Historia de la Iglesia I (Pelícano) - José Orlandis Rovira...
Colección: Pelícano Director de la colección: Juan Manuel Burgos © José Orlandis, 1998 © Ediciones Palabra, S.A., 2012 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.palabra.es
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NOTA A LA OCTAVA EDICIÓN Las siete ediciones del presente volumen que han sido impresas desde su aparición en 1973 constituyen la mejor prueba de la favorable acogida que la obra ha tenido entre un sector muy amplio de lectores de habla hispana. Ante la preparación de una edición más, que va a aparecer en la colección Pelícano de Ediciones Palabra, el autor ha estimado conveniente, respetando el texto original del libro, realizar una completa puesta al día de la Bibliografía: ha suprimido algunas obras que puede considerarse que han quedado obsoletas e introducido, en cambio, buen número de títulos nuevos, que recogen el estado de la ciencia histórica en la actualidad. Todo ello sin perder de vista el carácter de alta divulgación de esta «Historia», que no va dirigida solo a un reducido grupo de especialistas, sino a un amplio espectro de lectores: profesores, estudiantes de universidades civiles y eclesiásticas, profesionales y toda suerte de personas que sientan interés por lograr una visión de conjunto de los quince primeros siglos de historia de la Iglesia católica. Noviembre de 1997
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PRÓLOGO El propósito de este libro es ofrecer una visión de conjunto de la historia de la Iglesia católica, desde su primera manifestación pública, el día de Pentecostés, hasta la segunda mitad del siglo xv, cuando el mundo entró de lleno en los tiempos modernos. Es de esperar que en un día no muy lejano esta historia se complete, por obra de otros estudiosos de las épocas moderna y contemporánea, hasta alcanzar el más reciente pasado de la Iglesia. Se ha escrito esta obra con la intención de que sirva mejor de libro de lectura que de texto de consulta. Esta segunda finalidad la cubren hoy perfectamente diversas y valiosas «Historias» –grandes tratados o extensos manuales–, en las que el estudioso encuentra la más cumplida información sobre cualquier aspecto que pueda interesarle del pasado de la Iglesia. Nuestro propósito ha sido, en cambio, trazar las líneas maestras que han perfilado la existencia de la Iglesia a través de los siglos, con objeto de facilitar esa clara noticia acerca de su evolución histórica que debe tener todo cristiano consecuente y aun cualquier persona con un cierto nivel de cultura. La historia de la Iglesia constituye un aspecto de primera importancia de la historia general, porque la Iglesia es desde hace dos mil años protagonista principal de la vida de la humanidad. Ya Orígenes, a mediados del siglo iii, no dudaba en escribir que «los hombres de Dios son la sal que mantiene unidas sobre esta tierra a todas las sociedades; y las sociedades terrenas no se disgregan mientras esta sal no pierde su valor» (Contra Celsum, VIII). Conocer la historia de la Iglesia en un país de vieja raigambre cristiana no debe ser, por tanto, deleite suntuario reservado a una minoría de eruditos, sino factor imprescindible de toda decorosa formación humana. Y ello es así, pese a la inexplicable preterición de la Historia de la Iglesia en los planes de estudio de la Universidad española donde, a despecho de su superior entidad científica, no ha encontrado un hueco junto a disciplinas tales como la Historia del Arte o de la Filosofía, de la Economía o de la Medicina. Tan solo en los cursos del doctorado de Derecho, la Historia de la Iglesia tuvo en otro tiempo un modesto refugio; pero también de allí fue expulsada en la década de los 50, por obra y gracia del arbitrio ministerial, que implantó una Historia de las Religiones, nebulosa y neutra, y sin solera ni tradición en la ciencia española. Estos hechos, sin duda penosos, que era necesario recordar, contribuyeron a crear el vacío cultural que hoy puede advertirse, y a nosotros sirvieron de acicate para intentar ofrecer a un público lo más amplio posible el panorama cabal de quince siglos de historia cotidiana. El objetivo que nos propusimos dará la razón de algunas de las características de la presente obra. El lector no encontrará en ella todo lo que ocurrió en el pasado cristiano, sino tan solo aquello que haya sido históricamente significativo. Así, en vez de acumular una ingente masa de datos y enumerar exhaustivamente nombres y pormenores, cuya importancia no rebasó las más de las veces el ámbito de una institución o de una iglesia particular, hemos tratado de seleccionar aquellos hechos que fueron de verdad determinantes para el desarrollo histórico de la Iglesia universal. Y, eso sí, procurando
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hacer entonces no una simple exposición de los acontecimientos, sino relacionar estos entre sí, situarlos en su adecuado contexto, inquirir por fin, en la medida de lo posible, no tan solo qué cosas han sucedido, sino también el porqué y el cómo han ocurrido esas cosas. El tema de nuestro estudio va a ser el pasado de la Iglesia católica, sin entrar, por tanto, a considerar las historias de otras confesiones cristianas. La tarea de hacer historia, comprendida la de la Iglesia, exige seguir un determinado método y observar cuidadosamente aquellas reglas de objetividad y rigor científico, que son comunes a todas las disciplinas históricas. Ello no excluye, sin embargo, que el historiador contemple a la Iglesia con mirada y con sentido de creyente. Más aún, parece lícito afirmar que esa actitud no tan solo puede conjugarse con las exigencias metodológicas del trabajo histórico, sino que hasta resulta obligada para escribir con propiedad la historia de la Iglesia. Es esta una tarea que solo puede realizarse adecuadamente desde la fe, y el historiador eclesiástico habrá de juzgar los hechos a la luz de la fe, si es que quiere captar su sentido más pleno. Ha de tenerse en cuenta que la Iglesia de Cristo es una realidad divino-humana, un «misterio», y que lo más importante de su vida no constituye «noticia», y escapa incluso a la capacidad de observación de la ciencia empírica. El historiador se encuentra así ante la aparente paradoja de saber que el elemento medular de esa existencia de la Iglesia que intenta reconstruir no constituye materia histórica, en una acepción puramente humana, ni puede, por tanto, ser investigado en cuanto tal. Y, por otra parte, no le resulta lícito a ese historiador hacer abstracción de aquel factor esencial, ya que solamente podrá captar en su integridad el objeto de su estudio –la Iglesia–, si es bien consciente de la existencia en ella de un elemento misterioso –divino– y si lo tiene siempre presente a todo lo largo de su quehacer científico. Un símil –una parábola– podrá quizá servir para aclarar cuanto queremos decir. El historiador de la Iglesia debe considerar el objeto de su estudio con ánimo parecido al del navegante que contempla la mole imponente de un iceberg flotando sobre las aguas del mar. El marino experimentado sabe muy bien que el témpano blanco que emerge del océano es solo una pequeña parte de la montaña de hielo y que mucho más de lo que tiene ante sus ojos es lo que escapa a su mirada, la gran masa que avanza sumergida, y cuya existencia no puede, sin embargo, ignorar. Algo de ese estilo ocurre con la Iglesia y hace que su historia solamente pueda escribirla de modo adecuado el historiador creyente, que es capaz de captar esa dimensión divina, que trasciende a los análisis de la ciencia puramente empírica. El historiador no creyente, que observa a la Iglesia con visión exclusivamente natural, podrá sin duda hacer estudios valiosos sobre muchas parcelas de su historia. Podrá, por ejemplo, investigar las relaciones entre la Iglesia y los Estados o la práctica religiosa en un determinado período del pasado; podrá hacer la historia de una diócesis o de un dominio monástico, la de un sindicato cristiano o la de un partido confesional «católico». Pero no podrá escribir una auténtica historia de la Iglesia, porque será incapaz de aprehender su dimensión más profunda. Una advertencia, todavía, antes de poner término a estas palabras introductorias. Es posible que algún lector se sorprenda ante la considerable extensión que tienen en este
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volumen los capítulos dedicados a la Cristiandad medieval. Pero esa particular atención se comprende y justifica cuando se considera que fue aquella una época de la vida de la Iglesia caracterizada por su enorme capacidad creadora, como lo acredita el que en ella tuvieran su origen un sinfín de tradiciones, instituciones y formas de existencia, que han desafiado el paso de los siglos. Baste recordar que de aquellos tiempos proceden desde las normas de la elección pontificia a las catedrales góticas; desde el sistema beneficial y las Órdenes mendicantes a la Suma Teológica o la fiesta del Corpus Christi. La especial importancia concedida a la época de la Cristiandad obedece, pues, a que el cuadro básico de las estructuras de la Iglesia occidental, que entonces se perfiló, tiene en muchos aspectos validez permanente y, en otros, puede decirse que ha perdurado tanto como la sociedad cristiana rural, que en la mayor parte de Europa sobrevivió hasta bien entrado el siglo xx. La historia de la Iglesia constituye un apasionante tema de estudio, porque en ella se entrecruza lo divino con lo humano, la Voluntad de Dios y el querer del hombre. La Iglesia es, sin duda, indefectible, según garantiza la promesa de Cristo, y permanecerá hasta el fin de los tiempos. Pero los acontecimientos que constituyen el entramado de su historia no siempre han sido el perfecto cumplimiento de la Voluntad divina. «Dios, al crearnos –ha escrito Mons. Escrivá de Balaguer en Las riquezas de la fe– ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad, ha querido una historia que sea historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego». Por eso mismo, por la misteriosa fuerza de la libertad del hombre pecador, que constituye el elemento humano de la Iglesia, el desarrollo de su historia fue así, pudiendo haber sido de otro modo, y quizá por haber sido precisamente así, haya suscitado en más de una ocasión aquella misma dolorosa queja de Cristo ante Jerusalén: quoties volui… et noluisti –«¡Cuántas veces Yo quise… y tú no has querido!» (Mt 24, 37). El aleccionador sentido pedagógico de la historia, que para los hombres es maestra de la vida, puede servir aquí para alentar a los cristianos a un mejor uso de su libertad responsable, con el fin de que la historia futura de la Iglesia, la que queda todavía por hacer y por escribir, responda con plena fidelidad a los designios de Dios. Pamplona, octubre de 1973.
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I. LOS ORÍGENES DE LA IGLESIA 1. Pentecostés La Iglesia ha sido fundada por Nuestro Señor Jesucristo. Así lo anunció el Señor al prometer el Primado al apóstol Pedro: «y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). La constitución de la Iglesia se consumó el día de Pentecostés, con la venida del Espíritu Santo (Hch 2, 1-11). A partir de entonces, y hace de eso veinte siglos, la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, Pueblo de Dios, comunidad visible de salvación, camina hacia la definitiva y gloriosa realización del Reino de Dios a través de las edades que se suceden en la vida de la humanidad. La existencia terrena de la Iglesia se desenvuelve en el tiempo, y por eso al avanzar hace historia, y nosotros podemos escribir la historia de la Iglesia. En el mes de abril del año 30 de nuestra era cristiana han de situarse la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. En los días siguientes a la Ascensión, una pequeña comunidad de discípulos se reunía asiduamente en el Cenáculo, junto a la Madre de Jesús y las mujeres, junto a los once Apóstoles y los parientes del Señor. Sumaban entre todos alrededor de ciento veinte, los que se habían congregado el día en que, a propuesta de Pedro, Matías fue elegido apóstol en lugar de Judas (Hch 1, 15-26). Este grupo de discípulos reunido en Jerusalén constituía el núcleo de la primera Iglesia, aunque existían otros hermanos que habían seguido al Señor, y que seguramente vivirían dispersos por Galilea. Jesús resucitado se apareció en una ocasión a más de quinientos, muchos de los cuales todavía vivían cuando san Pablo escribió la Primera Carta a los Corintios (1 Co 15, 6). El día de Pentecostés, la Iglesia naciente, fortalecida por el Paráclito que Jesús había prometido a sus discípulos, experimentó un notable incremento. Cerca de tres mil almas se convirtieron, convencidas por los prodigios que acompañaron a la venida del Espíritu Santo y por el sermón que Pedro dirigió a la muchedumbre (Hch 2, 41). Un segundo discurso de Pedro en el Templo, después de la curación de un hombre cojo de nacimiento, elevó hasta unos cinco mil el número de los creyentes (Hch 4, 4).
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2. La vida de los primeros cristianos de Jerusalén Los Hechos de los Apóstoles, en sus primeros capítulos, nos dan una descripción de la vida de los primeros cristianos de Jerusalén, que constituye la página más antigua de la historia de la Iglesia. Al frente de la comunidad estaba el Colegio de los Doce, completado por la elección de Matías, y en el que Pedro desempeñaba una función singular de indudable primacía. Los discípulos de Jesús seguían acudiendo al Templo para orar, aunque celebraban su propio culto litúrgico –la Eucaristía– en casas de algunos de los hermanos que reunieran las debidas condiciones. Los Hechos ponen de relieve el espíritu de fraternidad que existía entre todos ellos: «la muchedumbre de los que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32), y ese mismo fervor de caridad movía a ciertos discípulos, como Bernabé, que tenían bienes de fortuna, a venderlos y poner el precio a los pies de los Apóstoles (Hch 4, 36-37). Los discípulos que constituían la primitiva iglesia de Jerusalén eran de una doble procedencia. De una parte, los había que provenían de la población hebrea, de lengua y cultura aramaica; otros, en cambio, eran «helenistas», originarios de las colonias judías de la Diáspora, y recibían aquel nombre porque hablaban griego y estaban impregnados de la cultura helénica. Un incidente derivado de esta diversidad de origen turbó la buena armonía entre los fieles: los helenistas se quejaron de los judíos palestinos, porque estimaban que sus viudas necesitadas eran mal atendidas en las distribuciones cotidianas de alimentos. A raíz de este incidente apareció un nuevo grado de la Jerarquía eclesiástica, los diáconos, que son de institución divina porque los Apóstoles habían recibido de Jesucristo la autoridad y la misión de promulgar, después de su Ascensión a los cielos, cuanto se refiere a la constitución esencial de la Iglesia. Los Apóstoles resolvieron que no podían abandonar la oración y la predicación para ocuparse de esos menesteres, y pidieron a los hermanos que eligieran a siete varones, bien considerados por todos, que serían ordenados por los Doce para la atención de este ministerio. Resultaron elegidos Esteban y otros seis compañeros, y los Apóstoles les instituyeron para su nueva función, imponiendo las manos sobre ellos (Hch 6, 1-6). Así surgió, en la Iglesia madre de Jerusalén, el orden de los diáconos, que más tarde se extendió a las demás iglesias, integrándose definitivamente en la Jerarquía eclesiástica. Los diáconos aparecerán en todas partes encargados de la administración de los bienes temporales de las iglesias, aunque desde el principio ejercerán también un ministerio de carácter espiritual. Los doce Apóstoles, auxiliados por los diáconos, gobernaron la comunidad de Jerusalén. En unión de los presbíteros o ancianos, que se encuentran también en aquella primera iglesia, constituyeron la más antigua jerarquía eclesiástica. Como los presbíteros no surgieron a raíz de algún suceso singular, los Hechos no dan una noticia expresa acerca de su origen, como hacen con los diáconos. Estos presbíteros se sentaban en las asambleas al lado de los Apóstoles y, cuando se celebró el llamado «concilio» de Jerusalén, sus decisiones se tomaron en nombre de los Apóstoles y los presbíteros (Hch 15). Los presbíteros aparecen también muy pronto fuera de Jerusalén, al frente de las
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iglesias locales, y son los sacerdotes de la Nueva Ley. ¿Quiénes serían aquellos primeros presbíteros que hallamos en Jerusalén junto a los Apóstoles? No se sabe a ciencia cierta. Es posible que se tratara de discípulos antiguos de Jesús, tal vez de aquellos setenta y dos que fueron enviados por el Señor a diversas ciudades, con la misión de anunciar el Reino de Dios (Lc 10, 1-20). También se ha sugerido la hipótesis de que pudiesen proceder de la multitud de sacerdotes judíos que se adhirieron a la Iglesia en Jerusalén (Hch 6, 7), y en tal caso vendrían a servir a manera de eslabón entre el sacerdocio de la vieja y de la nueva Alianza.
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3. La oposición del Sanedrín La oposición del Sanedrín hacia la naciente Iglesia era inevitable, y hubo de manifestarse muy pronto. Aquellos mismos sacerdotes y príncipes del pueblo que habían declarado a Jesús reo de muerte, porque decía de sí que Él era el Mesías, el Hijo de Dios vivo, tenían que enfrentarse también con los discípulos que predicaban a Cristo resucitado. Ahora, después de la Pasión, Jesucristo, muerto ignominiosamente en la Cruz, constituía un «escándalo para los judíos» (1 Co 1, 23), porque la expectativa de un Mesías glorioso, restaurador del Reino de Israel, era obstáculo formidable para que reconociesen en Jesús al Cristo, bajo la forma del Siervo de Yahwéh, anunciado por los Profetas, que había de dar la vida por los pecados del mundo. Los milagros que obraban los Apóstoles y la predicación que ganaba para la fe a una multitud de creyentes determinaron la intervención de las autoridades judías de Jerusalén. Su actitud frente a la Iglesia se hizo cada vez más dura y revela un estado de creciente hostilidad. La primera vez que Pedro y Juan fueron presos, el Sanedrín les prohibió anunciar el nombre de Jesús. Pero los Apóstoles no podían callar –«es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres», respondería Pedro al Sumo Sacerdote (Hch 5, 29)–, y presos otra vez, ahora los Doce, fueron azotados, saliendo gozosos por haber podido padecer por el nombre de Jesús. El discurso de Esteban ante el Sanedrín fue la gota de agua que colmó la medida: un arrebato de furor sacudió a la asamblea, que arrastró a Esteban fuera de la ciudad y le dio muerte. El martirio de Esteban fue la señal del estallido de una gran persecución, la primera sufrida por la Iglesia. Esta persecución obligó a muchos discípulos a huir de Jerusalén, y gracias a ello se abrieron nuevos caminos a la predicación evangélica. Una serie de acontecimientos de extraordinaria importancia señalaron un considerable avance hacia el efectivo universalismo cristiano y hacia la separación cada vez mayor entre la Iglesia y la Sinagoga.
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4. La Iglesia, abierta a los gentiles Los primeros discípulos de la iglesia de Jerusalén eran todos judíos, unos hebreos y otros helenistas. Como sus hermanos de raza que no habían creído en Jesucristo, también ellos tenían arraigada conciencia de formar parte del pueblo escogido, y muchos pensaban que tan solo los que pertenecían a ese pueblo eran destinatarios privilegiados de la esperanza mesiánica, anunciada por los Profetas y realizada en Cristo Jesús. Mas la huida de Jerusalén dispersó a los discípulos por las regiones de Judea y Samaria, donde prosiguieron el anuncio de la Buena Nueva hecho por Jesucristo y, gracias a esta circunstancia, el diácono Felipe predicó el Evangelio a los samaritanos, que recibieron la fe y se bautizaron. La conversión de los samaritanos constituyó un acontecimiento en la vida de la joven Iglesia, y los Apóstoles enviaron desde Jerusalén a Pedro y Juan, para confirmar por la comunicación del Espíritu Santo –el Sacramento de la Confirmación– la obra iniciada por Felipe. Este mismo misionero logró poco después la conversión de un personaje considerable –extranjero, aunque prosélito del Judaísmo–, el eunuco, ministro de la Reina de Etiopía (Hch 8, 26-40). Pero fue en Antioquía donde se produjo el hecho más notable, con vistas al futuro de la Iglesia. A esta ciudad, capital de Siria y una de las grandes metrópolis del oriente, llegaron fugitivos de Jerusalén que predicaban el Evangelio solamente a los judíos. Algunos de ellos, sin embargo, que eran helenistas originarios de Chipre y Cirene, tenían menos prejuicios y mentalidad más amplia que los judíos palestinos, y comenzaron a dirigirse también a los griegos, anunciándoles a Cristo Jesús. Este acontecimiento señala la apertura de la Iglesia a los gentiles –a todos los hombres, sin distinción de pueblo o de raza–. Es significativo que en Antioquía los discípulos comenzasen a llamarse cristianos, como si ese nombre fuera signo de la vocación de universalidad que estaba en la entraña misma del cristianismo. La universalidad de la Iglesia y de la redención de Jesucristo fue solemnemente sancionada por una milagrosa acción divina, que reveló a Pedro que tal era la voluntad expresa de Dios. El Señor dispuso las cosas de manera que Pedro, como una prueba más de su primacía, fuese escogido para abrir de modo oficial las puertas de la Iglesia a los gentiles. Los signos que acompañaron a la conversión en Cesarea del centurión Cornelio y de su familia tuvieron para Pedro valor definitivo: «Ahora reconozco que no hay para Dios acepción de personas, sino que en toda nación el que teme a Dios y practica la justicia le es acepto» (Hch 10, 34-35). El relato de los Hechos (Hch 10, 1; 11, 18) pone bien de manifiesto el asombro de Pedro y de sus acompañantes cuando el Espíritu Santo descendió sobre Cornelio y los de su casa. Luego, en Jerusalén, la noticia de que Pedro había convivido con gentiles incircuncisos y les había otorgado el bautismo produjo entre los hermanos una profunda emoción. Hizo falta que Pedro les refiriese puntualmente todo lo ocurrido, para que se iniciase entre los judeocristianos un cambio de mente, que era también una auténtica conversión. Conversión que consistía, sobre todo, en la liberación de prejuicios inveterados y en darse cuenta del carácter universal de la obra salvífica de Jesucristo, que el Señor había proclamado reiteradamente en sus enseñanzas. Cuando Pedro cesó de hablar, los hermanos hubieron de rendirse ante la evidencia de su
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testimonio e, ilustrados por el Espíritu Santo, comprendieron por fin que la Redención de Cristo y su Iglesia eran para todos los hombres: «Al oír estas cosas callaron y glorificaron a Dios, diciendo: luego Dios ha concedido también a los gentiles la penitencia para la vida» (Hch 11, 18).
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5. La cuestión de la obligatoriedad de la Ley mosaica Todo esto sucedía entre los años 34 y 36 de la era cristiana. Tres lustros más tarde, en el año 49, el «concilio» de Jerusalén habría de tratar nuevamente la cuestión de las relaciones entre cristianismo y Antigua Ley. Muchas cosas habían ocurrido entre tanto: la conversión de Saulo y el comienzo de sus viajes misionales; y, en la Pascua del año 44, la nueva persecución de la iglesia de Jerusalén, por obra de Herodes Agripa, con el martirio de Santiago el Mayor y la prisión y milagrosa liberación de Pedro. El Colegio de los Doce dejó entonces de tener su residencia común en la Ciudad Santa, y sus miembros se dispersaron; Santiago, el «hermano» –primo– del Señor, fue en adelante el jefe –el obispo– de la iglesia local de Jerusalén. En Antioquía y en otras muchas ciudades a donde había llegado la predicación evangélica, gran número de gentiles habían sido recibidos en la Iglesia, que ya era de hecho universal. Pero algunos lustros es poco tiempo para desarraigar convicciones seculares. El ambiente de las iglesias de la gentilidad era muy distinto del que rodeaba a la de Jerusalén, cuyos miembros seguían viviendo a la sombra del Templo y observaban los preceptos rituales de la Antigua Ley. Los conversos de la gentilidad, recién llegados del paganismo, y los judeocristianos de Palestina, herederos de las tradiciones de Israel, tenían sin duda un espíritu y una mentalidad muy diferentes. Es comprensible que las relaciones entre unos y otros no fueran fáciles y que los cristianos de Jerusalén mirasen con invencible recelo a sus hermanos gentiles, que ni pertenecían como ellos al pueblo elegido y ni siquiera –y eso les resultaba todavía incomprensible– guardaban las más esenciales observancias impuestas por la Ley de Moisés. El «incidente» de Antioquía entre Pedro y Pablo es una muestra de la embarazosa situación en que, como consecuencia de ese estado de cosas, podían encontrarse los Pastores. Pedro, que por aquel tiempo residía en la ciudad, convivía abiertamente con los cristianos de procedencia gentil y comía en sus casas. Pero, cuando llegaron algunos hermanos de Jerusalén, Pedro se retrajo del trato con los gentiles, y su ejemplo fue seguido por otros. Entonces, Pablo le reprendió por esa conducta que, a su juicio, se prestaba a confusión (Ga 2, 11-14). Sin embargo, el propio Pablo, algún tiempo después, hizo circuncidar a su discípulo Timoteo, en razón de los judíos que había en los lugares donde tenía que trabajar, porque todos sabían que, aunque hijo de madre judía, su padre era griego (Hch 16, 1-3). Las circunstancias especiales en que vivió la Iglesia durante aquellos primeros años de vigencia de la nueva Ley evangélica impusieron a los propios Apóstoles determinadas actitudes pastorales, que pronto perderían actualidad.
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6. El «concilio» de Jerusalén El hecho fue que algunos judeocristianos venidos de Jerusalén a Antioquía sembraron la inquietud entre sus hermanos gentiles, porque les decían que, si no se circuncidaban según la Ley de Moisés, no podían salvarse. Este anuncio provocó gran agitación entre las iglesias de la gentilidad, pero tuvo la virtud de hacer que se planteara abiertamente la cuestión de las relaciones entre cristianismo y antigua Ley, y de la obligatoriedad para los cristianos de la circuncisión y demás prescripciones mosaicas. En el año 49 se celebró el llamado concilio de Jerusalén, con asistencia de los Apóstoles, de Santiago, obispo de la ciudad, y de los presbíteros; Pablo y Bernabé llevaron la voz de las iglesias de la gentilidad. En la asamblea algunos judeocristianos procedentes de la secta de los fariseos pretendieron imponer a todos los cristianos la circuncisión y la observancia de la Ley de Moisés. En esta ocasión trascendental –como cuando se acordó la admisión de los gentiles en la Iglesia– fue también el Apóstol Pedro quien dijo la palabra decisiva y proclamó la libertad de los cristianos con respecto a los preceptos legales judíos. La asamblea, a propuesta de Santiago de Jerusalén, resolvió no imponer a los gentiles cargas inútiles; bastaba solamente con que se guardaran de la fornicación y, en obsequio a la vieja Ley, que observasen dos sencillos preceptos: abstenerse de comer carnes inmoladas a los ídolos o carnes no sangradas (Hch 15, 1-33). Así, de modo solemne, quedó resuelta para siempre la cuestión de las relaciones entre cristianismo y Ley mosaica. El judeocristianismo perduró todavía durante algún tiempo, pero como un fenómeno local y minoritario, en una Iglesia que se extendía cada vez más por el mundo gentil. Los cristianos de Jerusalén y Palestina siguieron acudiendo al Templo y observando sus prácticas tradicionales, como puede verse por el relato en los Hechos de los Apóstoles de la prisión de san Pablo, que tuvo lugar en la primavera del año 58. Poco después, Santiago, el hermano del Señor y primer obispo de Jerusalén, fue condenado a muerte por el Sanedrín y lapidado. Al estallar la guerra judaica, los cristianos de la Ciudad Santa se refugiaron en Pella, y no se hallaban dentro de Jerusalén cuando fue sitiada y destruida por Tito, el año 70. Antes de que terminase el siglo i, los judeocristianos que quedaban en Palestina rompieron definitivamente los últimos lazos que les unían con la Sinagoga.
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II. LA EXPANSIÓN DEL CRISTIANISMO 1. Factores favorables a la difusión evangélica El nacimiento de Jesucristo y el comienzo de la era cristiana tuvieron lugar cuando gobernaba Roma Octavio Augusto, fundador del Imperio Romano. Dentro del ámbito político y territorial de este Imperio nació y vivió durante siglos la Iglesia cristiana. La Roma imperial mantuvo durante mucho tiempo una actitud hostil hacia el cristianismo, de la que habremos de ocuparnos más adelante. Hubo, sin embargo, escritores cristianos antiguos que pensaron que, incluso entonces, el Imperio de Roma cumplió una función providencial para la expansión y desarrollo de la Iglesia. Un estudio de la expansión del cristianismo tiene que tomar en consideración los diversos factores que, en el contexto del mundo antiguo, podían influir positiva o negativamente en la difusión del Evangelio. Esta primera difusión hubo de realizarse dentro de una situación concreta de la historia del mundo que presentaba circunstancias favorables, pero también a la vez grandes obstáculos. Entre aquellas circunstancias, una de las más considerables fue, sin duda, la propia existencia del Imperio Romano. Roma forjó una prodigiosa construcción política que englobaba la totalidad del mundo greco-latino. Con su centro en el Mediterráneo, corazón de la cultura occidental, el Imperio se extendía desde la Britania insular al alto Egipto y desde Lisboa hasta la frontera persa. Este inmenso espacio geográfico y los pueblos que lo habitaban constituían una vasta unidad, el Orbis romanus, y tenían por supremo señor al emperador de Roma. El Imperio clásico, a pesar de su actitud de notoria hostilidad hacia el cristianismo, ofreció a la expansión de la Iglesia dos ventajas inapreciables: en primer lugar la paz interior, un mundo tranquilo, sin apenas guerras, y con la autoridad romana garantizando el orden social; y, en segundo lugar, la facilidad de comunicaciones, que favorecía los viajes y la rápida transmisión de ideas y de noticias. Las calzadas romanas que, partiendo de la Urbe, llegaban hasta los más remotos confines del Imperio y las naves comerciales que cruzaban regularmente las aguas del Mediterráneo fueron los vehículos de difusión de la novedad cristiana, por toda la extensión del mundo romano. Otro factor beneficioso para la expansión del cristianismo fue la afinidad lingüística que, en la parte oriental del Imperio, hacía del griego la lengua universal, tanto en el ámbito de la cultura como del comercio. En Italia y Occidente, el griego estaba también ampliamente difundido entre las clases cultas, y fue lengua oficial de la Iglesia hasta el siglo III, si se exceptúa la Iglesia del África cartaginesa, que desde el principio utilizó el latín. El latín, lengua de la mayoría de los fieles, se fue imponiendo en el resto del Occidente desde mediados del siglo iii. En fin, un último factor también favorable era el clima espiritual existente en determinados sectores de la sociedad al iniciarse la expansión cristiana. En el ambiente judío, la expectativa mesiánica se sentía con particular intensidad entre las almas sinceramente religiosas, que aguardaban el cumplimiento de las promesas del Señor a Israel. En el mundo pagano, la religión tradicional había hecho
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crisis; la búsqueda del Dios trascendente, anunciado por los grandes filósofos de la antigüedad, y el ansia muy difundida de una doctrina que ofreciera la esperanza de una felicidad más allá de la muerte, predisponía a muchos espíritus en favor del cristianismo, pese al riesgo de confusión que podían originar las religiones mistéricas traídas del Oriente.
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2. Obstáculos a la conversión Frente a estos factores que pudieron favorecer la difusión del Evangelio, existían serios obstáculos que en el mundo antiguo hacían muy ardua la conversión al cristianismo y dificultaban la incorporación a la Iglesia. Los cristianos procedentes del judaísmo, al convertirse, quedaban marginados de su comunidad de origen; más aún, eran plenamente conscientes de que, en adelante, serían mirados como enemigos por sus hermanos de raza y pasarían por el duro trance de ser tenidos por traidores a su religión y a su pueblo. No eran más livianas las dificultades que la conversión al cristianismo prestaba para los gentiles. En el mundo pagano, los mayores inconvenientes recaían sobre los individuos pertenecientes a los estratos superiores de la sociedad. Estos, por ser cristianos, tenían el deber de abstenerse de toda una serie de manifestaciones religiosas tradicionales, estrechamente ligadas a la vida pública, y consideradas incluso como exponente de fidelidad cívica a Roma y al emperador. En consecuencia, los gentiles que abrazaban el cristianismo se exponían a ser tenidos por «ateos», por «enemigos del género humano», a sufrir incomprensión y calumnia, y, como su religión era ilícita, los cristianos corrían el riesgo de ser perseguidos en cualquier momento y tener que sufrir el martirio y la muerte. Está claro que la conversión al cristianismo constituyó durante los primeros siglos una decisión que, incluso desde un punto de vista meramente humano, encerraba un elevado valor moral.
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3. Los desconocidos caminos del Evangelio El cuadro que acabamos de esbozar fue aquel dentro del cual se operó la expansión cristiana por el mundo antiguo, en cumplimiento del mandato de Cristo a sus discípulos de predicar el Evangelio a todas las naciones. Muchas veces las primicias del Evangelio llegarían por conducto de humildes y desconocidos misioneros: comerciantes, funcionarios, militares, esclavos. Los puertos de mar, las grandes urbes, las colonias judías de la Diáspora, sobre todo, fueron los centros a donde primero llegó la Buena Nueva, y en ellos encontró pronto quien le dispensara favorable acogida. Como es natural, la inmensa mayoría de los pequeños acontecimientos que jalonaron la difusión del cristianismo no han sido recogidos por la historia ni han dejado huella en los escasos documentos que se refieren a estos primeros tiempos de la Iglesia. La silenciosa acción misional de esos cristianos, que no han pasado a la posteridad y que en muchos lugares abrieron los primeros cauces al Evangelio, se adivina como razón de ser de la existencia de incipientes cristiandades, que los Apóstoles o sus auxiliares visitaron, confirmaron y constituyeron en iglesias locales. Es probable que algunos de esos ignotos misioneros se encuentren entre aquellos hermanos cuyos nombres aparecen en las Cartas, porque acompañaban al Apóstol cuando las escribía o bien porque el Apóstol les recuerda en la carta y les dirige un saludo especial. Un ejemplo de esos primeros cristianos, eficaces colaboradores de los Apóstoles en la extensión del Reino de Dios, lo tenemos en aquel matrimonio de origen judío exiliado de Roma, Aquila y Priscila, que tan buenos servicios prestó a san Pablo en Corinto y que incluso había ganado para la fe al judío alejandrino Apolo, maestro prestigioso y, después de su conversión, elocuente predicador del Evangelio (Hch 18, 1 y 24-28).
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4. El apostolado de Pedro y de Pablo Mas, aun cuando tantos desconocidos misioneros contribuyesen a esta primera difusión del cristianismo, los Apóstoles fueron los grandes propulsores de la expansión cristiana, cumpliendo el mandato que habían recibido de anunciar el Evangelio a todas las naciones. Ellos fueron considerados fundadores de muchas iglesias, bien por haber sido los primeros en anunciar la Palabra en una determinada ciudad, bien por haber visitado otras cristiandades todavía en sus comienzos, y establecido allí la jerarquía eclesiástica. La actividad misional de la mayoría de los Apóstoles nos es desconocida, por falta de fuentes que informen acerca de ella. Algo más podemos saber acerca de las actividades desarrolladas por unos cuantos de ellos. Nos consta así que san Pedro, después de los años de labor en Palestina, se estableció en Antioquía, gran ciudad llena de posibilidades, con una importante y antigua comunidad cristiana que había sido organizada por Bernabé. Es posible que, durante algún tiempo, Pedro residiera en la ciudad griega de Corinto, y finalmente vivió en Roma, como primer obispo de la Urbe. Desde la capital del Imperio, designada con el sobrenombre simbólico de Babilonia, Pedro envió la primera de sus cartas (1 P 5, 13). Allí sufrió martirio durante la persecución de Nerón, seguramente en el otoño del año 64, y sobre su sepulcro se eleva la basílica vaticana. San Pablo es el Apóstol que mejor conocemos, porque son abundantes las fuentes de información acerca de su persona y de su obra que han llegado hasta nosotros. Una docena larga de cartas escritas por él, las unas verdaderos tratados sobre puntos fundamentales de la doctrina cristiana y otras de naturaleza pastoral, constituyen parte importantísima de la Revelación neotestamentaria. Por otra parte, los Hechos de los Apóstoles son un inestimable arsenal de noticias en torno a la existencia y actividades de san Pablo, y durante quince años nos permiten seguir casi paso a paso su vida. Sabemos cuál fue su patria, Tarso, y su origen familiar, fariseo, hijo de fariseos, nacido en la Diáspora judía. En Jerusalén, Saulo se formó en la escuela del rabí Gamaliel; celador ferviente de la Ley, odiaba a los discípulos de Cristo, presenció, asintiendo cordialmente, el martirio de Esteban y marchó a Damasco para acabar con la joven cristiandad que allí existía. A las puertas de Damasco, Jesucristo se cruzó en el camino de Saulo y el antiguo perseguidor se convirtió en el apóstol Pablo. El apostolado de Pablo se dirigió especialmente a los gentiles, siguiendo la vocación a que se sentía llamado por el Señor. Después de un tiempo de oración y preparación silenciosa, Pablo reanudó su actividad apostólica. En unión de Bernabé realizó entre los años 45 y 49 su primer viaje misional, que llevó el Evangelio a la isla de Chipre y a varias regiones del Asia Menor. El segundo viaje Pablo lo inició en compañía de Silas, pero después se les agregaron Timoteo y Lucas. Comenzado también en el Asia Menor, la visión tenida en un sueño que le invitaba a ir a Macedonia encaminó por vez primera a Pablo hacia tierra europea. El Apóstol penetró en el corazón del mundo helénico y anunció el Dios desconocido en el Areópago de Atenas. Luego se estableció por un tiempo en la ciudad de Corinto, capital de Acaya, donde surgió una importante comunidad, no siempre dócil y pacífica, a la que san Pablo escribiría más tarde dos
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cartas. El tercer viaje paulino tuvo como base principal a Éfeso, otra ciudad cosmopolita, capital de la provincia de Asia. El Apóstol, ahora acompañado por Tito, obtuvo en Éfeso un éxito resonante, hasta el punto de provocar el tumulto de los plateros, temerosos de la suerte que pudiera correr la devoción popular al santuario pagano de la diosa Diana, de la que ellos obtenían las principales ganancias. Pablo recorrió otra vez el Asia Menor, llegando hasta la alta meseta de Galacia, preocupado por la situación de las cristiandades gálatas, desorientadas por la acción insidiosa de los judaizantes. Luego, el Apóstol visitó nuevamente Macedonia y Grecia, recogiendo los frutos de la colecta que había ordenado para socorrer a la necesitada comunidad de Jerusalén, y en la primavera del año 58 llegó con sus acompañantes a la Ciudad Santa.
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5. El Apóstol de los gentiles San Pablo fue el gran defensor de la libertad de los cristianos de la gentilidad, en relación con las observancias de la Ley judaica. En sus viajes misionales, el Apóstol tuvo que enfrentarse a menudo con la hostilidad de judíos y judaizantes, que por todos los medios trataban de dificultar su labor. Hasta Jerusalén, e incluso hasta la propia comunidad cristiana de la ciudad, había llegado la fama de que Pablo enseñaba a los judíos de la dispersión el menosprecio de la Ley de Moisés, y les aconsejaba que no circuncidasen a sus hijos. Entre los judeocristianos de la Ciudad Santa, que seguían todavía apegados a las prescripciones mosaicas, existía una evidente prevención contra el Apóstol, y por esa razón el obispo Santiago y los presbíteros le rogaron que, para disipar esos recelos, cumpliera públicamente en el Templo, con otros cuatro hermanos, el rito de la purificación, en testimonio de que permanecía adherido a la observancia de la Ley (Hch 21, 15-26). La presencia de Pablo en el Templo provocó un gran tumulto y solamente la intervención de los soldados romanos salvó su vida. Comienza entonces en la historia del Apóstol un período de cautividad, que se prolongó durante cinco años. Pablo, detenido en Jerusalén, fue trasladado poco después a Cesarea, donde permaneció en prisión largo tiempo, hasta el otoño del año 60. Esa prisión y el juicio a que fue sometido dio ocasión al Apóstol de anunciar a Cristo ante el Sanedrín, ante los gobernadores romanos Félix y Porcio Festo y ante el rey Agripa II y su hermana Berenice. Por fin, Pablo, ciudadano romano, apeló al Cesar y fue enviado a Roma en un azaroso viaje marítimo, que relatan minuciosamente los Hechos de los Apóstoles. Con la llegada de Pablo a la Urbe, en la primavera del año 61, termina el último capítulo de los Hechos. Sin la ayuda de esa preciosa fuente de información, nuestras noticias sobre los años finales de la vida de san Pablo son mucho más escasas. Sabemos, con todo, que permaneció preso en Roma dos años y que el proceso ante el Tribunal imperial terminó con su puesta en libertad, el año 63.
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Parece que el Apóstol reanudó pronto sus viajes misionales; por esa razón estaba ausente de Roma cuando el incendio de la ciudad, y no murió en la persecución neroniana del otoño del 64. Es muy probable que san Pablo fuese entonces a España, cumpliendo el decidido propósito expresado años antes en su Carta a los Romanos y que no había podido realizar por razón de su cautiverio (Rm 15, 24 y 28). San Clemente parece confirmar que el proyectado viaje se efectuó, cuando escribe que Pablo llegó «hasta los confines de Occidente», es decir, hasta ese finis terrae, que para un romano era Hispania. Es muy escasa la huella de la presencia de san Pablo que ha quedado en la Península Ibérica. La tradición de la venida de Santiago el Mayor y de la traslación de su cuerpo a Compostela después del martirio ha tenido a lo largo de los siglos mucha mayor resonancia entre el pueblo cristiano de España y de todo el Occidente europeo. Hacia el año 66, san Pablo fue nuevamente detenido y comenzó su segunda cautividad romana. Sufrió entonces otro juicio ante el Tribunal imperial, a consecuencia del cual murió mártir en Roma, en el año 67.
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6. San Juan y las iglesias asiáticas San Juan fue el apóstol que alcanzó una mayor longevidad, y sobrevivió a los demás miembros del Colegio Apostólico. Tuvo a su cuidado a la Virgen María, desde que Jesús se la confió en la Cruz hasta el día de la Asunción. En la primera comunidad de Jerusalén, Juan gozaba de gran autoridad, y san Pablo escribe que Pedro, Santiago, el hermano del Señor, y Juan eran tenidos por las «columnas de la Iglesia» (Ga 2, 9). Juan parece que permaneció largo tiempo en Palestina, quizá hasta la guerra judía, y luego pasó al Asia y fijó su residencia en Éfeso. En tiempo de Domiciano, el Apóstol fue perseguido y sufrió destierro en la isla de Patmos. Durante esta época, Juan escribió el cuarto Evangelio, sus tres cartas y el Apocalipsis. El prestigio que alcanzó fue muy grande, y las iglesias de Asia le veneraban como a su propio Apóstol. San Juan murió en Éfeso, casi centenario, alrededor del año 100 de la era cristiana. La influencia que ejerció san Juan sobre sus discípulos y la huella que dejó en las iglesias joánicas parece ser el origen de las tradiciones particulares de las iglesias de Asia, y en especial del uso de celebrar la Pascua el 14 de Nisán, fecha de la Pascua judía. Las iglesias asiáticas se resistieron durante mucho tiempo a unificar su disciplina con la de las restantes iglesias, alegando que su uso estaba sancionado por la autoridad del apóstol san Juan, que lo había introducido en ellas. Nada más sabemos, apenas, acerca de la actividad misionera de los demás Apóstoles. Una tradición hace del evangelista Marcos el primer obispo de Alejandría; antes había sido acompañante de Pablo y Bernabé y quizá de san Pedro. Otras tradiciones, imposibles de contrastar históricamente, hablan de la predicación apostólica por diversas tierras, en concreto, la de santo Tomás en la India y la de san Andrés entre los escitas. Muy poco es, pues, lo que conocemos sobre el papel que tuvieron la mayoría de los Apóstoles en la primera expansión cristiana. Sus trabajos, sus éxitos y el martirio que coronaría sus vidas han quedado ocultos a los ojos de la historia.
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7. La expansión cristiana en Oriente Importa, por último, exponer a grandes rasgos las líneas maestras de la expansión del cristianismo, desde el final de la edad apostólica hasta los primeros años del siglo IV, cuando la Iglesia comenzó a vivir en libertad. A lo largo de los siglos II y III en el corazón de la era de las persecuciones, se puede advertir una progresiva intensificación de la penetración cristiana en el mundo antiguo. Esta penetración, como veremos, revistió distinto grado según las regiones, y también puede afirmarse que, por lo general, afectó, sobre todo, a la población de las ciudades. El cristianismo fue en estos siglos un fenómeno preferentemente urbano, y tan solo a partir del siglo IV comenzó a difundirse con cierta amplitud en los medios rurales. Hubo, sin embargo, excepciones que haremos notar oportunamente. En el Oriente romano hallamos durante la época apostólica dos principales focos de cristianización: Siria y Asia Menor. La capital de Siria era Antioquía, que había ocupado un lugar destacado en la historia cristiana desde los mismos orígenes de la Iglesia. En el siglo ii la acción misionera se extendió desde aquí hacia el oriente, creándose un nuevo centro de difusión evangélica en Edesa, capital de la región de Osrohene. Este camino de penetración cristiana prosiguió adelante en el siglo IV: el cristianismo avanzó por Mesopotamia, se introdujo en Persia y desde allí los misioneros cristianos llegaron a la India. El Asia Menor fue otro gran foco cristiano en esta época, y las iglesias se multiplicaron en numerosas ciudades de todas las provincias. La carta dirigida a Trajano por Plinio el Joven, gobernador de Bitinia (¿a. 111?), acredita que el cristianismo se hallaba arraigado en la provincia y que incluso –y esto es un hecho excepcional para la época– había penetrado entre la población campesina. A finales del siglo III, la evangelización del Asia Menor se encontraría muy avanzada, y es posible que el cristianismo fuese ya mayoritario, al menos en las ciudades de la región occidental. Asia Menor fue también punto de partida de la difusión del cristianismo en Armenia, donde halló tan buena acogida que el país se cristianizó rápidamente en el siglo III. En Palestina, la difusión de la fe fue más difícil y, tras el ocaso del judeocristianismo, las comunidades cristianas parecen estar prácticamente limitadas a la población griega de las ciudades. En cambio, en Egipto, desde principios del siglo III se advierte un vigoroso florecimiento de la iglesia de Alejandría, que pronto fue famosa en todo el mundo y que se prestigió por entonces con la figura de Orígenes. Alejandría desarrolló una actividad misional entre la población campesina del valle del Nilo, que se cristianizó en grado considerable a lo largo de este siglo. Por lo que hace a la Europa oriental, Grecia quedó atrás en intensidad de cristianización, comparada con la vecina Asia Menor. Corinto, la iglesia a la que el Papa Clemente dirigió una famosa carta hacia el año 96, parece haber sido, pese a dificultades internas circunstanciales, el principal centro de vida cristiana. En las regiones balcánicas y danubianas el cristianismo había ya penetrado en el siglo III, y la persecución de Diocleciano causó numerosas víctimas.
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8. El cristianismo en el Occidente romano En la parte occidental del Imperio, el cristianismo arraigó prontamente en la Urbe romana. La iglesia de Roma tuvo enseguida un elevado número de miembros, y Tácito puede hablar de la «enorme muchedumbre» de los que padecieron martirio en la persecución neroniana. La Italia meridional tuvo también núcleos cristianos desde el siglo I, y san Pablo, al desembarcar en Pozzuoli el año 61, se encontró con los hermanos de la comunidad de aquel puerto de mar. En el siglo III, los cristianos de la ciudad de Roma se contaban por millares y, esparcidas por la Península, habría tal vez un centenar de comunidades organizadas, muchas más en el mediodía que en la alta Italia. El otro gran foco cristiano de Occidente fue el África latina, cuyo centro principal era la vieja ciudad de Cartago. Esta región recibió el cristianismo en el siglo II, y antes de que terminase la centuria había dado ya mártires de la fe. Los escritos de Tertuliano hacen pensar que, a finales de siglo, la iglesia de Cartago era ya una notable y vigorosa comunidad. En el transcurso del siglo III, el cristianismo llegó a ser, probablemente, la religión mayoritaria entre la población romanizada de las ciudades, y los sínodos cartagineses permiten afirmar que, en torno al año 250, existían por lo menos un centenar de comunidades, con obispo propio en cada una. El esplendor del cristianismo africano en el siglo iii está inseparablemente unido a la figura y a la obra del gran obispo mártir de Cartago, san Cipriano. La cristianización, que fue tan intensa en las ciudades romanas de África, apenas penetró, por el contrario, entre la población campesina de origen púnico y en las tribus bereberes del interior. Esta deficiencia terminaría por ser de funestas consecuencias para el destino cristiano del África romana. El cristianismo llegó a las Galias por el sureste. El puerto de Marsella y el valle del Ródano eran las vías de penetración, y en el siglo II existían cristiandades importantes en ciudades como Lyon y Vienne. El cristianismo alcanzó después la Germania romana, y en el siglo iii había iglesias cristianas en Tréveris, en ciudades renanas como Colonia y Maguncia y en algunas localidades de la Germania inferior. Una incipiente cristianización se había iniciado en Britania, donde hubo mártires en el siglo III, y en el siguiente algunos obispos insulares asistieron al concilio de Arles (a. 314). España era, por último, la región más occidental del Imperio, a donde las influencias cristianas llegaban procedentes, sobre todo, de Roma y del África romana. Hacia el año 200, Tertuliano, al proclamar que el cristianismo se hallaba extendido por doquier entre los pueblos del mundo conocido, precisaba que había llegado ya a todos los confines de Hispania. El tono apologético del texto no autoriza a aceptar literalmente esta afirmación, pero sí a recibirla como testimonio de una sustancial presencia cristiana en la Península, al finalizar el siglo ii. En el siglo iii, los escritos de san Cipriano y las noticias de martirios revelan la existencia de núcleos cristianos en toda la Península. Las actas del concilio de Elvira (ca. 305) ofrecen un cuadro bastante preciso de la situación de la Iglesia en España al término de la era de las persecuciones: existían numerosas comunidades cristianas, puesto que allí se mencionan por encima de cincuenta. Las regiones más cristianizadas parecen ser aquellas
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donde la romanización era también más intensa: las provincias de la Bética y la Tarraconense, es decir, Andalucía y la costa mediterránea. Como resumen de todo lo expuesto, podemos concluir que, cuando llegó la hora de la libertad de la Iglesia, el cristianismo había penetrado profundamente en Siria, Asia Menor y Armenia; y, por lo que toca al Occidente, Roma, con la región suburbicaria y el África cartaginesa estaban también densamente cristianizadas. Otras tierras, como Egipto, Grecia y parte de Italia, de las Galias y de España, sin alcanzar el nivel de las primeras regiones, contarían también en su población con fuertes minorías cristianas.
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III. LA IGLESIA Y EL Imperio Romano 1. «Dad al Cesar lo que es del Cesar» La Iglesia nació y vivió durante los tres primeros siglos dentro del ámbito del Imperio pagano. En la historia del cristianismo, este período será recordado siempre como la era de los mártires. Examinemos brevemente los aspectos más salientes que presenta el complejo problema de las relaciones entre la Roma imperial y la Iglesia primitiva. Esta consideración nos permitirá evocar a la vez una de las páginas más admirables del pasado cristiano. La actitud de la Iglesia frente al Poder temporal estaba fundada en un principio áureo, enunciado por el propio Jesucristo. El pasaje evangélico referente a la cuestión del tributo al Cesar lo recogen casi en idénticos términos los textos paralelos de los Sinópticos, y en los tres evangelios figuran las palabras de Jesús que dejaron maravillados a sus propios enemigos: «Dad, pues, al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios» (Mt 20, 15-21; Mc 12, 13-17; Lc 20, 19-25). Partiendo de este principio, la Iglesia elaboró desde la edad apostólica una doctrina que proponía la sumisión y obediencia al poder civil constituido. Los dos apóstoles Pedro y Pablo desarrollaron en sus cartas toda una catequesis acerca de los deberes del cristiano frente a la autoridad pública, que sirvió de pauta a los fieles en sus actitudes ante el Imperio Romano. «Temed a Dios, honrad al rey» (1 P 2, 17) escribía san Pedro a los primeros cristianos, y san Pablo les enseñaba que la razón de esos deberes reside en el origen divino del poder –non est potestas nisi a Deo–, que convierte la resistencia frente a este en resistencia al orden establecido por Dios (Rm 13, 1-2). Consecuencia de esta doctrina es el deber de obediencia del cristiano a la autoridad pública, obediencia que ha de prestarse no solamente por temor al castigo, sino por una razón mucho más vinculante: porque es obligación de conciencia. La manifestación práctica de esa actitud será el perfecto cumplimiento de todas las cargas y servicios, que incumben al cristiano como deber cívico (Rm 13, 5-7). Pero hay algo que llama todavía más la atención en la doctrina apostólica sobre la autoridad civil: el sentido que trata de imbuir en los fieles de profunda confianza en los gobernantes que ejercen el poder temporal. Ellos, el emperador y sus representantes, hacen prevalecer la justicia, actúan «para castigo de los malhechores y premio de los buenos» (1 P 2, 13-14). Por eso el que obra con rectitud no tiene por qué temer; los magistrados solamente son temibles para los que obran mal. «¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? –concluye san Pablo–: haz el bien y solo recibirás alabanzas» (Rm 13, 3). La mejor prueba de cuán sinceros eran estos sentimientos de confianza en la autoridad civil que los Apóstoles trataban de inculcar a los cristianos es la conducta del propio san Pablo preso, recurriendo al tribunal del Cesar, persuadido de que allí se le haría la plena justicia a que tenía derecho, como en efecto ocurrió.
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2. Los precedentes de la persecución neroniana Si tal era la doctrina de los Apóstoles sobre la autoridad temporal, si tales fueron las actitudes que los maestros en la fe recomendaban a los fieles, ¿cómo explicar las difíciles condiciones en que la Iglesia hubo de existir durante los tres primeros siglos? ¿Cuál fue la causa de que el cristianismo estuviera proscrito por la ley romana y los cristianos viviesen durante tanto tiempo expuestos a la persecución y al martirio? Para tratar de hallar una respuesta a estos interrogantes, procuremos reconstruir el cuadro histórico y el curso de los acontecimientos que produjeron y prolongaron semejante estado de cosas. Conviene recordar, en primer lugar, que la Roma imperial era tolerante en materia religiosa y recibía fácilmente nuevos cultos y nuevas divinidades. A los pueblos sometidos a su poder, Roma les permitía seguir libremente con sus tradiciones religiosas y, por la vía del reconocimiento oficial o de la simple tolerancia, se hallaban admitidos muchos cultos extranjeros. Los cristianos, como grupo social y religioso, no parecen haber sido objeto de especial atención por parte de la autoridad civil hasta el verano del año 64, cuando se produjo el incendio de Roma. Es probable que, antes de ese momento, los cristianos residentes en la ciudad apareciesen a los ojos de los gobernantes como formando parte de la comunidad judía de la Urbe, o en todo caso como una secta, dentro del marco de esa comunidad. Hay que advertir que la religión mosaica estaba reconocida como culto lícito dentro del Imperio y las comunidades judías gozaban de un estatuto legal. Es probable que ciertos miembros de la comunidad judía de Roma no fueran ajenos al origen de la persecución neroniana. En esta comunidad, el impacto del cristianismo se sintió muy pronto y había producido tiempo atrás discusiones y luchas internas. La expulsión de los judíos de Roma por el emperador Claudio (ca. 50), que determinó la salida de la ciudad de los esposos Aquila y Priscila, más tarde eficaces colaboradores de san Pablo, fue debida, según Suetonio, a disturbios entre los judíos, motivados por un cierto «Cresto». No es aventurado presumir que esta confusa noticia hace referencia a un enfrentamiento surgido en el seno de la comunidad, entre seguidores y enemigos de Cristo. Otra prueba de la frecuente relación existente por entonces en Roma entre judíos y cristianos, y a la vez de las tensiones que les enfrentaban, la hallamos en los Hechos de los Apóstoles: al llegar a Roma en la primavera del año 61, Pablo se apresuró a convocar a los primates de los judíos; a los tres días se reunió con ellos y, al término de la entrevista, «los judíos salieron, teniendo entre sí gran contienda» (Hch 28, 17 y 29). En fin, se sabe que los judíos de Roma tenían acceso a la casa imperial, pues gozaban del favor de Popea, entonces esposa ya de Nerón.
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3. La opinión pública, hostil al cristianismo El incendio de Roma fue ordenado por Nerón. La impresión de que el fuego había sido intencionado se extendió por doquier, y el pueblo propagaba sin recato que el propio emperador era el autor moral del siniestro. Resultaba, pues, urgente encontrar unos responsables, sobre los que poder echar la culpa de la catástrofe, y en ese delicado momento parece verosímil que se produjera la intervención de elementos judíos de la comunidad romana. Es posible que por algunos miembros de esa comunidad se hiciera llegar hasta el entorno imperial la sugerencia de atribuir a los cristianos el incendio de la ciudad exculpando así a Nerón a los ojos de la plebe; sobre esos cristianos podría recaer sin inconveniente el duro castigo que exigía el clamor popular. Así se desencadenó la persecución de Nerón contra los cristianos, que seguramente quedó circunscrita a la ciudad de Roma. Los mártires fueron innumerables –una muchedumbre ingente, según Tácito– y se les hizo morir entre refinados tormentos: crucificados, arrojados a las fieras en el anfiteatro o convertidos en antorchas vivientes en los jardines vaticanos. Entre los mártires que dieron su vida en esta sangrienta persecución, en el otoño del año 64, parece seguro que figura el apóstol san Pedro. La persecución neroniana constituyó una tremenda prueba para la Iglesia primitiva. Pero su gravedad fue todavía mayor si se tiene en cuenta que este dramático episodio condicionó gravemente y para varios siglos el futuro del cristianismo, de cara al Imperio y a la sociedad pagana. Los cristianos habían sido condenados como criminales, autores de un horrendo delito, y esta calumniosa tacha influyó decisivamente en la imagen del cristianismo y de los cristianos que se extendió por el mundo. Una eficaz propaganda y la maliciosa credulidad del vulgo contribuyeron a que se crease una opinión pública de acusado signo anticristiano. Vemos así cómo, a principios del siglo II para el historiador Tácito, el cristianismo era una «superstición detestable» y los cristianos, «enemigos del género humano». Sabemos que la fama popular les atribuía las más nefandas maldades: infanticidios, antropofagia y desórdenes morales de la peor especie. Sobre ellos circulaban las más burdas invenciones, como la de que adoraban a un crucificado con cabeza de asno, que ha dejado su huella plástica en el grafito descubierto en el Palatino. Todo esto era muy grave, porque echaba sobre los cristianos un sambenito infamante, que en los tiempos venideros sería mil veces causa de denuncias y también de persecuciones, no tanto promovidas por la autoridad como derivadas de algaradas y motines callejeros. Los cristianos, en fin, se convirtieron en el chivo expiatorio, sobre el que arrojaban las culpas de todos los infortunios y desventuras: «No hay calamidad pública –escribía irónicamente Tertuliano– ni males que sufra el pueblo de que no tengan la culpa los cristianos. Si el Tíber crece y se sale de madre, si el Nilo no crece y no riega los campos, si el cielo no da lluvia, si tiembla la tierra, si hay hambre, si hay peste, un mismo grito enseguida resuena: ¡los cristianos, a las fieras!».
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4. El cristianismo, «superstición ilícita» Se ha discutido mucho acerca de si Nerón promulgó o no un edicto especial contra los cristianos –el llamado Institutum Neronianum–, que sirviera de fundamento legal a su persecución y a otras que vinieron más tarde. Parece que no se dio ninguna norma particular, sino que Nerón –y tantos emperadores y magistrados después– se limitaron a aplicar las viejas leyes que imponían a todos los súbditos la religión tradicional de Roma. Frente a esta religión, el cristianismo era un culto ilícito, una «superstición», según Tácito, «detestable»; según Suetonio, «nueva y peligrosa»; para Plinio el Joven, «perversa y extravagante». Por ello no estaba permitido ser cristiano, y el que lo fuese, en razón de ese solo hecho, era ya acreedor de la muerte. Pero se daba, además, otra circunstancia de mucho peso, que hacía inevitable el enfrentamiento entre el Imperio pagano y el cristianismo: el carácter absoluto de las exigencias de la religión de Cristo. Roma, decíamos, fue liberal en admitir nuevas deidades y tolerante con los cultos extranjeros. Mas ninguno de ellos se alzaba frente a la religión oficial romana ni prohibía a sus secuaces participar en sus ritos. El cristianismo, en cambio, exigía a los fieles la exclusiva de la adoración religiosa, ya que el culto es un homenaje que tan solo puede rendirse a Dios. Pero he aquí que las ceremonias y manifestaciones públicas de la religión romana se consideraban también como actos con un valor simbólico en el orden político y la participación de los súbditos, como un deber cívico y un signo visible de fidelidad a Roma. Los cristianos no podían tomar parte en esas manifestaciones cívico-religiosas, y por esa razón se les tachaba de «ateísmo», la acusación que tan a menudo se formuló contra ellos. Los fieles eran mirados con recelo, se les consideraba como súbditos sospechosos y la religión que profesaban, como un peligro para el Imperio. Este planteamiento, como veremos, fue revistiendo mayor acritud a medida que se difundió el culto al emperador y se extremó la exigencia de que todos los súbditos participasen personalmente en el mismo. Las viejas leyes y la opinión pública, la seriedad religiosa del cristianismo y la ambigüedad inaceptable que entrañaba el culto imperial fueron los principales factores que incidieron en el desarrollo de las persecuciones. Sería equivocado, sin embargo, imaginar una persecución continuada, que hubiera durado sin interrupción dos siglos y medio. La Iglesia conoció en esta época lapsos de paz, en los que pudo desarrollar públicamente sus actividades. Pero eran siempre períodos de tolerancia de facto, ya que la situación legal no había variado y el cristianismo seguía estando fuera de la ley. También hay que advertir que las persecuciones no siempre tuvieron carácter general ni se extendieron en cada ocasión a todas las regiones que formaban parte del Imperio. Muchas veces una oleada persecutoria era consecuencia de la agitación popular surgida en determinadas localidades o de la acción represiva de las autoridades de un territorio, y entonces sus consecuencias quedaban circunscritas a los límites del mismo. Las persecuciones de índole más general fueron aquellas que siguieron a edictos imperiales contra los cristianos. Examinemos cuál fue a grandes rasgos el desarrollo histórico de las persecuciones.
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Tras la persecución de Nerón, hay que llegar hasta finales del siglo i para tener noticia cierta de nuevas acciones emprendidas contra los cristianos; corresponden a la época de Domiciano, un tirano de infausta memoria. Hacia el año 95, el anciano apóstol san Juan hubo de sufrir destierro en la isla de Patmos, y parece que la prueba alcanzó a varias iglesias de Asia Menor. En Roma conocemos los nombres de personas ilustres que padecieron martirio: el cónsul Flavio Clemente, primo hermano del propio emperador, fue muerto a consecuencia de la típica acusación de «ateísmo», y su mujer Domitila, desterrada a la isla Pandataria. Es probable que la fe cristiana fuera también la causa de la ejecución de otro personaje insigne, el cónsul Acilio Glabrio.
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5. La doctrina trajánica sobre el cristianismo En el siglo ii, la actitud oficial del Imperio ante el cristianismo fue un tanto incierta, por donde se explica que la situación real de persecución o tolerancia variase mucho según las circunstancias. El documento que arroja más luz sobre la cuestión es el famoso rescripto del emperador Trajano, dirigido hacia el año 111 a Plinio el Joven, en respuesta a la consulta que este le había elevado al posesionarse del cargo de gobernador provincial de Bitinia. Plinio se encontró ante el hecho de que en su provincia había muchos cristianos y preguntó a Trajano cuál había de ser su conducta para con ellos. El rescripto imperial contiene las directrices fundamentales de la postura que la autoridad romana adoptó ante el cristianismo durante todo aquel siglo y que son las siguientes: la autoridad no debía por su propia iniciativa ir en busca de los cristianos; tampoco debía admitir denuncias anónimas en contra de ellos; si recibía una denuncia en regla, la autoridad tenía que actuar contra los que eran acusados de ser cristianos; si estos, en el proceso, se retractaban y adoraban a los dioses, debían ser perdonados; finalmente aquellos que, convictos de cristianismo, perseverasen en su fe y rehusaran sacrificar a los dioses habían de ser castigados con la muerte. La doctrina trajánica sobre el cristianismo, aunque contradictoria en sí misma, como más tarde pondría de relieve Tertuliano, era sustancialmente desfavorable, y así lo acreditan los martirios habidos bajo su reinado, entre los que se cuenta el del gran obispo de Antioquía san Ignacio. Aquella doctrina sancionaba un principio muy grave, fundado en las antiguas leyes romanas: el solo hecho de ser cristiano –el nomen christianum– era delictivo y merecedor de la muerte. Es cierto que el sucesor de Trajano, Adriano (11738), que miraba con benevolencia a los cristianos, se esforzó por dar una interpretación más equitativa a las leyes. Así se deduce del tono de su rescripto al procónsul de Asia, Minucio Fundano: debía rechazar las denuncias anónimas, castigar severamente las falsas y desoír las peticiones tumultuarias; los cristianos tan solo podían ser castigados si se probaba que habían faltado a las leyes romanas, y en tal caso el castigo había de ser proporcionado a la gravedad del hecho. Pero esta versión mitigada de la legalidad no fue la que de ordinario prevaleció cuando se llevó a los cristianos ante los magistrados romanos. El emperador Marco Aurelio reiteró expresamente que procedía aplicar las leyes, tal como habían sido interpretadas por Trajano: ser cristiano era en sí mismo un crimen merecedor de la muerte, sin necesidad de probar otros delitos. Otra consecuencia de un tal estado de cosas era que abría la puerta a la iniciativa tumultuaria de la población pagana. En efecto, se puede comprobar que, bajo los últimos emperadores de la dinastía de los Antoninos, la presión anticristiana de la opinión pública se fue haciendo más fuerte y menudearon cada vez más las algaradas contra los cristianos. Ocurrió incluso que los motines populares fueron la principal causa de las persecuciones, pues, impulsadas por ellos, las autoridades se sentían coaccionadas a intervenir y condenar. Consecuencia de uno de esos motines fue, por ejemplo, el martirio de san Policarpo de Esmirna, antiguo discípulo de san Juan, y el suplicio de los Mártires de Lyon –unos cincuenta–, en la persecución habida en la ciudad bajo el emperador
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Marco Aurelio (161-180) y que tuvo origen en las fiestas del culto imperial que allí se celebraban. Por entonces, en el año 180, murieron en la ciudad de Scillium los seis primeros mártires africanos de que nos ha llegado noticia documental.
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6. Alternativas de persecución y de paz La primera mitad del siglo III, que coincide en buena parte con la dinastía siria de los Severos, fue un período de relativa paz para la Iglesia. Cierto es que el fundador de la dinastía, Septimio Severo, publicó un edicto (a. 202) que prohibía bajo graves penas la conversión al judaísmo o al cristianismo, lo que no dejaba de tener su importancia, pues se modificaba el estatuto legal precedente y la autoridad podía adoptar una nueva actitud de vigilancia policíaca de la Iglesia. El resultado fue un brote persecutorio que causó numerosas víctimas en Alejandría y en Cartago, donde se hizo famoso el martirio de las antas Perpetua y Felicitas. Pero, si exceptuamos este ramalazo anticristiano y otro que coincide con el imperio de Maximino el Tracio, se puede afirmar que la primera mitad del siglo fue una época tranquila para la Iglesia. Los sucesores de Septimio fueron tolerantes y la madre de Alejandro Severo, la emperatriz Julia Mamea, mostró incluso inclinación hacia el cristianismo, tuvo coloquios sobre religión con Orígenes y se relacionó también con el presbítero Hipólito de Roma. Extinguidos los Severos, el emperador Felipe el Árabe (244-249) se mostró tan favorable a los cristianos –quizá llegase a serlo ocultamente– que pareció estar muy próxima la conciliación entre la Iglesia y el Imperio. Pero había de transcurrir todavía medio siglo antes de que sonase la hora de la definitiva liberación de la Iglesia, y durante este tiempo, precisamente, tuvieron lugar los más amplios y organizados ataques que el cristianismo sufrió del Imperio Romano. Si queremos comprender plenamente el verdadero sentido de esta ofensiva contra la Iglesia, es preciso que tratemos de situarla en el peculiar contexto histórico de la época. El final de la dinastía de los Severos abrió un período de grave crisis, que pareció poner en juego la propia supervivencia del Imperio. La rápida sucesión de emperadores, elevados y depuestos por las legiones, caracteriza unos tiempos que se conocen como la época de la «anarquía militar»: fallan las instituciones políticas tradicionales, aparecen síntomas de crisis social y económica y se extiende la inseguridad interior, mientras que se acentúa la presión de los pueblos bárbaros sobre las fronteras del Imperio. Frente a este riesgo auténtico de desintegración surgió en Roma una reacción dirigida a robustecer el Imperio tambaleante, por medio de una política enérgica que galvanizase sus fuerzas y le infundiese renovada vida. Entonces, la Iglesia cristiana apareció ante algunos gobernantes como el principal obstáculo que se alzaba en el camino de salvación del Imperio, ya que estimaban que uno de los capítulos fundamentales de aquella política restauradora había de ser justamente la vigorización de la vieja religión oficial romana, polarizada ahora en el culto al emperador, expresión pública de la fidelidad de los súbditos hacia Roma y su soberano. Se llegó así a una última fase de la historia de las persecuciones en la que estas se dirigían, no ya contra los cristianos, sino contra la propia Iglesia, considerada como poder enemigo del Imperio. Estas persecuciones finales fueron desencadenadas directamente por la autoridad imperial y tuvieron un alcance mucho más amplio que las precedentes.
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7. Las persecuciones de Decio y Valeriano El emperador Decio, a poco de llegar al poder, publicó un edicto disponiendo que todos los habitantes del Imperio participasen en un sacrificio general a los dioses. El edicto ordenaba, además, llevar cuenta exacta del cumplimiento del mandato, que había de acreditarse por la entrega personal a cada ciudadano de un certificado –«libelo»– de haber sacrificado. Está claro que el sacrificio en cuestión constituía para el cristiano un acto formal de apostasía; tal era sin duda, más que el hacer mártires, la finalidad perseguida por el emperador, y a primera vista pudo parecer que había logrado cumplidamente su propósito. El edicto cogió de sorpresa a una masa cristiana, más numerosa y, por tanto, menos selecta que la de épocas precedentes, y cuyo temple heroico se había, además, relajado durante el largo período de paz que entonces conocía la Iglesia. El hecho fue que muchos cristianos cayeron –lapsi–, ejecutando un sacrificio propiamente dicho –sacrificati– u ofreciendo unos granos de incienso en el altar –thurificati–. Todavía hubo una tercera especie de cristianos claudicantes, que recurrieron a cierta estratagema que pudieron sugerir a menudo los propios miembros de las comisiones locales, encargadas de verificar el cumplimiento del edicto, con la aquiescencia de magistrados tolerantes: consistía en inscribir el nombre en el catálogo de adoradores y recibir la cédula –el «libelo»–, sin haber en realidad sacrificado. Estos fueron los llamados «libeláticos», pero la Iglesia reprobó su conducta y los consideró también como lapsi. Entre los libeláticos figuraron dos obispos españoles, Basílides de Astorga y Marcial de Mérida, y en otras regiones hay noticias de varios obispos más que fueron infieles. Hubo también muchos mártires, comenzando por el Papa san Fabián, y otros cristianos que confesaron la fe sin desfallecer, pero no murieron y más tarde recobraron su libertad, como el viejo Orígenes, que sufrió crueles tormentos en Cesarea. A estos cristianos se les llamó «confesores», y al cesar la persecución fueron muchísimos los lapsi que acudieron a ellos, pidiéndoles «cartas de paz» que les abrieran nuevamente las puertas a la comunión de la Iglesia. Tras unos breves años de respiro, el emperador Valeriano (253-260) lanzó una nueva persecución que, por sus características, se asemeja ya mucho a la gran persecución de Diocleciano. El nuevo intento respondía a un plan bien concebido y pretendía dar un golpe fatal a la Iglesia, orientando el ataque hacia los puntos neurálgicos de la estructura cristiana. Un primer edicto, del año 257, se dirigió expresamente contra el clero, que aparecía ya a los ojos de la autoridad civil como un grupo perfectamente diferenciado: se prohibía bajo pena de muerte cualquier acto de culto cristiano y se exigía de todos los obispos, presbíteros y diáconos un sacrificio a los dioses. Un segundo edicto promulgado al año siguiente ordenaba la muerte de los miembros del clero que no quisieran sacrificar, y extendía la acción represiva a los laicos cristianos pertenecientes al estamento superior de la sociedad: los senadores y equites –«caballeros»– cristianos eran degradados y confiscados sus bienes; los funcionarios públicos perdían sus cargos; y, si aun entonces persistían en la fe, se les condenaba a muerte, y a sus mujeres, a la pena de destierro. Se
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trataba, en suma, de dejar acéfala a la Iglesia, por la supresión de la clase dirigente cristiana. Los cristianos resistieron ahora la persecución mucho mejor que en tiempo de Decio; apenas hubo lapsi y sí, en cambio, muchos mártires. En Roma murieron el Papa Sixto II y el diácono san Lorenzo; en África, el gran obispo de Cartago san Cipriano; en España, el obispo san Fructuoso de Tarragona, con sus diáconos, y así un sinfín de cristianos en todas las regiones del Imperio. La persecución terminó con la muerte de Valeriano, el año 259. Su hijo y sucesor Galieno suspendió inmediatamente todas las medidas contra los cristianos y mandó devolverles las iglesias y lugares de culto que se les habían expropiado. Con ello se abrió un nuevo período de tolerancia que duró más de cuarenta años y fue muy beneficioso para la ulterior expansión del cristianismo.
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8. La Tetrarquía inicia el Bajo Imperio Llegamos, por fin, a la última persecución contra la Iglesia, que va ligada al nombre del emperador Diocleciano, y precedió muy de cerca a la conquista de la definitiva libertad del cristianismo. Diocleciano (285-305) fue, sin duda, uno de los grandes emperadores romanos y el autor de una profunda renovación del Imperio. Con él comienza el período que la historia conoce con el nombre de Bajo Imperio o «Dominado», para distinguirlo del precedente Alto Imperio o «Principado». La reacción advertida desde mediados de siglo, que trataba de atajar la decadencia de Roma, culminó en Diocleciano con una completa revisión de la estructura política y administrativa del Imperio. Los propios principios directivos de la constitución romana fueron modificados, siguiendo la pauta de modelos orientales, en especial del Imperio sasánida de Persia: al «Principado» inaugurado por Octavio Augusto, en que el emperador era el Princeps –el primer ciudadano–, sucedió un Imperio absoluto y de economía dirigida, administrado por una burocracia jerarquizada, en que el soberano era el señor –el Dominus– y los ciudadanos, simples súbditos. Diocleciano trató, además, de corregir las deficiencias más graves que se habían puesto de manifiesto en la última época: de una parte, la excesiva extensión del Imperio, que hacía difícil que un solo emperador pudiera gobernarlo eficazmente; y, de otra, la falta de un procedimiento constitucional adecuado de sucesión imperial, peligrosa laguna existente en el Derecho público romano, como había demostrado la reciente experiencia del período de «anarquía militar». La solución ideada por Diocleciano fue la instauración de la «Tetrarquía», gobierno de cuatro. Diocleciano asoció al poder a Maximiano, con el mismo título de «Augusto» que él llevaba, y le confió el gobierno de la parte occidental del Orbe romano, reservando para sí la parte oriental. Luego, cada uno de los dos Augustos designó un vice-emperador con el título de «Cesar», como auxiliar en las tareas de gobierno y futuro sucesor suyo en la máxima dignidad. El territorio romano pudo así dividirse en cuatro grandes áreas, cada una de ellas sujeta a la directa administración y vigilancia de uno de los miembros del «Colegio imperial». El Cesar auxiliar de Diocleciano fue Galerio y, en Occidente, Maximiano se asoció como Cesar a Constancio Cloro.
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9. La gran persecución de Diocleciano En la empresa renovadora de Diocleciano, la restauración de la religión oficial romana jugaba un importante papel, pese a lo cual, durante los dieciocho primeros años de gobierno, el emperador dejó vivir en paz a la Iglesia. ¿Cómo explicar el brusco paso de una larga tolerancia a la más resuelta y sistemática persecución? Parece ser que a ese cambio de actitud contribuyeron una serie de factores, que hicieron cada vez más mella en el ánimo de Diocleciano. Los consejeros paganos le llegaron a persuadir de que su gran empresa regeneradora del Imperio tan solo podría considerarse definitivamente coronada con la eliminación radical del cristianismo, máximo obstáculo para la religión romana. La idea de que los cristianos, muy numerosos ya hasta en el propio ejército, podían constituir un peligro interno motivó las primeras medidas anticristianas, consistentes en una depuración de las legiones. Parece muy probable que la influencia de Galerio, enemigo acérrimo del cristianismo y asociado por Diocleciano al poder como su Cesar, fuese una razón primordial de la reanudación de la política de violencia contra la Iglesia. El oráculo favorable del Apolo de Mileto, en respuesta a la consulta que se le había hecho sobre la cuestión, fue el factor que determinó el estallido de la persecución. La persecución de Diocleciano fue planeada por la suprema autoridad imperial, que en poco más de un año promulgó cuatro edictos sucesivos, en los cuales se marca el ritmo creciente de la acción emprendida contra la Iglesia. Un primer edicto de 23 de febrero del año 303 ordenaba la destrucción de los lugares de culto y de los libros de las Sagradas Escrituras y la privación de derechos civiles a los cristianos. Dos meses más tarde, en abril, unos disturbios producidos en Siria y Mitilene, que se atribuyeron a los cristianos, sirvieron de pretexto para un segundo edicto que dispuso el internamiento en prisión de todo el clero con el fin de privar a los fieles de sus pastores. Un tercer edicto exigía a los clérigos encarcelados que sacrificasen a los dioses: los que accedieran serían libertados y se daría muerte a los que rehusasen. Finalmente, un cuarto edicto publicado en marzo del 304 extendió la obligación de sacrificar a todos los cristianos. El rigor con que fueron aplicadas estas medidas varió de una a otra región, como reflejo de la división del Imperio. En toda la parte oriental la persecución fue muy dura, y también en las provincias occidentales gobernadas por Maximiano. En cambio, la persecución apenas se sintió en las Galias y en Britania, sujetas al Cesar Constancio Cloro, que veía con buenos ojos el cristianismo y se limitó a derruir algunos pequeños templos. En su balance final, la persecución constituyó un rotundo fracaso. Hubo un cierto número de lapsi –se llamó ahora traditores a los que entregaron, para su destrucción, los libros sagrados–, pero en mucho menor proporción que en la persecución de Decio. Fueron, en cambio, muy numerosos los mártires y confesores. Entre aquellos se cuentan nombres famosos como los de santa Inés, los santos médicos Cosme y Damián, san Sebastián, etc. España fue quizá la región del Occidente donde hubo mayor número de mártires, que fueron cantados por el poeta Aurelio Prudencio. Destacaron entre ellos el diácono Vicente y los dieciocho mártires de Zaragoza, y santa Eulalia de Mérida. La Iglesia salió fortalecida de la persecución, aunque esta se
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prolongase en la parte oriental del Imperio durante varios años más, después de la abdicación de Diocleciano y Maximiano (1-V-305). Era la última prueba de la Iglesia, en su lucha heroica sostenida durante siglos con la Roma pagana, y a las puertas estaba ya la definitiva libertad del cristianismo.
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IV. ORGANIZACIÓN Y VIDA EN LA IGLESIA PRIMITIVA 1. Las iglesias locales en la edad apostólica La expansión de la Iglesia fue sembrando de cristiandades el mapa del mundo antiguo. Por toda la extensión del Orbe, el anuncio del Evangelio hizo nacer pequeños grupos de creyentes que recibían la Buena Nueva y desde entonces se sentían ligados entre sí por el doble vínculo de la fe y de la caridad fraterna. Estos núcleos cristianos eran como islas en medio del mar de la sociedad pagana –granos de levadura en medio de la masa, según la parábola evangélica–. Importa mucho poner esto de relieve, para poder comprender bien la estructura de la Iglesia primitiva. Las cristiandades fueron comunidades cristianas esparcidas por el mundo e integradas en una misma Iglesia universal que las comprendía a todas. La circunstancia de haber nacido y de tener que vivir rodeadas por un contorno pagano que era distinto y a menudo hostil, favoreció ese sentido de fuerte cohesión interna que, durante los primeros siglos, tuvieron la vida y la organización de la Iglesia universal y de cada una de las iglesias locales. Desde los comienzos de la misión cristiana, cuando el Colegio de los Doce permanecía todavía reunido en Jerusalén, la fundación de nuevas iglesias iba acompañada de la institución en ellas de su propia jerarquía. La naturaleza jerárquica querida para la Iglesia por su mismo fundador Jesucristo se dio desde el principio tanto en el plano universal como a nivel local. En cada comunidad, la primitiva jerarquía estuvo de ordinario formada por un colegio de presbíteros o ancianos, establecido por el Apóstol fundador de la iglesia o por alguno de sus auxiliares. Este colegio dirigía las funciones litúrgicas y el gobierno de la comunidad. Es cierto que hubo iglesias donde muy pronto apareció un episcopado monárquico, como la de Jerusalén, presidida desde la dispersión de los Apóstoles por Santiago, el hermano del Señor, en calidad de obispo local, y la iglesia de Roma, cátedra de Pedro, que fue su primer obispo. Pero la mayor parte de las comunidades del siglo i, entre ellas, la de Antioquía y las numerosas iglesias «paulinas», no tenían todavía un episcopado monárquico regularmente establecido, sino un colegio de ancianos que constituía la jerarquía local. Los miembros de estos colegios son designados por las fuentes contemporáneas con el doble apelativo de «presbíteros» o «epíscopos». Parece probable que en esta época los dos vocablos se empleasen indistintamente –la terminología no estaba aún bien fijada– y que ninguno de los miembros de ese colegio tuviese una autoridad superior a los demás, en el seno de la comunidad local. Es probable, también, que todos los presbíteros o «epíscopos» gozasen entonces de la plenitud de la potestad de orden. Las palabras de san Pablo a Timoteo, recordándole el modo como había recibido la gracia sacerdotal, «con la imposición de manos de los presbíteros» (1 Tm 4, 14), parece sugerir que en las comunidades paulinas el sacerdocio –la potestad de orden– se confería en toda su
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plenitud, y por esa razón aquellos presbíteros tenían el poder de transmitirlo. Pero ningún texto menciona a un presidente de ese colegio presbiteral que fuese cabeza y rector de la iglesia local. Todo esto obedece a que en vida de san Pablo –y lo mismo sucedería con los Doce– el apóstol seguiría ejerciendo el gobierno directo de las iglesias que había fundado, y constituía el lazo de unión entre las mismas. Una situación semejante a la existente en torno a Pablo se daría también con san Juan respecto a las iglesias «joánicas» de Asia. En estas tareas de gobierno, Pablo y otros Apóstoles contaron con la ayuda de ciertos personajes insignes, que fueron sus «auxiliares» y constituyeron una jerarquía itinerante, de rango y potestad superior a los «colegios presbiterales» existentes a escala local. Estos auxiliares parecen haber sido los primeros varones que hallamos en la vida de la Iglesia dotados de auténticos poderes episcopales de gobierno y carentes, en cambio, de las prerrogativas extraordinarias exclusivas de los Apóstoles. En determinadas circunstancias, se confió a algunos de esos auxiliares la inspección y gobierno de un grupo de iglesias, como ocurrió con Timoteo y Tito, discípulos y cooperadores de san Pablo.
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2. La generalización del episcopado monárquico La generalización del episcopado local monárquico se acentuó a medida que fueron desapareciendo los Apóstoles. El fenómeno, desde el punto de vista histórico, se vio favorecido por la concurrencia de dos movimientos que operaron en el mismo sentido. Por una parte, aquellos auxiliares de los Apóstoles, que constituyeron una jerarquía itinerante de rango superior, parecen haberse reabsorbido en la jerarquía local, quedando como obispos al frente de alguna de las diversas iglesias que antes habían dirigido en calidad de visitadores apostólicos. De otra parte, desaparecidos los Apóstoles y sus auxiliares que las habían fundado y regido, las comunidades locales necesitaron asegurar cierta indispensable unidad de dirección y, a tal fin, de entre los miembros del presbiterio se destacó un personaje revestido de autoridad monárquica, que estaba dotado, dentro del círculo de la respectiva iglesia local, de los poderes de gobierno que los Apóstoles y sus sucesores habían ejercido antes en un amplio ámbito territorial. Esta evolución no se completó al mismo tiempo en todas las iglesias. En las comunidades paulinas la muerte de san Pablo impulsaría la aparición de obispos locales, jefes únicos de sus respectivas iglesias. Es posible que san Juan, en la última época de su vida, contribuyese también a la difusión del episcopado monárquico en las iglesias asiáticas. En efecto, si los Ángeles de las siete iglesias del Apocalipsis representan a sus respectivos pastores, estos aparecen con las características propias de los obispos monárquicos. Esta hipótesis parece corroborada por el testimonio de Clemente de Alejandría, según el cual san Juan estableció obispos en diversas iglesias, uno de los cuales fue seguramente Diotrefes, personaje ambicioso que aparece en la tercera carta de san Juan y que causó sinsabores al apóstol. En todo caso, se puede afirmar con certeza que a principios del siglo II, cuando san Ignacio de Antioquía escribía sus cartas, el episcopado monárquico se hallaba ya ampliamente difundido en la Iglesia. Desde el siglo II, por tanto, las cristiandades tuvieron a su frente a un obispo, que era el jefe de la iglesia local, detentaba la plenitud de la potestad de orden, sin compartirla con los miembros del presbiterio y, como sucesor de los Apóstoles, gozaba de las prerrogativas necesarias para el gobierno de la comunidad. En el siglo III, Orígenes y, sobre todo, san Cipriano de Cartago trataron extensamente de la naturaleza y funciones del oficio de los obispos, cabezas de su respectiva iglesia, pero a la vez responsables de la Iglesia universal. Dado que el obispo era el pastor de su iglesia, no es de extrañar que la selección de la persona que hubiera de desempeñar el episcopado interesase vivamente a toda la comunidad. El procedimiento de designación de obispos fue la elección, pero desconocemos los pormenores acerca de la forma en que esta se realizaba. Intervenía la comunidad respectiva, e incluso puede afirmarse que fue entonces cuando mejor respondió a la realidad el principio de la elección episcopal «por el clero y el pueblo». En efecto, este sistema era el apropiado para iglesias de espíritu fervoroso, con un limitado número de miembros y una estructura marcadamente comunitaria. Luego, el principio subsistió como una fórmula estereotipada en textos canónicos correspondientes a épocas más tardías, pero, según veremos, sin reflejar ya de ordinario la nueva realidad. Hay que
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advertir, por otra parte, que, incluso en la Iglesia primitiva, la elección del obispo por la comunidad no ha de entenderse en sentido restrictivo, como si tan solo la comunidad tuviera que ver con ella. La función del clero y del pueblo sería, sobre todo, atestiguar sobre la idoneidad del candidato para el cargo; pero una participación decisiva hubo de corresponder también a los obispos de otras iglesias vecinas, a quienes competía, además, otorgar al elegido la consagración episcopal.
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3. El Primado romano La multitud de iglesias repartidas por el Orbe no limitaban su horizonte a los estrechos términos de su respectiva ciudad. Las comunidades locales no se creían ni autosuficientes ni aisladas, sino que se sentían integradas en una misma Iglesia universal. Mientras permanecieron reunidos en Jerusalén, Pedro con el Colegio de los Doce detentaron la suprema dirección de la Iglesia. Luego, Pedro estuvo en Antioquía y, finalmente, fijó su residencia en la capital del Imperio, fue el primer obispo de Roma y allí sufrió martirio. La Iglesia romana fue desde entonces centro de unidad de la Iglesia universal y sus obispos, sucesores de Pedro en la cátedra episcopal, fueron también sucesores suyos en el ejercicio del Primado. Así la Iglesia, más allá de los límites de la existencia temporal del apóstol Pedro, seguiría teniendo la constitución que Jesucristo le había dado, no para los breves años de una vida mortal, sino para todos los tiempos; continuaría asentada sobre roca y tendría para siempre un pastor que apacentara a las ovejas y los corderos y un maestro de verdad, que confirmase en la fe a sus hermanos. El Primado romano siguió la pauta de la ley de crecimiento inherente a la vida misma, que el desarrollo histórico de la Iglesia pone tantas veces de manifiesto: se revelará con mayor claridad según avance el tiempo, y su ejercicio, todavía incipiente al principio, se hará más activo en la medida que progrese la vida interna de la Iglesia y esta consiga una mayor libertad de acción en el mundo. Pero no debe confundirse la existencia del Primado romano con la intensidad, mayor o menor, de su ejercicio. Esta intensidad dependió, en buena parte, de las circunstancias históricas, favorables o adversas, y por ello llegaron épocas en que hubo iglesias del Occidente europeo que vivieron durante siglos sin apenas contactos con la autoridad romana, lo que no implicaba en modo alguno un desconocimiento del Primado papal. Las manifestaciones del Primado romano se produjeron también en los primeros siglos dentro de los límites permitidos por las circunstancias, pero nos han llegado noticias suficientes para acreditar históricamente tanto su ejercicio como su reconocimiento por parte de las iglesias contemporáneas.
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4. Reconocimiento y ejercicio de la Primacía Dos testimonios que se remontan al siglo ii, el uno procedente de Oriente y el otro de Occidente, dan fe de la posición singular y preeminente que ocupaba entonces la Iglesia romana dentro de la Iglesia universal. El primero es la carta que san Ignacio de Antioquía, camino del martirio, dirigió a la Iglesia de Roma, «que preside en la capital del territorio de los romanos» y es, además, la Iglesia «puesta a la cabeza de la caridad» (a. 110). Esta carta, pese a la dificultad de interpretación de algunas frases, puede estimarse en su conjunto como el primer reconocimiento que conocemos del Primado de Roma hecho por un escritor no romano. Lo mismo ocurre con otro testimonio de la mayor importancia, el de san Ireneo de Lyon en su tratado Adversus haereses (a. 185). La Iglesia de Roma es «la Iglesia más grande, la más antigua y mejor conocida, fundada y establecida por los gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo». Ireneo enumera la serie de todos los obispos romanos, hasta el entonces papa Eleuterio, como prueba del mantenimiento ininterrumpido de la tradición apostólica y concluye que la Iglesia de Roma goza de una singular preeminencia y es criterio seguro para el conocimiento de la verdadera doctrina de la fe. Tan importante como estos reconocimientos ajenos de la posición preponderante de la Iglesia romana, es la conciencia que tenían sus propios obispos de poseer el Primado sobre la Iglesia universal. Esta conciencia movió al papa Clemente romano, todavía en el siglo i de nuestra era (a. 96), a intervenir con autoridad en la iglesia de Corinto, donde a consecuencia de una disensión interna los presbíteros habían sido depuestos. No se sabe si esos presbíteros recurrieron a Roma o si la Iglesia romana actuó por su propia iniciativa, pero eso es indiferente, puesto que en cualquier caso queda patente que la Sede Apostólica se creyó plenamente autorizada a intervenir. El papa Clemente escribió una carta, que llevaron en mano a Corinto tres enviados suyos, prescribiendo lo que se debía hacer y exigiendo de la comunidad obediencia a estos mandatos. Si la carta es una prueba de la conciencia que la Iglesia romana tenía de su potestad universal, la acogida que ella tuvo resulta no menos significativa: la intervención de Roma fue respetuosamente acogida, y un obispo de la ciudad, Dionisio, nos informa de que setenta y cinco años más tarde –hacia el 170– perduraba en Corinto la costumbre de leer la carta de Clemente en las iglesias, durante las celebraciones litúrgicas. En lo sucesivo, la Iglesia de Roma no dejará de reivindicar la autoridad excepcional y preeminente, que está cierta de tener sobre las demás iglesias: recuérdese, por ejemplo, la reprensión del papa Víctor a las iglesias de Asia, por su resistencia cuando el Pontífice romano quiso fijar una fecha única de celebración de la Pascua para toda la Iglesia (a. 190), y la prohibición de rebautizar a los herejes, impuesta por el papa Esteban a la Iglesia africana.
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5. Estructura de las iglesias cristianas: el clero Hemos expuesto los rasgos fundamentales de la organización de la Iglesia primitiva; ahora importa considerar la vida en las comunidades cristianas, y en primer lugar cuál era la estructura de esas comunidades, cómo se hallaban constituidas. Digamos, enseguida que, desde los tiempos apostólicos, la Iglesia estuvo abierta a toda clase de hombres, sin discriminación alguna: judíos y gentiles, libres y esclavos, pobres y ricos. Es cierto que la mayoría de los hermanos eran gentes de humilde condición, lo que a veces sirvió de motivo de ironía y menosprecio a algunos intelectuales paganos, como Celso o Porfirio. Pero es un hecho también que personas de la aristocracia romana formaron parte de la Iglesia desde el siglo I, y con el tiempo el fenómeno se extendió tanto que, a mediados del siglo III, el segundo edicto persecutorio de Valeriano estaba dirigido expresamente contra los senadores egregii viri, equites o «caballeros» y caesariani –funcionarios públicos– que fueran cristianos. Mas la condición social no influía, naturalmente, como razón diferencial en el seno de las comunidades; eran otros los criterios que determinaban la estructura interna del pueblo cristiano. La comunidad cristiana estaba regida por un obispo que, desde la generalización del episcopado monárquico, era el jefe único de la iglesia local. Los presbíteros y diáconos constituían los grados superiores del clero, y las cualidades que todos ellos habían de reunir seguirían siendo básicamente las mismas exigidas por san Pablo en las cartas pastorales (1 Tm 3, 1-12; Tt 1, 6-9). Cuando creció el número de fieles y en las grandes ciudades resultó ya imposible atender a todos en un mismo centro, los presbíteros que antes asistían al obispo local en las funciones litúrgicas y pastorales se pusieron al frente de las diferentes iglesias o «títulos» que se crearon. Sabemos, por ejemplo, que en Roma, hacia la mitad del siglo III, había unas veinte de estas iglesias. El número de diáconos, sin embargo, acostumbró a permanecer fijo: siete, en memoria de los siete primeros instituidos por los Apóstoles en Jerusalén. Obispos, presbíteros y diáconos fueron los clérigos mayores y, como las tres órdenes eran de institución divina, se encontraban en todas las iglesias. No ocurría igual con los clérigos menores que, para asistir a los primeros y cumplir determinadas funciones eclesiásticas, fueron apareciendo a lo largo de estos tres primeros siglos. En el siglo III, los grados menores de subdiácono, acólito, exorcista, lector y ostiario se hallaban ya constituidos, pero no todos los grados se encuentran en cada una de las iglesias locales, como acontecía con los de orden mayor. Un pasaje de Eusebio de Cesarea nos ha transmitido unos interesantes datos acerca de la composición del clero romano a mediados del siglo iii: bajo el papa Cornelio (251-253), sumaba un total de 154 clérigos, de ellos, 46 presbíteros, 7 diáconos, 7 subdiáconos, 42 acólitos y 52 entre exorcistas, lectores y ostiarios.
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6. Carismáticos y confesores de la fe El clero aparece, pues, dentro de su variedad, como un estamento perfectamente diferenciado en las comunidades cristianas. Tampoco el pueblo cristiano –y con este término designamos a todos aquellos fieles que no formaban parte de la Jerarquía– constituía un grupo completamente uniforme. A lo largo del tiempo, hubo ciertas categorías de fieles con especiales características y que conviene mencionar por separado. Entre ellos se encuentran en primer lugar los carismáticos. Se llama así a algunos cristianos que, para el servicio de la Iglesia, recibieron dones extraordinarios del Espíritu Santo. Fueron muy numerosos durante la edad apostólica, y san Pablo escribió extensamente sobre ellos en sus cartas a los romanos y a los corintios; pero los carismáticos eran un fenómeno transitorio en la Iglesia, y por eso, pasada la época fundacional, declinaron y se extinguieron. Entre los carismáticos más notables figuran los apóstoles, profetas, «didáscalos», los que poseían el don de lenguas o el discernimiento de espíritus. Los carismáticos cumplieron una importante misión en la vida pública de la Iglesia primitiva, pero sería un error hablar de «anarquía carismática» o de la existencia en las primeras comunidades de una «jerarquía pneumática», alentada por el Espíritu, junto a la jerarquía institucional. Lo que ocurrió fue que, en ocasiones, miembros del clero fueron a la vez carismáticos, sin que los carismas modificasen las funciones jerárquicas que, según su orden, les correspondían. El prestigio de los carismáticos fue grande en algunas comunidades del siglo I, pero el don extraordinario que habían recibido nunca sirvió para introducirles en la Jerarquía. En los siglos III y IV, a raíz de las grandes persecuciones, se generalizó en la Iglesia un tipo de cristiano –igual podía ser clérigo que laico– el cual, sin integrarse en cuanto tal en la Jerarquía, gozaba de una destacada posición dentro de su comunidad: se trata del «confesor de la fe». Los «confesores» habían permanecido firmes en medio de las pruebas, proclamando sin flaquezas su fidelidad a Jesucristo. Habían «confesado» su fe como los mártires, pero, a diferencia de estos, no habían muerto; sufrieron en sus cuerpos tormentos crueles, padecieron prisiones y destierros, mas cuando pasó el huracán de la persecución recobraron la libertad y pudieron retornar a sus iglesias. Los «confesores» fueron entonces mirados con singular veneración por los demás cristianos y gozaron a sus ojos de gran prestigio. Los lapsi, tan numerosos en la persecución de Decio y que por su pecado habían quedado excluidos de la comunión eclesiástica, al volver tiempos más tranquilos consideraron la intercesión de los «confesores» como la mejor credencial para ser de nuevo reintegrados a la Iglesia. Se llamó «carta de paz» al documento extendido por un «confesor» en favor de algún cristiano «caído». Los «confesores» desaparecieron en el siglo IV, al finalizar la era de las persecuciones.
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7. Viudas, vírgenes y ascetas Hemos de considerar, finalmente, aquellos fieles de uno y otro sexo que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza del Señor, permanecían vírgenes o guardaban continencia y llevaban una vida de oración y de servicio a la Iglesia. Fueron las viudas quienes, desde los tiempos apostólicos, formaron el primer «orden» que se constituyó dentro del laicado cristiano. San Pablo fija las condiciones que debían reunir las viudas para poder ser inscritas en el «elenco» oficial de la Iglesia: haber cumplido sesenta años, ser viuda de un solo marido y tener un pasado ejemplar (1 Tm 5, 9-10). El ingreso en el «orden» suponía una consagración de la vida a Dios; la viuda no podía volver a casarse y había de dedicarse por completo a la oración y la beneficencia. Las viudas atenderían especialmente a ministerios con mujeres: cuidado de pobres y enfermos, preparación para el bautismo y ayuda en la ceremonia bautismal, etc. Una función semejante cumplirían las diaconisas que existieron en algunas iglesias, pero que desaparecieron pronto, quizá confundidas con las viudas. Las vírgenes y ascetas personificaron en la antigua Iglesia la doctrina de la excelencia del celibato «por amor del Reino de los cielos», y la superioridad de la virginidad cristiana sobre el matrimonio. San Pablo, en su primera carta a los corintios, aconsejaba que la doncella cristiana permaneciese virgen, pero sin imponer precepto, pues esta decisión había de tomarse libremente (1 Co 7, 36-38). No parece que las vírgenes constituyesen, como las viudas, un «orden» en la Iglesia de la edad apostólica. Pero desde un principio serían muy numerosos los cristianos –hombres y mujeres– que vivieron célibes, hasta el punto de que la virginidad constituyó una prueba de la santidad de la Iglesia y de la elevación moral del cristianismo, que impresionaba profundamente a los mismos paganos. Los más antiguos padres y escritores eclesiásticos exaltaron el valor de la virginidad cristiana y, en palabras de san Cipriano, consideraban a los ascetas y las vírgenes como «la porción más gloriosa del rebaño de Cristo». Durante los tres primeros siglos, ascetas y vírgenes no abandonaban el mundo ni de ordinario se reunían para vivir en común. Sin solemnidades especiales, como las que luego se introdujeron, se comprometían a guardar la virginidad que habían abrazado, y permanecían entre los demás fieles, ante los que gozaban de gran prestigio, morando en sus casas y administrando su patrimonio.
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8. Los cristianos corrientes Los ascetas, como los carismáticos o confesores, fueron laicos que tuvieron, según se ha visto, una posición singular dentro de las comunidades cristianas. Sin embargo, estas comunidades estuvieron integradas por una gran mayoría de simples fieles, cristianos corrientes que no se distinguían por ninguna razón especial. Mas estos cristianos no permanecían como meros elementos pasivos en la Iglesia. Desde los orígenes tuvieron una intervención importante en la elección de los pastores: baste recordar la parte que tuvieron en la designación del duodécimo apóstol, Matías, y de los siete primeros diáconos. Luego seguirán jugando un papel en las elecciones episcopales y en la encuesta canónica previa a la ordenación de los candidatos al clero. Pero la actividad fundamental del laicado cristiano de los primeros siglos fue su participación en la acción misionera de la Iglesia. Los laicos fueron los principales agentes del apostolado cristiano, y en las cartas de san Pedro y san Pablo aparecen los nombres de muchos hermanos que habían cooperado eficazmente con los dos apóstoles. Como ya dijimos, esos cristianos llevaron el anuncio evangélico por todos los confines del mundo y hasta los últimos entresijos de la sociedad. Cuando Celso, en la segunda mitad del siglo II, escribía despectivamente de aquellos tejedores, zapateros, lavanderos y otras gentes sin cultura que introducían el cristianismo en casas y hogares privados, estas palabras, que querían ser de menosprecio para su religión, se convierten en el mejor elogio para estos humildes fieles que anunciaron a Cristo y su mensaje de salvación en todos los ambientes.
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9. La iniciación cristiana: catecumenado y bautismo Trataremos ahora de resumir brevemente los principales aspectos de la vida cristiana, tanto en lo que atañe a la existencia personal de los fieles como a su dimensión comunitaria. El bautismo era, como es bien sabido, el sacramento que incorporaba al hombre a la Iglesia. «Los cristianos no nacen, se hacen», había escrito Tertuliano, y uno de los sentidos que pudieron tener estas palabras es registrar el hecho de que, en el siglo II, la gran mayoría de los fieles había nacido fuera de la Iglesia y venido a ella después. El bautismo de los niños –practicado ya en los tiempos apostólicos, según atestiguan varios textos neotestamentarios– se hizo más frecuente en el siglo III, al incrementarse el número de padres cristianos, para generalizarse en el siglo IV, modificando así los términos en que de ordinario se planteaba antes la incorporación a la Iglesia; pero hasta entonces lo habitual fue la recepción del bautismo en edad adulta, como culminación de un proceso de conversión del paganismo, y tras una etapa preparatoria de catecumenado. Todo el proceso de iniciación cristiana –y también el de exclusión y reintegración– estaba influido por el intenso sentido de cohesión interna que impregnaba la vida en la Iglesia. Por eso, la conversión, que producía una transformación radical del hombre, implicaba también la adscripción a una entidad bien definida, la comunidad o iglesia respectiva, enclave cristiano en medio del mundo gentil que la rodeaba. El catecumenado se implantó en la Iglesia a finales del siglo II y decayó desde el siglo V. El candidato a catecúmeno tenía que ser presentado por un cristiano que le conociese y que saliera fiador de la rectitud de sus móviles y de la seriedad de su deseo. El candidato era objeto de una encuesta sobre su vida y costumbres, y se le invitaba a renunciar a su profesión en el caso de que esta, por su relación con el culto pagano, fuese impropia de un cristiano. Superado este primer examen, una ceremonia litúrgica señalaba la recepción del aspirante como catecúmeno. Comenzaba entonces para este un largo período de prueba, en el que recibía instrucción doctrinal y se ejercitaba en la piedad cristiana. Este período se prolongaba más o menos según las regiones –tres años en Roma, dos en España, etc.–, y durante él los catecúmenos se designaban con el término audientes. Algunas semanas antes de la fecha fijada para el bautismo, los catecúmenos eran examinados de nuevo y pasaban a ocupar un grado superior, el de electi o competentes. Una preparación más intensa llenaba estas últimas semanas: prácticas ascéticas e instrucción catequística sobre el Símbolo de la Fe, la oración dominical y los sacramentos de la iniciación cristiana. Finalmente, en las vigilias de Pascua y Pentecostés, o en casos especiales en la vigilia de algún otro domingo, tenía lugar el solemne acto del bautismo, que en las fechas más señaladas se administraba a un elevado número de nuevos cristianos. En torno al sacramento del bautismo surgió en el siglo III una importante controversia. El tema de la disputa fue la cuestión de la validez del bautismo administrado por los herejes o cismáticos, que en aquel tiempo formaron a veces grupos de una cierta entidad. La Iglesia africana y varias de Asia acostumbraban a rebautizar a los herejes que habían sido ya bautizados en su secta, mientras que la Iglesia romana y otras más los recibían
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mediante una simple imposición de manos. Estas dos prácticas revelaban una disparidad de criterio sobre la validez del bautismo conferido por un ministro hereje, y a mediados del siglo iii surgió un conflicto entre el papa Esteban y san Cipriano de Cartago. Defendía el primero la validez del bautismo y san Cipriano la negaba con el argumento de que «nadie puede ser incorporado a la Iglesia por alguien que es ajeno a ella». Esta incertidumbre se debía al estado de inmadurez en que todavía se hallaba en el siglo III la doctrina sobre los sacramentos. Fue precisamente otro padre africano, san Agustín, quien elaboró la teología sacramentaria sobre el bautismo y abrió el camino hacia la definitiva solución del problema, en el sentido que había mantenido siempre la Iglesia romana.
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10. Eucaristía y vida cristiana El principal acto de culto de la primitiva Iglesia era el Sacrificio eucarístico, que se ofrecía por lo menos el día de domingo muy de mañana, antes de la amanecida. La Eucaristía se celebraba muchas veces en la casa de algún hermano que, por su amplitud, servía de sede a una «iglesia doméstica». En el siglo III, sin embargo, comenzaron a abundar los templos cristianos, lugares destinados expresamente al culto, constituidos durante los largos períodos de tranquilidad que conoció la Iglesia. También por entonces la Iglesia comenzó a tener cementerios propios, como las «catacumbas» romanas, excavadas en el subsuelo de fincas de propietarios cristianos. Los fieles, además de participar en la Eucaristía, que era el centro de la vida cristiana, practicaban el ayuno y debían llevar una existencia moralmente intachable, enriquecida con el ejercicio de las virtudes. Los ágapes y la práctica de la hospitalidad eran manifestación de la caridad fraterna. No se repitió la experiencia de comunidad de bienes de la primera iglesia de Jerusalén, que había resultado al fin poco afortunada; pero las colectas estaban desde los tiempos apostólicos en la tradición cristiana, y también ahora cada cual, en la medida de sus posibilidades, alimentaba con aportaciones voluntarias la caja común de su iglesia. La caja servía para el sostenimiento de los ministros y permitió la organización de la beneficencia cristiana, que fue un fenómeno sin precedentes en el mundo antiguo. Baste decir que, a mediados del siglo III, la iglesia de Roma mantenía a sus expensas más de mil quinientas personas necesitadas, viudas y pobres.
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11. La justicia en los litigios entre cristianos Terminemos esta visión panorámica de la vida cristiana en los primeros siglos con una referencia a dos aspectos que guardan relación con el sentido comunitario característico de las antiguas iglesias: la administración de justicia y la disciplina penitencial. El tema de los litigios sobre cuestiones temporales se planteó a la Iglesia desde los tiempos apostólicos. No se trata del supuesto de un pleito entre un cristiano y un gentil, porque entonces el camino era acudir al magistrado pagano, y la Iglesia no hacía la menor objeción a ello, puesto que no sentía ninguna desconfianza de principio hacia el derecho y los magistrados romanos. El problema era distinto cuando la disputa por razón de intereses materiales se planteaba entre dos hermanos en la fe. El caso se había presentado ya en Corinto en tiempo de san Pablo, y dio ocasión a que el Apóstol formulase la doctrina. Los cristianos corintios habían llevado su litigio ante los jueces civiles, y ante esa conducta san Pablo reaccionó vivamente: ya era escandaloso que los hermanos en la fe pleiteasen entre sí, pero resultaba intolerable que recurriesen a los tribunales civiles, aireando así sus disensiones internas y haciendo una triste publicidad a la comunidad cristiana. San Pablo trató de lograr, al menos, que esas diferencias entre hermanos se solventasen dentro del ámbito de la propia iglesia y dio unas normas que sirvieron de punto de partida para el desarrollo de la jurisdicción eclesiástica (1 Co 6, 49). La solución propuesta por el Apóstol fue que los pleitos entre hermanos se resolviesen en el seno de la iglesia local y por un cristiano. El procedimiento a seguir sería el arbitraje: los litigantes debían escoger como árbitros a uno o varios cristianos que, por su prudencia e imparcialidad, fueran dignos de toda confianza y comprometerse a aceptar su fallo. En el pensamiento de san Pablo, la justicia temporal se administraba con absoluta independencia de la espiritual y, por eso, la solución de aquellos litigios no debía ser incumbencia de la Jerarquía, sino de laicos cristianos designados como árbitros por las partes. Este punto de vista no prevaleció y el obispo se convirtió en el juez nato de los pleitos temporales entre los miembros de su iglesia. Bajo esta forma de un juicio ante el tribunal episcopal, la jurisdicción eclesiástica en pleitos de toda índole entre cristianos se introdujo ampliamente en la vida de la Iglesia.
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12. Excomunión y penitencia pública El bautismo, sacramento de iniciación cristiana, tenía, según vimos, un aspecto social, en cuanto introducía al neófito en la comunidad cristiana a que se incorporaba. De manera análoga, los pecados más graves llevaban aparejada una sanción que tenía también una dimensión social: la excomunión, consistente en la privación de sacramentos y la exclusión del consorcio de los hermanos en la fe. El sacramento de la penitencia fue instituido por Jesucristo y, según doctrina del concilio de Trento, «entendió siempre la Iglesia universal que fue también instituida por el Señor la confesión íntegra de los pecados» (Denzinger, 899). Pero la excomunión producía, además, un efecto de ejemplaridad, y defendía a los fieles del contagio de las malas conductas, sin dejar por eso de ser una pena medicinal, tendente por su misma naturaleza a la enmienda del delincuente y la absolución de su culpa. El camino de retorno, una vez depuesta la contumacia y corregido el desorden que motivó la sanción, se encauzaba a menudo por la vía de la disciplina penitencial de la Iglesia. Esta disciplina había regulado la penitencia para todos aquellos fieles –no solamente excomulgados– que públicamente se confesaran pecadores. A estos se les imponía un período de penitencia más o menos largo, según la gravedad de sus faltas, y que terminaba con la absolución sacramental y la plena reintegración a la Iglesia. Entre tanto, el penitente permanecía al margen de la comunidad de los fieles, estaba excluido de la Eucaristía y llevaba una dura vida, dedicada a las obras de caridad y a la práctica del ascetismo. Así, mediante estos rigores, el pecador merecía el perdón de Dios y el retorno a la plena comunión de la Iglesia. El tema de la penitencia y del perdón de los pecados suscitó en los primeros siglos renovadas polémicas. Existieron en la Iglesia corrientes extremadamente rigoristas, que negaban la posibilidad de perdón de las faltas más graves. La teoría de los pecados irremisibles, defendida por Montano y su secta, cobró mayor importancia cuando Tertuliano, en la última época de su vida, se adhirió al montanismo. Para Tertuliano, la Iglesia, en principio, podía perdonar todos los pecados, pero no debía perdonar a los autores de las faltas más graves, por exigirlo así el mantenimiento de la disciplina eclesiástica; la idolatría, el adulterio y el homicidio constituían para Tertuliano la tríada de los pecados irremisibles. Medio siglo más tarde, la cuestión rebrotó con nueva actualidad en los años que siguieron a la persecución de Decio.
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13. La cuestión de los lapsi Esta persecución, según vimos, produjo un considerable número de defecciones y abundaron los cristianos que cometieron el pecado de apostasía. En el África cartaginesa, apenas terminada la prueba, muchos lapsi –«caídos»– acudieron a sus pastores solicitando ser reintegrados a la comunión de la Iglesia, apoyando su demanda con la presentación de «cartas de paz» en su favor, escritas por «confesores de la fe» e incluso por mártires. Ciertos pastores accedieron con excesiva facilidad a estos requerimientos y recibieron prontamente a los lapsi en la Iglesia, pese a la gravedad de la apostasía en que habían incurrido durante la persecución. San Cipriano, obispo de Cartago, advirtió el peligro de laxismo que encerraba esa conducta y sometió la cuestión al episcopado africano, que la trató ampliamente en dos concilios celebrados bajo su presidencia (a. 251-252). El resultado fue que se abrió la puerta de la Iglesia a los lapsi deseosos de reconciliarse con ella, pero se condicionó el retorno a la aceptación de la rigurosa penitencia pública que se les impusiera. La penitencia sería proporcionada a la gravedad de la caída, más leve para los simples «libeláticos», mientras que duraría toda la vida para los sacrificati, que habían ofrecido personalmente su sacrificio a los dioses. Esta disciplina se observó en la Iglesia africana, a pesar de algunas resistencias iniciales que pronto cesaron. Mientras en África la Iglesia se esforzaba por poner coto al peligro del laxismo, en Roma surgía una tendencia rigorista cuyo principal representante fue Novaciano. Sostenía este que la apostasía era un pecado irremisible y que los lapsi no podían ser nunca readmitidos a la comunión de la Iglesia, ni aun siquiera en la hora de la muerte. El papa Cornelio rechazó la doctrina de Novaciano y fue vivamente apoyado por san Cipriano. Un sínodo romano excomulgó a Novaciano, cuya doctrina encontró escaso eco en Italia. Mayor fue su repercusión en otras regiones de Oriente y Occidente, desde Siria y Asia Menor hasta las Galias.
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V. LA VERDAD CRISTIANA Y LAS HEREJÍAS 1. Las herejías judeocristianas Mientras proseguía por el mundo la difusión del Evangelio y sufría el embate de las oleadas persecutorias, la Iglesia tuvo que defender la verdadera doctrina del cristianismo frente a corrientes ideológicas de diferente signo y procedencia, que trataron de desvirtuar el depósito de la Revelación y los dogmas fundamentales de la fe ortodoxa. La aparición de estas herejías no tuvo tan solo un efecto negativo, de confusión de los fieles, sino que sirvió también para que la Iglesia formulase la doctrina de fe con mayor profundidad y precisión y para que progresase el esfuerzo constructivo de la teología católica. Tres corrientes heréticas podemos señalar en estos primeros siglos, que corresponden a los tres principales frentes en que hubo de combatirse la batalla doctrinal: el judeocristianismo heterodoxo, la gran amenaza gnóstica y las tendencias escatológicas y rigoristas. Vamos a examinarlas por separado concediendo al estudio del gnosticismo la mayor extensión requerida por la importancia que tuvo en la historia de la Iglesia. En la Iglesia primitiva existió, como es sabido, un judeocristianismo ortodoxo, que permanecía en el seno de la única Iglesia de Cristo, pese a la adhesión que siguió manteniendo a las tradiciones y ritos de la Ley mosaica. La comunidad cristiana de Jerusalén anterior a la destrucción de la ciudad es el ejemplo más claro de este judeocristianismo. Pero ya desde la edad apostólica apareció un judeocristianismo herético que se apartaba de la fe de la Iglesia en puntos absolutamente fundamentales. Dentro de esta corriente se debe incluir a Cerinto, que a fines del siglo i, establecía una dicotomía inaceptable entre Jesús y Cristo; pretendía, en efecto, que sobre Jesús, un hombre justo hijo de José y María, después del bautismo habría descendido el Cristo, que le habilitó para anunciar al Padre y obrar prodigios, y le abandonó de nuevo antes de la pasión y muerte, padecida tan solo por el simple hombre Jesús. Esta doctrina parece que alcanzó escasa resonancia. Mayor repercusión tuvo la que anunciaba la secta de los ebionitas. Los ebionitas coincidían con Cerinto en considerar a Jesús como un simple hombre, hijo por naturaleza de unos padres terrenos. Jesús, por su ejemplar santidad, había sido consagrado por Dios como Mesías el día del bautismo y animado por una fuerza divina. La misión que recibió sería la de llevar el judaísmo a su culmen de perfección, por la plena observancia de la Ley, y ganar a los gentiles para Dios. Esa misión la habría cumplido Jesús con sus enseñanzas pero no con una muerte redentora, puesto que el Mesías se habría retirado del hombre Jesús al llegar la Pasión. La cruz seguía constituyendo para estos herejes judaizantes el «escándalo» anunciado por san Pablo, el obstáculo insuperable que los llevaba a rechazar un punto tan esencial del cristianismo como es el valor redentor de la muerte de Cristo. No es extraño que el «antipaulinismo», tan arraigado en los ambientes judíos, fuese una de las características de la secta: los
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ebionitas consideraban a Pablo como el gran enemigo de la Ley y el falseador de la auténtica doctrina de Jesús.
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2. El gnosticismo Mucha mayor importancia que las herejías judeocristianas revistió para la Iglesia el encuentro con el gnosticismo. Se trata de un acontecimiento verdaderamente trascendental que se produjo en el siglo II y que, a juicio de algún historiador, constituiría el mayor riesgo experimentado por el cristianismo en sus veinte siglos de historia. Más aún, el hecho de que la joven Iglesia no sucumbiera, sino que saliese victoriosa de su lucha con este sutil y peligroso enemigo, puede tal vez considerarse como una de las pruebas más insignes de la divinidad de la religión y de la Iglesia de Jesucristo. El gnosticismo era como una gran corriente de ideas y de intuiciones religiosas de diversa procedencia, aunadas por la tendencia sincretista que tanto auge alcanzó en los últimos siglos de la Antigüedad. El punto de arranque de esa corriente lo constituía el anhelo de resolver el problema del mal. ¿Cómo encontrar el conocimiento perfecto, la verdadera ciencia que diese la clave del enigma del mundo y de la presencia del mal en el mundo, que aclarase el sentido de la existencia humana? Las doctrinas gnósticas daban unas respuestas a estos interrogantes, cuyo sentido general era que existía un Dios supremo y, por debajo de él, una multitud de «eones», seres semidivinos que formaban con Aquel el pleroma, el mundo superior y luminoso del Dios verdadero. Nuestro mundo material e imperfecto, donde reside el mal, no sería obra del Dios supremo, sino de un ser creador, el Demiurgo, que ejercía el dominio sobre su obra. En este mundo creado se encontraba desterrado el hombre, la obra maestra del Demiurgo, pero en el que late una centella de la suprema Divinidad. De ahí, el impulso que el hombre siente, en lo más íntimo de su ser, a unirse con el Dios sumo y verdadero. Tan solo la «gnosis», el conocimiento perfecto de Dios y de sí mismo, permitiría al hombre liberarse de los malignos poderes mundanales y alcanzar el universo luminoso, el pleroma del Dios Padre y Primer Principio.
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3. La infiltración gnóstica en la Iglesia Gnosticismo y judaísmo habían entrado en relación desde hacía tiempo, como lo acredita el importante papel que tuvo en la literatura gnóstica la temática del Antiguo Testamento y de los escritos de la apocalíptica judía. El sincretismo religioso estaba en pleno auge en el Oriente helenístico cuando la expansión cristiana alcanzó aquellas regiones. La corriente sincretista trató de asimilar también el cristianismo; pronto hicieron su aparición grupos gnósticos que pretendían pasar por cristianos, y a tal fin insertaban ideas cristianas desfiguradas en su sistema doctrinal e introducían el nombre y la figura de Cristo en el complicado universo religioso de la gnosis. Pero el gnosticismo, que, además de una corriente ideológica, era también una escuela con sus jefes y maestros, se dio cuenta enseguida de que la Iglesia era su verdadero rival y concibió el designio de conquistarla desde dentro, mediante la infiltración en las comunidades cristianas de células gnósticas, que realizasen una silenciosa obra de impregnación conducente a la disolución de la doctrina y la estructura eclesiástica. El método que se siguió fue el de presentar las doctrinas gnósticas como la auténtica expresión de la tradición cristiana más excelsa. En efecto, según los maestros gnósticos, Jesucristo habría anunciado unas sublimes enseñanzas, que fueron comunicadas tan solo a los discípulos más íntimos y «capaces de comprender», mientras que para el vulgo habían quedado ocultas, celadas tras el velo de las parábolas. Esta tradición se habría transmitido no por la ordinaria vía eclesiástica, sino por caminos secretos, y los escritos gnósticos atribuían a un determinado apóstol o discípulo del Señor el papel de transmisor de su contenido, para reforzar así la autoridad de esa doctrina. Los maestros de la secta declaraban que tan solo aquellos creyentes que recibieran esta revelación más alta –los gnósticos– eran cristianos de rango superior, hombres espirituales –«pneumáticos»– que alcanzaban la plena iluminación de la doctrina y, con ella, la gnosis, el conocimiento perfecto de Dios que les aseguraba la salvación. Los demás cristianos, los «psíquicos», se quedaban en un cristianismo de inferior calidad, que solamente podía proporcionarles, mediante la fe y las buenas obras, una salvación de categoría también inferior. Los «hílicos» –infieles– eran hombres puramente materiales, incapaces de salvación, destinados a retornar sin remedio al polvo de que procedían. Los principales representantes de la gnosis cristiana fueron Basílides, que compuso un extenso comentario a los Evangelios; Valentín y, sobre todo, Marción. Valentín, nacido en Egipto, comenzó su magisterio en Alejandría hacia el año 135, pero luego marchó a Roma y allí pasó largo tiempo haciendo propaganda gnóstica en la comunidad cristiana y logrando reunir cierto número de prosélitos. Su doctrina afirmaba que Jesucristo no era un hombre verdadero, sino un ser divino –un eón procedente del pleroma– que al entrar en el mundo había tomado un cuerpo aparente –docetismo–, como aparente fue su nacimiento, pasión y muerte. La salvación individual consistiría en dejarse iluminar por la verdadera gnosis que el Redentor había traído al mundo. Si el hombre se dejaba vivificar por ella –afirmaba Valentín–, la parte espiritual que hay en él –y todo lo pneumático
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existente en el mundo– se salvará en el último día, uniéndose de nuevo con la luz en el pleroma divino.
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4. La doctrina y la obra de Marción Marción fue el representante más notable del gnosticismo cristiano, que con él alcanzó el máximo grado de peligrosidad para el cristianismo y la Iglesia. Había nacido en el Ponto y era hijo del obispo de Sínope. Excomulgado por su propio padre, hizo fortuna en negocios navieros y el año 140 llegó a Roma, donde fue acogido por la comunidad cristiana, a la que entregó un importante donativo. Cuatro años más tarde abandonaba esa iglesia para fundar, no ya una escuela, según acostumbraban otros maestros de la secta, sino una contraiglesia que fue durante siglos depositaria de doctrinas gnósticas. La iglesia marcionita, tanto en su organización como en su liturgia, trató de imitar a la Iglesia católica. La base de la doctrina de Marción era la absoluta oposición que pretendía ver entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Según él, bajo ningún aspecto podía este considerarse como continuación y plenitud del Antiguo, puesto que existía una radical incompatibilidad entre el mensaje transmitido por el uno y el otro. Nada podía haber en común entre el Mesías guerrero profetizado por el Viejo Testamento y Jesús; no podía ser uno mismo el Dios bueno y misericordioso del Nuevo Testamento y el Dios creador y justiciero de la Antigua Ley. De ahí que, según Marción, este último, Yahwéh, fuese el Demiurgo, autor del mundo visible, mientras que el Dios bueno y verdadero, desconocido hasta entonces, se habría revelado enviando a su Espíritu –Jesucristo–, que trajo a los hombres el evangelio del amor de Dios y la redención. Marción, para elaborar su doctrina, rechazó en bloque los libros del Antiguo Testamento, como inspirados por el Dios de justicia, Yahwéh el Demiurgo. Del Nuevo Testamento aceptaba tan solo una parte, y esta depurada aun de judaísmos. La revelación auténtica se hallaría, según él, en el evangelio de san Lucas –excluidos los capítulos sobre la infancia de Jesús– y en las cartas de san Pablo, especialmente en la dirigida a los gálatas. A la Escritura así recortada dedicó Marción la Antitheseis, un comentario doctrinal. En él, partiendo de su básico postulado dualista del contraste entre el Dios creador y el Dios del amor, ofrece una visión docetista de la encarnación y pasión de Cristo, que termina en la ineficacia redentora de su muerte. Marción condenaba también el matrimonio y la generación, en cuanto que constituyen una cooperación a la obra creadora del Demiurgo. Sin embargo, una prohibición total tan solo la imponía a los bautizados, que constituían una pequeña porción dentro de la masa de creyentes adheridos a la iglesia marcionita.
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5. La reacción de la Iglesia La Iglesia hubo de reaccionar con energía frente al ataque gnóstico, que ejercía una particular seducción sobre ciertos espíritus. La Jerarquía tomó medidas contra las infiltraciones en las comunidades cristianas y eliminó las células gnósticas que se habían enquistado dentro de ellas. Por otra parte, una acción pastoral y catequética previno a los fieles para que se guardasen del peligroso contagio. En el terreno teológico, los escritores eclesiásticos encabezados por san Ireneo demostraron la incompatibilidad de las ideas gnósticas con la tradición y la doctrina cristianas. Especial importancia tuvo la profundización que se llevó a cabo en torno al tema de la tradición apostólica. Los gnósticos pretendían ser depositarios de la más elevada revelación de Cristo, confiada a sus discípulos íntimos y transmitida secretamente. Los teólogos del siglo II precisaron con lucidez la naturaleza de la tradición y de la sucesión apostólica. La garantía de la tradición en la Iglesia –enseñaron– es la sucesión apostólica, las series episcopales no interrumpidas que se remontan hasta los Apóstoles. La Sagrada Escritura comprenderá, por tanto, aquellos textos que, según la tradición de las iglesias apostólicas, se consideraron desde el principio como libros revelados. Así se formó el «canon» donde, junto al Antiguo Testamento, figura el índice de los libros neotestamentarios reconocidos como escritura sagrada, y de cuya precisa fijación antes de que finalizase el siglo II da fe el fragmento de Muratori. Otro criterio de defensa contra la herejía fue, por último, la confrontación de los escritos gnósticos con el Símbolo de la fe y el conjunto de verdades enseñadas a los catecúmenos en la instrucción bautismal, que dejaba bien patente la absoluta incompatibilidad existente entre una y otra doctrina. Como fruto de todos estos esfuerzos, llegó la victoria de la Iglesia, que se había consumado ya al terminar el siglo II. La fe sobrenatural y la fidelidad a la tradición eclesiástica vencieron la tentación sugerida por la sabiduría helenística. El cuerpo de la Iglesia quedó libre del cáncer gnóstico que pretendió destruirla y el cristianismo, con su fe íntegra en la verdad revelada por Dios, superó el peligro de desvirtuarse y terminar disolviéndose en las fantasías sincretistas del universo religioso de la gnosis.
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6. El maniqueísmo Las doctrinas gnósticas ejercieron una sensible influencia sobre otro movimiento religioso, que adquirió notable importancia en la segunda mitad del siglo iii: el maniqueísmo. Manes, su fundador, había nacido en Persia a principios de ese siglo y llevó las teorías dualistas hasta su formulación más extrema, inspirado en el dualismo radical de la religión irania. La cosmogonía de Manes es dualista desde el primer origen: dos principios, el del bien y el del mal; dos reinos, el del Dios de la luz y el del señor de las tinieblas, coexistirían desde toda la eternidad y se opondrían entre sí perpetuamente. Hoy suele considerarse el maniqueísmo no como una herejía, sino como un movimiento religioso ajeno al cristianismo, pese a que Manes se titulaba a sí mismo «apóstol de Jesucristo». Pero los antiguos historiadores eclesiásticos catalogaban a Manes entre los heterodoxos cristianos. En cualquier caso, el maniqueísmo se hallaba en las lindes mismas del cristianismo, y san Agustín fue durante algún tiempo captado por su doctrina. Mas, sobre todo, conviene recordar que elementos gnósticos y maniqueos alimentaron a la par una especie de oculta corriente, que discurrió durante muchos siglos por el subsuelo de la sociedad cristiana; un río escondido que de vez en cuando aflora a la superficie y se asoma a la historia, a través de manifestaciones tan remotas entre sí en el tiempo y el espacio, como pudieron ser los paulicianos de Oriente, los bogomilas de Bulgaria o los cátaros y albigenses del Mediodía de Francia.
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7. Montanismo y donatismo El tercer grupo de herejías cristianas de la Antigüedad tuvo menos relieve que el anterior; la más conocida fue el montanismo. Este término con que la designa la historia deriva del nombre de su fundador, Montano; pero originariamente fue llamada por sus seguidores la «nueva profecía» y por sus adversarios, la «ascesis frigia». El montanismo apareció hacia el año 170, cuando Montano, después de recibir el bautismo, comenzó a anunciar que era el Profeta del Espíritu Santo y que este Espíritu iba a revelar por su conducto a todos los cristianos la plenitud de la verdad. El rasgo más notable de esta revelación era el mensaje escatológico: estaba a punto de producirse la segunda venida de Cristo y, con ella, el comienzo de la Jerusalén celestial. Una estricta vida moral prepararía a los creyentes para el advenimiento del Señor: evitar toda huida del martirio, guardar ayuno riguroso y abstenerse en lo posible del matrimonio, eran los principales deberes impuestos por Montano. La radical aversión al matrimonio que hemos visto postulada igualmente por los gnósticos, constituía también el principal precepto de la secta de los «encratitas», fundada por el apologista sirio Taciano. Montano obtuvo la adhesión de dos mujeres, Priscila y Maximila, y con su ayuda difundió la secta por Asia Menor. Pero el montanismo hubiera tenido escaso relieve sin la tardía adhesión de Tertuliano, acaecida cuando habían muerto ya sus tres primeros promotores. El Tertuliano montanista de la última época inauguró, en realidad, una nueva forma de montanismo, que tomó del primero la actitud rigorista y su pretensión de vinculación carismática al Espíritu Santo, sin intermedio de la Jerarquía eclesiástica. Tertuliano anunció que la «nueva profecía» llevaría la Cristiandad a su estado de madurez, y prescribió un programa moral rigorista: no huir de la persecución, ayuno estricto, prohibición de las segundas nupcias, que consideraba como un adulterio, y mayor dureza en la disciplina penitencial. El montanismo fue condenado por la Iglesia cuando quedó claro que se trataba de una secta fanática que, por su obsesión escatológica y por la exageración rigorista con que los planteaba, venía a falsear una serie de temas muy familiares a la tradición cristiana. Tertuliano montanista apenas encontró seguidores en su patria africana. En relación con esta última región, es procedente hacer una referencia al donatismo. Este cisma, nacido a principios del siglo IV, en los albores de la libertad de la Iglesia, tuvo su origen en una división del episcopado y el clero, a propósito de una elección de obispo de Cartago. Pero la discordia que enfrentó al episcopado de Numidia con la Jerarquía legítima se mezcló con la agitación social de los «circunceliones» y el separatismo antirromano de las poblaciones númidas. Donato transformó el simple cisma en herejía al formular una doctrina eclesiológica falsa, que concebía a la Iglesia como una comunidad integrada tan solo por los justos. Una pretensión de rigorismo moral apareció en el donatismo –junto a una errónea teología sacramental– cuando exigió que los pecadores, los lapsi que habían sido infieles en la última persecución de Diocleciano, hubieran de rebautizarse para volver a la Iglesia y cuando sostuvo la invalidez del bautismo conferido por un sacerdote «caído».
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VI. LA LITERATURA DE LA ANTIGÜEDAD CRISTIANA 1. El desarrollo de las letras cristianas En los últimos años del siglo I, los escritos del apóstol san Juan –el cuarto Evangelio, las Cartas y el Apocalipsis– venían a clausurar la Revelación divina de carácter público. Veintisiete textos constituyen el canon neotestamentario de la Sagrada Escritura, que fue fijado antes de terminar el siglo II, de acuerdo con el sentir de la tradición viva de la Iglesia. Por los mismos años en que se cerraba el ciclo de la divina revelación, se abría el primer capítulo de la historia de la literatura cristiana. Las letras cristianas de los primeros siglos se desarrollaron al ritmo de los acontecimientos que jalonaron la historia de la Iglesia. Vida cristiana y literatura estuvieron estrechamente enlazadas, y la literatura siguió de cerca el curso que le marcó la propia vida. La Iglesia creció, se desarrolló internamente, hubo de hacer frente a peligros de herejías o a las amenazas del mundo gentil, elaboró, en fin, un sistema doctrinal sobre los datos de la verdad revelada. Este dilatado esfuerzo fue un quehacer que se amoldó a las exigencias de los tiempos y de las cosas, porque cada día de la historia tiene su propio afán. Por eso, los primitivos textos cristianos, las fuentes más venerables de la joven Iglesia, eran como escritos «de familia», dirigidos a los hermanos en la fe o que recogían el sentir y la vida de las propias comunidades. Luego, la necesidad de defender al cristianismo y a la Iglesia frente a crecientes ataques, frontales o encubiertos, dio vida a nuevos géneros literarios: la apologética, defensa y vindicación del cristianismo ante la hostil incomprensión de la sociedad y de las autoridades paganas; la literatura antiherética, que respondió a la necesidad de proteger la fe y la verdad cristianas contra la acción insidiosa del error. Veremos, por último, cómo nació una teología, una ciencia cristiana, por obra de escritores eclesiásticos quienes, mediante tratados que fueron concebidos sin una inmediata preocupación apologética o polémica, pudieron llevar a cabo los primeros intentos de construcción sistemática y completa de la doctrina. Todo este proceso histórico-literario, que aquí no hemos hecho otra cosa que esbozar, tuvo cabida en los tres primeros siglos del cristianismo, que precedieron a la libertad de la Iglesia.
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2. Los Padres Apostólicos Los símbolos o confesiones de fe, que los neófitos recitaban en la liturgia bautismal de incorporación a la Iglesia, venían a ser un sucinto resumen de las principales verdades de la doctrina cristiana. Las formas más antiguas de los símbolos se remontan a los tiempos apostólicos y constituyen en cierto modo el comienzo de las letras cristianas, ya que son los primeros textos de carácter dogmático elaborados por la Iglesia. Pero la literatura cristiana propiamente dicha se inicia con los Padres Apostólicos, un grupo de escritores en lengua griega pertenecientes a los siglos I y II, que se denominan así por su vinculación espiritual con los Apóstoles, de los que directa o indirectamente pueden considerarse discípulos. Estos escritores son importantes, porque aportan un testimonio fiel y de primera mano sobre la doctrina y la vida cristianas al finalizar la edad apostólica. Los escritos de los Padres Apostólicos son de índole pastoral, y están dominados por el aroma del recuerdo vivo de Cristo y por el anhelo de su segunda venida, que los autores desean y esperan como muy próxima. Un pequeño tratado, varias cartas escritas por tres obispos y un texto más de especiales características son los ejemplares más notables de este primer núcleo de escritores cristianos. El tratado, la Didaché, llevaba por título completo «La instrucción del Señor a los gentiles por medio de los doce Apóstoles», y es el más antiguo texto de disciplina eclesiástica que se ha conservado. Compuesto seguramente en Siria a finales del siglo I o principios del II, contiene normas de vida moral y otros preceptos litúrgicos o referentes a la organización de las comunidades. La Didaché nos ofrece así un cuadro fidedigno de la vida de los primeros cristianos. El cuerpo de cartas de los Padres Apostólicos tuvo por autores a san Clemente Romano, san Ignacio de Antioquía y san Policarpo de Esmirna. La carta del papa san Clemente, escrita el año 96, todavía en el siglo i de nuestra era, es un texto que, como ya dijimos, tiene singular importancia para la historia del Primado romano. Ignacio, obispo de Antioquía, fue condenado a las fieras en los últimos tiempos del imperio de Trajano (98-117) y sufrió el martirio en Roma. En su viaje desde Siria, escribió siete cartas dirigidas a varias iglesias asiáticas, a la Iglesia romana y al obispo Policarpo de Esmirna, que son un documento luminoso sobre la fe, la piedad y la vida de las iglesias a comienzos del siglo II. El último escrito perteneciente al grupo de los Padres Apostólicos que vamos a mencionar aquí es el Pastor de Hermas, un personaje que era hermano del papa Pío I (140-153). Hermas describe en su opúsculo las revelaciones recibidas de dos figuras celestiales, una de ellas un ángel que se le apareció en forma de pastor; su obra tiene especial interés para conocer el pensamiento de la Iglesia romana del siglo ii acerca de la penitencia en la vida cristiana.
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3. Literatura apócrifa y martirial Existieron otras dos clases de textos primitivos que se destinaban, como los anteriores, a lectores cristianos, por lo que pueden servir igualmente de fuente informativa acerca de la vida interna de las iglesias: los apócrifos del Nuevo Testamento y las Actas de los Mártires. La literatura apócrifa nació del intento de llenar el vacío que el Nuevo Testamento deja abierto en torno a temas de no poca monta, como la infancia de Jesús, la vida de la Virgen María o las actividades misionales de los Apóstoles. La piedad y la curiosidad de los primeros cristianos anhelaban más amplia noticia acerca de esos capítulos que la Sagrada Escritura dejó casi en la oscuridad. Los gnósticos no desaprovecharon la ocasión que se les ofrecía, para forjar narraciones concebidas en forma que pudieran servir de respaldo a sus doctrinas; otras veces, los apócrifos fueron producto de la imaginación de gentes piadosas. Así surgieron una serie de relatos legendarios más o menos fantásticos, en los que abundan los prodigios de todas clases, y que tomaron la forma de evangelios, hechos, cartas y apocalipsis apócrifos. Esta literatura no carece del todo de interés, pues resulta indispensable para estudiar la historia del arte cristiano y nos ilustra, además, sobre costumbres y modos de vida en la primitiva Iglesia. En los apócrifos resuenan las ilusiones y sentimientos de los hombres que los forjaron, y de ellos puede decirse que constituyen la más antigua versión de una leyenda áurea cristiana. También muchos mártires tuvieron sus leyendas, compuestas a veces largo tiempo después de su muerte. Pero la literatura martirial cuenta con numerosos documentos plenamente verídicos, que constituyen una de las fuentes más importantes de la historia cristiana en la era de las persecuciones. Los martirios solían seguir a un juicio celebrado ante los tribunales, según las normas procesales del Derecho romano, y en el que los taquígrafos o notarios públicos tomaban por escrito cuenta exacta de las preguntas de los jueces y de las respuestas que daban los mártires, así como de la sentencia que les condenaba a morir por la fe. Estas actas de los juicios se depositaban en los archivos oficiales y a veces los cristianos conseguían sacar copias, como ocurrió con el proceso de san Justino y sus compañeros, martirizados en Roma hacia el año 165, o con las actas proconsulares de san Cipriano, muerto en Cartago casi un siglo más tarde. Otras veces conocemos el juicio y la muerte de los mártires gracias a los relatos escritos por cristianos contemporáneos que fueron testigos presenciales de los hechos. En estos relatos se encuentran quizá las páginas más conmovedoras de la antigua literatura cristiana y es comprensible la veneración con que se releían periódicamente en las iglesias, cuando se cumplía la fecha aniversario del martirio. Entre las «pasiones» más famosas se hallan la que narra el martirio de san Policarpo (a. 156), la carta de las iglesias de Vienne y Lyon a las de Asia y Frigia, dando cuenta del martirio de muchos hermanos en la gran persecución sufrida por la comunidad de Lyon (a. 177-178), y el relato admirable de la muerte en Cartago de dos heroicas mujeres cristianas, las santas Perpetua y Felicidad (a. 202).
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4. La apologética cristiana Antes de que mediara el siglo ii, hizo su aparición un nuevo género o estilo, que se podría denominar literatura cristiana de combate. La Iglesia se hallaba empeñada en una dura batalla que había alcanzado amplitud inusitada y que la enfrentaba con enemigos de fuera y de dentro, con el hostil mundo pagano y con la herejía. Así surgió la apologética cristiana y la literatura antiherética: como expresión doctrinal de este combate por la fe y por la verdad de la Iglesia. Examinemos sucesivamente los dos géneros que revistió esta literatura polémica. La apologética cristiana fue la obra de los «Apologistas», un grupo de escritores, casi todos de lengua griega, que asumieron la tarea de defender y vindicar el cristianismo ante el mundo gentil. Sus obras estaban, por ello, pensadas y escritas para un público de lectores paganos y, en primer término, para los emperadores o autoridades romanas, a quienes muchas veces estaban expresamente dirigidas. Las formas empleadas por los Apologistas fueron las usuales en la época: el discurso de defensa o el diálogo. La temática estuvo dictada por la naturaleza misma de las acusaciones o ataques a que los defensores del cristianismo habían de responder. La enemiga del paganismo revestía, en efecto, muy diversas formas: entre la plebe circulaban las más calumniosas especies contra los discípulos de Cristo, a los que se acusaba de toda suerte de crímenes: ateísmo, homicidios, inmoralidad, antropofagia, etcétera; la autoridad pública consideraba a los primeros cristianos como hombres fuera de la ley, súbditos infieles a la majestad imperial e impíos para con la religión oficial romana; en fin, las clases cultivadas y los intelectuales veían en el cristianismo una amenaza para el futuro de Roma y menospreciaban su valor, al compararlo con la antigua sabiduría pagana. A todas estas actitudes agresivas del adversario tuvo que hacer frente la apologética cristiana.
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5. El testimonio de los cristianos Frente a las calumnias anticristianas difundidas entre el vulgo, los Apologistas aportaron el testimonio palpable de la vida real de los cristianos. Porque esta vida estaba bien a la vista de todos, ya que no eran gentes de otra raza ni eludían la convivencia con los demás, para vivir segregados del mundo una extraña existencia. Los cristianos –dice la carta a Diogneto– «no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por sus costumbres. Porque ni habitan en ciudades propias ni hablan una lengua extraña ni llevan un género de vida aparte de los demás...; sino que, habitando en ciudades griegas o extranjeras, según a cada cual le cupo en suerte, y adaptándose en vestido, en comida y en todo lo demás a los usos de cada país, ofrecen el testimonio de una vida admirable y, a juicio de muchos, increíble». La existencia diaria de los primeros cristianos era el mejor argumento a su favor, para cualquier hombre limpio de prejuicios, y la prueba tangible de la falsedad de las infamias que se propalaban en contra de ellos. Pero la argumentación del autor de la carta iba más lejos. No se trataba tan solo de que los cristianos llevasen una existencia sin tacha, que fueran gente honesta; es que su conducta era literalmente admirable, con un nivel habitual de heroísmo que solamente podía provenir de la vida sobrenatural que los animaba: «obedecen las leyes establecidas, pero con su vida traspasan las leyes; a todos aman y de todos son perseguidos; se les desconoce, se les condena, se les mata, y con ello se les da vida; son pobres y enriquecen a muchos; carecen de todo y abundan en todo; son deshonrados y en la misma deshonra son glorificados...». La literatura apologética no podía limitarse a defender el cristianismo frente al vulgo pagano. También el Imperio era, por principio, adversario de los cristianos, secuaces de una «superstición ilícita» y situados por ello fuera de la ley. Cualquiera que fuese la política, tolerante o persecutoria, practicada en cada momento, la ley romana pendía como una amenaza permanente sobre los cristianos y desconocía la legítima existencia de la Iglesia. Por esta razón, los Apologistas se dirigieron de modo preferente a los emperadores, a quienes van dedicadas muchas de las apologías, y a las autoridades públicas. Se dirigían a ellos para hacerles presente la íntegra verdad del cristianismo y de la Iglesia y para persuadirles de que los cristianos, lejos de ser malos ciudadanos, eran los súbditos más fieles y provechosos con que contaba el Imperio. Los cristianos cumplían, en efecto, una función providencial en el seno de la propia sociedad a que pertenecían: «lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo», leemos aún en la carta de Diogneto. Y Orígenes, en su refutación a Celso, exponía esta misma idea, haciendo hincapié en el benéfico influjo social del cristianismo: «porque los hombres de Dios son la sal que mantiene unidas sobre la tierra a todas las sociedades; y las sociedades de la tierra no se disgregan mientras esta sal no pierda su valor».
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6. Los cristianos y el Imperio Los Apologistas no dudaron incluso, en pleno siglo II, en afirmar la radical solidaridad existente entre los cristianos y el Imperio. Nada más falso, a su juicio, que tratar de presentar como antagónicos el interés general de Roma y los intereses cristianos. Aquellos y estos coincidían, porque sus destinos –como escribía Tertuliano– se hallaban estrechamente unidos, «porque, si el Imperio es sacudido violentamente, también toca sufrir el mal a sus súbditos, y en consecuencia a nosotros, aunque se nos eche en cara que nos segregamos de la masa popular del Estado». Los cristianos eran, por tanto, súbditos fieles y procuraban cumplir lealmente sus deberes ciudadanos: «en la mejor forma en que nos es posible –precisaba san Justino– pagamos los impuestos y censos a quienes habéis dado esta concesión, porque así nos lo ha enseñado Jesucristo». En fin, los cristianos no podían, ciertamente, rendir culto religioso al emperador, porque su fe se lo prohibía; pero, dóciles a las enseñanzas de los Apóstoles sobre sus obligaciones para con la autoridad civil, ofrecían por los emperadores y el Imperio el bien más precioso de que disponían: la oración. «Nosotros –declaraba san Justino al emperador Antonino Pío– os reconocemos como emperador y gobernador de todos los hombres; y rogamos no solamente para que seáis mantenido en posesión de vuestro Imperio, sino también para que seáis sabiamente prudente». Oración cristiana por el Imperio, índice de la mejor fidelidad hacia él, en la que se impetraba de Dios cuanto podía redundar en su bien, sin condicionar siquiera la súplica a un cambio en las disposiciones de ese Imperio para con la Iglesia: «oramos en todo momento por los emperadores –escribía Tertuliano– para que vivan largos años, y pedimos un gobierno pacífico, la seguridad de su casa, un ejército valeroso, un Senado fiel, un pueblo honrado, la paz del mundo y todo cuanto súbditos y emperadores puedan desear». Estos textos, entresacados de los propios escritos de los Apologistas, sirven mejor que cualquier comentario para conocer la temática y el estilo de estos escritores, en sus combates en defensa del cristianismo. Mas los Apologistas tuvieron que hacer también frente a otra oposición, la proveniente de ambientes cultos y círculos filosóficos menospreciadores del valor intelectual del cristianismo. La literatura apologética demuestra que el cristianismo es una sabiduría infinitamente mas alta que la filosofía griega, porque posee la verdad absoluta, mientras que la filosofía, fundada tan solo en la razón humana, jamás pudo alcanzar la plenitud de la verdad. Por otra parte, la apologética puso de manifiesto la vacuidad religiosa del paganismo, a la que contrapone los dogmas fundamentales del cristianismo, para concluir que solamente este tiene una idea recta de Dios.
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7. Apologistas griegos y latinos El primer apologista fue el ateniense Cuadrato, quien, según Eusebio de Cesarea, dirigió una apología al emperador Adriano (117-138). Atenas dio otros apologistas ilustres, como Arístides y, sobre todo, el filósofo Atenágoras, autor de una Súplica en favor de los cristianos, dirigida a los emperadores Marco Aurelio y Cómodo. Filósofo de profesión, fue también Rufino, que murió mártir en Roma, donde regía una escuela (ca. 165); Justino dirigió una apología a Antonino Pío y su hijo Marco Aurelio y escribió, además, un Diálogo con el judío Trifón, apología del cristianismo frente a la religión judaica. La carta a Diogneto es una apología que adopta la forma epistolar, una carta que el desconocido autor escribe a un pagano ilustre, Diogneto, que había rogado a su amigo cristiano que le informara acerca de su religión. Conviene poner de relieve que la mayoría de estos apologistas eran conversos procedentes del paganismo, y en sus escritos se percibe un profundo convencimiento de la verdad del cristianismo, ese mismo convencimiento que fue para ellos factor decisivo de su conversión personal. Por sus escritos podemos comprobar una vez más la impresión que el fenómeno cristiano producía entre los gentiles. Para un filósofo como Justino, el espectáculo de la vida moral de los cristianos fue el argumento más convincente de la verdad del cristianismo. Todos los apologistas hasta aquí mencionados escribieron en griego, pero hubo algunos que lo hicieron en latín y no desmerecen de los primeros. Un abogado ilustre, Minucio Félix, fue el autor del Octavio, la única apología conocida que se escribió en Roma. La forma es el diálogo, según el modelo ciceroniano; la escena, un paseo por la ciudad marítima de Ostia. Tres amigos –el cristiano Octavio, el pagano Cecilio y el autor– disputan sobre filosofía y religión y Octavio, con argumentos puramente filosóficos, hace la apología del cristianismo y demuestra que es absurdo pretender mantener una posición escéptica en cuestiones religiosas. El otro apologista latino es Tertuliano; de su Apologeticum puede decirse que es la obra más importante de Tertuliano y a la vez la más importante de todas las apologías. Todo el saber jurídico y el arte curial de gran abogado cartaginés se reflejan en su defensa. Tertuliano se dirige a los gobernadores de las provincias romanas y denuncia la gran injusticia de que son víctima los cristianos. No pide para ellos perdón, sino justicia.
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8. Los orígenes de la ciencia teológica Unas palabras tan solo acerca de la literatura antiherética, que defendió la verdad cristiana contra una amenaza más solapada que la persecución: la herejía. Puesto que fue el gnosticismo el más serio peligro de este orden que conoció la primitiva Iglesia, no podrá extrañar que esta literatura fuese en su mayor parte literatura antignóstica. Los principales autores cristianos del siglo ii que escribieron contra el gnosticismo fueron Hegesipo y, sobre todo, san Ireneo, famoso por su gran obra Desenmascaramiento y derrocamiento de la pretendida pero falsa gnosis, más conocida por el título abreviado Adversus haereses. Estos escritores, una vez puestos de manifiesto los errores de los herejes, exponían la doctrina de la Iglesia sobre las verdades fundamentales de la fe: Dios, la creación, la encarnación del Verbo, la obra redentora de Cristo, etc. Estas exposiciones de la doctrina del cristianismo, hechas en el curso de la polémica frente a gentiles y herejes, fueron como las primicias de la ciencia teológica. La literatura apologética y antiherética había servido así de ocasión para exponer la doctrina ortodoxa sobre puntos esenciales de la fe cristiana. Pero sucedió también que esos mismos autores, además de sus obras de carácter polémico, escribieron otras que no eran tanto de defensa cristiana como de construcción científica y doctrinal. En torno al año 200 comenzó, por otra parte, a producirse un hecho nuevo en la historia de la literatura cristiana. Hasta entonces no se había intentado todavía llevar a cabo con criterio científico una exposición de conjunto de la doctrina teológica. Ahora, en cambio, se sentía ya esta necesidad, dada la madurez conseguida por la Iglesia y la conveniencia de suministrar una formación orgánica y completa a los numerosos conversos que llegaban procedentes de las clases elevadas y cultas de la sociedad. Para llevar adelante estas nuevas tareas, se prepararon maestros capaces de estar a la altura de su cometido, se crearon las grandes escuelas catequéticas de Oriente y se dio un poderoso impulso a la ciencia sagrada.
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9. La escuela de Alejandría Las principales escuelas cristianas fueron la de Alejandría, con su filial de Cesarea, y la escuela de Antioquía. La escuela de Alejandría tuvo por fundador a un maestro siciliano, Panteno, que se estableció en la gran ciudad egipcia hacia el año 180. Alejandría era una urbe cosmopolita, centro principal desde hacía siglos de la cultura helenística. En aquella metrópoli, el judaísmo se impregnó de filosofía griega, y esta síntesis había resultado fecunda. En Alejandría se compuso la versión de la Biblia llamada de los Setenta, y allí sobre todo vivió Filón, el maestro judío que intentó realizar una síntesis entre la Escritura revelada y la filosofía griega. Filón abrió el camino a la exégesis alegórica de la Biblia. El método alegórico había sido utilizado desde hacía siglos por los filósofos griegos para dar un sentido más alto que el literal a los mitos y leyendas de las religiones helénicas. También Filón estimaba que la verdad plena de la Escritura tan solo puede alcanzarse si se penetra en su significado alegórico. La escuela cristiana alejandrina acusó desde su fundación la influencia del ambiente intelectual dominante en la ciudad, que le imprimió sus rasgos característicos: platonismo filosófico, propensión a la especulación teológica y empleo del método alegórico en la interpretación de la Sagrada Escritura. Estas notas propias de la Escuela dejaron huella en la obra de todos sus grandes teólogos, desde Clemente y Orígenes, los maestros del siglo iii, hasta los insignes padres de la época romano-cristiana Atanasio y Cirilo. Clemente y Orígenes fueron los autores del extraordinario auge alcanzado por la escuela de Alejandría. Hacia el año 200, Clemente, un converso, sucedió en la dirección a Panteno y dio a la escuela un poderoso impulso. Poseedor de una cultura amplísima, su formación helenística le permitió dar una estructura científica a la doctrina de la fe. Él fue, también, quien comenzó a hacer uso frecuente del método alegórico para la interpretación de la Sagrada Escritura, persuadido como todos los de su escuela de que la exégesis literal resulta en muchas ocasiones impropia e insuficiente. Clemente tiene varias obras importantes, como el Protréptico, destinado a iniciar al hombre en el cristianismo, y el Pedagogo, su continuación, que es un tratado de la vida cristiana. La obra más notable de Clemente fue, sin embargo, la que lleva por título los Stromata –los tapices–, miscelánea de estudios varios sobre diversos aspectos de las relaciones entre la doctrina cristiana y la filosofía griega. Con el sucesor de Clemente, Orígenes, la escuela de Alejandría alcanzó su máximo grado de esplendor.
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10. Orígenes y su obra Orígenes, el gran sabio cristiano de la Antigüedad, fue un personaje asombroso, un polígrafo fecundísimo y uno de los pensadores más brillantes de todos los tiempos. Cristiano de nacimiento, siendo todavía un adolescente, vio morir a su padre mártir de la fe. A los dieciocho años de edad, por mandato de su obispo, asumió la dirección de la escuela de Alejandría (a. 203). Más tarde, los celos y suspicacias que su inmenso prestigio comenzó a suscitar entre el clero de la iglesia alejandrina, le hicieron trasladarse a Palestina, donde se ordenó de presbítero y fundó en Cesarea una nueva escuela que dirigió durante veinte años. Ya anciano, padeció allí crueles tormentos durante la persecución de Decio, fue confesor de la fe y murió a consecuencia de esos sufrimientos, en la ciudad de Tiro, el año 253. Orígenes realizó una obra literaria de colosales dimensiones. Se dice que compuso unos dos mil tratados y, a través de san Jerónimo, conocemos los títulos de ochocientos de ellos. Fue el creador de la ciencia escriturística, y las Exaplas, versión séxtuple de la Biblia a la que dedicó toda su vida, fue el primer intento de edición crítica de la Escritura, y bastaría por sí solo para darle fama imperecedera. Pero, además, Orígenes comentó todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, siguiendo el método alegórico de su escuela. Su contribución fue también importantísima en otros campos de las letras cristianas: en apologética, su principal obra fue el tratado Contra Celso, refutación del Discurso verídico del conocido filósofo anticristiano. El Peri Archon –en su título latino, De principiis– es un intento de construcción sistemática de la doctrina cristiana y puede considerarse como el primer tratado de teología dogmática. Orígenes fue también autor de diversos escritos de carácter ascético, entre los que puede mencionarse una obra sobre la oración y la Exhortación al martirio. Los errores en que incurrió Orígenes sobre algunos puntos de doctrina en nada menguan la admiración que merece tanto su vida como su obra. La escuela de Cesarea fue una prolongación de la alejandrina y, en sus años de enseñanza, Orígenes incorporó a ella las mismas tradiciones, su método y su orientación científica. Después de la muerte del maestro, en Cesarea se conservó el núcleo principal de sus obras, y esta biblioteca fue a la vez un centro de estudios y un foco de difusión de la teología alejandrina. Cesarea jugó, pues, un papel importante como vehículo de penetración de esa teología en Siria y Asia Menor. Baste recordar que en Cesarea se formaron jóvenes estudiosos, que estaban destinados a convertirse pronto en lumbreras de las ciencias sagradas: Gregorio el Taumaturgo, Eusebio el historiador y los tres grandes Capadocios, Basilio, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno.
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11. La escuela de Antioquía y los teólogos occidentales Frente a la escuela de Alejandría y su filial de Cesarea, Luciano de Samosata fundó en el año 312 la escuela de Antioquía. Desde los comienzos, se advierte en ella un sentido de clara oposición a la teología alejandrina y al método alegórico que utilizaba. Los maestros de Antioquía reprochaban a los alejandrinos que con este método desvirtuaban el sentido genuino de la Escritura y la convertían en pura mitología. Ellos se esforzaban en una mera labor de exégesis filológica e histórica de los libros sagrados, con el fin de realizar una interpretación literal que pusiera de manifiesto el sentido obvio de los textos. En contraste con el platonismo alejandrino, puede considerarse al realismo aristotélico como la filosofía inspiradora de la escuela antioqueña. Esta escuela no produjo teólogos tan brillantes como los alejandrinos, pero creó una importante tradición exegética. Entre sus más conocidas figuras se encuentran Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia y san Juan Crisóstomo. La tendencia racionalista dominante en Antioquía estuvo en la raíz de algunas de las grandes herejías que turbaron la vida de la Iglesia a partir del siglo IV, y que fueron de signo contrario a otros errores producidos por una exagerada radicalización de ciertos puntos de vista doctrinales propios de la escuela de Alejandría. Mucha menos trascendencia tuvo durante el siglo iii la contribución occidental a la génesis de una ciencia teológica. La Tradición Apostólica de Hipólito, escrita hacia el año 215, es la más importante de sus obras y una excelente fuente de información acerca de la constitución y vida de la Iglesia antigua. La principal aportación del Occidente cristiano y latino a la historia de la teología fue la de los africanos Tertuliano y san Cipriano. El primero, además de sus escritos apologéticos, tiene otros antignósticos y otros más, todavía, sobre ascética, moral y disciplina eclesiástica, que son aquellos en que más se acusa la tendencia montanista característica de los últimos años de la vida de su autor. El otro padre africano, san Cipriano, no era un teólogo especulativo, sino un pastor, que escribió de ordinario movido por los acontecimientos que afectaban a la Iglesia y a las almas. De entre todas sus obras, aquella que ha ejercido mayor influencia doctrinal ha sido el tratado Sobre la unidad de la Iglesia. Como san Cipriano gozaba de gran prestigio en todo el Occidente y se relacionó con numerosos corresponsales, su epistolario es una fuente importante, y en esas cartas han quedado reflejados los principales problemas con que se enfrentaba la Iglesia a mediados del siglo III.
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VII. LA CONVERSIÓN DEL MUNDO ANTIGUO 1. El edicto de Milán El Cesar Galerio parece haber sido el principal instigador de la persecución de Diocleciano, pero él fue también el primero en reconocer públicamente su fracaso y sacar las consecuencias. Sucesor de Diocleciano en la suprema dignidad imperial, llegó pronto el día en que se persuadió de cuán grande había sido el error cometido; por eso, sintiéndose enfermo de gravedad y próximo a la muerte, el Augusto Galerio publicó en Sárdica el año 311 un edicto que constituía la rectificación de toda su antigua política religiosa. El edicto reconocía al cristianismo un derecho de existencia legal: denuo sint christiani, ordenaba, «existan de nuevo los cristianos y celebren sus asambleas y cultos, con tal de que no hagan nada contra el orden público». El edicto de Galerio tenía extraordinaria importancia porque, por vez primera, el cristianismo recibía del Imperio un estatuto oficial de tolerancia y dejaba de ser una «superstición ilícita». Era una conquista jamás lograda, puesto que ni los largos períodos de tranquilidad conocidos anteriormente por la Iglesia ni las simpatías filocristianas de algunos emperadores habían legalizado hasta entonces la situación de los cristianos, jurídicamente indefensos y expuestos siempre a que, en cualquier momento, a los días de paz sucedieran otros de renovada persecución y martirio. La tolerancia legal instaurada por Galerio fue tan solo un primer paso, al que pronto siguieron otros: dos años más tarde, a principios del 313, se promulgó la legislación de libertad religiosa que ha pasado a la historia con el nombre de Edicto de Milán. Pocos meses antes, en octubre del 312, Constantino había vencido al usurpador Majencio en la famosa batalla del puente Milvio, que resolvió en su favor el destino de Roma y del Imperio. Esta victoria fue decisiva para la historia personal y para la orientación política del vencedor en el terreno religioso. El triunfo había sido logrado por un ejército que fue a la lucha llevando como emblema el monograma de Cristo. El propio Constantino había ordenado a sus soldados adoptar ese signo, movido por una inspiración que él consideró siempre como revelación celestial. La victoria fue, para el emperador, una señal divina, y a partir de entonces reconoció al Dios de los cristianos y le rindió adoración. Este fue el momento de la «conversión» de Constantino, aunque su ingreso formal en la Iglesia no se produjera hasta muchos años más tarde, cuando recibió el bautismo, en vísperas ya de su muerte (a. 337). A la batalla del puente Milvio siguió de cerca el denominado edicto de Milán. Bajo este nombre no ha de entenderse un edicto concreto dado en Milán, que al parecer no existió, sino la regulación de la política religiosa del Imperio convenida en Milán en febrero del año 313, como resultado de las reuniones celebradas en aquella ciudad por los emperadores Constantino y Licinio. El principio que se acordó fue el de la plena libertad religiosa, en vez de la simple tolerancia otorgada al cristianismo por Galerio: a todos los súbditos, incluidos expresamente los cristianos, se les autorizaba a seguir libremente la
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religión que mejor les pareciera. Además, se adoptaron a continuación varias medidas en relación con la Iglesia, que reflejan la buena disposición existente para con ella: la legislación anticristiana perdía todo valor y la Iglesia recobraba los lugares de culto, propiedades y bienes de que hubiera sido despojada. Estas medidas convenidas en Milán han llegado hasta nosotros a través de dos edictos promulgados por Licinio para su «parte» del Imperio, que se han conservado. Disposiciones análogas fueron dadas por Constantino en Occidente.
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2. De la libertad religiosa a la unidad católica La orientación cristiana de Constantino se acentuó con el paso del tiempo, especialmente a partir del año 324 en que comenzó a ser único soberano de la totalidad del Imperio. Entonces, a raíz de su victoria sobre Licinio, Constantino promulgó dos edictos para el Oriente, destinados a instaurar la paz religiosa en aquella región y a garantizar a los paganos el ejercicio de su culto. Su contenido era, en apariencia, semejante al del edicto de Milán, pero con significativas variantes que ponen de manifiesto el largo camino que en pocos años se había recorrido. El emperador hace una profesión de fe cristiana y exhorta a los súbditos a «servir con toda reverencia la ley divina». El paganismo ha pasado a ser la «falsa religión de las tinieblas» y aparece solamente como tolerado. En adelante se prohibiría que los funcionarios imperiales tomasen parte en los sacrificios del culto pagano, que tanta importancia habían tenido en las tradiciones oficiales de la vida pública romana. De aquel culto se desautorizaron, además, las prácticas que se estimaban cruentas o inmorales. Por otra parte, Constantino puso cada vez más de manifiesto sus preferencias por el cristianismo y sus deseos de favorecer a la Iglesia. Templos y basílicas se edificaron en Roma y Constantinopla, sufragadas por el fisco imperial. El bien de la Iglesia le importaba mucho al emperador, y por eso le preocupaba restaurar la paz en la cristiandad africana, agitada y dividida por el cisma donatista. Con este fin convocó el concilio de Arles del año 314, como promovería en 325 el de Nicea, para restablecer la unidad de la fe, perturbada por las doctrinas heréticas de Arrio. Pero donde mejor se percibe la inspiración cristiana que animaba a Constantino es en su legislación. Un designio cristianizador impregnaba leyes de orientación humanitaria, o que restringían severamente el divorcio, o bien que convertían el domingo, el día del Señor, en la fiesta semanal. Otras normas contienen privilegios en favor de la Iglesia y de la Jerarquía, como las inmunidades y exenciones fiscales otorgadas a los clérigos o el reconocimiento de efectos civiles a las sentencias dictadas por el tribunal del obispo. En fin, la aparición de una nueva forma de liberación de esclavos, la «manumisión en la Iglesia», a la que se reconoció plena validez jurídica, es un hecho significativo más, dentro del proceso de cristianización del Derecho romano. Muerto Constantino, no se interrumpió por ello el avance del cristianismo. Los propios emperadores filoarrianos del siglo IV, como Constancio o Valente, cualquiera que fuese su actitud ante la Iglesia, se mostraron resueltamente contrarios al paganismo. Tan solo el reinado de Juliano el Apóstata constituyó la excepción, con un intento de restauración de la religión pagana. Mas fue un episodio fugaz, que terminó pronto con la súbita muerte del emperador en la guerra contra los persas. Tras este breve paréntesis, se reanudó otra vez el progreso en la dirección señalada por Constantino. Los propios símbolos gentiles de la tradición romana, que apenas si tenían ya un contenido religioso, fueron cayendo uno tras otro. Así, Graciano, al asumir el Imperio en el año 375, se negó a recibir las insignias y llevar el título de Pontifex Maximus, que sus predecesores cristianos habían consentido en conservar. Por esos mismos tiempos, un último enfrentamiento entre la
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vieja religión pagana y el cristianismo triunfante tuvo por escenario el lugar más venerable y representativo de la Roma antigua: el Senado. La estatua de la victoria existente en el aula se convirtió entonces en el postrer símbolo de la supervivencia de la tradición gentil. El partido de los «viejos romanos», encabezado por Símaco, ilustre senador y escritor pagano, luchó en vano contra la mayoría ya católica del Senado, animada por las exhortaciones de san Ambrosio: el altar de la victoria desapareció, y con él la más insigne reliquia del paganismo ancestral. La evolución religiosa llegó a su término con Teodosio, el último gran emperador que gobernó como único señor de todo el orbe romano. Superada ya en la Iglesia la crisis del arrianismo, Teodosio proclamó el cristianismo católico como la religión del Imperio. La famosa constitución Cunctos Populos, promulgada en Tesalónica el 28 de febrero del año 380, ordenaba a todos los pueblos que prestasen su adhesión a la fe cristiana, la transmitida por el apóstol Pedro a los Romanos, la profesada por el papa Dámaso y el obispo Pedro de Alejandría; la infamia legal era la pena reservada al que desobedeciera este mandato. En los años siguientes, nuevas leyes completaron la eliminación del paganismo y se prohibió todo acto de culto gentil, tanto público como privado.
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3. La cristianización de la sociedad La conversión de Constantino abrió a las muchedumbres las puertas de la Iglesia. Hasta entonces, los cristianos constituían un grupo muy minoritario dentro del conjunto de la población del Imperio. Algún autor ha aventurado la hipótesis, seguramente optimista, de que quizá representasen el 10 por 100 de esa población, aun cuando su densidad fuese relativamente alta en determinadas ciudades y regiones. En todo caso, los cristianos agrupados en comunidades esparcidas por el orbe eran la excepción entre sus conciudadanos, como correspondía a una situación en que el cristianismo se hallaba fuera de la ley y tan solo unas élites de hombres selectos tenían la fortaleza de ánimo y la elevación espiritual que hacían falta para afrontar las dificultades y riesgos de la vocación cristiana. El siglo iv presenció la conversión al cristianismo de las multitudes de los hombres corrientes, del hombre medio que en todas las épocas y civilizaciones constituye la mayoría de la población. Si tomamos el símil de la parábola evangélica, donde se expresan las leyes por que se rige el desarrollo de la Iglesia, las comunidades cristianas de los tres primeros siglos habrían sido la levadura, mezclada entre la masa pagana del mundo gentil. Llegaba ahora el momento en que la sociedad antigua se convertía en masa fermentada que, iluminada por la fe de Jesucristo, llamaba a las puertas de la Iglesia. Se operaba así la gran transformación que iba a configurar por muchos siglos la fisonomía espiritual de los pueblos del área cultural greco-latina: tras las comunidades cristianas surgía un fenómeno histórico inédito, la sociedad cristiana. Esta transformación no se produjo de modo repentino, sino a través de un proceso que duró tiempo. La cristianización había comenzado por las ciudades, y las «iglesias» locales fueron durante los primeros siglos comunidades urbanas, integradas casi exclusivamente por personas procedentes de los ambientes ciudadanos. No puede, por tanto, sorprender que la ciudad fuera el medio social que llegó antes a estar plenamente cristianizado. El término «pagano», en su sentido religioso equivalente a idólatra o gentil que todavía conserva, se acuñó en una época en que las urbes eran ya, por regla general, cristianas, mientras que la población campesina, los aldeanos habitantes del pagus –los pagani– permanecían todavía fuera de la Iglesia, aferrados a sus tradiciones y cultos ancestrales.
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4. De las comunidades cristianas a la sociedad cristiana El tránsito de las comunidades cristianas a la sociedad cristianizada fue un fenómeno histórico de la mayor importancia, que influyó notablemente en la vida de la Iglesia. Comenzaba una época, desde muchos puntos de vista diferente de la anterior, en la que se operarían reajustes sensibles en los más diversos terrenos, desde la pastoral y la liturgia hasta las instituciones. Se produjeron entonces hechos nuevos, que hubieron de repercutir hondamente tanto en la vida de los fieles como en las estructuras eclesiásticas. La recepción de las muchedumbres en la Iglesia tuvo como inevitable consecuencia una cierta pérdida de «calidad» del pueblo cristiano, en relación con el de épocas anteriores. Es un hecho que conviene no perder de vista, porque, unido al del crecimiento numérico de los fieles, explica la razón por la cual resultarán ahora menos adecuados procedimientos e instituciones que antes fueron útiles y eficientes. En una sociedad cristianizada, al revés de lo que ocurría en la era de las persecuciones, el hombre no llegaba a la Iglesia en virtud de una «conversión» personal, sino que nacía dentro de ella. Nacer cristiano fue ya muy frecuente en el siglo IV, y en el siglo V pasó a ser lo habitual en las tierras griegas y románicas. Ello trajo consigo un nuevo planteamiento de la noción misma de incorporación a la Iglesia, concebida antes con la mira puesta en la recepción de individuos adultos. Por ello, la institución del catecumenado, tras un período de apogeo en el siglo iv cuando las masas paganas acudían a recibir el bautismo, inició su decadencia y desapareció en un futuro próximo, al generalizarse el bautismo de niños.
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La difusión del bautismo de infantes alteró también otros aspectos de la disciplina sacramental. Desapareció gradualmente la costumbre de administrar los bautismos tan solo en las grandes solemnidades –Pascua, Pentecostés– y se confirió a los recién nacidos a lo largo de todo el año. Sobre la liturgia bautismal repercutió así el relajamiento de la intimidad de vida que se dio antes en el seno de las iglesias locales, consecuencia de la cristianización global de la sociedad y lógico resultado de la «explosión demográfica» de la Iglesia. Este relajamiento tuvo otras manifestaciones, ya que respondía a las nuevas condiciones de vida de la sociedad cristiana, muy diversas de las que habían prevalecido en las antiguas comunidades. En él encontramos, sin duda, uno de los factores determinantes de la futura desaparición de la penitencia pública y la generalización de la confesión auricular, como único medio de recibir la absolución sacramental. La transformación de la estructura de las iglesias se dejó también sentir en el terreno de la justicia cristiana. La Iglesia –como dijimos– tuvo plena conciencia desde los tiempos apostólicos de la potestad de juzgar, que había recibido de Cristo. Durante los primeros siglos, y siguiendo las enseñanzas de san Pablo, se recomendaba vivamente a los cristianos que no llevasen sus disputas temporales ante los tribunales civiles, sino que las sometiesen a un juicio arbitral, en el seno de su propia comunidad. Tal fue –según vimos– el origen de la jurisdicción eclesiástica, que hizo del obispo el juez ordinario de los cristianos. Esta jurisdicción –ignorada por el poder civil durante el Imperio pagano– fue reconocida oficialmente por Constantino, que permitió a los tribunales episcopales juzgar toda clase de pleitos y otorgó pleno valor civil a sus sentencias. Pero lo que había sido conveniente para pequeñas comunidades cristianas en medio de un mundo gentil pudo resultar inadecuado a la sociedad cristianizada. Resultó, en efecto, que los obispos se vieron agobiados por las tareas judiciales, con perjuicio de su ministerio religioso y pastoral. Por eso, desde finales del siglo IV, el Imperio cristiano, sin oposición eclesiástica, fue restringiendo la competencia judicial del obispo. La Iglesia se preocupó tan solo de conservar su jurisdicción sobre las causas espirituales y, por razón de la persona, sobre las causas de los clérigos. Así nació el «privilegio del fuero», privilegio exclusivo de los eclesiásticos, que vino a suceder en la sociedad cristiana a la jurisdicción universal que el obispo había tenido, en las antiguas comunidades, sobre los litigios de todos los fieles. Consideremos todavía un aspecto más, pero muy representativo, del tránsito de la comunidad a la sociedad cristiana: la cuestión de la intervención popular en la designación del obispo. La disciplina tradicional, recibida de la Iglesia primitiva, disponía que los obispos fueran elegidos «por el clero y por el pueblo». Cualquiera que fuese el alcance de esa fórmula, está claro que en los primeros siglos hubo una activa participación de los fieles en los nombramientos episcopales. Pero este procedimiento, que fue adecuado en una época en que las iglesias locales eran comunidades de hermanos, pequeñas y espiritualmente selectas, resultó mucho menos viable desde el momento en que se cristianizó la sociedad y la mayoría de la población se integró en la Iglesia. Ahora, la intervención popular podía degenerar fácilmente en banderías y reyertas. Un expresivo ejemplo lo tenemos en la elección episcopal de san Ambrosio, que siendo simple
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catecúmeno fue designado por aclamación obispo de Milán. Si eso pudo suceder, fue entre otras cosas porque Ambrosio se hallaba presente en el acto de la elección episcopal; mas la razón de esa presencia no era otra que el cumplimiento de los deberes propios del cargo público que desempeñaba. La elección de obispo de la ciudad se presumía tumultuosa, porque el pueblo estaba dividido en dos bandos. Temíanse graves desórdenes y Ambrosio, en su calidad de gobernador de la Italia del norte, acudió al lugar de la elección, para mantener la calma con el prestigio de su autoridad y con las fuerzas a sus órdenes. Entonces se produjo la inesperada aclamación, «¡Ambrosio obispo!», y el gobernador fue elevado a la sede de Milán. Este episodio es una muestra de los inconvenientes que entonces tenía ya la participación popular en las elecciones episcopales. Por eso, en la sociedad cristiana, aun cuando los textos canónicos sigan repitiendo la vieja fórmula heredada de las pequeñas comunidades eclesiales de antaño, la intervención del pueblo se fue reduciendo hasta convertirse en una aclamación simbólica.
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5. La evangelización de los campos La conversión de los campos fue la gran tarea pastoral que hubo de emprender la Iglesia, a partir de la instauración del Imperio cristiano. Desaparecidas las trabas que hasta entonces habían obstaculizado su labor, los misioneros se lanzaron a una intensa acción evangelizadora en los ambientes rurales. San Martín, obispo de Tours durante un cuarto de siglo (371-397), es, en Occidente, la figura más representativa de aquellos pastores que dieron el impulso decisivo a la cristianización de las poblaciones campesinas. El culto de los mártires, y de los santos en general, jugó entonces un papel muy importante en la catequesis cristiana. Las masas rurales estaban formadas por gentes simples y rudas, para las que los santos –unos hombres de carne y hueso que habían encarnado heroicamente las virtudes cristianas– constituían la lección más práctica de la pedagogía de la fe. El hombre corriente sentía a los santos como algo muy próximo, y por eso nadie mejor que ellos podían servirle de intercesores cerca de Dios y como camino hacia Él. El culto a las reliquias –pruebas tangibles de la «humanidad» de mártires y santos– se difundió mucho en esta época, porque respondía plenamente a las exigencias más íntimas de la sensibilidad religiosa de los hombres de entonces. La Iglesia, por su parte, trató de no crear vacíos en las creencias populares, y por eso no se lanzó con afán desmitificador a destruir tradiciones que, desde tiempo inmemorial, habían convertido determinados lugares en santuarios o habían dado un sentido religioso a las fechas más señaladas de la existencia humana o del ciclo temporal de las estaciones del año. La cristianización de las principales fiestas que periódicamente solían celebrarse se consiguió integrándolas en el curso de la liturgia anual del misterio de Cristo –Navidad, Cuaresma, Pascua, etc.– y de las solemnidades en honor de la Virgen María y de los santos de mayor devoción –san Pedro, san Juan Bautista, etc.–. En cuanto a los lugares de culto, muchos templos dedicados al Señor y a los santos se levantaron allí donde habían existido antes santuarios paganos de divinidades locales. Los misioneros, conocedores del arraigo que tenían entre los pueblos las tradiciones ancestrales que consideraban aquellos lugares como sagrados y destinados a la adoración religiosa, estimaron muchas veces más útil el cristianizarlos, instaurando allí el culto al Dios verdadero, que el limitarse sin más a derribar los viejos altares de los falsos cultos gentiles. Este proceso de cristianización de las comunidades rurales fue –como dijimos– muy largo y pasaron varios siglos antes de que el cristianismo llegase a impregnar profundamente la vida social. La crisis del Imperio Romano en el siglo v, las invasiones germánicas y el consiguiente retroceso cultural que sobrevino en Occidente contribuyeron en varias regiones a retrasar el avance del cristianismo. En algunas comarcas, como la Britania romana o el norte vasconizado de la Península Ibérica, se dio incluso una regresión cristiana y un nuevo retorno del paganismo. En todo caso, la lucha contra los residuos paganos y las supersticiones fue una tarea que reclamó un paciente esfuerzo pastoral por parte de la Iglesia, del que existen abundantes huellas en las actas de concilios generales y provinciales. Un solo pormenor basta para dar idea de la lentitud de
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ese proceso: hacia el año 400, Hispania podía considerarse ya tierra cristiana. Pese a ello, a finales del siglo VI, san Martín de Braga escribía un tratado, De correctione rusticorum, destinado todavía a combatir las reliquias paganizantes y otras deficiencias existentes en la vida cristiana de las poblaciones campesinas de Galicia y norte de Portugal. Los concilios españoles del siglo vii hacen pensar que tales deficiencias, propias de un estado de inmadurez cristiana, aunque más acusadas, sin duda, en regiones periféricas como las que formaron el antiguo Reino suevo, no dejarían de existir también en otros lugares de la península visigótica.
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6. Las iglesias rurales La cristianización de los campos trajo consigo la necesidad de organizar de modo estable la cura de almas de las masas campesinas, que constituían, además, la gran mayoría de la población. Para ello fue preciso crear un clero rural que las atendiese pastoralmente y edificar por doquier iglesias y oratorios donde se pudiera administrar los sacramentos y celebrar los actos del culto divino. En la Iglesia primitiva, cuando las comunidades cristianas radicaban casi exclusivamente en las ciudades, los presbíteros, como los demás clérigos, permanecían habitualmente cercanos al obispo, formando su presbyterium. La erección de varias iglesias –tituli– en Roma y otras grandes urbes exigió que ciertos presbíteros fueran destinados a atender el culto en esos templos. Pero fue, sobre todo, la conversión de la población rural el hecho que motivó la dispersión del clero por todo el territorio y el establecimiento de unas nuevas estructuras pastorales, que pueden considerarse como el origen del régimen parroquial. Desde finales del siglo IV, está documentada por las fuentes históricas la erección de iglesias en pueblos y aldeas, que se intensificó en los siglos inmediatos. Tenemos así noticia de que san Martín de Tours († 397) fundó cinco de esas iglesias rurales en su diócesis y que dos siglos más tarde, cuando era allí obispo el célebre historiador Gregorio de Tours, el número de parroquias de la diócesis ascendía ya a treinta, las mismas, más o menos, que tenía la diócesis de Auxerre y el doble de las que dependían del obispado de Arisitum, en el mediodía de Francia. Parecidas noticias nos han llegado en relación con el régimen parroquial en Italia, durante los siglos V y VI. Lo mismo sucedía en España, a juzgar por las copiosas referencias al clero y a las iglesias rurales que hallamos en los concilios del siglo vi. Un documento de singular interés, fechado en el año 569, el llamado Parochiale Suevum, permite conocer la división en parroquias rurales de las trece diócesis que formaban el Reino suevo de Galicia, antes de su anexión por Leovigildo a la monarquía visigótica. Este texto constituye una valiosa prueba del avanzado grado de desarrollo alcanzado durante el siglo vi por la organización eclesiástica intradiocesana, incluso en regiones geográficamente remotas, como era el noroeste de la Península Ibérica. Las parroquias rurales tenían pila bautismal y junto a ellas solía existir un cementerio. El clero que las servía, bajo la autoridad del obispo diocesano, atendía a los feligreses y les administraba los sacramentos. Las parroquias fueron constituyendo su ajuar y su patrimonio inmobiliario y el clero se sustentaba de sus productos y de las ofrendas y derechos de estola aportados por los fieles. Pero no todas las iglesias rurales fueron parroquias; abundaron más los templos que no tenían tal condición, y que los textos contemporáneos denominan oratorios, basílicas o ecclesiae. Muchos de esos templos se construyeron y dotaron, no por los obispos y otros clérigos, sino por propietarios privados, dando lugar a un fenómeno que había de tener gran importancia en la historia de la Iglesia durante la Edad Media. La razón de ese fenómeno guarda estrecha relación con la naturaleza de la sociedad occidental, en la época de transición de la Antigüedad al Medievo. El Bajo Imperio se
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caracterizó por la decadencia de las ciudades y el auge de los latifundios. Las grandes villas, centro de extensas explotaciones agrarias, se convirtieron en los principales focos de la vida social y económica. Numerosos campesinos –siervos rurales, colonos, encomendados, etc.– dependían por uno u otro concepto del gran propietario y trabajaban en sus tierras. El propietario en unos tiempos de incertidumbre suplía con su efectivo poder social el vacío que dejaba el poder público. Ese propietario era a la vez, según la terminología de la época, un «potente», un dominus –señor–, con derechos muy amplios sobre sus hombres, un «patrono» que dispensaba su «patronato» a las personas socialmente débiles que solicitaban su protección. Esta estructura social, que prefigura ya la Edad Media, tuvo entonces que ver –y seguiría teniendo mucho que ver en el futuro– con la vida de la Iglesia. Digamos tan solo, por el momento, que estos propietarios de grandes dominios, para proveer a la cura de almas de las familias campesinas que moraban en ellos, erigieron allí oratorios e iglesias y las dotaron a sus expensas. Pero consideraron esos templos y sus pertenencias como bienes de su propiedad y se creían autorizados a beneficiarse de sus frutos y a nombrar el clérigo que hubiera de estar al frente de aquellos. Tal fue el origen de la institución que los historiadores han denominado «iglesia propia», un fenómeno que en los tiempos medievales se difundió mucho, revistió formas muy variadas y dio lugar a evidentes abusos. En futuras épocas históricas volveremos a encontrarnos más de una vez con las «iglesias propias»; pero no está de más advertir desde ahora que sus raíces se hallan en los tiempos finales del mundo antiguo, cuando se produjo la cristianización de los campos y se extendía por las tierras románicas un clima de creciente inseguridad social.
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7. Estructura de la sociedad cristiana: clérigos y laicos Al considerar la estructura del pueblo cristiano en los tiempos apostólicos, observamos de qué modo el clero aparece como un estamento bien diferenciado dentro de las comunidades, y en el siglo iii pudimos ver ya perfectamente constituidos todos los grados mayores y menores de la Jerarquía de orden. La época romano-cristiana trajo, sin embargo, consigo importantes novedades que contribuyeron a definir la condición de los clérigos y a determinar su propio estatuto, tal como habría de perdurar durante muchos siglos en los países donde ha existido una sociedad cristiana. El Imperio cristiano, a partir de Constantino, fue concediendo a los clérigos una serie de excepciones a la ley común, que reciben la denominación genérica de «privilegios clericales». Los más notables fueron el privilegio del fuero, al que ya hicimos referencia y que sustraía a los eclesiásticos de la competencia de la administración de justicia secular; el peculio clerical, reconocido por una constitución del emperador León del año 472; y las inmunidades fiscales que eximían, en mayor o menor medida, a los clérigos de servicios públicos y cargas tributarias. Pero quizá sea la disciplina sobre el celibato obligatorio, promulgada en el siglo IV, la innovación más relevante que se produjo en el estatuto jurídico del clero. Es bien conocido el extraordinario aprecio que la Iglesia sintió, desde los mismos orígenes, hacia el celibato «por amor del Reino de los cielos». El ejemplo del Señor y de la Virgen María, la doctrina evangélica y de las cartas de los Apóstoles, la tradición unánime de los Padres coincidían en proclamar la excelencia incomparable de la castidad y es evidente que ascetas y vírgenes debieron, sobre todo, a la práctica de la perfecta continencia la veneración que les profesaba el pueblo cristiano. Si se tienen en cuenta estos factores, no puede sorprender que surgiese en la Iglesia un vivo anhelo de exigir el celibato a los clérigos mayores, por estimar que así convenía a su consagración a los divinos Misterios y a la posición preeminente que ocupaban en la Jerarquía eclesiástica. El problema ofrecía dos aspectos distintos, que no se deben confundir: el matrimonio de los clérigos y la continencia de aquellos varones que, estando casados, hubieran recibido la ordenación clerical. Por lo que hace a la primera cuestión, la disciplina oriental del siglo IV prohibía absolutamente el matrimonio de los presbíteros –sancionado con la deposición por el concilio de Neocesarea–, mientras condicionaba la licitud del matrimonio de los diáconos. En Occidente, la disciplina era todavía más restrictiva y el Papa León I extendía a los subdiáconos la prohibición de contraer matrimonio. El segundo aspecto del problema del celibato sacerdotal era el de la continencia de los clérigos casados, que sancionó por vez primera el concilio de Elvira, celebrado en los primeros años del siglo IV (¿300-306?). El canon prohibió a los obispos, presbíteros y diáconos que ejerciesen el ministerio sagrado, el uso del matrimonio y la procreación de hijos, bajo pena para los transgresores de ser excluidos del clero. Es cierto que el concilio de Elvira fue un concilio particular de Hispania y que sus decisiones no tenían, por tanto, alcance general. Pero resulta sorprendente comprobar la rapidez con que la disciplina de Elvira se extendió por otras regiones. Las iglesias de las Galias, del África cartaginesa y la propia Iglesia de Roma, dieron enseguida acogida
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favorable al principio de la continencia del clero y esta disciplina se impuso pronto en todo el Occidente, favorecida por la acción de los Pontífices romanos, que con tal fin dirigieron a diversas iglesias un crecido número de cartas decretales. La rápida difusión que tuvo en la Iglesia latina la disciplina sobre la continencia clerical parece indicar, por otra parte, que el ambiente cristiano se hallaba predispuesto a recibirla y que seguramente, como tantas veces ocurrió, el fenómeno ascético y pastoral fue por delante de la norma. Existía, sin duda, una tradición antigua que se remontaba hasta los tiempos apostólicos, en virtud de la cual un gran número de miembros del clero observaban la continencia perfecta, desde mucho tiempo antes de que esa continencia fuese declarada obligatoria. La fuerza de esa tradición, alentada por la doctrina de los Padres, sería muy poderosa, pues permitió en Occidente imponer la ley del celibato eclesiástico, en unos tiempos como los del Bajo Imperio en que reinaba un clima de decadencia de costumbres y el propio pueblo cristiano había perdido calidad, a consecuencia de la recepción en la Iglesia de las muchedumbres provenientes de la gentilidad. Por lo que hace al Oriente, parece ser que en el concilio de Nicea (a. 325) se pidió también la imposición de la continencia obligatoria para los clérigos mayores, pero la propuesta no prosperó, y por esa razón se produjo en esta materia una diferencia que persistiría a lo largo de los siglos, entre la disciplina oriental y la occidental. La transformación de las comunidades cristianas en una sociedad cristianizada, que tuvo lugar a partir del siglo IV, trajo consigo, como ya dijimos, una restricción de la intervención del laicado en determinados aspectos de la vida de la Iglesia, y en primer término en las elecciones episcopales. Ahora, en lugar de la totalidad del pueblo fiel, tan solo algunos laicos cualificados influyeron a veces en la selección de los obispos, participaron con diverso título en los concilios o actuaron incluso en la administración eclesiástica, como los seniores laici de la Iglesia africana. Un lugar de honor ocupaban aquellos fieles cristianos –varones y mujeres– que guardaban perfecta continencia y seguían plenamente los consejos evangélicos. En la antigua Iglesia –según vimos– se había constituido un «orden» de las viudas y existieron, además, numerosos ascetas y vírgenes. En el siglo iv y sucesivos hallamos también un ordo virginum, en el que se advierte una gama de matices diversos. Había vírgenes que permanecían en sus propios domicilios, mientras que otras, cada vez con más frecuencia, se reunían para vivir juntas en incipientes comunidades. Ciertas vírgenes emitían un simple propositum –compromiso privado de castidad–, mientras que otras se consagraban a Dios de modo público y solemne. Desde el siglo iv, aparece un ritual de consagración o velatio de las vírgenes, que solía tener lugar en las grandes festividades, dentro de las celebraciones litúrgicas y en presencia de los fieles. La profesión de virginidad convertía a la doncella en esposa de Cristo, con obligación de guardar castidad perpetua. Los Padres de la Iglesia, especialmente san Ambrosio en su tratado Sobre las vírgenes, san Jerónimo en su correspondencia de dirección espiritual y san Agustín formularon las reglas fundamentales de vida y los principios de espiritualidad que habían de presidir la existencia de las vírgenes cristianas.
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8. Los orígenes monásticos en Oriente La tradición ascética de la Iglesia primitiva dio vida desde principios del siglo iv al gran movimiento monástico que tanta trascendencia había de tener en la historia de la Iglesia. El monaquismo antiguo, cuyas líneas maestras trataremos de perfilar a continuación, se nutrió, desde el principio, de una espiritualidad propia, fundada en la segregación del mundo –el contemptus saeculi–, como condición previa para la purificación interior que abre el camino de la contemplación divina. La espiritualidad monástica tuvo entonces como principales maestros a Evagrio Póntico (346-399) y a Juan Casiano. El primero adaptó para los monjes la doctrina espiritual de los grandes maestros alejandrinos, Clemente y Orígenes. Juan Casiano, que había nacido en la Escitia –Rumania actual– (360-365), después de pasar muchos años entre los monjes de Palestina, Egipto y Constantinopla, se estableció en la Provenza a principios del siglo v, y fundó dos monasterios en Marsella, donde permaneció el resto de su vida († 433-434). Casiano escribió dos célebres obras, las Instituciones monásticas y las Collationes – Conferencias–, que introdujeron en el mundo latino las doctrinas del monacato de Oriente y le convirtieron a él en maestro indiscutible de la espiritualidad monástica occidental. El esquema que traza Casiano de la espiritualidad monacal tiene validez permanente y exigía del monje un progreso constante hacia metas cada vez más altas. El objeto inmediato era la «pureza de corazón», que implica el desprendimiento de todo lo creado y la práctica de la caridad. Pero el ideal supremo de la existencia monástica –su fin último– no podría ser otro que la posesión del Reino de Dios, que en este mundo se obtiene por la contemplación divina y cristaliza en una forma de vida que se denomina específicamente vida contemplativa.
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La espiritualidad monástica animaba un fenómeno ascético y social de grandes proporciones, cuyas primeras manifestaciones de importancia aparecieron en Egipto durante la primera mitad del siglo IV. En torno a san Antonio Abad (251-356), se congregó un gran número de discípulos que poblaron desiertos como los de Nitria y Scete. Su modo de vivir, que se llamó vida anacorética, se caracterizaba sobre todo por la soledad y el silencio. En poco tiempo se contaron millares de anacoretas que habitaban en cuevas o cabañas, bien aislados o bien en grupos de dos o tres, dedicados plenamente a la oración, la penitencia y el trabajo manual. Una vez por semana, el día del Señor, los solitarios acudían a la iglesia común para asistir a los oficios divinos y escuchar los consejos de los ancianos. Mientras de este modo, en el Bajo Egipto, se iniciaba la vida anacorética, san Pacomio, en la Tebaida, ponía los fundamentos de otro género de vida religiosa, la cenobítica. Pacomio (286-346) aportó al monaquismo dos novedades que tuvieron decisiva influencia sobre su futuro desarrollo: la vida común y la obediencia al superior religioso. Frente a la soledad de los anacoretas, los monjes pacomianos vivían juntos en grandes monasterios, a veces, verdaderos pueblos, y formaban comunidades numerosísimas que llegaron a contar con cientos e incluso miles de miembros. Además, en vez de la independencia propia de la existencia de los solitarios, la vida cenobítica se hallaba minuciosamente regulada, de acuerdo con una disciplina casi castrense, y todos los pormenores de la lucha ascética individual o de la convivencia fraterna estaban sometidos a la autoridad del superior y ordenados por las prescripciones de una norma escrita. Esta norma se denominó «Regla» de san Pacomio, y en lo sucesivo las Reglas constituyeron un elemento esencial de la institución monástica. La Regla pacomiana fue
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reformada en sentido rigorista durante el siglo V por Shenouté, abad del monasterio de Atripé. El monaquismo egipcio, en su doble forma anacorética y cenobítica, constituyó el primer capítulo de la historia de los monjes, que habría de ser a su vez una sección relevante de la historia de la Iglesia. La influencia monástica sobre la Iglesia egipcia tuvo considerable importancia, porque gracias a ella el cristianismo penetró ampliamente en las poblaciones campesinas de lengua copta, dado que los monjes fueron en su gran mayoría gentes de humilde condición, «fellahs» del valle del Nilo y pequeños artesanos. Esos monjes, desde los tiempos de san Atanasio, eran acérrimos sostenedores de los patriarcas de Alejandría, a quienes consideraban como sus jefes religiosos y nacionales. Tal actitud resultó beneficiosa en el siglo IV, durante los tiempos de la lucha antiarriana. Pero luego, después del concilio de Calcedonia (451), los monjes, desconocedores del alcance de las disputas teológicas, siguieron incondicionalmente a los patriarcas y cayeron en la herejía monofisita. Así surgió el cristianismo copto, desvinculado de Roma y Constantinopla, que iba a quedar cada vez más encerrado en sí mismo, aislado desde mediados del siglo VII por la dominación islámica. El movimiento ascético se extendió a otras regiones de Oriente. En Asia Menor, san Basilio de Capadocia fue el promotor de la vida monástica, bajo la forma cenobítica. Desde mediados del siglo IV fundó monasterios y, aunque no compuso una Regla propiamente dicha, escribió varias obras de espiritualidad destinadas a los monjes, que se han considerado como sus dos Reglas. San Basilio no creó una institución religiosa comparable a la de san Pacomio, y los mismos monasterios que fundó eran de modestas dimensiones. Pero su santidad personal y la autoridad que alcanzó su doctrina hicieron que las observancias monacales basilianas ocupasen un lugar preeminente en la Iglesia griega y ejercieran también vasto influjo en Occidente. Puede afirmarse que san Basilio fue quien dio su definitiva constitución al régimen monástico. En Palestina y Siria, el monacato alcanzó también considerable difusión, especialmente en su forma anacorética. San Sabas (439-532) fue el maestro de los solitarios del desierto de Judá y, en Siria, san Efrén dirigía en la segunda mitad del siglo IV a los ascetas esparcidos por las montañas de Edesa. Los anacoretas sirios se hicieron famosos por sus extraordinarias penitencias, sobresaliendo entre ellos los estilitas, seguidores de san Simeón, que pasó treinta y siete años en lo alto de su columna, no lejos de Antioquía. En fin, en el mundo griego la vida monástica penetró incluso en las grandes ciudades, entre ellas, Constantinopla. En el reinado de Justiniano existían en la capital más de 80 monasterios, y el emperador dedicó dos «novelas», la 5 y la 139, a los monjes, cuyo oficio rectamente cumplido se consideraba de utilidad pública, porque oraban por el bien del Imperio. Los monjes de Constantinopla seguían las tradiciones espirituales de san Basilio, siendo el monasterio más famoso el Studion, cuyos monjes –los «estuditas»– desempeñaron un papel importante en la historia religiosa bizantina.
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9. El primer monacato occidental En Palestina, durante la segunda mitad del siglo IV, surgieron algunos focos de vida ascética vinculados al mundo religioso latino y occidental. Eran los monasterios fundados por señoras de la aristocracia romana, dirigidas espiritualmente por san Jerónimo, que pasó allí buena parte de su vida. En Jerusalén y Belén existieron cenobios femeninos y de varones, que alcanzaron fama en Occidente, aunque apenas sobrevivieron a la muerte de san Jerónimo. Pero las fundaciones de Palestina no eran un hecho aislado en el ámbito del cristianismo latino. El gran movimiento ascético iniciado a comienzos del siglo IV se dejó pronto sentir en las propias tierras occidentales. San Agustín le dio un fuerte impulso en su África nativa, promoviendo la vida de perfección tanto entre las vírgenes como en el clero de su ciudad episcopal de Hipona. A la superiora de una comunidad femenina dirigió una carta –la 211 de su epistolario–, que es una verdadera regla de vida. El texto conocido vulgarmente como la Regla de san Agustín no es otra cosa que la adaptación para comunidades de varones de aquella carta, hecha con posterioridad a la muerte del Santo. San Agustín, al ser elegido obispo, instituyó con carácter obligatorio la comunidad de vida para sus clérigos, un hecho de gran importancia porque constituyó el precedente de los reiterados intentos de promover la vida común del clero, que se sucederán a lo largo de la Edad Media. El destierro de san Atanasio en Tréveris (336-337) parece que sirvió para dar a conocer e introducir en Occidente el fenómeno ascético nacido en los desiertos de Egipto. En las Galias comenzaron a aparecer numerosos solitarios, y el fenómeno cobró coherencia por la acción de san Martín de Tours, promotor de varias comunidades que fueron el germen de los célebres monasterios de Ligugé y Marmoutier. Más hacia el sur, en las costas provenzales, surgía poco después un nuevo foco de vida ascética. A principios del siglo V, san Honorato erigió un monasterio en la isla de Lerins, del que salieron san Cesáreo de Arles y otros muchos obispos de sedes del S. E. de las Galias, que a su vez redactaron Reglas y fomentaron en sus diócesis la vida monástica. No lejos de allí, en Marsella, Casiano fundaba por entonces el monasterio de San Víctor e introducía las tradiciones ascéticas que él mismo había vivido en los yermos de Oriente. En la península italiana, las corrientes ascéticas procedentes de Oriente dejaron también sentir su influjo desde mediados del siglo IV. La estancia en Roma de san Atanasio y, más tarde, el empuje espiritual de san Jerónimo provocaron la aparición en la ciudad de comunidades femeninas constituidas por damas patricias, algunas de las cuales trasladaron luego su residencia a Palestina. En otras ciudades, obispos como Eusebio de Vercelli y Ambrosio de Milán erigieron monasterios, cuya observancia fue una mezcla de tradiciones locales e influencias recibidas del Oriente. Pero el monacato en Italia y en muchas otras regiones iba a recibir un impulso decisivo gracias a san Benito, que con toda razón ha podido ser llamado el Padre de los monjes de Occidente. San Benito (480-547) reunió su primera comunidad en la soledad de Subiaco y la organizó inspirándose en directrices análogas a las que eran propias de los cenobios pacomianos. Más tarde, con algunos de sus discípulos, se dirigió hacia el mediodía y en
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la cima de un monte próximo a la villa de Casino realizó su segunda fundación, Montecasino. Este nuevo monasterio fue instituido sobre bases sensiblemente distintas al de Subiaco, lo que parece indicar que san Benito había madurado con el tiempo su propia concepción de la vida monástica. En Montecasino, la comunidad de vida era más intensa, la dirección del abad, más inmediata y la existencia de los monjes, perfectamente regulada, se dividía entre la oración litúrgica, la lectio divina y el trabajo manual. Al final de su vida, san Benito compuso una Regla con destino a monjes casinenses que marchaban a fundar nuevos monasterios, cerca de Terracina y en Roma. La Regla de San Benito acusa influencias de los grandes legisladores del monaquismo oriental – Pacomio y Basilio–, de san Agustín y, sobre todo, de Juan Casiano. En fecha todavía reciente se descubrieron notables analogías entre la Regla de San Benito y un texto anónimo conocido como la Regla del Maestro –Regula Magistri–. Tras largas controversias en torno a la prioridad de uno u otro texto, la crítica histórica se inclina a considerar como más antigua la Regula Magistri, y estima que en ella de debió inspirarse san Benito para redactar la introducción y los primeros capítulos de su Regla. La Regla del Maestro parece, pues, haber sido una importante fuente del Código benedictino, y ello puede admitirse sin que suponga mengua del valor de la Regla de San Benito, destinada a alcanzar un éxito inmenso y a convertirse con el tiempo en la Regla por excelencia del monaquismo occidental.
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VIII. LOS ÓRGANOS DE LA AUTORIDAD 1. Oriente y Occidente El siglo IV trajo la libertad al cristianismo, y tras de ella vino el rápido crecimiento del número de fieles, producido por la progresiva incorporación a la Iglesia de las masas populares del mundo greco-latino. En la naciente sociedad cristiana, los órganos pastorales y de gobierno heredados de las antiguas comunidades resultaban, cuando menos, insuficientes para atender las necesidades que traían consigo los nuevos tiempos. La Iglesia se vio obligada a rehacer su propia organización sobre bases más amplias, que eran, en parte, el desarrollo de instituciones cristianas de la época precedente y, en parte, también, adaptación de esquemas de la administración civil, que se tomaron como modelo de las estructuras eclesiásticas, en virtud de lo que se ha denominado con expresiva frase el principio de acomodación. Pero el siglo IV precisamente es una época crítica en la historia de la Antigüedad, porque fue entonces cuando cristalizó de manera definitiva la diferenciación entre el Oriente y el Occidente, como expresión de dos culturas, de dos Imperios y de dos destinos. Fue aquel uno de los fenómenos históricos que mayores consecuencias ha tenido para la suerte ulterior de la humanidad y cuya huella, siempre patente a través de los siglos, llega hasta nuestros propios días. No es posible escribir ni entender la historia sin tener bien presente el dualismo Oriente-Occidente, que tantas veces la ha condicionado. Cabe incluso afirmar que muchas situaciones reales de la Europa de hoy y los difíciles problemas que plantean en el terreno cultural o religioso, en el social o en el político, siguen siendo de algún modo efectos remotos, pero actuales, de aquella lejana causa, que continúa todavía operando desde las profundidades del pasado. Fueron muchas y muy variadas las razones de disociación entre los dos mundos, que desde el siglo IV se pusieron cada vez más de manifiesto. La razón última estaba en que, por debajo de la prodigiosa unidad del Orbe lograda por el Imperio Romano, persistían las radicales diferencias que contraponían los espacios culturales de la latinidad y del helenismo. Estas diferencias fueron oficialmente consagradas por el reconocimiento que hizo Diocleciano, con vistas al mejor gobierno y administración, de la existencia de dos «partes» del Imperio, una oriental y otra occidental. Dos partes que en adelante, y salvo breves períodos de unidad del poder en tiempo de Constantino y Teodosio, exigieron la existencia de una pluralidad de soberanos, de un colegio imperial, es decir, de un emperador oriental y otro de Occidente. Es difícil trazar con nitidez la línea divisoria que separó el concepto político de dos partes de un solo Imperio de la realidad histórica de dos Imperios distintos. En todo caso, está claro que esos dos Imperios existían de hecho en el siglo v, cuando el de Occidente, que comprendía el mundo latino, dejó de existir destruido por las invasiones germánicas. Muy diverso iba a ser el destino del Imperio oriental, centrado en torno a Constantinopla, la «nueva Roma» erigida por Constantino.
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Este Imperio bizantino de cultura griega tenía todavía ante sí muchos siglos de historia: iba a sobrevivir mil años más, hasta los mismos umbrales de la Edad Moderna.
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2. Cristianismo latino y cristianismo oriental La Iglesia, que hizo suyos muchos conceptos del derecho y de la cultura romana, recibió también la impronta de esa división entre Oriente y Occidente, que no podía dejar de repercutir en el terreno religioso. Las diferencias temperamentales entre latinos y griegos, entre el sentido jurídico y pragmático de los occidentales y la inclinación del espíritu oriental a la disquisición especulativa, no favorecían el mutuo entendimiento. Pero un nuevo factor de la mayor importancia vino a incidir sobre la vida de la Iglesia, contribuyendo aún más a fortalecer el hecho diferencial: la dualidad lingüística. En Occidente, donde el griego se había utilizado por la Iglesia en los primeros tiempos como lengua del culto, la liturgia pasó a ser totalmente latina desde el siglo IV. En el siguiente siglo, la Curia romana y la mayoría de los Padres occidentales solían desconocer el griego, mientras que los orientales ignoraban cada vez más el latín y menospreciaban la literatura escrita en esta lengua. La falta de un idioma común, que fuera vehículo para el común entendimiento, resultaba más perjudicial todavía en una época como aquella de grandes controversias teológicas, pues fomentaba el recelo de no traducir adecuadamente las fórmulas doctrinales y alentaba en una y otra parte la desconfianza recíproca. Esta misma incomunicación fue un obstáculo para enriquecer la ciencia teológica con las aportaciones de los Padres de la Iglesia que escribían en otro idioma, dificultando sobre todo la recepción en Oriente de la trascendental aportación doctrinal de san Agustín. De este modo, también en el ámbito religioso, Oriente y Occidente fueron configurando su propia personalidad, y pronto pudo hablarse de una Iglesia latina y de otras orientales, encabezadas por la Iglesia bizantina; de un cristianismo occidental y de otro oriental de lengua y cultura griega, copta o siriaca. Las Prefecturas del Pretorio de las Galias y de Italia constituyeron la base territorial de la Iglesia de Occidente y la Prefectura de Oriente fue el espacio geográfico de la Iglesia oriental. El Ilírico, una zona de incierta pertinencia a caballo entre el mundo griego y el latino, osciló también del uno al otro en el aspecto eclesiástico y fue ocasión de roces y disputas entre Roma y Constantinopla. Esta ciudad imperial, la «nea Roma», trató, como veremos, de erigirse casi al mismo nivel de la vieja Roma y, fundada sobre el hecho de la capitalidad, pretendió para su sede prerrogativas semejantes a las que disfrutaba la Sede romana. La dualidad Oriente-Occidente que surgió dentro de la Iglesia como consecuencia de aquellos factores diferenciales antes mencionados fue alimentada al correr del tiempo por las divergencias disciplinares y por la disparidad de destinos que cupo en suerte a los territorios que habían constituido las dos antiguas «partes» del Imperio Romano. Con el paso de los siglos, la dualidad fue degenerando en un estado de crónica tensión, que es una de las constantes de la historia de la Iglesia y que un día habría de terminar por provocar el cisma.
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3. Obispos y diócesis El obispo había sido, durante los primeros siglos, el jefe de la iglesia local, esto es, el pastor de una comunidad cuyos miembros residían en su gran mayoría en el ámbito de una ciudad. Las iglesias cristianas fueron durante largo tiempo comunidades casi exclusivamente urbanas, y dentro de la urbs se desarrollaba toda la acción de gobierno episcopal, ya que los campos, de ordinario, no habían sido todavía iluminados por el Evangelio. Cuando, a partir del siglo IV, se produjo en el mundo romano la cristianización de la sociedad, aquellos campos se abrieron a la Iglesia y el quehacer pastoral de los obispos rebasó las periferias urbanas, para extenderse a los espacios rurales y a sus pobladores campesinos. Entonces se abrió camino la noción de diócesis, como distrito territorial sobre el que se extendía la autoridad de un determinado obispo. Toda la superficie del mundo cristianizado fue dividida en diócesis, y nació entonces una geografía eclesiástica, puesto que se hizo preciso establecer con exactitud el perímetro de cada una de ellas y fijar los límites que separaban a las diócesis que eran vecinas entre sí. El obispo diocesano no tan solo presidía, como antes, una comunidad local, sino que estaba al frente de un determinado territorio, con su clero y sus iglesias rurales, y dirigía la vida cristiana dentro de los límites de aquel. Estos límites geográficos marcaban a la vez las fronteras de su propia autoridad pastoral y las leyes eclesiásticas se esforzaron por habituar a los obispos a cobrar sentido de lo que era la competencia territorial, y a no extralimitarse, invadiendo esferas que eran propias de otros obispos. Este abuso se dio, especialmente, en materia de ordenaciones sacerdotales y consistió en conferir órdenes fuera del propio territorio o a individuos pertenecientes a otras diócesis. La Iglesia urgió a los obispos a ejercer su potestad de orden y de gobierno tan solo dentro de los confines diocesanos y sobre el pueblo que regían como legítimos pastores. La designación de obispos, según la letra de algunos textos, continuaba correspondiendo al clero y al pueblo. Pero ya advertimos en otro lugar que este procedimiento dejó de ser generalmente viable desde el momento en que la sociedad entera se cristianizó y las muchedumbres populares se integraron en la Iglesia. Por esa razón, y pese a que las viejas fórmulas se siguieron a veces repitiendo y se remansaron casi por inercia en ciertos textos canónicos, a partir del siglo iv el pueblo fue gradualmente orillado de toda efectiva participación en las elecciones episcopales, y su intervención se redujo a una simple aclamación del elegido. El nombramiento fue de la incumbencia del clero diocesano y, en especial, de los obispos de las demás diócesis de la misma provincia eclesiástica, a los que correspondía consagrar al nuevo pontífice y que debían dar su asentimiento a la elección. Tal fue la disciplina universal formulada en el concilio de Nicea (325), aunque no debe perderse de vista que, en el terreno de las realidades, la intervención de emperadores y príncipes en las provisiones de sedes fue en ocasiones muy grande, y que las leyes de algunas iglesias particulares se hicieron eco de ella y la tuvieron por legítima. El concilio de Nicea prohibió también los traslados episcopales y, en general, el paso de clérigos mayores de una a otra iglesia, y el de Sárdica (343-344) decretó graves penas
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canónicas contra la práctica de mudar de sede, muy frecuente en aquellos momentos álgidos de la crisis arriana entre los obispos simpatizantes con la herejía. El fundamento escriturístico de la prohibición de los traslados episcopales era, según la doctrina de los Padres, la indisolubilidad del matrimonio: en un sentido alegórico se estimaba que el obispo, al ser nombrado, se desposaba espiritualmente con su iglesia, sellando una unión que tan solo la muerte podía romper; por eso, cualquier cambio de diócesis equivaldría simbólicamente a un adulterio. La prohibición de traslados fue también sancionada por alguna decretal pontificia. Sin embargo, desde el siglo v, la disciplina, en la práctica, se mitigó, entre otras razones, porque, a causa de las invasiones barbáricas, más de un obispo fue desplazado forzosamente de su sede. Pareció entonces que el bien de la Iglesia podía a veces pedir que a un obispo impedido de gobernar su diócesis se le pusiera al frente de otra iglesia. En los siglos siguientes se dieron en ocasiones traslados de obispos, aunque en otros momentos reverdecía briosamente el rigorismo, y esos traslados se consideraban de nuevo como gravemente ilícitos.
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4. El obispo y la sociedad En Occidente, el papel de los obispos cobró extraordinario relieve en los dramáticos tiempos finales de la Antigüedad. En el siglo V, la crisis del poder civil romano originó un gran vacío en la sociedad, que tan solo los obispos fueron capaces de llenar. La administración pública se desintegraba gradualmente y magistrados o funcionarios, desbordados por los acontecimientos, abandonaban misiones y tareas que hasta entonces habían sido siempre suyas. Los obispos se vieron obligados a intervenir en la vida de los pueblos, asumiendo una función de suplencia que les vino impuesta por las circunstancias. De un modo especial, les correspondió la protección de las gentes socialmente débiles –humiles, pauperes, miserabiles personae–, incapaces de defenderse por sí mismos, y huérfanos, también, de la tutela de un poder civil que se había desvanecido. En algunas regiones, el obispo tomó el título y el oficio de defensor civitatis y en todas partes, aun sin revestirse formalmente de esa magistratura civil, desempeñó la función de protector de su pueblo. La autoridad del obispo fue así, en muchas tierras occidentales, la única que se mantuvo en pie, al derrumbarse el armazón imperial romano. Muchos obispos fueron los organizadores de la defensa de sus ciudades, en medio de las turbulencias de la época de las invasiones y a veces perdieron la vida en esas luchas. La gran mayoría de los pastores permaneció junto a su pueblo, corriendo la misma suerte: un ejemplo insigne es el del anciano san Agustín, muriendo en su ciudad episcopal de Hipona sitiada por los vándalos. El obispo solía ser la única autoridad con prestigio moral para tratar con los caudillos barbáricos y capaz de proteger a los ciudadanos y aliviar su suerte. De este modo, en Occidente, los obispos se convirtieron en los jefes naturales de las poblaciones romanas, sometidas a los nuevos señores germánicos que tenían en sus manos el poder militar. Desde el siglo V, se hizo frecuente el caso de sedes episcopales ocupadas por personas procedentes de la aristocracia provincial, miembros de familias «senatoriales» que poseían vastas propiedades y gozaban de gran ascendiente en la región. Tal fue el caso, por ejemplo, de san Paulino de Nola, cónsul en su juventud, o de san Euquerio, senador y luego obispo de Lyon, y, sobre todo, del poeta Sidonio Apolinar, refinado personaje, yerno del emperador Avito y luego obispo de Clermont Ferrand, que hizo de la Auvernia el último baluarte de la romanidad en las Galias. La ocupación de obispados por miembros de las familias senatoriales indígenas es un claro indicio del relieve social que había alcanzado la función episcopal. El fenómeno fue muy frecuente en las Galias, pero se dio también en Hispania y en las demás regiones del Occidente romano.
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5. Las provincias eclesiásticas El Imperio Romano había creado una vasta organización territorial, cuya unidad administrativa típica era la provincia. Desde la época republicana, Roma, al ir extendiendo su dominio sobre un inmenso espacio geográfico, cuyo centro era la cuenca del Mediterráneo, introdujo para su gobierno el régimen provincial. Los territorios conquistados fueron divididos en grandes circunscripciones, que se denominaron «provincias» y tuvieron a su frente un gobernador, dotado de amplios poderes. El número de provincias se incrementó con el paso del tiempo, no tanto por la adquisición de nuevas conquistas como por la subdivisión en varias del territorio que con anterioridad había constituido una sola provincia, lo que ocurría a medida que se generalizaba y se hacía más intensa la romanización. En el siglo iv, el Imperio contaba con más de cien provincias. Las Galias se hallaban divididas en diecisiete y la Península Ibérica, en cinco. La Iglesia, en la época romano-cristiana, tuvo necesidad de crear una organización territorial, constituyendo circunscripciones de rango supradiocesano, que tuvieran entidad propia y estuviesen dotadas de órganos con peculiares funciones de gobierno y de acción pastoral. Esta organización –como dijimos– se hizo sobre la pauta de la división territorial de carácter civil: el territorio de cada provincia romana constituyó una demarcación eclesiástica, que fue llamada «provincia» en Occidente y «eparquía» en Oriente, y en la cual se integraban las diócesis que comprendía. El obispo de la «metrópoli» o capital de la provincia –el «metropolitano»– solía gozar de una cierta preeminencia sobre los demás, derivada en su origen de la superior importancia de su ciudad episcopal, centro de las comunicaciones y de la vida social de la región y lugar, por eso, el más a propósito para las reuniones de los obispos vecinos. El metropolitano tenía como una de sus principales funciones el control de las elecciones episcopales en las diversas diócesis de la provincia: su tribunal era, en el terreno judicial, la instancia superior ante la que podía apelarse contra las sentencias de los tribunales diocesanos: a él incumbía, de ordinario, la presidencia del concilio provincial. Las reuniones de obispos de una determinada región fueron ya frecuentes en el siglo III: pero a medida que la organización provincial se extendió por la Iglesia, la provincia se convirtió también en el módulo jurídico habitual de aquellas asambleas episcopales. El concilio fue el órgano colegial del episcopado de la provincia, donde se trataban las cuestiones de interés común, se resolvían diferencias y se legislaba sobre la vida religiosa. El concilio de Nicea estableció que los sínodos provinciales se reuniesen dos veces al año, pero era muy difícil asegurar una periodicidad tan frecuente. La insistencia con que hubo de reiterarse este precepto en siglos sucesivos, reducido luego a una sola reunión anual, parece indicar que la deseada periodicidad no pudo de ordinario conseguirse. La organización provincial no se introdujo de una sola vez en toda la Iglesia ni su implantación siguió el mismo ritmo en las distintas regiones. Fue un proceso gradual que estuvo, además, condicionado por la diversidad de circunstancias locales. En Egipto, hasta el siglo IV no se instituyó el régimen provincial y todo el país se hallaba bajo la inmediata autoridad del praefectus Aegypti. El reflejo de tal situación en el terreno
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eclesiástico fue la directa subordinación de las diócesis egipcias a la sede de Alejandría, hecho este que, como veremos, contribuyó notablemente a su encumbramiento. En África, el desarrollo de la organización provincial no llegó a alcanzar plena madurez a causa de la invasión vándala. En la península italiana, la parte meridional, llamada Italia suburbicaria, no fue dividida en provincias y las diócesis existentes en la región dependían directamente de la Sede romana. La organización metropolitana se implantó en las Galias de una manera progresiva, comenzando en el siglo IV por la región del sureste, que era la más cristianizada. En Hispania no hay síntomas claros de organización provincial eclesiástica hasta comienzos del siglo vi.
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6. Las grandes Sedes: los Patriarcados En la Iglesia latina, durante el siglo IV y en las centurias que le siguieron, encontramos sedes episcopales singularmente prestigiosas, cuya importancia superaba la de las simples capitales de una provincia eclesiástica. Tal ocurría a finales de aquel siglo IV en la Italia del norte con Milán, enaltecida por la personalidad de san Ambrosio y por el hecho de que la ciudad fue, en ocasiones, residencia imperial; tal sucedió después con la sede de Aquileia y con la de Rávena, morada de la Corte en las postrimerías del Imperio occidental, capital más tarde del Reino ostrogodo y de la Italia bizantina. En África del Norte, la sede de Cartago ejerció una auténtica primacía sobre todas las provincias eclesiásticas que formaban aquella Cristiandad romano-latina, y el origen de esa autoridad estuvo en la importancia de la ciudad, pero más todavía en la inmensa fama de que había gozado su obispo san Cipriano. La primacía cartaginesa tuvo su principal manifestación en los frecuentes concilios plenarios que, desde el siglo III, se celebraron bajo la presidencia del metropolita de la ciudad y con asistencia, a veces, de centenares de obispos. Las últimas décadas del siglo IV y las primeras del v fueron la edad de oro de la primacía cartaginesa. Luego, la invasión vándala segó en flor la vitalidad de la Iglesia africana, que nunca se repuso de la crisis ni recobró su antiguo vigor tras la reconquista bizantina. La primacía de Cartago, tan ligada a las reuniones de los concilios plenarios africanos, guarda semejanza con un fenómeno paralelo que se produjo tres siglos más tarde en la Península Ibérica: los concilios generales de Toledo y el nacimiento de la primacía toledana.
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Estas sedes o los Vicariatos apostólicos de Arles y Tesalónica gozaron de una indudable preeminencia en uno u otro momento de su historia. Pero su importancia fue ampliamente superada por algunas grandes sedes de Oriente, que fueron como las columnas sobre las que descansó la estructura de la Iglesia en aquella parte del mundo cristiano. El concilio de Nicea (325) reconoció una especial superioridad a tres sedes orientales: Alejandría, Antioquía y Jerusalén. A esta última, la ciudad santa por excelencia, se le atribuía una dignidad honorífica que no se tradujo en superioridad jurisdiccional hasta el siglo siguiente, cuando el concilio de Calcedonia (451) le subordinó tres provincias eclesiásticas y convirtió así a Jerusalén en un patriarcado de modestas proporciones. El concilio de Nicea proclamó, además, la efectiva primacía eclesiástica de Alejandría sobre todo Egipto y de Antioquía sobre los territorios que constituían la «diócesis» civil de Oriente. Recuérdese que en el cuadro administrativo del Bajo Imperio la «diócesis» fue una circunscripción territorial muy amplia; así, por ejemplo, la diócesis de las Españas comprendía la Península Ibérica más las Islas Baleares y la Mauritania Tingitana. La superioridad de las sedes de Alejandría y Antioquía se fundaba, sin duda, en la importancia de las dos urbes, capitales, respectivamente, de Egipto y Siria y principales ciudades de la parte oriental del Imperio; pero obedecía también a una razón intraeclesiástica, claramente relacionada con la tradición cristiana: el principio de apostolicidad. Alejandría había tenido por primer obispo al evangelista san Marcos y en Antioquía residió Pedro, el primero de los Doce, antes de trasladarse a Roma. Las dos iglesias habían sido, pues, «Sedes apostólicas», y el criterio de apostolicidad se convertía así en principio rector de la organización eclesiástica y en razón de ser de los Patriarcados, las sedes de rango superior de la Iglesia. Pero, entre tanto, se había producido un hecho de trascendentales consecuencias, y pronto tendrá que repercutir en la vida de la Iglesia: la aparición, a orillas del Bósforo, de Constantinopla, la nueva capital del Imperio de Oriente, y, al desaparecer el Imperio occidental, la capital del único Imperio superviviente, el Bizantino. Constantinopla se consideró desde sus orígenes como la «nueva Roma». La «joven Roma», heredera de la capitalidad imperial que antes había pertenecido a la «primera Roma», a la «Roma antigua». Paralelamente, en el terreno eclesiástico la sede de Constantinopla pretendió también elevarse hasta un nivel lo más cercano posible al de la Sede romana, y el concilio ecuménico celebrado allí en el año 381 atribuyó a sus obispos la primacía de honor, después del obispo de Roma, «en razón de que la ciudad es la nueva Roma». Esta exaltación de Constantinopla se consumó setenta años más tarde, en el concilio de Calcedonia. El concilio, como veremos, fue importantísimo para la historia del dogma y la doctrina cristológica formulada por el papa san León I recibió allí una adhesión entusiasta. Pero en Calcedonia se estimó insuficiente la preeminencia honorífica reconocida a Constantinopla en el concilio del 381. Ahora, el famoso canon 28 le atribuyó los mismos privilegios y honores que tenía la Sede romana y, además, sometió a su autoridad jurisdiccional todos los territorios del Imperio oriental no dependientes de los Patriarcados de Alejandría, Antioquía o Jerusalén: los que pertenecían a las «diócesis» civiles del Ponto, Asia y Tracia, más los obispados situados en países de «bárbaros», es
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decir, las tierras de misión. La razón aducida por el canon para el nuevo encumbramiento de la sede de Constantinopla es de orden temporal y político: la ciudad era la nueva Roma y ahora le cabía el honor de albergar al Emperador y al Senado. Los legados pontificios en Calcedonia protestaron contra el canon 28, porque veían en la elevación de la sede de Constantinopla a una situación excepcional en todo el Oriente una amenaza para la unidad de la Iglesia y para el propio Primado romano. El papa León I rehusó aceptar el canon, declarando que el fundamento del Primado de Roma no estaba en que hubiera sido capital imperial, sino en que era la sede de Pedro; y añadía que los lugares sucesivos en la Iglesia pertenecían a las otras sedes apostólicas, a Alejandría y Antioquía, tal como había dispuesto el concilio de Nicea. Pero el encumbramiento de Constantinopla era ya un hecho irreversible. A ello contribuyó de una parte la decadencia de los Patriarcados de Alejandría y Antioquía, como consecuencia de la aparición en ellos de unas iglesias nestoriana y monofisita, y de otra parte la gran importancia realmente alcanzada por la sede de la ciudad imperial. Constantinopla se convirtió así en el principal Patriarcado del Oriente cristiano y vino a ser su representación más cualificada frente a Roma y la Iglesia latina. La falta de unos orígenes apostólicos no dejó, sin embargo, de preocuparle, visto el valor que Roma daba a la apostolicidad como principio de organización de la Iglesia. A esta preocupación debió de responder la leyenda de la fundación de la sede de Bizancio por san Andrés y la traslación de las reliquias del Apóstol a Constantinopla, para que sobre ellas estuviese realmente asentada la cátedra patriarcal.
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7. El Pontificado romano y el Occidente cristiano La época que comienza con la cristianización del Imperio Romano fue de excepcional importancia para la historia del Primado. Hasta entonces, los Papas habían vivido a menudo en condiciones que hacían de hecho difícil un ejercicio de su autoridad suprema, que llegase a todas las iglesias del orbe cristiano. Ahora las circunstancias fueron más propicias y los Papas pudieron actuar con mayor libertad, tanto en los negocios de la Iglesia universal como en otros asuntos propios de las distintas iglesias particulares. Mas sería un error –como veremos– pensar que el ejercicio del Primado romano siguió una continua línea ascendente, sin conocer quiebras ni retrocesos. En el curso de los siglos siguientes, en la Cristiandad occidental surgieron situaciones históricas que dificultaron la acción del Papado en las iglesias y determinaron eclipses, no de la doctrina sobre el Primado, pero sí de su ejercicio efectivo. En cuanto al Oriente cristiano, su postura ante la Sede romana ofreció características peculiares, que examinaremos oportunamente. El Primado de Roma sobre la Iglesia universal tenía un fundamento dogmático que los Papas, a partir del siglo IV, se esforzaron por definir con la mayor claridad. San Dámaso (366-384), san León I (440-461), Gelasio (492-496) y san Gregorio Magno (590-604) figuran entre los principales expositores de esta doctrina, cuya formulación fue estimulada –como dijimos– por las crecientes aspiraciones de los Patriarcas de Constantinopla. No se funda la primacía romana –afirman los Papas– sobre una razón de orden político, como sería la capitalidad del Imperio, que constituía el argumento que ahora alegaban los obispos de la nueva Roma en favor de su preeminencia. El fundamento de la primacía romana está en la Sagrada Escritura, en el conferimiento del Primado a Pedro (Mt 16, 18), del que los Papas son legítimos sucesores. Por eso, los Obispos de Roma tienen en la Iglesia a través de los siglos aquella autoridad única y singular que Cristo concedió exclusivamente al Príncipe de los Apóstoles. Tan solo al Papa correspondía la sollicitudo omnium ecclesiarum –la cura pastoral sobre toda la Iglesia– y solamente él tenía la potestad suprema necesaria para su ejercicio. Los títulos expresan significativamente esta posición singular del obispo de Roma. A él se reservó la expresión «Papa», que antes había sido aplicada también a otros obispos; los Pontífices se intitularon «vicarios de san Pedro», «vicarios de Cristo», para significar la naturaleza de su Primado universal. Cuando, a fines del siglo vi, el obispo de Constantinopla comenzó a usar el ostentoso título de «Patriarca Ecuménico», Gregorio Magno, en manifiesta réplica, añadió a los títulos del obispo de Roma el humilde calificativo de «Siervo de los siervos de Dios». Desde el siglo IV, los Pontífices romanos ejercieron activamente su primacía sobre las iglesias de Occidente. Fueron muy numerosos los asuntos planteados ante la Sede romana y que los Papas resolvieron por medio de «cartas decretales». Frecuente fue, también, el envío por el Papa de legados –presbíteros o diáconos de la Iglesia romana–, para hacer llegar eficazmente la autoridad pontificia a las diversas iglesias. Especial significado tuvo la creación en el siglo v de dos Vicariatos apostólicos, uno en Arles, sede del Prefecto del pretorio de las Galias, y otro en Tesalónica, destinado este a afirmar la
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autoridad romana sobre la región fronteriza de la Iliria, que se disputaban Oriente y Occidente. En los últimos años del siglo V y principios del VI, los Papas designaron también vicarios apostólicos a título personal a tres obispos de Hispania. Mas, como advertimos antes, el ejercicio del Primado romano cerca de las iglesias de Occidente no siguió una línea de progreso continuo. Una etapa ascendente se inició con el papa san Dámaso y alcanzó hasta bien entrado el siglo VI, comprendiendo el pontificado de san León I y el Renacimiento Gelasiano. Se llama así a un período de florecimiento de la Iglesia romana, que tuvo lugar mientras la península italiana se hallaba bajo la égida del rey ostrogodo Teodorico el Grande. Durante este tiempo, desarrolló su actividad en Roma el célebre monje escita Dionisio el Exiguo, que introdujo la Era Cristiana como sistema de cómputo temporal y recopiló las colecciones canónicas que se conocen por eso con el nombre de dionisianas. Pero el Renacimiento Gelasiano terminó bruscamente, cuando al final del pontificado de Hormisdas (514-523) se abrió en Italia una época difícil y turbulenta, que restringió sobremanera la acción de los Papas cerca de las iglesias particulares de Occidente. La Guerra gótica, que exterminó a los ostrogodos, terminó con la conquista de Italia por Justiniano, que colocó a Roma dentro del ámbito político del Imperio de Oriente. El resultado fue un debilitamiento de las relaciones entre la Sede romana y las principales iglesias occidentales, la visigótica y la franca. Salvo el intervalo excepcional que supuso el pontificado de Gregorio Magno, Roma quedó sensiblemente aislada del Occidente cristiano durante la mayor parte de los siglos VI y VII. Los Papas tuvieron también importantes intervenciones en los grandes acontecimientos políticos que marcaron el tránsito de la Antigüedad al Medievo. Baste recordar, a título de ejemplo, el gesto de León I al salir al encuentro de Atila, que salvó a Italia de la invasión de los hunos (452), o su conducta a la hora del asalto de Roma por el rey vándalo Genserico. En otros momentos, los Papas se encontraron en difícil situación entre los ostrogodos arrianos dominadores de Italia y los emperadores católicos de Oriente. Cuando, desde finales del siglo VI, se debilitó el dominio bizantino, Gregorio Magno y los Papas de su época tuvieron que proteger el país y sus poblaciones frente a la amenaza permanente de los ducados longobardos de la Italia central.
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8. El Pontificado y la Iglesia de Oriente La acción de los Pontífices romanos en el Oriente, a partir del siglo IV, revela la firme convicción que tenían los Papas de la universalidad de su Primado, que se extendía a la totalidad del orbe cristiano. Pero el ejercicio del Primado tropezó en Oriente con mayores dificultades, que procedían de aquellos factores estudiados en otro lugar al señalar las diferencias entre el mundo latino y el griego, y también de otros más específicamente eclesiásticos: las tendencias autonomistas de los Patriarcados, las pretensiones de la Sede de Constantinopla y las agudas interferencias de los emperadores en la vida de la Iglesia. Un gran concilio, el de Sárdica (343-344), había sancionado el derecho de cualquier obispo del orbe a apelar, como instancia suprema, al Romano Pontífice, lo que significaba, naturalmente, el reconocimiento de la jurisdicción universal del Papa sobre las iglesias. Hubo, en efecto, recursos de obispos orientales a Roma en cuestiones de notable importancia. Mas prevaleció de ordinario una actitud recelosa, que trataba, sobre todo, de impedir cualquier intervención de Roma en el terreno disciplinar. El encumbramiento del Patriarcado de Constantinopla acentuó esta tendencia, que cristalizó, finalmente, en una postura bien visible ya en el concilio de Calcedonia, y que expresa en estos términos el punto de vista oriental: atribución de una primacía de honor a la Sede romana; reconocimiento de la autoridad del obispo de Roma en materia doctrinal; pero desconocimiento de una potestad disciplinaria de los Papas sobre las iglesias de Oriente. Las relaciones entre Roma y Constantinopla registraron ya a finales del siglo v una primera ruptura, que no fue definitiva, pero sirvió de anuncio de otras más graves que se producirían en el futuro: el cisma de Acacio. Patriarca de Constantinopla desde el año 471 al 489, Acacio se inmiscuyó abiertamente en los asuntos internos de los Patriarcados de Antioquía y Alejandría, e instigó al emperador Zenón para que publicase un edicto dogmático –el Henoticon– tendente a una conciliación con los monofisitas (482). El papa Félix II excomulgó a Acacio y le depuso del Patriarcado, y este respondió haciendo borrar el nombre del Papa de los dípticos de la iglesia de Constantinopla. Así surgió el primer cisma de la Iglesia de Oriente, que se prolongó durante más de treinta años. El papa Hormisdas (514-523), con ayuda de Justiniano, sobrino del emperador reinante Justino y su futuro sucesor, consiguió poner fin al cisma. Todos los obispos bizantinos suscribieron el Libellus Hormisdae, un documento pontificio en que se definía expresamente el Primado romano. Los Papas, por su parte, aceptaron de hecho considerar a Constantinopla como la segunda sede de la Iglesia. Esta situación se mantuvo en sus líneas fundamentales durante los siglos siguientes, a pesar de las ulteriores crisis que surgieron entre Roma y la Iglesia bizantina.
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9. Los concilios ecuménicos La tradición conciliar, existente en las iglesias desde los siglos II y III, alcanzó renovado vigor cuando llegó la hora de paz y libertad para la Iglesia. Las asambleas eclesiásticas podían ahora celebrarse más fácilmente y los obispos, como vimos antes, comenzaron a reunirse en sínodos y concilios de diversa amplitud, provinciales los unos, plenarios o regionales en otras ocasiones. Pero entre todos destacan los concilios ecuménicos celebrados a partir del siglo IV que, como su nombre indica, asumían la representación del orbe cristiano y que tuvieron el carácter de órganos colegiales supremos de la Iglesia universal. Ocho concilios ecuménicos, reunidos entre los siglos IV y IX integran este primer ciclo de la historia conciliar de la Iglesia. Fueron los siguientes por orden cronológico, con una sucinta mención de sus aportaciones esenciales a la formulación del dogma: el I de Nicea (325) definió la consustancialidad del Hijo con el Padre y condenó la doctrina de Arrio; el I de Constantinopla (381) definió la divinidad del Espíritu Santo; el concilio de Éfeso (431) condenó a Nestorio y proclamó la maternidad divina de María; el concilio de Calcedonia (451) condenó el monofisismo y definió la doctrina de las dos naturalezas en la única persona de Cristo; el II de Constantinopla (553) condenó como nestorianas las doctrinas de los Tres Capítulos; el III de Constantinopla (680-681) formuló la doctrina de las dos voluntades en Cristo y condenó el monotelismo; el II de Nicea (787), celebrado después de la primera oleada iconoclasta, formuló la doctrina sobre el culto de las imágenes; y, finalmente, el IV concilio de Constantinopla (869-870) –que los griegos no reconocen como ecuménico– puso fin al cisma producido en el primer patriarcado de Focio. El carácter ecuménico de estos concilios es un problema histórico y teológico a la vez, que requiere algunas precisiones. No deriva ese carácter de que en ellos se hallase presente la totalidad moral de los obispos de la Cristiandad, ya que esos concilios se reunieron todos en Oriente y los asistentes, en su inmensa mayoría, fueron orientales, con muy escasa representación del episcopado occidental. Tampoco deriva su ecumenicidad del hecho de haberse reunido en virtud de una convocatoria del Romano Pontífice, pues, aunque varios de ellos fueron promovidos por una iniciativa pontificia, en todo caso la convocatoria del concilio procedió del emperador, que era la única autoridad capaz de hacer materialmente posible la reunión de una asamblea constituida por tan crecido número de obispos y de tan diversas procedencias. El reconocimiento como ecuménico de un gran concilio, en el que se adoptaron importantes decisiones en materia de fe y de disciplina, se fundamentó en su recepción por la Iglesia universal, manifestada, sobre todo, por la confirmación que los Papas, en virtud de su Primado, otorgaron a las actas y decretos; este es el criterio válido para establecer la ecumenicidad de los ocho primeros concilios. Esa sanción fue expresada de diversos modos por el magisterio supremo de los Papas, y así vemos, por lo que hace a los cuatro concilios ecuménicos más antiguos, que san Gregorio Magno declaró que «recibía y veneraba a los cuatro primeros concilios como a los cuatro libros del Evangelio». En varios casos se produjo una formal confirmación pontificia al final del concilio, como cuando, tras la
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terminación del Concilio III de Constantinopla, el papa León II se encargó de obtener la adhesión del episcopado occidental. Así, de una forma o de otra se manifestó la aprobación pontificia y la aceptación por la Iglesia universal, que confirió el carácter de ecuménico a un determinado concilio. Los ocho primeros concilios, como dijimos, se celebraron en Oriente, convocados por el emperador, que a veces asistió a alguna sesión, y siempre tuvo una activa intervención en sus reuniones. El Papa estaba, de ordinario, representado por sus legados, que ocupaban un lugar de honor. Terminado el concilio, el emperador solía promulgar edictos confirmatorios, que garantizaban el respaldo de la autoridad civil en orden al efectivo cumplimiento de sus decisiones. Los cuatro primeros concilios gozaron de especial veneración en la Iglesia y sus Símbolos o profesiones de fe se consideraban como la norma más firme de la doctrina ortodoxa. Ya se vio el altísimo concepto en que tenía a estos concilios el papa Gregorio Magno. El emperador Justiniano, por su parte, les dedicó una ley especial, la novela 131, y en ella equiparaba sus decisiones dogmáticas a la Sagrada Escritura y confería a los cánones disciplinares la consideración de leyes del Imperio.
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10. El emperador cristiano Esta visión panorámica de los órganos de la autoridad en la Iglesia quedaría incompleta si no se hiciera mención del papel jugado a partir de Constantino por el emperador cristiano. El emperador era, sin duda, un miembro de la Iglesia, un fiel cristiano sujeto a la autoridad de los Pastores, que podían sancionarle con penas espirituales cuando pecaba, como hizo san Ambrosio al excluir de la comunión a Teodosio, culpable de haber ordenado la matanza de Tesalónica. Pero el emperador cristiano era mucho más que un simple fiel y tenía una misión que cumplir en la Iglesia, como ya advertía Constantino cuando tomaba para sí el significativo título de «obispo del exterior». Los emperadores jugaron, sin duda, un papel importantísimo en la cristianización de la sociedad, ya que fueron los autores de la transformación de las leyes que regían la vida de los pueblos, para adecuarlas a los preceptos de la moral evangélica. A los emperadores se debió el nacimiento de un Derecho romano cristiano. La contrapartida de esta beneficiosa acción de la autoridad imperial fueron las intromisiones frecuentes en la vida de la Iglesia, que llegaron a su grado máximo en el cuadro histórico del llamado «cesaropapismo» bizantino. En Occidente, la debilidad del poder imperial romano, mientras este existió, hizo mucho menos sensibles las interferencias. Merece especial atención la tendencia que mostraron los emperadores a intentar dar soluciones políticas eclécticas a cuestiones doctrinales. Con ocasión de las grandes disputas teológicas que a partir del siglo IV agitaron la Iglesia y enfrentaron a veces las poblaciones de las diversas partes del Imperio, se dio el caso de emperadores que, más preocupados por la razón de estado de conseguir la unidad del Imperio que por la primacía de la verdad dogmática, trataron de armonizar las divergencias y procurar un compromiso doctrinal. Así ocurrió, por ejemplo, en el siglo IV con las diversas formas de semiarrianismo, propugnadas por los emperadores de la dinastía constantiniana, y en el siglo VI con la fórmula del monotelismo, en la que Heraclio confió para salir al paso de las inclinaciones secesionistas de las poblaciones monofisitas de Egipto y Siria. La Iglesia, como es natural, no podía admitir concesiones que afectasen a la doctrina de la fe por razones de conveniencia política. Las relaciones entre el poder espiritual y el temporal y la función del emperador cristiano fueron tratados por la literatura patrística desde el siglo iv. Especial importancia tuvo la obra de san Agustín y los principios doctrinales expuestos por el papa Gelasio en su carta al emperador Anastasio, y por Gregorio Magno en otra carta dirigida al emperador Mauricio. Ambos poderes, se afirma, procedían de Dios y eran distintos entre sí; pero tanto el uno como el otro, el de la Iglesia y el del emperador, debían ser fieles instrumentos para la realización de los planes divinos en el mundo y contribuir a la par al designio común de facilitar a los súbditos la consecución del fin último del hombre, la salvación eterna. En fin, el emperador cristiano, como poder secular, dispensaba una protección que la Iglesia juzgaba entonces indispensable. Por eso, cuando los emperadores bizantinos del siglo VII dejaron de ser para la Santa Sede un eficaz escudo defensivo contra los longobardos, los Papas dirigieron su mirada hacia Occidente y
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buscaron en el rey franco el auxilio que no podían ya esperar del emperador oriental. El siguiente paso, que llegó con Carlomagno, fue la «renovación» del Imperio Romano y la coronación de un nuevo emperador cristiano occidental.
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IX. LA EDAD DE LOS PADRES Y LA FORMULACIÓN DEL DOGMA TRINITARIO 1. La edad de oro de la patrística Los siglos IV y V, durante los cuales la ciencia teológica realizó inmensos progresos, constituyen la edad de oro de la patrística. Coincidiendo con la conquista de la libertad por la Iglesia, toda una legión de personalidades excepcionales hizo irrupción en el horizonte espiritual del mundo greco-latino, abriendo un profundo surco en la historia cristiana: son los Padres de la Iglesia. Esta denominación, ampliamente consagrada por el uso, sirve para designar concretamente a aquellos ilustres personajes en los que se aunó la ciencia sagrada más eminente con la santidad personal públicamente proclamada por la Iglesia. Así se distinguen de los llamados simplemente «escritores eclesiásticos», en los cuales podía no darse, como en los Padres, el brillo de la santidad o la plena ortodoxia de la doctrina. Los Padres de la Iglesia aparecen a lo largo de un período histórico extenso, y el apelativo se aplica incluso a san Bernardo, que ha sido llamado el «último de los Padres». Pero la edad patrística por excelencia fue, sin duda, la comprendida en los siglos romano-cristianos, que registraron el florecimiento de una pléyade de Padres de la Iglesia, tanto griegos como latinos, y lo mismo en el ámbito helenístico que en el occidental. El esplendor de la patrística que se registra a partir del siglo IV no carecía, con todo, de una preparación y de unos precedentes. Se dijo antes que en el siglo III existió una verdadera ciencia teológica y que algunos grandes eclesiásticos del Oriente, sobre todo Orígenes, hicieron ya no solo apologética o catequesis, sino auténtica teología. En el siglo III tuvieron su origen algunas de las famosas «escuelas», que continuaron marcando con su impronta peculiar a muchos «Padres» de los tiempos posteriores. Es importante no perder de vista esta idea de continuidad, que ilumina la evolución doctrinal y ayuda a comprender las posturas teológicas adoptadas ante los problemas que se irán planteando, al hilo de la formulación de las grandes verdades del dogma cristiano. Estos problemas, y el clima de libertad en que se movía ahora la Iglesia, fueron los principales acicates que promovieron el esfuerzo creador y el consiguiente florecimiento de la ciencia sagrada. El proceso histórico de la formulación del dogma tuvo como capítulos principales las definiciones llevadas a cabo por los grandes concilios ecuménicos, en los que se proclamó solemnemente la doctrina ortodoxa acerca de una serie de cuestiones fundamentales de la fe cristiana, frente a desviaciones y errores que recibieron el nombre de herejías. De todo ello trataremos a continuación, pero parece conveniente, antes de hacer la historia de la gran batalla doctrinal de los siglos IV al VII, dar siquiera una breve noticia acerca de sus protagonistas, los ilustres defensores de la fe católica. Tratemos de recordar quiénes fueron los grandes Padres de la Iglesia, orientales y latinos, y cuáles sus aportaciones fundamentales a la elaboración de la doctrina y a la construcción científica
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de la teología cristiana. La misma abundancia de Padres en aquellos siglos exige que nos limitemos tan solo a mencionar las figuras más sobresalientes.
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2. Los grandes Padres orientales La historia del dogma en el siglo IV tuvo como uno de sus grandes forjadores a san Atanasio (295-373). Su existencia heroica discurrió en medio del fragor del incesante combate doctrinal, que en repetidas ocasiones le acarreó la persecución y el destierro. Atanasio es el símbolo de la ortodoxia católica frente al arrianismo, y nadie podría serlo con mejor derecho, porque toda su vida y su obra las consagró apasionadamente a ese gran empeño. Como teólogo, su doctrina fundamental es la defensa del Hijo consustancial –homousios– al Padre, que contribuyó a hacer prevalecer en el concilio de Nicea (325) y expuso después ampliamente en su principal obra dogmática, los tres Discursos contra los arrianos. San Atanasio, al explicar la naturaleza y la generación del Verbo, puso las bases del futuro desarrollo de la doctrina trinitaria. Pero la atención prestada a la teología de la Trinidad, entonces en primer plano, no le impidió abordar cuestiones propiamente cristológicas, que pronto alcanzarían vivísima actualidad. Atanasio jugó también un papel preponderante en la propagación del ascetismo cristiano gracias a su Vida de San Antonio, que se difundió ampliamente y consiguió enorme éxito. La batalla doctrinal del arrianismo, combatida en sus momentos más duros por san Atanasio, fue definitivamente vencida gracias, sobre todo, a tres Padres del Asia Menor, estrechamente vinculados entre sí, que la fama ha bautizado con el título común de «los grandes Capadocios»: los hermanos Basilio de Cesarea (330-379) y Gregorio de Nisa (335-394?) y su amigo Gregorio de Nacianzo (328/29-389/90). Los tres desarrollaron su principal actividad en la segunda mitad del siglo IV y, aunque eran muy distintos por su personalidad y temperamento, estuvieron estrechamente unidos en la doctrina y servicio de la Iglesia. San Basilio, al que se apellidó el «Grande», fue un eminente hombre de gobierno, legislador monástico y, desde el año 370, obispo de Cesarea. Sus escritos sobre la teología de la Trinidad fueron muy importantes, porque de una parte refutaron categóricamente el arrianismo puro, representado por Eunomio, y por otra, al esclarecer algunos conceptos teológicos fundamentales, abrieron el camino para que los semiarrianos fueran nuevamente atraídos a la Iglesia y la doctrina trinitaria de Nicea se aceptara universalmente en el concilio I de Constantinopla (381). Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, obispos también, carecían, sin embargo, de las dotes pastorales de Basilio, y el primero renunció a la sede constantinopolitana, después de un breve pontificado. Fueron, en cambio, grandes teólogos, especialmente el Niseno, y en cuanto tales hicieron avanzar sobremanera la doctrina de la Trinidad y sostuvieron de modo expreso la divinidad del Espíritu Santo, proclamada por el concilio I de Constantinopla. Su doctrina cristológica preparó también el camino a las futuras definiciones dogmáticas del siglo V. Dos Padres más conviene todavía citar, si queremos recordar al menos las figuras más representativas del Oriente: San Juan Crisóstomo y san Cirilo de Alejandría. San Juan Crisóstomo (344-407) es el único de los grandes Padres orientales que, por su origen y formación intelectual, procede de la Escuela de Antioquía. Obispo de Constantinopla en
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el año 397, se enfrentó con la corte de los emperadores Arcadio y Eudoxia, fue desterrado, llamado de nuevo a la sede y finalmente depuesto y exiliado hasta la muerte. El sobrenombre de Crisóstomo, «Boca de oro», proviene de su extraordinaria elocuencia, que le consagró como el máximo orador entre todos los Padres griegos. No fue un teólogo especulativo, pero escribió algunos tratados, como los seis libros Sobre el sacerdocio, la más difundida de sus obras. Estas fueron, sobre todo, homilías, fruto de su incansable predicación y fuente de gran valor para el conocimiento de la realidad histórica, religiosa y social de su época. El nombre de san Cirilo de Alejandría está inseparablemente unido a las disputas cristológicas del siglo V y a la historia de la mariología. Frente a la doctrina nestoriana de la existencia en Cristo de dos personas separadas, Cirilo afirmó la unión hipostática y la única persona de Cristo; frente a la negativa de Nestorio y de ciertos antioquenos a confesar la Maternidad divina de María, madre tan solo, según ellos, del hombre Cristo, Cirilo, haciendo uso de la expresión empleada ya por los dos Gregorios de Nacianzo y de Nisa, designó a María con el título de Theotokos –Madre de Dios– y promovió la sanción oficial de esta doctrina en el concilio de Éfeso (431).
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3. Los Padres de la Iglesia de Occidente La crisis arriana del siglo IV sacudió con violencia la parte oriental del Imperio. En Occidente, su repercusión fue menor y tan solo san Hilario de Poitiers aparece como figura de primera fila en la defensa de la ortodoxia católica, con un importante tratado sobre la Trinidad. Pero la serie de los grandes Padres occidentales se abre propiamente con san Ambrosio, gobernador primero y luego obispo de Milán (333-397). San Ambrosio fue, sin duda, uno de los hombres más influyentes de su época, que vivió en el epicentro mismo de la historia de aquel tiempo y actuó como protagonista en varios episodios trascendentales. Por eso su importancia deriva, mucho más que de los escritos, de su personalidad y de sus obras memorables. Ambrosio influyó poderosamente en la conversión de san Agustín, y en las difíciles circunstancias por que atravesaba el Imperio Romano le tocó respaldar con su ayuda y su consejo a varios emperadores: a Graciano, que le veneraba como a un padre; a Valentiniano II, asesinado a los veinte años, cuyas exequias celebró en 392, a Teodosio, a quien tuvo que excomulgar por un pecado de gobernante, la matanza de Tesalónica, pero que fue su amigo y a cuya muerte pronunció la oración fúnebre. El prestigio de san Ambrosio fue tanto que trascendió hasta lejanas iglesias y se comunicó a su propia sede de Milán –la iglesia ambrosiana– que alcanzó una posición de preponderancia en toda la Italia del norte. La Sagrada Escritura, en la época de los Padres, tuvo su más ilustre cultivador en San Jerónimo (342-420). Dálmata de origen, Roma y Belén fueron sucesivamente los principales escenarios de su vida. Historiador en las Crónicas, biógrafo en los Varones ilustres, director espiritual o polemista en la correspondencia, san Jerónimo fue, por encima de todo, el gran traductor y comentarista de la Escritura. Poseía una inmensa erudición y conocimientos lingüísticos que resultan asombrosos para aquellos tiempos: dominaba a la perfección latín, griego y hebreo y, en menor grado, las lenguas caldea y aramaica. San Jerónimo realizó una labor de revisión de gran parte de la «Itala», la versión latina de la Biblia entonces más en uso; pero su obra máxima fue la traducción de numerosos libros de la Biblia, directamente del hebreo o el arameo al latín, traducción que dio lugar al texto que se conoce con el nombre de la «Vulgata». El concilio de Trento, sobre la base del legítimo y tradicional uso de la Iglesia, declaró la autenticidad de la «Vulgata», lo cual equivale a decir que, en materia de fe y costumbres, esta versión de la Biblia se halla enteramente inmune de cualquier error. San Agustín (354-430) fue sin duda el más genial de los Padres de la Iglesia de Occidente y una de las figuras clave en toda la historia de la teología cristiana. Su obra escrita es ingente y abarca, además, una amplísima gama de materias y géneros literarios. La historia de su vida, especialmente su conversión, queda en buena parte recogida en la autobiografía espiritual, que lleva por título las Confesiones y constituye una de las joyas de la literatura universal de todos los tiempos. San Agustín contempla también el mundo que le rodea, y se interroga acerca del significado que pudieran tener los turbadores acontecimientos de su época: la rueda maestra del mundo antiguo, el Imperio Romano que ahora era un Imperio cristiano, se hallaba en trance de muerte, agotadas sus fuerzas
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y a punto de ser abatido por el vendaval de las invasiones bárbaras. Los paganos presentaban las desgracias de Roma como señal divina, como un castigo de los dioses airados contra ella por el abandono de la vieja religión. Muchos espíritus, impregnados por la civilización antigua e imbuidos de la idea de la «eternidad» de Roma estaban conturbados. ¿Cuál podría ser, en verdad, el sentido providencial de los tiempos, cuáles los misteriosos designios de Dios? San Agustín, para responder a este gran interrogante, escribió la Ciudad de Dios, un inmenso ensayo de teología de la historia que es, a la vez, una obra maestra de la apologética cristiana. San Agustín, en homilías o comentarios escritos, hizo la exégesis de los diversos libros del Antiguo y Nuevo Testamento. Pero la principal contribución a la elaboración de la doctrina teológica se encuentra, sobre todo, en sus obras de carácter dogmático o polémico. El extenso tratado acerca De la Trinidad es el más importante de sus tratados doctrinales y representa un capítulo fundamental en la elaboración de la doctrina trinitaria. En otros tratados o escritos de controversia, san Agustín desarrolló muchos temas esenciales de la doctrina católica: la fe y las buenas obras, la gracia, la predestinación, el matrimonio, la teología sacramental, etc. No hay aspecto de la ciencia de Dios que sea orillado en la obra enciclopédica de san Agustín. En verdad puede afirmarse que, cuando, en el año 430, la vida mortal de Agustín llegaba a su término en Hipona, su ciudad episcopal sitiada por los vándalos, la teología había dado un inmenso avance y en la Iglesia se había producido un enriquecimiento doctrinal, del que se beneficiarían ampliamente las edades futuras. Dos Padres de la Iglesia que fueron Pontífices romanos deben todavía mencionarse para cerrar la serie de los grandes Padres occidentales: San León y san Gregorio. A los dos les ha llamado la Iglesia con el apelativo de Magno, que no volveremos ya a encontrar admitido con unánime consenso en toda la historia del pontificado. León I contribuyó decisivamente a la elaboración de la teología del Primado romano y a su fundamentación doctrinal, no sobre razones temporales de conveniencia, como sería la capitalidad imperial de Roma, sino sobre la base inconmovible del conferimiento del Primado a Pedro, roca sobre la que se asienta la Iglesia, cuya sucesión y oficio corresponde al Papa, Vicario de Pedro y Vicario de Cristo en la tierra. San León tuvo también una participación principal en la formulación del dogma cristológico y su doctrina sobre las dos naturalezas en Cristo, contenida en la carta que dirigió al obispo Flaviano de Constantinopla, fue adoptada como regla de fe por el concilio de Calcedonia. El último de los grandes Padres de Occidente fue san Gregorio Magno (540-604). Gregorio, Papa desde el año 590, emerge como una figura excepcional que rompe la tónica de oscuridad que tuvo durante siglos la historia del Pontificado. No puede, por tanto, sorprender que la Edad Media le considerara como el gran maestro y que sus escritos alcanzaran difusión y popularidad grandísimas. El epistolario de san Gregorio es inmenso, prueba de una incansable actividad y sus cartas se dirigen a destinatarios esparcidos por todas las regiones del orbe cristiano. La Exposición sobre el libro de Job, pronto conocida por los Morales, y los Diálogos fueron obras leídas por toda la Cristiandad occidental. Una muestra del prestigio de san Gregorio la tenemos en el célebre viaje que medio siglo
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después de su muerte hizo a Roma Tajón de Zaragoza, con el exclusivo objeto de copiar varios de sus escritos que todavía no se conocían en España. El nombre de Gregorio Magno ha quedado también inscrito para siempre en la historia de la Liturgia, que le recuerda como el organizador del canto gregoriano.
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4. La formulación del dogma trinitario: el arrianismo Los Padres de la Iglesia, desde el siglo IV, tuvieron, como se ha visto, una destacada intervención en la elaboración de la doctrina teológica sobre varios aspectos fundamentales de la fe cristiana. Mas el esfuerzo desplegado por la Iglesia en este terreno no se desarrolló en la realidad histórica como una pacífica tarea intelectual de algunos estudiosos, sino que fue auténtica batalla por la verdad, en la cual hizo falta superar obstáculos, combatir errores y expresar con exactitud el preciso contenido de la doctrina católica. Por esa razón, la edad de oro de la patrística resulta ser también época de grandes herejías, a propósito de cuestiones medulares de la fe cristiana, como la Santísima Trinidad, la persona de Cristo o la Gracia. Pero puede afirmarse que tantas dificultades no fueron baldías, porque sirvieron de providencial acicate a la formulación del dogma cristiano, que la Iglesia realizó sobre todo en los concilios ecuménicos reunidos en Oriente entre los siglos IV y VII. La formulación del dogma de la Santísima Trinidad tuvo lugar en el siglo IV, en el curso de una gran batalla teológica, en que la ortodoxia católica tuvo como principal adversario la herejía que recibió el nombre de arrianismo. Los precedentes doctrinales del arrianismo han de buscarse en determinadas doctrinas que, desde el siglo III, ponían el acento con exagerada insistencia sobre la perfecta unidad de Dios. Esa exaltación exclusiva de la unidad divina podía llegar a destruir la distinción de Personas en la Trinidad, que es la consecuencia a que había llegado el sabelianismo, que toma el nombre de Sabelio, su principal representante. Según esta doctrina, existía tan solo una Persona divina, en el sentido de que el Padre y el Verbo constituían una misma Persona y eran únicamente diversas las formas, los «modos» de manifestación –modalismo–. Pero el excesivo hincapié sobre la unidad divina podía también dar lugar –y lo había dado, en efecto– a errores de diverso signo: el subordinacionismo en sus diversas variedades, que tendía a supeditar, a «subordinar» al Hijo frente al Padre haciéndole inferior a Él, bien por negar al Hijo el atributo de eternidad, bien por rebajar su naturaleza con respecto a la del Padre, o bien por considerar a Cristo como simple hombre, aunque dotado de una dynamis, de una singular fuerza divina. La doctrina de Sabelio y el subordinacionismo habían sido condenadas en un sínodo romano del año 262, celebrado bajo el pontificado del papa Dionisio (259-268). Pero la concepción subordinacionista cobró nuevo incremento gracias a las enseñanzas de Arrio, presbítero alejandrino natural de Libia y formado, según parece, en la escuela teológica de Antioquía. Arrio (256-336) profesaba un subordinacionismo radical, ya que no tan solo subordinaba el Hijo al Padre en naturaleza, sino que le negaba la naturaleza divina. Su postulado fundamental era la unidad absoluta de Dios, fuera del cual todo cuanto existe es criatura suya. El Verbo habría tenido comienzo, no sería eterno, sino tan solo la primera y más noble de las criaturas, aunque, eso sí, la única creada directamente por el Padre, ya que todos los demás seres habrían sido creados a través del Verbo. El Verbo, por tanto, no sería Hijo natural, sino Hijo adoptivo de Dios, elevado a esta dignidad en
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virtud de una gracia particular, por lo que en sentido moral e impropio era lícito que la Iglesia le llamase también Dios. Arrio expuso su doctrina en diversos sermones y obras, las más importantes de las cuales fue la titulada Thalia, el Banquete. El arrianismo consiguió una rápida difusión, porque simpatizaron con él los intelectuales procedentes del helenismo, racionalistas y familiarizados con la noción del Dios supremo, el Summus Deus; contribuyó también a su éxito el concepto de Verbo que proponía y que entroncaba con la idea platónica del Demiurgo, en cuanto era un ser intermedio entre Dios y el mundo creado y artífice, a su vez, de la creación. Las consecuencias de esta doctrina eran gravísimas, porque afectaban a la esencia misma de la obra de la Redención: si Jesucristo, el Verbo de Dios, no era Dios verdadero, su muerte careció de eficacia salvadora y no pudo haber verdadera redención del pecado del hombre. La Iglesia de Alejandría se dio pronto cuenta de la trascendencia del problema, y su obispo, Alejandro, trató de disuadir a Arrio de su error. Mas la actitud de Arrio era irreductible, y en el año 318 hubo de ser condenado por un concilio de cien obispos de Egipto. Poco tiempo después el arrianismo se había convertido en un problema de la Iglesia universal, que exigió la convocatoria de la primera asamblea ecuménica de la Iglesia, el Concilio de Nicea.
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5. El Concilio de Nicea y el posconcilio El concilio congregó alrededor de 300 obispos, que se reunieron entre el 20 de mayo y el 25 de julio del año 325 en el palacio imperial de verano de Nicea, bajo la presidencia, según parece, del obispo Osio de Córdoba. Arrio en persona defendió su doctrina, pero los defensores de la ortodoxia, conducidos por Marcelo de Ancira y el diácono alejandrino Atanasio, obtuvieron la aprobación de un «Símbolo» de la fe que definía inequívocamente la divinidad del Verbo, empleando un término que expresaba con la máxima precisión la doctrina trinitaria: homousios, consustancial. El Hijo, Jesucristo, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado» es «consustancial» al Padre. El Símbolo fue aprobado casi por unanimidad; Arrio y los dos únicos obispos que rehusaron recibirlo fueron excluidos de la comunión de la Iglesia y desterrados. La época del posconcilio de Nicea –un posconcilio que duró más de medio siglo– aparece como una página asombrosa y contradictoria de la historia cristiana. El arrianismo, que parecía definitivamente superado, reaccionó pocos años después con inusitada violencia, y durante mucho tiempo siguió constituyendo una grave amenaza para la Iglesia. El fautor de ese sorprendente cambio de rumbo fue el partido filoarriano que encabezó el obispo Eusebio de Nicomedia. Eusebio, que, pese a su simpatía por Arrio, había suscrito el Símbolo niceno, era un prelado político e intrigante, y gracias al favor de Constancia, hermana del emperador Constantino, consiguió una decisiva influencia cerca de la Corte y de la familia imperial. Eusebio logró persuadir a Constantino, preocupado por restaurar la unidad religiosa del Imperio, de que el único obstáculo a esa unidad provenía de los defensores de la fe de Nicea, y consiguió que se iniciase contra ellos una dura persecución. Los principales obispos nicenos del Oriente fueron privados de sus sedes, y Atanasio, que era ya obispo de Alejandría, fue desterrado una y otra vez. Muchas diócesis, sobre todo el Asia Menor, fueron entregadas a obispos arrianos y, en los años finales de Constantino o bajo los emperadores pro arrianos Constancio y Valente, hubo momentos en que pareció que el arrianismo iba a prevalecer en la Iglesia, como más tarde escribiría de modo muy expresivo san Jerónimo: «La tierra entera gimió y descubrió con sorpresa que se había vuelto arriana». Varios concilios se reunieron, sobre todo en tiempo del emperador Constancio, con el objeto de restaurar la unidad de la Iglesia y se compusieron diversas fórmulas que trataban vanamente de lograr una conciliación doctrinal. Ocurrió más bien lo contrario, y así, desde mediados del siglo IV, el propio arrianismo se escindió en tres facciones: los arrianos puros, «anomeos», que profesaban que el Hijo era «desemejante» en todo al Padre; los «homeos», llamados así por sostener que el Hijo era semejante –homoios– al Padre; y finalmente, los semiarrianos, los más próximos a la ortodoxia nicena, que reconocían al Hijo como «semejante en todo» o «semejante en la sustancia» al Padre. Superadas estas tentativas de compromiso, el arrianismo fue por fin definitivamente superado gracias al esfuerzo teológico de los Padres Capadocios, que atrajo a muchos semiarrianos a la doctrina nicena, y gracias también a la firme adhesión del emperador
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Teodosio a la ortodoxia católica. Teodosio, para poner solemne término a tan larga lucha, reunió el concilio I de Constantinopla. Desde entonces, el arrianismo, desaparecido del horizonte teológico de la Iglesia universal, subsistiría tan solo –y así volveremos a encontrarlo– como la forma peculiar de cristianismo de la mayoría de los pueblos germánicos invasores del Imperio occidental.
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6. El Concilio I de Constantinopla y la divinidad del Espíritu Santo Las controversias doctrinales suscitadas por el arrianismo se habían centrado en torno al tema de la divinidad del Hijo. Mas, en buena lógica, quienes negaban la consustancialidad del Verbo con el Padre y lo consideraban solo como la primera de las criaturas, con mayor razón aún debían negar, si eran consecuentes con su doctrina subordinacionista, la divinidad del Espíritu Santo, que sería criatura del Hijo, el creador de todos los demás seres. La formulación expresa de esta doctrina de la no divinidad del Paráclito fue hecha, avanzada ya la controversia arriana, por el obispo Macedonio de Constantinopla, quien afirmó que el Espíritu Santo era tan solo una criatura, superior en dignidad a todos los ángeles y especial dispensador de las gracias. Esta doctrina fue llamada macedonianismo, en atención al nombre de su principal representante, y sus seguidores se denominaron macedonianos o «pneumatómacos», adversarios del Espíritu. La doctrina macedoniana fue inmediatamente rechazada por san Atanasio, el gran luchador de la batalla antiarriana, en un concilio alejandrino del año 362, que profesó expresamente la divinidad de la tercera Persona de la Trinidad. Mas, como ya se dijo antes, la solución del problema en el plano doctrinal fue mérito, sobre todo, de los dos Gregorios, de Nacianzo y de Nisa, quienes construyeron la teología del Espíritu Santo, enseñaron la homousia, la consustancialidad del Espíritu con el Padre y el Hijo, y prepararon la definitiva formulación doctrinal por el concilio ecuménico de Constantinopla del año 381. El concilio sancionó el triunfo final de la ortodoxia en la larga lucha contra el arrianismo, al renovar la profesión de fe de Nicea, completada ahora con la confesión de la divinidad del Espíritu Santo: «Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es igualmente adorado y glorificado, que habló por los Profetas». Así completa, la profesión de fe ha recibido el nombre de Símbolo niceno-constantinopolitano. La doctrina acerca de la Santísima Trinidad, verdad angular de la fe cristiana, quedó así dogmáticamente formulada por la Iglesia antes de finalizar el siglo IV. El Símbolo de Nicea-Constantinopla fue recibido como regla de fe, tanto en Oriente como en Occidente. La cuestión trinitaria parecía ya destinada a quedar en el futuro al margen de las disputas teológicas. Pero existía un aspecto de la teología trinitaria sobre el que el Símbolo no se había declarado expresamente: las relaciones del Espíritu Santo con el Hijo. Los orientales entendían las palabras del Símbolo «que procede del Padre» en el sentido de que el Espíritu Santo procede del Padre «por el Hijo». En Occidente se afirmaba la procesión «del Padre y del Hijo», y para declararlo expresamente el III Concilio de Toledo (589), donde tuvo lugar la solemne conversión de los visigodos al catolicismo, introdujo en el Símbolo niceno-constantinopolitano el vocablo Filioque, una palabra destinada a alcanzar singular notoriedad en la historia de la Iglesia. En efecto, los latinos aceptaron rápidamente este inciso, que a su juicio no hacía más que explicitar la doctrina trinitaria del Símbolo. Los griegos, en cambio, rehusaron admitir la adición, por estimar intocable el contenido de aquel mismo Símbolo. La diferencia entre unos y otros, mucho más formal que de fondo, se convirtió con el tiempo en motivo de discordia entre
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la Iglesia occidental y la de Oriente, sobre todo a partir del momento en que Focio hizo del Filioque argumento capital y arma arrojadiza en la polémica antirromana.
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X. LA CUESTIÓN CRISTOLÓGICA Y LA DOCTRINA DE LA GRACIA 1. El planteamiento de la cuestión cristológica La formulación de la doctrina dogmática sobre la Santísima Trinidad vino a poner fin a la gran disputa trinitaria, que conmovió a la Iglesia durante el siglo IV. Había quedado definida la divinidad del Hijo y su consubstancialidad con el Padre. Pero entonces la teología hubo de plantearse el misterio de Cristo, no ya en relación con la Trinidad, sino considerado en sí mismo. Jesucristo fue a la vez perfecto Dios y hombre perfecto. Se trataba de formular la doctrina acerca del modo de unión de las dos naturalezas, de cómo se conjugaron en Cristo, sin confusión ni detrimento, la divinidad y la humanidad. El Concilio I de Constantinopla tuvo ya que condenar la doctrina teológica conocida con el nombre de «Apolinarismo». Su autor había sido el obispo Apolinar de Laodicea, amigo de san Atanasio y gran defensor contra los arrianos de la fe de Nicea. Apolinar, en su celo por salvaguardar la divinidad de Jesús y la unidad de las dos naturalezas, estimó que ello no era posible sin una reducción de la humanidad de Cristo, y con este fin recurrió a la teoría platónica de los tres elementos constitutivos del compuesto humano: cuerpo, alma sensitiva y alma espiritual. En Jesucristo se darían los dos primeros elementos, pero no el tercero, porque el Logos divino haría en él las veces del alma racional, con lo que vendría a resultar que el Señor poseería íntegra la divinidad, pero su humanidad sería incompleta. La teoría de Apolinar contradecía así directamente la doctrina católica de la perfecta humanidad de Jesucristo, tan esencial a los dogmas de la Encarnación y la Redención; de ahí la razón de su condena por el Concilio de Constantinopla. Pero la cuestión cristológica quedaba ya abierta, y sobre ella iban a proyectarse las tradicionales diferencias que enfrentaban entre sí a las escuelas teológicas de Alejandría y Antioquía. Ya quedaron expuestas las características peculiares de las dos grandes escuelas, la alejandrina, inclinada sobre todo a la especulación teológica y que recurría a menudo al método alegórico, y la antioquena, cultivadora de la exégesis literal de la Biblia, con una evidente propensión positiva y racionalista. Ante la cuestión cristológica, cada una de las escuelas hacía hincapié en aspectos diferentes: la escuela de Alejandría puso el acento sobre la perfecta divinidad de Jesucristo, y la escuela de Antioquía asumió la defensa de la completa naturaleza humana del Salvador. San Cirilo y los teólogos alejandrinos, en su afán de subrayar la íntima unión de la divinidad y la humanidad en Jesucristo, no dudaron en recurrir a una imagen que estimaban de fácil comprensión para todos: la naturaleza divina penetraría a la humanidad como el fuego a la brasa o al hierro candente. Habría una unión interna, una «mezcla» de las dos naturalezas. Frente al riesgo de que la naturaleza humana de Cristo desapareciese absorbida por la divina y
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frente al apolinarismo ya reprobado, la escuela rival de Antioquía se situó, por reacción, en el extremo opuesto. La escuela antioquena contó en los siglos IV y V con teólogos eminentes, como Diodoro de Tarso, maestro de san Juan Crisóstomo, y, sobre todo, Teodoro de Mopsuestia, los cuales alcanzaron considerable prestigio y fueron tenidos en vida por plenamente ortodoxos, aunque más tarde su memoria se viese envuelta en las condenaciones lanzadas contra Nestorio. Los teólogos de Antioquía resaltaban con ahínco la plenitud de las dos naturalezas en Cristo y la distinción entre una y otra. Según su doctrina, las dos naturalezas no componían en Cristo sino una unidad moral y relativa, hasta el punto que, más que de auténtica encarnación, cabría hablar de «inhabitación» del Verbo en el hombre Jesús. Los antioquenos, para expresar gráficamente su pensamiento sobre la unión de las naturalezas, recurrieron también a unos símiles fáciles de comprender: el Verbo habría habitado en el hombre Jesús como en una túnica, en una tienda o en un templo; la unión de las dos naturalezas habría sido, pues, accidental y externa, como la del hombre y la mujer en el matrimonio. Más que unión de dos naturalezas, habría sido como la unión de dos personas.
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2. Nestorio y el Concilio de Éfeso El problema cristológico se planteó abiertamente cuando un teólogo formado en la escuela de Antioquía, Nestorio, fue elevado a la sede de Constantinopla y predicó en contra de la Maternidad divina de María, produciendo una profunda conmoción en el pueblo. Para Nestorio, dentro de la tradición de su escuela, María no habría engendrado al Hijo de Dios, sino al hombre Cristo en que habitaba el Verbo. No habría de ser llamada, pues, Theotokos, Engendradora de Dios, Madre de Dios, sino solamente Christotokos, Madre de Cristo. La predicación de Nestorio tuvo la virtud de popularizar una cuestión que hasta entonces había sido solamente problema de teólogos, sin amplia resonancia fuera de los cenáculos minoritarios donde se ventilaban las disputas de escuela. El pueblo sintió herida su sensibilidad cristiana al ver negar a la Virgen María el título más honroso con que se había acostumbrado a llamarla. En Alejandría el patriarca san Cirilo denunció la doctrina nestoriana, mientras que el patriarca Juan de Antioquía, impulsado por la antigua rivalidad entre las dos escuelas, tomaba partido en favor de Nestorio. Las dos partes se dirigieron al papa Celestino I, solicitando su apoyo, y el Pontífice romano dio la razón a Cirilo y le comisionó para que obtuviese la retractación de Nestorio. Cirilo redactó doce proposiciones –«anatematismos»– que Nestorio rehusó aceptar y entonces, a instancia suya, el emperador Teodosio II convocó a todos los obispos del orbe para celebrar un concilio general en Éfeso. El Concilio de Éfeso se abrió el 22 de junio del año 431. Cirilo ostentó la representación del Papa, y tres legados pontificios acudieron también desde Roma. El desarrollo del concilio fue muy accidentado. En la primera sesión se aprobó un decreto redactado por Cirilo, donde se formulaba la doctrina de la unión hipostática de las dos naturalezas en Cristo, y se acordó también la deposición y excomunión de Nestorio. Al término de la sesión se produjo una manifestación pública de júbilo y el pueblo de Éfeso, gozoso al ver confirmado a María el título de Madre de Dios, acompañó con antorchas a los padres del concilio. Mas pocos días después llegó el patriarca Juan de Antioquía con los obispos antioquenos, y estos rehusaron aceptar cuanto se había acordado hasta entonces y se constituyeron en asamblea separada, en anticoncilio. La actitud del emperador Teodosio II fue durante cierto tiempo ambigua, aunque al final decidió respaldar la acción del concilio, y Nestorio fue privado de su sede y recluido en un monasterio. La escisión entre los episcopados de Siria y Egipto se resolvió al aceptar Cirilo una profesión de fe redactada por Juan de Antioquía, en la que se llamaba a María con el título de Madre de Dios, que es el que se ha denominado Símbolo de Éfeso; los antioquenos, por su parte, admitieron los decretos del concilio y la deposición de Nestorio. Con ello, el nestorianismo se fue extinguiendo como problema vivo de la Iglesia. Grupos de nestorianos subsistieron en la región de Edesa y luego arraigaron en Persia, donde se constituyó una Iglesia nestoriana que en los siglos siguientes desarrolló una activa labor misionera en la India y otras tierras de Asia.
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3. El monofisismo y el Concilio de Calcedonia La sede de Alejandría había alcanzado creciente influencia a medida que avanzaba la primera mitad del siglo V. No se trataba tan solo de que obispos y teólogos alejandrinos hubieran jugado un papel preponderante en la lucha por la ortodoxia, frente a las desviaciones heréticas de ascendencia antioquena. Sucedió también que los patriarcas de Alejandría intervinieron activamente en asuntos internos de la iglesia de Constantinopla, y ya se ha visto lo mucho que tuvo que ver san Cirilo en la deposición de Nestorio, de parecido modo a como su tío y predecesor en el Patriarcado, Teófilo, había provocado antes, y con mucha menos razón que Cirilo, el forzado retiro de san Juan Crisóstomo de la misma sede constantinopolitana. Hacia la mitad del siglo V, una nueva intervención alejandrina iba a poner otra vez en primer plano la cuestión cristológica y a determinar la apertura de la crisis monofisita. Después de la muerte de san Cirilo, las tendencias extremas se impusieron cada vez más entre muchos teólogos alejandrinos. Estos ya no admitían la doctrina definida en Éfeso de la unión de las dos naturalezas en Cristo, doctrina que tachaban de nestoriana, pues a su juicio decir dos naturalezas equivaldría a decir dos personas. Según ellos, después de la Encarnación ya no hubo en Cristo dos naturalezas, sino una sola –de ahí «monofisismo»–, porque la naturaleza humana habría sido absorbida por la divina. Esta doctrina fue anunciada en Constantinopla por el archimandrita Eutiques, superior de un importante monasterio de la ciudad y personaje muy relacionado con la Corte, y un sínodo presidido por el patriarca Flaviano le privó de su cargo eclesiástico (448). Pero entonces entró en escena, en apoyo de Eutiques, el ambicioso patriarca Dióscuro de Alejandría. Dióscuro consiguió que el emperador Teodosio II convocase al año siguiente (449) un concilio en Éfeso, cuya presidencia asumió el propio patriarca alejandrino. El papa León I envió legados portadores de una «Carta dogmática» acerca de la cuestión cristológica, dirigida a Flaviano de Constantinopla. Pero Dióscuro, respaldado por la autoridad imperial, impuso con violencia su voluntad al concilio: no se permitió la lectura de la carta del Papa, Flaviano fue depuesto y desterrado, se condenó la doctrina de las dos naturalezas en Cristo y se cometieron, en suma, tales desmanes que el Papa León I calificó aquella asamblea de «latrocinio de Éfeso». La reacción contra el «sínodo de ladrones» no se hizo esperar. El papa san León pidió la reunión de un nuevo concilio; la muerte de Teodosio II y la asunción del Imperio por su hermana la emperatriz Pulqueria y el esposo de esta, Marciano, facilitaron el camino. El concilio, que se inauguró en Calcedonia el 8 de octubre del año 451, fue el más concurrido de la Antigüedad cristiana, aunque la cifra de 600 obispos dada habitualmente sea excesiva: parece que asistieron alrededor de 360. El concilio condenó el «latrocinio» de Éfeso, a Dióscuro y sus secuaces. Las seis primeras sesiones estuvieron totalmente dedicadas a las cuestiones dogmáticas: se leyó el Símbolo niceno-constantinopolitano y la «Carta dogmática» a Flaviano del papa León I, que fue aclamada con unánime adhesión: «Es la fe de los Padres, la fe de los Apóstoles. Pedro ha hablado por boca de León». Sobre la base de la «Carta» se redactó una nueva profesión de fe, en la que se definía la
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doctrina cristológica acerca de los puntos que habían sido objeto de controversia: «profesamos un solo y único Cristo Jesús, Hijo Único, a quien reconocemos en dos naturalezas, sin que haya conclusión, ni división, ni separación entre ellas...; los atributos de cada naturaleza son salvaguardados y subsisten en una sola persona y en una sola hipóstasis». La profesión de fe fue suscrita por todos los obispos presentes. Con este acto, el Concilio de Calcedonia parecía terminado; pero se celebraron todavía varias sesiones para tratar cuestiones disciplinarias. En la última, el 31 de octubre, en ausencia de los legados papales, se aprobó el famoso canon 28, al que antes se ha hecho ya referencia, sobre las prerrogativas jurisdiccionales de la sede de Constantinopla. Este canon, contra el que protestaron inmediatamente los legados, no fue aprobado por el papa León I, y constituyó desde entonces uno de los puntos de fricción entre el Oriente y el Occidente cristianos.
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4. Las secuelas del monofisismo El monofisismo no desapareció tras el Concilio de Calcedonia; más aún, echó raíces profundas y duraderas en importantes regiones del Imperio de Oriente. La razón fue que ciertas provincias, y en particular Egipto, hicieron del monofisismo una bandera políticoreligiosa con fuerte carga nacionalista. El pueblo cristiano de Egipto, muy influido por los monjes, que eran partidarios apasionados de los patriarcas de Alejandría, consideró la condena de Dióscuro y de la doctrina monofisita como un ataque directo contra su gran Iglesia y sus tradiciones más venerables. Dióscuro aparecía a sus ojos como el sucesor de los grandes Padres alejandrinos Atanasio y Cirilo y la doctrina monofisita se confundía con la que siempre habían defendido la Iglesia y la escuela de Alejandría, en el juicio del simple fellah del valle del Nilo, incapaz de captar qué distinción pueda haber entre naturaleza e hipóstasis. Una animosidad cada vez mayor se fue poniendo de manifiesto tanto en el terreno político como en el eclesiástico. Se resintió incluso la fidelidad al Imperio, al propagarse un estado de espíritu antibizantino y separatista. Desde mediados del siglo VI existieron dos patriarcados de Alejandría, uno fiel al Imperio y a la ortodoxia de Calcedonia y otro monofisita. Al primero perteneció tan solo la minoría de origen helenista instalada en las ciudades, cuyos miembros fueron llamados con el sintomático apelativo de «melquitas» –imperiales–, mientras que la masa de la población indígena se adhería al patriarcado monofisita. Si consideramos el hecho de que, a la hora de la invasión árabe, los coptos monofisitas ascendían a unos seis millones frente apenas 300.000 cristianos melquitas, resulta menos sorprendente la fulminante rapidez de la conquista islámica, favorecida por la falta de espíritu público de la gran mayoría de la población indígena, que recibió a los musulmanes como unos libertadores. En este contexto histórico se comprende el interés que durante casi dos siglos mostraron los emperadores bizantinos por hallar fórmulas de compromiso que pudieran servir de base a un acuerdo con los monofisitas. Una y otra vez, sin desdecirse de la letra del Símbolo de Calcedonia, trataron de imponer interpretaciones mitigadas o hicieron gestos simbólicos encaminados a restablecer la unidad. Ya en el año 482 se produjo la promulgación por el emperador Zenón del Henoticon, un edicto dogmático que atenuaba la doctrina cristológica de Calcedonia y que –como se nos dijo antes– provocó la primera ruptura entre Roma y Constantinopla, el cisma de Acacio, así llamado del nombre del patriarca bizantino inspirador del Henoticon. Justiniano promovió la famosa cuestión de los «Tres Capítulos», promulgando un edicto imperial que condenaba obras de algunos de los más célebres padres antioquenos, fallecidos muchos años antes, Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, todos ellos bajo la acusación de nestorianismo. Pensaba el emperador que estas medidas caerían bien a los monofisitas y facilitarían su retorno a la ortodoxia. Estas sanciones, que fueron aprobadas con ciertas reservas por el papa Vigilio y el II Concilio de Constantinopla (553), quinto de los ecuménicos, no lograron su propósito y suscitaron, en cambio, fuertes resistencias en Occidente, e incluso una escisión religiosa en el norte de Italia, conocida como el cisma de Aquileia.
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En una hora dramática para el Imperio de Oriente, el emperador Heraclio, en lucha desesperada contra los persas y los árabes, trató de asegurar la fidelidad de los monofisitas de Egipto y Siria, mediante un último intento de conciliación religiosa. El dogma de Calcedonia, al afirmar la integridad de las dos naturalezas en Cristo, implicaba la existencia en Él de una doble voluntad. Pero el patriarca de Constantinopla, Sergio, pensó que, sin negar la doctrina calcedonense de las dos naturalezas, podía admitirse, sobre la base de la unión hipostática, que en Cristo no existió más que un solo modo de obrar, una sola «energía» humano-divina –«monoenergismo»– e incluso que Cristo no tuvo más que una sola voluntad, «monotelismo». Sergio pensaba que esa fórmula podía satisfacer a todos, a los católicos, porque mantenía la doctrina de las dos naturalezas definida en Calcedonia, y a los monofisitas, porque esa única energía y voluntad simbolizaba la perfecta unidad de Cristo que ellos postulaban. Heraclio, siguiendo el consejo de Sergio, publicó en el año 638 un decreto dogmático, la Ecthesis, que sancionaba oficialmente esta doctrina. El decreto encontró fuerte oposición en el interior del Imperio, y también en Occidente, hasta el punto de que el sucesor de Heraclio, Constancio II, hubo de publicar un nuevo decreto, el Typus, prohibiendo toda disputa sobre la existencia de una o dos voluntades en Cristo. Desde el punto de vista político-religioso, la Ecthesis constituyó un completo fracaso: los monofisitas no se reconciliaron con la ortodoxia y en brevísimos años el Imperio de Oriente perdió Siria, Palestina y Egipto, que fueron conquistados por los árabes.
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5. El final de la cuestión cristológica El papa Martín I (649-655), que murió desterrado en Crimea, es un símbolo de la firme actitud adoptada por varios Pontífices romanos frente al monotelismo. En Oriente, san Máximo el Confesor fue el más caracterizado defensor de la ortodoxia. Por fin, la postura del Imperio varió con el advenimiento al trono de Constantino IV Pogonato (668685). El papa Agatón desempeñó un papel semejante al que san León Magno había tenido en Calcedonia, y con sus cartas dogmáticas preparó la labor del VI concilio ecuménico. Este fue el III de Constantinopla (680-681), que completó el Símbolo de Calcedonia con una profesión de fe explícita en las dos energías y las dos voluntades en Cristo. Las cartas de Agatón sirvieron de base para la definición dogmática, como declaraba expresamente el concilio en su mensaje al emperador: «El primero de los Apóstoles combatía con nosotros. Teníamos para fortalecernos a su discípulo y sucesor, que en sus cartas nos explicaba los misterios de la ciencia de Dios. La vieja ciudad de Roma ha enviado una confesión inspirada por Dios, y es Pedro quien hablaba por Agatón». Los Papas sucesores de este Pontífice se encargaron de obtener la adhesión de los obispos de Occidente a la profesión de fe del concilio. De este modo, antes de finalizar el siglo VII, quedaba cerrada la última cuestión cristológica y se había completado también un dilatado esfuerzo de formulación de la doctrina de la fe. A lo largo de un intenso período de la historia de la Iglesia, el progreso teológico se había realizado en íntimo contacto con la vida real, y no a través de especulaciones de pensadores encerrados en intemporales torres de marfil. Por esa razón, las circunstancias concretas de aquellos siglos se reflejaron en las incidencias de la tarea del desarrollo doctrinal. Una tarea que se presenta ante los ojos del observador moderno con notas características, que son como la huella propia que en cada hora el elemento humano deja en la existencia de la Iglesia. Todavía hoy resulta admirable el apasionado interés que los cristianos de aquella época sentían por la verdad divina, por conocerla y por expresarla del modo más adecuado posible. La contrapartida fue que en ese esfuerzo doctrinal se mezclaron a veces apasionamientos de escuela o rivalidades de las grandes sedes, que tenían vastas resonancias populares. Especial consideración merece la acción de los emperadores orientales y su habitual proclividad a postular soluciones de compromiso para las cuestiones doctrinales. Ya se ha visto cómo esa actitud venía de ordinario determinada, no tanto por motivaciones ideológicas como por razones más o menos apremiantes de índole temporal, y sobre todo por el anhelo de la unidad del Imperio. Así se explica, por ejemplo, que el emperador Heraclio, aquel mismo que rescató la Santa Cruz de manos de los persas, fuese luego el promotor del monotelismo: se comprende mejor cuando se tiene en cuenta que la Ecthesis se promulgó el mismo año en que Jerusalén caía en poder de los árabes. La acción de los emperadores cristianos interfirió, pues, muchas veces el desarrollo teológico, por su empeño en solucionar como problemas de preferente naturaleza política cuestiones dogmáticas fundamentales, aunque esas cuestiones tuvieran indudables repercusiones en el terreno político temporal. La Iglesia, naturalmente –como también vimos–, no podía compartir
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aquel punto de vista, y debía otorgar la primacía a la verdad de Dios. De ahí, los prolongados conflictos y tensiones a través de los cuales hubo de avanzar la formulación de las doctrinas trinitaria y cristológica.
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6. La cuestión de la Gracia Las grandes controversias doctrinales habidas entre los siglos IV y VII estuvieron siempre centradas en el Oriente cristiano. La crisis arriana se sintió mucho menos en Occidente, y las cuestiones cristológicas apenas tuvieron aquí repercusión alguna. Entre tanto, a finales del siglo IV y en las extremidades del mundo latino, Prisciliano, un personaje de vida ascética y enigmática doctrina, agitaba el mundo religioso de la Península Ibérica, hasta su juicio y muerte en Tréveris, condenado por un tribunal romano. Después, durante varios siglos, el priscilianismo sigue proyectando una sombra más o menos confusa sobre la vida de la Iglesia española. Pero, en todo caso, el priscilianismo fue siempre un fenómeno regional, de proyección muy limitada. La única cuestión teológica importante que se debatió en Occidente fue la cuestión de la Gracia, y ello sin que el debate alcanzase nunca una resonancia popular, como ocurrió con las controversias orientales. El punto de arranque de la cuestión fueron las enseñanzas de un monje bretón, Pelagio, acerca de las relaciones entre gracia divina y libertad humana, esto es, sobre cuál sea la parte que corresponde a Dios y la parte del hombre en la salvación eterna de la persona. El pelagianismo, que así se llamó esta doctrina, tenía una visión racionalista, que tendía a minimizar el papel de la gracia, y profesaba, en cambio, un radical optimismo en la naturaleza humana y en la capacidad de esta para, por sus propias fuerzas, evitar el pecado y obrar el bien. La doctrina de la Iglesia sobre el pecado original quedaba también desvirtuada por Pelagio, ya que este atribuía un carácter puramente personal al pecado de Adán y negaba que ese pecado se hubiera transmitido a su descendencia. Pelagio, obligado por los azares de los tiempos, abandonó su Britania natal y residió en Roma, África y Oriente; por esta razón, sus doctrinas alcanzaron una difusión muy amplia. En África, el pelagianismo encontró a su gran adversario, san Agustín, que con su obra prestó una decisiva contribución a la formulación de la doctrina sobre la Gracia. La aportación de san Agustín a la teología de la salvación tiene excepcional importancia. Cuestiones tales como el estado de justicia original, la existencia y universalidad del pecado de Adán, la necesidad de la gracia para las obras meritorias y, en suma, las líneas maestras del gran problema de la justificación del hombre fueron resueltas por Agustín con tal autoridad que su doctrina constituye un elemento esencial del dogma católico. Hubo, sin embargo, una serie de proposiciones, enunciadas en el acaloramiento de la polémica teológica con el afán de vindicar la primacía de Dios en la salvación de los hombres, que integran lo que se ha llamado «agustinismo» y no constituyen doctrinas de la Iglesia. En efecto, san Agustín, al polarizarse en el tema de la predestinación y para resaltar la gratuidad de la gracia de salvación, sentó algunos principios de extremado rigor: según ellos, por el pecado de Adán toda la humanidad se había convertido en una massa damnata, una masa de perdición, de la que Dios, por pura benevolencia, extraería a aquellos que, desde toda la eternidad, habría predestinado para salvarse. Según esto, la voluntad salvífica de Dios no sería general, sino particular, y los «elegidos» obtendrían la
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salvación, no en atención a sus méritos personales, sino por la eficacia irresistible de la gracia. Estas proposiciones agustinianas, que sacrificaban totalmente la autonomía humana a la omnicausalidad divina, suscitaron, como es lógico, numerosas resistencias. Los monjes provenzales de Marsella y Lerins proclamaron la universal voluntad salvífica de Dios y sostuvieron que la predestinación no es absoluta, sino en previsión de los méritos personales. Pero esos monjes incurrieron en el error de pensar que el initium fidei, la iniciativa de la fe que es principio de la salvación, debía partir del hombre y no de la Gracia. Esta opinión es lo que mucho más tarde, en el siglo XVI, se denominó «semipelagianismo». Finalmente, la doctrina católica fue formulada en el II Concilio de Orange (529) y confirmada por el papa Bonifacio II. El concilio, presidido por san Cesáreo de Arlés, declaró la incapacidad del hombre natural para obrar, por sus propias fuerzas, el bien sobrenatural; la imposibilidad de «merecer» la gracia y la necesidad de esta para el «inicio» de la salvación y para su consumación por la perseverancia final. Se excluyó, sin embargo, la doctrina agustiniana de la voluntad salvífica particular de Dios y de la predestinación absoluta; y se condenó resueltamente la llamada «predestinación al mal». Con esto se fijaba definitivamente la doctrina de la Gracia y quedaba cerrada la controversia suscitada por Pelagio más de un siglo atrás.
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XI. LA CONVERSIÓN DE LOS PUEBLOS BARBÁRICOS 1. Las invasiones bárbaras y los nuevos reinos La caída del Imperio Romano de Occidente y la constitución de los reinos barbáricos sobre el territorio de sus antiguas provincias es un fenómeno histórico de la mayor importancia. De entonces puede decirse que arranca el proceso de formación de Europa. Desde el punto de vista de la historia cristiana, las invasiones fueron también un acontecimiento trascendental. Hasta entonces, el Evangelio se había difundido casi exclusivamente por el área cultural greco-latina, que coincidía más o menos con el espacio geográfico del Imperio. Los pueblos extranjeros, las naciones «bárbaras» del exterior –salvo algún caso aislado, como el reino de Armenia– seguían en su mayoría sin evangelizar, sumidas en el paganismo ancestral, con contadas excepciones individuales o de pequeños grupos. Ahora, en cambio, las grandes migraciones populares que iban a cuartear y, finalmente, a derrumbar las estructuras del Imperio occidental pondrían en contacto directo con la Iglesia a todo un nuevo mundo étnico y cultural. De ahí que el ocaso de la Roma cristiana, ese drama que sintieron como propio tantos espíritus selectos cordialmente anclados en la civilización antigua, viniese a ser a la postre, por designio de la Providencia, puerta abierta para la futura expansión del Reino de Dios. El Evangelio pudo comenzar a anunciarse desde ahora a ese complejo enjambre de tribus que conocemos con el apelativo común de pueblos germánicos y pronto alcanzaría a otras gentes todavía más lejanas, a eslavos, magiares o escandinavos. Todos estos pueblos recibirían la fe, entrarían en la Iglesia y con su conversión pondrían las bases de esa gran realización religiosa y cultural que fue durante muchos siglos la Europa cristiana. No es posible reconstruir aquí el panorama completo de las grandes invasiones germánicas; procede tan solo rememorar algunos hechos que pueden servir de puntos de referencia para encuadrar históricamente nuestra exposición. La presión de los bárbaros sobre las fronteras del Imperio se dejó ya sentir con intensidad en el siglo III y obligó a Roma a rectificar el limes, abandonando ciertos territorios muy avanzados. Fue, sin embargo, en la segunda mitad del siglo IV, cuando los primeros pueblos germánicos, empujados a su vez por el vigoroso impulso de los hunos, comenzaron a instalarse de modo estable sobre tierras provinciales romanas. Este asentamiento, iniciado por los visigodos en las provincias balcánicas del sur del Danubio, unas veces fue pacífico y se tornó violento en otros momentos. En algunas ocasiones, los pueblos germánicos recibieron tierras en calidad de «federados» del Imperio, lo que no fue obstáculo para que los aliados de ayer se revolviesen después en contra de los emperadores y asaltasen la propia ciudad de Roma, como hizo en 408 el visigodo Alarico I. El asentamiento se hizo otras veces, desde un principio, por invasión violenta, como sucedió con la gran irrupción por la frontera del Rin de suevos, vándalos y alanos (406-407), que luego iban
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a progresar en profundidad para alcanzar las provincias de Hispania y hasta el África cartaginesa.
Pero lo que ahora interesa. sobre todo para nuestro propósito, no es hacer la historia de las invasiones, sino considerar sus resultados, esto es, recordar cuáles fueron los reinos barbáricos que, a consecuencia de ellas, se constituyeron en el Occidente romano. Hagámoslo con la mayor brevedad. Desde el año 418 hasta el 507, un reino visigótico tuvo como territorio principal el mediodía de las Galias, el Reino tolosano. Luego, ese reino visigótico desplazó su centro de gravedad a la Península Ibérica y allí perduró dos siglos más, hasta su destrucción por los árabes en el año 711. En el noroeste de la misma Península hispánica, desde el año 411, existió también un reino suevo, que desapareció al ser anexionado en 584 al reino visigótico. En el África cartaginesa, el año 429 se constituyó el reino vándalo, que sobrevivió poco más de un siglo, hasta su destrucción por los bizantinos en el 535. La península italiana conoció sucesivamente sobre su territorio a dos reinos germánicos: el reino ostrogodo (493-553), desaparecido a raíz de la reconquista bizantina del emperador Justiniano; y el reino longobardo, que comenzó a constituirse poco tiempo después (568) y subsistió hasta su desaparición en 774, por obra de Carlomagno. Finalmente, en la Galia oriental y durante cerca de un siglo (443-534), existió un reino burgundio, que terminó incorporado al reino franco. Los francos que hacia el año 480 ocupaban una región de proporciones todavía modestas al noreste de la Galia, iban a lograr una gran expansión bajo su rey Clodoveo; el reino franco se extendió en poco tiempo hasta comprender la mayor parte de la Francia actual y amplias regiones de Bélgica y Alemania occidental. De todos los reinos barbáricos constituidos en Occidente, que acabamos de mencionar, el de los francos fue el único que, a la larga,
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consiguió sobrevivir, y enlazó sin solución de continuidad con la Francia de los siglos posteriores.
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2. Los orígenes del arrianismo germánico Los pueblos invasores, con contadas excepciones, abrazaron el cristianismo bajo la forma arriana. Algunos de ellos, como los ostrogodos o los vándalos, nunca llegaron a incorporarse a la Iglesia y permanecieron arrianos hasta su extinción como grupo nacional. Otros, en cambio, y tal fue el caso de visigodos y suevos, de borgoñones o longobardos, después de un período más o menos largo de arrianismo, terminaron por adherirse a la fe católica. Un problema del mayor interés es, por tanto, el del arrianismo germánico, esto es, la cuestión de aclarar las razones por las cuales los invasores bárbaros adoptaron preferentemente esta variedad herética de cristianismo, dando lugar a que el arrianismo sobreviviese entre ellos durante varios siglos, tras de su completa extinción en las poblaciones pertenecientes al área de cultura greco-latina. El arrianismo penetró entre los germanos a través de los visigodos, el primero de los pueblos barbáricos que recibió el cristianismo. Ocurrió esto en la segunda mitad del siglo IV, y las circunstancias en que se produjo su conversión explican el porqué de su adhesión a la herejía arriana. En efecto, mientras el pueblo asentado en la Dacia, junto a las fronteras romanas, permanecía todavía pagano, una pequeña comunidad de godos cristianos establecida no lejos de allí, pero ya en suelo romano, tenía por obispo a Ulfilas. Este personaje había recibido la consagración episcopal en Constantinopla, de manos del famoso obispo arriano Eusebio de Nicomedia, y por su influencia la comunidad que regía se pasó al arrianismo. Durante cerca de cuarenta años de episcopado, Ulfilas desplegó gran actividad; formó discípulos, ordenó clérigos, pero sobre todo llevó a término una empresa religioso-cultural de trascendental importancia: la traducción de la Biblia al gótico, para la cual hubo de componer previamente un alfabeto, puesto que hasta entonces esa lengua no era todavía una lengua escrita. Esta versión gótica de la Biblia es un monumento lingüístico de gran valor en la historia literaria y constituyó, además, un precioso instrumento de evangelización, que permitió también la introducción de la lengua gótica en la liturgia. Estas fueron las circunstancias en que, presionados por los hunos, en el año 376, los visigodos solicitaron del Imperio tierras romanas al sur del Danubio donde poder establecerse. El historiador gótico Jordanes dice que los visigodos anunciaron entonces que estaban dispuestos a abrazar el cristianismo: «prometieron hacerse cristianos si se les enviaban misioneros conocedores de su propia lengua». Valente, emperador oriental, accedió a esta demanda y los visigodos se asentaron en suelo provincial romano. Pero Valente era arriano, y procuró favorecer la evangelización de los visigodos por misioneros arrianos. Los discípulos de Ulfilas, visigodos de origen y provistos, además, de una versión gótica de la Biblia, fueron en aquella hora un instrumento muy adecuado para llevar a cabo la tarea misional, que según parece se completó con notable rapidez, en el tiempo en que los visigodos permanecieron en la provincia romana de la Moesia. Así, la masa del pueblo, todavía pagana a la hora del paso del Danubio, estaba ya cristianizada cuando, a finales del siglo IV, reanudó su marcha hacia Occidente.
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La conversión de los visigodos al arrianismo tuvo una considerable repercusión en la actitud religiosa de otros muchos pueblos barbáricos contemporáneos. Estos pueblos que se encontraban en parecida coyuntura de abandonar el paganismo para hacerse cristianos se sintieron atraídos por el ejemplo del primer pueblo germánico que se había cristianizado y optaron igualmente por la confesión arriana. Así, en los años siguientes, el arrianismo se extendió como un contagio por todo el mundo germánico y pasó a ser su forma peculiar de cristianismo. Este fenómeno vino a prolongar durante algunos siglos la supervivencia del arrianismo y dio lugar al nacimiento de varias Iglesias nacionales arrianas. Pero en el origen de este proceso se hallaron como factor primordial los emperadores filoarrianos de la dinastía constantiniana y, sobre todo, el emperador Valente, que tuvo una influencia tan decisiva en la opción religiosa arriana del primer pueblo germánico que pretendió hacerse cristiano. No estaban, por tanto, del todo faltas de razón las comprensivas palabras que escribió, a propósito del arrianismo de estos pueblos bárbaros, Salviano de Marsella, un eclesiástico del siglo V: «Son herejes, pero no lo son a sabiendas; yerran, pero yerran de buena fe».
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3. Del arrianismo al cristianismo católico A principios del siglo V, el arrianismo que durante largo tiempo había sido la gran herejía cristiana de la época, era ya tan solo un recuerdo en el panorama teológico de la Iglesia universal. Pero en el momento mismo en que el arrianismo dejaba de ser una cuestión doctrinal viva en el ámbito de la Iglesia, se extendía como una mancha de aceite entre los pueblos bárbaros invasores. Y es que una parte considerable del éxito del arrianismo entre esos pueblos se debió precisamente a la circunstancia de que, por no contar ya con seguidores entre las poblaciones románicas del Imperio, podía constituir la forma autóctona y peculiar de cristianismo exclusiva de los grupos étnicos de origen germánico. Estos grupos que a consecuencia de las grandes invasiones se habían asentado en suelo romano, numéricamente, eran tan solo una reducida minoría, en relación con las poblaciones indígenas de las diversas provincias junto a las cuales habían de convivir ahora. Mas, a pesar de su inferioridad demográfica y cultural, estas minorías germánicas que dieron vida a los reinos sucesores del Imperio constituían una oligarquía castrense, detentadora de la fuente armada y pronto también del poder político. Tales minorías trataron de mantener incólume su personalidad, sin confundirse ni fusionarse con las poblaciones románicas y mayoritarias. Estas eran en el Occidente romano casi unánimemente católicas, razón por la cual la profesión de fe arriana constituía un importante factor para las minorías germánicas dirigentes, con vistas a la conservación del hecho diferencial. De ahí también que el arrianismo de los invasores germánicos no fuera casi nunca proselitista ni pretendiera imponerse por la fuerza a las poblaciones de origen provincial romano. El arrianismo germánico tampoco fue, de ordinario, perseguidor de los católicos. El Reino vándalo de África del Norte fue el único donde, de modo casi permanente, se dio una situación de sistemática persecución, de la que tenemos detallada noticia a través sobre todo de la «Historia» del clérigo cartaginés contemporáneo Víctor de Vita. La Iglesia en el África cartaginesa ya nunca logró recuperarse de los daños sufridos bajo el dominio vándalo. En los demás reinos germánicos, los monarcas arrianos se mostraron de ordinario tolerantes con sus súbditos católicos y las violencias contra estos fueron más bien excepcionales y estuvieron circunscritas a determinados momentos de tensión político-religiosa; tal fue, por ejemplo, en la Italia ostrogoda el último período del reinado de Teodorico el Grande, o en la Monarquía visigótica el reinado de Eurico y especialmente el de Leovigildo, cuando este monarca, abandonando la actitud tradicional, pretendió poner fin a la diversidad religiosa existente entre sus súbditos, imponiendo la unidad espiritual del reino bajo la confesión arriana. A lo largo del siglo VI, varios pueblos germánicos consumaron su evolución religiosa y, abandonando el arrianismo, abrazaron la fe católica. Tales fueron, en primer lugar, los burgundios, muy influidos por los francos católicos; luego, los suevos de Galicia, cuyo apóstol fue un misionero centroeuropeo llegado desde el Oriente, san Martín de Braga; y, finalmente, el más importante entre todos los pueblos germánicos todavía arrianos: los visigodos. Los intentos de unificación religiosa bajo signo arriano realizados por
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Leovigildo provocaron una guerra civil, en la cual las poblaciones romanizadas de la Bética sostuvieron a san Hermenegildo, el hijo del Monarca que se había convertido al catolicismo. Muerto Leovigildo, su otro hijo, Recaredo, presidió en el III concilio de Toledo (589) la solemne conversión de su pueblo, que dio lugar en Hispania a la monarquía visigodo-católica. Al iniciarse el siglo vii, los longobardos de Italia eran el único pueblo invasor en que el arrianismo germánico conservaba todavía un cierto arraigo, que progresivamente se iría debilitando.
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4. La conversión de los francos En los años de tránsito del siglo V al VI, cuando el arrianismo ejercía un predominio indiscutible entre los pueblos invasores germánicos, tuvo lugar un acontecimiento que estaba destinado a revestir trascendental importancia en la historia de la Iglesia: la conversión de los francos al catolicismo. Se trataba de un pueblo germánico que a mediados del siglo v ocupaba territorios del noreste de la Francia actual, como federado de los romanos. Tras la caída del Imperio de Occidente, los francos se fueron extendiendo hacia el interior de las Galias, avanzando hacia el mediodía y el oeste. El pueblo franco, a diferencia de otros muchos, permanecía pagano cuando, en el año 482, comenzó a reinar un joven monarca, Clodoveo. La Galia se hallaba entonces sometida a varios poderes, siendo los principales los dos reinos barbáricos, de visigodos y burgundios, arrianos ambos y que dominaban la mayor parte del territorio. La población galo-romana no sentía ninguna inclinación por estos dominadores heréticos y consideraba como sus jefes naturales a los obispos, muchos de los cuales tuvieron en esta época una fuerte personalidad y que a menudo pertenecían a ilustres familias senatoriales romanas o procedían de ambientes monásticos. Clodoveo, desde su ascensión al trono, fue acogido con clara simpatía por el influyente episcopado galo-romano. San Remigio, obispo de Reims, le dirigió una carta escrita en tonos muy amistosos, que atestiguan la esperanza que la Iglesia tenía puesta en el nuevo rey, todavía pagano. A partir de entonces, una serie de acontecimientos jalonan el camino seguido por Clodoveo hasta la conversión: el matrimonio con una princesa católica de Borgoña, Clotilde; el bautizo de los hijos del matrimonio y, finalmente, la «señal del Cielo»: en el año 496, francos y alamanes se enfrentaban en la sangrienta batalla de Tolbiac. El ejército franco estaba a punto de ser vencido, y en esa hora de angustia, Clodoveo invoca a Jesucristo, «que Clotilde proclama el Hijo de Dios vivo», y promete hacerse bautizar si, como signo, le otorga la victoria sobre sus enemigos. Súbitamente cambia la suerte del combate: los alamanes retroceden, su rey muere en la lucha y todo el ejército enemigo se rinde ante los francos. Clodoveo cumplió su promesa y recibió el bautismo en una fecha que no puede precisarse con absoluta certeza: el 25 de diciembre de un año alrededor del 500. Un importante grupo de guerreros del séquito regio –3.000, según Gregorio de Tours– siguieron el ejemplo de su jefe y recibieron también el bautismo. La conversión de Clodoveo tuvo una inmensa resonancia entre la población católica de la Galia y aun de todo el Occidente: era el primer monarca germánico que abrazaba el catolicismo. San Avito, obispo de Vienne, que pertenecía, además, a la más encumbrada aristocracia galo-romana, dirigió a Clodoveo una carta entusiasta: vestra fides nostra victoria est –vuestra fe es nuestra victoria, le decía–; y añadía con profética visión que desde ahora el emperador oriental ya no sería el único soberano católico: Occidente tendría el suyo. La conversión de Clodoveo también influyó, sin duda, en la actitud del más prestigioso prelado del sur de las Galias, san Cesáreo de Arlés, y en la que hubo de adoptar el episcopado y la población galo-romana bajo dominio visigótico, cuando se
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produjo el enfrentamiento decisivo entre francos y visigodos. Es evidente que saludaron con gozo la victoria obtenida en Vouillé (507) por el católico Clodoveo sobre el arriano Alarico II, victoria que arruinó el Reino visigodo de Tolosa y extendió hasta los Pirineos el Reino franco. La Iglesia merovingia, tras el bautismo de Clodoveo, emprendió la evangelización de las tribus francas, una tarea que exigió largo tiempo y se prolongó hasta mediados del siglo VII. En esta labor destacaron varios obispos del noreste de la Galia, entre los cuales el más famoso fue san Amando (594-684), apóstol de Bélgica y del norte de Francia, que tuvo todavía arrestos para dedicar una parte de su actividad pastoral a la cristianización de los lejanos vascones. En el siglo VII, los obispos evangelizadores fueron eficazmente auxiliados por equipos de monjes formados en la tradición irlandesa traída a la Galia por san Columbano. Durante el siglo VI se celebraron cuatro concilios nacionales francos y, entrado ya el siglo vii, otro concilio, el de París del año 614, que fue el más importante. A partir de este momento, y por mucho tiempo, se interrumpió la celebración de los grandes concilios, un síntoma más del deterioro que experimentaba la calidad del episcopado, como consecuencia de la creciente barbarización de la sociedad. En el siglo VI habían brillado todavía escritores, como el obispo y gran historiador de los francos Gregorio de Tours (538-594?) o el poeta Venancio Fortunato –nacido en Italia, pero enraizado luego en la Galia–, autor de una importante producción en verso y prosa, entre la que destacan himnos litúrgicos tan famosos como el Pange lingua o el Vexilla Regis; mas, en el siglo VII, la cultura eclesiástica decayó sensiblemente. En fin, la influencia céltica se dejó sentir en la Iglesia merovingia. San Columbano fundó Luxeuil y otros monasterios, a través de los cuales las observancias monásticas irlandesas penetraron en las Galias y establecieron simbiosis con los usos galicanos y con la Regla de San Benito. Los celtas trajeron también consigo sus famosos libros penitenciales, que alcanzaron considerable éxito en el continente.
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5. Conversión y cristianización La conversión de los francos y de otros pueblos barbáricos –germanos y eslavos– que se incorporaron a la Iglesia en siglos posteriores, hasta bien avanzada la Edad Media, presenta unos rasgos característicos que conviene señalar aquí y que difieren sustancialmente de los modos que fueron habituales en las conversiones cristianas de los primeros siglos. La expansión evangélica discurrió ahora a través de los peculiares cauces que convenían a la cultura, la mentalidad y el talante espiritual de los nuevos pueblos que llegaban al umbral del cristianismo. Advirtamos en primer lugar que asistimos ahora a conversiones colectivas de pueblos enteros. Hubo sin duda un fenómeno de «preconversión», en virtud del cual individuos aislados se adelantaron a la masa de su pueblo en el camino de la fe. Baste citar, a título de ejemplo, los casos de san Sabas y los godos cristianos de la Dacia en el siglo IV, o de los visigodos Másona, obispo de Mérida, y Juan, abad de Bíclaro, dos siglos más tarde en Hispania. Pero estos casos de «preconversión» fueron siempre excepcionales y estadísticamente resultarían irrelevantes: el grueso de la nación seguía la pauta religiosa marcada por sus jefes naturales y tan solo en pos de ellos se incorporaba a la Iglesia. De ahí proviene la excepcional importancia que tenía la conversión del rey o duque nacional, hasta el punto de que con ella se identifica a veces por la historia la conversión de su pueblo, como si la una y la otra fuesen una sola cosa. Según este criterio, la conversión de los francos coincidiría con la de Clodoveo, la de los búlgaros con la de su príncipe Boris, la de Polonia con la del duque Mieszko y la de Rusia con el bautismo de san Wladimiro. Está claro que eso no puede tomarse, históricamente, en sentido literal; pero sirve al menos para resaltar el valor que tuvo el exemplum regis para el destino religioso de su pueblo. Los vínculos de fidelidad personal, entonces tan poderosos, arrastraban en pos del rey a lo más representativo de la nación: los magnates de la nobleza y los miembros del séquito regio: de ahí los tres mil guerreros que se bautizaron con Clodoveo o los diez mil que, según se dice, fueron recibidos en la Iglesia junto con el rey Etelberto de Kent. Luego, una vez bautizados y aunque su vida moral dejase tal vez mucho que desear, los príncipes germanos y eslavos, con el ejemplo de su pública profesión cristiana y con la ayuda que prestaron a la Iglesia, fueron los principales agentes de la conversión de sus pueblos. Gracias a ellos, los misioneros pudieron realizar la oscura tarea, que requirió a veces siglos, de evangelización profunda, de lucha contra las supersticiones, de cristianización de las costumbres, de introducción de una práctica religiosa, etc. En la conversión al cristianismo de los pueblos barbáricos tuvieron a menudo una destacada intervención princesas católicas que contrajeron matrimonio con sus reyes o príncipes. Se ha visto ya el papel importante que jugó Clotilde en la conversión de Clodoveo; pues bien, un papel semejante desempeñó Ingunda en la de san Hermenegildo, y Berta, la princesa franca esposa de Etelberto de Kent, o Teodolinda, la princesa católica bávara casada sucesivamente con dos reyes longobardos. Y una última advertencia todavía, para no incurrir en confusiones. Señalar las diferencias que existieron entre los modos muy personales de adhesión a la fe en la antigua Iglesia y los
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vigentes entre los pueblos bárbaros no quiere decir que estas conversiones estuviesen inspiradas por motivaciones de índole meramente temporal y desprovistas de auténtica religiosidad. Cierto es que el ejemplo de los príncipes y señores influyó poderosamente en el destino religioso de los pueblos. Pero es una constante humana, tan propia de la época barbárica como de la nuestra, que la masa popular sea influida, para bien o para mal, por la conducta y las actitudes morales de aquellos que ocupan un lugar eminente en la sociedad. El ejemplo de los jefes tuvo entonces una función providencial para facilitar la conversión de aquellos pueblos, siempre proclives a seguir sus huellas. Pero eso no quiere decir que una tal conversión careciera de significado religioso: lo tuvo, aunque acomodado a la psicología y a la mentalidad del hombre barbárico. Está claro que esa conversión, lo mismo la del príncipe que la del hombre del pueblo, era consecuencia del convencimiento a que habían llegado de la falsedad de su antiguo paganismo y de la firme creencia en que Jesucristo era el Salvador y el Dios de los cristianos, el Señor del Cielo y de la tierra. Sobre esta doble convicción pudo fundamentarse con indudable sentido religioso la conversión de los bárbaros, aunque su proceso de cristianización tardase más en completarse.
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6. Las cristiandades célticas El cristianismo había sufrido en el siglo v un grave revés en la Britania romana, que comprendía la parte meridional de Inglaterra. Tras su evacuación por las legiones de Roma el año 407, la isla sufrió a mediados de siglo la invasión de unos pueblos paganos, los anglos y sajones, que rechazaron a la población bretona hacia las regiones costeras occidentales de la Domnonea y del País de Gales. Muchos bretones emigraron a través del mar a la península de Armórica, que se llamó por eso Bretaña, y allí constituyeron un pueblo con su propia organización religiosa, superpuesta al episcopado territorial galo, que perduró hasta el siglo XII. Otros emigrantes llegaron a las lejanas costas del norte de Galicia e implantaron allí su peculiar estructura eclesiástica, fundando el obispado de Britonia, la futura diócesis de Mondoñedo. Por los mismos años en que la Britania insular recaía en el paganismo, se cristianizó la vecina isla de Irlanda, que nunca había formado parte del Imperio Romano. Existían allí a principios del siglo v unas cristiandades incipientes, pero el impulso decisivo a la cristianización lo dio san Patricio, un obispo misionero de origen bretón, que fue el gran apóstol de Irlanda. Durante más de treinta años de incansable labor, Patricio puso las bases de la Iglesia en Irlanda, cuya cabeza fue la sede de Armagh, donde él mismo estableció su cátedra episcopal. Cuando Patricio murió en el año 461, la conversión de Irlanda era ya una realidad y la cristiandad céltica tenía unos rasgos bien definidos, que iban a conferirle su peculiar fisonomía, dentro de la Iglesia occidental. Perdida en el extremo occidental de Europa y prácticamente aislada durante siglo y medio, la «Iglesia céltica» se halló en favorables condiciones para consolidar una personalidad característica. La organización eclesiástica reflejó las condiciones particulares de la tierra y de la sociedad irlandesas. La isla nunca había sido romana y carecía de ciudades que pudieran servir de base a una estructura diocesana; la sociedad se agrupaba en clanes, que eran grupos tribales. La Iglesia se acomodó a ese sistema social y adoptó una organización de tipo monasterial, en la que un monasterio era el centro de la vida religiosa del clan y su abad, el superior eclesiástico. Este abad solía ser también obispo, pero podía no serlo, y entonces algún monje que le estaba jerárquicamente subordinado recibía la consagración y ejercía las funciones que requerían el orden episcopal. Esos monasterios fueron a la vez focos de cultura eclesiástica y el latín se estudió con esmero. Los cristianos celtas mostraron una gran inclinación al ascetismo y a la práctica de las más duras mortificaciones corporales. También fue característica su preocupación por la moral, de la que derivó la original aportación con que contribuyeron a la historia de la literatura eclesiástica: los libros penitenciales. Estos libros venían a ser unos manuales para confesores, donde las relaciones de pecados concretos iban acompañados de tarifas correlativas de penas o penitencias. Los penitenciales pretendían auxiliar así a confesores pertenecientes a una sociedad culturalmente retrasada y ellos mismos poco formados todavía para la función judicial que les correspondía en la administración del sacramento. Los penitenciales tuvieron efectos beneficiosos y cumplieron incluso una función social civilizadora. En
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ciertos aspectos, sin embargo, sus consecuencias fueron negativas, por dar pie a un confusionismo de criterios morales e incluso a un laxismo peligroso. Por estas razones, la Jerarquía eclesiástica, especialmente en la Francia carolingia, llegó a prohibir estos libros y ordenar su destrucción. La «Iglesia céltica» presenta todavía un aspecto típico que es preciso resaltar: su vocación misionera. Los monjes celtas practicaban, como uno de los ejercicios propios de la vida ascética, la «peregrinación por amor de Dios», que les llevaba a no tener morada permanente aquí en la tierra, impulsándoles a la aventura apostólica. Así,san Columba (521-597) fue el promotor de la evangelización de Escocia, y san Columbano (540-615), después de prepararse en el monasterio de Bangor, partió para tierras todavía más lejanas: la Francia merovingia, el país de los alamanes, la Suiza actual y hasta la Italia del norte; aquí, en el Reino longobardo todavía arriano, fundó el monasterio de Bobbio, donde murió. Así, por muchas tierras de la Europa continental la tradición cristiana céltica fue dejando huellas más o menos profundas en la vida de la Iglesia.
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7. La conversión de los anglosajones Los cristianos celtas, que habían llevado el anuncio evangélico hasta pueblos remotos de la Germania occidental o de los Alpes, rehusaron, sin embargo, prestar su concurso a la cristianización de los paganos anglosajones, sus vecinos más próximos, pero también sus enemigos irreconciliables. Los celtas no perdonaban a los antiguos invasores la conquista del país y la destrucción de la cristiandad bretona. Por esa razón la iniciativa de la cristianización de esos pueblos hubo de venir desde muy lejos: partió de Roma y del papa Gregorio Magno. La Inglaterra sajona se hallaba dividida en siete reinos, cuyo conjunto se conoce en la historia como la Heptarquía. En las postrimerías del siglo VI se presentó una situación favorable para iniciar la evangelización en el Reino de Kent, cuyo monarca Etelberto había contraído matrimonio con una princesa franca y se hallaba bien dispuesto hacia el cristianismo. El papa Gregorio Magno resolvió aprovechar la oportunidad y envió desde Roma un grupo de monjes encabezados por el también monje Agustín, que en la primavera del año 597 desembarcaron en las costas de Kent y recibieron licencia real para anunciar el Evangelio. En la Navidad del mismo año, en una ceremonia que guarda analogía con la conversión de Clodoveo, Etelberto recibió el bautismo y, junto a él, una multitud de nobles y otros súbditos suyos. Gregorio Magno, a la vista del éxito obtenido, erigió la sede primada de Cantorbery en la capital del Reino y nombró arzobispo a Agustín. Otras sedes episcopales fueron creadas en Rochester y en Londres, capital del Reino de Essex, cuyo monarca abrazó también el cristianismo. Entonces Agustín trató de constituir una iglesia única para toda la isla, que comprendiera tanto a los conversos anglosajones como a los viejos cristianos bretones existentes en la región occidental del país. Los cristianos viejos se opusieron resueltamente al proyecto de Agustín. Les movía de una parte el odio ancestral contra los sajones, pero también la adhesión a sus peculiares tradiciones litúrgicas y disciplinares. El profundo aislamiento en que durante largo tiempo vivió esa Iglesia hizo que se produjeran considerables divergencias entre sus usos propios y los romanos: difería la tonsura monástica, la forma de administrar algunos sacramentos y, sobre todo, el sistema de fijación de la Pascua, ya que los celtas seguían aún el ciclo pascual antiguo, por no haber recibido el cómputo introducido en Roma por Dionisio el Exiguo. Un conflicto se planteaba, por tanto, entre el cristianismo romano de los conversos anglosajones y las tradiciones religiosas de los cristianos antiguos. La hostilidad de las cristiandades célticas hizo peligrar la empresa de Agustín de Cantorbery que, a su muerte (604), sufrió grandes contratiempos. Hubo entonces retornos al paganismo y situaciones críticas en los reinos ya evangelizados; pero se registraron también nuevos avances en otras regiones, especialmente en Nortumbria, en cuya capital, York, fue creada una segunda metrópoli eclesiástica. Lentamente fue cediendo la oposición celta y, por fin, antes de terminar el siglo vii un nuevo primado venido también de Roma, el monje oriental Teodoro de Tarso, pudo coronar la obra de san Agustín y organizar firmemente las estructuras de la Iglesia.
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La Inglaterra anglosajona conoció una gran floración de monasterios en los que se observó la Regla de San Benito. En ellos brillaron figuras ilustres en el mundo de la cultura cristiana, entre las que destacan el abad Benedicto Biscop y, sobre todo, el gran escritor eclesiástico Beda el Venerable. Pero esos monasterios fueron, además, focos de una intensa actividad apostólica. Los monjes anglosajones tomaron el relevo de los irlandeses de los siglos VI y VII, y en el siglo VIII fueron ellos los evangelizadores de la Germania todavía pagana. La Iglesia anglosajona, que tan ligada estuvo con Roma en sus orígenes, se distinguió durante esta época por su particular adhesión al Pontificado, que es bien patente en la acción pastoral de san Bonifacio, el más insigne de todos sus misioneros.
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8. La Iglesia en España durante el siglo VII Hemos tratado de presentar en una rápida visión los progresos del cristianismo en el período que siguió a las grandes invasiones y llegamos a la conclusión de que, al terminar el siglo vii, se habían incorporado a la Iglesia casi todas las poblaciones que habitaban en las antiguas tierras románicas de Occidente, aunque su evangelización no alcanzase siempre un mismo grado de madurez. Pero hubo una iglesia latina y occidental, para la que el siglo VII constituyó un auténtico siglo de oro, durante el cual estuvo en todos los órdenes muy por encima de las demás cristiandades contemporáneas: se trata de la iglesia del Reino visigótico español. La conversión de Recaredo, apenas heredado el trono de su padre Leovigildo (587), abrió el camino a la rápida conversión de su pueblo. El exemplum regis jugó también entonces un papel principal. El monarca se apresuró a reunir en asamblea el episcopado arriano y «más por el convencimiento que por la fuerza» –según palabras de un cronista contemporáneo– consiguió que los obispos siguieran su propio ejemplo. Superadas las esporádicas resistencias, se convocó un gran concilio nacional para que sirviese de marco adecuado a la solemne conversión del pueblo visigodo: en el concilio III de Toledo, del año 589, Recaredo hizo la solemne profesión de fe y presidió la abjuración del arrianismo hecha por los obispos y magnates góticos. La época visigodo-católica, que alcanza hasta principios del siglo viii, fue un período de extraordinario florecimiento de la Iglesia en España. Una impresionante teoría de santos y escritores eclesiásticos dan testimonio de la vitalidad desbordante de aquella Iglesia. Puede afirmarse que los Padres visigodos llenan un capítulo de la patrística cristiana, que es, además, único para su época. Ocurre, en efecto, que, mientras en el resto de Occidente se produce un empobrecimiento en todos los órdenes de la vida y en la misma Roma el papa Gregorio Magno aparece como una cumbre aislada en medio de una planicie de mediocridad, los nombres insignes se agolpan en la «Iglesia visigótica»: Leandro, Braulio, Ildefonso, Eugenio, Tajón, Fructuoso, Julián, Valerio y, sobre todo, Isidoro, el varón más ilustre del siglo, la lumbrera de la Iglesia y el maestro del Occidente medieval. La vitalidad de la Iglesia visigótica se puso de manifiesto en su inmensa capacidad creadora. Los escritores eclesiásticos produjeron una abundante literatura, en la que figuran todos los géneros literarios: tratados doctrinales, enciclopedias como las «Etimologías» isidorianas, crónicas, biografías, epistolarios, etc. Mas la prueba suprema de aquella vitalidad viene dada, mejor que por las obras de uno u otro personaje, por aquellas que fueron creaciones de la propia Iglesia en cuanto tal. Entre ellas figuran en primer lugar los concilios generales, que debían reunirse siempre que alguna cuestión de fe o de interés común aconsejase su celebración. Los concilios visigóticos fueron un fenómeno impar en la Iglesia de entonces. Porque esas asambleas, tan importantes en el aspecto disciplinar e incluso en el político, no lo fueron menos en el campo de la teología: los obispos visigodos poseían ciencia teológica y por eso los Símbolos de la fe de los concilios toledanos constituyen contribuciones notables a la formulación de la doctrina católica. En el ámbito del Derecho, la España visigoda produjo su propia colección
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canónica, la «Hispana», mucho más rica que la «Dionisiana» de Roma, y durante largos siglos, hasta el Decreto de Graciano, la colección más valiosa de Occidente. La Iglesia del siglo VII ordenó también su propia liturgia, la mozárabe, que se observó tanto en la España cristiana como en las comunidades bajo dominio musulmán, hasta la Reforma gregoriana del siglo XI. En fin, la fecundidad creadora de la Iglesia en la época visigótica se puso de manifiesto en su monacato. Los Padres españoles, san Leandro, san Isidoro, san Fructuoso, compusieron cada uno sus propias Reglas. Pero ese monacato tuvo, además, unos rasgos originales que lo singularizan dentro de la historia de los monjes occidentales: el sistema actual, las congregaciones monásticas, la recepción de familias en los cenobios, etc.
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9. Iglesia visigótica y Monarquía Los concilios toledanos tuvieron un aspecto político de indudable importancia. Junto a las sesiones de índole estrictamente religiosa hubo otras a las que se incorporaban los magnates palatinos y en las cuales se abordaron cuestiones de gobierno del reino o se legisló sobre materias seculares, siguiendo muchas veces las sugerencias formuladas por los propios monarcas en los «tomos regios», sus mensajes de apertura del concilio. La Iglesia y la Monarquía estuvieron estrechamente unidas y fue frecuente en la agitada realidad política visigoda que los reyes acudieran a los obispos, con el fin de que la autoridad eclesiástica convalidase con su sanción irregulares accesos al trono o legitimidades dudosas. San Isidoro, el más prestigioso de los Padres españoles, en sus dos obras de las Etimologías y las Sentencias formuló algunos grandes principios de doctrina política, que en los siglos siguientes se repitieron mil veces y llegaron a ser tenidos por axiomas en los tratados de los teóricos medievales. Así ocurrió, por ejemplo, con la célebre sentencia «serás rey si obras rectamente, y si no obras rectamente no serás rey», fundamento de la legitimidad de ejercicio. La Iglesia, en los Concilios toledanos, trató además de reforzar la estabilidad de una Monarquía que jurídicamente tenía carácter electivo, legislando con profusión a propósito de las normas que debían observarse en la designación de los monarcas. La Iglesia visigótica fue la primera de todo el Occidente cristiano en otorgar un carácter religioso al poder real, en virtud de la consagración o unción de los reyes que se introdujo por lo menos desde mediados del siglo VII. España se anticipó, por tanto, un centenar de años a la Francia carolingia y a otros reinos cristianos que más tarde adoptaron también este uso. La introducción de la unción real estuvo, sin duda, relacionada con la naturaleza electiva de la Monarquía visigótica del siglo vii, que privaba a esta del poderoso factor de estabilidad que era una legitimidad dinástica claramente fundada sobre el «derecho de la sangre». La unción venía a suplir este defecto, pues sacralizaba la Monarquía y confería un carácter religioso a la persona del rey. Los Padres visigóticos, buenos conocedores, sin duda, de la Sagrada Escritura, se inspiraron en el precedente viejo testamentario de los reyes de Israel e introdujeron la unción en el ceremonial de proclamación de los nuevos monarcas. Esta época de esplendor de la Iglesia en España terminó bruscamente, con el mismo dramático desenlace que puso fin a la existencia de la Monarquía. Hay que advertir, sin embargo, que en los últimos tiempos del período visigótico se puede percibir un sensible declive con respecto al altísimo nivel conseguido por la Iglesia en la primera mitad del siglo VII. Una de las causas parece haber sido el descenso de calidad del episcopado, en una sociedad que presentaba crecientes síntomas de prefeudalización y en la cual los obispados comenzaron a ser apetecidos y ocupados por individuos pertenecientes a la oligarquía nobiliaria. Este fenómeno determinó que, en las últimas décadas de la España visigoda, personajes eclesiásticos anduvieran mezclados más de una vez en las intrigas y conjuras urdidas en el seno de las diversas camarillas político-familiares existentes, cuya
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acción disolvente tuvo una influencia decisiva en el fulminante hundimiento del reino visigodo español.
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10. El Islam y la Cristiandad En el año 711, la conquista musulmana puso fin a la España visigótica y la Iglesia hubo de sufrir allí la dura suerte que le tocó también conocer en otras muchas regiones del mundo latino y oriental. En el siglo VII, que presenció la cristianización de todas las poblaciones establecidas en los territorios románicos de Occidente y el progreso de la penetración evangélica más allá de las antiguas fronteras europeas del Imperio, en ese mismo siglo nació en Oriente y se extendió con pasmosa rapidez una nueva religión, el Islam, que durante más de mil años había de hacer difícil la supervivencia de las iglesias en las tierras sometidas a su poder y constituiría una permanente amenaza para muchos pueblos cristianos. El Islamismo tuvo por fundador a Mahoma (570-632), el Profeta de la nueva religión que predicó a sus seguidores la creencia en el Dios único –Allah–, de quien él habría recibido la revelación recogida en el Corán, el libro santo de los musulmanes. Mahoma se presentaba así como el último en la serie de los grandes profetas, en la que figuraban Abraham y Jesús, y habría sido escogido por Allah para transmitir a los hombres la plenitud de la Revelación divina. La historia del Islam tiene su comienzo oficial en la Hégira, la huida de Mahoma desde la Meca a Medina, el año 622 de la era cristiana que señala cronológicamente el inicio de la era islámica. Antes de la muerte de Mahoma, en 632, su doctrina había triunfado en su tierra natal, la península de Arabia. Después, bajo la dirección de los Califas, sucesores del Profeta, el Islam, por medio de la «guerra santa», se extendió a través del mundo con portentosa celeridad. Siria y Palestina cayeron en pocos años: Damasco fue tomada por los árabes el año 635 y Jerusalén, en 638. En 642, cuando se cumplían los diez años de la muerte de Mahoma, el Imperio sasánida de Persia, en el norte, y Egipto, al oeste, habían caído en manos de los árabes. Alejandría, la gran metrópoli del Mediterráneo oriental, hubo de capitular aquel mismo año. El empuje del Islam progresó en todas direcciones durante las décadas siguientes. La propia ciudad imperial de Constantinopla fue sitiada por los musulmanes, aunque logró rechazar los reiterados ataques. El avance a lo largo de la costa africana fue, en cambio, incontenible. Cartago cayó en el año 698 y, con ello, la totalidad del África bizantina se perdió para siempre. En el año 711, la batalla de Guadalete abría al invasor islámico la Península Ibérica, que fue conquistada en breves y fulgurantes campañas militares. La batalla de Poitiers (732), donde los musulmanes fueron vencidos por Carlos Martel, señala el momento de su más profunda penetración en el Occidente de Europa. La expansión del Islam se realizó en gran parte por tierras cristianizadas y tuvo una honda repercusión en la vida de las iglesias y de los fieles que quedaron sometidos al poderío musulmán. Ya se sabe que los sentimientos antibizantinos y secesionistas de las poblaciones monofisitas de Siria y Egipto debilitaron la capacidad de resistencia del Imperio de Oriente e hicieron fácil la conquista de aquellas provincias por el Islam. Los residuos donatistas y la fragilidad del dominio imperial en el África cartaginesa produjeron años más tarde parecidos resultados. La rápida conquista de España se debió igualmente, en buena medida, a las asistencias internas –de witizanos y judíos– que los
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musulmanes hallaron en el Reino visigótico. Pero, una vez consolidado el dominio islamita, la situación de las iglesias cristianas fue necesariamente precaria. Los musulmanes no pretendieron, por la «guerra santa», obligar a los cristianos a una forzada conversión. Los cristianos, al igual que los judíos, eran considerados por ellos como «gentes del Libro», en atención a tener las tres religiones en común a la Biblia como libro sagrado. Las «gentes del Libro», que se sometían mediante una capitulación a los conquistadores islámicos y reconocían su soberanía, recibían el estatuto de dimmies – protegidos– en virtud del cual se les consentía conservar una existencia autónoma, bajo sus propias autoridades civiles y religiosas, a cambio del pago de unos tributos especiales. Pero la tolerancia de que gozaban los cristianos estaba estrictamente limitada: no podían dificultar la apostasía de quienes quisieran hacerse musulmanes y se les prohibía, en cambio, todo proselitismo cristiano; tampoco se les permitía de ordinario construir o reparar sus templos y buena parte de estos fueron transformados en mezquitas. Las iglesias cristianas soportaron con diversa fortuna la ruda prueba del dominio musulmán. Esta prueba se hacía más difícil en la medida en que aquel dominio se prolongaba y desaparecían las esperanzas de restauración cristiana. Con el paso del tiempo crecía el conformismo y la religión de los dominadores ganaba nuevos adeptos, mientras los cristianos quedaban reducidos a la condición de simple minoría religiosa. Las comunidades cristianas padecían, además, un continuo debilitamiento, a causa de la progresiva islamización de las costumbres y del medio ambiente. A mediados del siglo IX, cuando España llevaba ya ciento cincuenta años de dominio musulmán, san Eulogio y Álvaro de Córdoba se esforzaron por reanimar la fe y el fervor de los cristianos andaluces; el episodio de los Mártires cordobeses que se presentaban voluntariamente al sacrificio tuvo el sentido de un gesto heroico destinado a sacudir las conciencias de muchos fieles, adormecidas por la presión ambiental, y a galvanizar su espíritu cristiano. Pero, además, el Islam, en ciertas horas de su historia se tornó resueltamente intolerante, como ocurrió en los Imperios africanos almorávide y almohade y entonces trató de eliminar por la violencia los residuos cristianos que pudieran existir. En estas condiciones, y aunque muy disminuidas, subsistieron las iglesias de Oriente, en especial la monofisita o copta, hondamente arraigada entre la población indígena de Egipto. También en España las comunidades mozárabes lograron sobrevivir hasta el siglo XII, y muchas de ellas pudieron presenciar la reconquista cristiana. La suerte más triste fue la que corrió la Iglesia en el África latina, donde se extinguió totalmente bajo el poder musulmán. Aquella ilustre iglesia de Cartago, que había dado a la Iglesia universal figuras de la talla de san Cipriano y san Agustín, se fue apagando en medio de una larga agonía que se prolongó durante cinco siglos. Todavía, en 1053, tres obispos africanos escribían al papa León IX y, veinticinco años más tarde, otro Papa, Gregorio VII, enviaba varias cartas a la cristiandad cartaginesa y a su metropolitano Ciriaco. Se trataba de una iglesia moribunda y, pese a ello, desgarrada por querellas intestinas. En el siglo XII, a consecuencia de la conquista almohade, se consumó la ruina de la Cartago cristiana y se cerró uno de los capítulos más penosos de la historia de la Iglesia.
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XII. LA ÉPOCA CAROLINGIA 1. Un giro copernicano En los primeros años del siglo VIII, la sombra del Islam pesaba sobre la Cristiandad en los dos opuestos confines del Mediterráneo. La España visigótica había caído en poder de los musulmanes, y estos amenazaban a la vez el corazón del Imperio bizantino, Constantinopla. Fue aquella una hora crítica de la historia, que se resolvió favorablemente para la Europa cristiana: León Isáurico (717-741) contuvo a los musulmanes en Oriente y Carlos Martel, en la batalla de Poitiers (732), cortó su avance por el flanco occidental del continente europeo. Europa aseguraba de este modo su propia supervivencia y, definitivamente, sería cristiana, no musulmana. El siglo VIII, que se inició con infaustos presagios, sería la época en que se definieron las líneas maestras que iba a seguir en los tiempos venideros la Cristiandad medieval. El hecho clave que marcó nuevos rumbos a la futura historia de la Iglesia y de la Europa cristiana fue el giro copernicano dado por la Santa Sede a mediados del siglo VIII, merced al cual se desligó del Imperio de Oriente e hizo del Reino franco el poder secular protector del Pontificado romano. Como se ha visto antes, desde finales del siglo VI, bizantinos y longobardos se dividían el efectivo dominio de la península italiana. Pero en Italia existían también vastos dominios territoriales pertenecientes a la Iglesia, que formaban el denominado «Patrimonio de San Pedro», y eran el fruto de donaciones en favor de la Sede romana y de otras adquisiciones hechas por esta en los siglos pasados. Los Papas reconocían la soberanía del emperador bizantino y este protegía las tierras pontificias de las amenazas y depredaciones de los longobardos, unos incómodos vecinos que no dejaron de inquietar al Papado ni aun siquiera después de su tardía conversión al catolicismo. La presión del Islam sobre el Imperio oriental debilitó la potencia bizantina en la península itálica y la eficacia de su acción protectora de las tierras pontificias. Por otra parte, la apertura de la crisis religiosa de la iconoclastia, a que nos referiremos más adelante, provocó un abierto enfrentamiento entre Roma y la corte de Constantinopla. León III Isáurico pretendió que el papa Gregorio II acatase la prohibición imperial de dar culto a las imágenes (726) y, ante la negativa papal, respondió con severas represalias. Ordenó la confiscación de las posesiones del Patrimonio de San Pedro existentes dentro de los dominios que el Imperio oriental conservaba en la baja Italia y Sicilia y adoptó, además, otra medida que daría lugar a la creación de un punto más de crónica fricción entre el Oriente y el Occidente cristianos: desmembró de la jurisdicción romana los territorios de la Iliria que habían constituido el antiguo Vicariato pontificio de Tesalónica y los sometió al Patriarcado de Constantinopla. El papa Gregorio III (731-741) excomulgó a los destructores de las imágenes e inició el trascendental cambio de orientación del Pontificado, que tan importantes consecuencias había de tener para el futuro de la Iglesia y de la Cristiandad. Desde ahora, los Papas se
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alejaban de un Imperio bizantino iconoclasta y hostil, e incapaz, además, frente a los longobardos, de garantizar la seguridad de los territorios pontificios de Italia, para poner sus ojos en el reino cristiano que, desde el hundimiento de la España visigótica, ocupaba una primacía indiscutible en el Occidente barbárico: el Reino de los francos. Gregorio III se dirigió en 739 a Carlos Martel en petición de ayuda, sin conseguir una respuesta a su demanda. Pero muy pronto iba a producirse una coyuntura favorable y el papa Zacarías, sucesor de Gregorio III, y el hijo de Carlos, Pipino, serían los protagonistas del entendimiento entre el Pontificado y el Reino franco, que marcó el comienzo de una nueva época de la Cristiandad occidental.
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2. El Pontificado y el Reino franco En efecto, el Papado, como veíamos, necesitaba de los francos en Italia, como nuevos protectores en lugar del Imperio. Por otra parte, en el Reino franco se gestaba una pacífica revolución, que hacía deseable una determinada toma de postura por parte de la Iglesia. Desde hacía muchos años, los últimos monarcas de la dinastía merovingia tenían una autoridad meramente nominal y el poder efectivo estaba en manos del alto dignatario que desempeñaba el cargo de Mayordomo de palacio. El mayordomo venía a ser como el primer ministro en una moderna monarquía constitucional; pero en la Alta Edad Media esta situación resultaba menos comprensible, y por eso los últimos merovingios no han pasado a la historia como unos monarcas constitucionales, sino con el título poco honroso de los «reyes holgazanes». Los mayordomos de Palacio constituían también una auténtica dinastía, que se sucedía de padres a hijos en el desempeño del cargo. Pipino el Breve, el hijo de Carlos Martel, resolvió poner término a esta situación anómala y acabar de una vez para siempre con la ficción de los incapaces monarcas merovingios. Para ello, en el año 750, envió una legación a Roma que planteó al papa Zacarías una cuestión de orden doctrinal, pero, a la vez, de evidente actualidad política: ¿quién era más digno de llamarse rey, aquel que lo era tan solo de nombre o el que ejercía efectivamente el poder? Zacarías respondió que era mejor llamar rey a quien detentaba realmente el poder y Pipino, obtenida así la sanción pontificia, fue elevado al trono en Soissons por la asamblea de los grandes, mientras el último merovingio, privado de la corona, era internado en un monasterio. El nuevo monarca recibió del legado del Papa, san Bonifacio, la unción real, que, a partir de entonces, se introdujo en las tradiciones de la Monarquía franca. El precedente visigótico sirvió de ejemplo y el nuevo monarca, que, al igual que los reyes españoles del siglo VII, no podía aducir el derecho de la sangre como fundamento de su legitimidad, se convirtió en un rey «ungido», con una consagración litúrgica que sacralizaba su persona y su ministerio. Tres años más tarde, el papa Esteban II (752-757) renovó personalmente la unción de Pipino, confiriéndosela a la vez a sus dos hijos Carlomán y Carlos, y otorgando a los tres el título de «Patricio de los Romanos», que implicaba una responsabilidad y un cierto derecho de intervención en la administración civil de la ciudad de Roma. La alianza entre el Pontificado y el Reino franco quedaba así solemnemente ratificada. El papa Esteban II había acudido a Francia en busca de ayuda contra los longobardos, que seguían invadiendo territorios pertenecientes al Patrimonio de San Pedro. Pipino envió a Italia varias expediciones destinadas a contener la amenaza lombarda, pero esta no desapareció hasta que Carlomagno, tras la muerte de su padre, ciñó él mismo la corona de hierro de los lombardos y anexionó su reino a la Monarquía franca. En estos años ha de situarse el principio de unos «Estados de la Iglesia» propiamente dichos, que Pipino se había comprometido a «restituir» al Papado y que fueron luego ampliados y confirmados por Carlomagno. El término «restitución» implicaba la idea de que estos territorios ocupados en parte por bizantinos y lombardos pertenecían ya con anterioridad a la Sede romana. Con tal estado de cosas puede relacionarse la famosa «Donación de
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Constantino», un documento apócrifo compuesto al parecer por estos años, con el evidente designio de dar un antiguo título jurídico a las reivindicaciones territoriales de la Iglesia romana. Según la «Donación», el emperador Constantino, agradecido al papa san Silvestre por el bautismo y la curación de la lepra, y juzgándose indigno de morar en la misma ciudad que el Vicario de Cristo, decidía trasladar su residencia a Constantinopla concediendo al Papa los honores imperiales y la plena soberanía sobre Roma, Italia y todo el Occidente. La «Donación de Constantino» fue tenida por auténtica hasta el final de la Edad Media, cuando Lorenzo Valla y otros humanistas demostraron su falsedad.
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3. El Renacimiento carolingio Carlomagno, el hijo y sucesor de Pipino, fue una de las personalidades que ha dejado más profunda huella en la historia de Europa y de la Cristiandad medieval. Tuvo un largo reinado (768-814) y consiguió reunir bajo su cetro la mayor parte de la Europa occidental, con las poblaciones de origen romano y germánico que habitaban en ella. En todas partes, el gran designio de Carlomagno fue desarrollar una auténtica «política cristiana», que alcanzase a toda la extensión de sus dominios y a todos los aspectos de la vida de sus súbditos. Carlos estaba profundamente penetrado por el sentimiento de la gran misión que le tocaba cumplir en el mundo. La Ciudad de Dios, de san Agustín, el libro preferido, inspiraba su filosofía política, y él mismo se consideraba como instrumento escogido por Dios para poner por obra los designios divinos sobre la Iglesia y la Cristiandad. El impulso dado por Carlos a la sociedad cristiana en todos los órdenes de la vida se materializó en el llamado «Renacimiento carolingio», del que fueron artífices, junto al soberano, una selecta minoría de eclesiásticos versados en letras sagradas y profanas, de procedencia muy diversa que acredita la amplia capacidad integradora de hombres y de pueblos característica de la obra carolingia: el inglés Alcuino de York, el más ilustre de todos, creador y director de la «escuela palatina»; y, tras de él, el visigodo Teodulfo de Orleans, el germano Eginardo, biógrafo de Carlomagno y, más tarde, Agobardo de Lyon, Rábano Mauro, Jonás de Orleans, etc. Carlomagno hizo de la propagación de la fe y de la civilización cristiana el principio rector de su acción política. Por ello, sin distinguir entre el ámbito de lo espiritual y de lo temporal, consideró como misión suya cuanto podía redundar en provecho de la Iglesia y de la Cristiandad. No hubo ningún terreno que estimase ajeno a su interés y a su autoridad, ni aun siquiera el de los grandes temas de orden doctrinal religioso. De ahí su intervención reiterada en cuestiones que afectaban al dogma, como la condena del adopcionismo, el error de Elipando, arzobispo mozárabe de Toledo (754?-800?), que consideraba a Cristo hijo «adoptivo» del Padre. La doctrina se introdujo en la Francia carolingia a través de Félix († 818), obispo de Urgel en la Marca Hispánica y súbdito, por tanto, de Carlomagno. El adopcionismo fue condenado en los concilios de Ratisbona (792) y Francfort (794), reunidos por el emperador, y Félix murió desterrado en Lyon. La cuestión del culto de las imágenes, tan viva en el Imperio bizantino, fue también tratada en el concilio de Francfort y motivó la redacción, a instancias de Carlos, de los llamados «Libros Carolinos». En fin, la introducción en el Credo de la fórmula del Filioque, originaria de la Iglesia visigótica, hecha por orden de Carlomagno, es una prueba más de su preocupación por la defensa de la doctrina ortodoxa. La obra de instauración cristiana promovida por Carlomagno necesitaba apoyarse sobre un conjunto de textos legales, requería un aparato jurídico. Carlos quiso disponer, ante todo, para su empresa de reforma eclesiástica, de una colección canónica segura, donde se contuviera el Derecho de la Iglesia universal y, para mayor garantía, se la pidió al Papa. El papa Adriano le hizo entrega en Roma de un ejemplar de la antigua Colección Dionisiana, enriquecida con algunos otros textos, que era la usada en la Curia papal y que
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recibió la denominación de Colección Dionisio-Adriana. Por su parte, Carlomagno legisló abundantemente sobre cuestiones referentes a organización y vida de la Iglesia, recogiendo en ocasiones lo acordado por diversos concilios reformadores. Esta legislación carolingia, prolongada por sus sucesores, especialmente Ludovico Pío y Carlos el Calvo, recibió el nombre de «capitulares», eclesiásticos unos y otros de carácter mixto o civil. Pero Carlomagno no se preocupaba tan solo de legislar, sino también de procurar la eficacia de sus leyes y de la Administración pública en general. Creación suya fueron los missi dominici, enviados del soberano que recorrían el territorio para mantenerle directamente informado y velar por la aplicación de las normas y la buena marcha de los negocios públicos. La composición de estos «equipos» de legados imperiales, siempre una pareja formada por un dignatario civil y otro eclesiástico –obispo o abad–, es una muestra de la íntima implicación entre la esfera de lo religioso y lo temporal, que fue propia de la época carolingia.
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4. Los objetivos de una política cristiana Los monarcas carolingios –y Carlomagno el primero– promovieron el perfeccionamiento de la organización eclesiástica: crearon nuevas provincias, diócesis y parroquias, prescribieron la celebración de concilios y sínodos, urgieron la visita canónica, etc. El buen orden de la Iglesia y de la sociedad cristiana era asunto de la competencia del poder público, que consideraba como la primera de sus funciones el ayudar a los súbditos a conseguir su último fin, la vida eterna, para la que todo hombre ha sido creado. Por ello, la Reforma carolingia trató de conseguir que cada uno de los «órdenes» que componían la sociedad cristiana –clérigos, monjes y laicos– experimentasen un efectivo progreso en el desempeño de las misiones que a cada uno correspondía y cumpliesen mejor sus respectivos deberes. Así, el poder real se preocupaba de la elevación de la vida cristiana de los laicos, mediante la satisfacción de sus obligaciones religiosas: la asistencia a la Misa en los días de precepto, la Comunión periódica y la observancia del descanso dominical. La elevación de la vida cristiana del pueblo exigía a su vez una mayor perfección de las estructuras eclesiásticas y un más alto nivel, tanto intelectual como moral, del clero. Por eso, a la creación de nuevas parroquias y la práctica de la visita canónica por los obispos a sus respectivas diócesis, se unió el esfuerzo por mejorar la calidad y la vida espiritual de los clérigos. Su formación intelectual se promovió mediante la creación de numerosas escuelas catedrales y monásticas, según la pauta marcada por la Escuela palatina, de las cuales podrían salir jóvenes clérigos con una adecuada preparación doctrinal. La elevación moral y espiritual del clero se procuró por una vigilancia de las costumbres y la extensión de la vida común o vita canonica. El obispo san Crodegango, de Metz († 766), había compuesto una Regla de vida para los clérigos de su ciudad episcopal. Carlomagno favoreció la difusión de esta Regla entre el clero franco y gracias a él fue adoptada, no tan solo por los miembros de capítulos catedralicios, sino también por grupos de clérigos que prestaban sus servicios en otras grandes iglesias y que constituyeron capítulos llamados colegiales. La vida común del clero, iniciada por san Agustín y renovada en la época carolingia, volvería a promoverse en los siglos venideros, siempre que se intentó avanzar por el camino de la reforma eclesiástica.
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Un capítulo muy importante de la renovación de la Iglesia en la época carolingia es el que corresponde a la reforma monástica. Fue esta época para el monacato un paréntesis de florecimiento entre dos períodos de crisis que, como veremos en su lugar, afectaron también a otros aspectos de la vida de la Iglesia. A mediados del siglo VIII, la situación de los monasterios francos era deplorable, y serían muy pocas las comunidades que guardaban una observancia religiosa. Carlomagno impuso a los monjes la Regla de San Benito y sus capitulares fueron como una glosa de la Regla, a la vez que urgían su más fiel cumplimiento. Pero la gran figura del monacato carolingio fue Benito de Aniano, uno de los forjadores de la historia monástica de Occidente, que desarrolló su empresa de reforma en íntima unión con el emperador Ludovico Pío. Benito era de origen visigodo y fundó cerca de Montpellier el monasterio de Aniano, que le dio su nombre y donde introdujo la Regla de San Benito. La actividad reformadora de Benito de Aniano se extendió a otras muchas abadías en las que fue implantando la observancia benedictina y sobre las que conservó una cierta autoridad. Ludovico Pío, entonces rey de Aquitania, puso a Benito al frente de las abadías del reino, con lo que su obra reformadora revistió un carácter oficial. Cuando Luis se convirtió en emperador a la muerte de Carlomagno, construyó para Benito, cerca de Aquisgrán, la abadía de Inden, con el fin de que fuese a manera de monasterio piloto para todo el Imperio. Benito pasó a ser como el superior general de los monasterios carolingios e inspiró el capitular acerca de ellos que el emperador promulgó en 817, hasta el punto de que ese texto puede casi considerarse como la Regla de Benito de Aniano. Obras suyas fueron el Codex Regularum –«Códice de Reglas»–, donde recopiló buen número de ellas, tanto orientales como occidentales, y la Concordia, comentario a la Regla benedictina en paralelo con las demás. Benito de Aniano restableció en buena
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medida la disciplina regular, aunque modificó considerablemente la primitiva observancia benedictina; y creó también una congregación de monasterios que es como un precedente de la futura Orden de Cluny. Puede decirse que nadie, desde san Benito, había influido tanto como él en el destino del monacato occidental, aunque su obra reformadora se desintegraría pronto en los tiempos anárquicos de la decadencia carolingia.
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5. La expansión de la Cristiandad La época carolingia no fue tan solo un período de reforma eclesiástica y de promoción espiritual de los pueblos ya cristianizados. Fue también una época de expansión misionera, en que la Iglesia se esforzó por anunciar el Evangelio a naciones y tribus germánicas que todavía permanecían paganas. En el siglo VII, los intrépidos misioneros celtas habían sido los principales agentes de penetración cristiana entre los pueblos germánicos del centro de Europa. En el siglo VIII, fueron misioneros anglosajones los que recogieron la antorcha de sus predecesores irlandeses y prosiguieron la evangelización de la Germania pagana. En esta tarea contaron siempre con el valioso apoyo de los mayordomos de Palacio y, luego, de los reyes carolingios. Así, el monje inglés Wilibrordo trabajó durante muchos años con buen fruto entre los frisios y fue su primer arzobispo con sede en Utrecht. Su obra fue proseguida por otro misionero inglés, Winifrido, más conocido por el nombre de Bonifacio, que luego tomó, y que sin duda puede considerarse como el gran apóstol de Germania. Bonifacio obtuvo grandes éxitos apostólicos en diversos países germánicos del este del Rin: en Frisia Hesse y Turingia. Fue consagrado en Roma como obispo misionero, ligado al Papa por un especial juramento de obediencia que lo vinculaba estrechamente a la Sede pontificia; en un segundo momento, fue nombrado arzobispo y legado papal en Germania. Bonifacio no se limitó a desarraigar el paganismo, sino que, como buen organizador, estableció la Jerarquía eclesiástica en vastos territorios evangelizados por él. Creó numerosas diócesis y fundó una serie de monasterios de observancia benedictina, entre los que sobresale la célebre abadía de Fulda. Bonifacio también intervino activamente en importantes cuestiones internas de la Iglesia en el reino franco; pero, muy anciano ya, volvió otra vez a su antiguo trabajo de misión entre los frisios y allí murió mártir con un crecido número de compañeros, a manos de una banda de paganos fanáticos (754). San Bonifacio había sido el verdadero instaurador de la Iglesia en Alemania, estrechamente vinculada en liturgia y disciplina a la Sede de Roma. A su muerte, tan solo un gran pueblo germánico, los sajones, permanecía íntegramente pagano. Pero era precisamente la principal nación existente entre el Rin y el Elba, una nación que representaba la quintaesencia de la germanidad y cuyo paganismo tenía, además, un militante sentido anticristiano, por hostilidad hacia la religión de sus mayores enemigos, los francos. La «misión sajona» fue una empresa religioso-militar, que se prolongó una treintena de años a partir del 772. Cristianismo y paganismo, representados por los francos y los sajones, sostuvieron durante ese tiempo una lucha larga y enconada. La resistencia sajona, en defensa a su vez de su religión y de su independencia, fue muy tenaz y tuvo su héroe en el duque Windukindo, el caudillo nacional del pueblo. Carlomagno hizo de la conquista de Sajonia el primer objetivo de su política exterior, y no cejó hasta conseguir la victoria total. Las violencias anticristianas de los sajones dieron lugar a duras represalias por parte de los francos, y al fin Windukindo hubo de reconocer la inutilidad de proseguir la lucha, depuso las armas y recibió el bautismo con los
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principales jefes del pueblo. Carlomagno, ansioso de consolidar el dominio franco sobre el territorio sajón, promulgó el severo capitular de partibus Saxoniae, destinado a imponer al pueblo vencido la fe y la civilización cristiana y en el que se sancionaba con la muerte el rechazo de la conversión y la práctica del paganismo. La dureza del método empleado no fue óbice a la sinceridad con que los sajones abrazaron el cristianismo, convencidos, de acuerdo con su mentalidad, de que la victoria cristiana demostraba la falsedad de sus dioses y constituía el signo de que Jesucristo era el Señor y Dios omnipotente. La descendencia de Windukindo, los reyes sajones de Alemania serían en el siglo x los creadores del Sacro Imperio. Con la conversión de los sajones llegaba a su término el proceso de cristianización de los germanos, si se exceptúa a los pueblos escandinavos. Desaparecida la barrera del paganismo sajón, la Iglesia carolingia tuvo todavía arrestos para intentar la penetración misionera en Escandinavia. La misión nórdica fue una empresa imperial, patrocinada por Ludovico Pío, que se inició en el año 822 y tuvo por principal protagonista al monje Anscario de Corbie. Anscario y un grupo de misioneros constituyeron algunos núcleos cristianos en Dinamarca y llegaron incluso a establecer una iglesia en Birka, importante centro mercantil en el sur de Suecia. Pero la misión no consiguió penetrar en la sociedad indígena, y hubo de reducir su actividad a los ambientes cosmopolitas de comerciantes y esclavos extranjeros. Las luchas intestinas que se produjeron en el Imperio franco durante la última parte del reinado de Ludovico Pío y la extensión de la acción ofensiva de los vikingos señalaron el final de la misión carolingia y el fracaso de la primera tentativa de cristianización de los pueblos escandinavos.
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6. El nuevo Imperio de Occidente El día de Navidad del año 800, Carlomagno recibió la corona imperial en la basílica de San Pedro de Roma de manos del papa León III. El pueblo romano, de acuerdo con la antigua tradición, le aclamó emperador con la fórmula que reproducen los cronistas contemporáneos: «A Carlos, augusto, coronado por Dios, grande y pacífico emperador de los romanos, vida y victoria». El acontecimiento tenía una importancia trascendental, como acreditarían en el futuro muchos siglos de historia de la Cristiandad. Después de un eclipse de más de trescientos años, el Occidente volvía a tener su propio emperador. En lo sucesivo, el basileus bizantino no sería ya el único soberano cristiano que ostentase el título imperial, y un Imperio latino-germánico surgía a la vera del Imperio griego de Constantinopla. Se trataba de la primera renovatio Imperii en la persona del rey de los francos, a la que en su día habría de seguir una segunda renovación o «traslación» imperial, cuando sobre la base del Reino alemán se constituyó el Sacro Imperio. La coronación imperial venía a sancionar el hecho innegable de que Carlos había llegado a ser prácticamente el soberano del Occidente cristiano y bajo su dominio se encontraba el corazón del continente europeo. Por otra parte, Carlos, que ocupaba la cumbre del poder temporal, era a la vez el «defensor de la Iglesia» y el propagador de la fe cristiana Entre los eclesiásticos ilustrados de la Corte debió de surgir la idea de realzar su autoridad con un título y una ceremonia sin precedentes, que acreditasen la posición singularísima que el rey franco ocupaba en la Iglesia y en el orbe cristiano. En efecto, como escribía Alcunio en una carta a Carlomagno un año antes de la coronación imperial, los otros dos poderes que compartían con él la gobernación del mundo, el pontificio, representado por un Papa mediocre como León III, y el bizantino, dominado por una mujer, la emperatriz Irene, no podían en modo alguno parangonarse con la autoridad de Carlos. Este era en verdad el monarca más poderoso del mundo y el protector de la Santa Iglesia, y su misión apenas si tenía límites, como no los tenía su poder. Bien claro lo había proclamado Carlos en una carta escrita en el año 796 al mismo papa León III, donde le advertía que su cometido era de naturaleza estrictamente sacerdotal y que su ocupación no había de ser otra que la de alzar sin descanso los brazos al cielo, como Moisés, impetrando con su oración las gracias divinas para el pueblo cristiano. Defender a la Iglesia frente a los enemigos exteriores y defender la integridad de la fe católica en el interior de la Iglesia eran misiones –declaraba Carlos– que tan solo a él le correspondían y que solamente él podía cumplir con eficacia. En la restauración de Carlomagno, la nota más sobresaliente es el sentido cristiano que impregna la dignidad imperial. Por eso Carlomagno no vino a ser un emperador romano más, continuador de la vieja serie tiempo atrás interrumpida: fue el emperador cristiano, imperium romanum gubernans, que dirigía el Imperio Romano; el carácter cristiano era el rasgo que especificaba y confería su acento característico al poder imperial. De acuerdo con ello, la protección de la Iglesia, y en particular de la Sede romana, constituía la principal misión del oficio supremo del emperador. Porque, en realidad, el Imperio carolingio fue mucho más un oficio soberano que una nueva estructura política, y en ello
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radicó la fragilidad de que pronto daría muestras. El oficio imperial había sido creado a la medida de Carlomagno, cuya personalidad extraordinaria dominaba absolutamente la Cristiandad occidental. Esa personalidad no pudieron heredarla sus sucesores, y entonces vaciló la brillante construcción del Imperio carolingio, y la decadencia –como veremos enseguida– siguió muy de cerca a los tiempos de esplendor. El Imperio de Carlomagno se hallaba fundado sobre las estructuras político-sociales del Reino franco, con todas sus latentes deficiencias y tensiones, amortiguadas por el prestigio de Carlos. Desaparecido este, el tradicional concepto franco de la patrimonialidad del Reino se impuso ya en la sucesión de su hijo Ludovico Pío y los repartos deshicieron la integridad del Imperio carolingio. Pronto se hizo evidente que, desaparecido el fundador, el Imperio no podía subsistir por mucho tiempo. Algo más sobrevivió el título de emperador, envuelto en un halo de prestigio, y que los Papas atribuyeron a aquel monarca que cumplía la función más característica del oficio imperial: la protección de la Iglesia romana y de los dominios pontificios en Italia.
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XIII. LA IGLESIA EN LA EUROPA FEUDAL 1. La decadencia carolingia La obra política de Carlomagno no consiguió perdurar. Tras la muerte del gran emperador, que había ejercido una autoridad indiscutida sobre la Cristiandad occidental y sobre la propia Iglesia, se inició un nuevo período histórico en el que hicieron su aparición poderosos factores de disgregación que acabaron por destruir el Imperio carolingio. La pérdida de prestigio del poder imperial se puso ya de manifiesto en tiempos del sucesor de Carlos, su hijo Ludovico Pío. Los grandes eclesiásticos trataron entonces de dejar cumplida constancia de su superior autoridad moral, un tanto oscurecida por Carlomagno, y pronto se produjeron hechos nuevos que hubieran sido inconcebibles en el reinado anterior. Tal fue la penitencia de Attigny (822), a la que hubo de someterse Luis por imposición de los obispos como sanción a la excesiva severidad con que el emperador habría castigado una rebelión ocurrida en Italia. La autoridad real de Luis chocaba cada vez con mayores resistencias, y estas llegaron al extremo cuando el monarca trató de modificar el previsto reparto del Imperio, para asignar una porción a su nuevo hijo Carlos, nacido del segundo matrimonio con Judith de Baviera. El conflicto provocó la revuelta de los tres hijos mayores contra su padre y la guerra civil, en la que aquellos contaron con la ayuda de la principal facción del episcopado. Vencido Luis, los prelados francos tuvieron una notable participación en la solemne deposición del emperador, que declararon privado del poder «por un justo juicio de Dios» y a quien hicieron recibir en Soissons la penitencia pública que, al conferirle la condición canónica de penitente, le incapacitaba de por vida para el ejercicio del poder real (833). Luis fue más tarde repuesto en el trono, pero tras su muerte siguió adelante el proceso de descomposición del Imperio. El tratado de Verdún (842) consagró la partición de los dominios carolingios, sin que la tentativa eclesiástica de sustituir la antigua unidad por una fraternitas entre los diversos soberanos tuviera ningún resultado práctico. El tratado de Meersen del año 870 vino, por el contrario, a sancionar definitivamente la división entre la parte románica y la germánica del Imperio franco y a poner las bases de dos Estados bien distintos en la futura historia europea: Francia y Alemania. El debilitamiento del poder soberano trajo consigo, como puede advertirse, una emancipación de la Iglesia con respecto a la realeza franca, tanto en el ámbito del episcopado del Imperio como en la Sede romana. Esta, se verá más adelante, fue ocupada en la segunda mitad del siglo IX por algunos Papas importantes, que desempeñaron un papel directivo en la vida de la Cristiandad. Pero el declive del viejo poder imperial, que condujo a finales de aquel siglo a la fragmentación en cinco reinos del antiguo territorio carolingio y, pocos años después, a la desaparición del propio título de emperador que, con carácter ya casi meramente simbólico, seguían otorgando los Papas, ese declive incontenible tenía que resultar a la postre altamente nocivo para la misma vida de la Iglesia. Esta sufría en todas partes las consecuencias del naufragio de
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las últimas estructuras del orden político-social heredado de la Romanidad. La autoridad de los reyes se oscurecía en medio de la creciente anarquía feudal, y no resultó beneficioso para la libertad de la Iglesia que en lugar del poder público soberano, proliferase ahora un enjambre de vinculaciones privadas y de poderes señoriales. Peligros procedentes del exterior, devastaciones y rapiñas a cargo de normandos, magiares o sarracenos completan el penoso cuadro que ofrecía la Europa occidental al tiempo de cerrarse, en la más profunda decadencia, el ciclo de la época carolingia. La Iglesia y la vida cristiana se resintieron tremendamente de resultas de semejante estado de cosas, y la propia Sede Apostólica no quedó a salvo de la crisis universal. Con el siglo X, en que quizá llegó a los más bajos niveles la civilización europea, comenzó también en Roma el oscuro período que la historia conoce como el Siglo de Hierro del Pontificado.
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2. La sociedad feudal La barbarización de las costumbres, la decadencia del poder público, la creciente inseguridad derivada de esa decadencia y de los peligros internos y exteriores que amenazaban a las clases más débiles fueron factores principales del proceso que difundió el sistema feudal por la mayor parte del Occidente europeo. Las estructuras eclesiásticas no pudieron quedar al margen de este fenómeno general y sus consecuencias se dejaron sentir durante mucho tiempo en la sociedad cristiana. El vacío dejado en la sociedad de la Alta Edad Media por el eclipse del poder público y de la organización política heredada de Roma hubo de llenarlo la casta de guerreros profesionales que se creó como consecuencia de las invasiones germánicas. Estos guerreros tenían una fuerza real que se había convertido en el único poder efectivo que subsistía en medio de la crisis de los órganos públicos de la autoridad. Esos guerreros podían, por tanto, dispensar al resto de la sociedad la ansiada protección que no podía ya esperar de una autoridad soberana incapaz de garantizar la tutela del orden público. Esta casta militar nobiliaria se transformó, además, durante los primeros siglos de la Edad Media en una clase de grandes terratenientes, cuya potencia real se fundaba primordialmente en sus dominios rústicos, es decir, sobre la tierra que entonces constituía la fuente casi exclusiva de la riqueza. Así se configuró el régimen señorial, característico del Medievo: la nobleza poseía grandes señoríos en los que habitaba, bajo su dependencia, una abigarrada masa de cultivadores agrícolas de diversa condición, libres, semilibres o siervos. Sobre esas gentes, los señores ejercían una amplia gama de derechos, en virtud de los cuales aquellas se hallaban sometidas a su potestad en todos los órdenes de la vida. Los señores, propietarios de grandes dominios, tenían, por tanto, el necesario poder para dispensar protección a otros hombres libres –nobles, incluso– que estuvieran necesitados de ella. Por otra parte, el servir a un señor ilustre y poderoso se estimaba un honor para el vasallo o cliente, mientras que los señores tenían también interés en atraerse el mayor número de fieles seguidores, ya que el incremento de su séquito o mesnada implicaba el auge de su propia potencia militar. Sobre esa afinidad de recíprocos intereses, prestaciones y servicios, y sobre las relaciones de hombre a hombre que de ellos se derivaron, se articuló el complejo mecanismo del régimen feudal. El vínculo que ligaba a señores y vasallos era el sentimiento de amistad y fidelidad. Los señores otorgaban a sus vasallos protección y «beneficios», es decir, concesiones de tierras y otras mercedes que pudieran serles de utilidad. Los vasallos correspondían al señor con su homenaje de fidelidad y se comprometían a prestarle una serie de servicios, el más importante de los cuales era el servicio militar a caballo. El feudalismo llegó a informar todos los estratos sociales. Por eso se ha comparado la estructura feudal a una pirámide o, incluso, a un tupido racimo de uvas, para expresar así mejor lo compleja que era la red de relaciones de hombre a hombre que conformaba aquella sociedad. Hay que tener en cuenta que al hombre libre medieval le decían muy poco las relaciones con entes abstractos, como las que puedan existir entre el súbdito o
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ciudadano y el Estado; aquel hombre tenía, en cambio, una fina sensibilidad para las vinculaciones de naturaleza personal establecidas entre individuo e individuo. Estas relaciones constituyeron como el entramado de aquella sociedad. Desde la base de la pirámide hasta el vértice, que ocupaba el rey o el príncipe soberano, se escalonaron las sucesivas categorías sociales, en las que señores, que eran a su vez vasallos de otros señores más poderosos, recibían de estos protección y «beneficios», en retribución de su fiel servicio vasallático, mientras que ellos, por su parte, otorgaban feudos y mercedes beneficiales a sus propios vasallos. La naturaleza del beneficio feudal que los señores otorgaban a sus vasallos era, como queda dicho, muy variable. Las concesiones de tierras fueron las más frecuentes, pero se podía entregar también cualquier otra clase de bienes susceptibles de producir una utilidad. Ocurrió incluso que las relaciones vasallático-beneficiales vinieron a suplantar anteriores lazos de índole político-administrativa y que los mismos cargos públicos de gobierno se transformaron en beneficios feudales. Así sucedió en el Imperio carolingio a partir de Carlomagno, cuando los monarcas francos, deseosos de multiplicar el número de sus vasallos para reforzar su autoridad, impulsaron a los grandes dignatarios –duques, marqueses, condes– a ingresar en el vasallaje real, de manera que se reforzase con su fidelidad vasallática la adhesión y servicio que tales altos dignatarios debían a los reyes por razón del cargo. La consecuencia de ello fue la feudalización de la administración pública, en virtud de la cual sus cargos se asimilaron a beneficios feudales y pasaron a ser vitalicios y hereditarios. Pero el fenómeno se propagó también a las estructuras de la Iglesia, y los cargos eclesiásticos –obispados, abadengos– fueron considerados igualmente como beneficios y se integraron en el cuadro general de las relaciones feudales. Por este y por otros caminos se dejó sentir sobre las estructuras eclesiásticas la presión de las corrientes secularizadoras que dominaron hasta la época gregoriana.
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3. Secularización de las estructuras eclesiásticas Las pretensiones de señores laicos de ejercer determinados derechos sobre las iglesias comenzaron a manifestarse –como vimos antes– en el tránsito de la Antigüedad al Medievo, cuando los propietarios de grandes dominios erigieron en sus tierras iglesias y oratorios, para la cura pastoral de una población campesina que se había convertido al cristianismo. Ese fue el origen de las llamadas «iglesias propias», que subsistieron durante muchos siglos, y que los fundadores y sus descendientes miraban como si fueran bienes de su propiedad, nombrando el clérigo que había de regirlas y pretendiendo tener otros importantes derechos. Muchos de estos eran en realidad abusivas prerrogativas, como la facultad de disponer de las iglesias –e incluso dividirlas– por testamento o actos inter vivos, cual si se tratara de un objeto más de su patrimonio, o el intentar beneficiarse con las rentas de aquellas iglesias y con los ingresos que obtenían de los diezmos, derechos de estola y oblaciones de los fieles. Los señores laicos no tan solo fundaron iglesias, sino también monasterios, y en relación con estos se produjeron igualmente intromisiones dominicales en el gobierno de la comunidad o en la integridad de su patrimonio, que hicieron a veces muy difícil el mantenimiento de una vida religiosa regular y observante. Otras veces, las intromisiones señoriales en las iglesias tuvieron origen distinto y no procedían de los derechos que pudieran arrogarse sobre ellas el fundador y su descendencia. Sucedió también que, ante la inseguridad reinante y los peligros de todo orden que les amenazaban, hubo monasterios que buscaron la protección de un señor poderoso, que se «encomendaron» a él y le tomaron como «patrono». El patrono ejerció sobre los monasterios que recibía en «encomienda» una función tutelar –defensio et tuitio– que en ciertos territorios cristalizó más adelante en la institución de la advocatia monástica. Pero, junto a la protección, fueron inevitables excesos de poder e intromisiones señoriales en el régimen y los bienes de los monasterios sujetos a dependencia. En fin, las iglesias y abadías de la Alta Edad Media poseían a menudo grandes patrimonios, fruto en buena parte de donaciones piadosas y herencias en favor del alma, pero lo bastante ricos como para despertar la codicia de los poderosos. Por eso fue frecuente que reyes y príncipes designaran a señores laicos, cuya vida distaba mucho de ajustarse a los ideales de la perfección evangélica, para ocupar cargos de obispos y abades, cargos que recibían en calidad de beneficio feudal y asumiendo el deber de prestar servicios vasalláticos, entre ellos, los militares, muy poco acordes con la vida religiosa. Todavía pudo darse el caso de que los grandes monasterios fueran obligados por los príncipes a recibir como vasallos a grupos de guerreros que aquellos querían favorecer y a concederles tierras del abadengo para que las disfrutasen en beneficio feudal. Las intromisiones del poder secular en la vida de las iglesias alcanzaron uno de sus momentos más agudos en tiempos de Carlos Martel. Este príncipe, que con su título de Mayordomo de palacio ejercía la suprema autoridad en la Francia merovingia, realizó una considerable secularización de bienes eclesiásticos que expropió a la Iglesia para donarlos
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a señores laicos; y, peor todavía, entregó también obispados y abadías a sus fieles vasallos, como recompensa por los servicios que le prestaban. Los historiadores han discutido largamente acerca de la razón y el alcance de las expropiaciones de Carlos Martel, y muchos las relacionaron con la defensa del Reino contra la invasión musulmana procedente de España, que tuvo lugar en su tiempo. Carlos habría tenido necesidad de tomar los bienes eclesiásticos para entregarlos a sus guerreros, con el fin de que estos se equipasen como jinetes y pudiese constituirse un ejército técnicamente capaz de enfrentarse con los caballeros árabes. Otros historiadores rechazan esta versión de los hechos y consideran que el designio primordial de Carlos Martel fue atraerse partidarios y consolidar así su posición política en el Reino. En cualquier caso, las secularizaciones dieron lugar a un incremento del poder de la aristocracia franca, que influyó considerablemente en la evolución de la sociedad. Tras la muerte de Carlos, la Iglesia recurrió contra aquellas confiscaciones ante sus hijos Carlomán y Pipino, logrando una restitución parcial de bienes y el reconocimiento de su dominio eminente sobre otros, que los señores laicos conservarían a título de «precario» y por los que pagarían un censo a la Iglesia. Todos estos acontecimientos tuvieron una importancia decisiva en la historia del feudalismo. El orden carolingio, mientras se mantuvo incólume, y sobre todo durante el reinado de Carlomagno, protegió a las iglesias frente a las intromisiones de los poderes señoriales. Pero cuando se eclipsó la autoridad imperial, a medida que avanzaba el siglo IX, se hicieron bien patentes nuevos peligros que amenazaban la vida eclesiástica. Hacia mediados de siglo, las pretensiones expresadas por la aristocracia franca pusieron a la Iglesia en trance de completa secularización. Entonces se produjo un curioso episodio, que resultaría inconcebible en otra época que no fuera la Edad Media: un equipo de clérigos desconocidos, pero doctos y competentes, llevó a cabo en el plazo de algunos años una ingente obra de falsificación de textos que se conoce en la historia como las Colecciones Pseudoisidorianas, del nombre de un cierto «Isidoro», a quien se atribuyó la más importante de ellas. Las Colecciones estaban compuestas de leyes eclesiásticas y civiles –sobre todo, decretales pontificias y capitulares de reyes francos–, leyes auténticas unas y apócrifas otras, y el conjunto venía a constituir como un arsenal de armas defensivas, para que la Iglesia pudiera protegerse jurídicamente contra las injerencias de los poderes laicos. Las grandes directrices que inspiraron la empresa pseudoisidoriana y los fines que perseguían eran fundamentalmente estos: emancipar la Iglesia de los poderes seculares; defender la integridad del patrimonio eclesiástico; liberar a los clérigos de funciones impropias de su ministerio, en especial, el servicio militar; y ampararles frente a violencias y arbitrariedades señoriales, urgiendo el privilegio del fuero, que reservaba a los tribunales de la Iglesia la exclusiva competencia en los juicios contra los eclesiásticos. En fin, para preservar la independencia de las iglesias ante los poderes señoriales, los reformadores isidorianos exaltaron la suprema autoridad eclesiástica, el Primado romano, y procuraron que este fuera el punto de apoyo firme y seguro del episcopado.
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Todos estos fines, como puede advertirse, eran en sí perfectamente legítimos y, además, no entrañaban ninguna innovación de la disciplina tradicional; pero no podían lograrse al amparo de los textos legales existentes, porque estos no preveían las circunstancias históricas peculiares de la época, que habían alumbrado tantos nuevos e inéditos peligros. Entonces, en vista de que los textos adecuados no existían, los desconocidos clérigos cayeron en la tentación de inventarlos y atribuirlos según su naturaleza a Papas antiguos o a monarcas francos. Así surgieron las colecciones del Pseudoisidoro, que durante muchos siglos fueron tenidas por auténticas y que ejercieron cierta influencia en las compilaciones canónicas de la Edad Media. Los reformadores de la época gregoriana hicieron frecuente uso de textos procedentes de estas colecciones, en su lucha en pro de la libertad de la Iglesia.
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4. El Pontificado de Nicolás I La decadencia del Imperio carolingio dio lugar en la segunda mitad del siglo ix a un pasajero florecimiento del Pontificado romano. La desintegración del poder real en tiempo de Ludovico Pío y de sus sucesores trajo consigo un oscurecimiento de la autoridad soberana, que tanto prestigio había alcanzado en el reinado de Carlomagno. Por los mismos años se sucedieron al frente de la Iglesia romana algunos Papas de excepcional calidad, que contrastan vivamente con las pobres figuras de los monarcas contemporáneos, y gracias a los cuales el Pontificado asumió durante cierto tiempo la efectiva dirección moral de la Europa cristiana. La figura más representativa de este renacimiento pontificio fue Nicolás I (858-867), el más grande Papa que conoció la Iglesia en el largo período que media entre los pontificados de Gregorio Magno, a finales del siglo VI, y de Gregorio VII, en las últimas décadas del siglo XI. Nicolás I fue el primer Papa que formuló expresamente el concepto de «Cristiandad», en el sentido de la gran comunidad que constituían los pueblos cristianos, más allá de sus divisiones políticas y nacionales. La noción de Cristiandad cobró creciente importancia a partir de la restauración imperial de Otón I y, como veremos, conservó su vigencia en el Occidente europeo durante la mayor parte de la Edad Media. Consciente, además, de los deberes inherentes a su suprema potestad, Nicolás I dio pruebas de una energía indomable ante los difíciles problemas que le tocó afrontar durante su Pontificado. Como cabeza de la jerarquía eclesiástica tuvo que imponer su autoridad, disciplinar a grandes prelados, como el rebelde arzobispo Juan de Rávena o Hinemaro de Reims, el más poderoso metropolitano del Reino franco. Un célebre episodio en el que anduvieron mezclados política y moral cristiana, el intento de divorcio del rey Lotario II, que pretendió anular su matrimonio con la reina Teutberga para contraer nupcias con su concubina Waldrada, dio ocasión a Nicolás I para sostener resueltamente la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio cristiano. El Papa no vaciló en excomulgar y privar de sus sedes a dos grandes prelados germánicos, los arzobispos de Colonia y Tréveris que, como legados pontificios, habían conocido el caso, sancionando el divorcio según los deseos del rey. Este hubo de recibir de nuevo a su esposa Teutberga, y salió reforzada la autoridad moral del Papa sobre los príncipes cristianos. Mayores dificultades todavía suscitaron a Nicolás I las relaciones con el Oriente, según tendremos ocasión de ver al exponer la historia de este período agitado de la vida de la Iglesia bizantina. Baste advertir ahora que el pontificado de Nicolás I coincidió con los momentos álgidos de la lucha entre los patriarcas Ignacio y Focio y que una de las consecuencias del conflicto fue una ruptura temporal entre Bizancio y la Sede romana. Tema de discordia entre las Iglesias fue entonces la cuestión de los búlgaros, un pueblo recién convertido al cristianismo y que tanto Roma como Constantinopla pretendían vincular a su jurisdicción respectiva. Con tal motivo, Nicolás I dirigió unas célebres Responsa ad consulta Bulgarorum, respuestas a cuestiones de carácter doctrinal y disciplinar que le habían sido planteadas por los búlgaros y que constituyen un capítulo muy notable en la historia del dogma y de la teología. El Papa no pudo, sin embargo,
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evitar la definitiva subordinación de los búlgaros a la Iglesia de Constantinopla, con las consecuencias que ello tuvo al producirse el cisma oriental.
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5. El Siglo de Hierro del Pontificado En los años finales del siglo IX comenzó un largo período de agudísima decadencia de la Sede romana, que los historiadores conocen bajo el nombre de «Siglo oscuro» o «Siglo de Hierro» del Pontificado. Iniciado por aquellas fechas, este triste período de la historia del Papado puede afirmarse que se prolongó hasta mediados del siglo XI, aun cuando en la segunda mitad del siglo X, bajo la égida de los emperadores Otones, se registrara una transitoria mejoría, para recaer de nuevo en los mismos males durante las primeras décadas del siglo siguiente. La causa próxima del siglo de hierro fue la caída de la Santa Sede en manos de las facciones feudales que dominaban la ciudad de Roma. En tiempos pasados y en otros que habrían de venir, la omnipotencia imperial de Carlomagno o de los futuros emperadores germánicos se dejó sentir pesadamente sobre la libertad de la Iglesia y sobre la independencia de los propios Papas, que aparecen en ciertas épocas estrechamente subordinados al emperador y reducidos a las funciones puramente religiosas y culturales inherentes a su potestad espiritual. Pero el eclipse del poder imperial, en los tiempos duros de la Alta Edad Media, acreditó ser más peligroso todavía que su omnipotencia, pues dejó a la Santa Sede sin escudo protector en plena anarquía feudal, y entregada a la merced de otros poderes más próximos y más nocivos, como eran los clanes nobiliarios romanos. Sometida al tiránico dominio señorial, la Sede de Pedro fue ocupada durante toda una época por una larga serie de Papas que fueron, en su mayoría, individuos insignificantes o indignos y que hicieron descender al Pontificado a los más bajos niveles que ha conocido en su historia dos veces milenaria. El verdadero comienzo del siglo de hierro puede situarse en el momento de la muerte del papa Formoso (891-896), antiguo obispo de Porto que había sido también legado pontificio cerca de los búlgaros. Formoso se había enemistado con la poderosa casa de los duques de Spoleto, y el odio de estos le persiguió hasta más allá de la muerte y promovió la celebración del famoso «sínodo cadavérico», en que el cuerpo momificado de Formoso fue desenterrado para ser juzgado y condenado en San Pedro por un concilio romano. El pueblo de Roma, indignado ante el atroz espectáculo, se levantó contra el papa Esteban VI (896-897) que había presidido el sínodo y que fue reducido a prisión y asesinado. Luego, durante siglo y medio, desfilaron en veloz sucesión cerca de cuarenta Papas y antipapas, muchos de los cuales tuvieron pontificados efímeros o murieron de muerte violenta, sin dejar apenas memoria de sí. Hubo entre ellos muchos que no estuvieron a la altura de su misión y varios observaron una conducta reprobable, totalmente impropia de su dignidad. Fueron muy pocos los que tuvieron una personalidad destacada, entre los que sobresale Gerberto de Aurillac, famoso por su excepcional cultura, que había sido maestro del joven emperador Otón III, el mismo que le promovió al Pontificado con el nombre de Silvestre II (993-1003). Una de las pruebas más palpables de que el Primado papal es de institución divina y no mera invención humana quizá sea el considerar cómo pudo sobrevivir a la prueba del siglo de hierro; y más todavía el comprobar que durante esa época el Pontificado siguió
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cumpliendo su misión al frente de la Iglesia universal, sin desviarse un ápice de la doctrina ortodoxa en materia de fe y de costumbres. Papas como Juan XII (955-965) o Benedicto IX (1032-1044) fueron sin duda hombres de vida personal desordenada; pero jamás trataron de relajar la ley moral o la disciplina eclesiástica del celibato del clero para legalizar así su propia conducta. Mas ello no quita que el prestigio del Pontificado padeciese mucho durante esta época lamentable. La Iglesia romana, durante la primera mitad del siglo x, estuvo a la merced de la familia de Teofilacto, gran personaje que se hizo señor de la Urbe y llevó el título de Dux, Magister Militum, Consul et Senator Romanorum. Su esposa, sus hijas Teodora y Marozia, Alberico, hijo de esta última, llevaron también los títulos de senadores, patricios o príncipes de los romanos y dispusieron a su antojo del Solio papal, que fue incluso ocupado por vástagos de la familia, apenas adolescentes. Pasados los tiempos en que los tres emperadores Otones ejercieron cierta autoridad sobre Roma y cortaron los peores abusos, tras la muerte de Otón III, nuevos señores emparentados con la casa de Teofilacto, los Crescencios y luego los condes de Tusculum, volvieron a dominar en la ciudad de Roma y a imponer su voluntad a la Santa Sede durante otro medio siglo. Habrá que llegar, como veremos, al reinado del emperador Enrique III y a la época de los Papas germánicos para poder considerar definitivamente superado el siglo de hierro del Pontificado.
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6. El Sacro Romano Imperio Mientras el Pontificado romano vivía los tiempos más oscuros del siglo de hierro, en Alemania se producían acontecimientos destinados a ejercer una profunda influencia en el futuro de la Cristiandad y de la propia Iglesia universal. Extinguidas las últimas secuelas del pasado carolingio, los duques de las diversas naciones germánicas eligieron como rey de Alemania a Enrique I, duque de Sajonia. De este modo, en el año 919, se restauraba la realeza germánica en la persona de un príncipe descendiente de Windukindo, el héroe nacional de los sajones en su lucha contra Carlomagno, y se ponían las bases de la estructura política que iba a ser durante muchos siglos piedra angular de la Cristiandad occidental. La gran empresa iniciada por Enrique fue proseguida y rematada felizmente por su hijo y sucesor Otón I (936-973). Este monarca tuvo para la historia europea una importancia semejante a la que había tenido Carlomagno siglo y medio antes. Sus campañas victoriosas contra los pueblos vecinos magiares y eslavos que, como veremos, fueron factor importante de su cristianización, determinaron que los nuevos reinos que aquellas naciones constituyeron rindieran vasallaje al monarca alemán. Otón, por otra parte, trató de reforzar la constitución política del reino, haciendo más estrecha la vinculación a la Corona de los diversos ducados nacionales que integraban la monarquía germánica. Pero el fortalecimiento del Poder real lo procuró, sobre todo, a través de una íntima colaboración de la Iglesia en los negocios públicos del reino. Los grandes eclesiásticos habrían de ser, en el pensamiento político de Otón, la clave de la estabilidad de la monarquía germánica. Los poderosos príncipes que se hallaban al frente de los ducados nacionales –Suabia, Baviera, Franconia, Austria, Lorena, etc.– o de otros grandes dominios que formaban parte de Alemania podían en un momento dado ser factores de disgregación y dejarse arrastrar por tendencias más o menos secesionistas. El oportuno contrapeso lo buscó Otón en los obispos y abades germánicos, que resultaban particularmente útiles para la monarquía, porque no transmitían sus cargos por herencia ni era tampoco fácil que incurrieran en tentaciones separatistas. Por esta razón, Otón I entregó importantes feudos y prerrogativas señoriales a los prelados para que se convirtiesen en príncipes eclesiásticos, que ejercieran funciones políticas junto a las pastorales y compartieran con los príncipes seculares el poder social y la alta dirección de los negocios del reino. El monarca se reservaba, naturalmente, una intervención primordial en la provisión de obispados y abadías, con el fin de que las ocupasen individuos idóneos para la doble función espiritual y temporal que les correspondía y que fueran, además, de probada fidelidad a la Corona. Tal era, a grandes rasgos, lo que se ha llamado «sistema otoniano», que integraba a los príncipes eclesiásticos en la organización pública del Reino germánico y que, como se verá más adelante, haría especialmente complejo en Alemania el problema de las investiduras. El Imperio representó el coronamiento del gran designio político de Otón I. No se había borrado de la memoria de los pueblos el recuerdo del Imperio de Carlomagno, pese a su larga decadencia y a que el título imperial no se otorgaba ya desde principios del
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siglo X. Tampoco los Papas, acechados por tantos riesgos como les amenazaban en plena edad de hierro, habían olvidado las funciones de protectores que los emperadores desempeñaban en otro tiempo. Juan XII –un vástago de la familia de Teofilacto– se encontraba en situación comprometida, y la circunstancia fue aprovechada por los partidarios de la reforma eclesiástica, que no faltaron en la Curia ni en los peores momentos, para decidir al Papa a solicitar la ayuda de Otón. Este acudió a Italia al frente de un ejército, socorrió al Pontífice y el 2 de febrero del año 962 el Papa coronó solemnemente en San Pedro a Otón I y a su mujer Adelaida. Restaurado así el Imperio, Otón otorgó el llamado Privilegium Ottonianum por el que confirmaba las donaciones territoriales hechas a la Iglesia romana por Pipino el Breve y Carlomagno. Pero restableció a la vez los derechos soberanos contenidos en la Constitución romana de Ludovico Pío del año 824, en virtud de los cuales el emperador ejercía una función de vigilancia sobre la administración de los territorios de la Iglesia romana y, más todavía, controlaba las elecciones pontificias, ya que ningún nuevo Papa habría de ser consagrado hasta prestar juramento de fidelidad al emperador. La coronación de Otón I significaba una renovatio Imperii –renovación del Imperio cristiano de Occidente– y también una translatio Imperii, transferencia del Imperio de los reyes francos que antes lo detentaron a sus nuevos titulares, los reyes de Alemania. El monarca alemán, al ser elegido por los príncipes, tomaba el título de «rey de los romanos» y se convertía en candidato único al Imperio. Pero la dignidad imperial la recibía formalmente en la coronación por el Papa, que era el único poder sobre la tierra capaz de conferirla. La Edad Media consideró el Imperio como la forma política básica de la Cristiandad. La comunidad de pueblos y naciones que integraban la sociedad cristiana venía a constituir un «cuerpo místico», cuyas cabezas eran el Papa y el emperador, cada uno de los cuales poseía la suprema potestad en el orden espiritual y en el temporal. La armonía entre ambos poderes era la clave del buen orden de la Europa medieval, aunque en la realidad histórica de los siglos sucesivos fueron frecuentes los enfrentamientos que contribuyeron a destruir el sistema de la Cristiandad. Por otra parte, el emperador era el soberano temporal de la Cristiandad, con un poder de naturaleza superior al de los reyes y príncipes; pero de hecho los emperadores ejercieron tan solo una cierta primacía y una función directiva sobre los demás reinos cristianos, salvo aquellos que les estuvieron ligados por una especial relación de vasallaje. Es cierto que Otón III (984-1002) forjó proyectos grandiosos y alentó mucho más vastas aspiraciones. Este monarca, hijo de Otón II y de la princesa bizantina Teófano, en cuyas venas se mezclaba la sangre de los emperadores germánicos y de los emperadores de Oriente, fijó su residencia en Roma y concibió el designio de constituir un Imperio universal. Pero este designio no había de sobrevivirle, y el definitivo asentamiento territorial del Imperio sería Alemania y una parte de la península italiana. Pese a ello, el Imperio fue la gran realización ideológica de la Europa medieval. Más o menos bien, el sistema político de la Cristiandad, fundado sobre los dos supremos poderes del Pontificado y del Imperio, vertebró la Cristiandad occidental hasta la segunda mitad del siglo XIII. El ideal del Imperio y el prestigio de la dignidad imperial subsistieron mucho
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más tiempo. Carlos V, en pleno siglo XVI, fue el último emperador coronado por el Papa y el último, también, en tener plena conciencia de su misión de defensor de una Cristiandad que se deshacía. El título de emperador romano-germánico sobrevivió aún hasta su supresión por Napoleón, a principios del siglo XIX.
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7. La conversión al cristianismo de eslavos y magiares La prematura muerte de Otón III frustró sus ambiciosos sueños imperiales e interrumpió también bruscamente la presencia germánica en Roma. Durante muchos años, sus sucesores se desentendieron de los asuntos italianos, razón por la cual se prolongaron medio siglo más los tiempos oscuros del Pontificado. Pero estos tiempos, calamitosos para la Sede romana, no fueron estériles en lo que toca a la expansión misionera y al anuncio del Evangelio a nuevos pueblos hasta entonces paganos. El siglo de hierro del Pontificado fue también una época de fecunda cristianización y durante ella se incorporaron a la Iglesia algunas de las naciones que estaban destinadas a ser en los tiempos venideros los más firmes baluartes cristianos en el centro y oriente de Europa. La cristianización de los pueblos eslavos fue una empresa en la que tomaron parte tanto la Iglesia bizantina como la occidental. Esa fue la razón por la cual hubo eslavos que se incorporaron a la Iglesia griega, mientras que otros pueblos de la misma denominación recibían el cristianismo latino. De los primeros trataremos en el próximo capítulo, dedicado a la Iglesia de Oriente; aquí corresponde aludir solamente a los eslavos cristianizados por la Iglesia occidental. Las misiones eslavas dieron lugar a numerosas fricciones entre las Iglesias latina y griega. Por eso, parece un hecho lleno de significado que los más ilustres misioneros de los pueblos eslavos fueran los santos Cirilo y Metodio, dos bizantinos que desarrollaron su tarea evangelizadora en directa relación con el Pontificado romano. Estos dos nobles hermanos de Tesalónica, en el año 863, fueron enviados por Focio a Moravia, hasta entonces campo de acción de los misioneros occidentales, y obtuvieron un éxito extraordinario gracias al empleo de un método semejante al usado en el siglo iv por Ulfilas con los visigodos: los moravos carecían de alfabeto y los dos hermanos crearon la escritura glagolítica o cirílica, gracias a la cual pudieron traducir al eslavo la Biblia y los textos litúrgicos. Llamados a Roma por el papa Nicolás I y muerto allí Cirilo, Metodio fue nombrado legado pontificio y retornó a su misión. Pero en el resto de sus días le tocó sufrir la hostilidad de los obispos germánicos, que consideraban el país como de su pertenencia eclesiástica y así, tras la muerte de Metodio (885), la Cristiandad morava quedó definitivamente vinculada al Occidente latino.
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La evangelización de los eslavos por la Cristiandad occidental se había iniciado desde el siglo VII con la conversión de croatas y eslovenos, prosiguió en la época carolingia y se intensificó bajo los emperadores germánicos. Gracias a ellos, el siglo X fue una época importante para la cristianización de Europa. Los emperadores impusieron su autoridad a varios de esos pueblos, cuyos príncipes prestaron vasallaje a los soberanos germánicos. Exigían los emperadores libertad de acción para los misioneros, y pronto el bautismo de aquellos príncipes abría el camino a la conversión de sus pueblos, aun cuando la labor evangelizadora fuera lenta y no faltasen reacciones ofensivas del paganismo. El duque San Wenceslao, héroe nacional, y el obispo de Praga, san Adalberto, mártires los dos, fueron los principales autores de la conversión de los checos de Bohemia. En 966, el bautismo del duque Mieszko trajo consigo la conversión de Polonia y la incorporación de los polacos a la Iglesia occidental, tan importante para la historia de aquel pueblo hasta nuestros días. Los magiares, que durante mucho tiempo habían sido el azote de la Europa central, fueron decisivamente vencidos por Otón I y obligados a asentarse en la Panonia. Poco después, el duque Geisa recibió el bautismo y en el año 1001 su hijo, san Esteban, era coronado rey, naciendo así el reino cristiano de Hungría. Los eslavos que se integraron en la Iglesia católica y permanecieron unidos a Roma – croatas, eslovenos, polacos...– así como los húngaros cumplieron a lo largo de los siglos la histórica misión de constituir el firme valladar de la Cristiandad occidental, frente a las invasiones, cismas y peligros que tantas veces la amenazaron desde el Oriente.
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8. La reforma de Cluny El siglo de hierro, a pesar de los males que trajo a la Iglesia, fue, como puede verse, una época de expansión cristiana. Fue también un período en el cual se sentía en la Cristiandad el latido de ocultas energías renovadoras, que cristalizarían a su tiempo en una profunda reforma eclesiástica. El monaquismo cluniacense había de ser uno de los fermentos más activos de la renovación cristiana. Veamos cuál fue el origen y desarrollo de la abadía y congregación de Cluny. La restauración monástica de la época carolingia, protagonizada por Benito de Aniano, se había desvanecido en el caos de la anarquía feudal. La secularización de los monasterios, a que antes se ha hecho referencia, hizo imposible el mantenimiento en ellos de una auténtica vida religiosa. Muchas grandes abadías habían recibido entonces el privilegio de «inmunidad», que las liberaba de la jurisdicción de los condes y demás funcionarios reales, junto con las tierras y gentes de su pertenencia. Pero la inmunidad estaba lejos de ser una garantía para la disciplina monacal. Lejos de eso, los monasterios inmunes, al convertirse en señoríos análogos a los de tantos magnates seculares, despertaban las apetencias de los grandes. El resultado fue, como vimos, que la secularización monástica se extendió por doquier y los laicos se adueñaron de los antiguos cenobios, en calidad de abades o de patronos y protectores. En tales condiciones, resultaba difícil a principios del siglo x encontrar en la mayor parte del Occidente cristiano monjes que siguieran todavía una verdadera vida religiosa y guardasen la observancia regular. Fue entonces, en medio de esta deplorable situación, cuando se produjo el hecho que señaló el principio de la restauración de la vida monástica: en septiembre del año 909, el duque Guillermo III de Aquitania concedió al abad Bernon el lugar de Cluny en la diócesis de Macon, para fundar un monasterio donde se observara la regla de San Benito y en el cual el abad sería libremente elegido por los monjes. Este monasterio no tan solo estaría inmune de toda autoridad laical, sino también de la jurisdicción del obispo diocesano, y en dependencia directa del Romano Pontífice. Esta situación se conoce con el nombre de «exención» canónica y es semejante a la libertas romana, de que en los siglos precedentes habían gozado ya algunas abadías. El éxito de Cluny movió a otros monasterios a solicitar que se hiciera extensiva a ellos la reforma, sometiéndose al efecto a la potestad de la abadía, que pronto se encontró a la cabeza de un numeroso grupo de casas religiosas en las cuales había sido restaurada la observancia regular. Así se constituyó la Congregación cluniacense, llamada también Orden de Cluny, que se extendió por todos los países del Occidente europeo y que en sus momentos de apogeo llegó a reunir en conjunto cerca de mil doscientos monasterios. En todos ellos se guardaba una auténtica vida regular, fundada en la observancia de la Regla de san Benito y de las Consuetudines Cluniacenses, que reglamentaban minuciosamente el régimen interno de las comunidades. Siguiendo la pauta marcada desde la época carolingia por Benito de Aniano, los monjes cluniacenses, sacerdotes muchos de ellos, tenían como principal ocupación el servicio del coro, ya que la celebración litúrgica del Oficio divino
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ocupaba la mayor parte de la jornada del monje. El trabajo manual, especialmente el cultivo de la tierra, fue dejado en manos de trabajadores agrícolas dependientes del dominio monástico. Se ha dicho que Cluny formó un verdadero «Imperio monástico», en el cual una nube de monasterios dependían, en mayor o menor grado, de la abadía madre. El abad de Cluny extendía su autoridad sobre todos ellos, nombraba sus priores –si se trataba de simples prioratos– o controlaba en los demás la elección de los abades, para impedir cualquier intromisión de los señores laicos. El régimen centralizado hacía que el abad de Cluny tuviese plena autoridad sobre miles de monjes que dependían de él y que la Orden en su conjunto gozase del privilegio de exención y estuviera directamente subordinada a la Santa Sede. El éxito de Cluny se debió sin duda a la vida espiritual que infundió en sus monasterios y a la disciplina y buena organización que impuso; pero obedeció también a la eminente personalidad de sus abades –Odón, Máyolo, Odilón, Hugo, Pedro el Venerable, etc.– y a una circunstancia que vale la pena resaltar: su extraordinaria longevidad. Ocurrió, en efecto, que en los dos primeros siglos de existencia –entre el año 909 y el 1109–, mientras cerca de cuarenta Papas desfilaban por el Solio pontificio, Cluny fue regido tan solo por seis grandes abades, que cubrieron tan amplio período. Esta sorprendente estabilidad y las indudables dotes de gobierno de los abades contribuyeron a asegurar la continuidad de Cluny y la consolidación de su obra. Los cluniacenses fueron, como se verá, un factor esencial de la reforma eclesiástica comenzada en Occidente a mediados del siglo xi. Otras iniciativas de restauración de la vida religiosa, como la centrada en torno al monasterio de Gorze en Lorena o, en Italia, la fundación de la Camáldula por san Romualdo († 1027) no alcanzaron la importancia de Cluny, pero estuvieron todas animadas por un designio común de renovación cristiana.
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XIV. LA IGLESIA GRIEGA HASTA EL CISMA DE ORIENTE 1. La lenta preparación del Cisma En el siglo VII, como consecuencia de la gran expansión islámica, una parte muy considerable de la Cristiandad oriental había caído bajo el dominio musulmán. En poder de la Media Luna se hallaban tres de las cuatro Sedes patriarcales del Oriente – Alejandría, Antioquía, Jerusalén–, y esas Iglesias, encerradas en sí mismas y empeñadas en la lucha por una difícil supervivencia, apenas si pudieron jugar algún papel en el ancho cuadro de la Cristiandad medieval. Por ello durante muchos siglos, hasta la caída de Constantinopla en poder de los turcos, en el umbral de la Edad Moderna, la Iglesia griega protagonizó casi en exclusiva la historia del Oriente cristiano. Hasta mediados del siglo XI, por encima de las anécdotas y de los acontecimientos concretos, puede percibirse una tónica constante que impregna la vida del Patriarcado bizantino: el distanciamiento cada vez mayor de la Iglesia romana que, tras un largo proceso, desembocó por fin en la ruptura oficial del vínculo de la comunión eclesiástica, en el cisma del año 1054. Luego, en los siglos siguientes, la restauración de la unidad perdida aparece también como uno de los anhelos permanentes de la Cristiandad. Con ese fin se reunieron incluso concilios «unionistas» que en alguna ocasión pareció que habían conseguido su propósito de acabar con el cisma y restaurar la unidad de la Iglesia. El concilio de Florencia (1439) fue –como veremos– el último de los intentos unionistas, que se frustraron definitivamente a causa de la ruina del Imperio cristiano de Oriente. Las razones últimas del gradual alejamiento de la Iglesia griega con respecto al Occidente romano y latino quedaron ya expuestas en otro lugar. Ahora bastará con añadir que el paso del tiempo no hizo sino acentuar cada vez más el hecho diferencial. Contribuyeron a ello, en primer lugar, factores de orden político, entre los que sobresale la creación del Imperio de Carlomagno, continuado en el Imperio germánico, que segregó a Roma y al Papado de la esfera de influencia bizantina e instituyó un nuevo orden temporal de la Cristiandad sobre la exclusiva base del Occidente europeo. El ocaso del dominio bizantino sobre la Italia meridional significó, desde el siglo XI, la desaparición de un terreno de coincidencia entre Oriente y Occidente, que había sido antes vía abierta para contactos y relaciones recíprocas. Otros factores más directamente ligados a la vida eclesiástica presionaron también en el mismo sentido. Así ocurrió con las fricciones surgidas entre la Sede romana y el Patriarcado bizantino, a propósito de la Iliria o de los búlgaros. Pero los malentendidos se extendían a otros muchos campos, cada vez más a medida que crecía el mutuo desconocimiento. La Iglesia griega, siempre renuente ante el Primado jurisdiccional del Pontífice romano, recelaba que ese Primado pudiera menguar su autonomía disciplinar y litúrgica. Cierto es que la Iglesia sufrió en repetidas ocasiones las consecuencias nocivas de la
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absorbente intervención del poder imperial; mas esa íntima relación entre la Iglesia y el Imperio en Bizancio, que se ha designado impropiamente con el término «Cesaropapismo», representaba también para aquella Iglesia una salvaguardia de sus particularismos y de su independencia frente a Roma. Oriente y Occidente se consideraban, pues, como dos mundos cada vez más extraños, miraban con prevención sus diferencias de ritos y consideraban reprobables las divergencias disciplinares que les separaban. La cuestión del Filioque –como veremos– vino a añadir un nuevo y más grave motivo de discordia, al sumar a tantos agravios ya existentes la sospecha de herejía. En fin, históricamente es lícito afirmar que al cisma se llegó de modo casi insensible tras un largo proceso de enfriamiento de ese afecto de caridad que era indispensable para que pudiera sobrevivir el vínculo de la comunión eclesial. El episodio concreto que provocó la ruptura fue, en apariencia, un episodio más, como tantos otros, cuya trascendencia no pudieron apreciar sus inmediatos protagonistas.
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2. La cuestión de las imágenes En los albores del siglo VIII, el Imperio bizantino se hallaba gravemente amenazado por los árabes y hubo momentos en que pareció posible un inminente derrumbamiento. León III (717-741), el fundador de la dinastía Isáurica, salvó a Bizancio de los peligros exteriores y le infundió renovado vigor. Pero suscitó una grave crisis religiosa que iba a alterar durante más de un siglo la vida de la Iglesia griega: la cuestión de las imágenes. La veneración de las imágenes se hallaba muy arraigada entre la población bizantina y era una de las formas de expresión más tradicionales de la religiosidad popular. León Isáurico procedía, en cambio, de una provincia asiática, donde pudo sentir el influjo de las doctrinas judías y musulmanas acerca de la imposibilidad de representar plásticamente a la Divinidad, y quizá también de la secta dualista de los paulicianos, celosamente iconoclasta. El hecho es que, en el año 726, León decretó la prohibición de venerar las imágenes y poco después ordenó la destrucción de todos los sagrados iconos. El emperador pretendió que el Papa sancionase estas medidas y, ante la negativa de Gregorio II, decidió la confiscación de las propiedades pontificias enclavadas en los dominios imperiales del sur de Italia y la segregación de la jurisdicción de la Sede romana de los territorios que constituían el antiguo Vicariato de Tesalónica, creando con ello un nuevo motivo de fricción entre Roma y Constantinopla. El problema de las imágenes provocó la escisión de la Cristiandad bizantina en dos bandos irreconciliables. Los emperadores isáuricos se apoyaron especialmente en el ejército, que les prestaba una adhesión entusiasta y fue el brazo ejecutor de la política iconoclasta. Los monjes, en su gran mayoría, fueron, en cambio, fervientes defensores de los iconos y muchos de ellos sufrieron por esta causa persecución y muerte. Junto a los monjes estuvo la gran masa del pueblo, muy amante de las tradiciones religiosas y profundamente herida en sus sentimientos. La cuestión alcanzó sus momentos álgidos en el reinado del hijo de León III, el emperador Constantino V Coprónimo (741-775), que pretendió revestir la lucha iconoclasta de un ropaje teológico. Convocado por él se reunió en el año 754 un concilio en Constantinopla, que condenó como idolatría la veneración de las imágenes y excomulgó a los defensores de su culto, y de modo especial al más ilustre de todos, san Juan Damasceno. Tales fueron los acuerdos adoptados, bajo la coacción imperial, por aquel concilio, denominado el «Sínodo acéfalo», porque ni el Papa romano ni ninguno de los patriarcas estuvo representado, y también el «Sínodo execrable», en expresión del papa Esteban III. Tras del sínodo, la autoridad pública procedió a una sistemática destrucción de obras de arte y persiguió con saña a los monjes, únicos que osaron resistir al emperador. Constantino V fue todavía más lejos en sus medidas represivas. No tan solo ordenó destruir las imágenes, sino también las reliquias, llegando incluso a prohibirse la oración y el culto a los santos. Mas, a su muerte, la situación comenzó a mejorar. Su hijo León IV estaba casado con la emperatriz Irene, ferviente partidaria de la «iconodulia». A los pocos años, Irene enviudaba y se convertía en regente del Imperio, durante la minoría de su hijo Constantino VI. La emperatriz, de acuerdo con el papa Adriano I, reunió en el
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año 787 el concilio II de Nicea, que en la historia conciliar es el séptimo de los ecuménicos. El concilio declaró nulas las decisiones del sínodo iconoclasta del 754 y formuló la doctrina ortodoxa sobre la veneración de las imágenes. Base de esa doctrina fue la teología de san Juan Damasceno, expuesta en plena controversia iconoclasta y que consideraba a las imágenes como «sermones silenciosos» y «libros para los iletrados» por todos fáciles de entender. San Juan distinguía entre la verdadera «adoración», que tan solo a Dios es debida, y la «veneración» relativa, que se tributa a las imágenes de Cristo y de los santos. El concilio definió que la verdadera «latría» –adoración– tan solo a Dios corresponde; pero que las imágenes del Salvador, de la Virgen, de los ángeles y de los santos pueden ser veneradas y que era legítimo honrarlas «con la ofrenda de incienso y de luces, como fue piadosa costumbre de los antiguos, porque el que adora a una imagen adora a la persona en ella representada». Así quedó definida la doctrina dogmática sobre las imágenes. Todavía en la primera mitad del siglo IX se registró una nueva oleada iconoclasta, iniciada con la ascensión al Imperio de León V el Armenio (813-820). Sus principales víctimas fueron ahora los monjes del monasterio de Studios, cuyo abad san Teodoro Studita se erigió en principal defensor de las imágenes. También en esta ocasión correspondió a una mujer el principal mérito del triunfo de la ortodoxia. La emperatriz viuda Teodora, regente del Imperio durante la menor edad de su hijo Miguel III, reunió en el año 843 un sínodo en Constantinopla que restauró definitivamente el culto de las imágenes. Este acontecimiento es todavía celebrado por la Iglesia griega en el primer domingo de Cuaresma, bajo el título de «Fiesta de la ortodoxia».
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3. El problema de los búlgaros La lucha por las imágenes había producido un sensible acercamiento al Papado de la mejor parte de la Iglesia griega. Perseguidos por los emperadores heréticos, los defensores de la ortodoxia volvían sus ojos hacia Roma, buscando un apoyo que ahora no podían esperar del poder civil. Nunca quizá abundaron tanto como entonces los espontáneos reconocimientos del Primado romano por parte de figuras insignes de la Cristiandad bizantina. «Las materias religiosas no pueden ser definidas sin la intervención del Papa de Roma», declaraba en 760 el monje Esteban el Joven, que pronto sufriría martirio. Por su parte, el patriarca de Constantinopla, Nicéforo, depuesto al iniciarse la segunda fase iconoclasta, había escrito cuando fue nombrado al papa León III, rogándole «que por vuestras decisiones y enseñanzas permanezcamos fieles en la ortodoxia, sin error ni desfallecimiento». En fin, san Teodoro Studita proclamaba la función primordial que correspondía al Papa en la Iglesia, y cuando le escribía le llamaba por el título de «Apostólico», entonces el que se le daba habitualmente en Occidente. Mas, por desgracia, apenas apaciguada la cuestión de las imágenes, un hecho nuevo, la cuestión de los búlgaros, surgida mientras en Constantinopla luchaban entre sí los patriarcas Ignacio y Focio, vino a suscitar un conflicto más entre griegos y latinos. Los búlgaros habían constituido en otro tiempo una grave amenaza para el Imperio. Asentados por fin en la península balcánica, en el año 864, su príncipe, Boris, se convirtió al cristianismo y decidió abrir su pueblo al Evangelio. Con este fin pidió al Patriarcado de Constantinopla que organizase en Bulgaria una jerarquía eclesiástica completa, de manera que el país pudiese contar pronto con una iglesia autónoma, «autocéfala». Mas el patriarca Focio, deseoso de que Bulgaria permaneciera bajo su jurisdicción, fue dilatando la respuesta, y esa actitud dio lugar a que Boris, volviendo la espalda a la Iglesia bizantina, enviara una embajada al Papa solicitando el envío de misioneros y ofreciendo la incorporación de su pueblo a la Iglesia latina. Los enviados búlgaros plantearon también al Papa una serie de interrogantes acerca de las divergencias disciplinares que observaban entre el cristianismo griego y el latino. La iniciativa búlgara fue acogida en Roma con sincero favor. El Pontificado vio en ella no tan solo la ocasión de recibir bajo su autoridad un nuevo pueblo cristiano, sino incluso la posibilidad de que la adhesión de los búlgaros trajese consigo de rechazo la recuperación por la Santa Sede de la jurisdicción sobre la Iliria, de la que había sido despojada por los emperadores iconoclastas. El papa Nicolás I escribió una extensa respuesta a las cuestiones planteadas por Boris, las Responsa ad consulta Bulgarorum que –como vimos– encierran notable interés para la historia de la doctrina católica. En el aspecto disciplinar, las Responsa tenían un indudable acento peyorativo para los griegos, ya que resaltaban la superioridad romana en el celibato del clero, segundas nupcias, liturgia matrimonial, etc., e incluso en la consideración que –según ellas– merecía la Sede de Constantinopla dentro de la Iglesia universal. Nicolás I envió también a Bulgaria un grupo de misioneros y a su frente, dos legados, uno de los cuales era el obispo de Porto y futuro papa Formoso. Boris cobró un extraordinario aprecio hacia Formoso y pidió con
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empeño al Papa su nombramiento como arzobispo de Bulgaria. La negativa pontificia a acceder a esa petición y las presiones bizantinas movieron a Boris a despedir los misioneros latinos y a retornar en el año 870 a la unión con el Patriarcado de Constantinopla. Esta última decisión fue la definitiva y Bulgaria siguió la suerte de la Iglesia griega, cuando surgió el cisma con Roma.
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4. Ignacio y Focio La conclusión de las luchas iconoclastas no trajo una larga paz a la Iglesia griega. Su vida durante la segunda mitad del siglo IX se vio turbada por las luchas entre los dos partidos eclesiásticos formados en torno a los patriarcas Ignacio y Focio. No es posible seguir aquí las complicadas incidencias de ese largo conflicto; bastará con señalar sus líneas fundamentales y las consecuencias que tuvo para el Oriente cristiano. Es indudable que Focio fue el personaje más famoso que durante muchos siglos ocupó el trono patriarcal de Constantinopla e incluso uno de los grandes protagonistas de toda la historia bizantina. Nadie ejerció una influencia tan decisiva como él sobre las relaciones entre la Iglesia griega y el Pontificado romano. Los monjes bizantinos habían salido fortalecidos de la prueba iconoclasta. El papel jugado entonces por el monasterio de Studios en Constantinopla y los comienzos en el siglo X de la «República monástica» del Monte Athos, que todavía subsiste, son muestras del vigor que animaba a la institución cenobítica. Pero, terminada la cuestión de las imágenes, quedó latente una oposición entre el partido monacal, que había sido el paladín de la ortodoxia y propugnaba una intensa participación de los monjes en el gobierno de la Iglesia, y otro partido integrado por el alto clero secular, cuyos mayores apoyos se hallaban en los círculos políticos próximos a la Corte. Ignacio y Focio fueron los representantes de cada una de estas dos facciones eclesiásticas. Ignacio era hijo del emperador Miguel I, que había sido depuesto en 813 por León V, el iniciador de la segunda oleada iconoclasta. Recluido entonces en un monasterio, Ignacio, al triunfar definitivamente la ortodoxia, se había convertido en uno de los eclesiásticos más considerables de Constantinopla. Focio era, en cambio, un laico procedente de familia muy distinguida, célebre por su gran erudición, que había hecho una brillante carrera en la administración pública y al ser designado patriarca desempeñaba las funciones de jefe de la Cancillería imperial. Estos dos personajes de tan opuesta significación se sucedieron dos veces al frente del Patriarcado, siguiendo el ritmo de la mudable suerte y de las bruscas alternativas de la política oriental. Elegido en el año 847, por influencia de la emperatriz Teodora, Ignacio terminó su primer patriarcado y fue enviado al destierro en el año 858, cuando una revolución palatina puso fin a la regencia de la emperatriz y declaró la mayoría de edad de su hijo Miguel III. Bardas, el nuevo primer ministro, escogió entonces a Focio como patriarca y este ocupó el cargo desde diciembre del 858 hasta el año 867. Un nuevo cambio, producido ahora a consecuencia de los asesinatos de Bardas y Miguel III y de la ascensión al poder de Basilio el Macedonio, trajo consigo la deposición de Focio y el retorno de Ignacio al trono patriarcal. Entonces Ignacio ocupó el cargo diez años más, hasta su muerte en el 877. A su fallecimiento, en un viraje más de la política eclesiástica bizantina, Focio accedió nuevamente al patriarcado por orden del emperador Basilio, el mismo que antes le había depuesto. El segundo patriarcado de Focio duró hasta el año 886, cuando un nuevo emperador, León VI, le privó definitivamente de su jerarquía y le obligó a retirarse a un monasterio.
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5. El patriarcado de Focio y la Iglesia universal El simple enunciado cronológico de los hechos que acabamos de hacer permite entrever todo un mundo de apasionamientos eclesiásticos y de tensiones humanas que constituirían el entramado de aquellos acontecimientos. Aquí interesa tan solo considerar las grandes repercusiones que esa página de la historia del patriarcado de Constantinopla tuvo en relación con la Iglesia universal y que afectó de manera considerable al futuro cristiano del Oriente bizantino. El Pontificado romano se vio involucrado en estas disputas, por razón de su primacía, que le convertía en juez supremo de los asuntos mayores de las iglesias y también por los problemas que surgieron en estos años entre Roma y Constantinopla, a propósito de Bulgaria y de la Iliria. Los dos bandos en pugna acudieron en diversas ocasiones a Roma, solicitando el apoyo del Papa en favor de sus derechos o pretensiones. Los ignacianos, en especial, durante el primer patriarcado de Focio recurrieron al papa Nicolás I, que sin duda consideraba a Ignacio como legítimo titular de la sede de Constantinopla y estimaba, por tanto, que eran irregulares tanto su deposición como la entronización de Focio en su lugar. La actitud favorable a Ignacio del papa Nicolás I, verdadero patriarca a su juicio, y contraria a la usurpación de Focio, dio lugar por parte de este a una violentísima réplica, que resulta difícil justificar, pese a las tentativas de modernos historiadores católicos de reivindicar la ortodoxia del famoso eclesiástico bizantino. La postura de Focio fue entonces una abierta declaración de guerra a la Iglesia latina. En un documento solemne, la encíclica dirigida por él en el año 867 a todas las sedes del Oriente, presenta a los misioneros romanos de Bulgaria como unos «hombres execrables» venidos de Occidente, el «país de las tinieblas». Y Focio, consciente sin duda de que con ello abría un abismo entre griegos y latinos, desempolvó la cuestión del Filioque, condenó su adición al símbolo de la fe por la Cristiandad latina y lanzó la acusación de herejía sobre la Iglesia occidental. Obrando así, es evidente que Focio infería una herida muy grave a la causa de la unidad cristiana; en adelante, las diferencias entre griegos y latinos ya no serían tan solo disciplinares o litúrgicas: habría también divergencias dogmáticas, disparidad en la fe. En el verano de aquel mismo año 867, Focio fue todavía más lejos y realizó unos hechos de gravedad excepcional: reunió un concilio en Constantinopla que fulminó la excomunión y el anatema contra el papa Nicolás I, le declaró depuesto del Pontificado y exhortó al emperador occidental Luis el Germánico a que cumplimentara esas resoluciones y expulsase a Nicolás de la cátedra papal. La primera deposición de Focio, ocurrida pocos meses más tarde, dio un nuevo giro a los acontecimientos. Bajo el segundo patriarcado de Ignacio, de octubre del 869 a febrero del 870, se reunió un concilio en Constantinopla, que la Iglesia católica considera como el octavo de los ecuménicos. En él, Focio fue condenado y la Iglesia griega hizo un solemne reconocimiento del Primado romano. Pero, a la muerte de Ignacio –como vimos–, Focio ascendió otra vez al patriarcado y el emperador solicitó del papa Juan VIII el reconocimiento del nuevo patriarca. Desaparecido ya Ignacio, el Pontífice accedió a ese
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ruego y dio su conformidad a la elevación de Focio, siempre que este se excusase de su conducta anterior y aceptase varias condiciones que quedaron incumplidas. Pese a ello, la comunión entre el Pontificado y la Iglesia bizantina no se rompió formalmente durante el segundo período patriarcal de Focio, aunque las relaciones fueron siempre distantes y frías. De lo dicho hasta aquí puede deducirse cuán grande fue la influencia que ejerció Focio sobre el destino de la Iglesia griega. La huella que dejó en ella fue muy profunda y tuvo consecuencias perdurables. Durante siglos, Focio sería presentado como símbolo de las diferencias entre griegos y latinos, y la razón quizá esté en que nadie como él encarnó las genuinas esencias del espíritu bizantino. Focio fue un sabio eminente, con una vasta cultura profana y teológica. Su carrera eclesiástica sufrió los altibajos inherentes a las veleidades políticas del Imperio oriental, pero no hay duda de que con él estuvo la mayor parte del episcopado griego de su época. Mas el balance de su obra, como patriarca y como teólogo, resultó claramente negativo para la historia de la Iglesia universal. Nadie como Focio contribuyó al alejamiento espiritual entre las Iglesias griega y latina. Frente al Primado romano ya se vio cuál fue su injustificable conducta con el papa Nicolás I, conducta de la que jamás quiso excusarse. En la actitud de Focio parece latir una ardiente pasión antipapal, que se deja traslucir, por ejemplo, en la Collectanea, donde recogió cuanto, a su juicio, había de faltas y errores en la historia de los Pontífices romanos. En el aspecto doctrinal, es evidente la gravedad que tuvo la acusación de herejía lanzada sobre la Iglesia occidental por la adición del Filioque al Símbolo de la Fe. Y que ello no fue solo un gesto circunstancial lo demuestra el hecho de que, privado ya definitivamente del patriarcado, Focio dedicase los últimos años de su vida a componer la Mystagogia del Espíritu Santo, un tratado destinado a refutar la doctrina teológica de los latinos. En fin, la conclusión a que puede llegarse es que, como consecuencia de todos esos acontecimientos, la unidad de la Iglesia quedó irreparablemente comprometida. Focio contribuyó más que nadie a preparar los ánimos para el futuro cisma y, cuando este llegó, sus obras se convirtieron en inagotable arsenal para la polémica antilatina. Su figura histórica sería también en el futuro la genuina personificación del espíritu eclesiástico de Constantinopla.
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6. El cisma de Cerulario El siglo x fue una época oscura en las relaciones entre Bizancio y la Iglesia romana, sumergida de lleno en su «Edad de Hierro», durante el cual se registraron incidentes y tensiones, pero sin que se produjeran rupturas irreparables. Apenas iniciado el siglo xi ocurrió un hecho que parece más significativo. El papa Sergio IV (1009-1012), al iniciar el Pontificado, envió a Constantinopla, según costumbre, su profesión de fe, en la que figuraba el Filioque, y el Patriarca rechazó esa profesión y ordenó que el nombre del nuevo Papa no se inscribiera en los dípticos bizantinos ni se pronunciase, por tanto, en la Misa. Algunos consideran este gesto como la ruptura de la comunión eclesiástica entre Oriente y Occidente y el comienzo del cisma. Pero este no llegó propiamente hasta medio siglo más tarde. En 1043 ascendió al patriarcado de Constantinopla Miguel Cerulario, personaje ambicioso y de violentos sentimientos antilatinos. No era este entonces, con todo, el sentir general en Bizancio, ya que había también partidarios de un mayor entendimiento con Roma, aunque fuera tan solo por razones políticas de solidaridad de intereses en el sur de Italia entre el Imperio oriental y el Pontificado frente al enemigo común, los normandos. Pero Cerulario pasó al ataque en todos los terrenos: ordenó la clausura de las iglesias latinas existentes en Constantinopla e indujo a su fiel partidario el arzobispo León de Ochrida a escribir una carta en la que criticaba los usos latinos divergentes de los griegos, en especial, el empleo del pan ácimo en la Misa, y exigía a la Iglesia occidental la renuncia a todas esas prácticas. Las demandas griegas provocaron una fuerte reacción en Roma, donde acababa justamente de iniciarse la obra de restauración eclesiástica que culminaría en la Reforma gregoriana. Los celosos renovadores del Pontificado habían, lógicamente, de rechazar de plano aquellas pretensiones, en abierta contradicción con su programa; por su parte, ellos eran, hasta por razón de procedencia –Alemania, Lorena–, totalmente incapaces de comprender la mentalidad bizantina y las tradiciones propias de la Iglesia griega. La respuesta romana estuvo a cargo del cardenal Humberto de Silva Cándida, y constituyó a su vez una severa crítica contra los usos disciplinares griegos, muchos de los cuales eran tachados de heréticos. Humberto ponía incluso en duda la legitimidad de Cerulario como Patriarca y sacaba de nuevo a colación las viejas reservas romanas frente a los títulos de Constantinopla y su precedencia dentro de la Iglesia. Las posturas de orientales y latinos, enfrentadas otra vez, se perfilaban más lejanas y hostiles que nunca. Pese al clima desfavorable existente entre el Pontificado y la Iglesia griega, el emperador Constantino IX anhelaba la paz eclesiástica, y con el fin de negociarla Roma envió una legación encabezada por dos de los personajes eclesiásticos más considerables de la Curia, el mencionado Humberto y el también cardenal Federico de Lorena, Canciller de la Iglesia romana. Ya en Constantinopla, el comportamiento de los legados fue altamente impolítico y reveló un completo desconocimiento del ambiente bizantino. Su proceder brusco y desabrido empujó al clero bizantino a hacer causa común con Cerulario y en la ciudad estallaron disturbios populares contra los latinos. Entonces
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Humberto redactó una bula de excomunión contra el «seudopatriarca» Cerulario, León de Ochrida y sus partidarios, y la depositó sobre el altar de la catedral de Santa Sofía, el 16 de julio de 1054. Una semana más tarde, el 24 del mismo mes, un sínodo reunido bajo la presidencia de Cerulario interpretó la excomunión del Patriarca como dirigida contra toda la Iglesia griega, y respondió lanzando a su vez la excomunión contra los legados y contra aquellos que les hubieran enviado. El cisma quedaba así formalmente abierto, aunque quizá los protagonistas del drama no fueran plenamente conscientes del alcance de sus actos. Para el pueblo cristiano de Oriente o de Occidente, el comienzo del cisma pasó del todo inadvertido.
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7. La expansión misionera de la Iglesia bizantina Un aspecto de la vida del Patriarca bizantino queda todavía por reseñar: su acción misionera, su contribución a la evangelización de los pueblos. El importante papel jugado por la Iglesia griega salta a la vista si se considera que la mayor parte del mundo eslavo fue cristianizado por ella y por eso, en disciplina y liturgia, recibió las modalidades propias del cristianismo griego. Esta dependencia de origen de las principales iglesias eslavas con respecto al Patriarcado de Constantinopla fue causa también de que les alcanzasen las consecuencias del cisma y de que siguieran también los mismos pasos que aquel, en las relaciones con el Pontificado romano y la Iglesia latina. En otro lugar se ha hecho referencia a la obra misional llevada a cabo por los dos hermanos bizantinos Cirilo y Metodio con los pueblos moravos de Panonia. Tratamos también del problema de los búlgaros y de las fricciones a que dio lugar entre Roma y Constantinopla. Boris, su monarca, se inclinó por fin en favor de la Iglesia bizantina y en el año 870 fueron expulsados los misioneros latinos y un metropolitano y diez obispos enviados por el emperador Basilio organizaron la jerarquía eclesiástica en Bulgaria. En el siglo X, los búlgaros constituyeron un Patriarcado independiente, cuando su monarquía alcanzó un alto grado de esplendor y amenazó la supremacía de Bizancio. Mas este Patriarcado tuvo una existencia efímera y, al afirmarse en el siglo XI la dominación bizantina sobre el país, este perdió su autonomía eclesiástica y quedó subordinado al Patriarcado de Constantinopla. Los servios, que habían sido objeto de una primera cristianización en el siglo vii, recibieron definitivamente la Fe al ser sometidos nuevamente a la dominación griega por el emperador Basilio I (867-886). La más importante conquista de la Iglesia griega fue, sin embargo, la conversión de Rusia. El principado de Kiev, donde se halla el origen del Estado ruso, fue también la puerta por donde penetró el cristianismo en aquel inmenso país. En el siglo IX, en tiempos de los Patriarcas Ignacio y Focio, se inició la conversión del pueblo ruso, que dio un notable avance en el siglo siguiente con el bautismo de Olga (954), la viuda del gran príncipe Igor. Dos años después, Olga hizo su solemne visita a Constantinopla, que contribuyó a vincular religiosamente a Rusia con la Iglesia bizantina. Pero el acontecimiento decisivo para la historia cristiana de Rusia fue el bautismo del nieto de Olga, Wladimiro (972-1015), que puede considerarse como el momento de la conversión de su pueblo. Wladimiro, honrado por la Iglesia rusa con el título de «el Igual a los Apóstoles», contrajo matrimonio con la princesa bizantina Ana, hermana del emperador Basilio II. El hijo de ambos, Iaroslav, completó la organización eclesiástica de su país, que se acomodó fielmente a la pauta de la Iglesia bizantina en disciplina, liturgia, etc. Kiev pasó a ser la capital religiosa de Rusia y durante siglos su sede metropolitana fue casi siempre ocupada por eclesiásticos bizantinos. La Iglesia rusa, al igual que las otras nacidas a la sombra del Patriarcado de Constantinopla, siguió a este cuando sonó la hora del cisma. La Iglesia bizantina y las iglesias eslavas filiales de Constantinopla constituyeron un ámbito eclesiástico propio, la Cristiandad oriental separada de Roma. Esa Cristiandad ortodoxa ha sido un factor decisivo en el orden religioso, cultural y
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político del Oriente europeo y ha contribuido poderosamente a conferirle su personalidad característica en los siglos pasados y hasta en los tiempos más recientes.
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XV. LA REFORMA GREGORIANA 1. La edad de oro de la Europa cristiana A mediados del XI, se abre un período histórico que puede considerarse como la flor y el fruto de la Edad Media europea. Estos tiempos, que durarían hasta el siglo XIV, contemplaron la plena sazón de un proceso cultural que se había iniciado a raíz de las invasiones bárbaras y que, por fin, al cabo de una lenta maduración a través de épocas de oscuridad e incertidumbre, iba a plasmar en una de las más acabadas realizaciones que ha conocido la historia de la humanidad: la civilización cristiana medieval. Si consideramos el cuadro histórico general dentro del cual se produjo este hecho, podemos comprobar que en aquellos tiempos el Occidente europeo, superada la anarquía de los primeros siglos del feudalismo, vivió dentro de un orden feudal, que se acomodaba bien a la estructura y a las exigencias de la sociedad contemporánea. La gran época del feudalismo presenció el renacimiento de la vida urbana después de la larga decadencia sufrida por las ciudades desde el ocaso del Imperio Romano, y la reactivación de la economía y del comercio. Contempló, igualmente, el nacimiento del orden real, llamado a suceder al feudalismo por la consolidación de las monarquías que forjaron los principales Estados europeos: el Imperio germánico, eje de la Cristiandad; pero, también, la monarquía de los Capetos en Francia o la normanda en Inglaterra. En la propia Península Ibérica, donde la España cristiana parecía en trance de muerte a finales del siglo X, bajo la temible espada de Almanzor, cuando se dobló por fin al cabo del año mil, el fiel de la balanza se inclinó en favor de los cristianos y los caminos se abrieron a los grandes avances de la Reconquista. En fin, tan solo un dato más, pero altamente expresivo, porque ayuda a corregir la falsa visión de quienes concibieron la Edad Media en su conjunto como una época salvaje y regresiva, «the dark Ages», los tiempos oscuros, según reza un conocido tópico inglés. Es un dato que suministran las estadísticas sobre la evolución demográfica: en los tres siglos que corren entre el XI y el XIV, la población de la Europa occidental se triplicó. Este fenómeno es muy significativo y parece que obedeció no tanto a especiales progresos de la Medicina, como a la vitalidad creciente de los pueblos, favorecida por la sensible mejora del orden social. Bajo el aspecto religioso, esos siglos fueron una época de esplendor de la vida cristiana. El Pontificado alcanzó su máximo grado de prestigio y ejerció con eficacia no conocida hasta entonces su autoridad sobre la Iglesia y la Cristiandad. Esta, por su parte, fue convocada a menudo por los Papas a Concilio Ecuménico, y en aquellos siglos se dio la más intensa actividad conciliar que registra la historia. La Iglesia promovió un desarrollo sin igual de la ciencia cristiana, especialmente la Teología, que tuvo su edad de oro desde Pedro Lombardo a santo Tomás, y el Derecho canónico que, a partir de Graciano, vivió también su época clásica. Mas la Iglesia no se limitó a promover el cultivo de las ciencias sagradas: toda la cultura se benefició de su impulso y a la sombra de la Iglesia, como una creación original del Medievo cristiano, nacieron y crecieron las
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grandes universidades europeas. Los siglos de la Cristiandad fueron, sobre todo, siglos espiritualmente fecundos, tiempos de santidad. El mundo se enriqueció con una serie impresionante de grandes santos, pertenecientes a los más diversos pueblos y que fueron gloria de la Iglesia universal. Con su ejemplo y con su estímulo, la sociedad occidental se impregnó de espíritu cristiano en todos los órdenes de la existencia. El Cister, los mendicantes, los canónigos regulares, las órdenes militares, esto es, la perfección cristiana plasmada en toda una rica gama de formas de vida, constituyen una prueba más del poderoso aliento espiritual que animaba el Occidente cristiano durante los siglos centrales de la Edad Media.
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2. Los Papas pregregorianos La prematura muerte de Otón III (1002) había dejado otra vez el Pontificado en manos de las facciones feudales romanas. Los reyes germánicos, ocupados en los asuntos de Alemania, se mantuvieron durante cuarenta años alejados de Italia, y ese vacío fue aprovechado por unos poderosos señores romanos, los condes de Tusculum, emparentados con la familia de Teofilacto, para imponer de nuevo su dominio sobre la Santa Sede. Otra vez volvió a darse el espectáculo de la Cátedra de Pedro, ocupada por adolescentes indignos, como Benedicto IX (1032-1044) y se renovaron los abusos del «siglo de hierro». Fue por ello un gran bien para la Iglesia que el enérgico monarca alemán Enrique III pudiese, por fin, hacia mediados del siglo xi, dedicar su atención a los negocios italianos y, en especial, a la triste situación del Pontificado. Enrique III recurrió a un procedimiento insólito, pero que entonces resultó providencial para la dignificación de la Sede romana: se hizo conferir con carácter vitalicio y hereditario el título de «Patricio de los romanos», y con él se arrogó la facultad de designar directamente a los Papas que hubieran de ocupar la vacante pontificia. La persona así nombrada era luego elegida canónicamente por el clero y pueblo de Roma. Enrique, en 1046, designó como Papa al obispo Suidgero de Bamberg –Clemente II–, que le coronó emperador e inició la serie de los Papas germánicos que restauraron el honor y el prestigio del Pontificado. El emperador Enrique III reservó la tiara para prelados germánicos, pero sus designaciones fueron siempre acertadas y recayeron en personas moralmente dignas y de espíritu religioso. León IX (1048-1054), sobre todo, fue un gran Papa y preparó intensamente la reforma de la Iglesia. Con estos pontífices y algunos cardenales de su misma procedencia, hizo causa común el grupo de eclesiásticos romanos que luchaba por la renovación de la Iglesia, entre los que destacaban san Pedro Damián y el monje Hildebrando, y todos juntos pusieron las bases de la gran empresa restauradora que se denominó la Reforma gregoriana. La intervención de Enrique III había liberado el Pontificado de la tiranía de los clanes nobiliarios romanos. Gracias a ella, eclesiásticos respetables y de vida íntegra ocuparon de nuevo la Sede apostólica. Mas el procedimiento puesto en práctica por Enrique fue válido para afrontar una coyuntura excepcional, pero no podía considerarse como un sistema satisfactorio para la normal provisión del Pontificado. Esta provisión no debía estar en manos de ningún poder laico, ni aun siquiera de la autoridad imperial, y esta idea la compartían los propios Papas alemanes, que eran «hombres de Iglesia» en el más pleno sentido. La «libertad de la Iglesia», que constituía el santo y seña de los reformadores gregorianos, debería iniciarse por la cabeza, mediante la exclusión de cualquier injerencia secular sobre el Papado. Las circunstancias favorecieron a los reformadores. En 1056 falleció prematuramente Enrique III, cuando su hijo y heredero no contaba más que seis años y el Imperio quedó bajo la regencia de la emperatriz viuda Inés. Era una situación propicia, que la Santa Sede aprovechó para emanciparse de la tutela imperial. Los Papas fueron elegidos por el clero romano, y tan solo a posteriori se notifica la designación a la emperatriz. En 1059, Nicolás II celebró su primer sínodo en
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Letrán, que promulgó un importante decreto regulando la elección pontificia. Por primera vez, esta fue reservada a un reducido cuerpo de electores, el Colegio de Cardenales. La intervención del clero y pueblo romanos se fijó en una simple aclamación del Papa elegido. En cuanto al emperador, se usó una fórmula deliberadamente ambigua: al joven rey Enrique y a sus sucesores les correspondía «el debido honor y reverencia». Nicolás II protagonizó todavía un acto de naturaleza política que tuvo, sin embargo, notable importancia en la historia de la Iglesia romana y en sus relaciones con el Imperio: los principados normandos del sur de Italia, hasta entonces adversarios del Pontificado, pasaron a convertirse en sus aliados: el duque Roberto Guiscardo y el conde Ricardo de Aversa se declararon vasallos de la Santa Sede y asumieron el deber de defenderla y, especialmente, de garantizar la libre elección papal. Los principados normandos de la baja Italia constituyeron desde el siglo XII una sola monarquía. Importa mucho tener desde ahora bien presente el dato de la existencia de este reino de Sicilia y Nápoles, estratégicamente situado a espaldas de los estados de la Iglesia. Llegará un momento –el siglo XIII– en que este reino habrá de convertirse en manzana de discordia, y dará lugar a los más duros enfrentamientos entre el Pontificado y el Imperio germánico.
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3. La lucha por la libertad de la Iglesia Los Papas gregorianos habían conseguido liberar la elección pontificia de injerencias de los poderes seculares. Se había dado un gran paso en el camino de la libertad eclesiástica; pero ese paso, por importante que fuera, no era más que el primero. No tan solo la cabeza, sino todo el cuerpo de la Iglesia se hallaba necesitado de reforma, y de modo muy especial el clero, que sufría las consecuencias de algunos males particularmente graves. Estos males, que provenían de las duras condiciones en que había vivido durante siglos la Europa cristiana, aparecen descritos con negras tintas por algunos autores y sobre todo por san Pedro Damián, autor del Liber Gomorrihanus, un libro donde traza un panorama sombrío del estado moral del clero de ciertas regiones de Italia a mediados del siglo XI. Es posible que esa obra, escrita con el designio de excitar a la reforma, contenga ciertas exageraciones y no refleje, además, la situación general de todo el Occidente. Pero las noticias de los concilios contemporáneos permiten afirmar que el mal se hallaba lo bastante extendido como para requerir una enérgica acción por parte de los reformadores eclesiásticos. La reforma eclesiástica se presentaba, por tanto, como una lucha por la liberación de la Iglesia del yugo del pecado, y en concreto por la liberación del clero de los tres grandes males que entonces le aquejaban: la simonía, el «nicolaísmo» y la investidura laica. La simonía –adquisición mediante precio de los cargos eclesiásticos– era frecuente en unos tiempos de secularización de las estructuras de la Iglesia, cuando aquellos cargos – obispados, abadías, etc.– eran pingües señoríos, apetecidos por individuos ansiosos de disfrutar sus ventajas. El «nicolaísmo», la incontinencia del clero, se hallaba extendida por varias tierras de Europa y afectaba a todos los niveles jerárquicos, desde prelados a curas rurales. La «investidura laica» era el tercero de los males y consistía en la provisión de los oficios eclesiásticos, no a través de los órganos propios de la Iglesia, que preveía la disciplina canónica, sino por los poderes seculares. Estos poderes laicos serían distintos según cuál fuera el oficio a proveer: los reyes y príncipes se reservaban la investidura de los principales cargos eclesiásticos, mientras los patronos o propietarios de iglesias ejercían la investidura de los oficios menores. La investidura laica se consideraba como la raíz y origen de los otros dos males, ya que este sistema de provisión de cargos eclesiásticos se prestaba a abusos simoníacos en los nombramientos y era responsable del bajo nivel moral de los individuos designados para ocuparlos. La acción de los reformadores de la Iglesia se vio favorecida en ciertos lugares por la aparición de movimientos populares, deseosos también de una elevación moral del clero. El movimiento más importante surgió en el norte de Italia, donde recibió el nombre de «Pataria». Su principal foco fue Milán, y estuvo dirigido por algunos cristianos celosos, clérigos y laicos. La «Pataria» luchaba contra los eclesiásticos que hubieran recibido su oficio mediante simonía o bien aquellos que vivían en concubinato o pública incontinencia. Trataba de lograr su enmienda, y en caso contrario intentaba expulsarles de sus iglesias o hacer que los fieles dejasen de acudir a ellas. No vacilaba, si era preciso, en promover tumultos públicos, con el fin de que la presión popular coaccionase
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eficazmente a los clérigos escandalosos. La «Pataria» fue aliada del Pontificado reformador, frente a las resistencias del alto clero lombardo. Uno de sus jefes, Anselmo, promovido al obispado de Luca, fue elegido Papa en 1061 con el nombre de Alejandro II y sería el inmediato predecesor de Gregorio II.
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4. Las directrices de la Reforma gregoriana En el año 1073, a la muerte de Alejandro II, el cardenal Hildebrando fue elegido Papa y se llamó Gregorio VII. El nuevo Papa era el alma del movimiento de reforma eclesiástica que, desde hacía un cuarto de siglo, impulsaba el Pontificado. Su influencia en el gobierno de la Iglesia había sido muy grande bajo los últimos Papas, y especialmente en tiempos de Alejandro II. Gregorio VII fue Papa tan solo doce años –de 1073 a 1085–, pero selló con su nombre toda una época de la historia eclesiástica y la empresa de reforma que constituyó durante ella el gran designio del Pontificado romano. Los objetivos que perseguía la Reforma gregoriana eran muy amplios y no se limitaban a la restauración de las estructuras eclesiásticas o la elevación moral del clero. El programa gregoriano aspiraba a la instauración en el mundo de la «justicia» cristiana en el más amplio sentido y, con ella, a la más perfecta realización del Reino de Dios en la tierra. La Cristiandad entera tenía que ser renovada para que se cumpliese el designio divino sobre los hombres, y esa renovación había de realizarse bajo la dirección de la Sede apostólica, a quien pertenecía la suprema potestad en el mundo. Los principios fundamentales de la doctrina gregoriana se hallan resumidos en los Dictatus Papae, compuestos por Gregorio VII en 1075. Se trata de un conjunto de 27 proposiciones, que recogen las tesis clásicas de los teóricos defensores de la supremacía del poder espiritual sobre el temporal. La doctrina no era nueva, aunque sí lo es la forma de presentarla, pues las proposiciones están sacadas de sus dispersos contextos originarios y enunciadas a manera de ideario de la Reforma. Por esa razón, el impacto en la opinión pública fue mayor, como ocurrirá en el siglo XIX con el Syllabus de Pío IX. Los Dictatus proclamaban que la supremacía en la Cristiandad pertenecía al Pontificado romano, que encarnaba en el mundo la potestad espiritual. Al Papado correspondía, pues, la dirección de la sociedad cristiana, y a su autoridad se hallaban subordinados el poder del emperador y de los reyes de la tierra. Varios textos de los Dictatus, como el que declara que al Papa le está permitido deponer a los emperadores o el que afirma que el Papa tiene autoridad para desligar a los súbditos del juramento de fidelidad hecho a príncipes injustos, podían tener importantes repercusiones en la vida política y religiosa de los pueblos. Conviene, sin embargo, advertir que ninguno de esos textos quedó en letra muerta. El programa gregoriano dirigió con efectividad la acción del Pontificado en los siglos que siguieron y los Papas, en la medida de lo posible, trataron de llevarlo adelante. El principio de la superioridad que en la Cristiandad corresponde al poder espiritual fundamentó, por tanto, según la doctrina gregoriana, la supremacía del Pontificado. Pero se dio un segundo argumento de orden histórico, que venía a reforzar las tesis gregorianas: la «Donación de Constantino», cuya autenticidad, en esta época, nadie ponía en duda. Los Dictatus Papae declaraban que el Papa podía usar las insignias imperiales, una proposición en la que resuena el eco de la pretendida cesión que Constantino había hecho al papa Silvestre de la soberanía imperial sobre el Occidente romano. Durante los pasados tiempos de hierro de la Sede apostólica, poco valor pudieron tener tales derechos. Mas ahora, cuando el Pontificado asumía con fuerzas
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renovadas la dirección de la Iglesia y de la Cristiandad, el recuerdo de la «Donación de Constantino» adquiría también nueva actualidad. Ella sirvió de base a Gregorio VII para reivindicar la soberanía sobre los territorios recuperados del dominio musulmán. La prestación del homenaje vasallático a la Santa Sede por parte de reyes y príncipes, que fue frecuente durante aquellos siglos, es otra manifestación de la supremacía temporal que se reconoció al Pontificado romano dentro del cuadro político de la Cristiandad.
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5. El Pontificado y las iglesias particulares La Reforma gregoriana tuvo como otro de sus rasgos esenciales la centralización del gobierno eclesiástico. Liberadas de injerencias de los poderes laicos, las iglesias del mundo entero estrechaban su vinculación con la Santa Sede, que ejercía ahora de modo efectivo el poder de jurisdicción que le corresponde en la Iglesia universal. Durante muchos siglos, las Iglesias de la Cristiandad occidental, sin discutir en modo alguno el Primado papal, habían vivido en la práctica con una notable autonomía. Las invasiones germánicas, que fragmentaron la unidad del mundo romano, y luego las circunstancias difíciles por que atravesó Europa durante los siglos oscuros de la Edad Media favorecieron el particularismo de las iglesias nacionales. La debilidad del Pontificado y la dificultad de las comunicaciones contribuyeron también a ello. Los Papas gregorianos no se limitaron a ser centro de comunión de las iglesias del orbe, sino que asumieron efectivamente la dirección de la vida de la Iglesia universal. La centralización romana tuvo en la institución de los legados pontificios su principal instrumento. Los legados aseguraban la comunicación entre Roma y los reinos cristianos, hacían llegar a todas partes las directrices de la reforma eclesiástica y velaban por su eficaz aplicación. Hugo de Die en Francia y el célebre cardenal Hugo Cándido en España figuran entre los legados más conocidos de la época gregoriana. Bajo su presidencia se celebraron numerosos concilios provinciales o regionales, destinados a implantar en cada país las normas reformadoras. Estos sínodos trataron especialmente de restaurar la disciplina del clero, la vida cristiana del pueblo y de asegurar la provisión de los cargos eclesiásticos según las normas de Derecho canónico, un difícil empeño que dio lugar a los conflictos de «investiduras» de que luego se hablará. Una interesante faceta de la centralización gregoriana fue la supresión de las liturgias propias de ciertas iglesias particulares y la introducción en su lugar de la liturgia romana. Este cambio tuvo especial repercusión en España, donde la liturgia mozárabe o visigótica seguía en vigor en la mayor parte de los territorios cristianos. La liturgia romana, observada ya en Cataluña, se implantó en Aragón el año 1071, bajo el reinado de Sancho Ramírez, el monarca que enfeudó este reino al Papa; de allí se extendió a Navarra, cuando se anexionó a Aragón en el 1076. En Castilla, la resistencia fue mayor y los ánimos se exaltaron en defensa de la vieja liturgia hispánica, cuya ortodoxia Roma parecía poner en duda. Hubo incluso en la ciudad de Burgos el domingo de Ramos del año 1077 un duelo judicial entre dos caballeros, uno representante del rito mozárabe y otro del rito romano, que habría terminado con la victoria del primero. Pero Alfonso VI –«allá van leyes do quieren reyes», es la frase que le atribuye la tradición– impuso por fin la definitiva recepción de la liturgia romana. El monacato cluniacense, entonces en todo su esplendor, contribuyó de modo notable a la reforma eclesiástica. La incorporación a la Orden de Cluny de tantos monasterios en distintos territorios cristianos fue un camino para la restauración de la disciplina monacal. Los fenómenos monásticos irregulares, tan frecuentes en los siglos anteriores como las comunidades dúplices o familiares y los monasterios de propiedad particular
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desaparecieron gradualmente. Monjes cluniacenses ocuparon también, a menudo, los obispados y desde ellos colaboraron en la empresa de reforma. Cluny y su «Imperio monástico» fue, pues, uno de los grandes protagonistas de la renovación eclesiástica del siglo XI que culminó en la Reforma gregoriana. Esta tuvo en la Orden cluniacense, directamente vinculada a la Sede romana y con su organización interna jerarquizada, un auxiliar de inapreciable valor. No parece, sin embargo, que se debe identificar totalmente –como se había hecho en el pasado– a Cluny con las directrices de la política eclesiástica del Pontificado gregoriano, pues es probable que existieran ciertas divergencias sobre algunos asuntos importantes, como la actitud ante la investidura laica y las relaciones con el Imperio.
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6. La cuestión de las Investiduras El pontificado de Gregorio VII se halla todo él dominado por el conflicto con el emperador Enrique IV, conocido en la historia como la lucha de las Investiduras, que fue el primero de los grandes enfrentamientos entre la Iglesia y el Imperio. La cuestión esencial que se planteaba en esta contienda, que se prolongó durante varios siglos, era esta: ¿cuál de las dos grandes potestades de la Cristiandad había de ejercer una efectiva primacía, la potestad espiritual o la temporal? Dos poderes, el del Papa y el del emperador, presidían en teoría ese único «cuerpo místico» que constituía entonces la sociedad cristiana. Su armonía era indispensable para el buen orden de la Cristiandad, pero esa armonía era difícil de conseguir y, de hecho, tan solo se logró en contadas ocasiones. En la realidad histórica, las más de las veces uno de los dos poderes gozó de una clara preponderancia, o bien ambos luchaban por conseguir esa superior autoridad. En tiempos de los Otones o durante el reinado de Enrique III había sido evidente la preeminencia de la potestad imperial. Pero el Pontificado gregoriano, con su programa de libertad eclesiástica y la renovada conciencia de su altísima dignidad, no podía admitir una tal subordinación y ya vimos de qué modo los Papas, tras la muerte de Enrique III, fueron emancipándose de la tutela imperial. Cuando Hildebrando fue elevado a la Sede apostólica se daban todas las premisas para que se llegara a una ruptura abierta entre el Papa y el emperador. Enrique IV, llegado ya a la mayoría de edad, aspiraba a recuperar la autoridad suprema que su padre y sus predecesores imperiales habían ejercido en la Cristiandad y en la Iglesia. Hildebrando, por su parte, era el más firme defensor de la doctrina inspiradora de la Reforma gregoriana, y estaba dispuesto a llevar hasta sus últimas consecuencias la lucha por la libertad de la Iglesia. Elegido Papa con el nombre de Gregorio VII, Hildebrando ascendió al Pontificado sin notificar su elección a la Corte imperial ni esperar su confirmación. Todo estaba, pues, a punto para el estallido del conflicto entre las dos cabezas de la Cristiandad. La cuestión de las investiduras fue planteada por Gregorio VII desde los primeros tiempos de su pontificado. El sínodo cuaresmal romano del 1074 urgió con energía la aplicación de la reforma eclesiástica contra los clérigos simoníacos y concubinarios, que fueron privados de sus oficios. Un año más tarde, el sínodo romano del 1075 abordó directamente el problema de la investidura al prohibir a todos los eclesiásticos sin distinción el recibir, por cualquier título, una iglesia de manos de un laico, bajo pena de excomunión tanto para el otorgante como para el clérigo receptor. Esta norma excluía con carácter general el uso de la investidura laica y apuntaba, además, directamente contra la investidura del arzobispado de Milán que, siguiendo la costumbre, había sido concedida por Enrique IV. El problema de la investidura, visto desde el prisma de la Iglesia, presentaba un doble aspecto: de una parte, resultaba doctrinalmente inadmisible que un laico confiriese un oficio eclesiástico, que estaba dotado de unos poderes de naturaleza espiritual y religiosa. Pero ocurría además que, en la práctica, la investidura llevaba aneja la selección de los titulares de los oficios eclesiásticos, y esa selección, en manos de poderes laicos,
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implicaba el riesgo muy real de no responder al bien de la Iglesia y de las almas, sino de obedecer a consideraciones e intereses demasiado humanos. A mayor abundamiento, el bajo nivel moral del clero y los vicios de la simonía y clerogamia que la Reforma gregoriana se esforzaba en desarraigar eran una prueba de los perniciosos resultados producidos por la provisión de los cargos eclesiásticos a través del sistema de la investidura laica. Es justo, sin embargo, reconocer que el problema de la investidura era complejo y, considerado desde el punto de vista de la autoridad imperial, presentaba también aspectos dignos de seria consideración. Estos aspectos derivaban del doble carácter que los grandes oficios eclesiásticos –obispados, abadías– tenían en los territorios del Imperio germánico, lo que dio lugar a que la cuestión de la investidura laica se sintiera allí mucho más agudamente que en los demás reinos del Occidente cristiano. Ya vimos, al tratar de la constitución del Sacro Imperio, cómo el «sistema otoniano» de gobierno se fundó precisamente en la atribución a los prelados de funciones públicas y de grandes dominios señoriales, con el fin de que sirvieran de contrapeso a las tendencias centrífugas de los príncipes seculares y asegurasen el equilibrio político. Ocurría, por tanto, que los dignatarios eclesiásticos, junto a su autoridad de orden espiritual, gozaban también de un importante poder secular dentro del Imperio: eran obispos o abades pero, a la vez, príncipes temporales y algunos incluso electores del emperador. Visto el problema desde este ángulo, se explica que la autoridad imperial tuviese también sus razones, y puede comprenderse el empeño que mostró por mantener su derecho de investidura para los altos cargos eclesiásticos.
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7. Gregorio VII y Enrique IV La lucha entre Gregorio VII y Enrique IV se inició abiertamente en 1075, cuando Enrique, desafiando la prohibición pontificia, designó a Tetaldo para la sede arzobispal de Milán y nombró a otros prelados para diversos obispados alemanes e italianos. Ante la amenaza de excomunión del Papa, Enrique reunió en Worms, en enero de 1076, un sínodo de obispos alemanes y publicó un violento manifiesto contra el pontífice. El sínodo de Worms declaró depuesto a Gregorio, decisión que fue ratificada poco después por los obispos de la Italia del norte reunidos en Piacenza. Ante estos hechos, Gregorio VII reaccionó con toda energía y un mes más tarde, en el sínodo cuaresmal romano de febrero de 1076, haciendo uso de las facultades expresadas en dos de las proposiciones de los Dictatus Papae, excomulgó a Enrique, le declaró privado del poder real y desligó a sus súbditos del juramento de fidelidad. Todos los obispos partidarios de Enrique fueron también suspensos y excomulgados. La excomunión de Enrique IV impresionó a la Cristiandad, y en octubre de 1076 la asamblea de los príncipes alemanes le intimó a conseguir antes de un año el perdón papal. En enero de 1077, Enrique, abandonado de todos, hubo de cruzar los Alpes en pleno invierno y acudió al castillo de Canossa, donde se hallaba el Papa, para implorar su misericordia. La penitencia de Enrique IV, tres días esperando ante las puertas de Canossa, es un episodio famoso de la historia medieval. En favor de Enrique intervinieron el abad Hugo de Cluny, su padrino, y la condesa Matilde de Toscana, señora del castillo y firme apoyo del Pontificado, que acompañaban al Papa. Gregorio VII, anteponiendo el espíritu sacerdotal a las conveniencias de orden político, accedió a recibir a Enrique, le absolvió de sus pecados y le reintegró a la comunión de la Iglesia. Canossa, como era de suponer, no fue el final de la lucha entre Enrique IV y el Pontificado. Tres años más tarde, en 1080, Gregorio hubo de excomulgar nuevamente a Enrique, que, en un sínodo germánico, declaró otra vez depuesto al Papa e hizo elegir como antipapa al arzobispo Guiberto de Rávena, con el nombre de Clemente III. Pero ahora la situación de Enrique en el Imperio era distinta de la que tenía años atrás y la excomunión pontificia no produjo los mismos resultados que antaño. En 1083 Enrique invadió Italia y se apoderó de Roma, donde fue coronado emperador por el antipapa Clemente. Gregorio VII, refugiado en el castillo de Sant’Angelo, fue salvado de caer en manos de Enrique gracias a la oportuna intervención de un ejército mandado por Roberto Guiscardo, que tomó Roma y permitió al Papa retirarse a los dominios normandos del sur de Italia. Allí, en Salerno, murió Gregorio VII el 25 de mayo de 1085; sus últimas palabras que la tradición le atribuye son un fiel reflejo de su espíritu y constituyen la mejor síntesis de su pontificado: «Amé la justicia y aborrecí la iniquidad; por eso muero en el destierro». Este juicio, que parecía ser el balance de un fracaso, era el anuncio de la definitiva victoria de los ideales gregorianos, como sería cada vez más patente en los tiempos futuros.
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8. El Concordato de Worms El problema de las investiduras en el Imperio llegó por fin a una solución, después de medio siglo de violencias, excomuniones y polémicas doctrinales, que están recogidas en la recopilación titulada Libelli de Lite, conjunto de textos en torno a la contienda. A preparar las vías para un arreglo contribuyó ante todo el esfuerzo de clarificación llevado a cabo por la ciencia canónica y también las fórmulas sobre provisión de obispados arbitradas en Francia e Inglaterra, donde el problema no revestía tanta gravedad, pero que en todo caso sirvieron de precedente para un acuerdo entre la Iglesia y el Imperio. En el plano de la doctrina, el mérito de haber preparado un terreno de entendimiento en el problema de la investidura corresponde sobre todo al canonista Ivo de Chartres, que fue obispo de esta ciudad a partir del año 1090. Ivo, que ansiaba hallar una fórmula de conciliación, distinguió en la institución de la investidura dos aspectos bien diferenciados, que correspondían al doble carácter, espiritual y temporal, de la autoridad ejercida por los prelados medievales. Cabía, en efecto, discernir la investidura eclesiástica, que confería el oficio y las funciones espirituales, de la investidura laica, en virtud de la cual se transmitían las regalia –los bienes señoriales y los poderes de gobierno temporal–. Admitido ese planteamiento y sobre la base de que la designación de obispos y abades se hiciera por el procedimiento de la legítima elección canónica, no había inconveniente en que el emperador o los reyes procediesen a conceder a los nuevos prelados, exclusivamente, las regalia –derechos temporales– mediante el sistema de la investidura laica. En Francia, en el año 1098, se llegó a un acuerdo entre el papa Urbano II y el rey Felipe I, en virtud del cual el monarca y los grandes renunciaron a la investidura por el báculo y el anillo, reservándose la colación de las regalia al nuevo prelado, previa prestación por este del juramento de fidelidad. En Inglaterra, la cuestión dio lugar a un conflicto en la última década del siglo xi entre Guillermo II, hijo del conquistador normando, y san Anselmo, arzobispo de Cantorbery. Un poco después, en tiempo de Enrique I, se llegó a un acuerdo (1105): el rey renunció a la investidura por el báculo y el anillo y Anselmo accedió a prestar juramento vasallático al monarca. Este sistema se generalizó en el país, como procedimiento normal de provisión de los obispados. Pero la norma introducida por las Constituciones de Clarendon, en la segunda mitad del siglo xii, de que todas las elecciones episcopales hubieran de tener lugar en la capilla del rey y contar con su asenso, acentuó la influencia del poder real sobre el episcopado del reino y fue un factor de «anglicanización» de la Iglesia de Inglaterra. El asesinato en 1170 de santo Tomás Becket, arzobispo primado y enérgico defensor, frente a Enrique II, de las libertades eclesiásticas, es un episodio muy significativo en la historia de las relaciones entre la Corona y la Iglesia. La solución del problema de la investidura en el Imperio tardó más en llegar. Pascual II, en 1111, propuso una solución radical: la renuncia por parte de los obispos a todas las regalías anejas al cargo, a cambio de la renuncia por el emperador a cualquier intervención en los nombramientos eclesiásticos. Mas esta propuesta revolucionaria, que
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venía a despojar a los obispos germánicos de su condición de príncipes seculares, suscitó una formidable protesta del episcopado y hubo de ser prontamente retirada. El acuerdo llegó, por fin, en el pontificado de Calixto II (1119-1124). El Papa envió tres cardenales legados a Alemania para negociar con el emperador Enrique V, y el 23 de septiembre de 1122 se firmó el Concordato de Worms, llamado también «Pacto Calixtino». Se establecía en él la norma de que los prelados serían escogidos por el procedimiento de elección canónica, aunque el monarca alemán tendría el derecho de presenciar las elecciones y en los casos dudosos debería ayudar a la sanior pars, la mejor parte. El metropolitano había de investir al nuevo obispo de sus poderes espirituales, por la entrega del anillo y el báculo. Al rey correspondía, en cambio, la colación de las regalías, por la investidura laica consistente en la entrega del cetro. Así quedó definitivamente resuelto en el Imperio el problema de las investiduras, con una solución que salvaba el principio de la libertad eclesiástica, tan fundamental para la doctrina gregoriana. El concilio I de Letrán, el primero de los ecuménicos celebrados en Occidente, se reunió al siguiente año 1123 y sancionó los acuerdos de Worms. En la práctica, esos acuerdos no resultaron tan satisfactorios como podía esperarse: los monarcas pudieron influir poderosamente en el acto de la elección, y todavía influyó más, con el tiempo, la alta nobleza alemana, ya que la composición cerradamente aristocrática que tuvieron los cabildos –que eran el colegio electoral– puso en sus manos los nombramientos episcopales.
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9. La cristianización de la Europa del norte Los siglos de la Cristiandad medieval presenciaron el final de la empresa de conversión cristiana de los pueblos extraños al área cultural mediterránea, que se había iniciado a raíz de las invasiones bárbaras del Occidente romano. Los pueblos escandinavos y los que habitaban en los países bálticos del noreste del continente fueron los últimos en recibir el Evangelio. Con su conversión, la Edad Media puso felizmente término a la creación de la Europa cristiana. La conversión de Escandinavia –como se dijo en otro lugar– fue intentada por la misión carolingia, promovida en el reinado de Ludovico Pío. Mas esta temprana iniciativa apenas dio resultados visibles y fue bruscamente interrumpida por el comienzo del gran movimiento «wikingo». Desde finales del siglo viii y sobre todo en la centuria siguiente, los pueblos escandinavos se lanzaron a una formidable expansión marítima, que les llevó hasta las costas de muy lejanos países. Las naves de los temibles guerreros paganos, que asaltaban los puertos de mar y subían tierra adentro remontando el curso de los ríos, se convirtieron en una auténtica pesadilla. Los «wikingos» o «normandos» –hombres del norte– eran un flagelo para las poblaciones cristianas, cuya angustia repercute en la propia liturgia, que introduce una nueva invocación en las letanías de los santos: a furore normannorum, libera nos Domine! En un principio, los «wikingos» devastaban cuantas iglesias y monasterios hallaban a su paso; mas llegó un momento en que comenzaron a instalarse de modo estable en determinados territorios: en las Galias, donde crearon el ducado de Normandía, y también en las Islas británicas, en Irlanda y en el norte de Inglaterra. Allí los normandos hubieron de convivir con las poblaciones indígenas y entraron en contacto con la Iglesia, iniciándose su cristianización. Surgió incluso entre ellos un clero propio, que sería el mejor vínculo para la difusión del Evangelio en su país de origen. Así fue como comenzó la definitiva penetración cristiana en Escandinavia. La misión nórdica dependió jerárquicamente del arzobispado de Hamburgo, pero la intervención de este no fue demasiado efectiva y el principal peso de la labor recayó sobre los misioneros procedentes de las colonias normandas de las Islas británicas. Un rasgo característico de la conversión de Escandinavia es la resistencia que allí encontró la obra evangelizadora, mucho mayor de la que fue habitual en otros pueblos. La razón está en que el paganismo nórdico era algo más que una supervivencia o un fenómeno residual, y conservaba vitalidad suficiente para reaccionar con violencia ante el anuncio evangélico. Signos de esta reacción anticristiana fueron entre otros la amplia difusión, que se comprueba en monedas, lápidas, etc., del martillo de Thor, como antítesis de la cruz, la importancia creciente que tuvo en Suecia, en el siglo xi, el gran templo pagano de Upsala y, en Islandia, las especulaciones en torno a la Creación contenidas en la «Edda» poética, que parecen ser una réplica pagana al relato del Génesis. Pese a esas dificultades, la cristianización del mundo nórdico siguió avanzando. El «Alring», asamblea general de Islandia, en el año 1000, declaró el cristianismo religión oficial de la isla. En Dinamarca y Noruega, la conversión podía darse por formalmente conseguida a mediados del siglo xi y en Suecia, un siglo más tarde. Los misioneros
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cristianizaron ciertos ritos paganos de especial significación social, como las libaciones sagradas, y por lo general se abstuvieron de intervenir en los aspectos relativos a la moral privada y familiar. Tan solo a mediados del siglo XII, cuando llegó a Escandinavia la misión pontificia, dirigida por el cardenal inglés Nicolás Brekespear –el futuro papa Adriano IV–, se inició una acción decidida contra esos residuos paganos. La cultura intelectual prosiguió durante mucho más tiempo impregnada de paganismo, como lo acredita la literatura nórdica del siglo XIII. El último capítulo de la evangelización de Europa fue la conversión de los pueblos del noreste del continente, que moraban en tierras de Pomerania, Prusia y los países bálticos. La cristianización llegó hasta allí procedente, en parte, de Polonia, pero el principal agente misionero fue la orden militar de los Caballeros teutónicos, que en el siglo XIII se instaló sobre el territorio y redujo y convirtió a los prusianos.
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XVI. PONTIFICADO Y CRISTIANDAD EN LOS SIGLOS XII Y XIII 1. Pontificado, Imperio y Cristiandad Los siglos XII y XIII constituyen la época clásica de la Cristiandad europea. Queremos significar con este término el conjunto de pueblos que, por profesar la misma fe y pertenecer a la misma Iglesia, formaban una amplia comunidad de espíritu y cultura, por encima de la diversidad de los reinos y de sus particularidades nacionales. Tratemos de examinar los diversos elementos que integraron la Cristiandad medieval y la doctrina política que se formuló en esos siglos, con el objeto de darle una fundamentación en el plano ideológico. Este examen resulta indispensable, si se han de esclarecer algunos puntos que son esenciales para la comprensión de la Edad Media en Europa. La teoría política medieval consideraba que la Cristiandad constituía una vasta unidad, un gran organismo vivo integrador de todos los pueblos cristianos y coronado por dos autoridades supremas: el Papa, titular del poder espiritual, y el emperador, que ejercía el poder temporal. Función primaria de ambas potestades –cada una en su propio orden– era ayudar a los hombres a conseguir su último fin. La afición al simbolismo de los hombres medievales buscó analogías que expresasen gráficamente esos poderes y sus recíprocas relaciones y las halló en las dos espadas que figuran en el relato de la Pasión según san Lucas (Lc 22, 38), en la imagen del sol y de la luna y en otras más. El problema de las relaciones entre las dos potestades rectoras de la Cristiandad fue tratado reiteradamente por los escritores contemporáneos, al hilo de los acontecimientos históricos. Los teóricos de la Cristiandad coincidían todos en aceptar el sistema y la validez de sus reglas de juego, pero disentían según sus puntos de vista favorables al Papa o al emperador en exaltar la función que, dentro del sistema, competían al uno y al otro. Los partidarios del Pontificado enaltecían la autoridad del Papa, fundada en la superior dignidad de su poder espiritual, que no se limitaba al terreno religioso, sino que, «por razón de pecado» o en virtud de la «plenitud de potestad» pontificia, se extendía ampliamente al orden temporal. Los doctrinarios imperiales exaltaban, en cambio, el poder del emperador, poder según ellos autónomo, recibido directamente de Dios, que le confería la función directiva de una Cristiandad en que el Papa había de quedar relegado al estricto ámbito de las actividades religiosas y del culto divino. La comunidad de pueblos que integraban la Cristiandad medieval tuvo una realidad indudable. El sentimiento de unidad existente durante aquellos siglos en el Occidente europeo fue un hecho desconocido, desde que comenzó la época de los estados y las soberanías nacionales. Luego hablaremos de las empresas que la Cristiandad promovió. Ahora conviene ya dejar constancia del universalismo y la «personalidad» de una sociedad en la que resultaba natural que Papas de todas las nacionalidades ocupasen la Sede romana y monjes cluniacenses regentasen obispados en países distintos al de su
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nacimiento, o donde las universidades de París o Bolonia estaban constituidas por estudiantes de diversos países. La Cristiandad no llegó, sin embargo, a constituir una institución política de rango supranacional ni los reyes cristianos de Europa reconocieron al emperador una autoridad soberana en sus dominios ni un derecho a intervenir en sus propios asuntos. En los siglos XII y XIII, los reinos de Francia o Inglaterra no se consideraban en modo alguno subordinados al Imperio, por el hecho de formar parte de la Cristiandad occidental. En la Península Ibérica, como afirmación de una soberanía que no reconocía ningún poder superior en la tierra, Alfonso VI, a finales del siglo XI, se titulaba «emperador» toledano y, al siglo siguiente, Alfonso VII recibía en León la coronación imperial, dando lugar a un auténtico, aunque efímero, Imperio español. La cuestión de las relaciones entre las dos supremas potestades de la Cristiandad, que tanto eco alcanzó en la doctrina medieval, tuvo su concreción histórica en un escenario más reducido que la Cristiandad, pero de mayor consistencia política: el Imperio. Cristiandad e Imperio occidental fueron dos entidades distintas y –como se ha visto– el segundo no coincidía geográficamente con la primera. El Imperio tuvo su base territorial en los países alemanes y en la península itálica, fue un conglomerado germano-italiano. El rey de Alemania se convertía en emperador al ser coronado por el Papa, pero, además, su autoridad soberana se extendía sobre buena parte de las tierras de Italia. Y en Italia estaba también Roma y los Estados de la Iglesia, garantía de la independencia de la Sede apostólica y sobre los que el Papa ejercía el poder temporal. Esta ambigüedad ítaloalemana del Imperio –Sacro Imperio Romano-Germánico– es un factor de primordial importancia, porque ella nos da la razón de por qué fue dentro de ese cuadro donde se plantearon las cuestiones concretas que afectaron a las relaciones entre las dos cabezas de la Cristiandad. Los Papas y los emperadores se vieron abocados a la difícil tarea de tener que convivir políticamente sobre un mismo suelo y ello explica que los problemas italianos –como se verá enseguida– estuvieran en la raíz de las polémicas doctrinales, de las tensiones y de los enfrentamientos que se produjeron entre Pontificado e Imperio y que contribuyeron decisivamente a deshacer la Cristiandad europea. En fin, dada la naturaleza de la Cristiandad, el Pontificado, con independencia del Imperio, ejercía su autoridad espiritual sobre los diversos reinos cristianos y trataba también de hacer valer en ellos su plenitud de poder. Algunos reinos estuvieron especialmente vinculados a la Santa Sede por una relación de vasallaje, como ocurría tradicionalmente con el reino de Sicilia. En los momentos de máximo prestigio del Pontificado, fueron muchos los reinos que se declararon vasallos de la Sede romana.
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2. Alejandro III y Federico Barbarroja El Concordato de Worms, que puso fin a la cuestión de las investiduras, abrió un período de paz entre el Pontificado y el Imperio. Mas el panorama varió sensiblemente cuando en 1152 fue elegido rey de Alemania Federico de Hohenstaufen, conocido en la historia como Federico Barbarroja. El nuevo monarca fue uno de los más grandes soberanos que tuvo Alemania en la Edad Media, y se esforzó desde su elección por reforzar el poder real y gobernar de modo efectivo a todos sus súbditos. Tomó por modelos a los más ilustres de sus predecesores en el Imperio, y en especial a Carlomagno y Otón I. Es un hecho sintomático que, en 1165, Federico hiciera que el antipapa Pascual III canonizase a Carlomagno y que la exaltación a los altares del fundador del Imperio carolingio se celebrara en Aquisgrán con grandiosas ceremonias. Barbarroja pretendió ejercer una autoridad absoluta en el Imperio germánico, sin exceptuar a la Iglesia y los obispos. y quebrantó reiteradamente las cláusulas del pacto de Worms. Esa fue la causa de su conflicto con el Pontificado.
Los primeros Papas contemporáneos de Federico mantuvieron con firmeza los derechos de la Iglesia, pero evitaron chocar abiertamente con él, y uno de ellos, Adriano IV (1154-1159), le coronó emperador en Roma. Mas, a su muerte, la nueva elección papal provocó la ruptura. La mayoría de los cardenales eligió al famoso canonista Rolando Bandinelli, caracterizado adversario del emperador, que tomó el nombre de Alejandro III. Pero un grupo de cardenales del partido imperial dio sus votos al cardenal Octaviano, que se convirtió en el antipapa Víctor IV y fue inmediatamente reconocido por Barbarroja. Comenzó así un cisma que duró diecisiete años, en los cuales se
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sucedieron hasta tres antipapas, aunque casi todos los reinos cristianos, con excepción del Imperio, se mantuvieron en la obediencia del legítimo papa Alejandro III. Durante ese tiempo se desarrolló una larga lucha entre el Pontificado y el Imperio. Federico realizó varias expediciones a Italia y Alejandro hubo de pasar algunos años refugiado en Francia. En la lucha, el Papa tuvo por aliadas a las principales ciudades del norte de la península, que constituyeron la Liga Lombarda y a las que respaldó con toda su autoridad. El conflicto tuvo, pues, un cierto carácter de enfrentamiento entre italianos y alemanes, aquellos luchando por el Papa y estos con el emperador. Por fin, tras ser derrotado en Legnano (1176), Federico buscó la reconciliación con el Papa, que fue sellada por la paz concluida en Venecia, que puso término a la lucha y al cisma eclesiástico. Alejandro III fue uno de los grandes pontífices medievales y, pese a las difíciles circunstancias por que atravesó, desplegó una inmensa actividad, dirigida a mejorar la disciplina de la Iglesia y a promover la vida cristiana. Durante su pontificado se reunió el III Concilio Ecuménico de Letrán. Federico Barbarroja pasó también a la historia como uno de los grandes emperadores alemanes y su trágica muerte al frente de una cruzada, en el camino de Jerusalén, contribuyó a perpetuar su memoria y hacer de él uno de los héroes de las leyendas populares germánicas (1190). En los últimos años de su vida, Federico Barbarroja consiguió todavía una gran victoria política, que habría de tener, sin embargo, consecuencias fatales para las futuras relaciones entre el Pontificado y el Imperio. Su hijo y sucesor, Enrique VI, que era ya rey de Alemania, casó con la heredera del reino normando de Nápoles y Sicilia, Constanza. Esta reunión de la baja Italia con el Imperio alemán produjo gravísima ansiedad al Pontificado, que se sintió cercado por los Hohenstaufen, cuyos dominios rodeaban por todos lados los Estados de la Iglesia. La temprana muerte del emperador Enrique VI (1197), cuando la temida amenaza se proyectaba ya sobre la Iglesia romana, alejó de momento el peligro, porque la corona alemana pasó a otros príncipes que no eran de su descendencia. Así, el Papado pudo vivir entonces la época de su apogeo temporal y el conflicto quedó en suspenso por algunas décadas.
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3. Inocencio III Tres meses después de la muerte de Enrique VI, el cardenal Lotario de Segni, de solo treinta y siete años, era elegido Papa con el nombre de Inocencio III (8-I-1198). Con él, el Pontificado romano alcanzó el más alto grado de prestigio de todos los tiempos. La doctrina gregoriana, que enunciaba la supremacía de la potestad espiritual en la Cristiandad, se materializó en la realidad histórica con el asentimiento prácticamente unánime de los reyes y los pueblos. Razón de ello fue, de una parte, la favorable coyuntura en que el nuevo Papa gobernó la Iglesia, pero también sus sobresalientes méritos y cualidades personales. En Inocencio se conjugaban armónicamente la vida ascética y la doctrina teológica –escribió entre otras obras un tratado sobre el Sacrificio de la Misa– con unas extraordinarias condiciones de estadista, que le valieron de sus contemporáneos el apelativo de stupor mundi, «asombro del mundo». Inocencio tenía, además, un altísimo concepto de la dignidad pontificia, del poder supremo –auctoritas– que le pertenecía, y una clara noción del ideal que pretendía lograr en la tierra: la perfecta realización de la respublica christiana, donde los poderes laicos estarían al servicio de la causa cristiana, y el emperador y los reyes, bajo la guía del Romano Pontífice, habían de promover los intereses de la religión y la moral de Jesucristo en la tierra. Inocencio III ejerció su autoridad suprema sobre todos los reinos cristianos y recurrió con éxito a las penas canónicas, cuando los soberanos se apartaban del camino de la justicia: lanzó el entredicho sobre el reino de Francia, para obligar a su monarca Felipe Augusto a poner fin a una relación adulterina y recibir de nuevo a su esposa legítima; en Inglaterra, cuando Juan Sin Tierra rehusó recibir al primado Esteban Langton y adoptó medidas contra la Iglesia, Inocencio le excomulgó, puso en entredicho el reino y lo declaró vacante, hasta que Juan hizo acto de sumisión y entró incluso en vasallaje de la Santa Sede. Otros estados cristianos se enfeudaron igualmente a la Sede romana o renovaron sus antiguas relaciones de vasallaje, entre ellos, dos reinos cristianos de la Península Ibérica, Aragón y el nuevo reino de Portugal. El reino de Nápoles y Sicilia no tan solo siguió siendo vasallo del Pontificado, sino que, a la muerte de la reina Constanza, el Papa ejerció la tutela de su hijo, el futuro Federico II, hasta que el joven príncipe alcanzó la mayoría. En Alemania, donde dos candidatos se disputaban la corona, Inocencio fue el árbitro de la contienda. Cuando un príncipe cristiano, el conde Raimundo VI de Toulouse, favoreció a los albigenses, el Papa le privó de sus estados y los entregó a Simón de Montfort. La autoridad de Inocencio III se ejercía sobre toda la Cristiandad y obtenía por doquier acatamiento y obediencia. La acción de Inocencio III no se agotó en las relaciones político-religiosas con los reyes cristianos. El Pontífice impulsó la empresa de la Cruzada, entonces de plena actualidad. Contra su querer, la cuarta cruzada se desvió de su destino previsto, tomó Constantinopla y creó allí un Imperio latino. Pese a ello, Inocencio no dejó de alentar la preparación de una nueva cruzada que libertase los Santos Lugares y, en Occidente, hizo predicar como cruzada la lucha contra los almohades en la Península Ibérica, que culminó en la victoria cristiana de las Navas de Tolosa (1212). En otro orden, Inocencio
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III celebró en 1215 el IV Concilio Ecuménico de Letrán, que fue el más importante en la serie de los lateranenses, tanto por la amplitud de la asistencia como por el contenido de sus decisiones sobre materia doctrinal, disciplina eclesiástica y vida del pueblo cristiano. Una señal de que los altos niveles alcanzados por la Iglesia en tiempos de Inocencio III no se limitaban al campo de la potencia terrena o del prestigio temporal del Pontificado puede ser esta: Inocencio fue el Papa que aprobó la acción evangélica de san Francisco de Asís y bajo su pontificado la predicación misionera de santo Domingo puso los cimientos de la Orden dominicana. Inocencio III murió en Perugia el 16 de julio de 1216. Pocos años antes había permitido a su pupilo Federico Hohenstaufen marchar a Alemania con el fin de reivindicar la corona germánica, a condición de que el reino de Nápoles y Sicilia quedase siempre desvinculado del Imperio. Federico salió airoso de su difícil empeño y en 1212 fue coronado en Maguncia como rey de Alemania, y otra vez coronado en Aquisgrán en 1215, después de la muerte de su predecesor y rival Otón. El advenimiento de Federico anunciaba el más duro de los enfrentamientos entre el Pontificado y el Imperio, tras el cual no podría ya sobrevivir el sistema político de la Cristiandad medieval.
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4. El Pontificado y Federico II En el largo conflicto que enfrentó a Federico II y los Papas del siglo xiii, un factor importante fue la personalidad del emperador, que suscitaba a la Iglesia fundadas aprensiones. Este príncipe de sangre alemana y normanda, nacido y educado en el sur de Italia, país abierto a las influencias bizantina y musulmana, acusaba el impacto producido en su personalidad por la simbiosis de factores tan dispares. Su imagen es muy distinta a la que presenta su abuelo Barbarroja, que, pese a sus desavenencias con los Papas, fue un monarca impregnado por los ideales cristianos de la Edad Media. Federico II se asemeja más a un príncipe de los siglos modernos: amante del absoluto poder real, ilustrado y propulsor de la cultura –fundó la Universidad de Nápoles–, de desarreglada conducta moral y, al parecer, de escaso espíritu religioso. Federico II tuvo una concepción de su autoridad imperial menos cristiana y más secularizada que sus predecesores. El Imperio Romano clásico, mejor que el Imperio medieval, parece haber sido el norte de su política. Aspiraba a dominar la península italiana y, como pronto demostró, no tenía intención de mantener separadas las monarquías sícula y germánica; lejos de eso, en el año 1220, hizo elegir rey de Alemania a su hijo Enrique, que había recibido ya la corona de Sicilia. El viejo temor del Pontificado a que Roma y los Estados de la Iglesia llegasen a quedar como una plaza sitiada, envuelta por los dominios germánicos, adquiría ahora indudable realidad. Con la agravante de que la personalidad de Federico II contribuía a acrecentar los recelos del Papa y de la Curia. Pese a todo, el papa Honorio III, un anciano pacífico, se avino a coronar emperador a Federico en 1220, confiando en que así se resolvería a cumplir su antigua promesa de emprender una cruzada a Tierra Santa. Mas el conflicto estalló abiertamente tan pronto como ascendió al Pontificado el cardenal Hugolino, como el papa Gregorio IX (1227-1241). Gregorio IX, jurista insigne que dio su nombre a la colección de las Decretales, fue uno de los grandes Papas medievales. Apenas elevado al Pontificado y ante una nueva dilación de Federico a su anunciada cruzada, Gregorio le excomulgó. El emperador excomulgado marchó, por fin, a Oriente y allí consiguió, no por las armas, sino por la negociación, que le fuera cedida la ciudad de Jerusalén. En 1230, Gregorio le levantó la excomunión, pero se trató tan solo de una tregua pasajera. El Domingo de Ramos de 1239, el Papa se vio forzado a lanzar sobre Federico una nueva excomunión y desde ese momento el conflicto cobró inusitada violencia. Fue una lucha dura, en la que tanto el Pontificado como el Imperio sufrieron daños muy graves. Se combatió en los campos de batalla, e Italia se dividió en dos bandos, uno de partidarios del Papa –güelfos– y otro de partidarios del emperador –gibelinos–, que se enfrentaron con encarnizamiento por todas las tierras de la península. Pero se combatió también con otras armas, y una y otra parte lanzaron manifiestos y proclamas, escritos en términos de gran apasionamiento. Gregorio IX trató de reunir un concilio en Roma, pero Federico lo impidió por la fuerza apresando a gran parte de los prelados que se dirigían a él. El emperador se hallaba con su ejército ante la Ciudad Eterna, que pretendía convertir en la capital del Imperio, cuando murió
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Gregorio IX, en agosto de 1241. La situación del Pontificado fue entonces muy difícil, y una vacante de veinte meses precedió a la elección papal de Inocencio IV (1243-1254). Inocencio IV –el famoso canonista Sinibaldo de Fieschi– huyó de Italia y se refugió en la ciudad de Lyon, para estar a salvo del poder de Federico. Allí reunió un concilio en 1245 –el XIII de los ecuménicos– en el que el emperador, declarado culpable de perjurio, sacrilegio y sospecha de herejía, fue de nuevo excomulgado y privado del Imperio y se predicó la cruzada contra él. Sus súbditos fueron desligados del deber de fidelidad y se invitó a los príncipes alemanes a elegir un nuevo soberano. El representante de Federico hizo, contra este juicio, una solemne apelación «al futuro Papa y a un Concilio verdaderamente ecuménico», una fórmula que en los siglos venideros y en el comienzo de la Reforma habría de oírse otras veces. Muerto Federico II en 1250, el Papa mantuvo la excomunión contra su hijo y sucesor Conrado IV (1250-1254), el último de los Staufen que ocupó el trono alemán. Cuando al poco tiempo murió, el Imperio no era más que una sombra y durante los diecisiete años del «Largo Interregno» ni siquiera pudo tener un soberano. Los Papas sucesores de Inocencio IV ofrecieron la corona de Nápoles y Sicilia a Carlos de Anjou, hermano de san Luis. Carlos se apoderó del reino y los últimos Staufen, Manfredo y Conradino, perecieron a sus manos. En 1282, las «Vísperas sicilianas» entregaban la isla a Pedro III de Aragón que, por su matrimonio con Constanza, asumía la herencia de los Staufen. Así comenzaba Aragón su presencia en Sicilia, que más tarde se extendería a todo el sur de Italia.
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5. La crisis de la Cristiandad La prolongada lucha entre Papas y emperadores, que se había extendido a lo largo de dos siglos, pareció terminar con una victoria del Pontificado. El Imperio alemán, que había ejercido la capitanía temporal del Orbe cristiano y trató también de ejercer su dominio sobre la península italiana, salió deshecho de la prueba sufrida y nunca recobraría ya la primacía que había tenido. Pero la Iglesia sufrió también las nocivas consecuencias de tan larga contienda. En primer lugar, salía herida de muerte la concepción unitaria de la Cristiandad medieval. Pontificado e Imperio eran los dos puntales de un sistema basado sobre la idea de la esencial unidad que, por encima de las divisiones en reinos y naciones, existía entre todos los pueblos cristianos occidentales. La Cristiandad se fundaba sobre el principio del armónico entendimiento entre las dos potestades, que ejercían la suprema autoridad en el orden espiritual y en el temporal. La violencia con que se enfrentaron los dos poderes tenía que acabar por arruinar el propio sistema. Las circunstancias históricas favorecían, además, este proceso, ya que el ocaso del Imperio coincidía con la afirmación de otras monarquías, especialmente la francesa, a la que los grandes reyes capetos, y en especial san Luis (1226-1270), habían elevado a un alto nivel de pujanza. Estas monarquías eran, sin duda, cristianas, pero se consideraban al margen del orden político de la Cristiandad y no reconocían la autoridad imperial ni tampoco la pontificia en asuntos temporales. El Pontificado buscó en Francia el poder secular sobre el que apoyarse en lugar del Imperio. Los Anjou sucedieron a los Staufen en la baja Italia y creció la influencia francesa en el Colegio cardenalicio. Pero no puede decirse que ese cambio resultase beneficioso para la Iglesia universal. Los acontecimientos que se produjeron en el futuro demostraron que la estrecha alianza con la monarquía francesa podía resultar, para la libertad del Pontificado, tan peligrosa, al menos, como sus pasadas relaciones especiales con el Imperio alemán, dentro del cuadro de la Cristiandad medieval. El prestigio del Pontificado salió también disminuido de su choque con el Imperio. En toda la contienda y sobre todo durante sus últimas fases se hizo un desmesurado empleo de las armas espirituales propias de la Iglesia para conseguir objetivos de orden político y temporal. Gregorio VII o Inocencio III habían usado de toda su autoridad con los príncipes, pero siempre para fines relacionados con el bien de la Iglesia, de las almas o de la vida cristiana. En cambio, Inocencio IV hizo un uso implacable de todos los resortes de la suprema autoridad eclesiástica para vencer en un conflicto en el que las motivaciones políticas de supremacía en Italia prevalecían sobre todas las demás. Las críticas que entonces empiezan a oírse, no ya contra un determinado Papa, sino contra el propio Pontificado, son un hecho nuevo que revela un inquietante descenso de su prestigio. Entonces germina en los pueblos germánicos cierto sentimiento de encono contra Roma y el Papado, que puede considerarse como uno de los factores remotos que prepararon la revolución religiosa del siglo XVI. La Iglesia se acercaba, pues, a los años finales del siglo XIII, en un clima bastante distinto del que había reinado en su comienzo. Tras la hora del apogeo del poder
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temporal del Pontificado, después de la sucesión de los grandes Papas canonistas, que se arrogaban la plenitudo potestatis –la supremacía en el orbe– y la ejercitaron de hecho, latía en muchos corazones un difuso anhelo de purificación que hiciese a la Iglesia más evangélica y al Pontificado más espiritual, con menos poder y menos implicado, también, en los negocios mundanales. Las corrientes que habían reivindicado el valor de la pobreza cristiana y dado vida a las Órdenes mendicantes, y en especial las tendencias representadas por los espirituales franciscanos, inspiraban estos anhelos. Las profecías del abad cisterciense Joaquín de Fiore, que anunciaban una nueva edad de la Iglesia inaugurada por un «Papa angélico», influían también en los espíritus y contribuyeron a la creación del nuevo clima. El reflejo más significativo de ese ambiente, que prevalecía a finales del siglo XIII, fue el episodio de la elección papal de Celestino V. Dos años duraba la vacante pontificia producida a la muerte de Nicolás IV (1292). Los cardenales, divididos en facciones irreconciliables, eran incapaces de ponerse de acuerdo para elegir un nuevo Papa. Por fin, en julio de 1294, aquellos cardenales, como movidos por un mismo espíritu, aclamaron Papa a un piadoso ermitaño llamado Pedro Morone, que vivía en un monte de los Abruzzos. Este fue el papa Celestino V, un hombre santo que a los cinco meses de su elección, sabiéndose incapaz para el gobierno de la Iglesia, renunció al Pontificado. La tentativa del «Papa angélico» no dio, pues, feliz resultado. Su sucesor fue Bonifacio VIII y con él se inició una de las más largas y profundas crisis que han conocido el Pontificado y la Iglesia.
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6. Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso Los protagonistas del conflicto que abrió la crisis y puso término a un período de la historia de la Iglesia –la Cristiandad medieval– fueron el papa Bonifacio VIII y el rey Felipe el Hermoso de Francia. Bonifacio VIII –Benedetto Caetani– (1294-1303) había sucedido en el Pontificado al dimisionario Celestino V. Era un buen jurista, duro de carácter y estaba plenamente imbuido de la idea de la supremacía de la autoridad pontificia, incluso en el orden temporal. Felipe el Hermoso, nieto de san Luis, era un político hábil y sin escrúpulos que puede considerarse como el primer rey «moderno» de la Monarquía francesa. Se rodeó de un grupo de consejeros, peritos en Derecho romano –los famosos «legistas»–, que profesaban una ideología fundada sobre la omnipotencia del poder monárquico. A su juicio, ninguna otra autoridad había de rivalizar con la autoridad real, siguiendo un principio político muy divulgado por aquel entonces, «el rey es emperador en su propio reino», que expresa gráficamente esa concepción absolutista del Estado. Bonifacio VIII no supo darse cuenta de lo mucho que habían cambiado los tiempos desde principios de siglo, y quiso ser un nuevo Inocencio III en una época muy distinta de la suya. Tuvo la desgracia de encontrar frente a sí a Felipe el Hermoso, que resultó ser para el Pontificado un adversario mucho más peligroso de cuanto pudo haberlo sido Federico II. El primer conflicto entre el Papa y el rey de Francia surgió cuando este, haciendo caso omiso de la exención fiscal de los clérigos, pretendió obligarles a contribuir a un subsidio extraordinario que se recaudaba con destino a la lucha contra Inglaterra. Bonifacio intervino entonces con la célebre bula Clericis laicos (20-IX-1296), cuya introducción deja ya apreciar el inoportuno tono en que estaba redactada: «La Antigüedad nos enseña que los laicos fueron siempre hostiles a los clérigos, y este hecho la experiencia actual lo atestigua hasta la saciedad». Felipe respondió prohibiendo cualquier envío de moneda a Roma, y el Papa dirigió entonces al rey una nueva bula, la Ineffabilis Deus, en la que expuso la doctrina de la supremacía de la autoridad pontificia. Sucedió entonces un período de calma, durante el cual, en el año 1300, comienzo de un nuevo siglo, se celebró el jubileo con indulgencia plenaria decretado por Bonifacio VIII, que llevó a Roma inmensas muchedumbres de peregrinos. Mas la paz no fue duradera y a indisponer a Felipe contra el Papa contribuyeron sin duda los cardenales Colonna, que habían sido privados de la púrpura y buscaron refugio en la Corte francesa. Un incidente surgido en 1307 señaló la reanudación del conflicto. Bernardo Saisset, obispo de Pamiers, fue denunciado ante el rey, que lo hizo juzgar y condenar por su tribunal. Bonifacio protestó enérgicamente contra este atropello y por la bula Ausculta filii reclamó el envío del obispo Saisset a Roma y convocó en esta ciudad un concilio de obispos franceses. El Papa lanzaba un ataque directo contra los que sostenían la absoluta independencia y soberanía del poder real: «No te dejes persuadir – decía al monarca– de que no tienes superior y que no tienes por qué someterte a la cabeza de la Jerarquía eclesiástica». Felipe y sus consejeros redactaron –tergiversándola– un extracto de la bula papal, en que sus conclusiones se expresaban en forma brutal y
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violenta, y lo difundieron por el Reino. Una serie de libelos antipapales se publicaron también con el mismo designio de enardecer los ánimos contra el Pontífice y, en vista de ello, Bonifacio VIII, el 28 de noviembre de 1302, promulgó la bula Unam Sanctam. Es un texto famoso, porque en él se hace la más completa exposición de la doctrina pontificia medieval sobre la autoridad que corresponde al Papa en el mundo, tanto en el orden espiritual como en el orden temporal. Bonifacio exigió a Felipe, bajo pena de excomunión, la total aceptación de esta doctrina. Entonces, el monarca lanzó una acusación formal contra el Papa, tachándole entre otras cosas de hereje y perjuro, y anunciando la reunión de un concilio para deponerle del Pontificado. Guillermo de Nogaret, consejero del rey, marchó a Italia, asaltó la ciudad de Anagni, donde se encontraba el Papa, le hizo prisionero y le afrentó públicamente (7-IX-1303). Liberado por el pueblo, Bonifacio publicó al día siguiente la bula Super Petri Solio, excomulgando al rey de Francia y desligando a sus súbditos del deber de fidelidad. Un mes más tarde, el Papa moría en Roma como consecuencia de la conmoción que le causara la afrenta sufrida. Así terminaba el último gran conflicto medieval entre el Poder espiritual y el temporal, y el primero en que el Pontificado salía de la lucha moralmente vencido. Benedicto XI, el sucesor inmediato de Bonifacio VIII, que solamente fue Papa durante algunos meses, se apresuró a anular todas las penas canónicas fulminadas contra Felipe, y años más tarde, en 1311, Clemente V, el primer Papa de Aviñón, declaraba «bueno y justo» el celo desplegado por el monarca en todo este asunto. El Pontificado había pasado a estar, por un largo período, bajo predominio francés y comenzaba para él una época que ha sido llamada, quizá con alguna exageración, la «cautividad de Babilonia».
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XVII. ESTRUCTURAS ECLESIÁSTICAS DE LA CRISTIANDAD 1. El Romano Pontífice La época de la Cristiandad –como vimos antes– se caracterizó por la centralización romana, propugnada por Gregorio VII y realizada progresivamente en los siglos XII y XIII. El Papa no tan solo era la cabeza de la Iglesia universal, sino que ahora, de modo cada vez más efectivo, ejercía las funciones de gobierno eclesiástico en todo el orbe. La tiara de tres coronas con que se coronaba el nuevo Papa simbolizaba la plenitud de poder que le correspondía en el mundo, mientras que el báculo pastoral sin curvatura era el signo de su superioridad sobre todos los obispos. El Papa era el juez supremo de la Iglesia y a él se elevaban las apelaciones procedentes de todos los lugares de la Cristiandad. Pero los asuntos más graves que surgían en cualquier iglesia –las llamadas causae maiores– debían ser planteadas necesariamente ante el Romano Pontífice, que era el único poder competente para conocerlas. En el siglo XII, la Santa Sede se reservó la absolución de los pecados y censuras más graves, y el Papa, siguiendo un uso ya existente, fue también la única autoridad capacitada para proceder a la canonización de los santos. Uno de los rasgos más característicos de la centralización pontificia fue la creciente extensión de las llamadas «reservas beneficiales», es decir, la reserva al Papa de la provisión de una porción cada vez más considerable de los oficios eclesiásticos –obispados, prelaturas, abadías– y el otorgamiento de los beneficios correspondientes. Se introdujo entonces el uso de la concesión por el Papa de los derechos de expectativa sobre oficios que no se hallaban todavía vacantes. En fin, la exención monástica, que vinculaba directamente a la Santa Sede un gran número de monasterios, y la aparición de órdenes religiosas cada vez más jerarquizadas y sujetas de modo inmediato a la Sede Apostólica, contribuyeron igualmente a ampliar y fortalecer la autoridad pontificia. Un ejercicio tan intenso de la función suprema de gobierno eclesiástico dio lugar, como es lógico, a una enorme correspondencia entre la Santa Sede y las distintas iglesias. Las resoluciones papales de los casos particulares se hacían en forma de «cartas decretales», que tenían el valor de precedente jurisprudencial para otros casos análogos, y se reunieron en grandes colecciones con el fin de facilitar su utilización.
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El Papa era designado en virtud de una elección canónica. Pero la provisión de la Sede romana había suscitado a menudo grandes apasionamientos y provocado presiones de diversas fuerzas sociales, con grave daño de la Iglesia. Es comprensible que una de las preocupaciones de los reformadores gregorianos, que forjaron la Iglesia de la Cristiandad, fuese precisamente garantizar la libertad e independencia de la elección pontificia. Ya se dijo cómo Nicolás II, uno de los Papas precursores de la época gregoriana, por el decreto Praeduces sint (1059) confió la elección pontificia al Colegio de Cardenales. Partiendo de ese principio que permaneció inconmovible, en los siglos sucesivos no se hizo otra cosa que perfeccionar el sistema y tratar de corregir los inconvenientes, a la luz de las experiencias que se iban sucediendo. El concilio III de Letrán (1179), de acuerdo con lo dicho, estableció el requisito de las dos terceras partes de los votos para que pudiera darse la designación papal. El recuerdo bien reciente del cisma producido a raíz de la elección de Alejandro III y de los antipapas que se habían sucedido frente a él explica lo justificada que estaba tan importante precisión del procedimiento electoral. Otra experiencia gravemente nociva, que se reiteró de modo alarmante a medida que avanzaba el siglo XIII, fueron las prolongadas vacantes pontificias por no lograrse poner de acuerdo los electores y resultar imposible alcanzar aquella mayoría de los dos tercios ahora requerida. Así, tras la muerte de Clemente IV (1268), el desacuerdo entre los cardenales reunidos en el palacio papal de Viterbo era tan rotundo, que en enero de 1269 las autoridades municipales comenzaron a levantar la techumbre del palacio, con la intención de forzar a los electores a llegar a un acuerdo. Mas ni aun eso bastó, y la vacante se prolongó casi tres años más, hasta el 1 de septiembre de 1271, en que fue elegido el papa Gregorio X. Este Pontífice –como era de
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esperar– trató de arbitrar una solución que evitara en el futuro la repetición de casos semejantes. El procedimiento ideado consistió en la introducción del sistema del «cónclave», que fue establecido por la constitución Ubi periculum y aprobado por el concilio II de Lyon (1274). Según sus normas, los cardenales que habían de proceder a la elección eran encerrados en el palacio apostólico totalmente incomunicados con el exterior y allí permanecían recluidos hasta haber elegido Papa. Estaba incluso prevista una progresiva disminución de los alimentos que se les facilitaban, en caso de que transcurriera demasiado tiempo sin llegar a un acuerdo. Este procedimiento es el que en sus líneas fundamentales ha regulado la elección pontificia hasta nuestros días. Sus rigurosas prescripciones no lograron, sin embargo, impedir que en el futuro se reincidiese alguna vez en el fenómeno de las largas vacantes.
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2. Los cardenales y la Curia Romana La centralización romana llevaba consigo la necesidad de que el Papa pudiera contar con altos consejeros que le asesorasen en el gobierno de la Iglesia y con una organización que fuera el instrumento técnico capaz de asumir las tareas de una administración eclesiástica centralizada. Esta organización constituyó la Curia Romana y los cardenales fueron los grandes consejeros del Romano Pontífice. Los cardenales cobraron especial importancia a partir del siglo XI. La Reforma gregoriana que entonces se realizó fue obra de todo un equipo, y los Papas se asociaron a cardenales que estaban movidos por un mismo anhelo renovador, como auxiliares y consejeros íntimos. Entonces los cardenales llegaron a constituir un cuerpo o «colegio», al que –como acaba de decirse– se encomendó la elección pontificia. San Pedro Damián equiparaba ese colegio al Senado romano y llamó a los cardenales «senadores espirituales de la Iglesia universal». Los cardenales asumieron la dirección de los grandes oficios de la Curia Romana y los Papas acostumbraban confiarles el conocimiento de los asuntos de importancia, en materia administrativa y judicial. También ellos desempeñaron de ordinario la función de legados pontificios, que fueron frecuentes a partir de Gregorio VII y que los Papas enviaban a las diversas naciones para impulsar la reforma eclesiástica, la Cruzada y la lucha contra la herejía, o bien para tratar cuestiones de importancia con los reyes cristianos. La centralización eclesiástica originó –como dijimos– un gran crecimiento del volumen de asuntos sometidos a la competencia de la Santa Sede, que habían de resolverse necesariamente en Roma. Resultó insuficiente la modesta burocracia que existía antes al servicio del Papa, para el despacho de los asuntos de trámite, y hubo que crear o desarrollar una serie de dicasterios –oficios y tribunales– que fueron órganos del gobierno pontificio, varios de los cuales han perdurado hasta nuestros días. Entre los oficios, los principales fueron la Cancillería y la Cámara apostólica. El primero dirigía las tareas administrativas, mediante la expedición de rescriptos por los que se despachaban los innumerables asuntos de gobierno planteados a la Santa Sede desde todos los rincones del mundo. La Cámara apostólica tenía a su cargo la Hacienda pontificia, en una época en que las necesidades económicas de la Santa Sede crecían constantemente por los grandes gastos que exigieron empresas de la magnitud de las Cruzadas y el mismo desarrollo de la Curia papal. Como los recursos ordinarios se hicieron insuficientes, fue preciso desde el siglo XII procurar nuevos ingresos, multiplicando las tasas y generalizando las «décimas», impuesto del diez por ciento sobre las rentas de todos los beneficios eclesiásticos. El Papado de Aviñón –como veremos– llevó a su grado máximo la explotación de los recursos fiscales. En el siglo XIII se organizaron también los tribunales centrales de la Santa Sede, dos de los cuales cobraron gran importancia: la Rota, para cuestiones de fuero externo, y la Penitenciaría, que era competente en asuntos que concernían al fuero interno, en asuntos de conciencia. La Rota –Audientia Sacri Palatii– conocía las apelaciones en toda suerte de causas en materia civil o penal, que hubiesen juzgado los tribunales eclesiásticos
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inferiores, salvo aquellas –«causas mayores», sobre todo– reservadas especialmente al Papa. Como los recursos a la Santa Sede se hicieron frecuentes, su número creció mucho y fue preciso crear unos auditores permanentes, que constituyeron el tribunal pontificio encargado de resolverlos. La Penitenciaría se instituyó en la segunda mitad del siglo XII, cuando al cardenal que desempeñaba el oficio de Penitenciario mayor se le agregaron diversos auxiliares que constituyeron bajo su autoridad un colegio de penitenciarios menores y despachaban los numerosos asuntos que, dado lo amplia que era su jurisdicción, confluían desde todas partes al tribunal de la Penitenciaría.
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3. Los concilios ecuménicos de la Cristiandad Entre el siglo IV y el IX se celebraron los ocho primeros concilios ecuménicos. Fueron todos –como se ha visto– concilios orientales, tanto por el lugar de su celebración como por razón de los participantes, obispos del Oriente cristiano en su inmensa mayoría. Los Papas estuvieron siempre ausentes, pero se hicieron representar por medio de legados. En otro lugar pusimos de relieve la gran importancia que esos primeros concilios ecuménicos tuvieron, para la solución de los grandes problemas teológicos y la formulación solemne de la doctrina católica. Los concilios ecuménicos de la Cristiandad medieval presentan características muy distintas, que les confieren también su propia fisonomía: se celebraron todos en Occidente, y occidentales fueron en su inmensa mayoría los padres que participaron en ellos; la temática fue muy diferente y estos concilios, más que sobre cuestiones teológicas, deliberaron de ordinario sobre asuntos disciplinares relativos a la vida cristiana del clero y de los fieles. Los concilios medievales, por último, fueron convocados y presididos por el Papa, cual convenía a una época en que el Pontífice romano asumía el ejercicio directo de la potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal. Los Dictatus Papae hacían expresa mención de la facultad exclusiva del Papa de convocar el concilio ecuménico, y el emperador occidental de la Edad Media no reunió tales concilios, como habían hecho los emperadores orientales en los siglos precedentes. Los siete concilios ecuménicos de la época de la Cristiandad fueron, por orden de celebración, los cuatro lateranenses, los dos lugdunenses y el de Vienne; este último, aunque se reunió en tiempos del Papado de Aviñón, forma parte todavía de la serie. Según puede observarse, los siete concilios tuvieron lugar en un período comprendido entre los años 1123 y 1312, es decir, en el plazo de dos siglos escasos, un breve espacio de tiempo que acredita la intensidad que revistió la actividad conciliar. Los concilios ecuménicos medievales fueron un exponente de la pujante vitalidad alcanzada por la Cristiandad, gracias a la Reforma gregoriana. Como antecedentes próximos pueden señalarse los concilios romanos que, según vieja tradición, se reunían en Cuaresma y a los cuales, además de los obispos de diócesis cercanas, solían agregarse otros que tuvieran su residencia accidental en Roma o se hallasen de visita en la urbe. Los concilios romanos cobraron mayor importancia en el siglo XI, con el advenimiento de los Papas pregregorianos. En este período fue frecuente que asistiera a ellos un número considerable de obispos de diversos lugares invitados por el Papa, mientras que la Santa Sede promovía también por toda la Cristiandad la celebración de concilios que fueran instrumentos de la renovación eclesiástica. Así se llegó al año 1123, el siguiente al de la solución en Worms del problema de las investiduras. Calixto II (1119-1124) aprovechó esta favorable coyuntura para reunir en Roma un concilio lateranense, que fue el primer concilio universal celebrado en Occidente y el noveno de la serie de los ecuménicos. El concilio se inauguró el 18 de marzo de 1123 y se clausuró antes del 7 de abril. El concilio sancionó las normas sobre investiduras acordadas en Worms, otorgó beneficios en favor de los cruzados y legisló
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sobre simonía y otros temas de disciplina eclesiástica. El concilio II de Letrán se reunió poco después, en abril de 1139, y fue también de breve duración. Durante años –11301138–, Inocencio II había visto su autoridad disputada por el antipapa Anacleto II y la Iglesia romana, dividida por el cisma. A la muerte de Anacleto, el Papa convocó a «sínodo plenario» a obispos y abades de todos las países, y acudieron alrededor de 500. Las resoluciones que adoptaron versaban sobre disciplina del clero, de los religiosos y del pueblo cristiano, y entre ellas destaca la declaración de invalidez del matrimonio intentado por los clérigos, a partir del subdiaconado, y por los monjes.
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4. Apogeo y declive de los concilios medievales Los concilios III y IV de Letrán tuvieron particular importancia dentro de la serie de los concilios medievales, como corresponde al prestigio de los dos grandes Pontífices que los presidieron, Alejandro III e Inocencio III. El primero de esos concilios se reunió en Roma en el mes de marzo de 1179. Acababa de terminar la larga lucha, de casi veinte años, entre Alejandro III y Federico Barbarroja y la paz reinaba por fin en la Cristiandad. Alrededor de 300 obispos, un número considerable de abades y representantes de los príncipes cristianos estuvieron presentes. El concilio promulgó en primer lugar la importante norma a que se ha hecho ya referencia, sobre la mayoría de los dos tercios requerida para la elección pontificia. Entre los demás cánones destaca el que condena la herejía de los cátaros extendida por el mediodía de Francia y excita a los cristianos a luchar contra ellos, con la promesa de indulgencias y beneficios análogos a los que se concedían a los cruzados. El IV concilio de Letrán fue la gran asamblea de la Cristiandad en la hora en que esta alcanzaba su cenit. Más de 400 obispos y un número muy superior de abades y representantes de cabildos, más los enviados de los príncipes cristianos, acudieron a la cita del Papa en noviembre de 1215. El concilio aprobó 70 constituciones que afectan a todos los aspectos de la vida cristiana. Especial relieve tuvieron las constituciones de contenido teológico, como la primera, que incluye la doctrina de la transubstanciación eucarística, y la segunda donde se recoge la doctrina ortodoxa sobre la Santísima Trinidad. Los dos concilios lugdunenses tuvieron de común su celebración en Lyon, una ciudad que, pese a formar parte teóricamente del Imperio, escapaba de hecho al control del emperador y mantenía estrechas relaciones con el Reino de Francia. En ella se refugió Inocencio IV, huyendo de Federico II, y allí se reunió el primer concilio de Lyon en el verano –junio y julio– de 1245. El Papa en su discurso inaugural trató de las «cinco llagas» de la Iglesia, pero la verdad es que la quinta llaga –el emperador Federico II– acaparó casi por completo la atención de los 150 obispos presentes. El concilio –como vimos antes– condenó a Federico II y lo depuso del Imperio, llegando así al punto álgido la lucha entre los Papas y los emperadores germánicos. El II concilio de Lyon fue convocado por el Papa Gregorio X (1271-1276) y se celebró entre los meses de mayo y julio de 1274, con asistencia de más de 200 obispos y numerosos abades y otros dignatarios eclesiásticos. Gregorio X era un santo Pontífice, lleno de celo por el bien de la Iglesia y de la Cristiandad. Dos grandes cuestiones sometió a la deliberación del concilio: la unión con los griegos y la cruzada. La unión cristiana se consiguió, aunque –como veremos más adelante– fue un éxito pasajero que no llegó a consolidarse. La cruzada nunca se haría realidad. Al concilio asistió el rey Jaime I de Aragón, pero no así santo Tomás de Aquino, que murió de camino hacia Lyon. El concilio de Vienne, presidido por Clemente V (tres sesiones entre el 16 de octubre de 1311 y el 6 de mayo de 1312) fue el último concilio que debe incluirse dentro del ciclo de los concilios ecuménicos de la Cristiandad medieval. Aunque corresponde ya, cronológicamente, a la época del Pontificado aviñonés, todavía coincide en sus rasgos
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fundamentales con los concilios que le precedieron: fue, como ellos, un concilio netamente «papal», convocado por el Romano Pontífice, que dirigió las deliberaciones y promulgó los decretos. Nada se trasluce aún de las futuras teorías conciliaristas, que pronto concebirán el concilio como un órgano representativo de la Iglesia universal y le atribuirán una autoridad superior a la del Papa. Con todo, el Concilio de Vienne refleja la hora de decadencia de la Cristiandad que entonces se vivía. El número de obispos asistentes fue relativamente escaso –algo más del centenar–, siendo muchos los que se hicieron representar por procuradores. El concilio estuvo dominado por las presiones de Felipe el Hermoso de Francia, dirigidas a lograr la extinción de los templarios y la condena de su viejo adversario Bonifacio VIII. Las negociaciones fueron difíciles, y por eso, a lo largo de medio año, el concilio celebró tan solo tres sesiones. El Papa decretó la disolución de la Orden del Temple, pero resistió a las presiones del Rey francés para la condena de Bonifacio VIII. El concilio se ocupó también de la disputada cuestión de la pobreza de los franciscanos y, como de costumbre, de los temas de la cruzada y la reforma eclesiástica.
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5. La Jerarquía y sus órganos: metropolitanos y obispos La Iglesia medieval presenció el auge de la centralización romana y el consiguiente incremento de la acción de gobierno de la Santa Sede en todo el orbe cristiano. Pero al mismo tiempo alcanzó también su perfección orgánica la Jerarquía eclesiástica que, por debajo de las instancias centrales romanas, se escalonaba a varios niveles por los distintos territorios, hasta alcanzar a las multitudes del pueblo cristiano, confiadas a sus cuidados pastorales. Las estructuras jerárquicas territoriales quedaron definitivamente plasmadas en la época de la Cristiandad, y así se han conservado en sus líneas fundamentales hasta tiempos bien recientes. En la mayoría de los reinos cristianos hubo uno o varios obispados que pretendieron ser sedes «primadas» y tener una posición única, superior a todas las demás. Algunas de ellas reivindicaban la primacía desde hacía muchos siglos, mientras que otras sedes primadas eran más recientes, por haber sido también más tardía la conversión de sus respectivos pueblos. Ninguna ley de la Iglesia dio un contenido especial a las primacías nacionales, por lo que sus derechos y autoridad variaban mucho de un país a otro. En España, la primacía visigótica de Toledo revivió a raíz de la reconquista de la ciudad (1085), aunque otras sedes –Tarragona, Braga, Compostela– alegaban a su favor parecidas pretensiones. Primacías como la de Cantorbery en Inglaterra, la de Gniezno en Polonia o la de Estzergom en Hungría alcanzaron también indudable prestigio, y en ciertas épocas desempeñaron una función directiva en la vida eclesiástica nacional. Menos relieve tuvo la primacía de Lyon en Francia, y apenas puede hablarse de una sede primada en Alemania. Los metropolitanos seguían al frente de las provincias eclesiásticas y usaban el pallium que el Papa les enviaba como signo de íntima unión con la Sede romana. El metropolitano tenía un deber de vigilancia sobre toda la provincia eclesiástica, que podía visitar canónicamente siguiendo las normas de la decretal Romana Ecclesia de Inocencio IV. Podía también recibir apelaciones contra las sentencias de los tribunales de los obispos sufragáneos y era misión suya convocar y presidir el concilio provincial, siguiendo la disciplina tradicional recogida desde el siglo IV en las leyes eclesiásticas. El concilio IV de Letrán urgió la reunión anual de los concilios provinciales, y a raíz de ello se advirtió en el siglo xiii un florecimiento de la actividad sinodal, que más tarde volvió a decaer. La solución de la cuestión de las investiduras se basó –como vimos– en el principio de que los cargos eclesiásticos vacantes, y en primer término las sedes metropolitanas y episcopales, fueran cubiertos mediante legítima elección canónica y sin intervención laical. Los capítulos catedrales lograron desplazar al resto del clero diocesano y se convirtieron en colegios cerrados, que monopolizaban las elecciones de obispos. Como en muchas regiones, los canónigos procedían por lo general de la nobleza, allí el sistema de elección contribuyó a dar un tinte aristocrático al episcopado, como ocurrió en los países germánicos. Los reyes trataron también de influir en las designaciones de obispos, sobre todo cuando la elección se celebraba en su presencia o en la capilla palatina, según
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fue costumbre en diversos reinos. La Santa Sede procuró también intervenir, y desde el siglo XIII fue cada vez más frecuente que los Papas se reservasen la provisión directa de buen número de sedes episcopales u otros oficios, mediante las llamadas «reservas pontificias».
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6. Las estructuras diocesanas Los obispos, para el gobierno de la diócesis, necesitaban contar con varios auxiliares, el más importante de los cuales fue el arcediano –archidiaconus–, que venía a ser como su primer ministro. Se crearon otros oficios, entre ellos el de canciller, vicario general y oficial o provisor, que era el juez diocesano, y todos juntos constituyeron la curia episcopal. Los canónigos no tan solo intervenían en las elecciones episcopales, sino que constituían un cuerpo de consejeros, que asistía al obispo en su tarea de gobierno. Cuando la Reforma gregoriana se esforzó por elevar la vida espiritual de clérigos y laicos, difundió entre el clero la vida común, con vistas sobre todo a los miembros de capítulos de iglesias catedrales y colegiatas. Como en tiempos de Carlomagno, aparecieron en los siglos XI y XII los canónigos regulares, que practicaban la denominada vita canonica, consistente sobre todo en la comunidad de dormitorio y refectorio y en la observancia de la llamada «Regla de San Agustín». Ciertos capítulos regulares llegaron con el tiempo a relacionarse entre sí, creando uniones o congregaciones de canónigos de san Agustín, entre las que destacaron los canónigos regulares de san Juan de Letrán y los de san Víctor de París. La más importante de todas esas fundaciones canonicales fue la realizada por san Norberto en Premontré (1120), que dio lugar a la orden de los Premonstratenses, difundida pronto por toda Europa y que desarrolló una gran actividad misionera. La mayoría de los cabildos catedrales no adoptaron, con todo, la vita canonica y hubo incluso muchos que al cabo del tiempo volvieron a secularizarse. En ellos los canónigos cumplían el servicio de coro y demás obligaciones, y vivían con independencia de las rentas de la prebenda y otros emolumentos que les correspondían. El capítulo debía prestar su consejo al obispo en el gobierno diocesano, y el obispo necesitaba contar con aquel para los asuntos de mayor importancia. Las relaciones entre obispos y cabildos no siempre fueron un dechado de armonía: se produjeron tensiones, hubo incidentes y litigios, con recursos a la Santa Sede. Desde finales del siglo XIII, muchos cabildos pretendieron asegurar su efectiva participación en el gobierno. Con este fin, en diócesis donde los obispos eran designados por los canónigos, se introdujeron las llamadas «capitulaciones electorales», unos pactos o compromisos suscritos por todos los miembros del cabildo, que condicionaban la futura acción de aquel que resultase elegido obispo. Mención especial merece el sínodo diocesano, cuyas reuniones fueron también promovidas por la Reforma gregoriana y se hicieron frecuentes a partir del siglo XII. En estas asambleas, el obispo reunía bajo su presidencia a los miembros más destacados del clero diocesano, y sus resoluciones se promulgaban en forma de estatutos o constituciones sinodales. Estos textos solían ser poco originales, pues de ordinario se limitaban a aplicar normas provenientes de instancias jerárquicas superiores –Papas y concilios– y era, además frecuente que los estatutos se copiasen en buena parte de otros anteriores.
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El obispo se aproximaba a sus sacerdotes y a todos los fieles con ocasión de la «visita canónica» a las parroquias, una de sus principales obligaciones que debía cumplir periódicamente. Pero la tarea inmediata de la cura de almas era misión del clero secular que regentaba las parroquias y demás iglesias existentes por todo el territorio diocesano. Como vimos antes, muchas iglesias rurales habían sido en sus orígenes «iglesias propias», construidas y dotadas por un señor laico. Otras fueron erigidas por los concejos vecinales o por cabildos y monasterios. Todos estos «fundadores» de iglesias ejercían sobre ellas el llamado «patronato» eclesiástico o laico, que implicaba el derecho de presentación del clérigo que había de ser párroco o rector y algunos privilegios honoríficos. El número de iglesias rurales creció mucho durante los siglos de la Cristiandad, en que se completó el definitivo mapa parroquial de Occidente. En Inglaterra, por ejemplo, de 2.000 parroquias a finales del siglo XI se pasó a casi 10.000 dos siglos más tarde. Pero el sistema parroquial no se desarrolló solamente en los campos, sino también en las ciudades. En los siglos XII y XIII, la vida urbana experimentó un gran avance, se incrementó la artesanía y el comercio, apareció una nueva forma «burguesa» de existencia. En los grandes núcleos de población, una parroquia no fue ya suficiente y se crearon otras nuevas para atender a la cura pastoral de los distintos barrios. La pertenencia a una parroquia se convirtió para los feligreses en factor aglutinante no tan solo en e1 aspecto religioso, sino incluso en el electoral y concejil. Entre los obispos y los párrocos, como una instancia intermedia, existían los arciprestes, que tenían autoridad y ejercían una función de vigilancia sobre las iglesias comprendidas dentro de un extenso distrito –el arciprestazgo–, que recibió diferentes denominaciones en los varios territorios europeos. El clero secular de la Edad Media tuvo, en general, una formación deficiente, ya que eran relativamente pocos aquellos de sus miembros que podían cursar estudios en las universidades o en las propias escuelas catedrales, allí donde estas existían. El párroco atendía a los fieles desde el bautismo, les administraba los sacramentos y al morir enterraba a los feligreses en su cementerio y recibía por ello la «porción parroquial». Junto con esta, las rentas del beneficio, el diezmo, los estipendios y los derechos de estola constituían las principales fuentes de ingresos de las parroquias, una parte de los cuales se destinaba al mantenimiento del cura párroco.
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7. El Císter y san Bernardo Los grandes siglos de la Cristiandad fueron una época de extraordinario florecimiento para la vida religiosa. El viejo árbol monástico se enriqueció durante este tiempo con nuevas y vigorosas ramas, la más importante de las cuales sería la orden del Císter. Poco más tarde, junto a los monjes y a los canónigos regulares mencionados más arriba, aparecieron otros religiosos, los frailes mendicantes, que abrían un camino más a la imitación de Jesucristo y a la práctica de la vida evangélica. Tratemos en primer lugar de las nuevas órdenes monásticas y, en especial, de la orden del Císter. El 21 de marzo de 1098 un grupo de monjes benedictinos, dirigidos por el abad Roberto, abandonaron el monasterio de Molesmes y se retiraron al bosque de Citeaux – Císter– con el propósito de crear una nueva abadía, donde se observase estrictamente la Regla benedictina. Al cabo de algunos años, Citeaux dio vida a varios nuevos monasterios, que siguieron su misma observancia, y para todos el tercer abad, san Esteban Harding, redactó la Charta Caritatis, que dio origen a la orden del Císter. Según la Charta, los monasterios se integraban bajo un pie de igualdad en la Orden, conservando su existencia autónoma en lo espiritual y lo temporal, y eran gobernados por sus respectivos abades. Pero todos los monasterios reconocían como superior al «abad padre», que tenía la misión de mantener la observancia en las casas filiales, y con este fin las visitaba canónicamente una vez al año. También anualmente se reunía en Citeaux el capítulo general, al que asistían los abades de los distintos monasterios, y allí se corregían los abusos, mejoraba la observancia y se fomentaba el trato fraternal entre los superiores monásticos. La Charta Caritatis procuró que los monasterios constituyesen como una gran familia en vez de una estructura centralizada y jerárquica, como era la del «Imperio monástico» cluniacense. La observancia cisterciense pretendió un retorno a la primitiva simplicidad. Los hábitos blancos, de lana sin teñir, distinguían a los monjes del Císter de los cluniacenses «negros». La sencillez debía reflejarse en los templos –así nació un estilo arquitectónico, el gótico cisterciense–, en los ornamentos y vasos sagrados, en el oficio coral. Los monasterios habían de levantarse en lugares solitarios, sostenerse con el fruto de las tierras cultivadas por los mismos monjes, sin constituir dominios señoriales explotados con mano de obra libre o servil. Para dedicarse especialmente a las labores agrícolas en las tierras del monasterio, el Císter creó una nueva clase de monjes, los legos o hermanos conversos, que estaban dispensados de varias obligaciones, entre ellas, la asistencia a coro. El Císter recibió un formidable impulso con la llegada de un joven señor, san Bernardo, que entró en Citeaux junto con treinta compañeros, todos ellos pertenecientes a familias nobles de Borgoña (1112). Tres años más tarde, y a los veinticuatro años de edad, Bernardo fue hecho abad del nuevo monasterio de Claraval. Hasta su muerte en 1153, san Bernardo fue probablemente el hombre más importante de Europa y ejerció una enorme influencia sobre la vida de la Iglesia y de la Cristiandad. Siendo como era un monje y un gran contemplativo, se halló activamente implicado en todos los
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acontecimientos importantes de su época. Defendió la fe frente a la herejía y a las doctrinas de Abelardo; decidió el destino del Pontificado cuando el cisma de Anacleto y luego vio a uno de sus discípulos –Eugenio III– ocupando la cátedra de Pedro; movilizó a la Cristiandad entera para la segunda Cruzada. Papas y reyes, príncipes y pueblos experimentaron el atractivo de la santidad de este gran protagonista de la historia. El Císter experimentó un asombroso desarrollo en vida de san Bernardo. Baste decir que la comunidad de Claraval llegó a contar con 700 monjes, que la docena de abadías de la orden existentes a su llegada eran 343 a la hora de su muerte y que esta cifra todavía crecería hasta ser unas 700 a finales del siglo xiii. San Bernardo fue sin duda un gran hombre y un santo extraordinario, que hizo llegar a la Europa medieval un poderoso soplo del Espíritu de Dios. Al lado del Císter nacieron en los siglos XI y XII otras congregaciones monásticas de observancia benedictina, entre las que destacan la de Valumbrosa en Italia, fundada por san Juan Gualberto († 1073), y la del Fontevrault en Francia, que lo fue por Roberto de Arbrissel († 1117), cuyas comunidades dúplices eran regidas por una abadesa. Pero la más importante creación fue la de los cartujos, que tomó el nombre del valle alpino de Chartreuse, donde se estableció su fundador, san Bruno (1084). Concebida como una fusión de la vida solitaria y la cenobítica, la Cartuja fue desde sus orígenes una orden austera y penitente, cuyos miembros vivían en continuo silencio, teniendo como principal y casi exclusiva ocupación la contemplación divina.
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8. Las Órdenes mendicantes El siglo XIII trajo consigo el comienzo de las Órdenes mendicantes, que a partir de entonces iban a desempeñar un papel de primera importancia en la vida de la Iglesia. Los mendicantes, como el propio nombre indica, dieron especial relieve a la práctica de la pobreza cristiana. Un siglo antes, el Císter había renovado entre los monjes la sencillez y austeridad primitivas. Ahora, coincidiendo precisamente con las horas de plenitud de la Cristiandad, cuando el Pontificado y la Iglesia alcanzaban las cotas más altas de prestigio y de potencia temporal, el Espíritu Santo suscitó en el seno de aquella misma Iglesia hombres santos, como Francisco y Domingo, que hicieron de la pobreza evangélica virtud fundamental de la vida religiosa, en caminos nuevos de perfecto seguimiento de Jesucristo. Así nacieron las Órdenes mendicantes, que ya no vivían siquiera como el Císter del trabajo de sus tierras, sino que renunciaban incluso a poseer bienes propios y deseaban mantenerse de la caridad, de las limosnas de los fieles. La exaltación de la pobreza cristiana servía de contrapunto, no tan solo al esplendor con que brillaba entonces el poder terreno de la Iglesia, sino también al nuevo clima social y económico que comenzaba a despuntar en el Occidente europeo. Los tiempos feudales quedaban ya atrás y otra época se abría en la que predominaba una mentalidad muy alejada del viejo espíritu caballeresco. Los ricos burgueses constituían ya la clase más dinámica de la sociedad y sus actividades profesionales –el comercio, la Banca, los negocios– estaban dominadas por un constante afán de lucro. No carece de sentido el hecho de que, si san Bernardo fue un noble borgoñón, ahora –un siglo más tarde–, san Francisco sea el hijo de un comerciante de paños de una ciudad italiana. Los mendicantes, de acuerdo con el cambio que habían experimentado los tiempos, no fundaron monasterios en lugares apartados, sino conventos en el corazón de las ciudades, para estar cerca del pueblo cristiano de la nueva sociedad urbana. No serían, pues, monjes solitarios, sino frailes –hermanos– que llevaban el ministerio de la palabra y los sacramentos a los bulliciosos centros donde hervía la renacida vida ciudadana. Los mendicantes se dedicaron primordialmente a la cura de almas y tuvieron un inmenso éxito popular. No podían faltar –y no faltaron– roces y fricciones con el clero secular, ya que su actividad ministerial se dirigía a unos laicos cristianos que eran también feligreses de sus respectivas parroquias. Las quejas y disputas fueron frecuentes, a propósito sobre todo de la asistencia a los actos preceptivos de culto –Misa dominical, comunión pascual, etc.– y de la elección de sepultura en las iglesias de los frailes. Las «terceras órdenes», que asociaron como terciarios a un gran número de fieles piadosos, contribuyeron al arraigo de los nuevos religiosos entre el pueblo. Los mendicantes hubieron de responder también a otras exigencias inéditas de los tiempos en que nacieron. Su creación coincidió con la gran eclosión de las universidades y allí estuvieron bien presentes los frailes, dando a las aulas maestros insignes y contribuyendo de modo sustancial al florecimiento de la ciencia cristiana. La defensa de la fe, a la hora de la irrupción de las grandes herejías medievales, fue otra de las tareas que estuvieron encomendadas de modo particular a las nuevas Órdenes. Y no tan solo la defensa de la
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fe, sino también su propagación, puesto que ellas fueron las iniciadoras de las misiones cristianas, en unos tiempos en que la pacífica expansión misional venía a suceder a la lucha armada por aquella misma fe, a la cruzada. En fin, las Órdenes mendicantes, con su carácter supranacional y su organización centralizada, constituyeron para el Pontificado un instrumento de inestimable valor, puesto al servicio de la Iglesia universal.
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9. San Francisco y los franciscanos La Orden franciscana toma el nombre de su fundador, san Francisco, uno de los santos más populares de todos los tiempos. Su vida es sobradamente conocida. Nacido en Asís (Italia) en 1181 o 1182, hijo de un burgués de la ciudad, Francisco sintió hacia los veinticinco años la llamada divina, abandonó la familia y todos sus bienes y se retiró a la soledad. Hacia el año 1209 se le agregaron los primeros compañeros, constituyendo una fraternidad de fratres minores, ansiosos de imitar la vida de Cristo por la práctica de la penitencia y de la pobreza evangélica. Como norma de vida, Francisco compuso para ellos, con textos del Evangelio, una sumaria regla que se ha llamado Regla primera, y el papa Inocencio III les autorizó a predicar al pueblo la penitencia y la conversión cristiana. La predicación de los primeros franciscanos tuvo un eco extraordinario, y diez años más tarde, en 1219, 5.000 hermanos se reunían en torno a Francisco en el famoso «capítulo de las esteras». Una segunda Orden de mujeres, fundada por santa Clara, y la tercera Orden para laicos en el mundo fueron nuevas pruebas de la fecundidad franciscana. Francisco escribió una nueva Regla que en su forma definitiva fue aprobada solemnemente por Honorio III en 1223. Luego, cada vez más dejó el gobierno de la Orden en manos de su vicario fray Elías. Con los estigmas de la Pasión de Cristo en su cuerpo, Francisco, retirado en la soledad, vivió en contemplación los últimos años de su vida. Su espíritu se refleja en su himno de las criaturas, en que el hermano sol y el hermano fuego, la hermana agua y la hermana muerte –sora nostra morte corporale– unen sus voces para alabanza del Creador. Francisco «murió cantando» el 3 de octubre de 1226 y fue canonizado dos años más tarde. La historia de la Orden franciscana se caracterizó durante mucho tiempo por la coincidencia de dos rasgos en apariencia contradictorios: por una parte, el grandísimo desarrollo que alcanzó y, por otra, las disensiones internas entre las dos tendencias que se formaron, a propósito de la cuestión de la pobreza. El desarrollo de la Orden fue muy rápido: antes de un siglo se hallaba extendida por todas las tierras de Europa y contaba con unas 1.500 casas y alrededor de 45.000 religiosos. Una pléyade de santos salió de entre sus filas y la escuela franciscana prestó una considerable contribución a la ciencia teológica. Los franciscanos llevaron a cabo una intrépida acción misionera en países islámicos, y en Asia llegaron hasta regiones tan remotas como Mongolia y China. La discordia interna surgió en torno a la práctica de la pobreza, entre franciscanos defensores de una interpretación literal de la Regla y los partidarios de la observancia mitigada, introducida por el primer sucesor de san Francisco, fray Elías de Cortona. Mientras san Buenaventura fue maestro general (1257-1274), consiguió una pacificación de la Orden y un equilibrio entre las dos tendencias contrapuestas. Pero a su muerte se renovaron las disputas y los rigoristas, llamados también «espirituales», sufrieron el influjo de las doctrinas apocalípticas del difunto abad cisterciense Joaquín de Fiore, que había anunciado el comienzo de la última época de la Iglesia, la «edad del Espíritu Santo». En el siglo XIV, algunos cabecillas extremistas de los «espirituales» salieron de la Orden y varios de ellos fueron condenados por los Papas y crearon la secta cismática de
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los «fraticelli». Poco más tarde, en el mismo siglo, como reacción a las mitigaciones de los «conventuales», surgió en el seno de la Orden un movimiento restaurador, denominado la «Observancia». El definitivo resultado fue la cristalización de varias «familias» franciscanas, que han perdurado en la Iglesia como Órdenes distintas.
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10. Santo Domingo y la Orden de predicadores La fundación de los dominicos tuvo su origen en la predicación contra la herejía albigense, iniciada por Domingo de Guzmán en el mediodía de Francia, a partir del año 1207. Domingo, que había nacido en Caleruega hacia el año 1170 y era canónigo de la catedral de Osma, comenzó la acción misionera en unión de su obispo Diego y de algunos otros clérigos. Los misioneros, autorizados por Inocencio III, abrazaron un estilo de «vida apostólica», pobre y penitente, que fuera garantía de su predicación ante los ojos del pueblo, seducido por la ostentosa austeridad de los ministros propagadores de la herejía. Terminada la Cruzada albigense, Domingo se estableció en la ciudad de Toulouse, y allí, en 1215, reunió a los primeros compañeros y la comunidad recibió la aprobación del obispo tolosano Fulco. Confirmada ese mismo año por Inocencio III, la fundación de Domingo fue aprobada solemnemente por Honorio III (1216), bajo la Regla de San Agustín, y en breve tiempo un rápido proceso institucional, jalonado por una serie de bulas pontificias, transformó la comunidad tolosana en la Orden de los frailes predicadores. En el primer capítulo general celebrado en Bolonia en 1220, Domingo perfiló la estructura de la Orden con unos estatutos que fueron incorporados a las primeras constituciones. Años más tarde, el tercer general de los dominicos, san Raimundo de Peñafort (1238-1241), reorganizó y dio su forma definitiva al conjunto legislativo dominicano. El «maestro general» gobernaba la Orden con plena autoridad y el «capítulo general», formado por los representantes elegidos por cada convento, constituía el supremo órgano legislativo. Tras la muerte de santo Domingo en 1221, la Orden, dirigida por su sucesor, el beato Jordán de Sajonia, se extendió por toda Europa, y antes de un siglo contaba ya con 18 provincias y 10.000 religiosos. La práctica de la pobreza fue cuidadosamente regulada y no produjo entre los dominicos problemas parecidos a los que suscitó entre los franciscanos. Los dominicos, consecuentes con su vocación originaria de defensores de la fe, dieron especial importancia a los estudios y trabajaron desde primera hora en las grandes universidades. La sólida preparación teológica que recibían explica la decisiva contribución prestada por los frailes predicadores al desarrollo de las ciencias sagradas. Será suficiente mencionar los nombres de san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino, recordar lo que el tomismo significa en la historia de la Teología, para valorar la aportación que supone la obra de la escuela dominicana. La Orden de Santo Domingo tuvo una rama femenina y dio también vida a su propia Orden tercera. La Orden del Carmen, nacida en Palestina y cuyo primer general en Occidente fue el inglés san Simón Stock (1247-1265), se constituyó también como Orden mendicante; lo mismo sucedió con los ermitaños de San Agustín, una Orden nacida de la fusión de diversas congregaciones agustinianas surgidas en los siglos XII y XIII. Un carácter especial tuvieron, dentro de los mendicantes, las Órdenes redentoras, dedicadas especialmente al rescate de cristianos cautivos de los musulmanes; la más importante fue la de la Merced, fundada en Cataluña por san Pedro Nolasco (1234).
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XVIII. LA SOCIEDAD CRISTIANA MEDIEVAL 1. La pacificación de las costumbres Los siglos que precedieron a la época de la Cristiandad fueron los tiempos oscuros de la anarquía feudal. La debilidad del poder real y los demás factores de inseguridad a que en otro lugar se ha hecho referencia provocaron en todo el Occidente un sensible retroceso de la civilización. Se hizo habitual una mayor rudeza en las formas de vida y la violencia se generalizó hasta constituir el clima dominante en la sociedad europea. El vacío dejado por el poder público hubieron de colmarlo las personas privadas, que se vieron abandonadas a sus propias fuerzas. Floreció entonces, en sus más diversas manifestaciones, el duro recurso a la autotutela jurídica: los acreedores, por cuenta propia y con su sola autoridad, «prendaban» –tomaban bienes en prenda– a los deudores, para forzarles a cumplir sus obligaciones; los homicidios se convirtieron en una plaga social y cada delito, cada muerte, violación u otra fechoría que la justicia pública no podía sancionar, autorizaba a los ofendidos a responder con la fuerza y a ejecutar la «venganza de la sangre». Las familias –compactas y solidarias– se veían globalmente implicadas en los delitos cometidos o padecidos por alguno de sus miembros, con el resultado de multiplicarse las represalias y extenderse por doquier un endémico estado de guerra privada. Como es de suponer, las mayores víctimas de una tal situación eran las gentes débiles, la población humilde, incapaz de defenderse por sí misma. De la Iglesia provinieron los primeros intentos de poner coto al imperio de la violencia y de introducir en la sociedad cristiana un orden que permitiera la pacífica convivencia entre las gentes. Para ello disponía de unas armas espirituales, las penas canónicas, que eran eficaces frente a unos hombres rudos, pero creyentes. La acción eclesiástica fue perseverante, porque tenía que ser necesariamente largo el esfuerzo que requería la suavización de las costumbres, en una sociedad habituada desde siglos a la suprema ley de la fuerza. Europa contrajo entonces con la Iglesia una deuda de imperecedera gratitud: el progreso social, el crecimiento demográfico, la resurrección de las ciudades, el desarrollo de la ciencia, el florecimiento mercantil y tantos otros logros que hicieron posible la espléndida civilización medieval fueron el fruto de la siembra de paz generosamente realizada en aquellos tiempos oscuros. La «paz de Dios» parece que tuvo su origen en unos concilios celebrados a finales del siglo X en la región central de Francia. Esos concilios establecieron en las luchas privadas una protección especial, sancionada por la pena de excomunión, sobre las iglesias y lugares sagrados y también sobre las personas y bienes de los clérigos y de las gentes no combatientes, como viudas, huérfanos, labradores, comerciantes, etc. El segundo paso en el camino de la pacificación social fue la «tregua de Dios». En efecto, no bastaba con que existieran lugares de asilo y personas y bienes a salvo de la violencia; era preciso desarraigar de la sociedad la propia violencia, limitarla primero para que un día se extinguieran del todo las luchas y venganzas privadas. Tal fue el origen de la «tregua de
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Dios», un tiempo de paz general durante el cual se prohibía cualquier clase de acciones violentas, que en otros momentos todavía se consideraban legítimas. Es probable que la «tregua de Dios» se instaurase por primera vez en Cataluña y que su introductor fuera el célebre abad Oliva, obispo de Vich. Sus comienzos parece que han de situarse hacia el año 1020 y existe prueba documental de ella en el decreto de un sínodo celebrado en 1027, en Toluges, un pueblecito del Rosellón. La nueva institución se difundió rápidamente y pronto pudo hablarse de un «movimiento de paz y tregua», en el que las dos instituciones aparecen íntimamente unidas. La «tregua de Dios» prohibió toda violencia en varios días de la semana –desde la tarde del miércoles o jueves a la mañana del lunes– y también durante algunos períodos de tiempo, como Adviento y Cuaresma y en las principales fiestas religiosas del año. Desde la segunda mitad del siglo XI, los príncipes participaron cada vez más en la lucha comenzada por la Iglesia y garantizaron la paz y tregua en sus territorios, reforzando con penas civiles las sanciones canónicas vigentes. Por su parte, los Papas gregorianos promovieron la difusión por toda la Cristiandad de esta institución de paz, que fue expresamente recogida en sus decretos por los concilios ecuménicos lateranenses del siglo xii.
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2. La caballería cristiana La pacificación de las costumbres instauró un orden en la sociedad medieval. Pero esta sociedad tenía una estructura muy jerarquizada y estaba constituida por distintos estamentos, bien diferenciados entre sí y cada uno con su propia función. Los tres grandes «órdenes» –clérigos, guerreros y trabajadores– tenían, respectivamente, por misión la oración, el oficio de las armas y el cultivo de la tierra. Los siglos difíciles de la anarquía feudal habían acrecentado el poder social de la nobleza, la casta señorial de los guerreros que detentaban la fuerza y podían emplearla para amparar a los que solicitaban su protección, pero podían también abusar de ella, oprimiendo a los débiles y combatiendo a sus rivales. El desorden, la inseguridad, las guerras privadas, tenían como uno de sus motivos habituales las ambiciones y arbitrariedades de guerreros tiránicos, sin el freno de una autoridad pública que en la práctica no existía. La influencia eclesiástica marcó su impronta sobre esta casta nobiliaria de guerreros profesionales, que constituían el estamento superior de la sociedad. La Iglesia no condenó el oficio de las armas, sino que trató de cristianizarlo acabando con los abusos, poniendo la fuerza al servicio del bien y dando al guerrero una misión que cumplir, dentro del cuadro de la sociedad cristiana. Para ello fomentó la creación del ideal de la caballería, que reservaba la fuerza para la defensa de las causas nobles y transformaba el guerrero en el caballero cristiano. Este caballero se distinguía por el cultivo de ciertas virtudes, entre las que sobresalían la justicia, la lealtad, la valentía, la fidelidad, la generosidad, el honor. En la sociedad cristiana, el caballero era el protector natural de los débiles, y especialmente de las viudas y los huérfanos, el defensor de la honra de la mujer, el campeón de todas las causas justas. El caballero hacía la guerra contra los enemigos de la Santa Fe, luchaba en la Cruzada o en la Reconquista, recibiendo como premio la indulgencia plenaria, el perdón general de los pecados. La caballería cristiana constituía un «orden» de la sociedad y creaba una relación de hermandad entre todos los que habían profesado en él y ejercían el oficio de las armas. La Iglesia instituyó un rito de ingreso en el «orden», que sacralizaba al caballero y a la misión que le tocaba cumplir. El candidato ingresaba en el «orden» después de una preparación espiritual y en el curso de una ceremonia litúrgica. El aspirante pasaba la noche en oración –velaba las armas– y por la mañana asistía a la Misa y recibía la comunión. Luego, era armado caballero: cada pieza de la armadura, cada una de las armas eran objeto de una especial bendición alusiva a la finalidad con que el caballero había de emplearlas. El espaldarazo, golpe de espada dado por el ministro de la ceremonia sobre la espalda del nuevo caballero, era el gesto final que coronaba el rito de iniciación.
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3. Las Órdenes militares Como culminación del ideario de la caballería cristiana y prueba, a la vez, de la honda impregnación religiosa del oficio de las armas, nacieron las Órdenes militares, una creación característica de la Edad Media europea. Surgieron las Órdenes de resultas de una fusión entre el monacato y la profesión de las armas propia de la clase nobiliaria. Su origen ha de buscarse en algunos pequeños grupos de caballeros, que se dedicaron a servir a los cristianos enfermos en un hospital de Tierra Santa o a proteger a los peregrinos que acudían a visitar los Santos Lugares. El desarrollo alcanzado por las Órdenes militares desde el siglo XII se debió al fuerte impulso espiritual que san Bernardo dio a la sociedad cristiana y a las guerras de cruzada, en las que las Órdenes tuvieron un papel preponderante. Las primeras Órdenes militares fueron la del Temple y la del Hospital. La primera tomó el nombre de la residencia que tuvo en Jerusalén y que se hallaba emplazada sobre el lugar donde se creía que estuvo el templo de Salomón. Un caballero francés, Hugo de Payens, había fundado con otros siete compañeros una fraternidad en la que hicieron profesión de los tres votos religiosos. Esto ocurría en Jerusalén, el año 1119. El florecimiento de la Orden se debió en buena parte al favor de san Bernardo, que contribuyó a la redacción de la Regla y dedicó a los caballeros un elogio entusiasta titulado De laude novae militiae. Los templarios recibieron grandes privilegios de los Papas y lucharon valerosamente en las Cruzadas. El prestigio alcanzado por ellos y los hospitalarios fue tan grande que Alfonso I el Batallador, en su testamento, legó a las dos Órdenes su reino de Aragón. También en otros países, y sobre todo en Francia, recibieron abundantes donaciones y fue precisamente la gran riqueza que allí reunió la principal causa de la ruina de la Orden del Temple. Felipe el Hermoso, ansioso de adueñarse de sus propiedades, montó el famoso proceso de los templarios y arrancó del primer Papa aviñonés, Clemente V, la disolución de la Orden, en el concilio de Vienne (1312). El suplicio del gran maestre Jacobo de Molay y de otros muchos caballeros falsamente acusados de los peores crímenes puso término a la existencia de la Orden, cuando la pérdida de Tierra Santa hacía menos necesarios sus servicios. La Orden del Hospital tuvo en su primera época una existencia paralela a la del Temple. Nacida como esta en Jerusalén, en torno a un hospital para peregrinos dedicado a san Juan, los hospitalarios se convirtieron también en Orden militar a poco de iniciarse las Cruzadas. Terminadas estas, la Orden no desapareció, como la del Temple, sino que conoció muchos siglos más de brillante historia militar. Frente al avance turco por el Mediterráneo, los hospitalarios fueron la vanguardia de la Cristiandad y cumplieron esta función hasta muy entrada la Edad Moderna. La isla de Rodas fue un tiempo su reducto y, tras la conquista por los turcos, la Orden prosiguió la lucha desde la isla de Malta, cedida por Carlos V para compensar la pérdida de Rodas. Aquí los hospitalarios –los caballeros de Malta– mantuvieron una soberanía independiente que perduró hasta finales del siglo XVIII, cuando la isla fue ocupada por Napoleón, de camino hacia la campaña de Egipto.
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Las Órdenes del Temple y del Hospital tuvieron un carácter supranacional, las presidía el maestre general y estaban divididas en naciones o «lenguas». Exclusivamente germánica fue, en cambio, la Orden teutónica, pues, si bien nació en Palestina, en el siglo XIII trasladó su sede a la Prusia oriental y consiguió la sumisión y cristianización de los últimos pueblos paganos del noreste de Europa. La Orden teutónica se secularizó en tiempos de la Reforma protestante. Varias Órdenes militares existieron, por último, en la Península Ibérica, surgidas al hilo de la lucha por la Reconquista: Santiago, Calatrava y Alcántara en Castilla, Aviz en Portugal y Montesa en Aragón. La Orden de Montesa fue creada en 1317 por iniciativa de Jaime II de Aragón, como consecuencia de la disolución de los templarios y con el fin de que se hiciera cargo de sus propiedades y asumiese en su lugar la defensa del reino de Valencia frente a los musulmanes.
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4. La religiosidad popular La impregnación religiosa que produjo tan notables frutos entre la aristocracia militar no quedó, sin embargo, circunscrita a ella; alcanzó a todos los estratos de la sociedad y marcó su huella en la existencia de la masa de los fieles, sin distinción de clase o condición. Durante la época centrada en torno a los siglos XI y XII, que pueden considerarse como los «siglos monásticos» por excelencia, la religiosidad de los laicos estuvo poderosamente influida por la espiritualidad monacal. Más tarde, las circunstancias cambiantes de la vida social y las corrientes religiosas de otro signo que prevalecieron en Occidente aportaron matices distintos y nuevas formas de expresión a la piedad del pueblo cristiano. Los «siglos monásticos» corresponden a los tiempos de una sociedad europea de tipo agrario y señorial, en la que los monasterios, levantados en medio de los campos, constituían desde todo punto de vista grandes centros de vida para la población rural de la comarca. Muchos laicos acudían a esos monasterios, impulsados sobre todo por el deseo de participar en los beneficios espirituales que la vida santa de los monjes podía merecerles. Las gentes buscaban el amparo del monasterio, ansiosas de mejorar en su vida cristiana y de conseguir una valiosa ayuda para el logro de la eterna bienaventuranza. Hacían entrega al monasterio de su elección de todos o parte de sus bienes y, bajo distintos nombres –hermanos, oblatos, familiares, etc.– entraban a participar en los bienes espirituales de la comunidad. Particular interés solían mostrar esos piadosos laicos por enterrarse en el monasterio, y con tal fin suscribían escrituras de traditio corporis et animae, dejando el cuerpo para sepultura y confiando el alma a las oraciones de los monjes. Todavía hubo personas que optaban por formas más intensas de vinculación monástica y se convertían en «racioneros», pasaban a residir al monasterio o hacían la profesión monástica cuando se creían cercanos a la muerte. A partir del siglo XIII, la evolución de la sociedad medieval señaló nuevos rumbos a las preferencias populares. Existía ahora una población urbana cada vez más considerable y en las ciudades se establecieron también las nuevas Órdenes religiosas, los mendicantes, que pronto ejercieron un poderoso atractivo sobre los fieles. Como antes en los monasterios, los vecinos querían ahora recibir los sacramentos, asistir al culto y, sobre todo, enterrarse en las iglesias de los religiosos. Por tal motivo, surgieron agudos conflictos entre estos y las parroquias y catedrales ya que, al elegir sepultura, los fieles encauzaron también hacia los conventos de frailes sus limosnas y legados en favor del alma. Una solución de compromiso fue la institución de la «porción canónica», cuota reservada a la parroquia de los bienes dejados por el feligrés al lugar elegido para su sepultura. La influencia espiritual de los mendicantes tuvo también otras manifestaciones, la principal de las cuales fue la creación de las terceras Órdenes de penitencia, ya mencionadas en otro lugar. Las Órdenes terceras vincularon con los religiosos a un gran número de laicos que vivían según su propio estado, pero se nutrían de la espiritualidad de aquellos y practicaban la piedad cristiana.
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En Flandes, Alemania y otras regiones del norte de Europa se dio un fenómeno peculiar, que no se extendió a los países latinos: la aparición de las «beguinas», mujeres piadosas que vivían en comunidad bajo la dirección de una superiora, dedicadas al trabajo y a las obras de misericordia, pero sin sujetarse a votos ni regla. Surgieron también algunos grupos parecidos de varones, que se llamaron «begardos». Estas comunidades despertaron recelos en la Jerarquía eclesiástica, que decretó su supresión en el concilio de Vienne (1312). Más tarde, las «beguinas» fueron autorizadas de nuevo y sus comunidades volvieron a constituirse.
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5. Cofradías y gremios En las ciudades medievales, donde una gran parte de la población estaba constituida por gentes libres, pero de modesta condición social, que vivían dedicadas al pequeño comercio y al trabajo artesano, se desarrolló profusamente un movimiento asociativo, inspirado por motivaciones religiosas y que perseguía diversos fines. Tal fue el origen de las numerosas hermandades y cofradías difundidas por toda la Cristiandad occidental y que agrupaban a buen número de laicos piadosos, animados por motivos de caridad cristiana y ayuda mutua. Cada cofradía solía tener su peculiar razón de ser, de donde tomaba su título o nombre propio, como el culto del Santísimo Sacramento o de un Santo Patrono, la atención de un hospital o de un albergue de peregrinos, el socorro a los moribundos o los encarcelados, la práctica penitencial, etc. En cualquier caso, los hermanos que se asociaban para el cumplimiento del fin corporativo realizaban diversas actividades que ponían de manifiesto una intensa vida social: se reunían periódicamente para los actos de piedad previstos en los estatutos y era frecuente que esos actos terminasen con un ágape fraterno. Los estatutos expresaban a menudo la obligación de los socios de socorrer materialmente al hermano pobre y desvalido, forma de ayuda muy apreciada entre gentes de condición modesta. La caridad fraterna se manifestaba sobre todo a la hora de la muerte de uno de los asociados, en el cuidado del cadáver del hermano difunto, al que los demás debían procurar cristiana sepultura y ofrecer los sufragios prescritos por su alma. Las ciudades del norte de Italia, donde en el siglo XI existía ya la «Pataria», movimiento de piedad popular que –como vimos– contribuyó activamente a la Reforma gregoriana, vieron surgir más tarde en los ambientes artesanos hermandades de «humillados», que sufrieron la influencia de las doctrinas valdenses y parte de los cuales acabaron por abandonar la Iglesia católica. Algunas hermandades, como las de los «pontífices». del sur de Francia, tenían por finalidad corporativa la construcción y el mantenimiento de puentes y calzadas, sobre todo en las grandes vías de peregrinación. Este tipo de cofradías, cuyo fin específico era la realización de unas obras públicas de interés general, venían a constituir como un eslabón entre las hermandades puramente religiosas o benéficas y los gremios o asociaciones profesionales. La inspiración cristiana penetró profundamente el mundo medieval del trabajo, de manera análoga a como había impregnado el de la caballería. Bajo un aspecto, las corporaciones profesionales se parecían a las cofradías y establecían entre sus miembros vínculos de fraternidad y obligaciones religiosas y asistenciales semejantes a las existentes entre los hermanos. Pero sus miembros estaban ligados, además, por razón del oficio o, a veces, por participar en una misma gran obra, como la construcción de una catedral, que podía requerir muchos años y a veces siglos. La corporación o gremio tenía su estructura interna y jerarquizada, con categorías de aprendices, oficiales y maestros, y cumplía en el orden laboral unas finalidades propias, en relación con el trabajo, la producción y la defensa de los intereses de los asociados. Pero ese gremio se hallaba bajo la advocación de un santo y, gracias a las obligaciones espirituales y caritativas que imponía a sus
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miembros, constituía un instrumento muy a propósito para fomentar la práctica de la piedad y procurar la penetración cristiana en los estamentos profesionales.
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6. La piedad cristiana En los siglos de la Cristiandad, la piedad de los fieles adquirió unas formas características, que en sus rasgos fundamentales han configurado la vida espiritual del pueblo cristiano hasta la época contemporánea. Por esta razón, conviene examinar aquí con algún sosiego esas formas de la piedad popular, ya que lo que ahora se diga sobre ellas conserva su validez para los tiempos posteriores, hasta casi nuestros días. Durante ese período se precisaron con exactitud cuáles eran las obligaciones propias del miembro de la Iglesia católica y aparecieron las principales manifestaciones de las devociones que alimentaron la religiosidad del pueblo: la devoción al Santísimo Sacramento, a la Virgen María, a los santos y a sus reliquias. La disciplina penitencial experimentó los efectos del desarrollo de la doctrina y la praxis de las indulgencias y registró también el gran auge de las peregrinaciones, concebidas sobre todo como actos destinados a obtener el perdón de las culpas y el progreso en la vida espiritual. Los deberes que la pertenencia a la Iglesia llevaba consigo comenzaban por la asistencia a Misa los domingos y fiestas de precepto. Tratábase de un deber que no era nuevo, sino heredado de tiempos pasados y que en los territorios que habían formado parte del Imperio carolingio estuvo imperado desde entonces no solamente por precepto eclesiástico, sino también por la ley civil. El número de días de Misa obligatoria resultaba bastante elevado, si se tiene en cuenta que a los domingos había que sumar las fiestas de guardar, que eran alrededor de cuarenta al año, con lo que la cifra total de aquellos días se aproximaba al centenar. Una novedad de época más reciente era, en cambio, la exigencia de la confesión y comunión anual. El IV Concilio de Letrán (1215) ordenó que todos los fieles que hubiesen alcanzado la edad de discreción confesasen al menos una vez al año con el «sacerdote propio» de cada uno y recibiesen en Pascua la sagrada comunión. La disciplina eclesiástica, en atención al respeto debido a la Presencia real en la Hostia consagrada y para evitar riesgo de profanación, había determinado que los fieles recibiesen la comunión en la boca –no en la mano– y bajo una sola especie. Los ayunos y abstinencias representaban para el pueblo cristiano una carga penitencial no despreciable, máxime si se tienen en cuenta las dificultades que entonces hallaba el aprovisionamiento alimentario. El deber del ayuno se extendía a toda la Cuaresma, a las cuatro témporas del año y a las vigilias de las principales festividades. La abstinencia de carnes obligaba dos días a la semana –viernes y sábado–, siempre que no coincidiesen con alguna solemnidad litúrgica importante. En fin, los fieles debían también pagar el diezmo sobre los productos del campo, gracias al cual se aseguraba la subsistencia económica de la Iglesia. La piedad eucarística se enriqueció por el desarrollo de la doctrina a que dieron lugar los errores de Berengario de Tours. La doctrina acuñó entonces el vocablo «transubstanciación», para designar la mutación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, que se opera en la consagración; ese término fue adoptado oficialmente por la Iglesia en el canon 1 del IV Concilio de Letrán, que tiene el carácter de una profesión de fe. La conciencia más viva de la presencia real de Jesucristo en la Hostia consagrada desarrolló entre los fieles el sentido de adoración. La Eucaristía
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no era tan solo considerada como el alimento del cristiano en la comunión, sino también como el objeto de un culto latréutico y de una piedad fundada sobre aquella realidad sacramental. Una manifestación de esta piedad fue la elevación de la Sagrada Forma en la Misa, para facilitar la adoración por los asistentes expresada en el gesto de arrodillarse. En fin, la devoción a la Eucaristía dio lugar en el siglo XIII a la institución de una gran solemnidad litúrgica en honor del Santísimo Sacramento. Es la fiesta del Corpus Christi, que el papa Urbano IV extendió a la Iglesia universal. Santo Tomás de Aquino tuvo parte principal en la composición del oficio propio de la festividad, con sus hermosos himnos eucarísticos de rico contenido teológico. La devoción mariana experimentó también un notable progreso durante los siglos de la Cristiandad. La doctrina alcanzó una más adecuada comprensión de la misión que tuvo María en la obra de la Redención, y la profundización teológica fue acompañada por un gran florecimiento de la piedad popular. Contribuyeron a ello de manera destacada algunos grandes santos de la época, como san Bernardo y santo Domingo. La antífona Salve Regina se compuso en el siglo XI, y en los siglos siguientes tomó forma y se extendió la devoción del Rosario, con el rezo de ciento cincuenta Avemarías por analogía con los ciento cincuenta salmos del Salterio y la consideración sucesiva de diversos pasajes evangélicos, que acabaron por fijarse en los quince misterios. En la difusión del rezo del Rosario tuvieron un papel importante algunas Órdenes religiosas –cistercienses, cartujos, dominicos– y las numerosas cofradías marianas que surgieron por todas partes. El culto a los santos, que tan preciosa ayuda había supuesto a la hora de la conversión al cristianismo de los pueblos paganos, fue también un elemento esencial de la religiosidad popular de la Edad Media. El hombre medieval tenía una sensibilidad especialmente abierta a lo concreto y experimentaba con fuerza el atractivo de los santos, esos hombres reales que habían encarnado plenamente el ideal cristiano. Los santos eran, además, los intercesores a quienes se acudía en busca de remedio para cualquier necesidad que pudiera presentarse en la vida. En honor de los santos más populares se erigieron infinidad de lugares de culto –desde grandes templos a humildes ermitas–, sus fiestas se celebraban solemnemente y algunas de ellas –San Juan, San Miguel, San Martín, etc.– marcaban a lo largo del año el ritmo de la vida agrícola. Otra prueba de esta devoción es el éxito que alcanzó la literatura hagiográfica; la «Leyenda áurea», compuesta en el siglo XIII por el dominico Jacobo de Voragine, fue la más famosa colección de vidas de santos y consiguió una inmensa difusión. En estrecha relación con el culto a los santos estuvo la devoción a las reliquias, que venían a ser un testimonio tangible de la humanidad auténtica de los personajes venerados y las más insignes de entre ellas guardaban incluso relación con el Señor y la Virgen. Las Cruzadas y, sobre todo, la toma de Constantinopla, en 1204, dieron lugar a una verdadera invasión de reliquias, no siempre de probada autenticidad. La devoción popular dio pie a que se propagaran ciertos abusos, como la falsificación y el comercio de reliquias.
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7. Indulgencias y peregrinaciones El cristiano medieval –como se vio antes– tenía la obligación de confesarse al menos una vez al año y en la confesión auricular recibía la absolución sacramental. El confesor imponía al fiel una penitencia, que era a veces muy onerosa, para que quien recibía la absolución, y con ella el perdón de los pecados, alcanzase también la remisión de las penas temporales que han de satisfacerse en esta vida o en la otra. Pues bien, la indulgencia consiste precisamente en la remisión total o parcial de esas penas temporales, otorgada por la Iglesia a cambio de la realización de determinadas buenas obras, como oración, limosna, ayuno, etc. En un primer tiempo tan solo se concedieron indulgencias «parciales», pero llegó un momento en que hizo su aparición la indulgencia «plenaria», que producía la total limpieza del alma, borrando en ella hasta las últimas secuelas del pecado. La indulgencia plenaria surgió en el siglo XI, relacionada con las luchas en defensa de la fe, con la cruzada. En esta empresa, el cristiano que marchaba al combate corría un grave riesgo y podía morir sin tiempo ya para realizar más obras buenas. Por otra parte, la cruzada era una obra tan excelente, que bien merecía que la Iglesia la premiase con las máximas gracias. Así nació la indulgencia plenaria, que otorgó por vez primera en 1063 el papa Alejandro II a los guerreros que tomaban parte en la cruzada internacional a la Península Ibérica, que se dirigió a Barbastro y logró la primera reconquista de esta ciudad. Luego, al iniciarse las cruzadas a Tierra Santa, los combatientes cristianos recibieron también esa indulgencia general. Los teólogos de los siglos XII y XIII desarrollaron la doctrina de las indulgencias, fundándolas en la existencia del «tesoro de la Iglesia», constituido por los méritos sobreabundantes de Jesucristo y de los santos, tesoro que la Iglesia administra y del que proviene el valor sobrenatural de la indulgencia. El Concilio IV de Letrán de 1215 extendió la indulgencia plenaria a cuantos colaborasen en la cruzada, aun sin participar personalmente, y desde mediados del siglo XIII se concedieron indulgencias plenarias con motivaciones al margen de la cruzada y se admitió también la posibilidad de aplicar las indulgencias por los difuntos, a manera de sufragios. En 1300, Bonifacio VIII, en ocasión del nuevo siglo, decretó el jubileo con indulgencia plenaria para todos los peregrinos que acudieran a Roma. El mencionado Concilio IV de Letrán trató también de poner coto a los abusos que ya se daban en esta materia, a causa del creciente número y extensión de las indulgencias, limitando en particular la potestad de los obispos de conceder esas gracias. Pero los abusos continuaron, por culpa, sobre todo, de los «recolectores de indulgencias» con destino a iglesias, hospitales, etc. Ellos fueron la causa de que entre gentes rudas de escasa formación se extendiera una concepción demasiado material y mecanicista de la indulgencia, que se apartaba mucho de su genuino sentido originario. El comercio de indulgencias o su excesivo empleo con fines recaudatorios fueron lamentables corruptelas, demasiado extendidas en la última época medieval. Hemos dicho que Bonifacio VIII concedió indulgencia plenaria a los peregrinos que acudieron a Roma en el año 1300. La extraordinaria gracia se enlazaba así con una de las
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expresiones más características de la espiritualidad medieval. El cristiano de aquellos siglos sintió vivamente el atractivo de la peregrinación y se lanzó a los caminos para visitar los grandes santuarios de la Cristiandad. El Santo Sepulcro de Jerusalén, las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo en Roma y el sepulcro del apóstol Santiago en Compostela fueron los principales centros de peregrinación de la Edad Media. La peregrinación tenía a veces un carácter estrictamente penitencial y el cristiano la emprendía cumpliendo el mandato que se le había impuesto en expiación de sus pecados. Otras muchas veces era una piadosa aventura ascética, pero impregnada siempre de un sentido de penitencia. La peregrinación encerraba a menudo un considerable riesgo y por esa razón fue costumbre hacer testamento antes de ponerse en viaje. El hábito y las cartas testimoniales de que solía ir provisto servían para diferenciar al peregrino del simple aventurero y le hacían acreedor a la especial protección que le otorgaban las leyes eclesiásticas y civiles. Las peregrinaciones constituyeron un fenómeno histórico de considerable importancia no tan solo en el orden religioso, sino también en el cultural, social y económico. Durante siglos, muchedumbres ingentes recorrieron los caminos de Europa y del Próximo Oriente, dando lugar a contactos y relaciones entre pueblos, que de otro modo jamás se hubieran producido. Junto a las rutas de peregrinación se crearon albergues y hospitales, floreció la vida mercantil, surgieron barrios de comerciantes y artesanos. Por esas vías penetraron modas y géneros de vida, estilos artísticos e influencias literarias. La fe y el entusiasmo de los peregrinos medievales trascendieron a todos los órdenes de la vida de entonces y fueron un factor dinamizante, que contribuyó poderosamente al avance de la historia.
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XIX. LAS EMPRESAS DE LA CRISTIANDAD 1. Las Cruzadas La Cristiandad medieval dio muestras en sus grandes siglos de una admirable riqueza espiritual, que fue capaz de animar todas las realidades terrenas y de promover múltiples iniciativas que tienen por denominador común el espíritu religioso –cristiano– que las animaba. Fueron muchas las empresas que pueden considerarse con pleno derecho empresas de la Cristiandad europea. Mas, si entre todas ellas hubiese que escoger una sola como la más característica, por ser aquella que mejor representa el clima y el espíritu de la Edad Media, esa empresa sería, sin duda, la cruzada. Las Cruzadas fueron las expediciones militares lanzadas por la Cristiandad contra los musulmanes, con el fin de conquistar o de retener las tierras santificadas por Cristo, escenario de su vida y Pasión, y en especial el Sepulcro del Señor, que constituye un sagrado tesoro para los cristianos. Las Cruzadas se consideran una empresa común de la Cristiandad, porque de ordinario no fueron tarea bélica de uno u otro reino, sino que en ellas participaron, en mayor o menor grado, príncipes y pueblos de todo el Occidente cristiano. La idea de libertar los Santos Lugares nació, según parece, como consecuencia de la ocupación de Tierra Santa por los turcos seldyúcidas, que se mostraron intolerantes con las cristiandades locales e hicieron difícil el acceso a Palestina a los peregrinos occidentales. Pero el factor determinante que hizo posibles las Cruzadas fue la resonancia que aquella iniciativa encontró en un espíritu colectivo –caballeresco y popular– impregnado de idealismo cristiano. Contemplado a muchos siglos de distancia, el espectáculo de las multitudes creyentes que marchaban a la cruzada, movidas sobre cualquier otra motivación por el afán de libertar el Santo Sepulcro, es un fenómeno histórico de primera magnitud y una prueba palmaria de la enorme seriedad que tuvo la religiosidad medieval. Por ser empresa común de la Cristiandad, el papel directivo de las Cruzadas correspondió a los Papas, que otorgaron gracias espirituales extraordinarias a los combatientes e impulsaron una y otra vez a los príncipes, para que organizasen nuevas expediciones. El ciclo histórico de las Cruzadas se inició a finales del siglo XI y duró casi dos centurias. En 1095, en el sínodo de Clermont, el papa Urbano II convocó a cruzada y su llamamiento encontró una ferviente acogida, que se exteriorizó en el grito de «¡Dios lo quiere!», que Pedro el Ermitaño y otros predicadores populares fueron propagando por tierras occidentales. El Papa designó al obispo Adhemar de Puy como legado pontificio y el lorenés Godofredo de Bouillon asumió el mando militar de la expedición. La primera cruzada fue un éxito y el 15 de julio de 1099 Jerusalén cayó en manos cristianas. Godofredo se hizo cargo del gobierno de la ciudad con el título de barón del Santo Sepulcro, que sus sucesores mudaron por el de reyes de Jerusalén. Otros principados se constituyeron en las tierras conquistadas, regidos también por caballeros cruzados. La
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conquista de Tierra Santa había sido, pues, más rápida de lo que cabía esperar, pero el dominio cristiano fue siempre precario. La razón de esa debilidad estuvo ante todo en la falta de unidad de los territorios cristianos, fragmentados en varios principados feudales. Pero se debió también al creciente poderío turco y a la indiferencia o incluso encubierta hostilidad que la empresa cristiana occidental suscitó en el Imperio griego. Por esas y otras razones, después de una primera cruzada conquistadora, las demás apenas sirvieron para otra cosa que no fuera prolongar la difícil presencia cristiana en Palestina. Hagamos una rápida reseña histórica de las Cruzadas. Al medio siglo de la primera, la pérdida en 1144 del principado cristiano de Edesa dio lugar a la segunda cruzada. La predicación de san Bernardo, que consagró todas sus energías a la empresa, suscitó una oleada de entusiasmo y al frente de la expedición figuraron entre otros príncipes el emperador alemán Conrado III y el rey Luis VII de Francia. Mas la cruzada (1147-1148) fracasó lamentablemente y ese grave contratiempo que desalentó a los cristianos sirvió, en cambio, para reanimar a los musulmanes, cuyas fuerzas serían pronto galvanizadas por la acción de un gran caudillo, Saladino. El resultado fue que en octubre de 1187, a los ochenta y ocho años de ser una ciudad cristiana, Jerusalén cayó nuevamente en poder del Islam. La pérdida de Jerusalén produjo, como puede presumirse, una gran conmoción y consternó a todo el orbe cristiano. La Cristiandad occidental encabezada por los tres grandes monarcas de entonces, el emperador Federico Barbarroja y los reyes Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León de Inglaterra, se puso en movimiento, recaudó tributos extraordinarios y realizó en todos los órdenes un enorme esfuerzo. La tercera cruzada fue, sin duda, la más universal de todas, pero tampoco ahora los resultados correspondieron a las esperanzas. El emperador Barbarroja murió en el camino de Tierra Santa. Jerusalén no fue recuperada y la gran cruzada se diluyó sin más fruto que una ligera consolidación de la presencia cristiana en algunos territorios (11891192). Las Cruzadas del siglo XIII presentan ya los signos del declinar de una gran empresa. La cuarta cruzada se desvió de sus verdaderos fines, tomó Constantinopla, capital del Imperio griego, e instauró allí un Imperio latino que perduraría más de medio siglo (12041261). La quinta cruzada se dirigió a Siria y Egipto y sus resultados fueron prácticamente nulos (1217-1221). Un carácter singular tuvo la sexta cruzada, que fue dirigida por Federico II, un emperador excomulgado por el Papa. La habilidad política de Federico, más que la fuerza de las armas, obtuvo, sin embargo, aquello que tantos esfuerzos desplegados hasta entonces no habían logrado conseguir: la ciudad de Jerusalén. Un tratado con el sultán de Egipto puso en manos de Federico Jerusalén, Belén, Nazareth y otros lugares, a cambio de territorios poseídos por los cristianos al norte de Siria. En marzo de 1229, Federico hizo su entrada solemne en Jerusalén, mientras el patriarca latino lanzaba el entredicho sobre la ciudad. Jerusalén, ahora, permaneció tan solo quince años en manos de los cristianos y en agosto de 1244 se perdió definitivamente. Las dos últimas cruzadas fueron empresas plenamente francesas, organizadas por el santo rey Luis IX. La séptima, dirigida contra Egipto, terminó en desastre: el rey y el ejército fueron hechos prisioneros y hubieron de pagar por la libertad un cuantioso rescate (1249-
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1250). La octava cruzada se dirigió a Túnez y no pasó de allí, pues el ejército sufrió una terrible epidemia de peste y una de las víctimas fue el propio rey san Luis (1270).
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2. Reconquista y misión cristiana Las expediciones de san Luis pusieron punto final al ciclo de las Cruzadas. En los años siguientes fueron cayendo uno tras otro los reductos cristianos que todavía quedaban en Palestina. Poco antes de cumplirse dos siglos de la primera conquista de Jerusalén, la pérdida de San Juan de Acre, la última fortaleza en poder de los cruzados, ponía término a la dominación cristiana en Tierra Santa. Las Cruzadas llegaban así a su fin y se saldaban con un fracaso: aquel gran designio de la Jerusalén cristiana que fue su razón de ser no pudo lograrse. En todo caso, las Cruzadas pasaron a la posteridad como la gran gesta de la Cristiandad medieval y constituyen un capítulo de la historia que jamás se hubiera escrito de no haber existido en una hora del ayer hombres y pueblos capaces de dejarse arrastrar por motivaciones de idealismo cristiano que fueron, mucho más que cualquier otra razón que pueda aducirse, el motor que dio vida a esta singular empresa histórica. Tan solo este hecho, y el valor moral que entraña, bastaría para justificar las Cruzadas ante la historia. Por lo demás, la falta de resultados no significa que las Cruzadas no tuvieran consecuencias: la vida política y cultural, las estructuras sociales y las relaciones mercantiles acusaron el influjo de esta importante empresa, que condicionó sensiblemente el rumbo de la historia. En el extremo opuesto del Mediterráneo, la lucha contra el Islam tuvo un curso más favorable para las armas cristianas. Los grandes siglos de la Edad Media fueron la época en que se decidió la suerte de la Península Ibérica. La Reconquista era también una cruzada y los Papas concedieron a sus combatientes gracias semejantes a las que recibían los que luchaban en Tierra Santa. Pero la Reconquista no puede considerarse como una empresa supranacional de la Cristiandad europea, ya que el peso de la contienda recayó casi en exclusiva sobre los reinos cristianos peninsulares. Ello no obsta a que, en ciertos momentos, caballeros llegados del norte de los Pirineos contribuyesen eficazmente a la lucha contra la Media Luna ni impidió tampoco que el sentido de cruzada estuviese muy vivo en determinadas horas de la secular contienda. La presencia de cruzados europeos en tierras hispánicas fue considerable en distintas épocas: durante el siglo XI, en la «Cruzada» de Barbastro, a que se ha hecho referencia, o en las campañas de Alfonso VI de Castilla, cuyas hijas casaron con dos caballeros venidos del norte de Francia, Raimundo y Enrique de Borgoña; en el siglo xii, en la toma de Zaragoza por Alfonso I de Aragón (1118), uno de cuyos capitanes fue Gastón de Bearn, veterano cruzado de Tierra Santa. Buena prueba del espíritu cruzado que alentaba por entonces en Aragón la había dado ya unos años atrás el anterior rey Pedro I, cuando puso a su castillo más avanzado sobre la Zaragoza musulmana el nombre de «Deus o vol» –Juslibol todavía hoy–, el grito lanzado por el papa Urbano II con el que se inició la primera Cruzada. Otra vez aún, a principios del siglo xiii ante el peligro almohade, el arzobispo toledano Jiménez de Rada predicó la Cruzada en Francia. Inocencio III alentó fervientemente la empresa, y un crecido número de combatientes de muy variada procedencia formaron en el gran ejército cristiano que obtuvo la decisiva victoria de las Navas de Tolosa (1212).
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La idea de cruzada perduró todavía mucho tiempo. En repetidas ocasiones, durante los siglos XIV y XV, Papas y concilios invitaron a los príncipes cristianos a preparar nuevas cruzadas; mas en ningún momento se trató seriamente de recomenzar la lucha ni lo permitían las circunstancias históricas. Pero es un hecho lleno de significado que el ocaso de la Cruzada coincidiese con el comienzo de las misiones cristianas. Una de las consecuencias de la prolongada lucha había sido poner a los cristianos occidentales en directo contacto con sus adversarios islamitas. Esta circunstancia sirvió para que aquellos pueblos de Europa se asomasen hacia el mundo existente más allá de las fronteras de la Cristiandad, un mundo hostil, pero que ya no podía ser ignorado, como lo había sido durante muchos siglos. El fracaso de las Cruzadas hizo pensar a muchos que era designio de Dios que la extensión de la fe cristiana se hiciera por medios más evangélicos y que el pacífico anuncio de la verdad atrajese a los pueblos infieles con más eficacia que la fuerza armada. Así nació el movimiento misional, a impulso sobre todo de san Francisco de Asís y de los mendicantes. El movimiento misional –como ya dijimos– llevó el cristianismo hasta las profundidades del Asia oriental. Pero la acción de los misioneros se dirigió, sobre todo, hacia los musulmanes, que eran adversarios encarnizados, pero también vecinos próximos de los cristianos. Para este apostolado, en el que tenían parte principal las disputas con los maestros y alfaquíes, era indispensable el conocimiento de las lenguas propias de moros y judíos. Esta fue la constante preocupación del célebre pensador mallorquín Ramón Llull que, en un lugar solitario de la isla de Mallorca –Miramar–, creó una escuela de lenguas orientales. Llull consiguió, además, que el Concilio de Vienne (1212) promulgase el llamado «canon de lenguas», que dispuso la creación de escuelas para la enseñanza del hebreo, árabe y caldeo en la Curia papal y en las Universidades de París, Oxford, Bolonia y Salamanca. El canon apenas pudo aplicarse por falta de maestros peritos en esas lenguas, pero es un indicio del nuevo espíritu de misión que existía en la Iglesia. Como la ley islámica prohibía el proselitismo cristiano, muchos misioneros sufrieron martirio, entre ellos, el propio beato Ramón Llull, que fue lapidado en la ciudad de Bugia.
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3. La Teología escolástica La Cristiandad fue también la edad de oro de las ciencias sagradas: la Teología y el Derecho canónico vivieron entonces su época clásica. Por lo que hace a la primera, sería imposible pretender trazar aquí un cuadro más o menos completo de la gigantesca obra de creación que se llevó a cabo entre los siglos XI y XIV. Pero conviene intentar ofrecer al menos una sucinta visión del inmenso trabajo realizado para que pueda apreciarse lo que significa dentro de la historia de la Iglesia y de la Teología católica. Fue, sin duda, el mayor esfuerzo jamás realizado para proponer a la inteligencia humana el más profundo y cabal conocimiento de la verdad divina. La «Escolástica», como su propio nombre indica, es la ciencia de la escuela y nació a finales del siglo XI con el objeto de elaborar una cosmovisión en la que se armonizara el conocimiento natural y la fe fundada en la Revelación divina. Su método propio, el «escolástico», se basaba en la disputa dialéctica, que termina en una síntesis. Las verdades de la doctrina católica eran analizadas a lo largo de una discusión en que se concatenan conclusiones rigurosamente lógicas, que ponen de manifiesto su carácter razonable y que se remata con la formulación de grandes síntesis. Este método ha sido fecundo en la historia del pensamiento, pese a los abusos cometidos en épocas de decadencia. La primera escolástica se planteó como tema principal la cuestión de los «universales», esto es, el problema de si esos conceptos son solamente nombres o tienen una realidad objetiva. Los filósofos se dividieron en nominalistas y realistas, siendo el realismo moderado que había profesado Aristóteles la corriente que prevaleció en los mejores tiempos de la Escolástica. San Anselmo, arzobispo de Cantorbery de 1093 a 1109, abrió el caminó al progreso teológico, estudiando con penetrante visión los dogmas fundamentales. Se hizo famoso su argumento ontológico para probar la existencia de Dios: el ente perfectísimo, el más perfecto que puede imaginarse, debe necesariamente contar entre sus perfecciones con la existencia. La obra más famosa de san Anselmo, su breve tratado Cur Deus homo? –«¿Por qué Dios se hizo hombre?»–, demuestra una comprensión nueva y más profunda de la razón de la Encarnación y Pasión del Redentor. Un célebre maestro del siglo XII fue Pedro Abelardo (1079-1142), profesor en París, dialéctico genial, cuyo método dio nombre a una de sus obras principales: Sic et non. El método de Abelardo dio un vigoroso impulso a los estudios, al perfeccionar el arte de la discusión entre textos y autoridades en aparente o real oposición, con el fin de solvere contrarietates –resolver las contradicciones– y lograr un armónico acuerdo. En París y todavía en el siglo XII, el agustiniano Hugo de San Víctor (1096-1141) fue un maestro de la mística especulativa y marcó la pauta seguida por la escuela de los victorinos. Pero el teólogo, que había de recoger con acierto la contribución doctrinal de sus predecesores y exponerla con amplia perspectiva fue, sin duda, Pedro Lombardo. El «Maestro de las Sentencias», como se le llamó, formulaba «sentencias», esto es, proposiciones de la doctrina de la Iglesia y, partiendo de ellas, desarrollaba la discusión teológica, siguiendo las normas del método dialéctico de su maestro Abelardo. Pedro
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Lombardo fue autor de una gran obra de conjunto, los «Cuatro Libros de las Sentencias», que sería durante siglos el manual clásico de Teología y, sin duda, el más estudiado en las escuelas medievales.
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4. El siglo de oro de la Escolástica: Santo Tomás de Aquino Pero el verdadero siglo de oro de la teología escolástica fue el siglo XIII, que vio el origen del aristotelismo cristiano. Hasta entonces la mayor parte de las obras de Aristóteles habían permanecido desconocidas para el Occidente. Desde mediados del siglo XII comenzó a ser recibida la totalidad de la obra aristotélica, pero por unas vías y bajo unas formas no exentas de riesgos para la doctrina de la fe. Procedentes de la España musulmana llegaban las obras de Aristóteles en versiones hechas sobre la base de las traducciones arábigas de los textos originales griegos. Esas versiones que habían seguido tan largo recorrido eran lógicamente imperfectas, pero se hallaban, además, infectadas por graves impurezas debidas a la acción de los transmisores y comentaristas árabes. Un Aristóteles recibido por conducto de Averroes y adobado de racionalismo y panteísmo averroísta constituía un peligro considerable y es natural que fuera mirado por la Iglesia con justificada aprensión. Esa fue la razón por la que los tratados de Aristóteles sobre metafísica y ciencias naturales fueron prohibidos en la Universidad de París. Pero la «invasión» aristotélica era imposible de atajar y la Iglesia, en un realista cambio de postura, estimó acertadamente que podía intentarse algo mejor que rechazar a Aristóteles: cristianizarlo. El primer paso para esa empresa fue conseguir mejores versiones de las obras de Aristóteles, tomadas directamente de los textos originales y libres de impurezas y errores. Luego, sobre el corpus aristotélico, se desarrolló la labor científica de los dos grandes maestros dominicos: san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino. Alberto Magno (1193-1280) allanó el camino, dando una nueva orientación aristotélica a la filosofía escolástica. Le hacía especialmente adecuado para esa tarea el amplio espectro de su curiosidad intelectual, que le valió el título de «Doctor universal», por extenderse a todos los campos del saber, incluido muy particularmente el de las ciencias naturales. Mas el discípulo superó todavía al maestro. Santo Tomás de Aquino (1226-1274) es quizá, junto a san Agustín, la mayor lumbrera de la Iglesia, el «Doctor Angélico», la mente excepcional capaz de realizar una síntesis doctrinal, destinada a perdurar a través de los siglos. Parece increíble cómo santo Tomás, en una vida corta que no alcanzó los cincuenta años, lograse coronar la obra iniciada por Alberto y llevar a término la construcción de un aristotelismo cristiano. El saber de santo Tomás fue menos extenso que el de Alberto Magno, pero le superó por su claridad y precisión intelectual, por su profundidad teológica y por el rigor de su sistema. Santo Tomás dejó una huella definitiva en la ciencia teológica y estableció sobre bases firmes los fundamentos de una concepción católica del mundo y de la existencia. Todavía hoy la Iglesia, en su Código de Derecho Canónico, prescribe que su doctrina sirva de guía segura para el estudio de la filosofía y la teología en todas las escuelas católicas. Las obras principales de santo Tomás son la Summa contra gentiles, una apologética frente a la filosofía musulmana, y la Suma teológica, la obra maestra que, por su madurez de pensamiento y su unidad interna, superó a todas las «Sumas» medievales.
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Una escuela franciscana, agustiniana en sus fundamentos y más orientada a Platón que a Aristóteles, fue contemporánea de la anterior. Su primer representante fue san Buenaventura (1217-1274), mucho tiempo general de la Orden, y Juan Duns Escoto (1266-1308), el teólogo más representativo. Roger Bacon (1214-1292), franciscano «espiritual», aparece como un hombre «moderno», con su mentalidad más propensa a la inducción que a la especulación y su espíritu científico de observador de las leyes de la naturaleza. Ramón Llull (1232-1315), terciario franciscano, ideó un vasto y complejo sistema, el Ars Generalis, concebido como un instrumento intelectual para la demostración apologética de la verdad cristiana frente a los musulmanes.
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5. La época clásica del Derecho canónico Un papel decisivo, semejante al desempeñado por Pedro Lombardo en el campo de la Teología, tuvo Graciano en relación con el Derecho de la Iglesia. La época de la Cristiandad fue, en el aspecto jurídico, una edad de enorme capacidad creadora. En Bolonia, desde principios del siglo XII, habían renacido los estudios de Derecho romano, a impulso de Irnerio y de sus discípulos. En la misma ciudad y por la misma época, el monje camaldulense Graciano, maestro de «Teología práctica», concibió la idea de realizar una exposición de conjunto de la disciplina eclesiástica. Pero Graciano pretendía algo distinto de lo que hasta entonces se había intentado: no le interesaba tan solo «recopilar», recoger como hasta entonces se había hecho una masa lo más amplia posible de textos –cánones de concilios, decretales pontificias, pasajes de los Padres, etc.; le interesaba también ponerlos en armonía, limar sus diferencias, concordar sus contradicciones y lograr una síntesis final; y todo ello, aplicando el mismo método dialéctico utilizado por Pedro Lombardo con los textos teológicos en sus libros de las «Sentencias». Así se compuso el «Decreto» de Graciano, que salió a la luz con un título bien expresivo: Concordia de los cánones discordantes. Los textos canónicos allí reunidos –«autoridades»– constituían una riquísima colección jurídica; pero Graciano intercalaba constantemente sus proposiciones –dicta–, armonizando aquellos textos y exponiendo su propio pensamiento con lo que en su conjunto venía a constituir una obra científica, un cuerpo sistemático de Derecho de la Iglesia. La obra de Graciano, terminada hacia el año 1140, tuvo gran éxito: se utilizó en la práctica, se estudió en las escuelas, y, al igual que ocurrió con las «Sentencias» de Pedro Lombardo y con el ius civile, sobre ella trabajaron un sinfín de glosadores, que recibieron el nombre de «decretistas». Mas el «Decreto» no era el final, sino el principio de un camino. Graciano había sistematizado el Derecho tradicional; pero existía, además, un Derecho nuevo en activa formación, que era el resultado de la intensa labor legislativa y administrativa de los Papas. La centralización eclesiástica gregoriana ocasionó un enorme incremento de la actividad pontificia: de todas partes llegaban «casos» y peticiones a Roma y los Papas los resolvían por medio de «cartas decretales». Una multitud de textos canónicos nuevos, existentes al margen del «Decreto», se fue acumulando, se formaron con ellos diversas colecciones y, ante la creciente confusión, el papa Gregorio IX resolvió que se formase una colección unificada del Derecho posterior a la obra de Graciano. Encomendada la tarea al dominico catalán san Raimundo de Peñafort, en 1234 aparecieron las «Decretales» de Gregorio IX, que el Pontífice promulgó como colección oficial y exclusiva del Derecho nuevo. Cuatro colecciones más, el «Libro Sexto», de Bonifacio VIII, las «Clementinas» y otras dos de «Extravagantes» se formarían todavía en el futuro y reunidas constituyeron el Corpus Iuris Canonici, que ha constituido la base de la disciplina eclesiástica hasta la promulgación, en 1917, del Código de Derecho Canónico. «Ambos Derechos», el romano-justinianeo y el canónico, fueron los dos Derechos por excelencia de la Cristiandad medieval. Juntos fueron estudiados en las universidades y juntos se extendieron por Europa. Por eso se ha
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llamado «Recepción» al fenómeno histórico en virtud del cual esos Derechos fueron acogidos, «recibidos» en los ordenamientos legales y en la práctica forense de los distintos países europeos. Derecho romano y Derecho canónico integraron de este modo el Derecho «común», que se llamó así porque al extenderse por el continente fue constituyendo un substrato jurídico uniforme, más allá de las diferencias y peculiaridades de cada Derecho nacional. El Derecho común ha sido el elemento fundamental de la cultura jurídica de Occidente.
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6. Las universidades La Cristiandad medieval no tan solo promovió el desarrollo de las ciencias sagradas, sino que dio vida a la propia institución que desde entonces habría de crear la ciencia y difundir la cultura superior: la Edad Media inventó las universidades. El nacimiento de la universidad se produjo con la espontánea naturalidad característica de las grandes creaciones históricas, surgidas de la propia vida. Las viejas escuelas monásticas y catedrales no respondían ya a las necesidades de los tiempos, y por eso maestros y escolares de ciertas disciplinas comenzaron a agruparse libremente, con el fin de organizar las enseñanzas. Llegó un momento en que la «universidad», la corporación de profesores y alumnos, constituyó un «estudio general» y recibió el reconocimiento público de la autoridad eclesiástica y civil. Donde primero se completó este proceso fue en París, y por eso su universidad detenta una cierta primacía. Oxford, Bolonia, Salamanca y tantas otras universidades adquirieron esta condición a lo largo del siglo XIII. Inocencio III, en 1215, confirmó los privilegios de la universidad de París, que garantizaban su necesaria autonomía. En lo sucesivo, lo más frecuente fue la fundación de las universidades por los Papas, que otorgaban la correspondiente bula de erección y vinculaban de manera inmediata la universidad a la autoridad pontificia, eximiéndola de la jurisdicción del obispo diocesano y del poder de los oficiales reales. Las universidades, como obra que eran de la Iglesia y reflejo del espíritu universalista de la Cristiandad, tenían un marcado carácter supranacional. Cualquiera que fuese el país donde se hallasen establecidas, esa universalidad se manifestaba tanto en el origen de los maestros como en la procedencia de los escolares, que llegaban de todas partes y se agrupaban en distintas «naciones». Las facultades características de la universidad medieval fueron las de Teología, Derecho, Filosofía, Medicina y Artes, entendidas estas como unos estudios humanísticos que eran el paso previo para las Facultades superiores. No todas las universidades contaron con el cuadro completo de enseñanzas ni era uniforme el prestigio de estas. Algunas universidades sobresalieron en determinadas ramas de los estudios, como ocurría en París con Teología y Filosofía, en Bolonia con el Derecho o en Montpellier con la Medicina. La Universidad de París gozó de una extraordinaria autoridad doctrinal en los últimos siglos de la Edad Media. La universidad medieval fue una institución no tan solo cristiana, sino propiamente eclesiástica. Clérigos eran la mayor parte de los profesores y tonsurados, cuando menos, los escolares, que gozaban así de los tradicionales privilegios clericales. Hubo, con todo, tensiones más o menos violentas, a causa de diferencias y celos entre el clero secular y el regular. El florecimiento universitario coincidió con el desarrollo de los mendicantes y los claustros y aulas se vieron pronto invadidos por legiones de frailes dominicos y franciscanos. En ciertos lugares y sobre todo en París, los maestros pertenecientes al clero secular reaccionaron con viveza y denunciaron el peligro de que los mendicantes se hicieran con el monopolio de las cátedras. La polémica fue dura, pero el Papado sostuvo a los regulares, y estos siguieron teniendo una decisiva presencia en las universidades.
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7. El arte cristiano En los siglos de la Cristiandad –según estamos viendo– la fe religiosa impregnó todas las formas de expresión del espíritu humano. El arte no podía ser excepción y no lo fue: el arte medieval fue un arte esencialmente cristiano, que no es posible dejar de mencionar en esta visión panorámica de aquellos tiempos. Dediquémosle un brevísimo recuerdo. La Europa medieval construyó mucho, pero sus grandes obras, joyas del estilo románico y gótico que han desafiado el paso del tiempo, son casi todas edificios religiosos, catedrales, iglesias y monasterios. Tal vez nada sea más representativo del espíritu que animó a la Cristiandad que esas grandiosas catedrales, levantadas en el angosto recinto de viejas ciudades amuralladas, o las altas torres de las iglesias rurales a cuya sombra se agolpan todavía hoy humildes aldeas. Ese espectáculo, que aún puede observarse en todo el Occidente europeo, parece un símbolo del lugar que ocupó Dios en la vida del hombre medieval. Pero nos dice también que aquellos templos fueron algo más que un lugar para la celebración de los actos de culto: eran, también, el centro de la vida social, escuela, teatro, hogar común de todos los convecinos, escenario de los principales momentos de su existencia terrena y cementerio donde, junto a sus mayores, descansaría su cuerpo al llegar la muerte. Así se comprende la razón del inmenso esfuerzo y, a veces, el trabajo de siglos que se consagraron a la construcción de estos grandes edificios. Las artes plásticas, la escultura y la pintura, completaban la obra arquitectónica y servían no solamente como recurso ornamental, sino también como medio entonces insustituible de pedagogía cristiana. La población medieval, analfabeta en su gran mayoría, no tenía acceso a los libros y, además, esos libros –los códices manuscritos– constituían un lujo para privilegiados en un mundo anterior a la imprenta. Por eso, las enseñanzas de la Biblia y de las verdades del dogma cristiano las recibían en buena parte las gentes sencillas a través del rico panorama de imágenes que les ofrecía el arte sacro. Los capiteles románicos de los claustros, los frescos del Giotto, el Pórtico de la Gloria de Compostela o las vidrieras de la catedral de Chartres, que hoy admiramos como preciosas reliquias del arte medieval, fueron para sus contemporáneos algo mucho más vivo: eran una gran catequesis cristiana, como libros abiertos al alcance de sabios e ignorantes, que todos eran capaces de comprender y donde los iletrados podían leer las páginas principales de la historia de la salvación. Una alusión, todavía, al arte literario. Si, a título de ejemplo, hubiera que escoger una sola obra para representar la literatura cristiana medieval, la elección tendría que recaer, seguramente, en Dante Alighieri y en su Divina Comedia.
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8. La herejía medieval La época de la Cristiandad, que tantos valores nuevos aportó a la vida de la Iglesia, tuvo también sus sombras, en las que se adivinan gérmenes de futuros peligros que se harían patentes más adelante. Uno de los aspectos negativos que puede advertirse es la aparición de la herejía como fenómeno social, que requirió una respuesta por parte de la Iglesia y del poder civil. Hasta entonces, el Occidente cristiano no había sido pródigo en herejías. Desaparecido desde hacía mucho tiempo el arrianismo, que era, además, una doctrina importada por los pueblos invasores, la unidad de fe fue una constante de la sociedad cristiana. Si se prescinde de algunas individualidades o de grupos minúsculos y carentes de importancia que existieron antes, la herejía constituyó una novedad que hizo acto de presencia en Europa durante el siglo XII. Un tipo de herejías hunde sus raíces en el amplio movimiento de exaltación de la pobreza, que se dejó sentir en la Iglesia después de la Reforma gregoriana. El movimiento produjo abundantes frutos dentro de la ortodoxia, con la aparición de las órdenes mendicantes y la difusión del espíritu franciscano en amplios estratos de la sociedad cristiana. Pero dentro de esa misma corriente aparecieron posturas extremas que, al denunciar la riqueza eclesiástica, adoptaban una violenta actitud anticlerical y concretamente antijerárquica. Del propio franciscanismo surgieron grupos de «humillados» y «fraticelli», muy ligados a ciertos «espirituales» de la Orden. Pero, de todos esos grupos, el más importante fue el de los «valdenses», que tomó el nombre de su fundador, Pedro Valdo o Valdés. Valdés, rico comerciante de Lyon, después de desprenderse de sus bienes, reunió algunos discípulos que se llamaron «Pobres de Lyon», los cuales practicaban una vida evangélica y predicaban la pobreza. Este evangelismo inicial de los «valdenses» no parece muy distinto de los orígenes franciscanos; la diferencia estuvo en que faltó aquí el profundo sentido de fidelidad a la Iglesia que tenía san Francisco. Por esa razón, ciertos grupos de valdenses del norte de Italia llegaron a ser claramente heterodoxos y rompieron con la Iglesia. Fuera de ella formaron una secta preprotestante, cuyos residuos han sobrevivido hasta hoy. La gran herejía medieval fue, sin embargo, la de los cátaros, que se manifestó durante el siglo XII en Italia y otras regiones de Europa, pero arraigó sobre todo en el mediodía de Francia. Esa localización del movimiento cátaro en el Languedoc fue la razón de que a sus secuaces se les llamara «albigenses», nombre derivado de la ciudad de Albi, uno de los principales centros de la herejía. El catarismo medieval fue un último brote de una antigua corriente herética, ya presente en la Iglesia primitiva, en la que se mezclaban elementos gnósticos con otros de raíz dualista maniquea y que identificaba el mal con la materia creada. El catarismo tomó la forma de una iglesia, cuyos miembros se dividían en dos categorías: un grupo escogido de «perfectos» o «puros», que vivían libres de todas las ataduras carnales y adquirían tal condición en virtud de un rito de iniciación llamado consolamentum; y la masa de adheridos o creyentes, que no asumían tan rigurosos compromisos y seguían usando de los bienes materiales. Una práctica propia de
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los «perfectos», que a veces se dio, era la «endura», muerte voluntaria por inanición, que consumaba la victoria sobre el cuerpo material. El éxito del catarismo entre la población del Languedoc se debió en buena medida al prestigio que alcanzaron sus santones y predicadores, cuya austeridad de vida contrastaba con el relajamiento de muchos eclesiásticos. También entre la aristocracia tuvo la secta secuaces o simpatizantes: cuando en 1205 la condesa Esclaramunda de Foix recibió el consolamentum, en la ceremonia se hallaba presente la mayor parte de la nobleza del país; y el conde Raimundo VI de Toulouse fue siempre un solapado favorecedor de la herejía. La Santa Sede observaba con creciente alarma el deterioro de la situación religiosa en la región tolosana y envió sucesivas misiones que no obtuvieron resultados apreciables. Fue entonces, en 1205, cuando santo Domingo de Guzmán se asoció a la misión, que dirigía el legado papal Pedro de Castelnau. La situación llegó pronto a un punto crítico: el legado excomulgó a Raimundo de Toulouse y poco después moría asesinado por un hombre de armas del conde. Este crimen decidió al papa Inocencio III a convocar la cruzada contra los albigenses.
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9. Represión de la herejía: la Cruzada y la Inquisición La cruzada contra los albigenses fue una lucha larga y penosa, en la que las razones religiosas y los intereses temporales anduvieron confusamente mezclados. El llamamiento papal fue acogido, sobre todo, por los caballeros de la Francia del norte, que encontraron un caudillo victorioso en Simón de Montfort. Pero a la cruzada antiherética se superponía una empresa de conquista, y la nobleza del sur unió sus fuerzas para defenderse contra los barones del norte que, por su condición de cruzados, pretendían adueñarse de las tierras del mediodía. Esa fue la razón de que se dieran sorprendentes anomalías, como la de que en la batalla de Muret muriese en el bando albigense, luchando contra los cruzados, un monarca tan católico como Pedro II de Aragón, que años antes había enfeudado su reino a la Santa Sede. Las luchas en el Languedoc se prolongaron, con varias alternativas, durante más de treinta años, hasta que la caída del castillo de Montsegur, última ciudadela de los albigenses, fue el golpe de gracia para la resistencia cátara (1244). La herejía fue desarraigada gradualmente por la acción de la Inquisición y, en el aspecto político, los grandes beneficiarios de la cruzada fueron los reyes de Francia, que terminaron por incorporar el condado de Toulouse a la Monarquía francesa. La lucha contra la herejía dio lugar al nacimiento de la Inquisición, como instrumento de defensa de la fe y represión de la herejía. Desde el siglo XII aparece una inquisición a nivel episcopal: los obispos tenían el deber de detectar los posibles herejes existentes en sus diócesis y entregarlos a la autoridad secular, para que les aplicase la pena pertinente. El poder civil, por su parte, cooperaba activamente en la persecución de la herejía, y el propio emperador Federico II, el gran adversario del Pontificado, promulgó en 1220 una constitución, ofreciéndose a la Iglesia como brazo secular y estableció la muerte en la hoguera como pena del crimen de herejía. Mas como la inquisición episcopal resultaba poco eficaz, el Papa Gregorio IX, en 1232, creó la Inquisición pontificia y la confió a los mendicantes, especialmente a la Orden dominicana, que desde entonces tuvo como una de sus misiones específicas la lucha contra la herejía. Así quedó constituida definitivamente la Inquisición eclesiástica, que cumplió una importante misión en la salvaguardia de la fe del pueblo cristiano. La naturaleza y modo de actuar de la Inquisición suscita a los ojos del historiador serios reparos: el procedimiento inquisitorial presentaba graves defectos, con el sistema de denuncias y testimonios secretos, que podía perjudicar gravemente a los acusados, y con la admisión de la tortura como medio de prueba. La crueldad de la pena por el delito de herejía –la muerte en la hoguera– es patente, y no queda mitigada alegando que la ejecución de las sentencias era de la competencia del brazo secular. Mas es de justicia reconocer también que el procedimiento inquisitorial, pese a sus defectos, ofrecía mayores garantías de equidad que los juicios ante los tribunales civiles contemporáneos. Debe tenerse en cuenta, igualmente, que la Inquisición tuvo la desgracia de ser hija de su tiempo, esto es, que su nacimiento coincidió con el endurecimiento general de la vida jurídica que se produjo en los siglos XIII y XIV como consecuencia del renacimiento del Derecho
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romano. Los juristas consideraban el Derecho romano como el ordenamiento perfecto – la «razón escrita»– y ese Derecho contenía una severísima legislación contra los herejes, que sirvió de pauta al sistema inquisitorial. No ha de olvidarse que la recepción romanística –un evidente progreso jurídico– contribuyó en Europa a la extensión de la pena de muerte; y conviene también recordar que en muchas regiones provocó un empeoramiento en la condición social de las clases campesinas, cuando se aplicaron a payeses y aparceros las leyes romanas del Bajo Imperio, que les redujeron a la situación de siervos de la gleba. Todos estos factores, de tan diverso signo, han de tenerse en cuenta cuando se quiere formular un juicio objetivo sobre la Inquisición. Pero en todo caso ese juicio resulta imposible para el observador actual que sea incapaz de situarse en el pasado y, desde allí, tratar de comprender el significado que tenía la fe religiosa, en una época en que esa fe representaba el supremo valor. Aquella sociedad puso en su defensa el mismo apasionado interés que han demostrado modernamente ciertos países occidentales en defensa de la libertad, hasta proscribir las ideologías y partidos totalitarios que pudieran amenazarla. Fue precisamente la seriedad misma con que se vivían las propias convicciones religiosas la razón de considerar a la herejía como el peor de los crímenes, aquel que ponía en peligro el sumo bien, la salvación eterna de los hombres. Tal vez un hombre «moderno», con su sensibilidad actual, tan solo acierte a comprender la conducta de sus mayores si toma como punto de referencia sus propias reacciones frente a las amenazas hacia unos bienes tan apreciados por la humanidad de hoy como puedan serlo la salud y la larga vida: el «hombre religioso» europeo puso en la lucha contra la herejía el mismo apasionado interés que el hombre moderno pone en la defensa de esos bienes, en la lucha contra el cáncer o la droga.
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XX. EL PONTIFICADO DE AVIÑÓN Y EL CISMA DE OCCIDENTE 1. Los Papas en Aviñón Los primeros años del siglo XIV, en los que puede situarse el comienzo de la Baja Edad Media, señalan también el principio de una nueva época en la vida de la Iglesia. Este período que ahora se abre presenta unos rasgos muy distintos del anterior, que ha sido llamado la Cristiandad medieval. Podría incluso considerarse bajo muchos aspectos un tiempo de decadencia, aunque será mejor decir simplemente que fue un período en el cual se puso de manifiesto en diversos terrenos una crisis muy profunda. Esta crisis afectó de modo particular al Pontificado, cuyo prestigio sufrió tan rudas pruebas que hasta llegó a ponerse en entredicho su autoridad suprema dentro de la propia Iglesia. Al mismo tiempo, una nueva mentalidad más secularizada –el «espíritu laico»– inspiraba en grado cada vez mayor la actitud de los poderes temporales frente a la Iglesia y el Papado. Aires nuevos parecían también conmover los fundamentos de la filosofía cristiana y el equilibrio espiritual de las gentes. Los pueblos del Occidente –no hace falta decirlo– seguían siendo hondamente cristianos; pero se echaba ahora de menos en la Iglesia aquella admirable capacidad creadora de que había hecho gala en los siglos anteriores. Estaba claro que era precisa una renovación, se sentía y proclamaba por doquier la necesidad de una «reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros»; pero faltaba la resuelta voluntad de acometerla en aquellos mismos que expresaban este anhelo e, incluso, en los Pontífices romanos. La Iglesia, en la hora final de la Edad Media, parecía carecer del dinamismo espiritual que hacía falta para afrontar los tiempos modernos y los grandes cambios que el mundo estaba a punto de sufrir. Benedicto XI, sucesor de Bonifacio VIII, tuvo un pontificado muy breve (1303-1304). A su muerte, y tras un largo y difícil cónclave, los cardenales se pusieron de acuerdo para elegir Papa a un no cardenal y designaron a Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos, que tomó el nombre de Clemente V (1305-1314). El nuevo Papa rehusó trasladarse a Italia, cuya situación incierta le causaba temor, y decidió que su coronación tuviera lugar en Lyon. Nunca llegaría a ir a Roma ni tampoco sus sucesores en mucho tiempo. Durante más de setenta años los Papas residirían en Francia y, a partir de 1309, en la ciudad de Aviñón. Ese período del Pontificado aviñonés ha sido llamado a veces la «segunda cautividad de Babilonia». La nota característica del Pontificado de Aviñón fue la preponderante influencia francesa. Esta influencia se hizo patente desde el primer momento, cuando Felipe el Hermoso impuso su voluntad a Clemente V en la cuestión de los templarios, y se mantuvo a lo largo de todo el período aviñonés. Téngase en cuenta que ahora los Papas consideraban la Monarquía francesa como el brazo secular del Pontificado, con una misión semejante a la que había tenido el Imperio en la época de la Cristiandad. Por lo
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demás, la influencia del rey de Francia era casi un imperativo geográfico, dado que la residencia papal de Aviñón se hallaba rodeada de territorios franceses. El predominio francés se manifestó también en la personalidad de los Papas, en la composición de la Curia, en los criterios que presidieron las creaciones cardenalicias. Lejos de Roma, la Sede apostólica perdió universalidad, se «afrancesó» y fue víctima de un aldeano espíritu localista que rebajó la autoridad del Pontificado. Los datos estadísticos correspondientes al período aviñonés hablan por sí solos: fueron franceses los siete Papas que se sucedieron en él; pero hubo más todavía: de los 134 cardenales creados durante estos pontificados, 113 eran franceses y de entre ellos las tres cuartas partes, originarios del mediodía de Francia. Es notorio que el Pontificado de Aviñón imprimió a la Iglesia católica unos rasgos acusadamente particularistas.
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2. La obra administrativa de los Papas de Aviñón Los Papas de Aviñón fueron excelentes administradores y prosiguieron la obra de centralización iniciada por sus predecesores romanos de la época gregoriana. La organización de los principales dicasterios de la Curia –oficios, tribunales, etc.–, indispensable para la efectiva gestión de un gobierno centralizado, fue llevada hasta su última perfección en el período aviñonés. Los Papas de Aviñón utilizaron intensamente el aparato administrativo que habían desarrollado con el fin de reservar a la Santa Sede la resolución de un número cada vez mayor de asuntos de las diversas iglesias particulares. Basta recordar la impresionante serie de volúmenes que comprende la edición del registro de la correspondencia oficial –bulas pontificias, cartas curiales, comunes o secretas, etc.– de la Curia papal de Aviñón, las decenas de miles de resoluciones que en ella se contienen, para sentir sincera admiración por aquella organización administrativa y por la eficacia de su funcionamiento. La finalidad primordial que persiguió la centralización aviñonense fue procurar que el mayor número de beneficios pasaran a ser de provisión directa de la Santa Sede. La Reforma gregoriana se había esforzado por sustraer las iglesias del poder de los señores laicos, introduciendo de nuevo la elección canónica como sistema ordinario de provisión de los principales cargos eclesiásticos. Ya vimos que ese sistema no siempre logró evitar las interferencias de los príncipes o los litigios electorales que exigían la intervención del Papado. Pero, en el siglo XIII, el Pontificado había dado un importante paso, cuando Clemente IV (1265) sentó el principio de que el Papa, como cabeza de la Iglesia, tenía poder de disposición sobre todos los beneficios; Clemente IV se reservó, además, la concesión de todas las prebendas «vacantes en la Curia», es decir, aquellas cuyo titular hubiera muerto en Roma y, más tarde, también, por extensión, en un radio alrededor de la Urbe de dos jornadas de viaje. La política centralizadora de los Papas de Aviñón se valió de esos precedentes para seguir avanzando del modo más resuelto. Uno de los recursos utilizados fue la progresiva ampliación del concepto de «beneficio vacante en la Curia». Cada vez fueron más las prebendas que se consideraron incluidas en ese capítulo y que se hallaban, por tanto, «reservadas al Papa». Los últimos pontífices aviñonenses extendieron la «reserva papal» a todos los «beneficios mayores», con lo que los obispados y abadías habían de ser siempre de provisión pontificia. Al final de la época de Aviñón, la gran mayoría de los beneficios estaban reservados al Papa y sustraídos a las elecciones capitulares y también, en teoría, a la influencia de los príncipes y patronos laicos.
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3. La hacienda pontificia El sistema de reservas se conjugó con la multiplicación de las tasas y exacciones fiscales que hicieron famosa la administración financiera del Papado aviñonés. Los Papas de Aviñón anduvieron especialmente necesitados de dinero. Les hacía falta para atender los importantes desembolsos que exigía la centralización administrativa, el sostenimiento del numeroso personal que exigían ahora los servicios de la Curia. Lo necesitaban para sufragar los crecientes gastos que ocasionaba la Corte pontificia, el Colegio de cardenales y las grandiosas construcciones del nuevo palacio apostólico de Aviñón, que todavía hoy pueden admirarse. En otros tiempos, los Estados de la Iglesia constituían la principal fuente de recursos del Pontificado; pero ahora esos territorios italianos se hallaban sumidos en la más completa anarquía y, lejos de contribuir al sostenimiento de la Curia aviñonesa, exigían dispendios muy cuantiosos para financiar la acción militar y política destinada a restablecer en ellos la autoridad pontificia. El procedimiento a que recurrió la Hacienda eclesiástica fue la creación de un sinfín de impuestos y gabelas que vinieron a gravar todos los actos –numerosísimos por razón de la centralización operada– en los cuales, de un modo o de otro, tuviera alguna intervención la Curia papal. El sistema fiscal aviñonense fue obra, sobre todo, del Papa Juan XXII (1316-1334) y constituyó un verdadero alarde de ingenio. Se discurrió una depurada técnica recaudatoria, con el fin de no desperdiciar la menor oportunidad de obtener algún ingreso. Los nuevos obispos o abades de designación pontificia debían abonar crecidas sumas por su nombramiento y pagar, además, las «annatas», parte alícuota de las rentas percibidas en el primer año de disfrute de su beneficio; este impuesto gravaba igualmente a los titulares de prebendas menores. Pero se idearon otros muchos conceptos tributarios: los «frutos intercalares», rentas correspondientes a beneficios vacantes, los derechos de «espolio», sobre las herencias de obispos y clérigos, las tasas por las innumerables gracias y dispensas que se solicitaban del Papa; la percepción del viejo diezmo de cruzada sobre los beneficios eclesiásticos se procuró ahora con renovado vigor. En fin, y para no prolongar más la relación, recordemos tan solo las «gracias expectativas», concesión de derechos sobre vacantes beneficiales todavía no existentes, pero que habrían de producirse en el futuro, y por las que debían abonarse tasas a partir del primer momento. La importancia de este capítulo salta a la vista si se tiene en cuenta que el número de «expectativas» concedidas superó en ciertos pontificados a la cifra de los beneficios otorgados en firme. El sistema financiero aviñonés consiguió incrementar en gran medida los ingresos de la Curia papal; pero esa ventaja no compensó de ningún modo el grave daño que causó al prestigio del Pontificado. La Sede Apostólica apareció a los ojos del mundo como poseída de una insaciable voracidad tributaria que desdecía de la dignidad de su altísimo ministerio. En la fiebre recaudatoria se dio incluso el caso de que las tasas adeudadas por beneficiarios ya difuntos fuesen exigidas a sus herederos, y que se impusieran toda clase de penas canónicas como medios de apremio para forzar al pago a los contribuyentes morosos. Consecuencia de todo ello fue la extensión por la Cristiandad de una imagen
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ingrata de los Papas y de la Curia, que perjudicó a su autoridad y contribuyó a difundir entre los pueblos de varias regiones un espíritu de crítica hostilidad hacia el Pontificado, que habría de producir resultados funestos en el futuro. Otros frutos desdichados de esta época fueron el auge del absentismo eclesiástico y la acumulación de prebendas en manos de personajes de la Curia, que recibían beneficios en diversos países y percibían sus rentas, pero sin desempeñar, en cambio, de modo efectivo ninguno de los oficios – obispados, abadías, etc.– para los que habían sido nombrados.
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4. Las nuevas corrientes doctrinales Mientras la prolongada ausencia de Roma y los hechos que acabamos de referir producían una indudable pérdida de prestigio del Pontificado, surgían doctrinas y se adoptaban actitudes que eran el reflejo de un nuevo espíritu que se abría camino en la Iglesia y en la Cristiandad. En cierto sentido, ese espíritu se ponía de manifiesto hasta en el círculo más íntimo de colaboradores del Papa, el Colegio cardenalicio. A mediados del siglo XIV ciertos canonistas exaltaban la autoridad del Sacro Colegio y pretendían que el Papa tuviese que contar necesariamente con los cardenales para el gobierno eclesiástico y que una «diarquía» ocupase así el lugar de la «monarquía» pontificia. Estas pretensiones tomaron cuerpo en 1352, con ocasión de la vacante producida por la muerte de Clemente VI. Como ya indicamos antes, se había introducido en ciertos cabildos catedrales, que tenían el derecho de elegir al obispo diocesano, la costumbre de suscribir pactos o capitulaciones entre los electores. Ahora, esa misma práctica se extendió al cónclave papal y, antes de la elección de Inocencio VI, todos los cardenales firmaron una «capitulación», por la que aquel que fuera designado Papa se comprometía a asociar a los miembros del Colegio cardenalicio, en todos los actos graves de su gobierno. Estas capitulaciones se renovaron en sucesivas vacantes pontificias de los siglos XIV y XV. Mucho más radicales fueron las actitudes doctrinales adoptadas por los teóricos antipapales, con ocasión sobre todo del conflicto entre el papa Juan XXII y el emperador Luis II de Baviera, que fue el último de los grandes enfrentamientos entre el Pontificado y el Imperio. En Alemania, a la muerte de Enrique VII (1314) se había producido una doble elección, en la que se repartieron los votos entre Federico de Austria y Luis de Baviera. Entonces, Juan XXII, cual si fuera un nuevo Inocencio III, creyó tener la decisión en sus manos, proclamó vacante el Imperio y designó vicario imperial para Italia al rey de Nápoles, Roberto de Anjou. Pero Luis de Baviera derrotó a su rival y rehusó renunciar a la Corona alemana, como Juan XXII le exigía. Otra vez se renovaron las actitudes y gestos de tiempos pasados: el Papa excomulgó a Luis II; Luis respondió con la elección de un antipapa, Nicolás V, y el conflicto se prolongó a lo largo de varios pontificados, hasta la muerte de Luis en 1347. La corte de Luis II se convirtió durante esos años en lugar de cita de los enemigos del Pontificado aviñonés. En tiempo de Juan XXII, las disputas entre franciscanos en torno a la cuestión de la pobreza llegaron a su punto álgido y los jefes de los «espirituales», defensores a ultranza de la pobreza total, fueron también ardientes «imperialistas» y varios de ellos buscaron refugio cerca del emperador, entre ellos, el ministro general Miguel de Cesena. Uno de los más famosos partidarios de Luis II, Marsilio de Padua, antiguo rector de la Universidad de París, compuso entonces el Defensor Pacis, una obra cuyas doctrinas sobre la naturaleza de la Iglesia eran abiertamente revolucionarias y representaban una franca ruptura con la doctrina cristiana medieval. Marsilio consideraba a la Iglesia como el «conjunto de los fieles que creen en Jesucristo e invocan su nombre». La estructura de esa Iglesia, según él, sería esencialmente democrática. Ciertos miembros de ella –los sacerdotes– habrían recibido
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de Dios por la ordenación el «carácter» sacramental, en virtud del cual podían consagrar la Eucaristía y perdonar los pecados. Mas ese poder sacramental no daría a los sacerdotes ninguna autoridad sobre los fieles, sino que esta tan solo podría conferirla el Estado y la concedía de hecho cuando «instituía» a un determinado sacerdote al frente de una diócesis o parroquia. Las conclusiones de Marsilio eran estas: el Papa no poseía ninguna potestad especial, sino tan solo el carácter sacerdotal; la Jerarquía eclesiástica era de institución humana, no divina; la Iglesia carecía de poder de jurisdicción y los sacerdotes tan solo podían recibir esa potestad del Estado. En fin, para Marsilio, la Iglesia carecía de cualquier soberanía y se hallaba en situación de estrecha dependencia con respecto al Estado. Guillermo de Ockam, que como franciscano «espiritual» había buscado también refugio en la corte de Luis II, sin profesar una doctrina tan radical como la de Marsilio, afirmaba que en la Iglesia la autoridad suprema pertenecía a la asamblea de los fieles, de la que el Papa y la Jerarquía serían simples órganos administrativos, encargados del culto y de los sacramentos. Por lo demás, Ockam exaltaba el papel que correspondía al Imperio dentro de la Cristiandad, en la misma medida en que rebajaba la autoridad del Papado.
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5. El espíritu laico y los Estados nacionales Marsilio de Padua, al proclamar la absoluta supremacía del Estado y su independencia con respecto a cualquier concepción de orden metafísico o moral, llevaba hasta sus últimas consecuencias una doctrina y un espíritu –el «espíritu laico»– que estaban ampliamente difundidos en el siglo XIV. La recepción del Derecho romano contribuyó de modo decisivo a fortalecer el poder real y a preparar el advenimiento de las modernas monarquías nacionales. Los juristas al servicio de los reyes jugaron un importante papel en esta evolución, y entre ellos tuvieron un lugar destacado los célebres «legistas» franceses, consejeros de Felipe el Hermoso en sus luchas con Bonifacio VIII. No hay que pensar que estos típicos representantes del «espíritu laico» profesaran una ideología anticristiana o tratasen de crear un estado religiosamente neutro. Seguían siendo cristianos, al igual que sus reyes, y consideraban la defensa de la religión como el fin principal del Estado. Pero rechazaban el sistema político de la Cristiandad y proclamaban la absoluta independencia del poder real con respecto al Pontificado. Esta secularización del Estado cerraba el paso a cualquier intervención de los Papas que supusiera mengua de la autoridad soberana; pero, al mismo tiempo, la omnipotencia del poder real se extendía también a los asuntos eclesiásticos y favorecía la configuración de Iglesias «nacionales» en los distintos reinos. Estas tendencias se pusieron de manifiesto durante los siglos XIV y XV en los principales estados occidentales. Un paso importante en el ocaso del viejo sistema político de la Cristiandad lo dio el emperador Carlos IV al publicar la «Bula de Oro» (1356), que regulaba la elección imperial. Carlos trató, por una parte, de acentuar el carácter alemán del Imperio, renunciando a las tradicionales pretensiones sobre Italia; pero resolvió a la vez cortar aquella singular relación constitucional con el Pontificado, que el Imperio había tenido durante muchos siglos. La «Bula de Oro» declaraba que el rey de Alemania sería designado por los siete príncipes electores, y que el rey elegido sería el emperador. En ningún momento se hacía mención del Papa, y este intencionado silencio quería significar que la confirmación pontificia no era ya precisa para que lograse su plenitud la potestad imperial. En Inglaterra, desde finales del siglo XIII se elevaban voces en contra de las reservas pontificias y del sistema de tasas. Esta hostilidad se incrementó durante la época de Aviñón, porque la Guerra de los Cien Años fomentaba la desconfianza hacia un Pontificado que aparecía estrechamente ligado a Francia. Se dictaron nuevas leyes que ponían grandes trabas a las relaciones entre el Papado y la Iglesia en Inglaterra. El estatuto de «Provisores» (1351) y los estatutos de «Praemunire» (1353 y 1393) vinieron de hecho a dejar en manos del monarca la provisión de toda suerte de beneficios eclesiásticos; sancionaron igualmente con penas de reclusión perpetua y confiscación de bienes las apelaciones a los tribunales pontificios contra las sentencias dictadas por tribunales ingleses. Los estatutos prohibieron, todavía, la aceptación de bulas papales y el envío de cualquier suma de dinero con destino al Papa. Estas medidas contribuyeron a «nacionalizar» la Iglesia y a someterla a la autoridad regia. El Concordato de 1418, entre
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Martín V y la «nación» inglesa presente en el Concilio de Constanza, vino a sancionar la existencia de una «Iglesia anglicana», fielmente sumisa al rey desde un siglo antes de la Reforma protestante. En Francia, el «espíritu laico» y el robustecimiento del poder real dieron vida al galicanismo. Los setenta años del Papado de Aviñón, con la íntima vinculación entre el Pontificado y la monarquía francesa, contuvieron temporalmente las tendencias galicanas, bien visibles ya durante el conflicto con Bonifacio VIII. Mas, terminada la época de Aviñón, el Cisma de Occidente fue aprovechado por los reyes franceses para acentuar su autoridad sobre la Iglesia. En los últimos años del siglo XIV y primeros del XV, se reunieron Concilios y «Asambleas del Clero», que trataron de restaurar en todos los terrenos las llamadas «libertades de la Iglesia galicana», consistentes ante todo en sustraer la Iglesia a la autoridad pontificia, para sujetarla al poder real. La circunstancia de que el Pontífice residente en Aviñón no fuera ahora un francés, sino el aragonés Pedro de Luna –Benedicto XIII– contribuyó al progreso del galicanismo, que estuvo jalonado por hechos resonantes, como la «sustracción de obediencia» del reino de Francia al Papa Luna en 1398 –sin rendir por ello obediencia al Papa de Roma– y las Ordenanzas eclesiásticas de 1407, que han sido llamadas el acta oficial del nacimiento del galicanismo. El proceso regalista en Francia culminó con la asamblea del clero, reunida en Bourges por Carlos VII, que promulgó la Pragmática Sanción de 1438. Este texto, carta magna del galicanismo, otorgaba al rey de Francia un amplio derecho de vigilancia sobre la Iglesia. Quedaba esta, en muchos aspectos, desligada de Roma y sujeta a la jurisdicción de los oficiales reales. Abolidas las reservas beneficiales pontificias, limitadas las tasas apostólicas, se suprimieron también los recursos al Papa y, con el fin de impedirlos, se introdujeron las llamadas apelaciones ab abusu, procedimiento para someter a los tribunales del rey todas las resoluciones de las autoridades eclesiásticas. La Pragmática Sanción de Bourges, aplicada con más o menos rigor según las épocas, consagró en todo caso un particularismo eclesiástico francés, que perduraría hasta la época revolucionaria.
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6. El retorno del Papa a Roma La ciudad de Aviñón, donde los Papas permanecieron tantos años, nunca fue considerada como definitiva residencia pontificia. El Papa seguía siendo obispo de Roma y los pontífices aviñonenses proclamaban su invariable intención de retornar en un futuro a la Urbe. Jamás se pensó en trasladar para siempre la capitalidad de la Iglesia de Roma a Aviñón, y la presencia papal a orillas del Ródano se consideró en todo momento como una situación excepcional, destinada a desaparecer el día en que las circunstancias permitieran el regreso del Papa a su cátedra romana. Este cambio en las circunstancias comenzó a producirse a medida que avanzaba la segunda mitad del siglo XIV. Un factor de considerable importancia que facilitó el retorno de los Papas a Roma fue la pacificación de los Estados pontificios. Los territorios italianos de la Iglesia habían atravesado un largo período de anarquía, durante el cual fue prácticamente ignorada la autoridad temporal pontificia. Surgieron por doquier tiranos locales y la propia ciudad de Roma estuvo dominada por un exaltado partido popular, cuyo principal representante fue el «tribuno» Cola di Rienzo. La restauración de la soberanía papal en Italia fue obra del cardenal Gil de Albornoz, antiguo arzobispo de Toledo. El cardenal Albornoz, en el curso de reiteradas campañas que tuvieron lugar entre los años 1351 y 1367, restableció el orden en los Estados pontificios. Todavía hoy subsisten en distintos lugares las famosas «rocas» albornocianas, fortalezas erigidas por el cardenal para asegurar el dominio militar sobre la región. Las Constitutiones Aegidianae reorganizaron la administración de los territorios de la Iglesia y contribuyeron a consolidar la paz conseguida por las armas. El éxito de la pacificación albornociana favoreció a los que anhelaban un pronto retorno de los Papas a Roma. Eran estos los mejores espíritus de la Cristiandad, las almas capaces de comprender el grave daño que causaba a la Iglesia la indefinida prolongación de aquella situación anómala. Petrarca imploraba ardientemente a Urbano V que pusiera fin al exilio de Aviñón; pero fueron seguramente dos mujeres las personas que más influyeron en el regreso de los Papas a la Ciudad Eterna: santa Brígida (13031373) viuda, vidente y fundadora, que desde su lejana Suecia natal se había trasladado a Roma a mediados de siglo, y, sobre todo, santa Catalina de Siena. Fue esta una figura excepcional de mujer, adornada de gracias extraordinarias y apasionada por el bien de la Iglesia. Sus escritos y exhortaciones contribuyeron quizá decisivamente a mover la voluntad de los Papas para el ansiado retorno a Roma. En 1367, después de sesenta y dos años de ausencia papal, Urbano V regresó a Roma; pero poco más tarde, en 1370, intimidado por las dificultades y peligros que hallaba en Italia, Urbano tomó de nuevo el camino de Aviñón, donde murió a poco de llegar. Su sucesor, Gregorio XI (1370-1378), instado por santa Catalina, decidió abandonar definitivamente Aviñón y fijar la residencia papal en Roma. El Pontífice entró en la ciudad en enero de 1377, para morir allí en marzo del año siguiente. La desaparición de Gregorio XI conduciría en breve tiempo a la Iglesia a una de las crisis más penosas de su historia: el Cisma de Occidente.
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7. El Cisma de Occidente El cisma se produjo a raíz de la elección del sucesor de Gregorio XI. El Colegio cardenalicio contaba con una gran mayoría de miembros franceses, como había sido habitual durante todo el período aviñonés. El pueblo de Roma deseaba vivamente que el nuevo Papa fuese romano o, cuando menos, italiano, para evitar cualquier veleidad de retorno a Aviñón, nada improbable si el elegido era un cardenal francés. El cónclave se reunió en un clima apasionado de tumultos populares y el 8 de abril la elección recayó en un prelado italiano que no era cardenal, el arzobispo de Bari, Bartolomé Prignano, entronizado seguidamente con el nombre de Urbano VI (1378-1389). En un primer momento la elección pontificia fue aceptada por todos, pero no tardaron en surgir tensiones que produjeron un duro enfrentamiento entre el nuevo Papa y la mayoría francesa del Sacro Colegio. Entonces, los cardenales que constituían esa mayoría abandonaron Roma y declararon públicamente que la elección de Urbano era inválida, por falta de libertad en los electores que habrían obrado coaccionados por las amenazas del pueblo romano. Seguidamente, en septiembre del mismo año, ese grupo de cardenales se reunió en la villa de Fondi y procedió a una nueva elección en favor del cardenal Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII (1378-1394). Los dos elegidos se excomulgaron mutuamente y el cisma quedó instituido de modo oficial. El Cisma de Occidente se prolongó durante cuarenta años, con grave daño de la Iglesia. Desde un principio la Cristiandad se escindió en dos «obediencias», en las que se agruparon las naciones que reconocían al Papa de Roma o al de Aviñón. La razón de la amplitud y persistencia del cisma ha de buscarse en las mismas circunstancias que rodearon su nacimiento. Es cierto que no era esta la primera ocasión en que aparecía un antipapa, fenómeno histórico que contaba con abundantes precedentes en los siglos pasados. Pero otras veces la Iglesia Universal no había tenido serias dudas acerca de quién fuera el Papa legítimo, aun cuando, por diversas razones, alguna facción eclesiástica o incluso el propio emperador hubieran reconocido a un seudopontífice; ahora, en cambio, la situación era distinta, pues la legitimidad de uno u otro Papa dependía de la validez o invalidez, tan difíciles de comprobar, de la discutida elección de Urbano VI. No faltaron, sin duda, en los orígenes de esta crisis eclesiástica, influencias de signo bien terreno, y en tal sentido aparece claro que el apoyo prestado a Clemente VII por el rey de Francia, deseoso de restaurar el Papado aviñonés, contribuyó en buena medida a la consolidación del cisma. Pero la realidad es que la Cristiandad se encontró frente al hecho de la simultánea existencia de dos Papas, cada uno de los cuales pretendía ser el legítimo vicario de Cristo, el uno con sede en Roma, la Ciudad Eterna, y el segundo en Aviñón, esa otra ciudad que, desde hacía setenta años, las gentes se habían acostumbrado a considerar como residencia pontificia. Todas estas razones ayudan a comprender no tan solo por qué los príncipes y las naciones se dividieron entre las varias obediencias, por motivaciones en buena parte de orden temporal y político, sino también el que la incertidumbre alcanzara incluso a muchos espíritus profundamente religiosos,
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que obraban con indudable rectitud y movidos por un sincero afán de fidelidad a la Iglesia. El simple dato de que santos canonizados –santa Catalina de Siena y san Vicente Ferrer, por ejemplo– militasen en contrapuestas obediencias es un indicio de hasta qué punto el Cisma había sembrado la confusión en las conciencias de los fieles. El final del cisma y la reunión de la Cristiandad bajo un solo pastor seguía constituyendo, sin embargo, el supremo anhelo de la Cristiandad. Pero entre tanto la división se prolongaba y las nuevas elecciones papales celebradas en Roma y Aviñón parecían augurar un indefinido mantenimiento de la escisión. No dieron fruto las incontables soluciones propuestas para poner término a la disputa, pues las dos partes se mostraban irreductibles y, pese a sus declaraciones en pro de la unidad de la Iglesia, en la práctica rehusaban cualquier efectivo acercamiento que preparase de algún modo el final de la escisión. Poco a poco, a medida que pasaban los años, se abrió camino la idea de que solamente un Concilio sería capaz de terminar con el Cisma. En 1408, Gregorio XII era Papa en Roma y Benedicto XIII –Pedro de Luna– encabezaba desde hacía catorce años la obediencia de Aviñón. Ante la imposibilidad de lograr un entendimiento entre ellos, un grupo de cardenales romanos y aviñonenses se puso de acuerdo para convocar en Pisa un Concilio destinado a poner fin al Cisma. El Concilio de Pisa se reunió en 1409, declaró depuestos a los dos Pontífices de Roma y Aviñón y eligió Papa al arzobispo de Milán, Pedro Filarghi, con el nombre de Alejandro V. En la práctica, nada se había conseguido, pues ni uno ni otro de los depuestos Pontífices aceptó esa solución y el resultado fue que la Cristiandad quedó sumida en una confusión todavía mayor, y repartida ahora no ya entre dos, sino entre tres obediencias. La Iglesia parecía hallarse en un callejón sin salida y la idea de que tan solo un Concilio verdaderamente universal podía sacar a la Cristiandad del atolladero se extendía cada vez más y encontraba un ardiente valedor en el recién elegido monarca alemán Segismundo. Juan XXIII, el nuevo «papa de Pisa», sucesor de Alejandro V, hubo de buscar el apoyo de Segismundo y, a instancias del emperador, se decidió a promulgar, en diciembre de 1413, la bula de convocatoria del Concilio Ecuménico de Constanza.
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XXI. LA ÉPOCA DEL CONCILIARISMO 1. El Concilio de Constanza El Concilio fue inaugurado oficialmente por el «Papa de Pisa», Juan XXIII, el 1 de noviembre de 1414. Lentamente, a medida que fueron llegando las delegaciones de los diversos reinos, la actividad conciliar fue cobrando cada día un ritmo más vivo. En los primeros meses del 1415, la pequeña ciudad imperial de Constanza se había convertido – y lo sería durante tres largos años– en la sede de un Concilio que, por sus singulares características, podía parecer más bien la gran Asamblea de las naciones cristianas de Europa, congregadas con el afán de recomponer definitivamente la anhelada unidad de la Iglesia. Juan XXIII, que había convocado el Concilio, esperaba que en Constanza se confirmaría su legitimidad y toda la Cristiandad le reconocería como único Pontífice. La confianza de Juan XXIII se fundaba también en el hecho de que los prelados italianos formaban la mayoría de la Asamblea y esos prelados eran casi todos partidarios suyos, puesto que Italia, salvo contadas excepciones, había abandonado por entonces al papa romano Gregorio XII para seguir a Juan XXIII. Pero se hallaba pendiente un problema crucial, el del sistema de voto, cuya solución condicionaría el futuro curso del Concilio, como en otro momento histórico –los Estados Generales de 1789– habría de decidir el comienzo de la Revolución Francesa. Frente a la norma tradicional en los Concilios del voto individual de los miembros con pleno derecho, la mayoría de las representaciones no italianas exigió ahora que se implantase el procedimiento del voto por «naciones», y este criterio fue el que prevaleció. Cada una de las «naciones» habría de deliberar por separado y acordar así el sentido del voto único que correspondía dar a la «nación». Era un sistema nuevo en la historia conciliar, pero que guardaba cierta analogía con el usual en algunas asambleas políticas contemporáneas –Cortes, Parlamentos, Estados Generales– entre las que era frecuente la división en brazos o estamentos. Las «naciones» conciliares de Constanza no respondieron exactamente a la idea que hoy tenemos de nación o estado nacional. La «nación» inglesa englobaba a los representantes de Inglaterra, Escocia, Irlanda y Gales y la italiana, a los padres procedentes de la Península y de varias islas mediterráneas, que en modo alguno constituían una unidad política. La «nación» alemana, por su parte, comprendía el Imperio y los otros países del centro y norte de Europa. Tan solo la «nación» francesa coincidía prácticamente con Francia. Cada una de esas «naciones», pese a la desigualdad numérica de sus miembros, dispuso de un voto y otro se atribuyó al Colegio cardenalicio. Más tarde se agregó al Concilio una quinta «nación», la española, cuando llegaron a Constanza los representantes de los reinos hispánicos que hasta entonces habían permanecido en la obediencia de Benedicto XIII, el papa Luna. El emperador Segismundo, que desde el primer momento asumió un papel de protagonista en el Concilio, expresó el parecer de que la abdicación de los tres Papas de
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Roma, Aviñón y Constanza –Gregorio XII, Benedicto XIII y Juan XXIII– era condición indispensable para la efectiva solución del Cisma que dividía a la Cristiandad. Las «naciones» no italianas se fueron adhiriendo a la opinión de Segismundo y Juan XXIII, que esperaba ser reconocido como único Papa, vio desvanecerse la esperanza de que el Concilio le otorgara la ansiada confirmación. Entonces concibió un arriesgado proyecto, que puso en práctica el 20 de marzo de 1415; en vez de abdicar, huyó de Constanza disfrazado y buscó refugio en los dominios de su partidario el duque Federico de Austria. Juan XXIII trató de justificar su conducta, alegando que en Constanza carecía de seguridad, e invitó a los miembros del Concilio para que acudieran en su seguimiento. La huida de Juan XXIII produjo enorme desconcierto y buen número de cardenales y prelados abandonaron Constanza y marcharon a reunirse con él. Estaba en el aire la misma supervivencia del Concilio, al desaparecer el Pontífice que lo había reunido y en cuya convocatoria se había fundado su legitimidad y su carácter ecuménico. En aquella hora crítica, la prosecución del Concilio se debió, históricamente, a dos razones principales: a la resuelta actitud del emperador Segismundo, que desplegó una incansable actividad para superar la crisis, y a la postura de un grupo de cardenales y teólogos, que dieron un paso trascendental al adoptar una doctrina eclesiológica fundada en los presupuestos de las teorías conciliaristas.
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2. Las doctrinas conciliaristas El 6 de abril de 1415, cuando apenas habían transcurrido dos semanas desde la huida de Juan XXIII, quedaba aprobado el decreto Sacrosancta, donde se declaraba que el Concilio general reunido en Constanza representaba a la Iglesia católica, había recibido su autoridad directamente de Cristo y que a su autoridad estaban sometidos todos los poderes, incluso el del Papa, en lo referente a la fe, a la abolición del cisma y a la reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros. De este modo, el Concilio de Constanza hacía suya la doctrina de la superioridad del Concilio universal sobre el Papa, que había sido propuesta por Juan Gerson, canciller de la Universidad de París, y que con él profesaban otros muchos doctores, especialmente parisienses y alemanes. El decreto Sacrosancta, para su adecuada comprensión, ha de considerarse dentro del contexto de la hora crítica en que se promulgó, un momento de crisis profunda para la Iglesia y, sobre todo, para el Pontificado romano. Esta crisis venía arrastrándose desde hacía más de un siglo y en este trance parecía tocar ya fondo. El período aviñonés y los cuarenta años de cisma habían comprometido gravemente el prestigio del Papado. Ahora, la situación de emergencia que se había producido dio pie a que se planteara la cuestión de la propia estructura de la Iglesia y a que se decretase la superioridad del Concilio sobre el Papa y la proclamación de aquel como instancia suprema de la Iglesia católica. Las teorías conciliaristas no eran novedades de última hora, que irrumpían súbitamente en el horizonte doctrinal de la Iglesia, como consecuencia del cisma y de los recientes acontecimientos. En las disputas medievales sobre las relaciones entre poder espiritual y poder temporal, se habían expuesto en más de una ocasión por los polemistas antipapales opiniones contrarias a la supremacía pontificia, dentro de la Iglesia y de la Cristiandad. Así ocurrió, por ejemplo, durante el siglo XIV, en las obras de Marsilio de Padua y Guillermo de Ockam. Mas parece ser que los teólogos y canonistas de Constanza no tuvieron necesidad de recurrir como principal fuente de inspiración a los escritos de los doctrinarios antipapales, sino que en la inmensa masa de textos recogidos en el «Decreto» de Graciano o en las colecciones de «Decretales» y en los comentarios de decretistas y decretalistas hubieron de encontrar base suficiente para respaldar sus argumentos conciliaristas. En efecto, todas las cuestiones imaginables –desde la hipótesis del «papa hereje» a las relaciones entre autoridad del Papa y del Concilio Ecuménico, o los distintos sentidos en que podía entenderse la locución «Iglesia romana»–, todas las cuestiones posibles habían sido formuladas en las glosas y discutidas en las escuelas. La novedad estaba en la mentalidad, en el espíritu con que se abordaban aquellas cuestiones, planteadas en otros tiempos como casos teóricos, buenos solo para la disputa académica, y convertidas ahora en problemas vivos y acuciantes, de urgente actualidad. Proclamada su propia supremacía en la Iglesia, el Concilio entabló un proceso contra Juan XXIII, que fue declarado culpable y depuesto del Pontificado. Convertido de nuevo en el cardenal Baltasar Cossa, fue recluido como prisionero en un castillo. Poco después, el anciano Pontífice romano Gregorio XII, deseoso de contribuir a la solución del Cisma y pacificación de la Iglesia, llevó a cabo dos actos que tenían auténtica trascendencia:
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promulgó la bula de convocación del Concilio de Constanza, con lo cual quedaba este legítimamente constituido; y seguidamente, dando un insigne ejemplo a la Cristiandad, abdicó por su espontánea voluntad, pasando a ser otra vez, hasta su muerte, el cardenal Ángel Correr, obispo de Porto. Desaparecidos así de la escena dos de los tres Pontífices rivales, tan solo quedaba por conseguir la renuncia del tercero, el aragonés Benedicto XIII. El emperador Segismundo se encargó personalmente de la cuestión y negoció en Perpiñán con el papa Luna. Pero este, que era hombre de indomable talante y se hallaba firmemente persuadido de su legitimidad, no se dejó persuadir y, abandonado por todas las naciones, halló un último refugio en la fortaleza de Peñíscola, a orillas del Mediterráneo. El Concilio, tras el fracaso de Segismundo, instruyó un proceso contra Benedicto XIII, que fue condenado y depuesto en julio de 1417. El papa Luna sobrevivió todavía varios años, hasta 1423, encerrado en el castillo de Peñíscola que, a los ojos de sus fieles, aparecía como la nueva «arca de Noé», en medio del diluvio que anegaba la Iglesia.
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3. La elección de Martín V En el verano de 1417, la deposición de Benedicto XIII eliminaba los últimos restos del cisma que durante tantos años había dividido a los pueblos de la Europa cristiana. Ahora quedaba por fin expedito el camino para la elección de un nuevo Papa, que fuese reconocido por toda la Cristiandad y restableciera la anhelada unidad de la Iglesia. Pero el Concilio, que había logrado acabar con el cisma, se hallaba dividido en cuanto al orden según el cual se habría de proceder en adelante. Todos estaban de acuerdo en que los dos grandes negocios todavía pendientes eran la elección pontificia y la reforma de la Iglesia. Mas la desavenencia surgía a propósito de cuál de las dos cuestiones había de ser resuelta antes. El emperador Segismundo pretendía que se diese precedencia a la reforma, de tal manera que fuera el Concilio quien, en su calidad de suprema autoridad eclesiástica, la llevase a término y colocase así al futuro Papa ante el hecho consumado de una Iglesia renovada. La mayoría de las «naciones» deseaban, sin embargo, poner rápido término a la orfandad de la Iglesia por la elección de un nuevo Papa y confiar a este, en unión con el Concilio, la misión de dirigir la reforma eclesiástica. El compromiso a que se llegó quedó plasmado en el decreto Frequens, de 9 de octubre de 1417, que dispuso la periódica reunión del Concilio ecuménico. De este modo, quienes temían que la elección papal pudiera dilatar sine die la reforma eclesiástica recibían la garantía de que no sería así y que los futuros Concilios velarían por que se realizase. El decreto Frequens estableció que el próximo Concilio se celebraría al cabo de cinco años, el siguiente a los siete y los sucesivos, de diez en diez años; si surgía un cisma, el Concilio ecuménico se reuniría sin necesidad de convocatoria. Una periodicidad conciliar se había previsto desde antiguo en la Iglesia a nivel regional y –como se vio en otro lugar– la disciplina eclesiástica se esforzó durante mucho tiempo por conseguir la celebración anual de los Concilios provinciales. Pero la transformación del Concilio ecuménico en asamblea periódica constituía una novedad sin precedentes en la tradición eclesiástica. Este hecho, unido a la declaración de supremacía del Concilio contenida en el decreto Sacrosancta, equivalía a modificar sustancialmente la constitución de la Iglesia y a convertir esta en una especie de monarquía parlamentaria. Para que todo fuera insólito en esta hora singular de la vida de la Iglesia, el colegio electoral del nuevo Papa se formó esta vez, y sin que sirviera de precedente, por los 23 cardenales presentes en Constanza, a los que se agregaron treinta electores más, seis por cada una de las cinco naciones del Concilio. El cónclave se constituyó el 8 de noviembre en el «Kaufhaus» –el palacio de los mercaderes–, y tres días después, el 11, el cardenal Otón Colonna era elegido Papa y tomaba el nombre de Martín V. La elección pontificia fue acogida con inmensa alegría por el pueblo de Constanza y por Europa entera. Por fin, después de tantos años de espera, la Cristiandad volvía a estar unida bajo un solo pastor, cuya legitimidad era universalmente reconocida. En los meses siguientes, el Concilio aprobó varias medidas parciales de reforma de la Iglesia y se concluyeron los llamados «concordatos de Constanza», acuerdos sobre cuestiones eclesiásticas entre el Papa y las diversas «naciones» conciliares. En abril de 1418, el Concilio se clausuró y
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Martín V marchó pronto camino de Italia, tras declarar que el próximo Concilio se celebraría cinco años más tarde en Padua. Clausurado el Concilio podía hacerse ya el balance de la obra llevada a cabo en Constanza. La asamblea –que había sido el más largo Concilio universal conocido hasta entonces– tenía en su haber algunos éxitos indiscutibles: había puesto fin a cuarenta años de cisma, había devuelto la unidad espiritual a la Cristiandad europea, había dado un Papa indiscutido a la Iglesia. Como contrapartida habría que decir que los decretos promulgados por el Concilio –que Martín V no promulgó formalmente– dirigidos a limitar los poderes del Papa y a dar una constitución conciliarista a la Iglesia, no solo despertaban justificados recelos en el terreno doctrinal, sino que contenían también los gérmenes de futuros conflictos. Estos conflictos culminaron en el abierto enfrentamiento que pronto se produjo entre el Papado y el Concilio de Basilea.
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4. Eugenio IV y el Concilio de Basilea En 1423, al cumplirse cinco años de la clausura del Concilio de Constanza, Martín V, de acuerdo con las normas del decreto Frequens, reunió un Concilio en Pavía. Concurrieron al sínodo muy pocos obispos, y la peste obligó, además, a trasladarlo a Siena, donde fue disuelto a principios de 1424. Otra vez, en 1430, se cumplía el segundo plazo establecido por el decreto de Constanza. Martín V, sometido a diversas presiones, resolvió de mala gana convocar el Concilio en Basilea y designó como legado para presidirlo a un prelado ilustre, el cardenal Cesarini. Poco después falleció y fue elegido su sucesor, Eugenio IV (1431-1447). Bajo su pontificado iba a dilucidarse el gran problema constitucional que se hallaba planteado en la Iglesia: la supremacía del Papa o del Concilio. Los comienzos del Concilio de Basilea fueron inciertos. Pasaba el tiempo y eran muy pocos los padres que se habían incorporado al sínodo. A finales de 1431, Eugenio IV, nada entusiasta de la doctrina conciliar, creyó llegado el momento de poner fin a la asamblea, que apenas había iniciado sus trabajos, y el 18 de diciembre publicó la bula de disolución, tras anunciar futuras reuniones conciliares en Bolonia y Aviñón. Pero, cuando la bula de disolución llegó a Basilea, el Concilio había celebrado ya la primera sesión solemne donde se proclamaron como sus objetivos fundamentales la supresión de la herejía husita, la paz y la reforma de la Iglesia. Y ocurrió entonces un hecho que era de presumir, dado el clima dominante en la asamblea: el Concilio rehusó obedecer lo dispuesto por la bula del Papa, se proclamó legítimamente reunido y reiteró su propia primacía dentro de la Iglesia. El legado Cesarini abandonó la presidencia, pero permaneció en Basilea y dirigió a Eugenio IV cartas apremiantes, rogándole que revocase la orden de disolución del Concilio. Cesarini no era infiel al Pontífice; mas había pasado los últimos años en Alemania, dirigiendo incluso una infortunada cruzada contra los husitas, y, buen conocedor como era de la situación existente en los países germánicos, creía en la necesidad del Concilio y temía los peores males para la Iglesia, si se producía una ruptura entre el Papa y la asamblea conciliar. El emperador Segismundo y otros monarcas cristianos presionaban a Eugenio IV para que cediera, y entre tanto se declaraban en favor del Concilio, y esa misma actitud adoptó la mayoría del Colegio cardenalicio. La postura del Concilio frente al Papa se hacía más arrogante de día en día y, por fin, al cabo de tres años de tensiones, el Pontífice, que se encontraba cada vez más solo, hubo de acceder a revocar el decreto de disolución y reconoció la legitimidad de la asamblea de Basilea. Era un resonante triunfo conciliarista sobre el Papado. Entre tanto, el Concilio había ido perfilando los rasgos de su constitución y funcionamiento, que le infundieron una personalidad inconfundible. Si el concilio de Constanza había revestido la forma de un congreso de naciones cristianas, el de Basilea fue sobre todo una asamblea de canonistas y teólogos. Los prelados eran una pequeña minoría, que apenas representaba del 10 al 20 por 100 de los miembros. El resto lo constituía una confusa muchedumbre de clérigos –seculares y regulares– que se incorporaban al Concilio sin más requisito que prestar el juramento prescrito. Y todos los
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miembros, desde cardenales a simples licenciados o bachilleres, compartían los mismos derechos de voz y voto y se creían inspirados por el Espíritu Santo.
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5. La victoria del Pontificado sobre el conciliarismo El Concilio de Basilea se apuntó un éxito al conseguir –como veremos– un acuerdo con los husitas. Victorioso, además, en su disputa con el Papa y reconocida universalmente su legitimidad, se hallaba en buenas condiciones para abordar la gran cuestión de la reforma y dictó, en efecto, algunas medidas acertadas con este fin. Pero la inquietud reformista de los conciliares de Basilea tras su victoria sobre Eugenio IV giró primordialmente en torno al Pontificado y al gobierno central de la Iglesia. Se trató de modificar la elección pontificia y la composición del Colegio de cardenales; la potestad papal fue objeto de crecientes limitaciones, y se decretó incluso la supresión de las annatae y otras tasas, ciertamente impopulares, pero sin las cuales resultaba muy difícil el mantenimiento de la Curia romana. A la vez, el Concilio creó en Basilea un aparato administrativo, a manera de Curia paralela, que revelaba peligrosos designios de compartir con el Papa, de modo permanente, el supremo gobierno eclesiástico. La creciente radicalización del clima que se respiraba en Basilea hacía prever que antes o después habría de producirse una nueva y definitiva ruptura entre el Papa y el Concilio. La ocasión próxima de la crisis fue el proyectado Concilio unionista con los griegos. El emperador bizantino Juan VIII, amenazado por los turcos, ansiaba la pronta celebración del concilio y estaba de acuerdo con Eugenio IV en que tuviese lugar en alguna ciudad italiana. En Basilea, el grupo conciliarista dominante exigía que los griegos acudiesen a aquella misma localidad o, en su defecto, a Aviñón. Entre tanto, la posición del Pontificado había mejorado considerablemente. La situación en Italia le era más favorable y la actitud misma de los griegos contribuía a robustecer el prestigio del Papa. En el verano de 1436, Eugenio IV dirigió a los príncipes cristianos un memorial –el Libellus Apologeticus–, en el que hacía una severa crítica de los abusos y errores cometidos por el Concilio. Un año más tarde, el Papa ordenó el traslado del Concilio a Ferrara, la ciudad a donde acudirían los griegos. Entonces se produjo la inevitable crisis: la mayoría de los miembros se negó a obedecer y permaneció en Basilea, mientras el cardenal legado Cesarini y un grupo de padres acataron el mandato del Papa y marcharon a Ferrara. Eran estos unos hombres que creyeron en el Concilio, por estimarlo el instrumento adecuado para realizar la reforma de la Iglesia, y hasta última hora se habían esforzado por enderezar su rumbo. Entre ellos figuraba el sabio Nicolás de Cusa (1401-1464), que en su tratado De concordantia catholica había intentado armonizar la tradición eclesiástica con la doctrina conciliarista y que en adelante iba a prestar eminentes servicios al Pontificado. Nicolás de Cusa fue luego cardenal y legado papal en Alemania, contribuyendo a la recepción humanista en los países germánicos. Su famosa obra la Docta Ignorancia es bien representativa de las corrientes antirracionalistas que aparecieron con fuerza en el horizonte intelectual del final del Medievo. Tras la salida de la minoría de padres que eran fieles al Papa, el Concilio de Basilea derivó por derroteros abiertamente revolucionarios. La asamblea instruyó un proceso a Eugenio IV, y el 25 de junio de 1439 le declaró depuesto del Pontificado. La votación de
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esa sentencia constituye una buena muestra del carácter que había tomado el «Concilio»: tan solo siete obispos se hallaban presentes, entre más de 300 clérigos. La respuesta del Papa fue la constitución Moyses, del 4 de septiembre, que deponía y excomulgaba a todos los componentes del «conventículo» de Basilea, los declaraba reos de herejía y como herejía condenaba también la propia doctrina conciliarista. Poco después, los conciliares de Basilea cometían el error fatal de elegir un antipapa. A partir de entonces, más que de Concilio se trataba del cisma de Basilea. La elección realizada en un simulacro de cónclave, en el que participaba un solo cardenal, recayó en el duque Amadeo de Saboya, un original personaje que tomó el nombre de Félix V. Pero la pesadilla del gran cisma estaba demasiado fresca en la memoria de la Cristiandad, y el antipapa solamente fue reconocido por los suizos y por sus propios súbditos saboyanos. El cisma de Basilea, como los restos del Concilio, se fue desintegrando en los años siguientes, hasta la sumisión del antipapa en 1449. La dramática crisis provocada por el conciliarismo, que llegó a poner en tela de juicio principios fundamentales que afectaban a la misma constitución divina de la Iglesia, terminaba así con una clara reafirmación del Primado romano.
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6. Dos precursores de la Reforma: Wiclef y Huss El 4 de mayo de 1415, el Concilio de Constanza condenaba 45 tesis extraídas de los escritos de Wiclef. Este profesor de la Universidad de Oxford, bien relacionado con la corte inglesa, había desarrollado en sus obras doctrinas teológicas que pueden considerarse como un silabario de las principales herejías que, bajo especie de devolver al cristianismo su pureza primitiva, estaban más o menos latentes en la Cristiandad europea de la Baja Edad Media. Esas ideas, esparcidas a través de los tratados de Wiclef, aparecen, por otra parte, como un anticipo de algunos de los temas predilectos de los reformadores del siglo XVI: el principio de que la Sagrada Escritura es la única fuente de la fe, el rechazo de la Iglesia sacramental y jerárquica y su concepción de la misma como invisible «comunidad de predestinados», el sacerdocio común de los laicos, la subordinación de la Iglesia a la Corona, la violenta crítica del Papado. Mas fue la doctrina de Wiclef sobre la Eucaristía, negadora de la transubstanciación y de la Presencia real, aquella que produjo mayor escándalo. La Jerarquía inglesa condenó varias proposiciones de Wiclef, y al influjo de sus enseñanzas se atribuyó la agitación producida en el país por los «lollards», revolucionarios sociales y evangélicos. Cuando en Constanza se lanzaba el anatema sobre sus escritos, hacía veinte años que Wiclef había muerto. Pero la cuestión de su doctrina alcanzaba por aquellos días renovada actualidad con motivo del proceso que el Concilio estaba instruyendo contra el reformador bohemio Juan Huss. Las doctrinas de Wiclef habían sido recibidas en la lejana Universidad de Praga a raíz del activo intercambio intelectual que siguió al matrimonio del rey inglés Ricardo II con Ana, hermana del rey Wenceslao. Juan Huss, sacerdote y prestigioso maestro, fue el principal propugnador de las doctrinas de Wiclef y a la vez la genuina encarnación del sentimiento nacional bohemio. En la Universidad de Praga convivían maestros y escolares alemanes y checos y existía en ella la típica división medieval en «naciones». Por iniciativa de Huss, el rey decretó en 1409 que la «nación» bohemia tuviera derecho a tres votos, frente a uno solo de las demás «naciones», lo que motivó la retirada de Praga de los alemanes, que fundaron entonces la Universidad de Leipzig. Huss recogió en sus escritos y predicaciones buena parte de las doctrinas de Wiclef, aunque las expuso más confusamente y con mayor moderación. En 1412, las violentas diatribas de Huss con ocasión de la predicación en Praga de las indulgencias de cruzada acabaron en abiertas críticas al Papa y al Pontificado. Abandonado por la Facultad de Teología, denunciado por el clero y excomulgado, Huss hubo de abandonar la ciudad de Praga, aunque siguió gozando de gran favor entre la nobleza y el pueblo checos. Al abrirse el Concilio de Constanza, Huss, provisto de un salvoconducto del emperador Segismundo, se presentó voluntariamente ante la asamblea, deseoso de justificarse y de vindicar su ortodoxia. Reducido a prisión, fue sometido a un proceso en que se le acusó de profesar errores, no todos claramente suyos, pero que Huss rechazó con tenacidad reconocer como tales y retractarse de ellos. Despojado de su condición sacerdotal fue condenado como hereje y relajado al brazo secular. El 6 de julio de 1415, Juan Huss murió en la hoguera con gran entereza e invocando el nombre de Jesús.
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La noticia de la muerte de Huss produjo en su patria una oleada de agitación que terminó en un vasto levantamiento popular, de marcado signo anticlerical. Juan Huss fue honrado como un mártir y a la vez como el héroe nacional de los checos, que se negaron a reconocer la soberanía del emperador Segismundo cuando este heredó el trono de Bohemia. Las guerras husitas se prolongaron durante bastantes años, y los checos rechazaron victoriosamente las cruzadas que se organizaron contra ellos. Los husitas trataron de fijar una doctrina común en los célebres «cuatro artículos de Praga», que establecían la libertad de predicación, la comunión bajo las dos especies, la secularización de los bienes eclesiásticos y la sanción pública de los pecadores. Pero, entre los seguidores de Huss, cada vez se hizo más patente la división entre moderados y radicales. Aquellos fueron llamados «utraquistas», porque la práctica de la comunión bajo las dos especies –sub utraque specie– fue el rasgo que los caracterizó a los ojos de los demás cristianos. Los husitas radicales procedían de las clases populares, y fueron llamados «taboritas», del monte Tabor, al sur del país donde acostumbraban reunirse. Eran antialemanes, socialmente extremistas y su radicalismo religioso les llevó a constituir comunidades, al margen por completo de la Iglesia católica. Los «utraquistas», en cambio, llegaron a un acuerdo con la Iglesia en el Concilio de Basilea, que se concretó en los Compactata, una solución de compromiso que les permitió mantener la comunión bajo las dos especies –el cáliz para los laicos– y algunas otras peculiaridades litúrgicas. El panorama que ofrecía la Iglesia en Bohemia al final de la Edad Media, con la división entre católicos y «utraquistas», se caracteriza por una nota de ambigüedad, desconocida entonces en el resto de la Cristiandad europea. Las secuelas dejadas por el husismo habían dado lugar a un estado de cosas que parece un anticipo de la situación religiosa que más tarde se dará en otros países centroeuropeos, a consecuencia de la reforma protestante.
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7. La cuestión de la unión de los griegos En la Cristiandad medieval existían algunos grandes temas que jamás dejaron de considerarse actuales y que, a fuerza de repetirse, parece que se convierten en tópicos: así ocurrió, por ejemplo, con la cruzada, la reforma de la Iglesia o la unión con los griegos. Esta última cuestión había sido tratada tantas veces a lo largo de los tiempos que, cuando volvía a hablarse de ella bien entrado ya el siglo XV, Cesarini, el legado papal en Basilea, la calificaba irónicamente de la «cantilena de la unión de la Iglesia griega». Es justo, sin embargo, reconocer que el hecho mismo de su permanente actualidad parece un indicio de que la Cristiandad medieval no se había resignado a una definitiva escisión y que la restauración de la unidad cristiana, cualquiera que fuese, según los casos, la mayor o menor pureza de las motivaciones, era designio que seguía presente en muchos espíritus, tanto en Oriente como en Occidente. La anhelada unión cristiana se consiguió, y este logro fue, sin duda, la última gran realización de la Iglesia medieval. El que su éxito fuese efímero no puede hacer olvidar la importancia histórica que en un momento tuvo. Las relaciones entre las dos cristiandades latina y griega, nunca del todo interrumpidas por el cisma del siglo XI, resultaron desfavorablemente afectadas por las Cruzadas. Los cristianos occidentales criticaron con acritud la falta de solidaridad de que dieron prueba los griegos ante la lucha entablada en Tierra Santa por sus hermanos latinos. Los griegos, por su parte, sintieron crecer su aversión hacia los bárbaros occidentales, de resultas de los inevitables excesos y violencias cometidos por los ejércitos cruzados, a su paso por tierras de Bizancio. Pero fue, sobre todo, la toma de Constantinopla con ocasión de la cuarta cruzada y la instauración del Imperio latino el agravio supremo que los griegos jamás perdonarían a los occidentales y que creó entre las dos cristiandades sentimientos profundos de desconfianza, que sería muy difícil superar. Los obstáculos para rehacer la unidad cristiana no eran, pues, todos de orden doctrinal o disciplinar; más aún, la principal dificultad residía en el arraigado sentimiento antilatino existente entre los cristianos griegos, especialmente en los monjes y las clases populares. Pese a ello, en el siglo XIII, cuando Constantinopla permanecía aún en poder de los latinos, hubo ya negociaciones con vistas a una posible unión, entre el papa Inocencio IV y el emperador griego de Nicea Juan III Vatatzés, que se interrumpieron en 1254 por la muerte casi sirnultánea de los dos interlocutores. Mas el principal intento unionista realizado en el siglo XIII vino más tarde y tuvo por principal escenario el II Concilio de Lyon (1274). Miguel VIII Paleólogo, el emperador griego que en 1261 había reconquistado Constantinopla, poniendo así fin al Imperio latino, dio pruebas desde entonces de su firme determinación de llegar a un acuerdo con la Iglesia romana, que pusiera término al cisma oriental. Es indudable que el entusiasmo unionista del emperador bizantino obedecía, en parte, a razones bien temporales de conveniencia política: Miguel Paleólogo sentía serios temores ante los propósitos de restauración del Imperio latino que albergaba el ambicioso rey de Nápoles Carlos de Anjou, y buscaba por ello un acercamiento al Pontificado, como la mejor defensa de su Imperio frente a la amenaza angevina. Mas, si
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esto parece evidente, no lo es menos que, cualesquiera fuesen sus móviles, Miguel deseaba ardientemente la unión con la Iglesia romana y luchó esforzadamente por conseguirla, frente a la irreductible oposición de la mayoría del episcopado griego y del propio patriarca de Constantinopla. Miguel Paleólogo pudo contar con la ayuda de Juan Beccos, el más distinguido teólogo bizantino de su época. Beccos había sido acérrimo adversario de la unión, hasta el punto de ser reducido a prisión por orden imperial. El estudio de los Libros sagrados y de los Padres llevó a Beccos al convencimiento de que los latinos no eran herejes, y entonces el teólogo, que por razones doctrinales, no políticas, había combatido la unión, se convirtió por esas mismas razones en su más ferviente defensor. Por otra parte las negociaciones entre Bizancio y Roma en torno a la unidad tomaron un nuevo sesgo con la elección de Gregorio X (1271-1276), un Pontífice esencialmente religioso cuyo programa se centraba en la unión con los griegos y la Cruzada. Gracias a ese cúmulo de circunstancias favorables, en el Concilio II de Lyon pudo formalizarse oficialmente la unión, que fue también anunciada en Constantinopla el 16 de enero de 1275, en el curso de una solemne liturgia en la que Gregorio fue proclamado Pontífice supremo y Papa ecuménico. El triunfo de la unión cristiana parecía ser completo; pero, por desgracia, el éxito era más aparente que real. El grueso de la Iglesia griega –clero y pueblo– seguía siendo enemigo de la unión y se mantenía intacta su vieja animosidad contra los latinos. Por otra parte, los sucesores de Gregorio X en la Sede romana no dieron pruebas de tener el mismo amistoso espíritu conciliador hacia los griegos. A los siete años de conseguida, la unión podía considerarse fracasada y es bien sintomático que el emperador Miguel VIII muriese en 1282, excomulgado por la Iglesia latina y por la griega. Su hijo Andrónico retornó al cisma en todo su rigor. El fracaso de la unión alcanzada en Lyon fue una desgracia para la Cristiandad porque, de haber perdurado la unidad lograda, por frágil que esta fuera en sus principios, hubiera podido ir consolidándose con el paso del tiempo. El tiempo, precisamente, ese factor que tanto importa a veces en la historia y que resultaría ya angustiosamente corto cuando el último intento unionista del siglo XV.
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8. La unión de Florencia Durante el siglo XIV pervivió en la Iglesia bizantina un grupo de eclesiásticos e intelectuales que mantuvo viva la tradición unionista. También en el terreno político existió una tendencia de acercamiento a Occidente y se dio el caso de un emperador, Juan V, que viajó a Roma en 1369 y abrazó allí la fe de la Iglesia latina. Terminado el Cisma de Occidente, el papa Martín V y su sucesor Eugenio IV anhelaban poner fin también al cisma oriental. Lo mismo deseaban en Constantinopla los teólogos unionistas y hasta el propio comienzo del humanismo, con el renovado estudio de las letras clásicas, era un factor favorable al entendimiento entre griegos y latinos, porque removía viejas suspicacias, derivadas de la incomprensión lingüística. Por otra parte, la creciente amenaza turca impulsaba a los gobernantes bizantinos a buscar un apoyo en la Cristiandad occidental e inclinaba su ánimo hacia la causa de la unión eclesiástica. Oriente y Occidente estaban de acuerdo en que la solución del cisma habría de conseguirse mediante un Concilio, en el que la Iglesia latina y oriental se encontrasen efectivamente representadas y donde se alcanzara un acuerdo sobre todas las cuestiones fundamentales en que existían divergencias. Como ya se vio, la Asamblea conciliarista de Basilea pretendió negociar la unión con los griegos en nombre de la Iglesia occidental; pero el emperador Juan VIII prefirió tratar con el Papa y aceptó como sede del Concilio las ciudades italianas propuestas por Eugenio IV. Así, tras el decreto papal de traslación desde Basilea a Ferrara, el Concilio se inauguró en esta ciudad el 2 de enero de 1438, para ser proseguido en Florencia, donde hubo de trasladarse a causa de la peste, a partir del 13 de febrero de 1439. El Concilio de Ferrara-Florencia fue el más serio esfuerzo jamás realizado para conseguir la unión del Oriente cristiano con Roma, y ello es así tanto por la importancia de la representación oriental que en él participó como por la amplitud y profundidad con que fueron tratadas todas las cuestiones polémicas que separaban a las dos Cristiandades. La delegación que llegó a Italia procedente de Bizancio contaba con más de setecientas personas y a su frente venía el propio emperador Juan VIII. Con el patriarca de Constantinopla José II, figuraban en ella los representantes de los demás patriarcas orientales y hasta el metropolita Isidoro de Kiev, en nombre de la Iglesia rusa. La figura más eminente entre los griegos era el arzobispo de Nicea, Besçarion, paladín esforzado de la causa de la unión. Eugenio IV mostró especial interés en que el Concilio abordase todas las cuestiones litigiosas, para que no quedase ningún equívoco en torno a la fe común de la Iglesia latina y griega. El Concilio trató primeramente la cuestión de los Novísimos y definió en especial la doctrina católica acerca del Purgatorio y el valor de los sufragios por los difuntos. La cuestión del pan ácimo o fermentado en la Eucaristía no constituyó una dificultad teológica importante, pese a existir mutuos y antiguos prejuicios, y se acordó que latinos y griegos continuasen con sus propias tradiciones litúrgicas. Más delicado podía ser el problema de la «epíclesis», invocación al Espíritu Santo que, según el uso de los griegos, seguía en la Misa a la fórmula de la Consagración eucarística. El Papa aceptó
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que los griegos conservasen su fórmula consecratoria tradicional, incluida la «epíclesis», tras una declaración pública hecha por ellos de que son las palabras de Jesucristo las que operan la transubstanciación en el Sacrificio eucarístico. Como era de esperar, la cuestión del Filioque constituyó el problema teológico más arduo con que hubo de enfrentarse el Concilio; no en balde, desde hacía seis siglos, representaba el signo de contradicción más representativo entre Oriente y Occidente. La prolongada confrontación de latinos y griegos, a lo largo de año y medio de discusiones, permitió a las dos partes comprobar que profesaban una doctrina trinitaria común expresada con fórmulas distintas por los padres orientales y occidentales. La disparidad de criterios residía más bien en la cuestión, sobre todo formal, de que los griegos estimaban ilícita cualquier adición al símbolo de fe niceno-constantinopolitano, aun aceptando la doctrina de la procesión del Espíritu Santo, «del Padre y del Hijo», mientras los latinos sostenían que la inclusión del Filioque no era una adición, sino una «explicación» de la misma doctrina, para explicitar todo su contenido. Por fin, los griegos admitieron la doctrina del Filioque y la legitimidad de su inserción en el símbolo, a la vez que los latinos proclamaban que no había más que un solo principio en la Trinidad. Superado el principal obstáculo de orden doctrinal, quedaba tan solo, para llegar a la unión, que los griegos formulasen el reconocimiento del Primado pontificio. Así lo hicieron en una declaración solemne, en la que proclamaban que el Papa es «el soberano Pontífice, el intendente, el vigilante, el vicario de Cristo, el pastor y maestro de todos los cristianos, que rige y gobierna la Iglesia de Dios, sin perjuicio de los derechos de los patriarcas de Oriente». Al patriarca de Constantinopla se le reconoció el segundo lugar en la Jerarquía de la Iglesia universal. El 6 de julio de 1439, la bula de unión –Laetentur caeli– fue proclamada en la iglesia de Santa María dei Fiori, de Florencia. Todos los padres presentes, latinos y griegos, dieron su conformidad, con la excepción de Marco Eugenio de Éfeso, que rehusó suscribir la unión.
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9. El fracaso de la unión La unión con los griegos fue seguida en años sucesivos por la firma de otros acuerdos análogos con los armenios, coptos, sirios, caldeos y maronitas, aunque esas uniones no lograron obtener la adhesión de todas las iglesias autocéfalas de las citadas denominaciones. El decreto para los armenios es famoso en la historia de la teología, por la exposición que hace de la doctrina de los Sacramentos. Todo parecía, pues, anunciar que se había dado un paso decisivo en el camino de la unidad con Roma de las iglesias cristianas de Oriente. Pero la unión de Florencia no llegó a consolidarse y se desvaneció en el curso de unos pocos años. La unión de Florencia comenzó por ser rechazada en Rusia. El metropolita Isidoro de Kiev la proclamó a su llegada a Moscú, pero fue mandado arrestar por el príncipe Vasili, que prohibió a la Iglesia rusa aceptar cualquier unión con los latinos. En el Imperio bizantino, los obispos griegos de retorno de Florencia encontraron un clima popular resueltamente adverso, que se enrareció todavía más a consecuencia de la violenta campaña antirromana lanzada a su regreso por Marco Eugenio de Éfeso, el tenaz enemigo de la unión. El emperador Juan VIII, a la vista del sesgo que tomaban los acontecimientos, se dejó intimidar: no se atrevió a proclamar oficialmente la unión de Florencia, aunque tampoco llegó a denunciarla. Entre tanto, los turcos, que por conveniencia política habían combatido la unión en las iglesias sujetas a su dominio, ocupaban la mayor parte de los territorios bizantinos y amenazaban de cerca a Constantinopla. Muerto el emperador Juan, su hermano y sucesor Constantino XI decidió promulgar el decreto de unión. La unión, concluida en Florencia, fue solemnemente proclamada en la catedral de Santa Sofía, el 12 de diciembre de 1452, en presencia del emperador, del legado papal y del patriarca bizantino. La reacción fue un violento tumulto iniciado por el clero y los monjes, que lanzaron el grito de guerra, ardorosamente coreado por las turbas: «¡Reine sobre Constantinopla el turbante de los turcos, antes que la mitra de los latinos!». Medio año más tarde, ese voto tenía triste cumplimiento: el 29 de mayo de 1453 la capital caía en poder de los turcos, el último emperador de Oriente moría en la lucha y el Imperio bizantino pasaba a la historia. El empecinado fanatismo antilatino de las masas griegas parece haber sido el principal responsable del fracaso de la unión cristiana en el siglo xv. En Roma, Isidoro de Kiev, huido a Rusia, y Bessarion de Nicea, convertidos los dos en cardenales de la Iglesia, fueron durante años como un recuerdo viviente de algo que pudo haber sido y que no fue, porque los hombres no quisieron.
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XXII. LA VIDA RELIGIOSA EN LA BAJA EDAD MEDIA 1. Una época de transición La sociedad europea de los siglos XIV y XV siguió estando tan profundamente impregnada por el cristianismo como lo había estado en la época precedente. Externamente el curso de la existencia de los hombres y de los pueblos parecía seguir discurriendo por iguales cauces, avanzando todavía al mismo ritmo, un ritmo marcado por la Liturgia de la Iglesia, las estaciones del año y las tradiciones populares. Y, sin embargo, bajo esas apariencias de inalterable continuidad se encubrían lentas, pero irreversibles transformaciones, perceptibles tan solo en el reducido ámbito de los grupos sociales más dinámicos y que anunciaban el advenimiento de una nueva época. La Baja Edad Media presenta, pues, los rasgos peculiares del final de un período histórico. Fue claramente una época de transición. Advertimos en otro lugar que, desde un punto de vista político, la Cristiandad occidental, durante la Baja Edad Media, se hallaba en avanzado proceso de descomposición. Muy poco sobrevivía de las antiguas solidaridades cristianas, ahogadas por conflictos como la Guerra de los Cien Años y por el constante auge de las monarquías nacionales. Si observamos la vida de la Iglesia, podemos fácilmente descubrir que también esta reflejaba en muchos aspectos los signos de los tiempos. Los siglos XIV y XV presenciaron una interminable sucesión de crisis, cuya solución parece haber absorbido los desvelos y energías de los mejores espíritus cristianos. El cristianismo medieval produce la impresión de haber perdido algo de aquella potencia creadora y de aquella visible fecundidad de que dio tantas pruebas en otros períodos históricos: decae la ciencia teológica, escasean los grandes Papas, las grandes fundaciones, los grandes santos, progresan los nacionalismos eclesiásticos, no hay pueblos nuevos que abracen la fe cristiana y hasta aquella misma reforma de la Iglesia de la que tanto se hablaba suena un poco a utopía, porque no aparece una voluntad resuelta de realizarla. La religiosidad del pueblo cristiano de finales de la Edad Media seguía siendo muy viva, aun cuando ofrezca rasgos peculiares que entrañaban una indudable novedad. Esas notas eran el reflejo de un sensible cambio en el modo de ser y de existir, que se hace patente en todos los órdenes de la vida. El cristiano bajo medieval, que puede considerarse como representativo de su época, pertenecía a una sociedad más urbana y, tanto si era caballero, burgués o menestral, moraba cada vez más como vecino en el recinto de una ciudad. Este cristiano estaba más cerca que sus mayores de los tiempos modernos y su sensibilidad había variado notablemente. El resultado de este cambio – como veremos enseguida– se tradujo en que su religiosidad se hizo más personal, su piedad más interior, su devoción más sentida. La idea de la muerte dominaba a los
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hombres de este tiempo, a la vez que un afinamiento espiritual les permitía una mayor vivencia de la historia evangélica y, en especial, de la Pasión y Muerte de Cristo. La Mística y la Devotio moderna representan fielmente la vida religiosa del ocaso medieval.
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2. El nominalismo de Ockam La Teología de los siglos XIV y XV parece estar lejos del esplendor que había conocido en los tiempos clásicos del Medievo. Los teólogos dedicaban ahora preferente atención a las urgentes cuestiones eclesiológicas que planteaban las horas difíciles que atravesaba la Cristiandad. Es cierto que las antiguas escuelas –tomistas, escotistas– seguían fieles a sus tradiciones y desempeñaban un papel importante en el campo de la enseñanza; pero sus trabajos carecían ahora de originalidad y se agotaban en las infinitas disputas y cuestiones ociosas que caracterizaron a la baja Escolástica. La Teología tradicional parecía, pues, anquilosada e incapaz de conservar la primacía científica que antes tuvo. El gran designio de la alta Escolástica –la «vía antigua»– había sido establecer la armonía entre la fe y la razón. En los siglos xiv y xv el universo intelectual estuvo dominado por el pensamiento de un maestro franciscano, el «espiritual» Guillermo de Ockam, ferviente «imperialista» –como vimos– en la polémica doctrinal y política de su tiempo. Ockam fue ahora el principal representante de la «vía moderna», llamada también «nominalismo» o «terminismo», cuya teoría del conocimiento afirmaba que la ciencia humana no puede conocer más que lo individual y lo sensible, y negaba toda realidad a los conceptos universales, que serían tan solo palabras, nombres, nomina. Según Ockam, el entendimiento del hombre, incapaz de demostrar con certeza las verdades religiosas de la existencia de Dios, de su unidad e infinitud, de la espiritualidad e inmortalidad del alma, etc., tan solo tendría acceso a ellas por la fe en la Revelación divina. Frente a la síntesis armoniosa de la fe y de la razón, el nominalismo escindía interiormente al hombre, al establecer en él una violenta dicotomía entre un empirismo racionalista, de una parte, y, por la otra, un ciego fideísmo sobrenatural. Ockam y sus discípulos acentuaron también el voluntarismo divino, hasta extremos que ponían en peligro los fundamentos de la moralidad y dejaban al hombre perplejo e incapaz de preguntar por el sentido de las divinas decisiones. En efecto, las leyes morales no se fundarían en la perfección y la santidad de Dios, sino tan solo en su voluntad omnipotente. Las acciones no serían buenas o malas en sí, por su propia naturaleza: las acciones malas lo serían solamente porque Dios las ha prohibido; las buenas, solamente porque Dios las ha mandado. Como puede advertirse, el nominalismo de Ockam, bajo una apariencia de devoto sobrenaturalismo, socavaba la coherencia de la fe y llevaba consigo el germen de las grandes rupturas que amenazarían la propia fe religiosa, en los siglos venideros.
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3. El tema de la muerte Si descendemos del plano de la doctrina al de la vida cristiana, podremos comprobar que los siglos XIV y XV fueron un período espiritualmente activo, aun cuando la religiosidad propia de esta época presente unas notas peculiares que llevan la impronta de aquel tiempo y reflejan la huella dejada en el espíritu del pueblo por las circunstancias históricas que rodearon su existencia. La crisis de la Teología encerraba indudables peligros, pero esa crisis apenas repercutía más allá del estrecho recinto de algunos cenáculos intelectuales. La religiosidad popular se sentía más afectada por las desgracias que padecía la Iglesia y, sobre todo, por las extraordinarias catástrofes que se abatieron por entonces sobre la sociedad occidental. Un testimonio del impacto que esas catástrofes dejaban en el ánimo de los pueblos lo constituye la enorme importancia que alcanzó el tema de la muerte. La peste negra de 1348 fue una catástrofe de tal magnitud que se alteró sustancialmente la situación demográfica, con considerables repercusiones en los órdenes económico y social. En la peste de 1348, y en otras más que en poco tiempo se sucedieron, pereció gran parte de la población europea, y esta dramática experiencia influyó de manera visible en la sensibilidad de las gentes. Por aquel tiempo, el tema de la muerte estuvo como nunca presente en la literatura, en el arte, en la vida espiritual. Pisa levantó entonces el gran monumento a los muertos, su maravilloso Campo Santo, cuyos muros se cubrieron con los frescos de la «danza de la muerte», un tema que los artistas reproducirían mil veces y que cantarían los poetas en todas las lenguas. La muerte de la «danza» era una muerte despiadada, en la que se pintó con tremendo realismo el espectáculo de corrupción y podredumbre que acompañaba a las grandes epidemias de la época. Era un cuadro donde el artista quería plasmar todo el horror que él mismo, sin duda, alguna vez experimentó y en cuya evocación parecía encontrar un cierto deleite: Sepulcros oscuros, de dentro fedientes, e por los manjares gusanos royentes, que coman de dentro su carne podrida. (Anónimo, s. xiv-xv) Pero, en un tiempo en que la muerte estaba de moda, su recuerdo aparecía lleno de enseñanzas provechosas para el cristiano. Una lección de la verdadera sabiduría, de justa valoración de la vida terrena podía aprenderse, contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte. Y el poeta recuerda que esa igualdad radical de todos los hombres que establece la muerte, la gran niveladora, es la manifestación de una justicia suprema que, a la hora
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definitiva, viene a colmar todas las humanas desigualdades: que a papas y emperadores y perlados así los trata la muerte como a los pobres pastores de ganados. (Jorge Manrique, a la muerte del maestre de Santiago don Rodrigo, su padre) Por esta época, la Iglesia incorporó a la liturgia de difuntos la secuenciaDies irae, de Tomás de Celano y se popularizaron las artes moriendi –artes de bien morir–, para uso de los fieles cristianos.
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4. La piedad popular La vida urbana, cada vez más extendida a finales de la Edad Media, hacía fácil la frecuente reunión del pueblo cristiano para escuchar a los grandes predicadores, que alcanzaron por entonces merecida celebridad. En Italia, el franciscano san Bernardino de Siena conmovía a las muchedumbres y, mientras tanto, en una vasta porción del mundo mediterráneo, san Vicente Ferrer (1357-1419), orador y taumaturgo, gozaba de tal autoridad que su palabra decidía el destino de hombres, de ciudades e incluso – recuérdese el Compromiso de Caspe– de los propios reinos. En París, Juan Gerson, canciller de la universidad y gran doctrinario del conciliarismo en Constanza, desarrolló durante muchos años una intensa tarea de predicación en lengua vulgar, dirigida a auditorios constituidos por gentes de todas las condiciones sociales. Esta catequesis orientada a la formación de las masas populares, a la ilustración del «devoto pueblo cristiano», contribuyó a hacer más personal el espíritu religioso mediante la difusión entre los laicos de la práctica de la vida cristiana. Los simples fieles –nobles, comerciantes o artesanos– oían a menudo a predicadores que les exhortaban a comportarse como buenos cristianos, a huir del pecado, a ejercitarse en la virtud, a fomentar la piedad. Y el resultado fue que la piedad se enriqueció notablemente en el curso de estos siglos. La sensibilidad religiosa parecía ahora más delicada y despertaba en el pueblo una nueva capacidad para sentir mejor el dolor de los pecados personales y para revivir la Pasión del Señor. La confesión sacramental se hizo más frecuente y los fieles eran instruidos acerca de las disposiciones necesarias para presentarse como conviene ante el tribunal de la Penitencia. Esa mayor finura espiritual preparaba los corazones para sentir con hondura el Misterio de la Cruz. Y ocurrió incluso que la Sagrada Pasión se escenificó, tomando forma de representación dramática, y se multiplicaron las «Pasiones» –algunas han perdurado hasta hoy–, que conmovían profundamente a las multitudes que las presenciaban. Dentro de esa misma línea penitencial estuvo la difusión de la práctica del Vía Crucis y hasta los cortejos de «flagelantes», iniciados a raíz de la peste negra. El lugar primordial que la Sagrada Pasión ocupó ahora en la piedad de los fieles se dejó también sentir en la devoción popular a la Santísima Virgen. María estuvo asociada a la Pasión de Cristo, «compadeció» con su Hijo al pie de la Cruz. La Madre Dolorosa, la Virgen de la Piedad son las advocaciones de María que mejor responden a la sensibilidad religiosa de estos tiempos, en que la Iglesia, recogiendo el sentir de los fieles, introdujo en la Liturgia la fiesta de los Dolores de Nuestra Señora. La influencia de la Pasión y de la Virgen Dolorosa en el arte de la Baja Edad Media fue importantísima; baste recordar que inspiró desde obras maestras de la pintura y la escultura hasta toscas creaciones de artistas populares en iglesias aldeanas o en los cruceros que se erigieron junto a todos los caminos de Europa. En fin, un rasgo, todavía, para cerrar este sumario esbozo de la piedad bajomedieval: la Eucaristía siguió ocupando el lugar de honor en la devoción de los fieles y en el culto litúrgico de la Iglesia. La fe en la Presencia real
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eucarística enriqueció cada vez más los vasos sagrados y las custodias para la exposición del Santísimo Sacramento, y las muchedumbres se sentían particularmente atraídas por la procesión del Corpus Christi, que vino a ser la mayor solemnidad pública del culto cristiano y se celebraba con creciente esplendor en todas las ciudades de la Europa occidental.
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5. Mística y «devotio moderna» Las penalidades de los tiempos y las grandes crisis de la Iglesia, que, según vimos, dejaron su impronta en la piedad popular, contribuyeron también al florecimiento de la mística, que registró la hora crepuscular de la Edad Media. Las regiones renanas de la Alemania occidental y de los Países Bajos constituyeron el foco principal de esta corriente de misticismo, cuya primera figura fue el maestro Eckhart (1260-1327). Eckhart fue un gran místico especulativo y formuló una doctrina oscura y profunda sobre las relaciones de Dios con el alma, en la que existen proposiciones de indudable sabor panteísta, algunas de las cuales fueron condenadas después de su muerte. Juan Tauler y Enrique Suso, discípulos de Eckhart y dominicos como su maestro, fueron dos escritores místicos plenamente ortodoxos. Tauler, director espiritual muy experimentado, perseguía una finalidad más práctica de mover a las almas al desasimiento de las criaturas y al total abandono a la Voluntad divina. Suso fue un escritor espiritual, cuyas obras alcanzaron amplia difusión y que trataba de conducir al alma al encuentro de la Sabiduría divina, a través del camino de la Santa Humanidad y de la Pasión de Jesucristo. La corriente mística se difundió por Alemania y otros países, sobre todo en monasterios y conventos de religiosas. Por la misma época en que florecía la mística alemana, surgió en los Países Bajos otra corriente espiritual, fruto también de aquel clima propicio a una religiosidad más interior y personal, que fue típico del final de la Edad Media: la devotio moderna. La mística y la devotio tuvieron entre sí evidentes relaciones y puede considerarse a Ruysbroeck el Admirable (1293-1381), muy influido por el maestro Eckhart e inspirador a su vez de Gerardo Groote, como el eslabón intermedio entre la una y la otra. La devotio moderna era una forma de piedad fundada en el cultivo de la vida interior y que resultaba apropiada tanto para sacerdotes y religiosos como para simples fieles que, estando en el mundo, deseasen practicar las virtudes evangélicas y avanzar en el seguimiento de Jesucristo. La oración personal –no la litúrgica– constituía el fundamento de la espiritualidad de la devotio que, pese al apelativo de moderna, contenía unos elementos esenciales que pertenecen al acervo permanente del cristianismo. Por razón del modo mismo en que había de ser vivida, en la devotio resultaba muy importante la función del director de conciencia, que formaba las almas de los dirigidos para esa búsqueda personal de la perfección, les adiestraba en los ejercicios piadosos y les sostenía en su lucha interior, indispensable para alcanzar las metas propias de la vida cristiana. La devotio moderna tuvo su más característica expresión en una obra que refleja fielmente su espíritu y es al propio tiempo una de las joyas de la literatura cristiana: la Imitación de Cristo. Mucho se ha discutido acerca de la paternidad de este pequeño libro, pero la cuestión parece estar ya definitivamente resuelta en el sentido de que el autor fue Tomás de Kempis, de acuerdo con la que era más común creencia. La Imitación enseña a practicar el desprendimiento de las criaturas, para poder encontrar a Cristo y seguirle por el camino real de la Santa Cruz; luego, Jesús hace gustar al alma que le posee la dulzura de su Amor. Tomás de Kempis –latinización de Kempen, su pueblo
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natal en la Renania– se ordenó sacerdote y formó parte de un capítulo de canónigos regulares, hasta su muerte en 1471. La Imitación de Cristo fue escrita originalmente en latín, pero muy pronto se tradujo a diversos idiomas. Su éxito fue inmenso, como lo acredita el hecho de que se hayan conservado más de setecientos manuscritos de la obra.
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6. Las Órdenes religiosas La espiritualidad propia de la devotio moderna inspiró las fraternidades iniciadas por Gerardo Groote, cuyos miembros fueron conocidos con el apelativo de «hermanos de la vida común». Su tierra de origen fueron los Países Bajos, y de allí se extendieron a la Alemania occidental. Las fraternidades estaban integradas por sacerdotes y laicos, y su organización era flexible y poco centralizada. Los «hermanos de la vida común» desempeñaron un importante papel en el terreno de la enseñanza, promoviendo la educación religiosa de los jóvenes. Los «hermanos de la vida común» pueden considerarse como la creación más representativa del bajo Medievo, en lo tocante a la vida religiosa. Aun reconociendo sus merecimientos, es evidente que su importancia para la historia de la Iglesia no puede parangonarse con la que tuvieron las grandes Órdenes nacidas en los siglos precedentes. Este hecho aparece como un signo más de aquella disminuida capacidad creadora que caracterizó la vida cristiana en estos siglos. Pero existe todavía una cuestión que hace falta dilucidar para conocer en su conjunto la situación de la vida religiosa en esta época: ¿cuál fue la suerte que corrieron las grandes Órdenes tradicionales, cada una de las cuales había constituido en algún momento un ejemplo insigne de la vitalidad de la Iglesia? Es cierto que los cartujos alcanzaron durante estos siglos un notable prestigio, del que dan testimonio las admirables cartujas de Pavía o de Miraflores, levantadas por entonces. Este auge cartujano no puede sorprender, si se recuerda que la religiosidad de esta época tuvo un carácter marcadamente interior y personalista. En todo caso, la Cartuja fue siempre una Orden relativamente reducida, si se la compara con otras instituciones análogas. La Baja Edad Media presenció también el nacimiento, en una tierra de cristiandad vigorosa como era España, de una Orden monástica nueva, los Jerónimos, que jugarían en el futuro un papel considerable, aunque circunscrito a la Península Ibérica. Por lo demás, los esfuerzos que se realizaron en el campo de la vida religiosa fueron de ordinario intentos de reforma, destinados a corregir abusos que se habían introducido y a renovar la disciplina. Las viejas Órdenes de raíz benedictina sufrían una larga decadencia, debida en buena parte a la perniciosa extensión de la «encomienda» de monasterios. La renovación monástica entre los benedictinos se llevó a cabo mediante la constitución de Congregaciones o la extensión a otras casas de la observancia vigente en una determinada abadía. En España, por ejemplo, existía desde el siglo xiii la Congregación claustral tarraconense y a finales del xiv se fundó la Congregación de San Benito el Real, de Valladolid, que debía superar a la primera en fama y extensión. En Italia, a principios del siglo xv, Luis Barbo promovió también una Congregación en torno al monasterio de Santa Justina de Pavía. Movimientos reformadores surgieron también en Alemania en torno a las abadías de Melk y Bursfeld, dando lugar aquí a la constitución de «observancias», más que de Congregaciones propiamente dichas. En las Órdenes mendicantes, de creación más reciente pero afectadas por el laxismo de las tendencias mitigadoras, surgieron también reacciones saludables que se materializaron en la restauración en determinados conventos de la plena observancia
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regular. De ahí procede la misma denominación de «Observancia», con que se designó este movimiento renovador. La Observancia fue introducida en la Orden de Santo Domingo por el maestro general Raimundo de Capua, fiel discípulo de santa Catalina de Siena. Mayor importancia tuvo –según vimos– el movimiento de la Observancia entre los franciscanos, que antes habían sufrido la crisis provocada por los «espirituales». Iniciado a partir de 1334, el movimiento de la Observancia contó en sus filas con notables personalidades, comenzando por san Bernardino de Siena. La Observancia que, desde mediados del siglo XV, constituyó una provincia autónoma dentro de la Orden, llegó pronto a superar en número de miembros a los «conventuales», de los que más tarde se segregaría, formándose en definitiva dos Órdenes independientes.
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7. El otoño de la Edad Media La segunda mitad del siglo XV puede considerarse como el período de transición entre la tardía Edad Media y el comienzo de los tiempos modernos. Parece lícito situar aquí el dintel que abre el acceso a una nueva época de la historia de la humanidad. Para la Iglesia católica, esa hora encerraba también indudable trascendencia. Durante más de mil años, la Iglesia había desempeñado el papel de protagonista en la historia del mundo occidental, ese mundo al que el cristianismo había dado consistencia y le había infundido un alma. Ahora, los presagios de un futuro distinto invitaban a escrutar con la mirada unos nuevos horizontes. ¿Qué juicio merecía la situación de la Iglesia en este momento importante, cuando se anunciaban cambios asombrosos, que renovarían la faz de la tierra, pero que afectarían también a fibras muy íntimas del espíritu humano? La respuesta ha de ser que la Iglesia de la segunda mitad del siglo xv se asemeja a un cuadro de acusados contrastes, en el que luces y sombras parecen disputarse la primacía. Contemplados los hechos con visión puramente histórica, el factor más favorable con que contaba la Iglesia era, sin duda, la realidad misma del cristianismo contemporáneo. En efecto, la sociedad europea de entonces podía considerarse unánimemente cristiana y toda ella, salvo excepciones irrelevantes, se sentía integrada en el cuerpo de la única Iglesia de Cristo. Esta Iglesia, por otra parte, había superado largas y dolorosas crisis que durante siglo y medio la aquejaron con reiterada insistencia, la ambigüedad aviñonense primero y luego la dramática escisión del Cisma occidental. Más aún, la amenaza del conciliarismo, que por un tiempo pareció subvertir las estructuras eclesiásticas, había terminado con una victoria completa de los Papas, que confirmaba plenamente la función directiva del Pontificado dentro de la Iglesia. Pero, frente a esas luces, había también sombras en el horizonte cristiano y había, sobre todo, interrogantes abiertos, enigmas. ¿Qué poder de transformación de las mentalidades encerraban el Renacimiento y el humanismo, dos movimientos minoritarios, patrimonio de unos grupos selectos, pero cuya influencia sería grande en la historia de la cultura occidental? El Renacimiento cultivaba la admiración, el entusiasmo por la Antigüedad clásica y pagana; el humanismo fomentaba una curiosidad científica y un sentido crítico desconocidos en el hombre medieval. ¿Cuál sería la repercusión que estos fenómenos tendrían en el espíritu del pueblo cristiano? No era fácil dar en aquella hora una respuesta a estas preguntas, máxime teniendo en cuenta que por entonces se producía la invención de la imprenta, esa prodigiosa conquista de la técnica que estaba destinada a facilitar hasta extremos insospechados las posibilidades de difusión de las ideas. Ocurría también en estos tiempos que la situación de la Iglesia en los distintos reinos cristianos de Europa parecía presagiar riesgos futuros. La crisis de la Cristiandad occidental y la prolongada decadencia sufrida por el Pontificado desde comienzos del siglo XIV habían contribuido a «nacionalizar» las iglesias y a vincularlas estrechamente a la autoridad de los soberanos de las modernas monarquías. En más de un caso, ese hábito de subordinación de las iglesias nacionales al poder civil tendría funestas
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consecuencias a la hora de la Reforma protestante. En los países germánicos existía, además, un antirromanismo ancestral, que hundía sus raíces en la profunda oposición entre latinidad y germanismo, subyacente siempre en los viejos enfrentamientos entre Pontificado e Imperio, que deshicieron la Cristiandad medieval. Ahora, ese sentimiento tradicional, exacerbado por la presión de la fiscalidad pontificia, cristalizó en los Gravamina Nationis Germanicae –los agravios de la nación alemana contra Roma– expresión oficial de un clima de hostilidad frente al Papado, que constituiría el ideal caldo de cultivo para la revolución luterana.
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8. La Iglesia ante los tiempos modernos Mientras tanto, se hablaba mucho de reforma de la Iglesia –reforma en la cabeza y en los miembros– hasta el punto de que esta expresión parecía haberse convertido en un tópico, en un lugar común. Donde no existía ya un amplio acuerdo era en lo relativo a cuál había de ser el contenido de aquella reforma, cuáles las medidas disciplinarias en que consistiría. En este punto se registraba todo un abanico de opiniones, tantas que se saca la impresión de que muchos contemplaban la reforma bajo el prisma de su particular interés o punto de vista. Mas lo que se echaba en falta, por encima de todo, era la decidida voluntad de llevar adelante esa reforma, tantas veces reclamada. Hubo –como se ha visto– intentos parciales de restauración de la observancia en ciertas Órdenes religiosas, y en algún país cristiano –como la España de los Reyes Católicos– el poder real promovió la reforma eclesiástica. Faltó, en cambio, la voluntad de realizar a nivel universal una reforma entendida como gran empresa de restauración cristiana, y que obedeciese a la dirección y el impulso de la suprema potestad de la Iglesia. Esta última constatación reclama que fijemos nuestra atención sobre uno de los puntos especialmente oscuros que presentaba el panorama de la Iglesia católica en vísperas de la Edad Moderna: el deficiente papel del Papado durante la segunda mitad del siglo XV. El Pontificado –dijimos– había salido victorioso de su lucha contra el conciliarismo y parecía que habría de asumir la dirección de un nuevo impulso de renovación espiritual de la Iglesia. Mas por desgracia no ocurrió así, y desde mediados de siglo su situación estaba lejos de ser satisfactoria. Se había iniciado el período del Pontificado renacentista, una época en que Papas imbuidos por el espíritu de los tiempos se asemejaban cada vez más a los príncipes temporales, con notorio detrimento de su función de pastores de la Iglesia. Eran Papas que, en calidad de soberanos de los Estados Pontificios, descendían a las arenas movedizas de la política italiana, pactaban ligas y alianzas, hacían la guerra a otros príncipes cristianos. Eran grandes señores del Renacimiento, amantes de las bellas artes y magníficos mecenas de una pléyade de artistas geniales. Todo ello sucedía dentro del espléndido marco cultural de la Italia de Leonardo y Miguel Ángel. Pero esa hora brillante del Pontificado renacentista no era una hora luminosa de la historia cristiana. La Iglesia padecía y la Cristiandad sufría orfandad cuando más falta le hacía sentir la mano vigorosa del timonel que gobernase la barca de Pedro. A la hora en que se descorría el telón de la historia y entraba en escena el mundo moderno, la mayoría de los Papas no dieron la talla que aquellos tiempos críticos parecían exigir. Que fuera mucho lo que Dios y los hombres podían pedir en tales momentos a la Iglesia, lo sugiere la simple consideración de algunos hechos bien significativos. Tan solo sesenta y cuatro años –el tiempo de una vida no muy larga– separan dos fechas notoriamente infaustas en la historia del cristianismo: el 29 de mayo de 1453, la trágica jornada en que cayó Constantinopla y se hundió para siempre el Imperio cristiano de Oriente, y el 31 de octubre de 1517, el día en que, según la opinión tradicional, Lutero hizo públicas sus 95 tesis contra las indulgencias en la ciudad alemana de Wittemberg, dando así comienzo a la revuelta protestante, que segregaría del cuerpo de la Iglesia católica a la mitad de la
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Europa cristiana. La Providencia hizo, con todo, que entre esas dos fechas dolorosas amaneciese un día de octubre de 1492, que abrió a la Iglesia de Cristo los caminos de un nuevo mundo, América, destinado a ser en un futuro el segundo continente cristiano.
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BIBLIOGRAFíA La bibliografía existente sobre «Historia de la Iglesia» es muy amplia y se enriquece de día en día. En el mundo se editan numerosas revistas dedicadas a los estudios históricoeclesiásticos, se publican Enciclopedias y Diccionarios especializados y todos los años aparece un volumen considerable de libros que corresponden al campo de nuestra disciplina. Pero aquí no pretendemos hacer un elenco más o menos completo de los tratados publicados en las últimas décadas. La finalidad que persiguen estas indicaciones bibliográficas es simplemente ofrecer la reseña de unos pocos manuales de reciente aparición y por ello fácilmente asequibles, que estimamos especialmente adecuados para ampliar la información del posible lector o para servirle de libros de consulta. Se incluyen también noticias sobre algunos grandes tratados donde, quien tuviere interés, podrá hallar extensas exposiciones a propósito de cualquier problema o aspecto particular del pasado de la Iglesia en que trate de profundizar. Por estimarlo conveniente para orientación de los lectores, las indicaciones bibliográficas no se limitan a obras generales de historia de la Iglesia, sino que contemplan también otras materias afines, como la historia de los Papas, de los Concilios, de la Teología, etc.
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Historia General de la Iglesia La Historia de la Iglesia Católica, de B. Llorca, R. García-Villoslada y F. J. Montalbán («BAC»), consta de cuatro volúmenes, de los que aquí interesan los tres primeros y ha sido objeto de varias reediciones. Uno de sus autores, B. Llorca, publicó una Nueva visión histórica del cristianismo en dos volúmenes («Labor», Barcelona 1956). La Historia de la Iglesia, de A. Ehrhard y W. Neuss, en cuatro volúmenes, fue traducida al castellano («Rialp», Madrid 1961-1962); los tres primeros volúmenes corresponden a la Iglesia antigua y medieval. De esos períodos tratan igualmente los dos primeros volúmenes de la Nueva Historia de la Iglesia en cinco tomos, dirigida por L. J. Rogier, R. Aubert y M. D. Knowles, de la que existe igualmente versión española («Cristiandad», Madrid 1964 y sigs.). También se ha traducido al castellano la Historia de la Iglesia, dirigida por Daniel Rops; a la Antigüedad y Edad Media hacen referencia los tres primeros tomos: La Iglesia de los Apóstoles y de los Mártires («Palabra», Madrid 1992), La Iglesia de los tiempos bárbaros y La Iglesia de la Catedral y la Cruzada y la primera parte del cuarto («Luis de Caralt», Barcelona 1955-1956). Dos grandes tratados de Historia de la Iglesia han aparecido en las últimas décadas y se hallan todavía en curso de publicación: el Manual de Historia de la Iglesia, editado en Alemania bajo la dirección de H. Jedin («Herder», Barcelona 1966 y sigs.); y la gran Histoire de l’Église depuis les origines jusqu’a nos jours, fundada por A. Fliche y V. Martin, y dirigida por J. B. Duroselle y E. Jarry («Bloud et Gay», París 1941 y sigs.). Existe una edición española, publicada bajo la dirección de J. M. Javierre («Edicef», Valencia). Los dieciséis primeros tomos, publicados entre 1974 y 1977, corresponden a la Iglesia Antigua y Medieval. Cada uno de los tomos lleva al final uno o varios Apéndices, sobre temas significativos de la historia de la Iglesia en España. Conviene también recordar aquí la más importante obra moderna sobre la historia particular de la Iglesia en la Península Ibérica durante el primer milenio: Z. García Villada, Historia Eclesiástica de España, en tres tomos que comprenden desde los orígenes cristianos hasta el 1085, año de la reconquista de Toledo («Librería Fernando Fe» y «Editorial Razón y Fe», Madrid 1929-1936). La obra de García Villarta ha quedado incompleta. Mayor extensión cronológica tienen dos «Historias» de la Iglesia en España que, aunque publicadas en el siglo xix, conservan interés y utilidad: Vicente de la Fuente, Historia Eclesiástica de España, en cinco tomos (2.ª edición por «Compañía de Impresores y Libreros del Reino», Madrid 1873-1874), que comprende hasta el final del siglo xvii; y P. B. Gams, Die Kirchengeschichte von Spanien, en tres tomos, los dos últimos cada uno en dos volúmenes («Joseph Manz», Regensburg 1862-1879; reimpresión por «Akademische Verlag», Graz 1956) que alcanza hasta la segunda mitad del siglo xix. Una extensa Historia de la Iglesia en España en siete volúmenes, dirigida por R. García Villoslada («BAC», Madrid 1979-1982), es la principal aportación moderna a la historiografía eclesiástica española. Su valor resulta sin embargo desigual, debido a la variedad de autores. Los dos primeros volúmenes y la primera parte del tercero corresponden a las épocas antigua y medieval.
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Historia de los Papas y del Pontificado Se han traducido al castellano dos obras paralelas y de análoga extensión: A. Saba y C. Castiglioni, Historia de los Papas, en dos volúmenes («Labor», Barcelona, 2.ª edición 1964); y G. Castella, Historia de los Papas, en tres tomos («Espasa-Calpe», Madrid 1970). Los Papas medievales, desde Gregorio Magno a Bonifacio VIII, fueron estudiados extensamente por H. K. Mann, The Lives of the Popes in the Middle Ages (590-1304), dieciocho volúmenes («Kegan Paul, Trench, Trubner and Co.», London 1925-1932). Con la elección de Martín V en 1417 –tras un primer libro de resumen de la historia del Pontificado desde el comienzo de la época de Aviñón– se inicia la célebre Historia de los Papas desde fines de la Edad Media, de Ludovico Pastor, de la que hay versión española en treinta y siete tomos («G. Gili», Barcelona 1910-1937). Tan solo los primeros tomos, correspondientes al Pontificado en el siglo xv, guardan relación con el final del período que aquí tratamos. En estos últimos años ha despertado especial interés la historia de la institución del Pontificado. Entre las obras aparecidas figura la dirigida por Y.-M. Hilaire, Historie de la Papauté, 2000 ans de mission et de tribulations («Taillandier», París 1996); y el libro de J. Orlandis, El Pontificado Romano en la Historia («Palabra», Madrid 1996).
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Historia de los Concilios El anuncio y la celebración del Concilio Vaticano II produjeron un florecimiento de publicaciones sobre Historia conciliar. Poco tiempo después de la convocatoria aparecía el original alemán y la traducción castellana de la Breve Historia de los Concilios, de H. Jedin («Herder», Barcelona 1960). Con más sosiego fueron publicándose en Francia los sucesivos volúmenes, obra de distintos especialistas, de la Historia de los Concilios Ecuménicos, dirigida por G. Dumeige, cuya versión española se editó a continuación («Eset», Vitoria). El tratado clásico de Historia conciliar sigue siendo, con todo, el de Hefele-Leclercq, Histoire des Conciles d’après les documents originaux («Letouzey et Ané», París 1907 y siguientes). La obra consta de once volúmenes, algunos de ellos con varios tomos. Los siete primeros volúmenes corresponden a los Concilios de la Antigüedad y Edad Media. La gran Historia de los Concilios del siglo xx es, sin duda, la Konziliengeschichte dirigida por W. Brandmuller, en curso de publicación, pero de la que han aparecido ya numerosos volúmenes. Está editada por Ferdinand Schöning (Paderborn, München, Wien, Zürich).
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Patrología e Historia de la Teología J. Quasten, Patrología, dos volúmenes («BAC», Madrid 1977-1978), que estudia en su primer volumen la literatura patrística en su totalidad, hasta el Concilio de Nicea, y en el segundo, la edad de oro de la literatura patrística griega, hasta el Concilio de Calcedonia. Un tercer volumen sobre «La edad de oro de la literatura patrística» ha sido elaborado por el Instituto Patrístico Agustiniano de Roma, bajo la dirección de A. di Bernardino («BAC», Madrid 1981). La Patrología de B. Altaner comprende también a los Padres latinos y su versión castellana, de la que se han hecho varias ediciones («Espasa-Calpe», Madrid), cuenta con un apéndice sobre Patrística española, por E. Cuevas y V. Domínguez del Val. Existe traducción castellana de la obra del gran historiador de la Teología M. Grabmann, Historia de la Teología Católica desde fines de la Era Patrística hasta nuestros días («Espasa-Calpe», Madrid 1940). La Teología del período escolástico ha sido estudiada recientemente por J. I. Saranyana en la primera parte de la excelente Historia de la Teología de J. L. Illanes y J. L. Saranyana («BAC», Madrid 1995).
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Historia del Derecho Canónico A. García y García ha publicado una Historia del Derecho Canónico, 1, El Primer Milenio que, como el título indica, alcanza apoximadamente hasta el siglo XI («Instituto de Historia de la Teología Española», Salamanca 1967). El gran tratado sobre Historia de las Instituciones eclesiásticas, en el que colaboran diversos autores, es la Histoire du Droit et des Institutions de l’Église d’Occident, publiée sous la direction de G. Le Bras («Sirey», París 1955 y sigs.) del que han aparecido ya varios volúmenes. Obra reciente y fundamental es la de W. L. Plöchl, Geschichte des Kirchenrechts, en cinco volúmenes (2ª edición, «Verlag Herold», Wien-München 1960-1968).
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Otras disciplinas históricas La Historia de la Liturgia en dos volúmenes de M. Righetti fue publicada en versión castellana («BAC», Madrid 1955). En fecha reciente ha aparecido una extensa Historia de la Espiritualidad, en cuatro volúmenes, obra de varios autores, dirigida por B. Jiménez Duque y L. Sala Balust («Juan Flors», Barcelona 1969). Sobre Historia monástica puede consultarse el Précis d’Histoire Monastique, de P. Cousin («Bloud et Gay», Tournai 1956) y El Monacato primitivo, dos vols., por García M. Colombás («BAC», Madrid 1974 y 1975). Con especial referencia a España, véase Fr. Justo Pérez de Urbel, Los Monjes españoles en la Edad Media, dos volúmenes (2.ª edición, «Ancla», Madrid 1945). A. Masoliver ha publicado una interesante y útil Historia del Monacato cristiano, versión castellana de la original Historia del Monaquisme Cristià, editada en catalán por la Abadía de Montserrat. La obra consta de tres volúmenes y los dos primeros hacen referencia a la Antigüedad y el Medievo («Encuentro», Madrid 1994). El Monacato benedictino es el tema de la gran historia en siete tomos de A. Limage Conde, San Benito y los Benedictinos (Braga 1991-1993). Los dos primeros tomos corresponden a la Edad Media. Para Historia de las Misiones, vid. Delacroix, Histoire Universelle des Missions Catholiques, en 4 vols. («Librairie Grud», París et «Editions de l’Acanthe», Mónaco 1956-1959). El primer volumen trata la expansión del cristianismo en la antigüedad y Edad Media.
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Enciclopedias y Diccionarios El más importante Diccionario especializado en Historia de la Iglesia es el Dictionnaire d’Histoire et de Géographie Ecclesiastiques («Letouzey et Ané», París), que comenzó a aparecer en 1912 y sigue en curso de publicación. Buenos artículos sobre Historia de la Iglesia pueden encontrarse también en la Enciclopedia Cattolica (Città del Vaticano), en doce volúmenes, en la New Catholic Encyclopedia («Mc Graw-Hill Company», New York 1967), en quince volúmenes, y en lengua española en la Gran Enciclopedia Rialp («Rialp», Madrid 1971 y sigs.), que consta de veinticuatro tomos. La Historia de la Iglesia en España es contemplada especialmente por el Diccionario de Historia Eclesiástica de España, en cuatro tomos («Instituto Enrique Flórez, C.S.I.C.», Madrid) y un «Suplemento», publicados entre 1972 y 1985. Es de gran utilidad el Dictionaire Historique de la Papauté, realizado bajo la dirección de Ph. Levillain (Fayard 1994). El Atlas zur Kirchengeschichte, editado por H. Jedin, K. Scott Latourette y J. Martin («Herder», Freiburg in Breisgau 1987). Este Atlas –el mejor que existe– puede consultarse también en su versión francesa, Atlas d’Histoire de l’Église («Brepols», Maredsaus 1990).
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TABLA CRONOLÓGICA QUINCE SIGLOS DE HISTORIA CRISTIANA Esta tabla pretende servir de orientación al lector, ofreciéndole, por orden cronológico y dividido en siglos, el esquema de los principales acontecimientos que han jalonado la historia de la Iglesia y de la Cristiandad, a lo largo de los tiempos antiguos y de la Edad Media. El siglo I 7-5 a.C. 14 14-37 26-36 30, abril
Nacimiento de Cristo. Muerte de Augusto. Tiberio, emperador. Poncio Pilato, gobernador de Judea. Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Pentecostés. 34-36 Martirio de S. Esteban. Conversión de San Pablo. 37-41 Calígula, emperador. 41-54 Claudio, emperador. 44, Pas- Martirio de Santiago el cua Mayor; prisión y liberación milagrosa de san Pedro. 45-49 Primer viaje misional de S. Pedro y S. Bernabé. 49 Concilio de Jerusalén. 49-52 Segundo viaje de misión de S. Pablo. 54-68 Nerón, emperador. 54-58 Tercer viaje de misión de S. Pablo. 58, Prisión de san Pablo en Jerusalén Pentecostés 58-60 Cautividad de San Pablo en Cesarea. Otoño Viaje marítimo de S. Pablo a Roma 60primavera 61 61-63 Primera cautividad romana de S. Pablo. 62 Martirio de Santiago, el «hermano del Señor», primer obispo de Jerusalén.
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63-67 64 66-67 67 69-79 70 81-96 90-100 95 96 98-100 El siglo II 98-117 110 (?) 112 117-138 140 138-161 148-161 155 161-180 165 (?) 177 180 180 (?) 180-192 185 (?) 193-211 197 Antes del 200
S. Pablo en libertad. Último viaje apostólico a España y Oriente. Incendio de Roma. Persecución de los cristianos. Probable martirio de S. Pedro. Prisión y proceso de S. Pablo en Roma. Martirio de S. Pablo. Vespasiano, emperador. Guerra judía: sitio y toma de Jerusalén por Tito. Domiciano, emperador. S. Clemente I, Papa. Persecución de Domiciano. S. Juan Evangelista en Patmos escribe el Apocalipsis. Carta del Papa san Clemente a la iglesia de Corinto. Muere en Éfeso el Apóstol S. Juan. Trajano, emperador. Martirio en Roma de S. Ignacio de Antioquía. Carta de Plinio el Joven a Trajano sobre los cristianos. Adriano, emperador. Marción llega a Roma. La crisis del gnosticismo cristiano. Antonio Pío, emperador. «Apologías» de san Justino, en defensa del cristianismo. Martirio de S. Policarpo, discípulo de S. Juan. Marco Aurelio, emperador. Martirio de S. Justino en Roma. Los Mártires de Lyon. Los Mártires de Scillium (África). Fundación de la escuela catequética de Alejandría. Cómmodo, emperador. El Adversus haereses, de S. Ireneo. Septimio Severo, emperador. El «Apologético» de Tertuliano. Minucio Félix, en Roma, escribe el «Octavio». Fragmento de Muratori, con el «canon» de la Sagrada Escritura.
El siglo III
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200 202 203 215 (?) 214-217 212 222-235 232 235-270 244-249 249 250 253 257-259
Clemente, al frente de la Escuela de Alejandría. Edicto de Septimio Severo, prohibiendo la conversión al judaísmo y al cristianismo. Orígenes empieza a dirigir la Escuela de Alejandría. Martirio en Cartago de Santas Perpetua y Felícitas. La «Tradición Apostólica» de san Hipó1ito. Caracalla, emperador. Constitutio Antoniniana, concediendo la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio, excepto los «dediticios». Alejandro Severo, emperador. Extinción de los Severos. Orígenes, desterrado de Egipto, funda la Escuela de Cesarea, en Palestina. «Anarquía militar», primera gran crisis del Imperio Romano. Felipe el Árabe, emperador filocristiano. S. Cipriano, obispo de Cartago. Persecución de Decio: los lapsi. Muerte de Orígenes. Persecución de Valeriano: martirio del papa S. Sixto II y del diácono san Lorenzo en Roma, de S. Cipriano en Cartago y de san Fructuoso en Tarragona. Muerte de Manes, iniciador del maniqueísmo. Diocleciano, emperador. La Tetrarquía inicia el Bajo Imperio.
276 285-305 El siglo IV 304-305 Gran persecución de Diocleciano. Martirio de S. Sebastián, Sta. Inés, Stos. Cosme y Damián, etc.; en España, las «Santas Masas» de Zaragoza. 305 Abdicación de Diocleciano y Maximiano. 300Concilio de Elvira. 306(?) 300-325 La «Historia Eclesiástica» de Eusebio de Cesarea. 311 Edicto de tolerancia de Galerio. 312 Victoria de Constantino en el Puente Milvio. Fundación de la Escuela de Antioquía. 313 Edicto de Milán. Se inicia el cisma donatista en África. 314-315 S. Silvestre I, Papa. 318 Primera condena de Arrio en Egipto.
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323-337 325 328-373 337-378 341 346 352-366 356 361-363 366-384 370-379 371-397
Constantino, único emperador. Concilio de Nicea, 1.º ecuménico: condena del arrianismo. S. Atanasio, obispo de Alejandría. Los emperadores pro-arrianos sucesores de Constantino. Ulfilas, consagrado obispo arriano de los godos. Muerte de S. Pacomio, iniciador del cenobitismo en Egipto. Pontificado de Liberio. Muerte de S. Antonio, abad. Juliano el Apóstata, emperador. S. Dámaso, Papa. S. Basilio, obispo de Cesarea. S. Martín, obispo de Tours. Victoria de los godos sobre los romanos en Andrinópolis y muerte del 378 emperador Valente. 378-395 Teodosio, emperador. 380 Constitución Cunctos populos: el cristianismo, religión del Imperio. Los visigodos se convierten al arrianismo, que se difunde seguidamente entre 380-400 los germanos. 381 Concilio I de Constantinopla, 2.º ecuménico. 385 Proceso y muerte de Prisciliano en Tréveris. 395 Arcadio y Honorio, emperadores. 397 Muere S. Ambrosio. El siglo V 406 Invasiones bárbaras: suevos, vándalos y alanos cruzan el Rin. 407 Muere S. Juan Crisóstomo. Evacuación de Inglaterra por las legiones romanas 408-450 Teodosio II, emperador romano de Oriente. 410 Roma conquistada y saqueada por los visigodos de Alarico I. 412-444 S. Cirilo, patriarca de Alejandría. 413-426 S. Agustín escribe La Ciudad de Dios. 415-435 Juan Casiano introduce la vida monástica en Marsella. 417 Condena de Pelagio por el papa Inocencio I. 418 Asentamiento de los visigodos en las Galias. 419-420 Muerte de S. Jerónimo en Belén. 430 S. Agustín muere en Hipona. 431 Creación del Reino vándalo arriano de África.
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Concilio de Éfeso, 3.º ecuménico: condena de Nestorio. 440-461 Pontificado de san León I el Grande. 451 Derrota de Atila en la batalla de los Campos Cataláunicos. Concilio de Calcedonia, 4.º ecuménico: frente al monofisismo, doctrina de las dos naturalezas en Cristo. 461 Muerte de S. Patricio: Irlanda, cristiana. 476 Deposición de Rómulo Augústulo, último emperador romano occidental. 482 Clodoveo, rey de los francos. 483-518 Cisma de Acacio. 492-496 S. Gelasio I, Papa: se inicia el «Renacimiento gelasiano». 493 Teodorico el Grande comienza a reinar en la Monarquía ostrogoda de Italia. 500 (?) Bautismo de Clodoveo. Conversión de los francos. El siglo VI 507 Victoria de los francos sobre los visigodos en Vouillé. Final del «Reino de Tolosa». 524 En el Reino ostrogodo, proceso y muerte de Boecio. 526 Muere Teodorico el Grande. 527-565 Justiniano, emperador. 529 S. Benito funda Montecasino. 533-534 Destrucción del Reino vándalo y restauración imperial en África. Guerra gótica. Destrucción del Reino ostrogodo. Italia se incorpora al Imperio 535-555 de Oriente. 547 Muerte de S. Benito. 552-554 Los bizantinos ocupan parte de la Península Ibérica. Concilio II de Constantinopla. 5.º ecuménico: los «Tres capítulos». Cisma de 553 Aquileya. 560-570 El Reino suevo de Galicia, convertido al catolicismo: San Martín de Braga. 568-586 Leovigildo, rey de la España visigoda. 568 Los lombardos invaden Italia. 586 Recaredo sucede a su padre Leovigildo. Conversión de los visigodos en el III Concilio de Toledo. Inserción del 589 Filioque en el Símbolo de la Fe. Fundación del monasterio de Luxeuil: S. Columbano (540-615) inicia las 590 misiones célticas en la Europa continental. Elección del papa S. Gregorio Magno.
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S. Agustín de Cantorbery comienza la cristianización de la Inglaterra anglosajona. Conversión del rey Etelberto de Kent.
El siglo VII 604 610-641 621-638 622
Muerte del papa S. Gregorio Magno. Heraclio, emperador de Oriente. Honorio I, Papa. La Hégira (comienzo de la era islámica). La Cruz de Cristo, rescatada de los persas, devuelta por Heraclio a Jerusalén: 630 «Exaltación de la Santa Cruz». 632 Muerte de Mahoma. 633-702 Los concilios visigodos: del IV al XVIII Concilio de Toledo. 633 IV Concilio de Toledo, presidido por S. Isidoro; se regula la elección real. 636 Muere S. Isidoro de Sevilla. 638 Jerusalén cae en poder de los árabes. Heraclio promulga la Ecthesis, sanción oficial del monotelismo. 642 Los árabes conquistan Alejandría. 669 Teodoro de Tarso, arzobispo de Cantorbery. 680-681 Concilio III de Constantinopla, 6.º ecuménico: condena del monotelismo. 690 Willibrord inicia la misión anglosajona entre los frisones. 698 Cartago conquistada por los árabes. El siglo VIII 711 Conquista de España por los árabes. Hundimiento del Reino visigodo. 717-718 Victoria de León III Isáurico sobre los árabes: Constantinopla salvada. 716-754 Las misiones de S. Bonifacio entre los germanos. 726-780 Primer período iconoclasta. 732 Victoria de Carlos Martel sobre los árabes en Poitiers. 735 Muerte de Beda el Venerable. 750 Muere S. Juan Damasceno, el «teólogo de las imágenes». 750-765 Elaboración de la apócrifa (?) «Donación de Constantino». 751 Deposición del último merovingio. Pipino el Breve inicia la Monarquía carolingia.
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756 768-814 772-795 772-804 774 778 785 787 794 795-816 800, Navidad El siglo IX 801 813-843 814 814-840 817 826 834 840-877 843 847-852 847-858 850-860 856 858-867 858-867 863-885 867-877 864
El papa Esteban II unge rey a Pipino y le da el título de «patricio de los romanos». Martirio de S. Bonifacio. Nacimiento del «Estado Pontificio». Reinado de Carlomagno. Pontificado de Adriano I Guerras contra los sajones. Desaparición del Reino lombardo. Expedición de Carlomagno a España: Roncesvalles. Bautismo del duque sajón Widukind. Concilio II de Nicea, 7.º ecuménico: doctrina sobre el culto de las imágenes. Condena del adopcionismo en el Concilio de Francfort. Pontificado de León III. Coronación imperial de Carlomagno en Roma.
Reeonquista de Barcelona por los francos. Segundo período iconoclasta. Muerte de Carlomagno. Reinado de Luis el Piadoso. «Capitular monástico» sancionando la reforma de Benito de Aniano. S. Anscario intenta misionar Escandinavia. Se inicia la gran expansión normanda: los wikingos. Reinado de Carlos el Calvo. Tratado de Verdún: división del Imperio carolingio. Composición de las Colecciones pseudoisidorianas. Primer patriarcado de Ignacio en Constantinopla. Los Mártires cordobeses. Repoblación de León. Pontificado de Nicolás I. Primer patriarcado de Focio. Actividad misional de santos Cirilo († 869) y Metodio. Segundo patriarcado de Ignacio. Bautismo del príncipe Boris: la cuestión de los búlgaros.
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869-870 877-886 891-896 El siglo X 904-954 909 912 912-961 927-948 929 932-954 936-973 954-994 962 966 973-983 980-1002 983-1002 985 987
Concilio IV de Constantinopla, 8.º ecuménico. Segundo patriarcado de Focio. Pontificado de Formoso. Comienza el «Siglo de Hierro» del Pontificado.
Roma, dominada por la familia de Teofilacto. Fundación del monasterio de Cluny. Bautismo del duque Rollon de Normandía. Abderrahman III, califa de Córdoba. S. Odón, abad de Cluny. Martirio de S. Wenceslao, duque de Bohemia. Alberico gobierna el Estado Pontificio. Otón I, rey de Alemania. S. Máyolo, abad de Cluny. Coronación en Roma de Otón I: restauración del Imperio. Bautismo del duque Mieszko y conversión de Polonia. Otón II, emperador. Campañas de Almanzor contra la España cristiana. Otón III, emperador. Bautismo del duque húngaro Geisa. Bautismo del príncipe Wladimiro y cristianización de Rusia. Hugo Capeto inicia una nueva dinastía en Francia. 989 Comienzo en el sur de Francia de la «paz de Dios». 994-1049 S. Odilón, abad de Cluny. 1000 S. Esteban, coronado «rey apostólico» de Hungría. Conversión de Islandia. El siglo XI 1003S. Enrique II, emperador alemán. 1024 1014S. Olaf, rey, cristianiza Noruega. 1030 1016 Los normandos se establecen en el sur de Italia. 1018Canuto el Grande, rey de Inglaterra y Dinamarca: cristianización de los 1035 daneses. 1027 Comienza el movimiento de la «tregua de Dios». 1039-
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1056 1046 10491109 1054 10561106 1059 1064 1066 1073 1075 1077 1084 1085
Clemente II inicia la serie de los Papas germánicos. Hugo el Grande, abad de Cluny. Miguel Cerulario: Cisma de Oriente. Enrique IV, emperador alemán.
Nicolás II reserva a los cardenales la elección papal. Reconquista de Coimbra. Hastings: conquista de Inglaterra por los normandos. Elección papal de Gregorio VII. Se inicia el conflicto de las Investiduras. Canossa. S. Bruno funda la Cartuja. Muere S. Gregorio VII en Salerno. Alfonso VI conquista Toledo. 1086 Los almorávides en España. 1090 (?) Ocaso del paganismo en Suecia: desaparece el gran templo de Upsala. 1093S. Anselmo, arzobispo de Cantorbery. 1109 1094 El Cid, señor de Valencia. 1095 Urbano II predica en Clermont la primera Cruzada. 1099 Jerusalén conquistada por los cruzados. Muerte del Cid. El siglo XII 1112 S. Bernardo entra en el Císter. 1115 S. Bernardo funda Claraval. 1118 Alfonso I reconquista Zaragoza. 1119 Fundación de los Templarios. 1112 Los Hospitalarios, orden militar. Final del conflicto de las Investiduras: concordato de Worms. 1122Pedro el Venerable, abad de Cluny. 1156 1123 Concilio I de Letrán, 9.º ecuménico. 1135 Coronación imperial de Alfonso VII en León.
345
1139
Concilio II de Letrán, 10.º ecuménico.
1142 (?) 1147 11471148 11521190 1153 11591181 1159 (?) 1170 1179 11801223 1187 11891192 11891199 1195 11981216 El siglo XIII 1202 1204 12081213 1209 1212 12131276 1215
«Decreto» de Graciano. Reconquista de Lisboa. Alfonso I, rey de Portugal.
1216
Segunda Cruzada, promovida por san Bernardo. Federico Barbarroja, emperador. Muerte de S. Bernardo. Pontificado de Alejandro III. Las «Sentencias» de Pedro Lombardo. Martirio de Sto. Tomás Becket. Concilio III de Letrán, 11.º ecuménico. Felipe Augusto, rey de Francia. Jerusalén en poder del Islam. Tercera Cruzada. Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra. Victoria de los almohades en Alarcos. Pontificado de Inocencio III.
Muere el abad Joaquín de Fiore. Cuarta Cruzada; toma de Constantinopla y creación del Imperio latino. Cruzada contra los albigenses: Simón de Montfort. S. Francisco de Asís comienza su predicación. Victoria cristiana de las Navas de Tolosa. Jaime I, rey de Aragón. Concilio IV de Letrán, 12.º ecuménico. Inocencio III erige la Universidad de París. Juan Sin Tierra otorga la «Carta Magna» en Inglaterra. Honorio III aprueba la Orden de Predicadores.
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12171252 12181250 1218 1221 1223 1226 12261270 1229 12301283 1231 1234 1236 1238 1244 1245 1248 1250 12521284 1261 12661273 1268 1270 1274 1282 12851314 1291
Fernando III el Santo, rey de Castilla. Federico II, emperador alemán. Quinta Cruzada. Muerte de Sto. Domingo. Aprobación solemne de la Orden franciscana por Honorio III. Muerte de S. Francisco de Asís. S. Luis, rey de Francia. Sexta Cruzada: Federico II recobra Jerusalén. Reconquista de Mallorca. Cruzada de los Caballeros Teutónicos en los países bálticos y cristianización de Prusia. Organización de la Inquisición pontificia. «Decretales» de Gregorio IX. Reconquista de Córdoba. Reconquista de Valencia. Definitiva pérdida de Jerusalén. Concilio I de Lyon, 13.º ecuménico, presidido por Inocencio IV: deposición de Federico II. Reconquista de Sevilla. Séptima Cruzada: san Luis, prisionero en Egipto. Alfonso X el Sabio, rey de Castilla. Los griegos toman Constantinopla: fin del Imperio latino. Santo Tomás de Aquino escribe la Suma Teológica. Suplicio de Conradino y extinción de los Staufen. Carlos de Anjou inicia la Monarquía angevina en Nápoles. Octava Cruzada: muerte de S. Luis en Túnez. Concilio II de Lyon, 14.º ecuménico: unión de los griegos. Mueren Sto. Tomás de Aquino y san Buenaventura. Las «Vísperas Sicilianas». Felipe el Hermoso, rey de Francia. Pérdida de S. Juan de Acre, último reducto cruzado en Tierra Santa.
347
1291 1294 12941303 1300 El siglo XIV 1302 1303 13051314 1309 13111312 13141347 1316 13161334 1324 l337 13471380 1348 1349 13531363 1356 13671370 1377 13781417 1382 13941422 1400 (?)
Pérdida de S. Juan de Acre, último reducto cruzado en Tierra Santa. Elección y renuncia del papa S. Celestino V. Pontificado de Bonifacio VIII. Primer Año Santo jubilar.
Bula Unam Sanctam. Atentado de Anagni y muerte de Bonifacio VIII. Pontificado de Clemente V. Los Papas se instalan en Aviñón. Concilio de Vienne, 15.° ecuménico. Supresión de los Templarios. Luis IV de Baviera, emperador alemán. Dante escribe la Divina Comedia. Pontificado de Juan XXII. Marsilio de Padua publica el Defensor Pacis. Comienza la Guerra de los Cien Años. Sta. Catalina de Siena. La Peste negra. Muere Guillermo de Ockam. El cardenal Albornoz restaura los Estados Pontificios. La «Bula de Oro» regula, sin intervención del Papa, la elección imperial. Estancia en Roma del papa Urbano V. Definitivo retorno a Roma del papa Gregorio XI. Cisma de Occidente. Condena de Wiclef. El Papa Luna. La Imitación de Cristo.
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XV 1409 14101449 14101432 1412 14141418 1415 1417 1419 14311447 14311442 1431 1438 1439 14471455 1453
Concilio de Pisa: elección de un tercer Papa. La crisis del Conciliarismo. Segismundo, emperador alemán. En Aragón, el Compromiso de Caspe. Concilio de Constanza, 16.º ecuménico. Suplicio de Juan Huss. Termina el Cisma de Occidente: elección de Martín V. Muere S. Vicente Ferrer. Pontificado de Eugenio IV. Concilio de Basilea Ferrara - Florencia, 17.º ecuménico. Martirio de santa Juana de Arco. Pragmática Sanción de Bourges: el galicanismo. Unión de los griegos en el Concilio de Florencia. Nicolás V inicia el Pontificado renacentista.
Constantinopla en poder de los turcos: final del Imperio de Oriente. Termina la Guerra de los Cien Años. 1450 (?) Invención de la imprenta. 1467 Nacimiento de Erasmo. 1483 Nacimiento de Lutero. 1492 Reconquista de Granada. Descubrimiento de América.
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RELACIÓN CRONOLÓGICA DE PONTIFICADOS (Los nombres entre corchetes corresponden a antipapas) 64/67-76: Lino 76-88: Clefo 88-97: Clemente 97-105: Evaristo 105-115: Alejandro I 115-125: Sixto 125-138: Telesforo 138-140: Higinio 140-155: Pío I 155-166: Aniceto 166-175: Sotero 175-189: Eleuterio 189-199: Víctor I 199-217: Ceferino 217-222: Calixto I [217-235: Hipólito] 222-230: Urbano I 230-235: Ponciano 235-236: Antero 236-250: Fabián 251-253: Cornelio [251: Novaciano] 253-254: Lucio I 254-257: Esteban I 257-258: Sixto II 259-268: Dionisio 269-274: Félix I 275-283: Eutiquiano 283-296: Cayo 296-304: Marcelino 308-309: Marcelo I 309: Eusebio
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311-314: Melquiades 314-335: Silvestre I 336: Marcos 337-352: Julio I 352-366: Liberio [355-365: Félix II] 366-384: Dámaso [366-367: Ursino] 384-399: Siricio 399-401: Anastasio I 401-417: Inocencio I 417-418: Zósimo 418-422: Bonifacio I [418-419: Eulalio] 422-432: Celestino I 432-440: Sixto III 440-461: León I Magno 461-468: Hilario 468-483: Simplicio 483-492: Félix III 492-496: Gelasio I 496-498: Anastasio II 498-514: Símaco [498, 501-505: Lorenzo] 514-523: Hormisdas 523-526: Juan I 526-530: Félix IV 530-532: Bonifacio II [530: Dióscoro] 533-535: Juan II 535-536: Agapito I 536-537: Silverio 537-555: Vigilio 556-561: Pelagio I 561-574: Juan III
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575-579: Benedicto I 579-590: Pelagio II 590-604: Gregorio I Magno 604-606: Sabiniano 607: Bonifacio III 608-615: Bonifacio IV 615-618: Adeodato I 619-625: Bonifacio V 625-638: Honorio I 640: Severino 640-642: Juan IV 642-649: Teodoro I 649-655: Martín I 655-657: Eugenio I 657-672: Vitaliano 672-676: Adeodato II 676-678: Donino 678-681: Agatón 682-683: León II 684-685: Benedicto II 685-686: Juan V 686-687: Conón [687: Teodoro] [687: Pascual] 687-701: Sergio I 701-705: Juan VI 705-707: Juan VII 708: Sisinio 708-715: Constantino 715-731: Gregorio II 731-741: Gregorio III 741-752: Zacarías 752: Esteban II 752-757: Esteban III 757-767: Paulo I
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[767-769: Constantino] [768: Filipo] 768-772: Esteban IV 772-795: Adriano I 795-816: León III 816-817: Esteban V 817-824: Pascual I 824-827: Eugenio II 827: Valentín 827-844: Gregorio IV [844: Juan] 844-847: Sergio II 847-855: León IV 855-858: Benedicto III [855: Anastasio] 858-867: Nicolás I 867-872: Adriano II 872-882: Juan VIII 882-884: Marino 884-885: Adriano III 885-891: Esteban VI 891-896: Formoso 896: Bonifacio VI 896-897: Esteban VII 897: Romano 897: Teodoro 898-900: Juan IX 900-903: Benedicto IV 903: León V [903-904: Cristóbal] 904-911: Sergio III 911-913: Anastasio III 913-914: Landón 914-925: Juan X 928: León VI
353
928-931: Esteban VIII 931-935: Juan XI 936-939: León VII 939-942: Esteban IX 942-946: Marino II 946-955: Agapito II 955-964: Juan XII 964: León VIII 964-965: Benedicto V 965-972: Juan XIII 973-974: Benedicto VI [974 y 984-985: Bonifacio VII] 974-983: Benedicto VII 983-984: Juan XIV 985-996: Juan XV 996-999: Gregorio V [997-998: Juan XVI] 999-1003: Silvestre II 1003: Juan XVII 1004-1009: Juan XVIII 1009-1012: Sergio IV 1012-1024: Benedicto VIII [1012: Gregorio] 1024-1032: Juan XIX 1032-1044: Benedicto IX 1045: Silvestre III 1045-1046: Gregorio VI 1046-1047: Clemente II 1048: Dámaso II 1049-1054: León IX 1055-1057: Víctor I 1057-1058: Esteban X [1058-1059: Benedicto X] 1059-1061: Nicolás II 1061-1073: Alejandro II
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[1061-1072: Honorio II] 1073-1085: Gregorio VII [1084-1100: Clemente II] 1086-1087: Víctor III 1088-1099: Urbano II 1099-1118: Pascual II [1100-1102: Teodorico] [1102: Alberto] [1105-1111: Silvestre IV] 1118-1119: Gelasio II [1118-1121: Gregorio VIII] 1119-1124: Calixto II 1124-1130: Honorio II [1124: Celestino II] 1130-1143: Inocencio II [1130-1138: Anacleto II] [1138: Víctor IV] 1143-1144: Celestino II 1144-1145: Lucio II 1145-1152: Eugenio III 1153-1154: Anastasio IV 1154-1159: Adriano IV 1159-1181: Alejandro III [1159-1164: Víctor IV] [1164-1168: Pascual III] [1168-1178: Calixto III] [1179-1180: Inocencio III] 1181-1185: Lucio III 1185-1187: Gregorio VIII 1187-1191: Clemente III 1191-1198: Celestino III 1198-1216: Inocencio III 1216-1227: Honorio III 1227-1241: Gregorio IX 1241: Celestino IV
355
1243-1254: Inocencio IV 1254-1261: Alejandro IV 1261-1264: Urbano IV 1265-1268: Clemente IV 1271-1276: Gregorio X 1276: Inocencio V 1276: Adriano V 1276-1277: Juan XXI 1277-1280: Nicolás III 1281-1285: Martín IV 1285-1287: Honorio IV 1288-1292: Nicolás IV 1294: Celestino V 1294-1303: Bonifacio VIII 1303-1304: Benedicto XI Los Papas en Aviñón 1305-1314: Clemente V 1316-1334: Juan XXII [1328-1333: Nicolás V] 1334-1342: Benedicto XII 1342-1352: Clemente VI 1352-1362: Inocencio VI 1362-1370: Urbano V 1370-1378: Gregorio XI 1378-1389: Urbano VI 1389-1404: Bonifacio IX 1404-1406: Inocencio VII 1406-1415: Gregorio XII [1378-1394: Clemente VII, «Papa de Aviñón»] [1394-1423: Benedicto XIII, «Papa de Aviñón»] [1409-1410: Alejandro V, «Papa de Pisa»] [1410-1415: Juan XXIII, «Papa de Pisa»] 1417-1431: Martín V 1431-1447: Eugenio IV [1440-1449: Félix V]
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357
Índice Portada Créditos NOTA A LA OCTAVA EDICIÓN PRÓLOGO I. LOS ORÍGENES DE LA IGLESIA 1. Pentecostés 2. La vida de los primeros cristianos de Jerusalén 3. La oposición del Sanedrín 4. La Iglesia, abierta a los gentiles 5. La cuestión de la obligatoriedad de la Ley mosaica 6. El «concilio» de Jerusalén II. LA EXPANSIÓN DEL CRISTIANISMO 1. Factores favorables a la difusión evangélica 2. Obstáculos a la conversión 3. Los desconocidos caminos del Evangelio 4. El apostolado de Pedro y de Pablo 5. El Apóstol de los gentiles 6. San Juan y las iglesias asiáticas 7. La expansión cristiana en Oriente 358
8. El cristianismo en el Occidente romano III. LA IGLESIA Y EL IMPERIO ROMANO 1. «Dad al Cesar lo que es del Cesar» 2. Los precedentes de la persecución neroniana 3. La opinión pública, hostil al cristianismo 4. El cristianismo, «superstición ilícita» 5. La doctrina trajánica sobre el cristianismo 6. Alternativas de persecución y de paz 7. Las persecuciones de Decio y Valeriano 8. La Tetrarquía inicia el Bajo Imperio 9. La gran persecución de Diocleciano IV. ORGANIZACIÓN Y VIDA EN LA IGLESIA PRIMITIVA 1. Las iglesias locales en la edad apostólica 2. La generalización del episcopado monárquico 3. El Primado romano 4. Reconocimiento y ejercicio de la Primacía 5. Estructura de las iglesias cristianas: el clero 6. Carismáticos y confesores de la fe 7. Viudas, vírgenes y ascetas 8. Los cristianos corrientes
359
9. La iniciación cristiana: catecumenado y bautismo 10. Eucaristía y vida cristiana 11. La justicia en los litigios entre cristianos 12. Excomunión y penitencia pública 13. La cuestión de los lapsi V. LA VERDAD CRISTIANA Y LAS HEREJÍAS 1. Las herejías judeocristianas 2. El gnosticismo 3. La infiltración gnóstica en la Iglesia 4. La doctrina y la obra de Marción 5. La reacción de la Iglesia 6. El maniqueísmo 7. Montanismo y donatismo VI. LA LITERATURA DE LA ANTIGÜEDAD CRISTIANA 1. El desarrollo de las letras cristianas 2. Los Padres Apostólicos 3. Literatura apócrifa y martirial 4. La apologética cristiana 5. El testimonio de los cristianos 6. Los cristianos y el Imperio
360
Apologistas griegos y latinos 8. Los orígenes de la ciencia teológica 9. La escuela de Alejandría 10. Orígenes y su obra 11. La escuela de Antioquía y los teólogos occidentales VII. LA CONVERSIÓN DEL MUNDO ANTIGUO 1. El edicto de Milán 2. De la libertad religiosa a la unidad católica 3. La cristianización de la sociedad 4. De las comunidades cristianas a la sociedad cristiana 5. La evangelización de los campos 6. Las iglesias rurales 7. Estructura de la sociedad cristiana: clérigos y laicos 8. Los orígenes monásticos en Oriente 9. El primer monacato occidental VIII. LOS ÓRGANOS DE LA AUTORIDAD 1. Oriente y Occidente 2. Cristianismo latino y cristianismo oriental 3. Obispos y diócesis 4. El obispo y la sociedad
361
5. Las provincias eclesiásticas 6. Las grandes Sedes: los Patriarcados 7. El Pontificado romano y el Occidente cristiano 8. El Pontificado y la Iglesia de Oriente 9. Los concilios ecuménicos 10. El emperador cristiano IX. LA EDAD DE LOS PADRES Y LA FORMULACIÓN DEL DOGMA TRINITARIO 1. La edad de oro de la patrística 2. Los grandes Padres orientales 3. Los Padres de la Iglesia de Occidente 4. La formulación del dogma trinitario: el arrianismo 5. El Concilio de Nicea y el posconcilio 6. El Concilio I de Constantinopla y la divinidad del Espíritu Santo X. LA CUESTIÓN CRISTOLÓGICA Y LA DOCTRINA DE LA GRACIA 1. El planteamiento de la cuestión cristológica 2. Nestorio y el Concilio de Éfeso 3. El monofisismo y el Concilio de Calcedonia 4. Las secuelas del monofisismo 5. El final de la cuestión cristológica 6. La cuestión de la Gracia 362
XI. LA CONVERSIÓN DE LOS PUEBLOS BARBÁRICOS 1. Las invasiones bárbaras y los nuevos reinos 2. Los orígenes del arrianismo germánico 3. Del arrianismo al cristianismo católico 4. La conversión de los francos 5. Conversión y cristianización 6. Las cristiandades célticas 7. La conversión de los anglosajones 8. La Iglesia en España durante el siglo VII 9. Iglesia visigótica y Monarquía 10. El Islam y la Cristiandad XII. LA ÉPOCA CAROLINGIA 1. Un giro copernicano 2. El Pontificado y el Reino franco 3. El Renacimiento carolingio 4. Los objetivos de una política cristiana 5. La expansión de la Cristiandad 6. El nuevo Imperio de Occidente XIII. LA IGLESIA EN LA EUROPA FEUDAL 1. La decadencia carolingia
363
2. La sociedad feudal 3. Secularización de las estructuras eclesiásticas 4. El Pontificado de Nicolás I 5. El Siglo de Hierro del Pontificado 6. El Sacro Romano Imperio 7. La conversión al cristianismo de eslavos y magiares 8. La reforma de Cluny XIV. LA IGLESIA GRIEGA HASTA EL CISMA DE ORIENTE 1. La lenta preparación del Cisma 2. La cuestión de las imágenes 3. El problema de los búlgaros 4. Ignacio y Focio 5. El patriarcado de Focio y la Iglesia universal 6. El cisma de Cerulario 7. La expansión misionera de la Iglesia bizantina XV. LA REFORMA GREGORIANA 1. La edad de oro de la Europa cristiana 2. Los Papas pregregorianos 3. La lucha por la libertad de la Iglesia 4. Las directrices de la Reforma gregoriana
364
5. El Pontificado y las iglesias particulares 6. La cuestión de las Investiduras 7. Gregorio VII y Enrique IV 8. El Concordato de Worms 9. La cristianización de la Europa del norte XVI. PONTIFICADO Y CRISTIANDAD EN LOS SIGLOS XII Y XIII 1. Pontificado, Imperio y Cristiandad 2. Alejandro III y Federico Barbarroja 3. Inocencio III 4. El Pontificado y Federico II 5. La crisis de la Cristiandad 6. Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso XVII. ESTRUCTURAS ECLESIÁSTICAS DE LA CRISTIANDAD 1. El Romano Pontífice 2. Los cardenales y la Curia Romana 3. Los concilios ecuménicos de la Cristiandad 4. Apogeo y declive de los concilios medievales 5. La Jerarquía y sus órganos: metropolitanos y obispos 6. Las estructuras diocesanas 7. El Císter y san Bernardo
365
8. Las Órdenes mendicantes 9. San Francisco y los franciscanos 10. Santo Domingo y la Orden de predicadores XVIII. LA SOCIEDAD CRISTIANA MEDIEVAL 1. La pacificación de las costumbres 2. La caballería cristiana 3. Las Órdenes militares 4. La religiosidad popular 5. Cofradías y gremios 6. La piedad cristiana 7. Indulgencias y peregrinaciones XIX. LAS EMPRESAS DE LA CRISTIANDAD 1. Las Cruzadas 2. Reconquista y misión cristiana 3. La Teología escolástica 4. El siglo de oro de la Escolástica: Santo Tomás de Aquino 5. La época clásica del Derecho canónico 6. Las universidades 7. El arte cristiano 8. La herejía medieval
366
9. Represión de la herejía: la Cruzada y la Inquisición XX. EL PONTIFICADO DE AVIÑÓN Y EL CISMA DE OCCIDENTE 1. Los Papas en Aviñón 2. La obra administrativa de los Papas de Aviñón 3. La hacienda pontificia 4. Las nuevas corrientes doctrinales 5. El espíritu laico y los Estados nacionales 6. El retorno del Papa a Roma 7. El Cisma de Occidente XXI. LA ÉPOCA DEL CONCILIARISMO 1. El Concilio de Constanza 2. Las doctrinas conciliaristas 3. La elección de Martín V 4. Eugenio IV y el Concilio de Basilea 5. La victoria del Pontificado sobre el conciliarismo 6. Dos precursores de la Reforma: Wiclef y Huss 7. La cuestión de la unión de los griegos 8. La unión de Florencia 9. El fracaso de la unión XXII. LA VIDA RELIGIOSA EN LA BAJA EDAD MEDIA
367
1. Una época de transición 2. El nominalismo de Ockam 3. El tema de la muerte 4. La piedad popular 5. Mística y «devotio moderna» 6. Las Órdenes religiosas 7. El otoño de la Edad Media 8. La Iglesia ante los tiempos modernos Bibliografía Tabla cronológica Relación cronológica de los pontificados ÍNDICE
368
Index NOTA A LA OCTAVA EDICIÓN PRÓLOGO I. LOS ORÍGENES DE LA IGLESIA 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Pentecostés La vida de los primeros cristianos de Jerusalén La oposición del Sanedrín La Iglesia, abierta a los gentiles La cuestión de la obligatoriedad de la Ley mosaica El «concilio» de Jerusalén
II. LA EXPANSIÓN DEL CRISTIANISMO 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.
3 4 7 7 8 10 11 13 14
15
Factores favorables a la difusión evangélica Obstáculos a la conversión Los desconocidos caminos del Evangelio El apostolado de Pedro y de Pablo El Apóstol de los gentiles San Juan y las iglesias asiáticas La expansión cristiana en Oriente El cristianismo en el Occidente romano
15 17 18 19 21 23 24 25
III. LA IGLESIA Y EL IMPERIO ROMANO
27
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.
«Dad al Cesar lo que es del Cesar» Los precedentes de la persecución neroniana La opinión pública, hostil al cristianismo El cristianismo, «superstición ilícita» La doctrina trajánica sobre el cristianismo Alternativas de persecución y de paz Las persecuciones de Decio y Valeriano La Tetrarquía inicia el Bajo Imperio La gran persecución de Diocleciano
IV. ORGANIZACIÓN Y VIDA EN LA IGLESIA PRIMITIVA 1. Las iglesias locales en la edad apostólica 2. La generalización del episcopado monárquico 3. El Primado romano 369
27 28 29 30 32 34 35 37 38
40 40 42 44
4. Reconocimiento y ejercicio de la Primacía 5. Estructura de las iglesias cristianas: el clero 6. Carismáticos y confesores de la fe 7. Viudas, vírgenes y ascetas 8. Los cristianos corrientes 9. La iniciación cristiana: catecumenado y bautismo 10. Eucaristía y vida cristiana 11. La justicia en los litigios entre cristianos 12. Excomunión y penitencia pública 13. La cuestión de los lapsi
V. LA VERDAD CRISTIANA Y LAS HEREJÍAS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
Las herejías judeocristianas El gnosticismo La infiltración gnóstica en la Iglesia La doctrina y la obra de Marción La reacción de la Iglesia El maniqueísmo Montanismo y donatismo
56 56 58 59 61 62 63 64
VI. LA LITERATURADE LA ANTIGÜEDAD CRISTIANA 1. El desarrollo de las letras cristianas 2. Los Padres Apostólicos 3. Literatura apócrifa y martirial 4. La apologética cristiana 5. El testimonio de los cristianos 6. Los cristianos y el Imperio 7. Apologistas griegos y latinos 8. Los orígenes de la ciencia teológica 9. La escuela de Alejandría 10. Orígenes y su obra 11. La escuela de Antioquía y los teólogos occidentales
VII. LA CONVERSIÓNDEL MUNDO ANTIGUO 1. 2. 3. 4.
45 46 47 48 49 50 52 53 54 55
El edicto de Milán De la libertad religiosa a la unidad católica La cristianización de la sociedad De las comunidades cristianas a la sociedad cristiana 370
66 66 67 68 69 70 71 72 73 74 75 76
77 77 79 81 82
5. 6. 7. 8. 9.
La evangelización de los campos Las iglesias rurales Estructura de la sociedad cristiana: clérigos y laicos Los orígenes monásticos en Oriente El primer monacato occidental
85 87 89 91 94
VIII. LOS ÓRGANOS DE LA AUTORIDAD
96
1. Oriente y Occidente 2. Cristianismo latino y cristianismo oriental 3. Obispos y diócesis 4. El obispo y la sociedad 5. Las provincias eclesiásticas 6. Las grandes Sedes: los Patriarcados 7. El Pontificado romano y el Occidente cristiano 8. El Pontificado y la Iglesia de Oriente 9. Los concilios ecuménicos 10. El emperador cristiano
IX. LA EDAD DE LOS PADRESY LA FORMULACIÓN DEL DOGMA TRINITARIO 1. 2. 3. 4. 5. 6.
La edad de oro de la patrística Los grandes Padres orientales Los Padres de la Iglesia de Occidente La formulación del dogma trinitario: el arrianismo El Concilio de Nicea y el posconcilio El Concilio I de Constantinopla y la divinidad del Espíritu Santo
X. LA CUESTIÓN CRISTOLÓGICA Y LA DOCTRINA DE LA GRACIA 1. 2. 3. 4. 5. 6.
El planteamiento de la cuestión cristológica Nestorio y el Concilio de Éfeso El monofisismo y el Concilio de Calcedonia Las secuelas del monofisismo El final de la cuestión cristológica La cuestión de la Gracia
XI. LA CONVERSIÓN DE LOS PUEBLOS BARBÁRICOS 1. Las invasiones bárbaras y los nuevos reinos 2. Los orígenes del arrianismo germánico 371
96 98 99 101 102 104 107 109 110 112
114 114 116 118 121 123 125
127 127 129 130 132 134 136
138 138 141
3. Del arrianismo al cristianismo católico 4. La conversión de los francos 5. Conversión y cristianización 6. Las cristiandades célticas 7. La conversión de los anglosajones 8. La Iglesia en España durante el siglo VII 9. Iglesia visigótica y Monarquía 10. El Islam y la Cristiandad
XII. LA ÉPOCA CAROLINGIA 1. 2. 3. 4. 5. 6.
160
Un giro copernicano El Pontificado y el Reino franco El Renacimiento carolingio Los objetivos de una política cristiana La expansión de la Cristiandad El nuevo Imperio de Occidente
XIII. LA IGLESIA EN LA EUROPA FEUDAL 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.
La decadencia carolingia La sociedad feudal Secularización de las estructuras eclesiásticas El Pontificado de Nicolás I El Siglo de Hierro del Pontificado El Sacro Romano Imperio La conversión al cristianismo de eslavos y magiares La reforma de Cluny
XIV. LA IGLESIA GRIEGA HASTA EL CISMA DE ORIENTE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
143 145 147 149 151 153 155 157
La lenta preparación del Cisma La cuestión de las imágenes El problema de los búlgaros Ignacio y Focio El patriarcado de Focio y la Iglesia universal El cisma de Cerulario La expansión misionera de la Iglesia bizantina
160 162 164 166 169 171
173 173 175 177 180 182 184 187 189
191 191 193 195 197 198 200 202
XV. LA REFORMA GREGORIANA
204
1. La edad de oro de la Europa cristiana 2. Los Papas pregregorianos
204 206 372
3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.
La lucha por la libertad de la Iglesia Las directrices de la Reforma gregoriana El Pontificado y las iglesias particulares La cuestión de las Investiduras Gregorio VII y Enrique IV El Concordato de Worms La cristianización de la Europa del norte
208 210 212 214 216 217 219
XVI. PONTIFICADO Y CRISTIANDAD EN LOS SIGLOS XII Y 221 XIII 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Pontificado, Imperio y Cristiandad Alejandro III y Federico Barbarroja Inocencio III El Pontificado y Federico II La crisis de la Cristiandad Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso
221 223 225 227 229 231
XVII. ESTRUCTURAS ECLESIÁSTICASDE LA CRISTIANDAD 233 1. El Romano Pontífice 2. Los cardenales y la Curia Romana 3. Los concilios ecuménicos de la Cristiandad 4. Apogeo y declive de los concilios medievales 5. La Jerarquía y sus órganos: metropolitanos y obispos 6. Las estructuras diocesanas 7. El Císter y san Bernardo 8. Las Órdenes mendicantes 9. San Francisco y los franciscanos 10. Santo Domingo y la Orden de predicadores
233 236 238 240 242 244 246 248 250 252
XVIII. LA SOCIEDAD CRISTIANA MEDIEVAL
254
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
La pacificación de las costumbres La caballería cristiana Las Órdenes militares La religiosidad popular Cofradías y gremios La piedad cristiana Indulgencias y peregrinaciones
254 256 257 259 261 263 265
XIX. LAS EMPRESAS DE LA CRISTIANDAD 373
267
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.
Las Cruzadas Reconquista y misión cristiana La Teología escolástica El siglo de oro de la Escolástica: Santo Tomás de Aquino La época clásica del Derecho canónico Las universidades El arte cristiano La herejía medieval Represión de la herejía: la Cruzada y la Inquisición
XX. EL PONTIFICADO DE AVIÑÓN Y EL CISMA DE OCCIDENTE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
267 270 272 274 276 278 279 280 282
284
Los Papas en Aviñón La obra administrativa de los Papas de Aviñón La hacienda pontificia Las nuevas corrientes doctrinales El espíritu laico y los Estados nacionales El retorno del Papa a Roma El Cisma de Occidente
284 286 287 289 291 293 295
XXI. LA ÉPOCA DEL CONCILIARISMO
297
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.
El Concilio de Constanza Las doctrinas conciliaristas La elección de Martín V Eugenio IV y el Concilio de Basilea La victoria del Pontificado sobre el conciliarismo Dos precursores de la Reforma: Wiclef y Huss La cuestión de la unión de los griegos La unión de Florencia El fracaso de la unión
XXII. LA VIDA RELIGIOSA EN LA BAJA EDAD MEDIA 1. 2. 3. 4. 5. 6.
Una época de transición El nominalismo de Ockam El tema de la muerte La piedad popular Mística y «devotio moderna» Las Órdenes religiosas
297 299 301 303 305 307 309 311 313
314 314 316 317 319 321 323
374
7. El otoño de la Edad Media 8. La Iglesia ante los tiempos modernos
325 327
BIBLIOGRAFíA
329
Historia General de la Iglesia Historia de los Papas y del Pontificado Historia de los Concilios Patrología e Historia de la Teología Historia del Derecho Canónico Otras disciplinas históricas Enciclopedias y Diccionarios
330 331 332 333 334 335 336
TABLA CRONOLÓGICA RELACIÓN CRONOLÓGICA DE PONTIFICADOS ÍNDICE
375
337 350 358