Historia de La Higiene
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HISTORIA HIGIENE El escritor Sandor Marai, nacido en 1900 en una familia rica del Imperio Austrohúngaro, cuenta en su libro de memorias Confesiones de un burgués que durante su infancia existía la creencia de que “lavarse o bañarse mucho resultaba dañino, puesto que los niños se volvían blandos”. Por entonces, la bañera era un objeto más o menos decorativo que se usaba “para guardar trastos y que recobraba su función original un día al año, el de San Silvestre. Los miembros de la burguesía de fines del siglo XIX sólo se bañaban cuando estaban enfermos o iban a contraer matrimonio”. Esta mentalidad, que hoy resulta impensable, era habitual hasta hace poco. Es más, si viviéramos en el siglo XVIII, nos bañaríamos una sola vez en la vida, nos empolvaríamos los cabellos en lugar de lavarlos con agua y champú, y tendríamos que dar saltos para no pisar los excrementos esparcidos por las calles. • Del esplendor del Imperio al dominio de los “marranos” Curiosamente, en la Antigüedad los seres humanos no eran tan “sucios”. Conscientes de la necesidad de cuidar el cuerpo, los romanos pasaban mucho tiempo en las termas colectivas bajo los auspicios de la diosa Higiea, protectora de la salud, de cuyo nombre deriva la palabra higiene. Esta costumbre se extendió a Oriente, donde los baños turcos se convirtieron en centros de la vida social, y pervivió durante la Edad Media. En las ciudades medievales, los hombres se bañaban con asiduidad y hacían sus necesidades en las letrinas públicas, vestigios de la época romana, o en el orinal, otro invento romano de uso privado; y las mujeres se bañaban y perfumaban, se arreglaban el cabello y frecuentaban las lavanderías. Lo que no estaba tan limpio era la calle, dado que los residuos y las aguas servidas se tiraban por la ventana a la voz de “agua va!”, lo cual obligaba a caminar mirando hacia arriba. • Vacas, caballos, bueyes dejaban su “firma” en la calle Pero para lugares inmundos, pocos como las ciudades europeas de la Edad Moderna antes de que llegara la revolución hidráulica del siglo XIX. Carentes de alcantarillado y canalizaciones, las calles y plazas eran auténticos vertederos por los que con frecuencia corrían riachuelos de aguas servidas. En aumentar la suciedad se encargaban también los numerosos animales existentes: ovejas, cabras, cerdos y, sobre todo, caballos y bueyes que tiraban de los carros. Como si eso no fuera suficiente, los carniceros y matarifes sacrificaban a los animales en plena vía pública, mientras los barrios de los curtidores y tintoreros eran foco de infecciones y malos olores. La Roma antigua, o Córdoba y Sevilla en tiempos de los romanos y de los árabesestaban más limpias que Paris o Londres en el siglo XVII, en cuyas casas no había desagües ni baños. ¿Qué hacían entonces las personas? Habitualmente, frente a una necesidad imperiosa el individuo se apartaba discretamente a una esquina. El escritor alemán Goethe contaba que una vez que estuvo alojado en un hostal en
Garda, Italia, al preguntar dónde podía hacer sus necesidades, le indicaron tranquilamente que en el patio. La gente utilizaba los callejones traseros de las casas o cualquier cauce cercano. Nombres de los como el del francés Merderon revelan su antiguo uso. Los pocos baños que había vertían sus desechos en fosas o pozos negros, con frecuencia situados junto a los de agua potable, lo que aumentaba el riesgo de enfermedades. • Los excrementos humanos se vendían como abono Todo se reciclaba. Había gente dedicada a recoger los excrementos de los pozos negros para venderlos como estiércol. Los tintoreros guardaban en grandes tinajas la orina, que después usaban para lavar pieles y blanquear telas. Los huesos se trituraban para hacer abono. Lo que no se reciclaba quedaba en la calle, porque los servicios públicos de higiene no existían o eran insuficientes. En las ciudades, las tareas de limpieza se limitaban a las vías principales, como las que recorrían los peregrinos y las carrozas de grandes personajes que iban a ver al Papa en la Roma del siglo XVII, habitualmente muy sucia. Las autoridades contrataban a criadores de cerdos para que sus animales, como buenos omnívoros, hicieran desaparecer los restos de los mercados y plazas públicas, o bien se encomendaban a la lluvia, que de tanto en tanto se encargaba arrastrar los desperdicios. Tampoco las ciudades españolas destacaban por su limpieza. Cuenta Beatriz Esquivias Blasco su libro ¡Agua va! La higiene urbana en Madrid (1561-1761), que “era costumbre de los vecinos arrojara la calle por puertas y ventanas las aguas inmundas y fecales, así como los desperdicios y basuras”. El continuo aumento de población en la villa después del esblecimiento de la corte de Fernando V a inicios del siglo XVIII gravó los problemas sanitarios, que la suciedad se acumulaba, pidiendo el tránsito de los caos que recogían la basura con dificultad por las calles principales • En verano, los residuos se secaban y mezclaban con la arena del pavimento; en invierno, las lluvias levantaban los empedrados, diluían los desperdicios convirtiendo las calles en lodazales y arrastraban los residuos blandos los sumideros que desembocaban en el Manzanares, destino final de todos los desechos humanos y animales. Y si las ciudades estaban sucias, las personas no estaban mucho mejor. La higiene corporal también retrocedió a partir del Renacimiento debido a una percepción más puritana del cuerpo, que se consideraba tabú, y a la aparición de enfermedades como la sífilis o la peste, que se propagaban sin que ningún científico pudiera explicar la causa. Los médicos del siglo XVI creían que el agua, sobre todo caliente, debilitaba los órganos y dejaba el cuerpo expuesto a los aires malsanos, y que si penetraba a través de los poros podía transmitir todo tipo de males. Incluso empezó a difundirse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo tanto, el aseo personal debía realizarse “en seco”, sólo con una toalla limpia para frotar las partes visibles del organismo. Un texto difundido en Basilea en el siglo XVII recomendaba que “los niños se limpiaran el rostro y los ojos con un trapo blanco, lo que quita la mugre y deja a la tez y al color toda su naturalidad. Lavarse con agua es perjudicial a la vista, provoca males de dientes y catarros, empalidece el rostro y lo hace más sensible al frío en invierno y a la resecación en verano • Un artefacto de alto riesgo llamado bañera
Según el francés Georges Vigarello, autor de Lo limpio y lo sucio, un interesante estudio sobre la higiene del cuerno en Europa, el rechazo al agua llegaba a los más altos estratos sociales. En tiempos de Luis XIV, las damas más entusiastas del aseo se bañaban como mucho dos veces al año, y el propio rey sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones, como demuestra este relato de uno de sus médicos privados: “Hice preparar el baño, el rey entró en él a las 10 y durante el resto de la jornada se sintió pesado, con un dolor sordo de cabeza, lo que nunca le había ocurrido... No quise insistir en el baño, habiendo observado suficientes circunstancias desfavorables para hacer que el rey lo abandonase”. Con el cuerno prisionero de sus miserias, la higiene se trasladó a la ropa, cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lavaban” cambiándose con frecuencia de camisa, que supuestamente absorbía la suciedad corporal. El dramaturgo francés del siglo XVII Paul Scarron describía en su Roman comique una escena de aseo personal en la cual el protagonista sólo usa el agua para enjuagarse la boca. Eso sí, su criado le trae “la más bella ropa blanca del mundo, perfectamente lavada y perfumada”. Claro que la procesión iba por dentro, porque incluso quienes se cambiaban mucho de camisa sólo se mudaban de
ropa
interior
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• Aires ilustrados para terminar con los malos olores Tanta suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables olores amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los europeos. Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se aconsejaba a los habitantes de las ciudades que aflojasen la basura en los espacios asignados para eso. En 1774, el sueco Karl Wilhehm Scheele descubrió el cloro, sustancia que combinada con agua blanqueaba los objetos y mezclada con una solución de sodio era un eficaz desinfectante. Así nació la lavandina, en aquel
momento
un
gran
paso
para
la
humanidad.
• Tuberías y retretes: la revolución higiénica En el siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene. A medida que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto y comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo para la salud.
HIGIENE PERSONAL: UNA HISTORIA SORPRENDENTE
10JAN Fuentes: The Economist Monografías.com El concepto de higiene personal se ha asociado siempre a ámbitos tan dispares como la salud, la moral o la belleza. Quizá por eso la historia del aseo está llena de sorprendentes avances y retrocesos. Su evolución puede ayudarnos a comprender mejor a la humanidad y a reflexionar sobre las prácticas actuales de cuidado personal. 1. La higiene, cosa de dioses. Los antiguos egipcios ya daban gran valor al baño y también a los olores naturales del cuerpo, que acentuaban con perfumes especiales para los genitales. La primera bañera de la que se tiene constancia corresponde a la Grecia Antigua y data de alrededor del 1700 a.C., mientras que el invento del baño de vapor se atribuye a los refinados sibaritas del siglo VIII a.C. No en vano la palabra “higiene” procede de la diosa griega Higea, responsable de la curación, la limpieza y la sanidad, cuya popularidad se relaciona con las plagas que devastaron Atenas en el siglo V a.C. y Roma en el siglo III a.C. 2. Agua para todos. Los romanos, gracias a su extensa red de acueductos, llevaron la asociación del baño con la salud y el bienestar a su máximo exponente. En el Imperio Romano del siglo I, ser limpio quería decir sumergirse regularmente durante dos horas en las termas públicas con aguas a diferentes temperaturas, frotarse bien el cuerpo con pequeños rastrillos y terminar aplicándose aceites corporales. 3. Cuerpo sucio, alma limpia. Tras la caída del Imperio Romano y con el avance del cristianismo, el baño se asoció al pecado y a las costumbres paganas. El cuidado del cuerpo conducía al descuido del alma, e incluso el castigo del cuerpo era visto como una aproximación a Dios. En su libro The Dirt on Clean (La parte sucia de la limpieza), la periodista canadiense Katherine Ashenburg explica que San Benito, al definir las reglas de la vida monástica en el siglo VI, estableció que sólo se bañaran los monjes más viejos. En los conventos medievales de Europa la norma indicaba que los monjes sólo debían bañarse un par de veces al año, en las vísperas de las fiestas más importantes.
4. Adiós al baño. Esta concepción puritana del cuerpo hizo que la costumbre del baño regular se perdiera completamente en la Europa medieval. Harían falta varios siglos –y algunas epidemias– para recuperarla. El baño se convirtió en una moda practicada sólo por determinados grupos sociales, como los caballeros que regresaban de las cruzadas en territorios árabes, donde los baños calientes eran una costumbre bien establecida. Ni tan sólo el progreso económico de Europa a partir del siglo XVII mejoró la situación. Más bien al contrario, ya que la progresiva urbanización creó ciudades inmundas y catástrofes sanitarias. 6. ¡Horror, agua! Durante los siglos XV, XVI y XVII, los médicos creían que el agua era peligrosa. Ambroise Paré, escribía en el París de 1568: "Conviene prohibir los baños, porque, al salir de ellos la carne y el cuerpo son más blandos y los poros están abiertos, por lo que el vapor apestado puede entrar rápidamente hacia en interior del cuerpo y provocar una muerte súbita", Las capas de suciedad se veían incluso como protección frente a los malos aires del exterior, cuando era precisamente la falta de higiene lo que facilitaba el contagio en caso de epidemia. 7. Aseo “en seco”. En su libro Lo limpio y lo sucio, el historiador francés Georges Vigarello explica esta idea del cuerpo como un ente permeable que había que proteger de los malos aires con la vestimenta adecuada, cuanto más hermética mejor. Además, se creía que la ropa, en especial la blanca, absorbía la suciedad del cuerpo, con lo que “limpiarse” a menudo consistía en cambiarse de camisa (los que tenían dinero suficiente, claro). Todo, menos sumergirse en agua. En el París de 1516, en plena epidemia, se advertía: "¡Por favor, huyan de los baños de vapor o de agua o morirán!".
8. Las apariencias engañan. Vigarello escribe que en el siglo XVII la limpieza del cuerpo consistía en “sentirse limpio” y oler bien, lo que diferenciaba a los ricos de los pobres. Pelucas, perfumes y polvos actuaban como “limpiadores” y mantenían a las élites “protegidas” frente a las enfermedades al ocultar la suciedad y corregir los malos olores a su alrededor. 9. ¡Salvados por el agua! En el siglo XIX se extendieron por Europa los nuevos sistemas de abastecimiento de agua. Después de que John Snow descubriera la causa del cólera en Londres a mediados de ese siglo, y especialmente después de las investigaciones de Louis Pasteur –que apuntaban a los gérmenes como responsables de las enfermedades–, el alcantarillado y el suministro de agua limpia se convirtieron en prioridades en las ciudades. Contrariamente a lo que se había creído durante siglos, el baño empezó a promocionarse como defensa contra las enfermedades.
10. La industria del aseo. Se empieza a desarrollar entonces una industria de la higiene. Vuelve el jabón, un producto que ya se utilizaba en la antigüedad, esta vez industrializado, lo que facilitó su popularización. Tal y como explica Ashenburg en su libro, "el jabón y la publicidad crecieron juntos",
primero en diarios y después en la radio. La expresión inglesa "soap opera", se refiere a las radionovelas americanas patrocinadas por fabricantes de jabón. Así comenzó una nueva era inundada de todo tipo de productos para el cuidado personal. 11. De un extremo al otro. La búsqueda de la asepsia, la limpieza absoluta, es quizá la idea que mejor resume las costumbres actuales de higiene personal. Si bien es cierto que la higiene es saludable, los expertos advierten que estar demasiado limpios también puede provocar alergias y enfermedades. Hasta cierto punto el cuerpo necesita curtirse en el combate de la suciedad para desarrollar resistencias inmunológicas. Y, por otro lado, parece que vivimos en una sociedad donde cualquier perfume artificial es más deseable que el perfume natural. ¿Nos estamos pasando de limpios?
(Ilustraciones: 1. Vasija griega (detalle duchas), 600 a.C., artista desconocido, subida por Milartino. 2. Baño turco o hammam en el Cairo por Sari, 2011. 3. Jean-Baptiste Colbert por Villacerf, 1683, dominio público. 4. Jabón Ivory, 1898, cartel restaurado por Adam Cuerden, dominio público. Todas Wikimedia Commons.).
HISTORIAS DE LA HIGIENE on 30 Abril 2013. Posted in Historia
Noticias que sorprenderán a los limpios, los sucions e incluso a los guarros. Los madrileños, durante siglos, utilizaron el agua para poco más que beber y lavar la ropa. Los baños no eran nada usuales y si un madrileño se decidía a remojar el cuerpo acudía al río Manzanares simplemente para refrescarse de los calores Una piel muy porosa Desde los siglos XVI al XVIII de los baños se huía como del demonio porque los médicos pensaban que el agua por “su presión y calor” abría los poros y ablandaba el cuerpo exponiendo así a los órganos a enfermedades. En los tratados de medicina se decía: “conviene prohibir los baños, porque, al salir de ellos, la carne y el cuerpo son más blandos y los poros están más abiertos, por lo que el vapor apestado puede entrar rápidamente hacia el interior del cuerpo y provocar una muerte súbita”, y en otros se puntualizaba que “calentar los cuerpos era como abrirle las puertas al veneno del aire”. Estas teorías tan científicas explican el motivo del consejo que se dio en París en 1516 cuando ante los efectos de una epidemia se exhortaba a la población: "¡Por favor, huyan de los baños de vapor o de agua o morirán!". Nuestros antepasados creían firmemente que la piel era permeable pudiendo el agua y el aire traspasar sus débiles capas y que por los poros no sólo podía entrar la enfermedad también podían penetrar otras sustancias mucho más peligrosas para la mujer como…el semen. Un simple baño era un peligro potencial pues si algún esperma itinerante flotaba por las aguas, la mujer que se bañara en ellas podía quedar impregnada y su piel absorber una sustancia tan embarazosa. La situación se complicaba aún más si tenemos en cuenta que también los ríos eran peligrosos. Si algún hombre, o alguna de sus ropas, tenían contacto con sus aguas, la probabilidad de que una mujer quedase embarazada por contacto era altísima. Gente tan sesuda como Lope de Vega, no dudaba en absoluto de estos peligros flotantes, y en una carta personal escrita al Duque de Sessa le comentaba al noble que un convento portugués había tenido que cambiar de ubicación porque como estaba junto a un río, y en él se lavaba la ropa interior de los frailes, las mujeres del pueblo cercano se quedaban preñadas simplemente por beber el agua de esa “polucionada” corriente.
Es una croqueta o un niño recubierto de mugre Pero si había un cuerpo en el que las infiltraciones por la piel podían hacer mucho daño, ese era el de los recién nacidos, pues en el siglo XVI se pensaba que los bebes eran totalmente porosos. Nada más nacer se les bañaba para eliminar la sangre adherida, pero a continuación, para reforzar la piel y protegerle de las agresiones exteriores, se embadurnaba toda su piel de las más diversas sustancias con el fin de taponar sus poros. Había quien usaba aceite, pero otros preferían utilizar sal, cera, cenizas de cuerno de becerro o incluso cenizas de plomo mezcladas con vino. Se dejaba que el niño creciera antes de volver a exponerle al contacto con el agua. Un ejemplo lo tenemos en el rey de Francia, Luis XIII, a quien se le lavó nada más nacer y tardaron siete años en volver a exponerle al agua. Por el contrario, en España existía una curiosa costumbre en relación al agua y los jóvenes. Si querías que tu hijo creciera y fuera espigado debías “lavarle los pies y raparle la cabeza”, pero eso sí, había que tener presente algo muy importante: a los niños nunca se les debía bañar con agua fría, porque si así se hacía dejaban de crecer en el momento. Lavado en seco Lógicamente los cuerpos desprendían un hedor insoportable, pero para eliminarlo no se utilizaba el baño sino la limpieza en seco, frotando la piel con telas para luego rociarla con algún perfume. No sólo las damas, sino también los “guapos de la época” y los jóvenes de cierto nivel, usaban aguas olorosas con las que humedecían cabellos, rostro, manos y vestidos. En el siglo XVII el ámbar, el almizcle y la algalia eran las sustancias que más se utilizaban, y como el pulverizador todavía no se había inventado, se elegía a una criada con potentes pulmones a la que se la enseñaba a llenar la boca de buches de agua perfumada para que luego lanzara a través de sus dientes una lluvia finísima de agua, babas y perfume en dirección al rostro de la señora de la casa. Aunque existe cierta preocupación por la limpieza, lo que nunca se hacía era utilizar el agua para lavarse la cara. Hasta el siglo XVIII había limpieza y no lavado, y la norma de cortesía marcaba que para quitarse la mugre se limpiara únicamente el rostro y los ojos con un trapo blanco. Lavarse con agua era perjudicial para la vista, provocaba dolor de dientes, catarros y empalidecía el rostro. Las manos y la boca sí podían recibir las atenciones del agua, pero siempre que esta estuviera rebajada con vino o vinagre. Como se aprecia, las superficies “lavadas” se limitaban únicamente a las partes visibles de la piel, porque el resto del cuerpo no tenía importancia al estar encerrado en una vestidura. La idea que se tenía era que la ropa blanca que estaba en contacto con el cuerpo hacía desaparecer la mugre y su efecto no sólo era comparable al del agua, sino más seguro y menos peligroso. Se pensaba que la ropa interior absorbía la transpiración y las impurezas, convirtiéndose la camisa en una especie de esponja limpiadora, por lo que mudarse era en el fondo mejor que lavarse. Aunque a partir del siglo XVI los baños pasan a ser considerados como un peligroso hábito que sólo se podía practicar bajo rigurosa prescripción facultativa, no debemos confundirnos al creer que el acto o gesto de limpieza desapareció, lo que sucedió es que el mismo adquirió una forma distinta a la que hoy nosotros podemos tener en mente. Baños madrileños La imagen de un cuerpo permeable saliendo de un cálido baño que podía ser atacado por múltiples enfermedades provocaba terror, por eso con la llegada del siglo XVI el pueblo se aleja del remojo y se va perdiendo la costumbre del baño. Muy al contrario de lo que podamos pensar, el miedo al baño no siempre estuvo presente en la mente europea, y durante siglos el baño fue algo usual, placentero y festivo y los establecimientos relacionados con el agua eran algo común en todas las ciudades. En el caso madrileño los primeros baños fueron creados por los musulmanes junto a la fuente de San Pedro, muy cerca de la actual Puerta Cerrada, obteniendo el agua del arroyo de San Pedro que discurría por lo que hoy en día es la calle Segovia. En el siglo XIII los citados baños pasaron a manos de la Villa por una donación que el rey Alfonso X hizo en 1268, pero ya a finales del siglo XIV estas instalaciones habían dejado de prestar servicio quedando únicamente el solar. Parece que en 1561, fecha en la que Felipe II decide instalar la Corte en Madrid, los baños ya no estaban en boga como lugares de higiene, placer o festivos sino como un espacio relacionado con la medicina por lo que los historiadores piensan que no debía existir ninguno abierto en la nueva capital. Como muestra tenemos a la reina Isabel de Valois (1546-1568), esposa del citado Felipe II, que queriendo tomar un baño para recibir a su marido que volvía de un viaje, le fue taxativamente prohibida tan peligrosa acción
“puesto que no estaba enferma”. Habrá que esperar más de medio siglo, en 1628, para que se vuelvan a instalar unos baños en la capital, abriéndose en la calle Jardines con fines terapéuticos como era el “remediar achaques y enfermedades”. La ropa interior se muestra con ostentación Dentro del concepto de limpieza personal no entraba el lavado del cuerpo, sino el lavado de la ropa que uno llevaba puesta. Lo limpio era asear la ropa prestando especial atención a las envolturas que cubrían la piel. Como lo normal era tener una simple camisa, esta se lavaba en el río o la fuente y mientras que se secaba al aire el higiénico personal se entretenía limpiando el resto de ropas y cazando pulgas y piojos. Para dar cristiana sepultura a los insectos capturados se hacía un agujero en el que arrojaban sin muchos miramientos, se colocaba tierra encima y clavaba una cruz de ramas o madera. Chinches, pulgas y piojos invadían todos los cuerpos desde el monarca al plebeyo, y desde el Papa hasta el monaguillo, y únicamente en los ambientes de la élite cortesana se consideraba indecoroso sacarse pulgas o piojos del cuello o de la espalda para aplastarlos delante de la gente. Curiosamente no veían ninguna relación entre esos bichitos y el aseo de la piel, ni entre la miseria y la limpieza, por el contrario creían firmemente que “nacían” del interior del cuerpo y “salían” de la piel como los gusanos emergían de las carnes putrefactas. Según avanza el siglo XVI, y sobre todo durante el siglo XVII, la apariencia va tomando mucha importancia y la limpieza de la ropa empieza a equivaler a la de toda la persona. El cuerpo, escondido debajo de cargados vestidos, parecía que había dejado de existir, ya no era considerado. Ser limpio implicaba, ante todo, mostrarse limpio y comportarse como tal. La ausencia total del baño no impedía que si se llevaba una camisa blanca y un traje lustroso una persona fuera considerada como digna y aseada, por eso desde el siglo XVI empieza a aumentar el número de camisas que tienen las personas principales entre sus pertenencias y el número de veces que estas se mudan, y llegado el siglo XVII se multiplican los elementos visibles intermediarios entre el traje y la piel. Hay una intención deliberada de prolongar la ropa interior, de aparecer al exterior, por eso se muestran cuellos de tela blanca, sobrecalzas que cuelgan por encima de las botas y grandes vueltas de las mangas. La ropa interior se muestra con ostentación según el concepto de que la ropa “lava” sin la utilización del agua por eso según avanza el siglo y lleguemos al XVIII, el blanco no sólo se mostrará en los cuellos, pecheras y puños, también la barba y el cabello se tiñe de blanco siendo la peluca el último grito de lo ficticio, desempeñando el empolvado de la peluca el mismo papel que los encajes que se muestran de la ropa interior. Los madrileños somos unos melancólicos Como hemos mencionado, el baño, fuera de la utilización médica en caso de imperiosa necesidad, no sólo se consideraba superfluo sino también muy dañino para los hombres, de ahí que los médicos hayan tenido mucha culpa de que la costumbre de bañar los cuerpos sanos no estuviera muy extendido, debiendo usarse únicamente como agente terapéutico para sanar determinadas enfermedades. Para recuperarse de sus males a los melancólicos se les prescribían baños desde mediados de abril hasta la mitad de otoño, pero a los que vivían en Madrid se les aconsejaba sumergirse en las aguas dulces del río Manzanares para que su melancolía mejorara. El agua debía estar templada, por eso se indicaban los meses de abril a septiembre, y por este mismo motivo se aconsejaban los chapuzones en el Manzanares, río cálido sobre todo en las horas centrales del día. Suponemos que si los melancólicos madrileños hacían caso a sus médicos, las aguas del Manzanares debían estar repletas de cuerpos pues se pensaba que esta era una enfermedad endémica entre españoles por ser la nuestra una Nación de gente muy cabilosa y especulativa, y Madrid, como Corte y centro del país, estaba plagada de melancólicos. Los dolores de cabeza también podían ser tratados con baños en el Manzanares, pero si estos dolores eran producto de un exceso de copas, lo mejor era remojar la dolorida cocorota con una maceración de agua, vinagre y lechuga. Poco a poco las reticencias al baño fueron cediendo, y aunque continuaron, parece que desde mediados del siglo XVIII dejaron paso a que en ciertos ambientes la inmersión se despojara de sus antiguos temores y fuera no sólo tolerada sino una práctica posible. Los libros de salud empiezan a insistir en las virtudes estimulantes del agua fría que llega incluso a dividir a la sociedad. A partir de ahora el nuevo poder económico y político, la burguesía, abanderará los ideales de la libertad y del
vigor difundiendo también la imagen del baño caliente como generador de afeminamiento, artificio aristocrático y origen de toda haraganería, calando la idea: “agua fría para el burgués poderoso; agua caliente para el noble decadente”. Desde ese momento la limpieza deja de estar vinculada con el adorno y la apariencia y empieza a tomar una forma más parecida a la que nosotros hoy compartimos. Orines para los dientes Retomando las curiosas costumbres higiénicas de nuestros antepasados, durante los siglos XVI al XVIII para la fetidez del aliento solían usar una pasta muy blanca realizada a base de azúcar y almidón que la llamaban alcorza. Con esta pasta azucarada se hacían unas grageas que eran conocidas como “pastillas de olor y boca”, aunque era mucho más antigua la costumbre de usar la orina como colutorio bucal. Estrabón ya hacía referencia en su “Geografía ” que los íberos se lavaban a sí mismos y a sus mujeres con orina rancia conservada en recipientes, además de lavarse los dientes con la misma sustancia, costumbre que ellos afirmaban que era propia también de cántabros y de poblaciones vecinas. Los celtíberos, que presumían de limpieza, también se lavaban los dientes y el cuerpo con orina por considerarlo sumamente beneficioso para la salud. Estos hábitos permanecieron en España durante siglos y según ciertos autores los españoles llevaron consigo a América el uso de la orina humana como colutorio para la boca, dentífrico y materia prima para abluciones, manteniéndose esta costumbre entre los descendientes de los colonos españoles que se establecieron en Florida. No pensemos que los hispanos somos unos guarros. Esta era una práctica muy antigua que ya se utilizaba en la India, Grecia o Egipto, y en fechas tan tardías como el siglo XVIII los dentistas franceses continuaban usándola para limpiar los dientes de sus clientes. Hipócrates, conocido como el padre de la medicina, o incluso Galeno o Plinio, hacían mención de las bondades de la orina. Se creía que la micción humana era un antídoto eficaz contra la mordedura de un perro rabioso, muy curativa en las enfermedades de los ojos, beneficiosa en quemaduras, supuraciones de oídos, ulceraciones y llagas cancerosas de los órganos genitales. Bollitos meados También se usaba con fines adivinatorios. Si una mujer quería saber si estaba embarazada se aconsejaba que orinase en un recipiente de barro en el que se había colocado una aguja y se dejaba una noche. Si al día siguiente la aguja presentaba manchas rojas, la mujer estaba encinta; si, por el contrario, se ennegrecía, no estaba embarazada. Más rotundas eran las mujeres inglesas que ingerían la orina del marido durante el parto para que no hubiera problemas médicos, y llegaban al extremo de beber la orina aún caliente del marido como prueba de fidelidad marital. Otra aplicación más curiosa y culinaria estaba relacionada con la fabricación del pan. Hasta 1680 con el descubrimiento del microscopio, y 1857 con los trabajos de Pasteur, las reacciones que las levaduras producían durante la fermentación eran todo un misterio. A partir de 1880, solamente los panaderos que elaboraban su pan cerca de una fábrica de cerveza, empezaron a utilizar la levadura de cerveza en la producción, y hasta 1887 la panadería no pudo disponer de una levadura fresca, por lo que hasta ese momento muchos panaderos utilizaron orina en la producción. Como ejemplo vivo de lo anteriormente dicho tenemos esta curiosa historia acaecida en Hannover : “Los habitantes de las zonas próximas a un establecimiento famoso por la producción de un excelente pan, pastelería y similares artículos de lujo, se quejaban continuamente de los desagradables olores que emanaban y que penetraban en sus viviendas. En determinado momento la aparición del cólera vino a poyar las lamentaciones y los inspectores sanitarios, enviados a investigar el asunto, descubrieron que existía comunicación entre las viviendas y el depósito que contenía el agua destinada a la preparación del pan. Se reparó el desperfecto inmediatamente, pero el único resultado fue un notable empeoramiento de la calidad del pan”. Según se desprende de esta curiosa historia queda demostrado “científicamente” que el agua residual de “extractos de lavabos” posee la específica propiedad de hacer que la masa suba con mayor facilidad, dando de este modo al pan ese hermoso aspecto y esa agradable fragancia que son las principales características del pan de lujo. Dioses del alcantarillado El panteón egipcio fue uno de los más numerosos del mundo con más de setecientos dioses. Según Antonio de Torquemada, escritor español del Renacimiento, los egipcios llegaron a adorar no sólo a sucias y fétidas
letrinas sino también a las ventosidades que expelían sus cuerpos. Los romanos tomaron este culto de los egipcios, siendo Cloacina la diosa romana que regía el sistema de alcantarillado romano y específicamente de la Cloaca Máxima, además de la ser la diosa de las heces, de las letrinas y de sus miles de usuarios porque sólo las casas de los ricos romanos disponían de algo parecido a un baño con retrete teniendo el resto del pueblo que usar las letrinas públicas conectadas mediante una red subterránea de alcantarillas, calculándose que en el S. IV d.C. existían en Roma 144 letrinas. Estos excusados disponían de una bancada corrida de piedra adosada a la pared con unas aberturas en forma de orificios ovoides donde se sentaban los usuarios. Los más pudientes que tenían que acudir a alguna de estas letrinas públicas lo hacían siempre acompañados de un esclavo para que este se sentara primero en la bancada y calentara la piedra. En el suelo había unos canales inclinados para que el agua estuviera en permanente movimiento y drenara los residuos y los olores, y para la limpieza íntima disponían de esponjas marinas insertadas en mangos de madera que hacían las veces de nuestro papel higiénico, y que una vez utilizadas se lavaban en el canalillo de agua. Las letrinas siempre estaban concurridas por ser un espacio de encuentro social, allí se citaban y departían un rato. Al rico aire putrefacto Roma descubrió muy pronto los beneficios de un buen sistema de alcantarillado, pero Madrid necesitó que llegara Carlos III, a mediados del siglo XVIII, para que empezara a poner un poco de orden en unas calles recubiertas de un fango putrefacto y el hedor era tan intenso que antes de ver la ciudad ya se sabía que existía. Por eso cuando en 1747 el viajero italiano Beretti lllegó a la capital la comparó con la citada Cloaca Máxima, pues paseando por sus calles se estaba como en una letrina. Estos olores tan nauseabundos, que una pituitaria actual no podría resistir, no eran sin embargo problema para los madrileños de los siglos XVI al XVIII. Históricamente el aire de Madrid siempre ha sido tildado de muy puro, entre otros motivos por la cercanía de la Sierra del Guadarrama. Este aire tan “delgado” tenía la cualidad no sólo de prevenir epidemias y plagas contagiosas, sino también de evitar la corrupción de cadáveres y excrementos. Se pensaba que Madrid tenía uno de “los aires salutíferos mejores de mundo”, su cielo era “tan benigno y tan alegre que nunca parecía estar desgraciado”, y el aire tan limpio que aunque por la calle era común ver muchos perros, gatos y otros animales muertos, ninguno de ellos presentaba gusanos porque el aire madrileño tenía tal propiedad desecadora y corrosiva que más que aire parecía cal que “enjugaba y secaba los cuerpos”. El pueblo tenía tal fe en estas teorías que incluso llegó a pensar que era beneficioso tirar basuras a la calle para así rebajar la sutileza de un aire que de tan puro podía llegar a ser perjudicial para la salud. Parecía que Madrid simplemente por estar rodeada e impregnada de aire serrano era inmune a las epidemias, creencia que contribuyó a retrasar la creación de infraestructuras higiénicas como la eliminación de las basuras callejeras. Excrementos y pañales milagrosos Y hablando de un pueblo tan religioso como el madrileño, los capitalinos no podían olvidar las curiosas propiedades de los excrementos. Los católicos consideraban que los excrementos de Cristo tenían la propiedad de curarlo todo, así como poderes milagrosos en general, por eso los pañales del niño Jesús fueron venerados, conservándose todavía unos en Roma, custodiados por los servitas de San Marcelio, y otros en Lérida. Según la leyenda el Santo Pañal se encontraba en Jerusalén y al conquistarla Saladino en 1187 se lo regaló a la hija del rey de Túnez. Una vez en el norte de África un mercader llamado Arnaldo de Solsona se hizo con el y lo trasladó a Lérida, entregándoselo en 1297 al obispo Geraldo de Andrián que lo colocó en el altar mayor de la Seu Vella. Entre las virtudes que tenía esta reliquia estaban la de curar enfermedades de la vista y la protección a las mujeres en el momento del parto, por este motivo se mandó traer al Palacio Real de Madrid para el nacimiento de Isabel II. Ya hemos comentado el cuidado que se debía tener con el agua, pero en ciertas ocasiones esta también podía quedar impregnada con energías positivas, siendo muy milagrosa el agua en la cual se habían lavado los pañales de Jesús. Estos efectos se pueden encontrar en el Evangelio Árabe de la Infancia de Jesús. En el capítulo III, 15-17 puede leerse: “Después de que la Virgen hubiese lavado los pañales de Jesús y los hubiera colgado para secar, un muchacho poseído por el demonio cogió uno y se lo puso en la cabeza; inmediatamente los demonios empezaron a salir por su boca y escapar en forma de lagartos y serpientes. Desde aquel momento el muchacho fue curado por el poder de Nuestro Señor Jesucristo. Pero no hace falta trasladarnos a épocas tan remotas, hasta hace poco a los niños enfermos irlandeses se les hacía beber el agua mezclada con vino con la que se había limpiado el cáliz después de que el sacerdote hubiera
comulgado. El poder curativo de este líquido derivaba del hecho de que había estado en contacto con el cuerpo de Nuestro Señor.
Texto: Antonio Balduque Álvarez Fotos: © Biblioteca Nacional de España
Bibliografía 1.- Georges Vigarello, Lo limpio y lo sucio: la higiene del cuerpo desde la Edad Media, Alianza Editorial, 1985. 2.- López Gutiérrez, L, Portentos y prodigios del Siglo de Oro, Ed. Nowtilus, Madrid, 2012, Pág. 41. 3.- Georges Vigarello, op. cit. 4.- Oliver Asin, J, Historia del nombre de Madrid, CSIC, Madrid, 1959, pág. 14. 5.- Domingo Palacios, T, Documentos del Archivo General de la Villa, Madrid, 1888. pág. 93-94. 6.- Doval, G, El libro de los hechos insólitos, 1994, pág. 40. 7.- Georges Vigarello, op. cit. 8.- Eguía y Harrieta, F, Disertación médica sobre el buen uso de los baños de agua dulce en los ríos y casas particulares, Madrid, 1792. 9.- Eguía y Harrieta, op. cit. pág. 2 10.- Alfian, J, Discurso nuevo y heróico del uso de los baños de agua dulce que se usan en el río y casas parvticulares, Toledo, 1641, pág. 12 11.- Geographica es una extensa obra compuesta de 17 volúmenes que puede ser considerada como un compendio del saber geográfico de la época. El tercer volumen lo dedica a Iberia. 12.- Gregory Bourke, J, Escatología y civilización, Barcelona, 2005, pág. 158. 13.- Biblioteca Scatológica, pág. 1721 y Gregory Bourke, J, op. cit. pág. 60. 14.-Torquemada, A, Monarchia Indiana, Madrid, 1723, lib. VI, cap. 13. 15.- En Madrid no existió un retrete hasta 1760. 16.- La incidencia del clima madrileño en la higiene urbana (1662-1700). Beatriz Blasco Esquivias, ¡Agua va!, Madrid, 1998, Pag. 89. 17.- Deleito Piñuelas, Sólo Madrid es Corte, Madrid, 1942. 18.- Gregory Bourke, J, op. cit., pág. 87.
Y se descubrió que la higiene era buena, historia de la limpieza corporal
Hoy en día entendemos palabras como higiene o limpieza corporal como parte de nuestra vida. Pero no siempre fue así como veremos en la evolución de estas costumbres desde el Medievo hasta la fecha. Ante tanta insalubridad como había en aquellas épocas, no es de extrañar las grandes epidemias que asolaban de tanto en tanto. Incluso en las grandes ciudades, hasta hace apenas poco más de un siglo, los excrementos y orines se arrojaban sin ningún pudor a la calle. Debía ser toda una “alegría” pasear por allí… El año 1348 marca el inicio de una etapa crítica en la Europa de la Edad Media. Fue un siglo que fue testigo de una de las epidemias más famosas de la historia: la Peste Negra. Aunque esto no quita que antes y después de esta fecha no hubieran existido pestes generalizadas. Las hubo, y terriblemente virulentas.En épocas de peste el contacto entre las personas constituía un riesgo. Había que evitar la fraternización con vecinos, e incluso parientes, siendo lo más común la huída. Pero no siempre eran los sanos aquellos que participaban en esas migraciones… Muchos infectados encaminaban también sus pasos en busca de “mejores aires”,propagando el mal por comarcas que, hasta ese momento, se habían visto libre de laspestilencias. Estas medidas preventivas (como es el caso de la huída lo más pronto y lejos posible) se convirtieron en verdaderos catalizadores de violencia.
Si hoy, a principios del siglo XXI, y con el inmenso bagaje de conocimientos científicos que nos jactamos en tener, discriminamos, excluimos e incluso dictamos sentencia contra los enfermos de SIDA, es más fácil comprender actitudes (consideradas bestiales o incivilizadaspor muchos que actualmente impiden la entrada al trabajo o al hogar a infectados por el virus HIV) como las practicadas por la ciudad de Mallorca en 1546 cuando rechazaron a cañonazos a un barco barcelonés que pretendía comprar alimentos para dar de comer a una Barcelona atacada por la peste. Los Municipios y Consejos de las ciudades contaminadas —o por contaminar— elaboraban reglamentos referidos a la “higiene” individual. Se debían rehuir los trabajos violentos “que calentaban los miembros”, como así también del baño ya que el conocimiento médico de aquel entonces dictaminaba que “el líquido por su presión y sobre todo por su calor, puede abrir los poros y centrar el peligro (…)”. Esto explicaría el consejo dado, en la ciudad de París en 1516, cuando ante los efectos de una epidemia se exhortaba: “¡Por favor, huyan de los baños de vapor o de agua o morirán!” Es evidente que en siglo XVI la enfermedad no se combatía con higiene; o para ser más exactos: la idea que se tenía sobre lo higiénico era radicalmente diferente a la que la mayoría de nosotros compartimos en la actualidad. Esto lo podemos ver resumido en el siguiente texto escrito en 1568 y de gran vigencia en la época: “Conviene prohibir los baños, porque, al salir de ellos la carne y el cuerpo son más blandos y los poros están abiertos, por lo que el vapor apestado puede entrar rápidamente hacia en interior del cuerpo y provocar una muerte súbita, lo que ha ocurrido en diferentes ocasiones…” A. Paré, Oeuvres, París, 1568. El agua y el baño, enmarcados en épocas de epidemias, elaboraron así una imagen del cuerpo abierto a los venenos infecciosos de la peste, sin la cual no podemos entender el proceso histórico de la idea de
limpieza, ni comprender el motivo por el cual el rey de Francia, Luis XIII, tardó siete años de su vida antes de arriesgarse a sumergirse en su real bañera. Estamos ante un mundo muy diferente al nuestro, no sólo en costumbres, ideas o vestimenta, sino también —y esto es fundamental— en olores. “Las diferencias entre buen olor y fetidez manifiestan las fronteras que separan a unos estamentos de otros (…)”, por lo tanto se hace necesario combatir los aromas desagradables, pero sin acudir al elemento líquido. Las normas de cortesía indicaban muy expresamente una serie de procedimientos —un verdadero inventario de comportamientos nobles— por los cuales la limpieza del cuerpo se circunscribía a lo que el historiadorGeorges Vigarello llama el “aseo seco”. Y dentro de estos parámetros culturales, la palabra limpieza no era precisamente sinónimo de “lavado”. El uso de perfumes y friegas en seco reemplazaron al agua (utilizada durante el Imperio Romano y gran parte del medievo), que sólo fue recomendable en rostros y manos (únicas partes visibles del cuerpo). El cuerpo, escondido debajo de cargados vestidos, no era considerado. Ser limpioimplicaba, ante todo, mostrarse limpio y comportarse como tal. Ya lo establecía una regla de buena conducta, vigente en 1555:
“Es indecoroso y poco honesto rascarse la cabeza mientras se come y sacarse del cuello, o de la espalda, piojos y pulgas, y matarlas delante de la gente” Por otra parte, ciertas ideas que eran colectivamente compartidas, hacían posible eludir el agua, que tanto temores despertaba.Burgueses y aristócratas estaban convencidos de que la ropa blanca (la ropa interior) “limpiaba“, puesto que impregnaba la mugre a modo de esponja. Por lo tanto, al cambiarse de ropa el cuerpo se “purificaba“,
simbolizando ese acto la limpieza interna (sin la necesidad de acudir al inquietante elemento líquido). Hacia mediados del sigloXVIII, se empieza a notar un cambio de actitud hacia el baño. Empiezan a aparecer habitaciones específicas para el aseo corporal (el cuarto de baño) y empieza a aumentar el número de bañeras. Los libros de salud empiezan a insistir con frecuencia en las virtudes estimulantes del frío: “El agua fría favorece tensiones y reacciones musculares repetidas; sin ellas el tono de las fibras será menor y los tejidos musculares se aflojarán” [1754]. Incluso los médicos enciclopedistas le atribuyen al agua cualidades morales, especialmente cuando es fría. Serán los burgueses los que difundan la imagen del baño caliente como generador de afeminamiento, artificio aristocrático y origen de toda haraganería. En resumen: agua fría para el burgués poderoso; agua caliente para el noble decadente. Será el siglo XIX quien asocie el vocablo nuevo de “higiene” con el de “salud”. Y contrariamente a lo que se ha creído por siglos, el agua y el baño empiezan a promocionarse como defensas contra el contagio de enfermedades. Sucede que ahora se conocen —y se ven— a los responsables directos de esos padecimientos. Hay que combatir “monstruos invisibles“: los microbios. Por lo tanto, la limpieza comienza a actuar contra esos agentes, protegiendo al ser humano. Darnos una ducha con jabón y peinarnos mientras nos miramos en un espejo es un hábito casi natural Pero no pesemos que esta rutina la ha tenido siempre interiorizada el ser humano. Conozcamos el origen de nuestro aseo personal.
Cuentan las crónicas que la brillante escritora Mary Wortley Montagu (1689-1762), mujer de probada elegancia entre la sociedad londinense del siglo XVIII, salió así al paso de cierto comentario acerca de la dudosa limpieza de sus manos: “¿A esto le llama estar sucias? ¡Qué diría entonces si me viera los pies!”. Recuerdan también que después del primer baño de recién nacido, Luis XIII, no volvió a conocer lo que era bañarse hasta que no cumplió lossiete años. A la falta de aseo tampoco se oponían los médicos, quienes aconsejaban no tomar baños “a la ligera”. Arnau de Vilanova (1238-1311), famoso médico valenciano que estuvo en la corte de Pedro el Grande y asistió a diversos Papas, era de la opinión de que “la cabeza debe lavarse cada veinte días y nunca más de una vez por semana, pues puede ser malo”. Y es que, aunque hoy todas las familias disponen de baño en sus casas, todavía a mediados de siglo el hábito del aseo era una excepción y la mitad de los hogares españoles carecían de él.
Pero veamos, uno por uno, los distintos objetos que podemos ver en un cuarto de baño y conocer cual es la pequeña historia de cada uno de ellos. Espejo Aunque el reflejo del agua debió de ser el primero, al aprender a pulir el metal hacia el año 3.000 a. de C. los sumerios iniciaron la fabricación de espejos de bronce encastrados en marcos de madera y marfil. Pero es a los sopladores de vidrio venecianos del siglo XIV a quienes debemos el poder contemplarnos en espejos de cristal. Papel higiénico Ya se había comercializado un papel a mediados del siglo XIX, pero nadie era tan delicado como para no poder limpiarse con periódicos atrasados. Fue hacia 1880 cuando, al introducirlo los hermanos Scott de Nueva York en forma de rollo, éste empezó a popularizarse. Cisterna No cundió el ejemplo de aquellos depósitos de cerámica que desaguaban sobre las inmundicias en el palacio de Knossos allá por el año 2000 a. de C. hasta que en 1884Thomas Crapper, hojalatero de la corte británica, inventó el W.C. Cepillo de dientes Un manojo de cerdas de los puercos siberianos sujeto a una cañita de bambú fue el primero. Importados a Europa por los mercaderes a finales del XV , como resultaban demasiado ásperos para las dentaduras europeas, la higiene bucal no se impuso hasta que no estuvieron a la venta los asépticos cepillos de nylon, hacia 1940. Toallitas de papel Al ser insuficiente la producción de algodón en la Primera Guerra Mundial, apareció para uso sanitario en el frente otro producto con igual poder de absorción: el cellucotton. Tras la contienda, el superávit de éste invadió los mercados, y las estrellas de Hollywood comenzaron a usarlo como toallitas desmaquilladoras y luego como pañuelos de nariz. Colonia El barbero italiano Jean-Baptiste Farina llegó a la ciudad alemana de Colonia en 1709 a probar fortuna como perfumista. Aprovechando las propiedades desinfectantes del alcohol, lo mezclo con fragancias ácidas y mentoladas. La receta tuvo éxito y la bautizaron comoagua de colonia. Jabón El producto más básico para limpiarnos arrancó de los hititas y los sumerios hace cuatro milenios, aunque su preparación por la mezcla de grasa o sebo animal con agua y cenizas con un alto porcentaje de potasa se localiza en Fenicia hacia el año 600 a. de C. La pastilla cremosa que hoy conocemos data de 1879 y es obra del americano Procter y de su primo el químico Gamble. Peine Se cree que las remotas tribus africanas de la prehistoria usaron las espinas de los peces para peinar sus cabellos antes de que, en el siglo VI a. de C., los egipcios fabricasen los primeros. A lo largo de los tiempos, todos los pueblos se han servido de ellos, excepto los primitivos británicos, que se mantuvieron desgreñados incluso durante su dominación romana, hasta que fueron invadidos por los daneses hacia el año 800. Maquinilla de afeitar Las pinturas rupestres muestran que 20.000 años atrás los hambres ya se afeitaban. Aunque el instrumental del barbero se perfeccionó en cuanto supieron trabajar el hierro y
el bronce, la solución a los frecuentes cortes en el rasurado no apareció hasta la maquina de cuchillas, inventada a comienzos de siglo por Gillette. Peluca Una de las personas que más afición tenía a las pelucas era Isabel I, que escondía su alopecia de las miradas de la corte del siglo XVI con pelucas pelirrojas. Sin embargo, la costumbre surgió en Egipto hace 15 siglos no para ocultar calvas, sino como un complemento del vestido ceremonial. Champú Para eliminar del pelo el sebo natural el cuero cabelludo, en Egipto se lavaban con agua y zumo de limón. No obstante, cada peluquero guardaba en celoso secreto su propia fórmula, costumbre que imperó en los salones de belleza hasta que los alemanes descubrieron en 1890 los detergentes en que se basaron los champúes posteriores. Secador de pelo Curiosamente, nació como fruto de dos inventos que no tenían relación: la aspiradora y la licuadora. Sus fabricantes asociaron ambos electrodomésticos al secado del cabello por chorro de aire. La idea hizo furor entre las mujeres de los años veinte, pero la aparición del de mano aún se hizo esperar al faltar el motor pequeño y de baja potencia.
LA HIGIENE EN VERSALLES, UNA HISTORIA CON MAL OLOR 2 enero, 2013 · de matiascalero · en Historia. ·
El visitar el cuarto de baño y realizar en él nuestras necesidades fisiológicas, así como también higienizar nuestro cuerpo, es, hoy en día, un acto cotidiano. Pero lo que en la actualidad es un hábito, hace varios siglos era cosa extraña, y justamente lo contrario, la falta de higiene era la norma. Pero más curioso aún es la historia de la higiene en uno de los palacios más suntuosos de todo el mundo, me refiero al magnífico Versalles. La realidad es que detrás de tantos modales, pelucas y polvos se escondían malos olores y actos tan desagradables como orinar o defecar en los pasillos. Lujo y mal olor a partes iguales El Palacio de Versalles es quizás, el símbolo más famoso del absolutismo francés de Luis XIV. Construido entre 1661 y 1692, lo que comenzó siendo un palacete de caza se transformó rápidamente en el hogar de toda la corte del rey francés. La suntuosidad y belleza de dicha construcción dejan a cualquiera boquiabierto. Pero hay algo más que dejaría a cualquiera boquiabierto, y esto es, conocer la higiene y las estructuras sanitarias que poseía dicho palacio.
La suciedad es benéfica En el pensamiento médico de la época se estilaba aseverar que el baño frecuente o excesivo era perjudicial para la salud. Por ejemplo, se decía que la cabeza se debía lavar cada 20 días. Para ser considerado limpio en estos tiempos, eras suficiente lavarse las manos y el rostro. El baño de cuerpo entero se realizaba más o menos una vez cada año, con la consecuencias aromáticas que esto trae. Los baños se realizaban en grupo, en una bañera enorme. Primero se aseaba el padre de familia, y luego lo seguían la madre y los hijos. El agua está solo en las fuentes Uno de los atributos más conocidos de Versalles son sus hermosas fuentes. En un trabajo notable de ingeniería, Luis XIV logró que su palacio tuviera unas fuentes espectaculares. Versalles contenía más de 300 habitaciones pero curiosamente dentro de estas no había ningún baño. Por lo tanto las 20.ooo personas que llegaron a vivir en el palacio tuvieron que buscar formas poco agradables para satisfacer sus urgencias fisiológicas. Los habitantes de Versalles no tenían otra opción mas que defecar u orinar en los pasillos, corredores, rincones. Cualquier lugar era idóneo para realizar estos actos tan naturales y que ni los nobles más refinados podían evitar. Estaban tan arraigados estos actos que, por poner un ejemplo,“La ética galante”, una publicación escrita en el año 1700, mostraba la forma de presentarse para un joven ante la sociedad educada, y recomendaba: “Si pasas junto a una persona que se esté aliviando, debes hacer como sí no la hubieras visto.”
Según cuenta historia, en 1715 el rey creo un decreto según el cual las heces del palacio debía ser retiradas una vez por semana, lo que nos hace imaginar que la frecuencia de limpieza era mucho menor. Paulatinamente se comenzó a traer de Inglaterra los primeros inodoros. Cepillo de dientes, ¡¿dónde?! La halitosis o mal olor bucal era moneda corriente por estos tiempos. Los instrumentos que disponemos hoy en día para mantener la higiene bucal, eran inexistentes en esta época. Los nobles de Versalles limpiaban sus dientes y encías con paños y utilizaban mezclas de hierbas aromáticas para contener el mal olor
Perfumes
Los demás olores corporales eran, otro problema. El modo más frecuente para combatirlos, eran los perfumes, y los franceses sabían mucho de estos temas. En realidad, el perfume se difundió tanto en la sociedad francesa gracias a sus escasos hábitos higiénicos. El perfume tenía como objetivo disimular esos olores tan desagradables. Además de los perfumes se utilizó también el polvo de arroz, surgido a finales del siglo XVI, que servía para tapar las impurezas del rostro, incluidas las heridas surgidas por la falta de higiene. Esponjas perfumadas eran colocadas en las axilas y en las partes íntimas y pastas de hierbas eran colocadas sobre la piel para disimular los olores.
Los jabones, poco a poco comenzaron a instalarse en la vida de los nobles, siendo muy popular el jabón de Aleppo, un producto sumamente fino, producido en la ciudad siria de igual nombre, y bastaba con frotarlo sobre la piel para que actuarán sus propiedades humectantes.
Jabones de época
Los residuos van afuera Si el lugar para hacer las necesidades era un problema, otro mayor era qué hacer con los desechos. La solución de los franceses era bastante sencilla, tirar los residuos por la ventana. Los contenidos eran vertidos en plena calle o en los cursos de agua de la ciudad, principalmente el Sena. De manera legal, se había dispuesto que el contenido de los “vasos de noche” debía de ser recogido a primera hora de la mañana por hombres que se dedicaban a esta tarea, y que transportaban dichos elementos en carros hasta grandes vertederos públicos, aunque no todas las familias podían acceder a pagarse este servicio. Pelucas y ropajes La ropa sólo era cambiada cuando estaba muy sucia o infectadas de pulgas. Era hecha de lino, que absorbía la transpiración, dejado el cuerpo purificado, entonces, cambiándose de ropa no era necesario bañarse, como ya se mencionó más arriba lavar las partes expuestas(manos y rostro) ya era suficiente. Cabellos oleosos eran sinónimo de cabelleras brillosas y saludables, por eso nadie tenía la costumbre de lavarse la cabeza. Era común estar infectado de piojos y cazar los bichos en las cabezas de los otros era casi un pasatiempo familiar. En ocasiones especiales los cortesanos utilizaban pelucas para dar una apariencia de limpieza.
Esta es la nauseabunda historia de la nobleza cortesana de Luis XIV, no sé ustedes pero luego de conocer esto, me dieron ganas de bañarme
La limpieza en la historia Enviado por Fernando Jorge Soto Roland
1.
El cuerpo, las enfermedades y la limpieza corporal
2.
Los sustitutos del agua
3.
El agua fría, el agua caliente y los grandes cambios del siglo XIX
4. Intentar un acercamiento a la historia de la limpieza implica jugar con una serie de variablessumamente complejas y diversas. Conceptos como enfermedad, peste, moral, cuerpo, pudor, intimidad, costumbre y estamento oclase social, constituyen distintas vías de aproximación a un proceso de civilización (como diría Norbert Elías), que nos permite comprender los cambios y las transformaciones de la sensibilidad en el mundo occidental. Siguiendo los preceptos vertidos por el historiador Philippe Ariés en su menos conocida obra, El Tiempo de la Historia, pretenderemos en estas cortas líneas cumplir con un objetivo, sintetizado en la siguiente cita: "A una civilización que elimina las diferencias, la Historia tiene que devolverle el sentido perdido de las peculiaridades (...)". Y comprender peculiaridades supone, no sólo captar la diversidad del mundo pasado (y también del presente) para evitar encerrarse en valores propios, negando tradiciones distintas, sino empezar a reelaborar un bien siempre escaso: la tolerancia. EL CUERPO, LAS ENFERMEDADES Y LA LIMPIEZA CORPORAL
El año 1348 marca, tradicionalmente, el inicio de una etapa crítica en la Europa Occidental de la Edad Media. Constituye el mojón, claro y evidente, de un siglo que fue testigo de una de las epidemias más famosas de la historia: la Peste Negra (la peste bubónica). Aunque esto no quite que antes y después de esta fecha no hubieran existido pestes generalizadas. Las hubo, y terriblemente virulentas; desarticulando aspectos políticos y económicos, como así también modificando procedimientos terapéuticos y, naturalmente, las sensibilidades colectivas. Recién hacia fines del siglo XVIII, esa realidad cotidiana —como llama Julio Baldeón a la peste— empezó a ser exorcizada y controlada por los incipientes avances de la ciencia de entonces. Y como era de prever, esos avances volvieron a trastocar todo. La historia de la limpieza encuentra muchos nexos de unión con las conceptualizaciones que existían respecto de la forma en que se transmitían las enfermedades; y también respecto de las ideas imperantes concernientes al cuerpo. En épocas de peste el contacto entre las personas se constituía en un riesgo. Había que evitar la fraternización con vecinos, e incluso parientes, siendo el expediente más común la huída. Pero no siempre eran los sanos aquellos que participaban en esas migraciones. Muchos infectados encaminaban también sus pasos en busca de "mejores aires", propagando el mal por comarcas que, hasta ese momento, se habían visto libre de las pestilencias. Estas medidas preventivas (como es el caso de la huída lo más pronto y lejos posible) se convirtieron en verdaderos catalizadores de la violencia. Si hoy, a principios del siglo XXI, y con el inmenso bagaje de conocimientos científicos que nos jactamos en tener, discriminamos, excluimos e incluso dictamos sentencia contra los enfermos de SIDA, es más fácil comprender actitudes (consideradas bestiales o incivilizadas por muchos que actualmente impiden la entrada al trabajo o al hogar a infectados por el virus HIV) como las practicadas por la ciudad de Mallorca en 1546 cuando rechazó a cañonazos a un barco barcelonés que pretendía comprar alimentos para dar de comer a una Barcelona atacada por la peste. Los Municipios y Consejos de las ciudades contaminadas —o por contaminar— elaboraban reglamentos referidos a la "higiene" individual. Y es aquí en donde encontramos conceptos e ideas referidas al cuerpo, que mucho influenciaron en lo que aquellos hombres de los siglos XIV y XV entendían por limpieza; y el grado de relación que existía entre lo limpio, la salud y el agua. En épocas de peste, impedir el contacto, suprimir las comunicaciones, era evitar todo tipo de prácticas que predispusieran a los cuerpos a la amenaza de los aires infecciosos. De igual forma se debía rehuir a los trabajos violentos "que calientan los miembros", como así también del baño ya que el conocimiento médico de aquel entonces dictaminaba que "el líquido por su presión y sobre todo por su calor, puede efectivamente abrir los poros y centrar el peligro (...)". Esto explicaría el consejo dado, en la ciudad de París en 1516, cuando ante los efectos de una epidemia se exhortaba: "¡Por favor, huyan de los baños de vapor o de agua o morirán!". Es evidente que en siglo XVI la enfermedad no se combatía con higiene; o para ser más exactos: la idea que se tenía sobre lo higiénico era radicalmente diferente a la que la mayoría de nosotros compartimos en la actualidad.
Uno de los motivos de esta disparidad conceptual puede ser claramente expresado por medio de un texto escrito en 1568 (y que resume a muchos otros) de gran vigencia y predicamento en la Europa Occidental, durante los siglos XV, XVI y XVII: "Conviene prohibir los baños, porque, al salir de ellos la carne y el cuerpo son más blandos y los poros están abiertos, por lo que el vapor apestado puede entrar rápidamente hacia en interior del cuerpo y provocar una muerte súbita, lo que ha ocurrido en diferentes ocasiones"[ A. Paré, Oeuvres, París, 1568]. El cuerpo, por lo tanto, es permeable. El agua y el aire pueden traspasar sus débiles capas y provocar desequilibrios, incluso la muerte. La porosidad de la piel se dilata con el agua caliente, aumentando las posibilidades de contagio. Las fronteras entre lo interno y lo externo son fáciles de violar; y, en consecuencia, se hace necesario no sólo evitar el baño, sino protegerse con vestimentas determinadas. "El traje de las épocas de peste confirma esta representación dominante, durante los siglos XVI y XVII, de cuerpos totalmente porosos que requieren estrategias específicas en este punto: evitar las lanas y algodones, materiales demasiado permeables; evitar las pieles cuyos largos pelos son otros tantos asilos al aire contaminado. Hombres y mujeres sueñan con vestidos lisos y herméticos, totalmente cerrados, para que el aire pestilente pueda deslizarse sobre ellos sin que encuentre nada en donde agarrarse" [Georges Vigarello, Lo Limpio y Lo Sucio, 1985]. El agua y el baño, enmarcados en épocas de epidemias, elaboraron así una imagen del cuerpo abierto a los venenos infecciosos de la peste, sin la cual no podemos entender el proceso histórico de la idea de limpieza, ni comprender el motivo por el cual el rey de Francia, Luis XIII, tardó siete años de su vida antes de arriesgarse a sumergirse en su real bañera. Estamos ante un mundo muy diferente al nuestro, no sólo en costumbres, ideas o vestimenta, sino también —y esto es fundamental— en olores. "Las diferencias entre buen olor y fetidez manifiestan las fronteras que separan a unos estamentos de otros (...)", por lo tanto se hace necesario combatir los aromas desagradables, pero sin acudir al elemento líquido. Las normas de cortesía indicaban muy expresamente una serie de procedimientos —un verdadero inventario de comportamientos nobles— por los cuales la limpieza del cuerpo se circunscribía a lo que el historiador Georges Vigarello llama el "aseo seco". Y dentro de estos parámetros culturales, la palabra limpieza no era precisamente sinónimo de "lavado". El uso de perfumes y friegas en seco reemplazaron al agua (utilizada durante el Imperio Romano y gran parte del medioevo), que sólo fue recomendable en rostros y manos (únicas partes visibles del cuerpo). Aunque no debemos confundirnos al creer que todo lo antedicho haya implicado la desaparición del acto o gesto de limpieza. Lo que sucede es que el mismo adquirió una forma distinta a la que hoy nosotros podemos tener en mente. LOS SUSTITUTOS DEL AGUA Si pudiéramos esquematizar la historia de la limpieza del cuerpo con una imagen que pretenda ser sencilla, diríamos que el hombre occidental se ha ido higienizando por etapas y por capas. Este proceso, que alcanza una manifestación nítida en el siglo XVI —y se acentúa en el siglo XVII —, muestra cómo la apariencia (involucrando en ella los trajes, las pelucas, los bordados, camisas, encajes y comportamientos) concentraba toda la atención a la hora de "sentirse limpio".
El cuerpo, escondido debajo de cargados vestidos, no era considerado. Ser limpio implicaba, ante todo, mostrarse limpio y comportarse como tal. Ya lo establecía una regla de buena conducta, vigente en 1555: "Es indecoroso y poco honesto rascarse la cabeza mientras se come y sacarse del cuello, o de la espalda, piojos y pulgas, y matarlas delante de la gente". Por otra parte, ciertas ideas que eran colectivamente compartidas, hacían posible eludir el agua, que tanto temores despertaba. Burgueses y aristócratas estaban convencidos de que la ropa blanca (la ropa interior) "limpiaba", puesto que impregnaba la mugre a modo de esponja. Por lo tanto, al cambiarse de ropa el cuerpo se "purificaba", simbolizando ese acto la limpieza interna (sin la necesidad de acudir al inquietante elemento líquido). Naturalmente, estas normas suntuarias (y el concepto de limpieza implicado en ellas) eran ante todo normas discriminatorias; al punto de considerar la blancura y el brillo como signos distintivos de pertenencia a una determinada clase o estamento social. Desde este punto de vista, la limpieza no podía existir para los más pobres, ya que ellos no tenían acceso a aquellas indumentarias que permitían poner en escena al hombre aseado. Apariencia, distinción social y nobleza implicaban no sólo elegancia, sino también "limpieza". Durante el siglo XVII, perfumes, polvos y pelucas odorantes toman una importancia significativa; y con ellos la ilusión se complejiza debido a que estos elementos cosméticos actúan como limpiadores, a la vez que corrigen el aire corrompido, preservando al hombre del contagio de la peste. Todo este boato seguramente nos trae a la memoria la imponente figura del rey Luis XIV, con toda su corte de bien perfumados y empolvados súbditos, rodeados de bellísimas fuentes con aguas danzantes en los patios de Versalles; aunque, como era natural, ninguno de ellos osara acercarse a un chorro para refrescarse. EL AGUA FRÍA, EL AGUA CALIENTE Y LOS GRANDES CAMBIOS DEL SIGLO XIX Hacia mediados del siglo XVIII, las fuentes documentales y la literatura empiezan a reflejar el inicio, aún lento y circunscrito a la clase social más alta de la sociedad, de un cambio en la actitud hacia el baño. Aunque limitado incluso en la misma aristocracia —y debido en parte al control existente sobre pestes y epidemias—, el acto de inmersión comienza a despojarse de sus antiguos temores. La aparición de habitaciones específicas para el aseo corporal (el cuarto de baño) y el aumento de bañeras (consignadas en los inventarios que quedan en los archivos), son claros indicadores de que algo se está trastocando. De igual forma, el estatuto del agua también cambia; y la temperatura de la misma tiene mucho que ver al respecto. Los libros de salud empiezan a insistir con frecuencia en las virtudes estimulantes del frío: "El agua fría favorece tensiones y reacciones musculares repetidas; sin ellas el tono de las fibras será menor y los tejidosmusculares se aflojarán" [1754]. Incluso los médicos enciclopedistas le atribuyen al agua cualidades morales, especialmente cuando es fría. Detrás de todos estos cambios conceptuales es factible encontrar (según el historiador Georges Vigarello) una nueva forma de diferenciación social, ahora encabezada por un estamento cada vez con más poder económico y político: la burguesía. Serán estos burgueses los que, embanderados con los ideales de la libertad y el vigor, difundan la imagen del baño caliente como generador de afeminamiento, artificio aristocrático y origen de toda haraganería. En síntesis: agua fría para el burgués poderoso; agua caliente para el noble decadente. Como ya podemos imaginar, este enfrentamiento encontrará su manifestación política en julio de 1789.
En 1765, la Enciclopedia sanciona: "No hay que confundir limpieza y búsqueda de lujo". He aquí una conversión importante: la limpieza deja de estar vinculada con el adorno y la apariencia. Polvos, pelucas y perfumes ya no señalan alindividuo limpio; y la higiene, lentamente, deja de ser un tema tratado por los manuales de urbanidad y buen comportamiento, para iniciar su largo recorrido en los libros de medicina. Desde entonces, la limpieza empieza a tomar una forma más parecida a la que nosotros hoy compartimos. Será el siglo XIX quien asocie el vocablo nuevo de "higiene" con el de salud. Y contrariamente a lo que se ha creído por siglos, el agua y el baño empiezan a promocionarse como defensas contra el contagio de enfermedades. Sucede que ahora se conocen —y se ven— a los responsables directos de esos padecimientos. Hay que combatir "monstruos invisibles": los microbios. Por lo tanto, la limpieza comienza a actuar contra esos agentes, protegiendo al ser humano. También será en el XIX cuando, desde ámbitos burgueses —principalmente en las grandes ciudades industrializadas— empiece a generarse una asociación de ideas: la limpieza del pobre (del obrero de fábrica) se convierte en garantía de moralidad; y el distanciamiento entre los "sucios proletarios" y los "decentes capitalistas" intentará ser paliado a través de una actitud paternalista, claramente manifiesta en el dinero invertido en organizaciones misioneras y estatales, a fin de estimular códigos morales y políticos "superiores" en la clase trabajadora. Civilizar, moralizar e higienizar al obrero fue la consigna. Surgen así las piletas públicas a muy bajo precio, los baños públicos y un elemento hoy muy conocido: la ducha. ¿Cuánto de todo lo dicho se mantiene? ¿Qué ideas y conceptos aún compartimos con los moralistas del siglo XIX? ¿De qué forma la sociedad deconsumo en la que estamos inmersos ha afectado la imagen que tenemos de "lo limpio". Son éstas, preguntas que escapan a las posibilidades espaciales del presente artículo. De todas maneras, y teniendo en cuenta lo leído, creemos conveniente transcribir una cita del célebre historiador Paul Viene, y dar así un cierre a esta breve aproximación al devenir histórico de la limpieza: "La historia, como viaje que es hacia lo otro, ha de servir para hacernos salir de nosotros mismos, al menos tan legítimamente como para asegurarnos dentro de nuestros propios límites". BIBLIOGRAFÍA:
Georges Vigarello, Lo Limpio y Lo Sucio, Alianza, 1985.
Norbert Elías, El Proceso de la Civilización, FCE, 1977.
Philippe Ariés, El Tiempo de la Historia, Paidos, 1988.
Roger-Henri Guerrand, Las Letrinas. Historia de la higiene urbana, Ediciones Alfons El Magnànim, 1988. Sheldon Watts, Epidemias y poder, Ed. Andrés Bello, 1997.
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