Historia de La Literatura Francesa

April 18, 2017 | Author: diego28e | Category: N/A
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Linda Crister

HISTORIA

UNIVERSAL PUBLICADA por una sociedad de profesores y eruditos BAJO LA DIRECCIÓN DE

V. DURUY ___________________________

HISTORIA DE LA

LITERATURA FRANCESA

OBRAS DEL MISMO AUTOR DE VENTA EN LA MISMA LIBRERÍA

TEXTO CLÁSICOS DE LA LITERATURA FRANCESA, extractos de los grandes escritores franceses, con notas biográficas y bibliográficas, apreciaciones literarias y notas explicativas; colección usada como un complemento a la historia de la literatura francesa, y compuesta de acuerdo con los programas oficiales de 1866 para la educación secundaria especial. 2 volúmenes en 12, en rústica................................................................................................................. 4 50 1. Edad Media, Renacimiento, siglo XVII ............................................. 2 " 2. Los siglos XVIII y XIX …………………………………………………..........….. 1 50

LA CRÍTICA Y LOS CRÍTICOS EN FRANCIA EN EL SIGLO XIX. 1 volumen en - 12, broché ................................................................................... 1 "

LA FARSALIA DE LUCANO, traducida al francés en verso. 1 volumen grande in 8, broché ................................................................................................................. 7 50

DE LA EDUCACIÓN SECUNDARIA EN INGLATERRA Y EN ESCOCIA; reporte dirigido al ministro de instrucción pública (con la colaboración de M.H. Montucci, docteur es sciences mathématiques). 1 gran volumen in-8 de 664 páginas, broché ............................................................................................................................. 12

DE LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN INGLATERRA Y EN ESCOCIA; reporte dirigido al ministro de instrucción pública (con la colaboración de M.H. Montucci). 1 gran volumen in-8, broché ……………............................................................................................................... 12

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Typographie Lahure, rue de Fleurus, 9, París.

HISTORIA DE LA

LITERATURA FRANCESA DESDE SUS ORIGENES HASTA NUESTROS DÍAS

POR

J. DEMOGEOT Docteur és lettres, Agrégé à la Faculté des lettres de Paris Ancien professeur de rhétorique au lycée Saint-Louis

_________

DUODÉCIMA EDICIÓN _________

PARÍS LIBRAIRIE HACHETTE ET Cie BOULEVARD SAINT-GERMAIN, 79 ____ 1871

PARA

MONSIEUR P. PLOUGOULM CONSEILLER A LA COUR DE CASSATION.

Estimado señor,

¿Magistrado eminente, traductor elocuente de Demóstenes, quisiera usted aceptar el homenaje de un libro más bien elemental? No me he atrevido a ofrecérselo en su principio; pero ya que el público lo tolera, ya que ha tenido cinco ediciones, póngale el broche de oro a su buena fortuna al permitirme escribir su nombre. Dedico mis libros solo a mis amigos, permítame creer que a pesar de la brillantez del nombre que evoca en el patronato, esta dedicatoria no es una excepción.

París, 12 de agosto de 1861.

J. DEMOGEOT.

PRÓLOGO.

En primer lugar debemos pedir perdón por nuestro título, hubiéramos querido algo más modesto. Cuando tantos escritores que son mejores que nosotros se contentan con publicar ensayos críticos o estudios literarios, no nos sentaría bien pretender escribir una Historia de la Literatura, y esto en un solo volumen. El cronista Froissart se hacía llamar historiador por ingenuidad, por ignorancia de las obligaciones que impone la historia; pero Froissart era al menos un narrador encantador, un excelente pintor de escudos de armas, como su padre. Estamos muy lejos de siquiera alegar una excusa tal, también hemos sufrido en lugar de haber elegido la designación de este libro. El deseo de ponernos a la sombra de una colaboración honorable, y de entrar como parte integrante de una gran colección de historias, nos ha obligado a aceptar el título de historiador. Al ser admitido en tan buena sociedad, nos resignamos a la necesidad del traje. El resto de nuestro plan es sencillo y sin pretensiones. Guiados por nuestros maestros, los Villemain, los Ampère, los D. Nisard, Ph. Chasles, de los cuales algunos desaprobarían tal vez (eso nos tememos) aquel que se proclama aquí su discípulo, tratamos de reunir los resultados de nuestras investigaciones personales con el recuerdo de sus sabias lecciones. Aún podríamos invocar el patronato de varios escritores distinguidos de los cuales solo conocemos las obras pero cuyas obras fueron para nosotros guías valiosas. Que nos sea permitido nombrar solamente a M. Henri Martin. Su bella Historia de Francia no necesita de nuestros elogios; pero tal vez no se sabe lo suficientemente que los capítulos dedicados a la historia de las letras son tratados con igual ciencia y elevación de espíritu que la historia política, y eso para nosotros es una alabanza completa. Casi todas las épocas de nuestra literatura habían sido aclaradas por separado por estos autores hábiles; lo único que hicimos fue complacernos al andar sobre los amplios caminos que ellos construyeron. También fue fácil recorrer en todo su amplio los anales literarios de Francia. Incluso de vez en

cuando echamos una mirada furtiva más allá de la frontera, y hemos venido aquí a relatar nuestras impresiones del viaje. ¿Por qué no decirlo? Nos gustaría que el público encontrase tanto placer al leerlas como nosotros lo tuvimos al redactarlas. La magnitud y la variedad del tema, la abundancia de materiales, el número y la originalidad de las fisionomías que continuamente pasaban bajo nuestros ojos, hicieron de estos estudios un largo trabajo sin duda, pero lleno de encanto. No eran sólo los escritores, artistas del lenguaje más o menos hábiles lo que estábamos buscando en esta larga revisión literaria; era la élite de los espíritus de cada época, los representantes intelectuales de la nación. Cualquier pensamiento que vivió una época, cualquier idea que sirvió de testigo a una generación, fue necesariamente reproducida por nosotros en su forma privilegiada. Tenemos por lo tanto ante nosotros toda la vida moral de Francia en sus diferentes edades. Francia misma se nos presentó como el centro común, como el corazón de Europa. No hay ningún movimiento de este gran cuerpo que no provenga de nuestra patria y que no regrese a ella. En la Edad Media es ella la que provee a todos el impulso y proyecta hacia afuera sus fecundos pensamientos. Las naciones vecinas los recogen ávidamente y algunas hacen de estos sus obras maestras. Poco después comienza un retorno no menos admirable: Francia absorbe y transforma la Italia del siglo XVI, la España del siglo XVII, la Inglaterra del siglo XVIII, y hoy en día, a Alemania. Parece que para ser europeo, cualquier pensamiento local debe primero pasar por el filtro de Francia. Visto así, la historia de la literatura francesa fue entonces la historia misma del hombre a gran escala, un estudio de la psicología del género humano. Hemos seguido con emoción religiosa la gran biografía de la persona inmortal que, como dice Pascal, aún vive y aprende constantemente. Cada época literaria era uno de los momentos de su pensamiento; cada obra, uno de los puntos de vista de su espíritu o los latidos de su corazón. Lo confesamos, paramos con complacencia en la edad media y hasta en los tiempos de confusión que la prepararon. Sea por simple curiosidad por las edades poco conocidos, sea por retrospección instintiva sobre la época en que vivimos, nos encantaba ver cómo las sociedades comienzan de nuevo. De entre la confusión más espantosa, donde se chocan en desorden los restos de una civilización destruida, las costumbres salvajes de las hordas germánicas, las enseñanzas de una nueva religión, veíamos salir un orden inesperado, una organización poderosa y hermosa, el feudalismo, coronado con la caballería, su ideal. Hemos estudiado ampliamente nuestros viejos cantares de gesta, esas rudas epopeyas de los siglos XII y XIII, espejos poéticos de una época gloriosa. Luego vimos la iglesia, con sus obras

austeras, su escolástica, su teología, sus crónicas latinas, creciendo al lado del castillo, envolviéndolo con su poderoso abrazo, y colocando en frente el derecho a la fuerza, la inteligencia por encima de la espada 1. En los siglos XIV y XV, otro espectáculo se muestra no menos sorprendente: la ciencia se emancipa de una tutela que fue benéfica por mucho tiempo; la Iglesia ya no es el único poder moral, el espíritu humano comienza a liberarse. Pronto se ve revitalizado por la herencia de la antigüedad, la tradición grecolatina vuelve a aparecer en todo su esplendor. El siglo XVI es la confluencia en la que las dos corrientes de la civilización, el cristianismo y la antigüedad, se encuentran. Fue en tiempos de Luis XIV que estas forman en Francia este gran y majestuoso río de donde toda Europa se abastecía. Después de él llega la nueva ruina, todos los cimientos de la sociedad se tambalean, todas las autoridades colapsan. Como en la caída del Imperio Romano, una terrible invasión tiene lugar: la de las ideas, el siglo XVIII fue una época de revocamiento. Una gran misión parece reservada a nuestro siglo, la de reconstruir el edificio sobre nuevas bases. No se trata de volver a levantar pura y llanamente lo que el tiempo destruyó. La tentativa gigantesca pero efímera de Carlomagno está ahí para enseñarnos que la historia no se repite. Lo que el genio de un gran hombre no había podido hacer, la fuerza vital de las naciones, la savia natural de la mente humana lo logró: la edad media encontró su propia forma. Sin duda alguna, nuestro siglo también encontrará la suya. Ya, sin renunciar a la libertad, una conquista de la generación anterior, rechazamos sus negaciones estériles. La religión, que nuestros antepasados habían convertido en una fuerte institución política apoyada en la ley del país, recuperó su verdadero poder desde que esta no desea más armas que la libre adhesión de sus fieles, otro privilegio para lograr la felicidad de los hombres. El estado, el arte, la ciencia, la filosofía se acercan y se agrupan alrededor del principio salvador que emerge lentamente de en medio de nuestros sufrimientos, nuestros desgarramientos y nuestras miserias; este principio es la fe en la verdad libremente discutida y libremente aceptada, la obediencia a la razón impersonal, soberana invisible y absoluta del mundo.

1

A medida que buscábamos en la literatura algo más serio que la disposición de las palabras, no pudimos dejar de incluir en nuestros estudios todo lo que fue escrito en Francia en otro idioma distinto la lengua de oïl. No se destruyen los hechos al ignorarlos. Los cantos de los trovadores no nos son extraños; el inmenso movimiento intelectual de la sociedad clerical es una de las glorias de Francia. Hablar sobre letras en la Edad Media sin decir una palabra sobre la Iglesia y sus trabajos, es describir el amanecer haciendo caso omiso de la luz.

Estas son las ideas que hemos tratado de desarrollar en este libro, y que respetuosamente sometemos al escrutinio público. 20 de agosto 1851.

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Varias ediciones de esta obra han sucedido desde el momento en que escribimos estas líneas, hay que añadir a nuestro prefacio un agradecimiento al público benevolente, que ha tenido en cuenta con tanta indulgencia nuestra buena voluntad y nuestro esfuerzo. Nos beneficiamos año tras año de las observaciones que nos fueron hechas, y modificamos nuestra obra en la medida de lo posible. Continuaremos, si Dios así lo quiere, para cumplir con este deber: mejorar es el único consuelo de envejecer. Una de las mejoras a la que atribuimos la mayor importancia consiste en la adición de dos volúmenes de TEXTOS CLÁSICOS, que hemos publicado recientemente como un complemento a la presente historia. Creímos que un medio de hacer más útiles nuestras apreciaciones literarias es agregar una selección de nuestros mejores escritores, que los justifica o los reencausa. La historia de una literatura, bajo su forma narrativa, es sólo la opinión de un crítico; los textos de los autores son la literatura per se. Entre las críticas que se nos hicieron en la época en que esta Historia apareció por primera vez, era una que parecía grave y a la cual, sin embargo, no pudimos responder. Se nos ha reprochado el extendernos de manera complaciente en las épocas oscuras de nuestra historia literaria, en la edad media, por ejemplo, y no dar al siglo XVII un desarrollo proporcional a su importancia. Pero ahora, en una revista erudita, que llamaremos cortésmente la erudición ciencia, un crítico igualmente erudito, un copista de poemas carolingios, obrero laborioso al servicio del "gigantesco proyecto de M. Fourtoul 2", nos acusa, a nosotros y a todos nuestros colegas, de haber roto la proporción de nuestras historias en perjuicio de la Edad Media. Según él habría que insistir aún más en los cantares de gesta, analizar 2

Sabemos que este ministro tenía la intención de ser enterrado en una vasta colección de todo lo que se rimaba en la edad media. Se ha restringido tímidamente su plan: solo publicaremos el ciclo carolingio, ¡sólo cuatro o cinco mil versos!

concienzudamente a Gui de Borgoña, Otinel, Floovant et tutti quanti. ¡Ah, monsieur Josse, es usted un terrible orfebre! De ninguna manera nos sorprendería que un partidario del renacimiento, como lo somos nosotros mismos, nos acusase de habernos apresurado tanto en esta época hermosa y fructuosa, dotada de originalidad tan poderosa, tan creativa. De ello hablamos en la Sorbona durante un año, y el año nos pareció demasiado breve. Igualmente encontraríamos muy natural que un admirador de este siglo XVIII, tan innovador, tan audaz, tan prodigiosamente espiritual, nos encontrase deplorablemente cortos en cuanto a esta brillante pléyade de hombres y mujeres autores cuyas obras, cuyas memorias, cuya misiva más insignificante es a veces obras maestras. Y nuestra revisión del siglo XIX, ¿qué autor contemporáneo la encontrará suficientemente desarrollada? ¿Qué podemos concluir de todos estos reproches? Que a fuerza de alterar el equilibrio en todos los puntos, bien podríamos haber establecido en casi todas partes; que no hay una sola época de la cual no hayamos dicho todo lo que se puede y todo lo que se debe decir; en otras palabras, que nuestro trabajo tiene un solo volumen. En verdad, lo sospechábamos. ¿Qué remedio hay para este mal? El único que conozco es el de seguir el ejemplo de los ingenieros geógrafos. Si creen insuficiente el mapa general de un país después de haberlo dibujado, hacen en seguida mapas particulares, que dan a cada detalle la importancia que le corresponde. Para hacer esto mismo quisiera tener el tiempo y la fuerza por al menos un lapso. Elegí el siglo XVII, el siglo de las obras maestras, como objeto de un estudio desarrollado Un volumen de este nuevo libro ya se publicó 3: otros seguirán, espero, si Dios me da la vida y la universidad el tiempo. Mientras tanto, en nuestros TEXTOS CLÁSICOS, hemos atendido a las justas predilecciones de los admiradores del siglo XVII, dedicando cerca de quinientas páginas a pasajes de autores de esta época. Nunca es demasiado tarde para reparar una omisión cuando esta omisión es una injusticia. Se puede anotar que la tabla analítica de este libro fue hecha con extremo cuidado y una rara inteligencia por las cosas bibliográficas. Debo esta tabla a la amistad de un magistrado distinguido, M. H. Vinson 4, 3

Tableau de la Littérature française au dix-septième siècle avant Corneille et Descartes, 4 vol. in-8. L. Hachette y Cie. 4 M. Vinson publicó en Pondicherry el curioso catálogo de su biblioteca (Notice sommaire des livres d'une petite bibliothèque, in-4, 192 p.; 150 ejemplares). Él tiene en su posesión un libro que tendrá su lugar junto al de L. Ratisbonne, el Infierno de

quien supo combinar el trabajo de su profesión con una pasión por la bibliografía y las letras. Cuando por primera vez que publiqué este libro, no creí que el público diese tal importancia como para que me fuese permitido nombrar a mi modesto colaborador: el éxito me anima a ser agradecido. Aún tuve, para mi quinta edición y por lo tanto para las siguientes, otro auxiliar que me complazco en nombrar. Mi colega y amigo, E. Geruzez, de buen grado me señaló un buen número de inexactitudes que se habían infiltrado en mis ediciones anteriores. Sabemos que el M. Geruzez publicó poco después de mí (1851), un libro sobre el mismo tema y con el mismo título que el mío, obra coronada por la Academia Francesa, y que se merecía en todos los aspectos, tal distinción 5. Es con un cierto orgullo que aquí reconozco este tipo de competencia, honesta y leal de ambos lados, incluso más generosa de su lado, la cual permitió fortalecer los lazos de nuestra amistad gracias a una estima mutua. Vixeruntque mira concordia, per mutuam caritatem, et invicem se anteponendo 6.

París, 29 de marzo de 1867.

Dante, traducido en terzines, es decir, en versos entrelazados de acuerdo con el sistema del poeta italiano. Este trabajo, cuyo manuscrito hemos visto, es un calco de impresionante de precisión. 5 Desde entonces, M. Geruzez publicó en dos volúmenes una segunda edición de su Historia considerablemente aumentada y coronada una segunda vez por la Academia francesa. 6 Es con una emoción dolorosa que reimprimo estas líneas que ya no leerá más.

HISTORIA DE LA

LITERATURA FRANCESA

PRIMER PERIODO. LOS ORÍGENES. _______

CAPÍTULO PRIMERO. LOS CELTAS Y LOS ÍBEROS. Perseverancia del carácter celta. — Influencia de los idiomas celtas en la lengua francesa. — Restos de la poesía gala. — Los íberos. — Su lenguaje y su poesía. Perseverancia del carácter celta. Entre la sociedad antigua que muere con el Imperio Romano y el mundo moderno, que se constituye en la edad media, hay seis siglos de laboriosa preparación, durante los cuales todas las fuerzas vivas que deben producir una nueva civilización se agitan desordenadamente y como en un vasto caos. Esta época, aparentemente estéril, contiene las semillas fértiles del futuro. Debemos entonces reconocer y aprovechar en su manifestación literaria estas influencias diversas, cuya combinación nos ha convertido en lo que somos. Las principales son las tradiciones de Grecia y Roma, las enseñanzas del cristianismo y las costumbres traídas por la invasión germánica. Pero bajo estas corrientes extranjeras, que pronto se unirán en un gran río, está el suelo mismo que se abre para recibirlas, me refiero a la raza primitiva, anterior a la doble conquista romana y germánica, a la doble civilización

helénica y cristiana y cuyo carácter perdura en tantos cambios diversos. Hablaremos primero de esta. Con razón dice Heeren, "para comprender bien la historia de la nación francesa es esencial considerarla como proveniente de la raza celta. Sólo así podemos explicar su carácter tan diferente al de los alemanes, carácter que, a pesar de las diversas mezclas a la cuales la población celta estuvo sometida, se mantuvo como tal entre los franceses, y que encontramos retratada en César." Los celtas aparecen en la historia como un pueblo audaz, emprendedor, cuyo genio es sólo movimiento y conquista. Se encuentran en todas partes del mundo, en Roma, Delfos, Egipto, Asia, siempre corriendo, siempre saqueando, siempre ávidos de botines y peligro. Son grandes cuerpos blancos y rubios que se engalanan con gusto con gruesas cadenas de oro, con tejidos brillantes de rayas, como el tartán de los escoceses, sus descendientes. En todo aman el brillo y la bravuconada; lanzan sus flechas contra el cielo cuando truena, caminan contra el océano desbordado empuñando su espada, venden sus vidas por un poco de vino, que distribuyen a sus amigos, y prestan su garganta al vendedor, siempre y cuando un círculo amplio los vea morir. Raza simpática y sociable, se unen en grandes hordas y acampan en amplias llanuras. Una cosa que les gusta casi tanto como la buena batalla es conversar finamente. Tienen una lengua rápida, concisa en sus formas, prolija en su abundancia, llena de hipérboles y temeridades 7. Además, ellos saben escuchar según la ocasión: ávidos de cuentos e historias, cuando no pueden ir a buscarlas ellos mismos por el mundo, detienen a los viajeros a lo largo del camino, y los obligan a que les relaten las noticias. Valentía, simpatía, jactancia, brillantez, curiosidad, estas son las principales características con las cuales los autores antiguos nos retratan a los galos, nuestros antepasados. Si se tratase de un estudio de etnografía o de lingüística, habría que, para ser exactos, subdividir, como lo hace M. Am. Thierry, la raza gala en dos familias, hablando dos idiomas análogos pero distintos: una, la de los gaélicos, más antiguamente establecida en el suelo de la Galia, predominante en las provincias del este y del centro y que se extiende de Irlanda y la Alta Escocia; la otra, la de Cymries, que hace parte de una migración más reciente y expandida especialmente al oeste de la Galia y al sur de la isla de Inglaterra 8. Debemos ignorar aquí esta subdivisión, que no es tan radical. 7

8

Diodoro de Sicile, liv. IV.

Un profesor que Alemania acaba de perder, J. C. Zeuss, publicó en latín la gramática más completa de los diversos idiomas celtas: Grammatica Celtica. Lipsiæ, 1853. Ya teníamos desde 1838 la Grammaire celto-bretonne de Le Gonidec, y desde 1831 su Dictionnaire celto-breton reimpreso en 1848. — En Inglaterra, Shaw, Edward Davies, Armstrong y la Highland Society of Scotland, publicaron importantes trabajos sobre los idiomas de los pueblos celtas.

Ambas poblaciones y lenguas pertenecen a la misma cepa, a la cepa celta; y lo poco que podemos decir de ellas remite indistintamente a las dos ramas. Influencia de los idiomas celtas en la lengua francesa. Los idiomas celtas, por su origen, están relacionados a la gran familia indoeuropea, que incluye el sánscrito, zend, griego, latín, los idiomas germánicos y eslavos. Por sus condiciones esenciales se relacionan con ella, son parientes en cierto modo lejanos, pero no dejan de ser parientes 9. Se suele creer que la invasión romana transformó completamente a la Galia: lo cierto es que las clases altas de la población adoptaron con entusiasmo las costumbres y el lenguaje de los conquistadores. Allí, más que en Gran Bretaña, las letras fueron un instrumento de conquista. Sin embargo, bajo esta superficie uniforme y brillante dormitaba el genio antiguo de la Galia. La antigua lengua de los antepasados, casi exiliada en las grandes ciudades, se mantenía viva y venerada en las aldeas, en los campos, en el borde de los bosques druídicos. La erudición les siguió religiosamente las huellas época tras época en el texto de los escritores latinos 10. En el siglo VI, el poeta Fortunat da aún testimonio de su existencia y sus inspiraciones líricas 11. En esta época, el celta retrocede ante los conquistadores germanos; se repliega poco a poco y como gruñendo hasta la Armórica, su último e inexpugnable asilo. Fue allí que, aún hoy en día, después de tantos siglos, tantas invasiones, tantos tumultos, el idioma celta aún subsiste tal como se hablaba en el siglo VI de nuestra era 12. En medio de los cambios universales de Europa, Bretaña parece permanecer inmóvil; y, como sus misteriosos dólmenes, se eleva en un rincón de Francia como la sombra de nuestro pasado, como custodio de las viejas costumbres y antiguos recuerdos 13.

9

J. J. Ampère, Histoire de la littérature française, t. I, p. 33. — Las eruditas Recherches sur les langues celtiques de M. F. Edwards, han puesto total claridad a este parentesco. M. A. Pictel ha hecho de éste el tema de una obra especial: De l'affinitè des langues celtiques avec le sanscrit. París, 1837. 10

Larue, Essai historique sur les bardes, discurso preliminar.

11

Venantius Fortunatus, Iib. VII, p. 270.

12

Véase en les Chants populaires de la Bretagne, recogidos por el M. Villemarqué, una sátira de Taliesin, bardo galés del siglo VI, acompasada con la versión en bretón moderno que el mismo editor pone en paralelo. De ello se desprenden los curiosos trabajos de M. F. Edwards, el bretón moderno sufrió pérdidas en lugar de cambios.

13

Un hecho reciente acaba de demostrar que a pesar de la separación secular de los bretones y de los galos, el idioma que hablan no ha experimentado cambios fundamentales. A finales de diciembre de 1859, un barco Inglés naufragó en la península de Quiberon. La tripulación fue rescatada y llevada a Sarzeau cerca de Vannes. Ninguno de los sobrevivientes sabía francés; pero entre ellos se encontraba un

No contenta con perpetuarse en una de nuestras provincias, la lengua celta ha dejado numerosas huellas en el resto de Francia. Varias miles de palabras francesas parecen no tener otro origen. M. F. Edwards recogió en su lexicografía, un sinnúmero de términos franceses e ingleses derivados de idiomas que hablaban los galos 14. Esta herencia no se limita a la parte material de la lengua, a las palabras que designan los objetos; se extiende a los procedimientos generales de elocución, al espíritu de la gramática, es decir, a lo más íntimo e indeleble que hay en un pueblo. Se ha observado con razón que la diferencia más característica que separa al francés del latín consiste en el uso del artículo y en la supresión de las desinencias de la declinación. Ahora bien, el uso del artículo pertenece a los idiomas celtas, aunque la palabra con la cual hicimos nuestro artículo sea de origen latino (ille, illa, etc.). En cuanto a las declinaciones, no existen ni en el dialecto galo ni en el bretón, era natural que los pueblos que hablaban esos idiomas siguiesen prescindiendo de ellas cuando comenzaron a aprender latín. Mas una circunstancia mucho más llamativa es que uno de los dialectos galos, el gaélico, que todavía se habla en Escocia e Irlanda, tenía un esbozo de declinación en el que el nominativo y el genitivo singulares se invertían en el plural, de manera que el nominativo de los dos era también el genitivo del otro 15. Pues bien, esta inversión de las formas plurales, tan extraña en sí misma, se encuentra específicamente en la famosa regla de l's constatada

galés. Él entendió el lenguaje de los bretones, les habló el suyo, y sirvió como intérprete para sus compañeros. 14

Recherches sur les langues celtiques. La lexicografía abarca toda la segunda mitad del volumen. Citaremos como ejemplos las primeras palabras que encontramos: fr. havre; gal., bret. y gael. escos. aber. —Fr. amarre; bret. y gael. esc. amar. — Fr. arsenal; gal, y bret. arsenai. — Fr. attiser; hr. atizer. — Fr. lec; gal. bek. — Fr. bac; br. bak. — Fr. boucle; hr. buccl; gael. esc. bucal., irl. bucla. — Fr. botte; gal. bot. ; br. botez. — Fr. charge, cargaison; br. karg. — Fr. parc; br. park. — Fr. toque; br. tôk. — Fr. barre; br. barr. — Fr. rue; br. ru. — Fr. porche; br. porz. — Fr. bouc; br. bouch. 15

Por ejemplo, cuando el singular era: Nominativo, bard

(barde),

Genitivo,

baird.

Gen ,

bard.

Gen.,

colaime.

Gen.,

colam.

El plural era : Nom.,

baird,

Singular: Nom.,

colam

(colombe),

Plural : Nom.,

colaime,

por Reynouard, que también rige en el comienzo de la Edad Media los dos dialectos franceses de los cuales hablaremos más adelante 16. Muchos otros procedimientos de expresión son comunes en la antigua y la nueva Francia. Tanto la una como la otra siguen en la frase una marcha analítica y prefieren la construcción directa. Ambas hacen el pasivo usando el auxiliar être; ambas expresan la negación dos veces (ne pas, né két) y separan los dos elementos con el verbo. Varias formas de la numeración francesa tienen sin duda un origen celta. Los números septante y octante eran latinos; soixante et dix y quatre-vingts son galos. A los bretones les gusta la multiplicación por veinte: dicen dos veintes para cuarenta, tres veintes para sesenta, etc. Dicen incluso, como nuestros ancestros, seis veintes y quince veintes. El espíritu celta se encuentra en muchas de nuestras expresiones idiomáticas. El verbo faire seguido por un infinitivo, faire bâtir (hacer construir), este giro tan esencialmente francés, pertenece al lenguaje de los bretones. . Antes que nosotros decían: ir a ver, gustar hablar, saber cantar. Construían como nosotros los pronombres personales regidos por un verbo: él me ve; yo te amo. Hasta en la pronunciación francesa se refleja nuestra descendencia. Todos los sonidos simples del francés se encuentran en el bretón, y todos los del bretón, a excepción de uno solo (la ch y la y) están también en nuestra lengua: la u y la e muy abierta, la e muda, tan escasa en otros idiomas, la j pura, desconocida en toda Europa, los dos sonidos líquidos de la l y n (como en las palabras bataille y dignité), son comunes en la lengua francesa y en los idiomas celtas. La t eufónica (viendra-t-il,), esta singularidad de nuestra lengua, es, según Edwards, muy frecuente en gaélico. Incluso este erudito pensó reconocer que la diferencia tan marcada entre la pronunciación del Norte y la del sur de Francia tiene en cierta medida una diferencia parecida a los idiomas primitivos de los galos. Por ejemplo, el idioma bretón, hablado en ese entonces en las provincias del norte, usa con frecuencia la n nasal, que no se encuentra en el dialecto gaélico de los galos del sur. 16

Esta regla consiste en el uso de l's final en el nominativo singular de los sustantivos masculinos, y en los casos oblicuos del plural. Así se hacía el singular: Nominativo, rois (roi),

Genitivo y casos oblicuos, roi.

En el plural : Nom., roi,

Genitivo y casos oblicuos, rois.

Es cierto que podemos explicar la presencia o la ausencia de l's en estos casos por la imitación de la lengua latina, que a menudo admite en el nominativo singular y en algunos casos oblicuos del plural; mientras que la rechaza en los casos oblicuos del singular y en el nominativo del plural: dominus, domino, y domini dominis.

Camilo Monsalve. Prácticas II de traducción: Historia de la literatura francesa. […] Ésta persistencia de la lengua nos resultará menos asombrosa si consideramos que la raza céltica conservó con la misma tenacidad sus costumbres, hábitos y hasta sus leyes. Un erudito jurisconsulto reveló que en el derecho consuetudinario francés quedaban restos claros y numerosos de la antigua legislación gala 1. Debemos detenernos en la poesía de ésta primitiva población, pues es tan meritoria de nuestra atención como su lengua. Vestigios de la poesía de la Galia Toda la cultura intelectual de la raza céltica era confiada a la clase sacerdotal. En ésta, los dos principales rangos estaban constituidos por druidas 2 y bardos. Los primeros, en particular, tenían por función servir como ministros del culto, árbitros soberanos de la justicia, y custodios de la autoridad moral y de las tradiciones científicas. Conformaban una poderosa teocracia dominada por un jefe electo y se reunían cada año en una suerte de concilio. Éste temible cuerpo se valía de severas pruebas para aumentar sus filas e imponía un largo noviciado a sus discípulos. Los antiguos miembros transmitían oralmente el compendio enciclopédico de las ciencias a los nuevos miembros, los cuales necesitaban de poco más de veinte años para dominarlo por completo 3. Los bardos, músicos y poetas, entonaban en los sacrificios los himnos de los dioses, imbuían valor a los guerreros y encomiaban sus hazañas en los banquetes públicos. Toda la antigüedad clásica reconoce unánimemente su doble carácter moral y patriótico. Las leyes de Moelmud atribuyen, con lujo de detalles, éstas mismas funciones a los bardos. Para algunos sabios, éstas leyes se presentan como una Laferrière, F. (1836). Histoire du droit civil de Rome et du droit français. Derouyd se deriva de De o Di, Dios, y de rhoud o rhouid, el que habla, (al. reden). Así, Derouyd significaría intérprete de dios o aquel que habla con dios. La palabra griega θεοςλογος sería la traducción literal. 3 Podemos leer al comienzo de Canciones populares de Bretaña una muestra de esta enseñanza druídica. Se trata de un poema bastante lóbrego, en el que las diversas nociones de astronomía, historia y mitología céltica están ligadas a la categoría de los primeros números. Aún algunos bretones la cantan sin comprender su sentido. 1 2

modificación posterior de las leyes preexistentes al establecimiento del cristianismo, pero en realidad serían anteriores a las de Hoel le Bon, legislador galo del siglo décimo. De acuerdo a éstas leyes, el deber de los bardos es el de divulgar y conservar los conocimientos morales. Deben tener en cuenta cada acción memorable, ya sea del individuo o de la tribu; todos los eventos del tiempo, los fenómenos naturales, las guerras y las victorias. Están a cargo de la educación de la juventud, gozan de ventajas especiales, se les equipara con los agricultores y se les considera como uno de los tres pilares de la nación 4. Los bardos no tardaron en decaer. Posidonio, quien visitó la Galia un siglo antes de la era cristiana, nos presenta ya a un bardo corriendo tras las ruedas del carro de Luern, rey de los Arvernos, y agachándose con reconocimiento para recoger una bolsa con oro fruto de sus alabanzas. Esta misma decadencia se puede atestiguar en los más antiguos monumentos poéticos de los bardos galos, cuya crítica moderna demuestra la autenticidad sin dejar lugar a dudas 5. Vemos en éstos a los bardos asentados por doquier, gracias al mecenazgo de los jefes militares. Estos les permitían sentarse a sus mesas, vivir en sus palacios y acompañarlos a la guerra. Era una verdadera domesticidad feudal 6. Gran Bretaña era la sede principal del bardismo en los tiempos de Cesar. Es aquí donde la juventud gala se iniciaría en los misterios de su culto. Ésta región, menos expuesta a las invasiones extranjeras, ofrecía, sin duda, un refugio más apacible para los sabios custodios de las tradiciones célticas. La Bretaña armoricana se encontraba en condiciones casi tan favorables. Su ubicación geográfica, sus bosques y el mar la preservaron del contacto con los hábitos y con las ideas romanas. Además, en los siglos cuarto y quinto, la región se vio alimentada por nuevos elementos druídicos. Algunas migraciones de los bretones realizadas de forma sucesiva reavivaron en ésta región el antiguo espíritu nacional: comenzando en el 383, debido a las acciones del tirano Máximo y, posteriormente, en los siglos quinto y sexto, 4 La Villermarqué, Canciones populares de Bretaña, t. I, pp. 5. ─Myvyrian, The Myvyrian Archaiology of Wales, t. III, pp. 291. 5 Sharon Turner, A vindication of the genuineness of the ancient British poems. 6 La Villemarqué, Introducción de Canciones populares de Bretaña.

cuando los sajones triunfantes expulsaron a un gran número de habitantes de la isla. De esta forma, la raza céltica concentrada en la Armórica llegó a ser más compacta y más fuerte. Las antiguas instituciones vieron un nuevo florecer, los bardos recuperaron su esplendor. Taliesin, jefe de bardos, profetas y druidas galos, se encontraba probablemente entre aquellos emigrados que buscaban asilo en la Galia. Huarnon, exiliado al igual que Taliesin, fue admitido como bardo doméstico en la casa del duque JudickHaël. Los bretones de Armórica recogieron, al igual que sus hermanos de Gales, las obras de sus poetas más célebres. La mayor parte de estas se preservaron solo por medio de la transmisión oral. Sin embargo, existe un bardo cuyos cantos habían sido escritos y conservados plenamente hasta fines del siglo pasado. Este bardo se llamaba Gwenc’hlan. de La Villemarqué, lamentándose por la pérdida del preciado manuscrito, cree poder al menos ofrecer uno de los poemas de éste bardo. Éste es un canto popular que los campesinos bretones titulan Profecías de Gwenc’hlan. El erudito

crítico

encuentra

que

el

trasfondo

de

opiniones,

hábitos,

sentimientos, ideas e imágenes que le constituyen ofrece todas las características de la poesía de los bardos del siglo quinto y sexto, con un tinte todavía mayor de paganismo y un odio marcado contra la Iglesia cristiana. A continuación presentamos algunos fragmentos: El bardo, viejo y privado de la vista por la brutalidad de un jefe extranjero, se abandona, al comienzo, a su dolorosa ensoñación. “Cuando el sol se pone, cuando la marea suspira, canto bajo el umbral de mi puerta Cuando era joven, cantaba; ahora viejo, sigo cantando Canto a la noche, canto al día y estoy acongojado” Al igual que los druidas animaban con sus himnos a los guerreros galos compañeros de Vindex, como Taliesin y Merlín predijeron la derrota de la raza sajona y el triunfo de los nativos, Gwenc’hlan, en una poética imprecación que recuerda a las diræ preces de los bardos de la isla de

Mona 7, anuncia la derrota de los extranjeros. El agresor se le aparece bajo la imagen de un jabalí, el jefe armoricano, bajo la de un caballo de mar. Él presencia el fiero combate librado por aquellos y se deja llevar por la embriaguez de la victoria y de la matanza. “Veo al jabalí salir del bosque: cojea, está herido Su hocico abierto de par en par repleto de sangre, su crin blanqueada por la edad Está rodeado por sus pequeños gruñendo de hambre Veo al caballo de mar venir a su encuentro haciendo temblar de pavor la ribera Es blanco como la resplandeciente nieve; lleva en su frente cuernos de plata El agua hierve bajo él, debido al fuego formidable que sale de sus ollares ¡Aguanta! ¡Aguanta! Caballo de mar; golpéalo en la frente, golpea fuerte, golpea Los pies desnudos resbalan sobre la sangre. Aún más, ¡golpéalo! ¡Más fuerte aún! Veo que la sangre le llega hasta las rodillas, veo la sangre como una charca ¡Más fuerte aún! ¡Golpéalo! ¡Golpéalo más fuerte! Mañana descansarás” Luego, cambiando la escena de golpe y asociando su venganza a los animales de presa, le otorga a su poesía un carácter más enérgico y más salvaje aún. “Como me encontraba tranquilamente en mi fría tumba, escuche el llamado del águila en medio de la noche “Llamaba a sus aguiluchos y a todas las aves del cielo 7

N.T. Hoy conocida como isla de Anglesey.

“Y ella les decía al llamarlas: elévense rápido sobre sus dos alas “Esta no es la carne podrida de perros y ovejas que necesitamos, es la carne cristina 8 Viejo cuervo de mar, dime, ¿qué tienes ahí? Tengo la cabeza del jefe de armas; quiero sus dos ojos rojos Arranqué sus ojos, pues él arrancó los tuyos Y tú, zorro, dime, ¿qué tienes ahí? Tengo su corazón, el cual era tan falaz como el mío Quien ha deseado tu muerte y quien te ha asesinado desde hace tanto Y tú, sapo, dime, que haces ahí en la comisura de su boca Yo, estoy aquí esperando a su alma pasar. Permanecerá en mí mientras yo viva, en castigo por el crimen que cometido Contra el bardo que habitaba otrora entre Roch-Allaz y PortGwenn” Ésta última y aterradora idea se relaciona directamente con el dogma druídico de la metamatosis. La originalidad poderosa, el colorido intenso de esta poesía, el odio hacia los extranjeros cristianos parecen confirmarnos la opinión que tiene de La Villemarqué y asigna a este fragmento la fecha más remota. Abandonemos por ahora la Armórica y a sus bardos. Dejémoslos apaciguarse bajo la influencia de este cristianismo que abrazarán con tanta tenacidad como al principio repudiaron tan enérgicamente. Escucharemos nuevamente sus voces en la Edad Media, nos reencontraremos con sus valientes caballeros en torno a la mesa redonda de Arturo y a la tumba encantada de Merlín.

Tal vez no hay que ver en esta expresión el odio contra la religión cristiana. Los campesinos, incluso los de nuestros días, emplean la palabra cristiano como sinónimo de humano.

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Los Íberos Sobre el territorio de la Galia había otra población que, según muestran los trabajos recientes, estaría definitivamente ligada a la raíz céltica, pero que difería lo suficiente del resto de la raza, como para ser necesario su mención en estas páginas. Los íberos, de la que aún hoy sobreviven restos en la población vasca, es probablemente la población más antigua de Europa. Parecen haber formado la vanguardia de esta gran migración que, desde las regiones de las altas latitudes de Asia, invadieron Occidente de palmo a palmo. No podríamos decir por qué ruta vinieron, pero poblaron con sus tribus desde el centro de la Galia hasta el Garona, quizás incluso hasta el Loira, una gran parte de España, a la que le dieron su nombre, desde la costa noroeste de Italia hasta el Arno, además de las tres grandes islas del Mediterráneo. Sería difícil recrear, con la ayuda de algunas palabras sueltas de los escritores griegos y romanos, la imagen de un pueblo destruido casi en su totalidad. Sin embargo, a través de la penumbra de estos documentos incompletos, los íberos se nos presentan como una raza activa, ingeniosa, más dados a la defensa que al ataque y cuya civilización precoz e incompleta era presa, la mayoría de las veces, de la violencia bárbara de sus más jóvenes vecinos. Diseminados por una superficie inmensa, formaban más bien una suerte de tribus que de nación. Nada de vínculo entre ellos, nada de alianzas: permanecieron aislados por su orgullo y debilitados por el aislamiento. Los de las montañas parecen haber fortalecido su energía en la salvaje naturaleza que les rodeaba. Vecinos de los celtas, se distinguían de aquellos por la sobriedad de su vida y la austera sencillez de sus costumbres. Mientras que los galos amaban las vestimentas estridentes de colores brillantes, los íberos llevaban ropas negras de gruesa lana con altas botas de crin. Incluso las mujeres, como las españolas de hoy en día, se ataviaban con velos negros. Todo en ellos presentaba una población primitiva, que construyó por sí misma sus propias ideas mediante la observación y nada recibió de los

demás. Cada una de estas tribus daban a los meses nombres particulares, los cuales eran designados de forma pintoresca por los aspectos o productos de la naturaleza que abundaban en dichos periodos del año. Su semana era de tres días, periodo cuya corta duración y de fácil recordar debió de resultar conveniente para esta civilización naciente. Lengua y poesía de los Íberos La lengua de los íberos, que ellos mismos llamaron Eskara o Euskara ha sido uno de los temas de curiosas investigaciones 9. Parece seguro que esta no difería esencialmente del vasco que se habla aún hoy a ambos lados de los Pirineos. Algunos eruditos han alabado bastante la riqueza de esta lengua: han citado con orgullo los doscientos seis presentes que posee cada verbo, los modos afirmativos, negativos, eventuales, corteses, familiares, masculinos y femeninos de los que dispone, sin reflexionar que esta abundancia estéril atestigua la infancia de una civilización que no pudo conseguir la simplicidad de las ideas generales y el mecanismo fácil de una lengua analítica 10. Esta edad social es bastante favorables a la poesía. Estrabón atestigua que los turdetanos, población española de raza ibérica, poseía en su tiempo monumentos escritos de una antigua tradición, poemas o leyes en verso, que, según se dice, datan de hace seis mil años 11. Los gallegos marchaban al combate cantando himnos de guerra 12. Los cántabros entonaban el peán de victoria sobre la cruz en la que eran clavados por la barbarie romana 13. De todos estos cantos, nos sobrevive un fragmento escrito en lengua vasca, el cual relata un sitio prolongado de los ejércitos de Augusto a los íberos, en Jean-Jaques Ampère en su libro Histoire de la littérature française avant le douzième siècle cita los trabajos anteriores a los suyos. Es necesario añadir los de W.F. Edwards en la obra anteriormente citada. 10 W.F. Edwards parece disipar el prestigio de esta lengua, al observar que “partículas sueltas en otras lenguas entran en combinación en el vasco, para formar declinaciones y conjugaciones bastante complicadas en apariencia”. El mismo autor cita, en su Lexicographie, un número bastante grande de palabras francesas que parecen provenir de la lengua vasca, como ennui de enojua (esp. enojo, ital. noja), aise de aisa (facile): vague (flot) de baga. 11 Estrabón, libro III, capítulo I. 12 Silio Itálico, libro III, V. 345. 13 Estrabón, libro III, capítulo IV. 9

sus montañas. Los romanos, sin esperanzas de doblegarlos, resuelven hacerlo mediante la hambruna. Según se relata, el bloqueo duró muchos años y terminó con una paz honorable para los íberos. Este poema popular no es contemporáneo, en su forma actual, a la época que rememora; sin embargo, remonta a una alta antigüedad. La brusca sencillez que le caracteriza bastaría para confirmar su autenticidad 14. “Los extranjeros de Roma ─quieren doblegar a Vizcaya y─ Vizcaya entona ─el canto de guerra. Octaviano es ─el señor del mundo─ Lecobidi, ─de los vizcayanos. Desde la mar ─y desde tierra─ Octaviano nos sitia (por todos lados). Las planicies áridas ─les pertenecen─ (a nosotros), los bosque de la montaña ─las cavernas. Ínfimo (es nuestro) temor, ─cuando medimos nuestras armas─ (pero), ¡oh! s reservas de pan nuestra, están ─ ustedes(mal) dotadas. Tan duras son las corazas ─(ellos) las portan─ los cuerpos sin defensa ─ágiles (son). Durante cinco años, ─de día y de noche─ sin reposo alguno ─el sitio ha durado. Cuando a uno de nosotros ─ellos matan─ quince de ellos (son) destruidos. (Pero) ellos (son) numerosos, y ─nosotros, pequeña tropa─ al final entablamos ─amistad” Entrevemos ya, en este canto de guerra de la raza primitiva, la población conquistadora que aporta a la Galia otras ideas, otros hábitos, una civilización y una literatura extranjera. Es de ellos de quienes hablaremos ahora.

14 Este poema fue descubierto en 1590 por J. Ibañez de Ibarguen y publicado por vez primera en 1817 por G. de Humboldt en Mithriades.

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CAPÍTULO II La Galia griega y romana Influencia de Grecia sobre la Galia ─ Influencia de Roma

Influencia de Grecia sobre la Galia Es sobre todo gracias a Roma que la Galia entró en contacto con Grecia. Aunque las colonias helénicas llegaron a estas tierras antes que Roma, en realidad no se extendieron más allá de sus bordes. Rodas estableció un puesto comercial en la desembocadura del Ródano. Incluso Marsella permaneció aislada en su elegante civilización por seis siglos. Fue a través de ésta que Grecia ingresó a la Galia, pero sin transformar a los galos en griegos. “De acuerdo a los relatos de un geógrafo latino contemporáneo del emperador Claudio 15, Marsella era una ciudad de origen focense, ubicada entre naciones salvajes ahora pacificadas, pero de las que sin embargo difería mucho. Resulta maravilloso con qué facilidad esta ciudad conquistó su lugar entre ellas y cómo logró conservar fielmente su propia civilización hasta este día”. Grecia ignoraba completamente esta Galia en la que sus propios hijos se habían establecido hace tanto. Diodoro Sículo, quien escribiera a continuación de César, habla de las regiones transalpinas como de un país en el que todos los ríos están helados. Así pues, la civilización griega se encontraba aquí circunscrita a un reducido espacio y su vida se desarrolló aislada hasta que esta región se volvió completamente romana. Es cuando vemos las ciencias y las artes 15

Pomponio Mela, libro II, capítulo V.

griegas difundirse en las provincias galas, tal y como habían prevalecido en Roma. En los tiempos de César, los galos se valían de caracteres helénicos para escribir en su propia lengua. En la época de los Antoninos, Luciano menciona a un filósofo galo, probablemente un druida, que escribía usando las letras griegas y que hablaba muy bien la lengua helena. Las medallas de manufactura gala anteriores a la conquista son de un trabajo tosco: antes de ésta época, la Galia proveía a Roma con escultores. El artista que llevó a cabo la elaboración del Coloso de Nerón provenía de Clermont. En el siglo cuarto, el griego era tan común en Arlés como el latín y sus habitantes entonaban los oficios religiosos indistintamente en estas dos lenguas. En general, podemos decir que Grecia no estaba hecha para dominar, sino para influenciar. No debía ser la reina, sino la institutriz del mundo. No conquistaba, sino que colonizaba. Grecia no se apoderaba de las poblaciones para otorgarles su forma con su molde poderoso, sino que vertía en ellas su espíritu y su pensamiento. Roma fue conquistadora al igual que el primer imperio francés, valiéndose de las armas y las leyes. Grecia se hizo conocer, al igual que nuestra Francia del siglo dieciocho, por medio de las ideas y las artes. Estas dos fuerzas obraron juntas en la Galia. La espada de César abrió el surco en el que germinaron las ideas griegas. Influencia de Roma Roma representaba el principio de gobierno. Si combatía era solo para unir, para organizar en un solo cuerpo poderoso todas las naciones que absorbía. Al lado de sus legiones marchaban sus legistas. Su auténtica literatura es su derecho inmortal, es decir, la unidad en el mando; a esto se debe la elocuencia del Fórum, destinada a hacerlo prevalecer. Su vida política es la fundación del poder; su historia, la epopeya de la guerra y la conquista. Un senado poderos, alma de Roma y del mundo, atraía y asimilaba todo elemento extranjero. La plebe, es decir, los vencidos, los nuevos romanos, luchaban en vano en nombre del principio humano de la libertad; el día en

que libertad parecía triunfar, el día en que el senado, ese poder múltiple, era convencido de ser impotente para representar la fuerza central, aquel día se constituiría la verdadera forma de Roma, la unidad más formidable del mando, el despotismo militar, el imperio; forma tan vital que, solo con ella, Roma organizó definitivamente el mundo ya conquistado; forma tan vital que el nombre de esta potencia se prolongaría a través de los tiempos modernos como un objeto de admiración y de terror, como el temor a la libertad y la suprema ambición de quienquiera que aspire a fundar un vasto y enérgico poder. Es destacable que sea el orgullo del mando el que da a la literatura romana una originalidad impactante. En su poesía, ella cree imitar a la de Grecia, de hecho, la literatura romana había copiado todas sus formas. Sin embargo, un pensamiento desconocido en Grecia dominaba y engrandecía ésta imitación. Por doquier, en los poetas latinos, más allá sus animadas imágenes de la mitología, se puede ver como se impone la imagen de la inmortal ciudad: al otro lado de las cumbres del Olimpo descubrimos siempre las murallas de la gran Roma, altæ mœnia Romæ. La Galia sometida por Julio César se vio ligada al destino del imperio. Desgarrada hasta ese momento por las rivalidades sangrientas de sus diversas poblaciones, conoció la calma de un gobierno regular. Si bien la conquista había sido atroz, en un principio la administración fue equitativa. Parecía que César había dado Roma a los galos en lugar de otorgar la Galia a Roma: a estos nuevos sujetos del imperio se abrieron. Las legiones y el senado mismo “El derecho civil al acercarse cada vez más a la equidad natural y, en consecuencia, al sentido común de las naciones, se convirtió en el vínculo más fuerte del imperio y la compensación de la tiranía política 16.” La actividad inquieta de los galos se volvió del lado de las letras; pero abrazan de está, sobre todo, su parte lucrativa y pragmática. Los galos contaron entre los suyo con pocos filósofos, pero con muchos gramáticos y abogados. El primer retórico en establecerse en Roma fue el galo Gnifon. Uno de los mejores oradores también fue un galo, Domicio Afer, acusador 16

Michelet, Histoire de France, tomo I, pp. 94.

lleno de energía y adulador ruin de Calígula. La Galia latina produjo poetas eruditos como Valerio Carón y Varrón Atacino (o de Átace), así como escritores, como el novelista Petronio, cuya elegancia solo era igualada por su corrupción. En general, toda ésta literatura no era gala, sino romana: reproducía los hábitos y las ideas de los vencedores, pero, por su naturaleza extrajera y tardía, no pudo tomar, del corazón mismo de Roma, el sentimiento inspirador que constituía la originalidad de la literatura latina, el noble y sublime patriotismo de estos dominadores del mundo. Esta literatura remplazó por los artificios de la lengua, la simplicidad seria de la poesía y de la elocuencia. Sin embargo, la Galia sufrió del mal universal del imperio. La esclavitud constituía los cimientos del poderío romano: ahora bien, la esclavitud, no aportada ya más por la guerra, se volvió estéril debido a la crueldad de los amos, al igual que le sucediera a la libertad, debido a la infame corrupción de éstos. La desolación de los campos era dantesca; las artes declinaron rápidamente; la fiscalidad imperial aumentaba las exigencias a medida que las desdichadas provincias disminuían sus capacidades para satisfacerlas. Faltaban labradores, los campos quedaban desolados, los cultivos se convertían en bosques 17. Así pues, los labradores, desesperados por la miseria, recurrían a las armas y formaban grupos de vagabundos, que obedecían al nombre de bagandas 18, y que saqueaban y quemaban los campos. El emperador Maximiano aplasto a estos desdichados, pero la masacre aumento aún más la desolación: el despoblado se extendía cada día. La población maldecía este poderío romano que ya no manifestaba más sus acciones, sino por medio de las rapiñas legales. Ésta giraba sus ojos ansiosos hacia el Norte e invocaba con todos sus deseos a los bárbaros, libertadores terribles. “Ella llamaba al enemigo, dicen los autores del tiempo, ella añoraba el cautiverio19.” En efecto, los bávaros debían salvar las provincias, pero destruyendo con ello al imperio. Era necesario que una destrucción universal hiciera nacer 17 Lactanio, De mortibus persecutorum, capítulos VII y XXIII. Podemos ver ésta admirable descripción de Lactancio traducida en Histoire de francede Michelet, tomo I, pp. 99. 18 Bagat, gall. asociación. 19 Salviano, De gubernatione Dei, libro V.

nuevas costumbres y nuevas instituciones. Aquí, como en toda organización, no se podía comprar una vida nueva más que con el precio de la muerte y todos sus dolores. ¿Podría entonces decirse que esta Roma invasora no dejo nada sobre el suelo galo del que se retiraría? Incluso la lengua que hablamos nosotros aún hoy, casi latina en su totalidad, confirma que la civilización romana sobrevivió la invasión por la que parecía haber sido engullida. “Aquello de Roma que queda en la Galia es en efecto inmenso. Dejó en esta tierra la administración, fundó en esta tierra la ciudad. No había antes en la Galia más que aldeas, a lo sumo ciudades: estos teatros, circos, acueductos y vías que admiramos aún hoy son el inmortal símbolo de la civilización fundada por los romanos, la justificación de su conquista a la Galia. Tal es la fuerza de esta organización que al tiempo que la vida parecía alejarse de esta civilización, a la vez que los bárbaros parecían más cerca de destruirla, debieron sufrirla muy a su pesar. Para bien o para mal, tuvieron que habitar bajo sus bóvedas invencibles que no pudieron estremecer: inclinarán la cabeza y recibirán nuevamente, como vencedores que son, la ley de la Roma vencida. Este gran nombre del imperio, esta idea de igualdad bajo un monarca, tan opuesta al principio aristócrata de Germania, fue depositada por Roma en ésta tierra. Los reyes bárbaros sacaran provecho de ésta. Cultivada por la Iglesia, acogida por la tradición popular, encontrará su camino de la mano de Carlomagno y de San Luis. Poco a poco, nos llevará a la aniquilación de la aristocracia, nos llevará a la igualdad, a la equidad de los tiempos modernos 20.

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CAPÍTULO III

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Michelet, Histoire de Franc, tomo I pp. 111. Véase también Guizot, Cours d’histoire moderne, segunda lección.

La invasión germánica a la Galia Los germanos conquistadores de la Galia ─ su lengua ─su poesía. Su influencia sobre la población moderna.

Los germanos conquistadores de la Galia Envilecida por todos los vicios del despotismo, Roma ya no dominaba al mundo más que para corromperlo y llegó a perder la última de sus virtudes, el valor militar. Desde aquel momento la fusión de los pueblos, la asociación de las razas, que parecía ser en la historia la obra suprema de la Providencia, pareció detenerse. No hizo más que cambiar de marcha: en lugar de presenciar la absorción de los pueblos por una sola ciudad, se vio cumplir la invasión tumultuosa del imperio por todas las naciones bárbaras. La dominación material de Roma estaba condenada a perecer: aquello que tenía de justo, de verdadero, de bello en las civilizaciones antiguas debía emerger como un arca sagrada sobre estas olas de un nuevo diluvio. Las ideas debían conquistar los vencedores; nuevos hábitos, ideas frescas surgidas de la mezcla de estas razas desconocidas. El género humana debía llegar a encontrar un día la civilización por la independencia, a través de todas las convulsiones de la historia. Los pueblos que la Providencia convidaba a esta destrucción regeneratriz eran conocidas vagamente por romanos y griegos por el nombre de germanos. César no divisa más que su avanzada militar: subyuga y describe algunas tropas aisladas, niños perdidos de la barbarie, que dan la idea de la raza entera, así como un campamento es muestra de una nación. Tácito se adelanta un poco más: detrás de la banda indisciplinada, percibe la tribu sedentaria y entrevé una civilización de la que intuye que su genialidad es uno de sus rasgos más destacables. Sin embargo, sus investigaciones se detuvieron a las márgenes del Elba: de los lugares más allá no conoce más que algunos nombres. La crítica moderna ha tratado de descubrir el cuadro

completo. Extensos y pacientes trabajos 21 han demostrado la unidad esencial de estos pueblos diversos, su origen oriental, su parentesco lejano con las naciones que poblaron Grecia e Italia. Por último, han reconstruido, con la ayuda de antiguos poemas escandinavos y alemanes, la imagen de esta civilización incompleta, pero curiosa, que dejó numerosas huellas en la nuestra, las cuales aún se pueden apreciar. Esta vasta región que se extendía al norte de Europa, del mar Caspio al océano Ártico, con sus inmensas estepas, sus campos de pastoreo sin límites, sus pantanos entrecortados por pinos, sus bosques vírgenes de una extensión de sesenta leguas, representaban el lecho en el que se esparcía la reza germana. Desde los confines de Asia, lugar de su nacimiento, podemos seguir a la gran horda de región en región; podemos contar sus etapas en las que con cada alto se formaba un pueblo: Getas, Godos, Lombardos, Sajones, Burgondios, Escandinavos, hasta aquellos que poblaron todo el Norte tocando por un lado a la antigua Persia, y a través de Persia la India, esta cuna de razas europeas, y por el otro el mar del Norte y los hielos de Noruega. Esta horda rodeo el imperio romano y suspendió sobre su cabeza la amenaza de una invasión formidable. Lengua de los germanos La lengua, esta expresión móvil del carácter de un pueblo, presenta en los germanos, al igual que la raza misma, una incuestionable unidad. Acompaña a los exiliados y parece modificarse con los climas y los tiempos que recorren. Primero rica y exuberante en la región del Mediodía y cerca de la cuna oriental de la nación, la lengua se desprende poco a poco de su brillante ornamento a medida que envejece y se adentra en el Norte. Diríamos que el idioma de las tribus germanas, como la vegetación del globo, se vuelve más severa y sombría a medida que se aleja de las alegres regiones bañadas por el sol. En el antiguo gótico abundaban las vocales sonoras, el teutón retiene aún muchas de sus cualidades musicales. Los sonidos se 21 La obra de F. Ozanam, les Germains avant le christianisme, es la más reciente y completa de las que se han escrito a este lado del Rin.

vuelven sordos las palabras se contraen en el anglo-sajón y en el escandinavo 22. La sintaxis gramatical experimenta una simplificación semejante, una austeridad igual. Las antiguas declinaciones y conjugaciones germanas parecen desafiar, por la multiplicidad de formas, todos los accidentes, todos los caprichos del pensamiento. La declinación presenta tres géneros, tres números y seis casos. Los verbos tienen cuarenta flexiones diferentes y se dividen en seis conjugaciones. Pero este mecanismo tan complicado se fractura rápidamente, este ramaje espeso y algo confuso se aclara al empobrecerse Las palabras se desprenden de sus flexiones, las ideas accesorias de tiempo, modos, personas se expresan mediante partículas y sufijos, cortejo banal de los verbos, que indiferentemente las acompaña y las abandona. Las lenguas germanas sufren el mismo destino que los idiomas de origen romano: comienzan como música y terminan siendo álgebra. Esta lengua también tuvo influencia en aquella que hablamos hoy en día. Dietz y Ampère estiman un promedio de mil las palabras francesas tomadas de los idiomas germanos, sin contar las derivadas y las compuestas 23. Por otra parte, se debe enfatizar que un gran número de palabras de origen alemán, adoptadas por la lengua francesa de la Edad Media, caen en desuso en el francés moderno. Parece que el idioma, al igual que la tierra, rechazó poco a poco la mayor parte de los elementos extranjeros importados por la conquista germana. Una lengua cuyo sistema presente de combinaciones tan elaboradas, de orígenes tan lejanos, con influencias tan difundidas no puede augurar un pueblo verdaderamente bárbaro. El estudio de la poesía de esta antiguo pueblo germano nos dará una idea aún más grande. Poesía de los germanos 22 Âme [alma] se dice en gótico saivala; en teutón, seola; en anglosajón, sâvl; en escandinavo, sal. El gótico arvazna [flecha] no se logra reconocer del escandinavo or y fairguni [montaña] se contrae en alemán hasta convertirse en Berg. 23 La filología, en consonancia con la historia, nos muestra en todas partes, en estos préstamos, la influencia predominante de dialectos del bajo alemán. Las vocales, destellantes en el alto alemán, se emsombrecen en nuestra lengua: la a larga se vuelve una é; ou se vuelve ô; bâre deviene en bière; hâr en haire; rát es la raíz de conroi, arroi, desarroi. Las consonantes fuertes se vuelven débiles: f o pf se vuelve p en francés, como en bajo alemán; la b amenudo replaza la p; la d se cambia por t. En alto alemán werfan pasa a werpan en el gótico y a guerpir en francés. Rutper y Gaupert del alto alemán se vuelven Robert y Gobert en francés.

Sus cantos de guerra eran impetuosos y terribles como el chocar de sus armas. Cuando los germanos se lanzaban al combate, con la boca pegada contra sus escudos, bramando en el hierro sus himnos militares, el ejército romano asustado creía escuchar el grito salvaje de águilas y buitres. Vencidos, entonaban sus cantos mortuorios en medio de torturas; vencedores, celebran sus victorias con relatos poéticos. Tenemos aquí un ejemplo de un fragmento anglosajón de la batalla de Finnsburg, el cual se remonta a tiempo paganos y transmite claramente la embriaguez de la sangre y el gozo por la destrucción. “El ejército está en marcha; las aves y las cigarras canta, las hojas de guerra resuenan. Ahora la luna comienza a brillar errante entre las nubes; ahora inicia la acción que hará correr las lágrimas… Luego comienza el desorden de la masacre; los guerreros se arrancan los escudos abollados de las manos; las espadas surcan los husos de los cráneos. La ciudadela resuena por el ruido de los golpes; los cuervos se arremolinan negros y sombríos como las hojas del sauce; el hierro brilla como si el castillo estuviera envuelto por las llamas. Jamás escuche sobre batalla más bella ver 24.” Además de estos cantos que recuerdan los poemas líricos de Tirteo, los germanos tenían extensas narraciones poéticas que, al igual que los poemas épicos de Grecia, se transmitían de tribu en tribu y de generación en generación y formaban un patrimonio de gloria común a toda la nación. Tácito conocía ya en la tierra de los germanos historias cantadas que tenían lugar en sus anales. Carlomagno, quien hiciera reunir y escribir estos relatos

heroicos,

fue

el

Pisístrato

de

este

nuevo

Homero.

Desafortunadamente, el tiempo no respetó su recensión. Los monumentos antiguos de la poesía escandinava pueden darnos por sí solos, junto con los Nibelungos, un idea completa. Sin embargo, aún poseemos un monumento corto, aunque auténtico y precioso, de esta antigua poesía heroica.

24

Conybeare, poema anglosajón. Ozanam, les Germains avant le christianisme.

Jacob Grimm encontró un fragmento de una epopeya popular, escrita en dialecto franconio, en el que los héroes son precisamente los mismos que aquellos que figuran en los Edda 25. El relato versa sobre un enfrentamiento entre dos guerreros del ciclo germano, Hildebrand y su hijo Hadebrand, quienes se enfrentan sin conocerse. Aquí citamos la traducción. “He odio decir que se provocaron en un encuentro Hildebrand y Hadebrand, el padre y el hijo. Entonces los héroes se quitaron sus mantos de guerra, vistiéronse su traje de batalla y ciñeron por encima sus espadas. Y cuando lazaban los caballos al combate, Hildebrand, hijo de Herebrand habló: era un varón noble, dotado de prudencia. Preguntó brevemente quien era su padre en la estirpe de los hombres, ¿oh de que familia provienes tú? Si me lo dices, te daré un vestido de guerra de triple hilo; porque conozco, oh guerrero, toda la raza de los hombres. Hadebrand, hijo de Hildebrand, respondió: Los ancianos y sabios de mi país que al presente han muerto, dijeron que mi padre se llamaba Hildebrand; y yo me llamo Hadebrand. Un día fuese hacia oeste huyendo del odio de Odoacro; iba en compañía de Theodorico y de un gran número de sus héroes. Dejó solos en su país a su esposa aún joven, a su hijo niño todavía y a sus armas que ya no tenían dueño: encaminose por el lado de oeste… Los guerreros valerosos conocían a mi padre, porque este héroe intrépido peleaba siempre a la cabeza del ejército y se complacía mucho con la pelea: pienso que ya no vive. ─Señor de los hombres, dijo Hildebrand: jamás desde lo alto de los cielos consentirás semejante combate entre los hombres de la misma sangre. Entonces se quitó un precioso brazalete de oro que ornaba su brazo y que le había dado el rey de los Hunos: tómale, dijo a su hijo, te lo regalo. Hadebrand hijo de Hildebrand respondió: Con la lanza en la mano, punta contra punta debo recibir tales presentes. Viejo Huno: tú eres perverso compañero; espía diestro quieres engañarme con tus palabras y yo quiero echarte abajo con mi lanza. ¿Tan viejo y te atreves a inventar semejantes mentiras? Los hombres de mar, que han navegado en las aguas N del T: La traducción al francés la proporciona Demogeot. La versión al español se puede encontrar en Estudios o discursos históricos sobre la caída del Imperio Romano, el nacimiento y los progresos del cristianismo y la invasión de los barbaros, seguidos de la historia de Francia de François Rene Chateaubriand. Versión en español

25

de Juan Pérez y García, tomo II (1841, pp. 113-115).

de los Vendos, me han hablado de un combate en el que fue muerto Hildebrand, hijo de Herebrand. Hildebrand, hijo de Herebrand dijo: ¡Ay! ¡Ay! He herrado fuera de mi país sesenta inviernos y sesenta estíos. Colocábanme siempre a la cabeza de los combatientes: en ningún fuerte me han puesto las cadenas a los pies y sin embargo es necesario que mi propio hijo me traspase con su espada, me tienda muerto con su hacha o que yo sea su asesino. Puede acontecerte fácilmente, si tu brazo te sirve bien, el que despojes de su armadura a un hombre de corazón y que desnudes su cadáver: hazlo si crees tener derecho y sea el más infame de los hombres del Oeste el que te disuada de este combate que tanto deseas. Buenos compañeros que nos miráis, juzgad en vuestro arrojo quién de los dos puede alabarse de asestar mejor un golpe, quién sabrá apoderarse de ambas armaduras. Entonces hicieron volar sus lanzas arrojadizas de puntas cortantes que se pararon en sus escudos y después presipitáronse el uno contra el otro. Resonaban las hachas de piedra… Herían con fuerza sus blanco escudos: sus armaduras estaban rotas pero sus cuerpos permanecían inmóviles.” Es con esta grandeza y simplicidad digna de Homero que al menos una gran porción del ciclo germano era relatado en el idioma de los Francos en el siglo VIII. Es bastante probable que este fragmento formara parte de los antiguos cantos nacionales que Carlomagno recogiera 26. Influencia de los Germanos sobre la civilización moderna A pesar de los esfuerzos de este gran hombre que por un lado conservó las tradiciones de su antigua patria y por el otro levantó las ruinas de la civilización latina, Germania influyó menos sobre la Galia con sus monumentos poéticos que con sus hábitos. Pero estos, encontrando por sí mismas, en los poemas antes mencionados, su expresión más auténtica: si bien esas costumbres se encontraban en los poemas antes mencionados, su expresión más auténtica, las ideas generales que contenían estos poemas 26

J.J. Ampère, obra citada.

eran también aquellas que los germanos dejaron a nuestros antepasados. En primer lugar se debe ubicar el renacimiento del espíritu guerrero, este amor por el peligro, esta embriaguez por el combate, que volvió a templar las almas galas debilitadas por la civilización romana. Al contacto con los germanos, los galos del imperio evocaron a sus padres, los celtas. A estos instintos belicosos se debe sumar el sentimiento del honor, esta superstición gloriosa en la que el coraje y la virtud constituyen la religión, la pasión por la independencia individual, el placer de jugarse, con la propia fuerza y libertad, las oportunidades del mundo y de la vida. Vemos aparecer al mismo tiempo otros dos rasgos

de la fisionomía germana que se

conservarán largo tiempo en nuestra historia: la primera es el patronato militar, la abnegación voluntaria del hombre por el hombre, vínculo único de la asociación bárbara y auténtico principio de la feudalidad. La segunda es el respeto profundo por las mujeres, esta especia de culto protector que Tácito ya señalaba entre los germanos y que podemos vislumbrar a través de la salvaje energía de sus poemas. Estas características

nuevas

contribuyeron considerablemente en la apertura de las fuentes más fecundas y puras de la inspiración poética de la Edad Media.

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CAPÍTULO IV La Galia cristiana Influencia del cristianismo en la imaginación y el pensamiento ─ Leyendas ─ Discusiones filosóficas ─ Predicación ─ Historia ─ Monasterios.

Influencia del cristianismo en la imaginación y el pensamiento

El más rico de los elementos de la civilización moderna fue el cristianismo. Nunca la soberana dominación de las ideas sobre los hechos fue tan evidente. Es un maravilloso espectáculo ver esta doctrina destinada a conquistar el mundo crecer primero en un pequeño país, entre áridas montañas, en el seno de una nación débil y despreciada. Entre todas aquellas monarquías de Oriente que nacen y mueren una tras otra en el basto escenario asiático, un linaje se perpetúa, imperecedero en su debilidad, indomable ante sus conquistadores, más fuerte que su miseria, su cautiverio, sus vicios. Ni Babilonia, Nínive, Egipto lograron aplastarla; Roma tampoco lo consiguió, y si es este linaje el que algún día la toma, la conquistada será Roma. Es en el pensamiento de esta sorprendente tribu que estalla una gran verdad: “Solo existe un único Dios”. Sin embargo, este dogma quedó inactivo por muchos siglos. El mundo lo escuchó por mucho tiempo sin entenderlo: incluso el pueblo judío, aquel que lo expresaba, lo comprendía mal, pues aún le faltaba su complemento necesario, su consecuencia sublime. Es cristo quien se lo otorga al añadir: “Todos ustedes son hermanos”. Extraordinario programa de las sociedades modernas. Tan pronto como el manto del santuario se desgarra, el templo de Jerusalén es derribado: es el mundo entero el que se convertirá en el templo. San Pablo convida a las naciones al banquete fraternal de la palabra divina. Los apóstoles hablan, los mártires mueren, los emperadores acogen la cruz en sus tronos, los bárbaros agachan la cabeza y el universo se maravilla de ser cristiano. Resulta fácil prever que una revolución que regenera la sociedad deberá renovar el pensamiento y la inspiración. En un principio, la biblia, esta poesía nueva, no brillará inútilmente en el mundo. La grandeza de Jehová, las maravillas de la creación, los elocuentes dolores Jeremías, los sueños líricos de Ezequiel, todo en este libro santo debía estremecer las almas e inflamar las imaginaciones. No obstante, esta influencia directa del libro no ejercerá toda su potencia sobre los escritores sino hasta más tarde. En un primer momento, el cristianismo no actuará más que sobre sobre las

costumbres; no se llegará a ser poesía hasta que se haya convertido en religión. En efecto, aquello que le faltaba al arte agotado del imperio no era ni la ciencia, ni el estudios de grandes modelos, era la emoción ingenia y profunda, la fe, el entusiasmo, la vida verdadera del alma. Crear una hermosa oda, se dijo, es soñar con el heroísmo. La sed de placeres materiales había disipado este hermoso sueño; una larga servidumbre la había sofocado para siempre. Pero, mientras que el senado en todo su conjunto temblaba ante su maestro, he aquí que un simple soldado osó romper sus edictos y derribar sus ídolos. Débiles mujeres, jóvenes esclavas descendían con júbilo a la arena donde les esperaban los leones. Ellas invocaban en sus prisiones los santos gozos del anfiteatro y morían, no con resignación, sino con embriaguez. Nada más patético, más conmovedor que la poesía viva de sus mártires, estas actas sincera recogidas por los testigos de sus triunfos, o en algunos casos, escritos por ellos mismos, e interrumpidos por el llamado del verdugo. Nada de petulancia, nada de pretensión en estos relatos: todo es sencillo y grande en este heroísmo nuevo. De estos interrogatorios brota lo sublime que Corneille y Rotrou no tuvieron sino que retomar para crear admirables escenas. Es la joven esclava Blandina, una de las mártires de Lyon, contra la que se encarnizan los verdugos, la que ante cada nueva tortura responde a la manera de Polyeucte: “Yo soy cristiana”. Es el venerable Potino, primer prelado de la Galia, quien a la edad de noventa años confiesa su fe en medio de tormentos. “¿Quién es el Dios de los cristianos? ─pregunta el gobernador. Lo conocerás ─responde el anciano─ cuando seas digno. También es una joven mujer de veintidós años de edad llamada Perpetua quien narra el primer acto de su martirio: “Vino también de la ciudad mi padre, consumido de pena, se acercó a mí con la intención de derribarme y me dijo: ─Compadécete, hija mía, de mis canas; compadécete de tu padre, si es que merezco ser llamado por ti con el nombre de padre. Si con estas manos te

he llevado hasta esa flor de tu edad, […] no me entregues al oprobio de los hombres. Así hablaba como padre, llevado de su piedad, a par que me besaba las manos, se arrojaba a mis pies […] Y yo estaba transida de dolor por el caso de mi padre […] Y traté de animarlo, diciéndole: ─Allá en el estrado sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber que no estamos puestos en nuestro poder sino en el de Dios” He aquí pues lo que el naciente cristianismo hizo del alma humana. Este padre le guardó en sus cariños armándolas con este de una fuerza heroica. Esta misma mujer, que se enfrentaría a las fauces de las bestias, escribió las siguientes líneas: “Poco tiempo después me llevaron a la cárcel: el horror, y la oscuridad del lugar me espantaron al principio porque yo no sabía qué cosa eran prisiones”. Perpetua era madre, pero se la había separado de su joven hijo. Sin embargo, logró que se lo regresaran. “hálleme enteramente consolada, y la prisión se me vino a hacer una habitación agradable; y tanto se me daba vivir allí, como en otra parte”. No era solo el corazón el que se sentía regenerado por las bondades de la nueva creencia: la imaginación tan árida en los últimos poetas paganos, que no conocían más que una maravilla tradicional, fría reminiscencia de otra época, reencontró toda su renovación en el soplo de una fe sincera. Sáturo augura los gozos del cielo en una visión que recuerda las más suaves pinturas del Paraíso de Dante. “Habíamos sufrido, escribe él. Habíamos sido despojados de la carne y comenzamos a ser llevados hacia el Oriente por cuatro ángeles cuyas menos no nos tocaban”.

La mirada de Beatriz, que sostiene el poeta florentino en su ascensión celeste, no expresa más que con encanto esta atracción misteriosa y delicada que no se sustenta en el contacto. Diríamos que la imaginación del mártir rebasó la de Poussin e intuyó el grupo celeste de la Asunción de la Virgen. “Distinguimos una luz inmensa y dije a mi hermana, que se encontraba a mi lado: he aquí lo que el Señor nos prometiera. Él ha cumplido su promesa. Y los cuatro ángeles nos llevaban siempre, y vimos un gran espacio que parecía un vergel. Los árboles de ese lugar estaban llenos de rosas cuyos pétalos caían sobre nuestras cabezas y a sus pies se cruzaban toda suerte de flores”.

Leyendas Así comenzó a surgir en los relatos plenos de entusiasmo y de fe esta fuente maravillosa de la leyenda, que durante muchos siglos formó, casi por sí misma, la poesía popular de Europa. La leyenda fue lo que aún hoy es la poesía: un sueño del ideal en medio de las tristes realidades de la vida. Ella nos muestra ahora como la invasión de los bárbaros que se detiene a la voz de un pastor, ahora una flama milagrosa que se eleva sobre el sepulcro de un mártir, como la aurora de una liberación cercana: aquí, es un conde de palacio quien asaltado por una revuelta, hace uso de la palabra y no la espada para detenerla. Allí, un barón converso que se vuelve ermitaño, se encuentra con un hombre al que, en tiempo atrás, había vendido como esclavo. Se tira a los pies de este último y le fuerza, por medio de sus súplicas, a atarlo y conducirlo a la prisión. Allá, los hierros de los cautivos se rompen sobre la tumba de un santo. Más allá vemos a un piadoso solitario expulsar, con la señal de la cruz, a un oso que ocupaba la cueva en la que quería morar. Imagen poética y verdadera de la conquista cristiana entre los guerreros bárbaros. Hay algunas cosas que enternecen al leer estos relatos ingenuos, a pesar de las puerilidades y fábulas que las colman, cuando

pensamos en todos los sufrimientos que consolaron. En medio de las invasiones, guerras civiles de las dos primeras razas, mientras que la vida del hombre parecía estar siempre atormentada por la fuerza brutal, esta imaginación popular que se da a la tarea de rehacer el mundo siguiendo sus deseos y su fe. El gran pensamiento de una Providencia omnipresente y maternal cobija este escenario ensangrentado por las pasiones. La potencia de la virtud hace frente de la violencia de las armas y la moral eterna, que parecía exiliada de la tierra, triunfa en esta pintura ideal. La leyenda era la epopeya de los vencidos: ella construyó un asilo para la imaginación de los pueblos, como el claustro para las personas. En estos piadosos relatos, como bajo aquellas bóvedas benditas, se respiraba un aire más tranquilo: el ruido del mundo real parecía detenerse en el umbral y los oyentes, apretujándose alrededor del monje o del anciano que narraba aquellos extraños eventos, podían decirle como el Dante fugitivo al abad del monasterio del Cuervo: “vengo en busca de la paz”. Discusiones filosóficas El cristianismo se amparaba de la inteligencia al igual que de la imaginación y de las facultades morales. El espíritu humano, al que la civilización romana, en su decrepitud, no ofrecía más por ejercicios que vanas combinaciones de ideas frívolas, vio reabrirse delante suyo una vasta carrera, en la que los más grandes problemas de la filosofía se discutieron bajo nuevos nombres. Las importantes preguntas relativas a la naturaleza de Dios, a nuestra relación con Él, a la libertad humana, a la acción providencial sobre nuestras voluntades, sublimes búsquedas alrededor de las cuales giran eternamente las incertidumbres de los filósofos y que cada edad considera bajo un punto de vista diferente, se representan, del siglo II al VI, bajo los nombres de gnosticismo, arianismo, de pelagianismo. Para los doctores apostólicos, se trataba de la empresa más grande que los hombres pudieran concebir: Se proponían formular el dogma, es decir, que ya no se trataba más, como lo hicieran los sabios de la antigüedad, de construir, en

medio de riesgos y peligros, sistemas individuales a los que con el tiempo se unirían voluntarios de la especulación, sino que se trataba de expresar la fe de una época, de otorga un símbolo que fuera a la vez la consecuencia de las premisas evangélicas, la satisfacción legítima de las exigencias del buen sentido y la base moral de una sociedad naciente. Los Padres de la Iglesia fueron a la vez cristianos, pensadores y hombres de Estado. Qué interés poderoso no debió incitar a una empresa igual, qué actividad de los espíritus, qué comunicación rápida no produjo ella. La cristiandad era entonces como una vasta república intelectual, un cuerpo inmenso en el que circulaba la misma sangre. La Galia se encontraba en el siglo V bajo la dirección de tres jefes espirituales que nunca la habitaron: San Jerónimo en Belén, San Agustín en Hipona, San Paulino en Nole. Las preguntas, las respuestas, los consejos, los tratados de moral, los exámenes dogmáticos partieron, regresaron, se intercambiaron, atravesaban todas las regiones del mundo, a pesar de la dificultad de las rutas y del peligro de las comunicaciones. Donde quiera que se manifestaba una necesidad, un asunto, un problema religioso, los doctores trabajaban, los sacerdotes viajaban, los escritos circulaban. En fin, los concilios, esas asambleas nacionales del pueblo cristiano, formaban la coronación del edifico espiritual. Eran los altos parlamentos en donde las diversas congregaciones enviaban a sus comitentes, encargados de hacer una declaración de principios y de votar no por una declaración de derechos, sino por una declaración de creencias 27. Estas austeras y espinosas discusiones del dogma tuvieron casi siempre una grandeza real que no es necesaria desconocer bajo la forma ya escolástica que la envuelva. Recordemos, para ser justos, que el cristianismo se desarrolló en medio del movimiento místico neoplatónico de Alejandría. Desde el comienzo tuvo una lucha entre las dos doctrinas, seguidas por tentativas

de

reconciliación.

El

cristianismo

vencedor

destruyó

el

neoplatonismo como secta, pero lo absorbió como doctrina. No es por lo tanto al principio cristiano, sino a la influencia oriental a la que fue necesaria 27

Ampère, Histoire littéraire, t. I, pp. 326. Guizot, Histoire de la civilisation en France, t. I, lección IV.

imputar la dirección mística y abstrusa de ciertas querellas teológicas. Por otra parte, es necesario notar que en Occidente, y especialmente en la Galia, las discusiones dogmáticas escaparon en parte a las argucias minuciosas del Bajo Imperio. Siempre ha habido en el espíritu galo una tendencia práctica que lo preservó de las aberraciones de la sofística griega. San Ireneo fue menos metafísico y más apóstol, Lactancio fu más orador que teólogo, San Hilario de Poitiers, el Atanasio de Occidente, fue el abogado vehemente de la Trinidad. Por último, el gran obispo de Milán, Ambrosio, nacido también en la Galia, en Trèves, fue el hombre de acción y de gobierno por excelencia. Escribía solo para dirigir; elevó el púlpito episcopal a la importancia de una magistratura política. Uno tras otro embajador y tribuno, sostiene los intereses del joven Valentiniano junto al tirano Máximo, opuso su elocuencia como una barrera a la primera de las invasiones, censuró de gran manera un crimen cometido por Teodosio y sometió al emperador a la penitencia pública. Así comenzó a diseñarse, en frente de la autoridad temporal, el papel que iba a jugar el episcopado, papel que no hizo más que creceré en presencia de los monarcas bárbaros. Así se posaba ya esta autoridad del clero, sin duda a menudo abusiva, pero, en suma, útil y beneficiosa en los siglos en los que la potencia religiosa podía por si sola detener los abusos crueles de la fuerza. Era ya el derecho divino de la capacidad, intérprete de la razón y de la justicia, quien se opuso a la usurpación de las pasiones brutales. Predicación El principal instrumento de esta dominación espiritual fue un nuevo género de elocuencia llamado a ocupar su lugar entre las letras francesas, me refiero a la predicación. Los Padres de la Iglesia griega habían sido tanto los discípulos de Homero como de Jesucristo; eran cristianos sin duda, pero también eran helenos, además de un poco orientales. Sutiles en sus discusiones del dogma, desplegaron la imaginación más rica, la elocuencia más pomposa, en la enseñanza de la moral. La predicación de la Iglesia

latina revistió un carácter diferente: no tuvo más nada de literaria y no apuntó más que a la acción. Instruir en una reunión de fieles, otorgarles buenos y sabios consejos, tal es el único pensamiento de los obispos y de los misioneros de Occidente. Irían siempre directo al hecho: no temían a las repeticiones, a las expresiones familiares ni a las triviales. El más ilustre obispo del siglo VI, San Cesáreo de Arles, de quien nos sobreviven ciento treinta

sermones,

parecía

un

padre

de

familia

que

conversaba

afectuosamente con sus pequeños. Otro rasgo, que no debemos omitir en la historia de las letras, caracterizaba la predicación latina: eran las pinturas más sombrías del mondo por venir, era el retorno más frecuente de las ideas de condenación e infierno. La necesidad de imponer a los conquistadores bárbaros el único freno que podía detener su violencia contribuyó a impulsar en esta dirección a los oradores evangélicos. De allí provino este religioso terror que marcó todas las imaginaciones de la Edad Media; de allí provinieron esas formidables magnificencias de la poesía de Dante y más tarde de Milton. Historia Aún debemos al clero de los tiempos merovingios los raros monumentos históricos que han preservado esta curiosa época de un completo olvido. El más precioso de todos es indudablemente la Historia de los Francos de Georgius Florentius Gregorius, conocido como Gregorio de Tours 28. Sería injusto esperar el método, la crítica o el estilo de un verdadero historiador, de un contemporáneo de Chilperico y de Sigeberto. El mismo reconoció su incapacidad

con

una

ingenuidad

plena

de

tristeza:

“Mezclamos

confusamente en nuestro relato, dice él, las virtudes de los santos y los desastres de las naciones… La cultura de las artes liberales declina, o más bien perece, en las aldeas de la Galia, la ferocidad de los pueblos se encoleriza, el furor de los reyes se aguza y la mayor parte de los hombre gime al exclamar: ‘Desdichados nuestros días, pues el estudio de las letras perece entre nosotros’ ”. 28

Nacido en Auvernia en el 539 y muerto hacia el año 593.

Ahora bien, es precisamente la pintura animada por esta barbarie y por esta confusión la que nos ata al relato del obispo de Tours. Nada podría otorgarnos una idea más justa de este segundo periodo de la conquista, en el que las razas diversas vivían reunidas sobre el mismo suelo, en un antagonismo endulzado por una multitud de imitaciones recíprocas. Agustín Thierry dice que es necesario descender hasta el siglo de Froissart, para poder encontrar un narrador que iguale a Gregorio de Tours en el arte de puesta en escena de los personajes y el arte de pintar mediante las palabras. Todo esto que la conquista de la Galia había comparado o diferenciado sobre el mismo suelo, las razas, las clases, las condiciones diversas figuran en desorden en estos relatos algunas veces agradables, a menudo trágicos, siempre verdaderos y animados. Entrevemos, a través de su narración, la manera en que vivían los reyes francos, el interior de la casa real, la vida tumultuosa de señores y obispos de este tiempo, la turbulencia intrigante de los galos, la indisciplina brutal de los Francos. Aquí, es la barbarie en toda su zafiedad, sin consciencia del bien y del mal, personificada en la reina Fredegunda. Cerca de ella el hombre de la raza bárbara que tomó gusto por la civilización, se pulió a la superficie, conservando sus instintos y sus pasiones feroces, como el rey Chilperico. Por otra parte, es le galo quien se hace bárbaro para descender al nivel de sus contemporáneos, o bien el hombre de la tradición romana, el obispo que recuerda el pasado y que camina de regreso en medio de una época en la que la civilización se extingue. El mismo Gregorio era uno de aquellos. Su recito, dividido en dieciséis libros, comprende 29 el espacio de ciento setentaicuatro años, desde la época en que se establecieron los Francos en la Galia, y se detiene en el año 591 30. Después de él, la historia se hunde cada vez más en la insensibilidad y la barbarie. Cinco cronistas desconocidos nos conducen hasta el reinado de Carlomagno y a su excelente biógrafo Eginardo. Entre aquellos cinco encontramos, no sabemos bajo qué autoridad, el nombre de Fredegario, el primero y uno de los mejores. El primer libro contiene un sumario de la historia universal desde la creación de Adán y Eva, hasta la muerte de San Martín. 30 Más allá de su Historia de los Francos, Gregorio de Tours dejó muchas obras de hagiografía: Las vidas de los Padres, La gloria de los mártires, Los milagros de San Martín, etc. 29

Monasterios Una de las instituciones que tuvieron mayor influencia sobre el provenir de la civilización cristina, era la de los monasterios, asiles venerados que, por días, conservaron mejor los restos de las tradiciones literarias y los manuscritos preciados de la antigüedad. El espíritu monástico, nacido en Oriente y anterior al cristianismo, sufrió en

Occidente

una

transformación

decisiva.

Abandonó

la

fantasía

independiente y la ociosa contemplación, por una vida disciplinada y activa. San Atanasio, expulsado de su sede y retirado a Roma en 341, había llevado consigo algunos monjes, y celebró las virtudes y los encantos de la vida monástica. A su voz, todas las pequeñas islas situadas sobre el lado occidental de Italia se cubrieron de una multitud de ermitaños. Es de allí que San Martín, exiliado de Milán, trajo a la Galia las tradiciones del monacato oriental, cuando vendría a fundar, hacia el año 360, le monasterio de Ligugé, cerca de Poitiers. Desde los comienzos del siglo siguiente, San Honorato estableció en una de las islas de Lérins una abadía de la que salió una multitud de hombres célebres y que San Euquerio, obispo de Lyon, nos describe bajo los más seductores colores. Transcribimos algunas de sus palabras, pues revelan claramente el estado moral de los espíritus y las causas que llamaban tantos tránsfugas al desierto. “Por mi parte, yo reverencio todos los lugares desiertos que son iluminados por el retiro de los hombres piadosos, pero honro especialmente a mi Lérins, que recibe con piísimos brazos abiertos a los que llegan a ella de los naufragios del mundo proceloso, e introduce suavemente en su sombra a los que se abrazan en el siglo, para que recobren el espíritu, bajo aquella sombra interior del Señor. En ella fluye el agua, verdean las hierbas, resplandecen las flores que agradan a la vista y al olfato. Es un paraíso para los que la poseen, y así se ofrece a los que la poseerán.” “¡Oh, qué alegres son, para los que tienen sed de Dios, aquellas perdidas soledades en aquellos bosques! ¡Qué amenos son para los que buscan a

Cristo esos lugares secretos, guardados por la naturaleza, que se extienden a lo largo y a lo ancho! Todo calla. Es entonces cuando el espíritu se siente feliz, movido por cierto estímulo del silencio hacia su Dios. Es entonces cuando es impulsado por inefables excesos. No hay ningún sonido que cause algún ruido, nada, si no es quizás el de la voz que habla con Dios. Pero cuando el sonido sucede al silencio de la secreta mansión, es aquel sonido más dulce al oído que la quietud, el santo murmullo de la modestísima conversación. Entonces los coros fervorosos ejecutan cosas maravillosas suavemente, cantando himnos. Y uno se eleva al cielo, no menos con las voces que con las oraciones.” 31 Al leer esta hermosa poesía que parece ella misma un perfume exhalado del desierto, uno se percibe aún en Oriente, entre estos griegos cuya imaginación era tan esplendida como su clima. Uno cree escuchar a San Basilio describiendo su retrato de Capadocia o a Synesio, obispo de Cyréne, confiando sus aspiraciones de soledad y sus independientes fantasías a la lira del anciano de Téos. Es de hecho que, con Euquerio en Lérin (403), al igual que con Casiano en Marsella (410), nos encontramos aún en las ideas del monaquismo oriental. Pero esta especia de quietismo era muy incompatible con el genio de la Galia como para naturalizarse en estos monasterios. Estos piadosos retiros se volvieron rápidamente grandes colegios de teología, al igual que verdaderas colonias agrícolas. En las que el trabajo manual, el cultivo de la tierra, hace mucho abandonada a los esclavos, se rehabilitó bajo las manos libres y piadosas: “los monjes fueron los que limpiaron a Europa; desbrozaron grandemente, al asociar la agricultura a la predicación 32.” El hombre que determinó esta dirección y aseguró a la civilización moderna un instrumento poderoso, fue San Benito, nacido en Nursia en el 480. Es sobre el monte Cassino, en la frontera con los Abruzos, que él publicó una Regla de la vida monástica, la cual rápidamente se convirtió en la regla general y casi única para los monjes de Occidente. Dice él en esta, que “la ociosidad es el enemigo del alma y, por consecuencia, los hermanos 31 32

N. del T. Este fragmento fue extraído de

Guizot, Histoire de la civilization en France, t. II, lección XIV.

deben, en determinados momentos, ocuparse del trabajo de las manos; en otros, de las santas lecturas.” No bastaba prescribir el trabajo, era necesario organizarlo y, para esto, someterlo a una dirección central y todo poderosa. San Benito, para disciplinar a su milicia nueva, posó en principio la obediencia pasiva, la abnegación de toda propiedad y toda voluntad personal. Así desapareció completamente el carácter primitivo del monacato oriental, la exaltación de la libertad. Finalmente, para cimentar su edifico y asegurarle una duración inmortal, Benito estableció los votos perpetuos, es decir, substituyó los impulsos fugitivos y caprichosos del fervor, por una institución positiva, garantía rápida por la intervención de la potencia pública. Los frutos de esta institución fueron incalculables para el futuro, preciados ya en el presente. A las escuelas civiles, destruidas en el siglo V por las invasiones bárbaras, suceden aquí y allá algunas escuelas episcopales y monásticas. Mientras que las primeras, que crecieron a la sombra del obispado, tenían por meta exclusiva asegurar las necesidades de la Iglesia, así como procurarle lectores y cantores para el oficio divino, las escuelas formadas por los monjes, completamente laicas, tenían algunas cosas menos limitantes, menos especiales en su enseñanza. Aquí se otorgó un lugar más grande a los conocimientos que no se entregaban directamente para las necesidades diarias de la Iglesia. Aquí se copiaban manuscritos, se guardaban algunas nociones de astronomía y de matemáticas, en fin, se estudiaba algunas cosas de filosofía antigua. Así se conservó a la sombra, entre las manos de los cristianos más celosos, y a menudo a su pesar, las tradiciones de la civilización antigua que esperaba mejores días, un estado político menos confuso, para volver a germinar. Un gran hombre ensayó apresurar el paso de la historia y hacer por sí solo la obra de los siglos: Carlomagno apareció y con él, también lo hizo el primer renacimiento, desarrollo prematuro y por consiguiente efímero, meteorito brillante destinado a extinguirse rápidamente en una noche menos profunda, sin embargo, que aquella que le precediera.

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CAPÍTULO V Carlomagno Primer renacimiento ─ Leyendas ─ sabios convocados por Carlomagno ─ Trabajos de Carlomagno, gramática franca: selección de poesía popular ─ Teología; capitular ─ reformas del clero; escuelas; manuscritos.

Primer renacimiento El pensamiento moderno debía nacer de la unión del cristianismo y de las costumbres germanas con los recuerdos de sabiduría de Grecia y de Roma. El primer contacto de estos elementos de la vida parecieron una destrucción. Sin duda, la invasión de los bárbaros no fue un hecho general, simultaneo por todas los lados del impero, al igual que por todos los lados de la Galia. No sabríamos, sin una cierta exageración, adoptar los términos de diluvio e inundación por los que algunos historiadores gustan manifestarse: esto fue más bien una infiltración. Los bárbaros, largo tiempo amontonados en las fronteras, atravesaron aquí y allá estas barreras impotentes. Dentro de poco llamadas por los emperadores, dentro de poco imponiendo sus servicios, en otra parte recorrían el país que se cerraría sobre sus huellas, saqueadores más que conquistadores, no subyugaron a la Galia, sino que la devastaron. El resultado no fue otro que la destrucción del imperio. Toda vida central se extinguió poco a poco, todo se hizo local, aislado: el mundo pareció caer en el caos. La mezcla confusa, la fermentación tumultuosa de los elementos de una sociedad nueva duro cinco siglos hasta el final del octavo. Es cuando se manifiesta la primera tentativa de organización bajo la mano del poderoso Carlomagno. Germano de raza y costumbres, cristiano por la fe y romano

por la ciencia, este gran hombre representaba en sí mismo la fusión de aquello que pretendía realizar en Occidente. Por un lado, detuvo la invasión bárbara, por el otro, intentó hacer resurgir el imperio y purificar la Iglesia. Al lado de esta resurrección de la sociedad política, se colocó enseguida, como una consecuencia, la reorganización literaria que debe ocupar nuestra atención. Es la primera de las épocas que llamamos renacimiento. Esta merece particularmente este título, pues se trató en efecto de un renacimiento y no de una creación; tal fue el principio de su debilidad. Fue beneficiosa, aunque pasajera: conservó para épocas más felices la tradición antigua casi extinguida e interrumpió la prescripción de la ignorancia. Carlomagno emprendió la tarea de hacer resurgir todo aquello que se derrumbaba, incluidas las letras, este lujo imperial de la antigua Roma. Incluso sus guerras fueron organizadoras y sus conquistas defensivas. Comprendió que el primer obstáculo a vencer era la fluctuación de los pueblos, la perpetua movilidad de las razas, que acarreaban necesariamente aquella de las instituciones. Para edificar, afirmó el suelo. De allí surgió la necesidad por esta lucha de cuarenta años contra los sajones, los ávaros, los turingios, los eslavos, los daneses, estas diecisiete expediciones al mediodía contra los árabes y los lombardos. La victoria cambión entonces de partido y de carácter: esta se volvió contra la invasión; fundó en lugar de destruir. Sabios convocados por Carlomagno Entre las útiles conquistas de Carlomagno, es necesario contar los hombres instruidos que se apresuró a llamar desde las regiones vecinas y a asociar a su obra de restauración. Fue el primer paso en la carrera del progreso; se aseguró así indispensables instrumentos. Inglaterra era por aquel entonces el país más civilizado de Occidente. Si hablar de la vieja Iglesia de Irlanda, en la que los monasterios eran célebres desde el siglo V, la Iglesia anglosajona había sido fundada en 668 por un griego de Tarso, Teodoro. Este trajo algunos libros griegos, entre ellos algunos de Homero y de Josefo. Gracias a sus cuidados y a los de Adriano, su amigo, esta Iglesia

naciente había encontrado la tradición de las letras latinas al igual que la lengua griega. Contaba con muchas grandes obras de la antigüedad, entre ellas las de Aristóteles. En la edad de las más terribles tinieblas, produjo sin interrupción hombres tales como Beda, Egberto, Alberto y Alcuino. Este último fue el confidente, el amigo y, de alguna forma, el ministro intelectual de Carlomagno. Fue en Italia, en Parma, que el rey de los Francos se encontró con el sabio anglosajón en 780. Dos años después, Alcuino se había establecido a la corte de Carlomagno y cobraba la renta de res ricas abadías. No es necesario medir la reputación de este hombre célebre en el mérito intrínseco de las obras que dejó. Comentarios alegóricos sobre las santas Escrituras, tratados dogmáticos sobre ciertas cuestiones teológicas, un libro de moral práctica sobre las virtudes y los vicios, algunos trabajos sobre gramática, ortografía, retórica y dialéctica, ochenta piezas de versos de un mérito mediocre es todo cuanto de él queda y nada nos impulsa a pensar que escribiera obras de un valor más considerable. La verdadera obra de Alcuino fue la de impulsar el espíritu de sus contemporáneos; su mérito es el de haber detenido sobre la pendiente la rápida decadencia de la instrucción y de haber renovado la cadena de las tradiciones antiguas. Es hacia la filosofía, hacia la literatura por lo que se inclinó a pensar: citó a Virgilio y a San Agustín, se ocupó de la matemática y la astronomía, al igual que de los estudios teológicos. Con él comenzó la alianza de dos de los más fecundos elementos del pensamiento moderno: la antigüedad y el cristianismo. Alcuino no fue el único que ayudó a secundar los nobles esfuerzos de Carlomagno. Todas las regiones parecieron pagarle tributo. El Nórico le dio a Laidrado; se hizo con el gótico Teodulfo: uno se convirtió en el arzobispo de Lyon y el otro en obispo de Orleans. Encontramos igualmente cerca de él a Esmaragdo, abad de Saint-Mihiel, quien compuso una gramática latina, al germano Angilberto que escribió versos latinos, a San Benito de Aniano, el segundo reformador de los monasterios de Occidente y, por último, a Eginardo, “un bárbaro poco ejercitado en la lengua de los romanos”, a quien

el mismo Carlomagno dijo que sería el más destacado de los cronistas de la época, por lo que mereció el título de historiador.

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Katherine Montoya Práctica II de traducción 6 de marzo de 2015.

Nota: 5.00 La primera tarea de Carlomagno fue reunir en torno a un foco de interés común a aquellas lumbreras dispersas que él pudo reunir. En el recinto de su palacio creó una escuela que lo seguía a todas partes y de la cual formaban parte además del mismo emperador, sus maestros, sus favoritos, sus hijos e incluso sus hijas. A decir verdad, era más una especie de academia que una escuela común y corriente, en la que Alcuino quién era el alma de esta, buscaba despertar la atención y picotear la curiosidad de sus oyentes semi bárbaros, gracias a todo lo que la erudición traía de sorprendente. Alcuino acertó: no se trababa tanto de instruir a estos alumnos sino hacerlos amar el conocimiento. La pasión que este excitaba era producida a un nivel que nos parece extraño. Al igual que en ciertas academias italianas, donde unos solemnes eclesiásticos se atribuyen nombres bucólicos de los pastores de Virgilio, la escuela del palacio solía dar un nombre sabio a cada uno de sus miembros. Allí Carlomagno se llamaba David; Alcuino era Flaco; Angilberto era Homero; Gisla y Gondrade habían escogido los dos nombres graciosos de Lucia y Eulalia. Cuando pensamos en la grandeza del resultado y en la elevación de los motivos, debemos respetar incluso un ligero matiz de pedantismo. Por otra parte, ¿no es acaso una necesidad noble de los hombres de élite, el salir por al menos unos instantes de una era bárbara, utilizando la ilusión de estos nombres venerados?

Obras de Carlomagno; gramática franca y antología de poesías populares.

Carlomagno se tomó el estudio seriamente. Quería saber por su cuenta todo lo que ordenaba enseñar. Debía ser un espectáculo curioso y admirable ver a este orgulloso vencedor de sajones y lombardos ejercerse con mucho cuidado y muy poco éxito para formar los hermosos caracteres de escritura, y poner sus pizarras y su estilete bajo su cabecera, para ocupar así el insomnio de sus noches. Su inteligencia era más flexible que sus dedos; aprendió a hablar correctamente la lengua latina e incluso comprendía el griego. Llevando hasta en la gramática, el genio de organización que deslumbraba en su política, concibió el proyecto de someter el hasta entonces idioma indisciplinado de los germánicos a las leyes generales del lenguaje. Comenzó una gramática franca que precedió por 800 años a las más antiguas gramáticas alemanas. Finalmente, lo que resaltaba su gusto literario, es que a pesar del entusiasmo que le despertaban las letras latinas, no desdeñaba las poesías nacionales de la Germania, sus viejos cantos heroicos de los cuales aún conservamos restos en los Edda y los Nibelungos. Carlomagno recogió estos poemas bárbaros que seguramente escondían la verdadera poesía de todos los hexámetros de FlacoAlcuino y de Homero-Angilberto. No obstante, él mismo cultivó la poesía latina y a él se le atribuyen muchas piezas de versos que aún tenemos. Hay uno que parece pertenecerle más ciertamente, pues ahí se nombra y es el epitafio del joven Hugo, uno de sus hijos.

Observamos allí un solecismo tan lleno de gracia que parece una condición indispensable de la idea que expresa: “Hoc tibi care decus, Carolus miserabile carmen Edidit.” Otro verso de esta pieza compensa una falta de cantidad con una noble imagen: “Perpetuus miles régnât in aula Dei.” Apreciamos encontrar esta mezcla de talento y de incorrección sobre la pluma del poeta guerrero. Parece que este pensamiento fuerte, impaciente de obstáculos, destruye al menor movimiento, las reglas más delicadas de las sintaxis y de la prosodia.

Teología; Capitulares.

La verdadera literatura de esta época tenía que ser la teología. El porvenir del pensamiento estaba en la fe cristiana: había que terminar de fundar la fe. Sólo ella podía apasionar los espíritus, aguijonear el estudio, originar la discusión y algunas veces la elocuencia. Carlomagno fue teólogo. Además de las cuestiones que él enviaba a los obispos, verdaderos programas que producían obras, el mismo emperador revisó y completó diferentes tratados sobre los temas que entonces preocupaban a la Iglesia. La labor verdaderamente real que nos queda de Carlomagno, son estos sesenta y cinco Capitulares, colección vasta y confusa de los diversos actos de su poder. No es exclusivamente una recopilación de leyes, sino también de ordenanzas, juicios particulares, consejos, proyectos, y por último, actos administrativos de toda clase. El reino de Carlomagno todavía vive en estos restos mutilados. De allí, creemos entender la voz imponente del maestro, y reconocer algunas veces la brevedad imperial del mando; pero el príncipe no sólo ordena, sino que razona y enseña. Los reyes son los pastores de los pueblos a la aurora de toda civilización. Unas veces, el autor de los Capitulares les predicó a sus duros Germanos la moral evangélica, y les citó al apóstol santo Pablo; otras veces, dio instrucciones a sus enviados reales, organizó las formas de la justicia y la dirección de los pleitos locales. Abarcando todos los detalles en su inmensa actividad, creó reglamentos para la policía, estableció un máximo para el precio de los alimentos, proscribió la mendicidad y la reemplazó por una especie de impuestos de pobres. Más tarde, dedicó un capitular entero a la administración doméstica de sus dominios para la venta de sus vegetales (de villis). El activo del presupuesto imperial eran los granjeros a los cuales se dirigía y formaban su ministerio de finanzas. Por último, Carlos se cuidaba de no olvidar a los eclesiásticos, es decir, a la parte inteligente, la clase reinante de la nación. El emperador no sólo ajustaba sus intereses, sino que también se ocupaba y se preocupaba por sus usurpaciones. Parecía leer en el porvenir las desgracias de su hijo, Luis el bonachón. "Él les pregunta: ¿a quién se dirigen estas palabras del apóstol?": "¿ningún hombre que combate al

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servicio de Dios se preocupa por las cuestiones mundanas?"; y más adelante: "¿qué significa renunciar al siglo? ¿Solamente no llevar armas y no estar casado públicamente?

Reforma del clero; escuelas; manuscritos. La reforma del clero fue la primera medida reparadora de Carlomagno. El renacimiento del noveno siglo, así como del undécimo y del decimosexto, comenzó con una reforma religiosa. Bajo Carlos Martel, e incluso mucho antes de él, los bárbaros habían invadido la Iglesia, y le habían aportado su grosería y su ignorancia. Carlomagno no perdonó a nadie para reavivar la disciplina eclesiástica sino que corrigió las costumbres de los clérigos, restableció la regularidad en sus conductas y la decencia en la celebración de los oficios. Los concilios casi en desuso en el séptimo siglo y a principios del octavo, volvieron a ser frecuentes bajo este reino. La vida moral renacía en la Iglesia, y así mismo despertaría la inteligencia. En el siglo XV, la copia de los manuscritos desempeñó entonces el mismo papel que la imprenta en el siglo IX. De una época a otra, la biblia fue objeto de los primeros trabajos. Hacia el año 801, Alcuino envió al emperador una revisión completa de los libros santos. Este mismo príncipe se entregó a estudios similares. “El año antes de su muerte, dice un cronista contemporáneo, corrigió cuidadosamente, junto a griegos y sirios, los cuatro Evangelios de Jesucristo”. Tales ejemplos dieron un impulso general, y todos los monasterios rivalizaban con gran ardor para copiar estas nuevas recensiones. Al carácter informe de los tiempos merovingios, cuya escritura era sólo cursiva y degenerada, se sustituyó por el pequeño y más tarde gran carácter romano: era otra vez una restauración. La caligrafía se convirtió en un talento lucrativo e incluso en una gloria. Se hacía todo lo posible para propagar el gusto. Unas veces, los versos de Alcuino, especie de circular escrita en las paredes internas de las abadías, invitaban a los copistas a la exactitud más minuciosa; otras veces eran recomendaciones, oraciones, imprecaciones consignadas así mismo en el manuscrito original, que incitaban a los copistas a no cambiar nada, ni tampoco alterar ni una línea. Bajo las bóvedas de los monasterios circulaban ciertas leyendas muy propias para reanimar el fervor de los calígrafos. Un novicio empleado para copiar libros había debido su salvación a una compensación extraña: las páginas de una carta que había transcrito sobrepasaban el número de pecados que había cometido. La biblia comenzó y santificó el movimiento lo que hizo que los autores profanos sacaran provecho de eso. Alcuino conocía muy bien a Virgilio; según ciertos testimonios, repasó y copió las comedias de Terencio e hizo traer los libros de erudición escolástica de York que había reunido en su juventud. Lobo de Ferrières le prometió a Eginardo las Noches áticas de Aulo Gelio, tan pronto como el abad, a quien se las había prestado, hubiera terminado la copia. Más tarde, le hizo pasar los Comentarios de César. Por otro lado, solicitaba del papa Benito III el envío del tratado de Oratore de Cicéron y de las Instituciones de Quintiliano, en compañía de los Comentarios de San Jerónimo. Se disputaban el privilegio de leer y ser el primero en copiar el manuscrito. Se trataba de un movimiento que sólo era análogo entre los letrados del gran renacimiento. La instauración de las escuelas fue entonces el complemento. Las antiguas escuelas municipales habían desaparecido, en medio de los disturbios de la invasión. Escasos monasterios apenas satisfacían las necesidades más urgentes de la instrucción. Carlomagno,

preocupado durante mucho tiempo por esta idea, publicó finalmente en 737, a instancias de Alcuino, lo que llamamos una circular, donde ordenaba a los obispos y a los abades fundar escuelas. Dos años después, un capitular organizaba lo que la carta precedente había creado. Este reglamentaba que cerca de cada obispado y cerca de cada monasterio sería abierta una escuela, donde se enseñaría la gramática, el cálculo y la música. Desde entonces, el número de estos establecimientos se incrementó considerablemente y los más célebres fueron los de Tours, los de Ferrières en Gàtinois, Fulde, el de la Diósesis de Maguncia, Reichenau, en el de Constancia; de Aniane en Languedoc y el de Fontanelle en Normandía. Alcuino parecía multiplicarse para propagar la enseñanza; sin embargo, no solamente estableció escuelas, sino que también él mismo enseñó con un gran deleite, y la mayoría de los hombres ilustres que esta época vio nacer fueron en gran parte sus discípulos. Escuchemos al mismo Alcuino rindiendo cuentas a Carlomagno, en una de sus cartas (796), de la naturaleza de la enseñanza que había establecido en Tours: “Yo, su Flaco, según su exhortación y su sabia voluntad, me esfuerzo en servir a los unos, la miel de las Escrituras santas bajo el techo de San-Martin; a otros trato de embriagarlos con el viejo vino de los antiguos estudios; alimento a aquellos con la ciencia gramatical e intento hacer brillar en los ojos de otros el orden de los astros”. No obstante, reconoce que sus esfuerzos encuentran grandes obstáculos: “poco progreso y avanzo poco, luchando siempre con la rusticidad de los turonenses”. Desafortunadamente, esta resistencia no era local; tenía raíces más extensas y más difíciles de extirpar. Las masas de la población no sentían ninguna simpatía hacia esta ciencia que descuidadamente consideraban con poco interés: era un asunto entre el príncipe y el clero. Los conservadores de las viejas costumbres, o especies de “Câtons” de la ignorancia, se oponían obstinadamente a todas estas novedades; despreciaban “los ocios supersticiosos de las letras y desconsideraban a aquellos que deseaban aprender algo 1“. Sólo encontramos un monumento de esta época que instituye positivamente una enseñanza destinada a otros diferentes de los clérigos 2; y es muy probable que esta tentativa no haya tenido casi ningún éxito. No podía haber sucedido de otro modo. La Iglesia era entonces el único espacio de la nación que podía recibir una cultura literaria: las letras y las artes son las flores de la civilización y es el último fenómeno del crecimiento de las sociedades. El renacimiento Carlovingiano precedió la constitución real de la nación, y de esto resultó algo superficial y efímero. Los conocimientos científicos que Carlomagno sembró no sumieron raíces profundas en el suelo de Francia, ni se alimentaron de las sabias abundantes de la vida popular. No obstante, estaban muy lejos de haber sido inútiles: vivieron en el seno de los monasterios, hasta el día en que circunstancias más favorables permitieron propagarlos hacia fuera. Hasta ese entonces, las letras concentradas en una clase que podía sólo cultivarlas, constituyeron más bien un depósito que una riqueza real. Estas sólo produjeron un historiador notable, Eginardo, el biógrafo de Carlomagno quien imitaba a Suetonio y que a veces le recordaba: es su mérito a los ojos de los contemporáneos. Uno de ellos alababa en este escritor “la elección de los pensamientos, un empleo sobrio de las conjunciones, tal, como lo observó en los buenos autores, un estilo que no afectaba la longitud, la 1

“Earum, ut nunc plerisque vocantur, superslitiosa olia fastidio sunl.... Nunc oneri sunl, qui aîiquid discere all'ectanl”. (Lupus Feirariensis, epístola I.) 2 Theodulpbi Capilularia, § 19, 20.

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complicación de los períodos, ni las frases de una extensión inmoderada 3“. El autor de este juicio poco habría apreciado a Commines o a San Simón. La poesía es el género de composición que no puede realizarse sin el pueblo: es una especie de espectáculo que languidece sin los aplausos de la multitud. Es decir, la poesía no existió bajo Carlomagno; entiendo la poesía letrada, reservando, desde luego, los cantos rudos germánicos de los que hablé anteriormente. La poesía latina fue sólo un recrudecimiento de la versificación. Simplemente se trataba en versos los mismos temas que se desarrollaban en prosa: así se hacía la moral, la teología, la administración en hexámetros. En el campo de la filosofía, apareció un hombre notable, único, Juan Escoto o el Erígena (el irlandés). Al atrevimiento de sus ideas, a la sutileza de sus deducciones, al grandor de sus resultados, se podría creer que abría una carrera nueva a la filosofía y que se adelantaba a los pensadores de las escuelas modernas. Esto sería un error: Juan Escoto no era más que el último de los alejandrinos, descarriado en el noveno siglo; un contemporáneo, un compatriota de Plotino y de Porfirio. Tradujo del griego las obras de un alejandrino del siglo quinto, falsamente atribuidas a santo Denis el Areopagita; reprodujo las doctrinas en su libro sobre la División de la naturaleza: él es el último representante de esta tentativa de amalgama entre el neoplatonismo de Alejandría y la teología cristiana, que comenzó desde el segundo siglo y siguió activamente hasta el siglo quinto. Toda esta literatura Carlovingiana mira el pasado y lo refleja: es un día de otoño donde algunos rayos recuerdan a veces al verano y le dan al viajero una ilusión agradable. Pero con seguridad no es la primavera: los follajes son amarillos y la tierra aún no tiene savia.

_________________________________ CAPÍTULO VI. LENGUA FRANCESA. Expulsión del alemán y del latín. — Formación de los idiomas modernos; lengua de oc; lengua de oïl. Expulsión del alemán. Carlomagno había intentado en vano llenar el vacío que el imperio de Occidente dejaba en el mundo. Este gran hombre, en la noble impaciencia de su genio, había querido adelantar la hora de la Providencia. Había impuesto a Europa una unidad aparente y muy externa. Pero esta forma, herencia de una sociedad extinguida, resultó demasiado vasta y demasiado sabia para las necesidades de los pueblos nuevos, que la miseria había devuelto la barbarie. Era una expresión antigua impuesta a los sentimientos y a las costumbres a las cuales no respondía más; era algo grande, pero muerto. La verdadera unidad sólo puede nacer de la asimilación lenta de inteligencias. Había entonces que recobrar la sociedad en sus bases, fortificar las almas con conciencia de su valor individual, armar al soldado para la defensa de su tierra, elevar la atalaya del castillo y más tarde la muralla de la ciudad; en una palabra, rehacer hombres y no un imperio. Así mismo, tan pronto no se sintió más la mano 3

Lupus Ferrariensis, epístola I.

de hierro del conquistador, lo más urgente que se tuvo que hacer fue quebrantar esta máquina complicada que nadie podía hacer mover, y que atestaba la vía. El instinto de los tiempos, la fuerza de las cosas, la ley secreta y viva que escondida en el seno de las sociedades preside a todas sus transformaciones, predominaban sobre la fuerza organizadora del maestro. El nuevo imperio se derrumbaba por todas partes; todo tendía a aislarse, a volverse particular y local: los pueblos se desprendían pieza a pieza. Setenta años después de Carlomagno, sus estados son desmembrados en siete reinos. Los reinos mismos caen en ducados, condados, y señoríos: hacia el final del noveno siglo, Francia sola cuenta veintinueve provincias, y al final del décimo siglo, cincuenta y cinco provincias, cuyos gobernadores, bajo los nombres de condes, de vizcondes, y de marqués, se hicieron verdaderos soberanos. Un capitular de Carlos el Calvo (877) dedicó legalmente la herencia de los beneficios y los oficios reales: el imperio consumió su suicidio. No obstante, ya aparecían, en medio de esta desorganización universal del pasado, las nuevas tendencias que debían constituir el porvenir. Los reinos se destrozan, pero las razas recuperan su independencia: rechazan la dinastía y los idiomas extranjeros. Se crean unos jefes y se crea un lenguaje. Durante mucho tiempo, Carlomagno había cubierto a sus sucesores del prestigio de su gloria; pero cuando, a fuerza de incapacidad, destruyeron la ilusión, se recordaba que eran extranjeros. El primer síntoma de la vida nacional fue odiarlos como conquistadores y despreciarlos como incapaces. “Sin duda, dijo Agustín Thierry, en la revolución que derribó el trono de los Carlovingianos, es necesario dedicar una gran parte a la ambición personal del fundador de la tercera dinastía: sin embargo, se puede afirmar que esta ambición, hereditaria, se mantuvo desde hace un siglo en la familia de Roberto el fuerte, fue alimentada y apoyada por el movimiento de la opinión nacional; dicho en otras palabras, es el fin del reino de los Francos y la sustitución del gobierno fundado sobre la conquista por una realeza nacional 4”. Con y hasta antes de los reyes germanos desaparece del suelo galo la lengua tudesca, el alemán. En 813, un canon del concilio de Tours recomendaba al clero predicar en tudesco, así como en latín y en la lengua románica vulgar 5: prueba cierta de que el idioma germánico era aun generalmente difundido en la Galia. Veintinueve años después, en 842, cuando ambos hijos de Luis el Bonachón se juran amistad y alianza a la cabeza de sus ejércitos, el príncipe Luis el Germánico, queriendo ser comprendido por los hombres de Carlos el Calvo, sólo utiliza la lengua románica, mientras que Carlos el Calvo hablaba tudesco a los soldados de Luis el Germánico 6. Aquí la distinción de las lenguas parece ya bien trazada: el tudesco retrocede poco a poco hacia el norte; deja a los dialectos provenientes del latín las tierras que son desde ahora Francia. En 911, ya nadie entendía más los idiomas germánicos del tribunal de Carlos el simple. Cuando el duque Rollón se adelantó para jurarle fidelidad y pronunció las dos palabras by Got (por Dios), todos los asistentes se pusieron a reír 7. Parece que los últimos descendientes de la dinastía Carlovingiana se tomaron la tarea de ampliar la distancia que les separaba de la nación. Luis de Ultramar, en medio de un pueblo que sólo hablaba el latín vulgar, sólo comprendía el tudesco. En 948, durante el concilio de Ingelheim, donde se encontró con el emperador Otón, ambos príncipes, tanto el uno como el otro, parecían alemanes. Cuando se leyó la 4

Carta siglo XII. Más adelante explicaremos lo que era la lengua románica. 6 Véase más adelante los juramentos del príncipe y del pueblo. 7 D. Bouquet, t. V',11, Pag. 316. 5

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carta del papa Agapito, hubo que traducirla en lengua tudesca, para que los reyes la pudiesen entender. Por el contrario, los príncipes de la tercera raza, cultivaron con cuidado el idioma popular. Roberto, hijo de Hugo Capeto, era muy hábil en la lengua gala, dice un cronista: Erat lînguse gallicoe peritia facunclissimus. Si los Germanos desaparecieron como nación del territorio galo, se quedaron allí como individuos; se unieron a los antiguos habitantes y contribuyeron a reanimar en su seno todas las virtudes guerreras que habían traído de sus bosques salvajes. Lo mismo sucedió con el idioma germánico: se borró como lengua y se quedó como influencia; se amalgamó de manera más o menos oculta con el nuevo idioma de Francia del norte, y sirvió para comunicarle esta firmeza, esta energía que fortalece, en cierto modo, las lenguas, y les da dinamismo y duración 8. En primer lugar, parece asombroso que los vencedores les hubieran tomado y no impuesto una lengua a los vencidos. Este hecho se explica fácilmente por la desigualdad en el número de la población y sobre todo de civilización entre ambos pueblos. Es un fenómeno constante en la historia que los conquistadores bárbaros sufran inevitablemente la lengua, las costumbres y la cultura intelectual de un pueblo refinado. Por ejemplo: los mongoles, vencedores de la China, adoptaron su lengua y sus leyes. Los romanos sometieron Grecia, y aunque no abandonaron su lengua, gran representante de su soberanía, aprendieron por lo menos la lengua de los vencidos; adoptaron sus obras maestras y sus dioses. Pero estos mismos romanos, al convertirse dueños de la Galia menos civilizada, pronto introdujeron allí sus costumbres y su lenguaje.

Expulsión del latín.

Si el alemán fue exiliado por Francia, el latín se quedó allí que para morir. A un pueblo nuevo, le hacía falta una lengua nueva. Este sabio e industrioso lenguaje, producto e instrumento de una civilización refinada hasta la corrupción, no podía sobrevivir a la sociedad que lo había creado. Este mismo se había esforzado para preservar de toda ofensa; era como una máquina inmensa, complicada, llena de detalles delicados y frágiles, que daba resultados maravillosos bajo un impulso hábil, pero que no podía soportar sin romperse al esfuerzo de una mano inexperta. Hablado en todo el Occidente, impuesto en Oriente como medio de comunicación oficial, el latín resonaba por todas partes como el grito de guerra de las legiones, como la orden imperiosa de Roma. Pero esta misma difusión debía perjudicar a su pureza. La lengua romana, así como el imperio, estaba enferma de su grandor 9. Si los provinciales, los hombres de Roma, ya habían alterado el latín con el uso, los bárbaros lo quebrantaron por impotencia y capricho. ¿Qué tenían que hacer todas estas combinaciones sutiles de tiempo, de modos, de casos oblicuos y diversamente declinados, que cansaban su memoria pero sin servir sus necesidades? ¿Qué les importaba este vocabulario rico ciceroniano, vasta paleta donde brillaban los colores más delicados, o donde se fundaban los matices más variados? He aquí a lo que se redujo el mecanismo de su lenguaje: a un pequeño número de palabras muy precisas y muy ordinarias para expresar 8 9

Véase más arriba, página 21, lo que dijimos de la influencia del alemán sobre la lengua francesa. “Ut jam magniludine laboret sua”. Tite-Live, t. I, prefacio.

los objetos que impactaban su sentido, algunos auxiliares cómodos para reemplazar los tiempos y ciertas preposiciones que siempre son las mismas para hacer las veces de inflexiones de los casos. El latín debió sufrir una reducción considerable y una extrema simplificación. Los bárbaros realizaron precipitadamente lo que el tiempo produce a la larga sobre todos los idiomas; hicieron pasar la lengua latina del carácter sintético a los aspectos más despreocupados, pero también más pobres del análisis. Hubo una analogía singular entre la revolución del lenguaje y la del gobierno. Tanto allí como acá todo se volvió simple, material, positivo, pero estrecho, exiguo, bárbaro. Los hombres tenían pocas ideas e ideas muy cortas; las relaciones sociales eran escazas y limitadas; el horizonte del pensamiento y de la vida eran extremadamente restringidos. En tales condiciones, una gran sociedad y un lenguaje rico eran también imposibles. Pequeñas sociedades, gobiernos locales, lenguas poco abundantes, dialectos populares, en una palabra gobiernos e idiomas hechos de alguna manera, a la medida de las ideas y de las relaciones humanas; esto sólo era posible, esto sólo pudo llegar a vivir. Cuando los restos de la gran lengua Romana adquirieron, gracias a la analogía, una cierta regularidad, cuando, por procedimientos nuevos, se encontró el medio de suplir al mecanismo sabio de las declinaciones y de las conjugaciones antiguas, este resultado de la barbarie de los tiempos y de las tendencias analíticas naturales al espíritu humano formó los idiomas populares conocidos bajo el nombre de lenguas neolatinas. Todo servía de instrumento para la destrucción fatal que debía ser muy fecunda. ¡Qué extraño! tal vez, el clero del sexto siglo fue el que daría al latín los golpes más duros. En su celo necesario contra los restos de la idolatría, comprendió la elegancia del lenguaje. El papa san Gregorio el grande, sabiendo que Didier, obispo de Viena, daba lecciones de gramática, le escribió: “me cuentan algo que no puedo repetir sin vergüenza: se dice que su fraternidad le explica la gramática a algunas personas. Estamos afligidos....pues las alabanzas a Júpiter no se pueden contener en una sola y misma boca con las alabanzas a Jesús cristo”. En cuanto a él, profesa bajo este informe la ortodoxia más franca: “no evito el desorden del barbarismo, decía; desdeño observar los casos de las preposiciones; porque vería una indignidad en plegar la palabra divina bajo las leyes del gramático Donato”. Sin duda, hay para nosotros algo raro en este mal humor del pontífice, en esta insurrección santa contra el yugo gramatical. Sin embargo, en una edad tan cerca de los siglos paganos, era posiblemente difícil conservar las gracias del lenguaje clásico sin el fondo de las ideas que acostumbraban revestir y conservar la forma sin el pensamiento, la flor sin el tallo, la civilización latina sin la filosofía profana. Gregorio el Grande veía posiblemente de forma más justa que los filósofos que lo criticaron, cuando, en su instinto de obispo, sentía confusamente la necesidad de una lengua nueva, aunque fuese bárbara, para expresar las ideas de la civilización a punto de renacer. Sea lo que sea, este celo ardiente y justo en su principio, exagerado sin duda en sus consecuencias, no tardó en llevar sus frutos en detrimento de la lengua latina. Es probable que san Bonifacio, obispo de Maguncia, no quiso exponerse a las reprimendas pontificales al enseñar a sus sacerdotes las reglas de Donato; pues el papa Zacarías tuvo que pronunciar sobre la validez de un bautismo conferido por uno de ellos en estos términos: ego te baptiso in nomine patria y filia, y spiritus sancti. Esta cruzada contra el latín tuvo algo de oportuno en su rareza: cesó tan pronto cuando el enemigo ya no era de temer. El latín convertido fue aprobado para

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arrepentimiento, y encontró, como todos los pecadores, un asilo en los monasterios. Se hizo lengua muerta, y el clero tuvo gran cuidado con esta cuando se la apropió. También, de los dos lenguajes hablados en la Galia bajo las dos primeras razas, uno fue relegado más allá del Rin y el otro dentro del claustro, el pueblo mismo hizo su lengua. Derivada sobre todo de aquella de los romanos, recibió el nombre de lengua romana. Formación de los idiomas modernos; lengua de oc; lengua de oïl.

¿En qué época comenzó el uso de estas lenguas? Es difícil de determinar con precisión. Las lenguas no nacen un día dado; no nacen en absoluto, se transforman. Los eruditos pretendieron comprobar la existencia del romano desde el tiempo de Carlos Martel; hasta señalaron algunas formas en una época mucho más lejana 10. El primer monumento escrito y auténtico que se nos queda, son los famosos juramentos que prestaron Luis el Germánico a su hermano Carlos el Calvo, y aquellos que prestaron los soldados de Carlos a Luis el Germánico, en marzo del año 842. Transcribimos aquí el juramento según el texto del historiador Nithard 11, juntando también una traducción francesa.

JURAMENTO DE LUIS EL GERMÁNICO. « a Pro Deo amur et pro Christian poplo, et nostro commun salvament, dist di en avant, in quant Deus savir et a potir me dunat, si salvara jeo cist meon fratre Karlo, et in a adjudha et in cadhuna cosa, si com om par dreit son fradra * salvar dist, in o quid il mi altresi fazet, et ab Ludher nul « plaid nunquam prindrai, qui, meon vol, cist meon fradre « Karle in damno sit. » TRADUCCIÓN. “Por el amor de Dios, para el pueblo cristiano y para nuestra común salvación, de este día en adelante, como Dios me ha dado el saber y el poder, salvaré a mi hermano Carlos, aquí presente, y le ayudaré en cada cosa (así, tal como un hombre, según la justicia, debe salvar a su hermano), así como él lo haría de la misma manera por mí; y no haré con Lotario ningún acuerdo que, por mi voluntad, cause perjuicio a mi hermano Carlos aquí presente”. DECLARACIÓN DEL EJÉRCITO DE CARLOS EL CALVO.

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J. L. Ideler, Geschichte der Altfranzxsischen National-Littératur, § 25. — L. Genin, introducción al Cantar de Roldán, pág. IX. Toda la espiritual erudición de este crítico no pudo animarnos a compartir la audacia de sus conclusiones. “No dudo, dice, que el francés existiese en el siglo VIII. Considero permitido afirmar que Carlomagno había oído hablar francés…No hay temeridad alguna en suponer que Carlomagno trató de hablar francés. 11 Hisforin Francorum, apnd Duchcsne, t. II, Pag. 274. — Roquefort, Glossaire de la langue romane, t. I, Pag. 20.

« Si Lodhuwigs sagrament que son fradre Karlo jura conservât, et Karlus meos sendra de suo part non la stanit, si jo returnar non lint pois, ne jo, ne neuls cui eo returnar int pois, in nulla adjudah contra Ludowig nun li juer. » TRADUCCIÓN.

“Si Luis respeta el juramento hecho a su hermano Carlos, y Carlos, mi señor, por su parte no lo hace, si no le puedo desviar de esta decisión, ni yo ni alguno (de los) con los que lo podrían hacer, no le daremos ayuda alguna contra Luis 12“. Estos textos son curiosos monumentos para el estudio de nuestra lengua. Y allí se encuentra, en cierto modo, algo del trabajo de la transformación. Podemos observar que estas líneas bárbaras ocupan un lugar en medio de los dos dialectos que, como nosotros diremos, se repartieron Francia. La división todavía no se efectuó. Es probable que, bajo la segunda raza, la unidad política mantuviera y conservara una especie de uniformidad en el idioma corrompido, que se llamaba lengua vulgar. Este lenguaje cuasi-latín tuvo en Francia las mismas pretensiones y la misma fuerza que el imperio cuasi-romano de Carlomagno. Estos cayeron juntos y por las mismas causas; la lengua se dividió en dos dialectos; y, retomando a Cicerón una imagen expresiva, al igual que los ríos que tienen origen de los Apeninos se separan sobre dos laderas, los unos que fluyen hacia el mar de Jonia, que ofrece puertos seguros y tranquilos, bajo el bello clima de Grecia, y los otros que van a desembocar en el mar de Toscana, que baña un país bárbaro, espinoso de escollos y de arrecifes: así la nueva lengua se partió por la mitad en corrientes diversas, entre las que una fue a rociar las llanuras risueñas del sur, totalmente perfumadas todavía por la memoria de las artes y de la civilización romana, donde la lengua griega misma había dejado un armonioso eco; la otra, difundida en el norte del Loira, encontrando por todas partes a Germanos, Kimris, Northmans, se encargó de un sedimento bárbaro que alteró por mucho tiempo su limpidez. Los Northmans ejercieron sobre todo la influencia más grande sobre el dialecto del norte de Francia. Estos conquistadores del décimo siglo hicieron como los del quinto: adoptaron la lengua del país conquistado, pero la adoptaron modificándola según la necesidad de sus órganos rudos. Las sílabas sonoras se oscurecieron: las a se convirtieron en e. Por ejemplo: la palabra latina charitas había dado charitat a la lengua románica; los Northmans pronunciaron charité, y contribuyeron así a dar al dialecto del norte una fisonomía cada vez más distinta. Los huellas que dejaron allí fueron tan profundas que se apropiaron más seriamente de la lengua francesa. Ya bajo Guillermo I, sucesor de Rollón, los romanos soló hablaban en Ruan. El duque, queriendo que su hijo supiera también la lengua danesa, fue obligado a enviarlo a Bayeux, donde todavía se hablaba esta lengua. Para los otros galos, el francés era un latín corrompido, un dialecto despreciado; para los Northmans bárbaros, esta fue casi una lengua sabia, que estudiaron, como el latín, con mucho más cuidado. Pronto los Northmans se hicieron nuestros poetas y maestros del francés, al igual que en otro tiempo los galos habían enviado a Roma maestros de retórica y de gramática latina.

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Podemos ver el análisis argumentado de cada una de las palabras que componen estos textos en l’Explication de Bonamy, en el volumen 45 de Mémoires de l'Académie des inscriptions (edicto. En 12).

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Mientras tanto, el idioma meridional así mismo recibía de las circunstancias políticas, su carácter distintivo. Las provincias del sur, sometidas primero por los visigodos y los borgoñones, habían sufrido menos bajo estos conquistadores menos bárbaros. Los Francos las habían surcado sin duda muchas veces, pero sin desarraigar completamente como en el norte, las costumbres y la civilización romana. Después de Carlomagno, las provincias sometidas a la división de algunos de sus sucesores, se habían formado como reinos independiente bajo Bosón, quien en 879 tomó el título de rey de Arles o de Provenza. Pero a finales del undécimo y a principios del duodécimo siglo, su sucesión se encontró repartida entre los condes de Tolosa y de Barcelona. La unión de los provenzales con los catalanes terminó por alejar el dialecto del sur muy lejos del idioma sordo y lánguido de los compañeros de Guillermo el Bastardo. El provenzal fue en lo sucesivo una lengua distinta del románico wallon (valón) o welsh (es decir galo). Estos dos idiomas se distinguían también por la palabra que, en cada uno de ellos, expresaban la afirmación oui: uno fue llamado lengua de oc (hoc) y el otro la lengua de oïl (hoc illud). Así es como en la misma época se nombraba al italiano lengua de si, y al alemán lengua de ya 13. Lo que es sólo diversidad en la esfera de los principios se hace hostilidad en la de los acontecimientos. El norte y el sur de Francia constituyeron su individualidad sólo con la condición de odiarse. Los hombres del norte eran más valientes, pero también más bárbaros, mientras que los hombres del sur eran más ingenioso, pero más blandos; ambos se veían recíprocamente los unos como salvajes y los otros como bufones. Hay que escuchar el grito de asombro y de desdén que echaban los franceses del norte a su primer encuentro con sus hermanos del sur. Fue hacia el año 1000, cuando Constancia, hija del conde de Tolosa, acababa de casarse con el rey Roberto y había traído consigo a los cortesanos de su padre. “Dice el cronista contemporáneo Glaber que hay tanta deformidad en sus costumbres como en sus trajes. Su armadura y los arreos de sus caballos son de extrema rareza. Sus cabellos descienden apenas hasta la mitad de sus cabezas, se afeitan la barba como histriones, llevan botines acabados de manera indecente con un pico encorvado, túnicas acortadas, cayendo hasta las rodillas, y hendidas por delante y por detrás. Marchan dando salticos. Pendencieros continuos, jamás son de buena fe. Por desgracia la nación de los Francos, en otro tiempo la más honrada de todas, y los pueblos de Borgoña, siguieron ávidamente estos ejemplos criminales”. Estos dos elementos, cuya unión armoniosa debía constituir la nacionalidad francesa, crecieron durante mucho tiempo, apartados, hostiles y amenazadores, hasta el día en que se enfrentaron con la sangre de los Albigenses.

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« II bel paese la dove il si suona. » (Dante).

SEGUNDO PERIODO. EDAD MEDIA ____________ CAPÍTULO VII. SOCIEDAD FEUDAL

Sociedad feudal. — Renacimiento de la poesía; juglares y troveros . Formación de los cantos épicos.

Sociedad feudal.

Hacia el undécimo siglo se constituyen por fin las lenguas, es decir los pueblos modernos, porque un pueblo mismo sólo existe cuando crea un lenguaje; y entonces es cuando el mundo latín desaparece, las invasiones bárbaras se acaban para siempre y Europa va a comenzar un período nuevo. Los tiempos que separaban la caída del imperio de Occidente de la era que acababa de nacer, no eran sino una fermentación laboriosa donde se preparaba la formación del mundo católico y feudal: los cuatro siglos que este mundo debía vivir, del undécimo al decimoquinto, es la época que designamos bajo el nombre de edad media. Esta época se abre con una imponente grandeza. Después de esta terrible noche del décimo siglo, de estas pestes que diezmaban regularmente a la población, de estas horribles hambrunas donde se comía carne humana, donde se mezclaba tiza a la harina escaza comprada al peso del oro, de estos intensos pavores durante los cuales en cualquier momento se esperaba el sonido de la trompeta que debía despertar a los muertos, el mundo se tranquilizó por fin cuando vio expirar sin catástrofe el año 1000 que una creencia general le había asignado cómo término. La humanidad recuperaba con felicidad una vida que se había creído casi a punto de perder y volvió a trabajar, a edificar en agradecimiento a este Dios que prolongaba sus días. Se construyeron en todas partes nuevos templos; una arquitectura hasta entonces desconocida y totalmente de expresión cristiana hizo que bellas

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catedrales góticas sucedieran a las basílicas romances viejas y pesadas: se había dicho, según la expresión de un cronista contemporáneo, que el mundo se despertaba, y, despojándose de repente de su vejez, se revestía por completo de un vestido blanco de iglesias 14. Y entonces, los normandos que se volvieron franceses comenzaron sus carreras heroicas, y llevaron a Italia, Inglaterra, y Palestina su fabuloso valor. Entonces, un sacerdote concibe una idea más grande que la de Carlomagno, sueña con la unidad política del mundo, encabezada por la autoridad espiritual. Europa entera se levanta al llamado de Roma, y, como Grecia en sus tiempos heroicos, prueba su cohesión marchando bajo un solo jefe contra Asia, y prueba su vida cristiana invadiendo a los musulmanes bárbaros. No obstante, las costumbres se formaron, la opinión pública renació, y con ella toda una serie de instituciones y de relaciones. ¡Qué extraño y admirable! La legislación de Carlomagno había sido impotente para crear un imperio; en la edad media, creencias e incluso prejuicios suplían a la ausencia de leyes y hacían vivir la sociedad. En el interregno entre el mundo romano y los Estados modernos, una idea gobernó Europa; un sentimiento tuvo el lugar de una constitución. Las tribus germánicas habían dado de sus bosques la conciencia de la libertad individual, la entrega voluntaria del hombre al hombre, la inviolable fidelidad al juramento, en una palabra, el culto y a menudo la superstición del honor. En seguida se establece, como por encanto, una orden política cuyo honor es el vínculo, donde todo es a la vez dependiente y libre, encadenado por la palabra. Para completar esta organización, sobre ella surge un nuevo ideal que debe esforzarse por alcanzar, el sueño noble de la caballería, es decir, el valor adjunto a la lealtad, la protección del débil por el fuerte, y por último, el culto hacia las mujeres ejerciendo el imperio doble de la debilidad y la belleza.

Renacimiento de la poesía; juglares y troveros.

Entonces una poesía fue posible, porque existía una sociedad. Esta poesía tuvo la suerte de nacer no de tradiciones más o menos fieles del pasado, sino de las circunstancias nuevas donde se encontraban los hombres. Un desarrollo espontáneo en la ausencia de una literatura más perfecta, que en otro tiempo le había faltado a la poesía de los romanos, no faltó en la edad media, gracias al olvido momentáneo de los modelos antiguos. Sin duda, abdicar para siempre la herencia de Roma y de Atenas hubiese sido una desgracia para el pensamiento moderno. Sin embargo, fue bueno que no se disfrutara de este pensamiento demasiado temprano, que sólo reuniera a su mayoría, mientras que, formada en una saludable ignorancia de la gran fortuna que lo esperaba, hubiese sido creado a partir de recursos poderosos. Es lo que ocurrió en el decimoquinto y decimosexto siglo, donde la

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“Erat enim instar ac si mundus ipse, excutiendo semet, rcjecla velus tate, passim candidam ecclesiarum veslem iadueret.” Glaber, I, III, 4 (apud .Scripuires rerum francicaïuin, X.) La arquitectura es el arte dominante y expresivo de la edad media, aquel que primero revela el pensamiento espiritualista. A la línea horizontal, principio del arte pagano, se le sustituye por la línea vertical, como generadora de todos los nuevos ornamentos. El edificio sube hacia el cielo, en lugar de extenderse complacientemente sobre la tierra. El pilar macizo da lugar a un haz de elegantes nervaduras. Las columnas se adelgazan para lanzarse más. Además se estrechan para exagerar la altura disminuyendo el intervalo; y ambas porciones de la bóveda que sostienen, se reencuentran, en lugar de continuarse redondeando su curva, se cortan a un ángulo más o menos abierto y dan nacimiento a la ojiva.

edad media, aumentada en las manos del cristianismo y de la feudalidad, recibió por fin el tesoro de la antigua sabiduría. Además, cuanto menos la poesía romance procuró imitar a la griega, más lo hizo. Vimos reaparecer estos cantos largos y heroicos, compuestos por un poeta desconocido, confiados exclusivamente a la memoria de los hombres, repetidos con adiciones, variantes, y, después de haber estado como suspendidos por mucho tiempo en medio del pueblo, vienen para presentarse por fin bajo la pluma más o menos elegante de un letrado. Los juglares, (joculatores) como los aèdes griegos, se unieron primero a la persona de los príncipes. Encontramos ya esto después de Carlomagno y de Luis el bonachón 15. Los cantos heroicos que compusieron para celebrar la victoria conseguida en 868 por Carlos el Calvo sobre el conde Gerardo se atestiguaron en las crónicas 16. Los juglares normandos cantaban las mayores hazañas de Carlomagno y de Roldán, antes de la famosa batalla de Hastings que sometió Inglaterra a Guillermo el Conquistador (Guillermo I de Inglaterra) en 1066. Estos cantores fueron magníficamente recompensados por sus patrones nobles; unos se volvieron bastante ricos para fundar hospitales; otros obtuvieron el permiso y sin duda los medios para comprar y poseer feudos nobles. Los obispos, los abades e incluso las abadesas tuvieron tempranamente juglares a su servicio; aun cuando Carlomagno se los prohibió en un capitular del año 788, esto no impidió que en los siglos siguientes varios obispos los tuvieran a su sueldo. Aunque hay que reconocer que se los prestaban caritativamente a los monasterios de sus diócesis 17. Otros juglares, sin ser unidos a grandes personajes, vagaban a sus riesgos y peligros, yendo de ciudad en ciudad, de castillo en castillo, artistas ambulantes, bohemios de la poesía, unas veces ricamente recompensados, y otras, presa de la miseria y de los ultrajes, según los azares del viaje, y también sin duda según la desigualdad de sus talentos o de su conducta. Aquellos entre los que componían o sabían repetir los cantos más bellos recibían en las mansiones nobles la acogida más favorable. Para concebir la complacencia con la que se recibían de estos huéspedes ingeniosos, había que figurar la soledad y los largos aburrimientos de las moradas feudales. Sobre la cumbre de una colina a la cual era difícil acceder, se elevaba un castillo aislado, cerrado por altas murallas, donde las estrechas saeteras admitían una luz pálida y triste. A su alrededor, miserables chozas, campesinos ordinarios y temblorosos; adentro, la castellana con sus hijas rodeadas de pajes nobles, sin duda, algunas veces graciosos, pero siempre tan ignorantes como ellas. Los mismos hijos de la casa servían como pajes en otro castillo. En cuanto al señor, se destacaba por dar y recibir grandes golpes de espada, por montar un fogoso destrero y por beber grandes copas de vino. ¿Que se podía hacer en tal morada si no era la guerra o el amor? ¿A menos que se imitara la una y se contara el otro, se dieran torneos, o escucharan juglares? Y aun más cuando durante seis meses de invierno el castillo feudal estaba envuelto en nubes, sin guerra, sin torneos, cuando había visto sólo a pocos extranjeros y peregrinos; cuando se habían esfumado estos días largos y monótonos, estas interminables veladas mal ocupadas por el ajedrez, se languidecía con las golondrinas y el deseado retorno del poeta. Por fin llegaba; se le divisaba desde lejos a lo largo de la rampa escarpada que llevaba al castillo; llevaba su vihuela de arco atada al arzón de su silla de montar, si era a caballo o colgada de su cuello, si venía a pie. Sus vestidos eran abigarrados de colores diversos; sus cabellos y 15

La Rue. Essais historiques sur les laides et les jongleurs), t. I, pág. 114, Alliericus Trium Foniium, Chronica, ad annuin 868. 17 Warton's History of English Poetry, t. I, pág. 94. 16

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su barba afeitados por lo menos en parte; un monedero que se llamaba la malette o la aumonière colgaba de su cinturón y parecía llamar por anticipado la generosidad de sus huéspedes. Sin morada, desde la noche de su llegada, el barón, los escuderos, y las damiselas se reunían en la gran sala adoquinada para escuchar el poema que él acababa de terminar durante el invierno. Entonces se desplegaban delante de oyentes tan bien dispuestos, tan alterados relatos poéticos, se desplegaban miles de cuadros interesantes y maravillosos: el juglar contaba las mayores hazañas de Olivo, que, afligido hasta la muerte, se levantó para desafiar al gigante, el jefe de los Sarracenos; o las lágrimas del caballo Bayardo, al que los escuderos sangraron para beber su sangre, mientras que la hambruna estaba en el castillo de Renaud; o la llegada de la hija del emir a la prisión de los caballeros; o la queja de Carlomagno al escuchar el olifante de su sobrino Roldán. Aquí ningún desdenes literarios, ningún espíritu crítico o burlón. Todos se dejaban llevar con el trascurso del relato; seguían con el pensamiento estas luchas imaginarias, estas aventuras prodigiosas; disfrutaban el delicioso placer de renovar las emociones del combate sin soportar la fatiga de identificarse con el héroe, de dar con él grandes golpes, sin sentir nunca la lanza del enemigo perforar su yelmo y su cota de malla. Escuchar tales cantos, era doblar su vida. Cuando se acercaba el otoño, el relato del trovero ya llegaba a su fin; este se iba enriquecido con presentes de su huésped. Le daban oro, caballos, vestidos. Los barones y los caballeros a menudo se despojaban de sus trajes más ricos para él: Cils jongliors eurent bonne soldée. Plus de cent marcs leur valut la journée. Qui fut gentil de cœur sa robe dépouilla, Et pour faire s'honneur à un d'els la donna 18. Si antes no era un caballero, algunas veces se le convertía en uno. A menudo se llevaba con él el amor de la castellana. Luego, al estar ausente, el castillo había perdido su voz: todo recaía hasta la primavera en el silencio y la monotonía de siempre 19. Formación de los cantos épicos Los poemas heroicos que nos quedan de esta época y que son conocidos bajo el nombre de Cantares de gesta (chanson de geste) presentan una extensión muy imponente. En general constan de veinte, treinta, cincuenta mil versos, que se desarrollan mediante parlamentos de vente a doscientos y algunas veces más, de una sola rima o asonancia. De seguro las composiciones iguales no son la obra de estos juglares errantes, que sólo cantaban fragmentos dispersos. Esta extensión supone la posibilidad de ser leída independientemente de aquella que es cantada. Los juglares no se hubieran tomado el trabajo de construir una obra larga que nadie hubiera podido contemplar en su conjunto. Es pues probable que hubiera primero sobre los distintos temas que abrazaban estas largas epopeyas, poemas más cortos, más simples, más populares y más primitivos que aquellos que nos quedan. Fauriel 20, de quien retomamos esta observación, recogió pruebas de esto 18

Roman de l’aus du paon. Ed. Quinet. Revue des DeuxMondes, janvier 1, 1837. 20 De l’Origine de l’épopée chevaleresque au moyen âge. 19

tan curiosas como concluyentes. Así, a menudo pasa que un manuscrito encierra bajo un solo título varios fragmentos relativos al mismo acontecimiento: son dos o varios poemas sobre el mismo tema, que el redactor habrá recogido de la boca de los juglares y fundido o más bien yuxtapuesto en su reseña. He aquí un ejemplo extraído de uno de los partes más notables de la canción de Rolan. La retaguardia de los Francos fue atacada y destruida por los sarracenos, más allá de los Puertos, mientras que Carlomagno ya los había puesto a la cabeza de la vanguardia. Mataron a todos los guerreros. Once de doce pares perecieron. Sólo quedaba Roldán, pero ya tan herido y tan abrumado que lo único que le quedaba por rendir era su alma. Para morir en paz se retiró debajo un gran peñasco, al amparo de un pino. Allí quiere quebrar su espada famosa, su Durandal, por temor de que caiga en las manos de los infieles: Roland sent qu'il a perdu la vue; Se lève sur ses pieds, tant qu'il peut s'évertue; En son visage sa couleur a perdue. Devant lui se dressait une pierre brune : De dépit et fâcherie il y détache dix coups. L'acier grince, sans rompre ni s'ébrécher. « Ah! dit le comte, sainte Marie, aidez-moi! Eh! bonne Durandal, je plains votre malheur; Vous m'êtes inutile à cette heure; indifférente jamais. J'ai par vous gagné tant de batailles, Tant de pays, tant de terres conquises. Qu'aujourd'hui possède Charles à la barbe chenue! Jamais homme ne soit votre maître à qui un autre homme fera peur. Longtemps vous fûtes aux mains d'un capitaine, Dont jamais le pareil ne sera vu, en France, pays libre 21. Esta estrofa contiene, como se puede ver, la pintura de una situación heroica muy conmovedora, y este cuadro es uno, completo, y tal como el autor debió y quiso hacerlo. Ahora lo que sigue a este cuadro, no es la muerte de Roldán, es un parlamento de veintiséis versos, lo que no es otra cosa que una repetición del cuadro anterior, solamente en otros términos, con otra rima y con variantes en los detalles y complementos 22: 21

Citamos aquí el mismo texto sin ninguna alteración, para dar una idea del lenguaje del más antiguo de nuestros cantares de Gesta. Ço sent Rolians la veue ad perdue; Met sei sur piez, quanqu'il poet s'esvertuel; En sun visage sa i ouleur ad perdue, De devans lui ot une perre brune X Colps i fiert par doel e par rancune; Crui-t li acers, ne freinl ne n'esguignet; E dist li quins : « Sancte Murie, aiue ; E, Durandel bone, si mare fustes! 22

El texto original: Rollans ferit el perron de Sardonie; Cruit li acer ne briset ne n'esgninie.

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Roland férit sur la pierre de Sardoine ; L'acier grince, sans rompre ni s'ébrécher. Voyant alors qu'il n'en peut rien briser. Il commence à la plaindre à part soi. Quando jo n'ai prod de vos n'en ai mescure Tantes batailles en camp en ai vencues, El tantes teres larges escumbatues Que Charles lient, ki la barbe ad canue ! Ne vos ait hume ki pur altre fuite! Mull ben vassal vos ad lung lens tenue ; Jamais n'ert tel en France la soliie. » (Vers 859 et suiv. Édit. Génin.) Eh ! Durandal comme tu es claire et blanche! Comme au soleil tu reluis et reflamboies! Charles était aux vallons de Maurienne, Quand Dieu du haut du ciel lui manda par un ange De te donner à un franc capitaine; Donc me la ceignit le noble roi le Matme. Par elle je lui conquis Normandie et Bretagne; Je lui conquis le Poitou et le Maine ; Je lui conquis et Bourgogne et Lorraine, Je lui conquis Provence et Aquitaine, Et Lombardie et toute la Romagne; Quand il ço vil que n'en pout mie freindre, A sei mcismcs le commencet à pleindre : « E, Durendel, com es clere e blanche! Cuntrc soleil si luises el rellambes! Caries esteil es vais de Moriane, Quant Deus del cel li mandai par sua angle Qu'il le duna.-t a un cunte cataigne; Donc la me ceinsl li genlilz reis, li magnes; Jo l'en runquis Normandie e Kretaiine, Si l'en cunquis e Peilou et le Maine, Jo l'en conquis Barguigne e Loheraigne, Si l'en conquis Provence el Equitaigne, E Lumbardie e trestule Romaine; Jo l'en cunquis Baivière el lute Flandres, E Alem ligne et ircslule Puillanie, Conslanlinople; dont il ont la fience. En Saisonnie fail il ço qu'il demandct. Jo l'en cunquis Escosse, Guale, Irlande, Et Angle erre que il leneil sa cambre : (',un(iui l'en ai pa'is e leres tantes Que Caries lient, ki a la barbe blanclie. Par ceste épée ai dulor e pesance Î.Iielz voeill mûrir qu'entre pa'iens remaisne. Damnes Deus père n'en l'ais el hunir France!

Je lui conquis la Bavière et toute la Flandre. Et l'Allemagne et toute la Pologne, Constantinople, dont il reçut la foi j Le pays des Saxons, soumis à son plaisir, Je lui conquis Ecosse, Gaule, Irlande, Et l'Angleterre qu'il estimait sa chambre ; Par elle j'ai conquis tant de terres et de pays Qu'aujourd'hui possède Charles qui a la barbe blanche. Pour cette épée j'ai douleur et peine. Mieux vaut mourir qu'aux païens la laisser I Dieu veuille épargner cette honte à la France. » Después de este parlamento, que no es ni un complemento ni una continuación del primero, sino una simple variante, le sigue una tercera, que todavía reitera las mismas cosas. Hay Cantares de gesta donde estas variantes consecutivas son en total cinco o seis. Yo conté nueve consecutivas en aquel de Berte aux grans piés (Berta pies largos). Todas tienen como objetivo pintar el aislamiento y las quejas de la reina perdida en el bosque; todas comienzan con palabras que anuncian, no una descripción nueva, sino la repetición de esta misma descripción; todas contienen una oración que encierran las mismas ideas, y concebida casi en los mismos términos 23. Aún citaré según Fauriel, un último ejemplo más curioso, que los anteriores y quien prueba de manera más decisiva que los poemas caballerescos, bajo su forma actual, contiene fragmentos constados por diferentes autores. Elias, conde de San-Gilles, fue proscrito por Luis el bonachón y vivió en un bosque de Landas de Gascuña, teniendo como único vecino un ermitaño y como única sociedad su esposa y su hijo Aiol. Elias era un héroe de antaño, una especie de gigante por su tamaño y fuerza. Su lanza era tan larga o su choza tan pequeña que no pudo alojar una en la otra, y para introducir allí su espada, tuvo que recortar la lámina de tres pies y de una palma; y aun troncada, sobrepasaba la espada más larga de Francia de una ana. Cuando su hijo Aiol tuvo edad para cargar armas iguales, el conde lo envió a buscar fortuna por el mundo, y le confió todo lo más precioso que tenía: su gran lanza, su espada, su escudo y su famoso destrero, el incomparable Marchegay. Aiol se puso al servicio de Luis el bonachón, y lo hizo tan bien que se convirtió casi que el igual del emperador. En su prosperidad, su primer encargo fue mandar por su padre, su madre y reconciliarlos con Luis. El viejo Elias quería sus armas y su caballo casi tanto como quería a su hijo, por eso lo primero que hizo fue pedírselos de vuelta. Esta situación se narra dos veces en el poema que se titula Aiol de Saint-Gilles. Este 23

He aquí los primeros versos de algunas variantes de las que hablamos: 1ere version. La dame fut el bois qui durement ploura… 4e — Par le bois va la dame qui grand paour avoit.... 5e — En la forest fui Berte, qui est gente et adroite.... 6e— La fîlle Blancliefleur, la royne au clair vis Fut dedans la forest, moult est son coeur pensis. 7e — La dame fut el bois dessous un arbre assise.... 8e — B rie fut ens el bois, assise sous un fo [fagus, hêtre) «ri 9e— Bert gist la terre, qui est dure com groe (gravier)..,.

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da lugar a dos escenas tan diferentes, que aunque esté una seguida de la otra, es imposible creer que sean de la misma mano. La primera cuenta la escena con una simplicidad cercana a la frialdad. Aiol ne veut quereller ni disputer avec son père : Il lui amène Marchegay par la rène dorée, Le haubert, le blanc heaume et la tranchante épée, La targe (l'écu) que l'on voit moult bien enluminée ; Et la lance fourbie et moult bien façonnée. « Sire, voilà les armes que vous m'avez données, Faites-en vos plaisirs et tout ce que voulez. — Beau fils, lui dit Élie, je vous en tiens quitte. » La segunda versión, que en el manuscrito sigue inmediatamente a la primera, es encaminada con más arte; percibimos allí una intención dramática que no carece de efecto. « Beau fils, lui dit Élie, moult avez bien agi, Qui reconquis m'avez tous mes héritages. J'étais pauvre hier soir, aujourd'hui je suis puissant. Mes armes, mon cheval, rendez-moi à cette heure, Qu'autrefois vous donnai dans le bois au départ. — Sire, ce dit Aiol, je n'ouïs onques telle demande. L'heaume et le blanc haubert n'ont pu durer si longtemps, La lance et l'écu, je les perdis au jouter. Et Marchegay est mort, à sa fin est allé. Dès longtemps l'ont mangé les chiens dans un fossé. Il ne pouvait plus courir, il était tout lourdaut. » Quand Élie l'entend, peut s'en faut qu'il n'enrage ; « Glouton, lui dit le duc, mal l'osâtes vous dire Que Marchegay soit mort mon excellent destrier, Jamais autre si bon ne sera retrouvé. Sortez hors de ma terre : n'en aurez onc un pied. » Lors les barons de France se mettent à plaisanter, Le roi Louis lui-même en a un ris jeté. Quant Aiol vit son père, à lui si courroucé, Rapidement et tôt lui est aux pieds allé. « Sire, merci pour Dieu! dit Aiol le brave. Le cheval et les armes vous puis encore montrer. Il les fait toutes alors sur la place apporter, Il les a richement toutes fait bien orner, Et d'or fin et d'argent très-richement garnir. Et devant lui il fit Marchegay amener. Le cheval étoitgras, pleins avoit les côtés, Car Aiol l'avait fait longuement reposer. Par deux chaînes d'argent il le fait amener. Élie écarte un peu son vêtement d'hermine

Et caresse au cheval les flancs et les côtés. »

Sorprendemos aquí la mano de un nuevo poeta, que retocaba y desarrollaba con más arte un tema ya tratado por sus predecesores. Luego venía el redactor, el diascévaste quien reunía dos tradiciones distintas, pero esta vez sin escogerlas ni fundirlas. Es entonces cierto, como lo adelantó Fauriel, que en la época en que la imaginación poética comenzó a agotarse, en que las composiciones originales y aisladas se volvieron más escazas, hubo unos hombres que se les ocurrió unir, y coordinar en una misma, todas aquellas producciones que más relacionaban. Estas grandes epopeyas, amalgama o fusión de varias otras, formaban verdaderos ciclos, y reproducían algo análogo a lo que pasó en otro tiempo en Grecia 24. La historia de los poetas concuerda aquí con el aspecto de las obras. A los juglares primitivos, cuya vida disipada y a menudo envilecida comenzaba a conseguir poca estima, los sucedieron paulatinamente los poetas que escribían, los sabios, los clérigos y los troveros. En adelante, los juglares sólo tenían la tarea de cantar los versos que ya no hacían, y de divertir al público con juegos de manos o incluso hasta con la exhibición de sus animales adiestrados. Los troveros se apoderaron de tradiciones y cantos difundidos en el público; les dieron una nueva forma, y desprestigiaron a sus predecesores para despojarlos mejor. Empezaban diciendo: Or écoutez, seigneurs que Dieu bénie, Une chanson de moult grand seigneurie; Jongleurs la chantent et ne la savent mie. Un clerc en vers l'a mise, et rétablie. O incluso: Ces jonglieurs qui ne savoient rimer Firent l'ouvrage en plusieurs lieux fau^gser, Ne surent pas les paroles placer.

En las manos de los troveros, los Cantares de gesta ganaron sin duda en elegancia e incluso primero en interés. Estos hombres, para la inmensa mayoría letrados, aplicando un espíritu más culto para inventar incidentes y estilos, sin duda hicieron rápidamente progresar la lengua. Pero 24

M. F. Génin, en la introducción de su edición de la Chanson de Roland (1850), trató de volcar el sistema de Fauriel, y quiso ver en estas numerosas variantes, donde la misma idea se reproduce tres o cuatro veces en términos análogos y con detalles algunas veces contradictorios, la obra de un único poeta, y un procedimiento de composición. Nos parece que el crítico demasiado ingenioso no estremeció en absoluto las sólidas razones de su antecesor. Aún más, incluso M. Génin, algunas páginas más adelante, es forzado por la evidencia de admitir en cierto modo, lo que acaba de combatir, cuando tiene ante sus ojos, como para la Chanson de Roland, varios manuscritos del mismo poema, pero de diferentes épocas, y los más recientes manuscritos le muestran el texto primitivo arruinado por sobrecargas, alteraciones y refundiciones.

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este perfeccionamiento produjo pronto un nuevo mal. Cuando los poetas dejaron de cantar sus versos, perdieron, con el contacto del auditorio, el sentimiento delicado que lo debía satisfacer. Era perder toda su poética. Ya no sintieron más por su lado, esta curiosidad ardiente que él debía aguijonear y satisfacer sin cesar, este sentido correcto de las masas que preserva el hombre que les habla de toda búsqueda, de toda digresión ociosa, este silencio frágil de una gran muchedumbre, esta atención que se compra sólo a fuerza de interés y de verdad. Los poetas que escribieron en el fondo de su gabinete no sólo tuvieron como guía las inspiraciones de su gusto individual, a menudo falseado por las preocupaciones de su estado. Acabamos de estudiar la formación de los cantos épicos; vamos a recorrer las diversas clases, a exponer con algunos detalles los tres ciclos a los cuales pertenecieron sucesivamente la moda y el interés público. _______________________ CAPÍTULO VIII. PRIMER CICLO ÉPICO

Tres temas de las epopeyas, - Ciclo francés o Carlovingiano. - Carácter religioso del cantar de gesta. - Cantar de Roldán; crónica de Turpíno. – Carácter feudal. - análisis del Roman de Loherains. Tres temas de las epopeyas.

Uno de los prejuicios más extraordinarios, es el que les niega a los franceses el genio de la epopeya. No obstante, se manifiesta el nacimiento del espíritu francés con la epopeya. Los relatos, o más bien los cantos heroicos en toda su ingenuidad original, a menudo también en toda su grandeza, eran la gloria más brillante de nuestra antigua poesía. Lejos de la idea que Francia le hubieran faltado epopeyas, de hecho, inundó de estas a Europa: Italia, Inglaterra, Alemania se inspiraron en el soplo de nuestros troveros; y nosotros, como hijos pródigos e ingratos, dejamos dilapidar la herencia y la reputación de nuestros padres. La musa épica de Francia tenía en la época medieval tres temas favoritos: los franceses, los bretones, y los antiguos; ella no conocía otro y como ella misma lo proclama con el autor del poema de Guiteclin de Saissoigne: Ne sont que trois matières à nul homme entendant : De France, de Bretagne et de Rome la grand. Carlomagno, Arturo y Alejandro son los héroes que ella eligió y en torno a los cuales se reunió, con sus flotantes banderas y sus mil gonfalones diversos, como alrededor de sus

soberanos derechos, todos los relatos de la epopeya caballeresca. Cada uno de ellos se hizo el centro de un ciclo particular.

Ciclo francés o Carlovingiano

En medio de las desgracias y las tinieblas del décimo siglo, Francia había conservado la memoria de una época maravillosa en la que la fuerza de sus jefes se había elevado a una grandeza incomparable. Bajo Carlomagno, los Francos habían extendido sus conquistas desde el Odra hasta el Ebro, desde Océano del norte hasta el mar de Sicilia. Musulmanes y paganos, Sajones, lombardos, Bávaros y Bátavos, todos habían sido sometidos al yugo o habían sido intimidados por las armas del rey de los Francos. Creador de un nuevo imperio romano, restaurador de las ciencias y las artes, la inmensidad de sus planes y el vasto alcance de su genio, sin duda no habían sido totalmente comprendidos por sus contemporáneos. Pero esto había quedado en la imaginación de los pueblos, lo que deja allí toda cosa sublime, un recuerdo confuso, pero profundo, imperecedero, y por así decirlo, una gran conmoción de admiración. La debilidad de sus sucesores, las calamidades y las vergüenzas de la invasión normanda debieron aún aumentar el respeto del pueblo hacia los grandes hombres que ya no eran. En las miserias del presente, la magnificencia de los recuerdos era a la vez un consuelo y una venganza. Los poemas que abrazaban este ciclo no correspondían totalmente a la época de Carlomagno. Hay algunos de ellos que se remontaban a los tiempos de Clovis y de Dagoberto 25, otros se remontaban hasta Carlos el Calvo e incluso hasta los reyes de la tercera raza 26. Parece que la gloria de Carlos el Grande hubiera ejercido sobre los críticos la misma fascinación que sobre el pueblo. Así como éste le había atribuido una multitud de extrañas hazañas, los literatos marcaron con su nombre este gran ciclo de héroes franceses de todas las épocas, y lo crearon en cierto modo monarca de este vasto imperio de poesía. Las más notables de estas composiciones épicas parecen haber sido escritas durante el duodécimo y del decimotercio siglo. Pero sin lugar a duda antes de ser fijadas por la escritura bajo la forma que las conocemos hoy, estas composiciones habían sido cantadas durante mucho tiempo y repetidas con miles de variantes. Ya encontramos en 1066 a un juglar encabezando el ejército de Guillermo el Bastardo, que cantaba las hazañas de Roldán, el paladín de Carlomagno, o posiblemente del duque Rollón, el conquistador de Normandía, e incluía así la batalla de Hastings 27. Roberto Guiscardo se hacía seguir hasta Italia por los juglares de su querida Normandía, que le repetían a claire voix y a duce sons 25

Por ejemplo: Parthénopex de Blois; — Florient et Octavien; —Ciperis de Vignevaux. Como Hugues Capet; — Le Chevalier au Cygne; — Baudoin de Sebourg; — Le bastard de Bullion. 27 Se lee en Robert Wace, Roman de Rou : Taillefer qui moult bien chantoit, Sur un cheval qui tôt alloit, Devant le duc alloit chantant De Charlemaigne et de Holland El d’Olivier et des vassaux Qui moururent à Ronceveaux. 26

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las proezas de los guerreros de Francia. Los poetas líricos del duodécimo siglo, de los que hablaremos más adelante, los Goucy, los Blondel, los Quesne de Béthune, citan sin cesar a los héroes de nuestros poemas épicos. Una tradición no interrumpida relacionaba pues la creencia y el interés de los oyentes con eventos que celebraban los juglares y los troveros. Éstos eran sólo los ecos de la muchedumbre: le reenviaban sus propias impresiones aumentadas y multiplicadas por sus cantos.

CAPÍTULO VIII

Susana Osorio Cardona Nota : 5.00 Carácter religioso de los cantares de gesta Un primer aspecto de las epopeyas carolingias o, para designarlas por su verdadero nombre, de los cantares de gesta1 es la inspiración religiosa; estos exaltan principalmente la lucha de los cristianos contra los musulmanes. Dado que son las imágenes fieles de la sociedad que las produjo o, en otras palabras, las voces espontáneas de un pueblo, expresan su pensamiento íntimo, su constante preocupación, es decir, la guerra santa. No obstante, sólo un reducido número de los antiguos cantares de gesta narra el hecho real de la cruzada2, debido a que se trataba de un hecho bastante reciente que aún no había alcanzado el estatus de la epopeya en el imaginario popular. Por otro lado, los elementos tradicionales de los cuales se apropiaron los juglares ya existían antes de tan grandes y maravillosas expediciones. Sin embargo, el espíritu que condujo a la cristiandad al continente asiático también sirvió de inspiración a los poetas épicos cristianos, pues se trataba de una necesidad religiosa y guerrera común que estalló a la vez en las cruzadas y en los cantos nacionales. Estos eran dos efectos de una misma causa, dos manifestaciones de un mismo sentimiento, en las acciones y de las ideas. 1. La palabra gesta significaba acto público, historia auténtica. Tal era en la Edad Media el significado de la palabra latina gesta. En los versos escritos por Eginhardo que narran la vida de Carlomagno se puede leer: «Hand prudens gestam nôris tu scribere, lector, «Einhardum magni magnificam Caroli. Por extensión, se le daba el nombre de gens de geste a las personas cuya familia tenía una historia célebre. 2. Algunos poetas exaltaron la primera cruzada. Gregorio de Las Tours, apodado Bechada, de quien sólo nos queda el nombre, recopiló todos los hechos de aquella expedición en un extenso poema provenzal. La toma de Antioquía es el objeto de otro cantar épico en tiradas monorrimas compuesto en el dialecto del norte por el peregrino Richard antes de 1102, y reescrito por Graindor de Douai bajo el reinado de Felipe II; esta segunda edición fue publicada en 1848 por Paulin Paris junto con un fragmento que se conserva de la primera. «Lo que le concede un valor inestimable a esta crónica», afirma acertadamente E. Gerurez, «es que sobrepasa en fidelidad histórica a las crónicas latinas de Tudebod, Robert el Monje e incluso las de Guillermo de Tiro».

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PRIMER CICLO ÉPICO La gran obra de Carlomagno, el inmenso servicio que le prestó a la civilización renaciente al frenar las invasiones nórdicas, se transformó de tal forma en los cantares de gesta que finalmente eran los sarracenos a quienes combatía. Las treinta y tres campañas del gran rey en contra de los sajones no dejaron huella alguna más que en el título de una única obra, el Guiteclin (Widukind) de Jean Bodel; en cambio, nuestros poetas se encargaron de enfrentarlo generalmente contra los sarracenos de España, Septimania, Italia y Oriente, lo que correspondía a su hábito de transformar en musulmanes a todos los pueblos combatidos por Carlomagno. Igualmente, le atribuían a este todo el crédito por los logros alcanzados en nombre de la cristiandad, con el fin de darle su expresión más gloriosa y su personificación más poética a la lucha religiosa. De esta manera, la gran victoria de Poitiers y la expulsión de los árabes de toda la Septimania le son arrebatadas a Carlos Martel y a Pipino para serle atribuidas a su ilustre sucesor. Cantar de Roldán; Crónica de Turpín. La más antigua y extraordinaria epopeya de este ciclo es el famoso Cantar de Roldán o de Roncesvalles1, el cual se remonta, en su forma más primitiva y elemental, hasta los tiempos de Luis el Bonachón. El biógrafo anónimo de este príncipe, citado bajo el nombre de Astronomus, atesta que los héroes que perecieron en esta retirada ya desde ese tiempo eran objeto de cantos populares2. El primer escrito que aún se conserva fue redactado en el siglo once por el trovador normando Turoldo. Este poema, más cercano de su forma original y menos recargado de adiciones que los demás cantares de gesta, presenta al lector un estructura de noble sencillez, con un tono heroico y en ocasiones sublime; en él, no hay episodio alguno ni tampoco complicación parásita: cinco cantos son suficientes para que el trovador desarrolle esta patética leyenda, esta derrota triunfante de un paladín vencido por la traición y por su valiente temeridad. 1. Publicado por primera vez por Francisque Michel en 1837 y por F. Génin en 1850. 2. Véase las Grandes Chroniques de France, tomo II, p. 15.

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CAPÍTULO VIII

España ha sido sometida y la única ciudad que aún resiste es Saragoza, pero Marsil, el rey sarraceno que la defiende, está dispuesto a entregar la ciudad y recibir el bautismo. Ganelón, un caballero, es enviado a la ciudad para tratar los términos de su sumisión. Pero Ganelón es un traidor y se confabula con el rey pagano para hacer que Roldán y la élite cristiana que formará la retaguardia durante la retirada caigan en una emboscada. El complot se pone en marcha. Carlomagno ya ha rebasado los montes cuando Roldán y sus compañeros son atacados por sorpresa en la valle de Roncesvalles. El valiente guerrero podría fácilmente convocar al grueso del ejército para que viniese en su ayuda, pues lleva en a la cintura un cuerno de marfil, un olifante (Elephas), cuyo sonido formidable podría llegar hasta los oídos del emperador, pero desdeña esta prudente medida que le sugiere Oliveros, su compañero de armas. « Le combat s'engage : qui pourrait décrire et nombrer les exploits de Roland, de l'archevêque Turpin, d'Olivier? Ici tout est grandiose, et le champ de bataille et les héros. Cette phalange indomptable, qui ne recule jamais, jonche le sol de cadavres; mais elle périra sous les coups d'ennemis sans cesse renaissants »1 [«Estalla el combate: ¿Quién podría describir y nombrar las proezas de Roldán, del arzobispo Turpín o las de Oliveros? Aquí todo es grandioso, también lo son el campo de batalla y los héroes. Esta falange indomable, que jamás retrocede, va cubriendo el suelo de cadáveres, pero perecerá bajo infinitos y renacientes ataques enemigos»] (versión de la traductora). Finalmente, Roldán hace resonar su cuerno y el emperador, al reconocer el sonido, regresa a través de las montañas para socorrer a su valiente sobrino. Pero ya es demasiado tarde: todos los cristianos han perecido; Oliveros acaba de sucumbir luego de un sinnúmero de valerosas proezas; y Roldán y el arzobispo obligan a la turba de infieles a emprender la huída una última vez, pero luego de perder todas sus fuerzas y su sangre llega su momento de morir, con el rostro de frente al enemigo, justo en el momento en que aparece su vengador. En páginas anteriores2, ya hemos citado el fragmento de este noble relato correspondiente a la muerte de Roldán y nuestros lectores han tenido la oportunidad de admirar la orgullosa belleza de esta poesía primitiva, pues nada es tan bello como esta heroica muerte del guerrero abandonado en la montaña, solo con su espada, a la cual dirige sus adioses y a la que luego trata de romper para librarla de la vergüenza de caer en manos de los 1. E. Gerurez, Histoire de la littérature francaise, p. 16. 2. Páginas 65 y 66.

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PRIMER CICLO ÉPICO paganos. Golpea su noble Durandarte contra la roca y es la roca que se hace pedazos. Hasta el día de hoy, los campesinos de los Pirineos le muestran al viajero la gigantesca brecha en la piedra conocida como la Brecha de Roldán. Es así como la tradición de las edades antiguas dejaba profundas huellas por doquier y, a falta de un lenguaje digno de ella, hacía de la naturaleza misma una expresión de sus poderosos pensamientos. En este poema encontramos, además de estas grandes imágenes, sentimientos de elevación heroica. Me limitaré a citar un ejemplo que considero está a la altura de un reverenciado rasgo de la antigüedad. Se sabe que en las Termópilas, Leónidas exhortaba a sus compañeros a que compartieran una última cena, prometiéndoles que compartirían nuevamente en casa de Plutón. En una de las versiones del poema francés, Turpín, herido a muerte, les recuerda a los suyos la dicha de haber hecho que sus enemigos huyeran lejos del campo donde morirían, los exhorta a aprovechar la ventaja que tienen sobre el enemigo y les promete que descansarán esa noche en el cielo. Es preciso leer estas líneas en términos del original, cuya simplicidad encuentro sublime. Dit l'archevêque : «Pensez à l'exploiter. Le champ est nôtre ! bien nous devons priser. La mort m'approche, n'y a nul recouvrer, En paradis, où sont les preux guerriers Sont les lits faits où nous devons coucher». Y esos hombres, que no esperan más que la muerte, se concentran en reunirse todos en su futura patria. Roldán va por cada uno de sus vasallos heridos, uno tras otro, y los lleva a que sean bendecidos por el arzobispo, y el anciano ya moribundo abre las puertas de la vida eterna para sus compañeros que también perecerán. Lors vint aux comtes, ne les méchoisit (méconnut) mie, Tous, un à un, les porta sans aïe (aide) Devant Turpin, qui moult sut de clergie. Turpin en pleure, lors n'a talent (envie) qu'il rie; De Dieu les signe, en qui moult se confie, Qu'il leur octroie la perdurable vie

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CAPÍTULO VIII

De esta forma, la poesía épica de la Edad Media sabía extraer de la inspiración cristiana, sin esfuerzo alguno, bellezas de primer orden. En este punto, es preciso referirnos a una obra similar, compuesta ciertamente por un monje, y que gozó de una celebridad prestada. Nos referimos a la crónica latina atribuida erróneamente a Turpín, arzobispo de Reims, que fuera contemporáneo de Carlomagno. Esta se titula De vita et gestis Caroli magni, pero su contenido es tan limitado que lo compensa con su extensión. Con excepción de algunas frases consagradas a sus primeras proezas y a la muerte del emperador, esta se reduce a la narración de la expedición emprendida contra los sarracenos de España y a la derrota de la retaguardia francesa cerca de Roncesvalles. Las motivaciones eclesiásticas del autor se hacen evidentes en el propósito que este le concede a la expedición de Carlomagno: su verdadero motivo, según él, fue una revelación en la que Santiago de Compostela le había ordenado al monarca que retirara sus reliquias de manos de los sarracenos. Estas también se hacen evidentes en la recomendación indirecta que hace a los príncipes de que construyan numerosas iglesias y abastezcan vastamente a los monasterios, pues asegura que sin esta precaución Carlomagno indudablemente se hubiese condenado. Es un error que muchos críticos hayan considerado a esta leyenda monástica como la fuente de los poemas carolingios, pues se ha comprobado que no se trata más que de una compilación sin forma extraída de los cantos populares, cuya osadía y simplicidad destruye1. Carácter feudal de los cantares de gesta La inspiración feudal es el segundo y más extraordinario aspecto de los cantares de gesta. Cantados en los castillos de nobles barones cuyos ancestros habían luchado contra los últimos carolingios y dividido el imperio franco, es muy probable que estos tuvieran un potente eco al repetir 1. P. Paris, Berte aus grands piés (Berta la de los grandes pies), prefacio, p. XXXV y siguientes. Raynouard, Journal des savants, julio de 1832. — Fauriel, Revue des DeuxMondes, t. VIII, p. 390.

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PRIMER CICLO ÉPICO las historias de los encarnizados combates y de la valiente temeridad gracias a los cuales habían conquistado la independencia. De esta misma forma, los poetas favorecían abiertamente a los grandes vasallos que rodeaban o combatían al monarca, quien a su vez desempeñaba un papel bastante triste en sus composiciones, exceptuando por supuesto la más antigua de todas ellas, El Cantar de Roldán, en el que la admiración por el rey no había sido suplantada aún por el espíritu feudal. En todos los demás, Carlomangno, formidable por su poder, era odiado a menudo por su conducta. Colérico, caprichoso, excesivamente crédulo, avaro, tímido e indeciso, dependía grandemente de los sabios consejos de los viejos barones que lo rodeaban y de las habilidades guerreras de sus valerosos compañeros; envuelto en incesantes disputas con sus vasallos sublevados, a menudo desfallecía ante sus actos heroicos, y sólo lograba vencerlos por medio de la traición. Qué gran sorpresa la nuestra cuando leemos el nombre de Carlomagno asociado a tal retrato; sentimos cómo su glorioso renombre carga con la debilidad y la incapacidad de sus sucesores. Los trovadores no manifiestan animosidad alguna por su persona, sino que describen a Carlomagno con los rasgos que están habituados a encontrar en el poder real; tampoco alaban a Pipino, ni a Carlos Martel, ni a Luis el Bonachón ni a Carlos el Calvo, pues todos estos reyes se asemejaban en los cantares de gesta, pero no había motivo para que se enorgullecieran al respecto1. El principal interés que nos ofrecen estos poemas es la fiel descripción que hacen de la vida en la Edad Media. Es en esos largos relatos, según M. E. Quinet, que se encuentra al monasterio en su verdadero lugar; a las damas de pálido rostro que recogen las flores de mayo o que están en lo alto de los balcones esperando alguna noticia; al ermitaño que en la profundidad del bosque lee su libro iluminado; a la damisela que se pasea en su palafrén moteado; a los mensajeros y a los peregrinos sentados a la mesa y divisando 1. Estos son los títulos de los principales cantares que respectan a las relaciones feudales entre Carlomangno y sus grandes vasallos: Los Cuatro Hijos de Aymon o Reinaldo de Montauban, escrito por Huon de Villeneuve. — El Roman de Viane (Vienne) o Garín de Montglaive, escrito por Bertrand de Bar-sur-Aube. — Maugis d’Aigremont, escrito por Huon de Villeneuve. — Beuves de Hanstone, de un autor desconocido. — Huon de Bordeaux , escrito por Huon de Villeneuve. — Doon de Mayence, escrito por el mismo autor. — Ogier el Danés. Existen dos poemas sobre el tema: uno escrito por Raymbert y el otro por Adanés le Roi. — Raoul de Cambrai, de un autor desconocido.

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CAPÍTULO VIII

en la sala ornamentada; a los burgueses bajo el postigo y a los sirvientes en la gleba; a las tiendas de campaña elevadas al viento, a las insignias bordadas y desplegadas, a las cacerías con halcón; a los juicios por fuego, por agua y por duelo; a las asambleas de enjuiciamiento, a las justas, a las espadas heroicas, a la Durandarte, a la Joyosa, a la Hauteclaire; a los caballos piafantes y llamados por sus nombres, siguiendo el ejemplo de Homero, al Bayard de los hijos de Aymon, al Blanchard de Carlomangno, al Valentin de Roldán; a aquello que acompañaba y seguía las disputas de los señores, a los desafíos, a las negociaciones, a las afrentas, a la toma de las armas, al llamado de los vasallos a la guerra, a las máquinas de guerra y otras armas, a los asaltos, a las lluvias de flechas de acero, a las hambrunas, a los asesinatos, a las torres desmanteladas, es decir, al espectáculo completo de esta vida ruidosa, silenciosa, variada, monótona, religiosa, guerrera, en la que todos los extremos estaban articulados. De tal forma que estos poemas, que a primera vista parecían tan dispersos, terminan a menudo por conducirnos a un complejo de detalles y de sentimientos mucho más real y cautivador que la historia. «Todos los temas que era propios de la Edad Media eran entonces abordados por los trovadores, pero en ese vasto número de temas principales, había uno al que se referían repetidamente y que no podían truncar ni abandonar una vez lo hubieran abordado: Este tema eran las justas y las batallas… El genio guerrero de Francia vive principalmente en esos valerosos poetas y a ese respecto su lenguaje cruento les servía de maravilla. Desprovisto de moralidades, singularmente rico y a gusto en lo referente a las armaduras, a las cotas de malla rotas y desmalladas, a la sangre color bermellón, a los vasallos heridos y a los sesos esparcidos por doquier. También, en medio de sus interminables epopeyas, en las que a menudo dormitaban como su ancestro Homero, la señal de la batalla era para ellos el detonante de su genialidad. Un entusiasmo sincero los poseía; hallaban iluminaciones repentinas en el punto más álgido de la contienda. Las proezas de su imaginación los ponen al mismo nivel que sus héroes, pues ellos mismos son los caballeros errantes del arte y la poesía. A pesar de todas las dificultades de un idioma deficiente, sus soberbias fantasías se destacaban por sus deslumbrantes hallazgos, tal como la Durandarte fuera de su vaina. Sin que el arte viniera a su rescate, combatían,

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PRIMER CICLO ÉPICO en todo el sentido de la palabra, desnudos y sin armas, y con sólo la valentía de su pensamiento, lograban elevarse a una ingenuidad sublime que desde entonces no ha sido vista. En esos versos incultos es posible respirar el genio de la fuerza indómita del orgullo supremo que se apoderaba del hombre en la soledad de las torres de homenaje, de donde veía la naturaleza humana como algo sumiso y sujeto a la corvea. Esta era la poesía, no de las águilas del Olimpo, sino de los milanos y de los halcones de las Galias. «Dos de los paladines de Carlomagno se están enfrentando: el combate ya lleva un día completo y los caballos de ambos caballeros yacen picados en pedazos a sus pies; el fuego brota de las corazas abolladas y el combate aún continúa. La espada de Oliveros se hace pedazos en el casco de Roldán. «Señor Oliveros, dice Roldán, id a por otra y por una copa de vino, porque estoy muy sediento». Un barquero trae de la villa tres espadas y un bocal de vino; los caballeros beben de la misma copa después de lo cual recomienza la batalla. Hacia el final del segundo día, Roldán exclama: «Estoy enfermo al punto de no poder atraparos; me gustaría recostarme para descansar». Pero Oliveros le responde con ironía: «Acostaos, si lo deseáis, sobre la hierba verde y yo os abanicaré para refrescaros», a lo que Roldán responde con intrepidez en voz alta: «Vasallo, os he dicho esto para poneros a prueba; felizmente seguiré combatiendo cuatro días más sin beber ni comer nada». En efecto, el combate continúa. Muchos de los eventos del poema siguen su curso, pero siempre regresamos a este interminable duelo. Ni las cotas desmalladas ni los escudos destrozados disminuyen el ritmo de la lucha. Llegan la tarde y luego la noche y el combate se extiende todavía. Al final, una nube desciende del cielo y se interpone entre los campeones y de esta nube sale un ángel que saluda con dulzura a ambos caballeros francos: En nombre del Dios que hizo el cielo y el rocío, les ordena que hagan la paz y le den un nuevo fin a su contienda combatiendo los paganos de Roncesvalles. Temblando, los caballeros le obedecen y se ayudan a desamarrarse los yelmos luego de haberse abrazado en el prado conversando como viejos amigos. He aquí un ejemplo de la relación entre el señor feudal y Dios. ¿No es todo esto singularmente magnífico, soberbio y a la vez enérgico? El temblor de estos dos hombres invencibles delante del serafín desarmado,

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CAPÍTULO VIII

¿no es esa una creación a imagen de la antigüedad griega y no de la romana, de la homérica y no de la bizantina? Ahora bien, este tipo de influencia es frecuente en este género creado por los trovadores». No nos pudimos resistir al placer de citar este pasaje de Edgar Quinet. Pertenecía a un poeta de una imaginación muy audaz para comentar el soberbio ingenio de nuestro viejos poetas1. Análisis del Roman des Loherains De todos los cantares de gesta que nos son conocidos, no hay ninguno que exprese de una manera más completa y veraz el espíritu y las costumbres de la antigüedad feudal como el Roman des Loherains; no existe ningún otro en que la independencia de los barones se exprese de forma tan altiva y feroz. Con seguridad, se trata de una de las más antiguas de nuestras viejas epopeyas, que ya a mediados de la Edad Media estaba casi olvidada, mientras que en todas partes se repetían las hazañas de Carlomagno y de sus doce pares. No obstante, el cantar de los Loherains gozó de gran celebridad. Los eruditos editores2 responsables por su resurrección consultaron cerca de veinte manuscritos que se remontaban casi a la misma época, el siglo doce, pero que eran además tan diferentes debido a que fueran copiados los unos sobre los otros. Incluso, esas diversas versiones ofrecen muestras de muchos dialectos diferentes de la lengua de oíl, picardo, normando, champañés, lorenès, y de esta forma dan prueba de su amplia aceptación. Una predilección que sería pasajera, sumiendo a los Loherains en el olvido. Tal vez sea preciso investigar la causa de esto en la naturaleza del tema, lo cual sería para nosotros un motivo adicional de interés. Este poema canta la lucha entre dos razas feudales, una de ellas es lorenesa, es decir, germánica, y la otra proveniente de Artois, picarda, es decir, francesa. Garín, uno de los héroes de la primera familia tiene por aliados a toda la nación teutónica y todos ellos tienen, al igual que él, nombres cuyo origen alemán es apenas disimulado en sus formas romanas y son Hervy 1. Ed. Quinet, sur les Épopées francaises du douzième siècle. 2. Las dos primeras partes y un fragmento de la tercera fueron publicadas por Paulin Paris en 1853. En 1846, Edelestan Duméril continuó esta publicación y la llevó hasta la muerte de Garín.

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PRIMER CICLO ÉPICO (Herwin), Gauthier (Walter), Thierry (Dietrich), Aubery (Alberich). Su oponente Fromont tiene por aliados a Hughes, homónimo del primer rey capeto y conde de Gournay, a Guillaume de Montclin y a Isorè de Boulogne. El rey Pipino es un niño cuya edad es muy afín con el carácter de impotencia que el poema le atribuye a la realeza. Cuando crece, la comunidad de la que proviene y el reconocimiento de los servicios que le han prestado lo acercan de los loreneses, al mismo tiempo que intereses positivos no dejan de alejarlo de ellos. Se percibe en él el esfuerzo que hace el conquistador germano por convertirse finalmente en el rey de Francia. En todas partes y sin siquiera dudarlo, los poetas favorecen a los príncipes loreneses. Su grado de parcialidad es tan desmesurado que ni siquiera dejan que el valiente y desdichado Fromont muera en paz en su castillo; lo cazan hasta hacerlo salir de Francia, lo exilian en España y lo hacen morir sarraceno. Por esto, no es sorprendente que un poema en que el feudalismo se presentaba en su forma más antigua, es decir, como la dominación de los príncipes germánicos, haya cedido poco a poco su lugar a aquellos en que se celebraban evocaciones mucho más nacionalistas. La epopeya lorenesa tuvo la misma suerte que la dinastía a la que estaba asociada. En sí mima, esta antigüedad constituye un curioso tema de estudio tanto para la arqueología como para el arte. Para la crítica literaria fue una suerte haber podido tomar sus primeros rudimentos de la epopeya naciente, haber encontrado ese maravilloso producto de la imaginación humana en un estado más primitivo que las obras maestras de Homero, un tipo de materia épica análoga a esa materia orgánica que Buffon nos muestra aún informe flotando en las aguas que brotan y que sólo está a la espera de reagruparse alrededor de un núcleo para formar un ser vivo. En efecto, considerado en su totalidad, el cantar de los Loherains no parece ser la creación de un solo artista que concibe un plan y que vuelca todos sus esfuerzos hacia el propósito que se ha trazado. Es la flor salvaje de la imaginación popular cuyo arte aún no ha encauzado su desarrollo espontáneo. No es de extrañar que aún conserve algo fortuito en su desenvolvimiento, algo bastante general, y un cierto aire de impersonalidad en sus resultados. No se trata de la simple unidad de una obra de arte en la

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CAPÍTULO VIII

que el autor plasma la forma de su propio pensamiento según le plazca, sino una unidad mucho más grande, menos aprehensible pero aun así real. Se trata de la unidad de la historia sustituida por aquella de la ficción, es el plan de la Providencia en lugar del plan del poeta. La unidad de la gesta de los Loherains está en las diferentes razas. Esta canta la supremacía de la raza teutónica, una supremacía inquieta y efímera, que es quebrantada y finalmente derrocada por una reacción nacional. Las suertes del poema, en un principio tan popular y luego tan olvidado, están unidas a las suertes de los héroes, y el profundo olvido en el que cayó esta epopeya hace parte, en cierta forma, de su desenlace. Esta Ilíada gótica tiene como punto de partida, al igual que la griega, la rivalidad de dos guerreros, cuya causa es también una mujer. Aquiles y Agamenón se disputan a la hermosa Briseida, en tanto que Garín y Fromont aspiran a obtener la mano, y sobre todo los dominios, de la igualmente bella Blancheflor. No es de extrañar que el tema de la herencia deba jugar un importante papel en esta lucha de alodios y feudos; por lo demás, Blancheflor en sí misma hubiese justificado los esfuerzos de los pretendientes. El trovador nos la describe, en el momento en que entra a París, con rasgos que evocan el inimitable retrato de la Camila de Virgilio. Casi tenemos la impresión de volver a ver a la amazona a quien todas las madres de Laurente siguen con una mirada afectuosa, admirando la gracia de su porte y la elegancia de su atavío1: Car la pucelle est entrée à Paris, Moult richement, avec le duc Aubris, Cheveux épars, vêtue en un samis2. Le palefroi sur quoi la dame sist Était plus blanc que n'est la fleur de lis. La dame avait taille mince, oeil joli, Bouche épaissette avec des dents petits, Plus éclatants que l'ivoir aplani, Hanches bassettes, front vermeil et poli, 1. Confesamos de una vez por todas que, en las citas siguientes, nos hemos permitido alterar el texto de tal forma que algunas palabras han sido «rejuvenecidas» con el fin de facilitar la lectura. En un apartado anterior, p. 65 y 66, hemos puesto algunos pasajes del Cantar de Roldán sin alteración alguna, como ejemplos del lenguaje empleado en nuestros más antiguos poemas. 2. Samis, satén, ‘Εξχμτος, tejido con seis hilos.

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PRIMER CICLO ÉPICO

Les yeux riants et bien faits les sourcis ; C’est la plus belle qui oncques mais naquit. Sur ses épaules tombent en longs replis Ses cheveux blonds, qu'un chapelet petit D'or et de pierres joliment lui couvrit. Toutes les rues s'emplissent de Paris. L'un dit à l'autre : Come belle dame à ci ! Elle devrait un royaume tenir! Pleut à Dieu que l'empereur Pépin L'eût à femme! nous serions tous garis (sauvés). El emperardor Pipino la tendría en efecto por esposa, y sin embargo no era a él a quien el padre de la joven muchacha la había destinado en matrimonio en su lecho de muerte: Le riche roi Thierris Qui navré est (Dieu lui fasse merci!) De ses péchés s' étant bien repenti, Ses hommes liges fait devant lui venir. Dieu! dit le père, comme serais gari SiBlancheflor, ma fille, eût un mari, Un franc baron qui son bien défendit. Sachez que m'âme plus à l'aise partist. Se le designó Garín el Lorenés, el más apuesto caballero de su tiempo: Plus beau vassal, en ce siècle ne vis. Probablemente esa también fuera la opinión de Blancheflor, pues incluso más tarde, una vez convertida en emperatriz y esposa de Pipino, le dirigía a su antiguo prometido miradas que eran todo menos indiferentes. Il eut le corps moulé et échevi (élancé) : En nulle terre plus beau que lui ne vis. Bien le regarde la franche empéréris. Fortement lui sied, et molt lui abélit (plaît). El duque de Lorena acepta la mano de Blancheflor al agonizante anciano, bajo la condición de recibir consentimiento del emperador Pipino. Ya que el matrimonio implicaba la transmisión de feudos, ningún vasallo, sin importar qué tan alto rango tuviera, podía tomar a una mujer por esposa sin recibir la licencia de su señor. Empero, le promete a la damisela que, sin condición

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CAPÍTULO VIII

alguna y sin importar quién sea su esposo, contará con su valentía para protegerla de todos sus enemigos. ¿No hay en estos retratos algo delicado e incluso conmovedor? Vemos el alborear del sentimiento caballeresco, que más adelante tendría un rol de gran importancia en la poesía de la Edad Media. Aquí, aún se hace presente sólo en rara ocasión y por excepción; todo lo demás es viril, enérgico y rudo. Las mujeres aún no han salido del antiguo gineceo y son sólo los hombres los que colman el poema con su bravura. ¡Cómo son valientes, en efecto, estos dos loreneses, Garín y su hermano Begues! Begues sobretodo, como otro Aquiles, se perfila en las palabras de sus aliados cuando se refieren a los desastres y pesares sufridos durante su larga ausencia. Se va aproximando poco a poco, asolando tierras lejanas y sembrando por su camino la desolación y el espanto. Y a pesar de todo esto, todo el ejército lorenés languidece durante el sitio de San Quintín, el emperador desespera por tomar esa población, y el mismo Garín no es capaz de concretar la victoria. Finalmente, con la llegada de Begues, la fortuna cambia, el enemigo se estremece al interior de sus muros y el vasallo cumplió con la tarea de proteger a su emperador. Hay que ver a todos esos buenos caballeros, con el yelmo puesto, el cuerpo cargado de la blancura de la cota de mallas, resplandecientes por el hierro de sus armaduras, y arremetiendo de un solo brinco sobre sus fuertes corceles. ¡No había fiesta más grande para ellos que una batalla! «Sur toutes choses un tel jeu me ravit!» [«¡Sobre todas las cosas la contienda me extasía!»] (versión de la traductora) exclama Begues. Y es que para ellos la guerra es en efecto un juego magnánimo. Los caballeros se contemplan, se admiran entre enemigos, la batalla se confunde con el torneo, y se matan unos a otros sin odiarse. La batalla, siempre la batalla, es aquí como en Homero el tema principal, el tema continuo del poema, y siempre el poeta, al igual que sus héroes, encuentra fuerzas renovadas para esas luchas incesantes. Es infatigable como ellos, y tal es el interés de su relato que logra comunicarles este don a sus lectores. Además de esa generosidad caballeresca, que ya vemos nacer entre la gloria y el peligro, encontramos huellas excepcionales de la antigua fiereza que desaparece día tras día y que parece apartarse de la antigüedad de las tradiciones que canta nuestra epopeya. Un caballero le envía a Fromont la cabeza de uno de los padres de ese jefe a quien mató. El propio Begues, el

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PRIMER CICLO ÉPICO noble y valiente lorenés, exasperado con la crueldad de Guillaume, que incitaba a Isoré, su antagonista, a que le cortara la cabeza, mata a Isoré y tomando a dos manos sus entrañas, las usa para golpear a Guillaume en la cara: Tenez, vassal, le cœur votre cousin, Or le pouvez et saler et rôtir. Nada puede igualar al orgullo salvaje del barón al interior de su castillo. Sus muros de gran grosor son su segunda armadura y son uno con él. El barón no es sí mismo ni está completo si no está en su torre. Allí, libre, independiente, desafía y a su rey y, a menudo, a su Dios. Si je tenais un pied en paradis, Si j'avais l'autre au château de Naisil, Je retrairais celui du paradis Et le mettrais arrière dans Naisil. Nada más apropiado para embriagar al hombre del sentimiento de su importancia personal como lo son las guerras de esta nueva era heroica en la que el individuo lo es todo; en la que el brazo de un solo caballero decide la suerte de una batalla; en la que todo un ejército emprende la retirada a causa de la caída de un solo hombre. Es entonces cuando las provocaciones, los combates hombre a hombre, los hechos de armas, se convierten de nuevo en algo natural, en breve, todas esas cosas que la poesía parecía haber perdido para siempre después de Homero. Citemos un pasaje en el que Jehan de Flagy (autor de por lo menos una de las partes que compone el cantar de los Loherains) se encuentra una vez más con su ilustre predecesor, al que posiblemente jamás haya oído nombrar. Veremos cómo el Héctor bárbaro se separa de su Andrómaca para marchar a la batalla. Por cierto, no se trata del último adiós, lo cual representa a priori una belleza literaria de menos que se convierte en una excusa para la inferioridad de la parte francesa. Vous eussiez vu le chastel estormir (se troubler, strürmen) Et les bourgeois aux défenses venir, Les chevaliers armer et fer-vêtir, Car ils pensaient qu'on dût les assaillir.3

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CAPÍTULO VIII

Begues s'apprête, à la hâte il le fit, • Lace une chausse, nul plus belle ne vit; Sur les talons lui ont éperons mis; Vêt un haubert, lace un heaume bruni. Et Béatrix lui ceint le brand fourbi : Ce fut Floberge 1 la belle au pont (garde) d'or fin. « Sire, fait-elle; Dieu qu'en la croix fut mis Vous défende hui de mort et de péril! » Et dit le duc : « Dame, bien avez dit! » Il la regarde, moult grand pitié l'en prit. Relevée est de nouvel de Gérin (elle venait de donner le jour « Dame, dit-il entendez ça à mi : [à Gérin]). 2 Pour Dieu vous prie que pensiez de mon fils , Elle répond : « Biaus sire, à vos plaisirs! » On lui amène un destrier arabi (ardent, arrabbiato). De pleine terre est aux arçons sailli (élancé) ; L'écu au col, il a un épieux pris. Dont le fer fut d'un vert acier bruni. Pero cuando Begues realmente deja su castillo por última vez, cuando parte para nunca regresar, el poeta retrata una escena diferente: La familia feudal está reunida, tranquila y feliz; el trovador nos presenta un cuadro interior lleno de encantos y de gracia; todo está en paz, todo parece estar sonriendo. Y es en ese momento que, por medio de un terrible contraste, la desgracia llegará a esta casa. Un jour fut Begues au chastel de Belin : Auprès de lui la belle Biatrix. Le duc lui baise et la bouche et la main, Et la duchesse moult doucement sourit. Parmi la salle vit ses deux fils venir (Ce dit l'histoire) : l'aîné eut nom Gérin, Et le second s'appelait Hernaudin : L'un eut douze ans, et l'autre en avait dix. Sont avec eux six damoiseaux de prix. Vont l'un vers l'autre et coure et tressaillir, Jouer et rire et mener leurs délits (amusements). Gracias a una observación muy realista y muy poética del corazón humano, en medio de toda esta felicidad, Jehan Flagy nos muestra al duque que se 1. El nombre de su espada, a la que nosotros llamamos flamberge. 2. Los ingleses conservaron esta construcción: You would think of my son.

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PRIMER CICLO ÉPICO comienza a suspirar. Se encuentra lejos de su hermano, de sus amigos, de las orillas del Rin y del Mosela; está al sur de Francia, en un país extranjero. Quiere volver a ver a sus viejos y conocidos loreneses; quiere ir a llevarle a su hermano Garín un presente digno de él, la cabeza de un enorme jabalí cuyo renombre es equivalente al del galantísimo barón, pues es a doscientas leguas de allí, cerca de Valenciennes, donde este último envejece y engorda hace más de veinte años. En vano Beatriz, presa de un triste presentimiento, le ruega que desista de esta cacería: Le coeur me dit, il ne peut pas mentir, Si tu y vas, tu n'en dois revenir. Begue ignora su sombrío presentimiento. Prepara la caza con todos los lujos feudales: treinta y seis caballeros lo acompañan, diez caballos cargados de oro y de plata le siguen, y luego viene la jauría de perros y los lacayos. El duque se prepara para partir: A Dieu commande la belle Biatrix, Ses deux enfants Hernaudet et Gérin. Dieu ! quel douleur! onques puis ne les vit! Al llegar a Valenciennes y la caza comienza. El jabalí fatiga a toda la tropa y luego de quince leguas de persecución se encuentra, exhausto, cara a cara con Begues que es el único que no le ha perdido el rastro: Dessous un hêlre est le porc arrêté, Là but de l'eau et puis s'est reposé, Et les bons chiens sont autour lui allés. Le porc les voit, a les sourcis levés, Les yeux il roule, se rebiffe du nez, Fait une hure, et s'est vers eux tourné. Luego, el jabalí eviscera, despedaza a los perros, y arremete contra el mismo Begues que lo alcanza con su lanza y lo extiende muerto a sus pies. Pero no era en esta lucha en la que el noble, el bravo duque que de tantas batallas había escapado, debía perecer. Unos ladrones a los que había obligado a huir, cuando se habían atrevido a aproximársele, buscarán a un arquero que,

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CAPÍTULO VIII

desde lejos y a través de las ramas del bosque, le lance furtivamente una pérfida flecha. Es así como este hombre, que fue el protector de un rey y el más firme eslabón de una raza entera, cae en una muerte oscura e ignorada, lejos de los suyos, lejos del campo de batalla, su segunda patria. ¿No hay en tal contraste algo con un sublime carácter poético? ¿Quién es su autor? ¿Será el poeta o el destino? El poeta, por lo menos, desempeñó el papel principal de todo gran artista, tomó prestado de la realidad todo lo que esta tenía como un ideal. Esta tercera parte es la más poética y la que mejor fue desarrollada en toda la epopeya de los Loherains. La narración, seca y abrupta en la primera parte, en la que los acontecimientos se suceden sin armonía ni propósito, sin otro orden que el de la cronología, se va animando poco a poco, toma vida e incluso gracia. Esa primera parte presenta en más alto grado ese carácter impersonal al que nos hemos referido. No es más que la recopilación de las más antiguas tradiciones de un pueblo; la mano del artista es a duras penas perceptible. En la tercera parte se unen con encanto el interés de un relato nacional y el calor de un sentimiento individual. En su conjunto, esta vasta epopeya se asemeja a esas inmensas catedrales, construidas por generaciones diferentes y en las que el ojo distingue con curiosidad los diversos estilos de cada siglo. A pesar de haber sido comenzadas en el siglo once con cierto carácter ponderoso, pareciera que aún dudan entre el estilo abovedado y el gótico, pero pronto las ojivas se agudizan, las bóvedas se alargan, las columnas se hacen más delgadas… En fin, yendo en ocasiones más allá de los límites de la elegancia, nos muestran la decadencia del gusto en la búsqueda de los ornamentos, la fastuosidad de los festones, la forma extraordinaria de los colgantes. La epopeya de los Loherains se terminó con demasiada rapidez por haber caído en estos excesos, pero la poesía épica de la Edad Media no dejará de proporcionarnos otros numerosos ejemplos de ese estilo.

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SEGUNDO CICLO ÉPICO CAPÍTULO IX SEGUNDO CICLO ÉPICO Ciclo armoricano o de Artús; carácter caballeresco. — Fuentes bretonas. — Cuentos populares de los bretones armoricanos. — Geoffroy de Monmouth y los trovadores franceses. — Romans en prosa; lay de María de Francia. — Caballería religiosa; el santo Grial.

Ciclo armoricano o de Artús, carácter caballeresco. La epopeya carolingia es feudal, todavía no es caballeresca. Sólo desarrolla en parte el programa que Ariosto trazó y realizó con tanto gusto; canta sobre los caballeros y las armas pero no de las damas ni de los amores1. Los barones carolingios son sin duda valientes, pero su valor aún no ha adquirido, gracias a una combinación más dulce de sentimientos, esa maravillosa exaltación que debe convertirse en una religión y producir una cosa y una palabra completamente modernas, el honor. Se han realizado búsquedas exhaustivas y eruditas para descubrir en qué pueblo se dieron los sentimientos caballerescos por primera vez y cada vez se le ha atribuido su origen a un pueblo diferente, ya sea los germanos, a los lombardos o a los árabes. Es posible que los ejemplos de generosidad y de valentía, de respeto por la fragilidad y por la belleza dados por estas naciones hayan contribuido a despertar el instinto moral en las demás, pero no pareciera necesario asignarle una patria a las virtudes naturales del hombre: La caballería, ese ideal feudal, fue el resultado del progreso moral de las naciones durante la Edad Media. Junto a la espada vino a posicionarse la idea; la inteligencia pasó a dirigir la fuerza y completó así una civilización. El clero fue el primer instrumento de ese progreso. Guardián desarmado 1. Orlando furioso, c. I, v. 1, 2. Le donne, i cavalier, l’arme, gli amori, Le cortesie, l’audaci imprese io canto.

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CAPÍTULO IX

de los conocimientos y de los preceptos morales, era, luego de la invasión, el blanco continuo de las violencias de los conquistadores, y a pesar de ser con frecuencia el vencedor en esta lucha desigual en apariencia, siempre veía renacer a su alrededor la violencia que había subyugado. Atormentado, expoliado día tras día por la casta feudal, obligado a defender de esta última sus intereses materiales y los intereses de la justicia, de la que se había convertido en el representante, la caballería fue el medio más notable de los muchos de los que debió servirse para lograr sus fines. Los gérmenes de esta institución provenían de la antigua Germania. Tácito nos cuenta que tan pronto como un germano alcanzaba la edad viril, uno de los jefes de la tribu, su padre o su pariente más próximo, lo iniciaba en la asamblea de guerreros y le hacían entrega pública de un escudo y de una lanza. Nos cuenta además que todo joven soldado dejaba crecer su barba y sus cabellos y no los cortaba hasta que hubiera logrado un hecho de armas que fuera notable. El clero fue muy hábil en utilizar a su favor las costumbres ya establecidas. Gracias a sus cuidados, la admisión de un joven noble en el uso de las armas dejó de ser una ceremonia puramente militar y pasó a ser un rito religioso y casi sacramental. Durante la noche que precedía su recepción, el futuro caballero debía permanecer en vigilia junto a sus armas1, ya fuera en una iglesia o en una capilla, siempre y cuando se tratase de un entorno sagrado; estaba revestido de una túnica blanca como la que llevaban los neófitos que la Iglesia preparaba para el bautismo; la recepción de la armas debía ir precedida por un baño simbólico; el ayuno y la confesión fueron adjuntadas a los periodos de vigilia; el candidato incluso contaba con padrinos que se responsabilizaban por el cumplimiento de sus votos. El juramento impuesto al nuevo caballero lo comprometía a defender los derechos de la Santa Iglesia, a respetar a las personas y a las instituciones religiosas y a obedecer los mandatos del Evangelio2. Para asimilar por completo a la caballería, el 1

En los cantares carolingios más antiguos, los caballeros también hacen la vigilia en una iglesia, pero lo hacen cuando se avecina un combate singular, para implorar a Dios que los socorra en los instantes de peligro. 2 « Au commencement de l'ordre de chevalerie, il fut dit à celui qui vouloit chevalier être, cl qui le don en avoit par droit de élection, qu'il fût courtois sans villenie, débonnaire sans folie, piteux vers les souffreteux, large et appareillé de secourir les indigents, prêt et entabulé de détruire les roberers et les meurtriers, de droit juger sans amour et sans haine. Chevalier ne doit, pour paour de mort faire chose où l'on puisse honte cognoistre, ains doit plus douter honteuse vie que la mort. Chevalier fut établi principalement pour sainte Eglise garantir. » [«Al comienzo de la orden de caballería, le era dicho a aquel que quisiera caballero ser, y que lo quisiera por derecho de elección, que fuera cortés sin vileza, complaciente sin excesos, piadoso con los sufrientes, amplio y apresto para socorrer a los desvalidos, dispuesto y encaminado a destruir a los ladrones y a los asesinos, a juzgar con justicia, sin amor y sin odio. Caballero no debe por temor de muerte hacer cosas que puedan traerle deshonra, y debe preferir la muerte a una vida en deshonra. Caballero fue establecido principalmente para proteger a la santa Iglesia»] (versión de la traductora). La première partie de Lancelot du Lac, folleto XXXI.

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SEGUNDO CICLO ÉPICO clero dispuso la jerarquía de esta a semejanza de la suya. Se ponían en paralelo los rangos de esta milicia santificada con las órdenes eclesiásticas: el caballero y el obispo tenían rangos análogos, y deberes y privilegios semejantes1. Pero esta institución, creada por y para el clero, no tardó en escapar de su control. Paralelo a las ideas religiosas germinaron prontamente sentimientos de otro orden, que no habían sido previstos ni deseados por la Iglesia. El amor profano, la afición por las aventuras, la exaltación del orgullo militar, se convirtieron en el alma de la caballería. Esta milicia mundana y galante no solo se independizó del clero, sino que se convirtió en algo odioso y hostil para él. Por su parte, la Iglesia, forzada en principio a resistir a los conquistadores bárbaros, se vio obligada a emprender la lucha contra los caballeros, oponiéndoles otro tipo de caballería que creó según sus ideas y que mantuvo bajo su control. Se trata de las órdenes religiosas militares, instauradas para combatir a los enemigos de la fe. Por tanto, hubo dos tipos diferentes de caballería, o más bien dos principios contrarios en la caballería, uno de ellos místico, piadoso y severo, que tuvo por objeto hacer del caballero un monje cristiano armado para la fe, y el otro, mundano, galante, ávido de gloria, que hizo del amor y del honor los propósitos y la recompensa de la vida militar2. Una vez se hubieron incorporado en las costumbres, esos sentimientos diversos no podían dejar de reflejarse en la poesía. El ciclo carolingio sirvió de ropaje a ideas completamente diferentes. Se trataba de una forma creada por otro espíritu, consagrada a otros hechos, y que no hubiera podido prestarse fácilmente a una nueva fuente de inspiración. Es por esto que fue 1. Walter Scott, Essai sur la chevalerie. — La Curne de Sainte-Palaye, Mémoires sur l’ancienne chevalerie, considerée comme établissemente politique et militaire. Academia de las inscripciones y lenguas antiguas, tom. XXXIV y XXXV, in-12. 2. Fauriel, Origine de l’épopée chevaleresque au moyen age.

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CAPÍTULO IX

necesario que los poetas caballerescos buscasen un periodo histórico diferente y que adoptasen otros héroes. Carlomagno y sus doce pares fueron destronados. Una dinastía diferente se encargó de los nuevos sinos de la poesía. Artús fue su sucesor o, más precisamente, compartió con él los afectos de toda Europa. Fuentes bretonas En pasajes anteriores vimos cómo la lengua primitiva de los galos, el celta, se retiraba en la Bretaña armoricana hacia el siglo sexto. Ese fue también el asilo de los bardos, esos poetas galos asociados a la poderosa corporación de los druidas. El arte fue más vivaz que la religión pues subsistió con la lengua, como el único monumento de la nacionalidad antigua; fue indestructible como un recuerdo y como una esperanza. En esa misma época, un gran número de bretones de Inglaterra, huyendo de la conquista de los bárbaros del Norte, se estableció en Armórica, su antigua patria. Trajo consigo su idioma, sus tradiciones, su poesía, y con su presencia revivió las antiguas costumbres y la vieja poesía céltica. Esta última había experimentado un desarrollo importante con los bretones insulares. El rasgo predominante de su carácter, según Walter Scott, era un entusiasmo religioso por la poesía y por la música. Fue durante el siglo sexto que florecieron en el país de Gales los bardos Aneurin, Taliesin, Llywarch-Hen, Merzin, de quienes muchos cantos nos han sido transmitidos1. Los emigrantes repetían los himnos de sus célebres bardos; les gustaba sobretodo repetir los últimos combates de la independencia, en los que su jefe, el valiente Artús, había defendido su país con tanta gloria. Vencidos, pero no desprovistos de honor, engrandecían el nombre de Artús como el contrapeso de su derrota y conservaban sus cantos patrióticos como una noble y piadosa herencia. Es curioso seguir el trabajo de la credulidad popular alrededor de la leyenda de Artús, ver cómo se erige poco a poco el monumento poético al que cada 1. Sharon Turner demostró con mucha erudición la autenticidad de esas poesías publicadas en el primer volumen de la recopilación titulada Myvirian; Archeology of Wales.

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SEGUNDO CICLO ÉPICO era contribuye, por así decirlo, su grano de arena. Es ver nacer y crecer la epopeya, es estudiar de alguna forma la historia natural de la imaginación. Las vidas de los santos contemporáneos a Artús nos muestran a ese rey bajo el lente de la realidad histórica. Se trata de un jefe bárbaro y violento, en guerra continua con sus vecinos, ya sea para repeler la injusticia o para ejercerla en su propio beneficio. Saquea un monasterio y acepta la intervención del clero; rapta la esposa de un jefe vecino y experimenta en carne propia un infortunio semejante1. Lejos de ser el monarca universal, no es ni siquiera el único príncipe del pequeño reino de Gales. Combate a los sajones pero sus victorias no hacen más que retrasar las conquistas de estos. Gildas, que vivió en esa misma época, resume las hazañas de Artús con bastante exactitud en estos términos: « La victoire restait tantôt aux Bretons, tantôt à leurs ennemis, jusqu'à la bataille de Hills, près de Bath, où les Bretons obtinrent un avantage signalé. » [«La victoria le pertenecía en ocasiones a los bretones, en ocasiones a sus enemigos, hasta la batalla de Hills, cerca de Bath, donde los bretones obtuvieron la ventaja señalada»]. Sin embargo, ese éxito se limitó a suspender el proceso de la invasión. Kerdic, el jefe sajón, se detuvo en los límites meridionales de los condados de Southampon y Somerset. He aquí al verdadero Artús, el Artús de la historia. Fueron los bardos del siglo sexto los que comenzaron la apoteosis. A veces exaltan a Artús con la moderación debida a una memoria aún reciente, y a veces se dejan llevar por el entusiasmo lírico y lo rodean desde ya de un aura fabulosa. El jefe bretón, transfigurado por la imaginación de sus propios bardos, como le ocurriera a Alejandro con sus historiógrafos, se convierte para ellos en un personaje mitológico, sin ser aún caballeresco. En este punto, aún no hay una mesa redonda, ni torneos, ni amor, ni lo más importante aún, el Santo Grial. Cuentos populares de los bretones armoricanos La tradición de Artús tuvo un progreso decisivo en la Bretaña francesa. Del siglo sexto al siglo doce, el pueblo armoricano no cesa de cantar la gloriosa 1 Vita Sancti Cadoci. — Vita Sancti Paterni, etc.

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CAPÍTULO IX

leyenda. En 1842, de La Villemarqué publicó una serie de documentos que daban prueba de la perpetuidad de esta tradición poética entre nuestros compatriotas del Oeste. Los Contes populaires des anciens Bretons (Cuentos populares de los antiguos bretones), una recopilación formada ya sea a partir de los viejos libros galos o de los relatos que aún encantan las veladas rurales, nos muestran el ciclo caballeresco de Artús como si estuviera flotando sobre una nación entera a manera de una vasta atmósfera de armonía, como toda verdadera epopeya. Es aquí que, por primera vez, el héroe galés se convirtió en el ideal de la caballería. Este recorre el mundo salvándolo de los gigantes y de los monstruos: Tiene casa y corte en Caerleon, en Gales, celebrando las más importantes fiestas del año, y reúne alrededor de su persona a la flor de los reyes, barones y caballeros de Europa. Reconocemos a su alrededor a los compañeros que otrora le dieran los bardos cámbricos, a Keu, el senescal, a Beduier, el criado, a Galván, el embajador; encontramos además a un personaje armoricano que desempeña un papel muy importante en esta historia. Se trata de Hoel, rey de la pequeña Bretaña, del país mismo en que la leyenda del monarca bretón recibió sus más ricos desarrollos. Finalmente, la innovación esencial de la obra es el nuevo nexo que Artús establece con sus compañeros: Fit roy Arthur la ronde table, Dont les Bretons disent maint fable. La mesa redonda era el lugar de la igualdad. Todos los huéspedes se sentaban y eran servidos sin distinción, sin importar cuales fueran sus rangos y sus títulos. No había un francés, ni un normando, ni un angevino, ni un flamenco, ni un borgoñón, ni un lorenés, ni un buen caballero del oriente o del occidente, que no se creyera digno de ir a la corte de Artús. Todos aquellos que buscaban la gloria venían desde todos los países, tanto para gozar de su cortesía como para ver sus dominios, tanto para conocer a sus barones como para ser partícipes de sus suntuosos presentes. Los pobres lo amaban; los ricos le rendían grandes homenajes; los reyes extranjeros le tenían envidia o

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SEGUNDO CICLO ÉPICO le temían pues tenían miedo de que fuera a conquistar el mundo entero y de que les quitase sus coronas. Geoffroy de Monmouth y los trovadores franceses Hacia mediados del siglo doce, Walter Calenius, un archidiácono de Oxford, trajo consigo, luego de un viaje a Armórica, un libro muy antiguo escrito en lengua céltica, la lengua de ese país, que contenía una recopilación de las más antiguas tradiciones de ese pueblo. Se lo obsequió a Geoffroy de Monmouth, obispo de Saint Asaph, en el país de Gales, quien lo tradujo al latín1. Algunos años antes, en 1155, el maestro Wace, clérigo de Caen, nacido en la isla de Jersey, compuso una larga historia en verso octosílabo francés a la que llamó el Brut y en la que narró a su vez los acontecimientos y las gestas de los reyes de la Gran Bretaña, casi desde la caída de Troya hasta el año 680 de la era de Jesucristo. También escribió con imparcialidad una segunda historia en verso, de una extensión igualmente considerable, en la que están consignados los reinados de los duques de Normandía hasta el sexto año del reinado de Enrique II2. De acuerdo con Wace, los trovadores franceses de finales del siglo doce se apropiaron de Artús y de la mesa redonda como el tema especial de sus relatos. Al igual que Wace, dejaron a un lado la larga estrofa monorrima y la sustituyeron por los versos octosílabos rimados dos a dos, hechos a 1. Galfredi Monemutensis Origo et Gesta regum Brilanniae… Esta transmisión de las tradiciones bretonas, ese viaje del viejo libro armoricano, avivó durante largo tiempo la incredulidad de los más eruditos críticos. Todas las dudas debieron rendirse ante los trabajos de de La Villemarqué. Además de los Contes Populaires des Anciens Bretons, el erudito literato también publicó bajo el título de Barzas-Breiz o Chants Populaires de la Bretagne, una recopilación cuyo origen narra de la siguiente forma: « Ma mère avait rendu la santé à une pauvre chanteuse mendiante; émue par les prières de la bonne paysanne qui cherchait un moyen de lui exprimer sa reconnaissance, et l'ayant engagé à dire une chanson, elle fui si frappée de la beauté de la poésie bretonne qu'elle ambitionna, depuis celle époque, ce touchant tribut du malheur. » [Habiéndole devuelto mi madre la salud a una pobre cantante mendiga, conmovida por las súplicas de la buena paisana que buscaba una forma de expresarle su reconocimiento y habiéndola puesto a recitar una canción, quedó tan conmovida por la belleza de la poesía bretona que anheló, desde aquella época, ese conmovedor tributo de la desdicha] (versión de la traductora). 2. El Roman du Brut fue publicado por Le Roux de Liney en 1836. 2 vols. in-8. — Le Roman de Rou, escrito por Fr. Pluquet, en 1827. 2 vols. in-8. LIT. FR. 1

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CAPÍTULO IX

a imagen de los fabliaux (fabulillas francesas). Sus poemas pasaron a ser leídos y no cantados, por lo que ya no tenían ningún uso para la melopeya monótona de los viejos cantares de gesta. Fue en la métrica octosilábica que fueron compuestos todos los poemas de la mesa redonda, cuyos representantes más importantes son los de Merlin (Merlín), Lancelot du Lac (Lanzarote del lago), Le Chevalier à la charrete (El caballero de la carreta) (Lanzaronte), Erec et Enide (Erec y Enida), Tristan (Tristán) y el Chevalier du lion (Caballero del león) (Ivain)1. Comparación de los Cuentos populares armoricanos con sus imitaciones francesas Es de interés comparar la poesía popular de los armoricanos con la redacción francesa de nuestros trovadores. De esta forma se hace posible observar la última metamorfosis de la tradición que se anima y se perfecciona con el soplo caballeresco de la Edad Media. Tomemos como tema de comparación, por una parte, el poema francés titulado el Chevalier du lion (Caballero del león), escrito por Chrétien de Troyes, y por la otra, el primero de los Cuentos publicados por de La Villemarqué: El erudito editor fue quien sugirió la mayoría de las observaciones que pondremos en consideración del lector. El héroe que le da nombre al relato popular es Ivain o Owen, como lo llaman todos los monumentos célticos. El cuento, que celebra las aventuras de ese héroe, fue redactado en los primeros años del siglo doce por un bardo del Glamorgan llamado Jeuann Vaour, a petición del jefe Greffiz ap Connaz, que reinó durante el siglo de Augusto de la literatura galesa; sin embargo, como todos los cuentos del ciclo artúrico, no es más que 1. La historia romanesca de Merlin (Merlín) es la obra de un poeta anónimo. Es una obra inédita y se encuentra, según de La Villemarqué, en la biblioteca de la Sociedad Real de Londres. La redacción francesa más antigua de Lancelot du Lac (Lanzarote del lago) es del siglo doce: Se perdió en sus transformaciones en prosa que son las únicas que existen actualmente. Le Chevalier à la charrete (El caballero de la carreta), cuyo tema es un episodio de la vida de Lanzarote del lago, es obra de Chrétien de Troyes, quien murió hacia 1191. Este poema fue publicado en 1849 por P. Tarbé, y, en 1850, por el doctor W. J. A. Jonekbloet. Erec et Enide (Erec y Enida) y el Chevalier du lion (Caballero del león) también pertenecen a Chrétien de Troyes. Este último poema fue publicado en Inglaterra por de La Villemarqué, en 1838. Michelant prometió publicar una edición completa de los poemas de Chrétien de Troyes.

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SEGUNDO CICLO ÉPICO una refundición de los antiguos cantos populares. Nos brinda la imagen de la sociedad galesa durante la aurora de la caballería. Las costumbres de los personajes llevan la huella de una rudeza próxima a la barbarie, manifestada en que ya no se encuentran esos sentimientos de ternura exaltada, ese amor refinado y sistemático que es evidente en las obras más recientes. El cuentero galés comienza por introducirnos en la corte de Artús, a la cual le asigna una fisionomía muy particular y burguesamente pintoresca. « L'empereur Arthur était à Caerléon-sur-Osk. Or un jour il était assis dans sa chambre, et avec lui se trouvaient Owenn, fils d'Urien, et Kenon, fils de Kledno, et Kai, fils de Kener, Gwennivar et ses femmes travaillant à l'aiguille, près de la fenêtre. « Et l'on ne pouvait pas dire qu'il y eût un portier au palais d'Arthur, car il n'y en avait point1.... Or l'empereur était assis au milieu de la chambre, dans un fauteuil de joncs verts, sur un tapis de drap aurore, et il s'accoudait sur un coussin de satin rouge. Et il dit: « Si vous ne vous moquez pas de moi, seigneurs, je vais faire un somme, en attendant l'heure du repas, et vous pouvez conter des histoires et vous faire servir par Kai une cruche d'hydromel et quelques viandes. » «Et l'empereur s'endormit. » [«El emperador Arturo se encontraba en Caerleon sur Usk. Un día estaba sentado en sus aposentos y con él se encontraban Owenn, hijo de Urien, y Kenon, hijo de Kledno, y Kai, hijo de Kener, Ginebra y sus damas trabajaban con la aguja, cerca de la ventana. «Y no se podía decir que había un portero en el palacio de Artús pues no había ninguno1…Así el emperador estaba sentado en el centro de sus aposentos, en un sillón de flecos verdes, sobre un tapiz de tela aurora, y se apoyaba sobre un cojín de satén rojo. Y dijo: «Si no os mofáis vosotros de mí, señores, tomaré un sueño, mientras llega la hora de la cena, y vosotros podéis contar historias y haceros servir de Kai un jarrón de hidromiel y algunas carnes. «Y el emperador se quedó dormido»] (versión de la traductora). El trovador francés Chrétien de Troyes, que escribió después de 1160 un poema en versos octosílabos sobre la misma materia y bajo el título de Chevalier au lion (Caballero del león), retrata la corte de Artús con tonalidades bastante diferentes. El jefe bretón aparece en ellos como un verdadero rey; en ella da lecciones de proeza y de cortesía. Sus caballeros, en lugar de reunirse alrededor de un jarrón de hidromiel, se reparten en los salones en donde los llaman las damiselas, que a su vez desdeñan la aguja y las labores de Ginebra, y que sonríen con los relatos galantes de los caballeros y se interesan en sus amores. Sin embargo, en el relato del bardo galés, los caballeros obedecen al rey adormitado y cuentan historias. Kenon narra una aventura que vivió en 1. Constituía una muestra de hospitalidad en los dominios de los reyes bretones alejar al portero para dejar un libre acceso a todos los visitantes.

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CAPÍTULO IX

su juventud Se trata de una fuente maravillosa en donde el agua derramada incita a una violenta tormenta y en donde un caballero vestido de negro combatía al imprudente que hubiera osado perturbar de esta manera sus dominios. Ambos autores describen la fuente, pero el trovador francés hace gala de un lujo descriptivo desconocido para el galés. En el relato del primero, la tinaja es de oro y del oro más fino que jamás se haya comerciado, y en cuanto a la escalinata que a él conduce, está hecha de esmeraldas y adornada con un rubí Plus flamboyant et plus vermeil Que n’est au matin le soleil. Sus amplificaciones son todas del mismo tipo y no siempre embellecen la materia que pretenden enriquecer. Este es un ejemplo de una escena del cuento galés en la que la observación de la naturaleza es llevada hasta un grado sorprendente de veracidad. Owenn, al igual que Kenon, turbó el agua de la fuente y, por consiguiente, la serenidad de la atmosfera; pero además mató al terrible caballero. Luned, la acompañante de la dama que es su protectora, dando poca importancia a Owenn, entra en los aposentos de su ama, dice el cuentero bretón, y la saluda. Pero esta no responde. La doncella, hace una profunda venia ante ella y le dice: «Qu’est-ce qui te rend si triste, que tu ne me réponds pas aujourd’hui ?» [¿Qué es lo que te tiene tan triste que no me has respondido hoy?]. Habiendo la dama roto su obstinado silencio. «Vraiment, reprit Luned, je te croyais plus de bon sens: Est-il sage à toi de pleurer ce digne homme au tout autre bien dont tu ne peux plus jouir ? —Hélas ! Mon Dieu ! dit la dame: il n’y a pas au monde d’homme que lui ressemble. — Il y en a certes, repartit Luned, plus d’un que n’aurait pas besoin d’être beau pour le valoir, ou pour valoir mieux que lui. — Pardieu ! s’écria la dame, si je ne t’avais élevée, je te ferais couper la tête pour punir un tel langage ; mais je te chasse chez moi. » [«Ciertamente, continúa Luned, te creía de mejor juicio: ¿Te parece sabio llorar por ese digno hombre o por cualquier otro del que ya no puedes disfrutar? — ¡Ay de mí! ¡Dios mío! Dice la dama: no existe en el mundo hombre que se le parezca. — Sí hay algunos, continua Luned, más de uno que no tendría necesidad de ser bello para valerlo o para valer más que él. —¡Por dios!, exclamó la dama, si no te hubiera criado te haría cortar la cabeza para castigar tal lenguaje, pero te arrojo fuera de mi casa»] (versión de la traductora). Luned se disponía a salir del recinto; su ama se levanta, la sigue hasta la puerta de sus aposentos y allí comienza a toser con mucho estruendo, y Luned se desvía, y la dama le hace una seña, y

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SEGUNDO CICLO ÉPICO esta regresa junto a la dama. « Vraiment, Luned tu as un bien mauvais caractère ! Mais puisque tu connais ce que m’est le plus avantageux, dis-lemoi. » [«¡Ciertamente, Luned tienes muy mal carácter! Pero ya que conoces lo que me es más conveniente, dímelo»] (versión de la traductora). No hay nada más curioso que esta mezcla de barbarie y de refinamiento bajo la misma pluma. Esta mujer que habla de hacer cortar las cabezas es la misma que se empeña en defender la enseñanza que tanto ansía. La dama de Chrétien de Troyes sacrifica mucho más por las apariencias: echa de sus aposentos dos veces a su acompañante, dos veces la deja ir, y todo esto sin toser. Su Luned es mucho más experimentada; según el bardo de Glamorgan, ha vivido. No está muy lejos de pasar al servicio de Molière y de llamarse Toinette o Marinette. Comienza por recordarle a su ama que esta tiene una belleza que debe ser tan bien conservada como un castillo, y que el mal de amor no sirve ni para conservar la primera ni para defender al segundo: « Pensez-vous que toute prouesse soit morte avec votre seigneur? Il y en a dans le monde d’aussi bons et cent meilleurs. — Si tu ments, que Dieu te confonde ! Je te défie de m’en nommer un seul. » [« ¡Pensáis vos que toda proeza hay muerto con vuestro señor? Hay en el mundo muchos iguales de buenos y cien mejores. — Si mientes, ¡que Dios te avergüence! Yo te desafío a que me nombres a uno solo»] (versión de la traductora). Una forma muy hábil y decente de hacer que los nombrara todos. Luned finge temer un enojo del que aprecia toda la seriedad; reconfortada finalmente con la promesa de su dama, la atrapa con un argumento irresistible. «Eh bien donc! Quand deux chevaliers se sont battus et que l’un a vaincu l’autre, lequel pensez-vous que vaille le mieux? Pour moi, je donne le prix au vainqueur ; et vous ? — M’est avis que tu me guette et que tu veux me prendre au mot ! — Par ma foi ! vous pouvez bien voir qu’au contraire je vais droit au but. Il est certain que le vainqueur de votre mari valait mieux que lui. » [«¡Y bien! Cuando dos caballeros se han enfrentado y que uno ha vencido al otro, ¿cuál pensáis vos que sea de más valor? Para mí, yo le doy el premio al vencedor, ¿y vosotros? — ¡Es mi pensamiento que me vigilas y que te tomas con ligereza lo que te digo! — ¡Por mi fe! Podéis ver que bien por el contrario voy directo al asunto. Es seguro que quien ha vencido a vuestro esposo valía más que él»] (versión de la traductora). Pronto Luned lleva a su protegido y al hallarlo muy tímido dice: «Nargue du chevalier, dit-elle, que entre dans la chambre d’une belle dame et ne s’approche pas d’elle, et n’a ni bouche ni langue pour parler. Avancez donc, chevalier, avez-vous peur que madame ne vous morde ?» [«Desafiado sea el caballero, dice ella, que entre a los aposentos de una bella dama y no se aproxime de ella, y no tenga ni boca ni lengua para hablar. Proseguid, caballero, ¿acaso tenéis miedo de que la señora os muerda?»] (versión de la traductora). Es al Owenn del cuentista galés que habría que dirigirle este reproche. Al ver a la dama por la primera vez, se contenta con decir: «Voilà la femme que j’aime le plus. » [«He aquí a la mujer que más amo»]. El héroe del poeta francés no demora en encontrar de nuevo las palabras y

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CAPÍTULO IX

en su discurso exclama su amor caballeresco, que es uno de los aspectos más notables del poema. Mi señor Ivain junta sus manos, cae de rodillas y exclama: «Madame, je ne vous demanderai pas pardon; mais je vous pardonnerai tous les traitements qu’il vous plaira de me faire subir. » [«Señora, no os pediré perdón, pero os perdonaré todos los tratamientos que os plazca hacerme soportar»] (versión de la traductora). Una vez ha comenzado con las sutilezas, no se detendrá. Quiere unir esas bellas manos que desgarran ese bello rostro. Se expresa con pretensión de que amará a su enemigo y le dedica a este tema un monólogo de cerca de cien versos. Hay dos aspectos principales que distinguen los poemas franceses de sus modelos bretones. En un principio, el amor caballeresco, ya con todas sus delicadezas, ya con todas sus sutilezas, el amor erigido en virtud, en salvaguarda del alma y de las costumbres (¡una salvaguarda con frecuencia bastante impotente!), erigido en fin en un principio de elegancia y de civilización. La segunda diferencia se deriva de la primera. En sus retratos, el autor de los cuentos siempre procedía por indicación, tan sólo trazaba un esbozo, pero un esbozo en el que cada línea estaba fuertemente delineada; el giro era vivaz y la coloración estaba llena de tintes locales. El poeta francés se sirve constantemente de la enumeración, pinta un cuadro en el que exalta a voluntad todos los detalles. Una descripción de cinco líneas en uno, le proporciona al otro una tirada de sesenta versos. Jeuann Vaour se limita a decir: « La dame consentit au départ d’Owenn, mais cela lui fut bien penible. » [«La dama consintió la partida de Owenn, pero esto le fue bastate penoso»] (versión de la traductora). Es casi equivalente a la frase de Suetonio: «Titus Berenicem dimisit invitus invitam». Chrétien, por su parte, elabora a partir de todo esto toda una tragedia. Se complace en comparar a sus héroes con el sol y a la luna. Al referirse a su encuentro en el castillo, dice que ese día hubo un vínculo amoroso entre el sol y la luna; es sorprendente que haya obviado el eclipse. La preocupación literaria, el deseo de destacarse lo conduce a la búsqueda y al bello espíritu: Ivain, al ver un león que está siendo sofocado por una serpiente, delibera a cuál de los dos debe prestar auxilio. A la larga, se decide en favor del león: «Car aux bêtes venimeuses et aux félons, dit-il, on ne doit faire que du mal.» [«Porque a las bestias venenosas y a los traidores, dice él, no se les debe hacer sino el mal»] (versión de la traductora). Después de este razonamiento, protege su rostro con su escudo para preservarse de las llamas lanzadas por el reptil y luego corta en mil

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SEGUNDO CICLO ÉPICO pedazos al reptil con múltiples golpes de su espada, no sin antes haber quitado una pequeña punta de la cola del león que mordía la serpiente. El cuadrúpedo liberado le expresa su dicha a su salvador. En el cuento galés, el león sigue a Owenn «et joue autor de lui comme un lévrier qu’il aurait élevé» [«y juega a su alrededor como un lebrel al que hubiera criado»] (versión de la traductora). Pero en el poema francés, el león de Ivain, «en vassal franc et débonnaire, commence à faire comme s’il rendait hommage à son seigneur : il incline la tête et se tient sur les pattes de derrière ; il lui tend les pattes de devant, il s’agenouille, il mouille toute sa face de larmes par humilité.» [«vasallo franco y bondadoso, comienza a actuar como si le rindiera homenaje a su señor: inclina la cabeza y se posa sobre sus patas traseras; le tiende las patas delanteras y se arrodilla; moja toda su cara con lágrimas de humildad»] (versión de la traductora). En breves instantes la búsqueda llegaba al ridículo y en este caso lo sobrepasa. Así, los romans franceses de la mesa redonda difieren de los poemas carolingios tanto por su estilo como por su materia. En estos, el poema aparecía poco, el juglar no era más que la voz casi impersonal de la tradición. Los poetas del ciclo artúrico se nos presentan como verdaderos autores que componen según el deseo de su fantasía; son escritores que ya cuentan con todas las pretensiones del oficio. Los primeros, estuvieran correctos o errados, presumían de ser históricamente acertados, mientras que los segundos procuraban ser ingeniosos y elocuentes. Los unos cantaban sus obras y hallaban en el placer, en la atención más o menos constante de su auditorio, un apercibimiento casi seguro, una poética viva y soberana; los otros apilaban en grandes libros sus pequeños versos fáciles y fluidos, lo que era un llamado a la prolijidad considerando que ¡el papel es muy paciente! Romans en prosa; lay de Maria de Francia A partir de esta poesía construida a la ligera, tan sólo había un paso a seguir para llegar a la prosa, y este paso se dio con mucha más facilidad puesto que el lenguaje de los primeros redactores pasó rápidamente de moda. Sus materias fueron por mucho tiempo más populares que su estilo. A partir de la necesidad de rehacer sus obras, estas fueron reescritas en prosa. ¿Por qué se hubiese empleado para este fin el verso? No había voluntad de recomenzar a cantarlos y ya que se escribían no había necesidad de ayudar a la memoria a retener el texto. Además, el siglo en que se hizo la traducción (siglo catorce) se orientaba en favor de la prosa; la prosa, aún más elástica

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CAPÍTULO IX

que el verso octosílabo, se prestaba complacientemente a esas largas disertaciones galantes, a esas interminables descripciones, comenzadas por los Robert de Borron y los Rustichelos de Pisa, continuadas en el siglo diecisiete por los Scudéry, los Calprenède, y que se siguen realizando en nuestros días con el mismo éxito. La caballería degenerada en galantería se sintió cómoda en la prosa de los aposentos privados y de los habitaciones, y supo hablarla con un cierto encanto. Transcribimos aquí un retrato en prosa de la corte de Artús, rogándole al lector que lo ponga en comparación con la extraordinaria descripción que trazó en un apartado anterior (p. 99) el bardo Jeuann. Esto le permitirá, con una mirada rápida, hacerse una idea del camino que habían recorrido en dos siglos los sentimientos y las opiniones caballerescas. IVAIN PRESENTA A LANZAROTE A ARTÚS Y A LA REINA.

« Quand messire Ivain fut en son hostel venu, il fait le varlet (Lancelot) attourner au plus richement qu'il peut, et le mène à la cour sur son cheval même, qui moult étoit beau, revêtu de robe à chevalier. Et lors saillit aux fenêtres hommes et femmes, et dient que oncques mais ne virent un si beau chevalier. Il est venu à la cour et descend de son cheval, et la nouvelle s'épand parmi la salle. Lors lui vont encontre dames et damoiselles, et la royne et le roi sont aux fenêtres, et messire Ivain le mène par la main amont la salle. Le roi va encontre et la royne ; si le prennent tous deux par les deux mains et le font asseoir sur une couche. Et le varlet s'assied devant eux à terre. Le roy le regarda moult volontiers; s'il avoit semblé beau en son venir, encore le voit-il et trouve plus beau. Et la royne lui demanda comment il a nom et dont il est; et il est si entrepris qu'il ne sait où il est, et toute son amour mise en la royne, et elle lui demanda encore dont il est. Et il lui répond en soupirant qu'il ne sait. Maintenant aperçoit la royne qu'il est trop esbahy et très-pensif; mais elle ne cuidast jamais que ce fût pour elle : non pourtant elle le soupçonne un peu1. » [«Cuando mi señor Ivain hubo a su alojamiento venido, hace que su escudero (Lanzarote) se atavíe tan ricamente como pueda, y lo lleva a la corte sobre su propio caballo, que mucho estaba bello, revestido de túnica de caballero. Y entonces saltaron a las ventanas hombres y mujeres, y dicen que jamás vieron a tan bello caballero. Vino a la corte y descendió de su caballo, y la noticia se expande por el salón. Entonces van a su encuentro damas y damiselas, y la reina y el rey están en las ventanas, y mi señor Ivain lo lleva por la mano por entre el salón. El rey va a su encuentro y la reina; todos dos lo toman por las manos y lo hacen sentar sobre un lecho. Y el escudero se sienta delante de ellos en el piso. El rey lo miró con mucho agrado; si había parecido bello en su venir, ahora lo ve y lo halla aún más bello. Y la reina le preguntó cómo tiene nombre y dónde se encuentra; y él está tan encantado que no sabe en dónde está, y todo su amor puesto en a reina, y ella le preguntó de nuevo dónde está. Y él le respondió entre suspiros que no sabe. Al mismo tiempo percibe la reina que él está muy confundido y muy meditabundo; pero ella no piensa jamás que fuera por ella: pero, sin embargo, sospecha un poco»] (versión de la traductora). 1

. Fragmento de Lancelot du Lac (Lanzarote del Lago), roman escrito en prosa por el maestro Gautier Map e impreso por primera vez en 1494, en París.

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SEGUNDO CICLO ÉPICO Antes de esta transformación prosaica, uno de nuestros más queridos trovadores, María de Francia, nacida en Flandes, pero cuya persona y vida nos son completamente desconocidos, le había dado una forma más concisa a las tradiciones armoricanas. La mayoría de los poemas que ella escribió bajo el nombre de lay son cuentos heroicos y conmovedores, tomados de los recuerdos populares de Bretaña. Podríamos considerarlos como graciosos episodios desligados del ciclo artúrico1.

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Caballería religiosa; el Santo Grial Traducción por Esteban Arango Casas Hasta aquí, sólo hemos hablado de las relacionadas con la parte mundana de la caballería. Sin embargo, la parte clerical también tuvo su expresión poética. Por lo tanto el ciclo arturiano se divide naturalmente en dos series: la primera, compuesta de poemas propiamente dichos de la mesa redonda, de los cuales los principales son, como ya hemos dicho, aquellos de Merlín, de Lancelot, de Ivan, de Erec y Enida, de Tristán, y está principalmente inspirada por el amor caballeresco y por el heroísmo guerrero; la otra tiene una tendencia totalmente religiosa y mística: su tema es la búsqueda del santo Grial: el poema de Percival es la expresión más antigua y perfecta de esto 1. El Grial es la copa con la cual, según los novelistas, J.C. y sus discípulos celebraron la cena la víspera de la Pasión. Los ángeles la llevarían al cielo hasta que encontrasen aquí abajo una raza lo suficientemente pura a la que pudiesen confiarle su custodia. Esta familia fue finalmente encontrada: su jefe era un príncipe de Asia llamado Perillo, que se estableció en las Galia y cuyos descendientes se aliaron con los descendientes del príncipe bretón. Esta leyenda no es tan fabulosa como parece serlo: es suficiente, para sentir la verdad, con substituir la doctrina cristiana en la copa misteriosa, su imagen poética. Parte del Asia, su lugar de nacimiento, la inspiración mística terminó por aliarse con las tradiciones armoricanas, para formar el curioso ciclo del cual nos ocupamos ahora.

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Chretien de Troyes la comienza con la oración de Philippe d’Alsace, conde de Flanders. La continuó por Gauchier de Dordan y la la terminó Manessier durante los últimos años del siglo XII.

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CAPÍTULO IX

del Asia, su lugar de nacimiento, la inspiración mística terminó por aliarse con las tradiciones armoricanas, para formar el curioso ciclo del cual nos ocupamos ahora. En efecto, los bardos galos ya conocían una copa preciosa que “inspiraba la genialidad poética, daba sabiduría y enseñaba a sus adoradores la ciencia de la adivinación, los misterios del mundo y todo el tesoro de los conocimientos humanos.” Esta copa, adornada con una linea de perlas y diamantes, se encontraba en el templo de una diosa que Taliesin llama la patrona de los bardos 1. Por lo tanto, aún aquí, como en los poemas relativos a la mesa redonda, las leyendas armoricanas suministraron los materiales poéticos. Pero, la esencia que les dio vida es totalmente religiosa. Hay algo misterioso e inefable en la figura exterior del Grial. Para disfrutar de la vista incluso imperfecta de la santa copa, hay que ser cristiano. Esta preciosa reliquia es invisible a los infieles. Además la contemplación del Grial también proporciona dones temporales tales como una juventud perpetua, una fuerza invencible en los combates, la copa da al caballero piadoso una cierta alegría celeste, un presentimiento de la felicidad eterna. Se establece una milicia religiosa cuya principal tarea es la defensa del Grial, compuesta de caballeros templistas (alusión evidente a la orden de los templarios), y que busca alejar a todos los profanos cuya mirada podría mancharlo. Las normas de esta corporación son de una severidad extrema. Todo caballero que hace parte de esta debe ser un modelo de santidad y de virtud. Todo amor sensual e incluso toda unión legítima son prohibidos por completo. En fin, la huella de una mano sacerdotal es visible en el profundo respeto que los caballeros templistas sienten en cada momento hacia los sacerdotes. Para ellos, todo hombre que ha sido tonsurado es un verdadero rey, más digno de obediencia que todos los reyes del mundo. Estos son las principales características de esta ficción: no dejan ninguna duda acerca de la mente que inspiró estas ideas.

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Taliésin. Mjvyrian, t. I, p. 17 y sigu., 37, 4B.

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Así aparece en los recitales épicos, como en toda la vida de la edad media, el evidente sello de la Iglesia. En vano la poesía caballeresca quiso sustraerse a su dominación santa. Parecida a sus valientes paladines, ella regresa, después de mil aventuras, a golpear a la puerta del monasterio, y a terminar sus días agitados por todas las pasiones del mundo, en el retiro y la devoción mística del claustro. El otro elemento del ciclo de Arturo, la tradición celta y caballeresca, es igual de admirable por su perseverante longevidad. Era necesario que hubiese un elemento poético en la invención de la mesa redonda, que le permitiese de experimentar mil transformaciones en la memoria de los hombres y en las obras de los poetas. Dante toma prestado un rasgo de esta para su delicioso episodio de Francesca da Rimini; Pulci, Boiardo y Ariosto desenvuelven por completo sus encantadoras ficciones: Tasso, además de la inspiración caballeresca y el encanto tan interesante de su epopeya, le debe la primera idea de Olindo y Sofronía. Chaucer toma numerosos elementos para sus Cuentos de Canterbury; Spencer refleja los más dulces colores en su harmoniosa y casta Reina de las Hadas. Walter Scott estaba empapado de nuestros poemas de caballería. Shakespeare toma prestados varios temas, entre otros el del rey Lear 1. La primera tragedia de Inglaterra la tragedia de Gordobuc de Thomas de Sackeville, tiene el mismo origen. Milton hizo de las novelas de caballería el encanto de su juventud 2. Es en Alemania donde con mayor simpatía se desarrolla el tema del Grial. El misticismo del genio alemán debía recibir de buen agrado este símbolo místico. De pronto, luego de haber olvidado por mucho tiempo y desdeñado al ciclo arturiano que ella misma había creado, Francia se acuerda de él en medio de su esplendor clásico. De Tressan volvió a contar estas aventuras en el siglo 18, disfrazándolas, es verdad, con el anacronismo 1

La historia de rey Lear apareció por primera vez en las Gesta Romanorum, acerca de un emperador romano. Godofredo de Monmouth y luego de él el autor del Perceforest le atribuyen a Leyr, uno de los monarcas de Gran Bretaña que descendían de Bruto. 2

“Os contaré por qué lugares mis pies se adentraron: Me quise adentrar por entre las grandiosas fábulas y novelas que relatan con solemnes cantos los hechos de la caballería”.

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CAPÍTULO X

espiritual de su estilo; Creuzé de Lesser nos las contó con más talento y encanto. Se trata de la misma ficción vivaz que tenía la planta milagrosa que nació sobre el sepulcro de Tristán, y que, trepando por los muros del monasterio, volvía a descender por medio de matojos perfumados sobre el sepulcro de la reina Isolda, su amada. El rey Marc, quien había ofendido su amor, hizo arrancar las raíces tres veces, pero, siempre la muy obstinada planta reaparecía con la aurora y cubría las dos tumbas con su verdura y con sus flores. _______________ CAPÍTULO X TERCER CICLO ÉPICO Temas antiguos. — Ulises en la tradición popular. — causa de la moda de los temas clásicos. — Transformación del carácter caballeresco. — La guerra de Troya; Medea; Alexander. Temas antiguos Si es propio de la epopeya el reproducir, como un gran espejo, la fisionomía de la época que la creó, los poemas de la edad media, considerados en su conjunto como una gran obra colectiva, cumplen de manera admirable la regla. Estas ficciones, más verdaderas que la misma historia, expresan lo que la historia olvida: ellas describen la esencia, las costumbres, el aspecto general de la época, todo aquello que desaparece y se desvanece en las frías crónicas. Ya vimos cómo están trazados paso a paso los rasgos característicos de esta época; en los poemas carlovingios, el feudalismo con su turbulento valor, sus guerras privadas, sus insurrecciones contra el poder central y sus luchas contra los Sarracenos; en el ciclo arturiano, la caballería, tan galante como devota, una especie de lucha entre el claustro y el castillo. Pero la epopeya de la edad media no se limita a reproducir los rasgos de la sociedad francesa; esta indica además los origines de esta, al menos por la naturaleza de las temáticas que esta trata. De esta forma el elemento germánico esta principalmente representado por los temas carlovingios y el elemento céltico por los temas bretones.

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Sería algo extraño que la antigüedad grecolatina, la cual siempre formó la base de la civilización y de la lengua de la edad media, no hubiese provisto a sus poetas con el tema para una parte de sus cantos. Efectivamente, esta pagó un rico tributo al genio de nuestros troveros. Pero aún aquí, como en el ciclo que acabamos de tratar, el material aportado por el mundo antiguo recibió, luego de su nueva fusión, la marca común de la edad media. Y es sólo en cuanto a ese aspecto que la estudiaremos. Ciertamente, no hay nada más curioso que ver como los ricos restos del arte antiguo pierden su forma elegante y clásica bajo la mano del arquitecto gótico. Nada expresa mejor la fuerza vital de la mentalidad romántica que la manera en la que esta se adueña de los temas griegos y latinos sin dejarse dominar por su forma admirable. Ulises en la tradición popular El primer ejemplo de una ficción inspirada por los recuerdos de la antigüedad es de lo más curioso: es la historia de Ulises disfrazado con nombres y circunstancias modernas, y atribuido a un señor de los alrededores de Toulouse, llamado Raymond du Bousquet. Esta historia se encuentra en la leyenda languedociana del siglo once, analizada por Fauriel 1. Se reemplaza a Minerva con Santa-Fe, quien, luego de una tormenta de tres días, saca al héroe del naufragio y lo vuelve a llevar a su patria. Penélope perdió su constancia con su nombre; se dejó endulzar el oído por un pretendiente, el cual ya no es pretendiente, cuando Raymond regresa como un desconocido a su Ítaca. El conde se esconde en el hogar de que permaneció tan fiel como Eumeo al Laertíada. Es ahí en donde él espera la hora en la que podrá deshacerse de los intrusos y reconquistar su dominio. En fin, lo que no puede ser una semejanza fortuita es como Raymond es reconocido en un baño por medio de la cicatriz de una herida, tal y como Ulises por su nodriza.

1

Romans provençaux (Poemas provenzales (lección IX))

110 CAPÍTULO X Ese último rasgo pertenece a las costumbres griegas y no hubiese podido ser imaginado en el siglo XI. Para completar la analogía, el narrador adiciona, en una especie de post-scriptum, una particularidad que él omitió en la continuación de la obra; él cuenta que los piratas que se habían adueñado de Raymond, le hicieron beber una pócima extraída de una planta mágica que provocaba la pérdida de los recuerdos de la patria y de su familia a aquellos que la probaran. Se veía como la ficción poética del loto seguía latente en la memoria del pueblo. Pues de ninguna manera es gracias a la transmisión intelectual de las escuelas que se pudo perpetuar así la historia de Ulises a medida que cambiaba de forma. Ella se propagó de la misma manera que se conservan con nosotros algunas aventuras de caballería, por tradición oral, por medio de los cuentos con los cuales las madres despiertan la curiosidad de los niños. Causa del interés en los temas clásicos Fue hacia finales del siglo XII o del XIII que la poesía francesa pronuncia nuevamente los nombres por siempre gloriosos de Ilión, de Héctor y de Alexander. Nadie duda que los troveros que entonces desacreditaban a los juglares por doquier y pretendían que Esos troveros malditos hacen cuentos inferiores 1, no buscasen en los confusos recuerdos de la antigüedad la doble ventaja de hacer brillar su superioridad clásica y ofreciesen un tema nuevo a la curiosidad de los auditores. Ellos decían con cierta satisfacción: Esa historia no fue usada, Ni encontrada en muchos lugares, Aún escrita no fue 2. Ellos se expresaban también, mientras parafraseaban a su manera la odi profanum de Horacio: Pues alejándose de toda arte, Si no son clérigos o caballeros: Que más pueden escuchar Como los asnos al sonido del harpa 3. 1

Alexandre et Lambert li Cors, Poeme de’Alexandre le Grand (Poema de Alejandro el Grande)

2

Benoit de Saint-More, Histoire de la guerre de Troie (Historia de la guerra de Troya)

3

El autor anónimo del Poema de Tebas.

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Pero, además de los cálculos personales de los poetas, es necesario ver en el éxito de las temáticas antiguas un cambio y un progreso en su público. Al igual que reemplazando Carlomagno por Arturo, la epopeya había marcado, por así decirlo, con un cambio de dinastía, la llegada de una nueva idea, la caballería; aquí, la elección de temas grecolatinos anuncia un presentimiento lejano y confuso del Renacimiento, una premonición de Dante y de Petrarca. De esta forma la tradición latina indica que aunque se desvaneció, no murió, sino que descansa en la profundidad de los claustros, totalmente lista para renacer en el momento indicado, tal y como veremos de manera adecuada en un capítulo posterior. Ella hace aquí un primer movimiento, un primer intento muy débil aún para entrar en la sociedad laica, para llevar paso a paso aquello que algún día constituirá la belleza eterna de la literatura francesa, es decir, la fusión del gusto antiguo y de la inspiración moderna. Tal es, evidentemente, la manera de pensar de uno de sus troveros. Me ofusca, dice él, que nadie haya escrito aún estas historias en lengua de oíl, pues muy pocos entienden el latín: hay más laicos que letrados: Me maravillan esos clérigos santos Que saben muchos idiomas, Y no tradujeron esta historia Que nadie recuerda: No digo que no lo haya hecho bien Quien la tradujo al latín: Pero hay más laicos que letrados; Si no se traduce del latín, No habrá muchos entendidos. Me refiero a un poema 1. Los trovadores del ciclo grecolatino se encargaron primero de la guerra de Troya. Pues aún era, por así decirlo, una temática nacional.

1

Hugues de Rotelande, trovero que vivió en Credenhill, en Cornualles, durante la segunda mitad del siglo XII

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CAPÍTULO X

Casi todos los países de Europa querían descender de los Troyanos. Se unía a esta guerra la expedición de los Argonautas, que debía agradar de manera especial en una época en la cual, las cruzadas se encargaban de arrojar conquistadores hacia las lejanas comarcas de Asia. También, se cantaba acerca de la guerra de Tebas, temática popular en la edad media, luego de que Estacio, el autor de la Tebaida, obtuvo la fama de haberse convertido al cristianismo. Los trovadores no relataban el asedio de Troya según la obra de Homero: La Ilíada era totalmente desconocida, y su autor, del cual sólo se citaba el nombre, tenía fama de gran impostor. Los escritos de la guerra de Troya que pasaban por verdaderos, y de los cuales nuestros poetas sacaban material sin escrúpulos, eran las obras atribuidas a Dares Frigio y a Dictis Cretense. El primero fue un sacerdote troyano, del cual Homero hace mención: se creía que él había redactado la historia de la destrucción de su ciudad natal. Esa creencia es anterior a la edad media: Claudio Eliano nos afirma que la historia ya existía en su época. Un escritor oscuro, posterior al siglo de Constantino, aprovecha esa tradición, redacta un informe lleno de fábulas que hace pasar por traducción que Cornelio Nepo hizo de la obra de Dares. Lo más curioso que tiene este trabajo es el prefacio que el supuesto Nepo dedica a su amigo Salustio, en donde afirma que descubrió un manuscrito hecho por el mismísimo Dares. La obra de Dictis de Creta era la contra-partida y de alguna manera el correctivo de la obra de Dares: era el griego que hablaba después del Troyano. Dictis era un soldado de Idomenéo que había seguido su príncipe al asedio de Troya. Bajo el reinado de Nerón tuvo lugar en Creta un terremoto, y esa catástrofe, tan terrible como benéfica, partió el suelo de la ciudad Cnosos y puso al descubierto el cofre donde dormía, en la tumba del escritor cretense, su precioso manuscrito. Al apoyarse en autoridades tan competentes, los troveros de la edad media no podían dejar de estar perfectamente documentados. Estos dos originales disfrutaban de una ventaja considerable en esta época: estas habían suprimido toda la parte mitológica de la fábula de Homero, y de esta forma dejaban el campo libre a las ficciones de la caballería.

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Nuestros troveros aprovecharon esto en gran manera, nombraron caballeros imparcialmente a todos los héroes griegos y troyanos: todos se transformaron en caballeros llenos de valor y galantería. Aquiles y Héctor sobresalían en la primera fila, al igual que en Homero, pero de manera distinta. Tersites se transformó en un enano. Las murallas de Troya son de mármol y el palacio de Príamo es un castillo encantado. Solos, Eneas y Anténor tienen poco que agradecer a los poetas descendientes de Francus y de Bruto. Ellos son los Ganelones de la gesta troyana. Son ellos quienes introducen el famoso caballo de madera en su ciudad natal. Gracias a la ignorancia de los autores y al gusto decidido del público, estas obras, en donde la antigüedad sufre una transformación caballeresca, dejaron marcas profundas en la literatura europea. Algunos grandes poetas modernos conservaron en esas nobles figuras de Grecia y Roma la fisionomía que nuestros troveros les dieron. Es así como Shakespeare hizo una mezcla ingenua entre los sucesos antiguos y los sentimientos de la edad media; es así como Corneille y el mismo Racine nos muestran algunas veces los héroes antiguos tal y como el siglo XIII los había transmitido a los interminables poemas del siglo XVII. La guerra de Troya; Medea; Alexander El primer trovero que trató la guerra de Troya fue Benoit de SainteMore, que vivió en los tiempos de Henri II de Inglaterra 1. Su obra no tiene menos de treinta mil versos, sin contar les veintitrés mil que componen su Historia de los duques de Normandía. Benoît hubiese podido desafiar a Homero, de la misma forma que Crispino provocaba a Horacio 2. Es cierto que las líneas del poéta de Normandía sólo tienen ocho sílabas.

1

Las obras de este trovero no fueron impresas juntas; M.F. Michel publicó un extracto en sus Chroniques anglo-normundet (Crónicas anglonormandas) 2 Horacio, Sat. 1, 4. Crispinus minimo me provocal : Accipe, sodés, Accipe jam tabulas : denlur nobis lorus, hora, Custodes, videamus uler j)lus scribere possit. LITT. FR. 2

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CAPÍTULO X

A continuación hay un fragmento al que no le sobra gracias: Cuando llega el tiempo en el cual, el invierno se aleja, Que la hierba verde aparece en la rivera, Cuando florecen las ramas, Y dulcemente cantas los pájaros, El mirlo, el malvís, el oriol, El estornino y el ruiseñor La blanca flor cuelga del arbusto Y reverdece el bosquecillo; Cuando el clima es dulce y agradable Entonces salen del puerto las naves. En la lengua completamente joven de la edad media, estas descripciones de la primavera tienen la frescura de la estación que ellas aspiran a describir. Al parecer, nuestros troveros sintieron esta analogía. La primavera es su tema común más querido y frecuente. Como si la transformación del lenguaje y de costumbres no fuese un pasa porte suficiente para los nuevos caballeros, la poesía de la edad media los coloca a veces en relación directa con los conocidos personajes de la mesa redonda, sin duda para acabar su educación. Hipomedonte, uno de los héroes de Hugues de Rotelande, no pierde la oportunidad de visitar al rey Arturo, cuando regresaba de haber escuchado a Anfión, barón de Sicilia, quien, aunque un poco viejo, conservó aquella voz que tanto amaban los delfines, y, además, adquirió grandes riquezas, probablemente en el oficio de trovero: Fue un hombre rico, pero viejo: Mucha sabiduría tenía y mucho sabía; Y muy caballeroso y cortés, Y mucho sabía de los antiguos layes. A diferencia de la poesía carlovingia, esta tiene conciencia de ella misma, no se cree más el eco de la historia; ella sabe que inventa y lo reconoce. Hugues reconoce que el miente un poco, pero sus colegas lo hacen más, incluso sus oyentes. No me culpen de todo, No soy el único que ha mentido en el arte: Gautier lo ha hecho bastante.

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En cosas más pequeñas muy a menudo. Un buen hombre honesto se equivoca. Sin embargo, según entiendo, No es uno de ustedes quién miente… Nuestros troveros también tratan de manera muy libre con los ilustres muertos que van a desenterrar en Grecia y en Roma. Medea tuvo la habilidad de gustarles, Medea era ya una Armida; era la hermana mayor de esas hijas de emires que abandonan padre y madre sin ningún escrúpulo, con el fin de seguir a un brillante paladín. Algunos como Raúl-Lefebvre, conservaron aventuras de Medea de una manera muy fiel, mientras las visten con anacronismos y con ingenuidades inimitables. Aún se trata de Medea que huye de Jasón, que mata a sus hijos, que rejuvenece al viejo rey de los Mirmidones, el cual, al ser soltado por esas manos mágicas, sintió “el fuerte impulso de cantar, de bailar y de hacer un sin número de cosas alegres y que además, miraba muy a menudo a las bellas damiselas.” Otros troveros sólo hacen uso de su nombre: La hacen una virtuosa reina de Creta que desposa a Protesilao luego de haber vencido a su hermano Dánao 1. Aquí nos adentramos por completo en la poesía. Sólo encontraremos nombres antiguos con los que la fantasía del narrador juega libremente. Pero estos nombres solos son tan harmoniosos, tan llenos de una inmortal poesía que bastan para rejuvenecer al viejo Esón caballeresco y hacer correr una nueva sangre por sus venas. Por ejemplo, en este fragmento hay una descripción de tempestad que uno puede hallar en el misma poema, y que nos hace recordar la influencia clásica de Eolo. La nieve se va con gran velocidad: Loco es quien por el tiempo se preocupa; Luego del buen clima, dulce y claro, Uno ve el buen clima se enturbia rápidamente… Ellos tuvieron un tiempo claro todo el día, Bello y dulce, sin oscuridad

1

Hugues de Rotelande, Protesilao, poema inédito de diez mil ochocientos versos: aún está incompleto en el manuscrito de la Biblioteca nacional, en el cual faltan varias páginas. — Mire de La Rue, Histoire des bardes (Historia de los bardos), 1. II.

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CAPÍTULO X Y zarparon con gran placer. Pero el día se va, viene la noche, Y se fueron lejos de la tierra. Un viento comienza a perseguirlos y los encierra mucho. El viento comienza a penetrar: Y mucho hizo a la nave girar Desvió todos sus aparejos… Rompió los mástiles, golpeó la nave. Este destruye la vela. Y van errantes por el gran mar. Allá, a donde Dios los quiera llevar.

Junto con la ingenuidad del verso, la grandeza de la idea forma aquí, un contraste no menos curioso que las transformaciones caballerescas que veíamos hace un momento, es casi como leer a Virgilio traducido por Clément Marot. De todos los héroes de la antigüedad, no hubo uno que le aportase más a la transfiguración caballeresca que Alejandro el Grande. Tal y como la historia lo muestra, ya es casi que un caballero errante. Valiente, generoso, magnífico; él somete el mundo mientras corre; más soldado que general, se arriesga sin cesar, se lanza solo al ataque de una ciudad que asedia, quema una ciudad por complacer a una mujer. El respeta las princesas cautivas. Y se hace merecedor del reconocimiento del rey enemigo. La epopeya también se adapta ella de buen grado a este gran nombre; la leyenda se forma alrededor de él, incluso de su vivacidad. Hace lanzar la historia de su vida en el Hidaspes, escrita por Aristóbulo, pues esta le atribuía hazañas fabulosas. ¿Pero no era él también cómplice de estos engaños poéticos, al hacerse el hijo de Júpiter Amón? Ni siquiera sus historiadores más serios pudieron abstenerse de esto. Arriano dio paso a unos cuantos hechos legendarios en su muy equilibrada narración. Quinto Curcio Rufo reconoce que cuenta más cosas de las que cree. Pero la leyenda se desenvuelve sobre todo en dos obras publicadas por M.A. Maï, l'Itinéraire d'Alexandre (El itinerario de Alejander), y el escrito atribuido a un tal Valerio, que parece ser la traducción de una obra alejandrina del siglo VI. Hacia la mitad del siglo XI, apareció en Constantinopla, bajo el nombre de Calístenes, un contemporáneo de Alejandro, una obra escrita por Simeón Seth, el gran maestro del guarda ropas del emperador Michel Ducas. Era en gran parte una traducción griega de leyendas persas relativas al rey de Macedonia.

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Así está ella repleta de todas las fábulas orientales que se agruparon alrededor de la memoria del gran Iskandar. Se puede apreciar un origen persa en la tradición que hace a Alejandro el hermano mayor de Darío. Sin duda alguna, se debe a Egipto la fábula que hace de Nectanebo, sacerdote de Júpiter Amón, el padre del príncipe macedonio. Los vencidos quisieron apropiarse del vencedor. Puede apreciarse la imaginación de los árabes en esta particular hazaña de Alejandro, quien curioso de saber lo que pasa en las profundidades del mar, se sumerge en una campana de vidrio y al desear sondar las regiones celestes, se eleva en un coche arrastrado por grifos. Es así como, luego de romper la soledad del Oriente, el grito de guerra de los soldados macedonios volvía luego de catorce siglos como un eco lejano y maravilloso. Es principalmente en la historia del falso Calístenes, traducida al latín, que nuestros poetas impulsaron las aventuras de Alejandro. Se pueden contar hasta once troveros que trataron este tema. Los primeros y más famosos son Lambert li Cors o Le Court, de Chateaudun, y Alejandro de París, que aunque nació en Bernay, debe su sobrenombre al largo tiempo que estuvo en la capital de Francia. Un solo poeta lleva a la misma vez estos dos nombres; es del año 1184 1. Lo que es difícil saber es si los dos autores trabajaron juntos o compusieron ramas sucesivas. Nada en la obra da a entender qué pertenece a cada poeta. Otra parte del poema tiene por autor a Thomas de Kent, que vivió durante los primeros años del siglo XIV 2. Una de las particularidades que diferencia su obra, es la unión entre los recuerdos de Arturo con los de Alejandro. El rey bretón fue hasta el fondo del Oriente y colocó allí dos estatuas de oro, parecidas a las columnas de Hércules: Cuando Arturo y los Bretones vinieron a Oriente, Que ellos marcharon tanto como nunca lo hicieron, Dos imágenes de oro hicieron, que fueron de majestuoso oro Y las colocaron en tal lugar de manera que sean muy aparentes.

1

El verso de doce sílabas es empleado aquí con tanta superioridad que recibió y guardó el nombre de alejandrino. 2 El mismo firmó su obra: De un buen libro en latín hice esa traducción. Quien requiera mi nombre, es Thomas de Kent

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CAPÍTULO X

Alejandro va en la búsqueda de esas estatuas; el las descubre y, queriendo ir más lejos, a pesar de los concejos de Poro, pierde una parte de su ejército y solamente logra escapar a través de mil peligros. ¡Testimonio significativo de la añoranza y de la admiración que la epopeya siente por el gran nombre nacional de Arturo! Y aunque fue alejada de él por el gusto popular, ella no puede dejarlo sin antes atenuar la grandeza del nuevo héroe a quien rinde homenaje. De resto, nuestros troveros no limitan mucho su admiración por Alejandro. No satisfechos con haberle hecho llevar a cabo una excursión a Italia y haberle dado Roma por conquista, como preludio a su expedición a Persia, lo conducen sobre los pasos del falso Calístenes, hasta lo más alto del cielo, en donde escucha el lenguaje de las aves y recibe su homenaje. Luego de esa expedición aérea, en la cual había sido precedido, según un antiguo autor árabe 1, por Nimrod, “el autor de la torre de Babel,” Alejandro vuelve a descender, incomodado por el exceso de calor, y decide sumergirse en las profundidades del océano. La tierra también le ofrece un gran número de maravillas para admirar. El encuentra un país donde las mujeres enterradas durante el invierno, renacen en la primavera, como flores, con una belleza nueva: Pero cuando la primavera vuelve, y el buen clima se purifica A manera de flor blanca recobran su belleza. Aunque estas ficciones puedan parecernos un poco pueriles, ellas muestran un noble esfuerzo de la imaginación por alcanzar el ideal del poderío y de la grandeza. Y al mismo tiempo constatan los primeros contactos que tuvo Occidente con Oriente, al salir del aislamiento de los tiempos bárbaros. La primera mirada que intercambian estos dos mundos es de total sorpresa e ingenua admiración.

1

D’Herbelot, Biblioteca oriental, sobre la palabra Nimrod.

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Lo que no es para nada oriental en los poemas de Alejandro, es la descripción que se hace de los sentimientos caballerescos. Por medio de anacronismos de gran fuerza, esas obras están llenas de torneos, de encantamientos, de alusiones a Luis VII y a Felipe Augusto. Alejandro es hecho caballero, lleva la oriflama, un gonfaloniero y doce compañeros. En fin, el sentimiento del honor es llevado a tal grado, que los doce compañeros de Alejandro se niegan uno tras otro a dejar el campo de batalla para ir a buscar ayuda. Esta fisionomía romanesca del rey macedonio, sus sentimientos llenos de un entusiasmo exagerado y de un heroísmo desmesurado, sobrevivieron a nuestros troveros y hasta dieron algunos elementos sobre el héroe de la segunda tragedia de Racine 1. _______________________________________ CHAPITRE XI DECADENCIA DE LA MENTALIDAD FEUDAL Y DE LOS CANTOS ÉPICOS. Reinado de la alegoría y del poema didáctico. – Romance de la Rosa. Los fableles. – El trovero Rutebeuf. – El romance de Renard. El reinado de la alegoría y del poema didáctico Incluso desde sus días más felices, la epopeya medieval escondía en su seno un germen que la asfixiaría. Ya vimos a los clérigos, los letrados reemplazar poco a poco a los cantantes que despreciaban. Luego se introdujo la erudición y el ingenio: la predilección por los temas antiguos ya era un síntoma. Según el punto de vista de la civilización, esta transformación, que parecía prometer el renacimiento de la antigüedad en la Edad Media, era sin duda una feliz necesidad. Sin embargo, no fue menos mortal para la inspiración épica.

1

J.J. Ampère, Histoire de la formation, de la langue française, préface (Historia de la formación de la lengua francesa, prefacio.)

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CAPÍTULO XI

El clero contribuyó más que nadie a esta decadencia de la epopeya. Menos ignorante que el resto del pueblo, él también era menos ingenuo. Educado en el ruido de las discusiones académicas, nutrido en las piadosas abstracciones del dogma, él substituyó fácilmente la poesía por la metafísica y la emoción por la ciencia. Ya vimos al maestro Wace, clérigo de Caen, el clérigo que lee, como el mismo se llama, y padre de la diócesis de Coutances, transformar desde el siglo XII la epopeya en historia, rimar el Brut de Inglaterra y el Poema de Rou. Antes de él, Godofredo Gaimar había tratado el mismo tema. Esos troveros no son más que traductores, compiladores de crónicas latinas y galas. Hacia la misma época la historia natural comienza a usurpar los honores de la rima. Philippe de Thaon, sobrino de un capellán de Caen, escribió en verso un relato sobre los animales, con el título de Bestiarius, y un tratado de cronología práctica titulado Liber de creaturis (Libro de las criaturas). El autor trata en su obra los días de la semana, los meses solares y lunares, las fases de la luna, los eclipses y los símbolos del zodiaco. Y cita con frecuencia a Plinio el viejo, Ovidio, Macrobio y a San Agustín. Si la obra no fuese un almanaque rimado, sería un poema didáctico. Gillaume, un clérigo que fue Normando, y uno de los troveros del ciclo arturiano, compitió con Philippe de Thaon, por su Bestiario divino que escribió bajo el nombre de Philippe Auguste. Lo único que su libro tiene de divino es el título. Poco después llegaron los poemas morales; el canónigo inglés Simón du Fresne redactó un poema francés sobre la Inconstancia de la Fortuna. Es una traducción libre del libro de la Consolación de Boecio. Pierre d’Abernon tradujo también en verso el Secreta secretorum (secretos de los secretos), que se atribuyó a Aristóteles. Eran lecciones de moral que se supone el estagirita le había impartido a Alejandro, y que él termina, en el poema francés, con una demostración de la necesidad de la fe en Jesucristo para obtener la felicidad eterna. Finalmente, llegan los poemas sobre la caza, la pesca, como en los tiempos de Opiano, como durante la decadencia de la poesía griega; y, lo que no es para nada griego, sino normando, es la traducción en verso de las Institutes (las Institutas) de Justiniano, según el estilo de los estudiantes de Caen que no entendían muy bien el latín.

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Y cuando vengan a las escuelas, Del latín que no entenderán, Partirán al francés que los aconsejará. Ya estamos muy lejos de la epopeya, muy lejos de la gloriosa derrota de Roncesvalles y de la fuente encantada del caballero del León. Los grados de decadencia fueron numerosos, algunos ofrecían todavía nobles inspiraciones poéticas. Vimos la influencia eclesiástica manifestarse ya en las novelas del santo Grial, y purificar el ciclo de Arturo al refrescarlo. Bajo la misma influencia, los clérigos o hasta los juglares penitentes hicieron en verso las vidas de los santos, leyendas piadosas, tal y como el viejo Corneille traducía la Imitación. Uno de ellos, Denis Pyram, nos rinde cuentas personalmente del porqué de su conversión. Utilicé durante mucho tiempo, como pecador, Mi vida de una manera muy demente; Y suficiente he usado mi vida en pecado y en locura; Cuando frecuentaba los cortesanos, Sí, donde hacía serventesios, cancioncillas y cartas de amor, Entre las amantes y los amantes, Me hizo hacer de diablo; Si, me hace permanecer sucio y en mal estado. Los días hermosos de mi juventud Se esfuman, llegó a la vejez, Ya es tiempo de que me arrepienta. Así presenciamos a quien, para hacer penitencia, nos cuenta la vida y los milagros de san Edmundo, rey de Inglaterra. Hay otro que nos hace viajar, con san Brendán, al paraíso terrestre. Es una especie de Odisea piadosa, llena de aventuras, de prodigios, de monstruos marinos y voladores. La idea en ella es poética, y muchos detalles responden bien a la idea. Además, el trovero piadoso tuvo el mérito de reunir todo esto en un poema de 834 versos, lo cual es muy raro en la época en la que él vivió. Otros, incluso más inspirados, nos conducen al purgatorio con San Patricio, o al infierno con San Pablo, y nos hacen presentir, a través de sus bocetos sin forma, la grande y sublime epopeya de Dante.

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CAPÍTULO XI

La poesía jamás encontró una temática más bienaventurada, más noble y más culta que la del culto a la Virgen María, que ese ideal que reunió los rasgos más diversos y más divinos de la mujer. Esta conmovedora creencia había contribuido en gran medida a expandir cierta esencia religiosa en la poesía caballeresca. De igual modo, la virgen toma de esta poesía moderna algo de su exaltación apasionada. La madre de Cristo se transformó en Notre-Dame (Nuestra Señora), la dame universal (La señora universal), como dice una antigua leyenda. Dios cambia de sexo por así decirlo; la Virgen fue el Dios de la Edad Media. Ella invadió casi todos los templos y altares, pero esta casta y pura poesía se encierra dentro de los altares, de los himnos, y sólo podía hallarse en las legendas cortas y en los fableles. Ella no podía proporcionar material a la epopeya; los clérigos que quisieron extenderla en un gran relato no tuvieron la frescura ni la fecundidad imaginativa necesarias para la tarea; siempre recaían en el sermón y en la fría alegoría. Uno de ellos, Roberto Grossetête, obispo de Lincoln, tuvo el coraje de sustituir la encantadora descripción de la Virgen por la imagen glacial del Chastel d’Amour (Castillo de Amor), en donde habitan todas las virtudes y todas las gracias; es en este recinto de muros simbólicos donde hacer nacer el Mesías. En el siglo XIII, La pasión por la alegoría se transformó en un verdadero furor. La poesía la tomó prestada de la Iglesia y la Iglesia la volvió a tomar de la poesía. Otro obispo que luego fue cardenal, Etienne Langton, comenzó un día su sermón con los versos del siguiente texto: La Hermosa Aliz se levantó en la mañana, Su cuerpo viste y adorna Entra en un jardín y encuentra allí, Un rosario hecho con Rosas hermosas. ¡Por Dios! ¡Salid de ahí, Vosotros que no amáis nada. Y, al tomar cada verso, el prelado hace allí una adaptación mística de la Virgen María. Es así como las inspiraciones más suaves desaparecían lentamente bajo la seca mano de los alumnos de la escolástica. La musa de la Edad Media había envejecido; cuando no era irónica, predicaba.

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Alejandro, obispo de Lincoln, da como tema del poema las tres siguientes palabras al trovero Guillaume Herman: humo, lluvia y la mujer; pretendiendo de manera poco galante, que estas tres cosas pueden expulsar a un hombre de la casa. El poeta devoto, ya autor de la Vida de Tobías y de los Gozos de Nuestra Señora, quiere hacer de esta materia una obra totalmente ascética. Para él el humo es el orgullo; la lluvia, la codicia y la mujer, la lujuria; y todo eso nos expulsa de la casa, el paraíso. De esta forma, con un singular cambio de roles, que describe muy bien la Edad Media, el obispo hizo una sátira y el poeta, un sermón. Romance de la Rosa Todas las características, incluso los rasgos de esta decadencia, se encuentran hasta el punto más elevado en un poema celebre, que cierra con broche de oro la carrera de la epopeya en la Edad Media: Me refiero al Romance de la Rosa 1. Es una larga, sabia y agotadora alegoría de más de 22000 versos, retratados en un sueño, donde se desea saber si el héroe logrará tomar una rosa que él logró ver en un jardín y que defienden 20 abstracciones personificadas, tales como Peligro, Maledicencia, Mezquindad, Felonía, Odio, Avaricia. El héroe del poema tiene como compañeros a Acogida Amable y a Dulzura en la Mirada; la Dama Ociosa (la ociosidad) lo lleva al castillo del Placer, en donde encuentra al Amor con todo su cortejo: Gentileza, Cortesía, Franqueza y Juventud. Es fácil sentir cuan fría e inanimada es esta mitología simbólica. La menor aventura de un ser vivo real provoca más interés que el juego fantástico de todas estas vanas ilusiones. Dos poetas trabajaron en esta obra y dos épocas diferentes trazaron su imagen. El primero de estos dos autores, Guillaume de Lorris, vivió en los tiempos de san Louis, casi a finales del siglo XIII. Murió alrededor del año 1260, cuando nacía su continuador, Jean de Meung, llamado también Chopinel o el cojo.

1

La mejor edición es la de Meung, 4 volúmenes en-8.

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CAPÍTULO XI

Este vivó alrededor del año 1320: por lo tanto fue contemporáneo de Dante, quien, también, toma prestado para su poema la forma de una visión. Guillaume tenía la intención de componer un Ars Amatoria. Muy a menudo, para los detalles traduce al mismo Ovidio; para la forma general, él se inspira en la poesía de los Provenzales, de quienes hablaremos muy pronto. Es un trovero con un espíritu delicado y dulce, más ingenioso que sabio, más ingenuo que valiente. Jean de Meung acepta el frágil marco de su predecesor y amontona de manera desordenada todo aquello que la erudición tiene de confuso, la sátira cínica. Jean es un clérigo de pensamiento libre, muy letrado y audaz, que mezcla sus largas disertaciones morales o inmorales de invectivas contra los grandes, los monjes y el clero; que relata la muerte de Virginia, las aventuras de Agripina, de Nerón, de Hécuba y de Creso; que cita a Sócrates, a Heráclito y a Diógenes. Estos personajes privilegiados son la Filosofía, la Escolástica y la Alquimia; aún es la dama Naturaleza, que se confesa con Genio, su capellán, y revela en su confesión, no muy edificante, todo aquello que Jean sabía sobre física, astronomía e historia natural. Esta obra es una enciclopedia poco convencional. Una mentalidad prosaica anima esta doble composición. En Guillaume, hay una ausencia de poesía: se reemplaza a esta algunas veces por la mentalidad y la gracia; hay abundancia de descripción, ese recurso de las decadencias, con el que los poetas juegan a analizar para no tener que imaginar. En Jean, hay negación de poesía: se encuentra a cada paso la ironía y la ciencia. El ataca todo lo que se consideraba bueno en la Edad Media. Los poemas caballerescos habían exaltado la nobleza: Jean odia a los nobles: Pues sus cuerpos no valen más Que el cuerpo de un carretero, O que el de un clérigo o que el de un escudero.

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Es difícil arrancar la aureola al poder de una manera más dura que en los siguientes versos, en donde el autor pretende indicar el origen: Un gran campesino de entre ellos escogieron, El más delgado de cuantos ellos fueron, El más vigoroso, el más grande, Y lo hicieron príncipe y señor. La epopeya caballeresca había deificado a las mujeres y Jean nunca estuvo más inspirado que al hablar de ello. La mujer encerrada en el matrimonio es el ave encerrada que muere por escapar: La avecilla del verde bosque Al ser tomado y enjaulado Y muy alimentado, con atención Adentro, deliciosamente; Ella canta, tanto como vive, Con corazón feliz, según te parece Sin embargo. Ella añora la madera enramada, Que amó naturalmente, Siempre piensa y se interesa Por recuperar su vida fresca, Y va por su prisión buscando, Con gran angustia persiguiendo Una ventana, una abertura, Para volar a la verdura. La poesía seria de la Edad Media reverenciaba al clero y la religión: Clopinel es uno de sus críticos más acérrimos; el creó el personaje de Falso Semblante, uno de los ancestros de Tartufo. “ Pareces ser un santo ermitaño - Es cierto, pero yo soy hipócrita - Vas por ahí reducando abstinencia. - Sí, sí, pero me lleno la pansa Con buenos manjares y buenos vinos, Tal y como es debido a las personas de la iglesia. - Vas predicando la pobreza. - Sí, pero soy rico en abundancia; Pero aunque finja ser pobre, Al pobre no me acerco.

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CAPÍTULO XI Cuando veo a esos truhanes desnudos Temblar sobre sus miserias nauseabundas, Del frio, llorar y gritar del frío, No me entrometo en sus asuntos. Si al Hotel-Dios son llevados, Ya no son confortados por mí, Pues con un sermón solamente No me llenarían la boca: No valen ni un poco; ¿Quién dará a quien su estrecha navaja?”

Ahora nos adentramos en la sátira pura. El plan, el estilo, no pertenece más a la epopeya. Ese noble y poético escrito se deshizo entre nuestras manos. Pero Tanto en la civilización como en la naturaleza, la muerte no es más que una transformación. Bajo los restos de la sociedad feudal, vemos nacer el Renacimiento. La erudición, que ridiculiza hoy a ese poema, aseguraba entonces su éxito. El siglo XIV, que se desarrolló bajo la sombra de la Edad Media, sentía la necesidad de un horizonte más vasto: un vago instinto lo empujaba hacia los tesoros del mundo antiguo. Gerson, el adversario más acérrimo y más consciente del Romance de la Rosa, Gerson, que escribió un tratado especial para condenar al autor, rinde homenaje a su erudición “así como no hay persona que pueda comparársele en la lengua francesa,” y, mientras lucha contra el poema, se deja influenciar por él y toma prestada su forma alegórica para criticarlo. Aquí nos adentramos en un nuevo periodo del pensamiento moderno. La mentalidad francesa, tal y como lo reflejaban las epopeyas de Carlomagno, de Arturo y de Alejandro tenía un elemento europeo, como la feudalidad, como la iglesia. Además esas obras fueron adoptadas, traducidas y rehechas por toda Europa. En el siglo XIV, vemos como en el Poema de la Roza la misma mentalidad se cierne sobre sí misma y se desarrolla en los límites más estrechos y más característicos; se torna racional e ingeniosa, es decir, esencialmente francesa. Pero tomando una dirección particular, no renuncia por esto a impulsar las naciones que la rodean; de todas las características de la inteligencia, escogió por su parte aquella con la más grande generalidad, la razón. La mentalidad de Francia, será como su lengua, entendida por todo el mundo.

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Los Fableles Aunque las extensas epopeyas caballerescas brillaban con luz propia, otro tipo de relatos cortos, familiares, a menudo picarescos y bromistas, compartían el favor del público con ellas. El fablel era al cantar de gesta lo que la comedia o el vodevil era a la tragedia. Este relata una anécdota, un hecho gracioso o alguna ocurrencia: trataba mucho las mujeres y a sus maridos, demasiado a los curas y a los monjes, y apenas si respetaba un poco más la decadencia que la seriedad. Su pequeño verso de ocho sílabas se iba saltando a través de todas los puntos delicados del tema, golpeando al azar todo lo que encontrase en el camino, y provocando así buenos y sinceros estallidos de risa. Ningún otro género de composición muestra mejor el talento de nuestros troveros. Se lleva el arte de relatar mucho más lejos que en las grandes epopeyas. Siendo mucho más corto, el fablel se deja tomar y moldear más fácilmente por el poeta. Todas esas partes se ponen de acuerdo a través de una proporción exacta; todas van directa y rápidamente al objetivo. La mentalidad nacional, más racional que entusiasta, más irónica que poética, se encuentra a su agrado y cómoda en estos cuentos familiares, pues aquí despliega sus mejores cualidades. El fablel, tan francés por su apariencia y por la perfección de su forma, tenía sin embargo unos orígenes muy lejanos. Un gran número de temáticas que nuestros poetas trataron pueden ser encontradas en los árabes, los persas y hasta en la india y en la china. Esos cuentos, ingenuos y bromistas, se asemejan a una tropa risueña de bohemios que vienen de quien sabe dónde, tal vez del fondo del Oriente, que recorren Europa mientras cantan y se multiplican a diestra y siniestra en el camino. Sólo citaremos un ejemplo de este destino viajero del fablel. Un hindú, llamado Sendebad, que vivió alrededor de un siglo antes de la era cristiana, escribió una colección de cuentos intitulados: El Libro de los siete consejeros, el preceptor y la madre del rey; es una obra del género de las Mil y una Noches, una sucesión de pequeñas historias puestas tanto en la boca de la mujer del rey, que intenta perder a un joven príncipe, como en la de los siete concejeros que quieren salvarlo.

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CAPÍTULO XI

El original hindú fue traducido al persa, al árabe, al hebreo, al sirio y al griego. Durante el siglo XII, un monje lo francés lo tradujo al latín, bajo el extraño título de Dolopathos o Romance de los siete sabios. Nuestros troveros lo dividieron fableles versificados y un clérigo lo tradujo en prosa. Luego, la obra va a pasar al alemán, al italiano y al español. Los novellieri italianos, Boccace entre otros, sacaron muchos cuentos de allí e imitaron el esquema; en fin, Moliere sacó de allí la inspiración para su George Dandin 1. El lugar donde más se recitó y donde más oyentes tuvo el fablel fue en Francia. También tuvo un acogimiento parecido en los castillos y en las casitas. Los reyes, los príncipes, los cortesanos, Los condes, los barones y los vasallos Aman los cuentos, las canciones y las fábulas Y de buenos dits que son encantadores; Pues alejan los recuerdos tristes; Duelo y enojo hacen olvidar 2. Por su lado, el vulgo común amaba en gran medida estos relatos humildes y pícaros, en donde encontraba su vida de cada día, los vicios y los tropiezos de sus amos como los de sus iguales. A menudo, alg[un viejo juglar venía a sentarse en el hogar de los padrinos de la nueva comuna. Allí, mientras que se chocaban los hanaps repletos de vino de Brie, repetía con un tono burlesco aquellos cuentos que contaba tan bien. Hablaba del valiente que rescata a su compadre de las aguas o del campesino que alcanza la felicidad alegando, a veces hasta del caballero jactancioso y cobarde, vencido sin pelear por la lanza de una mujer o del cura goloso que se come los muros y permanece colgado del mural. Siempre y cuando el vino fuese pasable, el fablel se volvía más pícaro. 1

J.J. Ampère hizo, en su curso de 1839, en el collége de Francia, un muy completo y particular estudio sobre los orígenes de los fableles. Se puede encontrar su análisis en el Journal general de l’instruction publique (Diario general de la institución pública) . También se puede consultar a Barbazan y a Méon, prefacio del Compendio de Fableles, y las notas de los Fableles de Legrand d’Aussy. 2 Denis Pyram, juglar anglonormando

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Eran las represalias de la razón contra el poder: era la sátira popular. La canción siempre fue en Francia el contra peso natural del despotismo: la Edad Media ya era una aristocracia domesticada por los fableles. Se puede comprender sin pena que tales relatos sean hoy para nosotros del más alto interés. Son preciosas descripciones de las costumbres que nos hacen conocer la vida obrera y burguesa de la Edad Media, tal y como los poemas de caballería nos muestran el lado heroico. El trovero Rutebeuf Aunque los fableles eran esencialmente obras anónimas que nadie inventó y que todo el mundo repite, conocemos los nombres de un gran número de troveros, que los versificaron. Uno de los más temerarios y de los más hábiles, aquel cuya vida y persona pueden servirnos como modelos y representarnos muchos otros, es Rutebeuf, contemporáneo de san Luis. De origen campesino, clérigo por el saber, laico por el hábito, cuando tenía uno, de pobre existencia vagabunda, para quien la sociedad no tenía aún un lugar, es al rey, es a los señores a quienes él pide el pan de cada día; pero el rey, pero los grandes tienen otra cosa totalmente diferente en mente para el pobre Rutebeuf , y, si vive por su generosidad, él está condenado a morir por su olvido. Lo malo es que el no morirá solo; el pobre poeta cometió el error de llegar a creer que él era hombre, e cometió la imprudencia de tener una mujer e hijos. No tiene vestido, ni comida, ni cama, tose del frío y baila de hambre. No hay nadie más pobre que el de París a Senlis; desde la caída de Troya no se ha visto una ruina más grande que la suya. Para colmo, pierde su ojo derecho, ¡su ojo bueno! El propietario le exige que le pague, miseria totalmente moderna para la poesía; y la nodriza del bebé pide dinero, sin lo cual ella lo colocará a llorar en la pequeña habitación paterna. Tal vez Rutebeuf exagera un poco la descripción de su pobreza, más por darle un toque de humor que para hacerla conmovedora. Porque si quiere obtener algo de esos ricos protectores, se trata más de divertirlos que de conmoverlos. En medio de su angustia, su inspiración no lo abandona. El encuentra palabras carmesís contra el prelado, los hipócritas y los begardos. Sabe que el rey los protege: no importa. Prefiere perder la protección del rey que una picardía: L

LIT. FR.

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CAPÍTULO XI Los canónigos seculares llevan una muy buena vida: Hay algunos de aquellos con gran autoridad, Que hacen poco por Dios y mucho por una mujer. Las monjas blancas, grises y negras Van a menudo como peregrinas a las santas y a los santos; Si Dios se los agradece, yo no lo sé; Si ellas fuesen sabias, irían menos.

Luego les relatará fableles de crítica como el Testamento de asno, que, gracias a un testamento prudente, va a descansar a tierra santa con la aprobación de monseñor el obispo; o el Monje Sacristán, que huye con la mujer de un caballero y cuya reputación se salva gracias a la intervención de la santa Virgen, o de otros aún menos edificantes de los cuales ni siquiera podemos hacer mención aquí. Sin embargo, es necesario abstenerse de hacer de Rutebeuf y de sus compadres, Guérin, Baudouin, Jean de Condé, Jean de Boves y otros, enemigos sistemáticos de la religión o incluso del clero. Una parte de sus obras son poesías devotas; sus proverbios contra los curas no son el indicio de un complot en contra de la Iglesia; no es más que una imaginación vivaz, inspiración de la razón, que golpea el abuso no como injusto, sino como bufón. Ellos lanzaban la sátira sin escrúpulos sobre la carretera y por desgracia, el clero iba pasando. El poema de Renard Durante la edad media, los fableles fueron la forma más común de sátira, pero todos los fableles no eran satíricos. Antes que todos eran cuentos divertidos, algunas veces conmovedores, e incluso, algunas veces, devotos. La sátira no tenía entonces una forma característica y propia a ella misma, como en los tiempos de Horacio y de Juvenal. Aparecía por todas partes y no se cohibía en lo absoluto.

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Serventesios, fableles, canciones de gesta, sermones, ceremonias religiosas e incluso arquitectura, todo le era agradable. Entre los himnos sagrados se mezclaban los cantos profanos, de indecentes parodias. La sátira se había reservado un lugar propio sobre estos asombrosos y sublimes edificios, que parecen llevar hasta el homenaje de la oración el cielo; allí pueden apreciarse con sorpresa mil esculturas extrañas de monjes que se entregan a todos los vicios, de curas con cabeza de zorro puestos en cillas rodeados por un auditorio de pollos y aves. En frente a la silla regia de la catedral de Estrasburgo, uno de los capiteles de la nave representaba a un asno celebrando la misa, y otros animales le servían. Los francmasones eran poetas también, y poetas satíricos. La arquitectura fue en la edad media la más viva de todas las artes: es ella la que manifiesta los primeros síntomas de independencia. Es muy probable, que la poesía no hizo más que seguirla, cuando en la epopeya burlesca de Renard 1, ese largo fablel o más bien esa apología sin fin que todas las naciones de Europa relataron durante dos siglos sin cesar, esta despertó por así decirlo a todos esos animales alegóricos de sus cornisas de piedra y los hizo vivir juntos en un sin número de aventuras agradables. El zorro, el lobo, el león y el asno se volvieron allí una imagen viviente, una sátira total y picante de toda la sociedad humana y sobre todo de los nobles y del clero. Las ramas de Renard se multiplicaron hasta el infinito. En el viejo poema de Goupil le Renard (vulpes, Reginard) ya compuestas en 1236, se añadieron la Coronación de Renard, y Renard le Nouvel, y Renard constituiría más de veinte cuatro mil versos. Una reputación semejante permite considerar esta obra como la expresión de un sentimiento público y llama toda la atención de la crítica. La tendencia general de este poema, es la negación del espíritu caballeresco, principio vital de la edad media: es la astucia que triunfa completamente sobre el derecho y la fuerza.

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El poema de Renard, por Méon, 1826, vol. 4. En octavo. Es necesario añadir el indispensable Suplemento de M.Chabaille, 1835 vol. 1 En octavo.

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Y que no se espere ver a esta astucia despreciada o ridiculizada. No: los logros de Renard provocan una sonrisa de aprobación por doquier. Uno admira la fertilidad de su ingenio; uno sigue con interés las aventuras de ese truhan come pollos; uno lo ve atravesar toda la sociedad feudal, sin ridiculizarla ni maldecirla, se conforma con adueñarse de ella para su propio beneficio. Justicia señorial; combates en campo cerrado, asedios a castillos, batallas, vasallajes ligios, monasterios, peregrinajes, todo pasa bajo nuestros ojos sin ninguna otra diversión que los cambios de los personajes y el éxito eterno de las intrigas de Renard, que a veces es juglar, peregrino, médico, caballero, emperador y siempre bribón. El envejece tranquilo y honrado en su castillo de Maupertuis: incluso su muerte es un engaño. Incluso en el periodo más floreciente de la Edad Media, así se manifiesta el principio de negación que debía destruirla. Cada época lleva en sus flancos una fuerza disolvente. Es esta, como dice Schelling: “la verdadera Némesis; la fuerza invisible enemiga del presente, puesto que se opone al nacimiento del futuro 1” ________________________________ CAPÍTULO XII LA POESÍA LÍRICA DEL MEDIODÍA FRANCÉS; LOS TROVADORES Circunstancias que favorecieron la poesía provenzal. — Descripción de la poesía de los trovadores — Arnaud de Marveil; Bertrand de Born. — Cortes de Amor; tensones; odas guerreras. — Causas que favorecieron al deterioro de la poesía provenzal. Circunstancias que favorecieron la poesía provenzal

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Nosotros tratamos de manera más extensa, en la Revue des Deux Mondes (Revista de Dos Mundos) (1ero de junio de 1816) el tema que apenas mencionamos aquí, la Sátira en la Edad Media. Nuestro colega M.Lénient escribió una obra muy interesante sobre el mismo tema (1859).

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Los cantos épicos de la lengua de oíl han expuesto ante nuestros ojos la descripción ideal del feudalismo, la gran pintura histórica en la que se desarrolló toda la vida de la edad media. Son otra clase de poemas que nos la enseñan desde un punto de vista diferente. Los cantos líricos de los trovadores y los troveros ponen individualmente bajo nuestra mirada aquellas figuras de barones y de caballeros que reunía la canción de gestas. Vemos como se separan del movimiento general de la historia, del tumulto de la lucha para venir a contarnos, uno a uno, sus amores, sus dolores, sus tristezas, sus rivalidades. Esas son las pinturas del género, o incluso, si se prefiere, retratos, pero retratos que describen las costumbres y la fisionomía de la época de una manera tan acertada, que forman el complemento indispensable de los grandes lienzos, y les dan un aire de verdad y de vida. A decir verdad, la canción, el verso, el sirventés ya no son más pinturas, es la naturaleza misma que vino a posarse sobre aquellas páginas ligeras con sus contornos más delicados y sus trazos más escurridizos; es un rayo de luz de los viejos días que se detuvo cuando atravesaba los vitrales góticos; es una voz llena de frescura que el eco de la poesía prolongó hasta nuestros días. Fue primero y principalmente en Francia en donde despertó la inspiración lírica. Feliz flor del clima, nació, por así decirlo, sin cultura: bajo un cielo más clemente, bajo gobiernos menos bárbaros, los hombres se dejan llevar más rápido por las dulces seducciones de la vida. Allí, todas las mujeres eran amadas y todos los caballeros, poetas. Los más nobles señores, los más orgullosos castellanos de la Provenza o del Languedoc, los condes de Toulouse, los duques de Aquitania, los delfines de Viena y de Auvernia, los príncipes de Orange, los condes de Foix componían y cantaban versos. A menudo también, un paje de su corte, a veces hasta el hijo de uno de sus sirvientes tomaba la palabra luego de su noble maestro, si tenía la inspiración y la manera adecuada de expresarse; él cantaba acerca de la única cosa que prácticamente se podía cantar entonces, sobre las dulces molestias de amar; para ellos era necesario que alguna noble mujer se molestase en servirle de inspiración; la castellana se consagraba algunas veces y esas dulces

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tierras anunciaban otros progresos por la igualdad ante la poesía y el amor. Vimos más arriba la Provenza separarse de la Francia del Norte y formar primero un Estado independiente bajo Bosón I y sus sucesores, luego dividirse en dos provincias, con la desaparición de los herederos masculinos de esa familia: De las cuales, una fue legada al conde de Toulouse, la otra fue añadida a las posesiones del conde de Barcelona. Feliz y tranquila bajos esos obscuros y paternales soberanos, La Provenza vio crecer su población y sus riquezas; las costumbres se ablandaron y la lengua se refinó y se volvió un instrumento harmonioso bajo la mano de sus primeros poetas. La fusión de una parte de la Provenza con Cataluña, bajo la dominación de Ramón-Beranguer, en 1092, dio un nuevo movimiento a la mentalidad del meridional. Ambos pueblos hablaban prácticamente la misma lengua: la mentalidad de uno y la riqueza del otro hicieron nacer una elegancia de costumbres desconocida aún en las otras comarcas. La corte de los condes de Barcelona se volvió famosa por su gusto y su magnificencia. Ya algunos años atrás, Francia había estado en contacto con la España heroica, cuando Alfonso IV, rey de Castilla, apoyado por el Cid, Rodrigo de Bivar, había invitado un gran número de caballeros franceses, provenzales y gascones a su gloriosa expedición contra los moros. Lo cual fue un primer vistazo a la nobleza cristiana, una primera cruzada, catorce años antes de aquella de Jerusalén. Estos guerreros reunidos, de tantos países diferentes, en el mismo ejército, sintieron como se levantaba en sus almas los sentimientos de honor y de un noble deseo de superación. Al mismo tiempo, el aliento poético de la civilización árabe, ese perfume del Oriente, amansado sobre las voluptuosas riveras de Andalucía, entre los naranjos de Alhambra, se adentraba poco a poco en la Europa cristiana. Las magnificencias de la arquitectura mora, el esplendor de las cortes de Granada y de Córdoba, la riqueza de los emires, la exuberante imaginación de los narradores y de los poetas orientales debieron producir una emoción profunda en los caballeros de Francia.

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La guerra acerca a los hombres y les enseña a conocerse, es decir, a no odiarse. Los caballeros árabes, según la expresión de las crónicas, visitaron las cortes de los príncipes cristianos de España. Moros y cristianos aprendieron a veces de manera recíproca la lengua de sus enemigos. Sus poetas cantaban versos en los dos idiomas y sobre los mismos aires 1. Así, la poesía oriental se infiltraba poco a poco en las lenguas del Mediodía francés; e imponía en ellas, con la ayuda del cantar, no sólo sus fuentes de inspiración, sino su harmonía y sus formas rítmicas. Características de la poesía de los trovadores La poesía provenzal fue casi toda lírica. La mentalidad fácil e impaciente de los trovadores y la vida de placeres y de agitación que llevaba la mayor parte de esos gráciles poetas, no les permitían relatar con facilidad las largas epopeyas. Sus mismos oyentes sólo tenían la necesidad de embellecer la vida real, y no suplantarla con ficciones: así dijo de buen agrado a sus cantores: Dejen las largas hazañas y los extensos pensamientos. Además, a excepción de un pequeño número de obras épicas, que Fauriel y Raynouard nos dieron a conocer 2, los únicos monumentos de la musa meridional son aquellos de las efusiones súbitas de la sensibilidad o de la inspiración; estas se parecen menos a composiciones literarias que al ruido melodioso de aquella vida de amor y de placeres que se llevaba feliz y elegante entre los torneos de los castillos y la fiesta eterna de un clima agradable. Para producir tales obras, no era necesario ser un gran clérigo o saber leer: bastaba con

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Mariana informa que, en el siglo XI, durante el asedio de Calcanasor, un pobre pescador cantaba una lamentación de manera alternativa, en árabe y en lengua vulgar, sobre el tipo de suerte de esa infeliz ciudad. El mismo aire se aplicaba tanto a las palabras extranjeras como a las nacionales. Villemain, Tableau de la littérature au moyen âge (Cuadro de la literatura en la Edad Media), t.1, p.131 2 Gerard de Rosellón, Jaufry el Caballero y la Feria Brunisseande, la Crónica de los Albigences, el poema de Flamenca, El poema de Fierabrás. Véase Fauriel, Épopée chevaleresque au moyen âge (Epopeya caballeresca de la edad media); y Raynouard, Diccionario de la Lengua de los Trovadores, 1. I

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tener un corazón capaz de amar. Las palabras de ese poético idioma acababan de organizarse por su cuenta en un verso harmonioso. Los oyentes no eran difíciles por la elección de pensamientos. En el verso como en la naturaleza, el amor y la belleza se repetían sin temer la monotonía. Una idea graciosa siempre era bienvenida, incluso si era repetida. Las damas tomaban un elogio de la boca de los trovadores con delicadeza, de la misma forma que recogían una flor en sus cabelleras, sin preocuparse por saber si todas las praderas ofrecían unas flores parecidas, o si todas las primaveras habían prodigado unas flores tan bellas. Uno de los principales méritos de esas encantadoras canciones está totalmente perdido para todo aquel que no pueda leerlas fácilmente en su lengua original: me refiero a su gran harmonía, al gran número de combinaciones y a la complejidad de sus estrofas, a los hábiles intervalos, a las cadencias simétricas y a los regresos previstos y largamente esperados de una rima sonora. El ritmo provenzal, bajo la mano de los trovadores, se dobla sobre sí mismo una y otra vez con una coquetería llena de gracia, como una cinta con colores vivos que flota, se escapa y regresa transformada en un nudo artístico. Sería un error buscar solamente la reflexión en la poesía lírica. La sensibilidad es su alma, y a menudo se expresa más por la harmonía de las palabras que por su sentido. La oda es una música que traduce las impresiones de manera directa por medio de sonidos. A menudo, en la ausencia de la sensibilidad y del pensamiento, la melodía del lenguaje llega a acariciar el oído y a producir una emoción vaga en el espíritu. La harmonía de los versos está relacionada con las potencias más íntimas y más misteriosas de nuestra alma, y su poder es tan absoluto que no se sabría cómo cuestionarlo. Ahora bien, la poesía de los trovadores está allí casi completa. Se pudo imaginar que se traducía las líricas griegas y latinas: bajo el ritmo, había un pensamiento que aún era demasiado rico como para dejar alguna cosa en la mano del intérprete; pero cuando, pasando a la poesía de los trovadores, se intentó lanzar al crisol esas ligeras y brillantes burbujas que estaban en la superficie, y que ocultaban un gas imperceptible con los más vivos matices del arcoíris, o uno se sorprendió por no haber encontrado nada más en el momento en que se había destruido todo.

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“Admito, dice Raynouard, que intenté en vano hacer una traducción: la sensibilidad y la gracia no se traducen. Son flores delicadas cuyo aroma hay que respirar directamente de la planta.” Según Schlegel, “para disfrutar de esos cantos que fascinaron a tantos ilustres soberanos, a tantos valientes caballeros, a tantas damas famosas por su belleza, es necesario escuchar a los mismísimos trovadores y esforzarse por entender su lengua. ¿No quieres tener que pasar por eso? ¡Pues bueno! Estás pues condenado a leer las traducciones del abad Millot.” Nosotros condenaremos al lector a que lea nuestras traducciones; Será venturoso cuando podamos apropiarnos de algunas traducciones provenientes de la pluma de los hábiles críticos que nos precedieron y trataron el mismo tema. La mayor parte de estos cantos, como ya sabe el lector, tienen por temática al amor. Es el tema que menos se cita. Nada más aburrido, para aquellos a quienes no les interesa el tema, que los suspiros y los cumplidos. Los versos de amor parecen exigir la misma discreción que el sentimiento que los inspira. Escojamos pues entre aquellas piezas algunas de las que juntan a todas al mérito común, la ventaja de ofrecer descripciones costumbristas o de la mentalidad que las distinguen a nuestros ojos. Arnaldo de Marveil; Bertran de Born Arnaldo de Marveil, pobre siervo que se convirtió en un hábil trovador y se unió a la corte del vizconde de Beziers, se había prendado de la condesa Adelaida, hija de Raimundo V, conde de Toulouse. Y cantando, con un nombre falso, a la dama que amaba, describe así el ingenioso retrato: La pinto toda con mis ojos; la frescura de la aurora, las flores con las cuales la pradera se colorea en primavera, Dibujando con mis sentidos esas diversas cualidades, me incitan a cantar su belleza en mis versos. Yo puedo, gracias a los aduladores que abundan en nuestra era, Llamarla sin peligro la más bella del mundo. Si uno ofrece ese título a quien no puede encantar, Darla a mi dama hubiese sido nombrarla.

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Otro trovador famoso, cuya vida aventurera y turbulenta es narrada de manera interesante por M.Villemain, es Bertran de Born, el infatigable luchador, que incita a los dos hijos del rey de Inglaterra, Henri II, a revelarse contra su padre; quien pierde dos veces su castillo, y que lleva su propia cabeza ensangrentada en la mano, la cual aún parece ser capaz de maldecir y amenazar 1, cuando Dante lo encuentra en su Infierno, y que da algunas veces un relieve singular a sus cantos de amor por medio de una agradable mezcla de sentimientos guerreros y de imágenes tomadas de la vida feudal. Atestigua la pieza siguiente en la cual muestra su inocencia, de la forma más original del mundo, con respecto a una sospecha de infidelidad: Yo sé el mal que en sus comentarios mentirosos, Dijeron de mí vuestros pérfidos aduladores. Dama, ¡por Dios! Ne les creáis nada. No alejéis vuestro leal corazón De vuestro buen y fiel servidor, Y de Bertrand se siempre amiga. Al perder mi gavilán en el primer lanzamiento, Lo quiero ver alejarse sobre la presa; Que sobre mi puño un halcón la desplume, Si sólo con respecto a mí, tu hablar no es dulce, Si mi felicidad está lejos de vuestra persona, Si, lejos de vosotros, la dulzura no es amargura. Teniendo mi escudo colgado del cuello, A causa de un gran viento yo troto resfriado, Como un fuerte galope me machaca tal y como si fuera cebada; Como triste y malhumorado un tonto palafrenero Pierde el control y suelta los estribos Si vuestros aduladores no mintieron por la garganta Cuando me acerco a la mesa a jugar, Cuando no puedo ni cambiar un denario, 1

Infierno, canto XXVIII.

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Que por otra sea retenida, Que todos los dados me sean dados desdichados, Si de otra mujer alguna vez me enamorase; Si, fuera del tuyo, otro amor yo conociera. Que yo te deje en los brazos de un extraño, Pobre ingenuo, sin saber vengarme; Que un viento feliz se aleje de mi barco de mesa Que en la corte del rey me golpea el portero, Que del combate yo hablo el primero, Si no mintió el cobarde que me acusa.

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Cortes de amor; tensós; odas guerreras

La forma más picante en la cual los provenzales compusieron la canción de amor fue la tensó o el partimen, diálogo entre dos trovadores, especie de torneo poético al cual se provocaban en presencia de damas y caballeros. “Las tensó –según Jean Nostradamus, el biógrafo ingenuo de los trovadores, padre del famoso astrólogo– eran disputas de amores que se hacían entre los caballeros y las damas poetas entrehablantes juntos sobre alguna bella y sutil cuestión de amores, y cuando no podían llegar a un acuerdo, los enviaban a que obtuviesen una definición sobre el asunto adonde las damas ilustres presidentes, quienes tenían una corte de amor abierta y plenaria en Signe y en Pierrefitte, o en Romanin o en otros lugares, y después de eso hacían fallos que se llamaban lous arrests d’amours”. La existencia de estos curiosos tribunales fue puesta fuera de duda por las investigaciones del sabio Raynouard, quien reconoció rastros indiscutibles desde la primera mitad del siglo XII hasta después del siglo XIV. El maestro André, capellán de la corte de Francia, quien vivía hacia el año 1170, habla de ello, en un tratado escrito en latín, como de una institución bastante antigua, y hace remontar su origen a uno de los caballeros de Arturo. Las damas tenían, como se sabe, la última palabra en estas galantes cortes. Son ellas quienes presiden, quienes escuchan a los litigantes. Los fallos se emiten en su nombre: de dominarum judicio, según el grave capellán André. Cita incluso, como fiel historiador, los nombres aun oscuros de los más ilustres consejeros. En otra lista de Nostradamus, como una especie de almanaque real del palacio del amor, notamos, como parte de la corte de Aviñón, a Laura de Noves, la mujer de Hugo de Sade y a su tía la Sra. Phanette, las cuales “novelaban todas dos prontamente en toda clase de ritmo provenzal. Phanette, muy-excelente en la poesía, tenía un furor o inspiración divina, que era considerado como un verdadero don de Dios. Ellas definían también las cuestiones de amores”. En cuanto a Laura, hizo una obra más bella que todas las de su tía: inspiró a Petrarca. Estas gráciles cortes no funcionaban solamente en la Provincia; André cita aquellas que presidían las condesas de Champaña y de Flandes, así como las cortes que ocupaban la reina Leonor de Aquitania y la vizcondesa Ermengarda de Narbona. Las damas

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jueces eran a veces muy numerosas. Había diez en la corte de Signe, así como en Pierrefitte, doce en Romanin, catorce en Aviñón y hasta sesenta en la corte de Champaña. Se hacían ayudar por caballeros expertos, como una especie de jurisconsultos en galantería, enamorados eméritos, que tenían probablemente solo voto consultativo. Servían a menudo de árbitros, cuando las partes no juzgaban con el propósito de provocar una decisión jurídica. Si estaban descontentas con el arbitraje o incluso con el juicio, había derecho de apelación. Vemos en una circunstancia a la corte de Romanin juzgar en el Tribunal Supremo. La de Aviñón gozaba a este respecto de gran fama. Es allí donde se hallaban “todos los poetas, caballeros y damas nobles del país, para escuchar la solución de las cuestiones y de las tensó de amores que estaban propuestas”. Estos tribunales, con el mucho respeto con el cual se acogían sus decisiones, se atribuían a veces el poder legislativo. “La corte de las damas, congregada en Gascuña, estableció, con el consentimiento de toda la corte, esta constitución perpetua”. Existía sin embargo un código anterior y superior a todos sus fallos. Su origen era tan curioso como su disposición. Aceptado por una especie de asamblea constituyente, había sido redactado por una mano misteriosa. Un caballero errante lo había encontrado escrito y atado con una cadena de oro a la pértiga de un halcón, en el palacio del rey Arturo. Todavía tenemos una parte. “El matrimonio, decía entre otras cosas el legislador, no es una excusa legítima contra el amor. –Nadie puede tener a la vez dos ataduras. –Quien no sabe callar no sabe amar. –El amor no puede negar nada al amor. –El verdadero amante es siempre tímido”. Este texto puede hacer prejuzgar la naturaleza de las tensó o debates. Nos limitaremos a citar un nuevo ejemplo. Dos trovadores litigaron contradictoriamente esta cuestión: ¿puede el amor existir entre esposos legítimos? Nos estremecemos al agregar que la respuesta de la corte fue negativa. Es a la condesa de Champaña a quien le incumbe la responsabilidad de esta opinión.

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Transcribimos aquí una tensó donde se verá peleando a dos poetas provenzales muy famosos de la época, Sordel y Bertran d’Alamanon. 1 SORDEL. “¿Si tuvieseis que perder la alegría de las damas, renunciar a las amigas que jamás tuvisteis, que jamás tendréis, o sacrificar ante la dama que mejor amáis el honor que habéis adquirido o que adquiriréis por la caballería, de las dos cuál elegiríais? BERTRAN. “Las damas que amaba me han rechazado por mucho tiempo, he recibido de ellas tan poco bien, que no las puedo comparar con la caballería. Que vuestra parte sea la locura de amor cuyo gozo es tan vano. Corred detrás de esos placeres que pierden su valor luego de obtenidos; pero, en la carrera de las armas, veo siempre ante mí nuevas conquistas por hacer, una nueva gloria por adquirir. SORDEL. “¿Dónde está entonces la gloria sin amor? ¿Cómo abandonar la alegría y la galantería por las heridas y los combates? ¿La sed, el hambre, el ardor del sol o los rigores del frío son preferibles al amor? ¡Ah! Es con mucho gusto que os cedo estas ventajas para la felicidad soberana que me espera junto a mi amada. BERTRAN. “¿Qué entonces, osaríais parecer delante de tu amiga, si no osáis tomar las armas para combatir? No hay verdadero placer sin la valentía; es ella quien eleva a los más grandes honores; pero las falsas alegrías del amor conllevan al envilecimiento y al fracaso de aquellos a quienes ellas seducen. SORDEL. “Siempre que sea yo valiente a los ojos de aquella a quien ame, poco me importa ser despreciado por los otros: con tal de que yo obtenga de ella toda mi felicidad, no quiero ningún otro regocijo. Id, derribad los castillos y las murallas, y yo recibiré de mi amiga un dulce beso. Ganareis la estima de los grandes señores franceses; ¡pero cuánto prefiero más sus inocentes favores en vez de las más hermosas lanzadas! BERTRAN. “Pero, Sordel, amar sin valor es engañar a aquella a quien se ama. No quisiera el amor de aquella a quien sirvo, si no mereciese su estima: un bien tan mal adquirido significaría mi desgracia. Guardad entonces los engaños de amor y dejadme el honor de las armas, ya que sois asaz insensato para sopesar una falsa felicidad con una alegría legítima”. 1

. Traducción de la versión en francés de Sismondi.

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CAPÍTULO XII

Sordel, quien en un juego de espíritu ingenioso se hace aquí el campeón del partido menos honorable, es el mismo trovador cuya memoria eternizó Dante en una imagen magnífica. El poeta florentino se lo encuentra en la entrada del purgatorio, y, lleno de respeto por su noble dignidad, lo compara con un león que descansa calmo en su fuerza.1 Es porque Sordel sabía encontrar a veces acentos viriles y belicosos. Nos queda de él un elogio fúnebre del caballero aragonés Blacas. Es la ocasión para nuestro poeta de un canto guerrero y político de una elocuencia relumbrante, de un extremo amargor. Esta citación nos va a iniciar en género nuevo tratado por los trovadores. “Quiero en este rápido canto, de un corazón triste y afligido, compadecer al señor Blacas, y en ello tengo razón: puesto que en él perdí un señor y un buen amigo, y las virtudes más nobles se apagan con él. La pena es tan grande que no tengo sospecha de que él no se recuperará nunca, a menos que se le extraiga el corazón y que se lo haga comer a esos barones que viven sin corazón y entonces tendrán bastante corazón. “Que en primer lugar el emperador de Roma coma de ese corazón; él lo necesita bastante, si quiere conquistar a la fuerza los milaneses que lo tienen conquistado en este momento y que vive desfavorecido a pesar de sus alemanes. “Que después de él coma de ese corazón el rey de los franceses y encontrará la Castilla que perdió por bobería; pero si piensa en su madre, no comerá; puesto que parece, por su conducta, que no hace nada que a ella disguste. “Quiero que el rey inglés coma también bastante de ese corazón y se volverá valiente y bueno, y recuperará la tierra que el rey de Francia le arrebató, porque lo sabe débil y cobarde” 2. Todos los príncipes, todos los señores de Europa tienen así sucesivamente su parte en esta salvaje invención y en esta 1

2

Purgatorio, canto VI. “Ella non ci diceva alcuna cosa: Ma lasciava ne gir, solo guardando A guisa di leon, quando si posa”.

Traducción de la versión en francés de Villemain, Littérature au moyen âge, p. 194.

invectiva sangrienta. La sátira se mezcla aquí continuamente con la inspiración guerrera. Ese es el carácter del poema que

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se llamaba el sirventés 1. Los trovadores raramente celebran la guerra. La vida real ya estaba bastante llena para que la poesía quisiese parar allí. Sin embargo, cuando la ocasión los lleva ahí, saben cantarla como hacerla. Se siente, al tono de sus sirventeses, que los trovadores eran casi todos caballeros. He aquí una oda verdadera compuesta por un poeta que ya conocemos, el belicoso Bertran de Born. Me gusta el alegre tiempo de primavera Que hace nacer hoja y flores, Me gusta oír el júbilo de los pájaros Que hacen resonar su canto por el seto. Y me gusta ver plantados en el prado Tiendas y pabellones Y tengo gran alegría cuando veo alineados Por el campo caballeros y caballos armados. Y me gusta que los exploradores Hagan huir a la gente con su hacienda, Y me gusta cuando veo venir detrás de ellos Gran número de armados en grupo, Y le place a mi corazón Ver sitiados fuertes castillos Y los muros rotos y arruinados, Y ver la hueste en la orilla completamente Circundada de fosos con empalizadas De fuertes y apretadas estacas. Y también me gusta el señor Cuando es el primero en atacar, A caballo, armado, sin miedo, Y que de este modo enardece a los suyos Con gallarda bravura. Y luego, cuando se ha iniciado la refriega, Todos deben estar prestos Para seguirlo de buen grado, Pues ningún hombre es apreciado en nada Hasta que ha dado y ha recibido muchos golpes. 1

“Poemata in quibus servientium, seu militum facta et servitia referuntur”. Du Cange, sobre la palabra Sirventois.

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CAPÍTULO XII Veremos al principio de la lucha Romperse y descomponerse Mazas y espadas, Yelmos de colores y escudos, Y a muchos vasallos hiriendo al mismo tiempo Por lo que los caballos de los muertos y de los heridos Vagarán errabundos. Todo hidalgo, una vez entrado en la refriega, Sólo debe pensar en cercenar cabezas y brazos Pues vale más morir que sobrevivir vencido Y veo caer a grandes y pequeños por los fosos En el herbaje Y veo los muertos con los flancos atravesados Por astillas con los cendales. 1

Causa de la decadencia de la poesía provenzal

Este fragmento, en el original, nos parece digno de Tirteo o de Esquilo. Imágenes, movimiento, inspiración, armonía, nada falta de aquello que constituye la gran poesía. No hubiese hecho falta muchas piezas del mismo mérito para hacer vivir por siempre la lira y la lengua de los trovadores. Infortunadamente son demasiado raras entre sus obras. La musa provenzal se adormeció sobre las flores de su alegre clima; se embriagó con su dulce armonía: se hizo de voluntades fáciles y enervantes, como esos perfumes en medio de los cuales se mece la somnolencia de los orientales. Desdeñó demasiado el varonil y austero pensamiento, esa base sólida de tonta poesía duradera. Los más grandes eventos resonaron en vano en sus orejas: ese despertar del mundo al siglo XII, ese movimiento general del espíritu, esas lejanas y maravillosas expediciones que contemplaron cara a cara dos mundos, dos regiones, todo eso fue poco comprendido por ella: habló de cruzada, pero sin mucha fe y pasión; fue incluso a veces a visitar la 1

N. del T.: Traducción al español tomada de: Ruiz-Domènec, J. E. (1981). El sonido de la batalla en Bertran de Born. Medievalia, (2), 77-109

Palestina, pero allí

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todavía solo soñaba con sus sosos amores y se apresuraba en regresar para suspirar a los pies de las damas de Francia. Uno de esos poetas se embarca un día, corre a la tierra santa, una viva impaciencia lo apremia… ¿sin duda arde en deseos de ir a prosternarse a la gran tumba de Cristo? No es así: este trovador, Geoffroy Rudel, se va, prendado de una extraña pasión por la condesa de Trípoli, a quien nunca ha visto, a ofrecerle su corazón y morir al llegar ante sus hermosos ojos. Tal es, eso nos parece, la verdadera causa de la rápida decadencia de la poesía provenzal: la ausencia de toda inspiración profunda. Fue solo un juego de espíritu encantador, no tomó nada en serio, ni siquiera el amor. Puesto que el mismo amor, pero el amor auténtico, hubiese sufrido para salvarla: testigo la gloria de Petrarca. El entusiasmo religioso, que no habían conocido las gentes de la lengua de oc, se volvió contra ellos. Un fanatismo horrible vino a abalanzarse sobre esta brillante y frágil civilización del Mediodía francés. La guerra civil más mortal, la persecución más implacable desolaron estas risueñas y alegres tierras. Los trovadores, que solo habían vivido a la sombra de los castillos, no encontraron más asilo; su voz extinguió poco a poco, como el dulce gorjeo de las aves a la llegada de un rigoroso invierno. El fanatismo probablemente solo hizo acelerar la obra de la naturaleza. La poesía francesa no debía permanecer en las manos frívolas de estos poetas del Mediodía francés: En una larga infancia ellos la habrían hecho envejecer.

Al norte estaba toda la savia del pensamiento; al norte pertenecían los eruditos, los pacientes estudios y, hasta en las canciones ligeras, este buen sentido menos brillante, pero duradero, que tiene siempre un fin y sabe dirigir a este todo sus esfuerzos.

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CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIII CANTOS LÍRICOS DE LOS TROVEROS Carácter de los cantos líricos al norte del Loira – Imitación de la poesía provenzal; Teobaldo VI; Carlos de Orleans Carácter de los cantos líricos al norte del Loira

Este destino de la canción francesa parecía presagiado por los primeros nombres que nos presenta su historia. ¡Algo extraño! Es en la erudita escuela de París, es en el santo monasterio de Claraval que hay que buscar los más antiguos autores. Los dos más grandes hombres de la sociedad clerical del siglo XII, esos cuya lucha teológica ocupó la primera parte de la edad media, Abelardo y san Bernardo, no habían desdeñado una ocupación menos severa. Tenemos sobre la cuenta de san Bernardo solo un testimonio, todavía aquel de un enemigo. “Hiciste a menudo –le escribe Bérenger, en su defensa de Abelardo– canciones bufonas y versillos galantes” 1. Las composiciones líricas de Abelardo se constatan de una manera más explícita por su propio testimonio y por aquel de la mujer quien era el objeto del mismo. “Cuando nos conocimos con Eloísa, dice, yo gozaba de una reputación brillante, en la flor de la juventud, de una figura tan agradable que no tenía que temer rechazos. Tuve tanta más facilidad para hacerme amar de la joven Eloísa, quien tenía una viva pasión por las letras, pasión rara en las mujeres, y que la volvió famosa. El amor que me hubo abrasado el corazón, si yo inventaba todavía algunos versos, estos no hablaban ya de filosofía, solo respiraban el amor. Muchas de nuestras pequeñas piezas son todavía cantadas y repetidas en muchos países, sobre todo por aquellos que aman la vida que yo tenía entonces”. 1

“Cantiunculas mímicas et urbanos modulos factitasti”. (Opera Abelardi, p. 303).

No tenemos ya ninguno de esos poemas, pero Eloísa se encarga

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de apreciarlos por nosotros. Se puede creer que alguna vez la crítica • literaria jamás habrá hablado con más alma. “Entre todas vuestras cualidades, dos cosas sobre todo me sedujeron, los favores de vuestra poesía y aquellos de vuestro canto. Toda otra mujer habría estado igualmente encantada. Cuando, para relajaros de vuestros trabajos filosóficos, compusisteis en metros o en rimas poesías de amor, todo el mundo las quería cantar a causa de la dulzura extrema de las letras y de la música. Los más insensibles al encanto de la melodía no podían rechazarle su admiración. Como la mayoría de vuestros versos cantaban nuestros amores, mi nombre fue pronto conocido por el vuestro. Todas las plazas públicas, todas las casas privadas retumbaban de mi nombre, las mujeres envidiaban mi felicidad”. Nos parece difícil, luego de estas palabras, dudar que, entre las canciones de Abelardo, algunas al menos no estuvieron en lengua vulgar. Sabemos que en la misma época los juglares cantaban en la lengua popular sus relatos heroicos; y estos cantos de amor, estos cantos rimados, que todo el mundo repetía, de los cuales resonaban las plazas y las calles, que incitaban la envidia de las mujeres, ¡habrían sido versos latinos! En las regiones de la lengua de oïl, la cercanía de los cantares de gesta llevó felicidad a los cantos de amor. No se limitaron a expresar, contaron. Toda una clase de poemas, que se puede designar junto con el Sr. Paulin Paris con el título de romance, fueron los encantadores relatos de aventuras amorosas y caballerescas. 1 Es la epopeya bajada de las altas regiones de la historia, que conserva incluso todavía a veces su grave estrofa de alejandrinos monorrimos. Al leer los siguientes versos se creería que, sin el estribillo, tener ante los ojos varios fragmentos de la canción épica de Loherains o de Roland; Rico fue el torneo bajo la torre antigua: Cada uno por su valor quiere que Idónea sea suya; Y la bella exclama: “¡Socorro! Conde Estienne!” No hay nada delante de él de adversario que tenga: Y fuga y mensajero sin caballo vuelven. ¡Eh Dios! Quien de amor sienta dolor y pena 1

Una excelente elección de los mejores romances de la lengua de oïl fue publicada por el Sr. Paulin Paris, bajo el título de Romancero français, vol. 4, 1833.

Mucho debe tener alegría futura.

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Mucho le hizo bien Estienne quien proeza tiene y fuerza, Para el amor de virgen se esmera y esfuerza; Los escudos arrugan y resquebraja como si fuesen de corteza; Solo ataca barón que al suelo tira. ¡Eh Dios! Quien de amor sienta dolor y pena Mucho debe tener alegría futura.

En el primer rango de los romances, hace falta ubicar los de Audefroy el Bastardo 1, a quien pertenecen las coplas que acabamos de citar. Este poeta tiene casi siempre el talento de hacer de sus canciones un pequeño drama ingenuo, que comienza por una graciosa pintura. Nos muestra una noble damisela, sentada debajo del verde olivo o medio acostada sobre la hierba que verdece, o bien En un vergel, cerca de una fontanela Cuya clara es la onda y blanca arenilla, Sentada la muchacha al rey, su mano en su mejilla: Suspirando, su dulce amigo llama.

Otra vez, Bella Doette, en las ventanas sentada, Lee en un libro; pero al corazón no lo escucha; De su amigo Doon que le recuerda.

La puesta en escena de estas pequeñas novelas es poco variada, pero casi siempre agradable: en la aurora de las literaturas la diversidad no es todavía una necesidad. La intriga es simple y entrañable. Unas veces es una joven muchacha que se quiere obligar a renunciar a su amor y que triunfa sobre la severidad de su padre a fuerza de constancia; otras veces es un caballero que obtiene a su amada como premio de un torneo; otras veces es una amante abandonada quien por sus lágrimas hace volver al caballero infiel; o es una madre que, tocada por el llanto de su hija, le da por esposo a aquel que ella ama. Todo eso es llevado a cabo sin mucha arte ni verosimilitud, pero con un 1

Nació en Arras hacia finales del siglo XII.

encanto

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inexpresable de ingenuidad y pasión. Como en todas las poesías nacientes, el relato es abandonado a los azares de la inspiración. Nada de combinaciones hábiles, nada de proporción, nada de perspectiva. Pasa a menudo que los accesorios se desarrollan con complacencia y el objeto principal se trata superficialmente con rapidez. Se siente con felicidad en estos poemas el primer ensayo de una imaginación inexperimentada, la maravilla ingenua de una joven poesía que se interesa en todo lo que descubre. El conde Quesnes de Béthune tiene en sus canciones un mérito de otro género. La ingenuidad es reemplazada o al menos relevada en él por el espíritu, la finura y a veces la inspiración poética. Quesnes, uno de los ancestros de Sully, era un noble y valiente barón. Clavó el primer estandarte de las cruzadas sobre las murallas de Constantinopla, y cuando murió, en 1224, un cronista contemporáneo le hizo en dos versos una magnífica oración fúnebre: La tierra fue peor este año: Porque el viejo Quesnes estaba muerto.

Quesnes de Béthume cantó la cruzada con la misma inspiración que la cumplió. Fue inspirado por el doble entusiasmo de la religión y la caballería: … Y sepan bien los grandes y los menores, Que allí se debe hacer la caballería, Donde se adquiere el paraíso y el honor, Y el botín y loas y el amor de su miga. Dios está sentado (sentada) en su santa herencia: Ahora bien se verá si esos le socorrerán Que por su sangre él sacó de la esclavitud Cuando murió en la cruz que los turcos tienen. Sepáis que son culpables aquellos que no irán, Si no tienen pobreza o vejez o enfermedad. Y aquellos que sanos, jóvenes y ricos son No pueden permanecer sin infamia.-

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¡Con qué indignación el autor maldice a los egoístas que especulan sobre los beneficios de estas empresas de guerra! Aquí la canción se eleva hasta el tono de nuestras líricas modernas, o más bien hasta la majestad de los profetas: ………………………………………………… Enemigo de Dios seréis. ¿Y qué podrán decir sus enemigos, Allí donde los santos temblarán de duda, Delante de aquel para quien nada es secreto? ¿Ese gran día cuál será vuestro fallo, Si su piedad no cubre su poder? Imitación de la poesía provenzal; Teobaldo IV; Carlos de Orleans

Cualesquiera que fuese el interés, el mérito duradero de las canciones de la lengua de oïl, aquellas de la lengua de oc tenían algo más seductor para los contemporáneos. Un idioma más rico, una armonía más brillante, una abundancia inagotable, una fama incontestable en las cortes más elegantes ante los más nobles señores, todo debía excitar la admiración de los poetas del norte y provocar su imitación. También la imitación tuvo lugar; los cantos armoniosos de Provenza encontraron al norte del Loira un eco debilitado y más sordo. Al regreso que hice de Provenza, Se emocionó mi corazón, un poco, de cantar; Cuando me acercaba a la tierra de Francia, Donde aquella está (donde permanece ella) que no puedo olvidar.

A Teobaldo IV 1 pertenecen estos hermosos versos y fue él sobre todo quien naturalizó en el norte las graciosas composiciones de los trovadores. Nieto de un rey de Navarra,

1

Nació en 1201 y murió en 1253. – Ediciones: L’évêque de la Ravallière, 1742, vol. 2; Roquefort y Fr. Michel, 1829.

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hijo y sucesor de un conde de Champaña, criado en el Mediodía, pasando su vida entre los hombres del norte, se volvió la transición amigable de una poesía a la otra: imitó a los trovadores, pero destacando sus canciones con un toque de nuestros troveros. Como sus maestros, canta los bellos ojos de su dama y las heridas que han hecho a su corazón, se pregunta cuándo los volverá a ver, a esos enemigos que lo han herido tanto. Luego agrega demasiado ingeniosamente que jamás hubo hombre alguno que amara tanto a sus enemigos. Unas veces toma por su parte al amor mismo, lo ansía y se queja de que le haya robado el corazón; otras veces canta para confortarse. Confiesa entonces que Los dulces dolores Y las bromas de mal gusto Que vienen de amores Son engañosos y humillantes.

Se enfurece con su dama con una sutileza digna de las novelas de las que habla Boileau, donde hasta un yo te odio se dice tiernamente: Amor así dio vueltas a mi vida Que amar no la osa y no me puede hacer retraer de ella; Así lo quiere amor, no sabe cómo, Que un poco la odia amorosamente.

Finalmente recurre a los grandes medios de los poetas provenzales: quiere morir, y muy seriamente; ya que limitará el ruiseñor, y perecerá a fuerza de amar y de cantar: Morir me hace falta, enamorado al cantar. Al cantar quiero mi dolor descubrir Cuando perdí lo que más deseaba. ¡Ay! No sé qué pueda llegar a ser; Y mi muerte es de la que espero alegría; Me hará falta a tal dolor languidecer, Cuando no puedo ni ver ni oír El bello objeto al que me confiaba.

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CAPÍTULO XIII

En medio de muchas desazones hay ya en esta poesía un espíritu bello, y por consiguiente, ingenio; a veces también hay verdad, como en la pasión del autor. Ahora es cierto que Teobaldo estuvo enamorado de la reina Blanca, madre de San Luis : esta circunstancia despierta el interés sobre ciertos detalles de sus canciones, al dar alusiones más transparentes: Aquella que yo amo es de tal señorío Que su belleza me hizo a otra dejar; Cuando la veo no sé qué digo, Tan sorprendido estoy que no me atrevo a rogar.

En la estrofa siguiente, Teobaldo nos pinta de una manera divertida la torpeza y la molestia de sus propias confesiones: Es de algunos que me quieren culpar, Cuando no digo de quien soy amigo; Pero nadie todavía no sabrá mi pensar, Nadie que haya nacido, fuera de vos a quien le digo Cobardemente, con pavor, con duda: Pudisteis bien entonces, a mi parecer Mi corazón conocer. ¡Dama, gracias! Dadme la esperanza De alegría tener.

Los versos que siguen no son ya una sosa explicación de las canciones provenzales, en ellos se halla una mezcla amable de ingenio y sensibilidad. Es ahora algo de Chaulieu; Mis cantos están todos llenos de ira y de dolor; Y no sé si canto o si lloro.

Vio a su señorita en sueños y desea prolongar su felicidad. Alguna vez la vi En sueños de puro ocio… Cuando yo lloraba tiernamente. ¡Oh! ¡Quisiera mientras duermo Pasar así mi vida!

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Para un discípulo de los trovadores, Teobaldo estremece muy bruscamente la cadena del lugar común. Condena todas esas descripciones de la primavera tan preciadas por nuestros antiguos poetas: Flor ni hoja no vale nada al cantar,

dice. Se burla con agrado de las exageraciones que había imitado, esas eternas amenazas de morir de amor. Deja parecer a hurtadillas ese cierto buen sentido champañés, que se encuentra en el medio entre la ingenuidad y la malicia. Señora, yo os pregunto, ¿Pensáis no sea pecado Asesinar a vuestro verdadero amante? Verlo; sabedlo bien. Por favor, no me matéis; Puesto que, os lo digo verdaderamente, Aunque el amor sea tormento, Si me amarais mejor vivo, No estaría nada enojado.

El rey de Navarra permaneció, en efecto, vivo y vividor, gordo y rechoncho en realidad; enfermo de amor solamente por metáfora. Es así que se pinta a sí mismo en las tensó, donde con esos nobles pero alegres compadres, Felipe de Nanteuil, Guillaume de Viviers, Baudouin de Reims y otros, trata los problemas de una moral bastante escabrosa. Luego, de repente, aparece Felipe converso. Declama largo y tendido contra la corrupción del mundo. El diablo, dice, ha lanzado cuatro anzuelos: lujuria, envidia, orgullo y deslealtad, y Dios sabe si el pícaro ha tenido una buena pesca. Para nuestro poeta, no quiere ninguna otra dama que la virgen María. De ahora en adelante, es ella a quien él canta: parafrasea cada una de las cinco cartas de su nombre sagrado, y allí encuentra las maravillas de los méritos y la gloria. Finalmente el rey de

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CAPÍTULO XIII

Navarra predica en versos la cruzada; lo hace mejor, parte y vuelve a morir en su Champaña a la edad de 52 años. ¿Es un error del copista en la clasificación de las piezas? No sé; pero algunos versos de amor puestos luego de las canciones devotas harían temer que el buen rey no haya mordido todavía por reincidencia al menos uno de los cuatro anzuelos. Se asombra uno de los progresos que el espíritu francés ha cumplido en este escritor. En él, el buen sentido no es solamente ingenuo, llega a veces hasta la delicadeza del pensamiento; se eleva hasta las ideas generales y las expresa con una justeza sorprendente. Los ejemplos de estas cualidades son raros todavía, lo admito; he aquí uno que vale por algunos más: No digo que nadie ame locamente: Puesto que el más loco hace mejor al apreciar… De amar mucho no puede nadie Salvo el corazón, que da el talento: Quien más amó de fino corazón, lealmente Ese sabe más… y menos se sabe ayudar.

Estos versos, escritos en el siglo XIII, parecían anunciar al futuro el desarrollo rápido de la poesía francesa: al leerlos uno cree tocar ya a Marot, a Régnier. No fue, sin embargo, nada de eso. Una fuerza de resistencia invencible paró todavía dos siglos más este primer impulso. Las desgracias de Francia, la invasión de los ingleses, la incapacidad de los gobiernos, no hacen sino explicar muy bien este tiempo de suspensión en la evolución del pensamiento. No obstante hay que agregar otra causa más íntima y decisiva todavía. El estudio de un amable poeta que termina el período de la edad media nos la va a revelar. Queremos hablar de Carlos de Orleans 1.

1

Nieto de Carlos V y padre de Luis XII; nació en 1391, murió en 1465. Se tienen de él 52 baladas, siete endechas, 131 canciones y 402 rondelas. –Ediciones: Chalvet, en Grenoble, 1803; Guichard, en París, 1842, Vol. 1; Aimé Champollion-Figeae, en París, 1842, Vol. 1. Esta última edición es la mejor.

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Deberíamos primero hacer mención de Froissard, como autor de baladas, de rondeles, de virelayes, si no se había hecho él mismo una mejor parte en la historia literaria, y si no tuviésemos que encontrarlo en el primer puesto entre nuestros cronistas. Por otra parte, no hace falta que el nombre de Froissard nos haga ilusiones, y nos seduzca al punto de volver a darle al poeta el reconocimiento que le debemos al narrador. Froissard es un narrador encantador, incluso en verso; nada más espiritual que el Dit du florin, conversación picante entre el autor y una moneda solitaria, que por casualidad se quedó en su bolsa; nada más divertido que el diálogo entre el caballo que lleva al poeta en sus aventuradas excursiones y el fiel galgo que le sigue; pero las canciones y las poesías líricas de este escritor nos parecen desprovistas de todo mérito: se encuentra o el vacío perfecto o la investigación más fatigante. Nunca está más contento que cuando, con la ayuda de una larga alegoría, titulada El reloj del amor, compara parte por parte el corazón del hombre con un reloj de péndulo. Cada pasión corresponde a una parte de la máquina: el deseo es el grande resorte, la belleza sirve de contrapeso, etc. Froissart no tiene siquiera el sentimiento de la armonía: nada más mal fraseado que sus versos líricos; cree alcanzar la perfección bajo esa razón al crearse dificultades pueriles, como, por ejemplo, aquella de comenzar cada verso por la palabra final del verso precedente. Pero ya son bastantes críticas; reservemos al encantador cronista toda la gloria que le pertenece. Sus defectos, como poeta lírico, son de la mayoría de los de su época. Los vamos a estudiar bajo una forma más agradable, en las elegantes poesías del hijo de Valentina de Milán. Aquí no es el sentimiento de la melodía el que hace el defecto. Nunca nadie fue dotado quizás a un grado más alto del instinto natural del ritmo. La armonía de los poemas de Carlos de Orleans no es solamente de palabras, sino de las proporciones en el desarrollo del pensamiento. Cada una de sus piezas es un todo, un conjunto, de los más frágiles, sin

duda, pero perfectamente regularmente, con

organizado,

que

se

abre

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gracia, alrededor de una idea, de un estribillo, como una planta alrededor de su fibra central. Se puede citar de él, no solamente versos aislados, expresiones alegres, ingeniosas estrofas, como en las canciones de Teobaldo, sino piezas enteras, que forman una encantadora unidad. Por primera vez, la poesía francesa atrae la belleza de la forma y produce al fin una obra de arte. Es que un primer rayo del Renacimiento doraba ya de lejos las eminencias de la corte. La influencia de Italia hacía germinar un gusto prematuro de elegancia y gracia. No exageremos sin embargo el mérito de Carlos de Orleans. Es solo el último y más perfecto intérprete de ese lirismo de la edad media, que en el siglo XIV se moría de delgadez e inanición. Se puede decir de sus obras, con el poeta latino, que el arte sobrepasa por mucho la materia, materiam superabar opus. Hay poca inspiración, todavía menos pensamiento. Toda su poesía no es más que el eco armonioso del Roman de la rosa. Toca la lira como Guillaume de Lorris había tratado la epopeya: uno y otro cantan los mismos héroes; todos dos se ocupan mucho de ‘Desconfort’ (Incomodidad), ‘Bel-Accueil’ (Buen recibimiento), de ‘Dangier’ (Peligro) el desleal, personajes muy poco animados, a pesar de todas sus galantes hazañas; y si Carlos pone más gracia en sus versos, no tiene mucha más pasión. Su corazón es un castillo que asedia el Faux-Dangier (Falso Peligro), Déplaisir (Disgusto) le guerrea, Espérance (Esperanza) lo sostiene. Envía un mensaje a la casa solariega de Joie (Alegría), para recomendarla a Plaisir (Placer). Solo le queda embarcarse en el río de Tendre (Tierno), en compañía de la Sta. de Scudéry. Todo eso es sin embargo menos frío en Carlos de Orleans de lo que uno estaría tentado a creer. En primer lugar, cada pieza es muy-corta: la alegoría no tiene el tiempo de producir todos sus efectos naturales: sonríe sin aburrir; y además, el poeta se encariña él mismo de tan buena fe con su idea, por insuficiente que sea, que su interés tiene algo de simpático. Se siente que él se aficiona a eso que les dice: está enamorado de su pensamiento, tanto al menos como de su dama.

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No nos rehusaremos el placer de transcribir aquí algunas de esas piezas encantadoras, bonitas centellas, que pecan por exceso de elegancia al seno de una época todavía bárbara. CANCIÓN

Restaurad el castillo de mi corazón. De algunos víveres de alegre complacencia; Puesto que Falso-Peligro, con su alianza, Lo ha asediado en la torre de dolor. Si no queréis la sede sin demora Por la tarde levantar, o romper por fuerza, Restaurad el castillo de mi corazón De algunos víveres de alegre complacencia. No permitáis que Peligro sea señor Al conquistar bajo su obediencia Eso que tenéis bajo tu pertenencia. Avanzad y conservad vuestro honor; Restaurad el castillo de mi corazón. BALADA

No hace mucho que iba a hablar Con mi corazón muy en secreto, Y le aconsejaba quitarse Fuera del pensamiento de amor; Pero él me dice, intrépidamente: “No me habléis más, os lo suplico; Amaré siempre, si me ama Dios: Puesto que la más bella he escogido: Así me han contado mis ojos”. Entonces digo: “Os ruego me perdonéis: Puesto que os digo bajo juramento Que consejo os creo dar, En mi poder, muy-lealmente. ¿Queréis sin consuelo En dolor terminar vuestra vida? — ¡No, no, no!, dice, hubiese preferido; Señora me ha hecho el rostro alegre: Así me han contado mis ojos.

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CAPÍTULO XIII — ¿Creéis saber sin dudar, De un solo vistazo solamente, Dígole entonces, todo su pensar? Ojo que ríe a veces miente. — Callad, me dice, en verdad: No creería nada que me digan; Pero le serviría en todo lugar; Porque de todos bienes se enriquece; Así me han contado mis ojos.

Era imposible entablar con más ingenio esta larga disputa de los sentidos y la razón, en la cual Boileau ridiculizó las fastidiosas repeticiones. Se podría extraer sin mucho esfuerzo al menos veinte piezas tan agradables. Sin embargo al leer las obras de Carlos de Orleans, a duras penas uno se sorprende de ver que el asesinato de su padre, la pérdida de la mujer que había amado tanto, su larga cautividad, por último el espectáculo de desgracias de Francia, no habían arrancado a este ni un grito de pasión profunda. ¡Qué! ¡Ni incluso la sangrienta batalla de Azincourt, en la cual fue prisionero, en la que perece la flor de la caballería francesa, ni incluso la reanudación milagrosa del reino por la noble virgen de Vaucouleurs, pudieron interrumpir sus dulces y monótonas protestas de amor! ¡Carlos, príncipe de Francia, tuvo oro para los padres de Juana de Arco; y poeta, él no tuvo un himno por su memoria! Pensamos que no hay que acusar a su corazón, en cambio a su poética. Carlos no consideraba la poesía como la expresión simple e ingenua de las emociones del alma: era para él una diversión de la imaginación, especie de bordado hábil que se hacía con el espíritu. ¿Se puede pensar que la tristeza de su prisión en Pomfret, las penas del distanciamiento, la alegría de la liberación, la felicidad de volver a ver la tierra natal no cantaron en el corazón del príncipe una poesía cien veces más conmovedora que las ingeniosas combinaciones de sus personajes alegóricos? Pero esta poesía era toda para él solo: tuvo miedo de profanar el pudor, al exponerlo a plena luz: no conocía su simple y patético lenguaje: su lira no resonaba sino al unísono

CANTOS LÍRICOS DE LOS TROVEROS

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de su espíritu. ¡Creería uno que en una pieza en la que pretende deplorar la muerte de su dama querida, del único objeto de sus cantos, tiene el triste coraje de decirnos que al haber jugado ajedrez con Falso-Peligro, en presencia de Amor, Fortuna se puso traidoramente de parte de su adversario y tomó repentinamente a su reina: que en consecuencia él estará en mate si no hace una reina nueva, en vista de que no sabe guardarse bien de las torres de Fortuna! Una vez intentó ascender a personajes serios. Compuso un poema titulado: Queja de Francia. Es difícil fracasar más completamente. Luego de la primera estrofa en la que Carlos se expresa como caballero, no habla más que como un frío predicador. Revela las causas de las desgracias de Francia, que encuentra en el orgullo, la gula, la pereza, la envidia y la lujuria. Tranquiliza a su patria al recordarle que Dios le dio la oriflama y la sagrada ampolla, traída por una paloma, que está llena de simpleza, que finalmente posee en más grande cantidad que el resto de Europa reliquias de santos. Le señala, como remedo a sus males, hacer cantos y decir mucha misa. Esta pieza nos lleva a la causa de inferioridad en la que languidecía entonces la poesía, y de su poca aptitud para los temas verdaderamente importantes. Esta causa es la misma que encadenaba en la edad media todo impulso de inteligencia laica. Es la costumbre, el prejuicio que reservaba a la sociedad clerical el dominio exclusivo del pensamiento serio. La feudalidad de la edad media y los príncipes de los siglos XIV y XV pretendían zanjar todas las preguntas por la fuerza de las armas. No sospechaban otro poder que aquel del hierro. La palabra y sobre todo la poesía no eran a sus ojos más que juego brillante, complemento necesario de los festines y los torneos. En cuanto a los asuntos del alma, a aquellos que concernían al dogma, la filosofía, la conciencia, las pasiones profundas, en una palabra, la vida moral entera, eran quitadas al examen del simple fiel y liberadas enteramente al sacerdote. El laico no tenía necesidad de pensar: le bastaba creer. La Iglesia pensaba, discutía, decidía por él. La inteligencia secular, debilitada por ese estado de perpetua minoridad, recaía en un vacío profundo,

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CAPÍTULO XIV

o usaba su actividad en las combinaciones más frívolas. Trenzar las palabras, inventar alegorías, agarrar y pintar sentimientos a flor del alma, tal fue la poesía de los laicos más ingeniosos desde que dejó de estar inspirada por el entusiasmo guerrero. Ella no supo nada de los eternos destinos del hombre, de sus aspiraciones más ardientes, de sus más nobles emociones. No es nunca impunemente que el hombre renuncia a las más santas facultades de su alma. La poesía feudal se hacía culpable de esta funesta abdicación: fue castigada por la impotencia.

CAPÍTULO XIV SOCIEDAD CLERICAL EN LA EDAD MEDIA Superioridad de la sociedad clerical — Abadías normandas — Escuelas de París; universidades — Órdenes religiosas Superioridad de la sociedad clerical

Al par de esta sociedad mundana y feudal, que solo empleaba su joven lengua en cantos de guerra y de amor y que parecía creer que la palabra solo es dada al hombre para cautivar sus horas de ocio, existía otra sociedad grave, severa, compuesta de las más altas inteligencias, de los espíritus más activos, los más influyentes de la edad media. Para ella la palabra era el instrumento del poder: era ella quien formulaba los dogmas, es decir la opinión pública, quien predicaba, quien confesaba, quien dirigía las almas, es decir gobernada las naciones. No había adoptado los nuevos idiomas de Europa, demasiado frágiles todavía para sus fuertes pensamientos; arraigada en el pasado, hablaba la lengua: guardaba el idioma imperecedero de Roma, como una garantía de inmortalidad, o por un vago instinto de dominación. Conservaba piadosamente la santa tradición de las letras antiguas, depósito fatal que debía un día explotar en sus manos.

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El poder del clero en la edad media era de los más legítimos. Solo él aportaba algo de unidad en el caos feudal: unidad de fe, de costumbres, y, hasta un cierto punto, de lenguaje. Considerado desde un punto de vista puramente profano, el culto católico fue para Europa eso que los juegos olímpicos habían sido para Grecia: los concilios fueron sus asambleas anfictiónicas. El papado jugó el rol de la hegemonía macedónica: lanzó por una segunda vez a toda Europa contra Asia. A pesar de estas analogías, una importante diferencia estalla entre las dos épocas: la federación católica descansa, en principio por lo menos, sobre una idea completamente espiritual. La Iglesia no es más el imperio de la fuerza: es la asociación libre de las inteligencias. Fiel a su programa, ella hubiese alcanzado al segundo paso el objetivo que perseguimos todavía, el orden por la libertad. Supo por lo menos tender a esto algunas veces: mientras que el mundo laico estaba abandonado a todos esos privilegios de la fuerza, a todas las casualidades del nacimiento, la Iglesia solo admitía el principio de la elección: el obispo era elegido por los sacerdotes, el abad por los monjes, el papa por el colegio de los cardenales. A veces la elección descendía del superior al inferior; pero que ascendiera o descendiera era siempre la elección. La Iglesia cristiana era la sociedad más popular, más accesible a todos los talentos, a todas las nobles ambiciones. Allí estaba sobre todo el principio de su fuerza, la verdadera causa de su indiscutible superioridad. No obstante esta sociedad se había equivocado al aislar demasiado completamente la masa de sus fieles. Los laicos asistían, como simples espectadores, al gobierno de la Iglesia. Los asuntos y las discusiones religiosas eran el dominio privilegiado de los clérigos: incluso desde el punto de vista literario, resultó de este divorcio un gran mal para las dos sociedades: una permaneció más ignorante, la otra más pedantesca. A aquella le faltó la instrucción y el impulso de inteligencia; a esta el sentido práctico y el movimiento de la vida. La separación de las dos sociedades estaba en el siglo XII casi consumada. Sin Gregorio VII y el celibato de los

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sacerdotes, el clero se habría convertido una casta. Esta fue al menos una clase muy distinta, sobre la cual debemos estudiar separadamente la fisionomía, las obras, la influencia. Abadías normandas

Los tiempos carolingios le habían heredado a la edad media un gran número de escuelas episcopales, de las cuales las más célebres eran aquellas de Tours, restaurada por Alcuino, aquella de Reims, que compartía el esplendor de la primer sede episcopal de Francia, aquella de Maus, de Angers, de Lieja. El siglo XI vio nacer o reflorecer un gran número de ellas; al pie de cada catedral se levantó un seminario. Es sobre todo en el norte y centro de Francia donde tienen un desarrollo más rico. El Mediodía, más elegante, más dado al culto de las artes, parece tener ya menos de esta paciencia laboriosa que exige la erudición. Tiene más cortes de amor que escuelas célebres, más trovadores que teólogos. Normandía es el principal foco de la ciencia. Los hijos de los piratas escandinavos, que un siglo antes llevaron a toda la Galia franca la devastación y el pavor, son, en el siglo XI, los propagadores más celosos de la civilización. No saben ya la lengua de sus padres: olvidaron su sangrienta religión y llevan al servicio del cristianismo todo el ardor, toda la energía de un pueblo joven. Guillermo el Conquistador, quien mereció el nombre del Gran Batallador, había multiplicado las escuelas al multiplicar las iglesias y los monasterios. Normandía contaba con orgullo, además de las escuelas de Rouen, con aquellas de Caen, Fontenelle, Lisieux, Fécamp y muchas otras que sería extenso enumerar aquí. A menudo era lejos de las ciudades, en las soledades profundas, en medio de bosques espesos que se abría el asilo de la oración y el estudio. En una península del Sena, rodeada de praderas, sombra y silencio, se elevaba la famosa abadía de Jumièges. La abadía de Bec, más famosa todavía, estaba situada en un valle desierto de Normandía. Hoy se ven los

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restos: a poca distancia de la pequeña ciudad de Brionne, una torre se eleva entre los árboles al bordo de una quebrada: es allí donde vivieron, antes de sus promociones sucesivas a la sede episcopal de Canterbury, el italiano Lanfranc y el piamontés Anselmo, su discípulo; es de allí de donde partió la señal del movimiento intelectual que agitó el siglo XII. Lanfranc es puramente teólogo; es el adversario de Bérenger, cuya duda audaz se anticipó a Luther en sus ataques contra la eucaristía. Anselmo ya es filósofo, pero ortodoxo. Una de sus obras, titulada Monólogo, supone un hombre ignorante que busca la verdad por las solas fuerzas de la razón, ficción audaz para la época, dice el Sr. Cousin, aunque esta no fue una ficción. 1 Esta audacia de examen no era en Anselmo un sentimiento fortuito y fugitivo, una chispa de libertad en medio de las santas tinieblas de la fe. Él mismo nos enseña que el Monólogo no es más que el resumen de su enseñanza. Los monjes de Bec le pidieron redactar lo que les había dicho en las entrevistas familiares. Le impusieron esta condición: que nada fuese establecido por la autoridad de la Escritura; pero que todas las aserciones fueran demostradas por la necesidad de la razón y por la evidencia de la verdad. Así, por primera vez en los tiempos modernos, la teología hablaba el lenguaje de la filosofía. El Monólogo de Anselmo era un antecedente de las Meditaciones de Descartes, con el cual tiene muchas ideas comunes. Otro escrito del mismo santo presenta una relación no menos extraña con aquellas del padre de la filosofía moderna. En él se encuentra el famoso argumento en el que de la sola idea de Dios deriva la demostración de su existencia. El mismo título de esta obra de Anselmo revela ya esta tendencia. Esta titulada: la Fe buscando comprender, Proslogium, seu fides quaerens intellectum. Si Normandía tuvo en la edad media el honor de despertar la vida de la inteligencia, París era ya el más ardiente foco de esta. Es allí que alrededor de los maestros más famosos acudían de toda Europa una multitud de discípulos; es allí que se libraron los grandes torneos de la escolástica; que se elaboraron 1

Histoire de la philosophie au dix-huitième siècle, lección IX.

las

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CAPÍTULO XIV

doctrinas que agitaban la opinión de toda la cristiandad, provocaban los concilios, inquietaban y alegraban por turno al papa sobre su trono apostólico. Escuelas de París; universidades

En París, como en todas partes, fue a la sombra de la iglesia episcopal que nació la enseñanza. Se daba al principio en la casa del obispo o en el claustro de la catedral: pero pronto los canónigos, al encontrar la ciencia más ruidosa, la relegaron a la plaza Notre-Dame, entre el palacio episcopal y el Hôtel-Dieu. Hubo sin embargo una excepción en este fallo de destierro: se mantuvo en el interior del claustro a los jóvenes estudiantes unidos al servicio de la iglesia; se les añadió a los hijos de ilustre linaje, los cuales sin duda no hacían ningún ruido. Encontramos entre otros privilegiados los dos hijos de Luis el Gordo, de los cuales uno fue rey de Francia bajo el nombre de Luis VII y el otro llegó a ser arcediano de la misma iglesia. Las razas reales iban ya a buscar en las escuelas públicas la popularidad no menos que la instrucción. Junto con la escuela episcopal se formaron pronto otros que brillaron. Guillermo de Champeaux, uno de los más célebres doctores del siglo XII, luego de haber enseñado en el claustro, transportó su cátedra al priorato de Saint-Victor. Era una simple capilla levantada por los canónigos regulares, y que, situada fuera de la ciudad, parecía ofrecer a la enseñanza la calma y la soledad. Guillermo se retiró allí, pero la multitud le siguió. La escolástica venía de pasar el Sena y escaló pronto la montaña Santa Genoveva. En vano el canciller de Notre-Dame, que hasta entonces había tenido solo el derecho de conceder la licencia o permiso de enseñar, amenazó la fugitiva de los rayos de la excomunión: esta se obstinó en no abandonar el monte sagrado; los canónigos de Santa Genoveva vinieron en su ayuda: pretendieron, ellos también, tener el derecho de conferir la licencia en la extensión de su señorío. La victoria quedó para la libertad de la enseñanza, libertad del siglo XII, por supuesto, con la voluntad de un canciller por garantía, y la hoguera por restricción.

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El barrio latino se pobló en seguida de una multitud de escolares y maestros. Esto no era todavía la Universidad, eran los elementos de la misma, que tendían poco a poco a la organización. Pedro Abelardo, de quien hablaremos luego, estableció su escuela sobre la cima de la montaña. No lejos de él enseñaba el docto Joscelin; también se veía, se escuchaba de lejos la escuela de Alberico de Reims, hombre con mucha labia, profesor brillante cuando había preparado su lección, pero fácil de desconcertar al momento de una objeción imprevista. Por último Robert de Melun, profesor emérito, que hizo el viaje de Boloña para aprender derecho, olvidó en Italia, dice un contemporáneo, lo que había enseñado en Francia, y volvió a la montaña Santa Genoveva a enseñar lo que había olvidado. Este inconveniente no impidió que él obtuviera una gran reputación, añaden los benedictinos de la Histoire littéraire. Hacia finales del siglo XII, los profesores llegaron a ser todavía más numerosos; los documentos del tiempo nos muestran hasta doce enseñando a la vez, y la lista sin duda está lejos de ser completa. Es a comienzos del siglo XIII que la Universidad de París aparece de una manera segura, como un cuerpo definitivamente constituido. Todo anuncia una compañía naciente: institución de oficios, privilegios de nueva concesión, reglamentos que suponen usos no escritos. Se siente que es un edificio nuevo construido sobre cimientos antiguos. Este cuerpo llegó a ser pronto formidable por el número de sus secuaces, la influencia de sus doctrinas y las distinciones que esperaban o sobre todo exigían sus laureados. Entre los discípulos del mismo Abelardo, se cuenta uno que llegó a ser papa, veinte que fueron cardenales, y más de cincuenta, obispos o arzobispos. Es a título de profesores que Guillermo de Champeaux y Joscelin fueron llamados a un concilio. Alejandro III encargaba a su legado en Francia de señalarle todos los temas que por su ciencia podían llegar a ser los ornamentos de la Iglesia romana, y ese legado lo nombraba tres profesores de las escuelas de París. Inocencio III, Roberto de Courson, su legado, Stephen Langton, cardenal y arzobispo de Canterbury, eran alumnos de la Universidad. Finalmente este es un hecho que prueba mejor con todos los nombres propios la alta estima que se le daba a este título. El rey .

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Juan sin Tierra, contra la voluntad de la cual Stephen había sido nombrado arzobispo, rechazaba al nuevo elegido, alegando por razón que no le conocía. El papa pretendía refutar con suficiencia su pretexto, sosteniendo que un hombre que nació como su súbdito y doctor de la Universidad de París no podía serle desconocido. Atraídos por el brillo y sobre todo por los beneficios de la ciencia, una multitud de estudiantes acudían de todas las provincias y de todos los reinos. Entre los ilustres extranjeros que se hicieron discípulos de las escuelas de París nos limitaremos a nombrar a Juan de Salisbury, la mente más cultivada del siglo XIII, que nos dejó una imagen interesante de toda esta sociedad erudita y pendenciera 1; el monje Roger Bacon, cuyo genio profetizó los más maravillosos descubrimientos de nuestra industria moderna, y Brunetto Latini, el maestro del gran poeta Dante, Brunetto quien hizo a la lengua francesa del siglo XIII la insignia honor de preferirla al idioma de su ilustre discípulo, y de servirse de ella para componer su Trésor de sapience, porque, nos dice, la parleure en est la plus délitable. Quizás el mismo Dante, que en su tormentosa carrera fue dos veces a visitar Francia, fue a sentarse entre los escolares de la calle de Fouare, para escuchar al profesor Sigier, de quien conocía tan bien las peligrosas audacias. 2 Reunida así de todas las tierras de Europa, la nación latina tenía sus costumbres, su carácter, su fisionomía. La Universidad poblaba todo un barrio de París, el tercio de la ciudad. Cada año, en el mes de junio, mientras se volvía a la bendición de la feria del Lendit, la cabeza de la procesión estaba ya en San Denis, mientras que el rector, quien cerraba la marcha, no había atravesado aún el umbral de Saint-Julien le Pauvre; y cuando votaba esta república en el sufragio universal, se podía obtener 1 2

Johannis Saresberiensis Metalogicus. — Ejusdem epistola LXII. Paradiso, canto X. Essa è la luce eterna di Sigieri, Che leggendo, nel vico degli Strami, Sillogizzò invidiosi veri.

en favor de una pregunta hasta diez mil votos. Sus escolares,

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pobres y revoltosos en su mayoría, iban a veces de día a mendigar el pan que comían luego en la paja que les servía de asiento. Llenos del privilegio por el cual Felipe II de Francia les había sustraído de la jurisdicción civil, en la noche se les escuchaba a menudo recorrer los cruces de París, combatiendo a los burgueses, llevándose sus mujeres; luego, si algún preboste se permitía castigar a los más batalladores, la Universidad suspendía sus cursos y el preboste se retractaba. Un contemporáneo, Jean d’Antville, nos hace en su poema titulado Archithrenius o la Gran lamentación, un retrato impresionante del escolar en el siglo XIII: Sobre su frente se eriza una amplia cabellera Cuyo peine por mucho tiempo ha descuidado la cultura; Nunca un dedo coqueto, una mano atenta A los cabellos extraviados les mostró su camino. Un cuidado más importante aguijonea a su maestro: Hay que expulsar el hambre siempre pronta a renacer. El tiempo de su manto se suspende, de un dedo burlón, El flequillo que olvidó la aguja del sastre.

La cocina del escolar no vale más que su baño Cerca del tizón murmura una pequeña vasija Donde nadan arvejas secas, una cebolla solitaria, Habas, un puerro, escasa esperanza de cena: Aquí cocer los manjares, es aliñarlos: Y cuando el espíritu se embriaga en las fuentes de Hipocrene, La boca no conoce más que las aguas del Sena.

Luego que el escolar disminuyó su hambre, va a consumirse sobre una de las camas más duras, que no es mucho más alta que el suelo; es allí que yace a menudo sin sueño el incansable atleta de la lógica, el heredero de Aristóteles. La luz avara de una lámpara le reseca los ojos, mientras que

La oreja sobre su mano, el codo sobre su libro, A esas muertes inmortales todo entero se libra. Si algún nudo tenaz detiene su espíritu, Él lucha con esfuerzo; inclinado sobre este escrito,

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CAPÍTULO XIV De un fuego sombrío y ardiendo su ojo hueco se ilumina, Su mentón inclinado pesa sobre su pecho 1.

Se encuentra en los versos originales de Jean d’Antville algo de este entusiasmo febril, de este paciente furor del cual tenía sin duda a la vista más de un ejemplo. Muchos estudiantes envejecían, no sobre los bancos, sino sobre la paja de la escuela. Juan de Salisbury nos habla de algunos de sus condiscípulos que luego de doce años de ausencia se encontraba a su regreso donde los había dejado a su partida, siempre alumnos de la dialéctica, siempre lanzando contra sus adversarios el arma bien conocida del silogismo y combatiendo contra todo lo que viniera por el honor de la lógica. Órdenes religiosas

Las órdenes religiosas fueron siempre los rivales, a menudo los enemigos y sin embargo los auxiliares de las universidades en la obra de la civilización. Los antiguos monasterios habían sufrido una saludable reforma. Robert de Molêmes había introducido una regla 1

Esta es la versión original de algunos de los versos de Jean d'Antville. Neglecto pectinis usu Caesaries surgit, digito non tersa colenti. Non coluisse comam studio delectat arantis Pectinis, errantique viam monstrasse capillo. ....Major depellere pugna Sollicitudo famen : longo defringitur aevo Qua latitat vestis : aetatis fimbria longe Est, non artificis. …………………………………………………… Admoto immurmurat igni Urceolus, quo pisa natant, quo coepe vagatur, Quo faba, quo porrus, capiti tormenta minantur. Hic coxisse dapes est condidisse… Quae Thetyn ore bibit, animo bibit ebria Phoebum. …………………………………………………… Et libro et cubito dextraeque innixus et auri. Quid nova, quid veterum peperit cautela revolvit. ....Si quid nodosius obstat Ingeniumque tenet, pugnut conanime toto Pectoris exertus, pronisque ignescit ocellis Immergitque caput gremio.

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severa en Citeaux; san Norberto había disciplinado y regulado a los canónigos. Cluny había tenido también su reforma: san Bernardo había fundado Claraval. El siglo XII estableció un montón de nuevos monasterios: los canónigos regulares, los Cartujos, los Cistercienses, los Premonstratenses cubrieron Europa con sus numerosos enjambres. El siglo XIII vio nacer una milicia monacal de un carácter muy diferente. Al corriente por ruidos vagos sobre peligros que amenazaban la ortodoxia católica, Roma, con esta sagacidad profunda que la caracteriza, cambió la forma y el empleo del monacato. No se contentó más con monjes de claustro y sedentarios que tenían de alguna manera guarnición en Europa; puso en marcha allí, como un ejército de invasión, dos órdenes nuevas de una clase marcial. Milicia intrépida y dócil, los dominicos y los franciscanos se adelantaban listos para todo, armados a la ligera, con sus alforjas y sus hábitos sin reservas, sin provisiones, viviendo como las aves del cielo: hay que excomulgarlos para hacerles aceptar la propiedad de sus alimentos. Es verdad que rinden por otra parte tributo a la humanidad: se dejan ir sin escrúpulo al espíritu de cuerpo, ese egoísmo colectivo. La Universidad de París vio con pavor adelantarse en orden estos nuevos doctores que reclamaban el derecho de invadirla; los rechazó por mucho tiempo; pero finalmente, de guerra hastiada, vencida por la santa obstinación y por los anatemas de la santa sede, les abre a disgusto sus puertas y les concedió sus grados y honores. Sin embargo los antiguos monasterios trabajaban en la educación de Europa de una manera menos ruidosa, pero no menos eficaz. Los Cistercienses no poseían escuelas públicas, pero tenían la cátedra cristiana y la llenaban con una escrupulosa ortodoxia. Uno de sus religiosos venía a dejar escapar un error, tan pronto como los jefes de la orden le prohibían la predicación; le quitaban sus libros, sus repisas, su papel; le prohibían para siempre escribir. En el interior del claustro, se entregaban con celo a la transcripción de libros. Esta es también la ocupación especial de la cual los Cartujos entremezclaban sus largas austeridades. Los canónigos Premonstratenses ponían su gloria en formar ricas bibliotecas. Émon, uno de sus abades, copió, con la ayuda de su hermano, todos los autores de teología, escolástica y derecho que

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CAPÍTULO XV

pudieron encontrar en el curso de sus estudios. Era una vergüenza para un convento no tener biblioteca. Esta opinión era formulada en una especie de proverbio, donde una consonancia ingeniosa hacía resurgir la analogía de las ideas: “Monasterio sin libros, lugar de guerra sin víveres, se decía. Claustrum sine armario, quasi castrum sine armamentario”. Nos queda penetrar en el recinto de las escuelas, en el interior de los monasterios; para examinar la instrucción que allí se daba, las obras literarias que sobre esto han salido y los hombres distinguidos de quienes estos establecimientos han heredado los nombres para la historia.

CAPÍTULO XV OBRAS DE LA SOCIEDAD CLERICAL Trivio; Cuadrivio; Escolástica — Grandes doctores católicos La imitación de Jesucristo Trivio; Cuadrivio; Escolástica

Los escasos vestigios de la ciencia grecolatina, recogidos después de la época de las invasiones bárbaras, habían sido reunidos en un doble conjunto y formaban un curso de estudio en el que las artes liberales estaban reducidas a siete. Los tres primeros grados de esta escala de la enseñanza eran la gramática, la retórica y la dialéctica, esto es lo que se llamaba el trivio; los cuatro escalones superiores contenían, bajo el nombre de cuadrivio, la aritmética, la música, la geometría y la astronomía. Esta clasificación racional de un saber muy incompleto respondía bastante bien a la división moderna de las letras y las ciencias. La edad media no la había inventado; se la encuentra en Filón, en Tzetzes, que la habían

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probablemente recibido de los pitagóricos. Fue por Casiodoro y Marciano Capella que se introdujo en las escuelas de Occidente. Esta enseñanza basta en adundnacia a los esfuerzos de las escuelas carolingias; la edad media le aportó importantes modificaciones. La ciencia cristiana por excelencia, la teología, debió crearse en las escuelas un gran lugar; la dialéctica, hastiada de mover palabras vanas, se separó de la gramática para unirse a la teología. De esta unión nació una ciencia totalmente nueva, que jugó el más importante papel en la época de la que hablamos, devolvió a la inteligencia humana un objeto serio, le creó una gimnástica poderosa, pero la extravió demasiado a menudo a la persecución de vanos fantasmas: quiero hablar de la escolástica. La escolástica es el primer síntoma del despertar de la razón humana; es el primer atentado que el libre examen hace a la autoridad. No es que la libertad renaciente tuviera ya conciencia de sí misma; los dialécticos de la edad media no atacan, en su mayoría, las creencias religiosas: reclaman solamente el derecho de probarlas. La filosofía se limita al rol modesto de ordenar, de regular las creencias que no ha hecho, esperando el momento en el que podrá buscar ella misma la verdad con sus riesgos y peligros. La escolástica no es entonces más que el empleo de la filosofía como simple forma, al servicio de la fe y bajo la vigilancia de la autoridad religiosa. 1 La teología naciente se había ocupado exclusivamente de recoger, sobre cada pregunta, pasajes de la Escritura y de los Padres. Sus modestos autores se habían limitado a transcribir, a compilar. Beda, Raban no hacen más que extraer las opiniones de los grandes doctores de los seis primeros siglos. A partir del siglo XI, el carácter de los estudios religiosos cambió completamente; en el XIII, se burlaban de los doctores que estudiaban todavía la santa Escritura, y que llamaban por escarnio los teólogos de la 1

Véase Cousin, Histoire de lu philosophie moderne, lección VI.

Biblia. Se sustituía

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CAPÍTULO XV

sus investigaciones por las conclusiones que producía una sutil dialéctica aplicada a los principios generales del catolicismo. La fe daba el punto de partida, la lógica marchaba de consecuencia en consecuencia y llegaba al dogma por fuerza de silogismos. Las innovaciones de este método no pasaron sin oposición. Un partidario de la antigua teología comparaba espiritualmente las asperezas de la escolástica con las espinas del pescado que pican en vez de alimentar. Hay que cuidarse mucho, decía otro, de sembrar el bosque de Aristóteles junto al altar del Señor, por miedo a oscurecer aun los santos misterios de la fe. No amaban tampoco esas ruidosas discusiones que parecían ya amenazantes para la ortodoxia. Las aguas de Siloé corrían en silencio, decían, y no se escuchó ni el ruido del martillo ni aquel de la hacha, cuando Salomón construyó el primer templo de Jerusalén. Hubo incluso un doctor, Hélinand, que se atrevió a blasfemar contra Aristóteles, al punto de ponerlo en la multitud de los monstruos de la naturaleza. Los dialécticos prestaban demasiado el flanco a las críticas y al ridículo, por la ausencia de ideas y el lujo de minucias con el que brillaban sus argumentos. Juan de Salisbury nos cuenta con una maliciosa sencillez la historia de su iniciación en los misterios de la escolástica. Se cree a veces escuchar a Sócrates enfrentándose con el sofista Eutidemo. Juan había seguido la multitud y corrido, como los otros, a las escuelas de los nuevos doctores. “Curioso, dice, por ver la luz que solo ha sido revelada a ellos, me acerco y pregunto con un humilde ruego si querían instruirme y hacerme, si se puede, parecido a ellos mismos. Comienzan por hacerme grandes promesas y me recomiendan en primer lugar guardar silencio absoluto… Cuando una larga familiaridad me concedió su benevolencia, insisto de nuevo, pregunto con fuerza, conjuro con ternura que se me quiera abrir la puerta misteriosa del arte. Finalmente se me oye: comenzamos por la definición. Mi maestro me muestra pocas palabras para definir todo lo que quiero: para eso solo se trata de plantear el género al que pertenece el objeto en cuestión y de allí juntar las diferencias sustanciales, hasta que se llegue a una ecuación perfecta con la cosa definida. Así es como adquirí el talento de definir. Pasamos luego al arte de dividir.

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Aquí se me advirtió que, para hacer buenas divisiones, había que distribuir un género en sus especies, lo que se podía hacer cómodamente en el medio de las diferencias o por la afirmación y la negación. Tened un todo completo, reducidlo a sus partes de las que está compuesto integralmente; repartid el universal en individualidades y potencias virtuales. Si es una palabra lo que queréis dividir, enumerar sus significaciones o sus formas gramaticales. Me enseñan también a dividir el accidente en sujetos, a enumerar todos los individuos que son susceptibles de recibir este accidente, a dividir también el sujeto en accidentes, cuando se trata de asignar la diversidad de las modificaciones que le puedan ocurrir. Me enseñan incluso a dividir el accidente en coaccidentes, cuando, en relación con la variedad de sujetos, se muestra que son excedentes o excedidos…. Orgulloso de todas estas cosas bellas, yo que soy un hombrecito de espíritu poco sutil, dispuesto a creer en la palabra y poco apto para comprender lo que escucho o leo, avanzo con mucha modestia hacia mis maestros, hacia esos grandes hombres que no se dignan a ignorar nada, y les pregunto cuál es el uso de todo eso” 1. Cuando nuestros doctores se dignaron a descender de las alturas de la abstracción al suelo llano de las aplicaciones vulgares, no estaban contentos de la elección de sus preguntas. Para no tomar aquí ejemplos del dominio de las cosas religiosas, examinaban seriamente si un cerdo que se lleva al mercado para venderlo es sostenido por el hombre o por la cuerda que se le ha puesto en el cuello; si aquel que compró la sotana entera ha comprado para la misma la capucha. Como dos negaciones en latín valen una afirmación, se la jugaban en negaciones tan multiplicadas, que había que servirse de arvejas o de habas para constatar el número y decidir si la proposición era negativa o afirmativa.

1

Johannis Saresberiensis, Metalogieus.

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CAPÍTULO XV

Estas imperfecciones, estas puerilidades de la dialéctica son solo la exuberancia del razonamiento que comienza a disfrutar de sí mismo, así como las inteligentes sutilezas de los trovadores solo eran la embriaguez de una joven y lujuriante imaginación. No deberían cerrarnos los ojos ante el verdadero alcance de las altas cuestiones filosóficas que supieron abrirse camino a través de estas disputas. La querella entre los realistas y los nominalistas, que domina todos los otros problemas de la escolástica, encerraba, de manera rudimentaria, el renacimiento de las dos escuelas inmortales del idealismo y el empirismo. Platón y Aristóteles resucitados en el siglo XII. El primero de estos filósofos apenas era conocido de nombre por los hombres que retomaban su doctrina; sin embargo, el espíritu del cristianismo era para ellos una magnífica traducción; la mayoría de los padres de la iglesia son discípulos de Platón. Por otra parte, en el siglo XII, solo se tenía de Aristóteles lo que había traducido y comentado Boecio, es decir, una parte del Organum. Así, los dos ilustres representantes de la filosofía antigua, bastante reconocidos por incitar el amor de las altas especulaciones, no eran lo suficientemente conocidos como para satisfacerlo.

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Se sabía exactamente lo que se necesitaba para querer aprender más acerca de esto. Platón prestaba a la Edad Media su pensamiento; Aristóteles, su método. Era, quizá, alcanzar en el primer paso los límites definitivos de la filosofía y sus más sensatos resultados. Pero no basta con tener la verdad, es necesario saber aún que se la domina. De allí la necesidad de las discusiones, escuelas, sistemas, incluso errores, que son solo verdades parciales destinadas a mezclarse algún día en una opinión más amplia, idéntica a la que precedió a la disputa, pero aclarada por todas las luces de la discusión. Grandes doctores católicos

El reinado de la filosofía escolástica comenzó en el siglo XI, con Roscelino de Compiègne, que levanta con mano audaz el estandarte del empirismo. Para él solo existen los seres individuales, como el hombre o los animales. Las clases que los contienen, los géneros, las especies, como la humanidad, la creación, no tienen ninguna existencia real; estas son palabras, nombres: Roscelino es nominalista. De esta doctrina a la negación del misterio de la Trinidad hay sólo un paso y Roscelino lo franquea; se volvió triteísta y murió como fugitivo, víctima de los anatemas de la Iglesia. El opositor de Roscelino es San Anselmo, del cual ya habíamos hablado. Para él, las ideas, como las llama Platón, o los universales, como los llamaríamos entonces, tienen una existencia independiente de los individuos en los cuales se manifiestan. Admite, por ejemplo, además de los hombres que existen, la humanidad que vive en cada uno de ellos, así como también concibe un tiempo absoluto que las duraciones particulares manifiestan, sin constituirlo; una verdad, una y que subsiste por sí misma, un tipo absoluto del bien, que todos los bienes particulares suponen y reflejan más o menos imperfectamente. Anselmo va más allá; cae en la exageración de un pensamiento superior, es decir, en el error: admite la existencia real de las abstracciones más puras. El color es para él algo, independientemente del cuerpo coloreado.

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Ve realidades por todas partes, es realista. En esta época, nadie se olvida de la teología. Roscelino había lanzado las consecuencias de su doctrina contra el dogma católico; Anselmo protege el dogma de las consecuencias de la suya: escribió contra Roscelino el Tratado de la Trinidad. 1 Para combatir el incipiente nominalismo, dos opositores no eran demasiados. San Anselmo había hablado sobre todo en nombre de la fe; Guillermo de Champeaux alzó su voz en nombre de la ciencia. Era un archidiácono de Notre-Dame, que, como dijimos, enseñaba con muchísimo éxito; primero lo hizo en la escuela del claustro, luego en la Abadía de San Víctor. Toda su doctrina, todo su renombre estaba en su apego al realismo. Lo profesaba desde hace mucho tiempo en medio de una numerosa concurrencia cuando vino a sentarse frente a su silla un joven bretón de figura agradable y dotado de un conjunto de talentos, algo poco común en el siglo XII. Dominaba a fondo el trivium y el quadrivium, hablaba un latín elegante, se dice sabía hebreo y algunas palabras griegas, hacía versos encantadores y los cantaba de maravilla. Pero su principal talento era la dialéctica; nadie podía escapar de las ingeniosas redes de su argumentación: quienquiera que entrara en la liza contra él debía renunciar y admitir su derrota. El pobre Guillermo de Champeaux hizo el triste intento. Se vio obligado a confesar públicamente que se equivocaba; modificó su doctrina de los universales y perdió, con sus opiniones, parte de su fama y sus discípulos. El joven vencedor era Pedro Abelardo 2 . Los triunfos de sus enseñanzas, las desgracias de sus amores, el odio de sus enemigos lo revisten a distancia de una aureola poética. Es su figura pálida y espiritual la que, con la gloriosa cabeza de San Bernardo, se destaca en el fondo tan sombrío y tan monótono de la sociedad clerical del siglo XII. 1. La filosofía casi siempre actúa en el arte. El contragolpe de estas disputas se sintió en las composiciones de los troveros, que se llenaron de abstracciones activas, verdaderas entidades escolásticas. Veáse lo que dijimos anteriormente sobre el Roman de la Rose y las obras de Carlos de Orleans. 2. Nació en la diócesis de Nantes, en 1079; murió en 1142.

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Place verlo estableciendo en la montaña de Santa Genoveva, no su escuela, sino su campo, pues hablaba al aire libre como los sofistas de la antigüedad: ningún edificio habría podido contener la muchedumbre de escolares que acudían a escucharlo, y que se conglomeraban, como un anfiteatro vivo, a un lado de la colina, entre las vides y las flores. Se lo sigue con admiración en las llanuras de la Champagne, cuando va en soledad a construirse una cabaña a partir de follaje, cuando la muchedumbre obstinada lo acompaña a pesar suyo, y cambia bajo sus pasos el desierto por una ciudad. Una tierna piedad se une a sus amores tan lejanos, y cuya expresión es aún muy abrasadora en las cartas de Eloísa. Es un placer encontrarse en el siglo XII, a través de este tintineo de silogismos, el acento natural del corazón; era necesario recordar que, en estos claustros tan fríos, bajo esta ciencia aún más fría, había almas capaces de amar y sufrir. El interés se centra sobre todo en la víctima, la amante, la esposa fiel de Abelardo; esta mujer tan hermosa, tan sabia, tan modesta, tan dedicada, que solo encuentra felicidad y orgullo en lo que ama; que, para no perjudicar la gloria de este hombre, prefiere ser su amante que su mujer; que toma el velo porque él lo ordena, deja de hablar de amor porque él lo defiende, platica sobre las Sagradas Escrituras, el claustro, el hebreo, la lógica, se vuelve pedante para complacerlo, feliz de sufrir sola, ¡de sufrir por él! La posteridad la recompensó por tanto amor; ella salvó la gloria de su esposo del naufragio de la escolástica. Un gran poeta inglés, Pope, revivió sus amores; Juan Jacobo Rousseau se inspiró en su nombre; hoy día un hábil escritor y un filósofo elocuente supieron hacernos interesar por el trabajo de Abelardo; por último, el pueblo de París, tan fiel al culto de todas las glorias, se detiene con respeto y enternecimiento en la tumba que contiene los restos reunidos de los dos ilustres amantes. La solución que Abelardo había dado a la gran cuestión de los universales era una aparente conciliación de las dos doctrinas rivales.

LIT. FR.

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Admitía, con los nominales, que las ideas generales no son entidades, seres reales, que tienen una existencia objetiva fuera de la mente que las concibe; concedía a los realistas que estas mismas ideas no son solo palabras, flatus vocis; quería, como Condillac, como todo el siglo XVIII, que fueran solamente concepciones de nuestra mente, nacidas de la observación y formadas por el análisis: Abelardo fue conceptualista. No forma parte de nuestro plan discutir el mérito de esta doctrina, ver que Abelardo, como más adelante haría Voltaire, portavoz de la sensatez universal y superficial, solo permanecía en la claridad sin descender hasta las profundidades. El lector puede consultar sobre este tema en la admirable exposición a la que dio lugar el Sr. Cousin y que encabeza su publicación de las obras inéditas de Abelardo 1. En el siglo XII, la filosofía y teología se encuentran y chocan sin cesar. Abelardo establece en principio lo que para él solo había sido una tendencia incierta, la aplicación de la dialéctica a los dogmas de la religión. Quería demostrar la fe: esto era asumir que era cuestionable. Era sobre todo reconocer junto con o incluso por encima de esta una autoridad diferente, de la cual debía recibir la investidura. La razón podía entonces decirle con orgullo: Servare potui; perdere an possim rogas? (Ovidio). Estas consecuencias eran probables. No tardarían en fragmentarse; Abelardo, como Roscelino, su maestro, se alejó del dogma católico y pronto sembró la alarma en el severo campo de la ortodoxia. San Bernardo 2 lo comandaba entonces. La iglesia, que tenía a su servicio muchos obispos, cardenales e incluso a dos papas a la vez, obedecía la voz de un simple abad, sin más título que su celo, sin más superioridad 1. Collection de documents inédits sur l'histoire de France, 2e série, Ouvrages inédits d’Abélard. 2. Nació en 1091, en Fontaine, en Borgoña; murió en 1153. Sus obras incluyen más de cuatrocientas cartas, ochenta y seis sermones, un gran número de tratados. Un manuscrito de los Feuillants contiene cuarenta y cuatro sermones de san Bernardo, escritos en lengua Romance. El Roux de Liney imprimió algunos tras su traducción del Libro de los Reyes. Aquí hay que recordar a nuestros lectores el excelente estudio sobre san Bernardo, que forma parte de los Essais d’histoire littéraire de nuestro amigo E. Géruzez. De ahí tomamos prestadas las traducciones que se van a leer.

que su propio genio. TRABAJOS DE LA SOCIEDAD CLERICAL

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Bernardo es el alma de los concilios, el baluarte del dogma, el reformador del clero, el púlpito de las cruzadas. Recorre Francia; las ciudades, los burgos se ponen en movimiento y siguen sus pasos; atraviesa Alemania, cuyo lenguaje ignora: sin embargo, predica, y es tanta la elocuencia en sus miradas, en el sonido de su voz, que los espectadores que no pueden entenderlo caen a sus pies y se golpean el pecho. Como los apóstoles, sobre los que descendió el soplo divino, Bernardo encontró el don de lenguas. Mientras que Abelardo debía su influencia a la maravillosa flexibilidad de su mente, Bernardo sacaba la suya de su convicción profunda, de su dedicación a la iglesia, del entusiasmo de la virtud. Uno fue grande por el culto de su razón, el otro por el sacrificio de sí mismo. Estos dos hombres tuvieron que ser enemigos, como las ideas que representan. Bernardo arremete contra Abelardo en invectivas elocuentes. Exclama: “¿Qué es más insoportable en sus palabras, la blasfemia o la arrogancia? ¿Cuál es más condenable, la temeridad o la impiedad? ¿No sería más justo cerrar con una mordaza semejante boca que refutarla por medio del razonamiento? ¿No provoca que estén en su contra todas las manos, este cuya mano se levanta contra todos? Todos piensan así, dice él; y yo, yo pienso de otro modo. ¡Eh! ¿Así pues, quién eres? ¿Qué aportas que sea mejor? ¿Qué sutil descubrimiento hiciste? ¿Qué revelación secreta nos muestras tú que escapara a los santos, que haya engañado a los ojos de los sabios? Sin duda este hombre nos va a servir una bebida secreta y un alimento que estuvo oculto mucho tiempo. ¡Habla, pues! Cuéntanos qué es esto que se te apareció a ti y que no se apareció antes a nadie más... Aquel que miente habla de sí mismo. Así pues, a ti, solo a ti, lo que procede de ti mismo. Yo, yo escucho a los profetas y a los apóstoles, obedezco el Evangelio. Y si un ángel viniera del cielo para enseñarnos lo contrario, ¡anatema para el mismísimo ángel!”. Está claro que el espíritu de fe inspiró por sí solo este movimiento admirable; también es responsable por sí solo de la rudeza intolerante de cualquiera de estos pensamientos: ya no es el hombre quien habla aquí, es el principio.

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El orador mismo, cuando la fe ya no está en peligro, vuelve a bajar de esta alta elocuencia hasta la expresión más suave de la gracia y del sentimiento. Nadie destinó palabras más tiernas para exaltar el culto a María, este dulce símbolo de pureza y amor; nadie habló con un encanto más inocente del conmovedor misterio de un dios infante. Dijo al hombre: “Abstente de huir; abstente de temblar;1 Dios no viene armado, no te busca para castigarte, sino para liberarte . He aquí al niño y sin voz, y si sus vagidos deben hacer temblar a alguien, no es a ti. Mantiene un bajo perfil y la Virgen, su madre, envuelve en mantas sus delicados miembros, ¡y tú aún tiemblas de miedo!”. Es este el hombre del cual un contemporáneo nos traza un retrato con tanta gracia. “Una cierta pureza angelical y la sencillez de la paloma irradiaba en sus ojos, un ligero matiz daba color a sus mejillas y una rubia cabellera caía sobre su cuello de blancura deslumbrante”. En medio de los solemnes debates donde bullían las más altas preguntas de la filosofía, llegaron a Occidente los conocimientos naturales y médicos, gracias a los árabes. Los escritos de Avicena y de Averroes introdujeron a Occidente la física y la química bajo el nombre de alquimia. Eran, sin duda, ciencias muy defectuosas, pero que ponían en circulación una plétora de materiales para el pensamiento. Aristóteles, conocido hasta entonces por Boecio, finalmente ingresó a Occidente por sí mismo y provocó un entusiasmo tan ardiente y tan extraño, que hubo una seria dedicación para canonizarlo. La teología está muy cerca de abdicar a su imperio exclusivo; se entrega de lleno a la filosofía, este rival poco conocido que, sin embargo, admira. Aristóteles aporta la emancipación de la razón individual: Los teólogos exclaman: “¡Hagámoslo santo!”, algo similar a los romanos de Shakespeare, que en su ciega admiración por Bruto, asesino del dictador, exclaman con exaltación: ¡Hagámoslo césar! 1. «Ne fuir mies: ne dotteir mies. Il ne vient mies à armes: il te requiert ne mies por dampneir, mais por salveir. » (Manuscr. de los Feuillants, texto antiguo, o traducción contemporánea de los Sermones de san Bernardo).

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En esta época apareció Alberto Magno, Alberto de Bolstadt 1 , incansable compilador, que reunía en su cabeza y en sus libros toda la enciclopedia de la ciencia contemporánea. La inmensidad de su conocimiento constituye su principal mérito. Fleury dijo que la única grandeza que veía en él estaba en sus volúmenes. Sin embargo, Alberto sintió el soplo del futuro; un irresistible instinto lo llama a estudiar la naturaleza. Busca en los hornos y en los crisoles secretas ondas de transmutaciones. Un renombre inmenso, pero siniestro, lo rodea. Se dice que, él mismo, cree en el título de mago que le dan sus discípulos. El primer vistazo que da la Edad Media a la naturaleza material está lleno de asombro, pasión y miedo. Roger Bacon 2, que parecía llevar en su nombre un presagio de gloria, anduvo con aún más audacia por este nuevo camino. Víctima de la imperfección de los estudios de su época, se entregó sobre todo a la experiencia. Incitó a sus contemporáneos a que estudiaran las ciencias naturales y se dedicó a la óptica, la astronomía y la física. Incluso tuvo un presentimiento singular acerca de las maravillas de la industria moderna, algo similar a una visión profética. Dice en su libro Sobre los secretos del arte y la naturaleza que “Se puede hacer emanar del bronce un rayo más temible que el que se encuentra en la naturaleza; una tenue cantidad de materia preparada produce una horrible explosión acompañada de una luz refulgente. Se puede potenciar este fenómeno hasta destruir una ciudad y un ejército. El arte puede construir instrumentos de navegación como los más grandes navíos dirigidos por un hombre; recorrerán ríos y mares con más rapidez que si estuvieran llenos de remeros. También se pueden hacer carrozas que, sin la ayuda de ningún animal, andarán a una velocidad inconmensurable”. La autoridad eclesiástica persiguió a Roger Bacon tras la muerte de Clemente IV, su protector. Roger era un monje franciscano; su general hizo que lo encerraran, como a un brujo, en un calabozo, en el que languideció durante muchos años este gran hombre nacido tres siglos antes de tiempo. 1. Nació en Suabia en 1205; murió en 128O. 2. Nació en 1214, en Somersetshire; murió en 1292.

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Mientras que el empirismo crecía de este modo en medio de la persecución, el idealismo de la Edad Media, que debía eclipsarse pronto, lanzaba su más refulgente luz. La institución de las órdenes mendicantes había dado un nuevo impulso a la filosofía escolástica. Menos entregados que los benedictinos a la transcripción de libros, los discípulos de san Francisco y santo Domingo se dedicaron sobre todo a la enseñanza y la predicación. El ángel de la escuela (doctor angelicus) fue santo Tomás de Aquino 1. Serio y laborioso desde su infancia, sus condiscípulos lo llamaban el gran buey de Sicilia. Santo Tomás, dejando las ciencias de la naturaleza a los innovadores, no abandonó las altas regiones de la metafísica y la moral. Propuso una solución2 extensa y satisfactoria al famoso problema de los universales . Comprendiendo la importancia de los filósofos árabes y griegos, alentó vigorosamente la traducción de sus obras. Finalmente, llevando en la moral el espítiru filosófico, concibió y ejecutó en parte el plan de una vasta síntesis de las ciencias morales e incluso políticas, donde se anotaría todo lo que se puede saber de Dios, del hombre y de lo que los vincula. Esta inmensa obra, aunque inacabada, recibió el título de Summa totius theologiae. Este es uno de 3los más grandes monumentos al espíritu humano de la Edad Media . De los cuatro grandes sistemas de filosofía antigua, tres habían tenido sus representantes en la Edad Media. Los debates del idealismo y el empirismo habían contribuido al surgimiento del escepticismo, es decir, la herejía, e incluso algunas veces algo más. TRABAJOS DE LA SOCIEDAD CLERICAL

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1. Nació en Aquino (antiguo Reino de Nápoles), en 1227; murió en 1274. 2. Santo Tomás admite en Dios la existencia de las ideas arquetípicas de la creación; pero el hombre carece de una visión directa de estos arquetipos. Su conocimiento se forma de imágenes de forma de conocimiento percibidas por los sentidos y percepciones abstractas (que se desprenden de la luz de la razón (Ozanam, Dante y la filosofía católica, p. 42). 3. Cousin, Cours de la philosophie, t. I, p. 358.

Simón de Tournai, tras haber probado los misterios de la religión, en una lección anunciada con gran brillantez, se jactó, al día siguiente, de invertir todo lo que acababa de establecer. Guillermo de Conches se declaró abiertamente discípulo de Demócrito y Epicuro. Un único sistema faltaba todavía por aparecer, aquel que surgió de último en Grecia, aquel por el que parecía clamar necesariamente la tendencia de la religión cristiana, me refiero al misticismo. Juan da Fidanza, conocido con el1 nombre de san Buenaventura, fue su representante más ilustre . Amigo de Tomás de Aquino, e italiano como este, accedió el mismo día a los honores del doctorado en la Universidad de París; esta doble recepción fue el sello que marcó la derrota de este ilustre cuerpo en su querella contra los mendicantes. Admitido a la Universidad a pesar de los universitarios, no sorprende que Juan se hubiera apartado del camino trillado. La piedad absorbió en él la filosofía: por encima de la luz interior a la que llamamos razón, y que nos permite conocer las verdades inteligibles, Juan reconoció una luz suprema que viene de la gracia y de las Sagradas Escrituras, y que nos revela las más altas verdades. A esta región de las realidades eternas es adonde el alma debe elevarse para contemplar los primeros principios cuyas influencias se hacen sentir en todos los niveles de la creación. Así, todas las ciencias están llenas de misterio, y es tomando el hilo conductor de la revelación interna y personal como se accede a sus más bajas profundidades. La Imitación de Cristo

El misticismo de la Edad Media no siempre fue ortodoxo. Poniendo atención a la inspiración directa y personal que creía escuchar, debía ser poco dócil a la voz exterior de la autoridad. Joaquín de Fiore, maestro de los místicos, fue condenado por el IV Concilio de Letrán. Juan de Parma, su discípulo, soñó con una nueva fe y escribió una Introducción al evangelio eterno. Del mismo modo, fue víctima de los anatemas de la Iglesia. El misticismo era demasiado vivaz como para perecer en su derrota. 184

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1. Nació en Toscana en 1221; murió en Lyon, en 128O.

La vida en los claustros, las largas horas de meditación y aislamiento, la soledad del corazón, la secreta fermentación de pasiones concentradas y reprimidas en sí mismas debieron ayudar a que se originaran y se nutrieran las ilusiones piadosas, todas las santas embriagueces de la mística. Ahora bien, mientras que la sociedad guerrera y mundana tenía su expresión en las epopeyas caballerescas, la que velaba en los monasterios tuvo la necesidad de expresar también la larga y dramática historia de su lucha y su dolor. Sin duda, un gran número de efusiones soñadoras, similares a las de las improvisaciones líricas, desvanecieron al nacer; otras anotadas en escritos místicos, perecieron entre las sombrías paredes que las habían creado. Sin embargo, quizá de esto nos queda un monumento en la admirable obra de La Imitación de Cristo. Quizá este poema se formó poco a poco, se suspendió de manera continua, se retomó y redactó por último al final mismo de la Edad Media 1. Es hacia finales del siglo XIV que aparece con toda su grandeza melancólica este libro, el más hermoso del cristianismo después del Evangelio. Esto ocurre en el momento en el que la Iglesia oficial parece disolverse2 y perecer, cuando escasea casi en todas partes la enseñanza religiosa , cuando la voz de los sacerdotes parece solo elevarse para maldecir a sus opositores, es entonces que sale del claustro, para deshacerse en3 el mundo doliente y desgraciado el libro de l’Internelle consolation . Su aceptación fue prodigiosa. TRABAJOS DE LA SOCIEDAD CLERICAL

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1. Esta es la opinión de los Sres. J. J. Ampère y Michelet, por lo demás divididos respecto al origen monástico de la Imitación. — Suarez (Conjectura de Imitatione) ya había parecido prevenirlos respecto a esta conjetura. Según él, los tres primeros libros son de Jean de Verceil, de Uberlino de Casal y de Petro Renalutio. Gerson habría añadido el cuarto libro, y Tomás de Kempis, que realmente era el copista de su convento, se convertiría en el editor de esta obra. Gence no parece desfavorable a la hipótesis de una composición o al menos de una inspiración múltiple, cuando, en su sabio y minucioso trabajo, va a reunir todos los pasajes de los autores sagrados o profanos que tienen alguna relación con su amado texto. 2. En 1405 y 1406, durante dos inviernos y dos cuaresmas, no hubo sermones en París. 3. El Sr. O. Leroy descubrió en la biblioteca de Valenciennes, un manuscrito de la Internelle consolation que lleva la fecha de 1462. Piensa que este texto francés es el original de la Imitación: habría sido traducido luego al latín, con algunos cambios y con la adición del cuarto libro, que no se encuentra en el antiguo original. Véase Etudes sur les Mystères, p. 447.

Se encontraron veinte manuscritos en un solo monasterio; la incipiente imprenta se empleó principalmente para reproducirlo. Hoy día hay más de dos mil ediciones latinas y más de mil ediciones francesas de la Imitación. El entusiasmo con que se recibió este libro no era un signo favorable para la sociedad clerical; anunciaba el instante fatal en el cual la piedad intentaría elevarse hasta Dios sin pasar por el sacerdote. El alma cristiana ya no quería escuchar la voz discordante de los doctores, sino solo la de Dios. Repite el libro sagrado: “Habla, Señor; vuestro siervo os escucha. Que Moisés no me hable; ni él, ni los profetas. Ellos dan la carta; vos, vos dais el espíritu. Hablad vos mismo, oh eterna verdad, a fin de que yo no muera”. El lenguaje de la Imitación, sobre todo en su forma francesa, debía parecer bastante nuevo a quienes habían escuchado las agrias discusiones de los teólogos. La devoción encontraba aquí el lenguaje del amor, y la piedad se expresaba en los términos de la más ardiente pasión: “Mi fiel amigo y esposo, amigo tan dulce y bonachón, que me dará las alas de la verdadera libertad, que pueda encontrar en vos sosiego y consuelo... Oh Jesús, luz de gloria eterna, único apoyo del alma peregrina, para vos es mi deseo sin voz, y mi silencio habla... ¡Ay! ¡Te detenéis para venir! ¡Venid, pues, consolad a vuestro pobre! ¡Venid, venid, ninguna hora es dichosa sin vos!”. Esta obra maestra de la unción y la gracia es una creación anónima. Su patria no es más conocida que su autor. La época de composición también es incierta. Es el libro de todos los lugares y de todos los tiempos; es el libro cristiano por excelencia. Los franceses, los alemanes y los italianos lo reclaman: es atribuido sucesivamente al siglo XIII y al XV. Es entregado al canciller Gerson, a Tomás de Kempis, a un benedictino con nombre de Gersen; se le hizo remontarse hasta san Bernardo. “Da mihi nesciri!” exclamaba el piadoso escritor. Haz que yo sea ignorado, ¡oh mi Dios! ¡Que vuestro nombre sea alabado y no el mío! Este deseo fue bien cumplido, y a pesar de tantas complejas e ingeniosas investigaciones 1, el nombre de quien 4. Véase: J. M. Suarez, Conjectura de Imitatione, 1667. —Schmidt, Essai sur Gerson. — Gieseler, Lehrbuch, lib. 11, cap. IV, p. 348. — Gence, de Imitatione, 1826. — Faugère, Éloge de Gerson, prix de l'Académie, 1838. — Gregory, Mémoires sur le véritable auteur de l'Imitation, 1827. — Dannou, Journal des savants, diciembre de 1826 y noviembre de 1827. —O.Leroy, Études sur les

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escribió la Imitación parece permanecer desconocido para siempre. Similar al gran poema católico de Dante, que asciende de región en región hasta llegar al cielo, la obra lírica del claustro se divide en cuatro libros. Cuatro grados para llegar a la perfección cristiana, a la unión íntima con el bienamado. “En el primer libro, el alma se separa del mundo; se fortalece en la soledad en el segundo libro. En el tercero, ya no está sola; está junto a ella un compañero, un amigo, un maestro, y el más dulce de todos. Se libra una lucha con gracia, una amable y pacífica guerra entre la extrema debilidad y la fuerza infinita, que no es más que la bondad. Se siguen con emoción todas las alternativas de esta bella gimnástica religiosa; el alma cae, se levanta; vuelve a caer, llora. Él la consuela; dice: Estoy ahí para ayudarte siempre... ¡Ánimo! No todo está perdido; eres humano y no Dios; eres carne y no un ángel. ¡Cómo podrías permanecer siempre en la virtud misma! — Esta inteligencia compasiva de nuestras debilidades y de nuestras caídas indica bastante que este gran libro fue finalizado cuando el cristianismo había vivido por mucho tiempo, cuando había adquirido la experiencia, la indulgencia infinita. Se siente por todas partes una poderosa madurez, un dulce y rico sabor de otoño; ya no están las asperezas de la joven pasión. Se requiere, para entrar en este punto, haber amado muchas veces, desamado, luego amado otra vez... La pasión que se encuentra en este libro es grande como el objeto que busca, grande como el mundo que deja... No siento aquí solamente la muerte voluntaria de un alma santa, sino una inmensa viudedad y la muerte de un mundo anterior. Este vacío que Dios acaba de llenar es el lugar del mundo social que zozobró por completo, con toda su LA HISTORIA EN LOS CLAUSTROS 187

mystères et sur divers manuscrits de Gerson. — Michelet, Histoire de France, t. V. M. Taschereau, director de catálogo de la Biblioteca Imperial, catalogó 728 ediciones diferentes de la Imitación de Cristo y sus diversas traducciones.

carga, Iglesia y patria 1”. CAPÍTULO XVI LA HISTORIA EN LOS CLAUSTROS Crónicas monacales — Grandes crónicas de Francia Crónicas monacales Como ya lo vimos, dos sociedades convivían en la Edad Media, el mundo feudal y el claustro, distintas pero independientes. “Tanto desbancan los hombres a los brutos, tanto sobrepasan los letrados a los laicos”, decía Nicolás de Claraval en el siglo XII. La iglesia triunfó sobre el mundo, el clérigo ayudó al rey a derrotar al barón. Vimos, como signo de la preeminencia del clero, a la misma epopeya caballeresca marcada por el sello del espíritu clerical. Esta preponderancia era justa: la inteligencia debía dominar la fuerza. Pero este poder que crecía en la Iglesia debía escaparse un día: la inteligencia debía liberarse, reaparecer libre y distinta, no feudal, sino laica. La iglesia había subyugado al feudalismo; la burguesía laica debía heredar de la Iglesia. Esta revolución moral que estallaría en el siglo XVI se prepara ante nuestros ojos desde la Edad Media y ya se manifiesta en dos géneros literarios de gran importancia, la historia y el teatro. Mientras que la sociedad mundana y caballeresca cantaba la historia con su imaginación despreocupada y su joven lengua de troveros, la sociedad clerical escribía lo que hacía las veces de cantares de gesta, sus crónicas, primero latinas y luego francesas. Así, nació la prosa 188

CAPÍTULO XVI

1. Michelet, Histoire de France, t. V, p. 9.

enfrente de la poesía. La Edad media es quizá la única época de la historia que ofrece este singular fenómeno de dos sociedades muy diferentes en su desarrollo y, por así decirlo, en su edad, que viven lado a lado sin confundirse: son dos siglos diversos y, sin embargo, contemporáneos. Europa es entonces como uno de esos árboles privilegiados, que parecen reunir dos temporadas sucesivas y dan a la vez frutos maduros y flores. Los frutos históricos del claustro son, en general, poco suculentos. Son áridos anales muy similares, por su carácter e incluso por su origen, a los Anales de los pontífices de la antigua Roma. Los de la Edad Media nacieron de las necesidades del culto católico y de la necesidad de fijar exactamente la época de Pascua. Dionisio el Exiguo en el siglo VI y Beda el Venerable en el VIII habían redactado las tablas pascuales: su ejemplo fue imitado por las principales Iglesias y los monasterios más famosos de Occidente. En estas tablas, cada ciclo de diecinueve años ocupaba una o dos páginas, en las cuales dejaba libres espaciosas márgenes, capaces de incitar a las más perezosas manos a hacer algunas anotaciones: era natural poner después de cada año la indicación de los principales acontecimientos que se llevaban a cabo. Así nacieron estas numerosas crónicas, entre las cuales es necesario ubicar en primer lugar, desde el punto de vista de la antigüedad, las del monasterio de san Amando en Bélgica, redactadas en el siglo VII. Varios otros los siguieron en el norte de Francia, en Alemania, en Sajonia, tras la conversión de esta comarca. Los siglos subsecuentes vieron nacer un gran número de estas en la Francia meridional y en Italia. Para un lector acostumbrado al movimiento y al aspecto dramático de nuestras historias, esta es una lectura que deja en el alma una singular impresión de anales fríos, impasibles, casi silenciosos, que, por así decirlo, despegan sus labios sibilinos para pronunciar en pocas palabras, a cada año que cae, su sentencia irrevocable. Los años que no tuvieron nada notable, a juicio del analista, pasan sin ninguna nota, como por ejemplo el año 732, que no produjo nada... excepto la batalla de Poitiers, donde Carlos Martel detuvo la gran invasión del islamismo. El analista no juzgó este hecho como digno de ocupar una línea de su crónica. Los acontecimientos más oscuros de un claustro tienen en sus listas cronológicas tanto espacio como las más grandes revoluciones de la historia. Junto a una fecha, encontramos estas palabras: “Martin murió”. Este Martin era un monje desconocido de la Abadía de Corvey. Unos años después, otro analista nos dice de igual LA HISTORIA EN LOS CLAUSTROS 189

manera: “Carlos, regente del palacio, murió”. Se trata de Carlos Martel. Todos los hombres se vuelven iguales ante la aridez lacónica de estos primeros cronistas. Los anales monásticos se desarrollan un poco con Carlomagno: Einhard, que redactó la biografía de este príncipe, también nos dejó una crónica más detallada que las anteriores. Sin embargo, varios monasterios permanecían fieles a su antigua aridez. Las crónicas de Fleury y de Limoges, las de Hépidan, monje de San Galo, redactadas en el siglo XI, se parecían por completo a los anales del XVI. Parece que la costumbre de tener anales en los conventos se convirtió en cierto modo en una institución. Dice un cronista: “Se ordenó en la mayoría de países, así escuché que lo informaron, que hubo en cada monasterio de fundación real un religioso encargado de escribir, siguiendo el orden cronológico, todo lo que ocurría en cada dominio al alcance del reino o por lo menos en su monasterio. Cada una de estas obras era presentada en el primer capítulo general que se celebraba tras la muerte del rey y se elegía a los más hábiles de entre los asistentes para hacer el examen y componer una especie de crónica o de cuerpo histórico que se depositaba1 en los archivos del monasterio, donde tenía una perfecta autenticidad ”. Vemos aquí que las crónicas de monjes sufren, al igual que las canciones de los troveros, una transformación, una refundición, una diortosa. Roricon, analista del siglo XII, reproduce los hechos y leyendas de las Gesta regum Francorum. Aimoin, en su epístola dedicatoria, declara que redactó en un libro “las gestas de la nación franca y de sus reyes, dispersas en diferentes libros, escritas en un estilo grosero” y que decidió volver a darles vida en una mejor latinidad. De hecho, reprodujo y resumió los siete primeros libros de Gregorio de Tours, la crónica de Fredegario, las gestas de los reyes de Francia, etc. Los anales una vez redactados, se transmitían de un monasterio a otro. Tenemos varios de diferentes abadías, en los cuales los mismos hechos se reproducen por completo en los mismos términos. Los copistas tomaban aquí el rol de rapsodas. Así, de un extremo de la Europa católica al otro, circulan de convento en convento innombrables anales, que se copian, se resumen, se complementan, se rectifican: forman en el gran concierto de la historia un bajo largo y severo, 190

CAPÍTULO XVI

1 Continuation de la Chronique d’Écosse, por J. Fordun, publicada por Hearne, p. 1348.

por encima del cual se alzan en mil bandadas brillantes y caprichosas los cantares de gesta populares. La epopeya del mundo y la del claustro a menudo se apoyan la una a la otra. El trovero, sobre todo después del siglo XII, cuando la inspiración poética comienza a tambalear, a menudo invoca la autoridad de las historias latinas que protesta haber leído: más de una vez también, el cronista se acuerda demasiado de su prosa latina de largas coplas monorrimas de malabaristas, testimonia ciertos pasajes de la crónica del falso Turpin. Para nosotros estas dos obras se complementan mutuamente. Una nos da los hechos y la cronología, la otra reproduce las costumbres y la vida del siglo en el cual fue escrita. Ambas contribuyen igualmente a la pintura; una traza el dibujo, la otra pone el color. Grandes crónicas de Francia

De todos los monasterios de Francia, ninguno merece algo mejor de la historia que la famosa abadía de Saint-Denis. No se limitó a redactar anales; formó una vasta enciclopedia de las mejores crónicas que se habían compuesto y enriqueció este tesoro con todas las obras nuevas que el tiempo le aportaba. Era un noble pensamiento hacer revivir en sus archivos a estos reyes cuyos cuerpos recibía en sus criptas.1 Probablemente es a Suger a quien se debe honrar por esta institución . Él mismo escribió la historia de Luis el Gordo, en la cual había tomado parte, y quizá una porción de aquella de Luis VII. Estas dos biografías continuaron las crónicas de Aimoin, de Eginhard, del falso Turpin, del anónimo astrónomo de Luis el Piadoso. Las precedieron historias de Rigord, de Guillermo el Bretón, de las gestas de Luis VIII, de las cuales el mismo Guillermo fue acaso el autor, de las vidas de san Luis y de Felipe el Audaz, por Guillermo de Nangis, con la crónica del mismo autor hasta el año de 1301, y su primer continuación, que se termina hacia el año de 1340. LA HISTORIA EN LOS CLAUSTROS 191

1 Véanse las pruebas reunidas por de La Curne, Mémoires de l'Academie des inscriptions t. XXIII, p. 638, in. 12.

Luego venían probablemente las crónicas, latinas como las anteriores, de un anónimo que se conoce ordinariamente con el nombre de monje de Saint-Denis, y que nos conduce hasta la muerte de Carlos VI. Allí terminan los textos latinos que guardaban los archivos de1 la abadía. La lengua francesa se apodera definitivamente de la historia . Ya por un largo tiempo algunas traducciones habían permitido conocer a los laicos las Crónicas de Francia. La primera llevada a la lengua vulgar fue la más fabulosa de todas, aquella que se atribuía al arzobispo Turpin. No tenía nada de sorprendente: la crónica de Turpin era en muchas de sus partes un cantar de gesta mancillado en latín por un monje; volvía muy naturalmente a la lengua popular. Luego el ministril anónimo de uno de los hermanos de san Luis, de Alfonso, conde de Poitiers, dio en francés la traducción de un extracto de las Crónicas de Francia. Pero su original no era exactamente el mismo que contenía la colección de Saint-Denis. Era una compilación latina cuyo autor “habíase ido por diversos lugares donde sabía que los hombres sabios habían escrito. Había, pues, recogido de aquí y de allá como se recogen flores de varias praderas en un monte”. Había compulsado específicamente los depósitos históricos “de Saint-Rémy, Saint Louis, Saint-Vindecel y la vida de san Lambers, etc.”, teniendo gran esmero de no poner nada suyo, “antes es todo de los antiguos, y de entre ellos dice este que fabla, y su voz es inclusive su lengua”. Así, el compilador latino que traducía a nuestro ministril no habla de la abadía de Saint-Denis; pero los originales que hilvanaba juntos eran conservados muy probablemente en la vasta colección del monasterio: pues no era “facedor ni trovero de este libro; mas solo compilador: y era tan sólo contador de palabras que los ancianos y los sabios habíanle dicho”. En los primeros años del reinado de Felipe el Hermoso, apareció una segunda publicación francesa de las Crónicas de Francia, el doble de amplia que la del ministril. Esta ya no hace ninguna mención especial del tesoro histórico de Saint-Denis. 192

CAPÍTULO XVI

1 Véase el examen y la apreciación de diversas crónicas reunidas por los monjes de Saint-Denis, en Mémoire sur les principaux monuments de l'histoire de France, por de la Curne, Academie des inscriptions, t. XXIII, p. 539, in-12; y en los notables prefacios en los cuales el Sr. P. Paris enriqueció su edición de las Grandes crónicas.

Finalmente, los monjes de esta abadía dieron acceso a los traductores a sus ricos archivos. Estos mismos tradujeron las obras redactadas previamente en latín y pronto apareció una tercera edición de las crónicas que incluye los fastos de nuestra historia desde los más remotos orígenes hasta el reinado de Felipe el Hermoso. Este último monumento es el único que tomó y que debió tomar desde su origen el título de Crónicas de Francia, según se conservan en Saint-Denis 1. Así pues, el nombre de crónicas de Saint-Denis designa dos cosas que es importante no confundir. Los libros que los antiguos autores llamaban con este nombre, lo que incluía los textos originales y latinos. Hoy día otorgamos este título a la versión de los mismos textos elegidos, combinados, clasificados cronológicamente y entremezclados según el gusto del traductor. Las crónicas latinas de Saint-Denis eran una colección; las crónicas francesas son una obra, una rapsodia, con un preámbulo, adiciones, omisiones y combinaciones de elementos diversos. La historia comienza a presentir y a realizar las leyes de una obra de arte. Es por lo demás un nuevo encanto escuchar la fabla franca salir de estas viejas tradiciones. Parece que era el complemento indispensable de su despreocupado pensamiento. El traductor es más original que el escritor mismo: así es que Amyot complementó a Plutarco. Las grandes crónicas se detienen en Luis XI. Bajo el reinado de un tirano la historia oficial debía callar o mentir. La crónica de Saint-Denis cesó. Pero ya el espíritu literario emancipado no tenía más necesidad de engrandecer la sombra tutelar del claustro. Se acercaba la época del Renacimiento. Francia, después de tantos despreocupados cronistas, iba a tener un historiador. La sociedad secular ya había engendrado a Villehardouin, Joinville y Froissart, debía dar a luz a Philippe de Commines.

LA HISTORIA FUERA DE LOS CLAUSTROS 1. El Sr. Paulin Paris, prefacio de Grandes crónicas, p. 23.

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CAPÍTULO XVII LA HISTORIA FUERA DE LOS CLAUSTROS Villehardouin — Joinville — Froissart — Commines — Christine de Pisan Villehardouin

Era natural que, frente al ejemplo de los clérigos y monjes, algunos miembros de la sociedad feudal se esforzaran por transmitir a la posteridad el recuerdo de los acontecimientos reales. La historia, o al menos la memoria, debía ser una necesidad para una civilización basada en las tradiciones familiares. El blasón fue el primer lenguaje de esta; eran los jeroglíficos de la nobleza ignorante: pintaban la historia para aquellos que no podían leerla ni escribirla. Pero estas fórmulas someras, rápidas, enigmáticas, excelentes para indicar en el primer vistazo el lugar feudal de una familia, no bastaban para hacer conocer en detalle las acciones. Cuando los hombres de armas pudieron escribir o incluso dictar, hubo quien se decidió a contar la historia. El primer monumento de este género que llegó hasta nosotros es el relato de la cuarta cruzada, por Geoffroy de Villehardouin, mariscal de Champagne, nacido hacia mediados del siglo XII. Su obra forma en cierto modo la transición de la epopeya a la historia. La grandeza del sujeto, las costumbres rudas y guerreras de los personajes, el carácter grave y religioso del narrador, la despreocupación en la exposición, todo parece hacer de la Historia de la conquista de Constantinopla la suite de poemas que cantaban de Carlomagno y de Roldán.

LITT. FR. 194

CAPÍTULO XVII

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Los acontecimientos, así como el escritor, se encontraban todavía en

el límite de la poesía. Eran maravillosos como una ficción, heroicos como un cantar de gesta. La imaginación de los troveros no había soñado nada más grande que esta conquista fortuita de un imperio por un puñado de peregrinos, apenas lo bastante numerosos para asediar una de las puertas de su capital 1: y como si la suerte hubiera guardado a los elementos de esta epopeya natural un poético contraste, conducía esta valiente y ruda feudalidad, muy enalbardada de hierro, muy inculta y despreocupada, en el seno de una civilización envejecida y corrompida, en medio del lujo y de 2las perfidias de Bizancio; daba a Nicetas por antítesis a Villehardouin . El gran mérito del historiador francés es que se identifica tan bien con su sujeto que es imposible distinguirlo de él. La narración y el acontecimiento se aúnan: leyendo uno, se ve al otro. Se siguen todos los movimientos del ejército, todas las deliberaciones de los jefes: se comparten, por una viva simpatía, todos los peligros, todas las inquietudes, todas las alegrías de los peregrinos. El escritor solo aparece por breves y vivas cortesías, que reaniman la atención y apasionan el relato: “¡Agora oíd una de las más grandes maravillas e ingentes aventuras que vais a oír jamás! —Agora, podréis oír esta extraña fazaña. —Y sabed que jamás Dios encomendó más grandes peligros a ninguna de las gentes como fizo con las huestes en aqueste día”. Villehardouin hizo más que solo contar los hechos, hace sentir la emoción y nos obliga a compartirla. No se aprende solo lo que él diga, se lo ve con sus ojos, se lo siente con su alma; se asiste a un espectáculo imponente, en el cual se une el placer secreto y continuo de despreocupada admiración, de una alegría casi infantil: se es feliz de hallarse un día capaz de sentir tan jóvenes impresiones. LA HISTORIA FUERA DE LOS CLAUSTROS

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Nos describe la corte de Constantinopla, vemos allí al nuevo 1. "Eh, bien, fue cosa digna de admirarse, que de Constantinopla, que había tres leguas enfrente de su tenencia, sólo pudo á todas las huestes (ejército) asediar por una de las portas". 2. Murió en Tesalia, hacia 1213.

príncipe restablecido por los cruzados, “al emperador Sursac, tan ricamente vestido, que por nada exigía ser el hombre más ricamente vestido, y la emperatriz, su consorte, á su vera, que fuera (era) muy fermosa dama, hermana de el rey de Hungría; otros altos hombres y altas damas habían tanto que no podían su pie tornar, tan ricamente ornados que ya más no podían, y todos aquestos que habían estado el día anterior contra él, estaban ese día muy á su voluntad”. Quiere describir el botín con el que se hicieron los vencedores, pareciera que viéramos todos estos tesoros presentarse delante de nosotros con una maravillosa prodigalidad. “Y tan grande fue el lucro, que nadie deciros sabría el final del oro y de la plata, y de las vajillas, y de las piedras preciosas, y de los jubones, y de los paños de seda, y de los ropajes veros y grises, y armiños, y todos los caros haberes que nunca fueran vistos en tierra. Y bien testimonia Joffroi de Villehardouin el mariscal de Champaigne con su buen juicio por verdad, que después que el siglo fue mustio, no fue tanto ganado en una villa”. La despreocupación y el heroísmo se entremezclan sin cesar en este cuadro con un encanto indescriptible. El valor de las cruzadas tiene demasiado mérito para disimular los sentimientos naturales que este domina, pero no oculta. Cuando se encontraron enfrente de esta prodigiosa Constantinopla, vieron estos altos muros, estos ricos palacios y estas innumerables iglesias que refulgían al sol con sus cúpulas doradas; cuando sus mi radas recorrieron “el anchor y el largor (largo) desta villa, que de todas las demás fuera soberana, sabed que no eran tan audaz aqueste cuyo corazón no se ponía trémulo.... y todos miraban sus armas, que aprisa (en breve) se volvían menester (necesarias)”. Este movimiento secreto de inquietud no les impidió abordar valientemente la orilla enemiga. Era un claro y radiante día: “Y por la mañana fizo buen tiempo tras el Sol naciente. Y el emperador Alexis los esperaba con grandes batallas y grandes mantenciones (preparativos) en la otra parte. Y suenan los cornetines (cornetas, buccinas). Los cruzados no demandan á cada uno que deba ir avante: pero el que avante (adelante) pueda, avante arribe.

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CAPÍTULO XVII

Y los caballeros salieron de los navíos y lánzanse con la mar hasta la cintura, asaz armados, los yelmos atados, las espadas en mano, y los buenos arqueros, y los buenos sargentos, y los buenos ballesteros, cada compañía á el lugar arribó. Y los griegos ficieron finta de prenderlos (detenerlos). Y cuando abajo las lanzas vienen, los griegos la espalda les dan y se van en fugándose y les dejan su orilla. Y sabed que nunca más orgullosamente ningún puerto fue tomado”. De nuevo van decididamente a librar una batalla campal a todas las fuerzas del imperio griego. “Bien parecía cosa peligrosa, que los cruzados sólo seis batallas habían, y los grecos unas buenas sesenta habían, y todas mayores que aquestas de los latinos. Y tanto cabalgaba el emperador Alejo, tanto se acercó, que tirábanse flechas de un ejército á el otro. Y cuando oyó esto el dux de Venecia, dejó las torres de Constantinopla cuyo señorío ya había, y dijo que vivir o morir con los peregrinos quería… Y cuando el emperador Alexis esto vio, comenzó sus gentes á retirar, y retirose á la zaga... Y sabed que no fue tan audaz aqueste que no tuvo un gran gozo. Aquestos de las huestes desarmáronse, los muy fatigados y abatidos y poco comieron y poco bebieron, pues había pocas viandas”. Villehardouin nunca turba su relato con sus reflexiones personales; reproduce los hechos claramente y sin comentarios. No es que sea indiferente, sino que es rápido y está entrenado. Incidentalmente, profiere un juicio corto y grave como una sentencia. Dice por ejemplo: “Muchos mal mantuvieron su promesa y muchos por ello fueron punidos”. O incluso: “Sabed que él pudo mucho mejor facer”. Y más adelante: “Agora, ¡oíd si un día tan horrible traición fuera fecha por nadie!” Su narrativa es solo el evento en sí matizado con un reflejo de su lealtad. A veces ni siquiera siente toda la belleza del espectáculo que nos presenta. Relata una acción heroica, como él la llevó a cabo, simplemente y sin ver en ello nada extraordinario. Cuando los cruzados, disgustados con el emperador al que habían restablecido en su trono, enviaron tres mensajeros para desafiarlo en su palacio, en medio de su corte y de su ejército, el mismo Villehardouin, que había hecho parte de esta embajada, relata con la más grande simpleza las nobles palabras de su colega Quesnes de Béthune. LA HISTORIA FUERA DE LOS CLAUSTROS

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Los cruzados buscarían a partir de este momento hacer todo el daño

posible al emperador, “y ellos se lo facen saber, porque no farían mal ni á este ni á otros, como no los hubieran desafiado; puesto que nunca ficieron traición ni en sus tierras es la costumbre que la fagan”. Dos páginas más adelante, el historiador narra la infame traición del griego Murtzuphe, que, encargado de la guardia del emperador Alejo, lo mata mientras duerme. Este hermoso contraste entre las costumbres de los pueblos no afecta a Villehardouin; los elementos están en su relato como en la naturaleza: sin ninguna reflexión, sin que ningún acercamiento los reúna. Estas oposiciones de colores, estas noble e inocentes bellezas se fragmentan en la historia del Champenois, a sus espaldas y sin premeditación. Es la obra de la naturaleza, el carácter mismo del tema: el narrador los reproduce sin tener consciencia de ello. El estilo de esta historia es grave, conciso. Tiene una cierta rigidez militar que se debe al carácter del hombre y a la infancia de la lengua. Las frases son cortas y claras; los giros, vivos y poco variados: tienen algo del aspecto brusco y anguloso del soldado. El buen mariscal tiene pocas fórmulas a su servicio; su admiración, como su armadura, todavía se dobla con las mismas bisagras. Nos invita siempre a oír una de las más grandes maravillas; a ver el milagro de Nuestro Señor; el rumor (ruido) del combate ó de la asamblea son siempre tan grandes como si la tierra se deshiciera, la flota o la villa que describe son siempre las más fermosas que jamás fueran vistas desde que el mundo fuera instaurado. Como sus cofrades, los otros cantantes heroicos, utiliza las formas de la narración oral: Agora oíd; agora sabed; podréis saber, señores; podréis oír esta extraña proeza. Incluso les pide prestadas frases ya hechas y que estaban en el dominio público de los troveros, transiciones tales que se las ve a cada instante en los cantares de gesta 1. Villehardouin es el historiador, aún poeta, de un mundo aún poético. 198

CAPÍTULO XVII

Ningún monumento sabría dar una idea más justa de la sociedad 1. Aquí hay unos ejemplos. “Agora os dejaremos destos y diremos de los peregrinos... Tanto cabalgaron en sus jornadas que venidos... El emperador dio víveres á grandes y pequeños, etc.”.

feudal, de este valor sin disciplina, de esta anarquía organizada, en la que la comunidad de fe religiosa puede introducir algún vínculo por sí sola. ¡Cuántas dificultades por vencer para reunir en Venecia a los señores confederados! Unos quieren embarcarse en Marsella, otros hablan de los puertos de Flandes, aquellos prefieren la Apulia. Tras la marcha, los mismos obstáculos estaban por superarse para mantener juntos todos estos elementos dispares. Villehardouin nos habla sin cesar de aquellos que quieren “despedazar las huestes”. En Zara la defección se vuelve inminente; en Corfú, los mismos intentos se reproducen, aún más amenazadores: más de la mitad del ejército concibe el proyecto de abandonar la empresa. Es necesario que los jefes vayan a buscar a los disidentes, se prosternen a sus pies, llorando mucho, y los enternezcan para obtener su obediencia. Entonces los barones consultan juntos y resuelven recurrir al gran centro de la unidad católica. Envían cuatro mensajeros al papa y el jefe supremo de la Iglesia deja caer desde lo alto de su trono pontífice un mensaje de orden y unión. Después de la conquista y la elección del emperador, el interés de la narración se divide con los cruzados. El relato de Villehardouin, fiel imagen de los acontecimientos, se esparce al igual que ellos en la superficie del nuevo imperio: ataca de asalto en asalto, multiplica los asedios, los combates, los hechos de armas; persigue aquí y allá a estos aventurados caballeros, convertidos en duques de Atenas o condes de Lacedemonia; y morirá con Bonifacio, marqués de Montferrato y Tesalónica, en una miserable emboscada urdida por los búlgaros. Tal es la obra de Geoffroy de Villehardouin; cual sombra dócil de los acontecimientos, no se aleja de ellos; los sigue paso a paso, sin dominarlos, sin nunca coordinarlos; si esto aún no es una historia moderna, ya es por lo menos mucho más que una crónica monacal.

LA HISTORIA FUERA DE LOS CLAUSTROS

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Joinville

Cuando se pasa de Villehardouin a Joinville 1, se cae en cuenta de que se franqueó cerca de un siglo. La Edad Media dejó su rigidez y austeridad. Adquiere expresión, fisonomía; ya no es solamente el guerrero valiente y sabio, que, en sus narraciones, va siempre va al grano, sin retraso, sin digresión, sin preocupaciones personales; es una conversadora inocente que despliega todos sus recuerdos; que se vuelve a contar ella misma con gusto, no por vanidad, sino por abandono, por confianza, por la necesidad tan francesa de comprometerse con todo lo que vuelve a contar. Joinville inventa este género histórico que nos pertenece y que llamamos Memorias. Hay un encanto muy particular en la mezcla de los grandes hechos de la historia con las impresiones y las aventuras personales del que los reproduce; los detalles particulares nos aproximan los acontecimientos y les dan un matiz y, de cierto modo, un aroma a verdad tomado de nuestras experiencias diarias. ¿Por ejemplo, no se es feliz por encontrar en la vida de san Luis, sujeto de las Memorias de Joinville, la conmovedora confesión de la emoción que experimentó el propio historiador cuando iba con el rey por la Tierra Santa? Había preludiado el gran peregrinaje de ultramar con piadosas visitas a las iglesias vecinas de su castillo. Dice: “Y así como iba yo de Blicourt á Saint-Urbain y me era menester pasar á la vera del castillo de Joinville, nunca osé girar la faz hacia Joinville, con el temor de tener desmesurada nostalgia y que el corazón se me enterneciera, pues dejaba á mis dos infantes y mi fermoso castillo de Joinville que tan fuertemente llevaba en el corazón”. Sin embargo, no teman que, extraviada en una plática estéril, la memoria pierda en Joinville algo del gran interés de la historia. Dotado de una flexibilidad maravillosa, el escritor se eleva y desciende a su vez; su pluma obedece a todos los impulsos de los acontecimientos, a todas las ondas de sus pensamientos. 200

CAPÍTULO XVII

Se elevaría hasta la poesía, cuando tuviera que describir alguna escena 1

1. Nació en 1223 y murió en 1317.

impactante. Escuchémosle contar la marcha de la flota: “Y aprisa el maestro de el navío exclamaba á sus gentes que eran á la proa: ¿es vuestra faena lista? ¿Somos á punto? Y ellos dijeron que sí realmente. Y cuando los sacerdotes y clérigos fueron entrados, los fizo á todos subir á el castillo de la nave y les fizo cantar en el nombre de Dios, que nos quisiera llevar con bien. Y todos en voz alta comenzaron á cantar este fermoso himno: Veni, Creator spiritus, todo de principio a fin, y, cantándolo, los marineros se ficieron á la mar con la voluntad de Dios. Y en el acto el viento entona en la vela, y aprisa nos fizo perder la tierra de vista, tanto que no vimos más que el cielo y la mar, y cada día nos alejamos de el lugar de el cual fuimos salidos. Y con esto quiero yo decir también que es necio aquel que supo apropiarse algo ajeno y tener algún pecado mortal en su alma, y pónese en semejante peligro. Pues, quien se duerme en la noche, no sabe si va á encontrarse por la mañana bajo la mar. ...Todos los navíos partieron y se ficieron á la mar, que era cosa grata de ver. Pues parecía que toda la mar, tanto que podíase ver, era cubierta de telas, de la gran cantidad de velos que eran extendidos á el viento y había mil y ocho cientas embarcaciones, ora grandes, ora pequeñas”. Para comprender mejor el carácter distintivo de Joinville, cotejemos con este pasaje un fragmento análogo de Villehardouin: “Entonces fueron abandonadas las naves y los usieres (embarcaciones de transporte guarnecidas con uzos o puertas) por los barones. ¡Oh, Dios! ¡Tanto bueno apostóse! (¡Se apostaron tantas cosas preciosas!) Y cuando las naves fueron de armas cargadas y de viandas y de caballeros y de sargentos, y los broqueles pusiéronse alrededor de los bordes y las toldas (toldillas) de las naves, ¡y tantos estandartes fermosos que había!... Nunca escuadra (flota) más fermosa zarpó de ningún puerto. ... Y el día fue claro y fermoso, el viento suave y dócil; y dejarían ir las velas al viento. Y bien testimonia Joffroi, mariscal de Champagne, que esta obra dictó, que nunca miente á su juicio, como este que en todos los consejos era, que nunca cosa tan fermosa fue vista. Y bien parecía escuadra que tierra conquistar debiera, que todo cuanto se podía divisar solo eran velas de naves y embarcaciones, tanto que el corazón de los hombres regocijóse mucho”. LA HISTORIA FUERA DE LOS CLAUSTROS

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Existen diferencias impresionantes entre estas dos descripciones. La más notable es quizá, por un lado, la facilidad del lenguaje con la que Joinville desarrolla sus impresiones, sus imágenes, sus reflexiones piadosas e inocentes; por el otro, está la especie de coerción que aún pesa en el estilo de su antecesor. Villehardouin obviamente siente las mismas emociones, pero parece desesperarse por expresarlas. Recurre a las exclamaciones: “¡Oh, Dios!” a expresiones en gran medida colectivas: “¡Tanto bueno apostóse!” a alabanzas vagas, pero exageradas: “Nunca escuadra más fermosa...”. Se buscarían en vano en él estos detalles familiares y tan pintorescos que hacen de la descripción de Joinville una verdadera pintura. También observa una gran cantidad de velas, pero no descubre la sorprendente comparación de su sucesor: no encuentra la hermosa pintura de la maria undique et undique cœlum. Finalmente, el corazón, muy regocijado por esta luz pura, por este aire dulce, por este magnífico espectáculo de la flota que parte llena de esperanza y de victoria, impaciente por no poder expresar todo esto, recurre a su gran medio descriptivo: jura con su palabra de caballero que todo esto era asaz bello. Más libre y de alguna manera más radiante en su estilo, Jehan de Joinville también lo es más en su pensamiento. Reflexiona, comenta, compara, moraliza. Incluso a menudo no se echa atrás ante una digresión, cuando esta le parece oportuna; introduce en su relato lo que llamaríamos, de manera un poco ambiciosa, investigaciones. Examina el estado de Oriente en la época de la cruzada a Egipto, los príncipes que allí gobernaban; nos habla del origen de los asesinos, del origen de los tártaros; habla de las fuentes del Nilo y de los fenómenos de la inundación. Lo que no pudo ver con sus ojos, lo toma con gusto de la boca de sus compañeros de armas; va recogiendo con curiosidad, en la ruta, los relatos, las anécdotas, las maravillas de los viajeros: en esto el estilo de Joinville ya se encamina hacia el de Froissart. Pero lo que solo le pertenece a él y lo que hace de su libro una obra inigualable es el carácter amable del autor que se revela a cada instante, una elegante mezcla de regocijo y sensibilidad, sazonada por un grano de la fina inocencia de Champaña.

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CAPÍTULO XVII

Educado en la corte del elegante y espiritual Thibaut de Champagne, perfeccionado por el comercio de un espíritu justo y elevado como san Luis, Joinville, con la seriedad de un hombre, practica algo de la ligera vivacidad de los trovadores. Su historia ya no es un cantar de gesta, es, a veces, una encantadora fabulilla. En el más intenso peligro, su júbilo no lo abandona. Rodeado de sarracenos que los hostigan a él y a su primo, el conde de Soissons, cuando “son vueltos de correr tras estos villanos”, están de humor para reírse juntos y decir: “Dejemos gritar y rebuznar á este canalla, hablaremos otra vez deste día juntos ante las damas”. Este júbilo de carácter vuelve más conmovedora la sensibilidad que allí se diluye; se ve bien que esta está exenta de toda afectación. Se expresa en trazos simples y rápidos. Durante una epidemia, Joinville estaba bastante enfermo; “de la misma manera era su pobre cura (capellán). Acontecióse que un día, mientras que cantaba este la misa frente á el senescal acostado en su cama, cuando el cura era en medio de su sacramento, á Joinville parecióle tan enfermo, que visiblemente veíalo desfallecer”. Joinville se levanta inmediatamente, presto a dar su ayuda. “Y también terminó de celebrar su misa, y no cantó nunca más, y murió. Dios guarde su alma”. No había nadie mejor que Joinville para entender el corazón “del bueno y santo hombre rey”. Cuando el prior del hospital vino de preguntar a san Luis “si tenía noticias de su hermano el Conde de Artois, ¡el rey contestó que sí, por supuesto! Esto es, á saber, entender que bien sabía que estaba en el paraíso”. El prior intentó consolarlo elogiando el valor que había mostrado el rey, la gloria que había adquirido ese día, “el buen rey respondió que Dios fue adorado con todo lo que había hecho. Y entonces comenzaron á caer con fuerza grandes lágrimas de los ojos de los varios grandes personajes que vieron esto, que fueron asaz oprimidos por la angustia y la compasión”. San Luis es el alma de esta composición, como de esta época histórica: forma la unidad de esta obra, como también aquella de Francia. La obra de Joinville reproduce en su mercado, en su interés, la imagen de lo que sucedía entonces en la nación. Todo se junta alrededor de un solo hombre, los datos se subordinan y organizan relativamente en un centro. Villehardouin había pintado maravillosamente la independencia feudal; Joinville, incluso por la forma bibliográfica que eligió, ya expresa la importancia creciente de la realeza.

LA HISTORIA FUERA DE LOS CLAUSTROS

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Froissart

El feudalismo, listo para desaparecer de la escena mundial, lanzó su resplandor más brillante en la Crónica del caballero Jehan Froissart, canónigo y tesorero de la iglesia colegial de Chimay, nacido en Valenciennes hacia el año 1337 1. Su obra es un vasto retrato de una historia llena de movimiento, de refulgentes colores, vestimentas espléndidas: batallas, fiestas, torneos, asedios de villas, tomas de castillos, grandes cabalgadas, audaces escaramuzas, hechos nobles y manejo de armas, entradas de príncipes, asambleas solemnes, bailes e indumentarias de corte, toda la vida militar y feudal del siglo XIV se conglomera, se acumula en una magnífica profusión. Froissart es el Walter Scott de la Edad Media. Su obra es un singular ejemplo de la preocupación exclusiva de una sociedad de élite que, satisfecha de ella misma, cegada por su elegancia superficial, no ve nada debajo ni más allá e incluso ni siente el suelo de la patria que se estremece y se entreabre para devorarla. Acunada por las novelas de caballería, que formaban la única lectura de las cortes y de los castillos, transportaba sus sueños en la realidad; la ficción, tras haber nacido de la sociedad feudal, repercutía sobre ella y la modificaba a su vez. Fiel historiador de una época similar, Froissart se deja, como esta, encantar por sus frívolos esplendores; su padre era, se dice, pintor de blasones; él mismo no es otra cosa: su historia es un blasón completo, pero entretenido. Su destino lo puso en el más conveniente para componer semejante crónica. Froissart es uno de estos clérigos mundanos apegados a la domesticidad de los castillos; está bastante cerca de la escena para ver bien, bastante desocupado para escribir lo que ve. Ya no es, como Villehardouin o Joinville, un noble señor, un valiente caballero que, tras una larga vida de guerra, consagra algunos años de su vejez a recoger los recuerdos de lo que hizo, de lo que vio; es un escritor de profesión, que no tiene otro papel, otro gusto más que la historia: se llama a sí 204

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1. Murió en 1410.

CAPÍTULO XVII

mismo historiador. No es que no se entregue, en estas brillantes cortes, a algunas distracciones mundanas, que no tome parte, por su cuenta, en los episodios más frívolos de su drama, pero este amor mismo del mundo que describe da un nuevo encanto a sus pinturas; y cuando se despierta de nuevo, va al interior de tu forja, para obrar y forjar en la alta y noble materia del tiempo pasado. Vivir y contar, para él es lo mismo. Nacido activo, revoltoso, ávido de placer, necesita agitación y espectáculo; la historia le agrada en este sentido: es un medio de existir más y multiplicando sus impresiones. Pues la historia no estaba entonces en el estudio solitario y sobre las polvorientas estanterías de los archivos; se necesitaba perseguirla por todos los caminos, en medio de todas las cortes, en los castillos, en los hostales. Froissart a veces iba a buscarla en las montañas de Escocia, trotando en su caballo gris, con su baúl a la grupa y llevando suelto un galgo blanco; a veces la encontraba en la ruya de Blois a Orthez, donde un caballero, señor Español de León, cabalgando lado a lado con nuestro historiador, le informa, haciendo camino, de mil detalles, mil recuerdos que vincula con todos los castillos, todas las villas, todos los entornos que recorren. Nos encontramos a su vez a nuestro cronista en la corte de Felipa de Henao, reina de Inglaterra, de la cual era clérigo, y que le merecía calidad “de fermosos dictados y tratados amorosos”; luego en Milán con Boccaccio y Chaucer, en medio de los festejos de una boda real; luego en Lestines, donde obtuvo el curato, y donde dejó “quinientos escudos entre los taberneros” sus feligreses. De allí pasó a unirse con Wenceslao, duque de Brabante, con Gui, conde de Blois, con Gastón Phebus, conde de Foix. Visita Aviñón dos veces, atraviesa la Auvernia, llega a París. Se lo ve, en menos de dos años, en la Cambresis, en Henao, en Holanda, por segunda vez en París, en Picardía, luego en Languedoc, y de nuevo en París, en Valenciennes, en Brujas, en la Esclusa, en Zelanda, por último, en su país. Toda su vida, como su crónica, es solo una larga cabalgada; Froissart es el caballero errante de la historia. Improvisa sus relatos sobre la marcha, captura los acontecimientos a medida que se dan, y parece solo dejar de escribir con el fin de darles tiempo de nacer.

Uno siente que ella tenía que ser la influencia de semejante vida en la obra que fue su fruto. No se le puede pedir a Froissart una crítica severa, un examen cuidadoso de los testimonios; él los acoge a medida que se presentan, él los grababa con ávida curiosidad. Al salir de una fiesta, una comida, una conversación que se había prolongado hasta bien entrada la noche, y todo el mundo contaba a su antojo lo que había visto, lo que había pensado hacer, el viajero historiador al regresar a su habitación, y antes de acostarse, a toda prisa se lanzaba sobre el papel a escribir lo que podía recordar. Imparcial, a pesar de lo que se haya dicho, fielmente reproducía las historias de sus huéspedes; él solo aportaba color y vida. Esto no quiere decir que los hechos que narra sean siempre verdad; influenciado sin darse cuenta de los que lo rodean, Froissart fue capaz de transmitir imprecisiones, pero no crearlas; es un espejo fiel que a veces reproduce personajes disfrazados. Otra de las consecuencias de su método, es el desorden y la confusión en la cronología. Su historia se extiende desde el año 1326 hasta 1400. No se limita a los hechos en los que Francia fue el escenario; cuenta con el mayor detalle los acontecimientos que tuvieron lugar en Inglaterra, Escocia, Irlanda, Flandes. Nos da información valiosa sobre los asuntos de Roma y Aviñón, de España, Alemania, Italia. Incluso habla a veces de Prusia y Hungría,

Turquía, África y otros países de ultramar. ¿Qué conjunto puede estar formado de tantos objetos diferentes, sin ningún otro vínculo que el del azar y la fantasía? En algunos capítulos hay varias historias diferentes comenzadas, interrumpidas, retomadas, suspendidas de nuevo; encontramos los mismos hechos narrados en varias ocasiones para ser reformados, contradichos, desmentidos, desarrollados. Froissart es un narrador más que un escritor: nunca borra, repite. Así, su estilo muestra características de improvisación: no pide una precisión severa, esas expresiones notorias que simplifican la historia y la engrandecen. Froissart es difuso, pródigo de palabras y detalles. Los objetos se presentan en la muchedumbre y todo a la vez bajo su pluma; él los acoge con satisfacción, los pone en primer plano y así destruye la perspectiva: él no sabe ni resumir ni abstraer. Por compensación, tal vez nunca ningún narrador tuvo una imaginación más encantadora y más viva: él todo lo ve en imágenes y le da una forma dramática. Esta cualidad es el dorso brillante por defecto que ahora le reprochamos. Froissart pintaba todo, por la incapacidad de no generalizar nada: describe la circunferencia de la historia, ya que no puede penetrar hasta el corazón. Su prolijidad no es más que el exceso y de alguna manera la embriaguez de una cualidad. La prosa francesa, finalmente liberada de sus ataduras, feliz de poder expresarlo todo, se entretiene por contarlo todo, como para tener el placer de escucharse. Se cree escuchar la naciente y encantadora palabrería de una voz fresca de un niño. Concluimos estas observaciones citando unas cuantas líneas de Montaigne. No será sin interés de escuchar la sabia y reflexiva ingenuidad del siglo XVI juzgar la ingenuidad sincera del siglo XIV. "Me gustan los historiadores o muy sencillos o excelentes. Los sencillos, que no tienen como integrar cualquier cosa de sí, y que solo aportan el cuidado y la diligencia para recoger cualquier cosa que venga a su conocimiento y de grabar de buena fe todas las cosas sin elegir ni clasificar, dejamos todo el juicio por el conocimiento de la verdad. Tal fue, por ejemplo, que el buen Froissart, que caminó en sus empresas en una verdadera ingenuidad, que sin haber hecho

nada malo, él en ningún momento tuvo temor de reconocer y corregir en el lugar donde fue advertido, y que nos representa la diversidad de los mismos rumores y los diferentes informes que se le hacían. Esta es el motivo de la historia desnuda y sin forma: todo el mundo puede sacar provecho tanto como la entienda". Commines Dejando a Froissart y sus imitadores, los cronistas de Borgoña, para escuchar a Philippe de Commines1, cambiamos de mundo como de época. Del espectáculo brillante y animado de pasos de armas feudales se procede al estudio serio e informativo de la política emergente. La habilidad, el cálculo ya estaba en el olvido del siglo XIV; se escondía mal bajo el atavío caballeresco de Froissart; ahora él está en la superficie, aparece desnudo y sin vergüenza. La inspiración poética de la Edad Media desapareció de toda Europa, está en todas partes la corriente de astucia, perfidia, delincuencia. Italia tiene su Borgia, su Medici, su Maquiavelo; Inglaterra tiene su Ricardo III; el emperador Federico III responde a los embajadores en la manera de Tarquino, y roba a nuestro La Fontaine la invención de una de sus mejores fábulas2. Finalmente, el trono de Francia es 1. Philippe de Commines, Señor de Argenton, nacido en 1445 en Poitou, muerto en 1509. Sus Memorias tienen como objeto los reinados de Luis XI y Carlos VIII, 1464-1498. 2. "Como este emperador había sido toda su vida un hombre de muy poca virtud, no cabe duda de que así era; y, por el tiempo que había vivido, él tenía mucha experiencia.... Dicho emperador respondió a los embajadores del rey que cerca de una ciudad alemana había un gran oso que estaba provocando mucho terror. Tres compañeros de dicha ciudad, que atormentaban las tabernas, se acercaron a un tabernero a quien le debían, le rogaron que les incrementó otra vez la cuota, y que antes de dos días le pagarían todo; porque ellos atraparían el oso, que estaba provocando tanto terror, y cuya piel valía una gran cantidad de dinero, sin contar los regalos que les harían la gente del pueblo. El susodicho anfitrión cumplió con su petición; y cuando hubieron comido, se fueron a los lugares donde frecuentaba el oso, y cuando se acercaban a la cueva, se encontraron más cerca de lo que ellos pensaron. Tenían miedo; estaban listos para huir. Uno llegó un árbol, el otro huyó hacia la ciudad; al tercero, el oso lo tomó y lo comenzó a pisotear fuerte acercándole al hocico cerca del oído. El pobre hombre estaba tendido sobre el suelo y se hacía el muerto. Pero esta bestia es de tal naturaleza, que lo que tienen, sea hombre o animal, cuando vio

ocupado por el hombre más hábilmente traicionero de su época, el héroe de Commines, Luis XI1. La historia de Commines es dramática, no en detalle, sino como un todo; nos presenta una lucha llena de intereses entre el espíritu político que nace, y el espíritu feudal, violento y mareado, que sucumbirá. Esta es por otra parte la causa de la unidad francesa que defiende este rey vulgar de costumbre y de lenguaje contra su valiente, impetuoso, pero no pérfido adversario, Carlos, duque de Borgoña2. Commines pretende capturar y retratar a todas las peripecias de esta acción; siguió con amor la partida entablada entre los dos nobles jugadores. Él se deleita en desenredar todas las complicaciones de esta sabia intriga. Al leerlo, se cree interpretar a un hombre inteligente que explica las piezas de una máquina ingeniosa. De la injusticia de las empresas, el sufrimiento de los pueblos, la atrocidad de estas guerras, donde el brutal Bourguignon siembra por doquier fuego y torturas, quema su ciudad de Lieja, cuelga los burgueses, corta los puños de los presos, muy poco importa a Commines. Dedicado completamente al estudio de las que no se movía más, lo dejó allí, cuidando que sí estuviera muerto. Y así este oso dejó al pobre hombre sin hacerle ningún daño, y se fue a su cueva. Y cuando el pobre hombre se dio cuenta que estaba libre, se levantó, y corrió hacia la ciudad. Su compañero que estaba en el árbol, después de haber visto esto, bajó del árbol, corrió y le gritó al otro que iba adelante que lo esperara. Este dio la vuelta y lo esperó. Cuando se encontraron, el que estaba sobre el árbol le preguntó a su compañero, con juramento, que le dijera lo que el oso le había aconsejado en tanto tiempo que tuvo su hocico contra el oído. A lo que respondió su compañero, "Él me dijo que nunca negociara la piel del oso hasta que la bestia estuviera muerta". Y con esta fábula le pagó el emperador a nuestro rey, sin otra respuesta a su hombre: como diciendo, "ven aquí, como has prometido, y ten este hombre, si podemos; y luego deparen (compartan) sus bienes. "Ph. de Commines, lib. III, cap. III. 1 "Cuando se pensaba en los demás príncipes, uno encontraba estos grandes nobles y notables, y los nuestros muy sabios; que dejaron su reino en aumento, y en paz con todos sus enemigos. "Commines, lib. IX cap. ix. 2. Carlos el Temerario hizo francamente justicia. "El duque me llamó a una ventana, dijo Commines, y me dijo: "He aquí el Señor de Urfé que me presiona para hacer de mi ejército el mayor que pueda, y me dice que haremos el mayor bien al reino. ¿Usted piensa que si entro con la compañía que dirigía, que yo haré el bien?" Le contesté riendo que me parecía que no. Él me dijo estas palabras: "Yo prefiero el bien del reino de Francia, a que monseñor de Urfé no piense que por un rey que él tiene, yo quisiera seis." Commines, lib. III, cap. vii.

causas y efectos, lleno de admiración por la intriga que sale bien, él triunfa cuando puede seguir tres o cuatro combinaciones políticas que se tejen al mismo tiempo, cuando tiene sobre sus dedos todos estos hijos diplomáticos que se muestran, cruzan, dividen, unen, nunca se confunden; él exclama con alegría: "Y se llevaban todos los mercados en un momento y de una sola vez" Él declara con gusto a Francia como el médico apasionado por su arte: “Usted tiene una hermosa enfermedad” ¡Qué suerte para él haber encontrado en su entorno “un rey tan sabio” que se tome la molestia de entender! De ver este príncipe débil y de cara triste, los tontos se burlan, pero son tontos. Bajo sus vulgares apariencias, en sus trajes excéntricos, nuestro historiador reconoció el ideal que soñó. El nacimiento colocó a Commines al lado del duque de Borgoña, pero este hombre no sabe nada de las hermosas intrigas; Commines lo deja y pasa al lado del rey, no por traición, sino por simpatía. Luis XI y Commines eran necesarios el uno al otro; separados, perderían para la posteridad la mitad de su valor: para tal príncipe tal historiador. Ellos se complementan entre sí, como el lenguaje completa el pensamiento. El rey no desdeñaba hacerse su favorito, en quien encontraría una naturaleza dócil; le explicaría su política, le contaría sus obras y, a veces los acontecimientos del pasado: eso era una verdadera lección de historia. Así le aprendió los detalles del asesinato de Juan Sin Miedo en el puente de Montereau1. Él lo había hecho su amigo, que hacía dormir en su habitación, lo llevaba a sus entrevistas políticas vestido exactamente igual a sí mismo2. De este modo Philippe de Commines, que se colocó en la fuente de la información, fue capaz de completar el primer deber del historiador: escribir sólo la verdad. Él "se deliberó de no hablar de nada que no fuese cierto, y que no hubiese visto o supiera de esos grandes personajes que son dignos de creer". La historia de este modo adquiere un nuevo carácter; se convierte en crítica, recibe y pesa los testimonios. Ya no tiene por objetivo entretener, sino instruir. 1. Lib. I, cap. ix. 2. Es cierto que se trataba de una medida de precaución para despistar a los asesinos.

Philippe escribió "Con el fin de que se conozca las habilidades de lo que se usa en Francia". Tampoco se ahorra las lecciones, los razonamientos. Sus observaciones no son de esas máximas brillantes o profundas, como las de Tácito, que concentra el pensamiento en una línea y lanza de vez en cuando un destello sobre las profundidades más ocultas del corazón humano. Las conclusiones de Commines se desarrollan a gusto y sin pretensiones de elocuencia; esconden, como su héroe, mucho sentido en un aspecto vulgar. En su mayoría son prácticas y políticas. Él "hace su cuenta de que la gente tonta e inocente no se deleitarán al leer estas Memorias; pero los príncipes y otros cortesanos encontrarán buenas advertencias, en su opinión”. Es a su uso lo que él comenta los acontecimientos. Él les dice, por ejemplo, las precauciones en el envío y recepción de embajadores; aconseja nunca aventurar una batalla cuando se puede evitar; compromete a los príncipes a tratar a todos por igual; muestra lo peligroso que es para los reyes herir a sus inferiores con palabras ofensivas, con respecto a hacerse inspirar temor de sus amos. Este es el tipo de reflexiones que le gustaban a Commines; nada en general, nada realmente humano; sin embargo, sus máximas tocaban la experiencia personal de donde nacieron. Tienen por esfera a los tribunales y el gobierno; por encima, el autor ve solo el cielo y una providencia fatal, que lo exime de no buscar nada más allá. En su narración como en su política, Commines es poco luchador. No se divierte en describir los combates, a veces se le ocurre encerrar desdeñosamente una gran batalla en una frase incidente. Se esmera en constatar el resultado de las operaciones militares y las causas que las provocaron. En cuanto al efecto dramático de la narración, se ocupa poco; incluso lo destruye fácilmente por una digresión, más celoso de razonar justo que de describir bien. Sin embargo este escritor tan despreocupado del color, lo reencuentra de vez en cuando al buscar solo la verdad. Es especialmente cuando habla del rey Luis XI que su impresión involuntaria resulta en los rasgos más expresivos. Lo que es más

sorprendente es que el retrato que dibuja de este príncipe, "que se vestía muy corto, y tan mal que peor no podía; bastante mal paño llevaba algunas veces, llevaba un sombrero viejo, diferente a los demás, y la imagen principal de perdigón”. En otro lugar nos lo muestra en sus meditaciones políticas. “El rey fue a sentarse a la mesa, habiendo muchas imaginaciones para saber si iba a enviar a los ingleses o no, y antes de que se sentara en la mesa, me dijo unas pocas palabras; porque hablaba fuerte en privado y, a menudo a los que estaban más cerca de él, y le encantaba hablar al oído.... Sin contenerse estuvo sentado en la mesa, y tuvo una pequeña idea (como saben lo que hacía, y de tal manera que fuera bastante extraño a los que no lo conocían, porque, sin conocerlo, lo habían juzgado mal; pero sus obras dan testimonio de lo contrario), me dijo al oído que me levantara....” Nada es igual a la vivacidad cómica de la escena donde el rey, para confundir a sus enemigos entre ellos, que recibió al mismo tiempo los embajadores, los hizo esconder detrás de un biombo, para que ellos interpretaran la manera de pensar de los otros. “Y el rey vino a sentarse en un taburete, al lado del susodicho biombo, para que pudiéramos oír mejor las palabras de Louis de Creville y su compañero.... Louis de Creville comienza a imitar al duque de Borgoña, y a patear la tierra y a insultar a San Jorge, y llamó al rey de Inglaterra tuerto... y todas las burlas del mundo posibles de decir a un hombre. El rey se reía tanto; y le pedía hablar en voz alta ya que comenzaba a volverse sordo y que lo dijera una vez más. El otro no fingió, y comenzó nuevamente de muy buen corazón. Monseñor de Contay, que estaba conmigo en este biombo fue el más asombrado del mundo". A pesar del tono simple y algo burgués que le gustaba a Commines, la verdad de la observación, la visión clara de los grandes intereses políticos, a veces llegaba a su obra hasta el más bello estilo de la historia. La imagen que él traza de los resultados de la administración de Luis XI tiene una grandeza tranquila y simple que la historia moderna aún no ha conseguido, y que no debía superar. Commines nos presenta una Europa sumisa a la influencia del rey, Bretaña en paz con él, España obligada a descansar, Italia en

busca de su amistad. "En Alemania él tenía a los suizos que le obedecían como súbditos; los reyes de Escocia y Portugal eran sus aliados. Parte de Navarra hacía lo que él quería. Los súbditos temblaban ante él". La misma religión parecía rebajarse a este príncipe su venerable majestad; los objetos sagrados abandonaban el santuario y pasaban a la cámara de la muerte “para alargar su vida. Sin embargo nadie hacia nada; y era necesario que pasara por donde otros habían pasado1”. El sentimiento moral, que parece perforar en la última parte de esta pintura, falta generalmente en el historiador Louis XI. Él es más devoto que religioso; él cree en la influencia de la voluntad arbitraria de Dios más que en la autoridad inviolable del deber y de la santidad de la virtud. Commines tiene algunos escrúpulos a propósito de las maquinaciones del Rey “en cuanto a la conciencia”; pero rápidamente se tranquiliza al pensar que después de todo “era uno de los hombres más sabios y sutiles que había reinado en su época”. En esta época en la que la política procedía a la fuerza, la sola habilidad preocupaba todos los pensamientos y no dejaba lugar para ninguna otra admiración. La política, en su origen, corta al éxito en línea recta; más tarde tendrá en cuenta la justicia, solo para cálculo. Se puede decir de la política, en sus relaciones con la honestidad, lo que se dijo de la ciencia respecto a la religión: naciente nos distancia, ampliada nos acompaña. Commines comienza a volver a la moral, pero todavía está en camino. Christine de Pisan y Alain Chartier Entre Froissart y Commines se ubican, como una transición, dos escritores cuyo mérito explica en cierta medida la sorprendente superioridad de Commines. Christine de Pisan y Alain Chartier, sin ser, en sentido estricto, historiadores, sirven de peldaño entre el último cronista de la Edad Media y el primero de los tiempos

1. Lib. VI, cap. X.

modernos1. Christine y Alain son dos poetas, moralistas, retóricos. Colocan la reflexión junto al hecho, la cita junto al pensamiento. Tanto el uno como el otro conocen y aman a los ancianos. Designan a Séneca, Cicerón, Virgilio, que han leído; Orfeo, Museo y Homero, que admiran un poco su palabra; Homero que recolectó de los árboles de Helicon muchas ramas para hacer flautas y flautines en las que canta melodioso. Ambos aspiran a algo más que la crónica, ellos querían ser retóricos, casi filósofos. En cuadros tomados de la poesía contemporánea en los sueños, las visiones, los recuerdos del Roman de la Rose, ellos toman piezas oratorias a menudo elocuentes, especialmente para Alain Chartier, inspirado por el espectáculo de las desgracias de su patria. El mismo estilo de estos escritores toma una gravedad, una marcha noble y periódica bastante desconocida para los prosistas que les preceden. Al recorrer el Quadriloge de Chartier, uno a veces cree leer un autor moderno hábil para cortar simétricamente su período y contrastar entre ellos los diferentes miembros que la componen. Sin duda es el conjunto de estas nuevas cualidades las que ameritaron a Chartier el homenaje no menos nuevo de la delfina Margarita de Escocia (la esposa del príncipe que se convirtió en Louis XI), que “pasaba con un gran grupo de damas y señores en una habitación donde él estaba dormido, fue a besarlo en la boca: cosa de la que algunos estaban sorprendidos, porque a decir verdad, la naturaleza había insertado en él un bello espíritu en un cuerpo de mala gana, esta señora les dijo que no se debían asombrar de este misterio, sobre todo porque ella no pretendía haber besado al hombre cuya boca estaba tensa de palabras de oro”. Carlos V acoge en su corte a la italiana Christine

1. Christine, hija de Thomas de Pisan, nacida en Venecia en 1363, siguió su padre a Francia, se hizo astróloga de Carlos V; se casó con Etienne du Castel, y murió viuda después de 1420. Compuso muchas obras en verso y en prosa, entre ellos La vida de Carlos V. Chartier, nacido en 1386 en Normandía, muerto en 1458. Sus principales obras en prosa son: la Historia de Carlos VII, el Curial (cortesano), Esperanza y Le Quadriloge. 2. Etienne Pasquier, Recherches de la France, lib. V, cap. xviii.

de Pisan, Margarita de Escocia honrando de un beso, el sabio pero un poco pedante Alain Chartier, esta es la Francia ávida de conocimientos antiguos y aclamando los primeros destellos de renacimiento de su admiración ingenua.

CAPÍTULO XVIII TEATRO DE LA EDAD MEDIA Origen del drama en el Oficio Divino. – Recuerdos del teatro pagano. Análisis de las vírgenes necias. – Juegos de San Nicolás. Origen del drama en el Oficio Divino

El teatro, así como la historia, nos muestra el pensamiento moderno naciente en el seno de la Iglesia y luego separándose para iniciar una vida independiente y laica. Uno se expone a un grave error cuando, para conocer el teatro de una época que ya no lo es, se contenta con estudiarlo en la letra muerta que parece apoyarlo. El drama no está en el papel del poeta está en el alma del espectador, en la espera inquieta, en el asombro ingenuo, en el terror, en la piedad, en todas las pasiones que se despiertan cada vez. El poema no es más que la pieza que pone en acción esta máquina enorme, pieza necesariamente adecuada para el engranaje que lo pone a moverse. Su única función es la de buscar en el fondo de los corazones las idea que le han dejado la educación, las creencias religiosas, los hábitos de cada día; mezclarlos, combinar estos elementos dramáticos, para crear todo un mundo de nuevas emociones. Por lo que es erróneo que se despreciara el teatro de la Edad Media, por recorrer con nuestras ideas modernas los escombros inanimados que nos quedaron. Era juzgar un panorama después de destruir la perspectiva. Ciertamente no se quedaban sin

fuerza estas obras dramáticas que desplegaban ante un pueblo, que le hacía ver y tocar los objetos más serios y más consistentes de sus meditaciones, el cielo, el infierno, los milagros, la pasión de Cristo, el destino del hombre, más cerca de él e hizo palpable a través de esta vulgaridad de detalles que hoy afecta a nuestro gusto literario. Uno no pedía al poeta ni combinaciones sabias ni preparaciones laboriosas. La fe de la gente salía delante de sus palabras, y con la fe la emoción; las mentes estaban llenas de maravillosas creencias; lo milagroso era solo creíble. La naturaleza no era un mecanismo impasible, sometido a las leyes eternas irrevocables; llena de influencias sagradas, ella obedecía en todo momento a la voluntad arbitraria de Dios, a la poderosa intercesión de los justos. La oración era una especie de magia que triunfaba sobre toda la resistencia de la materia. Noble presentimiento de la soberana realeza de la inteligencia. El universo estremecía al oír la voz del hombre, las tumbas devolvían a sus presas, el cielo dejaba descender las visiones divinas. Las estatuas de los santos se movían en sus bases de piedra; en la oscuridad de la noche se escuchaba la voz quejumbrosa de los muertos, y el día que se esperaba con ansias el sonido de la trompeta del ángel señal del juicio final. La tierra era tan infeliz que tenía que recordar el cielo. Además, la salvación era el gran asunto: los príncipes, los señores estaban un tanto distraídos por el cuidado de la ambición o los placeres; pero la gente vivía principalmente por la esperanza. Su verdadero país era el cielo, su verdadero hogar la iglesia, sus placeres más puros eran las magníficas solemnidades del culto católico, que engañaban un momento su miseria y la embriagaban de incienso, luz y armonía. ¡Con qué alegría veía el regreso de estos festivales anuales que marcan las estaciones de la iglesia! qué alegría para él ver renacer cada año a Cristo en medio de la navidad, para verlo resucitar y elevarse al cielo, como para prepararle su lugar, el niño comprendía este Dios que estaba en los brazos de una joven madre, y el anciano, al ver de nuevo las festividades de su juventud, creía empezar a vivir de nuevo.

La iglesia respondía maravillosamente a esta necesidad del pueblo. Su culto no era más que un largo y divino espectáculo. Qué teatros magníficos que estas vastas catedrales góticas, que parecen estrechas de la fuerza de altura, y parecen tratar de besar el cielo en sus audaces bóvedas, construidas sin duda solo por Dios; porque el hombre sólo cubre el pavimento: el resto está vacío, y es inmenso. Fue allí que al día misterioso de las vidrieras coloridas o de los cirios benditos, a los sonidos graves y extraños del órgano, se llevaron a cabo largas procesiones, coros suntuosos de la tragedia cristiana. Entonces comenzaría la representación de los santos misterios. Fue en Navidad, la oficina del Pesebre o de belén; la de la Estrella y los tres reyes magos el día de la Epifanía; la de la tumba y las tres Marías en Pascua; dramas reales, donde se veía, por ejemplo, las tres mujeres santas, representadas por tres cánones, la cabeza volaba de su sotana, para completar el parecido, ad similitudinem mulierum, dijo el ritual; o que era un sacerdote que, subido en el palco y algunas veces en la galería exterior por encima del portal representaba la ascensión de Jesucristo. Los mismos papeles escritos y recitados o más bien cantados no faltaban en estos místicos actores. En el relato de la Pasión, las palabras que el Evangelio prepara a cada personaje son confiadas a tantos sacerdotes, del que cada uno habla a su vez, y así da más verdad y vida al diálogo. Aquí estaba el origen del drama cristiano, de los misterios o acciones dramáticas extraídas de las santas Escrituras. Los milagros, otro tipo de representaciones que tenían por sujeto la maravillosa vida de los santos, también nacidos de la adoración de una manera similar. Las prosas o secuencias cantadas antes del Evangelio, eran al principio sólo una modulación melodiosa, que pondría fin a la gran doxología (in sæcula sæculorum, amen). Se sustituyeron los cantos destinados a celebrar las alabanzas del santo al que la Iglesia celebraba la fiesta. A veces dos clérigos llevando la capa subían al palco, y en una especie de diálogo cantaban alternativamente el uno en latín, el otro en románico, la gloria del mártir o del confesor. Esto es a lo que se llama epístolas recargadas (mezcladas), epistolæ farcitæ,

indudablemente por la mezcla de dos idiomas. De este modo se introducía en el culto no sólo el drama, sino también la lengua vulgar que el drama pronto debía usar exclusivamente. Nos quedan los monumentos curiosos que constatan la transición de la forma narrativa de la Biblia a la forma dramática de los misterios: estos ya son los verdaderos dramas, los diálogos en verso, donde figuran varios interlocutores, y donde se encuentra aun así una narración también verso, que servía para unir las diferentes partes del diálogo y formaba el papel especial de un personaje análogo, bajo alguna relación, en el coro antiguo. Encontramos, por ejemplo, pasajes como éste: PILATUS.

Levez, sergents, hâtivement : Allez tôt là où celui pend; Allez à ce crucifié, Savoir ou non s'il est dévié (mort). — Donc s'en allèrent deux sergents. Des lances dans leurs mains portants; Ils ont dit à Longin le cieu (l'aveugle, cæcus) Qu'ont trouvé séant en un lieu : UNUS MILITUM.

Longin, frère, veux-tu gagner (de l'argent)? LONGINUS.

Oil, bel sire, n'en doutez mie. * *Se propone una traducción al español del poema, aunque no conserva su sonoridad: PILATOS

Levántense, sargentos, apresuradamente: Ir pronto allá donde el que cuelga; Ir donde ese crucificado, Saber o no si está desviado (muerto). -Así que se fueron dos sargentos. Las lanzas en sus manos portaban; Le dijeron a Longino el ciego (Caecus) Que fue encontrado sentado en un lugar: UNUS MILITUM

Longino, hermano, ¿quieres ganar (dinero)? LONGINO

Sí, admirable señor, no lo duden.

De dramas semejantes no se diferencian en nada, por la forma, del relato de los evangelistas: el diálogo aún está completamente separado del relato. Incluso se acompaña de música. Vemos en los manuscritos los misterios más antiguos cada línea de texto superada de su notación. Por tanto, es cierto que el culto católico contenía el origen de las representaciones serias de la Edad Media. Recuerdos del teatro pagano

Este elemento hierático se desarrolló bajo las influencias extranjeras. El más poderoso de todos fue el sabor tradicional de los juegos escénicos, perpetuado desde la época de los romanos en las poblaciones del sur de Europa, y que protegió por mucho tiempo contra los mismos ataques del clero las representaciones teatrales de los mimos, las pantomimas y los histriones, mientras que él se aliaba en el norte con los elementos dramáticos de las supersticiones paganas. La antigüedad griega y latina había visto crecer oscuramente, al lado de magníficos teatros, el entretenimiento popular similar a los juegos de nuestros saltimbanquis y funámbulos. Jenofonte, Apuleyo, Lucien y especialmente Ateneo nos han conservado las relaciones curiosas. Además, las pinturas y bronces de Herculano, los mosaicos, los bajorrelieves, nos permiten reconocer en el zapato, la vestimenta y las travesuras de los sanniones y los mimi el modelo de los bufones de la comedia italiana. Estos entretenimientos populares, que requerían menos gastos y preparativos que las grandes representaciones nacionales, y que por otra parte suponían de la audiencia una cultura menos perfecta y de gustos literarios menos refinados, sobrevivieron en todas partes al teatro clásico, y se unieron sin interrupción a los juegos de cristianos y bárbaros. Esclavo o libre, conquistador o conquistado, siempre había un pueblo ávido de placeres escénicos. De ahí tanta locura pagana conservada entre las poblaciones modernas; de allí las plantaciones de árboles o de maíz, la corte de las ramas, el rey de la soja, los regalos y las mil falsificaciones de las Saturnalias. De ahí los juegos escénicos introducidos en los

funerales, y una serie de costumbres extrañas que la tradición haría penetrar hasta en la Iglesia. Vimos gradualmente las representaciones de la Pasión, el vuelo de la Virgen y el nacimiento del Salvador, que tenían lugar en las iglesias, se llenaban de personajes profanos: Barrabás, María Magdalena, el judío errante, valiente zapatero con las insignias de su arte, y hasta la burra de Balaam con su canto poco melodioso, se atrevieron a aparecer en el coro y alegrar de su presencia la severidad de los misterios1, especialmente la burra, que tuvo el honor de servir de montura al Salvador, fue el personaje privilegiado de la multitud. Se quería darle la bienvenida con coplas alegres. Un himno latino fue compuesto en su honor, y cada estrofa fue seguida por un coro en la lengua vulgar, que el pueblo repetía con gran alegría: Eh! Majestad el burro, ¡pero cante! Hermosa boca refunfuñe: Usted tendrá suficiente heno, Y de avena en planté (en cantidad, plenty). Todos los años, en la época de las saturnalias antiguas, los recuerdos de esta fiesta pagana irrumpían en la iglesia. La fiesta de los subdiáconos, y la de los tontos, que le sucedían, tuvieron la ocasión de una serie de ceremonias a menudo ridículas, a veces inmorales, que nos abstendremos de recordar aquí2.Sin embargo, la idea que había gobernado la institución de los saturnales, la de la igualdad primitiva de los hombres, era bastante conforme con el espíritu del cristianismo y bastante importante para la pobre gente por no haber podido fácilmente ser borrado de su memoria y de su moral. El pueblo lo escuchaba bien, porque repetía entonces tres 1. Ulrici, Shakspeare's dramatische Kunst.—Magnin, les Origines du théâtre moderne, — Ph. Chasles, Hrosvita. 2. Podemos leer los detalles en el Cange, Glossarium ad scriptores mediæ y infimæ latinitatis, v. Asinus ; v. Abbas Conardorum ; v. Barbatoria v. Kalendœ festum. — Dutillot, Memoires pour servir à l'histoire de la fête des fous.— Lancelot, Histoire de l’Académie des inscriptions, t. IV, p. 397 (éd. In-12). — Dulaure, Histoire de Paris, t. II, p. 53. — Ideler, Geschichte, der alt franzœsischen National-Literatur, S. 226.

veces seguidas el verso vengador, contento de ver a los príncipes de la Iglesia descender desde sus dignidades, y abandonar las insignias a los más humildes de sus subordinados, se convirtió por un instante en abades, obispos y papa de los locos. Así, no sólo el drama serio, sino también la farsa dramática nacía en el santuario, gracias a la intervención del pueblo y los hábitos tradicionales que había conservado del paganismo1. La misma danza no fue siempre excluida. En el siglo XI un concilio reunido en Roma bajo el pontificado de Eugenio II, ordenó a los sacerdotes advertir a “los hombres y mujeres que se reúnen en la iglesia los días de fiesta, no bailar saltando y cantando palabras obscenas imitando a los paganos”. Esta defensa era impotente. Encontramos, entre otros documentos curiosos en los estatutos de la diócesis de Besanzón, la ley que autoriza en la Pascua una danza sacerdotal “realizada en el patio o incluso en la nave de la iglesia, si estaba lloviendo”. Este ejercicio fue acompañado por cantos eclesiásticos sobre la Resurrección del Señor2. En Limoges, el día de San Marcial, el pueblo bailaba a cánticos en la iglesia y se repetían al final de cada canción, en forma de doxología: San Marcial, ruega por nosotros, Y nosotros, nosotros bailaremos por usted3. 1. Nada es tan durable como estas ceremonias populares. M. O. Leroy cuenta que en 1821 un sacerdote nombrado poco antes de Navidad, párroco de un pueblo de Flandes, del que desconocía las costumbres, acababa de comenzar la misa de medianoche, cuando vio de repente brillar sobre su cabeza una estrella artificial. A esta señal, las puertas de la iglesia se abrieron y dieron paso a los pastores, pastoras, saltando, danzando de alegría, e incluso llevando a algunas de sus bestias. El sacerdote, estupefacto, quiso interponer su autoridad; él no fue entendido ni por su rebaño ni por sus ovejas, que continuaron todos unidos su extraña ceremonia, y se acercaron a depositar en los pies del pesebre sus ofrendas de huevos y quesos. 2. “Fiunt cboreæ in claustro, vel in medio navis ecclesiæ, si tempus fuerit pluviosum, cantando aliqua carmina..., finita chorea, fit collatio in capitulo cum vino rubro et claro, et pomis vulgo nominatis des Carpendus. — Post nonam vadit chorus in prato claustri et ibi cantantur cantilenæ de resurrectione Domini”. Carta escrita de Besanzón y añadida en Mercure de France, en septiembre 1742. 3. Bonnet, Histoire de la danse, « San Marceou, pregas per nous, E nous epingarem per vous »

En el lenguaje de la Edad Media la misma palabra (Carrol) significaba danza alegre y villancico; el inglés lo ha conservado en este último sentido. Las danzas más vívidas, una especie de zarabandas y galops, comenzadas en el coro, continuadas en la nave, se terminaban en la plaza o cementerios. Estas danzas extrañas de los vivientes sobre las tumbas sin duda daban a la luz primero al espectáculo y luego a la pintura de la famosa Danza de la Muerte, donde la muerte llevaba, de su mano de esqueleto, y hacía bailar al son de su cítara personas de todos los estados, desde las reinas y los arzobispos a los cortesanos y mendigos1. El drama sacerdotal, cargado de todos estos accesorios más o menos profanos, tendía a separarse del culto que lo había producido. Se apartó primero del Oficio Divino, incluso sin salir de la Iglesia. Fue por lo general después del sermón que el clero, con la ayuda de algunos laicos, representó a los ojos del pueblo los misterios que le fueron encargados de enseñarle. “La Biblioteca Nacional cuenta con un valioso manuscrito de los primeros años del siglo XV, que no contiene menos de cuarenta dramas o milagros, todos en honor de la Virgen, la mayoría precedidos o seguidos del sermón en prosa que les servía de prólogo o epílogo. Ya en esta colección, cuya composición se remonta al siglo XIV, varias leyendas laicas o caballerescas, como las de Roberto el Diablo, indican el debilitamiento gradual y la próxima decadencia del drama hierático2” 1. La danza de la Muerte (o danza macabra) indudablemente toma su nombre de san Macario, uno de los primeros ermitaños de Egipto cristiano, que era como el principal actor en una leyenda popular que Orcagna reprodujo, alrededor de la mitad del siglo XIV, sobre las murallas de Camposanto de Pisa. Vemos la muerte vestida de negro, armada con su hoz, planeando sobre un montón de víctimas, entre las que el artista ha colocado a los papas, emperadores, obispos, abades. Cerca de allí, san Macario detiene tres reyes que van a cazar con sus amantes. Les muestra en tres tumbas, contra las que sus caballos se chocan, tres cadáveres de reyes putrefactos y roídos por los gusanos. - Recherches historiques et littéraires sur la danse des morts, por Peignot, 1826. - La Danza de la Muerte, por Francis Douce, 1833. Ensayo sobre los poemas y las imágenes de la danza de los muertos, por H. Fourtoul . 2. Magnin, Origine du théâtre moderne, preámbulo, p. xxiii.

Análisis de las vírgenes necias

De todos los misterios que hemos conservado, el más antiguo donde aparece el lenguaje vulgar, sin embargo, todavía se mezcla con la lengua latina, a la manera de las epístolas recargadas (mezcladas) de las que hemos hablado, tiene por objeto la parábola evangélica de las vírgenes prudentes y necias. El autor ha sabido poner cierto interés dramático en la ansiedad que excita el problema de las vírgenes necias. Se espera con preocupación si sus oraciones serán eficaces primero ante sus hermanas y luego ante los comerciantes. El interés de las Suplicantes de Esquilo, aunque más hábilmente extendido, no reposa en cualquier otra base. La trama del misterio se resuelve por un desenlace terrible, indicado solamente por el título, por el que el poeta ha dejado a la puesta en escena toda la responsabilidad de la ejecución. Modo accipiant eas dæmones et prœcipitentur in infernum. ¡Qué impresión! semejante espectáculo no se debería presentar en un siglo de la fe. Las Euménides de Esquilo sin duda no eran más terribles. El sentimiento de piedad se mezclaba con el de terror. Once veces regresaba a la boca de los desdichados este triste refrán que no es más que un grito de dolor y remordimiento: Dolentas ! chaitivas ! trop y avem dormit! y a la doceava vez, cuando el infierno se abre para tragarlos, es Cristo que exclama: Alet, chaitivas! alet, malauréas! A tot jors mais vos so penas livreas En efern ora seret meneis1. 1.

Desdichadas, débiles, ¡dormimos demasiado! - ¡Id, miserables! ¡Id, malditas! Ahora y siempre ustedes son penas libradas, Ahora al infierno serán llevadas.

El misterio no termina con estas emociones deprimentes. El destino de los pecadores ya no es una catástrofe para el teatro católico y para la Iglesia. Una serenidad formidable procede a esta escena de horror. Se cree ver el océano que se encierra calmado e impasible sobre el barco hundido. El poeta nos presenta todos los profetas de la antigua ley, que vienen a dar testimonio de la nueva profecía. Un montón de ideas de grandeza que parecen unir a todas las voces del mundo antiguo en un concierto sublime a la gloria del cristianismo. Así es como, aunque con menos nobleza que en la tragedia de Prometeo, todos los dioses, todas las fuerzas de la naturaleza, vienen a visitar el prisionero del Cáucaso y recoger de su boca los oráculos del futuro. Este misterio fue escrito probablemente en el siglo XI. El idioma vulgar que se mezcla es el del sur de Francia. Los otros dramas religiosos de los que estamos hablando son totalmente en la lengua vulgar y en el dialecto del norte. El Juego de San Nicolás

Uno de los más antiguos es el Juego de San Nicolás (Jeu de saint Nicolas) de Jean Bodel de Arras: pobre poeta rechazado de la sociedad de los hombres por una terrible enfermedad, la lepra, bajó en vida a su tumba, y dejó yéndose a su ciudad natal, además de la conmovedora despedida en verso, el milagro del que vamos a hablar, esas son sus principales obras. El Juego de San Nicolás, de alguna manera es la última transformación dramática de una leyenda medieval en la que San Nicolás fue el objeto: es el primer paso hacia la secularización del teatro. Los rituales del siglo XI contenían una prosa donde eran celebradas las maravillas que se solían atribuir a este santo obispo. En el siglo XII Hilaire, discípulo de Abelardo, sustituyó un diálogo en versos latinos rimados, con refranes en lengua de oíl: la tituló Ludus super lconia sancti Nicolaï. Un monje de Saint-Benoît-surLoire trató después de él el mismo tema, también en latín. Estas piezas fueron representadas en las iglesias desde casi un siglo,

cuando Bodel hizo un drama francés que probablemente jugó bien en la plaza pública de Arras o en el gran salón de alguna mansión. Era la víspera de la fiesta del santo; una gran multitud se había reunido, y el predicador, en una clase de Prologo, encargado de exponer al público el tema de la pieza, abría la representación: Oíd, oíd, señores y señoras, (Que Dios sea guardián de vuestras almas...) Para construir esta mansión, Queremos hablar con ustedes esta noche De San Nicolás el confesor, Quien ha hecho tan hermosos milagros. Entonces, para ahorrar al público poco experto el trabajo de desentrañar lentamente una penosa intriga, el predicador contaba, la manera de los prólogos de Plauto, todo lo que iba a suceder en el escenario. Un tesoro bajo la custodia de San Nicolás fue robado: el príncipe infiel a quien pertenecía amenaza un cristiano de muerte si no se encuentra el tesoro. El cristiano se pone a rezar: el santo aparece en la noche a los ladrones y los obliga a la restitución. Tal es la base común de los tres milagros, sea latino o francés. Pero Bodel pero no se obstina a traducir sus predecesores: añade (y este es el principal mérito de su obra) un interés contemporáneo, en el marco en el que pone la vieja leyenda: es en el medio de una cruzada, donde los cristianos son derrotados por los infieles y perecen mártires gloriosos. El entusiasmo de estas expediciones lejanas respira en muchas partes del milagro; las alusiones transparentes nos trasladan a la primera cruzada de San Luis, al reciente desastre de Mansurá, pudo ser incluso a la muerte del joven e intrépido conde de Artesia, hermano del rey de Francia. El poeta parece anticipar algunas de las inspiraciones sublimes de Polyeucte. No hay nada más noble que la exhortación mutua de los cristianos en el momento de entrar en combate contra los infieles.

LOS CRISTIANOS HABLAN

¡Santo sepulcro, ayúdanos! - Vamos, amigos, ¡ánimo! Sarracenos y paganos apresuran llenos de rabia: Vean sus armas brillar: Mi corazón salta de alegría. Que hoy la proeza del gran día se desarrolla: Contra cada uno de nosotros es todo un ejército. UN CRISTIANO

Señores, no duden, es nuestra última hora. Sé que vamos a morir luchando por Dios. Vendería mi sangre, si estas armas no se rompen. Nada se resistirá, ni cascos ni cotas. En el servicio de Dios nos ofrecemos a caer; El paraíso será nuestro, será un infierno para ellos: Ellos se lanzaron hacia nosotros, que reencontraron nuestras armas. Imagínese, como acompañamiento de estos hermosos versos, la atención religiosa de la multitud, el enternecimiento de las damas, los aplausos de los hombres jóvenes, muchos de los cuales han asistido y participado en esta lucha heroica. Esquilo, en la tragedia de los persas, se contentaba con hacer un recuento de la batalla de Salamina al pueblo triunfante; el poeta francés nos acerca aún más al acontecimiento: la lucha continúa en el escenario, como las batallas de Shakespeare. Asimismo, la situación aquí es más conmovedora que en la del poeta griego: pues todos los guerreros cristianos van a morir; pero, como la victoria de Salamina, su muerte es un triunfo. Un ángel desciende del cielo en medio de la lucha y ya plantea la inmortalidad sobre sus cabezas. EL ÁNGEL

Estad todos seguros de corazón, Y no tengáis ninguna duda, ni temor; Yo soy el mensajero del Señor, Que los pondrá fuera del dolor. Tened los corazones orgullosos y creyentes En Dios. En cuanto a los no creyentes

Que atacan a gritos, Solo sintáis hacia ellos desprecio. Expongan intrépidamente vuestros cuerpos Por Dios; porque la muerte está aquí Que todas las personas deben morir Que ame a Dios y en Dios crea. UN CRISTIANO

Quién es usted, buen señor, que nos confortas Y tan alta palabra de Dios nos traes Si es cierto la ayuda que prometiste, Recibimos sin temor nuestros enemigos mortales. EL ÁNGEL

Yo soy un ángel de Dios, bello amigo, El que me envió es él. No temáis, no dudéis más; Porque Dios los ha escogido. Caminad con paso firme al mártir. Para Dios todos van a perecer; Pero los cielos están preparados. Me dirijo a Dios: permaneced. Al lado de estos pasajes verdaderamente admirables para la elevación del pensamiento e incluso la nobleza del estilo, se encuentra en el mismo drama una escena de taberna, que no es menos remarcable en su género. La verdad de la pintura, el estilo libre del diálogo, la fisionomía jovial de los personajes forman una pintura flamenca muy animada. Nos encontramos incluso con algunos versos perfectamente afectados, que se vuelven poéticos a través de ser verdaderos y sentidos. Aquí, por ejemplo, cómo el tabernero recomienda su vino. Nos reservamos aquí sin alteración los términos intraducibles del original. Lit. FR.

El vino aforé de nuevo En cantidades y llenos los barriles, Moderado, bebiendo y lleno y tosco, Arrastrándose como ardilla en bos, Sin ninguna mors podrida ni agria; Sobre un poso corto y seco y, a pesar, Cler com lágrima de pecador, Croupant en la lengua al léchéour: Otro gent no deben probar.... Vea cómo él mangie se espuma, Y salto y la chispa y frito; Manténgalo un poco sobre la lengua, Si sentiras jà outre-vin ! A esta franquicia de pinceles, a estas fantasías alegres de artistas, se siente que el drama, ya emancipado, salió corriendo de los recintos sagrados. Los trovadores del siglo XIII se ponen a trabajar: Adam de la Halle compatriota de Jean Bodel, apodado el jorobado de Arras, debido a su espíritu, se dice; Rutebeuf, el enemigo de los monjes, el autor de las fábulas espirituales de las que hemos hablado, muchos otros cuyos nombres se mantienen desconocidos, compusieron los juegos, los milagros y los misterios2. La gente tenía sus poetas, como los 1. El vino recientemente perforado, en abundancia y los barriles llenos; sano, agradable de beber, sencillo, tosco, que fluye como una ardilla en un bosque, ni agrio ni rancio; seco y delgado, sobre las heces, claro como lágrima de pecador, se detiene en la lengua del gastrónomo: otras personas no lo deberán catar. Vea cómo se come su espuma, como salta, relumbra y burbujea; mantenlo un poco en la lengua y sentirás un vino famoso. 2. Li Jus Adam ou de la Feuillie ; la pastoral de Robin et Marion, por Adam de La Halle; li Jus du Pèlerin, por un artesiano anónimo; le Miracle de Théophile, por Rutebeuf; le Miracle d'Amis et Amille, y muchas otras obras dramáticas de autores desconocidos se encuentran, así como li Jus de Saint Nicolas , en el THEATRE FRANÇAIS AU MOYEN AGE de Monmerqué y Francisque Michel.

castellanos: se convirtió en poeta él mismo, al menos por sus esfuerzos para representar las composiciones teatrales de sus trovadores. Se formaron las corporaciones, cofradías laicas para jugar sus obras. Estableció por primera vez en un espíritu de caridad y piedad, estas asociaciones, graves y serias en sus inicios, no aportan ninguna tendencia hostil a la Iglesia; antes del final del siglo XIII ya habían retirado al clero una parte de su influencia, y en el curso del siglo XIV la paralizaron totalmente. Estas hermandades incautaron pronto el teatro eclesiástico, y le dieron insensiblemente una tendencia más mundana, a medida que se lo llevaron por sí mismas. Por lo tanto el teatro emancipado tomó una dinámica más libre. El arte se esforzó en suplir el debilitamiento de las impresiones religiosas: la carrera se engrandeció cuando los muros del santuario dejaron de trazar los límites. En lugar de algunas escenas dramáticas dadas por las Sagradas Escrituras, como la muerte de Cristo, los lamentos de María, la Resurrección, se formaron grandes composiciones cíclicas que abrazaron toda la vida de Jesucristo, o incluso toda la historia religiosa del hombre, desde la creación hasta el juicio final. En torno a los personajes bíblicos se agruparon los personajes creados por la imaginación del poeta: las escenas populares se hicieron más frecuentes; la intriga era más verdadera y vívida, pero a la vez menos majestuosa y de poder religioso. Los misterios se convirtieron poco a poco en lo que es hoy el drama, un juego real destinado a la diversión de un público ocioso.

CAPÍTULO XIX EL TEATRO FUERA DE LA IGLESIA; LAS COFRADÍAS Cofradía de la Pasión - Análisis del misterio de la Pasión Cofradía de la Pasión

La más famosa, aunque una de las más recientes entre las cofradías destinadas a la representación de los misterios, fue la de la Pasión y Resurrección de Nuestro Señor, fundada por los ciudadanos de París, dueños, albañiles, carpinteros, cerrajeros y otros que eligieron primero por sus exposiciones teatrales del pueblo de Saint-Maur, cerca de Vincennes. En algún momento obstaculizada por la defensa del preboste de París, solicitaron y obtuvieron el permiso de Carlos VI, quien, por su patente real de 1402, constituyó sin duda dicha cofradía, y le permitieron representar algún misterio que fue, o delante del mismo Rey, o de su común (pueblo), en cualquier lugar y sitio lícito para hacer lo que pudo encontrar, tanto en la milla de París como en los suburbios de esta. Por lo tanto, las cofradías de la Pasión se establecieron fuera de la Puerta de Saint Denis, en el Hospital de la Trinidad. Allí se dieron al público en días festivos, diversas actuaciones piadosas del Nuevo Testamento. La multitud era grande: clérigos y laicos se reunieron. La Iglesia favorecía de todo su poder la nueva creación: avanzaba en esos días, las vísperas, para no obstruir este otro servicio divino. La cofradía había alquilado, los religiosos Premonstratenses, la sala principal del hospital: era una vasta sala de veintiuna tallas de largo y seis de ancho, levantada sobre una planta baja y sostenida por arcos. En una de sus extremidades se encontraba el teatro, que constaba de varios bancos de altura desigual. El más alto, ubicado en la parte inferior del escenario, representaba el cielo abierto, hecho en manera de trono, con balaustres dorados alrededor. Era allí donde

se reunían "Dios en un púlpito adornado, y al lado derecho de Él Paz y bajo ella Misericordia: a la izquierda Justicia, y bajo ella Verdad, y alrededor de ellas nueve órdenes de ángeles, los unos sobre los otros”. Otros cadalsos paralelos al primero descendían sucesivamente hasta delante del escenario1 y representaban los diferentes lugares donde ocurría la acción: eran como “la casa de los padres de Nuestra Señora, su oratorio, el pesebre de los bueyes”, y finalmente, a la derecha el más bajo, se veía “infierno representado en manera de una gran boca, se abría y cerraba, cuando era necesario”, para dejar entrar o salir los demonios. En cuanto tras bastidores, no había ninguno, y nada era menos necesario: las banquetas colocadas lateralmente a la derecha e izquierda del teatro recibían sucesivamente todos los personajes, cuando terminaban o suspendían sus funciones. Lucifer se sentaba ahí sin ningún rencor al lado de San Miguel, y Pilatos cerca de Barrabás todo a la vista y a la edificación de la opinión pública. Por lo demás, los propios actores formaban una segunda audiencia, que no habría sido benéfica para privar al espectáculo: el número era tan grande que se tuvo casi la razón en decir que la mitad de la ciudad estaba a cargo de divertir a la otra mitad. Y esta responsabilidad no era un juego: los artistas de esa época estaban muy lejos el afán de sus funciones y el deseo de imitar a la naturaleza. Una crónica nos dice que en una representación de la Pasión, “Dios era un señor llamado Nicole, que era párroco de San Víctor de Metz, que estaba casi muerto en la cruz para perfeccionar el personaje de la crucifixión”. Judas fue sometido a una peligrosa emulación: “casi muere en la horca: porque su corazón le falló, y fue apresuradamente descolgado y llevado en vía (transportado, portato vía)”.El deseo de la audiencia no era menos admirable: los días no eran suficientes para la representación del

1. El Sr. Paulin Paris en su curso de Literatura francesa en la Edad Media, enseñado pero aún inédito, sólo admite tres andamios: el más alto representaba el cielo y el más bajo el infierno; el del medio se divide en dos áreas de una sola planta: la zona inferior estaba ocupada por varios lugares necesarios para la acción, frente a ella se habría formado una gran vía de comunicación abierta con el movimiento de los personajes.

misterio ni para agotar de su curiosidad. Al anochecer, se cortaba la acción en cualquier lugar, y se daban cita para el domingo siguiente. Nadie faltaba a la hora señalada, y en ocasiones se continuaba durante varios meses, sin fatiga, sin impaciencia, el interminable drama. Es fácil dar cuenta de este afán persistente: las cofradías de la Pasión habían creado el arte popular. Hicieron disminuir la poesía de las regiones superiores de la sociedad, para finalmente ponerla bajo el ojo y en la mano de las personas. He ahí los santos, los apóstoles, los ángeles, el Cristo mismo, que se dignan a abandonar el templo y hablar familiarmente con la multitud: les hablan en su lenguaje e incluso su idioma. La imperfección, la grosería que hoy en día nos ofende en estas obras piadosas eran tal vez entonces una condición para el éxito. El arte, como una vez el profeta Elías, poco se hacía para acoger mejor a este pueblo nativo y para animar poco a poco su vida. Los ojos eran cómplices de la santa ilusión: los misterios de la religión, que pocos sabían leer, que raramente se podían escuchar de la boca de los sacerdotes o monjes, se explican aquí por sí mismos, con coherencia, con claridad, con facilidad: pasaron frente a ustedes en trajes brillantes, en finas capas pluviales de todos los colores; se fijaron en los rasgos, los gestos, en el sonido de la voz de los actores; y algún mal que fue su estilo, después de todo, era mejor el de los predicadores. Análisis del misterio de la Pasión

Por cierto, la deficiencia de detalles no compensaría el inmenso interés del tema. Incluso ante la mirada de los críticos, ¿es que existe un tema más sublime y a la vez conmovedor que el de la pasión de Cristo? Es el destino de toda la humanidad que se excita ante la más cruel tortura al más inocente de los hombres, y ¡este hombre es un Dios! La gran unidad que Bossuet impuso a la historia universal, cuando traiga todos los siglos, todos los imperios a los pies de la cruz de Jesús, no es más majestuosa que la concepción de este misterio. Es el mismo san Pablo quien esbozó el plan. La escena se

abre con un consejo celestial. El autor se eleva sobre el ala de los profetas hasta el trono de Dios, donde Justicia y Misericordia acusan y defienden a su vez la humanidad: Dios, en su infinita bondad, las reconcilia sacrificándose a renunciar a lo más querido por él: su hijo vendrá a la tierra a morir. En cuanto esta idea que une la primera escena a la última fue entrevista, que por un cambio repentino, el poeta, aprovechando la distribución material de su teatro, nos muestra el infierno que se mueve; todos los demonios acuden la voz de Lucifer. Ellos forman una escena tumultuosa, original, extraña, que sin embargo contiene las semillas de la gran belleza poética que ha desarrollado tan bien el genio Milton, el contraste de la santa luz del cielo con las evidentes tinieblas del infierno. Un demonio propone al líder de los desaprobados un plan que debe robar el hombre a la misericordia divina: la asamblea infernal lo adopta con emoción: “bien dicho” gritó Lucifer, Enfurezco de alegría de escucharte. Es así que Desgracia, personificado por uno de nuestros grandes poetas, al momento de entrar en sus garras de buitre al mundo al que Dios lo abandono, Crece en señal de alegría Un largo gemido1. He aquí los dos poderes sobrenaturales en presencia, listos para entrar en conflicto con un golpe terrible; se despliegan entre ellos, con toda la ingenuidad de la inocencia y de la seguridad, una escena pastoral a la que le falta poco para ser un gracioso idilio, es Joaquín, el padre de María, que visita a sus ovejas, y da gracias a Dios por su prosperidad. Entonces nacía y crecía su joven hija María; la vemos 1. Lamartine, Premières méditations.

dedicarse a la adoración de Dios en el templo, y tiene el placer de hacernos creer a veces al joven Jonás ARBAPANTER

¿No es esta tu hija, María que veo tan arreglada Tan graciosa y tan dulce? JOAQUÍN.

Sí, por supuesto.... ARBAPANTER

Sabio, cortés y amable Para todos sus amigos aceptable.... ¿Qué dices? MARÍA

Nada, todo está bien1. ABÍAS

¿Tienen necesidad? MARÍA

De nada. ARBAPANTER

¿Qué quieres? MARÍA

Vivir en sencillez. ARBAPANTER. ¿Y el estado mundano? MARÍA

Lo dejé. ABÍAS

¿Qué deseas? MARÍA

Servir a Dios. ARBAPANTER

¿Después? MARÍA

Su gracia servir (merecer). 1. Respuesta educada, muy usada entre los latinos, y que a menudo encontramos en sus cómics: Nihil, omnia recte. Eso significaba que no teníamos nada que decir, y nos adherimos plenamente a la opinión del hablante.

ARBAPANTER

¿Quieres un lujoso traje? MARÍA

No. ARBAPANTER

¿De qué se adorna? MARÍA

De buena reputación. ABÍAS

Siempre estar en devoción Y en oración es imposible.... MARÍA

Leyendo las Santas Escritura, Nunca me encuentro en malestar. Estas escenas preliminares, especies de prólogo, ocupan dos días, es decir dos actuaciones. Es sólo a la tercera que comienza la pasión de Cristo. Se abre con un pasaje cuya nobleza contrasta con el tono generalmente familiar del diálogo; esta es una pieza lírica en la que el lector podrá apreciar fácilmente su belleza. Jesús entra a Jerusalén, y a la vista del pueblo que viene hacia él con ramos y cantos de júbilo, exclama dirigiéndose a la ciudad santa: El pueblo es alegría, Pero mi corazón llora; Os dejo desnuda (abandonada). JAYRUS (uno de los Judíos principales)

Hija de Sión, En devoción Recibe tu rey. JESÚS

Lamentación, Desolación Sobre ti, venir y ver! Después de estas amenazas concentradas de pequeñas a rápidas, que golpean todas a la vez, como la venganza celestial, el sentimiento de

repente se detiene al igual que el ritmo, y la idea del Salvador parece suavizarse: ¡Jerusalén! ciudad florecida noble, Templo de la paz, sagrado santuario elegido, El momento, sin duda, pronto llegará.... Tus enemigos vendrán a tu alrededor, Para lanzarte a la lamentable ruina. Lo siento, tengo dolor en mí; Porque demasiado mal vive en quien el pecado domine. Jerusalén, llora, llora su rey. Tus enemigos le engañarán, Destruyéndote hasta la raíz. Después de mi muerte no tendrás más refugio (descanso): Porque demasiado mal vive en quien el pecado domine. Podríamos citar algunos pasajes de un estilo similar, pero en general son poco frecuentes en este poema. El autor instintivamente sentía que allí no tendría éxito. La misión de las cofradías no era la de desplazar el drama del santuario a la plaza pública, sin cambiar nada, solo el lugar: su propósito, la necesidad de su público era secularizar el drama religioso por la pintura verdadera y sorprendente de una naturaleza poco ideal. Racine, quien escribía para Luis XIV, incorporaba la elegancia de la corte en los temas antiguos: los poetas de la Pasión introducían cada vez más la vida popular; y la gente del siglo XV era poco poética. “Una sola preocupación, dijo con razón el señor Sainte-Beuve, tuvieron los autores de los misterios: solo pretendían recordar, en los hombres y las cosas del pasado, las escenas de la vida ordinaria que tenía ante sus ojos; para ellos, el arte se reducía a esa copia, o más bien a este fiel facsímil. Si nos muestran una turba, se nos viene a la mente inmediatamente por las de los mercados o la ciudad. Cada corte es igual que el Châtelet o parlamento. Los verdugos de Domiciano, Pesart, Torneau, Daru, Mollestin parecen ocupados en la plaza del Palacio de Justicia o Montfaucon; Flagel, Sorbins, los capitanes de

los buques en Roma o Troya, bajo los reinados de Nerón o Príamo, son los barqueros de puertos de vinos; y Casse-Tuileau, PileMortier, Gâte-Bois, albañiles y obreros que Nemrod hizo trabajar en la Torre de Babel, parecen dar cabida a la calle Mortellerie.... Se entiende qué tipo de interés, de encanto y emoción de los espectáculos de una verdad tan presente debería tener para un público por cierto ignorante y poco delicado. Lo que especialmente admiraba, era la perfecta conformidad del lenguaje y el juego teatral con la realidad de cada día.... Todas las alabanzas contemporáneas se refieren a esta exacta similitud1”. Vamos a dar algunos ejemplos de estas sinceras y justas pinturas que a veces atenuaban la severidad, el patetismo del tema, y que tienen la gran ventaja para nosotros de mostrarnos al natural el pueblo de Carlos VI. Veamos primero este justo pueblo, este común por el que trabajaba sobre todo la cofradía, esas buenas personas que, a pesar de los tiempos difíciles, confían en Dios, padecen el sufrimiento y solo hacen el bien. Aquí el viejo Zebedeo que transmite sus buenas tradiciones a sus hijos, mientras que ellos reparaban sus redes. Mis hijos, conocen que esta es Nuestra pobre naturaleza humana: En este mundo no hay interrupción, El tiempo vuela y así nos lleva; Y quien desee riqueza mundana La debe ganar con lealtad, O incurrir en el castigo del infierno Por siempre, perdura Tengo en triste simplicidad Vida, sin miseria. Voy según mi pobreza; 1. Tableau historique et critique de la poésie française et du théâtre français au seizième siècle, t. I, p. 231.

Si tengo poco, tengo paciencia. Hijos míos, me pusieron diligencia A pescar y ganarme la vida: Bastante tiene, quien tiene lo suficiente. De gran riqueza no tengo envidia. Juan y Jacobo, o aprenden A enfrentar las adversidades.... Si ustedes tienen buena mercancía Véndanla bien y a un precio justo, Y agradecer a Dios, el ocaso (la tarde) Por todo lo que ustedes hayan tomado. La figura expresiva del valiente Simón completará la imagen de la clase burguesa y campesinos honestos, inofensivos pero muy poco heroicos de su profesión. Se pide obligarlo a llevar la cruz de Cristo. SIMON

¡Ay! ¿Qué me piden?, ¿Quién me esforzará por tales medios? PRIMER VERDUGO

Tus hombros lo sabrán bien Antes de regresar, no te chaille (no se preocupe). SEGUNDO VERDUGO, a Pilatos

Señor, os encomiendo y bosteza Este hombre que usted requiere y rastrea (busca y solicita). SIMON

¡Ah! mis señores, excepto su gracia, No sólo ustedes quieren la verdad: Me han asustado Que yo no puedo soportar. Y si ustedes me quieren cargas, Solicito a mi guardia. EL CENTURIÓN

No, buen hombre, no tienes guardia. Pero para que Jesús soporte mejor,

Que no puede más llevar su cruz, Y permanece aquí sin ayuda, Tienes que ayudarlo. Y llevar esta cruz por sí mismo (él). SIMON

¡Ah! Mis Señores, perdónenme Por nada jamás nunca lo haría: Porque, tanta vergüenza tener Después de mucha resistencia, Simón hizo de la necesidad virtud, y obligado a ser caritativo, no obstante, lo hace de buen corazón. Voy a hacer tu voluntad. Menos me pesa en la verdad La vergüenza que me haces. ¡Oh Jesús! de todos los profetas El más santo y el más bondadoso.... Al lado de los buenos pobres que se resignan a su miseria, se coloca una clase, aunque muy numerosa, que no se resignaba, clase curiosa, sino interesante, la de los bandidos, mendigos, ladrones. GESTAS, mal ladrón.

No temo a nada, ni a Dios, ni al diablo, Ni hombre, siempre tan terribles, Cuando me enoja una vez. No hago dudar de estrangularlo Un hombre, tampoco un jabalí Comer la bellota por el bosque. DISMAN, buen ladrón

Robo por las carreteras Todos los buenos comerciantes y peregrinos, Cuándo me encuentro con ellos. GESTAS

Yo soy el maestro en abrir cerraduras;

No es puerta, cofre, ni ventana Que no sea capaz de abrir o derribar BARRABAS

Yo soy el homicida Barrabas, Lleno de toda sedición, Que no paga ningún tributo o subsidio, Y no quiere ayuda o asistencia Para hacer una moción (asonada). Yo maté sin permiso, Un hombre de esta ciudad, Que no hace confesión, Por temor a la justicia civil. Podría estar equivocado, el punto de vista dramático, para venir y hacer confesión a los espectadores, que le podría pedir intervenir y no hablar. No podemos hacer el mismo reproche a otros dos bandidos, que en un manuscrito descubierto y analizado por el señor O. Leroy, forman una excelente escena, digno antecesor de uno de los del abogado Patelín. El autor, en una especie de entreacto trae al teatro dos bribones de los que uno, pretendiendo que el frío lo inquietara, se llama Claquedent, que significa castañear, y el otro Babin, palabra que significa tonto, imbécil. Babin, a pesar de su nombre y su aspecto, es más astuto que Claquedent, a quien convence de hacerse enfadar, para mejor inspirar compasión, y para que se dejara atar los pies y las manos. Claquedent una vez bien atado, comienza rechinar los dientes y hacer gritos lamentables que atraen a la esposa de Joaquín. Esta santa mujer lo quiere tranquilizar, Babin le grita que no lo toque: ¡Ah! dama, mi señora Déjelo quieto, no lo toque: La morderá. Después de una larga escena de espantosas muecas de un lado y una tierna compasión por otro lado, Babin dice que traerá a Claquedent y

recibe el dinero de la generosa dama, quien le recomienda tratar bien su compañero y de volver cuando necesitara dinero. A lo que Babin responde en tono de broma: ¡Oh señora!, sin ninguna falta Tan pronto como Anna se retiró, Claquedent dijo a Babin: Desátame rápido. Pero Babin, encontrando que es muy bueno también, le dijo: Espera un minuto, pensaba: Tienes tu cuenta y gentileza por arte (agradable, hábil) Guardaré todo este dinero. Claquedent, que está atrapado en su trampa, se enfureció esta vez al natural; Babin no lo tiene en cuenta, y le dijo con notable alusión a la fábula de la cabra y el zorro: Adiós, Claquedent, en el pozo. Te quedarás allí hasta mañana. ¡Asesino, ladrón! llora el pícaro encadenado, mientras que el otro huía diciendo sin duda a las personas que se encuentra no acercarse al rabioso: No lo toque: Los morderá. Finalmente Claquedent es rescatado, y como se le preguntó quién lo dejó así, él contestó con tristeza: Un ladronzillo llena de picardía.

Toda la escena cómica se resume en la palabra: un ladronzillo, un diminutivo de ladrón y engañar a un pícaro doble que se consideraba un maestro1. El poeta está muy lejos de merecer tantos elogios en las partes serias de su tema; ni él ni su público hicieron pensamientos fuertes, al noble estilo de la tragedia, y además de lo que pensaban, qué estilo habría caído bajo un tema tan sublime, tan exigente. Sin embargo, a veces ocurre que la misma trivialidad de la expresión da un alivio inesperado, una energía sorprendente a la idea, por ejemplo, en la flagelación de Cristo, las heridas del Salvador pegaron la ropa a su cuerpo, uno de los verdugos dijo al despojarlo: Parece una oveja despellejada, La piel viene con el vestido: Sin duda verso de carnicero, pero que ya indica la ruta por la cual la poesía popular podría haber aumentado gradualmente a la fuerza del arte. Al final de la Edad Media, el pueblo de Francia estaba degradado por una larga servidumbre, por la superstición, por la miseria. Mantenida en una tutela opresiva por sus maestros egoístas y poco inteligentes, no podía levantar su alma a la zona de los pensamientos elevados y nobles. La poesía nacida en el seno de este pueblo, creada por sus sentimientos más profundos, por sus instintos más verdaderos, si hubiera permanecido en la interpretación fiel, probablemente se habría un día engrandecido y purificado con él. A partir de la verdad, la poesía alcanzó gradualmente la nobleza. Los poetas renacentistas siguieron el camino opuesto. Comenzaron por la nobleza, pero a menudo no podían bajar a la verdad. Francia tiene una poesía clásica, pero esta poesía no era popular.

1. Este análisis pertenece casi en su totalidad al Sr. O. Leroy, Étude sur les Mystères p. 178.

Los enfoques del Renacimiento en un principio opacaron y finalmente eclipsaron las representaciones de los misterios. El prestigio divino de la fe, aureola celestial que rodeaba este teatro semi bárbaro y ocultaba su debilidad, lo abandonó poco a poco. Así que ya se no vive más en esos espectáculos devotos exceptuando por lo que perciben hoy en día algunos de nuestros literatos. En 1542, el procurador general de París había adelantado sus acusaciones: se había levantado enérgicamente en contra de “las personas iletradas que no conocen ciertos temas, de condición infame, como los carpinteros, tapiceros, vendedores de pescado que interpretaron los hechos de los Apóstoles, sumándole a esto varias cosas apócrifas. Tanto los albañiles como los músicos son personas ignorantes, añadió, que no saben ni a ni b, que nunca fueron instruidos ni formados en el teatro”. Por desgracia la audiencia compartía opinión con el Parlamento. No importaban los actores sino el poema; se “exclamaba en forma de burla que el Espíritu Santo no había querido descender”, y otras burlas por el estilo1. Se acabaron los misterios: Jodelle quedó por fuera. El 17 de noviembre de 1548, el parlamento, renovando el privilegio de los Confrères de la Passion, les permitió interpretar temas lícitos, profanos y honestos y expresamente les prohibió la representación de misterios sacados de las Sagradas Escrituras, siendo esto la autorización para que muriera la hermandad2. ————————————————————

1

Béranger es descendiente directo de sus críticas burlescas. Los textos impresos de la Pasión se encuentran completos en la selección de Misterios inéditos del siglo XV de M. A. Jubinal (según el manuscrito de la biblioteca Sainte-Geneviève); y por fragmentos en La historia del teatro francés de los hermanos Parfait (texto atribuido a J. Michel d'Angers). — M. 0. Leroy (Estudios sobre los misterios) citó y analizó la versión que figura en el manuscrito de Valenciennes. 2

CAPÍTULO XX LA BASOCHE: LOS ENFANTS SANS SOUCI Las moralidades — Las farsas: análisis de Patelin. Los enfants sans souci. Soties

Moralidades La poesía seria del feudalismo así como los cantares de gesta y las maravillosas ficciones de Arthur habían terminado en las alegorías fríamente ingeniosas de Roman de la Rose; de este modo el teatro religioso, los misterios del Antiguo y Nuevo Testamento, los milagros de los Santos, poesía popular maravillosa, se transformaron poco a poco en piezas alegóricas llamadas moralidades. Este cambio correspondía a una modificación notable de la conciencia pública. La antigua fe de la Edad Media, satisfecha con escuchar y creer, fue sustituida por el razonamiento cuyo fin era producir y desarrollar ideas. La alegoría ya no es el hecho concreto y material; es el trabajo más o menos afortunado de la inteligencia, la abstracción y el análisis. La naturaleza, de la cual no se había sabido descubrir la belleza santa y eterna, parecía vulgar e insípida: en esta se desarrollaron las combinaciones artificiales del pensamiento. Al despertarse, el espíritu estuvo feliz de sentirse y entenderse se amaba a sí mismo en sus juegos infantiles, abusando de estos para probar su libertad. En el seno de la clase letrada, y sin embargo laica, nació ese abuso espiritual del nuevo espíritu. Los cleros del Palacio formaban, como toda profesión en la Edad Media, un gremio. Creado por Felipe el Hermoso alrededor del año de 1303, bajo el nombre de Basoche3, este gremio tenía privilegios, una jurisdicción especial, un rey que tenía un birrete similar al del rey de Francia, una bandera y medallón tricolor4, magníficas revistas al son de los tambores y trompetas, desfiles, plantaciones de árboles y finalmente representaciones teatrales. El éxito de los misterios, logrado por los Confrères de la Passion, y en mayor medida su decaída, causó la imitación de los basochianos. Los

3

De la palabra Basilica, salón de audiencia. Los colores de la Basoche eran el amarillo y el azul a los que cada capitán le añadían un color especial y designado por él para servir como una reunión de la compañía. 4

campesinos, la mayoría iletrados, habían podido entretener por mucho tiempo a los burgueses de la gran ciudad: ¡qué pasaría cuando viéramos en la mesa de mármol del Palacio a cleros eruditos y latinistas, siendo a su vez actores y autores, que tendrían “lengua elocuente y lenguaje correcto, con los acentos de pronunciación decente”! Los basochianos no son los que “de una palabra harán tres, pondrán punto y pausa en medio de una proposición, sentido u oración imperfecta; harán de una pregunta una exclamación, u otro gesto, prolación, acento contrario a lo que dicen”. ¿Qué les importa el privilegio de la hermandad? No son los misterios lo que basochianos quieren representar, ya los misterios son bastante viejos, y además es solamente la Biblia por personajes. Nuestros cleros inventarán al mismo tiempo sus temas y su género y harán buenos diálogos entre Bien-Prevenido y MalPrevenido, Buen-Fin y Mal-Fin, Ayuno y Oración, Hermana de la limosna; allí veremos representar Esperanza-de-la-vida-larga, Vergüenzade-decir-sus-pecados con Desesperanza-del-perdón*. Algunas veces la trama se forjará entre personajes aún más extraordinarios. Nos encontraremos en el escenario en carne y hueso, el polvo-de-la-tierra, la Sangre-de-Abel, la Carne misma con el Espíritu. ¿Queremos una idea de la acción que podía acercarse a semejantes interlocutores? A continuación el breve resumen de una moralidad. Un grupo de compinches alegres cuyos nombres son Come-Todo, Lased, Beba-usted, Sin-Agua, son invitados un buen día, de manera muy cortés por el gran y espléndido Banquete. Están presentes algunas colegas, entre otras, Golosina, Glotonería y Lujuria. Se sientan en la mesa, y todo es lo mejor de lo mejor de los anfitriones, pero he aquí otra fiesta: un grupo de enemigos vienen a invadir el salón Elcólico, Lagota, Lictericia, Amigdalitis, Hidropesía, y agarran a los invitados por el cuello, por la pierna o por otro lado. Unos los enfrentaron y otros, atemorizados, se lanzaron a los brazos de Sobriedad que llama Remedio a su socorro. Gran-Banquete, llevado a juicio antes de la Experiencia, es condenado a muerte y Ladieta** está a cargo de las funciones de verdugo. Así era como generalmente se desarrollaban estos pequeños dramas. La mayoría eran más serios y algunos parecían haber sido incluso más jocosos. *

Nota del traductor: en adelante se traducirán todos los nombres de personajes, algunos de los nombres orignales en francés se proporcionarán en los pie de página (*). Los nombres originales son: Bien-Avisé y Mal-Avisé, Bonne-Fin y Male-Fin, Jeûne y Oraison, soeur d'Aumône, Espérance-de-longue-vie, Honte-de-dire-ses-péchés con Désespérance-de-pardon, respectivamente. ** Mange-Tout, Lasoif, Bois-à-vous, Sans-Eau; Friandise, Gourmandise y Luxure; Lacolique, Lagoutte, Lajaunisse, Esquniancie, Hydropisie; Sobrieté, Remède, Gros-Banquete, Ladiète, respectivamente.

Un bibliófilo encontró, sobre el pergamino que cubría un libro viejo, la primera página de una especie de moralidad en donde figuran como personajes Harina, Queso y Tarta*, sin embargo no se menciona en dónde ocurría la escena5. De esas acciones a las farsas, el paso fue fácil e igualmente necesario. Las moralidades en sí no hubieran cautivado por mucho tiempo la atención de la gente. Una sociedad de élite, como las preciosas del Hotel Rambouillet, puede crear una empresa de ingenio, hacer un lenguaje y un placer de convención. Los señores y cleros bien habrían podido deleitarse a puerta cerrada con las alegorías perfumadas de Guillaume de Lorris y las maldades eruditas de Jehan de Meung, poner todo el ingenio en escena y creer que esto les divierte: en el peor de los casos, habrían tenido la satisfacción de aburrirse con estilo y de bostezar como se debe. Sin embargo el teatro lleva consigo su correctiva y censura; la gente no entiende tanta malicia, sólo se ríen y lloran cuando lo sienten. Los misterios los habían dejado de hacer llorar, había que resolverse a hacerlos reír y se inventaron las farsas. Las farsas: análisis de Patelin La más célebre de todas es la excelente pieza titulada El abogado Patelin*, generalmente atribuida, pero sin ningún fundamento, a Pierre Blanchet, nacido en Potières en 1459. Patelin es la verdadera obra maestra del teatro francés en la Edad Media. La trama es tan sólo un delgado hilo, pero anudada con tanta naturalidad, llevada con una credibilidad tan admirable, nos presenta personajes tan vivos, tan originales, que esta farsa sigue siendo uno de los mejores tipos de comedia verdadera y de las buenas bromas francesas. Brueys, quien la llevó al teatro después de tres siglos, hizo de esta una obra bastante entretenida, sin llegar a la vivacidad y la naturalidad del original6. ¡Qué estrategia tan hábil es la que utiliza el viejo pícaro al engañar al honrado vendedor de paños para sacarle las seis varas que codicia! ¡Cómo este mezcla hábilmente los elogios del señor Guillame con los de su paño! El astuto comienza alabando fervorosamente el difunto padre de su víctima: *

Farine, Fromage y Tartelette 0. Leroy, Estudios sobre los misterios, p. 670 *Todos los títulos de las obras, incluyendo los de los pie de página, están traducidos, ya sea con la traducción ya acuñada en español, la traducción propuesta en textos paralelos o con una propuesta del traductor. 6 El escritor moderno ha tratado de introducir en esta farsa la unidad de acción y el realismo de detalles de una comedia verdadera. Esto fue ignorar la naturaleza de esta encantadora bufonería. 5

¡Ah! ¡Era un tan hombre sabio! Ruego a Dios que con el alma De vuestro padre permanceza! ¡Virgen Santa! ¡Os juro que cuando os veo, me parece volverlo a ver! Fue un comerciante bueno y sabio. Sois idénticos, ¡Por Dios! Como un retrato a su original Si Dios concede misericordia a algunas de sus creaturas, que le conceda perdón a su alma. EL PAÑERO ¡Amén! Por su gracia, e igualmente por nosotros cuando así sea Su voluntad. PATELIÍN Os juro que muchas veces me habló bastante de lo que estamos viviendo ahora. Muchas veces, me acuerdo bien. Y luego cuando el Señor lo requirió, uno de los buenos… El primer fruto de sus elogios, es un aumento de la cortesía por parte del comerciante, el cual se da cuenta un poco después que aún no le ha ofrecido asiento al amo Pierre, e interrumpiéndolo: Sentaos, buen hombre. ¡Ya era hora de que os dijera! perdonad mi torpeza Después de algunas ceremonias, Patelin se sienta, y continuando sus evoluciones preparatorias, llega y como por casualidad toca un pedazo de paño. Nos parece perfectamente cómica la manera como este pasa a abordar este nuevo tema. Si todo el mundo se pareciese al difunto que este echa de menos, ¡no se sisarían los unos a los otros, como pasa ahora! ¡Qué tan bien hecho está este paño de aquí! ¡Qué exquisito, suave y ligero es!

Y justo cuando este elogia la honestidad, el fino astuto lanza sus garras sobre botín. En verdad que sí, este paño me está tentando; porque cuando vine, por Dios Santo, no tenía la intención de comprar un paño. Ya había separado cuarenta escudos, para pagar una renta. más veo que os quedareis con veinte o treinta; ¡porque el color me ha gustado tanto que no me voy a resistir! El pañero, movido por esta confesión, prodiga las ofertas de crédito a un hombre que no las necesita: A vuestras órdenes, Tanto como tenga (de paño) en la pila, no os preocupéis por el cómo habréis de pagar. Se negocia, se fija el precio, se mide, todo con una naturalidad juvenil. El abogado deja que el comerciante elija entre oro o monedas; lo invita o más bien lo obliga a venir a su casa a buscar su pago y a cenar: Y sí, ¡por Dios! comeremos del ganso, Que mi mujer ha asado. El vendedor acepta la cena, y al mismo tiempo se compromete a llevar las seis varas de tela. Eso no es lo que espera Patelin, aún no está satisfecho: él mismo se llevará el paño bajo el brazo. La digna esposa del viejo pícaro deduce muy bien el mérito e ingenio de esta escena. Según ella, esta es la fábula del zorro y el cuervo. Nuestros lectores no se disgustarán al encontrar en nuestra farsa, uno de los modelos o al menos uno de los antecedentes del encantador relato de La Fontaine. Me he acordado de la fábula del cuervo que se encontraba posado en un árbol, de cinco o seis toesas de alto, que en el pico tenía un pedazo de queso, y que justo por ahí venía un zorro que viendo el queso, pensó: ¿cómo quedarme con eso?

Cuando encontrándose debajo del cuervo, dijo: ¡qué hermoso que es el cuerpo, su canto debe estar lleno de melodía! El cuervo sin saber que lo engañaría, al oír la alabanza de su canto, abrió la boca para demostrar su encanto, el queso cayó a tierra y el maestro zorro entre sus dientes se lo lleva. Lo mejor de esta trama es que la comedia es seguida de la moral, y esta misma moral es extremadamente cómica. El viejo pícaro, a su vez, resulta ser engañado, cayendo en la trampa que èl mismo tendió, y es superado por el idiota al que le enseñó cómo engañar. Sería una verdadera desgracia estropear, analizando, esta excelente escena en la que el pañero, al ir a quejarse ante el juez del robo de su pastor, e indignado de encontrar en la audiencia al abogado que había tomado su paño, mezcla y confunde constantemente en su queja su tela y su rebaño, a pesar de las sugerencias paternales del Magistrado de que recordara sus ovejas. Nada más espiritual que el papel del pastor Agnelet, tonto ingenuo que, siguiendo el consejo de Patelin, sólo responde a las todas preguntas del juez con un balido de oveja y aprovechándose de la lección, vuelve a responder con el mismo balido la petición de Patelin, cuando este le solicita sus honorarios. Citemos por lo menos algunos versos. EL PAÑERO Con respecto a lo mío, como yo había balido seis varas de…, quiero decir mis ovejas (os lo ruego, señor, disculpadme). Este amo, mi pastor, cuando debía estar en el campo, me dice que tendría seis escudos de oro cuando yo fuera… digo, hace tres años que mi pastor me prometió que fielmente cuidaría de mis ovejas y que no me perjudicaría ni traicionaría: Y ahora me lo niega, el paño, y todo el dinero. ¡Ah! Amo Pierre, ciertamente

este bribón de aquí me robó la lana de mis ovejas, y estando sanas las hacía sufrir y mataba de un palazo en la cabeza. Cuando mi paño estaba bajo su brazo se puso en su camino rápidamente y me dijo que fuese por Seis escudos de oro a su casa. EL JUEZ Nada de lo que habéis inventado, tiene sentido alguno ¿qué es esto? Mezcláis una cosa con la otra. Al final, ¡por Dios bendito! ¡No entendí nada!

Una vez se dio la sentencia a favor de Agnelet, quien gracias a su balido pasó por idiota, Patelin lo felicita por su docilidad y se gloría a sí mismo por su gran estratagema. Decidme Agnelet — Bée. — Venid aquí, vamos. ¿Vuestra labor ha quedado bien hecha? ¿No es así? — Bée… — Hemos salido bien librados, no baleís más, no es necesario, ¿no lo he timado? ¿acaso no os he aconsejado como debía? — Bée… — Es hora de que me marche: pagadme. — Bée… De este modo el diálogo se prolonga de la manera más cómica entre el abogado que pide, suplica, se enoja, y el cliente que bala. Al final, viéndose burlado, Patelin jura que encontrará un oficial de policía, y Agnelet, por su lado, jura que ni el abogado ni el oficial lo encontrarán; escapa, y, siendo más afortunado que su amo, sin duda regresa a sus ovejas.

Los Enfants sans souci; Soties. De la mezcla entre la farsa y la moralidad nació la sotie, género intermediario en el que predominaba la sátira. Una compañía nueva de teatro descubrió y supo explotar esta vena dramática. Se trataba de Los Enfants sans souci, alegre grupo de jóvenes parisinos que casi retomaron Aristófenes, al menos en la malicia y la audacia a decir verdad. Nada estaba exento de sus ataques: ni la política, ni la religión, ni la vida pública o privada. Habían comenzado interpretándose a sí mismos, para tener fundamentos para burlarse de otros. Su líder se llamaba el príncipe de los tontos, pero su reino no era otro más que todo el género humano. Carlos VI les permitió representar sus soties sobre los altos andamios en la Plaza de Halles. Luis XII hizo se valió de la elocuencia caústica de estos para que le llamaran la opinión popular en sus discusiones con el papa Julio II. Este buen rey sabía tolerar él mismo las características de su sátira, y sonriendo escuchaba a estos jóvenes despistados llamarlo avaro. Se supone que las diferentes órdenes del Estado no se salvaron de sus bufonerías audaces, en estas se veía aparecer Tonto-Disuelto, en traje eclesiástico, Tonto-Glorioso vestido de guardia civil, Tonto-Embustero* vestido de comerciante. Todos los intereses de la época, todas las alusiones efímeras que un siglo lleva con sigo, fueron capturadas y personificadas en este teatro. En este, DamaPragmática luchaba en contra del legado, y Pueblo-Itálico se lamentaba del gobierno de Madre-Ignorante**vestida de iglesia. Tal libertad a menudo provocó la represión. Los reyes, el parlamento autorizaron, suspendieron, prohibieron, una después de otra, estas peligrosas representaciones. Francisco I estableció la censura teatral y proscribió las farsas y las soties. Además, una autoridad más poderosa incluso les dio el golpe de gracia; el gusto del pueblo los abandonó por las tragedias y las comedias que pretendían imitar el teatro antiguo. Se acerca el Renacimiento. Marot fue uno de los Enfants sans souci.

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Sot-Dissolu, Sot-Glorieux, Sot-Trompeur Dame-Pragmatique, Peuple-Italique, Mere-Sotte

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SIGLO XV: EDAD DE TRANSICIÓN —————————————————————————

CAPÍTULO XXI SIGLO XV: EDAD DE TRANSICIÓN Literatura popular; los predicadores, Menot, Maillart y Raulin. El poeta Villon. Literatura popular; los predicadores, Menot, Maillart y Raulin. A partir del siglo XIV todo el poder deja de estar en manos de la Iglesia, todo se seculariza y se emancipa. La edad media cae en ruinas. La caballería francesa es herida de muerte por la flecha plebeya de los arqueros ingleses, en las llanuras de Crécy, de Poitiers, de Azincourt. La invención de la artillería desplazará la fuerza y completará la ruina del poder feudal. Por otro lado, la teocracia misma ha renunciado a sus magníficos sueños. Los papas ya no sueñan con un imperio universal, sino con la soberanía temporal de Italia. La pequeña ambición aniquila la grande. Bonifacio VIII es humillado por un jurista de Felipe el Hermoso; ¡Clemente V sube hasta la Santa Sede y deja que sean quemados los templarios, lo que quedaba de la caballería santa! El Gran Cisma estalla. El concilio de Pisa proclama la necesidad de una reforma. El piadoso Gerson, el doctor Clémengins ya prevén a Lutero7. Frente a los dos poderes que mueren, hay uno bastante débil aún, que se eleva y se prepara de lejos para grandes destinos. Es la burguesía, es el pueblo el cual parece en los estados de 1357 con Robert le Coq y el preboste Marcel, se muestra aún más temible en 1413, cuando por primera vez sitia la Bastilla y corona al rey (en ese entonces Carlos VI) con un chaperón popular, y aún mejor, en el disfraz de una joven campesina, se arma para la independencia de la nación y reconquistan el reino. Finalmente, el espíritu

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Jean Charlier, nació en Gerson, diócesis de Reims, en 1363, y fue canciller de la Universidad de París, murió en Lyon, en 1429. De este se tienen sesenta tratados en latín, y algunos discursos en francés. Se le atribuye, pero sin ninguna prueba segura, La imitación de Cristo— Mathieu de Clémengis, nació a mediados del siglo XIV, fue rector de la Universidad, y murió al rededor del año 1440. El más importante de sus tratados se titula De corrupto Ecclesioestitu.

burgués y anti caballeresco se sienta sobre el trono en la persona del rey Luis XI, y termina de oprimir el genio feudal en las personas de los valientes y temerarios duques de Bourgogne. La literatura del siglo XIV al XVI expresa esta situación política. Esta, en general, es pobre y sufre como Francia. Sus producciones más importantes tienen un carácter plebeyo y vulgar. Ya hemos visto, en la crónica, Commines suceder a Froissart: en el teatro hemos oído las hermandades y la basoche. El púlpito cristiano no elude este destino común. El sacerdote mismo se hace pueblo. Es entonces cuando resuena en la Iglesia, la palabra viva, original, pero vulgar de Menot, Maillart y Raulin8. Esta elocuencia también es popular por su inspiración y por sus formas. Se ejerce la fluidez de estas tribunas sagradas en contra de los ricos y poderosos del mundo. Luis XIV prefería tomar su parte en un sermón: no quería que se la hicieran; los predicadores del siglo XV con gusto le ahorraban a sus nobles oyentes la pena de adivinar lo que les concierne. Para ellos la alusión era un poco más encubierta que para el misionero Bridaine. “¿Estáis del lado de Dios? Exclama Maillart. El príncipe y la princesa, ¿lo estáis? ¡inclinad la cabeza!… Los caballeros de la orden, ¿lo estáis? ¡inclinad la cabeza! Y vosotros caballeros, ¿lo estáis? ¡Inclinad la cabeza!” Menot encontraba, en su indignación tanto burguesa como religiosa, unas inspiraciones de elevada elocuencia: “Hoy en día, decía él, señores los oficiales de justicia usan ropas largas, y sus mujeres se visten como princesas; si se metieran sus ropas bajo el lagar, la sangre de los pobres saldría de allí.” Por mucho tiempo la crítica literaria desdeñó sin medida estos valientes doctores en un lenguaje simple y trivial: un profesor hábil con reserva rehabilitó la memoria de estos9, los justificó de la acusación bastante improbable, sin embargo generalmente admitida desde Voltaire, de haber usado una lengua extraña, mitad mal latín y mitad mal francés, también citó pasajes importantes sacados de sus sermones y mostró que la trivialidad que se les reprocha se debe al estado actual del lenguaje, que no conocía grados de nobleza entre las palabras, y al tipo de público al que se dirigían estos oradores. Esto mismo es un hecho literario de gran importancia. En el siglo XV solo hay un lenguaje en Francia, y es el del pueblo, sólo una elocuencia, y es la elocuencia plebeya. Veremos que la poesía presenta la misma naturaleza.

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Michel Menot, cordelero y profesor de teología en París, muerto en 1518. Oliver Maillart, cordelero, muerto en 1502. Jean Raulin, director del Colegio de Navarra, muerto en 1514. 9 M. Géruzez, en su Curso de elocuencia francesa, 1836 – 1837, lecciones v° y siguientes. Estas páginas reúnen en el más alto grado la instrucción y el interés.

El poeta Villon10 Las épocas de transición, como el siglo XV, como el nuestro quizás, generalmente son poco literarias. El poeta más importante de le época que abordamos, el más antiguo de todos los poetas modernos (ya que Carlos de Orleans fue el último de los troveros), fue el maestro François Villon, escolar de la Universidad de París, verdadero basochiano, travieso, escandaloso, libertino, y lo que es peor, ladrón; pasó su vida entre el cabaré, la cárcel, el hambre, y la horca; siempre pobre, siempre alegre, siempre burlón y espiritual; mezcló a las ocurrencias de su humor alegre, numerosas características de una sensibilidad soñadora y algunas veces elocuente, fue el primero que tomó y liberó la poesía que esconde la condición más vulgar y más miserable de todas: expresó la naturaleza en su verdad más desnuda, y resultó que esta naturaleza franca y grosera era a menudo el ideal mismo del arte11. Nació en París, “cerca de Pontoise,” en el año 1431. Pese a ser “de pobre familia y humilde extracción,” Villon asistió a la Universidad, pero siendo discípulo poco asiduo de “Aristóteles y sus comentarios,” a menudo llegaba a “escaparse de la escuela” como lo hacen los niños malos, luego siguió “una tropa de galanes agraciados” Tan buenos cantores, tan buenos conversadores, Agradando tanto en hechos como en palabras. Y se estableció con ellos En la taberna en donde mantenían sus asuntos. Debido a esto, en lugar de tener, como varios de sus condiscípulos, “casa y lecho blando,” el pobre intelectual no pudo obtener, a pesar de la presentación de la universidad, “ni blanca, ni renta, ni ningún haber.” Vivió en una miseria profunda y sólo pudo dejarle a la tierra un cuerpo del que “tendrán los gusanos muy poco de grasa, porque la gran hambre le hizo 10

Debemos por lo menos una memoria a otra poeta popular del comienzo del siglo XV, a Olivier Basselin, batanero de oficio, normando de nacimiento, y poeta por inspiración de la sidra. Sus alegres coplas fueron tomadas del valle de Vire, donde este vivía, y debido a este fue legado a sus sucesores el nombre de Vaux-de-vire y alterado Vaudevilles. El texto de sus canciones fue alterado igualmente que su título: estas sólo fueron impresas dos siglos después de su muerte y en un lenguaje cambiado y rejuvenecido. 11 M. Campeaux publicó un libro interesante sobre La vida y las obras de Villon (1859).

mucha guerra. Mas la necesidad hace malo al hombre y el hambre salir al lobo del bosque”; la miseria llevó a Villon al hurto y casi a la horca. Dos veces fue condenado a la horca y dos veces obtuvo perdón, primero del parlamento, luego “del buen rey” es decir de Luis XI; el comentario era indispensable. Se fue a terminar tranquilamente su vida en Poitou, SaintMaixent, al lado “de un hombre de bien, abad de dicho lugar.” Las obras de Villon no se asemejan en nada a las de sus poetas antecesores: difícilmente entraban en una clasificación conocida. No canta nada ajeno a él; es su vida, son sus ideas, sus emociones personales las que cuenta. Nos describe el pequeño y vulgar mundo, y sin embargo bastante caracterizado, bastante poético que gira en torno suyo: es una visión de la humanidad, tomada de la plaza Maubert. En un poeta del siglo XV, hay un encanto completamente nuevo que encontrar: estas revelaciones de la vida íntima, estas confesiones ingenuas y malignas, tan alejadas tanto de la jactancia como de la hipocresía. Aparte de la inferioridad del talento y la diferencia del carácter, las poesías de Alfred de Musset nos brindan el mismo género de placer: da gusto oír hablar sin pretensiones a un hombre que al mismo tiempo resulta ser un poeta, y obtener de su boca la experiencia profunda de la vida. Villon les confesó sus amores, sus defectos, sus desgracias; se quejó sin amargura e incluso sin tristeza; canta su miseria, no para que le tengamos lástima, sino porque es un poeta y su miseria tiene un lado poético. Es el primero en Francia que hubo encontrado la poesía de los temas simples, es decir el pensamiento claro, la imagen viva, la sensibilidad en medio de la sonrisa e incluso la melancolía. Todo esto nace de él sin ningún esfuerzo: su poesía sólo consiste en ver mejor y sentir mejor. La gracia en su antecesor Carlos de Orleans algunas veces era falta de naturalidad y buen gusto, por los buenos modales y para complacer a Bello-Espíritu y Falso-Saber*, en cambio en él la gracia era sólo el movimiento natural del pensamiento. Se creería ver uno de estos alegres niños de París, tan cómodos en sus harapos, tan ágiles, tan animados, tan ingeniosos en el hablar y con cierto aire distintivo, frente a un hermoso adolescente, bien formado por la naturaleza, más obstaculizado por una vigilancia austera, encarcelado en la seda y el terciopelo. La elección de estos temas ya anuncia la manera en la cual este los va a tratar. Villon no se molesta en crear una ficción, reúne su poesía a sus pies, en las calles, y por desgracia, a menudo en los desagües de Paris. Un buen día abandona su ciudad natal para ponerle fin a un amor, tal como lo hizo Saint-Preux o Werther; como turista harapiento, se va hasta Angers, y como *

Bel-Esprit y Faux-Savoir

parte “a una tierra lejana” juzga prudente dejar “algún legado”. Un borracho tendría su almud; a los pobres funcionarios les deja su nombramiento de la Universidad, que no los enriquecería mucho, y a un amigo bastante gordo dos pleitos para corregir su sobrepeso. De esta manera estudia todo su entorno, repartiendo por todos lados una característica satírica y agradable. Este legado al que normalmente se le llama Pequeño Testamento es un ligero bosquejo de la obra principal de Villon, el Gran Testamento, compuesto en toda la madurez de su talento y edad, “llegado a sus treinta años.” Al leer estas dos obras, se cree que ambas están separadas por un intervalo de cinco años y una dolorosa experiencia de la vida. En este último, en medio “de tantos tragos malos que ha bebido”, el estilo del poeta ha ganado una energía vigorosa y el sufrimiento ha agudizado “sus sentimientos, más que los comentarios, que sobre Aristóteles hiciera Averroes.” Comienza dando una triste perspectiva sobre su vida pasada, admitiendo sus errores con resignación. Es un pecador y lo sabe bien, sin embargo la pobreza es la culpable de todos sus delitos. Esta es la que le hizo desperdiciar inútilmente su vida: por esta, “sus días se fueron muy rápidamente como los hilos al hacer telas que el tejedor quema con una paja encendida”. Villon se destaca sobretodo expresando sus lamentos melancólicos de un tiempo que vuela y se escapa. A este dulce reflejo del pasado le tiñe las figuras, incluso las más vulgares, de un esplendor poético: como prueba, esta buena y vieja yelmera (armera), en otro tiempo una joven hermosa, quien, con sus comadres Por el suelo echadas o bien en cuclillas unas sobre otras, apelotonadas, al solo calor de fuego de paja que se enciende pronto y pronto se apaga, comienza a conversar de la época cuando eran “tan bellas.” ¿No es acaso la verdadera antepasada de esta alegre vieja de Béranger que lamenta tan descaradamente “el tiempo perdido” y no sé qué otras cosas más? Algunas veces Villon dirige sus miradas pensativas pero resignadas hacia el futuro: acusa a sus amigas y las exhorta, pensando en la futura vejez, a que se muestren menos desdeñosas hoy. Se esperaría leer a cada instante: ¡Envejeceréis y yo no existiré más! O bien:

¡Tomad, tomad la rosa en el amanecer de la vida! Villon no llega a esa elegancia pura y suave, pero ¡cuánta gracia hay sin embargo en su balada de las Damas de antaño! Decídmelo, ¿dónde, dónde, en qué país dónde se halla Flora, la bella romana, y dónde Arquipiades, y dónde Taís, la bella Taís, que es su prima hermana? ¿y dónde está Eco, hablando en tu voz por aguas del río, por aguas del lago, y cuya belleza era más que humana? Pero, ¿dónde están las nieves de antaño? ¿y dónde se encuentra la sabia Eloísa por quien fue castrado y se metió a monje aquel Abelardo que entró en San Denís? Por su gran amor soportó tal prueba. ¿Dónde está la reina (¿acaso la veis?) que diera la orden que aquel Buridán en un saco fuera arrojado al Sena? Pero, ¿dónde están las nieves de antaño? La gran reina Blanca, blanca como el lis, cuya voz sonaba cual voz de sirena, Berta, la del pie Beatris y Alís, también Haremburgis, la dueña del Maine, como Juana de Arco, la gran lorensa que ingleses quemaron dentro de Ruán, ¿dónde, dónde están, Virgen soberana? Pero, ¿dónde, están las nieves de antaño? Perdiéndose en los recuerdos familiares de la juventud encuentra por casualidad las grandes y poéticas ideas de la brevedad de la vida, de la fragilidad de nuestra naturaleza. Complacido, el ingenuo poeta se detiene allí, completamente maravillado de su descubrimiento, y nos lo expresa con la emoción más real. De este modo sabe elevarse de lo personal a lo general, de su propia miseria a la del hombre, ¡qué cosa tan poco común en las obras de los poetas íntimos! Se gana el interés de la gente sobre todo porque su destino es sólo una rama del destino común. Ningún poeta había

representado hasta entonces de la manera más audaz la nulidad de la vida mortal. Cuando de ser pobre yo me lamentaba, así me decía por darme valor. “Hombre, ¿por qué llorais y te duele tanto? No debes hundirte ante tal dolor por no ser tan rico como Jacques Coeur: más vale vivir bajo tosca manta en total pobreza, que haber sido rico y después pudrirse bajo rica tumba.” ……………………………………………… Mi padre murió, ¡Dios tenga su alma!, pues lo que es su cuerpo, está bajo tierra. Y sé que mi madre morirá también; de esto está segura la pobre mujer, y sabe que el hijo no se ha de escapar. Sé bien que los pobres, igual que los ricos, los cuerdos, los locos, los curas, los legos. Nobles y villano, pródigos mezquinos, pequeños y grandes, galanes y feos, y también las damas de bellos vestir, cualquiera que sea su clase o familia, vestidas de joyas y muy bien peinadas, son presa mortal, y no hay excepción. Así, muere París, también muere Helena, todo el mundo muere, y con gran dolor, tanto que perdemos aliento, energía; la hiel se revienta sobre el corazón, se suda después, ¡y con qué sudor! No hay nadie que pueda aliviar tus males: ni hermano, ni hermana, no se encuentra a nadie que quiera ponerse en nuestro lugar. La muerte te pone tembloroso, pálido, la nariz se curva, las venas se tensan, el cuello se infla, la carne se afloja, junturas y nervios, rígidos, se estiran.

Cuerpo femenino, de tanta tesura, suave y agradable, por demás precioso, ¿os será preciso esperar tal trance? Ciertamente, o ir en vida hacia el cielo. ¿No se prevé aquí a Bossuet, no se entrevén “esos lugares oscuros, esas moradas subterráneas, donde duermen los grandes de la tierra,” no se intuye ya “esta carne que pronto cambia de naturaleza, ese cuerpo que toma otro nombre?” ¿que incluso no conserva por mucho lo de cadáver y se convierte en un no sé qué que ya no tiene nombre en ninguna lengua?” He aquí, este cuerpo femenino, tan pulido, tan suave, tan agradable, he aquí a quien hicimos el más grande de nuestros oradores y el más viejo de nuestros poetas populares. Más tarde, con el gran poeta Shakespeare y la terrible escena de los sepultureros, Villon se encuentra en los osarios de los Inocentes.

¡Cuando pienso un poco en estas cabezas puestas en montón en esos osarios!: eran magistrados cerca de la corte, o bien encargados del erario público, y también muchachos de hacer los recados: tanto valen unos como valen otros, pues de los obispos o de los pastores no conozco a nadie que allí se distinga. Y pienso en aquellas que se saludaban unas a las otras durante sus vidas, de las cuales unas iban coronadas, otras de las cuales, con temor, servirían; todas allí veo, a su fin llegadas, juntas, en montón, en un gran desorden: todos los honores les fueron quitados, a nadie allí llaman maestro ni clérigo.

¿Qué le faltaba a esta poesía popular del siglo XV, que desplegaba sus velas con tanta audacia entre el mundo de Bousset y Shakespeare? Precisamente la misma cosa que le faltaba al espíritu de la gente: una elevación moral más frecuente, quizás más alta, el estar acostumbrados a grandes cosas y a

asuntos importantes; la riqueza y la dignidad. El pueblo que por mucho tiempo había estado cubierto bajo las alas de la Iglesia, finalmente se separa de esta para poder vivir su propia vida. Sin embargo, ¡qué débil e incluso ordinario era este! La incapacidad de los Valoirs, sus vicios, las plagas de la Guerra, la invasión de los conquistadores ingleses, lo dejaron por mucho tiempo luchando contra la pobreza de inteligencia, así como también contra las necesidades materiales de la vida. Degradado tanto por la ignorancia como por la miseria, este no podía mirar hacia el cielo con un rostro libre y vigoroso. Mas he aquí, una nueva revelación brillará frente al liberto. La noble y santa antigüedad, surgida poco a poco de los claustros y manuscritos, engrandecida en Italia por Dante, Pétrarque y Boccacio, propagada gracias al divino beneficio de la imprenta, pondrá en poder del pueblo todas las riquezas de las edades antiguas. La humanidad, a la que el Evangelio enseñó nuevas virtudes, recuperará la herencia del paganismo y reunirá en un vasto lecho las ondas dispersas de la tradición. El siglo XIV es una época importante y triste: Europa se tambalea y luego se divide, como en la caída del imperio. En los siglos XIV y XV un gran imperio también se desmorona: la edad media había creado, hasta cierto punto, el ambicioso y sin embargo admirable pensamiento de sus pontífices, el de una vasta sociedad espiritual. Esta nueva monarquía, que sucedió al imperio romano, pero más amplia que este, más pura por su principio ya que se basaba en la convicción y no en la fuerza, esta inmensa patria que había creado la Iglesia y que poseía una lengua, costumbres, una administración, una jerarquía y ante todo una fe común, esta poderosa organización fue aniquilada. Cada pueblo retomó su vida personal e independiente. Italia se separa ya de la imitación del lenguaje de los trovadores y se afirma a sí misma por medio de la poderosa voz de Dante. España encuentra dentro de sí misma a sus héroes, y su poesía crece bajo la majestuosa influencia del Cid. Inglaterra finalmente con Chaucer cesa de hablar la lengua de sus conquistadores, y las guerras de los Valois separan fuertemente las dos nacionalidades. Alemania tendrá pronto su papa, su biblia y su púlpito. Todo se disuelve, todo se independiza, sin embargo el fin de un mundo es tan sólo la aurora de uno nuevo. La unidad de la Edad Media se rompe en pedazos, pero para un día rehacerse sobre una base más grande. La nueva sociedad tendrá como tarea admitir en su seno y pacificar todos los contrastes de pensamiento y raza. El mundo debe andar por las vías de la libertad hacia la unidad moderna, la de la verdad reconocida y aclamada por la razón.

TERCER PERIODO EL RENACIMIENTO —————

CAPÍTULO XXII EL RENACIMIENTO EN EL SIGLO XVI Dificultades que representaba el problema del Renacimiento en Francia — Influencia de Italia — Estudio de la antigüedad; invención de la imprenta; Colegio de Francia — Budé; Erasmo.

Dificultades que representaba el problema del Renacimiento en Francia El Renacimiento en el siglo XVI no fue, como podría creerse, una reproducción servil de la antigüedad, sino más bien una fusión armoniosa entre los elementos de la civilización cristiana y las tradiciones antiguas del gusto y del conocimiento. Italia fue el punto de confluencia en donde se unieron las dos corrientes. Dante, Petrarca Boccaccio, estos infatigables conquistadores de las riquezas del pasado, sólo parecieron proponerse en sus obras en una lengua vulgar, transformar el material en bruto de nuestra Edad Media. Uno le confirió el carácter de belleza a las piadosas leyendas de nuestros troveros, otro a los cantos de nuestros trovadores; el tercero se apropió de nuestros fabliaux que revistió de su brillante y periódica prosa. Ariosto conservó en su Orlando furioso el componente caballeresco de nuestras canciones épicas. Adoptó el plan irregular, el estilo independiente y caprichoso de los cantores populares de Italia; sin embargo la poesía antigua es como la buena sangre que circula por este cuerpo completamente nuevo; esta se manifiesta allí por la perfección del estilo y el continuo préstamo de expresiones e imágenes clásicas. Tasso llegó a la misma meta por un camino totalmente opuesto; en Jerusalén, el arte antiguo trazó el plan, estableció la forma y los límites de la epopeya; sin embargo la inspiración religiosa y caballeresca fue la que animó y vivificó todos los detalles.

En Italia, la fusión entre del espíritu moderno y los recuerdos antiguos había sido simple y rápida. El Renacimiento sólo había tenido que combinar dos elementos, el catolicismo oficial y la tradición grecolatina. Ningún obstáculo había impedido la unión de estos: los papas, líderes de la Edad Media, se habían puesto a la cabeza del movimiento. Además, el siglo XVI vio florecer, del seno de la nueva civilización, la expresión más pura de la madurez social, la flor inmortal del arte. Sin embargo en Francia no fue así; esta nación central, destinada a servir de conector entre todas las razas, de mediador entre todas las ideas, debía recibir y combinar elementos más numerosos, más diversos, y sufrir los dolores de una larga gestación antes de dar a luz el pensamiento moderno. Aquí no sólo es cuestión de darle la belleza antigua a la inspiración de la Edad Media: un nuevo espíritu surgió del Norte y llevó la consciencia del hombre hasta sus abismos. El derecho a dudar, el deber de reflexionar, la necesidad de una acción individual y libre, he aquí lo que se debe combinar con la unidad de opinión, de espíritu, de gobierno; condición necesaria para una fuerte unidad nacional, preliminar indispensable de un arte y una literatura. Además, ¡cuántas agitaciones en el dominio de los hechos se reflejan por esta diversidad de elementos en el campo de las ideas! Dos pueblos en la misma nación, ocho guerras civiles, dos reyes asesinados, un rey asesino de su pueblo, el pasado y el futuro que vienen como fantasmas a atormentar esta desafortunada época, el feudalismo que busca levantar la cabeza y dividir Francia, la democracia que pasa de los protestantes a los católicos y que forma una extraña alianza con la teocracia; y finalmente, como para mostrar de manera más clara el tipo de lucha, dos dinastías extrajeras que ofrecen su ayuda interesada a dos partidos, y que enfrentan, en el seno de nuestra desafortunada patria, la genialidad oscura del Norte contra el Demonio meridiano*: tal es el espectáculo que nos ofrece la historia de Francia del siglo XVI. Luego llega el resultado esperado de esta sangrienta tragedia. El tumulto se tranquiliza, las pasiones disminuyen, la política se adormece en una larga tregua monárquica, solución provisional, como todas las soluciones de este mundo. La unidad renace por medio del concilio de las ideas beligerantes: por un lado, el edicto de Nantes, es decir el dogma de tolerancia civil, concede la libertad de consciencia; por otro lado aunque el principio de autoridad se consolida, este se desplaza; la unidad ya no estará en la Iglesia, sino en el Estado. En la Edad Media sólo había una religión y una serie de gobiernos seculares; en los tiempos modernos, habrá varias religiones y una sola sociedad civil. Los diferentes *

Démon du midi

cultos serán acogidos en el seno de Francia, una sociedad única y grande cuyos miembros se llamarían los súbditos del rey a la espera de merecer un nombre más bello. Esta transacción dará lugar al curioso espectáculo del cambio doble de bandera; Enrique IV pasaría de hugonote a ser católico, y el clero liguista volvería a la corona, es decir que un partido sólo triunfaría armándose con el principio de sus adversarios. Finalmente, lo que nos lleva de nuevo al tema especial de nuestros estudios, la creación de la nueva sociedad, la sociedad política y laica sólo podía hacerse bajo la antigua idea de una moral universal, independiente de formas particulares de culto, y heredera de la tradición general del género humano. La educación, incluso en manos del clero, en adelante será completamente clásica; el arte francés, en su forma, será en gran parte pagano. Así pues, tanto en Francia como en Italia y en otras partes de Europa, el río de las ideas modernas arrastró en su curso los restos inmortales de la antigüedad. Pero en nuestro caso, se entiende que la mezcla fecunda de tantos elementos diferentes adquirió su claridad más tarde que en Italia. Apenas hasta en el siglo XVII florecerá en Francia, en una literatura inimitable, el pensamiento que los tormentos de la edad anterior agitaron por mucho tiempo. El siglo XVI nos ofrece en sus obras la misma discordancia que en sus facciones. La idea y la forma, la vida y la belleza procuraron unírsele en vano. “En nuestro leguaje, decía Montaigne, encuentro bastante material, sin embargo falta un poco de trabajo.” Así que, en efecto, los que piensan conocen poco del arte de la escritura; los que cultivan el arte de la escritura no reflexionan mucho sobre el pensamiento. Por un lado tenemos las arengas, las memorias, los panfletos, las sátiras, los tratados dogmáticos y polémicos, los ensayos filosóficos, todo lo que contiene el espíritu, el alma de la época; por otro lado, tenemos una joven y audaz escuela de discípulos del arte antiguo que se esforzaron en crear pieza por pieza una lengua noble, una poesía seria, y sólo olvidaron darle un alma. Para nosotros, esta separación, este divorcio entre el pensamiento inspirador y la forma literaria es la característica más destacada de la literatura del siglo XVI. En ese entonces, sin duda existieron autores de talento excepcional; nunca se escribirá con más elocuencia y originalidad que como lo hizo Montaigne ni con una sensatez más pura, más incisiva que Rabelais. Sin embargo la lengua de estos grandes escritores no le pertenece a nadie más que a ellos mismos, cada uno de ellos la improvisa para lo que necesite en el momento su pensamiento, así que no existen formas universales y comunes para todos, especies de monedas corrientes con un grabado conocido.

Esta situación en general puede ser favorable para la independencia del talento, sin embargo era contraria al espíritu eminentemente social y comunicativo de los franceses. El pueblo destinado a convertirse en el intermediario entre pueblos, el propagador de ideas, el predicador infatigable de la civilización, necesitaba una lengua lógica, regular, universal. La literatura francesa debía, para influenciar al mundo, centralizarse como la monarquía. Seguiremos, en este rápido bosquejo del siglo XVI, con la división que la naturaleza misma de su desarrollo acaba de indicarnos. Primero examinaremos el pensamiento y en cierto modo la vida de esta sociedad, tanto como se manifieste en los monumentos escritos, por muy imperfecto que sea la forma de este. Luego observaremos el gusto de las artes y de la civilización italiana en la sociedad francesa, el culto de la erudición antigua, las audacias de la filosofía emergente. Veremos las pasiones religiosas y políticas pasar de la boca de los oradores a los escritos de los panfletistas y ahí, a las páginas más duraderas, más imparciales de las memorias y de los tratados; tres grados diferentes por los que las acciones se vuelven libros, sin constituir aún una literatura. Esta será la primera parte de nuestro estudio sobre el siglo XVI. La segunda nos hará ser testigos de la gran tentativa de reforma literaria, necesaria por la insuficiente poesía de Marot, reforma proclamada por du Bellay, exagerada por Ronsard, limitada y regularizada por Malherbe. Influencia de Italia En el siglo XVI, Italia fue el iniciador de Francia. En la era anterior, esta tierra ya nos había enviado como un soplido de renacimiento. Vemos alrededor del trono de Carlos VI tres mujeres, tres célebres italianas con diferentes títulos, su cuñada Valentina de Milán, su mujer Isabel de Baviera, hija de un Visconti, y la modesta, la sabia Christine de Pisan. Sin embargo una vez librada de las guerras inglesas, es decir finalmente establecida y fuerte en su unidad, Francia sintió por más de medio siglo un poderoso impulso que la arrastraba al otro lado de los Alpes. Las ambiciones y los intereses de los príncipes fueron las causas ocasionales de estas expediciones; un motor escondido allí impulsaba la nación entera: como en la época de las invasiones bárbaras, fue la irresistible atracción de una tierra feliz y rica, la vaga seducción de una civilización superior. La joven nobleza que rodeaba a Carlos VIII sólo soñaba con la bella Italia, con su opulencia y sus placeres. El clima del sur y su espléndida naturaleza fueron como una primera revelación de las artes para los toscos jóvenes de La Hire y de du

Guesclin. Bajo el reinado de Luis XII, ya esta primera enseñanza dejó sus frutos; el cardenal y ministro Georges d'Ambois admirado al ver las maravillas que llenaban Lombardía y las imponentes creaciones de Bramante y Leonardo da Vinci, se hace al centro del nuevo movimiento, y da principio a uno de los periodos más bellos de la arquitectura francesa. Pronto Francisco I se ofrece como protector de las artes de Italia y amigo para sus artistas. Rafael le envía a este varias de sus obras maestras. Gracias a él Primaticcio viene a exhibir en Fontainebleau su imaginación poética y su elegancia fuerte y voluptuosa a la vez. Respondiendo a su llamado, Jean Cousin, nuestro Miguel Ángel, funda la escuela francesa y opera la transición de la pintura sobre vidrio a la pintura al óleo. Sin embargo se levantaron de todos lados estos castillos del Renacimiento que vienen a reemplazar en nuestro territorio las fortalezas feudales; el Castillo de Madrid, esta elegante mansión del bosque de Boulogne; el Castillo de Muette, Saint-Germain, Yillers-Cotterets, Chantilly, Follembray, y este palacio de cuento de hadas creado en lo profundo de los bosques de Sologne, el maravilloso y fantástico Castillo de Chambord. Toda la nobleza, cansada del triste salón de los solitarios y oscuros torreones, acude al rey caballero, en esas elegantes y suntuosas moradas donde la vida transcurre en una fiesta eterna. Se ven llegar allí con rivalidad los grandes señores y sus jóvenes mujeres, los eruditos y los artistas, extraña y brillante sociedad en donde la ciencia se admite como un lujo, donde se acoge la audacia del pensamiento como un nuevo disfrute de la imaginación. En lugar de desaparecer con Francisco I, la influencia italiana vino por el contrario a tomar oficialmente posesión de los Valois. Catalina de Médici, quien unía todas las cualidades de la mente con los vicios del corazón, había traído de Florencia el noble gusto por las bellas artes. Sin limitarse sólo a proteger a los artistas, participaba ella misma en los trabajos de estos. Philibert Delorme, quien construyó para ella el palacio de Tuileries, la honra del grandísimo placer que ella hallaba en la arquitectura, al trazar y diseñar los planes y perfiles de los edificios que ella hizo construir12. Bajo su triple reinado el Renacimiento encontró finalmente su expresión artística más alta y más significativa, la poesía. Una vez más, en medio de las innovaciones más importantes de las que pronto hablaremos, se dejaron ver los numerosos rastros de la imitación italiana. Joachim du Bellay preconiza el soneto casi al igual que la oda. Ronsard le debe a la inspiración de los poetas de Italia alguna de sus mejores piezas, las únicas que trataron de reproducir sus discípulos Desportes y Bertaut. Sólo con los jóvenes nobles, 12

Tratado de la arquitectura, Paris, 1567.

primero por fanfarronada guerrera, y luego por el espíritu cortesano, la vieja lengua de sus padres se mezcla con los modismos toscanos, que recogieron de la escena de sus proezas, o recogieron en las conversaciones de su reina y de sus damas de honor. Estudio de la antigüedad; invención de la imprenta; Colegio de Francia Así pues para considerar de manera aislada la tranquila invasión del arte italiano en Francia, parece que este último se va a limitar a seguir el mismo curso que en su tierra natal, lanzando a su paso rayos similares, pero debilitados. Casi se esperaría encontrar de ese lado de los Alpes la elegante pero tímida imitación del Renacimiento ultramontano. Sin embargo no pasó nada de esto; los acontecimientos de la historia, la agitación de de las mentes perturbaron violentamente la civilización del siglo XVI, pero enriquecieron su curso de un sedimento fecundo. Los trabajos mismos a los que Italia había compartido a Europa llevaban en ellos el germen de una renovación intelectual y política. La Italia moderna no se presentaba sola en el estudio de Francia sino que traía con sigo toda la antigüedad griega y romana: y aunque el culto de la ciencia clásica a menudo debía parecerse a una superstición, esta innovación fue igualmente un inmenso progreso: cambiando de servidumbre, el pensamiento moderno aprendía a ser libre. El imperio de Constantinopla había caído en 1453 y algunos eruditos griegos que habían escapado de la esclavitud de su patria, habían venido a buscar refugio en Italia, y les pagaban su hospitalidad a los latinos enseñándoles la lengua de Homero y de Demóstenes. El 19 de enero de 1458, la Universidad de París recibió una petición de Grégoire, quien nació en Tiferno, en el reino de Nápoles, con el fin de ser admitido en su seno como profesor de griego y de retórica. Esta propuesta fue aprobada, sin embargo la nueva enseñanza, aislada en medio de las cátedras de lógica y de teología escolásticas, vista con desagrado por los partidarios asociados a los viejos sistemas, se vio apenas tolerada y sólo produjo frutos mediocres. Sin embargo la tradición no se perdió; uno de los alumnos de Grégoire, un joven alemán, destinado a una gran fama, Reuchlin, el patrón y maestro de Mélanchton, aprendió, alrededor del año 1470, los primeros elementos de la lengua griega. Unos años más tarde, Reuchlin encontró en la misma ciudad, como profesor de griego a un verdadero hijo de Grecia, George Hermonyme, quien sin embargo le debía su fama más a su patria que a su conocimiento13. Entonces sólo en París este hablaba o más 13

“Non tam doctrina quam patria clarus”. (Beati,Rhenani epistola ad Rheuchlinum, folio 52.)

bien balbuceaba el griego, y tenía más el deseo que la capacidad de enseñárselo a otros14. Sin embargo sus escasos alumnos suplían la insuficiencia de sus lecciones dedicándose al estudio que tenía algo del entusiasmo religioso de los neófitos. “Me entregué con toda mi alma al estudio del griego, dice uno de ellos, y tan pronto como tenga algo de dinero, primero compraré libros griegos y luego algo que vestir”15. Poco después los libros se volvieron menos escasos. Italia, con la cual continuaron nuestras relaciones, multiplicaba sus envíos doctos y ya comenzaban a circular libros que todavía se creían manuscritos, pero destacados por la extraordinaria regularidad de la escritura, a un mejor precio y en grandes cantidades. Entre más se compraban, más se tenían para vender. ¡Qué gran cosa! Todos estos se parecían como si todos fuesen sacados al mismo tiempo de la misma mano. La imprenta que en un principio sólo fue el arte de grabar o estereotipar sobre madera, proceso conocido en China desde tiempos inmemoriales, se volvió, alrededor del año 1450, el admirable invento de los caracteres móviles, el cual generalmente se le atribuye a Gutenberg, quien nació en Maguncia, mas se estableció en Estrasburgo. Faust, rico negociante de esta primera ciudad, ayudó al inventor de su capital; y Schöffer, su colaborador, perfeccionó el invento imaginando un proceso más fácil para la fundición de caracteres16. Fichet, rector de La Soborna, introdujo la imprenta en París en 1469. Las nuevas prensas producían setecientos cincuenta y un obras hasta finales del siglo XV, y desde el comienzo del siguiente, estas no daban menos de ochocientas publicaciones en el espacio de diez años; entre estas se encontraban algunas obras griegas. El indolente Hermonyme fue sustituido por el sabio italiano Aleandro, rector de la Universidad de París en 1512, pensionado por Luis XII, y maestro de griego y posiblemente de hebreo. El Renacimiento se desarrolló especialmente bajo el reinado de Francisco I, nunca el espíritu humano había desarrollado una curiosidad más entusiasta por el pasado, una actividad más estudiosa, más apasionada por las letras. Los impresores colmados de dignidad de su misión, andaban a la par con los primeros eruditos de su siglo. La familia Estienne sucede a Badius Ascensius, a Gourmont, a Colines, a Dolet; esta familia, prodigios de la ciencia y el trabajo, durante cuatro generaciones, elevaron el arte de la “Unus Georgius Hermonymus græce balbuliehat, sed lalis ut neque potuisseï docere si voluisset, nequc voluissel si potuisset”. (Erasmi epistola LVIII) 15 Erasmi epistola XXIX. 16 H. Hallam, Historia de la literatura de Europa, t. I,p. 151, analiza y resume las largas discusiones a las cuales este tema dio lugar. En la historia literaria de Italia de Gingené t. 111, p. 270, se indican los principales autores que tomaron parte en estas. 14

tipografía en la más alta perfección que se jamás se había alcanzado. El mismo Francisco I manifestaba su interés por esta décima musa y aunque no creó precisamente la imprenta real17, como a menudo se dijo y repitió, hizo fundir por Garamond los admirables caracteres que ocasionalmente se prestaban a impresores particulares por sus bellas ediciones. Esta generosa medida sólo era el complemento de una institución aún más importante. Dejando su estéril lucha teológica a La Sorbonna, el rey concibió y desarrolló la idea de secularizar la enseñanza. El Colegio de las tres lenguas (Colegio Real, Colegio de Francia), creado en 1531, contaba con cátedras de hebreo, de griego, de latín, de medicina, de matemáticas y de filosofía, mezcla admirable de ciencia, desorden fecundo de una generosa época, que en tiempos más secos quizás habrían tenido que someterse a una organización más metódica. Allí brillaron Vatable (Wastebled), Danes, Toussain, el erudito Turnèbe y el diserto Lambin, cuya sabia lentitud enriqueció la ciencia antigua de numerosos comentarios y la lengua francesa de un verbo expresivo que recibió su nombre. Budé; Erasmo A las memorias del Colegio de Francia se agregan los dos destacados, los más brillantes entre los eruditos del siglo XVI, Budé y Erasmo, de los cuales uno persuadió al rey a crear este establecimiento, y el otro rechazó ser el líder de este y alienar de este modo su independencia de hombre de letras. Gracias a Guillame Budé18, el más sabio de los helenistas de Europa, Francia ya no tenía nada que envidiarle a Italia con respecto a la ciencia filológica. Este fue el primero que, destronando la insuficiente compilación de Guarino (el Etymologicum Magnum de Varino Favorino), y adelantando cuarenta y tres años el auténtico Trésor de Henri Estienne, fijó, en sus comentarios, el sentido de una gran parte de las palabras de la lengua griega, y se hizo el legislador de una ciencia que sólo había tenido hasta entonces defensores aventureros. En su obra ya se manifiesta la tendencia seria y positiva de la erudición cisalpina: incluso en un trabajo sobre las palabras, Budé se interesa por las cosas. Explica los términos de la jurisprudencia romana con una precisión y exactitud que no pueden ser superadas. De esta manera, en su excelente tratado de Asse, expuso las denominaciones y el valor de las monedas romanas en todos los periodos de la historia, y en sus Observaciones sobre las pandectas, aplicó la primera filología e historia en 17

Luis XIII fundó realmente la imprenta real en 1640. 1467-1540. Obras principales: Anotationes in Pandectas; de Asse, de Studio litterarum; Commentaria in linguam grœcam. 18

la inteligencia del derecho romano, innovación que, perfeccionada en la siguiente generación por hombres más versados en la jurisprudencia, debía producir en esta una especie de revolución. Toda la gloria literaria de Budé puede resumirse en un enunciado: suscitó la envidia de Erasmo, quien sin embargo seguía siendo su amigo. Erasmo de Róterdam19 vino varias veces a París y vivió allí por mucho tiempo. Él es nuestro por sus relaciones con Francia y sobre todo por la naturaleza completamente francesa, completamente volteriana de su espíritu, lleno de audacia para abordar todos los problemas, lleno de razón práctica para resolverlos. Traído al mundo en medio de las luchas encarnizadas de las sectas religiosas, este encontró la moderación en la extensión de su pensamiento, y vivió bastante bien y bastante lejos para ser un hombre de partido. Su alta inteligencia captó todos los extremos, y se alejó de estos por convicción aún más que por timidez. Dedicó su vida para conciliar dos opiniones excluyentes e intolerantes. Erasmo, amigo de Lutero y León X, escribió sus Diálogos contra los monjes, y su tratado del Libre albedrío contra los innovadores, dio a su vez razón a los dos sistemas, donde más bien reconoció la razón cada vez que la encontraba, tolerando por inteligencia, como Melanchthon lo hizo por carácter, por lo que fue perseguido y maldecido por las dos exageraciones extremas, y este mismo no estuvo al servicio de otro partido que al del buen sentido y el de la humanidad. La mayoría de los escritos de Erasmo giraban en torno a temas de la teología, sin embargo, lamentablemente para satisfacer las necesidades de su época y de su posición, descendió en el campo de la polémica. Todas sus predilecciones apuntaban hacia la antigüedad renaciente, para él esta era un culto, una religión. “¿Se puede llamar profano, exclama, lo que es virtuoso o moral? Sin duda le debemos a los libros sagrados el primer lugar en nuestra veneración; sin embargo cuando me encuentro en los antiguos, ya fueran paganos o poetas, tantos castos, santos, pensamientos divinos, no puedo dejar de creer que su alma, en el momento cuando estos los escribían, estaba inspirada por un soplido de Dios. ¿Quién sabe si el espíritu de Cristo no se extiende más allá de lo que nos imaginamos 20? Se entiende que en medio de las disputas religiosas del siglo XVI, tales ideas no podían hacer de Erasmo un líder de partido, pero al menos estas lo animaron con un odio enérgico en contra los enemigos de las nuevas luces. En sus Adagios, en sus Diálogos, en su divertido Elogio de la locura, afila los dardos más incisivos en contra de los degenerados monjes de su época. Los reyes y los príncipes 19 20

Nació en 1467 y murió en 1536. Erasmi Colloquia, Convivium religiosum.

no están protegidos de la audacia de su razón; sin embargo el mismo sentido común pronto lo lleva en la práctica a esa exacta medida que forma el carácter y la fuerza de su talento. “Se debe apoyar a los príncipes, dice concluyendo, no sea que la tiranía sea reemplazada por la anarquía, flagelo aún más detestable”.21 Erasmo nos presenta en toda su fuerza el contraste que separa las letras de los dos lados de los Alpes. Al norte, se le puede ver, desde la aurora del siglo XVI, la erudición agitaba los mayores problemas. Sin desdeñar la pureza de la dicción, esta la subordinaba al interés del tema y de la idea. Italia ofrecía entonces un espectáculo muy diferente. Entregados totalmente a la adoración de la forma, los eruditos italianos pusieron un orgullo nacional para reproducir en sus escritos la exquisita elegancia de la época de Augusto. Una escuela aún más exclusiva llegaba incluso hasta rechazar toda expresión, todo giro que Cicerón no había usado. Para estos dilettanti ciceronianos, la idea era algo secundario, incluso quizás dañino; el lenguaje era una melodía que, por sí misma, bastaba para encantar eternamente sus voluptuosos oídos. Se dice que Bembo, el más ilustre entre ellos, tenía cuarenta cartapacios, en cada uno de los que metía sucecesivamente cada página que salía de su pluma, para luego sufrir gradualmente todas las correcciones de su gusto escrupuloso. No hay necesidad de decir que nada era más contrario a la verdadera limitación del gran orador que el calco servil de sus formas. Erasmo escribe su Ciceronianus en contra de estas supersticiones. Fiel a la moderación que llevaba por todas partes, el predicador más celoso del Renacimiento trató de preservarla de sus excesos. “Que vuestra primera preocupación, dice él, sea profundizar bien vuestro tema, cuando lo dominéis perfectamente, las palabras os vendrán en abundancia, los sentimientos verdaderos y naturales brotarán sin esfuerzo de vuestra pluma”. Boileu no pudo decirlo mejor un siglo más tarde, ni Horacio dieciséis siglos antes. Erasmo servía de enlace entre estas dos altas razones. Él mismo practicaba de manera admirable lo que le prescribía a otros. Su estilo, feliz reflejo de su carácter, es claro, vivo expresivo en vez de regular, dotado de fisionomía en vez de belleza, presto al ataque, manifestando ocurrencias efervescentes y elocuencia. No se envuelve rígidamente en la toga consular de Cicerón, toma por casualidad la túnica plebeya, y conserva en este traje toda la libertad de su estilo. Habla latín como una lengua viva, con facilidad y originalidad, sin embargo, a pesar de todo su espíritu y todo su conocimiento, Erasmo sufrió la fatal condición de los escritores septentrionales del siglo XVI: no tiene al servicio de su inmenso talento una 21

Adagia; Scarabaus.

lengua nativa que haya llegado al estado de lengua literaria. Se ve obligado entonces a crear un dialecto totalmente personal en una lengua muerta, como más tarde Montaigne se hará un francés decorado de gascón. Estas dificultades, que dan mayor mérito al escritor, afectan su futura popularidad. Al ser la lengua de Erasmo una lengua de erudición, sólo los eruditos lo consideran un gran escritor22. Sobre todo en la segunda mitad del siglo XVI, la erudición francesa termina de tomar un carácter determinado y se vuelve verdaderamente científica. Al mismo tiempo descuida cada vez más esta elegancia de formas que en un principio la había acercado algunas veces a la elocuencia. El modelo alemán o cisalpino supera al italiano, la escuela de Budé a la de Bembo. Es entonces que florecen los eruditos más ilustres del siglo XVI, los dos Scaliger, Casaubon, Justo Lipsio. Así pues las primeras traducciones del griego son reemplazadas por versiones más fieles. Henri Estienne levanta un monumento imperecedero para la filología griega en su Thésaurus linguae graecae, digno equivalente del Thésaurus linguae latinae de Robert Estienne, su padre; Conrad Gesner inspira al primero, en su Mitrídates, a coordinar las diferentes lenguas según su origen y sus analogías. Italia misma entró en el movimiento filológico del Norte, no limitándose ya a comentarios confusos, a notas fortuitas sino que se escriben tratados especiales sobre cada tema. Manucio publica un tratado sobre las Leyes Romanas y sobre la Cité o constitución de Roma. Sigonio obtiene el título de primer anticuario del siglo XVI. Sus tratados sobre el derecho del ciudadano romano, sobre los Tribunales romanos, y muchos otros de igual importancia, se ganaron un puesto distinguido en las Antiguedades romanas de Graevius. Este encuentra en Francia un digno adversario en la persona de Grouchy, de Ruan, autor de un tratado sobre los Elecciones romanas. Evitemos menospreciar los inmensos trabajos de estos hombres encomendados por la Providencia para devolvernos el mundo antiguo, los cuales fueron trabajadores infatigables que prepararon los materiales preciosos con los que el genio moderno construyó, sin ninguna dificultad, sus más bellos edificios. ————————————————————

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Ver, sobre Erasmo, los tres excelentes artículos publicados por M.D. Nisard, en la Revue des Deux-Mondes (Revista de los dos mundos), agosto y septiembre 1835. Fueron reproducidos en un volumen del mismo autor titulado Estudios sobre el Renacimiento.

CAPÍTULO XXIII EL DERECHO ROMANO Y LA FILOSOFÍA MORAL Grandes jurisconsultos del siglo XVI – La Boétie; Bodin – Ramus Amyot. – Montaigne; Charron. – Rabelais. Grandes jurisconsultos del siglo XVI El estudio apasionado de la antigüedad griega y romana no tardó en dar sus frutos. El pensamiento moderno, fortalecido por el comercio de grandes escritores, finalmente se atrevió a enfrentar y discutir esta misma los temas de política y moral. El derecho formó la transición entre la erudición pura y la filosofía. El derecho romano, cuya práctica nunca había muerto del todo en la Edad Media, renació como una ciencia en Italia. Irnerio, Accurse, Bartole marcaron, del siglo XII al XIV, los útiles pero tímidos progresos de una exégesis que no contaba aún ni con la historia ni la literatura. En el siglo XV, el derecho comienza a iluminarse con los reflejos del Renacimiento. Angelo Poliziano, el brillante favorito de los Médicis, considera la jurisprudencia como un preciado fragmento de la antigüedad y aplica primero a los textos de jurisconsultos las ayudas de la filología clásica. En el siglo XVI la ciencia del derecho teórico pasa de Italia a Francia con André Alciat23. Llamado a Bourges por Francisco I, Alciat, en el espacio de cinco años, fue capaz de cambiar la enseñanza del derecho y fundar una escuela nueva cuyo carácter resplandece con el más glorioso de sus herederos, el gran Cujas. En vez de ver en la ley romana un todo homogéneo y contemporáneo, como lo hicieron primeros críticos, Cujas restituye a cada parte de la legislación el carácter de la época y de las circunstancias que le dieron vida. De este modo toma los textos mutilados de Ulpian, de Paulo, de Papiniano, y debido a la fuerza de su erudición, logra devolverle la vida a estos fragmentos mudos y helados, en resumidas cuentas, lleva en el estudio de la legislación romana la sagacidad de un historiador y la imaginación de un artista. Sin embargo Dumoulin, abogado en el Parlamento de París, le daba el mismo impulso al derecho francés. Las prácticas y costumbres de nuestras provincias, que hasta entonces se habían escapado de una redacción ya fuere científica u oficial, finalmente recibieron de esta mano erudita algo de luz y algo de estabilidad. Dumoulin, por medio de su comentario sobre la 23

Nació en Milán en 1492.

costumbre de París, establecía las normas generales de nuestro derecho: extraía los principios que regían el Código Civil, allí donde el derecho romano no reina, preparaba muchas partes de los trabajos de Pothier. Poco después brillaron Pasquier, Talon, Séguier, Harlay, de Thou: la magistratura francesa, al igual que la abogacía, alcanzó su mayor gloria24.

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Ver E. Lerminier, Introducción a la historia general del derecho. Entre las obras de Estienne Pasquier, debemos señalar sus Investigaciones de Francia en nueve libros, obra más ingeniosa que erudita, y los veintidós libros de sus Cartas, que limita en los acontecimientos contemporáneos la declaración de un testimonio sincero y perspicaz. M. Fengere proporcionó en dos pequeños volúmenes una edición seleccionada de obras de Estienne Pasquier.

La Boétie y Bodin. Tantos trabajos sobre la ciencia del derecho debían naturalmente llevar a la búsqueda de los fundamentos de la sociedad. La primera obra donde irrumpen las tendencias audaces del nuevo espíritu, fueron unas cuántas páginas cortas y enérgicas escritas por un joven de dieciocho años. Etienne de La Boétie, que fue inmortalizado tanto, como por su excepcional talento, como por la amistad y los pesares de Montaigne1, había recibido una de las educaciones más estrictas que las familias de los magistrados daban entonces a sus hijos. “Estábamos de pie a las cuatro de la mañana, contaba uno de ellos en sus memorias2, y después de rezar, nos íbamos a estudiar a las cinco de la mañana, con nuestros pesados libros bajo el brazo, con nuestros tinteros y los candelabros en la mano”. “Pithou, Cujas, y yo, dice Loisel, nos reuníamos todas las tardes en la biblioteca después de la cena, y allí trabajábamos hasta unas tres horas3”. Los primeros trabajos del joven Étienne fueron traducciones donde se esforzaba por reproducir a Aristóteles, Jenofonte y Plutarco, y así formaba su lengua en la expresión de los pensamientos masculinos. Mientras que él se entregaba por completo al trato de la antigüedad, que su joven imaginación le pintaba aún más bella y más serena, horribles acontecimientos le recordaron la idea de una realidad que contrastaba tristemente con sus nobles sueños. El levantamiento de Burdeos y de la Guyena había sido causado por las exacciones que un fisco despiadado había provocado. Terribles venganzas marcaron el restablecimiento de la autoridad real: El feroz Montmorency entró a la ciudad por una brecha; más de ciento cuarenta personas fueron colgadas, sometidas a la rueda, empaladas, descuartizadas, quemadas en la hoguera, y destrozadas. Los ejecutaban por una simple acusación, sin confrontación de los testigos ni otro tipo de proceso. ¡Qué espectáculo para un joven hombre cuyo pensamiento se había alimentado de las ideas republicanas de la antigüedad! Fue el mismo año de la insurrección de Burdeos (1548), frente a los cadalsos erigidos en las plazas públicas de su ciudad natal, que La 1

Essais (Ensayos), t. I,p. 27. La Boétie, nació en Sarlat en 1530, murió en 1563, consejero en el parlamento de Burdeos 2 Henri de Mesme, 1545. 3 Pasquier o Dialogo de los abogados del parlamento de Paris. Nota del traductor: todos los títulos de obras que aparecen en aquí se traducirán, sino se encuentran traducciones oficiales reconocidas, se realizará una por parte del traductor, en las citaciones donde se menciona una página especifica de un libro se mantendrá el titulo original en francés y entre paréntesis se escribirá el titulo traducido al español

Boétie escribió contra la monarquía este apasionado discurso que tituló: El discurso de la servidumbre voluntaria o El Contra uno. “Como es posible hacer, exclamaba, que tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soporten a veces a un solo tirano, que solo tiene el poder que se le otorga, que solo tiene poder para causarles perjuicios tanto como ellos lo quieran soportar? …que desgracia o mejor dicho que desgraciado vicio, ver a tantas y tantas personas, no tan sólo obedecer, sino arrastrarse? No ser gobernados, sino tiranizados, sin bienes, ni parientes, ni mujeres, ni hijos, ni vida propia. Soportar saqueos, asaltos y crueldades, no de un ejército, no de una horda de bárbaros, contra la que cada uno debería defender y gastar su propia sangre y su vida, sino únicamente contra este hombre. ¡No de un Hércules o de un Sansón, sino de un solo hombrecillo, y en la mayoría de las veces el más cobarde y afeminado de la nación!” Aquí se reconocen los métodos de la elocuencia antigua, sus contrastes, sus asombros, sus gradaciones, el alcance de sus desarrollos y su fervor cada vez mayor. Parece probable leer en Tito Livio algún tipo de discurso de un tribuno, cuando La Boétie concluye este hermoso pasaje con esta energética provocación: “Quien los controla no tiene más que dos ojos, dos manos, un solo cuerpo… ¿De dónde ha tomado tantos ojos, con los cuales los espía, si ustedes no se los dieron? ¿Los pies con los que recorre sus ciudades, de dónde los obtuvo, si no son los suyos? ¿Cómo tiene algún poder sobre ustedes sino por causa de ustedes mismos? ¿Cómo se atrevería a perseguirlos a ustedes, si no contara con su acuerdo? ¿Qué podría hacerles si ustedes mismos no encubrieran al ladrón que los roba, cómplices del asesino que los extermina y traicionan a su propia condición? Siembran sus propios frutos para que él los arrase, amueblan y llenan sus casas de adornos para abastecer sus saqueos. Alimentan a sus hijas para que él tenga con quien saciar su lujuria, alimentan sus hijos para que él los llevé, sea cual fuere la excusa, en sus guerras, y que él los conduzca a la carnicería… Puede liberarse de tantas humillaciones, que ni los animales mismos lo sufrirían o los soportarían, si ustedes trataran, no de liberase de ello, sino solamente de quererlo hacer. Decídanse, pues, a dejar de servir, y serán hombres libres. No pretendo que se enfrenten a él, ni que lo hagan tambalear, sino simplemente que no lo sustentéis más. Entonces verán cómo, un gran coloso

que ha sido privado de la base que lo sostiene, se desplomará y se romperá por sí solo.” He aquí la metamorfosis que la inspiración antigua había producido de repente en nuestro lenguaje. A la mofa astuta de nuestros trovadores, a su elocuencia satírica y burlona le seguía como por encanto una voz grave y poderosa, semejante a un eco del foro. Por lo demás, El discurso de la servidumbre voluntaria no contenía ninguna alusión a los intereses, las pasiones, las tradiciones que entonces dividían profundamente a la sociedad francesa. Es una obra esencialmente abstracta, una elocuente invectiva contra la tiranía en general. El pensamiento emancipado supera la meta en lugar de alcanzarla. Se siente en cada página de este libro la inexperiencia de un pueblo y de un escritor, y la embriaguez de los recuerdos de la antigüedad malinterpretada: aquí Cesar y Nerón son juzgados como en nuestras tragedias clásicas. Es el grito de una elocuente indignación en la boca de un joven de dieciséis años que más le hubiera valido nacer en Venecia que en Sarlat1. La nobleza, la sinceridad de sus opiniones reviste su lenguaje de una potencia que arrastra al lector. No es que el estilo de La Boétie equivalga al de Montaigne, el cual ningún otro autor ha alcanzado. Es pesado y arcaico. Es duro como esta alma ingenua y libre…. Pero es ingenuo, firme, elocuente, como nos parecería a nosotros en la actualidad la prosa Marco Bruto y de Catón de Útica si hubiéramos conservado sus libros2. El juicioso y prudente Montaigne, al ver que “esta obra había sido expuesta con malas intenciones3, por quienes procuraban enturbiar y cambiar el estado de nuestra policía, sin preocuparse si ellos la enmendarían” procura excusar la vehemencia de su amigo declarando que “no existió un mejor ciudadano, ni más comprometido con la tranquilidad de su país, y ni más enemigo de las agitaciones y transformaciones de su tiempo4”. Creemos con seguridad que el adolescente que había debutado con tal ensayo, modificó con la reflexión y la experiencia aquello que tenía, demasiado absoluto, en sus primeros sentimientos. Pero como la elocuencia está completamente en la emoción del espíritu, La Boétie ya no encontrará más de estos acentos tan energéticos. A quien Montaigne llama el hombre 1

Montaigne, pasaje ya citado-Ya habíamos dicho que la Boétie tenía entonces dieciocho años. Ch. Nodier, Manual de bibliografía, febrero 1835 3 En 1578. 4 Montaigne, Essais (Ensayos), Lib.1.o, cap. 27. 2

más importante del siglo vivió casi ignorado, y se apagó a los treinta y dos años como consejero en el parlamento de Burdeos, siendo autor de un gran número de versos agradables1. Desde el amanecer de la ciencia política, ¡qué contraste entre Italia y Francia! La una encuentra en Macchiavello su más alta expresión y envenena todos los ríos de Europa con sus máximas pérfidas; La otra lanza con la Boétie un grito de libertad, parece meditar ya sobre el contrato social y la emancipación de los pueblos. Pero la obra del joven de Périgord no era sino un impulso del espíritu, una ocurrencia de juventud y de indignación. Le hacía falta a la filosofía política una expresión más calmada, más científica. Jean Bodin se la dió y parece anunciar a Montesquieu como la Boétie anuncia a J.J. Rousseau. Bodin2 prevalece sobre Macchiavello por su punto de vista, como La Boétie ya prevalecía sobre él en la moralidad. Macchiavello es muy italiano y muy práctico. Estudia sobre todo la historia romana, la de Florencia y la de los Estados de Italia, y lo hace únicamente para sacar provecho de esto como secretario del estado. Nunca presenta juicios filosóficos, o ideas absolutas. Para él, los hombres no son buenos ni malos, ellos son hábiles o ignorantes. Los observa, juzga los golpes de esta y erige el éxito como principio. Así la carencia de sentido moral reduce incluso esta elevada inteligencia. Macchiavello sería más importante, si él fuera una mejor persona. Bodin, con menos genio en el pensamiento y en el estilo, concibe un plan mucho más basto y toma un punto de partida mucho más alto. Su principal obra, su libro sobre la República, es decir sobre el gobierno, sobre la constitución del Estado, es una tentativa noble ya que somete los hechos a la concepción absoluta de sus leyes. Sin embargo era de esperarse que la filosofía política a menudo se tambaleara al comienzo de su carrera. A causa de su inexperiencia, Bodin mezclaba continuamente el método de observación y el método a priori, la teoría y la erudición. Aunque versado y fuerte en cuanto a las evidencias recogidas de la historia, es generalmente débil en las razones teóricas. Es más un hombre de estado que un 1

Recientemente, sus obras completas fueron recopiladas y publicadas por M. Léon Feugère autor de un excelente Estudio, laureado por la academia francesa, sobre la vida y las obras de Ètienne de La Boetie. 2 Nació en Angers en 1530, fue procurador del Rey en Laon, fue un influyente diputado en los Estados de Blois en 1576 y murió en 1596.

metafísico. Pero si no tiene toda la altura deseable, no se puede discutir la búsqueda sincera de lo justo y de lo honesto. Si no penetró con suficiente profundidad en la esencia del derecho universal, por lo menos, la extensión de su saber, la rectitud de sus intenciones, y la magnitud de su empresa ameritan a su nombre un reconocimiento perdurable. Siguió a Aristóteles con originalidad en el estudio de las diversas formas políticas, de su duración, de su decadencia y de sus transformaciones1. Él aventajó a Montesquieu en el análisis de las influencias que los climas políticos deben ejercer sobre las leyes. ¡Extraño ejemplo de la debilidad de nuestro raciocinio en la cima misma de la grandeza! En medio de estas consideraciones Bodin consagra un capitulo a los sueños extraños de la astrología. Se sabe que esta mente tan firme creía en la magia, sobre la cual escribió un libro (la Dèmonomanie). Incluso las almas más grandes reciben la huella de la época que las produjo. Sin embargo y aún en este mismo capítulo, que no escribió en un siglo más ilustrado, Bodin recupera de repente su superioridad: vislumbra la filosofía de la historia afirmando que el estudio del pasado y la observación cuidadosa de las causas nos pueden llevar a prever la caída y las revoluciones radicales de los imperios2. En política Bodin se consagra a la monarquía, sin duda por temor a la anarquía en la que él veía que Francia3 se precipitaba 1. Pero por encima de este poder absoluto y sin control, del cual arma al soberano, él reconoce y reserva las leyes eternas de la conciencia, pero no prepara ninguna sanción para estas, aquí en la tierra. “Tal es la Républica de Bodin; comienzo de la ciencia política en la Europa moderna, esbozo de una razón firme, pero incierta en sus vías… donde la erudición a menudo ahoga el pensamiento: donde el espíritu del autor, deseando subir al mundo de las ideas y de los sistemas, casi siempre es abatido en su vuelo impotente; sin método, sin esclarecimiento. Pero testimonio irrecusable de vigor y de genio, monumento del siglo XVI, al cual los últimos trecientos años no le han quitado su valor, y que pasará como una medalla preciosa en la historia de las obras humanas4”.

1

Lib. IV, cap. 1.o. Lib. IV, cap. II 3 Empujado en un momento por la Liga en 1589, Bodin se reconcilió con Enrique de Navarra en 1577. Su República se publicó en francés en el año de 1577. Él mismo la tradujo al latín nueve años después. 4 Lerminier, Introducción general a la historia del derecho. Recomendamos a nuestros lectores la valiosa obra que M. Baudrillart publicó recientemente bajo el título de Bodin. y su época. Es un 2

El talento de Bodin y la imperfección de su obra demuestran de manera suficiente que la filosofía social era entonces una ciencia incipiente de la cual habría que esperar, aún mucho tiempo, sus frutos. Sucedió lo mismo con la filosofía moral, la ciencia que se propone por objeto de estudio al hombre individual. Sin dudad es más difícil sondear las profundidades de nuestra naturaleza, que examinar los principios de la sociedad, pero si se abstiene de manera prudente de las elevadas búsquedas de la metafísica, todavía queda en la región media de la filosofía, espacios bastante amplios para ejercer la observación atenta y estimular el interés del lector. La moral es una ciencia siempre realizada o por lo menos que siempre es posible. Cada uno lleva en sí el modelo, solo se trata de encontrar al pintor. Ramus y Amyot Ya un hombre de un genio ardiente y audaz había proclamado la decadencia de la filosofía de la edad media atacando a Aristóteles en quien esta se había personificado. Pierre La Ramée (Ramus) todavía no había sobrepasado el pensamiento, pero sí sus procedimientos: había emancipado la lógica. Observemos que es en nombre de la antigüedad que se había realizado esta revolución. La lectura de Virgilio, de Cicerón, de Platón destrona en Ramus la adoración supersticiosa de los comentarios de Aristóteles. “Reconozco, dice él, para mi gran sorpresa que ni Cicerón ni Virgilio, al escribir, no habían tenido en cuenta las leyes del Organum”. Después pasa a la lectura de Platón. Su sorpresa aumenta. “¡ Que cambio!, exclama él. Aquí no hay ni reglas sutiles, ni argumentación metódica. Sócrates se satisface con discutir con sentido común, él quiere que se examine y que se refiera a la razón antes que a la autoridad.” Entonces Ramus se pregunta “Si él no podría también socratisar un poco” En adelante, la filosofía puede marchar con confianza. Todavía no se encuentra el método, pero los obstáculos son destrozados. Se proclama el principio fructífero. La guía que se seguirá a partir de ahora no es más la autoridad, es la razón. Un talento más modesto y cuyo nombre pero sobre todo sus obras son inmortales, le hizo un favor igual de importante a la filosofía moral. Jacques Amyot no solo fue un traductor sino un traductor de talento: ocupa el primer rango en un género secundario. Creó en cierto modo a Plutarco: él nos lo inteligente análisis de las obras del publicista del siglo XVI. En este se encuentran una serie de citaciones muy bien escogidas.

dio, más verdadero, más completo, de lo que lo había hecho la naturaleza. Por el azar del nacimiento, el ingenuo y un poco crédulo beocio, había sido arrojado al siglo refinado y corrupto de Adriano. Para expresar su pensamiento directo y simple, solo tenía el idioma laborioso y erudito de los alejandrinos. De ahí la disonancia continúa en sus numerosos escritos: su espíritu y su lenguaje no son del mismo siglo, Amyot restableció la armonía y gracias a este, el alumno de Amonio vuelve a ser el buen Plutarco. Esta creación fue una buena fortuna para Francia: no solamente enriqueció la lengua por la afortunada necesidad de expresar tantas concepciones nobles y verdaderas sino que además se convirtió en un poderoso auxiliar para el renacimiento de las ideas antiguas. “Nosotros, pobres ignorantes, estábamos perdidos sí este libro no nos hubiera sacado del cenagal en que yacíamos; gracias a él osamos hoy hablar y escribir; las damas son capaces de adoctrinar a los maestros, es nuestro breviario.” Montaigne tiene razón de estar agradecido: ya que a él solo le debió su amable genio la pintura tan verdadera, tan original de su pensamiento, el marco en el que la depositó y una multitud de recuerdos con los que él la enriqueció, y le fueron dados por los opúsculos de Plutarco y transmitidos por la traducción de Amyot1 Montaigne y Charron Michel Montaigne2, puso en práctica, bajo una forma inmortal, la independencia del pensamiento que Ramus había proclamado en principio. Sus Ensayos son el primero y tal vez el mejor fruto que hubiera producido en Francia la filosofía moral. Es el primer llamado dirigido a la sociedad laica y mundana sobre los graves asuntos que los eruditos de profesión hasta entonces habían pretendido juzgar a puerta cerrada. El principal encanto de esta obra, es que en esta se percibe en cada línea el hombre bajo el autor. No es un tratado, aún menos un discurso, es la libre fantasía de un conversador amable y prodigiosamente instruido, que se desarrolla caprichosamente ante nuestros ojos. Aquí la idea toma forma, la abstracción cobra vida. El libro y

1Amyot

y Ramus procedían de las clases más bajas del pueblo: los dos fueron criados en el colegio de Navarra y ascendieron por sus propios méritos. Amyot llegó a ser tutor de los hijos de Enrique II, gran capellán de Francia y obispo de Auxerre. Tal era, en el siglo XVI, la recompensa otorgada al traductor de Daphnis y Cloe, y de las Vidas paralelas del paganismo. Ramus maestro en artes, después director de su colegio, profesor de filosofía y de elocuencia en el Collège de France, fue víctima de los odios escolásticos, los cuales el fanatismo religioso, ofrecieron un pretexto. Los estudiantes lo degollaron en la masacre de San Bartolomé. 2 Nace en 1533, muere en 1592

el escritor tan solo son una misma cosa. Montaigne por así decirlo vivió su obra en lugar de componerla. Nacido en Gascuña, región de riscos vivos y de gracia cambiante, que él conservo, gracias a la especial educación que recibió y la originalidad ingenua de sus colinas. Su padre como por un presentimiento secreto, había alejado de esta naturaleza fecunda y delicada todo lo que podía encadenarla y deformarla. La infancia de Montaigne se desarrolló en una atmosfera de libertad y de felicidad. Por la mañana, el sonido armonioso de los instrumentos que terminaba con su sueño; el estudio, que le cuesta a los otros niños tan penosos esfuerzos, desaparecían para él bajo las apariencias de los juegos de su edad; aprendió latín como su lengua materna, por la conversación de las personas que lo rodeaban. Esta educación en un medio protector, que quizás no es la mejor en general, resultó la más adecuada para el genio de Montaigne. De ella surge una indolencia dócil que la vivacidad natural del joven gascón preservó de la apatía; El amor por el bienestar, que su elevado sentido común protege de un basto egoísmo; una sincera benevolencia por los hombres, que nunca tuvo la ocasión de odiar; un alejamiento inquebrantable de las penosas ocupaciones de un político mezquino y pérfido. Montaigne no tuvo ninguna ambición: su vida era tan dulce sin ninguno o pocos negocios, su vida sin ellos era tan plena! “Su profesión es vivir apaciblemente, para disfrutar el doble que los otros”. Él quiere la felicidad por la sabiduría, no la sabiduría triste y afligida, sino dulce y agradable, “Es la virtud la madre que alimenta los placeres humanos. ¿Quién ha osado disfrazármela, exclama, con apariencias tan lejanas a la verdad, con tan adusto y tan odioso rostro? Nada hay, por el contrario, más alegre, divertido, jovial. La virtud no está como la escuela asegura, colocada en la cúspide de un monte escarpado e inaccesible. Quien sabe la dirección, puede llegar a ella por una suave y amena pendiente cubierta de grata sombra y tapizada de verde césped”. Es necesario reconocer que la virtud de Montaigne parece estar a veces demasiado preocupado por su propio placer. Creo verlo en su castillo, fortificado, antaño por sus padres, y que hoy en día “solo tiene para toda guarda un portero, cuyo cometido no es tanto el de prohibir la entrada como el de franquearla con amabilidad y buena gracia”. Mientras que las guerras religiosas ensangrentaban a Francia, y la matanza de San Bartolomé le da al mundo el horrible espectáculo de un rey conspirador y asesino, es aquí “su

asilo en donde descansa lejos de las guerras que nos acaban: intenta sustraer este rincón de la tormenta pública, como tiene guardado otro en su alma. Es inútil que nuestra lucha cambie de cariz, que se multiplique y diversifique en nuevos partidos, para él no cambia.1”. Su morada es el templo sereno que la ciencia eleva para el sabio y donde no penetran, a pesar de la cortesía del guardián, ni el pedantismo de las escuelas, ni el fanatismo de las sectas religiosas. Semejante a los personajes del Decamerón, él realiza un tranquilo retiro mientras que una cruel plaga devastaba el resto del país. He aquí, como se compadece por la sublime locura del heroísmo guerrero, “ese que ves escalando las ruinas de esa fortificación, furioso y fuera de sí, expuesto a recibir el disparo de los arcabuces, y ese otro cubierto de cicatrices, transido y pálido por el hambre, decidido a morir antes que abrirle la puerta”, todo esto quizás, por un hombre “¡a quien jamás vieron, el cual no se cura siquiera de que existan en el mundo; por un hombre sumido en la ociosidad y en los deleites!” Tampoco las vigilias y el agotamiento del estudio encuentran mayor favor ante sus ojos. Con cual tono de burla lo manifiesta al erudito “¡ese otro que ves abandonar el estudio a media noche, legañoso, acometido por la tos y mugriento, bien decidido a morir o haber enseñado a la posteridad la medida de los versos de Plauto y la correcta ortografía de una palabra latina!” Para él no hay tantas maneras. Acepta el estudio, pero como un placer y no como un trabajo. “Su designio consiste en pasar apacible, y no laboriosamente, lo que le resta, de vida; por nada del mundo quiere romperse la cabeza, ni siquiera por la ciencia, por grande que sea su valor.” A pesar de su gusto marcado por la indolencia dócil de la vida privada, Montaigne pago sin embargo su tributo a los deberes del ciudadano. Cuando tenía veintitrés años, su padre le compró un empleo como consejero en la Corte de Ayudas de Périgueux, que se reunió el año siguiente en la chambre des enquêtes* del parlamento de Burdeos. El joven magistrado amaba poco esta profesión “donde su padre lo zambulló cuando niño hasta las orejas” Se burlaba de sus pedantescos colegas “que clasificaba con una particular atención las palabras solemnes”; encontraba que “entre nuestras leyes y costumbres hay muchas bárbaras y monstruosas”. “Él que el juez a sometido al tormento, decía, por no hacerle morir inocente, muere sin culpa, y además 1

Essais (Ensayos), II, 16.

* chambre des enquêtes: En los parlamentos, cámaras donde se juzgaba las apelaciones de las sentencias emitidas en proceso por escrito.

martirizado”. Por otra parte, la legislación de su época le parecía un laberinto inextricable, donde a menudo se disimulaba la iniquidad de los jueces. Por eso en cuanto la muerte de su padre se lo permitió, Montaigne con apenas cuarenta años de edad renuncia a su cargo de consejero. La vida de cortesano era menos contraria a sus gustos; él aceptó y probablemente buscó, hacia 1575, el cargo de gentilhombre ordinario del rey y dos años después el de gentilhombre de la cámara del rey de Navarra. “No soy por complexión, dice él, enemigo de la agitación cortesana, en ella he pasado una parte de mi vida y habituado estoy a conducirme desenvueltamente en las selectas compañías”. Paris le era necesario para estudiar bien a los hombres. Pero si Montaigne fue un cortesano, él nunca se volvió servil. “Odio a muerte oír a los aduladores, los cuales son razón sobrada para que yo inmediatamente adopte un tono seco, duro y francote, que inclina a quien me desconoce a considerarme como desdeñoso”. Él viajaba por Italia y acababa de ser nombrado ciudadano de Roma, en 1581, cuando se enteró de que los magistrados de Burdeos lo habían escogido como alcalde. Cumplió estas nuevas funciones, como se podía esperar de su carácter. Le reclaman, dice él, haberse entregado a los asuntos “demasiado débilmente” y solo haberles dirigido a estos “un afecto lánguido”; y él mismo añade de manera ingenua que estos reproches de ningún modo estaban alejados de los hechos; “Estoy yo de tal suerte constituido, que gusto tanto ser dichoso como cuerdo, y deber mi buena fortuna puramente a la gracia de Dios que al intermedio de mis actos.” No obstante, lo reeligieron por dos años más, pero esta vez fue mucho peor todavía. Habiendo estallado la peste en Burdeos durante su ausencia, Montaigne se abstuvo de volver allí. Incluso les respondió a los magistrados que lo invitaban a volver para presidir en las próximas elecciones, que él estaba acostumbrado a un excelente aire, y no deseaba arriesgarse a ir a la ciudad. Él ofrecía ir de manera valiente hasta una aldea vecina, “si el mal no había llegado allí” para dar a los magistrados sus instrucciones, y terminó deseándoles “una larga y feliz vida1”. No se comportara así, sesenta años más tarde, el magnánimo Rotrou.

1

La vida pública de Montaigne, estudio biográfico por Alphonse Grün, 1855. Montaigne hombre público, por Pierre Clément, en la Revue contemporaine el 31 de agosto de 1855.

Según el carácter de Montaigne, se intuye el de su libro, si es que se le puede llamar así a esas excursiones caprichosas de un pensamiento tanto vagabundo como amable. Este hombre de una razón tan directa parece, en la sucesión de sus ideas, solo obedecer a esta facultad que él mismo llama “la loca de la casa”. Escoge un asunto, lo deja, lo retoma, promete un tema en el título, y trata otro distinto en el capítulo. “Al transcribir mis ideas, dice él, no sigo otro camino que el del azar; a medida que mis ensueños o desvaríos aparecen a mi espíritu voy amontonándolos: una veces se me presentan apiñados, otras arrastrándose penosamente y uno a uno. Quiero exteriorizar mi estado natural y ordinario, tan desordenado como es en realidad, y me dejo llevar sin esfuerzos ni artificios; elijo de preferencia el primer argumento, pensando aquí una frase, allá otra, como partes separadas del conjunto, desviadas, sin designio ni plan.” Sin embargo bajo esta apariencia fortuita, se esconde un interés serio y poderoso. A pesar de todas sus excursiones, Montaigne tiene en mente un solo objetivo, que nos pinta, nos muestra, y que nos explica sin cesar, es él mismo, o más bien somos nosotros, es el hombre tal como fue, tal como siempre será, y es este el secreto de la inmortalidad de su obra. Tiene toda la gracia de una fantasía y toda la profundidad de un estudio, todo el encanto de una conversación y todo el valor de un tratado científico. Montaigne se juzga con tanta imparcialidad que se creería que él habla de otra persona, se analiza con tanta sutileza que se puede observar lo bien que él profundizó en sí mismo: y por una rara fortuna, tales son la extensión de sus facultades, la variabilidad de sus gustos, la combinación de sus defectos, de sus cualidades, de su tendencias de todos tipos, parece reunir en sí mismo todas las variedades de nuestra naturaleza, y nos ofrece en su persona al hombre completo, este ser “maravillosamente fluctuante y diverso”. En la pintura de sí mismo, Montaigne relaciona de manera natural y sin considérarlo, el estudio de las más grandes cuestiones. “Descubre cien nuevos secretos, y lo difícil que son de revelar1” Su escepticismo fecundo despertó la razón de sus contemporáneos. En medio de las afirmaciones violentas que pretendían establecerse a sangre y fuego, la única sensatez posible era la duda. “Mucho saber permite la oportunidad de dudar más”. En religión, en política y en literatura, cada uno decía: Lo sé todo. Montaigne 1

Mlle. de Gournay, prefacio de los Ensayos de Montaigne

tomo por lema: ¿Qué se yo? No obstante, su reserva no llega hasta el pirronismo: Montaigne nunca dudó de Dios ni de la virtud. Estas nobles creencias, que en medio de tantas ruinas se mantienen en pie en su pensamiento, son allí más augustas. A veces estas le inspiran sublimes arrebatos de elocuencia, que se sorprende de encontrar en este agradable autor. Con que grandeza pinta el hombre de corazón que “cae lleno de ánimo en el combate; el que desafiando todos los peligros, ve la muerte cercana y por ello no disminuye un punto en su fortaleza; quien al exhalar el último suspiro mira todavía a su enemigo con altivez y desdén, y derrotados no por nosotros, sino por la mala fortuna;!muerto puede ser, mas no vencido!” ¡Que noble impulso de entusiasmo cuando él protesta contra el triunfo injusto y glorifica la derrota! “Hay pérdidas triunfantes que equivalen a las victorias; y ni siquiera aquellas cuatro hermanas, las más hermosas que el sol haya alumbrado sobre la tierra, las de Salamina, Platea, Micala y Sicilia, podrán jamás oponer toda su gloria a la derrota del rey Leónidas y de los suyos en el desfiladero de las Termópilas”. Sentimos aquí a través del lenguaje del siglo XVI el espíritu renaciente de la antigüedad. Es uno de los méritos de Montaigne, el de ser su discípulo. Los poetas y los filósofos de Grecia y de Roma son para él, lo que fueron para Bossuet las Escrituras y los sacerdotes. Él se apropia perfectamente de esto y los asimila. “Lleva a su espíritu sus razones, comparaciones, y argumentos y los confunde con los suyos”. ¡Muy hábil quien sabría distinguir lo que encuentra, de lo que toma prestado y “consigue un claro entendimiento!” Sus críticas son muy arriesgadas “al dar un capirotazo en las narices a Plutarco y al injuriar a Séneca”. Plutarco y Séneca son en efecto sus dos maestros. “La instrucción que procuran es la flor de la filosofía, Uno abunda en acontecimientos, hechos y anécdotas y él otro en matices.” Montaigne escribe, “que no quiere estar rodeado de libros, pero no puede dejar pasar la oportunidad de un libro de Plutarco”. En cuanto a Séneca su ritmo vivo y brusco se acomoda al humor de Montaigne, a quien le gusta que vayan directamente al grano, que lo instruyan de manera inmediata. “Lo que busca son razones firmes y sólidas, en primer lugar, no sutilezas gramaticales, ni la ingeniosa contextura de palabras y argumentaciones que para nada le sirven. Quiere razonamientos que descarguen, la primera carga, en el corazón de la duda”. Él encuentra que Cicerón, en sus obras filosóficas “languidece alrededor del asunto. Estas

son útiles para la discusión, el foro o el púlpito, donde nos queda el tiempo necesario para dormitar, y dar un cuarto de hora después de comenzada la oración para recobrar el hilo del discurso. Es necesario hablarles así a los jueces. Cicerón es un excelente predicador municipal. Para Montaigne, estas precauciones son causas perdidas: se encuentra preparado de antemano, no necesita salsa, ni incentivo, puede comer perfectamente la carne cruda”. Al mostrarnos lo que le gusta de Séneca, Montaigne comenzó a caracterizar su propio estilo. No obstante, es una característica, y la más alegre de todas, que brilla con un resplandor mucho más intenso en la fisonomía del escritor francés, la imaginación. Voltaire dijo con razón: “No es el lenguaje de Montaigne, es su imaginación lo que hay que añorar. En él más que en nadie, el estilo es el hombre. “Cuando yo veo esas valientes formas de explicarse, tan vivas y profundas no digo que eso sea bien decir, digo que es bien pensar” El idioma todavía rebelde, que se le ha dado, lo domina, lo suaviza, y como un hábil versificador, de la dificultad misma es capaz de extraer cien combinaciones inesperadas y encantadoras «Lejos de sacrificarse el discurso a las palabras, dice, son éstas las que deben sacrificarse al discurso; y si el francés no logra traducir mi pensamiento, echo mano de mi dialecto gascón. Yo quiero que las cosas predominen y que de tal manera llenen la imaginación del oyente, que éste no se fije siquiera en las palabras ni se acuerde de ellas”. También la lengua de Montaigne “es un hablar sencillo e ingenuo, lo mismo cuando escribo que cuando hablo; un hablar sustancioso y nervioso, corto y conciso, no tan pulido y delicado como brusco y vehemente: más bien difícil que pesado, apartado de afectación, sin regla, desligado y arrojado”. No podríamos contar todas las imágenes, las nuevas expresiones, las cadenas de palabras que él creó. Si se disfruta del francés de Amyot, se estudia la lengua de Montaigne, y sus escritos que son aún en la actualidad un tesoro, donde que nuestra prosa, empobrecida por los desdenes filosóficos del siglo XVIII, está feliz de ir en busca de sus antiguas riquezas.1 Sin embargo tal es la fatalidad literaria que pesa sobre el siglo XVI; sus obras más afortunadas siguen careciendo de este don supremo que parece el fruto natural reservado para ciertos momentos de la vida de los pueblos, la belleza y la perfección del conjunto. Todas las cualidades de una excelente 1

Ver, El elogio de Montaigne, compuesto por M. Villemain, en 1812; esta obra marcó el debut de este ilustre escritor

obra se encuentran en la de Montaigne, pero sin componer todavía un conjunto armonioso. En el siglo de Augusto, Montaigne, con su imaginación poética y su estudiosa indolencia, hubiera sido un Horacio o un Tibulo; Bajo el reinado Luis XIV se hubiera convertido o en La Fontaine o en Descartes, dependiendo de la vertiente de su genio que hubiese seguido. Es solo el conversador más instructivo y el más amable de nuestros moralistas. Se percibe que su persona valía aún más que su libro. Los Ensayos son un mineral precioso que todavía no ha recibido su forma definitiva: se parecen a la materia sideral de la cual se componen las remotas nebulosas, según algunos astrónomos. Todavía no son astros, es el rico y luminoso fluido cuya potencia creadora disfruta formándolos. Esta formación no siempre se logra sin peligro: si se somete el pensamiento de los Ensayos a un orden más regular, y se suprime este exuberante adorno de la imaginación, “¡lo superfluo, una cosa tan necesaria!” y en vez de Montaigne se obtiene a Charron1 su discípulo, y con frecuencia su copista. Es evidente que por lo menos un cuarto de su libro de la Sabiduría se compone de préstamos casi textuales que Charron tomó de su predecesor. No obstante, este no se le parece, ni siquiera cuando lo transcribe. Grave, estudiado y metódico, en vano nos dice en alguna parte que: “Yo trato y actúo aquí de manera no pedantesca, según las reglas ordinarias de la escuela”; con todo el rigor escolástico él erige como dogma el escepticismo; desde lo alto del pulpito él anatemiza los prejuicios. Más rico de lecturas y de recuerdos, más cuidadoso al disponer las diversas partes de un tema, de modo que permita continuar con el hilo de un argumento, Charron no tiene ni la originalidad del genio de Montaigne, ni la vivacidad de su expresión. También obtuvo más estima que éxito, y más elogios que lectores, como lo dijo un gran maestro. Rabelais Hasta ahora, al no poderlo incluir en ninguna de nuestras clasificaciones, porque las cumple todas, no lo hemos omitido sino postergado, un escritor en cuya obra la altura de las opiniones contrasta incluso mucho más que en las obras de sus contemporáneos, con la original rareza de la forma. Rabelais es a la vez erudito, filósofo, publicita, novelista, satírico, en fin un 1

Nació en Paris en 1551, abogado y después sacerdote. Murió en 1603. Obras: De la sabiduría y dieciséis discursos cristianos.

innovador en todas las direcciones del pensamiento, y disimula la audacia de sus ideas bajo la extravagancia de sus ficciones. Es una especie de Tribulet popular, un loco de la sociedad, al cual se le permite tener la razón, con la condición de que parezca renunciar al sentido común y así regale sus insolencias más grandes como tantas ocurrencias sin ningún tipo de consecuencias. Pero no hay que juzgar desde una perspectiva tan sistemática. Para jugar este papel de genio bufón, Rabelais solo tenía que abandonarse a sus inclinaciones, y si su trivialidad cínica fue un cálculo prudente, es probable que fuera la naturaleza quien lo hizo por él. Este rasgo es un fenómeno moral que solo el siglo XVI podía darle al mundo. Alianza singular de la educación y de la mediocridad, “conjunto monstruoso de una moral aguda e ingeniosa y de una sucia corrupción: cuando es malo, va mucho más allá de lo peor, es el encanto del pícaro; cuando es bueno, llega a lo exquisito, a la excelencia y puede ser el manjar más delicado1” La vida de Rabelais es la imagen de su libro: Amante de las taberna2 y conservaba siempre una dulce inclinación por los lugares que lo vieron nacer; uno tras otro fue cordelero, benedictino, médico, bibliotecario, secretario de un embajador y sacerdote, todo sin dejar nunca de beber, de burlarse y de divertirse; sabía latín, griego, hebreo, italiano, español, alemán, árabe y en caso necesario hablaba el más franco y más popular francés de nuestros antiguos trovadores; se burlaba de todas las potencias, provocaba todas las reformas, y fue protegido por los prelados, cardenales y ministros; y finalmente murió de manera tranquila en su casa parroquial, con las bromas aún en la boca, mientras que Des Périers se suicidaba en su prisión y Dolet moría en las llamas de la hoguera. Rabelais es el hombre más sorprendente de esta discordancia perpetua que ofrece por doquier el siglo XVI, época fecunda, potente y original, pero sin armonía, proporciones, ni belleza. La Vida de Gargantúa y Pantagruel, es el sueño de una epopeya delirante, es la orgía de la razón y a veces del genio. Al mezclar juntos a Erasmo y a Boccaccio, y al unir los recuerdos de nuestras fabliaux* y la inspiración italiana de la poesía bernesca, Rabelais creó de todos estos elementos mezclados y animados, en el seno de un original genio “una obra increíble, 1

La Bruyère. Cap. I, De las obras del espíritu, En la Devinière, cerca de Chinon, en 1482 * fabliaux: cuento popular en verso, satírico o moral. 2

mezcla de ciencia, de obscuridad, de comedia, de elocuencia y con un alto grado de fantasía, que todo lo recuerda sin comparación, que atrapa y desconcierta, que embriaga y asquea, de la cual uno se puede preguntar seriamente si se le comprendió, después de gustar mucho de ella y de tenerle una gran admiración.” “Habría aquí mucho que decir acerca Rabelais. Es nuestro Shakespeare de la comedia. En su época fue un Arioste al alcance de los linajes ordinarios de Brie, de Champaña, de Picardía, de Touraine y de Poitou. Los nombres de nuestras provincias, aldeas, monasterios, las costumbres de nuestros conventos, parroquias, universidades, las conductas de nuestros estudiantes, jueces, mayordomos, comerciante, todo esto lo reprodujo, principalmente para reírse de ello. Comprendió y satisfizo a la vez las tendencias comunes, el sentido común estricto y las inclinaciones maliciosas del tercer estado del siglo XVI”. “Él libro de Rabelais es un gran festín, no uno de estos nobles y delicados festines de la antigüedad, donde circulaban, al son de la lira, los cálices de oro coronados de flores, las ingeniosas bromas y las conversaciones filosóficas; no uno de esos deliciosos banquetes de Jenofonte o de Platón, celebrados bajo los pórticos de mármol, en los jardines de Escilunte o de Atenas; es una orgía nublada, un festín casero, una cena de navidad. Es inclusive, si se desea, una de esas largas coplas que se cantan después de beber, cuyas estrofas picantes son con frecuencia entrecortadas por estribillos que se repiten. En estos tipos de refranes, la elocuencia remplaza al sentido; y tratar de comprenderlos, es ya no haber comprendido1”. No obstante la embriaguez del júbilo, no domina de tal manera la razón elevada del innovador como para ahogar su voz. Él mismo nos advierte que suponiendo “que el sentido literal nos ofrece temas bastante alegres, no por ello hay que permanecer, como cuando se escucha el canto de las sirenas; sino interpretar en el sentido más elevado lo que por casualidad pensamos que dice con gran entusiasmo ¿Hemos visto en algún momento a un perro encontrar un hueso? El perro es, como dice Platón, el animal más filosófico del mundo. Si lo han visto, han podido advertir con qué devoción lo acecha, con qué cuidado lo guarda, con qué fervor lo sostiene, con qué prudencia 1

Sainte-Beuve, Tableau de la poésie française au seizième siècle (Cuadro de la poesía France del siglo XVI), t. I, p. 339

comienza, con qué cariño lo destroza y con qué diligencia lo succiona. ¿Quién lo induce a hacer esto? ¿Cuál es la esperanza de su dedicación? ¿Qué bien pretende él? Nada más que un poco de médula…. Este ejemplo nos invita a ser sabios para olfatear, percibir y valorar estos hermosos libros de exquisita grasa, livianos en la búsqueda y profundos en el encuentro, y luego con curiosa práctica y meditación frecuente, romper el hueso y extraer la médula científica”. Afortunadamente para Rabelais, su siglo no le creyó, tomó esta advertencia como una payasada más. Y sin embargo ¡qué médula en este libro de grasa exquisita, cuantos “misterios aterradores, tanto en lo que concierne a nuestra religión como al estado político y la vida económica¡” La alegre solución de Meudon entrevió todas la reformas modernas, libertad política y religiosa, organización de las finanzas, destrucción de los privilegios y perfeccionamiento del procedimiento. ¡Qué espíritu de indignación contra los chats-fourrés *del parlamento y contra el Grippe-Minaud* su archiduque! ¡Qué sensata elocuencia en el discurso de Grandgousier y de su embajador contra la sangrienta locura de la guerras de invasión¡ Su tratado sobre la educación, a propósito de la juventud de Gargantúa, es prodigioso para su siglo: Locke, Montaigne y Jean-Jacques no han hecho más que desarrollarlo1. Es sobre todo contra los abusos de la religión, y los vicios de sus ministros que Rabelais es infatigable, como si él mismo tuviera el derecho de ser severo. Él los identifica en cada instante bajo su pluma, o más bien él nunca los deja ir: desde sus ociosos monjes, auténticos monos de la sociedad, que “no labran, ni trabajan, sino que se limitan a mascullar enérgicamente las leyendas y los salmos que no logran entender”, hasta las aves golosas de la isla sonante, obispos, cardenales y el papagayo cuya única ocupación en este mundo es “regocijarse, trinar y cantar” mientras que el resto del mundo “exceptuando algunas comarcas de las regiones de aquilón, les envían muchos bienes y apetitosos bocados”. Se percibe que Rabelais bien habría tenido ganas de tomar “una gran piedra y de destrozar a todos estas aves sacrosantas”; pero una voz prudente lo detiene “Hombre de bien, dice ella, cuando tú lo desees, golpea, hiere, mata, asesina a todos los 1

Ver el excelente comentario que hizo M. Guizot. Tissot, Leçons de littérature (Lecciones de literatura), l. 1, p. 147. También puede ser interesante la lectura del artículo de M. Géruzez, sobre los Essais d’histoire littéraire (Ensayos de la historia literaria), p. 67, 2da edición. * chat-fourré: hace referencia al abrigo de armiño usado por los jueces de los tribunales de apelación, juez, magistrado. También hace referencia a un personaje de la quinta novela de Rabelais, los Gatos Forrados ,que viven en la isla de la Condenación *Grippe-Minaud: archiduque de los Gatos Forrados

reyes y príncipes del mundo, a traición, con veneno o de cualquier otro modo; descubre en el cielo a los ángeles; de todo serás perdonado por el papagayo: si amas tu vida, el beneficio y el bien tanto tuyo como el de tus padres y amigos, tanto vivos y muertos, a estas sagradas aves no las toques; inclusive tu descendencia seria desgraciada.” En base esto él toma tranquilamente su postura. Se resigna a “beber aún más y comer hasta saciarse. Viendo a estas aves endiabladas, no hacemos más que blasfemar, pero dejando vacías las botellas y las copas, no hacemos más que alabar a Dios”. Así pues, Panurgo retoma aún por dos siglos más su máscara y sus cascabeles.

CAPÍTULO XXIV LA ELOCUENCIA DEL SIGLO XVI Lutero y Calvino: el libro de la Institución de la religión cristiana.- Ignacio de Loyola y los jesuitas.- El canciller de L’Hôpital - Los predicadores de la Liga. Lutero y Calvino: el libro de la Institución de la religión cristiana. Con Jean Cousin y Cujas, con Rabelais, Erasmo y Montaigne, la reforma estaba lista a nivel de las ideas. Las artes, el derecho y la filosofía habían sido emancipadas; quedan faltando aún el culto y la política. Seguiremos su destino en el siglo XVI, a través de su expresión literaria, elocuencia e historia. La reforma religiosa fue la obra del Norte. Los instintos de razas comenzaron a complicar las cuestiones de los dogmas. El despertar de las individualidades nacionales fue una de las características de la época. Los pueblos, comprimidos en la severa unidad de la edad media, escaparon entonces del molde uniforme que los había envuelto durante tanto tiempo, y se inclinaron por esta otra unidad, muy distante aún, la cual debe nacer de la visión espontánea de una misma verdad para todos los hombres, debe resultar del desarrollo libre y original de cada nación, y como un vasto concierto, reunir las disonancias armoniosas. Europa, sin una conciencia del objetivo, tomaba ávidamente un medio para lograr esto, la insurrección; solo

se pensaba en derribar, sin considerar aún como reconstruir. El siglo XVI estaba a la vanguardia del siglo XVIII. Todo el tiempo el Norte había sufrido temblando el yugo desagradable del Sur de Europa. Durante la época Romana, los germanos fueron cien veces vencidos pero nunca fueron domados; Germania misma había invadido el imperio y determinado su caída. En la edad media la lucha continuaba aunque bajo nombres diferentes; no eran solamente los instintos los que combatían, sino también las ideas: la fuerza y el espíritu, la violencia y la política, el orden feudal y la jerarquía católica, la herencia y la elección, tales eran los diversos principios que acentuaban la oposición de las dos razas. En el siglo XVI, la escisión que se presentía durante mucho tiempo estalló. El dogma católico, atacado desde su nacimiento por numerosas herejías, había triunfado completamente hasta entonces. Sin remontarse a los comienzos de la iglesia, Arnaldo de Brescia en Italia, Valdo en Francia y Wyclif en Inglaterra, habían intentado instaurar reformas efímeras que fueron sofocadas por los suplicios. En Alemania, Lutero apareció, y la reforma se llevó a cabo: la unidad católica fue destrozada para siempre. En 1511, Martín Lutero un monje Agustiniano de Erfurt, fue enviado a Roma por asuntos de su orden. Él experimentó, de una manera más fuerte aún, la misma repulsión que sentían entonces todos los alemanes y que los conducía de manera muy frecuente a la guerra. Las magnificencias del papado, la suntuosidad con la que el culto gusta de rodearse en las comarcas meridionales, y los vicios de una elegante civilización revelaron la severa barbarie del germano. No podía contemplar sin escandalizarse las fiestas idolatras de la nueva Babilonia. La venta de las indulgencias, arrendadas por el papa al arzobispo de Maguncia, Alberto de Brandeburgo, subarrendadas por Alberto a los banqueros Fugger y su venta de ciudad en ciudad por el monje dominico Tatzel, hizo explotar la indignación de Lutero. Él levanto doctrina contra doctrina, lanzó anatema contra anatema, y, el 10 de diciembre de 1520, en Wittemberg, quemó solemnemente la bula del papa León X con las epístolas decretales de sus predecesores, el cuerpo del derecho canónico y la Suma de Santo tomas de Aquino. Desde entonces comenzó esta guerra implacable de la palabra, que generó posteriormente tantas guerras sangrientas. Encerrado en el castillo de Wartburg durante nueve meses, Lutero no paro de remover a Alemania y a Europa del fondo de su asilo mental desconocido. “Sus panfletos teológicos,

impresos tan pronto como él los dictaba, penetraban en las provincias más recónditas; los leían en las tardes en las familias, y este predicador invisible fue escuchado a través de todo el imperio. Nunca un escritor había tan vivamente simpatizado con el pueblo. Su violencia, sus bufonerías, sus apóstrofes a las potencias del mundo, a los obispos, al papa, al rey de Inglaterra, a los que él trataba con un magnifico desprecio y los calificaba de Satanás, cautivaban y encendían a Alemania; y a la parte burlesca de sus dramas populares no hacían más que fortalecer el efecto de todo… Lo que distinguía a Lutero, no era tanto su vasto conocimiento, sino una elocuencia viva y predominante, una facilidad para entonces extraordinaria de tratar los temas filosóficos y religiosos en su lengua materna: es a través de lo cual el capturaba la atención de todo el mundo1” Sus escritos eran tan fuertes como sus discursos. “Es la palabra, decía él, que mientras que yo dormía tranquilamente y bebía mi cerveza con mi querido Melanchtho, estremeció tanto al papado, como nunca lo habían hecho un príncipe ni un emperador. El nuevo apóstol era la voz del genio alemán. Audaz y ardiente por el pensamiento a la vez metafísico y poético, él remplazaba las artes plásticas del Sur de Europa, la poesía de los sentidos, por la emoción soñadora y apasionada del alma: de todas las artes solo gustaba de la música. Alemania siempre renunció gustosamente a la acción siempre y cuando se le dejara el pensamiento: Lutero proclamaba la justificación por la fe y la debilidad de las obras. El negaba la libertad moral y sentaba las bases del libre examen; ya que según él, el laico es semejante al sacerdote; basta de padres, basta de concilios; la cadena de la tradición católica se rompe: La Iglesia no tiene más ley que la Escritura, y la Escritura ninguna otra explicación que la razón2. Un alemán, orador y poeta había creado la reforma y un francés, hombre de acción y lógica, coordinó la doctrina. Jean Cauvin3, hijo de un procurador fiscal y notario apostólico de Noyon, había recibido en la erudita universidad de Bourges la influencia de las nuevas opiniones. La supresión del culto exterior, la destrucción de toda imponente pomposidad por las cuales el catolicismo se dirigía al sentimiento y a la imaginación, satisfacían 1

Michelet, Précis de l’histoire moderne (Resumen de la historia moderna), p. 103 y 107. Ante la Dieta de Worms (1521) Lutero declaró que él no podía retractarse de nada a menos que fuera convencido de su error por la Escritura santa, o por razones evidentes 3 Quien latinizó su nombre siguiendo el uso de las letras, y se hace llamar Calvinus o Calvino. Nació en 1509, murió en 1564 2

a este árido espíritu. Calvino era un razonador austero, irreprochable en su vida, inflexible en su pensamiento, claro y sutil en su manera de hablar, su rostro demacrado, su mirada penetrante y dura anunciaba a un hombre hecho para convertirse en “el legislador despótico de una democracia.1” El solo había heredado del carácter nacional, las cualidades intelectuales, la claridad, la precisión, la lógica; el no seduce los corazones como Lutero, el encerraba los espíritus dentro los recovecos estrechos de su silogismo2. El 1.o de agosto de 1535, Calvino dedicó al rey Francisco I su Institución de la religión cristiana. Fue la obra más importante que hasta entonces hubiera producido la reforma, una exposición metódica de los dogmas y de la disciplina. Este libro, escrito con un talento incomparable por un joven hombre de veintiséis años, pretendía ser para el protestantismo lo que la Suma de Santo Tomás, quemada anteriormente por Lutero, había sido para la teología católica. La dedicatoria es una obra maestra, donde la habilidad y el razonamiento se elevan a veces hasta la elocuencia. El autor no disimula que él “en esta, casi integró una Suma de esta misma doctrina y que muchos estimaban debía ser castigado con la prisión, el destierro o la proscripción”. Pero él le señala al rey “que si con acusar fuera suficiente, nadie permanecería inocente, ni de dichos ni de hechos,” Al enumerar enseguida las principales objeciones que se dirigen habitualmente a la religión reformada, permite oponerlas metódicamente con hábiles respuestas. Invoca la atención y la justicia del príncipe con un lenguaje de una dignidad imperiosa: “Es su deber, majestad, el de no desviar sus oídos ni su coraje de una tan justa defensa, principalmente cuando se trata de tan gran cosa; es saber cómo la gloria de Dios será mantenida sobre la tierra, como su verdad retendrá su honor y dignidad, como el reino de Cristo permanecerá en su totalidad. O materia digna de sus oídos, digna de su jurisdicción, digna de su real trono! Ya que esta forma de pensar hace a un verdadero rey, si él reconoce ser un verdadero ministro de Dios sirviendo al gobierno de su reino; y al contrario, quien no reina para este fin, el de servir a la gloria de Dios, no ejerce un verdadero reinado sino un bandolerismo”. Este lenguaje altivo esconde casi una amenaza. La insurrección democrática estaba en un estado latente, apenas en gestación, en la doctrina protestante. Sus primeros apóstoles estaban lejos de percibirlo. Lutero había dicho: Nunca combatan a 1 2

Villemain Henri Martin, Historia de Francia, t. IX.

su amo, aunque sea el un tirano, y sepan que quienes osaren atacarlo encontrarán su juez. “Calvino decía al igual que San Pablo que: “todo poder viene de Dios “. Y aunque él prefería un gobierno aristócrata, agregaba que “los reyes son de institución divina. Si aquellos quienes por voluntad de Dios, viven sometidos bajo los príncipes, y son sus súbditos naturales, transfieren esto a ellos, para estar tentados a llevar acabo alguna rebelión o cambio, esto será no solamente una especulación loca e inútil, sino también malévola y perniciosa1”. Él pensaba trazar a la independencia un infranqueable limite, al declarar que “la libertad espiritual puede muy bien consistir en la servidumbre civil2” El tiempo y la historia serían aún mejores razonadores que Calvino. Este sectario imponía incluso a la libertad de conciencia límites bastante extraños. Hombre de orden y de organización, quería constituir la Reforma y no desarrollarla; todos sus deseos se resumían en sustituir Roma por Ginebra. Le reprochaba a la iglesia católica sus supuestos errores, y no su poderosa soberanía: Calvino deseaba ser también absolutista, pero más lúcido. Lejos de excusar sus ambiciosas pretensiones, su doctrina lleva la imprenta de la sequedad de su alma. Al llevar a los extremos los principios de San Agustín sobre la predestinación, él se convierte en un dios despiadado, más cruel que el antiguo destino. Ya que este Dios crea de manera voluntaria el mal. Crea a los hombres para salvar a un pequeño número y condenar a uno mucho más grande, sin que los predestinados al infierno puedan reaccionar en contra de la suerte que les espera; ya que ellos no tienen libre albedrío. Calvino deja sin embargo al hombre una apariencia de voluntad para justificar a su Dios y poder motivar el precepto que el mismo da a los fieles de odiar a los condenados, “con el fin de conformarse a la voluntad de Dios que los condena!” Es la religión del odio insertada sobre la ley del amor, sobre el Evangelio, como una planta ponzoñosa que se enreda en las ramas del árbol de la vida3. Por muy antipática que fuera esta doctrina para el sentido común de nuestra nación, no obstante, esta prosperó en nuestra tierra, a costa del luteranismo, y absorbió todos los movimientos de reforma. Predicada en Francia, por un francés, en su lenguaje claro y lógico, noble y popular a la vez, debió hacer numerosos adeptos entre los cristianos descontentos. Por otra parte, el espíritu 1

Institución de la Religión Cristiana, Cap. XX Ibidem 3 H. Martin, Histore de France (Historia de Francia), t. IX, p. 308 2

esencialmente unitario de la nación, repudiaba el fraccionamiento de las sectas protestantes, y los espíritus que se separaron de la iglesia católica prefirieron, entre las Iglesias reformadas, la que, por su organización les ofrecía aún una especie de catolicismo.

Ignacio de Loyola y los Jesuitas Ante las ilógicas o estériles negaciones de La Reforma, al catolicismo le quedaba un noble papel por cumplir: defender la continuidad de la tradición religiosa, reivindicar el dogma de la libertad moral, salvaguardar los derechos del sentimiento y de la imaginación en el culto, y por último, luchar contra esta fuerza disolvente que 1. H. Martin, Histoire de France, t. IX, p. 308 NOTA: En este trabajo solo se traducirán las obras que ya tienen un equivalente establecido en la lengua meta.

299 destrozaba el vínculo de la familia europea. Esta obra católica no podía ser llevada a cabo, como aquella del protestantismo, por esfuerzos individuales, aislados y contradictorios. Bajo la dirección de un solo jefe, una nueva milicia, disciplinada y obediente debía marchar hacia este único objetivo. Este jefe fue un joven caballero castellano, tan ardiente, tan apasionado, tan caballeroso como Calvino frío y seco, don Íñigo López de Recalde y Loyola. Alimentado por la lectura de los Amadis, Ignacio había recibido el último reflejo de la caballería mística del Santo Grial. Herido en el asedio de Pamplona (1521), abandonó las novelas por las leyendas. Su imaginación cambió de objeto sin cambiar de carácter. Se convirtió en caballero de la Virgen, por ella participó en la vela de armas y tomó el hábito de ermitaño en el Macizo de Montserrat. Este primer arrebato de devoción mística, dentro de poco se uniría, sin desaparecer, a ideas más positivas. Las razas neolatinas están destinadas principalmente a la acción, el sentido práctico no las abandona en medio de los mismos accesos del entusiasmo. A la edad de treinta y seis años, Ignacio de Loyola regresa a Paris luego de una peregrinación en Jerusalén, durante siete años, magnánimo alumno, se sienta sobre las bancas de la vieja universidad escolástica. Finalmente, el estudiante se convirtió en el fundador de la orden. El caballeroso oficial creó una sociedad por siempre celebre, una, que no pudo acusarse de imprudente y de irreflexiva. La nueva compañía estaba especialmente en contra de la nueva herejía que se empezaba a organizar. Ignacio mismo era la antítesis viviente de Calvino y de Lutero. Ante la sequedad del primero, Loyola contraponía su ardor, su imaginación de artista y de místico, la inquisición sospechaba en primer lugar que él estaba involucrado con los illuminati. Ante las tendencias muy personales del segundo, Loyola, en sus vagas aspiraciones de libertad, planteaba una sumisión sin reserva en la Iglesia, por el hábito de la obediencia erigida en la virtud, por la abdicación completa de toda voluntad personal en las manos de un superior. La compañía de Jesús lleva en su literatura la huella de este doble carácter. Por un

lado, sus obras se distinguieron por una elegancia rebuscada y mundana, pero un poco oprimidas y artificiales. Por el otro lado, ella produjo pocas individualidades determinantes; sin embargo, ejercía una 300 inmensa influencia colectiva. Al igual que el demonio del Evangelio, el jesuita no tiene nombre propio, su nombre es Legión. En París, el día de la asunción de 1533, en la iglesia de Montmartre, Ignacio de Loyola y sus cinco compañeros fundaron la sociedad que sería la última y la más poderosa de las milicias del catolicismo. Alemania había lanzado el ataque, mientras que Francia lo había sistematizado. España se había encargado de la defensa; y Francia aun la maduraba en su seno. Desde el norte y desde el sur partían las creencias rivales que debían luchar en esta arena de todas las ideas. El primer recibimiento de Francia debió alentar a los nuevos creadores. Los letrados, en especial, les eran favorables, la Reforma solo parecía ser la expresión popular del Renacimiento. La Sorbona entró en cólera en contra de las nuevas opiniones, que a su vez tuvieron a su favor todos los enemigos de la Sorbona, todos aquellos que detestaban su intolerancia o despreciaban su pedantismo. El palacio de Francisco I abrió las puertas a las ideas de Lutero, así como a toda clase de ideas nuevas. Era de buen gusto aparentar que se aceptaban. Margarita, hermana del rey, amable y sabia princesa, Luisa de Saboya y su madre, estuvieron durante un tiempo de acuerdo con estas nuevas ideas. El rey, quien poco se esforzaba por escuchar los discursos teológicos y quien, a causa de su instinto déspota y su cálculo diplomático perseguiría a los calvinistas años más tarde, al principio sólo encontró en la reforma la oportunidad de burlarse de los monjes y de los sorbonistas. El reducido mundo literario, que tenía por centro la corte, parecía estar aliado contra los viejos defensores de la Iglesia. Algunos adoptaban más o menos los dogmas luteranos como: Berquin, Roussel, los dos Jacobos, Robert Estienne, Lefèvre d’Etaples, Jules-César Scaliger. Otros como: Rabelais, Étienne Dolet y Bonaventure Despériers, no se acogían en absoluto a la Reforma, pues sin duda alguna iban más allá. Había otros, como Budé, du Châtel, du Bellay que seguían siendo católicos, pero tolerantes. Los cortesanos, ansiosos por recibir la consigna del maestro y cuya opinión no decidía el triunfo de una idea, más bien lo manifestaba, difundían el calvinismo como una moda. Mientras se paseaban en la tarde en el Pré-aux-Clercs, cantaban los salmos franceses de Clément Marot. Así pues, los protestantes se habían ganado la nueva amante del rey,

301 Ana de Pisseleu d’Heilly, desde entonces duquesa de Étampes, la más bella entre las sabias, y la más sabía entre las bellas. Todas las opciones parecían estar a favor de la religión reformada, sin embargo había algo en su contra más poderoso que una corte y más duradero que una moda: el genio nacional de Francia. Al aceptar la Reforma, Francia constituyó, al igual que Inglaterra, una iglesia nacional, aislada del seno de Europa. Francia renunció a esta gran idea de republica cristiana que ocupó un amplio lugar en el pasado, y que aún perdura con el tiempo. El pueblo de la unidad, el pueblo que une todas las religiones de Occidente, no podía dejarse llevar por la reacción exclusiva del norte, ni separarse de las naciones del sur, ni de la raza neolatina a la cual él mismo pertenece. Por otra parte, esta religión negativa, importada desde Alemania, significaba mucho o muy poco para Francia. Las revoluciones de Francia no tiene este rasgo característico: ellas afirman, creen y no protestan. Francia rechazó entonces el protestantismo como una religión, conservando a la vez un principio análogo, pero anterior al protestantismo y más fecundo que él: el libre examen1.

El canciller de L’Hôpital Este término medio en el cual, después de luchas sangrientas, debía fijarse el sentido común nacional, fue desde el comienzo, señalado con precisión, aunque sin éxito inmediato, por una de las voces más nobles que se haya escuchado en Francia, la del canciller de L’Hôpital2. “Michel de L’Hôpital”, afirma el frívolo y libertino Brantôme, ha sido el más grande y el más digno canciller que ha tenido Francia. Él era otro censor Catón, en este aspecto coincidía en la apariencia, su gran barba blanca, su cara pálida y su manera grave.” El pensamiento de toda 1. 2.

H. Martin, Histoire de France, t. IX, p. 466. Nación en 1508 y murió en 1573. OBRAS: 16 discursos, les Mémoires d’État, le Traité de la réformation de la justice, seis libros de epístolas en verso latino (5 vol. en-8, 1825).

302 su vida, el objetivo de todos sus esfuerzos, fue introducir en nuestras leyes la tolerancia civil, la convivencia con las dos religiones en paz y en un mismo suelo. Idea nueva entonces y a la vez lejana del espíritu de los calvinistas como del de los católicos. Para un reencuentro más singular que inexplicable, el más corrompido de los hombres y la más perversa de las mujeres unieron su política: L’Hôpital y Catalina de Médici persiguieron por mucho tiempo el mismo objetivo. Lo justo y lo útil habían encontrado su identidad. La elocuencia política

estalla por primera vez en Francia en estas venerables palabras, una elocuencia colmada de un perfume de probidad y que justifica completamente la otrora definición del orador: Vir bonus dicendi peritus. L’Hôpital encabeza este ilustre cortejo de magistrados franceses, entre los que se encuentran los Seguier, los Montholon, los Pithou, los Molé, los Harlay, los Pasquier y los Thou, quienes, dada la gravedad de su vida, la modestia de su ciencia y el temple romanesco de su carácter, fueron una de las glorias más puras e innegables de Francia. Formados por la ingenua tradición de las costumbres galas y el estudio profundo de la antigüedad, estos hombres sumaban a la lealtad de un hombre fiel, una especie de virtud íntegra parecida a la tradición de las repúblicas antiguas. Eran, como Montaigne lo afirmara: “almas bellas chapadas a la antigua”. El lenguaje del canciller de L’Hôpital se caracteriza por una familiaridad colmada de sentido común y de fineza, que se topaba aquí y allá con palabras enérgicas y decisivas; se trata de la voluntad de un sabio con la bondad y el abandono de un padre. L’Hôpital quiere hacer recordar al culto de las virtudes cristianas, esos hombres que solo sueñan con vencer sus adversarios en medio de discusiones llenas de odio. Él afirma que: “hemos hecho como los malos capitanes, que quieren asediar el fuerte de sus enemigos con todas sus fuerzas, dejando desprotegida y desarmada su propia fortaleza. Debemos ahora, llenos de virtudes y de buenas costumbres, asediarlos con las armas de caridad, con oraciones, con persuasión, con palabras de Dios, que son propias de este tipo de batallas.” Después agrega: “despojémonos de estas palabras diabólicas, nombres de partidos y sediciones, luteranos, hugonotes, papistas: ¡no cambiemos el nombre de cristianos! 303 Al no poder apaciguar el odio de los partidos, L’Hôpital se ocupó de mejorar al menos la administración por buenas leyes. Gracias a él, varias de las ordenanzas más sabias de la antigua monarquía surgieron durante uno de sus reinados más funestos. La ordenanza de Orleans (1561) promulgaba en nombre del rey, la mayor parte de las reformas reclamadas durante la sesión de los Estados Generales, por los representantes del tercer estado. La de Moulins (1566), la cual comprendía ochenta y seis capítulos, y que tenía como objetivo la reforma del sistema judicial, la cual permaneció como una de las bases de la legislación francesa hasta la Revolución. L’Hôpital quería por lo menos cerrar la puerta del santuario de la justicia a las pasiones religiosas. Él decía a los magistrados del parlamento de Ruan, en la sesión donde se proclamó la mayoría de edad de Carlos IX: “ustedes son jueces de las disputas cotidianas del pueblo, mas no de la vida, de las costumbres, de la religión. Ustedes creen que está bien otorgar la causa a aquel que ustedes consideren como el hombre de bien o al mejor cristiano, como si en los partidos fuera una cuestión considerar cual es el mejor poeta,

el mejor orador, mejor pintor o el mejor artesano, pero no piensan en el asunto que debe ser llevado a juicio. Si no se sienten lo suficiente fuertes y justos para controlar sus pasiones y amar a sus enemigos, como Dios manda, absténganse de ser jueces.” Cuando uno se reduce a dar tales consejos, podemos anticipar que ellos van a ser inútiles. El canciller también predecía tristemente: “por más que lo diga, sé que no llegaré a reducir el odio de aquellos a quienes mi vejez incomoda. Sí ellos debían tener ventaja, los perdonaría por ser tan impacientes. Sin embargo, cuando miro a mi alrededor, me siento bastante tentado a responderles, al igual que un viejo obispo, quien llevaba como yo, una larga barba blanca y que al mostrarla diría: “cuando esta nieve se haya derretido, lo único que quedará será el lodo.” En efecto, lo único que quedó fue el lodo y la sangre. Los últimos recuerdos que la historia conservó del canciller de L’Hôpital se relacionan con los días nefastos de la Matanza de San Bartolomé. El duque de Anjou había ordenado a sus guardias recorrer los alrededores de Paris “ para sorprender y asesinar los

304 Hugonotes dentro de sus casas en los campos.” El canciller, aquejado hacía mucho tiempo por una enfermedad, que lo obligo retirarse a Vignay, cerca de Étampes, fue amenazado por una de estas bandas de asesinos. Su familia y sus amigos le suplicaron esconderse, pero él se negó a hacerlo, afirmando: “Será cuando Dios quiera, Él dispondrá cuando llegará mi hora”. Rápidamente, le informaron que:” se avistó la caballeria en el camino hacia donde él se encontraba, y que si él no quería, les cerrará las puertas de su castillo a los fanáticos. L’Hôpital respondió: “No, no, si la pequeña puerta no es lo suficientemente amplia para que ellos entren, abran la grande…” Se descubrió al final, que se le daba aviso de que su muerte no estaba pactada, sino perdonada, a lo cual él respondió: “que no creía haberse merecido ni la muerte ni mucho menos el perdón 1 .” Descubrimos aquí en su origen mismo, la elocuencia de este ilustre hombre. Ella era solamente la efusión natural de sus nobles sentimientos, y, según la expresión de un viejo retórico, el sonido que produce una gran alma 2. Veremos ahora, la elocuencia fluir de una fuente menos pura: el furor de los partidos, el entusiasmo de las pasiones religiosas y demagógicas cambiarán la Iglesia en forum y cumplirán un papel tanto de predicadores de la Liga, como de fogosos tribunos.

Los predicadores de la Liga La Liga es la segunda fase del movimiento religioso en el siglo dieciséis. Después de la acción reformadora, vino la reacción católica. Como de costumbre, los partidos sólo llegarían al periodo de transacción, después de haberse fatigado y agotado de sus excesos. La historia política deberá enseñar como el fanatismo religioso encontró, en la ambición de dos casas rivales y en las vagas pero violentas aspiraciones de una democracia prematura, unos terribles aliados. Nos conformamos con mostrar la fisionomía de estos singulares demagogos, de estos tribunos con capuchón, nos conformamos también con entender algunas 1.

Brantôme, Vie du connétable de Bourbon. – Debemos indicar, o más bien recordar a nuestros lectores la Vie de L’Hôpital, escrita por M. Villemain, al igual que todos sus otros escritos.

2.

Tô iji^o; |j.cYa),o({-v/_iaç à.nrc/j,]J-y. Longin, du Sublime.

305 de sus injurias y con constatar aquí principalmente el carácter de la palabra en los tiempos que nos ocupan, el poder sin la forma, la elocuencia aislada de las conveniencias del arte. El siglo quince le había dejado al púlpito cristiano una elocuencia popular, esta democracia de la Iglesia, audaz contra los grandes, poderosa sobre las multitudes, una mezcla rara de bromas y movimientos impetuosos, un verdadero alimento para un pueblo espiritual y burdo, un verdadero lenguaje para los monjes mendicantes. El siglo dieciséis encendió esta palabra con todo el calor de las pasiones políticas, cuando los vicios de Enrique III y la herejía de su presunto heredero parecieron confundir por un momento los intereses religiosos con la rivalidad de las facciones. Los primeros indicios de la Liga se habían manifestado en 1576. Ella no era más que una imitación de juramentos y de documentos calvinistas para la defensa de la causa, imitación que los jesuitas se apresuraron a propagar. En 1587, se formó en Paris una reunión de hombres más decididos, que quisieron una pronta solución. En la sala de Jean Boucher, cura de SaintBenoit, se reunían y tenían sus sesiones. Al mando de ellos se encontraban Baucher, junto con Launay, antiguo ministro protestante, convertido a canónigo, y Prévôt, cura de Saintseverin. A ellos se unieron celebres predicadores como: Rose, obispo de Senlis, Pelletier, Guincestre, Hamilton y Cueilly. Así pues, no se trataba solamente, siguiendo la expresión bastante desdeñosa de l’Étoile: “algunos marmitones y soperos de Sorbona, valientes consejeros de Estado que, toda su vida, han estado encerrados en un colegio para hacer pedantería y para comerse las pobres novicias de la teología.” finalmente,

amigos y enemigos les hicieron más justicia. Mayenne entró en contacto con ellos, Madame Montpensier, una de las heroínas de esta unión, decía: “hice más por boca de mis predicadores que lo que hacen todos juntos con sus prácticas, armas y ejércitos.” Mientras Enrique IV escribía: “todos mis males provienen del pálpito.” Este temor que ellos inspiraban en un gran rey es por lo menos un punto de semejanza entre nuestros oradores y el principio de elocuencia griega. Los predicadores eran en efecto el alma de la liga, eran

306 ellos quienes comunicaban al pueblo el entusiasmo de la resistencia, quienes lo hacían desafiar la muerte y sufrir de hambre sin protestar. No había en Paris una iglesia o capilla donde no se predicara al menos dos veces al día. Los oradores sagrados anunciaban, comentaban las nuevas políticas, atacaban las personas y discutían los intereses del Estado. Ellos afirmaban que no podían predicar el evangelio “porque era demasiado ordinario y todo el mundo lo sabía.” Les gustaba más contar “la vida, gestas y hechos abominables de ese pérfido tirano Enrique de Valois.” El sermón era al mismo tiempo el club y el diario, contenía toda la violencia demagógica de las épocas más sanguinarias. Boucher, al predicar la cuaresma en Saint-Germain l’Auxerrois, aseguraba que:” había que matar a todos, ya era tiempo de cortar el problema de raíz y exterminar a los del parlamento junto con los otros. Fue tal la cuestión de sangre y de carnicería, que un consejero de la corte al ver esos gestos y palabras tan atroces, quiso escaparse en medio de esa multitud que escuchaba, sólo por temor a que: “Boucher descendiera del púlpito y agarrara algún político por el cuello para luego despellejarlo.“ Por su parte, Rose exclamaba que: “era necesario un derramamiento de sangre de San Bartolomé, para así poder cortarle el cuello a la enfermedad.” Commolet mientras tanto afirmaba que: “la muerte de los políticos era la vida de los católicos;” Aubry decía que: “el sería el primero en degollarlos”; Cueilly quería que: “se capturará a todo aquel que medio se viera reír;” y finalmente Guincestre quería: “lanzar al agua a todo aquel que preguntara por algo”. El tono de estos oradores era digno de su política, l’Étoile no exageró al comparar uno de ellos con una vendedora de pescados en cólera. No obstante, podemos presagiar que si la elocuencia es el don de actuar sobre las almas, los discursos de los jefes de la Liga debieron ser a menudo elocuentes. Sin duda alguna, fue un momento terrible y sublime cuando, después de que Enrique mandó a asesinar los príncipes de Lorraine en Blois, Guincestre, en el púlpito de la iglesia de San Bartolomé, exigió a todos los asistentes hacer el juramento de que emplearían hasta el último denario de su bolsillo y hasta la

última gota de su sangre para vengar los nuevos mártires. “levante la mano, le ordenaba al presidente de Harley, 307 sentado en frente de él en el banco principal, por favor levántela bien alto, para que todo el mundo lo vea.” Y El presidente se veía obligado a obedecer, ya que el pueblo, exaltado por la arenga demagógica, lo hubiera hecho pedazos inevitablemente. La elocuencia de los predicadores a veces hablaba ante el pueblo mediante imponentes espectáculos. Tal fue el caso de una procesión donde más de cien mil personas llevaban cirios, los cuales de repente apagaban para exclamar: “¡Dios, así como extinguimos este cirio, extingue la familia de los Valois!” un testigo ocular, el protestante d’Aubigné, quien no podía levantar sospechas, nos da su testimonio en los siguientes términos, del poder que el púlpito ejercía en aquel tiempo sobre los espíritus: “ Francia, como si hubiese alcanzado el periodo de su elocuencia, mientras exhibía varios discursos en los púlpitos y también por escrito, estaba agitada por razones contrarias. Los ligados eran aun más favorecidos, que aquellos de la Reforma, por los sermones de los predicadores quienes además de poseer la sugestión de las grandes ciudades y el acto de Blois (el asesinato de los Guisa) sobre el cual parodiaban hasta el cansancio; ellos contaban también con la secta completa de los jesuitas, al servicio de su gran proyecto. Estos espíritus elegidos, como lo sabemos, se sirvieron del horror del acto que ya hemos mencionado, y levantaron por un tiempo los ánimos de Francia en un alto grado de venganzas que buscaban lo justo y lo glorioso1.” Pero es del lado opuesto, que era necesario contrapesar el sufrimiento causado por el entusiasmo que estallaba el poder de los predicadores. El monje Christin, a cargo de anunciar al pueblo la derrota de Ivry, de la cual acababan de enterarse los Dieciseis de parte de un prisionero liberado bajo palabra, tomó por texto de su sermón, estas palabras de la Sagrada Escritura: “yo castigo aquellos que amo”. En su primer punto, preparó los parisinos, el pueblo amado de Dios, a recibir una señal inconfundible de esta predilección divina. Estaba por comenzar el segundo punto, cuando un mensajero entró en la iglesia y le entregó una carta. Entonces el orador, levantándose del púlpito con la misiva en la mano, 1.

D’Aubigné, Histoire universelle, t. III, p. 288

308 exclamó

que

sin

duda

el

cielo

lo

había

inspirado

y

había

querido que en este día, él se convirtiera en profeta. Contó entonces los pormenores de la batalla de Ivry a esta multitud ya preparada; luego, con toda la fuerza de su elocuencia, profirió exhortaciones tan patéticas y plegarias tan eficaces, que este pueblo que lo escuchaba en un primer momento triste y en silencio, paso del terror al entusiasmo y se mostró dispuesto a soportar cualquier sufrimiento por la santa causa de la Unión. Fueron también los predicadores quienes sostuvieron el coraje del pueblo, durante el asedio de París y la hambruna que le acompañó. Su elocuencia ameritó el mismo elogio que Plinio profirió al orador romano: Te dicente alimenta sua abdicaverunl tribus! Estos oradores, afirma un contemporáneo, “hipnotizaban en alguna forma la lengua para quejarse, y el estomago para perseguir el pan1.” Sin embargo, estos resultados maravillosos no deben darnos buenos indicios de cuáles fueron los medios oratorios utilizados para obtenerlos. En un pueblo burdo, la vulgaridad del lenguaje y el impudor de la injurias son a menudo un medio que obtiene resultados. La elocuencia puede ser entonces un poder, más no una literatura todavía. Para entrar en el campo del arte, ella no solo debe emocionar los corazones, sino también elevar las almas hasta la vista calma y serena de la verdad. Algunas veces la inspiración trivial de los oradores de la Liga encontraba alguna agudeza en medio de sus vulgaridades demasiado frecuentes. De esta manera, Boucher retrataba a Enrique III: “Este maldito, siempre adornado con una boina, la cual nunca se quitaba, ni al momento de comulgar. Este desgraciado hipócrita que aparentaba estar en contra de los protestantes, usaba un traje alemán, forrado con ganchos de plata, que significaban la armonía y el pacto entre él y estos diablos negros armados. En resumidas cuentas, es un turco por la cabeza, un alemán por el cuerpo, una arpía por las manos, un inglés por la orden de la jarretera, un polaco por los pies 2 y un verdadero diablo en el alma.” 1. 2.

Mathieu, Histoire de France, t. II, p. 44 Alusión a la huida del rey de Polonia, abandonando precipitadamente sus Estados.

309 Este tono intenso, penetrante y familiar aparece a menudo en este predicador. Él quiere cuestionar la veracidad de la conversión del bearnés: “se le ha visto, al mismo tiempo ser hugonote y católico, y después verlo aquí presente en la misa y tocando el tamborín, ¡viva el rey1!” Por otra parte, dirigiendo una flecha hacia el mismo objetivo, él enfrenta elocuentemente la pompa militar de la abjuración con la humildad que va acorde con un penitente: “¿Cuál ceniza?

Exclamaba, ¿Cuál odio? ¿Cuáles ayunos? ¿Cuáles lagrimas? ¿Cuáles suspiros? ¿Cuál desnudez de los pies? ¿Cuáles golpes de pecho? ¿Cuál cabeza agachada? ¿Cuál humildad de plegarias? ¿Cuál postración en señal de penitencia? Alrededor de cincuenta pasos, separaban la abadía de la puerta de la iglesia, en este espacio se conglomeró la gente de guerra armada de palos, los pífanos, los tambores sonando, la artillería y la escopetería, las trompetas y cornetas, la gran comitiva de caballeros, las señoritas engalanadas y la delicadeza del penitente, colgando del cuello, todo esto en el camino que él debía hacer; ser el hazmerreir mirando hacia lo alto con un bufón que se encuentra en la ventana. “¿Eso es lo que tú quieres ser?” El palio, el apoyo, las almohadas, las alfombras sembradas de lirios, la adoración hecha por los prelados a aquel que debe someterse y humillarse ante ellos, son las características de esta penitencia.” Tenemos aquí, el juicio que trata sobre el estilo de este jefe de los ligados parisinos, típico de los oradores sagrados de esta época, un joven y espiritual escritor, que fue objeto de un estudio exhaustivo2. “su estilo es un estilo de transición. Su frase es larga, sabia, periódica, cargada de incisos y de vueltas, que al no evitar la expresión franca, atrapa a menudo la expresión pintoresca a la manera del siglo dieciséis. Pero también está llena de imágenes pretensiosas, ella apunta al espíritu bello, como en las homilías de Godeau, como en el tiempo del hotel de Rambouillet. Boucher procede con gusto 1. 2.

Sermons de la simulée conversion et nullité de l'absolution de Henri de Bourbon. Paris, Chaudière, 1594. Reimpresas en Douai, 1594. Ch. Labitte, en su curiosa e interesante obra de la Démocartie chez les prédicateurs de la Ligue, donde hemos extraido la mayor parte de los detalles anteriores.

310 por enumeración y por apóstrofes. Existe en él, un cierto sopló abundante, una cierta inspiración amarga, una cierta plenitud verbosa, que debían seducir las imaginaciones fáciles de este tiempo. Estas citaciones entremezcladas de la historia profana y de la Biblia, esta sucesión incoherente de anécdotas, de bromas, de periodos solemnes, y finalmente, si se nos permite decir, este tintineo perpetuo de la erudición del orador, no carecían de interés en una época confusa que ni siquiera tenía el presentimiento de este gusto sobrio y severo del cual los escritores de Luis XIV iban encontrar el secreto.”

CAPÍTULO XXV PANFLETOS Y MEMORIAS EN EL SIGLO DIECISÉIS Panfletos calvinistas—Panfletos políticos; sátira menipea, Memorias. — El historiador de Thou. Panfletos calvinistas El púlpito de los ligados no hizo más que aplicar de una manera más o menos afortunada los antiguos procedimiento de la elocuencia. El siglo dieciséis le levantó a las pasiones oradoras una tribuna desconocida en la antigüedad y mil veces más retumbante: el panfleto, mezcla admirable del discurso y del libro. Él es la voz del momento, la idea de todos los días, él nace y da la chispa al choque del acontecimiento, es la improvisación de la prensa. Esparcido a torrentes en un pueblo, el panfleto superó las distancias inaccesibles para la voz y se hizo un solo foro en un vasto territorio: es la verdadera arenga de las naciones modernas. El panfleto es ya el periódico, sin el poder creado por la repetición diaria de las doctrinas, pero también sin la regularidad monótona de las publicaciones. Lo más escaso, es lo que mejor se escucha; llegó por accidente, de improviso, es un periódico que solo aparece cuando hay algo por contar. 311 Se entiende que en general los escritos de este tipo deben ser poco literarios por su forma. Se trata más de acciones que de escritos. Pero también éste es el lugar para ir a buscar las pasiones de los partidos, la raíz de los hechos, los pensamientos íntimos de los hombres. Estas hojas livianas contienen la vida de los tiempos sorprendida, de repente, por la inmovilidad que perpetuara la imagen de ella; al igual que en estos maravillosos cuadros dibujados por la propia luz, donde la acción fugitiva, detenida por así decirlo al pasar, permanece para siempre unida a una hoja frágil. Los panfletos del siglo dieciséis nos dan a conocer la verdadera fisionomía de las facciones rivales que allí se enfrentaron. Se ve allí al protestantismo grave y superior por el pensamiento y por el estilo, sobretodo en el comienzo de la lucha, otorgar a sus publicaciones ligeras algo de la austeridad aplomada de una disertación. Henri Estienne inicia la marcha con su Apologie d'Hérodote, donde el panfleto aun no se reconoce pero se camufla astutamente bajo la máscara de la erudición. Vienen después la Gaule Française (Franco-Gallia) de François Hottman,

una especie de Contrato social del siglo dieciséis, libro hábil y erudito, donde por primera vez las doctrinas democráticas son aplicadas a nuestra historia nacional y donde el escritor, con una gran inspiración de paradoja, justifica el derecho popular por la tradición que nos remonta a la cuna misma de la monarquía francesa; las Réclamations contre les tyrans (Vindiciae contra tyrannos) de Hubert Languet, agresión violenta, pero teorica, contra la realeza. En estas obras el lenguaje y el estilo son los de la erudición, ahora nos topamos con Bodin y con la Boétie. Sin embargo, poco a poco, el panfleto se acelera en su marcha como una piedra en su caída. Leemos l’Epître au tigre de la France, una especie de catilinaria contra el cardenal de Lorraine; la France-Turquie; el Discours merveilleux de la vie, actions et déportements de la reine Catherine de Médicis; los Apophthegmes, o discursos notables que recogían de diversos autores en contra de la tiranía y de los tiranos; el Réveil-matin des Français et de leurs voisins; el Discours des jugements de Dieu contre les tyrans; el Polítique, dialogo que trata sobre el poder, la autoridad y el deber de los príncipes de los distintos gobiernos, hasta donde se debe soportar la tiranía; si en una opresión extrema, 312 está permitido a los sujetos tomar las armas para defender sus vidas y su libertad; cuándo, cómo, por quién y por qué medios se puede hacer esto. Estas inspiraciones de Némesis calvinista se elevan a menudo en una aspera y elocuente energía; cada línea parece estar escrita con la punta de la espada, con la sangre de los mártires. Sin embargo, no hay que dejarnos llevar por las apariencias y solamente ver en los panfletos protestantes un desarrollo de la democracia. Ellos contienen una aleación única de ideas aristocráticas y sentimientos populares. El calvinismo estaba tentado, en un interés pasajero, a unir el espíritu feudal a las pasiones demagógicas, de la misma forma que la Liga intentó luego asociarles el espíritu sacerdotal. La aristocracia era el objetivo, so pretexto de la democracia1. El partido católico se apoderó de la bandera popular de sus enemigos y la defendió con mucho más furor. El principio de la Liga es la democracia bajo la tutela de la Iglesia: los miembros más feroces, más sinceros de la Unión, querían, según la expresión de Palma Cayet, reducir el Estado francés a una república bajo el poder del Papa. Sin embargo, este pensamiento se complica por veinte elementos externos. Los panfletos de la Liga ondeaban sin cesar al soplo de los intereses de España, de Lorena, entre otros: todas estas distintas tendencias se mezclan, se agitan, se obstaculizan y se reducen en impotencia, mientras que sus escritos contienen pocas ideas, pero si muchas pasiones. Vemos allí en primer lugar, bajo miles de

formas, la apología infame de la masacre de san Bartolomé. Era imposible leer sin horror los títulos de estos panfletos que parecían estar escritos con el lodo y la sangre de unos asesinos ebrios, mezclas de furor estúpido y de bufonería de carnicero2. Más tarde, nos encontramos en los panfletarios católicos nombres ya conocidos entre los predicadores: Launay, Rose, Guénébrard. El célebre Boucher que hacia las veces de pedante y de titiritero, 1. 2.

La mayor parte de estos panfletos se encuentran en los tomos II y III de las Memoires de l’État de France sous Charls IX. Tambien se puede ver el análisis en Ch. Labitte, de la Démocratie chez les piedicateurs de la Ligue. La mayor parte están reunidos en la selección de lÉtoile, vol. n°2, manuscritos de la biblioteca nacional. Uno de los más difundidos, el Deluge des Huguenots, ha sido impreso en el tomo VII de los Archives curieuses (H. Martin, Histoire de France, t.X, p. 389).

313 publicó en latín un largo tratado sobre la Justa abdicación de Enrique III, un escrito popular en francés sobre toda la Vida y obras notables de Enrique de Valois, sin omitir nada, donde se cuentan todas las traiciones, perfidias, sacrilegios, exacciones, crueldades y vergüenzas de este hipócrita y apostata. Pero tratado y panfleto se confunden algunas veces por el tono: es en el tratado donde se agotan los anagramas que se pueden formar de los nombres de Enrique de Valois, y encontrar allí sucesivamente: ¡Oh Judas!—Villano Herodes—Afuera el villano—¡Oh cruel hiena! Etc. Es también en el tratado que él glorifica el asesinato del rey. Por medio de él se informa: “mientras escribíamos, mientras el púlpito, los consejos públicos, la organización del ejercito robaban nuestra atención e interrumpían nuestras meditaciones, de repente una noticia sorprendente y terrible se difunde por todas partes. Un joven caballero, más valiente que el mismo Aod, inspirado verdaderamente por Cristo, por una soberana caridad, renovó las obras de Judit sobre Holofernes y de David sobre Goliat. Jacques Clément sin duda no hizo más que poner en práctica una doctrina general; pero su valor y este propósito tan gloriosamente llevado a cabo y que él había revelado hace unos años atrás, todo esto merece un reconocimiento. Él ha esparcido la alegría, una alegría santa, en el corazón de las personas de bien. ¡Gloria a Dios! La paz ha regresado a la Iglesia, a la patria, por la muerte de esta bestia feroz. Clément le hizo pagar su falsa clemencia”. “Ch. Labitte afirma que el libro de Boucher es la viva imagen del tiempo, una mezcla de bufonería burda, de burlas ridículas, de sutilezas escolásticas, de violencias de escuela, de apostrofes de encrucijadas, de argucias de legista, de indigesta erudición bíblica, de pedantismo profano, de odios apasionados, de restos de la teocracia papal y de un no sé qué presentimiento burdo de las doctrinas revolucionarias; y en el medio de todo esto, entre una fabula ridícula y un silogismo, entre una calumnia desvergonzada y un texto de jurista, unas

ideas serias, una pasión algunas veces elocuente, una lógica precisa, un incuestionable talento de polemista. La marcha esta viva, los razonamientos precisos, los capítulos cortos, lo astuto y lo sorprendente entremezclados. Todo el siglo dieciséis parece vertido allí, y el libro de Boucher es un hito… en el 314 fondo, no era más que el metodo de la Apología para Herodoto, extrañamente unido al metodo de Ramus; al proceder de Rabelais y aquel del Maestro de las oraciones, fundidos todos en un 1. mismo libro por un sofista pedante y trivial ” El panfleto más elocuente y mas incendiario, que produjo las prensas de la Liga, fue redactado por el abogado Louis d’Orleans bajo el título de Avertissement d'un catholique anglais aux catholiques français. El autor muestra allí a sus lectores el peligro que ellos corren de perder su religión si ellos admiten a Enrique IV como un monarca hereje y de esta forma “experimentar, al igual que Inglaterra, la crueldad de los ministros.” El escritor ligado responde con gritos de muerte a las palabras conciliadoras del bearnés, mientras adula el “saludable derramamiento de sangre de la masacre de San Bartolomé”, evoca, en un lenguaje enérgico, el fantasma del pueblo insurrecto contra un maldito rey de Roma: “el pueblo entonces, dice, saltaría de furia y, al igual que un mar agitado, habría podido engullirse el capitán, los marineros y el barco en un mismo envión. Se nos acusa de ser españoles. ¡si! En vez de tener un príncipe hugonote, iríamos a buscar no solo uno español, sino tartaro, moscovita o escita, con tal de que sea católico. “ El espíritu de la facción ultra católica está completamente en esta obra de uno de los Dieciséis: el éxito de ella fue inmenso y se prolongó durante varios años2.

Panfletos políticos; sátira menipea Sin embargo, entre las dos facciones extremas crecía en silencio, desde hace mucho tiempo, un partido moderado, al que el canciller de L’Hôpital en cierto modo le había trazado por anticipado la hoja de ruta: el partido de los polítiques tuvo también sus panfletos, que fueron indiscutiblemente los mejores. Se puede observar, en la gloria del espíritu francés, que desde entonces se supo poner el 1. 2.

315

De la Démocratie chez les prédicateurs de la Ligue. P.97. Este panfleto de Louis d’Orleans ha sido impreso en el tomo XI de los Archives curieuses.

humor del lado de la sensatez. Los polítiques encontraron lo ideal del género, una broma fina y cortante, una razón de acero que cambió el sofismo por la verdad, el adversario por lo ridículo. Los protestantes, austeros y enérgicos, habían escrito frecuentemente varios tratados elocuentes; por su parte los ligados, violentos y burdos, habían hecho algunas declamaciones tribuneras y, como lo afirma Montaigne, unas exhortaciones llenas de rabia; finalmente, el tercer partido, espiritual y sensato, logró plasmar en sus panfletos la verdadera sátira. Se podría afirmar que Enrique IV marcho a la cabeza de los publicistas, al igual que de los soldados de su partido. Du Plessis-Mornay puso al servicio de este príncipe su pluma con su espada; fue él quien redacto la mayor parte de los manifiestos del rey, aunque algunas veces se entreveía el espíritu de franqueza y de tolerancia personal del bearnés, bajo la rigidez calvinista de du Plessis. El 10 de junio de 1585, en la declaración que publicó el rey de Navarra, se estableció claramente el principio que debía hacer triunfar el partido polítique, y el que se convertiría en la nueva base del derecho religioso: “siempre que haya en el fondo una conciencia tranquila, afirma el rey, la diversidad de religión no impedirá que un buen príncipe pueda obtener un muy buen servicio independientemente de quienes sean sus súbditos.” Las cartas del mismo príncipe dirigidas a Enrique III y a la Sorbona (1585), escritas por la misma pluma, son una obra maestra de habilidad. La correspondencia personal de enrique IV puede ser más admirable aun, nada iguala la vivacidad de los giros ni la originalidad de la expresión. Sus cartas políticas y militares fueron escritas como si el mismísimo Cesar las hubiera escrito. Sus cartas a sus amantes son una obra maestra de gracia, de sentimiento y de delicadeza. Enrique IV dejaba gustosamente la polémica jornalera a sus partidarios. Pierre l'Étoile, autor de maravillosos diarios sobre la época que nos ocupa, redactó para él, el enérgico cartel que fue expuesto, en Roma el 6 de noviembre del mismo año, sobre las estatuas de Pasquino y Marforio, sobre los muro de las principales iglesias e incluso en la puerta del Vaticano. Para responder a la bula de Sixto V, ni el rey ni su secretario tuvieron miedo de decir: “ en lo que respecta al delito de herejía, el rey afirma y sostiene que mi señor Sixto, supuestamente papa (salve su santidad ), 316 ha obrado falsa y maliciosamente, etc.” Enrique utilizó aquí el lenguaje de los panfletos. Pero en general, la cautela y el sentido común caracterizaron los escritos del partido político. Entre sus autores, encontramos en primera fila, un hombre cuyo nombre era como un símbolo de la moderación, el nieto del canciller de l’Hôpital: Michel Hurault, señor de Fay,

quien redactó el Anti-Espagnol, panfleto cuyo título nos da entender cuáles son sus preferencias. El duque de Nevers, quien estuvo mucho tiempo con los ligados, fue una de las primeras conquistas de Enrique IV. En agradecimiento, como el mismo decía, en la batalla de Ivry el detener del Dios de los ejércitos, brindó una doble ayuda al rey, como soldado y como escritor. Él le trajo quinientos caballos y publicó su Traité de la prise d’armes, excelente obra que abordaba con fuerza y habilidad los lados débiles de la Liga, y que ha permanecido como uno de los principales monumentos políticos de la época. Régnier de La Planche, quien no tardaremos en encontrarlo entre los historiadores, superó todos los publicistas de su partido en su excelente dialogo titulado el libro de los Comerciantes. Bouchon decía: “no he encontrado una obra, antes o después de las Cartas provinciales, que esté más vigorosamente escrita y pensada que este pequeño libro.” La célebre Sátira menipea fue una obra con más renombre, que ejerció sobre el público una influencia más decisiva y, que como una segunda batalla de Ivry, confirmó la victoria de la causa de Enrique IV. La Menipea no había derribado la Liga, ella la encontró en el suelo y la sepultó en lo ridículo. Ésta fue realmente una obra de partido, llena de la parcialidad, de la injusticia de apreciación que acompaña tales obras, pero fue también la obra de un partido sensato, nacional, destinado al poder por todas las necesidades de los tiempos modernos. La Menipea dividió en dos el pensamiento de la Liga, excluyó la inspiración fundamental de este, y sólo se limitó a sus accesorios ridículos o de odio. Había algo grande y respetable en la insurrección de un pueblo que se unía bajo juramento para mantener la unidad religiosa, al final de una época donde la fe religiosa había sido el único vinculo de la civilización. Pero a esta noble idea se había unido una impura aleación de intereses y ambiciones personales. Los 317 Guisa y Felipe II se sirvieron del entusiasmo popular como un instrumento de dominación. La Sátira Menipea sólo ve lo que más le choca a los contemporáneos, los vicios y las pequeñeces de los hombres; ella desgarró, sin darse cuenta, la idea que les servía de bandera; ella fue el último golpe dado por el espíritu moderno, por el espíritu político, al espíritu de la Edad Media que ella desconoció y desfiguró. El carácter personal de los autores de este panfleto era maravillosamente acorde a su papel. Ellos pertenecían a esta clase media, letrada, pacifica, que no tenía ni la ignorancia del pueblo, ni las tradiciones hereditarias de la nobleza. Eran siete buenos burgueses, amigos de la paz, porque la paz era el bienestar, abnegados a su realeza y a su reposo, que odiaban la Liga por su sedición y también porque ella no pagaba la renta del ayuntamiento. Ellos también le guardaban rencor a

Mayenne por los largos días de ayuno del asedio de París, “por las guardias y serenos donde habían perdido la mitad de su tiempo, y que les produjo catarros y enfermedades que arruinaron su salud.” Cuando había pasado el más grande de los peligros, y no había necesidad de hablar en voz baja1, los astutos compinches se reunieron, se dice, en casa de uno de ellos, Jacques Guillot, alojado en una pequeña calle que iba desde el muelle de los Orfévres hasta la casa del Presidente. Según una tradición, que tomamos por veraz, la habitación donde ellos se reunían seria precisamente la misma donde nació Boileau; este era un lugar consagrado al genio de la sátira. El círculo estaba compuesto por Normand Louis Leroy, capellán del canciller de Borbon, el jurisconsulto Pierre Pithou, Nicolas Rapin, Florent Chrestien y finalmente por los poetas Passerat y Gilles Durand. Mientras que ellos intercambiaban sus opiniones y su malicia, Leroi tuvo la idea de redactar, en honor a la buena causa, un panfleto donde cada uno haría su parte: el mismo se encargaría de trazar el plan y de reunir las partes. Él pensaba cuidadosamente que a la imitación de Varron, habia que llamar Menipea a la obra de la Némesis 1.

La impresion de la Satira Menipea, comenzó en Tours, ciudad realista, solo pudo ser finalizada después de la retoma de Paris en obediencia al rey, en 1594.

318 francesa, en memoria del cínico Menipo, quien se hizo celebre en la antigüedad por sus amargas burlas. El propósito general de la obra no requirió grandes esfuerzos: se comenzó por poner en escena dos charlatanes en la corte del Louvre, el uno, español ( el legado, cardenal de Plaisance) y el otro Lorenés ( el cardenal de Pellevé), vendiendo a quien quisiera catholicon, especie de droga maravillosa con la cual se podía ser con tranquilidad pérfido y desleal, vender los intereses de su país, asesinar a su enemigo por traición, y muchas otras gentilezas de este tipo, todo esto con la conciencia tranquila “ y por nuestra santa madre Iglesia.” Cabe señalar que nuestros prudentes burgueses tuvieron cuidado de añadir que este catholicon es de España y no de Roma: éste no significa nada para los amantes del primero, ya que él “solo tiene el efecto de edificar las almas y alcanzar la salvación y beatitud en el otro mundo.” El segundo acto de esta comedia política consistió en la sesión de apertura de los Estados Generales de la Liga, “citados en París el 10 de febrero de 1593,”y en los discursos bufones y serios que pronunciaron sucesivamente los ligados más ilustres. Vinieron después varias obras en verso sobre los principales acontecimientos de la Liga, y finalmente algunos capítulos adicionales sobre la explicación del Higuiero de infierno (higuera del infierno), droga del mismo tipo que el catholicon, y sobre las Nouvelles des régions de la lune. Como

podemos observar, el plan no es nada: el único valor que tenía, era el de ofrecer un tejido elástico, para recibir los desarrollos que allí podrían bordar la fantasía de cada colaborador. La obra colectiva de nuestros burgueses se parece demasiado a esas joviales y doctas comidas, donde se les imagina sentados juntos, intercambiando palabras justas en serias discusiones y dando rienda suelta a la alegría, cualquiera que fuera el peso o el título. Los siete amigos de buen humor se dejan llevar por su imaginación fácil, mientras abundaban las bromas. El entusiasmo del momento les da a todas estas un cierto encanto. La urbanidad aun no se conoce; el espíritu corre y salta al igual que un joven corcel sin freno. ¿A quién le importa unos platos retruécanos, una gruesa palabra a la manera de Rabelais? ¿Acaso no estamos aquí reunidos en familia? ¡hemos estado en ayunas desde hace mucho tiempo 319 para compartir buenos fragmentos y justas palabras, bajo la austera tiranía de la Unión! Venguémonos al menos “con la risa.” Enrique IV regresa a su ciudad. “suena el tamboril y ¡viva el rey!” La escena inicia con uno de los mejores pasajes del libro, el relato de la procesión burlesca que iba servir de revista a todas las fuerzas de la Unión. Ahora bien, “la procesión fue así: el rector Rose, al quitarse su capucha rectoral, tomó su toga de maestro en artes junto con su muceta, el manto y un sobrecuello encima; la barba y la cabeza completamente rapadas, la espada a un costado y una partesana sobre el hombro.” Después de él, vestidos también ridículamente, marchaban los curas y los predicadores, precedidos por los monjes y novicias. “Entre otros se encontraban allí seis capuchinos, que llevaban cada uno un morrión en la cabeza, con una pluma de gallo encima, vestidos con sayas de malla, la espada ceñida al costado por encima de sus hábitos, uno llevando una lanza, el otro una ballesta, todas oxidadas, por la humildad católica.” Se destacaba principalmente uno de los más divertidos personajes, “un fuliense cojo (el célebre predicador hermano Bernard. Dice el pequeño Fuliense) quien armado sin rodeos, se hizo un lugar con una espada a dos manos y una hacha de armas en su cintura, y su breviario colgando detrás; y quien hacía bastante bien incluso sobre una sola pierna, el molinete delante de las damas.” No creerían, dice con razón Ch. Labitte, que de Thou tradujo la Menipea al final de su ¡XCVIII libro! Qui altero pede claudus, nunquam certo loco consislens, sed huc illuc cusitans, modo in fronte, modo in agminis tergo latum ensem ambabus manibus rotabat et claudicationis vitium gladiatoria mobilitate emendabat. He aquí, el genio mismo de la sátira: de exagerar apenas la realidad y de volverla no obstante ridícula.

Las arengas pronunciadas durante la sesión se prestaban para un género cómico menos fácil, pero no menos punzante. Cada uno de los colaboradores de la Menipea se encargo de hacer hablar a su antojo cada uno de los oradores de los estados. Se dice que, Guillot escogió el legado; Chrestien, el cardenal de Pellevé; Leroy, el lugarteniente Mayenne y el espadachín Dérieux; Rapin, el arzobispo de Lyon y el rector de la Universidad. La arenga del diputado del tercer estado fue reservada al sabio Pithou. Passerat y 320 Durand espolvorearon todos sus versos llenos de sal. Nada más mordaz que estos discursos de los ligados donde cada uno, como obligado por un poder maligno e invencible, revela ingenuamente toda la verdad de su carácter y de su posición. He aquí todos los que, en lugar de encerrarse en el hipócrita decoro de su rol, vinieron a confiarnos sus locas ambiciones o su vergonzosa venalidad. Para colmo de males, cada escritor remeda hábilmente los modales auténticos del jefe que está parodiando. El duque de Mayenne expone, con su tono de asesino devoto, la santa ambición que él siente de arruinar Francia; el legado felicita en italiano los franceses por ser más católicos que el papa (più catlolici che i medesimi Romani), y proclama a voces su misión evangélica: ¡guerra, guerra, guerra! El rector Rose, de quien se decía no estar bien de la cabeza, comienza de forma pedante por Temístocles y Milcíades, argumenta en Baroco y Baralipton, golpea a derecha y a izquierda sobre sus amigos políticos. Al ver los candidatos al trono y constatar que “eran demasiados perros para ruñir un hueso”, pretende ponerlos de acuerdo y dar su voto a Guillot Fagotin, mayordomo de Gentilly, buen viñador y hombre honesto, que cantaba en el atril y sabía su oficio de memoria.” Hasta la arenga de Aubray, la sátira Menipea es una ironía admirable. Más admirable aun, esta arenga es un modelo de sentido común, de dialéctica y a veces de elocuencia. “El extremo de nuestras miserias, dice el diputado del tercer estado, es que entre tantas desgracias y necesidades, no se nos permite quejarnos o pedir ayuda… aun teniendo la muerte entre los dientes, nos convencíamos que estábamos bien, que éramos demasiado felices de ser desgraciados por tan buena causa. Oh París, que no es más Paris, sino una cueva de bestias salvajes, una ciudadela de españoles, valones y napolitanos, un asilo y retiro seguro de ladrones, matones y asesinos, ¿no quieres volver a sentir tu dignidad, y recordar que has pagado el precio de lo que tú eres? ¿No te quieres curar nunca de este frenesí que, por obtener un rey legitimo y lleno de gracia, engendraste cincuenta reyecitos y cincuenta tiranos? Aquí estas encadenada, aquí estás en la inquisición

321 de España, mil veces más intolerable y dura de resistir que las muertes más crueles, en los espíritus que nacieron libres y francos, como los franceses. No pudiste soportar un ligero aumento de tamaño y de oficios y algunos nuevos edictos sin importancia; en cambio si pudiste soportar que saquearan tus casas, que te despojaran hasta la sangre, que encarcelaran tus senadores, que echaran y desterraran a tus buenos ciudadanos y consejeros, que se colgara y se matara a tus principales magistrados. ¡Tú lo ves y aun así lo toleras! ¡Y no solo lo toleras sino que lo apruebas y lo elogias, y no te atreverías ni sabrías hacerlo de otra manera!” La lengua francesa no se había educado aun en la noble prosa de acentos tan puros. Sentimos que llegamos al final del siglo dieciséis y que pronto terminará el divorcio que hemos constatado tan frecuentemente entre la forma y el pensamiento. En este punto, es también importante identificar, en otro orden de ideas, un síntoma no menos impresionante de la época de armonía y de unidad que se aproxima. En la boca de la burguesía se ubica naturalmente la expresión de estos sentimientos realistas. La simpática alianza entre el pueblo y la monarquía que pronto establecerá la unidad nacional.

Memorias La falta de madurez literaria se manifestó sobretodo en las producciones históricas del siglo dieciséis. La historia es un fruto del otoño, o por lo menos del verano de los pueblos: y las memorias son como la flor1. El siglo dieciséis tuvo pocas memorias, pero el número es tan grande como el mérito. De la segunda mitad de este siglo, desde la muerte de Francisco I hasta la sumisión de Paris (1547-1594), nos quedaron veintiséis obras de este género, escritas por contemporáneos, quienes casi todos tomaron parte en los acontecimientos que ellos contaban. Mientras que el siglo entero 1.

La mas ingeniosa autora de este género, Margarita de Valois, comparó sus memorias con pequeñas aves (*) que van hacia el historiador, en masa abultada y deforme para recibir allí su formación. (*) En el texto original esta ilegible este fragmento.

322 sólo produjo un autentico historiador que aun lleva en su frente, de una manera brillante la marca original de su época: la forma le falta a su noble pensamiento, de Thou escribió en latín. La larga serie de memorias del siglo dieciséis inicia por aquellas del Chevalier sans paour et sans reproche, escritas por su Loyal serviteur cuya modestia nos ocultó el nombre. Hombre de otra época al igual que su héroe, dedicado a su Señor

con la abnegación de un caballero de la Edad Media. El autor anónimo piensa como Joinville, y escribe casi como Amyot. Luego, siguiendo la senda, el compañero de infancia de Francisco I, Fleurange, llamado le Jeune Adventureux, hijo del célebre Sanglier des Ardennes, Robert de la Marck. Prisionero en el castillo de l’Ecluse, Fleurange comenzó a escribir sus memorias pues “quería aprovechar su tiempo y no dejarse llevar por el ocio.” Tan galante en su estilo como en su sobrenombre y en sus hazañas, nos dejó un relato llenó de interés y de originalidad, pero cuya exageración involuntaria debe a menudo incitar nuestra desconfianza. Es un soldado a la intemperie que cuenta todas sus campañas. Uno de los principales encantos que ofrece la lectura de esta vasta colección de memorias, es la variedad de fisionomía de los autores que las escriben. Creemos que vemos una escena móvil donde se tratan, en la diversidad infinita de sus costumbres y de sus papeles, una muchedumbre de actores notables. ¡El acontecimiento mismo, narrado por varios escritores, forma sucesivamente diferentes matices y se da color al reflejo de tantos personajes, como de prejuicios y de pasiones! Así, la historia se inspira en la vida individual del hombre. Y cuando las guerras de la religión, unidas a la anarquía política dividen a Francia en dos campos, es ahí entonces cuando aumenta también el interés en las memorias con su multiplicidad. Es una batalla de testimonios, una mezcla de estilos y de relatos. Allí está el terrible Blaise de Monluc, feroz católico, intrépido gascón, lleno de elocuencia y de franqueza, el más expresivo de nuestros cronistas, que por imitar a Cesar, daba el título de Commentaires a sus memorias, las cuales Enrique IV llamaba la Bible du 323 soldat. Allí también, está el viejo mariscal de Vieilleville, representado por su secretario Carloix, hombre tan calmo como valiente, que resiste a la influencia de las pasiones contemporáneas, y conserva, en el medio de los furores de los partidos, la bondad y la generosidad. Más lejos nos encontramos los dos Tavanne: Jean, redactor de las memorias de su padre Gaspar, y Guillaume, quien escribió sus propias memorias. El primero, contestatario y satírico, dando disgustos a la corte con una dignidad toda feudal; el segundo, espíritu suave y modesto, fiel a sus reyes y resignado en una injusta desgracia, al combatir su propio hermano, al que ama y sirve sin ofender la austeridad de sus deberes, alma llena de grandeza simple y fisionomía antigua. Sus memorias contienen algo de su carácter, tanto por su tema como por su estilo: abarcan modestamente un episodio secundario de los acontecimientos contemporáneos, la historia especial de Borgoña. La misma pureza del alma con un poco de heroísmo caracteriza también, en el partido contrario, al valiente e

irreprochable La Noue, una de las glorias de Francia, el Bayard de los hugonotes, el Catinat del siglo dieciséis. “era un gran hombre de guerra, afirmaba Enrique IV, pero era aun mas un hombre de bien.” Coligny también había escrito memorias. “el almirante no paso un solo día, afirma Brantôme, antes de acostarse, sin escribir en su diario, los hechos que habían sucedido en la turbulencia y que eran dignos de recordar. En su lecho de muerte fue encontrado un muy buen libro que el mismo había escrito… éste fue entregado al rey Carlos IX, ya que algunos lo encontraron muy bello, y muy bien elaborado, digno de ser impreso, sin embargo el mariscal de Retz persuadió al rey e hizo quemar el libro… envidioso de la memoria de este ilustre personaje.” Debido a este vandalismo, solo nos quedó de Coligny el Discours sur le siège de Saint-Quentin (1557), escrito, al igual que las memorias del Jeune adventureux, en la fortaleza de l’Ecluse. Encontramos en él una precisión de un militar, el amor de la exactitud histórica y una cierta forma de decir que podemos llamar la ingenuidad del heroísmo. Otro protestante, menos celebre en la historia, reconocido mas por ser escritor, fue Régnier de la Planche, un secretario apasionado, pero lleno de elocuencia y muy bien informado. Su 324 Libro del Etat de France sous Francois II es uno de las obras más destacadas de la época que nos ocupa. D’Aubigné, autor de poesías de una originalidad sombría (los Tragiques, de la cual hablaremos más adelante), nos dejo una Histoire universelle y unas Memorias escritas con tanta elocuencia y pasión como sus poemas. En contraste mordaz a la franqueza de estos autores, nos encontramos, desde la entrada del siglo dieciséis, los hermanos du Bellay, llenos de prudencia, reserva, y cuyas memorias llevaron algunas veces el carácter de un relato oficial; los diplomáticos d’Ossat y du Perron, el valiente presidente Jeannin; luego, el discreto Chiverny, tan tímido en sus relatos por reserva diplomática, como Palma Cayet por conveniencia y por moderación. De repente la escena cambia, y ante ustedes aparece el cortesano Brantôme, imparcial por corrupción, indiferente al vicio y a la virtud, de la cual él nunca ha entendido la diferencia; excelente testigo de las ignominias del siglo dieciséis, él no tiene ni el pudor que las disimula, ni la indignación que las exagera. Aquí, Pierre de l’Estoile, consejero del rey gran bedel en la cancillería de Francia, que nos trae sus preciosos diarios, tan dignos de fe por sus contradicciones mismas. Aquí no es ya el hombre quien habla: los acontecimientos de cada día que provienen sucesivamente se depositan sobre este libro que el autor se contenta de exponerlos. “L’Estoile, afirma Saint-Marc Girardin, analista curioso, escribe cada noche, con una regularidad escrupulosa,

lo que vio y lo que entendió decir, mezclando los asuntos de su casa con los asuntos del Estado; indiferente en religión y espectador minucioso de las procesiones y de las ceremonias.” Para que ningún matiz falte en esta reunión, una dama llega por así decirlo para coronar la colección, por su espíritu, su agudeza para observar, su gracia egoísta y ligera: Margarita de Valois, primera esposa de Enrique IV, y quien apenas habla de ella misma en sus memorias. “el yo domina en su libro, pero como todo los egoístas de genio o de espíritu, ella se interesa en este yo y lo hace amar. Y luego, desde el punto de vista del estilo, sus memorias son talvez superiores a todas aquellas de su tiempo… el alma, el espíritu, el carácter de la mujer

325 se plasma allí en cada página. Inteligente como se era en ese entonces, pero sin el pedantismo que estropeaba la ciencia, ingenua y simpática en el sentimiento, clara y desenvuelta en el giro, precisa y delicada en la expresión, ella forma la transición entre el siglo quince y dieciséis, entre Cristina de Pisa y Madame de Sévigné 1.

El historiador de Thou Las memorias son las declaraciones de los testigos, mientras que la historia es la sentencia del juez. Jacques-Auguste de Thou2 fue el historiador del siglo dieciséis. Miembro de esa estoica nobleza parlamentaria, de la cual ya hemos hablado, hijo del primer presidente Christophe de Thou, cuñado de Achille de Harlay, asi como del canciller Chiverny, y él mismo como presidente, mantuvo en la composición de la historia, la imparcialidad de sus otras funciones, he hizo del papel de escritor una segunda magistratura. El mismo se había formado la más alta idea de sus nuevos deberes y confundía en su pensar la justicia de la historia y la justicia de los tribunales, que el mismo resumía en la doble majestad. Él afirma: “lo que debe hacer un juez íntegro cuando va a fallar sobre la vida o sobre la suerte de los ciudadanos, lo hago yo antes de apoderarme de esta historia. Yo interrogué mi propia conciencia y me pregunté repetidas veces, si había en mi cualquier tipo de resentimiento demasiado fresco que pudiera desviar mi camino de la justicia y de la verdad.” Esta preparación moral solo era el indicio y el augurio de los estudios por los cuales de Thou iniciaría su gran obra. Empleó quince años de su vida para poner en orden los materiales. Visitó los campos de batalla, hurgó los archivos y las bibliotecas, hojeó todos los diarios de los generales del ejército, todas las actas de los embajadores, las memorias y las instrucciones de los secretarios de Estado. El recogió toda clase de material que pudiera tener algo de

historia impreso en ello, e hizo copiar para 1. 2.

Baron, Histoire abrégé de la littérature francaise jusq’au seizieme siècle, t. II, p. 200. Esta obra nos parece una de las mas minuciosas y de las mejores que se han publicado sobre nuestra literatura nacional. Nació en Paris en 1553 y murió en 1617.

326 su uso aquellos que no. Finalmente su posición social, sus numerosas y honorables relaciones le permitieron consultar con los personajes más notables de Francia y de Europa, y lo introdujeron en el conocimiento más profundo de los misterios de la política. Conducido por tanta conciencia, iluminada por tantos trabajos, la magistratura histórica de Jacques de Thou fue aceptada por sus contemporáneos en los mismos términos que él había planteado: los hombres de Estado esperaban tanto sus decisiones como sus fallos; ellos defendían ante él la causa de su gloria. “voy a trabajar para ganarme un lugar en un pequeño rincón de su historia,” afirmaba de Thou, mientras partía a la guerra, el mariscal de la Châtre. Jacobo I, rey de Inglaterra, mantuvo con el historiador una negociación casi diplomática para lograr que el borrara algunas palabras de su libro. De Thou logró salir de esta coyuntura de una manera respetuosa pero inflexible. El rey perdió el litigio, y las palabras fatales no se borraron. La imparcialidad, las luces, el amor por la humanidad, todo parecía contribuir para hacer de la historia del presidente de Thou una de esas obras definitivas que se copian, que se resumen, pero que no se recomponen. Sin embargo, ella no evade el destino común que pesa sobre todas las obras de esta época: ella carece de esas proporciones regulares y elegantes que los antiguos sabían dar a las composiciones literarias, así como a las producciones del arte. Este vasto relato, que abarca en su inmensa extensión los anales del mundo refinado, durante toda la segunda mitad del siglo dieciséis, reproduce no solo el movimiento, la agitación, la diversidad, sino también el desorden de su propósito. El autor multiplica los detalles con una profusión indiscreta. Allí, la importancia relativa de los acontecimientos, esta perspectiva de la narración, es casi siempre desestimada. De Thou es, por así decirlo, demasiado minucioso: quiere decirlo todo, y borrar el relieve bajo la confusión. La ilusión de la perspectiva ayuda a la del escrúpulo. De Thou está demasiado cerca de los hechos que el narra: ciertos detalles usurpan en sus páginas, como en la opinión contemporánea, una importancia exagerada. Finalmente, como él escribió la historia a medida que los acontecimientos la hacían, de Thou no pudo abarcar desde una sola mirada el conjunto y el significado de 327

la época, tampoco pudo subordinar los hechos a las ideas que ellos desarrollaron. Él sigue con dificultad el orden cronológico y camina a tientas en los destinos del siglo, basándose en cada año. Sentimos que la historia sigue afectando a las memorias que la rodean: solo se diferencia de ella por su grandeza, su ciencia y su imparcialidad. La historia también se diferencia de ella por el idioma que ella habla. Para restituir en toda su grandeza esta inmensa sinfonía de la historia, a de Thou le hacía falta un instrumento: Francia no tenía aun una lengua noble. Él tuvo que recurrir al idioma antiguo que había revestido tantas obras maestras, y que, ahora devuelto a la vida, servía de vinculo para toda la Europa pensante. Lejos de ser un regreso al pasado, el empleo del latín en una historia universal era una generosa aspiración de cara al futuro, un noble llamado a la unidad futura. Si bien la intención era loable, el éxito era imposible. El uso de una lengua antigua, algo que fue perjudicial para la popularidad de la obra, alteró incluso de alguna manera la verdad de la expresión y la ingenuidad de la imagen. La originalidad del pensamiento solo se conserva a medias en este estilo prestado que lo interpreta mas no lo expresa. Se siente algo de obligación y de molestia que detiene el libre movimiento de la elocuencia; y los acontecimientos parecen perder sus formas y sus colores naturales al contacto siempre helado con una lengua muerta1. La historia nos remonta entonces, con el presidente de Thou, al lugar donde nos habían llevado los panfletos con la Sátira Menipea: sin entrar todavía allí, nos topamos con esta época afortunada para las artes, donde todos los elementos de la civilización moderna, unidos finalmente en una armonía perfecta, van a producir verdaderas obras maestras; donde la expresión, donde la lengua misma, flexibilizada por los largos estudios de la edad anterior, no será más que un velo dócil y transparente, propio para resaltar toda la riqueza y toda la originalidad 1.

Ver, Sur la Fie et les OEuvres deJ. A. de Thou, los discursos de MM. Patin y Ph. Chasles, quienes compartieron el premio de la elocuencia de la Academia francesa en 1824.

328 de las ideas. Antes de abordar este periodo único en nuestra historia, debemos exponer los esfuerzos realizados por los artistas poetas del siglo dieciséis para crearle al pensamiento la forma que le hacía falta; debemos seguir en su curso paralelo la historia de la elocución, hasta el día que las dos corrientes, ideas y palabras, reunidas por un tiempo, regalarán a Francia su gran siglo.

CAPÍTULO XXVI LA POESÍA EN EL SIGLO DIECISÉIS La necesidad de una reforma literaria; Marot; SaintGelais. – Los Novellieri franceses; Margarita de Navarra; Despériers. La necesidad de una reforma literaria; Marot; Saint-Gelais La poesía francesa se abre en el siglo dieciséis con el nombre de Clément Marot1. Este amable poeta absorbe y resume en él, bajo una forma más pura, todas las cualidades de nuestra antigua poesía, él domina todos sus encantos pero también todos sus límites. No amplió el circulo que habían trazado sus predecesores, él es galo al igual que ellos, pero él lo es mejor y con más vigor; él es el único, tanto como todos ellos a la vez. Encontramos en Marot el color de Vilion, la gentileza de Froissart, la delicadeza de Charles d’orleans, el sentido común de Alain Chartier y la elocuencia cortante de Jean de Meung. Todo esto está junto, concentrado en una originalidad punzante y reunido por un don precioso que forma como el fondo de este bordado brillante, el espíritu. Marot es el primer tipo autentico del espíritu francés en su más restringida acepción, pero a su vez en las mas distintiva. Parece que la poesía de los siglos catorce y quince, a punto de ser eclipsada 1.

Nació en Cahors en 1495 y murió en 1554.

329 por el nuevo resplandor del Renacimiento, hubiera recogido todas sus riquezas para dotar este afortunado heredero de los trovadores. La suerte, que tuvo Marot para encontrar a la hermana de Francisco I, parecía contribuir a ennoblecer las inspiraciones ingenuas de nuestra antigua musa. Para la corte de Francia, Villon finalmente había abandonado las calles de parís. Todas las delicadezas de de una sociedad noble y elegante, todas las intrigas de un mundo ingenioso y desocupado, pero joven e ingenuo, y donde el placer suplantaba la etiqueta, llegaron a reflejarse en los versos del joven poeta de veinte años, que un joven rey de diecinueve años, lleno de amor por las artes y la gloria, se dignaba a leer y a animar.

Clément Marot tuvo en el siglo dieciséis, al igual que Boileau en la época más brillante de nuestra literatura, la suerte o el sentido común de cerrarse en el círculo de las ideas y de los sentimientos que el poeta era capaz de restituir y de expresar de una manera perfecta. La una y la otra están en la primera fila dentro de los géneros secundarios. Después de algunas composiciones de juventud, donde él pagaba tributo a la moda de las alegorías morales, y donde resucitaba, aunque con más espíritu, Dangier y Bel-Accueil, Marot se abandonó completamente a su feliz fantasía. No hablamos de su traducción de los salmos, composición tardía y poco inspirada, obra de partido más no de sentimiento y cuyo éxito fue también la obra de una secta. Se nota demasiado que ni el carácter del hombre ni el de la lengua se prestaban aun para tal intento: “Marot tenía, como Pasquier lo afirma, una vena ampliamente fluida, un verso no fingido, un fuerte sentido común… él escribió varias obras tanto de su invención como de su traducción con un muy afortunado genio. Pero, entre sus invenciones, me parece extremadamente agradable el libro de sus epigramas.” Las espirituales y graciosas epístolas, las elegías donde la sensibilidad solo sirve de condimento al espíritu y finalmente los epigramas llenos de elocuencia y de malicia, son los géneros poéticos que apasionan su ligero pensamiento. El instrumento del que disponía era suficiente para tales obras; la poesía de los fabliaux, pulida por el uso de una corte brillante, nunca 330 defectuosa bajo su mano; el verso de diez silabas, esta métrica que parece nacida para los relatos punzantes y alegres, le proporcionaron una riqueza asombrosa de cortes y de efectos poéticos, de los que Voltaire fue el único que supo robarle el secreto. Ni el mismo La Fontaine superó el excelente cuento del Rat et du Lion. Nuestros poetas del gran siglo, rebajados tan a menudo a implorar por el auxilio de sus ricos protectores, no lo hicieron con tanto espíritu como Marot, en la epístola donde él se queja ante el rey del robo que le hizo su sirviente de Gascogne, Glotón, borracho y mentirosos asegurado, Impostor, ladrón, injurioso, blasfemador, Sintiendo el olor a cien pasos a la redonda En resumen el mejor hijo del mundo. (*) La poesía familiar, ingeniosa y sensata, uno de nuestros tesoros más preciados de la edad media, encontraba entonces en la persona de Marot su expresión definitiva. Sin embargo, ¿esta poesía abarcaba toda la extensión del espíritu francés en el siglo dieciséis? ¿No había nada más allá? ¿ Los eruditos

alumnos del Renacimiento, los estudiantes del nuevo Colegio de Francia, De la trilingüe y noble academia, después de haber leído en sus lenguas sagradas Virgilio, Horacio o Pindaro, no encontrarían ellos un poco débiles estas valientes formas de expresarse, que no podían elevarse por encima de los más humildes temas? Les parecía, siguiendo la expresión de uno de ellos, “pasar de la ardiente montaña del Etna a la fría cumbre del Cáucaso.” En vano, Mellin de SaintGelais, este abad mundano de la escuela de Marot, había unido a la fluidez de su maestro la gracia un poco amanerada de los sonetos italianos. Él solo había recogido, a pesar de toda su dedicación a “escribir poco y con gracia, unas pequeñas flores y no los frutos de algo duradero; eran unas afectaciones que pasaban de vez en cuando por las manos de los cortesanos y de las damas de la corte. Después de su muerte, se mandó a imprimir una (*)La traducción de este verso no conserva la rima del texto original, sólo transmite el sentido.

331 selección de sus obras, que murieron casi tan pronto como vieron el día1.” Saint-Gelais, digno de Marot solo por sus atrevidos epigramas, fue siempre un mediocre en los asuntos importantes. Por otra parte, epicúreo practico, mientras vivía con comodidad gracias a su gran abadía de Notre-Dame des Reclus, y más adelante a su cargo de bibliotecario del rey, se limitaba a oficiar periódicamente los matrimonios de los príncipes y los pequeños acontecimientos de las cortes, dejando el camino despejado para poetas más activos y mas aventureros.

Las Novellieri francesas; Marguerite de Navarre; Despériers Sin embargo la prosa literaria, la que aspiraba producir obras de arte, como la poesía jocosa, alcanzaba una perfección análoga, bajo la doble influencia de Italia y de la corte. El Fabliau se convertía en la novela corta, el relato popular daba lugar al cuento aristocrático, que por este hecho no era ni el más noble ni el más grave. En las cortes, en los castillos, comenzaba a introducirse el talento tan francés de la conversación, con el que se pasaban largas veladas contando anécdotas o historias. Después, a veces uno de los familiares de la casa recogía e imprimía, bajo el nombre del maestro, los recuerdos más picantes de estas largas conversaciones. Es así como fueron atribuidos sea a Luis XI o al duque de Borgoña, las Cent Nouvelles nouvelles escrita por los nobles señores de su corte. La traducción de Boccaccio y las relaciones políticas entre Francia e Italia aumentaron la ola de novelas cortas. La corte de Francisco I vio aparecer compendios semejantes; uno de ellos, el Heptamerón, lleva el nombre de su hermana Margarita, reina de Navarra. Según Brantôme, la reina los componía y los escribía. “Ella terminó, con su manera agradable y alegre de escribir, un libro titulado: Los Cuentos de la reina de Navarra…Ella compuso la mayor parte de sus novelas cortas en la litera, pasando por varios países; pues ella tenía importantes ocupaciones estando retirada. Así le escuché decir a mi madre que iba siempre con ella a la litera, como dama de honor y le tenía el plumier”. Las novelas cortas de la reina de Navarra1 tienen intriga y acción. La influencia de novelistas italianos se siente a cada instante, pero esta se altera en su carácter meridional y poético. El relato de Boccaccio revelaba toda la riqueza de su imaginación y las flores que allí se sembraban a manos llenas. Encontramos en sus pinturas algo de delicadeza exquisita que es la infinita belleza de la égloga antigua. Se percibe que el autor había vivido en Nápoles, bajo ese cielo que ya era griego. Un crítico cuya ingeniosa sagacidad es igual al inmenso saber, señaló que, en la primera de sus Journées, la descripción del calor sofocante y de la calma pesada de la que uno se siente agobiado en el momento en que llega el sol a la cumbre de su curso, recuerda las primeras páginas del Phédon2. Todo este poético resplandor se empañó en el narrador francés. El buen sentido, el espíritu burgués de los grandes señores de Francia tomó lugar del vivo sentimiento del arte. La misma ficción que sirve de marco en los relatos del Heptamerón, sirve para indicar esta diferencia. Ya no es, como en Boccaccio, este magnífico contraste de la peste que diezma un pueblo, y una sociedad voluptuosa que olvida en un dulce pasatiempo la muerte lista para tocar sino que es la pintura casi flamenca de un interior de una posada, donde el desbordamiento del grave bearnés obliga una sociedad feliz a buscar un refugio y a permanecer durante siete días3. La reina de Navarra se parece aquí más bien a Chaucer (Canterbury tales) que a Boccaccio. Ella imita bastante a este último solo en la libertad extrema de sus narraciones.

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Hija de Carlos de Orleans, nació en Angulema en 1492; casada por segunda vez con Henri d'Albrel, rey de Navarra; muerta en Orthez en 1549. 2 J. J. Ampère, Notas inéditas de 1841. Un análisis interesante se encuentra en el Journal de l'Instruction publique. 3 De ahí el título de la recopilación.

Bonaventure Despériers, al que a veces, pero sin prueba, se le atribuyó la colección de la reina de Navarra, hizo otra colección bajo el título de Nouvelles récréations et joyeux devis. Los cuentos de Despériers4, ingenio muy rabelaisiano, incluyen el desarrollo simple, audaz y con frecuencia licencioso, de una agudeza y de una alegre réplica. Es una conversación fina, variada y abundante sobre el tema más banal. El autor es uno de los hombres con el estilo más sobresaliente del siglo XVI.5 El carácter general y común de todas las novelas cortas de esta época, solo tiene un objetivo y es el entretenimiento. El Fabliau de la edad media tenía un alcance general y casi filosófico. La novela corta del siglo XVI es una relato completamente local e individual, que rechaza toda idea de enseñanza. Esta pertenece a lo que hoy en día llamamos literatura fácil: y tanto, por su color, por su libertad, sus contrastes de júbilo alegre e intrigas sangrientas, sin saberlo reproduce la imagen de las costumbres contemporáneas; es completamente extraña al pensamiento, en los trabajos y en la vida intelectual de la época. Despériers era, con menos talento, el Clément Marot de la prosa. La literatura francesa no podía condenarse a contar eternamente la gracia de un rechazo atractivo, o a volver a contar eternamente ficciones frívolas. Hemos visto los hombres de pensamiento y hombres de acción agitar álgidamente otros problemas; es preciso que la forma literaria, la palabra considerada como un arte se levantase a la misma altura.

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Nació en Borgoña a finales del siglo XV y murió en 1514 No hablo de su Cymluihim mundi, diálogos a la manera de Lucien, que levantaron contra de su autor una tormenta tan terrible, que dice no encontró otro refugio contra la persecución que el suicidio. 5

CAPÍTULO XXVII Tentativa de la reforma literaria Ronsard y la Pléyade «. — Jodelle; renacimiento del teatro Dubartas ; d'Aubigué. Du Bellay, Ronsard y la Pléyade Hacia mediados del siglo XVI, un joven gentil de Vendôme, paje del duque de Orleans, Pierre de Ronsard6, obligado a renunciar a la corte por una sordera precoz, se encerró, con el joven Baïf, su amigo, con Joachim du Bellay, con Remi Belleau y Antoine Muret, en un colegio donde el sabio Daurat había sido nombrado recientemente como director. Una nueva ambición se había apoderado del joven Ronsard: hacer pasar a la lengua vulgar toda la majestuosidad de expresión y de pensamiento que admiraba de los antiguos. Ronsard comunicó a sus nuevos condiscípulos su proyecto y su entusiasmo. Todos emprendieron la labor con un admirable ánimo. “Ronsard, dice su biografía, habiendo sido alimentado en la corte y con la costumbre de acostarse tarde permanecía leyendo libros en el estudio hasta dos o tres horas después de media noche y al acostarse despertaba al joven Baïf, que, levantándose y tomando la vela, no dejaba enfriar el lugar.” Esta fuerte disciplina, esta preparación laboriosa duró siete años enteros. Ya la reputación de estos sabios trabajos comenzaba a difundirse hacia afuera; ya, signo inequívoco de las disposiciones y de la espera del público, se saludaba complacientemente a Ronsard con el sobrenombre de Homero, de Virgilio, cuando apareció el manifiesto de la nueva escuela del cual Joachim du Bellay era el autor.7 Comenzaba por rehabilitar la lengua francesa, hasta ese momento desdeñada por los sabios, y por mostrar que su futuro podía compensar la debilidad de su pasado. “Nuestros ancestros, decía, nos dejaron nuestra lengua tan pobre y tan desnuda que necesita ornamentos y si hay que hablar así, de plumas ajenas. Pero, ¿Quién quisiera decir que la lengua griega y la romana siempre hubieran sido excelentes como lo hemos visto en los tiempos de Horacio y de Demóstenes, de Virgilio y de Cicerón?...Nuestra lengua comienza aún a florecer sin madurar: seguramente esto no se debe a la carencia de su naturaleza…, sino a la falta de los que la tenían bajo custodia.” ¿Por qué medio se puede apresurar su desarrollo? Por la imitación de los ancestros. “Traducir no es un medio suficiente para engrandecer nuestra vulgar al igual que las más célebres lenguas. Entonces, ¿qué se necesita? ¡Imitar! Imitar a los romanos como ellos lo han hecho con los griegos, como Cicerón imitó a Demóstenes y Virgilio a Homero… Hay que transformar en sí los mejores autores y después de haberlos digerido, convertirlos en sangre y en alimento.” En el segundo libro de la Ilustración, ya no se trata solamente de la lengua y del estilo poético, du Bellay aborda intrépidamente el tema y reconoce la intención de derribar la vieja literatura francesa para sustituir en ella las formas antiguas. “Me gusta Marot, dice alguien, porque es fácil y no se aleja de la manera común de hablar…” 6

Nacido el 11 de septiembre de 1524, y no como lo han dicho, el día de la batalla de Pavía (24 de febrero de 1525). De Thou se presenta una doble equivocación cuando presenta el nacimiento de este poeta como una compensación que la fortuna daba ese mismo día a Francia. 7 Defensa e ilustración de la lengua francesa, por I.D. BA (Joachim du Bellay). Paris, 1549. El privilegio, está fechado de 1548.

En cuanto a mí, siempre valoré que nuestra poesía francesa sea capaz de algo más alto y de un maravilloso estilo del que estamos tan orgullosos… “Entonces ¡oh! poeta futuro inicialmente lee y relee los ejemplares griegos y latinos: luego deja todas estas viejas poesías francesas a los juegos florales de Tolosa y puy de Rouen, como rondeles, baladas , virelais , cantos reales , canciones y otros cuentos salpimentados que corrompen el gusto de nuestra lengua y no sirve, sino para dar testimonio de nuestra ignorancia. Lánzate a estos placenteros epigramas…a la imitación de un Marcial; si la lascivia no te gusta, mezcla lo provechoso con lo dulce; destila con un estilo fluido y no escabroso de cariñosas elegías, siguiendo el ejemplo de un Ovidio, de un Tibulo y de un Propercio… canta de esas odas desconocidas aún de la lengua francesa, de un laúd afinado al sonido de la lira griega y romana que no haya nada donde no aparezca algún vestigio escaso y antigua erudición…” La Italia moderna y la antigüedad eran admitidas en los honores de la imitación. “Recita añadió a continuación el teórico de la nueva escuela, estos hermosos sonetos, no menos doctos que la fascinante intervención italiana, para los cuales tienes a Petrarca y a algunos Italianos modernos”. Du Bellay concluía su programa con un llamado donde la mezcla de un entusiasmo verdadero con una serie extraña de alusiones eruditas caracteriza bastante el espíritu de los jóvenes reformadores. “Ahora bien, henos aquí, gracias a Dios, después de mucho peligro y de oleajes extranjeros, volviendo a entrar al puerto seguro. Hemos escapado del medio de los griegos; y a través de escuadrones romanos, penetrado hasta el seno de Francia, ¡la tan deseada Francia! Ahí entonces, Francisco, camina valientemente hacia esta hermosa ciudad romana y sus siervos despojados adornan sus templos y altares. No tema a estos gansos chillones, este orgulloso Manlie y este traidor Camille, que bajo sombra de buena fe los sorprende a todos desnudos contando el rescate del Capitolio. Denle buena fe a esta Grecia mentirosa y siembren en ella de repente la famosa nación de los galo-griegos. Saquéame sin conciencia los tesoros sagrados de este templo délfico, así como has hecho otra vez y ya no tema a este mudo Apolo y a estos falsos oráculos. ¿Recuerda a su antigua Marsella, segunda Atenas y a su Hércules galo, que tirando de sus orejas saca a los pueblos, con una cadena atada a su lengua?” Toda la reforma literaria del siglo XVI estaba en Defensa de la Ilustración. Basada en dos puntos esenciales: ennoblecer la lengua, por la infusión de las palabras y de las imágenes prestadas de las lenguas antiguas; ennoblecer la poesía por la introducción de los géneros utilizados por los antiguos. Du Bellay había redactado el programa, Ronsard fue el primer y el más audaz en cumplirlo. Primero ensayó creando de un tirón una lengua poética. Para eso él extrajo sin miramientos de las fuentes griegas y latinas. A menudo Ronsard tomaba una palabra puramente latina que se ocultaba bajo una terminación francesa: por otro lado se trata de dos palabras ya conocidas que se unen en composición, como lo hacían los griegos: algunas veces, por una tentativa más ingeniosa, hacia lo que llamaba la multiplicación de las palabras viejas, como lo hacían los griegos, como desde entonces los alemanes lo han hecho tan afortunadamente. De verve creó verver, vervement; de pays, payser; de feu, fouer, fouement. También quiere que tomen prestado de las diversas jergas de Francia, donde en su preocupación clásica él ve tantos dialectos, todas las palabras necesarias en la expresión del pensamiento. Era constituir de ley la licencia de Montaigne. Sin embargo, el instinto tan francés de la unidad en sí mismo

se manifiesta aún en el medio de este consejo peligroso. “Hoy, dice, ya que nuestra Francia obedece a un solo rey, estamos obligados, si queremos conseguir algún honor, a hablar su lengua”. Lo más importante en estos trabajos de creación, es el medio que da Ronsard para formar una clase de términos nobles, una lengua ilustre, áulica, como decía Dante. Es la nobleza de las ideas la que hace derivar la del idioma: quiere que se tomen prestadas palabras de la profesión de las armas, en la guerra, en la caza. Pero si subordina los términos proporcionados por las costumbres populares, lejos de prohibirles, aconseja a los poetas a que las estudien. “Practicarás con cuidado, dice él, las artes de todos los oficios, como marineros…, orfebres, fundidores, mariscales; y de ahí sacarás muchas comparaciones hermosas”. Él mismo, dice su biografía, “no menospreciaba ir a las tiendas de los artesanos y practicar todo tipo de oficios para aprender sus términos”. Es fácil sonreír hoy del contraste que presenta la lengua noble que escribimos, esta lengua improvisada por un hombre. Pero no es menos fácil comprender que este contraste no podía existir para los contemporáneos de Ronsard. Así pues, este idioma no tenía nada de ridículo para ellos; ellos solo debieron darse cuenta de su riqueza: la diferencia que lo separaba del idioma hablado estaba todo de su parte. El conocimiento del latín, tan extendido entonces, servía de léxico para comprenderlo; los letrados estaban muy agradecidos con el poeta por las innovaciones que exigían su perspicacia para ser perfectamente comprendidas. La alta poesía se volvía así un idioma de iniciados, valiosa para cualquier persona que no fuera del profano vulgar. Pero, con toda su audacia, Ronsard luchaba contra lo imposible. Las lenguas no se hacen en un día; estas son terrenos de aluviones creados por el tiempo, de altas pirámides a las que cada día aporta su piedra. El pueblo francés al crecer hace él mismo su lengua; al ennoblecer sus ideas, como lo prescribía Ronsard, ennoblece gradualmente su expresión; cincuenta años después, el tallo popular de Marot se abría naturalmente bajo la mano de Malherbe, al lado de las flores artificiales de Ronsard, ya marchitas y en polvo. Una sola cosa habría podido consolidar su revolución gramatical: una obra inmortal, que, como la de Dante, hubiera hecho vivir su lengua con sus ideas; Ronsard lo comprendió e intentó llevarlo a cabo. Él introduce en Francia todas las formas de la poesía antigua y el primer rango de la oda y la epopeya. Desafortunadamente, llevó en sus obras el mismo principio de imitación que en las innovaciones lingüísticas y este sistema resultó aún más falso aquí. Creó sus poemas como el génesis creó el hombre: formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente. No es así que procede la verdadera poesía: ella produce une germen vivo que irradia hacia afuera y el mismo proyecta su forma. Las odas de Ronsard se parecen a estas panoplias de nuestros museos, que presentan a nuestros ojos la armadura completa de un héroe antiguo: casco, coraza, brazaletes, escudo, nada le falta al guerrero para vestirse. No era que el poeta tuviera falta de entusiasmo; solamente hay solución de continuidad entre la forma y el pensamiento, una no es el efecto directo e inmediato de la otra: si la inspiración da la idea, la memoria solo produce la expresión. El sentimiento se paraliza por esta preocupante imitación de los grandes maestros. No le hacía falta un modelo en Ronsard sino un calco del que pudiera seguir escrupulosamente las líneas. Su pensamiento incluso el más verdadero,

en lugar de seguir su pendiente natural y de profundizar en un lecho sinuoso, se aprisiona en el mármol antiguo donde antaño brotó el agua de Horacio y de Virgilio. Imitar así a los antiguos, es un medio seguro para no parecerse a ellos. “Yo reiría, dice la Bruyère, de un hombre que quisiera seriamente hablar con mi tono de voz o tener la cara parecida a la mía”. Ronsard, apasionado por la antigüedad, quiso hacer tabla rasa de las costumbres, creencias, sentimientos modernos; él tuvo por empeño revivir todo un siglo, toda una literatura, todo un conjunto de tradiciones en este Olimpo resplandeciente y sensual del paganismo. Era dejar a una nación un reto demasiado audaz. Un pueblo puede aprender a la fuerza una lengua nueva, ¡incluso con cierta lentitud! Él no podría cambiar las costumbres, la historia ni el clima. Sin embargo, había algo tan legítimo en el renacimiento de las ideas antiguas, parecía tan bien en el destino del siglo XVI el hecho de reanudar la cadena de la tradición greco-latina, que el nombre de Ronsard se volvió el objeto de una idolatría de la que hoy nada nos puede dar una idea. La sola gloria de Voltaire, esta larga y maravillosa realeza del genio, renovó semejantes homenajes. Los reyes y las princesas rivalizaban para colmarlo de sus favores; los sabios más célebres, los espíritus más juiciosos, los Scaliger, los Lambin, los de Thou, los de l'Hôpital veían en Ronsard el milagro del siglo. Pasquier no clasificó sus obras, pues dice, “todo en él es admirable”. Montaigne declara sin dudar que la poesía francesa había llegado a su perfección, así como Ronsard había igualado a los antiguos. Por último le Tasse, quien llegó a París en 1571, se consideraba afortunado por haber sido presentado a Ronsard y por obtener su aprobación por sus primeros cantos de su Jerusalén. ¿Cómo explicar este inmenso error de todo un siglo y de los espíritus más ilustres? A decir verdad, el error no existía o solo era, como muchos errores, una verdad incompleta. La admiración por Ronsard, era la felicidad muy legítima al ver finalmente el francés volverse una lengua literaria, y ya no balbucear pensamientos débiles aunque ingenuos; sino surgir, como las lenguas antiguas y como el italiano moderno, en la expresión de las ideas generales que forman la herencia gloriosa de la humanidad. El idioma de Clément Marot estaba finalmente fuera de sometimiento: el poeta se volvía un hombre y casi un ciudadano: iba a volver a decir los nobles pensamientos que habían agitado el Foro y el Ágora, los versos harmoniosos que habían repercutido en las orillas de Grecia. ¡Qué orgullo patrio para los sabios de esta época, leer finalmente en francés lo que les había cautivado por tanto tiempo de Virgilio y de Tibulo! Lo que la imitación imperfecta no decía, la memoria parcial de los lectores lo suplía: ellos adoraban el verdadero esplendor de la poesía antigua a través de los harapos pretenciosos de Ronsard. Por otro lado, hoy en día, a pesar del cambio de la lengua, ¿Aún no encontramos en este poeta razones para justificar nuestro respeto hacia él? En el género grave y heroico, las Odas, la Franciada8, ¿los Discursos no presentan de vez en cuando rasgos de una belleza durable? ¿No es Ronsard quien se dirigía así a la eternidad? ¡O gran eternidad! Mantienes el universo en unidad tranquila. De eslabones enlazados los siglos vuelves a atar. 8

La Franciada que tiene por héroes los fabulosos Francus, hijo de Priam y fundador supuesto del imperio francés, es un poema inacabado. Ronsard tenía el proyecto de extenderlo en veinticuatro cantos; se detuvo en el cuarto. N. del T: La traducción de estos versos no conservan la rima del original, solo transmiten el sentido.

Y abrigado en tu seno todo el mundo tú escondes…, Hablando a tus dioses que tu trono rodean, Tu boca no dice: “fue o será…” El tiempo presente solo a tus pies se reposa.* ¿No es él quien escribía a Charles IX aún siendo niño? Majestad, no se trata de ser rey de Francia; Es necesario que la virtud corone vuestra infancia. Un rey sin la virtud lleva el cetro en vano, Eso no le sirve sino de carga en la mano9. Pero es sobre todo en la poesía ligera que Ronsard posee un mérito indiscutible. Aquí, contento de ser él mismo, solo toma de la antigüedad la analogía de sus imágenes. Es como un perfume lejano y especialmente dulce, que se exhala en medio de las ideas personales del poeta. De este modo, él escribe a su esposa: Ayer la recordaba aquel que se sentó a tu lado, ¡Yo contemplaba sus ojos tan crueles y tan dulces! Y después él la invita a bajar en un risueño parterre: Querida, vamos a ver si la rosa Que esta mañana había florecido Su vestido de púrpura en el sol, No ha perdido, esta vespertina, Los pliegues de su vestido púrpura Y su tez similar a la suya… En otro lugar él exclamó, con más encanto que Horacio: 9

Adjuntamos de paso, puesto que hemos nombrado este culpable pero interesante príncipe, que tiempo después respondió a Ronsard, con una precisión más elegante aún: “El arte de hacer versos, nos debe indignar, Debe tener más alto precio que el de reinar. Los dos de igual manera llevamos la corona Pero rey, la recibí, poeta tú la das. Tu espíritu apasionado de un ardor celeste Brilla por sí misma y yo por mi grandeza. Si del lado de los dioses busco la ventaja, Ronsard es su amigo, si yo soy su imagen. Tu lira, que encanta por sus dulces acordes, Te someten los espíritus de los que solo tengo los cuerpos. De ellos te vuelve maestro y te sabe introducir Donde el más orgulloso tirano nunca ha tenido imperio. Suaviza corazones y somete la belleza. Yo puedo dar la muerte ; tú la inmortalidad” ¿Por qué Carlos IX ¡hizo algo diferente a los versos!?... Sí sin embargo los creó.

¡El tiempo se va, el tiempo se va, mi señora! ¡Oh desgracia! El tiempo, no: pero nosotros nos vamos10. O bien, por un retorno de una melancolía conmovedora: ¡Antes de la noche (dice) se cerrará mi tarde! Todavía está toda la gracia de Marot, con más resplandor y gravedad. Ronsard había sido jefe de la escuela o del colegio; se había vuelto célebre y admirado por todos, los discípulos no le fallaban. “Nadie entonces, nos dice Pasquier, ponía la mano en la pluma sin celebrar sus versos” Tan pronto como los jóvenes rozaban su traje, creían que se habían convertido en poetas”. Entre sus numerosos partidarios, el poeta escogió una compañía de élite que al comienzo se conoció como la brigada y poco tiempo después como la Pléyade, por un recuerdo erudito de los poetas alejandrinos. Situó al lado suyo seis poetas Joachim du Bellay,Antoine de Baïf, Amadis Jamyn, Belleau, Jodelie y Ponthus de Thiard. No nos detendremos en estos nombres, a pesar del talento de muchos de ellos. Todos reflejan en diversos grados y con numerosas modificaciones los méritos y defectos del maestro. A Baïf le debemos un recuerdo sobre la tentativa audaz e infructuosa por la cual él trató de someter nuestra diversificación a las reglas métricas de la poesía antigua. El verso baïfin, silabeado como el hexámetro latino, no pudo acostumbrarse incluso en la atmósfera del Renacimiento.11 Esta imitación material de la antigüedad era la exageración extrema del sistema de Ronsard; después del calco del estilo, era el calco del ritmo: ya solo le faltaba escribir en griego o en latín. Jodelle: renacimiento del teatro Otro miembro de la Pléyade se distinguió por un ensayo más serio y cuya influencia ha sido mucho más duradera. Jodelle se esmeró por resucitar el teatro de los antiguos.12 Este joven e interesante poeta estaba dotado de una facilidad extrema. “Aunque no hubiera puesto el ojo en los buenos libros como los demás, dijo Pasquier, sí que se le veía un encanto natural. Y de hecho los que en ese momento juzgaron de inmediato, decían que Ronsard era el primero de los poetas, pero que Jodelle era el demonio de ellos. Donde él empleaba su ingenio, nada parecía serle imposible”. Él mismo estaba convencido de ello: “Un día se le ocurrió decirme que si un Ronsard le ganaba a Jodelle en la mañana, en la noche Jodelle lo superaba”. Él prodigaba su espíritu en obras fugitivas, que no se molestaba en recoger y que murieron con él. Sus obras dramáticas, aunque tal vez menos buenas, tienen una lugar en la historia literaria. Ya algunas traducciones se habían hecho hacia nuestra lengua: Adriana de Terencio, Hécuba de Eurípides, Electra de Sófocles; Ronsard aún novato había traducido en 1549 el Pluto de 10

¡Eheu! fugaces. ¡Postume, Postume, Labuntur anni! (Horacio, oda Xiv.) 11 Tomemos un dístico baïfin,con los versos latinos, He aquí la traducción: Phosphore, redde diem : cur gaudia noslra moraris? Coesare venluro, Phosphore, redde diem. Alba vuelve a abrirse el día: ¿por qué detienes nuestra comodidad? Cesar va a volver; alba, vuelve a abrirse el día 12 Nació en 1532 y murió en 1573.

Aristófanes. Finalmente en 1552, Jodelle se aventuró con una tragedia en la escena, sin traducir, sino imitando a los antiguos; esta imitación era entonces una gloria: Cleopatra, con una comedia del mismo autor; la Rencontre, fue presentada “delante del rey Enrique II, en París, en el hotel de Reims, con una gran aprobación de toda la concurrencia; y, luego, en la universidad de Boncour, donde todas las ventanas estaban tapizadas con una infinidad de personajes honorables y la corte tan llena de novatos que las puertas del colegio estaban repletas. Lo digo como si hubiera estado presente allí, con el gran Turnebus en el mismo cuarto y los participantes eran todos hombres reconocidos. Rémi Belleau y Jean de la Péruse desempeñaban los principales roles.”13 Jodelle mismo representaba a Cleopatra. ¡Qué alegría para todos los sabios encontrar en la escena, ver y escuchar hablar a estos personajes de la historia antigua que les eran familiares! Autor y actores en la embriaguez de sus éxitos, se concedieron a ellos mismos un triunfo tan clásico como su obra. Desde que el quinto acto se terminó en medio de la aprobación, partieron a Arcueil; ahí, en un alegre festín, llevaron un macho cabrío coronado con hiedra y flores, en honor al poeta francés y en recuerdo al antiguo Tespis. Si ahora se considera en ellas mismas y en su propio valor las tragedias de la nueva escuela que daban lugar a semejantes ovaciones, “Bien sea una Cleopatra, un Didon, una Medea, un Agamenón, un César, esto es lo que se recalca constantemente: ninguna invención en los rasgos, las situaciones y en la dirección en la obra, una reproducción escrupulosa, una falsificación perfecta de las formas griegas, el acto simple, los personajes poco numerosos, actos fuertes cortos compuestos por una o dos escenas y entremezclados con coros; la poesía lírica de estos coros muy superior a la del diálogo; las unidades de tiempo y de lugar observadas menos para el arte que por un efecto de imitación; un estilo que apunta a la nobleza, a la gravedad y que falta porque la lengua tiene la culpa… Tal es la tragedia en Jodelle y sus contemporáneos” Robert Garnier, sin cambiar en nada el sistema de Jodelle, sin aportar al teatro un talento verdaderamente más dramático, que da un estilo más de elevación, apropiándose algo de la concisión brillante de Séneca. Por muy débil y falso que fuera esta aparición del drama antiguo, bastó para desacreditar para siempre los viejos misterios y para legar a la tragedia francesa este carácter de gravedad imponente, esta unidad y esta simplicidad severa de la cual nuestros grandes autores aceptaron el yugo. Corneille y Racine no son los fundadores del sistema clásico del teatro francés sino Jodelle, la Péruse y Garnier. La comedia nueva se separó, no tan bruscamente, de la farsa de la edad media; la comedia pareció regularla en vez de suplantarla. Se apoyó también en el ejemplo de las comedias italianas. Jean de la Taille, en sus Corrivaux, la primera de nuestras comedias regulares en prosa, siguió uno tras otro los rastros de Ariosto, de Maquiavelo y de Bibbiena. Larrivey quien se merece, después del autor de Patelin, ser visto como el mejor cómico de nuestro viejo teatro, declaró abiertamente la intención de imitar a los poetas cómicos de Italia y lo hizo frecuentemente con éxito.14 También, “aparte de una inmortalidad ordinaria, las comedias de este periodo no les faltaba ni mérito ni gracia. Un verso de ocho sílabas fluido y rápido, un diálogo vivo y fácil, palabras agradables, malicias de vez en cuando afortunados contra los frailes, los esposos y 13

Pasquier, Investigaciones, lib. VII, cap.vi. Él mismo era italiano y se hacía llamar Giunti; su nombre france´s Larrivey (Darrive) solo es la traducción del apellido. 14

esposas, compensaba para el lector la uniformidad de los planos, la confusión de las escenas, la trivialidad de los personajes y los vuelve infinitamente superiores a las tragedias de la misma época.”15 Dubartas; d’Aubigné Los discípulos de Ronsard en París sintieron donde estaba la verdadera superioridad de su maestro y le siguieron con agrado en la poesía ligera y sencilla. Du Bellay, Guy de Tours, Deportes, imitaron un poco el estilo de Píndaro y se limitaron a imitar el estilo de Petrarca. No era lo mismo en las provincias: se levantó, lejos de la Pléyade, un poeta que encontró el medio de exagerar aún el fasto pedantesco del reformador. Dubartas16 creó, bajo el título de la Creación del Mundo, o la Semana, una auténtica enciclopedia poética donde entra nada menos que el universo, desde las estrellas fijas hasta el último insecto. Toda la física de la antigüedad y de la edad media, toda la cosmogonía de la Biblia y de Ovidio son incluidas en los versos de un increíble énfasis. Se ha dicho con ingenio que es la creación del mundo contada por un Gascón. Es precisamente Dubartas cuya musa en francés habla griego y latín; es él quien pintó o al menos designó. Apolo lleva el día, Hermes, guía el navío; Mercurio escala el cielo, inventa el arte, le gusta la lira… La guerra viene después, anula las reglas, anula las costumbres, agobia a los fuertes, derrama sangre, quema bosques, ama el llanto. Con sus grandes palabras y sus interminables descripciones, Dubartas tiene elocuencia, ideas nobles, un entusiasmo verdadero y comunicativo. Su obra tuvo treinta ediciones en diez años, fue traducido en casi todas las lenguas y continúa disfrutando de una alta reputación entre nuestros vecinos del otro lado del Rin, menos sorprendidos que nosotros de las monstruosidades de su lenguaje. Para nosotros, existe todavía un poeta mucho más distinguido que Dubartas, quien lejos de la capital, en el seno de una vida agitada y guerrera, conservó hasta en la primera parte del siglo XVII la lengua ruda, oscura, desigual pero enérgica y poderosa de los inicios de Ronsard. Es Agripa de Aubigné, autor de una historia universal, de interesantes memorias y de panfletos llenos de malicia.17Dedicado protestante, recibió de sus convicciones y de su fuerte odio contra un catolicismo perseguidor, una inspiración ardiente, que los poetas del siglo XVI ignoraron casi siempre. Sus Trágicas, sátira religiosa y política, mezcla incoherente de mitología griega, de alegoría moral y de teología, a menudo se iluminaban de destellos de indignación y presentaban a la admiración de la crítica las más viriles bellezas. El espíritu hebraico respira ahí, dice M. Sainte-Beuve, igual a este espíritu de Dios que flotaba sobre el caos. Al contrario de los poetas contemporáneos, amantes exclusivos de la forma, de Aubigné como los 15

Sainte-Beuve, obra citada. Nació cerca a Auch en 1544 y murió en 1590. 17 Nació en 1550 y murió en 1630. Obras principales: Historia universal desde 1550 hasta 1601. Memorias, Aventuras del barón de Faeneste, La confesión de Sancy, Las trágicas dadas al público por el robo de Prometeo; al desierto. 1616. M.L Ladanne dio en 1857 una nueva edición de Las Trágicas y en 1851 la primera edición exacta de las Memorias. 16

prosistas, se ata al pensamiento, lo toma, lo somete con tal fuerza que lo obliga casi a inclinarse bajo la ruda apariencia de su lenguaje. Aquí se percibe la cercanía del gran siglo; la unión de la idea y de la forma es casi un hecho. Aquí, como en la prosa, todavía es la forma la que peca. Esta traiciona aún el tumulto de una época de desorden y de confusión. El poeta lo declara él mismo: Si alguien vitupera que mis versos acalorados Son nada más que el asesinato y la sangre potente. Que solo se lee allí furia, masacre y rabia, horror, desgracia, veneno, traición y matanza, Yo le respondo: amigo, estas palabras que vituperas Son los vocablos del arte de lo que emprendo. Los aduladores del amor solo cantan sus vicios, que vocablos elegidos para describir las delicias Cuánta miel, cuánta risa, cuántos juegos, amores y aficiones: Una hermosa locura para consumir el tiempo... Este siglo, otro en sus costumbres, exigen otro estilo: Recojamos frutos amargos de los cuales él es fértil. No, ya no permite su vena disfrazada, La mano puede dormirse, pero el alma no descansa. Qué bueno es, sin embargo, cuando su pensamiento, con distracciones disipa una expresión laboriosa y triste, estalla de repente, ¡como espada que saca de la vaina! con cuál entusiasmo glorifica los mártires ¡acallados en las llamas de las hogueras! Las cenizas son semillas valiosas, Quien, después de los inviernos oscuros de tormenta y de llantos. Abren, en la templada primavera, de un millón de flores El bálsamo saludable y son las nuevas plantas, En medio de la plaza de Sion espléndida. Tanta sangre, que los reyes derramaban en los arroyos, Exhala lluvia fresca y fuentes de agua, Quien, fluidos a los pies de estas plantas divinas, Dale cobrar vida y crecer en las raíces .

CAPÍTULO XXVIII Realización de la reforma literaria Régnier. — Malherbe. Régnier. Era evidente que la reforma de Ronsard y de la Pléyade no era definitiva. Era un esfuerzo violento que reemplazaba una torpeza extrema: la revolución había pasado el proyecto sin alcanzarlo. Le faltaba un moderador; la reforma tenía dos: Régnier y Malherbe: los dos dotados de un talento original, grandes escritores, uno más poeta y el otro más gramático; pero ambos reformadores, uno por instinto y otro por sistema. Ninguno tuvo plena conciencia de su obra. Régnier creyó defender a Ronsard, por apego a Desportes, su tío: en realidad defendió e imitó a Marot, del que tenía su aspecto libre, con más energía y color. Malherbe pensó que había arruinado la escuela de la Pléyade y sus innovaciones greco-latinas, sin embargo le aseguró el éxito regulándola. En vano anuló todo lo que tenía que ver con Ronsard y llevó a cabo lo que Ronsard había deseado tanto; dio al idioma vulgar toda la nobleza de las lenguas antiguas. Régnier18, por inspiración verdadera, por negligencia, por despreocupación, por abandono a la buena ley natural, volvió a lo simple, a lo verdadero y entró sin saberlo en la vieja escuela gala, que, no obstante, enriqueció de afortunadas imitaciones. Siguió ingeniosamente el excelente precepto de du Bellay; “Transformó en sí los mejores autores y después de haberlos digerido, los convirtió en sangre y alimento”. En Francia, fue el primero que escribió las verdaderas sátiras imitando a Horacio y a los poetas bernescos19. Pero su imitación ya no era el calco servil imaginado por la Pléyade, era la emulación fecunda, la poderosa rivalidad del talento. Régnier, es cierto, Regula su maledicencia a la manera antigua; pero los ridículos y los vicios que pone ante nosotros ya no tienen nada de latín; no son los contemporáneos de Augusto, sino más bien los de Enrique IV. No se reconoce este terrateniente campesino Al fieltro empenachado, que revela su bigote; y este poeta embarrado, quien, seducido por el éxito de Desportes y de Bertaud, ¿meditando un soneto, medita un obispado? Más lejos se ve al discípulo de Bártolo, que, Una corneta en el cuello, de pie en una tablazón a diestra y a siniestra va a vender su detracción. 18

Mathurin Régnier, nació en Chartres en 1573. Canónigo de la iglesia de Nuestra Señora en esta ciudad. Murió en Rouen en 1613. Obras: Dieciséis sátiras, tres epístolas, cinco elegías, odas, estrofas, epigramas. 19 La excelente edición de las obras de Mathurin Régnier, por Violler-Le-Duc indica con cuidado los pasajes que el poeta francés tomó como modelos y así puso al lector directamente a apreciar el mérito de la imitación.

o bien el médico que recibe una hermosa moneda por su consulta, y Dice, apretando la mano: “Señora, ¡no era necesario!” En medio de estos apuntes ligeros se encuentra una verdadera obra maestra, macette, la vieja hipócrita. Ya en el siglo XIII, Jean de Meung había hecho un boceto de FauxSemblant; luego en el siglo XVII Molière creará a Tartufo. Parece que la poesía francesa hubiera estado siempre satisfecha al abordar este tema, como Por un decreto del cielo que odia la hipocresía A parte de este admirable cuadro, donde falta sin embargo todavía la verosimilitud y la vida del diálogo, se debe admitir que el pincel de Régnier se detiene fácilmente en la superficie de las cosas. De él se puede decir que ríe del corazón humano 20. Su poesía no tiene nada de profunda o de filosófica; son los juegos inocentes de la sátira: sus contemporáneos también la habían juzgado. Este predecesor de Boileau era para ellos el buen Régnier; y él mismo nos explica, aunque con mucha modestia, esta calificación: Y este apodo de bueno que me están endilgando especialmente desde que no tengo el espíritu de ser malvado. En efecto no es el ingenio lo que le faltaba a Régnier, ni el entusiasmo, ni la elocuencia; sino que él es artista mucho más que moralista. Se ocupa más de la pintura que de la lección. Su más bella creación es su estilo; se ha hecho un bello y justo elogio acercándolo al de Montaigne. “Régnier es en efecto el Montaigne de nuestra poesía”. “También, al parecer sin reflexionar sobre esto, se crea una lengua propia, llena de sentido y de ingenio, que, sin regla fija ni una evocación hábil, sale como de la tierra a cada nuevo paso del pensamiento y se mantiene de pie, sostenido en el solo aliento que lo anima. Los movimientos de esta lengua inspirada no tienen nada de solemne ni de reflexivo; en su irregularidad natural, en su brusquedad picante, se parecen a los gritos, a los gestos rápidos de un hombre franco y apasionado que se irrita conversando. Las imágenes del discurso brillaban con colores más vivos que finos, más prominentes que matizados. Éstas se presentan, chocan entre ellas. El autor siempre pinta, y a veces, a falta de algo mejor, pinta con el poso y el lodo. De una trivialidad a veces afortunada, toma proverbios del pueblo para hacer poesía y a cambio les devuelve estos versos nacidos de proverbios, medallas de buena calidad, donde aún se le reconocía, después de dos siglos, la imprenta del quien las acuñaba”.21 Malherbe El talento de Malherbe tiene una característica muy diferente22. Menos ingenioso que sabio, menos fecundo que juicioso, toda su invención consiste en escoger bien, toda su

20

Circum prxcordla ludil. Perse. Sainte-Beuve, Cuadro de la poesía francesa en el siglo XVI t.I, pág. 160. 22 François de Malherbe nació en Caen hacia 1555 y murió en París en 1628. 21

riqueza en despojarse a propósito. Más crítico que artista, fue a los cuarenta y cinco años que comenzó su carrera; su obra es un código más que un poema y como todo legislador, se adhiere sobre todo a lo que se debe evitar. Así como el jefe de los estoicos, toma por lema: abstente. Se enorgulleció por ser llamado el tirano de las palabras y las sílabas. El culto de la lengua es su religión; la predica a su enfermero aún en el lecho de muerte. Malherbe es severo en sus preceptos. Proscribió en versos el hiato, sin circunstancias atenuantes, prohibió para siempre el encabalgamiento o suspensión, censuró la sexta sílaba del alejandrino, como un centinela impasible rechaza desdeñosamente los ritmos muy fáciles: el gran poeta ya no siente nada si no es con rimas difíciles. En adelante, se acabaron las licencias en poesía; se acabaron las inversiones fortuitas, los versos bien hechos serán hermosos como la prosa. La gloria de Malherbe fue haber sido el primero en conocer en Francia, el sentimiento y la teoría del estilo, haber hecho conscientemente lo que Régnier ejecutaba por instinto. Si procedió sobre todo por negación, fue porque su época al igual que su ingenio lo convirtieron en una necesidad. La riqueza estaba hecha en la poesía, solo le faltaba el orden, esta segunda riqueza. Malherbe inventó el gusto: ahí estuvo su creación. En los materiales confusos que habían acumulado sus antecesores, hizo una lengua noble, por elección y por exclusión. El principio que presidió a esta clasificación demuestra su gran inteligencia de la verdadera naturaleza de las lenguas; repudió de igual forma la corte y el colegio, la moda y la erudición y el instinto parisino fue su guía. “Cuando le preguntaban sobre su punto de vista acerca de algunas palabras francesas, se remitía de manera ordinaria a los raterillos del puerto en el heno y decía que eran sus maestros para la lengua.”23 También rechazó todos los dialectos admitidos con demasiada indulgencia por Ronsard. La lengua, como la monarquía, avanzaba a grandes pasos hacia la unidad. En el precepto, supo unir el ejemplo, y la característica de su talento se combinó maravillosamente con las exigencias de su razón. Poeta poco fecundo, pero correcto y laborioso, se le vio arrugar media resma de papel para escribir y reescribir una estrofa. Se calcula que, durante los once años más fecundos de la vida no compuso, lo compuso en promedio treinta y tres versos por año. Esta sobriedad de composición, ese respeto por el lector y de las normas de estilo, esa gran idea de las dificultades del arte, eran en el siglo XVI algo realmente nuevo. De esta manera qué encanto no se experimenta dejando de lado a Ronsard, Dubartas, d’Aubigné y al mismo Régnier, cuando al encontrar de repente versos que parecerían escritos ayer conservan a tal punto su frescura y su pureza. Malherbe tiene la gloria o de haber intuido la lengua de sus descendientes o de haberles impuesto la suya. Ha hecho algo mejor que las estrofas o los sonetos, ha otorgado el instrumento de la alta poesía e hizo posible a Corneille, Boileau y Racine.24

Obras: odas, paráfrasis, salmos, estrofas, epigramas, canciones, cartas; traducción de algunos tratados de Séneca y del libro XXXIII de Tito Livio. -Edición Chevreau, 1723, Vol. 3, in-12. Lefévre, 1825, Vol. 1. in8. 23 Vida de Malhci-he por Racan. 24 Hemos hablado más ampliamente de Regnier y de Malherbe, en nuestro cuadro de la literatura francesa en el siglo XVI, pág. 144, 199 y siguientes.- Sainte-Beuve escribió una novela corta y muy destacado estudio sobre Malherbe en el cuarto número de la revista europea (15 de marzo de 1859).

CUARTO PERIODO EL SIGLO XVII

CAPÍTULO XXIX INFLUENCIA DE ESPAÑA Invasión del gusto español-L'hôtel de Rambouillet.-Las novelas heroicas-Balzac, Voiture y autores secundarios. Invasión del gusto español La primera mitad de nuestro gran siglo parece ser principalmente español. La influencia literaria de España sobrevivía a su poder político: era el eco de su gloria. Desde Carlos I de España, la monarquía católica, que desborda su península, había derribado con sus oleajes a todas nuestras fronteras; La monarquía católica, en un momento dado, bajo el mandato de Felipe II y a la sombra de la Liga, había invadido hasta el propio corazón de Francia: España había presidido nuestros estados generales en la persona de su embajadores. Enrique IV rechazó el torrente; le devolvió a Francia a ella misma y se volvió el más popular de nuestros reyes. La obra de nuestros grandes escritores del siglo XVII fue análoga; encontraron el espíritu francés sumergido en las ideas extranjeras. Una organización robusta se fortifica en las crisis que parecían tener que agobiarla; Francia le ganó a la invasión de la literatura italiana y castellana, sintió despertar en su seno el sentimiento del arte, de la belleza, de la gracia. Sus nuevos maestros exageraban un poco la lección: Francia solo la interpretó mejor. Los antiguos solos habrían sido muy perfectos; su simple e ingenua belleza hubiera impactado menos a ojos aún ordinarios. Junto a ellos se ubicaron peligrosos pero seductores modelos, cuyos defectos graciosos provocaban una imitación más sencilla. El interés de este primer periodo del siglo XVII, es ver cómo el genio nacional se libera poco a poco de los elementos heterogéneos que lo habían pulido, pero que amenazaban con alterarlo; como se mostró de nuevo a los ojos de Europa, siempre sensato, fino, juicioso, pero más noble, más elegante, más armonioso que en el siglo XVI. El vencedor de Ivry había expulsado a los españoles de Francia, pero no sus modas ni la dominación de sus ideas. En París, solo se veían franceses españolizados. El vestido, la actitud, el idioma, todo recordaba los orgullosos soldados que por tanto tiempo se habían combatido y admirado. Nada tan cortés como el francés con respecto a sus enemigos: los imita golpeándolos. Barba puntiaguda, fieltro de pelo largo, jubón y pantalón corto medio suelto, cinta en las piernas, fresas almidonadas, los ornamentos de la gente, eran tal cual como debía serlo. No se oía en la boca de los aduladores de la corte más que exclamaciones y admiraciones castellanas. Reiteraban Señor Jesús y clamaban con voz doliente: ¡es para morirse!25 El buen Régnier, tan sensato, tan francés, señala con un tono bromista de esta nueva conquista:

25

Memorias de Sully, II parte, cap. II. - Ver A.de Puibusque, Historia comparada de la literatura española y francesa, t.I, pág.6 y 365, y obras de Math, Régnier, con los comentarios de Viollet-le-Duc, sátira VIII, pág. 40.

Amigo, dejémoslo disertar, Decir cientos y cientos de veces: ¡es para morirse! Su barba acariciar, mimar la ciencia, Tirar su cabello hacia atrás, decir: ¡en mi consciencia! Hacer la venia con la mano, morder un pedazo de sus guantes, Reír sin fundamento, mostrar sus bellos dientes, Cuadrarse en un pie, levantar su espada, y pestañear como una muñeca. La moda fue más fuerte que Régnier, que Sully, que el mismo Enrique IV. El más francés de nuestros reyes se puso, gústenos o no, el oscuro traje de Felipe II, y en el otoño de sus días se propuso, mientras refunfuñaba, aprender español, como Catón el censor había aprendido griego. El maestro que le daba las lecciones, Antonio Perez, jugó un rol importante en la revolución literaria que introducía en Francia el gusto elegante pero rebuscado de España. Decía la verdad sin creerla, en una de sus cartas al rey: “Ciertamente, su majestad eligió un gentil bárbaro como maestro, bárbaro en sus pensamientos , bárbaro en su lengua, bárbaro en todo.” Este bárbaro era bastante gentil, bastante gracioso. Antiguo secretario de Felipe II, confidente, rival, cómplice y víctima de este príncipe26 había cosechado en la corte del Escurial toda la flor del culturismo.27 Recibido con complacencia por Enrique IV y por Elizabeth, como una difamación viva de su enemigo, redactó curiosas memorias y escribió cartas no menos curiosas con diferentes títulos. Bajo la influencia literaria, que solo nos compete aquí, estas cartas sirvieron de antecedentes y de modelo para los escritores de cartas ilustres de este periodo. La celebridad de la cual gozaron al comienzo del siglo explica el afán que nos llevó a imitarlas. Unieron a Balzac y Voiture a Góngora y a Marino. “Grave, sencilla o galante, toda la correspondencia de Perez, lleva la huella de sus costumbres; el hombre de mundo prevalece sobre el hombre de estado, pero el hombre de mundo, todavía es el cortesano, es el cortesano que tiene cientos de maestros para alabar en lugar de uno y que se multiplica para contentarlos a todos...” Halaga, adula, alaba con un énfasis descarado. Ante él, ¿A quién se le habría ocurrido traducir en hipérbolas místicas el formulario de la civilidad? ¿Quién habría pensado en hablar del muy humilde servidor de una divinidad o en saludar un ángel con pasión?... Pompa oriental, gravedad castellana, afectación italiana, no oculta nada esta naturaleza de preferido, siempre meditada en su abandono, insinuante en su irreflexión, servil en su familiaridad.28 Perez inauguró, por así decirlo, l’hôtel de Rambouillet. Es al marqués de Pisani, padre de Catalina de Vivonne, la incomparable Arthénice, remitió en Francia sus primeras misivas. Ahí aparecería el estilo, todas las veces que un tema serio no obligaba al escritor a ser menos frívolo. “Si su excelencia, le escribía un día, ha observado el cuidado que tuve con mis dientes, que no crea por favor, que los conservo por algo diferente al miedo que tengo de la lengua: pues creo que la naturaleza la rodeó de dientes con el fin de que tuviera un 26

Ver A. Perez y felipe II, por Migner, 2da edición, 1846. Se llamaba así el mal gusto puesto de moda en España por el poeta Góngora y por el jesuita Gracián, el legislador del estilo culto. 28 Paibusque, obra citada, t. II, pág. 22. 27

temor que la forzaba a contenerse y a no precipitarse tan irracionalmente. Sería mejor, de hecho, que ella hubiera sido mordida, incluso cortada, que haber hablado mal a propósito. Tal vez su Excelencia, hombre de estado y general tan eminente , ella preferirá pensar que esta disposición tiene el propósito de demostrarnos que las palabras debe tener efectos y la ejecución seguir los consejos, como la ejecución siempre debe ir acompañada del consejo, sino se le quiere dejar todo a la suerte.» Llevado a Inglaterra por las vicisitudes de su fortuna, Perez allí se fortaleció en el mal gusto. Encontró la corte asolada por la epidemia del eufemismo, estilo lleno de afectación puesta de moda por el célebre John Lilly. Era una jerga especial hablada por todas las personas de buen tono, una clase de francmasonería de los bellos pensamientos y del buen lenguaje. El abuso más increíble de la metáfora y de la comparación, las aproximaciones más forzadas, las más ridículas hipérbolas, formaban el tejido de esta nueva lengua.29 Perez, en la corte de Elizabeth, se encontró en su esfera; además adornó la manera de discrepar, que no dejó de relatar triunfalmente en Francia. Fue entonces cuando escribió al lord Essex: “Mi lord, y mil veces mi lord, ¿no sabe usted en qué consiste el eclipse de luna y el de sol? El primero resulta de la interposición de la tierra entre el sol y la luna; el segundo, de la interposición de la luna entre el sol y la tierra. Si entre la luna, es decir mi fortuna variable y siempre en riesgo, y usted que es mi único sol, viene a interponerse la ausencia (pues entre amigos separados la ausencia es la interposición de la tierra); o si, entre la tierra, es decir mi pobre cuerpo y su noble favor, se interpone o más bien se opone mi fortuna, ¿mi alma no estará en la tristeza, no estará en las tinieblas?”. De un hombre de Estado se ocupado en negociaciones serias, y cuya vida era amenazada cada día por la venganza de un monarca irritado, que envolvía su pensamiento con estos pueriles ornamentos, resultaría lo que haría pronto, siguiendo su ejemplo, ¡escritores cuyo solo interés sería tratar en sus cartas el cuidado de hacer brillar su espíritu y exagerar el de los otros!”. Góngora y Lilly solo habían enviado a Francia uno de sus discípulos; Marino, quien vino en persona. Concini lo llamó a la corte de María de Médici, el poeta que representaba entonces la gloria literaria de Italia. El autor de Adonis atravesó los Alpes precedido de una gran reputación. ¿Qué bárbaro habría osado en dudar de un mérito que traíamos desde tan lejos y que se pagaba tan caro? Pues el ilustre Napolitano sabía prever la gloria. Le recordaba a la reina los ejemplos de Augusto, de Nerón, de Domiciano, de Honorio que colmaban de sus favores los Horacio, los Lucano, los Estacio, los Claudio. Solo en esta erudición del cavalier Marin se mostraba fuertemente clásica. Por lo demás, nada más alambicado que sus concetti y más coquetamente disfrazado que sus pinturas. El viejo Malherbe casi moría de rabia. Marino sonreía desdeñosamente al ver a este poeta tan seco. Así el mal gusto soplaba en Francia desde todos los puntos del horizonte. España, Inglaterra e Italia atacaban por todas partes el viejo sentido común francés. ¿Qué podía hacer contra tres enemigos?

29

Walter Scott, en la novela del Monasterio, introdujo, en la persona del sir Shafton, un tipo de eufemismo muy agradable. -Esta denominación se tomó prestada al título de una de las obras de Lilly: Euphues and his England.

L'hôtel de Rambouillet El foco donde se concentraban estas radiaciones extranjeras, ya lo hemos nombrado, fue l'hôtel de Rambouillet. Esta reunión célebre no creó, como ya lo hemos repetido, el mal gusto: lo padeció. A cambio de esto, depuró la lengua, dio a las costumbres y a los sentimientos más delicadeza, sirvió de público para los escritores, esperando que se formara un público verdadero, tomó bajo protección el espíritu literario hasta que pudo avanzar solo y parecía, como dice la Bruyère, “a estos niños recios y fuertes que se alimentaron de buena leche y que le pegaban a su nodriza”. Después de las grandes guerras civiles del siglo XVI, se sintió en los rangos superiores de la sociedad la necesidad de verse, reunirse, comenzar al fin esta vida común del espíritu que caracteriza la nación francesa. Hasta ahí se había disputado, predicado, arengado: ahora se conversa. El primer grupo donde un diálogo intenso, alegre, espiritual, respondió a esta nueva necesidad, fue el hotel del marqués de Pisani, Jean de Vivonne, uno de los amigos por correspondencia de Antonio Perez. Construido cerca del Louvre30, esta casa parecía otra corte no menos brillante que la de María de Médici. Era el palacio del ingenio al lado del del poder. Tres mujeres reinaban allí sucesivamente; pues solo a las mujeres les podría incumbir la educación de un siglo de conveniencia y de buen gusto: Julia Savelli, mujer del marqués, noble y señora simpática, italiana de origen, vino, como otra Armida, a obligar a los compañeros orgullosos del Bearnés a presentar su rudo lenguaje con sus botas espoleadas. Su hija, Catalina de Vivonne, marquesa de Rambouillet, tenía la vivacidad de sociedad toscana, sin tener la licencia para ello. La rigidez de sus principios la habían alejado de la corte poco austera de Enrique IV. Pero a ella le encantaban los homenajes y bajo el nombre romanesco de Arténice (anagrama de Catalina), favorecía la introducción de esta galantería inocente que los poetas de Italia habían puesto de moda. Es a ella que Marino reservaba sus más tiernos cumplidos, sus madrigales más floridos. Es a ella a quien adoraba místicamente el viejo Malherbe, cuando por hacer, muriendo, alguna concesión a la moda, cantaba con voz quebrada: Soy de Rhodante quiero morir suyo. Julia d'Angennes, hija de Catalina, en su momento tomó el cetro, por derecho de nacimiento, por derecho de espíritu y de belleza; su reino, que se extendió desde la muerte de Malherbe (1629) hasta la de Voiture (1648), fue la época más brillante de l'hôtel de Rambouillet. Los Condé, los Conti, los Rochefoucauld, los Bussy, los Grammont, formaron su séquito. El noble y honesto Montausier, el original del Misántropo de Molière, más afortunado que Alcestis, su copia, se dejó humanizar por esta dulce y adorable Célimène. Cierto es que reflexionó Durante mucho tiempo,

30

En el lugar que atraviesa la rue Saint-Thomas du Louvre. - La rue Saint-Thomas desapareció mientras escribíamos esto.

como dice Marot; solo fue después de catorce años de fidelidad y de suspiros que obligó a Julie d'Angennes a cambiar de su nombre la encantadora dulzura. En tanto, Mlle de Rambouillet recibía, como una divinidad, el incienso de toda mano: todo lo relacionado con la escritura, con hacer versos, le aportaba religiosamente su tributo. El primero de enero de 1641, Julia encontró en su tocador, al despertar, dice Huet, obispo de Avranches, el regalo más atractivo, más ingenioso, más hermoso, más novedoso que el amor nunca haya inventado. Eran dos cuadernos de pergamino, absolutamente iguales, cada hoja contenía las más bellas flores, pintadas en miniatura por Robert y acompañada de un madrigal compuesto por los mejores poetas. Montausier, el autor de esta galantería que llamó la guirnalda de Julia, fue quien dio el ejemplo. Chapelain, Godeau, Colletet, Scudéry lo siguieron. Diecinueve poetas prestaron sus voces a veintinueve flores. El mismo gran Corneille se hizo cargo del lirio blanco, del jacinto, de la granada. Es curioso ver como hizo hablar el lirio blanco, aquel que hizo hablar a Cinna y Polyeucto.

Un divino oráculo de antaño dijo que mi pompa y mi gloria sobre la más grande de los soberanos podría llevarse la victoria: Pero si obtengo, según mis deseos, poder engalanar sus cabellos, Debo, oh Julia adorable, Toda gloria abandonar, Pues no hay honor comparable que a usted coronar. Nada era comparable en esta época más saludable, en suma, que la influencia soberana e indiscutible de las mujeres. Al siglo XVI solo le había faltado hacer una cosa con nuestra literatura: hacer la belleza de las formas, la perfección y la elegancia del lenguaje. Las preciosas, nombre respetado entonces que se le daba a las señoras de esta sociedad de élite, recuperaron sin pensar en ello la obra de la Pléyade, pero con todo el tacto, toda la justicia de sentimiento que les era natural. Se propusieron ennoblecer la lengua. Pero en lugar de dirigirse torpemente a las lenguas muertas, consiguieron todas sus imágenes de objetos conocidos u ordinarios. Esto era conciliar a Ronsard con Malherbe. Era hacer aún más: hacer circular y revelar a todos lo que habían sido hasta entonces el secreto de algunos escritores. Desde entonces la sociedad conoció el encanto de la conversación, los letrados pudieron contar con un público. Ellos mismos se convirtieron en hombres de mundo; fueron admitidos, por primera vez, como iguales, en las reuniones de los más ilustres; en este nuevo trato, ellos daban y recibían. También se preparaba lentamente la afortunada fusión de ideas y formas, de la ciencia con la vida, que se debía cumplir tan maravillosamente bajo el reinado de Luis el Grande.

En cualquier caso, l'hôtel de Rambouillet era una sociedad exclusiva, una especie de cenáculo cerrado para los profanos. El cuidado para ennoblecerse, que formaba todo el código literario, no dejaba de tener peligros. El más grande era el de sustituir el imperio de la moda por el del sentido común. Grupo o individuo, nadie se aísla impunemente. El espíritu literario puede nacer en invernadero caliente, pero no puede crecer allí, pues nada le es más fatal que esta fe en sí mismo que ninguna corriente de afuera llegara a estremecer. Se celebra entre sí a puerta cerrada. Se admira por educación, se hacen elogios. Se forma un pequeño número de opiniones acordadas que no tienen ni la ingenuidad de las inspiraciones personales ni la verdad de las convicciones generales. Lejos de evitar este escollo, las preciosas crearon un juego de esto. “se ha visto, no hace mucho tiempo, dijo la Bruyère, un grupo de personas de dos sexos unidas por la conversación y por un trato de ingenio. Ellos dejaban a los personajes vulgares el arte de hablar de una manera inteligible. Algo dicho entre ellos sin claridad acarreaba algo aún más confuso, sobre lo que se pujaba por verdaderos enigmas siempre seguidos de extendidas ovaciones. Por todo eso que ellos llamaban delicadeza, sentimiento y sutileza de expresión, llegaron finalmente a no oírse y a no entenderse entre ellos mismos. No era necesario para servir a estas conversaciones, ni sentido común, ni la memoria, ni la menor capacidad; era necesario el ingenio, no el mejor, sino uno que es falso y donde la imaginación tiene la mayor parte”.31 Era mucho peor cuando, en el ejemplo de la reunión de Rambouillet, se formaron otros ruelles imitadores, donde se tiene especial cuidado, por supuesto, en exagerar los defectos del modelo. La provincia tuvo sus preciosas. Chapelle describió, en su viaje, una asamblea de las preciosas de Montpellier, que reconoció por tales por sus pequeñas dulzuras, su hablar pastoso y sus discursos extraordinarios. El autor futuro de las Preciosas ridículas estaba entonces cerca de allí, en Pézenas, en observación. Incluso en París, al lado de los ruelles de Rambouillet y de Sévigné, estaban los de Brégy, de Chevreuse, de Cornuel, de Scudéry. Las costumbres de estas reuniones hoy en día nos parecían extrañas. “Las mujeres fingían entre ellas una exageración novelesca de sentimientos. Solo se llamaban entre ellas ma chére, y esta palabra había terminado por identificarlas generalmente. Una chère, una preciosa debía ir a la cama a la hora que su sociedad habitual la visitaba. Cada uno venía e iba a su recámara, cuyo ruelle* era adornado con esmero. Hacía falta probar que se conocía, como lo dijo Madelon, el fin de las cosas, el gran fin, el fin del fin, para ser presentado allí por uno de los hombres que daban el tono. Los abades de Bellebat y de Buisson tenían, según el Diccionario de las preciosas de Somaise, el título de grandes iniciadores de los ruelles. Era en sus casas, sobre todo en casa del primero, que los jóvenes iban a instruirse de las cualidades indispensables de los hombres que querían frecuentar los grupos de las chères. Pero, además de estos profesos del arte de las preciosas y estos jóvenes iniciados, se encontraba incluso en casa de cada mujer un individuo que, revestido del singular título de alcôviste*, era su sirviente caballero que le ayudaba a hacer los honores de su casa y a dirigir la conversación. Graves disertaciones sobre preguntas frívolas, penosas búsquedas para encontrar la palabra de una enigma, metafísica sobre el amor, sutileza de los sentimientos y todo lo discutido con una investigación exagerada de trucos y un 31

Cap. V, De la sociedad y la conversación. *N. del T. En este caso ruelle denomina el espacio entre una cama y la pared de un dormitorio donde usualmente se realizaban reuniones de las précieuses, los círculos intelectuales y literarios.

refinamiento pueril de expresiones, tales eran los temas de los cuales se ocupaban este areópago hermafrodita”.32 Las preciosas degeneradas, las preciosas ridículas, inicialmente atacadas por Desmarets en la comedia de los Visionarios (1637), sucumbieron definitivamente bajo los golpes de Molière (1659). En efecto, la fe literaria, nutrida en un comienzo en la sombra de la pequeña iglesia, había salido de allí para vivir y aparecer el gran día. El pensamiento de Richelieu se realizó más adecuadamente aún en la segunda mitad del siglo XVII, a su vez fundaba a la Academia francesa (1635), es decir hacía de las letras una institución pública y nacional.33 El gusto, la ciencia, el genio, encontraron su centro en la corte de Luis XIV y brillaron en toda Francia como la aureola de su gloria. Las novelas heroicas Nos podemos hacer una idea del espíritu y del tono que reinaba en las conversaciones elegantes de esta época, ojeando las voluminosas novelas de Gomberville, de La Calprenède o de Mlle de Scudéry.34 Bajo nombres turcos, griegos o romanos, está la galantería, la búsqueda, el ridículo sentimentalismo de la sociedad contemporánea. Anacreón, quien acompaña a las dos señoras en Préneste, crea el encanto de la reunión por su conversación y sus hermosos versos; el galante Bruto intercambia los billetes dulces con la coqueta Lucrecia. Ella le escribió: Que sería dulce sería amar, ¡Oh desgracia! Él no es de amores eternos.

¡si

siempre

se

amara!

Él le respondió con las mismas rimas: Permítame amar, maravilla de nuestros días: verá que se pueden ver amores eternos. Horatius Goclès, enamorado de la altiva virago dada como rehén a Porsenna, cantando en un eco que encontró: Y el mismo Phénisse publica que no hay nada más bello que Clélie.

* N. del T. Persona que visitaba las ruelles. 32 J. Taschereau, Vida de Molière. 33 Hemos expuesto con algunos detalles la historia de la creación de la Academia francesa y de los servicios que aportó a la lengua, en el capítulo IX de la segunda parte de nuestro cuadro del siglo XVII, pág. 673. 34

Gomberville compuso Polexandro (5 vol. de alrededor de 1200 páginas cada uno), la joven Alcidiana, Caritee y Cytherce. La Calprenède es el autor de Cleopatra (12 vol.in 8º), de Cassandre y de los siete primeros volúmenes de Pharamond. Mlle de Scudéry escribió y publicó bajo el nombre de su hermano, Ibrahim o el ilustre Bassa, Artamène o le Grand Cyrus, Clelia, historia romana (10 volúmenes in-8º de alrededor de 800 páginas) y finalmente Almahide.

Los héroes más reconocidos, a punto de dar una batalla decisiva, se dispusieron a escuchar la historia de Timarète o de Bèrèlise, cuya aventura más seria es una nota perdida o un brazalete extraviado. Uno de ellos, al perfeccionar el talento de la galantería, traza, ingeniero zalamero, el mapa del país de Tierno. Se ve el río de Inclinación, que tiene sobre la orilla derecha los pueblos de Hermosos versos y epístolas galantes, a la izquierda, los de Complacencia, pequeños cuidados y asiduidades; más lejos están las aldeas de Ligereza y de Olvido, con el lago de Indiferencia. Una ruta conduce al distrito del Abandono y de Perfidia; pero siguiendo el curso natural del río, llegamos a la ciudad Tierna sobre la Estima y la de Tierna sobre la Inclinación.35 Cuando se ha constatado el ridículo de esta fría galantería, no se puede ignorar en estas novelas cierto análisis refinado, a menudo un toque delicado e ingenioso. Considerados como el cuadro de la sociedad educada del siglo XVII, como los testigos de sus sentimientos y de su lenguaje, nos presentan un lado lleno de interés y de instrucción. El error de los autores fue haber ido a buscar imágenes iguales sobre los temas y nombres antiguos. Ubicados en estos cuadros modernos, rodeados de incidentes más reales, finalmente ajustados en los límites más estrictos, estos relatos habrían merecido más respeto y cuidado por muchos lectores. La novela heroica, entre las cuales está la de Gomberville, La Calprenède y Scudéry nos han ofrecido las últimas pruebas, era francesa de origen y española de educación. La primera de las ficciones de este género el Amadís de Gaula, lleva en su título mismo el sello de su origen. “Amadís es galo y no español, dice d’Herberay des Essarts; incluso encontré algunos restos en un libro viejo escrito a mano en lenguaje picardo, del cual considero que los españoles hicieron su traducción”. Este viejo libro picardo era sin duda una de nuestras antiguas novelas del siglo XIII, cuyo lenguaje, en efecto, se conservó en parte en el idioma de la Picardía. Bernando Tasso, el autor del poema la Amadigi, es favorable a la opinión que aquí exponemos. Sin embargo al Amadís francés tuvo la misma fortuna que recientemente experimentaron algunos géneros de nuestra época heroica; confundido aquí en la multitud, se fue a reinar a otra parte. El primer escritor extranjero que lo acogió fue probablemente el portugués Vasco de Lobeira, que murió en 1403. Los españoles pronto se apoderaron de esta; se apresuraron para rodearla de todo el resplandor de las ficciones orientales y de la atmósfera voluptuosa y apasionada del sur de Francia. Es con estas seducciones nuevas que Amadís vuelvoa Francia en el siglo XVI y revivió la moda ya anticuada de la caballería. Francisco 1º había hecho de esta lectura el encanto de su cautiverio; su imaginación ardiente y noble lo apasionó fácilmente de estas poéticas pinturas. Amadís volvió a ser francés bajo la pluma de Herberay des Essarts y llevó con él a los antiguos héroes dormidos desde hacía mucho tiempo en nuestros cantares de gesta, como en un palacio encantado: pero los llevó mejor engalanados y más ablandados. Se acordaron más bien de las permisividades en los tiempos de la caballería que de sus proezas. Las mujeres, idolatradas sin dejar de ser débiles, solo tuvieron más gracia ante los ojos de los cortesanos franceses y entraron de lleno a la corte elegante y poco severa de Francisco 1º y de Margarita de Valois. Amadís fue el inicio de una dinastía numerosa y si su trono terminó por desaparecer, no fue por falta de descendientes. Tras él vino Esplandián, Lisuarte, Amadís de Grecia y 35

Este mapa se encuentra en la Clélia.

otros caballeros errantes que infestaron a España de su heroísmo y alimentaron la hoguera de la alegría del buen párroco de Cervantes. El jefe de la familia había encontrado gracia ante sus ojos, como “el primer y mejor de su especie”. Pero la indulgencia de esta inquisición del sentido común, que fue arrojado despiadadamente en la corte, no se extendió hasta el hijo. Amadís de Grecia y toda su prosperidad excitaron la santa cólera del digno sacerdote. “¡A la corte!¡a la corte! exclamaba, pues en lugar de no quemar a la reina Pintiquinestra y el pastor Darinel con sus églogas y el diabólico amontonamiento de los discursos del autor, preferiría más bien tirar al fuego al padre que me engendró, si yo lo encontrara en el atavío de un caballero errante”. La hoguera de Cervantes no acalla toda la raza caballeresca. La novela heroica, desafortunada fénix, salió sana y salva por el aburrimiento del siglo XVII. Los Polexandros, las Cleopatras, los Cassandres, los Ibrahim, las Clelias, todos estos fastidiosos enredos en diez volúmenes se sucedieron en Francia en la dominación de los Amadís y la hicieron lamentar.

CAPÍTULO XXIX

Balzac, Voiture y autores secundarios

En la primera mitad del siglo XVII, la literatura fue más que nunca la expresión de la sociedad; comenzó con la carta, que es una conversación escrita, y se coronó con la tragedia francesa, que es una conversación heroica. Dos hombres sobresalen en la primera fila entre las mentes brillantes que ilustraron los salones literarios, Balzac y Voiture1; ambos deben a sus cartas la mayor parte de su fama, ambos usan y abusan del don cautivador y peligroso de la mente. Balzac es más serio, más noble; Voiture, más fácil, más ingenioso; el primero, más autor; el segundo, más hombre del mundo; el uno recuerda más la gravedad enfática de los españoles; el otro, la elegancia artificial de los italianos. La frase de Balzac tiene un aspecto lento y acartonado, su mente es pesada: sonríe, pero con esfuerzo; bromea, pero sin alegría. Todas sus buenas palabras se emplean con premeditación2. En él, cada pensamiento es un rasgo, pero un rasgo debilitado por la redondez del período. Cada una de sus frases tiene por lo menos dos miembros, avanza con una dignidad castellana por completo, proporciona al lector su pequeña reflexión más o menos ingeniosa, después cede el lugar a otra que presenta exactamente el mismo aspecto, el mismo cariz. Sus periodos, que se producen de forma sistemática y no por inspiración, parecen todos puestos en el mismo molde: se siente en cada uno de ellos el trabajo de una composición suelta e independiente; se suceden como sonetos cadenciosos, armoniosos y coronados por un pensamiento brillante. Este estilo tiene algo de la monotonía solemne de las olas que llegan regularmente a golpear la playa, que aportan como tributo, la una conchas brillantes, la otra un alga estéril. Se siente a un hombre que escribe por escribir; no es el pensamiento el que impulsa la pluma, es la pluma la que va al encuentro del pensamiento, y que se abstiene de este cuando no lo encuentra. Nada de propósito general ni de unión, ni de plan; su estilo solo se alimenta de lo que encuentra en su ruta: él vive en el viaje el viaje. No va detrás de un objetivo, se pasea; para él, el camino es lo esencial: poco le importa llegar. Mientras pasa, recoge los contrastes, las antítesis, las comparaciones, los paralelismos. Hay ya algo de Fléchier en Balzac. Le cuesta tanto producir sus obras como a los antiguos escultores hacer los dioses3. A ese bello cuerpo solo le falta un alma, una idea grande, un interés serio; cuando, por azar, lo encuentra, la verdadera elocuencia estalla en seguida bajo su pluma. En su Socrate chrétien [Sócrates cristiano], que Sainte-Beuve llama ingeniosamente el Isocrate chrétian [el Isócrates cristiano], se encuentran algunas páginas admirables, en las que el autor desarrolla la maravillosa difusión del Evangelio, en las que muestra la mano de Dios oculta detrás de los acontecimientos de la historia4; incluso en sus

1

Balzac nació en 1588 y murió en 1654. Obras: disertaciones literarias, varias odas latinas, diferentes tratados, Aristippe, le Prince, le Socrate chrétien, le Barbon, Dissertations, Lettres sur divers sujets. 2 «Nocte paratum ridebit». Perse. 3 Lettres diverses de M. de Balzac, libro I, carta XVII. 4 Discurso III y discurso VIII.

INFLUENCIA DE ESPAÑA

cartas, en cuanto se ocupa de un asunto, por pequeño que sea, como, por ejemplo, la publicación de sus obras, confiada al prudente y silencioso Conrart, el estilo se vuelve infinitamente mejor. Estas últimas cartas son de 1648, 1649, 1650; el autor está viejo, fatigado, enfermo; le escribe a un amigo, no le preocupa hacerlo mal. Por otro lado, el Cid, seguido de otras obras maestras de Corneille, apareció hace más de doce años (1636), y hace casi el mismo tiempo que también Descartes publicó su Méthode [Método] (1637) y sus Méditations [Meditaciones] (1641). La desgracia de Balzac fue no tener que tratar a menudo con asuntos serios. Su elocuencia es por lo general hueca y vacía, solo se ocupa de sí misma y lleva en su esterilidad la pena de su egoísmo. Retirado de manera arrogante cerca de Angulema, en su castillo, Balzac apenas se comunica con sus semejantes. Está en las antípodas, donde no hay más que aire, tierra y un río. Para encontrar un hombre es necesario caminar más de diez jornadas; por consiguiente, solo hay comunicación con los muertos5. Casi que viendo solo objetos que no hablan y viviendo entre cosas muertas e inanimadas, camina sin guía y sin compañía; todos los auxilios que otro podría tener le faltan6. ¡Si por lo menos este retiro fuera el del filósofo! Pero Balzac no es un Descartes; además, le es tan indiferente la humanidad que está alejado. Él ve lo que nos pasa a nosotros y a nuestros vecinos como la historia de Japón o los asuntos de otro siglo. Piensa que nada lograríamos si quisiéramos tomarnos a pecho los asuntos del mundo y sentir pasión por el público, del que solo somos una pequeña parte7. Las artes son para él tan mudas como la sociedad. Si va a Roma, apenas les lanza una mirada desdeñosa a las obras maestras que encierra. No tiene mucha curiosidad por estas cosas, y admira poco el mármol que no habla y las pinturas que no son tan bellas como la verdad. Hay que dejarle eso al pueblo, dice; él le deja, probablemente, también los sentimientos de familia. «Desde mi última carta, escribe negligentemente a un destinatario, perdí mi bondad de padre»; he ahí toda su sensibilidad. Un ser semejante no corría el riesgo de tener a todos los hombres por parientes suyos y de estar de luto cada momento de su vida. También su elocuencia se parece bastante a menudo al retrato que trazó él mismo. «El esplendor no siempre supone la solidez, y las palabras que más brillan son a menudo las que menos pesan. Hay una artesana de ramilletes y una tornera de periodos, no oso llamarla elocuencia, que está toda pintada y toda dorada; que parece salir siempre de un cofre, que solo se ocupa de arreglarse y que solo piensa en ser la bella; que, por consiguiente, es más adecuada para las fiestas que para los combates, y lo que más gusta es que no sirve; aunque haya fiestas cuya solemnidad envilecería y personas a las que no les placería8». A pesar de lo que le falta a Balzac para ser verdaderamente elocuente, es necesario al menos reconocer en él al creador de las formas nobles y armoniosas con las que la elocuencia 5

Lettres diverses, libro I, carta IX. Le Prince, cap. I. 7 Lettres diverses, libro II, carta I. 8 Paraphrase o De la grande eloquence, discurso VI. 6

CAPÍTULO XXIX

pronto debía revestirse. Preparó la lengua oratoria de los Pascal y de los Bossuet; es el Malherbe de la prosa. Voiture9 fue el Desportes de la prosa, pero con más ingenio y afectación aún. Sería injusto juzgarlo como un autor; Voiture nunca tuvo la intención de serlo: nunca imprimió nada; fue después de su muerte cuando su sobrino Pinchesne publicó algunas de sus cartas y algunos de sus versos de sociedad. Él solo pensó en disfrutar agradablemente la vida; puso todo su talento en la renta vitalicia, y se convirtió en el hombre más amable y el más afectado de su tiempo. Simple plebeyo, vivió al mismo nivel de los más importantes nombres, fue el ídolo del hotel de Rambouillet, que murió, por así decirlo, junto con él. Escribió como tenía que escribir para cautivar a sus amables y agudos destinatarios; no le pidan ni la seriedad del pensamiento ni la gravedad del lenguaje; todo lo que dice es solo para encontrar una forma de llenar sus cartas. Y en realidad, ¿no es excusable? Porque, para hablar francamente, a menudo uno es incapaz de encontrar qué decir, y, sin invenciones como esa, las personas que no tienen amor ni asuntos en común no podrían escribirse con frecuencia.10 El gran medio de Voiture es la sorpresa; lo perfecto para él es lo inesperado, sea extraño o absurdo. La forma de sus cartas se parece a la que había adoptado Balzac, salvo que sustituye la vivacidad por la amplitud; Balzac redondeaba el madrigal, Voiture lo afila. Este último es más libre, más intermitente en su ritmo, más refinado en su concetti, más envuelto en los pliegues perfumados de sus cumplidos; ahonda más en una frívola información, es más profundo en lo falso, más rico en adornos, más relumbrante de lentejuelas; dice incluso menos cosas en más palabras; prefiere combinar las alusiones ligeras, los bellos caprichos de lenguaje que tienen lugar en su sociedad. Balzac tenía por lo menos algunas ideas generales: aquí todo es local, es el espíritu de una sociedad de iniciados, es un deslumbramiento de lindas nimiedades, de imperceptibles detalles, de enigmas de galantería que exigen a menudo del lector la atención más sostenida. Una ingeniosa niña de doce años, Mademoiselle de Bourbon, que se convirtió en la señora de Longueville, caracterizó a Voiture mejor que todos los críticos; advertía que era necesario conservarlo en almíbar11. Él mismo, de forma agradable, hacía bromas sobre sus hipérboles; porque, a diferencia de Balzac, Voiture sonríe ni más ni menos que si fuera en realidad un simple mortal. Seducidos por sus cautivadores defectos, sus contemporáneos veían en él al más perfecto de los escritores; se disputaban sus cartas: los Condé, los Grammont, los La Valette, los d’Avout eran los destinatarios del hijo de un comerciante de vino. El mismo Boileau fue arrastrado por este torrente de admiración y situó sin vacilar a Voiture al lado de Horacio. Esta admiración de un siglo puede ser exagerada, nunca inexplicable; es porque, en efecto, Voiture hacía que volviera a la literatura Nació en 1598 en Amiens y murió en 1648. Obras: cartas y poesías; Histoire d’Alcidalis et de Zelide, novela inacabada; algunas poesías latinas, españolas, italianas. Edición 1729, 2 vol. de 12. 10 Carta de Voiture a Mademoiselle de Rambouillet. 11 Carta de Voiture a Mademoiselle Paulet. 9

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francesa lo que a Francia más le gusta, el pensamiento. Sus escritos eran una amable reacción contra el género aburrido tan cultivado en el siglo XVI; la nación, agradecida, mucho le perdonó al primer escritor que solo quiso ser un hombre del mundo. Voiture fue el niño consentido de la opinión pública12. Debajo de Balzac y de Voiture, en la primera parte del siglo XVII, se clasifican nombres que sería injusto olvidar, tales como Mainard, eco debilitado de Malherbe; Segrais, mente brillante y agradable poeta; Benserade, tan célebre por su soneto de Job, rival del soneto a Uranie de Voiture; el enfático Brébœuf, traductor de Lucano, o, por mejor decir, autor de una Farsalia tan estimada en las provincias13; Godeau, el enano de Julie, pequeño, feo e ingenioso abad, que recibió de Richelieu el obispado de Grasse a cambio de una paráfrasis del Benedícite; Chapelain, hombre de mérito, erudito, gramático y crítico distinguido, que tuvo la desgracia de creerse poeta épico y el ridículo de atentar contra el más bello personaje de nuestra historia: Boileau vengó demasiado a Juana de Arco. Otros ensayos épicos tuvieron entonces el mismo éxito. El matamoros Scudéry14, gobernador de Notre-Dame de la Garde, poeta guerrero que se jactaba de haber usado más mechas en arcabuces que en velas, no pudo, sin embargo, triunfar sobre Alaric; se resarció interviniendo las novelas heroicas de su hermana, donde puso descripciones de batallas. Al jocoso y cínico Saint-Amant se le ocurrió de repente embocar la trompeta, Y en la persecución de Moisés a través de los desiertos Vino con el faraón a ahogarse en los mares15. A semejanza de Boileau, pasaremos por alto al jesuita Lemoine, autor de un Saint Louis. «Es demasiado loco para que hable bien de él, escribía el satírico, y demasiado poeta para que hable mal de él». Al lado de sus parodias involuntarias de la epopeya, llegó a ubicarse la parodia burlona, el grotesco Scarron, tan raro en su pensamiento como deforme en su cuerpo. Aun paralizado y desfigurado, este ingenioso enfermo hizo el mundo a su semejanza; transformó el heroísmo en ridículo, compuso el Tifón y desfiguró la Eneida. Tal pluma debía tener el papel principal en los panfletos de la Fronde y brillar en los Mazarinades; pero su buen humor dio lugar a una obra de buen gusto cuando, a semejanza del español Rojas Villandrando, compuso el Roman comique [La novela cómica] y consiguió sobre las novelas de metafísica amorosa una victoria análoga a la de Cervantes sobre las divagaciones caballerescas. A la misma escuela, donde el ingenio domina más que la decencia, pertenece Sarrasin, alternativamente historiador, erudito y poeta, que hizo de las letras una distracción 12

Se encontrarán más detalles sobre la sociedad del hotel de Rambouillet, sobre Balzac y Voiture, en nuestro Tableau du dix-septième siècle, pp. 210-300 13 El autor de esta Historia literaria no tiene el derecho de hablar mal de la Farsalia, ni, tal vez, desgraciadamente, de Brébœuf. 14 George de Scudéry nació en El Havre en 1601 y murió en 1667. Obras: dieciséis piezas de teatro; poesías diversas; Alaric, epopeya; le Voyage fortuné, novela empalagosa; discursos y traducciones. 15 Boileau, Art poetique.

CAPÍTULO XXIX

más que un estudio, y se elevó muy por encima de lo mediocre sin lograr lo realmente bello16. A esas musas poco reverentes, Le salon bleu de Arthenice [El salón azul de Arthenice] le opone un suave y armonioso poeta, el mejor alumno de Malherbe, Racan, que sobrepasa tanto a su maestro por el sentimiento y la gracia que le es inferior por la corrección y la regularidad17. Solo en medio de una sociedad poco ingenua, Racan conservó la inteligencia y el amor del campo; un soplo virgiliano parece haber pasado por sus versos, en los que la armonía hace que se perciba a Racine. ________________________________________________________

CAPÍTULO XXX EL TEATRO DURANTE RICHELIEU Predecesores de Corneille. – Corneille Predecesores de Corneille Scudéry, Racan, Scarron y un gran número de poetas contemporáneos no se limitaron a obtener los sufragios silenciosos de la lectura: ambicionaron una gloria más clamorosa, cuya sola posibilidad era el índice de un progreso social; trabajaron por el teatro. Por más limitada que sea en los modernos la publicidad de las representaciones escénicas, había, sin embargo, ya mucha diferencia con esas reuniones abiertas a todos, a los grupos privilegiados donde sobresalían Voiture y Balzac. La literatura francesa hacía un llamado al pueblo, sentía delante de ella un público. El teatro, en efecto, acababa de salir de los colegios donde se había encerrado con Jodelle y Garnier. Los cofrades de la Pasión, desposeídos de sus misterios por la sentencia de 1548 y reducidos a vivir pobremente de farsas, moralejas y poemas bucólicos, finalmente cedieron el hotel de Bourgogne a una compañía de verdaderos comediantes. Esta compañía, un poco menos miserable que sus hermanas vagabundas, que erraban por las grandes vías, expuestas a todos los accidentes del Roman comique, tenía por jefe, por director, por proveedor universal al poeta o, más bien, al fabricante trágico Alexandre Hardy18. Durante treinta años, su inspiración inagotable fue suficiente para las necesidades de los actores y para la curiosidad del público; se asegura que compuso setecientas piezas: nos quedan cuarenta y Geruzes, Essais d’histoire littéraire. Se encuentran en esta obra, en la cual la crítica, a la vez ingeniosa y hábil, recuerda el estilo de Villelemain, excelentes reseñas sobre la mayoría de los autores secundarios que mencionamos aquí rápidamente. 17 Honorat de Bueil, marqués de Racan, nació en Turena en 1589 y murió allí mismo en 1670. Véase mi Tableau de la littérature française au dix-septième siècle, p. 181. 18 Nació en París en 1564 y murió en 1630. 16

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una, todas en verso. Una semana le bastaba para inventar, escribir y entregar una tragedia. Hardy imitaba así a los autores españoles; hacía algo mejor: los plagiaba. Las novelas de Cervantes y las piezas de Lope de Vega eran su mina de oro; extraía de ellas sin regla, sin gusto, acumulaba en lugar de escoger, traducía en lugar de refundir. Había, sin embargo, audacia en este hombre, energía de expresión y un notable entendimiento de la escena. A falta del arte que prepara, tenía el instinto del efecto: sabía adivinar y captar una situación interesante; así se apoderaba de su público. Ubicado entre dos géneros de afectación distintos, había tenido el buen ingenio de preferir a los españoles que a los italianos, a las sorpresas que a la afectación. «Los versos trágicos, decía, deben tener un vigor masculino, sostenerse constantemente, sin puntos, sin prosa rimada, sin hacer de una mosca un elefante». La teoría de Hardy valía más que su práctica, tenía más el sentimiento del bien que la fuerza para hacerlo; sin embargo, es necesario agradecerle haberse escapado del yugo de los preciosos y haber forzado a los espectadores a aplaudir otra cosa diferente a la que alababan. La mente brillante del hotel de Rambouillet descendió, sin embargo, sobre la escena; era el lenguaje del gran mundo, y el público no quiere ser pueblo. Théophile Viaud19, poeta distinguido por su imaginación para los detalles de estilo, pero sin invención y sin gusto, logró representar a Píramo y Tisbo. Góngora había tratado el mismo tema en un poema narrativo en el que había prodigado toda la afectación que volvió su nombre célebre. Téophile se aprovechó del modelo: sus personajes hablaron a la perfección la lengua de los alcobistas, y enriquecieron su diálogo con los más brillantes conceptos. Tisbo decía en el monólogo de apertura: Píramo, se me ha permitido nombrarte, Se me ha permitido mi alma llamarte. ¿Mi alma? ¿Qué dije? Esto es mal discurrir: Porque el alma nos hace vivir y tú me haces morir. Es cierto que la muerte que tu amor me entrega Es también solamente lo que llamo vivir. Pyrame no se quedaba atrás en cuestión de ingenio y de buen lenguaje: Mi dueña me espera: con el fin de complacerme, El otro sol se va cuando este llega a esclarecerme. Y, aproximándose a la grieta hecha en la muralla que lo separa de su bienamada, agregaba:

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Nació en Agenois en 1590 y murió en 1626. Obras: odas, estanzas y sonetos; tragedias: la Mort de Socrate, en prosa y en verso. Véase, sobre las obras y el talento de Théophile Viaud, Tableau de la littérature française au dix-septième siècle, pp. 301, 341 y siguientes.

CAPÍTULO XXIX

Aquí, crueles padres, a pesar de vuestras leyes rígidas Hacemos un pasaje a nuestras voces tímidas Aquí, nuestros corazones abiertos, a pesar de vuestras tiranías, Hacen que puedan besarse nuestras voluntades unidas. Consejeros inhumanos, padres sin amistad, Ved cómo este mármol se agrietó por piedad, Y que ante nuestro dolor, el seno de estas murallas, Para encubrir nuestros fuegos, entreabre sus entrañas. Se hallaba sobre todo del último galán la exclamación final de Tisbo cuando nota el puñal que su amante acaba de clavarse:

¡Ah! He ahí el puñal que de la sangre de su amor Se manchó cobardemente, se enrojeció, el traidor.

Para el movimiento, los culteranos estaban derrotados: España no había encontrado nada semejante. También Scudéry exclamaba en un lenguaje digno de la obra maestra que admiraba: «Solo hay algo malo en lo que es demasiado bueno; porque, excepto los que no recuerdan nada, no hay persona que no lo sepa de memoria; de manera que su rareza impide que no sea raro». Esto nos hace pensar si el autor de Alaric, si el cómplice de las novelas heroicas de Artamène y de Clélie se esforzó en imitar lo que admiraba tanto. Tuvo a su vez tal éxito que en la primera representación del Amor tyrannique [Amor tirano], los anfitriones fueron atropellados por la multitud; aunque enfadoso para los anfitriones, esa prisa del público por los placeres de la mente es un hecho moral de la más alta importancia. Los poetas se precipitaban hacia la escena no con menos ardor. Encontramos incluso los nombres de noventa y seis poetas dramáticos contemporáneos de Hardy y testigos de los comienzos del gran Corneille; es cierto que perdura un muy pequeño número en este vasto desbordamiento. La historia literaria debe, no obstante, tener presente a Mairet, a Tristan y a Du Ryer. Mairet tendió una mano a Italia y la otra a España: su Sophonisbe [Sofonisba], prestada de Trissino, parecía haber sido retocada por Marino o por Góngora; su Duc d’Ossone [Duque de Osuna], tomado de Cristóbal de Monroy y Silva, tenía todavía toda su fisionomía castellana; el traductor se había conformado con agregar a la versificación un poco de énfasis y de trivialidad. Tristan tenía más alma y más poesía que Mairet: sus éxitos fueron más serios y más duraderos; su Marianne, imitada del Tetrarca de Jerusalén de Calderón, arrancó lágrimas al cardenal de Richelieu, y el autor que representaba a Herodes estuvo a punto de sucumbir ante su emoción. Du Ryer fue muy superior a Tristan y a Mairet; su verso es por lo regular amplio, fácil, sentencioso; pero una apatía italiana debilita en él las más bellas

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situaciones y desnaturaliza los más bellos caracteres. Su Saül es la más destacada de sus piezas. Finalmente, hay un nombre más glorioso que, por sus comienzos, se vincula con este período y merecería una gloria más grande si sus obras maestras debieran hallar su espacio. Rotrou20, cuya muerte heroica revela una gran alma, principio de un verdadero talento, tenía la mano más firme que Hardy y sus contemporáneos, pero, presionado por la pobreza, imitó a la ligera las comedias españolas, como Ocasión perdida, Hermosa Alfreda y otras de Lope de Vega. Solo tenía diecinueve años cuando hizo publicar su primera tragicomedia, el Hypocondriaque o le Mort amoureux [El hipocondriaco o el muerto enamorado] (1628). Antigone [Antígona] (1638) y Bélisaire [Belisario] (1643), piezas llenas de viejos defectos y de cualidades nuevas, son posteriores al Cid de Corneille (1636), así como la Véritable Saint Genais [El verdadero San Ginés] (1646), donde se encuentra una escena sublime, y Venceslas [Wenceslao] (1647), tragicomedia imitada de Francisco de Rojas, que tiene la viril marca del carácter de Rotrou, y que lleva al máximo nivel su reputación.

Corneille A pesar de ser un joven provinciano, abogado mediocre en la oficina de abogados de Rouen, Pierre Corneille21 llegaba a París en 1629, con una comedia intitulada Mélite, a la que pronto le da como hermanas a Clitandre [Clitandro], la Veuve [La viuda], la Galerie du Palais [La galería del palacio], la Suivante [La siguiente], la Place Royale [La plaza real]. El joven poeta comenzaba imitando lo que dentro de poco debía reformar; se puede juzgar el plano de estas piezas por el argumento de la primera, que nos lo da en estos términos: «Éraste, enamorado de Mélite, le presenta a su amigo Tircis, y, poco después, celoso de su obsesión, hace llegar supuestas cartas de amor de parte de Mélite a Filandre, prometido de Cloris, hermana de Tircis. Habiendo resuelto, por el artificio y las persuasiones de Éraste, abandonar a Cloris por Mélite, Filandre muestra esas cartas a Tircis. Este pobre amante se desespera, se retira a casa de Lysis, que viene a dar a Mélite falsas noticias de su muerte. Ella se desmaya con esa noticia, y para demostrar su preocupación, Lysis la desengaña y hace volver a Tircis, que la desposa. Sin embargo, al haber visto a Mélite desmayada, Cliton la cree muerta, y le lleva la noticia a Éraste, así como la de la muerte de Tircis. Éraste, lleno de remordimiento, se enloquece; y después de que la nodriza de Mélite hiciera que recuperara su buen sentido, al informarle que Mélite y Tircis están vivos, va a pedirles perdón por su mentira, y sabe por los dos amantes sobre Cloris, quien no quería saber de Filandre después de su ligereza».

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Jean de Rotrou, nació en Dreux en 1609 y murió en 1650; lugarteniente particular de la bailía de esta localidad, sucumbió ante una epidemia después de haber rehusado abandonar su puesto. 21 Nació el 6 de junio de 1606 y murió el 1 de octubre de 1684.

CAPÍTULO XXIX

Este increíble imbroglio tuvo un éxito prodigioso; la fama fue tan grande que los comediantes se vieron obligados a separarse en dos compañías, para presentar la obra en el Marais al mismo tiempo que en el hotel de Bourgogne. Se admiraba la habilidad con que el autor había sabido mezclar cuatro amantes con una sola intriga. De ella se aplaudían pensamientos agudos, análisis de sentimientos dignos de gustarle a Julie d’Angennes. Un personaje decía: A veces soy amigo, a veces soy rival, Y siempre oscilo por un contrapeso igual, De verme insensible o deshonesto tengo vergüenza: Si el amor me enardece, la amistad me amedrenta; Entre esos movimientos, mi espíritu dividido No sabe cuál de los dos debe echar al olvido. Le escribía a su amante, para consolarse de sus rigores: Con razón mi llama intensa de brío Encuentra en esa bella un extremado frío Y que, sin ser amado, ardo por Mélite: Porque de lo que los dioses, al enviarnos a la vida, Nos dieron de amor y de mérito, Ella tiene todo el mérito y yo todo el amor. Sin duda, esto no era entonces comedia: eran al menos cosas ingeniosas que debieron maravillar a las lectoras de Voiture. Estas primeras piezas de Corneille tenían un mérito más verdadero, para el que el autor tuvo que pedir el favor del público: su estilo, comparado con el de los autores contemporáneos, parecía demasiado natural. «Existe, dice, una particular desventaja para mí, ya que como mi forma de escribir es simple y familiar, la lectura hará tomar mis ingenuidades como bajezas». Entonces era un principio que la poesía, en todos sus géneros, era un lenguaje aparte, totalmente diferente al de la vida real; un poema era un trabajo de fantasía, una especie de bordado que se hacía con el ingenio. Una vez que un escritor había hecho gala de la rima, su pensamiento, como su lenguaje, se volvía algo convencional, donde la naturaleza no tenía nada que ver. Corneille, desde sus primeros ensayos, comenzó a comprender que no debía ser así; expulsó de la escena a las nodrizas, los parásitos, los sirvientes bufones; se esforzó por hacer hablar a sus actores el lenguaje de la gente honesta. De todas las inverosimilitudes del teatro, solo conservó el tuteo entre los enamorados. Se burla agradablemente, en su Galerie [Galería], de la jerga que poseía la escena.

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…Nunca vi en la vida mentes bien hechas Que tratasen el amor como lo hacen los poetas. Es un juego diferente: el estilo de un soneto Es bastante extravagante dentro de un cuarto (salón). Hay que loar la belleza que se adora, Sin despreciar a Venus, sin quejarse de Flora, Sin que de los lirios, de las rosas, de un bello día el esplendor Pueda compararse en lo más mínimo con nuestro amor. Oh pobre comedia, de tantas venas objeto, Si de las acciones humanas solamente eres reflejo, Casi siempre se te saca de un original Al que, a decir verdad, tú te pareces muy mal. El buen sentido y el ingenio, son estos los dos caracteres que explotan en Corneille mientras aguarda la revelación del genio. El sentido común, que era ante todo su principal regla, le enseñó entonces, es él quien nos la muestra, la unidad de acción, e incluso la unidad de lugar comprendida de manera más o menos estricta. «Él me transmitió, dice, la aversión por ese horrible desorden que ponía a París, a Roma y a Constantinopla en el mismo teatro». Corneille encerró lo suyo en una sola ciudad. De esta forma, el espíritu clásico del Renacimiento se recuperaba por sí mismo en Francia, en esta tierra de la tradición antigua. Corneille pronto descubrió con sorpresa que existían reglas; todos los doctos, todas las mentes brillantes del momento, los Chapelain, los Sarrasin, los Desmaretz, y sobre todo el abad de Aubignac, el gran legislador del teatro22, habían profesado el dogma de las tres unidades; Mairet y Scudéry se adhirieron al símbolo aristotélico, que tuvo pronto para él un sufragio más decisivo. Armand du Plessis, cardenalduque de Richelieu, que ambicionaba todas las glorias, se había convertido en autor dramático; era padre o padrino de Mirame, tragicomedia firmada por Desmaretz, para la que hizo construir el salón magnífico del Palais-Cardinal (Royal)23. Él bosquejaba a veces, entre dos planos de campo, un plano de tragedia, que hacía que ejecutara su brigada de poetas, entre los que se contaban cinco: Corneille, designado por sus primeros éxitos, hacía parte de ella junto a Boisrobert, Colletet, de l’Estoile y Rotrou. Así se compusieron les Tuileries [Las Tullerías], l’Aveugle de Smyrne [El ciego de Esmirna] y la Grande Pastorale [El gran pastoral]; cada poeta hacía su acto¸el cardenal juzgaba, corregía y pagaba. Un día, enajenado de admiración con la lectura de la descripción que Colletet había hecho del estanque de las Tullerías, le dio sesenta pistolas por los cuatro versos siguientes: «El rey, agregaba atentamente, no es tan rico para pagarles a los otros». Al mismo tiempo vi a la orilla de un arroyo, 22 23

Autor de la Pratique du théâtre. Este salón, que se quemó en 1763, fue reconstruido y se incendió de nuevo en 1781.

CAPÍTULO XXIX

En el cieno del agua a la pata humedecerse, Con un aleteo suave y una voz de matiz ronco Al pato que cerca de ella languidece vi fortalecerse. Su Eminencia proponía, sin embargo, un cambio en el parlamento; le habría gustado decir: En el cieno del agua a la pata chapotear. Colletet no quiso darle esa satisfacción, a pesar de sus sesenta pistolas. Corneille fue más indócil todavía: se atrevió a cambiar algo en el plano del tercer acto del que estaba encargado. Esta indisciplina irritó al cardenal, que despidió al poeta y le dijo que no tenía la perseverancia necesaria. Afortunadamente para la tragedia, Richelieu tenía razón: Corneille no tenía el espíritu de sumisión que sigue ciegamente una dirección indicada. Su talento se pronosticó pronto por algunos rasgos sublimes de su Médée [Medea] (1635). El famoso verso …¿Qué te mantiene contra tantos enemigos? — ¡Yo! fue el pienso, luego existo de la tragedia francesa, y anunció ese teatro heroico que iba a fundarse, como la filosofía, sobre la capacidad de la personalidad humana24. La originalidad francesa predominaba poco a poco sobre la imitación española; Richelieu eclipsaba a Ana de Austria; como para señalar mejor esta emancipación, la primera obra maestra de Corneille fue un tema español tratado de acuerdo al genio francés. Un viejo cortesano retirado en Rouen, Monsieur de Chalon, había mostrado a su joven compatriota una de las obras de Guillén de Castro, las Mocedades del Cid. Era probablemente de todas las comedias españolas la que se más se alejaba del presente de España, para remontarse hasta su pasado heroico; respira esa altivez, esa independencia soberbia de los grandes vasallos de la Edad Media; solo era más nacional. Las hazañas del Cid, su ruda generosidad, su indomable valor, su lealtad incorruptible, su fe entusiasta; todos los rasgos de ese gran cuadro poético eran, por así decirlo, el patrimonio antiguo de España; el honor castellano podía reflejarse allí en cada página. Parecía que las antiguas tradiciones, las antiguas romanzas populares hubieran asumido un cuerpo, una existencia visible para descender a la escena y hablar a los ojos. Se encontraba en Guillén el armamento de Rodrigo, el amor noble y discreto de la infante Urraca, la ofensa hecha por el conde de Orgaz en presencia del rey Fernando, la prueba extraña con la que don Diego mide el valor de sus hijos apretándoles convulsivamente las manos, el regreso a la escena del anciano insultado con su mejilla untada de sangre del ofensor; san Lázaro se le aparecía a Rodrigo con los rasgos repugnantes de un leproso, y el poeta lograba un efecto sublime de ciertos detalles vulgares y repulsivos que 24

H. Martin, Histoire de France, libro XIII, p. 552.

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solo un público español podía soportar. El relato del combate contra los moros estaba hecho con toda la ingenuidad familiar de un pastor, y su lenguaje popular hacía un llamado siempre extendido a los odios religiosos del pueblo castellano. Después, la acción continuaba luego del matrimonio de Jimena: se asistía al asedio de Calahorra, a los combates heroicos de los hijos de Arias, ese viejo Horacio de España. Los personajes concurrían a la escena, los acontecimientos se sucedían sin descanso, sin fatiga; pero la acción ideal parecía borrarse bajo esta agitación exterior, y ocultarse detrás de penachos ondeantes y de brillantes armaduras. Corneille no podía pretender interesarnos con sus recuerdos completamente personales de una nación vecina. Es la acción ideal, eclipsada en el poeta español, lo que él libera y hace sobresalir; es el combate moral del honor y del amor en Rodrigo, del amor y del deber en Jimena, lo que él ubica en el primer plano en su inmortal tragedia del Cid (1636). Corneille encontró en este tema la revelación de su genio: allí descubrió el principio trágico que produjo en adelante toda su fuerza. La admiración fue el sentimiento que buscó suscitar, pero de ese sentimiento naturalmente tranquilo creó una pasión tan convincente como noble. Desde el primer paso, Corneille alcanzó el fin supremo del arte: supo a la vez conmover las almas y engrandecerlas; tal es el fin principal de esta imitación de genio. El color local está presente, pero subordinado; las figuras son todo; el pintor descuida el lienzo; se muestra verdaderamente francés, no solo porque evita ser español, sino incluso porque se vincula a lo que es general, universal, humano. En eso se benefició maravillosamente de la regla severa que había adoptado la tragedia francesa; la unidad de acción, de tiempo y de lugar excluía los episodios, los alargamientos, las distracciones; el interés se concentraba en esa compresión de los acontecimientos. La tragedia se volvía un problema moral, planteado por el comienzo, discutido por las peripecias, solucionado por el desenlace. Con el Cid, la forma de la tragedia francesa, creada primero por el azar, por la imitación, por el instinto nacional, encontró al fin el alma que debía hacerla mover, la fuerza viva que justificaba la estructura. Esto no quiere decir que, además del mismo tema, no quedó nada de castellano en el Cid. Corneille fue a buscar en España, como más tarde lo hizo en la Antigüedad clásica, esa elevación del alma, ese vigor del pensamiento que la literatura francesa había perdido en demasía. Colocó en las pasiones de sus personajes algunos tintes ardientes de ese cielo del Mediodía francés; el lenguaje de sus dos amantes se parece a una música melodiosa y noble. Hay en esta tragedia algo joven y fresco que va hasta el alma y enternece la admiración; también su aparición fue aclamada con un grito de entusiasmo. Los furores cómicos de Scudéry, los celos de Richelieu, las burlas de la Academia Francesa no pudieron en nada con ella. El público le destinó un proverbio, Bello como el Cid, que se convirtió en la fórmula de sus elogios más exagerados25.

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Para designar algo magnífico, el pueblo español también había dicho: Es de Lope.

CAPÍTULO XXIX

Corneille hizo posible que el proverbio pasara de moda; una serie de obras maestras igualaron e incluso sobrepasaron al Cid. En primer lugar, el genio del poeta se transportó a la tierra clásica del heroísmo, a Roma. Lope había hecho un Horacio (Honrado Hermano); Corneille prefirió con razón ceñirse al de Tito Livio (1639), pero hizo que sufriera la misma transformación que el Cid. Sus personajes fueron más personificaciones variadas del heroísmo que romanos. De Camila al viejo Horacio se levanta como una escala de magnanimidad: su base reposa sobre los sentimientos naturales de la jovencita para subir de peldaño en peldaño hasta la impasible abnegación del anciano, cuya cabeza blanqueada domina todas las tormentas de la pasión, y aparece sublime de calma y de nobleza. Estos hombres no nacieron en Roma; tienen sangre española en las venas; descienden de Séneca y de Lucano, salieron de una idea abstracta de Balzac (Disertation sur le Romain [Disertación sobre el romano]), exacerbada por el genio de Corneille. El poeta pudo decir como su Sertorius:

Roma ya no está en Roma, está por completo donde yo estoy.

Corneille debía escalar más alto aún; El Cid era una imitación: el poeta francés compartía la gloria con el inventor; Horace [Horacio] encerraba una doble acción: los dos últimos actos se separaban un poco del conjunto y ralentizaban la marcha. Para encontrar la obra maestra donde Corneille se despliega por completo, es necesario escoger entre Cinna (1639) y Polyeucte (1640). ¡Algo notable! Una de estas piezas es la apoteosis de la monarquía; la otra, el triunfo de la religión, de los principios de vida que deben animar el siglo XVII. El tercer principio, la influencia de las mujeres, el amor, estaba reservado para Racine. Nuestros grandes poetas dramáticos fueron siempre universales en sus temas y nacionales en sus inspiraciones. La materia de sus poemas es el mundo entero: el alma que les ponen es el pensamiento de Francia. Cinna es una concepción dramática de una grandeza imponente, es la realeza divinizada por la clemencia: La unidad de acción en ella se forma con dos intereses subordinados. El primer acto es francamente republicano: el poeta, prendado de todo lo grande, se libera sin restricción a sus instintos de libertad; su alma está toda en los conspiradores, su odio todo en el tirano. Pero sobre la imaginación a la que se entrega, está la razón que vigila, el plano general que se encarga de reducirlo todo a una austera unidad: desde el segundo acto, el usurpador es absuelto por la magnanimidad, por los remordimientos y, sobre todo, por el imperio; la diadema desciende sobre su frente como una expiación celeste:

Todos los crímenes de Estado por la corona cometidos, El cielo nos los absuelve cuando nos la haya dado.

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El entusiasmo republicano no es más que el pedestal sobre el que va a elevarse la estatua colosal de la monarquía. ¡Qué grande, qué bello en su magnánimo perdón es ese hombre dueño de sí como del universo!

¡Oh, siglos! ¡Oh, memoria! ¡Conserven para siempre mi última victoria! Seamos amigos, Cinna, ¡soy yo quien te lo digo!

Y completamente doblegado ante esta heroica grandeza: Cinna y Máximo, ya corrompidos por la mezcla impura que empañaba sus sentimientos patrióticos, caen vencidos a sus pies; la misma Emilia, tan terrible, esa adorable fiera, la única que había conservado hasta la última escena del último acto su inquebrantable odio, se rinde al fin ante el irresistible poder de la generosidad: lleva con ella la admiración universal y el enternecimiento de todos los espectadores con el Augusto francés, ese monarca ideal, que se encuentra bastante lejos de parecerse al Augusto de Suetonio. En Polyeucte, la concepción es más arriesgada aún y la ejecución más perfecta; todas las pasiones, incluso las más nobles, aquellas en cuyo desarrollo había residido hasta entonces el triunfo de Corneille, se relegaron al segundo plano y a la parte inferior de la obra. Es Paulina, o el amor casto, devoto, sacrificado al deber; es Severo, el amante apasionado, el heroico soldado, el generoso rival, cuyos sentimientos magnánimos, pero muy humanos, forman los primeros cimientos del edificio. Por encima y en una región más serena, se despliega una pasión de un género nuevo, el entusiasmo religioso, la sed del mártir; se enciende de repente y ante nuestros ojos, por un giro de tuerca admirable. Desde que el agua del bautismo tocó la frente del neófito, ese hombre, que hacía poco dudaba y se tomaba su tiempo, se precipita hacia las tormentas y asombra el fervor incluso del viejo cristiano Nearco. Una vez que ha conquistado su derecho al suplicio, su noble y santa figura toma una serenidad divina, se anima con un entusiasmo calmado y puro: parece vivir ya la vida del cielo y volar con una angélica compasión sobre todos las manifestaciones de terror, de amor y de piedad terrestres que él excita y que ya no comparte. Todos los otros personajes tienen las miradas fijas en él; el destino de todos depende de su resolución, y, sin embargo, impasible, la frente iluminada por un rayo celestial, los ojos fijos en el invisible objeto de su amor, se eleva, como Dante, por la atracción santa de la mirada, a la región de lo sublime, asciende a la muerte, a la gloria. Nunca el ideal divino de la poesía había sido revelado en la escena con tan puro esplendor.

CAPÍTULO XXIX

El Cid había superado a los pedantes, con la ayuda de una inspiración española: Polyeucte superó a las mentes brillantes, gracias al sublime cristiano. Corneille había leído su obra maestra en el hotel de Rambouillet; algunos días después, Voiture vino para encontrarse con el poeta y usó los medios más delicados para decirle que Polyeucte no había resultado tan exitosa como él lo esperaba, que, sobre todo, el cristianismo había desagradado infinitamente. En el teatro, Polyeucte solo conoció admiradores; el público, emancipado de la dirección de los salones literarios, acudía masivamente. Debemos resaltar que la tragedia de Polyeucte fue una de las últimas y la más sublime forma del drama cristiano como lo había concebido y practicado la Edad Media, como Calderón lo reprodujo en la escena española; fue un verdadero misterio, animado y apasionado por la exaltación heroica propia del genio de Corneille. Después de Cinna y Polyeucte, el poeta no podía crecer más, solo podía variar y multiplicar sus producciones. En la Mort de Pompée [La muerte de Pompeyo] (1642), tuvo la gloria de luchar con Lucano, su maestro, y de sobrepasarlo al crear su fiera Cornélie [Cornelia]; en el Menteur [El mentiroso] (1642), imitación de la Verdad sospechosa de Alarcón, le reveló la verdadera comedia a Molière; con Rodogune [Rodoguna], abrió una nueva fuente de patetismo, el terror. Héraclius (1649), que se consideró durante mucho tiempo como la imitación de una pieza española, es, al contrario, la original de esta; Calderón hizo que los incidentes y los personajes se convirtieran en una fantasía bastante mediocre (En esta vida todo es verdad y todo mentira) presentada en 1664; pero don Sancho de Aragón (1650) solo fue la reproducción bastante fiel de un modelo imperfecto (El Palacio confuso) de Lope de Vega. Corneille buscaba entonces más extender los límites del teatro francés que perfeccionarlo. «Ustedes conocen el humor de nuestros franceses, dice; ellos aman la novedad y aventuro non tam meliora quam nova, en la esperanza de divertirlos más». Esta ambición se coronó con el éxito más afortunado en Nicomède [Nicomedes] (1650). En esta obra Corneille supo, con una combinación audaz de lo familiar y de lo sublime, abrir a la ironía las puertas de la tragedia. Después de haber glorificado tan a menudo a los romanos en sus obras precedentes, los sobrepasa esta vez con la superioridad moral de un joven héroe, alumno y heredero de Aníbal. La musa de Corneille, la cual creció en medio de sus viejos romanos, puede decir aquí de sí misma como su Cornelia:

Viuda del joven Craso y viuda de Pompeyo, Hija de Escipión, y, para decir aún más, Romana, mi valor está por encima además.

En Nicomède, que desprecia todo apoyo secundario, ella solo recurre al único sentimiento de la admiración. Este es el elemento corneliano en toda su pureza. Sin embargo, se piensa en

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lo peligroso que es esa eliminación arriesgada del patetismo común. No basta elevar las almas, hay que avivar su interés, conmoverlas. Corneille lo descuidó bastante en las tragedias que terminaron su larga carrera; a esto se debieron, sobre todo, los fracasos que lo entristecieron. Una que vez el esplendor de su genio fue eclipsado por la edad, el arte, que en Corneille había sido siempre muy desigual, no bastó para animar sus concepciones imperfectas; el ángel de los grandes pensamientos había subido al cielo. Si queremos considerar ahora la manera general y el estilo de este gran hombre, no podremos hacer algo mejor que tomar, del más artista de nuestros críticos, el juicio donde él tan bien los valoró: «Los personajes de Corneille, dice Sainte-Beuve, son grandes, generosos, valerosos, espontáneos; con la cabeza en alto y el corazón noble. Nutridos, en su mayoría, de una disciplina austera, siempre tienen en sus bocas máximas a las que ciñen su vida; y, como no se separan jamás de estas máximas , no hay problema en tomarlas; un vistazo es suficiente: lo que es casi lo contrario de los personajes de Shakespeare y de los caracteres humanos en esta vida. La moralidad de sus héroes no tiene tacha: como padres, como amantes, como amigos o enemigos, se les admira y se les honra. En los medios patéticos, tienen acentos sublimes que conmueven y hacen llorar; pero sus rivales y sus maridos en ocasiones se tornan ridículos…sus tiranos y sus madrastras son todos de una pieza como sus héroes, malvados de extremo a extremo, y aún en la apariencia de una buena acción, les ocurre en ocasiones que dan un giro y se vuelven súbitamente virtuosos…Los hombres de Corneille tienen la mente formalista y puntillosa, se disputan por la reputación; razonan extensamente y discuten en voz alta consigo mismos hasta en su pasión… Sus heroínas, sus adorables fieras, se parecen casi todas: su amor es sutil, astuto, alambicado y sale más de la cabeza que del corazón. Se percibe que Corneille conocía poco a las mujeres…». «El estilo de Corneille es el mérito por el que sobresale, en mi opinión… Él me parece, con sus negligencias, uno de los mayores estilos del siglo que tuvo a Molière y a Bossuet. El toque del poeta es rudo, severo y vigoroso… Hay poca pintura y color en ese estilo. Es más acalorado que impactante, pasa fácilmente a lo abstracto, y la imaginación le cede su lugar al pensamiento y al razonamiento… En suma, Corneille, genio puro, incompleto con sus cualidades y sus defectos, me produce la sensación de esos grandes árboles, desnudos, rugosos, tristes y monótonos en el tronco, y cubiertos de ramas y de sombría vegetación solamente en su copa. Son fuertes, potentes, gigantescos, poco frondosos; una savia abundante asciende por ellos; pero no esperen de ellos ni refugio ni sombra, ni flores. Se coronan tarde, se despojan pronto y viven mucho tiempo semidespojados. Incluso después de que su frente calva ha entregado sus hojas al viento del otoño, su naturaleza vivaz produce en algunas partes ramas perdidas y verdes brotes. Cuando van a morir, se asemejan, por sus

CAPÍTULO XXIX

crujidos y sus gemidos, a ese tronco cargado de armaduras, con el que Lucano comparó al gran Pompeyo26». Terminemos nuestras observaciones sobre Corneille con una cita de Sévigné que las resume en la forma más agradable y más franca. «¡Viva, entonces, nuestro viejo amigo Corneille! Perdonémosle malvados versos en favor de las divinas y sublimes bellezas que nos transportan: son trazos de maestro inimitables. Despréaux lo dice incluso mejor que yo; y, en una palabra, es el buen gusto. Ténganlo por seguro». Sustituir la idea por la imagen; hacer traspasar, a través de los juegos de la mente y de la moda, el pensamiento noble, grande e incluso un poco austero; inventar la poesía de la pasión y de la razón: ese fue el rol literario de Corneille. Por esto es el poeta verdaderamente nacional. Gracias a él, Francia, liberada de Italia y de España, se reencuentra a sí misma, pero enaltecida por el genio de un hombre; acogía la tradición antigua, pero imprimiéndole el sello de su civilización; aceptaba las inspiraciones extranjeras, pero transformándolas; hacía con ello algo universal, engrosaba la herencia común de la humanidad. De ese modo, la poesía tomó legítimamente lugar después de las de Atenas y Roma, y mereció que la llamaran clásica. Así, desde la primera parte del siglo XVII, el ingenio francés había logrado su ideal en la esfera de lo bello: al mismo tiempo lo perseguía en la esfera de la verdad, y en esta no hacía conquistas menos gloriosas. Nuestro plan, de acuerdo con nuestra insuficiencia, no nos permite continuar en esta nueva carrera sus maravillosos trabajos; solamente dirigiremos una mirada a la filosofía, que forma la cumbre donde se unen las dos vertientes de la inteligencia, las ciencias y las letras. _______________________________________________________

CAPÍTULO XXXI

FILOSOFÍA Y ELOCUENCIA

Descartes-Pascal y Port-Royal

Descartes 26

Critiques et Portraits littéraires [Críticas y retratos literarios], t. I, artículo Corneille.

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El siglo XVII se anuncia, desde su nacimiento, como una época verdaderamente orgánica. Todas las ciencias y todas las artes se someten a las leyes de una armoniosa unidad. Se diría que un solo pensamiento, una sola alma ubicada en su seno se expresa una y otra vez por medio de esos diversos órganos. Es el sentimiento cristiano en toda su verdad, el espiritualismo, que se expande, como la vida, en la sociedad francesa y anima todo ese gran cuerpo,

Mens agitat molem et magno se corpore miscet.

La ciencia y la poesía parecen ser dos dialectos de la misma lengua: Descartes es el Corneille de la filosofía; el uno y el otro toman la responsabilidad moral y libre como base de sus trabajos. Corneille había apartado de la escena el estruendo de los sucesos exteriores, los incidentes fortuitos, las complicaciones extrañas, que en los españoles ahogaban muy a menudo la acción ideal y la representación de los caracteres; había buscado el motivo del drama en el alma humana. La tragedia francesa tenía algo abstracto, era la psicología en acción. Lo que el poeta había hecho por genio, por inspiración, el filósofo lo prescribiría como una ley, elevaría el instinto del artista a la autoridad de un método. ¡Qué diferencia entre la filosofía del siglo XVII y las nobles pero vagas aspiraciones del siglo XVI! Este era una época revolucionaria, una insurrección tumultuosa contra la Edad Media; todos los sistemas se agitaban allí en una inmensa confusión. El hombre del momento era Montaigne, sabio, curioso y tranquilamente escéptico. Poco después, las llamas de la hoguera devoraban en Toulouse al neoperipatético Lucinio Vanini (1619), culpable de haber divinizado las fuerzas de la naturaleza, y en Roma al ilustre Giordano Bruno, quien heredó el neoplatonismo y se perdió en las seductoras ilusiones de los alejandrinos. La nueva filosofía tenía sus jónicos y sus eleáticos a la espera de su Sócrates. René Descartes nació en la Haya, en Turena, el 31 de marzo de 1596 27. A los dieciséis años había agotado la ciencia contemporánea y la había encontrado vacía; pero, en lugar de abandonarse débilmente en la duda, el joven comprendió que si la ciencia no existía todavía, la verdad existía y hacía falta descubrirla. Desde entonces, renuncia a los libros y no quiere otro maestro que no sea la razón. Estudia a los hombres en los viajes, en la guerra; estudia, sobre todo, la única ciencia que satisface su espíritu con una total certeza: las matemáticas. Despeja el álgebra de consideraciones extrañas que la limitaban y le entrega a una ciencia, en la que la abstracción hace la fuerza, toda la abstracción de la que esta es susceptible; pronto aplica esta ciencia a la geometría y nos enseña a resolver problemas que habían estancado a

Murió en Suecia en 1650. – Principales obras filosóficas: Principes de la philosophie [Principios de la filosofía], Méditations [Meditaciones], Discours de la Méthode [Discurso del método]. Edición completa, por Cousin, 1824-1826, 11 vol. en 8. 27

CAPÍTULO XXIX

toda la Antigüedad. Pero esos maravillosos descubrimientos eran solo el aprendizaje de su genio; no son métodos particulares lo que busca Descartes, es el método, la ruta grande y universal que conduce desde el espíritu humano hasta la verdad. Lo que le falta ya no es una abstracción, sino una realidad muy conocida, muy cierta, un punto de apoyo para levantar el mundo. Entonces se separa de los hombres, así como antes había abandonado los libros. Vivió solo con su pensamiento, a veces en Nuremberg, donde «no teniendo, como él mismo dice, ninguna preocupación ni pasión que lo inquieten», permanece todo el día encerrado en un cuarto con calefacción; a veces en París, donde se queda tan bien oculto que incluso sus amigos solo lo descubren allí al cabo de dos años; finalmente, en Holanda, cuyo clima poco atractivo le permite a su alma replegarse sobre sí misma. Allí se sometió a un régimen austero, comía poco, adormecía la imaginación y los sentidos, para vivir solo de la inteligencia. Anacoreta de la filosofía, se prepara santamente en el culto puro del idealismo. Descartes había comenzado expulsando provisionalmente de su mente todas las creencias aceptadas hasta entonces, «con el fin de sustituirlas por otras mejores posteriormente, o al menos volver a las mismas, una vez que las hubiera ajustado al nivel de la razón». Para reconstruir el edificio, se inventa un método tomado de las ciencias que había estudiado tan extensamente. Solo admitir lo evidente, dividir las dificultades para vencerlas, ir siempre de lo simple a lo compuesto, hacer en todas partes enumeraciones completas; esas son las cuatro reglas que dirigieron su método. El encadenamiento que observaba en las proporciones geométricas le daba la esperanza de encontrar un semejante en todas las cosas que pueden concernir al conocimiento del hombre. Este método único era una revolución; por él, Descartes puso la certeza en la evidencia, cuyo único juez es la razón; era destronar de un solo golpe el principio de autoridad y crear la filosofía verdadera. Descartes santificó este nuevo poder por los primeros resultados que obtuvo de él. Armado de su método, descendió intrépidamente hasta el abismo de la duda; sucesivamente, se encontró allí a sí mismo, luego encontró a Dios y al universo. Pienso, luego existo, luego existe Dios, luego existe el mundo exterior: estas son las conquistas sucesivas de Descartes. Si se perdió más tarde en vanas hipótesis, por lo menos había creado la ley que sirvió para refutarlas, y planteó en la consciencia personal la primera y la más sólida base de toda la filosofía. Un hecho destacable es que el gran geómetra francés, que era al mismo tiempo un gran físico e incluso un gran fisiólogo para su época, dirigió principalmente sus esfuerzos hacia el análisis del alma, hacia la psicología: su escuela fue sobre todo una escuela metafísica e idealista. Spinoza y Malebranche son sus discípulos; Leibnitz es nuevamente Descartes con medio siglo de progreso. Antes de él, del otro lado del estrecho, otro regenerador de la filosofía, Francis Bacon, también había proclamado uno de los procedimientos del verdadero

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método; pero es hacia las ciencias naturales adonde Bacon dirigió su poderosa inducción. Su escuela se deslizó por la pendiente del sensualismo: Hobbes, Gassendi, Locke son sus legítimos sucesores. De esta manera se revelaban en el campo del pensamiento las tendencias de cada una de las dos naciones; Francia e Inglaterra parecían ya dividirse el mundo moderno. El Discours de la Méthode [Discurso del método], escrito en francés por Descartes (1637), es la primera obra maestra de nuestra prosa moderna; nos revela al fin, en toda su simplicidad majestuosa, la bella lengua del siglo XVII. Ya no es, como en Montaigne, un idioma personal, un compuesto extrañamente gracioso de francés, de latín y de gascón; ya no es, como en Balzac, la forma exterior y vacía de la elocuencia; aquí, es la lengua de todo el mundo marcada con el genio de uno solo: aquí la palabra retoma su rol natural, no es más que la vestimenta modesta y decente del pensamiento. ¡Algo extraordinario! Esta subordinación le otorga todo su valor. En efecto, como el propio Descartes lo dijo, «aquellos que tienen el razonamiento más fuerte y que dirigen mejor sus pensamientos, para hacerlos claros e inteligibles, siempre pueden persuadir mejor lo que proponen, a pesar de que solo hablen bajo bretón y de que nunca hayan aprendido la retórica28». He aquí al fin la palabra que se propone persuadir, o sea alcanzar el objetivo de la elocuencia, por lo que pronto se vuelve grave, severa, imponente, en ocasiones imperiosa; parece que se escuchara el sonido de la verdad en disputa con los sofismas. En lugar de entretenerse en adornar su expresión, o sea en estropearla, el filósofo camina siempre derecho delante de ella; se percibe que todo su deseo es convencernos. Sus ideas se encadenan, sus razonamientos se plantean, su lenguaje se convierte en una red de ideas que nada puede romper. «Desde que el Discours de la Méthode [Discurso del método] apareció, casi al mismo tiempo que el Cid, todo lo que había en Francia de mentes sólidas, fatigadas de imitaciones impotentes, aficionadas a la verdad, a lo bello y lo grande, reconocieron al instante incluso el lenguaje que buscaban. A partir de entonces, no se habló más que de eso; los débiles, mediocremente; los fuertes le añadieron sus cualidades diversas, pero sobre una base invariable convertida en el patrimonio y la regla de todos29».

Pascal y Port-Royal

El estilo de Descartes, a pesar de su perfección, o mejor dicho, a causa de su perfección, solo posee las cualidades de su tema; solo se dirige a la inteligencia y solo tiene ese calor contenido que anima y vivifica la discusión. ¡Oh, carne!, exclamaba desdeñosamente este

28

Discours de la Méthode [Discurso del método], primera parte. § 9. Así se expresa, respecto a la primera obra maestra de la lengua del siglo XVII, un escritor que parece haber conservado entre nosotros todas sus bellas tradiciones, V. Cousin, Rapport a l’Académie française sur la nécessité d’une nouvelle édition des Pensées de Pascal [Informe a la Academia francesa acerca de la necesidad de una nueva edición de los Pensamientos de Pascal], p. 5. 29

CAPÍTULO XXIX

filósofo al apostrofar al más ilustre de sus contradictores, Gassendi, quien le respondía con una precisión no menor: ¡Oh, idea! Entre la carne y la idea, había lugar para el alma: Pascal es el complemento necesario del predicador de la razón pura. No menos aterrador que Descartes por la grandeza de su genio, nos vincula más vivamente a su persona: se percibe que las pasiones y el sufrimiento pasaron por allí. «Si él es más grande que nosotros, es porque tiene la cabeza más elevada, pero tiene los pies tan abajo como los nuestros30». Cuando uno abre su libro, «queda totalmente absorto y embelesado, porque esperaba ver a un autor y se encuentra a un hombre31». Desde su infancia, Pascal32 espantaba a su padre con la grandeza y el poder de su genio33. A los doce años, solo y sin libros, inventaba, en sus horas de recreo, los elementos de la geometría, cuyos términos ignoraba. A los dieciséis años, componía su Traité des sections coniques [Tratado de las secciones cónicas]. Pronto, su organización flaquea ante esta actividad devoradora. A partir de los dieciocho años de edad, Pascal no pasó un solo día de su vida sin sufrir. Su juventud transcurre en unos años muy diferentes a la vida austera y desolada que nos recuerda su nombre. Después de que los médicos le hubieran prohibido cualquier trabajo, se abandonó en la agitación del mundo y adquirió el gusto de sus placeres. Es a esa época a la que debemos las encantadoras páginas del Discours sur les passions de l’amour34 [Discurso sobre las pasiones del amor]. Pascal no tiene aún su gran forma tan firme y tan concisa, pero su estilo está impregnado de una frescura llena de suavidad. Es agradable encontrar bajo esa pluma, que debía escribir tan grandes cosas, las observaciones más delicadas, expresadas con una verdad de sentimiento que toca y conmueve. Este discurso es como uno de esos alegres valles que uno encuentra de repente en el repliegue de una alta y severa montaña. La vida mundana de Pascal fue de corta duración; un accidente que puso su vida en peligro le revivió los sentimientos religiosos de su infancia y lo lanzó a los brazos de los solitarios de PortRoyal. En las puertas de París, a tres leguas de Versalles, el siglo XVII veía una última y memorable reproducción de las austeridades de la Thébaïde y de los ascéticos trabajos de Lérins. El monasterio de Port-Royal, abadía de las hijas de la Orden de Císter, fundado en 1204 por la condesa Mathilde de Garlande, esposa de Mathieu I de Montmorency-Marly, quien había partido dos años antes a la cuarta cruzada, se construyó en un lugar silvestre

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Pensées diverses [Pensamientos diversos], CVII, edición Faugère, t. I, p. 211. Pensées sur l’eloquence et le style. IX, t. I, p. 249. 32 Blaise Pascal nació en Clermont (Auvernia) en 1628 y murió en París en 1662. 33 Expresiones de su hermana, la señora Périer. 34 Publicado por primera vez por Cousin, en la Revue des deux mondes [Revista de los dos mundos], y que hace parte de los Pensées, Fragments et Lettres [Pensamientos, fragmentos y cartas] de la edición de P. Faugère, t. 1, p. 105. 31

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llamado en otro tiempo Porrois35. Entregado durante mucho tiempo a la ociosa existencia de los conventos comunes, Port-Royal quedó, al comienzo del siglo XVII, bajo la dirección de la familia de Arnauld, el célebre abogado de la Universidad contra los jesuitas en 1594; pero fue el monasterio que conquistó a la familia. La joven Angélique-Jacqueline Arnauld, nombrada abadesa a los siete años y medio por influencias totalmente mundanas, fue tocada por la gracia y emprendió la reforma del convento; cinco de sus hermanas, sus seis sobrinas y su propia madre se convirtieron en sus hijas espirituales. Pronto, el estricto Saint-Cyran fue recibido como director en Port-Royal y le imprimió el sombrío carácter del jansenismo; cerca de él, llegó a ordenarse una colonia de ilustres penitentes, tres hermanos de la madre Angélique; Lemaître, su sobrino y célebre abogado, con sus dos hermanos Séricourt y Sacy; Nicole; Lancelot, ese admirable jefe de las pequeñas escuelas; y, finalmente, Antoine Arnauld, el gran Arnauld, el hermano menor de la reformadora, el sabio e impetuoso doctor cuya condena en la Sorbona se convirtió en el motivo de las Provinciales. La Iglesia de Francia presentaba entonces un imponente espectáculo; el jansenismo, del que Port-Royal36 era el más poderoso apoyo, pretendía fortificar el cristianismo devolviéndolo a su origen. Este luteranismo francés aspiraba restablecer el dogma sin romper la unidad; deseaba permanecer católico a pesar del papa, admitiendo la jerarquía, los sacramentos, el culto: era una reforma completamente metafísica y moral. En el campo de los principios, confluía con el gran reformador germánico; como él, se refugiaba en los nombres de san Pablo y de san Agustín; como él, eliminaba el libre albedrío frente a la gracia y formulaba con rigor el dogma aterrador de la predestinación. Este cristianismo, formidable como el destino antiguo, perseguía con una implacable aversión la naturaleza corrompida por el pecado original. Talentos, artes, ciencias, sentimientos, virtudes mundanas solo le parecían vanidades o crímenes; las buenas obras no tenían méritos; la gracia sola, otorgada o negada arbitrariamente, hacía a los santos. Así, casi toda la creación, viciada por una culpa ajena, se encontraba excluida para siempre del seno de ese Dios terrible, de ese Cristo de brazos estrechos, que parecía no haber muerto para todos. La Iglesia de Jansenio no es más que la aristocracia de la gracia. Frente a esa escuela rigurosa e implacablemente lógica, se ubicaba la vieja y simple ortodoxia, como la representará dentro de poco Bossuet, como la expresaba no hacía mucho el amable y afectuoso François de Sales, indulgente anciano, escritor encantador, para quien la naturaleza era un poético símbolo de la bondad de Dios y cuyo lenguaje colorido, pintoresco, reproducía con menos vivacidad, pero con más gracia y unción, la lengua expresiva de Montaigne37. Verdaderamente católica y universal en el buen sentido, la Iglesia, 35

De la palabra Porra o Borra, que significa en baja latinidad pequeño valle lleno de arbustos donde el agua duerme: Cavus dumetis plenus ubi stagnat aqua. 36 Véase, sobre Port-Royal, la aguda e ingeniosa obra de Sainte-Beuve. 37 François nació en el castillo de Sales en Saboya, en 1560; murió en Lyon en 1612. –Obras principales: Introduction à la vie devote [Introducción a la vida devota], Traité de l’amour de Dieu [Tratado del amor de Dios], l’Étendard de la sainte croix [El símbolo de la santa cruz], sermones, cartas.

CAPÍTULO XXIX

a pesar de sus corrupciones y sus miserias, no era menos fiel a las nociones eternas de lo justo y de lo verdadero. Sin negar la gracia, que solo es el influjo perpetuo del Creador en la criatura, la raíz misteriosa por la que los seres limitados se aferran al Ser infinito; sin abandonar el dogma del pecado y de la redención, que le era impuesto por la tradición, y que, además, para el propio filósofo, sería aún el dogma de la creación y del progreso, la Iglesia conservaba la fe humana en el libre albedrío, en el mérito de las buenas obras, en la vocación de todos, o sea en la equidad de Dios; sostenía fuertemente los dos extremos de la cadena, sin temor a perder de vista todos los eslabones. Pero, al mismo tiempo, en el seno de la Iglesia, había una milicia activa, dinámica, consagrada a todas las ambiciones de la corte de Roma, y que, en su incuestionable habilidad, parecía haberse impuesto la obligación de combinar el catolicismo de los Gregorio VII y de los Inocencio III con las necesidades imperiosas de los tiempos modernos: en una sociedad tanto más formidable que la inocencia, las virtudes de sus miembros incluso pueden volverse, gracias a la obediencia pasiva que ella exige, el instrumento funesto de las más perniciosas intenciones. En medio de los crímenes imaginarios que le achacaron sus enemigos, la Compañía de Jesús cometió un verdadero perjuicio contra la humanidad: olvidar que el reino de Cristo no es de este mundo, y profanar la religión, al hacer que sirviera a los propósitos ambiciosos de la teocracia. Para asegurar su triunfo, que confundió orgullosamente con el de la Iglesia, fue poco escrupulosa en la elección de los medios; dijo, como Montaigne: Que el gascón triunfe allí si el francés no puede lograrlo. «Sepan, entonces, que su objetivo no es corromper las costumbres: no es ese su propósito; pero tampoco tienen como único fin reformarlas. Esa sería una política desfavorable. He aquí su pensamiento: ellos tienen una opinión de sí mismos lo suficientemente buena para creer que es tanto útil como necesario, para el bien de la religión, que su fama se extienda por doquier y gobernar todas las consciencias. Y como las máximas evangélicas y sentencias son aptas para gobernar a algunos tipos de personas, se sirven de ellas en esas ocasiones que les resultan favorables; pero como esas mismas máximas no se ajustan al propósito de la mayoría de las personas, las dejan a la consideración de cada uno, para tener con qué satisfacer a todo el mundo38». En el momento en que Pascal se fue a Port-Royal (1654), el partido necesitaba de un apoyo muy poderoso. Arnauld iba a ser condenado en la Sorbona y el mundo, que no leía las oscuras discusiones de los teólogos, se arriesgaba a acogerse a lo que se juzgara y a conceder el triunfo del pleito a los jesuitas. Pascal cambió el orden de batalla: se dirigió al público, los llamó la autoridad en el sentido común, con la pretensión de que era más fácil encontrar monjes que razones; entonces, por primera vez, la gente del mundo, las mujeres fueron constituidas como jueces de estas cuestiones avanzadas. La necesidad de hacerse leer y de gustarle a un parejo tribunal hizo de las Provinciales (1656) una obra maestra. «La brevedad,

38

5. ª Lettre à un provincial [Carta a un provinciano].

INFLUENCIA DE ESPAÑA

la claridad, una elegancia desconocida, una comicidad mordaz y natural, palabras que atrapan, le dieron el éxito popular… Yo admiraría menos las Lettres provinciales [Cartas provinciales] si no hubieran sido escritas antes de Molière. Pascal adivinó la buena comedia; introdujo a la escena varios actores, uno indiferente que recibe todas las confidencias de la cólera y la pasión, hombres de partido sinceros, hombres falsos de partido más ardientes que los otros, conciliadores de buena fe en todas partes rechazados, hipócritas en todos lados acogidos: es una verdadera comedia de la moral39». En las tres primeras Provinciales, Pascal trata la difícil cuestión de la gracia, tema más espinoso para él por cuanto su bando defendía el lado limitado y severo del problema, y solo tenía a su favor su franqueza, su lógica inflexible y las ambigüedades tortuosas de sus adversarios. Hasta entonces, sus antagonistas no son todavía precisamente los jesuitas, sino más bien sus complacientes e inconsecuentes aliados, los dominicos. A partir de la cuarta carta, Pascal transporta hábilmente la lucha a otro terreno más favorable para su partido y más accesible para todos; es la moral de los casuistas la que él ataca y, desde ese momento, el buen sentido público está por completo con él. Entonces se desarrolla esa lista terrible de proposiciones jesuíticas, donde todos los vicios, todos los crímenes incluso encuentran su justificación; donde, por todas partes, la voz de la consciencia es ahogada por la decisión de un doctor. Una y otra vez, irónico y vehemente, Pascal recorre toda la escala de la elocuencia. Recuerda unas veces la excelente sátira de los diálogos de Platón contra los sofistas, otras veces las poderosas filípicas de Demóstenes y Cicerón. «Las mejores comedias de Molière no tienen más picante que las primeras Lettres provinciales [Cartas provinciales]: Bossuet no tiene nada más sublime que las últimas40». No obstante, las Lettres à un provincial [Cartas a un provinciano] no eran la obra predilecta de Pascal; preparaba en silencio los materiales de una gran obra que la muerte no le dio tiempo de acabar, y cuyos fragmentos dispersos bastan para asegurarle a su autor la admiración de la posteridad41. Pascal deseaba ir más lejos que Descartes: tomar a un lector indiferente y dudoso hasta llevarlo dócil y fiel a los pies de la religión42. Alumno de Montaigne, completamente lleno de su ingenio y de su estilo, heredero de Saint-Cyran, cuya sombría doctrina le habían transmitido Singlin y Sacy, combina estas dos influencias de la manera más extraordinaria. Pretende, con una maniobra arriesgada, dirigir el escepticismo de su primer maestro contra la metafísica racional, a beneficio de la fe del segundo. 39

Villemain, Discours et Mélanges littéraires [Discursos y mezclas literarias]; Pascal. Voltaire, Siécle de Louis XIV [Siglo de Luis XIV], cap. XXXVII. 41 Se publicaron primero con numerosos cambios hechos por la familia y los amigos de Pascal; P. Faugère los recopiló con exactitud y los entregó al público bajo su forma verdadera. V. Cousin había mostrado la necesidad de una nueva edición de los Pensées de Pascal [Pensamientos de Pascal] en un Informe digno del nombre de su ilustre autor. Havet publicó en 1852 una edición de los Pensées de Pascal con un excelente Estudio y un comentario muy útil. 42 Véase el plano de Pascal en la edición de Faugère, t. I, p. 372, y el análisis extraordinario de Sainte-Beuve sobre el propósito de Pascal, Port-Royal, t. III, p. 336. 40

CAPÍTULO XXIX

No hay para él ni razón ni justicia, ni verdad, ni ley naturales. La naturaleza, desde el pecado original, está profundamente pervertida. La gracia es el único recurso; la fe, el único asilo de la razón convencida de su impotencia. Así, Pascal pasa violentamente de Montaigne a Jansenio, sin detenerse en Descartes; pero no existe en él el frío cálculo de un sectario: es la convicción dolorosa de un alma desolada. El interés inmenso de su trabajo es que la vida íntima del autor surja en él a cada paso con acentos de una verdad profunda. Sus dudas, sus dolores, sus desprecios por sí mismo y por la razón, sus terrores religiosos se revelan allí de manera sucesiva por una elocuencia sublime. Se ha dicho precisamente que él escribe con la sangre de su corazón. De igual forma, ¡qué destellos de pensamiento y de sentimiento surcan en todo momento esos magníficos fragmentos! ¡Hasta qué punto ese hombre, que despreciaba la poesía así como la filosofía y las ciencias, es poeta por el esplendor de su estilo! Sea que anule al hombre entre los dos infinitos; sea que esa caña pensante se levante noblemente bajo el universo que la aplasta; sea alzando los ojos hacia el cielo, Pascal se sienta de repente atemorizado por el silencio eterno de esos espacios infinitos, uno reconoce en cada página el libre y sincero impulso de una gran alma hacia Dios y sigue al escritor con una ansiedad llena de terror, a través de ese gran drama religioso, cuya expresión fragmentada y enigmática parece incluso acrecentar el poder. «Es por el alma por lo que Pascal es grande como hombre y como escritor; el estilo que refleja esa alma tiene todas las cualidades, la sutileza, la ironía amarga, la ardiente imaginación, la razón austera, la turbación y a la vez la casta discreción. Ese estilo es, como esa alma, de una belleza incomparable43».

43

V. Cousin, des Pensées de Pascal [de los Pensamientos de Pascal], prólogo, p. VII.

CAPÍTULO XXXII. LUIS XIV Y SU CORTE. Carácter general de la literatura bajo Luis XIV. — Cuadro de la corte; Madame de Sévigné.

Carácter general de la literatura bajo Luis XIV. Corneille, Descartes y Pascal completan la primera mitad del siglo XVII. A pesar de la diversidad de sus ingenios, estos grandes hombres tienen entre ellos cierto parentesco intelectual. Un impulso espiritualista, sencillez en la grandeza, una inspiración contenida dentro de lo sublime: tales son los principales rasgos que ellos poseen en común; se percibe que una grave y majestuosa harmonía tiende a establecerse entre los más ilustres representantes del pensamiento francés. Pero sí ellos tenían ya un lazo de unidad en el pensamiento del siglo, aún no tenían un lugar en el gobierno. Sin embargo, crecía, en medio de las sangrientas frivolidades de la Fronda, el hombre que primero debía darle a Francia lo que ella más deseaba, la fuerte unidad que crea su fuerza y su gloria. La realeza, esa personificación material de un pueblo, era la única forma con la cual la nación podría verse y comprenderse a sí misma: Luis XIV fue su expresión más gloriosa. Su personalidad parecía estar hecha para su función: su talla, porte, belleza y gran aspecto físico anunciaban su soberanía; una majestuosidad natural acompañaba todas sus acciones e imponía respeto. Suplía por un gran sentido la falta de su educación. Tenía sobre todo el instinto del poder, la necesidad de dirigir y la fe en sí mismo, tan necesaria para conducir a los demás. Además, tomó posesión sin desconfianza de todas las fuerzas vivas de la nación. Entró en su siglo como si entrara en su propia casa. Su máxima fue totalmente contraria a la de las tiranías vulgares; deseó unir para reinar. Concentró en el estrado de su trono todo aquello que fuera influencia o esplendor: nobleza, fortuna, ciencia, ingenio y valentía, que resplandecieron como rayos brillantes alrededor de su corona. El pueblo, cansado de la guerra civil, se aferró a su rey como a su protector; la burguesía prefirió este amo en lugar de los otros, que le garantizaba, a falta de otras igualdades, la de la obediencia. La aristocracia abandonó una vez más, como cuando Francisco I, sus aburridos castillos por la elegante domesticidad de la corte. Pero, esta vez su presencia ya no fue más amenazante para el poder real. Richelieu había vencido para siempre su orgullo; y la reacción abortada de la Fronda, aquella revolución parlamentaria en la que la nobleza hizo un motín, le había probado a ella misma

su impotencia. A partir de ese instante, la nobleza no será nadie, más que con y por el rey; podrá volverse para Francia una carga, pero al menos no será más un peligro. Es en la corte, en los mecanismos del trono donde es necesario considerar el movimiento intelectual del reino y abarcarlo en su totalidad. El hombre que dijo: el Estado soy yo, pudo decir también: las letras, las artes, el pensamiento de mi época, soy yo. No porque el siglo hubiera abdicado en favor de los gustos y las opiniones personales del monarca, sino porque éste representaba del modo más sorprendente, en una brillante personalidad, las opiniones, los gustos y las aspiraciones de su época. En primer lugar, esta realeza quiere desarrollarse a gusto, crearse a sí misma su apariencia, y, por así decirlo, su forma. Abandona el Louvre, donde viene, no obstante, de dejar su huella, y donde el médico Claude Perrault elevó esa imponente columnata, tan noble y tan recta a la vez: es en Versalles donde va a ostentar todo su esplendor. El Louvre no es más que un palacio, cubierto y como absorbido por la gran ciudad popular, donde la realeza aún cree oír los últimos murmullos del motín que atentó contra su origen; le hacía falta una ciudad, y una ciudad que ella construyera, que la ocupara sola. "San German, afirma Saint-Simón, ofrecía a Luis XIV una ciudad terminada y cuya posición se conservaba por sí misma. Él la abandonó por Versalles, el más triste y el más ingrato de todos los lugares, sin vista, sin bosques, sin agua, sin tierra, porque todo el lugar era arena movediza o pantano. Se complació en tiranizar la naturaleza del lugar, en someterla a fuerza de arte y de tesoros. No había allá más que un deprimente cabaret; y allí construyó una ciudad entera". Este lugar, como ingeniosamente dijo el duque de Créquy, es uno de los favoritos sin mérito, que le deberá todo al maestro y lo complacerá mucho más. Versalles es la obra simbólica del reinado de Luis XIV. Revela el pensamiento, las grandezas, el inmenso y cruel egoísmo de este reinado. La fachada del oriente, que está hacia París, presenta un amontonamiento irregular de edificios, donde el modesto castillo de Luis XIII, con sus murallas de ladrillos, está cubierto por las nuevas y vastas construcciones. Tres patios de sin igual magnitud conducen hasta el santuario donde reposa la majestad real. Es al occidente donde Versalles es indudablemente él mismo. Allí una fachada inmensa se exhibe con una regularidad perfecta; nada altera la serenidad de su desarrollo. Ya no hay más torrecillas, ni más huecos de escaleras, nada que recuerde la antigua arquitectura nacional. Un solo cuerpo de edificio sobresale en la mitad de esta larga línea recta; y allá es donde el amo habita; las dos alas se echan hacia atrás y conservan una respetuosa distancia.

Jules Hardouin Mansart construyó ese palacio; Lebrun lo pobló de pinturas; y con su esplendor imponente, su ciencia del efecto teatral, él puso todo el Olimpo a los pies del rey de Francia. La mitología no es más que una alegoría magnífica cuya realidad es Luis XIV. Las naciones vencidas ahí son personificadas: Alemania, Holanda, España y la misma Roma allí doblegan humildemente sus rodillas; pero en ninguna parte aparece la figura de Francia; no se ve allí sino la de Luis. Un tercer artista completó la obra de Mansard y Lebrun: Le Nôtre creó una campiña para esta casa. En las ventanas de su incomparable galería de vidrios, Luis solo se ve a sí mismo. El horizonte entero es su obra, puesto que su jardín es todo el horizonte. Esos bosquecillos, esas avenidas tan rectas, no son más que la prolongación indefinida del palacio; es una arquitectura vegetal que reproduce y completa la arquitectura de piedra. Los arboles solo vegetan bajo la regla y la escuadra; las aguas, llevadas a esos lugares áridos a grandes costos, solo surgen en estos diseños regulares. Miles de estatuas de mármol y de bronce son los cuadros mitológicos de este castillo de verdor, y, como los de Lebrun, presentan la apoteosis del rey y de sus amores. Francia pagó para construir Versalles una suma que equivaldría hoy en día a cuatrocientos millones. El lujo de la paz fue casi tan fatal al pueblo como las ambiciones de la guerra. Pero, el rey puede contemplarse, admirarse en la ingenuidad de su egoísmo; creó alrededor de él un pequeño universo en el que él es el centro y la vida. Es este el modelo que él propone a los artistas; es el símbolo que todos los poetas y los escritores van más o menos a reproducir 1. Versalles, aunque rejuvenecida por el feliz pensamiento del último de nuestros reyes, no es más que la sombra de él mismo; para tenerlo todo completo, hace falta repoblarlo con la imaginación, devolverle su pueblo brillante y engalanado, sus fiestas espléndidas, como las muestra Mme. de Sévigné. “¿Qué os diré? Magnificencia, inspiración, toda Francia, ropas gastadas y rebroches de oro, pedrerías, hogueras de fuego y de flores, confusión de carros, gritos en la calle, antorchas encendidas, retrancas y gente de a pie; en resumen, el torbellino, la disipación, las demandas sin respuestas, los cumplimientos sin saber lo que se dice; las cortesías sin saber a quién se le habla, los pies enredados en las colas." Se necesita volver a ver a Versalles a través de las alusiones evidentes de Bérénice: ¿Viste, Phénice, de esta noche el resplandor? ¿No están tus ojos completamente llenos de su grandeza? Esas llamas, esa hoguera, esa noche encendida,

1 Véase sobre el simbolismo de Versailles, dos capítulos de las Fastes de Versailles, por H. Fuiluui, y las páginas donde M.H Martin los resume y donde corrige la expresión y el gusto, Histoire de France, t. V, p. 105 y siguientes.

esas águilas, esas haces, ese pueblo, ese ejército, esa multitud de reyes, esos cónsules, ese senado, esplendor tomaban todos de quien yo más amo: Esa purpura, ese oro que realzaba su gloria, y esos laureles, en fin, testimonios de su victoria, todos esos ojos que se veían venir de todo lugar, confundían sobre él sus ávidas miradas, esa puerta majestuosa, esa grata presencia.... ¡Cielo! con qué respeto y qué complacencia todos los corazones en secreto dan garantías de su fe. Habla: ¿se puede verlo sin pensar, como yo, que en alguna obscuridad donde el destino le haya hecho nacer el mundo, viéndolo, reconoció a su maestro?

Luis es, de hecho, el alma de su corte como la de su palacio. Es él quien inspira la gracia y el espíritu a las mujeres, el valor y la cortesía a los hombres de guerra, la emulación y casi el ingenio a los artistas; y los cortesanos viven y mueren de sus miradas. Lejos de evitar la representación como una carga, se siente cómodo en su función de rey; la cumple con la satisfacción y la felicidad de un buen artista. Mueve todo alrededor de él y distribuye con gusto ese mundo brillante que le pertenece. Mejor que Mansard, Lebrun y Le Nôtre, él mismo hizo su ciudad, una Versalles viviente, tan plena de elegancia y majestuosidad. Es fácil presentir el carácter de la literatura bajo un semejante monarca. Entrenada en la esfera real, llegará a ser una parte del vasto conjunto monárquico. La independencia orgullosa de Pascal y Descartes va a ceder su lugar a ese espíritu de perseverancia que le faltaba a Corneille. "Se condena todo lo que se aleja demasiado de Lulli, Racine y Lebrun" dijo La Bruyère 2. La poesía será talada y podada como los tejos del tapiz verde: Boileau continuará Le Nôtre. Por otra parte, las letras no reflejarán únicamente la regularidad del gran reino; también recibirán la cortesía y la gracia. La sociedad de mujeres, esas largas conversaciones cuyo fondo es nada, donde el bordado lo es todo, la necesidad de decir todo, la obligación de cubrir ciertas cosas, las intrigas del corazón, la ciencia de las pasiones y ridiculeces; la corte, en pocas palabras; qué excelente escuela para doblegar el talento, para romperlo con la más grande esgrima del lenguaje! Luis XIV, nos dice

2 Capítulo de los grandes

Saint-Simon, "jamás pasó ante la menor cofia sin levantar su sombrero, les digo a las criadas, y a las que él conocía para tales"3. Los poetas franceses también respetarán a las mujeres; incluso cuando hablen mal de ellas, pensarán en agradarlas; y este respeto les traerá felicidad. El siglo de Luis XIV será el siglo del gusto. Si la literatura de esta época solo hubiera sido el reflejo de las costumbres elegantes de la corte, podría despertar la curiosidad del historiador, pero no ameritaría el estudio y la admiración del artista; tendría en los anales del pensamiento humano el mismo lugar que la poesía efímera de los trovadores. Sin embargo, afortunadamente la literatura recibió otras dos influencias más decisivas que la de la monarquía, aunque más difíciles de comprender. En primer lugar, la del cristianismo, que, infiltrada en la nación durante toda la Edad Media, había dejado en las mentes tendencias y costumbres, no menos que creencias. Las disputas de la Reforma bien habían podido elevar algunas neblinas alrededor del santuario, pero no agotar en los corazones la sangre cristiana que los hacía vivir. Las almas se replegaban siempre sobre sí mismas, observándose, estudiándose con temor bajo los ojos de un Dios justo y celoso; a esto se debe esa ciencia de las pasiones, ese profundo análisis del corazón; esa sensibilidad siempre combatida y por consiguiente, tan tormentosa, tan poderosa. Además, la Antigüedad grecorromana había sido reencontrada por el siglo XVI; pero, orgulloso y contento de su conquista, este se convirtió en su guardián en lugar de ser su maestro; semejante al dragón de las Hespérides, había cuidado con celos las manzanas de oro. El siglo de Luis XIV hizo como el viejo Esopo, que aligeró su carga alimentándose de los panes que llevaba. Entre los pensamientos y la expresión de la Antigüedad, asimiló todo lo que era análogo a su naturaleza; tomó, en particular, la regularidad, la sabiduría, el sentido común y el buen gusto. De estas influencias diversas se formó una literatura perfectamente homogénea, un edificio majestuoso e inmortal. En el primer aspecto, se descubre allí la unidad, la conveniencia y la dignidad monárquica. Pronto, en lo natural, en la justicia perfecta, en la imperecedera solidez de los materiales, se reconoce la tradición antigua. De hecho, el perfume religioso y, de alguna manera, el olor de incienso que se respira en todas partes, revela la presencia del cristianismo. La combinación armoniosa de estos elementos fue la gran labor de los escritores de esta época; así lo atestiguan los apasionantes enfrentamiento entre los antiguos y los modernos,4 en donde, por un lado, figuran Boisrobert, Desmarets de Saint-Sorlin, Charles Perrault y Lamotte; y por el otro,

3 T. XXIV, 144, édit. 1840. 4 La disputa entre los Modernos contra los Antiguos fue relatada con mucha erudición e ingenio por H. Rigault, en su tesis de doctorado, reproducida en el t. I de sus OEuvres completes.

Boileau, La Fontaine y Mme. Dacier. Sin embargo, no fue con disertaciones como los grandes genios de la época resolvieron el problema; fue con las obras maestras: para probar el movimiento, solo les bastó caminar. Cuadro de la corte: Madame de Sévigné; Madame de La Fayette. El fruto más natural, el más espontáneo de esta época brillante, la obra literaria donde la sociedad se confunde, por así decirlo, con su imagen, es la correspondencia de Mme. de Sévigné. Correspondía al reino de la corte, es decir al espíritu de la sociedad, hacer de la conversación escrita un género literario, y de un conjunto de cartas una de las obras más representativas. La edad precedente se había expresado sobre todo por las memorias, una especie de conversación entre un autor y la posteridad. El siglo XVII también tuvo sus memorias. Sin hablar de las curiosas, pero poco auténticas anécdotas de Guy-Patin, y de la crónica escandalosa que Bussy-Rabutin publicó bajo el título de Amours des Gaules, Mme. de Motleville, Mlle. de Montpensier y La Rochefoucauld continuaron este género de historia familiar creada en el siglo XVI, y tan natural al espíritu nacional; Paul de Gondi, cardenal de Retz, eclipsó a todos sus rivales por la elocuencia de sus narraciones, y fue algunas veces el Salustio de la Fronda, como había aspirado a ser el Catilina. Sin embargo, bajo el reino de Luis XIV, el espíritu de conversación no se satisfizo con esos lentos monólogos, con esas confidencias hechas a la edad siguiente; la generación contemporánea era lo suficientemente brillante como para que se concentraran sus pensamientos allí. Charlar era la vida entera; en eso se consumía con mucho gusto la mente, la imaginación, el gusto, como en una obra de arte. El menor acontecimiento, un ruido de salón, un matrimonio hecho o fracasado, era "un buen tema para razonar y hablar eternamente. Es lo que hacemos día y noche, tarde y mañana, sin fin, sin cesar, y esperamos que ustedes también hagan lo mismo" 5. La conversación había adquirido flexibilidad junto con la elegancia. No se disertaba más, como en casa de Catherine de Vivonne; se abandonaba con gracia. "Se necesitaba quitar el aire y el tono de la compañía lo más pronto que se pudiera, y hacer entrar a las personas en nuestros placeres y en nuestras fantasías. Sin esto hay que morir, y morir sin honra"6. Se piensa que la maledicencia tenía su buena parte en esas interminables charlas. Cuando se había hablado bien de sí mismo, era justo que se dijera una pobre palabra del prójimo. Puesto que "es agradable aquí, el prójimo, especialmente cuando cenamos"7. Si una salida llegaba a interrumpir este encantador cambio de pensamientos y malicias, era necesario suplirlo. Afortunadamente, hay "señores postillones

5 Sévigné, carta del 19 de diciembre de 1670. 6 Sévigné, carta del 1° julio de 1671. 7 Sévigné, carta del 23 de diciembre de 1671.

incesantemente en las carreteras para llevar y traer las cartas; por último, no hay un día en la semana en que no le lleven alguna a usted o a mí. Ellos están siempre a todas horas por la campiña. ¡Las personas honestas! ¡Tan amables! y ¡qué bella invención la del correo!"8 En esta época, todo el mundo escribía y escribía bien. La menor mujercita, como dijo Courier, hubiera dado una lección a nuestros académicos. Ninguna literatura tiene algo que objetar en este género a los nombres de Ninon de l'Enclos, Mmes. de Montespan, Coulanges, La Sablière y Maintenon. Pero el más célebre de todos es el de Marie de Rabutin-Chantal, marquesa de Sévigné 9. Viuda a los veinticinco años, con una gran fortuna y una notable belleza, se dedicó por completo a sus dos niños, a su hija sobre todo, la bella y fría Mme. de Grignan, por quien tuvo una pasión extrema hasta el fin de su vida. El severo Arnauld la regañaba muy fuerte, diciendo que ella era una bonita pagana, y que ella hacía de su hija el ídolo de su corazón. Excusemos esa inocente idolatría: le debemos una correspondencia que, durante veintisiete de los más curiosos años del reinado de Luis XIV, fue siempre tan solícita y tan plena de interés y elocuencia como el primer día. Es por amor materno, para distraer a su hija, quien se aburre majestuosamente en medio de las fiestas y de las molestias de la sociedad provincial, por lo que ella decide transportar París y Versalles a Aix. Su correspondencia, como un espejo encantado, nos permite conocer la corte y sus intrigas, el rey y sus amantes, la Iglesia, el teatro, la literatura, la guerra, las fiestas, las comidas y los servicios. Todo esto se anima y se colorea a través del pensamiento de esa mujer encantadora. "Jamás tuve la imaginación tan afectada, decía el duque de Villars-Brancas después de haber acabado la lectura de sus cartas; me parece que con un toque mágico, como por arte de magia, ella había hecho salir ese antiguo mundo.... para hacerlo pasar ante mí"10. La entrega y la facilidad del estilo contribuyeron a la ilusión. Si Mme. de Sévigné escribía a sus otros corresponsales, como Bussy y Coulanges, con su hija charlaba: deja correr la pluma libremente y las cartas que le escribe son las más exquisitas de todas. Le da con placer lo mejor de todo, es decir la flor de su alma, de su mente, de sus ojos, de su pluma, de su escritura; y luego el resto continúa como se pueda. Se divertía tanto al charlar con su hija que con los demás trabajaba.11 Es en estas cartas donde hay que buscar el estilo francés por excelencia, lleno del sabor galo del siglo XVI, y purificado por todas las elegancias de una sociedad de élite. Sevigné ama y recomienda sobre todo lo natural, que, a su forma de ver, compone un estilo perfecto12.

Sévigné, carta del 12 julio de 1671. 9 Nacida en Bourgogne en 1627; murió en 1696. 10 Walkenaer, Memorias sobre Mme. de Sévigné, t. 111, page 376. 11 Sévigné, carta del 20 de marzo de 1671. 12 Sévigné, carta del 18 de febrero de 1671 8

Deseaba saber a cuál de las damas de Provence le gustaba lo que ella escribía; y encuentra ingenuo que es buena señal para esta dama; puesto que, agrega, mi intelecto es tan descuidado, que hay que tener un intelecto natural y del mundo para poder acomodarse allí.13 De todas las inspiraciones del gran siglo que experimenta Mme. de Sévigné son, sobre todo, las de la corte y la del mundo. No obstante, sería un error creer que ella no tuviera otra. Las del cristianismo y la Antigüedad clásica, por ser aquí menos aparentes, no son menos reales. Ese gusto antiguo de lo simple y de lo natural era en parte el fruto de una sólida instrucción. En la antigua abadía de Livry, bajo la dirección del abad de Coulanges, su tío, el muy bueno, la joven Marie de Chantal había recibido una educación excelente; leyó mucho, aprendió mucho: sabía italiano, español y un poco de latín. Ménage y Chapelain habían sido sus maestros. Más tarde, leía a Montaigne y Pascal, Tácito y Quintiliano, Virgilio y Tasso, con la grandeza del latín y del italiano14. No complacerse en las lecturas sólidas, esto da, decía ella, clorosis en la mente. También agregaba a la literatura propiamente dicha lecturas más sólidas aún; tenía, incluso en la campiña, "toda una repisa de devoción, y ¡qué devoción!" Esta contenía los Ensayos morales de Nicole, la historia de las Variaciones, a San Agustín, en toda la majestad de sus in-folio, que devoraba en doce días cuando llovía. Todos sus estudios no se detenían en su intelecto, descendían hasta su corazón y daban a esta mujer, en apariencia tan frívola, un aspecto fuerte y serio. Nada es tan punzante como la mezcla de religión y hábitos mundanos que se arreglan como pueden en su consciencia. Todo esto forma una pequeña devota que no vale mucho15, pero que es aún más encantadora. Los sentimientos se vuelven más profundos en esta alma incesantemente afectada por los graves pensamientos del cristianismo y por la palabra apostólica de Bossuet y de Bourdaloue. Y esto es una de las características más llamativas de la sociedad de esa época. No separemos de Mme. de Sévigné a su encantadora amiga Mme. de La Fayette, la autora de Zaide y de la Princesa de Cleves. Estas novelas, como lo dijo muy bien nuestro amigo Geruzez, "eran más que una novedad, eran casi una revolución16;" pero era la revolución del buen sentido, del buen gusto y de la simplicidad que venían a reemplazar la extravagancia, la exageración y los inventos imposibles de la novela antigua. En la Princesa de Clèves, la autora no relata su corazón, sino su vida; y la verdad de los sentimientos les da un poderoso encanto a todos sus cuadros. Como las cartas de su amiga, esta historia también es una imagen de la corte de Luis XIV. La duquesa de Valentinois es Madame de Montespan; Marie Stuart oculta a la duquesa de Orléans; el príncipe

13 Sévigné, carta del 23 de diciembre de 1671 14 Es probable que no leyera a Tácito en el original, y que solo conociera a Virgilio a través de Aníbal Caro, a pesar de lo que dice. 15 Así la llamaba su hija, Mme. de Grignan. 16 Historia de la Literatura Francesa, t. II, p. 197, 2e edición.

de Clèves no es otro que M. de Lafayette; La Rochefoucauld se muestra allí como el duque de Nemours. Nosotros no le reprochamos a la amable autora los anacronismos de color que conducen a la corte de Henri II las costumbres y el lenguaje de los cortesanos de Versalles: Mme. de La Fayette conservó fielmente una verdad más preciosa que la del vestido, la eterna verdad del sentimiento y de la pasión.

CAPÍTULO XXXIII. El TEATRO BAJO LUIS XIV. Racine. — Molière. Racine. Si la correspondencia epistolar durante el reino de Luis XIV reproduce mejor que cualquier otro monumento la fisionomía real de este, la poesía tenía que expresar su imagen ideal. Por una felicidad rara, cuatro genios superiores, cada uno en su género, se elevaron a la vez al vértice sagrado donde planeaba solitariamente el águila envejecida de Corneille. Molière, Racine, Boileau y La Fontaine, estos nombres que bastarían para la gloria de una literatura, son agrupados por una prodigalidad de la Providencia en el espacio de pocos años. Tres de ellos brillan en la corte de Luis, que le da así a las letras sus títulos de nobleza. Pero un vínculo aún más estrecho los une a todos. Se conservó el recuerdo de esas cordiales reuniones de la calle Vieux-Colombier, donde los “cuatro amigos, cuyo conocimiento había comenzado por el Parnasianismo, concibieron lo que se podría llamar una Academia, si su nombre hubiera sido mayor y si hubieran mirado tanto a las musas como al placer. La primera cosa que hicieron fue prohibir entre ellos las conversaciones reguladas y todo lo que caracteriza a la conferencia académica. Cuando se encontraban reunidos y ya habían hablado bien de sus diversiones, si la casualidad los hacía tratar de algunos temas de ciencias o de bellas letras, aprovechaban la ocasión. Era, no obstante, sin detenerse demasiado tiempo en una misma materia, revoloteando de tema en tema, como las abejas que encuentran en su camino diversas clases de flores." A menudo, en los días buenos, "Acante (Racine) proponía un paseo a algún lugar fuera de la ciudad, que estuviera lejos y donde pocas personas entraran.... Le gustaban extremadamente el jardín, las flores, los sombreados. Polyphile (La Fontaine) se parecía a Racine en todo; sin embargo, se podía decir que La Fontaine amaba todas las cosas. Esas pasiones que les llenaban el corazón de cierta ternura, se manifestaban hasta en sus escritos y formaban la

principal característica".17 Es en estas conversaciones amables donde nuestros cuatro amigos se comunicaban sus proyectos, se leían sus obras. Es a esta relación a la que nosotros le debemos, no las grandes cualidades de cada uno de ellos, sino la unidad de dirección y de objeto que da a sus escritos cierto aire familiar, y que vuelve más sensible en ellos el espíritu general de su siglo. Examinemos ahora las formas particulares que reviste su poesía. No se espera de una época semejante ni la narración ingenua de la epopeya, ni los impulsos entusiastas de la oda. Si es un género de poesía que exige, para producir su efecto, una numerosa y brillante reunión; que, en una sala hábilmente construida, dispone a los oyentes de tal manera que vengan a hacerse ver como también a escuchar; que, en su obra, expone con un arte que seduce todos las debilidades del corazón y sabe excusarlas, ennoblecerlas, cubriéndolas con nombres heroicos, en pocas palabras, que presenta un espejo adulador a esta sociedad idólatra de sí misma, sin duda alguna que este género de poesía se cultiva con éxito, acogido con éxtasis. Este género fue creado por Racine 18. He aquí una tragedia completamente nueva, que no pudo nacer y florecer en ninguna otra época: he aquí los celos, la ambición, el amor, sobre todo, con todos sus matices, desde el sentimiento más tierno hasta los arrebatos más ardientes, que se envolvieron en una aureola poética. He oído los nombres gloriosos de Ilión, Atenas, Roma, veo pasar ante mis ojos a Hermione, Agamenón, a Tito y Teseo; reconozco las tiernas debilidades de la corte de Francia; pienso en Mancini, Henriette y La Vallière; he encontrado en todas partes a Luis el Grande, no porque el poeta haya buscado frías alusiones: él vivió y pensó con su siglo, se inspiró en lo que sentía y veía alrededor de sí, le devolvió a la sociedad, en una forma brillante, lo que esta le dio de inspiraciones. La tragedia ya no es, como en Corneille, el heroísmo que se ha vuelto convincente; es la pasión que se ha hecho heroica. La fuerza dramática ya no es la admiración, sino la ternura. El poeta nos eleva menos; nos repliega en nosotros mismos. El arte ganó en verdad lo que perdió en altura. No esperemos las conmociones violentas de lo poético; Los antiguos artistas las desdeñaban en el interés de la belleza 19: Racine las evitará en nombre de las conveniencias. Sus efectos serán conformes a la delicadeza de una corte sensible a los matices más ligeros. A pesar de las diferencias que lo distinguen de su predecesor, hay entre ellos un parecido que les imponía su época. Ambos son espirituales en el más alto grado; ambos buscan exclusivamente en la naturaleza moral la fuente de su poder, desdeñan o ignoran el espectáculo exterior, el movimiento material de la ciencia, los colores hechos completamente de la historia.

17 La fontaine, Les Amours de Psyché et de Cupidon, Libro I 18 Jean Racine nació en la Ferté-Milon en 1639; murió en 1699 19 Ver Laocoon de Lessing y la Historia del arte en los antiguos de Winckelmann

Sus cuadros nos son retratos, sino tipos; son ideas que han tomado bajo sus manos un cuerpo y un rostro. Estos poetas no abrazan, como Shakespeare, la realidad ordinaria para elevarla al ideal; toman el pensamiento en su germen y lo calientan bajo sus alas hasta que haya recibido la vida. De ahí la fuerte unidad, que sufre Corneille y cuyo yugo Racine lleva tan ligeramente. De ahí ese pequeño número de personajes, siempre restringido a las indispensables necesidades de la intriga; de ahí esa marcha rápida e ininterrumpida de un solo y único hecho; de ahí, en suma, esos grandes pórticos desérticos donde se encuentran los interlocutores, sitios vagos, sin carácter y sin nombre, donde se agita una acción ideal despojada con cuidado de todo episodio vulgar; de manera que se puede decir que hay menos unidad de tiempo y de lugar que nulidad de los mismos. La acción moral, espiritual, parece vivir en sí misma, como el pensamiento, y no ocupar ni duración ni espacio. Aunque Racine en sus conceptos sea menos sublime que Corneille, aunque reduce sus personajes a proporciones más humanas y más naturales, hay que evitar creer que no tenía también su ideal. Sus caracteres son ennoblecidos, no por su perfección moral, sino por el libre desarrollo de su naturaleza: alcanzaban por eso un más alto grado de ser, es decir, de belleza. En esa esfera maravillosa, poblada de reyes y de héroes, el aire es menos pesado en esas nobles frentes; las necesidades vulgares de la vida no oprimen más los pechos; los corazones se dilatan sin otro obstáculo que el choque de las pasiones rivales, o los límites infranqueables de la condición humana. Las pasiones de la corte se convierten en las pasiones de la humanidad, y la obra de Racine permanecerá imperecedera como ellas. La acción no es menos poéticamente transfigurada. ¡Qué hábil gradación de interés! ¡Qué feliz combinación de peripecias! ¡Cómo está todo sabiamente preparado, motivado y justificado! No hay ningún vacío en el tejido de los incidentes, ni una inverosimilitud. El espectador es llevado sin reposo, sin descanso, desde la exposición hasta el desenlace. El poeta es como la providencia de este pequeño mundo dramático: previó y fijó los acontecimientos, y les deja a los personajes que creó toda su libertad moral. Sin embargo, es, sobre todo, por el estilo como Racine cubre a sus héroes de una magnificencia ideal. Aquí, estaríamos muy tentados a adoptar la opinión de Voltaire, quien deseaba que para toda crítica se escribiera abajo de cada página: "¡Buena! ¡Sublime! ¡Armoniosa!" No obstante, preferimos agregar algunas líneas sobresalientes del discípulo de un gran maestro, transformado

él mismo en un maestro distinguido 20: ellas nos indicarán por cuáles procedimientos el escritor pudo alcanzar esa perfección que encanta y desespera. "Ante todo, Racine es de la escuela de Horacio; tomó por regla este precepto que se puede infringir y que no se abroga: Et quæ Desperat tractata nitescere posse, relinquit, Él escoge entre las ideas que se ofrecen a su espíritu; y de las que conserva y encadena, forma una trama sólida y delicada, que es, según Buffon, como la substancia del estilo. Pronto, esta cadena lógica se esclarece de imágenes y se anima de sentimientos; puesto que, para volverse poético, el pensamiento debe conmover el corazón y afectar la imaginación. Tal es la manera como el lenguaje se volverá sensible. En este punto, el poeta escoge todavía, y el vocabulario de donde extrae las palabras destinadas a representar y emocionar, por muy restringido que sea, le ofrecerá abundantes recursos; ya que él sabe ennoblecer los términos vulgares por el lugar que les da, porque rejuvenece los que el uso haya desgastado, restituyéndoles su concepción original; ya que presta a todos una luz nueva, un relieve inesperado por alianzas tan afortunadas que el éxito anula su audacia. De hecho, Racine no era menos osado que los novatos más temerarios; solo tenía mayor éxito. Por lo demás, sus más grandes audacias se relacionan con costumbres de nuestro lenguaje antiguo, o con fuentes latinas. Fiel a esa doble tradición incluso en sus distancias aparentes, no forja nada, descubre y sabe cómo utilizar. De ahí, tanta riqueza unida a tanta pureza.... Dispone como un maestro la lengua, la domina sin violencia, y hace con ella, gracias a su ingenio, una pintura y una música". Lejos de ser una disonancia pretenciosa en el diálogo, este estilo admirable contribuye a la ilusión dramática. Hacía falta, de alguna manera, un lenguaje divino para hacerme creer que oigo a los héroes y los dioses. Las tragedias de Racine pueden dividirse en tres clases. La primera encierra los temas extraídos del teatro griego; y aquí, ¡qué habilidad en la elección y qué ingenio en la ejecución! Primero, deja respetuosamente a la distancia a Esquilo y a Sófocles, a los que no se toca impunemente, y solo se dirige a Eurípides, el menos perfecto en su conjunto, el más emocionante en sus detalles; el que, de todos, se podía refundir menos difícilmente, el que ofrecía la mayor analogía con el talento de Racine. Luego afecta con la impronta moderna y cristiana todo lo que él le toma. Andrómaca 20

M.Geruzez, Teatro escogido de Racine. París, 1847. Prefacio, p. XXV.

(1667) ya no es una esclava vulgar condenada sucesivamente al amor de todos sus amos; es la noble y fiel esposa del gran Héctor, la madre de su Astyanax. Ifigenia (1674) es una virgen real, orgullosa y resignada en la desgracia; Aquiles, un generoso caballero, dispuesto a afrontar lo que sea por lo que ama. Es, sobre todo, en la tragedia de Fedra (1677) donde resplandece todo el poder de una imitación creadora. El interés que, en la pieza griega, se fija en el hijo inocente de Teseo, aquí se dirige a su esposa culpable, sobre Fedra a pesar de sí, pérfida, incestuosa. El poeta francés acepta el tema, pero desplaza el centro de la acción. En general, en todas sus piezas tomadas del griego, la idea original pertenece íntegramente a Racine. Esta se desarrolla en un medio mitológico del cual elige los elementos que puede asimilarse. El mismo principio dirige Racine en sus tragedias históricas, que forman la segunda clase; la historia, para él, es solo una pañería flotante con la cual rodea majestuosamente su idea poética. Británico (1669) es el más bello estudio del corazón humano. Es un príncipe localizado en el momento terrible en que el hombre se vuelve un monstruo; es el espectáculo eternamente verdadero del primer paso en el crimen. Tácito daba los elementos reales del drama; Racine desdeñó una parte y solo tomó aquellos que podían enriquecer el germen vital. Berenice (1670) se basta a sí misma, y, ¡prodigiosa de talento! durante cinco actos, esta suave elegía sin acontecimientos, sin episodios, suscita interés y hace derramar lágrimas. Mitrídates (1673) es la obra maestra del género. Corneille, vencido en el terreno desfavorable de Berenice, es igual aquí en su propio dominio. A los impulsos sublimes del gran poeta, Racine le opone lo sublime del conjunto. Un magnífico contraste abate vencido a los pies del amor la noble frente del rey blanco en la victoria, y tan augusto aún en la derrota por la inquebrantable obstinación de su coraje. Mitrídates corona la serie de tragedias históricas de Racine, como Fedra la de las tragedias griegas. Parecía que el poeta no podía elevarse más alto que en estas dos obras maestra. Es renunciando a esta gloria como lo consiguió. Doce años de silencio, de retiro, de estudios devotos de la Santa Escritura, despertaron en Racine un ingenio desconocido. Encontró en sus nuevas emociones el delicioso idilio Ester (1689), y los acentos proféticos en Atalía (1690). Luis XIV hubiera podido llamar a Racine, como Tiberio llamaba a uno de sus cortesanos, amicus omnium horarum; fue el poeta de todas sus horas. Parece que una armonía preestablecida hacía vivir la misma vida al poeta y al rey. El cantor del amor en la parte joven y ardiente del reino, Racine, converso, ofreció a la vejez devota del monarca el eco más magnífico de la divina palabra. Su fin fue triste también. Atalía, su obra maestra, fue desconocida para el público, y su compasión

por el pueblo le atrajo la desgracia del rey. Racine murió de pena. Con este precio debía pagar la sensibilidad que fue su ingenio y su gloria.

Molière. Algunos años antes de Racine, había debutado Molière 21, este otro pintor de la naturaleza moral, al menos igual al primero, aunque también diferente. Racine se había apropiado de las pasiones nobles, exaltadas y generosas: Molière toma posesión de los vicios, las fealdades y los defectos; lo ridículo es su ideal. Dentro de esta repartición de la humanidad, él escogió la más rica, quizás la mejor parte. La naturaleza y la educación lo prepararon para su función. Lleno de sentido y de razón, Molière estaba más impresionado por las cosas inusuales que afectado por las grandes cosas. En medio de una sociedad completamente espiritualista, su infancia había recibido impresiones contrarias. Gassendi fue uno de sus principales maestros, y mientras que su juicio rechazaba los átomos de Epicuro, aceptemos la moral, añadía él. Lleno de bondad, de buen corazón, realmente generoso, practicaba lo bueno en lugar de soñarlo. Su misma figura revelaba sus pensamientos: una nariz y una boca grandes, labios gruesos, cabello castaño, cejas negras y pobladas, contrastaban con la dulce, noble y delicada figura de Racine, tan parecido a la de Luis XIV. Una juventud errante y aventurera completó su carácter. Inclinado al teatro por una vocación invencible, el joven Poquelin renuncia a su nombre, a su familia; se vuelve director de un grupo ambulante y recorre la provincia, recogiendo en su ruta mil rasgos de experiencias y sátiras 22. Durante doce años, atravesó Francia en todo sentido, como para penetrar la vida real bajo todos sus aspectos. Al mismo tiempo, siembra a su paso esbozos llenos de elocuencia y movimiento, pero que aún no revelan al poeta original: estas son las comedias y los bosquejos a la manera italiana, como el Médico volador y Los celos de Barbouillé, primer borrador del Médico a su pesar y de Georges Dandin. Pronto compuso El atolondrado (1953), El Despecho amoroso (1654) y esas comedias de astucias e intrigas no son más que una imitación del teatro italiano. Es a París adonde Molière debía regresar (1959) para desenvolverse por completo; allá, en el centro del movimiento social, captó mejor las discordancias.

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Jean-Baptiste Poquelin de Molière nació en 1622, en Paris; murió en 1673. LIT. FR.

Se conserva, en Pèzenas, una gran butaca de madera, donde Molière venía, dijo alguien, a sentarse en silencio, el sábado, día de mercado, en la esquina del salón de un barbero, lugar de encuentro ordinario de ociosos y de campesinos.

Las preciosas ridículas (1659) revelaron al fin al poeta cómico. Es entonces cuando un espectador pudo exclamar: "Ánimo, Molière, es esta la buena comedia". De hecho, esta era la inauguración de la comedia de costumbres. A las imitaciones ingeniosas del teatro italiano y español, sucedía la viva reproducción de la sociedad francesa. Al mismo tiempo, el poeta atacaba, en la persona de las preciosas, el falso estilo literario que, desde hacía tiempo, soplaba de los Alpes y de los Pirineos. Esta pieza fue una revolución; declaró en voz alta lo que mucha gente sensata pensaba sin atreverse a decirlo. El mismo hotel de Rambouillet aplaude. Las preciosas ridículas se ruborizaban por sus ridículas imitaciones. Ménage, uno de los alcôvistes23 más ilustres, se declaró converso. "Señor, le dijo a Chapelaín saliendo del teatro Petit-Bourbon, estábamos de acuerdo, usted y yo, en todas las tonterías que vienen de ser criticadas tan finamente y con tan buenos sentimientos... tendremos que quemar lo que hemos adorado, y adorar lo que habíamos quemado. — Eso sucedió como yo lo había predicho, agregó Ménage, y, desde esta primera representación, se volvió del galimatías y del estilo forzado"24. De este modo el poeta reformaba de un solo golpe el teatro cómico y el estilo literario. Molière entonces siente convertirse en él mismo: "No tengo más que hacer, dijo, que estudiar a Plauto y Terencio, y analizar los fragmentos de Menandro; sólo tengo que estudiar el mundo". No es que él hubiera renunciado a las conquistas en el extranjero. Sin embargo, desde entonces, sus imitaciones, como las de sus ilustres amigos, no fueron más que asimilaciones, donde el elemento creador y original domina y perfecciona todo lo que él extrae. De la sátira política de Aristófanes, tan incompatible con nuestras costumbres, solo toma los detalles de la situación y rasgos del diálogo. Plauto y Terencio, menos alejados del cómico moderno, solo le ofrecen las intrigas producidas por una sociedad completamente diferente y las características generales de época o de condición siempre uniforme. Molière entrevé, sin embargo, a través de esas figuras invariables, tipos vivaces e intrigas interesantes. De Plauto, toma El avaro y el anfitrión; de Terencio, las traiciones de sus sirvientes y los debates de sus Adelphes sobre el matrimonio. En los italianos, encuentra al Doctor, académico de Bolonia o Padua, con el cual finalizó la educación en la escuela de los Vadius y de los Pancracio franceses. El Pantalon, viejo enamorado y creyente, se transforma en Gèronte; Scapin, sirviente astuto y pícaro, seguirá naturalmente a su maestro, quien lo necesita para ser engañado y robado como se necesita; él tomará fraternalmente su lugar entre el marqués de Mascarille y el vizconde de Jodelet. Molière dispone del teatro español con la

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Sabios o eruditos, personas de alto rango que solían frecuentar parte del dormitorio, delimitada por cortinas, donde eran atendidos cuando eran invitados por personas de clase alta en el siglo XVI y XVII. 24 Menagiana, edición de 1716, t. II. p. 65.

misma libertad: él no copia, transforma; se hace el alegre Homero de todos los aedos de teatros. Junto a los italianos, llamados antes por María de Médicis, una tropa de comediantes españoles había venido a instalarse en París, cuando María Teresa, hija de Felipe IV, se casó con Luis XIV. Desde entonces, esta tropa se había renovado muchas veces: su estancia prolongada facilitaba las imitaciones. Ese fue el gran recurso de Tomas Corneille. Molière tomó de allí pero con reserva. Solo se detuvo en una comedia de Moreto, El Desdén con el desdén, que le inspiró su muy infeliz princesa de Élide, y en un drama de Tirso de Molina (Gabriel Tellez), El convidado de piedra, de donde hizo a Don Juan, aceptando los detalles, pero cambiando la idea principal y el carácter de la obra original. El resto de las imitaciones se reduce a algunos fragmentos de escenas y a algunos detalles de diálogo.25 La fuente más fecunda de donde extrajo Molière fue, como él mismo lo dice, el mundo, la sociedad. Se le veía a menudo en una reunión, taciturno, soñador. Su amigo Boileau lo llamaba el contemplador. "Usted conoce al hombre, habla Molière de sí mismo en La crítica de la escuela de mujeres, y su desinterés para mantener la conversación. Célimène lo había invitado a cenar como hombre de ingenio, y nunca pareció tan tonto entre una media docena de personas que estaban en la fiesta que ella había hecho para él... él los engañó con su silencio". — “Elomire (anagrama de Molière) no dijo una sola palabra... Tenía los ojos fijos en tres o cuatro personas representativas que negociaban sobre encajes; se mostraba atento a sus discursos, y parecía, por el movimiento de sus ojos, que miraba hasta el fondo de sus almas para en estas lo que ellos no decían". 26 También se apoderó de la sociedad por derecho de primer descubrimiento. La recorrió de arriba a abajo, por su investigación filosófica. Ninguna posición elevada intimidó su coraje, ninguna posición obscura excitó su desdén. ¡Cosa extraña! Las inspiraciones que animaban la casta melodía de Racine se encuentran exactamente las mismas en la gama cómica de Molière. Ambos tomaron por principales objetos la corte, la Antigüedad clásica y la religión. Ellos describían la misma sociedad, y ésta se hallaba allí totalmente completa. La corte le presentaba inicialmente lo que le daba el encanto y el poder, las mujeres. Racine divinizaba sus pasiones; Molière combatía sus defectos: esto era incluso rendirles un homenaje. En Las preciosas, y más tarde en Las mujeres sabias, hizo caer el antifaz pedantesco que echaba a perder las gracias naturales del pensamiento. Hizo, además, la guerra a otros defectos menos chocantes y menos raros en ellas, a sus pequeñas rivalidades agridulces, a sus maldades graciosas

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M. Puibusque, de quien tomo muchos de estos hechos, ha expuesto con una erudita exactitud todas las imitaciones del teatro español que han sido ensayadas por nuestros poetas. Ver Histoire comparée des littératures espagnole et française, t. 11 26 Zelinde, comedia, por Villiers, citado por M. Sainte-Beuve, artículo Molière.

e hipócritas. Su coquetería, sobre todo, encontró en él un admirable pintor. ¿Hay algo comparable a esa Célimène que enamoraría hasta al difícil Misántropo? ¡Cuánta verdad universal en este cuadro, y, al mismo tiempo, qué tipo profundamente francés! Los poetas del Norte le dieron a la pasión de las mujeres la ternura y la melancolía; los del Sur la describieron con todo el ahínco y vivacidad del clima; pero en ninguna parte se captó con mayor precisión las encantadoras imperfecciones de esta naturaleza versátil. Se siente que Molière critica a las mujeres con amor; defiende su dignidad en La escuela de los maridos y en La escuela de las mujeres; ataca las máximas judías y romanas sobre la inferioridad y la sumisión del sexo más débil: retoma, con mesura, en nombre de la equidad y de la felicidad doméstica, la reacción contra los prejuicios, emprendida y exagerada por el pensamiento caballeresco de la Edad Media, y vuelve imposible la tiranía de los hombres, haciéndole ridícula. Ningún poeta sintió y expresó mejor todas las delicadezas del amor. Se podría citar de él versos de los que Racine debió sentir celos. La corte le ofrecía incluso un tipo no menos fecundo, esos señores que solo tenían de noble el nacimiento, y quienes creían que la presunción reemplazaba el mérito ¡Con qué elocuencia Molière describe a esos marqueses! "que llegaban a la cámara del rey, con ese aire que se conocía como el buen aire, peinando su peluca, y murmuraban una breve canción entre sus dientes, la, la, la, la, la. Organizaos, vosotros, puesto que hace falta tierra para dos marqueses, y ellos no son personas para permanecer en un pequeño espacio".27 ¿No se cree uno en el salón Oeil-de-bœuf-de Versalles cuando se leen los versos siguientes? Usted sabe lo que es necesario para parecer un marqués; No olvide el aire ni los hábitos; Ostente un sombrero cargado de treinta plumas Sobre una peluca costosa; Que el alzacuello sea de los más grandes volúmenes, Y el jubón de los más pequeños. Pero, sobre todo, le recomiendo El abrigo, con una cinta sobre el dorso remangado, Y entre los marqueses de la más alta banda Esto es para estar bien ubicado. Con sus brillantes cargas Y su compostura 27

L'Impromptu de Versailles, escena III.

Haga todo el recorrido del salón de los guardas, Y con su peinado elegante, Lleve por todos lados sus miradas bruscamente; Y, a quienes ustedes conozcan, No dejen, con un alto tono, De saludarlos por sus nombres, Cualquiera que sea su rango Esa familiaridad Da a cualquiera que lo use un aire de calidad. Frote el peine en la puerta De la cámara del rey; O si, como yo preveo, La prensa se encuentra allí fuerte, Muestre desde lejos su sombrero O colóquese sobre cualquier cosa Para dejar ver su rostro; Y exclame, sin ninguna pausa, Con un tono nada menos que natural: "Señor oficial, para el marqués Fulano de tal". Métase en la multitud y discuta con el notable, Relaciónese con un personaje, no con alguien del barrio, Apriete, empuje, llame la atención Para que usted figure de primero.28

El marqués es la pechera de Molière. "Sí, siempre los marqueses, nos dice. El marqués es hoy en día el encantador de la comedia: y, como en todas las comedias antiguas se ve siempre a un sirviente bufón que hace reír a la audiencia, asimismo, en todas nuestras piezas recientes, siempre hace falta un marqués ridículo que divierta a la compañía" 29. El instinto plebeyo del hijo del tapicero encontraba un ilustre cómplice en el instinto dominante del rey. Ambos se comprendían de maravilla para establecer la igualdad a los pies del trono. La misma aristocracia perdonaba con facilidad al poeta. Como ninguna persona quería reconocerse 28 29

Remercîment au roi, 1663. L'Impromptu de Versailles, escena III

en sus cuadros monárquicos, cada uno sabía rebajar con agrado la arrogancia del vecino. "Yo pienso, marqués, que eres tú a quien él representa en La Crítica. — ¿Yo? Yo soy tu sirviente; eres tú mismo en persona"30. Por otra parte, había casi siempre en la pieza un hombre cortesano honesto. Era un recurso para todos los amores propios. Finalmente, Molière indemnizaba la corte burlándose de la provincia, y consolaba a los nobles golpeando aún más fuerte a los advenedizos insolentes. La condesa de Escarbañás hacía pasar el Impromptu de Versailles, y El burgués gentilhombre curaba las heridas de Fâcheux. La segunda de las grandes inspiraciones de la poesía seria, la Antigüedad clásica, llama también la atención de Molière; pero mientras que Racine muestra con su ejemplo cómo hay que sacar ventaja de ella, es el gran cómico quien consigue hacer ver cómo no hay que servirse de ella. Uno abre el camino a la imitación fecunda, y el otro flagela por detrás el estéril pedantismo; ambos conducen su siglo lejos de la rutina del siglo XVI. Basta nombrar a los Vadius y a los Trissotins, quienes saben el griego como quien mejor lo sepa en Francia y quienes no son menos tontos, tontos sabios, más tontos que tontos ignorantes, Los Marforios, los Pancracios, que argumentan en baroco y en bárbara sobre la figura de un sombrero, y sobre todo esos excelentes y sapientes médicos, este docto corpore de la facultad, tan hábiles para llamar en griego todas nuestras enfermedades y en hacernos morir según las reglas del arte. De la misma manera la religión inspira la elocuencia de Molière. Lleno de respeto hacia ella cuando es sincera, él la venga también de sus pedantes que la desfiguran y de sus hipócritas que la ultrajan. Tartufo (1667) es como la segunda parte de las Provinciales. Es la continuación de la misma guerra, pero elevada a un carácter de generalidad completamente nuevo. De hecho, el ataque ya no viene de un sectario, sino de un filósofo; y el adversario atacado ya no es el jesuita, sino el ateo disfrazado. A esto se agrega que la ausencia de toda discusión escolástica y un interés dramático aún más potente vuelven esta obra maestra popular. Tartufo es la Atalía del teatro cómico; tiene de esta la pertinencia como la perfección. En los años brillantes de Luis XIV, el autor parece presentir, por la adivinación del genio, la triste epidemia que infectará el final del reino. Como verdadero poeta nacional, le da una expresión inmortal al más vivaz de nuestros odios y, por una maravilla de la que él solo era capaz, inflige al más odioso de los vicios el castigo más terrible para los franceses, el ridículo.

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L'Impromptu de Versailles, escena I.

Por lo demás, Molière se relaciona menos que sus ilustres contemporáneos con el pensamiento completamente cristiano del siglo. El alumno de Gassendi, el amigo de Bernier y de Chapelle describe la naturaleza humana en sí misma, en su generalidad de todos los tiempos; y, sin ser el menos hostil al cristianismo, se preocupa demasiado poco por este. El género que trataba parecía permitir este olvido. Molière, sin embargo, tampoco escaparía a la forma espiritualista de todos los grandes artistas de su época. Su triunfo es la comedia de carácter, es decir, el estudio del espíritu humano. Su procedimiento, como el de Corneille y de Racine, es la abstracción vivificada por el genio. El avaro (1668), el Misántropo (1666), su obra principal con Tartufo, se desarrollaron según los mismos principios de las tragedias de Racine. Los dos poetas toman una cualidad única de un individuo, anulan por el pensamiento todas las otras, la ponen luego en acción e incluso algunas veces en discusión y como en pleito con las cualidades opuestas. No hay más contrario que este procedimiento al hacer dramático de Calderón y de Shakespeare; nada más conforme al pensamiento del siglo XVII y, en general, al pensamiento francés. La gloria más grande de Molière es haber sido el poeta de la humanidad al mismo tiempo que el de su época. No solamente castigó y percibió el ridículo en las cosas que sus contemporáneos estimaban y tomaban con seriedad, sino que encarnó esos vicios y esos defectos en las creaciones con una verdad imperecedera. Supo reunir la generalidad en las pasiones y la propiedad en los caracteres. Sus personajes tienen una fisionomía tan distinta, tan personal, que uno los reconocería entre mil; uno cree haber vivido con ellos, y, sin embargo, cada siglo reencuentra en ellos sus tendencias y sus vicios; ellos son, a la vez, reales como individuos y eternas verdades como arquetipos. Esta representación de la vida no es solamente un cuadro; es, antes que nada, una poesía. Esos personajes no son retratos, sino creaciones. Molière produce como la naturaleza y según las mismas leyes, pero no las calca. Como ella, toma de un germen único sus más bellas concepciones. La intriga que arrastra a sus actores y los envuelve como una atmósfera es completamente resplandeciente por el fuego de su imaginación. Es una elocuencia alegre que contagia, que apasiona a todo ese mundo cómico, e irradia de todos los objetos, como la luz de un cielo del Sur, en miles de efectos brillantes. Ese esplendor de humor alegre, ese entusiasmo de imaginación, crece en Molière con el don severo de la observación filosófica. A medida que su razón se vuelve más profunda y su mirada más penetrante, su elocuencia cómica aumenta y se agita más y más. Es, por así decirlo, el lirismo de la irónica y mordaz alegría, en unos jugueteos puros, en una risa resplandeciente. El enfermo imaginario, con su impresionante ceremonia, es el último término y

el más sorprendente ejemplo de lo anterior. Molière alcanza ahí ese ideal de la imaginación libre y sin freno, que hacía el encanto y la poesía de la antigua comedia griega. Si uno considera esta sorprendente reunión de las más bellas y raras cualidades de la inteligencia, esa profunda sagacidad, esa elocuencia inagotable; si uno piensa en la fecundidad de ese talento que bastaba, a la vez, a los placeres de la corte, a las diversiones del pueblo, a las necesidades de la tropa y a la admiración de los expertos; si uno tiene en cuenta esa rapidez de ejecución, esa composición grande y arriesgada, especie de pintura al fresco que no deja reposar la brocha ni un instante; si uno establece todo eso en medio de una vida activa, ocupada de mil cuidados, atormentada por miles penas domésticas y por las preocupaciones de actor, autor, director, cortesano, uno evitaría contradecir a Boileau, quien, el día en que Luis XIV le preguntó quién era el poeta más grande del siglo, respondió sin vacilar: "Es Molière". No obstante, admitimos que ciertos lectores, más sensibles a las pomposas maravillas de Racine, o a la ingenuidad tan encantadora y tan rica de La Fontaine, replican con Luis XIV: "Yo no lo creo."

CAPÍTULO XXXIV. SERIE DE LA POESÍA BAJO LUIS XIV. Boileau, — La Fontaine. — Poetas secundarios. Boileau. Mientras Racine y Molière dotaban a Francia de sus obras maestras, Boileau Despréaux 31, su amigo, le enseñaba al público a comprenderlas y a admirarlas. Antes de él, el gusto incierto aceptaba confusamente lo bueno y lo mediocre. Una multitud de actores sin mérito impedían el camino de los grandes escritores; Scudéry era admirado al lado de Corneille; el buen pensamiento, ridiculizado por Molière, no era categóricamente proscrito y condenado. Se veneraba la memoria de Voiture, se admiraban los conceptos de Saint-Amand y de Chapelain. Aún no se les había dejado a España y a Italia: …De todas sus falsedades brillantes la resplandeciente locura. El mismo gran Corneille es quizás el ejemplo más sorprendente de esa mezcla de lo malo con lo excelente, del estilo falso con lo sublime. En pocas palabras, entonces había modelos, y no

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Nació en París o en Crosne, cerca de París, en 1636; murió en 1711.

doctrina. La obra de Boileau fue desembrollar el arte tan confuso del siglo XVII, asignar a cada persona y a cada cosa su categoría dentro de la estima pública; su gloria es haberlo hecho con un discernimiento casi infalible, con un valor intrépido y, finalmente, haber emitido sus juicios de una forma tan afortunada, en un lenguaje tan perfecto que nadie estará más tentado a rehacerlos que a invalidarlos. El culto del buen sentido, la soberanía de la razón en materia de gusto: tal es el mérito durable de la doctrina de Boileau. Es el rasgo de semejanza que lo une a los otros grandes hombres del siglo. Es el pensamiento de Descarte encarnado en la poesía. No se reconoce menos en su crítica los otros caracteres más pasajeros y más accidentales de su época. Amante antes que nada del orden y de la regularidad, él disciplina la poesía, como Luis XIV a la sociedad; establece rigurosamente en las obras de pensamiento la división de clases; anuncia la nobleza del lenguaje, insiste en la etiqueta de los hemistiquios y en la legitimidad inviolable de la cesura. Su pensamiento es más justo que grande, más juicioso que profundo; él ve con mucho agrado las cosas por su lado más relevante, aunque sea el más limitado. Si él quiere elogiar a Molière por esa precisión de lenguaje que nunca sacrifica la idea por la expresión, le pregunta con admiración dónde se encuentra la rima. Se trata de precisar la dificultad de concebir el plano, el conjunto de una obra de arte; de subordinar todas las partes las unas a las otras; de formar una serie, una cadena continua en la que cada punto represente una idea, como dijo Buffon: "Es una obra que me mata, escribe, por la multitud de transiciones, que son, a mi parecer, la más difícil obra maestra de la poesía. " Se espera bien que en un siglo donde domina exclusivamente el pensamiento de sociedad, donde los poetas, en general, sienten poco la naturaleza, Boileau no será la excepción. Inicialmente parece que este defecto sea de poca consecuencia en un poeta satírico. Sin embargo, su crítica sufrió la repercusión. Discípulo de los antiguos, recomienda la mitología sin comprenderla; toma por un sistema de alegorías abstractas ese panteísmo de la vida universal que es el alma de la poesía griega. Él ya casi no comprende mucho la poética grandeza del catolicismo. Rechaza a la vez lo maravilloso cristiano tanto por demasiado santo como por demasiado árido: era calumniar al mismo tiempo la poesía y el dogma cristiano. Boileau no tiene más que sus contemporáneos el sentido de la Edad Media; muestra una ignorancia desdeñosa de toda nuestra poesía antigua nacional, y diría con mucho gusto, como Luis XIV: eso es de Galia; o incluso: quítenme esas figurillas de la China. No hay que reprocharle tan rápido al crítico ese alejamiento de los tiempos que terminan. El progreso solo se hace a ese precio; las ideas nuevas solo se afirman por la negación de las antiguas: la separación se convierte en hostilidad. Descartes desdeñaba toda la

antigüedad: era una forma exagerada de la soberanía de la razón. El cristianismo naciente había perseguido el politeísmo hasta en su literatura. Es en nombre del pensamiento moderno como Boileau rechaza toda la sociedad feudal con sus artes y su poesía. Más cristiano que católico, más religioso que devoto, es por su independencia por lo que él retorna a la disciplina de nuestros antiguos maestros, los griegos y los latinos. Ésta es otra autoridad, sin duda, pero una autoridad libremente escogida e interpretada libremente. La carrera poética de Boileau puede dividirse en tres periodos. En el primero (de 1660 a 1668), el joven satírico ataca los malos poetas con toda la impetuosidad de su edad: combate a ultranza el falso estilo importado de España e Italia. Entonces publica nueve Sátiras, de las cuales cuatro son exclusivamente literarias, y las otras contienen, contra los malos escritores, un conjunto de rasgos inesperados e inclusive mucho más punzantes. "Las Sátiras pertenecen, dijo Voltaire, al primer estilo de este gran pintor, demasiado inferior, es verdad, al segundo, pero muy superior a la de todos los escritores de su tiempo, exceptuando a Racine". Agreguemos que la novena sátira, dirigida a su Espíritu, es igual a lo que Boileau nunca hizo mejor. En el segundo (de 1669 a 1677), Boileau deja reposar la sátira; ya ha destruido; ahora se trata de reconstruir. Entonces aparece el Arte Poética (1674), donde formula y coordina la doctrina literaria que viene de hacer prevalecer. Publica en el mismo año los cuatro primeros cantos del Atril (le Lutrin), ingeniosa y elegante diversión, obra maestra de versificación, digna de un tema menos débil. Incluso, un humor menos fogoso anima al crítico: su mofa es más alegre. Escribe las nueve primeras Epístolas, la última de las cuales, dirigida a Racine, reunió en su más alto grado todas las cualidades excelentes que garantizan la gloria del gran satírico francés. Después de esta pieza, Boileau, nombrado historiógrafo del rey con Racine, interrumpe como él sus trabajos poéticos: durante los dieciséis años que siguen se conforma con publicar los dos últimos cantos del Atril (1681). Solo regresa a la carrera en 1693; pero, menos feliz que su ilustre amigo, está lejos de encontrar allí un nuevo genio. Entonces comienza el tercer periodo de su vida. Reaparece a la vista del público con la Ode à Namur (Oda a Namur), débil y desafortunada tentativa lírica; compone tres frías sátiras, contra Las mujeres (les Femmes), sobre El honor (l'Honneur), y contra La equivocación (l'Equivoque), y, finalmente, escribe sus tres últimas epístolas, una de las cuales, la que termina la recopilación y tiene por tema El amor de Dios (l'Amour de Dieu), no ofrece nada atractivo, ni en la inspiración, ni en el estilo. Le faltó a ese sabio la sabiduría más rara, la de saber terminar a su debido tiempo.32 Boileau es un acontecimiento 32

D. Nisard, Histoire de la littérature française, t. 11, p. 376.

enorme en la historia de la literatura. Constituyó el estilo nacional, supo deducir y poner en relieve su carácter más vital, más permanente, el buen sentido ingenioso y burlón; ennobleció el antiguo espíritu francés de los tiempos de Villon y Marot, enseñándole el lenguaje elegante de la Antigüedad clásica y toda la buena decencia de la más ingeniosa de las cortes: es el burgués de París en la gran galería de Versalles. Esas ventajas fueron adquiridas con algunos inconvenientes. Se creyó demasiado que Boileau había trazado los límites definitivos del arte: se le llamó demasiado el legislador del Parnaso. Fue más bien el preceptor de su siglo, y, en su mismo siglo, instruyó más al público que a los escritores. Sin duda sus conversaciones debieron ser preciosas para sus ilustres amigos, a quienes les enseñaba a estar descontentos consigo mismos y a rimar difícilmente; pero sus escritos tienen, sobre todo, como meta formar lectores, y son completamente apropiados para esta tarea. Su crítica es neta, simple, accesible a todos, más bien negativa que inspiradora; reduce los principios del arte a los del sentido común; es punzante, burlesca, murmuradora, completamente adornada con nombres propios; finalmente, vierte sus preceptos en versos imperecederos, tan brillantes de imágenes como de razón: hace de estos preceptos proverbios, y los impone a la memoria, querámoslo o no. La Fontaine. El cuarto poeta de la gloriosa pléyade de Luis XIV, uno de los que frecuentaban las reuniones del Vieux-Colombier, es uno de los que incluso nos esbozó la escena, Jean de La Fontaine 33. Es en él donde se realiza de la forma más completa la fusión de todos los elementos del pasado en el seno de un pensamiento totalmente moderno y dotado de la originalidad más potente. El siglo XVI, la Edad Media, la Antigüedad clásica, todo lo que hay de más feliz, de más amable y de más elegante en los poetas de otro tiempo, viene a reproducirse sin esfuerzo y a resumirse con encanto en sus ingenuos e inmortales escritos. El buen hombre reanuda, sin pensar en ello, la cadena de la tradición francesa que había roto la brillante pero desdeñosa literatura del siglo XVII. Más aún, parece presentir y avanzar una filosofía aún desconocida. Mientras que la poesía de su época, toda cartesiana de inspiración, toda mundana y toda social de costumbres, solo ve en el universo al hombre moral y considera la naturaleza como un mecanismo inanimado, La Fontaine simpatiza con toda la creación; todo lo que vive, todo lo que vegeta, los árboles, las aves, las flores del campo, tienen para él un sentimiento, un lenguaje. Ama los rayos del sol que se liberan como una franja de oro de arco iris, resalta con felicidad la menor brisa que por ventura hace mover la superficie del agua. La vida universal, nublada a los ojos difíciles y exclusivos de sus amigos, se 33

Nació en Château-Thierry en 1621; murió en 1695.

esclarece para él solo con todas las gracias de la mitología antigua, con toda la verdad profunda de la poesía moderna. La Fontaine, el más simple, el menos pretencioso de los poetas, es el único que relaciona a la vez el siglo XVII con el pasado y el futuro. Nada más espontáneo y más involuntario que su vocación. Se dice que había cumplido sus veintidós años antes de dar la menor muestra de la inclinación que debía llevarlo hacia la poesía. Una oda de Malherbe, que él escucha leer un día, despierta en él el sentimiento del ritmo. Desde entonces comienza en sí misma su educación poética. Esta prosigue sin ambición, sin afán: La Fontaine estudia y sólo cree que se divierte. Lee a los antiguos autores que formaban entonces el patrimonio de una biblioteca de provincia. Se une a Rabelais y a Marot; admira con ingenuidad el pensamiento de Voiture, pasa muchas horas con la Astrea de Urfé: hace sus delicias con los cuentos alegres de la reina de Navarra. Italia no está excluida de esta instintiva retrospectiva del último siglo. Italia nos tomó nuestra Edad Media, y ella misma nos va a devolver una justa compensación: Yo amo a Ariosto y estimo a Tasso; Pleno de Maquiavelo, mareado de Boccaccio, De quienes hablo tan a menudo que hasta me aturdo. Yo los leo, sean del Norte y sean del Sur.

No hay exclusión en él y, sin embargo, no hay incoherencia; su originalidad es demasiado fuerte para asimilar tantos elementos diversos. La antigüedad griega y latina también entrará en la combinación. Uno de los parientes de La Fontaine, Pintrel, y su amigo el canónigo Maucroix, le aconsejaron estudiar a Homero, Virgilio, Terencio y Quintiliano. Él acepta ese consejo, y se dedica a los antiguos con esa grata facilidad de humor que le hace amar toda cosa bella (él mismo se llamaba Polífilo). No es en él en quien se temiera una imitación servil. Sabía muy bien por dónde pecó la erudita poesía del siglo XVI: Ronsard es duro, sin gusto, sin opción, Acomodando mal sus palabras, empeorando por su francés De los griegos y latinos las gracias infinitas; Nuestros ancestros, buenas gentes, todo le dejaban pasar. Y de erudición no se cansaban.... Ese autor tiene, se dice, necesidad de un comentario; Se puede ver que ha leído, pero este no es el asunto:

Que oculte su saber y muestre su pensamiento.34

En cuanto a La Fontaine Se le verá siempre practicar este estilo, Su imitación no es una esclavitud. Solo toma la idea, los giros y las leyes Que nuestros maestros seguían alguna vez. Si, por otra parte, algún lugar de ellos pleno de excelencia Puede entrar en sus versos sin ninguna violencia, Él lo transporta allí, y quiere que no haya nada afectado, Tratando de volver suyo ese aire de antigüedad.35

Hasta la edad de cuarenta y cuatro años, La Fontaine parece aguardar sin impaciencia y con poco interés la tardía madurez de su ingenio. Admitido en la casa, en la familiaridad de Fouquet, disfrutando de todos los encantos de la campiña y de la sociedad, sin que esto le costara ningún sacrificio a su indiferencia, consume el tiempo, como todos los demás bienes, y parecía dejar pasar su vida lentamente. Algunas poesías ligeras, marcadas con una facilidad perezosa y voluptuosa, fluían aquí y allá al capricho de su pluma y pagan la generosa hospitalidad del superintendente. Se encuentra allí entonces ese arte de jugar con gracia, que las musas francesas parecían haber perdido desde Marot. Único en su época, La Fontaine, en sus pequeños versos de circunstancias, muestra la facilidad, lo natural y la sensibilidad. La primera obra que atrae sobre su nombre un inicio de celebridad fue un grito del alma arrancado por la desgracia de su benefactor.36 La Elegía a las ninfas de Vaux (Élégie aux nymphes de Vaux) fue el mejor de todos sus éxitos; suscitó el interés público por el ministro desgraciado. La opinión, menos inflexible que el rey, no pudo resistir esta armoniosa y conmovedora defensa, y pareció admitir que ser inocente es ser desafortunado. A partir de sus primeros ensayos, La Fontaine había unido la elegancia del reino de Luis XIV a la gracia ingenua del de Francisco I; debía remontarse por encima de nuestras costumbres

34

Carta a la princesa de Conti. Carta a Huet, entonces obispo de Suissons. 36 La desgracia de Fouquet también le valió a la literatura francesa las destacadas Memorias de Pélisson, donde la elocuencia de la cárcel se liberó por primera vez del pedantismo de la época precedente, para hablar al final el lenguaje de la naturaleza y de la razón. Lit. Fr. 28 35

nacionales y reproducir, en su admirable lenguaje, los relatos maliciosos y muy a menudo licenciosos de nuestros trovadores. Sus Cuentos y Novelas, cuya primera colección se publicó en 1665, nos muestran un aspecto de siglo de Luis XIV que la literatura había hasta entonces ocultado bajo el esplendor de una decencia oficial. Estos son la poesía de la sociedad, así como las memorias de Dangeau y de la princesa Palatina eran su historia. Fue para deleitar a la sobrina de Mazarin, Marie-Anne Mancini, duquesa de Bouillon, por lo que nuestro poeta compuso sus cuentos más bonitos y, desafortunadamente también, los más libres. Se los leía con encanto en su sociedad, que se componía de lo más ilustre que había en París. Otra mujer de las más distinguidas por su pensamiento, y que fue, con Mme. de Hervard, la providencia de La Fontaine, Mme. de La Sablière, reunía en su casa a los señores más disolutos de la corte, tales como: Lauzun, Rochefort, Brancas, Foix, y Lafare. Pero este último inspiró un apego serio, cuya ruptura arrojó a Mme. de La Sablière al retiro, y a La Fontaine a una sociedad más epicúrea y aún menos moderna. Los príncipes de Conti y de Vendôme se volvieron para él benefactores generosos. Era el huésped siempre bienvenido de Ana y del Templo, voluptuosa estancia donde reinaba el anacreóntico abad de Chaulieu. Se supone lo que debían ser los relatos hechos para una sociedad más corrompida que espiritual. El buen estilo fue ahí la única limitación de la licencia; y el poeta tuvo el permiso de decir todo, siempre y cuando dijera todo con el pensamiento.

Podemos observar las Fábulas de La Fontaine como la última y definitiva refundición de las fábulas populares que tenían, desde la Edad Media, el dominio para divertir a Europa; Boccaccio, Ariosto, todos los novelistas italianos parecían haberles dado su expresión más perfecta. El nuevo narrador no temió una competencia tan temible; no tenía, para triunfar en ello, sino que retomar todas aquellas viejas temáticas del espíritu francés y, de alguna manera, restituirles el aire natal. Dejándoles a los italianos —sobre todo a Ariosto—, el mérito de una mayor variedad de tonos, de un toque más poético, de un color más brillante, La Fontaine suplió eso por medio de una simplicidad llena de delicadeza, por un millar de rasgos delicados e ingenuos, por esa vivacidad gala que se dirige a la meta sin detenerse a recolectar las flores de la ribera del camino. Los novelistas italianos han conservado un parentesco bastante íntimo con los poetas novelescos que, en una plaza pública, en Florencia o en Ferrara, divertían con octavas melodiosas a un pueblo artista y ávido de largos relatos. Todavía son poetas épicos, participan poco en escena, no muestran más que sus temas y en ellos, siguiendo el talento de su patria, despliegan más de imaginación que de espíritu, propiamente dicho. La Fontaine es más preciso, más jovial; se destaca en preparar los incidentes, en mezclar sorpresas agradables; mantiene una conversación familiar con el lector, bromea con las objeciones y lo inverosímil de su tema, y sobre este establece una reflexión satírica, tan llena, casi siempre, de razón como de espíritu. Finalmente, sazona su lenguaje aquí y allá con algún buen truco viejo de Rabelais o de Marot, lo cual le da un aire encantador de ingenuidad y gentileza. No obstante, esta obra es la menos conocida, afortunadamente, entre las que hacen la gloria de La Fontaine. Sus Fábulas I lo elevan por encima de sí mismo, tanto por la pureza irreprochable de su moral como por la inimitable perfección de su estilo. En sus cuentos, era el poeta de su sociedad; es el poeta de todos los tiempos, de todos los estados y de todas las edades, en sus fábulas. El niño se divierte, el hombre se instruye, los letrados las admiran. Estas nada les deben a las inspiraciones contemporáneas y, sin embargo, fueron degustadas y apreciadas al momento de su aparición, como lo son en la posteridad. Aquí ya no es solo

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Aparecieron en tres colecciones: los primeros seis libros en 1668; los siguientes cinco en 1678 y 1679; el duodécimo y último en 1694.

del siglo XVI ni de la Edad Media de donde el poeta toma prestadas sus maliciosas tradiciones para transfigurarlas. Él recoge en su fuente el viejo apólogo de Oriente, aumentado en su curso por las invenciones sucesivas de los griegos, los romanos y los modernos; se convierte en el heredero universal del buen sentido popular; y recolecta con esmero todas estas fábulas, las transcribe, las compone en verso, como lo dice, con modestia, en su título; y no son ya las fábulas de Visnú Sharma, de Esopo, de Fedro, de Babrius, mucho menos de Planudes; el público les ha donado su verdadero nombre, y ha forzado a los editores a restituírselo: son las fábulas de La Fontaine. En efecto, la originalidad poética no consiste en inventarse el tema, sino en descubrir su poesía. Los poetas más creadores casi nunca han inventado otra cosa. La inventiva de La Fontaine es esa manera de narrar; es ese estilo admirable; es aquella imaginación alegre que arroja por doquier el interés y la vida. “Él no compone —dice de la Harpe—, conversa; si cuenta, está persuadido, ha visto; es siempre su alma la que nos habla, la que se desahoga, la que se traiciona; da la idea siempre de decirnos su secreto y de necesitar decírnoslo: sus ideas, sus reflexiones, sus sentimientos, todo se le escapa, todo nace del momento.” Es en esta buena fe, en esta credulidad aparente del relator, en esta seriedad para combinar las cosas más grandes con las más pequeñas, en lo que consiste la calidad propia y distintiva de La Fontaine; su inimitable ingenuidad. Nos imaginamos escuchar a un hombre bastante sencillo para dar fe a los cuentos que acunaron su infancia. No solo cree en ellos, sino que espera también hacernos creer; su erudición, su elocuencia, su filosofía, todo lo que tiene de imaginación, de memoria, de sensibilidad, se implementa para interesarnos en el debate entre Dame Belette y Jeannot Lapin. De ahí este fenómeno que no habíamos visto desde La Odisea, esta singular, pero irrefutable alianza entre la más alta poesía y los relatos más ingenuos; a esto se debe incluso, según la expresión de Moliere, que nuestros bellos espíritus no borrarán al bonachón. Más que todos estos, tiene el amor y la inteligencia del campo. La Fontaine nunca tuvo oficina privada ni biblioteca; le gustaba componer en la soledad del campo: allí memorizaba esta naturaleza que debía pintar.

Puedo decir que todo me sonreía bajo los cielos.... Para mí el mundo entero estaba lleno de delicias. Me conmovían las flores, los dulces sonidos, los bellos días: Me buscaban mis amigos y, en ocasiones, mis amores.

Esta naturaleza que él ama no es un objeto trivial e impreciso, tal como los poetas de gabinete la describen a partir de vagos rumores; sus pinturas tienen colores fieles que sienten, por así decirlo, el país y el terruño. Esas inmensas llanuras de trigo donde el maestro se pasea de madrugada y la alondra oculta su nido; esos brezales y esos matorrales donde pulula todo un pequeño mundo; esas lindas madrigueras, cuyos aturdidos anfitriones le hacen la corte a la aurora entre el tomillo y el rocío, es la Beauce, la Sologne, la Champagne, la Picardie I; La Fontaine es el poeta de la vieja Francia y el guardián fiel de su viejo y encantador lenguaje. Pero estas vastas planicies unidas y aparentemente poco poéticas, al igual que esta lengua, más viva que coloreada, de nuestras provincias del norte, adoptan bajo su pluma un encanto enternecedor como el recuerdo del pueblo natal. Podemos dedicar a nuestro poeta estos versos que escribió a la duquesa de Mazarin: Portas por todas partes la alegría y los placeres: Vas a climas desconocidos para los céfiros, Los campos se vestirán con rosas.

Este sentimiento tan verdadero sobre la naturaleza acerca a La Fontaine con la Antigüedad mejor de lo que hubiese podido hacer la erudición: comprende, como Teócrito y Virgilio, las voces secretas de las aguas y de los bosques; ama, como Horacio, un tranquilo sueño a orillas de un manantial puro, y les canta con toda la gracia. La mitología misma es para él, como para los otros, un símbolo lleno de vida. Su Psique, su Adonis respiran una voluptuosa y tierna languidez, que los vela con una especie de mediodía suave y penetrante,

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Sainte-Beuve, Retratos y características, artículo La Fontaine.

completamente diferente de la deslumbrante luz que Racine extiende sobre los temas griegos: se trata de una belleza más descuidada, la cual encuentra en su abandono un nuevo atractivoI. Parece que su musa se ha pintado a sí misma: Por los calmados vapores suavemente sostenida, La cabeza sobre su brazo y su brazo al desnudo Dejando caer las flores y no la siembra

Solo hasta las costumbres de La Fontaine, estas tuvieron algo de ingenuamente pagano. Son más libres que corruptas. Se deja ir, como Régnier, a lo que él llama la buena ley natural, y que, aparte de toda bonhomía, es solo el abandono perezoso del cuidado por llevar su vida dignamente. Concibe tan poco la austeridad y la decencia cristianas, que fantasea seriamente con dedicar un escabroso relato al jansenista Arnauld, y ofrecerle a su confesor, para los pobres, el beneficio de una futura edición de sus cuentos. Olvida que tiene una mujer en Château-Thierry, y se encuentra, dicen, con su hijo sin reconocerlo. Pero hemos de creer en su buena vieja enfermera, ¡Dios nunca tendrá el coraje para condenarle! Luis XIV era menos indulgente con el bonachón. Nada en sus faltas ni en sus cualidades de rey lo disponía a degustar este trovador medio pagano, que no tenía en sus versos, por cierto, nada de pomposo, nada de rebuscado. Luis, sin duda, poco apreciaba Su arte de agradar y de no pensar... Y la gracia más bella incluso que la belleza.

Además, La Fontaine no estaba hecho para la corte del rey. Era el hombre de las reuniones más libres, más emancipadas de la etiqueta. De conversación muy amable, a pesar de lo que se haya dicho, pero amable a sus horas y con sus amigos; él hacía las delicias de la pequeña

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H. Martín, Historia de Francia, t. XV, p.68.

corte de Maine en Sceaux, de las de Bouillon, de Vendôme, donde le permitían su cándido hablar y sus ademanes francos. Le debo todo el respeto a los Vendômes (decía él), Pero iría a otros reinos, Si les hiciese falta en este momento Ceder un ácaro solamente.

Más aún, La Fontaine había hecho parte, como lo hemos dicho, de la sociedad íntima de Fouquet. Este fue un motivo que Colbert no le perdonó, y que contribuyó a excluirlo de la lista de favores reales. Las mismas causas morales que alejaban a Luis XIV de La Fontaine, volvieron al severo y decente Boileau injusto para con su viejo amigo; lo desterró de su Arte poético, a él y a la fábula. Fénelon fue menos inexorable; escribió en latín el elogio del fabulista y se lo dio al joven duque de Borgoña, su discípulo, para que lo tradujese. Este chico se convirtió en el benefactor del viejo poeta. El día en que La Fontaine recibió el último sacramento de la Iglesia, el príncipe le envió, por iniciativa propia, una bolsa con cincuenta luises; era todo cuanto poseía en ese momento. Nos gusta constatar este primer homenaje de la infancia al genio más ingenuo de los tiempos modernos, y ver al anciano que el rey abandonó protegido por un príncipe de diez años. Poetas secundarios Por debajo de los cuatro grandes nombres que representan la poesía del reinado de Luis XIV, se escalonó una multitud de poetas, los cuales deberían tenerse en la cuenta, si escribiésemos la historia de los autores y no la de sus ideas. No podemos prescindir de nombrar, al menos, a aquellos que la fama ha colocado en segundo rango. En la tragedia, Thomas Corneille tuvo la desgracia de tener un nombre demasiado glorioso, y de hacer doble empleo imitando débilmente a su hermano y a Racine. Campistron buscó reproducir la gracia de este último modelo; sustituyó, por todas partes, la galantería por el amor: solo es un aprendiz que calca tímidamente el diseño de un gran maestro. Duché, más incorrecto, es un poco más animado, sin llegar a ser todavía verdaderamente trágico. Lafosse fue más alegre, al menos una vez: su Manlius le asegura una fama durable. Quinault, luego de haber hecho malas tragedias, se ubicó en el primer rango en un género secundario, la ópera, donde uno

de los méritos de la poesía es el de plegarse complacientemente a las exigencias de la música. Los imitadores de Molière lo lograron mejor que los de Racine. El mismo Racine pagó, por cierto, su homenaje a la comedia: Los Litigantes, delicioso bosquejo en el género de Aristófanes, revelaba en el poeta una elocuencia de bromista que se une, más a menudo de lo que pensamos, al ingenio tierno y patético. Brueys y Palaprat resucitaron en el teatro la vieja y excelente farsa de Patelín, y compusieron algunas otras piezas valoradas. El comediante Barón, o, según su nombre, el Jesuita La Rue, trasladó a la escena francesa La Andriana de Terencio. Las comedias de Quinault y de Campistron son muy superiores a sus tragedias. Boursault, tan honorable por su modestia y su noble carácter, le ha dejad o al repertorio algunas buenas follas: el Mercurio galante, Esopo en la ciudad y Esopo en la corte. Dufresny tenía o mostró demasiado espíritu para ser realmente cómico. Dancourt, en su estéril abundancia, escribió doce volúmenes de comedias, de las cuales apenas perviven cuatro. El verdadero heredero de Molière es el aventurero, el espiritual, el alegre Regnard. El jugador, El legatario y Los Menecmos pueden parecer sin vergüenza después del Misántropo. “Las situaciones de Regnard son menos fuertes, pero son cómicas: lo que las caracteriza, sobre todo, es una alegría sostenida, un fondo inagotable de agudezas, de rasgos agradables; a menudo, no hacen pensar, pero siempre hacen reír I.” Un hombre de letras aseguraba que Regnard era un autor mediocre: “no es mediocremente alegre”, respondió Boileau.

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La Harpe, Curso de literatura, t. IV, p.107

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CAPÍTULO XXXV.

FILOSOFÍA Y ELOCUENCIA

Malebranche. — Bossuet. — Fénelon

Malebranche

Hemos indicado ya dos puntos de vista bajo los cuales la literatura reproduce la sociedad de Luis XIV. De esta, las memorias y, sobre todo, las correspondencias trazan la imagen real; los poetas, la pintura ideal. Nos resta mostrar cómo los filósofos, es decir, especialmente los oradores cristianos, revelaron los principios. Los escritores ya examinados nos dicen, los unos, lo que era su siglo; los otros, aquello con lo que soñaba su siglo: los que nos falta ver exponen aquello que se creía. El gran reinado es un majestuoso árbol del que hemos entrevisto hasta aquí el tallo y las ramas florecidas; ya solo tenemos que estudiar las principales raíces. La sombra de Descartes ronda sobre el siglo entero: su pensamiento vive en los poetas, su método triunfa entre los eruditos; la misma gente del mundo hace una moda de sus doctrinas; en las sociedades más frívolas, se habla de metafísica, se apasionan por los torbellinos. No obstante, Descartes no será admitido sin reserva por una época en la que la tradición católica ejerce tanto poder; se presiente que sus

principios serán más fuertes que su prudencia; son estos principios a los que se teme. Sus obras habían sido puestas provisoriamente en el Índice en Roma (donec corrigerentur). Luis XIV también puso, de alguna manera, su memoria en el Índice. Cuando, en 1667, los restos del filósofo fueron traídos de Suecia, su funeral solemne fue suspendido; el rey protector de las artes y las humanidades prohibió pronunciar públicamente los elogios fúnebres del más grande genio que había ilustrado el pensamiento de Francia. El cartesianismo del reinado de Luis XIV tomó un aspecto a la vez más religioso y más poético; Malebranche fue su sumo sacerdote I; dotado de un alma apasionada, sentía los latidos violentos del corazón al leer una obra de Descartes: denigraba sin cesar la imaginación, como se queja uno de una persona muy amada, de cuyo imperio se teme. Cartesiano, pero, como Descartes, parecía haber encontrado en vez de seguir a su maestro. “Por otra parte, excesivo y temerario, estrecho y extremo, pero siempre sublime; hablando solo de un lado de Platón, pero expresándolo en un alma cristiana y en una lengua angelical, Malebranche es Descartes que se desvía, habiendo encontrado alas divinas y perdido todo comercio con la tierra II.” Malebranche, como Descartes, todavía es un filósofo. Su doctrina es la palabra humana, es decir, el examen, la discusión. No es bajo esta forma como debe estallar la creencia de una época tan sintética. Ella se va a imponer con una autoridad divina, y, para apoderarse soberanamente de las almas, va a desplegar el más magnífico lenguaje que la boca del hombre jamás haya hablado; es de antemano nombrar a Bossuet.

I Nació en 1634; murió en 1715. — Obras: La búsqueda de la verdad; Conversaciones cristianas; Meditaciones cristianas y metafísicas; Tratado de la moral; Entrevista sobre la metafísica y la religión; Tratado del amor de Dios. II

V. Cousin, introducción del Informe sobre los pensamientos de Pascal.

Bossuet.

Ese gran hombre es, por así decirlo, el alma del siglo de Luis XIV: reina junto al gran rey; reina sobre el mismísimo rey por el doble poder de la doctrina y el ingenio. Atleta infatigable, lo encontramos por todas partes y siempre victorioso; en el púlpito, donde triunfa; cerca del trono, del cual es el heredero; en la corte, a cuyos favoritos derroca santamente; en el teatro, el cual condena y proscribe; dentro de las asambleas del clero, en las que dicta las resoluciones; en su diócesis, que él alimenta con la palabra de vida; en los más humildes monasterios de monjas, en los que eleva los ánimos al nivel de los misterios del cristianismo, y que edifica con meditaciones piadosas. Parece que la época completa es penetrada por este pensamiento y que, para conocer bien los principios del siglo, basta comprender a BossuetI. Se apodera de todas las ideas, de todos los progresos de su tiempo y los absorbe en la gran unidad de la fe católica; enemigo de “los espíritus fervorosos y excesivos, más apropiados para cometer juntos las verdades cristianas que para reducirlas a su unidad naturalII”, se dedica, con el poder de su lógica y de su enorme erudición, a las doctrinas más antiguas y más generales del catolicismo. Su originalidad es la de no haber tenido originalidad en el dogma: el resultado es que su autoridad toma un carácter impersonal y divino, y que su palabra deviene, por así decirlo, la voz misma de la Iglesia. Sin embargo, en esta imponente universalidad de doctrina, en esta pretensión altiva a la verdad absoluta, se reconocen, todavía claras, las diversas corrientes de opiniones contemporáneas que han llegado a confundirse. Este espíritu alterado de disciplina y de unidad acepta con entusiasmo la transformación monárquica que Luis XIV le impuso a Francia. Para él, como para la mayoría de sus contemporáneos, la monarquía absoluta es el gobierno ideal. “El príncipe es un personaje

I

Jacques-Bénigne Bossuet nació el 27 de septiembre de 1627, en Dijon, y murió en París el 16 de abril de 1704.

II

Bossuet, Oración fúnebre de Nicolás Cornet (1663)

público; todo el Estado está en él; la voluntad de todo el pueblo está inmersa en la suya. ¡Ver un inmenso pueblo reunido en una sola persona; ver este poder sagrado, paternal y absoluto; ver la razón secreta, que gobierna todo el cuerpo del Estado, escondida en una sola cabeza! Uno ve la imagen de Dios en los reyes, y uno tiene la idea de la majestuosidad realI”. Colmado con esta idea, Bossuet solicitará la confirmación en el libro de los libros, en la Biblia; y de este arsenal inagotable, del que los ingleses independientes extrajeron una vez el hacha republicana, él sacará una armadura impenetrable para cubrir la realeza. Las tendencias cartesianas también se descubren en este adversario incorruptible de toda novedad. El tratado del Conocimiento de Dios y de sí mismo pertenece por completo a esta inspiración. Por otra parte, el estudio del hombre individual, la ciencia del alma, que domina toda la filosofía y toda la poesía del siglo XVII, no se muestra en ninguna parte con más claridad que en esta gloriosa generación de oradores cristianos, a la cabeza de los cuales camina Bossuet. Mas, él se siente estrecho en este objeto finito. Discípulo de la Biblia, mucho más que de Descartes, hijo de los profetas hebreos, lanzado desde su nacimiento a la corte educada de Luis XIV, es tomado por una inmensa conmiseración, cuando, desde lo alto del Sinaí, donde ha contemplado a Jehová, él baja los ojos sobre esta nada que llamamos hombre; y desde su juventud, lleva en su interior ese sublime contraste, esa magnífica antítesis que hará su ingenio. Es notable que las mismas deficiencias de la doctrina filosófica de Bossuet devengan en el principio de las más brillantes ráfagas de su elocuencia. Él no cree en el progreso, en el desarrollo sucesivo de la humanidad. Todo aquí está inmóvil en su nada, como allá en lo alto, en el infinito. Las generaciones humanas duermen su sueño. Un abismo eterno separa la tierra del cielo: Bossuet, genio hebraico, considera, tal vez muy poco, que el Cristo ha subsanado el intervalo. Parece más bien inspirado por la terrible grandeza del Antiguo Testamento que por la mansedumbre de la nueva ley. A esto se debe ese austero desdén por toda cosa mortal, esa arrogancia plena de grandeza, esa sublime rudeza de palabra que afecta, sorprende y deja en el alma un dilatado trauma de admiración. “Su discurso se prodiga a la manera de un

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Bossuet, Política según la Santa Escritura.

torrente, y si él encuentra en su camino las flores de la elocución, las ubica más bien tras de sí, por su propia impetuosidad, en vez de seleccionarlas para engalanarse con ornamenta semejanteI.” A menudo disminuye su estilo, con admirable despreocupación por el éxito, hasta el lenguaje familiar que habría alarmado a cualquier otro orador: pero, aun así, nos parece que es el águila que se abalanza sobre su presa, y que desciende del cielo lista para volver allí de un solo salto. “Un poder sobrenatural, que se da el gusto de realzar eso que los soberbios desprecian, se extiende y se mezcla en la augusta simplicidad de sus palabras… y le brinda, para persuadir, los medios que Grecia no enseña y que Roma no aprendióII.” Fue en 1661 cuando Bossuet predicó por primera vez ante Luis XIV, en la capilla del Louvre. Desde el primer acercamiento, estos dos hombres se entendieron. El rey, cautivo por una ola de simpatía rara en un espíritu tan reservado, ordenó que le escribieran al padre de Bossuet para felicitarlo por tener tal hijo. De 1659 a 1669, el joven orador se mostró en todas las cátedras de París. La corte, la ciudad entera acudían en masa a sus sermones: los dos reyes salían del palacio para escucharlo; los solitarios de Port-Royal abandonaban ellos mismos sus desiertos; los Turenne, los Condé se entremezclaban con la multitud. Luego el sacerdote aparecía en su silla; o mejor dicho, en su tribunal, ya que se plantaba frente a estos ilustres reunidos como un apóstol, como un juez: “Mi discurso —les decía—, del cual ustedes se piensan los jueces, los juzgará el último día y, si no salen más cristianos, saldrán más culpablesIII.” En el silencio profundo de cualquier tribuna política, el poder de la tribuna sagrada crecía de su aislamiento. Solo este poder hacía escuchar una voz libre en medio del concierto monótono de todas las admiraciones. La noble figura de Bossuet preparaba el éxito de su palabra. “Su visión era dulce y penetrante; su voz parecía siempre salir de un alma apasionada; sus gestos eran modestos, tranquilos y naturales: todo hablaba en él, incluso antes

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Bossuet, Oración Fúnebre du P. Bourgoing (1662).

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III

Bousset, Panegírico de San Pablo. Bossuet, Oración fúnebre de la princesa palatina.

de que comenzara a hablarI. Pocas veces preparaba la forma de sus sermones; se presentaba, incluso frente a las reuniones más imponentes, con un simple esbozo, abandonándose, como los oradores antiguos, a la fuerza de sus convicciones y a la presión todopoderosa de su pensamiento. También los Sermones escritos que nos quedan de él, obra de sus primeros años, olvidados por mucho tiempo, desconocidos entre sus íntimos amigos, mutilados incluso por los editores, no pueden donarnos sino una idea muy imperfecta de la elocuencia viviente que corría por sus labios. Y, sin embargo, ¡qué carácter, incluso en esta lava fría! Estos discursos están colmados del dogma; la Santa Escritura forma como su tejido. Creemos escuchar la voz de los viejos profetas y de los Padres de la Iglesia. Estos son, como él mismo dice, los predicadores invisibles que hablan por su boca. Allí está David, quien recuerda la idea de la muerte a esas audiencias voluptuosas, ocupadas todas de la gloria y del placer. “Lo he dicho, ustedes son dioses y los hijos del Altísimo… pero, ¡oh!, dioses de carne y de sangre; ¡oh!, dioses de tierra y de polvo; morirán como los hombres, y toda su grandeza caerá por la tierra, verumtamen sicut homines moriemini.” Aquí, es Tertuliano que describe a “aquella mujer vana y ambiciosa, que arrastra en sus adornos el sustento de una infinidad de familias, y porta, en un pequeño hilo alrededor de su cuello, patrimonios enteros: Saltus et ínsulas tenera cervice circumfert.” Pero es Bossuet quien agrega que el hombre, que trabaja tanto para incrementar y para multiplicar sus títulos, "nunca se percata de medirse para su ataúd, que por sí solo, sin embargo, da la medida justaII.” Tales rasgos, arrojados con una abundancia inagotable, explican la profunda impresión que producía la palabra Bossuet y el extenso rumor que, a pesar de la santidad del lugar, seguía a cada uno de sus discursos. Las circunstancias pronto abrieron a la elocuencia de Bossuet una carrera donde esta se sentía más cómoda. La oración fúnebre, apelando al orador sagrado cerca de la tumba de los grandes de la tierra, ofreció a este magnífico detractor de la gloria humana la oportunidad de elevar hasta el cielo el magnífico testimonio de nuestra nada. Al mismo tiempo, hacía brotar de su alma, como para temperar lo sublime, esas fuentes de ternura compasiva, que permiten

I

II

Memorias y diario del abad Ledieu, secretario de Bossuet. Bossuet, Sermón sobre el Honor.

ver al hombre en el apóstol, y unen, como el teatro antiguo, la conmiseración al terror. La oración fúnebre existía, sin duda, antes de Bossuet; en su propio tiempo, incluso los hombres famosos, habían señalado allí su talento: Mascaron, escritor hábil y enérgico, demasiado presuntuoso de una erudición antigua, muy poco emotivo, muy poco orador; Fléchier, hábil artista con las palabras, pomposo sin énfasis, florido sin insulsez, quizás sin refinamiento, raras veces enérgico, pero siempre elegante y elocuente; Bossuet se apoderó de este género, y lo creó, por así decirlo, renovándolo. Como primera condición del éxito, sintió la dificultad, señaló, de forma admirable, tanto los obstáculos como la grandeza. “Les confieso —dijo—, que he tenido la costumbre de quejarme de los predicadores cuando hacen los panegíricos de los príncipes y de los grandes del mundo. No es que estos temas no suelan proporcionar ideas nobles. Es bueno contar los secretos de una política sublime, o los sabios temperamentos de una negociación importante, o el éxito glorioso de cualquier organización militar. El brillo de estas acciones parece iluminar un discurso; y el ruido que ya hacen en el mundo ayuda al que habla a hacerse escuchar en un tono más firme y magnífico. Pero, la licencia y la ambición, compañeros casi inseparables de las grandes fortunas, hacen que uno camine entre obstáculos; y resulta que, por lo general, Dios tiene tan poca parte en estas vidas, que es difícil encontrar en ellas algunas acciones que ameriten ser elogiadas por sus ministrosI. "Según él, toma su posición con una audacia apostólica; llevará al extremo la gloria humana, destruirá el ídolo de los ambiciosos: caerá destruida frente a sus altaresII. No es un trabajo humano sobre lo cual medita: debe elevarse por encima del hombre para hacer temblar a toda criatura bajo los juicios de Dios. Es a los príncipes, y sobre todo a los reyes a quienes les da grandes y terribles lecciones; y a quienes grita con el profeta: Et nunc, reges, intelligite; erudimini, qui judicatis terramIII. Las oraciones fúnebres de Bossuet tienen lugar, para la posteridad, como las páginas de una historia impresionante. Cada discurso parece no ser más que una parte de una vasta

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Oración fúnebre de P. Bourgoing (1662).

II

III

Oración fúnebre de Luis de Bourbon (1687). Oración fúnebre de la reina de Inglaterra (1669).

colección, en la que los grandes sucesos y los personajes ilustres de la época aparecen, alternativamente, bajo el destello lúgubre de las solemnidades de la muerte. Parece que la providencia los conduce, sucesivamente, a hombres y a cosas, a los pies del orador que va a juzgarlos. ¡Camine! ¡Camine! Exclama la voz terrible: y de inmediato se estremece el siniestro séquito. ¡Primero, la revolución de Inglaterra, con un trono que se derrumba, y esa espada que corta una cabeza augusta, y esos reinos cuyos ojos contenían tantas lágrimas (1669)! Luego, el palacio de Francia está perturbado. “De repente sonó como un trueno esta noticia espantosa: ¡se murió LA SEÑORA! ¡LA SEÑORA ha muerto!” (1670). Sin embargo, rápidamente pasan, entre la multitud, las figuras más grandes de la historia: Gustave, Retz, Mazarin, Cromwel. He aquí la dulce y piadosa esposa de Luis XIV (1683); a su alrededor reina una serenidad triste y pura, como en El purgatorio de Dante luego de los golpes enérgicos del Infierno. Pero aquí también, por un contraste magnífico, se oye, en una vaguedad lejana, el eco ruidoso de la gloria militar de su real esposo. Luego vienen los cortesanos, finalmente iguales a sus amos, una princesa (Anne de Gonzague, 1686), un ministro (Letellier, 1686); luego, para poner fin a todos sus discursos, el capitán más grande del siglo, el amigo de Bossuet, el príncipe de Condé (1687). Es por él que el orador, dispuesto a descender de esa tribuna augusta, despliega todo su gran corazón y su gran ingenio; se anima con un entusiasmo guerrero para seguir a su héroe a las llanuras de Fribourg y de Rocroy: cuenta la guerra con la precisión de un viejo capitán, parece embriagarse un instante con el olor de la pólvora y del humo de la gloria; pero es para sacrificarla ante su Dios por lo que él engalana a la víctima. Es aquí, principalmente, donde revienta, en toda su sublimidad, el contraste entre las efímeras majestuosidades de este mundo y la grandeza eterna. Es aquí donde se desborda, con un encanto penetrante, la ternura del alma de Bossuet, cuando, después de los pueblos afligidos, de los príncipes y de las princesas, descendientes nobles de tantos de reyes, luces de Francia, pero hoy oscurecidas y cubiertas por su dolor como con un velo, se acerca él mismo con su pelo blanco que le advierte su fin próximo y viene, con los restos de una voz que desfallece, a decirles un último adiós a las cenizas de su ilustre amigo. Por más santas que fuesen las lecciones dictadas por Bossuet en sus oraciones fúnebres, la verdad de la historia, también santa, tiene que reclamar, no obstante, contra la mayoría de sus apreciaciones. Es el obstáculo, casi inevitable, de este género de elocuencia; el orador es

fácilmente proclive a erigir en tipos realizados de virtud a personajes fuertemente alejados de ese ideal. La conclusión es excelente, pero las premisas son raramente irreprochables. También la oración fúnebre es, como la tragedia clásica, un género extinguido con la sociedad que la produjo. Bossuet la llevó a su tumba. Hay otro género al cual Bossuet dio nacimiento: es la filosofía de la historia. La idea de las Oraciones fúnebres, liberada de las preocupaciones contemporáneas y trasportada a un pasado que la purifica, se convierte en el Discurso sobre la historia universal. Esta es la verdadera epopeya de los tiempos modernos, aquella cuyo Dios es el poeta, y el héroe la humanidad. A este relato maravilloso, no le falta ninguno de los esplendores de la antigua epopeya: la unidad de acción, la grandeza del interés, la maravillosa intervención de una mano divina, un lenguaje rápido, brillante, sublime; todo se encuentra allí. Los siglos se amontonan, se coordinan en este vasto conjunto; los tronos y los imperios caen con un terrible estruendo, los unos sobre los otros, y en medio de esa movilidad de las instituciones humanas se levanta el Imperio del Hijo del hombre, único al que la eternidad le es prometida. Se puede objetar la verdad del punto de vista de Bossuet: no puede ignorarse la magnificencia. Estos son los fastos del género humano que se divisan desde lo alto del monte Sinaí. Bossuet había concebido desde su juventud el propósito de esta gran obra, de la que había recogido, pacientemente, todos los materiales. Las llevó a cabo cuando él estuvo a cargo de la educación del delfín: el Discurso sobre la historia universal se completó en 1679, al final de esta educación tan laboriosa y tan inútil. El autor solo se proponía, en principio a dar un resumen de la historia antigua, para resumir bajo la mirada de su alumno los hechos que había aprendido. Las reflexiones, que solo debían servir como un prólogo, pasaron al primer plano, según los consejos de sus amigos, y la parte histórica no fue más que la introducción. Pero nunca hubo resumen más brillante y más apasionante: es el esbozo de un gran maestro; se espera con ansiosa curiosidad que su mano lance la vida y el pensamiento. Sin embargo, desde el punto de vista del arte, es una disposición extraña ese triple relato que retoma tres veces las crónicas del mundo. El propósito especial del maestro refleja adecuadamente el aislamiento de la primera parte; pero la división de las otras dos nos parece una objeción contra el sistema filosófico de Bossuet. La obra de Dios no admite dualidad.

Si Bossuet no pudo, a pesar de todo su ingenio, hacer entrar los imperios en el designio de Aquel cuyo reino no es de este mundo, por lo menos estudió profundamente, desde el punto de vista humano, las constituciones y los vicios. Nada es más cierto ni más bello que esas consideraciones sobre Grecia, sobre Roma, sobre Cartago. Impulsado por la fuerte simpatía de las cosas grandes, el prelado del siglo diecisiete, el autor de la Política sagrada, es republicano con el senado de Roma: él penetra en los vigorosos consejos de esta empresa, como si hubiese vivido en su seno, y al verla tan prudente, tan firme, tan heroica, casi le perdona por estar cerca de ser pagana. Montesquieu apenas si tendrá que desarrollar las señales rápidas de la Historia universal. Hoy el nombre de Bossuet es sinónimo de la elocuencia. Vemos con asombro que no haya sido lo mismo para sus contemporáneos. Apenas si hablan de él como orador; nunca mencionan sus sermones. Cuando quieren elogiar a un excelente predicador, todos sus elogios son para Bourdaloue, quien subió al púlpito el mismo año en que descendió Bossuet (1669). Nunca se oponen esos dos hombres ilustres como se opuso, tan a menudo, a Corneille con su joven sucesor. Madame de Sévigné, eco tan fiel como amable de las opiniones de la alta sociedad, no deja de exaltar los sermones de Bourdaloue, y habla poco de las Oraciones fúnebres. Para explicar este fenómeno, hay que recordar que “Bossuet forma, por sí mismo, un mundo aparte, en el gran mundo literario del siglo diecisiete. Los otros son los hijos adoptivos de Roma y de Grecia: él ha pasado también por Roma, pero viene de un lugar más lejano, trasporta el Oriente al Occidente por las alianzas de palabras con una audacia y una originalidad increíbles, por las figuras gigantescas que el gusto europeo no le hubiese sugerido, pero que él sabe someter a las leyes de la proporción, aportando la medida en la misma inmensidad. Tal es el fruto de su comercio continuo con la Biblia, el único alimento lo suficientemente fuerte para su ingenio. Los otros teólogos estudiaban fríamente la Escritura como el objeto de su ciencia: Bossuet ve la ciencia viva en ella, la palabra siempre

vibrante e inflamada; se impregna de ella y, al mismo tiempo, se reviste con ella; hace suyos el espíritu y la forma tanto como se lo permite la diferencia de los tiempos y de las lenguas.I” Los contemporáneos de Bossuet respetaban mucho su palabra para atreverse a admirarlo; sentían su poder sin darse cuenta de un arte tan extraordinario; creían que solo le debían a su doctrina la emoción que experimentaron al pie de su cátedra, y no pensaban analizar el rayo que los derribaba. A los ojos de su siglo, Bossuet no era un orador, sino un Padre de la Iglesia. Puede ser esta, en efecto, la más verdadera marca de su ingenio y la fuente de su elocuencia. Bossuet fue un gran orador porque estaba colmado de la doctrina que debía enseñar. Su vida no fue sino una larga batalla contra todos los enemigos del dogma: fue el hombre de todas las necesidades, el soldado de todos los peligros. A veces, busca reunir con sus fuertes manos las dos partes de la Europa que el protestantismo ha dividido: vano pero noble esfuerzo, ¡bien digno de Francia y del siglo diecisieteII! A veces situándose en medio de dos doctrinas rivales y extremas, golpea jansenistas y jesuitas con la imparcialidad de la justicia y del sentido comúnIII. Fue él quien, en la asamblea de 1682, redacta la declaración del clero, verdadera fundadora de la Iglesia galicana, sanción definitiva y oficial que consagra la ruina de la teocracia de la Edad Media e incluso de la monarquía absoluta en el orden espiritual. Finalmente, una última pelea, probablemente más dolorosa para el vencedor, fue aquella en donde, siempre fiel a la antigua tradición de la Iglesia y al sentido práctico que nunca abandona a su ingenio, Bossuet se sublevó, en la cuestión del quietismo (1697), contra un hombre que había sido su admirador y su amigo, pero cuyas tendencias, opiniones y virtudes formaban con las de Bossuet mismo, el más violento contraste y amenazaban, ignorándolo, toda la edificación religiosa y monárquica del siglo diecisiete. Queremos hablar de Fénelon.

I

H. Martin, Historia de Francia, t. XV, p.86.

II

Exposición de la fe católica (1671); Conferencia con el ministro Claude (1678); Historia de las variaciones (1688), Negociaciones con Leibnitz (1691). III

Del estado presente de la Iglesia; Sobre la moral liberada; Memorias presentadas a Luis XIV (1700).

Fénelon.

La carrera de Fénelon se desarrolla de manera paralela a la de Bossuet, en un contraste lleno de luz. Ambos fueron niños precoces, ambos son teólogos, filósofos, oradores y escritores de primer orden; ambos, obispos y doctores de la Iglesia; ambos, tutores de príncipes y habitantes de la corte; pero estas relaciones no hicieron sino resaltar mejor las diferencias de sus ingenios. En religión, en política y en literatura solo tienen en común la excelencia de su espíritu y la belleza de sus obras. Bossuet y Fénelon fueron dos principios en lugar de dos hombres rivales; y su oposición, que atormentó sus vidas y afligió a sus contemporáneos, reducida, hoy en día, por la perspectiva de la historia, no es más que otra riqueza en la fecundidad intelectual del gran siglo. Bossuet era el hombre de la tradición, de la inmovilidad majestuosa de las doctrinas. Él tomaba en sus poderosos brazos todo el pasado del cristianismo, para oponerlo al terrible movimiento que arrastraba el presente. A esto se debe su grandeza, su sublimidad y a veces su rudeza. No busquemos en él a un hombre; era un dogma, y un dogma que tiene fe en sí mismo, que sabe que desciende del cielo y tiene derecho de reinar. Fénelon es el apóstol de la inspiración interior. Aunque admirablemente dócil a la palabra de la Iglesia, hay ciertas verdades que él contempla en el santuario de su conciencia. Sabe que no debe buscar esa luz por fuera de sí y que cada quien la encuentra en sí mismo. Nótese que esta íntima revelación no es el sueño de un místico. La voz que escucha Fénelon no tiene nada de privilegiada, de individual: ella es común a todos los hombres, superior a ellos; es perfecta, eterna, inmutable, siempre lista para comunicarse en todos los lugares y recobrar el ánimo de todos los hombres, en todos los rincones del universo. No falta sino darle su

nombre sagrado y arrodillarse ante ella: Fénelon no se detuvo a mitad de camino: ¿Dónde está, —exclama— esa razón suprema? ¿No es ella el Dios que buscoI? Bossuet había lanzado un insondable abismo entre Dios y la creación, y es sobre las cumbres inaccesibles del infinito donde él había encontrado lo sublime, con el que fulmina todas las grandezas de la tierra. Fénelon no es menos sublime cuando reconcilia estos dos extremos en una comunión eterna. Este Ser, que es infinitamente, observa, ascendiendo hasta el infinito, todos los grados en los cuales puede comunicar el ser… En cada objeto particular, Fénelon observa su correspondencia a un determinado grado de ser que es un Dios, y de quien este individuo es en sí mismo una comunicaciónII. Bossuet es, principalmente, teólogo. Ve con dolor que hemos llegado a estos tiempos de tentación, donde la elocuencia deslumbra a los simples, la dialéctica les hace zancadilla; una metafísica indignada lanza los espíritus a países desconocidosIII. Fénelon, a pesar de que está profundamente convencido de la fe de la cual es el ministro, y aunque también está atemorizado por un ruido sordo de impiedad que viene a lastimar sus oídosIV, se involucra voluntariamente en nuevas rutas. Honra bastante la religión para no temerle a que ella se contacte con alguna verdad. Su tratado Sobre la existencia de Dios, que podemos relacionar con interés con el tratado sobre el Conocimiento de Dios y de sí mismo, parte de Descartes, como Bossuet, pero va más allá de Malebranche y de Platón. Agréguese que la demostración metafísica reposa allí sobre una amplia y magnífica base: la primera parte del tratado es un brillante cuadro de la naturaleza, fiel imitación del de Cicerón, en la Naturaleza de los dioses. Como un atributo distintivo de su filosofía, Fénelon, en esta admirable obra, empalma, sin cesar, el sentimiento con el pensamiento, y no logra menos conmover que convencer.

I

Fénelon, Sobre la existencia de Dios, 1ª parte, cap. IV, § 3; y 2ª parte, cap. IV.

II

Fénelon. Sobre la existencia de Dios, 2ª parte, cap. IV

III

Bossuet, Relación del quietismo.

IV

Fénelon, Sermón sobre la epifanía, 2ª parte.

Los dos nobles rivales difieren sobre todo por el corazón. La sensibilidad de Bossuet desaparece en su grandeza: el amor es el alma de Fénelon, el principio de toda su vida, el hogar de su ingenio. Este que decía: Sería deseable que todos los buenos amigos se pusiesen de acuerdo entre sí para morir el mismo día… y además: Cuesta mucho ser sensible a la amistad, pero aquellos que tienen esa sensibilidad prefieren sufrir a ser insensiblesI. Aquel debía llevar a la religión la ternura de San Francisco de Sales. Sus Cartas espirituales producen en el alma una sensación de calma y de felicidad que encanta y persuade, incluso antes de haber convencido. “Estén con Dios, escribió él, no en conversación fatua como con las gentes que se encuentran por obligación, sino como con un buen amigo que no molesta para nada y al que tampoco se le molesta; se ven, se hablan, se escuchan, no se dicen nada, están contentos por estar juntos sin decirse nada; los dos corazones reposan y se ven el uno en el otro, y forman uno solo…Uno siempre es imperfecto hasta con los mejores amigos; pero esta es la forma como estamos perfectamente con Dios.” Lo que es diversidad en la metafísica estalla en la vida en luchas y en discordias. Bossuet se convirtió en el adversario de Fénelon. El amor puro, el amor desinteresado, del cual Fénelon quería hacer el ideal de la religión, se volvió el motivo de batalla. Se ha acusado injustamente, según nosotros, las intenciones de Bossuet. Quizás, sus palabras fueron demasiado agrias, pero la lucha misma era necesaria; era el choque de dos doctrinas. Bossuet se mostró severo e inflexible, porque debió serlo, y porque las santas verdades de la religión no admiten la suavidad y las vanas complacencias del mundoII. Hasta el momento de la disputa, Bossuet, ¡cosa extraña! nunca había leído a San Francisco de Sales ni a los otros autores de este género; todo era nuevo para él, todo lo escandalizabaIII. “Lo digo con dolor —le escribió a su antiguo amigo—: usted ha querido refinarse en el tema de la piedad: solo encontró digno en usted que Dios sea bello en sí mismo.” Era abrir la puerta al misticismo. ¿Quién sabe incluso? Esa comunicación demasiado directa del alma con Dios, esa revelación

I

Historia de la vida de Fénelon, por Ramsay, p. 174.

II

III

Respuesta de Bossuet a las cartas de Fénelon, en Bausset, t. II, p. 116 Carta de Fénelon a M. Tronson (manuscrito), ibídem, t. II, p.70.

interior e inmediata, esas meditaciones en las que Jesucristo estaba ausente por su condición, ¿no preparaban eso que desde entonces llamamos el racionalismo? En eso se jugaba toda la religiónI. El amor de Dios fue, entonces, el crimen glorioso de Fénelon. La expiación no fue menos admirable. Se sabe con qué humildad heroica el arzobispo de Cambray abdicó, a la voz de la Iglesia, aquello que un hombre tiene como más querido en el mundo, sus convicciones individuales. Luis XIV, por petición de Bossuet, había solicitado, apremiado y obtenido de la corte de Roma la condena del libro Máximas de los santos, en el cual Fénelon había concentrado su doctrina. El rey no quería al arzobispo. Un instinto déspota le advertía que el edificio tan regular, tan lógico, de su poder absoluto tenía allí un enemigo más temible cuanto era menos violento. Se ha dicho, con razón, que la gran herejía del arzobispo de Cambray era en política y no en teologíaII, y Luis lo llamaba rotundamente el más bello espíritu y el más quimérico de su reino. Las quimeras de Fénelon debían ser bien superadas por las realidades del porvenir, y era un honor para él haber pedido reformas que podrían haber eximido a Francia de la revolución. La intrépida carta que le escribió al rey en 1704, sobre los abusos de su reinadoIII, las Memorias particulares que redactó en Chaulnes, en 1711, a la vista del duque de Chevreuse, y que debían servir como programa para un nuevo reinadoIV, y finalmente, sus admirables Direcciones para la conciencia de un rey, libro bien diferente de la Política sagrada de Bossuet, restablecerán su memoria eternamente querida por todos los amigos de una sabia libertad. Pero la más bella obra que hizo Fénelon por esta, la obra a la que se referían todas las demás, fue la educación del joven príncipe que debía ascender un día al trono de Luis XIV.

I

Palabras de Bossuet a Luis XIV.

II

D’Alemberg, Élogio de Fénelon.

III

Se encuentra en las Obras de Fénelon, 3 vol. Gran en-8, 1838, t. II, p. 425. M. Géruzez la transcribió en sus Nuevos ensayos de historia literaria, p.299. IV

Se encuentran textualmente reproducidas en la Vida de Fénelon, por Bausset, t. IV, p.424.

Mejor servido que Bossuet por la naturaleza de su alumno, también supo mejor, puede afirmarse sin temor, descender al alcance de aquel a quien quería instruir. La educación del gran delfín es un monólogo sublime donde solo se escucha a Bossuet; la del duque de Borgoña es un coloquio lleno de interés, donde el ingenio del maestro solo se revela con el progreso del discípulo. Es a quien Fénelon debe parte de su fama como escritor; para él compuso sus obras más literarias: en primer lugar sus Fábulas, en las que lecciones excelentes e indulgentes reproches se disfrazan, para complacer más, bajo ficciones sencillas y elegantes; luego los Diálogos, exposición dramática de las reflexiones inspiradas al niño por el estudio de la historia; finalmente, la obra más conocida, la más popular de Fénelon, la que resume todo su espíritu, todas sus tendencias, las Aventuras de Telémaco, a las que hay que añadir las Aventuras de Aristón (1669). Aquí nos rencontramos con Fénelon, sin duda como ya lo hemos mostrado, partidario de las leyes y de una sabia libertad, enemigo del despotismo al punto de alarmar, por involuntarias pero inevitables alusiones, el orgullo del rey que envejece, infeliz y siempre ebrio de sí mismo; reconocemos, en la pureza de su moral evangélica, en la deliciosa pintura de los Campos Elíseos cristianos, al sacerdote lleno de caridad y de ternura del alma, cuya imagen hemos bosquejado antes. Pero esta obra hace resplandecer en él, con toda su brillantez, un nuevo carácter, del cual aún no hemos hablado, y que forma uno de los rasgos más distinguidos de Fénelon, esa poética imaginación, coloreada con todos los recuerdos de Grecia. Ahí es donde pertenece al siglo diecisiete, al cual, en tantos otros aspectos, parece dejar atrás. Tal vez, incluso, lo supera aquí por la exquisita pureza de su gusto, por el desdén de todo adorno convencional, por ese sentimiento vivo y delicado de la amable simplicidad del mundo nacienteI. Desde su juventud, Fénelon había sentido el poderoso atractivo del ingenio de Grecia. En una carta dirigida probablemente a Bossuet, se desahoga y confunde, con entusiasmo juvenil,

I

Expresión de Fénelon en una de sus cartas a La Motte, 24 de mayo de 1714.

las emociones de poeta y de cristiano que este país le inspira: “Grecia entera se abre para mí; el sultán retrocede atemorizado; ya el Peloponeso respira en libertad, y la Iglesia de Corinto florecerá de nuevo; la voz del Apóstol se seguirá oyendo allí. Me siento trasportado a esos hermosos lugares y entre esas preciosas ruinas, para recoger allí, con los más curiosos monumentos, el espíritu mismo de la Antigüedad. Busco ese areópago donde San Pablo anunció a los sabios del mundo el Dios desconocido. Pero lo profano viene después de lo sagrado; y no desprecio el descenso al Pireo, donde Sócrates hace el plan de su república. Subo a la doble cumbre del Parnaso; cojo los laureles de Delfos y degusto las delicias de TempeI.” Esta carta contenía las semillas de la inspiración griega de Telémaco. Las graciosas mentiras de la mitología, que Bossuet condenaba con tanta austeridad en el poeta Santeuil, no atemorizaban el espíritu menos alto, pero más vasto de Fénelon. El arte encontraba siempre gracia ante sus ojos indulgentes: parece que él percibía algo de sagrado en la belleza. No proscribía el teatroII: a menudo, en Versalles, iba a sorprender a Mignard en su estudio, en las horas de su trabajo, para hablar con él sobre pinturaIII. En la primera de sus obras, en el Tratado sobre la educación de las niñas, donde tanto sentido práctico se combina con tanta delicadeza, hay una muestra de ese gusto perfecto del arte antiguo. Él querría que les hiciésemos ver a las niñas la noble sencillez que aparece en las estatuas y en otras figuras que nos quedan de las mujeres griegas y romanas; ellas verían allí cuántos cabellos, anudados descuidadamente por detrás, y cuántos velos repletos y flotantes, de largos pliegues, son agradables y majestuosos. Encontraba incluso bueno que ellas oyeran hablar a los pintores y a aquellos que tienen el exquisito gusto por la Antigüedad. Es por este gusto exquisito por lo que Fénelon, en sus admiraciones clásicas, no se detiene en los romanos, como Corneille, como Boileau, como la mayoría de los escritores franceses

I Carta manuscrita de Fénelon, fechada en Sarlat, el 9 de octubre, sin indicación de año; en Bausset, Vida de Fénelon, t. I, p.42.

II

III

Instrucción para Mr. el duque de Borgoña, Bausset, t. IV, p. 47 Monville, Vida de Mignard.

desde Malberbe. Entre los mismos griegos, prefiere a los más simples, a los más puros, a los más ingenuos, lo que lo distingue de Racine. Homero, Jenofonte y Platón se convierten en sus modelos. Él prefiere incluso la Odisea a la Ilíada; tradujo seis cantos para impregnarse bien de ese estilo encantador. Solo entonces aborda el relato de Las aventuras de Telémaco, y el lector encantado todavía cree estar leyendo a Homero. ¡Qué creación la de trasportar a la lengua más desdeñosa de Europa las amplias e ingenuas pinturas del cantor de Ulises! Y qué nuevas bellezas el imitador agrega a su modelo! La sabiduría de Sócrates viene a corregir las fábulas de Homero. La vehemencia de Sófocles fue preservada en las imprecaciones salvajes de Filoctetes. El amor quema en el corazón de Calipso como en el alma apasionada de Dido; y si una queda muy inferior a la otra en el simpático interés que ellas inspiran, la diferencia se atenúa por la pintura admirable de Eucaris. Por otra parte, la misma pasión se reproduce dos veces en el poema francés. La figura casta y modesta de Antíope nos ofrece un segundo cuadro en el que el amor es conciliable con la virtud. Una rica variedad de retratos hace pasar sucesivamente ante nuestros ojos todos los vicios y todas las virtudes cuyo espectáculo puede instruir a su discípulo. La más feliz de todas estas creaciones es la del héroe, el joven Telémaco. Para educar a un niño príncipe, Fénelon eligió a un héroe saliendo de la adolescencia. Sus defectos, sus arrebatos son precisamente los que se observan en el duque de Borgoña; y estos errores, que se unen a él, desechando la idea de una perfección monótona, ceden gradualmente a la sabia dirección de Mentor y a la educación integral de la desgracia. Una marcha parecida concilia felizmente el interés poético y la instrucción moral. “Esta combinación de altivez y de ingenuidad, de fuerza y sumisión, forma, posiblemente, el carácter más conmovedor y amable que ha inventado la musa épicaI.” El estilo de Telémaco no es menos digno de admiración. Rechazando el verso alejandrino, que, bajo la disciplina de Boileau, no había podido suavizarse lo suficiente para revestir una larga epopeya, Fénelon creó para su uso una prosa elegante y simple que flota en largos pliegues en torno a su pensamiento y lo envuelve con imágenes y armonía. Su palabra

I

Villemain, Noticia sobre Fénelon.

recuerda la dulce voz de esos nobles viejos de frente calva y de barba blanca, a quienes les gusta contar y cuentan durante mucho tiempo, pero con un encanto tan atractivo que ni la juventud más alegre le encuentra toda la gracia. Cuando él está revestido con su larga túnica de una blancura deslumbrante y lleva en sus manos su lira de marfil, los árboles mismos parecen conmovidos, y se pensaría que, enternecidas, las rocas van a descender de las montañas por el encanto de sus suaves acentosI.” Esta obra termina para nosotros el retrato de Fénelon, como la Historia universal el de Bossuet. Estas dos epopeyas, tan diferentes y tan admirables, parten de dos puntos opuestos del horizonte; una desciende de las montañas sagradas de Oreb y de Sinaí, de cimas desnudas, pero colmadas de una majestad terrible; fluye a través de la historia y refleja en su curso las ruinas de los imperios; la otra nace en los valles agradables del Ilisus, en medio de los arrayanes florecidos; ella serpentea a veces entre los templos de los más bellos mármoles de Paros, a veces entre las alegres cabañas de los pastores de Grecia; las ninfas y las dríades vienen a descansar dulcemente sobre sus bordes. La Historia universal es una obra exclusivamente cristiana; el Telémaco, pagano por apariencia, cristiano por moral, filósofo por política, admite y resume todas las conquistas anteriores de la civilización. Sería lamentable que un escritor de un gusto tan perfecto, de un ingenio tan universal y tan poco exclusivo, no hubiera consignado, antes de terminar su carrera, consignó en algunas páginas la teoría de un arte que había practicado tan admirablemente. Su Carta sobre las ocupaciones de la Academia Francesa (1714), sus Diálogos sobre la elocuencia, sus Cartas a La Motte sobre Homero y sobre los antiguos, están colmados con una excelente y fructífera crítica. Su doctrina literaria, menos detallada, menos técnica que la de Boileau, es más inspiradora. Ella no se limita a negar; ella establece elocuentemente algunos vastos principios sobre el propósito de la elocuencia, sobre la unidad, que es la vida de todas las obras, sobre las características de la belleza que deben reproducir. Fénelon no se deja deslumbrar por el resplandor de su siglo hasta el punto de despreciar el anterior. Lamenta

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Telémaco, liv. II

algunas cualidades que hemos dejado perder, un no sé qué escaso, ingenuo, audaz, brillante, apasionado. No le parece que la lengua misma haya ganado siempre con el cambio. Él cree que se la ha afectado y empobrecido desde hace aproximadamente cien años, queriendo purificarla. Se atreve a elogiar el intento de Ronsard; indica, con una verdad perfecta, la causa de su fracaso y las consecuencias fatales de una reacción extrema. Por último, más feliz que Boileau y gracias al plan que se trazó, Fénelon no se limita a la poesía, que bien ha cuidado separarla de la versificación; abarca en sus observaciones la elocuencia y la historia, y se remonta, de manera natural, hasta los principios más generales que dominan todo el arte de la escritura.

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CAPÍTULO XXXVI.

LOS PREDICADORES Y LOS MORALISTAS.

Bourdaloue y Massillon. —Saint-Évremont; La Rochefoucauld; La Bruyère. —Preludio del siglo XVIII.

Bourdaloue y Massillon.

Como Bossuet, aunque en menor grado, Fénelon había lanzado un fuerte resplandor al púlpito cristiano; también como él, nos dejó pocos sermones que son la menor parte de su gloria. Habiendo alcanzado la madurez de su ingenio, estos grandes hombres ya no escribían sus discursos, solo trazaban el plan, lo fecundaban por una poderosa meditación, y se abandonaban, en el púlpito, a la emoción de su alma y al contacto vivificante del público. Pero no fue igual para los dos grandes oradores a los cuales aún nos falta mencionar aquí, y que, por un método contrario, lograron resultados aún más destacados en el género particular del sermón. Los dos predicadores más famosos de la época del siglo de Luis XIV fueron Bourdaloue y MassillonI; uno jesuita, el otro oratoriano; y, ¡cosa extraña! el orador austero, el riguroso dialéctico fue el jesuita; el oratoriano era insinuante, cariñoso e incluso florido. “Bourdaloue ha hecho de la elocuencia evangélica un arte profundo y regular; es el atleta de la razón combatiente por la fe. En el ordenamiento de sus declaraciones, en la selección de los argumentos, en la fertilidad inagotable de su lógica, volvió a encontrar ese ingenio de la invención que formaba la facultad dominante del orador político o judicial, facultad quizás más escasa que esa imaginación de estilo que es acorde, a veces, con la impotencia para capturar y enlazar las partes diversas de un conjunto únicoII”. Es honorable para el gusto de sus contemporáneos haber querido esta elocuencia vigorosa. El rey oyó a este Padre predicar diez cuaresmas seguidas: la corte solo hablaba de los sermones de Bourdaloue. Lejos de comprar este favor por complacencias cobardes, se expresaba con la libertad de un apóstol y el sentimiento popular de un reformador, “era de una fuerza capaz de sacudir a los cortesanos”, dijo Madame de SévignéIII. Predicó sobre la impureza delante del amante adultero de Madame de Montespan, “golpeando cual sordo, —también dijo ella— diciendo verdades a rienda suelta, parloteando contra el adulterio; sálvese quien pueda, él va siempre va por su camino.” No es menos audaz en su moral social, y tampoco se recata frente

I Luis Bourdaloue, nacido en Bourges en 1633, murió en 1704. –Jean-Baptiste Massillon nació en Hières en 1667, y murió en 1743.

II

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M. Villemain, discurso de apertura del curso de elocuencia francesa, 1822. Sévigné, 1674

a las instituciones opuestas al espíritu del Evangelio. Al respecto, recogió la más vasta tradición de los Padres de la Iglesia. Ataca fuertemente la herencia de los empleos, en el interés mismo de los herederos incapaces. Quiere que los ricos, por el abandono de su abundancia, restablezcan una especie de igualdad entre ellos y los pobres; añora la comunidad que querían la razón y la naturaleza, y que la corrupción humana ha hecho imposible. Si sus nobles oyentes recibían aún mejor todos sus consejos, al escucharlo, no se sentían tan animados a seguirlos. Oían esas bellas y frías deducciones como un teorema de geometría, cuya existencia no dificulta para nada los desvíos de la voluntad. “Es muy capaz de convencer —dice Fénelon—; pero yo no conozco a ningún predicador que persuada y llegue menos… por otra parte, no tiene nada de afectuoso y de sensible. Son argumentos que requieren la contención del espírituI.” Este esfuerzo del espíritu, que imponía Bourdaloue a sus oyentes, llegaba a veces hasta un interés de alguna manera dramático. “A menudo, me ha cortado la respiración, dijo Madame de Sévigné, por la extrema atención con la que uno queda suspendido por la fuerza y la justicia de sus discursos, y solo respiraba cuando a él le satisfacía terminarlos para volver a empezar otro con igual bellezaII.” Su cadencia parecía conspirar con la severa impasibilidad de su composición. Su rostro estaba inmóvil, sus ojos cerrados, su pronunciación rápida, su voz monótona, y sus inflexiones eran siempre las mismas. Todo en sus discursos era meditado, escrito, aprendido; la improvisación no habría podido encontrar un lugar entre los eslabones fuertemente apretados de esta cadena. Massillon también recitaba, pero recitaba con gracia. Por la única reputación de su cadencia, el actor Barón quiso asistir a uno de sus discursos. “He aquí, —dijo saliendo del sermón—, he aquí un orador, y nosotros no somos sino comediantesIII.” Cuando Massillon se mostraba en su silla, parecía profundamente penetrado por las grandes verdades que iba a decir; los ojos caídos, la apariencia modesta y reflexiva, sin movimientos violentos y casi

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Segundo Diálogo sobre la elocuencia.

II

III

Sévigné, 1686. El asombro de Barón tiene aquello que nos sorprende. ¿Contaba, entonces, con un resultado diferente?

sin gestos, pero animando su palabra con un tono afectuoso y penetrante, difundía en su audiencia el sentimiento religioso que su exterior anunciaba. No se dirigía al razonamiento como Bourdaloue; iba directamente al alma. Pero la agitaba sin atropellarla; la penetraba sin desgarrarla. Descendía hasta el fondo de los corazones para allí sondear esos pliegues ocultos donde las pasiones se envuelven, esos sofismas secretos con las que ellas saben engañarnos y seducirnos. Para combatir y destruir esos errores, casi le bastaba desarrollarlos. Su elocuencia, colmada de unción y de ternura, subyuga menos de lo que acarrea, y ofreciéndonos la pintura de nuestros vicios, él todavía sabe encariñarnos y complacernos. Su dicción, siempre fácil, elegante y pura, está en todas partes con una simplicidad noble, unida a la más dulce armonía; y, lo que causa el colmo del encanto que hace experimentar ese estilo encantador, nos parece que tantas bellezas fluyeron de su fuente y nada les costó a aquel que las produjoI”. Su Adviento y su Cuaresma, predicados en Versalles ante Luis XIV, son una sucesión casi continua de obras maestras. La Pequeña Cuaresma, predicada en 1718 ante Luis XV (cuando este tenía nueve años), es quizás aún más notable por la maravillosa unión de la elocuencia y de la simplicidad. “Él parece, como le dice el abad Fleury al recibirlo en la Academia Francesa, que quisiese imitar al profeta que, para resucitar al hijo de la sunamita, se redujo, por así decirlo, poniendo su boca sobre la boca, sus ojos sobre los ojos y sus manos sobre las manos del niño.” El joven rey saboreó fuertemente sus discursos, y le hablaba con frecuencia de ellos al mismo cardinal, su maestro, a quien, a pesar de sus alabanzas oficiales, apenas si le gustaba, de Massillou el orador más que el oratoriano. Sin embargo, aunque puestos, por un arte admirable, al alcance de un príncipe niño, estos sermones se dirigían principalmente a los hombres encargados de gobernar bajo su nombre. Massillon conocía a los grandes: él sabía que, en general, la primera necesidad de su orgullo es permanecer al margen de la multitud. Entonces, les presentó apreciaciones, motivos,

I

De Alembert, Historia de los miembros de la Academia francesa, t. p.8.

deberes que los ennoblecían incluso, y compuso con la vanidad de ellos en el interés de la caridad. Con Massillon, la elocuencia del púlpito entre una fase nueva; sin dejar de ser religiosa, se convierte, sobre todo, en filosófica. Ya estamos muy lejos de los sermones donde Bossuet hacía hablar, en toda su majestuosidad poderosa, a las Escrituras santas y a los Padres de la Iglesia. Massillon es menos apóstol que moralista, estudia más el corazón humano que la tradición de la Iglesia, y cuando sus contemporáneos se sorprenden de que un hombre consagrado por su estado como jubilado, pueda hacer pinturas de tan verdaderas pasiones, él responde: Es explorándome a mí mismo, como aprendí a trazar estas pinturas. Es también aquí siguiendo el espíritu de Descartes el que se libera, cada vez más, de la influencia dogmática. El estilo de Massillon sufrió las consecuencias de esta revolución en el pensamiento. En lugar de los arriesgados rasgos que en Bossuet brillan y brotan como el relámpago, Massillon hace relucir una suave y continua luz que aumenta progresivamente hasta que aparezca la verdad en su mayor esplendor. A menudo, no presenta en una página más que una y la misma idea, diversificada, es cierto, por todas las riquezas que puede proporcionar la expresión, pero que solo se desarrolla, con cierta lentitud. Se ha comparado su proceder con el de Séneca: se le hacía daño al orador francés, que no insiste en su idea para hacer alarde de su ingenio, sino para penetrar más profundamente en los corazones. Habría más justicia si se comparara con Cicerón, a quien, no obstante, sus temas permitían más calidez y variedad. Los tres grandes predicadores que sermonearon alternativamente ante Luis XIV parecen haber respondido, por el carácter de sus talentos, a las diversas edades del monarca y a las necesidades sucesivas de la sociedad de la que este era el alma. En una corte joven, brillante y apasionada, Bossuet hizo estallar la palabra divina con todos los esplendores de la imaginación más vívida. Es fuerte, apasionante, terrible. En la era de la política, de la reflexión, de la madurez, Luis escuchó los poderosos argumentos de Bourdaloue, quien poseía el talento de razonar, en el mismo grado que Bossuet lo tenía para la pintura. Colmada de intrigas y de ambiciones, completamente ocupada, por consiguiente, en estudiar a los hombres, la corte seguía con agrado al orador que sabía tan bien analizarlos. Pero cuando la desgracia vino a darle al gran rey severas advertencias, otra voz más consoladora, incluso en

sus reproches, lo condujo en la soledad y le habló a su corazón. Cansado de grandeza, de esfuerzos y de desgracias, el rey prestó, con gusto, atención a las lecciones de esta dulce sensatez que se cubría de elegancia, de gracia y de armonía. También es ella la que debía concluir el resplandeciente periodo de ese reinado, pronunciando sobre la tumba del monarca estas sublimes palabras: solo Dios es grandeI. De esta forma, la predicación católica venía, sin quererlo, sin imaginarlo, a tenderle la mano a la filosofía puramente humana. Voltaire hará de Massillon un estudio asiduo y traducirá más de una vez en sus versos la bella prosa del orador moralistaII.

I

II

De esta forma comienza la Oración fúnebre de Luis XIV, por Massillon. La Harpe cita los ejemplos en su artículo sobre Massillon, Curso de literatura. T. VII.

LOS PREDICADORES Y LOS MORALISTAS.

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Ainsi la prédication catholique venait, sans le vouloir, sans y songer, tendre la main à la philosophie purement humaine. Voltaire fera de Massillon une étude assidue, et traduira plus d’une fois dans ses vers la belle prose de l’orateur moraliste1.

Saint-Évremont - La Rochefoucauld - La Bruyère

Incluso en el transcurso del siglo XVII la filosofía moral fue perpetuada fuera del santuario con un brillo menos lustroso, es verdad, pero sin interrupción. Saint-Évremont, hombre de mundo más que escritor, le debía a esta calidad una gran reputación. Sus obras manuscritas circulaban favorablemente en la sociedad que las vio nacer. Debido a que era un privilegio escucharlas, se creía que el interés del amor propio era elogiarlas: la vanidad aumentaba la admiración. "Una obra impresa y que se pasa clandestinamente en condiciones de ser reproducida de la misma manera, dijo La Bruyère, si es mediocre, pasa por maravillosa; el escollo es la impresión". La moda de Saint-Évremont sobrevivió incluso esta temible prueba. No es que su pensamiento sea de una gran fuerza o su estilo sea de un resplandor intenso, pero encontramos en él la finura de observación de un hombre que ha vivido mucho en el mundo, y la conversación ingeniosa y fácil de la alta sociedad de su época. En su larga carrera2, parte de la cual pasó en exilio, Saint-Évremont parece un testigo encargado de asistir al siglo XVII, y de mantenerse al margen para contemplarlo mejor. Discípulo de Voiture y maestro de Voltaire, con una presunción infinitamente menor que el primero, y menos ingenio y sagacidad que el segundo, sirve, sin embargo, como una transición entre estos dos hombres. Su destino, que lo estableció en Inglaterra, parecía querer convertirlo en el precursor del filósofo que nos enseñó primero a conocer esta noble comarca; pero sus prejuicios tan

1. La Harpe lo cita en dos ejemplos de su artículo acerca de Massillon, Cours de littérature, 1. VII. 2. De 1613 a 1703. –Obras principales: Observations sur Salluste et Tacite; Réflexions sur la tragédie et la comédie; Discours sur les belles- lettres: Réflexions sur l'usage de la vie; cartas; poesías.

LIT. FR.

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CAPÍTULO XXXVL.

franceses le impidieron ver más allá del estrecho otra cosa que Francia. Conversador ingenioso, epicúreo de buen gusto, moralista elegante y superficial, se jacta más de vivir que de escribir, y se ajustó plenamente a su frase: Estámos más interesados en disfrutar del mundo que en conocerlo. Un moralista cuyo nombre se mantuvo más famoso, gracias a la rara distinción de su estilo, a la forma concisa, ingeniosa y sorprendente de sus observaciones, es François de Marsillac, duque de La Rochefoucauld1. Sus Reflexiones o Sentencias y Máximas morales, que aparecieron en 1665, son, de alguna manera, un fuego continuo de observaciones finas, espirituales y paradójicas. Esta es la primera obra publicada en Francia de este estilo vivo y conciso. Este libro, según Voltaire, fue uno de los que más contribuyeron a formar el gusto de la nación y a darle un espíritu de rectitud y de precisión. Sus Memorias se leen, dijo en otra parte este excelente juez, y nos sabemos de memoria sus Pensamientos. Sin embargo, en La Rochefoucauld, el filósofo es muy inferior al escritor. Sus Máximas son apenas una variación perpetua de este falso pensamiento de que todas las acciones humanas no tienen más razón que el amor propio, es decir una exageración. El autor ve solo uno de los dos lados de la naturaleza moral; separa los dos instintos que la componen y suprime absolutamente el más noble; toma la eventualidad por la regla, y niega la virtud porque hay corazones viciosos. Además, para corregir su error, basta con restringir lo que él generaliza, y oír en algunos individuos lo que él afirma de la naturaleza humana. La Rochefoucauld era más un cortesano que un filósofo. Había vivido en un mundo egoísta, en medio de las mezquinas agitaciones de la Fronda. Él conocía a los hombres: se equivocó al creer que conocía al hombre. La forma de las Máximas no deja de tener algo de monótono en su concisión afectada. Esas chispas que brillan en cada línea para apagarse de inmediato y que solo tienen por objeto sorprendernos, terminan por cansar los ojos. Un escritor más eminente que La Rochefoucauld supo evitar este escollo con una va-

1. 1613-1680.

LOS PREDICADORES Y LOS MORALISTAS.

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riedad plena de capricho y coquetería. Sin un sistema filosófico decidido, sin pretensión de profundizar, La Bruyère1 es un autor encantador que no nos cansamos de releer. ¡Qué más rico cuadro que su libro Caracteres! ¡Qué finura en el dibujo! ¡Qué colores tan brillantes y delicadamente matizados! ¡Cómo ese mundo cómico que él creó se agita en un desorden divertido! Nada de transiciones, nada de plano regular. Sus personajes son una muchedumbre ocupada que corre, que se mueve toda engalanada de pretensiones, de originalidad, de ridiculez: es como imaginarse estar en la gran galería de Versalles y ver desfilar delante de uno a duques, marqueses, financieros, señores burgueses, pedantes, prelados de la corte. A veces se oye un diálogo picante, que tiene todo el toque de una pequeña comedia, con una palabra llena de sentido para el desenlace; a veces, entre dos defectos hábilmente escogidos, el autor deja resbalar una reflexión moral cuyo mérito principal es la verdad; aquí hay una máxima concisa, a la manera de La Rochefoucauld, pero sin sus prejuicios misántropos; allí, una imagen familiar ennoblecida por la fuerza de la mente y de la novedad; más lejos, una construcción maligna que arma con un trazo inesperado el fin de la frase más inofensiva. Aunque La Bruyère era un gran observador, no era precisamente un filósofo: no profundiza en la región subterránea de los principios; se mantiene en la superficie donde vegetan las pasiones y los vicios. A propósito del pensamiento, cree que todo está dicho y que todo nos viene muy tarde, desde hace más de 7 mil años que hay humanos. Por lo tanto, se considera más un artista que un pensador. Todas sus creencias las tomó de las personas honestas de su época; de Teofrasto, a quien tradujo, tomó su manera y su forma; pero puso bajo todo esto su espíritu, y eso es suficiente para asegurar la inmortalidad de su libro.

Preludio del siglo XVIII.

"Un hombre que haya nacido cristiano y francés se ve obligado a la sátira; los asuntos importantes le son prohibidos. Los inicia algunas veces, y luego se desvía sobre las pequeñas cosas, las cuales realza por

1. 1639 - 1696

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CAPÍTULO XXXVL.

la belleza de su ingenio y de su estilo". Estas palabras, con las cuales La Bruyère justificaba sin duda, ante sus propios ojos, el carácter un poco superficial de su obra, eran al mismo tiempo el síntoma de una necesidad nueva que pronto iba a manifestarse en la literatura. No era solamente la sátira la que se sentía limitada entre la religión y la monarquía. Todo el pensamiento comenzaba a agitarse en esos límites augustos que no debía tardar en atravesar. Descartes había puesto las premisas de la independencia, y su principio, más fuerte que sus prudentes reservas, debía llevar bien lejos a sus audaces herederos. Un espíritu de libertad soplaba de todas partes. En Holanda, Bayle, un hombre de inmensa erudición, de asombrosa facilidad, se declaraba el campeón del pirronismo y anunciaba la Enciclopedia tanto por el espíritu como por la forma de sus trabajos. Inglaterra llevaba a cabo su revolución, y mantenía las semillas de la nuestra, que el impaciente genio de Voltaire pronto iba a tomar. En la misma Francia, la tradición escéptica, la voz de Rabelais y de Montaigne, al parecer ahogada por el armonioso concierto de los escritores religiosos de la época de oro, se había apaciguado, pero no extinguido. Parecida a esos hilos conductores que transmiten de un continente a otro, por debajo de las olas del océano, el movimiento y el pensamiento, la incredulidad del siglo XVI atravesaba en secreto el reinado de Luis XIV, para hacer tambalear el siglo siguiente. La Fronda les había legado los Lionne, los Retz, epicúreos ardientes y hábiles, la princesa Palatina, el gran Condé y el médico-sacerdote Bourdelot, tímidos en su impiedad. Méré, Miton y Desbarreaux fueron francamente incrédulos; Ninon y su corte, Saint-Évremont y Saint-Réal, los poetas Hesnault, Lainez y Saint-Pavin formaban, en la sociedad religiosa del siglo, un pequeño mundo aparte que tomaba fácilmente como creencia la teoría de sus placeres. Los Vendôme, rodeados de los Chaulieu y de los La Fare, hacían de sus palacios del Temple el asilo del desenfreno y del libre pensar. ¡En la corte misma, en la verdadera corte de Versalles, cuántos vicios paganos se impacientaban de la máscara de la decencia, sobre todo cuando el

LOS PREDICADORES Y LOS MORALISTAS.

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reinado de Maintenon los había comprimido aún más bajo las apariencias hipócritas! Todo esto se fermentaba silenciosamente por debajo de la sociedad oficial y regular. Los malos instintos y las aspiraciones generosas se aliaban, como en toda revolución, para invertir el presente, a riesgo de disputarse el futuro. Se sentía que el fin del reinado era el fin de una sociedad. Era también el fin de una literatura. Ese flujo de ideas nuevas en aumento va a romper, de manera precipitada, las formas regulares del siglo de oro. Por un tiempo, la poesía va a despegar hacia el cielo con la fe; la prosa compensará, con calidades nuevas, la tranquila majestad o la gracia regular que debe perder. De ahora en adelante la prosa, ligera, brillante e incisiva, se volverá un arma, así como la literatura se volverá un poder. La filosofía del siglo XVIII es la revolución francesa en el dominio del pensamiento.

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QUINTA PARTE EL SIGLO XVIII ______

CAPÍTULO XXXVII.

VOLTAIRE. Tendencias generales del siglo XVIII — Influencia de Inglaterra. — Fontenelle. — Voltaire; su educación. — Su teatro. — Su epopeya. — Sus poesías diversas. — Sus trabajos históricos. — Su filosofía.

Tendencias generales del siglo XVIII

La obra de la literatura francesa en el siglo XVIII parece al inicio puramente subversiva. Las creencias, las costumbres, las instituciones antiguas caen bajo sus golpes de manera sucesiva; ataca las religiones positivas, amenaza las monarquías: está poseída por el entusiasmo de la destrucción. Pero no hay que fijarse en la apariencia: las semillas fértiles se ocultan bajo esas ruinas. Si rompe con la tradición histórica, al menos se consagra en la búsqueda de lo justo y de lo verdadero. Francia entonces realiza el primer momento del pensamiento de Descartes, le duda metódica. Es un triste espectáculo este estremecimiento universal del mundo moral; sin embargo, es bello ver, por primera vez, que, en su mayoría, los hombres creen en el poder de la razón. Al siglo XVIII le faltó relacionar esta razón, ante la cual él se inclinaba, con su fuente eterna y divina, y decir con Fénelon: "¿Dónde está esa razón perfecta que está tan cerca de mí y que es tan diferente de mí? ¿Acaso no es ella el Dios que busco1?".

1. Al reconocer la razón solo subjetivamente, es decir, como algo

VOLTAIRE.

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El siglo XVIII comenzó con un enorme y doble trabajo, cuyo fin no pudo ver: destruir todo lo que había de arbitrario en la autoridad, para restablecerla más inquebrantable sobre las bases eternas del derecho y de la justicia. A nuestros padres les tocó la primera y más ingrata parte de este programa. Parece que la Providencia nos reservó la segunda. Además, no es solo a la literatura a la que debemos acusar o alabar por haber derrocado la sociedad del siglo XVIII; el antiguo sistema cayó por sí mismo en ruinas. El absolutismo, que estaba muy tenso, se destrozó. El pueblo había cubierto de fango el ataúd de Luis XIV; el regente, primero, y luego el rey Luis XV cubrieron el trono de oprobio. Los señores se arrastraban a los pies de una amante real o ensuciaban en alegres orgías sus títulos de nobleza. Los parlamentos, animados por un fuerte espíritu corporativo, seguían el siglo con un paso desigual: hoy con él, en su resistencia a las tremendas prodigalidades de la corte, o a los abusos de una sociedad célebre; mañana hacia atrás, en plena Edad Media, cuando pronunciaban alguna de esas sentencias que deshonraban aún más la justicia criminal. Por último, demasiados miembros del alto clero, corrompidos por la corte, se hallaban tanto sin fe como sin costumbres, y ya solo sabían defender la religión, de la que eran los órganos, con pequeños hostigamientos y persecuciones tímidas. En esa decrepitud de todos los antiguos poderes, solo uno de ellos continuaba creciendo, el de la opinión pública, de la que la literatura se hizo intérprete y guía. Las letras, consideradas hasta entonces como el ornamento y la decoración de la sociedad, comenzaron a convertirse en su alma: se vio a los escritores disertar sobre los gobiernos y los pueblos, sondear los fundamentos tambaleantes del poder y establecer los principios que querían darle como base. Esta aplicación del pensamiento a los intereses públicos de la nación le dará un carácter nuevo, que separa profundamente a los escritores del siglo XVIII de los de las

que tan solo existe en la mente que la concibe, el siglo XVIII le quitaba toda base sólida al derecho, a la política y al arte; y solo les dejaba por principio el consentimiento de una reunión fortuita de individualidades.

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CAPÍTULO XXXVII.

épocas precedentes. Las letras sustituyeron en Francia a las instituciones que esta aún no tenía. Esta importante conquista de la literatura multiplicó el número de los escritores; y, por otra parte, el gran número de escritores contribuyó a extender su influencia. El efecto, como siempre, se volvía sobre su causa, y aumentaba la energía. Las personas de letras ya no eran una casta aislada que disfrutaba aparte de sus oscuros honores. Se les abrieron todos los salones: reinaron allí por el derecho del espíritu, de la moda y, algunas veces, de la frivolidad. Varios contaron con su gloria, contentos de una pronta celebridad. La conversación se convirtió en un arte ingenioso: las personas del mundo y los autores hicieron un intercambio de sus cualidades diversas: toda la nación hizo o inspiró libros.

Influencia de Inglaterra.

Parece que todas las evoluciones del genio de Francia deben ser aceleradas por la influencia de una literatura vecina. En el siglo XVI, Italia nos había dado el Renacimiento; en el siglo XVII, sufrimos la acción heroica y un poco enfática de España. Es de Inglaterra de donde salió el primer impulso del siglo XVIII: la libertad de examinar todo y de decir todo; la aplicación de la literatura a los intereses políticos y económicos de la nación; la tendencia positiva y materialista del pensamiento; el color prosaico y un poco vulgar de las producciones del espíritu: todo esto pasó de la Inglaterra del siglo XVIII a Francia. Pero eso que en los ingleses era disperso y aislado, vino a concentrarse aquí en un foco ardiente: una dirección común les dio a las ideas nuevas un poder irresistible. Disciplinados hasta en la insurrección, nuestros filósofos, a pesar de sus disidencias, tenían un propósito, un método, un espíritu común: Francia lleva en todas partes su unidad. Además, animaron las abstracciones inglesas con una elocuencia convincente y popular: la incredulidad discreta o sabia de Collins, de Tindak y de Bolingbroke, se convirtió en el sarcasmo mordaz de Voltaire y en el deísmo ardiente de Rousseau. La ciencia de Newton

VOLTAIRE.

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salió de su santuario, gracias al autor de las Cartas inglesas y de los Elementos de filosofía; el análisis frío y didáctico de Locke palideció ante las páginas elocuentes del Emilio y del Contrato social. Se decía que una idea inglesa solo podía hacerse escuchar en el mundo después de haber encontrado en Francia su expresión europea y su forma inmortal. Entre la multitud de escritores que instauraron en Francia la nueva filosofía, cuatro grandes nombres conquistaron los sufragios de la posteridad: Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Buffon. Voltaire da la señal de ataque: poeta, historiador, filósofo, escritor universal, se multiplica por su insaciable actividad y hace comparecer todas las ideas humanas en el tribunal de su inexorable sentido común A continuación se precipita todo el ejército de novatos, exagerando, extremando y estropeando su doctrina. Es Diderot, es d’Alembert, enarbolando como punto de reunión la bandera de la Enciclopedia; es Helvétius, es d’Holbach, es Lamettrie, cuyos sistemas desconsoladores aniquilan toda moral, toda esperanza, toda poesía. Entonces se levanta lleno de una elocuente indignación, el genovés Jean-Jacques, ardiente y orgulloso como un tribuno, apasionado y animado como un poeta. Reivindica los derechos eternos del sentimiento moral, de la religión, de la libertad; y su palabra quebranta y aniquila las frías especulaciones del ateísmo. Sin embargo, retirados en la distancia y contemplando de lejos la lucha, Montesquieu y Buffon se reparten la historia del pasado y de la inmortal naturaleza, buscan descubrir las leyes de las sociedades y del universo. Uno ofrece a la revolución política que se avecina la base sólida de la experiencia de los siglos; el otro muestra por anticipado a las ciencias físicas que se despiertan, el cuadro magnífico de sus futuras conquistas, y parece igualar la majestad de la naturaleza con la de su genio1.

Fontenelle.

El papel de Voltaire parecía ofrecido por el destino a un hombre cuyo espíritu más fino y cuya universa1. Majestati naturæ par ingenium. Inscripción de la estatua de Buffon, erigida en el gabinete del rey, cuando estaba todavía vivo.

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lidad más brillante unida a una vida secular solo pudieron elevarlo al segundo rango. Fontenelle, que nació en 1657 y murió en 1757, sobrino y alumno de Corneille, colega y superviviente de Montesquieu, se encontró dividido entre las dos épocas tanto por su carácter como por su edad. Innovador paradójico mucho más que audaz en el siglo XVII, conservador indeciso y tímido en el XVIII, la tibieza de su alma pasó a su estilo. Intentó todos los géneros, desde la tragedia hasta la égloga, desde la ópera hasta la disertación científica: llevaba casi por todas partes una afectación de entusiasmo que cansa, un exceso de espíritu que, después de todo, solo es un defecto del mismo1. Lo que le faltaba sobre todo a Fontenelle era el corazón2. Él mismo reconocía que jamás había tenido seriamente el deseo de amar ni de ser amado. Qué ardor, qué poder podía tener en sus escritos el hombre que decía: "¿Si yo tuviera la mano llena de verdades, me abstendría de abrirla?”. Su escepticismo discreto se limitaba a una guerra de alusiones malignas: en sus Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, en su Relación de la isla de Borneo, en su Historia de los oráculos, la hostilidad de las intenciones se disimula bajo una reserva prudente. Muy a menudo Fontenelle escribe tanto sin objetivo como sin convicción. Sentimos que no avanza, se pasea, recogiendo a su paso las ideas punzantes, las observaciones ingeniosas, sin ocuparse de su precisión. Le gusta la paradoja en la ciencia como en el estilo: lo que busca es lo maravilloso, lo singular, más que la verdad. Por fortuna para su reputación, fue secretario de la Academia de las Ciencias durante cuarenta y tres años. La obligación de dar cuenta de los trabajos de esta docta asamblea le dio un objeto positivo a este espíritu ingenioso y fácil. La gloria de Fontenelle es la de haber prestado a las ciencias más diversas, en su bella

1. Las principales obras de Fontenelle son varias piezas de teatro, entre otras: Aspar, Idalie, tragedias; la Comète, comedia; Thétis o Pelée, Endymion, óperas; pastorales, pequeños trozos de versos; los Diálogos de los muertos; las Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, la Historia de los oráculos ; y por último su obra y sus elogios académicos. 2. "¡Cómo te compadezco! le decía la señora Tencin; no es un corazón lo que tienes ahí en el pecho: es el cerebro, como en la cabeza”.

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Historia de la Academia, una expresión siempre plena de claridad, de elegancia y de interés. Así ya se manifestaba, y bajo la pluma de un hombre solo, una primera tentativa de ese espíritu enciclopédico que animó el siglo XVIII. Su inteligencia, como un espejo delicado, recibía todas las imágenes extranjeras y las repetía más distintas y más vivas. Fontenelle fue, según Voltaire: "el primero entre los eruditos que no tuvo el don de la invención”.

Voltaire, su educación.

Voltaire, de cuyo nombre nos seguimos acordando cuando se habla del siglo XVIII, es el verdadero representante de este: él reúne todas las tendencias y las transforma en una individualidad brillante. Incrédulo, pero deísta, le da a Francia lo que ningún sectario había sabido dar a los países protestantes, la tolerancia. Reformador, pero atenuado y prudente, maldice los abusos más que atacarlos, y provoca el poder mismo en la complicidad de su burla; filósofo, pero hombre del mundo, se desliza en la superficie de las cosas, de miedo a encontrar la oscuridad en la profundidad: artista, pero, sobre todo, hombre hábil, apunta al éxito más que al ideal, y solo alcanza la perfección en los géneros que no requieren de la belleza. Para él, el arte, la filosofía y la política no son más que los medios: la influencia es el fin. Captura el espíritu de un siglo con todas sus salidas, penetra toda una generación con su pensamiento, y deja sobre el carácter de la nación un rastro imborrable. Las dos cualidades dominantes de esta rara inteligencia fueron la pasión y el sentido común: una corregía sin cesar y rectificaba la otra; eran el freno y el aguijón. El producto de estas dos fuerzas fue un espíritu brillante, universal, irresistible, el genio del espíritu, que hizo todo el poder de Voltaire. El fin de sus esfuerzos fue el que el siglo reclamaba con todos sus deseos, la liberación del pensamiento, el primero en la historia de todas las liberaciones. La autoridad transmitida por la Edad Media, y la que el siglo XVII debía llevar a la ruina, había revestido dos formas: el poder tradicional de la Iglesia y el poder

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hereditario de la realeza. Voltaire, dividiendo el ataque, aseguró la victoria. Además, hizo que la vanidad de los príncipes se interesara en conspirar con él contra la fe religiosa. Catalina I de Rusia, Cristian VII de Dinamarca, Gustavo III, el emperador José II y, más que todos, Federico de Prusia se convirtieron en los nobles de esta nueva potencia. Se ha alabado y blasfemado una y otra vez a Voltaire por lo que se consideraba como una táctica prudente. Estamos convencidos de que al respetar los tronos mientras que sacudía a la Iglesia, obedecía menos a su prudencia que a sus opiniones. Voltaire jamás aspiró a ninguna revolución política. Amaba esa elegante sociedad de los salones aristocráticos; allí encontraba lectores capaces de entenderlo, de admirarlo; y el débil despotismo de Luis XV, templado por el poder de la opinión, le parecía sin duda más favorable para el reinado de la inteligencia que las agitaciones de una democracia. En cuanto a la Iglesia, la atacó con habilidad, con perseverancia y con furia. No dudamos en condenar la irreverencia y hasta la injusticia de sus agresiones. El catolicismo fue en la Edad Media la vida moral del mundo, y todavía tiene derecho a nuestro respeto, a nuestro amor, no, como algunos se atreven a decirlo, porque es un freno para la ignorancia y un auxiliar de la política, sino porque guarda en su seno y comunica a todos, en un lenguaje simple y conmovedor, grandes y sublimes verdades. Sin embargo, al culpar a Voltaire, no seamos injustos con este gran hombre; la imparcialidad que es fácil para nosotros, gracias a la tolerancia que fue su conquista, no podía ser posible en su época. No es en el ardor de la batalla donde medimos sus golpes. La Iglesia que tenía delante de él no se limitaba a ser una institución benéfica, contenta de reinar sobre las convicciones y de llevar a los corazones los consuelos santos de la fe; era uno de los tres órdenes del Estado, que poseía en propiedades, más o menos libres de todo impuesto, más de una quinta parte del territorio francés. El despotismo de los confesores de los reyes, la revocación del edicto de Nantes, les querellas de las cinco proposiciones, los milagros del diácono de París, los vicios de

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los prelados de la corte, el escándalo del cardenalato de Dubois, la atrocidad de las condenas de Calas, de Sirven, de Labarre, de Étallonde: he aquí a los más grandes enemigos de la religión, he aquí lo que incitaba a la incredulidad por el asco. La educación de Voltaire desarrolló sus inclinaciones anticristianas. Fue doble para él, la del niño y la del hombre; la que recibió en París y la otra en Londres. Voltaire, el niño, sufrió la influencia irreligiosa de un abad incrédulo, el de Châteauneuf, su padrino, y más tarde, la de una sociedad de jóvenes señores libertinos, donde este lo introdujo, de los Conti, los Vendôme, los Sully, los Richelieu, entre los que brillaban dos poetas amables y sencillos, La Fare y Chaulieu. Mientras tanto, el joven Arouet ingresó en el colegio Louis-le-Grand; pero los jesuitas, sus maestros, exponiéndole los dogmas católicos sin hacerlos creer ni gustar, solo lograron mostrarle el enemigo que él tendría que combatir. En Inglaterra ese instinto de incredulidad se convirtió en una opinión positiva. Desde entonces el deísmo se convirtió en su religión; su metafísica, el sensualismo; su moral, el interés bien entendido. Entonces trajo incluso de su exilio una viva admiración por una forma de gobierno que permitía pensar todo y decirlo todo, un gusto decidido por las ciencias naturales, que parecían que debieran servir de apoyo a su filosofía de la sensación, y proyectos de renovación para el teatro, que él quería convertir en el órgano clamoroso de sus insolencias filosóficas. Las Cartas inglesas, publicadas a su regreso, fueron el manifiesto de la guerra que él iba a comenzar. Las opiniones reinantes no se equivocaron allí; el parlamento hizo quemar esa obra por la mano del verdugo1. Así comienza entonces esa prodigiosa serie de publicaciones de todos los géneros que se sucede con una rapidez y una abundancia inagotable durante una vida de ochenta y cuatro años (de 1694 a 1778). Casi siempre ausente de la capital, retirado en primer lugar en Cirey, donde la marquesa de Châtelet, y más tar-

1. Las Cartas inglesas o Cartas filosóficas se han refundido en el Diccionario filosófico de Voltaire. El Sr. Benchot, en su gran edición, solo las conservó en su forma original.

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de en su magnífico castillo de Ferney, Voltaire no deja de ocupar París y Europa; todos sus escritos, todos sus pensamientos son acontecimientos públicos: jamás se vio nada parecido a esta realeza del espíritu. Poesía seria y ligera, ciencias naturales, historia, metafísica, panfletos, Voltaire emprende todo, ejecuta todo, tiene éxito y triunfa por todas partes. Una correspondencia infatigable y universal, plena de inspiración, de sentido común y de espíritu, siembra el pensamiento del jefe en todo el ejército filosófico. Son las órdenes del día que llevan por todas partes el coraje y la luz; es el comentario brillante e ingenioso que traduce, en un lenguaje propio para cada uno, la idea común a todos. Voltaire encuentra en la soledad las distracciones necesarias para sus trabajos; en el mundo, sus escritos, siempre renovados, compensan su ausencia. No hay una voz célebre a la que él no obligue a repetir su nombre; no hay un rincón del dominio de la opinión que él no quiera renovar por sus principios; no hay una facultad de la mente humana a la que él no pretenda dar un alimento. Así es, si se nos permite comparar influencias, por lo demás tan diferentes, como la Iglesia, en la Edad Media, se apoderaba de toda la sociedad entera. Parece que un solo hombre, en su audaz universalidad, llevó a cabo no solamente destronar a la Iglesia, sino reemplazarla.

Su teatro.

En el momento en el que Voltaire entró en el mundo, la gloria literaria estaba en el teatro. Corneille y Racine llenaron el escenario con sus nombres y sus obras maestras. Además de una admiración legítima, había allí para Francia un orgullo nacional: Europa misma creía no tener nada que objetar de nuestra tragedia clásica. Voltaire dirigió sus esfuerzos a lo que se consideraba como el primero de los géneros. Se hizo poeta trágico, debido a su vocación universal, para tomar su investidura de gran escritor. Lleno de sus recuerdos del colegio, abre su carrera imitando a Sófocles y luchando contra el viejo Corneille; sustituye la sencillez terrible del Edipo griego con el barniz brillante de una elegancia convencional, con

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el ornamento ridículo de un amor desplazado, y no lo consigue igual de bien. En Inglaterra, escucha con deleite, son sus términos, los acentos de un drama más masculino: a su regreso, trata de llevar al escenario, no a Shakespeare, al que no comprende bien ni le gusta1, sino el espíritu de la libertad inglesa, por el que su alma se siente exaltada. Es entonces cuando aparecen Brutus y la Muerte de César, nobles y puros bocetos análogos al Caton d’Addison, y donde la belleza de ciertos caracteres no redime la falta de pasión y de vida. Finalmente, hace un esfuerzo supremo; ataca al público en los sentimientos más profundos de nuestra naturaleza, la ternura maternal, el amor heroico, infeliz, celoso, desesperado; reitera sus golpes, mano dura mucho más que justa, supera en su carrera las hábiles preparaciones, las delicadas verosimilitudes, el remate y la perfección del plan, pero aprieta al espectador, precipita las situaciones, las sorpresas, las escenas patéticas; emociona, estremece, arranca los aplausos y las lágrimas: es Alzire (1736), es Mérope (1743), es Tancrède (1760), es sobre todo y ante todo Zaïre (1732). Es de notar que, dos veces, en sus mejores tragedias, el gusto del poeta prevalece sobre las repugnancias del incrédulo, y toma de la religión cristiana algunas de sus más grandes bellezas2. No obstante, como era de esperar, la influencia de la filosofía contemporánea domina el teatro de Voltaire; esta no solo arroja esos monólogos declamatorios, esos versos de efecto, aplaudidos en el siglo XVIII y fríos hoy como los carbones apagados, sino que, además, lo empuja más y más sobre la pendiente donde se deslizaba ya la tragedia francesa, lo precipita en la abstracción. La historia, el color local, los ca-

1. "Shakespeare, el Corneille de Londres, por otro lado un gran tonto, y más parecido a Gilles que a Corneille; pero tiene piezas admirables ".Correspondencia general, t. I, carta CLVII). 2. "Voy a procurar poner en esta obra (Zaïre) todo lo que la religión cristiana parece tener de más patético y más interesante, y todo lo que el amor tiene de más tierno y más cruel. Esto es lo que me mantendrá ocupado seis meses; quod felix, faustum musulmanumque sit”. (Correspondencia general, carta LVII.)

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racteres individuales se borran cada vez más y dejan el escenario en una intriga ideal que se agita en el vacío, como un problema de matemáticas que espera su solución. La abstracción, que es el vicio de la filosofía y de la política del siglo XVIII, también estalla en su teatro. Sus personajes son situaciones, a lo sumo caracteres, pero casi nunca hombres.

Su epopeya.

El éxito de sus predecesores había llevado a Voltaire al teatro: la razón contraria lo llevó a la epopeya. Se hizo poeta épico, porque nadie en Francia, se decía, lo había sido aún. Desafortunadamente si esta opinión era cierta antes de La Henriada, no lo fue menos después. Es a los 20 años, bajo los cerrojos de la Bastilla, cuando Voltaire esbozó los primeros trazos de su poema; una epopeya le parecía entonces como el relato pomposo de un evento guerrero, precedido por una invocación, adornado de un relato retrospectivo, de un sueño, de un viaje a los infiernos y de un episodio de amor. Se trataba para él de una imitación de Homero visto a través de Virgilio: eso debía ser su última amplificación de retórica. El poema hecho según esos datos fue terminado en Inglaterra y retocado mucho tiempo en Francia. Voltaire le atribuía la esperanza de su gloria. Es para ser inmortal, decía él, por lo que compuse La Henriada. Voltaire será inmortal, pero La Henriada contribuirá un poco a eso. A pesar de todo su talento, solo podía fracasar con honor en una tentativa imposible. Los géneros literarios no dependen del capricho de los autores; la epopeya homérica era el fruto espontáneo de una sociedad naciente: era la historia cantada, que entonces no se podía escribir. La imaginación, el sentimiento y la admiración ingenua se confundían con la memoria para desarrollar, en un lenguaje melodioso, todo el tesoro de las tradiciones humanas que los cantores sagrados ocultaban del eterno olvido. Hoy en día, el libro acabó con el canto; la historia está allí con su verdad más bella que la ficción. Si tenemos todavía una epopeya, es esa donde el historiador, contemplan-

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do desde lo alto la marcha de la humanidad, asiste de alguna manera a los consejos de Dios que la dirige, y ve sobre la tierra todos los imperios que se derrumban uno tras otro con un estrépito espantoso. Nuestro Homero es Bossuet, es Herder; la forma no hace allí nada, solo es la consecuencia de la idea. Voltaire tuvo la mala suerte de no ver que la epopeya, como todas las cosas animadas, proyecta, desde el centro hasta la circunferencia, la forma que las revela. Hizo un tejido hábil y elegante de todos los accidentes exteriores de la epopeya antigua; solo faltaba allí el alma de los creadores de antaño. ¡Cuán frío es también en todas esas historias imitadas! Él mismo se siente incómodo allí, las aprieta, las abrevia: se ve que se impacienta con esa épica ceremonial. Pero cuando encuentra en su ruta una idea moral o política, cuando dibuja un carácter, cuando desarrolla el mecanismo de una constitución, cuando expone un dogma religioso o filosófico, cuando desenvuelve el cuadro de las maravillas del comercio y de la industria, en seguida el interés auténtico que les atribuye a estos objetos y la emoción verdadera que siente le dan a su estilo todo un nuevo calor, y esos pasajes, los menos poéticos de su naturaleza, son los más nuevos y los más excelentes del libro.

Sus poesías diversas.

Sabemos demasiado que Voltaire fue más feliz siguiendo las huellas de Ariosto que las de Homero. Pero en este caso no imitaba, solo obedecía a su espíritu. Es lamentable que no hubiera obedecido también a las leyes de la decencia, y que una obra maestra de estilo sea solo la profanación de uno de nuestros recuerdos nacionales más gloriosos. Esta condena que se puede, en el nombre de la moral, extender a una parte de las obras menores de Voltaire, también afecta a la inmensa mayoría de los escritores del partido filosófico. Parece que hubieran querido difundir la reforma por la licencia y hacer de la seducción el auxiliar de la libertad. Liberados del yugo de los dogmas de la Iglesia, rechazaban también la austeridad de su moral. El catolicismo había proscrito la carne con rigor; la licencia de las costumbres fue una de las formas de la insurrección.

LIT. FR.

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La poesía filosófica, que brillaba tan esplendorosamente en La Henriada, estaba soldada de manera muy débil a la ficción antigua como para no desprenderse de esta, y constituir al fin, en sí misma, un género de composición especial. Esto es lo que sucedió en los Discursos sobre el hombre, inspirados por el Ensayo sobre el hombre de Pope, en la Ley natural, en las Epístolas, tan admirables de sentido común, de elegancia, de facilidad y, algunas veces, de grandeza (por ejemplo, la epístola a la señora Du Châtelet, imitada por Thomson). Es aquí donde Voltaire es realmente él mismo. Allí no encontraremos más esas faltas que chocan en La Henriada y hasta en las tragedias; no más declamaciones, no más frialdades ni amaneramientos: se siente por todas partes lo natural y la convicción, que se traducen por una elocuencia plena de soltura y de verdad. Es allí donde Voltaire alcanza la cúspide, pero en un género inferior de poesía.

Sus trabajos históricos.

Francia, tan fértil en crónicas, en memorias, en compilaciones eruditas, tenía apenas un poco más de historia que de epopeya. Por otra parte, como la historia es solo el punto de vista especial desde donde cada siglo contempla el pasado, entonces cada siglo debe reconstruirla. El siglo XVIII tuvo dos clases de historiadores, los eruditos y los filósofos; los unos amontonan o disponen los materiales, y los otros procuran construir el edificio. En la primera clase hay que colocar a los sabios religiosos, restos gloriosos y seguidores del siglo XVII, los Mabillon, los Montfaucon, los Martine, los Ruinart, los Vaissette, los Lobineau, que elevaron muy alto la gloria de los benedictinos; luego están los miembros ilustres de la Academia de las inscripciones, Lancelot, Lebœuf, Foncemagne, Sainte-Palaye y Fréret. La colección de sus Memorias es para la historia un verdadero tesoro. Se han contado allí hasta 257 artículos sobre todos los asuntos litigiosos de nuestra arqueología. Encabezando a los de la segunda clase y muy lejos delante de sus rivales marcha el genio universal de la época, Voltaire. Su principal mérito, en este género de composición, es haber concebido y realizado, tanto como lo permitían su espíritu y su siglo, la idea de una

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Historia de la humanidad. La antigüedad solo había conocido de los griegos y de los bárbaros, de los judíos y de los gentiles; los romanos solo se habían estudiado a sí mismos. La Edad Media había visto la humanidad en el catolicismo; parecía decir, con San Cipriano: “Aquel que no pueda tener a la Iglesia por madre no puede tener a Dios por padre”. Bossuet se había elevado hasta un vasto conjunto; pero su punto de vista exclusivamente religioso solo le permitía tener en cuenta la historia política como el complemento de la historia de la Iglesia; también había abandonado sabiamente los tiempos modernos. Voltaire sintió la solidaridad de las naciones y la existencia de un objetivo común que las llama. ¡Cosa sorprendente! Esta idea totalmente cristiana de la fraternidad universal, desconocida por la Edad Media, fue abrazada por aquel que se creía el más grande enemigo del cristianismo. Mientras que la religión se veía atacada en sus dogmas y en su culto, el espíritu del Evangelio continuaba desarrollándose, incluso entre sus agresores, bajo los nombres de tolerancia y humanidad. El primer ensayo histórico de Voltaire fue la Historia de Carlos XII, viva y brillante narración donde todo está en movimiento, donde los hombres y los hechos son explicados por el relato. El estilo del historiador armoniza magníficamente con el carácter impetuoso del héroe; todo es claro, preciso; todo va al hecho, al objetivo. Después de esta caballeresca invasión en el campo de la historia, Voltaire se dispuso a hacer su conquista con su gran obra, el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones. El titulo era, por sí solo, un buen augurio. Ya no se trataba de enseñar “en cuál año un príncipe indigno de ser conocido sucedió a un príncipe bárbaro en una nación burda”. El autor se proponía buscar en esa inmensidad de acontecimientos “lo que merecer ser conocido por nosotros: el espíritu, las costumbres, los hábitos de las naciones principales, apoyados en lo que no se debe ignorar1”. Voltaire empezaba la carrera en la historia filosófica; al lado de los acontecimientos políticos estudiaba el desarrollo de la civilización bajo la doble influencia de los hechos exteriores y del carácter íntimo de los pueblos; señalaba la diversi-

1. Ensayo sobre las costumbres, Prólogo.

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dad de las costumbres, de las artes y de las ideas, y constataba el progreso del espíritu humano, sentando así los fundamentos de dos ciencias nuevas, la historia de la humanidad y la filosofía de la historia1. El plan de Voltaire era inmenso. Estamos asustados por los estudios y trabajos que supone su ejecución. “Hay pocos libros donde se encuentren menos errores de fechas y de hechos; y, sin erudición afectada, Voltaire, a menudo, se remonta a las fuentes más seguras2”. Pero encontraba en las disposiciones particulares de su espíritu y de su siglo un obstáculo casi invencible. Los filósofos del siglo XVIII amaban la humanidad de una manera en cierto modo abstracta. No podían ni comprender ni perdonar ciertas épocas necesarias para su desarrollo, pero contrarias a su ideal de elegancia y de libre pensar. La Edad Media, esa larga y dolorosa preparación del mundo moderno, solo excitaba su desdén y su cólera; era un enemigo al que había que terminar de vencer, y con el cual no era momento de ser imparcial. Contamos mal lo que no apreciamos. Voltaire dijo que la historia de los primeros siglos de nuestra era "no merece más ser escrita que la de los osos y de los lobos". Así, el historiador desciende de su papel de juez al de escritor satírico. Ignora toda la época tan fértil, tan original del feudalismo: solo se anima con el Renacimiento, y solo encuentra en el siglo XVI toda la verdad y toda la elocuencia de su exposición. No obstante, a pesar de sus defectos, esta obra se mantendrá como una de las producciones más notables del talento histórico. "Incluso hoy en día no existe un libro más duradero sobre la historia general del mundo moderno que el Ensayo de Voltaire3”. La Filosofía de la historia, la cual Voltaire hizo después de la introducción de su Ensayo sobre las costumbres, merece reproches más severos, sin tener derecho a los mismos elogios. Los errores, las citas 1. Dr. Mager, Geschichte der franzœsischen National-Litteratur, B. I, S. 228. 2. Villemain, Cuadro de la literatura francesa en el siglo XVIII, t. II, lección XVII. 3. Villemain, misma lección.

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truncadas, las ignorancias burdas se ven allí agravadas por las bromas indecentes, muy indignas de la majestuosidad de la historia. El Siglo de Luis XIV es la más perfecta de las obras históricas de Voltaire. Lleno de una admiración sincera por esta brillante época, la estudia con amor y la cuenta con gravedad. El pensamiento filosófico que lo dirigía era el mismo que había inspirado el Ensayo sobre las costumbres. “No escribo solamente la vida de este príncipe, ni los anales de su reinado; escribo más bien la historia del espíritu humano, extraída del siglo más glorioso del espíritu humano1”. Reunió por mucho tiempo los materiales de este gran trabajo, se ocupó por mucho tiempo en dar cada día alguna pincelada a este bello siglo de Luis XIV, del que quería ser el pintor y no el historiador2. Lamentamos solamente que un plan mal concebido hubiera dividido las diferentes partes de un cuadro que debía impactar sobre todo por su conjunto. Voltaire expone primero los acontecimientos políticos; luego, cuenta las anécdotas relativas a la vida privada del monarca; después examina las cuestiones de las finanzas, el estado de las letras y de las artes, y acaba con los asuntos eclesiásticos. “Ya que todo se encadena en las cosas humanas, dice Gibbon, y que las unas solo son, a menudo, las causas o las consecuencias de las otras, ¿por qué separarlas en la historia?”. El historiador inglés observa entonces con exactitud que la primera parte de la obra es mucho menos interesante que la segunda. Las letras, las artes y las costumbres ofrecían al escritor una materia casi totalmente nueva, mientras que los asedios y las batallas, tratados ya en un montón de relatos, no le permitían a Voltaire otra superioridad que la del estilo y la precisión.

Su filosofía

Así como la poesía moral de Voltaire se había desprendido de La Henriade, así su filosofía se separó de la historia, de la que soportaba impacientemente la nobleza. La filosofía se constituyó en un dominio

1. Correspondencia general, t. II, carta XXXVIII. 2. Ídem, t. I, carta CXLVIII.

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aislado, independiente, agradable por su forma y poderoso por su frivolidad. Cuando se le reprochó a Voltaire por ser superficial, no se pensó que allí estaba una parte de su fuerza. La influencia, la popularidad era a ese precio. “Los franceses no saben, dijo en alguna parte, cuánto debo penar yo para que no tengan que penar ellos”. Es, en efecto, un milagro esta iluminación repentina arrojada sobre las cuestiones más oscuras. Es verdad que está lejos de iluminar las profundidades; pero ya era algo para hacer accesibles las entradas. “Si mi obra no es tan clara como una fábula de La Fontaine, dice él en un sentimiento exagerado de esta necesidad, hay que echarla al fuego1”. Además, nadie juzgó mejor que él y confesó con más gracia el carácter de su claridad filosófica. “Soy como los pequeños riachuelos, le escribe a un amigo; son transparentes porque son poco profundos2”. Voltaire, después de todo, no es un filósofo: no tiene un sistema ni un método; a menudo sucede que cambia de opinión sobre los puntos más esenciales, y luego dice ingenuamente: “El ignorante que piensa así, no siempre pensó igual; pero, finalmente, se vio obligado a rendirse3”; arriesga a cambiar de opinión a la primera ocasión. En general, Locke tiene el don para complacerlo, tal vez porque él es el menos filósofo de los que llevan ese título. Con él podemos dudar a gusto, e incluso ir lo suficientemente lejos en el camino del escepticismo. “Me parece que él hizo como Augusto, el cual dio un edicto de coercendo intra fines imperio. Locke apretó el imperio de la ciencia para afirmarlo4”. Lo que Voltaire ama sobre todo en él, lo que él repite y elogia sin cesar, es la famosa opinión de que Dios, en su omnipotencia, podría conceder a la materia la facultad de pensar. Sin embargo, en medio de sus dudas, de sus vacilaciones, de sus ignorancias, Voltaire tiene siempre cerca su exquisito sentido común que, como un ángel de la guarda, lo protege de los resultados extremos de algunos de sus

1. Correspondencia general, t. I, carta CXXXIV. 2. Ídem, t. I, carta CCXLII. 3. Filosofía, t. I; el filósofo ignorante. 4. Correspondencia general, t. II, carta XVIII.

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principios. Ha sido acusado de inconsecuencia: se le debía elogiar su alta razón. En lugar de vincular peligrosamente sus creencias al primer y dudoso anillo de su lógica, agarró fuertemente el medio de la cadena, el lugar en el que Dios más se nos acercó, la opinión del sentido común. Peor para la metafísica si no es allí a donde se dirige. Hay una parte de la pretendida filosofía de Voltaire que no deberíamos excusar: es esa donde él persigue con sus sarcasmos las creencias tan venerables como necesarias, y ridiculiza el más bello y santo de los libros. La inmensa mayoría de esas páginas salieron de un Voltaire ya viejo, amargado e irritado. Él mismo lleva entonces la pena de sus indecentes bufonadas: el atleta enfurecido se revuelve en el fango para aplastar a su enemigo. Por lo menos hay que reconocer que en medio de sus distracciones, entre los desenfrenos de irreligión de sus amigos y colegas, los capellanes de S. M. el rey de Prusia, Voltaire jamás cayó hasta el ateísmo. Su firme creencia en Dios irritaba a sus cómplices incrédulos: “El patriarca, escribió en alguna parte Grimm, no quiere renunciar a su lucrativo justiciero”. Esta verdad sola (¡Tan saludable es para el alma la presencia misma de una sola verdad!) era suficiente para arrebatarlo algunas veces de su amarga y seca ironía, y dar a su corazón esas poéticas y religiosas emociones que J. J. Rousseau expresó tan elocuentemente1”.

1. Lord Brougham cuenta en su obra sobre los literatos y los sabios del siglo XVIII (Men of Letters and Science of the time of George III), una anécdota aún inédita, y que explica mucho mejor que los razonamientos, las disposiciones religiosas de Voltaire. El noble señor garantiza su autenticidad: “Una mañana del mes de mayo, el Sr. de Voltaire le pregunta al joven Sr. conde de Latour si desea participar de su caminada (eran las tres de la mañana). Asombrado por esta fantasía, el Sr. de Latour creía culminar un sueño, cuando un segundo mensaje vino a confirmar la verdad del primero. No dudó en visitar la oficina del patriarca, quien, vestido con su traje de ceremonia, abrigo y dorada chaqueta, y pantalones de ardilla suave, se estaba preparando para irse: “Mi querido conde, le dijo, salgo a ver un poco la salida del sol: “la Profesión de fe de un vicario saboyano me ha dado envidia. Veamos si “Rousseau dijo la verdad”. ¡Parten en la oscuridad, se encaminan; un guía los iluminaba con su linterna, mobiliario bastante singular para buscar el sol! Por fin, después de dos horas de excursión fatigosa, el día amanece.

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Digamos también que Voltaire fue casi siempre benéfico, generoso, ardiente amigo de la justicia y de los hombres; que no escatimó ni su tiempo ni su pena para socorrer a los oprimidos; que reclamó la moderación de las leyes como de las costumbres, la reforma del procedimiento criminal, la abolición de la tortura, la indispensable sanción del soberano para todas las sentencias de muerte; finalmente, la más preciosa y más definitiva de sus conquistas es haber logrado hasta la adhesión de sus adversarios al gran principio de la tolerancia religiosa. Sin duda, en su impulso, Voltaire superó la meta; pero es gracias a él que la hemos alcanzado.

Voltaire aplaude con una verdadera alegría de niño. Estaban entonces en un hueco. Trepan hacia las alturas con alguna dificultad: los 81 años del filósofo le pesan, apenas se avanzaba, y la claridad llegaba rápido. Ya algunos tintes vivos y rojizos se proyectaban en el horizonte. Voltaire se sujeta al brazo del guía, se sostiene en el Sr. de Latour, y los contempladores se paran sobre la cumbre de una pequeña montaña. Desde allí el espectáculo era magnífico: las rocas del Jura, los abetos verdes se realzaban sobre el azul del cielo en las cimas, o sobre el amarillo caliente y áspero de las tierras; a lo lejos, praderas, riachuelos; los mil accidentes de ese suave paisaje que precede a Suiza y la anuncia tan bien: en fin, la vista que se prolonga aún en un horizonte sin límites, y un inmenso circulo de fuego que enrojece todo el cielo. Frente a esa sublimidad de la naturaleza, Voltaire queda sobrecogido: se descubre, se prosterna y, cuando puede hablar, sus palabras son un himno: "¡Yo creo, yo creo en ti!” exclamó con entusiasmo; después, describe, con su genio de poeta y la fuerza de su alma, el cuadro que despertaba en él tantas emociones, al cabo de cada una de las estrofas verdaderas que improvisaba: "¡Dios poderoso, creo!” repitió de nuevo". Pero el testigo de esta escena decía que Voltaire luego se levantó con fuerza, sacudió el polvo de las rodillas y, recobrando su aspecto fruncido, añadió algunas palabras irreverentes contra la religión revelada.

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LUCHA DE DOCTRINAS.

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CAPÍTULO XXXVIII.

LUCHA DE DOCTRINAS La Enciclopedia; Diderot; d’Alembert — Condillac. — Helvétius; d’Holbach. — Escritores del partido religioso; d’Aguesseau; Rollin; Saint-Simon — Discípulos del siglo XVII; Lesage; Prévost — Autores dramáticos — Nacimiento de la poesía descriptiva.

La Enciclopedia; Diderot; d’Alembert.

Voltaire ávidamente había cogido el arma peligrosa de Descartes, el derecho de solo atenerse a la razón, y había llevado en todas las cosas el principio del libre examen. Este pensamiento de renovación era tanto el de la época que reunió en una empresa inmensa a la élite de los autores contemporáneos. Reunir en una vasta obra todos los conocimientos humanos; juzgar el pasado desde el punto de vista de la ciencia moderna; vincular, por la confraternidad de un mismo trabajo, los talentos más diversos y los más brillantes, formar con ellos un haz formidable que pudiera vencer todas las resistencias de las más antiguas opiniones, tal fue el pensamiento que inspiró la Enciclopedia. El espíritu general que debía animarla era el mismo del siglo XVIII: el odio o el desdén del pasado, el alejamiento de las doctrinas espiritualistas, una predilección marcada por las ideas, cuya fuente parecían ser los sentidos y las experiencias, por las artes, por las ciencias y por la industria. La forma del libro debía prestarse a la falta de conjunto, a la ausencia de unidad que no podía dejar de caracterizar tal obra inspirada por tales principios. La Enciclopedia fue un diccionario. El enlace natural de las ciencias, la clasificación de las ideas y de los hechos; en una palabra, la síntesis que relaciona todas las partes de un sistema y forma con ellas un conjunto vasto, digna imagen del gran todo que aspira a expresar, fue reemplazado por el orden alfabético:

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la física y la gramática, el comercio y las bellas letras, las matemáticas y la religión, todo fue mezclado en desorden dependiendo del azar de las iniciales. El edificio de la ciencia fue, así, destruido, roto, vuelto polvo: la edad de Bacon y de Descartes había encontrado y proclamado el método; la de los enciclopedistas debía despreciarlo y prohibirlo. El siglo XVIII se reconoció en ese cuadro. La obra fue esperada con impaciencia y acogida con arrebato. Amigos y enemigos vieron en la Enciclopedia el punto central de la batalla, el carroccio alrededor del cual se decidiría la victoria. Se componía de 22 volúmenes en folio: se tiraron 4 250 ejemplares, ninguno se quedó en las librerías. Se llevaban los últimos por el precio de 1 800 libras. Hubo que pensar en una segunda edición. Voltaire estima en cerca de ocho millones el movimiento de circulación producida desde los primeros años por la impresión de la Enciclopedia. Se alarmaban en vano los jansenistas del parlamento y los teólogos de la Sorbona; en vano sonaban en Versalles las campanas1 que parecían anunciar la persecución: la Enciclopedia hallaba protectores y amigos incluso en el despacho del duque de Choiseul e incluso en el palacio del rey. Se veía a personajes dignos en todos los rangos, oficiales generales, magistrados, ingenieros, letrados, apresurarse a enriquecer la obra con sus investigaciones, suscribirse a ella y trabajar a la vez. Parecía que toda la sociedad quisiera meter la mano en la gran Babel. El líder de esta colosal empresa, el que la había concebido, el que supo dirigirla y llevarla a cabo después de un trabajo de nueve años, era el espíritu más paciente y más entusiasta a la vez del siglo XVIII, Diderot2. Se le ha llamado con razón la cabeza más alemana de Francia. Artista y sabio, escéptico y apasionado, elevado e inmoral a su vez, fanfarrón del ateísmo, arrastrado a la fe por todas las fuerzas de 1. Expresión de d’Alembert en una de sus cartas a Voltaire. 2. Nació en Langres en 1713 y murió en 1784. Obras principales: Carta sobre los sordo-mudos; Principios de la filosofía moral; Historia de Grecia; Pensamientos sobre la interpretación de la naturaleza; Código de la naturaleza; varias novelas, dos dramas: El hijo natural y El padre de familia; acompañados de una teoría dramática. — El Sr. Bersot publicó, en sus Estudios sobre el siglo XVIII, un excelente trabajo sobre Diderot.

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su alma; amante en todas partes de la vida, la belleza, la naturaleza, todos los rayos cuyo centro divino1 pretendía negar, solo él podía, por el conjunto singular de sus cualidades y de sus defectos, ser el centro y el alma de la falange heterogénea de los enciclopedistas. De naturaleza extraña y generosa, inteligencia demasiado grande para no ser incompleta, pródigo en sus ideas y en sus trabajos, despreocupado de su gloria futura, llenó con sus páginas ardientes todas las obras de sus amigos, y dejó apenas bajo su propio nombre una obra perdurable. Cerca del ardiente e impetuoso Diderot, estaba el prudente d’Alembert2; geómetra ilustre, sabio de primero orden, escritor exacto, elegante y fino, templaba, por su moderación calculada, la inspiración fogosa de su amigo, y apretaba hábilmente la rienda a las audacias de los enciclopedistas. Semejante mano debía escribir la introducción de la Enciclopedia. Evitó con cuidado todo lo que podía hacer incurrir a los autores en flagrante delito de incredulidad; además, olió y trató de reparar el vicio principal de la colección, la ausencia de método; e incapaz de introducir el orden científico en ese palacio en ruinas, lo estableció al menos en la puerta, con su Discurso preliminar. Este prefacio es una obra maestra de claridad, de elegancia simple y de elevación reservada. D’Alembert apoya su clasificación de los conocimientos humanos sobre la que había creado Bacon en su tratado De la dignidad y del aumento de las ciencias. Toma como guía al filósofo inglés, pero sin atarse servilmente a sus huellas. Presenta el cuadro de nuestros conocimientos bajo tres puntos de vista sucesivos, primero subjetivamente, según el orden del desarrollo probable que ellos debían seguir en el espíritu humano; este era el punto de vista especial de los filósofos de la sensación y, por consiguiente, del siglo XVIII; luego objetivamente, en el orden lógico de su depen1. “El corazón comprende, decía Grimm; pero el espíritu no está en un lugar bastante elevado”. 2. Nació en París en 1717, murió en 1783. — Principales obras literarias: Miscelánea de cartas y de filosofía; Elogios leídos en la Academia Francesa.

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dencia mutua, que era la clasificación que había adoptado Bacon; se relacionaba con el método del siglo XVII; por último, históricamente, indicando el progreso de las ciencias y de las letras desde el Renacimiento. Era presentir la disposición que parece preferir nuestra época. A esta triple cadena de las mismas verdades, que se reanuda tres veces en un prefacio, le falta, no claridad, sino tal vez grandeza. El Discurso preliminar forma tres edificios en lugar de uno solo, y tres edificios independientes el uno del otro. Además, d’Alembert no tomó prestado de Bacon el entusiasmo elocuente y casi poético de su exposición. El espectáculo magnífico de todas las ciencias nacientes, una tras otra, del espíritu humano que se despierta, y que aparece después en su conjunto como un árbol inmenso coronado por sus mil ramas, no puede excitar el entusiasmo del sabio geómetra. Es con la verdad, pero sin entusiasmo, como d’Alembert cuenta el progreso de la civilización desde el siglo XVI. D’Alembert era todo inteligencia: al escribir no escuchaba suficientemente las generosas inspiraciones de su alma. Su espíritu mismo lleva la pena de ese divorcio: pierde allí algo de su brillo.

Condillac Voltaire, Diderot, d’Alembert en la Enciclopedia, todos los filósofos que marchaban bajo su bandera, eran unos hombres de acción más que metafísicos. Se ocupaban mucho más de gobernar los espíritus y de derribar las creencias del pasado que de establecer regular y dogmáticamente un sistema. No obstante, es una necesidad para una época reunir en cuerpo de doctrina los principios sobre los cuales ella se apoya, crearse un símbolo que sea la teoría de toda su conducta. El abad de Condillac1 se encargó de formular la del siglo XVIII. Tomando como punto de partida las opiniones de Locke, trató de ser más metódico, más 1. Nació en Grenoble en 1715, murió en 1780. — Obras principales: Ensayo sobre el origen de los conocimientos humanos; Tratado de los sistemas; Tratado de las sensaciones.

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riguroso, más transparente y más claro que él. Su sistema es una especie de álgebra donde la simplicidad solo se debe a la abstracción. Como en las ciencias exactas, el autor elimina todas las condiciones de la realidad, hace un alma humana de pura convención y parece iluminarla con una luz viva, porque suprimió de ella todas las partes oscuras. Condillac estaba obsesionado por la necesidad de restituir todo a la unidad; pero en lugar de esperar la unidad verdadera en la cima, se apresuró a establecer una ficticia en la base. La puso en la sensación. El pensamiento, con todos sus desarrollos, solo fue la sensación transformada. Locke había admitido al menos, al lado de este primer hecho pasivo, la reflexión, que deja sospechar alguna cosa de la actividad real del alma; la reflexión desapareció del sistema de Condillac, la cual adquirió así un nuevo grado de simpleza aparente, pero el alma desaparece por ahí mismo bajo su mano. Los enciclopedistas alabaron una metafísica cuyas consecuencias presentía su instinto irreligioso; y las personas del mundo, encantadas de comprender alguna cosa en una materia considerada tan oscura, agradecieron a Condillac por permitirles hacerse filósofos. La Enciclopedia era la obra oficial y discreta del partido filosófico; las obras de Condillac se limitaban a poner principios inofensivos en apariencia. Unas manos más temerarias y más francas descubrieron atrevidamente las conclusiones.

Helvétius; d’Holbach.

Helvétius, granjero elegante y general, hombre probo, desinteresado y benéfico, al que Voltaire, en sus halagüeñas reminiscencias de la historia, había apodado Atticus, se metió en la cabeza hacer un libro; y, para lograrlo, recogió en las reuniones de los filósofos que convidaba a su mesa las doctrinas, las ideas generales, las paradojas: hábil para provocar discusiones interesantes, sabía poner en juego a veces la inspiración fogosa de Diderot, y otras veces la sagacidad de Suard, o la razón espiritual y punzante del abad Galiani; luego fundía en un cuerpo de doctrina estas opiniones diversas de las que se hacía así el fiel

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expositor. El resultado de estas conversaciones escuchadas, analizadas y resumidas por Helvétius, es el libro Sobre el espíritu, el materialismo en metafísica; en moral, el interés personal. Según Helvétius, el hombre se diferencia de la bestia sólo por la conformación de sus órganos, y la virtud es sólo el egoísmo prudentemente entendido. Este resumen franco y brutal de sus opiniones asustó a los filósofos mismos: encontraron la obra paradójica, y Voltaire gruñó contra la lógica inexorable de su discípulo. Esta lógica tenía que ir aún más lejos en otro mecenas de los enciclopedistas. El barón d’Holbach, que reunía cada semana en su mesa la élite de los hombres de letras, y al que se había apodado el maestresala de la filosofía, publicó, bajo el seudónimo de Miraband, el código del ateísmo más completo, más lógicamente absurdo que aún se hubiera imaginado. “Este libro, dice Goethe en sus Memorias, nos pareció tan caduco, tan quimérico y (permítanme la expresión) tan cadavérico, que la vista misma era penosa para nosotros; poco hizo falta para que tuviéramos miedo como de un espectro”. El Sistema de la naturaleza era la última palabra de la filosofía sensualista: era la negación más completa y más fría de todo lo que hay de grande, de noble, y de verdad en el corazón del hombre. El siglo XVIII no podía caer más bajo; había alcanzado, por fin, el fondo del abismo. Desde entonces se pudo prever una enérgica reacción contra estas detestables doctrinas. El hombre no puede condenar a un eterno silencio la voz de la verdad que grita en el fondo de su corazón. La sociedad miraba alrededor de ella misma con ansiedad. El rey Federico trató de refutar este funesto libro; Voltaire dio un grito de alarma. Ambos eran impotentes; el autor del Sistema sólo había aplicado rigurosamente sus principios. Los primeros golpes de los filósofos habían sido dirigidos contra la religión; no tardaron en atacar la realeza; el principio de autoridad fue quebrantado en sus dos formas, y Voltaire superado en todas sus violencias. El patriarca de Ferney había dicho y probablemente creído que la causa de los reyes era la de los filósofos; recibió de sus discípulos desmentidos audaces. D’Holbach y sus colaboradores confundieron

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en sus invectivas el despotismo monárquico con el poder sacerdotal. Hasta entonces la consigna filosófica había sido: “¡No más sacerdotes!” Ahora se decía: “¡Ni sacerdotes ni reyes absolutos!” “¡Gentes cobardes!” exclamaba en su Historia de las dos Indias el declamador Raynal, “¡Rebaño imbécil! ¡Se contentan con gemir, cuando deberían rugir!”. Voltaire se asustaba con toda esta fermentación, tanto como él podía asustarse. Su temor tomaba algunas veces un tinte de alegría siniestra, que caracteriza de manera curiosa el hombre y la situación. “Todo lo que veo, dijo en una de sus cartas, pone las semillas de una revolución, que ciertamente llegará, y de la que no tendré el placer de ser testigo. La luz se ha difundido tanto, que explotará en la primera oportunidad, y entonces será un bello alboroto. Las personas jóvenes están felices: verán cosas bellas1”. Jean-Jacques Rousseau expresaba la misma previsión con una grave y seria elocuencia: “No se confíen, decía, del orden actual de la sociedad, sin pensar que este orden está sujeto a las inevitables revoluciones, y es imposible prever y prevenir la que puede tocarles a sus hijos. El grande se vuelve pequeño; el rico, pobre; el monarca, sujeto… Nos acercamos al estado de crisis y al siglo de las revoluciones2”.

Escritores del partido religioso; d’Aguesseau; Rollin; Saint-Simon.

Antes de fijar nuestras miradas en el hombre que se atrevió a oponer, como un dique, a las aberraciones de su siglo, su genio, su pasión elocuente y sus propias aberraciones, ese gran y desafortunado Rousseau, conviene examinar cuáles esfuerzos el partido religioso había intentado contra la invasión de los escritores

1. Carta del 2 de abril de 1764 al marqués de Chauvelin. 2. Emilio, libro III, p. 383 (edición Desoer); véase también la nota de Rousseau.

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de la escuela sensualista, cuáles obras había producido en contra de las obras de estos. Si buscamos en el partido consagrado a la defensa del catolicismo una controversia verdadera, una refutación directa de los principios y de las opiniones preconizados por los innovadores, nos asombraríamos de su silencio o de su debilidad. Nonnotte, Burigny, Houtteville y otros tantos que se unieron para combatir a Voltaire, eran ridículos por la falta de talento, aun cuando tenían razón1. Solamente el abad Guénée, en sus Cartas de algunos judíos, se mostró digno de semejante tarea. Superior a Voltaire por el conocimiento de la lengua y de las antigüedades hebraicas, lo igualó algunas veces por la vivacidad burlona de sus bromas. Era sin duda un bello triunfo hacer reír a costa de Voltaire; pero cuando se tenía que defender la Biblia y los fundamentos de la religión, era muy poco el talento de hacer reír. Otros, como Bergier, refutaron las doctrinas nuevas con fuerza y gravedad. Pero les faltaba inspiración, pasión, elocuencia: no fueron leídos. Francia ya no tenía a Bossuet. Algunos escritores, sin entregarse a la controversia contra las ideas filosóficas, permanecieron fieles a los principios de la ortodoxia, y los expresaron más o menos en sus obras. Hay que colocar en su cabeza los restos venerables de la vieja escuela jansenista, los herederos y los sucesores del siglo XVII a través del siglo XVIII, así como Saint-Évremont, Saint-Réal y otros habían perpetuado silenciosamente, en el siglo XVII, las tradiciones escépticas de la edad precedente. Se debe nombrar en primer lugar al canciller de Aguesseau2, orador agradable, pero sin genio, “cuya elocuencia tan alabada en el palacio solo era una retórica elegante. Su saber y su piedad se consumieron en vanas disputas sobre una bula, y no sirvieron para defender los grandes principios que manos intrépidas comenzaban a quebrantar3”.

1. Villemain, Cuadro del siglo XVIII, t. II, lección XVII. 2. Nació en Limoges en 1688; murió en 1751. — Obras principales: Instrucciones a su hijo; mercuriales, alegatos, requerimientos; memorias, misceláneas, meditaciones y correspondencia. 3. Villemain, Cuadro, t. I, lección X.

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Solo pronunciaremos con respeto y amor el nombre modestamente glorioso de Rollin1. Esta vida tan pura, tan desinteresada, tan adicta a deberes penosos y a trabajos oscuros, este humilde estoicismo del verdadero cristiano, que, sin ambición, sin esperanza en este mundo, sigue sin debilitamiento la línea trazada por su conciencia, cree todo lo que enseña y gasta su vida en enseñar lo que cree, era sin duda la más bella y la más elocuente de las predicaciones. Si el siglo XVIII había escuchado muchos semejantes, no hubieran sido necesarios otros. No obstante, observemos hasta que punto todo entonces tendía a una revolución social. Rollin, por su entusiasmo ingenuo por las virtudes republicanas, por sus largos y encantadores relatos de las grandes acciones de Grecia y de Roma, por su tratado tan perfecto y tan práctico de una excelente educación nacional, era, sin saberlo, uno de los enemigos más temibles del gobierno corrupto que pesaba en Francia. Trabajaba sin quererlo en el mismo sentido de Mably y Rousseau. No se puede alabar más dignamente a este gran hombre de bien que contando las palabras con las cuales Montesquieu lo caracteriza: “Un hombre honrado, por sus obras, ha encantado al público. Es el corazón el que habla al corazón; se siente una secreta satisfacción al escuchar hablar la virtud. Es la abeja de Francia”. Rollin fue seguido pero no igualado por sus discípulos Crévier y Lebeau: uno, seco y frío en un admirable tema, la Historia de los emperadores romanos, no supo sacar provecho de Tácito, todavía menos suplirlo; el otro, concienzudamente erudito en la Historia del Bajo Imperio, es árido, apagado y fatigoso como las disputas del palacio en las cuales se encierra. Para colmo de males, encontró, en el mismo sitio que había escogido, la competencia temible de Gibbon, también sabio, pero mejor sabio, buen escritor y, finalmente (lo que decidía entonces el éxito), filósofo y enemigo de la Iglesia. La historia fue el campo menos ingrato para sus pocos partidarios. Ya hablamos de los miembros ilustres de las diversas congregaciones religiosas, sobre todo de los benedictinos de Saint-Maur, quienes 1. Profesor y rector de la Universidad de París; nació en 1661; murió en 1741. — Obras principales: Tratado de los estudios; Historia antigua; Historia romana.

LIT. FR.

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preparaban con una paciente erudición los materiales más preciosos de nuestros anales; hemos indicado los auxiliares y los sucesores que el cambio de las costumbres comenzaba a darles, en la docta Academia de las inscripciones. Sin embargo, aquí, aunque todo fuera sabio, todo no era profundamente ortodoxo. Fréret, con su inmensa erudición, era el apoyo discreto del partido filosófico; el presidente de Brosse, colaborador de la Enciclopedia, de espíritu sagaz e independiente, pero escritor circunspecto, anticuario, filólogo de primer orden, era un libre pensador del siglo XVI perdido en el siglo XVIII; Ducos, hombre de mundo más aún que erudito, el único al que Luis XV reconocía el derecho de decir todo, mezclaba, con los cortos y excelentes trabajos para la Academia, sus Consideraciones sobre las costumbres, que tuvieron el don de agradar a la corte y a los filósofos, y las Memorias secretas sobre los reinos de Luis XIV y de Luis XV, libro muy notable y muy punzante, que solo perdió su valor por la aplastante cercanía de Saint-Simon1. Acabamos de nombrar al único escritor de genio entre los que se relacionaban con las doctrinas de la era precedente. Todavía las Memorias del duque de Saint-Simon, que se mantuvieron secretas hasta nuestros días2, solo pertenecen a la literatura póstuma del siglo XVIII. No hay fisonomía más profundamente caracterizada que la de este gran señor historiador, que por su altiva independencia, por su lealtad gruñona, por su desdén aristocrático hacia todo el que no fuera duque y par, por sus instintos a la vez jansenistas y mundanos, se tomaría como un contemporáneo de la Fronda. No hay, hasta el talento exquisito del cardenal de Retz, con ese don de captar y pintar los personajes, quien no haya pasado en aumento bajo la pluma del noble duque. Es siempre el mismo irreverente, menos turbulento, menos alegre, pero más experimentado, más penetrante. Envejeció de toda la vejez de Luis XIV, asistió a los funerales 1. Villemain, Cuadro, t. II, lección V. — Saint-Simon nació en 1675, murió en 1755. 2. La primera edición completa es de 1829. — La última fue hecha por el Sr. Chéruel; L. Hachette, 1856

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del gran reino, y parece presentir los de la realeza. Es bien el hombre de los antiguos días: no comprende nada del movimiento nuevo que lo arrastra sin saberlo; como lo observó muy bien Marmontel, ve la nación solo en la nobleza, en la nobleza solo al par, y en el par solo a él mismo. Ama y defiende la religión, como una de las partes integrantes de la monarquía que él añora: trata, por lo demás bastante caballerosamente, a los obispos que no han nacido o que no tienen mundo, como los pedantes púrpuras, como los llamaba en algún lugar. ¿Cómo comprendería el nuevo poder de las letras, él, escritor de orgullosas apariencias, de dicción atrevidamente descuidada, que nada teme tanto como ser confundido con esos historiadores de profesión, preocupados del juicio de la crítica? Camina libremente, va sin temor y con la cabeza levantada, golpeando al mismo tiempo los vicios hipócritas de la corte y los escrúpulos impertinentes de la gramática: es la suficiencia de Scudéry unida al genio de Tácito. ¡Qué profundidad en la mirada, qué conocimiento de los hombres, qué habilidad para resolver y describir! ¡Qué lienzo este libro que abraza lo últimos años del gran monarca, se remonta luego al reinado de Luis XIII, para llegar hasta el regente y al cardenal Dubois! ¡Qué variedad y qué vida en todas esas figuras! Está allí el verdadero Siglo de Luis XIV. No disimularemos que estas Memorias encierran mucha prolijidad, muchos pasajes fatigosos para un lector impaciente. Esas exposiciones minuciosas de las intrigas de la corte, esas disputas sobre la etiqueta, sobre los derechos de precedencia, sobre los honores de la banqueta, parecen primero sin interés como sin encanto; pero incluso eso es una línea de la verdad; estas frivolidades monárquicas son el color indispensable del cuadro de una corte. Entre los dos campos enemigos, entre los filósofos y los hombres religiosos, podemos ubicar al joven Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues1. Pertenece a los unos por sus vínculos con Voltaire y por la agitación inquieta de su pensamiento; a los otros, por las tendencias religiosas de su alma, por la sabiduría 1. 1715 – 1747

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de su vida, el candor de sus escritos y la misma sinceridad de sus dudas. Valetudinario por mucho tiempo y muerto a la edad de 30 años, dejó ensayos más que obras. Sus escritos diversos llevan los títulos de Máximas, Caracteres, Meditaciones y la Introducción al conocimiento del espíritu humano. Moralista del género de La Rochefoucauld y de La Bruyère, no tiene el rasgo brillante del primero, ni la vivacidad espiritual y variada, la frase ágil y sabiamente construida del segundo: a su estilo le falta el relieve tan prominente que estos dos grandes maestros saben dar a su pensamiento; pero a menudo los sobrepasa a ambos por la importancia de los temas y por el interés serio con el cual procura hacerlos más profundos. Lleva en él a Pascal, por el carácter si no por el genio. Llega a tener talento a fuerza de tener alma. Nadie probó mejor por su ejemplo esta frase excelente que le pertenece: Los grandes pensamientos vienen del corazón; y si no se puede siempre admirar en él al escritor, no podemos negar en el hombre su estima y sus simpatías.

Discípulos del siglo XVII; Lesage; Prévost.

Mientras que el ámbito del pensamiento se repartía de manera desigual entre dos ejércitos enemigos, el arte puro y desinteresado, el culto apasionado a lo bello, parecía desaparecer en medio de estos ruidosos debates sobre doctrinas. Sin embargo, algunos hombres de élite continuaban la tradición poética del siglo XVII y, aunque debilitada en los géneros en los que los escritores de Luis XIV se habían destacado, la tradición poética seguía brillando de manera radiante en algunas composiciones secundarias que al parecer ellos habían descuidado. Lesage, quien alcanzó a vivir en los dos siglos (1668 - 1745), reproducía a Molière más en la novela de carácter de la que fue el creador que en el teatro, donde Crispin y Tucaret mantienen sin embargo un rango honorable. “No existe ningún libro en el mundo, dice Walter Scott, que contenga tantas visiones profundas sobre el carácter del hombre y trazadas en un estilo tan preciso como el Diablo cojuelo1. Cada página, cada línea lleva la marca de un tacto tan impecable, de un análisis tan exacto de las debilidades del ser humano, que fácilmente nos imaginaríamos escuchar una inteligencia superior que lee en nuestros corazones, que penetra nuestros motivos secretos y que encuentra un pícaro placer en rasgar el velo que nos esforzamos por extender sobre nuestras acciones.” Como obra de arte, Gil Blas es aún más perfecta. En ella, la observación adopta una forma muy dramática. En vez de una galería de retratos, tenemos una escena y unos actores. Lesage muestra una cualidad muy poco común que el novelista inglés Daniel de Foe poseía en un grado supremo. El héroe principal, quien nos cuenta él mismo su historia con sus propias reflexiones, parece un personaje tan real que no podemos evitar creer en su existencia. Al mismo tiempo es, en general, una naturaleza tan verdadera, un tipo tan ampliamente humano que encontramos en él todas las debilidades, todas las miserias y todos los sentimientos honestos cuya semilla se encuentra en nuestro propio corazón. Bueno por naturaleza, más que virtuoso, inclinado al ejemplo y a la ocasión, de temperamento tímido y, a pesar de esto, capaz de actuar con valentía, astucia e inteligencia, pero a menudo víctima de su vanidad, Gil Blas tiene el espíritu suficiente para hacernos reír de las tonterías de los otros y la sencillez suficiente para reírnos de nosotros mismos fácilmente. “Es difícil encontrar una censura más viva del vicio y del ridículo, una narración más rápida, un estilo más franco, más verdadero, más natural, más sensatez y talento en su conjunto, más ingenuidad y elocuencia satírica2”. Además de esta similitud de estilo, Lesage tiene una característica común con los escritores del siglo XVII. Él no mira hacia Inglaterra como sus colegas contemporáneos, sino hacia España. Domina tanto las costumbres y los vestuarios, que algunos críticos castellanos 1

En los capítulos XXXIX y XL de la obra se traducirán todos los títulos de obras, ya sea por su versión reconocida o por la versión del traductor. 2 Patin, Nota sobre Lesage.

acusaron de plagio a Gil Blas, sin poder indicar la obra original. Lesage tomó de los españoles los marcos propicios para acomodar sus creaciones. Tomó descaradamente la idea y el título del Diablo cojuelo de Guevara, y algunas escenas de Gil Blas de Marcos Obregón de Vicente Espinel. Siguiendo el ejemplo de Mendoza, de Juan de Luna, de Quevedo, del mismo Cervantes, y sobre todo de Alemán, Lesage se apoderó del género picaresco, consagrado a las hazañas de los buscones y de las personas que son apenas lo suficientemente decentes para no ser colgadas. Pero la imitación solo es superficial: si bien Gil Blas lleva la golilla, la capa y la espada de los castellanos, tiene además el espíritu y la vivacidad francesa, con los sentimientos y las pasiones universales del corazón humano. Otro gran novelista del siglo XVIII, por el carácter de su talento y de su estilo, parece también ligado a la época anterior. El abate Prévost1, escritor muy prolífico, cuyas obras completas sumarían más de cien volúmenes, en sus ficciones consideró al hombre desde un punto de vista completamente distinto al de Lesage. Tan novelesco en sus invenciones como es satírico el autor de Gil Blas, Prévost se centra más que todo en crear incidentes y en combinar aventuras, pero las cuenta con una simplicidad que no tiene nada de novelesco. Nunca pretende conseguir un efecto, sino que causa interés en el lector sin que parezca conmoverse a sí mismo. Prévost reabría la imaginación contenida mucho tiempo por la sobriedad del siglo XVII, es decir, la libre carrera de aventuras que habían recorrido prematuramente los D’Urfé y los Scudéry: le daba a la novela seria una lengua noble y culta, y sentimientos depurados por el gusto del gran siglo. Incluso una vez, inspirado por su corazón, se elevó por encima de sí mismo, pero siempre sin esfuerzo y sin pretensiones. En Manon Lescaut, él fue el historiador de las pasiones, así como había sido el de las aventuras en las otras novelas, y supo conmover sin necesidad de ser elocuente. Él mismo, en su periódico Le pour et le contre caracteriza esta obra con una franqueza más que justa: “Toda la obra son pinturas y sentimiento, dice él, pero pinturas verdaderas y sentimientos naturales. No digo nada del estilo, es la naturaleza misma la que habla”. Un escritor igual de famoso y de un talento diferente solo toma de la novela su forma de adoptar una erudición inmensa y preciosa. El abate Barthélemy2, autor del Viaje del joven Anacarsis a Grecia, había reunido con una sagacidad incomparable todo lo que los autores más oscuros nos transmitieron sobre las costumbres, los hábitos y las artes de Grecia. Se dedicó a darle vida a todos estos detalles a través de una ficción agradable que solo era un cuadro de todos estos rasgos dispersos. Logró componer una obra llena de interés e instrucción, pero cuya forma, un poco frívola, mezcla necesariamente algunas veces el espíritu y el estilo del siglo XVIII con la pintura de una antigüedad muy lejana. La discordancia de estos dos elementos, que no era perceptible en el tiempo del autor, se hizo chocante ya que los prejuicios y el lenguaje de su época son también para nosotros parte de la historia. 1 2

Nació en 1697, murió en 1763 Nació en 1716, murió en 1795

La poesía propiamente dicha, la que había conservado las formas consagradas de la versificación, producía obras menos originales. Jean-Baptiste Rousseau es un versificador armonioso, un hábil artesano de estrofas líricas, pero la inspiración, el sentimiento, en una palabra, el alma, le falta. Teje hábilmente las letras de Racine y de Boileau alrededor de los pensamientos de David; pero nunca escuchamos en él una palabra que salga del corazón. Esto no es sorprendente cuando conocemos la vida poco honorable y los epigramas libertinos de este autor de poesías sagradas. Sin embargo, se debe reconocer que Rousseau perfeccionó el ritmo de la oda francesa, y así, preparó la lira para las otras manos. Lefranc de Pompignan también escribió unas poesías sagradas, de las que se burla Voltaire y de las que se citan aún algunas bellas estrofas. Lefranc era un magistrado respetable, un hombre de fe y de corazón: lamentablemente, carecía de talento. Podemos decir lo mismo de Louis Racine, el hijo del gran poeta, quien se sentía obligado a escribir en verso debido a su nombre, y quien, sin ningún talento creador, compuso obras elegantes en el género didáctico. Se citan, pero se leen poco, sus poemas de la Religión y de la Gracia. Por el contrario, sus piadosas pero incompletas Memorias sobre la vida de su padre ofrecen una lectura llena de interés y encanto.

CAPÍTULO XXXVIII

Autores dramáticos.

La herencia dramática del gran Racine fue disputada ferviente pero inútilmente. Nunca se hicieron más tragedias que en el siglo XVIII; nunca, con excepción de Voltaire, hubo menos talento trágico. El flojo y difuso Lafosse fue feliz una vez en su Manlius; el frío y prosaico Lamotte tuvo la satisfacción de encontrar un tema patético a pesar del poeta; él escribió Inés. Lagrange-Chancel creyó ser la continuación de Racine; exageró la etiqueta y la falsa dignidad de su sistema, sin compensarlas con algún chispazo de talento. Crébillon tuvo el mérito de no calcar ningún modelo inimitable; encontró algunas inspiraciones enérgicas que arruinó al unir aventuras y caracteres aburridamente novelescos. Además, tomó lo horrible por lo patético y la exageración por la grandeza. Sus amigos le hicieron el daño de catalogarlo como un rival de Voltaire. La lucha de las doctrinas sociales penetraba hasta la escena y de nuevo enfriaba las concepciones. Saurin, imitador de Voltaire, escribió tragedias filosóficas. De Belloy respondió con tragedias monárquicas. La misma guerra se desató entre los poetas cómicos. Collé y Palissot atacaban a los innovadores; Lanoue, Barthe, Desmahis, Sédaine, casi todo el teatro era para ellos, como el público. Sin embargo, hay que señalar que las dos mejores comedias de la

época pertenecen a dos autores del partido opuesto a Voltaire, el Mal hombre de Gresset1, y la Metromanía de Piron. De este modo, todas las opiniones tenían sus representantes en el teatro. Pero el arte verdadero, la buena y franca comedia, buscaba en vano el suyo. Marivaux se perdía en finos e ingeniosos análisis de los que Voltaire esperaba no entender nada. “Este hombre, decía él, hablando del autor de el Legado y de las Falsas confidencias, conoce todos los senderos del corazón humano, pero no conoce el camino principal”. Destouches arruinaba el teatro inglés en sus tristes imitaciones; La Chaussée escribía comedias que hacían llorar; Diderot reducía la tragedia burguesa a un sistema intrépido, pero comprometía sus teorías con sus obras. La poesía sentía la necesidad de rejuvenecerse con la sociedad, y buscaba formas nuevas en vano.

Nacimiento de la poesía descriptiva.

La poesía descriptiva fue inventada o encontrada en esta época, es decir, mientras que la filosofía negaba el alma o la ubicaba en la sensación, la poesía debía ponerse fuera del alma, y ocuparse de describir, con un cuidado minucioso, los objetos exteriores. Es entonces cuando, abusando de una frase de Horacio, citada de manera inexacta, se plantea en principio que la poesía es solo una pintura. En ese entonces se buscaba más analizar que pensar. En vez de impactar con una frase, una comparación, o un epíteto oportuno, la poesía descriptiva fue, tras los pasos de la ciencia, a analizar, enumerar y agotar todos los detalles. De este modo SaintLambert cantó las Estaciones: en un tema en el que Thomson había puesto su alma y sus emociones a menudo sublimes, él fue seco y frío en general, como un gran señor que no ha visto ni ha apreciado el campo. Lamierre, como Ovidio, describía los Fastos del año; y, en vez de animar su tema con la expresión de sentimientos que podía hacer nacer, se limitó a contar en verso las diversas ocupaciones que traen las diferentes épocas. El alma del poeta no era en absoluto el centro de este mundo móvil, que carece de unidad, de interés y de vida. De este modo, la poesía parecía morir como resultado de las creencias. El universo ya no tenía encanto para los hombres, quienes solo veían en él un mecanismo hábil y frío, una combinación más o menos afortunada de la materia; y “la naturaleza estaba muerta para ellos, como la esperanza en el fondo de sus corazones2.” Esta era la situación del pensamiento en Francia y de las letras que lo expresan. Dos partidos rivales se disputaban la dirección moral del siglo XVIII; el primero brillaba con todos los dones del espíritu, impetuoso, incansable en sus ataques, era seco y estéril en sus desoladoras 1

Nació en Amiens en 1709, murió 1777; autor de algunas poesías ligeras encantadoras, Gusano-verde, el Atril, la Cuaresma improvisada. 2 Nueva Eloísa, parte l, carta XXVI.

doctrinas; el segundo, religioso por tradición, por costumbre más que por convicción, sin calor, sin elocuencia, defendía débilmente las verdades eternas de las que se consideraba el árbitro. Entre estos dos ejércitos, la fe en Dios, en la espiritualidad del alma, en el dogma del deber y la virtud, atacada con furor y débilmente defendida, parecía destinada a perecer, o al menos a eclipsarse, llevándose consigo las emociones más puras del poeta y el impulso simpático del artista, hasta que surgió de repente un defensor tan poderoso como inesperado, cuyas palabras ardientes, llenas de exageraciones, de errores, de contradicciones y de sinceridad, tenían por sí solas todas las cualidades y los vicios necesarios para hacerse escuchar de los hombres del siglo XVIII.

CAPÍTULO XXXIX. JEAN-JACQUES ROUSSEAU. Su educación; su política. — Su moral. — Su poesía. — Mably. Educación de Rousseau; su política. No es necesario pedirle a Rousseau la consistencia y la imparcialidad de un filósofo: él también es un hombre de combate y de acción; él destruye y construye al mismo tiempo, y el esfuerzo de la lucha aparece a cada instante con la exageración de sus paradojas. No obstante, es preciso bendecirlo por haber sentido la necesidad de construir sus doctrinas positivas en medio de tantas ruinas. Rousseau les brindó tres grandes servicios a su siglo y al nuestro; en política, buscó en el derecho nacional una base sólida para el poder; en moral, despertó el sentimiento del deber y predicó con una elocuente convicción la existencia de Dios y la espiritualidad del alma; y por último, como consecuencia de estos nobles principios, renovó las fuentes de la poesía y enseñó a ver, a amar la naturaleza. El nacimiento y la educación habían preparado a Jean-Jacques para el papel que le dio su talento. Nació1 en Ginebra, en una república en medio del poético paisaje de los Alpes, hijo de un obrero inteligente y pobre, su infancia soñadora se desarrolló de una manera precoz con la lectura de Grandes hombres de Plutarco y las novelas heroicas del siglo XVII. La vida empezó a aparecérsele con un aspecto novelesco, al mismo tiempo sublime y falso. Rodeado en un principio de los cuidados de una ternura pobre, que lo hizo aún más sensible a los crueles desengaños de una vida pobre y desdeñada. Aprendiz, vagabundo, seminarista, lacayo, copista de música, obligado a registrar en sus memorias el día en que dejó de padecer hambre, y con una naturaleza de élite e inteligencia admirable, Rousseau llevaba en sí mismo en un grado supremo lo que, en la sociedad política, impulsa las revoluciones, el desacuerdo de la posición y la capacidad. Jean-Jacques es el representante de una clase desdeñada e ignorada por mundo 1

En 1742; murió en 1778.

elegante que dominaba en ese entonces. En medio de las academias y los salones, hizo estallar el grito de esta barbarie ardiente y enérgica que temblaba sordamente alrededor de las bases más profundas de la sociedad. El tribuno aprendió primero la lengua de aquellos que acababa de combatir. Durante cinco o seis años, relacionado con los hombres de letras de París, trabaja ocultamente para hacerse maestro del gran arte de escribir; lee a Racine y a Voltaire, estudia a Cicerón y a Horacio, y trata de traducir a Tácito. A la edad de cuarenta años, se le veía a menudo pasear por los parques públicos, con un libro de Virgilio bajo el brazo, tratando de tallar en su memoria rebelde esas églogas ingenuas, y cuyas escenas de infancia le proporcionaban el comentario. Al mismo tiempo, reeducaba él mismo su espíritu. Algunas nociones de historia, filosofía y matemáticas adquiridas sin la ayuda de ningún maestro, se identificaban de manera más completa con su propio pensamiento. Su lenguaje, formado primero en Ginebra y reavivado con los autores del siglo XVI, conservaba un sabor extranjero y picante, y era más franco, más colorido, más popular y más democrático en su elegancia que el de sus contemporáneos. Armado finalmente con toda su elocuencia, Rousseau, a la edad de treinta y ocho años, comenzó la lucha contra la sociedad corrompida que lo rodeaba, y la cautivó atacándola. Vio esa lucha donde realmente estaba, en las letras. La academia de Dijon había planteado esta pregunta: ¿El restablecimiento de las ciencias y las artes ha ayudado a purificar las costumbres o a corromperlas? Jean-Jacques condenó las ciencias y las artes en nombre de la virtud. Las responsabilizó injustamente de la corrupción que manchaba el empleo de dicha virtud. Si proscribía la instrucción era porque se indignaba de ver que, “en este siglo donde reinaban con orgullo los prejuicios y el error bajo el nombre de filosofía, los hombres, embrutecidos por su vano saber, le habían cerrado su espíritu a la voz de la razón y su corazón a la de la naturaleza1.” Lo que combatía con una exageración injusta pero tal vez necesaria para conseguir una reacción era “esta filosofía de un día, que nace y muere en el rincón de una gran ciudad, y quiere ahogar el grito de la naturaleza y la voz universal del género humano2.” De este modo, desde su primer ensayo, Rousseau ponía intrépidamente la causa del sentimiento moral en frente de los dones más brillantes del espíritu. En su segundo discurso, el instinto revolucionario del orador, se revelaba con más claridad. La misma academia, como para mostrar el estado general de los espíritus y de la espera curiosa del público respecto a las osadías de los escritores, había preguntado en su programa: ¿Cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres, y está autorizada por la ley natural? Rousseau no perdió semejante oportunidad para golpear un conjunto de instituciones cuya conciencia, de acuerdo a su orgullo, le revelaba los vicios; y buscando quizás en el radicalismo de sus opiniones la impunidad al igual que el esplendor, afirmó que la civilización hace al hombre desgraciado y culpable; que lo salvaje es solo bueno, libre y feliz. 1 2

Carta a d’Alembert, p. 125 (edición Ledentu). Ibidem, p. 127.

“Usted da ganas de caminar en cuatro patas” le decía finamente Voltaire, que apenas empezaba a provocarlo. Por lo demás, este sueño de un pretendido estado natural era común en el siglo XVIII. Se acogía con pasión los débiles idilios de Gessner y los insulsos escritos campestres de Florian; el mismo Fontenelle había creado un diálogo entre supuestos pastores; más adelante, una reina de Francia se hizo aparcera en Trianón. Uno se sentía incómodo en una civilización tan elegante y tan ficticia. Rousseau fue el órgano más completo y el más absurdamente coherente del vago instinto de su época. En este segundo Discurso, parece que la filosofía, disconforme con el presente y sin atreverse a apelar al futuro, se lanza hacia un pasado fabuloso e imposible, como para engañar las esperanzas aún prematuras. “Ancillon1 dijo con razón, Rousseau, olvidando que la naturaleza humana está hecha para moverse progresivamente, vio el destino de la humanidad en el mismo punto del cual partió, en vez de ubicar esta naturaleza en un desarrollo gradual, y creyó que el estado salvaje era el estado primitivo y por ende el más perfecto. Era como detenerse en la semilla y creer que esta no estaba hecha para volverse un roble inmenso”. Sin embargo, esta obra ya contenía proposiciones amenazantes y temibles aspiraciones. A medida que uno avanza en esta lectura, cree que escucha subir la marea democrática. Rousseau aniquiló el supuesto derecho de la fuerza volviéndolo contra su poseedor. Considera “la revuelta que acaba por estrangular y destronar a un sultán como un acto igual de jurídico que estos por los cuales el sultán disponía de las vidas y los bienes de sus súbditos. El déspota solo es amo mientras sea el más fuerte”. El escritor termina su discurso con esta afirmación terrible: “evidentemente va contra la ley de la naturaleza que un niño mande a un anciano, que un imbécil guíe a un hombre sabio, y que un puñado de personas rebose de superfluidades, mientras que la multitud hambrienta carece de lo necesario2”. Rousseau no se limita a la fácil labor de crítico: se atreve a formular sus principios. El Contrato social, ya anunciado en Discurso sobre el origen de la desigualdad, es la consecuencia positiva de ello, y puede considerarse como el símbolo político de este elocuente publicista. Nunca se revistió un sistema de una manera más severa y más brillante al mismo tiempo. La precisión del estilo, la concatenación rigurosa de las proposiciones, el tono dogmático e imponente del lenguaje, los movimientos contenidos de la pasión, especialmente tan poderosa que se modera a sí misma, hacen del Contrato social un modelo acabado de exposición filosófica. Sin embargo, esta obra nos parece manchada por el mismo defecto de la mayoría de las obras del siglo XVIII. Así como Gondillac y Locke partían de un principio abstracto, 1

Pensamientos, t. I, p. 152. A menudo se ha citado la brillante declamación que comienza la segunda parte: “El primero que, habiendo cercado un terreno, dijo esto es mío y encontró gente bastante simple para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil, etc.”. No se ha señalado lo suficiente que este ataque contra la propiedad es la verdadera consagración, al menos para los que no son tentados a caminar en cuatro patas, ya que Jean-Jacques hacía depender la fundación de la sociedad de este derecho. 2

exclusivo, insuficiente, a partir del cual pretendían crear la filosofía entera, también es a partir de un solo principio, de un principio exclusivo e incompleto que Rousseau extrae toda su política. El hombre nace libre, son las primeras palabras del Contrato social; también lo es todo el pensamiento. Si el hombre sale de su independencia natural y salvaje, es bajo su consentimiento, por un acto de su voluntad. Entonces, toda sociedad se basa en un contrato. El Estado se basa en un convenio arbitrario; el conjunto de las voluntades particulares forma la voluntad general, que es la única ley verdadera. El pueblo es el único soberano. Su capricho es absoluto e inviolable, su decisión inapelable. Rousseau afirma en el derecho lo que los juriconsultos romanos plantean de hecho: Uti populus jusserit, ita lex esto. Esta concepción de la libertad humana es generosa y orgullosa, pero ¿no es exagerada, es decir, incompleta? ¿No es necesario ubicar la naturaleza eterna de las cosas al lado de la autonomía del hombre? ¿La ley en su acepción más amplia, es el resultado de una voluntad arbitraria? ¿No existe esta antes de que una inteligencia mortal la descubra? ¿Todos los radios del círculo no eran iguales antes de que un geómetra se hubiera tomado la molestia de constatarlo 1? Si esto es verdad, por encima de la libertad individual, hay que ubicar la razón soberana e impersonal, la cual no podrá evadir, so pena de injusticia. El legislador solo será el traductor más o menos fiel de esos derechos y de esos deberes anteriores y superiores a las leyes positivas, y las decisiones de la mayoría, por muy respetables que sean, nunca dejarán de ser una presunción de la justicia. El mismo Rousseau había reconocido esta verdad, pero sin desarrollar las consecuencias. “Lo que está bien y conforme al orden, había dicho Rousseau, es así por la naturaleza de las cosas e independientemente de las convenciones humanas2”. Por no apegarse a las deducciones de este principio, la política de Rousseau solo contempló la mitad del problema social. Catorce años antes, un gran hombre, del que hablaremos pronto, Montesquieu, había desarrollado la otra mitad. Se dice con razón que Rousseau solo hizo voltear el sistema de Hobbes, y desplazó el despotismo atribuyéndoselo a la multitud. Este error especulativo de un gran hombre se hizo sentir con repercusiones sombrías y prolongadas en las faltas y los problemas de la revolución francesa. Jean-Jacques comprendió él mismo que las consecuencias de su sistema lo llevaban a lo imposible. Reconoció que el pueblo, para él el único legislador legítimo, es incapaz de crear una constitución, es decir, la ley de las leyes3 : rechazó el sistema representativo, pues, decía

1

Montesquieu, Espíritu de las leyes, liv. I. — “Non tum denique incipit lex esse quum scripta est, sed tum quum orta est. Orta autem simul est cum mente divina.” (Cicerón, de Legibus, liv. II, p. 4.) 2 Contrato social, lib. II, cap. VI. 3 Idem, lib. II, cap. I

él, la soberanía es la voluntad general, y la voluntad general no se representa1, sino que se expresa. Finalmente, reconoció que, “tomando el término con el rigor de la acepción, nunca ha existido democracia verdadera, y nunca existirá2”. Era difícil revertir sus propias premisas de una manera más valiente, conmocionado por sus consecuencias.

Su moral.

La libertad que inspiraba la política de Rousseau brilló de una manera aún más potente en su moral. Mientras que la mayoría de filósofos de su época sometían al hombre a la sensación y desconocían el más noble de sus atributos, el de ser el motor principal, el principio, libre y responsable de sus actos; mientras que el mismo Voltaire dudaba, y, reduciendo la pregunta para parecer esclarecerla, confundía la libertad moral con la ausencia de obligación 3, JeanJacques proclamó en voz alta la libertad como un hecho: ubicó en este privilegio del hombre mucho más aún que en el entendimiento, la distinción específica que lo separa del animal. Fue incluso en la conciencia de su libertad que encontró la prueba más clara de la espiritualidad de su alma4. También el espiritualismo de Rousseau tiene algo de orgulloso, como el sentimiento que un hombre honesto siente por su probidad. No es la conclusión laboriosa de un silogismo, sino una verdad primaria otorgada por la evidencia y que desafía todas las chicanas del sofismo; es la libertad moral que se ve y se toca ella misma. Sobre esta base, Rousseau se dedica a fundar toda su filosofía. El Emilio es el monumento más completo y bello de esa filosofía. Este libro, que se llamó la declaración de los derechos del niño5, es para la moral religiosa lo que Contrato social era para la política. El mismo espíritu está presente en ambas obras y produce errores análogos. El principio fundamental de la obra, así como de toda la moral de Rousseau, es que “el hombre es un ser bueno por naturaleza”: la educación ordinaria lo corrompe y reemplaza la rectitud original de la naturaleza por los vicios contagiosos de la sociedad. Sobre este principio, Rousseau “establece la educación negativa como la mejor, o más bien la única buena. Esta no da las virtudes, pero previene los vicios; no enseña la verdad, pero preserva del error6.” Se trata entonces de detener toda influencia 1

Contrato social, lib. III, cap. XV. — En los estados constitucionales la gente no escoge dirigentes para encargarles su voluntad, sino que escoge delegados para examinar lo que es conforme a la razón general. Una cosa no es justa solo porque el pueblo la quiere, sino que, si el pueblo es lo suficientemente consciente, la quiere porque es justa. 2 Contrato social, lib. III, cap. IV. 3 “Soy libre de salir de mi habitación, decía, cuando tengo las llaves en mi bolsillo”. 4 Discurso sobre el origen de la desigualdad, p. 244. 5 Dr Mager. — Goethe va más lejos y lo denominó el evangelio natural de la educación, das Naturevangelium der Erziehung. 6 Carta al Sr. de Beaumont, p. 18, 33, y 34.

extranjera alrededor del niño, y de dejar que su libertad proceda en paz. Jean-Jacques aísla su alumno: quiere hacerlo inventar las ciencias, las artes, la religión, a Dios mismo, solo con el impulso de su libertad, con la expansión natural y espontánea de su alma. Un espectáculo extraño y maravilloso de un hombre que, en sus orgullosas esperanzas y rechazando la tradición, pretende rehacer cada día la obra de los siglos, y darle al individuo toda la fuerza de la humanidad. Pero, ¿no es igual de grande y verdadero el pensamiento de Pascal, que hacía solidarias todas las generaciones y que consideraba el género humano como un solo hombre que vive siempre y que aprende sin cesar? En Rousseau se siente la presencia de una sociedad en disolución, en la que el hombre que sueña la virtud tiene la necesidad de separarse, al menos en idea, como los estoicos del pasado se separaban de la corrupción del imperio. Es inútil, el hombre no puede encerrarse en sí mismo y ser él solo su universo. La tradición del género humano, que Rousseau quiere apartar de su discípulo, regresa contra su voluntad para instruirlo y moralizarlo. En efecto, ¿es diferente este maestro tan asiduo, tan previsor, que dispone todo alrededor de Emilio para que cada incidente se convierta en una lección? Aquí, la independencia del alumno solo es aparente: la sociedad siempre le transmite a su nuevo miembro el conjunto de las tradiciones antiguas. Rousseau apartó de su alumno la enseñanza religiosa, como cualquier otra lección. Emilio, a sus 18 años, aún no ha oído pronunciar el nombre de Dios. ¡Pero con qué talento Jean-Jacques corrige este error de su sistema! A la edad en que comienzan a arreciar las tormentas del corazón, Rousseau dirige a su discípulo, con los primeros rayos solares del día, a la cima de una montaña, al centro de un paisaje coronado en la lejanía por la cadena de los Alpes; y allí, como Platón en el cabo de Sunión, ante esta sublime naturaleza, “que parece desplegar a sus ojos toda su magnificencia para ofrecerla como contexto a su charla”, le enseña que hay un Dios y que su alma es inmortal. Anteriormente se mencionó1 la profunda impresión que había producido esta escena en la mente de Voltaire y el himno de fe y de adoración que un paseo similar, inspirado por este recuerdo, le había arrancado al escéptico anciano. Si bien Rousseau, para buscar la verdad, redujo al hombre a sus fuerzas individuales, por lo menos se las dejó en su conjunto y no reprimió la voz del sentimiento, el grito verídico del corazón, muy desconocido por la filosofía del siglo XVIII. Si la elocuencia consiste principalmente en encontrar el camino de los espíritus y los corazones, Rousseau, a pesar de todos los errores de su doctrina, fue un verdadero orador religioso para su época. En medio del silencio tímido y de los miramientos mundanos del púlpito cristiano, él solo levantó una voz potente para reestablecer, con la doble autoridad del sentimiento y de la razón, las verdades primitivas oscurecidas o negadas a su alrededor. Sus propios ataques contra la revelación tienen un tono muy diferente a los ataques de los enciclopedistas. Son más francos e intrépidos, también más respetuosos, y el elogio más 1

En la nota de la página 487.

elocuente que se haya hecho del Evangelio se encuentra en la Profesión de fe del Vicario Saboyano. La moral de Rousseau (hablo de la de sus libros solamente 1) es completamente cristiana y un poco calvinista. El soplo de los glaciares de Suiza, al pasar sobre esta alma ardiente, le dejó algo de austera y triste. Enemigo sistemático de las artes y de cualquier expansión del alma, coincide en esta proscripción severa con los teólogos rigurosos, los doctores de la vía estrecha. Como Port-Royal, desprecia las letras, y al mismo tiempo sobresale en ellas; como Bossuet, escribe una Carta contra los espectáculos, la cual es una de sus obras más elocuentes. Estos dos grandes hombres, con dos puntos de vista muy diferentes, anatematizan también todo lo que enciende las pasiones y aumenta la intensidad de la vida. Ellos temen que la vida, al ensancharse, no encuentre junto a ella ya sea el pecado, o la civilización y sus vicios. Cuan filosófico y religioso es, por esta vez, el amplio sentido común de Voltaire, que le escribía a Cideville: “Mi querido amigo, hay que ensayar en el alma todas las formas posibles; es un fuego que DIOS nos ha confiado y debemos alimentarlo con lo más precioso de cuanto encontremos. Hay que hacer entrar en nuestro ser todos los modos imaginables, abrir todas las puertas del alma a todas las ciencias y a todos los sentimientos2”. Rousseau era considerado el más inconsecuente de los filósofos, porque el instinto de su talento a menudo eludía las trabas de su doctrina. El hombre que proscribía el teatro y las artes escribió una novela que respira la embriaguez de la pasión. Sin duda, al componer la Nueva Eloísa, Jean-Jacques contradice sus principios, pero no, como se ha dicho tanto, las leyes verdaderas de la moral. Seguramente este libro no es para todos, pero la pintura de un amor exaltado, serio y profundo, que pronto entra bajo el yugo de un deber austero e incluso novelescamente heroico, era todavía más pura que las costumbres generales de la sociedad contemporánea. Las desviaciones que la pintura representaba, por lo menos eran las del corazón.

Su poesía.

Rousseau le había recordado con esfuerzo la política y la moral a la naturaleza y de paso le devolvió la poesía, y fue ahí donde se ejerció su influencia más pura, la más beneficiosa. Sin preocuparse por hacerse crítico o legislador literario, hizo palidecer, por el contraste de sus páginas ardientes, esta poesía fríamente espiritual que solo accedía a mirar el campo a través 1

A menudo se le han reprochado las fallas de su conducta, que él mismo ha agravado divulgándolas. No pretendemos justificarlas, pero es preciso elogiar al moralista por no quebrantar la regla que lo condenaba y por haber sido tan riguroso en su doctrina como si no hubiera tenido nada que temer de sus principios. 2 Correspondencia general, t. I, carta CCXXXV.

de las ventanas doradas de los salones. “Nuestros talentos y nuestros escritos, decía él, se resienten de nuestras frívolas ocupaciones, agradables si se quiere, pero que pequeños y fríos como nuestros sentimientos, que tienen como único mérito darles aquel aire que cuesta tan poco dar a unas bagatelas1”. Desde su comienzo, nunca tuvo miedo de poner su mano intrépida encima del ídolo del siglo, ni de poner el dedo en la llaga de Voltaire: “Díganos, célebre Arouet, cuántas bellezas viriles y fuertes ha sacrificado usted a su falsa delicadeza y hasta qué punto las intrigas amorosas tan fértiles en pequeñas cosas le han costado algunas grandes2”. Criado lejos de París, donde el hombre es tan grande y la naturaleza tan pequeña, lleno de recuerdos de sus bellas montaña, de los bellos lagos de Suiza, habiendo pasado y repasado veinte veces a pie, en sus viajes solitarios, por los sitios más bellos de Francia y Lombardía, le había abierto su alma tempranamente a la encantadora voz del campo: convertido en hombre y en escritor, se tomó bastante libertad con el público para atreverse a complacerlo por una vía inusitada. Así pues, en sus escritos lanzó ingenuamente todas estas emociones puras y poéticas, lo que les dio un encanto insólito. Ya sea mostrándonos los peñones de Meillerie con el majestuoso lago que se despliega a sus pies, con sus bosques de pinos negros, y los risueños y campestres refugios escondidos en uno de sus pliegues; o haciendo fijar nuestros ojos y nuestro corazón sobre la tranquila soledad de los Charmettes, más simple, más común, pero perfumada por todos los recuerdos de su felicidad, una poesía nueva, todavía desconocida en Francia, brilla a cada instante bajo su pluma; basta con una palabra, un trazo, para tocarnos y enternecernos. Una flor de los campos, una simple vincapervinca que fue encontrada después de treinta años y se embellece con este recuerdo y con esta nostalgia, entrevista por casualidad al escuchar la voz de una persona amada, causa una impresión en Rousseau y en sus lectores que ni siquiera todas las poesías descriptivas de Saint-Lambert y de Delille podrán producir. Pues, una de las características de la poesía de Jean-Jacques es no tener nada rebuscada ni aristocrática y saber encontrar en los detalles más humildes un mundo de emociones verdaderas y patéticas. ¡De qué manera hace que nos interesemos en una vieja canción que cantaba la mujer que le servía de madre; en un paseo hecho por un niño en compañía de dos niñas; en una noche de verano transcurrida en el nicho de una azotea a orillas del río Saona; en sus deliciosas fantasías en la pequeña isla de SaintPierre! ¡Cómo le gusta embriagarse a placer con los encantos de la naturaleza; meditar en un silencio solamente perturbado por el grito de las águilas, el canto entrecortado de algunas aves y los truenos que caen de la montaña! Estos son sus maestros de poesía y de ciencia. “Una de sus grandes delicias, era dejar sus libros en las cajas y carecer de escritorio”. ¿Alguna vez se ha sentido y descrito mejor la voluptuosidad de la ensoñación? Iba gustosamente a sentarme a orillas del lago sobre la arena en algún rincón escondido; allí, el rumor de las olas y la agitación del agua, fijando mis sentidos y echando de mi alma toda otra agitación, la sumían en una deliciosa ensoñación, en 1 2

Carta a d’Alambert Discurso sobre las ciencias y las artes, II parte.

la que me sorprendía con frecuencia la noche sin que me hubiera dado cuenta. El flujo y reflujo de aquel agua, su rumor continuo pero acrecentado a intervalos, golpeando sin desmayo mis oídos y mis ojos, suplían los movimientos internos que la ensoñación apagaba en mí y bastaban para hacerme sentir con placer mi existencia sin tomarme el trabajo de pensar1”. La poesía de nuestra época apenas está germinando. La Fontaine había amado la naturaleza y había osado decirlo, incluso en el siglo XVII, pero lo había dicho de manera fortuita, en pocas palabras, como si hubiera contado una buena fortuna del corazón. En la obra de Rousseau, este amor se convierte en una pasión profunda, una especie de culto serio, un lenguaje sagrado que Dios y el poeta hablan en soledad. Este es uno de los grandes encantos de sus Confesiones, la naturaleza sentida vivamente y un corazón de hombre revelado ingenuamente. Esta obra nos parece la más interesante y la más profundamente original de todas las de Rousseau: el mismo estilo es más variado y menos tenso que el del resto de sus obras. En las Confesiones, solo se encuentra este tono raramente altivo y salvaje que el autor reconoce él mismo en sus primeros escritos y que le atribuye a la influencia de Diderot. Particularmente en la primera parte de las Confesiones, hay algo tierno y alegre a la vez, como la mirada que un anciano le da a los bellos días de su juventud: es un matiz delicado entre dos sentimientos contrarios, la mezcla de una sonrisa y una lágrima. Aquí se encuentran la mayor fuerza y la originalidad indiscutible de Jean-Jacques Rousseau. Es preciso señalar que el poeta más grande del siglo XVIII no escribió en verso. Sin duda, nuestra versificación noble y desdeñosa como se había hecho, no le pareció lo suficientemente flexible para ajustarse a todos sus pensamientos. Sin embargo, una vaga necesidad de melodía atormentaba a este gran escritor, que buscó en la música el complemento de expresión que la lengua hablada le negaba a sus sentimientos. Su organización italiana hizo de él un gran músico para su época, y el estudio apasionado de este arte comunicó incluso a su prosa una armonía admirable que no se encuentra en ninguno de sus colegas contemporáneos. La aparición de Rousseau marca una nueva fase en la literatura del siglo XVIII: Jean-Jacques obstaculizó el movimiento escéptico y materialista que arrastraba las creencias y las artes. Sin embargo, la destrucción de la doble autoridad del gran siglo monárquico, la misión fatal de la época, seguía cumpliéndose. Avanzaba con el entusiasta Rousseau al igual que con el irónico Voltaire. ¡Así como la obra de ruina era inevitable, la corriente del espíritu humano es irresistible!

1

Ensoñaciones, quinto paseo.

Mably.

Voltaire había tenido en Fontenelle un predecesor, y Rousseau lo había tenido en Mably1. No hay nada que pruebe mejor la necesidad de un papel que la pluralidad de los autores que lo ensayan. Mably tenía la erudición y la audacia del pensamiento, pero carecía de imaginación y de elocuencia. Dijo las mismas cosas que Rousseau, censuró las artes, el lujo, la civilización moderna, ubicó el ideal del género humano en el pasado, por aversión y desconfianza hacia el presente. Pero, como lo dijo un gran crítico: “su entusiasmo por las virtudes patrióticas y las costumbres de Esparta hubiera permanecido sepultado en sus libros, si la imaginación de Rousseau no le hubiera puesto el fuego a este sueño apacible de lógico y de sabio2”. Sin embargo un aspecto en el que Mably predomina sobre su elocuente sucesor es en el estudio de la historia. Mably señaló el primer anacronismo perpetuo en el cual nuestros historiadores, al contar el pasado, solo habían descrito las costumbres, los prejuicios y las prácticas de su tiempo. Aunque caiga en la misma falta del lado contrario y haga mentir a la historia en favor de la libertad, Mably por lo menos estudia todos los monumentos de la historia; y sus Observaciones sobre la historia de Francia al igual que su Derecho público de Europa basado en los tratados, siempre serán leídos provechosamente o con placer. Sin embargo, para cuidarse de sus errores, es recomendable abordar la lectura de estas obras solamente después de leer nuestros historiadores modernos, quienes las han rectificado3.

1

1709-1785. Villemain, Cuadro del siglo XVIII. 3 Ver especialmente Aug. Thierry, Consideraciones sobre la historia de Francia, cap. III. 2

CAPÍTULO XL.

LA REFORMA MODERADA.

Montesquieu. — Buffon.

Montesquieu.

Mientras que la reforma intrépida, impetuosa y excesiva se lanzaba desde Voltaire hasta Rousseau, descendiendo hasta Helvetius y d’Holbach, para volver a subir hasta Mably, otro movimiento filosófico, más reservado en sus medios y más modesto en sus resultados, se llevaba a cabo por debajo de esa reforma con menos ruido pero no por ello con menos gloria. La brillante carrera de Montesquieu1 reúne por sí sola los dos puntos extremos de este movimiento filosófico. Las Cartas persas marcan su inicio, y el Espíritu de las leyes, su límite. Al mismo tiempo es el Voltaire y el Rousseau de la revolución moderada, pero un Voltaire tímido, circunspecto y rodeado de alusiones y de trucos elusivos, que atraviesa el papel de agresor sin detenerse en él más de un día; y un Rousseau jurisconsulto e historiador, sin pasión y sin idealismo, que observa los hechos y las realidades del pasado, y se satisface en encontrar la razón de todas las cosas, y que le gusta explicar las instituciones presentes, para huir del deseo de cambiarlas. En 1721, seis años después de la muerte de Luis XIV, en un momento en que, adormecida por la vejez del difunto rey, Francia se despertaba ante todas las temeridades de la regencia, el presidente Charles Secondat, barón de Montesquieu y de la Brède, presentó ante el mundo una obra anónima cuyo plan, tomado de los Recreos serios y cómicos del espiritual Dufresny, ofrecía el cuadro conveniente para una sátira mordaz. La correspondencia de muchos persas que vivían en París, Venecia e Isfahán le permitía al autor contrastar las costumbres de Occidente con las de Persia. Una voluptuosa intriga de serrallo le servía de enlace general a la obra, y estimulaba la curiosidad sensual de los lectores. En medio de estas pinturas orientales se desplegaba la tabla de todos los defectos y las ridículas verdades y supuestos de la sociedad europea, nuestras disputas literarias, nuestras conversaciones ruidosas y fútiles, y nuestra admiración por los extranjeros junto a la estima exclusiva por nosotros mismos. Además de 1

Nació en la Brède, cerca de Burdeos en 1689, exactamente un siglo antes del año en que explotó la revolución francesa; murió en 1775.

esto, la supuesta frivolidad de las soluciones morales dadas por las religiones positivas, la similitud de las ceremonias católicas con las supersticiones mahometanas y la docilidad crédula de los pueblos. Poniendo estas críticas en una boca infiel, el autor huye de la responsabilidad directa de sus osadías. Mil retratos brillantes y burlones adornan esta rica galería. Montesquieu fue un geómetra exclusivo, absurdamente erudito en sus ridículas distracciones, luego un recaudador de impuestos muy orgulloso de los méritos de su cocinero, e incluso un predicador y, “lo que es peor, un director” de tez rubicunda y lenguaje endulzado. Montesquieu tomaba el pincel de La Bruyère y lo utilizaba para hacer que el mismo Voltaire sintiera celos1. Los tiempos habían cambiado mucho desde que “un hombre no cristiano y francés se veía forzado a la sátira”, y que “los principales temas se le prohibían2”: era un serio consejero, un hombre cuya vida debía consagrarse a los estudios más serios de la política y la legislación, que consideraba que solo podía llamar la atención de una época frívola comenzando por hablar su lenguaje.Pero ya se agitaban grandes cuestiones bajo esta forma ligera. La mayoría de las instituciones sociales que debían formar la materia del Espíritu de las leyes se le presentaban aquí a Montesquieu, pero con apariencia de fantasías locales, dignas de atraer la curiosidad del pensador. Religión, filosofía, gobierno, comercio, finanzas, agricultura, matrimonio, economía, política, todo esto lo abordó en la obra de manera ligera. El autor de las Cartas persas ya ve el enigma; aún no ha encontrado la palabra para ello y solo percibe las rarezas de las diversas instituciones. Su tono es ligero, tajante y desdeñoso; todo le parece ridículo o digno de lástima. Es un espíritu joven cuya primera mirada no va lo suficientemente lejos para distinguir el bien incluso del mal. El autor del Espíritu de las leyes tal vez cayó en el exceso contrario. Su primera obra puede considerarse como un programa burlón, al cual la última obra le dio una respuesta seria. El talento observador de Montesquieu, su método esencialmente histórico se evidencia en las Consideraciones sobre la grandeza y la decadencia de los romanos (1734). Antes de aplicarse a toda la humanidad, el Espíritu de las leyes se puso a prueba en un único pero grande y admirable pueblo. El tema fue afortunadamente escogido. El destino de Roma presenta los avances de una política racional y un sistema constante de ampliación que no permite que se le atribuya al azar la fortuna de esta gloriosa ciudad. El propio Bossuet, en la Historia universal, a pesar de su tendencia a relacionar todos los sucesos con la intervención sobrenatural de Dios, no puede evitar explicar los progresos de esta potencia debido la fuerza de las instituciones y el talento de los hombres. Montesquieu solo tuvo que seguir sus pasos, y apoderándose de los principios fundamentales que había planteado su ilustre predecesor, los renovó de alguna manera mediante la inteligencia profunda de los detalles. Probablemente, la crítica histórica actual ha arrojado nuevas luces sobre los primeros siglos de Roma y probablemente la experiencia de la vida política y de las agitaciones populares ha sido para los hombres del siglo XIX un comentario de la antigüedad del que carecían los más grandes genios de las 1 2

“Estas Cartas persas, tan fáciles de hacer”, dice en alguna parte. La Bruyère, Caracteres, cap. I.

épocas anteriores. Sin embargo, si se tiene en cuenta la sagacidad que compara e interpreta los documentos que la obra posee, el talento artístico que distribuye y mezcla la luz para ubicar cada verdad siguiendo las leyes de la perspectiva, la precisión elegante, privilegio de la verdadera riqueza, en una palabra el estilo, el don de hacer un libro, de afectar los hechos exteriores con la huella de su espíritu y su pensamiento, nadie distinto a Bossuet, en la historia de Roma, ha superado aún a Montesquieu. Sin embargo, esta obra solo fue el preludio de la que daría a conocer completamente a Montesquieu. Fue al cabo de veinte años de trabajo, de viajes útiles y largos por todas las regiones de Europa, de haber abandonado mil veces su plan y de “haber lanzado al viento las hojas que ya había escrito, que finalmente Montesquieu vio el Espíritu de las leyes comenzar, crecer, avanzar y concluir” (1748). La manera en que Montesquieu concibe su tema es en sí una prueba de su talento. La ley, para él, ya no es fruto de la voluntad arbitraria de un hombre o de una nación. “Las leyes, en su más amplia significación, son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. En este sentido todos los seres tienen sus leyes: las tiene la Divinidad, el mundo material…” Pero no pensemos que el autor, motivado por resta idea, se pierde en una oscura metafísica. En vez de buscar estas relaciones necesarias por el lado de las ideas, es en el estudio positivo de los hechos que Montesquieu pretende encontrarlas. No considera al hombre como un ser abstracto creado por el pensamiento, sino que lo observa en el estado real donde lo muestra la historia. Examina las leyes en su relación con el gobierno, las costumbres, el clima, la religión y el comercio. Se apodera de los hechos como un maestro que tiene el poder de disponer de ellos a su antojo. Desaparece la cronología, los anales de las diferentes naciones se rompen y se confunden, y un nuevo orden, dado por la razón, se impone a la historia. “Parece una amplia y deliciosa región cuyos accidentes felices son inagotables; desde los primeros pasos uno se siente sorprendido y cautivado; atraído y empujado por un indefinible encanto. Uno camina hacia adelante; sin embargo, se cruzan los senderos; su encantadora multiplicidad a veces confunde, pero uno nunca se siente decepcionado de haber tomado ese camino que lleva siempre a un punto de vista pintoresco que muestra algo. Una vez alojado en este Edén, donde se encuentra más variedad que unidad, uno no sabe cómo desprenderse de él, se querría vivir allí por siempre, para disfrutar continuamente de esta dulce luz en la que un cielo puro recrea los ojos, y que, reflejándose en la imaginación, lo calienta y lo hace temblar de alegría1”. El carácter personal de Montesquieu se deja ver en toda su obra; más curioso que dogmático, más inteligente que apasionado, sin convicciones muy profundas y sin interés de crear un sistema, observa el mundo moral, como Newton el mundo físico, buscando la razón de las cosas sin enmarcarlas en una teoría. Montesquieu se encuentra en esta indiferencia del corazón 1

Lerminier, la influencia de la filosofía del siglo XVIII en la legislación, cap. VII.

tan necesaria para juzgar bien. Lleva a la historia los hábitos de su profesión, pues tal y como se mostró en sus viajes, fue en sus apreciaciones. “Cuando estoy en Francia, nos dice, hago amistad con toda la gente; en Inglaterra, con nadie; en Italia, le hago cumplidos a todos; y en Alemania, bebo con todos”. Este carácter flexible, que en la antigüedad se le había admirado a Alcibíades, Montesquieu lo plasmó en el estudio de las diferentes legislaciones. “Yo no escribo para censurar lo que se halle establecido en un país cualquiera. Cada nación encontrará aquí las razones de sus máximas”. Tampoco ningún deseo de cambio y de revolución. Para Montesquieu es suficiente comprender las cosas y explicarlas. A menudo, incluso su inteligencia se convierte para él en una justificación. Concede amnistía hasta a los abusos del régimen de la antigua monarquía, la venalidad de los cargos, “las dispensas, las dilaciones y los mismos peligros de la justicia. No dice que no haya que castigar la herejía, sino que hay que ser muy circunspecto al hacerlo”. Finalmente, a pesar de su evidente repulsión por el despotismo, Montesquieu llega al punto de trazar el ideal de este, y de redactar sus leyes, “sin las cuales, añade, este gobierno será imperfecto”. Esta moderación tímida, útil para ver bien, a veces perjudica la expresión franca de lo que se ha visto. Montesquieu se hace cierta capitulación de conciencia entre la imparcialidad del juez y la circunspección del escritor, de la que él mismo probablemente no se da cuenta. Es así como, al distinguir las diferentes formas del gobierno según su naturaleza, Montesquieu, “temiendo decir cualquier cosa que, contra su voluntad, pudiera ofender”, diferencia cuidadosamente la monarquía absoluta del despotismo, con el pretexto de que la primera se restringe por las leyes; como si ignorara lo que vale tal restricción cuando la única fuente de las leyes es la voluntad arbitraria de un solo hombre. Así, luego de haberle dado a la monarquía el honor como su principio, exige la virtud como móvil de las repúblicas, tal vez confundiendo el efecto con la causa, el principio con el resultado, y dándole por base al edificio lo que es solo su terminación. Como opinión política, el pensamiento de Montesquieu tiene algo de la indolencia del fatalismo: de ahí este poder exagerado que le concede a la influencia de los climas. No cree suficientemente que los pueblos sean los artífices de sus destinos, ni que la historia tenga derecho a decirle a una gran nación lo que Marie Mancini le dijo al joven Luis XIV: “usted es el rey, su majestad, y llora” Por tanto, nada más alejado de su mente que anhelar cualquier cambio en la constitución de su país. Montesquieu piensa con razón que “proponer cambios corresponde solamente a los privilegiados que pueden penetrar con un golpe de talento en la constitución entera de un Estado”. En este sentido, no debía excluirse. Ni siquiera esta garantía le basta aún. “Se ven los abusos antiguos y se comprende la manera de corregirlos; pero también se ven o se presienten los abusos de la corrección. Se deja lo malo si se teme lo peor; se deja lo bueno si no se está seguro de lo mejor” El sistema político que evidentemente reúne las predilecciones de Montesquieu es aquel en donde todas las fuerzas consagradas por el tiempo, y convertidas en hechos consumados, se combinen y se unan a riesgo de neutralizarse.

En consecuencia, la monarquía constitucional, con su equilibrio de tres poderes, debía agradarle a esta mente muy práctica para ser innovadora y muy iluminada para tomar una decisión osada. Es dudoso el hecho de que haya osado proclamar esta predilección por un sistema mixto si aún no lo había visto funcionar ante sus ojos. Pero, “para descubrir la libertad política en una constitución no hace falta mucho esfuerzo. Ahora bien, si se le puede contemplar y si ya se ha encontrado, ¿por qué buscarla más? Así pues, la constitución inglesa es para Montesquieu la ideal, y lo explica de una manera clara y precisa, digna de admirar. Penetra las fuentes de vida que la producen y la hace ver y sentir en acción. Le bastan algunas páginas para exponer todo el derecho político de Inglaterra mejor que cualquier inglés lo haya hecho jamás; y el publicista ginebrino, que desde entonces la explicó de manera más perfecta, solo tuvo que desarrollar las indicaciones del escritor francés. La Constitución de Delolme fue para el Espíritu de las leyes de Montesquieu lo que la Grandeza y la decadencia había sido para la Historia universal de Bossuet, el comentario sabio de un sustancial capítulo. Así, el Espíritu de las leyes había recibido la inspiración de Inglaterra y esta es, al parecer, casi la única relación que tiene con las obras francesas contemporáneas. Por lo demás, Montesquieu descendía en línea directa de los publicistas del siglo XVI y estaba vinculado a lo que en ese entonces se había llamado partido político. Con mucha más moderación e imparcialidad, es el sucesor de los panfletarios protestantes, de Hotman, de Hubert Languet y del autor del Diálogo de Archon y Politie. Desde 1574, estos precursores de Montesquieu y de Constant deseaban una monarquía representativa, sumisa al control de las cámaras y que dependiera de su autoridad. Por lo tanto, Hotman citaba la constitución inglesa con admiración. En cuanto a Bodin, adversario de los precursores y defensor del principio de autoridad, a quien se le catalogó erróneamente como el líder de la escuela de Montesquieu, solo le proporcionó a este gran hombre sus apreciaciones sobre la influencia de los climas. Así continuaba a través de las temeridades revolucionarias del siglo XVIII la tradición ya antigua de una reforma moderada y constitucional, que debía encontrar su expresión filosófica en las teorías racionalistas de Hegel. Esta política prudente e histórica, que solo avanzaba apoyada en la experiencia, que no desdeñaba ni siquiera el estudio de las instituciones de la edad media y que se ocupaba ampliamente de la teoría de las leyes feudales, debía desagradar a los impacientes innovadores del siglo XVIII. Helvétius, amigo del autor, revela esta opinión a través de los cumplidos con los que la acompaña. Decía con más razón de lo que él mismo creía: “no sé si nuestras cabezas francesas serán lo suficientemente maduras para comprender las bellezas de su obra”. Luego viene un elogio con mucho aire de crítica: “Para mí, estas bellezas son encantadoras. Me gusta el alcance del genio que las ha creado y la profundidad de las búsquedas a las que ha tenido que entregarse para hacer salir la luz de este desorden de leyes bárbaras, de las que siempre creí que había muy poco provecho que sacar para la instrucción y la felicidad de los hombres”. En medio de estas observaciones que resultaban de sus prejuicios de filósofo, Helvétius sintió

y expresó espiritualmente algunos de los reproches merecidos que se le podían hacer al Espíritu de las leyes. “Le da al mundo una razón y una cordura que, en el fondo, no es más que la suya, y será sorprendente que usted le haga al mundo los honores de esta. Compone con el prejuicio, como un joven que entra en el mundo en uso con las mujeres mayores que todavía tienen pretensiones, y ante las cuales solo quiere ser refinado y parecer muy educado…En cuanto a los aristócratas y a nuestros déspotas de todo género, si lo escucharan, no deberán disgustarse con él. Es el reproche que siempre le he hecho a sus principios”. Sin embargo, ellos sí se disgustaban, y sus periódicos, de los que hoy en día no tendríamos ni idea de su existencia si Montesquieu no se hubiera tomado la molestia de refutarlos, le dieron al autor del Espíritu de las leyes los títulos de deísta y spinozista: era el tizón de infierno de Pascal. Por lo demás, este partido solo se unía a los pensamientos episódicos de Montequieu: parecía no haber leído ni entendido la obra en su totalidad. La influencia del Espíritu de las leyes fue inmensa, pero no inmediata. Francia la ha vivido durante medio siglo, y todas las naciones europeas, una tras otra, se han adherido a la forma constitucional de la que esta obra ha sido el heraldo. Pero los contemporáneos la recibirían con frialdad, y la reforma política se apresuró a superarla. Entre las tres fases sucesivas que marcan toda revolución social, la acción, la reacción y la transacción, es este último período el que Montesquieu representaba.

Buffon. Buffon hizo por la naturaleza lo que Montesquieu hizo por la historia: buscó llegar hasta las leyes a partir del estudio paciente de los hechos. “Dice, reunimos hechos para darnos ideas” y cuando ha reunido los hechos, los monumentos y las tradiciones, trata “de unir el todo mediante las analogías, y de formar una cadena que desciende hasta nosotros desde la cúspide de la escalera del tiempo1”. La ciencia de la naturaleza, olvidada por el espíritu cristiano y exclusivamente social del siglo XVII, estaba reservada a la filosofía como una de más nobles conquistas. A Buffon es al que le toca esta gloriosa parte: llamó al espíritu nuevo lejos de las ardientes luchas de la polémica, y le permitió posar su mirada “sobre la inmensidad de los seres pacíficamente sumisos a las leyes necesarias”. Fue el Montesquieu de esta eterna legislación, pero al mismo tiempo fue su Homero. La majestuosa calma de su tema penetró su lenguaje. Admiró la naturaleza así como Rousseau la había amado, y fue poeta por la magnificencia de su imaginación, como Jean-Jacques por la emoción de su alma.

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Las épocas de la naturaleza, p. 3.

Buffon forma con Montesquieu el segundo bando de la armada filosófica1. Uno y otro evitan el choque de la vanguardia. Se conforman con tomar posesión del campo de batalla. Buffon cuidaba la Sorbonne y cultivaba el favor de los ministros y de sus empleados; circunspecto en todas sus expresiones y maestro de todos sus impulsos, circunscribía su talento en una materia especial y sus temeridades en sus límites prudentes, era devoto a sus ideas, pero no hubiera ido, como Montaigne, exclusivamente a la hoguera; con mucho gusto hubiera dejado la tierra inmóvil, si girando, esta hubiera tenido que comprometer su seguridad. Un espíritu como este encajaba en tal tarea. La grande y majestuosa obra que prometía abrazar el universo necesitaba el recogimiento más profundo. En el silencio del jardín del rey, o en las apacibles avenidas del parque de Montbard, debía formarse, durante cincuenta años de un trabajo asiduo, esta imponente enciclopedia de la naturaleza, parecida a estos vastos continentes que el propio Buffon nos muestra compuestos de lechos horizontales y paralelos, lenta obra de las aguas, pero cuya envoltura regular es desgarrada aquí y allá por las inmensas rocas graníticas, testigos irrecusables del fuego interior que arde aún en el centro. La Historia natural tiene además esta relación con el Espíritu de las leyes, compuesta en el silencio de un castillo de la Brède. “Las dos grandes obras del siglo XVIII, decía Flourens, son fruto del talento que ha tenido la valentía de la soledad”. George-Louis le Clerc, conde de Buffon, había sido nombrado, en 1739, intendente del Jardín del rey. Los deberes de su cargo fijarían para siempre su vocación de escritor, hasta entonces incierta y compartida entre diferentes ciencias: osó concebir el proyecto de reunir en un amplio conjunto todos los hechos anteriormente dispersos de la historia natural, de estudiar nuestro mundo planetario, la composición del globo y la teoría de la generación, luego de recorrer toda la creación, desde el hombre hasta los minerales. Este plan, tratado dos veces en la antigüedad por un hombre talentoso y por un compilador laborioso, Aristóteles y Plinio, se ampliaba con la experiencia del mundo, y parecía sobrepasar las fuerzas de un solo hombre. Buffon lo abordó con la audacia de un filósofo antiguo. Le añadió al saber de Aristóteles la bella imaginación de Platón y el brillante colorido de Lucrecio, y así creó para el público, para los filósofos y para todos aquellos que han ejercitado su espíritu o su alma, una ciencia que apenas existía para los naturalistas. ¡Brillante carrera la que comienza con la Teoría de la tierra y termina con las Épocas de la naturaleza, marcando así su comienzo y su final con dos monumentos inmortales! Treinta años separan estas dos obras; y, como si el historiador de la naturaleza hubiera compartido el privilegio de su eterna juventud, la segunda obra, redactada por una mano septuagenaria, solo se diferencia de la primera en la fina mirada y la perfección mayor de la forma. “La Teoría de

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Estos dos grandes hombres parecen compartir cronológicamente el siglo precursor de la revolución francesa: Montesquieu nació en 1689 y murió en 1755; Buffon (nació en 1707) murió en 1788.

la tierra (1749) había sorprendido al mundo, y las Épocas de la naturaleza (1778) es quizás, entre todas las obras del siglo XVIII, la que más ha elevado la imaginación de los hombres1”. Hemos alabado en Buffon el estudio severo de los hechos y, sin embargo, no hay nada más conocido que la audacia aventurada de sus generalizaciones. Esto se debe a que este gran hombre es conducido continuamente por dos diferentes espíritus, el espíritu de observación y el espíritu de sistema. Es discípulo de Newton y de Descartes al mismo tiempo; o, si se quiere, imita a Descartes en la doble tendencia de su pensamiento. Su noble motivación lo obliga a centrarse en la experiencia y su genio impaciente de la duda lo lanza en las hipótesis. El autor del sistema sobre la formación de los planetas dice: “En cuestiones de física, tanto deben buscarse las experiencias como temerse los sistemas. Mediante las experiencias fijas, razonadas y continuas se obliga a la naturaleza a descubrir su secreto. Todos los demás métodos nunca han dado resultado2”. También, cuando se atreve a hacer sus conjeturas, tiene mucho cuidado de separarlas de la historia positiva que las precede. Él mismo advierte a su lector de “la gran diferencia que hay entre una hipótesis donde solo hay posibilidades y una teoría basada en los hechos3”. ¡Pero de qué grandeza poética han sabido llenarla estos propios sistemas! Ya sea que desprenda del sol los planetas, como si fueran chispas ardientes, y nos haga asistir al enfriamiento progresivo de esta tierra que al principio solo era una masa fluida y encendida; o que, persiguiendo la naturaleza hasta su santuario, busque explicar el misterio de la generación, acumule por todas partes los gérmenes de los seres y pueble el mundo de moléculas orgánicas que aspiran vivir y se lanzan aquí y allá en generaciones espontáneas, asegurando así la misma inmortalidad de la materia, su imaginación creadora se despliega en toda su potencia, como para suplir aquella de la naturaleza que no puede alcanzar. Le comunica al lector el entusiasmo del que está poseído: sus ideas parecen muy bellas para ser falsas. “Fue una sorpresa extraordinaria para mí, dice el escéptico Hume, ver que el talento de este hombre les daba a las cosas que nadie ha visto una probabilidad casi igual a la evidencia. Debo decir que esto me parece uno de los más grandes ejemplos del poder del espíritu humano”. “Seguramente, y con ello nos sumamos a un gran naturalista de nuestros días, Buffon es grande, incluso por sus sistemas; ya que, en general, prefiero una conjetura que eleve mi mente que un hecho exacto que la aterrice, y llamaría grande al pensamiento que me haga pensar4”. Por otro lado, es necesario señalar que entre las conclusiones precipitadas de Buffon solo hay unas que son admirables presentimientos. A menudo, su talento supera la observación, y parece justificar su peligroso axioma: “el mejor crisol es el espíritu”. ¿No fue el primero en 1

Flourens, Historia de los trabajos de Buffon cap. X. Le debemos al sabio académico muchos de nuestros juicios sobre Buffon : por ello, le expresamos aquí nuestro reconocimiento, sin pretender hacerlo responsable de nuestras inexactitudes o de nuestros errores. 2 Prefacio de la traducción de la Estadística de los vegetales de Hales. 3 T. I, p. 129 (primera edic.). 4 Flourens, Historia de los trabajos y de las ideas de Buffon, cap. XIII.

proclamar esta bella ley de la distribución de las especies sobre el globo, que, asignándole a cada animal su patria, vincula la historia natural con la geografía, como Montesquieu ya había vinculado la legislación con la patria? La idea de las especies perdidas, la idea más bella de nuestro siglo en historia natural, ¿no fue presentada por Buffon desde que comenzó sus trabajos? Finalmente, ¿no fue él quien vislumbró la bella teoría de la subordinación de las partes, de la que la anatomía comparada ha hecho una ciencia? Se puede decir entonces que Buffon y Guvier forman una cadena continua que reúne dos siglos. Uno adivina, el otro demuestra, y las previsiones del primero se vuelven los descubrimientos del segundo. El mismo Buffon dirigiendo a Daubenton, arrojó las primeras bases de la anatomía comparada que le faltaban. Tal vez comprendió incluso mejor que su amigo todo el alcance de esta nueva ciencia. A medida que el hábil anatomista avanzaba en sus disecciones, Buffon entendía el espíritu de estos progresos sucesivos. En este trabajo conjunto, uno era la mano y el otro era el ojo. Buffon se lanzaba hacia la conclusión: su sabio colaborador que, siguiendo la expresión de Buffon, “no tenía ni más ni menos talento que lo que su trabajo le exigía”, moderaba la precipitación del gran hombre: una palabra o una sonrisa de Daubenton le advertía sobre sus desvíos y le aconsejaba ser prudente. Después de Daubenton, el abate Bexon y Guesneau de Montbéliard a menudo le brindarían ayuda a Buffon. Observaban para él: a veces hasta cogían la pluma. Pero con cualquier habilidad con que imitaran la manera del maestro, la exagerarían sin igualarla, pues el estilo es el hombre. El gran estilo de Buffon era lo que aseguraría su reputación para siempre. Él mismo tenía la orgullosa conciencia de ello: “Las obras bien escritas son las únicas que pasarán a la posteridad. La multitud de los conocimientos, la singularidad de los hechos y la novedad misma de los descubrimientos, no son garantía segura de la inmortalidad…Los conocimientos, los hechos y los descubrimientos se escapan fácilmente, se desplazan y huyen hasta ser empleados por las manos más hábiles. Estos son exteriores al hombre; en cambio, el estilo es el hombre mismo1”. Quien hubiera visto al señor de Montbard en medio de su magnífico castillo, con su gran aire, su noble figura, su rico traje, sus finos puños y su peluca empolvada con cuidado, incluso cuando se encerraba a escribir; quien lo hubiera visto ir a la iglesia el domingo, acompañado de un capuchino, su comensal, su confesor y su intendente, caminar con la cabeza en alto en medio de estos vasallos, sentarse con pomposidad en su banco señorial, y recibir con mucho gusto el incienso, el agua bendita y los otros honores debidos a la sangre de los Buffon, hubiera podido presentir el tono de dignidad noble, pero un poco muy solemne de sus escritos.

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Discurso de recepción en la Academia francesa.

Es muy afortunado para Buffon el hecho de que la naturaleza le haya proporcionado una gran materia, ya que era incapaz de rebajarse a un estilo elegantemente simple, “El señor de Buffon, decía la señorita Necker, no podía escribir sobre temas poco importantes: cuando él quería poner su gran vestido sobre pequeños objetos, este se arrugaba por todas partes.” Pero, en cambio, ¡qué riqueza de colores, qué poder de imaginación!, ¡de qué manera hace que nos interesemos en esta variedad infinita de animales de todos los géneros que hace pasar ante nuestros ojos! Buffon describió doscientas especies de cuadrúpedos y de setecientas a ochocientas especies de aves, y nunca produce ni parece experimentar fatiga. Cada una de estas descripciones es una pintura; él sabe incluso animar la escena tomando de la naturaleza moral del hombre algunos rasgos del carácter de sus personajes. A pesar del severo Daubenton1 el león es “el rey de los animales” tanto para Buffon como para La Fontaine; el gato “es infiel, falso, perverso, ladrón, ágil y adulador como los bribones”; el caballo es “este noble y fogoso animal que comparte con el hombre las fatigas de la guerra y la gloria de los combates”. Cuanto más se eleva el tema, más se encuentra Buffon en su medio natural; encuentra placer en la descripción de “estos desiertos sin verdor y sin agua, en estas llanuras arenosas, sobre las cuales el ojo se extiende y la mirada se pierde, sin poder detenerse sobre algún objeto vivo. Triunfa en el seno de esta naturaleza salvaje, inhabitada, de estos árboles más que centenarios, “curvados, rotos y que se caen de vetustez”; parece haber recorrido él mismo estos lugares que describe con una verdad muy sorprendente. Pero su talento de escritor nunca se despliega tan ampliamente como en sus bellas conjeturas sobre el estado primitivo del globo; la majestuosidad del estilo es igual a la del tema, “cuando es necesario registrar los archivos del mundo, sacar de las entrañas de la tierra los viejos monumentos y recoger sus restos…” es entonces cuando él “fija algunos puntos en la inmensidad del espacio, y coloca cierto número de piedras numerarias sobre el camino eterno del tiempo2”. Sin embargo, es necesario señalar, como restricción a nuestros elogios, que Buffon tiene más imaginación que sensibilidad y más nobleza que emoción. Sus escritos se parecen a estas cristalizaciones resplandecientes, a estas estalactitas magníficas, pero fríamente espléndidas. El sentimiento religioso no ha pasado por ellos. Tras el velo magnífico de los fenómenos, no se siente la presencia de Dios. Su nombre sagrado se encuentra algunas veces en la obra, pero raramente en su pensamiento; y esta naturaleza privada de su alma divina tiene algo de desoladora en su majestuosa e inexorable grandeza. ¡Qué diferencia, no digo con Jean-Jacques Rousseau, sino incluso con el sabio Lineo, el clasificador, el hombre del método, la cual el escritor francés ha cometido el error de no apreciar! Buffon reduce todo al hombre: describe los objetos en el orden en que se presentan ante sus ojos; pero este orden, puramente subjetivo, este egoísmo humano, rompiendo la gran cadena del ser, también parece agotar en el observador la fuente viva del sentimiento. Lineo tiene el poder del entusiasmo. En su latín 1

“El león no es el rey de los animales; no hay rey en la naturaleza”. Lecciones de las escuelas normales t. 1, p. 201. 2 T. V, p. (suplemento).

alterado y bárbaro, encuentra acentos admirables, su alma parece derramarse en la naturaleza, y de la naturaleza elevarse hasta Dios1. Buffon es de la escuela de Locke y de Gondillac: al igual que ellos trae las ideas mediante los sentidos; una de sus páginas más brillantes se anticipaba a la famosa hipótesis de la estatua progresivamente animada2. Pero es un discípulo moderado y muy inconstante de la secta sensualista: a veces se dedica a contradecirla rudamente3. Se ve que relacionándose al gran partido filosófico, Buffon era arrastrado por la inspiración general de su época, en vez de obedecer a una consigna. Entre él y los enciclopedistas había armonía preestablecida, como hubiera dicho Leibnitz, en vez de dependencia recíproca. Eran dos potencias vecinas y ordinariamente amigas, pero sin tratado de alianza4.

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Flourens, a quien pertenece esta observación, cita con base en su pensamiento algunas líneas encantadoras de Lineo: el comienzo de su descripción de la golondrina tiene algo de inspirado, dice él, y que sale del himno: Venit, venit hirundo, pulchra adducens tempora et pulchros annos. Y este pensamiento que le arranca un triste recuerdo sobre el hombre: O quam contempla res est homo, nisi supra humana se erexerit! El lector encontrará en esta grase el eco de una bella página de Plinio, pero corregida por un sentimiento cristiano. Buffon, al escribir su famosa descripción del caballo, tal vez pensaba en estas palabras de Plinio: animal generosum, superbum, fortissimum, cursu furens, etc. 2 T. III, p. 364. 3 T. IV, p. 108. “El sentimiento, dice, no puede, en cualquier grado que esté, producir el razonamiento”. 4

Nada ilustra mejor la posición de Buffon en relación con los líderes del movimiento literario que algunas anécdotas significativas que se han conservado. Se sabe que se había burlado despiadadamente de Voltaire por haber dicho: “que eran los peregrinos los que, en tiempo de las cruzadas, habían traído de Siria las conchas que se encuentran en Francia en el seno de la tierra”. Voltaire, por su parte, un día al escuchar citar la Historia natural de Buffon había dicho, escondiendo un gran sentido en una buena frase “¡no tan natural!” Las hostilidades no durarían: los cumplidos y los elogios mutuos pusieron fin a esa querella. Buffon le envió un ejemplar de sus obras a Voltaire, quien le agradeció llamándolo Arquímedes primero; Buffon le respondió que nunca nadie se llamaría Voltaire II. Voltaire terminó oficialmente la pelea con una broma: “no quiero quedar enemistado, dice él, con Buffon por unas conchas”. Buffon, por su parte, hizo uso de su gran estilo para anunciar que había señalado duramente la opinión de Voltaire solo porque en ese entonces ignoraba que la opinión fuera de él. “Esta es la verdad, dice, la declaro tanto para Voltaire como para mí mismo, y para la posteridad…” Un día al escuchar hablar sobre el estilo de Montesquieu, Buffon preguntó si Montesquieu tenía un estilo. Montesquieu, por su parte, sin juzgar a Buffon por esto, empleó su gran arte de hablar sin comprometerse: “Buffon acaba de publicar tres volúmenes, que serán seguidos de otros doce: los tres primeros contienen ideas generales…Buffon tiene, entre los sabios de este país, un número muy grande de enemigos; y la voz preponderante de los sabios tomará, creo yo, la balanza por mucho tiempo. Yo, que encuentro allí bellas cosas, esperaré con tranquilidad y modestia la decisión de los sabios extranjeros; sin embargo, no he visto ninguna persona a la que no le haya escuchado decir que había mucha utilidad en leerlo”. (Cartas familiares, A M. Cerati). “No me hablen, decía D’Alambert, de su Buffon, de este conde de Tuffiere que, en lugar de nombrar simplemente el caballo, dice: La conquista más noble que nunca haya hecho el hombre es la de este noble y fogoso animal…” En cuanto a Rousseau, fue a Montbard; y una vez en el pabellón donde Buffon había compuesto su Historia natural, se puso de rodillas y besó el umbral de la puerta. Poco después, otro visitante le preguntó a Buffon sobre esta circunstancia: “Sí, respondió él naturalmente, Rousseau hizo un homenaje aquí.” (Hérault de Séchelles, Viaje a Montbard, p. 13.) Estas anécdotas no necesitan comentario.

CAPÍTULO XLI. FIN DEL SIGLO XVII. Bernardin de Saint-Pierre. — André Chénier. — Beaumarchais. La Revolución Francesa; las Asambleas Nacionales. Bernardin de Saint-Pierre Lo que le faltaba a Buffon basta para garantizar la gloria de uno de sus sucesores1. Este gran hombre solamente, había encontrado la naturaleza como una máquina maravillosa, mientras que Bernardin de Saint-Pierre vio en ella un hermoso poema; la admiro, hizo sentir en todos los corazones la mano oculta que produjo tantas maravillas, "trató de apoderarse de las convenciones morales, las armonías del gran todo, e hizo del estudio de la naturaleza un himno piadoso a la Providencia. Bernardin no es naturalista para nada, sus obras están llenas de opiniones falsas o cuestionables. No le gusta la ciencia: “a nuestros libros sobre la naturaleza, dice, no son más que su novela y nuestras firmas su tumba”. Lo que el necesita es un lugar agreste y salvaje, donde nada recuerda a la mano del hombre; son estos antiguos bosques, “cuyo follaje solo los amores de los pájaros había protegido, y que ningún poeta había cantado”. O aún era más modesto en sus deseos, se alegra con una rosa humilde, “cuando sale de las ranuras de una roca húmeda, que brilla por su propio verdor cuando el céfiro la balancea sobre su tallo erizado de espinas, cuando la aurora la cubre de lágrimas; a veces una cantárida, anidada en su corola, supera el carmín por su verde de esmeralda. Es entonces cuando esta parece decirnos que mientras es el símbolo del placer, gracias a su rapidez, atrae como éste el peligro alrededor de ella y el arrepentimiento en su seno”. 1.

Bernardin de Saint-Pierre, nació en 1737, murió en 1814, fue nombrado en 1792 intendente de los Jardin des plantes y del Cabinet d'histoire naturelle.

Es necesario considerar a Bernardin de Saint-Pierre como poeta moralista, que, para proclamar a Dios y la Providencia, compone su lenguaje de todos los fenómenos más llamativos de la creación. Él mismo nos da una idea del ánimo con el que prosigue sus Études: él se representa en “un humilde valle ocupado recolectando hierbas y flores: muy feliz, agrega, si puede hacer algunas guirnaldas para adornar el frontispicio del templo que sus manos débiles osaron elevar a la majestuosidad de la naturaleza”. Lo que él busca descubrir es el pensamiento, La intención benéfica de Dios en la belleza perpetua del universo: se ocupa solo de causas finales que presiden el nacimiento de todos los fenómenos y de los efectos llenos de gracia o imponentes que resultan de ello. Nadie ha comprendido mejor el concierto armonioso de las distintas estaciones del año, desde los primeros indicios de amor y de esperanza que recorren el campo en la primavera, a la magnificencia oscura y terrible del invierno1. Sin embargo, no describe, no analiza minuciosamente los objetos, los observa, "tan solo como es permitido al hombre percibirlos, y a su corazón ser conmovido por ello". "Las descripciones, conjeturas, ideas, puntos de vista, las objeciones, dudas, y hasta sus ignorancias, las reunió todas juntas, y le dio a todas estas ruinas el nombre de Etudes, como un pintor a los estudios de un gran cuadro al cual no pudo dar los toques finales" 2. Bernardin tenía de hecho más gracia y sensibilidad que fuerza, solo tocó un tema muy amplio, la descripción de la naturaleza, animada por la idea de la Providencia. Sus pinturas son exquisitas por el detalle, pero son más bien bellos fragmentos que un vasto conjunto. Él mismo se juzga con modestia amable, que no deja de tener su verdad: “Yo no soy, dice, en comparación con la naturaleza ni un gran pintor ni un gran físico, pero si un pequeño arroyo a menudo turbulento que en sus momentos de calma, la refleja a lo largo de sus orillas”.

1. cuarto estudio. 2. primer estudio.

Para experimentar el encanto del Études de la nature, y para apreciar la originalidad, No hay que leerlos después de las poesías más modernas de las que fueron el antecedente o el modelo; es necesario ponerlos por medio del pensamiento en medio que los vio nacer en esta sociedad mundana y escéptica, donde la elegancia corrompida y sabia ha desechado las fuentes ingenuas de la emoción. La literatura académica estaba totalmente entregada a la imitación del viejo Voltaire: se hacía o la tragedia falsamente noble o pequeños versos de salón y de oficina. Delille diseccionaba la naturaleza sin sentirla, y prodigaba su inmenso talento como escritor de hazañas hábiles que se tomaban como poesía. Las mentes serias se ocupaban de la ciencia nueva que acababa de nacer con Turgot y Necker. La Revolución iba a salir de las ideas y pasar a los hechos; Bernardin continuó el cisma de Rousseau; hizo un llamado para pasar de la sociedad a la naturaleza, de la sensación a la discusión. Tuvo, como Jean-Jacques, una larga y dolorosa educación de poeta. Desde niño viajó, alrededor del mundo; un instinto vago e inquieto lo empujó desde la India hasta Alemania, desde las orillas del Neva a las colinas de la isla de Francia. Pobre, sin amigos, amargado por las penurias indignas de su talento, traslada a la naturaleza todo el amor que no puedo darle a los hombres que lo rodean; estaba enfermo de ideal. Fue solo a la edad de treinta y seis años que se convirtió en escritor. Pronto estableció contacto con Rousseau, quien vivía como él, solitario e infeliz en medio de su gloria. A menudo, estos dos hombres tan bien hechos para comprenderse paseaban juntos en los campos vecinos de París; Y la tierna misantropía del viajero se encendía con la inspiración todavía poderosa del enérgico anciano. Sin duda Rousseau desarrollaba en su amigo su deísmo sincero, que tomaba en el corazón de Bernardin más dulzura y emoción; lo puso en guardia contra el análisis frío y seco, y le hacía notar que “Cuando el hombre comienza a razonar, deja de sentir” 1. 1. Bernardin dio cuenta de esta palabra que recibió de la boca de Rousseau en uno de sus paseos. Primer Estudio, P.66.

Fue de estos viajes, esta soledad, esta amistad que el libro los Études de la nature (1784) nació en estos paseos. Lleva el sello del ilustre escritor que sin duda contribuyó a inspirarlo, pero solo recuerda a Rousseau en el debilitamiento. La elocuencia convincente del maestro se convierte en elegía en el discípulo, y la indignación amarga del primero es el mal humor en el segundo. Le sucedió varias veces a los escritores de un ingenio secundario el tener en su vida un día de inspiración tan feliz en el que produjeron una obra corta, es cierto, pero excelente e imperecedera, una obra que resume todo su talento, todo su pensamiento en su forma más positiva, y asegura la inmortalidad de su nombre. Es así como el Abba Prévost encontró su elocuente nuevo Manon Lescaut; que Millevoye escribió su conmovedora elegía de la Chute des feuilles; en el que pocos días antes de su deceso, el desafortunado Gilbert escribió en su lecho de muerte algunas estrofas que nunca se olvidarían1. Mejor compartido aún, Bernardin de Saint-Pierre tuvo también su día de felicidad, y ese día produjo una obra maestra de nuestra literatura, Pablo y Virginia, la creación encantadora que admiramos con el corazón y que aplaudimos solo llorando. Este libro no difería a fondo de todas las demás composiciones de Bernardin: era la misma inspiración moral, el mismo ideal de la religión y la virtud bajo la mirada de un Dios que perdona y en una naturaleza imponente. Solamente la imaginación del poeta, a menudo flotante y vagabunda, se había centrado en esta ocasión en una ficción simple y feliz. Como esas caras generalmente agradables que en una ocasión solemne, iluminándose de repente, alcanzan todo el ideal de su expresión, Bernardin tuvo, al componer a Pablo y Virginia, todo el genio de su pensamiento. 1. Gilbert, a quien la miseria mato a la edad de veintinueve años (1780) antes de que pudiera perfeccionar el talento lleno de energía que había evidenciado, difícilmente encontró su lugar tanto en la historia de la literatura como en la sociedad de su tiempo. Separado del movimiento filosófico, sin ser lo suficientemente fuerte para obstaculizarlo, camina solo sin ser grande. Es, con más

brío, el heredero de Louis Racine y Lefranc de Pompifiuan. Su Satir du dix-huitieme siëcle y la última parte de su Ode imitée de plusieurs psaumes contienen versos admirables.

Esta novela, o mejor dicho, este delicioso poema tuvo la doble fortuna de no complacer a los corifeos de la literatura y conseguir un gran éxito con el público. Este es el destino de cada obra maestra que abre un nuevo camino: Polyeucte había desagradado a l'hôtel de Rambouillet: Pablo y Virginia fue despreciado por el l'hôtel de Necker: las grandes damas que asistieron a la primera lectura estaban todas avergonzadas de llorar por el amor ingenuo de dos niños pobres: el enfático Thomas1 expresó su frialdad, y Buffon pidió en voz alta su coche. La acogida del verdadero público compensó bien a Bernardin además de las ediciones reconocidas por el autor, cincuenta falsificaciones se sucedieron en un solo año; fue un éxito total: Los niños recibían en el bautismo los nombres de estos jóvenes criollos que llegaron a ser muy queridos por todos los lectores. Esta disidencia entre una nación y su literatura oficial anunciaba una revolución en el gusto. El análisis y la noble sequía son apartados: se aspiraba a algo simple y naturalmente hermoso. Se encontraba con encanto la imagen de la felicidad y de la virtud en la pintura más verdadera de la vida común y vulgar. André Chénier. El mismo año en que Bernardin escribía a Pablo y Virginia, este poema conmovedor revestido de admirable prosa, André Chénier volvía, después de algunos viajes, a instalarse en París, y a entregarse al silencio de sus curiosos estudios, que regenerarían la poesía en verso. André 2 era el mayor de dos hijos del cónsul general de Francia en Constantinopla. Su madre, una joven griega llena de espíritu y belleza, se encargó de su primera educación y les inspiró el amor por el arte y la simplicidad antigua. Alarie-Joseph arrastrado al torbellino de la literatura contemporánea por un amor prematuro de la gloria, perdió pronto esta originalidad innata. Él hizo, como todos, pero con más talento que la mayoría, tragedias clásicas, llenas de alusiones filosóficas y de peroratas que producían efecto. 1. De un poema épico sobre Pierre le Grand; Grandjllus conocido por sus Eloges, llenos de discursos académicos, de una elegancia afectada y de una nobleza pretenciosa, que Voltaire llamaba de Gali-Thomas. Su Essai sur les Éloges es la mejor de sus obras. 2. nació en Constantinopla en 1762, fue decapitado en 1794, El 25 de julio Tres días antes del 9 termidor que lo salvo- OBras: idilios, elegías, poesías diversas.

André, fiel al culto de Grecia, Traducía desde la edad de catorce años a Anacreonte y a Zafo: estudiando su lengua, por entonces muy descuidada, parecía, dijo felizmente Villemain, recordar sus juegos de infancia y canciones de su madre. Las Analecta de Brunck, que habían aparecido en 1776, y contienen lo más gracioso de él, más familiar, a veces más delicado en la poesía griega, se convirtieron en su lectura habitual. Es desde aquí que con el arte infinito dibujó sus bocetos tan elegantemente simples, estas imágenes tan puras, estas expresiones con olor a miel salvaje del monte Hymette; es después de tales estudios Que él Cantaba estas melodías que Las arpas de Grecia fueron capaces de enseñarle a su voz joven y tierna. De ahí de estos idilios, tan diferentes de las simplezas pastorales de Florian y de las que él ....trayendo a Palas los climas extranjeros, supieron finalmente Hacer oír el Sena los pastores verdaderos. De ahí estos Elegías, que parecen un eco de los cantos de la Ti-bulle, donde

Va cantando Céfiro, las ninfas, los bosques Y las flores de la primavera y sus ricos colores, Y sus bellos amores, más bellos que las flores. André Chénier quería introducir el genio de la antigüedad, el genio griego, en la poesía francesa, con menos exclusión, Con menos desdeñosa reserva que los grandes poetas del siglo XVII. Racine había cosechado los mayores y más ricos oídos: André quería escudriñar modestamente en el fondo de los surcos descuidados, seguro de encontrar allí mil encantadoras e ingenuas cosas. Quería encontrar por estudio y por sistema lo que Fontaine había adivinado a veces por el afortunado instinto feliz de su naturaleza: probaba en verso lo que P.L. Courier intentó más tarde para la prosa. André no es en absoluto de su siglo: es más antiguo y más moderno a la vez: es un pagano ferviente, un adorador de Palas y de las Musas. Bajo estas fórmulas del politeísmo, él tiene el sentimiento profundo de la naturaleza animada y viva: los fragmentos de su Hermès lo muestran como el rival de Lucrecio. Su pensamiento, como su poesía, es totalmente sensual, pero de un sensualismo purificado por la belleza. No se eleva por encima del horizonte intelectual de los poemas antiguos; Para él, no hay punto de atracciones más deseados que una cara redonda, cabello largo y dorado; En una boca estrecha una fila doble de marfil; Y un párpado negro sobre bellos ojos azules La más bella de sus odas, la que compuso en la Conserjería, a la espera de la llamada fatal que debió enviarlo a la horca, la joven cautiva, contiene un pensamiento como el que Horacio y Tibulo hubieran sido capaces de producir. El amor que concibe no es otra cosa más que el amor antiguo y pagano. Esta perspectiva, y sobretodo este estilo, sin embargo, era un inmenso progreso que lo elevaban por encima de sus contemporáneos: es dudoso que hubieran probado todo el encanto. Además, es una fatalidad feliz que estos preciosos fragmentos permanecieran enterrados durante treinta años, como una estatua antigua, Y no reaparecieran si no un día en 1819 como para dar la señal del renacimiento de hermosos versos. ¿Por qué fue necesario que tan hermosa carrera hubiera sido interrumpida por un asesinato jurídico, y que en lugar de una obra completa tal como Chénier la meditaba, no haya dejado más que admirables esbozos, cantos divinos pero inconclusos?: Tal, como al día de su muerte, por última vez un bello cisne suspiraba, Con su voz dulce que pronto le seria arrebatada, Canta, antes de partir, sus adioses a la vida amada Beaumarchais. Rousseau había encontrado a un sucesor, por lo menos para una parte de su pensamiento, para su moral y para su poesía; Voltaire también tuvo el suyo, pero solo en una parte de su genio maravilloso: su ingenio irónico y mordaz, su buen sentido, su espíritu, su burla activa, inagotable, llena de audacia y a veces de elocuencia, reaparecieron bajo la pluma de Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais1. Pero ya no se trata de la universalidad brillante que somete todas las doctrinas al examen de su ligera y burlona crítica: Beaumarchais ya no se ata más los principios; se ocupa de algunas consecuencias; se siente que las teorías ahora son admitidas y que se acerca la época de la aplicación. Es una de las causas que se trata de ganar es un parlamento ya marchito por la opinión el que se busca aplastar bajo el peso del ridículo; Y la palabra del segundo Voltaire toma, en la necesidad de una victoria inmediata, algo más oratorio, más popular. Alternativamente dialéctico hábil, narrador espiritual, abogado convincente, de lo agradable hasta la bufonería, de la seriedad a la elocuencia, él sabe ampliar el asunto que está tratando y hace de su interés particular un problema de libertad pública. Francia no se equivoca aquí: Descubrió bajo estas formas burlonas de un debate privado toda la vehemencia de las pasiones políticas, y, en Beaumarchais, presintió

a Mirabeau. De allí este interés profundo y general que se ataba a un proceso de unas centenas de luis; de allí esta curiosidad de Europa que las gacetas de Utrecht y de la Haya mantenían día a día por las peripecias de la acción. El propio Luis XV y la condesa Dubarry se divertían al ver estas memorias espirituales socavar la autoridad de uno de los grandes cuerpos del Estado. Este príncipe, en su egoísta indiferencia, parecía complacerse al estudiar cómo las monarquías se caían. De allí Lo mismo Beaumarchais, lanzado en el torbellino de los negocios 1 732- 1799. - Obras principales: Memoires contre les Sieurs Coezma, Lublache, etc.; El Barbero de Sevilla; Bodas de Fígaro; varios dramas.

comerciante, diplomático, proveedor, hombre de aventura, Escritor por distracción y por exceso, lanzó también al teatro esta broma hostil hacia la autoridad, y le hizo ganar su causa tanto delante del parterre como ante el tribunal. En las comedias brillantes de acción, de vivacidad y de chistes llenos de sentido común, en estas piezas donde todo el mundo tiene mucha agudeza, comenzando con la intriga, Beaumarchais todavía daba la pelea. Atacaba a la gente "que se tomó la molestia de nacer y nada más," Almavivas, decaídos por sus Basiles; se encargaba de la causa de este hábil y espiritual barbero, este pobre vagabundo “quien debió desplegar más ciencia y cálculos solamente para subsistir, que debió pasar cien años como gobernador de las Españas; que sabe química, farmacia, cirugía, compone piezas de teatro, escribe el periódico, escribe sobre la naturaleza de la riqueza,” y es probable que muera en el hospital. Figaro pueda que se queje de no tener padres y se desespere de su fortuna; pero se sabe que su origen es muy antiguo, y que su futuro está asegurado. Rabelais conoce muy bien su bisabuelo Panurgio; y pronto él mismo va a suceder al conde Almaviva. Figaro, es el hijo del pueblo, es la plebe, el tercero Estado, que hasta entonces no fue nada, y que desde ahora en adelante será todo, si no se le permite ser algo. La Revolución Francesa; las Asambleas Nacionales. Sin embargo, los acontecimientos políticos habían avanzado. El tiempo de las teorías, es decir, los hombres de letras, había pasado: el poder pertenecería a los hombres de acción. Fue entonces que bajo una forma nueva se manifestó la influencia del pensamiento. La elocuencia de la tribuna, que ya no era para Europa más que un recuerdo antiguo, parecía de repente renacer con todo su esplendor, toda su grandeza. Tres asambleas políticas sobrepasaron las escenas más tempestuosas del Foro y del Ágora. Allí las ideas se convirtieron en hechos temibles; el éxito fue el poder y muy a menudo la tiranía; la derrota fue el exilio, la prisión, el cadalso. Era el deber de la historia política contar una elocuencia igual: habría algo pueril en el hecho de buscar formas, procedimientos oratorios en medio de estos debates grandes y terribles. Cabe señalar que solamente todas las opiniones filosóficas del siglo XVIII fueron representadas a su vez por estas asambleas poderosas. Cualquiera que sea la violencia de las pasiones que allí se despliegan, un carácter de abstracción y de generalidad metafísica se desplaza sobre las discusiones y reconoce el origen de estas. La Asamblea constituyente ve sentarse en su centro, con Mounier, Malouet, Lally-Tollendal, las doctrinas de Montesquieu y de Voltaire; a su izquierda ya se agitan las teorías del Contrato social con Duport, Lameth, el pensador Siéyès y el elocuente Barnave, contra los cuales protesta en vano el antiguo régimen por el órgano diserto de Cazalès y de Maury. Por encima de todos estos hombres sobresale Mirabeau el genio de la elocuencia moderna, incorrecto y poderoso y algunas veces sublime, que reunía en él solo la pasión popular y la inteligencia política, y al que le faltó solo la virtud para ser un orador completo. La Asamblea legislativa, la transición rápida entre las dos grandes reuniones revolucionarias, vio ya en su seno a algunos oradores que ilustrarían la Convención, el filósofo Gondorcet, el biógrafo y admirador de Voltaire, y estos elocuentes e infortunados Girondins, Veigniaud, Guadet, Gensonné, embriagados por el entusiasmo y las paradojas de Rousseau. En sus puertas ya rugían Danton y Robespieire. El destino de toda revolución es lanzarse hasta sus límites extremos, y perderse en sus excesos. El movimiento filosófico de Voltaire había caído hasta Helvétius y al barón de Holbach: la Convención, después de sacrificar todo lo que contenía de grandiosa, descendió a Robespierre y a Marat. Estos nombres no pueden tener nada en común con la historia de la literatura; cuando monstruo lleva su locura espantosa a pedir en la misma

tribuna 270 cabezas para garantizar la paz, que otra historia se merece más que el encierro del carcelero y el registro del verdugo. Así parecía acabar en la sangre y el lodo una revolución en sus comienzos tan pródiga de esperanzas y de altos pensamientos. Pero incluso sus crímenes no deben oscurecer el espectáculo de su grandeza. ¡Qué nobles impulsos, de pasiones generosas, palabras y acciones heroicas! ¡Qué conquistas definitivas para la civilización! borradas las castas, los privilegios destruidos, tanto delos individuos como los de las provincias; fundada La unidad nacional, reconocida la libertad de conciencia, los ciudadanos iguales delante de la ley, los parlamentos suprimidos, la tortura abolida, el jurado establecido, el Código Civil esbozado y prometido a Europa, la educación nacional probada y admitida en principio, la industria y el comercio librados de sus trabas, todos los progresos futuros hechos posibles y necesarios, tales son los frutos preciosos de tantos trabajos y tantos pensamientos, tantos escritos espirituales y elocuentes, audaces, que componen la literatura del siglo XVIII.

SEXTO PERÍODO. EL SIGLO XIX.

CAPÍTULO XLII. LITERATURA DEL IMPERIO. Clásicos de la decadencia.- Escuela descriptiva. - Tragedia. - Comedia. La poesía lírica; Ecouchard Lebrun. Clásicos de la decadencia. Mientras que la audacia de los filósofos del siglo XVIII socavaba los cimientos del trono y de la religión, ¡cosa sorprendente! Una potencia mucho menos augusta había escapado de sus ataques. De todas las tradiciones de la época anterior, Voltaire había respetado solo una, la de la forma literaria. Después de él toda la escuela filosófica había consagrado a las reglas y a los usos del arte de escribir un respeto supersticioso. Difícilmente podrían señalarse aquí y allá algunos actos aislados de insubordinación, o algunas doctrinas extrañas que pasan casi inadvertidas como paradojas inocentes. Las disputas famosas del siglo XVII sobre la preeminencia de los antiguos o de los modernos se habían adormecido en presencia de preocupaciones más graves. En vano que primero Lamotte, luego Diderot y finalmente Beaumarchais, habían dirigido contra el sistema dramático de los franceses, ataques parciales, insuficientes y a menudo erróneos. Rousseau y Bernardin de Saint-Pierre, recordando en la elocuencia el sentimiento moral y el amor apasionado de la naturaleza, habían hecho que la reforma literaria diera un paso mucho más decisivo. Pero estos dos grandes hombres no hicieron en lo absoluto ninguna escuela en el siglo XVIII: permanecieron como gloriosas excepciones en medio de una literatura más espiritual que ingenua, más solemne que apasionada. Su gloria todavía debía esperar mucho tiempo por sucesores. Por otra parte, no se ejercitaron en ninguno de los géneros consagrados, en el que su inspiración pudo haber renovado la forma. La tragedia, la epopeya, la oda, toda versificación quedó en las manos de los discípulos de Voltaire, elegantes, pero herederos débiles de Racine La época imperial les pertenece casi completamente; mientras florece esta escuela de poetas se les nombró con razón los clásicos de la decadencia, los imitadores de los imitadores, que recuerdan sus modelos como los autores bizantinos se parecen a los escritores áticos. El reinado de Napoleón I, como los tiempos revolucionarios que lo precedieron, no era muy favorable a las artes de la imaginación. Se hacían entonces, cosas demasiado grandes; todavía no se soñaba con escribirlas. Parece que para pintar los acontecimientos heroicos, hay que verlos a distancia: un cierto alejamiento suprime los detalles secundarios que corren peligro de confundir el conjunto, y deja dominar solo las cumbres más altas. A esto se le añade que la inquieta tutela del poder perjudica a la originalidad de las artes que ella cree proteger. La censura terminó de poner a los escritores en la mano del amo. La literatura fue disciplinada desde entonces como todo el resto.

Escuela descriptiva. Escribir, ya no es una fuente de inspiración, se convirtió en un oficio. Se trabajan los versos como un bordado: El alma era una cosa superflua para ser poeta; basta con tener oído, gusto y sobre todo lectura. Fue entonces cuando se desarrolló en toda su gloria el género bastardo de la poesía didáctica y descriptiva, que jamás falta a las decadencias literarias. Ya, en 1770, San Lambert había dado la señal. Bajo el imperio, la poesía descriptiva tomó suficiente importancia como para dar su nombre a una escuela: Jacques Delille 𝟏 fue el jefe de ella, y a fuerza de espíritu, de elegancia del lenguaje, de gracia o de coquetería en el pensamiento, alcanzó, por sus hermosos milagros de versificación y de dificultad vencida, a cubrir, a los ojos de un gran número de lectores, lo que hay de falso y antipoética en su manera 1. Durante treinta años, los franceses pusieron a Delille al lado y posiblemente por encima de Homero. Él mismo, al final de su carrera, revisaba orgullosamente todos sus trofeos descriptivos, y se jactaba de haber hecho doce camellos, cuatro perros, tres caballos, seis tigres, dos gatos, un tablero de ajedrez, un trictrac, un billar, varios inviernos, todavía más veranos, una multitud de primaveras, cincuenta puestas del sol, y un sinnúmero de auroras que habría sido imposible contar. Él habría hecho mejor felicitándose, en medio de sus otras traducciones menos perfectas, que haber traducido elegantemente las Geórgicas. Como lo dijo Chateaubriand, un cuadro de Raphaël maravillosamente copiado por Mignard. 𝟏. 1738-1813. Obras principales: los Jardines; el hombre de los campos; la imaginación; los tres reinos de la naturaleza; la Conversación; la Piedad; traducción de las Geórgicas y la Eneida de Virgilio y el Paraíso Perdido de Milton.

Detrás de Jacques Delille caminaban con menos gloria, pero por el mismo camino, el elegante y correcto Fontanes, autor del Verger, hombre de espíritu, hombre de gusto, en cuyos versos se encuentran a veces felices y conmovedores pensamientos; Castel, cantor de las Plantas; Boisjolin, poeta de la Botánica. Esménard cantaba la Navegación; Gudiu, la astronomía; Ricard la Esfera; Aimé Martin le escribía en versos cartas a Sofía sobre la física, la química y la historia natural; Couruand rimaba en cuatro cantos un poema sobre los Estilos. Cuanto más una materia era árida, más los poetas se creían con el mérito de tratarla; el estilo poético fue visto algo independiente del pensamiento, como un ornamento móvil que se podía aplicar indiferentemente a todos los temas, y montar o desmontar a voluntad. La poesía no era más que la prosa iluminada de metáforas. De ahí este horror de la palabra propia, este uso continuo de los circunloquios, que hace de ciertos poemas de esta época un tejido de enigmas más o menos difíciles y de las que el lector debe sin cesar buscar su palabra. 1. es necesario leer sobre el vicio de este género, no podemos exponer de una manera teórica, la curiosa y profunda

obra de Lessing, el Laocoont. Se puede ver lo que dijimos más antes con ocasión del poema de las Saisons de SaintLambert, página 505.

El estilo descriptivo no se encerró en los poemas que por su título parecían pertenecerle. Los géneros más diversos se apresuraron a sufrir su yugo. Por todas partes reinaban la descripción, la perorata y la metáfora ambiciosa. La epopeya, la oda, la tragedia, fueron también dependencias de la poesía descriptiva, donde el trabajo material de la versificación debió suplir a la ausencia completa de interés y de vida. La epopeya, muerta en Francia desde el fin de la edad media, no tenía guardia de renacer bajo la mano de los Luce de Lancival, los Gampenon, los Dumesnil. Parseval de Grandmaison fue como ellos un discípulo de Delille, pero un discípulo más digno del maestro. Su Philippe-Auguste es uno de los poemas supuestamente épicos más notables de todos los tiempos: alcanzó los honores de una tercera edición. La poesía narrativa encontró en la novela una expresión menos falsa, menos extraña a los sentimientos y a las costumbres reales. Sin recorrer los nombres y las obras olvidadas de todos los novelistas de comienzos de este siglo, se puede indicar diferentes grupos en los cuales todos ellos pueden encontrar su lugar. La banalidad del estilo y del pensamiento, disfrazado por un barniz de moral, puede ser representada por los cien volúmenes de Genlis. La broma grosera e ingenuamente licenciosa tuvo a Pigault-Lebrun como

principal intérprete. Fiévée, Vindé, Monjoie tienen algo del sentimiento moral que inspiró a Bernardin de Saint-Pierre. Una noble y femenina delicadeza, una debilidad graciosa, caracteriza los escritos de Cottin, Flahaut-Souza y Montolieu. Finalmente, Kriidner echa algunos tintes del Norte sobre el género de Fayette y Souza, y a pesar de algunos colores falsos de la moda sentimental del tiempo, Valérie ya hace presentir a Delphine. La tragedia Es sobre todo en el teatro, en la tragedia donde se muestran con evidencia el agotamiento de la literatura pseudo-clasica y la necesidad de una regeneración. En nuestros grandes poetas trágicos del siglo XVII y XVIII, habían permanecido dos cosas muy confundidas menudo, su genio y su sistema. En el siglo XIX, el genio desapareció y el sistema se mantuvo, aún más chocante, aun más exagerado en sus defectos que la inspiración que tanto lo había vivificado en otro tiempo le faltaba hoy. La intriga dramática, manejada tan a menudo, plegada y replegada bajo tantas formas, se había hecho una ciencia experimental, que podía jactarse de conocer y de enseñar. Alexandre Duval ofreció a uno de nuestros jóvenes poetas enseñarle a enmarcar una pieza. Un carácter común de casi todas los trágicos de esta época, es una habilidad cierta en la combinación de los actos y de las escenas. Todas estas piezas tienen cierta familiaridad, parecen cortadas con el mismo patrón o sacadas del mismo molde: todas comprenden un movimiento semejante, entre el relato tradicional que forma la apertura y el relato un poco menos largo que cuenta el desenlace. La pregunta que se trata de abordar es reducida a su expresión más simple por la eliminación severa de todo elemento extraño. El problema final es planteado desde el primer acto: el segundo acto promete, el tercero amenaza, el cuarto inquieta, y el quinto resuelve. Añádale a esto el aparato obligatorio de un sueño, de un puñal, de un conjuro, de una copa envenenada; agréguele al todo confidentes, peroratas, metáforas y sobre todo perífrasis, una escrupulosa y continua nobleza de dicción: y tiene una tragedia. No hay necesidad de decir que la unidad del tiempo y de lugar es de rigor, deben los Templarios, por ejemplo, ser acusados, ser juzgados, ser condenados y ser quemados en las veinticuatro horas. También la intriga trágica, incapaz de abarcar toda una acción, deja generalmente fuera la mejor parte: la exposición se encarga de eso; la pieza se reserva solo a un hecho estricto, empobrecido por la abstracción “Oh ¡Mi amigo, escribía Ducis, qué cosa difícil sostener cinco actos con el remordimiento!". Los personajes se resienten de esta tiranía de la acción. No tienen ni el tiempo ni el lugar para desarrollarse libremente ante nuestros ojos. No son más que los representantes d una situación dada, los hombres de negocios del desenlace. Parece que la misma alma los hace vivir; todos ellos tienen el mismo estilo. Además, estos son los grandes dueños de la retórica: saben a las mil maravillas lo que se debe decir sobre cada sujeto; piensan lo que es decoroso de pensar, y presentan y defienden hábilmente la tesis que la acción les impone: o más bien no son ellos quienes hablan; es la situación la que se expresa por su voz; es la causa que se defiende por sí misma, abstracción hecha del carácter y de las opiniones personales del abogado. Hay, incluso para la locura, ciertos extravíos conocidos, estereotipados y oficiales, fuera de los cuales no se atrevería a ser loco con decoro. Situados en una posición similar, Orestes y Hamlet hablaron el mismo idioma. “dice la señora de Staël, Acabaremos por no ver en el teatro más que marionetas heroicas, sacrificando el amor por el deber, prefiriendo la muerte a la esclavitud, inspirados por la antítesis en sus acciones como en sus palabras, pero sin ninguna relación con esta criatura asombrosa que llamamos el hombre, con el destino temible que lo arrastra y lo persigue al mismo tiempo”. Nos sería fácil inscribir veinte nombres propios bajo este retrato, empezando por Poinsinet de Sivry y La Harpe, para terminar con los señores. De Jouy y Baour-Lormian, sin exceptuar a Briffaut, que, para decirlo de paso, se impregnaba tanto de las costumbres y de los colores locales, al que después de haber concebido y escrito más a la mitad de una pieza con nombres españoles, casi le transportó sin cambiar nada al antiguo Asiria, y le llamó Ninus II.

Las mejores tragedias de la época imperial casi mezclan a calidades indiscutibles de dicción varios de los vicios que acabamos de señalar. Las piezas de Marie-Joseph Chénier son argumentos políticos o morales. Su Tiber es al menos un hermoso retrato, una elocuente lección de historia. En un género diferente, los Templarios de Raynouard merecen el mismo elogio: ellos suponen y prueban concienzudos trabajos de erudito, pero no el don de crear que caracteriza al poeta: es una tragedia sin acción. Tal es también el defecto de Sylla de Jouy. Los cuatro primeros actos son solo una continuación de conversaciones nobles, una brillante galería de peroratas. Estos dos autores se jactaban ambos de haber inventado la tragedia de carácter. Es sin embargo probable que estos señores hubieran leído a Racine. Esta pretensión prueba por lo menos que sus contemporáneos lo habían olvidado. La pintura de los caracteres podía pasar entonces por una innovación. Para concluir esta breve revisión de la tragedia clásica, diferimos hasta aquí, a pesar de la cronología, al nombrar a uno de nuestros poetas más notables, que murió en 1816, pero cuya carrera dramática ya casi terminaba a finales del siglo anterior; queremos hablar de Ducis, noble y venerable figura, él mismo más heroico que sus creaciones. Ninguno hace sentir de manera más sorprendente la insuficiencia del sistema al cual nuestros poetas trágicos se habían condenado. Dotado de un genio orgulloso e independiente y enamorado desde temprano de las bellezas intrépidas de Shakspeare, Ducis cede a pesar de él a las costumbres literarias de sus contemporáneos; él se deja arrastrar poco a poco bajo las ruedas de su engranaje dramático, desde donde sale destrozado y ensangrentado. Él, hombre de fe ingenua en un siglo incrédulo, hombre de soledad y de retiro en el seno de una sociedad refinada hasta la corrupción, "espíritu indisciplinable, sin otra poética más que la de la naturaleza, quien amaba atravesar abismos, atravesar precipicios, descubrir lugares donde el pie del hombre no hubiera imprimido su huella" él que no puede "sentir bajo palabra, ni escribir según otro," se ve asediado por los prejuicios unánimes de sus amigos, actores, del público. Campenon se guarda con él, para administrar a su musa allobroge la corrección de una crítica minuciosa, subrayando un hemistiquio, censurando un epíteto; y Ducis se pliega las observaciones del sucesor de Delille "con una facilidad, una confianza" de la que este se “se siente avergonzado”. El retórico Thomás le llama Bridaine de la tragedie, calificación que Ducis toma prudentemente como un elogio. Se le objetan estas antiguallas que recorren el mundo desde hace muchos siglos, y en el cual debe haber algo bueno: porque nada ha prosperado en aquellos que los han ignorado o despreciado. El actor Lekain se excusa por recibir sus papeles, alegando "la dificultad en hacer digerir las crudezas de Shakspeare a un parterre nutrido desde hace tiempo las bellezas sustanciales de Corneille, y de las exquisitas dulzuras de Racine.” finalmente “todo el mundo lo riñe por el género terrible que adoptó. Se le critica la elección del sujeto de Macbeth como una cosa atroz. “Señor Ducis, se le dice, suspenda unos tiempo estos "cuadros espantosos; ustedes los retomaran cuando ustedes “queieran: pero denos una obra tierna, en el gusto “de Inès, de Zaire"1. Dividido entre su genio y el gusto de su siglo, Ducis no pudo satisfacer ninguno de los dos. Su imaginación, obsesionada por las creaciones de Shakspeare, busca reproducirlas sobre la escena francesa; pero se siente forzado a quebrantar estos colosos, para introducirlos en el lecho de Procuste: carga en sus tragedias, no el pensamiento íntimo de la obra, y lo que llamaría de buena gana su raíz, si no escenas brillantes, situaciones exteriores, que nada motivan ni justifican. Es un testigo ingenuo que, sorprendido por un gran espectáculo, da cuenta de fragmentos dispersos sin haber comprendido bien el organismo secreto que los encadena. “Estas tragedias no obstante, tan mal concebidas, tan mal construidas, atraparon al público por los bellos detalles de un gran efecto, mucho color, mucha energía, una gran sensibilidad. Ducis no tomó de Shakspeare, de Sófocles, piezas ciertamente, si no imágenes, ideas, sentimientos, en los que se inspiró y como embriagado, repitió con gran poder, una gran verdad de acento” 2. Ducis tenía tanta poesía en el alma que no pudo pasarla a sus tragedias. Sus cartas, sus piezas fugitivas están llenas de ternura y de elevación ingenua. Tal vez era demasiado él mismo para convertirse dramáticamente en otros personajes extranjeros. No tenía esta flexibilidad de pensamiento, esta

indiferencia apasionada, o simpatía universal que permite al poeta trágico vivir todas las vidas y reflejar en sí mismo el mundo entero. Una sola de sus tragedias es completamente bella por la inspiración, por el conjunto, por los personajes, por el estilo, es en la que el carácter personal de Ducis se encuentra entero: Abufar, esta flor salvaje del desierto, que exhala todos los perfumes de la virtud de una familia patriarcal. En ella se reconoce el hombre que escribía: “La soledad es para mi alma lo que los cabellos de Sansón eran para su fuerza corporal. Sí, amigo mío, me casé con el desierto, como el dux de Venecia se casó con el Adriático: Tiré mi anillo en los bosques”. Y en otro lugar: “mi padre era un hombre excepcional y digno del tiempo de los patriarcas. Fue él quien, por su sangre y por sus ejemplos, transmitió a mi alma sus principales rasgos y sus formas maestras. También agradezco a Dios por haberme dado a tal padre. No hay día que no piense en él, y cuando estoy demasiado insatisfecho de mí mismo, digo a veces: " ¿Estás contento, mi padre”? Me parece entonces que una seña de su cabeza venerable me responde y me sirve de premio”. La tragedia de Abufar germinaba ahí. 1.

Todos estos detalles se han tomado de las cartas de Ducis.

2.

Patin, Etudes sur les tragiques grecs, t.II, p. -104.

Así, desde los finales del siglo XVIII, signos precursores de renovación se manifestaban en la tragedia clásica. La traducción de las obras dramáticas de Shakspeare por Letourneur, por muy infiel e insuficiente que pudiera ser, había contribuido a estremecer a la opinión pública. Sédaine, amable autor del Filósofo sin saberlo, y al quién se habría podido llamar el poeta sin saberlo, sintió con lectura, según la expresión de Grimm, “la alegría de un hijo encontrando a su padre al que jamás vio;” le escribía a Ducis: “el que tomó solo Zaire en Othello, dejó lo mejor1”. La Comedia. La comedia debió sufrir menos que la tragedia los prejuicios estrictos de la escuela pseudoclásica. Los vicios y los disparates de la sociedad son un ideal demasiado cercano al poeta para dar lugar al espíritu de exclusión y de sistema. 1. Pero añadió a Lusignan.

También las comedias de la época imperial suelen ser muy superiores a sus tragedias. Picard es a la vez el autor más fértil, más fecundo y excelente de ellas. Laborioso escritor, que trabajaba doce o catorce horas al día, dotado de imaginación incansable y una alegría encantadora, logró captar mejor los disparates fugitivos de los contemporáneos que los defectos y las locuras hereditarias del hombre. Él era el pintor de la vida cotidiana. Para convencerse mejor del carácter de los personajes ficticios a los que debía emplear, se sujetaba a redactar por escrito su biografía antes de comenzar a hacerlos hablar. Se vincula sin embargo con los principios dramáticos de su época por la atención que aporta para hacer del teatro una enseñanza. Cada una de sus comedias es el desarrollo de una máxima moral práctica o prudencia vulgar. Sus obras son apologías dramáticas: es Ésope en el teatro. Un poco antes que él, Collin d'Harleville 𝟐 había sido uno de los escritores más amables de la escena cómica. Pero, demasiado dócil a la influencia de la poesía descriptiva, cuya moda reinaba entonces por todas partes, debilitó a menudo el efecto dramático de sus rasgos contándolos en lugar de hacerlos actuar. Se lo sede en este sentido a Fabre d’Églantine, su contemporáneo, poeta de un talento notable, pero siempre incompleto. Andrieux 𝟑 se distingue por la finura y elegancia de su broma. Si bien no tiene el poder de invención ni la abundancia inagotable de su amigo Picard, ni el calor oculto que vivifica la composición de su amigo Gollin, los sobrepasa a ambos por la corrección y la gracia. Además, escribió cuentos que brillan con ingenio y buen humor pícaro; y todos los hombres de nuestra edad se acuerdan de sus espirituales charlas del Collège de France, que tomábamos entonces por lecciones, y que, a pesar de la voz débil del profesor, el público llegaba a entender a fuerza de escucharlas.

Nombremos todavía a Alexandre Duval, cuyo talento y gustos jamás estuvieron de acuerdo: uno le asegura el éxito en las pequeñas comedias sin pretensiones, los otros lo arrastran siempre hacia los géneros serios y graves; y Étienne, el autor de Deux gendres, más ingenioso, más hábil en combinaciones dramáticas, género de mérito donde no es inferior a Beaumarchais. La comedia tuvo también en la escuela imperial su semi innovador, en la persona de Népomucène Lemercier, clásico indócil, enemigo de la joven escuela que crecía bajo sus ojos, y atormentado por una necesidad vaga de regeneración, que supo satisfacer solo con rarezas: se jactaba de haber creado la comédie historique , la contrapartida burlesca de la tragedia burguesa de Diderot. Al mismo tiempo, inventó una mitología en su epopeya titulada l’Atlantiade. El oxígeno, el calor, la gravedad, el fósforo, estaban bajo nombres griegos, las divinidades de su nueva Olimpo. Lemercier tuvo por lo menos el mérito de hablar mucho de los antiguos y de juzgar que sus contemporáneos se les parecían muy poco a ellos. La poesía lírica; Écouchard Lebrun. Hay poco que decir de la poesía lírica de esta época. Écouchard Lebrun 𝟏 es el único que, en este género, merece una alta estima. Solo se puede lamentar que este poeta haya nacido demasiado tarde para ser un verdadero clásico, demasiado pronto para pertenecer a la nueva escuela. Muy superior a J.B. Rousseau por la energía y la precisión, tiene algo abstracto en el pensamiento, rudo y de forzado en el lenguaje. Como Alfieri, como el pintor David, su toque carece de soltura y no es natural: hace unos bajorrelieves en vez de cuadros. Su estilo es trabajado con un cuidado deplorable. Lebrun parece creer que los versos pueden tener un mérito independiente del pensamiento. De ahí este esfuerzo continuo para dar a la expresión una apariencia extraordinaria; de ahí estas alianzas raras de palabras que se rechazan; de ahí sobre todo esta sequedad de una poesía donde no se siente ningún movimiento del alma, ningún abandono, ninguna ingenuidad. 𝟏. 1729 -1807.

CAPÍTULO XLIII RENACIMIENTO DEL SENTIMIENTO POÉTICO Y RELIGIOSO. Chateaubriand. - Madame de Stael -. Royer-Collard. Chateaubriand. Acabamos de incomodar al lector con detalles puramente técnicos: hicimos la crítica literaria a manera de La Harpe, sin tener su talento como excusa. Padecimos de esta manera una de las necesidades de nuestro tema; teníamos que apreciar a hombres para quienes la forma era todo, y que la perdían adorándola. El público mismo era cómplice de esta literatura totalmente verbal. Se desconfiaba de las ideas. La filosofía parecía haber producido solo crímenes; se le temía. La desgracia más duradera que provocan los excesos, son las reacciones. La inteligencia, como indignada por el resultado de sus esfuerzos nobles, buscaba otra vía más segura. Las ciencias exactas reaparecieron con todo su esplendor: el pensamiento libre, la ciencia del corazón humano y los destinos del hombre fueron abandonados. Pero el alma misma no se abdica en absoluto. Cuando abandona una forma, se apresura a vivificar otra. Las desgracias de la revolución habían dejado en el fondo de los corazones las emociones más profundas. Cada partido había tenido sus dolores, cada creencia sus mártires. Unos volvían tristemente del exilio, otros salían de las cárceles; todos habían contemplado vicisitudes terribles, que parecían demasiado numerosas para una sola vida. Había un drama en cada existencia, una novela en cada fortuna. La atmósfera estaba llena, por así decirlo, de una flotante y vaga poesía de dolores, de pesares, de esperanzas engañadas. Los mismos versificadores no podían abstenerse de ser algunas veces poetas de esta poesía nueva. Delille escribía la Piedad, Michaud, en su Printemps d’un proscrit, mezclaba de manera un poco monótona las impresiones del exilio en los cuadros de su poesía descriptiva. Se veía de nuevo con felicidad, a través de estas páginas débiles, las bombas serenas de la naturaleza, cuya calma e impasible majestad contrastaban tan vivamente con las revoluciones de los hombres; se volvía a amar estos bosques a los que ni todas nuestras penas les hacen caer una hoja, ni a los que todos nuestros crímenes empañan el deslumbrante verdor. A este amor por la naturaleza inanimada, se mezclaba fácilmente cierto asco por la especie humana marchitada por tantos crímenes, envilecida por tantas bajezas. La ternura innata del corazón que se encontraba sin objeto, se replegaba y se alimentaba de sus sueños. Una necesidad secreta de emociones, un sentimentalismo indeciso, reemplazaba las emociones del amor y las alegrías de la amistad. El nuevo siglo estaba totalmente dispuesto a comprender los dolores misteriosos de René, tanto como la naturaleza salvaje de la patria de Atala. Las almas cansadas de tantas agitaciones, buscando las cosas inquebrantables; se volvieron hacia la religión. El primer cónsul acababa de reabrir las iglesias. El pueblo entraba en multitud, felices de recuperar el Dios de sus padres que le tendía los brazos. El espíritu del siglo XVIII aún vivía, pero parecía consternado de sus obras: dejaba la palabra a quien quería y podría devolver a la muchedumbre sus viejas creencias. El genio del cristianismo era posible. Entre los emigrados a los cuales Bonaparte les acababa de reabrir Francia (1800), se encontraba un joven noble bretón, al que la naturaleza y la desgracia habían convertido en poeta: era el último retoño de la casa de Chateaubriand 𝟏. Una infancia soñadora y comprimida había concentrado y encendido sus pasiones. Enamorado, como todos sus contemporáneos, como el viejo Malesherbes, su protector y su amigo, de las doctrinas de J.Jaques. Rousseau, el caballero de Chateaubriand había concebido desde su

adolescencia la epopeya de la vida salvaje. América todavía tenía sus Hurons sus Natchez: se podía descubrir allí la realidad de las teorías abstractas del maestro. Y La Fayette y sus compañeros de armas, caballeros andantes de la libertad, contaban las maravillas de estas comarcas lejanas. Había partido a América. Había conversado con Washington, visitado con entusiasmo, cerca de Boston, el primer campo de batalla de la libertad americana, y saludado a Lexington, las Thermùpyles du nouveau monde. El océano y el desierto le habían revelado al joven viajero una poesía nueva: no en vano se habían desplegado ante sus ojos la extensión inmensa de las sabanas, y estos ríos gigantescos y estos bosques dónde el hacha no había penetrado en absoluto, y estos pueblos salvajes, primeros rudimentos de la sociedad humana. 𝟏. Nacio en 1768, murió en 1848.

De vuelta a Europa, Chateaubriand había sufrido la miseria en el exilio. En Londres, a través de la estrecha ventana de su cuarto, sin fuego en el invierno y algunas veces sin pan, había dicho mirando las pobres casas vecinas: tengo hermanos allí. Joven todavía, había vivido mucho, sentido mucho; había enriquecido su alma de todo lo que hace al poeta. La chispa sagrada faltaba entonces al Holocausto: Chateaubriand no era cristiano. La primera de sus obras, ensayo sobre las revoluciones (1797), está impregnada de un escepticismo doloroso que no tiene nada de la frivolidad de las obras del siglo XVIII. Se siente que la duda que expresa ni siquiera tiene fe en sus propias negaciones; es un caos de los elementos confusos que fermentaban en esta joven alma, y que, a decir verdad, perfectamente no pudieron jamás desenredarse. La religión llegó a Chateaubriand como la poesía, por el corazón. Vio morir a su madre, oyó los últimos votos que expresaba para la salvación eterna de su hijo, y desde entonces se recuperó bajo el yugo de la iglesia: “lloré, dice, y creí”. esa fue la base de su fe. Tal es también el principio de sus escritos, es por el sentimiento de pretender regenerar el mundo: no quiere probar el cristianismo como la verdad; se contenta con exponerlo como bello, lo que, en un cierto sentido muy-filosófico, realmente es la misma cosa. Esta vista era original, fecunda, muy-conforme con el espíritu nuevo que iba a desarrollarse, muy limpia para restringir las exageraciones irreligiosas del siglo pasado. Voltaire dijo, el cristianismo es ridículo; Chateaubriand respondió: Es sublime. Tal defensa solo complacería a medias a la ortodoxia severa. “las personas que aman las pruebas de sentimiento, escribía Bonald, las encontraran en abundancia, adornadas con todas las pompas y todas las gracias de estilo, en el genio del cristianismo. La verdad, en las obras de razonamiento, es un rey a la cabeza de su ejército en un día de combate; en la obra Chateaubriand, es como una reina el día de su coronación, rodeada de todo lo que tiene de magnífico y de elegante”. Para prevenir la opinión pública antes de entregarle su principal obra, Chateaubriand separó primero algunos episodios. Atala apareció en 1801 en el Mercure de France, y de inmediato despertó el sentimiento casi universal de admiración. El cristianismo que se consideraba muerto, resucitaba con gloria y reanimaba alrededor de él los sentimientos más vivos del corazón. Esta mezcla de la majestad del desierto con la de una austera creencia, esta acción tan simple y al mismo tiempo tan apasionada, esta lengua renovada que se desplegaba con una amplitud y una magnificencia inaudita, hizo de un artículo de periódico un acontecimiento público. Se tradujo Atala en todas las lenguas de Europa; incluso encontró lectoras hasta en el serrallo del sultán. René aumentó el entusiasmo. Era un tipo nuevo y muy común: un joven hombre devorado por una pena secreta y desconocida, cansado del mundo y de la sociedad, que huyó a América para buscar allí la paz del corazón en medio de los salvajes. Este libro era europeo; el autor, contando su propio corazón, contaba al mismo tiempo su siglo. Era Werther, sin el suicidio, y con un dolor más vago; era Byron, sin su inflexible e irreligioso orgullo.

El genio del cristianismo (1802) es la obra dogmática de Chateaubriand. Él mismo resume así el pensamiento de esta: dice, que “de todas las religiones que han existido, la religión cristiana es la más poética, la más humana, la más favorable para la libertad, para las artes y para las letras; Que la gente moderna le debe todo, desde la agricultura hasta las ciencias abstractas, desde los hospicios para los desgraciados hasta los templos edificados por Miguel-Ángel y decorados por Rafael; que no hay nada más divino que su moral, nada más amable, más pomposo que sus dogmas, su doctrina y su culto; qué ella favorece el genio, depura el gusto, desarrolla las pasiones virtuosas, da vigor al pensamiento, ofrece formas nobles al escritor y los moldes perfectos al artista”. Se puede sentir, el autor no es un juez, sino un abogado. Él ve solo las ventajas de su causa y las destaca con una imaginación brillante. Defensor de una doctrina contra la cual la edad precedente había agotado todas las líneas del sarcasmo, Chateaubriand ofrece la contrapartida de sus aserciones. Su carácter noble y caballeresco en todo está orgulloso de tener que proteger la religión abandonada. Exagera la apoteosis como se había exagerado el ataque; demuestra que no solo pinta y enternece. Pero para el objetivo especial que se proponía alcanzar, emocionar y pintar, ya era probar. Los Mártires (1809) fueron la aplicación de las teorías literarias desarrolladas en el Genio del Cristianismo. El poeta quiso colocar en un relato épico el mundo cristiano frente al paganismo y mostrar la superioridad poética del primero. Quiso oponer la palabra del Génesis ala de la Odisea, y Jehová a Júpiter. Fue a Roma donde este pensamiento llegó para golpear el espíritu; ahí estaba en cierto modo vivo; parecía germinar de ella misma en medio de las ruinas del circo y de las catacumbas. Los mártires de la Iglesia naciente, la persecución de Diocléciano ofrecían a Chateaubriand la aproximación que más impresionante a las dos creencias. Pero ¡con qué sentimiento poético encontró estas relaciones! ¿Se puede ver algo más bello que el cuadro de una familia griega y de una familia cristiana (libros I y II), más caracterizado que la pintura de los Francos y de su victoria sobre los Galos y los romanos (libro VI), más terrible que la tempestad del libro XVIII, más gracioso que Cymodocée, más apasionado que el episodio de Velléda, más sorprendente que la descripción de Atenas, de Roma, y Jerusalén? Ningún poeta moderno o antiguo supera a Chateaubriand en sus descripciones Reúne dos cualidades preciosas y ordinariamente separadas, la exactitud más fiel y la imaginación más brillante. Él ve primero un objeto con los ojos del cuerpo, y su mirada es aguda como la del águila; luego viene la imaginación, que difunde por las líneas severas del dibujo primitivo sus colores más ricos. Antes de escribir los Mártires Chateaubriand había querido visitar los lugares que debía pintar; había visto Grecia, Palestina (1806), y arrojado sobre el papel las memorias de su viaje. Al regreso, España y su Alhambra le habían otorgado tal vez la más perfecta de sus obras, el cuento encantador y titulado: El último abencerraje. Luego la historia, la política, parecieron absorber al poeta: pero el poeta mismo dominó en los trabajos del historiador y del hombre de Estado. “En política, él mismo dice en sus Memorias, el calor de mis opiniones jamás excedió la longitud de mi discurso o de mi opúsculo”. El sentimiento, la imaginación y, hay que decirlo, la vanidad fueron siempre las únicas guías de Chateaubriand. Todas sus obras en efecto dejan desear una razón más alta. Estas encierran más presentimientos que ideas; y estos presentimientos se mezclan y tropiezan con mil contrastes. Él mismo decía en 1822: “soy republicano por inclinación, borbónico por deber, y monárquico por razón”. Además, es católico por sentimiento, por amor propio, por recuerdo devoto de su infancia y de su madre, más que por una profunda convicción 𝟏 y religiosa. 𝟏. Sainte-Beuve comparte esta opinión, y la apoya con citaciones curiosas. Vea el Constitucional del 18 de marzo (1850).

Chateaubriand es atraído por el instinto de hermosos versos de las perspectivas constantemente nuevas. Su genio fecundo hace germinar en él mil contradicciones brillantes, sin poder conciliarlas en el seno de la verdad suprema. Ama tanto la monarquía y la libertad, la razón y la fe, la regularidad clásica y la inspiración soñadora de los tiempos modernos. Duda, flota en una incertidumbre siempre generosa,

siempre desinteresada. Él es el abogado de todas las causas desgraciadas, el halagador de todos los infortunios, pero no el juez tranquilo e iluminado de todos los derechos. Su vida fue una oposición eterna. Todos los elementos de la civilización moderna se agitaban confusamente en su alma, sin que algún principio soberano y creativo jamás hubiera podido coordinarlos 𝟏. 1. Las Memorias de ultratumba, admiradas bajo juramento antes de su publicación, no respondieron a la expectativa del público. Por el amor limpio excesivo que se revela en cada página choco al público. "He leído las Memorias de ultra tumba dice uno de nuestros grandes escritores, Y me impaciento de tantas grandes poses y tantas envolturas…. Y yo que ame tanto al autor, me aflijo de no poder querer al hombre… No sabemos si alguna vez amó a algo o a alguien, A tal punto la afectación hace vacía su alma… sin embargo, a pesar de la afectación general del estilo, Que responda a la del carácter, A pesar de una búsqueda de falsa simplicidad, a pesar del abuso del neologismo, a pesar de todo lo que me desagrada en esta obra, Encuentro a cada instante formas grandes bellezas, simples y frescas, de cierta " páginas que son del maestros más grande de este siglo, y que ninguno de nosotros, engendros formados en su escuela, jamás podríamos escribir, haciendo lo mejor posible." Jorge Sand-, carta particular citada por el Sr. SainteBeuve.

Este defecto se refleja en casi todas sus obras, cuyo plan es a menudo vicioso, mientras que los detalles son algunas veces admirables. Los Natchez, por ejemplo, permanecerán como un monumento singular de esta falta de unidad y de decisión, junto a las inspiraciones más fecundas y más conmovedoras. El genio del cristianismo es una secuencia de brillantes descripciones más que el desarrollo lógico de una idea. La misma lengua de este escritor es a menudo rara en su magnificencia. Pretende el efecto sin cesar y busca los éxitos del detalle. Si se aleja de la sequía y la abstracción en que había caído la prosa del siglo XVIII, se tarda en remontar a la bella simplicidad del siglo XVIII. Chateaubriand proviene de Bernardin de Saint-Pierre: continúa sobrepasándolo por la riqueza y la fuerza de su imaginación, por la extensión y la diversidad de sus conocimientos; por la multiplicidad de los aspectos bajo los cuales sintió y describe la vida. Hizo, con más fuerza y brillo, por el dogma católico, lo que Bernardin había hecho por el teísmo. Al mismo tiempo, reabrió las fuentes vivas de la poesía, secadas por la aridez de los imitadores pseudoclásicos, y merece la doble gloria de haber dado la señal de la revolución literaria, y haber comenzado la restauración moral y religiosa del siglo XIX. Mientras Chateaubriand, muy grande para caber por completo en su partido, muy leal para cerrar los ojos a las verdades que rebosaban su causa, se parecía a muchos otros grandes escritores que tuvieron más inteligencia que carácter, y más imaginación que opiniones detenidas, dos otros autores se encargaron de mostrar con una inflexible lógica todas las consecuencias contenidas en el principio de la autoridad pura, que se levantaba de sus ruinas. Queremos hablar del conde de Bonald y del conde Joseph de Maistre. Louis-Gabriel-Ambroise de Bonald 𝟏, quién tuvo que emigrar de Francia en 1791, y regresó en 1797, fue el teórico, por no decir el filósofo, del partido opuesto a la revolución. Una síntesis intrépida, un aspecto dogmático, imperiosas fórmulas, una argumentación cuya apariencia científica protege en vano las opiniones más frágiles, un estilo firme, severo y casi siempre se destacan, tales son los rasgos que nos golpean en este escritor. Bonald es una gran inteligencia servida por paradojas 2. Su pensamiento, expresado a su vez por varias obras se convierte totalmente en su Legislación primitiva, que los resume y los completa a todos. 1. 1753-1 840, 2. Es a él que pertenece la definición célebre del hombre: Une intelligence servie par des organes. 3. Théorie du pouvoir civil et religieux, 1796, Publicada por el Directorio, y no reimpresa. Essai analytique sur les lois naturelles de l'ordre social, i 800. Du divorce , ISOl. Rec/ierc/ies p/iiloso/j/iiques sur les premiers objets des connaissances morales, iSiU. Démonstra lion philosophique du priil'ci£e constilulif de la société, 1830, etc..

De Bonald es la contradicción viva de J.-J. Rousseau; pero combatiendo sus principios, le pide prestado al ginebrino su método y sus procedimientos. Es el mismo dogmatismo altivo, el mismo rigorismo en los axiomas y las deducciones. La Legislación primitiva es el Contrato social invertido. Rousseau había puesto la soberanía en el consentimiento arbitrario del pueblo; Bonald la puso, a título más justo, en la voluntad de Dios. Esta voluntad soberana nos es comunicada, según él, por el lenguaje, que no es en absoluto una invención humana, sino que, dado por el mismo Dios al primer hombre, con todas las verdades necesarias, ha sido transmitido de generación en generación, llevando a través de los siglos el tesoro divino de las tradiciones. Alterada por el pecado original, esta revelación primitiva se conservó en el lenguaje del pueblo elegido, en las Escrituras, del que es el depositario, en la Iglesia, que es su intérprete. Las verdades contenidas en esta tradición sobrenatural pueden resumirse en una fórmula general que también se aplica a la religión, al Estado, a la familia. Hay solo tres cosas en el cielo y sobre la tierra, la causa, el medio y el efecto. En metafísica, la causa es Dios; el medio, el mediador; El efecto, los hombres. En religión, la causa es la Iglesia; el medio, el clero; el efecto, los laicos. En el Estado, la causa es el rey; el medio, la nobleza; el efecto, el pueblo. Estos tres elementos se encuentran en la misma orden en el seno de la familia, el padre, la madre, el niño; en el hombre individual, el alma, los sentidos, el cuerpo. Por todas partes se presentan estos tres términos sacramentales que tienen entre ellos la misma relación; “se debe entonces establecer esta proporción general: la causa es para el medio lo que el medio es para el efecto; lo que se puede, añade el autor, considerar como una expresión algebraica A: B:: B: C, la cual se aplica a todo tipo de valores”. Se adivina fácilmente cuales consecuencias teológicas y políticas el autor puede sacar de esta fórmula invariable: no tenemos la obligación ni la posibilidad de discutirlas aquí. No es necesario advertir lo que hay de arbitrariedad y de poco filosófico en esta ambiciosa proporción. Los amigos de Bonald no pueden abstenerse de confesar que han encontrado en su libro errores de razonamiento, a consecuencia de la autoridad demasiado grande que concedía a la combinación lógica de ciertas formas de lenguaje; qué empuja demasiado lejos la búsqueda de las analogías; que hay en su inteligencia una tendencia demasiado pronunciada a dogmatizar y a reducir todo en fórmula”.1 El mismo Bonald ha castigado modestamente su obra lo que nos dispensa de ser severos. Llama a su sistema “un sueño político que pide tomar lugar entre tantas ficciones y novelas menos inocentes”. El segundo de ambos jefes de la escuela teocrática es el conde de Maistre. Antiguo senador de Piamonte, y mucho tiempo ministro plenipotenciario de la Cerdeña en la corte de Rusia, José de Maistre consagró un odio mortal a toda idea de libertad, y se refugió, por odio a la revolución francesa, incluso en la teocracia más sistemática, tal, como inútilmente lo habían soñado los Gregorio VII y los Inocencio III. “Este espíritu audaz y poderoso hizo lo que los genios más grandes no tuvieron el coraje de terminar: siguió, completó, agotó su propio sistema.2” Sus tres obras, Veladas de San Petersburgo, el papa y la iglesia galicana, son eslabones indisolubles de la misma cadena; el mismo principio de servidumbre, puesto primero de manera general y en la orden más elevada de la abstracción, progresivamente se estrecha, como los círculos del Infierno de Dante, hasta que tome y aprisione a Francia. El hombre naturalmente perverso, la necesidad del sufrimiento como la expiación, la pintura y la glorificación del verdugo; el despotismo soberano de un solo hombre, un papa; su control supremo y único sobre todos los gobiernos de la tierra: tales son las ideas que dominan y se desarrollan con una uniformidad terrible e invariable en los escritos del conde de Maistre. Jamás el ideal de la servidumbre fue tan regularmente, tan atrevidamente propuesto. Es Hobbes convertido católico. Ciertas páginas de estos libros exhalan un olor a sangre y a suplicios; todas tienen algo amargo y repulsivo 3. 1. Alfred Nettement, Histoire de la littérature française sous la Restauration, t. I, p. 72. 2. Villemain, Tableau du dix-huitième siècle, XXII° leçon.

3 Los pasajes donde el estilo se suaviza y de repente toma una gracia y una nueva elegancia, como por ejemplo la introducción de las Veladas de San Petersburgo, páginas que recuerdan el comienzo de algunos diálogos de Platón, se deben a la colaboración Xavier de Maistre, hermano del conde Joseph, autor del patético cuento Lépreux de la cité d'Aoste y del espiritual Viaje alrededor de mi habitación.

Creemos oír la repercusión de los furores populares de nuestros problemas civiles. Una inspiración sombría y democrática anima estos libelos del patricio, luchando con odio contra las ideas modernas, y revolucionario a su vez en beneficio de un pasado en el cual no cree más. Joseph de Maistre es uno de estos espíritus de una sola pieza, estrechas e inflexibles como una línea recta, llenos de pasión y de vigor, que tienen más razonamiento que razón, y que, dejando a un lado la variedad múltiple de la verdad concreta, se atan con obstinación un solo principio aislado y exclusivo, y lo empujan elocuentemente hasta lo absurdo. “El escritor, dice Lamartine que particularmente conoció al conde de Maistre, era muy superior al pensador, pero el hombre era muy superior al pensador y al escritor. Era una virtud antigua, o más bien una virtud ruda y a grandes rasgos del Antiguo Testamento, tal como el Moisés de Miguel-Ángel, cuyas formas todavía tienen la huella del cincel que las esbozó. Bajo el hombre todavía se puede sentir la roca. Así este genio solo había sido desbastado, pero lo era a grandes proporciones. Es por eso que Maistre es popular. Más armonioso y más perfecto, le gustaría menos a la muchedumbre, que jamás mira de cerca. Bussuet es salvaje, y Tertullien analfabeta” 1. ¡Así, desde el comienzo del siglo, frente a la escuela de Voltaire, agotado e impotente, se ponía con más o menos decisión el mismo principio de la edad media, ¡como si el espíritu humano solo tuviera que elegir entre los excesos! Una mujer sin embargo abría valientemente a las letras el camino del futuro, y sin abdicar el espíritu de la Revolución, lo purificaba, lo ennoblecía con una aureola brillante de religión y de poesía.

Madame de Staël

Es posible que el espíritu francés no se haya desplegado nunca de manera más completa y más admirable que como lo hiciera en la persona de Louise-Germaine Necker, mujer del barón de Staël1. Dotada de todos los talentos, abierta a todas las ideas verdaderas y a todas las emociones generosas, amiga de la libertad, apasionada por la elegancia de la sociedad y de las artes, Mdme de Staël recorre una tras otra las regiones del pensamiento, desde severas consideraciones de política y filosofía, hasta las esferas más brillantes de la imaginación, y reúne los elementos más diversos sin confundirlos ni disparatarlos. Una armonía llena de belleza coordina en ella todas las fuerzas del espíritu y del corazón. Lo que brilla en esta dichosa naturaleza no son una o dos facultades particulares, acrecentadas y alimentadas a expensas de las otras: es la totalidad del ser en una unidad noble y fecunda. De ella no se podría decir que “Tiene genio, imaginación” sino simplemente, y ella lo consideraba como el elogio supremo a un gran escritor, “Ella tiene alma”. Su talento es ella misma, es su vida expuesta al exterior en cada instante por una expansión natural. Así, su conversación era, y testigos son todos los que la conocieron, más admirable aún que sus escritos, porque en esta expresaba más toda su persona. Este don tan seductor de la palabra era como la impronta nacional puesta sobre las ideas más diversas a las cuales se abría su maravillosa inteligencia, porque es en Francia sobre todo que es cierta aquella frase de uno de los capítulos de su Alemania2: “el espíritu debe saber expresarse”. Es un espectáculo muy interesante que el desarrollo progresivo e ininterrumpido de este genio brillante, que, surgido a partir de las opiniones del siglo XVIII, alcance naturalmente y sin esfuerzo, sin retracción y por el solo esplendor de sus raras facultades, lo que el entusiasmo tiene de más grande, y el sentimiento religioso de más augusto. Mientras que la reacción monárquica de 1800 pretendía destruir el espíritu moderno bajo el pretexto de

1

1766-1817 N.T: Para la presente edición en español, se ha considerado conveniente traducir los títulos de las obras que ya han sido traducidas al español. Para aquellas obras que aún no poseen versión en español, y cuya comprensión del título compromete el entendimiento de un pasaje de la obra, se ha propuesto una traducción. Los demás títulos de aquellas obras que aún no poseen una traducción establecida se dejarán en su idioma original. El mismo criterio aplica para los nombres de las revistas literarias mencionadas en la obra. 2

enmendarlo, Mme de Staël supo, en el seno de la filosofía, propagar el espiritualismo sin sacrificar la causa de la libertad. El primer periodo de su vida literaria nos la muestra a finales del siglo XVIII, rodeada de los últimos representantes de esta época: los Buffon, los Thomas, los Marmontel, los Sédaine y los Raynal, en el salón de su padre, el ministro filósofo, escuchando conversaciones sabias, ocupada en lecturas serias, ejercitándose en el gran arte de escribir por medio de diversas composiciones dramáticas y revelando las tendencias de su pensamiento y el punto de partida de sus opiniones a través de sus Cartas sobre el carácter y las obras de JeanJacques Rousseau (1788). Al igual que Chateaubriand, Germaine Necker estaba influenciada por Jean-Jacques, y lo reconocía orgullosamente como su maestro. Así pues, la imaginación suplía en ella a la experiencia. Su crítica, llena ya de sentido y pensamientos, no desciende todavía hasta los últimos pliegues del alma. Carece de los acentos profundos que más tarde darán tanto encanto a sus escritos. No obstante, la revolución estalla. Mme Necker se convierte en Mme de Staël, y en 1796 aparece el libro Acerca de la influencia de las pasiones en la felicidad de los individuos y de las naciones. Este nuevo escrito señala un cambio profundo. Louise-Germain ya no es más una joven inteligente que más que conocer el mundo, conjetura sobre este y trata someramente asuntos importantes en medio de los aplausos de una sociedad brillante. Es una mujer que encontró en ella y junto a ella la realidad que quiere pintar. Hay ya lágrimas en este libro, es el alma quien se lo ha dictado, un alma que sabe reflexionar. En este se describen las pasiones con una profundidad que asombra, todo está vivo y animado, las abstracciones se vuelven retratos. Sin embargo, la autora no está aún por encima del punto de vista de la escuela sensualista. Si ella examina las pasiones, no lo hace con respecto al deber, sino con respecto a la felicidad. Allí termina la primera época de la vida de Mme de Staël. A partir de entonces, las letras no serán más para ella la sola expresión de la sensibilidad; serán, además, el instrumento de una gran razón. A falta de la felicidad que le niega un mal matrimonio, Mme de Staël aspirará al talento. Dice ella “Revelémonos bajo el peso de la existencia, porque la búsqueda de la gloria se reduce a los que están a gusto con las afecciones. ¡Pues no! Hay que alcanzarla.”.

Como fruto de esta nueva resolución, aparecieron, uno tras otro, el libro Acerca de la literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales (1800) y la novela Delfina, publicada un año más tarde. La primera de estas obras, a pesar de las imperfecciones que necesariamente debían surgir de una erudición insuficiente, ponía a la vez a su autora por encima de sus amigos y de sus adversarios. La ideología de los redactores de la Décade filosophique, los Ginguené, los Cabanis, los Garat, los Tracy, los Chénier, se vio opacada después de esta creencia altamente espiritualista, y, por otro lado, la reacción religiosa y monárquica, representada por los escritores del Mercure de France y del Journal de Débats, Hoffman, Fontanes, Feletz, Geoffroy, no tenía ni esta grandeza ni esta ardiente convicción. Aquí, el dogma del progreso estaba proclamado, establecido. La ley suprema de la Providencia, la marcha de Dios a través del mundo y la historia, esta manifestación continua y progresiva de la Palabra, eran percepciones tan nuevas como profundas. Chateaubriand debía publicar el año siguiente su Genio del Cristianismo. Germain de Staël daba el Genio de la humanidad. Sin duda alguna, el cristianismo se encontraba en el mejor lugar, pero, definitivamente, no estaba solo. El autor renovaba al mismo tiempo el espíritu de la crítica literaria. El mismo título decía lo que tanto se había ignorado hasta entonces, lo que desde entonces se repitió tanto, que “la literatura es la expresión de la sociedad”. Delfina probó que G. de Staël, al adquirir nuevas cualidades, no perdía las primeras. La sensibilidad profunda del libro de las Pasiones se encontraba aquí en un marco ideal y dramático. Sin embargo, el elemento poético no se liberaba todavía en toda su pureza. Delfina es una novela un poco metafísica y, lo que es peor, es una novela epistolar. Por la vaguedad de algunos rasgos, por la predominancia del pensamiento y de la intensión sobre la forma y el color, puede verse lo que le falta a la artista para llegar a la perfección. Allí el pensador es más completo, las ideas religiosas se expresan con gran elocuencia, esa voz simpática que despierta en lo profundo de los corazones el sentimiento moral, las emociones amantes y la facultad de la abnegación. Esta novela aún tenía, a los ojos de los contemporáneos, el mérito de las personalidades más transparentes. Era grato reconocer a B. Constant en el noble protestante de maneras inglesas, M. de Lebensei; a Mme Necker de Saussure en Mme Cerlèbe, esa mujer completamente devota a sus deberes y a sus niños; la egoísta y fríamente decente Mme de Vernon era el retrato de Talleyrand. En fin, en Delfina

se podía reconocer a la misma Mme de Staël, disminuida y debilitada sin embargo en esta esta representación, como fuera idealizada poco después en Corina. A partir del libro Acerca de la literatura, Mme de Staël podía considerarse como la rival de Chateaubriand, tanto por el talento como por las doctrinas. Sin embargo, Delfina no estaba en nada a la altura de Atala y de René. El escritor católico la superaba por el brillo de la imaginación, como su antagonista por la elevación del pensamiento. La hija del protestante Necker, la alumna de los brillantes salones del último siglo, todavía no había visto ni comprendido la naturaleza exterior: la sociedad era todo para ella.1 Italia le abrió los ojos. Un poder ensombrecido, que, al perseguir a Mme de Staël, también hizo de ella una fuerza, rindió a su talento el servicio del destierro. Ella partió entonces a su vez por su conquista de Europa. Aquí comienza el tercer periodo de su vida: en 1803 y 1804 visita por primera vez Alemania, a donde regresaría en 1808. Después va a Italia (1805). La naturaleza y el arte le son pues reveladas. Escribe Corina, su obra maestra, su epopeya, sus Mártires. “El Capitolio, el capítulo de Misène de Corina, es también el de Mme de Staël2”. Pero bajo esta radiante imagen, el corazón de Delfina late todavía. Las lágrimas corren aún bajo la corona de laurel, la gloria es para ella, se siente con encanto, “solo duelo resplandeciente de felicidad”. Sin embargo, un gran y nuevo dolor vino a golpearla: había perdido a su padre a quien ella amaba como Mme de Sévigné había amado a su hija. Esta desgracia le da aún más profundidad y ternura a su talento. Encontramos la consecuencia en el carácter de Lord Nelvil. Desde entonces, los sentimientos religiosos de Mme de Staël se someterán a una forma más positiva. El amor filial obra sobre ella como sobre Chateauriand. Necker había muerto cristiano, su hija quiso ser cristiana. La estadía en Alemania fue tan fecunda como la de Italia, pero los frutos que dieron difieren como sus suelos. Italia había inspirado un poema lleno de pensamiento; Alemania hizo nacer una obra filosófica, perfumada, eso sí, de entusiasmo y de poesía. Mme de Staël recogía todas las ideas, pero las asimilaba todas y las marcaba con el sello de su alma. Esta 1

Se sabe que en el exilio, cuando se le mostraba el lago Léman, ella escribía con arrepentimiento “¡Oh, el arroyo de la rue du Bac! — ¡Ah, mi querido Fauriel!, decía ella otro día, ¿tienes pues todavía el prejuicio del campo? 2 Samte-Beuve, Portraits et Caractères.

nueva conquista era tan difícil como bella: la literatura alemana era todavía un mundo desconocido para nosotros, más aún, un mundo desdeñado y burlesco. Voltaire se limitaba a desear a los alemanes más espíritu y menos consonantes. Mme de Staël toma una gloriosa iniciativa, se aventura a ser la primera en entrar a bosque hercínico, y no es solo la primera en entrar, sino que dibuja el plano con más exactitud que como lo hicieron los que entraron después de ella. “La mayor parte de las obras escritas en Francia sobre Alemania, dice todavía hoy en día un sabio crítico alemán1, permanecen muy por debajo de ese primer intento destinado a hacer conocer Alemania a los franceses.” Ya en sus obras precedentes, Mme de Staël había mostrado toda la fuerza de su espíritu. En Alemania, se eleva por encima de ella misma al separarse de los prejuicios franceses y al renunciar al punto de vista sensualista de la filosofía del siglo

XVIII.

Este podría ser el mayor servicio que este

generoso espíritu haya dado a Francia y a la filosofía. La esfera en la que vivían Goethe, Schiller, Kant et Hegel se abría a nuestros ojos. Si la autora no comprendía todavía a estos grandes hombres, al menos manifestó el deseo de conocerlos. Sus errores mismos son menos numerosos de los que podrían achacársele. El instinto de la verdad y la belleza en ella (es nuevamente un alemán quien da testimonio) suplía la imperfección necesaria de los conocimientos. La impresión general que dejaban las obras de Mme de Staël tiene algo de moral y de beneficioso. En ninguna parte se siente mejor la unión intima del bien y de la belleza. Este es uno de los efectos de la harmonía poderosa de este noble genio. Mme de Staël no predica la virtud, la inspira. Habla de literatura y uno se siente encendido de amor por Dios, por la patria y por el género humano. “Hacer una hermosa oda, dijo ella, es anhelar el heroísmo.” Qué otra nueva poética para los hombres de finales del siglo

XVIII

que palabras como las

que siguen: “Si osáramos, dijo ella, a dar consejos al genio, cuya naturaleza quiere ser la única guía, no serían consejos puramente literarios los que deberíamos darle. Habría que hablarles a los poetas como a los ciudadanos, como a los héroes. Habría que decirles: sean virtuosos, sean creyentes y libres, respeten lo que aman, busquen la inmortalidad en el amor

1

Dr Mager, Geschichte der franzoesischen National-Litteratur, t. II, p. 94.

y la divinidad en la naturaleza. En fin, santifiquen su alma como un templo, y el ángel de los pensamientos nobles no vacilará en aparecer.1 Chateaubrian apreció con una sinceridad que honra el desarrollo continuo de la gran escritora con la cual él solo podía rivalizar “No podríamos lamentar lo suficiente, dice él, el fin prematuro de Mme de Staël. Su talento crecía, su estilo se purificaba. A medida que la juventud pesaba menos en su vida, su pensamiento se liberaba de su atadura y más se inmortalizaba.2 Estos dos espíritus, tan dignos el uno del otro a pesar de sus disidencias, inauguran juntos el movimiento intelectual de nuestra época. El germen de las ideas más fecundas que la literatura haya desarrollado desde la Restauración parece que estaba ya contenido en sus obras. Por ellos, el siglo

XIX

planteó su programa, por ellos la poesía se liberó de las leyes

arbitrarias de la fórmula, por ellos comienza la insurrección contra la última autoridad de los siglos precedentes; pero con ellos también renacen, en la libertad de una nueva forma, los principios morales y religiosos que deben anteceder a la regeneración social. Los dos establecen, de manera más diversa que contraria, el espiritualismo, la ley del deber, la soberanía de la justicia y la razón. Los dos caracteres dominantes de estas eminentes inteligencias, por un lado la emoción religiosa y regeneradora, y por el otro la independencia literaria, pasan después de ellos a los más ilustres de sus sucesores, cuya misión no parece ser más que la de continuar su obra y de ejecutar los planes que ellos trazaron. Después de Chateaubrian y de Mme de Staël, hay que ubicar entre aquellos que, bajo el Imperio, fueron los iniciadores de una generación nueva, a un nombre menos brillante, pero venerable por varias razones: el de Pierre-Paul Royer-Collard, que consideramos aquí como filósofo.3 “En 1811, en medio de la más grande gloria y del más completo silencio de Francia, en una sala oscura del viejo colegio del Plessis, ante una cuarentena de jóvenes y de algunos apacibles aficionados, hizo su entrada al mundo la filosofía del espiritualismo y del deber, 1

Tomado de Alemania, 2da parte, capítulo X. Études historiques, prefacio. 3 1763-1846. 2

fundada bajo la actividad espontánea del alma, su conformidad con la verdad y con la justicia divina, y su poder interno para abarcarlas y satisfacerlas… “El maestro que llegaba a anunciar esta antigua novedad era un hombre de edad madura, poco conocido entonces, pero imponente en el aspecto y en el lenguaje1. Después de haber figurado en los rangos medios de la Revolución, con la que había compartido los primeros votos de reforma y de libertad, después de haberse involucrado con valentía en los peligros de la administración municipal de Bailly…durante los años de retiro, había nutrido sus recuerdos y elevado su pensamiento con el estudio exclusivo de los más escasos genios: Platón, Tucídides, Tácito, Milton, Descartes, Bossuet y Pascal. De espíritu superior y difícil, descontento con su siglo y apenas satisfecho de sí mismo, se ocupó solo de los grandes modelos del arte de pensar, y solo gustó de la filosofía de origen y principio más importante, ya fuera en la inspiración de los más inmortales pensadores o en los análisis metódicos que de esta habían dado Th. Reid y Dugald Stewart en nuestros días, con esa rectitud moral y ese sentido común cuyo genio es tan digno de comentar2”. La enseñanza de Royer-Collard a la Facultad de Letras de París no duró sino dos años y medio, pero dejó en ella una huella imborrable. El profesor se centró en el estudio de un solo tema: el origen de las ideas. Era este, por el momento, el punto decisivo. Si la sensación estaba convencida de la impotencia de explicar todas nuestras ideas, si la observación venía a mostrar, por un lado la actividad libre y espontánea del alma, y por el otro la presencia en nuestro entendimiento de las nociones de duración necesaria, de causa, de substancias, etc, estas venían del sistema de Locke y de Condillac. Francia entraría por fin en la carrera tan gloriosa abierta por Descartes, por Malebranche y por Leibnitz. Los trabajos del venerable profesor recogían dos temas bien claros: “el análisis del hecho de la percepción, la historia y la crítica de las opiniones de los filósofos modernos sobre este hecho. Dos métodos precedían en estas dos investigaciones: el uno que puede y debe ser aplicado al estudio de todo hecho humano, y el otro que puede y debe estar a dispuesto a la crítica de toda doctrina filosófica; en resumen, un método científico y un método histórico. Es en estos dos métodos consecuentes el uno con el otro en donde está todo el 1

Antes de Royer-Collard, Maine de Biran (1766-1824) había comenzado en Francia la reacción espiritualista. De él decía el ilustre profesor: “es nuestro maestro de todos” — Solo dejó manuscritos y fragmentos. 2 Villemain, Revue des Deux-Mondes, 1ro de mayo de 1854.

espíritu de la filosofía de M. Royer-Collard. Es por estos dos métodos que su enseñanza ha creado una escuela y un movimiento que le sobrevivirá, y que esperamos tendrá grandes consecuencias.1

CAPÍTULO XLIV

LA RESTAURACIÓN; ALEMANIA E INGLATERRA.

El doble objetivo que persigue la literatura. — Escuelas clásicas y románticas en Alemania. — Goethe y Schiller; rasgos generales de la literatura alemana. —Movimiento romántico en Inglaterra; Walter Scott, los lakistas y Byron.

El doble objetivo que persigue la literatura

Es difícil, por no decir imposible, escribir la historia de una literatura contemporánea. ¿Cómo apreciar un movimiento de ideas que no ha terminado su evolución? ¿Cómo juzgar a hombres que, la mayoría, aún siguen vivos y cuyo talento quizás no ha dicho su última palabra? La crítica que pretende lanzarse encima de la polémica caprichosa de folletín, y anhela la gravedad de la historia, necesita que cierta distancia establezca la perspectiva y de a cada objeto su grandeza verdadera. Así pues, pedimos al lector que no espere de nosotros más que una revisión rápida de los nombres más célebres, una indicación somera del

1

Th. Jouffroy, OEuvres complètes de Th. Reid, con los Fragments de M. Royer-Collard et une Introduction de l’éditeur, t. III, p. 312.

espíritu general de la última época de nuestra literatura, y que nos indulte doblemente por un trabajo donde los errores son casi inevitables. Francia continúa bajo la Restauración el doble objetivo que creímos tener que asignar a los esfuerzos de nuestro siglo: por una parte, restablecer sobre bases nuevas los principios quebrantados por el siglo precedente, y por la otra, derrocar la última autoridad que hubiera podido huir de la emancipación general, la de las reglas de convención en literatura. Estos dos objetos de importancia tan desigual, que parecían aislados e independientes el uno del otro, por no decir contrarios, estaban, sin embargo, conectados por una estrecha lógica. La misma fuente debía hacer renacer una filosofía religiosa y una poesía, y de ella debían de surgir estos dos rayos; ahora bien, este principio común, es, en el siglo

XIX,

el culto de lo

verdadero en sí reconocido libremente e interpretado por la razón en la medida de sus fuerzas. Esta obra era la continuación y el desarrollo de la del siglo XVIII. Únicamente nuestra época afirmaba positivamente lo que la precedente había dicho en forma negativa. La una había rechazado toda doctrina transmitida sin evaluación, la otra aspiraba a la verdad reconocida y probada. Esta tendencia hacia lo cierto en sí se manifestó de una manera más o menos oscura en todos las clases de fenómenos de la sociedad que estudiamos. Se produjo en política en la escuela doctrinal, que proclama la soberanía de la razón y el derecho de la capacidad, abstracción hecha del nacimiento; en literatura, en la escuela romántica, cuya parte razonable profesa el culto universal de lo bello, sin consideración por los usos y los modelos del pasado; en filosofía, por la escuela ecléctica, consagrada a la búsqueda imparcial de la verdad en medio de las doctrinas de todos los sistemas. Esta misma tendencia, pervertida y mal comprendida, engendró los errores de los que hemos sido testigos: en política produjo el dogma de la soberanía arbitraria del nombre, sin consideración a la de la razón; en literatura, el culto ordinario a la realidad en detrimento de lo ideal; en filosofía, el panteísmo de la materia, en lugar de la adoración del Dios infinito.

El conflicto de estos errores con las verdades que comprenden, el choque de estas verdades contra el pasado que estas corrigen, han causado la fermentación tumultuosa que atormenta el periodo contemporáneo, y del que la literatura sola ha presentado demasiadas pruebas. Basta haber señalado la correspondencia lógica de los tres órdenes de hechos en los que domina el mismo principio; pero es solo en la literatura donde debemos buscar los desarrollos de este. Pensamos que la historia de las letras francesas deberá considerar los quince años de la Restauración como un periodo bello y fecundo. Ahora, se trata de que pueda igualarse a esas otras épocas de unidad y de harmonía, donde todas las fuerzas de una nación, donde todo el mundo social dirigido por un solo impulso atraiga las artes como una atmósfera brillante y apacible. Así habían sido en Francia los siglos

XXI

y el

XVII,

épocas de

organización lograda, etapas gloriosas donde se asentó el pensamiento. El siglo parecería más al

XVI,

XIX

se

salvo por todas las restricciones que encierran algunas analogías. Es

un siglo de actividad, de mezclas violentas, de agitaciones temibles. Desde el punto de vista de la poesía, hay discordancia entre la idea poderosa, pero confusa, y la forma aún indecisa que esta intenta encontrar. Es entonces cuando la expresión se aísla y busca vivir de su propia sustancia.; se forman entonces las pléyades que cultivan la lengua, la versificación por ellas mismas; se proclama, sin entenderla bien, la teoría de el arte por el arte; Ronsard quiere crear una poesía completamente nueva; Joachim du Bellay lanza manifiestos ambiciosos cuando propone abandonar la antigua elocuencia gala para lanzarse a la imitación de una literatura extranjera. En el siglo

XVI

como en el

XIX,

el resultado es el

mismo: crear una literatura que represente la sociedad contemporánea. El medio es parecido: arrancarle a la poesía las viejas costumbres. Solo, en el siglo

XVI,

se trataba de

romper con la edad media: los innovadores toman como modelo a Italia, con la antigüedad que esta había reconquistado. Hoy en día habría que repudiar las falsas imitaciones clásicas, los innovadores nos presentaron a Alemania, con la edad media que esta había conservado o rejuvenecido. A menudo, al cambiar de servidumbre es cuando se aprende de libertad. No hay que asustarse mucho por estos entusiasmos pasajeros que nos inspiran así artes que no son las nuestras. Todas estas modas brillan en la superficie, enriquecen, a veces disfrazan nuestras producciones, pero bajo ese lujo extranjero vive siempre inmortal el

antiguo espíritu francés. Marot renace después de Dubartas, es él quien brilla en la Sátira Menipea: se llama Durand, Passerat, Chrestien, a la espera de que se le llame Voltaire.

Escuelas clásica y romántica en Alemania

Un gran movimiento literario y filosófico había señalado en Alemania y en Inglaterra el fin del siglo XVIII y el comienzo del siglo XIX. Bajo el Imperio, ya Mme de Staël había llamado de este lado la atención de Francia: los sucesos políticos que llevaron a la Restauración, la estadía de los ejércitos enemigos de este lado del Rhin y de la Mancha, introdujeron en nosotros las literaturas del norte. La moda interviene: los libros de Berlín y de Londres fueron acogidos con vivacidad en algunos salones de París, y estos salones eran los de los vencedores. El espíritu de partido favoreció esta vez una idea útil y justa. Permítanos detenernos unos instantes a bosquejar la característica de esta invasión literaria que ejerció una influencia tan decisiva sobre la mayoría de nuestros escritores. La primera mitad del siglo XIX en Alemania había sido toda francesa: el brillo de Luis XIV y de sus poetas había fascinado a Europa. Las pequeñas cortes germanas se esforzaban en imitar lo mejor posible el esplendor del gran rey, pero lo imitaban sin gusto y con la exageración de una media barbarie que pretendía parecer elegante. Los jardines de Versalles se reproducían en Munich y en Dresde, los bosques se organizaban en forma de tableros de ajedrez, los pinos del norte eran transformados en jarrones antiguos. En sus fiestas, el elector de Sajonia, Federico Augusto, usaba él mismo, y daba a su corte, vestidos y roles mitológicos. Allí, como en los ballets de Versalles, se podía ver a Venus, Apolo y a las Hamadríades. Los refugiados franceses, desterrados por la revocatoria del edicto de Nantes, aumentaron la influencia de las costumbres francesas. Federico el Grande fue educado por un francés, su reino fue el de Voltaire, y su gusto francés. Tuvo una academia francesa en Berlín, la lengua y la literatura nacionales eran menospreciadas de igual forma. En estas circunstancias, la poesía alemana creyó no tener nada mejor que hacer que ser tan francesa como pudiera. Gottsched, como poeta y como crítico, fue el jefe y dictador de esta escuela. Sin imaginación, dotado de una triste fecundidad, limitó su gloria a imitar con poca

gracia nuestras obras maestras y a establecer las formas exteriores de nuestras composiciones como las leyes esenciales e inviolables del gusto. Pero el genio alemán estaba dotado de una originalidad muy vivaz como para desaparecer así bajo los caprichos de una moda extranjera. Las relaciones políticas aceleraron su despertar: la fatal Guerra de los siete años alejó a Prusia de Francia y la acercó a Inglaterra, con la cual su viejo espíritu teutónico había conservado secretos de simpatía. No fue en vano que la voz poderosa de Shakespeare, las sombrías y empáticas quejas de Young, e incluso las nublosas poesías del falso Ossian llegaron a evocar el sentimiento profundo y soñador de las razas del norte. Entonces reaparecieron, en preciosas pero incorrectas ediciones, los cantos de los Minnesinger, esos trovadores alemanes del siglo XIII, y el viejo poema de caballería de Perceval repetido antaño en Alemania por Wolfram d’Eschenbach. El hombre que devolvió a la vieja Alemania a sí misma fue el suizo Bodmer, profesor en Zurich y adversario declarado de Gottsched. Había construido un chalé simple y rústico al pie de los Alpes donde se reunía una sociedad de jóvenes con un gran porvenir. Fue en la modesta Ferney del patriarca de las letras germánicas donde se encontraron Haller, poeta y sabio de primero orden, cuya capacidad universal hacía ya honor a Suiza, su patria; el joven Klopstock, que meditaba su dulce y sublime, pero poco fatigante La Mesiada, y Wieland, la antítesis viviente de Klopstock, el Voltaire alemán, hasta donde un alemán puede llegar a ser Voltaire. Allí se leía juntos a los poetas ingleses: Weiland se preparaba para traducir Shakespeare; Bodmer llevaba al alemán el Paraíso perdido de Milton, publicaba, en compañía de Breitinger y sus jóvenes amigos, una hoja periódica análoga al Spectateur de Addison, llamada Le Peintre de moeurs, y batía en brecha la fortificación de Gottsched, quien también respondía con un periódico. Los debates se animaban entre las dos escuelas, los espíritus se apasionaban y las cuestiones literarias preocupaban vivamente al público. Un poderoso ayudante hizo triunfar la causa que apoyaba Bodmer. Lessing fue en este sentido el Diderot de Alemania: como el escritor francés, él quería prohibir en el teatro cualquier pompa ambiciosa, pero también quería prohibir al mismo tiempo el ideal, y cae entonces en la afectación de lo natural, la peor de las afectaciones. La mayoría de sus piezas son solo son la reproducción de cosas reales, la atestación de la naturaleza en lugar de ser el tablero vivo y expresivo. No obstante, su Dramaturgia contiene una multitud de visiones

originales, aunque no siempre justas, y cuando, al elevarse al principio mismo de la imitación, traza decididamente el papel de la poesía en oposición al de la pintura en su admirable Laocoonte, arranca un grito de admiración a toda la joven Alemania. “Con qué júbilo, dice Goethe, saludamos ese rayo luminoso que un pensador de primer orden hizo surgir de golpe del seno de las nubes. Hay que tener todo el fuego de la juventud para representarse el efecto que produce en nosotros el Laocoonte de Lessing”. Al mismo tiempo un hombre, cuyo nombre es imperecedero como el del arte, asestó el ataque mortal al falso gusto de la antigüedad al iluminar lo verdadero. Wencklemann interrogaba las obras del cincel griego con una inteligencia llena de amor e introducía a sus compatriotas a la poesía por medio del sentimiento de la escultura. ¡Qué entusiasmo por la belleza clásica! ¡Qué adoración a la forma! ¡Qué fervor de paganismo en esas bellas páginas donde comenta también el admirable grupo de Laocoonte o la obra de arte más pura aún del Apolo de Belvédère! La escuela de Gottsched era vencida sobre su propio terreno. Alemania era más clásica que los pálidos imitadores de Francia.

Goethe y Schiller, rasgos generales de la literatura alemana La literatura alemana presenta este espectáculo, menos escaso de lo que pensamos, en una nación donde la crítica precede y da a luz al genio. Los hombres ilustres de los que hemos hablado habían sido la vanguardia del gran ejército alemán: Schiller y Goethe fueron por sí mismos el cuerpo de batalla. Con ellos, la poesía alemana se muestra en su perfección y realiza completamente el ideal que le había trazado por anticipado su larga crítica. Aquí, todo precepto artificial, toda ley de convención es revocada: estos protestantes poéticos destrozaron por siempre el yugo de la tradición, pero esto no haría que el genio no tuviera sin ley. Cada obra lleva en ella misma las leyes orgánicas de su desarrollo, son, como lo dijo Montesquieu sobre las reglas en general “las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas”. Si, por ejemplo, se ríen del famoso precepto de las tres unidades, es que escavan aún más en la profundidad de la raíz de las cosas para capturar el principio verdadero del que nació este precepto. “No hemos comprendido nada, dice Goethe sobre el fundamento de esta ley. La ley de la unidad (das Fassliche) es el principio, y las tres leyes unidas no valen hasta que no la alcancen. Cuando se convierten en un obstáculo para la

unidad, es absurdo quererlas cumplir. Los mismos griegos, de quienes viene esta regla, no siempre la siguieron. En el Faetón de Eurípides y en otras obras había cambios de lugar. Preferían más exponer perfectamente su tema que respetar ciegamente una ley poco esencial en sí misma. Las piezas de Shakespeare pecan tanto como es posible contra la unidad de tiempo y lugar, pero están llenas de unidad; nada es más fácil de agarrar, de abarcar, y es por ello que estas incluso habrían contado con el favor de los griegos. Los poetas franceses buscaron obedecer exactamente la ley de las tres unidades, pero pecan en contra de la ley de la unidad pues no exponen un tema dramático en un drama, sino en un relato1. Así pues, la creación poética es libre pero responsable. Inmediatamente, como si la fecundidad fuera la recompensa de la precisión, el teatro alemán se llena de personajes verdaderos y vivos. La escena se alarga bajo ellos para que se desarrollen cómodamente. La historia, con sus grandes proporciones y terribles enseñanzas, puede desde ahora tomar su lugar. Encuentro allí la Guerra de los treinta años en sus más impresionantes figuras (Wallenstein): oigo el tumulto de los campos, el desorden de un ejército fanático e indisciplinado, he ahí a los campesinos, a los reclutas, a los vivanderos y a los soldados. La ilusión está en lo más alto, el entusiasmo revienta entre los espectadores. Allá está la vida feudal en toda su independencia heroica y salvaje: admiro el viejo Goetz à la main de fer, últimos restos de una época que muere al morir él mismo en su castillo en ruinas. Veo perecer la libertad de los Países Bajos en el cadalso de Egmont, escucho el borboteo sordo de toda la gente que ruge, amenaza y tiembla. Aquí está el canto de los montañeses de Suiza (Guillermo Tell), he aquí el bello lago de los Cuatro Cantones y sus peñascos salvajes, asilo de una probidad austera y patriótica. La libertad renace sin énfasis, sin lugares comunes, y, por un arte infinito, el héroe del drama es una nación. La vida moral rencontró su lugar en el teatro, aquí los hombres no son más de una sola pieza, decididamente buenos o malos según las exigencias, de una acción de veinticuatro horas. Son inconsecuentes sobre la escena como en la vida, dudan, se emocionan y se contradicen. El tiempo es un elemento es un elemento esencial de la veracidad dramática, la acción, al no ser ya una obligación para economizar sórdidamente las horas, se detiene a veces, como en los griegos, para dar el gusto de disfrutar una situación. Algunos momentos líricos, 1

Eckermann’s Gesprache mit Goethe. B. I, S. 201.

como calderones hábilmente puestos, hacen oír al espectador la música del alma y aplazan los disfrutes de la curiosidad en bien de los del sentimiento. En efecto, este nuevo, o más bien renovado, drama que parece dar todo a lo natural, concuerda más con el ideal. Como lo dijo un hábil crítico1, los detalles, que son la verdad de la historia, son también la poesía. Aquí, la escuela alemana profesa un principio del más alto alcance, y que parece prestado de las meditaciones más profundas de sus filósofos: el de la belleza universal de la vida, de la identidad de lo bello con el ser. “Nuestras estéticas, dice Goethe, hablan mucho de temas poéticos o antipoéticos, al final, no hay tema que no tenga su poesía. Es el poeta quien en ellos la sabe encontrar.” Este gran hombre, incapaz de una parcialidad estricta, reconoce el mérito de la razón, que constituye el fondo de la poesía francesa: él la propone como modelo a sus compatriotas, sin embargo, reserva los derechos imprescriptibles de la imaginación. Los franceses no piensan para nada, dice él, que la fantasía tiene sus propias leyes en las que la razón no tiene nada que ver. El dominio de la imaginación sería muy limitado si solo pudiera traer a la vida las cosas que serán siempre problemáticas para la razón2”. Schiller y Goethe se reparten este imperio de la nueva poesía y representan majestuosamente los dos principales poderes: el uno, el lírico y apasionado, esparce su alma sobre todos los objetos que toca. En él, toda composición, oda o drama, es siempre una de sus nobles ideas que prestan del mundo exterior su forma y sus ornamentos. Schiller es poeta sobre todo por el corazón, por la fuerza con la cual se lanza y arrastra al lector; Goethe es sobre todo épico, pinta sin dudas las pasiones con una verdad admirable, pero las domina. Como el dios de los mares en Virgilio, él levanta por encima de las olas irritadas su frente calmada y sublime. La personalidad de Goethe es tan vasta que no se ven sus fronteras, él recoge todas las formas de la vida y parece confundirse con ellas. Una por una, Goethe se vuelve contemporáneo a todas las edades, resucita con alegría la fatalidad de las tragedias griegas o la brillante belleza de Helena, así como el entusiasmo guerrero y los terrores devotos de la edad media. Goethe deja pasar su alma sucesivamente por todas las transformaciones, cada una de sus obras es una nueva ojeada a la historia y al mundo, es una tienda bajo la cual el poeta ha pasado una noche. Solo Fausto, esta obra tan grande, tan 1 2

M. Villemain, Tableau du dix-huitième siècle. Eckermann, Gespraeche, B. I, S. 366.

compleja, tan incomprensible en su totalidad y tan admirable en sus detalles, es el trabajo de toda su vida: es el cuadro completo de su pensamiento. Goethe ama la naturaleza más aún que a la historia, él la contempla con respeto, con pasión; la estudia no como poeta, sino casi como adorador1. Quiere saberlo todo, conocer todo acerca de todo lo que tiene relación con las ciencias físicas, pero no por curiosidad sino por amor. Un panteísmo ardiente, un sentimiento de la vida universal parece formar el fondo de su creencia. Es él quien, al mirar el lago de Lucerna, concibe el tema de Guillermo Tell; es él quien recoge para Schiller y le trasmite fielmente todos los colores locales que, en esta tragedia, contrastan de una manera tan impresionante con el hacer habitual del poeta de Marbach2. Sin embargo, esta pasión por la naturaleza, tan preciosa en un poeta, lleva consigo un gran peligro. Goethe parece haber contado su propio destino en su balada del Pescador: un pobre hombre se sienta en la orilla de un río una tarde de verano y, mientras lanza su anzuelo, contempla el agua clara y límpida que viene a bañarle dulcemente sus pies desnudos. La ninfa de dicho río lo invita a sumergirse, le describe las delicias de la ola durante el calor, el placer que el sol encuentra al refrescarse en el mar, la calma de la luna cuando sus rayos se posan y se duermen en el seno del oleaje. En fin, el pescador, atraído, seducido y arrastrado avanza hacia la ninfa y desaparece para siempre3. Goethe también fue seducido y absorbido por la contemplación de la naturaleza. El hombre desaparece a veces en la fría imparcialidad del contemplador. El mismísimo imprudente suspira por estas alegrías ingenuas del alma que él intercambió, como el doctor Fausto, por las más grandes intuiciones del pensamiento "¡Oh naturaleza, se lamenta él, que solo sea un hombre en tu presencia, que no sea nada más que un hombre! Por eso valdría pues la pena existir" Es el Moisés de M. Alfred de Vingy: Por desgracia soy, señor, poderoso y solitario deja que me duerma del sueño de la tierra

1

Eckermann, Gespraeche, B. I, S. 305. “Schiller no tenía el ojo para capturar la naturaleza. Fui yo quien encontré lo que hay de local y de suizo en su T. Ll. (habe ichihm alles erzoehlt). Sin embargo, tenía un espíritu tan maravilloso que, incluso a partir de un relato, podía hacer algo que tuviera su realidad” Eckermann, Gespraeche, B. I, S. 305. 3 Balada IV, del Pescador, — Staël, Alemania, chap. XIII. 2

Su amor por la forma, por la belleza plástica, lo acompaña hasta su último suspiro. Su última palabra fue para pedir que dejaran entrar la luz: Dass mehr Licht hereinkomme! Veintisiete años antes, Schiller murió también pronunciando palabras expresivas. Al preguntarle sus amigos cómo se encontraba, este respondió "Cada vez mejor, cada vez más tranquilo". Estos dos ilustres amigos dieron desde lejos a Francia un ejemplo grande que se había vuelto extraño: la poesía en ellos no era un rol, mucho menos una oficio: la poesía era en ellos la disposición seria y profunda de sus almas que se iría junto con sus vidas. De estas dos influencias, la que habría de actuar en la literatura francesa con más energía fue, naturalmente, la de Schiller. Los franceses no se olvidan fácilmente de ellos en sus obras; a menudo marcan sus escritos con el sello de su persona. Aparentemente, esta también prevaleció en Alemania. Goethe pareció haber pronunciado la sentencia de la mayoría de nuestros poetas contemporáneos cuando decía de los suyos "lo que le falta a la mayor parte de nuestros jóvenes poetas es su disposición. Su estado personal (subjectivitat) no tiene nada notable, y no saben encontrar en el mundo exterior (im Objectiven) la materia de sus cantos. A lo máximo encuentran una que les parece, pero que escogen un tema por sí mismo y a causa de sus cualidades poéticas, cuando incluso puede no ser la expresión de su manera de ser personal, es en lo que ni siquiera hay que pensar.1" Lord Byron, al hablar de esta crítica, es todavía de la escuela de Schiller, pero le es superior por el conocimiento del mundo. En cuanto a Goethe, tuvo más admiradores que discípulos verdaderos. Entre nosotros, el hombre que nos parece, sin alcanzar su admirable universalidad, reproducir en la poesía lírica algo de su amor por la forma, por la belleza, es un poeta por el cual Goethe mismo profesaba la más alta estima: M. Víctor Hugo. Si buscamos en Alemania algo diferente a una de las principales fuentes del corriente de ideas que vino pronto invadió a Francia, deberíamos detenernos durante mucho tiempo en las obras verdaderamente célebres. No sería suficiente con nombrar, como lo hacemos acá, la joven pléyade de poetas de Goettingue, discípulos y adoradores del genio de Klopstock, para quien, en el lugar de sus reuniones, conservaban un asiento de honor. Uno de ellos, Bürguer, se volvió popular incluso entre nosotros por sus Baldas llenas de un maravilloso terrible. Hoffmann lo es más aún por sus Cuentos fantásticos, y Musaeus por sus Leyendas. 1

Eckermann, Gespraeche, B. I, S. 169.

El trágico Werner dio a sus personajes toda la inmaterialidad vaporosa de los sueños. Estas obras contribuyeron a llevar fuera de los límites de lo real la hasta entonces tan sobria imaginación de nuestros poetas. Los hermanos Schlegel pretendieron renovar el imperio de la crítica y, para destruir nuestros prejuicios franceses, lanzaron contra nosotros bastantes prejuicios germánicos. Al menos nos hicieron del favor de hacernos reflexionar sobre nuestras admiraciones. Nada hace pensar más, como bien lo dijo Goethe, que una obra hecha por un hombre talentoso con quien no compartimos las opiniones. Tieck, uno de los adeptos de su escuela, poeta y novelista fecundo, crítico admirable, fue el historiador, el pintor, el renovador de la edad media y contribuyó mucho a esparcir el amor y la inteligencia de esta época poética. En otro género, estamos también en deuda con Herder, uno de los espíritus más originales de Alemania, hombre de saber inmenso, quien fuera al mismo tiempo filósofo, historiador, teólogo, filólogo, crítico, anticuario, poeta y traductor. No se puede dudar que, a pesar de todos sus defectos, sus Ideas sobre la filosofía de la historia ejercieron gran influencia sobre nosotros. Por último Niebuhr, renovador con inmensa erudición de los ataques ya emprendidos contra la fe ciega a la historia tradicional de Roma, suscitó una gran revolución en el dominio de la ciencia, y abrió a la historia conjetural, de la cual es fundador, una carrera que no terminará. Si ahora, al elevarnos por encima de los detalles que apenas tratamos someramente, buscamos resumir en algunas palabras las características dominantes de la literatura alemana, encontramos que esta reproduce la fisionomía del pueblo que la creó. Como él, esta ama separar el pensamiento de la acción, se refugia en el dominio de las ideas y renuncia con gusto al gobierno de las cosas para conquistar la libertad de la meditación, de allí su audacia y su grandeza, de ahí esa ausencia del contrapeso salvador de la realidad. La acción irrita a las opiniones, la meditación las calma, de allí esa gran imparcialidad del genio alemán que no excluye nada, pero busca reconciliar todos los contrastes en el seno de los más vastos sistemas. Los hombres se acercan para actuar y se alejan para pensar. Los alemanes tienen poco del espíritu y del gusto de la sociedad. Su tacto es menos delicado, temen menos el ridículo, sus escritos tienen más originalidad e independencia, alcanzan verdades más altas y caen más a menudo en el error. Cuando marchamos todos juntos, no vamos ni rápido ni lejos, pero cuando marchamos solos tenemos más riesgo de perdernos. El divorcio entre el pensamiento y la vida real deja a esta toda su cordialidad ingenua y a

veces vulgar, de allí la ingenuidad nacional, esa franqueza un poco ruda, pero siempre sincera. De ahí ese apego a los viejos recuerdos de la patria, a la edad media que de esta es cuna y que amamos con el corazón aun cuando la razón la repele. Alemania es religiosa, pero mística. Admite la fe, pero a condición de que esta no disturbe su sola y querida libertad: sigue siendo la patria de Lutero. Órgano de todos estos contrastes, la literatura alemana es a la vez soñadora y apasionada, sublime y burguesa, sabiamente ingenua y laboriosamente popular. Con toda la savia de la literatura de Atenas, no tiene su simplicidad: se parece más bien a la de Alejandría. Puede que no sea uno de esos rasgos que sea contrario a los de Francia, es como decir de antemano que la tentativa de aclimatan en nosotros esta planta del norte debió fracasar en gran parte. Sin embargo, ella podía, y debía necesariamente — y esto es un servicio inmenso — producir en nuestra literatura una sacudida a los viejos prejuicios, e invitarnos, por medio de la emulación, a volver a ser verdaderamente franceses como nuestros vecinos habían vuelto a ser alemanes. De hecho, Alemania nos motivó a liberarnos del yugo de la fórmula, de la regla vana establecida por el uso y que no tiene ningún fundamento en la razón. Ahora bien, es esta, lo hemos dicho, la meta a donde parecen dirigirse todas las fuerzas vivas de nuestro siglo.

El movimiento romántico en Inglaterra: Walter Scott, los lakistas y Byron. Antes de invadir a Francia, Alemana hace que Inglaterra se adhiera a ella y la siga. A ver la resurrección del genio germánico, Gran Bretaña sintió el brío de su vieja sangre sajona adormecida hacía mucho tiempo en sus venas. Recuerda el gran siglo de Isabel, vuelve a adorar a su Shakespeare, a releer sus viejas baladas, actualizadas por el obispo Percy. Walter Scott, el poeta nacional de Escocia, fue también el poeta de la edad media, el último de los juglares. Como poeta hizo revivir La lanza y el escudo, la bufanda y la cimera, El hada y el gigante, el enano y el escudero1 1

“Shield and lance, and brand, and plume, and scarf, Fay, giant, dragon, squire, and dwarf”

Como prosista crea la novela histórica, enseña el encanto que la pintura de los eventos y las costumbres del pasado podía dar a las combinaciones usadas de la ficción novelesca, a la pintura abstracta y general de las pasiones y del carácter. De todos las funciones de la poesía moderna, Walter Scott eligió la más brillante, la más popular, la, tal vez, menos difícil, si es que alguna vez fue fácil tener genio. Este fue el pasado que él trajo a un siglo curioso del pasado e inquieto por un porvenir misterioso: calma las angustias del corazón con sus muy interesantes relatos. Por lo demás, él no se eleva hacia las altas regiones del pensamiento, nunca excita de entusiasmo ni nos estremece por lo patético. Walter Scott escribe para la masa del público que se abstiene sabiamente de toda pasión excepcional, de todo sentimiento que a la mayoría de los hombres podría resultarle extraño. Se satisface con inspirar a sus lectores las afecciones que sufre naturalmente un hombre bueno, valiente y generoso en las circunstancias ordinarias de la vida, Walter Scott no intenta ni siquiera provocar en ellos esa exaltación que desprecia las cosas del mundo, ni esa profunda sensibilidad que desencanta de los placeres. Ese impulso hacia el ideal que daba a la musa alemana tanto poder y encanto, se encontraba en Inglaterra en la escuela de los lagos (lakists)1, con Wordsworth, Coleridge, Southey y Wilson. Coleridge había frecuentado las universidades alemanes. En Inglaterra era considerado como el único que entendía perfectamente a Kant y a Fichte. Había traducido varias piezas de Schiller. Wordsworth parecía realizar la idea de que a la imaginación le gusta cuidarse del poeta inspirado. Él consideraba a la poesía como una religión, una especia de platonismo cristiano fundado en la harmonía moral del universo. Para él y para sus colegas, toda la naturaleza estaba viva, el océano tenía un alma que les hablaba secretamente a la de ellos. “La estrepitosa catarata los perseguía como una pasión, el peñasco alto, la montaña, el bosque sombrío y profundo, sus colores y sus formas eran para ellos un deseo, un sentimiento y un amor2”. A esta inspiración panteística, que era la de 1

Denominada así porque los principales poetas que la componían habían vivido en los lagos de Westmoreland y de Cumberland. 2 “The sounding cataract Haunted me like a passion, the tall rock The mountain, and the deep and gloomy wood, Their colours and their forms, were then to me An appetite, a feeling and a love” Wordsworth, Tintern Abbey

Goethe y que encontramos tan a menudo en los poetas contemporáneos franceses, se agrega los lakists, como consecuencia natural, cierta afectación de simplicidad en la escogencia de los temas. Para ellos, como para el poeta alemán, este tema no está fuera de la poesía. Los héroes que pregonan y las circunstancias donde los ubican no tienen nada que se aleje de la clase más común. Buscan en la expresión de los matices más familiares y huyen con cuidado de la fraseología renombrada de la poesía. Si algo falta en la escuela de los lagos, es la energía en la pasión, la nitidez y precisión en las descripciones. Los lakistas son poetas pasivos, ecos melodiosos de la naturaleza que repiten sin actuar sobre ella. Todo lo contrario es el carácter de Byron. Es poeta sobre todo por sus emociones personales, pero estas emociones son las de todo un siglo. Si el día en que las personas destruyen es un día de imprudente confianza y de funesta ebriedad, el día siguiente es un día de tristeza y de pavor, cuando, al posar los ojos sobre las creencias y las instituciones de sus padres, no perciben más que ruinas y, más allá, un vacío terrible. Entonces, parecidos a esos muertos que Juan-Paul despierta de sus tumbas y que buscan en vano al Cristo en un cielo desierto, el pueblo, privado de su fe, se repliegan sobre ellos mismos con una oscura desesperanza. Piden al universo ese dios que perdieron, lo buscan con dolor en la naturaleza impasible que animan con su propia vida y que calientan con su amor. Tal era el estado general de los espíritus para finales del siglo XVIII y principios de nuestro siglo. Schiller, en sus Bandidos y Goethe, sobre todo en su Werther, fueron un día esos espíritus de expresión poderosa. Goethe, el artista filósofo que tiene consciencia de todo lo que hace, nos declara él mismo que “Werther fue una chispa lanzada sobre una mina fuertemente cargada, que era la expresión del malestar general. La explosión fue pues, rápida y terrible.” Pero estos dos grandes poetas no hicieron más que atravesar la región de las tempestades y se elevaron pronto al templo sereno de la prudencia. Ellos se volvieron, como dijo Schiller al morir mucho mejor, mucho más tranquilos. Byron permaneció y murió en la tempestad, ese fue su elemento. En todos los temas, bajo veinte nombres diversos, bajo los rasgos de ChildeHarold, del Corsaire, de Lara, de Manfred, es siempre él mismo, siempre el mismo sufrimiento el que nos presenta. Toda su obra parece uno de esos dramas primitivos de Esquilo, que no son sino la expresión de una sola idea, de un solo sentimiento y de una sola situación y que sin embargo embriagan el alma con una emoción siempre creciente, que nos

retiene impresionados de estupor, a la vista de esas formas majestuosas, de esas proporciones gigantescas que el poeta sabe prestar de la naturaleza humana. Es Prometeo sobre el Cáucaso, sangrando y encadenado, inmóvil pero terrible. La vacuidad del alma, el tormento de una vida sin objetivo, de una actividad sin objeto. Tal era la enfermedad de la época. Byron tuvo, en su espíritu y su corazón, los mismos sufrimientos. De las emociones generales de sus contemporáneos, su destino había hecho para él emociones personales. Para que él sintiera mejor ese vacío del espíritu, el destino le había dado una gran inteligencia; para que sufriera más de ese vacío del corazón, el destino le había dado un corazón amante. Así, como por encargo y por un juego cruel, arrancando la verdad a esta inteligencia, elevando todo objeto digno a ese corazón apasionado, el destino lo había condenado a rodar eternamente sobre él mismo, a nutrirse de su propia substancia, a ser así la imagen más verdadera y más desafortunada de ese siglo que él debía representar. Así, la impiedad y la ironía de Byron tienen un carácter muy diferente de las de nuestros enciclopedistas. Estas dejan filtrar una emoción viva y dolorosa, una inspiración poética hacia una verdad desconocida, pero adorada. Byron, incrédulo de pensamiento, es profundamente religioso por el corazón. Acabamos de reconocer, sin entrar todavía a Francia, los principales personajes de la literatura francesa bajo la Restauración. Podemos resumirlos en algunas palabras: insurrección contra las leyes arbitrarias y a veces legitimas de la poética; el deseo doloroso de una creencia; el regreso a la edad media, época de la fe antigua; el amor apasionado por la naturaleza, donde algunos esperan encontrar una nueva fe. Es en Francia donde ahora vamos a estudiar las mismas tendencias.

CAPÍTULO XLV RENACIMIENTO DE LA POESÍA Espíritu literario de la Restauración. — La musa francesa; la oposición. — Primeras odas de Víctor Hugo; de Lamartine. — Casimir Delavigne; Béranger.

Espíritu literario de la Restauración Los primeros años de la Restauración fueron tan poco favorables para la literatura como lo había sido la época imperial. Los intereses políticos y el establecimiento de un régimen constitucional absorbían todas las fuerzas de los intelectuales. Nada parecía presagiar a la poesía una regeneración próxima. Los partidos políticos, aislados de todo el resto, solo se entendían en su apego supersticioso a las formas literarias antiguas. Los realistas veían en ellas una autoridad, una tradición, la literatura de Luis

XIV

les parecía un complemento de

su monarquía. Los liberales se apegaban a estas en recuerdo de Voltaire. Amaban el instrumento de su victoria y la garantía de libertad en esta literatura. Sin embargo las circunstancias, más fuertes que los prejuicios, preparaban un cambio en las letras. Los grandes escritores de los que hablamos dos capítulos atrás, Chateaubriand y Mme de Staël, continuaban su gloriosa carrera. Perseguidos por Napoleón, su talento parecía triunfar mientras este caía. Los salones elegantes les perdonaban fácilmente sus herejías literarias en favor de sus tendencias religiosas y de su hostilidad ante el usurpador. La piedad era en algunos una necesidad, en muchos una moda. Por reacción política, nos hicimos católicos bajo la restauración de Luis

XVIII,

así como los ingleses se hicieron

libertinos bajo la de Carlos II. La monarquía legítima buscaba derechos en el pasado, la literatura encontró inspiración allí. Los estudios históricos despertaron. La edad media fue objeto de un nuevo culto, que tuvo incluso más de una vez su superstición y sus defectos. Se construyen casas de campo y muebles góticos. Marchangy creía seguir el camino de Chateaubriand al escribir La Galia Poética y Tristán el viajero. El vizconde de Arlincourt comenzaba a componer novelas históricas con un estilo que, gracias a Dios, solo le pertenecía a él.

La musa francesa: la oposición “Pronto se formó, en los saloncitos de la aristocracia, una pequeña sociedad de élite, una especie de Hôtel de Rambouillet¸ que adoraba el arte a puerta cerrada, que buscaba en la poesía un privilegio de más, que soñaba con una caballería dorada, con una hermosa edad media de castellanos, de pajes y madrinas, con un cristianismo de capillas y de anacoretas1.” Este elegante grupo comenzó por consagrarse al estado del público: “Ahora, decía uno de sus más brillantes escritores, la popularidad ya no se distribuye por el populacho, sino que viene de la única fuente que puede imprimirle un carácter de inmortalidad y de universalidad, del voto de ese pequeño número de mentes delicadas que representan moralmente a los pueblo civilizados2.” Las literaturas extranjeras encontraban en esta sociedad la acogida más favorable. Allí Walter Scott gustaba particularmente. Además de la admiración legítima que debía inspirar un gran talento, se sentía una simpatía secreta por las opiniones del escritor tory. “Nos gusta encontrar en él, agregaba el joven crítico3, a nuestros ancestros con sus prejuicios, a menudo tan nobles y salvadores, con sus bellos penachos y sus buenas armaduras.” La recopilación periódica llamada La musa francesa sirvió de centro y de tribuna a ese pequeño mundo literario. Allí, toda obra en verso tenía asegurada una recepción entusiasta, siempre que fuera escrita por una mano amiga, pero, sobre todo, se tenía debilidad por la poesía sentimental. André Chénier había hecho el joven enfermo4, su obra maestra: se toma esa vena y, sucesivamente se hace la joven enferma, la hermana enferma, la jovencita enferma, la madre moribunda, etc. La crítica condescendiente encuentra que estas elegías diversas “a pesar de la uniformidad aparente del tema, no tienen más parecido entre ellas que el talento5” Sin embargo, al final La musa misma se enfada, por muy musa que fuera, cuando ve llegar El niño enfermo. Esta afirma que “a partir de ese día, la explotación de las agonías le quedaba prohibida por mucho tiempo al comercio poético.” Una de sus críticos se atreve incluso a incitar “la clausura definitiva de todas las poesías farmacéuticas, la 1

M. Sainte-Beuve describió de manera encantadora ese primer cenáculo de 1824, en uno de sus artículos sobre Víctor Hugo. 2 V. Hugo, en La musa francesa, t. I, p. 33. (no tenía sino veinte años.) 3 La musa francesa, t. I, p. 31. 4 N.T: si bien los nombres de estas obras no tienen una traducción establecida en español, se ha propuesto su traducción pues es necesaria para la comprensión del pasaje. 5 La musa francesa, t. I, p. 348.

publicación de una elegía titulada L’oncle á la mode de Bretagne en pleine convalescence1.” No obstante, muchas obras publicadas en La musa francesa están ya firmadas por nombres ilustres. Allí se pude encontrar por ejemplo a V. Hugo, Alfred de Vingy, Émile Deschamps; “incluso las mujeres a quienes los hombres perdonaron su gloria (Mme DesboirdesValmore, Mme Tastu, Mme Sophie Gay) y jóvenes Corinas, agrega el galante prólogo, que necesitan ya del mismo perdón (Mlle Delphine Gay).” La crítica literaria se resentía un poco de esta complacencia perfumada de los salones. Un docto académico, al querer juzgar las poesías del autor que recién nombramos de último, comenzaba su revisión por el epígrafe: O mater pulchra filia pulchrior, que pedía permiso “para no explicar a la joven musa, ya que, por supuesto, la haría sonrojar.” Otro redactor, un noble conde, encontraba que el principal reproche que se le debía hacer al autor de l’École des vieillards, era el no conocer los usos del gran mundo. Es cierto que Casimir Delavigne había compuesto las Mesenianas. En medio de los ligeros defectos inevitables en una sociedad como esas, el pensamiento serio y moral del siglo no dejaba de abrirse paso. Escribía un crítico2 que “todos los espíritus verdaderamente superiores tienden hoy en día a fortalecer el soplo divino, a reanimar la llama celeste”. Decía otro que “una nueva generación de literatos busca reunir en un mismo foco los rayos dispersos de nuestras santas creencias3.” Es cierto que casi todos entendían por esta regeneración el restablecimiento puro y simple de la autoridad monárquica y sacerdotal. Esa era la opinión de entonces de V. Hugo, el niño sublime4, quien acababa de publicar sus primeras Odas; de Lamartine, quien se revelaba a Francia por sus primeras Meditaciones; de Lamennais, quien escribía el Ensayo sobre la indiferencia, y para quien, según la expresión de V. Hugo, la gloria era una misión. En resumen, así parecía pensar el jefe glorioso de toda esa escuela literaria, aquel que “bajo el

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Un poeta de Atenas casi acaba de realizar ese programa. Escuchamos decir, en una sesión académica, La Convalescence d’un enfant” 2 Víctor Hugo, La musa francesa, t. I, p. 93. 3 Soumet, ibid., t II, p. 172. 4 Así lo había llamado Chateaubriand en una nota del Conservateur.

estandarte de que hay que andar en moral como en poesía, en religión como en política, si se quiere ir derecho y lejos1” el ilustre Chateaubriand. Las doctrinas literarias de la musa francesa anunciaban las tentativas de reforma que tanto ruido hicieron poco después. Francamente, el nombre de románticos2 no era aceptado; incluso se declaraba, con razón, que se ignoraba profundamente el sentido de este. Sin embargo, se atacaba, con no menos justicia, a los poetas imitadores. Se permitía incluso reírse un poco de Baour-Lormian, “el más dulce de los hombres” que, por el vigor de sus diatribas, había hecho méritos para el sobre nombre de clásico estruendoso. V. Hugo atacaba con epigramas. Comparaba la poesía pseudo-clásica con el jumento que Roland, en su locura, quería cambiar por un joven caballo. El paladín confesaba que estaba muerto, pero que, agregaba, este era su único defecto. Ch. Nodier disparaba malicias espirituales dirigidas a los adoradores de la perífrasis mitológica. Perseguía a Febo hasta su carruaje plateado y condenaba a la Aurora toda en llanto a guardarle rencor al anciano que lleva en sus manos el reloj de arena de los años. M. Guiraud, con un estilo más serio, invitaba a la crítica a proclamar “no las nuevas doctrinas, sino los principios eternos de verdad y de belleza, fundados sobre los libros más antiguos del mundo: la Biblia y la Ilíada.” Guiraud asía con claridad el lazo que debe unir una reforma moral y un renacimiento literario. Decía “no dudamos que nuestra literatura se resiente poéticamente de esa vida nueva que anima nuestra sociedad.” Todas esas doctrinas eran aceptadas con más o menos duda y reserva por los redactores de la musa. Unos querían que nos apegáramos al “gusto de Racine y de Boileau”, otros tildaban de anatema a Goethe y a Byron, otro quería que se tuviera cuidado con las exageraciones, y aconsejaba prudentemente un equilibrio justo entre los excesos contrarios. Desafortunadamente, olvidaba indicar con precisión dónde se encontraba este punto. En una palabra, las disciplinas de la joven escuela de 1823 estaban unidas más por tendencias que por ideas, sus opiniones comunes pertenecían más a la política y a la religión que al arte.

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La musa francesa, i. II, p. 351. Mm de Staël había sido la primera en Francia en pronunciar la palabra romántico. Ella designaba así a la poesía “que había encontrado su origen en los cantos de los trovadores, la que nació de la caballería y el cristianismo”. Se sabe que dichos cantos habían tenido por primer órgano las lenguas neolatinas que llamamos romances, y los poemas escritos en estas lenguas, por esta razón llamados romans. 2

Al lado del partido que representaba en literatura ese círculo aristocrático, se encontraba la opinión liberal con sus mil matices, desde los restos de los viejos republicanos disfrazados de constitucionales, hasta los doctrinarios, pasando por los imperialistas. Este no era para nada un partido, sino una oposición tan numerosa como poco uniforme y, al crecer poco a poco, tendía a volverse la mayoría de la nación. En literatura no había dado en absoluto nacimiento a una escuela, pero tenía también sus simpatías y sus inspiraciones. Esta se adhería más o menos intensamente a las tradiciones de Voltaire, sentía los dolores y la pena de la invasión extranjera, celebraba los triunfos del imperio como consolación y venganza. Como el partido contrario, la opinión liberal producía poetas, e incluso después, ella misma le robaría los suyos. Si por entonces en un lado se encontraban Víctor Hugo y Lamartine, sin contar a Chateaubriand, a quien estudiamos anteriormente, del otro estaban Casimir Delavigne y Béranger. Ambos bandos poseían también sus ilustres prosistas. De este lado estaba, por ejemplo, el abad de Lamennais, y del otro, Paul-Louis Courier. Una idea noble y fecunda planeaba sobre cada una de sus dos divisiones: de un lado la religión, del otro la patria. Ahora tenemos que mostrar con algunos detalles las obras de esos escritores que coinciden con el periodo que estamos estudiando.

Primeras odas de Víctor Hugo; de Lamartine. Ya hemos nombrado y citado muchas veces al poeta ilustre cuyo partido religioso y monárquico protegía y a veces estropeaba los inicios. Víctor Hugo1 tenía veinte años cuando publicó su primer volumen de Odas (1822), y veintidós cuando aparecieron las Odas y Baladas (1824). Sin embargo, muchas obras del primer compendio las escribió a los quince y diez y siete años. Estas poesías, que serían más elogiadas si el autor no las hubiera hecho olvidar desde entonces, anunciaban un talento fuera de órbita. Allí hay un resplandor de imaginación, el rasgo audaz y orgulloso, y sobre todo el instinto del contraste, pero todo esto en proporciones relativamente limitadas. Allí, las cualidades y defectos apenas están germinando. En las Odas no se siente ese poderoso aliento al que solo le bastaba una inspiración para elevar y abastecer toda una obra. En vano buscaríamos allí esas grandes 1

Nació en 1802 en Besançon. Obras antes de 1830: Odas y Baladas, Los Orientales (1829), Las hojas de otoño (escritas en 1830, publicadas en 1831); las novelas Han de Islandia (1823) y Bug Jargal (1826); El último día de un condenado a muerte (1829) los dramas Cromwell (1827), Hernani y Marion Delorme (1829)

perspectivas que se desarrollan con una simplicidad sublime alrededor de una idea dominante. Cada obra parece estar compuesta de partes separadas, hechas cuidadosamente una tras otra y soldadas con inteligencia: el talento está más en los detalles que en la concepción. Las Odas son las Mesenianas del partido realista. La antítesis, esa pérfida belleza que tan seguido sedujo al poeta, se muestra ahora en esta obra, pero en miniatura. Llega esta, bajo la forma de un rasgo final, en el último verso de la estrofa como en J. B. Rousseau, aunque con más brillo. La antítesis aumentará en las obras siguientes de Víctor Hugo, pasará palabras en el pensamiento y, entonces, una sola antítesis constituirá una oda (Les Deux îles y Lo que se escucha en la montaña) y en su teatro una sola antítesis aún producirá roles, las piezas tituladas (Hernani, Triboulet, Lucrecia Borgia, etc.). Por lo demás, el discurso de las Odas es claro, académico y correcto en sus contornos. Hemos escuchado decir a estimables lectores que prefieren los versos a la poesía, que Víctor Hugo nunca hizo nada mejor. Los redactores de La musa francesa, unos muy débiles y otros muy jóvenes aún, acusaban más que todo a las Odas de no satisfacer una necesidad moral del país. Sin embargo, el año 1820 reveló a Francia un poeta que, sin sistema ni clan, sino por la expresión simple de sus sentimientos, por su inspiración enormemente cristiana, por la audacia espontánea de su lenguaje, debía alcanzar, en la elegía y en la oda, el verdadero carácter de la poesía francesa. Alphonse de Lamartine1 acababa de publicar sus primeras Meditaciones. Este libro no era uno de esos ejercicios literarios por medio de los cuales un joven continúa, al entrar al mundo, los trabajos y los éxitos del colegio. El autor tenía treinta años, conocía por experiencia los tormentos del alma. Fue con su corazón que compuso sus versos. Allí radicaba la originalidad de estos. Nuestra lengua iba a tener por fin un poeta lírico cuya vida y obra no fuesen dos cosas distintas, y en el que toda la creación del espíritu hubiese sido un sentimiento real desde un principio.

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Nació en 1790 en Mâcon.

En efecto, se asía con encanto, en las Confidencias un poco más discretas que el poeta acaba de publicar1, la raíz de sus cualidades e incluso los defectos que habíamos notado en sus obras. Nacido en una familia noble y aferrada a las tradiciones monárquicas, educado en un colegio de jesuitas, Alphonse de Lamartine se encontraba al inicio de su carrera en harmonía con las opiniones de un partido numeroso y poderoso. Su educación religiosa y de claustro lo disponía a ser poeta de manera diferente a como se era entonces. Él no podía probar “la poesía tan materialista y sonora de fines del siglo

XVIII

y del Imperio, la de

Delille y de Fontanes2”. Todo en él, incluso las pasiones de la juventud, tomaba un tinte religioso y místico. De Lamartine encontró en el amor “la gravedad, el entusiasmo, la súplica, la piedad interior, las lágrimas que lavan el corazón sin ablandarlo.” Sin embargo, la ortodoxia del joven hombre encerraba ya gérmenes amenazadores. Rousseau y Bernardin de Saint-Pierre son los dos genios que rondan su cuna. Su madre, educada con los hijos del duque de Orléans por Mme de Genlis, “debía trasladar a sus hijos las tradiciones de su infancia.” La educación del joven poeta “fue una educación filosófica de segunda mano, una educación filosófica corregida, y ablandada por la maternidad3.” Esta dirección exclusiva de una madre, de una mujer, fue una influencia muy poderosa en el talento de Lamartine. Se encuentra el rastro de esto en cada página de sus escritos. “Mi educación, nos dice él, estaba toda en los ojos más o menos serenos de mi madre y en su sonrisa más o menos abierta…yo leía a través de sus ojos, sentía a través de sus impresiones, yo amaba a través de su amor. Ella vertía en mí todo: naturaleza, sentimiento, sensaciones y pensamientos4.” Por lo demás no recibió ninguna disciplina para formar este joven espíritu, ni ninguna regla precisa y austera; se le dio instinto, pero no la ciencia del bien. Fue llevado unos días a una pensión en Lyon, pero no pudo soportar el yugo del reglamento y huyó. Incluso donde los jesuitas, y a pesar de las dulces y maternales mimos de su instrucción, de Lamartine solo anhela su casa de campo donde transcurrió su infancia. 1

No hay que tomar al pie de la letra la información contenida en los encantadores relatos llamados Confidencias y Rafael. Lamartine, al confiar sus confesiones a las novelas por entrega, a menudo consideraba hablar el lenguaje de estas. 2 Rafael, ch. XLVIII 3 Ibidem, ch. XLV 4 Confidencias; Presse, 6 de enero de 1849.

Si él estudia la antigüedad es por puro azar y sin orden. En su primer viaje a Italia lleva bajo el brazo a los historiadores, poetas y descriptores de Roma, y se va a sentar a la ruinas del Foro o del Coliseo. Poetas, pintores, historiadores y grandes hombres pasan confusamente delante de él. Este fue su mejor curso de historia1. La sólida y fuerte razón de los antiguos autores, ese pan de grandes, tiene poco sabor para esa boca delicada: “Para él, este exhala un no sé qué de olor a prisión, de aburrimiento y de fastidio.” Incluso entre los modernos, no le gustan los que tienen un sentido exquisito y fino que parece el reflejo natural del espíritu nacional. Se le hace imposible soportar las fábulas de la Fontaine. Los autores que lo maravillan desde la infancia son Fénelon, Bernardin de Saint-Pierre, los más tiernos y menos disciplinados de nuestros grandes escritores. Se apasiona por los poetas italianos, ingleses y alemanes. Se deja seducir, como Napoleón, por la hábil mentira de Mac-Pherson, y ama a Ossian “ese poeta vago, esa confusión en la imaginación, esa queja inarticulada de los mares del norte…” “Ossian, dice, es una de las paletas donde mi imaginación ha triturado la mayoría de los colores, y que ha dejado la mayoría de tintes sobre los débiles bocetos que he trazado desde entonces2.” Incluso su religión tiende a liberarse desde entonces de un símbolo positivo, se abandona al poderoso impulso, aunque un poco vago, de Mme de Staël. “el genio que más deslumbraba a su juventud” Pero a la maestra que más escuchó, aquella cuya voz se removió más en su joven corazón, fue la gloriosa naturaleza de los Alpes y de Italia, sus bellas montañas, sus frescas fuentes, sus mares azules y esa bóveda inmensa de los cielos, imagen sublime del infinito. Nadie ha comprendido mejor los esplendores, los suspiros, los murmullos ni el solemne silencio. Nadie ha sentido mejor el espíritu del Creador en todos los fenómenos del universo. El libro de las Meditaciones era todos sus sentimientos, todas sus emociones, incluso todos los defectos de una noble y generosa inteligencia. El encanto más grande consistía en el acento de verdad que allí se podría reconocer, en ese sonido de la voz que va al corazón, porque viene del corazón. Al mismo tiempo, este simpático discurso exponía las verdades que la sociedad expresaba como su necesidad más intensa. Este proclamaba la providencia de Dios y la inmortalidad del alma, sin hablar a nombre de una iglesia. Nunca un poeta

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Confidencias; Presse, 6 de enero de 1849. Ibidem, 11 de enero de 1849. Obsérvese en el mismo lugar el relato encantador de un primer amor cuyo inocente vínculo fue Ossian. 2

había practicado mejor el consejo de Mme de Staël que de Lamartine: “busquen la divinidad en la naturaleza y el infinito en el amor.” Para él, toda la naturaleza exhalaba la plegaria con el aliento de sus brisas y el perfume de sus flores. Confía el nombre de Elvira a las santas tinieblas de un templo, y pide la prueba de la inmortalidad al amor. La deliciosa elegía de El Lago encerraba en un simple cuadro una mezcla de los más altos pensamientos y de los más tiernos sentimientos. El poeta de las Meditaciones reposaba aún sobre la tierra, pero su mirada se elevaba al cielo. Aquí, la poesía no era más un juego vano de espíritu, sino que parecía regresar a la dignidad de sus días de antaño, y representaba el órgano de las doctrinas más santas, el apóstol de la religión universal. Alphonse de Lamartine relevaba a Jean-Jacques y a Bernardin pero con mayor ternura, con mayor feminidad, con algo más gracia y, al mismo tiempo, con algo de más cristiano. Él contemplaba la poesía de estos por la suave melodía de sus versos. Es a él mismo a quién hay que pedirle prestadas las palabras para caracterizar ese nuevo lenguaje, más seductor que irreprochable, más estridente que puro: “¡Qué mediodías, qué colores, qué acentos, dice él al hablar del estilo de otro él mismo, además, qué caricias de palabras que se sentían pasar por el frente, como esos alientos que la madre suspira al jugar al frente de su hijo que sonríe! ¡Y qué arrullos voluptuosos de palabras a media voz y de frases soñadoras y balbuceantes que parecen envolveros de rayos, de murmullos, de perfumes, de calma, que parecen conduciros insensiblemente por el adormecimiento de las sílabas, al reposo del amor, al sueño del alma!1 Es precisamente esta la impresión que produce este encantador libro que duerme los dolores terrestres en un dulce sueño de infinito. Se parece a esos instrumentos que, con algunos sonidos melancólicos y siempre los mismos, hacen brotar las lágrimas. “Los poetas buscan el genio muy lejos, cuando está es en el corazón, y algunas notas bastante simples, tocadas piadosamente y por azar en ese instrumento creado por Dios mismo, bastan para hacer llorar a todo un pueblo2. El éxito de las Meditaciones fue tal que era de esperarse. El verdadero público las acogió como lo había hecho veinte años antes con El genio del cristianismo. La literatura antigua,

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Rafael, ch. LXXVIII. Confidencias, 25 de enero.

la poesía de recetas y procedimientos, vio con dolor a un joven talentoso confundirse en el camino correcto de Michaud y de Luce de Lancival.1

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El poeta cuenta con una amable malicia la manera en que fue recibido su manuscrito de las Meditaciones. Es decir, al ser rechazado por un estimable editor, que se hacía pasar él mismo por poeta y que había hecho muchos versos: “el corazón me falló al subir, el octavo día, su escalera. Permanecí mucho tiempo en el rellano de la puerta sin atreverme a tocar. Alguien salió, la puerta permanecía abierta. Hubo que entrar. La cara de M. D…era inexpresiva y ambigua como oráculo. Me hizo sentar y, buscando mi volumen, se metía entre muchas pilas de papeles. “Leí sus versos señor, me dijo. No es que no tengan talento, lo que pasa es que no tienen mucho estudio. No se parece a nada de lo que se recibe y se busca en nuestros poetas. No se sabe de dónde tomó usted la lengua, las ideas y las imágenes de esa poesía. No se clasifica en ningún género definido. Es una lástima, porque hay harmonía. Renuncie a esas novedades que despistarían al genio francés. Lea a nuestro maestros: Delille, Parnuy, Michaud, Raunouard, Luce de Lancival y Fontanes. Esos son los poetas queridos por el público. Parézcase a alguno de ellos si quiere ser leído y reconocido. Yo le estaría dando un mal consejo si lo animara a publicar este volumen, y le prestaría un mal servicio al publicarlo a costa mía. Rafael, CXVIII.

CAPÍTULO XLV. Tres años después (1823), de Lamartine publicó sus Nuevas meditaciones poéticas*, y a finales del periodo en el que se detiene esta historia, en 1830, las Armonías poéticas y religiosas. Esta última selección presenta un carácter nuevo. En esta la inspiración es más grande, más audazmente religiosa. El autor se preocupa aún menos por las bellezas de detalle; la poesía está en conjunto: fluye libremente con magníficos desarrollos. Se siente que el poeta está seguro de sí mismo; conquistó a su público: puede imponerse ante él con todo su pensamiento. Aquí hay más pasión mundana: el impulso religioso y filosófico basta para provocarnos. Las Armonías son verdaderos himnos, llenos de entusiasmo y de grandeza. En ellas, aparece sin dudas el mundo exterior e incluso con una admirable brillantez, pero aparece completamente lleno, repleto de Dios. Parece que envolviendo la naturaleza en uno de los pliegues de su ala de arcángel, el poeta la lleva a los pies del Creador toda estremecida de alegría y de belleza. En las Armonías es que de Lamartine nos parece haber alcanzado el momento cumbre de su talento, entre los encantos todavía tímidos de las Meditaciones y los sueños indolentes y a menudo monstruosos de la Caída de un ángel (1838). No es que en esta última obra, y sobre todo en Jocelyn (1836) que la precedió, el autor no haya adquirido cualidades nuevas, como lo patético de la narración, la riqueza de la descripción, la expresión de los sentimientos simples y de los detalles poéticos de la vida común; sino que pensamos que estas cualidades son menos originales, menos espontáneas, menos poderosas en la obra de Lamartine que los dones que poseía en sus primeros poemas y que deseando enriquecer su genio, a menudo les alteró su candor. ¡Aún no ha llegado el momento!, gracias a Dios, de juzgar la obra de Lamartine como algo terminado y completo. Tal como está, en la época donde nos detenemos, ella nos presenta todas las características de una afortunada improvisación, una facilidad, una abundancia inagotable, una inspiración lírica de primer orden. Con esto, a ella le falta concentración y por lo tanto fuerza. Es un largo río que se extiende a sus anchas en una llanura florida, más no un torrente impetuoso que salta y se lanza. De Lamartine no tiene nada de sobrio, nada de ático: no posee ese gusto perfecto que no es otra cosa que una exquisita razón transportada en el arte de escribir. Su estilo brilla con los colores más tornasolados; a menudo permite desear más nitidez en el diseño. *

N del T: En adelante los títulos de las obras aparecerán: en español, sea porque tienen traducción establecida, se han citado traducidos en otros textos o es una traducción propuesta por el practicante; en francés y entre corchetes en español, si se hace referencia a una parte específica de la obra.

RENACIMIENTO DE LA POESÍA. Tiene algo de indeciso y de huidizo en los contornos, un no sé qué femenino en la postura, una languidez que sin duda es un encanto, pero que puede convertirse fácilmente en negligencia: es la morbidezza italiana, matiz delicado entre la enfermedad y la gracia. Casimir Delavigne, Béranger. A los dos poetas de los que se honraba el partido monárquico y religioso, la opinión liberal les oponía otros dos que balanceaban entonces su gloria. Frente a la poesía de cavalier1 de Víctor Hugo, se elevaba la poesía de tête ronde de Casimir Delavigne2; y, cosa remarcable, estos dos poetas, tan diferentes desde entonces, en sus inicios tenían cierta semejanza. Casimir Delavigne sería desde entonces lo que sigue siendo ahora, un muy astuto escritor, un versificador excelente: por lo demás, poca invención, poco impulso, nada de iniciativa. Sus composiciones más afortunadas nunca parecen haber sido creadas de un solo suspiro. Se percibe la industria paciente que soldó todas sus piezas. Las bellezas de su estilo son recuerdos o imitaciones, parecen importadas de otro lugar e incorporadas en una idea que les es extranjera. Sus composiciones destinadas al teatro son obras maestras de habilidad, de paciencia, de ingenio, en vez de poesía dramática. Su serie es un curioso termómetro para el que quiera medir las variaciones del gusto público y el progreso de las ideas románticas en la audiencia masiva. Su obra más espontánea, las Mesenias, tuvo un éxito brillante (1818). Después del largo silencio del Imperio, ¡escuchar a la libertad política expresarse en bellos versos era algo muy dulce! Y además la propia inspiración de las Mesenias era realmente poética. El poeta cantaba los dolores de la invasión, las viejas glorias de la patria, los recuerdos de la Grecia libre, las esperanzas de la Grecia resucitada. Aquí los sentimientos del público dispensaban al poeta de inventar: a él le bastaba escribir lo que se pensaba a su alrededor. Ahora bien, Casimir Delavigne siempre fue muy bueno cubriendo de brillantes detalles las ideas poco originales: eso fue lo que hizo en las Mesenias. De ahí el entusiasmo pasajero que las acogió. Todo el mundo amó esas poesías que solo eran las ideas de todos: de ahí también su mediocridad duradera. Ellas son,

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Así es que el mismo Víctor Hugo designa con justicia sus primeras odas aludiendo a uno de los dos partidos de la Restauración de Carlos II. 2 Casimir Delavigne nació en 1974 en Havre y murió en 1843. Obras antes de 1830: las Mesenias, elegías; las tragedias tituladas: Las vísperas sicilianas (1819); el Paria (1821); Marino Faliero (1829); las siguientes comedias: Los Comediantes (1820) y la Escuela de los viejos (1823).

CAPÍTULO XLV. como las primeras Odas de Víctor Hugo, la obra de un retórico muy distinguido. Por el contrario, el genio de Béranger1 estaba dotado de una originalidad sorprendente. “Mis canciones, soy yo”, dice él con razón. Es cierto que también es el pueblo con sus recuerdos, sus sentimientos, sus instintos, incluso sus prejuicios y sus defectos; “el pueblo, dice de nuevo, es mi musa. En cada suceso lo estudié con un cuidado religioso y casi siempre esperé que sus sentimientos estuvieran relacionados con mis reflexiones para hacer de ello mi regla de conducta”. El propio Béranger era pueblo, así como sus amores; sus más dulces recuerdos lo remitían a placeres simples, a sufrimientos que en sí mismos se convierten en placeres, a ese granero donde se está tan bien a los veinte años, a los pies de esta Lissette que solo tiene el derecho de sonreír cuando él le dice; yo soy independiente. Mientras que se veía Carlinos y bassets Acariciar alemanes y rusos Todavía cubiertos de sangre francesa2*, él solo sabía amar su patria; se proclamaba malo y muy malo. Esta unión íntima de un hombre y de un pueblo le da a la obra que la expresa todo el poder de una opinión común y toda la vivacidad de una impresión individual. Béranger es el más francés, así como el más perfecto de nuestros poetas contemporáneos. Es nacional como lo fueron Rabelais, Montaigne, Régnier, Molière, La Fontaine. Tiene al igual que ellos ese exquisito sentido común, esa malicia burguesa enemiga de toda presunción y de toda falsa grandeza. Como para nuestros antiguos troveros que cantaban ellos mismos sus poemas, el instinto de la multitud es para Béranger una poética viviente que no le permite perderse. Ella es la que lo forzó “a renunciar a la pompa de las palabras”; es decir, a ser simple y verdadero, incluso en la grandeza. “El pueblo no es sensible a las búsquedas del ingenio, a las delicadezas del gusto, ¡de acuerdo! pero por esto mismo él obliga a los autores a concebir más fuertemente, más grandemente, para cautivar su atención”. De nuevo es ella la que lo acostumbró “a resumir sus ideas en pequeñas composiciones variadas y más o menos dramáticas, composiciones que captan el instinto de lo vulgar, incluso cuando los detalles más afortunados se le escapen”. Béranger llama a 1

Pierre-Jean de Béranger nació en París el 19 de agosto de 1780. Publicó cinco selecciones de canciones: la primera a finales de 1815, la segunda a finales de 1821, la tercera en 1825, la cuarta en 1828 y la última, precedida de un encantador e instructivo prefacio, en 1833. * N del T: Se conserva el sentido pero no la rima de la versión original.

RENACIMIENTO DE LA POESÍA. esto modestamente “poner la poesía por debajo”, pero no disimula que ese era el método de La Fontaine. También es el afortunado privilegio del chansonnier*, entre nuestros poetas contemporáneos. Él, mejor que todos, le sabe dar a cada una de sus piezas esa unidad vital que hace salir todos los detalles de la concepción primitiva. Él no es una de sus canciones que tiene por centro una idea verdadera, ingeniosa, conmovedora, de la que cada estrofa es un resplandor. La expresión natural de esta unidad es el estribillo, especie de eje alrededor del cual giran todos los detalles. El estribillo es para Béranger lo que el soneto es para Petrarca, una forma sin duda no inventada, pero conquistada y apropiada a la naturaleza de sus concepciones. Es una especie de rima de ideas que encadena las cosas, como la rima ordinaria encadena los sonidos. Gracias a su vocación de poeta popular, Béranger se convertía entonces en un poeta eminentemente artista. Él nos lo dijo antes, él había observado el pueblo y ese estudio lo había convencido de que es posible, de que es necesario hacer descender a los rangos más humildes de la sociedad los tesoros de la imaginación y del pensamiento. Él se atrevió pues a cruzar los límites trazados por Collé, Panard y Désaugiers; dejó atrás los procuradores ávidos y la barca de Caronte. “El pueblo quiere que se le hable de sus lamentos y de sus esperanzas en el estilo más grave”. La canción debió agrandarse con el papel de las masas que la respetan, “elevarse a la altura de las impresiones de alegría y de tristeza que los triunfos o los desastres producían en la clase más numerosa”. Esto es lo que hizo la musa de Béranger: verdaderamente democrática, ella ennobleció al pueblo expresándolo, le habló una lengua digna de sus futuros destinos y le reconoció, como preludio o como complemento de sus otros derechos, su derecho a la poesía. Muchas canciones patrióticas de nuestro poeta y un gran número de sus canciones morales son verdaderas odas. La antigüedad no tiene nada más bello que Mi alma, El Dios de la buena gente, El cinco de Mayo. La buena vieja y Mi hábito son iguales en gracia conmovedora a algunas odas célebres de Horacio, y ninguna literatura tiene nada comparable a esta multitud de astutas estrofas políticas, de las que se puede apreciar la tendencia de diversas formas, pero no la inimitable perfección. Béranger supo volver popular y grabar en la memoria de los artesanos de nuestras ciudades este impulso lírico, esta delicadeza de sentimiento, esta inspiración de pensamiento, de forma que pudiera, único de nuestros poetas, prescindir si era necesario de la ayuda de la prensa. *

N del T: Artista que canta o dice estrofas satíricas o humorísticas de su composición en cafés y cabarets.

CAPÍTULO XLV. Béranger se había preparado dignamente para esta tarea. Los trabajos serios, los largos estudios de estilo habían más que llenado las lagunas de su educación infantil. Muchos de sus primeros ensayos pertenecen al género noble. Sainte-Beuve cita, como teniéndolos ante los ojos, una Meditación con fecha de 1802 impregnada de una elevada gravedad religiosa, dos idilios que contienen los detalles dignos de las obras conocidas por el público. Por último, el poeta meditaba una epopeya, Clovis, y de este modo se preparaba para tomar el tono heroico de la Antigua bandera y de la Santa alianza de los pueblos. Cultivaba la lengua poética con extremo cuidado: “Tú eres un hombre de estilo”, se decía en medio de sus primeros trabajos. También adquirió muy pronto esta precisión experta, esta irreprochable pureza que parece ya no ser de nuestra época y que se diría con gusto toda griega, toda ática, si no fuera al mismo tiempo toda francesa. El mismo Béranger parece ser consciente de este parentesco de su genio con el genio antiguo: En vano es que me traduzcan a Homero; Sí, yo fui griego; Pitágoras tiene razón. Bajo Pericles yo tuve a Atenas por madre*. LIT. FR.

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Con su ejemplo resolvería por anticipado el problema de las innovaciones literarias a las que pronto se les pondrá tanta atención. “No, decía él, los latinos y los griegos en sí mismos no deben ser modelos; son antorchas”. Por otro lado, él cantaba: Temamos a la anglomanía: Ella ya destruyó todo. No vayamos a Alemania A buscar reglas de gusto**. También, cuando una joven escuela hubo elevado el estandarte de la independencia, Béranger “aplaudió pero criticando un poco1”. Este es un último punto de vista bajo el cual no podremos elogiar sin restricción a nuestro poeta popular: a muchas de sus canciones no se les puede amnistiar ni por la moral ni por el respeto que le debemos a la religión católica. Aquí el mismo Béranger se reduce a defender las circunstancias atenuantes: “yo diría, tal vez no como defensa, pero por lo menos como *

N del T: Se conserva el sentido pero no la rima de la versión original. N del T: Se conserva el sentido pero no la rima de la versión original. 1 Prefacio de las Canciones nuevas. **

RENACIMIENTO DE LA POESÍA. excusa, que estas canciones (él habla de aquellas que son muy ligeras), locas inspiraciones de la juventud y de sus retornos, fueron compañías muy útiles dadas a los graves estribillos y a las estrofas políticas. Sin su asistencia, estoy tentado a creer que estas últimas bien no habrían podido ir ni tan lejos, ni tan bajo, incluso ni tan alto”; esta última palabra debió escandalizar las virtudes de salón. “Algunas de mis canciones fueron tratadas de impías, ¡las pobrecitas! por los señores fiscales del rey, abogados generales y sus sustitutos, que son todos personas muy religiosas en la audiencia. Al respecto yo solo puedo repetir lo que se ha dicho cien veces. Cuando hoy en día la religión se convierte en instrumento político, se expone a que se desconozca su carácter sagrado: los más tolerantes se vuelven intolerantes por ella1”. Esta doble apología no nos parece absolutamente concluyente. Entonces, despidiéndonos del autor, nos permitiremos hacer por él lo que hace un momento lo vimos hacer por los innovadores literarios, aplaudir, pero criticando un poco.

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Mismo prefacio.

CAPÍTULO XLVI.

CAPÍTULO XLVI. LA ELOCUENCIA BAJO LA RESTRAURACIÓN. Charles Nodier; Paul-Louis Courier. – De Lamennais. – Benjamin Constant. Charles Nodier; Paul-Louis Courier. En este primer periodo de la Restauración, la prosa tuvo, como la poesía, sus hábiles escritores y sus autores elocuentes. Cada uno de los dos partidos rivales paga todavía aquí su tributo a la historia literaria: las opiniones monárquicas nos dan a Charles Nodier; la oposición a Paul-Louis Courier; el partido religioso ultramontano al abad de Lamennais; el liberalismo a Benjamin Constant. Los dos primeros de estos escritores son sobre todo hombres de estilo: Nodier1, encantador cuentista, sabio filólogo, curioso naturalista y bibliófilo apasionado, esparció sobre mil temas diversos su increíble facilidad y llevó por todas partes la gracia un poco forzada de su dicción2. Sin objetivos bien serios, sin convicciones bien profundas, él amó la paradoja como un buen abogado ama una causa difícil; para él la forma es todo; las gracias del lenguaje fueron su más sincera pasión. “Es en todas partes y en cada expresión, en la descripción de un paisaje como en el análisis de una pasión, en la revelación de un carácter, en el relato de una catástrofe, en la pintura de un amor joven y fresco, el mismo estilo armonioso y ligero, tornasolado como las alas de una mariposa, matizado de mil colores, delicado y perfumado como las flores de un césped en el primer día de mayo. Su oratoria no se parece a ninguna otra oratoria; él la devana como una cinta que no se sabe dónde comienza, de la que él ni siquiera puede predecir por anticipado los colores variados, que solo terminan cuando él mismo le corta la trama, y que, sin eso, se desenvolvería hasta el infinito e incesantemente3”. El mismo Nodier nos da una idea todavía más exacta de este curioso trabajo de estilo. 1

Charles Nodier nació en 1783 y murió en 1844. Nodier había escrito tanto que él mismo no sabía el nombre de todas sus obras. Lo que publicó bastaría para componer una biblioteca. Sus novelas más conocidas son: Juan Sbogar, Teresa Aubert, El Pintor de Salzburgo, La señorita de Marsán, Smarra o los Demonios de la Noche, sueños románticos. Entre sus obras filológicas se puede citar su Examen crítico de la lengua francesa y su Diccionario de onomatopeyas. 2

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G. Planche, Retratos literarios.

LA ELOCUENCIA BAJO LA RESTAURACIÓN. “Smarra, dice él, es un estudio que… será útil para los gramáticos un poco filólogos… Ellos verán que procuré agotar allí todas las formas de la fraseología francesa, luchando con todas mis fuerzas de escolar contra las dificultades de la construcción griega y latina, trabajo inmenso y minucioso como aquel de ese hombre que hacía pasar los granos de mijo por el ojo de una aguja”. Se presiente que, en el trabajo regenerador del siglo XIX, este cincelador de lenguaje apenas si verá la cuestión literaria. Fue uno de los primeros en adivinar el enfoque. “Hay que decir… que yo estaba solo, en mi juventud, para presentir la infalible llegada de una literatura nueva. Para el genio, esta podía ser una revelación: para mí, solo era un tormento”. Antes vimos que, a partir de la época de la Musa francesa, Nodier se unió a aquellos que ya se nombrarían románticos. Este escritor caprichoso y humorista estaba encantado de escuchar hablar un poco mal de las reglas: además, la escuela nueva era una paradoja más1”. Paul-Louis Courier2 es también, ante todo, un excelente artista. Su educación lo habituó a raramente percibir el lado grande de las cosas3, en el Imperio solo vio las pretensiones ridículas y en la Restauración un objeto de mezquinas molestias. Lo que tiene de más estrecho y de más burgués está en el liberalismo. Pero es difícil tener más ingenio sobre un tema dado, más malicia bajo una aparente bonhomía que lo que Paul-Louis vierte sin miseria en sus hojas ligeras, en su Libreta, en su Gaceta del pueblo y sobre todo en su Panfleto de los panfletos. Estos bocetos deliciosos, estas ocurrencias cómicas son aún más de un hombre de ingenio que de un enemigo del gobierno. Su Carta al señor Renouard sobre la famosa mancha de tinta del manuscrito de Longo es una broma de las más ingeniosas y de las más penetrantes. La forma sobre todo es siempre de una rara perfección en la obra de Courier. Este panfletista que no se molestaba al decir ninguna verdad peligrosa dudaba de una palabra, de una coma, se mostraba tímido en cualquier forma de hablar que no fuera la lengua de sus autores, dice Armand Carrel. Se había hecho un industrioso lenguaje compuesto del de los autores griegos, que conocía mejor que el hombre de Europa; de nuestra lengua del siglo XVI, que cultivaba con amor; del franco y enérgico hablar del pueblo, que conservó tan bien los 1

Smarra está compuesta, en gran parte, por pasajes traducidos de Homero, Teócrito, Virgilio, Catulo, Stace, Lucien, Dante, Shakespeare, Milton. El autor se ríe de las críticas de la época que tomaron a Smarra como una obra romántica y la criticaron por ese título: “¡Larissa y Peneo! ¿de dónde diablos tomaron eso? Decía el buen Lemotev (¡Dios lo tenga en su santa gloria!) Eran clásicos rudos, se los aseguro”. 2 Paul-Louis Courier nació en 1773 y fue asesinado en 1826. En 1831, Armand Carrel dio una edición de las Obras completas de Courier, precedida de un remarcable Ensayo sobre la vida y escritos de P. L. Courier. 3 “Nunca leyó la historia, dijo su elocuente editor, por el fondo de los acontecimientos, sino por los adornos con los que los grandes escritores de la antigüedad los adornaron”.

CAPÍTULO XLVI. modismos de nuestros viejos escritores: Courier se había hecho anciano para rejuvenecerse. No podía soportar el estilo del siglo XIX. “Absténgase bien, le escribió a Boissonade, de creer que alguien haya escrito en francés desde el reinado de Luis XIV: cualquier mujercita de ese tiempo es mejor para el lenguaje que Jean-Jaques, Diderot, d’Alembert y siguientes; todos estos son brutos, en lo concerniente a la lengua, para usar una de sus frases; usted conténtese con saber que ellos hayan existido”. Paul-Louis, como André Chénier, desciende directamente de los griegos: el uno es el heredero de Luciano, como el otro de Teócrito. Ambos hablan de maravilla el lenguaje de su nueva patria, pero la pureza de su trazo, la simplicidad de sus colores, la combinación experta de sus construcciones, indican de modo suficiente que ellos no olvidaron su lengua materna. Sin embargo, Courier nos parece inferior a Chénier porque tiene menos de natural. Con demasiada frecuencia su estilo es una combinación experta de arcaísmos que no obedecen lo suficiente a la emoción espontánea del autor. A veces en este se encuentra la peor de las afectaciones, la de la ingenuidad. Sin embargo, la aparición de tal escritor, aún más que la de Nodier, era un síntoma de revolución literaria. A nombre de los verdaderos clásicos Courier no podía soportar sus supuestos imitadores. De Lamennais. Mientras estos dos sabios filólogos se esforzaban con una paciente industria por renovar la prosa francesa, otros dos escritores demostraban con su ejemplo que el trabajo más fecundo, en el mismo interés de la forma literaria, es aquel del pensamiento. Lamennais y Benjamin Constant formaban entre ellos el más sorprendente contraste: el uno, defensor ardiente de la unidad, buscaba la verdad en la armonía de todas las inteligencias, representado por la autoridad social y religiosa; el otro, apasionado por la independencia individual, solo le pedía a las instituciones políticas y religiosas una garantía, una protección para el libre desarrollo de todas las facultades personales. La carrera filosófica de Lamennais1 parece presentar, en sus diversas partes, un contraste no menos violento. No se ahorraron los epítetos rigurosos en el sacerdote que comienza con el Ensayo sobre la indiferencia para finalizar con el Bosquejo de una filosofía pasando por las Palabras de un creyente. Para nosotros que no nos gusta pronunciarnos sobre las intenciones, de las cuales solo Dios es el juez, creemos que es mejor comprender que anatematizar 1

Félicité-Robert de Lamennais nació en Saint-Malo en 1782 y murió en París en febrero de 1854.

LA ELOCUENCIA BAJO LA RESTAURACIÓN. cuando se trata de hombres de un valor parecido: es cierto que a veces es menos fácil. En reproche de ligereza y de inconstancia en sus doctrinas, el mismo Lamennais oponía esta enérgica apología: “Aquellos que anuncian en alto la pretensión de ser invariables, que dicen: “Para mí, yo nunca cambié”, estos se equivocan; ellos tienen mucha fe en su imbecilidad; el idiotismo humano, incluso cuidado, cultivado sin cesar, con un infatigable amor, no va hasta allá, no podría alcanzar esta perfección ideal1”. A favor del célebre escritor se puede hacer valer otra excusa menos amarga, pero no menos poderosa: los cambios de sus opiniones, por completos que puedan parecer, son no obstante desarrollos lógicos, naturales y todos comprendidos en germen en su primera obra. Fue en 1817 que apareció el primer volumen del Ensayo sobre la indiferencia en materia de religión. Esta obra respondía a la necesidad secreta del tiempo. “El título de esta obra es por sí solo un trazo de luz, escribía entonces de Grenoude, y es tan apropiado en este momento como el nombre que Bossuet le dio a su historia de la Reforma, cuando la llamó la Historia de las variaciones. La indiferencia debe terminar solo por eso que se le señaló”. El siglo se sentía enfermo de ausencia de ley, hastiado de un ateísmo tosco, de un deísmo egoísta y sin influencia social, de un protestantismo inconsecuente e ilógico. El primer volumen del Ensayo era completamente crítico; mostraba la importancia de la religión para el individuo, para la sociedad y en cierto modo para Dios; desvelaba la locura de aquellos que, incrédulos en sí mismos, solo quieren la religión para el pueblo; combatía el sistema de los indiferentes que rechazan todas las religiones reveladas y que solo quieren admitir una supuesta religión natural; finalmente, al retomar las armas de Bossuet, pretendía forzar a los miembros de las iglesias disidentes a renunciar incluso al nombre de cristianos y a retroceder al simple deísmo. Hasta ese momento, el sentimiento público estaba con Lamennais. Aparte de algunas exageraciones, algunos errores de detalle, una argumentación un poco estrecha y demasiado similar a la dialéctica de seminario, el Ensayo tocaba en carne viva la herida de nuestra sociedad. Además, con todo el ardor de la edad y del talento, el autor escribía con una inspiración desde hace mucho tiempo desconocida en la Iglesia. Transportaba hacia la fe la elocuencia ardiente de Jean-Jacques, iluminada por un reflejo de Bossuet. Como máximo, se le podía reprochar a este estilo un enorme exceso de imágenes y algo de sobra continuamente tenso, que revelaba un poco de inexperiencia. Tan pronto como 1

Prefacio de las Terceras misceláneas.

CAPÍTULO XLVI. apareció, la obra también dio una impresión profunda que un joven escritor que se iba a convertir en un gran poeta así constataba en una revista de la época: “¡Cosa sorprendente! este libro era una necesidad de nuestra época, y la moda se mezcló con su éxito… La frivolidad de la gente del mundo y la preocupación de los hombres de Estado desaparecieron un instante ante un debate escolástico y religioso. Se creyó ver un momento la Sorbona renacer entre las dos cámaras1”. Muchos partidarios de este primer volumen se habían apresurado demasiado a aplaudir: Lamennais no tenía la intención de conformarse con el papel fácil de la negación. Con el segundo tomo comienza la parte positiva del sistema. En este, el autor examina los fundamentos de la certeza: refuta el sentimiento o la revelación inmediata, rechaza el razonamiento o la discusión y proclama la autoridad como el medio general que Dios le dio a los hombres para conocer toda verdad, finalmente como el único fundamento de toda certeza. En este, ya se revelaba la tendencia social de este espíritu generoso, que no concibe la verdad como la conquista egoísta de algunos privilegiados del genio, sino como el patrimonio común de todos los hijos de Dios. Sin embargo, dónde meterá esta autoridad infalible, esta soberanía de lo verdadero, que debe brillar como una corona a los ojos de los pueblos. En religión el problema no es dudoso; el sacerdote católico metería esta autoridad en la Iglesia y en el papa, su jefe, para concentrarla más tiempo. Pero una solución parcial no satisfacía las inteligencias de cierta grandeza: Lamennais querría aclarar de su principio no solamente el dominio de la religión, sino el de toda la verdad. Ciencias, artes, gobiernos, todo debe depender de una sola y única ley. ¡Y bueno! la autoridad absoluta en toda cuestión, religiosa, moral, política, reside en el sentido común, en la opinión del género humano; el catolicismo, fiel a su glorioso nombre, solo es la organización divina de este sufragio universal del mundo: en esta el papa es el infalible intérprete. La misma Iglesia, se sabe, se sorprendió de esta sublime ambición que se tenía por ella. Roma, en su augusta vejez, se veía invitada a un papel más grande que el de Gregorio VII y el de Inocencio III. Ella sacudió tristemente la cabeza y desconoció a su magnánimo campeón. Desde entonces, el edificio democrático al que Lamennais había querido darle por cúspide la omnipotencia papal, permaneció en un pensamiento simple y puramente democrático. De las dos infalibilidades que había querido reunir, como una 1

V. Hugo, Muse française [Musa francesa], t I. p. 95.

LA ELOCUENCIA BAJO LA RESTAURACIÓN. parecía recusarse a sí misma, el filósofo se adhirió completamente a la otra. El apóstol no era más que un tribuno. Un bello y doloroso espectáculo son estos esfuerzos de un hombre de genio por realzar el edificio de la sociedad espiritual, alargándolo suficientemente para que pueda encerrar en un solo recinto todos los progresos y todas las ideas. Uno se apiada con admiración de sus esperanzas, de sus desencantos, de sus nobles angustias. Finalmente, cuando se cruzan los límites de la época en la que terminamos esta revista literaria, se reposa con felicidad en el bello libro de los Bosquejos, en el que el autor parece haber alcanzado, en la calma de la meditación, la forma serena y definitiva de su pensamiento1. Benjamin Constant. Lamennais es, por así decirlo, católico hasta en sus errores. Benjamin Constant2 es siempre protestante, individual en todo, en política, en literatura, como en religión. Sus dos novelas (pues este ingenio universal supo descender hasta la ficción) Adolfo y Cecilia, solo son circunstancias de su vida revestidas de una forma ideal: su desarrollo es un estudio psicológico. Publicista y orador, Constant fue el jefe de la escuela liberal: la libertad individual, las garantías del ciudadano y de la vida privada, la independencia del hombre y del pensamiento, he ahí el objetivo de todos sus esfuerzos. Su política es toda negativa; se puede resumir en una palabra: restringir la autoridad. Nacido en Lausana, de una familia francesa desterrada en la época de las persecuciones religiosas; alimentado en el odio de la aristocracia de Berna que oprimía el cantón; educado en parte en Alemania, en la Universidad de Erlangen, en parte en Inglaterra, en las escuelas de Oxford y de Edimburgo, en compañía de Mackintosh, Wilde, Grahan, Erskine; lleno de admiración por la constitución que formaba la fuerza de Gran Bretaña; testigo de los abusos de nuestro 1

Los principales escritos de Lamennais, además del Ensayo sobre la indiferencia (vol. 4, in-8), que apareció desde 1817 hasta 1823, son: De la religión considerada en sus relaciones con el orden político y social (vol. 2, in-8), 1825-1826; De los progresos de la revolución y de la guerra contra la iglesia, 1829. Estas obras caracterizan el primer periodo del pensamiento del autor, la única que coincide con la época en la que estudiamos aquí la literatura. Los artículos del Avenir, 1830-1831, forman la transición y muestran al escritor como perteneciente a la opinión liberal y todavía católica. Luego vienen las Palabras de un creyente, 1833; los Asuntos de Roma, 1836; el Libro del pueblo y el periódico le Monde, 1838; finalmente el Bosquejo de una filosofía (vol. 4, in-8), que comenzó a aparecer en 1840. 2 Benjamin Constant nació en 1767 y murió en 1830. La mayoría de sus folletos políticos él mismo los reunió bajo el título de Curso de política constitucional. J. P. Pagès publicó una segunda edición de este Curso, París, 1833, vol. 2, in-8. El mismo Pagès reunió los discursos pronunciados por Canstant en la cámara de diputados, 1832 y 1833, vol. 3, in-8. Obras filosóficas: De la religión considerada en su fuente, sus formas y sus desarrollos, 1824-1830, vol. 5, in-8. Obras literarias: Adolfo, Cecilia, novelas; Waldstein, tragedia.

CAPÍTULO XLVI. antiguo régimen, del reinado brutal y mortal del Terror, del glorioso despotismo del Imperio, Constant concibió una viva desconfianza contra la fuerza social. Consideró al gobierno, cualquiera que fuera, como un mal necesario que había que limitar de modo que pudiera perjudicar lo menos posible. Tenía la misma tendencia en sus opiniones religiosas. Rousseau fue su punto de partida: Jacobi, Kant y la escuela escocesa ayudaron al desarrollo de su pensamiento. Con Rousseau, consideró la religión como un sentimiento que se eleva en el corazón del hombre y busca establecer una relación individual con Dios. Pero de este punto, común en los dos filósofos, Constant se eleva más alto por el estudio de la historia. Siguió las transformaciones sucesivas del sentimiento religioso entre todos los pueblos y en lugar de ver, como el siglo XVIII, tantas falsedades sistemáticas en las diversas instituciones sacerdotales, encontró en ellas tantos intentos más o menos imperfectos por satisfacer, por las doctrinas, por los símbolos, por un culto, con el imperecedero instinto que nos dirige hacia las cosas infinitas. A la tolerancia vulgar, que solo era la indiferencia, como Lamennais la sintió tan bien, le opone una tolerancia filosófica que honra en todo sistema una porción de la verdad. La inmortalidad es la única cosa que le rechaza a las formas religiosas, el sentimiento que las inspira es solo imperecedero. “Toda forma positiva, por satisfactoria que sea para el presente, contiene un germen de oposición en los progresos del provenir. Contrae, por el efecto mismo de su duración, un carácter dogmático y estacionario que rechaza seguir la inteligencia en sus descubrimientos y el alma en sus emociones, que cada día resultan más purificadas y más delicadas… El sentimiento religioso se separa entonces de esta forma por así decir petrificada. Le reclama otra que no lo hiera y se agita hasta que la haya encontrado1”. ¿Se quiere medir la distancia que separa a Benjamin Constant de la escuela del siglo XVIII? permítannos entonces algunas citas: “El cristianismo introdujo en el mundo la libertad moral y política. “Si el cristianismo a menudo fue desdeñado, es porque no se le comprendió. Lucien era incapaz de comprender a Homero: Voltaire nunca pudo comprender la Biblia. “La filosofía solamente pudo reemplazar la religión de manera teórica, porque no controla la fe y no puede volverse popular. “Para emplear la religión como un instrumento, es necesario no tener religión. 1

De la religión, t. I, cap. II.

LA ELOCUENCIA BAJO LA RESTAURACIÓN. “La incredulidad no tiene ninguna ventaja ni para la libertad política, ni para los derechos de la especie humana; por el contrario, puede herir mortalmente las instituciones abusivas, pero de forma todavía más infalible debe ponerle obstáculos al renacimiento de todas aquellas que preservarían los abusos”. Se reconoce en todas estas opiniones el amigo y el íntimo confidente de Madame de Staël. Se sigue en Bejamin, como en esta ilustre dama, el movimiento progresivo y continuo que, sin reacción violenta, condujo al siglo XIX más allá de la irreligión de la época precedente. Ambos representan la transición apacible de un siglo al otro y la unión fecunda de Francia con Alemania. No hay que olvidar que la gloria más popular y quizá la más indiscutible de Benjamin Constant es aquella de orador parlamentario, de la cual no nos debemos ocupar aquí. Lo hemos dicho a propósito de los grandes nombres de la primera revolución, renunciamos a estudiar la tribuna política en esta corta historia; no sabemos considerar la palabra independientemente del pensamiento que exprese y no podemos entrar en la arena tumultuosa donde todavía se agitan los partidos. Era entonces el tiempo de las grandes luchas constitucionales; entonces la tribuna hacía la educación política del país. Por un lado, la escuela realista tenía en sus filas los Labourdonnaye, los Delalot, los Bonald, los Villèle, los Corbière, los Martignac, hombres de sentimiento y hombres de negocios; por el otro, la opinión liberal poseía a Royer-Collard, el filósofo del partido, Laîné, Manuel, Foy, Casimir-Périer, Laffitte y muchos otros o menos ilustres o todavía vivos. Benjamin Constant era de todos los oradores el más espiritual, el más hábil, el más fecundo. La naturaleza le había negado las ventajas exteriores del porte, del gesto y de la voz, pero las suplió a punta de ingenio y de trabajo. Infatigable publicista, sus artículos, sus cartas, sus folletos y sus discursos componían más de doce volúmenes. Esta fecundidad no perjudicaba nada la perfección de la forma; lo que hará vivir sus discursos es el estilo, un estilo lleno de seducción. “La mayoría son obras maestras de dialéctica viva y concisa, que desde entonces no tuvo nada similar y que son los placeres de los conocedores. ¡Qué riqueza! ¡Qué abundancia! ¡Qué flexibilidad de tono! ¡Qué variedad de temas! ¡Qué suavidad del lenguaje! ¡Qué arte maravillosa en la disposición y la deducción encadenadas de los razonamientos! ¡Cómo esta trama es finamente tejida! ¡Cómo todos los colores se matizan y se funden en ellas con armonía!... Quizás incluso sus discursos están demasiado terminados, demasiado perlados, demasiado

CAPÍTULO XLVI. ingeniosos para la tribuna1”. En la misma tribuna Benjamin Constant era todavía un escritor. Terminando la historia de este primer periodo de la Restauración, nos llama la atención una reflexión. En el gran trabajo de reconstrucción religiosa y social que caracteriza nuestro siglo, notamos el poder secreto que a pesar de los prejuicios de familia, de educación y de partido, lleva poco a poco hacia las opiniones vecinas, si no idénticas, las grandes inteligencias surgidas de los puntos más diversos. Por un lado, Chateaubriand, Víctor Hugo, Lamartine, Lamennais; por el otro, Madame de Staël, Benjamin Constant, Béranger, Courier, están menos alejados entre ellos al final que al principio de su carrera. No se puede conjeturar que la unidad, este bien tan deseable, no es definitivamente rechazada en nuestra época.

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Timon (Cormenin), Estudios sobre los oradores parlamentarios.

LA CRÍTICA Y LA HISTORIA.

CAPÍTULO XLVII. LA CRÍTICA Y LA HISTORIA. Le Globe. – La Sorbona. – Las diversas escuelas históricas. – Guizot. – de Barante. – Augustin Thierry; de Sismondi, Michelet y Thiers. Le Globe. El movimiento literario que se llamó romanticismo y cuyos primeros síntomas ya vimos en la Musa francesa se pronuncia en mayor medida a partir de 1824. Se libera de la alianza ultraabsolutista para llenarse cada vez más de inspiraciones liberales. Es entonces cuando Chateaubriand, el jefe de la escuela, expulsado del ministerio, pasa a la oposición y al journal des débats. Es entonces cuando se forma una reunión de jóvenes escritores llenos de ardor, de saber, de audacia, que redactaron durante seis años con un éxito siempre creciente, la más importante de las publicaciones periódicas de la Restauración, el periódico le Globe. Pierre Dubois, un joven profesor con un talento lleno de esperanza, destituido en 1822 por sus opiniones políticas, concibió la idea del periódico y tomó su dirección. Con toda la inspiración de su estilo, manifiesta en esta obra toda la decisión de su pensamiento. Su objetivo confirmado y proclamado en voz alta es darle a la libertad política todas las libertades como consecuencias y hacer resplandecer los principios del 89 en la esfera del arte, de la filosofía, de la religión. Cerca de él se ubica su condiscípulo, Pierre Leroux, que, con conocimientos especiales, dirige el material de la empresa, y su brillante alumno, Sainte-Beuve, que, después de algunos preludios sobre la geografía de Grecia, cuestión actual en ese momento, abre en le Globe la campaña romántica con su Cuadro de la poesía francesa en el siglo XVI. Damiron publica en este, en una serie de artículos, su Historia de la filosofía del siglo XIX. Jouffroy, otro profesor en desgracia como Dubois, le aporta al Globe su noble y elocuente oratoria, habituada a la claridad por el estudio de los filósofos escoceses: debuta en el onceavo número del Globe con su famoso artículo: Cómo terminan los dogmas. Dos alumnos de Jouffroy, Duchâtel y Vitet, enriquecen el periódico con sus trabajos, uno sobre la economía política y el otro sobre las artes 1. Ch. Magnin 1

Vitet publicó además en 1826, 1827 y 1839, las Escenas históricas de un mérito remarcable, Las Barricadas, Los Estados de Blois y La muerte de Enrique III. En estas la inteligencia de los hechos y de las pasiones se mezcla hábilmente con la pintura de las costumbres.

CAPÍTULO XLVII. expone en este sus amplias ideas sobre las grandes cuestiones literarias y disimula una inmensa erudición bajo la vivacidad brillante de su polémica. Patin, joven laureado de la Academia francesa, ya despliega en este ese gusto tan puro, ese saber a la vez tan sólido y tan ingenioso que llevó desde entonces en una de las cátedras de la Sorbona. Finalmente, de Rémusant y Duvergier de Hauranne vienen a aumentar el número de hombres distinguidos cuyo centro es le Globe; y cuando este periódico ampliado haya proporcionado la garantía (en 1828), ellos compartirán su dirección política con el redactor en jefe. Sin embargo, Dubois se reserva el examen del teatro francés: presiente que es allí donde se librarán las grandes luchas. Gracias a Lamartine y a Béranger la poesía lírica ya desplegó su vuelo: pronto perseguirá su glorioso ascenso con los Orientales y las Hojas de otoño de Víctor Hugo; en adelante, la crítica va a invitar hacia el drama a la joven poesía francesa. Ya los traductores dieron la señal, Guizot repasó el Shakespeare de Letourneur y se lo devolvió al público con un remarcable prefacio; la gran colección titulada Obras maestras de los teatros extranjeros, firmada con los nombres más honorables, los de Barante, Andrieux, Nodier, Villemain, Rémusat y otros, inició al público en las novedades que en otro tiempo lo habría escandalizado. El director del Globe provoca a los rezagados de la vieja tragedia imperial con su crítica penetrante. Se burla de estos pueblos de abstracción, de estos conjurados estereotipos que solo son creados y puestos en el mundo para gritar lacónicamente: ¡Corramos! ¡Lo juramos! o bien: ¡Que muera! A las convenciones en las que los clásicos impenitentes encarcelan invariablemente todos los temas, él les opone simplemente la historia. Con la crónica a la mano, le muestra al público la esterilidad de sus creaciones estrechas. “¿Dónde están, pregunto, las invenciones que aquí podrían rivalizar con la realidad? ¿Qué hombre podría enorgullecerse de tener más poesía en el ingenio, de la que surge de todas estas escenas de desorden, de pasión, de fanatismo, de hipocresía y de intriga?” Sin embargo, lo que el crítico preconiza no es un realismo tosco. Quiere que la tragedia vuelva a encontrar el ideal a fuerza de verdad y de imaginación: “La maravilla, agrega, es hacer revivir las figuras que parecen muertas e inanimadas sobre las páginas de una crónica: es reencontrar con el análisis todos los matices de las pasiones que hicieron palpitar estos corazones; es recrear su lenguaje y su vestuario. He aquí lo que hizo Shakespeare en casi todas sus piezas históricas; he aquí lo que hizo Racine en Atalia1”. 1

P. Dubois, Globe, 1826, Análisis de la tragedia de Marcel.

LA CRÍTICA Y LA HISTORIA. Tal era el espíritu de sabiduría y de alta crítica que inspiraba le Globe. En Francia, todo aquel que se interesaba en la literatura; es decir, toda la parte ilustrada del público, le prestaba atención a tales lecciones. Alemania no se preocupaba menos por ellas. Admiraba esta razón que, para ser elevada, no se creía obligada a ser oscura ni injuriosa. “Los redactores del Globe, decía Goethe, son hombres del mundo; su lenguaje es claro, limpio, audaz al extremo. Cuando critican, son delicados y educados, muy diferentes de nuestros letrados alemanes que creen que deben odiar a cualquiera que no piense como ellos. Miro este periódico como el más interesante de nuestra época, y no podría prescindir de él1”. La unidad de espíritu que animaba a los colaboradores, la armonía de sus principios, provocaba sobre todo la admiración del patriarca de la literatura moderna. “¡Qué hombres estos señores del Globe! decía con ardor algunos años más tarde ¡cómo se vuelven cada día más grandes y su obra más importante! Todos son penetrados por el mismo ingenio a un punto increíble. En Alemania, un periódico tal sería imposible2”. La Sorbona. Los mismos principios, la misma unanimidad de inspiración habían encontrado otro hogar no menos brillante en los muros de la Sorbona rejuvenecida: tres profesores, Guizot, Cousin y Villemain casi le habían dado a la enseñanza la importancia y la resonancia de una institución política. Cuando en 1827 y 1828 reabrieron sus cursos, suspendidos por orden desde hacía seis años, todo París vio en ellos los órganos del pensamiento libre, demasiado tiempo comprimido; todo el mundo quiso ver y escuchar a los elocuentes profesores. La madurez disputaba con la juventud sus lugares en su anfiteatro; la taquigrafía, que simultáneamente captaba su oratoria para imprimirla, no era suficiente para el entusiasmo del público: fue necesario que los periódicos incluso políticos reservaran una parte de sus columnas para analizar los cursos de la Sorbona, después del informe de las sesiones de las cámaras. La unión fortuita de estos tres hombres en la misma cátedra representaba muy bien los nuevos destinos de la literatura: ya no se aislaba en frívolos discursos, sino que se apoyaba en la filosofía y en la historia.

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Gesprœche mit Gœthe de Eckermann, B. I, S. 249, junio, 1823. Agreguemos, cómo un útil documento, como el periódico le Globe, con toda su celebridad, nunca fue recompensado. 2

CAPÍTULO XLVII. Villemain1 se distinguía en este triunvirato por el encanto de su oratoria y el irresistible atractivo de su ingenio. Un espectáculo lleno de interés era asistir, gracias a su improvisación audaz, al nacimiento siempre afortunado de la idea; era escuchar a un hombre lleno de saber, que, en presencia de dos mil oyentes, se entregaba a todos los soplos de la inspiración, a todas las ocurrencias de su fácil inteligencia, una veces familiar e ingenioso, otras veces inspirado y elocuente; finalmente, era ver a esta figura poco regular transformarse de repente e iluminarse con un rayo de su pensamiento. Los escritos de Villemain le presentan sin duda una lectura llena de interés a cualquiera que sepa apreciar vastos conocimientos literarios, un gusto puro, una sólida razón adornada con los ornamentos más delicados del estilo: sin embargo, se puede decir que aquellos que leen hoy sus brillantes lecciones sin haber tenido el placer de escucharlas se arriesgan a solo admirar la mitad de este bello talento. Los cursos de Villemain no eran solamente lecciones, sino también modelos de elocuencia. Nos extenderíamos más tiempo sobre un tema que nos lleva a más de un título, si no nos pusiéramos en guardia contra la seducción de nuestros recuerdos. Para garantizar nuestra imparcialidad de historiador, preferimos cederle la palabra al viejo poeta de Weimar que, después de haberle dado a Alemania su literatura, asistió de lejos como un glorioso juez al renacimiento de la nuestra. Goethe, en sus conversaciones familiares, hablaba a menudo con admiración de las lecciones de Cousin, Villemain y Guizot2. “Villemain, decía un día, se ubicó muy alto en la crítica. Los franceses sin duda nunca verán ningún talento que sea de la talla de aquel de Voltaire, pero de Villemain se puede decir que es superior a Voltaire por su punto de vista, de modo que puede juzgarlo en sus cualidades y en sus defectos3”. Otro crítico alemán, remarcable por su saber y a veces por la severidad de sus juicios sobre Francia, ve sin dudar a Villemain como “el más perfecto de los oradores contemporáneos, de la clase que Cicerón caracteriza en estas palabras: tenues, acuti, omnia docentes et dilucidiora facientes, subtili quadam et pressa 1

Villemain nació en 1791, en París. Obras: Curso de literatura francesa, que comprendía el Cuadro de la literatura de la edad media (curso de 1830); el Cuadro del siglo XVIII, primera parte (curso de 1827); segunda, tercera y cuarta parte (cursos de 1828 y 1829). Misceláneas históricas y literarias; Lascaris o los griegos del siglo XV; Historia de Cromwell (1819). Esta obra, remarcable por la amplitud de las investigaciones y por la sobriedad, así como por el interés del relato, es una de las más antiguas y uno de los modelos de composición histórica más afortunados que haya producido el siglo XIX. LIT. FR. 2

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“Goethe sprach abermals mit Bewunderung von den Vorlesungen der Herren Cousin, Villemain und Guizot”. Gesprœche de Eckermann, B. II, S. 78. 3 Ibídem, S. 72.

LA CRÍTICA Y LA HISTORIA. oratione limati..., faceti, florentes etiam et leviter ornati..., in narrando venusti1.” Nos gusta pedir prestado, sobre nuestros autores vivos, estos juicios de más allá del Rin. Los extranjeros son para nosotros una posteridad contemporánea. Mientras que Villemain elevaba así la admiración incluso de Alemania, su colega, Cousin2, popularizaba entre nosotros las más altas doctrinas. Reemplazando a Royer-Collard en 1818, amigo y discípulo de Maine de Biran, primero se adhirió, como Jouffroy, a la escuela escocesa; pronto aprendió el alemán, estudió a Kant, pasó rápidamente por las obras de Fichte y en 1817 hizo una primera excursión al otro lado del Rin. Visitó Berlín, Gotinga, Heidelberg, donde conoció a Hegel, y Múnich, donde quiso estudiar la filosofía de la naturaleza en su origen: también entabló algunas relaciones con Jacobi y sus amigos. Su curso de 1818 recuerda las doctrinas de todas las escuelas alemanas, excepto la de Hegel, que el joven profesor todavía no había osado abordar. En 1824, Cousin hizo un segundo viaje a Alemania. Arrestado en Dresde y encarcelado en Berlín como sospechoso de carbonarismo, supo sacar provecho del tiempo libre que le daba la hospitalidad del rey de Prusia. Michelet, Gans y Hotho lo iniciaron en el sistema de Hegel. De regreso en Francia y cansado de la enseñanza pública, Cousin supo traducir las teorías de este poderoso ingenio en un bello y noble lenguaje; volvió francés, es decir, europeo, universal, lo que era muy probable que siempre permaneciera en alemán y provocó un entusiasmo increíble. Se puede decir que desde 1829 no apareció en Francia ningún libro de algún valor que no tuviera huella de las ideas de Hegel sobre la filosofía de la historia. En la misma literatura, la influencia de Cousin fue grande: sus libros contenían los principios más elevados del arte. El solo título de su primera obra, Sobre el fundamento de las ideas absolutas de lo verdadero, lo bello y lo bueno3, contenía más enseñanza literaria verdadera que todos los tratados de literatura del siglo precedente. El autor le quitaba el principio de lo bello al capricho individual y a la sensibilidad, para ubicarlo al lado del bien y de lo verdadero, en la esfera de las ideas absolutas. Era establecer la base de la estética: ya que “para que una teoría de las bellas artes sea posible, es necesario que haya algo de absoluto en la belleza; como es necesario algo de absoluto en la idea del bien para que 1

Dr. Mager, Geschichte der franzœsischen Niational-Littérature neuererund neuester Zeit, B. II, S. 299. Después de “dilucidiora” Cicerón agregaba: “non ampliora facientes”. Aplicando este texto a Villemain, la omisión es una justicia. 2 Cousin nació en París en 1792 y murió en 1867. 3 Curso dictado en 1818, publicado solamente en 1836, de acuerdo a las redacciones de sus alumnos, por Adolfo Garnier; finalmente entregado al público por el mismo autor en 1854.

CAPÍTULO XLVII. haya una ciencia moral1”. El autor mostraba luego en qué consiste el bello ideal. Planteaba el infinito como “el origen y el fundamento de todo lo que existe”. Descendiendo de este ser supremo, encontraba “la suprema belleza, que es la menos alejada del tipo infinito, pero que ya está bien lejos de él; en consecuencia, de degradación en degradación, él descendía a la belleza real. Atravesando así una multitud de grados intermedios, encontraba el arte y todos los grados del arte, Apolo, Venus, Júpiter, etc., y por debajo del arte la naturaleza y todos los grados de la belleza natural”. Cousin, al resolver por anticipado una cuestión a la cual la literatura pronto le prestará tanta atención, estableció en esta primera obra la independencia del arte. “El arte, decía como conclusión de una lección admirable, no debe servir a ningún otro fin: no depende ni de la moral ni de la religión; pero, como ellas, nos acerca al infinito, del cual nos manifiesta una de sus formas. Dios es la fuente de toda belleza, como de toda verdad, de toda religión, de toda moral. El objetivo más elevado del arte es entonces despertar a su manera el sentimiento de lo infinito”. La enseñanza de Cousin, aunque puramente e incluso severamente filosófica, servía entonces, por la fecundidad de sus principios, para completar y por así decir para coronar las espirituales y elocuentes charlas de Villemain. Insertaba a Alemania en Francia. El curso de Guizot se parecía al gran movimiento histórico que constituye la gloria más indiscutible de nuestra época. Todo tomaba la forma de la historia: vimos a la crítica oponer la historia a una poesía degenerada y mostrar en el estudio del pasado las fuentes en las que la imaginación debía sumergirse de nuevo; la historia había invadido toda la literatura: tanto Villemain como Cousin enseñaban la historia. Guizot, que la encontraba en su programa, se apoderó de ella con tanta superioridad que mereció ser visto como el jefe de una de las escuelas que debemos indicar aquí.

Las diversas escuelas históricas. Aparte de algunos grandes nombres que citamos en su lugar, Bossuet, Voltaire, Montesquieu, la historia había permanecido en Francia muy por debajo de las otras producciones del ingenio. Teníamos sabias memorias, preciosas colecciones, aventurados sistemas, pocas obras originales de una razón imparcial y profunda, pocas narraciones que reunieran el interés y la 1

Curso de 1818, lección 19.a

LA CRÍTICA Y LA HISTORIA. verdad. Los historiadores eran generalmente hombres de gabinete que nunca habían visto ni manejado los asuntos. Además, para comprender los acontecimientos del pasado, ellos no tenían este terrible comentario de las revoluciones, que fue el único que nos volvió la historia necesaria y posible. La mayoría, como Vertot y Saint-Réal, solo veían en los hechos una materia de amplificación, que se trataba de revestir con los adornos del estilo. Sobre todo la historia nacional era profundamente ignorada. Una retórica mentirosa había echado el velo de una monótona elegancia sobre lo que llamaba los catorce siglos de monarquía. Todos nuestros reyes eran Luis XIV; todos nuestros capitanes, amables cortesanos. Velly había llevado a un punto ridículo esta deformación de las costumbres y de las épocas1. Antes que él, Mézeray, más varonil en el pensamiento y en la expresión, confirmaba él mismo que no se había esforzado por remontarse a las fuentes. Daniel, que las conocía, no siempre había querido sacar la verdad de ellas, y Anquetil, con su fría y plana narración, había logrado hacer de la lectura de nuestra historia el objeto de un insuperable aburrimiento. El mismo ingenio que renovará la poesía, también le devolvió la vida a la historia. La verdad, que fue la belleza de la una, le dio a la otra su valor y su interés. Chateaubriand, con su imaginación de poeta, sintió que había habido hombres, naciones, detrás de las pálidas fórmulas de nuestros historiadores. En sus Mártires, describió bajo los más vivos colores la disolución del mundo antiguo y el nacimiento del nuevo. Fue una revelación para la juventud estudiosa que se agrandaba en ese entonces. Augustin Thierry narra, con todo el encanto de un recuerdo de infancia, la impresión que producía en él la lectura de una página de este poema recién publicado. Acostumbrado a solo leer en sus compendios clásicos una vaga y engañosa fraseología; a ver a Clovis, hijo del rey Chilperico, subir al trono y afirmar con sus victorias los fundamentos de la monarquía francesa, se encontró transportado a un mundo nuevo cuando percibió estos terribles francos de Chateaubriand, vestidos con la piel de los osos, de las focas, de los uros y de los jabalíes, este campo atrincherado con botes de cuero y carretas uncidas a grandes bueyes, este ejército ordenado en triángulo, donde solo se distinguía un bosque de frámeas, 1

Gregorio de Tours había escrito: “Childericus quum esset nimia in luxuria dissolutus et regnaret super Francorum gentem, cœpit filias eorum stuprose detrahere”. He aquí cómo Velly adorna su tema: “Childerico fue un príncipe de grandes aventuras… era el hombre mejor hecho de su reino. Tenía ingenio, coraje, pero nació con un corazón débil, se entregaba demasiado al amor: esta fue la causa de su pérdida. Los señores franceses, tan sensibles al ultraje como sus mujeres lo habían sido a los encantos de este príncipe, se aliaron para destronarlo”. Véase, sobre la insuficiencia de estos historiadores, las Cartas sobre la historia de Francia por Augustin Thierry.

CAPÍTULO XLVII. de las pieles de animales y de los cuerpos semidesnudos. En su entusiasmo, el niño marchaba a grandes pasos en la sala de estudio, repitiendo con el poeta el canto de guerra de los soldados bárbaros: “¡Faraón! ¡Faraón! combatimos con la espada”. Las novelas históricas de Walter Scott produjeron un efecto parecido. Se comprendió que el pasado había tenido su vida profundamente diferente de la nuestra y se esperó de los historiadores que reprodujeran su imagen. Otra necesidad todavía se hacía sentir. La historia no es solamente un espectáculo, también es una lección. Después de los grandes acontecimientos que acababan de alterar a Europa, se le preguntaba tristemente a la ciencia si la humanidad solo es el juguete del azar, o si en el mundo moral existen leyes que las naciones pueden desobedecer, pero a las cuales no pueden sustraerse. El siglo XVIII ya había interrogado el espíritu de la historia, pero en lugar de consultar el oráculo, a menudo lo había corrompido. Boulainvilliers, Dubos, Mably habían invocado sin imparcialidad el testimonio de los hechos en beneficio de sistemas preconcebidos. Los partidos políticos, listos para entrechocarse, habían querido asegurarse la complicidad de la historia. Hoy en día, el combate terminado, la historia solo podía ser un juez: muchas ilusiones se habían desvanecido y muchas convicciones suavizado. La ciencia pura podía hacer oír su voz. Esta doble disposición de la época, estas dos necesidades, tanto de la imaginación como de la inteligencia, provocaron bajo la Restauración dos clases de historiadores, la escuela descriptiva y la escuela filosófica: una que se abstenía con escrúpulo de toda consideración y que se consagraba exclusivamente a la verdad de la narración y al color local y contemporáneo de los acontecimientos, la otra que solo buscaba en los hechos el encadenamiento de los efectos y de las causas, y la materia de sus reflexiones. Era por así decir la eterna oposición del empirismo y del idealismo que se reproducía en la esfera de la historia. Guizot. Guizot1 fue el jefe de la escuela filosófica. Este género de historia no era desconocido en Francia. Bossuet y Voltaire lo habían adoptado: la única innovación de Guizot consistía en la amplitud de sus conocimientos y en la 1

Guizot nació en Nimes en 1787. Obras principales antes de 1830: Ensayo sobre la historia de Francia (1824); Curso de historia moderna dictado en la facultad de letras de París (1821, 1828, 1829); Historia de la revolución de Inglaterra (1826); dos vastas colecciones de memorias que forman 56 vol. in-8; Vida de los poetas franceses del siglo de Luis XIV (1813).

LA CRÍTICA Y LA HISTORIA. solidez de sus conclusiones. Para comprender la diferencia que existe entre la historia filosófica del siglo XIX y aquella del siglo XVIII, basta con abrir la edición que dio Guizot de las Observaciones sobre la historia de Francia de Mably, a las que él mismo les agregó sus Ensayos. El autor de esta doble publicación parece decirnos: “De allí es de dónde partimos; aquí es dónde llegamos”. Muchos puntos que en la obra de Mably solo eran tímidas conjeturas o dudosos resultados de una investigación todavía incompleta, en la obra de su sucesor se convirtieron en verdades constantes y demostradas; en otro texto Guizot aclara, corrige y limita las aserciones de su antecesor. Se amplió sobre todo el campo de sus observaciones: Mably solo consideraba el lado político de la historia; Guizot sabe que la política no es toda la vida de las naciones, que los problemas históricos solo encuentran su solución completa en el conocimiento de las leyes, de las ciencias, de las artes, de la filosofía y de la religión de una época. Por ello hay más amplitud en sus estudios, más grandeza en sus percepciones y en consecuencia más certeza en los resultados que obtiene. El curso que Guizot dictaba en la Sorbona quizás atraía una afluencia de oyentes más pequeña que aquella de sus dos ilustres colegas, pero no producía una impresión menos profunda. El joven hombre que venía a sentarse enfrente de su cátedra, con una inteligencia capaz de percibir los grandes resultados de la historia, pero sin haber encontrado todavía, en medio de sus estudios y de sus lecturas más o menos completas, el pensamiento que debía conducirlo allí, apenas notaba el talento oratorio del profesor y el mérito de su severa improvisación. Su atención estaba completamente ocupada en seguir esta cadena de hechos y de razonamientos que se desenvolvía lentamente ante sus ojos, en remontarse con el historiador al principio común en el que se reunían, en finalmente escucharlo terminar su demostración con una máxima o un teorema que la resumía. Incluso con frecuencia, sin darse cuenta de la ruta que lo hacía recorrer su admirable guía, el joven oyente era absorbido por el placer que aporta el descubrimiento de la verdad, por la alegría tan noble y tan pura de ver los hechos materiales transformarse por así decir en ideas, y los juegos aparentes del azar doblarse dócilmente bajo el yugo racional de la ley. Villemain y Cousin eran oradores: Guizot solo era profesor, pero era un profesor admirable. Evitaba con una austeridad puritana toda imagen brillante, todo movimiento extraordinario; pero una pasión en cierto modo latente animaba todos sus desarrollos: era como el calor que acompaña naturalmente a la luz.

CAPÍTULO XLVII. “La obra de Guizot es la más vasta que se haya ejecutado hasta ahora sobre los orígenes, el fondo y la continuación de la historia de Francia. Seis volúmenes de historia crítica, tres cursos dictados con una inmensa brillantez componen esta obra, cuyo conjunto es verdaderamente imponente. Los Ensayos sobre la historia de Francia, la Historia de la civilización europea y la Historia de la civilización francesa son tres partes del mismo todo, tres fases sucesivas del mismo trabajo continuado durante diez años. Cada vez que el autor retomó su tema, las revoluciones de la sociedad en Galia desde la caída del imperio romano, mostró más profundidad en el análisis, más altura y firmeza en las opiniones. Mientras perseguía el curso de sus descubrimientos personales, tuvo los ojos constantemente abiertos sobre las opiniones científicas que se producían junto a él, y controlándolas, modificándolas, dándoles más precisión y amplitud, las reunió con las suyas en un admirable eclecticismo. Sus trabajos se convirtieron así en el fundamento más sólido, el más fiel espejo de la ciencia histórica moderna, en lo que tiene de cierto y de invariable. Como historiador de nuestras viejas instituciones, abrió la era de la ciencia propiamente dicha; antes que él, excepto Montesquieu, solo había habido sistemas1”. El método de Guizot, admirable como procedimiento de enseñanza, no cumple y ni siquiera pretende cumplir en toda su extensión el papel de la historia. Descuida una parte esencial de esta, la narración2. No quiere ni narrar ni pintar; se conforma con explicar: estas son sabias y preciosas disertaciones, no es una historia moral y viva: es una obra didáctica, pero no un drama. La historia, como el arte, se compone de dos cosas, la idea y el hecho, el alma y el cuerpo, unidos de una manera orgánica. La escuela filosófica rompe voluntariamente este vínculo: a propósito solo pide la idea que él encierra. Es una química sabia y exacta, pero que solo analiza los cuerpos destruyéndolos. Si se toma, por ejemplo, el bello libro de Mignet sobre la Revolución francesa, ¿no es más bien una fórmula que una historia? Todas las fisionomías que nos presenta tienen algo de rígido y de inmóvil como las estatuas de bronce. No podía ser de otro modo: estos no son hombres, sino ideas.

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A. Thierry, Relatos de los tiempos merovingios, cap. IV. Digamos bien rápido que, a pesar de su tendencia abstracta, la época filosófica afortunadamente se permitió un gran número de excepciones. También el segundo volumen de la Historia de la revolución de Inglaterra no deja nada que desear, incluso en lo concerniente a la pintura de los acontecimientos y de la vivacidad de la narración. 2

LA CRÍTICA Y LA HISTORIA. De Barante. La escuela descriptiva puede estar expuesta al reproche contrario: narra, pero sin concluir; pinta, pero sin instruir: primero hace de la historia una novela llena de interés, pero que agota pronto la curiosidad, porque no ocupa lo suficiente a la inteligencia. La expresión más pura de este sistema es la Historia de los duques de Borgoña por de Barante1. Para dar una idea de esto, no tenemos nada mejor que hacer que pedirle al lector que recuerde lo que dijimos de Froissart. Este amable cronista es el que el historiador moderno a veces emplea y a veces imita con un raro talento. Incluso cuando emplea otras fuentes, Monstrelet, Saint-Remy, Mathieu de Coucy, Commines, todo bajo su pluma toma el color y la forma de Froissart. Aquí vuelven los altos gestos y hechos, las bellas destrezas de armas: aquí no hay nada de abstracto y de ideal, todo es real, individual, todo es narración o más bien todo es pintura. El lector ya presintió la objeción que se le puede hacer a este método. No podemos considerar los acontecimientos pasados como si no hubiera entre ellos un vínculo que no sea el de la sucesión. Nuestra razón nos dice que todavía se encadenan como causas y efectos. Me parece bien que el autor no reflexione por mí, pero que al menos no me vuelva imposible toda reflexión: que el espectáculo exterior no oculte ante mis ojos el juego no menos interesante de las máquinas ocultas, de las fuerzas secretas que lo provocan. Que, por ejemplo, el duque Felipe no aparezca solamente como un afortunado jugador, a quien todo le resulta bien sin que se sepa por qué, sino también como un príncipe hábil que sabe preparar, esperar y corregir el azar. Si de Barante hubiera vivido en el tiempo de Froissart, por incompleto que sea un libro tal, teniendo en cuenta las exigencias absolutas de la historia, habría injusticia al criticarlo. Pero en general poco aprobamos este prejuicio de renunciar a las ventajas de su siglo para perseguir la reproducción imposible de la ingenuidad de los viejos cronistas. Es el falso sistema de los pseudo-clásicos en el que ellos también buscaban reproducir la forma de pensar y de decir de Tito Livio, de Salustio, de Tácito. Solo cambió en este la edad y el mérito del modelo. Agregaremos que esta falsificación de los viejos historiadores, aunque fuera deseable, ni siquiera es enteramente posible. A menos que siempre se reproduzcan textualmente, lo que solo sería dar una edición nueva de estos, hay que conciliarlos, completarlos, volverlos a hacer; y en este trabajo, el 1

De Barante nació en Riom en 1782. Obras principales: Historia de los duques de Borgoña y de la casa de Valois (1824), vol. 13, in-8; De la literatura durante el siglo VIII (1819).

CAPÍTULO XLVII. pensamiento personal del autor, sus opiniones y aquellas de su tiempo siempre se filtrarán más o menos bajo la ingenua narración de lo contemporáneo. La escuela descriptiva ni siquiera justifica la pretensión que anuncia de permanecer fuera de toda conclusión; no es dado al hombre el abstenerse de toda opinión sobre los hechos que él considere. El historiador descriptivo hará pasar a sus espaldas su juicio personal en la elección de las circunstancias y hasta en las formas de su lenguaje. Si él se equivoca, sus errores serán más peligrosos para el lector en la medida en que se deslizarán en su ingenio sin advertirlo de su presencia. Dejando a de Barante, confirmamos que para tener el coraje de juzgarlo tan severamente, es necesario no tenerlo más entre las manos; mientras usted lo lee, está bajo el encanto de su narración. ¡Qué magnífico cuadro no desplegó ante nosotros! ¡Con qué arte no eligió la época (1364-1477) que, quizá más que cualquier otra, era apropiada para su sistema! Es un tiempo en el que estos seres colectivos y abstractos llamados naciones todavía no están constituidos; la política naciente deja sobre todo actuar en estas la pasión personal; los individuos pueden impunemente ser grandes por el heroísmo o por el crimen. De Barante las captó con toda su verdad. Los personajes, como Jean Hyons, Pierre Dubois, Jacques Artevelt, están tan vivos como aquellos de Walter Scott. La cruzada de los caballeros franceses en Hungría es una pintura admirable: la batalla de Nicópolis produjo el efecto de la realidad más sorprendente. El valor del viejo almirante que solo en medio de los jenízaros eleva seis veces en el aire el estandarte de Francia, la muerte del valiente Coucy, el heroísmo del joven conde de Nevers, que fue desde entonces Juan sin Miedo, todo esto es sorprendente, todo esto sucede ante nuestros ojos. En resumen, este libro es una obra del más grande mérito, aun si se desea que el método de Barante, sujeto incluso aquí a tantos defectos, sea adoptado más bien por los autores de novelas históricas que por los historiadores.

Augustin Thierry, Sismondi, Michelet y Thiers. Nos hemos extendido con gusto, a pesar del poco espacio que nos queda, en dos nombres ilustres que representan los límites extremos de dos escuelas opuestas. Hablaremos rápidamente de los otros, cualesquiera que sean su mérito y su justa celebridad, porque combinan en diferentes proporciones los sistemas que acabamos de estudiar de forma aislada. Era más natural que buscáramos reunir estas dos mitades de la historia que haberlas separado. Augustin Thierry, el hombre de Francia que durante este último cuarto de siglo más contribuyó, después de Guizot, al progreso de los estudios históricos1 sin mezclar las dos escuelas que lo sucedieron, las sigue alternativamente y casi que con igual fortuna. Sus excelentes Cartas sobre la historia de Francia, que han ejercido una gran influencia sobre los historiadores después de él, contienen una parte crítica y otra narrativa. Redactó su Historia de la conquista de Inglaterra por los normandos bajo el sistema de la escuela descriptiva. Dijo en su introducción: “Me mantuve tan cerca como me fue posible del lenguaje de los antiguos historiadores, ya fueran contemporáneos de los hechos o vecinos de la época en que tuvieron lugar”. Sin embargo, ahí encontramos una ventaja con respecto a de Barante. El autor no se abstiene de manifestar su opinión personal sobre los eventos que cuenta, sino que sabe dar a sus reflexiones una forma dramática que no interrumpe la narración. Añadió: “Cuando estaba obligado a compensar la insuficiencia con opiniones más generales busqué acreditarlas reproduciendo los rasgos generales que me habían llevado a ellas por inducción. En fin, siempre conservé la forma narrativa para que el lector no pasara bruscamente de un relato antiguo a un comentario moderno y para que la obra no presentara las disonancias que ofrecerían fragmentos de crónicas mezclados con disertaciones”. Este fue un primer y muy hábil intento de fusión entre los dos sistemas.

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Sabemos que este mártir de la ciencia no solo dedicó su vida, sino que también sacrificó su vista al estudio y que, a pesar de su ceguera, no disminuyó sus valientes trabajos. La historia ahora tiene a su Homero. Augustin Thierry nació en 1788, Francia lo perdió en 1856.

Sismondi2 pertenece igualmente a las dos escuelas, pero sin elevarse, ni en la una ni en la otra, a la categoría de los escritores que ya hemos nombrado. Su principal mérito, que es un mérito considerable, consiste en su inmenso conocimiento. En este sentido, especialmente su Historia de los franceses es muy superior a la Historia de las repúblicas italianas. Sismondi conocía todas las fuentes; lo había leído, discutido y evaluado todo: su libro es desde entonces una obra indispensable. Sin embargo, su punto de vista filosófico está lejos de merecer los mismos elogios. Severo e inquebrantable con sus opiniones, aplica al pasado el inflexible nivel de sus ideas y ataca sin excepción y sin indulgencia todo lo que no encuentra consistente: inculpa con placer a la Edad Media del crimen de no haber adivinado su ideal de derecho público y de economía nacional, y no puede perdonarle al siglo dieciséis no conocer la tolerancia filosófica del dieciocho. Es sorprendente que con tanto conocimiento del pasado Sismondi no tuviera más consciencia, que no viera que esos tiempos no podían ser sino lo que eran. Esta posición de juez perjudica el estilo del narrador porque uno describe mal lo que no le gusta. Sismondi no animaba sus cuadros con el calor de la imaginación; además, se siente que no tiene el suficiente dominio de toda la materia a la vez. No separó el trabajo de redacción del de investigación, escribió cada siglo antes de haber estudiado el siguiente y por eso se privó del entusiasmo que reflejan las luces de una época sobre la otra; esto era escribir la historia con los mismos inconvenientes de un contemporáneo, pero no con las mismas ventajas. Incluso la lengua de este escritor genovés no fue siempre perfecta, es uno de los pocos autores que se leen con más placer en una traducción3. De todos los historiadores que buscaron alcanzar el doble mérito de una visión filosófica y de un retrato fiel, el más audaz, el más brillante, el más caprichoso es Michelet 4. La visión global a la cual aspira no es solamente, como en el caso de sus antecesores, la relación de 2

Nació en 1773 en Ginebra y murió en 1842. Sus principales obras fueron: Historia de los franceses, 3 vol. in-S (1821-1844); Historia de las repúblicas italianas de la Edad Media, 16 vol. in-8 (1807 1808); Historia literaria de la Europa meridional, 4 vol. in-8 (1813); Nuevos principios de economía política, 2 vol. in-8 (1819). 3

La traducción al inglés de La Historia de los franceses, revisada por el autor, es excelente.

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Nació en París en 1798.

causalidad que encadena los hechos, sino una verdadera filosofía de la historia. Mediante los fenómenos, busca comprender la ley que los domina, y, en sus poderosas generalizaciones, quisiera, desde lo alto de una idea, desencadenar toda la historia así como la consecuencia se deriva de un principio. Tiene la misma fuerza de imaginación en los detalles del relato. Tal como la concibe, la historia no es una narración, sino una resurrección, como él mismo dice. Es cierto que sus muertos también renacen a veces transfigurados. Con una imaginación tan creativa, su ciencia inagotable es un peligro más; el pasado es tan rico para él que ahí ve fácilmente todo lo que quiere. Michelet es demasiado historiador para ser sólo un poeta, pero también es demasiado poeta para ser solo un historiador. Al menos es uno de los escritores más originales y más interesantes. El encanto de sus obras consiste en implicar al autor en todos los hechos que narra; siempre hay ante el lector un hombre, un amigo que comunica sin mesura su imaginación, su ternura y su espíritu. Michelet trasladó a la historia el humor que nuestros vecinos sólo habían introducido en la ficción. Siempre joven bajo su precoz cabello blanco, siempre espiritual bajo su inmensa erudición, es uno de esos hombres que no envejecen. El único efecto del tiempo sobre él, así como en otra época sobre Voltaire, fue el de darle más malicia, más severidad, y quizás, más amargura. El profeta del pasado se dejó arrastrar a la lucha de nuestras pasiones contemporáneas. Empezó la historia como un poema, amenazó con terminarla como un panfleto elocuente5. Thiers6 fue más fiel al culto severo de la historia. De naturaleza viva y espiritual también, pero ante todo positivo y práctico, hace que predomine en él, cada vez más, el hombre de negocios sobre el artista, Polibio sobre Heródoto. Poseedor de un admirable buen sentido, de una maravillosa facilidad para verlo todo, entenderlo todo y explicarlo todo, parece portar con él la claridad; la luz lo acompaña hasta en los temas más difíciles: las leyes, el comercio, las finanzas y las tácticas militares. Todo lo que Thiers trata se torna fácil e 5

Para el final de la Restauración, Michelet solo había publicado su Cuadro cronológico de

la historia moderna, 1825; Cuadros sincrónicos de la historia moderna, 1826; Principios de la filosofía de la historia, traducción de la Scienca nuova de Vico; y el Compendio de la historia moderna, 1828. 6

Nació en Marsella en 1797.

interesante para el lector. Uno se siente feliz y casi orgulloso de entender sin esfuerzo lo que se consideraba intratable. El don particular de este espíritu fácil es el de apropiarse, por una meditación rápida, de lo que toma prestado de todo el mundo. Es así como al principio de su carrera supo interrogar a los principales autores del gran drama revolucionario. “Viejos restos de la Constituyente, de la Asamblea Legislativa, de la Convención, del Consejo de los Quinientos, del Cuerpo Legislativo y del Tribunal; girondinos, jacobinos y viejos generales del Imperio; proveedores de los ejércitos revolucionarios, diplomáticos, financieros, hombres de letras, hombres de espada, hombres sabios y hombres trabajadores. Thiers revisaba a todo aquel que le faltaba: le preguntaba al uno, giraba alrededor del otro para hacerlo hablar, escuchaba con la oreja izquierda al de aquí y con la derecha al de allá, y después, reunía y coordinaba en su cabeza todas estas palabras interrumpidas, regresaba a su casa, se recostaba sobre el Moniteur y agregaba una página más a esa bella Historia de la Revolución Francesa7 que se publicó entre 1823 y 1827 y desde un principio se ubicó entre los altos rangos de nuestros trabajos históricos. El autor fue acusado de imparcialidad de la inteligencia; se pretendió que, indiferente al crimen o la virtud, el historiador solo sentía admiración por el éxito, y que solo reprochaba a sus ídolos sucesivos en el instante de su caída. Esta crítica es exagerada, pero tal vez habría que reconocer que en la primera obra de Thiers el placer de comprender prevalece sobre el deber de juzgar. No nos lamentemos mucho por este defecto. ¡Son tantos los que hoy en día poseen la cualidad contraria! Además de los historiadores ilustres que apenas si mencionamos, hay una veintena que también merecerían ser citados, pero no haremos un catálogo. Es suficiente mencionar a los jefes de las escuelas, esos que representan una idea o una tendencia nueva. Sin embargo, debemos agregar que, en términos generales, la historia en Francia nunca se había cultivado con tanto dinamismo, ni se había entendido con más inteligencia ni se había escrito con más interés.

Capítulo XLVIII

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Galería popular de contemporáneos ilustres, por un hombre de nada (de Loménie)

LA ESCUELA ROMÁNTICA El Cenáculo. — El prefacio de Cromwell. — Las Orientales y las Hojas de Otoño. — De Vigny, de Musset, Sainte-Beuve, Deschamps— El drama; Shakespeare; Hernani; Marion Delorme. — Alexandre Dumas. — Conclusión. El cenáculo Hemos alcanzado, y en algunas ocasiones pasado, la segunda mitad de la Restauración en nuestros estudios anteriores. El asunto de fondo se decidió: los principios religiosos y sociales, cuyo restablecimiento parecía la tarea de nuestro siglo, se afirmaron por voces elocuentes. El asunto de forma se planteó con más nitidez: la escuela romántica promulgaba y practicaba sus teorías. El público mismo estaba atento y encontraba entre dos revoluciones políticas el regocijo de apasionarse por un problema de literatura. De hecho, ya estaba resuelto. La poesía de Béranger y de Lamartine no pertenecía a la escuela imperial. Chateaubriand gozaba de toda su gloria desde hacía mucho tiempo. Se podía decir que la revolución literaria se había logrado. Entonces, ¿qué quedaba por hacer? Reconocer lo que ya existía, erigirlo en sistema, formularlo e incluso exagerarlo. La nueva literatura era victoriosa de manera general, pero era necesario hacer una fanfarria un poco ruidosa para informar al público sobre su victoria. La fanfarria comenzó a sonar alrededor de 1827. Los poetas de la difunta Muse française estaban dispersos, el haz político que los había reunido se había roto. “Alrededor de Víctor Hugo, y en el abandono de una intimidad encantadora, un pequeño grupo de nuevos amigos se había formado; dos o tres de los antiguos se habían reunido. Veían los atardeceres juntos; releían los versos que habían compuesto; estudiaban la verdadera Edad Media, la sentían en su arquitectura, sus crónicas y su vivacidad pintoresca. Entre estos poetas había un escultor, un pintor y Hugo, quien en cinceladas y colores, rivalizaba con ambos. En el invierno hubo algunas reuniones más organizadas que hicieron recordar por momentos ciertos defectos de la antigua Muse”. El autor de las líneas que acabamos de citar, testigo y autor de estas

tardes íntimas, se reprochó la idea de estar demasiado inclinado a la idea del Cenáculo al celebrarlo8. Siempre se da el coraje de la exageración en las sociedades de este género. En ellas, el hombre de letras tiene dos tipos de opiniones: las suyas, que esconde, y las de su grupo, que expone. La opinión oficial del Cenáculo fue el romanticismo más audaz y más brillante; se expuso con estrépito en los prefacios de los periódicos: al resplandor del talento se agregó el del escándalo. Los viejos clásicos encurtidos se sirvieron hábilmente de esta táctica: se enojaron e hicieron ruido con su cólera, al igual que los románticos con sus teorías. BaourLormian establecía en su comedia El clásico y el romántico una descortés sinonimia de clásico y hombre de bien, de romántico y pillo. Rápidamente apunta su Cañón de alarma en contra de sus adversarios, pero muestra poco gusto en la elección de su metralla. Dice, entre otras cosas graciosas: Parece que el exceso de su estúpida rabia Ha transformado sus rasgos y su lenguaje; Parece, al oírlos gruñendo en mi camino, Que vieron la vara de Circe en mi mano. Se puede encontrar un cumplido más delicado, pero no una perífrasis más clásica. Vanderbourg, Auger, Alexandre Duval figuran valientemente en este combate digno de un nuevo Atril. El folletinista Hoffman, el niño terrible del partido, exclamó refiriéndose a Schiller, que un hombre que había escrito tragedias tan lamentables como La doncella de Orleans “merecía ser azotado en la plaza pública”. Antes de eso, el Misántropo de Molière encontraba que un hombre era digno de castigo después de haber escrito malos versos: los Trissotins del siglo diecinueve se habían humanizado. Solo hasta Lemercier, acusado de manera injusta de ser el padre de la nueva escuela9, se interesarían por maldecir la nueva escuela en su Caín, parodia melodramática precedida de un prólogo y de un prefacio popurrí. Él escribió con la indignación de un Juvenal: 8

Sainte-Beuve, Críticas y Relatos literarios. I, p. 303

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Non tantis culpandus virtutibus, como decía Tácito

¡Con impunidad los Hugo escriben versos! Para poner remedio a tan grave inconveniente, en el mes de enero de 1829, siete eruditos, entre los cuales se distinguían el autor del Cañón de alarma, con Jouy, Arnault y Etienne, elevaron a Carlos X una petición con el fin de excluir del Teatro Francés toda pieza contaminada de Romanticismo, a lo cual el Rey contestó, como hombre inteligente, que en materia de poesía él no tenía sino su puesto en el palco. La carrera quedaba entonces abierta para los hermanos menores de Cromwell y la escuela romántica perdió la popularidad de una pequeña persecución.10 El prefacio de Cromwell Los escritores de la joven escuela aceptaron valientemente la guerra. Decía su más ilustre poeta: “A veces podría uno quedarse añorando las épocas más tranquilas o indiferentes que no generaban combates ni tormentas alrededor del pacífico trabajo del poeta, pero las cosas ya no son así. Que sean como son. Las luchas son siempre buenas, malo periculosam libertatem11”. El prefacio de su drama Cromwell fue el manifiesto del partido, manifiesto que, en 1827, desempeñó el mismo rol que había desempeñado en 1549 la Defensa e ilustración de la lengua francesa de Bellay. La situación era análoga y el Cenáculo tenía más de un vínculo con la Pleyade; al igual que esta, tenía a los hombres más talentosos y también quería renovar la forma de una vieja literatura, pero el movimiento ocurría en un sentido inverso: la escuela de Ronsard reaccionaba en contra de la Edad Media en nombre de la Antigüedad; la Pleyade moderna atacaba la imitación de la Antigüedad respaldándose en la Edad Media. La declaración de principios de Víctor Hugo fue trazada con la libertad de estilo que caracterizaba a este poderoso espíritu. El autor dividió en tres épocas toda la carrera que ha recorrido la humanidad: los tiempos primitivos, la Antigüedad y la Edad Moderna. La 10

La escuela romántica fue compensada más tarde. En su prefacio de Marion Delorme,

Víctor Hugo se quejó enérgicamente de la censura, tan indulgente con los libros escolares y convencionales, que maquillan todo y, por lo tanto, disfrazan todo, pero tan despiadada con el arte verdadero, concienzudo, sincero. 11

Prefacio de las Orientales

poesía se dividía en tres formas correspondientes: la oda, la epopeya y el drama. La edad cristiana o moderna era dramática. El drama, forma más compleja y más abarcadora que las otras dos, recopilaba todos los elementos de la vida: tanto el cuerpo como el espíritu, lo grotesco como lo bello. El ideal supremo de la poesía moderna era el carácter. El brillante crítico atacaba enseguida el sistema de las reglas arbitrarias. Tal como Goethe, Víctor Hugo solo reconocía una de las famosas tres unidades: la del conjunto (das Fassliche12). Luego se burlaba con inteligencia de la escuela clásica, de sus perífrasis, de su elegancia ficticia, y terminaba con excelentes comentarios sobre la lengua y los versos dramáticos. El principal defecto de este manifiesto era, precisamente, ser un manifiesto. En las luchas, las ideas se exageran para dibujarse mejor, incluso el tono toma cierta importancia que un cuarto de siglo después encontramos casi declamatorio. Esto es lo que sentimos hoy al releer todos los escritos dogmáticos de la otrora escuela nueva. Los autores parecen siempre en un trípode: solo hablan de Dios, de la humanidad, de su alta misión: escriben la historia de la civilización con base en un drama. Todo esto estaba lejos de parecer ridículo y demuestra el interés del público en una reforma poética. El mismo carácter en las doctrinas: la simple verdad no habría sido lo bastante picante, lo suficientemente agresiva para una declaración de guerra. ¿qué podría ser más justo decir que la poesía moderna no debía ser exclusivamente griega ni latina, sino inspirarse en ideas y en sentimientos de nuestro tiempo para expresar verdades de todos los tiempos? Somos los herederos de la Edad Media y de la Antigüedad, pero, por encima de todo, somos nosotros mismos; nuestra poesía no es más la de San Luis que la de Augusto. El manifiesto, mezclando todos los siglos cristianos en una sola denominación, no tenía problema en enfrentar a Grecia o a Roma con la Edad Media. Derrocó a un ídolo sólo para adorar a otro. La escuela clásica había llevado demasiado lejos el desdén de su gusto. Se había hecho un ideal tradicional y demasiado estrecho que excluyó sin razón verdaderas bellezas. Había que comprender que el Ser y lo Bello son esencialmente una sola y misma cosa y que lo feo no es sino un límite y se puede introducir como un momento en la idea concreta de la belleza; que en cualquier caso no debe ser más que un medio y nunca un objetivo, una

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Véase la página 577

sombra y jamás un objeto. Este matiz en la doctrina era demasiado fino para ser un dogma, muy alemán, si se quiere, para llegar a ser popular. Ciertamente impulsado por el calor de la lucha y por la ley inflexible de toda reacción, Víctor Hugo le dio gran importancia poco filosófica a este elemento negativo: hizo de lo grotesco el accesorio necesario y correlativo de lo bello, reconoció dos principios en el arte y fue maniqueo en la poesía. Este error lo llevó a cometer otro. Si lo bello no tiene más derecho que lo feo en la preferencia del artista, solo queda reproducir la realidad. Esta fue, de hecho, la doctrina de la gran mayoría de los poetas románticos. El autor del manifiesto era un artista demasiado grande para adoptarla por completo. Vaciló y se reservó los derechos del ideal, sin saber muy bien cómo establecerlos. Dijo: “Un límite infranqueable separa la realidad según el arte de la realidad, según la naturaleza. Es imprudente confundirlos, como lo hacen algunos partidarios poco avanzados del romanticismo”. Entonces, en lugar de una definición, nos da una metáfora: “Es necesario que el drama sea un espejo cóncavo que, en lugar de debilitar el color y la luz, recoja y condense los rayos coloridos, que convierta un resplandor en una luz y una luz en una llama; sólo entonces el drama es reconocido en el arte”. Este principio, en sí mismo cierto, tenía un peligro: podía convertirse en la teoría del énfasis. El sincretismo un poco confuso de los poetas románticos por lo menos tuvo una cosa buena: ensanchó las puertas del arte e hizo entrar lo que la escuela pseudoclásica había hecho mal en excluir: la historia; es decir, el hombre más verdadero y muchas veces más hermoso que las pálidas abstracciones por las cuales lo había sido sustituido. Entonces le dieron al arte el eminente servicio de terminar con toda regla arbitraria por medio del ridículo. Escribió el autor de Cromwell: “Derribemos las teorías, las poéticas y los sistemas. Hagamos caer la antigua capa de yeso que cubre la fachada del arte. No existen ni reglas ni modelos; o mejor dicho, no hay otras reglas que las leyes generales de la naturaleza, que se ciernen sobre el arte por completo, y las leyes especiales que, en cada composición, no hay otras reglas que las que resultan de las condiciones de existencia propias de cada sujeto”. El romanticismo fue, ante todo, como bien lo definió Víctor Hugo, el liberalismo en la literatura. Al igual que el otro liberalismo, buscó garantías para la libertad individual, la facultad de cada uno para aislarse y vivir su fantasía con todos sus riesgos y peligros. Fue, sobre todo, una doctrina negativa que debía perecer en su triunfo. Así mismo dijo Víctor

Hugo: “Las miserables palabras en querella: clásico y romántico cayeron en el abismo de 1830, como gluckistas y piccinnistas en el pozo de 1789. Solo ha quedado el arte13”. Las Orientales y las Hojas de otoño En manos de la escuela romántica, el arte presentó los mismos errores que la teoría. Cometieron tantos y tan sorprendentes que la divergencia de los rayos es más visible en la circunferencia que en el centro. A la abstracción clásica le siguió un realismo tosco que creía haber hecho todo cuando abrió los ojos a lo que llamaba el color local y las singularidades de una costumbre más o menos histórica. La Edad Media estaba en furor: se glorificaban todas las deformidades. Se buscó lo feo de manera más exhaustiva como si tuviera más carácter: lo repugnante y lo horrible sustituyeron a lo patético, el instinto a la pasión y la fantasía al sentido común. Se excavaron los osarios, se explotó al verdugo, se sacaron a la luz las más repugnantes llagas de la sociedad. Se pensó en herir fuertemente en lugar de ser justo. Los jóvenes poetas de 1828 parecían antiguos atletas cuyos esfuerzos tendían a lanzar la jabalina más allá de la meta: sœpe trans finem jaculo nobilis expedito. La primera euforia de la libertad literaria muchas veces degeneró en licencias; el liberalismo poético tuvo su 93. No se entendían muy bien esas bellas palabras del maestro, el mismo maestro las olvidaba, tal vez, algunas veces: “Las antiguas reglas de Aubignac deben morir con las antiguas costumbres de Cujas, y a la literatura cortesana debe suceder la literatura popular, pero debe existir una razón interior en el fondo de estas novedades. El principio de libertad debe hacer su cometido, pero hacerlo bien. Tanto en la literatura como en la sociedad, no deben existir ni la etiqueta ni la anarquía, sino las leyes14”. En medio de las exageraciones que cualquier reacción siempre trae consigo, se vieron resurgir obras que no deben desaparecer. La poesía lírica, que ya había sido disfrutada ampliamente por el público en el primer periodo de la Restauración, fue el género más prolífico y, sin lugar a duda, el más feliz durante el segundo periodo. Aunque lo haya dicho el autor del prefacio de Cromwell, la oda no es el privilegio de los siglos primitivos; parece, por el contrario, que, como cualquier expresión espontánea de los sentimientos individuales debe ser aceptable en un tiempo de aislamiento y de independencia moral como el nuestro. 13 14

Prefacio de Marion Delorme Prefacio de Hernani

El mismo Víctor Hugo entregó la evidencia más convincente. El año siguiente al manifiesto del cual ya hemos hablado, el poeta compuso Las Orientales15, la más magnífica eflorescencia de su imaginación. Allí la poesía lírica tomó un carácter nuevo y análogo a las doctrinas de la joven escuela. Ya no era ni el impulso de las pasiones políticas ni los poéticos dolores de un alma replegada sobre sí misma; ahora era ritmo, luz y colores relumbrantes que el poeta parecía haber robado de los países felices de los que hablaba: el mundo exterior derramaba a estrofas llenas sus más ricas imágenes y apenas se sentían los latidos de corazón del poeta, bajo esta profusión de oro, de rubís y de perfumes extranjeros. Su alma estaba perdida y absorbida, como la del faquir de Oriente, en la naturaleza seductora que lo envolvía. C'est que l'amour, la tombe, et la gloire et la vie, L'onde qui fuit, par l'onde incessamment suivie, Tout souffle, tout rayon, ou propice ou fatal, Fait reluire et vibrer mon âme de cristal, Mon âme aux mille voix, que le Dieu que j'adore Mit au centre de tout, comme un écho sonore.

Es16 que el amor, la tumba, la gloria, la vida, La ola que huye perseguida por otra ola, Todos los alientos, todos los rayos, propicios o fatales, Hacen relucir y vibrar mi alma de cristal, Mi alma que tiene mil voces, mi alma que Dios puso En el centro de todo, como un eco sonoro17.

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Publicado en 1828 Hugo, V. Rayos y Sombras. (Pedro Pedraza y Páez, trad.). Barcelona: Ramón Sopenza, editor. Provenza 93 a 98. 17 Las Hojas de otoño.... Data fata secutits. 16

Este culto a la forma; esta adoración a la materia; esta poesía que la penetra, la vivifica y la arranca de su inercia para imprimirle el carácter divino de la belleza era una repercusión lejana de las doctrinas panteístas de Alemania, era una de las preocupaciones de la poesía de Gœthe. Precisamente dijo un crítico: “Fue necesario el poder de un singular talento para fijar la atención perezosa de los lectores franceses, al poner en este poema todos los elementos, excepto el elemento humano. Fueron necesarios múltiples recursos, secretos imprevistos para ocultar durante cuatro mil versos la ausencia del corazón y de la reflexión. En lugar de la poesía, se ha puesto a la pintura y a la música; o mejor dicho, de la pintura y de la música se ha hecho una nueva poesía, sin lágrimas y sin fantasías, pero suave y despreocupada, llena de murmullos armoniosos y de perspectivas lejanas: en la euforia de los sentidos nos olvidamos de pensar18”. El rasgo característico de la poesía Víctor Hugo es una predilección constante por las imágenes visibles y por la parte pintoresca de las cosas; algunos de los poetas de su escuela exageraron esta tendencia e hicieron un verdadero materialismo poético. Este rasgo domina en M. Th. Gautier. Pero ahí no quedaba el genio de Víctor Hugo. Justamente cuando terminamos esta historia, encontramos una nueva colección, en nuestra opinión, superior a la brillante Las Orientales: Las Hojas de otoño. Aquí el horizonte se ha oscurecido y es aún más entrañable: el artista permanece, pero el hombre reaparece. El pensamiento del poeta descansa, con una suave emoción, en los recuerdos y en remordimientos. Sueña con los que ya no están, con su viejo padre que ya no puede ver y con esa casa en los alrededores de Blois “blanca y cuadrada al pie de la colina verde”. Da una mirada triste y tierna a su juventud: Que vous ai-je donc fait, ô mes jeunes années, Pour m'avoir fui si vite et vous être éloignées Me croyant satisfait? Hélas ! pour revenir m'apparaitre si belles, Quand vous ne pouvez plus me prendre sur vos ailes,

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G. Planche, Les Royantes litteraires.

Que vous ai-je donc fait?

¿Qué mal os hice, años juveniles de mi existencia, para que tan pronto huyeseis y os alejaseis de mí, creyendo dejarme contento? ¿Qué mal os causé para que me aparezcáis hoy tan hermosos, hoy que vano puedo gozar de vosotros19? Sobre todo, da rienda suelta a una ternura inefable sobre la infancia, sobre sus rubias y frágiles cabezas, ese obsequio dulce tan risueño del futuro. Car vos beaux yeux sont pleins de douceurs infinies; Car vos petites mains, joyeuses et bénies, N'ont point mal fait encore; Jamais vos jeunes pas n'ont touché notre fange; Tête sacrée! enfant aux cheveux blonds! bel ange A l'auréole d'or!...

Il est si beau l'enfant, avec son doux sourire, Sa douce bonne foi, sa voix qui veut tout dire, Ses pleurs vite apaisés, Laissant errer sa vue étonnée et ravie, Offrant de toutes parts sa jeune âme à la vie. Et sa Louche aux baisers

¡Porque tus hermosos ojos destellan infinita dulzura, 19

Hugo, V. Rayos y Sombras. (Pedro Pedraza y Páez, trad.). Barcelona: Ramón Sopenza, editor. Provenza 93 a 98.

tus manecitas ligeras y suaves no han causado aún daño alguno, Tus pies no se han manchado aún en el fango de la tierra. Tu cabeza es sagrada, niño de cabello rubio, ¡Hermoso ángel que ostentas aureola de oro! ¡Es delicioso el niño con su cándida sonrisa, Con su buena fe, con su vocecita que todo lo quiere decir, Con sus lágrimas que se secan en un momento, dejando vagar su vista atónita por todas partes, presentando con afán el alma a la vida y la boca a los cariñosos besos20! Esta sensibilidad simple y accesible para todos, esta nota tan suave le faltaba a la lira francesa. Víctor Hugo llenaba así el intervalo que habían dejado entre ellos Lamartine y Béranger. No obstante, debemos reconocer que, a pesar de su admirable talento lírico, Víctor Hugo no estaba exento de defectos causados, ya sea por el mismo carácter de su espíritu o por su posición de jefe de la escuela. En el vigor de sus concepciones, en el diseño intrépido de sus planes y en la franqueza un poco cruda de su estilo hay algo que incita al desafío y a la provocación. Vemos la decisión de desafiar los prejuicios y las costumbres literarias, de imponer sus caprichos y su genio, de entrar tanto en la admiración del lector como en su conquista. En teoría, se había destronado la soberanía de la belleza para reemplazarla con la del carácter. En la práctica, se temió que solo se había reemplazado algunas veces por la de la fantasía. Se proclamó independiente de la etiqueta; para hacer alarde de su libertad, incluso, algunas veces, debió olvidar las leyes.

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Hugo, V. Rayos y Sombras. (Pedro Pedraza y Páez, trad.). Barcelona: Ramón Sopenza, editor. Provenza 93 a 98

De Vigny, de Musset, Sainte-Beuve, Deschamps. Después de Víctor Hugo, se ubica en primer lugar entre los poetas románticos al dulce y casto autor de Moisés y de Eloa. Alfred Víctor conde de Vigny21 no tenía el entusiasmo, el impulso ni la brillante facilidad del poeta de Las Orientales. Artista puro y tranquilo, que cincelaba con amor todos los detalles de una composición, que envolvía con gusto sus ideas en una acción y en un relato como si ellas tuvieran miedo de afrontar al público cara a cara, este poeta se hizo un lugar aparte en la nueva escuela, un retiro apacible y tranquilo, lleno de sombras, armonía y perfumes.

No se encontraba en él esa audacia militante de sus

jóvenes cofrades; incluso le faltaba un poco de elocuencia y de energía. Su maravillosa dulzura en el lenguaje no tenía ni la precisión que sacude fuertemente el pensamiento ni la rapidez lírica que, para utilizar uno de sus mejores versos, Monte aussi vite au ciel que l'éclair en descend Asciende al cielo tan rápido como desciende un rayo La brillantez de sus imágenes se debilita a través de los pliegues ondulantes de su perífrasis: La gaze et le cristal sont leur pâle prison, .... La lumière au fond de l'albâtre étincelle, Blanche et pure, et suspend son jour mystérieux. La gaza y el cristal son su pálida prisión …la luz al fondo del alabastro destella blanca y pura, y suspende su misterioso día. Hay algo un poco afectado, tal vez un poco frío. Le gustaba transportar la escena de sus relatos a una antigüedad artificial, en donde se borra toda la realidad y toda verosimilitud terrestre. Detrás de esta poesía graciosa pero un poco viril, se siente la admiración

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Nació en 1798 en Loches y murió en 1864. Obras antes de 1830: Poemas antiguos y modernos (recopilados en 1826) Cinq-Mars (1826).

complaciente y segura de una pequeña sociedad de élite, de un círculo aristocrático e indulgente. Alfred de Vigny tenía, incluso en sus poemas, cierto aire épico, o al menos narrativo. En 1826 compuso una de nuestras mejores novelas históricas, mientras que Víctor Hugo ensayaba aún en las novelas de joven y poeta lírico, tales como Han de Islandia y BugJargal, la pluma que escribiría Nuestra Señora de París. Alfred de Vigny tuvo tanto mérito con su Cinq-Mars que no logró concebir bien el carácter de la novela histórica. En lugar de hacer como Walter Scott o como más tarde lo hizo el autor de Nuestra Señora, quienes solo tomaban de la historia el contexto, el espíritu y las costumbres del tiempo a donde trasladaban la acción e inventaban la trama y la cargaban de personajes ficticios, Alfred de Vigny quería que los eventos y los personajes principales fueran también históricos. Esta nueva condición afectaba en él la ficción y falsificaba la historia. Se le puede reprochar al autor de Cinq-Mars por haber calumniado en este interesante relato la memoria de uno de nuestros más grandes hombres: Richelieu. Al lado del tranquilo y elegante Alfred de Vigny, el joven Alfred de Musset, de 19 años de edad, representaba el más brillante contraste. Fue el divertido y caprichoso Ariel, al atreverse a actuar el papel de Caliban; era el travieso Puck, divirtiéndose al ataviar con una cabeza de asno al amante de Titania. Todo lo que el espíritu tiene de súbito, de caprichoso, de impuro parecía formar su esencia: lo grotesco, lo estrafalario y lo imposible se mezclaban a cada instante en él con las inspiraciones más encantadoras y formaban el tejido multicolor de su estilo. Era algo picante, deliberado y adorablemente impertinente. Al igual que el agresivo mosquito de la Fontaine, su felicidad era hacer enfurecer de manera culta a los viejos leones clásicos22. Múltiple e insaciable, una veces copiaba tanto la franca

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En ocasiones se burlaba tanto de la prosodia como del buen sentido; por ejemplo, comenzó un relato con estos versos alejandrinos: Un dimanche (observez qu'un dimanche la rue Vivienne est presque toujours vide, et la cohue Est aux Panoramas ainsi qu'aux boulevards), etc....

Un domingo (vea que un domingo la rue Vivienne está casi siempre vacía y la multitud está Tanto en Panoramas como en los bulevares), etc…

Pocas obras maestras hicieron tanto ruido, en su época, como su Balada a la luna, en donde se lee: C'était dans la nuit brune Sur un clocher jauni La lune Comme un point sur un i…. Es-tu l'œil du ciel borgne? Quel chérubin cafard Nous lorgne Sous ton masque blafard? N'es-tu rien qu'une boule, Qu'un grand faucheux bien gras. Qui roule Sans pâlies et sans bras? Qui t'avait éborgnée L'autre nuit? T'étais-tu Cognée

A quelque arbre pointu?

Estaba en la noche negra, sobre un campanario amarillo la luna como un punto sobre una i… ¿Eres tú el ojo del cielo tuerto? ¿Cuál querubín gazmoño Nos mira de reojo bajo su pálida máscara? ¿No eres más que una bola Que rueda Como una araña gorda en el campo Sin brazos y sin patas? ¿Quién te dejó tuerta la otra noche? ¿Te golpeaste con un árbol puntudo?

presencia de Mathurin Régnier (Don Páez) como la pasión de Fausto (la Copa y los labios), a veces las pinturas ardientes de Parisina, de Lara, del Corsario (Porcia), con más frecuencia los ires y venires épicos de Don Juan (Namouna), mientras esperaba su venida, como rival de Marivaux, para traer al Teatro Francés sus deliciosos Caprichos. Entre los dos Alfred, el uno artista cuidadoso y el otro un picante humorista, M. SainteBeuve23 era la transición. Fundió en él, sin disparidad, pero debilitándolas, sus cualidades diversas; velut cinnus amborum como dijo Cicerón. El carácter particular de los versos de Sainte-Beuve es una simplicidad familiar y delicada: creemos leer una prosa amable ligeramente perfumada de poesía.

A veces hace recordar en sus Consolaciones a

Wordsworth y a los poetas lakistas ingleses. Poeta hasta en la crítica, captó, con una imaginación viva, con una simpatía universal y a menudo demasiado complaciente las diversas naturalezas de escritores. Espíritu delicado y flexible, todo lo comprendía, lo adivinaba y lo expresaba con una gracia encantadora. Hablando de espíritu y de gracia, tendremos cuidado de no olvidar a los dos hermanos Deschamps: el primero, Emile, autor de Estudios franceses y extranjeros, tuvo un estilo ligero y fácil que Víctor Hugo no buscó y que De Vigny no alcanzó; el otro, Antony, el traductor de Dante, fue más varonil y más firme, como lo exigía su obra;

ambos,

despreocupados por su renombre, apenas se dignaban a seguir escribiendo o a recolectar las más bellas piezas que esparcieron por nuestras revistas. No podemos concluir mejor este rápido examen que con las siguientes líneas tomadas del crítico del que ya hablamos antes, y que viene, veinte años después, a echar un vistazo general y menos indulgente al camino que él y sus amigos ya habían recorrido. “Lo que se puede decir sin arriesgarse es que el resultado de este concurso de talentos, durante varias temporadas, es una poesía lírica muy rica, más rica de lo que Francia había sospechado hasta entonces, pero es una poesía muy desigual y muy desordenada. La mayoría de los poetas se entregaron, sin control y sin freno, a todos los instintos de su naturaleza y también a todas las pretensiones de su orgullo, o incluso, a las tonterías de su vanidad. Los defectos

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Nació en 1803 en Boulogne-sur-Mer

y las cualidades han salido con toda libertad, y la posteridad deberá hacer las distinciones. Nada sobrevivirá por completo de los poetas de esta época24”. El drama; Shakespeare; Hernani; Marion Delorme La poesía lírica, la expresión libre de los sentimientos íntimos y personales, había sido el triunfo de la escuela romántica; la poesía dramática fue su ambición. Pero el éxito estuvo lejos de ser igual. El principio funesto que ya afectaba su oda, arruinó su teatro: el espíritu de sistema. Quiso hacer del drama la negación ruidosa de la tragedia; buscó, no la belleza en sí, sino la contradicción; cada una de sus representaciones fue un combate. Ahora bien, ya lo hemos dicho con relación a la Moralidad de la Edad Media, el género dramático es el que menos se presta a los sistemas: el público difícilmente acepta convertirse en cómplice y recibir la consigna; es, por naturaleza, juez y no litigante; quiere placer y no teorías, y no se resigna a aburrirse en el interés del arte. Para tener una contradicción única, un escándalo dramático bastante grosero, bastante ruidoso y al mismo tiempo marcado de nombres ilustres, los románticos no tenían necesidad de buscar mucho; tenían a mano los teatros extranjeros. Ya algunos poetas semiclásicos se habían dirigido a Alemania, que Madame de Staël le había revelado tan elocuentemente a Francia. Pierre Lebrun produjo en 1820 una Marie Stuart tímidamente imitada de Schiller; Soumet reprodujo en 1825 una Juana de Arco del mismo autor. El camino estaba abierto, sólo se trataba de ir más lejos y de caminar con más audacia. Nos fuimos directamente a Shakespeare; no se le pidió su genio, sino su forma, su libertad absoluta, sus cambios de escena, sus contrastes entrecortados, su lenguaje atrevidamente popular. Por otra parte, hay que decirlo, se malinterpretó por completo el carácter de este gran poeta. Shakespeare, lejos de ser un innovador bárbaro, se había mostrado en su época como un regulador inteligente. Había encontrado el teatro inglés invadido por hábitos de los que se reía a menudo, pero a los cuales en ocasiones se vio obligado a sacrificarse; un reformador hace siempre algunas concesiones a lo que corrige. Los ingleses de Elizabeth, esa gente de marinos audaces y de soldados valientes, con la cabeza todavía llena de pasiones de la 24

Sainte-Beuve, Charlas del lunes, t. I, p. 208.

guerra civil y de suplicios sangrientos intercambiados por las diversas facciones religiosas, necesitaban ser movidos enérgicamente ya fuera por lo patético o por lo ridículo. Sus paladares masculinos requerían fuertes licores. Incluso la tranquila burguesía, cuando dejaba su escritorio de ciudad por el nuevo teatro de Blackfriar, no se molestaba al cambiar por algunas emociones un poco vivas la monotonía de sus pacíficas ocupaciones. Los Green, los Nash, los Lilly, los Lodge, los Peele, los Kyd, predecesores y contemporáneos de Shakespeare, personas jóvenes, pobres e instruidas que venían de todas partes de la provincia a Londres buscando fortuna, fueron obligadas, de buena gana o no, a servir al público según su gusto y a encerrar, como Lope de Vega, a Terencio y a Plauto bajo llave cuando se ponían a escribir. Aquel que vive para agradar se ve obligado a agradar para vivir, dijo un poeta inglés. Así que empezaron a matar, a colgar y a quemar en el escenario. En una tragedia de Cambyse, de Preston, pieza de la que Shakespeare se burlaría más tarde como muchos otros, un anciano honesto fue desollado vivo en presencia de espectadores y de su propio hijo, quien exclamaba patéticamente en versos de catorce sílabas: Quel fils ayant un cœur humain, peut voir ainsi Son père écorché vif ! Oh! pour moi quel souci25 ! ¡Qué hijo que tenga un corazón humano puede ver así A su padre desollado vivo! ¡Oh! ¡Para mí qué preocupación! El poeta agregó en una rúbrica ingenua: “Despelléjenlo con una piel falsa”. En otra parte una mujer, burlándose del Arte poética de Horacio, devoró en el escenario a sus propios hijos después de haberlos hervido y cocinado a la perfección. Los poetas que satisfacían así las exigencias de su público tenían sus escrúpulos con respecto a estas aberraciones de la soberanía popular en materia de gusto. Uno de ellos, George Whetstone, habló así del tono general de las composiciones dramáticas de su época (1578): “El inglés, en esta cualidad, es muy vano, indiscreto y desordenado. Comienza por fundar su obra sobre imposibilidades; después, en tres horas, recorre el mundo, casa a su héroe, le da hijos, los hace hombres; de esos hombres hace conquistadores: inmola monstros, hace descender a los dioses del cielo y 25

« What child is he of nature's mould could bide to see His father fleaed in this wise? 0! how it grieweth me! »

subir a los demonios del infierno. Lo peor de todo es que su plan no es tan imperfecto como ridícula su manera de tratarlo; con tal de que el público ría, poco les importa que sea a sus costillas. Muchas veces, para animar a la audiencia, ponían a un bufón al lado de un rey; en sus graves asambleas hacen hablar a un loco; por último, nunca observan el carácter ni el rol del personaje que introducen”. Estos primeros poetas dramáticos seguían, pues, el instinto de la gente, en lugar de comprenderlo y de dominarlo: fueron los demagogos y no los demócratas del teatro. Sin embargo, a veces surgían deslumbrantes bellezas como un relámpago en esas nubes oscuras, y bastaban para provocar la emulación de un gran hombre. Shakespeare aceptó como poeta la herencia de sus predecesores. Supo, sin cambiar su sistema, aprovechar todas sus ventajas. Sus faltas fueron aquellas de su tiempo; su genio solo le pertenece a él mismo. Ese genio consiste, sobre todo, en el don de expresar la vida bajo todas sus formas y en todas sus variedades. Shakespeare simpatiza con todas las existencias y todas las ideas: parece que todo el hombre vive en él. Se transforma sucesivamente en todos sus personajes y olvida sus propios pensamientos para adoptar los de ellos. Verdaderamente crea a sus héroes, les da una vida independiente que no está subyugada a la voluntad arbitraria del poeta y, ni siquiera, por la exigencia de la acción. Una vez concebidos y animados con una existencia personal, los lanza sin pensar dos veces a través de los eventos: de ellos depende crearse su propio destino. Muchas veces la fábula dramática parece plegarse bajo el peso de los personajes: las unidades aristotélicas gritan y se rompen. El poeta no se preocupa mucho al respecto, está bastante seguro de que la verdad de los personajes implicará la de la intriga. La ley suprema que él podía transgredir algunas veces, pero que al menos tenía la gloria de proclamar, es: “No sobrepasar los límites de lo natural, porque cualquier cosa que vaya más allá, se desvía de la finalidad de la escena, que siempre ha sido y sigue siendo ahora, reflejar la naturaleza como un espejo26”.Víctor Hugo decía que el drama debe ser como un espejo cóncavo, que, en lugar de debilitar el color y la luz, los condensa y aumenta su brillo. Considerar a Shakespeare, de la manera que lo hicieron muchos adeptos del sistema romántico, como el jefe de las novedades bárbaras, era precisamente tomar el rol contrario 26

Hamlet, acto I I, 1a escena.

de este gran poeta. Lejos de exagerar la licencia del teatro inglés, Shakespeare la limitó. Una vez más, nuestra joven escuela cayó en el mismo error que los discípulos de Ronsard: imitó la forma del teatro inglés, como Jodelle había imitado la del teatro griego, sin tomar el espíritu oculto que lo animaba, y sin tener en cuenta las diferencia de épocas y de costumbres. Trasladó la planta olvidando sus raíces. La realidad es implacable con los sistemas. Un hecho de aparente poca importancia hizo reflexionar a nuestros jóvenes innovadores y les enseñó dónde estaba el público. En 1829, Alfred de Vigny inició el fuego dándole al Teatro Francés su bella traducción del verdadero Otelo, escondido hasta entonces por la timidez inconsecuente de Ducis. Ciertamente, fue una elección inteligente la de Otelo. En ninguna parte Shakespeare está más cerca del teatro clásico en la conducción del drama y el culto a las dos unidades. Por otra parte, la traducción fue tan prudente como poética, e incluso más moderada que fiel. Todo transcurrió bien durante los primeros actos y la representación marchó sin asombrar, o al menos, sin escandalizar a la audiencia. Incluso en algunas partes hubo aplausos. Pero cuando se llegó a la terrible escena donde se decide el destino de Desdémona, en la cual su marido le pide, con celos y cólera, que le devuelva la prueba de amor que él le había dado: el pañuelo que supo ocultar la audacia infernal de Yago, la palabra que el poeta francés simplemente había traducido del inglés handkerchief únicamente provocó estallidos de risa, chiflidos y tumulto: los habituales de la calle Richelieu no podían aguantar a ese moro mal educado que, en su arrebato de furia, no supo encontrar una perífrasis elegante a la manera de Delille, una bonita charada cuya palabra fuera un pañuelo. En este caso fue el público el equivocado, los poetas tomaron su revancha. Víctor Hugo compuso antes del fin de la Restauración dos de sus dramas, Marion Delorme en junio de 1829 y Hernani en septiembre. Hernani solo fue representada el 25 de febrero de 1830. Marion Delorme no lo fue sino hasta dieciocho meses más tarde. Estas dos piezas ya tenían casi todas las fallas que se desarrollaron sucesivamente en las composiciones dramáticas del mismo poeta, desde Cromwell27 hasta Les Burgraves. Lo que le censuro con más rigurosidad no es imitar a Shakespeare, sino no parecérsele lo suficiente.

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Cromwell, que no había sido escrita para ser representada, fue impresa en 1817.

Efectivamente, las innovaciones en la forma dramática, con las cuales los primeros espectadores se sorprendieron, son, después de todo, hábiles y mesuradas. El lugar de la escena sólo cambia de acto en acto, licencia acordada incluso por Marmontel, y que hoy nadie se atrevería a criticar. El tiempo que conlleva la acción no tiene nada de exagerado, nada que impida al espíritu del espectador abrazar la unidad de interés, que es la única cosa esencial en una obra destinada al teatro. Víctor Hugo, con su instinto de gran artista, “prefiere, para los mismos fines, un tema concentrado a uno disperso28”. La mezcla de lo grotesco con lo serio fue ya un punto mucho más vulnerable. El poeta, fiel a su teoría, subordinó algunas veces un poco el primero de esos dos elementos al segundo. La bufonada enfrió lo que ya tenía de patético, en lugar de prepararlo. Se sentía una necesidad secreta de reacción contra la pudicia clásica, necesidad mitigada por el temor saludable a los chiflidos y por el recuerdo del terrible pañuelo. Todo esto merecía bien los elogios o la indulgencia. Aquí está, según nosotros, el verdadero vicio. El poeta fue siempre muy lírico. Al contrario de Shakespeare, hizo dominar su persona en sus roles. Sus actores dijeron con frecuencia cosas bonitas, pero a menudo se sentía que recitaban una lección. Es Víctor Hugo quien hablaba, y no Gomez ni Didier. Se encuentra en los dramas el rasgo brillante y ambicioso de las Odas, los desarrollos de las Orientales, algunas veces las notas tiernas y conmovedoras de Las Hojas de otoño; pero podemos decir al poeta, tome el nombre histórico que tome, ¡Eres tú, siempre eres tú! No es solo contraste, ese procedimiento ordinario del estilo de nuestro poeta, que vuelve a nosotros de forma agrandada y extraordinaria en sus piezas teatrales. Se trata de antítesis, no solo de palabras, sino de roles; un rey contrario a un bandido; un bufón a un gran señor, y el amor de un hombre joven al de un anciano. Hasta ahí todavía era excusable, pero la antítesis va más allá, se posa violenta y chillona en la concepción de un solo personaje y en los desarrollos de un mismo rol. ¿Quién es Cromwell? “Una clase de Tibère Dandin”. Fue Hugo quien lo dijo. ¿Quién es Hernani? Un bandido honorable. ¿Quién es Marion Delorme? Una cortesana amada. Pero escuchemos al poeta mismo.

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Prefacio de Cromwell.

“¿Cuál es el pensamiento íntimo…en El Rey se divierte? Este mismo: tome la deformidad física más repugnante…ilumine todos los aspectos de esta miserable criatura con la luz siniestra de los contrastes y después dele un alma y meta en esa alma el sentimiento más puro que se le dio al hombre…el sentimiento paternal; el ser deforme se volverá bello. ¿Quién es Lucrecia Borgia? Tome la deformidad moral más repugnante, póngala donde resalta mejor, en el corazón de una mujer, y ahora mezcle bien esta deformidad moral con un sentimiento puro, el más puro que una mujer puede sentir: el sentimiento maternal,…, y el monstro interesará, y el monstro hará llorar, y esta criatura que generaba miedo, generará lástima, y esta alma deforme se volverá casi bella a sus ojos….La maternidad que purifica la deformidad moral, eso es Lucrecia Borgia”. Es así como Víctor Hugo compone sus personajes: según una especie de fórmula a priori; acumula bajo el mismo nombre dos elementos que se repelen. Sin duda las contradicciones son naturales en el corazón del hombre, y uno de los vicios de la tragedia de Voltaire fue no haberlas sentido; pero estos contrastes nacen espontáneamente de los diferentes principios que encierra nuestra alma; no es necesario que el poeta los haga entrar violentamente del exterior. Una vez más, la reacción fue excesiva porque era una reacción: los personajes pseudoclásicos eran abstracciones; los de Víctor Hugo eran, con frecuencia, proezas. Alejandro Dumas Desde los primeros meses de 1829 (el 11 de febrero), otro joven poeta debutó en el Teatro Francés con una pieza concebida de acuerdo con las nuevas teorías. El título fue: Enrique III y su corte, drama histórico escrito en prosa. Al año siguiente, el 30 de marzo de 1830, entregó al Odeón Stockholm, Fontainebleau y Roma, trilogía dramática sobre la vida de Cristina en 5 actos y en verso, con prólogo y epílogo. El autor, desconocido hasta ese momento era, al igual que Víctor Hugo, de casta militar: tenía como padre a uno de los más valientes generales de la república, y se llamaba Alejandro Dumas29. Sangre de criollo corría por sus venas: el general Dumas era mulato, hijo de un francés establecido en Santo Domingo y de una mujer de color. Parecía que todo el ardor del clima de los trópicos había pasado a la sangre del joven poeta, con algo de salvaje, de insubordinado y de violentamente material. Un gran poder de creación; una elocuencia apasionada y sin ningún 29

Nació en 1803

sentimiento ideal; una fuerza de alguna manera brutal; la poesía del instinto y de la sensación, estas fueron las tendencias que se revelaron cada vez más en la carrera dramática de Dumas. Enrique III fue, en definitiva, un ensayo bastante débil. Este drama sólo tenía de histórico el vestuario, los nombres, las anécdotas y algunos detalles de las costumbres. Una intriga muy fina se enmarcaba en un vasto aparato de escenas ambiciosas, como un pie pequeño en un gran coturno. El carácter de Enrique III, que sólo se relaciona de manera episódica con la intriga, fue lo único que se tomó con veracidad, gracias, quizás, a Vivet, que lo había descrito anteriormente en sus Scènes historiques. La trilogía de Cristina, concebida en el mismo espíritu, fue trabajada con más arte. El medio de la obra, la muerte de Monaldeschi, ofrece un interés dramático. Pero ya en esta pieza se sentía la ausencia de todo impulso poético y de todo afecto moral. El poeta se enfrenta a los nervios de los espectadores : es el cuerpo que le habla al cuerpo, como dijo Buffon. Por lo demás, el autor mostraba ya esa profunda armonía de la escena, esa ciencia del efecto que nadie poseía mejor que él, y gracias a la cual el arte se convirtió fácilmente en una industria lucrativa. Dumas inauguró así el periodo posterior a aquel en el que nos detenemos. Después de todo gran esfuerzo hay un momento de descanso y, por así decirlo, de postración. La escuela romántica, después de haber conquistado para la poesía la libertad de la forma, había alcanzado su objetivo: se despidió como un ejército victorioso. La atención pública se volcó sobre temas más graves, sobre una nueva revolución en julio de 1830. Las doctrinas religiosas, la industria, la economía política, el mejoramiento del bienestar de las masas y la formación de un gobierno racional y justo, reclamaron todos los pensamientos. La literatura cumplió su tarea en el primer cuarto del siglo diecinueve; después fue el momento de la aplicación. Al igual que el siglo anterior, se dividió en dos partes: la primera perteneció a los pensadores y la segunda a los hombres de acción. En la rama menor, las letras se contentaron con un rol secundario, se volvieron mercancía, como todo lo demás; la forma se redujo al igual que el pensamiento; la novela reemplazó al poema, el folletín a la novela y el drama vodevil al folletín. Nuestros livianos bosquejos dramáticos reinaron siempre en toda Europa por la ley del espíritu y de una gracia maligna. Eugène Scribe 30, el más fecundo de nuestros vodevilistas durante y después de la Restauración, puso más que nunca, en sus cuadros frágiles y siempre renovados, la facilidad inagotable de sus 30

Nació en 1794 y murió en 1861.

concepciones y la elocuencia picante de su diálogo. Desde Madrid hasta San Petersburgo se siguieron tomando prestados nuestros modos y nuestras estrofas. La inteligencia francesa no se había desvanecido, se había transformado. Escritores de gran talento, uno de ellos poeta de genio en su admirable prosa, ilustraban, una vez más, nuestra literatura. Pero ¿qué podían hacer ellos en contra del espíritu general de la época? El público ya no buscaba en las letras más que una distracción más o menos honesta, el espíritu del tiempo estaba en otro lugar31.

10. Esta es una indicación de las principales obras que la literatura produjo después de 1830: Historia : —Augustin Thierry, Dix ans d’Études historiques, 1835; Récits des tempes mérovingiens, 1840; Essai sur l'Histoire du tiers état, 1853. — Amédée Thierry, Histoire des Gaulois; Attila, 1856. — Guizot, Vie de Washington, 1839; Histoire de la Révolution d'Angleterre, t. III y IV, 1854; Cromwell et Monk, 1864; Mémoires, 1858-1866. — Sismondi, Histoire de la Renaissance de la Liberté en Italie, 1832; fin de Histoire des Français; el xxxi y último volumen apareció en 1844. — Michelet, Introducción à l’Histoire universelle, 1831 ; Histoire de France, 17 vol., 1833-1867 ; Origines du droit français, 1837; Histoire romaine, 1831; Mémoires de Luther, 1835. Œuvres de Vico, 1835; Histoire de la Révolution française, 1847-1853; l'Oiseau, l'Insecte, l'Amour, la Mer, la Sorcière 1857-1863. — De Lamartine, Histoire des Girondins, 1847 ; Histoire de la Révolution, 1849 ; Cours familier de littérature. — Louis Blanc, Histoire de dix ans, 1844; Histoire de la Révolution française, 1847 y siguientes. — H. Martin, Histoire de France, 1837-1854. — De Vaulabelle, Histoire des deux Restaurations, 2° edición, 1847-1854. —Thiers, Histoire du Consulat et de l'Empire, 1845-1863. — Mignet, Notices et Mémoires, 1844; Antonio Perez, 1845 ; Marie Stuart ; Charles-Quint, son abdication, son séjour au monastère de Yuste, et sa mort, 1854. — Duruy, Histoire des Romains et des peuples soumis à leur domination, 1843-1844; Histoire grecque, 1851. — Villemain, Souvenirs contemporains d'Histoire et de Littérature, 1854; la Tribune moderne, M. de Chateaubriand, 1858; Hymnes de Pindare, précédés d'Essais sur le Génie de Pindare, 1859. — Sainte-Beuve, Histoire de Port-Royal, 1840; Causeries du lundi; 1851, etc.; Chateaubriand et son groupe littéraire sous l'Empire, 1864. — Vie de César, 1865— 1866. Filosofía y literatura : Cousin, Ouvrages inédits d'Abélard, 1836; De la Métaphysique d'Aristote, rapport, etc., 1837; Mme de Longueville, 1853; Mme de Sablé, 1854; Du Frai, du Beau et du Bien, 1854; Mme de Chevreuse et Mme de Hautefort, 1856. — Ch. de Résumât, Abélard, 1845; De la Philosophie allemande. Rapport, 1845. — Jules Simon, le Devoir, 1854; la Religion naturelle, 1850; la Liberté de Conscience, 1857; l'Ouvrière, 1864; le Travail, 1866.

— Bersot, Philosophie de Voltaire, Etude générale sur le dix-huitième siècle; Mesmer et le Magnétisme animal; Essai de Philosophie et de Morale ; 1843- 1864. — Taine, Essais sur Tite-Live; Essais de Critique et d'Histoire, La Fontaine et ses Fables ; les Philosophes contemporains; Voyage aux Pyrénées ; Histoire de la Littérature anglaise, 1863 ; Voyage en Italie, 1866, — Lamennais, Esquisse d'une philosophie, 1840 ; Paroles d'un croyant, 1838. — Ernest Renan, Etudes d'histoire religieuse. 1857 ; Averroès et l’Averroïsme, 1852; le Livre de Job, 1858; le Cantique des Cantiques, 1860; de l'Origine du langage; Histoire et système comparé des Langues sémitiques; Vie de Jésus, 1863 ; les Apôtres, 1866. — Rossi, Cours d'économie politique, 1840-1843. — Michel Chevalier, Cours d'économie politique, 1852. — Blanqui, Cours fait au Conservatoire des arts et métiers, 1837-1838. — E. Levasseur, Recherches historiques sur le système de Law, 1854 ; la Question de l'or, 1858; Histoire des classes ouvrières, 1859-1867. — De Tocqueville, De la Démocratie en Amérique, 1835; l'ancien Régime et la Révolution, 1856. — Saint-Marc Girardin, Cours de Littérature dramatique, 1843 y siguientes. — Brizeux, Marie, poema, 1832; 3e edición, 1840; les Ternaires, 1841, antología lírica recopilada con el nombre la Fleur d'or; les Bretons, poema, 1845; Primel et Nola, poema; les Histoires poétiques. — J. J. Ampère, Littérature et Voyages, 1833; Histoire de la Littérature française avant le douzième siècle, 1840. — Nisard, Etudes sur les poètes latins de la décadence, 1834 ; Histoire de la Littérature française, 1845- 1861.

Poesía : C. Delavigne. Louis XI, 1832; les Enfants d'Édouard, 1832 ; Don Juan, 1835; Une famille au temps de Luther, 1836; la Popularité 1838. — Lamartine, Jocelyn, 1836; La Chute d'un ange, 1838; Souvenirs et impressions ... pendant un voyage en Orient, 1835. — Béranger, Chansons anciennes, nouvelles et inédites, 1831; Chansons nouvelles et dernières, 1831. — Barthélemy, Nemésis, 1831-1832. — Barbier, les Iambes, 1832. — V. Hugo, les Feuilles d'automne, 1831 ; les Chants du crépuscule, 1835 ; les Voix intérieures, 1837; Le Roi s'amuse, 1832; Lucrèce Borgia, 1833 ; Marie Tudor, 1833; Angelo, 1835; Marion Delorme, 1838; Ruy Blas, 1838 ; les Burgraves, 1843; les Contemplations, 1856; la Légende des siècles, 1869 ; Chansons des bois et des rues, 1865. — Victor de Laprade, Psyché, 1841; Odes et Poèmes, 1844. — Louis Maignen, Rustiques, 1860. — Edmond Arnoult, Sonnets et Poèmes (obra póstuma), 1864, — Jacques, Contes et Causeries, 1862, — Eugene Manuel, Pages intimes, 1866 ; Les Ouvriers, drama, 1870. — Jacques Demogeot, la Pharsale de Lucain, traducida en verso francés, 1866 ; —A. Dumas padre, Antony, drama, 1831; Charles VII, 1831; Téresa, 1832; Angèle, 1833; Caligula, 1838 : Mlle de Belle-Isle, 1840; Les Demoiselles de Saint-Cyr, 1843. —A. Dumas hijo, la Dame aux Camélias ; Diane de Lys (novelas y dramas), 1848-1853; le Demi-monde, 1855 ; la Question d'Argent, 1857; le Fils naturel, 1858 (dramas) ; Les idées de madame Aubray, 1867. — Eugène Scribe: la edición publicada en 1831 se compone de 10 volúmenes y contiene 81 piezas. —Ponsard, Lucrèce, Agnès de Méranie, Charlotte Corday, Horace et Lydie, Ulysse, l'Honneur et l'Argent; la Bourse; le Lion amoureux ; Galilée; 1843 -1867. — E. Augier, Gabrielle, la Ciguë, Diane, Philiberte, la Jeunesse, le Fils de Giboyer, 1841-1863; Maître Guérin, 1805; la Contagion, 1866; Paul Forestier, 1867.

Novelas: —Victor Hugo, Notre-Dame de Paris, 1831; les Misérables, 1862. — Balzac, la Peau de chagrin, 1831; Scènes de la vie privée, 1831, etc ; Scènes de la vie de province, 1832, etc; Eugénie Grandet; le Père Goriot; La Recherche de l'absolu; César Birotteau, 1839; Mercadet, comedia.

Conclusión Después de este recorrido a través de los monumentos literarios de nuestra historia, después de haber visitado con nosotros tantos pensamientos y tantas formas diversas, el lector nos pedirá, quizás, concluir, o más bien, resumir nuestras conclusiones. ¿Este vivaz espectáculo de trabajos de todas las épocas sólo es para nosotros una sucesión fortuita de fenómenos más o menos brillantes? ¿O bien las creaciones más libres de la fantasía están sometidas a una ley y encadenadas en cierto orden? Sin duda la literatura se agita, pero ¿se puede decir que avanza? En general, somos de los que creemos en el progreso. Pero esta profesión de fe demanda algunas explicaciones. El progreso es sin duda la ley del individuo, de las naciones y de toda la especie. Crecer en perfección, existir, de alguna manera, en un grado más alto es la tarea que Dios le impuso al hombre, es la continuación de la obra de Dios mismo, es el complemento de la creación. Pero esta creencia moral, esa necesidad de engrandecer puede, como todas las fuerzas de la naturaleza, ceder ante una fuerza más grande; es un impulso más que una necesidad; reclama, pero no obliga.

— Frédéric Soulié, Les deux Cadavres, 1832; le Conseiller d'État, 1835; le vicomte de Béziers, 1834; le comte de Toulouse, 1835; le Magnétiseur,1835 ; les Mémoires de Diable, 1837. — Eugène Sue, Atar Gull, 1832; la Salamandre, 1842; la Vigie de Koat-Ven, 1833; Mathilde, 1841 : les Mystères de Paris, 1842 ; le Juif errant, 1 847. — George Sand, Indiana, 1832; Valentine, 1832; Lelia, 1833; Jacques, 1834; André, 1835; Leone Leoni, 1835: Simon 1836; Mauprat, 1837; Consuelo, 1842; la Petite Fadette, 1848; la Mare au Diable, 1846; l’homme de neige, 1859; le marquis de Villemer ; Jean de la Roche, 1860; la Confession d'une jeune fille, 1865. — Idilios dramáticos : le Champi; Claudine; le Pressoir. —A. Dumas padre, Impressions de voyage, 1843 ; le comte de Monte-Cristo ; la reine Margot; la dame de Montsoreau; le Chevalier de Maison-Rouge, etc. —Jules Sandeau, le docteur Herbeau, 1841; Mlle de la Seiglière, 1848; la Maison de Pénarvan, 1858. —P. Mérimée, Colomba. —E. Souvestre, les derniers Bretons, etc. —Octave Feuillet, Alice, 1848; Rédemption, 1849; l'Urne (poesía), 1852, la Petite Comtesse, 1856; Jean Baudry (comedia), 1863. — Edmond About, la Grèce contemporaine, 1855: Tolla, 1856; les Mariages de Paris, 1850; le Progrès, 1864.

Miles de obstáculos detienen el progreso de los individuos y de las sociedades, y la libertad moral puede retardar o acelerar los efectos. El progreso es, entonces, una ley que no abolimos, pero a la cual, algunas veces, dejamos de obedecer. Mientras más grande es la cantidad de individuos, más se neutralizan los caprichos del azar y de la libertad para dejar predominar la acción providencial que preside nuestros destinos. Al ver el conjunto de la vida del mundo, la humanidad avanza sin duda: en nuestros días hay menos miserias morales, menos miserias físicas de las que conoció el pasado. El arte y la literatura, que expresan los diversos estados de las sociedades, deben, entonces, participar de alguna manera en esta marcha progresiva. Pero hay dos cosas en una obra literaria: por una parte, las ideas y las costumbres sociales que expresa, y por la otra, la inteligencia, el sentimiento y la imaginación del escritor que se convierte en el intérprete de aquellas. Si bien el primero de estos elementos tiende sin cesar a una perfección más grande, el segundo está sujeto a todos los azares del genio individual. El progreso en la literatura está, por lo tanto, solamente en la inspiración y, por así decirlo, en la materia. Puede, debe no ser continuo en la forma. De otro modo, en las sociedades más avanzadas, la misma grandeza de las ideas, la abundancia de modelos, la saciedad del público hacen cada vez más difícil la tarea del artista. Él mismo ya no tiene el entusiasmo de las primeras épocas, esa juventud de la imaginación y del corazón; es un anciano cuya riqueza se ha incrementado, pero la disfruta menos. Si se consideran en conjunto todas las épocas de una literatura, se verá que se suceden en un orden constante. Después de una en la que la idea y la forma se combinan de una manera armoniosa, llega otra en la que la idea social abunda y destruye la idea literaria de la época precedente. La Edad Media introdujo el espiritualismo en el arte: ante esta nueva idea parten asustadas todas las mentiras sonrientes de la poesía griega. La forma clásica, tan bella y tan pura, no puede contener el agudo pensamiento católico. Se forma un arte nuevo: no consigue, en

este lado de los Alpes, la madurez que produce las obras maestras, pero Europa es entonces una sola patria e Italia se encarga de completar a Francia. El Renacimiento trae nuevos elementos a la civilización, revive las tradiciones de la ciencia antigua, y busca unirlas a las verdades del cristianismo. El arte de la Edad Media, como un jarrón demasiado pequeño, se rompe bajo los torrentes que allí se precipitan. Esas ideas diversas se agitan y se enfrentan en el siglo dieciséis; se coordinan y llevan a una admirable expresión en el siguiente período. En el siglo dieciocho hubo una nueva invasión de ideas: todo se examinó, todo fue puesto en duda: la religión, el gobierno, la sociedad, todo se volvió materia de discusión para la llamada escuela filosófica. La bella forma literaria de Luis XIV se alteró una vez más por el conflicto de esas turbulentas novedades. La lengua se volvió abstracta e incolora; la poesía pura murió, la historia se desecó y se distorsionó. Una parte del siglo diecinueve pareció tomar la tarea de reconstruir el edificio moral y de devolver al pensamiento una gran forma. El resultado literario de sus esfuerzos fue el renacimiento de la poesía lírica con un desarrollo admirable de la historia. Una idea que nos sorprende en esa sucesión de épocas alternativamente calmas y agitadas, activas y literarias, es que apresuran su progreso a medida que avanzan. La Edad Media duró cuatro siglos; el Renacimiento, a lo sumo, dos; el periodo monárquico se midió por dos reinados, el de Richelieu y el de Luis XIV; la época filosófica por la de Voltaire; para finalizar, la época reparadora del siglo diecinueve parece que duró solo un cuarto de siglo. Las naciones viven hoy más rápido. Veinte años son suficientes para lo que antes necesitaba varios siglos: la imprenta es el ferrocarril de las ideas. ¿Entramos, desde 1830, en una de esas épocas en que las doctrinas se enfrentan con violencia y producen desorden y confusión, hasta que una organización poderosa las pacifique conteniéndolas? Muchos indicios nos permiten creerlo, solo la posteridad lo podrá afirmar. Fin.

ÍNDICE ANALÍTICO

A ABADÍAS (las) de Normandía propagan la ciencia latina en el siglo XI, 162; abadías principales (Rouen, Caen, Fontenelle, Lisieux, Fécamp, Jumiéges, le Bec, Brionne), 163. ABELARDO [1079-1142], sus composiciones líricas, 146; sus amores y su vida, 177; su sistema filosófico, 178. ABOUT (Edmond) [1855], la Grecia contemporánea, etc., 664 (nota). ACADÉMIA FRANCESA, su fundación [1635], 362; —Academia francesa en Berlín (siglo XVIII), 581. ADAM DE LA HALLE ("el jorobado de Arras"), trovero del siglo XII, 226. AIMÉ MARTIN [1786-1847], sus Cartas a Sofía, 549 ALBERICO DE REIMS, profesor en París en el siglo XII, 165. ALBERTO MAGNO [1205-1280], filosofía escolástica, 181. ALCIAT (André) [1292-1550], enseña derecho romano en Bourges, 273. ALCOVISTES, ver Preciosas. ALCUIN [725-804], erudito llamado para estar al lado de Carlomagno [782], 40, enseña con gran brillantez, 46. ALÉANDRE, rector de la Universidad de París [1512], 267. ALEJANDRO MAGNO, héroe de los troveros, 116; origen del poema de Alejandro [siglo XII], 116. ALEMÁN (idioma), su expulsión [813-842], 48. ALEMANIA, su escuela clásica y su escuela romántica del siglo XIX, 580; imitación de la Francia del siglo XIX, 580; carácter de su literatura, 589. ALEXANDRE de París [1184], trovero, 117. ALLEGORÍA, su apogeo y abuso en el siglo XIII, 119.

AMADÍS DE GAULA, novela heroica del siglo XVI, 364; sus imitaciones, 365. AMPÈRE (Jean Jaques) 1800-...], Histoire de la littérature française, 3 (nota), 21, 128 (nota). AMYOT [1513-1593], sus traducciones, 279. ANACARSIS (Viaje de) [1784], obra del abad Barthélemy, 502. ANDRIEUX [1759-1833], dramaturgo y profesor, 556. ANQUETIL [1723-1808], historiador, 629. ANSELMO (San) [1033-1109], filósofo realista, 163; son Monologion y su Proslogion, 163, 164. ANTI-ESPAGNOL (el), panfleto de Michel Hurault [siglo XVI], 316. ANTIGÜEDAD GRECOLATINA, temas que le proporcionaba a los poetas de la Edad Media, 108; causa de la fama de estos temas, 110; su influencia en el renacimiento en el siglo XV, 265. ARCHITRENIUS o la Grande-Lamentation, poema de Jean d’Antville [siglo XII], 167. ARGONAUTAS, su historia es contada por los troveros, 112. ARIOSTO (el) [1474-1533], extraído de los poemas de la Mesa-Redonda, 107, 259. ARISTÓTELES [384-322], uno de los monstruos del siglo XIII, por el teólogo Helinand, 172; lo que había de sus obras en el siglo XII, 180; es atacado por Ramus, 280. ARMORICANOS, su poesía (la Villemarqué), 8, 97; ciclo armoricano o de Arthur [siglo XII], su carácter caballeresco, 91; sus orígenes bretones, 94; tradición poética de Arthur en este pueblo (la Villemarqué), 97. ARNAUD (Antoine) [1612-1694], doctor de PortRoyal, 394. ARNAUD DE MARVEIL, trovador del siglo XII, 137. ARNAULT [1766-1834], poeta dramático, 642

ÍNDICE ANALÍTICO

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ARNOULT (Edmond) [1861], sonnets et poëmes (obra póstuma) 664 (nota). ARTES LIBERALES, reducidas a siete en el curso de los estudios de la Edad Media, 171. ARTHÉNICE (Catherine de Vivonne) [....-1671], madre de Julie d'Angennes, 358; su sala azul, 372. ARTURO (Ciclo artúrico), ciclo armoricano [siglo XII], su carácter caballeresco, 91: la leyenda de Arturo, 95; forma la caballería de la Mesa Redonda 96; el Brut, crónica rimada de Wace que contiene la historia del rey Arturo, 96; imitaciones en las literaturas modernas de las poesías de este ciclo, 107. ASCENSIUS (Badius) [1462-1535], impresor de París, 267. ASNA (la), de Balaam juega un papel en los misterios [siglo XV], 218. ASTRONOMUS [siglo IX], biografía de Louis le Débonnaire, 75. AUDEFROY EL BASTARDO [trovero del siglo XII], temas de sus poemas, 148. AUGER (Louis Simon) [1772-1829], crítico, 642. AUGIER, Gabrielle, la Ciguë, Diane, Philiberte, 664 (nota).

B BACON (Roger) [1214-1292], sus descubrimientos, 181. BAIF (Antoine de) [1532-1536], poeta de la pléyade, 342. BALZAC (Honoré de), la Piel de zapa, etc., 164 (nota). BALZAC (Jean-Louis Guez de) [1584-1654], sus Cartas, 365. BAOUR-LORMIAN, ver Lormian. BARANTE (de) [1782-...], historiador de la escuela descriptiva, su Historia de los duques de Borgoña, 634. BARBIER, les lambes [1832], 663 (nota). BARDOS, músicos y poetas galos, 7; cantos de los bardos del país de Gales que se han conservado, 94 (nota). BARNAVE [1761-1793], orador, 545. BARON [1653-1729], imitador de la Andria de Terencio, 439. BARTHE [1734-1785], poeta y dramaturgo, 504.

BARTHÉLEMY (abad) [1716-1695], Viaje de Anacarsis, 502. BARTHÉLEMY, Némésis [1831-1832], 663 (nota). BASOCHE [1303], su origen, 240. BASQUE, canto escrito en vasco [publicado en 1590], 13. BAYARD [1476-1524], su vida, 322. BAYLE [1647-1706], filósofo pirroniano, 468. BEAUMARCHAIS [1732-1799], sus obras, 543; creó la categoría del Fígaro, 544. BEDA el venerable [673-735], historiador, 188. BELLEAU (Remy) [1528-1577], poeta de la pléyade, 342. BENOIT DE SAINTE-MORE [siglo XII], su poema de la Guerra de Troya, 113. BENSERADE [1651-1691], autor del soneto de Job, 370. BÉRANGER (Pierre-Jean de) [1780-1857], sus canciones, 607-610 y 663 (nota). BÉRENGER [978-1088], monje de Claraval, defensor de Abelardo, 146. BERGIER [1718-1790], refutador de Voltaire, 496. BERSOT, Ensayo sobre la Providencia [18431847]; Du Spiritualisme et de la Nature [1846], 662 (nota). BERTA LA DE LOS GRANDES PIES, novela rimada del siglo XII, sus 9 variantes, 67, 78 (nota). BERTAUT [1552-1611], poeta, 264. BERTRAN D’ALAMANON, trovador del siglo XIII, 141. BERTRAN DE BORN, trovador y guerrero del siglo XII, 138. BESTIARIUS, poema sobre la historia natural por Philippe de Thaon [siglo XII], 120. BIBLIA, su influencia en los escritores de Francia, 27. BLANC, (Louis), Historia de diez años[1841], Historia de la Revolución francesa [18471], 662 (nota). BLANCHET (Pierre) [1459-1519], supuesto autor de la farsa de El abogado Patelin, 243. BLANDINE, mártir de Lyon en el siglo II, 28. BLANQUI, Curso en el Conservatorio de las artes y oficios [1837-1818], 363 (nota). BLONDEL DE NESLE, trovador del siglo XII, 73.

ÍNDICE ANALÍTICO BODEL, (Jean), trovador del siglo XII, su poema sobre Carlomagno, 75; su misterio le Jeu de saint Nicolas, 223. BODIN [1530-1596], abogado de Toulouse, su República [1577], 277. BODMER [1698-1783], poeta alemán, lucha contra la influencia de la literatura francesa, 582. BOECIO [470-526], imitado por el trovador Simon du Fresne, 120. BOIARDO [1434-1494], extraído de los poemas de la Mesa Redonda, 107. BOILEAU DESPRÉAUX [1636-1711], 406; carácter de su crítica, 426; sus obras, 428. BOISJOLIN [1763-1832], su Poema de la botánica, 549. BOISROBERT [592-1662], poeta dramático, 379, 406. BONALD (de) [1753-1840], filósofo y publicista, 565, 620. BOSSUET [1627-1704], 441; sus Oraciones fúnebres, 444; Discurso sobre la historia universal [1679], 448; comparado con Fénelon, 451. BOUCHER (Jean) [l518-1644], fundador de la Liga, 305; sus panfletos, 313. BOULAINVILLIERS [1658-1722], historiador, 630. BOURDALOUE [1632-1704], predicador, 460. BOURSAULT [1638-1701], poeta dramático, 439. BRANTÔME [1527-1614], historiador, su carácter, 324. BRÉBEUF [1618-1661], traductor de Lucano, 370. BREITINGER [1701-1776], lucha contra la influencia de la literatura francesa, su diario Peintre des mœurs, 582. BRETAÑA, la lengua céltica que existe aún en el siglo XIX, 4. BRETONES (orígenes) de la poesía del ciclo artúrico [siglo XII], 94. BRIFFAUT [1781-....], dramaturgo, 552. BRIZEUX [1803-1858], poeta, 663 (nota). BRUEYS [1640-1723], llevó al teatro El abogado Patelin 243, 439. BRUNETTO LATINI [1220-1294], compone una obra en francés, 166.

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BRUNO (GIORDANO) [1560-1600], quemado en la hoguera en Roma, 389. BRUT (el) de Inglaterra, poema de Wace [1155], 96, 120. BUCHON [1791-1846], historiador, 316. BUDÉ (Guillaume) [1473-1540], profesor célebre del Colegio de Francia, sus Comentarios, 268. BUENAVENTURA (San) (Juan da Fidenza) [1221-1274], filósofo místico, 183. BUFFON [1707-1788], su Historia natural, 528; su estilo, 532; anécdotas sobre Buffon, 535 (nota). BURGER [1748-1794], sus baladas, 588. BUSSY-RABUTIN [1618-1696], sus Amours des Gaules, 406. BYRON [1788-1824], su carácter, sus obras, 592.

C CABALLERÍAS, su origen en la Edad Media [siglo XII], 91; dos caballerías, una mundana y la otra religiosa, 93, 105. CABALLERO (el) del León, poema de Chrétien de Troyes [1160], 97. CABALLERO (Memoria del) SIN MIEDO Y SIN TACHA por su Leal Servidor [1527], 322. CABANIS [1757-1808], redactor de la Décade philosophique, 571. CALDERON [1601-1687], imitado por Mairet (Marianne), 375. CALVINO [1509-1564], su reforma, sus obras, 296. CAMPENON [1772-1843], poeta de la escuela descriptiva, 550. CAMPISTRON [1656-1737], poeta dramático, 439. CANTARES de Gesta, ver Gesta. CAPITULARES, selección de diversos actos del poder de Carlomagno 43. CARLOMAGNO [742-814], restaurador de las letras, 39, 40; funda escuelas, 41, 45; prepara una Gramática franca, recoge las poesías populares, 41; sus Capitulares, 43; corrige los cuatro evangelios, 44; poema de Jean Bodel sobre sus campos en Sajonia, 75; los poetas de la edad media le atribuyen todos los éxitos conseguidos sobre los infieles, 75; poemas de Turpin sobre su vida, 78.

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ÍNDICE ANALÍTICO

CARLOS DE ORLEANS [1391-1465], análisis y carácter de sus poesías, 155-160. CARLOS IX [1559-1574], sus versos en respuesta a Ronsard, 341 (note) CAROLINGIA (época), primer ciclo [siglo XI], 72. CARREL (Armand) [1800-1836], editor de Courier, 612. CASAUBON (lsaac) [1559-1614], crítico, 271. CASTEL [1688-1757], su poema de las Plantas. 549. CATHERINE DE MÉDICIS [1519-1589], su política, 302. CELTAS, su carácter, 2; idiomas célticos, su influencia sobre la lengua francesa, 3; términos célticos conservados en francés (F. Edwards), 4. CENÁCULO (el), reunión de literatos de la escuela romántica del siglo XIX, 640. CENT (las) Nouvelles, ver Nouvelles. CESÁREO (San) de Arlés [470-542], obispo de la Galia, 33. CHAPELAIN [1595-1674], autor de Juana de Arco, 370. CHARRON [1541-1608], su libro de la Sagesse, 289. CHARTIER (Alain), [1386-1438], su Quadriloge, 212. CHATEAUBRIAND [1768-1848], su juventud, sus viajes, 559; Ensayo sobre las revoluciones [1797], 560; Atala, René [1801] Genio del cristianismo [1802], 561; los Mártires [1809], 562; Itinerario [1806], 563; los Natchez, 564; escribe en el Diario de los Debates [1824], 622. CHAUCER [1328-1400], sus imitaciones de los poemas de la Mesa Redonda, 107. CHAULIEU [1639-1720], poeta, 468. CHÉNIER (André) [1762-1794], sus elegías, su muerte, 540. CHÉNIER (Joseph) [1784-1811], crítico y poeta dramático, 540, 552. CHEVALIER (Michel), Curso de economía política [1842], 663 (nota). CHRESTIEN (Florent) [1511-1596]; participó en la Sátira Menipea, 317. CHRÉTIEN DE TROYES [11..-1191], su poema del Caballero del León, 97, su poema de Perceval, 105.

CHRISTINE DE PISAN [1363-1420], carácter de sus obras, 212. CICERÓN [196-43], sus imitadores del siglo XVI, 270. CICLO FRANCÉS [siglo XI], poesías carolingias 72. CID (el) (Rodrigo de Bivar) [1040-1099], 380. CIVILIZACIÓN ROMANA en Galia, 18. CLÉLIE [1656-1666], novela de Mademoiselle Scudéry (mapa de Tendre), 363. CLERO, su reforma bajo el reinado de Carlomagno, 44; sociedad clerical, su superioridad en el siglo XIV, 160; sus trabajos, 170. COFRADÍA DE LA PASIÓN [1402-1548], representa los espectáculos tomados del Nuevo Testamento, 228. COLEGIO REAL (Colegio de Francia), su fundación [1531], sus primeros profesores célebres, 267. COLIGNY [1517-1572], su Discours sur le siège de Saint-Quentin [1557], 323. COLINES, célebre familia de impresores de París del siglo XVI, 267. COLLÉ [1709-1783], compositor y dramaturgo, 504, 606 COLLETET [1598-1659], poeta dramático, 379. COLLIN D’HARLEVILLE [1755-1806], dramaturgo, 556. COMEDIA FRANCESA del siglo XVIII, 555. COMMINES (Philippe de) [1445-1509], sus Memorias, 207. CONDILLAC [1714-1780], su sistema, 492. CONDORCET [1743-1794], filósofo, 545. CONRART [1603-1675], literato, 367. CONSTANT (Benjamin) [1767-1830], su novela de Adolfo, 618; sus otras obras, 618 (nota); su sistema político y religioso, 618-620. CORBIÈRE, orador parlamentario de la Restauración, 620. CORNEILLE (Pierre) [1606-1684], sus comedias, argumento de su Melite, 376; desagrada a Richelieu, 379; su tragedia de Medée [1635], 380; análisis del Cid, 380-382; Horace, Cinna [1639], 382; Polyeucte [1640], 384; sus últimas tragedias, 385, 386; juzgado por Sainte-Beuve, 386, por Madame de Sevigné, 387.

ÍNDICE ANALÍTICO CORNEILLE (Thomas) 1625-1709, poeta dramático, 439. CORTES DE AMOR [1100-1300], su origen, su propósito, su progreso, 139. COTTIN (Madame) [1773-1807], sus novelas, 550. COUCY (Raoul de) [1167-1191], trovero, 73. COULANGES (Madame de) [siglo XVII], escribió cartas, 408. COURIER (Paul-Louis) [1773-1825], sus Panfletos y su estilo, 612. COURNAND [1747-1814], su poema sobre los Estilos, 549. COUSIN (Jean) [1520-1590], pintor, funda la escuela francesa, 264. COUSIN (Victor) [1792-1867], profesor de filosofía de la Sorbonne [1814]; sus viajes, su estética, 626; Obras inéditas de Abelardo [1836]; De la metafísica de Aristóteles, informe, etc. [1847]. Mme de Longueville [1853], Mme de Sablé [1854]; Du vrai, du beau et du bien, [1854], 662 (nota). CREBILLON [1674-1762], poeta trágico, 504. CREUSER DE LESSER [1775-1839], reprodujo las novelas de la Mesa Redonda, 108. CRÉVIER [1773-1765], continuador de la Historia romana de Rollin, 497. CRISTIANISMO, su origen, su influencia sobre la civilización y sobre el pensamiento, 26; discusiones filosóficas del dogma cristiano, su efecto, 30. CRÍTICA LITERARIA durante la época imperial, 568; bajo la Restauración, 621. CRÓNICAS (Grandes) DE FRANCIA, SaintDenis [siglo XIV], su forma, sus sucesores, 190. CRÓNICAS MONACALES, Dionisio el exiguo, Bède el Venerable, 188; Roricon, 189. CUJAS [1520-1590], jurisconsulto, 273.

D D’AGUESSEAU (el canciller) [1668-1751], orador y magistrado, 495. D’ALEMBERT [1717-1783), su Discurso preliminar a la Encyclopédie, 491. D’ARLINCOURT [1789-....], sus novelas y su estilo, 589.

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D’AUBIGNÉ [1550-1630], sus poesías, 346. D’HEILLI (Mademoiselle), duquesa de Étampes [1508-1576], maestra de Francisco I, 801. D’ORLEANS, ver Louis d’Orléans. DACIER (Madame) [1651-1720], toma partido por los antiguos, 406. DAMIRON [1794-....], escribe en el diario le Globe; su Historia de la Filosofía en el siglo XIX, 622. DANCOURT [1661-1726], dramaturgo, 439. DANÈS [1497-1577], primer profesor de griego en el Colegio de Francia, 268. DANIEL (el P.) [1649-1728], historiador, 624. DANTE [1265-1321], sus imitaciones de los poemas de la Mesa Redonda, 106; visita Francia dos veces, 164; su influencia en los cantos de los troveros, 256. DANTON [1759-1794], orador, 545. DANZA MACABRA, su origen [siglo XII], 218 (nota). DARÉS (frigio), era conocido por los troveros, 111. DAUBENTON [1716-1808], colaborador de Buffon, 526. DAURAT [1510-1588], poeta y erudito, 330. DE BELLOY [1727-1775], poeta dramático, 504. DE L'ORME (Filiberto) [....-1577], arquitecto (Tullerías), 261. DEBATES (Diario de los), sus redactores a comienzos del siglo XIX, 565. DÉCADE PHILOSOPHIQUE, diario de finales del siglo XVIII, sus redactores, 571. DECADENCIA de la literatura francesa durante la época imperial en el siglo XIX, 547. DELAVIGNE (Casimir) [1793-1843], sus Messéniennes, sus obras dramáticas, 606 y 663 (nota). DELILLE [1738-1813], poeta de la escuela descriptiva, 549. DENYS PYRAM [siglo XII], trovero, 120. DERECHO romano en la Francia del siglo XVI, 272. DÉSAUGIERS [1772-1827], compositor, 608. DESBARREAUX [1602-1673], poeta, 468. DESBORDES-VALMORE (Madame) [1787-....], poetisa lírica, 596. DESCARTES [1596-1650], su Discurso del Método [1637], 389, 440.

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ÍNDICE ANALÍTICO

DESCHAMPS (Antony) [1809-....], poeta lírico, traductor de Dante, 652. DESCHAMPS (Émile) [1795-….], poeta lírico, 596, 652. DESCRIPTIVA (Poesía) del siglo XVIII: Saintlambert, Lemierre, 505, 548, Delille, Fontanes, Castel, Boisjolin, Esménard, Gudin, Ricard, Cournand, 549. DESMAHIS [1722-1774], dramaturgo, 504. DESMARETS DE SAINT-SORLIN [15961676], autor del poema de Clovis, 406. DESMARETZ, ver Regnier-Desmaretz. DESPÉRIERS [15..-1444], sus Nuevas recreaciones, 332. DESPORTES (Philip) [1546-1606] poeta, 264, 345. DESTOUCHES [1680-1754], dramaturgo, 504. D'HOLBACH [1723-1789], su Sistema de la naturaleza, 493. DICIYS de Crète, era conocido por los troveros, 112. DIDÁCTICO (Poema), su auge en el siglo XIII, 119. DIDEROT [1713-1784], filósofo y dramaturgo, dirige la Encyclopédie, 489, 505. DIECISEÍS (los), en la época de la Liga, 307. DIONISIO EL EXIGUO [siglo VI], su crónica, 185. DISCUSIONES del dogma cristiano, su efecto en Galia, 31. DOLET [1509-1546], impresor de Lyon, 267. DOLOPATHOS O LA NOVELA DE LOS SIETE SABIOS, fabliau latino del siglo XII, su origen y su tema, 128. D'OSSAT (el cardenal) [1536-1604], diplomático, 324. DRAMA (el) en la iglesia de la Edad Media, su germen en el oficio divino, 214; recuerdo del teatro pagano, 217; el drama del siglo XIX, 653. DRAMÁTICOS (Autores) de la segunda orden del siglo XV: Latosse, Lamotte, LagrangeChancel, Crehillon, Sauirin, de Belloy, Colle, Palissot, Lanoue, Barthe, Desmahis, Sédaine, Gresset, Piron, Marivaux, Destouches, la Chaussée, Diderot, 504. DRUIDAS, ministros del culto galo, 7. DU BARTAS [1544-1590], su poema de la Semaine, 345.

DU BELLAY (J.) [....-1560], diplomático, 264. DU BELLAY (Joachim) [1524-1560], su libro de la Ilustración de la lengua francesa [1548], 334. DU PERRON (el cardenal) [1555-1618], negociador, 324. DU PLESSIS-MORNAY [1549-1625], redacta los manifiestos de Enrique IV, 315. DUBOIS (Pierre), dirige el diario le Globe [1824], 622. DUBOS [1670-1742], historiador, 630. DUCHATEL [1803-....], escribe en el diario le Globe [1824], 622. DUCHÉ [1668-1704], poeta dramático, 439. DUCIS [1733 1816], poeta dramático, 553; su Abufar, 555. DUCLOS [1704-1792], Consideraciones, 498. DUFRESNY [1684-1724], autor dramático, 439. DUMAS (Alexandre) [1803-....], dramaturgo, 660, 664 (nota). DUMAS (Alexandre) hijo, autor dramático, la Dama de las Camelias, etc., 664 (nota). DUMESNIL [1776-….], poeta de la escuela descriptiva, 550. DUMOULIN [1500-1566], abogado de París, 273. D'URFÉ (Hnoré) [1567-1623], novelista, La Astrea, 431. DURUY, Histoire des Romains et des peuples soumis à leur domination [1843-1844], 662 (nota). DURYER [1609-1659], poeta dramático, 375. DUVAL (Alexandre) [1767-1842], poeta, dramaturgo, 556, 642. DUVERGIER DE HAURANNE [1788-....], escribe en el diario le Globe, 622.

E EDAD (Media), representada fielmente en los poemas carolingios [siglo XI] (E. Quinet), 79. EDWARDS (W. F.), investigaciones sobre las lenguas célticas, acercamientos entre la lengua francesa y los idiomas célticos, 5, 6. EGINARDO [7..-839], biógrafo de Carlomagno, 189. ELOCUENCIA DEL PÚLPITO en los siglos XV y XVI, su carácter, 304; elocuencia de la tribuna durante la Revolución francesa de 1789, 544; bajo la Restauración, 611.

ÍNDICE ANALÍTICO ÉNCYCLOPEDIE (l’) de Diderot, 489. ENFANTS (les) SANS SOUCI, representan bajo el reinado de Carlos VI de Francia les sofies, 247. ENSAYOS de Montaigne [1580], 281-288. EPOPEYA FRANCESA en la Edad Media, primer poesía de Francia, 71; epopeya del siglo XIX, Luce de Lancival, Campenon, Dumesnil, Parseval de Grandmaison, 550. ERASMO [1467-1536], sus obras, 268; su Ciceronianus, 270. ESCOLÁSTICA (la) [del siglo IX al XVI] su origen y su carácter, 171. ESCUELAS fundadas bajo el reinado de Carlomagno, 45; escuelas fundadas en Normandía por Guillermo el conquistador, 162. ESMÉNARD [1770-1811] su poema de la Navegación, 549. ESPAÑA, influencia del gusto español sobre la literatura francesa del siglo XIV, 353. ESPINEL (Vicente) [1544-1634], poeta y novelista imitado por Lesage (Gil Blas) 501. ESTIENNE (Henri) [1528-1598], Thesaurus linguæ græcæ, 271; Apologie d'Hérodote, 211. ESTIENNE (los), impresores célebres del siglo XVI, 267. ESTUDIANTES de la Universidad de París en el siglo XIII, su carácter, 166; su retrato realizado por el poeta Jean d’Antville, 167. ÉTIENNE [1778-1845], dramaturgo 557. EUSKARA, lengua de los íberos 12,

F FABLIAUX [siglo XV], su carácter y su forma, 127. FABRE D’EGLANTINE [1755-1794] dramaturgo. 556. FARSAS (Las) [siglo XV], dramas populares, 243. FAURIEL [1772-1844], origen de la epopeya caballeresca, 68, 93 (nota). FÉLETZ (de) [1771-1850], crítico, 571. FÉNELON [1656-1715] comparado con Bossuet, 451; Telémaco [1669], 457; otras obras, 459. FEUDAL (Sociedad), su formación, 59. FEUILLET (Octave) [1848], Alice, 664 (nota).

673

FICHET, rector de la Sorbonne, introduce la imprenta en París [1469], 267. FICHTE [1702-1S14], filósofo alemán, 626. FIEVÉE [1767-1830], novelista, 550. FÍGARO, categoría creada por Beaumarchais, 544. FLAGY (Jehan de) [siglo XII], uno de los autores del poema Loherains, 87. FLÉCHIER [1632-1710], orador, 446. FLEURANGE [1490-1537], hijo de Robert de la Marck, sus Memorias, 322. FLORIAN [1755-1794], poeta y novelista, 509. FONTANES [1751-1821], poeta y crítico de la escuela imperial, 571. FONTENELLE [1657-1757], sus obras, 473. FORTUNAT [siglo VI], poeta latino de Galia, 4. FOUQUET (Nicolas) [1515-1680], defendido por La Fontaine, 433. FOY (el general) [1775-1825], orador parlamentario, 620. FRANCESA (nación), su carácter (Heeren), 2. FRÁNCICO (dialecto), fragmento de epopeya en esta lengua (Jacob Grimm), 23. FRANCISCO I [1494-1547], convoca a Francia a los artistas italianos, 263; creó la Imprenta real, 267. FRANCISO DE SALES (San) [1567-1622], sus obras, 395. FRÉRET [1688-1749], historiador, 498. FROISSART [1337-1410], sus poesías, 155; su Crónica, 203; juzgada por Montaigne, 206, 634. FROMONT, héroe del poema de Loherains, 84.

G GAELS, primer pueblo de la Galia, 4. GALA (raza), su división en dos familias (Amédée Thierry), 3. GALIA LATINA, su literatura, sus escritores, 17; conquista de la Galia por los germanos, 19. GALOS, su carácter, 2; restos de su poesía, 7. GARAT [1749-1833], moralista, 571. GARGANTUA Y PANTAGRUEL, obra de Rabelais, 290. GARIN, héroe del poema Loherains, 84. GARNIER [1545-1601], poeta dramático, 344.

674

ÍNDICE ANALÍTICO

GAUTIER (Théophile) [1809-....], poeta y novelista, 648. GAY (Delphine de Girardin) [1805-....], poeta lírico, 596. GAY (Madame Sophie) [1776-....], poetisa y novelista, 596. GEFFROY GAIMAR [hacia 1150], trovero, 120. GÉNIN (F.), editor del Cantar de Roldán, 70 (nota). GENLIS (Madame de) [1746-1830], sus novelas, 550. GEOFFROY RUDEL [hacia 1160], poeta provenzal, 145. GERMANOS, su lengua, 20; su poesía, 22; sus costumbres, su influencia en la civilización moderna, 25. GERSON [1363-1429], condena le Roman de la Rose, 126. GÉRUZEZ (Eugène) [1799-1865], profesor e historiador de la literatura francesa, su amistad con el autor, XIII. Su Curso de elocuencia francesa en la Sorbonne [18361837], 251; sus Ensayos de historia literaria, 292, 371, 455; su apreciación del estilo de Racine, 414. GESSNER, sus idilios, 509. GESTA (cantares de), su formación [siglo XI], 64, 70; su carácter religioso, 74; su carácter feudal, 78; títulos de las principales canciones donde este carácter permanece, 79 (nota). GIJIRAUD (Alexandre) [1788-1847], poeta y novelista 598. GILBERT [1751-1780], poeta satírico, 539. GINGUENÉ [1748-1815], redactor de la Décade philosophique, 571. GLOBE (le), diario bajo la Restauración [1822], dirigido por M. P. Dubois, 621; sus redactores principales, 622. GODEAU [1605-1672], obispo de Grasse, literato y poeta, 370. GOETHE [1749-1832], su influencia en Alemania, 583; Faust, 586; su escuela, 588; cómo juzga el diario le Globe, 624; su apreciación de M. Vilmain, 626. GONGORA [1561-1627], imitado por Théophile Viaud (Pyrame et Thisbe), 373. GOTTSCHED [1700-1766], poeta y crítico alemán, director de la escuela francesa en Alemania, 581.

GOURMONT [....-1528], impresor de París, 267. GOURNAY (Marie de) [1566-1645], editora de Montaigne, 286 (nota). GRAMMONT (Philibert de) [1621-1707], frecuentaba el hôtel de Rambouillet, 354. GRECIA, su influencia en la Galia, 14. GRÉGOIRE, primer profesor de griego en la Universidad de París [1458], 266. GRESSET [1709-1777], poeta y dramaturgo, 504. GRIAL (el santo), copa de la santa Cena, su leyenda [siglo XII], 105. GRIGNAN (Madame de) [1646-1705], hija de Madame de Sévigné, 408. GROUCHY, de Rouen [....-1572]; su tratado sobre les Comices des Romains, 272. GUDIN [1738-1812], su poema La Astronomía, 549. GUÉNÉE (abad) [1717-1803], refutador de Voltaire, sus Lettres de quelques Juifs, 496. GUEVARA [1574-1646], autor dramático, imitado por Lesage (el Diablo cojuelo), 501. GUILLAUME DE LORRIS [12...-1260], uno de los autores de la Roman de la Rose, 123. GUILLAUME, trovero, su Bestiario divino [1208], 120. GUILLERMO DE CHAMPEAUX [....-1121], enseña en San Víctor y en Santa Genoveva, 104, 176. GUILLERMO EL CONQUISTADOR [10271078], multiplica las escuelas, 162. GUIRNALDA DE JULIA (d’Angennes) [1 de enero de 1641], diecinueve poetas y el calígrafo Jarry, 359. GUIZOT [l788-....], historiador, director de la escuela filosófica, sus obras, 631, 662 (nota). GUTENBERG, FAUST, SCHOEFFER, inventores de la imprenta [1450], 266. GUY DE TOURS [1551-1600], poeta, 345. GUY PATIN, ver Patin. GWENSCHLAN, bardo bretón, su canto popular la Prédiction, 9.

H HALLER [1708-1777], poeta alemán, lucha contra la influencia de la literatura francesa, 581. HARDY [1560-1631], poeta dramático, 373. HARLAY (le presidente de) [1536-1616], 273.

ÍNDICE ANALÍTICO HEEREN [1760-1832], origen céltico de la nación francesa, 2. HEGEL [1770-1831], filósofo alemán, 627. HELOÏSE [1101-1164], elogia las poesías de Abelardo, 147. HELVÉTIUS [1715-1777], su libro de l’Esprit, 493. HENRI III [1551-1589], su retrato por Jean Boucher, 308. HENRI IV [1553-1610], su correspondencia, 315; aprende el español de Antonio Pérez, 355. HEPTAMÉRON (ver Marguerite de Navarre). HERDER [1741-1803], sus Ideas sobre la filosofía de la historia, 588. HERMONYME (George) [hacia 1480], profesor de griego de la Universidad de París, 266. HESNAULT (J.), poeta del siglo XVII, 468. HISTORIA (la) de los duques de Normandía, poema del trovero Benoît de Sainte-Maure [siglo XII], 113. HISTÓRICAS (escuelas), bajo la Restauración, 628; escuela histórica, escuela filosófica, 631. HOFFMANN (E. T. G.) [1776-1822], sus Cuentos Fantásticos, 588. HOFFMANN (François-Benoît) [1760-1828], crítico, 571, 642. HOMERO, viso en la Edad Media como un impostor, 112. HOTTMAN (Fr.) [1524-1590], jurisconsulto, su Galia francesa, 311. HUET [1630-1721], obispo de Avranches, filósofo y erudito, 359. HUGO (Victor) [1802-...], sus Odes et Ballades [1822-1824]; Han d'Islande [1823]; BugJargal [1826]; le Dernier jour d'un condamné [1827], 599 (nota); el prefacio de Cromwell [1827]; manifiesto de la escuela romántica, 643; los Orientales [1829] y las Feuilles d'automne, su carácter, 646; Marion Delorme et Hernani [1829], su análisis, 653; sus otros dramas, 659, 663 (nota). HUGUES DE ROTELANDE, trovero del siglo XII, 111 (nota); su novela de Protesilaus, 115 (nota). HURAULT (Michel), señor de Fay, panfletista del siglo XVI su Anti-Espagnol, 316.

I

675

ÍBEROS, pueblo de la Galia, 11; su lengua y su poesía, 12. IDIOMAS MODERNOS, su formación, 54. IGLESIA CRISTIANA, su superioridad y su poder en la Edad Media, 160; sus fiestas, 216; carácter de su culto, 216. ILIADA (la), desconocida por los troveros 112. IMITACIÓN DE JESUCRISTO (Internelle consolation) [fin del siglo XIV), su carácter, su autor, 183, 185. IMPERIO FRANCÉS del siglo XIX, literatura de la época imperial, 547. IMPRENTA, su invención, su influencia en el renacimiento del siglo XVI, 265: Imprenta real creada por Francisco I, 267. INGLATERRA, su influencia sobre Francia, en el siglo XVIII, 472; movimiento romántico que se llevó a cabo en el siglo XIX, 590. INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA [1535], obra de Calvino, 296. INSTITUTAS de Justiniano, traducidas en verso al francés en el siglo XII, 120. INVASIÓN ROMANA, sustituye el latín de los idiomas célticos, 3. ITALIA, su influencia en la literatura francesa del siglo XVI, 263. IVAIN, poema de la Mesa Redonda, 95, 105. IVRY (la derrota de) [1590], cómo el monje Christin la anuncia en el púlpito a los parisinos, 307.

J JACOBI [1743-1819] filósofo alemán, 627. JAMYN (Amadis) [1538-1585], poeta de la pléyade, 342. JANSENIO [1583-1638], doctrina del jansenismo, 394-399. JEAN D’ANTVILLE o de Hanvil [siglo XII], poeta latino, retrato del estudiante de la Universidad de París, 167. JEAN DE MEUNG [1260-1320], uno de los autores de la Roman de la Rose, 124. JEAN DE SALISBURY [1110-1180], su crítica de la Escolástica, 173. JEANNIN (el presidente) [1540-1622], negociador, 324. JEHAN DE FLAGY, ver Flagy.

ÍNDICE ANALÍTICO

676

JESUITAS, compañía de Jesús, 396; ver Loyola [1534]. JEU [le] de Saint-Nicolas, por Jean Bodel de Arras, origen y análisis de este misterio, 223 JEUANN VAOUR, bardo galés del siglo XII (la Villemarqué), 98. JODELLE [1532-1573], poeta de la Pléyade, 342; sus obras dramáticas, 343. JOINVILLE[1223-1317], sus Memorias, 99. JOSCELIN, profesor en París en el siglo XII, 165. JOUFFROY (1795-1847), escribe en el diario le Globe, 222. JOUY (1769-1842), dramaturgo 552, 642. JUAN ESCOTO, Erígena [...-886], filósofo, 47. JUANA DE ARCO [1410-1431], su vida no fue contada por Carlos de Orleans, 158; poema de Chapelain, 370. JUGLARES [siglos XI y XII] poetas que acompañaban a los príncipes, 61. JULIE d'Angennes [....-1671], hija de Catherine de Vivonne (hôtel de Rambouillet), 359. JUSTINIANO, ver. Institutas.

K KANT (Immanuel) [1724-1804], filósofo alemán, 626. KLOPSTOCK [1724-1803], su Mesías, 581, 588. KRUDNER (Madame de) [1766-1825], su novela Valérie, 550. KYMRIS, población del oeste de la Galia, 3.

L L’ETOILE (Pierre de) [1540-1611], periodista y panfletario, 315, 324. L’HÔPITAL [1503-1573], su carácter, su elocuencia, 301; su administración, 302; su muerte, 301. LA BOÉTIE [1530-1563], su carácter, sus estudios, sus obras, 273. LA BOURDONNAYE [1767-1839], orador de la Restauración, 620. LA BRUYÉRE [1639-1699], sus Carácteres, 468. LA CALPRENÈDE [....-1663], novelista, 104. LA CHAUSSÉE [1693-1754], dramaturgo, 504. LA FARE [1644-1712], poeta, 468.

LA FAYETTE (Madame de) [1633-1693], sus novelas, 410, 550. LA FONTAINE [1621-1695], 406; su carácter, 431; sus Cuentos [1665], 433; sus Fábulas [1668, 1678, 1679, 1694], 435; su Psyché, su Adonis, 437. LA HARPE [1739-1803], crítico y dramaturgo, 552. LA NOUE (François de) [1531-1591], autor de memorias, 323. LA PÉRUSE (Jean de) [1530-1556], poeta y dramaturgo, 343. LA ROCHEFOUCAULD [1613-1680], moralista e historiador, 406, 466. LA SABLIÈRE (Madame de), dama célebre del siglo XVII, 408. LA TAILLE (Jean de) [1540-1573], poeta dramático, 245. LA VILLEMARQUÉ (Théodore de), publicó los cantos populares de Bretaña [1842], 4 (nota) LABITTE (Charles) [1816-1845], citado en Jean Boucher, 309, 312. LAFFITE (Jacques), [1767-1844], orador parlamentario, 620. LAFOSSE [1653-1708], poeta dramático, su Manlius, 439. LAGRANGE-CHANCEL [1676-1758], poeta y dramaturgo, 504. LAINÉ [1767-1835], orador parlamentario, 620. LAINEZ [1650-1710], poeta, 468. LAIS de María de Francia [1260], 103. LAKISTS, poeta inglés del siglo XIX (Wordsworth), Coleridge [1770-1834], Louthey [1774-1843] (Wilson), 591. LALLY TOLLENDAL [1751-1830], publicista, 545. LAMARTINE [1790-1869], sus Méditations [1828], 600; sus Harmonies [1830], 604; sus comienzos, 604 (nota); Jocelyn [1836], la Chute d'un ange [1838], 606; Historia de los Girondinos [1859], 662 (nota); Souvenirs, impressions ...pendant un voyage en Orient [1835], 663 (nota). LAMBERT LE COURT [1184], trovero, 117. LAMBIN [1516-1572], profesor célebre, palabra que se añade a la lengua francesa, 268. LAMENNAIS [1782-1854], su Ensayo sobre la indiferencia [1817], 614; análisis del Ensayo, 615; sus otras obras, 617, (nota).

ÍNDICE ANALÍTICO LAMOTTE [1572-1631], toma partido contra los antiguos, 406. LAMOTTE [1672-1731], poeta y dramaturgo, 504. LANCELOT [1615-1665], escritor de Port-Royal, 394. LANCIVAL (Luce de) [1766-1810], poeta de la escuela descriptiva, 550. LANFRANCO [1005-1089], teólogo, abad en Normandía, 163. LANOUE [1701-1761], dramaturgo, 504. LANZAROTE DEL LAGO [siglo XII], poema de la Mesa Redonda, 104. LAPRADE (Victor de) [1841], Psyché, etc., 663 (nota). LARRIVEY (P. de) [1550-1612], poeta dramático, 345. LARUE (abad de) [1751-1835], Essai sur les Bardes, 4 (nota). LATÍN, su expulsión en el siglo VI, 51. LE NOTRE [1613-1700], 402. LEBEAU [1701-1778], su Historia del bajo Imperio, 497. LEBRUN (Ed.) [1729-1807], poeta lírico, 557. LEBRUN (Pierre) [1775-....], poeta dramático, su Marie Stuart, 654. LEFRANC DE POMPIGNAN [1709 1784], sus poesías, 503. LEGISLACIÓN gala, sus huellas en el derecho consuetudinario, 7. LEKAIN [1723-1778], actor trágico, rechaza los papeles de Ducis, 554. LEMERCIER [1771-1840], poeta, dramaturgo, 557, 642. LEMIERRE [1723-1793], poeta y dramaturgo, 505. LEMOINE [1602-1672], jesuita, autor de un poema sobre San Luis, 371. LENCLOS (Ninon de), [1616-1706], 408. LENGUA DE OC, LENGUA DE OIL, dialectos del sur y norte de Francia (siglo XI), 54; ver Provenzal (idioma). LEROUX (Pierre) [1790-....], escribe en el diario le Globe, 622. LEROY (Pierre), participa en la Sátira Menipea, 317. LESAGE [1668-1747], sus obras, 500.

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LESSING [1729-1781], su Dramaturgia, su Laocoonte, 582. L'ETOILE (Claude de) [1597-1652], poeta dramático, 379. LEVASSEUR [1854], Recherches historiques sur le système de Law, etc., 663 (nota). LEYENDAS del cristianismo, su carácter y su tema [siglo V], 29. LIGA (la) o la Unión [1576-1587], reacción católica contra la reforma, 304. LILLY (John) [1602-1681], su estilo, (El eufemismo), 356. LINNÉE [1708-1778], naturalista espiritualista, 534. LIPSIO (Justo) [1547-1606], 271. LITERATURA francesa, su doble propósito en el siglo XIX, 577; analogía entre las tendencias literarias de los siglos XVI y XIX, 579. LOCKE [1632-1704], filósofo, 292. LOCOS, su fiesta en la Edad Media, 219. LOHERAINS (Novela) [siglo XII], análisis, 8290; sus dos héroes Garín y Fromont, 84. LOPE DE VEGA [1562-1625], imitado por el poeta Hardy, 373; por Rotrou, 375. LORMIAN (Baour-) [1772-...], poeta y dramaturgo, 556, 642. LOUIS D’ORLEANS [1542-1629], abogado, miembro de una liga, 413. LOYOLA (Ignacio de) [1491-1556], se convirtió en ermitaño, estudió en la Universidad de París, 298, fundó su sociedad en París [1534], 299. LUIS XI [1423-1483], obra que se le atribuye, 331. LUIS XIV [1638-1175], su siglo, 400; mesa de su corte, 406; imitación de su siglo en Alemania, 580. LUTERO [1483-1540], su reforma, 293.

M MABLY [1709-1785], historiador y filósofo, 519, 631. MAGISTRADOS franceses en el silgo XVI, 273. MAGNIN (Charles) [1793-....], escribe en el diario le Globe, 622. MAIGNEN (Louis) [1860], Rustiques, 664 (nota).

678

ÍNDICE ANALÍTICO

MAILLART (Olivier) [1440-1502], predicador de Luis XI, 250. MAINARD [1602-1646], poeta, 370. MAINE DE BIRAN [1776-1824] filósofo, 626. MAINTENON (Madame de) [1635-1719], escribe Cartas, 408. MAIRET [1604-1686], poeta dramático, 375. MAISTRE (Joseph de) [1754-1S2I], su carácter, sus obras, 567. MAISTRE (Xavier de) [1764-....] sus obras, 567 (nota). MALEBRANCHE [1631-1715], sus obras, 440, 441 (nota). MALHERBE [1556-1628], su reforma en poesía, 351. MANUEL [1755-1827], orador parlamentario, 620. MANUSCRITOS copiados con cuidado y multiplicados durante el dominio de Carlomagno, 44; copias por Émon de Císter (siglo XIII), 170. MAQUIAVELO [1469-1527], publicista e historiador, 277. MARAT [1746-1793], periodista y orador, 545. MARCHANGY [1782-1826], su Gaule poétique y su Tristan le Voyageur, 595. MARGARITA de Francia, reina de Navarra [1552-1615], sus Memorias, 324. MARGARITA DE VALOIS, reina de Navarra [1492-1549], su Heptaméron, 331. MARÍA DE FRANCIA [hacia 1260], sus lais, poemas y fábulas, 103. MARÍA, ver Virgen María. MARINO [1569-1625], llega a París, su influencia, 357. MARIVAUX [1688-1763], dramaturgo, 504. MAROT (Clément) [1495-1544], fue uno de los enfants sans souci, 248; sus obras, 328. MARTIGNAC [1776-1832], orador, 620. MARTIN (Aimé), Cartas a Sofía, 549. MARTIN (Henri), Historia de Francia, 662, (nota). MARTÍN (San) [316-397], funda un monasterio, 35. MÁRTIRES cristianos, poesía de su historia, 276. MASCARON [1634-1703], orador, 446. MASSILLON [1663-1742], predicador, 462; su Petit Carême, [1718], 463.

MAURY [1746-1817], orador, 545. MAYENNE [1554-1611], jefe de la Liga, 305. MÉDEE, novela del trovero Raoul Lefebvre, 115. MEDIA Edad, ver Edad. MÉLANCHTHON [1497-1560], alumno de Reuchlin en París, 266. MEMORIAS (las), única producción histórica del siglo XVI, 321. MENIPEA (Sátira) [1594] (J. Gillot, P. Leroi, P. Pithou, N. Rapin, F. Chrestien, Passerat, G. Durand), 314; análisis, 315. MENIPO [314 a. C.], filósofo cínico griego (Sátira Menipea), 314. MENOT (Michel) [1450-1518], predicador, 250. MÉON [1748-1826], editor de la Roman du Renard, 131 (nota). MERCURE DE FRANCE, sus redactores a comienzos del siglo XIX, 571. MÉRIMÉE (Paul), Colomba, 664 (nota). MERLIN, poema de la Mesa Redonda, 105. MESA REDONDA (la), caballería creada por el rey Arturo [1155], origen de esta palabra, 96. MICHAUD [1767-1839], poeta de la escuela descriptiva, 559. MICHELET [1798-....], su sistema histórico, sus obras, 638, 662 (nota). MIGNET [1796-….], su Historia de la Revolución, 633; Notices et mémoires [1844], Antonio Pérez [1845], Marie Stuart, Charles-Quint, su abdication, etc. [1845], 662 (nota). MILLEYOYE [1781-1816], poeta elegiaco, 539. MILTON [1608-1674], había leído las novelas de caballería, 107. MINNESINGER (los), trovadores alemanes del siglo XIII, 581. MIRABEAU [1749-1791], orador, 545. MISTERIOS, su origen [1402-1548], 214; principales autores de misterios, 226. MOLÉ (Ed.) [1558-1614]; (Mathieu) [1584-1656], magistrados, 302. MOLIÈRE [1622-1693], sus obras, 417; El atolondrado [1653], el doctor enamorado [1654], 418; las preciosas ridículas [1659], 418; Tartufo [1667], 424; El avaro [1668]; el misántropo [1666], 424; el enfermo imaginario, 425. MONASTERIOS cristianos, su influencia, 35. MONSTRELET [1390-1453], historiador, 634. MONTAIGNE [1533-1592], sus Ensayos, 281.

ÍNDICE ANALÍTICO MONTAUSIER [1610-1690], ver Guirnalda de Julia. MONTESPAN (Madame de) [1641-1707], 408. MONTESQUIEU (1689-1755), 520; sus Cartas persianas, 520; Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos, 522; Del espíritu de las leyes, 523527. MONTEVILLE (Madame de) [1621-1689], escribió Memorias, 406. MONTJOIE [1756-1816], novelista, 550. MONTLUC (Blaise de) [1502-1577], sus Comentarios, 322. MONTOLIEU (Madame de) [1751-1832], sus novelas, 550. MONTPENSIER (Madame de) [1572-1596], heroína de la Liga, 305. MONTPENSIER (Mademoiselle de) [1627-1693], heroína de la Fronda, sus Memorias, 406. MORALIDADES, obras alegóricas [siglo XIV], 240; análisis de una de estas obras, 242. MUJERES, ver Cortes de amor, Preciosas; Rambouillet (hôtel de). MURET (Antoine) [1526-1585], erudito y poeta, 334. MUSA (la) francesa [1827], reunión de literatos y selección periódica, 595, 598, 641. MUSSET (Alfred de) [1800-....], poeta lírico, 651. MUSUÆUS [1735-1788], sus Leyendas, 588.

N NEVERS (el duque de) [1540-1595], su Tratado de la toma de las armas, 316. NEWTON (Isaac) [1648-1727], Voltaire lo hizo conocer en Francia, 473. NICOLE [1625-1695], escritor de Port-Royal, 394. NIEBUHR [1776-1831], historiador alemán 588. NISARD, Estudios sobre los poetas latinos de la decadencia [1834], Historia de la literatura francesa [1845], 663 (nota). NODIER [1783-1844], sus obras y su estilo, 611 (nota). NOMINALES y realistas [siglo XII], 174. NORMADÍA, hogar de la ciencia latina en el siglo XI, 162.

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NOTRE DAME de París, su plaza es un lugar de enseñanza en la Edad Media, 164. NOUVELLES NOUVELLES (les Cent) [1846], atribuidas a Luis XI y al duque de Borgoña 331. NOVELA CÓMICA, imitado de Rojas Villanlandra, 371; ver Scarron. NOVELAS francesas en prosa del siglo XIV, 103; novelas heroicas del siglo XVI, 362; novelistas del siglo XIX (Pigault-Lebrun, Fiévée, Vindé, Montjoie, Madames de Genlis, de La Fayette, Cottin, de Flahaut-Souza, Montolieu, de Krudner), 550. NOVELLIERI francesa del siglo XVI, 331.

O OFICIO (el) divino de la Edad Media contiene los gérmenes del drama, 214. OPOSICIÓN (la) liberal bajo la Restauración [1814-1830], 598. ÓRDENES (las) religiosas auxiliares de las universidades en siglo XIII, 169. OSSIAN, bardo escocés del siglo III, Macpherson [1762], 581. OWEN, ver Ivain.

P PAGANISMO, recuerdo del teatro pagano del siglo XV, 217. PALABRAS francesas prestadas a los idiomas germánicos, 21. PALAPRAT [1650-1721], poeta dramático, su Abogado Patelin, 433. PALISSOT [1730-1814], crítico y dramaturgo, 504. PALMA CAYET [1525-1610], cronista, 312. PANARD [1694-1765], compositor, 608. PANFLETO (el), su origen y su carácter [siglo XVI], 310. — Panfletos calvinistas, 310-314. — Panfletos políticos, 314. PARIS (Paulin), el Romancero francés [Legua de oil], 148 (nota). PARÍS, sus escuelas en el siglo XII, 164. PASCAL [1628-1662], su infancia, 393; se retira a Port-Royal [1654], 394; las Lettres Provinciales [1656], 397-393.

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ÍNDICE ANALÍTICO

PASIÓN (Misterio de la) [siglo XV], análisis, 230240. PASQUIER (Étienne) [1529-1615], historiador, 273. PASSERAT (Jean) [1534-1602], poeta, participa en la Sátira Menipea, 317. PATELIN (el Abogado) [1490], análisis de esta Farsa, 243-247; imitado por Brueys y Palaprat, 439. PATIN (Guy) [1601-1671], sus Cartas y sus anécdotas, 406. PATIN [1793-....], escribe en el diario le Globe [1824], 622. PELISSON [1624-1693], orador e historiador, 433 (note). PERCEVAL, novela de Chrétien de Troves, 105, reproducida en Alemán por Wolfram d'Eschenbach, 581. PÉREZ (Antonio), enseña español a Enrique IV [1591], 355. PÉRIER (Casimir) [1777-1832], orador, 620. PERRAULT (Claude) [1613-1688], arquitecto (el Louvre), 341. — (Charles) [1628-1703], toma partido a favor de los modernos, 406. PERSERVAL DE GRANDMAISON [17591834], su poema de Philippe Auguste, 550. PETRARCA [1304-1374], su influencia en los cantos de trovadores, 259. PHILIPPE DE THAON, escritor del siglo XII, su Bestiarius, 120. PICARD [1769-1828], dramaturgo, 556. PIERRE D'ABERNON [siglo XIII], su traducción en verso de los Sécréta secretorum, atribuídos a Aristóteles, 120. PIGAULT-LEBRUN [1753-1835], novelista y dramaturgo, 550. PIRON [1689-1778], su Métromaná, 504. PITHOU (Pierre) [1539-1586] — (François) [1543- 1621], jurisconsultos, 302, 317. PLATÓN [421-347], poco conocido en el siglo XII, 174. PLAUTO [224-184], imitado por Molière en El avaro y El anfitrión, 419. PLÉYADE, en el siglo XVI (De Bellay, Antoine de Baïf, Belleau, Jodelle, Ponthus de Thiard), 342. POESÍA, su renacimiento en el siglo XI, 61; poesía de los troveros, su carácter, 146; poesía del siglo XIV, causas de su inferioridad, 159;

poesía del siglo XVI, reforma literaria, 328; refoma de Malherbe, 351; poesía descriptiva del siglo XVIII, 505; renacimiento de la poesía en el siglo XIX, 594. POESÍAS populares seleccionadas por Carlomagno, 41. POINSINET DE SIVRY [1733-1804], dramaturgo, 552. POLÍTICAS (las) en el tiempo de la Liga, 304. PONSARD, Lucrecia, Agnes de Méraine, Charlotte Corday, Horace y Lydie, Ulises, el honor y el dinero 664, (nota). PONTHIER [1699-1772], jurisconsulto, 273. PONTUS DE TYARD [1521-1605], poeta de la Pléyade, 342. PORT-ROYAL, abadía de hijas de la orden del Císter [1204], dirigida en el siglo XVII por la familia Arnaud, 394; asilo del jansenismo, 395. POSIDONIO, visita la Galia un siglo a. C., 8. POTHIN, primer obispo de la Galia en el siglo II, 28. PRECIOSAS, nombre que se le dio a las damas que se proponían, en el siglo XVII, a purificar la lengua, 360; criticadas por Molière, 418. PREDICACIONES de la iglesia latina, su influencia, 32. PREDICADORES de la Liga, su violencia, 304. PRÉVOST (Abad) [1697-1763], su novela de Manon Lescaut, 502, 539. PRONONCIACIÓN francesa, exposiciones de la lengua francesa y del bretón, 6. PROTESILAO, poema de Hugues de Rotelande, 115 (nota). PROTESTANTISMO (el) en Francia, su carácter, 296. PROVENZAL (idioma), lengua de oil, su formación, 54; circunstancias que favorecieron el desarrollo de la poesía provenzal, 132; causas de su decadencia, 145; su imitación por los troveros, 150. PULCI [1432-1487], extraído de los poemas de la Mesa Redonda, 107.

Q QUADRIVIUM (Aritmética, Música, Geometría, Astronomía), segundo grado de enseñanza en la Edad Media, 171.

ÍNDICE ANALÍTICO QUESNES DE BETBUNE (el conde) [11..1224], trovero, 73, 149. QUINAULT [1637-1688], sus tragedias y sus óperas, 439. QUINET (Edgar), sobre las épocas caballerescas del siglo XII, 64 (nota), 79.

R RABELAIS [1483-1553], su vida y su libro, 289293. RACAN [1589-1670], poeta pastoral, 372. RACINE (Jean) [1639-1699], su teatro, 410; Andrómaca [1667], Ifigenia [1674], Fedra [1677], 416; Británico [1669], Berenice [1670]; Mitrídates [1673], Esther [1689], Atalía [1690], 416. RACINE (Louis) [1692-1763], sus poesías, 503. RAIMOND DU BOUSQUET, Historia de Ulises, bajo nombres falsos [siglo XI], 109. RAMBOUILLET (l’hôtel de), lugar de reunión literaria en el siglo XVII, 357. RAMIUS (PIERRE LA RAMÉE) [1510-1572]; filósofo, ataca a Aristóteles, 279. RAOUL LEFEBVRE [siglo XII], trovero, su poema de Médée, 115. RAPIN (Nic.) [....-1608], poeta, participa en la Sátira Menipea, 317. RAULIN (Jean), predicador del siglo XV, 250. RAYNAL [1711-1796], su Historia de las dos Indias, 495. RAYNOUARD [1761-1836], poeta dramático, sus Templarios, 552. REALISTAS y nominales [siglo XII], 174. REFORMA literaria en el siglo XVI, 334-347; reforma moderada en la literatura del siglo XVIII, 520. REFORMACIÓN (la) religiosa en Francia [1520], 296; sus miembros, su carácter, sus obstáculos, 298. REGNARD [1655-1709], sus comedias, 439. REGNIER [1573-1613], formas de su poesía, 348. REGNIER DE LA PLANCHE [siglo XVI], su Livre des Marchands, 316; su Etat de la France, 323. REGNIER-DESMARETZ [1632-1713], gramático 376.

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RÉMUSAT (Charles de) [1798-....], escribe en el diario le Globe, 622; Abelardo [1845]; De la filosofía alemana, informe [1845], 662 (nota). RENACIMIENTO (primer), renacimiento carolingio, 38; renacimiento del siglo XVI, sus dificultades, 259. RENAN (Ernest) [1857], Estudios de historia religiosa, 663 (nota). RENARD (Roman de) [1236], análisis de este poema, 130. RESTAURACIÓN (la) en Francia [1814-1836], su espíritu literario, 594; elocuencia, 611. RETZ (Paul de Gondy, cardenal de) [1604-1679], historiador de la Fronda, 406,468. REUCHLIN [1455-1522], alumno de griego de Grégoire en París [1470] y maestro de Mélachthon, 266. REVOLUCIÓN francesa de 1789; elocuencia de la tribuna, 544-546. RICARD (Dominique) [1741-1803]; su poema de la Sphére, 549. RICHELIEU [1585-1612], funda la Academia francesa [1635], 362; se convierte en dramaturgo, 379. ROBERT DE MELUN, profesor en París en el siglo XII, 165. ROBERTO GROSSETESTE, su poema alegórico del Chastel d’Amor [siglo XIII], 122. ROBESPIERRE (Maximilen) [1759-1794], orador, 545. ROLDÁN (El cantar de) [siglo XI], 65; análisis de este poema, 65, 67, 76. ROLLIN [1661-1741], su carácter, 497; sus continuadores, 497. ROMA, su influencia sobre la Galia, 16; invasión romana, ver Invasión. ROMANA (lengua), sustituye el tudesco, 50; primeros monumentos en esta lengua, juramentos de Louis el germano y de Carlos el calvo, 55. ROMANCES, poemas caballerescos de los troveros (Paulin París), 148. ROMÁNTICA (escuela) en la literatura francesa del siglo XIX, 640. ROMANTICISMO, su origen [1820], 595. RONSARD [1524-1585], sus estudios, su neologismo, 337; sus versos a Carlos IX, 340. RORICON, analista del siglo X, 189.

ÍNDICE ANALÍTICO

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ROSCELINO de Compiègne, filósofo nominalista del siglo XI, 174. ROSE (Roman de la) [1250], su análisis y sus autores, 123. ROSSI, Curso de economía política [1840-1847], 633 (nota). ROTROU [1609-1650], sus tragedias, 375. ROU (Roman de), poema de Wace [1155], 96, 120. ROUSSEAU (Jean-Baptiste) [1670-1741], sus obras, 503. ROUSSEAU (Jean-Jacques) [1712-1778], su nacimiento, su educación, 506; sus primeras obras, 508; El contrato social, 510; su moral, 512; el Emilio, 512; su poesía, 516; las Confesiones, 518. ROYER-COLLARD [1763-1846], filósofo y orador, 575, 620. RUELLES, nombre que se le dio a las reuniones de las Preciosas del siglo XVII, 361. RUTEBEUF, trovero del siglo XIII, 129, 220.

S SABIOS convocados por Carlomagno, 39. SAINT CYRAN (Abad de) [1581-1642], director de Port-Royal, 394. SAINT ÉVREMOND [1613- 1703], filósofo, 465. SAINT-AMANT [1594-1660], autor del poema Moisés, 371. SAINTE-BEUVE [1804-1869], escribe en el diario le Globe, su Cuadro de la poesía francesa en el siglo XVI, 622; carácter de su poesía, 652; Historia de Port-Royal [1840]; Charlas del lunes [1837], 662 (nota). SAINT-GELAIS (MELLIN de) [1491-1558], sus obras, 330. SAINT-LAMBERT [1717-1803], poeta de la escuela descriptiva, 505. SAINT-MARC GIRARDIN, Curso de literatura dramática, 663 (nota). SAINT-PAVIN [1600-1670], poeta, 468. SAINT-PIERRE (Bernardin de) [1737-1814], sus Harmonies, sus Études de la Nature, 536; Paul et Virginie, 539. SAINT-RÉAL [1639-1692], historiador, 488. SAINT-SIMON [1675-1755], sus Memorias, 498. SAN BARTOLOMÉ (la matanza) [1572], 303, 310, 312.

SAN BERNARDO [1091-1153], compuso canciones, 146; su carácter, su vida, 178. SAN MAURO, (los benedictinos de) [1627-1792], sus trabajos, 498. SAND (George), sus obras, 664 (nota). SANDEAU (Jules), sus obras, 664 (nota). SANTO GRIAL (el), ver Grial. SARRASIN [1603-1654], historiador, erudito y poeta, 371. SAURIN [1706-1781], poeta dramático, 504. SCALIGER (J. C.) [1484-1558]. — (J. L.) [15401609], eruditos, 271. SCARRON [1610-1660], su Eneida travesti, su Novela cómica, 371. SCHILLER [1759-1805], sus obras; amplía el arte dramático en Alemania, 583; su influencia en la literatura francesa, 587. SCHLEGEL (Aug. Guill) [1767-1845], — (Fréd.) [1772-1797], luchan contra la influencia de la literatura francesa, 588. SCOTT (WALTER) [1771-1832], se inspira en los poemas de la Mesa Redonda, 107; crea la novela histórica, 590. SCRIBE (Eugène), 661, 664 (nota). SCUDÈRY (Georges de) [1601-1667], autor del poema de Alaric, 371; su tragedia del Amour tyrannique, 375, SCUDÉRY (Mademoiselle de) [1607-1701], sus novelas, 363. SÉDAINE [1719-1767], dramaturgo, 504. SEGRAIS [1624-1701], poeta, 370. SÉGUIER (Antoine) [1552-1626], magistrado, 302. SENTENCIAS DE AMOR, sentencias pronunciadas por las cortes de amor [11001300], 139. SEVIGNÉ (Madame de) [1627-1696], su correspondencia, 406. SHAKESPEARE [1564-1616], sus imitaciones a los poemas de la Mesa Redonda, 107, 590, 655; su Otelo traducido por Alfred de Vigny, 657. SIEYES [1748-1836], publicista y orador, 545. SILVA (Cristóbal de Monroy de), dramaturgo español del siglo XVII, imitado por Mairet (el duque de Ossone), 375. SIMON (Jules), el Deber [1854], 662 (nota). SIMON DU FRESNE [siglo XIII], trovero, su poema de la inconstancia de la fortuna, 120.

ÍNDICE ANALÍTICO SIRVENTES, cantos líricos de los trovadores, 133. SISMONDI (de) [1773-1842], historiador, sus obras, 637, 662 (nota). SORBONNE (la), sus profesores célebres [18271828], 624. SORDELLO (siglo XIII), poeta provenzal, 141. SOTIES, obras dramáticas satíricas del siglo XIV, 247. SOULIÉ (Frédéric), los Dos cadáveres, etc., 664, (nota). SOUMET [1796-1845]; poeta dramático, su Juana de Arco, 654. SOUVESTRE (Émile), los Derniers Bretons, etc., 664 (nota). SOUZA (Madame de FLAUAUT) [1760-1836], sus novelas, 550. SPENSER [1553-1598], imita las novelas de la Mesa Redonda, 107. STAËL (Madame de) [1766-1817], comienzos, sus obras, 568-573: influencia de Chateaubriand y de Madame Staël en la literatura, 574. SUE (Eugène), sus obras. 664 (note). SUGER [1087-1152] escribía la historia de Luis el Gordo, 190.

T TALON (Omer) [1595-1652], magistrado, 273. TASSO (el) [1544-1595], sus préstamos a los poemas de la Mesa Redonda, 107. TASTU (Madame) [1798-....], poetisa lírica, 596. TEATRO de la Edad Media, 214; recuerdo del teatro pagano, 217; teatro secular, 228; su renacimiento en el siglo XVI (Jodelle), 343, 372; noventa y seis poetas dramáticos a comienzos del siglo XVII, 375; obras maestras de los teatros extranjeros [1825], 623. TEBAS (Guerra de), cantada por los trovadores, 112. TENDRE (País de), su mapa (Clelia), 363. TENSONES o jeux-partis, diálogos y disputas de amor entre dos trovadores, 140. TEOBALDO IV, conde de Champagne [12011223], sus poesías, 151-154. TEOLOGÍA (la) es la verdadera literatura de la época carolingia, 43. — Teólogos de la Biblia en el siglo XIII, 172.

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TÉRENCE [193-159], imitado por Molière en los Adelphes, 419; su Andrienne traducida por Baron, 439. THÉOPHILE VIAUD [1590-1626], poeta dramático y satírico, 373. THIERRY (Amédée) [1797-....], división de la raza gala en dos familias, 3. THIERRY (Augustin) [1795-....], su crítica histórica, 630; sus Cartas sobre la Historia de Francia, su Historia de la conquista de Inglaterra, 636; Diez años de estudios históricos, Relatos de los tiempos merovingios, Ensayo sobre la historia del tercer estado, 662 (nota). THIERS [1797-....], su Historia de la revolución francesa, 639; Historia del Consulado y del Imperio [1845], 662 (nota). THOMAS [1732-1785], poeta y orador, 540. THOMAS DE KENT, poeta del siglo XIV, 117. THOU (Jacques Auguste de) [1553-1617], su Historia, 325. TIECK (Louis) [1773-....], poeta y crítico alemán, 588. TOCQUEVILLE (de) De la Democracia en América, 663 (nota). TOMÁS DE AQUINO (santo) [1227-1274], el ángel de la escuela, su obra Summa totius theologiæ, 182. TOUSSAIN [....-1547], helenista, 268. TRACY (de) [1754 - 1832], filósofo, 571. TRADUCCIONES FRANCESAS en el siglo XVI de literaturas dramáticas griega y latina, 340. TRAGEDIA FRANCESA en los siglos XVIII y XIX (Poinsinet, la Harpe, Jouy, BaourLormian, Brilfaut), 550-550. TRÉSOR DE SAPIENCE, obra compuesta en francés por Brunetto Latini, 166. TRESSAN (de) [1705-1783] sus imitaciones de novelas de caballería, 107. TRISTÁN [1601-1655], poeta dramático, 375. TRISTÁN, poema de la Mesa Redonda [siglo XII], 105. TRIVIUM (gramática, retórica, dialéctica) primer grado de la enseñanza en la Edad Media, 171. TROVADORES [del siglo XI al XIII], carácter de su poesía, 135.

ÍNDICE ANALÍTICO

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TROVEROS, poetas del norte de Francia del siglo XI al XV, 61; sus cantos líricos, carácter de estos cantos 146. TROYA (Guerra de), cantada por los troveros, 112; por Benoît de Sainte-More, 113. TURNEBUS [1512-1565], erudito, 268. TUROLDO [siglo XI], trovero normando, su Cantar de Roldán 75. TURPIN [siglo VII], crónica latina que se le atribuye, 78, 188.

U ULISES, su historia oculta en un poema de la Edad Media, 109. UNIDADES (las tres), en el teatro del siglo XVIII, 378; reducidas a una sola por Goethe, 533. UNIVERSALES (los), forma del razonamiento en el siglo XI, 173, 176, 182. UNIVERSIDAD DE PARÍS (la) se constituye en el siglo XIII, sus estudiantes célebres 164168.

V VALDO (Pedro) [siglo XII], jefe de los herejes valdenses, 294. VALÓN O GALÉS (idioma), su formación, 57. VANDERBOURG [1767- 827], crítico, 642. VANINI [1585-1619], filósofo quemado en la hoguera en Toulouse, 389. VATABLE (Wastabled) [....-1547], erudito, 268. VAULABELLE, Historia de las dos Restauraciones [1847-1854], 662 (nota). VAUVENARGUES (Luc de Clapiers, marqués de) [1715-1 747], moralista, 499. VELLY [1709-1759], historiador, 629. VERGNIAUD [1759 -1793], orador, 545. VERSALLES, ampliada por Luis XIV, Mansard [1645-1708], Lebrun [1619-1690], le Nôtre [1613-1700], 402. VERTOT [1655-1735], historiador, 629. VIEILEVILLE (el mariscal de) [1509-1571], historiador, 323.

VIGNY (Alfred de) [1799-1863], poeta lírico, 596; su estilo, 650. VILLEHARDOUIN (Geoffrey de) [1150-1213] su Historia de la conquista de Constantinopla, 193-198. VILLÉLE [1773-1854] orador, 620. VILLEMAIN [1791-....] profesor de elocuencia en la Sorbonne, 624; juzgado por Goethe, 626; Souvenirs contemporains d'histoire et de littérature [1814], 662 (nota). VILLON (François) [1431-1500], su vida, su carácter sus obras, 251-258. VINDÉ (Morel de) [1759-1842], novelista, 550. VIRGEN MARÍA (la) su culto en la Edad Media, 122. VÍRGENES LOCAS, (las) misterio del siglo XI, análisis, 221. VITET [1802-....], escribe en el diario le Globe, 622. VOITURE [1598-1648], sus Cartas, 569; su Sonnet à Uranie, 370. VOLTAIRE [1694-1778], su educación 475; su teatro, 478; su epopeya, la Henriade, 480; sus poesías diversas, 481; sus trabajos históricos, 482; Histoire de Charles XII, Essai sur les mœurs, 483; Siècle de Louis XIV, 484; su filosofía, 485.

W WACE [1112-1182], trovero, sus orígenes, 96. WERNER [1768-1823], poeta trágico alemán, 588. WIELAND [1733-1813], lucha contra la influencia de la literatura francesa, 581. WILM, Historia de la filosofía alemana [1846], 663 [nota]. WINCKELMANN [1717-1768], inició en Alemania el sentimiento de la escultura, 532.

FIN DEL ÍNDICE ANALÍTICO

ÍNDICE GENERAL PREFACIO…………………………………………………………………………… Páginas.

V

PRIMER PERIODO LOS ORÍGENES CAPÍTULO .I CAP. II. CAP. III. CAP. IV. CAP. V. CAP. VI.

Los Celtas y los Íberos………………………………………………………… La Galia griega y romana…………………………………………………….. La invasión germánica en Galia…………………………………………….. La Galia cristiana……………………………………………………………… Carlomagno ……………………………………………………………………. Lengua Francesa………………………………………………………………..

1 14 19 26 38 48

SEGUNDO PERIODO LA EDAD MEDIA CAP. VII. CAP. VIII. CAP. IX. CAP. X. CAP. XI. CAP. XII. CAP. XIII. CAP. XIV. CAP. XV. CAP. XVI. CAP. XVII. CAP XVIII. CAP. XIX. CAP. XX. CAP. XXI.

Sociedad feudal. — Renacimiento de la poesía; juglares y troveros. — Formación de los cantos épicos............................................................... Primer ciclo épico……………………………………………………………….. Segundo ciclo épico……………………………………………………………… Tercer ciclo épico…………………………………………………………………. Decadencia del espíritu feudal y de los cantos épicos................................. Poesía lírica del sur: los trovadores……………………………………………. Cantos líricos de los troveros…………………………………………………… Sociedad clerical en la Edad Media………………………………………….... Trabajos de la sociedad clerical………………………………………………… La historia en los claustros ……………………………………………………. La historia fuera de los claustros…………………………………………….... Teatro de la Edad Media. — El drama en la iglesia................................... El teatro fuera de la iglesia; las cofradías …………………………………… El basoche: los Enfants sans souci ……………………………………………. Siglo XV: era de transición………………………………………………………

59 71 91 108 119 132 146 160 171 187 193 214 228 240 249

TERCER PERIODO EL RENACIMIENTO CAP. XXII. CAP. XXIII. CAP. XXIV. CAP. XXV.

El renacimiento en el siglo XVI……………………………………...……….. 258 El derecho romano y la filosofía moral………………………………………. 272 La elocuencia en el siglo XVI………………………………………………….. 293 Panfletos y memorias en el siglo XVI…………………………………………. 310

686 CAP XXVI. CAP. XXVII. CAP. XXVIII.

ÍNDICE GENERAL La poesía en el siglo XVI………...……………………………………………… Tentativa de reforma literaria…………………………………………………. Realización de la reforma literaria ……………………………………………

303 334 348

CUARTO PERIODO EL SIGLO XVII CAP. XXIX. CAP. XXX. CAP. XXXI. CAP. XXXII. CAP. XXXIII. CAP. XXXIV. CAP. XXXV. CAP. XXXVI.

Influencia de España…………………………………………………………….. 353 El teatro bajo el dominio Richelieu………..…………………………………... 372 Filosofía y elocuencia bajo el dominio de Richelieu….……………………… 388 Luis XIV y su corte……………………………………………………………….. 400 El teatro durante el reinado de Luis XIV …………………………………… 411 Continuación de la poesía bajo el reinado de Luis XIV…………………….. 426 Filosofía y elocuencia bajo el reinado de Luis XIV………………………….. 440 Los predicadores y los moralistas……………………………………………… 460 QUINTO PERIODO EL SIGLO XVIII

CAP. XXXVII. CAP. XXXVIII. CAP. XXXIX. CAP. XL. CAP. XLI.

Voltaire……………………………………………………………………………... Lucha de doctrinas………………………………………………………………… Jean-Jacques Rousseau………………………………………………………….. La reforma moderada…………………………………………………………….. Fin del siglo XVIII………………………………………………………………...

470 489 506 520 536

SEXTO PERIODO EL SIGLO XIX CAP. XLII. CAP. XLIII. CAP. XLIV. CAP. XLV. CAP. XLVI. CAP. XLVII. CAP. XLVIII.

La literatura del Imperio………………………………………………………… Renacimiento del sentimiento poético y religioso …………………………… La Restauración: Alemania e Inglaterra…………………………………….... Renacimiento de la poesía……………………………………………………….. La elocuencia bajo la Restauración…………………………………………….. La crítica y la historia……………………………………………………………. La escuela romántica……………………………………………………………..

546 558 577 594 611 621 640

ÍNDICE ANALÍTICO………………………………………………………………………………………. 667 FIN DEL ÍNDICE GENERAL Paris. — Typographie Lahure, rue de Fleurus, 9.

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