Heisenberg
Short Description
Download Heisenberg...
Description
WERNER HEISENBERG
LA IMAGEN DE LA NATURALEZA EN LA FISICA ACTUAL
EDICIONES EDICIONES ORBIS, OR BIS, SA
1
T ítulo original: Das Nat Na turbild der heutigen heutigen Physik (1955) Traducc Traducciión: Gabriel Ferraté Asesor científico de la colección: Pedro Puigdom é nech Dirección de la colecci ón: Virgilio Ortega
© 1955: Rowohlt Verlag, Hamburgo © 1976: Ariel, S. A. © por la presente prese nte edici ón, Ediciones Ediciones Orbis, S. A., A ., 1985 Apartado de Correos 35432, Barcelona © Foto portada: Pete Turner/The Image Image Bank ISBN: 84-7634-001-X 84-7634-001-X (Obra completa) ISBN: 84-7634-184-9 D. L.: B. 23194-1985 Fotocomposici ón: Fotocomposici ó Tharrats Gran Via de les Corts Catalanes, 569. 08011 Barcelona Barcelona Impreso y encuadernado por Printer industria gr áfica, s. a. Provenza, 388 Barcelona Sant Vicen dels Horts Printed in Spain
2
I. LA IMAG EN DE LA NATURALEZA NATURALEZA EN LA F ISICA ACTUAL
Se ha sugerido que acaso la actitud del hombre moderno ante la Naturaleza sea radicalmente distinta de la actitud de épocas anteriores, tanto, que tenga por consecuencia consecuen cia una completa transformaci transformaci ón de todas las relaciones con la Naturaleza, por ejemplo de la relación del artista. Lo cierto es que en nuestros tiempos, mucho más que e n siglos anteriores, la actitud ante la Naturaleza se expresa mediante una filosof ía natural altamente desarrollada; desarrollada; y por otra parte, dicha actitud es determinada de terminada en considerable medida por la ciencia natural y la t é cnica modernas. No es, por consiguiente, sólo al científico que importa precisar la imagen de la Naturaleza según la dibuja la l a moderna ciencia cien cia natural y en particular la Física de hoy. Conviene de todos modos precaverse en seguida contra una posible confusión: no existen razones para pensar que la imagen científica del Universo natural haya influido inmediatamente en las diversas relaciones de los hombres con la Naturaleza, por ejemplo en la del artista artista moderno. Más aceptable parece la idea de que las alteraciones en los fundamentos de la moderna ciencia cien cia de la Naturaleza son indicio de alteraciones hondas en las bases de nuestra existencia, y que, precisamente precisamente por tal razón, aquellas alteraciones en el dominio científico repercuten en todos los demás ámbitos de la vida. Desde este punto de vista, se concibe que tal vez vez a todo hombre que, con fines fine s de creación o de reflexión, desee penetrar en la esencia de la Naturaleza, haya de interesarle la pregunta: ¿Qué cambios han tenido lugar, durante los
últimos decenios, en la imagen de la Naturaleza seg ún la ciencia?
3
1. EL PROBLEMA DE LA NAT URALEZA í ico ante la Naturaleza Los cambios en la actitud del cient f
Empecemos dirigiendo nuestra mirada a las ra íces históricas de la ciencia de la Naturaleza en la Edad Moderna. Cuando, en el siglo XVII, fue fundada dicha ciencia por Kepler, Galileo y Newton, hallaron éstos ante sí, como punto de partida, la imagen de la Naturaleza característica de la Edad Media: la Naturaleza era todavía, en primer lugar, lo creado por Dios. Como obra de Dios se la concebía, y a las gentes de la época les hubiera parecido una insensatez querer ahondar en el mundo material prescindiendo de Dios. Como documento de la época, citar é las palabras del Universo: con que Kepler concluye el último volumen de su Armon ía Te doy las graci as a ti , Di os se ñ or y creador nuestro, porque me dejas ver la belleza de tu creaci ó n, y me regocijo con las obras de tus manos. Mira, ya he concluido la obra a la que me sent í llamado; he cultivado el talento que T ú me diste ; he proclamado la m agnificencia de tus obras a los hom bre s que le an estas demostraciones, en la medida en que pudo abarcarla la limitaci ó n de mi esp íritu.
Pero en el transcurso de unos pocos decenios, la actitud del hombre ante la Naturaleza quedó profundamente alterada. A medida que el científico ahondaba en los detalles de los procesos naturales, iba convenci é ndose de que en efecto era posible, siguiendo a Galileo, aislar ciertos procesos naturales de las circunstancias que les rodean, para describirlos
matemáticamente
y
con
ello
"explicarlos".
As í fue
adquiriendo una clara noci ón de la infinitud de la tarea propuesta a la naciente ciencia de la Naturaleza. Ya para Newton, el mundo no era sencillamente la obra de Dios, que s ólo puede ser comprendida en su conjunto. Su actitud ante la Naturaleza no puede describirse mejor que mediante su conocida frase en la que se compara a un niño que juega en la playa y se alegra cuando encuentra un guijarro m ás pulido o una concha m ás hermosa que de ordinario, mientras el gran oc éano de la verdad se extiende ante él, inexplorado. Tal vez nos ayude a comprender
4
este cambio en la actitud del científico ante la Naturaleza la observaci ón de que en aquella época el pensamiento cristiano hab ía llegado a separar tanto a Dios de la tierra, situ ándole en un tan alto cielo, que recíprocamente
no
parecía
ya
absurdo
considerar
a
la
tierra
prescindiendo de Dios. Hasta cierto punto, pues, es justificado pensar con Kamlah que la moderna ciencia de la Naturaleza revela una forma de ateísmo específicamente cristiana; con ello se comprende que en otros
ámbitos culturales no haya tenido lugar una evoluci ón semejante. No puede tampoco ser fortuito el hecho de que precisamente en la misma
época las artes figurativas comiencen a tomar a la Naturaleza como objeto de representación, prescindiendo de los temas religiosos. Id éntica tendencia se manifiesta en el dominio cient ífico cuando se considera a la Naturaleza como independiente, no sólo de Dios, sino también del hombre, constituy é ndose el ideal de una descripci ón o una explicaci ón "objetiva" de la Naturaleza. No debe olvidarse, sin embargo, que para el mismo Newton la concha es valiosa porque ha salido del gran oc éano de la verdad, y que el hecho de contemplarla no tiene desde luego valor en s í mismo; el estudio de la concha adquiere sentido cuando se le pone en conexi ón con la totalidad del Universo. La época siguiente aplic ó con é xito los métodos de la Mecá nica newtoniana a dominios de la Naturaleza cada vez m á s amplios. Se procuró aislar mediante el experimento determinadas partes del proceso natural, observarlas objetivamente y comprender su regularidad; se procuró luego formular matemá ticamente las relaciones descubiertas obteniendo "leyes" de validez incondicion ada en todo el Universo. Con ello se alcanz ó finalmente, mediante la t écnica, el poder de aplicar a nuestros fines las fuerzas de la Naturaleza. El magno desarrollo de la mecánica en el siglo XVIII, y el de la óptica y la teor ía y té cnica térmicas a principios del XIX, atestiguan la fecundidad de aquel principio.
Transformaciones en el sentido de la palabra "Naturaleza"
5
A medida que aquel tipo de ciencia natural iba obteniendo é xito, traspasaba progresivamente las fronteras del dominio de la experiencia cotidiana y penetraba en remotas zonas de la Naturaleza, que no pod ían ser alcanzadas m á s que mediante la t écnica que por su parte iba desarrollándose en combinaci ón con la ciencia natural. Ya en la obra de Newton, el paso decisivo lo constituy ó el descubrimiento de que las leyes mecánicas que rigen la caída de una piedra son las mismas que presiden el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra, y, por consiguiente, que aquellas leyes pueden aplicarse tambi én en dimensiones c ósmicas. En la
época siguiente, la ciencia natural fue realizando incursiones victoriosas, cada vez en mayor estilo, en aquellos dominios remotos de la Naturaleza de los que no tenemos noticia más que pasando por el rodeo de la técnica, es decir, mediante aparatos m ás o menos complicados. Gracias a los telescopios perfeccionados, la Astronomía ocupó espacios c ósmicos cada vez m ás extensos; la Qu ímica tom ó por base el comportamiento de la materia en las transformaciones qu ímicas para explicar los procesos en dimensiones atomales; los experimentos con la máquina de inducci ón y la pila de Volta proporcionaron las primeras claridades sobre los fenómenos eléctricos, extra ños todavía a la vida ordinaria de la é poca. Así fue paulatinamente transformándose el significado de la palabra "Naturaleza", en cuanto designa al obje to de la investigaci ón de la ciencia natural. El concepto de "Naturaleza" se convirti ó en concepto colectivo de todos los dominios de la experiencia que resultan asequibles para el hombre con los medios de la ciencia natural y de la t écnica, prescindiendo de si alguno de tales dominios forma o no parte de la "Naturaleza" que conocemos por la experiencia ordinaria. Tambi én el término de "descripción" de la Naturaleza fue perdiendo cada vez m ás su sentido primitivo, el de una exposici ón orientada a presentar un cuadro de la Naturaleza tan vivo e intuitivo como fuera posible; antes bien, se trata, en creciente medida, de una descripci ón matemática de la Naturaleza, es decir, de una compilaci ón, todo lo precisa y concisa que se pudiera, pero al propio tiempo inclusiva de informaciones sobre las
6
conexiones regulares observadas en la Naturaleza. La ampliación del concepto de Naturaleza que con ello, y en parte de modo
inconsciente,
tuvo
lugar,
no
debía
aún
interpretarse
necesariamente como un radical abandono de los primitivos fines de la ciencia natural. Los conceptos b ásicos decisivos, en efecto, eran en la experiencia dilatada los mismos que gobiernan la experiencia natural, y para el siglo XIX la Naturaleza no era má s que un transcurso regular en el espacio y en el tiempo; al describirlo, pod ía prescindirse, si no en la práctica por lo menos en principio, del hombre y de su acci ón sobre la Naturaleza. Lo duradero a travé s de toda la mutabilidad de los fenómenos, se crey ó lo era la materia, de masa invariable, que puede ser puesta en movimiento por las fuerzas. Como, desde el siglo XVIII, se vio que los hechos químicos pueden ser ordenados y explicados satisfactoriamente mediante la hipótesis atomal heredada de la Antig edad, no es de extrañar que, siguiendo a la Filosof ía antigua, se considerara al á tomo como lo realmente existente, como el sillar invariable de la materia. Con ello, y continuando también la filosof ía de Demócrito, las cualidades sensibles de la materia fueron concebidas como mera apariencia: el aroma o el color, la temperatura o la tenacidad no eran propiamente propiedades de la materia. Se producían como resultado de las acciones recíprocas entre la materia y nuestros sentidos, y hab ía que explicarlas mediante la disposici ón y el movimiento de los átomos y el efecto de dicha disposici ón sobre nuestros sentidos. As í surgió la simplista imagen que el materialismo del siglo XIX daba del Universo: los
átomos, que
constituyen la realidad auté nticamente existente e invariable, se mueven en el espacio y en el tiempo, y gracias a su disposici ón relativa y sus movimientos generan la policrom ía fenoménica de nuestro mundo sensible.
La crisis de la concepci ó n materialista
7
Una primera grieta en aquella imagen del Universo, no demasiado amenazadora todavía, se abrió en la segunda mitad del siglo pasado como consecuencia del desarrollo de la teor ía de la electricidad. En la electrodinámica, lo aut énticamente existente no es la materia, sino el campo de fuerzas. Un juego de relaciones entre campos de fuerzas, sin ninguna substancia en que se apoyaran dichas fuerzas, constitu ía una noción bastante menos comprensible que la noci ón materialista de la realidad, basada en la F ísica atomal. Se introduc ía un elemento de abstracci ón, no intuitivo, en aquella imagen del Universo que por otra parte parecía tan clara y convincente. De ahí que no faltaran intentos de regresar a la Filosof ía materialista y a su sencillo concepto de la Naturaleza, utilizando para dicho fin el rodeo de un éter material, cuyas tensiones elásticas constituyeran el soporte de los campos de fuerzas; pero tales intentos no dieron resultado satisfactorio. Alg ún consuelo se hallaba de todos modos en el hecho de que por lo menos las alteraciones de los campos de fuerzas podían darse por procesos en el espacio y e n el tiempo a los que cabía describir con entera objetividad, es decir, sin tener en cuenta los procedimientos de observaci ón; y que por consiguiente se ajustaban a la imagen ideal, generalmente aceptada, de un transcurso regular en el espacio y en el tiempo. Era l ícito adem ás concebir a los campos de fuerzas, observables tan sólo en sus interacciones con los
átomos, como engendrados por éstos, y en cierto modo no hab ía necesidad de recurrir a los campos m ás que para explicar los movimientos de los átomos. En este sentido, la auténtica realidad seguía siendo constituida por los átomos y, entre ellos, por el espacio vac ío, cuyo peculiar modo de realidad era a lo sumo el de servir de soporte a los campos de fuerzas y a la Geometría. Tampoco conmovi ó demasiado a aquella imagen del Universo el hecho de que, luego que a fines del siglo pasado se descubriera la radiactividad, elá tomo de la Química no pudiera ya concebirse como el ú ltimo e indivisible constituyente de la materia. El á tomo, por el contrario, se compone de tres clases de constituyentes b ásicos, a los que hoy damos
8
los nombres de protones, neutrones y electrones. El conocimiento de este hecho ha tenido como consecuencias pr ácticas la transmutaci ón de los elementos y la técnica at ómica, y ha adquirido por consiguiente extraordinaria importancia. En lo tocante a las cuestiones de principio, sin embargo, la situaci ón no se altera al identificar a protones, neutrone s y electrones como a los constituyentes mínimos de la materia e interpretarlos como realidad auténticamente existente. Lo único que importa para la imagen materialista del Universo es la posibilidad de considerar
a
dichos
constituyentes
m ínimos
de
las
part ículas
elementales como la última realidad objetiva. En tales fundamentos, por lo tanto, pudo descansar y articularse firmemente la imagen del Universo en el siglo XIX y a principios del XX; imagen que, gracias a su sencillez, conservó durante muchos decenios su entera fuerza de persuasi ón. Precisamente en este punto, sin embargo, se han producido en nuestro siglo hondas alteraciones en los fundamentos de la F ísica atómica, que conducen muy lejos de las concepciones de la realidad propias de la Filosof ía atómica en la Antig edad. Se ha puesto de manifiesto que aquella esperada realidad objetiva de las part ículas elementales constituye una simplificaci ón demasiado tosca de los hechos efectivos, y que debe ceder el paso a concepciones mucho má s abstractas. Lo cierto es que cuando queremos formarnos una imagen del modo de ser de las partículas elementales, nos hallamos ante la fundamental imposibilidad de hacer abstracci ón de los procesos f ísicos mediante los cuales ganamos acceso a la observaci ón de aquellas partículas. Cuando observamos objetos de nuestra experiencia ordinaria, el proceso f ísico que facilita la observaci ón desempeña un papel secundario. Cuando se trata de los componentes mínimos de la materia, en cambio, aquel proceso de observaci ón representa un trastorno considerable, hasta el punto de que no puede ya hablarse del comportamiento de la part ícula prescindiendo del proceso de observaci ón. Resulta de ello, en definitiva, que las leyes naturales que se formulan matemáticamente en la teoría cuántica no se refieren ya a las part ículas elementales en sí, sino a
9
nuestro conocimiento de dichas part ículas. La cuesti ón de si las partículas existen «en s í» en el espacio y en el tiempo, no puede ya plantearse en esta forma, puesto que en todo caso no podemos hablar más que de los procesos que tienen lugar cuando la interacci ón entre la partícula y alg ún otro sistema f ísico, por ejemplo los aparatos de medición, revela el comportamiento de la part ícula. La noci ón de la realidad objetiva de las part ículas elementales se ha disuelto por consiguiente en forma muy significativa, y no en la niebla de alguna noción nueva de la realidad, oscura o todavía no comprendida, sino en la transparente
claridad
comportamiento
de
de
las
una
matem ática
part ículas
que
elementales,
describe, pero
no
el
s í nuestro
conocimiento de dicho comportamiento. El f ísico at ómico ha tenido que echar sus cuentas sobre la base de que su ciencia no es m ás que un eslabón en la cadena sin fin de las contraposiciones del hombre y la Naturaleza, y que no le es l íc ito hablar sin m á s de la Naturaleza "en s í" . La ciencia natural presupone siempre al hombre, y no nos es permitido olvidar que, seg ún ha dicho Bohr, nunca somos s ólo espectadores, sino siempre tambié n actores en la comedia de la vida.
2. LA T ÉCNICA í Influencias rec procas de la t é cnica y la ciencia de la
Naturaleza Antes de que podamos extraer consecuencias generales de esta nueva situaci ón de la Física moderna, tenemos que ponderar la expansión de la técnica, tan importante para la vida pr áctica en esta tierra y tan estrechamente entrelazada con el desarrollo de la ciencia de la Naturaleza; a la técnica, precisamente, se debe la propagaci ón de la ciencia por todo el mundo, a partir de los países occidentales, y su implantaci ón en el centro del pensamiento de nuestra época. En todo este proceso evolutivo, que se extiende a lo largo de los últimos 200 añ os, la
10
técnica ha sido a la vez condici ón previa y consecuencia de la ciencia natural. Es su condici ón previa, ya que a menudo una expansi ón y ahondamiento de la ciencia no son posibles m ás que gracias a un refinamiento de los medios de observaci ón; recuérdense la invención del telescopio y del microscopio o el descubrimiento de los rayos R ntgen. Por otra parte, la t écnica es consecuencia de la ciencia, ya que e n general la explotación técnica de las fuerzas naturales se hace posible gracias a un conocimiento bastante extenso del dominio de experiencia que en cada caso entra en cuestión. Así empezó desarrollá ndose, en el siglo XVIII y a principios del XIX, una técnica basada en la explotaci ón de los procesos mecánicos. En este dominio, es frecuente que la m áquina imite sencillamente la acci ón de las manos del hombre, por ejemplo al hilar o tejer, al levantar fardos o al cortar grandes pedazos de hielo. De ah í que esta forma de la t écnica se concibiera al principio como continuaci ón y ampliación de la antigua artesan ía; para un observador, parecía tan comprensible y l ógica como el propio taller artesano, cuyos principios eran conocidos por todo el mundo, aunque no todos pudieran igualar la habilidad del operario. La introducción de la má quina de vapor no llegó a alterar radicalmente este carácter de la té cnica; s ólo ocurrió, que, a partir de aquel momento, la expansión de la té cnica se realiz ó en una medida hasta entonces desconocida, ya que las fuerzas naturales escondidas en el carb ón se pusieron al servicio del hombre, desplazando al trabajo de sus manos. Una alteraci ón decisiva en el carácter de la técnica, sin embargo, no se produce probablemente hasta que, en la segun da mitad del siglo pasado, tiene lugar el desarrollo de la Electrot écnica.
sta excluye casi
enteramente toda noci ón de semejanza con el taller tradicional. Las fuerzas naturales que pasan a ser objeto de explotaci ón, apenas las conocía el hombre a travé s de su directa experiencia de la Naturaleza. De ahí que la Electrot écnica, todavía hoy, presente para muchas personas un car ácter vagamente inquietante, o por lo menos, que a menudo se la considere como incomprensible, a pesar de que nos circunda por todas
11
partes. Cierto que los conductores de alta tensión a los cuales no puede uno acercarse demasiado, nos proporcionan una cierta experiencia intuitiva de lo que es un campo de fuerzas, precisamente el concepto fundamental de la ciencia en este dominio; pero a pesar de todo, sentimos como extrañ o a nosotros este sector de la Naturaleza. Contemplar el interior de un aparato eléctrico complicado, nos da muchas veces una impresión de desagrado, parecida a la que sentimos ante una operaci ón quirúrgica. La técnica qu ímica, en cambio, s ípudo concebirse como prolongación de las artesan ías tradicionales, por ejemplo del te ñido o curtido o de la botica. Pero la enormidad del desarrollo que, a partir poco m ás o menos del comienzo de nuestro siglo, alcanza dicha t écnica qu ímica, impide desde luego toda asimilaci ón a los procesos tradicionales. Y finalmente la técnica at ómica se consagra de modo absoluto a la explotación de fuerzas naturales hacia las cuales el mundo de la experiencia cotidiana no nos abre ninguna vía de aproximaci ón. Es posible que esta t écnica termine haciéndose tan familiar como lo es para el hombre moderno la Electrotécnica, que constituye una parte inescindible de su ambiente inmediato. Pero lo cierto es que no basta que un objeto se encuentre todos los días ante nosotros, para que pase a con vertirse en un trozo de la naturaleza, en el sentido original del t é rmino. Acaso un día los más diversos artefactos t écnicos formar á n parte integrante del hombre, como su concha lo es del caracol o su tela lo es de la ara ña. Pero en tal caso, bien partes del organismo humano que aquellos artefactos ser á n m ás
partes de la Naturaleza que nos circunda.
Influjo de la t é cnica sobre la relaci ó n entre la Naturaleza y el hombre La técnica modifica en considerable medida el ambiente en que vive sumergido el hombre, y coloca a éste, sin cesar e inevitablemente, ante una visi ón del mundo derivada de la ciencia; con lo cual, la técnica
12
influye desde luego profundamente sobre la relaci ón entre hombre y Naturaleza. El intento, intrínseco a la ciencia natural, de introducirse en el entero universo mediante un m étodo que a ísla e ilumina a un objeto tras otro, progresando así de una a otra conexión de hechos, se refleja en la técnica, en cuanto ésta, paso tras paso, se insinúa en dominios siempre nuevos, va transformando el Universo ante nuestra mirada, y le da la forma de nuestra propia imagen. As í como en la ciencia todo problema parcial se subordina a la gran tarea de la compren sión del todo, por su parte todo progreso té cnico, por mínimo que sea, sirve al fin general de ampliación del poder ío material del hombre. Se deja a un lado toda discusi ón sobre el valor de este fin último, del mismo modo como la ciencia evita poner en entredicho la val ía del conocimiento de la Naturaleza, y ambos fines confluyen en la tesis expresada por el dicho banal: "saber es poder". Aunque desde luego cabe mostrar para cada proceso té cnico individual su subordinaci ón al fin general, uno de los rasgos característicos del conjunto de la evoluci ón té cnica es el hecho de que, a menudo, un proceso de la té cnica no guarda más que una conexión indirecta con el fin general, de modo que resulta dif ícil aprehenderlo como parte de un plan consciente para la consecuci ón de aquel fin. Cuando dirigimos la atenci ón a casos semejantes, la t écnica, más bien que fruto del consciente humano esfuerzo por ampliar el poderío material del hombre, casi parece constituir un vasto proceso biológico, gracias al cual las estructuras inherentes al organismo humano van siendo paulatinamente transportadas al medio ambiente en que vive el hombre. Un proceso biológico que, precisamente en cuanto tal, escapa al control de los seres humanos; ya que "el hombre ciertamente puede hacer lo que quiera, pero no puede querer lo que quiera".
3. LA CIENCIA DE LA NATURALEZA COMO UN ASPECTO DE LA INTERACCI ÓN ENTRE HOMBRE Y NATURALEZA
La t é cnica y las varia ciones en los modos de vivir
13
A este propósito, se ha sostenido a menudo que la profunda alteraci ón que nuestro ambiente y nuestros modos de vivir han sufrido en la época técnica ha producido tambi én una peligrosa transformaci ón en nuestro pensamiento; y en ello se ha querido ver la ra íz de las crisis que han conmovido a nuestro tiempo, y que se manifiestan tambi én, por ejemplo, en el arte moderno. Lo cierto es que tales reproches son mucho más antiguos que la té cnica y la ciencia de la Edad Moderna; t écnica y máquinas, bien que en forma primitiva, las hubo mucho antes, y es natural que los hombres de tiempos muy remotos se vieran forzados a meditar sobre estas cuestiones. Hace dos milenios y medio, por eje mplo, el sabio chino Yuang Tsi hablaba ya de los peligros que para el hombre constituye el uso de las m áquinas, y no me parece inoportuno citar un pasaje de sus escritos, de importancia para nuestro tema: Cuando Tsi Gung andaba por la re gi ón al norte del r ío Han, encontr ó a un vie jo atareado en su huerto. Había excava do unos hoyos para r ecoger e l agua de l riego. Iba a la fue nte y volv ía cargado con un cubo de agua, que ve rt ía e n e l hoyo. As í, cansá ndose m ucho, sacaba escaso prove cho de su labor. Tsi Gung habl ó: Hay un arte facto con el que se pueden regar cie n hoyos en un día. Con poca fatiga se hace mucho. ¿Por qu é no lo empleas? Levantóse el hortela no, le vio y di jo: ¿C ómo es e se artefacto? Tsi Gung h a bl ó : Se hace con un palo una palanca, con un contrapeso a un extremo. Con e lla se pue de sacar agua del pozo con toda facilidad. Se le llama cigoñ al. El viejo, mientras s u rostro se llenaba de có le ra, dijo con una ri sotada: He o ído decir a mi maestro que cuando uno usa una m áquina, hace todo su trabajo maquinalmente, y al fin su coraz ó n se convierte en má quina. Y quie n tiene en e l pecho una m á quina por coraz ó n, pierde la pureza de su simplicidad. Quien ha perdi do la pure za de su si mplici dad está aquejado de i ncertidumbre en e l mando de sus actos . La ince rtidumbre e n e l mando de los actos no es compatible con la verdader a cordura. No es que yo no conozca las cosas de que t ú ha blas, pe ro me dar ía verg enza usarlas.
Que ese antiguo ap ólogo contiene una considerable parte de verdad, todos nosotros lo sentimos; ya que la "incertidumbre en el mando de los actos" es tal vez una de las m á s acertadas descripciones que darse
14
puedan de la condición del hombre en nuestra actual crisis. La t é cnica, la máquina, se han propagado por el mundo en una medida que aquel sabio chino de ningún modo podía imaginar, a pesar de lo cual, dos mil a ños más tarde, aparecieron en el mundo obras de arte supremamente hermosas; y no se ha perdido del todo la simplicidad del alma, de que habla el filósofo: a lo largo de los siglos, se ha manifestado m ás débilmente unas veces, con mayor fuerza otras, y con siempre renovada fecundidad. Y en último término el crecimiento del género humano se ha ido acompa ñando y sosteniendo con el desarrollo de sus instrumentos y herramientas; de modo que la t é cnica, por s í sola, no puede de ning ún modo ser la causa de que nuestra época haya perdido en muchos dominios el sentimiento de las conexiones espirituales. Tal vez nos acerquemos algo más a la verdad, si buscamos la raz ón de muchas dificultades en la s úbita y, según el patrón de anteriores procesos, fabulosamente rá pida expansión que la técnica ha ganado en los últimos cincuenta a ños. Tanta celeridad en el cambio, en contraste con pasados siglos, ha hecho que la humanidad no tuviera literalmente tiempo para adaptarse a las nuevas condiciones de vida. Pero esto no basta para explicar adecuadamente o por lo menos completamente, por qué nuestro tiempo parece hallarse sin lugar a dudas ante una situaci ón enteramente nueva, para la que apenas se encuentra analog ía histórica.
El hombre no encuentra ante s í m á s que a s í mismo Empezamos diciendo que las transformaciones en los fundamentos de la moderna ciencia de la naturaleza acaso pudieran ser consideradas como síntomas de deslizamientos en las bases de nuestra existencia, de los que resultan manifestaciones diversas y simult á neas, tanto en forma de cambios en nuestro modo de vivir y en nuestros h ábitos mentales, como en forma de cat á strofes externas, de guerras o revoluciones. Si, partiendo de la situaci ón de la moderna ciencia, intentamos ahondar hasta los ahora m óviles cimientos, adquirimos la impresi ón de que acaso
15
no sea simplificar demasiado groseramente las circunstancias, si decimos que por primera vez en el curso de la Historia el hombre no encuentra ante s í má s que a s í mismo en el Universo ,que no percibe a ningún asociado ni adversario. En primer lugar y trivialmente, esto es cierto en lo que concierne a la lucha del hombre con los peligros exteriores. En épocas tempranas, el hombre se ve ía amenazado por las fieras, por las enfermedades, el hambre, el frío, y por muchas otras violencias de la Naturaleza; en tal estado de contienda, toda expansión de la técnica robustecía la posici ón del hombre, y por consiguiente representaba un progreso. En nuestros tiempos, cuando la Tierra se halla cada vez m ás densamente poblada, la limitaci ón de las posibilidades de vida y con ello la amenaza provienen en primer lugar de los demás hombres, que afirman también su derecho al goce de los bienes terrestres. En este régimen de discordia, la expansi ón de la técnica no es necesariamente un progreso. Pero por otra parte, en una
época de predominio de la t écnica adquiere un nuevo y mucho m ás amplio sentido la afirmaci ón de que el hombre se encuentra situado
únicamente ante sí mismo. En épocas anteriores, era la Naturaleza lo que se ofrecía a su mirada. Habitada por toda suerte de seres vivientes, la Naturaleza constitu ía un reino que vivía según sus leyes propias, y al que el hombre debía encontrar un modo de acomodarse. En nuestros tiempos, en cambio, vivimos en un mundo que el hombre ha transformado enteramente. Por todas partes, tanto al manejar los artefactos de uso cotidiano, corno al comer un manjar elaborado por procedimientos mecá nicos, como al pasear por un paisaje modificado por la industria humana, chocamos con estructuras producidas por el hombre, y en cierto modo nos vemos siempre situados ante nosotros mismos. Cierto que quedan todavía porciones de la Tierra en que éste se encuentra muy lejos de su conclusi ón, pero es seguro que, m ás tarde o más temprano, el predominio del hombre, en este sentido, llegar á a ser total. En ningún dominio se manifiesta esta situaci ón con tanta claridad
16
como precisamente en el de la moderna ciencia, en la que, seg ún anteriormente dijimos, ha resultado que a los constituyentes ele mentales de la materia, a los entes que un d ía se concibieron como la última realidad objetiva, no podemos de ning ún modo considerarlos "en s í": se escabullen de toda determinación objetiva de espacio y tiempo, de modo que en último té rmino nos vemos forzados a tomar por único objeto de la ciencia a nuestro propio conocimiento de aquellas part ículas. La meta de la investigaci ón, por consiguiente, no es ya el conocimiento de los átomos y de su movimiento "en sí", prescindiendo de la problemática suscitada por nuestros procesos de experimentaci ón; antes bien, desde un principio nos hallamos imbricados en la contraposici ón entre hombre y naturaleza, y la ciencia es precisamente una manifestaci ón parcial de dicho dualismo. Las vulgares divisiones del universo en sujeto y objeto, mundo interior y mundo exterior, cuerpo y alma, no sirven ya m ás que para suscitar equívocos. De modo que en la ciencia el objeto de la investigaci ó n no es la Naturaleza en s í misma, sino la Naturaleza sometida a la interrogaci ó n de los hombres; con lo cual, tambi én en este dominio, el hombre se encuentra enfrentado a sí mismo. Es evidente que la tarea que se le plantea a nuestro tiempo, es la de aprender a desenvolverse con acierto en todos los dominios de la vida, sobre la base de esta nueva situaci ón. Sólo una vez alcanzado este fin, podrá el hombre recobrar la "certidumbre en el mando de sus actos" de que habla el sabio chino. El camino hasta la meta será largo y afanoso, y no podemos prever qué estaciones de sufrimiento habr á que recorrer. Para buscar, sin embargo, alg ún indicio del aspecto que presentar á la ruta, sé anos permitido rememorar una vez má s el ejemplo de las ciencias naturales exactas.
í ica Nuevo concepto de la verdad cient f
En la teoría de los cuantos, la situaci ón descrita quedó dominada en cuanto se logró representarla matemá ticamente, y con ello prever para
17
cada caso, con claridad y sin peligro de contradicciones l ógicas, el resultado de un experimento. O sea que el dominio de la nueva situaci ón ha consistido en disolver sus oscuridades. Para ello, ha habido que hallar f órmulas matem áticas que expresaran, no la Naturaleza, sino el conocimiento que de ella tenemos, renunciando as í a un modo de descripci ón de la naturaleza que era el usual desde hacía siglos, y que todavía pocos decenios atrás era tenido por la meta indiscutible de toda ciencia natural exacta. De modo que, en rigor, s ólo puede decirse por ahora que en el dominio de la moderna F ísica at ómica se han superado las perplejidades, si con ello se entiende que es posible dar una expresi ón adecuada de la experiencia. Pero en cuanto se quiere pasar a una interpretación filosófica de la teoría cuántica, las opiniones vuelven a contraponerse; y de vez en cuando alguien sostiene que e sta nueva forma de descripci ón de la naturaleza sigue siendo insatisfactoria, ya que no se acomoda al ideal tradicional de la verdad cient ífica, debiendo a su vez tenerse por síntoma de la crisis de nuestra é poca y desde luego representando tan sólo un estadio no definitivo. Parece
oportuno
a
este
propósito
discutir
con
alguna
mayor
í generalidad el concepto de la verdad cient fica, y buscar algún criterio que
permita decidir si determinada teoría científica puede ser llamada consecuente y definitiva. Se da en primer lugar un criterio en cierto modo externo: en tanto que determinado dominio de la vida intelectual se desarrolla continuamente y sin e scisiones internas, a los individuos que trabajan en dicho dominio se les van planteando cuestiones aisladas, problemas de taller por así decir, cuya soluci ón no constituye desde luego un fin por sí misma, pero parece valiosa en atenci ón a lo único importante, el conjunto intelectivo. Dichas cuestiones aisladas se plantean espontáneamente, no hay que buscarlas, y su elaboraci ón es condici ón necesaria de toda labor útil al conjunto. Los escultores medievales, por ejemplo, se aplicaron a representar del mejor modo posible los pliegues de las vestiduras, y era necesario que resolvieran este problema, ya que los pliegues en las vestiduras de los santos formaban
18
parte del sistema de simbolismo religioso que era el fin del arte. Aná logamente, en la moderna ciencia de la Naturaleza se han ido y se van planteando cuestiones cuya elaboraci ón es condición previa para la inteligencia del conjunto. Tambi é n en los últimos cincuenta añ os, el desarrollo de la ciencia ha ido planteando autom áticamente tales cuestiones, sin que nadie haya tenido que esforzarse en buscarlas, y la meta a que se apuntaba nunca dejó de ser el mismo vasto conjunto de las leyes naturales. Externamente, por lo tanto, no se ven todav ía razones para sospechar que se d é alguna ruptura en la continuidad de la ciencia exacta de la Naturaleza. En cuanto a si los resultados son definitivos, hay que recordar que en el dominio de las ciencias exactas naturales siempre se han ido encontrando soluciones definitivas para determinados sectores de la experiencia, bien acotados. Las cuestiones, por ejemplo, que pudieran plantearse sobre la base de los conceptos de la Mec ánica newtoniana, hallaron su soluci ón, v álida para todo tiempo, en las leyes de Newton y las consecuencias matemá ticas que de las mismas pueden extraerse. En cambio, ya la teoría de la electricidad se rebelaba a un aná lisis mediante aquellos conceptos, de modo que la progresiva investigaci ón de dicho sector de la experiencia ha ido generando nuevos sistemas de conceptos, con cuya ayuda se llegó por fin a formular matemáticamente, en forma definitiva,
las
leyes
naturales
de
la
teor ía
de
la
electricidad.
Manifiestamente, pues, el té rmino "definitivo" se refiere en el dominio de la ciencia natural exacta a la siempre renovada aparici ón de sistemas, de conceptos y de leyes, cerrados y matem áticamente formulables; sistemas que concuerdan con determinados sectores de la e xperiencia, son v álidos para cualquier localidad del cosmos dentro de los cotos del sector correspondiente,
y
no
son
susceptibles
de
alteraci ón
ni
de
perfeccionamiento; sistemas, empero, de cuyos conceptos y leyes no puede naturalmente esperarse que sean más adelante aptos para expresar nuevos sectores de la experiencia. Sólo en este sentido limitado, por lo tanto, puede decirse que sean definitivos los conceptos y las leyes
19
de la teoría de los cuantos; y s ólo en este sentido limitado puede ocurrir en general que el conocimiento científico quede definitivamente fijado en el lenguaje matemático o en cualquier otro. Por vía de analogía, puede aducirse el ejemplo de numerosas filosof ías del derecho, según las cuales existe siempre un cuerpo de derecho válido, pero en general un nuevo conflicto jur ídico ha de motivar la creaci ón de una nueva norma de derecho bajo la cual subsumirle, ya que el cuerpo jurídico que ha quedado fijado por escrito abarca sólo sectores acotados de la vida, y por consiguiente no es posible que obligue en toda circunstancia. El punto de partida de la ciencia natural exacta es sin duda la asunción de que en todo nuevo sector de la experiencia se dará en
último término la posibilidad de entender a la Naturaleza; pero con ello no queda determinado de antemano el significado que habr á que dar al término "entender", ni se presupone que el conocimiento de la Naturaleza fijado en las f órmulas matemáticas de épocas anteriores, por muy "definitivo"
que
sea,
haya
de
poder
aplicarse
siempre.
De
ah í
precisamente resulta que es imposible fundamentar exclusivamente en el conocimiento científico las opiniones o creencias que determinan la actitud general ante la vida. Tal fundamentaci ón, en efecto, no podría en ningún caso remitir m ás que al cuerpo de conocimiento científico fijado, y
éste no es aplicable más que a sectores acotados de la experiencia. La afirmaci ón que a menudo encabeza los credos de nuestra época, por la que éstos se dan no como materia de mera fe, sino como saber científicamente acreditado, encierra por consiguiente una contradicci ón interna y se basa en una ilusi ón. No sería justo, sin embargo, que las expresadas consideraciones indujeran a menospreciar la firmeza de los cimientos en que descansa el edificio de la ciencia natural exacta. El concepto de verdad cient ífica inherente a la ciencia natural puede servir de apoyo para muy diversos modos de comprensión de la Naturaleza. Y en efecto, tanto la ciencia natural de siglos pasados como la F ísica at ómica moderna se sostienen sobre dicho concepto; de ahí resulta que también se puede dominar una
20
situaci ón epistemológica en que no parece posible una objetivación de los procesos naturales y que, sin salir de dicha situaci ón, puede ponerse orden a nuestra relación con la Naturaleza. En la medida en que en nuestro tiempo puede hablarse de una imagen de la Naturaleza propia de la cie ncia natural exacta, la imagen no lo es en
último aná lisis de la Naturaleza en s í; se trata de una imagen de nuestra con la Naturaleza. La antigua divisi ón del universo en un proceso relaci ón
objetivo en el espacio y el tiempo por una parte, y por otra parte el alma en que se refleja aquel proceso, o sea la distinci ón cartesiana de la res cogitans y la res extensa, no sirve ya como punto de partida para la inteligencia de la ciencia natural moderna. Esta ciencia dirige su atención ante todo a la red de las relaciones entre hombre y naturaleza: a las conexiones determinantes del hecho de que nosotros, en cuanto seres vivos corp óreos, somos parte dependiente de la Naturaleza, y al propio tiempo, en cuanto hombres, la hacemos objeto de nuestro pensamiento y nuestra acci ón. La ciencia natural no es ya un e spectador situado ante la Naturaleza, antes se reconoce a s í misma como parte de la interacción de hombre y Naturaleza. El método científico consistente en abstraer, explicar y ordenar, ha adquirido conciencia de las limitaciones que le impone el hecho de que la incidencia del m é todo modifica su objeto y lo transforma, hasta el punto de que el m étodo no puede distinguirse del objeto. La imagen del Universo propia de la ciencia natural no es pues ya la que corresponde a una ciencia cuyo objeto es la Naturaleza.
La conciencia del riesgo de nuestra situaci ó n Conviene reconocer que con haber aclarado tales paradojas en un dominio estrictamente científico, poco se ha alcanzado en lo tocante a la situaci ón general de nuestro tiempo, en el que, para reiterar nuestra simplificadora imagen, nos hemos visto de pronto enfrentados en primer lugar a nosotros mismos. La esperanza de que la expansión del poderío material y espiritual del hombre haya de constituir siempre un progreso,
21
se ve constre ñida por limitaciones ciertas, por m ás que resulte dif ícil dibujarlas con nitidez; y los riesgos crecen en la medida en que la ola de optimismo, impulsada por la fe en el progreso, se obstina en batir contra aquellos límites. Tal vez otra imagen sirva mejor para mostrar la suerte de riesgo a que nos referimos. La expansión, ilimitada en apariencia, de su poderío material, ha colocado a la humanidad en el predicamento de un capitá n cuyo buque está construido con tanta abundancia de acero y hierro que la aguja de su compás apunta sólo a la masa f é rrea del propio buque, y no al Norte. Con un barco semejante no hay modo de poner proa hacia ninguna meta; navegar á en círculo, entregado a vientos y corrientes. Pero, pensando otra vez en la situaci ón de la Física moderna, podemos añ adir que el rie sgo subsiste s ólo en tanto que el capit án ignora que su compá s ha perdido la sensibilidad para la fuerza magn ética de la Tierra. En el instante en que este hecho se pone al descubierto, una buena mitad del riesgo se esfuma, ya que el capit án que no quiere dar vueltas al azar, sino alcanzar un objetivo conocido o desconocido, encontrará sin duda alg ún medio para determinar la direcci ón de su barco. Podr á adoptar otra forma más moderna de compás, insensible a la masa del buque, o podrá orientarse por las estrellas, como en antiguas
épocas. Ni que decir tiene que no podemos contar con que la estrellas sean siempre visibles, y acaso en nuestros tiempos no se las vea m ás que de tarde en tarde. Pero en todo caso, la conciencia de que la esperanza escondida tras la fe en el progreso ha hallado sus l ímites, implica ya el deseo de no dar vueltas en c írculo, sino de alcanzar una meta. Si podemos arrojar alguna claridad sobre dichos l ímites, ellos mismos constituirán una primera escala, en la que podremos reorientarnos. Tal vez, por consiguiente, la reflexión sobre la moderna ciencia natural pueda darnos raz ón para esperar que lo que entrevemos sea únicamente el límite de ciertas formas de expansión del dominio vital del hombre, y no sencillamente el límite de este dominio. El espacio en que el hombre y su intelecto se desarrollan, tiene m ás dimensiones que aquella única por la que en los últimos siglos tuvo lugar la expansi ón. De ahí podría deducirse
22
que, al té rmino de un intervalo hist órico mayor, la aceptaci ón consciente de aquellos límites conducirá a una cierta estabilizaci ón, en la que los conocimientos
y
la
fuerza
creadora
del
hombre
volver án
espont áneamente a ordenarse alrededor de un centro com ún.
23
II. FISICA AT M ICA Y LEY CAUSAL
Una de las má s interesantes consecuencias generales de la moderna Física at ómica la constituyen las transformaciones que bajo su influjo ha sufrido el concepto de las leyes naturales o de la regularidad de la Naturaleza. En los últimos años, se ha hablado a menudo de que la moderna Física at ómica parece abolir la ley de la causa y el efecto, o por lo menos dejar parcialmente en suspenso su validez, de modo que no cabe seguir admitiendo propiamente que los procesos naturales est én determinados por leyes. Incluso llega a afirmarse simplemente que el principio de causalidad es incompatible con la moderna teor ía at ómica. Ahora bien, tales formulaciones son siempre imprecisas, en tanto no se expliquen con suficiente claridad los conceptos de causalidad y de regularidad. Por eso, en las pá ginas que siguen trazaré en primer lugar un esbozo del desarrollo histórico de dichos conceptos. Luego tratar é de las relaciones entre la Física at ómica y el principio de causalidad seg ún se pusieron de manifiesto ya mucho antes de la teor ía de los cuantos. Finalmente, discutiré las consecuencias de la teor ía cuántica y estudiaré el desarrollo de la Física at ómica en los años má s inmediatamente pró ximos. Este desarrollo no ha traslucido todav ía para el p úblico sino muy escasamente y, sin embargo, parece probable que tambi én los m ás recientes descubrimientos hayan de tener consecuencias filos óficas.
24
1. EL CONCEPTO DE "CAUSALIDAD" El uso del concepto de causalidad como designaci ón de la regla de la causa y e l efecto es relativamente reciente en la Historia. En la filosof ía de otras épocas, el término latino causa ten ía un significado mucho m ás general que ahora. La escol á stica por ejemplo, continuando a Aristóteles, contaba hasta cuatro formas de "causa". Eran ellas la causa formalis ,a la que hoy llamaríamos acaso la estructura o e l contenido espiritual de una cosa, la causa materialis, o sea la materia de que una cosa se compone, la causa f inalis, que es el fin para que una cosa ha sido he cha, y finalmente la
causa
efficiens.
Sólo
esta
causa
efficiens
corresponde
aproximadamente a lo que hoy entendemos por el t é rmino de causa. La transformaci ón del concepto antiguo de causa en el actual se ha ido produciendo a lo largo de los siglos, en estrecha conexi ón con la transformaci ón del conjunto de la realidad percibida por el hombre, y con la aparición de la ciencia de la Naturaleza a principios de la Edad Moderna. En la medida en que los procesos materiales fueron adquiriendo un grado mayor de realidad, el término de causa fue siendo referido a la ocurrencia material que precediera a la ocurrencia que en determinado caso se tratara de explicar y que de alg ún modo la hubie ra producido. Ya en Kant, que en muchos pasajes no hace más que sacar las consecuencias filosóficas del desarrollo de las ciencias naturales a partir de Newton, encontramos el t érmino de causalidad explicado en la forma que se nos ha hecho usual desde el siglo XIX: "Cuando experimentamos que algo ocurre, presuponemos en todo caso que algo ha precedido a aquella ocurrencia; algo de lo que ella se sigue según una regla". Así fue paulatinamente restringiéndose el alcance del principio de causalidad, hasta resultar equivalente a la suposición de que el acontecer de la Naturaleza
está
unívocamente
determinado,
de
modo
que
el
conocimiento preciso de la Naturaleza o de cierto sector suyo basta, al menos en principio, para predecir el futuro. Precisamente la F ísica newtoniana se hallaba estructurada de modo tal que a partir del estado
25
de un sistema en un instante determinado pod ía preverse el futuro movimiento del sistema. El sentimiento de que, en el fondo, as í ocurren las cosas en la Naturaleza, ha encontrado tal vez su expresi ón más general e intuitiva en la ficci ón, concebida por Laplace, de un demonio que en cierto instante conoce la posici ón y el movimiento de todos los
átomos, con lo cual tiene que verse capacitado para calcular de antemano todo el porvenir del Universo. Cuando al t érmino de causalidad se le da una interpretación tan estricta, acostumbra hablarse de "determinismo", entendiendo por tal la doctrina de que existen leyes naturales fijas, que determinan unívocamente el estado futuro de un sistema a partir del actual.
2. LA REGULARIDAD ESTADÍ STICA La Física at ómica ha desarrollado desde sus inicios concepciones que no se ajustan propiamente a este esquema. Cierto que no lo excluyen en forma radical; pero el modo de pensamiento de la teoría atómica hubo de distinguirse
desde
el
primer
momento
del
que
es
propio
del
determinismo. En la antigua teor ía at ómica de Demócrito y Leucipo ya se admite que los procesos de conjunto tienen lugar gracias a la concurrencia de muchos procesos irregulares de detalles. Para mostrar que en principio tal fenómeno es posible, la vida cotidiana ofrece innumerables ejemplos. Al campesino le basta saber que una nube se deshace en lluvia y moja el suelo, sin que a nadie le importe el particular punto de caída de cada gota. U otro ejemplo: todos sabemos muy bien lo que entendemos por la palabra "granito", a pesar de que no se conocen con precisión la forma ni la composici ón química de cada pequeñ o cristal, ni tampoco la proporci ón de su mezcla ni su color. De modo que repetidamente utilizamos conceptos que se refieren al comportamiento de un conjunto sin que nos interesen los individuales procesos en el detalle. Esta idea de la colaboraci ón estadística de muchos pequeños sucesos individuales sirve, ya para la antigua teor ía at ómica, como fundamento
26
de su explicaci ón del Universo; y se le generaliz ó en la noci ón de que todas las cualidades sensibles de las materias son producidas indirectamente por la colocaci ón y el movimiento de los átomos. Ya en Demócrito se encuentra la frase: "Sólo en apariencia es una cosa dulce o amarga, s ólo en apariencia tiene color; en realidad no hay m ás que
átomos y el espacio vac ío". Explicando en esta forma los procesos perceptibles por los sentidos mediante la colaboraci ón de muchos pequeños procesos individuales se hace casi inevitable considerar a las regularidades
de
la
Naturaleza
únicamente como regularidades
estadísticas. Cierto que tambi én las regularidades estad ísticas pueden ser fundamento de proposiciones cuyo grado de probabilidad es tan elevado que linda con la certeza. Pero en principio siempre pueden darse excepciones. A menudo, el concepto de regularidad estadística es sentido como contradictorio. Se dice, por ejemplo, que es posible concebir intuitivamente que los procesos de la Naturaleza est én determinados por leyes, y tambi én que ocurran sin norma de orden, pe ro que la regularidad estadística no expresa nada concebible. Frente a ello hemos de recordar que en la vida ordinaria usamos en todo momento las regularidades estadísticas, y en ellas basamos nuestra actuaci ón práctica. Cuando el ingeniero, por ejemplo, construye un pantano, cuenta con una precipitación anual media, a pesar de que no tiene el menor barrunto de cuándo ni cu ánto va a llover . Las regularidades estad ísticas significan por lo com ún que el correspondiente sistema f ísico s ólo se conoce imperfectamente. El ejemplo más ordinario de esta situaci ón lo da el juego de dados. Como ninguna cara del dado se distingue de las dem ás en lo que afecta al equilibrio del dado, y por lo tanto no podemos de ningún modo prever qué cara mostrar é áste al caer, es l ícito admitir que, entre un número elevado de tiros, precisamente la sexta parte mostrar án por ejemplo la cara de 5 puntos. Al iniciarse la Edad Moderna, no tard ó el intento de explicar el comportamiento de las materias mediante el comportamiento estadístico
27
de sus átomos, y no s ólo cualitativa sino tambi én cuantitativamente. Ya Robert Boyle consiguió demostrar que las relaciones entre presi ón y volumen de un gas resultan inteligibles admitiendo que la presi ón representa la multitud de choques de los átomos singulares contra las paredes del recipiente. De modo parecido se explicaron los fen ómenos termodinámicos admitiendo que los á tomos se mueven con mayor rapidez en un cuerpo caliente que en uno fr ío. Se ha logrado dar una formulaci ón matemá tica cuantitativa a esta proposici ón, y con ello hacer inteligibles las leyes de los fen ómenos té rmicos. Este empleo de las regularidades estad ísticas recibi ó su forma definitiva en la segunda mitad del pasado siglo, en la llamada mec á nica tica. Esta teoría, que ya en sus principios fundamentales diverge estad ís
considerablemente
de
la
Mecánica
newtoniana,
estudia
las
consecuencias que pueden sacarse del conocimiento imperfecto de un sistema mecá nico complicado. En principio, por lo tanto, no se renunciaba al determinismo estricto, admiti é ndose que el acontecer en su detalle se ajustaba enteramente a la Mec ánica newtoniana. Gibbs y Boltzmann lograron dar adecuada formulaci ón matemática al modo de imperfecto conocimiento, y en particular, Gibbs pudo mostrar que el concepto de temperatura está en estrecha conexión con la insuficiencia del conocimiento. Cuando conocemos la temperatura de un sistema, esto quiere decir que dicho sistema forma parte de un conjunto de sistemas equivalentes. A este conjunto de sistemas se le puede describir matemáticamente, pero no al sistema especial de que se trata en cada caso. Con ello dio Gibbs propiamente, medio sin darse cuenta, un paso que má s adelante había de producir las má s importantes consecuencias. Gibbs introdujo en la F ísica, por vez primera, un concepto que sólo puede aplicarse a un obje to natural en cuanto nuestro conocimiento del objeto es insuficiente. Si, por e jemplo, conociéramos el movimiento y la posici ón de todas las molé culas de un gas, hablar de la temperatura de dicho gas sería una insensatez. El concepto de temperatura no puede aplicarse m ás que cuando el sistema es insuficientemente conocido, y cuando
28
queremos
sacar
conclusiones
estadísticas
de
este
conocimiento
insuficiente.
3. CARÁCT ER EST ADÍ STICO DE LA TEORÍ A DE LOS CUANT OS A pesar de que, según queda descrito, a partir de Gibbs y Boltzmann la insuficiencia del conocimiento de un sistema ha quedado incluida en la formulaci ón de las leyes matemáticas, la F ísica permaneci ó en el fondo fiel al determinismo hasta el célebre descubrimiento con que Max Planck inició la teoría de los cuantos. Lo que halló Planck en sus investigaciones sobre la teoría de la radiaci ón no fue por lo pronto más que un elemento de discontinuidad en los fen ómenos de radiaci ón. Demostró que un
átomo radiante no despide su ene rgía continua sino discontinuamente, a golpes. Esta cesi ón discontinua y a golpes de la energía, y con ella todas las concepciones de la teoría atómica, conducen a admitir la hipótesis de que la emisi ón de radiaciones es un fenómeno estadístico. Pero no fue sino al cabo de un cuarto de siglo que se manifestó que la teor í a de los cuantos obliga a formular toda ley precisamente como una ley estad í stica, y por ende abandonar ya en principio el determinismo. Desde las investigaciones de Einstein, Bohr y Sommerfeld, la teor ía de Planck ha demostrado ser la llave que permite abrir la puerta del entero dominio de la F ísica at ómica. Con ayuda del modelo at ómico de Rutherford y Bohr se han podido explicar los procesos qu ímicos, y desde entonces la Química, la Física y la Astrof ísica se han fundido en una unidad. Pero al formular matemáticamente las leyes de la teoría cuántica ha sido preciso abandonar el puro determinismo. Ya que no puedo aqu í referirme a los desarrollos matemáticos, me limitaré a enunciar diversas formulaciones en las que queda expresada la notable situaci ón ante la cual la F ísica atómica ha puesto al f ísico. Por una parte, la desviaci ón respecto a la Física precedente puede simbolizarse en las llamadas relaciones de indeterminaci ón. Se demostró que no es posible determinar a la vez la posición y la velocidad de una part ícula at ómica con un grado de
29
precisión arbitrariamente fijado. Puede se ñalarse muy precisamente la posición, pero entonces la influencia del instrumento de observaci ón imposibilita hasta cierto grado el conocimiento de la velocidad; e inversamente, se desvanece el conocimiento de la posici ón al medir precisamente la velocidad; en forma tal, que la constante de Planck constituye un coto inferior del producto de ambas imprecisiones. Esta formulaci ón sirve desde luego para poner de manifiesto con toda claridad que a partir de la Mecánica newtoniana no se alcanza gran cosa, ya que para calcular un proceso mec ánico, justamente, hay que conocer a la vez con precisi ón la posici ón y la velocidad en determinado instante; y esto es lo importante, según la teoría de los cuantos. Una segunda formulaci ón ha
sido
forjada
por
Niels
Bohr,
al
introducir
el
concepto
de
complementariedad. Dicho concepto significa que diferentes im ágenes intuitivas destinadas a describir los sistemas at ómicos pueden ser todas perfectamente adecuadas a determinados experimentos, a pesar de que se excluyan mutuamente. Una de ellas, por eje mplo, es la que describe al
átomo de Bohr como un pequeño sistema planetario: un n úcleo atómico en el centro, y una corteza de electrones que dan vueltas alrededor del núcleo. Pero para otros experimentos puede resultar conveniente imaginar que el núcleo atómico se halla rodeado por un sistema de ondas estacionarias, siendo la frecuencia de las ondas determinante de la radiación emitida por elá tomo. Finalmente, elá tomo puede ser considerado como un objeto de la Química, calculando su calor de reacci ón al combinarse con otros á tomos, pero renunciando a saber al propio tiempo algo del movimiento de los electrones. De modo que dichas distintas imá genes son verdaderas en cuanto se las utiliza en e l momento apropiado, pero son incompatibles unas con otras; por lo cual se las llama recíprocamente complementarias. La indeterminación intrínseca a cada una de tales imágenes, cuya expresi ón se halla precisamente en las relaciones de indeterminación, basta para evitar que el conflicto de las distintas im á genes implique contradicción lógica. Estas indicaciones permiten, incluso sin ahondar en la matemática de la teoría cuántica,
30
comprender que el conocimiento incompleto de un sistema es parte cu á ntica. Las leyes de la teoría de esencial de toda formulaci ó n de la teor ía
los cuantos han de tener cará cter estadístico. Sea un ejemplo: sabemos que un á tomo de radio puede emitir rayos a. La teor ía de los cuantos puede indicarnos la probabilidad, por unidad de tiempo, de que una partícula abandone el núcleo; pero no puede predeterminar el instante preciso en que ello ocurrirá; dicho instante queda por principio indeterminado. Y no cabe tampoco esperar que m ás adelante se descubran nuevas regularidades, tales que nos permitan determinar aquel instante con precisi ón, ya que en caso contrario constituir ía un absurdo el hecho de que podemos tambi én concebir la part ícula a como una onda que se separa del núcleo, y demostrar experimentalmente que esto es en efecto. Los diferentes experimentos que demuestran la naturaleza ondulatoria de la materia at ómica, y a la vez su naturaleza corpuscular,
nos
obligan,
para
salvar
su
paradoja,
a
formular
regularidades estad ísticas. En los procesos en grande, este elemento estadístico de la F ísica at ómica no desempeñ a por lo general ning ún papel, ya que las leyes estad ísticas, aplicadas a tales procesos, proporcionan una probabilidad tan alta que en la prá ctica puede decirse que el proceso queda determinado. Por lo demás, se dan tambi én casos en que e l proceso en grande depende del comportamiento de un átomo o de unos pocos á tomos, y en tales casos el proceso en grande tampoco puede preverse má s que estadísticamente. Existe de ello un ejemplo muy conocido aunque bien poco satisfactorio, a saber, el de la bomba at ómica. Tratá ndose de una bomba ordinaria, la energ ía de la explosi ón puede calcularse previamente, si se conoce el peso y la composici ón química de la materia explosiva. Para una bomba atómica, todo lo que puede darse es un coto inferior y uno superior de la energ ía de la explosión; pero razones de principio se oponen a que dicha energ ía sea prevista con exactitud, ya que depende del modo como unos pocos á tomos vayan a comportarse en el proceso de inflamaci ón. De modo semejante, es verosímil que en la Biología, según Jordá n ha destacado expresamente,
31
se den procesos cuyo desarrollo en grande siga a remolque del comportamiento de átomos individuales; as í, en particular, parece ocurrir en las mutaciones de los genes en el proceso hereditario. Estos dos ejemplos permiten apreciar las consecuencias pr ácticas del car ácter estadístico de la teoría cuá ntica, y en lo que a este aspecto se refiere, el desarrollo de la teoría está concluso desde hace más de dos decenios, de modo que no cabe esperar que el futuro aporte grandes novedades en los fundamentos.
4. HISTORIA RECIENT E DE LA FÍ SICA AT ÓMICA A pesar de todo, los últimos años han visto abrirse un nuevo punto de vista sobre el problema de la causalidad; seg ún dije al principio, ello se debe a los más recientes desarrollos de la Física at ómica. Las cuestiones que ahora ocupan el centro del inter és provienen lógicamente del progreso de la ciencia en los últimos dos siglos, lo cual me obliga a rememorar brevemente una vez más la historia de la moderna F ísica atómica. Al comienzo de la Edad Moderna, la noci ón de á tomo se enlazaba con la de elemento qu ímico. Un elemento se caracteriza por el hecho de que no puede ser descompuesto químicamente, de modo que a cada elemento le corresponde una determinada suerte de átomo. Un pedazo del elemento carbono, por ejemplo, contiene s ólo átomos de carbono, mientras que un pedazo del elemento hierro contiene s ólo
átomos de hierro. Ello oblig ó a admitir la existencia de tantas clases de átomos
como
elementos
químicos
había.
Como
finalmente
se
descubrieron 92 elementos qu ímicos, había pues 92 clases de á tomos. Mirada desde las hip ótesis fundamentales de la teor ía at ómica, tal concepción es sin embargo muy insatisfactoria. En principio, la posici ón y el movimiento de los átomos deberían bastar para explicar las cualidades de las distintas materias. Partiendo de ah í, no obtenemos nada que valga como explicaci ón si los átomos no son todos iguales, o a lo sumo se dan muy pocas clases de átomos; es decir, si los átomos no
32
carecen por su parte de cualidades. Pero en cuanto nos vemos obligados a admitir la existencia de 92 clases de átomos cualitativamente distintos, no obtenemos nada sensiblemente mejor que aceptar simplemente la existencia de materiales cualitativamente distintos. Por consiguiente, hace ya mucho tiempo que se consider ó insatisfactoria la idea de que existan 92 clases radicalmente distintas de part ículas ínfimas, y se intuy ó la posibilidad de reducir aquellas 92 clases de á tomos a un número menor de partículas elementales. De acuerdo con tal idea, pronto se hicieron intentos para demostrar que los átomos químicos eran ya unos compuestos de unos pocos entes bá sicos. Las m ás antiguas tentativas para transformar unas en otras las materias qu ímicas part ían precisamente del supuesto de que la materia es en definitiva unitaria. Y finalmente, en los últimos cincuenta a ñ os se ha comprobado que en efecto los á tomos qu ímicos son compuestos, y que los componentes son tres, a los que se dan los nombres de protones, neutrones y electrones. El núcleo at ómico se compone de protones y neutrones, y le circundan cierto número de electrones. El n úcleo de un átomo de carbono, por ejemplo, se compone de 6 protones y 6 neutrones, y a su alrededor, a distancias relativamente considerables, giran 6 electrones. De modo que, desde el desarrollo de la F ísica nuclear en el cuarto decenio de nuestro siglo, en lugar de las 92 clases distintas de átomos no hallamos ya más de tres diferentes part ículas elementales; y en este particular, la teor ía atómica ha seguido en efecto el rumbo que le trazaban sus supuestos previos. Una vez se hubo verificado que todos los átomos qu ímicos eran combinaciones de tres componentes, quedaba abierta la posibilidad práctica de transmutar unos en otros los elementos qu ímicos. Es de dominio público que la teor ía f ísica fue en efecto seguida inmediatamente por la realizaci ón pr áctica. Desde que en 1938 Otto Hahn descubri ó la fisi ó n
nuclear y
que
este
descubrimiento
fue
seguido
de
los
correspondientes desarrollos t é cnicos, se ha podido realizar, incluso en grandes cantidades, la transmutaci ón de los elementos. Pero es el caso que en los últimos decenios, el cuadro ha vuelto a
33
embrollarse. Ya en el cuarto decenio del siglo otras part ículas elementales se añ adieron a los mencionados protones, neutrones y electrones, y en los últimos a ños el número de partículas distintas ha aumentado de modo alarmante. Las nuevas part ículas, en contraste con los tres tipos básicos, son inestables, es decir, no tienen existencia m á s que por cortos períodos de tiempo. A las nuevas part ículas se les da el nombre de mesones; uno de los tipos posee una duración aproximada de una millonésima de segundo, otro tipo no vive m ás que la centé sima parte de dicho tiempo, y un tercer tipo, desprovisto de carga el éctrica, no dura más
que
una
cienbilloné sima
de
segundo.
Pero
aparte
dicha
inestabilidad, las nuevas part ículas elementales se comportan de modo idéntico al de los tres componentes estables de la materia. A primera vista, parece que nos vemos obligados a admitir de nuevo que existen partículas
elementales
cualitativamente
distintas,
en
considerable
número, lo que, de acuerdo con los supuestos fundamentales de la Física atómica, sería altamente insatisfactorio. Pero los experimentos de los añ os má s recientes han mostrado que las part ículas elementales, al entrar en colisi ón con gran desplazamiento de energ ía, pueden transformarse unas en otras. Cuando chocan dos part ículas elementales dotadas de gran energía cin ética, el choque produce la aparici ón de nuevas part ículas elementales, de modo que las part ículas primitivas y su energía se transforman en nueva materia. El modo má s sencillo de describir este estado de cosas consiste en decir que todas las part ículas están constituidas por idéntica materia, o sea que no constituyen m á s que distintos estados estacionarios de una y la misma materia. De modo que el número de los componentes b ásicos de la materia se ha reducido todavía; de 3 ha pasado a 1. S ó lo existe una materia ú nica, pero que puede darse en distintos estados estacionarios discretos. Algunos de dichos estados, los de prot ón, neutrón y electrón, son estables, mientras que muchos otros son inestables.
34
5. LA T EORÍ A DE LA RELATIVIDAD Y EL FIN DEL DETERMINISMO Aun cuando, bas ándose en los resultados experimentales de los
últimos años, no cabe dudar de que el desarrollo de la F ísica at ómica tendrá lugar siguiendo la indicada pauta, no se ha conseguido todavía formular matemá ticamente las leyes de la formaci ón de las part ículas elementales. ste es precisamente el problema sobre el que trabajan en la actualidad los f ísicos at ómicos, tanto experimentalmente, descubriendo nuevas part ículas e investigando sus propiedades, como te óricamente, esforzá ndose por coordinar regularmente las propiedades de las partículas elementales y por expresarlas en f órmulas matemáticas. Tales tentativas han dado lugar a la aparici ón de dificultades involucradas en el concepto del tiempo. Al estudiar las colisiones de las partículas elementales dotadas de gran energ ía, hay que referirse a la estructura espacio-temporal de la teor ía especial de la relatividad. En la teoría cu ántica de la corteza at ómica, esta estructura espacio-temporal no desempeñaba ninguna función esencial, ya que los electrones de la corteza at ómica se mueven con relativa lentitud. Pero ahora se ocupa el f ísico de part ículas cuya velocidad se aproxima a la de la luz, de modo que su comportamiento no puede describirse sin acudir a la teor ía de la relatividad. Cincuenta a ños atr á s, Einstein descubri ó que la estructura del espacio y del tiempo no es tan sencilla como creemos en las ordinarias ocasiones de la vida. Cuando situamos en el pasado todos los acontecimientos de los que, en principio por lo menos, podemos tener alguna noticia, y cuando arrojamos al futuro todos los acontecimientos sobre los que podemos todavía, por lo menos en principio, ejercer alguna influencia, nuestra concepción espontánea implica que entre ambos grupos de acontecimientos se intercala un momento infinitamente breve, al que llamamos el instante actual. Esta concepci ón se hallaba implícita incluso en los fundamentos de la Mecánica de Newton. Pero desde el descubrimiento de Einstein en el a ño 1905 sabemos que, entre aquello que llamamos el pasado y aquello que llamamos el futuro, lo que se
35
intercala es un intervalo temporal finito, cuya amplitud depende de la distancia espacial entre el acontecimiento y el observador. El dominio de la actualidad, por lo tanto, no se limita a un momento infinitamente breve. La teoría de la relatividad parte, como hip ótesis fundamental, de que las acciones no pueden propagar sus efectos con velocidad mayor que la de la luz. Ahora bien: al intentar poner en combinaci ón este axioma de la teoría relativista con las relaciones de indeterminación de la teoría de los cuantos, se choca con dificultades. Seg ún la teoría de la relatividad, los efectos no pueden propagarse más que en el dominio espacio-temporal cuyos l ímites quedan netamente trazados por el llamado cono de luz, es decir, en el dominio de los puntos espacio-temporales que son alcanzados por la onda lum ínica emitida por el punto activo. Este dominio, insistimos expresamente, tiene una frontera netamente trazada. Pero por otra parte, la teoría de los cuantos ha demostrado que una precisa determinación de lugar, y aná logamente una precisa determinaci ón de una frontera espacial, implican una infinita indeterminaci ón de la velocidad, y con ello del impulso y de la energía. Este hecho acarrea la siguiente consecuencia pr áctica: al intentar formular matemáticamente las acciones recíprocas de las partículas elementales, se introducen siempre valores infinitos para la energía
y
el
impulso,
dificultando
una
formulación
matemática
satisfactoria. En los últimos añ os, muchas son las investigaciones acerca de tales problemas, sin que se haya alcanzado un a soluci ón enteramente adecuada. A veces parece ofrecerse, como único recurso conceptual, la hipótesis de que en dominios espacio-temporales muy peque ños, del orden de magnitud de las part ículas elementales, espacio y tiempo se complican de modo peculiar, a saber, h aciendo imposible, para intervalos de tiempo tan pequeños, la definición adecuada de los conceptos de anterioridad y posterioridad. Para los procesos en grande, la estructura espacio-temporal no puede desde luego ser modificada, pero tal vez habría que admitir la posibilidad de que, trat ándose de experimentos sobre el acontecer en dominios espacio-temporales muy peque ños,
36
ciertos procesos transcurrieran en apariencia invirti éndose el orden temporal que corresponde a su orden de relaci ón causal. De modo que por esta rendija se introducen de nuevo en el coraz ón de las más recientes investigaciones de la F ísica at ómica las cuestiones relacionadas con las leyes de causalidad. No puede todavía preverse si se manifestarán nuevas paradojas y nuevas desviaciones de la ley de causalidad. Puede ser que a medida que se vaya ahondando en los intentos de formulación matemática de las leyes que conciernen a las part ículas elementales, se adviertan nuevas posibilidades de eliminaci ón de las dificultades mencionadas. Pero desde ahora puede ya considerarse fuera de duda que la evoluci ón, en este dominio, de la F ísica at ómica habr á de incidir nuevamente en el dominio filosófico. No se alcanzar á una respuesta definitiva a las cuestiones planteadas en tanto no se consiga determinar matemáticamente las leyes naturales que gobiernan a las part ículas elementales; es decir, en tanto no sepamos, por ejemplo, por qu é el protón es precisamente 1.836 veces m ás pesado que el electrón. Lo indicado basta para darse cuenta de que la Física at ómica ha ido alejándose
paulatinamente
de
las
nociones
deterministas.
Esta
desviaci ón tuvo lugar ya en los comienzos de la teor ía atómica, en cuanto hubo de admitirse que las leyes que rigen los procesos en grande hab ían de ser leyes estad ísticas. Cierto que entonces las concepciones deterministas fueron conservadas en principio, pero en la pr áctica hubo que contar con nuestro imperfecto conocimiento de los sistemas f ísicos. La desviaci ón se acentuó en la primera mitad de nuestro siglo, cuando se reconoció que el conocimiento incompleto de los sistemas at ómicos constituye uno de los principios esenciales de la teor ía. Y finalmente los
últimos años nos han alejado aún más del determinismo, por cuanto parece hacerse problem ático, para los peque ñ os intervalos espaciales y temporales, el concepto de la sucesi ón temporal; aunque todavía no podemos prever cuál será en este dominio la solución del enigma.
37
III. SOBRE L AS CONEXIONES ENTRE LA EDUCACI N HUMANISTICA, LA CIENCIA NATURAL Y LA CUL TURA OCCIDENTAL
1. LAS RAZONES TRADICIONALES EN APOYO DE LA EDUCACIÓN HUMANÍ STICA
Se oye a menudo la sugerencia de que acaso el saber que proporcionan las escuelas secundarias sea demasiado te órico e irreal, y que, en nuestros tiempos presididos por la t écnica y la ciencia natural, una educaci ón más orientada hacia lo pr á ctico pudiera preparar para la vida de modo mucho más adecuado. As í se plantea la tan debatida cuesti ón de las conexiones entre la educaci ón humanística y la actual ciencia de la Naturaleza. No puedo yo discutirla de modo e xhaustivo; no soy pedagogo, y es muy poco lo que he reflexionado acerca de tales cuestiones de educaci ón. Pero sí puedo a este propósito intentar una rememoración de mi propia experiencia; yo soy de los que recibieron una educaci ón secundaria cl ásica, y luego he consagrado a la ciencia natural la mayor parte de mi esfuerzo. ¿Cuá les son las razones que los defensores de la educaci ón humanística aducen una y otra vez, para justificar la atenci ón que se dedica a las lenguas y a la historia de la antig edad? En primer lugar, se destaca con raz ón que toda nuestra vida cultural, todo nuestro obrar, pensar y sentir arraiga en el trasfondo espiritual del Occidente, es decir en un ente de espíritu que apareció en la Antig edad, formado en sus comienzos por el arte, la literatura y la filosof ía de los griegos, al que el cristianismo y la constituci ón de la Iglesia dieron la m ás decisiva inflexión, y en cuyo seno finalmente, al cerrarse la Edad Media, se realiz ó una espl éndida combinaci ón de la religiosidad cristiana con la libertad intelectual de los antiguos, e ngendrando la concepci ón del mundo como
38
mundo de Dios, y transformando de raíz precisamente a este mundo mediante los viajes de exploraci ón y la creaci ón de la ciencia natural y de la t écnica. Es por lo tanto inevitable que, en cualquier sector de la vida moderna, en cuanto ahondamos en las cosas, sea sistemá tica, histórica y filosóficamente, hayamos de topar siempre con estructuras espirituales que se constituyeron en el seno de las culturas antigua y cristiana. Cabe pues sostener, en defensa de la educación secundaria human ística, que es ventajoso conocer dichas estructuras, aun cuando ello no reporte ning ún beneficio en muchos aspectos de la vida pr áctica. La segunda razón usual es la de que toda la energía de nuestra cultura occidental procede y procedió siempre del estrecho enlace de las cuestiones de principio con la actuaci ón práctica. En el dominio meramente práctico, otros pueblos y otras culturas alcanzaron un saber equiparable al de los griegos. En cambio, lo que desde el primer instante distinguió al pensamiento griego de los de otros pueblos, fue la aptitud para retrotraer todo problema a una cuestión de principios te óricos, alcanzando así puntos de vista desde los cuales fue posible ordenar la policroma diversidad de la experiencia y hacerla asimilable por el intelecto del hombre. Esta uni ón de los principios te óricos con la actuaci ón prá ctica destacó a la cultura griega por encima de todas las demá s; y luego, cuando el Occidente se abri ó al Renacimiento, volvi ó a constituirse en motor central de nuestra historia, produciendo la ciencia natural y la técnica modernas. Quien estudie la Filosof ía de los griegos, habrá de dar constantemente con dicha aptitud para la forja de cuestiones de principio te órico, de modo que leer a los griegos significa ejercitarse en el uso de la m ás poderosa herramienta intelectual que el pensamiento del occidente ha conseguido crear. En este sentido, puede decirse que la educación humanística proporciona tambi én un saber muy útil. Finalmente, y con razón también, se afirma que la frecuentación de la cultura antigua dota al hombre de una escala estimativa en que los valores espirituales se sit úan por encima de los materiales. No cabe duda
39
de que en todas las huellas de la cultura de los griegos que han llegado hasta nosotros se percibe inmediatamente la primac ía de lo espiritual. Cierto que a este propósito podrían replicar hombres de nuestros d ías que precisamente nuestro tiempo ha mostrado que el poderío material, el dominio de las materias primas y de la aptitud industrial, importan mucho, siendo en último té rmino el poderío material m ás fuerte que todo poderío espiritual. Y es innegable que algo habr ía de anacrónico en el empeño de comunicar a los niños una estima excesiva de los valores espirituales y el desd é n de los materiales. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en un diá logo que, treinta años atrá s, hube de sostener en uno de los patios de mi Universidad. Munich era entonces teatro de luchas revolucionarias, el centro de la ciudad se hallaba todavía ocupado por los comunistas, y yo, a mis diecisiete a ñ os, junto con otros compañeros de colegio, formaba parte de un cuerpo auxiliar de las tropas cuyo cuartel estaba en el Seminario eclesi ástico, frente a la Universidad. No me acuerdo ya muy bien de por qu é fuimos reclutados; lo probable es que aquella temporada de jugar al soldado nos pareciera una muy agradable interrupci ón de nuestros estudios en el Max-Gymnasium. En la Ludwigstrasse se produc ían de vez en cuando tiroteos, aunque no muy vehementes. Todos los mediodías íbamos a buscar nuestro almuerzo a una cocina de campañ a instalada en el patio de la Universidad. Así fue que una vez nos pusimos a discutir con un estudiante de Teología acerca de si tenía algún sentido aquella lucha por la posesión de Munich en la que nos ve íamos empeñados. Uno de los jóvenes de mi grupo sostuvo en érgicamente que las armas e spirituales, el habla y los escritos, no pueden resolver ninguna cuesti ón de poderío, y que la efectiva decisi ón entre nosotros y nuestros adversarios s ólo puede ser alcanzada mediante la fuerza. El estudiante de Teología repuso que primero hay que distinguir entre "nosotros" y "los adversarios", que esta cuesti ón obliga evidentemente a una decisión de orden puramente espiritual, y que acaso existan razones para creer que algo ganar íamos si dicha decisión se tomara de un modo
40
más racional que las adoptadas de ordinario. Nada pudimos replicar. Cuando la flecha abandona la cuerda del arco, sigue su camino, y s ólo una fuerza mayor puede torcer su trayectoria; pero antes, su dirección ha sido determinada por el arquero que apunta, y sin un ser intelectual que apuntara, la flecha no podría volar. Tal vez, por consiguiente, no sean tan sólo males los que motivamos cuando pretendemos acostumbrar a los jóvenes a no menospreciar demasiado los valores del esp íritu.
2. LA DESCRIPCI ÓN MAT EMÁ TICA DE LA NATURALEZA Pero me he alejado de mi tema estricto, y tengo que regresar a los a ños en que, en el Maximilian-Gymnasium de Munich, hube de alcanzar mi primer contacto auté ntico con la ciencia de la Naturaleza; ya que mi propósito es hablar de la conexi ón entre la ciencia natural y la educaci ón humanística. La mayoría de los j óvenes estudiantes que se interesaban por la técnica y la ciencia comenzaron jugando con aparatos, as í se despertó su interés. El ejemplo de los compa ñeros, algún regalo fortuito, o acaso las lecciones escolares, despertaron el deseo de manejar peque ñas máquinas, e incluso de construirlas. Yo tambié n me ocupé con fervor en tales juegos, durante los cinco primeros a ños de mis estudios secundarios. Pero mi actividad no hubiera probablemente pasado m ás allá del estadio de un juego ni me hubiera guiado hacia la aut éntica ciencia, de no habérsele sobrepuesto una experiencia distinta. Los programas de la escuela incluían entonces los primeros elementos de geometría. La materia me pareció al principio bastante á rida; triángulos y cuadril áteros conmueven la fantasía menos que las flores o las poes ías. Pero un día, unas palabras de Wolff, nuestro excelente profesor de Matemá ticas, nos dieron a entender que acerca de aquellas figuras era posible enunciar proposiciones de validez general, y que ciertos resultados pueden ser, no sólo comprobados e intuidos sobre un dibujo, sino tambié n demostrados matemáticamente.
41
Esta noci ón de que la Matemática se acomoda de alg ún modo a los objetos de nue stra experiencia, me pareció extraordinariamente notable y sugestiva, y me ocurri ó entonces lo que algunas pocas veces acontece con las ideas que la enseñ anza escolar nos propone con prodigalidad. En general, la escuela hace desfilar ante nosotros los m á s diversos paisajes del universo espiritual, sin que alcancemos a sentirnos a gusto en ninguno. Los ilumina con luz más o menos clara, seg ún la capacidad del profesor, y las imágenes perduran en nuestra memoria durante un tiempo más o menos largo. Pero se dan algunos raros casos en que un objeto que se ha introducido en el campo de visi ón comienza súbitamente a iluminarse con luz propia, una luz penumbrosa e incierta al principio, luego cada vez má s clara, hasta que la luminosidad irradiada por aquel objeto colma una región siempre mayor de nuestro pensamiento, se propaga hasta otros objetos y se convierte finalmente en una importante parte de nuestra vida. Así me ocurrió entonces a m ícon la idea de que la Matemática se ajusta a las cosas de nuestra experiencia, idea que, según la escuela me ense ,ñófue ya concebida por los griegos, por Pitágoras y Euclides. Guiado y estimulado al principio por las clases del se ñor Wolff, prob é de aplicar la Matemática por mi propia cuenta, y descubr í que aquel juego de vaivén entre la Matemática y la intuición de los sentidos era tan divertido por lo menos como la mayor ía de los otros juegos. M ás adelante, el dominio de la Geometría no me bastó ya para el juego matemático de que tanto gozaba. No sé qu é libro me enteró de que la Física permitía iluminar tambi én matemáticamente el funcionamiento de los aparatos que yo había amañ ado, y en seguida me puse a estudiar, mediante los tomitos de la colecci ón G schen y otros semejantes y un poco toscos manuales, la matemática necesaria para la descripción de las leyes f ísicas, empezando por el cálculo diferencial e integral. De modo que en las conquistas de la Edad Moderna, de Newton y de sus sucesores, me introduje como en una directa continuación de la obra a que matemá ticos y filósofos griegos consagraron su esfuerzo; hasta el punto de que nunca
42
vi ninguna diferencia entre una y otra disciplinas, ni se me habr ía nunca ocurrido considerar la ciencia natural y la t écnica de nuestros d ías como un universo intelectual fundamentalmente distinto de la filosof ía de Pitágoras o de Euclides. En el fondo, el goce que me proporcionaba la descripci ón matemá tica de la Naturaleza era prueba de que, sin darme muy bien cuenta y con toda mi ingenuidad de colegial, yo hab ía tropezado con uno de los principios supremos del pensamiento de Occidente, a saber, la ya mencionada fusión de las investigaciones te óricas con las acciones prácticas. La Matemática es, por as í decir, el lenguaje en que la ciencia plantea sus problemas y puede formular sus soluciones, pero el hecho de que se planteen problemas es regido por el interés hacia los procesos del mundo real y la voluntad de influir en ellos; la Geometr ía, por ejemplo, sirvi ó en primer lugar para la Agrimensura. Cuando hube descubierto aquel principio, y durante varios de mis cursos escolares, me ocup é más de Matemáticas que de ciencia natural o del manejo de mis aparatos. Hasta los dos últimos cursos de la escuela secundaria no volv í a orientarme hacia la Física; y es curioso que el impulso me lo diera esta vez un contacto, hasta cierto punto fortuito, con un sector de la F ísica moderna.
3. Á TOMOS Y EDUCACI ÓN HUMAN Í STICA Ten íamos entonces como libro de texto un manual de F ísica francamente bueno, pero en el que, como puede suponerse, la F ísica reciente ocupaba un lugar como de hijastro indeseado Sin embargo, las
últimas pá ginas daban algunas indicaciones sobre los átomos, y una figura, que todavía recuerdo con claridad, representaba un gran número de átomos. El dibujo pretendía sin duda figurar un sector de un gas. Algunos átomos se api ñaban en grupos, e incluso se ve ía en ellos, juntá ndolos,
unos
ganchos
y
unas
asas
que
probablemente
representaban los enlaces químicos. Por otra parte, el texto afirmaba que,
43
en opinión de los filósofos griegos, los átomos eran los componentes mínimos e indivisibles de la materia. Aquella figura suscit ó en mí una protesta declarada, y me irritó fuertemente hallar en un manual de F ísica una tontería de tal magnitud. Mi objeción era la siguiente: si los átomos fueran entes materiales tan toscos como el libro pretendía dar a entender, si tuvieran una forma tan complicada que incluso se hallaran dotados de ganchos y de asas, est á claro que no podrían ser de ningún modo los componentes mínimos o indivisibles de la materia . En esta crítica me corroboró un amigo que, formando ambos parte del Jugendbewegung, había sido mi compañero en varias excursiones, y que se interesaba por la Filosof ía con mucha mayor intensidad que yo. Este mi camarada, habiendo leído varias obras de los fil ósofos antiguos sobre la teoría de los átomos, dio en estudiar un manual de Física at ómica moderna (creo que se trataba del libro de Sommerfeld titulado Atombau und Spektrallinien), hallando en él unas figuras que representaban imágenes intuitivas de los á tomos. Con ello le bastó para convencerse de que toda la F ísica at ómica moderna debía ser una falsedad. Claro est á que entonces pronunciábamos juicios con una rapidez y un aplomo de que ahora carecemos. Yo no podía menos de dar razón a mi amigo, reconociendo
que
toda
imagen
intuitiva
de
los
átomos
está
probablemente condenada a ser falsa; pero me resistía a creer que el error fuera imputable al dibujante. Lo que tales especulaciones dejaron en m í duraderamente, fue el deseo de conocer de primera mano los fundamentos aut é nticos de la Física
at ómica.
Otra
circunstancia
fortuita
vino
en
mi
ayuda.
Precisamente entonces, iniciamos en clase el estudio de uno de los diálogos platónicos. Las clases, sin embargo, eran muy irregulares. Ya relaté en qué circunstancias, durante las luchas revolucionarias en Munich, mis camaradas y yo hubimos de prestar servicio con las tropas acuarteladas en el Seminario eclesi á stico, frente a la Universidad. Nuestra labor no tenía nada de agobiante; corríamos mucho mayor peligro de disiparnos en la pereza que de agotarnos en el esfuerzo. A ello
44
se a ñadía el hecho de que pernoctá bamos con las tropas, de modo que pasábamos todo el santo día entregados a nuestro propio albedrío, sin que padres ni profesores pudieran vigilarnos. Est ábamos en julio de 1919. El verano era c álido. En las primeras horas de la ma ñana, sobre todo, nos ve íamos libres de todo servicio. As í me acostumbr é a refugiarme en el techo del Seminario poco despu és de la salida del sol, para leer y calentarme apoyado en el pretil, o para asomarme a ver cómo se iniciaba el movimiento en la Ludwigstrasse. En una de tales mañ anas, se me ocurrió, al encaramarme al techo, llevarme para leer un tomo de Plat ón. Deseando leer algo distinto de los diálogos que estudiábamos en clase, me lancé, a pesar de mi conocimiento relativamente escaso del griego, a descifrar el Timeo; de este modo entré por primera vez en contacto directo con la filosof ía atómica de los griegos. Gracias a esta lectura, comprend í con mucha mayor claridad los conceptos fundamentales de la teoría atómica. Por lo menos, me hice la ilusión de medio entender las razones que llevaron a los fil ósofos griegos a pensar que la materia se compone de elementos m ínimos indivisibles. La tesis sostenida por Plat ón en el Timeo, según la cual los
átomos son cuerpos regulares, no llegó en verdad a parecerme demasiado luminosa, pero por lo menos me gust ó que se les despojara de sus ganchos y sus asas. En todo caso, me convenc í de una cosa, a saber, de que apenas es posible cultivar la F ísica at ómica moderna sin conocer la Filosof ía natural de los griegos; y pensé que el dibujante de aquella figura de los átomos habr ía ganado dedicando a Plat ón un atento estudio, antes de ponerse a dibujar sus figuras. De modo que nuevamente, y tambié n sin que yo me diera muy clara cuenta de ello, me había sido dado conocer una de las ideas mayores de la Filosof ía natural griega, y precisamente una de las que salvan la soluci ón de continuidad entre la Antig edad y la Edad Moderna, mostrando su inmensa fecundidad a partir del Renacimiento. A esta direcci ón de la Filosof ía griega constituida por la teor ía atómica de Leucipo y Demócrito acostumbra d ársele el nombre de materialismo. Tal denominación es sin
45
duda históricamente justa, pero se presta f ácilmente a confusiones desde que el siglo XIX dotó a la palabra materialismo de una muy precisa connotaci ón, que de ningún modo se acomoda al desarrollo de la Filosof ía natural griega. Se puede evitar esa falsa interpretaci ón de la Filosof ía atómica antigua recordando, por una parte, que el primer investigador moderno que se adhirió a la teoría de los á tomos fue Gassendi, el teólogo y filósofo del siglo XVII, quien sin duda no preten día con ello combatir las doctrinas de la religión cristiana; y, por otra parte, que para Dem ócrito los á tomos eran las letras con que est á escrito el acontecer del universo, pero no constitu ían su sentido. En cuanto al materialismo del siglo XIX, se
desarrolló a
partir
de
nociones
de
muy
distinto
car ácter,
caracter ísticas de la Edad Moderna y arraigadas en la escisi ón aceptada a partir de Descartes, entre la realidad material y la e spiritual.
4. CIENCIA N ATURAL Y EDUCACI ÓN HUMAN ÍSTICA La gran corriente de ciencia natural y de t écnica que hincha a nuestros tiempos, procede en definitiva de dos fuentes sitas en el terreno de la Filosof ía antigua, y aun cuando m ás tarde muchos otros influjos hayan desembocado en aquella corriente y acrecido su fecundo caudal, la veta originaria se pe rcibe todavía con la mayor claridad. Es por esta raz ón que la ciencia de la Naturaleza puede tambi én obtener beneficios de la educaci ón humanística. Naturalmente, los propugnadores de una m á s práctica preparaci ón de la juventud para la lucha de la vida podr á n siempre responder que, en la vida pr áctica, el conocimiento de aquellos fundamentos espirituales no monta gran cosa. Seg ún ellos, para permanecer en el terreno de las realidades, hay que adquirir las disposiciones pr ácticas para la vida moderna; el conocimiento de las lenguas vivas y los m étodos t écnicos, la aptitud para el comercio y el cá lculo y la cultura humanística no son más que una forma de adorno, un lujo que sólo pueden permitirse los pocos para quienes el sino de la lucha vital resulta menos áspero que para los demás.
46
Es posible que tal opini ón resulte adecuada para muchas personas cuya vida debe consagrarse a una actividad meramente pr á ctica, sin que puedan contribuir a la formación espiritual de nuestra época. Pero quien no quiera contentarse con tan poco, quien quiera llegar hasta el fondo de las cosas en cualquier disciplina, tanto si se trata de t écnica como de Medicina, tendrá que dar má s tarde o más temprano con aquellas fuentes antiguas; y entonces, obtendrá muchos beneficios para su labor por el hecho de haber aprendido de los griegos el pensamiento referido a los principios, los m étodos derivados de los principios. En la obra de Max Planck, por ejemplo, creo se transparenta claramente el influjo y la fecundación
que
su
pensamiento
ha
recibido
de
la
ense ñanza
humanística. Tal vez a este prop ósito pueda yo aducir otro caso de experiencia personal, bastante antiguo tambi én, ya que se produjo tres añ os tan s ólo despué s de terminados mis estudios secundarios. Con un amigo, entonces estudiante como yo en la universidad de G ttingen, hablamos un día del problema de la representaci ón intuitiva de los
átomos, que me había preocupado desde mis a ños escolares, y cuya importancia se echaba de ver en el dominio, bastante oscuro todav ía en aquella época, de los fenómenos espectroscópicos. Aquel amigo defendió las imágenes intuitivas, sosteniendo que no hab ía más que aplicar la técnica moderna a la construcci ón de un microscopio de gran potencia resolutoria, que funcionara por ejemplo mediante rayos y en vez de con luz ordinaria; con ello se conseguiría al fin ver realmente un átomo, con lo cual quedaría absolutamente eliminado mi recelo ante las im ágenes intuitivas. Esta objeci ón me inquietó profundamente. Tuve miedo de que a trav é s de aquel imaginario microscopio pudieran observarse las asas y los ganchos de mi manual de F ísica. Con ello me vi obligado a reflexionar sobre la aparente contradicción encerrada en aquel experimento ideal, aplicando las concepciones b á sicas de la Filosof ía griega. En tal predicamento, me fue de la mayor ayuda la aptitud para la meditaci ón sobre los principios que la escuela secundaria me proporcionara; sirvi ó
47
por lo menos para que yo no pudiera contentarme con soluciones aparentes o a medias. Y no menos útil me resultó el conocimiento de la Filosof ía natural griega que ya e ntonces había adquirido por má s que no fuera muy profundo. Pienso por consiguiente que cuantos discuten en nuestra época el valor de la educación humanística, no pueden con derecho alegar que el estrecho enlace entre la Filosof ía natural y la F ísica at ómica moderna constituya un caso particular, creyendo que en los restantes dominios de la ciencia, de la técnica o de la Medicina no hay lugar a apelar a tales especulaciones acerca de los principios. Para mostrar lo err óneo de dicha tesis, basta recordar que muchas disciplinas cient íficas se hallan, y precisamente en sus fundamentos, en estrecha conexi ón con la Física atómica, de modo que en último té rmino se involucran en ellas las mismas cuestiones de principio que en la propia F ísica del átomo. Todo el edificio de la Química se alza sobre los cimientos de la F ísica at ómica, la Astronomía moderna se halla en la más íntima conexión con la Física atómica y no puede progresar más que hermanada con ésta, e incluso desde la Biología se han tendido puentes que llevan hasta la teor ía atómica. En los últimos decenios, el parentesco entre las distintas ciencias de la Naturaleza se ha hecho mucho m ás perceptible. Son muchos los terrenos en que se rastrean las se ñales del com ún origen, y este origen com ún no es en último término otro que el pensamiento griego.
5. LA FE EN NUEST RA TAREA Con tal afirmaci ón, he regresado casi a mi punto de partida. En el principio del pensamiento occidental se encuentra el íntimo enlace de las cuestiones teoréticas y de la acci ón prá ctica, y dicho enlace es obra de los griegos. A él se debe, todavía hoy, todo el vigor de nuestra cultura. Casi todos los progresos pueden ser referidos a dicho principio, y en este sentido, la fidelidad a la educaci ón humanística representa simplemente
48
la fidelidad a Occidente y a su fuerza de creaci ón cultural. Pero cabría preguntarse si semejante lealtad es lícita, desde que en los
últimos decenios el Occidente ha sufrido una tan impresionante merma en su poderío y su prestigio. A este prop ósito, hay que decir en primer lugar que no se trata en absoluto para nosotros de discutir cuestiones jurídicas; no importa decidir acerca de la licitud de nuestra acci ón, sino acerca del carácter que queremos darle. Toda la actividad del Occidente arraiga, no en opiniones te óricas sobre cuyo fundamento nuestros antepasados pudieron sentirse justificados al obrar, sino en algo muy distinto. En un principio se encontraba y se encuentra, en todos los casos de este orden, no má s que la fe. Y no pienso meramente en la fe de los cristianos en la coherencia, a Dios debida, del Universo, sino m ás bien, y sencillamente, en la fe en la tarea que nos corresponde en este mundo. Tener fe no significa primariamente creer que tal o cual proposici ón es verdadera. Tener fe significa decir: "A esto me decido, y dedico mi vida". Cuando Colón emprendió su primer viaje hacia poniente, cre ía desde luego que la Tierra era redonda y bastante peque ña para ser circundada. Pero además de creerlo en teoría, puso en juego su vida sobre aquella base. Hablando precisamente de los viajes de exploraci ón renacentista, Freyer, en escritos recientes, ha mostrado que la historia de Europa significa una reviviscencia del antiguo principio: credo, ut intelligam, "creo para comprender"; pero que lo peculiar europeo consiste en la intercalación de un nuevo miembro en la frase: credo, ut agam; ago, ut intelligam, "creo para obrar; obro para comprender". No s ólo se aplica esta f órmula a las primeras navegaciones alrededor del mundo. Sirve también para describir el entero proceso de la ciencia natural de Occidente, y posiblemente toda la misi ón de Occidente en el mundo. En ella se encierran las razones tanto de la educación humanística como de la ciencia natural. Y todav ía tenemos otro motivo para no sentirnos demasiado sobrecogidos por la modestia. Una de las mitades del actual mundo político, la occidental, ha adquirido un poderío incomparable gracias a haber traducido en hechos, en medida antes desconocida, uno
49
de los principios rectores de Europa: la ambici ón de dominio y explotación de la Naturaleza mediante la ciencia. Y en cuanto a la otra mitad, la oriental, del mundo político, lo que mantiene su cohesi ón es la confianza en las tesis científicas de un filósofo y economista europeo. Nadie sabe lo que el futuro encierra, ni cu áles serán las fuerzas espirituales que regirán el universo, pero est á fuera de duda que no lograremos sobrevivir si no sabemos creer en algo y querer algo. Y desde luego queremos que la vida espiritual reflorezca a nuestro alrededor, que en Europa nazcan otra vez los pensamientos que determinan el ser del universo. Queremos dedicar nuestra vida a conseguir que, en la medida en que sepamos hacernos responsables de nuestro patrimonio y hallar la v ía para una armónica colaboraci ón de las fuerzas actuantes en nuestros pa íses, pasen tambi én las condiciones externas de la vida europea a ser más felices de lo que fueron en los
últimos cincuenta años. Queremos que nuestros jóvenes, a pesar del confuso torbellino de los hechos externos, se sientan iluminados por la luz espiritual del Occidente, y que ella les permita hallar de nuevo las fuentes de vitalidad que han nutrido a nuestro continente a lo largo de más de dos milenios. La previsi ón detallada del modo como esto puede acontecer, no debe preocuparnos más que secundariamente. No importa tanto que nos decidamos por la perduración de la escuela humanística o por la creación de escuelas de nuevo estilo. Lo que s í importa es que no dejemos nunca de decidirnos en favor de Occidente.
50
FUENTES HIST RICAS
51
I.
LOS
INICIOS
DE
L AS
M ODERNAS
CIENCIAS
DE
LA
NATURALEZA
El presente escrito aspira a esbozar a grandes rasgos el complejo de problemas ante los cuales se halla situado el hombre de nuestra época como consecuencia de la transformaci ón en la visi ón del mundo proporcionada por la F ísica y demá s ciencias de la Naturaleza; a partir de tales problemas actuales, las conexiones hist óricas adquieren profunda significaci ón. El lector debe disponer de medios, o sea de algunas fuentes, para seguir por s í mismo aquella transformaci ón en la concepci ón de la ciencia. Se echa de ver que, al componer nuestra breve crestomat ía, no hemos ni remotamente pretendido que nuestra selecci ón fuera completa; no hemos deseado otra cosa que indicar algunos momentos cruciales, cuya comprensión pueda ayudar a la de las precedentes reflexiones.
1. JOHANNES KEPLER (27-XII-1571 - 15-XI-1630) A fines del siglo XVI y principios del XVII, las ciencias de la Naturaleza se hallaban todavía sometidas en gran medida al influjo de la concepci ón medieval del Universo, que ve ía en la Naturaleza ante todo la obra de Dios. Son princi palmen te tres las cosas cuyas causas, e l por qu é son as í y no de otro modo, investigué incansablemente, a saber, el n úmero, la magnitud y el movimiento de las trayectorias planetarias. A tanto atrevimiento me decidi ó la he rmosa armonía de las cosas inm óvi le s, o sea del Sol, de las e strellas fijas y de l e spaci o inte rmedio, con la Tri ni dad de l Padre , e l Hijo y e l Espíritu Santo.
52
Así se dice en el "Prefacio al lector" del Mysterium Cosmographicum de Johannes Kepler. Se debe leer el libro de la Naturaleza para honrar a Dios. ste ha intervenido en la creación del Universo, siguiendo una regla de orden, y ha dotado al hombre de un espíritu ajustado a sus sentidos, para que, desde la existencia de las cosas que ve con sus ojos, pueda remontarse hasta las causas de su esencia y su cambio. Entre las facultades del hombre y la realidad de la creaci ón impera una perfecta correspondencia, que refleja la armonía total del Universo. Pienso que la mayor ía de las causas de las cosas que hay en el m undo podr ían de ducirse del a mor de Dios haci a los hombres. Desde luego, a nadie habr á de ocurrírsele poner en duda que Dios, al disponer los lugares de habitaci ón del Universo, pens ó en sus futuros moradores. Ya que en efecto el hombre es la finalidad del mundo y de toda criatura (finis enim et mundi et omnis creationis
homo est). Por ello creo que la Tierra, que debe alojar y nutrir a la verdadera imagen de l Creador, fue hallada por Dios digna de gi rar e n mitad de los plane tas, de modo que tantos hay en el interior como en el exterior de su trayectoria
(Mysterium Cosmographicum, cap. IV).
Dedicatoria
de
la
primera
edici ón
del
"Mysterium
Cosmographicum"
A los i nsigne s, magn á nimos noble s y justos Se ñ ores. Se gism undo Federi co, bar ón de Herbe rstei n, Neuberg y Guttenhag . Se ñ or Lankowitz, camer ario y tri nchador he reditario de Ca ri nti a, consejero de su Majestad Imperial y del glorioso Archiduque de Austria, capit á n de la provincia de Estiria, y los Se ñ ores del estamento insigne de Estiria, los cinco Grande s Conse jeros; a mi s pia dosos y ben é volos Se ñ ores, saludo y reverencio. Lo que os prometí hace siete meses, una obra que seg ún el testimonio de los entendidos fuera hermosa y condigna y muy superior a los almanaques de un a ñ o, hoy lo traigo por fin ante vuestro alto c írculo, insignes señores; una obra que sin duda es peque ñ a por su volume n y no ha costado gran esfue rzo para com ponerla, pero que trata
53
de una materia enteramente maravillosa. Si miramos a los antiguos, vemos que Pitá goras, hace dos m il añ os, ya se ocu pó de ella. Si en c ambio de se amos algo nue vo, soy yo ahora e l pri me ro que com unico esta materi a generalmente a todos los hom bre s. ¿Se desea algo importante? Nada hay mayor ni m á s amplio que e l Universo. ¿B úscase lo valioso? Nada hay m á s precioso ni má s bello que nuestro luminoso templo de Dios. ¿Qui érese descifrar lo escondido? Nada lo est á ni lo estuvo má s en la Naturaleza. Por lo ú nico que mi materia puede no gustar a todos, es porque su utilidad no salta a la vista
para el aturdido. Nuestro texto es e l libro de la Naturale za, tan alaba do por la Sagrada Escritura . Pablo lo rec omienda a los paganos para que en él vean a Dios reflejado como el Sol en las aguas o en un espejo. ¿Y por qu é nosotros, los cristianos, habr íamos de gozar me nos de tal lectura, ya que nue stra mi sión es la de adorar, honrar y a dmi rar a Dios de justa m anera? Al hacerlo, tanto mayor ser á nue stro recogimie nto, cuanto mejor entendamos la cre ación y su maje stad. En ve rda d, ¡cu á ntos cantos al Creador, al Dios verdadero, enton ó David, su verdade ro siervo! l nos en señ a a adorarlo contemplando el cielo con admiració n: "Los cie los proclama n la majest ad de Di os — dice David — . Miraré tu cie lo, la obra de tus manos, la Luna y las es tre llas que T ú hi ciste. Grande es nuestro Se ñ or, y gran de su poder ío; l cuen ta la multitud de las e strellas y las nom bra a todas por su nombre. " En otro pasaje, David, henchido por el Santo Esp íritu y por una santa alegría, invoca al Universo: "Load, cielos, al Se ñ or, loadlo, Sol y Luna", etc. ¿Tienen los cielos voz, la tienen las estrellas? ¿Pueden loar a Dios como los hombres? Cierto loan a Dios, por cuanto inspiran a los hombres pensamientos en su alabanza. Por esto en nuestras páginas dejamos que el cielo y la Naturaleza hablen y eleven su voz; y nadie nos reproche que, haci endo esto, nos consagramos a una labor van a e i n útil. No me detendr é en observar que mi tema constituye un valioso testimonio del hecho de la creaci ó n, que ciertos filó sofos han negado. Veamos, en efecto, que Dios ha in terveni do en la formación del Univer so si guie ndo un orden y una regla, asemej á ndose a un arquite cto humano y disponi éndolo todo de tal mo do que pudie ra creerse que, lejos de haber e l arte tomado por mo delo a la Natura le za, el propi o Dios se ha in spir ado para su creaci ón en los modos de c onstruir del futuro hombre. ¿O acaso habremos de apreciar el valor de las cosas divinas como si fueran un manjar, por el dinero que valen? Pero, me dir á n, ¿de qu é le sirve a un estómago ham brie nto el conocimien to de la Naturaleza, de qué toda la Astronom ía? Si n embargo, los hom bre s de e ntendimien to no e scuchan la necedad, que por sem e jantes razones quisie ra dese char todo e studio. Se re speta al pintor y al m úsico porque complacen a nue stros ojos o nue stros oídos, sin que por lo dem á s nos produzcan ni nguna utilidad. Y el goce que de las obras de tales artistas extraemos, no s ólo se considera lícito para el hombre, sino que incluso le sirve de gala. ¡Qu é incultura y qu é necedad sería la de envidiar al espíritu un goce para él ase quible y le gítimo, en tanto se lo conce de mos a ojos
54
y o ídos! Quien combate tal recreo, com bate a la Naturale za. ¿Pue s qué? ¿El Creador omnipotente, que ha traído a la Naturaleza a la existencia desde la nada, no ha dispuesto todo lo necesario para cada criatura, incluso una rica copia de adorno y de placer? ¿Deber ía ú nicamente e l espíri tu de l hombre, señ or de toda la cre ació n e imagen del propio Cre ador, quedarse, úni co entre todos los se res, pri vado de todo goce ? No nos pre guntamos qu é provecho obtie ne el pá jaro al canta r, pue sto que sa be mos que para él cantar es un placer, ya que para canta r fue crea do. Igualm ente debemos dejar de preguntarnos por qu é el hombre aplica tanto esfuerzo a desvelar los enigmas de los cielos. Nuestro Creador ha ajusta do e l espíritu a nue stros sentidos, y no lo ha he cho tan sólo para que e l hombre pue da as í ganar su sustento, ya que e sto lo consigue n mucho mejor muchas clases de seres vivos que no tienen más que un alma i rracional; lo ha he cho para que nosotros, a partir de la e xis tencia de la s cosas que v emos con nue stros ojos, nos re monte mos a las causas de su ese ncia y de su cambio, aun cuando esto no haya de re portarnos ning ún provec ho. Y as í como los dem ás se res, incluido el cuer po del hombre, se conse rvan en vida gracias a la comida y la bebida, e l alma del hombre , que e s dis tin ta del hombre e ntero, se conse rva en vida mediante aquel pasto de conocim ie nto, se enriquece y crece. Por ello, quien no encuentra en s í ninguna inclinaci ó n a tales cosas, m á s parece un muerto que un vivo. Y tal como la Naturaleza cuida de que a ningún se r le falte qué comer, pode mos deci r con buenas ra zone s que es tan grande la diversidad en los aspectos de la Naturaleza, tan ricos los tesoros escondidos en la mansi ón de los cie los, para que a la me nte h umana no le falte sustento fre sco ni sienta sacie dad de un m i smo manjar; y para que se pa sin inquietud que e n este mun do no ha de faltarle nunca un talle r para e l ejerci cio de su e spíritu. Los manjares que, por as í decir, yo he guardado en mi libro, tom ándolos de la rica mesa de l Creador, no pie rden valor por e l hecho de que a la m ayor ía de las ge ntes no les delei ten, o incluso les repugnen. El ganso es loado much o m á s a menudo que e l fais án, porque todo el mundo con oce a a quél, mientras que éste es ra ro; y sin em bargo, ning ún bue n conocedor te ndr á al fais án por m enos que e l ganso. Igualmente e l valor de mi tema se rá tanto mayor cuanto menos laudadores encuentre, mientras los que tenga sean entendidos. N o convie ne lo mi smo al populacho que a los pr ínci pe s; la Astronomía no e s una nutrición apta para todos sino s ólo para e l esp íritu que tiende a lo m á s alto, y ello no por mi culpa ni porque yo lo desee , ni tampoco por la naturale za de la s cosas ni por avaricia de Dios, sino porque la mayor ía de los hombres son necios y cobardes. Los pr ínci pe s, en sus banque te s, apartan y rese rvan un plato e specialmente delici oso, para comerlo ya ah ítos, precisamente para combatir la saciedad. An á logamente, los m á s nobles y sabios e ntre los hombres encontrará n place r e n estas y e n otras semejantes investigaciones pero no hasta que abandonen sus chozas y, m á s allá de aldeas, ciudades, pa íses e imperios, eleven su mirada hasta abarcar el magno imperio de la
55
tierra entera, con el fin de comprenderlo todo con certeza. Entonces, si estos hombres ven que no encuentran allí nada que pueda satisfacerles, por ser todo obra de los hombres, nada que posea e xi stencia pe rdurable, nada que pue da a placar su ham bre hasta saciarla, entonces s í que e n busca de algo mejor subir án de la tierra hasta los cielos, y el espíritu fatigado de los vanos cuidados se ba ñ ará en aquella gran calma, repitiendo: Feliz e l espíritu cuyo cuidado fuere e l de investigar toda cosa que se ha elevado a las alturas ce lestes. LUCRECIO
De e ste modo a prender á e l hombre a despreci ar lo que hasta entonces le pareciera de la mayor importancia, venerando en cambio aquella obra de las manos de Dios, y alcanzando me diante su contem plación el goce de una dicha pura y si n e storbo. Que los hombres menosprecien esta aspiración tanto y tan hondamente como quieran, que persigan fama, riquezas y tesoros; al astr ónomo le basta con la fama de haber escrito sus obras para los sa bios, no para los charlatan e s, los reye s ni los pastores de ca rneros. Afirmo sin temblar que siem pre habrá hom bres que e n su vejez sabr án o btener consuelo de tales obras, a sa ber, los hom bre s que ejercen su acti vidad p ública e n tal forma que luego su conciencia, libre de remordimientos, queda abierta para el goce de aquella dicha. Y sie mpre aparecerá un nue vo Carlos, como e l que siendo due ñ o de Europa busc ó en vano lo que, c on el coraz ón fatigado, hall ó e n la estrecha celda de Yus te; e l que e n medio de tantas fiestas, títulos, triunfos, riquezas, ciudades y reinos gozaba tanto con el planetario de Turriano, o mejor el que é ste compuso siguiendo a Pit ágoras y Cop érnico, que cam bi óel mundo e ntero por a quel in strumento, pre firien do utilizar lo para m edir las trayectorias en los cie los a gobernar con e l ce tro a los pueblos. Escri to e l 15 de mayo, cuando hac ía un a ñ o que había e mpezado mi labor. El humi lde si e rvo de vuestras Se ñ orías, Maestro Johannes Keplerus de W rttem berg, matem á tico en vue stra escuela de Graz. (J. KEPLER, Mysterium Cosmographicum, dedicatoria. )
No sólo considera Kepler a la Naturaleza como obra de Dios, sino que le parece necio ocuparse del mundo material sin tener a Dios en cuenta. Por medio de la cantidad, la mente del hombre concibe a la Naturaleza y reconoce su esencia espiritual. En una carta a Herwart von Hohenburg de fecha 14 de septiembre de 1599, se lee: "No toda intuici ón es falsa. Ya
56
que el hombre es una imagen de Dios, y muy bien puede ser que, acerca de ciertas cosas que son la gala del Universo, piense lo mismo que Dios. Ya que el mundo participa de la cantidad, y que el esp íritu del hombre (algo sobrenatural en la Naturaleza) nada entiende tan bien como precisamente
las
cantidades,
para
cuyo
conocimiento
ha
sido
manifiestamente creado". En el segundo cap ítulo del Mysterium Cosmographicum, que damos a continuaci ón, se afirma que lo corp óreo es comprensible mediante lo cuantitativo; de modo que lo cuantitativo constituye el punto de partida de una construcci ón conceptual mediante la cual la obra de Dios es asequible para la mente humana. Por ello se esfuerza Kepler, ante efe ctos observados a posteriori, mediante la experiencia ("como cuando un ciego guía sus pasos con su bast ón"), por deducirlos según razones a priori, derivadas de las causas.
Esbozo de mi demostraci ón capital Para llegar por fin a mi tema y reforzar mediante una nueva demostraci ó n la expuesta doctrina de Cop érnico sobre el nuevo universo, quiero resumir con toda bre ve dad la mate ri a de sde su pri nci pio. El cuerpo fue lo primero que Dios cre ó . Poseyendo esta noci ón, probablemente resultará bastante claro por qu é Dios creó primero el cuerpo y no otra cosa. Digo que Dios ten ía ante s í la cantidad; para realizarla, necesitaba todo cuanto pertenece a la esencia del cue rpo, con e l fin de que la cantidad del cue rpo e n cu anto cuerpo se haga en cierto modo forma y sea el primer apoyo del pensamiento. Que la cantidad fuera lo primero en adquirir existencia, lo quiso Dios para que se diera una distinci ón entre lo
curvo y lo recto. El Gusano y otros me parece n tan divinamente grandes só lo porque ha n sabido apreciar tanto la relaci ón entre lo recto y lo curvo, osando adscribir lo curvo a Dios, lo recto a la s criaturas. De modo que quienes se aplic an a concebir al Cre ador por la criatura, a Dios por el hombre, apenas puede decirse que hagan labor m á s ú til que quie ne s buscan lle gar a lo curvo por lo re cto, al c írculo por el cuadrado. ¿Por qu é, entonces, al a dornar el m undo, i nstituy ó Dios la distinci ón e ntre curvo y recto y la noble jerarqu ía de lo curvo? ¿Por qu é? Pues simplemente porque el mejor arquitecto debe formar una obra de la m ayor he rmosura. No es, en e fecto, posi ble , ni lo fue nunca (según dice Ci cer ón en su li bro Sobre el todo, siguiendo al Timeo de Plat ón), que el mejor haga otra cosa que lo m á s hermoso. Puesto que el Creador tenía en la
57
mente la i de a del Universo (hablo se g ún el modo hum ano, para que los hom bre s me comprendan), y puesto que la idea debe contener algo ya acabado y, seg ún dije, algo perfec to, para que se a tambi én perfecta la form a de la obra por re ali zar, e stá claro que, de acue rdo con aque llas le yes que e l propio Dios e n su bondad se prescr ibe a sí m ismo, Dios no podía tomar la idea del fundamento del mundo m ás que de su pro pia e sencia. Cu á n soberbia y divina es ésta, pue de ve rse me diante una doble consideraci ón, por una parte re flexi onando que Dios e s e n sí mi smo uno en esencia y trino e n personas, y por otra parte compará ndolo con las criaturas. Quiso Dios acuñ ar al m undo con aque lla imagen, aque lla idea. Para que e l Unive rso fuera el me jor y m á s hermoso posi ble , para que pudie ra re cibir la impronta de aque lla idea, el omnisciente Creador form ó la magnitud y concibi ó las cantidades, cuya entera esencia se halla en cie rto modo e ncerra da en la distinció n entre los dos conce ptos de lo curvo y lo recto; y precisamente, en la forma arriba expresada, lo curvo ha de re pre sentarnos a Dios. De modo que no ha de creer se que una distinció n tan apropi ada para la representaci ó n de Dios se haya instituido por azar, ni que Dios haya podido no pensar en ella, de tal modo que sean otras razones y otros motivos los que hayan formado a la magnitud como cuerpo, resultando luego sin mayor deliberaci ón y fortuitame nte la disti nci ón de lo recto y lo curvo y su se me janza con Dios. Lo verosímil, por el contrario, es que Dios, desde el primer comienzo, eligiera por expresa de cisión a lo curvo y lo recto para introducir en el Universo la divinidad del Creador; para hacer posible la existencia de aquellos dos conceptos, aparecieron las cantidades, y para que las cantidades pudieran ser comprendidas, cre ó Dios los cuerpos antes que ni nguna otra cosa. Veamos ahora có mo el perfecto Creador ha aplicado dichas cantidades en la edificació n de l Universo, y lo que nue stras consi deraciones nos pe rmiten s uponer com o pro ba ble a cerca de su pr oceder. Com pararemos de e ste modo a las antiguas con las nuevas hipótesi s, dando la palma a la que la me re zca. Que el conjunto del Universo se encierra en una forma esf érica, ya lo expuso Aristóteles con suficiente detalle (en el libro 2° Del cielo), apoyando en parte su demostraci ón en la suprema significaci ón de la superficie e sf érica. Por la m ism a razón, la e sfera e xte rior de las e strellas fijas posee todav ía hoy dicha forma, aunque no tenga ningún movimie nto; el Sol, que es su centro, se e ncierra por as í deci r en su m ás íntimo seno. Que las demá s trayectorias son redon das, resulta de l movimie nto circular de las estrellas. Que lo curvo ha encontrado aplicaci ón para el ornamento del Universo, no ne cesita por lo tanto de ma yor demostraci ón. Pero mientras que en e l mundo vemos tre s especies de cantidades, a saber, forma, n úmero y contenido de los cuerpos, s ó lo encontramos a lo curvo en la forma. Con e l contenido no tie ne que ver, ya que un obje to inscrito en otro semejante y concéntrico con éste (por ejemplo la esfera en la esfera, el
58
círculo en e l círculo), o lo t oca en todas partes o e n ning ún punto. A lo e sf érico, siendo como es una cantidad absolutamente singular, no puede corresponderle m á s n úmero que e l tres. Por consiguiente, si Di os, al crear el mundo, no hu bi era ate ndido m á s que a lo curvo, no ha br ía e n nue stro Universo m á s que e l Sol en el ce ntro, imagen de l Padre, las estrellas fijas o el agua de la ley mosai ca e n la superfi cie, i magen del Hij o, y e l éter celeste llená ndolo to do, e s decir la e xte nsió n y el firmamento, ima gen del Santo Esp íritu. Per o como existen las estre llas fijas en innumerable m ultitud y las estrellas errantes en n úmero bien definido, y que las magnitudes de las trayectorias celestes son distintas, debemos necesariamente buscar las causas de todo esto en el concepto de lo recto. Te ndríamos que a dmi tir pues que Dios hubie ra hecho el m undo a ojo de buen cu ber o, mientras tenía a su disposici ón los mejores y m á s racionales planes; y nadie me convencerá de que as í ocurrie ra, ni siquiera para e l caso de las e strellas fijas, cuyos lugares nos parecen sin embargo de lo m ás fortuito, como el de las semillas al ser arrojadas e n el campo. Pasemos pue s a las cantida de s re ctas. As ícomo antes e scogimos a la e sfera por ser la m ás perfecta cantidad, nos orientaremos en seguida a los cuerpos, ya que son las m ás perfe ctas entre las cantidade s re ctas, y poseen tre s dime nsiones. Que la idea del mundo es perfecta, no cabe dudarlo. A las l íneas y superficies rectas, por ser infinitas en n úmero y por ende indomables para ninguna ordenaci ó n, las dejaremos fuera del mundo finito, ordenado y perfecto. Probaremos pues los cuerpos, de los que existen in fini tas clases, dis tinguiendo a algunos por cie rtas característic as; me refie ro a los que tienen aristas o caras o á ngulos i guale s entre sí, aislados o por pares o se gún cualquier otra regularidad, de modo que por este camino se pueda razonablemente llegar a algo finito. Ahora bie n: una especie de cue rpos definida por dete rminadas condici ones, aunque se componga de un n úmero finito de tipos, da lugar a una e norme multiplicidad de cue rpos individuales; aná logamente, a ser posible, procurare mos utilizar los á ngulos y los ce ntros de las caras de aque llos cue rpos para re pre sentar la multiplici dad, la magnitud y la posici ó n de las e strellas fijas. Pero si e llo supera ra a las fuerzas de un hombre, dife riremos la justific ación de l n úmero y la posici ó n de las e strellas fijas hasta que alguien pueda dar el n úmero y la magnitud de todas ellas sin excepci ón. Dejemos pues a las estrellas fijas al cuidado del arquitecto omnisciente, único que conoce su n úmero y las nombra a todas con su nombre, y dirijamos nuestra mirada a los astros errantes, m á s cercanos y me nos numerosos. Si , fin almente, hacemos una selecci ó n en tre los cuerpos, desde ñ ando a toda la masa de los irregulares y qued ándonos s ólo con aquellos cuyas caras tienen todas iguales
á ngulos y la dos, tene mos a los ci nco cuerpos re gulare s, que los griegos bautizar on con los siguientes nombres: el cubo o hexaedro, la pir á mide o tetraedro, el dodecaedro, el icosaedro y el octaedro. Que no hay m ás que estos cinco, se ve en Euclides, libro XIII,
59
corolario al teore ma 18. Puesto que el nú mero de tales cuerpos está bien determinado y es muy peque ñ o mientras que las clases de los dem á s son innumerables o infinitas, deben darse en el mundo tam bi én dos clase s de astros, que se di stin gan por alguna se ñal evidente (como es la de l reposo y el movi miento); una de las clases ha de li mitar con el infinito, como el n úmero de las e strellas fijas, e n tanto que la otra ha de e star estrechamente deli mitada, como el n úme ro de los planetas. No es éste el lugar de de sentrañ ar las razones por las que éstos se mueven y aqu éllas no. Pero admitiendo que los planetas requieren el movim iento, se sigue que, para conservarlo, de be n posee r traye ctorias redondas. Llegamos pues a la trayectoria circular por el movimiento, y a los cuerpos por el n úmero y la magnitud. No tenemos m á s remedio que decir con Plat ón que Dios hace , ya que al forma r las estrellas erra ntes adscri bi ó cuerpos a los siempre geometr ía
círculos y c írculos a los cuerpos hasta que no qued ó ningún cue rpo si n provee r con círculos m ó viles, tanto en su i nte rior como e n su exte rior. En los teore mas 13, 14, 1 5, 16 y 17 del li bro XIII de Eucli des se ve cuá n grandemente aquellos cuerpos está n naturalmente adecuados para dicho proceso de inscripci ó n y circunscripci ón. Si luego los cinco cuerpos se imbrican unos en otros, introduciendo c írculos entre ellos y para cer rar exteri ormente e l conjunto, se obtie ne precisam e nte el núme ro de se is c írculos. Por l o tanto, si alguna época ha expuesto e l orden del mundo sobre e l fundame nto de que se dan seis trayectorias m ó viles alrededor del inmó vil Sol, no cabe duda de que dicha época nos ha legado la verdadera Astronom ía. Pues bien, precisamente tiene
Cop ér nico seis trayectorias de aquella especie, las cuales se hallan dos a dos en tales í relaciones rec procas, que aquellos cinco cuerpos enca jan entre ellas del modo m á s . Hay que escuchar por perfecto; é ste es el contenido de la siguiente exposici ón
consi guie nte a Copérnico hasta que alguie n aporte una hi pó tesi s que coincida me jor con nuestras reflexiones filosóficas , o hasta que alguien nos ense ñ e a cree r que tanto en los n úmeros como en la mente humana haya podido deslizarse por pura casualidad algo que se infiere de los principios de la Naturaleza directamente y seg ún la mejor ló gica.
¿Qu é, pues, podr í a haber m á s admirable, qu é podr í a imaginarse m ás convincente que el enos, de los efectos, a hecho de que lo que Cop é rnico hall ó partiendo de los fen óm
posteri ori , como cuando un ciego gu ía sus pasos con su bast ó n (seg ún é l mismo le dijo sin
ambages a R ét ico), lo que estableci ó y demostr ó m á s por una feliz casualidad que por ica, de que esto, digo, haya podido inferirse por razones obtenidas a priori, buena l óg
partiendo de las causas, de la idea de la creaci ó n, y quedando demostrado y indudable? comprendido del modo m ás
(J. KEPLER, Mysterium Cosmographicum, Capítulo II. )
60
Para el lector de hoy, que pone a la ciencia de la Naturaleza en conexi ón con muy precisas concepciones, dos cosas saltan a la vista: 1.
La ciencia natural no es de ning ú n modo — para Kepler — un medio
que sirva a los fines materiales del hombre ni a su t é cnica, con cuya ayuda pueda sentirse menos incómodo en un mundo imperfecto y que le abra la vía del progreso. Por el contrario, la ciencia es medio para la elevaci ón del espíritu, una vía para hallar reposo y consuelo en la contemplaci ón de la eterna perfecci ón del Universo creado. 2.
En estrecha conexión con lo anterior se encuentra el sorprendente
menosprecio de lo emp í rico. La experiencia no es más que un fortuito descubrir hechos que mucho mejor pueden ser concebidos partiendo de los principios aprior ísticos. La completa coincide ncia entre el orden de las "cosas del sentido", obras de Dios, y las leyes matemáticas e inteligibles, "ideas" de Dios ,es el tema básico del Harmonices mundi. Motivos plat ó nicos y neoplat ó nicos llevan a Kepler a la concepci ó n de que leer la obra de Dios — la Naturaleza — no es m á s que descubrir las relaciones entre las cantidades y las figuras geom é tricas " .La Geometría, eterna como Dios y surgida del espíritu divino, ha servido a Dios para formar el mundo, para que éste fuera el mejor y más hermoso, el má s semejante a su Creador. "
OBRAS: Kepleri opera omnia, ed. Chr. Frisch, 8 vols., 1858-1871; Mysterium
Cosmographicum, 1586; Ad Vitellionem paralipomena, 1604; Astronomia nova, 1609; Dissertatio cum nun tio si de re o, 1610; Dioptrice, 1611; Harmonices mundi, 1619; Epitome Astronomiae Copenicanae, 1618 (li bros 1-3) y 1620 (li bro 4): J. K. in seinen Briefen, publ. por M. Caspar y W. v. Dyck, vols. 1 y 2, Munich, 1930. ESTUDIOS : M. Caspar, Bibliographia Kepleriana, 1936; K. St ckl, Kepler-Festschrift, 1.
» parte, 1930; M. Caspar, J. K., 2.
a
ed., 1950; Id., J. K's wissenschaftliche und
philosophische Stellun g, 1935; Id., Kopernikus und K., 1943; Id., "J. K. ", en Dos deutsche in der deutsche Philosophie, 1941; E. F. Apelt, J. K. 's astronomische Weltansicht, 1849; L. G nther, K. und die Theologie, 1905; H. Zaise r, K. als Philosoph,
61
1932; K. Hildebrandt, Kopernikus und K., 1944.
2. GALILEO GALILEI (15-II-1564 - 8-I-1642) Galileo es aproximadamente coetá neo de Kepler; sin embargo, en sus obras se respira ya un aire distinto. En ellas irrumpe ante nosotros el pensamiento cient ífico moderno. Cuando el científico ahonda en el estudio de determinados fen ómenos naturales, se da cuenta de que ciertos procesos pueden ser desprendidos de su conexi ó n con la totalidad de la Naturaleza, y luego definidos y desarrollados matem á ticamente. Las ciencias de la Naturaleza ofrecen conclusiones necesarias y generales, de modo que no cabe en ellas el albedrío de los hombres. En el Dialogo dei Massimi Sistemi (vol. I, p. 288, Florencia, 1824), se lee que la Naturaleza no crea primero las mentes humanas y luego las cosas para que se acomoden a aqu éllas, sino al revés. A todo discurso debe preceder la observaci ó n, el experimento: luego, los sentidos se hacen preeminentes en tanto que instrumentos. De ello se deduce que sólo podemos conocer a la Naturaleza en los límites de ciertos sectores de la misma. Los hombres que no se acomodan a esta circunspecci ón en la observaci ón y descripci ón encerrada en ciertos límites, se condenan a no saber nada. La experiencia ha de registrar las propiedades de los cuerpos, para que la definición coincida con el fen ómeno. En una carta a Carcarille de 5 de junio de 1637 (vol . VII ,p. 156, Florencia, 1855), se lee : Si lue go la e xperiencia muestra que las propie dades que nosotros de dujim os se confirman para la ca ída libre de los cuerpos naturales, podemos afirmar sin peligro de error que el concreto movimiento de caída es el mismo que nosotros de finim os y pre supusi mos; si no es aquél e l caso, nue stras demostraciones, cuya validez se refería pura y simplemente a nuestras presuposiciones, no pierden nada de su fuer za ni de su rigor, tal como a los teore mas de Arquímedes sobre la espiral no les da ñ a en lo má s mínimo el hecho de que no se encuentre en la Naturaleza ning ún cue rpo dotado de un movim ie nto espir iform e.
62
Estas palabras expresan con claridad y concisi ón admirables uno de los principios fundamentales del pensamiento cient ífico moderno: el principio de la alternancia entre las hip ó tesis y la experiencia .La mente humana desarrolla presuposiciones para la observaci ón de la Naturaleza, y debe hacerlo en forma matemá tica y con rigor lógico. Pero este rigor no implica nada acerca de la efectiva realizaci ón en la Naturaleza de aquellas conexiones presupuestas. Para alcanzar el rango de leyes naturales, las presuposiciones deben ser transformadas en hip ó tesis, aplicadas a la experiencia y por é sta verificadas. Las presuposiciones que en s í son lógicas y matemáticas, pero que no corresponden a nada en la Naturaleza, no quedan menoscabadas en su rigor, pero no constituyen leyes naturales. Ya Leonardo da Vinci (1452-1519) rechaz ó toda forma de pensamiento que no partiera del criterio de la observaci ón; de todos modos, la mera observaci ón no es bastante; no se hace fecunda hasta que se la realiza sobre un proyecto hipotético, cuyas hip ótesis precisamente ha de verificar la experiencia. Por ello afirma Leonardo que donde hay resultados experimentales ha habido tambi én principios racionales (ragioni),
que
han
constituido
el
punto
de
partida
de
nuestra
interrogaci ón de la Naturaleza. Luego, lo que la experiencia muestra no es nunca más que una limitada respuesta de la Naturaleza. Donde hay principios racionales, es posible formularlos matem á ticamente. Ya para Leonardo es la matemática el má s importante lazo entre la mente humana y la realidad natural. La gran novedad de la época es que deja de interesarse por la mera observaci ón de la Naturaleza; no tiene ya valor m ás que una observaci ó n realizada a partir de principios determinados, y en cuyo curso se aplican precisas normas de pensamiento. No otra, pues, que la observaci ón experimental, destinada a verificar si y en qu
é medida ciertas
concepciones te óricas concuerdan con la experiencia . Galileo distingue entre la comprensión extensiva de los fen ómenos y la intensiva, entendiendo por esta última el progresivo avance de la ciencia
63
moderna, mientras que la primera significa la aprehensión inmediata de la totalidad en su principio, de modo que en último té rmino sólo a Dios está reservada.
a) Galileo se def iende frente a la tradici ó n Para realizar sus ideas y sus ideales metódicos, Galileo hubo en primer lugar de defenderse frente a las posibles objeciones de la tradici ón cristiana y a los representantes de la ciencia seudoaristot élica. En su cé lebre carta a Elia Diodati, as í como en varios pasajes del Dialogo dei Massimi Sistemi, resuena el patético eco de sus esfuerzos por liberarse de una tradición petrificada: Florencia, 15 de enero de 1633. Si yo pregunto de quié n son obra el Sol, la Luna, la Tierra, los astros, sus movimientos y posiciones, es de suponer que se me contestar á: son obra de Dios. Si yo pregunto luego quién es el autor de la Sagrada Escritura, sin duda se me contestar á que es obra del Espíritu Santo, es decir, obra tambié n de Dios. Si finalmente pregunto si el Esp íritu Santo, para acomodarse al entendimiento de la masa generalmente ineducada, necesitaba emplear frases que e videntemente son contrarias a la verdad, estoy seguro de que, con el apoyo de la autoridad de todos los escritores sagrados, se me contestar á que en efecto a ello estaba obligada la Sagrada Escritura, ya que en cien pasajes contiene frases que, tomadas literalmente, está n llenas de herejías y pecados, presentando a Dios como un ser henchido de odio, arbitrariedad y frivolidad. Pero si se me ocurre preguntar si Dios ha alterado alguna vez sus obras para acomodarse al entendimiento de la masa, o si no es m á s bien cierto que la Naturaleza, invariable e inasequible a los deseos humanos, ha preservado siempre la misma clase de movimientos, formas y posiciones en el Universo, estoy seguro tambié n de que se me contestar á que la Luna ha sido siempre redonda, por más que durante mucho tiempo se la tuviera por plana.
64
Para decirlo en una frase: nadie sostendr á que la Naturaleza se haya modificado para acomodar sus operaciones a la opini ón de los hombres. Si ello es as í, pregunto yo, ¿por qué , cuando deseamos conocer las diferentes partes del Universo, habr íamos de investigar las palabras de Dios en vez de sus obras? ¿Son acaso los hechos menos nobles que los dichos? Si alguien promulga que es herejía decir que la Tierra se mueve, y si luego la demostraci ón y la experiencia nos prueban que en efecto se mueve, ¡en qué dificultad se encontrar á la Iglesia! En cambio, si en los casos en que las obras no se muestran de acuerdo con las palabras, se considera como secundaria a la Sagrada Escritura, poco da ño habrá de causarse; bastantes veces se ha acomodado su texto a la opini ón de la masa, atribuyendo a Dios propiedades enteramente falsas. Por ello, digo yo, ¿por qué nos empeñamos en que cuando habla del Sol y de la Tierra se exprese con tanto acierto? imos Di ál ogo sobre los dos sistemas m áx
Jornada primera SAGREDO : Siempre me ha parecido la mayor soberbia querer tomar a la humana
capacidad de concebir como suprema regla de lo que la Naturaleza es capaz de obrar, sie ndo así que, por e l contrari o, no se da e n la Naturaleza ningún fenóme no, ni si quiera el m á s insignificante, cuyo completo conocimiento pudiere ser alcanzado por la m á s profunda meditaci ó n. La fr ívola fatuidad de querer entenderlo todo sale tan s ó lo de la completa care ncia de cualquier conocimiento. Si uno hubiera i ntentado una s ola vez entender perfectamente una cosa, y hubiera llegado a gustar ve rda dera mente c ómo está hecho el saber, se dar ía cuenta de que no entiende ninguna de las dem ás infinitas verdades. SALVIATI: Lo que de c ís e s innegable. S írvenos de e jem plo quie nes comprende n o han
comprendido algo: cuanto m á s sabios s on, tanto m ejor se dan cue nta de que poco sa ben y m ás francamente lo confiesan. El m á s sabio hombre de Grecia, a quien el orá culo designó como ta l, dec ía a m enudo darse cuenta de que nada sabía. SIMP LICIO : De suerte que o S ócrates o el or áculo tienen que haber mentido, ya que
é ste alaba a aqu é l por ser e l m á s sabio, mi e ntras que aqué l di ce no saber n ada. SALVIATI: No es ne cesario ni lo uno ni lo otro, ya que ambos dichos pueden se r ciertos.
El or á culo llama a S ócrates e l má s sabio de los hom bre s, cuyo sa ber e s fini to. S ó crates
65
confiesa no saber nada compar ándose con e l saber absoluto, que e s infinito. Lo mucho no es una parte del infinito mayor que lo poco o la nada, tal como, por ejemplo, para obtener un número infinito tanto vale sumar miles como cientos o ceros, y por eso se daba muy bien cuenta S ó crates de que su limitado saber no era nada ante el saber infinito, de que care cía. Pe ro como entre los hom bre s se da de to dos m odos ci e rto saber, desigualmente repartido entre ellos, S ó crates pod ía poseer una parte mayor que los dem á s, y justifica r la re spue sta del orá culo. SAGREDO : Creo que entiendo perfectamente este punto. Los hombres, se
ñor
Simplicio, poseen aptitud para obrar, pero no todos en igual medida. Est á claro que e l poder ío de un em perador e s mucho mayor que e l de un si mple ciuda dano, pe ro ni uno ni otro son nada ante la omnipotencia divina. Unos entienden de agricultura m á s que otros; pero ¿qui én posee el arte de plantar una vid, y a dem á s de hace rle echar raíces, de proporcionarle su nutrici ón, de escoger una parte de ella para formar las hojas y otra para los s arm ientos, y en fin otra para los racim os y para la pulpa o la pi el de las uvas ?; y todo e sto, si n em bargo, lo pue de la Naturaleza omnisciente. No e s más que una e ntre las innumerables opera ciones que ella lleva a cabo, per o ya es una mue stra de un arte infi nito; de ah í puede infe rirse que el saber divi no es i nfini tas veces infinito. SALVIATI: Otro e jem plo. ¿No e s cie rto que e l arte de descubrir una soberbia estatua en
el se no de un bloque de m á rmol ha e levado al geni o del Buonaroti muy por encim a de los vulgares e spíritus de otros hom bre s? Y sin e mbargo una tal obra n o es m á s que una imitació n exte rna y superficia l, de un gesto y una actitud úni cas de un hombre in móvil. ¿Qu é e s e sto comparado con e l hom bre tal como lo ha f ormado la Naturaleza, con tantos
órganos externos e i nternos, con tal multitud de m úsculos, tendones, nervios, huesos, que ha cen posi ble tanta diversidad de movi mien tos? ¿Y qu é dir emos de los sentidos, de las facultades del alma y, finalmente, de la raz ó n? ¿No es justo concluir que esculpir una e statua tiene un valor mucho me nor que formar un hombre vivo, o incluso el m á s despreciable de los gusanos? SAGREDO : ¡Y qu é diferencia debi ó de haber en tre la paloma de Arquitas y una paloma
natural! SIMPLICIO: Pero teniendo en cuenta que se dice que los hombres est án dotados de
raz ón, en vuestras palabras se encierra una manifiesta contradicci ó n. Pensá is que la raz ón es una de las mayores superioridades del hombre, tal vez la suprema, y sin embargo dec ís con S ó crates que la razó n no es nada. Hay que concluir, pues, que la Naturale za no ha sabido h ace r un hombre c apaz de s aber. SALVIATI: Muy aguda e s esta o bjeci ón. Para refutarla, debemos hacer una distinci ón
filosófica, que el concepto de entendimiento se dice en dos sentidos, a saber, uno intensivo y otro extensivo. Extensivamente, e s deci r, e n re lació n a la multitud de las cosas por conocer, cuyo n úmero es infinito, la raz ón humana no es nada, ni lo ser ía
66
aunque conociera mil verdades, ya que un millar no es m á s que cero en comparaci ón con lo infini to. Pe ro si consideramos al entendi miento intensi vamente, en cuanto esta expresió n significa la intensidad o perfecci ón en el conocimiento de una verdad cualquiera, afirmo que el intelecto del hombre concibe algunas verdades tan perfectamente y está tan absolutamente seguro de ellas como pueda estarlo la Naturaleza. Son ejemplos los conocimientos matemá ticos puros, a saber la Ge ometría y la Aritmética. Cierto que la mente divina conoce muchas má s ve rdades matemá ticas, pue sto que las conoce todas. Pero el conocimie nto de las pocas que la me nte humana ha entendido, creo posee una certeza obje tiva igual a la del conocimie nto divi no; ya que ha llega do a aprehe nder su ne ce sidad, y un grado mayor de ce rte za no pue de da rse . SIMPLICIO: A esto le llamo ha blar con pre sunci ón y osadía. SALVIATI: Estas proposiciones son generalmente conocidas, y enteramente libres de
toda sospecha de soberbia u osad ía. No van de ning ún mo do contra la omni sciencia divi na, tal como no se ataca a la omni potencia divina cuando se dice que Dios no podr ía hacer que lo ocurri do no hu bie ra ocurri do. Per o barrunto, señ or Simplicio, que vuestro recelo procede de haber entendido en parte mal mis palabras. Por consiguiente, para expresarme mejor, explicaré que de sde lue go la ve rda d cuyo conoci miento proporcionan las demostraciones matemáticas es la misma que conoce la divina sabidur ía; pero otorgar é que e l modo como Dios c onoce las innume rables verdades, unas pocas de las cuales son las alcanzadas por nosotros, es muy superior al modo nuestro. Nosotros avanzam os de conclusió n en conclusió n mediante progresivos aná lisis, mie ntras que El comprende por pura intuici ó n. Nosotros por ejemplo, para obtener el conocimiento de algunas de las in fi nitas propie dade s de l círculo que l posee , partimos de una de las má s sencillas, la sentamos como definici ón de aquella figura y pasamos mediante el razonamiento a una se gunda propie da d, de ésta a una te rcera , luego a una cuarta, y as í suce sivamente. El inte le cto divi no, en cambio, por la me ra constitució n de su e sencia y sin ninguna operaci ó n temporal, conoce la infinita abundancia de las propiedades del círculo. En el fondo, las propiedades de una cosa est á n virtualmente contenidas en su definició n, y aunque infinitas en n ú mer o, pue de que e n su esencia y en la me nte di vina constituyan una unidad. El propio esp íritu del hom bre n o deja de sa be r algo de e sta suerte de conocimiento, aunque só lo lo adivine tra s un e speso velo de nie bla, el cual, por decir así, se hace má s claro y transparente cuando dominamos ciertos razonamientos que nos han sido rigurosamente demostrados y hemos asimilado tanto que podemos pasar de uno a otro con toda cele ridad. ¿Pue s qu é, el teorem a por ejem plo que dic e que el cuadrado de la hipotenusa e s igual a la suma de los cuadrados de los catetos, no es en el fondo el mismo teorema que dice que paralelogramos de igual base y comprendidos entre paralelas son iguales? ¿Y esto, al cabo, no es lo mismo que decir que dos superficies son iguales si se recubren perfectamente, de modo que ninguna de ellas
67
desborde a la otra? Tales pasos, para los cuales nuestra mente requiere tiempo, el intelecto divino los realiza en un instante, como la luz, o lo que es lo mismo, siempre está n simultá ne amente presente s en él. De e llo infie ro que nue stro entendimiento, tanto en lo que c oncierne al modo como al n úmero de sus c onocimientos, es m uy inferior al divino. Pero no lo menosprecio hasta el punto de tenerlo por una pura nada. Por el contrario, cuando reflexiono y veo cuá ntas y cu á n admirables cosas los hombres han entendido, investigado y ejecutado, percibo con toda claridad que la mente humana es ve rdaderam ente una obra de Di os, y sin duda una de la s m á s sublim es. SAGREDO : Muy a menudo me he sumido en reflexiones sobre este tema de que
habl á is, el de la penetraci ó n de la mente humana. Y cuando recorro las muchas mar avillosas invencione s de la humanidad e n las artes y las cie ncias, y lue go considero mi propio saber, que no me capacita de ning ún modo para inventar nada, ni siquiera para entender lo que otros inventan, entonces me sobrecoge el asombro, caigo en la desesperaci ón y me considero casi desdichado. Cuando contemplo una hermosa estatua, me digo: ¿cu á ndo aprender á s a extraer de un bloque de m ármol un n úcleo como éste, a descubrir la so be rbia forma que esconde?, ¿o a me zclar varios colores y extenderlos sobre un lie nzo o un muro , de mo do que representen e l entero reino de las cosas visibles, como hacen Miguel nge l, Rafael, Tizi ano? Si medi to sobre e l modo como
los hom bre s han apre ndi do a divi di r los i ntervalos musica les y han da do pre ce ptos y reglas para utilizarlos con el fin de proporcionar una maravillosa delicia al o ído, ¿c ómo cesar de asombrarme? ¿Y los muchos distintos instrumentos? ¡De qu é admiració n colma la le ctura de los e xcelentes poetas a quie n sigue atentamente la i nve nció n y el desarrollo de sus i de as! ¿Y qu é dire mos de la Arquite ctura, de la N á utica? Pero a to das estas invenciones super ó el genio de aquel que hall ó el medio de que podamos comunicar nuestros pensamientos a otros, por muy lejanos que se encuentren en el espacio o en el tiempo, de hablar a los que viven en la India, a los que todav ía no han nacido, que tardar án miles y decenas de miles de a ños en nacer. ¡Y con qu é facilidad! Mediante ciertas combinaciones de una ve intena de signos en una hoja de pa pe l. Esta invenció n puede vale r como cum bre de todas las prodigi osas invenciones de los hombres, y a la ve z damos ocasi ó n para conclui r nuestra conver sació n hoy. El calor del día ha pasado, y el se ñ or Salviati gozar á , pi enso, aprove chando el fres co para un pase o en góndola. Ma ñ ana os e spe ro a am bos para prosegui r e l di á logo interrumpido.
Jornada segunda SALVIATI: Ayer nos apartam os tanto de la v ía recta de nuestra discusión, y lo hicimos
tantas veces, que dif ícilmente conseguiré sin vuestra ayuda encontrarla de nuevo y prolongar e l bue n sur co.
68
SAGREDO : Compre ndo muy bie n que os encontr éis un poco desorientado, teniendo
como tenéis la men te ocupa da tanto e n lo ya di cho como en lo que nos que da por deci r. Yo, e n cambio, que siendo un m ero oyente no ne ce sito guardar e n la me moria m á s que lo ya ex puesto, espero poder dese ntrañar los hilos de nuestra pesquisa, mediante un breve re sumen de lo ya dicho. Si no me falla, pues, la me moria, lo que ayer nos ocup ó pri nci palmen te fue e l examen detallado de cu ál de las dos o pi ni ones era más probable y razonable : la que di ce que la sustan cia de los cuerpos celestes es i mposi ble de fabricar, in de structible , invariable, in sensible , en fi n, aparte las variacione s de lugar, ajena a todo cam bi o, y por consi guiente representa un quinto e lemen to comple tamente dis tinto de nuestros cuerpos elementales, que son susceptibles de fabricaci ón, destructibles y variables; o la otra opini ón, que califica de error tal desproporci ó n entre las partes del Universo, atribuye ndo a la Tie rra las mismas ve ntajas que a los restante s cuerpos que componen el Universo, de modo que la Tierra viene tambi én a se r una esfera en libre movimiento, como la L una, J úpite r, Venus u otro plane ta cualquiera. Luego observam os much as semejanzas de detalle entre la Tierra y la Luna, viendo que e n efecto aqu élla se parecía m ás a la Luna que a los dem á s planetas, probablemente a causa del conocimiento má s preciso y sensible que de la Luna, debido a su menor alejamiento, poseemos. Tras llegar finalmente a reconocer que esta segunda opini ó n es la que pose e una mayor verosimilitud, la buena consecuencia, creo, pide que examinemos la cuestión de si hay que tener a la Tierra por inm óvil, según han cre ído hasta ahora los m ás, o por m óvil, según creyeron algunos filósofos de la Antig edad y opinan algunos mode rnos; y si e s móvil, hay que ver qué suerte de movim iento posee . SALVIATI: Ya recuerdo ahora e l camin o que recorrim os. Pe ro antes de que sigam os
adelante, quisiera permitirme una observaci ón sobre vuestras últimas palabras. Dec ís que habíamos llegado a la conclusi ó n de que la opini ón que e qui para a la Tie rra con los otros cuerpos celestes es más verosímil que la opuesta. Esto no lo afirmé yo, e igualmente me abstendr é de consi derar como dem ostrada n i nguna de las doctrina s en discusió n. No me he pro puesto m á s que expresar las razone s y o bjeci ones en pro y e n contra de ambas teor ías, las dificultades y el modo de salvarlas, seg ún otros han desarrollado ya, con alguna novedad que he hallado tras larga reflexi ó n. Pero el juicio fina l lo dejo para otros. SAGREDO : Me dej é arrastrar por mi creencia personal. Creyendo que los dem á s
hab ían de pensar como yo, he generalizado lo que deb í decir con toda limitaci ó n. Realme nte soy culpa ble de un a falta, ya que n o conozco la opini ó n de l señ or Si mplicio, aquí presente. SIMPLICIO: Confieso que he pasado la noche reflexionando so bre nuestra discusi ón de
aye r, y creo que en verdad hu bo en e lla mucha s cosas hermosas, nuevas y acer tadas. A pesar de todo, me convence má s e l pare cer de tan grandes escri tore s, y especi almente...
69
Mene á is la cabeza, se ñ or Sagre do, y sonre ís, como si yo dijera algo extravagante . SAGREDO : Cierto que he sonre ído, pero debéis creer que me ha costado un gran
esfuerzo no echarme a re ír a carcajadas, porque me hab éis recorda do un i ncidente muy divertido, de que fui testigo hace algunos a ñ os, junto con otros se ñ ores amigos míos, cuyos nombres podr ía mencionar. SALVIATI: Mejor será que nos cont éis la historia, ya que de otro modo el se ñor
Simplici o podr ía quedar con la i mpresión de que son sus palabras lo que os ha he cho sonre ír. SAGREDO : Se a. Me encontraba un d ía en casa de un médico muy famoso en Venecia,
a cuyas lecciones acud ía mucho público, unos por deseo de estudiar, otros por la curiosidad de ver ejecutar una disecci ó n por la m ano de un anatomista tan re almente instruido como cuidadoso y h ábil. Aquel d ía, pues, ocurri ó que buscamos la ra íz y el comienzo de aquel ne rvio que e s la base de una c éle bre polémi ca entre los m édi cos de la escuela de Galeno y los peripat éticos. Cuando el anatomista mostr ó có mo el tronco pri nci pal del ner vio, parti endo del cerebro, recorr ía la espalda, se e xtendía por la e s pina dorsal y se ramificaba por to do e l cuerpo, y que s ólo un hi lo muy fino llega ba al c oraz ón, se volvió a un caballero conocido como peripat ético, en cuyo honor hab ía él hecho su demostraci ón con extraordinaria m etic ulosi dad, y le pre gunt ó si se había convenci do de que los nervios se originan en el cerebro y no en e l corazó n. A lo que nuestro filó sofo, tras meditar unos instantes, contestó : "Lo hab éis mostrado todo con tanta claridad y evidencia, que si no se opusie ra a ello el te xto de Ari stó teles, quien expresamente dice que los nervi os nacen en e l corazón, no ha br ía m á s re me dio que daros la razón". SIMPLICIO: Debo recordaros que aquella pol émica sobre e l origen de los nervios está
muy lejos de haberse decidido con tanta claridad como muchos acaso se figuran. SAGREDO : Y es de su poner que nunca lle gará a deci dir se , porque nunc a faltar á n tales
contraopinantes. Pero esto no le quita nada de su extravagancia a la respuesta del peripatétic o, ya que éste , ante la evidencia experime ntal, no opuso otras e xperie ncias, ni siquiera razones sacadas de Arist óteles, sino que se contentó con su autorida d, con e l mero ipse dixit. SIMP LICIO : Si Aristóteles ha a lcanzado tan gran de nombradla, se de be
únicamente a
sus concluyentes demostraciones y a sus profundos estudios. S ólo que hay que entenderle, y má s que entenderle, estar tan versado en sus escritos, que uno pueda recorrerlos con una s ola ojeada, tenie ndo sie mpre presentes e n la mem oria cada una de sus palabras. El fil ósofo no escri bi ópara la m asa ni se ocup óde e xponer sus razone s en forma elemental ni de enumerarlas con los dedos de la mano. A veces sigue un orden desconcertante, dando la prueba de cierta afirmaci ón en alg ún capítulo que en apariencia trata de mate rias completamente disti ntas. Para esto si rve tener un a visió n total de to da la o bra: para poder com bin ar e ste pasaje con aque l otro, com parar e ste
70
pasaje con un o muy le jano. No ca be duda de que quien posea tal aptitud, e ncontrar á e n sus e scri tos demostraci ones de todo lo cognoscible, ya que todo está en e llos. SAGREDO : Pues bien, caro se ñ or Simplicio, puesto que no os desagradan las
mescolanzas de mate ria, y quer éi s alcanzar la quin taesencia mediante la comparaci ón y combinaci ón de pedacitos, yo voy a adoptar el procedimiento que vuestros agudos colegas aplican al texto de Aristóteles, y operando as í con los versos de Virgilio o de Ovidio, juntar é viruta con viruta y explicar é todos los fen ómenos y misterios de la Naturaleza. ¿Pero para qu é ne cesito a Virgi lio o a otro poeta cualquie ra? Me basta con un librito mucho m á s breve que e l Aristóteles y e l Ovidio, un librito que ve rda derame nte contiene todas las ci en cias, y al que e s facilísimo aprender de memoria; me refiero al alfabeto. Nadie dudar á de que, mediante una apropiada ordenaci ó n y combinaci ó n de
ésta o aquella vocal con ésa o esotra consonante, se pue de componer la m ás fi de di gna solució n a toda duda, y se pue den obtener las doctri nas de toda cie ncia y las re glas de todo arte; tal como el pintor no hace m á s que mezclar distintos colores que se encuentran separados en su paleta, tomando un poco de éste y otro poco de aqu él, y consiguiendo formar hombres, plantas, edificios, p á jaros y peces, si n nece sidad de dis poner e n su pale ta de ojos, plumas, e scam as, hojas ni pie dras. M á s a ún, no convi ene que se encuentre entre los colores ni nguna de las cosas que e l pintor imita, ni parte alguna de ellas, si realmente el pintor ha de imitarlo todo. Si, por ejemplo, hubiera plumas de paleta, no servir á n má s que para represe ntar pá jaros o pena chos. SALVIATI: Conozco a algunos se ñ ores, todav ía hoy sanos y robustos, que estuvieron
presentes una vez en que el doctor de una famosa universidad, oyendo describir el telescopio, que él no hab ía visto nunca, dijo que la invenci ó n estaba tomada de Aristóte les. Se hizo traer el te xto, y busc ó un pasaje que trata de las razone s por las que, desde e l fon do de un pozo muy hon do, pue den ve rse las estrellas de d ía. Luego les di jo a los presentes. Ahí ten éis el pozo, que es el tubo del ante ojo; ten éis los densos vapores, cuya i mitación son las lentes; y te n éis finalmente la intensificaci ó n de la fuerza visual cuando los rayos atravi esan un me dio má s denso, oscuro y transpare nte . SAGREDO : Este modo de contener todo lo cognoscible se parece al del bloque de
m ármol, que encierra una o mil soberbias estatuas; lo único dif ícil e s que alguien las saque de all í. Puede decirse que con esto ocurre como en las profec ías de Joaqu ín de Fiore o con los antiguos or áculos, a los que no se e ntiende hasta que ha ocurri do lo que vaticinaron. SALVIATI: ¿No os re cuerda tambi én a las pre di cci one s de los astr ólogos, que luego es
tan f á cil i nterpretar partie ndo de l horóscopo, o se a la posici ón de los astros? SAGREDO : Y lo mismo ocurre con los descubrimientos de los alquimistas, los cuales,
guiados por el humor melancholicus, descubren que en realidad las m á s grandes mentes humanas no han escrito m á s que acerca del arte de fabricar oro. Pero para
71
enseñarlo si n de scubri rlo a la ple be, excogitar on uno u otro me di o de in dic ar el enigma debajo de mú ltiples ve los. Nada m á s div ertido que e scuchar los comentarios que hacen los alquimista s a los antiguos poe tas, e n quienes rastrean los má s portentosos secretos bajo la vestimenta de la f á bula, con el si gnificado de los am or íos de la diosa lunar, su desce nso a la Tierra por causa de En dim i ón, y su c ó le ra contra Acte ón. ¡Cu á nto mi ste rio se encierra en el he cho de que J úpite r se transformara ora e n lluvia de oro, ora e n llama ardiente; y no menos en lo de Mercurio truchim án, o en los raptos de Plut ó n, o en aque lla rama de oro! SIMPLICIO: Creo, y en muchos casos s é con certeza, que no faltan cabezas
extravagantes; pe ro sus nece dade s no de ben ser utilizadas en me noscabo de Ari stóteles, de quie n, me parece, hablan a ve ces vuestras se ñ orías con me nos res peto del debido. Su antig e dad y la gran fama que ha ganado por el juicio de tantos eminentes hombres, bastar ían para hacerle digno de la vene raci ón de todos los sa bios. SALVIATI: No se trata de esto, se ñ or Simplicio. Algunos de sus demasiado fervientes
adoradores son precisamente quienes tienen, o m á s bien tendr á n la culpa de que se le aprecie menos, de resultas de las f útiles exégesis de aquéllos. Tened la bondad de confe sar que no sois tan simple de e spíritu como para no ver que, de haber estado el pro pio Ari stó teles presente cuando aquel doctor le convirti ó e n i nve ntor de l tele scopio, se hubiera i ndignado contra el magíster, no contra los que se burlaron de él y de sus modos de interpretación. ¿Du dá is que Aristóteles cambiaría de opini ó n y corregiría sus libros, si se e nte rara de los re cientes descubrimientos astronó micos? No podr ía me nos de reconocer una tan clara e videncia, y alejar de sí a todos los peque ñ os espíritus cuya estrechez de miras no sabe m ás que aprender de memoria toda palabra del filó sofo, sin comprender que, de haber sido Arist ó teles como ellos se lo figuran, no me rece ría otro cali fi cativo que los de ne cio testarudo, de bár baro ar bitrario y tir ánico, que considera a los dem á s hombres como cabezas de ganado y pre tende que los decre tos de su voluntad importen má s que las impresiones de los sentidos, que la experiencia, que la propia naturale za. Lejos de haber Aristó teles e xi gido la aut oridad o de hab érse la apropiado, son sus seguidores quienes se la otorgan. Como es m á s f á ci l refugia rse tras el escudo ajen o que e ntrar en la lid a rostro desnu do, el mie do les im pi de a partarse un solo paso de su maestro. Antes que cambiar nada e n e l cielo de Aristó te les, nie gan e n redondo lo que ve n en e l cie lo de la naturaleza. SAGREDO : Las gentes de esa especie me recuerdan a aquel escultor que tom ó un
bloque de m á rmol y form ó con él no s é ya si la im agen de un H ércules o de un J úpiter tonante . Con arte admi rable , supo darle tanta vida y maje stad, que el te mor sobre cog ía a todos los que conte mplaban la e statua, hasta e l propio escultor em pe zó a temer a su obra, cuya e xpresi ón y movimiento a él se debían. Tan grande llegó a se r su e spanto, que no se atrevi ó ya a acercarse a la imagen con martillo y ci ncel.
72
SALVIATI: A menudo me he admirado de que los segui dores li terales de Ar is tótele s no
se dan cuenta del da ñ o que causan a la autoridad y a la fama de su ídolo, cuando, empe ñados e n defe nde r su cr édito, c onsigue n s ólo re bajarlo. Cuando veo s ostene r con tanta tozudez proposici one s obviame nte falsas, y se pre tende convencerme de que tal es el procede r correcto para un buen filó sofo y de que lo pro pio har ía Aristó tele s, me re fugio en la conclusi ón de que toda esa suerte de razonamientos no vale m á s que para dominios de que yo no tengo noticia. Si, en cambio, viera que una verdad evidente les lleva a abandonar sus errores y a cambiar de opini ón, pensar ía, en los casos en que mantienen sus posiciones, que disponen de alguna prueba para m í incomprensible o ignorada, pero justa. SAGREDO : Y puesto que a sus ojos, su fama y la de su mae stro tanto peli gra en cuanto
han de confe sar que Aristó te les no conoc ía tal o cual verdad por otr os descubie rta, ¿no harían me jor si en ve z de ne gar aquella verda d, la sacaran de los escritos del m ae stro, mediante una diligente combinaci ón de pasajes, se gún la receta que nos indicó e l señor Simplici o? Al cabo, si todo lo cogn oscible se e ncuentra e n aquellos textos, tambi én han de encontrarse allí las nue vas verdade s. SALVIATI: Se ñ or Sagredo, no e chéis a broma e ste ardid, ya que me pare ci ó que vue stra
sugerencia estaba he cha con i ronía. No hace mucho que un fil ó sofo muy famoso escri bió un li bro sobre e l alma, en el que, al exponer la doctrina aristotélic a sobre la cuestión de la inmortalidad, aduc ía muchas citas, y no precisamente las que se encuentran en Alejandro, ya que éstas, según afirmaba nuestro filó sofo, no tratan en absoluto del te ma, ni mucho menos resuelven na da im portante . Con sus citas sacadas de qu é s é yo oscuros pasajes, el autor dio a su exposici ó n un gustillo inquietante. Como alguien le advirtiera de que tendr ía dificultad para conse guir el imprimatur, contestó a su amigo que no dejara de hacer las gestiones, ya que si otro obst á culo no aparecía, iba a serle f á cil cambiar la doctrina de Arist óteles, y, mediante otros comentarios y otras citas, demostrar que la opini ón contraria era la propia y ve rdadera aristoté lica. SAGREDO : ¡Honor a tan sabio personaje ! No pe rmite que Aristó teles se la dé con que so,
le ti ra al filósofo de la nariz, y le hace bai lar al son que queremos tocarle . Ya vei s cuá nto im porta es coge r el justo momento de las cosas. No ha y que acercarse a Hércules e n sus momentos de ira y de furor, sino cuando huelga con las muchachas de Meonia. ¡Qu é inaudita vileza, la de esos esp íritus serviles! Se constituyen esclavos por propia voluntad, se encadenan indisolubleme nte a arbitrarias o piniones aje nas, y se dicen persuadidos por razones tan claras y convincentes que ni ellos mismos acier tan a saber si se refieren al tema en debate ni si realmente refuerzan la opini ón que a ellos les seduce. Lo m á s curioso es que to dos e stá n de acue rdo en de terminar si su autor tom ó partido en pro o e n contra en cada caso. ¿No es e so convertir e n or áculo a un ídolo de leñ o? ¿Y de e sto habre mos de e spe rar consejo, respetándolo, temiéndolo y ador á ndolo?
73
SIMPLICIO: Pero si nos de sprendem os de Aristó teles, ¿qui én será nuestro gu ía en la
ci enci a? Nombrad a otro autor. SALVIATI: Los guías ha cen falta en regiones ignoradas y salvajes, pe ro en campo llano
y a bie rto s ólo los ciegos necesitan apoyo. Quien sea ciego, mejor que no salga de su casa. Pero quie n tiene ojos e n el cuerpo y e n e l espíri tu, que los tome por sus gu ías. No digo con esto que no haya que escuchar a Arist óteles. Al contrario, me pare ce loable consultarle y estudiarle cuidadosamente. Lo único que ce nsuro es que se rindan a él a discreción, suscribiendo a ciegas cada una de sus palabras y consider á ndolas como orá culo divino, sin atender a otras razones. Esto es un abuso, que tiene como consecuencia otro grave da ñ o: na die se e sfue rza ya por cerci orarse de la fuerza de sus demostraciones. ¿Qu é puede darse má s lamentable que ver, en una disputa p ública sobre materias demostrables, có mo todos entra n en liza con una cita a menudo re lati va a tema s muy remotos, espera ndo con ella aca llar al adversario? Y si de todos mo dos no queréis de jar de estudiar e n tal forma, no os llam éis filósofos: llamaros historiadores o doctores en memorización, ya que quien nunca filosof ó , no debe aspirar al honroso título de fil ósofo. Pero cre o que har íamos bie n en poner de nue vo rumbo a la costa, para no vernos cogidos e n un mar i nfinito, del que no saldr íamos en todo el día. En fi n, se ñ or Simplici o, que no ten éi s má s que a ducir vue stras razones y pruebas o las de Ari stóteles, pero n o citas ni meras autoridade s; ya que nuestras investigaciones toman por o bjeto e l mundo de los se ntidos, no un mundo de papel. (GALILEO GALILEI, Dialogo dei Massimi Sistemi, Giornata prim a e seconda. )
b) Galileo esboza la moderna ciencia de la Na turaleza Los textos de Galileo citados en primer lugar importan hist óricamente para definir cómo se encara con la tradición. Los siguientes breves fragmentos de sus Discursos y demostraciones matem á ticas alrededor de dos nuevas ciencias ponen de manifiesto su m étodo. No aspira a descubrir nuevos fen ómenos: el movimiento de un cuerpo que cae ha sido observado en todo tiempo y, sin embargo, nadie investig ó su bien definida regularidad. Un fenómeno es regular, cuando puede aisl ársele de entre los múltiples movimientos de los cuerpos naturales, identific ándole con precisión mediante reglas, principios o axiomas determinados, y sus propiedades son susceptibles de demostraci ón. Demostrar significa eno observado con referencia a una determinar y fundamentar el fen óm
74
inicial : sólo as í se forma una ciencia no contenta con presuposici ón
afirmaciones fortuitas, aleatorias y relativas. La definici ón del fenómeno debe corresponder al "comportamiento" de la naturaleza en los l ímites trazados por las presuposiciones; "naturaleza" es en este caso, por consiguiente, una estrecha secci ó n acotada y recortada de entre la diversidad de los fen ó menos que registran nuestros sentidos. En el interior de tales secciones, dice Galileo, "nos dejamos llevar de la mano" por la naturaleza. Preguntas y respuestas, observaciones y resultados no apuntan ya a generales concepciones teol ógicas o metaf ísicas; se caracterizan por su comedimiento. Mientras Kepler atribu ía a los fenómenos, independientemente de la observaci ón, una significaci ón eterna, teológica y metaf ísica, en Galileo se ha realizado una completa transformaci ón. Para Kepler, la ciencia es todavía enteramente ajena a la historia; en Galileo se hace hist ó rica, por cuanto los fen ó menos que hay que determinar no son investiga dos acerca de sus propiedades m á s que en los l í mites de presuposiciones establecidas por los hombres. Al cambiarse los principios, ha de cambiar en forma correspondiente la descripción del fenómeno que se consideraba sobre la base de aqué llos. Lo cierto, de todos modos, es que en el interior de cada una de las fronteras que los hombres van trazando, la naturaleza da siempre la misma respuesta; esa "eterna" y f érrea regularidad se convierte en cimiento del edificio de la ciencia, y su conocimiento es el orgullo del cient ífico.
Discursos y demostraciones matem á ticas alrededor de dos nuevas ciencias. Jornada tercera Sobre una antigua materia, desarrollamos una ciencia enteramente nueva. Acaso nada haya e n la naturaleza m á s viejo que e l movimiento, y sobre e l mismo han e scrito los sabios vol úmenes que no son ni escasos ni breves. Sin embargo, hallo muchas propiedades del movimiento que no han sido nunca mencionadas, no digamos demostradas. Se acostumbra mencionar algunas de las m ás obvi as, por e je mplo que e l movimiento natural de los cuerpos pesados en su ca ída va a celerá ndose. Pero hasta e l
75
día no se ha da do a conocer la ley seg ún la cual se produce aquella aceleraci ó n. Nadie , que yo sepa, ha de mostrado en e fecto que los tre chos recorridos e n tiem pos iguales por un cuerpo que cae desde la posici ón de reposo están en la misma raz ón que los sucesivos números impares, empezando por el uno. Ha sido observado que las balas o los cuerpos arrojados describen alguna suerte de l ínea curva; pero que ésta es una par á bola, nadie lo ha dicho. Que as í es en efecto, junto con muchas otras cosas merecedoras de saberse, voy yo a demostrarlo, y adem á s, cosa que me parece m á s importante, voy a abrir la v ía a una ciencia muy extensa y valiosa, cuyos comienzos formar án los presentes trabajos. Mentes m á s penetrantes que la m ía pe netrarán e n las m ás rem otas re giones. En tres parte s div idimos nuestro e studio. En la prim era tratam os de cuanto toca al movimiento igual o uniforme, en la segunda del movimiento naturalmente acelerado, e n la terce ra de l movimi ento forzado o lanzamie nto.
Sobre el movimiento unif ormemente acelerado Habiendo en el libro pre ce dente e studi ado las propie dades del m ovimiento uni forme, hemos de tratar a hora de l movimien to ace lerado. Ante to do, de bemos buscar y e xplic ar una definici ó n que se ajuste al comportamiento verdadero de la naturaleza. Ya que aunque uno puede imaginar cualquier clase de movimiento y luego estudiar lo que ocurre en su caso (y e so hicie ron por e jem plo los inve ntores de las hélice s y concoides, partiendo de movimientos que ciertamente no se dan en la naturaleza y desarrollando admi rableme nte sus propie da de s a parti r de las pre suposicione s), nosotros, te nie ndo e n cue nta que la Naturaleza conserva en sus movimien tos, y en parti cular en la caída de los cuerpos pesados, cierta forma de aceleraci ó n, hemos preferido atender a las pro pie dades de esta clase de movimientos, de m odo que nuestra si guiente definición del movimiento acelerado concuerda precisamente con el modo de ser del movimiento naturalmente acelerado. A nuestra convicción hemos llegado tras larga meditaci ón, movidos especialmente por una razó n, a saber, que las propiedades que luego demostraremos coinciden perfectamente con cuanto el experimento muestra a los sentidos. Finalmente, nos ha guiado al estudio del movimiento naturalmente acelerado, insensiblemente por as í decir, la observación de la costumbre e inclinación de la natura leza en todas sus de m á s manifestaciones, para las que usualmente recurre a los medios m ás inmediatos, sencillos y f á ciles. No me parece que nadie pueda imaginar un modo de nadar o volar m ás se ncillo o f á cil que e l que siguen peces y pá jaros por di cta do de su instinto. Si , pue s, yo o bse rvo que un a pie dra, al ca er de una a ltura donde estaba e n re poso, va si n ce sar acrecen tando su ve locidad, ¿có mo no he de suponer que e sta aceleración tiene lugar de l modo m á s sencillo e inmediato? Si buscamos detenidamente, no encontraremos
76
ninguna forma de aumento o crecimiento m ás sencillo que el que va produci éndose siempre del mismo modo. Comprenderemos f ácilmente que así es, atendiendo a la estrecha conexió n de l tiem po con el m ovimiento; y ya que la i gualdad y uniformi dad de un movimiento se define y concibe como igualdad de los intervalos de tiempo y de los espacios recorridos (siendo as í que llamamos uniforme a un movimiento cuando en tiempos iguales se recorren espacios iguales), podemos también, me dia nte una div isió n del tiempo igualmente regular, concebir con la misma sencillez los aumentos de ve locidad; de m odo que para nue stra mente, un movimie nto se acelera uniformemente y con una continua regularidad, cuando para cualesquiera tiempos iguales han tenido lugar aume ntos de velocidad tambi én i guale s. Si, por consi guien te , a partir del instante en que el cuerpo abandona el lugar de re poso y comienza a cae r, se toman cuantas se quiera partes iguales de tiempo, resultar á que el grado de velocidad adquirido tras la primera y segunda partes de tiempo será doble del que el cuerpo adquiri ó e n s ó lo la prim era de las partes. Y e l grado de velocidad que a dquiere e n tre s partes de tiempo ser á tres veces m ayor, y en cuatro partes, cuatro vece s mayor, que e l adquirido e n la prime ra parte. De modo que si (para hacernos entender mejor) el cuerpo prosiguiera su movimiento con el grado o la intensidad de la velocidad alcanzada en la primera de aque llas partes de tiem po, sie ndo sie mpre mantenido e n e l mismo grado, entonce s el movimiento se ría dos ve ces m á s largo que el m ovimiento an á logamente producido tras pasar las dos pri mer as parte s de tie mpo; y as í, no me parece en modo alguno contrario a la verdad deci r que la i nte nsidad de la ve loci da d de pe nde de la e xtensi ón del tie mpo. Por lo tanto, se puede admitir la siguiente definici ó n de l movimiento de que vamos a tratar: llamo igual o uniformemente acelerado a un movimiento que a partir de la posici ón de re poso toma, e n tie mpos i guales, iguale s incrementos de ve locidad.
Sobre el movimiento de proyecci ón . Jomada cuarta Hemos expuesto las propiedades del movimiento uniforme, y asimismo las del movimie nto naturalmente ace lerado a lo largo de cualquier plano inclin ado. En la parte que ahora comienza, introducir é e intentaré apoyar con demostraciones algunos fenóme nos im portantes y curiosos; fenó menos que se manifiestan en un cuerpo que se encuentra en un movimien to compuesto de otros dos, a sa ber, de uno uni forme y de otro uniformemente acelerado. As í parece estar formado el movimiento que llamamos de proyecci ón; su formaci ón la concibo del si guie nte modo: Tom o un cue rpo lanzado sobre un plano horizontal, si n obst á culo de ni nguna clase; de lo que, según antes se vio detalladamente, resulta que su movimiento ser á uniforme
77
y te ndr á lugar siempre sobre el mismo plano, a condici ón de que el plano se extienda ilimitadamente. Pero si el plano es limitado y situado a cierta altura, el cuerpo, que suponemos pesado, al llegar al borde del plano a ñadir á a su progre sió n uni forme y no obstaculizada aquella tendencia hacia abajo que posee de resultas de su peso; y as í se formar á cierto movimiento compuesto de uno horizontal y uniforme y de otro dirigido hacia abajo y naturalme nte acelera do; le llamo movimie nto de proye cció n. Vamos en se guida a demostrar a lgunas de sus propi edades... (GALILEO GALILEI , Discorso e dimostrazioni matematiche intorno a due nuove Scienze.
)
OBRAS: Le opere di G. G., ed. por A. Favaro y J. del Lungo, 20 vols., Edi zione Naziona le,
Florenci a, 1890-1909. ESTUDIOS : A. Carli y A. Favaro, Bibliografia Galileiana, Roma , 1896; K. v on Ge ble r, G.
G. und die r mische Curie, 2 vols., 1876-1877; E. Wohlwill, G. und sein Kampff r die
copernicanische Lehre, 2 vols., 1909-1926; L. Olschk i, G. G. und sei ne Zei t, 1927; E. J. Dijksterhuis, De Mechanisering van het Wereldbeeld, Amsterdam, 1950; P. Aubanel, La
g é nie sous la t iare. Urbain VIII et G., 1929; F. Sherwood Taylor, G. and the Freedom of nnes, 3 fasc., 1939; A. Maier, Die Thought, Londres, 1938; A. Koyr é, tudes galil ée
Vorl ufer G. 's im 14. Jahrhundert, Roma, 1949; P. Natorp, "G. als Philosoph", en Philosophische
Monatshefte,
1882;
E.
Cassirer,
"Wahrheitsbegriff
und
Wahrhei tsproblem bei G. ", en Scientia, 1937; A. Koyr é, "G. and Plato", e n Journal of the
History of Ideas, vol. 4, 1943.
3. ISAAC NEWTON (4-I-1643 - 31-III-1727) Las concepciones met ódicas que advertimos en Galileo se han convertido ya en bien común. La observaci ón científica de la Naturaleza conduce a descubrimientos y é xitos continuamente renovados, luego que en Inglaterra ya Bacon (1561-1626) hiciera hincapi é en la importancia del mé todo empírico. Recordemos tan sólo unas cuantas consecuencias, importantes para la pr áctica, de la nueva ciencia: en 1628 descubre William Harvey (1578-1658) la circulaci ón de la sangre, en 1600 William Gilbert (1540-1603) trata por primera vez, en su obra De magnete, de los fenómenos magnéticos; en 1643, Evangelista Torricelli (1608-1643),
78
discípulo de Galileo, descubre el bar ómetro; en 1662 hallan el ingl és Robert Boyle (1627-1691) y el francé s Edme Mariotte (1620-1684) la ley de la presión en los gases. El fenómeno del movimiento de los cuerpos permanece ignorado en sus causas últimas, pero es posible determinar y calcular las fuerzas en sus regularidades y conexiones. Hasta entonces, la mente humana formulaba hipótesis científicas sin atender en apariencia a los hechos naturales, cuidando s ólo de la coherencia matemática y l ógica, para luego convertirlas en base de la observaci ón. Pero en esta época se adquiri ó conciencia de que la invenci ón de hipótesis no es una actividad aut á rquica de la mente humana, sino que debe practicarse en estrecha conexi ón con la observaci ón de la Naturaleza. El genio del cient ífico en cuanto al planteamiento de hipótesis se muestra precisamente en la me dida en que
éstas aprehenden sencillas relaciones entre fen ómenos naturales, las transforman en conceptos matem áticos generales, y presuponen siempre las ya adquiridas explicaciones de los restantes fen ómenos. De forma que el científico debe dejarse guiar por los propios fenómenos naturales para llegar a sus hipótesis, de las cuales pasa luego a las observaciones y experimentos. Newton, cuya concepción
de
la
Naturaleza
presenta
aspectos
radicalmente nuevos, por cuanto libera a la Naturaleza no ya s ólo de su inmersión en el seno de Dios, sino tambi é n de su estrecha relación con el hombre, aparece al pronto como un mero empírico, ya que rechaza toda hipótesis: los conocimientos se de rivan de los fen ómenos y se generalizan por inducci ón. Richard Cotes, el editor de la segunda edici ón (1713) de los Principios matem á ticos de la filosof í a natural de Newton, es tal vez quien explica con m á s claridad la actitud de su autor. Dice que habr ía que repartir en tres grupos a todos los que se dedican a las investigaciones f ísicas. Unos atribuyen a ciertas clases singulares de objetos propiedades específicas y ocultas, de las cuales habr ían de depender las operaciones de los cuerpos individuales ( éstos son los
79
representantes de la filosof ía escolástica). Otros afirman que la materia general es homogénea, y que las funciones específicas y distintas de cada cuerpo se deben a determinadas relaciones, sencillas y f áciles de conocer, de las partículas que lo componen. Pero como luego se permiten suponer unas ignoradas forma y magnitud de las partículas, y una indeterminada posición y movimiento de las mismas, caen "en enso ñaciones": "Quienes fundan sus especulaciones en hipótesis, aunque luego procedan siguiendo con todo rigor las leyes mec ánicas, no harán má s que una f ábula, tal vez elegante y hermosa, pero f á bula al cabo". De modo que tampoco este método de investigación conduce a resultados seguros. Finalmente describe Cotes el m étodo de Newton en los siguientes té rminos: Queda un tercer tipo de cient ífico, el que cultiva la F ísica experimental. ste, cie rtamente, quie re deduci r de pri ncipios tan se ncillos como se a posible las caus as de to das las c osas, pero toma como pri nci pi o algo que to dav ía no se ha m ostrado . enos. Proce de , pue s, siguiendo un doble m étodo, anal ítico y sintétic o. A en los fen óm
parti r de algunos fe nó menos escogidos, deri va mediante e l aná lisis las fuer zas de la naturaleza y sus sencillas leyes, para luego, mediante la s íntesis, determinar a aquellos fe n ómenos como fun dam ento de las re stante s propie dade s naturale s. Este m étodo de investigaci ó n es el que nuestro famoso autor consideró mucho má s meritori o y útil que cualquiera de los otros... C omo bue n ejemplo de sus re sultados, ci taba la fe liz deducci ó n del sistema del Universo a partir de la ley de la gravedad. Que la fuerza de la gravedad es inherente a todo cuerpo, algunos lo hab ían barruntado, otros pensado; pero él fue el primero y único que demostr ó su existencia mediante los fenómenos, dá ndole un firme fundamento gracias a notables especulaciones.
Se insiste en que la recta investigaci ón debe deducir la naturaleza de las cosas y buscar sus leyes partiendo de causas realmente existentes. No
debemos
deducir
aquellas
leyes
de
suposiciones
inciertas,
sino
aprehenderlas mediante observaciones y experimentos. Quien cree poder e ncontrar los pri nci pios de la Filosof ía natural y las le yes de la s cosas si n apoyarse m ás que en la fuerza de su esp íritu y la luz interior de su raz ó n, o bien ha de admitir que el mundo ha surgido por un proceso necesario, y entonces ha de deducir sus leyes de la mi sma necesidad del Unive rso; o bie n ha de opinar que , si
80
e l orden de la Naturale za proce de de la voluntad de Dios, un mi serable hom únculo e s capaz de c omprender lo que e n cada caso sea m e jor. Una Filosof í a natural sana y ver í dica se funda en las m anifestaciones de las cosas, las cuales, incluso contra
nuestra voluntad y c on nue stra oposició n, nos conducen a unos principios tales que en ellos se percibe claramente la mejor inteligencia y el supremo poder í o del Ser m ás sabio y potente.
Partiendo de los fenómenos y generalizando por inducci ón Newton alcanza el conocimiento de la impenetrabilidad, la movilidad y la fuerza de percusión de los cuerpos, y de las leyes del movimiento y de la gravedad; la fuerza de la gravedad existe y opera seg ún las leyes que é l formula; a partir de dicha fuerza, se explican los movimientos de los cuerpos celestes; las cualidades ocultas de los cuerpos son abolidas. Al enunciar los postulados que definen conceptos tales como los de masa, causa, fuerza, inercia, espacio, tiempo y movimiento, Newton es el primer sistematizador de la moderna ciencia. En este sentido se lee en el "Prefacio al lector" de la primera edici ón (1687) de los Principios matemáticos de la Filosof í a natural: Toda la dific ultad de la F ísi ca pare ce naturalmen te consi stir en la de investigar las fuerzas de la Naturale za a partir de los fen ómenos de movimiento, explicando luego los restantes fenómenos por aquellas fuerzas. A tal fin sirven los teoremas generales contenidos en los libros primero y segundo. En el tercer libro, como aplicaci ón de los precedentes, hemos explicado el sistema del Universo. All í, a saber, mediante los teoremas demostrados matem á ticamente en los primeros libros, se deduce de los fen ómenos celestes la fuerza de grave dad, por la cual los cuerpos tie nde n a acercarse al Sol y a los planetas. De la misma fue rza se deducen lue go, tambi én m ediante te oremas matem áticos, los movi mientos de los plane tas, los come tas, la Luna y e l mar. ¡Ojalá pudi éramos deducir de este modo por principios matem á ticos los restantes fenómenos naturales! Pero muchas razones me inducen a sospechar que aque llos fen ómenos pue den depender de ciertas fuerzas. Gracias a éstas, las part ículas de los cuerpos, por causas todav ía ignoradas, o bien son empujadas unas hacia otras y componen cue rpos re gulares, o se apartan unas de otras y se re hú ye n. Has ta hoy, l os f ísicos han buscado e n vano e xplicar la naturale za por esas fuerzas desconocidas; espero sin embargo que los principios aqu í expuestos
81
arrojen luz útil para e sta empresa o para otra bie n plan te ada.
Newton creó una Física de los cielos, sin arbitrariedades y sin prodigios, sostenida por s í misma y en s í misma descansando, pero no por ello siguió la ruta del materialismo. Conserva la fe en un Dios personal; el mecanismo de la Naturaleza no es má s que un medio para el cumplimiento de los fines divinos. Aunque el "gran océ ano" de la verdad permanece sin descubrir, las verdades aisladas van sin embargo enlazándose progresivamente para formar un todo conexo. De ah í la famosa frase de Newton: No s é qu é i mpre sió n produci ré ante e l mundo; pero a m í me parece ser un ni ño que jue ga en la playa, y que de ve z e n cuando enc ue ntra un guija rro m ás redondo o una concha m á s he rmosa de lo ordinario, mientras el gran oc éano de la ve rdad perm ane ce si n de svelar ante sus ojos.
Tercer libro de los "Principios matem át icos de la Filosof í a natural" Del sistema del Universo. de la Naturaleza. Reglas para la investigaci ón
Regla primera. Para e xplic ar las cosas naturales, no admi ti r más causas que las que son ver daderas y bastan para la e xplica ci ón de aquellos fen ómenos. Dicen los f ísicos: la Naturaleza no hace nada en vano, y vano es lo que ocurre por efecto de m ucho, pudie ndo reali zarse con menos. La Naturaleza es si mple y no prodi ga las causas de las cosas.
Regla segunda. Por consiguiente, en cuanto sea posible, hay que adscribir las mism as causas a idé nticos e fectos. Verbigracia, a la respiraci ó n de los hombres y de los animales, a la ca ída de las pie dras e n Europa y en Am érica, a la luz de la llama e n el hogar y e l Sol, a la re flexi ó n de la luz e n la Tie rra y e n los planetas.
Regla tercera. Las propiedades de los cuerpos que no pueden ser aumentadas ni dism inuidas y que se encuentran en todos los cuerpos que es posible e nsa yar, de ben ser tenidas por propiedades de todos los cuerpos. En efecto, las propiedades de los cuerpos no se conocen m ás que por ensa yos, y por
82
lo tanto hay que te ner por generales a aqu éllas que c oncue rdan ge neralmente con todos los ensa yos, si n que puedan se r dismi nuidas ni suprimi das. Es evidente que no se puede de la ni fantasear contra el curso de los experimentos, ni alejarse de la analog ía
Naturaleza, ya que é sta es siempre simple y coherente. La exte nsión de los cuerpos no e s conocida m á s que por los se ntidos, y no es pe rci bida por todos, pero como se e ncuentra en todos los cuerpos perceptibles, se la atribuye a todos ellos. Que varios cuerpos son dur os, lo experime ntamos mediante ensayos. La dure za de l todo re sulta de la dureza de las partes, y de ello inferimos justame nte que no só lo las parte s perce ptibles de dichos cue rpos, sino tam bi én las part ículas indescomponible s de todo cue rpo, son dura s. Que todos los cuerpos son impenetrables, no lo deducimos de la raz ó n, sino de la experiencia. Todo lo que tenemos a mano lo hallam os impenetrable, y de ah í inferimos que la impenetrabilidad es una propiedad de todos los cuerpos. Que todos los cuerpos son movibles, y que, gracias a cierta fuerza a la que llamamos fuerza de inercia, perm anece n en su movimiento o en re poso, lo de ducim os de haber observado tale s propiedades en todos los cuerpos que conocemos. La extensi ón, la dureza, la impenetrabilidad, la movilidad y la fuerza de inercia del todo proceden de id énticas propiedades en las partes; de ah í i nferimos que las partes m ínimas de los cuerpos son asimis mo extensas, duras, im pene trable s, movi ble s y dotadas de la fuerza de i nercia. En esto consi ste e l fundame nto de toda la Fi losof ía natural. M ás a de lante nos mue stran los fenómenos que las partes de los cuerpos que se hallan en contacto pueden separarse. Que las parte s pue de n di vidir se en otras men ores por e l puro c á lculo, lo sabe mos por la Matemática ; pero si e sta pe nsada de scomposici ón de las parte s puede se r ejecutada por fuerzas naturale s, lo ignoramos. Pero si de un e nsayo resultara que algunas partes no separadas, al rom pe r un cuerpo duro y s ólido, admitieran una divisi ó n, concluir íamos se gún la misma regla que no s ólo son divi sible s las partes separadas, sin o que tambi én las no se paradas pueden divi dirse al infini to. Si finalmente todos los cuerpos pr ó xim os a la Tie rra pesan haci a ésta, y precisamente en proporci ón a la cantidad de materia en cada uno de ellos; si la Luna pesa hacia la Tierra en proporci ón a su m asa, e i nversamente nuestro mar pesa ha cia la Luna; si adem ás los experimentos y observaciones astronó micas han mostrado que todos los planetas pesan recíprocamente unos hacia otros, y los cometas hacia el Sol, hay que a firmar en fin según e sta regla que todos los cue rpos pesan unos haci a otros. La prueba de la gravedad general es m ás fuerte que la de la impenetrabilidad de los cuerpos, ya que en cuanto a ésta no poseemos ningún experimento ni observaci ó n concerniente a los cuerpos cele stes. Sin e mbargo, no afirmo que la gravedad sea ese ncial a los cuerpos. Por fuerza propia e ntiendo la de i ne rcia, que e s in variable , mie ntras que la gravedad dism inuye con la le jan ía respecto a la Tie rra. de los Regla cuarta. En la F í sica experimental, los teoremas derivados por inducci ón
83
enos, si no se dan presuposiciones contrar í as, deben se r tenidos por precisamente o fen óm enos gracias a los c uales muy aproxi madamente ciertos, hasta que aparecen otros fen óm o son sometidos a excepciones .As í debe aquellos teoremas alcanzan mayor precisi ón no sea abolido a fuerza de hip ót esis . hacerse, para que el argumento de la inducci ón
(ISAAC NEWTON, Philosophiae naturalis principia mathematica, libro III.)
Tercer libro de los "Principios matem át icos" quinta: De los cometas Secci ón
Esto te nía que deci r acerca de Di os, el estudio de cuyas obras e s obje to de la Filosof ía natural. Hasta ahora he explicado los fen ómenos de los cuerpos celestes y los movimientos del mar por la fuerza de la gravedad, pero nunca he indicado la causa de esta última. Aquella fuerza se deriva de alguna causa que penetra hasta el centro del Sol y de los planetas si n pe rder nada e n su e fectividad. No act ú a e n proporci ó n a la su pe rficie de las part ículas sobre las cuales se ejerce (como es el caso para las fuerzas m e cá ni cas), sino en proporci ó n a la cantidad de materia s ó lida, y su efecto se extiende en todas direcciones, hasta extraordinarias distancias, pero disminuyendo en proporci ón al cuadrado de las últimas. La gravedad hacia e l Sol se compone de la gravedad haci a cada una de sus part ículas, y disminuye con el alejamiento del Sol precisamente en proporci ó n al cuadrado de las distancias, y esto ocurre hasta la órbita de Saturno, se gún mue stra la inmovilidad de los afe lios de los planetas; se e xtiende tambi én hasta los afe lios externos de los cometas, cuando e stos afeli os est á n inm óviles. Todav ía no he podido llegar, partiendo de los fen ómenos, a descubrir la razó n de estas propie dades de la gravedad, y e n cuanto a hip ótesis, yo no las i nvento. Todo lo que no se sigue de los fenó menos, es en efecto hipótesis, tanto si son metaf ísicas como f ísicas, mecá nicas como referentes a cualidade s ocultas, no deben se r admi tidas e n la F ísica experime ntal. En ésta, los teorem as se i nfieren de los fe n ómenos y se gene ralizan por inducció n. De este modo hemos estudiado la impenetrabilidad, la motilidad, el choque de los cuerpos y las leyes del movimiento y de la gravedad. Basta que la gravedad exista, que actúe según las leyes que hemos formulado y que c on ella pue dan explica rse todos los movim ientos de los cuerpos ce leste s y del mar . Este sería el lugar de a ñ adir algo acerca de la substancia espiritual que penetra todos los cuerpos s ó lidos y e stá contenida e n ellos. De re sultas de la fuerza y la actividad de esta substancia espiritual, las part ículas de los cuerpos se atraen unas a otras
84
cuando está n poco alejadas y se adhieren al tocarse. Por ella act úan los cuerpos e léctri cos a las mayores distancia s, tanto para a traer a los cuerpecillos pr ó xim os, como para rechazarlos. Mediante esta esencia espiritual, la luz se propaga, es reflejada, desviada y refractada y calienta los cuerpos. Todos los sentimientos se despiertan y los miembros de los anim ales se mueven libremente gracias a aquella e senci a y a sus vibraciones que, desde los ó rganos e xternos de los se ntidos, a trav és de los filamentos nerviosos, se propagan hasta el cerebro y de all í a los m úsculos. Pero tales cosas no pue den explica rse en pocas palabras, y todav ía no disponemos de suficiente número de experimentos para poder determinar precisamente y demostrar las leyes segú n las cuales actúa aquella substancia espiritual gene ral. (ISAAC NEWTON, Philosophiae naturalis principia mathematica, libro III.)
OBRAS: Philosophiae naturalis principia mathematica, 1687; Optics, 1704; Arithmetica
universalis, 1707; Analysis, 1711; Opuscula mathematica, philosophica et philologica, publ. por J. Castillon, vols. 1-3, Lausanne, 1744; Obras completas en 1779-1785, 5 vols., ed. por Sam ue l Horsley.
ESTUDIOS : G. J. Gray, Bibliography of the Works of N., 2× e d, 1907; F. Rose nberge r, J.
N. und seine physikalischen Prinzipien, 1895; F. Dessauer, Weltfahrt der Erkenntnis.
Leben und Werk I. N. 's, 1945; H. G. Steinmann,
ber den Einfluss N. 's auf die
Erkenntnistheorie seiner Zeit, 1913; K. Popp, Jakob Boehme und I. N., 1935.
85
II. II. L A FORM ACI N DE L A IM AGEN DEL DEL UNIVERSO M ECANICIST ECANICISTA AY MATERIALISTA
MEC ÁNICA NEWTONIANA A OTROS 1. APLICACIÓN DE LOS M É TODOS DE LA MEC DOMINIOS (ÓPTICA)
CHRIST IAN HUYGENS HUYGENS
(14-IV-1629 - 8-VI-1695)
El m étodo de la Mecánica newtoniana fue paulatinamente aplicá ndose a dominios más vastos. Se procur óaislar determinados aspectos de los procesos naturales y determi dete rminar nar sus "leyes". "leye s". En este sentido se dice, en el prefacio al Tratado Tratado de la luz )0961( de Huygens, lo siguiente : Se encontrar encontrarán (en e sta obra) obra) de mostraci one one s de de ta l suerte, que que n o pose pose e n un grado de de certi dumbre umbre tan alto como las de la Ge ome ome tría, y se distinguen en gran medida de éstas, ya que nuestros principios se acreditan por las consecuencias que que de los mi smos pueden pueden e xtraerse, mientras mientras que que los ge óme tras tras dem dem uestran sus teoremas bas á ndose en axiomas ciertos e indiscutibles; ello se debe a la naturaleza naturaleza de nue stro objeto. objeto. Si n e mbargo, mbargo, es posi ble alcanzar un grado grado de probabilidad tan alto, que a menudo no cede en nada a una demostraci ón rigurosa. ste es el caso cuando las consecuencias obtenidas a partir de la ón de ciertos principios coinciden perfectamente con los fen ó ómenos enos que la aceptaci ó m
elevado y, m á s experiencia manifiesta; especialmente cuando su n úme ro es muy elevado parti cularme nte todav todav ía, cuando im aginamos y prevemos nuevos fen ómenos que que se siguen de las suposiciones hechas, y hallamos que el é xito xit o cor ona nue stra especulaci ón. Y si todas todas e stas pruebas de de probabili da d, en cuanto a los obje obje tos de de que que me he pr opuesto opuesto tratar, coinciden como en efecto me pare ce e s el caso, esta circunstancia no puede menos de justificar en gran medida el é xito xit o de de mi método de investigació n, siendo apenas cre íble que las cosas no se comporten aprox aproxim im adame adame nte se gún yo e xpongo. xpongo.
86
Huygens interpreta la luz como el movimiento movimiento de cierta materia, o sea que sus efectos efe ctos se se explican a partir partir de principios mec ánicos. Debemos observar que cuando Huygens habla de "filosof ía", entiende el término en su sentido originario, es decir, como amor al saber. Como ejemplo del hecho de que la Mecánica newtoniana fue aplic á ndose progresivamente a dominios de la Naturaleza m ás extensos, citamos a continuación un capítulo del Tratado de la luz, de Huygens. Huygen s.
ón rectil í í nea Sobre la propagaci ó nea de los rayos
Las de de mostraciones de la ptica, como las de toda toda cie ncia en que que la Geome tría se aplica a la materia, se fundan en verdades derivadas de la experiencia; tales son, por ejemplo, que los rayos luminosos se propagan en l ínea recta, que que el ángulo de reflexi ó n y el e l de de i nciden cia son i guales, guale s, y que que e n la re re fracci ón el rayo se refracta según la re gla de de los senos, hecho e ste últim o tan conoci conoci do hoy día como los los otros, y no me nos se guro. La mayor ía de quie quie nes han e scri scri to sobre las disti ntas parte s de la ptica se han contentado con presuponer tales verdades. Otros, m á s ambiciosos de saber, buscaron su origen y sus causas, ya que las consideraban como maravillosos efectos de la naturale naturale za. Pe Pe ro como como las opini opini ones a e ste ste prop ó sito han sido sin du da in geniosas , pe pe ro no de tal naturaleza que no de de jaran lugar a los ente ente ndidos ndidos para desear ulte ulte rio res y má s satisfactorias explicaciones, expondr é lo que he pensado sobre el asunto, para contribuir con mis fuerzas al esclarecimiento de esta parte de la Filosof ía na tural, que, no sin fundamento, pasa por una de las m ás dif íciles. Reconozco Reconozco que debo much o a quie nes empezaron los pri pri me ros a dis dis ipar la extra ña tinie bla en que esta s cosas esta ban e nvueltas, y a de de spe spe rtar la espera nza de de que pudi pudi e ra explic explic á rselas, se se gún fundame ntos comprensibles. Pero, por otra parte, me sorprende lo muy a menudo que presentaron razonamientos muy poco luminosos como absolutamente seguros y convincentes; que yo se pa, nadie ha e xpli xpli cado de modo ace pta ble ni siquie ra los pri meros me ros y m á s im portantes ortantes fe nómenos luminosos, a saber, por qu é la luz no se propaga m á s que en línea recta, y por qu é los rayos luminosos que proceden de infinitas direcciones se cruzan sin estorbarse estorbarse e n lo m ás m ínimo. Por ello, intentaré en el presente libro dar razones claras y veros ímiles, de acuerdo con los los pri nci pios admi admi tidos e n la Filosof ía actual, e n prime r lugar para para las pro pi e dade ade s de la luz que se propaga en l íne a recta, y luego para para las de la luz refle jada jada al contacto con otros cuerpos. Explicar é también los los fen ómenos de los rayos que, que, al atravesar cuerpos cuerpos de dis tin ta transparen cia, sufre n la llamada llamada re fracción; y estudiar é tambi én los efectos
87
de la re fracci ón en e l aire , a consecuenci a de de las disti disti ntas densi densi dades ades de la atm ósfera. Investigaré ademá s las causas de la curi osa refracción lumi nosa de cierto cristal que se obtiene en Islandia. Finalmente, tratar é de las diversas formas de los cuerpos traspare traspare ntes ntes y re flectores, flectores, de de re sultas de de las cuales los rayos rayos se re únen e n un punto punto o son desviados de muchas maneras. Se verá con qu é facilidad, mediante nuestra nueva teoría, se hallan no s ólo las las elipses, elipses, hi pér bolas y otras curvas que Descarte Descarte s invent inventó con agude agude za para la pro ducci ó n de tales efectos, sino tambi én las otras que han de de formar formar una superficie de de una le nte nte , cuando cuando la se gunda gunda superficie es esf érica, o i ncluso ofrece una forma cualquie cualquie ra. No se podr á poner e n duda duda que que la luz consiste e n e l movimien movimien to de de cierta m ateria. ateria. Si, en efecto, consideramos los modos de su producci ó n, veremos que en la Tierra son princi palmente almente e l fue fue go y la llama lo que que la pro duce, y no ca be duda de que e l fuego fuego y llama contienen cuerpos cuerpos en veloz movimiento, hasta el punto de que que disue lven lven y funden funden numerosos otros otros cue rpos rpos muy firmes; si e n cambio considera considera mos los efectos de de la luz, vemos que ésta, concentrada por ejemplo mediante un reflector c óncavo, tiene la pr opie dad de de calentar como el fuego, es de de cir, de de separar separar las partes de de los cuerpos; cuerpos; t odo ello i ndica ndica claramente claramente que se trata de un m ovimiento, por por lo me nos en buena filosof ía, en la que las causas de todos los efectos naturales son referidas a fundamentos me cá nicos. Así, en mi opini ó n, se de be proce de r, o si n o, re re nunciar a toda toda e spe spe ranza de comprender nunca nada e n la Física. Como e n dic dic ha fi fi losof ía se tie ne por por se guro que que e l sentido sentido de la vista só lo e s excitado por por la i mpresión de de cie rto movimie movimie nto de de una materia, la cual actú a sobre sobre los nerv ios del fondo de nue stro ojo, ojo, tenem os en ello un nuevo fundame fundame nto para para la opini ó n de de que la luz consiste consiste e n un movimiento movimiento de de la m ate ate ria que que se e ncu ncuentra e ntre nosotros nosotros y e l cuerpo cuerpo luminoso. Si además ate nde nde mos a la extraordin extraordin aria ve locidad locidad con que que la luz se propaga en todas direcciones, y consideramos que, cuando ésta procede de lugares distintos e incluso opue opue stos stos los rayos se cruzan sin estorbarse estorbarse , comprendem comprendem os que que cuando nosotros vemos un objeto luminoso, no puede esto ocurrir mediante el desplazamiento de una materia que nos llegara desde dicho objeto, como un proyectil o una flecha atravesa ndo ndo el ai re; ya que tal c osa se opone opone de masi ado ado a ambas pr pr opie dade ade s de de la luz, y e specia lmente a la ú ltima. La luz debe por lo tanto propagarse de otro modo, y pre ci same same nte los los conoci conoci mientos que posee mos acerca de de la propagaci ó n de de l sonido en e l aire , pueden pueden guiarnos a la compre compre nsi ón de de aquel aquel fe n ómeno. Sabemos que gracias al aire, que es un cuerpo invisible e intangible, el sonido se pr opaga por por t odo e l en torno de de l lugar e n que que se ha produci produci do, me dia nte nte un movimie movimie nto que progresa paulatinamente desde una part ícula de aire hasta otra, y que, ya que la propagaci ón de este movimiento tiene lugar con igual velocidad de todas direcciones, han de formarse algo as í como superficies esf éricas, que que van ensanchándose h asta que que
88
finalmente finalmente tocan tocan a nuestro o ído. No cabe por otra parte dudar de que tambi én la luz llega desde el cuerpo luminoso hasta nosotros mediante algún movimie nto comunicado a la materia intermedia, puesto que ya vimos que ello no puede ocurrir mediante el desplazamiento de un cue rpo rpo que que viniera hasta hasta nosotros. nosotros. Si luego, seg ún en seguida investigaremos, resulta que la luz necesita tiempo para su avance, se infiere que aquel movimiento comunicado a la materia es paulatino y por ende se propaga, como el del sonido, en superficies u ondas esf éri cas; las llamo ondas ondas por su sem e janza con con las que se forman en el agua cuando echamos en ella una piedra, ya que éstas muestran tambi én una paulati na propagaci propagaci ón ci rcular, por m á s que que se de ban a otra causa causa y no se forme forme n m ás que e n una supe supe rficie plana. (CHRISTIAN HUYGENS, Traite de l a lumi re ) .0961 ,
OBRAS: Oeuvres completes, publicadas por la Soci ét é Hollandaise des Sciences, 22
vols., 1888-1950; Traite de la lumi re ;0961 ,Horologium oscillatorium, 1673 ;
Cosmotheoros .096 , ESTUDIOS: J. Bosscha, Ch. H., 1895; Ph. Lenard, Grosse Naturforscher, Naturforscher, 1929; A. B.
Bele, Ch. H. and the Development of Science, 1948; E. J. Dijksterhuis, Ch. H., Haarlem, 1951.
2. FORMACIÓN DE LA IMAGEN MECANICISTA Y MATERIALISTA DEL UNIVERSO .
Con el reflorecimiento de las ciencias naturales en el siglo XVII aparecieron las sociedades doctas (Acad émie des Sciences, de Par ís, en 1666; Royal Society, de Londres, en 1663). En conexi ón con los resultados de la investigaci ón científica, comienzan a apuntar nuevas corrientes filosóficas. Nos limitaremos a mencionar a tres fil ósofos: Petrus Gassendi (1592-1655), Robert Boyle (1627-1691) y Ren é Descartes (1596-1650). Su pensamiento habrá de dominar a la Metaf ísica en la época del flore cimiento del mecanicismo. mecanicismo. Gassendi, tras haber sido profesor de Retórica y de Filosof ía, enseñó Matemática en París. Crey ó que el e l atomismo de Epicuro era adecuado para proporcionar una explicaci ón casual-mec ánica del acontecer natural. Aun cuando la materia, matemáticamente ticamente considerada, puede dividirse dividirse hasta el infinito, in finito,
89
en la prá ctica se encuentran finalmente átomos indivisibles, dotados de dureza y de impenetrabilidad. La generaci ón y el decurso de todo fenómeno se basa en la unión y separación de dichos á tomos, a los cuales es inmanente una tendencia al movimiento. Tal vez sea importante recordar que Gassendi deriva de Dios el orden atomístico. A través de Gassendi, también el inglés Robert Boyle fue ganado para la explicación atomística de la naturaleza. Seg ún él, no existe más que una materia única, extensa, impenetrable, divisible; el movimiento produce la formación de corpúsculos m ínimos, dotados de determinada magnitud, forma y posici ón, que se unen para formar los cuerpos compuestos. Tambi én para Boyle es Dios la causa del mo vimiento. En su Chymista scepticus ,)099( se lee : Puesto que a las part ículas de que se compone todo cuerpo les atribuimos determinadas magnitud y forma, f á cilmente se infiere que estas part ículas diversamente conformadas pueden mezclarse en proporciones tan distintas y de tan dife re nte s maneras, que con ellas puede com ponerse un nú mero casi i ncreíble de cuerpos s ólidos de di stin ta especie; especialmente teniendo en cue nta que las part ículas de determi nado ele mento, por el me ro hecho de su com posici ó n, pue den forma r pequeñ as masas, que se disti nguen en m agnitud y e n forma de las partículas que las componen.
Para René Descartes, la Matem ática es la vía para la b úsqueda de la verdad. A partir de un dualismo psicof ísico, es decir, de la distinci ón entre una substancia pensante y una substancia meramente extensa, Descartes fue el primero que intent ó desarrollar una Mecá nica no sólo celeste, sino que incluyera tanto al alma como a la Naturaleza org á nica e inorgánica. Tanto la Fisiolog ía como la Astronomía son paraé l ciencias puramente mec á nicas .La Naturaleza debe ser explicada sin salirse de su propio dominio, y sus leyes son idé nticas con las de la Mec ánica. En Descartes se refleja ya e l creciente influjo de las ciencias de la naturaleza, cuyos resultados le sirven de justificaci ón para los principios de su imagen filosófica del Universo. Va robusteci éndose la tendencia a extraer
90
conclusiones filos óficas de las proposiciones estrictamente científicas; va abandon á ndose la modestia, la actitud que s ó lo reconoc í a validez a las leyes naturales en el dominio de los problemas que con ellas quer í an resolverse
y
de
los
objetos
a
que
ellas
se
refer í an
(tratamos
detalladamente esta cuesti ón en las pp. 75-76). De modo que el pensamiento mecanicista dio el primer impulso a una concepción
materialista
del
Universo,
que
fue
paulatinamente hasta florecer completamente en la
imponi éndose
época de la
ilustraci ón, luego que John Locke (1632-1704) la hubo propagado desde Inglaterra. La ilustraci ón francesa, cuyo documento capital es la famosa ie des Sciences, Arts et M é tiers (1751 ss. ), recibe su car ácter Encyclop éd
intelectual de Voltaire y d'Alembert. El siguiente fragmento de la Introducci ón a la Enciclopedia revela claramente c ómo se perdi ó la cauta actitud de los científicos clásicos, y la consecuencia con que delimitaban el dominio de validez de los resultados de sus observaciones. El empe ño capital ha pasado a ser el de derivar todo el conjunto del saber de las percepciones sensibles de los hombres. De modo que, sobre la base de la ciencia de la Naturaleza, aparece una peculiar filosof í a no-cr ít ica. Otros pasajes de autores materialistas contribuir án a hacer perceptible dicha evolución.
JEAN LEROND D' ALEMBERT
(16-I-1717- 29-X-l783)
Materia y movimiento son las presuposiciones de la Est ática y de la Mecá nica. El hombre se enorgullece de poder mostrar que las reconocidas
leyes
del
equilibrio
y
del
movimiento
se
observan
efectivamente en los cuerpos que nos rodean, y por lo tanto tienen validez necesaria. No se cree ya necesario acudir a explicaciones metaf ísicas; as í lo dice d'Alembert en el prefacio al Traite de Dynamique (París, 1743): De todas estas consideraciones se sigue que las leyes de la Est ática y de la Me cá nica expuestas e n este libro son las que se de ducen de la e xiste ncia de la
91
materia y de l movimiento. Pero la e xperie ncia nos e nseñ a que dichas leyes son efectivamente las que se observan en los cuerpos que nos rodean. Por consiguiente, las le yes del e quilibrio y de l movim iento, seg ún nos las mani fiesta la observació n, poseen validez necesaria. A un metaf ísico le bastar ía acaso como prueba decir que la sabidur ía del Creador y la sencillez de sus puntos de vista implican que no impondr á otras leyes del equilibrio y del movimiento que las que se infieren de la e xistencia de los cuerpos y de su rec ípr oca impene trabili dad; pero nosotros creemos deber abstenemos de tal suerte de consideraciones, ya que parecen derivarse de principios demasiado vagos; la naturaleza del Ser supremo e stá para n osotros de masia do oculta para que podamos decidir lo que concuerda con los fundame ntos de su sa bi dur ía y lo que de ellos se aparta; s ólo podemos adivi nar los efe ctos de aquella sabidur ía mediante la observaci ón de las leye s de la Naturaleza, cuando el razonamiento matem ático nos revele la simplicidad de aque llas leye s, y cuando la e xpe rie ncia nos muestre su im portancia y su valide z.
La imagen materialista del Universo basada en las leyes de la Mecá nica ha madurado; la Naturaleza se presenta como un sistema de movimientos, de energ ías, de magnitudes mensurables.
a la Enciclopedia" "Introducci ón
Todos
nue stros
conoci mie ntos inme di atos
pue den reduci rse
a
percepci ones
sensibles; de donde se sigue que debemos todas nuestras ideas a la experiencia se nsible . Al emprender, en parte por necesidad y en parte como di ve rsión, el es tudio de la Naturaleza, atribuimos a la s cosas multitud de propie da des, pero la mayoría de e llas observa mos que forman un objeto por s í mi smas, de m odo que para profundizar e n su estudi o tenemos que toma rlas ai sladame nte. Nue stra labor de in vestigació n nos permi te en seguida descubrir propiedades comunes a todos los seres, como son la facultad de moverse y la de inercia, y tambi én la de propagar el movimiento; de tales propiedades resultan las más importantes de las variaciones que observamos en la Naturaleza. Cuando, fiando en nuestros se ntidos, nos ocupamos en particular del e studio de dichas propiedades, descubrimos otra de la que dependen todas las anteriores, a saber, la densi dad, es de cir, la cualidad que hace que un cuerpo e xcluya a t odo otro cue rpo de l lugar que el prime ro ocupa, de modo que dos cuerpos distintos, por muy ce rca uno de otro que les pongamos, nunca pueden ocupar un espacio menor que el que ocupan estando separados. Es sobre todo esta propiedad de la densidad la que nos permite distinguir entre los cuerpos y aquella parte del espacio infinito en que se encuentran;
92
as í lo estiman, por lo menos, nuestros sentidos, y suponiendo que nos enga ñ aran e n este punto, el e rror sería de una tan m etaf ísica suerte, que no acarre aría ningún peli gro para nuestra existencia ni para nuestra conservaci ó n, y que, sin propon érnoslo, siempre recaeríamos en dicho error, de resultas de nuestro acostumbrado modo de ver las cosas. Todo nos induce a consi derar al espaci o como e l lugar, re al o por l o me nos posi ble , de los cuerpos, ya que en efecto, mediante la noci ó n de las partes del e spaci o, pe ne trables e inmóviles, es como alcanzamos la m á s clara concepci ón del movimiento que nos es dado poseer. De modo que puede decirse que naturalmente nos vemos forzados a distinguir, en principio por lo menos, entre dos clases de extensi ón: una de ellas es im penetrable, m ientras que la otra constituye el lugar de los cue rpos. Como por otra parte la densidad es una cualidad relativa, de la que s ó lo podemos formarnos una noció n al comparar dos cuerpos, nos acostumbramos pronto a verla distinta de la extensió n, y a considerar separadamente ambas propiedades, a pesar de que la densi dad es un fundame nto nece sario de nue stra concepci ón de la mate ria. Una ve z alcanzado este nuevo modo de pe nsar, vem os a los cuerpos como partes del espacio, dotadas de formas y extensi ó n determinadas. ste es el punto de vista m á s general y abstracto desde el cual podamos representarnos a los cuerpos, ya que un espaci o meramente exte nso, carente de parte s dotadas de forma, no ser ía m ás que una pintura le jana y confusa, en la que todo se ani quilar ía, por que nada podr ía disti nguir se. El color y la forma, estas dos propiedades permanentes aunque variables de todo cuerpo, sirve n para ai slarlo de l espacio que le rodea, e incluso una de ellas basta para tal efecto. De ah í que, para estudiar a los cuerpos en general del modo m á s riguroso posible, separamos a la forma del color, en parte porque dicha separaci ón nos es espontá neamente sugerida gracias a la simultaneidad de nuestras experiencias visuales y táctile s, y en parte porque la forma de un cuerpo es má s f á ci l de conce bi r sin color que el color sin la forma, y, en último t érmino, porque la forma permite una identificaci ón má s f á cil y preci sa de las partes del e spacio. De mo do que lle gamos a determinar las propiedades de la exte nsión bas án donos tan sólo en la forma. En e ste punto surge la Geome tría; para faci lita r su tarea, esta cien cia comienza por estudiar el espacio limitado a una dimensi ón, a ñ adiendo m á s tarde la segunda y finalmente la tercera de las dimensiones que constituyen la esencia de un cuerpo inteligible, es decir, una parte del espacio limitada en todas direcciones por fronteras perceptibles. De este modo, por abstracciones sucesivas, nuestra mente va despojando a la materia de todas sus cualida des sensibles, hasta no ver má s que una e specie de sombra de la misma. Es desde luego evidente que nuestra investigaci ón no podr á proporcionar resultados útiles má s que en los casos en que sea le gítim o pre scindir de la densidad de
93
los cuerpos, por ejemplo, cuando se trate de estudiar su movimiento en cuanto son parte s del e spaci o dotadas de form a, m óvile s y distante s unas de otras. El estudio del e spaci o y de sus formas nos permite un sinnúmero de combinaciones, y convi e ne hallar un me dio para faci li tarlas. Ya que en ellas se encierra ante todo e l n úmero y la proporci ó n de las distintas partes que imaginamos componen los cuerpos geométricos, es natural que dicho estudio conduzca inmediatamente a la Aritm ética o ciencia de los n úmeros, que no es m ás que el arte de obtener del modo m á s breve la f ó rmula de una ecuaci ó n última y fin al, a parti r de la comparaci ó n de varias otras. Las diferentes vías para esta comparaci ó n de relaciones son lo que da las reglas de la Aritmé tica. Al reflexionar luego sobre estas reglas dif íci lmente podem os dejar de perci bir cie rtos principios o caracteres generales de las relaciones, con cuya ayuda, tras reducirlos a una f ó rmula general, podemos desarrollar todas las posibilidades de combinaci ó n de dichas reglas. Una vez reducidos a f órmulas generales, los resultados de tales combinaciones no son en verdad m á s que c á lculos aritméticos modélicos, expresados en la má s simple y bre ve de las ecuaciones que su carácte r general admi te . La ciencia o arte de expresar de e ste m odo las re lacione s lleva e l nombre de lgebra. A pe sar pues de
que en general ningún c á lculo es posible sin números, y de que no se puede medir ninguna magnitud sin extensi ó n (ya que sin e l espacio no podr íamos medir el tiempo con pre ci sió n), mediante progresi va generalizació n de nuestros conce ptos obte nemos la parte esencial de la Matem á tica y de todas las cie ncias, a saber, la teoría ge neral de las magnitudes. Esta c onstituye e l fundame nto de todo descu bri miento posible re lativo a la cantidad, es de cir, a cuanto e s susce ptible de aume nto o dism inuci ón. S ólo
cuando
hemos
estudiado
las
propiedades
del
espacio
siguiendo
los
proce dimientos matemáticos hasta agotarlas, por as í decir, devolvemos al espacio el espesor, la propiedad que condiciona su existencia corp ó rea, y la última que le retiramos en nuestro proceso de abstracci ón. Este nuevo modo de consideraci ó n lleva necesariamente consigo la observació n de los mutuos influjos de los cuerpos, ya que
éstos se influyen mutuamente por raz ó n de su impenetrabilidad De este hecho deri vamos las le yes del equilibrio y del movimiento, las cuales constituyen e l objeto de la Me cá nica. Finalmente llegamos a extender nuestras investigaciones incluso al movimiento de los cuerpos que re ciben su impulso de fuerzas o causas de movim iento ignoradas, siempre que la ley a que tales fuerzas obedecen pueda o deba suponerse conocida. No me nor provecho nos re portan los conocimientos matemá ticos para el estudio de los cuerpos que nos rodean en la tierra. Todas las propiedades observadas en estos cuerpos muestran estar enlazadas por conexiones m á s o menos evidentes. En la mayoría de los casos, el conocimiento o el barrunto de dichas relaciones es la meta
94
última a que podemos llegar, y por ende deber ía ser la única que nos propusi éramos. Nuestra esperanza de conocer la naturaleza, por lo tanto, no se basa en prejuicios indemostrados o arbitrarios, sino en un meditado estudio de los fen ó menos, en comparacione s entre los mismos, y en el arte de reducir un gran número de fenómenos a uno solo, y de adscribir a éste una propiedad de la que resultan los dem á s. Cuanto menor es e l número de los principios de una ciencia, tanto mayor es el dominio de su aplicaci ón puesto que, siendo necesariamente limitado el objeto de una ciencia, los axiomas de que parte han de ser tanto m á s fecundos en consecuencias cuanto menor sea su n úmero. El
lgebra, la Geome tría y la Me cá nica, o se a las ramas de la ciencia que se ocupan
del c á lculo de las magnitude s y de las propiedades generales del e spacio, son lo único que, hablando con rigor, me re ce se r consi de rado como a dquiri do y demostrado. (D'ALEMBERT , Dis cours pr él iminaire
ie, 1751. ) l'Encyclop éd
uilibre et du mouvement des fluides, OBRAS: Traite de Dynamique, 1743; Trait é de l' éq
1744; R é flexions sur la cause g én erale des vents, 1744; Discours pr él iminaire (Introducción a la Enciclopedia), 1751; M él anges de Litt ér ature, d'Histoire et de ents de Musique th é orique et pratique, 1752; Recherches sur Philosophie, 1752; l ém
diff é rents points importante du Syst me du Monde, 1754; Essai sur les elemente de Philosophie .0576 , ESTUDIOS : D. Diderot, R ve de d'Alembert
,0596 ,impreso en 1830; J. Bertrand ,
D'Alembert ,Par ís, 1889; E. Cassirer, Die Philosophie der Aufkl rung ;062 ,M. Muller, Essai sur la philosophie de J. d'Alembert .069 ,
JULIEN OFFRAY DE LA METT RIE (25-XII-1709-
ll-XI-1751)
El hombre m áq uina La naturaleza del movi miento nos e s tan desconocida como la de la m ateria. Tampoco te nemos me dio alguno para com pre nder cómo se pr oduce el movimie nto de la mate ria, a no ser que, con el autor de la Historia del alma, queramos resucitar la vieja e incomprensible doctrina de las "formas substanciales". Pero del hecho de que no s é cómo la mate ria inerte y simple se transforma e n la materia activa y compue sta de los organis mos, me consue lo con tanta facilidad como del he cho de no poder mi rar al sol sin ante pone rle un cristal oscuro. En e l mism o fe liz e stado de á nimo me e ncuentro ante las dem ás incomprensibles maravillas de la naturaleza, y me refiero a la aparici ó n del pensamie nto y de la se nsibilidad en un se r que al princi pio no e ra para nue stra limitada
95
visi ón má s que un poquito de barr o. Si se admite que la materia organizada e stá dotada de un principio de movimiento que e s lo ú nico que la distingue de la materia no organizada (¿y qui én podr ía negarlo, fren te a tanta s ir refutable s obse rvaci ones?), y adem ás que e n los anim ales todo de pe nde de las diferencias en la organizaci ó n, según he demostrado de modo suficiente, basta con esto para de spejar el e nigma de la sustancia y e l del hombre. Es evi dente que no hay en el mundo m á s que una sustancia, y que el hombre es su m ás completa e xpre sió n. Compara do con los simi os y los ani males m ás i nteligentes, el hombre e s lo que el re loj planetario de Huygens comparado con uno de los relojes del re y Juli á n. Tal como hicieron falta m á s instrumentos, m á s ruedas y m á s plumas para se guir y re producir e l movimie nto de los plane tas que para se ñ alar las horas, tal como Vaucanson hubo de emplear m á s arte para construir su flautista que para su pato, mucho má s hubi era tenido que e mplear para e laborar un "hablante". Una tal má quina, especialmente entre las manos de uno de los nue vos Prome te os, no debe se r ya tenida por imposible. An á logamente, fue necesario que la Naturaleza empleara m á s arte y técnica para construir y conservar una má quina que hubiera de mostrar, durante un siglo entero, todos los movimientos del corazón y de l espíri tu, ya que aunque por e l pulso n o pueden medirse las horas, sirve sin embargo de bar ó metro para el calor y la vivacidad, de los cuale s pue de i nferirse la naturaleza del alma. No cabe duda de que n o yerro al afirm ar que el cuerpo humano es un reloj, pero un reloj admirable, compuesto con tanto arte y habili dad, que cuando la rueda de los segun dos se para, la de los mi nutos prosi gue su mar cha, y asimi smo la rue da de los cuartos de hora y to das las de m ás contin úan su movimiento, aunque las primeras estén oxidadas o estropeadas por una causa cualquiera y hayan interrumpido su avance. As í ocurre en efecto, ya que la estrangulació n de algunos vasos no basta para destruir o detener al motor de todo el movimiento, que esto es el corazón, la parte activa de la m áquina; por el contrario, entonces los fluidos, cuyo volumen ha dismi nuido, tie nen que recorrer un cami no má s corto, y por ende lo ha ce n con mayor bre ve dad; y por otra parte , en la me di da e n que la fuerza del coraz ón se encuen tra robusteci da por la re sistencia e n la terminació n de los vasos, el fluido es arrastrado como por una nueva corriente a ñ adida. Aunque de resultas de una simple presi ón sobre los nervios ópticos éstos no dejan ya pasar las i mágenes de los objetos, ¿por qu é habr ía la pérdida de la visi ó n de estorbar el uso del oído, o la pérdi da de e ste sentido por la in te rrupció n de las funciones de la portio mollis acarrear la de la visi ó n? ¿No ocurre que alguien comprende sin poder expresar lo que comprende ( por eje mplo cuan do ha transcur ri do poco tie mpo tras un ataque ) mientras que otro que no e ntiende nada, mie ntras sus nervios de la le ngua operan con li bertad en el cerebro, cuenta maquinalmente todos los sue ños que le pasan por la cabeza?
96
Semejantes fenómenos no tienen que sorprender a los m édicos inte ligente s. stos sa be n qu é actitud adoptar re specto a la naturale za del hombre ; y di cho sea de paso, pie nso que de dos m édicos, el mejor y m ás digno de confianza es el m ás experto en la f ísica o me cá nica de l cuerpo humano, y e l que deja en paz al a lma con to das las per pleji dades que e ste fantasma e nge ndra e n los ne cios y los i gnorantes, no ocup á ndose má s que de la pura cie ncia natural... (LA METTRIE, L'homme machine, 1748. )
WLLHELM OSTWALD (2-IX-1853 - 3-IV -1932)
"Lecciones de Filosof í a natural" El nom bre de Fi losof ía natural, que he ele gido para carac te rizar el contenido de e stas charlas que ahora inicio, posee enojosas resonancias. Recuerda un movimiento intelectual que impera ba e n Ale mania cien a ñ os atr á s, y cuyo caudillo fue el fil ósofo Schelling; gracias al vigor de su personalidad, éste alcanzó, ya en sus a ños mozos, un extraordinario influjo, de modo que le cupo orientar en gran medida las v ías de pensamiento de sus coetá ne os. Es e l he cho, sin embargo, que tal i nflujo no se e xtendi ó m ás que a los compatri otas de Schelling, los alemanes, y hasta cie rto punto a los escandinavos, mientras que Inglaterra y Francia repudiaron decididamente aquella "Filosof ía de la Naturaleza". En la propia Alemania, por otra parte, su poder ío no dur ó mucho; no se mantuvo indiscutido m á s que durante unos veinte añ os a lo sumo. Fueron especialmente los cultores de las ciencias de la Naturaleza, a quienes se destinaba ante todo la Filosof ía natural, quienes en seguida se apartaron de ella sin vacilaciones; y la condenaci ó n de que aquel movimiento acab ó siendo objeto, fue tan a pasi onada como la de ificaci ón con que se le acogiera al principio. Para dar una i dea de los sentimie ntos que el movimiento suscitaba en sus tempranos secuaces, bastar á citar las pala bras c on que Lie bi g caracterizó m ás tarde su excursió n a las regiones de la Filosof ía de la Naturaleza: "Yo tambi én he vivido aquel per íodo tan rico e n palabras e i dea s y tan pobre e n verdadero saber y e n estudios fe cundos, y e n él ocupé dos preciosos a ñ os de mi vida; no puedo describir el horror y el sobresalto con que sal í de aquel v értigo, despertando a la conciencia". Siendo de tal e specie los efectos que la Filosof ía de la Naturaleza causaba en sus propios discípulos tempranos, no es de maravillar que aquel modo de pensar se esfumara casi de pronto en los c írculos de los científicos. Lo reemplaz ó la concepci ón
97
me cá nico-materialista del Unive rso, que se desarrollaba en Inglaterra y Francia hacia la misma época. Los secuaces de esta concepci ó n creían, erróneamente, que en ella se encerraba una descripci ón de la realidad despojada de toda hip ó tesis; de ah í que acompa ñara a la nueva dire cció n intelectual una actitud de decidido desagrado fre nte a toda otra consideraci ó n de cará cter general. Tales teorías eran marcadas con el in faman te hie rro de "e speculati vas", y todav ía en nuestros d ías e ste calificativo posee e n círculos científicos un dejo peyorativo. Es por consiguiente aleccionador observar que, de he cho, el desagrado no lle ga a afe ctar a toda clase de teor ías especulativas, sino que se reserva para aquellas que desbordan del c írculo de nociones de la Filosof ía mecanicista; a esta última no se la consider a especulativa, ni se alcanza a disti nguirla de los resultados científicos escuetos. De modo que e l pensamiento antifilosófico era, subjetivamente cuando menos, una actitud que quer ía y cre ía estar dotada de una in tachable honorabili dad. En cuanto al hecho de que la Filosof ía natural, entre los hombres de ciencia, fuera tan r ápi da y com ple tamen te arrollada por el m aterialis mo, no hay que buscar sus causas má s allá del dominio de los resultados pr á cticos. En tanto que los re pre sentantes de la Filosof ía natural alemana apena s hac ían m á s que cavi lar y e scribir sobre la Naturaleza, los de la opuesta e scuela calculaban y e xperime ntaban, con l o cual pronto pudie ron re feri rse a multitud de re sultados factuale s que consti tuyeron la base esencial para el extraordinariamente veloz desarrollo de las ciencias naturales en el siglo XIX. A esta tangible muestra de superioridad, los fil ó sofos de la Naturaleza no pudieron
oponer
nada
equivalente.
Aunque
no
dejaron
de
obtener
alg ún
descubrimiento, la verdad es que, según indica la descripci ó n de Liebig, el lastre de palabras y de ideas infecundas e ra e n sus obras tan e norme que no perm itió nunca sali r a flote a las e xigencias factuales de la ci e ncia. Por e sto se considera al per íodo de la Filosof ía de la Naturaleza como una época de honda decadencia de la ciencia alemana, y para un cient ífico del siglo XX parece empe ñ o tem era rio e l de navegar bajo una ve la tan de sacreditada. Pero lo que no puede negarse es la leg ítima posi bili da d de dotar de nue vo sentido al término de "filósofo natural". Por lo pronto cabe hablar, por ejem plo, de un m édico o de un cantante naturales, es decir , aplicar e l calificativo a alguie n que practica un oficio sin haberlo aprendido. N o rechazar é e ste se ntido, a pli cado a m í mi smo. Por mi oficio, yo s oy un hombre de ciencia, un qu ímico y un f ísi co, y no puedo contar a la Fi losof ía entre las disciplinas que he estudiado, en la acepci ón corriente. Por m á s que mis variadas le cturas de e scritos filosó ficos pudie ran mirarse como una sue rte de e spont á neo estudio de la Filosof ía, debo reconocer han sido tan poco sistemá ticas, que de ning ún modo pue do estim arlas como suficiente sustituti vo de los e studi os re gulares. La única excusa de mi empe ñ o está en el hecho de que el hombre de ciencia es inevitablemente
98
conducido por la pr á ctica de su actividad hacia las mismas cuestiones que ocupan al filó sofo. Las operaci ones intelectuale s, por cuyo me dio se regula y lleva a buen fin una labor cie ntífica, no se distinguen en esencia de aqu éllas cuyo proceso es investigado y enseñado por la Filoso f ía. Cierto que, e n la se gunda mi tad de l siglo XIX, la concie ncia de esta relación se oscureció a veces, pero precisamente nuestros días la han despertado nue vamente y dota do de la m á s viva e ficacia, de m odo que e n el cubil científico se a gi tan por todas partes las mentes á vidas de partici par en e l acreci miento del sabe r fi losófico. Todo ello indica que nue stra época e stá dispuesta a dar vi da a un nue vo desarrollo de la Filosof ía natural e n los dos senti dos del t érmino; y el gran n ú mero de oyentes que hoy veo congregados al anuncio de este tema, es prueba de que en la combinaci ón de los términ os de Naturale za y de Filosof ía se e sconde alguna suge sti ó n atractiva, la alusi ón a un proble ma cuya soluci ón nos intere sa vivamente. De todos m odos, la filosof ía de un hom bre de ci encia no puede pre tender pre se ntarse como un sistema cerrado y de superficie pulimentada. Dejemos que los fil ósofos profesionales fabriquen tales sistemas. Nosotros tenemos clara conciencia de que nuestra mejor tarea e s la de elevar un e difi cio cuya e structura y disposició n re velen en todas sus parte s el modo de pe rce pción de la re alida d y de los m étodos de raci ocinio que se han engendrado mediante nuestra cotidiana ocupaci ón con ciertos tipos de fenómenos naturales. No puedo dejar de rogarles que consideren cuanto yo les ofrezca si n pe rde r nunca de vi sta el condicionamie nto personal y profesi onal de m i es tilo, y les exhorto a dejar a un lado unas cosas o a ñ adir otras, seg ún les parezca deseable o necesario. (Introducci ón , pp. 1 ss. )
Tiempo, espacio, substancia De m odo que te nemos dos di stin tos grupos de razone s, de las que una s nos llevan a ate nernos a la realidad de la s cosas se g ún se n os apare ce n, y las otras al abandono de dic ha apari encia. Para re solver esta contradic ción, hay que mostrar que ca da una de las indicadas actitudes encierra insuficiencias, mientras que la combinaci ón de ambas constituye una nueva y suficiente tesitura. Es natural que las insuficiencias aludidas hayan de buscarse me dia nte una delimitaci ó n, en dos opuestos frente s, de l concepto de substancia. La substancia de la F ísica y la Qu ímica del siglo XIX lleva el peculiar nombre de
materia. La m ateria e s por as í decir e l residuo de una e vaporaci ón, lo que ha quedado lue go que m uchas de la s substanci as de l siglo XVIII , especialmente e l fluido caló ri co, las materias e léctrica y magnética, la luz y muchas otras, hu bie ron pe rdido e n e l curso de los tiempos su car ácter de substancias y, consideradas como "fuerzas", hubieron accedido a una forma de existencia m á s espiritual. No es del todo f á cil determinar
99
un ívocamente lo que hoy día se entiende por materia, ya que al intentar dar una definició n, resulta que en general se ha presupuesto ya el conocimiento de aquel concepto, admi tie ndo por consiguie nte a la materi a como algo de i nme diata e viden cia. Sin embargo, las indicaciones que dan los manuales de F ísica acerca de las propiedades de la materia han de hacer posible una delimitaci ó n aproximada de este concepto. Pero si consultamos cierto n úmero de tratados de F ísica, en seguida percibimos huellas de una clara evoluci ó n. Mientras que los textos m á s antiguos se ma nifie stan muy tajantes en el punto que nos in teresa, los m ás modernos se i nclinan a considerar la cuestió n como dudosa e insegura, y a evitar discutirla. De todos modos, parece vá lido el siguie nte resumen: Toda m ate ria se da en dete rminada canti dad; a la canti da d de ma teria se le llam a generalmente masa. La materia presenta ciertas diferencias cualitativas, que pueden reducirse a la existencia de 70 u 80 elementos no transformables unos en otros. Adem á s, la mate ria posee extensió n espacia l y delimitación en l a for ma; esta última, sin embargo s ólo en ciertos casos (en determinadas ma te rias) depende de la propia m ateria considerada; en los demá s casos depende del ambiente. A la materia se le atribuye tambi én impenetrabilidad, en el sentido de que dos distintos pedazos de materia no pue de n e star al m ismo tiempo en un mi smo lugar. Finalme nte, la m ateria se tiene por
indestructible. Algunas veces hallamos una distinci ó n entre las enumeradas propiedades esencia/es de la materia y sus propie dades generales, o se a las que , a pe sar de hallarse en toda mate ria, no forman parte e sencial de su concepto. Entre e llas se cuentan la inercia, o sea la capacidad de permanecer en determinado estado de movimiento, la
gravedad, la divisibilidad y la porosidad. De todos modos, no se da unanimidad en cuanto a las propiedades que son esenciales entre las indicadas, y las que son s ó lo gene rales; e i ncluso a m e nudo se abandona la distinci ón entre uno y otro grupo. El estado de la ciencia en este punto no puede considerarse satisfactorio ni mucho menos. Si ustedes rememoran las primeras clases en que les fueron expuestos los conceptos fundamentales de la F ísica, re cordar án la agobiante i mpresi ón que si n duda obtuvieron como resultado de sus esfuerzos por extraer alguna noci ón precisa de aquellas disquisiciones; se quedaron ustedes, para decirlo con toda franqueza, mareados. Todos nosotros, y nuestros profesores tambi én, lanzamos un suspiro de alivio al pasar de tanta especulaci ó n al estudio de la palanca, del plano inclinado o de otro objeto real y concreto cualquiera. Lo que con aquellas definiciones se pretende, es manifiestamente destacar y discriminar un conjunto de propiedades generales, insitas en los objetos del mundo exterior. El anti guo concepto de m ateria pre te ndía abarcar a todos los e ntes f ísi cos. Las notas de delimitaci ón espacial y de tangibilidad, que progresivamente se fueron
100
adscri bi endo a la mate ria, pe ro todav ía má s especia lmen te la nota de i nde structi bilidad, dieron como resultado que el concepto de ente f ísico se fuera restringiendo, según descri bi mos, a los obje tos dota dos de ma sa (en sentido me cá ni co) y de peso. Con ello se aparta la mi rada de innume rables fenóme nos importantes, por e jem plo los de la luz y de la electricidad. Estos fenó menos, al parecer, tienen lugar en el espacio desprovisto de mate ria, entre los astros y e l Sol y la T ie rra, sin adscribirse a nada mate rial. Cierto que se ha intentado aminorar esta tosca contradicció n admitiendo la existencia de una materia inmaterial, el llamado é ter; una materia que no posee las propiedades mencionadas, pero puede servir como soporte de otras propiedades o asumir otros e stados; e n manuales e informes académi cos, hallamos que a la f ísi ca de la materia se la expone separada de la f ísica del éter. Pero es obvio que tal dualidad constituye una argucia injustificada. Todos los intentos hechos para formular regularmente las propiedades del éter siguiendo la analog ía con las propiedades conocidas de la ma teria, han conducido a c ontradicciones i nsalvables. La asunci ó n de la existencia del éter se arrastra a trav és de la ciencia, no porque proporciona una descripció n satis factoria de los he chos sino si mplemente porque no se ha inten tado o no se ha conse guido ree mplazarla por algo mejor. Propong á monos ahora, siguiendo el camino tradicional de la ciencia, dar una descripció n sobri a y coheren te de lo que ocurre en el universo exterior. Nuestra primera tarea se rá la de formarnos un concepto de substancia que convenga a todas las cosas, ajustá ndose a la e xpe riencia de un m odo pre ciso y exe nto de pre jui cios. Tal tarea no es otra, en defini ti va, que la de h allar algo que posea la propie da d de la pe rma nencia o de la conservación indefinida, y si existen varios entes as í dotados, destacar entre ellos alguno que no falte como componente en ninguna de las cosas exteri ores. Desde que, a fine s de l siglo XVIII, se de scubri ó la ley de la invariabilidad del peso total en toda suerte de procesos f ísicos y qu ímicos, quedó fijado el uso termi noló gico de no dar e l nom bre de substancia o mate ria má s que a las cosas ponderables. P ero el hecho es que las materias pondera bles distan de se r lasú ni cas cosas que perduran a tra v és de toda circunstancia conocida. En la Mec á nica, por ejemplo, se da cierta magnitud llamada cantidad de movimiento, que depende de las masas y las velocidades y que posee tambi én la propie dad de perm anencia . Lo mi smo que para e l peso de los objetos ponderables, no se conoce ning ún proceso que pudiera alterar la cantidad de movimiento de un sistema me cá nic o dado. Es cie rto que se la pue de m odific ar haciendo que otras ma sas dotadas de ve locidades choquen con las que constitu ían el sistema inicial. Pero como a las masas no se las pue de tam poco cre ar ni aniquilar, esta apare nte e xcepción se reduce a constatar que primero habíamos determinado la cantidad de movimiento del sistema omitiendo esas masas que más tarde habr ían de incorpor á rsele. Si las tenemos en cuenta desde el
101
pri nci pio, la ley de la conse rvació n de la can tidad de m ovimie nto rige con todo rigor, y no se le conocen exce pcione s. La misma propiedad de perduraci ón, o sea de inagotabilidad e indestructibilidad, corresponde a otras diferentes magnitudes no ponderables que la F ísica nos da a conocer. Un ejemplo es la magnitud de electricidad, que se calcula sumando alge brai came nte la s magnitudes positi vas y negati vas , y que no pue de se r alte rada por ningún proceso conocido. Siempre resultan, en efecto, iguales valores absolutos para las electricidades positiva y negativa, de modo que su suma es cero y el resultado no puede nunca alterarse . Existe finalmente una m agnitud, que lle va el nombre de trabajo o de energ í a, cuya ley de conservación (en cierto sentido) se conoce y se ha comprobado desde mediados del si glo XIX. Otra, pue s, de las cosas indestructi ble s e ina gotable s. Al examinar estas magnitudes y otras tambi én some tidas a leye s de conservació n, comprobamos lo siguie nte: con excepció n de la energía, todos los conce ptos su bsumi dos bajo una ley de conservaci ón no encuentran aplicaci ón m á s que en ciertos sectores parciales del conjunto de los fen ómenos naturales. S ól o la energ í a se manifiesta sin enos naturales conocidos, o con otras palabras, iodos los excepci ó n en todos los fen óm enos naturales pue den subsumirse b ajo el concepto de energ ía . De modo que dicho fen óm
concepto es eminentemente adecuado para presentarse como soluci ón completa del proble ma ence rrado bajo el conce pto de substanci a, y no re sue lto por el de m ate ri a. No s ólo la energ ía está presente en todos los fen ómenos naturales, sino que los
determina rigurosamente. Todo proceso, sin excepci ó n, queda representado o descrito exhaustivamente cuando se dan las energías que en él sufren modificaciones temporales y espaciales. Inversamente, la cuesti ón de las circunstancias en que cierto proce so puede te ne r lugar o en que algo ocurre, queda re suelta con toda gene ralidad sin m ás que re currir al comportamiento de las energías i mplicadas en el proceso. De modo que la energía satisface tambi én a la segunda exigencia previa que cre ímos deber imponer al concepto m ás general de objeto exterior. Podemos en definitiva sentar que cuanto sabem os acerca del mundo exterior puede en unciarse en f orma de proposiciones
sobre determinadas energ í as, de modo que , desde todos los puntos de vista, e l concepto de energía acredita ser el más ge neral que la cie ncia ha forjado hasta e l día. (Pp. 148 ss. )
La conciencia Los procesos consistentes en las impresiones y sensaciones causadas por las energías extremas, procesos que concebimos como de generaci ón de e ne rgía nerviosa a expensas de la energía externa, se reducen a dos tipos de efectos. En unos casos, las
102
sensaciones motivan directamente una reacci ó n, de modo tal que tiene lugar una actuació n en el sentido m á s general, es decir, una prestaci ón de energ ía que el organismo realiza de dentro afuera. En otros casos, van diferenci á ndose progresivas transformaciones de la energ ía nerviosa inicialmente generada en otras formas de la misma energía. Como tambi én la realizaci ó n de un acto cualquiera requiere tales transformacione s de la e ne rgía ne rviosa, éste e s el fenó meno má s gene ral y que conviene estudiar e n prim e r lugar. La transformaci ón de la energía ne rviosa susci tada e n e l aparato sensorial tiene muy probablemente lugar en los ó rganos a que se ha dado el nom bre de c él ulas gangliares , que se e ncuentran en las puntas de todo hi lo nervi oso. El proceso que all íse desarrolla no e s probableme nte de mera transformación de e nergía, sino que prese nta e l carácter de una liberaci ón relativa. Quere mos decir con e llo que la energía ne rviosa absorbi da e s usada para transformar ciertas cantidades de energía almacenada (probablemente de naturaleza química), a través de un proceso de libera ció n, en nueva energía ner viosa, la raz ón de cuya cantidad a la canti da d de la e nerg ía absor bida es m uy vari able y depende de la constituci ón del transformador. Merece especial atención, a este prop ó sito, el hecho, ya varias veces mencionado, de la habituaci ón, que puede formularse diciendo que tanta menor energía liberadora se requiere para la obtenci ón de cie rta cantidad de energía liberada, cuanta mayor sea la frecuencia con que el proceso en cuesti ó n u otro sem ejante se ha ya desarrollado e n el si stem a nervioso considerado. La energía nerviosa as í producida puede encaminarse hacia el ó rgano central, o dirigirse a los aparatos en que el cuerpo desarrolla una energ ía orie ntada afuera. En el prim er caso se pro duce la concie ncia, en el segundo tie ne lugar una acci ón i nconsciente o reflejo. Ta l descripción de los procesos nerviosos ha recibido tan m últiples corroboraciones gracias a los hallazgos anat ómicos y fisiológicos, que podemos admi tirla como cie rta.
Por ello les propongo concebir a la conciencia como cierta propiedad de una forma que se ejecuta en el ó rgano central. Que peculiar de ene rg í a nerviosa, a saber, la energ ía
no toda la energía nerviosa es productora de conciencia, parece resultar sin lugar a dudas de la observaci ón que, durante las ausencias de la conciencia en el sue ñ o, el mareo o la narcosis, gran n úmero de aparatos nerviosos siguen funcionando sin entorpe cimiento, a sabe r, todos los que e jecutan las funciones involuntarias de l cuerpo, como son el latir del coraz ón, la respiraci ó n, la digesti ón, las secreciones glandulares. Ta mbién es frecuente que en tales estados se realicen de modo correcto acciones habituale s en e l estado de concie ncia y de de libe raci ón. ¿De qu é modo habremos de concebir el enlace entre la conciencia y la energ ía nerviosa? A m í me pare ce que de be concebirse del mo do m á s e stre cho posi ble, y me inclino a considerar a la conciencia como un car ácter e sencial de la ene rgía ne rviosa del
103
órgano ce ntral, tal como, por ejem plo, la a dscri pci ón al e spacio e s un carácter e sencial de la e nerg ía mecá ni ca y la a dscri pci ó n al tiempo lo e s de la ene rgía cinética. Para mayor claridad, volvamos al punto de partida de nuestras reflexiones. Seg ún dijimos, todo nuestro conocimiento del mundo exterior deriva de procesos que tienen lugar en nue stra concie nci a. Partiendo de los com pone nte s comunes a todas nu estras experiencias, hemos llegado a de terminar que e l concepto de energ í a es el má s general de cuantos conocemos, y analizando el car ácter de dichas experiencias y sus in te rrelaciones hem os podi do dis tin guir varia s suertes de ene rgía que se transforman unas en otras. Procedemos, por lo tanto, de modo consecuente al correlacionar con aqu él el más ge neral de los conce ptos, a la fuente de todo conteni do de la e xpe riencia, a nuestra propia conciencia, y al decir con Kant: todas nuestras nociones del mundo exterior son subjetivas en el sentido de que s ólo alcanzamos a percibir las manifestacione s de los e nte s que se corresponden con la c onstitució n de nues tra propia concie ncia. Por consi guiente , la interpretació n más se ncilla que puede darse al he cho de que todos los ac ontecimie ntos exteriores son susceptible s de descri pció n como proce sos entre e nergías, se obti ene admi tie ndo que tambi é n los procesos internos de la conciencia ter energ é tico, e imponen dicho car ác ter a toda experiencia del mundo son de car ác
exterior. Toda la ace ptaci ón que pi do de uste de s para e sta idea, es que la consi deren como un simple intento de alcanzar una concepci ón unitaria del universo. No es m á s que un ensayo provisional, una tentativa como conviene hacerlas siempre que se trata de domi nar conceptualme nte una nue va re gió n del con ocimiento o de hallar una nueva v ía para el dominio de una antigua regi ó n. La verificaci ón experimental que puede esperarse para tales ideas, se lograr á desarrollando todas sus consecuencias y compar á ndolas con los he chos conocidos. Ahora bien, todos los psic ó logos está n de acuerdo en que procesos energ éticos acompa ñan a todos los espirituales, y especialmente a los conscientes, y en que todo pensamiento, toda sensaci ó n y toda volici ó n requieren un gasto de energía. Sin embargo, para comprender este hecho, se ha cre ído bastaba acudir a la teor ía del
paralelismo psicof í sico. En su forma antigua, según la acu ñó Spinoza, dicha doctrina sostiene que los procesos espirituales y los f ísicos son caras distintas de un mismo acontecer, el cual se nos manifiesta bajo la apariencia de unos u otros fen ó menos, se gún considera mos la substancia por e l lado de la exten si ón (substancia f ísi ca) o por e l lado del pensamiento (substancia ps íquica). La moderna teor ía del paralelismo psicof ísico re chaza e sta concepci ón, tach á ndola de anti científica, ree mplazá ndola por la idea de un transcurrir paralelo de dos series causales simultá neas pero nunca incidentes, debido a la heterogeneidad de sus componentes. Me resulta dif ícil percibir ninguna diferencia entre este principio y el de la armon ía preestablecida de Leibniz,
104
salvo la que re sulta de de la intro ducci ón de sen dos conce ptos hi pot éticos, el de de la m ónada en Leibniz y el de la materia en los modernos. Los propios propugnadores de tal concepció n re conoc conocen que que en aquella aquella yuxtapo yuxtaposici sició n se esconde esconde algú n e lemento extrañ o, que la pr pr ogresiva labor de de l esp íritu huma no habr habr á de de e liminar. Se tie nde nde , sin sin e mbargo, a suponer que la i de a unific unific adora adora proce de rá de la Metaf ísica, trascendiendo el dominio de la ciencia natural, que incluye tanto a la Fisiolog ía como a la Psicolog ía; lo cual, te niendo e n cuenta e l de de sarrollo de de la ciencia en su conjunto, no me parece ve rosími l ni ni mucho menos. El tiempo nunca dio la raz ón a quien sostuviera la imposibilidad de dete rmi nado nado progre rogre so i ncluido ncluido en la zona de desarrollo re gular de la ci encia. Al intentar determinar de d ónde ha salido esta ardua idea del paralelismo independiente, resulta que su fuente está en el materialismo mecan í í stico. stico. Ya Leibniz percibió claramente esta conexi ó n; en nuestros nuestros d ías, Du Bois-Reymond ha iluminado perfectamente la cuesti ón al formular su I gnorabimus. Leibniz observa que, si imaginamos un cerebro humano real y actuante, y tan grande sin embargo que podamos penetrar en su interior y andar por él "como por un molino", de modo que pudi éramos
estudiar
todos
los
mecanismos
de
los
á tomos
cerebrales,
no
encontraríamos en el cerebro m á s que á tomos en movimiento sin que percibi éramos nada de los pensa mientos correspondientes a aque llos movimientos. movimientos. Algo pare pare ci do dice Du Bois-Reymond en su discurso sobre los l ímites del conocimiento de la Naturaleza. Tr as ca lificar de c onoci mie mi e nto astron astr onómi co al conocimiento de las m asas, velocidades, velocidades, posici posici one one s y fuerzas de de las moléculas ce re brales, prosigue prosigue así: "Pe "Pe ro en lo que que re specta specta a los procesos espirituales, es obvio que, supuesto un conocimiento astron ó mico de los
órganos an ímicos, seguirían aqu éllos siéndonos tan incomprensibles como ahora. Si posey éramos tal conocimiento, nos veríamos situados ante aquellos procesos ni m ás ni men os que que como ahora, como ante a lgo comple comple tamen te incomunic able able con nosotros. El El conocimie nto astronómi co del del ce rebro, rebro, que que e s e l má s perfe cto a que que po de mos aspirar, no nos revela má s que materia en movimiento. Pero ninguna disposici ó n imaginaria de part ículas materiales, ni ningún movimiento de las mismas, lleva trazas de transformarse transformarse e n un proceso pe rtene ciente al rei no de la co ncie ncia. " No conozco ninguna prueba del valor filos ó fico de la concepci ón energética del Universo, má s convincen te que e l hecho obvio de de que, a la luz de de aquella concepci concepci ón, se desvanecen las temerosas sombras que rodean al problema del dualismo psicof ísico. Todas las difi cultad culta de s, e n e fe cto, provi provi e nen de que tanto Lei bni z como Du Du Boi s -Reym ond o Descartes parte parte n de de asumi r que el mundo mundo f ísico no se compone má s que que de m ate ria en movimiento. Es claro que en semejante universo los pensamientos no tienen lugar alguno. Para nosotros, que consideramos a la energ ía como la realidad última, no existen tales imposibilidades. Vimos en primer lugar que la actuaci ó n de las transmisiones nerviosas puede sin contradicci ón reducirse a procesos energéticos, y
105
vimos tam bién que los proce sos ne rviosos constitutivos de de la concie concie ncia resultan de de los pr oces os inconscientes sin dis dis continuidad alguna. He he cho los los mayore s esfuerzos para para descubrir algún absurdo o alguna consecuencia impensable en la hip ótesis de que dete rminadas rminadas c lases de e nergía determinan la conciencia; nada de eso he alcanzado a encontrar. En seguida estudiaremos los m ás importantes fenó menos de la conciencia, convenci éndonos ndonos de que la e nergía los dete rmin rmin a; por por mi parte , no hallo ya ya difi cultades cultades en pensar que la ene ene rgía cinética condici condici ona e l movimiento, mie ntras ntras que que la ene ene rgía del siste ma ne rvioso rvioso central condici condici ona la concie concie ncia. Vem os, por otra otra parte , que la ene rgía re lacionada con con la concie ncia es la suprema y la m ás rara e ntre ntre todas todas las e spe spe cies de energía que conocem os. Só lo se produce produce e n órganos e spe spe cialme cialme nte nte desa rrollados, rrollados, e in cluso los ce rebros rebros de dis tintos hombre hombre s pre pre se ntan las mayore s di di fe rencias e n lo tocante a la magnitud y la la e fe cti cti vidad vidad de de dic ha energ ía. Entre los innumerables cristales existentes, só lo unos pocos sirven para la producci ón de energía e léctrica por presión, a saber, los que posee n e je s unila unila te rales. No de be sorpren de rnos que la mism a no se se produzca m ás que en cir cunstancias es pe ciales. Y las radiaciones del uranio y de alg ún otro elemento, investigadas en nuestros d ías, son manifestaciones
energéticas cuya manifestaci ó n es todav ía m á s rara y cuyas
condi condi ci ones de producci roducci ón son todav todav ía m ás restri ctivas. Siguiendo el mismo método, e scapamos tam bi én a otro dif ícil problema. Si, según muestra la experiencia, el espíritu se halla ligado con la "materia" que constituye el cerebro de los hombres, no se ve por qu é no habr ía de ligarse tambi én el espíritu con cualquier cualquier otra m ateria. El El car bono, e l hidró geno, el ox ígeno, el nitró geno y el f ósforo que componen componen e l cerebro, cerebro, no se disti nguen nguen e n efecto efecto de dichos elementos segú n aparecen por toda la superficie terrestre; gracias al intercambio de la materia, van siendo reemplazados por otros componentes de la misma naturaleza, cuya procedencia no afecta en lo m á s m ínimo a su c omportamiento omportamiento una ve z forman forman parte del ce rebro. rebro. De modo que si el espíritu es una propiedad de la materia, deben poseerla en toda ci rcunstanci rcunstanci a los los á tomos que que consti tuyen el supuesto de la conce pci ón me canístic a, con lo que que re sulta que la pie pie dra, la mes a, e l cigarro, e stá n animados, animados, lo mism o que que e l árbol, el animal y el hombre. Y esta idea en efecto se insinúa tan irresistiblemente una vez se han admitido sus supuestos previos, que la m á s re ciente literatura fi losó fica, o bie n la presenta como cierta o cuando menos plausible, o bien instaura para evitarla un deci dido e insalvable insalvable dualismo dualismo e ntre el espíritu y la materi a. Ta mbién e sta dificultad dificultad se se de svanece svanece ante ante la e nerg ética. Mientras Mientras que que la m ateria ateria se ajusta a la ley de la conser vación de los eleme ntos, e n el sentido de de q ue e l conjunto de de ox ígeno, nitró ge no, etc., que que se halla en de de te rmi rmi nado e spaci spaci o en es tado ado de li be rtad o de combinaci ón, no puede modificarse mediante ningún procedimiento conocido, es en cambio y en general posible transformar cierto conjunto de energía e n otro conjunto de de
106
disti nta especie, especie, si n que quede ning ún residuo apreciable del primero. De modo que la experiencia no se opone ni mucho menos a la idea de que ciertas suertes de energía re quiere quiere n condi condi ciones e spe spe ciales para producirse producirse , y de de que ciertos conjuntos conjuntos de de e nergía pue de n de de saparecer totalme nte nte al trans formarse formarse en otras formas. ste es el caso de la energía espiri espiri tual, o sea de de la e ne rgía nervi osa inconsciente inconsciente y conscie nte. De m odo odo que la concepció n energética de l espíri tu se se acredita gracias a la re soluci solución de graves dificultades, la eliminaci ó n de las cuales ha ocupado las m ás agudas in te ligencias durante durante varios siglos. Nos que que da sin em bargo una importante labor labor que cumplir, la de verificar si tambi én las propiedades de la actividad espiritual consciente pue de n introduci introduci rse sin contradicción e n el marco de de la ene ene rgética . Cre Cre o que que tambi tambi én a esta cuestió n puede contestarse afirmativamente. Pero me apresuro a declarar que en este caso mis palabras no encierran m ás que una opini ón provisional; hasta que se alcance alcance una decisión científica en este este punto, habr habr á de e jecutarse una e norme norme canti dad de labor asidua y dificilísima. Las reflexiones que siguen, sin embargo, me parece apuntan apuntan a un futur o espera nzador. nzador. La teor ía moderna del paralelismo psicof ísico parte de la hi pótesi s de de que a todo todo acontecimie nto espiritual se le le subordina subordina o le corresponde corresponde un acontecimiento f ísico; en la medida en que tal hip ó tesis resulta susceptible de verificaci ón, su certeza se ha acreditado siempre. Los materialistas asumen tambi én que e l espíritu no es más que un e fe cto de de la ma te ria, y para para apoyar e sta tan exte ndida ndida noció n se aducen aducen gran n úme ro de de he chos experi experi mentales. mentales. La e nergética puede utilizar en su prop propio io se rvicio a las dos dos teor ías mencionadas, ya ya que "aconte cer f ísico" y "efe cto de de la materia" no significan para nosotros m ás que transformació n de la energ ía. La diferencia no consiste m ás que en la insostenible hipótesis, admitida por nuestros adversarios, que toma a la materia por un último concepto de la realidad. Si prescindimos de dicha hip ótesis, la línea del frente se desplaza, y todas las pruebas utilizadas utilizadas por uno u otro de aquellos dos dos campos enemigos sirven a los intereses de de la concepci ón energé tica. (Pp. (Pp. 392 ss. ) (WLLHELM OSTWALD , Vorlesungen
ber Naturphilosophie, Naturphilosophie, gehalten gehalten im Som Som mer mer 1901 an der der 1902. ) Universit t Leipzig, Le i pzig, 1902.
OBRAS: Lehrbuch der allgemeinen Chemie, 2 vols., 12. a ed., 1910-1911;
berwindung
des
wissenschaftliches
Materialismus,
1895;
Vorlesungen
Die ber
Naturphilosophie, 1902, 5.a ed. en 1923 con el t ítulo Moderne Naturphilosophie; Die Harmonie der Farben, 5.a ed., 1923; Die Harmonie der Formen, 1922; Lebenslinien, 3 vols., 2.a ed, 1932-1933. ESTUDIOS ; V. Delbos, W. O. et sa philosophie, 1916; F.
be rweg e n Grundriss der
107
Geschichte der Philosophie, vol. 4, 13. a e d., 1951; A. Mittasch, W. O. 's Ausl sungslehre, 1951; G. Ostwald, W. O., mein Vater, 1953.
108
III. L A CRISIS DE LA CONCEP CI N MECANISTICO-MATERIALISTA DEL UNIVERSO.
La primera parte del Apé ndice ha presentado los inicios del moderno pensamiento en la ciencia de la Naturaleza y la formaci ón de la imagen mecanístico-materialista del Universo, a trav é s de extensas citas de obras de autores cl á sicos que fueron ellos mismos precursores y promotores de aquella evoluci ón. Esta tercera parte, por razones de espacio, no contendrá casi m ás que un extracto, por otra parte m ás extenso todavía, de una obra en la que Louis de Broglie expone en forma mod élica las causas de la crisis del pensamiento mecan ístico-materialista. Servir á de transici ón la introducci ón a los Principios de la Mec á nica (1876) de Heinrich Hertz (1857-1894). En este texto se pone de manifiesto cómo la Física, que comenz ónuevamente a percatarse de ello, no es más que una ciencia natural, cuyos enunciados ,al referirse a dominios limitados de la Naturaleza, no tienen m á s que una validez limitada; que la ica no es una filosof í a que pueda so ñ ar en desarrollar una concepci ó n F ís
integral sobre el conjunto de la Naturaleza y sobre la esencia de las cosas. Hertz afirma que las proposiciones f ísicas no pretenden ni son aptas a revelar la esencia de los fenómenos naturales en sí mismos. Sostiene que las estructuras de conceptos f ísicos no son má s que imágenes, acerca de cuya coincidencia con los objetos naturales s ólo en un punto podemos decir algo: a saber, en lo tocante a si las consecuencias l ó gicas de nuestras imágenes coinciden con las consecuencias emp íricamente observables de aquellos fen ómenos para los cuales precisamente hemos trazado las im ágenes. Con otras palabras: las im ágenes hipotéticas de un sistema de causas, im ágenes en las que pretendemos resumir los fenómenos naturales, deben mostrarse utilizables ante la experiencia
109
empírica. Los criterios mediante los cuales podemos decidir si las imágenes son o no utilizables, son los tres siguientes: 1) las im ágenes deben ser leg í timas , es decir, ajustadas a las leyes del pensamiento: 2) deben ser adecuadas , o sea, coincidentes con la experiencia extensa; 3) deben ser manejables, es decir, deben incluir el mayor n úmero posible de propiedades esenciales de los objetos y el menor n úmero de propiedades superfluas o hueras. En estas condiciones se insin úa la tesitura esencial de la Física moderna, que Eddington formula con eficaz concisi ón en las frases siguientes: Hemos visto que, cuando la ciencia ha llegado m ás lejos en su avance, ha resultado que el espíritu no extra ía de la Naturaleza m ás que lo que el propio espíritu había depositado en ella. Hemos hallado una sorprendente huella de pisadas en las riberas de lo desconocido. Hemos ensayado, una tras otra, pr ofundas teor ías para e xplic ar e l origen de aquellas hue llas. Fi nalme nte he mos conseguido re construir el ser que las había producido. Y resulta que las huellas eran nuestras.
1. HEINRICH HERTZ (22-II-1857 - 1-I-1894)
a los "Principios de la Mec á nica" Introducci ón
El fin m ás inmediato y en cierto sentido m á s importante de nuestro expreso conocimiento de la Naturaleza, es el de capacitamos para prever el acontecer futuro, para guiar nuestra acció n presente de acuerdo con a quella previ sión. Nos sirv en de base para la obtenció n de aquel fi n, en pri mer lugar , las e xperiencias pasadas, tant o las que re sultan de obse rvaci ones fortuitas como las que son fruto de empeñ os sis temá tic os. El procedimie nto que uti lizamos siempre para de ri var el futuro del pasado, alcanzando con ello e l expresado fin, e s e l siguiente: e laboramos im á genes aparentes o s ímbolos de los objetos exteriores, y precisamente imá genes tales que las consecuencias ló gicas de la imagen sean a su vez imá genes de las consecuencias naturales de los objetos representados. Para que tal condici ón pue da cum plir se , han de darse cie rtas coincidencias entre la naturaleza y nuestro espíritu. La e xperiencia nos enseña que la condició n puede cumplirse y, por consiguiente, que las coincidencias se dan
110
efectivamente. Si, partiendo de la experiencia disponible, se ha conseguido elaborar i mágene s con la propi eda d enunciada, podem os, bas á ndonos en e llas como e n mode los, desarrollar rá pidame nte las consecuencias que el mundo exteri or no sacará a la luz m ás que le ntame nte o como res ultado de n ue stra inte rvención; podemos as íade lantarnos a los hechos y tomar nuestras decisiones actuales de acuerdo con el conocimiento alcanzado. Las imágene s a que nos referim os son nue stras conce pci ones de las cosas; tie nen con las cosas una coincidencia esencial, a sabe r, la ex presada en aquella con dici ó n; pe ro no es necesario para su fin que e stén dotadas de ninguna otra suerte de coincidencia con las cosas. Y el he cho es que ignoramos y no tenemos me dio alguno para com pro bar si nuestras nociones de las cosas coinciden con ellas en algo que no sea precisamente aquella única condici ón fundamental. Para determinar un ívocamente las i mágenes que querem os formarnos de las cosas, no basta la condici ón de que las consecue ncias de las im á genes se an a su vez im á genes de las consecuencias. Son posibles disti ntas im ágenes de los mi smos objetos, y e stas i mágenes pueden distinguirse según vari os criterios. Desde un pri ncipio, tacharem os de ilegítimas a las im á genes que encierran una contradicci ón de las leyes de nuestro pensamiento; exigimos pues, en primer lugar, que nuestras im á gene s sean lógicamente le gítimas, o legítimas sin má s. Llamaremos in adecuadas a las im á genes legítim as cuyas propiedades esenciales contradigan sin embargo a las propiedades de las cosas extremas, es decir, que no satisfagan a aquella prime ra condici ón esencial. Exigimos pues, en segundo lugar, que nuestras im á genes sean adecuadas. Pero dos im á genes distintas, ambas legítimas y adecuadas, de los mismos objetos naturales, pueden disti nguirse se gún su gra do de man e jabili dad. De dos im á gene s de un mismo objeto, la m ás mane jable se r á aquella que re fle je más notas e senciales de l obje to; la llamare mos la imagen má s precisa. De dos im á genes de igual grado de precisi ón, ser á la m ás manejable aquella que, junto con los rasgos esenciales del objeto, incluya un n úmero menor de notas superfluas o hueras; la m ás se ncilla, por consiguiente . No es f á ci l que la atribución de propiedades hueras a los objetos pueda evitarse enteramente, ya que las i mágenes incluyen tale s propie da de s precisamente porque s ólo son i m á genes, imá genes en último término de nuestro espíri tu, y por lo tanto han de ve rse determinadas por las propi edades de su ins trume nto formador. Hemos enumerado hasta ahora las condiciones que exigimos de las im á genes mism as; algo di stin tas son las que cabe im poner a toda pre se ntación científica de tales i mágenes. A una exposición científica le e xigim os una distinción ple name nte consciente entre las propie dades que se atribuyen a los o bje tos para sati sfacer a la legi timidad de la imagen, las que apuntan a su adecuaci ón, y las que resultan de la exigencia de manejabilidad. S ólo as í podemos alterar y mejorar nuestras im ágenes. Lo que éstas
111
contienen e n honor a la le gitimidad, se encierra e n los t érminos, las definiciones, las abre viacione s, o sea, en cuanto puede i ntroducirse o suprim irse a placer. Lo que las i mágenes contienen para satisfacer a la condici ón de adecuaci ó n, se encierra en los he chos e xperimen tales utilizados para la e laboración de la ima gen. Son las propie da des de nue stro e spíritu las que dete rminan los e leme ntos que una i magen ha de poseer para ser legítima; si lo es o no, puede ser decidido mediante una simple afirmaci ón o negación, y tal decisi ón vale para todos los tiempos. Si una imagen es o no adecuada, pue de deci dir se tambi én con una sim ple afi rmación o ne gació n, pero s ólo c on refe rencia al e stado actual de nuestra e xpe riencia, y salvo la aparici ón de nueva y m á s madura experiencia. No puede, en cambio, decidirse un ívocamente si una imagen es o no manejable; pueden darse diferencias de opini ón. Una imagen puede presentar unas ventajas para unos, otras para otros, y s ó lo mediante un ensayo paulatino de varias i m á genes puede, en el curso de los tie mpos, ele girse las m á s mane jables. stos s on los puntos de vi sta según los cuales m e parece ha de juzgarse e l valor de las teorías f ísicas y de las exposiciones de teorías f ísicas. Son en todo caso los puntos de vista según los cuales vamos a juzgar las exposiciones que de los principios de la Me cá nica se han dado. Y desde luego, tenemos que empezar por precisar lo que ente ndem os por principios de la Me c á nica. En senti do estri cto, se ente ndía primi tivamente e n la Mecá nica por pri nci pio a todo enunciado al que no se h acía de ri var de otras proposi ci ones de la Me cá nica, sino que se le quería presentar como resultado inmediato de otras fuentes del conocimiento. De resultas de la evolución histó rica, no se excluía e l que ciertas proposici one s a las que, en determinadas condiciones, se diera un d ía e l nom bre de princi pios con justicia, conservaran má s a delante este nombre, pero ya inme recidamente. Desde Lagrange, se ha re petido a me nudo la o bservaci ón de que los principios del centro de gravedad y de las superfi cie s no son en e l fondo m á s que te oremas de conteni do muy gene ral. Con igual justicia pue de observarse que los restantes llamados princi pios no pue de n ostentar este nombre con indepe ndenci a unos de otros, si no que cada uno de e llos de be desce nder al rango de una consecuencia o de un te orema, en cuanto quie ra basarse la exposición de la Mecá nica en uno o varios de los restantes principios. El concepto de princi pio mecá nico no está por consiguie nte e strictamente delimitado. Respetar emos la denominación tradicional, en cuanto se aplica a cada una de aquellas proposiciones, formulada aisladamente; pero siempre que hablemos, simple y generalmente, de los principios de la Mecá nica, no nos referiremos a ninguna de aquellas proposiciones aisladas, antes bien, entenderemos un conjunto cualquiera elegido entre aquellas y otras se mejantes proposici ones, de l que, si n nuevas refe rencias a la experiencia, pueda derivarse deductivamente toda la Mecá nica. Segú n tal terminología, los conceptos fundame ntales de la Me c á nica, junto con los principios que los ponen e n conexi ó n unos
112
con otros, constituyen la má s sencilla imagen que la F ísi ca pue de dar de las cosas, del universo sensible y de los procesos que en éste ocurre n. Y pue sto que de los pri nci pios de la Me c á nica, me diante una distinta e lecci ó n de las proposi ci one s que se ntamos como fundamentales, podemos dar distintas exposiciones, obtenemos distintas imá genes de las cosas, a las que po demos contrastar y com parar una s con otras e n atenci ón a su legitimidad, su adecuaci ón y su m ane jabili dad. (HEINRICH HERTZ , Prinzipien der Mechanik, 1876. )
OBRAS: Gesammelte Werke, 3 vols., 1894-1895. ESTUDIOS : M. Planck, H. H., 1894; Johanna Hertz, H. H., Erinnerungen, Eneje,
Tageb cher, 1927; J. Zenneck, H. H., 1929.
2. L OUIS DE BROGLIE (n. 1892)
ea El progreso de la F í sica contempor án
Como todas las ciencias de la Naturale za, la Físi ca progres a por dos v ías difere ntes: por una parte, el experimento, que permite descubrir y analizar un n úmero progresivame nte cre ciente de fe nóme nos, de he chos f ísi cos; por otra parte , la teor ía, que si rve para encuadrar y re unir en un si stema coherente los he chos ya conocidos, y para guiar las investigaciones experimentales, previendo hechos nuevos. Los esfuerzos conjugados del experimento y de la teor ía producen, en cada época, el conjunto de conocim ie ntos que constituyen su Física. Al iniciarse el de sarrollo de la ciencia moderna , lo prim er o que atrajo la atención de los
f ísicos
fue,
naturalmente,
el
estudio
de
los
fen ómenos
que
percibimos
inmediatamente a nue stro alrededor. El e studio de l equili brio y e l movimiento de los cue rpos, por eje mplo, ha dado ori gen a e sta ram a de la F ísica, hoy aut ó noma, a la que se llama Mecánica; aná logamente, e l estudio de los fe n óme nos sonoros ha conducido a la Ac ústica; y al resumir y sistematizar los fen ómenos en que interviene la luz, se ha formado la ptica. La gran labor y la gran gloria de la F ísica del siglo XIX fue la de haber precisado y extendido as í considerablemente, en todos los sentidos, el conocimiento de los fenómenos que se producen en la escala de nuestro cuerpo. No se limit ó a seguir desarrollando aquellas grandes disciplinas de la ciencia cl á sica, Mecá nica, Acústica y ptica, sino que tambi én creó desde los cimientos nue vas ciencias, cuyas facetas son
113
innum e rables: la term odin á mi ca y la cie ncia de la ele ctricidad. Dominando el inmenso campo de los hechos que son abarcados por estas diversas ramas de la Física, cie ntíficos y técnicos han podido deri var de ellas un crecido n úmero de aplicaciones pr á cticas. Desde la má quina de vapor hasta la radiotelefon ía, son innumerables los inventos resultantes de los progresos de la Física en el siglo XIX, de que hoy gozamos; directa o indirectamente, tales inventos ocupan en la vida de cada cual un lugar tan conside rable, que no pare ce ne cesari o e numerarlos. De modo que la F ísica del pasado siglo ha llegado a dominar enteramente los fenóme nos que perci bimos en nue stro entorno. No hay duda de que e l estudio de e stos fenómenos puede llevarnos todav ía a muchos nuevos conocimientos y aplicaciones; pero en este campo, parece que lo esencial se ha hecho ya. Por esto, hace treinta o cuarenta a ños que la atenci ón de los e xplora dores e n F ísica se ha ido dirigiendo hacia fenómenos más útiles, a los que es imposible registrar y analizar sin el auxilio de una muy afinada t écnica experimental: son los fen ó menos moleculares, atómicos e intraató micos. Para sati sfacer la curiosidad del e spíritu hum ano, en efecto, no basta saber c ó mo se comportan los cuerpos materiales considerados en conjunto, en sus mani festaciones globale s; no basta sa ber có mo se producen las re acciones entre la luz y la materia, al observarlas grosso modo; es preciso descender a detalles, tratar de analizar la e structura de la materia y de la luz, y de pre ci sar los actos e lementales cuyo conjunto constituye las apariencias globales. Para dar buen remate a esta dif ícil investigaci ón, es menester, ante todo, una t écnica experimental muy afinada, susceptible de de nunciar y re gistrar acci ones sutiles, de me dir con precisió n ca nti dades enormemente menores que las que tomamos en cuenta en nuestra experiencia ordinari a; hacen falta, tambi én, teor ías audaces, que se funden e n las partes superi ores de la ciencia matemá tica, y no vacilen en recurrir a im á genes y concepciones enteramente desusadas. V éase, pues, cu á nto ingenio, cu á nta paci encia y cu á nto tale nto han si do nece sarios para constitui r y promover e sta Física atómica. En e l aspe cto expe ri men tal, el progreso se ha carac te rizado por el conocim iento, cada día m á s extenso, de los constituyentes últimos de la materia y de los fen ómenos vinculados a la e xistenci a de los mism os. Desde largo tiempo atr á s, los qu ímicos admitían en sus razonamientos que los cuerpos materiales está n formados por á tomos. El estudio de las propiedades de los cuerpos materiales, en efecto, permite repetirlos en dos categor ías: los cuerpos compuestos, a los que , me diante operaci ones ade cuadas, pue de descompone rse en cue rpos m ás sim ples, y los cuerpos sim ples o e leme ntos quími cos, que resisten a toda tentativa de disociaci ón. El estudio de las leyes cuantitativas a que se ajustan los cuerpos simples para unirse y formar los compuestos ha conducido a los qu ímicos, desde hace un siglo, a adoptar la hip ótesis siguiente: "Un cuerpo sim ple está formado de
114
peque ñ as part ículas idénticas a las que se da el nombre de á tomos de este cuerpo simple; los cue rpos com pue stos está n formados de mol éculas consti tuidas por la uni ó n de varios átomos de cuerpos simples". Según esta hipó tesis, disociar un cuerpo compuesto y re ducirlo a l os ele mentos que lo com ponen e s rompe r las mol éculas de e ste cuerpo y poner en libertad los á tomos que contiene cada una. El n úme ro de cuerpos simples actualmente conocidos es 89, y se piensa que su n úmero total es 92 (o acaso 93). Se supone, pues, que todos los cue rpos mate riales e stá n construi dos con 92 clases dife rente s de á tomos. La hipó tesis atómica ha hecho m á s que coordinar la Qu ímica; se ha introducido tambi én en la F ísica. Si los cue rpos mate riales e stá n formados de m oléculas y á tomos, sus propiedades f ísicas deberán poder explicarse por esta constituci ó n at ómica. Las propie dades de los gase s, por e je mplo, habr á n de ex plicarse admitiendo que un gas est á formado por un n ú mero inmenso de átomos o de moléculas en rápi do m ovimie nto; la presión que el gas ejerce sobre las paredes del recipiente que lo contiene se deber á a l choque de las mol éculas contra dichas paredes; y la temperatura del gas medir á la agitaci ón media estadística de las moléculas, la cual aumenta al elevarse la temperatura. Tal concepci ón de la constituci ón de los gases fue desarrollada en la se gunda mi tad del si glo XIX, bajo e l nombre de "teor ía cinética de los gases ", y permitió explic ar el origen de las leye s del estado gaseoso, se gún las re vela la e xpe riencia. De ser exacta la hipótesis atómica, las propiedades de los cuerpos s ólidos o l íquidos deber á n poder i nterpretarse admi tie ndo que, e n estos estados f ísicos, las moléculas y á tomos se encuentran mucho má s pr ó xim os un os a otros que en e l e stado gase oso, e n forma tal que las considerables fuerzas ejercidas entre á tomos y mol éculas den cuenta de las propiedades de incompresibilidad, cohesi ón, etc., que caracterizan a s ólidos y l íquidos. La teoría at ómica de la materia ha sido corroborada por algunos magn íficos experimentos directos, como los de Jean Perrin, que han permitido medir el peso de dive rsas especies de á tomos y su n úme ro por cent íme tro cúbico. Sin adentrarnos en el desarrollo de la teor ía at ómica, recordemos solamente que, tanto en Física como en Qu ímica, la hipótesis de que todos los cuerpos est á n compuestos por mol éculas, constituidas a su vez por diferentes conglomerados de
á tomos elementales, se ha acreditado como muy fecunda, y por consiguiente ha de considerá rsela como una buena representaci ó n de la realidad. Pero los f ísicos no han para do a qu í: han querido tambi én saber c ómo está n consti tuidos los á tomos mi smos, y comprender e n qué se distinguen e ntre sí los á tomos de los di ve rsos ele mentos. En e ste empe ño, han hecho uso del progreso de los conocimientos sobre los fen ó menos e léctricos. Desde que a éstos comenzó a estudi árseles, pareciú ótil concebir, por ejemplo, la corriente eléctrica que discurre por un hilo metá lico como un fenó meno de paso de un "fluido el éctrico" por el hilo. Pero es sabido que hay dos especies de
115
electricidad: la negativa y la positiva. Podemos imaginar estos fluidos de dos distintas maneras: como constituidos por una substancia esparcida uniformemente por toda la región en que se encuentra el fluido, o, de otro modo, como formados por nubes de peque ñ os corpúsculos, ca da uno de los cuales e s una peque ñ a bola de e le ctricidad. El experimento ha decidido en favor de la segunda concepci ó n, al mostrarnos, hace una treintena de añ os, que la electrici dad negativa está formada de peque ñ os corpúsculos i dénticos, cuya carga eléctrica y cuya masa son extraordinari amente pe queñ as. A los corpúsculos de electricidad negati va se le s llama e lectrone s. Se ha logra do arrancarle s de la mate ria y e studiar su com portamiento cuando se desplazan e n e l vac ío; vi éndose as í que su desplazamiento es conforme a las leyes de la Mec á nica clá sica aplicada a peque ñ as partículas electrizadas; y, estudiando el comportamiento de tales part ículas en presencia de campos el éctricos o magnéticos, se han podido medir su carga y su masa, que son, repito, extraordinariamente peque ñ as. En cuanto a la electricidad positi va, son me nos directas las prue bas de su e structura corpuscular; si n em bargo, los f ísicos han llegado a la convicci ón de que la electricidad positiva está tambi én subdividida en corpú sculos idénticos, a los que modernamente se da el nombre de "protones". El prot ón tiene una masa que, aunque muy peque ñ a tam bi én, es casi dos mi l ve ces mayor que la del electró n, hecho que establece una curiosa disimetr ía entre la ele ctricidad positi va y la negativa; la carga del prot ón, por e l contrario, es igual en valor absoluto a la del electró n, pero naturalmente de signo contrario, positivo en vez de negativo. Electrones y protones tienen una masa extraordinariamente peque ña, pero no nula sin em bargo; de modo que un n úme ro muy grande de prot ones y ele ctrones podr á llegar a constituir una masa total considerable. Es, pues, tentador suponer que todos los cue rpos mate riales, caracterizados ese ncialmente por el he cho de ser pesados y dotados de inercia, o sea por su masa, está n formados, en último aná lisis, únicamente de protones y e lectrones en n úmero e norme. De acuerdo con e sta concepció n, los á tomos de los elementos que son los materiales últimos con que se construyen todos los cue rpos mate riales, habrá n de e star a su vez formados de electrone s y protones, y las 92 dife re nte s e species de átomos de los 92 elementos será n 92 distintas agrupaciones de ele ctrones y protones. La i de a de que los á tomos e stán formados de e lectrones y pr otone s pudo e n se guida di bujarse con mayor pre ci sión, graci as sobre todo a los tra bajos de expe rimentació n del gran f ísico inglés lord Ruther ford y a la o bra te óri ca de l sabio dan és Nie ls Bohr. El á tomo de un cuerpo sim ple se ha revelado como formado por un n úcleo central que lleva una carga positiva igual a un n úmero e ntero N ve ces la carga del prot ó n, y por N ele ctrones que gravitan alrededor de dicho n ú cleo; de modo que el conjunto es el éctricamente
116
ne utro. El n úcle o se halla, induda ble men te, formado a su vez de protone s y electrones, se gún má s adelante veremos en de talle. Casi toda la m asa del á tomo se concentra e n el n úcleo, puesto que éste contiene los protones y que éstos son mucho m á s pesados que los electrones. El á tomo m á s sencillo es el del hidr ó geno, compuesto de un n úcleo formado por un solo prot ó n, en torno al cual gravita un solo ele ctró n. Lo que disti ngue unos de o tros a los á tomos de los dive rsos elementos es e l número N de car gas positi vas elementales que lleva el núcleo; con los cuerpos simples puede, pues, formarse una sucesión orde nada se gún los valores cre cientes del núme ro N, desde e l hidró geno (N = l) hasta e l uranio (N = 92). Se ha ve rificado que e ste modo de clasificar los cuerpos si mples da como re sultado la mi sma clasificació n anteriormente deducida del valor de los pesos at ómicos y de las propiedades qu ímicas, a la que se conoce con el nombre de clasificaci ón de Me nde le yev (por e l nombre del quími co ruso que la propuso). No puedo aqu í e xplica r e n de talle por qu é la idea de que e l á tomo es una e spe cie de peque ñ o sistema solar formado por un n úcleo-sol y electrones-planetas ha encontrado tan gran ace ptaci ó n por parte de los f ísicos. Me limi taré a indicar que esta concepci ón ha permitido, no s ólo interpretar las propiedades qu ímicas de los cuerpos simples, sino tambi én muchas de sus propiedades f ísicas, tales como la com posició n de la radiaci ó n luminosa que pueden e mitir e n determinadas ci rcunstancias, por e jemplo cuando se les pone en incandescencia. Hay un punto, sin embargo, que conviene destacar. Para poder desarrollar de una manera satisfactoria e sta i de a de que el á tomo equivale a un si stema solar, Bohr ha tenido que introducir otra extrañ a idea, tomada de la teor ía de los cuantos, que anteriormente desarrollara Planck. Acabo de decir que en los experimentos que permiten seguir el movimiento de un electr ón, éste se comporta como un peque ñ o corpúsculo de e scasa masa, cuyo m ovimiento pue de preverse aplicando las leye s de la Me cá ni ca clá sica. No es éste el caso para los movim ientos de un e lectrón e n trayectorias de m uy peque ñ as dimensiones, movimientos que la observaci ón no puede se guir, pe ro que Bohr ha imaginado para poder c alcular las caracter ísticas de su m ode lo plane tario, del á tomo. Se ha reconocido por Planck el primero, que estos movimientos no pueden seguir exactamente las leyes de la Mecá nica clásica. Entre todos los movimientos que admite como posibles la Mecá nica clásica, sólo algunos pue den efecti vamente ser ejecutados por e l e lectró n; a tales m ovimientos privilegiados se les ha da do e l nombre de movimientos "cuantificados". Bohr, en su teor ía del á tomo sistema solar, ha recogido la idea de Planck, hallando que los electrones-planetas no son susceptibles m ás que de movimientos cuantificados; circunstancia que, e n cie r to modo, e s la que da la clave de todas las propiedades de los á tomos. Resumamos un poco lo que precede. El estudio de las propiedades de los cuerpos materiales ha impulsado a los f ísicos a considerar a la materia como formada
117
únicamente de peque ños corpú sculos, electrones y protones; diversas reuniones de tales corpúsculos constituyen los átomos de los 92 cuerpos simples, a partir de los cuales se forman las moléculas de los cue rpos compuestos. Tal e ra la conclusió n a que se había llegado hace una veintena de a ñ os. Verem os en se guida que desde e ntonce s las cosas han ido complicá ndose. Ahora tene mos que aban donar de mom ento la materia y hablar algo de la luz. La luz, cuando proviene del Sol o de las estrellas, llega a nuestros ojos despu és de atravesar inmensos espacios de que la materia está ausente; de modo que la luz atraviesa e l vacío sin difi cultad y, a di ferencia del sonido por ejem plo, no est á vi nculada a un movim iento de la mate ria. La descripci ón del mundo f ísico sería in suficie nte, pue s, si no se a ñ adie ra a la mate ria otra reali dad independie nte de e lla: la luz. ¿Qué e s, em pe ro, la luz? ¿De qué est á he cha? Los filó sofos de la Antig edad, y muchos científicos hasta comienzos del pasado siglo, sostuvieron que la luz est á formada de peque ñ os corp úsculos en movimiento rá pido. La propagaci ó n rectilíne a de la luz en condiciones normales y la reflexi ón de la luz e n los espejos se explican i nme diatamente e n esta hipótesis. Esa teoría corpuscular de la luz fue com ple tame nte a bandona da hace un si glo, de resultas de los trabajos del f ísico inglés Young y, sobre todo, del genial investigador franc és Augustin Fresnel. Young y Fresne l, en e fe cto, descubrie ron toda una cate gor ía de fen ómenos luminosos, los de interferencia y difracci ón, a los que es imposible interpre tar de acuerdo con la teor ía corpuscular, mientr as que otra conce pci ó n distinta, la concepció n ondulatoria de la luz, da cuenta a la vez, seg ún ha mostrado admirablemente Fresnel, de los clá sicos fenómenos de propagaci ón rectilínea, de reflexi ón y de refracci ón, y adem á s de los fen óme nos de inte rferencia y de difracci ón. La concepció n ondulatoria de la luz, sostenida anta ñ o por algunas mentes perspicace s, como el holandés Christian Huygens, admite que la propagaci ón de la luz debe se r compara da a la propagaci ó n de una on da e n un me dio e l ástico, como esos ri zos que transcurren por la su per ficie de un estanque de agua al arrojar e n el mismo una piedra. Como la luz se propaga en el vac ío, Fresnel imaginó una especie de sutil ambiente, el éter, que impregnara todos los cuerpos materiales, llenara los espacios vac íos y sirvi era de soporte a las ondas lumi nosas. Digamos ahora có mo hay que concebir una onda. Al propagarse libremente, una onda es análoga a una sucesi ó n de olas cuyas crestas está n separadas por una dis tancia constante llamada "longitud de onda". El conjunto de e stas olas se de splaza e n la dir ecció n de propagaci ón con una dete rminada ve locidad, la ve locidad de propagaci ón de la onda, que en el caso de las ondas lum ínicas en el vacío alcanza los 300.000 kiló metros por segundo, según han mostrado experimentos realizados despu és de la muerte de Fresn e l. Por un punto fijo del e spaci o, de sfilan sucesi vame nte la s diferen tes
118
olas con sus cre stas y sus va lle s; la magnitud que se propaga e n forma de ondas, por consiguiente, var ía periódicamente en tal punto fijo, y el per íodo de la variaci ó n es evidentemente igual al tiempo que transcurre entre los pasos de dos ondas consecutivas. Acabamos de ver cómo pr ogresa un a onda por una re gi ón en que nada se opone a su propagaci ón. De otro modo van las cosas si la onda, al propagarse, choca con obst áculos, si por ejemplo encuentra superficies que la detienen o reflejan, o bien si tiene que pasar a trav és de orificios abie rtos en una pantalla, o si encuentra puntos materiales que se transforman en centros de su difusi ón. Entonces la onda viene a quedar como deformada y dobla da sobre s í misma, de suerte que deja de ser una onda simple y se transforma en una superposición de tales ondas simples. El estado vibratorio resultante en cada punto depende de la manera en que se refuerzan o se contrar ían los efe ctos de las diversas ondas si mples superpuesta s. Si las ondas si mples adici onan sus e fectos, si se hallan, como s e dice , en concordancia de fase, la vi braci ó n resultante ser ámuy i nte nsa; si, por e l contrario, las ondas si mple s se contrarían, si se hallan en oposició n de fase, la vibraci ón re sultante será d ébi l, a vece s incluso nula. En re sumen, la pre sencia de obst áculos que perturban la pro pagaci ón de una onda motiva el que tenga lugar una com plica da repartici ó n de intensidades de vibraci ó n, re partició n que, por lo de m ás, de pe nde e sencialmente de la longitu d de la onda inci dente. Tales son los fen óme nos de inte rferencia y de difracci ón. Adoptando la i dea de que la luz est á formada de ondas, se alcanza a pre ver que, e n el caso en que unos obst á culos se opongan a la libre progresi ó n de un haz lum ínico, se producir án fen óme nos de interferencia y de difracci ón. Ahora bien, Young y despu és Fresnel han mostrado que efectivamente la luz prese nta fen óme nos de i nte rferenci a y de difracción, y Fresnel demostró ademá s que la concepci ó n ondulatoria de la luz basta para e xplicar e n todos sus detalle s todas las a parienci as observadas. Desde entonce s, y durante todo el si glo último, la naturale za puram ente ondulat oria de la luz fue admi tida sin contradicci ón. Es bien sabido que hay diversas especies de luz simple, cada una de las cuales corresponde a un "color" bien determinado. La luz blanca que emiten los cuerpos in candescentes, por e jemplo el filamento de un a lámpara e léctrica, está forma da por la superposición de una sucesi ó n continua de luces simples, cuyos colores varían progresivamente, por transiciones insensibles, desde el violeta al rojo, sucesi ó n que constituye e l "e spectro". La teor ía ondulatoria de la luz ha c onducido en forma natural a caracterizar cada espe cie de luz, ca da componente del e spectro, por una longitu d de onda; dicho de otro modo, hace corresponder a cada color una longitud de onda. Los fenóme nos de i nterferencia, como de pe nde n de la longitud de onda, permiten me dir la s longitudes de onda correspondientes a los distintos colores del espectro. Se ha podido
119
as í de terminar que la longitu d de onda va creciendo de una mane ra continua desde la extremidad violeta del espectro, en que vale 4 diezmil ésimas de milímetro, hasta la extrem idad roja, donde alcanza a 8 di ezmi lé simas de m il ímetro. De modo que hace treinta a ñ os nadie pon ía en duda la naturaleza puramente ondulatoria de la luz y de las dem á s radiaciones. Pero desde entonces se han descubierto fenóme nos producidos por radiaci ones y desconoci dos hasta ahora, que no parecen explicables m ás que mediante la concepció n corpuscular. El princi pal de e llos es el efecto fotoeléctrico. He aqu íen qu é consiste: cuando se ilumina un pedazo de materia, un me tal por e jemplo, se ve a me nudo que dicha mate ria expulsa ele ctrone s en rá pido movimiento. El estudio de este fenó meno ha mostrado que la velocidad de los electrones expulsa dos no de pende m á s que de la longitud de onda de la radiaci ó n incidente y de la naturaleza del cuerpo irradiado, y no en manera alguna de la in te nsidad de la ra dia ció n in cidente; de e sta intensidad de pende ta n s ólo el n úmero de electrones expulsados. Ademá s, la energía de los e lectrones e xpulsados var ía en razó n inversa de la longitud de onda de la onda incide nte . Refle xionando so bre e ste fenó meno, Einstein comprendi ó que para explicarlo era menester volver, en cierta medida por lo menos, a la concepci ón de una estructura corpuscular de las radiaciones. Admiti ó que
éstas están formadas de corpúsculos que transportan una energ ía inversamente proporcional a la longitud de onda, y mostr ó que las leyes del efecto fotoel éctrico se deducen f á cilmente de esta hipótesis. Los f ísicos se vieron entonces sumamente desconce rtados, ya que de un lado se da e l conjunto de fen ómenos de interferencia y de difracci ón que muestran que la luz est á formada de ondas, y de otro lado se e ncuentran el efecto fotoe l éctrico y otros fenó menos m ás re ciente mente descubiertos, que m uestran que la luz está formada de c orp úsculos, "fotones", según se dice ahora. La úni ca mane ra de sa lvar la difi cultad e s admi ti r que e l aspecto ondulat orio de la luz y su as pe cto cor puscular son como dos as pectos c omplem entarios de una mi sma realidad. Cada vez que una radiaci ón canjea energía con la materia, este canje puede describirse como la absorci ón o la emisió n de un fot ón por la materia, pero cuando se quiere describir el desplazamiento global de los corp úsculos de luz en e l espacio, hay que recurrir a una propagaci ó n de onda. Ahondando en esta idea, hay que llegar a admitir que la densidad de la nube de corp úsculos asociados a una onda luminosa es, en todo punto, proporcional a la intensidad de esta onda luminosa. Se obtiene as í una especie de síntesis de las dos antiguas teor ías rivales, consiguiéndose explicar a la ve z las i nterferencias y e l efecto fotoel éctrico. El gran interés de esta síntesis radica en que nos reve la que on das y corp úsculos se hallan íntimamente ligados, por lo m enos e n e l caso de la luz. ¿No se po dr á suponer que lo mismo acontece para toda la m ate ria? Todo el e sfuerzo de los f ísicos había para do e n re ducir la m ate ria a no ser m á s que un vasto
120
conjunto de corpúsculos. Pero así como un fot ón no pue de ser aisla do de la onda que le está asociada, ¿no de berá pensarse que tambi én los cor púsculos de la mate ria, por su parte, están siempre asociados a una onda? Tal es la capital cuesti ó n que hemos de abordar. Supongamos que los corpúsculos de materia, los electrones por ejemplo, vayan siempre acompa ñ ados de una onda. Pue sto que corp úsculo y onda est á n íntimamente asociados, no son i n de pe ndie ntes e l movimie nto del corp úsculo y la propagaci ó n de la onda, y a las m agnitude s mec á nicas inherentes al corpúsculo, cantidad de m ovimiento y energía, deber án poder vincularse las magnitude s caracte rísticas de la onda asoci ada, longitud de onda y ve locidad de propagaci ón. Inspir á ndose e n el vínculo que e xiste entre el fotón y su onda asociada, es en efecto posible establecer el citado paralelismo; esta teoría de la c onexió n entre los cor púsculos materiale s y sus ondas asoci adas se conoce hoy con el nombre de Mec á ni ca ondulatoria . Cuando la onda asociada a un corp úsculo se propaga libremente en una regi ón cuyas dimen siones son grandes re lativamente a la longitud de onda, la nueva Me cá nica vie ne a atribuir al corpúsculo asoci ado a la on da e l movimiento pre vi sto por las le yes de la Mecá nica clá sica. Esto, en particular, acontece en los movimientos de los electrones que podemos obser var dir e ctame nte; as í se e xplica que e l estudio de los movim ientos de los ele ctrones e n gran escala hubie ra lle vado a c onsidera rlos como me ros corpúsculos. Pero se dan casos en que las leyes cl á sicas de la Mecá nica no logran describir el movimiento de los corpúsculos. Es e l prime ro de los tales e l caso e n que la propagaci ón de la onda asoci ada se circunscri be a una regió n del espacio cuyas dime nsiones son del orden de la longi tud de onda; e sto ocurre para los electr ones en el in terior de l á tomo. La onda asociada al electrón se ve entonces obligada a adoptar la forma de una onda estacionaria, aná loga a las ondas el ásticas estacionarias que puede presentar una cuerda fija por los dos cabos, o a las ondas el éctricas estacionarias que pueden establecerse en una antena radiotelef ónica. La teoría muestra que estas ondas estacionarias no puede n adoptar má s que unas ciertas longitudes bien definidas, a las cuales corresponden ciertas energías, bien definidas tambi én, del electrón asociado, y estos bien definidos estados de energía corresponden a los estados de movimiento cuantificados introducidos por Bohr en su teor ía; as í quedó explicado el hecho, hasta entonces misterioso, de que estos movimientos cuantificados sean los únicos posibles para e l ele ctrón ence rrado en el á tomo. Se da un segundo caso en que e l movimiento del e lectrón no puede se guir las leyes cl á sicas de la Mecá nica: el caso e n que su onda asociada choca con obst á culos e n el curso de su propagaci ón. Se producen entonces interferencias, y el movimiento de los corpúsculos no tiene relació n ninguna con el que la Mec á nica clásica era capaz de preve r. Para darnos cuenta de la f orma e n que acontecen las cosas, dej émonos guiar por
121
la analogía de las radi aciones. Supongamos que enviamos una radiació n, cuya longi tud de onda es conocida, sobre un dispositivo capaz de dar lugar a i nterferencias. Como sabem os que las radiaci one s está n formadas por fotones, podemos decir que enviamos un e njambre de fotone s hacia el dispositi vo en cuestió n. En la regi ón en que tie nen lugar las interferencia s, los fotones se re parte n de tal suerte que se da una conce ntració n allí donde la i ntensidad de la onda asociada es m á xima. Si luego e nviamos hacia e l mismo dis positi vo no ya una radi ació n, sin o un haz de ele ctrones cuya onda asoci ada te nga la mism a longitud de on da que la radiaci ón precedente mente em pleada, la onda inte rfe rir á como e n el caso ante rior, pue sto que la longitud de onda e s lo que regula los fen ó menos de interferencia. Es natural pensar, en tal caso, que los electrones se encontrar á n concentrados allí don de la i ntensidad de la on da e s má xim a; en otros t érmin os, que en esta segunda experie ncia los ele ctrones se repartirá n e n el espacio tal como lo hac ían los fotones en la primera. Si se puede establecer que de hecho es as í, quedar á eo ipso establecida la existencia de la onda asociada a los electrones y podr á verse si son exactas las f órmulas de la Mec á ni ca ondulatoria . Ahora bien, la Mecánica ondulatoria lleva a asociar a los electrones dotados de las velocidades que se realizan usualmente en los experimentos una onda cuya longitud es del orden de la de los rayos X (una diezmillon ésima de milímetro). Para poner de manifiesto la onda de los electrones, es preciso, pues, tratar de realizar con ellos fenóme nos de interfe rencia aná logos a los que se obtienen con los rayos X. Fen ómenos de e ste géne ro han sido efectiva mente o bte ni dos, por pri mera vez en 1927, por Daviss on y Germe r en los Esta dos Uni dos, y de spu és por un gran n úmero de experimentadores, especialmente por el profesor G. P. Thomson en Inglaterra y por Ponte en Francia. No describir é sus experimentos, limitándome a decir que han logrado la verificaci ón completa de las f órmulas de la Mec á ni ca ondulatoria . Estos magn íficos experimentos han probado, pues, que el electr ón no es un simple corpúsculo; en cierto sentido es a la vez corp úsculo y onda. Lo mismo acontece con el prot ón, según han demostrado experimentos m ás recientes. Veamos, pues, que la materi a, al igual que la luz, se h alla formada por on das y cor p úsculos. Materia y luz se muestran mucho má s semejantes en su estructura de lo que antes se pensaba. Y con ello nue stra concepci ón de la Naturale za resulta embellecida y si mplificada . El n úcleo de un á tomo de n ú mero atómico N lleva, según antes vim os, una carga positiva igual a N veces la del prot ó n, y es asiento de la casi totalidad de la masa del
á tomo. Desde hace tiempo, se supone que los n úcleos atómicos están formados por protones y e lectrones, en forma tal que e l núme ro de protones sobre pasa e n N al n úmero de electrones; de modo que pr ácticamente to da la masa e s de bida a los pr otones. Esta idea de que el n úcleo es complejo se impone en cierto modo de resultas de la interpretació n de la radiacti vidad. El desc ubri miento de la radiacti vidad, pre parado por
122
Henri Becquerel, fue obra de Pierre Curie y de su esposa, la se ñ ora Curie, Marie Sklodowska por su nacimiento. Los cuerpos radiactivos son elementos pesados, que lle van los n úmeros m ás altos e n la serie de los ele mentos (de 83 a 92). Se caracterizan por el hecho de ser espont áneamente inestables, es decir, que de vez en cuando el n úcleo de sus átomos explota, transform á ndose en el núcleo de un á tomo m á s ligero. Esta descomposición va acom pa ñ ada de la expulsi ó n de electrones (rayos Beta), de
á tomos lige ros de he li o (N = 2, rayos gamm a) y de ra dia ciones m uy penetrantes de alta frecuencia (rayos a). El descubrimiento de estos fen ó menos de radiactividad ha tenido para los f ísicos enorme interés, al probarles que los núcleos son efectivamente edificios complejos, y que al descomponerse un n úcleo complicado nace otro m ás simple, realizá ndose as í, espont áneamente, la transmutaci ón de los elementos soñ ada por los alquimi stas de la Eda d Media . Desdichadame nte, la radiactividad es un fen ó men o sobre el cual no podemos ejercer ninguna influencia, de modo que nos vemos reducidos a observarlo sin poder modificar sus modalidades. Unos veinte a ñ os despu és del descubrimiento de la radiactividad, se ha realizado un gran progreso gracias al descubrimiento de la desintegració n artificial, debido al gran f ísico inglés Rutherford. Bom bar deando á tomos ligeros con part ículas gamma (emitidas a su vez por cuerpos radiacti vos), se ha llegado a rom per di chos á tomos ligeros. Se obtiene asá ítomos m ás simples, realizando una verdadera transmutación artificial. Naturalmente, esta transmutaci ón se realiza para tan peque ñ as cantidades de materia, que no tie ne por ahora interés pr á ctico, pe ro su i nterés te óri co es enorme, pue sto que nos inform a sobre la constituci ón de los n úcleos. Este estudio de las transmutaciones artificiales se ha desarrollado en los últimos a ñ os, en Inglaterra, por el impulso de lord Rutherford, habiendo obtenido admirables re sultados j óvenes f ísicos británicos — Chadwick, Cockroft, Walton, Blackett — ; y luego en otros vari os pa íses, principalmente e n los Esta dos Unidos, donde hay que m encionar los trabajos de Lawrence . En Francia, tenem os en Par ís dos ce ntros muy importantes, donde científicos jóvenes de gran valía se ocupan de cue sti ones relativas al núcle o. Uno de ellos es el Instituto del Radio, dirigido hasta su muerte por la se ñora Curie, donde trabajan especialmente su hija Irene Joliot -Curie con el marido de ésta, Fr édéri c Joliot, as í como Pierre Auger, Rose nblum, e tc. Existe también e l laboratorio de investigaciones f ísi cas sobre los rayos X, funda do y diri gido por e l herm ano del autor de e ste li bro, en e l que Jean Thibaud, J. J. Tri llat, Le prince -Ringuet y otros rea lizan o han rea lizado magn íficas i nvestigaciones. No puedo entrar e n manera alguna en e l de talle de los re sultados obteni dos; e llos han
hecho
surgir
una
especie
de
qu ímica
del
nú cleo,
que
representa
las
transmutaciones por medio de ecuaciones absolutamente aná logas a las empleadas desde hace tiempo por los qu ímicos para representar las reacciones qu ímicas
123
ordinarias. Pero quiero destacar dos fundamentales descubrimientos, realizados de modo absolutame nte i nespe rado e n e l curso de e stas investigaciones. En primer lugar, el descubrimiento del neutró n. En el curso de ciertos experimentos de desintegraci ón, Chadwic k por un a parte y la se ñora Joliot-Curie por otra, constataron la presencia, en los productos de desintegraci ó n, de un nuevo g énero de corpúsculos hasta entonces desconocidos. Dichos corpúsculos, que pasan con gran fac ilidad a trav és de la ma teria, pare cen de sprovistos de c arga eléctrica y dotados de una m asa sensiblemente igual a la del prot ó n. Se les llama ahora "neutrones", y est á ya fue ra de duda que de sempe ñ an una im portante funci ón e n la estructura de los n úcleos. Poco me nos de un a ñ o despu és del descubrimiento del neutró n (1932), se descubri ó una cuarta clase de corpúsculo. Estudian do los efe ctos de de si ntegración causa dos por los rayos c ósmicos, Anderson de una parte y Blackett y Occhialini de otra pusieron en e videncia la e xistencia de e lectrone s positi vos, es decir, de corpúsculos de m asa igual a la del e lectrón, y de carga igual pero de signo contrar í o. Estos e le ctrone s posi tivos, cuya aparición es mucho m ás excepcional que la de los electrones negativos, parece desempe ñ an una funci ón i mportante en los fen óme nos nucleares. A consecuencia de estos recientes y sensacionales descubrimientos, la situaci ó n es mucho m ás complicada que antes, puesto que conocemos ahora cuatro especies de corpúsculos: electrones, protones, electrones positivos y neutrones. ¿Son todos ellos ve rdaderame nte ele mentale s? Si n duda, no; pare ce probable que uno de los cuatro sea comple jo. Se puede, por e jemplo, su poner que e l prot ó n, el electrón y el electrón positivo son elementales, re sultando e ntonces que e l neutró n estaría formado por un prot ó n, re sponsable de casi la totalidad de la ma sa, y de un e lectr ón que ne utraliza la car ga del prot ón. Se pue de tambi én supone r (y esta hipó tesis nos pare ce má s se ductora) que los corpúsculos e leme ntales son el neutró n y las dos clase s de e lectricidad; e l pr ot ón estaría formado entonces de un neutró n y de un electró n positivo, perdiendo su calidad de corpúsculo sim ple. Se a de e llo lo que fue re , el de scubrimie nto del ne utrón y de l ele ctró n positivo e nriquece mucho nuestro conocimi ento de l m undo atómico. Digamos, en fin, dos palabras acerca de los rayos c ó smicos. Una serie de trabajos rea lizados en estos últimos a ñ os, en cuya primera fila se encuentran los del profesor Millikan, han demostrado la existencia de una radiaci ó n extraordinariamente penetrante, que parece venir del espacio interplanetario. Se ha descubierto que esta radiaci ón produce sobre la materia efectos extraordinariamente potentes, causando m últiples desintegraciones ató micas . El e studio de los r ayos c ósmicos es muy dif íci l; su naturaleza es todav ía bastante incierta; pero es muy probable que pr ó xim amente se obte ngan, por este lado tam bi é n, numerosos e inte re santes resultados. Puede verse, incluso por esta tan sumaria exposici ón, que las investigaciones de laboratorio, desde hace algunos a ños, han ido suministrando cada d ía resultados de
124
indecible interés. Por su parte, la F ísica te órica, cuya misi ó n es aclarar y guiar la investigación e xperi mental, no ha pe rmane cido inacti va . La historia de la Física teó rica en los últimos treinta añ os est á jalona da por el desarrollo de dos gran de s doctri nas de profun do alcance , la teoría de la re latividad y la teoría de los cuantos. La teor ía de la rela tivi da d, la me nos directame nte re lacionada con el progreso de la Física atómi ca, es la más conocida por el gran público. T oma su punto de partida en ciertos experimentos de interferencia de la luz, cuya interpretaci ó n era im posible ajustá ndose a las antiguas te orías. Gracias a una haza ñ a intelectual que se rá memorable en los anales de la ciencia, Albert Einstein ha resuelto la dificultad introduciendo ideas enteramente nuevas sobre la naturaleza del espacio y el tiempo y sobre su conexión recíproca. As í nació esta magnífica teoría de la relatividad, que inmediatamente fue generalizada de modo que aport ó una concepci ón original de la gravitació n. Se ha discutido y se discute todav ía sobre ciertas verificaciones experimentales de la teor ía, pero lo cierto es que ha procurado puntos de vista suma mente nuevos y fe cundos. Ha mostrado c ó mo, si se dejaban a un la do ci ertas ideas pre conce bi das y a dopta das por h á bi to m á s que por l ógica , se pod ían derri bar o bst áculos que parecían insuperables y descubrir as í inesperados horizontes. La teor ía de la relatividad ha sido para las me ntes de los f ísi cos un maravi lloso e jercicio de flexi bilidad. Menos conocidas del gran p úblico, pero con toda seguridad tan importantes por lo menos, son la teor ía de los cuantos y sus ramificaciones. Esta teor ía ha permitido utilizar los hech os re gistrados por la F ísi ca experime ntal para consti tuir una ciencia de los fen ó menos atómi cos. Al querer ce ñ ir pri etamente la descri pció n de e stos fenó menos, un he cho fun dame ntal ha surgido a plena luz: la ne cesidad de hacer intervenir en dicha descripció n concepciones enteramente nuevas, absolutamente extrañ as a la Física cl á sica. Para describir el mundo at ó mico, no basta transportar a escalas mucho menores los m étodos y las im á genes vá lidos a nue stra escala o a e scala astronómica. Se gún vimos, se ha conseguido perfectamente, tras de Bohr, representar a los átomos como peque ñ os sistemas solare s en mini atura, en los cuale s los electrones, haciendo las veces de planetas, describen órbitas en torno a un sol central cargado positivamente; pero
para
que
dicha
representaci ó n
condujera
a
resultados
verdaderamente
interesantes, ha sido me nester suponer que el sistema solar at ómico obedece a le yes, las le ye s de los cuantos, comple tamen te di ferentes de las de los sistemas de la Astronom ía. Cuanto m ás se ha me dita do sobre e stas difere ncias, mejor se ha advertido su pr ofundo alcance, su significaci ó n fundamental. La intervenci ó n de los cuantos ha llevado a introducir por todas partes lo discontinuo en la F ísica atómica, y esta introducci ón es esencial, puesto que sin e lla los átomos serían ine stable s y la materi a no podr ía e xistir. Hemos visto que, a consecuencia del descubrimiento de la doble naturaleza corpuscular y ondulatoria de los ele ctrones, la teoría de los cuantos ha r e vestido, de sde
125
hace algunos añ os, una nueva forma llamada "me cá ni ca ondulatoria ", cuyos é xitos han sido innumerables. La mecá ni ca ondulatoria h a permitido com pre nde r y pre ve r me jor los fen ómen os que dependen de la e xis te ncia de e stados estacionari os cuantificados e n los á tomos. Hasta la Qu ími ca se ha apr ovechado de l florecimiento de la nue va teoría, en cuanto de é sta de riva una concepci ón totalmente nueva de los e nlaces químicos. El desarrollo de la Mecá nica ondulatori a ha obliga do a l os f ísicos a ampliar cada vez m ás sus c oncepci ones. En e sta nueva doctrina, las le yes de la Naturaleza no tie nen ya un car á cter tan estricto como e n la F ísica clá sica; no se da ya un dete rminismo riguroso de los fen ó menos, sino simplemente leyes de proba bili da d. Es lo que e xpresa de modo preci so el céle bre "principio de in determin ación", enunciado por Werner Heise nberg. Las nociones mismas de causalidad e individualidad han tenido que ser sometidas a nuevo examen, y de esta considerable crisis de los principios directivos de nuestras concepciones f ísicas habr á n si n duda de salir conse cuencias filosó ficas de que todav ía no nos hem os dado completa cuenta . (LOUIS DE BROGLIE , Mati re et Lumi re ,Albin Michel, Par ís, 1937; tra d. e sp ,.Materia y
luz ,Espasa-Calpe, Buenos Ai re s, 1939) .
OBRAS: L' él etron magn ét ique, Par ís, 1934; On de s et corpuscules, Par ís, 1928; Mati re
et Lumi re ,Par ís, 1937; Continu et discontinu en physique moderne ,Par ís, 1941; Physique et microphysique ,Par ís, 1947 ;Th éo rie g é né r ale des particules
spin ,Par ís,
1943; como editor ,Le cybern ét ique, th éo rie du signal et de l'information ,Par ís, 1951.
Nuestro Apé ndice tenía como fin presentar, aunque sumariamente, la situaci ón histórica de la moderna ciencia de la naturaleza, a trav és de una selecci ón necesariamente muy parva, de los escritos de sus m ás destacados representantes. Como resumen, queremos destacar los siguientes puntos:
1 deliberada
En sus comienzos, la ciencia moderna se distingue por una modestia;
formula
enunciados
vá lidos
para
dominios
ites les atribuye validez. estrictamente delimitados, y s ó lo en tales l ím 2.
En el siglo XIX, aquella modestia se pierde en gran parte. Los
126
resultados de la F ísica son considerados como afirmaciones sobre todo el conjunto de la Naturaleza. La Física aspira a ser una Filosof ía, y muchas veces se proclama que toda verdadera Filosof ía ha de ser únicamente ciencia de la Naturaleza. 3.
Hoy, la Física est á experimentando una transformaci ón
radical, uno de cuyos m ás notables rasgos es la vuelta a su primitivo comedimiento. 4.
Precisamente, el contenido filos ófico de una ciencia s ólo se
preserva a condici ón de que dicha ciencia guarde bien presente la conciencia
de
sus
l ímites.
Los
grandes
descubrimientos
sobre
propiedades de fenómenos naturales singulares no son ya posibles si se prejuzga en general sobre la esencia de aquellos fen ómenos. Si la Física deja en suspenso la decisi ón sobre qué sean los cuerpos, la materia, la energía, etc., y s ólo con esta condici ón, puede alcanzar conocimientos sobre propiedades singulares de los fen ómenos designados con aquellos términos; conocimientos que pueden luego conducir a aut énticas concepciones filosóficas.
127
View more...
Comments