Hesse Hermann - Relatos

May 4, 2017 | Author: daniel toledo | Category: N/A
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HERMANN HESSE. RELATOS

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HERMANN HESSE. RELATOS

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Hermann Hesse

RELATOS

Título de la obra en alemán: BERICHTEN Traducido por: Domingo Arteaga P. Diseño de portada: Alberto Diez Editores Mexicanos Unidos, S.A. Luis González Obregón 5-B C.P. 06020 Tels: 521-88-70 al 74 Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial. Reg. No. 115 6a. edición, junio de 1985 2a. Reimpresión Junio 1992 2

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Impreso en México Printed in México

AUGUSTO En la calle Mostacker vivía una mujer que, desgraciadamente, había perdido a su esposo después del casamiento. Pobre y olvidada estaba en su pequeña habitación esperando a su hijo que no tendría padre. Y su soledad era tan grande que todos sus pensamientos giraban en torno del hijo tan esperado y la mujer en su espera ya había pensado y deseado para aquel hijo todo lo imaginable, desde lo más excelso a lo más común. Una mansión de mármoles con espejos y fuente en el jardín le parecía lo lógico para el niño, y para el futuro, pensaba en él como profesor o como rey. Cerca de la casa de Isabel, que así se llamaba la mujer, vivía un anciano que casi nunca salía. Era un hombre menudo y canoso que usaba un gorro con pompones y paraguas verde con varillas de ballena. Inspiraba miedo a los niños y los grandes decían que si era tan retraído por algo sería. A menudo pasaba mucho tiempo sin que nadie lo viera pero por las tardes, proveniente de la casucha, se podía oír una música muy delicada como tocada por sutiles y mínimos instrumentos. Los niños preguntaban a las madres si serían ángeles o sirenas los que cantaban, pero las madres que no comprendían esos misterios, decían: "No, debe ser una caja de música." Ese hombre menudo al que conocían por el nombre de Bisswanger tenía una extraña amistad con la viuda. Nunca se hablaban pero cuando el viejito pasaba delante de su ventana la saludaba amabilísimamente y ella respondía inclinando la cabeza en prueba de gratitud y aprecio. Ambos pensaban que en un caso desesperado podrían acudir a la casa de al lado en busca de ayuda. Y cuando al atardecer la señora Isabel, sola en su ventana, lloraba el recuerdo de sus muertos queridos y soñaba con su hijo, de la casa de al lado por la hoja entreabierta llegaba desde la habitación en sombras una suave música como un mínimo rayo de luna a través de las nubes. En la ventana de atrás el vecino tenía unas macetas con geranios que aunque nunca regaba siempre estaban verdes porque la señora Isabel les echaba agua y las cuidaba al amanecer, Llegaba el otoño. Una inhóspita tarde de agua y viento, cuando no pasaba un alma por la calle, la mujer sintió que llegaba el momento. Al estar tan sola tuvo miedo. Sin embargo al llegar la noche llegó una anciana a la casa, hizo hervir agua, preparó la ropa y se ocupó de todo lo necesario para la llegada del niño. Cuando éste ya dormía su primer sueño Isabel le preguntó cómo había llegado. —Me mandó el señor Bisswanger —dijo. La madre se quedó dormida y al despertar al día siguiente había leche preparada, el cuarto estaba arreglado y el bebé gritaba porque tenía hambre. Pero la anciana no estaba. La madre le dio el pecho a su hijo que era lindo y fuerte. Pensó en el padre muerto y los ojos se le llenaron de lágrimas pero al acariciar al niño volvió a sonreír. Volvió a quedarse dormida y al despertar había más leche, sopa y el niño tenía pañales limpios. Pronto estuvo en condiciones de cuidar de sí misma y de su pequeño Augusto. Pensó en el bautizo y se dio cuenta de que no tenía padrino. Un día al atardecer y cuando de la casa vecina llegaba esa dulce música fue a lo del señor Bisswanger y llamó. Oyó que le decían amablemente: "Adelante". El vecino salió a su encuentro, 3

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terminó la música y ella vio una casa muy igual a la del resto de la gente, pero se veía una antigua lámpara ante un libro. —Vine a darle las gracias por haberme enviado a aquella mujer cuyos gastos le retribuiré apenas trabaje y gane dinero. Pero ahora tengo el problema del bautizo del niño que se llamará Augusto como su padre y para quien no tengo padrino. —Yo también había pensado en lo mismo —dijo el viejo acariciándose la barba—. Estaría bien que tuviera un padrino bueno y rico que cuidase de él si para usted andan mal las cosas. Yo soy viejo y estoy solo, casi sin amigos, no conozco a nadie, a menos que me aceptara como padrino. Se alegró mucho la mujer, le dio las gracias y el señor Bisswanger quedó nombrado padrino. Al domingo siguiente bautizaron al niño en la iglesia. También apareció la vieja que la había cuidado en el parto que le regaló un tálero de plata. Al ver la resistencia de la madre en aceptarlo, le dijo: —Guárdelo, soy vieja y no necesito nada. Tal vez esta moneda le dé felicidadCumplo así un deseo del padrino. El y yo somos viejos amigos. Y todos fueron a la casa de Isabel quien les ofreció café. El vecino hizo que trajeran una torta. Después de comer y cuando hacía rato que el niño dormía dijo el señor Bisswanger: —Yo como padrino quisiera ofrecerle un palacio y bolsa de monedas de oro, pero no los tengo y sólo puedo poner otro tálero al lado del de la señora. Pero haré por él todo lo que me sea posible. Yo sé, señora Isabel, todo lo que deseó para su niño. Piense todo lo que quiere para él y yo me encargaré de que se cumpla. Piense en un solo deseo, concentre todo su pensamiento en él y cuando esta noche escuche mi cajita de música dígale ese deseo a su hijo en el oído izquierdo y éste se cumplirá. Se fue enseguida. La madrina también. Isabel se quedó totalmente maravillada y si no hubiera sido por las monedas y el pastel todo le hubiera parecido un sueño. Al lado de la cuna de su hijo empezó a planear los deseos más hermosos. Primero pensó en riqueza y belleza, en que fuera muy fuerte y o muy inteligente. Pero todo lo pensaba acosada por una sospecha: ¡si fuera una broma del viejito! Se hizo de noche. Cansada por la pequeña fiesta y las emociones se quedó adormecida. De la casa de al lado llegó la música suave, tan suave y delicada esta vez como nunca la había dejado oír la cajita de música. Isabel se despertó y volvió a creer en el padrino y en su regalo. Cuanto más pensaba en el deseo más confundida se sentía y no se decidía por ninguno. Se sintió triste y se puso a llorar; la música se hizo más vaga y lejana e Isabel pensó que si en aquel mismo momento no enunciaba su deseo todo estaba perdido. Se inclinó sobre el niño y le susurró en el oído izquierdo: —Hijito, te deseo. . .— la música parecía que iba a terminar e Isabel dijo asustada—: Deseo que todos te quieran. Se apagó el sonido y sobrevino un silencio lúgubre. Isabel lloró sobre la cuna llena de temor y de angustia y dijo: —Tal vez no era esto lo mejor y aunque todo el mundo te quiera nadie te querrá como tu madre. Augusto creció y se convirtió en un lindo chico de ojos claros y brillantes. Su madre lo miraba y todos lo querían. Isabel vio cómo se cumplía el deseo de día del bautizo porque apenas pudo tener amigos a todo el mundo le parecía encantador. Todos lo saludaban y le demostraban afecto. Las jóvenes le sonreían y las viejitas le regalaban 4

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manzanas. Nadie creía que pudiera cometer una travesura y si era muy evidente decían con indiferencia: ¡Quién puede tomar a mal lo que haga ese niño! Su madre recibía a las personas en las que su hijo había despertado simpatía. Y si antes la pobre Isabel estaba sola y a lo sumo le encargaban algún trabajo de costura ahora era la madre de Augusto y todo el mundo la conocía. Todo andaba bien para ella y a cualquier lado que llegasen eran muy bien recibidos y todos miraban a esos seres tan dichosos. Lo más hermoso de todo lo que tenía Augusto estaba en la casa vecina a la suya, en la de su padrino. Este a veces lo llamaba al atardecer y encendía en la chimenea una llamita y mientras miraban ese fuego sentados sobre una piel en el suelo, el viejo le contaba larguísimos cuentos. A veces, cuando estaba por terminar uno de esos cuentos y Augusto estaba medio dormido, de la oscuridad de la casa surgía una tenue melodía. Y si la escuchaban un rato en silencio toda la habitación se poblaba de luminosos niñitos que volaban con sus alas doradas o bien, formaban figuras de danza y cantaban a coro. Los sonidos se multiplicaban e irradiaban belleza y alegría. Era lo más hermoso que conocía Augusto. Y cuando a través de los años recordaba su infancia, aquella habitación a oscuras con su llamita roja y la ronda de los ángeles con su coro aparecían siempre en su evocación y la nostalgia lo invadía. Augusto creció y su madre tuvo motivos de tristeza y siempre se acordaba de aquella noche del bautizo. Augusto andaba por el barrio, lo recibían bien, le regalaban nueces y peras, lo invitaban a comer, lo dejaban cortar flores de los jardines. Llegaba a su casa muy de noche y sin ganas tomaba la sopa de su madre lejos de ella. Si ella lloraba de tristeza Augusto se aburría y se iba a dormir. Si lo retaba gritaba que su madre era la única que no lo quería. Isabel pasaba así muchos malos momentos y a veces se enojaba con su hijo; pero después cuando éste se quedaba dormido en su falda y una suave luz iluminaba su rostro, se enternecía y lo besaba con cuidado para que no se despertara. Sólo ella tenía la culpa de que todos lo quisieran. Muchas veces pensó con tristeza y también con miedo que era mejor que nunca le hubiera formulado ese deseo. Una vez mientras cortaba las flores secas de las macetas de geranios el señor Bisswanger oyó que su hijo hablaba en el patio de atrás común a las dos casas. Se asomó y lo vio apoyado en el cerco con una expresión de orgullo en la cara. Frente a él una niña un poco mayor le decía con un tono casi suplicante: —¿Eres bueno y me besarás? —No quiero —dijo Augusto con las manos en los bolsillos. —¡Por favor! —dijo ella— te haré un lindo regalo. —¿Qué cosa? —preguntó Augusto. —Dos manzanas —dijo ella con timidez. El se dio vuelta haciendo un gesto de desagrado. —No quiero manzanas —dijo con desprecio y empezó a alejarse. Pero la niña lo detuvo: —También tengo un anillo muy lindo. —A verlo —le contestó él. Se lo mostró. Augusto lo miró con atención, se lo probó y le agradó. —Bueno, ahora tendré que darte un beso —y la besó ligeramente en la boca. —¿Vendrás a jugar conmigo? —le dijo ella más segura y lo tomó del brazo. Pero él la empujó y gritó: —¡Basta! Puedo jugar con otros. 5

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Mientras la niña se iba del patio llorando él puso cara de fastidio. Luego volvió a mirar el anillo y se fue con toda tranquilidad, silbando. Su madre quedó asombrada, con la tijera en la mano, horrorizada por el desdén con que su hijo había recibido el afecto de la niña. Dejó las flores y se dijo a sí misma decepcionada: "Es realmente malo, no tiene sentimientos." Cuando Augusto volvió a su casa y su madre le preguntó el por qué de su proceder se quedó mirándola burlonamente. No se manifestó culpable, cantó y estuvo muy cariñoso con ella, tanto que la madre olvidó todo y pensó que las cosas infantiles no hay que tomarlas muy en serio. Pero Augusto tenía su castigo. Cuando al atardecer visitaba a su padrino, el único al que respetaba, éste le decía: "No hay fuego en la chimenea, ni música ni ángeles. Están muy tristes por tu maldad." Augusto se iba silencioso y ya en la cama lloraba. Después se esforzaba por ser bueno durante algunos días. Pero el fuego en la chimenea cada vez ardía menos y al padrino no lo engañaba con cariños. Cuando Augusto cumplió doce años los vuelos de los ángeles eran un recuerdo lejanísimo y a veces los soñaba. Entonces al día siguiente era aún más déspota con sus amigos. Isabel ya se había hartado de escuchar elogios sobre su hijo —que la gente lo quisiera tanto sólo aumentaba las preocupaciones de su madre— cuando un día la visitó el maestro y le dijo que había una persona dispuesta a costear los estudios de Augusto en la ciudad. Ella se entrevistó con el vecino y una mañana de primavera llegó un coche a buscar a Augusto que lucía un lindo traje. Se despidió de su madre, del padrino y de los vecinos y se fue a la capital. Isabel le había peinado por última vez el rubio cabello y le había dado su bendición. Y en ese coche de caballos Augusto se fue hacia un mundo nuevo. Después de unos años —Augusto ya era un estudiante de gorra roja y bigotes— debió volver a su pueblo pues su padrino le avisó en una carta que su madre estaba tan enferma que no viviría mucho tiempo. El adolescente llegó de noche y provocó la admiración de los vecinos cuando bajó del carruaje seguido por el cochero que llevaba un pesado baúl. En la vieja y pobre habitación estaba su madre moribunda y el apuesto joven al ver aquel rostro mudo y sin color que sólo podía hablarle con la mirada se dejó caer sobre la cama llorando, le besó las manos que ya estaban casi frías y pasó toda la noche arrodillado a su lado hasta que las manos perdieron todo su calor y los ojos se apagaron. Después de enterrar a Isabel el padrino lo tomó del brazo y lo llevó a su casucha, que a Augusto le pareció aún más sombría. Después de un rato y cuando sólo los vidrios brillaban apenas en la oscuridad, el viejito le dijo mientras se acariciaba la barba: —Voy a encender fuego en la chimenea. Sé que mañana te irás y que ahora que ha muerto tu madre pasará mucho tiempo antes de que vuelvas. Mientras decía esto encendió la chimenea, se sentaron y se quedaron largo rato mirando cómo se consumían los leños. Casi no había brasas cuando le dijo: —Que tengas suerte, Augusto: te deseo lo mejor. Tuviste una madre valerosa que hizo por ti mucho más de lo que te figuras. Hubiera querido que vieras una vez más a los bienaventurados y hubieras escuchado su música, pero sabes que ya es imposible. Recuerda siempre que su coro no se callará nunca y si algún día tu corazón solitario y nostálgico los añora volverás a oírlos. Dame la mano hijo: soy viejo y necesito dormir. 6

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Augusto sin decir nada le dio la mano y se fue a su casa para dormir por última vez en ese lugar donde había estado su cuna. Antes de quedarse dormido le pareció volver a oír la música de su infancia, lejana y tenue. A la mañana se fue y durante mucho tiempo nada se supo de él. Se olvidó pronto del padrino y de sus bienaventurados. La vida tumultuosa rodaba a su alrededor y él se dejaba llevar por ese oleaje. Nadie como él para andar por las ruidosas calles y saludar irónicamente a las muchachas que levantaban los ojos para mirarlo, nadie como él para el baile, para manejar un carruaje con elegancia, para emborracharse ruidosamente en el jardín una noche de verano. Era amante de una viuda rica que lo proveía de dinero, trajes, caballos y todo lo que se le ocurría. Con ella fue a París y a Roma. Dormía en lecho de rosas. Pero su verdadero amor era la rubia hija de un burgués, a la que veía por las noches desafiando todos los peligros en el jardín de su casa paterna, y que cuando él viajaba le escribía interminables cartas de enamorada. Hasta que un día no volvió. Se hizo de amigos en París, su amante le resultaba pesada y los estudios lo irritaban ya hacía bastante así que se quedó en esa lejana ciudad. Vivía al estilo del gran mundo: tenía caballos, perros, mujeres, ganaba y perdía grandes sumas, siempre encontraba hombres que lo seguían. Los aceptaba con la misma sonrisa desdeñosa con la que tantos años atrás había aceptado el anillo de su vecinita. Sus ojos y su boca irradiaban esa fascinación: las mujeres lo asediaban con su ternura, los amigos lo seguían y nadie notaba —ni él mismo— que su corazón ya hueco era cada vez más ambicioso y que su alma estaba enferma y sufría. A veces lo fatigaba que lo quisieran de esa manera. Se disfrazaba para pasear por ciudades extrañas pero siempre encontraba a quienes seducir fácilmente. En todas partes le parecía ridículo ese amor que se contentaba con tan poco y que lo acosaba en todas partes. Con frecuencia odiaba a esos hombres y mujeres con tan poca dignidad y entonces pasaba días enteros con sus perros o cazando en las montañas. Un ciervo al que lograba matar le causaba más placer que la entrega de alguna hermosa y pervertida mujer. Cierta vez, en un viaje que hacía por mar, vio a la esposa de un embajador, una mujer esbelta, de aspecto serio y que pertenecía a la más alta nobleza nórdica. Estaba parada y aunque a su alrededor había muchas otras damas elegantes y hombres de mundo, ella aparecía extrañamente aislada, severa y silenciosa, incomparable. Al mirarla notó que ella sólo parecía haberlo rozado con una mirada indiferente. Y entonces, por primera vez, tuvo idea de qué era el amor. Se propuso conquistar a la señora y desde entonces en cualquier momento del día estaba al alcance de su vista. Y como Augusto siempre estaba rodeado por gente que buscaba su compañía porque lo admiraba, él y la severa belleza, en medio de los compañeros de viaje eran como una pareja de príncipes. Hasta el marido de la hermosa mujer lo distinguía con su trato. Nunca logró estar a solas con ella hasta que en un puerto del sur, todos bajaron a tierra por algunas horas para recorrer la ciudad y sentir el suelo bajo los pies. Trató de no alejarse de la belleza rubia y por fin en medio del tumulto del mercado, logró tratar de entablar un diálogo. Un sinfín de callejuelas sombrías desembocaban en la plaza del mercado. Como la señora no desconfiaba de él dejó que la condujera por una de esas calles. Pero al ver que estaban los dos solos y que los demás pasajeros se habían alejado sintió miedo. El la miró resplandeciente, la tomó de las manos y le rogó que se quedaran juntos en ese país para luego fugarse. La noble, que había empalidecido, no despegó los ojos, del suelo. 7

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—Eso no es caballerosidad —murmuró— olvide lo que acaba de decir. —No soy un caballero —le respondió Augusto— soy un enamorado que sólo reconoce a su amada y sólo piensa en estar a su lado. Ven conmigo, seremos felices. Ella lo miró con sus ojos claros en los que se podía leer el reproche. —¿Cómo pudo darse cuenta —se quejó— de que lo amo? Nunca he mentido: lo amo y muchas veces he deseado que usted fuera mi marido, porque es el primero que ha conmovido mi corazón. ¡Qué extravío es el amor! Cómo puedo amar a un hombre que no es ni generoso ni noble. Prefiero seguir al lado de mi marido al que no amo demasiado pero que es un caballero con honor y rectitud. Todo esto usted no lo puede comprender. Nunca más vuelva a hablarme y acompáñeme al barco o pediré ayuda al primero que pase para que me libre de sus insolencias. Y por más que él quedara sin voz de tanto rogarle se hubiera ido sola si Augusto, silencioso, no la hubiera seguido hasta el barco. El hizo desembarcar su equipaje y no saludó a nadie. La felicidad del joven fue amenguándose desde entonces. Odiaba la virtud y la honradez. Sólo quería mancillarlas y encontró placer en seducir mujeres con sus encantos y en explotar ingenuos cuya amistad pisoteaba. Arruinó a mujeres y jovencitas a las que después fingía no conocer. Pervirtió adolescentes de nobles familias. No se negó ningún goce y conoció todos los vicios. Pero su corazón ignoraba la alegría y no podía responder al amor que lo rodeaba. Se refugió en una quinta a orillas del mar, donde humillaba con arbitrariedades a las mujeres y amigos que lo visitaban, porque quería manifestarles todo el desprecio que sentía. Estaba hastiado de todo ese amor que no había pedido, ni esperado y que no merecía. Veía la nada de su vida disipada que sólo había recibido todo sin dar nada. A veces deseaba volver a sentir algún deseo, alguna tranquila necesidad. Hizo saber a sus amistades que estaba enfermo y que necesitaba descansar y estar solo. Nunca leyó las cartas que le enviaban. Los amigos le preguntaban a la servidumbre por su estado. Pero seguía en el cuarto que daba al mar, profundamente triste. Su vida parecía el monótono oleaje del mar: detrás sólo había soledad sin huellas ni amor. En el sillón al lado de la ventana cuando quería pensar en sí mismo se encontraba deleznable. Seguía con los ojos vacíos el vuelo de las gaviotas, en su mirada no había vestigios de alegría ni esperanza. Sólo sus labios sonrieron cuando sus pensamientos lo llevaron a una conclusión y llamó con la campanilla a su mucamo. Le ordenó que invitara a todas sus amistades para una fiesta un día determinado: pretendía horrorizarles con un doble espectáculo, la casa desierta y su cadáver. En efecto, estaba dispuesto a envenenarse. La noche anterior a la fiesta despidió a toda la servidumbre. Cuando todo estuvo en silencio fue a su cuarto y disolvió en una copa de vino de Chipre un fuerte veneno y se la llevó a Ios labios. Cuando iba a tomarlo llamaron a la puerta. No contestó. La puerta se abrió y entró un viejecito. Fue hasta Augusto, le quitó la copa y una voz muy conocida le dijo: —Buenas noches, Augusto ¿cómo estás? Incómodo y un poco avergonzado dijo burlonamente con una sonrisa: —Señor Bisswanger, ¿todavía está vivo? Ha pasado tanto tiempo y sin embargo está igual... Pero ahora amigo, está de más en este lugar. Estoy cansado e iba a tomar un somnífero. .. 8

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—Ya veo —respondió con calma su padrino— tenías razón en tomar el somnífero, ese es el último vino que podía remediarte. . . Pero antes conversemos un momento, hijo, he hecho un largo camino así que no te molestará que me reponga con algo. Al decir esto tomó el vaso, se lo llevó a la boca y antes de que Augusto pudiese hacer un sólo gesto tomó el vino de un trago. Augusto quedó petrificado. Se precipitó sobre su padrino, lo sacudió por los hombros mientras gritaba a voz en cuello: —¿Sabe qué ha hecho? El señor Bisswanger movió su blanca cabeza en señal de asentimiento: —Por lo que vi, es vino de Chipre y del bueno. No parece que te falte nada. Pero no tengo mucho tiempo y no quiero hacerte perder el tuyo, si te interesa lo que puedo decirte. Con profunda turbación y miedo Augusto miró los ojos claros del anciano esperando que en cualquier momento cayese muerto. Pero el señor Bisswanger se acomodó en el sillón haciéndole un gesto amistoso a su ahijado. —¿Crees que puede hacerme mal una copa de vino? ¡No te preocupes! Es muy amable de tu parte y no lo esperaba. Pero volvamos a hablar como en aquellos tiempos. Parece que estás harto de esta existencia sin sentido. Creo que te comprendo y cuando me vaya podrás volver a servirte tu vino. Pero antes tengo que contarte algo. Augusto se apoyó en la pared mientras oía la voz suave y bondadosa del anciano que tanta confianza le inspiraba en su niñez y que ahora le hacía evocar aquellos días. Los ojos del anciano reflejaban la inocencia de su infancia y el joven sintió profunda vergüenza. —Me he tomado ese veneno —decía el padrino— porque yo tengo la culpa de tu desgracia. Cuando te bautizamos yo hice cumplir el deseo formulado por tu madre aunque no era sensato. No tengo que explicártelo, ya sabes que ha llegado a convertirse en tu desdicha. Siento mucho dolor de que haya sido así y antes de morir quisiera que estuviéramos otra vez juntos en mi casa y escucháramos el coro de los bienaventurados. No es fácil y debes pensar que tu corazón jamás volverá a ser puro y plácido. Tu pobre madre deseó para ti algo que resultó nefasto, pero debes intentar volver a tu pureza. ¿Me permitirías que ahora satisfaga algún deseo tuyo? No me pedirás ni dinero, ni propiedades, ni poder, ni amor: has tenido demasiado de todos ellos. Piensa y si crees que por algún sortilegio tu vida extraviada puede volver al buen camino ¡deséalo! Augusto quedó pensativo y en silencio. Pero estaba tan desesperanzado, tan cansado, que después de un momento dijo: —Gracias, padrino, pero nada puede ya enderezar mi vida. Mejor que cumpla con lo que pensaba hacer cuando entraste. Pero te agradezco que hayas venido. —Sí —contestó el señor Bisswanger, muy despacio— no debe ser nada fácil. Pero a lo mejor si reflexionas tal vez recuerdes qué es lo que más has necesitado o tal vez recuerdes aquellas noches de tu infancia cuando venías a mi casa. Porque alguna vez fuiste feliz, ¿no es cierto? —En aquella época, sí —recordó Augusto, y la imagen de sus serenos años infantiles apareció como en un lejano espejo—. Pero no hay retorno. No puedo desear otra vez la infancia. ¡Habría que empezar todo de nuevo! 9

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—Es verdad, no tendría sentido. Pero piensa en aquellos tiempos de las veladas en mi casa o cuando ibas a ver a aquella pobre muchacha en el jardín de su casa. Piensa en la noble aquella con la que hiciste un viaje. Piensa en todos tus momentos de felicidad o en aquellos en los que la vida te pareció deseable. Tal vez descubras qué es la felicidad y puedas volver a desearla. ¡Sólo por darme un gusto, hijo! Augusto cerró los ojos para pensar en su pasado como el que a través de un camino sombrío mira un lejano punto brillante y vuelve a descubrir su belleza para volver a hundirse en la más terrible noche donde no hay alegría posible. Cuanto más pensaba más deseable le parecía el maravilloso punto brillante, hasta que logró ver con claridad en él. Se le llenaron los ojos de lágrimas. —Trataré —le dijo al padrino—. Libérame de aquel embrujo que ha sido mi desgracia y concédeme el don de sentir amor hacia los demás. Se arrodilló llorando frente a su padrino y en esa humillación ya sintió en él el amor que sentía hacia el anciano y recuperó gestos olvidados. El padrino, a pesar de su fragilidad, lo tomó entre sus brazos y lo acostó en la cama separándole el cabello de la frente febril. —Está bien, hijo —susurró —todo saldrá bien. Augusto sintió un cansancio de años y se quedó profundamente dormido. El anciano se fue silenciosamente de la casa desierta. Augusto se despertó por el ruido infernal que invadía la casa. Al levantarse y abrir las puertas vio la casa invadida por sus viejos amigos que habían concurrido a la fiesta y sólo encontraron las habitaciones desiertas. Se sentían burlados y estaban furiosos. Pensó que los iba a conquistar como antes con una sonrisa y una broma. Pero se dio cuenta de que había perdido ese poder. Apenas lo vieron empezaron los reproches y como sonrió y extendió las manos se abalanzaron sobre él como una jauría. —¡Tramposo! —gritaba uno—. Devuélveme el dinero que me debes. Y otro: —¡Te presté un caballo! Una hermosa mujer gritaba furiosa: —¡Has divulgado mis secretos a todo el mundo! ¡Te odio, monstruo! Y un adolescente con los ojos hundidos aullaba: —¡Mira, corruptor, destructor de mi juventud mira qué has hecho de mí! Y se sucedieron los insultos y todos tenían razón. Llegaron a golpearlo y al irse rompieron los espejos y se llevaron infinidad de objetos de valor. Derrotado y ultrajado se levantó. Al ir a lavarse la cara se miró en el espejo y en él vio su propio rostro gastado, informe, los ojos enrojecidos, la frente en sangrentada. "Este es mi pago", pensó al limpiarse la sangre. Y no había terminado su razonamiento cuando la casa volvió a inundarse con una gritería. Apareció un grupo de hombres: los prestamistas a los que había hipotecado la casa, un marido engañado, padres de hijos corrompidos por él, sirvientes a los que había echado, policías y abogados. Una hora después iba camino a la prisión, esposado, entre los gritos de burla de la gente y hasta un chico le tiró barro en la casa. La ciudad estaba inundada por las infamias de ese hombre que tantos habían adorado. Podía ser acusado de todo lo imaginable y ninguno se podía ocultar. Gente totalmente olvidada atestiguó ante el tribunal; sirvientes con los que había sido generoso a pesar de que le habían robado, ventilaron sus amoralidades. En todos los 10

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rostros había condena y desprecio. Nadie lo defendía, lo alababa, ni recordaba un gesto de bondad de su parte. Aceptó todos los sufrimientos: la celda, el juez, los testigos. Con ojos dolidos vio tantas caras malvadas, con odio y rencor. Y en todas, bajo esa máscara de odio, vio el resplandor de una antigua simpatía. Todos lo habían querido y él a ninguno, ahora les pedía perdón y trataba de recordar alguna virtud de cada uno. Terminó en la cárcel y nadie lo fue a ver. Allí en sus alucionaciones volvió a hablar con su madre, con su padrino y con la mujer rubia del barco. Al despertar estaba solo y destruido. Durante días y noches espantosas padeció todo el sufrimiento que puede dar la nostalgia y la soledad y deseaba contemplar a la gente como nunca en su vida había deseado nada. Y cuando estuvo en libertad ya era viejo, estaba enfermo y nadie lo recordaba. El mundo seguía su marcha, en las calles vendían flores, diarios, la gente caminaba y nadie miraba a Augusto. Las hermosas mujeres que habían sido suyas embriagadas de música y champán pasaban en sus carruajes sin mirarlo, cubriéndolo de polvo. Pero el vacío y la soledad que habían sido el tormento de su disipada vida anterior habían huido de él. Cuando se abrigaba en algún portal, o cuando por la puerta trasera pedía un vaso de agua, sentía sorpresa al sentir la aspereza y la hostilidad de la gente. Esa misma gente a la que había humillado con su altivez y soberbia. Pero ahora él se sentía conmovido por la mínima mirada humana. Se enternecía con los niños en los parques o cuando iban a la escuela. Amaba a esos ancianos que tomaban sol y calentaban sus manos blandas. Se sentía hermanado con los jovencitos que miran con deseo de alguna muchacha, con el obrero que levantaba en brazos a sus hijos al volver a la noche del trabajo, con los médicos de aspecto pulcro y sereno, que iban preocupados a ver a sus enfermos y hasta con esa pobre mujer mal vestida que en las noches en las afueras, debajo de un farol se ofrecía hasta a parias como él. En cada uno de ellos veía otro pasado, el recuerdo de una madre o la marca oculta de un destino que pudo ser mejor que el suyo. Todos lo hacían pensar y provocaban su atención, ninguno le parecía peor que él. Augusto decidió peregrinar por el mundo, buscar el lugar donde sería útil a los demás y pudiera demostrarles su amor. Debía acostumbrarse a que su llegada no provocara alegría, vestía como un pordiosero, su rostro estaba devastado, había desaparecido aquella prestancia que tantos éxitos le deparara en el pasado. Los chicos le temían por su barba, la gente bien vestida se sentía incómoda ante su proximidad, los pobres miraban desconfiados a ese extraño que tal vez quería arrancarles el pan de la boca. Ayudó a un niñito a abrir la puerta de la panadería, porque no alcanzaba el picaporte. También, a veces, podía ayudar a otro más desgraciado que él, algún ciego o lisiado. O si no, ofrecía lo único que le quedaba: la mirada límpida, el saludo fraterno, un gesto de compasión o de ayuda. De tanto mirar a la gente había aprendido qué esperaban de él, qué les podía brindar. A uno un saludo alegre, a otro una mirada serena y a algunos los esquivaba. Día a día se asombraba ante la miseria del mundo y ante la alegría, que a pesar de todo, sentía la gente. Le parecía estupendo que al lado de cada lágrima hubiera una risa, frente a una campana doblando una canción de cuna, al lado de cada ruindad y sufrimiento, una gentileza, una broma, un gesto noble. La organización de la vida humana lo maravillaba. Cuando al doblar una esquina tropezaba con un grupo de colegiales saltando y riendo sentía en sus miradas la alegría de vivir. Y aunque a veces lo molestaran con 11

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sus bromas no lo tomaba a mal. Hasta lo encontraba lógico cuando se observaba en una vidriera o en un charco de agua ¡tenía tal aspecto de miserable y una cara tan arrugada! No, no trataba de seducir a la gente, ya era suficiente lo que había pasado. Con qué inteligencia contemplaba a los que afanaban por hacer triunfar su amor propio siguiendo ese camino que él tanto conocía. ¡Cómo luchaban los hombres con fuerza y soberbia por sus objetivos! Para él sólo era la representación de una comedia. Pasó el invierno y otro verano. Augusto estaba enfermo en un hospital público y allí, con serenidad y gratitud, veía la felicidad de los que luchaban por sus vidas y le ganaban a la muerte. Era un espectáculo sublime ver la paciencia en los ojos de los enfermos deshauciados y la llama de la vida en los convalescientes y también la majestad de los rostros de los muertos y la abnegación de las enfermeras. Pero para Augusto esta etapa ya estaba cumplida, llegó el otoño y luego siguió su camino enfrentando el invierno. Se sintió muy impaciente al ver cuánto tardaba en avanzar y en llegar a todas partes para ver más hombres, infinidad de hombres. Sus párpados lastimados ocultaban los ojos y había encanecido aún más. Poco a poco sus recuerdos se confundieron y le hicieron creer que sólo había conocido el mundo como lo veía ahora. Y le gustaba: lo encontraba buenísimo y digno de todo el amor. Llegó a una ciudad en el invierno. La nieve se amontonaba en las sombrías calles y unos chicos le tiraron pelotas de nieve. Pero ya casi reinaba la serenidad de la noche. El peregrino estaba agotado cuando llegó a una estrecha calle que le resultó conocida y luego desembocó en otra donde estaba su casa de la infancia y la del padrino, mínimas y viejísimas perdidas en la oscuridad y la nevada. En la del padrino había una ventana iluminada que brillaba serena en medio del desamparo de la noche de frío. Augusto llamó y el viejito le abrió. En silencio lo llevó a su habitación donde ardía el fuego en la chimenea. —Debes tener hambre —dijo el padrino. Pero Augusto no tenía hambre, le contesto con una sonrisa. —Pero sí estarás cansado —volvió a decir el padrino. Y extendida la vieja piel en el suelo; sobre ella se sentaron los dos viejos frente al fuego. —Ha sido largo tu camino... —dijo el padrino. —¡Muy hermoso! Pero... me he cansado un poco. ¿Puedo dormir aquí? Mañana debo continuar mi viaje. —Sí, puedes. ¿Quieres volver a ver cómo bailan los bienaventurados? —¿Los ángeles? ¡Oh, sí! Cómo me gustaría... cuando sea niño otra vez. —Hace mucho que no nos vemos —continuó el padrino—. Otra vez eres bello, tu mirada es buena y dulce como en aquella época tan lejana cuando estaba viva tu madre. Has sido muy amable al venir a verme. El viajero se recostó con sus harapos al lado de su amigo. Nunca había sentido tanta fatiga y el calor y la luz del fuego lo confundían un poco, de manera que no podía distinguir claramente entre el pasado y el presente. —Padrino Bisswanger, he hecho una travesura y mamá se afligió. Háblale y asegúrale que seré bueno. ¿Lo harás? —Sí —dijo el padrino—. Duerme tranquilo, ella te quiere. El fuego iba apagándose y Augusto miraba fijamente las brasas rojas con los ojos cargados de sueño como en la infancia. El padrino lo apoyó en su regazo, la habitación se vio invadida por una música tenue, alegre, que transmitía paz y bondad, y miles de 12

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radiantes bienaventurados empezaron su ronda. Bailaban en el aire en rondas o en parejas. Y Augusto volvía a oír y ver con sus sentidos infantiles aquel paraíso recobrado. De pronto le pareció escuchar la voz de su madre llamándolo; pero estaba muy cansado y el padrino le dijo que la tranquilizaría. Cuando se durmió el padrino le cruzó las manos y apoyó la cabeza sobre el corazón de Augusto —que también había enmudecido— hasta que todo el cuarto fue invadido por las sombras.

UN POETA Se dice que en sus mocedades el poeta chino Han Fook quería dominar el arte poética y llegar a su máxima perfección. En ese entonces, cuando todavía vivía en su pueblo en la orilla del río Amarillo, estaba comprometido con su beneplácito y el de sus padres, con una niña de familia importante. Pronto llegaría el día propicio para la boda. Han Fook tenía veinte años y era buen mozo, educado, conocedor de las ciencias y conocido por todos los amantes de las letras a través de todo el país por algunos de sus excelentes poemas. No era rico pero el porvenir presentaba buenas posibilidades que se verían aumentadas con la dote de la novia. Esta era además hermosa y un dechado de virtudes. La felicidad del joven poeta estaba asegurada. Pero él no gozaba plenamente de todo esto porque lo invadía un deseo: llegar a ser el poeta más perfecto. Una noche, la de la fiesta de los faroles en el río, se quedó paseando aislado por la orilla. Se apoyó en un tronco y vio cómo brillaban en el agua las mil luces; vio a la gente felicitándose entre sí y adornándose con flores. Oyó el tenue susurro del agua, los cantos, el sonido de las cítaras, la dulzura de las flautas. Pero, por sobre todo, vio cómo el azul oscuro de la noche dominaba todo, como la bóveda de un santuario. Su corazón latía con fuerza mientras, testigo solitario, vivía toda esa magnífica hermosura. Porque si bien le gustaba ir a participar de la fiesta con su novia y sus amigos más le gustaba mirarlo todo y lograr trasmitirlo en la perfección de un poema. La luna en el agua, el azul noche y la alegría de la gente y los deseos de ese testigo, él, que se apoyaba en el tronco. Y en ese momento supo que de ahí en adelante aunque su corazón buscara la alegría y los placeres para llegar con ellos a la serenidad nunca los encontraría. Supo que sería para siempre un solitario, un testigo de la vida. Sintió que su espíritu era tan solitario en medio de los otros espíritus y que él necesitaba amar su tierra y a la vez sentir la oculta lejanía que sienten los viajeros. Estos pensamientos lo llevaron a sentir tristeza; llegó a la conclusión de que sólo conocería la felicidad y la plenitud el día que lograra reflejar todo el universo en sus poemas y entonces sí sentiría la posesión y la eternidad del mismo a través de las páginas que escribiera. Han Kook no sabía si soñaba o estaba despierto cuando vio al lado del trono a un desconocido que lo miraba. Era un anciano vestido de morado y parecía ser un venerable. El poeta lo saludó con la reverencia debida a su edad y a su rango. El forastero sonrió y dijo unos versos en los cuales se podía descubrir todo lo que acababa de desear Han Fook expresados con suma perfección y una gracia tal que le cortó el aliento. —¿Quién eres? —le preguntó haciéndole otra reverencia—. Expresas el sentir de mi alma con los versos más hermosos que haya oído. 13

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El anciano volvió a sonreír como el que tiene la verdad y le contestó: —Deseas ser un gran poeta, ven a mí. Mi choza está en las montañas del noroeste, donde nace el río. Soy el Maestro de la Palabra perfecta. Y desapareció en la delgada sombra que hacía el tronco. El joven lo buscó y no descubrió la mínima huella, entonces se convenció de que había soñado todo. Cruzó el río y participó de la fiesta. Pero entre la música y las voces no dejaba de oír la voz del anciano. Sentía que su alma se escapaba a su encuentro aunque él permaneciera ahí mientras los demás se burlaban de su aire soñador. Unos días después el padre de Han Fook quiso fijar la fecha de la boda y por lo tanto, llamar a todos los parientes y amigos. El novio se negó aduciendo: —Perdón si te ofendo no acatando tu deseo con la sumisión que corresponde a mi papel de hijo. Pero ya sabes cómo amo el arte de hacer versos y aunque éstos tienen cierto éxito sé que apenas empiezo el sendero que me llevará a lo que deseo. Te pido que dejes que estudie un tiempo y permanezca soltero porque con casa y mujer descuidaría mucho mi deseo. Aún estoy en la juventud y tengo pocas obligaciones. Durante un tiempo quisiera que sólo la poesía ocupara mi vida porque sé que sólo de ella obtendré dicha paz. El padre, absolutamente asombrado, le dijo: —¡Cómo debes amar los versos para dejar de lado un casamiento! O ya no quieres a tu novia, si están peleados yo los reconciliaré... o te buscaré otra novia. Pero su hijo le aseguró que amaba a su novia igual que siempre y que nunca habían peleado. A la vez le contó lo del anciano la noche de los faroles y que no concebía otra dicha en el mundo superior a la de ser su discípulo. —Bueno —aceptó el padre—, tómate un año. Dedícalo a tu sueño, a lo mejor es un aviso de los dioses. —Necesitaría dos años —dudó el joven—, nadie puede decirlo. El padre lo vio irse y quedó apesadumbrado. El poeta le escribió una carta de despedida a su novia y se fue. Luego de un largo camino llegó al nacimiento del río. Totalmente aislada vio una cabaña de bambú en la puerta de la cual estaba sentado el forastero que había visto, sentado sobre una estera. Tocaba el laúd y al ver aproximarse al joven con suma veneración, no se movió, sólo se sonrió y siguió tocando el delicado instrumento. Una melodía maravillosa inundó el valle y Han Fook de pie, en éxtasis, la escuchaba hasta que el Maestro de la Palabra perfecta entró en la cabaña. El joven lo siguió y se quedó con él como alumno y servidor. Sólo había pasado un mes y ya no soportaba sus antiguos poemas, hasta el punto que los olvidó. Y también después olvidó todas las canciones que le habían enseñado en aldea. El Maestro apenas le hablaba, pero sin palabras le enseñó a tocar el laúd hasta que el alma del joven quedó bañada en música. Mucho tiempo después el discípulo escribió una poesía corta, describía el vuelo de los pájaros en el cielo de otoño y le gustó. No se animó a mostrársela al anciano pero una noche la cantó, lejos de la cabaña. El Maestro la oyó pero no le dijo una sola palabra. Sólo que tocó unas notas en su laúd y el aire se hizo más fresco y el atardecer se adelantó, y a pesar de ser verano el aire se hizo frío. El cielo, de pronto gris, mostró dos garzas que lo cruzaban impulsadas por la lejanía. Todo era tan bello comparado con la composición del joven que éste se apenó y se dio cuenta de qué poco valía su poema. Cada vez que escribió el anciano volvió a hacer lo mismo. Había pasado un año y el joven tocaba el 14

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laúd de manera casi perfecta. Y el arte de hacer poemas lo veía cada vez más lejano e inaccesible. Después de dos años el joven añoró a los suyos, su tierra, su novia. Le dijo al Maestro que lo autorizara a volver. El Maestro sonriendo hizo un gesto de asentimiento. —Eres libre —le dijo— ve donde desees. Puedes detenerte en el camino o regresar según quieras. Han Fook empezó a caminar y después de mucho, un día, al alba, vio el río que cruzaba su pueblo y más allá del puente alcanzó a ver la ciudad de sus mayores. Entró en el jardín paterno, su padre todavía dormía, y a través de la ventana pudo oír su respiración. Luego subido a un peral en la casa de su novia la vio peinándose en su cuarto. Y mientras volvía a ver todo lo comparaba con sus recuerdos cuando estaba lejos. Volvió a él con fuerza su pasión de trovador y descubrió que la belleza que se persigue con la poesía es inútil tratar de encontrarla en la realidad. Escapó de la ciudad de sus mayores y volvió a la montaña. El Maestro seguía sentado ante su cabaña en la estera, tocando el laúd. En vez de saludarlo recitó dos versos que hablaban de las bondades del arte, versos de tal profundidad que hicieron llenar de lágrimas los ojos de Han Fook. Y el joven se quedó al lado del Maestro y como ya era un artífice del laúd le enseñó a tocar la cítara. Los meses pasaron como la nieve en el horizonte. Dos veces volvió la nostalgia a caer sobre él. Una de las veces huyó en la noche pero antes de doblar el valle el viento de la noche tocó la cítara que había dejado colgada en la cabaña y las notas que escuchó lo hicieron volver. La otra vez soñó que plantaba un árbol en su jardín, lo rodeaban su mujer, sus hijos y éstos regaban el brote con leche y vino. Se despertó sobresaltado inundado por los rayos de la luna, a su lado el Maestro dormía y la barba le temblaba ligeramente. Y en ese momento lo odió porque había hecho añicos su vida y lo había engañado sobre el futuro. Tenía ganas de matarlo, pero el anciano despertó de pronto y se sonrió con tanta pena que lo desarmó. —Recuerda, Han Fook —le dijo en voz queda— que sólo tu decides. Puedes volver a tu tierra y plantar árboles, puedes odiarme y matarme. No interesa. —¡Cómo odiarte! —dijo el joven estremecido—. Sería como querer odiar la luz. Después de la cítara aprendió a tocar la flauta y empezó a escribir guiado por el Maestro. Aprendió de a poco esa disciplina que expresaba lo simple y común. Pero dicho con tales palabras que quien escuchara sintiera en su alma el paso del viento como la siente el agua. Cantó el despuntar del sol cuando recién asoma en la línea de la montaña, el paso fugaz de los peces corriendo como sombras en el agua y el suave ondular del sauce con el viento primaveral. Y sus palabras no sólo recordaban el sol, el agua o el viento sino que daban la sensación de que los cielos y la tierra se unían en una armonía perfecta. Y los que oían recordaban entonces tristes o alegres lo que amaban u odiaban. El niño, los juegos; los jóvenes, sus novias; los ancianos, la muerte. Han Fook ya se había olvidado cuánto tiempo hacía que estaba al lado del anciano, en el nacimiento del río. A veces pensaba que acababa de llegar y otras creía que generaciones enteras a través de siglos habían pasado desde que él estaba allí y habían retornado a la nada. Una mañana se despertó solo. Y no pudo encontrar al Maestro a pesar de sus búsquedas y llamados. En una sola noche parecía haber llegado el otoño, un viento inhóspito sacudió la choza, las aves emigraban más allá de la montaña aunque aún no era la época. 15

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Entonces Han Fook volvió con su laúd a la tierra de sus mayores. Y la gente con la que se cruzaba lo saludaba con veneración y el respeto que se dispersa a los ancianos y gente importante. En su ciudad ya habían muerto su padre, su novia, sus parientes y en las que habían sido sus casas vivían otras personas. Y esa noche se volvía a celebrar en el río la fiesta de los faroles y Han Fook se quedó en la orilla que estaba a oscuras, recostado en un tronco de árbol muy viejo. Tocó su laúd, encantó a las mujeres que suspiraban y buscaban en la oscuridad. Los jóvenes lo llamaban y decían en voz alta que jamás habían oído un laúd que sonora de esa manera. Han Fook sonreía al reflejo de las luces en el agua y como ya la realidad y su reflejo estaban confundidos en él para siempre no encontraba diferencias entre esa fiesta y otra celebrada cuando él estaba en plena juventud, cuando escuchó las pocas palabras que modelaron su destino y lo hicieron seguir al Maestro hasta su choza.

CUENTO Toma —me dijo mí padre al darme una flauta de hueso— y recuerda a tu padre cuando alegres con tu instrumento a otra gente de otros países. Es el momento de que aprendas conociendo el mundo. Te doy esta flauta porque otro trabajo no sabes y sólo te gusta cantar. Toca sólo aquello que alegre y endulce, si haces lo contrario habrás desperdiciado los dones que te ha dado dios. Mi querido padre era muy entendido en todo, pero no en música y creía que sólo con soplar en la linda flauta se obtenía lo que uno quería. No quise desilusionarlo, guardé el regalo y le dije adiós. Conocía el valle hasta el molino más importante de todo el pueblo. Después de él venía lo desconocido y ese nuevo mundo me parecía muy divertido. Una abeja se paró en mi manga y la llevé en el viaje, así, cuando decidiera volver a volar podría mandar saludos a mi país. Caminé al costado de valles, de bosques y del río. Todo me resultaba familiar. Oía las mismas voces de las flores del trigo. Yo les contestaba cantando y seguíamos entendiéndonos como en mi pueblo. En eso la abeja, ya descansada, subió hasta mi cuello, voló alrededor de mi cabeza y emprendió vuelo en línea recta hacia mi tierra. Del bosque salió una jovencita rubia con sombrero de alas anchas y con un cesto. —Dios sea contigo —le dije— ¿hacia dónde vas? —A llevarles la comida a los segadores, ¿y tú hacia dónde te diriges? —Recorro el mundo por deseo de mi padre que me cree un gran tocador de flauta, pero no sé suficiente. Antes debo perfeccionarme. —Ah... pero algo debes saber hacer. —Sé cantar. —¿Qué tipo de cosas? —Todo tipo: para la mañana, para las noches, para los animales y las flores, ahora podría cantarte una sobre una jovencita que cruza el bosque para llevarle la comida a los segadores... —¡Cántala! —¿Cómo es tu nombre? 16

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—Brígida. Y canté sobre la bella Brígida con sombrero de paja, sobre su canasta y contaba cómo las flores la miraban y se estiraban para tocarla. Me escuchó y aprobó la canción. Y como yo sentía hambre me dio un buen pedazo de pan de la canasta. Como yo empecé a mordisquearlo sin detenerme, me dijo. —No se come caminando, primero una cosa y después la otra. Nos sentamos y mientras yo comía ella me miraba con las manos cruzadas. —¿No me cantarías otra cosa? —Sí, ¿qué prefieres? —Algo sobre una muchacha triste porque su novio se ha ido. —Eso no lo sé cantar. Y no hay que tener penas. .. Mi padre me dijo que sólo cante para la alegría y la bondad. Tal vez la de la alondra o la de la mariposa... —¿No conoces alguna de amor? —¡Sé la más bella de todas! Y canté sobre el enamoramiento de los rayos de sol con las flores, de la hembra de los pájaros en espera del macho y que cuando lo ve llegar emprende el vuelo. Y canté sobre las rubias y los jóvenes que consiguen un trozo de pan con sus canciones. Y dije cómo ese joven ya no deseaba pan sino un beso y cómo sigue cantando hasta que ella acepta. En ese momento Brígida me besó en la boca, callándome. Abrió y cerró sus ojos y yo miraba esas estrellas de cerca donde me reflejaba y también las flores del prado. —Qué sabio es mi padre, me dijo que el mundo era bello. Y ahora te ayudaré hasta donde está la gente trabajando. Tomé la canasta y seguimos caminando juntos con el mismo estado de ánimo. El bosque hablaba con su voz fresca y olorosa. Canté hasta sentirme fatigado. Tal era la cantidad de voces que oía desde los árboles, las flores, el agua y las matas. Y me di cuenta de que si fuera capaz de entender todas las músicas del mundo— las de plantas, hombres, animales, nubes, lejanas montañas y estrellas— y si todo cantara al unísono dentro de mí, sería dios y cada una de mis canciones perduraría en el firmamento como una estrella más. Mientras yo iba pensando y maravillándome con ideas Brígida se paró y volvió a tomar su canasta. —Subo por ahí —dijo—. Arriba en los campos sembrados está mi gente, ¿vienes? —No puedo Brígida. Debo andar por el mundo. Gracias por tu pan y por tu beso, me acordaré de tí. Por encima de la canasta de comida se inclinó y volvimos a besarnos. Tan lindo fue su beso que casi me dio pena. Dije muy apurado adiós y empecé a caminar. Ella subió lentamente, en el límite del bosque al abrigo de las hojas de un haya miró hacia donde yo me encontraba. La saludé con mi sombrero y ella me contestó y se esfumó en el bosque como una visión. Seguí caminando tranquilo hasta llegar a un atajo donde había un molino y un bote. También vi a un hombre solo, sentado, que parecía estar esperándome. Y apenas subí al bote y me quité el sombrero empezó a navegar en la dirección de la corriente. El hombre estaba en el timón, atrás, y yo en el centro. Le pregunté adonde nos dirigíamos y me miró con ojos nublados de gris: —Tú ordenas —dijo con voz sorda—, por el río, hacia el mar, a una gran ciudad. Todo es mío. 17

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—¿Todo? ¿Acaso eres el rey? —Tal vez —contestó—. Y tú pareces poeta, cántame una canción para este viaje. Ese hombre serio no me tranquilizaba, y el bote iba tan rápido, sin ruido... Tomé coraje y canté al agua que al chocar con la costa hace más sonoro su canto y termina su largo camino. El hombre no demostraba ninguna emoción. Cuando terminé cabeceó como si dormitara. Y de pronto oh sorpresa empezó a cantar también sobre el río y cómo corre a través de los valles. Y su canto era en todo superior al mío aunque sonara distinto. El río que él cantaba era algo que destruía salvajemente en su torbellino al bajar de la cumbre, que se enfurecía al ser contenido por un molino o un puente, que odiaba las barcas que lo navegaban y que en su seno acunaba con placer los cadáveres de los ahogados. Nada de lo que decía me gustaba pero lo cantaba tan bien que, confuso, me callé. Si esa voz sorda decía la verdad, hasta entonces yo sólo había interpretado tonterías. Y a lo mejor entonces el mundo no era sólo luz como dios y el suave susurro de la selva, tan hondo, no era a lo mejor su bondad sino su ira contenida. Seguimos navegando entre las sombras que crecían y cada nueva canción que intentaba notaba que mi voz no era tan clara ni diáfana y el extraño hombre del timón me contestaba siempre con un mundo sordo y oscuro que cada vez me entristecía más. Muy triste estaba y pensaba que a lo mejor no volvería a ver las flores, ni a Brígida. Para no entristecerme con el anochecer canté con voz potente: en el crepúsculo canté la canción de Brígida y de su beso. Con las sombras callé. El hombre gris también cantó sobre el amor, los bellos ojos y las hermosas bocas. Y su canto sobre las aguas que se oscurecían era una delicia. Pero ese amor desconfiado y lúgubre terminaba en la niebla en la que los hombres se extravían entre sus dolores y sus crímenes. Sentí tanta tristeza como si durante años hubiera sido el peregrino de la tristeza. Sentí que ese desconocido me transmitía una corriente de angustias desconocidas que se hundía en mí. —Es decir que la vida no es lo más bello —dije ya angustiado— sino la destrucción final. ¡Entonces canta de una buena vez, rey de la tristeza, la canción de la muerte! El hombre cantó a la muerte con las estrofas más hermosas que alguna vez soñé. Pero la muerte tampoco era la belleza última, ni la protección final. Vida y muerte, una era la otra y estaban unidas en estrecho abrazo de lucha amorosa y ése era el único sentido del mundo. Y la luz que expandía esa unión podía vivificar cualquier hediondez y también rodearla de sombra. Y de esas sombras podía lograrse el placer más total aunque el amor se encegueciera con tanta tiniebla. Sus palabras me iban serenando; no reconocía otro poder en el mundo que el emanado de ese hombre. Me miraba con cierta melancolía y sus ojos mostraban la luz y la sombra del mundo. Esbozó una sonrisa, lo que me alentó para rogarle: —¡Volvamos! Todo aquí me produce temor. Quiero volver a mi tierra y ver a Brígida o volver a la casa de mi padre. El hombre señaló las tinieblas con la lámpara que ponía luz en su anguloso rostro. —Ningún camino regresa —dijo con serenidad y cierta dulzura—. Para conocer el mundo hay que avanzar. Y has tenido a la mejor muchacha y cuanto más te alejes su belleza crecerá. Avanza, toma el timón. 18

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Yo tenía una terrible pena pero veía que la razón estaba en las palabras del desconocido. Pensaba en Brígida, en mi patria, en todo lo que había rodeado hasta entonces, tan luminoso y tan perdido. Pero en aquel momento debía cubrir el lugar del desconocido en el timón. Me adelanté hacia donde estaba el timón. El hombre se me acercó sin una palabra, me miró y me alcanzó el farol. Pero cuando estuve instalado frente al timón con el farol bien apoyado me di cuenta de que estaba solo. Estremecido vi que el hombre silencioso había desaparecido. Pero no sentí miedo, sabía que iba a suceder así. Y todo el camino desde la partida de la casa paterna hasta el barco, pasando por Brígida, me parecía una ensoñación. Era viejo y estaba triste y parecía como si mi vida hubiera transcurrido siempre sobre esas aguas ondulantes. Ya no podía llamar al timonel y esa verdad me sacudió. Para comprobar lo que ya era una sospecha en mí iluminé el agua y desde su superficie oscura unos ojos grises me tranquilizaron. Era una cara vieja y conocedora: era yo mismo. Y como no hay ningún camino que regrese avancé sobre las aguas negras por el corazón de la noche.

CONOCIMIENTO DE OTRA ESTRELLA Una espantosa calamidad había ocurrido en una de las provincias meridionales de la magnífica estrella. Un terremoto, grandes lluvias e inundaciones habían devastado tres grandes pueblos, destruido sus jardines, sembrados, bosques y campos. Infinidad de personas y de animales muertos y sobre todo —y esto era lo más penoso —no había flores suficientes para honrar a los muertos y armar convenientemente sus tumbas. El resto se atendió enseguida. Apenas pasaron los momentos más terribles salieron los voceros del gran llamamiento a la caridad o recorrer las regiones de alrededor; en todos los campanarios de las provincias los chantres recitaron el sobrecogedor versículo conocido desde siempre como Saludo a la diosa de la piedad que conmueve todos los corazones. De todos los pueblos llegaron en seguida grupos de gente caritativa. Los que habían quedado en el desamparo fueron abrumados en seguida por las invitaciones de parientes y amigos y hasta de desconocidos que les ofrecían sus propios hogares para que se instalaran. Abrigos y víveres, caballos, herramientas y materiales y miles de cosas más trajeron de todas partes. Y mientras una parte de esa gente piadosa sacaba a los ancianos, las mujeres y los niños de la zona del desastre, limpiaban y vendaban heridas y rescataban muertos de entre los escombros, los otros limpiaban el lugar, apuntalaban las casas y preparaban febrilmente la reconstrucción de los pueblos. Y aunque la atmósfera de horror y de abatimiento y el silencio fúnebre subsistían, lo mismo en los rostros se percibía cierta alegría interior, un gozo por lo que hacían y la gratitud que emanaba de todos los corazones, aunque al principio un poco acallada. Primero se oyeron algunas voces serenas, después una suave canción colectiva y en esta canción, es lógico, se destacaban dos versículos: Bienaventurado el que lleva socorro a los que la indigencia ha golpeado. ¿Sus corazones no se embeben con ese beneficio como los jardines resecos con la primera lluvia y contestan con la flor del agradecimiento? Y este otro: "La alegría de Dios surge del trabajo en común." 19

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Pero justo en ese momento se sufría el terrible problema de la falta de flores. Los primeros muertos que se rescataron fueron adornados con lo que se pudo salvar de los destrozados jardines. Después hubo que recoger todas las flores posibles de los lugares más cercanos. Pero el desastre era que justo los tres pueblos que habían sufrido la desgracia eran los que tenían las mejores y más hermosas flores de aquella estación. Allí iba todo el mundo para admirar la cantidad de narcisos y flores de azafrán de un colorido sin igual. Y de todo aquello ahora sólo quedaba la destrucción. Y la gente asombrada no sabía cómo cumplir con la tradición que exige honrar con flores de la estación a todos los muertos y hacer un entierro más solemne y pomposo cuanto más desdichada y miserable hubiera sido su muerte. El más anciano de la zona que llegó para auxiliar en seguida fue agobiado por preguntas, ruegos, súplicas. Casi perdió la calma. Pero logró mantenerse sereno, brillante la mirada, la voz amable y solícita, y por encima de su barba sus labios no dejaron de sonreír, como debía hacerlo un anciano consejero como él. —Amigos —les dijo— los dioses han querido probarnos con una tragedia. Todo lo perdido lo reconstruiremos para nuestros hermanos. Agradezco a Dios haberme permitido ver a mi edad cómo todos han abandonado lo suyo para acudir en socorro del hermano. Pero dónde conseguir las flores que deberían adornar a nuestros muertos en su transmutación. Porque mientras estemos con vida no debemos permitir que se los entierre sin las flores que merecen. Creo que así deben opinar todos. —Sí —dijeron todos a la vez— esa es nuestra manera de pensar. —Ya sé —prosiguió el anciano— y voy a decir qué debemos hacer. Todos los muertos que no podamos enterrar hoy deben ser trasladados al templo del Estío en la cima de la montaña todavía nevada. Allí se mantendrán sin alterarse hasta que consigan las flores para ellos. Dada la época del año el único que puede ofrecernos las flores suficientes es el rey. Debemos enviar un mensajero que le pida ese favor al rey. —Bueno —dijo el consejero sonriendo entre sus barbas blancas— ¿A quién le encomendaremos esa diligencia? Tiene que ser alguien fuerte y joven porque tiene un largo camino. Nosotros le proporcionaremos el caballo. Debe tener una presencia agradable y ardor en la mirada, para que el rey acceda a su pedido. No necesitará muchas palabras pero sí que sus ojos sepan hablar. Si pudiéramos mandar al niño más hermoso de toda la región sería ideal. Pero ¿cómo haría semejante viaje? Ayúdenme diciendo si alguno quiere cumplir esta misión, o si sabe de alguien, le pido que lo diga. El anciano miró a la gente, pero nadie se adelantó ni habló. Tres veces repitió su llamado. Y entonces de la multitud salió un adolescente, casi un niño, de dieciséis años. Lo saludó pero bajando la vista y ruborizándose. Enseguida supo el consejero que ése era el mensajero que necesitaban. Pero sólo sonrió y dijo: —Está bien que quieras ser el mensajero, pero, ¿por qué te has ofrecido? El joven levantó la vista y contestó: —Como nadie quiere, déjame ir a mí. Alguien gritó: —Envíalo, lo conocemos. Vivía en este pueblo y su jardín, que era el más hermoso de todos, ha quedado destrozado. El viejo lo miró con afecto y le preguntó: —¿Tanto te ha dolido lo de tu jardín? El joven en un susurro, dijo: 20

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—Me dolió mucho pero no me ofrecí para ir por eso. Tenía un potro hermoso y un amigo que ha muerto en la tragedia. Están en la entrada de mi casa, debo enterrarlos con flores. El anciano le dio su bendición, pidió el mejor caballo y el joven lo montó enseguida, le palmeó el pescuezo, dijo adiós con un gesto y empezó a cruzar la húmeda y soleada pradera. Cabalgó un día entero. Para llegar a la alejada capital y presentarse ante el rey tomó el camino que cruzaba la montaña y cuando empezó a caer la noche llevó a su caballo de las riendas por un ríspido atajo hacia arriba, cruzando bosques y rocas. Un inmenso pájaro negro, que no conocía, volaba delante de él. El joven lo siguió hasta un templo que estaba abierto, en el tejado del cual el ave detuvo su vuelo. El joven soltó el caballo y entró, cruzó por entre la columnata de madera y estuvo dentro del santuario. Como altar sólo había una roca, una piedra negra que nunca había visto y la imagen de una divinidad que ignoraba: un corazón devorado por un pájaro salvaje. Veneró a la deidad ofreciéndole una campanilla azul que había recogido en el camino y se acostó porque quería descansar y dormir. Aunque todas las noches de su vida había podido dormir, esta vez el sueño no llegaba. La flor que había depositado en la piedra, o la misma piedra o no sabía qué despedía un aroma penetrante y doloroso. El dios siniestro que acababa de descubrir esplendía y el pájaro detenido en el tejado sacudía sus inmensas alas, cada tanto, semejando un temporal desatado. Por eso a medianoche el joven se levantó, salió y miró al pájaro. Este también lo miró mientras sacudía sus alas. —¿No puedes dormir? —le preguntó el pájaro. —No sé, debe ser por mi dolor. —¿Qué tragedia te ha ocurrido? —Ha muerto mi amigo y mi caballo predilecto. —¡No es demasiado! —respondió el pájaro casi burlonamente. —No, claro, ¡no es para tanto! ¿No? Gran Pájaro. La muerte es sólo una despedida. Pero no es sólo eso lo que me apena. No tenemos ni una sola flor para enterrarlos. —Hay desgracias más grandes que esa —dijo el pájaro y batió sus alas muy enojado. —No es así pájaro, estoy seguro de que no hay nada más terrible. El que es sepultado sin flores no puede renacer como lo desea. Y quien a sus muertos no los honra con la fiesta de las flores es perseguido por las sombras. ¿No ves que yo no duermo porque mis muertos no tienen flores? El pájaro graznó. —Jovencito ignoras todo sobre el dolor si ése es el único que has conocido. ¿Nunca te hablaron de los grandes horrores, del odio, el crimen, los celos? Al muchacho esas palabras le parecieron un delirio. Pensó y contestó con toda humildad: —Ahora recuerdo, pájaro. Algo de eso hablan las viejas leyendas, pero a lo mejor es sólo imaginación o ha ocurrido hace muchísimo tiempo en un lugar distante. Antes de que existiera las flores y los dioses. ¡Nadie lo recuerda! El pájaro dejó oír una risa áspera y sorda. Luego pegó un salto y le dijo al mensajero: —Quieres ver al rey y debo guiarte. —Ah, ya conoces mi propósito —se alegró el joven— guíame si lo deseas. 21

HERMANN HESSE. RELATOS

Ariano43

El ave bajó al suelo en silencio, abrió las alas y le dijo al adolescente que dejara el caballo y se subiera sobre ella. El joven se sentó a carcajadas. —¡Manten los ojos cerrados! —le ordenó el pájaro. Lo obedeció y subieron hacia las nubes amenazadoras. La gran ave volaba silenciosa e imperceptible como una lechuza, el joven sólo oía las ráfagas de aire frío. Volaron a través de toda la noche. Al alba bajaron y el pájaro le ordenó: —¡Mira! El joven vio que estaban en el límite del bosque y se veía la extensión de la pradera que empezaba a brillar con el sol. —Volverás a encontrarme en el linde del bosque —dijo el pájaro. Y ligero como una flecha desapareció en el cielo. Cuando el joven salió del bosque y empezó a cruzar la llanura todo lo resultaba desconocido. No sabía si soñaba o si era realidad porque todo había cambiado tanto que lo asombraba. El campo y los árboles se parecían a los de su país y el sol jugueteaba entre las flores. Pero no se veía un solo hombre ni un solo animal, ni vivienda y parecía que esa región había conocido un terremoto como el que asolara al pueblo del joven. Porque aquí y allá se veían escombros, árboles tronchados, cercos rotos y herramientas de labranza abandonadas. Y de pronto vio frente a él en ese soleado campo un cadáver sin enterrar en pavoroso estado de putrefacción. Y al mirar por primera vez ese espectáculo el mensajero sintió que lo invadían el espanto y la náusea. La cara
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