémica teoría antropológica según la cual las relaciones que mantuvieron nuestros ancestros dentro de las hordas primitivas sentaron las bases de la cultura y, con ella, de la neurosis. En otras palabras, la neurosis está en la raíz de la cultura humana y es connatural a ella. Siguiendo el esquema del Complejo de Edipo, Freud sostenía que la horda primitiva habría sido dominada por un líder superior, masculino, adulto y fuerte, a cuya voluntad debían someterse el resto de componentes. Este líder o «padre de la horda» disfrutaría del alimento y las mujeres del grupo, mientras los varones jóvenes debían conformarse con un acceso muy restringido a tales bienes. En algún momento los varones jóvenes se habrían rebelado y aliado asesinando al padre-líder y devorándolo a manera de celebración. Freud recurre en este punto a su perspectiva superyoica: como los sentimientos de los jóvenes asesinos hacia el padre-líder eran ambivalentes —no sólo negativos—, pronto serían embargados por el sentimiento de culpa. Esto provocaría que res-

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tituyeran simbólicamente la autoridad que representaba el «padre de la horda» a través de una figura totémica y de normas y leyes asociadas a la misma. Estos reglamentos debían ser interiorizadas por toda la sociedad, especialmente los directamente relacionadas con la muerte del padre; a saber, la prohibición del incesto y del asesinato dentro del propio grupo. Idealmente, los individuos de una horda tendrían que salir de ella para conseguir pareja y así evitar matarse entre ellos (Freud, 1912-1913/1972). Freud defendía la universalidad de este modelo, incluso su innatismo a través de la herencia lamarckiana, sobre la base de que preceptos similares podían encontrarse en todas las culturas conocidas. Más adelante antropólogos como Bronislaw Malinowski (1884-1942) señalaron que las estructuras de parentesco de las culturas primitivas eran muy diversas. Además, las investigaciones antropológicas apuntaban que, en muchos casos, las estructuras matriarcales eran más antiguas que la patriarcales. No todas las culturas tenían que ajustarse, en definitiva, al modelo de familia occidental implícito en el Complejo de Edipo (Malinowski, 1927). En el debate, otros psicoanalistas como Ernest Jones (1953-1957/2003) o Jacques Lacan (1999) defendieron que las figuras familiares implicadas en el Complejo de Edipo representaban, en realidad, símbolos, funciones o lugares dentro de una estructura de poder, de tal manera que podían ser ocupadas por personas diferentes al padre y la madre biológicos del niño. Sea como fuere, lo que sí transcendió de estas discusiones a la mayoría de las Ciencias Sociales es que la cultura imponía normas y reglas que reprimían los instintos más básicos del ser humano y permitían la vida en sociedad. Más aún, las restricciones normativas parecían más exigentes cuanto más progresaba la civilización. El propio Freud se ocupó de estudiar dos de los procedimientos culturales de autocontrol más importantes: la religión y la sublimación. Tras considerar las ortodoxias tanto de sus congéneres judíos como de una sociedad vienesa mayoritariamente católica, su visión de la religión no fue muy positiva. En línea con sus ideas antropológicas, Freud consideraba que la creencia o ilusión religiosa se basaba en la necesidad de sentirnos protegidos por un padre omnipotente representado por la idea abstracta de Dios (Freud, 1927/1974 y 1939/1975). El problema es que la religión condenaba al sujeto a un perpetuo estado de infantilidad, atrofiando con sus dogmas atávicos el desarrollo intelectual y, por ende, el propio progreso de la civilización. Para Freud la verdad debía regir a toda costa la vida del individuo y la comunidad, y esto sólo era posible a través de las revelaciones

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de la investigación científica. De hecho, Freud siempre consideró que el conocimiento psicológico —y, particularmente, el psicoanalítico— podía ser empleado con fines educativos; como un medio de garantizar una sociedad de adultos sanos, maduros y responsables (Freud, 1905/1972a). También por su confianza en la evidencia científica, Freud fue muy suspicaz con las promesas de una felicidad absoluta para el ser humano. Por un lado, a pesar de que había que confiar en el progreso de la civilización, las tendencias autodestructivas no siempre se podían reprimir. Esto había quedado demostrado con la Primera Guerra Mundial, la más devastadora que hasta ese momento había padecido la humanidad. Por otro lado, la propia civilización exigía al sujeto una cuota elevada para mantener el estado de paz social. Las normas y leyes impedían la manifestación abierta de los instintos, si bien éstos se podían derivar hacia otras actividades socialmente aceptables. Freud denominaba a este desplazamiento «sublimación» y lo consideraba particularmente importante porque, a su juicio, impulsaba las más altas creaciones científicas y artísticas de la civilización. No obstante, la sublimación nunca ofrece una total satisfacción para el deseo originario que se trata de canalizar. Siempre quedan tensiones residuales sin descargar. La persistencia del malestar originario de la cultura y la civilización es inevitable y, en último término, es el precio a pagar por vivir en sociedad y beneficiarse de sus comodidades (Freud, 1930/1974). La visión freudiana de la sociedad humana, en definitiva, era profundamente pesimista: el ser humano era enemigo de la civilización por naturaleza y únicamente algunos hombres conseguían vivir una vida verdadera y razonable. La mayor parte de las personas sólo lograban superar las fuerzas irracionales recurriendo a la comodidad relativa de sus supersticiones e ilusiones, soslayando la verdad sobre sí mismas.

EL PSICOANÁLISIS DESPUÉS DE FREUD Al principio del capítulo anterior señalábamos cómo, desde los años 30, una parte de la psicología académica declaró la guerra al psicoanálisis tanto desde un punto de vista teórico como aplicado. En ello también colaboró el hecho de que, durante los años 60, el famoso epistemólogo liberal Karl Popper, pusiera el psicoanálisis como ejemplo de saber ajeno al método de la verdadera ciencia. Para Popper, la ciencia se caracterizaba no tanto

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por la acumulación de evidencias y la confirmación de sus hipótesis cuanto por la búsqueda de pruebas que pudieran llegar a refutar estas últimas. Ser susceptible de someterse a la «falsación», esto es, contrastarse con evidencias empíricas que pudieran contradecir las hipótesis mantenidas, es lo que convertía una teoría en científica. Según Popper, el problema del psicoanálisis era que estaba formulado de tal manera que era imposible someterlo a la lógica de la falsación; no cabía encontrar datos que lo contradijeran (Popper, 1963/1990; sobre esta cuestión véase también Leahey, 2005). Ciertamente, Freud siempre utilizó sus casos clínicos de forma confirmatoria, incluso forzando en ocasiones una interpretación exitosa de sus resultados terapéuticos. Pero lo cierto es que ninguna escuela psicológica se ha tomado nunca la falsación demasiado en serio. Hasta las perspectivas que tienen más apego a la metodología experimental revisan los procedimientos de recogida, rechazan datos o retocan componentes no nucleares de la teoría antes de descartarla por completo. A ello hay que añadir que el criterio de la falsación fue relativizado por la epistemología pospoperiana; algunas de cuyas tendencias han estado mucho más interesadas por las condiciones contextuales, históricas y sociales de la ciencia (Kuhn, 1962/2006; Latour y Woolgar, 1979/1995) e, incluso, las inevitables dimensiones estéticas y éticas de la misma (Feyerabend, 1970/1993; Putnam, 1987/1994). Para la mayoría de estas posiciones, la ciencia no refleja la realidad tal y como supuestamente es, ya que ella misma constituye una creación humana; una construcción de un modelo para entender el mundo y poder actuar en él de acuerdo con ciertos valores. A pesar de la crítica popperiana, el psicoanálisis continuó evolucionando e impregnando muchos dominios de la cultura psicológica (Bleichmar y Lieberman, 1989; Fages, 1979; Mitchell y Black, 1995). Vamos a repasar algunos de ellos partiendo de una distinción básica entre los desarrollos puramente psicoanalíticos y la presencia de las tesis freudianas en otras escuelas psicológicas (véase también Ferrándiz, 1989).

El psicoanálisis posfreudiano: Jacques Lacan y el psicoanálisis como hermenéutica: En la misma línea que la epistemología pospopperiana, una parte del psicoanálisis posfreudiano se interesó por las formas de construcción de

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sentido. Esto está relacionado con la condición hermenéutica que, de por sí, presentaban las tesis de Freud. En origen, la hermenéutica era la disciplina interesada por el significado oculto tras la información manifiesta, labor que tradicionalmente tomaba como objeto de estudio los textos bíblicos y que tenía como finalidad desvelar en ellos el verdadero sentido de la palabra de Dios. Durante el siglo xx este interés por interpretar los mensajes e intenciones ocultas se amplió a cualquier producto cultural (novelas, publicidad, discursos políticos, etc.), circunstancia en la que colaboró muy especialmente el propio psicoanálisis con su obsesiva búsqueda de las causas subyacentes del comportamiento humano. Sin embargo, algunas versiones del psicoanálisis también se preocuparon por trasladar la perspectiva hermenéutica a la construcción de sentidos y narraciones. El objetivo perseguido era capacitarnos para entender nuestras formas de vida y, por tanto, manejarlas o decidir desde criterios más comprehensivos y fundamentados; todo ello al margen del clásico interés freudiano por dilucidar supuestos traumas originarios (ver Schafer, 1980 y Spence, 1984). En la tendencia hermenéutica del psicoanálisis es especialmente rele­ vante la labor del psiquiatra francés Jacques Lacan (1901-1981). Lacan adaptó las tesis del estructuralismo lingüístico de Ferdinand de Saussure (1857-1913) al psicoanálisis, concretamente la concepción del gran lingüista suizo sobre la relación entre significante y significado. En sus primeros y conocidos seminarios, Lacan declarará así que el psicoanálisis tiene que ver ante todo con el sentido y la palabra, resultando irrelevante plantearse incluso si es o no una ciencia al uso, como hacía Popper. Desde esta perspectiva, Lacan desarrolló una visión de la construcción de la personalidad según la cual ésta se acerca al formato de un discurso, una estructura lingüística o una narración. En todo caso, la propuesta lacaniana es muy amplia, compleja y variable desde el punto de vista conceptual, y, además de los lingüísticos, incorpora también elementos filosóficos y matemáticos (véase Fink, 2007). Aquí sólo resumiremos algunas cuestiones básicas relacionadas con su perspectiva sobre el desarrollo del sujeto. En ellas la importancia hermenéutica otorgada al lenguaje se entremezcla con otros aspectos más reconocibles del psicoanálisis clásico. En la base del desarrollo humano Lacan coloca el «estadio del espejo», un momento vital crucial gracias al cual un sujeto que todavía no

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domina ni el lenguaje ni su cuerpo empieza a reconocerse a sí mismo como un yo. Para ello es necesario que en algún momento del desarrollo se vea reflejado como totalidad en un semejante. El niño debe ser capaz de identificarse o, más bien, confundirse espacialmente con ese otro. En un principio, estará atrapado por esa imagen externa a él que le aporta, sobre todo, un sentido propio de unidad corporal. Pero empezar a entender la existencia corporal y psicológica del Otro es imprescindible para entender más adelante la del propio Yo (Lacan, 1995). Esta construcción primitiva de la propia imagen está relacionada con lo que Lacan denominó registro de «lo imaginario», caracterizado por un pensamiento basado sólo en imágenes, sin presencia de lenguaje. Junto a lo «imaginario» Lacan define los registros de «lo real» y «lo simbólico». El primero estaría relacionado con todo aquello de la realidad y la experiencia que nunca se podrá expresar mediante el lenguaje, quedando por fuera de toda representación posible y, por tanto, careciendo de sentido para el sujeto. Lo simbólico, por su parte, está ligado al lenguaje y permite la incorporación de las reglas sociales una vez que se posee un dominio competente del mismo. El vínculo social mediado por el lenguaje permite, de hecho, dar forma a lo representado por el Otro y alcanzar plenamente la construcción del Yo (Lacan, 1983 y 1987). El yo del registro imaginario, aunque evita la fragmentación de la experiencia, no tiene por qué ajustarse a la realidad. De hecho, si el sujeto queda inmovilizado en lo imaginario aparecen perturbaciones alienantes como la esquizofrenia, la paranoia, etc. En línea con el lugar central otorgado a la palabra, Lacan también planteó que el inconsciente estaba estructurado como un lenguaje. Llevando más allá las tesis de Saussure, supuso que un significante —el sonido o la palabra— no siempre estaba en contacto con un único significado —un concepto—. Más aún, en el discurso del sujeto el significante remitía sobre todo a otros significantes. En este sentido, entendió las «condensaciones» freudianas como metáforas mientras que los «desplazamientos» actuarían como metonimias (toman la parte por el todo o el todo por la parte). En las teorías de Lacan, por tanto, el material más importante del que disponen analista y analizado es la palabra: las ideas reprimidas producen los síntomas y por ello es necesario retraducirlas y religarlas al sistema o cadena de significantes que tenga sentido dentro de la vida del sujeto (Lacan, 1975). Trabajar en la interpretación

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del discurso permite, por tanto, restituir los vínculos con el mundo. En todo caso, el inconsciente siempre es una fuerza inagotable que domina e impulsa el deseo subyacente del sujeto. Todavía más que la de Freud, las teorías de Lacan han sido acusadas de oscurantistas, incomprensibles e incluso deficientes en el uso y compresión de ciertos conocimientos como los matemáticos (Sokal y Bricmont, 1999). La escuela lacaniana ha llegado a ser tachada de sectaria por construir una jerga conceptual que sólo está al alcance de los iniciados en ella. Al margen de esta polémica, es indudable que Lacan se esforzó por establecer un diálogo directo con los textos de Freud, lo cual le llevó a remarcar la importancia de los aspectos lingüísticos que atraviesan la obra del padre del psicoanálisis. En esto se puede establecer una distinción clara y básica entre las tesis radicalmente hermenéuticas de Lacan y el resto de escuelas posfreudianas. El psicoanálisis posfreudiano: los discípulos matan al padre Aunque algunos discípulos de Freud como Karl Abraham (1877-1925), Sandor Ferenczi (1873-1933), Anna Freud (1895-1982) o Ernest Jones se mantuvieron próximos a la ortodoxia del maestro, el psicoanálisis terminó estallando en diferentes escuelas. El motivo fue que Freud, haciendo buena la figura del padre que había desarrollado en sus tesis, quiso mantener un control férreo sobre la correcta interpretación y desarrollo de su teoría. Prácticamente, de cada polémica con un discípulo surgió una nueva escuela, si bien todas asimilaron el cimiento psicobiológico freudiano del que más adelante se distanciaría la escuela lacaniana. Con todo, cada perspectiva reformó y destacó el aspecto que más le interesaba del freudismo. Entre los muchos discípulos de Freud podemos destacar los siguientes: Wilhelm Reich (1897-1957), que unió marxismo y psicoanálisis1 para proponer la destrucción de toda barrera represora y una liberación

1   La relación entre marxismo y psicoanálisis también fue desarrollada en direcciones diferentes por otros autores de gran importancia para el ámbito sociológico y de las ciencias políticas; entre otros, Erich Fromm (1900-1980) y Herbert Marcuse (1898-1979). Estos autores formarían parte una segunda generación de pensadores afines al psicoanálisis —tras la primera de discípulos directos de Freud— y a ella también pertenecieron otros grandes nombres como el de Erik Erikson (1902-1994), Harry Stack Sullivan (1892-1949) o el ya mencionado Jacques Lacan.

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completa del instinto sexual; Otto Rank (1884-1839), que fue más allá de la idea de sublimación, la norma social y el racionalismo freudiano para reivindicar la función motivadora e inspiradora de la ilusión y las emociones sobre las grandes tareas artísticas y científicas y las relaciones sociales; Melanie Klein (1882-1960), que se interesó especialmente por el desarrollo infantil y su relación con los primeros sentimientos de ansiedad y placer durante el amamantamiento; o Karen Horney (1885-1952), que propuso una versión feminista del psicoanálisis negando la envidia del pene y denunciando las trabas culturales para el adecuado desarrollo personal y sexual de las mujeres. Sin embargo, los planteamientos que históricamente han gozado de más popularidad han sido los de dos discípulos de Freud cuya ruptura con el maestro fue especialmente dramática: el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961) y el médico austriaco Alfred Adler (1870-1937) La influencia de Jung sigue vigente en la actualidad a través de la obra de autores contemporáneos como James Hillman (1999, 2000). Jung fue el discípulo predilecto de Freud y, por su condición de gentil, el maestro depositó en él toda la esperanza de que el psicoanálisis trascendiera del círculo de médicos judíos al que, en un principio, había quedado circunscrito. Al igual que Freud, Jung descartó el valor terapéutico de la hipnosis y desarrolló su propio método terapéutico basado en la asociación libre de palabras. Defensor y confidente de Freud tras leer La interpretación de los sueños, se separó progresivamente de la ortodoxia freudiana insatisfecho con la estrecha concepción de las motivaciones humanas. Jung coincidía con Otto Rank en que toda la vida emocional del sujeto no podía reducirse al poder perverso de las energías sexuales. En concreto, creía que las tendencias y fines de la acción humana podían provenir de múltiples fuentes. Participarían de formas primigenias o «arquetipos» arraigados en un inconsciente colectivo ancestral y común a toda la humanidad. Esta perspectiva también requería una reformulación de las teorías culturales de Freud. De un modo que recuerda los planteamientos de la metafísica idealista y la psicología de los pueblos, Jung consideró que los productos culturales de las diferentes civilizaciones derivaban de la acción inconsciente de unos u otros arquetipos (Jung, 2009 y 2010). También especuló sobre las dimensiones parapsicológicas y místicas del alma humana, ámbito de estudio que Freud rechazó completamente desde su militancia positivista.

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Parte de las tesis de Jung recogen también influencias de otro gran representante de la así llamada «psicología profunda» dentro de la tradición psicoanalítica: Alfred Adler. Como Jung o Rank, Adler se distanció pronto del pansexualismo freudiano para poder desarrollar sus propias ideas desde su planteamiento del «complejo de inferioridad». Emergente durante la infancia, este complejo provocaba que la vida de todo sujeto fuera un continuo esfuerzo de superación personal. El concepto era resultado de combinar la perspectiva freudiana con la idea de «voluntad de poder» de raíz nietzscheana para referirse al motor que impulsaba al sujeto hacia algún tipo de finalidad inconsciente; todo ello bajo condiciones establecidas en el seno de su comunidad o «constelación» familiar2. La tendencia de todo sujeto es superar su complejo de inferioridad originario exagerando las propias virtudes, pero una resolución inadecuada del proceso podía dar lugar a un complejo de superioridad y, llevado al extremo, a una personalidad megalómana (Adler, 1912/1993). Adler pensaba que la personalidad sana se desarrollaba gracias a un trabajo cooperativo y comunitario desde la infancia. Por este motivo, dedicó buena parte de su actividad intelectual a elaborar métodos de prevención para los primeros años de vida, la mayoría de ellos basados en la definición de objetivos concretos y relacionados con el bien común (Adler, 1929/1967). Su pragmatismo, optimismo y comunitarismo fue muy bien recibido en los círculos intelectuales estadounidenses más progresistas (Hale, 1971 y 1995). En todo caso, hay en Adler, como en los psicoanalistas Otto Rank, Anna Freud, Karen Horney, Erik Erikson y, sobre todo, Heinz Hartmann (1894-1970), un interés por trabajar el reforzamiento del Yo y sus estrategias para el afrontamiento de problemas. Buena parte del psicoanálisis posfreudiano consideró estas cuestiones como la mejor vía para alcanzar una personalidad equilibrada y adaptada al medio social; incorporando

2   Recientemente, se ha recuperado esta idea adleriana para denominar una nueva herramienta terapéutica. Ésta supone desarrollar una terapia de grupo donde cada participante ocupa y representa un lugar de la estructura familiar clásica. Partiendo de la tesis del arraigo infantil, familiar e, incluso, generacional de los conflictos psicológicos, la intervención se basa en el supuesto de que la actuación de los sujetos dentro del grupo puede tener un valor catártico. Se lograría que el sujeto reconozca su dinámica interfamiliar y exteriorice las emociones negativas asociadas a la misma (Bourquin, 2007). La simpatía por cuestiones relacionadas con la espiritualidad e, incluso, el esoterismo — muy lejos ya de la idea original adleriana— ha provocado que las «constelaciones familiares» no tengan ningún tipo de reconocimiento científico.

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incluso, como habían hecho Jung y Rank, dimensiones positivas en la expresión de lo emocional. Extrapoladas a Norteamérica de la mano de los psicoanalistas judíos que huían del nazismo, este tipo de perspectivas centradas en el yo también se coordinaron bien con el individualismo y optimismo de la cultura norteamericana. Pero ello también provocó su distanciamiento de dos importantes referentes conceptuales típicamente centroeuropeos: por un lado, el influjo pernicioso y determinante que Freud había otorgado en origen a los instintos sexuales, el inconsciente y el Ello; por otro, el lugar fundamental que la escuela lacaniana —muy influyente en el mundo francófono y latinoamericano— otorgaba al vínculo social y a la figura del Otro. En las décadas de los 40 y 50 apareció la así llamada «Psicología del Yo», una de las técnicas terapéuticas de base psicoanalítica más populares en los Estados Unidos hasta el día de hoy. Su influencia se puede rastrear en la psicología humanista y, más modernamente, en la llamada psicología positiva. Este tipo de perspectivas persiguen garantizar a toda costa la autorrealización, felicidad, competencia y adaptabilidad del sujeto individual; perspectiva que puede llegar a hacer abstracción de cualquier tipo de circunstancias (económica, ética, social, cultural, etc.) que rodee y explique la situación del sujeto en cuestión

El psicoanálisis y las escuelas psicológicas contemporáneas Contra lo que a veces se supone, el legado de Freud en psicología no se ha restringido a las escuelas psicoanalíticas. Las teorías freudianas repercutieron, de una u otra manera, en buena parte del pensamiento psicológico desarrollado antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Los principios psicoanalíticos se debatieron y se siguen debatiendo hoy en día en diversos campos psicológicos. Así, Skinner creía acertada la opinión freudiana de que el ser humano se movía, en último término, por motivaciones inconscientes muy básicas y ligadas a lo biológico (Skinner, 1954/1972). También dentro de las teorías del aprendizaje, la denominada hipótesis de la frustración-agresión exploró la controversia entre la primera teoría freudiana de la frustración y su posterior subsunción en el instinto de muerte, decidiendo a favor de la primera (Dollard, Doob, Miller, Mowrer y Sears, 1939). Dentro del cognitivismo, algunos

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psicoanálisis freudiano:

II. Desarrollos

y alternativas

de los primeros experimentos de Jerome Bruner estuvieron orientados a constatar la función de la censura frente a la aparición de palabras tabú (Bruner y Postman, 1947; Postman, Bruner y McGinnis, 1948). Pero más importante aún es quizá la influencia de Freud sobre los dos psicólogos más relevantes en la teorización del desarrollo infantil, Vygotski y Piaget. Como parte del principio de placer, Freud había señalado un «proceso primario» según el cual el sujeto podía recurrir a una imagen mental o al recuerdo de un objeto para satisfacer un deseo concreto y reducir el estado de tensión o displacer orgánico. Lógicamente, al producirse el territorio del inconsciente, la representación de tal objeto se sometía a la lógica psicoanalítica de la condensación o del desplazamiento. Freud también había formulado un «proceso secundario» ligado, en este caso, al principio de realidad, que implicaría una planificación racional relacionada con la consecución eficaz del objeto deseado. Según Kozulin (1994), la cercanía de estos planteamientos freudianos a los procesos mediados y no mediados propuestos por Vygotski es evidente. Concretamente, Vygotski consideraba que el arco de posibilidades para la conceptualización de un objeto se desplegaba desde la mera operación perceptiva inmediata —muy similar al proceso de condensación freudiano— hasta un proceso racional y altamente mediado por símbolos y palabras concretas. Piaget, por su parte, asumió en un primer momento la lógica del principio del placer. De hecho, aunque terminó renegando expresamente del psicoanálisis, la vigencia de tal principio en su obra es perfectamente perceptible en la manera de entender el impulso básico de la actividad infantil. En su planteamiento, los niños pequeños mostrarían un pensamiento egocéntrico que los orientaría a la búsqueda del placer y a la realización de deseos, al margen del interés por la realidad. Éste sólo aparecería progresivamente, a través de los estadios madurativos del desarrollo en los que la imaginación iría pasando a un segundo plano (Mayer, 2005). Tal idea provocó precisamente la crítica de Vygotski, quien, a diferencia de Freud y Piaget, consideraba que la actividad del niño siempre estaba orientada a la realidad, aunque fuera de una manera primitiva y germinal. La «irrealidad» genuina sólo podía aparecer en momentos posteriores de desarrollo, cuando la imaginación se aliaba con el pensamiento verbal para ser capaz manejar situaciones virtuales; esto es, al margen de sus contextos espacio-temporales reales (Kozulin, 1994).

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FREUD REDIMIDO A la vista de todo lo comentado, la supuesta obsolescencia terapéutica y teórica de las ideas psicoanalíticas parece estar muy lejos de ser cierta. De hecho, su vigencia es evidente en muchas tendencias de las ciencias sociales, mientras que en psicología, sin negar sus aspectos más polémicos y discutibles —cualquier corriente psicológica los tiene—, la atención que se le presta es mayor de la que suelen reconocer sus críticos más contumaces. Por un lado, el psicoanálisis sigue siendo una referencia clínica y terapéutica fundamental en muchas partes del mundo. Al fin y al cabo, muchos de sus aspectos más polémicos estaban ligados a compromisos terapéuticos propios de la época de Freud, y por ello bastantes de ellos han sido desterrados de la práctica contemporánea —por ejemplo, la idea de una normalidad ligada al modelo de familia nuclear—. Como contrapartida, también hay que subrayar que la obra de Freud fue clave a la hora de constatar que, más allá del correcto funcionamiento de la maquinaria neurofisiológica, las experiencias vitales eran fundamentales a la hora de configurar el funcionamiento mental y los hábitos de comportamiento del ser humano. Toda la psicología aplicada actual sigue trabajando sobre ese supuesto; en ocasiones, en conflicto explícito con las posiciones biologicistas y médicas más exacerbadas (González y Pérez, 2007). Por otro lado, desde el punto de vista teórico, más allá del tópico y la caricatura pansexualista, el psicoanálisis abrió un campo de discusiones riquísimo a propósito de las fuentes de la actividad, las funciones del lenguaje y el desarrollo de la subjetividad. Su idea básica de que en la encrucijada entre la tensión energética del organismo y las condiciones culturales debe resolverse el desarrollo de los procesos psicológicos básicos y superiores (motricidad, percepción, memoria, pensamiento, conciencia, yo, moralidad, etc.) sigue siendo clave para cualquier psicología atenta a la actividad humana. Freud fue uno de los primeros autores en advertir que no hay una relación unívoca entre un estado descompensado o un instinto y un estímulo concreto, ya que tal relación depende de una construcción acontecida en el propio devenir de la acción. Igualmente, fue uno de los primeros autores en observar cómo la motricidad y la percepción ganan en discriminación y precisión de forma progresiva,

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a partir de la relación que el sujeto va manteniendo con los objetos y ambientes con los que interactúa. En esta misma línea, su idea de que las sensaciones externas se enlazan con huellas de memoria previas y éstas, a su vez, se perfeccionan y complejizan a través de la exposición al lenguaje es plenamente piagetiana y vygotskiana. Freud también advirtió cómo el desarrollo del yo y del sistema cognitivo que lo sustenta está en relación con el proceso evolutivo en el que vamos discriminando entre los estados internos y el mundo, proceso durante el cual se determina qué cosas son verdaderas, reales y satisfactorias, y cuáles no. En definitiva, el interés y la profundidad teórica de este tipo de aportaciones parecen lo suficientemente relevantes como para no borrar de un plumazo el valor conceptual del pensamiento psicoanalítico en la psicología y su historia; todo ello al margen de que, efectivamente, Freud exagerara sus éxitos terapéuticos o se excediera con las interpretaciones que extraía de sus observaciones clínicas. Como con todos los autores históricos y actuales de la psicología, Freud merece que realicemos una lectura crítica de su obra —y de sus desarrollos posteriores— y una reconsideración de la misma desde sus anclajes histórico y teórico; al menos si de lo que se trata es de aprovechar lo realmente interesante de su pensamiento. Escudriñar morbosamente su anecdotario biográfico tampoco está nada mal, pero quizá convenga más disfrutarlo como placer literario que convertirlo en el único ariete de la crítica epistemológica.

CAPÍTULO XIII LA PSICOLOGÍA DE LA GESTALT

EL PUNTO DE VISTA DE LA GESTALT La psicología de la Gestalt representa una reacción radical contra el modo establecido de entender la psicología a comienzos del siglo xx. Aunque la crítica gestaltista se dirigía inicialmente contra algunos aspectos fundamentales de la tradición experimentalista de la psicología alemana, fue progresivamente desplazándose hacia las posiciones características del conductismo americano, aquejadas a su entender de los mismos problemas esenciales. La escuela de la Gestalt estuvo encabezada por tres psicólogos alemanes que llegarían a gozar de un gran prestigio en todo el mundo, Max Wertheimer (1880-1943), Kurt Koffka (1886-1941) y Wolfgang Köhler (1887-1967); se desarrolló principalmente en las universidades de Fráncfort y Berlín, y alcanzó su máximo esplendor durante la década de 1920 y los primeros años de la de 1930 (Ash, 1995). De acuerdo con la caracterización de Wertheimer, líder e inspirador intelectual de la nueva escuela, la psicología dominante del momento se basaba en lo que, en su opinión, eran dos supuestos teóricos inaceptables que denominó respectivamente «hipótesis del mosaico» e «hipótesis de la asociación» (Wertheimer, 1922/1974, p.12). La «hipótesis del mosaico» se refería a la suposición de que los fenómenos mentales complejos consisten en una suma de contenidos o componentes elementales, básicamente de carácter sensorial. La «hipótesis de la asociación», por su parte, suponía que la unión de esos contenidos era de carácter extrínseco, es decir, que no tenía nada que ver con su naturaleza específica, sino que se debía a factores como la frecuencia o la contigüidad de su presentación ante la conciencia, ajenos por tanto a los contenidos mismos que quedaban así relacionados.

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Ahora bien, argumentaba Wertheimer, este tipo de conexiones mentales consistente en la mera suma o yuxtaposición de contenidos era sumamente infrecuente, y sólo se daba en ciertas condiciones muy concretas (como en situaciones de fatiga extrema o específica y artificialmente diseñadas en el laboratorio precisamente para propiciar en el sujeto la recepción «troceada» del material que se le mostraba). No era por tanto correcto ni adecuado tratar como típico de los acontecimientos mentales un caso tan raro y especial. Haberlo hecho así había conducido a un tipo de psicología que, en aras de la precisión científica supuestamente facilitada por este procedimiento, había ido perdiendo de vista la experiencia vivida y cotidiana, la experiencia del sentido común, a la que era ahora necesario regresar. Los gestaltistas exigían por tanto que la psicología recuperase la experiencia directa, inmediata; la experiencia ingenua del «hombre de la calle» (no la del introspeccionista entrenado en los laboratorios psicológicos), anterior a cualquier preconcepción teórica que pudiese condicionar su vivencia o sesgar su interpretación. Wolfgang Köhler, otro de los grandes representantes de la escuela gestáltica, lo expresaba así: «Para la psicología parece haber un punto de partida único, exactamente como para las demás ciencias: el mundo, y éste, con el aspecto que nos presenta cuando lo contemplamos de manera ingenua y sin aplicar el sentido crítico» (Köhler, 1929/1967, p. 17).

Los gestaltistas se inscribían de este modo en la órbita de Brentano y de la fenomenología, el movimiento filosófico y psicológico liderado por Edmund Husserl (1859-1938) que, con el lema de «volver a las cosas mismas», abogaba por un retorno a esa experiencia preteórica que también los representantes de la nueva escuela psicológica estaban propugnando (Spiegelberg, 1972 y 1982). Porque, en efecto, lo que la experiencia ingenua, preteórica, ofrece no son manojos de sensaciones o matices sensoriales (como parecían pretender los psicólogos experimentales en la estela del Wundt del laboratorio) sino «cosas», «objetos» dotados de unidad y de sentido. Cuál sea su realidad más allá de la experiencia que tenemos de ellos es una cuestión que no compete al psicólogo dilucidar; lo que sí le interesa al psicólogo es hacerse cargo de esa experiencia tal como ella se da, sin

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desvirtuarla por supuestas razones teóricas o sistemáticas. Es por tanto esa experiencia la que deberá constituir su punto de partida y su punto de llegada, el origen y la meta de su explicación. En tanto que punto de partida, la experiencia debía abordarse por lo pronto de una manera descriptiva, atendiendo a sus peculiaridades cualitativas y registrándolas escrupulosamente. Köhler reprochaba a la psicología de su tiempo, y en particular al estructuralismo y al conductismo, su afán por cuantificarlo todo, un exceso censurable que él atribuía al intento de emular a la ciencia física en un estado avanzado de su desarrollo. Antes de llegar a este estado, sin embargo, y de hacerse con sus refinados procedimientos cuantitativos, todas las ciencias (la física incluida) tuvieron que pasar por otros estados menos evolucionados en los que era imprescindible atender a la experiencia cotidiana y a las exigencias propias de sus objetos respectivos. Köhler advertía así sobre los riesgos de una cuantificación prematura, que podría llevar a centrar la atención preferentemente en lo susceptible de medida y a pasar en cambio por alto otros procesos y fenómenos que aún no lo eran, por más que pudieran ser de la mayor importancia (Köhler, 1929/1967). Los gestaltistas, de hecho, en su empeño por adaptar sus métodos a los problemas estudiados, hicieron un amplio uso de los procedimientos que ponía a su disposición la metodología científica, desde la observación naturalista, con una intervención mínima en las actividades de los sujetos observados, hasta la experimentación de laboratorio, con su cuidadosa manipulación y control de las variables en juego. En tanto que meta de la explicación, por otra parte, la experiencia debía dejar de concebirse en términos de resultado o construcción a partir de átomos o elementos psíquicos (explicación desde abajo) para hacerlo en cambio en términos de formas, estructuras o totalidades (explicación desde arriba), que es a lo que alude el término «Gestalt» que da nombre a la escuela. «Gestalt», en efecto, es una palabra alemana que se ha solido traducir por «forma», «configuración» o «estructura»1, pero que ha terminado por imponerse en su forma original como parte del vocabulario psicológico habitual en español. La noción de Gestalt hacía 1   Hay que ser cautelosos con el uso del término «estructura» en este contexto, sin embargo, para evitar cualquier equívoco con la posición «estructural» o «estructuralista» de Titchener, que, como ya hemos visto, está en las antípodas teóricas de la psicología de la Gestalt.

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referencia a un todo articulado, un sistema cuyas partes se relacionan dinámicamente entre sí y con la totalidad a la que pertenecen; una totalidad integrada, pues, en la que cada parte tiene el lugar y la función que le vienen exigidas por la naturaleza misma del conjunto (Wertheimer, 1991). La tesis subyacente al empleo de este término era sintetizada por Wertheimer con estas palabras: «Lo dado está en sí mismo “estructurado” (“gestaltet”) en diversos grados, consiste en todos y procesos totales estructurados más o menos definidamente, con sus leyes y propiedades totales, tendencias totales características y determinaciones totales de partes. Los “trozos” aparecen casi siempre como “partes” en procesos totales» (Wertheimer, 1922/1974, p. 14. Cursivas en el original).

Dicho de otro modo, la experiencia no se presenta despiezada en trozos o componentes elementales y sin sentido, sino integrada en totalidades, estructurada significativamente (esto es, compuesta de partes interdependientes). Estas totalidades poseen características y leyes que les son propias y que no se dan sin embargo en los elementos que las componen. Por eso es inútil intentar explicar la experiencia a partir de sus elementos, ya que las totalidades estructuradas o Gestalten poseen propiedades, como tales totalidades, de las que sus elementos carecen. Los todos resultan ser así distintos de la suma de sus partes, por decirlo brevemente con frase hecha. El procedimiento explicativo tendrá que ser por tanto más bien el inverso. Son las partes las que tendrán que ser explicadas a partir de los todos en los que se integran, ya que su comportamiento viene determinado por la naturaleza de esos todos a los que pertenecen. Dicho con «fórmula» de Wertheimer: «La “fórmula” fundamental de la teoría de la Gestalt puede expresarse así: hay todos cuya conducta no está determinada por la de sus elementos individuales, sino donde los procesos parciales mismos están determinados por la naturaleza intrínseca del todo. La esperanza de la teoría de la Gestalt es determinar la naturaleza de tales todos» (Wertheimer, 1925/1974, p. 2).

Con anterioridad a la insistencia de Wertheimer y los gestaltistas en las totalidades y al reconocimiento de la independencia de esas totalida-

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des respecto de sus componentes individuales, el físico y filósofo Ernst Mach (1838-1916) ya había llamado la atención sobre la existencia de unas «sensaciones de forma» espaciales y temporales (como las referidas a las figuras geométricas y a las tonadas musicales) que consideraba asimismo independientes de sus elementos. Un círculo, por ejemplo, conservaría su forma espacial, su circularidad, por más que cambiasen su color, su tamaño u otro cualquiera de sus elementos. En esa misma línea, Christian von Ehrenfels (1859-1932), discípulo de Brentano y maestro de Wertheimer en Praga, habló también de unas «cualidades gestálticas» o formales de la experiencia (Gestaltqualitäten) que le parecían irreductibles a las sensaciones elementales de que se componen. La melodía es su ejemplo más característico: una melodía resulta perfectamente identificable aun cuando se transporte a una tonalidad diferente y no conserve, por tanto, ninguno de sus sonidos originarios. Ahora bien, tanto las «sensaciones de forma» de Mach como las «cualidades gestálticas» de von Ehrenfels eran interpretadas por sus proponentes también en términos elementalistas. Lo que Mach y von Ehrenfels hacían, pues, no era sino añadir un elemento nuevo a los ya conocidos y estudiados por la psicología al uso, sin cuestionar la validez del enfoque. Lo que los psicólogos de la Gestalt pretendían, por el contrario, era acabar de raíz con el elementalismo en psicología. Por lo demás, las totalidades, formas o estructuras (Gestalten) que según los gestaltistas constituyen la experiencia psicológica o vida mental de la que los psicólogos han de ocuparse, no se dan en el vacío, sino que se hallan en estricta correspondencia con otras estructuras fisiológicas del organismo que subyacen a ellas. A esta correspondencia estructural entre la experiencia mental y los procesos cerebrales subyacentes los gestaltistas le dieron el nombre de «isomorfismo», una hipótesis teórica con la que pretendieron dar respuesta al viejo problema filosófico y psicológico de la relación mente-cuerpo, el conocido como «problema psicofísico» Así, pues, los psicólogos de la Gestalt se oponían a una psicología molecular o elementalista que entendían asentada en un modelo de ciencia caduco inspirado en la física newtoniana y la geometría cartesiana. Defendían en cambio otra de carácter molar o global, centrada en las totalidades que configuran la experiencia, cuya inspiración procedía más bien del concepto de campo manejado por la física moderna. Los campos

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electromagnéticos, por ejemplo, se concebían como sistemas gestálticos de fuerzas en constante interacción; eran, en efecto, sistemas dinámicos cuyo funcionamiento no dependía de sus elementos materiales concretos, sino que poseían cualidades propias que no se derivaban de ellos. La noción de campo les permitía así concebir tanto la actividad consciente (en tanto que campo psicológico) como la actividad cerebral (en tanto que campo neurológico) y su relación (que sería isomórfica o estructuralmente idéntica en ambos tipos de procesos dinámicos de campo).

EL PUNTO DE PARTIDA: EL FENÓMENO FI Suele considerarse el trabajo de Max Wertheimer «Estudios experimentales sobre la percepción del movimiento», de 1912, como el punto de partida de la escuela, su escrito fundacional. Max Wertheimer (1880-1943) nació en Praga y estudió en la Universidad Carolina de esa ciudad. Orientado inicialmente hacia el estudio del derecho, pronto fueron la filosofía y la psicología las que atrajeron principalmente su interés. Asistió a las clases de Christian von Ehrenfels (18591932), cuyas investigaciones Sobre las cualidades gestálticas (1890) habrían de causarle viva impresión. Continuó luego su formación en Berlín junto a Carl Stumpf (1848-1936), el filósofo y psicólogo autor de La psicología de los sonidos (1883 y 1890), y se doctoró finalmente en Wurzburgo, en 1904, bajo la dirección de Oswald Külpe (1862-1915). Tras unos años de actividad investigadora en varios centros intelectuales europeos (Praga, Viena, Berlín), inició su carrera académica en Fráncfort, donde permaneció como profesor entre 1910 y 1916. En este último año se trasladó al Instituto Psicológico de Berlín, para volver de nuevo a Fráncfort, ya como catedrático, en 1929. Con el ascenso de Hitler al poder, Wertheimer, que era judío, cobró conciencia enseguida del peligro que corría su vida en Alemania y se trasladó con su familia a los Estados Unidos, un destino que compartió con los principales miembros de la escuela. Ocupó entonces una cátedra en la New School for Social Research de Nueva York, y allí permaneció ya hasta su muerte, sobrevenida diez años más tarde (King y Wertheimer, 2005). En 1910 Wertheimer inició en Fráncfort sus estudios sobre el «movimiento aparente», esto es, sobre la impresión psicológica de movimiento

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que se obtiene a partir de estímulos físicos discontinuos en determinadas condiciones espacio-temporales. Utilizando a Köhler, a Koffka y a la mujer de este último, Mira, como sujetos experimentales, y con un taquistoscopio como instrumento para la presentación de los estímulos, Wertheimer diseñó el experimento clásico que dio el primer impulso al despegue de la nueva escuela. El experimento típico (Wertheimer realizó numerosas variaciones expe­rimentales sobre este mismo tema) consistía en lo siguiente. Se exponía a los sujetos a dos estímulos luminosos mostrados a través de dos pequeñas ranuras situadas en el mismo plano, una vertical y otra ligeramente inclinada respecto de la primera, y se manipulaba sistemáticamente el intervalo de tiempo que mediaba entre la presentación de ambos estímulos. Cuando el intervalo entre uno y otro era relativamente largo (mayor de 200 milisegundos), los sujetos veían dos luces sucesivas, una procedente de una de las ranuras y otra de la otra. Cuando el intervalo era relativamente breve, en cambio (menor de 30 milisegundos), los sujetos dejaban de percibir la sucesión de los dos estímulos luminosos, y veían en su lugar las dos ranuras luciendo simultáneamente. Con un intervalo de presentación intermedio, por otra parte, cuyo valor óptimo se situaba en torno a 60 milisegundos, los sujetos percibían una única luz que se desplazaba de una de las ranuras o fuentes luminosas a la otra sin solución de continuidad (una impresión de movimiento que resultaba indistinguible del movimiento real). Finalmente, cuando ese intervalo óptimo se reducía ligeramente por debajo de los 60 milisegundos, lo que se obtenía era una impresión de movimiento sin objeto alguno que se moviese, un resultado que Wertheimer denominó «movimiento puro», «movimiento fenoménico» o, simplemente, «fenómeno fi» (ϕ) (Boring, 1942 y 1950; Steinmann, Pizlo y Pizlo, 2000). El fenómeno fi tenía para Wertheimer unas implicaciones teóricas sumamente importantes. Porque se trataba de un fenómeno unitario que no se dejaba explicar mediante el análisis en componentes sensoriales elementales. Por exhaustivo que fuera el examen introspectivo a que sometiéramos esta experiencia, nunca encontraríamos su cualidad distintiva (el movimiento percibido) en los elementos sensoriales que la componen (los dos destellos luminosos). Era preciso ampliar el foco al contexto, a las condiciones espacio-temporales concretas en que estos destellos aparecen, para poder dar cuenta del fenómeno

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total. El todo (constituido en este caso por el fenómeno fi, esto es, la experiencia del movimiento que se obtiene en las condiciones descritas) resultaba ser así diferente de la suma de sus partes (los estímulos luminosos estáticos, en ninguno de los cuales podía descubrirse la propiedad del movimiento que se observaba sin embargo en el fenómeno en cuestión); una afirmación que vino a convertirse en el lema de la escuela. El fenómeno fi ponía de este modo inmejorablemente de relieve las insuficiencias del enfoque de la psicología introspeccionista, elementalista y asociacionista cuestionado por los gestaltistas, que el estructuralismo de Titchener había conducido al extremo. El fenómeno fi era un fenómeno total, no susceptible al análisis atomista y abstracto que venía imponiendo la tradición psicológico-experimental al uso. Para este y otros muchos fenómenos de características similares se imponía, como ya hemos dicho, un nuevo marco interpretativo que procediese a la inversa: en vez de intentar explicar el todo desde unas partes determinadas de antemano por los prejuicios teóricos del experimentador, se trataría de reconocer que son las partes las que vienen a hacerse inteligibles desde el todo, que les otorga en él su papel característico. Porque, en la inmediatez de nuestra experiencia, la totalidad es anterior a las partes (como pone de manifiesto el fenómeno fi), y es desde ella desde donde las partes mismas adquieren sentido como integrantes y coadyuvantes en la configuración de la totalidad. No se trataba por tanto de renunciar al análisis, como a veces se ha atribuido erróneamente a la psicología de la Gestalt, cuanto de despojarlo de la artificiosidad propuesta por el atomismo psicológico. El análisis gestaltista pretendía ser un análisis significativo y proceder por tanto del reconocimiento de los fenómenos totales, tal como se presentan en la experiencia, hasta el descubrimiento de las partes y relaciones naturales que los configuran. Como lo expresó Köhler en cierta ocasión: «El análisis de las partes genuinas constituye en la psicología de la configuración [Gestalt] un procedimiento perfectamente legítimo y necesario. Es también más fecundo que cualquier análisis de las sensaciones locales que, en sí, no son partes genuinas de las situaciones ópticas» (Köhler, 1929/1967, p. 143).

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LA ORGANIZACIÓN DE LAS PERCEPCIONES: LOS EXPERIMENTOS DE MAX WERTHEIMER El fenómeno fi no era más que un ejemplo, claro está, pero de enorme valor ejemplar. Porque en él se ponía inequívocamente de manifiesto una de las tesis fundamentales de la psicología de la Gestalt: la de que en la experiencia cotidiana e inmediata las percepciones no se presentan en «mosaicos» o conjuntos de sensaciones sueltas o independientes, sino en agrupaciones organizadas o totalidades integradas y unitarias. En un célebre trabajo de 1923, «Investigaciones sobre la doctrina de la Gestalt», Wertheimer avanzaría en la dirección de determinar experimentalmente, a partir de estímulos visuales muy sencillos, los principios o leyes que rigen la configuración de esas totalidades perceptivas (Wertheimer, 1923/1974). Estos principios básicos, que se han considerado a veces como la contribución más importante de la psicología de la Gestalt, se describen prácticamente en todos los manuales generales de psicología, por lo que bastará con recordar aquí brevemente algunos de ellos. Un primer factor que Wertheimer encuentra decisivo para la agrupación natural de los estímulos en la percepción es lo que llamó el «factor de proximidad»; es decir, el hecho de que los estímulos que están próximos a otros tiendan por lo general a aparecer ante el observador como formando parte con ellos de un mismo grupo. En la figura 1.1), por ejemplo, no son 14 puntos aislados lo que se percibe, sino que, en función de su cercanía, los puntos aparecen agrupados de dos en dos y formando, por tanto, siete grupos claramente diferenciados. Pero el de proximidad no es el único factor que interviene en la agrupación perceptiva; hay otros. Entre ellos, el «factor de semejanza», que hace que, en igualdad de condiciones, se presenten como naturalmente agrupados los estímulos que son similares. En la figura 1.2) puede verse un agrupamiento de puntos en el que la semejanza prevalece sobre la proximidad. No menos relevante es un «factor de dirección» en algunas disposiciones estimulares como la de la figura 1.3). En este caso, aunque los puntos de las líneas A y C puedan estar más alejados entre sí que los de las líneas A/B o B/C, se tienden a percibir agrupados los de las líneas A/C por compartir la misma dirección. Lo que vemos, por tanto, son dos líneas, una horizontal y otra vertical (u oblicua, en el segundo caso) independientemente de la

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mayor o menor proximidad de los puntos que las componen. Así, pues, el «factor de dirección» es aquí el predominante.Otro importante principio señalado por Wertheimer es el «factor de cierre», por el que las figuras cerradas tienden a percibirse unitariamente. Es el caso, por ejemplo, de la elipse y el rectángulo de la figura 1.4, que se perciben como tales elipse y rectángulo, y no como meras líneas inconexas, entrecruzadas sin sentido.

1)

2)

.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ° ° ..

°° °° °° °° B

B

3) A

C

A

C

4)

5)

Figura 1.  Ilustraciones de algunos principios de organización perceptiva, según Wertheimer: 1) proximidad, 2) semejanza, 3) dirección, 4) cierre, 5) buena figura. (Según Wertheimer, 1923/1974).

Todos estos principios o factores de organización perceptiva, junto con otros que no podemos detenernos a ilustrar aquí2, fueron subsumidos por

2  Entre los investigados por el propio Wertheimer están los de «destino uniforme» o «destino común» (los estímulos que se desplazan con la misma velocidad y en la misma dirección tenderán a

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los gestaltistas bajo una ley general de la que todos estos factores no serían sino casos particulares. Es la que llamaron «ley de la buena Gestalt» (o «buena figura»), según la cual las percepciones tenderían siempre a organizarse en las formas más simples, regulares, simétricas y equilibradas posibles. Esta ley general sería la que permitiría entender por qué la imagen de la figura 1.5 se percibe como un rombo y un hexágono (ambos regulares), en lugar de verse como dos hexágonos (irregulares). No puede dejar de mencionarse en este contexto el fenómeno de organización perceptiva quizá más básico de todos, el de «figura-fondo», investigado en 1912, de forma paralela e independiente de los estudios de Wertheimer, por el psicólogo danés Edgar J. Rubin (1886-1951) en la Universidad de Gotinga. Aunque Rubin no pertenecía al núcleo «duro» de los psicólogos de la Gestalt y ni siquiera era miembro «oficial» de la escuela, era evidente que los principios teóricos en que se inspiraban sus investigaciones eran muy semejantes a los de los gestaltistas, que saludaron con entusiasmo sus hallazgos y los incorporaron de inmediato a su propio corpus doctrinal. Rubin descubrió que el campo perceptivo se presenta por lo pronto organizado en dos grandes partes o dimensiones. Una de ellas ocupa el primer plano y atrae de inmediato la atención, posee contornos bien nítidos y tiene una forma definida, un cierto carácter objetual o «cósico»: es la «figura». La otra es el «fondo» sobre el que la figura se recorta; contrariamente a la figura, el fondo aparece desprovisto de forma y como por detrás de ella, como envolviéndola. Para los gestaltistas se trataba de un fenómeno sumamente significativo e importante porque venía a confirmar una de sus principales tesis: la de que la percepción no es una cuestión de sensaciones inconexas, sino que se da desde el principio de forma organizada. El fenómeno figura-fondo aparece, en efecto, como la primera distinción que se presenta cuando el sujeto se enfrenta a algún patrón estimular; se da incluso cuando la

percibirse como pertenecientes a un mismo grupo); «conjunto objetivo» (estímulos que tienden a percibirse agrupados por haber sido percibidos como grupo en alguna ocasión anterior); «buena curva» (que prevalece en ocasiones sobre el de cierre cuando una línea curva se superpone sobre una figura ce­rrada); y «hábito» o «experiencia pasada» (por el cual, si estamos habituados a ver determinados es­tímulos agrupados de una cierta manera, tenderemos a buscar ese tipo de agrupación cuando encontremos esos mismos estímulos en desorden) (Wertheimer, 1923/1974).

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rapidez de la estimulación impide distinguir la forma de la figura. Lo cual, en su opinión, estaría indicando que se trata de una distinción u organización espontánea, no aprendida, resultante más bien de la estructura innata del sistema nervioso. Así parecería sugerirlo, en efecto, el hecho de que en las figuras llamadas «reversibles» sólo sea posible percibir de forma alternativa, nunca simultánea, las dos figuras de que están compuestas. Las famosas «copa de Rubin», «mi mujer y mi suegra», de Boring, o el «cubo de Necker» son ejemplos bien conocidos (figura 2).

1) Copa de Rubin3

2) “Mi mujer y mi suegra”4

3) Cubo de Necker5

Figura 2. Figuras reversibles.

La psicología de la Gestalt obtuvo sin duda en la investigación de los fenómenos perceptivos algunos de sus mejores logros. Sus hallazgos no sólo se han incorporado al cuerpo general de la psicología, sino que continúan interesando y siendo objeto de estudio por parte de los psicólogos de hoy (véase, por ejemplo, el trabajo de Wagemans, Elder, Kubovy, Palmer, Peterson, Singh y von der Heydt, I y II, 2012). Tal vez por ello se ha llegado a identificar a veces la psicología de la Gestalt con un movimiento exclusivamente interesado en el terreno de la percepción, un error a cuya propagación probablemente contribuyó sin pretenderlo 3 4 5

Rubin, 1915. Boring, 1930. Necker, 1832.

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Kurt Koffka al centrar precisamente en este ámbito su introducción a la perspectiva gestáltica destinada al público norteamericano. Su artículo «Introducción a la Gestalt-Theorie. La percepción», publicado en el Psychological Bulletin en 1922, fue en efecto la primera presenta­ ción aparecida en inglés del punto de vista de la nueva escuela (Koffka, 1922/s.a.). La teoría, sin embargo, aspiraba a aplicarse también a otros ámbitos, como la obra del propio Koffka habría de poner más tarde de manifiesto, y a abarcar, desde luego, la totalidad de la psicología. Nos ocuparemos ahora brevemente de algunas de las aportaciones más significativas de la escuela a algunos de estos otros ámbitos: por lo pronto, las de Wolfgang Köhler al estudio la inteligencia y del aprendizaje.

INTELIGENCIA Y APRENDIZAJE: LOS EXPERIMENTOS DE WOLFGANG KÖHLER Wolfgang Köhler (1887-1967) nació en Tallin (Estonia), pero se formó en Alemania, de donde procedía su familia. Estudió en las universidades de Tubinga, Bonn y Berlín, donde tuvo como maestros al físico Max Planck (1858-1947) y al filósofo y psicólogo Carl Stumpf, con quien se doc­toró con una tesis sobre la psicología del sonido. En 1910 colaboró con Wertheimer y Koffka en el Instituto Psicológico de Fráncfort en los estudios que aquél estaba llevando a cabo sobre el fenómeno fi, que habría de marcar el punto de partida del ambicioso programa de investigación de la escuela de la Gestalt. En 1913 fue nombrado director del Centro de Investigación de Monos Antropoides que la Academia Prusiana de Ciencias tenía instalado en la isla de Tenerife, donde llevó a cabo algunos de los experimentos a los que nos vamos a referir enseguida. Allí le sorprende la Primera Guerra Mundial, en la que, según se ha dicho, acaso participara realizando labores de espionaje para el gobierno alemán (Ley, 1995). Nombrado director del Instituto Psicológico de Berlín en 1921, permanece hasta 1935 al frente de esta institución, que bajo su dirección se convierte en uno de los centros de formación e investigación psicológica más prestigiosos del mundo. Aunque no era judío, la situación política del país le lleva finalmente a abandonar Alemania, no sin haber intentado antes oponerse al nazismo tanto en la universidad como en la prensa (Henle, 1978). Viaja entonces a los Estados Unidos, donde ocupa una cátedra de psicología en el Swarthmore College de

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Pensilvania hasta jubilarse en 1958. Ya jubilado, continuó trabajando para otras instituciones científicas estadounidenses (Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Instituto Tecnológico de Massachusetts) hasta su muerte6. Durante su estancia en Tenerife, Köhler realizó unos estudios hoy clásicos sobre la inteligencia de los chimpancés que se inscriben en la tradición de la psicología comparada cultivada por autores como Romanes, Lloyd Morgan o Thorndike, todos ellos, como ya hemos visto, interesados por la cuestión de la inteligencia animal. Sumamente controvertidos, los estudios de Köhler alcanzaron una gran repercusión y propiciaron gran cantidad de investigaciones (Köhler, 1921/1989 y 1930/1998). La aproximación de Köhler a la inteligencia de los chimpancés quiso representar una alternativa radical al punto de vista empleado por Thorndike para estudiar la de los gatos en sus famosas «cajas problema». Para Köhler el enfoque de Thorndike, a quien interpelaba desde la introducción misma de su libro, resultaba totalmente inapropiado. Porque las situaciones problemáticas a las que enfrentaba a los animales eran completamente artificiales, carecían de relación con su entorno habitual y sus habilidades y comportamientos naturales, y era por tanto imposible que en esas condiciones los gatos pudieran llegar a dar muestras de la menor inteligencia en su conducta. Ante unos problemas que les eran completamente ajenos e ininteligibles, no tenían otra opción que intentar resolverlos a lo loco o al buen tuntún —por «ensayo y error», dicho en la terminología de Thorndike—; ni más ni menos, por otra parte, que como lo haría un ser humano en circunstancias equivalentes. El planteamiento de Köhler era absolutamente distinto. Por lo pronto, las tareas a realizar por los chimpancés tenían lugar en un entorno que a éstos les resultaba familiar, el de las espaciosas jaulas donde se desarrollaba su vida cotidiana. Por otro lado, se trataba de encararlos con situaciones a las que pudieran acceder visualmente en su totalidad; sólo así podrían ponerse a prueba sus auténticas capacidades para superar las dificultades y los obstáculos que se interponían en su camino para

6  Sobre Köhler puede verse el vídeo «Wolfgang Köhler (1887-1967)», de la serie Diccionario biográfico de Historia de la Psicología producida por la UNED .

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alcanzar el objetivo final (por lo general, un plátano colocado fuera de su alcance). Köhler proponía a sus chimpancés tareas que implicaban objetos familiares que debían utilizar como instrumentos (cuerdas, cajas y palos, principalmente); la fabricación de instrumentos nuevos a partir de ellos (como el apilamiento de cajas o la unión de palos encajando uno con otro); el rodeo de obstáculos para llegar a la meta…; en general, tareas de escasa dificultad capaces de permitir a los chimpancés desplegar comportamientos que pudieran reconocerse inequívocamente como «inteligentes» en un sentido cotidiano y común del término. Veamos algu­nas situaciones típicas. En una de ellas, se trataba de averiguar si el animal era capaz de utilizar unos palos para acercarse un plátano colocado fuera de la jaula. Una de las chimpancés, ignorando los palos que había esparcidos por el suelo, intentaba alcanzarlo directamente con la mano y, tras varios intentos infructuosos, terminaba abandonando la tarea. Sin embargo, en un momento posterior, se incorporaba bruscamente de un salto, cogía uno de esos palos y arrastraba el plátano con él hasta ponerlo a su alcance. Köhler subrayaba tanto la precisión del comportamiento («coloca al primer intento el bastón justo detrás del objetivo») como el carácter repentino del mismo (Köhler, 1921/1989, p. 67). En otro de los experimentos se pretendía que el animal encajase dos cañas huecas de bambú para poder acercarse la fruta. Como en la situación anterior, se dejaban las cañas en el suelo de la jaula a la vista y al alcance del chimpancé, pero en este caso ninguna de ellas era lo bastante larga para poder llegar por sí sola al objetivo. Sultán, el más inteligente según Köhler, intentó repetidamente alcanzarlo con ambas cañas por separado; luego probó a empujar una con otra hasta llegar a tocar la fruta, aunque sin conseguir otra cosa que alejarla todavía más. Después de intentarlo sin éxito por espacio de una hora, Sultán lograba finalmente dar con la solución al problema mientras jugaba con ellas. El cuidador de los animales describía así la situación: «Poco después, [Sultán] se levanta, coge las dos cañas, vuelve a sentarse en la caja y se pone a juguetear despreocupadamente con ellas. En el curso de este juego, Sultán se encuentra casualmente con una caña en cada mano, sosteniéndolas de tal manera que ambas quedan en línea: introduce ligeramente la más delgada en la abertura de la más gruesa,

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se pone de pie de un salto y se dirige rápidamente a las rejas (respecto a las que el animal se encontraba medio de espaldas); una vez allí, utiliza la caña doble para atraer hacia sí el plátano» (Köhler, 1921/1989, p. 153).

En las siguientes ocasiones, Sultán no tendría ya dificultad alguna para resolver problemas de este tipo. Köhler entendió que tanto en estas como en las demás situaciones experimentales que concibió para ponerlos a prueba, sus chimpancés daban muestras de un comportamiento inteligente que no se dejaba explicar por la teoría del ensayo y error de Thorndike. Por lo pronto, se trataba de un comportamiento no adquirido gradualmente y por tanteo, sino de forma repentina y de una sola vez; por tanto, sin la progresiva eliminación de errores que caracterizaba la conducta de los gatos en las cajas problema, sino con una rara perfección exhibida desde el primer momento, lo que parecía situarlos más allá del efecto y el ejercicio contemplados por las leyes conductuales del psicólogo norteamericano. Köhler utilizó el término alemán «Einsicht» («inteligencia» o «comprensión») para describir este tipo de comportamientos que aparecían de manera repentina y como organizados en función de las exigencias objetivas de la situación problemática. Traducido luego al inglés por «insight» («intuición» o «penetración», vertido al español también a ve­ces como «discernimiento»), el término fue perdiendo su originario sentido descriptivo para ir adquiriendo otro explicativo, más cargado teóricamente, con el que se quería hacer referencia a la comprensión inmediata y directa por parte del animal de la estructura de la situación, su capacidad para captar los elementos del problema y reorganizar sus relaciones para resolverlo (Gómez, 1989). Los experimentos de Köhler fueron muy controvertidos. Sus críticos más experimentalistas vieron en ellos numerosos defectos metodológicos que incluían, entre otros, la falta de control de la experiencia previa de los chimpancés en la manipulación de objetos y en la realización de tareas como las propuestas, la cuantificación insuficiente o la no menos insuficiente especificación de las condiciones experimentales, que hacía inviable cualquier intento de predecir la conducta de los animales a partir de ellas. Que la psicología comparada deba ser cuantitativa y predictiva es, claro está, otra cuestión no menos discutible; pero, en todo caso, está claro que a Köhler le importaba mucho menos la irreprochabilidad

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metodológica de sus experimentos (por lo demás contraproducente, a su juicio, como hemos visto, si se perseguía en un estadio aún preliminar y, por tanto, prematuro de la investigación) que la validez de los argumentos que pretendía hacer visibles en ellos. En realidad, era el intento de desmontar las concepciones mecanicistas y reduccionistas como la de Thorndike lo que constituía su objetivo fundamental. Particularmente significativos en este sentido fueron también unos experimentos, realizados asimismo en Tenerife, con los que Köhler pretendió contribuir decisivamente a esclarecer la naturaleza del aprendizaje (Garrett, 1962; Köhler, 1918/1974). Lo que se trataba de dilucidar en ellos era si las respuestas adquiridas en el proceso de aprender lo eran a estímulos específicos o se trataba más bien de respuestas a relaciones entre estímulos, una cuestión de implicaciones teóricas nada desdeñables. En uno de estos experimentos se adiestraba a unas gallinas a distinguir entre dos variedades de grises por el procedimiento de permitirles comer cuando picoteaban el alimento colocado sobre el más oscuro de ellos e impedírselo cuando lo hacían sobre el más claro. Una vez aprendida esta distinción (después de varios cientos de pruebas), se pasaba a sustituir el gris más claro o «negativo» (del que no se les permitía obte­ ner alimento) por un gris más oscuro todavía que aquel que los animales habían llegado por fin a distinguir perfectamente como «positivo» (del que sí se les permitía comer). La cuestión que se trataba de comprobar era si las gallinas picotearían ahora sobre tono concreto de gris del que habían sido adiestradas a comer previamente, o lo harían más bien sobre el nuevo gris, el más oscuro de los dos, al que no se habían enfrentado nunca antes. En otras palabras, lo que estaba en juego era averiguar si lo que las gallinas habían aprendido era a reaccionar ante un estímulo concreto (la específica variedad de gris que habían sido adiestradas a distinguir, como predeciría una teoría estímulo-respuesta) o ante una relación entre estímulos (la relación «más oscuro que», como predecía el propio Köhler). La prueba arrojaba una mayoría significativa (cerca del setenta por ciento) a favor de la elección del estímulo nuevo; un resultado que, según Köhler, daba la razón a su «teoría relacional». Según ella, y de forma congruente con los estudios de la escuela sobre la percepción, los estímulos no se perciben como acontecimientos independientes, sino que se dan organizados y aparecen como partes relacionadas de totalidades

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o Gestalten más amplias. Es a esta captación de relaciones, más que a estímulos aislados, a lo que el organismo responde con su conducta.

LA PERSPECTIVA EVOLUTIVA DE KURT KOFFKA La cuestión del aprendizaje se inscribe en la obra de Koffka en un marco evolutivo más amplio que le otorga un perfil algo distinto, a la vez que enriquece la contribución de la escuela con nuevas dimensiones y aplicaciones. Porque la perspectiva evolutiva o genética (la referida a la cuestión de la génesis del comportamiento, no de los genes), al igual que la comparada, era para Koffka una condición imprescindible para poder construir una psicología del sujeto normal adulto con suficientes garantías. En su libro Bases de la evolución psíquica, centrado fundamentalmente en el niño «que todavía no tiene obligación de ir a la escuela», pretendió precisamente desarrollar este punto de vista (Koffka, 1924/1926). Kurt Koffka (1886-1941) había nacido en Berlín y estudió filosofía y psicología en la Universidad de su ciudad natal, donde se doctoró en 1909 con una tesis sobre la teoría del ritmo dirigida por Carl Stumpf. Tras pasar un año trabajando en la Universidad de Wurzburgo junto a Oswald Külpe y Karl Marbe (1869-1953), Koffka acudió al Instituto Psicológico de Fráncfort para colaborar con Wertheimer y Köhler en los célebres estudios sobre el fenómeno fi a los que nos hemos referido más arriba. Nombrado profesor de la Universidad de Giessen en 1912, en los años 20 fue invitado en varias ocasiones a visitar los Estados Unidos, donde terminó instalándose definitivamente en 1927 como profesor del Smith College. Entre sus obras más significativas, además del ya aludido artículo introductorio sobre el punto de vista de la Gestalt para el público norteamericano (Koffka, 1922/s.a.), sobresale su gran tratado Principios de la psicología de la forma (1935/1973), en el que quiso articular sistemáticamente las grandes cuestiones teóricas y prácticas de la psicología desde la óptica de la nueva escuela gestáltica. Debe destacarse asimismo su libro sobre las Bases de la evolución psíquica (1924/1926), del que nos ocupamos a continuación. Uno de los propósitos de Koffka en este libro era mostrar los logros del ser humano a lo largo de su evolución, lo cual le llevaba preguntarse

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qué es lo que el niño tiene que adquirir cuando nace y en qué direcciones debe desarrollarse su conducta en este proceso de adquisiciones7. Distinguía así las cuatro esferas o direcciones conductuales siguientes: 1) La esfera puramente motora, que incluye el perfeccionamiento de movimientos y actitudes que aparecen desde que el niño nace, así como el desarrollo de movimientos enteramente nuevos (como coger, andar, escribir o hacer música). 2) La esfera puramente sensorial, que se orienta a componer una imagen del mundo congruente, organizada y estructurada que termine sustituyendo a los primeros fenómenos perceptivos (que, aunque también estructurales o gestálticos, son siempre fragmentarios y, desde luego, insuficientes para satisfacer las demandas que la vida hace a la conducta). 3) La esfera senso-motriz, esto es, la de la coordinación de la conducta interna con la externa; o, dicho de otro modo, el ámbito de la adaptación de los movimientos a las percepciones. Koffka ilustra el aprendizaje senso-motriz con el ejemplo del niño que se ha quemado y huye del fuego: lo que aprende aquí el niño no es a retirar la mano (que es un movimiento puramente reflejo y, por tanto, no aprendido), sino a evitar el fuego en el futuro. En otras palabras, el niño aprende una configuración que relaciona el fuego con el dolor; no una mera conexión asociativa, por tanto, sino una Gestalt con significación adaptativa de cara al futuro. En realidad, para Koffka la adquisición «puramente motriz» incluye siempre un componente sensorial (por ejemplo, en una conducta como la de jugar al tenis, que exige un ejercicio motor continuado, no se trata de golpear la pelota siempre de la misma manera, sino de hacerlo según de dónde y cómo venga), de la misma manera que el aprendizaje «puramente sensorial» siempre se lleva a cabo con la cooperación de movimientos. Aun siendo esto así, Koffka considera pertinente mantener la distinción entre las adquisiciones motrices y sensoriales, por una parte, y las propiamente senso-motrices, por otra, ya que cabe ver en 7   Aunque Koffka reconoce que no toda operación adquirida es aprendida (puede ser también simplemente un resultado del desarrollo mismo), es en el aprendizaje, a su juicio más eficaz, en lo que centra básicamente su exposición.

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estas últimas un nivel nuevo de adquisición. En el expresivo ejemplo del propio Koffka: «Una gallina puede correr y puede ver orugas rayadas de amarillo y negro. Logra, empero, una adquisición nueva al echar a correr cuando ve estas orugas» (Koffka, 1924/1926, p. 133). En este marco sitúa también el aprendizaje por imitación, al que el niño debe buena parte de sus adquisiciones en entornos naturales: bien porque aplique a una situación nueva alguna acción previamente conocida (al ejecutar otro individuo una acción de la misma naturaleza); bien porque surja en él una nueva estructura o Gestalt (al percibir que otro individuo actúa de acuerdo con semejante estructura, como cuando repite una palabra nunca oída antes, o toma del modelo imitado la resolución de un problema que él mismo no ha podido resolver). 4) La esfera ideatoria, por último, hace referencia al ámbito que media entre la situación y la acción, que se pone de manifiesto sobre todo cuando el sujeto se enfrenta a situaciones nuevas. En estas situaciones, en efecto, casi nunca se da con la acción apropiada a la primera; antes parece necesario contener toda acción hasta haber considerado la situación debidamente. Para Koffka, esto quiere decir que entre la situación estimulante y la reacción activa del individuo se da una esfera intermedia (de pensamiento) a la que no corresponden necesariamente cosas reales y efectivas. Por poner un ejemplo del propio Koffka: el niño que está solo y ve un recipiente con golosinas, tenderá a ir hacia él; pero si recuerda que tiene prohibido tocarlas, dudará qué hacer. Si finalmente no toca las golosinas, su conducta habrá estado determinada por las impresiones de ese ámbito de pensamiento intercalado entre la situación y la acción al que nos referíamos. En el curso del desarrollo, dice Koffka, este ámbito intermedio va adquiriendo un papel cada vez mayor. En un principio la reacción sigue directamente al estímulo: es el reflejo, la forma más simple de conducta. Pero poco a poco van haciéndose cada vez más numerosos e importantes los elementos de pensamiento que median entre la acción y la reacción, de modo que es sobre esos elementos mediadores sobre los que terminan descansando nuestros comportamientos superiores. Gracias a esta intermediación del pensamiento es como el ser humano llega a liberarse de la determinación del ambiente y a dominar la naturaleza. El arte, la ciencia, la ética y, en general, todo lo que suele llamarse el trabajo inte-

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lectual, es en buena medida un trabajo realizado con estos elementos intermedios. Su adquisición es, por tanto, para Koffka, la tarea en que culmina la evolución. Decisivo en este proceso es el aprendizaje del habla: «El lenguaje es nuestro instrumento mental más importante; mediante el lenguaje nos alzamos por encima del presente; con su ayuda podemos evocar el pasado y anticipar el futuro» (Koffka, 1924/1926, p. 265). Koffka pasa revista a diversas etapas de su adquisición, deteniéndose particularmente en la fase de la denominación, la de poner nombre a las cosas. El descubrimiento de que toda cosa tiene un nombre es uno de los más importantes en la vida del niño. En su experiencia, las cosas no aparecen como meras asociaciones de propiedades visibles, tangibles, audibles, etc., surgidas por virtud de su repetición frecuente, sino como tipos particulares de estructuras o Gestalten en las que el mundo se le hace presente y de las que los nombres se ven como propiedades. En esta temprana etapa, pues (en torno a la mitad del segundo año, pero con grandes variaciones individuales), los nombres no se consideran como denominaciones más o menos arbitrarias que se asignan a las cosas, sino como propiedades o atributos inherentes a las cosas mismas. Koffka subraya el paralelismo existente entre esta operación de nombrar del niño y las operaciones de los chimpancés de Köhler, ya que se trata de una operación estructural o gestáltica en la que «la palabra […] se introduce en la estructura de la cosa, como el palo se introdujo en la situación: ‘querer tener la fruta’» (Koffka, 1924/1926, p. 268). En una etapa posterior, el niño hace un uso más flexible del lenguaje, de modo que las palabras que se aplicaban antes a una sola cosa empiezan a poder aplicarse ahora también a otras. Koffka cita el ejemplo de Hilda, la hija del psicólogo alemán William Stern (1871-1938), que, con un año y siete meses, después de aprender la palabra «nariz», se refería también con ella a las puntas de los zapatos. Es asimismo frecuente en esta etapa la invención de palabras nuevas que reorganizan el material verbal ya conocido por el niño y le proporcionan muchas posibilidades de construir representaciones simbólicas nuevas. Por ejemplo, la palabra compuesta por «ei» (huevo) y «hopa» (coger o recoger), que Koffka toma del hijo de Carl Stumpf, da como resultado «ei-hopa», con el significado de «cucharilla» (Koffka, 1924/1926, pp. 271-272).

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Con la adquisición de estas nuevas representaciones simbólicas, el niño irá disponiendo de una herramienta cada vez más poderosa que le permitirá ampliar progresiva y considerablemente su capacidad de aprender y de resolver problemas en el futuro (Viney, 1993).

EL ESTUDIO DEL PENSAMIENTO: LA APORTACIÓN DE MAX WERTHEIMER Al estudio del pensamiento, cuyo aprendizaje había considerado Koffka «la tarea definitiva de la evolución», dedicó Wertheimer los últimos años de su vida. Concretamente al «pensamiento productivo», como tituló su libro, publicado póstumamente, en el que quiso presentar la interpretación del proceso del pensamiento desde la perspectiva de la Gestalt (Wertheimer, 1945/1991). Wertheimer distinguió con nitidez el pensamiento propiamente productivo o creador, capaz de enfrentarse a situaciones y problemas nuevos con respuestas y soluciones originales, del meramente «reproductivo», mecánico, repetitivo y memorístico. Su trabajo era muy crítico con las que consideraba como principales teorías sobre el pensamiento, la teoría lógica y la teoría asociativa, que entendía insuficientes. Porque la lógica, si bien proporciona reglas que garantizan la corrección del pensamiento, no es capaz sin embargo de conducir al hallazgo de soluciones nuevas para los problemas cotidianos. Tampoco lo es la teoría la asociación, ya que las asociaciones se adquieren mediante el aprendizaje y el hábito, mientras que el pensamiento productivo tiene que habérselas siempre necesariamente con materiales novedosos. Así, Wertheimer rechazaba terminantemente las prácticas de aprendizaje basadas en la repetición mecánica y memorística que se derivan de la concepción asociacionista del aprendizaje: aunque útiles hasta cierto punto para adquirir determinados materiales como nombres o fechas, que deben memorizarse por asociación y consolidarse por repetición, su utilización habitual conduce más a una ejecución mecánica que a un pensamiento verdaderamente creador. Para la realización de sus estudios, Wertheimer utilizó procedimientos y materiales diversos, desde la observación de cómo resuelven los niños sencillos problemas geométricos, aritméticos y cotidianos, al análisis del proceso de construcción de las teorías físicas de Galileo y Einstein.

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En todos ellos halló pruebas fehacientes de un pensamiento llevado a cabo en términos de totalidades en el que la solución surge gracias a la captación de las relaciones estructurales implicadas en el problema. Veamos un ejemplo. Dos niños, A y B, de 12 y 10 años respectivamente, juegan al bádminton. A, el mayor, gana sistemáticamente a B, que se desmoraliza y abandona el juego. A le reprocha entonces a B que se rinda, lo que hace imposible seguir jugando. Al poco, sin embargo, A parece comprender la falta de sentido que tiene jugar a un juego en que el contrincante no tiene la menor posibilidad de ganar, y le propone jugar de otra manera: se tratará ahora de ver cuántos raquetazos consiguen dar sin que el volador caiga al suelo. El juego competitivo se transforma así en un juego cooperativo, y los dos niños continúan jugando tan contentos. En el análisis de Wertheimer, la raíz del problema se halla aquí en el delicado equilibrio que debe haber en todo buen juego entre pasar un buen rato juntos y tratar de derrotar al otro. En el caso del ejemplo, ese equilibrio se rompe, y la situación deja de ser lúdica para convertirse en desagradable. La parte «oponerse a» ha dejado de funcionar adecuadamente en la estructura total del juego. Por eso surge el problema, cuya solución pasará por reestructurar la situación de modo que de la competencia de las partes se pase a la cooperación entre ellas: A y B, las partes de la situación o estructura total, dejan de ser ahora antagonistas para cooperar en el logro de un objetivo que les es común. De este y otros ejemplos que se analizan detenidamente en el libro, Wertheimer terminaba extrayendo algunas conclusiones fundamentales. 1) Por lo pronto, el reconocimiento de la existencia de procesos de pensamiento que califica de «genuinos, bellos, pulcros, directos», los pensamientos «productivos» (Wertheimer, 1945/1991, p. 198), que consiguen mantenerse a pesar de la multitud factores externos que actúan en su contra (los hábitos ciegos, los prejuicios, determinados intereses y ciertas formas de enseñanza escolar repetitiva, entre otros). 2) En segundo lugar, la constatación de que los factores y las operaciones esenciales de esos procesos (como el agrupamiento, la reorganización y otros) se adecuan a la estructura de la situación, pero no han sido debidamente atendidos por las aproximaciones tradicionales al estudio del pensamiento. 3) Estas operaciones, además, no se refieren a las partes de la situación sino a sus características globales; de modo que los elementos

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de la situación aparecen y funcionan en ellas como las partes de un todo, cada una ocupando el lugar y desempeñando el papel que en ese todo le corresponde. 4) Wertheimer reconoce que en estos procesos de pensamiento productivo también intervienen las operaciones que los enfoques tradicionales sí han tenido y tienen en cuenta (como la asociación, la con­ceptualización o la abstracción), pero, insiste, lo hacen siempre en función del todo de que se trata en cada caso. 5) Y, añade, se desarrollan siempre de una manera coherente, por más dificultades a las que hayan de hacer frente; no son, por tanto, el resultado de la agregación, yuxtaposición o sucesión de acontecimientos al azar. 6) El pensamiento productivo, por último, implica para Wertheimer una actitud sincera, y no meramente aparente, de compromiso con la verdad estructural por parte del individuo que piensa de modo creador. De este modo contribuía Wertheimer a mantener vivo el interés por un tema, el del pensamiento, que había quedado prácticamente fuera de la psicología de la época (Gondra, 1998).

LA TEORÍA DEL CAMPO DE KURT LEWIN Profundamente influida por el enfoque totalista de la Gestalt y alejada por tanto de cualquier interpretación elementalista y asociacionista de lo psíquico, la obra de Kurt Lewin representa un esfuerzo por trascender el marco del gestaltismo ortodoxo y explorar otros ámbitos hasta entonces escasamente atendidos. Así, por ejemplo, además de no compartir con los fundadores la perspectiva neurofisiológica expresada en la noción de isomorfismo, Lewin se interesó más por la motivación, la personalidad, la psicología social y las aplicaciones prácticas que por el aprendizaje o la percepción (la «marca de fábrica» de la escuela) (Ferrándiz, Huici, Lafuente y Morales, 1993; Marrow, 1969). En este intento de extender la inspiración gestaltista más allá de los límites estrictos de la escuela, Lewin, claro está, no estuvo solo. Entre otros nombres que merecerían citarse a este respecto recordaremos aquí sólo los de George Katona (1901-1981), que aplicó la perspectiva gestáltica al estudio de la economía, la memoria y la educación, y entre cuyas aportaciones se cuenta la demostración de la superioridad del aprendizaje de material organizado o significativo sobre el de material desorganizado

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o sin sentido; Karl Duncker (1903-1940), famoso por sus estudios sobre la percepción del «movimiento inducido» (el movimiento que un sujeto inmóvil se atribuye a sí mismo cuando es el objeto el que se mueve, como cuando se contempla el fluir de un río desde un puente) así como por sus experimentos sobre la solución de problemas dirigidos por Wertheimer; y Rudolf Arnheim (1904-2007), autor de una importante contribución a la psicología del arte desde la perspectiva de la psicología gestáltica. Hay muchos otros, naturalmente, pero entre todos destaca Kurt Lewin, generalmente considerado como uno de los fundadores de la psicología social (Schellenberg, 1981) y uno de los principales artífices de la psicología aplicada (Gondra, 1998). Kurt Lewin (1890-1947) nació en la ciudad alemana de Mogilno (hoy parte de Polonia) y estudió en las universidades de Friburgo, Munich y Berlín. En esta última recibió las influencias de Carl Stumpf, con quien se doctoró en 1916, y del filósofo neokantiano Ernst Cassirer (18741945). Al estallar la guerra en 1914, se alistó como voluntario y fue herido y condecorado. Finalizada la contienda, se incorporó como docente al Instituto Psicológico de Berlín, donde trabajó junto a Wertheimer y Köhler y contribuyó al desarrollo de la escuela de la Gestalt con numerosas y personales aportaciones (Pastor y Tortosa, 1998). En 1933 emigró a los Estados Unidos por la amenaza que, como judío, representaba para él el ascenso al poder del partido nazi. Tras dos años en la Universidad de Cornell, se trasladó a la de Iowa, concretamente a la Estación de Investigación para el Bienestar Infantil de dicha universidad. Allí permaneció hasta 1944, año en que fue nombrado director del Centro de Investigación de Dinámica de Grupos, en el Instituto Tecnológico de Massachussetts de Boston. Entre sus obras más conocidas pueden destacarse sus libros Dinámica de la personalidad (1935), Principios de psicología topológica (1936) y La teoría del campo en la ciencia social (1951). El término «teoría del campo» ha llegado a identificarse de manera casi exclusiva con la obra de Kurt Lewin (Schultz y Schultz, 1992), por más que toda la psicología de la Gestalt constituya una expresión de la tendencia general de la ciencia de finales del siglo XIX a pensar la realidad en términos de relaciones de campo. Lewin, en efecto, quería una psicología que fuese capaz de hacerse cargo del campo psicológico total del individuo en un momento dado; que incluyese, por tanto, todas las

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fuerzas en juego existentes para él en ese momento. Sólo teniéndolas en cuenta, pensaba, se podría llegar a predecir su conducta. A este campo psicológico total (o, dicho de otro modo, el mundo tal como lo experimenta un sujeto en un momento concreto de su vida) lo llamó Lewin «espacio vital», uno de los conceptos fundamentales de su psicología. De acuerdo con su teoría, el espacio vital es una totalidad integrada por dos grandes ámbitos o componentes que tienen que ver con la persona, por una parte, y con el entorno tal y como la persona lo percibe, por otra. Para Lewin no son ámbitos meramente yuxtapuestos, sino que están inextricablemente unidos en dinámica interacción. La conducta será siempre función de ambos, un resultado de su interdependencia y referencia mutua, no de la acción exclusiva de ninguno de ellos por separado. Por otra parte, la relación entre persona y medio está en permanente cambio. El equilibrio entre ambos es sumamente precario y constantemente se ve alterado, bien por necesidades internas a la persona, bien por incitaciones externas procedentes del medio. La ruptura de este equilibrio produce una tensión que da origen a algún movimiento o actividad del sujeto («locomoción», en la terminología lewiniana) orientado a restaurarlo. De este modo, la conducta humana supone un flujo constante de la secuencia tensión-locomoción-alivio. Los objetos del espacio vital que se perciben como posibles reductores de la tensión generada adquieren así para el sujeto un determinado valor positivo o de atracción («valencia positiva», lo llamó Lewin); los objetos que impiden o frustran la reducción de la tensión, en cambio, producirán su rechazo y poseerán por tanto «valencias negativas» que llevarán al individuo a evitarlos o alejarse de ellos. Un primer intento de verificar experimentalmente este modo de ver las cosas fue llevado a cabo por una discípula de Lewin, Bluma Zeigarnik (1901-1988), en 1927. Zeigarnik realizó una serie de experimentos bajo la dirección del propio Lewin en los que asignaba a sus sujetos una serie de tareas sencillas (construir una caja, modelar figuras de plastilina, resolver problemas aritméticos…). En unos casos permitía que los sujetos terminasen su tarea, mientras que en otros les interrumpía antes de finalizarla. La hipótesis en juego era que el mero hecho de poner a un sujeto a realizar una tarea desencadenaría en él un sistema de tensiones:

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si terminaba la tarea, se disiparía la tensión; pero si la tarea quedaba sin terminar, la tensión persistiría, duraría más tiempo, y eso haría que los sujetos pudieran recordar posteriormente mejor las tareas inacabadas que las acabadas. Así lo corroboraron los resultados de Zeigarnik, con una ventaja del 90% a favor del recuerdo de las inacabadas (Zeigarnik, 1927). Este mejor recuerdo de las tareas sin terminar en comparación con las terminadas se ha llegado a conocer como «efecto Zeigarnik». Ahora bien, en un campo de fuerzas con frecuencia se producen tendencias de acción opuestas que plantean a la persona situaciones de conflicto. El conflicto aparece, según esto, cuando se oponen valencias de intensidad parecida. En el análisis de Lewin, esta oposición puede adoptar tres formas típicas o básicas. En una de ellas el individuo se enfrenta a dos objetos con valencia positiva entre los que tiene que elegir; se trata, pues, de elegir entre dos bienes. Una segunda situación conflictiva se plantea cuando el individuo debe elegir entre dos males, esto es, dos objetos con valencia negativa (el niño ante la disyuntiva de hacer las tareas o ser castigado a no jugar con sus amigos, por ejemplo). En la tercera situación el sujeto se enfrenta a un objeto que posee valencias positivas y negativas a la vez, como cuando se tiende a alcanzar un objeto atractivo cuya obtención puede acarrear consecuencias desagradables, o cuyo acceso se ve dificultado o impedido por alguna barrera física o psicológica; aquí se hace necesario (como había observado Köhler en sus chimpancés) dar un rodeo, reestructurar cognitivamente el campo o abandonar definitivamente el objetivo perseguido y sustituirlo por otro. El trabajo de Lewin sobre el conflicto ha inspirado gran cantidad de investigaciones y su tipología ha pasado al acervo común de la psicología contemporánea, si bien con una denominación algo distinta de la lewiniana: la de conflictos de «aproximación/aproximación», «aproximación/ evitación» y «evitación/evitación». A partir de los años 30, Lewin se fue interesando cada vez más por la psicología social. Porque el campo de la conducta es, en realidad, un medio social, y el entorno más inmediato de la persona, a fin de cuentas, es su grupo. El grupo social se concibe como un todo dinámico (el término «dinámica de grupos» se lo debemos a él) en el que la persona encuentra determinadas facilidades y dificultades o barreras, y donde las necesidades de la persona deben encontrar su ajuste y acomodo con las necesidades propias del grupo.

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Lewin llevó a cabo e inspiró numerosas investigaciones sobre grupos de muy diversa índole, pero tal vez sea la realizada en colaboración con sus discípulos Ronald Lippitt (1938-1987) y Ralph White (1907-2008) sobre el efecto del liderazgo en el «clima social» del grupo la que haya alcanzado mayor repercusión (Lewin, Lippitt y White, 1939; Lippitt, 1940). Los grupos de este estudio estaban formados por niños de 10 años a los que se les reunía para realizar una serie de actividades bajo la dirección de un adulto de acuerdo con tres estilos distintos de liderazgo: «autocrático» (centrado en el líder), «democrático» (centrado en el grupo) y «laissez faire» (liderazgo no directivo). Según los autores de la investigación, los resultados mostraban que, en comparación con los grupos dirigidos democráticamente (los preferidos para la mayoría de los niños), en los de liderazgo autocrático disminuía la iniciativa de los miembros del grupo, en tanto que aumentaba en ellos, en cambio, su agresividad; los grupos «laissez faire», por su parte, ponían de manifiesto una insatisfacción y falta de objetivos en sus miembros que no se daba en los grupos democráticos. Estudios como este contribuyeron a reafirmar en Lewin la idea de la superioridad de la democracia sobre las dictaduras. Muy comprometido socialmente, Lewin impulsó también un movimiento de «investigación-acción», como se le ha llamado, orientado a promover el cambio social desde la investigación experimental de problemas sociales relevantes como la discriminación racial o la igualdad de oportunidades. Un conocido estudio representativo de este enfoque fue el realizado por sus discípulos Morton Deutsch y Mary E. Collins en 1951, en el que se comparaban las actitudes raciales resultantes de alojar familias de raza negra y blanca en los mismos bloques de viviendas o de alojarlas en bloques separados. Los resultados mostraron que la integración daba lugar a actitudes sociales más positivas y de mayor aceptación que la segregación, que daba lugar a más prejuicios y resentimientos (Deutsch y Collins, 1951). En este y otros estudios de «investigación-acción», la investigación experimental se llevaba a cabo en escenarios y situaciones reales, muy alejadas por tanto del artificio habitual de los experimentos realizados en el marco del laboratorio académico. A pesar de las difíciles circunstancias en que hubo de desarrollarse su carrera, marcada —como la de buena parte de la de los psicólogos de la escuela— por la persecución, la guerra y el exilio, Lewin consiguió reha-

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cer su vida con éxito en el continente americano, donde se rodeó de discípulos, colaboradores y seguidores (Leon Festinger, Dorwin Cartwright, Ronald Lippitt, Roger Barker…) que han otorgado a sus ideas, sobre todo en lo referente a la psicología social, una gran proyección e influencia en la psicología posterior. 1  1  2

Desde el Instituto Psicológico de la Universidad de Berlín, bajo la dirección de Wolfgang Köhler, y a través de las páginas de la revista Psychologische Forschung (Investigación Psicológica), que fundaron Koffka, Köhler y Wertheimer junto a los psiquiatras Kurt Goldstein y Hans Gruhle en 1921, la escuela de la Gestalt llegó a ejercer una poderosa influencia en la psicología de todo el mundo. A partir de los años 30, sin embargo, su estrella comenzó a declinar. Dispersados por obra del exilio, sus principales representantes se vieron obligados a instalarse en universidades norteamericanas que carecían de programas de doctorado y no permitían, por tanto, la formación de investigadores que continuaran su estela (con la posible excepción de Kurt Lewin, que, por lo demás, nunca pretendió mantener espíritu alguno de «escuela»). Tampoco sus ideas, profundamente imbuidas de cultura alemana, consiguieron arraigar en el medio cultural americano, que les era ajeno y en buena medida hostil. Con todo, muchas de ellas lograron abrirse camino de modos diversos en distintos ámbitos de la psicología hasta llegar a formar parte de la cultura psicológica dominante u «oficial». Así ha sucedido, por ejemplo, con las investigaciones sobre la percepción y las leyes de la organización perceptiva, hoy presentes en todos manuales generales de la disciplina; o con los experimentos de Köhler sobre la inteligencia de los chimpancés, que constituyeron un hito en la psicología comparada y del aprendizaje. Por otra parte, la insistencia de los gestaltistas en hacer de la experiencia consciente el punto de partida y de llegada de la investigación psicológica ha contribuido a que su estudio se haya podido mantener como problema legítimo de la psicología, pese a los esfuerzos de algunos conductismos por minimizar su relevancia. Y no puede dejar de señalarse que precisamente los neoconductistas se vieron obligados a modificar su definición de conducta y a prestar mayor atención a las variables internas del organismo por efecto de la

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crítica gestaltista al asociacionismo (el caso más claro de «contaminación» gestaltista del conductismo en este sentido es, como veremos, el del neoconductista E. C. Tolman). La psicología cognitiva, a su vez, ha reconocido en las investigaciones de los psicólogos de la Gestalt sobre la percepción y el pensamiento uno de sus antecedentes más inmediatos, si bien en ocasiones ha tendido a sobrevalorar o deformar en cierta medida esa influencia (Wertheimer, 1991). Señalaremos por último el enorme estímulo que la noción típicamente gestáltica de «isomorfismo» ha supuesto para el desarrollo de la aproximación neurofisiológica al estudio del comportamiento.

PARTE IV

CLAVES DEL PANORAMA CONTEMPORÁNEO

CAPÍTULO XIV LOS CONDUCTISMOS: I. EL CONDUCTISMO CLÁSICO

Movimiento polémico y plural, el conductismo ha sido también una de las orientaciones más duraderas y de mayor influjo de la psicología moderna. En nuestra exposición de sus principales orientaciones adoptaremos la distinción clásica de Sigmund Koch (1982) entre «conductismo clásico», asociado principalmente a la figura y contribución de John B. Watson y sus seguidores más inmediatos, y «neoconductismo», el esfuerzo de renovación teórica y metodológica del conductismo watsoniano que se desarrolló sobre todo a partir de la década de 1930 y que tuvo en Edward C. Tolman, Clark L. Hull y Burrhus F. Skinner a algunos de sus representantes más destacados. Al posterior «conductismo mediacional» de los años 60, que algunos han dado en llamar también «conductismo informal» o «neo-neoconductismo» (con autores como Neal E. Miller o Charles E. Osgood), nos referiremos más adelante en relación con los cognitivismos, de los que constituye una suerte de antecedente. JOHN B. WATSON Y EL MANIFIESTO CONDUCTISTA En 1913, el joven y prestigioso psicólogo estadounidense John B. Watson, que se había distinguido hasta entonces sobre todo por sus trabajos sobre el comportamiento animal, publicó un artículo en el que reclamaba un giro radical a la psicología de su tiempo (Watson, 1913/1982). El artículo llevaba por título «La psicología tal como la ve el conductista», y ha sido considerado generalmente como el escrito fundacional de una nueva escuela psicológica, la escuela conductista, que estaba llamada a ejercer una gran influencia en las décadas siguientes. John B. Watson (1878-1958) había nacido en Greenville (Carolina del Sur). Estudió en las universidades de Furman y Chicago, bastión esta última del movimiento funcionalista norteamericano. Atraído hacia

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la psicología por la obra de James R. Angell (1869-1949), se doctoró en 1903 bajo su dirección y la de Henry H. Donaldson (1857-1938) con una tesis sobre la maduración neurológica y psicológica de la rata blanca, si bien serían las ideas marcadamente objetivistas y mecanicistas de otro de sus maestros, el biólogo y fisiólogo Jacques Loeb (1859-1924), las que le dejarían una huella más profunda. Watson permaneció en Chicago como profesor de 1903 a 1908. Allí construyó su propio laboratorio y llevó a cabo sus investigaciones; entre otras, la realizada sobre el papel que desempeñan las claves sensoriales en el aprendizaje de las ratas del recorrido de un laberinto, un estudio que le condujo a eliminar de manera sistemática los órganos de los sentidos de sus animales y que llegaría a ser su trabajo más conocido de esta época (Watson, 1907)1. En 1908 James Mark Baldwin (1861-1934), otra figura destacada del funcionalismo estadounidense, le ofreció a Watson una cátedra en la universidad Johns Hopkins, de la que él mismo era catedrático de filosofía y psicología. Tan sólo un año después de su llegada, sin embargo, Baldwin se vio envuelto en un escándalo que le llevó a abandonar la universidad2. Watson quedó entonces a cargo tanto de la dirección del Departamento de Psicología como de la edición de la influyente revista Psychological Review que Baldwin había fundado y dirigido hasta entonces. De este modo, con tan solo 31 años, Watson pasaba a ocupar un lugar crucial en el panorama psicológico norteamericano. Los años siguientes fueron de gran actividad y productividad, y le llevaron a menudo al borde del colapso nervioso. Además de su famoso artículo de 1913, que pronto empezó a ser conocido como «el manifiesto conductista», publicó dos libros: uno de psicología animal (La conducta: Introducción a la psicología comparada, de 1914) y otro de psicología humana (La psicología desde el punto de vista de un conductista, de 1919). Elegido presidente de la Asociación Psicológica Americana (APA) en 1915, dedicó su alocución presidencial a los reflejos condicionados. Más tarde, durante la intervención americana en la primera guerra mundial, 1   Puede verse una evocación reciente de este estudio en el vídeo Ratas en el laberinto: Los inicios de la experimentación en psicología del aprendizaje, de R. Pellón, E. Lafuente y G. Ruiz (Madrid: UNED, 2002). 2  Sobre este episodio puede verse el vídeo «James Mark Baldwin (1861-1934)», de la serie Diccionario biográfico de Historia de la Psicología producida por la UNED .

Los conductismos: I. El conductismo clásico

colaboró con el ejército en la elaboración de test para pilotos. Y una vez terminada la guerra emprendió las investigaciones sobre el desarrollo infantil que terminarían dando lugar a otro trabajo célebre: el dedicado a las «reacciones emocionales condicionadas», en el que daba cuenta de los resultados de sus experimentos con el niño «Albertito» y del que hablaremos más adelante (Watson y Rayner, 1920). En 1920 toda esta fecunda actividad académica se interrumpió abrup­ tamente cuando fue obligado a abandonar la universidad a raíz del escándalo provocado por el proceso de divorcio entablado por su mujer a causa de las relaciones que Watson mantenía con su joven alumna y colaboradora Rosalie Rayner, con la que se iba a casar poco tiempo después. Fue contratado entonces por la agencia de publicidad Walter J. Thompson, de la que muy pronto llegaría a ser vicepresidente. De manera simultánea desarrolló una amplia labor de divulgación de sus puntos de vista psicológicos —en conferencias, programas de radio y artículos en revistas populares— para los que logró una gran audiencia. De gran impacto popular fueron asimismo sus libros de esta época: El cuidado psicológico del niño (de 1928), donde presentaba una concepción extremadamente ambientalista y reglamentada de la crianza infantil; y El conductismo (de 1924, con edición revisada de 1930/1972), en el que ofrecía una última versión de su imagen mecanicista de la conducta humana entendida en términos de reflejos condicionados. Profundamente afectado por la muerte de su mujer en 1935, Watson puso fin a toda actividad social y se recluyó en su granja de Connecticut, donde pasó sus últimos años entregado a las faenas del campo. Las posiciones objetivistas de Watson eran ya conocidas desde algún tiempo antes de que, en 1912, fuera invitado por James McKeen Cattell (1860-1944) a desarrollarlas en unas conferencias en la Universidad de Columbia. Fue allí donde realizó por primera vez su famosa declaración programática titulada «La psicología tal como la ve el conductista» —el «manifiesto conductista» al que nos referíamos antes—, un potente alegato contra el modo usual de entender la psicología publicado al año siguiente, cuyo mensaje fundamental se condensaba en estas palabras iniciales: «La psicología, tal como la ve el conductista, es una rama experimental puramente objetiva de la ciencia natural. Su meta teórica es la predicción y control de la conducta. La introspección no forma parte

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esencial de sus métodos, ni el valor científico de sus datos depende de la facilidad con que se presten a una interpretación en términos de conciencia. El conductista, en sus esfuerzos por lograr un esquema unitario de la respuesta animal, no reconoce ninguna línea divisoria entre el ser humano y el animal. La conducta del hombre, con todo su refinamiento y complejidad, sólo forma una parte del esquema total de investigación del conductista» (Watson, 1913/1982, p. 400).

Así, Watson reclamaba revisar a fondo la concepción y tarea de la psicología si ésta pretendía alcanzar alguna vez el estatuto científico que parecía venir esforzándose por lograr desde algún tiempo atrás. Para ello proponía, por lo pronto, renunciar a hacer de los fenómenos conscientes y de la introspección su objeto y método propios, que en su opinión no habrían logrado sino conducir a la psicología a estériles especulaciones cada vez más alejadas de los verdaderos intereses humanos. En su lugar, seguía proponiendo Watson, la psicología debía centrarse en la conducta (tanto animal como humana) en cuanto susceptible de lo que él consideraba un estudio objetivo y experimental, al margen por tanto de la posible interpretación de sus datos en términos de conciencia. Así creía él que podría colocarse el objeto de la psicología en el mismo nivel de objetividad que las demás ciencias de la naturaleza, restringiendo como en ellas la conciencia a su condición de instrumento al servicio del científico. Su uso, por tanto, tendría que ser siempre ingenuo y directo, nunca reflejo o reflexivo como el que la psicología introspeccionista se había empeñado en hacer en el pasado, a juicio de Watson, erróneamente. Al fin y al cabo, sostenía, no eran tantos los problemas realmente esenciales de la psicología introspectiva que podrían quedar fuera del alcance de una psicología conductista así entendida; pero hasta esos problemas, auguraba, podrían abordarse en el futuro, cuando lograran desarrollarse métodos conductuales suficientemente sofisticados (Watson, 1913/1982).

ALGUNOS ANTECEDENTES Pese a lo que la contundencia del tono y la radicalidad del planteamiento pudieran tal vez sugerir, las propuestas watsoniana no brotaban de la nada.

Los conductismos: I. El conductismo clásico

Buena parte del camino que Watson exigía recorrer a la psicología había sido recorrido ya por el movimiento funcionalista en que se había formado (Logue, 1985). El énfasis de los funcionalistas en la actividad de los organismos, en su acción y adaptación como ámbito propio de la psicología, no se hallaba demasiado lejos, en efecto, de la orientación conductual que Watson estaba reclamando para la psicología. Bien es verdad que, a diferencia de Watson, para los funcionalistas se trataba de una actividad de la que la conciencia formaba una parte esencial; pero también lo es que la noción de conciencia distaba mucho de suscitar un acuerdo unánime, y que eran numerosas las voces que, desde las filas del funcionalismo, se venían mostrando muy críticas con ella y con su supuesto modo de acceso, el método introspectivo. Ya en 1904 William James había puesto la cuestión sobre el tapete en un célebre artículo de provocativo título, «¿Existe la conciencia?», que desencadenó un debate que inundó las páginas de las revistas psicológicas de la primera década del siglo (James, 1904/1996). El propio James había cuestionado también, años antes, el uso de la introspección (James, 1884/1993), y las críticas al método introspectivo, así como las notables divergencias en el modo de entenderlo, no había dejado de aflorar y proliferar desde entonces (Wozniak, 1993a). Para los funcionalistas más interesados en la psicología aplicada, en particular, los conceptos de conciencia e introspección no resultaban muy útiles, preocupados como estaban más bien por la predicción y el control de la conducta que Watson iba a incorporar también a su programa. Uno de los principales exponentes de ese costado aplicado del funcionalismo, James McKeen Cattell, había escrito significativamente a este respecto: «(N)o estoy convencido de que la psicología deba limitarse al estudio de la conciencia como tal. […] (L)a idea considerablemente extendida de que no hay psicología aparte de la introspección se refuta con el crudo argumento del hecho consumado. En mi opinión, la mayor parte del trabajo llevado a cabo por mí o por mi laboratorio es casi tan independiente de la introspección como el realizado en física o en zoología […] No veo razón alguna por la que la aplicación del conocimiento sistematizado al control de la naturaleza humana no pueda lograr, a lo largo del presente siglo, resultados comparables a las aplicaciones de la ciencia física del siglo xix al mundo material» (Cattell, 1904).

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De este modo, la idea de que la psicología pudiera llegar a prescindir de la conciencia y de la introspección había ido haciéndose progresivamente más cercana y familiar a los funcionalistas durante los primeros años del siglo, y así lo reconocía explícitamente el propio Angell, que apuntaba la posibilidad de que el término «conciencia» terminara cayendo en desuso del mismo modo en que lo había hecho en el pasado el término «alma» (Angell, 1913). Del funcionalismo, o, dicho con más precisión, del evolucionismo que el funcionalismo había adoptado como marco teórico, procedía asimismo otra de las ideas básicas del programa watsoniano, la de la continuidad psicológica entre el ser humano y el animal, que Darwin había explorado en su estudio sobre La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (Darwin, 1872/1984). En él Darwin defendía la continuidad evolutiva de las emociones desde sus formas más sencillas (animales) a las más complejas (humanas), un argumento que sirvió de legitimación e impulso al desarrollo de una tradición de investigación sobre el comportamiento animal originariamente centrada en la comparación de las capacidades psicológicas de las distintas especies. Nacida y cultivada en Inglaterra, como vimos, por figuras como G. Romanes y C. Lloyd Morgan, la psicología comparada arraigó pronto también en los Estados Unidos, donde encontró enseguida el respaldo de los psicólogos funcionalistas, que confiaban en encontrar en ella un sólido soporte empírico a su convicción de la utilidad de la conciencia para adaptarse al medio. Las críticas al método anecdótico y al enfoque antropomórfico de que, según vimos, adolecía para algunos autores esta primera psicología comparada llevaron a muchos de ellos a intentar dotar a sus investigaciones con animales de lo que a su juicio era un mayor rigor tanto metodológico como teórico o conceptual. El uso de conceptos claramente mecanicistas como el de «tropismo» (puesto en circulación por J. Loeb en este campo), que pretendía hacer innecesaria la referencia a la conciencia para dar cuenta de los comportamientos animales; el esfuerzo creciente de algunos investigadores (como E. L. Thorndike o R. M. Yerkes) por controlar experimentalmente las situaciones de observación de dichos comportamientos; la construcción de aparatos (como el laberinto de W. S. Small o las cajas-problema de E. L. Thorndike) diseñados con la intención de estandarizar las condiciones experimentales a costa

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de limitar las posibilidades de acción de los animales observados; el confinamiento de esas condiciones dentro de los límites del laboratorio…; todas ellas eran medidas que la psicología animal venía poniendo en práctica desde algún tiempo atrás. Watson, que había hecho sus primeras armas precisamente en el ámbito de la psicología animal, iba a dar a estas medidas un sentido claramente objetivista, y a renunciar así al uso de la problemática noción de conciencia tanto en la psicología animal como en la humana. La obra de dos autores, E. L. Thorndike e I. P. Pavlov, ejerció una influencia particularmente decisiva en este sentido sobre el conductismo watsoniano. De Edward L. Thorndike (1874-1949) nos hemos ocupado ya con anterioridad, y no será necesario aquí sino recordar algunos de los rasgos más saliente de su enfoque: su asociacionismo (o, por decirlo mejor en sus términos, su «conexionismo», ya que de lo que Thorndike hablaba no era de la «asociación de ideas» sino de la conexión entre estímulos y respuestas, en una clara anticipación del programa conductista, como el propio Watson reconocía), su mecanicismo, su experimentalismo, su cuantitativismo… Su actitud objetivista, en fin, que le llevó a poner la conducta observable en primer plano y a utilizar para investigarla procedimientos susceptibles de ser replicados en las mismas condiciones por otros investigadores3. Se trata, como puede apreciarse, de rasgos asimismo característicos de la psicología que Watson propugnaba. Con todo, las referencias de Thorndike a «estados de ánimo» de sus animales como la «satisfacción», el «malestar» o el «enfado» eran aún para Watson residuos de un subjetivismo mentalista que seguía pareciéndole inaceptable. La obra del fisiólogo ruso Iván P. Pavlov (1849-1936) representa una vuelta de tuerca adicional en la dirección hacia el objetivismo que Watson andaba reclamando. Pavlov, que se había distinguido por los trabajos sobre la digestión que le valieron el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1904, advirtió en el curso de sus investigaciones que la salivación de sus animales no tenía lugar sólo al contacto directo con la comida, sino que con frecuencia se producía anticipadamente, cuando 3   Algo que prácticamente todos los psicólogos comparados pretendían y que él interpretó en términos de situaciones experimentales en las que se limitaban las posibilidades conductuales de los animales a fin de cuantificarlas mejor y adaptar dichas situaciones a sus propias demandas teóricas.

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los perros que utilizaba como sujetos experimentales simplemente veían el alimento u oían los pasos del experimentador al traérselo. Estas «secreciones psíquicas», como las llamó en un principio, no eran propiamente reflejas, ya que no eran suscitadas directamente por los estímulos que originariamente las provocaban (los alimentos) sino que respondían a otros (los pasos del experimentador) que quedaban de algún modo asociados a ellos en un proceso de aprendizaje (o «condicionamiento», como se lo llegó a conocer) a cuyo estudio habría de dedicar Pavlov todos sus esfuerzos a partir de entonces. Pavlov denominó «incondicionado» al estímulo que de forma innata provocaba la respuesta glandular refleja investigada, que fue a su vez descrita como «incondicionada». Por otra parte, recibieron el nombre de «condicionados» tanto la respuesta producida ante un estímulo distinto del incondicionado en virtud de su asociación con él como el estímulo mismo a él asociado. Así, en un experimento típico, a la presentación de un estímulo neutro como el sonido de un metrónomo, incapaz por sí mismo de provocar salivación alguna, le seguía inmediatamente la de un estímulo incondicionado que sí pudiera provocarla naturalmente, como una cierta cantidad de polvo de carne. Tras emparejar varias veces ambos estímulos, el sonido y el alimento, podía observarse que el estímulo inicialmente neutro había adquirido la capacidad suscitadora del incondicionado, esto es, se había convertido en estímulo condicionado por su asociación con él: la sola presencia del sonido del metrónomo bastaba ahora para que el animal empezase a salivar. La investigación sobre el condicionamiento llevada a cabo por Pavlov y sus colaboradores del Instituto de Medicina de San Petersburgo no se ciñó sólo a la de la formación de las respuestas condicionadas, sino que abordó también toda una serie de fenómenos relacionados (como la extinción, la generalización, la recuperación espontánea o la discriminación) que han pasado a formar parte del acervo psicológico de nuestros días. Los experimentos se caracterizaron además por incluir la adopción de escrupulosas medidas para neutralizar la influencia de variables extrañas a los experimentos mismos (como el aislamiento de las cabinas experimentales, construidas a prueba de sonidos, vibraciones, olores o cambios de temperatura), o la utilización de una sofisticada técnica de recogida de saliva, que fluía al exterior del animal a través de una cánula inserta en su mejilla y activaba al mismo tiempo un mecanismo capaz de

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registrar sobre la marcha el número de gotas producidas y el momento exacto de su aparición. La obra de Pavlov se dio a conocer en los Estados Unidos en 1909 y despertó un gran interés entre los psicólogos norteamericanos (Logue, 1985; Yerkes y Morgulis, 1909). Watson, que vio en ella un modelo de objetividad y precisión en la línea de la ciencia de la conducta que él mismo defendía (esto es, de una conducta entendida exclusivamente en términos de la influencia de estímulos externos y sin referencia, por tanto, a ningún «mundo interior» subjetivo), adoptó el método del condicionamiento que Pavlov proponía para estudiarla, convirtiéndolo en pieza fundamental de su programa. Al impacto recibido de Pavlov vino a sumarse muy pronto el del también ruso Vladimir M. Bechterev (1857-1927), neurofisiólogo y psiquiatra autor de una Psicología objetiva (1907/1965) cuya traducción francesa leyó Watson nada más publicarse (en 1913). Frente a la atención prestada por Pavlov a las respuestas glandulares, Bechterev centró la suya más bien en las respuestas motoras, propugnando una concepción de la conducta humana que permitía entenderla como un conjunto de reflejos motores desde sus niveles inferiores hasta los superiores o de mayor complejidad como el pensamiento, que según él dependería de la actividad de los músculos del habla (como posteriormente iba a sostener asimismo Watson). En suma, pues, más allá de la retórica de su manifiesto, las propuestas watsonianas eran menos revolucionarias de lo que con frecuencia se ha querido suponer. Acaso su mayor novedad residiera en el ardor propagandístico que Watson puso en defenderlas, incluso mucho tiempo después de retirado del mundo académico (no es casual que fuera la publicidad el campo elegido para su actividad profesional después de abandonar la universidad). Tal vez ello pueda explicar el escaso eco que tuvieron inicialmente, la tibieza y reservas con que fueron recibidas (Samelson, 1981). No hubo, pues, entre los coetáneos de Watson, la conversión masiva y repentina al conductismo que se ha sugerido a veces. Serían más bien psicólogos más jóvenes, de la generación siguiente, quienes llegaran a identificarse con el rótulo de «conductistas» y empezaran a adentrarse por el camino que Watson había desbrozado. Lo hicieron, sin embargo, produciendo desde el principio versiones del conductismo notablemente distintas (Wozniak, 1997). Vamos a verlo en seguida.

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EL SISTEMA WATSONIANO Establecidas las líneas maestras de su el programa en 1913, Watson pasó a desarrollarlas en los años siguientes. El primer tratamiento extenso del enfoque conductista fue su libro La conducta: Introducción a la psicología comparada, que apareció tan sólo un año después del «manifiesto» y constituyó así el primer manual de que dispuso el nuevo conductismo (Watson, 1914/1993). Watson realizaba en él un notable esfuerzo de recopilación de los datos conductuales existentes en relación con el origen de los instintos, la formación de los hábitos y la función de los órganos sensoriales. Y, sobre todo, proporcionaba detalladas descripciones de los métodos y aparatos —para cuya construcción aportaba asimismo indicaciones precisas— utilizados por entonces para llevar a cabo estudios sobre el comportamiento animal. Ese era para algunos el principal mérito del libro, que, en todo caso, tenía la virtud de hacer visible la posibilidad de una psicología concebida y organizada enteramente en términos conductuales, a la par que hacía posible su difusión en el ámbito de la enseñanza universitaria (Wozniak, 1993b). Ahora bien, el libro sobre La conducta no consiguió dejar definitivamente fijadas las posiciones de su autor sobre una porción de asuntos, entre otras cosas porque el propio Watson las modificó considerablemente poco tiempo después. En particular, la investigación que venía llevando a cabo con los reflejos condicionados desde 1914 (en colaboración con Karl Lashley) le condujo a desechar sus ideas iniciales sobre la posibilidad de que el medio afectase a la conducta a través de la trasmisión de caracteres adquiridos (una posición lamarquista que el creciente desarrollo de la genética había ido desacreditando) para asentar en él el convencimiento de que la mayor parte del comportamiento humano es aprendido. Un nuevo manual, La psicología desde el punto de vista de un conductista (Watson, 1919/1994), el primero en extender el análisis conductista a las funciones psicológicas humanas, iba a reflejar ya esas modificaciones. «La psicología es aquella parte de la ciencia natural que toma como objeto la actividad y la conducta humanas», comenzaba su nuevo escrito (Watson, 1919/1994, p. 1). De acuerdo con el procedimiento habitual seguido por las ciencias naturales, Watson proponía someter a análisis los fenómenos conductuales a fin de hallar en ellos los elementos más

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simples en que pudieran descomponerse, para buscar luego las leyes de su composición en síntesis superiores. Llegaba así a los estímulos y las respuestas como las unidades últimas, los átomos comportamentales a partir de los cuales (y de sus combinaciones) esperaba poder llegar a explicar, predecir y controlar hasta las conductas más complejas. De acuerdo con ello, en tanto que ciencia natural la psicología sólo podría admitir datos públicamente observables, datos obtenidos con métodos considerados objetivos. El método introspectivo, de carácter privado, no tenía cabida, pues, en el sistema de Watson, que iba a proponer sólo los siguientes como aceptables. Por lo pronto, la observación, base de todos los demás y susceptible de practicarse con o sin la ayuda de instrumentos. En segundo lugar, el método de los reflejos condicionados, consistente en emparejar estímulos distintos con el fin de obtener del organismo respuestas asociadas a estímulos diferentes de los que inicialmente las provocaban; Watson lo iba a emplear particularmente en su estudio del desarrollo emocional del niño, como veremos. Reconocía asimismo la validez del método del informe verbal, sustituto conductual, por así decirlo, de la introspección; porque, aunque la introspección no era aceptable por privada, subjetiva y poco fiable, sí podían serlo en su opinión los informes verbales de los sujetos en tanto que reacciones puramente motoras objetivamente observables. Por último, Watson se refería también al método de los test, si bien entendidos estos siempre en términos de conducta, no como medida de supuestas cualidades mentales inobservables; de este modo, los test no medirían la inteligencia o la personalidad, como solía ser su objetivo, sino tan sólo las respuestas del sujeto en la situación estimular de realizar el test. Establecidos el objeto y los métodos de la psicología conductista, Watson pasaba a describir la estructura anatómica y el funcionamiento fisiológico de los receptores sensoriales, los efectores y el sistema nervioso en general. Pero es en el tratamiento subsiguiente de los tres grandes sistemas de hábitos de que a su entender se compone la personalidad humana (emocionales, corporales explícitos y corporales implícitos) donde reside lo más personal de su aportación. Watson definía las emociones, como no podía ser de otro modo, en términos estrictamente conductuales. «Una emoción —escribió— es una ‘pauta de reacción’ hereditaria que implica cambios profundos en el meca-

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nismo corporal como un todo, pero en particular en los sistemas visceral y glandular» (Watson, 1919/1994, p. 195; cursivas en el original). Las emociones son, pues, reacciones del organismo, respuestas corporales a estímulos específicos que producen en él cambios corporales tanto internos (glandulares y viscerales) como externos (aceleración del pulso, rubor, etc.). Estas «pautas de reacción» son además hereditarias, o lo son originariamente; porque muy pronto sufren modificaciones, bien por su asociación a estímulos nuevos por un proceso de condicionamiento, bien por su integración en hábitos complejos mediante su coordinación con otras reacciones habituales. Después de un detenido estudio de más de 500 niños en la clínica psiquiátrica de la universidad, Watson llegó a la conclusión de que no había más que tres emociones verdaderamente primitivas y básicas, no aprendidas, que se manifestasen en los niños desde que nacen: el miedo (producido por ruidos fuertes y la pérdida súbita de la base de sustentación), la ira (provocada por la obstaculización de los movimientos corporales) y el amor (suscitado por mecimientos, caricias y, en general, la estimulación de las zonas erógenas). Todas las demás respuestas emocionales, tanto del niño como del adulto, no serían sino el resultado de una combinación de estas tres o del aprendizaje por condicionamiento. Watson intentó comprobar la validez de su teoría de la emoción en un experimento en el que utilizó un bebé de 11 meses, «Albert B», como sujeto experimental (Watson y Rayner, 1920). El experimento consistía en inculcar en el niño una reacción de miedo a una rata blanca que no se lo daba antes de iniciar las sesiones experimentales. El procedimiento utilizado fue golpear fuertemente una barra de hierro con un martillo cada vez que la rata aparecía en el campo visual del niño. Al cabo de siete ensayos, Albertito lloraba y se apartaba rápidamente de la rata en cuanto la veía. Después, Watson comprobó que el miedo adquirido mediante este proceso de condicionamiento se había generalizado a otros objetos peludos en cierto modo similares a la rata blanca (un conejo, un abrigo de piel de foca, una careta de papá Noel y hasta el pelo del propio Watson). Finalmente, constató que los miedos de Albertito no se habían extinguido y seguían aún bien presentes en él al cabo de un mes. De este modo pretendía ilustrar Watson la manera en que se adquieren y complican las reacciones emocionales a lo largo de la vida de los individuos.

Los conductismos: I. El conductismo clásico

La idea de Watson había sido además llegar a eliminar estos miedos artificialmente inculcados en el niño, pero ello no fue posible porque su madre se lo llevó de la clínica antes de que pudiera ponerse en marcha esta última fase del experimento. Fue una alumna suya, Mary Cover Jones (1897-1987), quien en cierto modo lo continuó y culminó al lograr eliminar el miedo a los conejos de otro niño por el procedimiento de mostrarle uno de estos animales desde una distancia lo suficientemente grande como para no provocar en él más que una respuesta muy débil, e írselo acercando poco a poco, en ensayos sucesivos, hasta lograr que el niño acariciara al conejo con una mano mientras comía tranquilamente con la otra (Jones, 1924; Watson, 1930/1972). Suele considerarse este trabajo como precursor de la llamada «terapia de conducta», una forma de tratamiento psicológico basado en la modificación de la conducta desadaptativa mediante la aplicación de los principios del aprendizaje que no se haría popular hasta varias décadas después. Si los hábitos emocionales implicaban sobre todo a vísceras y glándulas, eran los músculos estriados, según Watson, los principalmente involucrados en la formación de los hábitos corporales explícitos, esto es, los de movimientos tales como abrir la puerta, jugar al tenis o tocar el violín (Watson, 1919/1994, p. 273). Estos hábitos se forman, a su entender, de acuerdo con el proceso de ensayo y error observado por Thorndike en el comportamiento de los gatos encerrados en las «cajas problema» (Thorndike, 1898/1993). Como ellos, los niños pequeños se enfrentan a sus «problemas» (abrir una caja, por ejemplo) realizando multitud de movimientos al azar hasta que alguno de esos manoteos aleatorios consigue resolver el problema de manera accidental. Los movimientos exitosos se van fijando luego poco a poco gracias a su repetición. Su aprendizaje o incorporación al repertorio conductual del organismo responde así no tanto a la ley del efecto formulada por Thorndike (que Watson, como hemos visto, rechazaba por sus connotaciones aún mentalistas) cuanto a las más sencillas leyes asociativas de la recencia y la frecuencia: el movimiento correcto se aprende porque es el último de la serie de movimientos realizados y por tanto el más reciente; pero es también el más frecuente, porque es el único que termina repitiéndose en todos los ensayos. Los hábitos más complejos serán el resultado de la integración de movimientos o series de movimientos más simples. Cuando un hábito empieza a formarse, cada una de las respuestas que lo integran perma-

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necerá ligada al estímulo externo concreto que la provoca; pero cuando el hábito ya está formado —esto es, cuando ya se ha aprendido y se ha consolidado— deja de ser necesaria esa conexión; bastará con que se dé el estímulo de la primera respuesta de la serie para que se desencadenen automáticamente todas las demás: la primera respuesta actuará en este caso como estímulo interno o cenestésico de la siguiente —sustituyendo así al estímulo externo—, y así sucesivamente hasta completar la serie. Junto a los hábitos corporales explícitos, Watson reconoce también la existencia de otros implícitos, correlato o versión watsoniana de los procesos de pensamiento. Porque el pensamiento, para Watson, no era otra cosa que el resultado de la transformación de ciertos hábitos corporales explícitos, fundamentalmente lingüísticos o verbales, en hábitos implícitos, esto es, interiorizados por el individuo a lo largo de su desarrollo. En otras palabras, los hábitos verbales tempranos, que se forman inicialmente como hábitos corporales explícitos, van dejando poco a poco de exteriorizarse por obra de la presión social: los padres y maestros obligan a los niños a dejar de hablar en voz alta cuando hablan consigo mismos; y es a esta conducta motora implícita a la que se da el nombre de pensamiento. Así, el pensamiento no sería más que un habla subvocal, un silencioso hablar con uno mismo, que involucraría sobre todo a los músculos de la lengua y la laringe, aunque —según iba a reconocer Watson más adelante— todo el cuerpo estaría en rigor implicado en el proceso (Watson, 1924). Watson intentó repetidamente verificar esta teoría mediante el registro de los movimientos de lengua y laringe que pudieran observarse durante la realización de ciertas tareas de pensamiento, pero los resultados de su investigación (en su opinión por falta de instrumentos de registro suficientemente sensibles) distaron mucho de ser satisfactorios. El texto concluye con una referencia a la personalidad, que Watson entendió como el conjunto de todos los sistemas de hábitos que el individuo adquiere a lo largo de su vida, así como a sus trastornos, entendidos a su vez en términos más conductuales que orgánicos. Por eso sugería Watson que el «tratamiento» de esos trastornos se llevase a cabo sobre la base de los principios del aprendizaje y se orientase a hacer posible la reconfiguración de los hábitos perturbadores. De este modo, el «readiestramiento» (o la «cura»), no sería «ni más ni menos misterioso y maravilloso que enseñar al niño a alcanzar una golosina o a retirar la mano de la llama de una vela» (Watson, 1919/1994, p. 420).

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Como ha señalado acertadamente el historiador Robert Wozniak (1994), La psicología desde el punto de vista de un conductista lograba presentar de manera bastante coherente una amplia variedad de fenómenos conductuales en términos de estímulos y respuestas, desde las reacciones emocionales de los niños hasta el pensamiento, la personalidad y la psicopatología de los adultos. Su estructura general iba a servir así de modelo a muchas aproximaciones posteriores al estudio de la conducta. De este modo, el libro desempeñaría un papel crucial en el proceso de aculturación conductual de los psicólogos más jóvenes.

LA ESTELA DE WATSON Obligado a abandonar brusca y prematuramente la universidad en 1920, Watson no tuvo tiempo de crear una verdadera escuela. Sus seguidores inmediatos no fueron, pues, en sentido riguroso, discípulos suyos, y en muchos casos sus posiciones se alejaron considerablemente de las watsonianas. De este modo, el conductismo de los conductistas más tempranos, los que fueron dándose a conocer a lo largo de la década de 1920, distó mucho de constituir un movimiento compacto dotado de unidad teórica y se desplegó más bien en direcciones diversas no siempre compatibles entre sí. Hasta ocho variedades diferentes ha distinguido R. Wozniak (1994) en el conductismo de estos primeros años4. Entre todas ellas había, claro está, notables discrepancias en torno a algunas cuestiones fundamentales: la posibilidad de explicar la conducta enteramente en términos del funcionamiento del sistema nervioso, el papel concreto que en ello pudiera desempeñar el cerebro, la parte relativa que pudiera caber a los mecanismos innatos y adquiridos en la organización de la conducta, o la función asignada a los conceptos mentales en su teorización, eran algunas de ellas.

4   Nos limitamos a dejar constancia aquí de los nombres con que han llegado a conocerse estas variantes y los autores con que se ha asociado principalmente a cada una: 1) conductismo radical (Watson); 2) conductismo relacional (E. B. Holt); 3) conductismo filosófico (B. H. Bode); 4) conductismo biosocial (A. P. Weiss); 5) psicología de la reacción (K. Dunlap); 6) conductismo fisiológico (K. S. Lashley); 7) conductismo social (G. H. Mead); y 8) conductismo ecléctico (J. F. Dashiell).

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Pero había también considerables convergencias, un núcleo común de concordancias que tenían que ver, por lo pronto, con la necesidad de concebir la psicología como una ciencia de la conducta. Ello implicaba —o así lo entendían los primeros conductistas— renunciar a la idea de la causalidad inmaterial tradicionalmente vinculada a las nociones de alma y conciencia de la psicología filosófica y mentalista, así como comprometerse con una forma de hacer ciencia basada en la observación y la experimentación, con un marcado énfasis en lo públicamente observable. Por lo que respecta a la conducta estudiada, había entre los primeros conductistas un amplio consenso en entenderla como una respuesta organizada de ajuste del organismo a la estimulación. Se asumía que esta estimulación podía provenir tanto del medio externo como del interior del propio organismo, por lo que la conducta tendía a considerarse como una función de ambos tipos de condiciones estimulares. Los mecanismos y formas fundamentales de respuesta, por su parte, se suponían idénticos en los seres humanos y en los animales, lo que con frecuencia llevaba a extrapolar los hallazgos de la conducta animal (interpretados por lo demás en términos muy simples) a la humana de manera no suficientemente crítica. Había además un acuerdo bastante generalizado en clasificar las respuestas en tres grandes categorías: instintivas o somático-hereditarias, habituales o somático-adquiridas (probablemente las más investigadas por este conductismo temprano) y emocionales o viscerales (hereditarias y adquiridas), todas ellas catalogadas a su vez como explícitas o implícitas en función de su accesibilidad a la observación directa. En cuanto a las categorías mentalistas, se tendía a redefinirlas en términos conductuales o a prescindir de ellas por completo (Wozniak, 1994 y 1997). En suma, al calor de las propuestas de Watson y al amparo del progresivo descrédito de la introspección, el conductismo fue desarrollándose en múltiples direcciones y calando poco a poco en la conciencia la psicología norteamericana (en su conducta, habría que decir más bien, para ser fieles al espíritu que la inspiraba). Su renuncia a una psicología entendida como ciencia de la conciencia y su firme apuesta por hacer de la conducta su objeto de estudio pudo así allanar el camino de un «nuevo conductismo», más sofisticado teóricamente, que a comienzos de los años 30 pasaría a convertirse en la orientación psicológica dominante.

CAPÍTULO XV LOS CONDUCTISMOS: II. LOS NEOCONDUCTISMOS

A partir de los años 30, pues, aparece en escena una nueva hornada de psicólogos norteamericanos que, aun llamándose a sí mismos conductistas y considerándose en términos generales seguidores del programa promovido por Watson, se propusieron explícitamente modificarlo de distintas maneras con el fin de corregir o completar lo que percibían como sus principales insuficiencias. Dos grandes orientaciones han solido reconocerse dentro de este nuevo grupo de conductistas o «neoconductistas»: la primera es la conocida como conductismo metodológico, que se caracterizará, como veremos, por intentar dar un mayor contenido teórico a las propuestas watsonianas sin renunciar al ideal de objetividad metodológica que éstas incluían; la segunda es la llamada conductismo radical, encarnada en la figura de Skinner, que supondrá una reacción contra lo que a su juicio era el exceso de teoría auspiciado por el conductismo metodológico y un regreso, en consecuencia, al plano de lo observable en el que Watson había querido situar la indagación psicológica. A esta distinción entre conductismo metodológico y conductismo radical nos atendremos en la exposición que sigue.

EL CONDUCTISMO METODOLÓGICO: EDWARD C. TOLMAN Y CLARK L. HULL Los conductistas metodológicos se dispusieron a seguir las huellas de Watson en el intento de hacer de la psicología una verdadera ciencia natural. Asumieron así su propuesta de convertir la conducta en el objeto de estudio, y atenerse para estudiarla a los métodos que fuesen aceptables para las demás ciencias de la naturaleza. Asimismo, como Watson, hicieron del aprendizaje su preocupación central. En particular se interesaron por el aprendizaje animal, en el convencimiento de que

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por esta vía se podría acceder con mayor facilidad y eficacia a los principios generales del comportamiento. Convirtieron de este modo a la rata blanca en la gran protagonista de sus investigaciones. La dedicatoria «A M.N.A.» que E.C. Tolman estampó en el pórtico de su obra más importante, La conducta propositiva en los animales y en los hombres (1932), se refiere precisamente al Mus Norvegicus Albinus, la rata blanca de laboratorio que había sido el sujeto preferido de sus trabajos experimentales. Atrás debían quedar ya definitivamente, en todo caso, la conciencia y la introspección de estructuralistas y funcionalistas que, en su opinión, habrían demostrado ser un lastre para el efectivo desarrollo científico de la psicología. Pero los conductistas metodológicos consideraban aún muy insatisfactorio el nivel de elaboración teórica del conductismo watsoniano, que, en su esfuerzo por situar la indagación en el plano de lo objetivo o públicamente observable, limitaba la tarea psicológica a la descripción de estímulos y respuestas obtenidos en el laboratorio, restringiendo la función de la teoría al establecimiento de generalizaciones empíricas a partir de tales observaciones. Así lo había declarado el propio Watson en su libro El conductismo: «Reunimos nuestros hechos de observación y, de tiempo en tiempo, seleccionamos un grupo y extraemos ciertas conclusiones generales. (…) La técnica experimental, la recolección de hechos por esta técnica y la tentativa de consolidarlos en una teoría o en una hipótesis describen nuestro procedimiento científico» (Watson, 1930/1972, p. 34).

A esta concepción inductiva, que los conductistas metodológicos consideraban excesivamente ingenua y simplista, iban a oponer ellos otra de índole hipotético-deductiva, más sofisticada y, en su opinión, más acorde con la práctica real de las ciencias naturales (y, en particular, de la física, que tomaron como modelo). En su empeño por renovar teóricamente el conductismo, los conductistas metodológicos iban a encontrar un aliado formidable en el positivismo lógico, un movimiento filosófico promovido a finales de la década de 1920 por el conocido como «Círculo de Viena», una influyente escuela de pensamiento a la que pertenecieron, entre otros filósofos y científicos de renombre, figuras como Moritz Schlick, Rudolf Carnap, Otto Neurath o Herbert Feigl. El positivismo lógico rechazaba la idea de una filosofía

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que fuese puramente especulativa, y abogaba en cambio por una «filosofía científica», basada en la teoría y la práctica de las ciencias, de cuyo análisis habría de brotar su característica teoría del conocimiento. De acuerdo con esta epistemología, sólo podrían considerarse significativas aquellas proposiciones que fuesen verificables lógica o empíricamente. Se pretendía así eliminar de la filosofía y de la ciencia todas las afirmaciones insuficientemente precisas, los términos vagos sin referentes definidos y, por lo mismo, no susceptibles de verificación alguna. En concreto, los positivistas lógicos distinguieron dos planos bien diferenciados en el discurso científico: el plano del lenguaje de la observación, que estaría directamente relacionado con las impresiones sensoriales y cuyos enunciados podrían por tanto verificarse directamente por experiencia; y el plano del lenguaje teórico o hipotético, que haría más bien referencia a propiedades y acontecimientos inobservables, los llamados constructos teóricos o hipotéticos. La legitimidad científica de estos últimos provendría de la posibilidad, bien de deducir de ellos (mediante reglas lógicas estrictas) consecuencias empíricas, estas ya sí verificables por experiencia; bien de someter sus términos a «definiciones operacionales»1 que los relacionasen con factores empíricos y pudiesen formularse, por tanto, en términos de lenguaje de observación. Así, pues, era el anclaje último en la experiencia lo que hacía finalmente admisible y significativa la presencia de proposiciones y términos teóricos en el seno del lenguaje científico. Los conductistas metodológicos vieron en las posiciones del positivismo lógico un poderoso respaldo a su propia teorización, que en rigor se había iniciado de forma independiente. Porque lo que los conductistas metodológicos venían intentando hacer era introducir en la explicación del comportamiento un nuevo tipo de variables que mediasen entre los estímulos y las respuestas a las que había querido atenerse el conduc-

1   Una definición operacional es la que identifica el significado de un concepto teórico con el conjunto de operaciones realizadas para establecerlo (así, por ejemplo, el concepto de temperatura, establecido o definido por referencia al nivel alcanzado por una columna de mercurio en un termómetro). La noción de definición operacional fue propuesta inicialmente para los conceptos físicos en el libro La lógica de la física moderna (1927), del físico estadounidense Percy W. Bridgman (1882-1961) (Premio Nobel de Física, 1946). La idea fue muy pronto adoptada con carácter más general por los positivistas lógicos, y acogida con entusiasmo por los conductistas metodológicos para la psicología.

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tismo watsoniano. Proponían así sustituir el característico esquema «estímulo-respuesta» (E-R) con que el conductismo anterior pretendía describir la conducta por otro más amplio «estímulo-organismo-respuesta» (E-O-R), entendiendo aquí por «organismo» el conjunto de cuantas variables hipotéticas intermedias se estimasen necesarias para dar cuenta de las relaciones funcionales entre los estímulos y las respuestas observables, esto es, las variables independientes y dependientes consideradas en sus experimentos. La naturaleza teórica o hipotética de estas variables intermedias, su condición inobservable, no debería suponer ya amenaza alguna para ideal de objetividad metodológica que el conductismo se había autoimpuesto, ya que la definición operacional de sus términos habría de proporcionarles la referencia empírica y observacional requerida. Veamos ahora algo más de cerca la forma que adoptó concretamente el conductismo metodológico en la obra de sus dos principales representantes, E.C. Tolman y C.L. Hull.

El conductismo cognitivo y propositivo de Edward C. Tolman Edward Chace Tolman (1886-1959) fue uno de tantos jóvenes psicólogos norteamericanos para quienes el llamamiento de Watson a hacer de la psicología un estudio objetivo de la conducta representó «un estímulo y un alivio tremendos», por utilizar sus propias palabras (Tolman, 1952). Pero, aun alineándose en lo esencial con el espíritu metodológico de las propuestas watsonianas, fue también uno de los que más tempranamente reparó en sus insuficiencias teóricas, lo que le llevó a exigir para el conductismo una «nueva fórmula» (como dejó expresado en el título de uno de sus primeros trabajos) que él mismo se aprestó a desarrollar desde los comienzos de su carrera (Tolman, 1922). Se convirtió de este modo en uno de los primeros referentes de ese «neoconductismo» que iba a dominar la escena psicológica norteamericana (y no sólo norteamericana) a partir de los años 30. Tolman nació en West Newton, una pequeña ciudad a las afueras de Boston, en el estado de Massachusetts. Ingresó en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde se graduó en electroquímica en 1911; pero se orientó enseguida hacia la psicología, tras asistir a unos cursos de Ralph B. Perry (1876-1957), el filósofo neorrealista discípulo

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de William James, y Robert M. Yerkes (1876-1956), el psicólogo comparado próximo a Watson que le daría a conocer el libro de éste sobre La conducta. En 1915 obtuvo el doctorado en psicología por la universidad de Harvard con una tesis dirigida por Hugo Münsterberg (1863-1916). Durante tres años ejerció como profesor en la Northwestern University, de la que fue expulsado por sus convicciones pacifistas (eran los años del «ardor guerrero» surgido al calor de la Primera Guerra Mundial) (Tolman, 1952). En 1918 fue contratado por la Universidad de Cali­fornia, en cuyo campus de Berkeley permaneció ya prácticamente hasta el final de su vida. Con dos breves paréntesis, sin embargo: el de su trabajo para la Oficina de Servicios Estratégicos en Washington, en el que colaboró en la selección de personal para el servicio secreto durante la Segunda Guerra Mundial (1944); y el de sus estancias en las universidades de Harvard y Chicago (1949-1953) tras ser despedido de la de California por negarse a firmar el juramento de lealtad anticomunista promovido por el Comité de Actividades Antiamericanas e impuesto al profesorado por las autoridades universitarias. Tolman se opuso a esta medida de control político, que consideraba un atentado contra la libertad académica, y encabezó el grupo de profesores que la rechazaron. Los tribunales terminaron dando la razón a este «Grupo por la Libertad Académica», y tanto Tolman como sus compañeros tuvieron que ser readmitidos finalmente por la universidad en 1953. Jubilado al año siguiente, murió en Berkeley poco tiempo después (1959) (Gleitmann, 1991; Innis, 1997). Tolman esbozó el programa de su «nuevo conductismo» en un temprano artículo titulado «Una nueva fórmula para el conductismo», que apareció publicado en 1922. En él proponía una aproximación «molar» al estudio de la conducta desde la que pretendió hacerse cargo de los grandes temas de la psicología introspectiva anterior. En los años siguientes, fue desarrollando este programa en una serie de trabajos sobre las cualidades sensoriales, las emociones, la propositividad y la cognición, las ideas, la conciencia y, en general, los procesos mentales superiores, en los que fue poniendo a prueba poco a poco la fecundidad de su enfoque (Lafuente, 1986). Finalmente, diez años después de iniciado este proceso de puesta a punto, se decidió a dar forma sistemática a todo ello en la que sería su obra capital, La conducta propositiva en los animales y en el hombre (1932), sin duda la expresión más acabada del peculiar conductismo tolmaniano.

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La obra de Tolman puede caracterizarse como un sostenido esfuerzo por hacerse cargo de los aspectos cognitivos y propositivos de la conducta a los que Watson no habría atendido suficientemente, manteniendo al mismo tiempo el ideal de objetividad defendido en el «manifiesto conductista» como misión fundamental de la psicología científica (Fuentes y Lafuente, 1989). La tarea, desde luego, no era fácil, y en algún momento el propio Tolman llegaría describirla como «desesperada». Pero, como también dejó escrito con su desenfado característico, «[…] tan grande es mi fe en que el conductismo tiene que terminar triunfando que prefiero incluso presentar la dudosa hipótesis que sigue a contenerme y no decir nada. Si los conductistas no somos capaces de presentar buenas teorías, podemos al menos presentar cuantas teorías malas nos sea posible; de modo que, a través de su sucesiva refutación, se nos obligue finalmente, bien a descubrir la teoría correcta, bien —si no la hubiera— a abandonar por completo nuestra aventura conductista» (Tolman, 1927, p. 433).

Era preciso, por lo pronto, situar el análisis de la conducta en el nivel propio de la psicología. Porque Watson se había movido en este asunto en una gran ambigüedad que Tolman consideraba urgente disipar. Tolman, en efecto, reprochaba a Watson la incongruencia de definir por una parte la conducta en términos fisiológicos (las «contracciones musculares» y «secreciones glandulares» características de su enfoque), y afirmar por otra la posibilidad de desconocer por completo el funcionamiento del sistema nervioso para estudiarla (Tolman, 1922; Watson, 1919). La crítica, desde luego, no iba desencaminada, ya que Watson mantuvo este equívoco hasta el final. Es muy significativo, por ejemplo, que en su libro El conductismo (la última exposición extensa de conjunto de sus puntos de vista), Watson hiciese profesión de fe fisiologista al dedicar algunos de sus capítulos iniciales a describir detalladamente la composición, organización y funcionamiento del cuerpo humano, y no volviese luego ya a hacer referencia alguna a ellos en el resto del libro al ocuparse del comportamiento como tal. Por lo demás, basta reparar en los ejemplos de «respuestas orgánicas» que el propio Watson proponía («edificar rascacielos, dibujar planos, tener familia, escribir libros») para advertir la enorme distancia que separaba la psicología a la que realmente aspiraba de sus planteamientos fisiologistas de partida (Lafuente, 1993; Watson, 1930/1972).

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Tolman se oponía, pues, al fisiologismo watsoniano no tanto por fisiologista como por inconsecuente lógica y teóricamente. No era admisible, según él, plantear una psicología en términos fisiológicos y desarrollarla luego en términos comportamentales. Lo que no significa que Tolman considerara rechazable por principio la idea de una explicación fisiológica de la conducta; de hecho, para él, era en rigor la única posible. Pero intentar llevarla a cabo sin realizar previamente una descripción minuciosa de los comportamientos concretos en juego, que estaba aún por hacer, le parecía una tarea prematura y, por lo mismo, estéril y condenada al fracaso. Si Tolman renuncia a la perspectiva fisiológica, por tanto, es porque se instala en una perspectiva distinta de la explicativa, la de la descripción y generalización de los fenómenos del comportamiento, que constituirá su aportación más característica y duradera. La perspectiva en la que Tolman se instala no es, pues, la fisiológica sino la estrictamente comportamental, la propia de lo que empezó describiendo como «conducta qua conducta» (la conducta en tanto que conducta) y terminó caracterizando como «conducta molar», una expresión con la que quiso subrayar su interés por los rasgos globales del comportamiento, los que se presentan a una observación desprejuiciada del mismo (sus rasgos «fenomenológicos», podríamos decir). Y ello en contraposición con la concepción «molecular» promovida por Watson, más atenta a los componentes fisiológicos elementales de la conducta (como parecía desprenderse de su definición). El «nuevo conductismo» de Tolman, por tanto, se iba a fundar en este modo «molar» de entenderla, que le iba a permitir obtener de la conducta misma, es decir, de su consideración «fenomenológica», los conceptos básicos para su estudio sin tener que recurrir a una fisiología hipotética previa, como habría sido obligado a hacer de haber adoptado un «conductismo molecular» como el aparentemente propugnado por Watson. Pues bien, cuando se considera la conducta a este nivel «molar» o global, dirá Tolman, aparecen de inmediato una serie de rasgos o propiedades que no se descubrirían si sólo atendiésemos a sus partes o fragmentos moleculares. «La conducta en cuanto tal —escribirá a este respecto— es más que la suma de sus partes fisiológicas y diferente de ellas. La conducta, en cuanto tal, es un fenómeno “emergente” con propiedades descriptivas definitorias exclusivas» (Tolman, 1932, pp. 6-7). Bien se echa de ver en estas palabras la profunda huella que sobre su

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concepción había dejado la psicología de la Gestalt. Tolman, que había visitado a Koffka en Giessen cuando era estudiante y viajó a Alemania para perfeccionar su alemán, fue siempre muy receptivo a los planteamientos gestaltistas (en particular a los de Kurt Lewin), de los que se hizo eco de maneras diversas; entre otras, acuñando neologismos para su propia construcción teórica, como los de disposiciones y expectativas «signo-gestálticas», que delatan bien a las claras el origen de su inspiración. Entre los caracteres que, según Tolman, se descubren cuando se considera la conducta al nivel molar que le es propio, destacan precisamente los rasgos principales que la definen: los propósitos y las cogniciones. Consciente, sin embargo, de que apelar a estos conceptos podría hacer pensar que se estaba volviendo de nuevo a las posiciones mentalistas de una psicología introspectiva que, al menos desde Watson, parecía necesario dejar atrás, Tolman insistió en el carácter rigurosamente objetivo con que él se refería siempre a ellos, que lejos de ser el resultado de consideraciones introspectivas lo era más bien de la observación directa y atenta de la conducta misma; rasgos que Tolman consideraba inmanentes a ella, que se mostraban en su ejercicio y se imponían a la hora de describirla fiel y objetivamente. Así, el «propósito» se entenderá como la persistencia que se observa en las conductas hasta que éstas alcanzan una determinada condición u objeto («objeto-meta», lo llamará en consecuencia Tolman). La «cognición», por su parte, se definirá como la suposición que el organismo hace respecto del medio para poder cumplir sus propósitos. Que esta suposición fuera o no consciente era, claro está, irrelevante; lo que importaba es que la conducta la pusiese de manifiesto en su ejercicio, ejecutivamente. En otras palabras: en la medida en que la realización de todo acto conductual exigía y dependía de que se dieran en el entorno ciertas condiciones que lo hicieran posible, el organismo tendría que contar con ellas para poder llevarlo a cabo, es decir, tendría que suponerlas. En este «suponer» o «contar con» consistiría la cognición para Tolman (Tolman, 1927). Propósitos y cogniciones, pues, van a ir siempre de la mano en la obra de Tolman. Su papel será decisivo en tanto que causas de la conducta, sus causas más inmediatas o «determinantes inmanentes»: «inmanentes» en cuanto descubiertos en una consideración molar de la conducta; y «determinantes» porque se conciben efectivamente como causas de ella, inde-

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pendientemente de que sean, a su vez, efecto de los estímulos externos y de los estados fisiológicos internos del organismo. Estos últimos estados y estímulos también serán causas de la conducta, claro está, pero ya no inmediatas sino mediatas; su acción será «iniciadora», pero no se ejercerá directamente sobre los actos conductuales mismos, sino que deberá ser filtrada por el tamiz que los determinantes inmanentes proporcionan. Tolman introducía así en su consideración conductista de la conducta un nuevo tipo de factores que, más adelante, influido por el lenguaje y planteamientos del positivismo lógico, denominaría «variables intervinientes». El propósito y la cognición, en efecto, resultaban ser un tipo de variables que, sin ser directamente observables, eran sin embargo teóricamente necesarias para dar cuenta de las correlaciones empíricas entre las variables independientes o factores de los que la conducta depende en última instancia (según Tolman, los siguientes: herencia, maduración, aprendizaje anterior, estado fisiológico del organismo y estímulos ambientales) y las variables dependientes o respuestas, esto es, los actos conductuales concretos que dependen de ellos. La legitimidad metodológico-científica de estas variables intervinientes, como hemos visto, venía garantizada por su definición en términos empíricos (definición operacional), según lo estipulado por el criterio positivista-lógico de significación. De acuerdo con la concepción tolmaniana de la conducta, pues, las variables independientes no conducirían a las dependientes de una manera directa (como parecía suponer Watson), sino que lo harían por mediación de las intervinientes, que se erigían así en sus causas inmediatas. Esta noción de «variable interviniente» o mediadora entre los estímulos y las respuestas suele reconocerse como una de las aportaciones duraderas de Tolman a la teoría psicológica. Los propósitos y las cogniciones, como decíamos, pertenecen a este nivel. Tolman distinguió dos tipos de cogniciones: las disposiciones medio-fin (o disposiciones «signo-gestálticas») y las expectativas (o expectativas «signo-gestálticas»). Las primeras son predisposiciones a considerar ciertos objetos del entorno como medios adecuados para la consecución de determinados fines demandados por el organismo. Las expectativas (o expectativas «signo-gestálticas»), por su parte, hacen referencia a las disposiciones que preparan al organismo para hacer uso de las posibilidades de apoyo que el entorno ofrece a su conducta en una situación y momento determinados. En cuanto a los propósitos, distinguió asimismo

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dos grandes tipos, los apetitos y las aversiones, que consideró como los impulsos o motivaciones fundamentales que ponen en marcha y subyacen a toda conducta. En tanto que propositiva u orientada a metas, por otra parte, la conducta va a caracterizarse además por su «docilidad» (como Tolman la llama) o maleabilidad, es decir, por su susceptibilidad de modificarse en función de las distintas metas que el organismo se propone alcanzar o evitar, lo que daba a la cuestión del aprendizaje un papel preponderante dentro del sistema tolmaniano. Tolman concebirá el aprendizaje como algo distinto de la mera ejecución de respuestas o actos conductuales. Porque, en su opinión, lo que en el aprendizaje se adquiere no son tanto conexiones estímulo-respuesta como relaciones cognoscitivas entre signos y significados, o entre medios (o instrumentos) y fines. Estas redes de relaciones o «mapas cognitivos» (como las bautizará en un célebre trabajo de 1948) permitirán al organismo emitir una respuesta, la que menor esfuerzo exija, siempre que se dé la motivación suficiente para ello. Así, una cosa es el aprendizaje propiamente dicho, que podrá ser latente, esto es, ocurrir en ausencia de motivación para manifestarse, y otra distinta la ejecución o puesta en acción de la conducta aprendida, que sólo tendrá lugar cuando se dé la suficiente motivación para exhibirla. Tolman realizó del aprendizaje clasificaciones diversas en las que quiso integrar influencias tan heterogéneas como el psicoanálisis de Freud, la perspectiva gestaltista de Lewin o el neoconductismo de E.R. Guthrie. En 1949, por ejemplo, reconoció hasta seis tipos de aprendizaje diferentes que denominó «catexias», «creencias en la equivalencia», «expectativas de campo», «modos de conocimiento de campo», «discriminación de los impulsos» y «pautas motoras» (Tolman, 1949). Diez años más tarde, sin embargo, en la última puesta a punto que llevó a cabo de su sistema, había reducido su número a cinco, distintos además de los anteriores: los aprendizajes de aproximación, evitación, escape, elección y latente (Tolman, 1959). En este como en casi todos los temas, la posición de Tolman fluctuó considerablemente a lo largo de su vida como consecuencia de la revisión a que sometió constantemente sus ideas. Se ha dicho que Tolman no dejó sucesores, que su labor no llegó a cristalizar en una escuela definida que continuara sus propuestas (Hilgard y

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Bower, 1982). La influencia de Hull no fue ajena, probablemente, a ello: al lado del sistema de este último, por fuerza tenía que parecer el de Tolman excesivamente impreciso e insuficientemente predictivo. Su influjo, sin embargo, aunque difuso, ha sido profundo, tal vez más duradero incluso que el de su rival más inmediato. Su talante abierto y flexible, su voluntad de integración teórica, la misma revisión constante de sus puntos de vista, le permitieron abrir caminos y realizar sugerencias que, en el marco de la posterior psicología cognitiva, siguieron siendo relevantes mucho después de su muerte (Fuentes y Lafuente, 1989; Gleitmann, 1991; Lafuente, 1986). El conductismo mecanicista: Clark L. Hull Clark Leonard Hull nació en 1884 en el estado de New York, en una zona rural próxima a la pequeña ciudad de Akron. Estudió en el Alma College de Michigan, donde tuvo lugar el acontecimiento que habría de valorar después como el más importante de su vida intelectual: el descubrimiento de la geometría (Hull, 1952a; Kimble, 1991). La geometría, en efecto, iba resultar decisiva en el característico enfoque metodológico que imprimió a su sistema psicológico. Un ataque de poliomielitis le dejó paralizada una pierna y frustró su intención inicial de convertirse en ingeniero de minas. Obligado a optar por otros estudios de menor exigencia física, se decidió finalmente por los de psicología, que cursó en las universidades de Michigan y Wisconsin. Tras doctorarse en esta última en 1918 con un trabajo sobre la formación de conceptos realizado bajo la dirección de Vivian Allen Charles Henmon (1877-1950), permaneció en ella dando clases e investigando sobre temas vinculados a los cursos que se le iban asignando, en particular sobre los test mentales y la hipnosis. En 1929, a instancias de J.R. Angell, se trasladó a la universidad de Yale para formar parte del profesorado del Instituto de Relaciones Humanas recién fundado, donde se rodeó de numerosos discípulos y llevó a cabo la gran obra de teorización sistemática de la conducta por la que hoy se le recuerda principalmente. No consiguió culminar, sin embargo, el proyecto de construir una teoría capaz de dar cuenta de la totalidad del comportamiento, incluidas sus dimensiones cognitivas y sociales, que había sido su gran ambición. Murió en 1952. Aunque el nombre de Hull suele vincularse sobre todo a sus aportaciones a la teoría del aprendizaje y a la elaboración de una teoría

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hipotético-deductiva de la conducta inscrita en el marco general de la orientación conductista que había llegado a impregnar buena parte de la cultura psicológica norteamericana a lo largo de primera mitad del siglo xx, conviene no olvidar que, a diferencia de Tolman, la «conversión plena» de Hull al conductismo fue relativamente tardía (Smith, 2000), y que para entonces tenía ya en su haber una obra científico-experimental muy estimable de la que no queremos dejar de recordar aquí algunos hitos principales. Por lo pronto, su tesis doctoral, publicada en 1920 con el título Aspec­­tos cuantitativos de la evolución de los conceptos, en la que abordó experimentalmente el proceso por el que se llegan a abstraer y generalizar los conceptos a partir de las distintas situaciones en las que esos conceptos se presentan. Dicho con ejemplo del propio Hull, el niño que se encuentra con perros diferentes en circunstancias diversas, y en todas ellas oye pronunciar la palabra «perro», termina asociando la palabra o símbolo verbal a los rasgos comunes apreciados en todos los perros vistos. De manera semejante, los sujetos experimentales de Hull llegaban a asociar un símbolo verbal (una sílaba sin sentido como las de Ebbinghaus) con una configuración estimular (un rasgo común a varias series de complejos caracteres chinos) que permanecía constante en los diferentes contextos en que se les mostraba dicha configuración en los experimentos. El propósito fundamental de esta investigación era proponer una técnica experimental que pudiera ser útil para la realización de otros estudios sobre los procesos de pensamiento, un tema que le interesó siempre y del que se ocupó parcialmente en diversas ocasiones a lo largo de su vida, aunque sin llegar nunca a rematarlo como hubiera querido. Este trabajo de Hull ha sido muy citado en la bibliografía especializada, y su influencia se ha seguido dejando sentir mucho tiempo después de su aparición. Durante su etapa de profesor en la universidad de Wisconsin, Hull tuvo que encargarse de impartir un curso sobre test psicológicos que le llevó, con la exhaustividad que le era característica, a recabar toda la información disponible sobre el tema y esforzarse por dotar sus materiales de una consistencia científica de la que, a su juicio, carecía lo publicado hasta entonces. El resultado de su aproximación fue el libro Los test de aptitud, de 1928, que, aunque bien recibido por la crítica, no dejó del todo satisfecho al propio Hull, que hubiera querido comple-

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tarlo con un estudio a gran escala con miles de sujetos; un estudio que él, evidentemente, no estaba en condiciones de llevar a cabo. Con todo, resulta muy revelador de su particular modo de enfrentarse a los problemas científicos el que, con el fin de validar los diversos test y facilitar el cómputo de las correlaciones entre las puntuaciones obtenidas en ellos y las correspondientes acciones de los sujetos, diseñase y construyese una máquina capaz de ser programada para calcular automáticamente esas correlaciones. La máquina constituyó un logro muy notable para su época, y su éxito afianzó a Hull en el convencimiento de la posibilidad de crear artilugios mecánicos capaces de realizar operaciones habitualmente consideradas como propias y exclusivas de los procesos mentales superiores; una actitud que anticipaba en varias décadas uno de los rasgos característicos de la psicología cognitiva posterior, como tendremos ocasión de ver. Un nuevo curso, esta vez dirigido a estudiantes de medicina, le puso en contacto con el tema de la hipnosis, que abordó experimentalmente abriéndolo por primera vez este tipo de enfoque. Su libro Hipnosis y sugestibilidad se publicó en 1933, y ha permanecido desde entonces como un clásico en este terreno. En él se entendía la hipnosis como un estado de hipersugestibilidad que, lejos de ser específico de cierto tipo de individuos, se da con una distribución normal entre la población, haciéndose tan solo algo más patente en mujeres y niñas que en hombres y niños, independientemente de su nivel de inteligencia o rasgos de personalidad. Como las anteriores, también esta obra logró un amplio reconocimiento, y contribuyó a afianzar el ya considerable prestigio de Hull como investigador. Pero fue su libro de 1943 Principios de conducta, donde presentó los fundamentos de una teoría comprensiva de la conducta, el que atrajo más atención y le proporcionó mayor proyección y fama (Hull, 1943/1986). Principios de conducta supuso la culminación de una serie de trabajos teóricos sumamente influyentes que Hull había ido publicando a lo largo de la década de 1930. En ellos, a la par que introducía las herramientas conceptuales que iban ser características de su sistema psicológico (conceptos como los de «jerarquías de familias de hábitos», «respuestas fraccionales anticipatorias de meta», y otros por el estilo), abordaba distintos aspectos de la conducta adaptativa en forma de «mini sistemas» que fue desarrollando, al modo de la geometría, en términos de postulados y teo-

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remas que podían someterse a comprobación experimental (Hull, 1930, 1934, 1935, 1937; Smith, 2000). Los Principios no pretendían ser la última palabra de Hull sobre su concepción del comportamiento, sino más bien un corpus de conocimientos provisional y revisable: apenas publicados, ya estaba corrigiendo sus postulados y extendiendo sus teoremas a fenómenos conductuales más complejos. Producto de esta revisión fueron varios artículos y un nuevo libro, Un sistema de conducta, que se publicó el mismo año de su muerte (Hull, 1952b). Un último volumen proyectado, que habría completado el sistema hulliano extendiéndolo a la conducta social humana, quedó ya sin escribir (Hergehnhahn, 1997). Hull se esforzó por dotar a su sistema de la estructura lógico-formal de un sistema proposicional hipotético-deductivo. Pretendía con ello emular la construcción teórica de la física y contribuir de este modo a inscribir definitivamente la psicología en el marco de la ciencia natural. En este intento se dejaban sentir numerosas influencias. Es de notar, por lo pronto, la de la filosofía del positivismo lógico, de la que asumió como propias, entre otras cosas, la insistencia en la verificación empírica de los enunciados, el reconocimiento de los dos niveles, empírico y teórico, de la construcción científica y el requisito de definir operacionalmente los constructos teóricos. En el recurso a estos constructos no observables o conjeturas hipotéticas, además (algunos de sus conceptos más característicos, como los de «impulso» o «fuerza del hábito», lo son), Hull siguió el ejemplo de Tolman, si bien, frente él, creía que tales «variables intervinientes» debían de tener alguna referencia o significación fisiológica más allá de su función explicativa de alguna relación empírica entre variables dependientes e independientes. Debe destacarse asimismo el muy perceptible influjo de los Principia de Newton (1687)2 y los Principia mathematica de Russell y Whitehead (1910-1913)3 (y, en definitiva, la inspiración última en los Elementos de Euclides, que se hallan a la base del pensamiento geométrico de ambos), a los que recurrió como modelos formales de su sistema psicológico.

2  Los Principios matemáticos de la filosofía natural (a la que a menudo se hace referencia simplemente como los Principia) es la obra fundamental de Isaac Newton. En ella se sientan las bases de la mecánica clásica en el lenguaje de la geometría. 3  Los Principia mathematica de Bertrand Russell y Alfred North Whithead constituyen un intento de demostrar que la matemática puede ser deducida a partir de premisas o axiomas lógicos.

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De acuerdo con estos modelos, Hull armó un entramado teórico que establecía, a partir de la precisa definición operacional de sus términos, un pequeño conjunto de principios o postulados de carácter muy general (que expresó en forma lógica y matemática) de los cuales se deducían teoremas y corolarios referidos a la realidad empírica y susceptibles, por tanto, de verificación mediante la observación y el experimento. La efectiva comprobación experimental de esos teoremas y corolarios sería la que determinase el mantenimiento o la modificación de los postulados de partida (cuya revisión constante permitiría al sistema, en consecuencia, corregirse a sí mismo). No en otra cosa iba a consistir, para Hull, la tarea científica de explicar: «Explicamos un suceso natural cuando podemos derivarlo como teorema mediante un proceso de razonamiento a partir de (1) un conocimiento de las condiciones naturales relevantes que le preceden, y (2) uno o más principios relevantes llamados postulados. Generamos grupos o familias de teoremas, y a menudo empleamos teoremas para derivar otros teoremas; desarrollamos así una jerarquía lógica que se parece a la que encontramos en la geometría ordinaria. Una jerarquía de familias interrelacionadas de teoremas, todas ellas derivadas del mismo conjunto de postulados consistentes, constituye un sistema científico» (Hull, 1943/1986, pp. 35-36).

Lo que se trataba de explicar, por otra parte, era el comportamiento de los organismos; es decir, el «sistema científico» al que Hull, en definitiva, quería ir a parar era, claro está, un sistema psicológico. Más allá de sus rasgos metodológicos y formales, pues, veamos ahora algunos otros específicos de su contenido. Por lo pronto, Hull se alineaba con el conductismo watsoniano al considerar que la psicología debía ser una ciencia de la conducta manifiesta o públicamente observable. Haciendo suyo el ideal de objetividad que Watson había reclamado, Hull insistía en alertar contra el «subjetivismo antropomórfico», recomendando incluso, como «profilaxis», considerar el organismo «como un robot completamente autosuficiente, construido con materiales tan diferentes de los nuestros como quepa imaginar» (Hull, 1943/1986, pp. 47-48), un procedimiento que él mismo confesaba utilizar a menudo para distanciarse del problema estudiado y no dejarse llevar por ideas preconcebidas difíciles de justificar desde el

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punto de vista científico. También de Watson iba a tomar la concepción misma de conducta, que, como él, entendía en términos de estímulos y respuestas: la conducta se iniciaría así con una estimulación procedente del medio y terminaría con la producción de una reacción o respuesta manifiesta a tal estimulación. Esta interacción entre organismo y medio, además, debía interpretarse en clave evolucionista, esto es, como un recurso facilitador de la supervivencia (la huella del funcionalismo era aquí asimismo bien patente). Hull suponía que la conducta tiene la función de reducir las necesidades del organismo cuando sus condiciones fisiológicas se desvían excesivamente del estado óptimo del que dicha supervivencia depende. Para subvenir a esas necesidades bastaban, en algunos casos, las reacciones desencadenadas de manera innata por la situación, que son las que suelen recibir el nombre de instintivas. En otros casos, en cambio (los más), la supervivencia del organismo requería de reacciones adaptativas más flexibles y adecuadas: las que conforman el proceso del aprendizaje, que en el sistema de Hull ocupa un lugar central. Hull intentó conciliar en una teoría única los dos grandes paradigmas experimentales del aprendizaje existentes en su época, el condicionamiento clásico y el instrumental, que encarnaban respectivamente las figuras de Pavlov y Thorndike, de las que recibió también una profunda influencia. Adoptó para ello la idea del refuerzo (esencial en la ley del efecto, como vimos), que no vendría definida ya en términos de la satisfacción (subjetiva) del organismo, como quería Thorndike, sino de la reducción (objetiva) de necesidades o de los «impulsos» producidos por ellas, como exigía el marco conductista y evolucionista en que Hull se hallaba instalado. Un «impulso» (drive) es un estímulo que empuja al organismo a actuar; es por tanto un concepto fundamental en la teoría hulliana de la conducta, ya que sin impulso no hay conducta. Hull distinguió entre impulsos primarios (o innatos, como el hambre, la sed, el dolor, etc.) y secundarios (o adquiridos, como el miedo, el deseo de aprobación o el afán de lucro). No debe olvidarse que, en el sistema de Hull, el impulso es un constructo hipotético, una variable interviniente que, como tal, no podía ser observada ni medida directamente, sino que tenía que ser inferida a partir de alguna condición empírica (como,

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por ejemplo, en el caso del hambre, la privación de comida durante un tiempo determinado). Así, pues, las relaciones estímulo-respuesta que fuesen seguidas de la reducción de alguna necesidad o impulso aumentarían la probabilidad de que los mismos estímulos evocasen esas mismas respuestas en ocasiones posteriores. Tal es la «ley del reforzamiento primario» que constituye la base de la teoría hulliana del aprendizaje. Los estímulos que se diesen junto a estos «reforzadores primarios», por otra parte, adquirirían a su vez su capacidad reforzante, si bien tal capacidad sólo se mantendría en la medida en que los «reforzadores secundarios» siguiesen emparejándose con ellos, con lo que el aprendizaje continuaría dependiendo en última instancia de la reducción de impulsos biológicamente fundados. Hull intentó mostrar, así, que el condicionamiento clásico podía interpretarse en términos de su reformulación de la «ley del efecto». En los experimentos de Pavlov, por ejemplo, el perro sometido al proceso de condicionamiento es un animal con hambre; se halla por tanto en un estado de necesidad que se verá reducida por el estímulo incondicionado (el polvo de carne) en primer lugar, y luego por el condicionado (el sonido del metrónomo) y las respuestas de salivación, deglución, etc. que se asocian a él. El refuerzo sería, pues, la clave para consolidar la conexión entre el estímulo y la respuesta condicionados (esto es, para que el condicionamiento se mantenga), así como el factor responsable último del aumento de la «fuerza del hábito» (que Hull definió en términos del número de emparejamientos estímulo-respuesta reforzados) en que el aprendizaje consiste. El aprendizaje, por otra parte, no lo es de hábitos aislados, independientes unos de otros, sino que éstos aparecen organizados o integrados en «familias». Así, en el aprendizaje del laberinto, las diversas rutas que aprenden las ratas desde el punto de partida hasta el de llegada (donde obtienen el refuerzo) al recorrerlo constituyen una familia de hábitos. Como en estas «familias» siempre hay unos hábitos que están más reforzados que otros (en el ejemplo del laberinto, los correspondientes a las rutas más largas se hallan más alejados del refuerzo que los de las rutas más cortas), Hull pensó que estas familias se hallaban «jerarquizadas», esto es, ordenadas en función de la fuerza de los hábitos que las componen. Con este nuevo constructo, «jerarquía de familia de hábitos»,

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Hull pretendió dar razón de los procesos superiores del aprendizaje (Carpintero, 1996; Gondra, 1998; Hilgard y Bower, 1982). El sistema de Hull llegó a ejercer una gran influencia en la psicología de su tiempo. Sus ideas poseían un grado de rigor y detalle analítico desconocido hasta entonces que a atrajo mucha atención, potenció la imagen de la psicología como ciencia «dura» y dio un gran impulso a la investigación psicológica. En general, la precisión terminológica y matemática, el rigor formal, la aproximación experimental y objetiva a los problemas y el mismo ideal de sistematicidad que presidía su enfoque fueron aspectos muy positivamente valorados por sus numerosos seguidores, entre los que se cuentan algunos de los nombres más destacados de la psicología norteamericana de su tiempo: John Dollard (1900-1980), Kenneth W. Spence (1907-1967), Orbal H. Mowrer (1907-1982), Neal E. Miller (1909-202) o Carl Hovland (1912-1961), entre otros muchos. Pero no pasó mucho tiempo sin que esos mismos aspectos y valores fueran puestos en entredicho. Los esfuerzos por lograr el rigor formal y la precisión cuantitativa de la teoría pronto empezaron a considerarse prematuros y estériles, alejados en todo caso de lo que verdaderamente debía importar a la psicología. Se criticaron las ambigüedades e inconsistencias del sistema y se refutaron buena parte de sus predicciones. Se cuestionó además la pretensión de erigirlo sobre bases tan endebles como las limitadas y artificiales situaciones experimentales que le servían de fundamento y se puso en duda la necesidad, la conveniencia incluso, de aspirar a una construcción sistemática omnicomprensiva como la que Hull había ensayado. En los años 50, y aunque la influencia de su enfoque se dejaba sentir aún a través de la obra de algunos de sus discípulos (de Spence, en particular), la de Hull era ya una estrella declinante. Otra había empezado a brillar con fuerza en el firmamento conductista, y lo iba a hacer cada vez con mayor intensidad: la de Burrhus F. Skinner.

EL CONDUCTISMO RADICAL: BURRHUS F. SKINNER De Skinner se ha llegado a decir que «bien podría pasar a la historia como el individuo que ha tenido más impacto que ningún otro psicólogo en el pensamiento occidental» (Bjork, 1998, p. 261). No sabemos

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si el autor de estas palabras tenía presente a Freud al escribirlas, pero dejando a un lado su dimensión competitiva, más propia del Libro Guinness de los Records que de un ponderado juicio historiográfico, la afirmación apunta certeramente a un hecho reconocido sin reservas por cuantos se han ocupado de su figura y aportaciones, incluso por los más críticos, y es la extraordinaria influencia ejercida por su obra sobre la psicología y la cultura de nuestro tiempo. El psicólogo belga Marc Richelle lo ha expresado con acierto: «Quiérase o no, guste o no, B.F. Skinner es uno de los psicólogos americanos más influyentes. Como atestiguan diversos sondeos, a los ojos de muchos de sus colegas es una de las principales figuras de este siglo en las ciencias psicológicas» (Richelle, 1981, pp. 14-15). Ciertamente lo fue, en todo caso, en el movimiento conductista, del que fundó y lideró una de sus corrientes más importantes, la conocida como «análisis experimental de la conducta», que contó y sigue contando con numerosos y entusiastas seguidores en todo el mundo, así como con fuerte presencia institucional (la primera Sociedad para el Análisis Experimental de la Conducta se fundó en 1957), medios de expresión propios de gran visibilidad (como las revistas The Journal of the Experimental Analysis of Behavior y The Journal of Applied Behavior Analysis, las más antiguas, fundadas en 1958 y 1968 respectivamente) y su propia Sección (la 25) en la Asociación Psicológica Americana. El impulsor y responsable último de todo ello, Burrhus Frederick Skinner (1904-1990), nació en Susquehanna, en el estado de Pennsylvania (EE UU). En 1926 se licenció en Lengua y Literatura Inglesas por el Hamilton College (Clinton, Nueva York) con la intención de convertirse en escritor, pero después de dos años de infructuosos esfuerzos por conseguirlo terminó renunciando a ello. Decidió entonces matricularse en el programa de posgrado en Psicología de la Universidad de Harvard bajo la influencia de algunos escritos de Watson y Pavlov cuya lectura le impresionó vivamente, una influencia que las enseñanzas del psicólogo conductista Walter S. Hunter (1889-1954) en Harvard no hicieron sino afianzar. Doctorado en 1931 con una tesis sobre «El concepto de reflejo», permaneció en Harvard, en calidad de becario (fellow) postdoctoral, durante cinco años más. Su primer libro, La conducta de los organismos (1938), donde sentó las bases su particular concepción de la ciencia de la conducta, fue en buena medida el resultado de esos años de inves-

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tigación, si bien se publicó cuando ya formaba parte del profesorado de la Universidad de Minnesota (1936-1945). Tras un breve paso por la de Indiana (1945-1948), regresó finalmente a la de Harvard, a la que permanecería ya activamente vinculado hasta su muerte (Bjork, 1998; Skinner, 1976, 1979 y 1983). Autor de una obra extensa y controvertida de múltiples registros (desde el informe experimental hasta la novela, pasando por el ensayo filosófico y científico y la crítica social y cultural), Skinner se hizo acreedor a numerosos premios y distinciones a lo largo de toda su carrera, entre las que destacamos el premio a la Contribución Científica Distinguida, otorgado en 1958 por la Asociación Psicológica Americana (que también le premió por sus Logros de Toda una Vida en 1990, poco antes de morir), la Medalla de Oro de la Fundación Psicológica Americana (1971) y el título de Humanista del Año concedido por la Asociación Humanista Americana en 1972. Skinner se opuso frontalmente a los planteamientos del conductismo que él mismo bautizó como «metodológico» de Tolman y Hull (entre otros), cuestionando la necesidad de realizar conjeturas hipotéticas en un plano teórico distinto del puramente empírico (ambiental y conductual) al que el conductismo clásico de Watson había exigido ceñir la investigación. El que esas conjeturas teóricas se intentasen conectar luego con el plano de lo observable mediante conexiones lógico-formales o definiciones operacionales no las hacía, a su juicio, menos prescindibles. Skinner expresó sus objeciones en un célebre y provocativo artículo titulado «¿Son necesarias las teorías del aprendizaje?» (1950) en el que, contrariamente a lo que se ha dicho algunas veces, no se proponía simplemente criticar cualquier tipo de teoría (después de todo, la de Skinner también lo era) sino más bien hacer ver lo innecesario del modo concreto de enfocar la tarea teórica que tenían los conductistas metodológicos, cuyo recurso a las variables hipotéticas o intervinientes no constituía, en su opinión, sino el reconocimiento de su incapacidad para controlar suficientemente las variables ambientales explicativas de la conducta. Lo que Skinner proponía, por tanto, era atener la explicación psicológica al plano puramente empírico de las variables y relaciones ambientales y conductuales observables, en una vuelta a Watson que buscaba dar razón de la conducta simplemente mediante el control experimental directo de las variables de ambiente de las que la conducta depende.

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El análisis experimental de la conducta Se propuso para ello, por lo pronto, distinguir con nitidez entre los dos tipos fundamentales de conducta, respondiente y operante, que los paradigmas experimentales respectivos de Pavlov y Thorndike parecían poner de manifiesto (una tarea en la que Skinner empeñó algunos de sus primeros esfuerzos; ver Skinner, 1935 y 1938, por ejemplo). La conducta respondiente toma su nombre de que efectivamente responde a un cambio ambiental antecedente y es, por tanto, respuesta a la presencia de un estímulo que la provoca o induce (así, por ejemplo, la salivación al contacto de la lengua con el alimento, en los experimentos de Pavlov). La conducta operante, por el contrario, no es provocada por un estímulo sino emitida por el propio organismo de un modo aparentemente espontáneo o libre; no se trata, pues, en rigor, de una «respuesta», sino más bien de una «propuesta», si bien ha sido el término «respuesta» el que ha terminado por imponerse en el vocabulario psicológico para hacer referencia a todo tipo de conducta (las actividades de recorrer la «caja problema» o explorar sus elementos, que exhibían los gatos de Thorndike al ser introducidos en ella por primera vez, serían un buen ejemplo). En correspondencia con esta distinción básica entre conducta respondiente y operante, Skinner distinguió también entre dos tipos de condicionamiento, asimismo respondiente y operante, en función de la clase de conducta implicada en el proceso. En ambos casos el condicionamiento se produce por la aplicación de un estímulo («estímulo reforzador», lo llamará Skinner, en virtud de sus efectos intensificadores o consolidadores); pero mientras que en el condicionamiento respondiente el reforzador se aplica a otro estímulo, en el condicionamiento operante lo hace a una respuesta, y de ahí las expresiones «condicionamiento Tipo E» (de «estímulo») y «condicionamiento Tipo R» (de «respuesta») con que Skinner se refirió en un principio respectivamente a ellos. Más concretamente, en el condicionamiento Tipo E o respondiente un estímulo inicialmente neutro adquiere la propiedad de provocar una determinada conducta respondiente por su asociación con un estímulo «reforzador» (o «estímulo incondicionado», en la terminología de tradición pavloviana) que ya la provocaba con anterioridad; como puede apreciarse, se trata del ya conocido como «condicionamiento clásico»,

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llamado ahora «respondiente» por Skinner por ser respondiente el tipo de conducta afectada. En el condicionamiento Tipo R u operante, en cambio, a lo que el estímulo reforzador se asocia es a una conducta operante (esto es, a una conducta emitida espontáneamente por el organismo), quedando ésta (por virtud del valor reforzante del reforzador) seleccionada entre todas las demás emitidas y no reforzadas en una situación dada, y aumentando en consecuencia la probabilidad de su emisión en el futuro. Es en este segundo tipo de condicionamiento, el condicionamiento operante, en el que Skinner iba a centrar fundamentalmente la atención de su «análisis experimental de la conducta», el nombre que, como ya hemos mencionado, recibió su particular aproximación al estudio del comportamiento. El análisis skinneriano de la conducta iba a concentrarse por tanto en las relaciones funcionales que cabe establecer entre la conducta emitida por el organismo, de una parte, y sus consecuencias reforzantes, de otra. Pero había aún una tercera variable, referida ésta a las condiciones ambientales en las que la conducta se emite, a la que Skinner iba a dar también una importancia crucial: la variable que denominaría «estímulo discriminativo». Estímulos discriminativos son los que están presentes en la situación en la que la operante se emite y señalan al organismo la ocasión en que dicha operante será reforzada, permitiéndole distinguirla claramente de la que no lo será (de ahí lo de «discriminativo»). No provocan la conducta (que es operante, no respondiente), pero sí la controlan, en la medida en que indican al organismo la probabilidad, alta o baja, de que la conducta emitida obtenga las consecuencias reforzantes subsiguientes a su emisión (una información sin duda relevante para la decisión del organismo de emitirla efectivamente). Para llevar a cabo su análisis experimental de la conducta, Skinner diseñó un aparato (una variante de la «caja problema» de Thorndike) que constituyó el marco concreto donde realizó su trabajo de laboratorio. La llamada «caja de Skinner» (aunque no por él mismo4, que prefería nombres alternativos como el de «caja con palanca» —lever box—) consiste básicamente en un habitáculo lo bastante amplio como para albergar al animal utilizado como sujeto de los experimentos (en general ratas o palomas, pero también monos y otros organismos), a cuya topografía

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  Fue Hull, al parecer, quien la bautizó de ese modo.

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conductual específica puede adaptarse fácilmente en cada caso. En la experimentación con ratas, por ejemplo, la caja dispone de una palanca cuyo accionamiento constituye la conducta operante a estudiar; una bombilla cuyo encendido actúa como estímulo discriminativo (esto es, como señal de que la acción de presionar la palanca será reforzada); y un dispensador de alimento que suministra al animal el estímulo reforzador, en forma de bolitas de comida, de acuerdo con el programa de reforzamiento establecido previamente por el experimentador (es decir, en función del tiempo transcurrido entre una operante y otra, o del número de operantes emitidas). En la experimentación con palomas la palanca se sustituye por un disco (que puede además iluminarse y desempeñar así el papel de estímulo discriminativo) en el que las palomas han de picotear. En todos los casos, las cajas cuentan asimismo con un mecanismo de registro automático de las conductas que permite al experimentador estar informado en todo momento de la tasa de respuesta del organismo (esto es, el número de operantes emitidas por unidad de tiempo), el dato básico que, según Skinner, mide la fuerza del condicionamiento efectuado5. Así, en un experimento típico, de lo que se trata es de hacer que la presentación de la comida (estímulo reforzador) dependa de que la rata emita una operante determinada, prefijada por el experimentador (la presión de la palanca, por ejemplo), cuando la luz está encendida (estímulo discriminativo) con el fin de que esa conducta quede reforzada (esto es, aumente su tasa o frecuencia de emisión). A partir de este sencillo esquema experimental y del análisis de las relaciones de dependencia («contingencia», es el término utilizado por Skinner) entre las variables de ambiente y de conducta en él consideradas (estímulos discriminativo y reforzador, conducta operante), Skinner estableció una serie de principios básicos del condicionamiento operante de los que nos limitamos aquí a ofrecer un somero apunte (Fuentes y Lafuente, 1989; Skinner, 1938 y 1953). Principios fundamentales del condicionamiento operante Por lo pronto, el principio del reforzamiento, referido al procedimiento experimental por el cual se establece una relación de dependencia o 5   Nótese la diferencia con el procedimiento establecido por Thorndike, que lo que medía era el tiempo que los gatos tardaban en salir de la caja donde los habían encerrado.

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contingencia entre un acontecimiento ambiental (estímulo reforzador) y una determinada conducta operante de tal modo que ésta llegue a aumentar su frecuencia o tasa de emisión. Debe subrayarse que lo que define como reforzador a un estímulo no es su materialidad o consistencia concreta, sino su función, que no es otra que la de incrementar la probabilidad de emisión de la operante reforzada. En otros términos: reforzador es para Skinner todo lo que refuerza o incrementa la tasa de respuesta, independientemente de su contenido específico. Asimismo, debe señalarse que la dependencia establecida entre reforzador y operante puede ser positiva o negativa, según sea la presencia (reforzador positivo) o la ausencia del estímulo (reforzador negativo) la que determine el incremento de la conducta en cuestión. El principio del castigo, por su parte, remite al procedimiento de establecer una relación de contingencia o dependencia entre un acontecimiento ambiental y una conducta operante de modo que ésta disminuya su frecuencia o tasa de emisión. Como en el caso anterior, el castigo puede ser positivo o negativo, según sea mediante la presentación o la retirada del estímulo como se logre la disminución deseada. El principio de la extinción se refiere al establecimiento de una relación de dependencia entre un estímulo ambiental y una operante reforzada previamente de modo que se logre disminuir su tasa (en este caso, mediante la supresión del estímulo con que se la venía reforzando). El principio del control del estímulo alude al procedimiento mediante el cual se establece una relación de dependencia, no ya entre una conducta operante y sus consecuencias reforzantes como en los casos mencionados, sino entre ella y las condiciones estimulares antecedentes presentes en su emisión. En la medida en que una conducta operante es reforzada en presencia de determinados estímulos (discriminativos, según la terminología skinneriana), dicha conducta queda en efecto sometida al control de esos mismos estímulos, ya que será ante ellos ante los que vuelva a emitirse en lo sucesivo con mayor probabilidad. Mencionaremos, por último, el principio de la programación de los reforzamientos (al que ya aludíamos más arriba), que hace referencia a la relación de dependencia que puede establecerse entre la distribución de los refuerzos y el mantenimiento de la conducta durante largos periodos de tiempo. Skinner advirtió, en efecto, que la conducta reforzada de ma-

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nera continua es menos resistente a la extinción que la reforzada de forma discontinua, y junto con su colaborador Charles B. Ferster (1922-1981) estudió sistemática y exhaustivamente el modo en que su mantenimiento se ve afectado por los distintos «programas de reforzamiento» utilizados (Ferster y Skinner, 1957). Ferster y Skinner distinguieron dos criterios básicos de programación de la administración de los refuerzos: el tiempo transcurrido desde el último refuerzo administrado (programas de intervalo) y el número de respuestas emitidas desde el último reforzador recibido (programas de razón). Ambos tipos de programas podían ser a su vez fijos o variables, según se administrasen los refuerzos cada cierto tiempo o número de respuestas fijas, determinados de antemano por el experimentador, o lo hiciesen en función de series de tiempos o de número de respuestas que variasen al azar. Además de las básicas, claro está, hay muchas otras modalidades de programación que las combinan y desarrollan de maneras diversas, pero no nos es posible ocuparnos de ellas aquí. Skinner tenía el convencimiento de que la conducta estaba determinada por relaciones de dependencia respecto de estímulos ambientales antecedentes y consecuentes como las que venimos señalando, y buena parte de su trabajo experimental se orientó precisamente a dotar a esa convicción de fundamento. Especialmente persuasiva en este sentido fue su demostración de la posibilidad de obtener comportamientos nuevos, no incluidos en el repertorio conductual del organismo anterior a su paso por el laboratorio, mediante la manipulación adecuada de las condiciones estimulares pertinentes. Es el caso del proceso del llamado «moldeamiento» de la conducta (shaping), en el que, gracias al refuerzo y selección de ciertos valores de respuesta de entre la variación espontánea de los exhibidos por el organismo en su emisión, se logra configurar en él un patrón de conducta inédito; como cuando, por ejemplo, se refuerza sistemáticamente la elevación de la cabeza de una paloma por encima de un determinado nivel al caminar y se termina por conseguir que camine erguida (un comportamiento ciertamente poco natural en una paloma). O del conocido también como «encadenado» de conducta (chaining), consistente en conformar complejas secuencias de movimientos a partir de movimientos más sencillos, por el procedimiento de enlazar unos movimientos con otros haciendo que los estímulos que sirven como reforzadores de los precedentes sirvan al mismo tiempo de estímulos discriminativos de los siguientes.

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Extensiones teóricas y aplicadas Pero la obra skinneriana distó mucho de quedar confinada en los estrechos límites del laboratorio. Por el contrario, Skinner los trascendió ampliamente con consideraciones de índole teórica en las que, sin perder de vista las relaciones y variables descubiertas en el análisis experimental de la conducta, pretendió extender la validez de sus hallazgos más allá de los ámbitos sometidos efectivamente al control experimental. De este modo se aproximó a los problemas de la adaptación, mantenimiento y modificación de la conducta humana en el marco social y cultural que constituye su ambiente propio, cuestiones todas ellas que siempre le preocuparon hondamente. Se trata, claro está, de extrapolaciones, si bien atenidas en todo momento al plano de la conducta, lo que las hacía en principio susceptibles de ser puestas a prueba de manera empírica, llegado el caso. Así, por ejemplo, en la novela Walden dos (Skinner, 1948) concibió la ficción de una pequeña comunidad rural gobernada y mantenida de acuerdo con los principios del condicionamiento operante, donde todos los aspectos de la vida vendrían a hallarse bajo el control de refuerzos positivos sabiamente administrados. El resultado imaginado por Skinner era, claro está, una sociedad sumamente armónica y eficiente, en la que sus miembros no tendrían necesidad de trabajar sino unas pocas horas al día y dispondrían de amplias oportunidades para dedicarse al ocio creativo6. En su ensayo Más allá de la libertad y la dignidad (Skinner, 1971), por otra parte, una de sus obras más polémicas, pero también una de las mejor vendidas (fue un auténtico éxito de ventas), Skinner reflexionó sobre estos dos conceptos clave de la civilización occidental a la par que se esforzaba por mostrar su carencia de sentido. Desde la óptica del análisis experimental de la conducta, en efecto, no cabía plantear la posibilidad de una conducta libre, ya que toda conducta depende funcionalmente de los resultados que se obtienen en su interacción con el medio (que, como hemos visto, son los que la moldean y controlan).

6   En 1967, bajo la directa inspiración de la utopía skinneriana descrita en Walden dos, se fundó la colonia experimental de Twin Oaks en el estado de Virginia (EE UU). Aunque la comunidad sigue existiendo hoy, no se rige ya por los principios conductistas que la inspiraron, que fueron abandonados muy pronto (Kinkade, 1973; Komar, 1983).

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Tampoco habría lugar para la dignidad, un término que atribuye la conducta al mérito individual, desviando así la atención de su historia de reforzamiento, la auténtica responsable, según Skinner, de su aparición en un momento dado. Muy controvertida fue asimismo su interpretación de la producción del lenguaje, expuesta en el libro La conducta verbal (Skinner, 1957). Reduciendo a su esquema más sencillo y general el complejo proceso que en él se describe, diremos que Skinner viene a concebir la conducta verbal en este ensayo como un tipo particular de conducta operante que actúa sobre los individuos del entorno social en que se emite, su ambiente específico, del que recibe los refuerzos moldeadores correspondientes. Las propias operantes verbales emitidas, por otra parte, irán adquiriendo además la función de estímulos discriminativos de las operantes verbales siguientes, dando lugar de este modo a las cadenas de conducta lingüística en que el lenguaje consiste. La interpretación de Skinner recibió una crítica muy negativa del lingüista norteamericano Noam Chomsky (1928-), que la rechazó por simplista y reduccionista y propuso en su lugar otra basada en una concepción del lenguaje como sistema abstracto regido por reglas (Chomsky, 1959). La obra de Chomsky, como veremos en otro capítulo, se convirtió en una de las principales fuentes de inspiración del movimiento cognitivista que pretendió arrebatar al conductismo el centro del escenario psicológico. Junto a interpretaciones teóricas como las antedichas, no pueden tampoco ignorarse las numerosas incursiones de Skinner en el terreno de las aplicaciones prácticas, emanadas de los principios del condicionamiento operante analizados en el laboratorio y decisivas para entender la extraordinaria difusión y popularidad que llegó a alcanzar su obra. Nos limitaremos aquí a aludir a algunas. Por ejemplo, su contribución a la educación mediante la enseñanza programada (Skinner, 1968), el diseño de programas educativos y «máquinas de aprender» que proporcionaban una realimentación inmediata a las respuestas de los estudiantes y les permitían así avanzar a su propio ritmo a lo largo de todo el proceso del aprendizaje (la enseñanza programada anticipó en varias décadas la enseñanza por ordenador). O su aplicación de los principios del condicionamiento operante en psicoterapia, con la que se consiguió modificar la conducta de los pacientes mediante

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reforzadores tales como dulces, cigarrillos o fichas que no han dejado de emplearse con este propósito en este mismo ámbito. O su aportación al esfuerzo bélico, durante la Segunda Guerra Mundial, con el «Proyecto Paloma» (denominado posteriormente «Proyecto Orcon» en referencia al «control orgánico» en juego), en el que se enseñaba a unas palomas a picotear en una pantalla donde se mostraba el objetivo del misil que las propias palomas eran capaces de guiar con sus picoteos hasta alcanzarlo. Aunque el ejército de los Estados Unidos no llegó nunca a decidirse a utilizar las palomas para lo que se las había entrenado, el adiestramiento se demostró eficaz, y animó a dos de los discípulos y colaboradores de Skinner en este Proyecto, Keller Breland (1915-1965) y Marian Breland (1920-2001), a fundar poco después (en 1947) la empresa Animal Behavior Enterprises, dedicada a aplicar los principios del condicionamiento operante al entrenamiento de animales con fines comerciales. Aproximaciones críticas Precisamente de la experiencia adquirida por el matrimonio Breland en la práctica del adiestramiento animal iba a brotar una de las críticas más importantes que se hicieron, desde dentro del propio conductismo, a la concepción skinneriana del aprendizaje. Los Breland observaron que con frecuencia los animales mostraban comportamientos que interferían con los que se les intentaba enseñar, haciendo imposible o sumamente inestable el aprendizaje final. Estas interferencias, que describieron como «derivas instintivas» en un artículo irónicamente titulado «La mala conducta de los organismos» (Breland y Breland, 1961), parecían tener que ver, en efecto, con comportamientos instintivos relacionados con el modo que tiene cada especie de obtener alimentos en su entorno natural (como cuando un cerdo deja de lado el adiestramiento recibido para meter una ficha en una hucha y se pone, en cambio, a hozar). La crítica «interna» de los Breland venía a converger así con la externa de numerosos biólogos y etólogos europeos, entre otras la de los Premios Nobel Konrad Lorenz (1903-1989) y Niko Tinbergen (1907-1988), que siempre habían reprochado a los conductistas la escasa atención que prestaban al comportamiento de los animales en su propio ambiente y a las conductas instintivas que ponen límites a sus posibilidades de aprender comportamientos nuevos.

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Las críticas al conductismo, tanto externas como internas, menudearon a partir de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial (Greenwood, 2011; Leahey, 2005). El reconocimiento de la imposibilidad de controlar la conducta sin conocer previamente las pautas instintivas de comportamiento, la historia evolutiva y el entorno natural propios de la especie estudiada —en definitiva, sus límites biológicos— fue tan sólo uno de sus frentes. Desde otros se cuestionaba también otras premisas no menos fundamentales de la perspectiva conductista: por ejemplo, la de que el aprendizaje, tanto animal como humano, se basa en los principios de frecuencia y contigüidad (John Garcia demostró la posibilidad de condicionar la aversión de las ratas al sabor de la sacarina con una sola exposición a una radiación que producía malestar en ellas al probarla más de 12 horas después de recibirla) (Garcia, McGowan y Green, 1972); o que el condicionamiento se produce de manera automática, sin intervención alguna de la conciencia (Donelson Dulany puso de manifiesto la necesidad de esta intervención para que pudiera darse el llamado «efecto Greenspoon», es decir, el condicionamiento de elementos lingüísticos —como las palabras en plural, por ejemplo— mediante un reforzamiento social —como gestos de asentimiento—, un condicionamiento que se suponía independiente de que los sujetos tuvieran o no conciencia de él) (Dulany, 1968); o que las conexiones entre estímulos y respuestas se determinan periféricamente (Karl Lashley, que había sido uno de los primeros seguidores de Watson, se opuso sin embargo a este periferalismo neuropsicológico conductista sosteniendo en cambio que buena parte de los comportamientos humanos y animales exige ser explicada en términos de estructuras de control centrales, jerárquicamente organizadas) (Lashley, 1951). En todo caso, entre las críticas que alcanzaron mayor repercusión inmediata se cuentan las de quienes cuestionaban la idea de que la conducta específicamente humana pudiera llegar a explicarse en términos de teorías generales del condicionamiento basadas en el estudio experimental de especies inferiores como las ratas o las palomas. Ya hemos aludido a la crítica de Chomsky a la interpretación skinneriana de la conducta verbal, que le parecía una extrapolación inaceptable de sus estudios de laboratorio; con su apelación a la aportación cognitiva del hablante (la representación de las reglas que rigen la construcción de los enunciados), Chomsky estaba anticipando el tipo de explicaciones que iban a imponerse poco después en el marco de la psicología cognitiva.

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En cuanto a los propios conductistas, el esfuerzo por llegar a entender mejor dimensiones característicamente humanas del comportamiento como las relativas al lenguaje o la significación simbólica llevó a algunos de ellos —como Neal E. Miller (1909-2002) o Charles E. Osgood (1916-1991)— a desarrollar teorías mediacionales que, en la línea del conductismo metodológico anterior, iban a recurrir a complejas cadenas internas de estímulos y respuestas que terminarían allanando el camino de algunas posiciones características del cognitivismo posterior. De ello vamos a ocuparnos en los próximos capítulos.

CAPÍTULO XVI LOS COGNITIVISMOS: I. ORÍGENES

Podemos hablar indistintamente de psicología cognitiva o cognitivismo y así lo haremos en este capítulo. No obstante, si quisiéramos ser escrupulosos deberíamos reservar el segundo término para casos en los que incluyéramos otros ámbitos además de la psicología, como la neurociencia, la lingüística o la informática. En ocasiones se ha hablado, en este segundo sentido más inclusivo, de «ciencia cognitiva» (en singular) o «ciencias cognitivas» (en plural). Otra expresión que a veces se considera equivalente a la de psicología cognitiva es la de «psicología del procesamiento de la información (o del P.I.)». Esta expresión es más restringida. Valdría para las versiones del cognitivismo que conciben la mente como un dispositivo de cómputo de representaciones o manipulación de símbolos. El funcionamiento de la mente consistiría en realizar cálculos, mediante algoritmos, sobre copias del mundo externo. Se trata, probablemente, de la concepción más característica del cognitivismo, y es en la que nos vamos a centrar aquí1. La psicología cognitiva eclosionó en la década de los sesenta del siglo pasado a partir de algunos desarrollos teóricos y técnicos fraguados desde finales de los años cuarenta. A menudo se afirma que el cognitivismo 1   Es, en cualquier caso, una caracterización que utilizamos con fines puramente expositivos. Las clasificaciones de las distintas tendencias del cognitivismo son diversas. Por ejemplo, Ángel Rivière (1991a) distingue entre la perspectiva del P.I. y el paradigma computacional-representacional. Desde el punto de vista de este autor la psicología del P.I. va ligada a una versión débil de la metáfora del ordenador (la idea de que la mente funciona como un programa informático), mientras que el paradigma computacional-representacional va ligado a una versión fuerte de la misma (la idea de que la mente es un programa informático). Más adelante nos referiremos a la analogía o metáfora del ordenador. Por otro lado, distintas maneras de aproximarse al origen y desarrollo del cognitivismo pueden verse en los trabajos de Florentino Blanco (1995), Jerome Bruner (1990/1991), Tomás R. Fernández (1996), Tomás R. Fernández, Sánchez, Aivar, y Loredo (2003), Fernando Gabucio y Antonio Caparrós (1986), Howard Gardner (1988), Pilar Grande y Alberto Rosa (1993), y Ángel Riviére (1987, 1991b).

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constituyó una especie de revolución contra el reinado del conductismo, el cual fue derrocado y reemplazado por una forma de hacer psicología igual de científica pero más acorde con la naturaleza humana. No obstante, ni el cognitivismo ha tenido tanta unidad interna ni su ruptura con lo anterior fue tan abrupta como para justificar la idea de una revolución.

LA PSICOLOGÍA DEL PROCESAMIENTO DE LA INFORMACIÓN La concepción del cognitivismo como una revolución científica fue utilizada por algunos psicólogos cognitivos apoyándose en los trabajos de filosofía e historia de la ciencia de Thomas Kuhn (1922-1996), quien publicó en 1962 un libro muy influyente titulado La estructura de las revoluciones científicas (Caparrós, 1985). En este libro, basado sobre todo en la historia de la física, Kuhn defendía que el desarrollo histórico de las ciencias no es acumulativo, sino que consiste en una sucesión de «paradigmas» que constituyen casi cosmovisiones y dictan lo que se debe investigar y cómo. Existen periodos de «ciencia normal» durante los cuales todo marcha bien, es decir, no hay discusiones importantes entre los científicos y se tiene la sensación de que se acumula conocimiento mediante la aplicación del método científico. Sin embargo, en un momento dado comienzan a aparecer anomalías, esto es, datos que no encajan en el paradigma, el cual, entonces, empieza a convertirse en objeto de discusión, o lo que es lo mismo, entra en crisis A medida que aumentan las anomalías el paradigma es cada vez más cuestionado, hasta que finalmente tiene lugar una «revolución» que resuelve la crisis e instaura un nuevo paradigma, el cual inaugura otro periodo de ciencia normal. El esquema historiográfico kuhniano les parecía idóneo a algunos psicólogos cognitivos para presentarse como adalides de un nuevo paradigma (por ejemplo, Lachman, Lachman y Butterfield, 1979). Supuestamente la historia de la psicología consistiría en una concatenación de paradigmas, y el conductismo sería el que habría definido el periodo de ciencia normal entre aproximadamente 1930 y 1960 (el paradigma previo sería el del funcionalismo, que a su vez habría reemplazado al estructuralismo). Algunas anomalías con las que se encontró el conductismo, como las planteadas por Chomsky (de quien luego hablaremos) y las relativas a los límites biológicos del aprendizaje, le ha-

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brían hecho entrar en crisis y ésta se habría resuelto con una revolución que daría lugar a un nuevo paradigma: la psicología cognitiva. Además, desde esta perspectiva se ha solido añadir una valoración positiva del cognitivismo según la cual éste retomó lo que siempre había sido el verdadero objeto de estudio de la psicología, la mente, sólo que ahora lo hacía mediante una metodología científica posibilitada por la tecnología de los ordenadores. En efecto, las tecnologías de la información desarrolladas tras la Segunda Guerra Mundial dieron forma al ariete metodológico con que se abrió camino el cognitivismo. De hecho, el concepto clave de la psicología cognitiva es seguramente el de «procesamiento de información». En torno a él gira la teorización de la actividad. Lo psicológico consiste en —o se reduce a— procesamiento de información. Ulric Neisser (19282012), que pasa por ser el primero en utilizar la expresión «psicología cognitiva», lo expresaba del siguiente modo en su manual así titulado, publicado en 1967: «[U]n libro como este puede llamarse “La información del estímulo y sus vicisitudes”. Tal como se emplea aquí, el término “cognición” se refiere a todos los procesos mediante los cuales el ingreso [input] sensorial es transformado, reducido, elaborado, almacenado, recobrado o utilizado. […] [T]érminos como sensación, percepción, imaginación, recuerdo, solución de problemas y pensamiento, entre otros, se refieren a etapas o aspectos hipotéticos de la cognición» (Neisser, 1967/1979, p. 14)2.

Desde un punto de vista más amplio, suele decirse que en el surgimiento de la psicología del procesamiento de la información, reconocible a finales de los sesenta en obras como la de Neisser, confluyeron diferentes desarrollos teóricos y científico-técnicos, algunos muy ligados a la investigación militar motivada por la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Entre ellos podemos destacar cinco: la teoría de la informa-

2   Según se puede comprobar en las referencias bibliográficas, el manual de Neisser, Cognitive psychology, se tradujo al español como Psicología cognoscitiva. Sin embargo, más tarde acabó imponiéndose el adjetivo «cognitiva». Por otro lado, la estructura de algunos manuales de psicología general escritos desde una perspectiva cognitiva recuerda a la de los escritos por algunos funcionalistas norteamericanos: se organizan por funciones psicológicas y van desde las «inferiores», como la atención, la percepción y la memoria, hasta las «superiores», como el lenguaje y el pensamiento (por ejemplo, Johnson-Laird, 1988/1990; Lindsay y Norman, 1977/1986).

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ción y la cibernética, la inteligencia artificial, la psicología experimental británica, la psicología aplicada norteamericana y el conductismo mediacional, y la lingüística de Noam Chomsky.

La teoría de la información y la cibernética Elaborada por el matemático e ingeniero Claude E. Shannon (19162001) y el biólogo Warren Weaver (1894-1978) a finales de los cuarenta, la teoría de la información pretendía servir de herramienta para analizar el flujo de información por un canal cualquiera, midiéndola en bits (la unidad de medida que aún se utiliza en informática). Definían un bit como la unidad de información mínima que se precisa para elegir entre dos alternativas equiprobables. En la Universidad de Harvard, George Armitage Miller (1920-2012) aplicó esa teoría a la psicología en un famoso artículo cuyo título, «El mágico número 7±2», hacía referencia a las unidades de información —entre 5 y 9— que es capaz de procesar la mente humana (Miller, 1956/1983). Se basaba en experimentos con tareas de diferenciación de estímulos, discriminación de fonemas, recuerdo de ítems o cálculo de cifras. No obstante, Miller advirtió de que el bit no constituía una unidad de medida psicológicamente relevante, porque los sujetos pueden agrupar los elementos de la estimulación sensorial que reciben y, en función de la agrupación que realicen, tratar como unidades de información cantidades de estímulos distintas. Por eso Miller propuso una nueva unidad de medida, que denominó chunk. Su artículo, pues, se refería a 7±2 chunks. Posteriormente este tipo de mediciones se trasladaron a las investigaciones sobre la memoria operativa o de trabajo (working memory) y la memoria a corto plazo. El artículo de Miller quedó como un clásico de la psicología cognitiva. La cibernética es la tecnología de control electrónico de las máquinas, antecedente de la actual informática y otra de las fuentes del concepto moderno de información. El principal fundador de la cibernética fue el matemático norteamericano Norbert Wiener (1894-1964), quien en 1948 defendió que los modelos matemáticos de control de la comunicación en máquinas también pueden aplicarse a los seres vivos, incluyendo los humanos (Wiener, 1961/1985). Uno de los conceptos más importantes a este respecto era el de feedback (realimentación o retroalimentación),

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procedente de los servomecanismos (aparatos electromecánicos). La retroalimentación implica que hay un intercambio de información entre el servomecanismo y el entorno, en virtud del cual el primero es regulado por el segundo. Así funciona, por ejemplo, el termostato de la calefacción, que se enciende o se apaga de acuerdo con su medición de la temperatura ambiente. El sistema nervioso central podría considerarse, entonces, un dispositivo basado en la retroalimentación, porque su funcionamiento está regulado por un intercambio de información con el entorno. Se activa o desactiva en función de las consecuencias de esa activación. Esta idea de información como intercambio de datos con el entorno, propuesta por Wiener, influyó en George A. Miller.

La inteligencia artificial La inteligencia artificial (a veces nombrada por sus siglas, I.A.) fue también un antecedente de la informática. Su paternidad suele atribuirse al matemático inglés Alan M. Turing (1912-1954), muy conocido por el juego o prueba de la imitación que propuso en 1950, a veces denominado «test de Turing» (Turing, 1950/1984). Ideó asimismo la «máquina de Turing», que impulsó la construcción de ordenadores y consistía en un modelo formal que describía el funcionamiento de un dispositivo de cómputo basado en la inserción de símbolos en una cinta.

La prueba de Turing La prueba de Turing fue la base de la inteligencia artificial y pretendía resolver por vía práctica la cuestión de si las máquinas pueden pensar. Imaginemos una situación en que una persona recibe respuestas mecanografiadas a las preguntas que envía a la habitación de al lado, con la cual no tiene otro medio de comunicación. En esa habitación hay un hombre y una mujer, y el objetivo de quien recibe las respuestas es adivinar cuál es el hombre y cuál la mujer, pero teniendo en cuenta que el objetivo del hombre es engañarle y, por tanto, mentirá. Supongamos ahora que una máquina sustituye al hombre. ¿Sería capaz de darse cuenta de la sustitución la persona que hace las preguntas? Dicho en términos más generales: sin contacto sensorial directo, ¿podría un ser

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humano averiguar si su interlocutor es una persona o una máquina? En caso negativo, es perfectamente legítimo afirmar que las máquinas piensan. Esto es lo que defendía Turing. Pese a la sencillez de su formulación, la prueba de Turing fue muy controvertida, aunque su idea de que las máquinas piensan se extendió rápidamente. En 1956 el Dartmouth College de Hanover, New Hampshire, auspició una reunión científica que ha pasado a la historia como la Conferencia de Dartmouth y que algunos consideran la puesta de largo del cognitivismo. A esta reunión acudieron investigadores en inteligencia artificial —Marvin Minsky (1927-), Herbert A. Simon (19162001), Allen Newell (1927-1992)— y en ella se habló por vez primera de la analogía o metáfora del ordenador, según la cual el ordenador podría ser un buen modelo de la mente humana y, por tanto, la inteligencia artificial podría tener implicaciones psicológicas importantes.

La analogía del ordenador En efecto, la analogía del ordenador se diseminó por la psicología cognitiva y la neurociencia hasta prácticamente nuestros días. Al igual que la prueba de Turing, es bastante sencilla de exponer y ha sido muy controvertida. Se basa en la superposición de dos distinciones: la clásica distinción filosófica entre el cuerpo y la mente, y la distinción técnica entre el ordenador y los programas implementados en él. La mente equivaldría a los programas, es decir, al software. El cuerpo, y más en concreto el cerebro o el sistema nervioso, equivaldría al hardware, es decir, al soporte físico de los programas (el disco duro, el cableado interno del ordenador, los microchips, las placas de memoria, etc.). En realidad, analogías similares se venían planteando desde al menos diez años antes, cuando se habían empezado a concebir ordenadores muy rudimentarios. Organizado por la Fundación Hixon, en 1948 tuvo lugar en el Instituto de Tecnología de California el conocido como Simposio de Hixon, dedicado debatir sobre «los mecanismos cerebrales del comportamiento». Participó en él el matemático John von Neumann (1903-1957), uno de los padres de los ordenadores, quien comparó el ordenador con un cerebro (no en vano los ordenadores comenzaron llamándose «cerebros electrónicos»). Lo que ocurrió en la segunda mitad

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de los cincuenta es que la mecha prendió definitivamente y la analogía del ordenador se encauzó de tal manera que acabó penetrando en la psicología, convertida ya, a mediados de los sesenta, en psicología del procesamiento de la información. Ahora bien, desde muy pronto coexistieron dos sensibilidades distintas a la hora de entender la analogía del ordenador. Algunos la interpretaban en sentido fuerte o literal y otros en sentido débil o puramente metafórico. Refiriéndose a lo mismo, a veces también se ha hablado de inteligencia artificial «fuerte» y «débil». No obstante, la interpretación débil de la analogía ha sido, en términos generales, más propia de la psicología cognitiva, mientras que la versión fuerte ha sido más propia de la inteligencia artificial. Veamos en qué consiste cada una. Entendida en su sentido débil, la analogía del ordenador supone que la mente humana no es realmente un programa informático, sino que los programas informáticos simulan el funcionamiento de la mente y, por tanto, pueden tener un gran valor heurístico a la hora de entender las leyes que regulan dicho funcionamiento. De ahí que los psicólogos cognitivos hayan representado gráficamente la actividad psicológica humana mediante secuencias de instrucciones algorítmicas o diagramas de flujo de información semejantes a los empleados para representar los programas informáticos (véase un ejemplo en la figura 1). Trasladada a la inteligencia artificial, la versión débil de la analogía del ordenador implica que la simulación del pensamiento humano realizada por algunas máquinas es sólo eso, simulación, no auténtico pensamiento. Entendida en su sentido fuerte, la analogía del ordenador supone que no hay una diferencia sustancial entre la mente y un programa informático. Si es posible representar el funcionamiento de la mente mediante los mismos recursos que se utilizan para escribir un programa de ordenador, entonces es que la mente no difiere en nada de un programa de ordenador. La mente no es más que un sistema de cómputo. Trasladado a la inteligencia artificial, eso significa que las máquinas realmente piensan. A finales de los 50 Simon y Newell, representantes de la versión fuerte de la inteligencia artificial, se ampararon en ella para diseñar un «solucionador general de problemas» con el que pretendían formalizar un algoritmo que pudiera resolver tareas complejas de todo tipo, desde ganar una partida de ajedrez hasta demostrar un teorema matemático, pasando por descifrar acertijos o solucionar

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enigmas aritméticos (Newell. Shaw y Simon, 1959). Simon y Newell se basaron en la aplicación de los algoritmos que según ellos utilizamos los seres humanos para resolver esos problemas. Defendían que cualquier clase de inteligencia, humana o no, consiste en un procesamiento de símbolos. Nótese, eso sí, que la versión fuerte de la metáfora del ordenador no implica que los circuitos neuronales sean equivalentes a los circuitos del ordenador (esta identificación la exploraría posteriormente el conexionismo, como veremos después).

Estimulación visual

Almacenamiento visual breve (icónico)

Imagen visual

Memoria a largo plazo

Memoria a corto plazo

Estimulación auditiva

Almacenamiento auditivo breve (ecóico)

Imagen auditiva

Organizador de respuestas

RESPUESTAS

Figura 1.  Diagrama de flujo (Vega, 1984, p. 9).

Aunque a menudo se usan indistintamente los términos «analogía» y «metáfora», podemos reservar el primero para la versión fuerte de la misma y el segundo para su versión débil, ya que esta última es la que toma la analogía del ordenador en un sentido estrictamente metafórico. La versión fuerte, en cambio, lleva la analogía hasta sus últimas consecuencias y sostiene que las máquinas piensan y no hay realmente una distinción entre el cerebro y el ordenador, sino que la mente es lo mismo que un programa informático, si bien implementado en un soporte orgánico y no en circuitos integrados de silicio.

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La habitación china Uno de los más conocidos críticos de la analogía del ordenador, especialmente de su versión fuerte, ha sido John Searle (1932-), de la Universidad de California en Berkeley. En 1980 formuló su argumento de la «habitación china», como se le suele llamar, con el que intentaba demostrar que, si aplicáramos la prueba de Turing a la vida real, estaríamos obligados a sostener que se puede hablar un idioma sin entender el significado de sus palabras. El argumento de Searle tiene una estructura similar a la prueba de Turing, pero pretende reducir al absurdo la actitud de quienes toman la metáfora del ordenador en un sentido fuerte. El argumento es el siguiente (Searle, 1980). Consideremos un ordenador en el que se ha instalado un programa de traducción de chino. Hoy estos traductores automáticos son populares, pero siguen consistiendo esencialmente en lo mismo que cuando Searle expuso su argumento hace más de tres décadas: conjuntos de instrucciones que indican cómo sustituir símbolos de unos idiomas por símbolos de otros idiomas. ¿Diríamos que el ordenador entiende el chino? Imaginemos ahora que una persona que no habla chino se mete en una habitación donde encuentra papelitos con símbolos chinos, es decir, ideogramas cuyo significado desconoce. Ahora esa persona recibe una hoja con instrucciones —en su lengua materna— donde se le pide que combine los símbolos chinos de una determinada manera y saque la combinación fuera de la habitación. Pues bien, tras hacer esto varias veces con nuevos símbolos y nuevas instrucciones, la persona se entera de que los ideogramas que le daban eran preguntas de hablantes chinos que estaban fuera de la habitación, mientras que las instrucciones servían para combinar los símbolos de tal modo que la combinación resultante consistía en respuestas a esas preguntas. Dado que había seguido bien las instrucciones, las personas chinas de fuera de la habitación habían pensado que un auténtico hablante de su idioma estaba respondiendo las preguntas. Obviamente, tras descubrirse el truco, nadie diría que la persona encerrada en la habitación entiende el chino. ¿Por qué decir, entonces, que una máquina de traducción sí lo entiende? Lo que quería hacer Searle con su ejemplo de la habitación china era subrayar que la mente no sólo consiste en sintaxis —concatenaciones de símbolos procesándose según ciertas reglas— sino que también incluye contenido semántico, o sea, significados: los símbolos son símbolos de

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algo, y conocer ese algo es esencial para comprender el funcionamiento de la mente. Por lo demás, los propios psicólogos cognitivos acabaron advirtiendo ciertas limitaciones metodológicas de la analogía del ordenador (Vega, 1982). Sin embargo, quizá el principal problema de la analogía es que ni siquiera vale como metáfora —o sea, en su versión débil— por la sencilla razón de que no es una metáfora, sino una metonimia: toma la parte por el todo. Los ordenadores no son más que instrumentos de los que se sirve nuestra actividad como seres humanos, y en ese sentido son partes de dicha actividad. No sirven como modelos de nuestra actividad porque son parte de ella. Son herramientas nuestras, con las que intentamos lograr ciertos propósitos. Por sí mismos, ellos no actúan. Su funcionamiento es puramente mecánico. No se les pueden atribuir funciones psicológicas. Somos nosotros, en tanto que observadores, quienes leemos el resultado del funcionamiento del ordenador en términos de información. Sólo cabe hablar de información cuando es informativa para alguien. En el fondo, ni siquiera tiene sentido afirmar que los programas informáticos consisten en instrucciones de manipulación de símbolos. Los símbolos sólo son símbolos para quien sepa interpretarlos como tales. Y las instrucciones sólo son instrucciones desde el punto de vista del programador humano, que es quien las escribe persiguiendo determinados fines; por ejemplo, traducir automáticamente un texto, guiar un misil, ganar una partida de ajedrez o entretenernos con un videojuego.

La computación sobre representaciones Antes dijimos que la versión fuerte de la analogía del ordenador ha sido más propia de la inteligencia artificial, mientras que la psicología cognitiva ha tendido a recurrir a la versión débil. Aunque esto es así, también conviene tener en cuenta que la psicología del procesamiento de la información se basa en una concepción de lo que es una función psicológica que coincide con la definición de pensamiento con la que Turing sentó las bases de la inteligencia artificial. Igual que para Turing pensar era realizar cómputos sobre símbolos (ya hemos dicho que la «máquina de Turing» consistía en una cinta marcada con una secuencia de símbolos), para los psicólogos del procesamiento de la información las funciones psicológicas

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I. Orígenes

se definen básicamente en términos de computaciones de símbolos, entendidos éstos como representaciones men­tales procedentes de la información recibida a través de los órganos sensoriales. Esta fusión conceptual entre tecnología de la información y psicología fue posible porque en el cognitivismo confluyeron tradiciones de psicología experimental y del aprendizaje que ya estaban elaborando modelos del funcionamiento de la mente o de procesos comportamentales complejos. Veámoslas.

La psicología experimental británica Durante los años cuarenta y cincuenta, en torno al laboratorio de psicología de la Universidad de Cambridge, se formó un grupo de investigadores del que salieron trabajos que la psicología cognitiva adoptaría como propios. El laboratorio estaba bajo la dirección de Frederick Charles Bartlett (1886-1969) desde 1922 y en él se desarrollaban investigaciones que podemos calificar de funcionalistas tomando este término en un sentido muy amplio, es decir, sin restringirlo a los autores norteamericanos de principios de siglo. Aunque hizo experimentos sobre percepción y memoria, Bartlett no era un psicólogo cognitivo y ni siquiera puede decirse que sus planteamientos teóricos fuesen compatibles con el cognitivismo, ni menos aún con la psicología del procesamiento de la información. Su perspectiva tenía puntos en común con algunas tendencias constructivistas que trataremos más adelante, pues otorgaba una gran importancia a los factores socioculturales y a la ontogénesis del sujeto. Su papel fue más bien el de promover y aglutinar una serie de investigaciones algunas de las cuales, como las de Kenneth J.W. Craik (1914-1945) y sobre todo las de Donald E. Broadbent (1926-1993), sí pasarían a formar parte de la nómina de aportaciones clásicas del cognitivismo. Craik conocía la ingeniería de su época y adoptó una concepción cibernética del ser humano similar a la de los autores norteamericanos que mencionamos más arriba (Craik, 1948). Apoyado por Bartlett, formuló la teoría de los «niveles de ejecución», que supone que el comportamiento humano se organiza en virtud de distintos niveles jerárquicos y éstos se controlan unos a otros. Esta idea fue precursora de otra a la que han recurrido con frecuencia los psicólogos cognitivos, según la cual existen varios niveles de procesamiento de la información e incluso varios nive-

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les de análisis de la actividad psicológica, cada uno con peculiaridades y abordable con metodologías específicas (Craik y Lockhart, 1972/1980; Miller, Galanter y Pribram, 1960/1983)3. Por su parte, Broadbent (1958/1983) sintetizó los principales resultados de la psicología experimental americana (véase el siguiente epígrafe) y británica, centrándose sobre todo en los de carácter más aplicado e interesándose particularmente por los relativos a la atención, que constituyó el campo de estudio donde él mismo hizo sus aportaciones más relevantes. A la hora de realizar esa síntesis adoptó un punto de vista cibernético similar al de K.J.W. Craik en tanto que comparó el sistema nervioso con un canal de comunicación o un circuito por el que circulan datos. También fue uno de los primeros autores en elaborar diagramas de flujo de información para explicar la actividad psicológica, que luego serían omnipresentes en la psicología cognitiva.

La psicología aplicada norteamericana y el conductismo mediacional Al igual que en Gran Bretaña, durante los años cuarenta y cincuenta se financiaron en los Estados Unidos numerosas investigaciones de psicología experimental y aplicada relacionadas con el ejército y la industria, que a la sazón estaba gozando de un gran desarrollo. El ajuste hombre-máquina y la ergonomía eran temas prioritarios. Así, en el Laboratorio de Psicoacústica de la Universidad de Harvard se llevaron a cabo investigaciones sobre el efecto del ruido en la ejecución de diferentes tareas; en el Laboratorio de Psicología de la Aviación de Ohio se exploraron las características de los patrones de estímulos sensoriales que facilitaban el trabajo de los operadores humanos en ciertos puestos de control; y varias unidades de psicología aplicada auspiciadas por las fuerzas armadas -que también firmaron contratos con algunas universidades- dedicaron sus recursos a investigaciones sobre la percepción espacial, la locomoción o la recepción e interpretación de la información por medios electrónicos (algo muy importante, por ejemplo, para los controladores de radares). 3   No se confunda el Craik de esta cita con el Craik del que estamos hablando, Kenneth J.W. El de la cita es Fergus I.M. Craik, profesor de la Universidad de Toronto.

Los

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I. Orígenes

Sin embargo, en aquel tiempo el conductismo dominaba la escena académica norteamericana y, para algunos jóvenes psicólogos, representaba el enemigo a batir. Ahora bien, el conductismo era cualquier cosa menos homogéneo. Recordemos que desde al menos la década de los treinta hubo versiones que un poco más tarde Skinner englobaría bajo la etiqueta, un tanto despectiva, de «conductismo metodológico». Dos ejemplos de ello eran el conductismo propositivo o molar de Tolman y el neoconductismo o conductismo mecanicista de Hull. Tolman había introducido variables intervinientes, propósitos y cogniciones, y Hull había introducido cadenas de estímulos y respuestas a partir de las cuales se produciría la respuesta final del organismo. Existían asimismo versiones del conductismo denominadas informales o mediacionales —o neohullianas, las que se basaban en Hull—, que liberalizaban aún más la exigencia de que las variables introducidas entre E y R se definieran operacionalmente o como variables observables. Conductistas informales o mediacionales fueron Karl S. Lashley (1890-1958), Neal E. Miller (1909-2002) —a no confundir con George A. Miller— y Charles E. Osgood (1916-1991). Lashley asistió al Simposio de Hixon de 1948, antes mencionado, donde presentó una comunicación titulada «El problema del orden serial en la conducta», en la cual intentaba aproximar la psicología a la neurología y defendía el estudio de los comportamientos complejos en términos de secuencias organizadas jerárquicamente. Neal E. Miller, alumno de Hull, enfatizó la necesidad de flexibilizar los conceptos neoconductistas para aplicarlos a situaciones de la vida real, desarrolló la llamada «teoría del aprendizaje social» —una especie de psicología social conductista— e intentó traducir los principios del psicoanálisis a la psicología del aprendizaje. Por último, Osgood se basó en Hull para desarrollar una concepción de los procesos cognitivos como cadenas de estímulos y respuestas inobservables. Una de sus contribuciones más conocidas fue la prueba del «diferencial semántico», que aplicaba su esquema neohulliano al lenguaje y, en concreto, a la evaluación de la creación de significados por parte de los sujetos4.

4   Téngase en cuenta que, aunque el propio Hull se autodenominaba neoconductista, también se puede llamar neoconductismo a cualquier perspectiva conductista posterior a la de Watson. Y téngase en cuenta asimismo que, si bien el adjetivo mediacional suele aplicarse a autores como Osgood, Lashley y Miller, podría aplicarse a cualquier clase de conductismo que admitiera mediaciones entre E y R, incluyendo el de Tolman e incluso el de Hull, si bien éstos intentaban definir

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Así pues, algunos planteamientos del conductismo mediacional eran casi indistinguibles de los de la psicología cognitiva, y algunos de los autores que han pasado a la historia como clásicos o pioneros de la psicología cognitiva eran conductistas mediacionales. Incluso en un libro que ha quedado como un clásico de la psicología cognitiva, Planes y estructuras de la conducta, publicado en 1960 por George A. Miller —de quien ya hemos hablado— junto con Eugene Galanter (1924-2016) y Karl H. Pribram (19192015), los autores se llamaban a sí mismos «conductistas subjetivos». Eso sí, lo hacían ya con cierta sorna, conscientes de que las horas del conductismo mediacional estaban contadas, porque se solían incluir tantas mediaciones inobservables entre estímulos y respuestas que ya no tenía sentido seguir calificando a aquello de conductismo. Miller, Galanter y Pribram proponían un esquema teórico basado en la organización jerárquica y planificada del comportamiento, que giraba en torno a lo que ellos consideraban la unidad elemental de la conducta, una especie de bucle de retroalimentación al que se denominaba test-operate-test-exit o, por sus siglas, TOTE. Se podría traducir como probar-actuar-probar-detenerse y constituiría el principio de funcionamiento básico de cualquier conducta (humana o mecánica): ante un problema ponemos a prueba una acción, evaluamos los resultados y, cuando el problema está resuelto, dejamos de actuar5. Para terminar este apartado y mostrar hasta qué punto se parecían los planteamientos del conductismo mediacional y el cognitivismo, comparemos las dos representaciones gráficas de la figura 2. Ambas intentaban modelizar dimensiones de la actividad psicológica humana. El gráfico de la izquierda pertenece a un libro de Osgood (1980/1986, p. 94), el conductista mediacional neohulliano. El de la derecha está sacado de la Introducción a la psicología cognitiva de Peter H. Lindsay y Donald A. Norman (1977/1986, p. 806).

operacionalmente esas mediaciones y no las consideraban inobservables. A Hull le preocupaba especialmente no despegarse demasiado de la dimensión motora del comportamiento, o sea, de los movimientos del organismo. Su mecanicismo le obligaba a ello. Alejarse de esa dimensión motora equivalía a correr el riesgo de suponer procesos —no conductuales ni fisiológicos— más difíciles de categorizar en términos mecánicos. 5  El esquema TOTE evoca ciertas reminiscencias del funcionalismo, ya que se basa en una puesta a prueba de la conducta (podríamos traducirlo como «prueba-tantea-prueba-resuelve»). No obstante, está pensado desde una sensibilidad teórica más mecanicista. Eso sí, este mecanicismo no está exento de ambigüedades: Miller y sus colaboradores introducen el concepto de «planes», que es eminentemente propositivo, aunque al mismo tiempo quiera definirse mecánicamente.

Los

cognitivismos:

Correcto

PROYECCIÓN INTEGRACIÓN REPRESENTACIÓN INTEGRACIÓN PROYECCIÓN

A

S

R

PALAR

I. Orígenes

Lo que puede ocurrir Incorrecto

EXPRESIÓN VERBAL

Observación O

Lleva a la decisión Correcto

SMOR RVOCALIZACIÓN

B imagen

precepto

significado

programa

movimiento

Lo que puede ocurrir Incorrecto

Figura 2.  Conductismo mediacional y psicología cognitiva.

Como el propio Skinner advirtió, la única versión del conductismo que se oponía frontalmente al cognitivismo era la radical, es decir, la suya, porque no admitía ningún tipo de mediación entre E y R (de hecho, ni siquiera se consideraba a sí misma una psicología E-R, porque se basaba en el condicionamiento operante y no en el clásico). Sea como fuere, para los primeros psicólogos cognitivos el conductismo fue, más que un enemigo a batir, un padre al que matar, por emplear la conocida expresión freudiana referida al mito de Edipo. Los psicólogos cognitivos eran, en buena medida, hijos del conductismo, aunque quisieran emanciparse enfrentándose a él. La lingüística de Noam Chomsky Una quinta fuente del cognitivismo fue la lingüística del estadounidense Avram Noam Chomsky (1928-). Influyó, por ejemplo, en autores como George A. Miller. La crítica de Chomsky al conductismo dio aliento a los jóvenes psicólogos que deseaban distanciarse de los planteamientos de Skinner e incluso de los conductistas mediacionales, pese a su cercanía a algunos presupuestos de estos últimos. En términos más generales, la lingüística generativa propuesta por Chomsky proporcionaba a la psicología un marco conceptual mentalista (para él las reglas gramaticales residen en la mente) e innatista (supone que hay una gramática universal innata) que encajaba a la perfección con el cognitivismo. En efecto, Chomsky (1959/1990) escribió una enérgica crítica al libro que Skinner había publicado en 1957, La conducta verbal, en el cual

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exponía su aproximación conductista radical al lenguaje humano. Chomsky esgrimía un argumento que iba directo contra la línea de flotación del conductismo radical. Sostenía que la definición funcional skinneriana de los estímulos y las respuestas —según la cual ambos se definen recíprocamente, de modo que un estímulo es aquello que suscita una respuesta y una respuesta es cualquier cosa que el organismo haga relacionada funcionalmente con ciertos estímulos— es científicamente vacía, pues de acuerdo con ella es posible llamar estímulo o respuesta a casi cualquier cosa: «[D]ebemos decidir si llamaremos estímulo a cualquier hecho físico ante el que el organismo es capaz de reaccionar en una ocasión dada o solamente a aquellos ante los que el organismo reacciona de hecho; y, paralelamente, debemos decidir si vamos a llamar respuesta a cualquier parte del comportamiento o sólo a aquellas que están conectadas con los estímulos de acuerdo con unas determinadas leyes» (Chomsky, 1959/1990, pp. 29-30) «[U]sando la palabra “estímulo” de esta forma ha perdido toda su objetividad. Los estímulos ya no son entonces una parte del mundo físico exterior; han sido devueltos al interior del organismo. Identificamos el estímulo cuando oímos la respuesta» (Chomsky, 1959/1990, p. 33). «[L]a noción de reforzamiento ha perdido por completo su significado objetivo, si es que alguna vez lo tuvo. […] [U]na persona puede ser reforzada aunque no emita respuesta alguna y […] el “estímulo” reforzante no necesita incidir sobre la “persona reforzada”, o incluso ni necesita existir (es suficiente que se lo imagine o espere)» (Chomsky, 1959/1990, pp. 44-45). «El estímulo que controla la respuesta está determinado por la respuesta misma; no existe un método de identificación independiente y objetivo» (Chomsky, 1959/1990, p. 69).

En definitiva, si definimos los estímulos y las respuestas en términos estrictamente físicos, entonces es difícil identificar leyes que gobiernen la conducta, puesto que ésta no siempre puede relacionarse con estímulos concretos; pero si definimos los estímulos y las respuestas funcionalmente, entonces es arbitrario a qué llamemos estímulos y respuestas, ya que prácticamente cualquier cosa puede ser un estímulo o una respuesta.

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I. Orígenes

Ahora bien, Chomsky (1957/1999) saltó a la fama a finales de los años 50 por sus planteamientos teóricos dentro de la lingüística, que han solido caracterizarse mediante la etiqueta de gramática generativa. Defendía que la adquisición del lenguaje por parte de los niños es posible merced a estructuras neurofisiológicas innatas que soportan lo que él denomina la «estructura profunda» del lenguaje, vinculada a la sintaxis y ligada a una gramática universal de la cual las lenguas concretas (español, inglés, chino, suajili, maratí, quechua, etc.) no serían más que expresiones superficiales. Chomsky (1965/1972) reivindicaba un enfoque cartesiano para la lingüística basado en el racionalismo y el innatismo del filósofo francés del siglo xvii René Descartes. Se trataba de entender el lenguaje como expresión de la racionalidad humana y concebirlo en términos formales, de estructuras abstractas (sintácticas) que constituyen la base sobre la cual se implementan los diferentes idiomas con sus respectivos léxicos y fonemas (así, a partir de ciertas reglas gramaticales pueden producirse una cantidad infinita de oraciones). Además, esas estructuras tendrían un fundamento genético, innato, lo que las convertiría en universales, propias de toda la especie humana. De hecho, Chomsky llegó a proponer la existencia en los niños de un dispositivo de adquisición del lenguaje que les permitiría aprender su lengua materna entre los dos y los doce años de edad. Tal dispositivo, conocido por sus siglas en inglés (LAD, language acquisition device) o español (DAL), equivaldría a un procesador de información lingüística innato programado según las leyes universales de la gramática. En suma, Chomsky creía que el lenguaje humano se rige conforme a leyes propias, irreductibles a leyes generales de la conducta. Su punto de vista formalista, innatista y crítico con el reduccionismo conductista alimentó las aspiraciones de muchos psicólogos cognitivos a la hora de identificar leyes universales del funcionamiento mental humano, entendidas sobre todo en términos de reglas abstractas.

EL MITO DE LA REVOLUCIÓN COGNITIVA A la luz de lo que acabamos de ver, se comprenderá que la idea de que la psicología cognitiva supuso una revolución científica es, cuando menos, matizable —y ello al margen del juicio que nos merezca la perspectiva

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kuhniana en sí misma—. La continuidad entre el conductismo y el cognitivismo fue evidente. Pero, aparte de eso, la unidad de la psicología cognitiva no fue tan grande como para hacer girar en torno a ella la idea de una revolución. Además de los cuatro desarrollos que acabamos de explicar en el apartado anterior, en historias generales de la psicología y ensayos e historias específicas sobre el cognitivismo (Gardner, 1988; Leahey, 2005; Mayer, 1985; Rivière, 1987) ha sido habitual considerar raíces de la psicología cognitiva —e incluso componentes de ésta— tendencias dispares, la mayoría de las cuales tuvieron nada o poco que ver con esos cuatro desarrollos. Entre ellas se encuentran el constructivismo de Piaget y Vygotski (a quienes trataremos más adelante), la teoría de la disonancia cognitiva del psicólogo social Leon Festinger (1919-1989), la teoría New look de la percepción y las investigaciones sobre el pensamiento ligadas al grupo de Jerome S. Bruner (1915-) en los años cuarenta y cincuenta, e incluso la antropología entera tomada como disciplina que, al parecer, estudia las características universales y particulares de la mente humana. Así pues, muchos psicólogos cognitivos e historiadores han metido en el mismo saco perspectivas teóricas diferentes, cuyo denominador común es simplemente que no eran conductistas. Desde luego, todas hablaban de la mente, pero entendían por mente cosas muy distintas. De hecho, la psicología cognitiva y el conductismo se parecen mucho más entre sí que la psicología cognitiva y los enfoques de Piaget o Vygotski. Meter este tipo de enfoques en el mismo saco que los del cognitivismo sólo valía para justificar la actitud revolucionaria con la que muchos psicólogos cognitivos se autoafirmaban. Parecía que un enemigo común —el conductismo— unía contra él fuerzas aglutinadas en torno a una categoría —la mente— que además se consideraba casi como algo natural: todo el mundo sabe que las personas tenemos mente y la psicología cognitiva viene al fin a estudiarla de un modo científico. Nosotros, en cambio, suponemos que la única tendencia mínimamente unitaria a la que cabe denominar con cierto rigor psicología cognitiva es la que se aglutinó en torno al procesamiento de la información. Lo que se dio en los años setenta y ochenta, con el cognitivismo ya triunfante, fue un proceso de colonización conceptual habitual en la historia de la psicología, y que volveremos a señalar: la psicología cognitiva tradujo a sus propios términos planteamientos psicológicos que le eran ajenos pero que le servían para autolegitimarse por su prestigio académico o por-

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I. Orígenes

que permitían narrar un mito de los orígenes similar al que se narra en las historias nacionales o en cualquier reconstrucción de una identidad cuyo nacimiento más o menos remoto sirve para justificar su existencia. Dicho en palabras vulgares, el cognitivismo arrimó el ascua a su sardina y cognitivizó a autores que, como Piaget o Vygotski, se alejaban bastante de lo que sería un tipo ideal de psicólogo cognitivo.

CAPÍTULO XVII LOS COGNITIVISMOS: II. LA PSICOLOGÍA COGNITIVA Y SUS DESARROLLOS

En este capítulo intentaremos definir un «tipo ideal» de cognitivismo que permita hablar de la psicología cognitiva como una constelación de intereses agrupados en torno a una sensibilidad teórica común, aunque sea difusa. Un tipo ideal (Weber, 1922/1972) es un prototipo conceptual que no se da en la realidad pero que recoge características importantes de un conjunto de fenómenos y, de ese modo, los unifica bajo un mismo paraguas teórico a fin de hacerlos inteligibles. Tengamos en cuenta, pues, que a duras penas encontraremos casos puros de psicología cognitiva tal y como la vamos a definir en el siguiente epígrafe. Incluso las tendencias o autores que más se acercan al tipo ideal —por ejemplo, el filósofo de la mente Jerry A. Fodor (1935-)— pueden presentar rasgos que no encajan en él. EL «TIPO IDEAL» DE LA PSICOLOGÍA COGNITIVA Un tipo ideal de psicólogo cognitivo es el que sostiene que la psicología es una ciencia cuyo objeto de estudio es el procesamiento mental de las distintas clases de información procedente de los órganos sensoriales. Inspirándose en la analogía del ordenador, nuestro psicólogo cognitivo arquetípico precisará que tal procesamiento de información consiste en computaciones sobre representaciones, es decir, manipulaciones automáticas de símbolos realizadas de acuerdo con determinados algoritmos —secuencias de instrucciones— que probablemente se hallen inscritos en la mente de forma innata (Rivière, 1991b). He aquí los tres rasgos principales del cognitivismo: la concepción representacional de la mente, el énfasis en la especialización sensorial como algo que condiciona el procesamiento de la información, y la concepción mecanicista de la psicología. Detengámonos un instante en cada uno de ellos.

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Salto al símbolo y representación mental La psicología cognitiva supone que la información procedente del mundo externo penetra por los órganos de los sentidos en forma de energía física y, al entrar en la mente, se convierte en información propiamente dicha, es decir, en algo ya dispuesto a ser procesado. Neisser (1967/1979) denominó «transducción» a esa transformación de la energía física en información. Mediante la transducción, lo físico, el input (entrada) sensorial, se convierte en simbólico, o lo que es lo mismo, lo fisiológico se vuelve psicológico. Por supuesto, una vez que la información se procesa —a través de mecanismos perceptivos, atencionales, memorísticos, emocionales, lingüísticos, de pensamiento, etc.—, hay una transducción inversa en virtud de la cual lo mental se vuelve a convertir en físico: gracias a la actividad neurofisiológica muscular y glandular, se produce la conducta, el output (salida), es decir, el sujeto actúa. El esquema general es input → procesamiento → output. Por lo demás, el procesamiento de la información se entiende como una computación de representaciones mentales. El contenido de la mente no es, obviamente, el mundo externo tal cual, sino algún tipo de copia simbólica del mismo: no tenemos en la mente coches, edificios o perros, sino representaciones de coches, edificios y perros (algunos psicólogos cognitivos sostienen que esas representaciones guardan algún tipo de semejanza con los objetos representados; otros sostienen que son representaciones puramente formales, al estilo de las cadenas de símbolos con que estaba codificada la realidad virtual en la película Matrix). Nótese que a esta concepción de lo psicológico subyace una perspectiva dualista. La transducción implica un inexplicable salto al símbolo: no sabemos cómo es posible que lo físico se convierta en simbólico, igual que en la época de René Descartes, padre del dualismo moderno, no se sabía muy bien cómo era posible que mente y cuerpo interactuaran, pese a los intentos del filósofo por defender que esa interacción se produce. De hecho, en aquella época (siglo xvii) se planteaba también una objeción a la idea de que el conocimiento es una representación de la realidad, una idea defendida asimismo por Descartes. La objeción se llamó «paradoja del doble acceso»: si el conocimiento es una representación de la realidad es porque no tenemos acceso a la realidad misma, sino sólo a su representación mental, pero para asegurarnos de que esta

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representación es correcta deberíamos compararla con la realidad, en cuyo caso tendríamos que acceder a ésta, de modo que la representación mental ya no sería necesaria1.

Los módulos mentales En el espíritu de la psicología cognitiva, cuando no en la letra, se encuentra la idea de que la mente está diseñada conforme a una arquitectura basada en compartimentos de procesamiento de la información interconectados. El filósofo Jerry A. Fodor explicitó esta idea a principios de los 80 en un libro titulado La modularidad de la mente (Fodor, 1983/1986), cuya tesis ha sido objeto de intensos debates desde entonces, con posturas a favor, en contra e intermedias. Fodor recuperó el concepto de las facultades mentales, característico de la psicología anterior a Wundt, y lo actualizó mediante el lenguaje de la psicología del procesamiento de la información. En vez de facultades mentales hablaba de módulos cognitivos o mentales, que serían los sistemas a través de los cuales los datos (o inputs) entran en la mente. En el proceso de transducción los datos pasan por los módulos y éstos los procesan convirtiéndolos en símbolos. Los módulos se encargan de dicha transducción y ofrecen así a las funciones psicológicas superiores —que ya no son modulares— información que éstas elaborarán e interrelacionarán de formas más complejas. Según Fodor, los módulos son innatos y corresponden a determinadas regiones fijas del cerebro. Además, se caracterizan por ser de dominio específico y estar informativamente encapsulados. La especificidad de dominio significa que cada módulo sólo puede procesar un tipo de información: color, forma, relaciones espaciales tridimensionales, olor, textura, etc. El encapsulamiento informativo significa que los módulos funcionan automáticamente y sin que a ese funcionamiento pueda 1   El concepto de transducción se usa en electrónica para referirse a la transformación de un tipo de energía en otro (por ejemplo, energía hidráulica en eléctrica). De ahí lo tomaron algunos psicólogos cognitivos y filósofos de la mente para referirse a la transformación de energía físico-sensorial en algo que ya posee contenido simbólico, psicológico, significativo, representacional. El concepto de transducción aplicado a la psicología ha sido muy controvertido. Desde el punto de vista de Fodor, como vamos a ver a continuación, son los módulos mentales, de naturaleza básicamente perceptiva, los que se encargan de transducir la energía sensorial (el impulso nervioso) en algo psicológico.

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afectarle la intervención de otros procesos cognitivos superiores o más complejos, como el pensamiento. Por encima de los módulos se encuentra, pues, lo que Fodor denominaba un sistema de procesamiento central, que podemos identificar con esos procesos psicológicos tradicionalmente considerados superiores. El sistema central no es modular, sino de propósito general (es decir, sirve para cualquier tipo de información), y es el que recibe los datos filtrados por los módulos y los relaciona entre sí. Aunque él no lo planteara exactamente así, para entender la diferencia entre los módulos y el sistema central de procesamiento podemos pensar en un ordenador y distinguir entre la CPU (la unidad central de procesamiento, literalmente) y los dispositivos periféricos que se encargan de enviarle los datos, equivalentes más o menos a los módulos. Fodor añadía que, puesto que los procesos psicológicos superiores no son modulares, es dudoso que puedan estudiarse científicamente. A su juicio, para analizar científicamente algo debe definirse como un proceso mecánico y bien acotado. Los procesos no modulares, por definición, son abiertos e imprevisibles. En cierto modo, lo que subyace al enfoque modular de la actividad psicológica es algo que ya estaba presente en la distinción que hizo Wilhelm Wundt entre la psicología fisiológica y la psicología de los pueblos o en la distinción que hizo William James entre los procesos asociativos mecánicos y la función selectiva de la conciencia. La idea es que hay un estrato de funciones básicas o inferiores —los módulos— de las que el sujeto no es consciente, cercanas al nivel de lo fisiológico y regidas por leyes mecánicas, y superpuesto a ese estrato hay otro de funciones más complejas o superiores —el procesamiento central—, que sí se relacionan con aquello de lo que el sujeto es consciente cuando actúa y que, por eso mismo, son difíciles de tematizar en términos mecánicos. Algunos enfoques que estamos explicando en este libro, como el de Dewey y Baldwin, o los de los constructivismos que trataremos en los capítulos siguientes, han intentado romper esa dualidad mostrando cómo las actividades psicológicas se construyen a través de su desarrollo filogenético, ontogenético, sociogenético e historiogenético. Desde este punto de vista, carece de sentido preguntarse si la mente es o no modular. Lo que hay que preguntarse es cómo se han ido estabilizando -a través de esas cuatro dimensiones del desarrollo— ciertas regularidades en la actividad de los sujetos que, por eso mismo, nos parecen modulares

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psicología cognitiva y sus desarrollos

o automatizadas si las contemplamos sincrónicamente, o sea, sin tener en cuenta el desarrollo.

El mecanicismo mentalista La idea de que la mente es un sistema de procesamiento de información, entendido como computación de representaciones, implica que es, en última instancia, un dispositivo que funciona de forma mecánica, según leyes ajenas a la actividad de los sujetos. Al contrario, son esas leyes las que supuestamente explican dicha actividad. El escepticismo fodoriano respecto a la posibilidad de una ciencia completa de la mente —es decir, una psicología que incluya los procesos cognitivos y los superiores— no sólo se basaba en una concepción modularista de la arquitectura psicológica, sino también en la idea de que la única explicación posible en psicología es una explicación mecanicista. Algunos de los debates internos del cognitivismo han tenido que ver precisamente con la posibilidad de compatibilizar la existencia de procesos que en sí mismos difícilmente se pueden considerar mecánicos —por ejemplo, el pensamiento o la toma de decisiones— y la existencia de un procesamiento de información regido por leyes objetivas, mecánicas, tal y como el que Fodor atribuía al funcionamiento de los módulos cognitivos. A veces se ha hablado de «mecanicismo abstracto» (Rivière, 1991a, 1991b), haciendo referencia al hecho de que el de la psicología cognitiva es un mecanicismo sui generis o novedoso, pues no reposa sobre realidades físicas —tuercas, piedras o nervios— sino mentales, que además se definen en términos formales, simbólicos, como cadenas de instrucciones o flujos de información. Ahora bien, eso sigue siendo mecanicismo y su carácter abstracto ni siquiera es históricamente nuevo: el asociacionismo empirista británico de los siglos xvii y xviii incluía teorías psicológicas basadas en la combinación mecánica de sensaciones e ideas dentro de la mente. Autores como Jerome S. Bruner, a quien mencionamos antes a propósito del enfoque del New look en percepción, y que colaboró con George A. Miller e impulsó la psicología cognitiva inicial, se mostraron críticos con los derroteros que el cognitivismo fue tomando en los años setenta y ochenta, demasiado deudores de la analogía del ordenador y el

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mentalismo mecanicista. Bruner (1990/1991) ha acusado al cognitivismo de enredarse en problemas técnicos secundarios y olvidar que la mente no es un mero receptáculo pasivo de representaciones. De hecho, la perspectiva de Bruner se ha acabado acercando a la de la psicología cultural, a la que aludiremos en el capítulo siguiente.

DESARROLLOS DEL COGNITIVISMO Aunque la psicología cognitiva sigue gozando de buena salud en amplios ámbitos académicos, algunas de sus variantes han ido en direcciones que la han sofisticado o transformado, ya sea como resultado de su propia evolución interna, ya sea como resultado de la hibridación con otras perspectivas procedentes de dentro o fuera de la propia psicología -si bien las fronteras entre áreas y disciplinas son siempre borrosas-. Vamos a detenernos muy brevemente en dos de esos desarrollos: el conexionismo y la psicología evolucionista. El primero ha sido una evolución interna del cognitivismo. La segunda ha sido más bien un cruce entre éste y la biología.

El conexionismo y el reencuentro con el cerebro Desde la perspectiva de los paradigmas que mencionamos al principio, cabría afirmar que a la psicología cognitiva la ha sucedido recientemente un paradigma aún más nuevo: el conexionismo, cuya presentación en sociedad suele fecharse en 1986, cuando los miembros del grupo de investigación liderado por los norteamericanos David E. Rumelhart (1942-2011) y James L. McClelland (1948-) publicaron el libro titulado Introducción al procesamiento distribuido en paralelo (Rumelhart, McClelland y el Grupo PDP, 1986/1992)2. De hecho, para distinguirla de la versión conexionista del cognitivismo, a veces se denomina «paradig-

2   El conexionismo tenía antecedentes en las décadas de los cuarenta, cincuenta y sesenta. Los constituían trabajos de autores que se movían en el ambiente del conductismo mediacional y la inteligencia artificial, como Warren McCulloch (1898-1969) y Walter Pitts (1923-1969), Donald O. Hebb (1904-1985), Karl Lashley (ya mencionado), Frank Rosenblatt (1928-1971) y Marvin Minsky (también mencionado antes) y Seymour Papert (1928-2016).

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ma simbólico» a la psicología cognitiva clásica —la que hemos tratado hasta aquí—, y no faltó quien habló de «revolución conexionista» a finales de los ochenta. Lo simbólico se refiere al hecho de que la psicología cognitiva clásica concebía el procesamiento de la información como procesamiento de símbolos, o lo que es lo mismo, computación de representaciones simbólicas. En cambio, desde el punto de vista conexionista las representaciones mentales no son más que patrones de activación distribuidos por una red de unidades de procesamiento de información interconectadas. Lo simbólico es consecuencia, no causa, del procesamiento de la información. Por eso el conexionismo se ha llamado a veces «paradigma subsimbólico».

Figura 1.  Red conexionista.

Para entenderlo mejor, tengamos en cuenta la estructura básica de un modelo conexionista (figura 1). Se compone de un conjunto de pequeños procesadores conectados entre sí, que a veces se denominan nodos y funcionan como los nudos de la red. Los procesadores emiten señales excitadoras o inhibidoras, es decir, que propagan la activación por la red o bien la reducen. Una representación mental no es más que un patrón de activación determinado. El procesamiento no consiste en una computación de símbolos, sino simplemente en un juego de activaciones e inhibiciones automáticas.

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Aparte de su perspectiva subsimbólica, otro rasgo fundamental del conexionismo es su concepción del procesamiento de la información como algo que transcurre de forma paralela y no en serie. De hecho, en su libro de 1986 Rumelhart y sus colaboradores no hablaban de conexionismo, sino de procesamiento distribuido en paralelo o PDP, siglas que daban nombre a su grupo de investigación. El procesamiento distribuido en paralelo significa que no hay un input sensorial al cual le suceda una transducción que a su vez va seguida de un procesamiento modular al cual le sigue una elaboración de representaciones mentales elaborada por el sistema central de procesamiento, el cual posibilita la salida de un output conductual. En lugar de eso, hay diferentes procesamientos simultáneos e interrelacionados, dado que el procesamiento no es más que una propagación de señales excitadoras e inhibidoras a través de la red. Los diagramas de flujo de la psicología cognitiva clásica asumían que el procesamiento de la información era, en general, lineal o secuencial, es decir, se producía en pasos sucesivos. El conexionismo supone que existen redes de unidades de procesamiento actuando simultáneamente. Ello es así porque, para los conexionistas, el procesamiento distribuido en paralelo constituye un modelo científico de la mente humana más fiel a la realidad que el proporcionado por la clásica analogía del ordenador, basada en un procesamiento serial. Mientras que los ordenadores funcionan mediante procesamiento secuencial —al menos los tradicionales—, la mente humana funciona mediante procesamiento en paralelo. De hecho, muchos conexionistas creen que el procesamiento en paralelo responde al modo en que el cerebro procesa realmente la información. Y es que, al igual que el cognitivismo clásico se legitimaba a sí mismo como recuperación científica de la mente, en ocasiones el conexionismo se ha legitimado como recuperación, aún más científica si cabe, del cerebro. Ya hemos indicado que las redes conexionistas se parecen enormemente a las redes neurales. No en vano muchos conexionistas han defendido un isomorfismo entre la mente y el cerebro, y han asumido que las unidades de procesamiento de información no son otra cosa que las neuronas. Una diferencia importante entre la psicología cognitiva clásica y el conexionismo, entonces, radicaría en la vocación que éste último tiene de confeccionar modelos del funcionamiento de la mente abiertamente basados en el funcionamiento del cerebro: las redes

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conexionistas corresponderían a redes neuronales. Ahora bien, también hay versiones del conexionismo que no pretenden mantener ese isomorfismo tan estricto entre cerebro y mente, sino que se limitan a utilizar las redes conexionistas como modelos explicativos del comportamiento, un poco al estilo de los partidarios de la versión débil de la metáfora del ordenador. Por lo tanto, no todas las variantes del conexionismo participan igualmente del cerebrocentrismo. Las hay más psicologizantes y más neurologizantes. Llamamos cerebrocentrismo a una tendencia que en algunas épocas se pone más de moda que en otras y consiste en buscar en el cerebro la clave explicativa de la naturaleza humana (Pérez, 2011a). En el cerebro residiría el secreto de todo nuestro comportamiento, y las teorías psicológicas —al igual que las sociológicas y antropológicas— estarían destinadas a convertirse en teorías neurofisiológicas. Identificando ciencia con mecanicismo y materialismo reduccionista, algunos suponen que es más científica una psicología basada en el cerebro porque éste es una realidad tangible que, además, ha sido tradicionalmente estudiada por la neurología, lo cual permite un acercamiento a las ciencias naturales que refuerza la cientificidad. A este respecto, recordemos lo dicho al principio sobre el complejo de inferioridad de los psicólogos y su obsesión por emular a las ciencias duras. Al igual que han hecho diferentes psicólogos a lo largo de la historia, el cerebrocentrismo sigue confiando en lo que Wundt llamaba una fisiología hipotética del porvenir —refiriéndose críticamente a que suponía emplazar siempre para un futuro indeterminado la solución de los problemas teóricos de la psicología—. Explícita o implícitamente, por tanto, es reduccionista. Da por supuesto que el origen de la actividad psicológica radica en un órgano corporal —el cerebro— y que dicha actividad podrá explicarse completamente cuando el funcionamiento de ese órgano se conozca en su totalidad. Además, el cerebrocentrismo asume que una explicación científica —o una explicación, a secas— debe ser mecanicista. Algunos cerebrocentristas incluso se han atrevido a poner fecha a la reducción definitiva de la psicología a la fisiología del sistema nervioso: Antonio Damasio (2002) ha afirmado que «podemos arriesgarnos a decir que para el año 2050 tendremos suficiente conocimiento de los fenómenos biológicos para suprimir el dualismo tradicional entre cuerpo y cerebro, cuerpo y mente, cerebro y mente».

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La psicología evolucionista La psicología evolucionista no es exactamente una derivación de la psicología cognitiva, sino más bien un cruce entre ésta y el neodarwinismo. Al igual que el conexionismo, es también un producto americano. Su popularización comenzó en 1992, a raíz de un libro editado ese año por la psicóloga Leda Cosmides (1957-) y los antropólogos John Tooby y Jerome H. Barkow (Barkow, Cosmides y Tooby, 1992). En este libro se defendía que la cultura es una consecuencia del sistema cognitivo humano y éste es una consecuencia de la evolución: «La cultura no es algo que carezca de causas ni esté desencarnado. Se produce —por vías profusas e intrincadas— mediante mecanismos de procesamiento de información ubicados en las mentes de los seres humanos. Estos mecanismos, a su vez, son el producto largamente trabajado del proceso evolutivo» (Cosmides, Tooby, J. y Barkow, 1992, p. 3).

En efecto, la psicología evolucionista sostiene que nuestra arquitectura psicológica es una propiedad de nuestro sistema nervioso, el cual es resultado de nuestro genotipo, que a su vez es un resultado de millones de años de evolución biológica. Aunque no necesariamente adopte la versión de Fodor que explicamos antes, la psicología evolucionista asume una concepción modularista de la mente humana. Supone que los módulos son producto de la selección natural. Los ha producido la selección natural para facilitar la adaptación al medio. Los módulos, que —recordémoslo— son innatos, hacen que el organismo ponga en marcha automáticamente, sin aprendizaje, una serie de conductas que le permiten sobrevivir. Las características variables del entorno exigen algún grado de aprendizaje, pero sus características constantes posibilitan que determinados comportamientos se fijen hereditariamente y —por así decirlo— las especies se ahorren el esfuerzo de tener que aprenderlas cada vez. Contar con repertorios innatos de conductas proporciona ventajas evolutivas, pues libera recursos para aprender otras nuevas. Los psicólogos evolucionistas subrayan que los animales perecerían si no nacieran con módulos encargados de canalizar la información del medio de tal manera que unas conductas —las más adaptativas– fuesen más probables que otras. Por descontado, esto se aplica también a los seres humanos.

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Huelga añadir que la psicología evolucionista también adopta una perspectiva mecanicista a la hora de entender la actividad psicológica. Tiende a considerarla un mero producto de los genes, aunque sea indirecto. Por tanto, es innatista. No es que niegue el aprendizaje, pero tiende a pensarlo como algo que en cierto modo es complementario, algo que rellena aquello que los patrones de conducta genéticamente programados no son capaces de afrontar debido a su inflexibilidad. Los mecanismos de procesamiento de la información —los módulos cognitivos— son eso, mecanismos innatos producto de los genes. La psicología evolucionista se sitúa, pues, en una tradición distinta a la de la teoría de la selección orgánica de Baldwin: se sitúa dentro de la tradición del neodarwinismo o la teoría sintética de la evolución. De hecho, una de las principales críticas que se ha lanzado contra la psicología evolucionista es que da la espalda a los problemas teóricos del neodarwinismo, y su concepción modularista de la mente implica una rigidez que es incompatible con la plasticidad necesaria para que se produzca la adaptación (Sánchez, 1996). No sobra remarcar que, a veces, la psicología evolucionista lleva consigo una carga ideológica que, en algunos aspectos, recuerda al darwinismo social y a las concepciones hereditaristas de las diferencias psicológicas y la inteligencia, tal y como vimos en un capítulo anterior. Por ejemplo, Kingsley Browne (1998/2000) ha defendido que existe una base biológica para el hecho de que hombres y mujeres ocupen distintos lugares en el mercado laboral. Por otro lado, hay confluencias entre la psicología evolucionista y la neurociencia, ligadas al cerebrocentrismo, que incluyen teorías bastante explícitas acerca de la naturaleza humana, según las cuales lo innato desempeña un papel fundamental en nuestro comportamiento (por ejemplo, Pinker, 2002/2003). UNA ALTERNATIVA AL COGNITIVISMO: LA PSICOLOGÍA ECOLÓGICA DE JAMES J. GIBSON James Jerome Gibson (1904-1979) fue un psicólogo experimental norteamericano muy influyente en el ámbito de la percepción. Desde principios de la década de los 50 (Gibson, 1950) se distanció del conductismo, especialmente del metodológico y el mediacional, y subrayó que no es preciso introducir variables entre estímulos y respuestas porque no hay que suponer la existencia de procesos mediadores entre el organis-

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mo y el ambiente, ya que ambos —organismo y ambiente— son realidades inextricablemente unidas, en continuidad la una con la otra. Así, no hay un paso de lo físico a lo psicológico del que debamos dar cuenta en términos de relaciones funcionales entre estímulos y respuestas. Gibson defendía que los animales captamos sin más la información del ambiente, y no lo hacemos elaborando representaciones mentales de la misma, sino de forma directa. Esta postura, habitualmente denominada realismo directo, constituye una suerte de actualización de la idea defendida en el siglo xviii por el filósofo Thomas Reid (1710-1796) y otros miembros de la denominada Escuela Escocesa del Sentido Común, de acuerdo con la cual percibimos el mundo tal y como realmente es. En esa línea se situaría también la psicología de la Gestalt, al menos en lo concerniente a su crítica a la idea de representación mental. Gibson conocía bien los planteamientos de esta escuela, pero él no suponía que la percepción radicara en configuraciones gestálticas dadas en la conciencia del sujeto; en vez de eso, creía que radicaba en la estructura misma del medio. Para dar fuerza teórica a su planteamiento Gibson propone conceptos como el de «affordance» (Gibson, 1977), que se podría traducir por «oportunidad», «invitación», «potencialidad», «ofrecimiento» o «disponibilidad», y se refiere a la capacidad de los objetos para hacer que los utilicemos, es decir, a las oportunidades de acción que las cosas nos proporcionan. Percibir, y conocer en general, equivaldría por tanto a sintonizarse con el entorno, a interactuar con el medio ambiente en función de las oportunidades que los objetos nos proporcionan para comportarnos de tal o cual manera. Aunque no siempre se realiza la oposición entre Gibson y la psicología cognitiva (Reed, 1991), este autor es anticognitivista en el sentido de que es antirrepresentacionalista. En realidad, su perspectiva es difícil de clasificar, al menos si nos atenemos a las etiquetas convencionales de funcionalismo, psicoanálisis, conductismo, cognitivismo, etc. La suya es una perspectiva cognitiva en sentido amplio, por cuanto que se preocupa por el conocimiento (y tampoco es propiamente conductista), pero —como decimos— va explícitamente en contra de la idea de que el conocimiento consiste en una representación (mental) de la realidad, que es la que define el cognitivismo tal como lo hemos tratado aquí. De hecho, Gibson (1979) criticó expresamente el cognitivismo señalando que la información ya está en el ambiente y no necesitamos suponer la

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existencia de un procesamiento mental de información que convierta la energía sensorial o física en algo con contenido psicológico (este autor niega, pues, lo que antes llamamos «salto al símbolo»). Ahora bien, la percepción —o el conocimiento en genera— es un proceso activo. Contra lo que suelen suponer los conductistas, el organismo no está mecánicamente a merced del medio, según Gibson. Sus movimientos (la locomoción, por ejemplo) hacen que lo percibido cambie constantemente y, por lo tanto, le permiten someterse a unos u otros patrones estimulares, a unas u otras affordances. De hecho, la perspectiva de Gibson suele denominarse por esta razón «psicología ecológica», dado su énfasis en las acciones del organismo en su medio ambiente. Diríamos que el sujeto es un buscador de información gracias a sus comportamientos de orientación, que le permiten captarla en los objetos de su entorno. No captamos copias de los objetos, sino que, literalmente, aprendemos a percibirlos y los percibimos tal y como son3. La obra de Gibson constituye una alternativa al cognitivismo que ha tenido un gran impacto en la psicología de la percepción, el diseño y la ergonomía. Sin embargo, si bien su crítica al conductismo y al cognitivismo incide con argumentos poderosos en el hecho de que los organismos estamos indisociablemente ligados a nuestro entorno y somos activos en él (no somos meros productos mecánicos del mismo ni tampoco nos limitamos a representarlo en nuestra mente), no elabora una teoría propiamente constructivista de la subjetividad —como las que veremos en los capítulos siguientes— sino que, desde un punto de vista realista, muestra los problemas a que conduce basarse en dualismos como los de organismo-medio (al estilo conductista) o mente-cuerpo (al estilo cognitivista) (Aivar, Fernández y Sánchez, 2002). 1  1  2

En cierto modo, los psicólogos cognitivos han tenido con el conductismo una relación de amor-odio. No han podido rechazarlo de plano porque se han sentido herederos de su espíritu cientificista, de su intención de analizar objetivamente lo psicológico con una actitud 3   El antropólogo Tim Ingold (2000) ha retomado algunas ideas de la perspectiva ecológica de Gibson.

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mecanicista. Según esto, los conductistas habrían cometido una especie de error necesario: su superación de la vieja idea de la conciencia propia del funcionalismo era imprescindible, sólo que pecaron de exceso de celo al rechazar la existencia de la mente. Al mismo tiempo, empero, los psicólogos cognitivos han sentido la necesidad de autodefinirse frente al conductismo para hacerse visibles; de ahí la idea de la revolución. Desde su punto de vista, sólo a partir de la década de los cincuenta —merced a las tecnologías de la información— se contaba con las herramientas metodológicas y los modelos teóricos que permitían estudiar la mente de una manera objetiva, científica, sin recaer en la concepción funcionalista de la conciencia. Con todo, contemplados desde otras perspectivas como las que trataremos en los capítulos siguientes, los enfrentamientos entre conductistas y cognitivistas se parecen a peleas de familia. Ya hemos señalado que sus semejanzas son mayores que sus diferencias. Ambos creen en una forma de hacer psicología caracterizada por rasgos como el mecanicismo y la exclusión del desarrollo filo, onto e historiogenético. Ha habido hibridaciones entre la psicología del desarrollo y la psicología cognitiva (por ejemplo, Karmiloff-Smith, 1992/1994), pero en lo que tienen de cognitivas están condicionadas por la idea de que la mente es una categoría natural cuyas leyes de funcionamiento pueden formalizarse científicamente mediante modelos que explican nuestra actividad.

CAPÍTULO XVIII LOS CONSTRUCTIVISMOS: I. LA ESCUELA SOCIO-HISTÓRICA

El término «constructivismo», al igual que el de «construccionismo», del que a veces se considera sinónimo, es muy confuso. Incluye perspectivas interiores y exteriores a la psicología como disciplina: hay constructivismos o construccionismos en lingüística, arte, historia, sociología, lógica, filosofía, etc. Además, incluye puntos de vista teóricos relativamente dispares, algunos de los cuales incluso tienen menos en común entre sí que con otras sensibilidades no constructivistas. Sin embargo, no hemos encontrado una manera mejor de etiquetar enfoques que en modo alguno se pueden considerar estrictamente conductistas ni cognitivistas. Al igual que con estos dos puntos de vista, que dominan una buena parte de la escena psicológica contemporánea, hemos optado por poner por delante el carácter plural del constructivismo (por eso hablamos de los constructivismos) a fin de subrayar precisamente la heterogeneidad de las tendencias englobadas en dicha etiqueta. En puridad, tampoco las etiquetas de «conductismo» y «cognitivismo» se libran de cierta ambigüedad. En nuestra aproximación historiográfica hemos considerado que el cognitivismo por antonomasia es el que procede de la tradición anglosajona y se vincula de un modo u otro a la metáfora del ordenador. Pero existen psicólogos que se consideran a sí mismos cognitivistas o cognitivos y, sin embargo, estarían en algunos aspectos más cerca de posiciones como las de Piaget, Vygotski o Meyerson, autores en los que nos centraremos en tanto que representantes clave de lo que aquí hemos dado en llamar constructivismos. De hecho, a Piaget y Vygotski, sobre todo a Piaget, también se les ha considerado a veces psicólogos cognitivos. Durante el último medio siglo «cognitivismo» ha sido una etiqueta teórica que se ha llevado la parte del león a la hora de denominar, sin matices, toda aquella psicología que no era estrictamente conductismo, psicoanálisis o humanismo y que en algún sentido reconocía la existencia de procesos mentales.

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Sin embargo, desde nuestro punto de vista sí existen matices y diferencias suficientemente relevantes como para identificar algunas perspectivas que tampoco son propiamente cognitivistas. Como venimos planteando, para referirnos a ellas utilizamos una etiqueta alternativa —la de «constructivismos»— que, siendo también demasiado general, permite al menos demarcar diferencias teóricas importantes que van ligadas, sobre todo, a una crítica a las versiones más reduccionistas, deterministas y experimentalistas de lo que hoy por hoy se considera cognitivismo. En la línea de lo comentado, debe quedar claro que ni siquiera los autores representativos del constructivismo que aquí manejamos se reconocerían automáticamente en esa categorización. Así como Watson o Skinner se consideraban a sí mismos conductistas sin mayores problemas, autores como Piaget o Vygotski más bien se consideraban a sí mismos psicólogos a secas, y con razón. No es tanto que rechazaran expresamente el término «constructivismo» (Piaget lo usa en alguna ocasión) cuanto que pretendían elaborar un sistema psicológico completo, no atrincherarse en una escuela o un punto de vista teórico parcial que asumiera una convivencia inevitable con otros puntos de vista. Por lo demás, como también ocurre con Freud dentro del psicoanálisis, las obras de Piaget y Vygotski siguen manteniendo hoy su condición de referencias teóricas vigentes e inexcusables a las que volver cuando se investiga desde una sensibilidad contructivista; al menos en muchísima mayor medida que los conductistas o cognitivistas actuales regresan, respectivamente, a los trabajos clásicos de Watson o Turing para interpretar y apoyar sus hallazgos. Con estas precauciones y precisiones, hemos decidido incluir en estos dos últimos capítulos las perspectivas del suizo Jean Piaget, el ruso Lev Vygotski y el francés Ignace Meyerson, que en muchos puntos han resultado cruciales para la psicología contemporánea. Frente a los conductismos y los cognitivismos, comparten una concepción de las funciones psicológicas como algo que no está dado, sino que se construye. No está dado ni en el ambiente, ni en los genes, ni en el cerebro, aunque no por ello se niegue la existencia de disposiciones fisiológicas que condicionan el desarrollo psicológico. Comparten, además, una preocupación por los diferentes niveles de construcción de dichas funciones: el filogenético, el ontogenético y el socio e historiogenético.

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Las tradiciones meyersoniana y, sobre todo, piagetiana y vygotskiana constituyen en cierto modo el núcleo conceptual de los constructivismos, al menos de los más propiamente psicológicos. Desempeñan una función de advertencia constante y sistemática contra dos tendencias cuya exacerbación conduce, por así decir, a la destrucción del constructivismo, es decir, a la anulación de la idea de que las funciones psicológicas son construidas y no innatas o naturales; o, lo que es lo mismo, que están definidas por un proceso abierto y en continuo reajuste, y no dependen en exclusiva de determinaciones o estructuras innatas u orgánicas (véase en Sánchez y Loredo, 2009, una ampliación de esta idea, aunque no exactamente en el mismo sentido en que la estamos exponiendo aquí). Una de esas tendencias es la del reduccionismo convencional, por abajo: la concepción según la cual las funciones psicológicas se reducen, en último término, a procesos neurofisiológicos, cerebrales o incluso genéticos (de genes, no de génesis). La otra tendencia es la del reduccionismo por arriba, según el cual las funciones psicológicas quedan en última instancia explicadas por estructuras sociales, lingüísticas, simbólicas, históricas, antropológicas, políticas, etc., como cuando se dice que somos marionetas de las circunstancias o que es la sociedad la que determina el comportamiento individual. En este sentido, obras como las de Piaget, Vygotski y Meyerson representan intentos por evitar esos dos reduccionismos que eliminarían el sentido mismo de la psicología, pero no en tanto que disciplina cuyo bastión institucional o incluso epistemológico hubiera que defender, sino más bien en tanto que nivel de análisis irreductible, necesario para entender por qué la gente hace lo que hace. En este capítulo vamos a presentar la escuela sociohistórica asociada al psicólogo ruso Vygotski, dejando para el siguiente las aproximaciones de Piaget y Meyerson.

LA ESCUELA SOCIO-HISTÓRICA DE L.S. VYGOTSKI Como ya hemos indicado, las ideas psicológicas son indisociables de condiciones histórico-culturales que las hacen posibles. Con todo, la mayoría de las escuelas que aparecen durante la etapa fundacional de nuestra disciplina —la que hemos localizado entre el último tercio del siglo xix y el primero del xx— han quedado ligadas a figuras singulares como

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Wundt, Freud o Watson. Son personajes que representan la transición entre la tradición del pensador, científico o inventor solitario del siglo xix y las formas de producción científica grupales propias de las instituciones, sociedades y laboratorios del siglo xx. Aun dentro de instituciones científicas, la biografía de estos «padres fundadores» es indisociable de sus sistematizaciones psicológicas: capitalizaron conceptos y herramientas que estaban presentes en diversos ámbitos de la cultura de su época y ofrecieron alternativas para la joven psicología entendida ya como disciplina básica y responsable de la subjetividad occidental moderna. La escuela socio-histórica es otro ejemplo de ese proceso y Lev Seminovich Vygotski (1896-1934) es su representante fundamental. Co­ mo han señalado algunos autores (Kozulin, 1994; del Río y Álvarez, 2007a), la biografía de Vygotski tiene cierto halo dramático y literario y está trufada de experiencias vitales indisociables de su personal concepción del fenómeno psicológico. Siendo todavía zar Nicolás II, Vygotski nació en Orsha, una pequeña localidad de Bielorrusia de mayoría judía a la que él también pertenecía. De hecho, como era habitual en la época, tuvo que combatir los prejuicios raciales para poder desarrollar su carrera profesional, pero finalmente logró establecerse en el Instituto de Psicología de Moscú en 1924. Fue testigo de la Revolución rusa y, como tanto otros pensadores jóvenes y comprometidos con el marxismo, confió en que su trabajo intelectual sería útil para la construcción del socialismo. Siempre mantuvo, en todo caso, una clara independencia de pensamiento y su respeto por la herencia científico-filosófica occidental, lo que le acarreó algunos problemas con la censura estalinista en los últimos años de su corta vida. Tras su fallecimiento, su obra fue prohibida hasta después de los años 50. Vygotski era muy consciente de que la tuberculosis que padecía le conduciría a la tumba en pocos años, circunstancia que se ha relacionado siempre con su fascinación por la literatura trágica de autores como Dostoyevski o Shakespeare (Dobkin, 1982; Del Río y Álvarez, 2007a). Qui­ zá debido a esta conciencia trágica, se afanó en el desarrollo de su obra y dejó a su muerte miles de páginas escritas, muchas de las cuales permanecen todavía hoy inéditas. Falleció con sólo 37 años, pero, además de su ingente producción escrita, tuvo tiempo de dirigir el prestigiosos Instituto de Defectología e inspirar a muchos jóvenes colaboradores; entre ellos, Aleksei N. Leontiev (1903-1979) o Alexander Luria (1902-1977).

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En ese tiempo, Vygotski escribió sobre múltiples temas exhibiendo una gran amplitud de inquietudes y conocimientos. Su interés por el arte, la lingüística, la filosofía, la biología, etc., representa el mismo interés global y antirreduccionista por la condición humana que también hemos destacado en otros psicólogos fundadores como Wundt, James o Freud1. Como en el caso de éstos, en la obra de Vygotski la psicología juega un papel vertebrador: es el espacio donde se tratan de resolver las complejas relaciones entre los diferentes niveles y ámbitos de la actividad humana, desde los procesos fisiológicos básicos hasta las diversas manifestaciones culturales. Vamos a tratar de poner orden en este legado vygotskiano articulando este capítulo en torno a tres temas fundamentales: los principios elementales de su teoría psicológica, sus ámbitos de estudio o aplicación específica y la continuidad inmediata de su trabajo. En buena parte de nuestra exposición, seguiremos la presentación que realiza Alex Kozulin (1994). Teniendo en cuenta que no hay un acuerdo unánime sobre si Vygotski pretendía o no legar una teoría cerrada —incluso sobre el va­ lor real de la misma (véase, por ejemplo, Perinat, 2007)— la obra de Kozulin supone seguramente el mejor esfuerzo de sistematización de su pensamiento, aunque otras excelentes monografías son las de A. Rivière (1984), Van der Veer y Valsiner (1991) y J. Wertchs (1988).

LOS FUNDAMENTOS DE LA TEORÍA VYGOTSKIANA En la década de los veinte, la poderosa tradición reflexológica, con los discípulos de Iván Pavlov (1849-1936) y Vladimir Béjterev (1857-1927) a la cabeza, dominaba buena parte de la escena psicológica rusa, convirtiendo la mecánica y el automatismo fisiológico en la clave de la conducta. Paralelamente, se desarrollaba la nueva «psicología marxista» representada por autores como Konstantin Kornilov (1879-1957). Desde esta última, las ideas de Karl Marx (1918-1883), Friedrich Engels (1820-1885) y Vladimir Lenin (1870-1924) se conjugaban con planteamientos clásicos de

1   Es más, Vygotski no llegó a realizar estudios específicos de Psicología y se formó en Huma­ nidades y Derecho. Pero su interés se orientó desde temprano a temas psicológicos, como lo demuestra el hecho de que su primer trabajo importante estuviera dedicado a la psicología del arte.

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la psicología de la conciencia para impulsar la construcción del revolucionario hombre nuevo «soviético» (Bauer, 1959). Vygotski fue interlocutor de ambas posiciones, la reflexológica y la marxista, pero sus referentes y recursos teóricos alcanzaban a todos los grandes psicólogos del momento (Yerkes, Khöler, Freud, Stern, Thorndike, Piaget, Bergson, etc.). Como James, nuestro autor consideró desde muy pronto que la conciencia y el pensamiento eran un medio por el que el sujeto podía dirigir y poner en orden los procesos fisiológicos más automáticos (Vygtoski, 1924/1991, 1925/1991). En términos generales, la conciencia surgía co­ mo resultado de encontrarse frente a un problema novedoso que interrumpía el curso habitual de la actividad, una hipótesis central del pensamiento vygotskiano que, posteriormente, sería desarrollada por continuadores como Aleksei Leontiev y, sobre todo, Piotr Y. Galperin (Arievitch y Van der Veer, 2004). Desde estas perspectivas, el automatismo debía entenderse como una acción que se dirigía a una meta concreta, pero que, necesariamente, tenía que haber estado precedida de algún tipo de toma de decisión consciente o propositiva (Vygotski, 1931/1991). Por ejemplo, ante dos opciones de valor equivalente se podía decidir echar a suertes la decisión final, de tal manera que, una vez resuelta la tirada, el desenlace elegido se producía de forma automática. A pesar de estos intentos conciliatorios entre teorías psicológicas diversas, Vygotski era muy consciente del estado de dispersión teórico-metodológica en que se hallaba la disciplina. Su conocimiento de las diversas corrientes teóricas del momento le llevó a desplegar una reflexión analítica y crítica y buscar soluciones.

La crisis de la psicología y la concepción integral de la mente Si hubiera que localizar un interés programático en la obra de Vygotski, éste se correspondería con el momento en que realiza su análisis histórico-crítico de la psicología de su época. Su reflexión no se preparó para ser publicada, pero tras su muerte fue recogida en una obra compleja y un tanto oscura titulada El sentido histórico de la crisis de la psicología (Vygotski, 1927/1991). En ella detectaba la múltiple fractura entre diversas tendencias y escuelas que, en cierto sentido, la psicología ha conservado hasta el momento actual. La falla más básica separaba la

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perspectiva naturalista, comprometida con la explicación materialista del fenómeno psicológico —propia de psicologías objetivas como la reflexología y el conductismo—, y la basada en las humanidades, defensora de la descripción de la experiencia humana en su especificidad —propia de psicologías fenomenológicas y comprensivas como la de Dilthey—. Dentro de este esquema general, cada corriente psicológica reclamaba su perspectiva o visión como la única posible, anulando cualquier posibilidad de diálogo o convergencia con las otras. Según Vygotski, esto era debido a que los supuestos «hechos empíricos» desde los que la Gestalt, el conductismo o el psicoanálisis reclamaban la validez y universalidad de sus generalizaciones, estaban ya impregnados de los principios teóricos propios y específicos de cada corriente. En su análisis de la crisis de la psicología, Vygotski confiaba en que los retos sociales y prácticos2 a los que se debía enfrentar la psicología como ciencia nueva ayudarían a ir despejando incógnitas. Desde el punto de vista epistemológico, esto implicaba reconocer la psicología como una disciplina abierta, dinámica, adaptada al surgimiento de novedades y sujeta a un proceso constante de construcción; una visión que presidió su propia concepción de la disciplina y el objeto de estudio de la misma. Vygotski empleó herramientas teóricas y metodológicas muy diversas y estrechamente ligadas al problema específico que se planteaba en cada caso (véase, por ejemplo, Vygotski, 1926a/1991; 1926b/1991; 1929/1997 y 1960/1991). A pesar de todo, no apostó por un mero eclecticismo de teorías y métodos, sino que trató de buscar una concepción integral y coherente con la complejidad del fenómeno humano. El objeto de estudio de la psicología se identificará, así, con el proceso de formación global, interactivo y dinámico de las funciones mentales (percepción, memoria, atención, etc.); independientemente de estados ideales, finales o acabados —los correspondientes, por ejemplo, a un supuesto sujeto y abstracto y universal ideal— o su desempeñar en un momento concreto y cerrado —el relativo, por ejemplo, al resultado puntual en un test o un

2   Se refería exactamente a ellos como «psicotécnicos» aunque en un sentido muy diferente al mantenido desde la psicología aplicada e industrial de autores como Hugo Münsterberg. Frente a la definición canónica y restringida de lo disciplinar, lo que le importaba a Vygotski era la confrontación y modificación de las teorías y aplicaciones psicológicas ante los problemas prácticos planteados en sentido amplio por la realidad (Vygotski, 1927/1991).

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experimento de laboratorio—. En su perspectiva, las funciones mentales no tienen un carácter estético sino activo y complejo, interrelacionándose en sistemas que varían a lo largo del tiempo y en estrecha relación con las condiciones del entorno. No hay, en definitiva, una «foto fija» del objeto de la psicología, sensibilidad que también podemos encontrar en otros autores funcionalistas y constructivistas como Baldwin, Dewey o Piaget. Vygotski conceptualizó esta dinámica sistémica del fenómeno psicológico a través de diferentes niveles genéticos de determinación de la actividad humana. Los veremos en el siguiente epígrafe.

Niveles de análisis psicogenético: ontogénesis, filogénesis e historiogénesis Como hemos señalado, el pensamiento de Vygotski está basado en una idea dinámica de la realidad, más atenta al cambio y al desarrollo que a la fijación o estabilización. Aplicada a la actividad y los procesos mentales, esta idea se traduce en la necesidad de analizar el desarrollo de la psique humana a través de sus múltiples niveles posibles de desenvolvimiento. El autor ruso tratará esta cuestión en su influyente Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores (Vygotski, 1931/1995), de tal manera que el tema sigue ocupando un capítulo fundamental en las perspectivas socio-culturales de la psicología actual (véase, Valsiner y Rosa, 2007). El nivel más básico señalado por Vygotski en su concepción del desarrollo psicológico es el filogenético. Supone el despliegue de los aspectos propiamente anatómicos y fisiológicos, con arreglo a la evolución y la herencia propia de cada especie. En el caso del ser humano, permitiría la aparición temprana de funciones psicológicas muy elementales y formas naturales e instintivas de conducta completamente independientes de los determinantes socio-culturales. Otro nivel es el historiogenético o culturogenético y se entiende como un proceso específico de nuestra especie a través del cual se transmiten los logros de la experiencia humana de generación en generación. Implica la adquisición de herramientas simbólicas y materiales en el seno de una cultura y época histórica concretas. Estas herramientas interactúan con las funciones mentales elementales y forman así funciones

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psicológicas superiores y socialmente significativas. Para Vygotski, estas últimas incluían facultades psicológicas con un alto nivel de formalización —desarrollos especiales del pensamiento, el lenguaje, la memoria, la imaginación y otros— pero también actividades más concretas como escribir, leer, dibujar, contar, etc. Como en el caso de la Völkerpsychologie de Lazarus, Steinthal y Wundt, la importancia crucial que la escuela socio-histórica atribuye a la cultura deriva en buena medida de los planteamientos de Hegel, si bien en la perspectiva de Vygotski ya está muy presente la interpretación marxista del sistema hegeliano. Tanto Hegel como Marx y Engels subrayaron la im­portancia que tenían los artefactos y la tecnología para la vida huma­ na. Empleando sus herramientas, el sujeto trabajador era capaz de trans­formar el mundo natural e imponer su voluntad sobre la materia (Lee, 1931). Vygotski compartía la importancia otorgada a todo tipo de herramientas, aunque se centró en el papel que jugaban las de carácter simbólico y lingüístico. Como explicaremos más adelante, éstas eran es­ pecialmente importantes porque intermediaban en el funcionamiento mental para permitir la aparición de la autoconciencia y los componentes autorregulativos y propósitos del comportamiento humano. Con ello, la escuela socio-histórica ofreció una perspectiva revolucionaria sobre la psique humana, sus funciones y orígenes. Vygotski invertía el esquema reduccionista que colocaba la explicación fisiológica en la base de la conciencia y el comportamiento y, por ende, de sus manifestaciones culturales. Para él la cultura no era una consecuencia más o menos sofisticada de la transformación o canalización de instintos o procesos orgánicos primarios. Muy al contrario, en la cultura cabía localizar el origen mismo de los motivos y contenidos propios de la vida humana, aquello que da forma definitiva y compleja al curso de nuestras actividades a lo largo del tiempo. La ontogénesis define el tercero de los niveles de aproximación de la escuela socio-histórica al fenómeno humano. Consiste en el desarrollo de cada sujeto humano particular desde su nacimiento hasta su muerte; un proceso en el que tempranamente se concreta el encuentro o, más bien, la ruptura entre filogénesis e historiogénesis. Evocando el camino hegeliano que señalaba el progreso histórico del Ser desde lo natural hasta lo cultural, Vygotski consideraba que la filogénesis concluía allí donde la historio-

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génesis tomaba el testigo del desarrollo y orientaba las fases más avanzadas de la ontogénesis. Cabe apuntar que este es uno de los puntos donde las perspectivas actuales más afines a la escuela socio-histórica —como la psicología cultural— se han separado de los presupuestos vygotskianos. Para ellas, no es posible priorizar o disociar los efectos propios de uno y otro proceso en la ontogénesis. Ambos concurren simultánea y sistemáticamente en la constitución del ser humano desde el mismo momento de su alumbramiento (Cole 2003; Ingold, 2008a). Con todo, Vygotski fue perfectamente consciente de la complejidad del desenvolvimiento psicológico. Aun asumiendo una distinción entre funciones inferiores o naturales y superiores o culturales, descartó un desarrollo cerrado y unidireccional desde tipos propios de las primeras a tipos correlativos y propios de las segundas. Por ejemplo, para él la memoria lógica —una memoria capaz de ordenar y categorizar eventos del pasado— no era una simple derivación de la memoria elemental —la relacionada con el mero recuerdo de algo—. La memoria lógica era una función completamente novedosa: emergía como un nuevo sistema funcional en el que confluían varios procesos mentales que, a su vez, convergían con los artefactos ofrecidos por la cultura para apuntar o fijar algo. Entre estos últimos cabría contar, por ejemplo, los soportes externos para el recuerdo como una nota manuscrita, un lacito en el dedo, etc. Esta relativa independencia entre las funciones superiores e inferiores —cultura mediante— permitía planteamientos psicológicos relativamente novedosos. Para Vygotski, por ejemplo, la psique humana podía recurrir indistintamente a funciones elementales o superiores en función de lo que demandaran las condiciones del contexto o del problema que hubiera que resolver. Más aún, en situación normal, eran las funciones básicas las que en la mayoría de las ocasiones quedaban subordinadas, «arrastradas» o superadas por la eficacia de las superiores. Tal concepción, además, certificaba la inversión del esquema naturalista y reduccionista mantenido tanto por el psicoanálisis como por el conductismo a la hora de explicar las formas complejas del pensamiento y el comportamiento humano recurriendo a causas biológicas primarias y subyacentes. Como veremos más adelante, esta inversión de los supuestos habituales resultó clave la concepción defectológica, transcultural y pedagógica de Vygotski.

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Pensamiento y lenguaje Como señala Kouzulin (1994), Vygotski está muy lejos de considerar el lenguaje como un mero comportamiento aprendido, a la manera conductista, o como simple información intercambiada con el ambiente, a la manera del procesamiento de la información. Como también hicieron Lazarus, Steinthal o el propio Wundt, Vygotski siguió la estela del lingüista alemán Wilhelm von Humboldt y supuso que el lenguaje era la herramienta básica para que el sujeto se relacionara con el mundo y diera un sentido a su propia vida. A ello unió las enseñanzas del lingüista norteamericano Edward Sapir (1884-1939) para concluir que la experiencia y la actividad humana están mediadas por sistemas de signos, lo que incluye desde un simple gesto hasta una novela. La conclusión inmediata es que la conciencia siempre se constituye a través de significados. Como suponía el marxismo, aquí el papel de la comunidad también resultaba fundamental, porque dotaba a cada individuo con las herramientas que le permitirían relacionarse con el medio. Los diferentes referentes sociales —los padres para el niño, por ejemplo— se convierten en los mediadores que permiten ir dando un nuevo sentido a las bases originarias de la acción. Recordemos que para Vygotski estas últimas tenían un carácter meramente instintivo o natural. La mediación permitiría, por ejemplo, transformar el gesto simple y expresivo —de dolor, de placer, etc.— en un gesto indicativo y compartido intencionalmente con el otro —pidiendo algo o tratando de llamar la atención sobre alguna cosa—. El pensamiento, el lenguaje, la regulación de la conducta o, incluso, la posibilidad de llegar a entendernos a nosotros mismos como sujetos individuales tienen, por tanto, un origen social y están marcados inevitablemente por la cultura (Vygotski, 1925/1991). Entre otras cuestiones, la función mediadora de lo social resultó crucial en el análisis que Vygotski realizó sobre desarrollo de la mente infantil desde sus primeras fases. Pensamiento y lenguaje es su obra más conocida a ese respecto (Vygotski 1934/1995) y, de hecho, es considerada su testamento teórico ya que se editó póstumamente. Elaboró este trabajo considerando también el estudio de la mente anormal y animal y de la diversidad cultural; algo que refleja el carácter omnicomprensivo de su proyecto psicológico, en una línea muy cercana al programa wundtiano o los desarrollos pragmatistas de Pierce, Baldwin o Dewey.

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Vygotski consideraba que la inteligencia —o pensamiento— y el lenguaje —o habla— partían de raíces filogenéticas diferentes e independientes, incluso que ambos eran reconocibles por separado en muchas especies animales. Vygotski estudió con detenimiento los trabajos de Köhler donde se ponía de manifiesto que los chimpancés podían resolver problemas por medio de insights gestálticos (Vygotski, 1930/1991). El pensamiento de los monos, sin embargo, estaba muy ligado a la situación empírica concreta y Vygotski consideraba que le faltaban las cualidades de abstracción que aportaba el lenguaje. En el caso de los chimpancés, los rasgos lingüísticos se limitaban a la emisión de sonidos guturales que cumplían funciones expresivas y de contacto social muy básicas. Lo que convertía el caso del ser humano en algo singular era el hecho de que las raíces del pensamiento interactuaban con las del lenguaje desde momentos muy tempranos del desarrollo. Ya desde la primera infancia era posible detectar aspectos preintelectuales, de carácter comunicativo, en el habla, así como aspectos prelingüísticos en el pensamiento. Durante la ontogénesis humana, el pensamiento llegará a hacerse verbal y el habla se convertirá en intelectual. A ese respecto, es muy conocida la crítica que Vygotski realizó a Piaget. Para el psicólogo ginebrino, el habla aparatosa de los niños de entre tres y cinco años reflejaba su egocentrismo y su inmadurez intelectual, fase que se superaría a través de la maduración. Sin embargo, para el autor ruso los monólogos infantiles reflejaban el modo en que el niño experimentaba pública y socialmente con el lenguaje y sus aspectos comunicativos y propositivos3. Estos aspectos eran los que el niño lograba interiorizar en fases posteriores del desarrollo para construir el lenguaje interior. El monólogo infantil, en definitiva, era el primer paso de un proceso orientado a tomar conciencia del propio comportamiento y su regulación, incluso de la posi3   Como la mayoría de los psicólogos occidentales, Piaget no leyó la obra de Vygotski en vida de éste. Debido a ello, no conoció la crítica que le dedicó el autor ruso hasta mucho años después de su fallecimiento. Piaget la asumió en buena medida, aunque dejando entrever que en poco o nada afectaba a su interés primordial por la epistemología genética y el desarrollo cognitivo del sujeto individual. Las consecuencias del apunte de Vygotski son, sin embargo, de gran importancia ya que exigen un posicionamiento respecto de la supuesta condición universal de los fundamentos lógicos del pensamiento humano. Sin negar una capacidad universal para el pensamiento o el lenguaje, la perspectiva vygotskiana sugiere que la naturaleza concreta de ambas funciones se establece en coherencia con un contexto social y unas actividades histórico-culturales singulares. Al menos en tiempos de Vygotski, la manera en que se desarrollaban las capacidades cognitivas de un niño suizo de clase media-alta no podía ser igual que la de uno criado bajo las condiciones de vida de la estepa siberiana

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bilidad de «imaginar» diversas alternativas para el futuro y dar sentido a la propia vida (Del Río y Álvarez, 2007b). A propósito de estas cuestiones, Vygotski formuló la así llamada «ley de la doble formación de los procesos psicológicos», según la cual una función psicológica aparece dos veces en el desarrollo; primero en el plano social o intersubjetivo y luego en el individual, momento en el que se interioriza y pasa a ser intrapsicológica. En este punto se refleja perfectamente la condición «mediadora» que Vygotski atribuía al lenguaje en la conformación del pensamiento, así como el potente componente social que estaba en su origen. La adquisición y experimentación con el lenguaje social a lo largo del desarrollo es lo que, para la escuela socio-histórica, permite que un sujeto se entienda y constituya como un individuo consciente de sí mismo o Yo. Se ha hecho ver en repetidas ocasiones la cercanía de esta perspectiva a la idea del «Otro generalizado» del pragmatista norteamericano George Herbert Mead (1863-1931) (Kozulin, 1994; Kohlberg, Yaeger y Hjertholm, 1968; Valsiner y van der Ver, 1988, González-Londra, 2010) e, incluso, del «estadio del espejo» del psicoanálisis lacaniano. La idea general de que el ser humano se constituye a través de las voces o discursos presentes en la cultura es, en cualquier caso, nuclear en las ciencias humanas y sociales y goza de absoluta actualidad. Sobre ello volveremos más adelante. ÁREAS DE APLICACIÓN ESPECÍFICA Vamos a recorrer a continuación algunos de los dominios socio-culturales prácticos que llamaron especialmente la atención de Vygotski. En realidad, él nunca estableció una división disciplinar en áreas tal y como la que nosotros proponemos aquí por motivos de organización de la información. El autor ruso acudía indistintamente a unos u otros ámbitos prácticos cuando los derroteros de sus investigaciones o demandas profesionales así lo exigían, aunque siempre mantenía una concepción integral de la mente y de la actividad humana. Estética y arte Podría decirse que Vyotski se inicia en la psicología a través de su preocupación por el arte y por la experiencia estética: dedicó tanto su

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tesis doctoral como su primer ensayo importante —sobre Hamlet— a este tema (Vygotski, 1915-1925/2007). Con una sensibilidad que, nuevamente, recuerda mucho a la desarrollada por Wundt en su Völkerpsychologie, Vygotski consideraba el arte como uno de los más altos productos culturales del espíritu humano. De hecho, afirmaba que, si la reflexión freudiana sobre el inconsciente implicaba una psicología de las profundidades, la suya era una psicología de las cimas. Ahora bien, si en el caso de Wundt el interés por tales «cimas» le inspiraría una reformulación de su sistema sólo hacia el final de su vida, en el caso de Vygotski estimuló y marcó desde el principio su forma de concebir la psicología. Aquí sólo vamos a señalar algunos aspectos de su amplia reflexión estética; en concreto, aquellos que prefiguraron su pensamiento psicológico. Para empezar, su preocupación temprana por el arte revela un interés muy especial por la complejidad mental y cultural del obrar humano. La obra de arte será considerada más un «mediador cultural» que un mero canalizador expresivo de emociones individuales o ideas reprimidas como suponía la idea freudiana de la sublimación. Vygotski recurrió al concepto de «catarsis», como también lo hizo el creador del psicoanálisis, pero reivindicando su sentido aristotélico original al completo, en el que se destaca también la capacidad de la obra para acumular y moldear los sentimientos humanos. De esta forma, la «catarsis» implica una reestructuración total de la experiencia interna del sujeto. Siguiendo este principio, Vygotski no desdeñará la importancia del impulso inconsciente o la experiencia subjetiva, pero el verdadero objeto de análisis no se encontrará en fenómenos relacionados con la psique individual del creador o del espectador sino en la propia obra de arte. En último término, ésta es en sí misma una materialización, objetivación o expresión pública del sentimiento. En esa medida, el objeto estético también reobra sobre el todo público y social, convirtiéndose en un instrumento o técnica social que se pone a disposición de las personas para que puedan moldear catárticamente sus sentimientos. Sin duda, esta conceptualización de la experiencia estética prefigura la idea de Vygotski de que las herramientas culturales median entre las funciones psicológicas básicas e individuales y las funciones psicológicas superiores o culturales, transformando las primeras en actividades socialmente significativas.

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Dentro de esta lógica general, Vygotski tomó los textos literarios como ámbito preferente de su reflexión estética, circunstancia que permite rastrear, entre otras cosas, la orientación de su pensamiento hacia el lenguaje. Su fascinación por autores como el poeta ruso Boris Pasternak (1890-1960) es crucial a ese respecto, pero también su conocimiento del formalismo literario de lingüistas como Roman Jakobson (1896-1982). Su interés por la construcción literaria implica una atención muy especial a los personajes, tramas y temas de novelas y poesías. Para Vygotski, estos elementos expresaban la auténtica naturaleza psicológica de un pueblo o una nación y, al tiempo, mostraban la apertura potencial de estas entidades a nuevos desafíos históricos. Sin duda, los rasgos nacionalistas y románticos del planteamiento evocan los clásicos planteamientos etnopsicológicos de, por ejemplo, Lazarus, Steinthal o Hegel. Pero más importante que esto es detectar la prefiguración de la idea vygotskiana de actividad como proceso que estabiliza formas de comportamiento o pensamiento y que, al mismo tiempo, está constantemente cambiando y reorganizándose. Vygotski se detendrá en el análisis de las estructuras literarias, diferenciando entre forma —la trama o relación entre los diferentes elementos que la componen— y contenido —el argumento o tema de los diferentes elementos de la composición—. La manera específica en que ambos aspectos se coordinan puede ser muy diversa4; de hecho, es la combinación de una forma y un contenido literario en un obra concreta lo que suscita la acumulación de tensiones en el sujeto hasta que, con el final del relato, se produce la catarsis liberadora y reestructuradora del sentimiento. Nuevamente, en este tipo de análisis estéticos podemos detectar precursores de su concepción psicológica. En su análisis de la estructura literaria se revela su perspectiva sistémica de los procesos psicológicos y, con ella, la idea de que dos comportamientos aparentemente iguales pueden ser en realidad muy diferentes si se considera el tipo y estructura específica de los procesos que subyacen a cada uno de ellos. Como vamos a ver, esta última cuestión resultará crucial para sus propuestas defectológicas.

4  Un claro ejemplo contemporáneo podemos encontrarlo en el montaje de la película Pulp fiction de Quentin Tarantino, donde se rompe y reorganiza la habitual estructura cronológica y lineal del tiempo del relato a la hora de presentarnos las situaciones en las que se ven inmersos los personajes.

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Defectología Al margen del dominio educativo, quizá la parte más importante del trabajo profesional de Vygotski estuvo dedicada al tratamiento de patologías físicas y mentales, ámbito en el que analizó numerosos casos de adultos y niños afectados de sordera, esquizofrenia, afasias, retraso mental, autismo, etc. La práctica le permitió poner a prueba sus ideas y desarrollar protocolos de intervención terapéutica. Desde el punto de vista teórico, es relevante su hallazgo de características sistemáticas en la forma como se deterioran las funciones psicológicas. Formuló un mecanismo de regresión que explicaba la evolución del daño neurológico de manera muy diferente a la supuesta tanto por el psicoanálisis como por la fisiología al uso. Para esta última, el trauma neurológico implicaba simplemente que la actividad de un área cerebral se interrumpía. Vygotski, sin embargo, consideraba que el deterioro seguía una lógica regresiva por la que las funciones psicológicas superiores —que hasta el momento del trauma habían estado a cargo del área afectada— venían a ser cubiertas o compensadas por la acción de áreas inferiores o más primitivas (Vygotski, 1924-1930/1997). El comportamiento alterado aparecía, por tanto, en ausencia del consecuente control cortical superior. Dada su concepción sistémica de la mente, Vygotski consideraba que una reorganización cualitativa de funciones en ese mismo nivel podía remediar la disfunción provocada por la participación de las áreas primitivas; por ejemplo, era posible compensar los problemas de percepción visual del invidente mediante el desarrollo de la imaginación o la actividad intelectual compleja. En todo caso, colocar el foco en el nivel de las funciones superiores tenía consecuencias interventivas que transcendían del mero trabajo clínico. Asumidas las limitaciones físicas o naturales del sistema sensorial, la disfunción debía ser analizada, ante todo, cualitativamente; esto es, considerando las condiciones y naturaleza de la mediación psico-social que concurría en ella. Por ejemplo, para Vygotski era necesario que el desarrollo verbal de un niño sordo se promoviera desde el lenguaje de signos o la escritura antes que desde su competencia oral. Más aún, no podía perderse de vista que la discapacidad concreta tenía efectos sociales que reobraban sobre todo el sistema. Así, la sordera provocaba un problema en el habla, esto afectaba, a su vez, a una comunicación e interacción social

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adecuada, la cual, cerrando el círculo, afectaba al desarrollo óptimo de la estructura psicológica del sujeto. Por todo ello, el foco de la intervención debía colocarse en el plano mismo de la interacción social. Con todo, la constante en el pensamiento defectológico vygotskiano fue el interés por el desarrollo cognitivo de los sujetos. Sus investigaciones en este campo revelaban que las disfunciones estaban asociadas al deterioro de la capacidad de abstracción. En relación con ello, Vygotski suponía que el autismo incapacitaba para ponerse en el lugar del otro, que el retraso mental impedía responder imaginativamente a la imprevisibilidad o que la esquizofrenia suponía una regresión a formas preconceptuales de generalización. En coherencia con estos análisis, llegó a defender, por ejemplo, la pertinencia de que los niños sordos también aprendieran fonéticamente el lenguaje. Consideraba que cualquier adquisición de competencias comunicativas repercutía en la optimización del pensamiento abstracto y, por ende, en la polivalencia de la capacidad adaptativa del sujeto. En este punto, la perspectiva defectológica de Vygotski también convergía con las ideas del psicoanalista Alfred Adler sobre el complejo de inferioridad. Ambos creían que la conciencia exacta del discapacitado sobre las limitaciones sociales derivadas su disfunción era fundamental para la compensación del problema, circunstancia que el autor ruso conectaba con el desarrollo de una buena capacidad abstractiva o, en términos actuales, metacognitiva (Rivière, 1984). En último término, la estimación que el autor ruso realizaba del grado de «normalidad» de un sujeto dependía de su competencia para manejar sus niveles de actuación; esto es, de sus recursos para discriminar y elegir entre un desempeñar abstracto y conceptual o perceptivo y espontáneo en función de la situación concreta. Como vamos a ver, esta idea también vertebrará tanto sus reflexiones transculturales como pedagógicas. Estudios transculturales Los estudios en esta área están asociados a una celebérrima investigación de campo que Alexander Luria, bajo la dirección de Vygotski, desarrolló en las regiones soviéticas de Uzbekistán y Khigiria en Asia Central (Luria, 1987). Luria había realizado un estudio previo con niños

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en el que se revelaba cómo el ambiente social determinaba no sólo los contenidos manejados sino también los propios procesos psicológicos subyacentes (Luria, 1930/1978). Este trabajo inspiró la famosa investigación en las regiones de Asia Central que, dentro del nuevo reordenamiento soviético, se hallaban inmersas en un proceso de transformación acelerado. De una lógica cultural rural, tradicional y prácticamente me­ dieval ambas regiones debían pasar, en un cortísimo espacio de tiempo, a formas de vida propias de la modernidad occidental. Desde el punto de vista de Luria y Vygotski, los campesinos que participaron en sus estudios poseían un pensamiento primitivo y mediado por aspectos de su experiencia inmediata —su entorno natural, sus herramientas de trabajo, etc—. Sin embargo, muchos de ellos habían comenzado a incorporar las dimensiones modernizadoras impulsadas por el gobierno soviético, lo que incluía la alfabetización y la formación en conocimientos económicos básicos. Desde la perspectiva de la escuela socio-histórica, estos sujetos mostraban un desarrollo evidente en razonamiento lógico y abstracto, mientras que los individuos que todavía no habían sido sometidos al proceso alfabetizador se aferraban a las situaciones prácticas de su vida a la hora de resolver tareas intelectuales. Desde ellas podían tener ejecuciones exitosas —sobre todo ante problemas con los que podían estar familiarizados—, pero eran incapaces de generalizar y realizar clasificaciones utilizando categorías conceptuales y discriminantes. Así, por ejemplo, en la tarea de categorización no separaban una sierra —en tanto que herramienta— y un árbol —en tanto planta— porque ambos objetos formaban parte de una misma actividad cotidiana familiar. En todo caso, los datos mas reveladores de la investigación provinieron de sujetos situados en estadios intermedios; esto es, con un pie en la tradición y otro en la modernización. Se trataba de individuos que, aun habiendo entrado en contacto con aspectos importantes de los procesos de modernización, no eran constantes en el uso del pensamiento abstracto. En muchas ocasiones seguían recurriendo ineficazmente a su experiencia habitual para resolver las tareas impuestas. Para Vygotski y Luria estos casos intermedios eran verdaderos experimentos en situación natural: permitían observar detalladamente la dinámica por la que un cambio socio-cultural produce un cambio mental; todo ello en coherencia con el interés vygotskiano por convertir los procesos y las transformaciones psicológicas en el verdadero objeto de estudio de la disciplina.

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Es motivo de controversia hasta qué punto Vygotski y Luria ejercieron una mirada etnocentrista en sus investigaciones en Uzbekistán. Autores como Kozulin (1994) y Rivière (1984) han insistido en que la perspectiva cultural de la escuela socio-histórica estaba interesada, antes que nada, por las condiciones específicas y situadas de cada grupo humano para entenderse y relacionarse con su medio social y material. De nuevo, esto aproximaría la escuela socio-histórica a las tradiciones romántica, etnopsicológica y culturalista de autores como Humboldt, Sapir o, incluso, el propio Wundt, redundando en la idea de que el pensamiento y el lenguaje de cada pueblo o nación refleja una manera peculiar e irreductible de concebir el mundo5. En muchas ocasiones se ha relacionado esta concepción con cierto relativismo cultural crítico con la idea de progreso; esto es, con la asunción de que la cultura occidental supone el grado más alto de civilización y desarrollo humano y que otras culturas, más primitivas y atrasadas, representan escalones inferiores, aunque orientados hacia ese ideal. En relación con estas cuestiones, hay que reconocer que en el pensamiento de Vygotski sí aparece cierta idea general de progreso o desarrollo mental. Desde luego, Vygotski ya no creía en la ley biogenética según la cual la ontogénesis recapitulaba fielmente la filogénesis6. Pero sí manejó una evidente analogía entre las culturas «atrasadas», los niños y los discapacitados en lo que tenía que ver con las estrategias que unos y otros empleaban para resolver problemas (Vygotski y Luria, 1930/1993). Sus recursos psicológicos elementales (egocéntricos, puramente perceptivos, etc.) podían ser eficaces en situaciones concretas, pero contrastaban claramente con los utilizados por el adulto occidental y civilizado toda vez que éste era capaz de adaptar su pensamiento o autorregular su comportamiento en contextos muy diversos. A este respecto, resulta significativo que el gobierno soviético, con su apuesta política por la igualdad social, terminara prohibiendo los estudios transculturales como los 5   Cuando se trata del siglo xix y el primer tercio del xx, es habitual distinguir entre dos significados de cultura: uno es el mencionado en el texto y el otro remite a la formación o educación escolar propia de los países occidentales. Hemos señalado cómo Kozulin defiende la tesis de que Vygotski estaría más cerca del primero de ellos pero, como veremos, el segundo tampoco es ajeno a sus ideas pedagógicas. 6   Recordemos que la ley biogenética defendía que el ser humano atravesaba a lo largo de su vida una serie de etapas similares a las que había seguido la propia especie; desde un estado fisio-psicológico más primitivo a otro más civilizado.

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desarrollados por Vygotski y Luria en todo su territorio. El motivo fue que los consideraba denigrantes para sus minorías nacionales. Ante la diversidad cultural, la actual psicología cultural ha tendido más bien al relativismo, poniendo en suspenso el etnocentrismo occidental y la idea de «progreso». Reconoce más bien la existencia de formas diferentes de entender y enfrentarse al medio, señalando la diversidad de las formas de alfabetización y la eficacia empírica de los comportamientos asociados a la especificidad del contexto (Castell, Luke y Egan, 1986; Cole, 2003). Sea como sea, esto es una consecuencia directa de que, como advirtió la escuela socio-histórica, las funciones psicológicas guardan una estrecha dependencia de sistemas simbólicos concretos y, por extensión, del contexto social e histórico en los que estos se desarrollan. Educación Las ideas pedagógicas y paidológicas de Vygotski son las que gozan de mayor reconocimiento en la actualidad. Junto con su colaboradora Jozefina Shif, extrapoló al desarrollo y educación infantil su concepción de la psicología como una ciencia de los procesos (Valsiner, 1988). Entendió el aprendizaje como una actividad abierta en la que el niño y el adolescente construían creativamente sus estructuras lingüísticas y cognitivas (Vygotski, 1930-1931/1996; 1932-1934/1996). Aquí también concurrió la idea de «mediación», dado que el comportamiento del niño se apoyaba inevitablemente en los recursos de su entorno y, muy particularmente, en la ayuda de los adultos. Así, en la actualidad se utiliza a menudo el concepto de «zona de desarrollo próximo (o potencial)» (ZDP), una forma de referirse a aquello que el niño no es capaz de hacer solo pero sí con el apoyo de un adulto. Vygotski la contrastaba con la «zona de desarrollo actual», que indicaba aquello que el niño ya era capaz de hacer de manera autónoma (Vygotski, 2009). Dentro de estas cuestiones también aparece la inevitable distinción entre un pensamiento inferior, cotidiano, espontáneo o preconceptual y basado en la experiencia directa de nuestros sentidos, y un pensamiento superior, abstracto, lógico-formal y basado en la educación científica (Vygotski, 1934/1995). En realidad, Vygotski suponía que la guía del adulto mejoraba la actuación del niño en cualquiera de los dos niveles.

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Sin embargo, evocando premisas muy similares a las de sus tesis defectológicas, consideraba que sólo con una instrucción sistemática y reglada —sobre todo de la lecto-escritura— podía aparecer una adecuada autoconciencia y, por ende, un control de las operaciones y estructuras mentales más resolutivas. En todo ello cabe igualmente detectar su ya mencionada inversión del reduccionismo psicológico y su defensa de la hegemonía de los procesos superiores y mediados culturalmente. Aunque los conceptos científicos y cotidianos interactuaran constantemente entre sí, conectando en una u otra dirección generalizaciones y situaciones empíricas, Vygotski consideraba que los primeros se desarrollaban a gran velocidad y superaban funcionalmente a los segundos. Paralelamente, defendía que la escolarización y el aprendizaje se situaban por delante del supuesto desarrollo natural y terminaba por «arrastrarlo» (Luria, Leontiev y Vygotski, 2004). Tales ideas supondrán otro de los puntos de desacuerdo fundamental con Piaget, dado que para el autor suizo los conceptos cotidianos funcionaban como límites naturales y madurativos que determinaban lo que el niño podía aprender o no en la escuela a cada edad. A pesar del indudable éxito de las ideas vygotskianas en la psicopedagogía posterior, en muchas ocasiones ésta se ha mostrado ambigua e, incluso, contradictoria a la hora de interpretar y utilizar los supuestos socio-históricos (Barquero, 1996 y 1998; Moll, 1990). En algunas ocasiones, ha privilegiado el valor de la apertura creativa, la espontaneidad y la experimentación directa para la formación del conocimiento en el niño, lo que recuerda a los presupuestos de la escuela activa de autores como Dewey. En otras, ha combatido con ahínco los preconceptos, orientando sus esfuerzos pedagógicos a la sustitución de aquellos por un pensamiento formal. Igualmente, en su práctica cotidiana, los maestros encuentran que ni el aprendizaje informal es tan asistemático ni el formal transciende generalizaciones ligadas a situaciones muy concretas. Sea como fuere, la obra de Vygotski ayudó a situar el problema educativo en el nivel socio-cultural, ofreciendo argumentos contra el discurso descarnado de la excepcional natural de los «niños genios» o la pertinencia de la competitividad y excelencia individual. Con todo, esto no evitó que bajo el totalitarismo soviético sus ideas paidológicas y pedagógicas se consideraran afines al «pensamiento burgués» y fueran prohibidas en las escuelas.

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DESARROLLOS INMEDIATOS: DISCÍPULOS Y LÍNEAS DE TRABAJO A pesar de que el pensamiento vygotskiano encontró numerosas trabas oficiales en la Unión Soviética, el rastro de su legado teórico puede encontrarse en la obra de un buen número de colaboradores, discípulos y continuadores. Muchos de ellos se reunieron en torno a la así llamada «escuela de Járkov» de Ucrania en la década de los treinta (Yasnitsky y Ferrari, 2008). Entre ellos podemos destacar al ya mencionado Piotr Y. Galperin, que estudió el proceso por el que los organismos orientan conscientemente su acción; Piotr I. Zinchenko, que desarrolló su trabajo más importante sobre la memoria involuntaria; Lydia I. Bozhovich, que atendió especialmente a cuestiones de personalidad y desarrollo emocional; Alexander Zaporozhets, que se centró en la psicología de la acción y la función del trabajo y la estética en el desarrollo infantil temprano; o Sergey L. Rubinstein, que mantuvo la unidad indisoluble de conciencia y actividad frente a las versiones más extremas de la teoría de la actividad desarrolladas en Járkov. No obstante, en lo que sigue vamos a detenernos en la obra de los tres autores más significativos desde el punto de vista actual y a ofrecer un panorama rápido de sus líneas de trabajo.

Alexander Luria y la neuropsicología Además de por la importancia de su trabajo en Uzbekistán, la aportación de Alexander Luria (1902-1977) merece ser reivindicada por representar la continuidad del programa defectológico vygotskiano y, sobre todo, por desarrollar completamente sus implicaciones neuropsicológicas —que Vygotski sólo pudo esbozar debido a su temprana muerte—. La influencia de la neuropsicología de Luria alcanza la obra actual de neurólogos como Oliver Sacks (1987) y, en algún aspecto, representa una tradición alternativa a las perspectivas más reduccionistas y localizacionistas de la actual neurofisiología. Siguiendo a Vygotski, Luria consideraba que no había tareas específicas realizadas por diferentes zonas cerebrales y coordinadas por un supuesto complejo neuronal central. De hecho, lesiones en zonas específicas del cerebro producían una

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desorganización de todas las funciones cerebrales y no un déficit parcial y localizado. Por ello, el cerebro es, para Luria, un sistema funcional flexible que actúa como una totalidad (Luria, 1973). Pero más importante aún es que considerara que este sistema funcional fuera constituido y reorganizado por la actividad social e histórica desarrollada por el organismo humano. Luria pensaba que la adquisición y uso de las herramientas culturales, sobre todo de las lingüísticas, permitía la integración de diversas funciones cerebrales y, en último término, el desarrollo del control cortical. Gracias a las autoórdenes orales interiorizadas, el sujeto regula con gran precisión sus actos motores. Sus trabajos defectológicos mostraban, de hecho, un evidente deterioro del autocontrol en sujetos con retraso mental o traumatismos neuronales (Luria, 1979). En definitiva, en contra de las posiciones más descriptivas, localizacionistas y reduccionistas, Luria consideraba que el objetivo fundamental de la neuropsicología no era indagar sobre el daño fisiológico, sino una consideración psicológica cuidadosa de los síntomas y el comportamiento manifiesto7.

Aleksei Leontiev y la teoría de la actividad Aleksei Leontiev (1903-1979) representó la línea de investigación más interesada por desarrollar la teoría de la actividad planteada por Vygotski y, de hecho, se le suele considerar el líder y representante por excelencia de la escuela de Járkov (Wertsch, 1981; Yasnitsky y Ferrari, 2008). En todo caso, se ha discutido mucho su coherencia y fidelidad a la obra del

7  Hablando de los derroteros que siguió la investigación en alteraciones mentales graves, Kozulin describía ya hace cuatro décadas una situación que, sin duda, se ha agravado en tiempos recientes: «La tradición [vygotskiana] del estudio del pensamiento y le lenguaje esquizofrénico (…) se ha ignorado en Estados Unidos durante los años setenta y ochenta. El foco de interés ha cambiado hacia los procesos atencionales y hacia los fundamentos puramente biológicos y neuroanatómicos de la esquizofrenia. La máxima de Vygotski según la cual «la desintegración de la personalidad sigue ciertas leyes psicológicas, aunque las causas directas de este proceso pueden no ser de naturaleza psicológica» parece haberse perdido de algún modo en la generación actual de investigadores. En algunos estudios del lenguaje esquizofrénico se ha dado prioridad a la pureza metodológica sobre el significado teórico. Cuando la dirección de la investigación no viene dictada ni por la teoría ni por el tema de estudio, sino por lo métodos que garantizan la reproducción fiable de los datos, fácilmente puede acabarse en el fetichismo metodológico» (Kozulin, 1994, 223).

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maestro debido, sobre todo, a la escasa atención que prestó al lenguaje (véase Kozulin, 1994). Leontiev respetó al máximo los supuestos de la filosofía de Marx y Engels relacionados con la utilización y apropiación de las herramientas de producción, la fabricación de bienes materiales y el principio de la división y especialización del trabajo. Aplicados a su teoría psicogenética de la actividad, estos supuestos implicaban privilegiar la relación práctica del niño con la realidad objetiva en detrimento de la comunicación, la interacción socio-cultural y, en definitiva, la mediación semiótica. Los cambios en el sistema psicológico dependían, en último término, de las variaciones en los procesos mentales que acontecían al afrontar la realidad (Leontiev, 1947/1983 y 1984). Al igual que Vygotski, Leontiev rechazó el mecanicismo y consideró que para explicar la actividad humana era fundamental tener en cuenta el objetivo o motivo concreto de la misma. Sin embargo, fue mucho más analítico que su maestro y estimó que la actividad era susceptible de dividirse en acciones más elementales, cada una de ellas asociada a una meta parcial. Más aun, las acciones podían descomponerse en operaciones más sencillas y básicas, entendidas como condiciones específicas del comportamiento concreto. Las operaciones formaban las acciones y estas, junto con sus metas, se encadenaban para componer la actividad y dirigirla hacia el gran objetivo o motivo. De todos modos, Leontiev creía que la mera suma de operaciones, acciones y metas no explicaba la acción y sus motivos. A la manera gestáltica, para él el sistema tenía un significado global que transcendía sus elementos constituyentes y que, siguiendo la filosofía marxista, poseía un carácter eminentemente social (Leontiev, 1979). Para Leontiev los sujetos interiorizaban la lógica de las operaciones y las acciones, pero nunca aclaró cómo funcionaba exactamente este mecanismo. Esto fue criticado por colegas suyos como Sergey Rubinstein, quien lo consideraba una carencia importante y una consecuencia de descuidar la importancia de la mediación semiótica entre la acción formal y el significado cultural de ésta (sobre estas cuestiones véase Kozulin, 1994). Sin embargo, también cabe reivindicar el interés de Leontiev por pensar la construcción social de la experiencia humana desde claves prácticas que no fueran exclusivamente lingüísticas, además de ofrecer una detallada metodología de análisis de la acción. En los últimos tiempos, su teoría de la actividad ha sido continuada por Yrjö

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Engeström y reinvindicada dentro de la psicología cultural (Engeström, 1987; Engeström, Miettinen y Punamäki, 2003)8.

Mijaíl Bajtín y la corriente discursiva Mijaíl Bajtín (1895-1975) fue un lingüista ruso que, en realidad, ni siquiera llegó a conocer a Vygotski a pesar de que ambos fueron coetáneos. Esto hace todavía más sorprendente la evidente cercanía de las teorías del lenguaje que ambos desarrollaron. De hecho, las dos se consideran convergentes y habitualmente se estudian de manera conjunta dentro del dominio psicológico (véase Wertsch, 1993). Como Vygotski, Bajtín insistía en la naturaleza social y semiótica de la experiencia humana. La perspectiva de ambos autores se acerca especialmente cuando señalan que en el lenguaje aparecen tanto rasgos sociales, reconocibles por todo el mundo, como otros más originales o personales. Para Bajtín, nuestras producciones lingüísticas siempre están impregnadas de resonancias dialógicas e intertextuales; es decir, incorporan giros, entonaciones o palabras usados por otras personas que están disponibles socialmente gracias a la continua circulación pública del discurso (Bajtín, 1989 y 2011). El individuo se apropia de estas resonancias para enfrentarse a situaciones concretas, pudiendo surgir nuevas posibilidades en el proceso. En una línea muy similar, Vygotski había formulado una distinción fundamental entre el significado y el sentido de una palabra, remitiendo el primero a los rasgos más reconocibles o estables —lo más próximo a la definición del diccionario— y el segundo a los rasgos volubles y nuevos que aparecían en el uso —lo más próximo a un uso poético o abierto—. Consideraba que en el habla interna el sentido predominaba sobre el significado, pero ambas dimensiones mantenían un diálogo constante y renovador (Vygotski, 1934/1995). Al fin y al cabo, la persona no podía dejar de utilizar el lenguaje al afrontar nuevos contextos semióticos.

8   A pesar de las críticas señaladas, fueron en realidad otros autores soviéticos, como Nikolai A. Bernstein (1896-1966), los que desarrollaron una teoría de la acción al margen de mediaciones semióticas o, más bien, representaciones mentales. Son posiciones interesadas por el estudio del comportamiento del sistema músculo-esquelético y sus reajustes en función de las condiciones y obstáculos del medio (Bernstein, 1967). Esta línea de trabajo ha sido retomada modernamente por autores interesados en estudios ecológicos y biomecánicos (Turvey y Carello, 1995; Travieso, 2007)

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Tanto en Bajtín como en Vygotski la idea de dialogidad es central, de tal manera que ambos coinciden en que la conciencia individual sólo puede desarrollarse gracias a su encuentro e intercambio con la palabra de los otros. En relación con estas cuestiones, Bajtín fue mucho más preciso que Vygotski y definió formas lingüísticas específicas implicadas en la construcción de la experiencia dialógica del sujeto. Propuso géneros (discurso, monólogo, conversación, etc.) que atravesaban todas las manifestaciones del lenguaje social (oral, literario, administrativo, académico, etc.) y estaban determinadas por el contexto social (familiar, escolar, profesional, etc.) en que se producía la interacción del individuo (Wertsch, 1988). Bajtín identificaba la pericia en el manejo estos géneros discursivos con los grados de libertad e individualidad de un ser humano, lo que evoca claramente el aprecio de Vygotski por el desarrollo de pensamiento abstracto y su relación con la flexibilidad para resolver situaciones novedosas. Las ideas discursivas y dialógicas de Vygotski y Bajtín gozan de gran reconocimiento en la actualidad entre las perspectivas más hermenéuticas9 y postmodernas de la psicología. Tal influencia es explícitamente reconocida por psicólogos culturales como Michael Cole, James Wertsch, Jerome Bruner o Jaan Valsiner, y es evidente en las versiones discursivistas más radicales representadas por autores como Peter Tulviste, Rom Harré o Keneth Gergen. A todas ellas volveremos en el cierre del capítulo. ENCRUCIJADAS SOCIOHISTÓRICAS Tras ser ignorada en el mundo occidental en su etapa de gestación y proscrita en la propia Unión Soviética durante el estalinismo, la escuela socio-histórica fue redescubierta en Estados Unidos a partir de los años sesenta gracias al interés mostrado por psicólogos transculturales y, en menor medida, gracias al interés de algunos neurólogos por la obra de Luria (Van der Veer y Valsiner, 1991; Sacks, 1987; Cole, 2004). A partir de esa década proliferaron las traducciones de trabajos de Luria y 9   Como ocurre en el caso de Freud, siempre resulta tentador relacionar la impronta lingüística y hermenéutica de las tesis vygotskianas con los referentes culturales de su propia tradición judía (véase, por ejemplo, Kotik-Friedgut y Friedgut, 2008). Resulta difícil ignorar el paralelismo entre la construcción semiótica de la experiencia que defienden ambos autores con la empresa interpretativa de la cábala judía; esto es, el interés por encontrar o desvelar el verdadero nombre y plan de Dios codificado en las sagradas escrituras, oculto tras el mensaje explícito del texto bíblico.

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Vygotski al mismo tiempo que algunos autores rusos afines a las tesis socio-históricas, como Kozulin, colaboraron en su difusión internacional y en su reactivación en la propia Rusia (Vassilieva, 2010). Así, hemos ido señalando a lo largo de los diferentes epígrafes cómo la influencia de la escuela se dejó notar en varios ámbitos de la práctica y teorización psicológica (véase Huertas, Rosa y Montero, 1991), muy especialmente en las áreas evolutiva y educativa. Sin embargo, no toda la psicología actual ha sido permeable a las tesis vygotskianas e incluso las corrientes que se han mostrado más próximas han tenido que posicionarse ante cuestiones cruciales como la naturaleza y funciones de la cuestión semiótica. De hecho, las tomas de postura frente a esta cuestión han terminado reeditando una escisión arquetípica de la psicología: la que deja de un lado la concepción más explicativa-objetivista (más orientada a la lógica de las ciencias naturales) y de otro la comprensiva-hermenéutica (más orientada a la lógica de las ciencias sociales). Se ha mantenido así el mismo problema disciplinar que Vygotski trató de superar y en el que, a todas luces, fracasó sin lograrlo ni siquiera para su propia herencia teórica. Por un lado, parte de la psicología de vocación explicativa —por ejemplo, la así llamada teoría de la mente (Rivière, 1991b y Rivière y Núñez, 2001)— ha intentado conciliar visiones piagetianas y vygotskianas para, aun sin necesidad de reivindicar la supremacía del razonamiento lógico, rastrear invariantes y universales en el desarrollo de la conciencia y su capacidad simbólica (Astington, 1996; Fernyhough, 2008). Desde esta perspectiva, cabe preguntarse si los procesos de interiorización invocados por Vygotski no implican el funcionamiento de un mecanismo psicológico previo, básico e independiente de las interacciones sociales que, posteriormente, dotan de contenidos y estructuras a la conciencia (Rivière, 1984). Sin llegar al extremo del objetivismo conductista, un reto de estas posiciones ha sido, además, la necesidad de crear metodologías objetivas, capaces de mostrar y analizar procesos psicológicos que se consideran inobservables por acontecer en el interior del sujeto; esto es, en la mente humana. Este es, en todo caso, el reto que se plantea ya toda psicología cognitiva. Por otro, lado las perspectivas más hermenéuticas y postmodernas de la psicología han tendido a privilegiar la importancia de la búsqueda de «sentido» —la sensibilidad más bajtiniana de la herencia vygotskia-

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na—, apostando por la condición relativa o contextual de toda forma de conocimiento sobre el mundo y sobre uno mismo. Esto implica no sólo reconocer que pueden existir diversas maneras de concebir el mundo en función de la cultura de procedencia del sujeto, tal y como proponía la etnopsicología romántica de Taine, Humboldt o Lazarus y Steinthal; sino también apostar por que tales formas de comprensión varían de individuo a individuo en función de la manera concreta en que cada persona se apropia de las herramientas y, sobre todo, del lenguaje de su comunidad de referencia. Más aún, las posiciones contextualistas radicales llegan a plantear que la identidad y propósitos del sujeto dependen, sobre todo, del contexto en que estos se manifiestan y varían constantemente. No existiría, por tanto, algo así como una subjetividad o estructura de la personalidad esencial y estable, sino sólo actos relacionales situados (Gergen, 2009, Harré y Van Langenhove, 1999). Hasta cierto punto, la psicología cultural ha tratado de moverse entre ambas posibilidades, bien tomándolas como niveles de trabajo, bien matizando los extremos de cada una de ellas a favor o en contra de una teoría exclusivamente psicológica del fenómeno humano. En este último sentido, ha señalado cuestiones como que la naturaleza de la mente no se puede reducir a lo que hay en el interior de la piel (Wertchs, 1988), teniendo que considerarse su prolongación en la intersubjetividad y los artefactos cotidianos —y el uso que hacemos de ellos—. Pero también ha reivindicado la idea de una actividad intencional y propositiva a partir de la relación entre la mediación semiótica y las posibilidades del sujeto para suspender e imaginar el curso futuro de acción y, con ello, de decidir sobre el sentido y las metas de su vida (Bruner, 1991; Cole, 2003; Lonner & Hayes, 2007; Nardi, 1996; Rosa, 2009). En este punto, la lógica de la actividad y la conciencia humana no puede ser disuelta en una red de relaciones contextuales y artefactuales que constituirán el Yo en cada momento concreto (Ratner, 1991; Lawrence y Valsiner, 1993). Frente a ello, la reflexión y decisión del sujeto sigue jugando un papel fundamental en la configuración de su propio comportamiento. Sea como fuere, lo importante es que, frente a las versiones más individualistas y mecanicistas de la disciplina, la psicología cultural ha conseguido preservar la idea vygotskiana que señala lo social como mediador específico de la actividad humana y de la construcción de la conciencia.

CAPÍTULO XIX LOS CONSTRUCTIVISMOS: II. LA PSICOLOGÍA GENÉTICA Y LA PSICOLOGÍA HISTÓRICA

LA PSICOLOGÍA GENÉTICA: JEAN PIAGET Y ALGUNAS DERIVAS PIAGETIANAS Como ya señalamos, la psicología genética —que sin entrar en más disquisiciones podemos hacer equivalente a psicología evolutiva o del desarrollo— constituyó una de las posibilidades planteadas por el funcionalismo, algunos de cuyos representantes consideraban que, en última instancia, el único formato con el que tenía sentido hacer psicología era el genético, o sea, el de la descripción de la génesis de las funciones psicológicas. Aludimos igualmente a la influencia de la psicología francesa en las ideas de Baldwin y señalamos que algunos autores franceses también habían sido calificados de funcionalistas. Pues bien, una de las maneras de presentar a Piaget es considerándolo heredero, y en cierto modo epítome, de una tradición filosófica, científica y psicológica en lengua francesa que conoció su auge en las primeras décadas del siglo pasado y tuvo puntos de confluencia con el funcionalismo norteamericano1. La formación de Piaget2 Jean Piaget nació en 1896 en la ciudad suiza de Neuchatêl y murió en Ginebra en 1980, donde residió la mayor parte de su vida (Piaget, 1952). 1   Hay una enorme cantidad de fuentes secundarias sobre Piaget. Una visión general de su obra, especialmente en lo relativo a la psicología, puede encontrarse en los libros de Margaret A. Boden (1979) —cuya perspectiva es básicamente cognitivista— y Mary Ann S. Pulaski (1971). Pero lo mejor quizá sea acudir al resumen que el propio autor hace de su obra, ya sea en su vertiente epistemológica (Piaget, 1970/1986; cf. asimismo el prólogo de Juan Delval) o psicológica (Piaget e Inhelder, 1966), este último escrito junto con una de sus principales colaboradoras. También es posible hacerse una idea general de sus puntos de vista gracias a la larga entrevista que le hizo Jean-Claude Bringuier pocos años antes de su muerte (Bringuier, 1977/1985). 2   Sobre Piaget puede verse el vídeo «Jean Piaget (1896-1980)», de la serie Diccionario biográfico de Historia de la Psicología producida por la UNED .

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Allí fue director de investigación del Instituto Jean-Jacques Rousseau a principios de los años 20 y fundó en 1955 el Centro Internacional de Epistemología Genética, el cual dirigió hasta su fallecimiento. También fue profesor de la Universidad de Ginebra desde 1929 y, durante algunos periodos de tiempo, de las de Neuchatêl, Lausana y La Sorbona. Aparte de haber influido en la filosofía, las ciencias sociales y la propia psicología, su obra ha sido seguramente la que más se ha dejado sentir en la pedagogía contemporánea. No en vano está detrás de numerosas reformas educativas de la historia reciente, entre ellas la española. Los intereses de Piaget eran sobre todo biológicos y filosóficos. Desde niño había demostrado afición por el mundo natural. Entre los 11 y los 14 años colaboró con el museo de historia natural de su localidad tras publicar, en un boletín de una sociedad de naturalistas aficionados, un texto sobre un gorrión albino que había visto en un parque. En cuanto a la filosofía, su padrino, el escritor Samuel Cornut, le había despertado el interés por ella de la mano de la obra de Henri Bergson (1859-1941), máximo representante de un vitalismo filosófico que, a finales del siglo xix y principios del xx, se oponía al mecanicismo positivista y defendía una concepción de la realidad como algo en constante evolución donde no hay una discontinuidad entre el pensamiento y la materia: aquél no es un reflejo de ésta ni ésta un mero subproducto de aquél. Piaget cursó en su ciudad natal estudios universitarios de ciencias naturales, especializándose en malacología (la rama de la zoología que se ocupa de los moluscos). Durante una estancia postdoctoral en Zúrich, y aunque sus preocupaciones seguían siendo biológicas y filosóficas3, realizó estudios posdoctorales de psicología experimental y psiquiatría, interesándose sobre todo por el psicoanálisis. Leyó a Freud y Jung y fue psicoanalizado por la rusa Sabina Spielrein, quien desarrolló un concepto de pulsión destructiva en que se basó Freud para elaborar su idea de Thánatos. De hecho, Piaget aprendió a realizar entrevistas clínicas con el psiquiatra Eugen Bleuler, amigo de Freud (aunque no freudiano), algo que poco después le resultaría de gran utilidad para entrevistar a los niños. 3   Nunca dejaron de serlo. Muestra de ello son su activa implicación en el Centro Internacional de Epistemología Genética o la publicación, ya en las décadas de los 60 y 70, de libros como Biología y conocimiento (1967) y El comportamiento, motor de la evolución (1976).

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Y es que, entre los demás autores que condicionaron la biografía de Piaget suele mencionarse a Théodore Simon, de La Sorbona, que durante una estancia en París en 1919 le encargó la estandarización para los niños franceses de los test mentales que Burt (de quien ya hablamos en un capítulo anterior) estaba aplicando en Gran Bretaña. Fue entonces cuando Piaget comenzó a trabajar con niños, al llamarle la atención que fallaran siempre en los mismos ítems. Se preguntó por qué fallaban y directamente les trasladó la pregunta a los propios niños. Así empezó a elaborar su psicología genética, que parte de la base de que el pensamiento infantil es distinto del adulto y a la vez desemboca en éste a través de una serie de etapas necesarias que, además, reproducen de algún modo las etapas de la historia del pensamiento humano. Ya en los años 20, y radicado en Ginebra, Piaget desarrolla sus ideas acerca del pensamiento infantil, a las que suma las observaciones que él mismo realiza de la conducta de sus propios hijos (tuvo tres) desde recién nacidos. Algunos libros suyos de esta época, como El lenguaje y el pensamiento en el niño (1923), El juicio y el razonamiento en el niño (1924), La representación del mundo en el niño (1926), La causalidad física en el niño (1927), El juicio moral en el niño (1932) o El nacimiento de la inteligencia en el niño (1936), pueden considerarse clásicos de la psicología, si bien su autor, posteriormente, consideraría poco maduros todavía los publicados en los años 20. Más tarde, llegada la década de los 40, aumenta el interés de Piaget por el pensamiento de los niños mayores e introduce en las entrevistas cada vez más tareas con objetos que los niños manipulan (vasos con líquidos, cuerdas, figuras de plastilina...), y recurre además a la lógica formal para describir el pensamiento adolescente (Inhelder y Piaget, 1955; cf. Piaget, 1982), lo que da lugar a la versión madura de su teoría psicológica, que dentro de un momento intentaremos resumir muy sucintamente. Algunos de los primeros libros de esa época de plena madurez son La génesis del número en el niño (1941), escrito junto con Alina Szeminska, La formación del símbolo en el niño (1946) o La representación del espacio en el niño (1948), este último escrito junto con Bärbel Inhelder4. Sólo con leer los títulos podemos

4   En la web de la Fundación Jean Piaget, con sede en Ginebra, puede consultarse una bibliografía completa de fuentes primarias: http://www.fondationjeanpiaget.ch/fjp/site/bibliographie/index_livres_chrono.php (acceso el 24/07/2014).

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comprobar que el proyecto de Piaget consistía en investigar sistemática y exhaustivamente todos los dominios donde se desarrolla el pensamiento (matemático, moral, histórico, físico, etc.) y se estructura la actividad humana (lenguaje, simbolización, razonamiento, etc.).

Epistemología genética y psicología genética Así pues, y al igual que otros psicólogos clásicos, Piaget no era propiamente un psicólogo. Aparte de que su formación era biológica y filosófica, también lo eran sus intereses. Además, de joven había tenido inquietudes religiosas relacionadas con la necesidad de conciliar ciencia y religión haciendo compatible el materialismo con un punto de vista vitalista acerca del mundo orgánico y una concepción no reduccionista ni determinista del pensamiento humano (Vidal, 1998). Pues bien, esa inquietud puede rastrearse en su obra madura, dado que su pretensión siempre fue la de crear una epistemología genética, esto es, una teoría general del conocimiento que mostrara la constitución y desarrollo progresivo de éste —o sea, su génesis— a lo largo de la historia de la humanidad y, paralelamente, a lo largo de la vida de cada individuo, sin discontinuidades entre el mundo material, orgánico, psicológico y social. La psicología genética no sería más que un subconjunto de la epistemología genética, una estación de paso para alcanzarla. La psicología genética mostraría cómo el niño construye el conocimiento a través de una serie de pasos que le permiten llegar al pensamiento racional, propio de las ciencias. La idea básica de Piaget —en la que resuenan ecos de la teoría de la recapitulación y de la lógica genética de Baldwin, que vimos anteriormente— es que existe un paralelismo entre el desarrollo individual (es decir, ontogenético) y el desarrollo de la especie, este último entendido sobre todo como desarrollo histórico. Piaget cree que los pasos dados por el desarrollo del conocimiento a lo largo de la historia humana son esencialmente los mismos que da el desarrollo del conocimiento en cada individuo, aunque a veces hay atajos o incluso inversiones; por ejemplo, la construcción de las nociones geométricas por parte del niño invierte el orden de la historia de la geometría, pues el niño entiende antes nociones de geometría topológica (aparecida en el siglo xix) que de geometría eu-

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clidiana (aparecida en el siglo iii antes de nuestra era). Asimismo, Piaget considera que el nivel máximo del desarrollo del conocimiento a lo largo de la historia es el alcanzado por las ciencias contemporáneas (física, biología, historia, química, matemáticas, etc.), un nivel que, en el individuo, equivale al que se alcanza aproximadamente en la adolescencia.

Psicología y construcción de sujeto y objeto Cuando Piaget estaba estandarizando los test de Burt pensó que los errores de los niños no se debían a que éstos fueran menos inteligentes que los adultos, sino a que su inteligencia era de otro tipo, cualitativamente diferente de la adulta aunque precursora de ella. Desde este punto de vista, no ya la inteligencia sino las funciones psicológicas en general han de dejar de verse como capacidades y han de verse como funciones en un sentido genético, de génesis: las funciones psicológicas son estructuras de actividad que se van haciendo cada vez más complejas a través de su uso para vivir. De hecho, Piaget considera que las funciones psicológicas superiores o más complejas -las vinculadas al pensamiento o el razonamiento- tienen su origen ontogenético en los reflejos innatos del recién nacido. Dicho de otro modo: busca el origen de lo psicológico en lo biológico, pero sin solución de continuidad entre lo biológico y lo psicológico. Su proyecto, en definitiva, consiste en describir los pasos sucesivos y necesarios (aunque no rígidos en cuanto a la edad en que se dan) que van desde los reflejos innatos, como los de succión y agarre, hasta el pensamiento abstracto del que es capaz un adulto, susceptible de ser representado mediante fórmulas matemáticas o silogismos. Ojo: la cuestión no es que el adulto sea capaz de hacer silogismos explícitamente o realizar operaciones matemáticas con papel y lápiz; es simplemente que su razonamiento se ajusta a las reglas de la lógica. Durante los dos primeros años de vida del niño predomina lo que Piaget llama inteligencia sensomotora o sensomotriz, basada en las reacciones circulares (en un tema anterior vimos cómo las entendía Baldwin). Las reacciones circulares primarias, que aparecen al poco de nacer, consisten en reiteraciones de movimientos reflejos que han proporcionado satisfacción, como succionar. Las reacciones circulares secundarias aparecen un poco más tarde e implican ya cierto grado de

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coordinación visomanual, una conciencia del resultado de las acciones e incluso una cierta intención de repetirlas, aunque normalmente de una manera gruesa, con movimientos de varias partes del cuerpo. He aquí un ejemplo del propio Piaget basado en la observación de una de sus hijas cuando tenía tres meses y pico, a medio camino entre la reacción circular primaria y la secundaria: «Lucienne […] sacude su coche imprimiendo a sus piernas unos movimientos violentos (doblar y extender, etc.), lo que hace que los muñecos de trapo suspendidos de la cubierta se balanceen. Lucienne los mira sonriente y vuelve a empezar. Estos movimientos son meros concomitantes de la alegría: cuando siente un gran placer, Lucienne lo exterioriza por medio de una reacción total, incluido el movimiento de las piernas. Dado que sonríe frecuentemente a sus muñecos, ha provocado de este modo su balanceo. Pero ¿lo mantiene por reacción circular conscientemente coordinada, o bien es su placer que renace sin cesar el que explica su comportamiento? […] »Al día siguiente […] presento los muñecos: Lucienne se agita enseguida, incluyendo los movimientos de las piernas, aunque esta vez sin ninguna sonrisa. Su interés es intenso y sostenido, por lo que parece que hay una reacción circular intencional [secundaria]. »[Dos días más tarde] encuentro a Lucienne entretenida en hacer balancear sus muñecos. Una hora después, los muevo ligeramente: Lucienne los mira, se agita un poco, pero luego vuelve su atención a sus manos que miraba poco antes. Un movimiento casual sacude los muñecos: Lucienne los mira de nuevo y en esta ocasión se mueve regularmente. Mira fijamente los muñecos, sonríe apenas e imprime a sus piernas unos movimientos nerviosos y decididos. A cada momento, se distrae a causa de sus manos que se cruzan en su campo visual: las examina un instante y después dirige su atención de nuevo a los muñecos» (Piaget, 1936/2003, pp. 154-155).

Así pues, Piaget nos describe a un bebé que se está constituyendo a sí mismo como sujeto interactuando con el mundo, lo que le permite construir al mismo tiempo los objetos: Lucienne va construyendo los muñecos en movimiento a través de la coordinación de sus propios movimientos y el descubrimiento de relaciones entre éstos y la agitación de los muñecos. A lo largo de la ontogenia la construcción del conocimiento

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no será más que una complejización de esas coordinaciones de las propias actividades entre sí y de éstas con el mundo. Llevándolo al terreno de la epistemología, Piaget lo explica así: «[E]l conocimiento no puede concebirse como si estuviera predeterminado, ni en las estructuras internas del sujeto, puesto que son el producto de una construcción efectiva y continua, ni en los caracteres preexistentes del objeto, ya que sólo son conocidos gracias a la mediación necesaria de estas estructuras. […] En una estructura de la realidad en la que no existen ni sujetos ni objetos5, es evidente que el único lazo posible entre lo que será un sujeto y los objetos está constituido por las acciones» (Piaget, 1970/1986, pp. 35 y 44).

Por su parte, las reacciones circulares terciarias, que aparecen en torno al año, implican una generalización de los esquemas de repetición y la introducción de medios alternativos para conseguir los mismos objetivos. Y finalmente, en los últimos momentos de la etapa sensomotora, el niño es consciente de la denominada permanencia del objeto, esto es, del hecho de que los objetos siguen existiendo aunque dejemos de percibirlos. Diríamos que, en lo básico, sujeto y objeto se han construido recíprocamente y a partir de ahí el desarrollo del sujeto consistirá en explorar nuevas formas de relacionarse con el mundo, lo que supone a la vez explorar los límites y posibilidades de sus propias acciones, paralelamente a los límites y posibilidades de los objetos. De hecho, al acercarse a los dos años de edad el niño también es capaz de pensamiento simbólico: anticipa el resultado de acciones, imagina situaciones hipotéticas, recurre a herramientas, etc. La segunda gran etapa del desarrollo psicológico es la preoperatoria, entre los 2 y los 7 años. En este momento el niño interioriza sus acciones y los resultados de éstas. Podríamos decir que es capaz de realizarlas mentalmente y prever sus consecuencias contemplando diferentes po-

5   Piaget se refiere ahí al momento del inicio de la ontogenia, es decir, a los bebés recién nacidos o de pocos meses. En concreto, se refiere a lo que a veces se denomina «adualismo primario», situación inicial en la cual el bebé aún no se ha distinguido a sí mismo del resto del mundo, no ha construido la dualidad entre sujeto y objeto (de ahí el término «adualismo»). El adualismo primario, pues, constituye algo así como el punto cero de la construcción del conocimiento.

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sibilidades. Este periodo se caracteriza además por el egocentrismo: el niño es incapaz de entender que otras personas tengan otras opiniones o puntos de vista. Por ejemplo, si se le presentan fotos de un mismo objeto tomadas desde diferentes perspectivas tiene muchas dificultades para elegir la que corresponde a una perspectiva que no sea la suya. Entre los 7 y los 11 años transcurre el estadio de las operaciones con­ cretas, caracterizado por la capacidad de pensar los objetos en términos abstractos, clasificándolos en categorías, como si se realizaran operaciones lógicas básicas. Durante esta etapa el niño lleva a cabo generalizaciones (lo cual anticipa el pensamiento abstracto) y, sobre todo, se hace consciente de que ciertas propiedades de los objetos se conservan aunque cambien otras. Por ejemplo, la longitud de una cuerda no varía aunque esté curvada, el volumen de agua no cambia aunque cambie la forma del vaso que la contiene, la cantidad de una serie de pequeños objetos alineados es la misma independientemente de que estén más o menos separados entre sí, etc. Por fin, a los 12 años (es decir, con la adolescencia) llega el periodo de las operaciones formales, que inaugura el pensamiento adulto y equivale al pensamiento científico-racional. El niño/adolescente ya maneja el razonamiento abstracto, hipotético-deductivo. De este modo, se supone que el adulto ha dejado atrás los rasgos típicos del pensamiento infantil: el animismo (atribuir rasgos psicológicos o biológicos a las cosas inanimadas), el finalismo (creer que todo tiene un porqué o un propósito), el realismo (la cosificación de rasgos psicológicos o abstractos; por ejemplo, creer que el nombre de los objetos es una especie de etiqueta que éstos albergan en su interior, o que una mentira es menos censurable si alguien se la ha tragado) y el artificialismo (pensar que todo lo que nos rodea ha sido fabricado por alguien). Nótese que Piaget, como la mayoría de los psicólogos, está pensando en un niño tipo, normalizado: lo que hemos dicho al hablar de las reacciones circulares no valdría para un bebé invidente o sin manos, cuyas acciones habría que ejemplificar de otro modo (sus coordinaciones corporales son otras, aunque obviamente un piagetiano diría que los principios que las rigen siguen siendo los mismos). Por otro lado, a Piaget se le criticó por omitir las diferencias culturales en lo relativo a los ritmos de desarrollo e incluso a las etapas de éste. Numerosos trabajos dentro

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de la llamada psicología transcultural o intercultural han abordado ese problema desde los años 60 (cf. Carretero, 1982, y Maynard, 2008). Uno de los temas principales en este tipo de investigaciones ha sido el de si en las culturas no occidentales se alcanza el último periodo del desarrollo intelectual, el correspondiente al pensamiento abstracto. Sería bastante ridículo creer —como hubieran creído algunos evolucionistas culturales del siglo xix y como creería un racista— que ello se debe a que dichas culturas son más primitivas y sus miembros están al nivel de desarrollo psicológico de un niño. La cuestión, entonces, es que posiblemente Piaget define de un modo etnocéntrico las funciones psicológicas superiores, tomando como modelo no ya al niño occidental, sino al niño occidental europeo contemporáneo de clase media o alta, escolarizado —e incluso preferiblemente de sexo masculino—, algo en lo que quizá caiga la psicología del desarrollo en general y no sólo la piagetiana (Burman, 1998). Por lo demás, aparte de psicología transcultural piagetiana existe, también desde los años 60, una tradición de psicología comparada piagetiana donde se investiga principalmente el desarrollo cognitivo en primates (Parker y McKinney, 1999; Vauclair, 1996). Psicopedagogía y subjetivación del niño Al empezar señalamos que la obra de Piaget ha estado detrás de importantes reformas educativas de la historia reciente en varios países occidentales u occidentalizados. Ahora bien, eso no significa que tales reformas fuesen necesariamente «fieles» a las propuestas de Piaget o que éste fuera el único autor que influyera en ellas. El proceso ha sido mucho más complejo (cf. Delval, 1981; Lawton y Hooper, 1983; ParratDayan y Tryphon, 1999 y Walkerdine, 1998). En los ríos de tinta que han hecho correr las controversias ligadas al constructivismo psicopedagógico de raíz más o menos piagetiana, se mezclan concepciones de la infancia, ideologías políticas y empresariales, técnicas didácticas, métodos de gestión de recursos humanos, teorías psicológicas y pedagógicas, etc. (véase Loredo y Ferreira, 2011). La postura del propio Piaget sobre la cuestión de la educación oscilaba entre el escepticismo respecto a la posibilidad de una pedagogía científica (Piaget, 1949/1999) y la convicción —típica de los expertos y los intelectuales con vocación de reforma social, como él mismo— de que la psicología constituía una base firme

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de conocimiento en la cual debían estar formadas las personas dedicadas a la educación (Piaget, 1987): saber cómo funciona la mente infantil y cómo se adquiere el conocimiento sería imprescindible para planificar políticas educativas y diseñar prácticas escolares. Con todo, Piaget desconfiaba de la creencia en que la educación pudiera ser en sí misma científica. Más bien parecía considerarla una práctica sistematizada y especializada que, eso sí, debía contar con expertos que la llevaran a cabo teniendo en cuenta los principios del funcionamiento psíquico humano, proporcionados por la psicología. Por otro lado, ironizó en alguna ocasión sobre la preocupación, que según él era típicamente americana, por las estrategias educativas que acelerasen las etapas del desarrollo cognitivo: desde su punto de vista la educación modula el desarrollo cognitivo, no lo provoca (Piaget, 1987). Sea como sea, nos gustaría terminar nuestra presentación de Piaget sugiriendo una mirada crítica a su obra que, no obstante, sería en cierto sentido congruente con su propia concepción del conocimiento como algo construido, o al menos con algunos aspectos de la misma. Aunque no tenemos espacio para desarrollar esto (véase Loredo, 2016), se trataría de ejercer una concepción constructivista del propio conocimiento científico según la cual las ciencias no descubren o representan una realidad objetiva preexistente, sino que más bien la producen, la objetivan, en un sentido similar al modo en que —desde el punto de vista piagetiano— los niños objetivan el mundo interactuando con él. Lo mismo ocurre con la psicología en tanto que disciplina científica: no descubre una subjetividad natural o previa, sino que (literalmente) la produce. Y la produce a través de dispositivos muy variados que actualmente capilarizan prácticamente toda la sociedad, desde el mundo académico hasta el profesional, incluyendo los ámbitos educativo, laboral y clínico. Tales dispositivos se concretan en experimentos de laboratorio, entrevistas clínicas, procedimientos de selección de personal, estrategias publicitarias y de comunicación, técnicas de orientación profesional, protocolos de administración de test en colegios, programas de reinserción en centros penitenciarios, etc. Según este punto de vista cabe contemplar la función de la psicología piagetiana como si se tratara de una gran estructura de producción de subjetividad infantil, es decir, de formas de ser niño aceptadas y promovidas en nuestra cultura y nuestra época histórica. Desde mediados del siglo pasado esa estructura fue incorporada a algo social-

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mente tan importante como la educación escolar, lo cual sin duda ha potenciado enormemente sus efectos. En realidad, lo que tienen detrás Piaget y la psicología evolutiva en general es toda una vasta tradición de «invención de la infancia» (Ferreira y Araujo, 2009) que comenzó alrededor del siglo xvi y que ha incluido numerosas prácticas de crianza, educación y escolarización; prácticas que a finales del siglo xix y principios del xx fueron capturadas por disciplinas como la psicología (recordemos lo dicho anteriormente sobre el ascenso del discurso científico en el siglo xix). Desde esta perspectiva, pues, la infancia no sería una categoría natural que la psicología del desarrollo hubiera venido a descubrir, sino más bien una construcción sociohistórica, una objetivación. Las propias tareas que Piaget ponía a los niños pueden verse como dispositivos de subjetivación de éstos más que como herramientas para descubrir el funcionamiento natural de su mente. Como dijimos antes, Piaget consideraba que durante la etapa de las operaciones concretas los niños logran lo que él llamaba conservaciones. Así, para averiguar si los niños entendían la conservación de la sustancia, una de las tareas piagetianas típicas es la de presentar al niño dos bolas de plastilina iguales y jugar a que se trata de carne que se va a comer. Entonces el psicólogo aplasta o alarga una de las bolas para convertirla en una hamburguesa o una salchicha, y propone que uno se coma imaginariamente la hamburguesa o la salchicha mientras el otro se come la bola. Finalmente, el psicólogo pregunta al niño quién se habrá comido más cantidad de carne. El niño que no haya alcanzado la conservación de la sustancia responderá que ingerirá más carne quien se coma la hamburguesa o la salchicha (el «error», obviamente, es dejarse guiar por la forma plana o alargada y pensar que la carne dispuesta en esa forma es más que la que se presenta de forma compacta, como una bola). Pues bien, este tipo de tareas, que representan el máximo desarrollo de lo que se ha llamado el «método clínico» piagetiano (la realización de entrevistas a niños planteándoles preguntas y problemas), ilustran bastante bien lo que es un dispositivo experimental productor de subjetividad. Dispositivo que incluye, como mínimo, un escenario (normalmente una sala dentro del colegio), una disposición de muebles y objetos (mesas, sillas, lugares, plastilina, juguetes...), un proceso de interacción entre investigador e investigado (que implica asimetría y autoridad) y una teoría psicológica que se intenta confirmar (acerca de cómo funciona la mente infantil). La producción se la subjetividad infantil

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equivale entonces a la tipificación del niño, es decir, a su inserción dentro de una escala de desarrollo cognitivo. Sometido a este dispositivo, el niño acabará comportándose (literalmente) como se espera de él, entre otras cosas porque los comportamientos suyos que no encajen en el dispositivo sencillamente se invisibilizarán o se atribuirán a problemas de desarrollo. El psicólogo guía al niño mediante sus preguntas y las tareas que le propone, e interpreta sus respuestas y manipulaciones o bien como no pertinentes (así, cuando fabula y no se atiene a la tarea) o bien como errores —que demuestran que no ha alcanzado la conservación— o aciertos —que demuestran que sí la ha alcanzado—.

Perspectivas neopiagetianas Como todas las teorías psicológicas, la de Piaget ha sido objeto de interpretaciones (qué decía realmente Piaget), reinterpretaciones (qué debería haber dicho), hibridaciones (qué le faltó por decir y deberíamos decir por él), críticas (Piaget estaba equivocado) y defensas (Piaget tenía razón). Vamos a concluir deteniéndonos muy rápidamente en algunas de las transformaciones más conocidas de la teoría piagetiana, que incluyen sobre todo reinterpretaciones, hibridaciones y, en menor medida, críticas. Empezaremos por las neopiagetianas, que esencialmente realizan una lectura cognitivista de Piaget. Nos referiremos después a las lecturas que podríamos denominar sistémicas, que acercan a Piaget a la teoría de sistemas (a la que aludimos en otro capítulo). Ahora bien, no es fácil establecer fronteras claras entre unas y otras perspectivas, así que nuestra distinción debe entenderse como un mero recurso expositivo. Aunque no recoge la bibliografía de los últimos quince años, el libro de Miguel Pérez Pereira (1995) explica con detalle algunos de los más importantes desarrollos de la psicología evolutiva posteriores a Piaget. Nos vamos a basar en el resumen que hace de las perspectivas neopiagetianas en su capítulo 2 (véase también García Madruga, 1998)6. 6   Algunas de estas versiones cognitivistas de Piaget son las que influyeron en las legislaciones educativas de los años 90, y particularmente —en España— en la LOGSE (Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, vigente entre 1990 y 2006), basada en el enfoque psicopedagógico llamado constructivista (Coll, 1990; Coll, Palacios y Marchesi, 1990; Palacios, Coll. y Marchesi, 1990).

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Este autor señala que, en general, las teorías neopiagetianas surgieron como respuesta a lo que se consideraban problemas de la teoría piagetiana: los desfases (por qué no aparecen al mismo tiempo habilidades psicológicas que deberían ser simultáneas debido a que comparten la misma estructura lógica), las diferencias individuales (que Piaget no contempla), la relación entre aprendizaje y desarrollo (hasta qué punto o en qué sentido el desarrollo es espontáneo) y los mecanismos concretos a través de los cuales se producen los cambios cualitativos que definen los estadios del desarrollo. Desde finales de la década de los 70 los neopiagetianos intentaron responder a estas cuestiones recurriendo a herramientas de la psicología cognitiva (a la que dedicamos el tema anterior). Para ello tradujeron al lenguaje del procesamiento de la información las estructuras cognitivas definidas por Piaget, quien para describirlas había utilizado un lenguaje lógico-formal en la mayoría de los casos, especialmente en los estadios superiores del desarrollo. Por lo demás, los neopiagetianos conceden una importancia mucho menor que Piaget a la práctica (las manipulaciones de objetos) y una importancia mucho mayor a la maduración del sistema nervioso. Uno de los neopiagetianos más importantes, Robbie Case (19452000), redefine las etapas piagetianas de acuerdo con el tipo de operaciones que según él predominan en cada una de ellas: operaciones sensomotoras (movimientos), relacionales (codificación lingüística y simbólica en general), dimensionales (aritméticas: contar) y vectoriales (racionalidad matemática). El desarrollo consistiría, entonces, en la consecución de formas de representación mental y computación cada vez más abstractas. Por ejemplo, según Case en las tareas de conservación de líquidos (donde el niño debe darse cuenta de que el volumen del líquido no varía aunque cambie la forma del recipiente que lo contiene) lo que hace el niño capaz de darse cuenta de que el líquido se conserva es poner en marcha estrategias de procesamiento de información más complejas. Los niños cuentan, pues, con estructuras mentales de computación que les permiten o no —según el estadio alcanzado— resolver ciertas tareas. Otros nombres neopiagetianos conocidos son Juan Pascual-Leone, Graeme S. Halford, Kurt W. Fischer, Michael Commons, Andreas Demetriou y Annette Karmiloff-Smith. Esta última, no obstante, ha realizado críticas a los neopiagetianos, acusándoles de olvidar el carácter de novedad cualitativa que los diferentes estadios del desarrollo poseen

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y otorgar demasiada importancia a los factores madurativos y a los cambios meramente cuantitativos. De hecho, el modelo de desarrollo propuesto por Karmiloff-Smith (1992), aunque intenta conjugar una perspectiva piagetiana con una perspectiva cognitivista, debilita algunos de los supuestos más extendidos dentro de la psicología cognitiva clásica, como el de la modularidad de la mente (la existencia de módulos de base innata encargados de procesar tipos de información específica). Más que cognitivizar a Piaget, como hacen la mayoría de los neopiagetianos, en cierto modo lo que hace Karmiloff-Smith es piagetizar la psicología cognitiva: concede al recién nacido más capacidades psicológicas que Piaget (no sólo reflejos), pero enfatiza el carácter activo del sujeto en desarrollo y, frente al innatismo al que tiende la psicología cognitiva, enfatiza asimismo el proceso constructivo —de creación de novedades— en que dicho desarrollo consiste. A nuestro juicio, si bien puede que el propio Piaget diera pie a interpretaciones cognitivistas (computacionales, formalistas) de su perspectiva, dado que identificaba las etapas superiores del desarrollo cognitivo con estructuras lógico-formales (es decir, de lógica simbólica), es posible que la cognitivización de Piaget suponga en realidad un paso atrás respecto a su propuesta de elaborar una psicología basada en la lógica específica de las funciones psicológicas, es decir, en una auténtica psico-lógica. Como hemos subrayado, Piaget intentaba describir la construcción del conocimiento como un proceso ligado a la progresiva construcción recíproca de sujeto y objeto (o de mente y realidad, si se quiere decir así). La psicología cognitiva, en cambio, tiende a pensar la realidad como algo dado y la mente como una entidad preexistente a la construcción. Desde el punto de vista cognitivista, más que construcción del conocimiento lo que hay es representación (interna, mental, normalmente en formato computacional) de una realidad externa que existe por sí misma, independientemente de nuestras acciones (las cuales, a lo sumo, servirían para acceder a esa realidad, para hacer que se manifieste). Piaget, insistimos, no pensaba que sujeto y objeto preexistieran a su propia construcción recíproca; no pensaba que existiera una realidad exterior y que el conocimiento consistiera en representarla adecuadamente; no pensaba, en definitiva, que hubiera nada objetivo ahí afuera esperando que lo descubriéramos. No tiene sentido, pues, hablar de objetos ni sujetos al margen de la interacción entre un organismo en desarrollo y el mundo al

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que éste se va enfrentando. La relación entre organismo y mundo a través de las acciones del primero y las resistencias del segundo es lo que va haciendo que se disocie progresivamente lo subjetivo —aquello que pertenece a las acciones del sujeto— y lo objetivo —aquello que pertenece a la realidad (pero que se ha hecho real; no era real antes de hacerse)—. En concreto, el niño estabiliza su relación con el mundo físico y social a través de su actividad y, con ello, se configura a sí mismo como sujeto y objetiva el mundo como algo real; pero —insistimos— algo de lo que sólo tiene sentido decir que es real una vez que se ha objetivado, no antes.

Perspectivas sistémicas En un capítulo anterior aludimos a las perspectivas sistémicas en biología evolucionista y señalamos que algunas de ellas convergen con algunas tendencias de la psicología evolutiva. Ahora simplemente queremos retomar tales perspectivas para subrayar que algunas ideas de Piaget también han sido leídas desde esa sensibilidad. Así lo ha hecho Paul van Geert (1950- ), quien ha elaborado un modelo del desarrollo cognitivo en el que intenta integrar ideas de Piaget y Vygotski y que formaliza a través de varios parámetros que interactúan entre sí: 1) el estado en que se encuentra el sistema (cognitivo); 2) el grado de variación que se produce, ya sea por tensiones internas del sistema o por demandas externas; y 3) los recursos cognitivos disponibles (Geert, 1994). En realidad, algunos neopiagetianos han tomado también conceptos de la teoría de sistemas, como Case, Fischer y Demetriou. Así las cosas, como ejemplo de mezcla entre Piaget y la teoría de sistemas podemos tomar al físico e historiador de la ciencia Rolando García (1919-2012), un autor alejado de la sensibilidad cognitivista y, por tanto, alguien cuyos planteamientos ilustran con particular claridad lo que implica la fusión entre el enfoque de Piaget y la teoría de sistemas. De hecho, Rolando García colaboró con el Centro Internacional de Epistemología Genética y fue coautor de un par de libros junto con el propio Piaget (Piaget y García, 1971, 1983). Tiempo después, en el año 2000, ofrecería una propuesta de interpretación de la perspectiva piagetiana basada en uno de los desarrollos de la teoría de sistemas: la teoría de sistemas complejos, que son los que se componen de subsistemas

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independientes que se organizan por estratos y de manera que algunos de ellos interactúan entre sí. García (2000) supone que el conocimiento es un sistema general compuesto de tres subsistemas: el biológico, el psicológico y el social. Como sistema, el conocimiento evoluciona por desequilibrios y reorganizaciones sucesivas y modulado por las condiciones del entorno. Se protege de los cambios de éste y busca para ello reequilibrarse constantemente. García recalca que el desarrollo consiste en un intercambio permanente entre el entorno y el sistema, pero de manera que este último siempre mantiene cierto grado de equilibrio o autonomía, pues de lo contrario se destruiría. Esto va en contra de las perspectivas ambientalistas o mecanicistas, para las cuales el entorno es el que determina el funcionamiento del sistema a través de relaciones causales. García también se distancia de las interpretaciones cognitivistas de la teoría piagetiana, que ponen demasiado énfasis en la relación entre el sistema cognitivo y el medio al suponer que el primero está formado por representaciones del segundo y el segundo proporciona al primero los datos con los que elaborar esas representaciones, dándose entre ambos una relación lineal mucho más simple que la que defiende la perspectiva sistémica, para la cual las relaciones se dan a diferentes niveles y produciendo —insiste García— novedades que son irreductibles a las condiciones en las que se generaron. Como ya indicamos en un capítulo anterior, las perspectivas sistémicas poseen una indudable virtualidad crítica contra los enfoques reduccionistas y mecanicistas, que tienden a pensar el funcionamiento del organismo o del sujeto en términos de relaciones causales lineales. No obstante, el peligro del punto de vista sistémico quizá sea el de perder de vista la especificidad de la actividad de los sujetos, el nivel de análisis específicamente psicológico. Esta especificidad puede perderse al suponer que la actividad constituye un subsistema más cuyo funcionamiento, por así decirlo, se pierde o se disuelve en medio de una compleja estructura de sistemas interrelacionados que conforma un sistema general el cual, a última hora, acaba apareciendo como una especie de entidad omniabarcante capaz de explicarlo todo (Loredo, 2002). La sensibilidad de Piaget —o al menos algunos de sus aspectos— probablemente sigue interpelándonos cuando elaboramos teorías de la actividad que tienden a reducirla explicativamente a estructuras socioculturales o simbólicas (así, cuando se dice que el comportamiento humano

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se explica como un producto social) o bien a estructuras biológicas (así, cuando se dice que el comportamiento humano se explica como un producto de los genes o del cerebro). Tanto Piaget como otros autores constructivistas han acentuado la necesidad de describir las operaciones específicas a través de las cuales se construye progresivamente la subjetividad y la objetividad, sin presuponer la existencia de realidades previas (físicas o culturales) que den cuenta de la construcción. Lo que no significa que los procesos de construcción se desarrollen en el vacío o partan de cero: obviamente, cuentan siempre con mediadores históricos y culturales. En este sentido, incluso podríamos afirmar que autores como Piaget, Vygotski o Meyerson se necesitan mutuamente, pues estos últimos muestran que la actividad del sujeto se da en un contexto sociohistórico específico sin el cual ni siquiera existiría (Castorina y Ferreiro, 1996; Wozniak, 1996). LA PSICOLOGÍA HISTÓRICA: IGNACE MEYERSON Y EL PROYECTO PARA UNA HISTORIA POLIFÓNICA DEL PENSAMIENTO Ignace Meyerson (1888-1983) nació en Varsovia pero se trasladó muy joven a París, donde estudió medicina, ciencias naturales y filosofía. Allí mantuvo una estrecha relación intelectual con su tío, el epistemólogo Emile Meyerson, que lo veía como su discípulo. Aunque Ignace Meyerson retuvo aspectos considerables del proyecto epistemológico de su tío (el análisis del pensamiento y sus operaciones a través de la historia de la ciencia), se orientó pronto hacia la investigación en psicología, disciplina que su tío aborrecía. Esta orientación se dio de forma relativamente simultánea por diferentes vías. La primera, fruto de su formación en fisiología, donde se inició en la investigación de laboratorio sobre la excitabilidad del sistema neumogástrico, fue la de la psicología experimental. Junto a Henri Piéron (1881-1964), Meyerson codirigió el laboratorio de psicología experimental de referencia en Francia, el fundado por Alfred Binet. La segunda, en línea con su formación en medicina, fue la senda de la neuropsiquiatría. Durante la Primera Guerra Mundial permaneció como médico interno en el famoso hospital de La Salpêtrière, atendiendo a pacientes de todo tipo y escribiendo sus primeros artículos, junto al alienista Philippe Chaslin (1857-1923), sobre

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delirios, ilusiones y casos de melancolía. La tercera vía venía de la mano de Henri Delacroix (1873-1937), catedrático de psicología general de la Sorbona, donde Meyerson estudió filosofía. Con una formación en filosofía orientada desde muy pronto a la tarea historiográfica, Delacroix se había iniciado en la psicología a partir de sus primeros trabajos sobre historia de la religión, en particular del misticismo alemán. A partir de un trabajo histórico tanto en el ámbito de las ideas y teorías como de la propia institución eclesiástica, Delacroix empezó a interesarse por el análisis de la experiencia mística. En un intenso diálogo con la sociología de Durkheim y la psicología más espiritualista de Henri Bergson y de William James, su psicología ponía el acento en el carácter construido de la experiencia, en el análisis de sus condiciones de posibilidad y de inteligibilidad. En línea con los proyectos alemanes para una psicología de los pueblos, Delacroix trabajó en una psicología de la religión, del arte y del lenguaje, entre otros temas, que ejercerían una influencia determinante en Meyerson (Pizarroso, 2013). Meyerson desempeñó durante todo el periodo de entreguerras un importante papel en el desarrollo de instituciones como la Sociedad de Psicología francesa y su órgano de expresión, el Journal de Psychologie Normale et Pathologique. A petición suya la revista, una referencia a nivel nacional e internacional, entró en la «Federación de ciencias filosóficas, históricas, filológicas y jurídicas» fundada en 1920, un gesto que apuntalaba una concepción de la psicología como punto de cruce de las ciencias humanas y sociales (sin excluir una perspectiva naturalista). Una amplia red de especialistas en diferentes ámbitos, desde la lingüística (Antoine Meillet) y la biología (Etienne Rabaud) hasta la sociología y la antropología (Marcel Mauss) colaboró de hecho estrechamente en estas instituciones, desde las cuales Meyerson tuvo también ocasión de entrar en contacto con un gran abanico de intelectuales (como Pavlov, Koffka, Köhler, Lewin o Cassirer). Algunos de ellos aún eran poco conocidos, como el propio Jean Piaget, cuya correspondencia ha revelado una estrecha colaboración y complicidad con Meyerson a lo largo de los años veinte y primeros treinta (Vidal y Parot, 1996). Para Meyerson (1924) el principal objeto de la psicología era la historia de la formación del pensamiento, ya fuera en el plano ontogenético o en el de la historia de las instituciones. Se interesaba así, más que por la búsqueda de mecanismos invariables en el ejercicio de la razón (como

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hacía su tío Emile), por el cambio y la aparición de novedades, llegando a ocuparse, junto a Piaget, con quien solía veranear, de estudiar algunos aspectos de la mentalidad infantil (como la causalidad o la noción de objeto). No obstante, mientras Piaget avanzaba en su proyecto y publicaba sus primeros libros, sobre el nacimiento de la inteligencia o la construcción de lo real, Meyerson dedicaba la mayor parte de sus esfuerzos a la revista y otros proyectos editoriales, como un magno Tratado de psicología (dirigido por George Dumas), la traducción de La interpretación de los sueños de Freud y la reseña y crítica de libros, como La mentalidad primitiva de LévyBruhl, al que dedica un amplio estudio (Meyerson, 1925/1987). En lo que se refiere a su propio ámbito de investigación, cabe destacar un importante artículo sobre «Las imágenes» (1932) para la segunda edición del Tratado arriba mencionado (Nuevo tratado de psicología). En él, revisa y discute las investigaciones de la Escuela de Wurzburgo a la luz de la concepción simbólica del pensamiento que manejaba Henri Delacroix, presentando las imágenes como signos, instrumentos del pensamiento (Pizarroso, 2008). También merece un apunte su amplia investigación sobre la inteligencia de los simios, en colaboración con Paul Guillaume, representante de la Gestalt en Francia (Guillaume y Meyerson, 1930-1937/2015a y 2015b, 1987). Siguiendo la línea de los trabajos de Köhler en Tenerife, sus resultados son interpretados empero a la luz de una perspectiva más constructivista que enlazaba con los trabajos del propio Piaget (Gómez-Soriano y Pizarroso, 2015; Pizarroso, 2015). La relación con Piaget en todo caso se iría enfriando con el tiempo hasta prácticamente congelarse durante la Segunda Guerra Mundial, momento en que Meyerson, judío, dejó París por Toulouse, donde desempeñó un activo papel en la Resistencia. En los años 50, cuando Piaget se proponía hacer su epistemología, Meyerson le pediría que no cayera en el fijismo, que la historia de las lenguas, de la ciencia y de otras obras humanas nos muestra profundas transformaciones operadas sobre nuestra arquitectura mental por el resultado de nuestra propia actividad; que, además, no solo hay una historia de las categorías del pensamiento, sino que cada categoría tiene su propia historia. Para entonces Meyerson ya había dado forma al que sería su proyecto de investigación, presentado como tesis (tardía) de doctorado, donde la perspectiva genética se hacía propiamente histórica: una historia de las funciones psicológicas a través de las obras entendidas como objetivaciones del espíritu (Meyerson, 1948/1995).

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El plano ontogenético y el filogenético daban así paso al historiogenético, ciñéndose al estudio de lo que, a partir de su trabajo con primates, llamó el «nivel humano» (Meyerson, 1937). A diferencia del conductismo, que establecía una continuidad entre las especies, Meyerson planteaba que, una vez superado el espiritualismo —contra el que se erigió toda una psicología científica que reclamaba la animalidad del ser humano e imponía el dogma de la continuidad—, podíamos aceptar la idea de discontinuidad y estudiar las especificidades de cada especie. Más adelante hablaría de «la entrada en lo humano» (Meyerson, 1951), afirmando que el comportamiento humano se diferencia del animal por el carácter innecesario de muchos de sus comportamientos para la conservación de la vida; el uso de útiles, instrumentos y maquinas; su gran variedad y variación; y la disposición de sistemas de signos, medios colectivos y organizados de comunicación, información y traducción de su experiencia. Frente a la idea de un sujeto mecánico y pasivo, movido por el ambiente, Meyerson insistirá en el carácter activo-experimental de los actos, que exploran el medio físico y social, lo modifican —modificándose él mismo, a su vez, en el proceso—, así como su carácter constructor, pues toda actividad da lugar a una forma organizada: objeto material útil, obra de arte o de ciencia, institución social o religiosa, etc. Esas obras constituyen nuestro mundo, que es «una ‘naturaleza’ transformada por el hombre, humanizada», pero «incesante y diversamente humanizada» (Meyerson, 1953/1987, p. 81). Más que de «mundo humano» prefiere así hablar de «mundos humanos» (íbid., p. 82). Hablar de un nivel humano suponía una discontinuidad en la historia de las especies, pero también en el propio plano historiogenético, que no dejaba de estar exento de discontinuidades. Así, frente a la idea de un cambio progresivo, continuo y lineal, Meyerson planteaba la existencia de verdaderas «mutaciones» en la historia de la humanidad (Meyerson, 1948/1995, p. 145). Crítico con lo que llamó el «dogmatismo de la permanencia», fenómeno por otro lado digno de estudio en sí mismo, su proyecto se proponía trazar la genealogía de las funciones psicológicas que hoy consideramos consustanciales a la naturaleza humana. Sin descartar la posible existencia de rasgos universales, de «aspectos funcionales permanentes» o de un «equipamiento psicológico primario» (Meyerson, 1948/1995, p. 12), ponía el acento en la variedad y las variaciones de la mente a lo largo de la historia.

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En ese sentido, su proyecto resulta quizá más cercano al de Vigotsky, cuyo nombre y el de Luria habían aparecido curiosamente en una carta de Piaget de 1929 como referencias ineludibles cuando buscaban colaboradores para una Revista Internacional de Psicología Infantil que no llegó a ver la luz. A diferencia de Vygotski, sin embargo, Meyerson no distingue entre funciones psicológicas y funciones superiores, ni distingue entre una actividad inmediata, biológica y refleja, y la mediata, cultural, controlada. Para él toda actividad es mediada. Asimismo, mientras que en Vygotski el lenguaje juega un papel primordial como el sistema semiótico por excelencia implicado en la transformación de las funciones psicológicas, para Meyerson el lenguaje es un sistema tan importante como los que constituyen la matemática, el arte, la religión o las instituciones jurídicas; «no hay que someter todas las clases de expresión al derecho de regalía del lenguaje», subrayará (Meyerson, 1987, p. 59). Se trata de diferentes clases de expresión que corresponden a diferentes dominios de la experiencia. Para Meyerson el pensamiento sólo existe bajo sus formas de expresión: pensamos según los signos del lenguaje, de la matemática, de la música o de la pintura; o no pensamos. No existen pensamientos innombrables, inexpresables. Cada clase de expresión tiene además sus características específicas: su contenido, su materia, sus condiciones técnicas de producción, sus reglas, que las hacen intraducibles entre sí7. Así, la idea de una línea de desarrollo cognitivo progresiva y lineal vinculada a la interiorización del lenguaje y la escritura, donde las transformaciones van de lo concreto a lo abstracto, de la actividad inmediata a la actividad mediada, no se mantiene en Meyerson, para quien la historia del espíritu nos muestra una multiplicidad de formas de experiencia y de conocimiento más allá del lenguaje y de la ciencia. La historia del espíritu, o de la mente, «no es unilineal sino una polifonía» (Meyerson, 1948, p. 61) donde las transformaciones, además, resultan imprevisibles. Tras la variedad y variaciones que encontramos en la cultura, hay una arquitectura mental que varía: «a un ambiente diferente», como veíamos 7   La pintura o la música, por ejemplo, no se pueden traducir en palabras ni se pueden traducir entre sí: Lo que el artista quiere expresar, no puede hacerlo ni mediante palabras del lenguaje cotidiano (tampoco poético), ni mediante signos matemáticos o de otro tipo. No obstante, sí se dan interferencias entre las diferentes clases de expresión, como por ejemplo en la pintura y su relación con la ciencia (física y matemática) durante el Renacimiento, que marca la introducción de la perspectiva lineal y la figuración de la profundidad, el espacio y la composición durante siglos.

Historia de la Psicología

más arriba, «corresponde un espíritu un poco diferente» (Meyerson, 1953/1987, p. 89)8. Lo que llamamos espíritu (humano) no sería más que la suma de sus transformaciones; no hay una forma a priori ni una forma ideal hacia la que tienda. Estos mismos aspectos, polifonía e imprevisibilidad, son los mismos que le alejan de los antiguos proyectos en torno a una psicología de los pueblos, con los que por otro lado mantiene vínculos ineludibles. Para la puesta en marcha de este ambicioso e inconmensurable proyecto, Meyerson se haría con un equipo de jóvenes colaboradores, como el reconocido helenista Jean Pierre Vernant, especializado en el estudio de la Grecia Antigua, o la menos conocida Marinette Dambuyant, que se especializó en la India. Junto a sus trabajos, el propio Meyerson emprendería el análisis de diferentes funciones, a menudo convocando a todo tipo de especialistas en la materia en cuestión (desde fisiólogos y neurólogos hasta lingüistas, sociólogos, filólogos e historiadores) a encuentros en forma de coloquios, como los realizados sobre la percepción del color, la persona o los sistemas de signos. En el coloquio sobre la percepción del color, por ejemplo, la conclusión de Meyerson es que, con los datos elementales de que disponemos sobre la visión humana del color (los elementos estructurales y funcionales que los análisis de físicos y fisiólogos nos muestran), no se ha construido un único sistema perceptivo, sino varios sistemas. No siempre se han visto, nombrado ni pintado las mismas cosas. La percepción es actividad y elección; en definitiva, construcción. La delimitación de lo que vemos o no vemos no siempre se ha hecho del mismo modo, la atención y el interés por unos u otros aspectos de la vida han ido cambiando. Pero además, el medio humano es un medio que se ha construido —y coloreado— diversamente; y esos medios «coloreados» han podido ejercer algún tipo de acción sobre la propia actividad perceptiva. Junto a los datos «fisiológicos» de la percepción, por tanto, hay que tener en cuenta el color como una construcción en la que intervienen, de formas diversas, la sociedad, las lenguas, las técnicas y las artes (Meyerson, 1987). Sobre la persona, tema que le obsesionó desde los años treinta y al que recurrió en su tesis para ejemplificar su método, Meyerson luchaba

8   Aceptar esta diversidad no implica la aceptación ni de deficiencias biológicas ni de aislamiento cultural (lo que supondría que sólo hay una cultura válida).

Los

constructivismos:

II. La

psicología genética y la psicología histórica

contra lo que llamaba el triple prejuicio de la inmediatez (de la supuesta posibilidad de conocernos a través de la introspección), la simplicidad (la supuesta unidad de un yo que en realidad está compuesto de múltiples aspectos relativos al cuerpo, a cuestiones institucionales como nuestro nombre, estado civil o profesión, a nuestras relaciones interpersonales, etc.) y el carácter primitivo del yo, que no sería sino una forma tardía de experimentarnos a nosotros mismos. La historia de esta noción ocuparía buena parte del coloquio organizado en 1960, «Problemas de la persona», del que el propio Meyerson (1973) ofrecería una síntesis: desde la tentativa conciencia de sí del estoicismo y las Confesiones de San Agustín hasta los desarrollos que encontramos en el siglo xviii de la mano del pietismo protestante, el romanticismo, los inicios del historicismo y los nacionalismos, con los que se impondría una concepción del individuo «mónada». Frente a esta noción más individualista, que tendría su reflejo en la novela de finales del xix, Meyerson, en línea con su idea del carácter inacabado e inacabable de las funciones psicológicas (en permanente cambio), manejará una concepción de la persona más fragmentada y oscilante, entre la dispersión y el intento de compensarla, como se deja ver en los personajes de Marcel Proust, Pirandello, Joyce o Virginia Woolf. Más que un «artificio literario», Meyerson ve ahí una «verdad psicológica esencial» (1948/1995, pp. 192-193). Otro de los temas a los que más se dedicó fue el del pensamiento histórico, cuestión de la que se ocupó en relación con la memoria y el tiempo. El pensamiento histórico supone a su juicio una auténtica mutación mental, ligada a la constitución del pasado como objeto y una concepción del tiempo lineal e irreversible. Este pensamiento histórico sería en efecto una especie de memoria, de organización temporal del pasado, pero no del pasado individual sino del pasado común. Su desarrollo, fundamentalmente desde el trabajo de la escuela histórica alemana, afectaría a su vez a la memoria, que se estaría reconstruyendo a su vez como una memoria histórica y colectiva —de cuya teorización se había ocupado un autor de orientación durkheimiana como Maurice Halbwachs, con su obra sobre Los marcos sociales de la memoria y La memoria colectiva (Meyerson, 1956)—. La influencia que Meyerson no tuvo en la psicología, cada vez más volcada en la vertiente experimental y biologicista, la tuvo en un sentido amplio en las ciencias sociales en Francia desde los seminarios que

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impartía en la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales. En estos últimos años, en los que su trabajo ha empezado a ser reconocido y recuperado en el seno de la psicología, una autoridad como el recién desaparecido Jerome Bruner (1915-2016) llegó a decir que Meyerson era el secreto mejor guardado de Francia (Bruner, 1996).

A MODO DE CONCLUSIÓN

Parafraseando el dicho acerca de las armas, podríamos afirmar que las historias de la psicología las cierra el diablo1. Aunque es difícil evitarlo —y probablemente nosotros mismos hayamos caído en ello—, dar a entender que el devenir histórico de la psicología posee un sentido equivale, en última instancia, a indicar al lector qué debe pensar acerca de la psicología, qué perspectivas debe aceptar y cuáles no, y qué tipo de psicología debe hacer si se dedica profesionalmente a ella. De este modo se pierde de vista la enorme complejidad del ámbito de lo psicológico —incluyendo la circunstancia de que el tipo de psicología que se haga produce un cierto tipo de subjetividad— y se crea una continuidad histórica artificial cuya descripción culmina con una especie de moraleja. Reconociendo que es casi imposible no seguir un hilo conductor —siquiera cronológico— cuando se narra la historia de una disciplina, desde nuestro punto de vista las discontinuidades son tan importantes como las continuidades, y las filiaciones contingentes entre ideas o autores son tan importantes como las necesarias. En todo caso, nunca debe olvidarse que los productos teóricos y aplicados de eso que llamamos psicología han estado y siguen estando inextricablemente ligados a técnicas de gobierno de uno mismo y de los demás, que a su vez se enmarcan en determinadas concepciones sobre la naturaleza humana y determinados modelos de convivencia. Una historia de la psicología, entonces, puede convertirse en un instrumento para entender mejor el presente de la disciplina y moverse en su interior con una mayor conciencia de lo que se hace. A ello nos gustaría contribuir con este manual.

1   Esta expresión la tomamos prestada del profesor Blanco Trejo, de la Universidad Autónoma de Madrid.

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Pero, ¿cuál es exactamente el presente de la psicología? ¿En qué deberíamos fijarnos si quisiéramos extraer del pasado claves para comprenderlo o transformarlo? Reiteramos que nuestra intención no es dar a entender que el presente de la psicología sea la culminación natural de un pasado tal y como el que hemos intentado resumir en los capítulos precedentes. El presente es tan abierto, borroso y plural como el pasado. De hecho, sería temerario por nuestra parte pretender siquiera cartografiar la situación actual de una manera exhaustiva, en parte porque nos faltan conocimientos y en parte porque se trata de una situación fluctuante, dinámica y con límites difusos. Por ejemplo, ¿habría que incluir dentro de la psicología el coaching o el mindfulness? En el ámbito de la psicología académica y profesional encontramos opiniones a favor y en contra.

El cerebro psicologizado Para ofrecer una orientación mínima podríamos decir que hay dos grandes perspectivas que inevitablemente se va a encontrar cualquiera que desembarque hoy en el mundo de lo psicológico, por no decir cualquiera que esté al tanto de lo que se cuenta en los medios de comunicación o las redes sociales, puesto que se trata de perspectivas muy unidas a la divulgación. Una de ellas, quizá más ligada a la denominada investigación básica, la constituye el vasto ámbito de la neurociencia, que hibridado con la psicología cognitiva ha dado lugar a la neurociencia cognitiva (Escera, 2004; Poldrack y Wagner, 2008), una tendencia reciente que intenta traducir a términos neurofisiológicos los procesos psicológicos tradicionales (atención, percepción, memoria, etc.) pretendiendo incluso configurar un nuevo paradigma teórico unificador (véase una valoración crítica en Spear, 2007). Si bien dentro de la neurociencia coexisten puntos de vista muy diferentes y no todos relacionados con la investigación básica, cabría caracterizar este ámbito como un intento de explicar la subjetividad a través del cerebro. No todos los planteamientos neurocientíficos son reduccionistas, en el sentido de que no todos suponen que la verdadera o única explicación de la conducta o la mente resida en procesos neurofisiológicos —como si éstos fueran su causa—, pero sí posee una gran fuerza la tendencia a suponer que, en última instancia, es al sistema nervioso a

A modo de conclusión

donde hay que mirar si se quiere dar cuenta científicamente de lo psicológico y, por supuesto, modificarlo (Rose, 2007; Rose y Abi-Rached, 2013). Se ha convertido casi en sentido común la idea de que el órgano de la mente es el cerebro y no, por ejemplo, otros órganos como el estómago u otras realidades objetivas que median igualmente en nuestra actividad, como las normas de tráfico o los dispositivos tecnológicos. Incluso se ha convertido en sentido común la idea de que la flecha de la relación causal entre cerebro y comportamiento es unidireccional y va del primero al segundo (lo que hacemos es consecuencia del funcionamiento neuronal), a pesar de que existen las mismas razones para invertir la dirección (la organización neurofisiológica del cerebro es consecuencia de lo que hacemos; recuérdese a este respecto lo que dijimos sobre la neuropsicología de Alexander Luria en el capítulo correspondiente). Aunque actualmente ese «cerebrocentrismo» (Pérez, 2011a) debe mucho al auge de las técnicas de neuroimagen (Cacioppo, Bernston y Nusbaum, 2008), que a veces se presenta como un modo de observar por fin la base biológica de lo psicológico (véase una crítica en Pérez, 2011b), la neurociencia forma parte de una larga tradición que no hemos destacado en este manual (véase González, 2010) pero que podemos vincular a alguna de las constantes históricas subyacentes a lo que hemos contado en él. Podemos vincularla, sobre todo, a la tendencia a pensar que la verdadera fundamentación científica de la psicología llegará el día que sus conceptos se traduzcan a conceptos biológicos o, al menos, se encuentre su base biológica. Se trata de una tendencia naturalista —más o menos acusada en según qué autores— ligada a una cierta concepción positivista del conocimiento científico según la cual hacer ciencia equivale a tratar con algo material en sentido físico o corpóreo —algo tangible—. Según eso, las neuronas o los vasos sanguíneos serían más reales, al parecer, que los pensamientos o las relaciones sociales, y por consiguiente garantizarían una base científica sólida. Recordemos a este respecto, por ejemplo, que Freud nunca olvidó del todo su Proyecto de una psicología para neurólogos, cuyo horizonte era la fundamentación de la psicología en una teoría energética del cerebro, algo no muy diferente a lo que pretendían algunos fisiólogos cruciales para el establecimiento de la psicología experimental, como Helmholtz o Fechner. Recordemos asimismo la psicología fisiológica de Wundt y su intención de fundamentar la psicología experimental en una correspondencia entre hechos de la experiencia y hechos fisiológicos.

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Algo parecido llegó a intentar William James con su teoría motora de la conciencia. En la propia tradición conductista han existido autores que, como Karl Lashley o Donald Hebb, han intentado elaborar modelos del funcionamiento cerebral en su correlación con el comportamiento, a veces con un alto grado de formalización y con propósitos omniexplicativos. La modelización del cerebro aparece también, como vimos, en las derivas conexionistas del cognitivismo. En realidad, ni siquiera las tradiciones menos mecanicistas han sido ajenas a la seducción de lo neuro: algunos psicólogos de la Gestalt resaltaban el (supuesto) isomorfismo entre las leyes de organización gestáltica y las de la organización funcional del cerebro, y Piaget también habló en algún momento del posible isomorfismo entre las estructuras cognitivas por él descritas y las neurofisiológicas2. No es que Wundt, Freud o James fueran reduccionistas o biologicistas. Simplemente se movían en la tensión entre la elaboración de teorías específicamente psicológicas y la idea de que lo psicológico posee algún tipo de relación privilegiada con el sistema nervioso y, además, ésta da carta de cientificidad a tales teorías. En realidad, neurociencia no equivale necesariamente a cerebrocentrismo. Dentro de las diversas tendencias neurocientíficas contemporáneas, algunas incluso se hallan cercanas a planteamientos constructivistas o son relativamente fáciles de interpretar desde un punto de vista constructivista (Baltes, Rösler y Reuter-Lorenz, 2006; Deacon, 1997; Edelman, 1987). A menudo este tipo de planteamientos subrayan la plasticidad del cerebro (Doidge, 2008; Wexler, 2006) y a veces consideran este órgano como algo que media en la producción de la subjetividad (Wilson, 2002), es decir, no exactamente como causa o fundamento último de la misma.

La psicología como tecnología felicitaria La otra corriente omnipresente hoy en día en la psicología, algo más ligada a sus dimensiones aplicadas, es la psicología positiva (Avia y Vázquez, 2004; Seligman, 1990, 2003; Vázquez, 2013). A grandes rasgos, 2   Edvard I. Moser, psicólogo y neurocientífico galardonado con el premio Nobel de fisiología en 2014, hace en su discurso de recepción un pequeño recorrido histórico acerca de su trabajo en el que menciona a Lashley y Hebb, tal y como puede verse en el siguiente enlace (que agradecemos al profesor Miguéns Vázquez): .

A modo de conclusión

se trata de un enfoque que denuncia lo que a su juicio es el olvido de las emociones positivas por parte de la psicología —centrada tradicionalmente en los aspectos psicopatológicos del ser humano— y reivindica, en consonancia, ponerlas en el centro de la investigación y la intervención psicológicas. Desde un punto de vista teórico, asume una cierta concepción optimista de la condición humana, en el sentido de que la hace girar en torno a la idea de felicidad: se supone que la aspiración natural de todo ser humano es la felicidad personal y que dentro de uno mismo se cuenta con los recursos para lograrla —siempre, claro está, que los desarrolle adecuadamente, y para ayudarle a ello están, si hace falta, los psicólogos—. Desde un punto de vista práctico, la intervención psicológica (clínica, laboral, educativa...) debe poner el énfasis en las «fortalezas» (strengths) de las personas (sus buenas cualidades y sus capacidades) y promover formas constructivas y animosas de resolver los problemas. La psicología positiva, a la vez que se presenta en ocasiones como un nuevo paradigma de la psicología clínica —e incluso de la psicología en general— entendida en un sentido profesional y en conexión con la investigación y el mundo académico, supone de facto una difuminación de la frontera entre la psicología científica y otras prácticas psicológicas cuyas raíces siempre han estado en los límites de lo que se suele considerar científico —o de lo que se suele considerar psicológico en sentido profesional—, como la cura por la palabra, el consejo espiritual o el coaching. De hecho, aunque en este manual nos hemos centrado en la historia intelectual de la psicología —o sea, en las teorías de unos y otros autores—, la psicología positiva, sin perjuicio de sus conexiones con la investigación básica o académica, entronca con tradiciones prácticas de larga data dentro y fuera de la psicología disciplinar, como la «cura mental» que se popularizó en los Estados Unidos durante el siglo xix o, más recientemente, las aplicaciones psicoterapéuticas y laborales de la psicología humanista (García, Cabanas y Loredo, 2015). Las raíces históricas de la psicología positiva se remontan especialmente al individualismo positivo de la Norteamérica del siglo xix, ligado a creencias religiosas que pretendían superar el calvinismo —para el cual el individuo estaba sometido a la férrea autoridad divina— y a la filosofía trascendentalista de Ralph Waldo Emerson, que a la postre pretendía hacer lo mismo en un terreno más laico, aunque no por ello exento de respaldo

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teológico (Cabanas y Sánchez, 2012). Se configuró entonces un modelo de sujeto capaz de conocerse a sí mismo, autodeterminarse y crecer indefinidamente merced al ejercicio de su voluntad. La psicología positiva ha sido objeto de críticas enconadas basadas en argumentos como su escaso apoyo empírico o su relación con el individualismo neoliberal, al que podría servir de excusa científica (Ehrenreich, 2012; Pérez, 2012, 2013). Pese a todo, goza de buena salud dentro de un mercado de la subjetividad —el de principios del siglo xxi— en el que cotiza al alza la aspiración al empoderamiento personal y el modelo emprendedorista del empresario de sí mismo (Vázquez, 2006).

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