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HEIDI JUANA SPYRI INDICE TEXTO BASE: 41979, SALVAT MEXICANA DE EDICIONES, S.A. DE C.V. ISBN: 968-32-0024-9 OBRA COMPLETA ISBN: 968-32-0033-8 IMPRESO EN MEXICO 1 CAMINO DE LOS ALPES Desde la risueña y antigua ciudad de Mayenfeld parte un sendero que, entre verdes campos y densos bosques, llega hasta el pie de los Alpes majestuosos, de imponente y severo aspecto, que dominan aquella parte del valle. Desde allí, el sendero empieza a subir hasta la cima de las montañas a través de prados de pastos y olorosas hierbas que abundan en tan elevadas tierras.
Por este camino subían, cierta mañana de sol, una robusta y alta muchacha de la comarca y, a su lado, cogida de la mano, una niña, cuyo moreno rostro aparecía sonrojado de ardor. No era sorprendente que así ocurriera porque, pese al fuerte calor de aquel mes de junio, la pobre niña iba arropada como en pleno invierno. La pequeña no tendría más de cinco años, aunque su figurita quedaba oculta debajo del montón de ropa que llevaba: dos vestidos, uno encima del otro; un gran pañuelo de algodón rojo sobre los hombros y cruzado debajo de los brazos por la espalda y gruesos zapatos de montaña, armados de tachuelas en las suelas. La niña estaba tan sofocada, que apenas si podía avanzar. Una hora después que las dos viajeras hubieran comenzado el ascenso, llegaron a la aldea de Dörffi, situada a mitad del camino a la cima. Era el pueblo donde la joven había nacido y pronto empezaron a llamarla de todos los lados. Se Abrieron las ventanas, aparecieron las mujeres del pueblo en el umbral de sus casas. Todas querían detenerla para cambiar con ellas algunas palabras. Mas la joven no se detuvo con ninguna. Se limitaba a contestar a los saludos y a las preguntas sin dejar de caminar y no aminoró la marcha hasta que estuvo frente a una casita aislada, que se hallaba al otro extremo de la aldea. Una voz la llamó desde dentro. La puerta estaba abierta. -¿Eres tú, Dete? Espera un momento; podremos ir juntas si vas más lejos. Ante aquellas palabras la joven se detuvo y la niña aprovechó la parada para desasirse de su mano y sentarse en el borde del sendero. - ¿Estás cansada Heidi? – Preguntó su compañera -. Pronto llegaremos arriba; es preciso que te animes y andes un poco más aprisa; dentro de una hora habremos llegado. En aquel momento salió de la casa una mujer alta, de aspecto joven y agradable, que se reunió con ellas. La niña se levantó y echó a andar detrás de las dos amigas, que entablaron en seguida animada conversación acerca de los habitantes de Dörffi y de las aldeas vecinas. -Pero, Dete, ¿dónde vas tú con esta pequeña? – Preguntó por fin la aldeana -. Supongo que se trata de la niña que te ha dejado tu hermana. - Sí – respondió Dete -, la llevo al Viejo; se quedará con él. -¡Cómo! ¿Quieres que esta niña se quede con el Viejo de los Alpes? Me parece que has perdido el juicio, Dete. ¿Cómo puedes hacer semejante cosa? Ya verás como el también mandará al diablo tu proyecto. -¡No faltaría más! Es el abuelo de la niña y le toca hacer algo por ella. Hasta ahora la he criado yo y puedes estar segura, mi querida Barbel, de que a cauda de la niña no voy a dejar escapar
la magnifica colocación que me ofrecen. Te digo que ahora le toca al abuelo encargarse de la niña. - Sí Dete; si él fuera como las demás personas, no diría que no – respondió Barbel con viveza-. Pero tú le conoces y, ¿qué quieres que haga con una niña tan pequeña como esta? No la podrá tener a su lado. Pero, dime: ¿Tú dónde piensas ir? -A Frankfurt -repuso Dete-. Me han ofrecido allí un empleo en casa de una familia que estuvo el año pasado en Ragatz. Yo les servía allí y arreglaba sus habitaciones. Ya entonces quisieron llevarme a la ciudad, pero me negué; no quise dejar el hotel a mitad de temporada. Este año han vuelto y me piden de nuevo que vaya con ellos. Y esta vez iré, te lo aseguro. -Bien, bien. Lo que sí sé es que no me gustaría estar en el lugar de la niña -dijo Barbel- Nadie sabe exactamente qué clase de hombre es el Viejo de los Alpes. No quiere tratos con nadie; en todo el año no va ni una vez a la iglesia y cuando, por casualidad, desciende con su grueso bastón, todo el mundo le rehuye porque le temen. Tiene el aspecto de un verdadero hereje, o de un indio, con sus espesas cejas y su terrible barba. ¡Te aseguro que no quisiera encontrarme sola con él por estos caminos de Dios! -Todo lo que tú quieras -replicó Dete, un poco molesta-, pero no por eso deja de ser abuelo de la niña y de tener la obligación de cuidarla. Bien mirado, ¿qué daño puede hacerle? Además, pase lo que pase, él será el responsable y no yo. -Yo sólo quisiera saber -continuó Barbel- qué es lo que el Viejo puede tener sobre su conciencia para poner siempre ojos tan terribles cuando ve a alguien y por qué vivirá allí arriba sin tratarse con nadie. Circulan toda clase de rumores sobre él y creo que tú has de saber algo de ello por tu hermana, ¿no es así, Dete? -Naturalmente; sé algo, pero me guardaré mucho de hablar. Si él se enterara después, ¡bueno se pondría! Sin embargo, la curiosidad de Barbel no estaba satisfecha. Hacía mucho tiempo que deseaba saber algo sobre la vida de aquel Viejo de los Alpes, de aspecto ceñudo, amigo de la soledad, y del que las gentes no hablaban sino en voz baja, como si temieran indisponerse con él, sin atreverse; sin embargo, a defenderle. Como Barbel hacía poco que había llegado de Praettigau para establecerse en Dörffi, ignoraba las circunstancias del pasado de los habitantes de aquellos contornos. Dete, una de sus antiguas amigas, había nacido, por el contrario, en Dörffi, y había vivido allí con su madre hasta que ésta murió hacía un año. Entonces había bajado a Ragatz para emplearse de camarera en el hotel. De allí venía aquel día, y Barbel no quería dejar escapar tan excelente ocasión para interrogarla a fondo. Cogiéndola familiarmente del brazo le dijo: -Tú, Dete, eres un de las pocas personas a las que se puede dar crédito cuando hablan. Yo estoy segura de que tú sabes toda la historia. Dime, pues, ¿qué ha sucedido para que el Viejo se haya retirado allí arriba y sea siempre tan huraño y temible? -No puedo decirte si ha sido siempre como es ahora. Tengo veintiséis años y el viejo cuando menos setenta. Por lo tanto, es natural que yo no lo haya conocido en su juventud. Si tuviera la seguridad de que luego no se sabría en toda la comarca, te contaría algunas cosas de él; las sé porque mi madre y el Viejo eran del mismo pueblo. -¡Cómo, Dete! ¿Qué piensas de mí? -repuso Barbel un poco ofendida-. No vayas a figurarte que las de Praettigau somos unas charlatanas. Y además, cuando es preciso, bien sé callarme. Cuéntame, pues, y no te inquietes. -Está bien, pero has de cumplir tu palabra -respondió Dete. Sin embargo, antes de comenzar el relato, se volvió para asegurarse de que la niña no anduviera demasiado cerca de ellas y pudiese escuchar lo que iba a decir. Mas Heidi había desaparecido. Sin duda que ya hacía mucho rato que no seguía a las dos amigas y éstas, enfrascadas en la conversación no se habían dado cuenta. Dete se detuvo y oteó el sendero que acababan de recorrer, claramente visible hasta cerca de Dörffi. Pero Heidi no aparecía en ningún lugar de la vereda. -¡Ah, ya la veo! -exclamó por fin Barbel, que escudriñaba el horizonte por todas partes-. ¡Fíjate allá abajo! – y señaló con la mano un punto negro que se movía en una loma muy distante del sendero -. Allí está saltando con Pedro el cabrero y sus animales. Quisiera saber por qué sube hoy tan tarde. Pero sea como sea, así estamos mejor. Pedro se ocupará de la niña y nosotras podremos hablar a nuestras anchas. -No es preciso ocuparse mucho de la niña, porque a pesar de tener sólo cinco años, es muy lista. Sabe tener los ojos abiertos y saca provecho de todo lo que ve, puedes estar segura. Mejor que sea así, porque más tarde, buena falta le hará; el Viejo no posee nada más que su casita y sus dos cabras.
-¿Acaso tenía antes más? -preguntó Barbel. -¿Ese? ¡Ya lo creo! -exclamó vivamente Dete-. Sus padres poseían una de las más hermosas haciendas de Domleschg. Tenía sólo dos hijos. El hermano menor era tranquilo de carácter y ordenado. Pero al Viejo no le gustaba trabajar; quería hacer el señorito y pasaba el tiempo recorriendo la comarca en compañía de gentes dudosas a las que nadie conocía. Terminó por perder en el juego todo su patrimonio. Su padre y su madre murieron del disgusto, y su hermano, al que redujo a la pobreza, salió del país para ir Dios sabe dónde. El Viejo mismo, que no poseía ya nada más que su mala fama, desapareció también. Durante algún tiempo nadie supo qué había sido de él; luego corrió la voz de que había entrado al servicio del Rey de Nápoles. Después transcurrieron doce o quince años sin que llegaran noticias suyas. Pero un día apareció en DomIeschg acompañado de un hijo, ya mayorcito, al que trató de presentar a su familia. Pero todas las puertas se le cerraron, nadie quería tener tratos con él y, naturalmente, el Viejo se enfadó. Declaró que nunca volvería a Domleschg y se marchó para siempre; se estableció con su hijo aquí, en Dörffi. Por lo que se dijo de él entonces, parece que su mujer era suiza y la había conocido en Nápoles; murió dos años después de casados. Seguramente el Viejo tendría algún dinero, porque hizo que su hijo Tobías aprendiera el oficio de carpintero. Tobías era un chico muy trabajador y agradable, bien visto por todo el pueblo. Pero por lo que toca al padre, la gente desconfiaba de él; se decía que había desertado del ejército y que tuvo sus motivos para hacerlo. Corría el rumor de que había matado a un hombre, no en la guerra, sino en un arrebato de ira. Como le habíamos aceptado por pariente nuestro, porque la abuela de mi madre y la de la suya eran hermanas, nosotras siempre le llamábamos tío. Cuando se estableció en la cima de la montaña, la gente empezó a llamarle el “tío Viejo de los Alpes”; luego, quedó en “el Viejo de los Alpes”. -Pero ¿qué ha sido de Tobías? – Preguntó Barbel, que mostraba cada vez más interés en el relato de su amiga. -Aguarda un momento, que ahora llegaré a eso; no se pueden decir todas las cosas a la vez – respondió Dete -. Pues Tobías había ido a Mels para aprender allí el oficio. Cuando regresó a Dörffi se casó con mi hermana Adelaida. Se querían desde el primer día que se conocieron y, una vez casados vivieron muy felices. Pero la cosa no duró mucho. Dos años después, mientras Tobías trabajaba en una construcción, le cayó encima una viga y lo mató. Cuando llevaron su cuerpo inanimado a la casa, Adelaida sufrió una emoción tan fuerte que cayó gravemente enferma con un acceso violento de fiebre, del que no se repuso del todo. Su salud fue a partir de entonces muy delicada; a veces sufría una enfermedad extraña, y mientras le duraba el ataque no se sabía si dormía o estaba despierta. Poco tiempo después, mi hermana Adelaida murió víctima de aquella enfermedad. Todo el mundo comentó la triste suerte que los dos habían tenido y pronto corrió el rumor de que aquella desgracia era un castigo a la vida impía del Viejo. Llegaron a decírselo a la cara y hasta el señor cura le habló con objeto de que se arrepintiera de su vida pasada. Pero en vez de modificarse se volvió más hosco, se encerró en su casa y dejó de hablar a la gente. Por otro lado los vecinos evitaban encontrarse con él todo lo posible. Un día se supo que se había ido para establecerse en la cima de la montaña, y que no pensaba bajar nunca más al pueblo. Allí vive desde entonces, enemistado con Dios y con los hombres. Mi madre y yo recogimos a la hija de Adelaida, que a la sazón no tenía más que un año. El año pasado, cuando murió mi pobre madre y me tuve que ir al balneario para ganarme la vida, me llevé a la pequeña. La puse de pupila en casa de la vieja Ursula Pfaeffers, y así he podido dedicarme enteramente a mi trabajo. Esta primavera, la familia de Frankfurt a la que serví el año pasado, ha vuelto a Ragatz y me pide de nuevo que vaya con ellos. Saldremos pasado mañana. Se trata de un buen empleo y no pienso perderlo por nada del mundo, te lo aseguro. -¿Y tú quieres dejar esta pequeña en casa del Viejo después de lo que me has contado de él? ¡Me extraña que se te haya ocurrido semejante idea, Dete! -dijo Barbel en tono de reproche. -¿Qué quieres? -se excusó Dete-. He hecho cuanto he podido. ¿Qué más quieres que haga? No puedo llevarme a Frankfurt una niña de cinco años. Pero, a propósito, Barbel, ¿hasta dónde ibas tú? Ya estamos a mitad del camino de los pastizales altos. -Precisamente hemos llegado adonde yo venía -contestó Barbel-. He venido para hablar con la abuela del cabrero; ella hila para mí durante el invierno. ¡Adiós, Dete, y que tengas mucha suerte! Dete tendió la mano a su amiga y se detuvo un momento para verla entrar en la casita del pastor de cabras. Era una choza situada un poco lejos del sendero, en una hondonada abrigada del viento., La casita era tan vieja y estaba tan destartalada que, a no ser por aquella feliz circunstancia, no se hubiera podido vivir en ella sin peligro cuando soplaba el viento de los
Alpes, que llamaban föhn en Suiza, con su acostumbrada violencia; a pesar del cobijo que le daba la hondonada, cuando el viento soplaba hacía crujir sus puertas y ventanas y conmovía la casa hasta sus cimientos. Si la cabaña hubiera estado construida como otras, en mitad de los prados de pasto, el viento la hubiera derribado y precipitado al abismo. En la cabaña vivía Pedro, el pastorcillo de cabras, que tenía once años y bajaba todas las mañanas a Dörffi para llevarse las cabras a los prados de césped de lo alto de la montaña, donde los animales se regalaban todo el día con una hierba jugosa y aromática. A la llegada de la noche, Pedro descendía con las cabras, saltando con ellas ligera y alegremente. Al llegar a Dörffi, lanzaba un agudo silbido que oían en todas partes. En seguida acudían los hijos de los dueños de las cabras y cada uno se llevaba las suyas. Siempre eran niños los que iban a buscar a las cabras, porque estos animales son muy apacibles, de los que no hay nada que temer. Durante el verano, aquellos eran los únicos momentos en que Pedro cambiaba algunas palabras con sus semejantes; el resto del tiempo lo pasaba en compañía de las cabras. Verdad es que en su casa estaban su madre y su anciana abuela, que era ciega; pero el muchacho salía muy temprano por la mañana y regresaba tarde por la noche, porque se entretenía todo el tiempo posible con los niños del pueblo, de modo que al llegar a casa, sólo tenía tiempo para cenar rápidamente y caer luego rendido de fatiga sobre la cama. Su padre, al que llamaban también Pedro el cabrero, porque se había dedicado durante su juventud al mismo oficio, no vivía ya. Había muerto hacía muchos años en un accidente. A la madre del chico, que se llamaba Brígida, la llamaban “la cabrera”, y a la abuela, jóvenes y viejos la conocían sólo por el nombre de “abuela”. Diez minutos habían transcurrido ya desde que Barbel se despidiera de Dete y ésta esperaba aún delante de la choza, porque Heidi no acababa de llegar. Como no veía a la niña por ninguna parte, ni tampoco al pastor y sus cabras, Dete volvió a emprender la subida de la montaña y al llegar a un altozano, se detuvo de nuevo para buscar a la niña con la mirada, pero de nuevo vio fracasado su intento. Mientras Dete ejercitaba así su paciencia, los dos niños habían recorrido una larga distancia. Pedro quería llevar a sus cabras a los sitios que él conocía, donde los animales encontraban matorrales y zarzales de su gusto; y de este modo habían hecho ya un largo recorrido. Al principio, la pequeña siguió al pastorcillo, aunque con mucha fatiga porque se ahogaba a causa de la mucha ropa que llevaba puesta. Hubo momentos en que se detuvo jadeante y sin fuerzas. Sin embargo, Heidi no decía nada; se limitaba a contemplar a su compañero, que con los pies desnudos y pantalones cortos, saltaba alegremente delante de ella, mientras que las cabras, con sus delgadas y largas patas, brincaban ágilmente de piedra en piedra, corrían de una parte a otra y no se estaban quietas ni un momento. De pronto la niña se detuvo, se sentó en la hierba, se descalzó rápidamente los pesados zapatos y las medias; luego se levantó y empezó a despojarse del pañuelo rojo y de sus dos vestidos; su tía Dete le había puesto el vestido bueno debajo del de diario para evitarse la molestia de tener que llevarlo en la mano. En menos de un minuto Heidi quedó vestida sólo con una falda ligera; sus brazos desnudos surgían de la camisa de mangas cortas. Luego ordenó la ropa que se había quitado en un montón, que dejó al lado de una piedra, y se fue saltando y brincando detrás de las cabras casi tan ágil como cualquiera de ellas. Pedro no había reparado en aquel alto imprevisto. Cuando vio llegar a Heidi con su nuevo atavío, su rostro se inundó de alegría y demostró su satisfacción con una mueca graciosa. Luego vio cerca del borde del sendero el montón de ropa de la niña y su rostro se contrajo en una sonrisa que dilataba su boca de oreja a oreja. Sin embargo no dijo ni una sola palabra. Una vez libre de la ropa que la molestaba, Heidi entabló conversación con Pedro, que se vio en un aprieto para poder contestar a tantas preguntas como le dirigía la niña. Heidi quería saber exactamente cuántas cabras tenía, adónde las llevaba a pacer, qué era lo que hacía allí arriba después de llegar con los animales al sitio elegido y miles de cosas más. Hablando de este modo, llegaron por fin a la casita del cabrero, no lejos de la cual les esperaba todavía la tía de Heidi. Apenas vio a los dos, exclamó con viveza: -Pero, Heidi, ¿qué has hecho? ¡Cómo vienes! ¿Qué has hecho de tus vestidos? ¿Dónde está el pañuelo? ¿Y los zapatos? ¿Dónde están tus medias? ¡Contéstame, Heidi! -¡Allí abajo! -respondió la niña tranquilamente, señalando con la mano hacia la pendiente. Dete siguió con la mirada la dirección y vio, en efecto, un montón cubierto con una tela roja que sin duda era el pañuelo de la pequeña. -¡Desgraciada! -exclamó su tía, fuera de sí-. ¿Qué idea te ha pasado por la cabeza? ¿Qué significa esto? ¿Por qué te has quitado los trajes? -No me hacían falta -respondió la niña, que no tenía aspecto de estar afligida por su conducta.
-¡Esto es demasiado! ¿Te has vuelto loca? Casi me inclino a creerlo. Y ahora ¿cómo bajar otra vez allí para buscar la ropa? Cuando menos perderíamos media hora. Escúchame, Pedro, ve tú y trae aquel paquete, pero date prisa y no te quedes ahí plantado mirándome. - Ya me he retrasado mucho tiempo – respondió Pedro lentamente sin moverse del sitio donde se había detenido, con las manos en los bolsillos mientras escuchaba la explosión de cólera de tía Dete-. - Entonces, ¿qué haces ahí contemplándome como si yo fuera un bicho raro? ¡Vaya un modo que tienes de darte prisa! Vete por ello y te daré una cosa bonita, ¿quieres? Y Dete hizo brillar delante de sus ojos una moneda de cinco céntimos completamente nueva. Pedro partió disparado pendiente abajo. Llegó de saltos prodigiosos al montón de ropa, lo recogió y volvió veloz con el paquete. Dete le felicitó y le dio la moneda ofrecida. Pedro la ocultó a toda prisa en su faltriquera, mientras una amplia sonrisa iluminaba sus facciones; semejante tesoro no lo veía todos los días el pequeño pastorcillo. -Ahora bien podrías llevarme el paquete hasta allá arriba, a casa del Viejo, puesto que sigues el mismo camino -añadió tía Dete, mientras iniciaba el ascenso de la empinada loma que se alzaba por detrás de la cabaña del cabrero. Pedro asintió y echó a andar con la ropa de Heidi debajo del brazo izquierdo y su látigo en la mano derecha; de cuando en cuando lo hacía restallar. Heidi y las cabritas brincaban alegres y ágiles a su lado. Al cabo de tres cuartos de hora llegaron por fin a la altiplanicie roqueña sobre la que se elevaba la cabaña del Viejo de los Alpes. Estaba expuesta a todos los vientos, pero construida de forma que recibía los rayos del sol de la mañana hasta la noche, y gozaba de un amplio panorama sobre todo el valle. Detrás de la casita se alzaba un grupo de tres viejos y altísimos abetos. Un poco más lejos comenzaba el último repecho de la montaña, cuyas pendientes, alfombradas de verde césped al principio, se tornaban rocosas y sembradas de maleza, y terminaban en un soberbio remate de altas y abruptas rocas. Sobre un banco de madera sólidamente sujeto a la pared de la casita, en el lado que daba sobre el valle, se hallaba sentado el Viejo de los Alpes, con la pipa en la boca, las dos manos apoyadas en las rodillas, observando tranquilamente a las tres personas que, en compañía de las cabras se aproximaban. Heidi llegó la primera al final del sendero y se dirigió en derechura hacia el anciano. Le tendió la mano y le dijo: -Buenos días, abuelito. -¿Qué significa esto? -preguntó el Viejo con voz hosca, pero estrechando la mano de la niña, a la que contempló largamente. Heidi sostuvo la mirada inquisidora sin desviar los ojos. Aquel abuelo con la barba espesa y las cejas grises, erizadas como la maleza, le causaba tal sorpresa que no podía dejar de mirarlo. Mientras tanto, tía Dete había llegado también, seguida de Pedro, que se detuvo un momento para ver en qué paraba todo aquello que tanto le extrañaba. -Le deseo buenos días, tío -dijo Dete avanzando hacia él-. Le traigo a la hija de Tobías y Adelaida. Creo que no la reconocerá usted, puesto que no la ha visto desde que tenía un año. -¡Ah!... ¿Y qué viene a hacer aquí? -preguntó el viejo con voz terrible-. ¡Oye, tú! -exclamó después dirigiéndose a Pedro-, ya te estás marchando con las cabras, que muy tarde has llegado hoy. Llévate también las dos mías. Pedro obedeció inmediatamente y desapareció, porque no le gustaba enfrentarse por segunda vez con la terrible mirada del Viejo. -La niña viene para quedarse en su casa, tío -dijo Dete contestando a la pregunta-. Me parece que ya he hecho todo lo que debía, teniéndola como la he tenido durante cuatro años. Ahora le toca a usted hacer lo demás. -¡Ah, ah! -gruñó el Viejo atravesando a Dete con una mirada aguda-. ¿Y qué quieras tú que haga yo si ella no quiere quedarse aquí y empieza a lloriquear? -¡Allá usted! -repuso Dete-. Nadie ha venido a decirme a mí cómo me las había de arreglar cuando me he visto con la niña en brazos, y eso que no tenía entonces más que un año, y de mi trabajo tenía que sacar el sustento para mí y mi pobre madre. Ahora no puedo tenerla ya porque he aceptado una colocación. Usted, como pariente más próximo de la niña, ha de acogerla, y si no puede tenerla, haga lo que quiera. Si le pasa algo, usted es el responsable. Me parece que no tiene usted necesidad de añadir una culpa más a las muchas que tiene que reprocharse. Dete que no las tenía todas consigo, y además no estaba muy segura de si había hecho bien en llevar a Heidi a la montaña, se había acalorado mientras hablaba, y dijo más de lo que convenía. Al oír sus últimas palabras, el Viejo se había levantado y la miró con ojos tan
terribles, que la joven se echó atrás. Después, el anciano extendió el brazo hacia el sendero y dijo con voz imperativa: -Vete inmediatamente de aquí y no vuelvas en mucho tiempo. ¡Márchate! Dete no se hizo repetir el mandato.
-Pues bien, tío, ¡adiós! ¡Adiós, Heidi!-dijo rápidamente y desapareció por el sendero a toda prisa, sin detenerse hasta llegar a Dörffi, donde llegó llena de agitación. Todo el mundo conocía a Dete y sabía quién era la pequeña. -¿Dónde está la niña? -le gritaban-. Dete, ¿dónde has dejado a la pequeña? A todas estas preguntas, Dete respondió siempre con la misma impaciencia: -¡Está allá arriba, en casa del Viejo de los Alpes! No era habitual en Dete ser tan poco explícita, pero le mortificaba que de todas partes le gritasen en tono de reproche: -¿Cómo has podido hacer semejante cosa? ¡Pobre pequeña! ¡Abandonar a la niña allá arriba! ¡Pobrecita! ¿Qué le va a pasar? En consecuencia Dete descendió la segunda parte del camino volando más que corriendo, y no aminoró el paso hasta que se vio lo bastante lejos de aquellos inoportunos preguntones que la habían asediado. No estaba Dete muy contenta de su acción. Su madre, en su lecho de muerte, le había encarecido que cuidara de Heidi. Pero Dete se decía para sí, a fin de tranquilizar el aguijón de su conciencia, que podría ser mucho más útil a Heidi ganando dinero que cuidándola personalmente. Por ello sintió una gran satisfacción de poderse alejar completamente de aquella región, en la que todo el mundo quería meterse en sus asuntos, y ocupar una colocación tan magnífica como la que le habían ofrecido en Frankfurt. II EN CASA DEL ABUELO Una vez tía Dete hubo desaparecido, el Viejo se sentó otra vez sobre el banco y empezó a lanzar grandes bocanadas de humo blanco de su pipa; tenía la mirada fija en el suelo y no decía ni palabra. Mientras él se hallaba sumido en sus meditaciones, Heidi examinó con visible satisfacción todo cuanto la rodeaba. Poco tardó en descubrir el pequeño establo de cargas adosado a la casita y fue a abrir la puerta para ver lo que había dentro. El establo estaba vacío. La niña continuó entonces su viaje de inspección alrededor de la cabaña y llegó al grupo de los tres grandes abetos que se alzaban detrás de ella. El viento soplaba con fuerza y sus ráfagas doblaban el espeso ramaje de los árboles, produciendo un sonido profundo que sonaba como el aullido quejumbroso de un lobo. Heidi se detuvo a escuchar aquel para ella inusitado ruido. Luego, cuando el viento amainó, el ruido menguó y la niña dio nuevamente la vuelta a la cabaña y se encontró otra vez frente a su abuelo, que permanecía todavía en la misma posición de antes. Heidi se colocó delante de él y, con las manos a la espalda, le contempló silenciosamente. El abuelo alzó al fin los ojos. -¿Qué quieres hacer ahora? -preguntó a la niña, que permanecía inmóvil. -Quisiera ver lo que hay dentro de la cabaña -dijo Heidi. -Pues bien ¡Ven! -exclamó el Viejo, al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia la puerta-. Coge tu ropa -añadió antes de entrar en la casa. - ¡Oh, ya no la necesito! -declaró Heidi. El viejo se volvió y fijó una mirada penetrante en la niña, cuyos ojos brillaban animados por la esperanza de las cosas que esperaba ver en el interior de la cabaña. “No le falta sentido común”, se dijo, y añadió en voz alta dirigiéndose a su nieta: -¿Por qué no la necesitas ahora? -Porque me gusta ir más como esas cabritas de patas ligeras. -Está bien, estoy conforme; pero de todos modos ve a coger la ropa -le contestó el anciano-, porque vamos a guardarla en el armario. Heidi obedeció. El Viejo abrió la puerta y la niña entró con él en una habitación de regular tamaño que ocupaba todo el ancho de la casita. En ella no había muchos enseres: una mesa y un taburete; en un rincón, la cama del abuelo; en la pared opuesta a la entrada se abría otra puerta. El anciano la abrió; era un armario empotrado. En él guardaba su ropa. Sobre uno de los estantes había camisas, algunos calcetines y pañuelos; en otro estaban los platos, tazas y
vasos, y en el estante inferior un gran pan, carne ahumada y queso. El armario contenía todo lo que el Viejo de los Alpes necesitaba para vivir. Cuando Heidi vio abierto el armario, acudió corriendo y tiró el paquete de ropa en un rincón, detrás de la de su abuelo, donde no era fácil que se perdiera. Luego examinó atentamente la habitación y los enseres, y por fin dijo: -¿Dónde dormiré yo, abuelito? -Donde quieras -respondió éste. Aquello bastó para que la niña examinara rápidamente todos los rincones de la habitación en busca del mejor sitio donde poder dormir. Cerca del rincón en el que estaba la cama del abuelo había una escalera de mano apoyada contra la pared, que conducía al desván de la cabaña. Por ella subió Heidi ágilmente y descubrió arriba un montón de oloroso heno. Una pequeña ventana redonda permitía ver desde el desván todo el valle. -¡Qué bien se está aquí! -exclamó gozosa la pequeña -Aquí quiero dormir, abuelito. ¡Sube y verás qué bonito es esto! -Ya lo conozco -contestó el Viejo. -Ahora voy a hacerme la cama -volvió a decir la niña, corriendo de un lado para otro-, pero es preciso que subas y me traigas una sábana, porque para una cama hace falta una sábana, pues encima de ella se duerme. -¡Está bien, ahora voy! -respondió el abuelo, y en seguida se dirigió al armario. Rebuscó en su interior durante un rato y por fin extrajo de debajo de sus camisas, un gran trozo de tela basta, que podría servir de sábana. Con él subió al desván. El lecho que Heidi se había preparado sobre el suelo del desván no desagradó al anciano. La niña amontonó más heno en la parte de la cabecera y lo había orientado de forma que, echada pudiera ver la ventana. -Muy bien, así me gusta -dijo el abuelo-; aquí traigo la sábana, pero antes de ponerla, espera un poco. Y diciendo esto, cogió más heno y aumentó el espesor del lecho para que la niña no notara la dureza del suelo. - Ahora, toma la sabana. Heidi apenas podía con la gruesa tela; pesaba demasiado para sus pocas fuerzas, pero la pequeña descubrió una ventaja en ello: los tallos gruesos del heno no podrían atravesar su grosor y no la pincharían al acostarse sobre ello. Su abuelo la ayudó a extender la sábana y una vez colocada, Heidi se detuvo pensativa ante su obra. -Nos hemos olvidado una cosa, abuelito -dijo a poco. -¿Qué es? -La manta, porque cuando uno se acuesta, se mete entre una manta y una sabana. -¿Ah sí? ¿Y si no tuviera yo ninguna? – dijo el Viejo. - ¡Oh! Entonces no importa abuelito. Haremos una manta con el heno – le tranquilizó Heidi, y puso en seguida manos a la obra; pero el anciano la detuvo. - Espera un momento -dijo, y descendió la escalera; se dirigió a su cama y volvió poco después con un gran saco de pesado lienzo. - ¿No vale esto más que el heno? – preguntó. Heidi empezó a tirar de la tela en todos los sentidos para desdoblarla, pero sus pequeñas manos no podían manejarla. El anciano la ayudó, y entre los dos pronto quedó extendida la tela de saco sobre el lecho improvisado. Heidi quedó de nuevo contemplando la obra y por fin exclamó: -La manta es muy bonita y la cama me gusta mucho, mucho. Quisiera que fuera de noche, para poder acostarme ya en ella. -Creo que será mejor que vayamos a comer algo -respondió el abuelo-. ¿Qué te parece a ti? En su afán de prepararse la cama, Heidi había olvidado todo lo demás. Pero al oír hablar de comida, advirtió súbitamente que, en efecto, sentía hambre, porque aparte del trozo de pan y la taza de café muy diluido que había tomado antes de salir del pueblo, no había comido nada más en aquel día. De aquí que respondiera muy animada. -Sí, sí, vámonos a comer algo. - Pues bien, bajemos, ya que estamos de acuerdo. Y seguido de la niña, volvió a la única habitación de la casita. El Viejo se dirigió al hogar, descolgó un caldero grande que colgaba de la cadena sobre los rescoldos del hogar, lo reemplazó por uno más pequeño y se sentó sobre un taburetito para avivar el fuego; al poco tiempo las llamas brillaban con alegre fuego. Pronto empezó a hervir el contenido del pequeño caldero; mientras tanto, el abuelo había cogido unas tenazas de hierro y sostenía sobre el fuego un gran trozo de queso, dándole vueltas con lentitud hasta que estuvo
dorado. Heidi había seguido aquellos preparativos con mucha atención, de pronto, tuvo una idea y se alejó del hogar y empezó a ir y venir del armario a la mesa. El abuelo concluyó por fin su faena junto al hogar y se acercó a la mesa con un cazo en la mano y el queso asado en la otra sujeto al extremo de las tenazas. Cuando se aproximó a la mesa, la halló ya puesta; sobre ella reposaba un pan, dos platos hondos y dos cuchillos. Heidi era una niña muy observadora, había comprendido que todo aquello que antes viera en el armario, haría falta para comer. -Muy bien, pequeña; me gusta que sepas pensar un poco -dijo el anciano en tono de alabanza-, pero aún falta algo en la mesa. Al reparar en el vapor delicioso que salía del cazo, Heidi comprendió lo que quería su abuelo y se dirigió rápidamente al armario: En él, sólo había un tazón, pero la niña no se dejó desconcertar por esto; en el mismo estante había dos vasos; la pequeña regresó a la mesa y colocó allí la taza y un vaso. -Muy bien, veo que sabes salir del paso, pero ¿dónde vas a sentarte? El único asiento alto que había en la casita era el del abuelo. Heidi corrió como una flecha hacia el hogar, cogió el taburetito y lo colocó ante la mesa, sentándose en él. -Ahora ya tienes asiento, es verdad, pero es muy bajo y apenas llegas a la mesa -dijo el anciano, añadiendo en seguida-: Espera un poco que voy a arreglarlo. Se levantó, llenó la taza de leche y la puso sobre el taburete grande acercando a éste el taburetito, en el que mandó sentarse a la niña; de aquella forma el asiento mayor servía de mesa a Heidi. Después colocó en él un gran pedazo de pan y un trozo de queso dorado. -Ahora come, hija mía -dijo y se sentó en una esquina de la mesa para comer él también. Heidi no se hizo repetir dos veces la orden; asió la taza y bebió el contenido de un tirón. El viaje le había dado una sed abrasadora; luego suspiró y volvió a colocar la taza sobre la mesita improvisada. -¿Te gusta esta leche? -preguntó el abuelo, satisfecho al ver con qué apetito había bebido la niña. -Nunca la he bebido tan buena -contestó Heidi. -Pues entonces quiero que bebas más -dijo el Viejo, y llenó la taza otra vez hasta el borde. Heidi comía con gran apetito el pan, sobre el que había extendido el queso asado, tierno como la mantequilla; su aspecto decía bien a las claras que estaba muy satisfecha de aquella comida tan suculenta. Terminada la comida, el Viejo salió para limpiar y poner en orden el establo de las cabras. Heidi no le perdía de vista mientras hacía aquel trabajo. Después de poner en el suelo paja fresca para los animales, el abuelo se dirigió a un pequeño cuarto adosado en la parte posterior de la casa. Allí cogió madera, aserró tres trozos de igual tamaño y luego cortó una tabla redonda, en la que hizo tres agujeros, introdujo en ellos los trozos que antes había cortado y los sujetó con clavos. Cuando hubo terminado, Heidi, muda de admiración, reconoció que lo que el abuelo había hecho era un asiento como el del Viejo, aunque mucho más alto. -¿Sabes lo que estoy haciendo? -preguntó el abuelo. -Un taburete para mí, porque es muy alto. ¡Y en qué poco tiempo lo has terminado! -exclamó la pequeña, que no salía de su asombro y de su admiración. «Ella comprende lo que ve, tiene buenos ojos», se dijo el abuelo al dar la vuelta a la casa, armado de sus herramientas y de algunos trozos de madera, dando aquí y allá un martillazo, asegurando la puerta, reparando un desperfecto aquí y otro allá. Heidi le seguía paso a paso, sin quitarle el ojo de encima y encontrándolo todo muy divertido, tanto que llegó la noche sin que se hubiera dado cuenta del tiempo transcurrido. Un fuerte viento comenzó a soplar y a mover las ramas de los tres abetos. El susurro que el viento hacía produjo a Heidi tanta alegría, que empezó a saltar y a bailar debajo de los árboles expresando así su contento. Desde la puerta del establo, el abuelo la contemplaba absorto. De pronto sonó un agudo silbido. Heidi interrumpió su transporte de alegría y vio que su abuelo avanzaba hacia el sendero. Eran Pedro y sus cabras que bajaban, como todas las noches, de los prados de pasto saltando y brincando como si alguien los persiguiera. En un abrir y cerrar de ojos, Heidi se colocó en medio del rebaño, dando gritos de alegría y acariciando una tras otra a sus amigas de la mañana. Llegada cerca de la casa, el rebaño se detuvo, y dos lindas cabras, blanca la una y de color castaño la otra, avanzaron y fueron a lamer la mano del Viejo, que les ofreció un poco de sal, como acostumbraba hacerlo todas las noches. Luego Pedro desapareció con el resto del rebaño. Heidi acarició tiernamente a las dos cabritas y empezó a dar saltos a su alrededor llena de alegría. Después comenzó a hacer preguntas: -¿Son nuestras estas cabritas, abuelito? ¿Duermen en el establo? ¿Las tendremos siempre aquí?
El abuelo apenas tenía tiempo de responder con un «sí» lacónico al torrente de preguntas de la pequeña. Cuando las cabritas terminaron de lamer la sal, el Viejo dijo a Heidi: -Ve a buscar tu tazón y tráete el pan. Heidi obedeció y regresó al instante. El abuelo empezó a ordeñar la cabrita blanca y cuando tuvo el tazón lleno, cortó un trozo de pan y dijo: -Esto es para ti; tómalo pronto y vete a dormir. Tía Dete me ha dejado además de tu ropa, un paquete con camisas y cosas por el estilo; si necesitas algo, lo encontrarás en la parte baja del armario. Yo ahora voy a meter las cabras en el establo. Buenas noches, Heidi. -Buenas noches, abuelito, y que descanses. ¿Cómo se llaman, abuelito? Dime sus nombres -exclamó la pequeña corriendo detrás del Viejo y de las cabras. -Esta se llama Blanquita y aquélla Diana -replicó el abuelo. -Pues ¡Adiós, Blanquita; adiós, Diana! -gritó Heidi con todas sus fuerzas mientras las cabras entraban en el establo. Heidi se sentó después en el banco que había delante de la casa, para beber la leche y comer el pan. El viento era muy fuerte y amenazaba con derribar a la pequeña, por lo que ésta se apresuró a terminar y a acostarse. Apenas se metió en el lecho quedó profundamente dormida y tan bien como si se hubiera hallado en la cama de una princesa. Un momento después, y antes de que anocheciera por completo, el Viejo se acostó también, porque se levantaba todas las mañanas a la salida del sol; en aquellas elevadas montañas, el alba aparecía muy pronto en verano. Aquella noche, el viento fue tan violento que hizo crujir los troncos de las paredes de la casita y su gemido se oyó en la chimenea; su fuerza aumentó a tal extremo que arrancó algunas ramas de los abetos. A media noche el Viejo se despertó murmurando para sí: «Seguramente tendrá miedo allí arriba», y trepó por la escalera para ver lo que hacía la pequeña. La luna brillaba en el firmamento, y a veces su disco plateado quedaba oculto por grandes nubes que el viento arrastraba en loca carrera. De pronto la blanca claridad del astro de la noche penetró por la ventana del desván y proyectó sus rayos sobre el lecho en que descansaba la niña. Heidi dormía profunda y tranquilamente; tenía el rostro sonrojado, y su cabecita morena descansaba sobre su brazo desnudo. Parecía que soñaba con cosas agradables, porque una expresión de feliz satisfacción resplandecía en su carita de ángel. El abuelo contempló largo rato a la niña; luego la luna volvió a esconderse detrás de las nubes y, sin hacer ruido, el Viejo volvió a su lecho en la oscuridad. III UNA JORNADA EN LOS ALPES
Un silbido agudo despertó a Heidi a la mañana siguiente. Al abrir los ojos vio que el sol penetraba por la pequeña ventana y daba de lleno sobre su lecho, arrancando dorados destellos de la masa de heno que la circundaba. Heidi miró a su alrededor, asombrada de cuanto veía, porque no recordaba donde se hallaba. Más al oír la voz profunda de su abuelo que hablaba con alguien delante de la casa, todo lo sucedido el día anterior volvió de pronto a su memoria: el viaje, la llegada a la montaña, el día que había pasado en la casita del abuelo. Sintió una gran alegría al pensar que ya no viviría con la vieja Ursula, que estaba ya muy viejecita, tenía siempre frío y se pasaba el día en la cocina, obligando a la niña a permanecer a su lado sin dejar que se alejara mucho para no perderla de vista. La costumbre de permanecer siempre encerrada en la casa había hecho nacer en ella un vivo deseo de corretear libre por las calles y los campos. Por eso se sentía llena de felicidad al despertarse en otra casa, al recordar todas las cosas bonitas que había visto el día anterior y pensar en lo que aún vería y, sobre todo, en que podría jugar con Diana y Blanquita... Heidi saltó de la cama y se vistió en pocos minutos. Sin tardanza bajó la escalera y salió de la casita. Delante de ella estaba Pedro, el pequeño pastor de cabras con su rebaño, y el abuelo, que en aquel momento abría el establo para hacer salir a sus dos cabras. Heidi corrió al encuentro de éstas para darles los buenos días al mismo tiempo que a su abuelo. -¿Quieres ir a los pastos? -le preguntó el Viejo. Heidi, al oír tal proposición, saltó de alegría.
-Pues entonces ve a lavarte para que estés bien limpia; de lo contrario, el sol al verte sucia, se burlará de ti. Ahí tienes un cubo lleno de agua. Heidi se dirigió inmediatamente al cubo de agua que se hallaba cerca de la puerta y que había sido caldeado por el sol, y empezó a lavarse y a frotarse el rostro con ardor. Entretanto, el Viejo había entrado en la cabaña y, a poco, llamó a Pedro. - ¡Ven aquí general en jefe de las cabras! Trae tu zurrón. Pedro, muy asombrado, obedeció y tendió al Viejo su zurrón, en el que llevaba su escasa comida. - ¡Abrelo! – mandó el anciano y metió en el un buen pedazo de pan y otro no menos grande de queso. Pedro contemplaba con ojos asombrados la cantidad de comida destinada a Heidi, el doble de la que él llevaba para sí. -Has de llevarte también un tazón, porque la pequeña no sabe beber como tú directamente de las ubres de las cabras. Tú le ordeñarás dos tazones de leche al mediodía, porque Heidi irá contigo y permanecerá a tu lado hasta que vuelvas a la noche. Y ten cuidado de que no se caiga por algún precipicio. ¿Has entendido? En aquel momento, Heidi entró corriendo. - Dime abuelito, ¿se reirá ahora el sol de mí? – Preguntó muy preocupada. Por miedo a las burlas del sol, la pequeña se había frotado el rostro, el cuello y los brazos con una tela gruesa que encontró junto al cubo, y tenía la piel enrojecida. El viejo sonrió, y después de calmar los temores de la niña, añadió: - A la noche, cuando regreses, tendrás que meterte entera en el cubo, como si fueras un pez, porque cuando se anda con los pies desnudos como las cabras, se ponen muy sucios. Y ahora, ¡en marcha! Los dos niños emprendieron alegremente su camino, seguidos por las cabras. Durante la noche, el viento había barrido todas las nubes del cielo que aquella mañana se extendía sobre las montañas transparente y azul; el sol brillaba esplendoroso sobre los verdes prados de pastos; las pequeñas flores azules y amarillas de los Alpes abrían gozosas sus corolas para sus cálidos rayos y parecían sonreír a Heidi. Los prados estaban cuajados de ellas; mostraban verdaderas alfombras de belloritas, brillaba entre la hierba el vivo color de las azules gencianas y, por todas partes, desplegaban sus colores y perfumes los delicados heliantemos. Heidi no cabía en sí de gozo; al ver todas aquellas hermosas flores que se mecían suavemente sobre sus tallos, sintió tanta alegría que olvidó todo, hasta a las cabritas y a Pedro: empezó a recoger flores a manos llenas, gritando y saltando de un lado a otro. Porque unas veces ante ella se extendía un prado cuajado de flores rojas, otras eran azules, y hubiera querido llevarse más y más a la cabaña del abuelo, para adornar con ellas su improvisado dormitorio y transformarlo en un lugar semejante a aquellos soleados y brillantes prados. El pobre Pedro, encargado de velar por ella, se veía obligado a prestar atención a mil lados a la vez, lo que era tanto más difícil cuanto que sus ojos no se hallaban acostumbrados a girar en sus orbitas tan velozmente como el caso lo requería. Además las cabritas hacían lo mismo que Heidi: corrían caprichosamente en todas direcciones y Pedro no paraba de silbar, gritar y restallar su látigo para mantener reunidas a las fugitivas. - ¿Dónde estás Heidi? – gritó al fin con voz enojada. - ¡Aquí! – respondió una voz que parecía pertenecer a un ser invisible. - ¡Ven aquí, Heidi! ¡Ten cuidado, no vayas a caerte por las rocas; ya sabes que el abuelo nos lo ha advertido! - ¿Pero dónde están las rocas? – Preguntó Heidi sin moverse de donde estaba, cada vez más embriagada con el dulce perfume de tantas flores. - ¡Allá arriba! Todavía hay un buen trecho, de modo que ven pronto. Además, ¿no oyes cómo grazna el gavilán en el aire? El efecto de la amenaza fue inmediato. Heidi se puso en pie y corrió hacía Pedro, aunque sin soltar las flores que contenía el delantal. - Por ahora ya tienes bastantes flores – dijo el pequeño pastor a su amiguita -; además si las coges hoy todas, no quedará ninguna para mañana. Esta razón concluyó por convencer a Heidi, y viendo que su delantal estaba lleno, continuó la ascensión al lado de Pedro. Las cabritas también se habían tranquilizado en cierto modo, porque percibían ya de lejos la jugosa hierba de los pastos, y caminaban en derechura hacía ella, sin detenerse como antes, a fin de llegar pronto. Los pastos donde Pedro acostumbraba a llevar a pacer sus cabras durante la jornada se hallaban en la falda de unos altísimos picos que alzaban al cielo sus cimas desnudas y
abruptas. El prado lindaba, por un lado, con el borde de un precipicio cortado a pico, y el abuelo de Heidi había tenido razón al advertir a los niños que tuvieran mucho cuidado de no caerse por él. Cuando llegaron al prado, Pedro se quitó el zurrón y lo colocó cuidadosamente en un hueco del terreno, porque sabía que si las ráfagas de viento empezaban a soplar fuerte, podría precipitar sus provisiones montaña abajo. Después de tomar esta precaución, el pequeño pastor se tendió cuan largo era sobre el césped soleado para reponerse de la fatiga de la ascensión. Heidi, mientras tanto se había quitado el delantal con las flores e hizo en él un paquete que guardó también en el hueco, junto al zurrón de Pedro. Luego se sentó al lado de su compañero y miró en derredor suyo. Abajo, el valle estaba inundado por la brillante luz de la mañana; frente a Heidi se extendía, a bastante distancia, un enorme ventisquero que se destacaba con claridad contra el azul del cielo; a la izquierda se alzaba una gigantesca masa de rocas en cuyo centro se elevaba una torre de granito, desnuda y abrupta, como recia atalaya que vigilara los campos de pastos y a los dos niños. Heidi contemplaba con asombro el majestuoso paisaje. Un gran silencio circundaba a los niños, el viento acariciaba dulcemente las delicadas campánulas y las preciosas flores doradas que inclinaban a su lado los delgados tallos. Pedro se había quedado dormido, y las cabritas saltaban por la maleza a su alrededor. Heidi no se había sentido nunca tan dichosa como en aquel momento; aspiraba con delicia la fresca brisa de los montes, el perfume de las flores y parecía querer beber los rayos del sol. No tenía ya más que un deseo: permanecer ahí siempre, siempre. De este modo transcurrió largo rato. Por último, tras haber contemplado una y otra vez las escarpadas montañas que se alzaban por todas partes, Heidi las miraba como si fueran buenas amigas que le mostraban sus moles protectoras. De pronto oyó un grito penetrante. Heidi levantó los ojos y vio un enorme pájaro, mayor que cuantos había visto hasta entonces, que se cernía por encima de ella con las alas desplegadas y describiendo anchos círculos mientras lanzaba roncos y fieros graznidos. -¡Pedro! ¡Pedro! ¡Despiértate! -exclamó Heidi-. ¡Allí está el gavilán! ¡Míralo! Pedro se levantó rápidamente y contempló también el ave de presa, que volaba cada vez más alto y que al fin desapareció detrás de las rocas grises. - ¿A dónde ha ido? – Preguntó Heidi que había seguido el vuelo del pájaro con la vista y quería saber más de aquella ave desconocida para ella. - A su nido, creo yo. - ¿Allí arriba tiene su nido? ¡Qué bonito debe ser vivir tan alto! ¿Por qué graznaba tan fuerte? – Siguió preguntando la niña. - Porque lo hace siempre – explicó Pedro. - ¿No podríamos seguirle hasta su nido? - ¡Oh!, ¡oh!, ¡oh! – exclamó Pedro, marcando en el tono de las exclamaciones seguidas su creciente disgusto -. Las cabras no pueden subir tan alto y el abuelo ha dicho que no quiere que te caigas por las rocas. Después Pedro se puso a silbar y a llamar con tanta fuerza, que Heidi se preguntó, asustada, qué iba a pasar. Mas, al parecer, las cabras conocían muy bien aquellas señales porque iban llegando una tras otra y en poco tiempo el rebaño estuvo nuevamente reunido; algunas cabras mordisqueaban las plantas, otras corrían de un lado a otro, y otras se embestían mutuamente con los cuernos como solían hacer siempre que jugaban. Para Heidi era un espectáculo nuevo y alegre contemplar aquellos esbeltos y ágiles animales entregados a sus juegos favoritos, y la niña iba de una cabra a otra para conocerlas mejor, pues cada una tenía alguna cosa característica que la diferenciaba de las demás. Mientras Heidi se divertía así, Pedro extrajo el contenido de su zurrón, colocó los alimentos sobre el zurrón vacío, haciéndolo servir de improvisado mantel. Puso los grandes pedazos destinados a Heidi en el lado opuesto al de su menguado almuerzo, pues recordaba muy bien para quién era la mayor parte de las provisiones. Luego tomó el tazón, ordeñó a la cabra Blanquita, que daba una leche blanca y fresca y puso el tazón lleno en medio del «mantel». Después llamó a Heidi, pero tuvo que llamarla con más fuerza que la que empleara para mandar a los animales; la niña se divertía tanto admirando los brincos y saltos de aquellos, que no veía ni oía nada más. Pedro gritó tan fuerte que su voz retumbó entre las paredes roqueñas y Heidi le oyó al fin. Rápidamente corrió hacía el lugar en que Pedro había dispuesto la comida. A la vista de ella, aumentó su alegría y entusiasmo, y se puso a bailar alrededor de unos alimentos tan apetitosos. -¿Ya has acabado de saltar? Ahora es la hora de comer; siéntate y empieza -dijo Pedro.
-¿Es para mí esta leche? -preguntó Heidi, admirando todavía el halagador aspecto del cuadrado en cuyo centro estaba el recipiente de la leche... -Sí -respondió el pastorcillo-, y los dos grandes pedazos que ahí ves, también son para ti; y cuando hayas bebido el tazón de leche, ordeñaré otro para ti. Luego me tocará a mí. - ¿De qué cabra tomarás la leche para ti? - De la mía, ésa que se llama Moteada. Pero ¡empieza ya a comer! Heidi bebió primero la leche y cuando hubo terminado, Pedro se levantó para llenar el tazón por segunda vez. La niña cortó entonces el pan en dos trozos y, reteniendo para sí la parte más pequeña, ofreció la otra a su amiguito, con todo el queso que estaba destinado a ella, diciendo: -Toma esto, yo tengo bastante con este pedazo. Pedro se quedó mudo de sorpresa; jamás se le hubiera ocurrido hacer él un ofrecimiento tan maravilloso. Vacilaba, no sabía si Heidi lo decía en broma o en serio pero la pequeña seguía ofreciéndole el pan y el queso, y al ver que él no alargaba la mano, con un gesto resuelto se lo colocó encima de las rodillas. Entonces Pedro comprendió que no era una burla, y dando las gracias con una inclinación de cabeza, dio principio a una comida como no la había tenido en todos los días de su vida de pastor de cabras. En cuanto a Heidi, no cesaba de contemplar a los simpáticos animales. - ¡Dime sus nombres Pedro! – rogó la niña a su compañero. Pedro los conocía muy bien, puesto que no tenía otra cosa que retener en su memoria que los nombres de las cabras con las que pasaba todos los días. Las nombró, pues, una tras otra sin equivocarse, señalándolas al mismo tiempo con el dedo índice. Heidi escuchaba y miraba con la mayor atención. Al cabo de un rato había logrado aprender los nombres y tampoco se equivocaba, porque todas las cabras tenían algo que las distinguía entre sí. Bastaba mirarlas atentamente, y así lo hacía la pequeña. Uno de los animales se llamaba Gran Turco; poseía cuernos poderosos con los que se empeñaba en golpear a las demás cabras y éstas solían huir de él porque no querían amistad con un compañero tan rudo. Sólo Cascabel, una linda y ágil cabrita, no le esquivaba, antes bien, de cuando en cuando solía embestirlo tres o cuatro veces seguidas, hasta que el Gran Turco se quedaba mirándola aturdido, sin atreverse a atacar, porque Cascabel era muy guerrera y tenía unos cuernecillos muy agudos. Estaba luego la pequeña Blancanieves, que balaba siempre tan lastimeramente, que Heidi había acudido junto a ella varias veces para ver lo que le pasaba. Precisamente en aquel momento volvió a resonar suplicante su balido y la niña acudió corriendo y se abrazó a ella. - Pero ¿qué tiene, Blancanieves, que lloras así? – preguntó Heidi al animalito. Blancanieves se acurrucó a lado de Heidi y permaneció muy quieta. Pedro gritó entonces, mascullando las frases porque comía a dos carrillos. -Lo hace porque la Vieja ya no viene con nosotros. La han vendido la semana pasada a un hombre de Mayenfeld y ahora ya o viene a pacer... -¿Quién es la Vieja? -preguntó Heidi. -¡Pues la madre de Blancanieves! -contestó Pedro. -¿Dónde está la abuela? -exclamó la pequeña. -No tiene. -¿Y el abuelo? -Tampoco tiene. -¡Pobre Blancanieves! -exclamó Heidi acariciándola-. Ahora ya no tienes que quejarte porque yo vendré todos los días y no estarás ya tan solita y si tienes algo, vienes a mi. Blanca Nieves frotó la cabeza contra el hombro de Heidi, como si quisiera demostrar su afecto, y cesó de balar quejumbrosamente. Pedro que por fin había terminado de comer, se acercó también a los animales. Blanquita y Diana eran las cabritas más lindas de todo el rebaño; eran limpias y tenían cierto aire de distinción. Además se mantenían casi siempre separadas de las otras y, sobre todo, del Gran Turco; su actitud hacía él causaba la impresión de que le despreciaban. Todas las cabritas habían vuelto a saltar y a brincar por el prado; algunas buscaban con mucha atención las pequeñas y más delicadas hierbas, y el Gran Turco se divertía tratando de atacar a la que se cruzaba en su camino. Blanquita y Diana saltaban con prudencia y siempre encontraban pronto la parte más tierna del césped que luego comían con rapidez. Heidi, con las manitas a la espalda, lo contemplaba todo con la mayor atención. - Pedro – dijo al poco rato a su compañero, que se había tumbado de nuevo sobre la hierba-. Blanquita y Diana son las más bonitas de todas. - Lo sé – respondió el muchacho – No es extraño. El Viejo las frota y las lava siempre y les da sal y además mantiene limpio el establo. Son las mejores de todas.
De pronto Pedro se levantó como un rayo y corrió en dirección al rebaño, seguido de Heidi, que no quería quedarse atrás por si pasaba algo. Pedro se dirigió hacía el lado en que las rocas formaban el precipicio y donde se despeñaría fácilmente una cabra si se aproximaba a él. Pedro había visto saltar a la temeraria Cascabel hacía aquel sitio y llegó justamente en el instante en que el animal iba a alcanzar de un salto más, el borde del abismo. El muchacho, al quererla coger, perdió el equilibrio y cayó al suelo, pero tuvo tiempo de coger a Cascabel por una pata; caído y todo se esforzaba en sujetarla. La cabra balaba encolerizada al ver que le impedían continuar la pequeña aventura que se había propuesto emprender, y tiraba con fuerza para librarse. Pedro pidió a Heidi que le ayudara, porque no podía levantarse sin soltar la pata de Cascabel. Heidi llegó junto a su amiguito y al instante comprendió en el apuro que éste se hallaba. Sin perder un segundo arrancó un puñado de hierba olorosa, lo acercó al hocico de Cascabel y, hablando en tono convincente, le dijo: - Ven, ven, Cascabel, sé razonable. ¿No ves tontita que si te caes por ahí te romperás las patitas y te harás mucho daño? La cabrita se volvió en seguida hacía la niña y sin hacerse del rogar comió la hierba que ésta le ofrecía. Pedro aprovechó el respiro para ponerse de pie; luego cogió a Cascabel por la cuerda de la que pendía la campanita. Heidi se puso al otro lado y así, entre los dos, condujeron al travieso animal junto al resto del rebaño. Entonces Pedro agarró su látigo para propinar a Cascabel un buen castigo. El animal pareció comprender las intenciones del muchacho porque empezó a retroceder asustado. Pero Heidi exclamó enérgicamente: - ¡No Pedro, no, no la pegues! ¿No ves cómo tiembla la pobrecilla? - Se lo merece – murmuró Pedro entre dientes, alzando de nuevo el látigo. Heidi se abalanzó sobre él, le sujetó el brazo y grito llena de indignación: - ¡No quiero que la pegues, porque le harías daño! ¡Déjala en paz! Pedro se quedó asombrado ante el gesto autoritario de Heidi, en cuyos ojos negros brillaba el fuego de la indignación. Instintivamente bajó la mirada. - Está bien, la soltaré si tú me das mañana otra vez parte del queso – dijo, porque quería recibir alguna compensación por el susto que había pasado a causa de Cascabel: y el queso tan sabroso había despertado su codicia. - Sí, te lo daré. Te daré mi parte entera, mañana y todos los días; poco me importa el queso. Y te daré parte del pan como hoy he hecho, pero has de prometerme que no pegarás nunca a Cascabel, ni a Blancanieves, ni a ninguna cabrita. - Me es indiferente – repuso Pedro a modo de asentimiento -, y sin decir más, soltó a la culpable. Cascabel, contenta de verse libre, se unió al rebaño. Entretanto el día había declinado sin que los niños se hubieran dado cuenta de ello: el sol había alcanzado la línea del horizonte y estaba a punto de ocultarse tras las montañas. Heidi se había sentado de nuevo sobre el césped para poder contemplar a gusto las campanillas y demás flores del prado, iluminadas todas por los rayos del sol poniente: un halo dorado parecía resplandecer sobre la hierba y las elevadas rocas comenzaban también a irradiar luz. Heidi se puso en pie de un salto y exclamó: -Pedro, Pedro ¡que está ardiendo! ¡Todas las montañas arden! Y la nieve también y el cielo. ¡Fíjate, fíjate como arden las rocas! ¡La nieve parece como si fuera de fuego! ¡También está ardiendo el nido del gavilán! ¡Mira las rocas, los árboles! ¡Todo está ardiendo! -No te asustes. Eso pasa todos los días -respondió Pedro tranquilamente -, y siguió mondando la vara que había cortado. Luego añadió: No es ningún fuego. - ¿Entonces qué es? – preguntó Heidi que no sabía hacía que lado mirar primero, tan bello le parecía el espectáculo -. Dime Pedro, ¿qué es? – preguntó la niña por segunda vez. - No sé, eso sucede así y nada más – contestó rápido el muchacho. - ¡Oh, fíjate! – exclamó Heidi, cada vez más excitada -. ¡Ahora todo se vuelve de color de rosa! Mira aquella montaña cubierta de nieve cómo está y aquella otra tan puntiaguda. ¿Cómo se llaman Pedro? - No tienen nombre – repuso el pastorcillo. -¡Qué preciosa es la nieve de color de rosa! ¡Oh, qué color más lindo aquel de allí arriba! ¡Ah! Todo se vuelve ahora de color gris... ¡Oh, Pedro, todo acabó! Y Heidi se sentó en la hierba, muy decepcionada, como si realmente todo hubiera acabado. -Mañana lo verás otra vez -dijo Pedro-. Y ahora levántate que es hora de marchar. Llamó a silbidos a las cabras para reunir todo el rebaño y pocos momentos después emprendieron el regreso.
- Pero… ¿de verdad que todos los días pasará lo mismo? ¿Siempre que vengamos aquí al prado? – preguntó Heidi con insistencia mientras bajaban los prados de pasto. - Casi todos los días. - Pero… ¿Mañana con seguridad? - Sí, sí, mañana lo verás también. Heidi se sintió tranquila al oír la afirmación de su amiguito. Había sufrido tantas emociones aquel día, y su mente bullía con tantas ideas nuevas, que no podía hablar y los dos niños descendieron en silencio hasta que llegaron a la cabaña del Viejo. Este estaba sentado bajo los abetos en un banco que había puesto allí y en el que aguardaba todas las noches la llegada de las cabras, porque Pedro regresaba siempre con ellas por aquel lado. Heidi se precipitó hacia su abuelo seguida de Blanquita y Diana, que conocían a su amo y el establo al que pertenecían. Pedro exclamó desde alguna distancia: -¿Verdad que volverás mañana? ¡Buenas noches, pues! Pedro tenía poderosas razones para desear que la niña le acompañara otra vez a los prados altos. Heidi se volvió rápidamente hacia él para tenderle la mano y para asegurarle que no faltaría al día siguiente. Luego se acercó nuevamente a Blancanieves, la abrazó por el cuello y le dijo: - Duerme bien Blancanieves, y acuérdate que mañana estaré otra vez a tu lado y que no has de balar con tanta tristeza. La cabrita volvió la cabeza hacía Heidi y la miró con sus ojos dulces como si quisiera mostrar su agradecimiento por el afecto que la niña le mostraba, y luego siguió tras el rebaño saltando alegremente. Heidi regresó al lado del Viejo. -¡Oh, abuelito, qué bonito ha sido todo! -exclamó -. ¡El fuego, las rosas sobre las rocas y las flores azules y amarillas! Y ¡mira lo que te traigo! Y Heidi echó a los pies de su abuelo las flores que había recogido en su delantal. Más ¡pobres flores, qué mustias estaban! La niña no las reconoció: tenían más aspecto de hierba mustia que de frescas flores como se proponía. Ni una sola de ellas estaba abierta. - ¡Oh abuelito! ¿Qué tienen? – Exclamó Heidi muy afligida – Esta mañana no estaban así. ¿Por qué tienen este aspecto? - Porque las flores, hija mía, quieren estar en el prado al sol y no en tu delantal – respondió el abuelo. - Entonces nunca más cogeré flores. Pero dime, abuelo ¿por qué grita tanto el gavilán? -Ahora es preciso que vayas a lavarte bien. Yo, entre tanto, he de ir al establo para ordeñar las cabras, y luego cuando cenemos, te explicaré todo eso que quieres saber. Así lo hizo. Más tarde, cuando Heidi se sentó en el elevado taburete y tuvo delante su tazón de leche y el Viejo a su lado, la niña repitió la pregunta: -Ahora dime, abuelito, ¿por qué grita tanto el gavilán? -Pues porque así se burla de las gentes que viven amontonadas en pueblos y ciudades y se molestan unas a otras. EL gavilán grita diciéndoles: “Si se separaran y cada uno de ustedes se labrara su camino y se buscara una roca donde habitar como yo, mejor les irían las cosas”. El tono rudo con que el Viejo pronunció las últimas palabras, aumentó aún más el efecto que el graznido del animal había causado en la niña. - ¿Por qué no tienen nombre las montañas abuelito? – preguntó. - ¡Vaya si lo tienen! – Exclamó el Viejo, y añadió-: si me describes alguna que yo conozca, te diré cómo se llama. Heidi le describió en seguida cómo era la montaña de las grandes rocas, sus dos grandes picos a modo de torreones, y el abuelo le dijo: - Sí, ésa la conozco bien, es la montaña que se llama Falkniss. ¿Has visto otras? Entonces la niña le explicó cómo había visto el gran ventisquero y la nieve de la cima que se tornó roja como el fuego, luego color rosa y por último completamente pálida, como si se extinguiera. - También la conozco, también; se llama Cesaplana. ¿De modo que te ha gustado pasar el día allí arriba? Heidi asintió con jubilo y comenzó a contar todo lo que había visto y qué bonito era aquello, sobre todo el fuego que hubo un poco antes de oscurecer. Y quería saber de dónde venía aquel fuego, porque Pedro no había sabido qué contestar a sus preguntas. -Verás -dijo el abuelo-. Eso es un efecto de los rayos del sol. Cuando el sol se pone y da las buenas noches a las montañas, les envía sus últimos y más bonitos rayos para que no se olviden hasta el día siguiente.
A Heidi le gustó mucho lo que su abuelo le había contado y apenas podía esperar la llegada del nuevo día para volver a subir a los prados de pastos y para ver otra vez cómo el sol daba las buenas noches a las montañas. Pero había llegado la hora de acostarse. La niña durmió toda la noche de un tirón sobre su lecho de heno perfumado y soñó con grandiosas montañas de rocas carmesí y, sobre todo, con las alegres piruetas de las cabritas. IV LA CASITA DE LA ABUELA A la mañana siguiente el sol amaneció tan radiante como el día anterior. Con él aparecieron de nuevo ante la cabaña del Viejo de los Alpes, Pedro y sus cabras, a la hora acostumbrada; los dos niños y el rebaño emprendieron el camino hacia los campos de pastos. Así transcurrió el verano, en una sucesión de días igualmente felices. Heidi tostada por el sol y el aire, se ponía cada vez más fuerte y robusta. Nada faltaba a su felicidad: vivía dichosa y alegre, como viven los pajarillos en el bosque. Cuando llegó el otoño y los vientos soplaron con más fuerza desde las montañas, el abuelo solía decir con insistencia: -Hoy te quedarás en casa, Heidi, porque el viento es muy fuerte, y tú pequeña y débil; bien podría ocurrir que una de las ráfagas te llevara montaña abajo. Pero cuando llegaba Pedro y se enteraba de que su querida amiguita no iría con él aquel día, el muchacho se ponía tan triste que no pensaba sino en las desgracias que podrían ocurrirle. No sabía que hacer solo y se aburría cuando Heidi no estaba a su lado y, por otra parte, perdías las suculentas comidas que llevaba su amiguita. También las cabras se mostraban más díscolas y traviesas si la niña estaba ausente, porque Heidi entendía muy bien a los graciosos animales: no querían marchar por el camino señalado, se dispersaban hacía todos lados y Pedro tenía que trabajar mucho para mantenerlas reunidas. En cambio Heidi no conocía aquellas horas tristes, porque siempre hallaba nuevas cosas que le interesaban. Lo que más le gustaba era el poder ir con el pastorcillo y las cabras al monte, a los campos floridos, ver cómo volaba alto el gavilán y estar cerca de donde sucedían tantas cosas a sus queridas amiguitas, las simpáticas cabras. Pero también le entretenía mucho observar el trabajo que realizaba su abuelito, que siempre dedicaba su tiempo a algo útil, con martillo, sierra y clavos en la mano; o se dedicaba a preparar los famosos quesos de los Alpes. Entonces era de ver con que atención contemplaba la niña lo que hacía el anciano. Mas lo que Heidi prefería en aquellos días en que soplaba el viento otoñal, era escuchar el misterioso murmullo de los tres enhiestos abetos que se alzaban detrás de la casita. De cuando en cuando dejaba sus quehaceres para escuchar debajo de los árboles, porque nada le parecía tan bello como aquel murmullo profundo y misterioso de las ramas. No se cansaba de mirarlos y de escuchar aquella música selvática del viento al sacudir con su aliento potente las ramas de los árboles centenarios. Llegó el día en que el sol no calentaba como en verano y Heidi sacó del armario calcetines y zapatos, y más tarde también la falda y la blusa, porque el frío era cada vez más intenso y sobre todo cuando estaba debajo de los abetos se quedaba aterida. Pero nada podía retenerla en casa cuando oía el murmullo de los árboles, Luego aumentó el frío y Pedro se soplaba las manos al llegar por la mañana temprano a la cabaña del Viejo de los Alpes. Una mañana todo amaneció blanco; durante la noche había caído la primera nevada y todo quedó cubierto por su blanquísimo manto. Desde aquel día, Pedro el cabrero dejó de subir al monte con sus cabras. Heidi, sentada junto a la ventana, contemplaba cómo caían los grandes copos de nieve sin interrupción, mientras crecía la densa capa que cubría el suelo. Fue tanta la nieve que un día llegó al marco inferior de la ventana; pero aún así siguió subiendo. Heidi corría de una ventana a otra para ver en que paraba todo aquello y comprobar si la nieve cubriría toda la cabaña, y si sería preciso encender las luces en pleno día. Pero las cosas no llegaron a tanto. Un día cesó de nevar y el Viejo salió afuera y empezó a abrir un sendero a través de la muralla blanca que cubría la puerta y a librar la casa de su peso. Con una gran pala amontonaba la nieve a los lados hasta que las ventanas y la puerta quedaron despejadas. El abuelo realizó aquel trabajo en momento muy oportuno porque cuando él y Heidi se hallaban por la tarde sentados junto al fuego del hogar, oyeron recios golpes en la puerta y patadas en el
suelo. A poco entró Pedro, el pastorcillo, que había sido el causante de aquel ruido al quitarse la nieve de los zapatos y de la ropa. Se había abierto paso a través de la espesa capa de nieve que cubría la montaña, porque, a pesar del duro camino y del mal tiempo, no había querido esperar un día más para volver a ver a Heidi. -Buenas tardes -dijo al entrar-, y, colocándose inmediatamente junto al fuego, quedó silencioso. Sin embargo, su rostro expresaba la alegría que le causaba hallarse de nuevo en compañía de su amiguita. Esta le contemplaba maravillada porque al instalarse Pedro junto al calor del hogar, la nieve que cubría sus ropas empezó a derretirse y caía al suelo en forma de lluvia. -Bien, general, ¿cómo te van las cosas? -preguntó el abuelo-. Ahora te has quedado sin ejército y tienes que morder el lapicero. -¿Por qué ha de morder el lapicero, abuelito? -preguntó la curiosa Heidi. -Durante el invierno, Pedro tiene que ir al colegio -explicó el anciano-; allí se aprende a leer y a escribir y eso, a veces, resulta muy difícil y obliga a morder un poco el lapicero, ¿no es verdad, general? -Sí, es verdad -confirmó Pedro. Heidi demostró inmediatamente un gran interés por el colegio. Abrumó a Pedro de preguntas sobre lo que pasaba allí, qué era lo que veía, quería saberlo todo. Como las conversaciones con Pedro duraban siempre mucho, sus vestidos se secaron poco a poco. Al muchacho le costaba grandes esfuerzos mentales encontrar las palabras que expresasen lo que quería decir. Aquel día le costaba mucho más trabajo que de costumbre, porque apenas había respondido a una de las preguntas de la niña, ésta ya le asediaba con otras; lo pero del caso para Pedro era que no podía contestar, como en otras ocasiones con un lacónico si o no, porque las preguntas de la pequeña requerían que contestara con largas frases y elaboradas explicaciones. El anciano permanecía silencioso durante la conversación de los niños, pero más de una vez se dibujó una leve sonrisa en su rostro, lo que era señal indudable de que escuchaba atentamente. -Bueno, general, ahora ya has hablado bastante -dijo al cabo de algún tiempo-, ahora necesitas recuperar las fuerzas. Ven, que nos harás compañía. Al decir estas palabras, se levantó y se acercó al armario a fin de preparar lo necesario para la cena. Desde que la niña había ido a vivir en la cabaña, el anciano, además del taburete alto y de otro muy bajo, ambos para Heidi, había construido un banco muy largo junto a la pared y otros más pequeños en los que cabían dos personas, porque a la pequeña le gustaba mucho sentarse al lado de su abuelito. Había, por tanto, asientos para los tres. Pedro abrió desmesuradamente sus ojos saltones cuando vio el enorme trozo de carne ahumada que el Viejo colocaba sobre el pedazo de pan que le había destinado. Hacía muchísimo tiempo que el chico no había participado de semejante festín. Al terminar la cena era casi de noche y Pedro se dispuso a marchar. Había dicho su «Buenas noches» y «Gracias» a su modo, en tono lacónico y tosco, y se hallaba en el umbral de la puerta cuando volvió sobre sus pasos para dirigirse a Heidi: -Volveré el domingo que viene -dijo- y me ha mandado decir la abuela que podrías visitarla también alguna vez. La posibilidad de aquella visita era una cosa completamente nueva para Heidi. Tanto le entusiasmó la idea que no cesó de pensar en la visita y al día siguiente, la primera cosa que dijo a su abuelo fue: -Abuelito, es preciso que vaya a ver a la abuela. Ella me espera. -Hay mucha nieve en el camino -respondió el Viejo. Pero Heidi no olvidó el proyecto. Puesto que la abuela la había invitado tenía que ir. No transcurrió ni un solo día sin que la niña lo repitiera seis o siete veces: -Abuelito, hoy debería ir a ver a la abuelita: me está esperando. Cuatro días después de la visita de Pedro, cayó una fuerte helada, pero el sol enviaba raudales de sus rayos al interior de la cabaña desde un cielo despejado. Heidi sentada en su taburete mientras comía dijo otra vez: - Hoy debería ir a ver a la abuelita; se le debe hacer muy largo el tiempo de tanto esperarme. Aquel día el abuelo se levantó, subió sin decir nada al desván donde guardaba el heno y dormía Heidi y bajó con la tela de saco que servía de colcha en la cama de la niña; luego dijo: -Vamos, pues. Heidi no se hizo repetir la orden, saltó de su asiento y se precipitó fuera de la casa. Los viejos abetos estaban silenciosos. Sus ramas se doblaban inclinadas bajo el peso de la nieve; los
rayos del sol incidían sobre ella arrancando vivos destellos. Heidi en un transporte de admiración, empezó a gritar: - ¡Sal abuelito, sal pronto! ¡Los abetos parecen de oro y plata! El Viejo había entrado en el cobertizo y salió de él arrastrando un gran trineo. Estaba construido para el transporte de la madera de la montaña e iba provista en su parte delantera de un fuerte travesaño con el que era posible guiarlo al deslizarse montaña abajo sobre la nieve. El abuelo, después de haber admirado el espectáculo que ofrecían los tres abetos cubiertos de aquel blanco ropaje, envolvió a Heidi en la tela de saco, se sentó en el trineo y puso a la niña sobre sus rodillas; luego asió el travesaño de guiar y dio un vigoroso empujón con los pies. El trineo partió como una flecha deslizándose por el sendero con tanta rapidez que Heidi tenía la impresión de que volaba como los pajarillos; lanzaba gritos de alegría mientras avanzaban velozmente. De pronto el trineo se detuvo casi en seco. Habían llegado a la cabaña de Pedro. El Viejo bajó a la niña, le quitó la tela de saco con la que la había envuelto y dijo: -Ahora entra y cuando comience a oscurecer te preparas para regresar. Luego dio la vuelta al trineo y, arrastrándolo tras sí, emprendió la subida a la casita. Heidi abrió la puerta de la cabaña de Pedro y penetró en una habitación pequeña y oscura. En uno de los rincones había un hogar y algunos platos sobre una tabla: aquella era la cocina. En el fondo se abría una puerta y la niña la empujó y entró en un cuarto estrecho y bajo de techo. Aquella no era una cabaña espaciosa y grande de montañés, como la que tenía su abuelo; era una choza en la que todo parecía bajo y estrecho. Al entrar en la segunda habitación, Heidi vio ante sí una mesa junto a la que una mujer sentada remendaba el chaleco de Pedro. Heidi lo reconoció en seguida. En un rincón del cuarto hilaba una viejecita arrugada. La niña comprendió inmediatamente quién era aquella anciana y sin vacilar, se dirigió hacia ella, diciendo: -Buenos días, abuelita. Hoy he venido a verte. ¿Se te ha hecho muy larga la espera? La viejecita levantó la cabeza y buscó con su mano la que le ofrecía Heidi; cuando la hubo cogido, la retuvo un momento sin hablar. Al fin dijo: -¿Eres tú la nieta del Viejo de los Alpes? ¿Eres tú la pequeña Heidi? -Sí, sí, soy yo -respondió la niña-. El abuelo acaba de traerme aquí en el trineo. -¿Es posible? ¡Y qué calor tienes en la mano! Dime, Brígida ¿es verdad que el Viejo ha bajado hasta aquí con la pequeña? Brígida, la madre de Pedro, que cosía junto a la mesa, se levantó y examinó a la niña de pies a cabeza con la mayor curiosidad. - No lo sé, madre – dijo a poco – no sé si habrá sido el Viejo quien ha traído aquí a esta niña. Creo que la pequeña no sabe lo que dice. Heidi miró a aquella mujer con semblante que denotaba seguridad y afirmó: - Yo sé muy bien quién me ha envuelto en el abrigo y quién me ha traído en el trineo. Ha sido mi abuelo. - Entonces parece que hay algo de verdad en lo que Pedro nos ha contado este verano sobre el Viejo de los Alpes; nosotras creíamos que el chico se equivocaba – dijo la abuela -. ¡Pero quién hubiera creído que tal cosa fuera posible! Estaba segura de que la pequeña no podría vivir ni tres semanas allá arriba. ¿Qué aspecto tiene, Brígida? -Se parece mucho a Adelaida, pero tiene los ojos negros y el pelo encrespado como lo tenía Tobías y lo tiene el Viejo: creo que se parece a los dos. Durante aquella conversación, Heidi no había perdido el tiempo y observó todos los detalles de aquella habitación. -Abuelita -dijo-, fíjate en aquella contraventana que está suelta y da golpes. El abuelito la fijaría en seguida con un clavo, porque si no, con los golpes, un día romperá los cristales. ¡Fíjate cómo se mueve! -Hija mía -respondió la anciana-, yo no puedo verlo como tú, pero lo oigo. Y no es solamente la contraventana, es toda la casa que parece venirse abajo si juzgamos por los crujidos que da. El viento entra aquí por todas partes, y de noche, cuando Brígida y Pedro duermen, paso por momentos de angustia y terror: temo que la cabaña se derrumbe y que muramos los tres en medio de los escombros. ¿Quién quieres que arregle la casa? Pedro no puede, porque no entiende nada de eso. -Pero, abuelita, ¿por qué dices que no puedes ver cómo se mueve la contraventana? ¡Fíjate cómo se mueve ahora! Y Heidi señaló con la mano lo que quería que la anciana viese. -¡Ay, hija mía! Yo no puedo ver ya nada, ni contraventanas ni otras cosas -repuso la anciana suspirando.
- Y si salgo fuera y abro bien esa contraventana para que entre mucha luz ¿no verás entonces? - No, no, eso no serviría de nada: nadie puede hacer que yo vea ahora. - Pero si tú salieras fuera, con la nieve tan blanca, tú verías, estoy segura. Ven abuelita, vente conmigo, yo te enseñaré lo bonito que está todo fuera. Heidi, a la que las palabras de la anciana habían causado un vago temor, la cogió de la mano y quería llevarla fuera. - No, hija mía, déjame sola, para mí siempre será de noche aunque estuviese en medio de la blanca nieve: la luz ya no penetra en mis pobres ojos. - Puede que en verano sí que veas, abuelita – insistió Heidi, cada vez más atribulada y buscando algún remedio a tan triste situación-. Cuando el sol calienta mucho, al ponerse dice buenas noches a las montañas y entonces todo parece envuelto en fuego y las pequeñas flores brillan de una manera extraña. Sí, sí, entonces estoy segura de que podrás ver otra vez. - ¡Ay, hija mía! Yo no veré ya nunca más las montañas envueltas en fuego, ni las flores doradas. Para mí siempre será de noche, la eterna noche. Heidi se echó a llorar amargamente y llena de pesar sollozaba. -¿Es que nadie puede hacer que veas, nadie? La anciana trató de consolar a la niña, pero le costó mucho trabajo hacerla callar. Heidi lloraba muy pocas veces, casi nunca, pero cuando lo hacía era casi imposible consolarla. Después de haber agotado todos los medios para calmar su dolor, la abuelita dijo al fin: -Ven aquí, mi buena Heidi, acércate mucho, que quiero decirte una cosa. Cuando ya no se puede ver nada, es muy agradable oír palabras amables, y yo quisiera escucharte a ti. Ven, siéntate a mi lado y cuéntame cosas. Dime qué haces allí arriba y lo que hace el abuelo. Yo lo he conocido en otro tiempo, pero ahora ya hace mucho que no he oído hablar de él, excepto a Pedro, y ya sabes que él no habla mucho. A Heidi se le ocurrió una nueva idea. Se secó rápidamente las lágrimas y dijo en tono consolador: -Ya verás, abuelita, cuando yo le cuente todo al abuelito, él hará que tú veas y también te arreglará la casa para que no haga más ruido cuando sopla el viento. El abuelito sabe arreglarlo todo. La anciana permaneció silenciosa y Heidi empezó a contarle con mucha viveza cómo vivía con su abuelo, lo que hacía durante los días de invierno. Le explicaba todas las cosas bellas que el abuelo sabía hacer de madera: bancos, taburetes, pesebres para las cabritas, una bañera grande en la que podía bañarse en verano, una escudilla para leche y también una cuchara. A medida que iba contando, se animaba más al recuerdo de tantas cosas bonitas que había visto fabricar de un sencillo trozo de madera. La anciana escuchaba complacida la charla de la niña y no podía dejar de exclamar de vez en cuando: - Pero, Brígida ¿oyes lo que dice del Viejo? De pronto la conversación fue interrumpida por un gran ruido que sonó en la puerta y fue seguido por la inopinada entrada de Pedro. Al ver a Heidi, se detuvo en seco y abrió desmesuradamente sus grandes y redondos ojos. Luego hizo la más amable de sus muecas, mientras Heidi le saludaba con estas palabras: -Buenas tardes, Pedro. -¿Pero es posible que el chico ya haya venido del colegio? -exclamó la anciana sorprendida-. Hace muchos años que la tarde no me había parecido tan corta como hoy. ¡Buenas tardes, Pedro! ¿Cómo van los estudios? -Lo mismo que siempre -contestó Pedro. -¡Ay! -suspiró la vieja-, espero que ahora que vas a cumplir doce años las cosas cambiarán. -¿Por qué cambiarán las cosas, abuelita? -preguntó Heidi inmediatamente. -Quiero decir que Pedro podrá aprender a leer -respondió la anciana-. Allí encima de aquella tabla hay un libro muy antiguo que contiene canciones muy hermosas. Hace ya tantísimo tiempo que no las oigo cantar que las he olvidado, y espero que cuando Pedro esté más adelantado pueda leerme de cuando en cuando alguna canción. Pero dice que no puede aprender a leer, que es demasiado difícil para él. -Creo que debemos encender ahora la lumbre, porque ya está oscureciendo -dijo entonces la madre de Pedro, que no había dejado un momento de mover la aguja-. También a mí se me ha pasado la tarde sin darme cuenta. A las primeras palabras de Brígida, Heidi se había levantado y, tendiendo la mano a la abuela, dijo: -Adiós, abuelita. Ahora he de marcharme porque está oscureciendo.
Después de despedirse de Pedro y de su madre, se dirigió a la puerta apresuradamente. - Espérate Heidi, no quiero que te marches sola. Pedro te acompañará. Oye Pedro, cuida bien a esta querida niña, no vaya a caerse. Y sobre todo, que no se enfríe. ¿Has entendido? ¿Tienes cuando menos un pañuelo para el cuello? - No, no tengo ninguno – repuso Heidi -, pero no me helaré, no tengas miedo. Y se puso en camino con tanta prisa, que Pedro apenas podía seguirla, mientras la anciana exclamaba llena de inquietud. - Corre detrás de ellos, Brígida, date prisa, la pequeña se helará de frío; ten, tima mi chal y corre. Brígida obedeció. Los dos niños apenas habían dado veinte pasos por el sendero cuando vieron que el Viejo bajaba a toda prisa a su encuentro. -Muy bien, Heidi, así me gusta, has cumplido tu palabra – dijo envolviéndola al mismo tiempo en la colcha-. Y sin detenerse, la cogió en brazos y emprendió el regreso hasta la cabaña. Brígida que había llegado a tiempo para verlo desde lejos, volvió con Pedro a la choza y contó a la anciana su sorpresa. Esta tampoco salía de su asombro y no dejaba de repetir: - ¡Con tal de que vuelva! ¡Ahora ya tengo en el mundo de qué alegrarme otra vez! Brígida estaba de acuerdo con su madre y, en cuanto a Pedro, se limitaba a expresar su asentimiento haciendo con la cabeza señales afirmativas y repitiendo con aire muy convencido. - Yo lo sabía. Yo lo sabía muy bien. Mientras tanto Heidi trataba de explicarle a su abuelo todo lo que había visto y oído, pero su voz se perdía entre los pliegues de la tela que la cubría hasta la cabeza. El abuelo, incapaz de comprender lo que la pequeña quería decirle, le aconsejó que esperase hasta llegar a casa. Apenas habían entrado en la cabaña y Heidi se vio libre del abrigo, exclamó impetuosa: -Abuelito, mañana has de coger el martillo y clavos grandes para clavar los postigos de la choza de la abuela y muchas otras cosas, porque todo cruje y se deshace allí. -¿Tú crees que debo ir? ¿Es que han dicho que vaya? -preguntó el Viejo. -No, nadie me ha dicho nada -replicó Heidi-, pero todo está roto y la pobre abuela pasa mucho miedo en la cama, y no puede dormir porque las paredes hacen mucho ruido y dice que la casa va a caerse encima de ellos y los matará a todos. Y fíjate, abuelito, la abuelita ya no puede ver. ¿Verdad que tú también harás que ella vea? Yo le he dicho que tú lo sabes arreglar todo. Nadie puede curarla más que tú. Mañana iremos para que hagas que vea otra vez. ¿Verdad que iremos abuelito? Heidi había abrazado al anciano y le miraba con sus ojos dulces, llenos de confianza. El Viejo la miró un momento sin hablar, pero al fin dijo: -Bien, bien, niña, se puede reparar un poco la cabaña de la abuela. Mañana veremos eso. Entonces Heidi empezó a saltar de alegría por la habitación mientras exclamaba: - ¡Mañana veremos eso! ¡Mañana veremos eso! El Viejo cumplió su palabra, A la tarde del día siguiente bajaron otra vez en el trineo y, como el día anterior, el anciano dejó la niña a la puerta de la choza diciendo: -Entra y cuando empiece a oscurecer, prepárate a regresar. Después colocó sobre el trineo la gruesa tela que servía a Heidi de colcha y de abrigo y desapareció detrás de la casa. Apenas abrió Heidi la puerta de la choza, la abuela exclamó desde su rincón: - ¡Aquí llega la pequeña! ¡Ya viene Heidi! Fue tanta la alegría que sintió porque la niña hubiera vuelto que dejó la rueca y el hilo y tendió las manos hacía ella. Heidi se precipitó en sus brazos y después de saludarla arrimó un taburete y se sentó a su lado, comenzando inmediatamente a contar y a preguntar un sinfín de cosas. De pronto oyeron golpes muy fuertes en la pared de la choza y la abuela se sobrecogió de miedo, la rueca cayó de sus manos y exclamó con voz temblorosa: -¡Misericordia! Ya lo decía yo, ¡la casa se viene abajo! Pero Heidi la cogió cariñosamente de las manos y explicó: -No, no, abuelita, no tengas miedo. Es el abuelito, con su martillo; va a clavar toda la casa para que nunca más pases miedo. -¿Pero es posible que suceda esto? ¿Es posible? Entonces Dios no nos ha abandonado. ¿Has oído, Brígida? ¿Oyes? Sí, sí, es el ruido de los golpes de un martillo. Sal, Brígida, y si es el Viejo de los Alpes, dile que entre un momento para que yo pueda darle las gracias. Brígida salió. El Viejo estaba precisamente a punto de fijar otro clavo en la pared. La madre de Pedro avanzó hacia él.
-Le deseo buenas tardes -dijo- y la madre también. Le estamos muy agradecidos y la madre quisiera darle las gracias. Nadie más que usted es capaz de hacer eso por nosotros y nunca lo olvidaremos. -Basta ya -le interrumpió ásperamente el Viejo-. Ya sé muy bien lo que pensáis del Viejo de los Alpes. Entra en casa y no te preocupes por mí, que yo sé cómo ver lo que necesita reparación. Brígida obedeció inmediatamente, porque el anciano tenía un modo de decir las cosas y miraba de tal forma que perdió todos los deseos de contradecirle. El viejo siguió clavando y arreglando las tablas sueltas de la casa: cuando terminó con las paredes y ventanas subió al techo para sujetar los tablones del tejado. Empezaba a oscurecer cuando el Viejo clavaba el último clavo. Entonces fue a buscar el trineo, que había atado detrás del establo de las cabras. En aquel momento, Heidi apareció en el umbral de la puerta. El abuelo la abrigó cuidadosamente, la cogió en brazos como la noche anterior, y luego echó a andar sendero arriba arrastrando con la mano libre el trineo. Hubiera podido sentar a Heidi en él, pero corría peligro de que la manta se soltara y la pequeña se helase durante el camino. El viejo sabía muy bien lo que podía pasar y prefería llevar a su nieta en brazos para que no tuviera frío. De este modo pasó el invierno. Tras largos años de oscuridad y de tristeza, la abuela de Pedro, muy viejecita y ciega sintió que una nueva alegría llenaba su vida, y los días no le parecían tan largos y sombríos, porque se veía rodeada del cariño de la pequeña Heidi. Cada tarde la anciana esperaba con ansiedad oír los pasos menudos y familiares de Heidi y apenas la pequeña abría la puerta y entraba en la habitación, no dejaba de exclamar nunca: -¡Bendito sea Dios! ¡Ya está aquí! Heidi se sentaba siempre a su lado y comenzaba a charlar y a contar con viveza todo lo que sabía que podía interesar a la anciana, de modo que las horras transcurrían sin que ésta se diese cuenta. Desde que Heidi la visitaba, la anciana no había vuelto a preguntar: “Pero Brígida, ¿aún no se ha acabado el día?” A partir del día que Heidi empezó a visitarla cada vez que se cerraba la puerta, la anciana decía: - ¡Qué cortas son las tarde! ¿Verdad, Brígida? Y esta respondía: - Sí, es verdad: parece que ahora mismo haya terminado de fregar los platos del mediodía. - ¡Si Dios quisiera conservarnos esta niña, y al Viejo la buena voluntad que demuestra! – Decía a veces la anciana -. Dime. ¿Tiene aspecto Heidi de buena salud? Y Brígida contestaba: - Esta sana como una manzana. Heidi había llegado a querer mucho a la ancianita y cada vez que recordaba que nadie, ni siquiera el abuelo podía devolverle la vista, experimentaba una gran tristeza. Pero la abuelita no se cansaba de repetir a la pequeña que nunca sufría a causa de su ceguera cuando ella estaba a su lado, y así Heidi no dejaba de bajar a la choza ninguna tarde por poco que el tiempo invernal lo permitiera. El Viejo, sin que mediara entre ellos una palabra, bajaba también con martillo y herramientas y pasaba muchas tardes remendando la destartalada choza de Pedro el cabrero. Desde entonces, en las largas noches de tempestuoso viento invernal, la casa ya no crujía como antes y la anciana afirmaba que desde hacía muchísimo tiempo no había dormido tan tranquila, y que nunca olvidaría la bondad del Viejo de los Alpes.
V VISITAS INESPERADAS Pasó todo un invierno, luego el verano, y otro invierno tocaba a su fin. Heidi seguía igual: feliz y contenta como los pajarillos. Su alegría aumentaba ante la proximidad de la primavera. Habían llegado ya las calidas ráfagas del fon que comenzaban a derretir la nieve y bajo el influjo vivificador del sol empezaban a brotar de la tierra las florecillas blancas y amarillas. Lo que Heidi más amaba entre las cosas bellas que la rodeaban eran los largos días del verano de los Alpes. La niña iba a cumplir pronto nueve años. Su abuelo le había enseñado toda clase de cosas útiles: sabía cuidar las cabras tan bien como cualquiera, y Blanquita y Diana la seguían por todas partes como perritos, balando de alegría cuando oían su voz. Aquel último invierno, Pedro había traído dos veces recado del maestro de la escuela de Dörffi para que el Viejo de los Alpes mandara a su nieta al colegio, porque tenía la edad reglamentaria y hubiera debido
ingresar en la escuela el invierno anterior. Ambas veces, el Viejo había mandado decir al pastorcillo que si el maestro de la escuela quería algo de él, que subiera a verle, pero que fuera lo que fuese, él no pensaba mandar a la niña al colegio. Y Pedro había transmitido fielmente lo que el Viejo le había dicho. El sol del mes de marzo había derretido la nieve de las laderas soleadas de las montañas; en el valle brillaban ya las blancas margaritas. Más arriba, en los prados y pastos, los abetos y alerces, libres del peso del manto de nieve que había cubierto sus copas en invierno, movían alegremente las anchas ramas. Era tanta la alegría que causaba a Heidi el regreso de la primavera, que la niña no podía estarse quieta; salía a cada momento de la cabaña, daba una vuelta por las cercanías y regresaba al poco rato para contar a su abuelo los progresos que había advertido en los brotes del follaje de los árboles y la extensión que alcanzaba el verde césped de los prados. Sentía una gran impaciencia por ver la montaña nuevamente, cubierta de verde y de flores. Ansiaba poder corretear otra vez por los campos con sus amiguitas, las cabras. Una hermosa mañana del mes de marzo y después de salir y entrar por décima vez, al franquear de nuevo el umbral de la puerta, la niña se halló de pronto frente a un anciano señor que iba vestido de negro y que la miraba con mucha seriedad. Al ver la sorpresa y el susto que su aparición había causado a Heidi, el caballero dijo con acento bondadoso: - No tengas miedo pequeña: yo quiero mucho a los niños. Ven, dame la mano. ¿Verdad que tú eres la pequeña Heidi? ¿Dónde está tu abuelito? - Allí dentro, sentado ante la mesa cortando cucharas de madera – respondió la niña abriendo la puerta -. Aquel señor era nada menos que el viejo sacerdote de Dörffi, que conocía al abuelo de Heidi desde hacía muchísimo tiempo y del que había sido vecino cuando el Viejo aún vivía en el pueblo. El sacerdote entró resuelto en la cabaña, fue en derechura hacia el Viejo y le dijo cordialmente: -Buenos días, amigo. El abuelo, muy sorprendido, levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre su labor, y se puso en pie diciendo: -Buenos días, señor cura. Haga el favor de tomar asiento, si es que no desdeña un taburete de madera -añadió ofreciéndoselo al visitante. El sacerdote se sentó. - Hacía ya mucho tiempo que no le había visto – comenzó. - Mucho tiempo hacía que tampoco había visto yo al señor cura. -He venido para hablarle -continuó el visitante-. Me parece que debe adivinar lo que me trae aquí. Espero que llegaremos a entendernos fácilmente si quiere decirme cuáles son sus intenciones respecto a... El sacerdote enmudeció y miró de soslayo a Heidi, que, de pie en el umbral, examinaba con manifiesta curiosidad al personaje desconocido. -Heidi, vete un ratito a ver las cabras -dijo el abuelo-. Llévales un poco de sal si quieres, y quédate allí hasta que yo vaya. Heidi desapareció rápidamente. -Esa niña hubiera debido ir al colegio hace un año -continuó el cura-; hubiera sido preciso que comenzara este invierno. El maestro se lo ha advertido a usted repetidas veces, pero jamás se ha dignado contestar. ¿Cuáles son sus intenciones acerca de esa niña, querido amigo? -Tengo la intención de no enviarla a la escuela. Ante una afirmación tan categórica, el sacerdote contempló asombrado al Viejo. Este permanecía con los brazos cruzados y aspecto desafiante. -¿Qué piensa, pues, hacer con la niña? -preguntó por fin el sacerdote. -Nada. Heidi crece y se desarrolla en compañía de las cabras y de las aves, se encuentra muy bien entre ellas. Nada malo puede aprender en esa compañía. -Pero, señor, la niña no es una cabra ni un ave; es un ser humano. Si bien es verdad que no aprenderá nada malo en esa sociedad, también lo es que no aprenderá nada en absoluto. Ha llegado el momento de dar fin a su estado de ignorancia. Yo he venido aquí, amigo, para decírselo, para que tenga usted tiempo de pensarlo durante el verano y prepararse. El próximo invierno tendrá que enviarla usted a la escuela todos los días. -Yo no haré nada de eso, señor cura -respondió el Viejo sin conmoverse. -¿Acaso cree que no hay medios para hacerle entrar en razón si es que persiste obstinadamente en su insensatez? -exclamó el siervo de Dios, que comenzaba a perder la
paciencia -. Usted que ha visto mundo, debería comprender mejor estas cosas; no lo creía tan desprovisto de sentido común. -¿Ah, sí? -exclamó el Viejo y en su voz se notó también cierta agitación-. ¿De modo que usted, señor, cree que debo permitir que una niña tan delicada como mi nieta recorra durante el invierno un camino de dos horas todos los días sin preocuparme del tiempo crudo que pueda hacer, y que por la noche esté obligada a la misma caminata, montaña arriba a despecho del viento, de la nieve y del hielo, cuando nosotros los hombres hechos y derechos, apenas nos atrevemos a hacerlo? Sin duda, el señor cura recordará aún a la madre de la niña, mi nuera Adelaida-. Sufría frecuentes accesos de cierta enfermedad nerviosa y ¿quiere usted que yo exponga a la niña a coger la misma enfermedad extenuadora de ese modo? ¡Que vengan a obligarme a hacer eso! Estoy dispuesto a acudir a los tribunales y entonces veremos si pueden obligarme a que haga lo que no quiero hacer. -Tiene usted muchísima razón, amigo -repuso el cura en tono conciliador-. Es evidente que no puede usted enviar a la niña a la escuela viviendo aquí arriba. Veo que la quiere usted mucho; haga, pues, por amor a ella lo que hace tiempo hubiera debido hacer; baje al pueblo y viva otra vez entre sus semejantes. ¿Qué vida lleva usted aquí, tan solo, enemistado con Dios y con los hombres? Si le sucediese alguna cosa, ¿quién podría socorrerlo? A fe que no comprendo cómo no ha muerto usted ya de frío durante el invierno en esta cabaña, ni cómo una niña tan delicada ha podido soportar la vida aquí. -Ruego al señor cura que no se preocupe de eso. La niña es joven, está muy sana y bien abrigada. También sé dónde buscar leña. Usted no tiene más que mirar y verá que mi leñera está repleta. Aquí no se apaga el fuego en todo el invierno. Lo que usted me propone no es para mí; la gente de allá abajo me desprecia y yo les pago con la misma moneda. Vivamos, pues, separados, y todos nos encontraremos mejor que viviendo juntos. -No, no, usted no puede estar mejor así -dijo el sacerdote-. La gente no le desprecia a usted tanto como usted quiere creer. Créame, amigo, haga las paces con Dios, pídale que le conceda su perdón, y en seguida verá que los hombres le tratarán de otro modo y que aún puede usted ser muy feliz. El Viejo tendió la mano a su interlocutor y dijo entonces firme y decidido: -Usted, señor cura, no desea hacer más que el bien, pero, repito, yo no puedo hacer lo que espera de mí, y no cambiaré de opinión ni de vida. Tampoco enviare la niña a la escuela ni bajaré jamás al pueblo. -¡Que Dios tenga piedad de usted! -contestó el sacerdote. Luego salió de la cabaña del Viejo e inició el descenso con el corazón lleno de tristeza. Aquella visita puso al abuelo de muy mal humor. Por la tarde del mismo día, cuando la pequeña expresó el deseo de ir a visitar a la abuela, no obtuvo por contestación más que un lacónico: -¡Ya veremos! Pero apenas había tenido Heidi tiempo de poner en orden la vajilla de la comida, cuando una nueva visita hizo su aparición en el umbral de la puerta. Era tía Dete la que se presentaba allí tan inopinadamente. Llevaba un bonito sombrero adornado con plumas y un vestido tan largo que apenas le permitía avanzar por el sendero de la montaña, que en anda se parece al de un salón. El viejo la miró de pies a cabeza sin decir palabra. Al parecer tía Dete contaba con sostener con el Viejo una conversación amistosa, pues, comenzó a extasiarse ante el buen aspecto de Heidi, a la que según decía, apenas podía reconocer, lo que probaba que la pequeña no lo pasaba tan mal en casa de su abuelo. Por lo demás, continuaba diciendo Dete, ella había tenido siempre la idea de volver para recoger a la niña, porque bien comprendía que Heidi debía constituir un engorro para él; pero que en aquel primer momento, no había sabido que hacer con la pequeña. Después había dejado de preguntarse día y noche dónde se podía colocar a Heidi, y que precisamente para eso había venido ahora, porque se le había presentado de pronto una ocasión estupenda, que podía significar la suerte definitiva de la niña. En seguida se había ocupado del asunto y ahora ya se podía considerar como arreglado. ¡Era una oportunidad como no solía ofrecerse más que a una persona entre cien mil! Los señores de Dete tenían unos parientes inmensamente ricos, que vivían en una de las casas más bonitas de Frankfurt. Estos señores tenía una hija única que pasaba los días en un sillón de ruedas, porque estaba paralítica de un lado. Esto la obligaba a estudiar en la casa con un profesor particular, pero como se aburría mucho, deseaba ardientemente tener una compañera de estudios. El ama de llaves de la niña enferma había hablado con los señores de Dete y les había dicho que el padre de la niña que estaba de viaje entonces, tendría una gran satisfacción si a su regreso encontraba en la casa la anhelada compañera de su hija. El ama de gobierno, que era una dama muy ilustre había añadido que la compañera debería ser una niña cándida,
buena y no demasiado mimada, una niña, en fin, que no se pareciera en nada a las que presentaban ante ella todos los días para solicitar la plaza. Entonces, ella, Dete, había pensado en seguida en Heidi, apresurándose a describir cómo era ésta y explicar su carácter; entonces la dama había dado su conformidad. Ahora ¿quién podría predecir la felicidad y el bienestar de Heidi en el futuro? Porque si ésta sabía ganar la simpatía y el cariño de aquellos señores, y le sucediera algo a su hija única, tan delicada que había que temerlo todo, contando que el padre de ella no quisiera prescindir de tener una hija a su lado, ¿quién sabía si tan buena ocasión...? -¿Has acabado ya? -le interrumpió al fin el Viejo, que hasta entonces la había dejado hablar sin decir él nada. -¡Caramba! -replicó Dete irguiendo la cabeza-. Parece que le cuente la cosa más corriente del mundo y eso que no hay en todo Praettigau ni una sola persona que no diera gracias al cielo si yo le llevase la noticia que acabo de darle a usted, tío. -Lleva esas noticias a quien quieras, que yo nada tengo que ver en este asunto -repuso el Viejo secamente. Al oír aquellas palabras, Dete, que temía no poder salirse con la suya, saltó como un muelle: -¡Muy bien! -gritó-. Si se pone usted así, le diré lo que pienso. La niña tiene ahora ocho años y no sabe nada de nada y usted tampoco quiere que aprenda nada. Quiere usted impedir que vaya al colegio, que vaya a la iglesia, porque así me lo han dicho abajo en el pueblo. Y como es la única hija de mi hermana, que en paz descanse, y yo tengo la responsabilidad de su bienestar, no he de ceder en nada, ahora que se presenta la oportunidad de que Heidi haga suerte. Y le advierto que tengo toda la opinión del pueblo a mi lado y que no hay nadie que no me haya prometido su apoyo, y si usted quiere llevar el asunto a los tribunales no olvide, tío, que aún perdura el recuerdo de cosas antiguas que a usted no le gustaría fueran a parar a oídos de los jueces, porque bien sabe usted que son muy curiosos y si empiezan a indagar... -¡Silencio! -exclamó el Viejo con voz de trueno y mirándola con ojos llameantes-. ¡Llévate a la niña y perviértela! ¡Y no vuelvas nunca más aquí con ella, porque jamás querré verla como te veo a ti con ese sombrero de plumas en la cabeza y palabras tan desdichadas en la boca! Y dicho esto, el Viejo salió de la cabaña con pasos lentos. -Has hecho enfadar al abuelo -dijo Heidi, y en sus negros ojos brilló un relámpago de ira. -No te apures, pronto se calmará -respondió Dete y añadió con impaciencia-: Ahora vente conmigo, pero antes dime dónde están tus vestidos. -No quiero ir contigo -respondió Heidi. -¿Qué has dicho? -exclamó su tía con enojo. Pero al punto rectificó, añadiendo en tono muy amable-: Tú no has entendido bien, Heidi. Ven conmigo y verás qué bien vas a vivir. – Luego se dirigió al armario y extrajo los vestidos de la niña con los que hizo un paquete-. Bien, ahora coge tu sombrero, que aunque no sea muy bonito, de algo te servirá. Vamos; es preciso que nos marchemos. -Que no voy -respondió Heidi con mayor firmeza. -Pero, ¡no seas testaruda y tonta! Parece que imites a las cabras cuando se empeñan en no dar un paso. De ellas debes haber aprendido esto ¿No has oído? El abuelo está enfadado ahora y bien claramente ha dicho que no nos quiere ver, de modo que está conforme en que vengas conmigo y es necesario que no hagas que se enfade más. Tú no sabes lo bonita que es la ciudad de Frankfurt y cuántas cosas hermosas verás allí, y si después no te gusta, puedes volver aquí y para entonces el abuelo ya estará otra vez de buen humor. -¿Puedo volver cuando quiera, esta misma noche? -preguntó la pequeña. -No digas tonterías. Ya te he dicho: puedes volver cuando quieras. Hoy bajaremos a Meyenfeld y mañana por la mañana subiremos a un tren que va tan deprisa que en él puedes regresar volando. Tía Dete cogió el hatillo de ropa con. una mano y a Heidi con la otra y empezó a descender por el sendero. Como no había llegado aún el tiempo de los pastos, Pedro iba todavía a la escuela del pueblo, o mejor dicho, debía ir aún allí, pero el chico se tomaba de cuando en cuando un día de asueto, porque creía que no valía la pena seguir aprendiendo a leer, cuando de nada le serviría, y que era mucho mejor vagar por el monte en busca de leña porque ésta si que era de utilidad. Precisamente, en aquel momento bajaba del monte con un gran haz de ramas de avellano sobre el hombre. Al ver a las dos caminantes, se detuvo y las miró con asombro. Cuando Dete y Heidi estuvieron muy cerca de él, salió de su mutismo y preguntó: -¿A dónde vas? -Tengo que ir a Frankfurt con tía Dete -repuso Heidi-, pero antes he de entrar un momento a ver a la abuela que ya me estará esperando.
-¡No, no!, no puede ser, porque es tarde -interrumpió Dete, sin soltar a la niña de la mano-. Ya entrarás a verla cuando vuelvas. Ahora vamos. Y sin atender a razones, obligó a Heidi a seguirla porque temía que la madre y la abuela de Pedro desbaratasen sus planes si la niña entraba en la cabaña. Pedro, al ver que su amiguita se marchaba, entró en la casa enfurecido y arrojó la leña sobre la mesa con tanto furor que la abuela se levantó de la rueca asustada. -¿Qué pasa, Pedro, qué pasa? -exclamó la pobre vieja, y la madre de Pedro, que también se había puesto de pie muy atemorizada, preguntó-: ¿Qué tienes, Pedro? ¿Por qué estás tan furioso? -Porque ella se ha llevado a Heidi -exclamó el muchacho. -¿Quién? ¿Quién? ¿Adónde, Pedro? -preguntó la abuela con renovado temor, pero en seguida adivinó la verdad, pues la madre de Pedro le había dicho poco antes que había visto subir monte arriba a tía Dete. Temblorosa de agitación, la anciana abrió la ventana y empezó a gritar con voz suplicante: -¡Dete, Dete, no me quites la niña, no me quites a Heidi! Las dos caminantes oyeron la voz y Dete debió adivinar lo que la abuela gritaba, porque asió a la niña con más fuerza y echó a correr. Heidi quiso oponer resistencia y dijo: -Quiero ir a ver a la abuelita, porque me ha llamado. ¡Suéltame, tía Dete! Pero era precisamente aquello lo que Dete quería evitar. Procuró tranquilizar a la pequeña, diciéndole que era necesario darse prisa para no llegar tarde y poder continuar el viaje al día siguiente sin falta. Añadió que cuando estuviese en Frankfurt, encontraría la ciudad tan linda que nunca más querría marcharse, pero que si, de todos modos, deseaba regresar, lo podría hacer en seguida y además podría comprar algún regalo para la abuela. Esto último animó mucho a Heidi y a partir de aquel momento ya no opuso resistencia alguna al viaje. Más bien apresuró el paso todo lo que podía. -¿Qué podré traer a la abuelita? -preguntó poco después. -Algo muy bueno -contestó Dete-. Por ejemplo, panecillos blancos muy tiernos. Sé que no puede comer el pan negro y duro, de modo que le darás una gran alegría. -Es verdad, ella siempre da el pan negro a Pedro y dice: «Es demasiado duro para mí», porque yo misma lo he oído – confirmó Heidi y añadió decidida-: Corramos tía, tal vez podamos llegar hoy mismo a Frankfurt y pueda volver pronto con los panecillos blancos. Y Heidi apresuró de tal modo el paso que su tía apenas podía seguirla, aunque interiormente estaba muy satisfecha porque de aquel modo podría cruzar rápidamente el pueblo y evitaría que la pequeña hablara con sus habitantes, que desde todas partes preguntaban alguna cosa a las dos viajeras. Dete contestaba a todos sin detenerse: -Ya lo veis; no puedo detenerme ahora porque la niña desea llegar pronto y aún tenemos mucho camino que recorrer. - ¿Es que te la llevas? ¡Pero si es un milagro que la pequeña viva aún! ¡Y está gorda y tiene buenos colores! – Así decían los vecinos del pueblo -. A Dete le alegró mucho poder cruzar la aldea sin verse obligada a dar razón del viaje y sin que la niña abriera la boca. Heidi no prestaba atención a lo que decían los del pueblo: todo su afán era correr y llegar pronto, con el ánimo de volver cuanto antes. Desde la partida de Heidi, el rostro del Viejo de los Alpes parecía a los habitantes del pueblo más adusto y airado en las pocas ocasiones en que bajaba al pueblo. No saludaba a nadie. Con su gran cesta sobre la espalda, el garrote que le servía de bastón en la mano, y con los ojos llameantes de furor, parecía un verdadero ogro, por lo que las madres solían decir a sus hijos: “¡Tened cuidado! El Viejo de los Alpes anda por ahí y si no se apartan, les hará daño. El Viejo no se trataba con nadie de la aldea. Pasaba por ella cada vez que descendía al valle, donde vendía sus quesos y compraba sus provisiones de pan y carne. Cuando pasaba por el pueblo, los vecinos solían formar grupos a sus espaldas y hablaban de él. Cada uno manifestaba su opinión: uno decía que el aspecto del viejo era cada vez más salvaje; otro que el Viejo estaba loco; un tercero que había vendido su alma al diablo, pero estaban de acuerdo en que era una verdadera suerte que la niña hubiera podido escapar, y que bien habían visto la prisa de la niña en alejarse, como si temiese que el Viejo fuera en su persecución para cogerlo. Solamente la pobre abuela de Pedro defendía sin desmayo al Viejo, y a quienquiera que fuera a verla para encargarle algún hilado o para recoger algún encargo anterior, le contaba detalladamente lo bueno y cariñoso que el Viejo se había mostrado siempre con la pequeña Heidi y lo que había hecho por ella y por su hija, las muchas tardes que el Viejo había pasado clavando maderas de la cabaña y que sin aquella oportuna y amable ayuda la casa se hubiera derrumbado. Las alabanzas de la anciana fueron conocidas en el pueblo, pero nadie quiso
creer en ellas. Todos convenían en que la abuela tenía demasiada edad para comprender las cosas y seguramente no habría oído muy bien, porque, además de ser ciega, era también bastante sorda. El Viejo de los Alpes no acudía ya a la casita de Pedro, el cabrero, y era una suerte muy grande que la cabaña estuviese tan bien arreglada, porque durante muchísimo tiempo no hubo una mano caritativa que se prestara a cuidar de ella. La pobre ciega pasaba los días entre suspiros y lamentos por el lento transcurrir de las horas. Ni un solo día discurría sin que dijera: -Con la niña se nos ha ido todo lo bueno y los días parecen, sin ella, vacíos. ¡Ojalá pudiera tenerla a mi lado una vez más antes de morirme! VI COSAS NUEVAS Y ASOMBROSAS En casa del señor Sesemann, en Frankfurt, la única hija, Clara, permanecía todo el día sentada en un cómodo sillón de ruedas que la pobre niña no abandonaba más que para acostarse. Clara pasaba muchas horas en la sala de estudio, contigua al comedor y en la que había un sinfín de muebles y objetos que adornaban y hacían de aquella habitación un lugar acogedor donde la familia permanecía más tiempo que en las demás de la casa. En ella había un hermoso y amplio armario de dos puertas vidrieras, que servía de biblioteca y en el que podían contemplarse los brillantes tomos de infinidad de libros. Era la habitación donde la niña paralítica recibía diariamente sus lecciones. Clara tenía un rostro fino, de cutis pálido, en el que brillaban sus ojos azules y bondadosos, que en aquel momento no se apartaban del gran reloj de pared. A la niña le parecía que aquel día las minuteras avanzaban con notable lentitud. Clara, que tenía un temperamento dulce y paciente, exclamó de pronto con impaciencia: -¡Pero señorita Rottenmeier! ¿Todavía no es la hora? La señorita Rottenmeier bordaba en aquellos momentos ante una pequeña mesa de costura. Iba vestida de un modo original, con una especie de gran cuello o esclavina, que daba a su figura un aspecto solemne, reforzado por un tocado que proporcionaba a su cabeza la apariencia de cúpula. La señorita Rottenmeier estaba desde hacía muchísimos años al servicio de aquella familia. Había entrado en la casa a raíz de la muerte de la madre de Clarita, con el fin de hacer las veces de ama de gobierno. Como tal, el señor Sesemann le había concedido plenos poderes sobre el personal de la casa. El padre de Clarita, que casi siempre estaba de viaje, no había impuesto más que una condición: que su hija interviniera en todos los asuntos y que no se hiciera nada contra sus deseos. Mientras en la sala de estudio Clarita preguntaba por segunda vez y con mayor impaciencia, si todavía no había llegado el anhelado momento, abajo, ante la puerta de entrada, se detenía tía Dete con Heidi de la mano e interrogaba al cochero Juan, que acababa de apearse del coche, si era prudente molestar a la señorita Rottenmeier a una hora tan avanzada. - Eso no es de mi incumbencia – gruñó el cochero -. Ahí en el umbral encontrará el cordón de la campanilla; tire de él y bajará Sebastián. El le dirá lo que ha de hacer. Dete hizo lo que el cochero le había dicho y a los pocos minutos apareció en la puerta el portero de la casa, enfundado en una librea cuajada de brillantes botones dorados y con unos ojos casi tan grandes como dos botones. -Quisiera saber si es momento oportuno para molestar a la señorita Rottenmeier –volvió a repetir Dete. -Eso no es de mi incumbencia -repuso el criado-. Llame usted a la doncella por medio de esa campanilla. Sebastián desapareció sin dar más explicaciones. Dete volvió a llamar. Apareció en lo alto de la escalera la doncella Tinette, con blanca y almidonada cofia en la cabeza y una sonrisa burlona en los labios. -¿Qué pasa? -preguntó sin dignarse bajar la escalera. Dete repitió por tercera vez su pregunta. La doncella desapareció, pero apareció al instante y dijo desde arriba: -¡Suban que las están esperando! Dete y Heidi subieron la escalera y penetraron tras la doncella en la sala de estudio. Dete se detuvo en la puerta muy respetuosamente, sin soltar a la niña, porque no estaba segura de que Heidi tratara de huir por miedo, o hiciera alguna travesura inesperada.
La señorita Rottenmeier se levantó de su asiento con gestos lentos y dignos y se aproximó a examinar a la nueva compañera de juegos y estudios de la hija de la casa. Al parecer, el aspecto de la pequeña no fue de su agrado. Heidi llevaba un sencillo vestido de algodón y, en la cabeza, un sombrerito de paja, viejo y abollado. La niña miraba cándidamente a la señorita Rottenmeier, admirando abiertamente la enorme cúpula de su tocado. -¿Cómo te llamas? -preguntó el ama de gobierno después de contemplar largo rato a la niña, que no le quitaba los ojos de encima. -Heidi -contestó la pequeña con voz clara y sonora. - ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Eso es un nombre cristiano? ¿Te pusieron ese nombre al bautizarte? – preguntó la señorita Rottenmeier. - De eso no me acuerdo – Repuso Heidi. - Eso no es la contestación apropiada – observó la dama moviendo la cabeza -. Diga usted, Dete, ¿esta niña es tonta o impertinente? - Si la señorita me lo permite, hablar por la niña, porque ella tiene muy poca experiencia – dijo Dete, dando al mismo tiempo a Heidi un golpe por su contestación inoportuna-. No es que sea tonta ni impertinente, sino que todo lo que habla lo dice con franqueza y tal como lo siente. Es la primera vez que entra en una casa de señores y no conoce las buenas maneras. Sin embargo es dócil y bastante inteligente y aprenderá con facilidad si la señorita se digna tener un poco de paciencia con ella. La niña se llama Adelaida como su madre, mi hermana, que en gloria esté. - Gracias a Dios; por lo menos ese nombre se puede pronunciar – observó el ama de gobierno -. De todos modos, he de manifestarle que la niña me parece un poco extraña para su edad. Yo le dije a usted que la compañera de Clara tenía que ser una niña de su misma edad, para poder seguir los mismos estudios y tomar parte en todas sus ocupaciones. La señorita Clara ha cumplido ya los doce años. ¿Qué edad tiene su sobrina? - Con permiso de la señorita – empezó Dete con cierto nerviosismo – le diré que yo misma no recuerdo a punto cuántos años tiene. Creo que es un poco más joven que la señorita Clara, pero no sé cuantos años pueden llevarse. Me parece que mi sobrina tiene unos diez años, poco más o menos. -Tengo ahora ocho años, así me lo ha dicho el abuelo – declaró Heidi -, y su inoportuna respuesta le valió un golpe aunque la pequeña no supo a qué obedecía aquel empellón de su tía, por lo que no se inmutó lo más mínimo. -¡Cómo! ¿Sólo ocho años? -exclamó la señorita Rottenmeier con indignación-. ¡Cuatro años menos! ¿Qué pasará, Señor? ¿Y qué has aprendido, niña? ¿Qué libros has pasado en tu clase? -Ninguno -contestó Heidi. -¿Cómo? ¿Qué? ¿No has aprendido a leer? -siguió preguntando la dama cada vez más indignada. -No he aprendido, ni Pedro tampoco -respondió Heidi. -¡Santo cielo! ¿No sabes leer? Pero ¿de verdad que no sabes leer? -exclamó la señorita Rottenmeier con gran asombro-. ¿Cómo es posible? ¿Qué has aprendido, pues? -Nada -declaró Heidi. -Oiga usted, joven -dijo el ama al cabo de breves minutos durante los cuales trató de serenarse-. Todo esto no está de acuerdo con lo convenido. ¿Cómo ha podido traerme a esta niña? Pero Dete no se dejó aturdir fácilmente y contestó resuelta. -Si la señorita me lo permite le diré que mi sobrina es precisamente la niña que deseaba, si no recuerdo mal las palabras que usted dijo. Usted quería una niña un poco original y distinta de las demás y, para cumplir sus deseos, tuve que recurrir a la hija de mi hermana, aunque tenga menos años, porque en nuestras montañas, cuando tienen más edad, dejan enseguida de ser originales y distintas de las otras. Por eso creí que mi sobrina convenía exactamente a sus deseos. Ahora es preciso que me vaya, pues mis señores me están esperando. Si ellos lo permiten, volveré dentro de pocos días para ver cómo marcha todo esto. Entretanto, les deseo a ustedes muy buenas tardes. Y tras hacer una genuflexión, Dete salió por la puerta y echó a correr escaleras abajo. La señorita Rottenmeier se quedó un momento inmóvil, pero en seguida reaccionó y corrió detrás de Dete, porque seguramente quería consultar todavía un sinfín de cosas con la joven en el caso de que la pequeña tuviera que quedarse allí, lo que, según había podido observar, era lo que Dete se proponía.
Heidi, entretanto, no se había movido de la puerta y Clara observaba silenciosamente la escena desde su sillón. Luego dijo a Heidi: -Ven aquí. Heidi se aproximó al sillón. -¿Cómo te gusta más que te llamen, Adelaida o Heidi? -preguntó Clara. -Yo me llamo Heidi y nada más -contestó la niña. -Entonces te llamaré siempre así -afirmó Clara-, porque el nombre te sienta muy bien, aunque yo no lo había oído jamás. Verdad es que tampoco he visto a ninguna niña que se parezca a ti. ¿Siempre has tenido el pelo tan corto y tan rizado? - Sí, creo que sí – respondió Heidi. ¿Has venido a gusto a Frankfurt? -siguió preguntando Clara. -No, pero mañana volveré a casa y llevaré panecillos blancos a la abuelita -explicó Heidi. -¡Qué niña tan extraña eres! -exclamó Clara-. ¿No sabes que te han traído a Frankfurt para que te quedes a mi lado y tomes parte en mis estudios? Pero va a resultar muy divertido porque tú no sabes leer, y va a suceder algo nuevo durante las lecciones. Hasta ahora han sido muy aburridas y las mañanas transcurrían con terrible lentitud. Clara hizo una pausa y luego continuó: -Verás, todas las mañanas a las diez en punto viene el profesor y entonces comienzan las lecciones, que duran hasta las dos de la tarde; son muchas horas. El señor profesor a veces se acerca mucho al libro como si de pronto se hubiera vuelto miope; pero no es eso: lo que hace detrás del libro es bostezar mucho. La señorita Rottenmeier saca también, de cuando en cuando, su gran pañuelo y lo lleva a la cara como si se enterneciese a causa de lo que estamos leyendo; pero yo sé muy bien que también bosteza mucho detrás del pañuelo. Entonces no puedo menos que bostezar yo también y tengo que hacer grandes esfuerzos para evitarlo, porque en cuanto la señorita Rottenmeier me ve bostezar, va y traer el aceite de hígado de bacalao y dice que estoy débil y debo tomar aceite de hígado de bacalao, es lo más terrible que hay en el mundo y prefiero aguantarme las ganas de bostezar por difícil que sea. Pero ahora será todo más divertido y podré escuchar cómo aprendes a leer. Heidi movió enérgicamente la cabeza cuando oyó lo de aprender a leer, como queriendo decir que ella no lo haría de ninguna manera. -Sí, sí, Heidi, es preciso que aprendas; todas las personas deben aprender a leer y el señor profesor es muy bueno, cuando te explique algo, entonces no entiendes nada, pero tienes que callarte y esperar, porque de lo contrario te explica mucho más y cada vez entiendes menos. Pero después, cuando has aprendido algo y lo sabes, entonces ya entiendes lo que ha querido decir el profesor. En aquel momento regresó la señorita Rottenmeier, que no había podido alcanzar a Dete y se mostraba muy agitada porque no había logrado decir todo lo que, en su opinión quedaba incumplido en el pacto referente a la niña. No sabía qué hacer para volverse atrás, por lo que su agitación aumentaba más y más. Iba de la sala de estudio al comedor; allí la tomó con Sebastián, que con sus ojos saltones contemplaba la mesa para ver si todo estaba en orden. - Siga usted mañana sus reflexiones, Sebastián, y dése prisa en servir la mesa. Dicho esto se dirigió a la puerta y llamo a Tinette con voz tan vibrante que la doncella acudió más ligera que nunca y se colocó frente al ama de gobierno. Su rostro mostraba cierta burla y la señorita Rottenmeier la reprendió. Pero aquella niña contribuyó a aumentar más su agitación. - Es preciso que arregle la habitación de la recién llegada, Tinette – dijo con forzada calma -. Todo está dispuesto ya, pero de todos modos quite usted un poco el polvo de los muebles. - ¡Bien vale la pena! – dijo irónicamente la doncella saliendo. Entre tanto, Sebastián había abierto ruidosamente las puertas de doble hoja que daban a la sala de estudio, porque el criado estaba muy enfadado, pero no se atrevía a desahogar su enfado en presencia de la señorita Rottenmeier. Con aparente calma entró en la sala para llevar el sillón y la niña al comedor. Mientras arreglaba un tornillo del asiento del coche, Heidi se plantó delante de él y le contempló con fijeza. Sebastián advirtió la insistente mirada de la niña y le preguntó: -¿Por qué me miras así? No lo hubiera hecho de haber visto a la señorita Rottenmeier, que en aquel momento cruzaba la puerta, precisamente a tiempo para oír la contestación de Heidi: -Te pareces a Pedro, el cabrero. La dama juntó horrorizada las manos y exclamó: -¿Es posible? ¡Pues no está tuteando a los criados! ¡A esta niña le falta todo, todo!
Sebastián puso fin a la escena empujando el sillón de Clara y llevándolo junto a la mesa, donde la puso en su silla. La señorita Rottenmeier se sentó a su lado e hizo señas a Heidi para que ocupara una silla frente a ella. Nadie más comía en aquella mesa, por lo que los tres comensales estaban en ella con holgura y Sebastián podía moverse libremente de un lado a otro, con las fuentes. Junto al plato de Heidi había un panecillo blanco y tierno que la niña contemplaba con alegría. La semejanza que Heidi encontraba en Sebastián debió despertar su confianza hacia el criado, porque estuvo muy quieta y no se movió hasta que aquel se acercó con la fuente para ofrecerle el pescado frito. Entonces Heidi preguntó señalando el panecillo: -¿Puedo cogerlo? Sebastián asintió con un movimiento de cabeza pero al mismo tiempo miró de soslayo a la señorita Rottenmeier, porque quería saber qué impresión había causado en ella tan singular pregunta. Heidi alargó en seguida la mano, tomó el panecillo y se lo guardó en el bolsillo. Sebastián se limitó a hacer una mueca, porque sentía ganas de reír, pero sabía que no le estaba permitida la libertad. Mudo e inmóvil permaneció junto a Heidi, porque no tenía permiso para hablar, ni tampoco podía marcharse hasta que la niña se hubiera servido. Heidi le miró un rato con ojos asombrados, pero al fin se decidió a preguntar: -¿He de comer de esto? Sebastián volvió a asentir con un gesto. -Pues... dame algo -siguió diciendo la niña, y miró tranquilamente a su plato. Las muecas de Sebastián iban aumentando y la fuente empezó a vacilar de un modo peligroso en sus manos. -Puede usted dejar la fuente sobre la mesa y volver luego -dijo con rostro grave la señorita Rottenmeier. Sebastián desapareció al punto. El ama continuó, dando un gran suspiro-: Está visto, Adelaida, que he de enseñarte las reglas más elementales. Y empezó a explicar clara y detalladamente cómo había de portarse la niña en la mesa. -Además -siguió diciendo la dama- he de advertirte que en la mesa no has de hablar para nada con Sebastián y fuera de ella únicamente cuando tengas que dirigirle una pregunta perentoria o darle una orden. En tal caso no le has de hablar de tú, sino que debes usar con él el sobrenombre “usted”. ¿Has entendido? ¡Qué no vuelva a oír que le tratas de otro modo! También a Tinette le hablarás de usted. A mí me hablas como oyes que lo hacen los demás. En cuanto a Clara, ella te lo dirá. -Pues, naturalmente, me llamará Clara -dijo ésta. Luego vinieron un sinfín de reglas de conducta al levantarse, al acostarse, sobre el modo de entrar y salir, el buen orden de las cosas, el mantener cerradas las puertas. Fueron tantas las advertencias que Heidi terminó por dormirse, porque estaba levantada desde las cinco de la mañana y había hecho un viaje muy largo. Cuando al fin la señorita Rottenmeier dio por terminada su larga explicación, añadió: -¡Recuérdalo bien todo, Adelaida! ¿Has comprendido bien? -Heidi hace mucho rato que se ha dormido -exclamó Clara sonriendo. La pobre niña estaba contenta porque hacía mucho tiempo que la hora de la cena no había sido tan divertida como aquélla. -¡Es absolutamente increíble lo que ocurre con esta criatura! -exclamó la dama muy enojada. Agitó la campanilla con tanta violencia que Sebastián y Tinette acudieron presurosos creyendo que había pasado algo grave. A pesar del ruido, Heidi no se despertó y entre todos tuvieron que llevarla a la cama, atravesando primero la sala de estudio, después el dormitorio de Clara, luego el de la señorita Rottenmeier, para llegar por último al que habían destinado a Heidi. VII LA SEÑORITA ROTTENMEIER PASA UN DIA AGITADO A la mañana del día siguiente, cuando Heidi se despertó quedó extrañada de cuanto la rodeaba porque no recordaba su reciente llegada a la nueva vivienda. Se restregó con fuerza los ojos, miró de nuevo y comprobó que lo que había visto era real: estaba sentada en un gran lecho blanco; ante ella se extendía una gran habitación que le parecía un desierto; largas y blancas cortinas dejaban pasar la luz procedente de las ventanas. Muy cerca de la cama había dos sillones de floreados forros. Pegado a la pared se veía un sofá de igual manera y ante el sofá una mesa redonda. En uno de los ángulos había un tocador lleno de utensilios que Heidi no había visto jamás. De súbito recordó que estaba en Frankfurt. Todos los acontecimientos del
día anterior acudieron de pronto a su memoria, al mismo tiempo que las palabras de la dama a quien ella no había comprendido del todo. Saltó del lecho y se arregló en un santiamén. Acto seguido fue a una de las ventanas para contemplar el cielo y lo que había en el exterior. Se sentía enjaulada tras aquellas grandes cortinas. Como no pudo correrlas, se deslizó tras ellas: pero la ventana era tan alta que no alcanzaba a asomar la cabeza. Lo poco que veía no era lo que deseaba ver. Dejó aquella ventana y se asomó a la otra. Después volvió a la primera, sin lograr ver otra cosa que grandes muros y ventanas como la que ella ocupaba. Entonces le asaltó una viva inquietud. Era todavía muy temprano. Heidi estaba acostumbrada a levantarse con la luz de la aurora y asomarse a la puerta de la casita campestre para ver qué sucedía fuera – si el cielo estaba azul, si el sol había salido ya, si los abetos susurraban – y para comprobar si las florecillas se habían abierto ya. Como un pajarillo que se viera por primera vez encerrado en una bella jaula de oro y que, volando de aquí para allá, tratara de atravesar cada uno de los barrotes de su prisión para lanzarse al aire libre, Heidi iba de una ventana a otra, intentando abrirlas para ver el sol, la hierba verde, las últimas nieves que se derretían en las laderas de la montaña y, en fin, todo aquello que tanto le gustaba contemplar. Aunque tiró, golpeó y trató de introducir los dedos en las rendijas, las ventanas continuaron cerradas herméticamente. Cuando vio que todos sus esfuerzos eran inútiles, renunció a abrirlas y se dio a pensar en qué forma podría salir en busca de un prado. Recordaba muy bien que ante la vivienda sólo existían calles adoquinadas. En aquel preciso momento sonaron unos golpecitos en la puerta y Tinette asomó la cabeza y dijo con brevedad: -El desayuno está servido. Heidi no pudo comprender que aquellas palabras, dichas en un tono tan poco amable, fueran una invitación para tomar el desayuno. Al observar el rostro burlón de Tinette comprendió que la criada no la pensaba guiar al comedor. Se abstuvo de seguirla y, cogiendo un taburete que había debajo de la mesa se sentí en un rincón para esperar el desarrollo de los acontecimientos. Instantes después oyó un rumor de pasos que se aproximaban en el pasillo. Era la señorita Rottenmeier, que parecía tan excitada como la noche anterior. Abrió la puerta y dijo gritando: - ¿Qué significa esto Adelaida? ¿Es que no sabes lo que quiere decir desayunar? ¡Vamos, date prisa y sígueme! Esta vez comprendió y en el acto siguió a la señorita Rottenmeier. Clara, estaba en el comedor hacía ya un buen rato, saludó a Heidi afectuosamente. La perspectiva de los nuevos incidentes que esperaba se produjeran durante el día, daba a su rostro una animación desacostumbrada. El desayuno transcurrió sin dificultades. Heidi comió su tostada con perfecta corrección. Cuando concluyeron, Clara fue conducida en su sillón de ruedas a la sala de estudio y la señorita Rottenmeier ordenó a Heidi que permaneciera con ella hasta que llegara el señor profesor. Una vez que las dos niñas estuvieron solas Heidi se apresuró a preguntar. - ¿Cómo se puede mirar hacía fuera en esta casa, hacía el campo? - Abriendo las ventanas y asomándose a ellas – repuso Clara divertida con la pregunta. - Estas ventanas no se pueden abrir. - Sí – replicó Clara-; lo que sucede es que no sabes. Yo no puedo ayudarte, pero cuando veas a Sebastián no tienes más que decirle que abra una. Fue para Heidi una gran sensación de alivio saber por Clara que las ventanas podrían abrirse y que incluso podría asomarse por ellas, pues aún estaba la niña bajo la impresión de hallarse encerrada. Después Clara empezó a hacerle preguntas sobre la vida que ella llevaba en su cabaña y Heidi le habló animadamente de los Alpes, de las cabras y de los pastos. Mientras las niñas hablaban, había llegado el señor profesor, en vez de conducirlo, como tenía por costumbre, a la sala de estudio le hizo pasar al comedor para informarle con tranquilidad lo que quería. Una vez que ambos estuvieron sentados comenzó a explicarle agitadamente el compromiso en que se hallaba. Le contó que hacía algún tiempo había escrito al señor Sesemann que se hallaba en París a la sazón, diciéndole que su hija deseaba tener una amigota en la casa, añadiendo que ella aprobaba esa aspiración, pues una compañera podría estimular a Clara en los estudios, proporcionándole además, fuera de las horas de clase, un agradable entretenimiento. En el fondo, la señorita Rottenmeier tenía grandes deseos de que ello se realizara, puesto había para ella nada comparable a poder traspasar a otro la enojosa tarea de cuidar a la niña imposibilitada. El señor Sesemann respondió que estaba dispuesto a complacer a su hija, con la condición de que la compañera fuera tratada como su hija misma, pues no quería en modo alguno que en su casa se hiciera sufrir a los niños. Al llegar a este punto, la señorita Rottenmeier manifestó que la indicación era inútil, porque ¿quién sería capaz
de hacer sufrir a un niño? Tras éste paréntesis reanudó su relato, haciendo saber al profesor el error que había sufrido respecto a aquella criatura y enumerando todas las ocasiones en que Heidi había dado prueba de una falta absoluta de los principios más elementales. Por lo tanto, el señor profesor tendría que comenzar por enseñarle el abecé y ella misma, la señorita Rottenmeier se vería obligada a inculcarle los más rudimentarios principios de educación. Frente a aquel terrible estado de cosas, ella no veía más que una solución: la de que el señor profesor, después de haber probado a la niña, declarase que dos naturalezas tan diferentes no podrían permanecer juntas sin perjuicio de la más adelantada. Esta razón parecería muy seria al señor Sesemann y le llevaría a romper el compromiso, restituyendo a Heidi al lugar de donde procedía. No había que pensar en semejante cosa sin su consentimiento, ahora que ya estaba prevenido de la llegada de Heidi. Pero el señor profesor era muy circunspecto y no consideraba jamás los asuntos por un solo lado. Consoló a la señorita Rottenmeier a fuerza de palabras y emitió la opinión de que si, por una parte, la niña estaba muy atrasada, podría ser que en otro aspecto estuviera más adelantada. Por lo tanto, con una buena enseñanza se lograría un perfecto equilibrio. Entonces, viendo que no hallaba apoyo en el señor profesor, el cual por el contrario, estaba dispuesto a comenzar las clases desde el abecé, la señorita Rottenmeier le hizo entrar en la sala de estudio, adonde se guardó muy bien de seguirle, pues le horrorizaba el alfabeto. Comenzó a dar paseos a lo largo y a lo ancho del comedor, pensando en el tratamiento que la servidumbre debía de dar a Adelaida. El señor Sesemann había dicho que fuera tratada como su propia hija. Indudablemente se refería, en primer lugar, a la consideración que debía guardarle la servidumbre. De súbito, sus reflexiones fueron interrumpidas por un cierto rumor que provenía de la sala de estudio, acompañado de gritos que reclamaban la ayuda de Sebastián. La dama acudió asustada y presurosa. ¡Qué espectáculo! En el suelo yacían amontonados todos los libros, los cuadernos, las plumas y el tapete de la mesa, por debajo del cual se deslizaba un negro río que cruzaba toda la habitación. Heidi había desaparecido. -¡Dios santo! -exclamó la dama enlazando las manos-. ¡El tapete, los libros, la cesta de labores, todo desparramado entre la tinta! ¿Se ha visto jamás cosa semejante? ¡Sin duda todo es obra de esa criatura funesta! El señor profesor contemplaba aquel desastre sin despegar los labios y con un gesto de terror, aquel desastre que no presentaba más que un punto de vista y, por cierto, un punto de vista aniquilador. Clara, por el contrario, parecía sumamente regocijada y seguía con interés todas las peripecias del suceso y el efecto que éste producía en la señorita Rottenmeier. Clara fue quien explicó lo que había sucedido. -Sí, ha sido Heidi la autora; pero no lo ha hecho adrede y no merece ser castigada. Se ha levantado con tanta precipitación que se ha llevado consigo el tapete y todo se ha venido al suelo. Pasaban unos coches y ésta ha sido la causa de que saliera tan precipitadamente. Puede que en su vida haya visto un coche. -Bien, señor profesor, ¿no es esto exactamente lo que yo le decía? Esta criatura no tiene la menor noción de nada. No sabe lo que es una lección y mucho menos que las lecciones deban escucharse sin moverse del sitio. Mas ¿dónde está? Si se ha escapado y no piensa volver… ¿Qué dirá el señor Sesemann? La señorita Rottenmeier echó a correr hacia la escalera y bajó por ella precipitadamente. La puerta de la calle estaba abierta y, desde el umbral, Heidi examinaba el exterior atentamente. -¿A dónde vas? ¿Qué idea te ha traído aquí? ¿Qué significa esto? -le gritó el ama de gobierno. -He oído el rumor de los árboles, pero no los veo. Además, ahora ya no oigo nada -repuso Heidi sin dejar de mirar hacia el lado de la calle por el que se había desvanecido el retumbar de los coches, que ella había confundido con el rumor de los abetos cuando el aire agitaba sus ramas. En un arrebato de gozo echó a correr hacía la parte por donde sonaba el familiar sonido, sin advertir que con ella se llevaba el tapete de la mesa de estudio. -¿De los abetos? ¿Estamos acaso en la montaña? ¡Qué estupideces dices! Vamos, ¡arriba en seguida y contemplarás tu hermosa obra! La señorita Rottenmeier volvió a la sala de estudio seguida de Heidi. Esta permaneció estupefacta ante el desastre que había causado sin darse cuenta. -Por una vez, pase, pero que no vuelva a suceder -dijo severamente la señorita Rottenmeier señalando el suelo con el dedo-. Ten presente que durante las lecciones has de permanecer tranquilamente en el asiento y escuchar atentamente al señor profesor. Y si no lo haces así, me veré obligada a atarte a la silla. ¿Entendido? -Sí -repuso Heidi-, pero yo sabré estar quieta sin que me ayude nadie. Acababa de aprender que durante la lección era preciso permanecer tranquila y quieta.
Ahora correspondía a Tinette y a Sebastián ponerlo todo en orden. El señor profesor se fue, suspendiendo las lecciones hasta el día siguiente. Aquella mañana no había tenido ocasión de bostezar. Todos los días, después de comer, Clara solía dormir la siesta, debido a lo cual la señorita Rottenmeier había anunciado a Heidi que durante aquel tiempo estaba en libertad absoluta. Por lo tanto, cuando Clara se preparó para dormir y la señorita Rottenmeier se retiró a su habitación, Heidi se dio cuenta de que había llegado el momento de hacer lo que le viniera en gana. Esto era precisamente lo que anhelaba, pues tenía una idea pendiente de ejecución. Mas para ello necesitaba que alguien le ayudara. Se colocó en medio del pasillo y al lado de la puerta del comedor para que no se le escapara la persona que había de prestarle ayuda. En efecto, a los pocos instantes Sebastián apareció en lo alto de la escalera con una bandeja llena de cubiertos de plata, que iba a guardar en el aparador. Cuando hubo salvado el último escalón, Heidi avanzó hacia él y dijo tan claramente como le fue posible, recordando la terminante orden de la señorita Rottenmeier. - ¡Usted, pronombre! Sebastián abrió los ojos desmesuradamente y repuso burlón: - ¿Qué significa esto señorita? - Desearía una cosa, pero no una cosa mala, como la de esta mañana – dijo Heidi advirtiendo que Sebastián estaba muy serio y atribuyendo su mal humor a la tita arrojada sobre el suelo de madera. - ¿Y por qué me llama usted pronombre? – preguntó Sebastián. - No tengo más remedio que llamarle así, porque la señorita Rottenmeier lo ha mandado. Sebastián se echó a reír de tan buena gana que Heidi quedó confusa, no viendo en el asunto nada que pudiera mover a risa. Sebastián había comprendido de qué se trataba. - Está bien – dijo sin dejar de reír -. Puede continuar la señorita. - Yo no me llamo señorita – exclamó a su vez Heidi con cierta indignación -. Me llamo Heidi. - No importa. También la señorita Rottenmeier me ha mandado que la llame señorita. - ¿Ah sí? Entonces es que es así como debo llamarme – repuso Heidi con resignación, pues se daba cuenta de que las cosas debían suceder tal y como la señorita Rottenmeier ordenaba -. Ya tengo tres nombres – añadió con un suspiro. - ¿Qué es lo que la señorita quería preguntarme? – preguntó Sebastián después de entrar en el comedor y dejar la bandeja en el aparador. -¿Cómo se puede abrir la ventana, Sebastián? -Así. Es muy fácil -dijo el criado abriendo de par en par una de las ventanas del comedor. Heidi se acercó, pero la ventana era demasiado alta para ver nada. Sebastián le trajo un gran taburete de madera diciendo: - La señorita no tiene más que subir aquí para ver la calle y lo que en ella sucede. Heidi se apresuró a encaramarse en el taburete y, asomando medio cuerpo por la ventana, pudo al fin gozar de la vista tan deseada. Pero en seguida retiró la cabeza. Al júbilo había sucedido el descorazonamiento. -Sólo se ve la calle adoquinada -dijo la niña tristemente-. Pero si se da vuelta a la casa, Sebastián, ¿qué se ve por el otro lado? -Exactamente lo mismo -repuso el criado. -Entonces, ¿a dónde hay que ir para ver hasta muy lejos, hasta el fin del campo? -Para eso hay que subir a una torre alta, al campanario de una iglesia como aquella que se ve allí con una bola dorada en la cúspide. Desde allí se ve hasta muy lejos por encima de la ciudad. Heidi después de haberle escuchado con profunda atención bajó las escaleras y en un abrir y cerrar de ojos se encontró en la calle. Pero lo que se proponía era más difícil de lo que en un principio se había imaginado. Desde la ventana le pareció que el campanario se hallaba en línea recta ante ella, que no tenía más que pasar al otro lado para llegar a él. Pero ahora que se hallaba al fin de la calle, no veía campanario alguno. Tomó otra calle, otra después, sin encontrar lo que buscaba. Pasaba mucha gente por su lado, pero todos con aire de llevar prisa, lo que hizo pensar a Heidi que no tendrían tiempo para indicarle el camino. Al doblar una esquina, vio a un muchacho que llevaba a la espalda un organillo de mano y al brazo un animal rarísimo. Heidi corrió hacia él y le preguntó: -¿Dónde está la torre que tiene en lo alto una bola dorada? -No sé -repuso el muchacho. -¿Conoces alguna otra iglesia que tenga campanario? -Sí, conozco una.
-Entonces acompáñame hasta donde está. -Enséñame antes tú lo que me darás si voy contigo -repuso el muchacho tendiendo la mano. Heidi rebuscó en uno de sus bolsillos. De él sacó una estampa que representaba una bella corona de rosas rojas. La contempló durante un momento, porque le dolía desprenderse de ella. Se la había dado Clara aquella misma mañana. ¡Pero si pudiera ver el valle y las verdes laderas de las montañas! -Toma -dijo Heidi-, ¿quieres esto? El muchacho retiró la mano haciendo un gesto negativo. -Entonces ¿qué es lo que quieres? -preguntó la niña, volviendo a guardarse la preciosa estampa. -Dinero. -Yo no tengo dinero. Pero Clara sí que tiene y me lo dará. ¿Cuánto quieres? -Veinte céntimos. -Vamos, pues. Ambos echaron a andar y mientras recorrían una calle que se alargaba hasta perderse de vista, Heidi preguntó a su compañero qué era lo que llevaba a la espalda cubierto con un paño. El muchacho le explicó que era un órgano del que salía una preciosa música cuando se daba vueltas a la manivela. De pronto se hallaron ante una iglesia de alto campanario. El muchacho se detuvo y dijo: -Esta es. - ¿Pero cómo podré entrar? – Preguntó Heidi viendo las grandes puertas cerradas. - No se – repuso el guía. - ¿Crees que hará falta hacer sonar la campanilla como cuando uno quiere que venga Sebastián? - No sé. Heidi había descubierto una campanilla en la pared y se puso a tirar del cordón con todas sus fuerzas. -Será preciso que me esperes aquí mientras yo subo, pues no sé el camino y sin que tú me lo enseñes no podría regresar. -¿Qué me darás? -¿Qué quieres que te dé? -Otros veinte céntimos. De pronto una llave chirrió en la vieja cerradura y la puerta se abrió lentamente. Apareció un anciano que comenzó a mirar a los niños con estupefacción y luego les increpó duramente. - ¿Quién os ha dado permiso para llamar? ¿No has leído lo que hay escrito encima de la campanilla? “Para los que quieran subir al campanario”. El chico señaló a la niña con el índice sin pronunciar palabra. Esta repuso al viejo: - Precisamente lo que yo quiero es subir al campanario. - ¿Qué tienes que hacer allí arriba? – preguntó el campanero - ¿Vienes enviada por alguien? - No. Es tan solo que quiero subir para ver todo lo que hay abajo. - Vuelve a tu casa y mucho cuidado con repetir estas burlas, pues podrías arrepentirte. Dichas estas palabras, el campanero fue a cerrar la puerta. Pero Heidi le detuvo asiéndole de la americana y le dijo: - ¡Sólo una vez! El viejo volvió la cabeza y vio en los ojos de la niña una mirada de ruego tan ardiente que volvió a su lado. Tomó una de sus manitas y le dijo benévolamente. - Bien, puesto que tanto lo deseas, ven conmigo. El muchacho se sentó sobre las gradas de piedra que había al pie de la iglesia, después de decir a la niña, por señas, que no quería acompañarla. Heidi, cogida de la mano del viejo campanero, subió muchas, muchísimas escaleras, cada vez más estrechas y empinadas. Después subieron una angosta escalerilla y finalmente llegaron a lo alto del campanario. El campanero elevó a la niña a la altura de la pequeña ventana. -Ya puedes mirar todo lo que hay abajo -le dijo. Heidi vio una especie de mar formado por tejados, torres y chimeneas. Retiró enseguida la cabeza y dijo con descorazonamiento: -No es lo que yo creía. -¡Habráse visto! ¿Qué puede saber una muñeca de lo que es un panorama? Vamos, volvamos a bajar y no vuelvas a tirar de la campanilla otra vez.
El anciano dejó a Heidi en el suelo y rompió la marcha escaleras abajo. En uno de los rellanos de las escaleras había una puerta que conducía a la habitación del campanero. En un rincón había una gran gata gris y ante ella una cesta. El animal comenzó a maullar amenazadoramente, porque en la cesta estaban sus crías, y la madre advertía a los visitantes que no debían mezclarse en asuntos de familia. Heidi se detuvo y contempló con estupefacción a la gata. En su vida había visto un animal tan grande. Ello era debido a que el campanero vivía rodeado de un ejército de ratones y el animal cazaba con facilidad una docena cada día. El viejo, advirtiendo la sorpresa de Heidi, le dijo: -Acércate. Si te ve conmigo no te hará nada, y podrás ver tranquilamente a los gatitos. Heidi se acercó a la cesta y comenzó a lanzar gritos de asombro y admiración. -¡Oh, qué bonitos son!, ¡qué chiquitines! – exclamó corriendo y saltando alrededor de la cesta para ver a los siete u ocho mininos que se subían unos encima de los otros-; trataban de encaramarse al borde de la cesta y caían dentro de ella una y otra vez. -¿Te gustaría tener uno? -preguntó el anciano, que gozaba viendo la alegría que sentía la niña. -¿Uno para mí sola? ¿Para tenerlo siempre? -exclamó Heidi sin poder dar crédito a tanta felicidad. -Sí, sí, sólo para ti. Y si los quieres todos y tienes donde ponerlos, con que los cojas basta – dijo el viejo, que no deseaba otra cosa que deshacerse de los animales sin tener que matarlos. Heidi se sintió locamente feliz. Sin duda alguna había sitio para todos en la inmensa casa donde ahora vivía ¡Oh, qué contenta se pondría Clara cuando la viera llegar con tantos y tan lindos animalitos! - Pero ¿cómo podría llevármelos? – preguntó Heidi tendiendo la mano para coger uno. La gran gata se arrojó entonces contra su brazo y maulló con aire tan amenazador que la niña retrocedió aterrada. - Si me dices donde vives, yo te los llevaré – dijo el campanero acariciando a la gata para calmarla. Eran buenos amigos porque hacía mucho tiempo que vivían juntos en el viejo campanario. - Vivo en la casa del señor Sesemann, que es un edificio que tiene en la puerta una gran cabeza de perro dorada, con un anillo en la boca – repuso Heidi. El anciano no necesitaba tantas explicaciones. Desde que vivía en el campanario conocía todas las viviendas a muchas leguas a la redonda; además Sebastián era un buen amigo suyo. - Ya sé dónde es – repuso el viejo-. Pero cuando lleve los gatitos ¿por quién habré de preguntar? Porque tú no eres de la casa del señor Sesemann y además él no está. - No, pero está Clara, que se alegrará mucho cuando vea los gatitos. El campanero trato entonces de continuar la marcha, pero Heidi no podía decidirse a dejar aquel espectáculo tan divertido. -¡Si pudiera llevarme aunque sólo fuera uno o dos! Uno para mí y otro para Clara. Los otros los podría enviar más tarde. -Aguarda un momento. El anciano cogió con precaución a la gata y se la llevó a su habitación, poniéndola al lado de un platito de leche. Después cerró la puerta y volvió al lado de Heidi. -Ahora toma los dos gatitos. Los ojos de la niña relampaguearon de gozo. Escogió uno completamente blanco y otro con listas blancas y grises. Metió uno en el bolsillo derecho de su delantal, y el otro en el izquierdo. Acto seguido se dispuso a volver abajo. El muchacho estaba todavía sentado en las escaleras. Cuando el campanero hubo cerrado la puerta detrás de Heidi ésta preguntó: - ¿Qué camino hay que tomar para volver a la casa del señor Sesemann? - No sé. Heidi entonces le dio cuantos detalles conocía de la casa, la puerta de entrada, las ventanas, la escalera; pero el muchacho no hacía más que mover la cabeza negativamente. Todo aquello le era desconocido. - Mira. Si te asomas a una de las ventanas, se ve una casa grande y gris que tiene un tejado que hace así – explicó haciendo gestos con las manos. El chico reconoció en seguida uno de aquellos signos, que sin duda alguna le eran familiares, se puso en pie de un salto y, seguido de Heidi, marchó con rapidez en determinada dirección. En efecto, poco después llegaron a una gran puerta adornada con una cabeza de león. Heidi tiró del cordón de la campanilla, apareciendo en seguida Sebastián, que apenas vio a la niña, comenzó a gritar:
-¡Vamos, adentro en seguida! Heidi se apresuró a entrar y Sebastián cerró la puerta, sin reparar en el muchacho que permanecía confuso ante ellos. - Pronto señorita – repitió Sebastián - Vaya directamente al comedor, donde la mesa le aguarda. La señorita Rottenmeier está que parece un cañón cargado. Pero ¿cómo se le ha ocurrido a la señorita hacer esta escapada? Heidi entró en la habitación. La señorita Rottenmeier no volvió la cabeza. Clara tampoco dijo nada. Aquel silencio era inquietante. Sebastián colocó en su sitio la silla de Heidi. Cuando ésta estuvo sentada, la señorita Rottenmeier le dijo con rostro severo: -Adelaida, después he de hablar contigo. De momento no te diré sino que te has conducido como una niña mal educada. Te has marchado de casa sin pedir permiso, sin decir nada a nadie, y estás andando por Dios sabe dónde hasta que se hace de noche. Es una conducta de verdad sin precedentes. -Miau», se escuchó por toda respuesta. Entonces la dama montó en cólera. -¿Cómo se entiende Adelaida? -exclamó levantando la voz cada vez más-. Después de las faltas cometidas, ¿aún te atreves a burlarte de mí? ¡Ojo con lo que haces, te lo advierto! -Yo... -balbuceó Heidi. «Miau, miau». -Esto es demasiado -quiso decir la señorita Rottenmeier, pero la indignación le cortó la voz. Por fin, pudo articular-: ¡Levántate y sal en seguida del comedor! Heidi, aturdida, se levantó de su silla y trató aún de explicarle. «¡Miau, miau! -Lo he hecho sin querer. -Pero, Heidi -dijo Clara-, ¿por qué haces «miau» viendo que eso molesta a la señorita Rottenmeier? -No soy yo la que lo hago, son los gatitos -dijo Heidi, logrando al fin explicarse sin ser interrumpida. -¿Eh? ¿Qué dices? ¿Gatitos? -exclamó la señorita Rottenmeier-. ¡Sebastián! ¡Tinette! ¡Buscad a esos animales! ¡Echadlos! Y dicho esto, echó a correr hacia la sala de estudio y se encerró pasando el cerrojo para estar más segura, pues para la señorita Rottenmeier no había animal más terrible que el gato. Sebastián que estaba detrás de la puerta hacía esfuerzos inauditos para dominar su risa antes de entrar. Al acercarse a Heidi para servirla había visto asomada una cabeza del gato en uno de los bolsillos y comprendió en el acto la escena que se iba a desarrollar. Sin poderse contener, presa de una loca hilaridad, no tuvo más que el tiempo preciso para dejar el plato sobre la mesa y salir fuera. Cuando recobró la serenidad, entró en el comedor inmediatamente después de que la señorita Rottenmeier profiriese su grito de angustia. Clara tenía los gatitos en el regazo y Heidi estaba arrodillada ante ella. Ambas parecían encantadas con los lindos animalitos. -Sebastián -dijo Clara-, tenemos necesidad de su ayuda. Nos hace falta un escondrijo para los gatos en un sitio donde la señorita Rottenmeier no los pueda descubrir, porque, como les tiene tanto miedo, los mataría. Nosotras queremos tener nuestros lindos gatitos y los sacaremos del escondite cuando estemos solas. ¿Dónde podríamos guardarlos? -Yo me encargo de eso, señorita Clara -se apresuró a responder Sebastián. – Les haré una camita en una cesta y los pondré en un rincón donde la señorita Rottenmeier no los vea nunca. Respondo de ello. Sebastián puso en el acto manos a la obra riendo para sus adentros pensaba: “¡Todavía sucederá algo más!". Hasta mucho tiempo después, a la hora de acostarse, la señorita Rottenmeier no se atrevió a entreabrir la puerta para preguntar por el resquicio: -¿Han desaparecido ya esos repulsivos animales? -Sí, señorita -respondió Sebastián, que iba y venía por la habitación inmediata en espera de que le hiciera aquella pregunta. Con una sola mano se apoderó de los dos gatos que Clara tenía en el regazo y desapareció con ellos. En cuanto al sermón que la señorita Rottenmeier reservaba a Heidi, fue dejado para el día siguiente, pues aquella noche se hallaba aniquilada por las emociones, los sobresaltos, la cólera y el terror que la niña le había causado durante la jornada. Se retiró, pues, en silencio, y las dos niñas la siguieron gozosas, pues sabían que sus gatitos estaban seguros en una buena cama.
VIII SIGUEN LAS SORPRESAS EN CASA DEL SEÑOR SESEMANN A la mañana siguiente, poco después de que Sebastián abriera la puerta al señor profesor y le condujera a la sala de estudios, sonó un campanillazo violento que obligó al criado a correr escaleras abajo mientras murmuraba: - Sólo el señor Sesemann llama así. Será él, que, sin duda ha llegado sin avisar. Abrió la puerta y se encontró frente a un muchacho andrajoso que llevaba sobre la espalda un organillo de mano. -¿Qué significa esto? -exclamó Sebastián-. Vaya un modo de llamar. ¿Qué se te ofrece? -Quiero ver a Clara. -¿Cómo se entiende? ¡Oh, qué mal educado eres! ¿No podrías decir señorita Clara? -Me debe cuarenta céntimos -repuso el chicuelo. - ¡Tú has perdido la cabeza! ¿Cómo sabes que vive en esta casa una señorita que se llama Clara? -Ayer le enseñé el camino de ida a la iglesia por veinte céntimos y el de vuelta por otros veinte. -¡Cuántas mentiras estás diciendo! La señorita Clara nunca sale de casa. No puede andar. De modo que ya te estás marchando a toda prisa si no quieres que tome yo medidas por mi cuenta. Pero el muchacho no se dejó intimidad. Permaneció inmóvil diciendo fríamente: - Yo la he visto en la calle y puedo decir cómo es: tiene los cabellos negros y rizados, los ojos del mismo color, y lleva un vestido oscuro. No habla como nosotros. ¡Ah, vamos! -exclamó Sebastián sonriendo burlonamente-. Entonces se trata de la pequeña señorita. A buen seguro que habrá vuelto a cometer alguna de las suyas. Después hizo pasar al chico y dijo: -Está bien. Sígueme y espera detrás de la puerta hasta que yo vuelva a salir. Si te hago entrar, tocarás en el organillo una pieza. Ello complacerá a la señorita. Subió y llamando a la puerta de la sala de estudio entró. -Hay un muchacho abajo que quiere hablar con la señorita Clara -dijo. Clara se sintió llena de gozo ante aquel suceso inesperado. -Entonces que entre en seguida -repuso la niña-. ¿Verdad, señor profesor? Pero el muchacho, sin esperar a que le dieran permiso, había entrado en la sala y, obedeciendo a una señal de Sebastián, comenzó a tocar el organillo. La señorita Rottenmeier, que estaba en el comedor, oyó aquella música inesperada. Prestó atención. ¿Llegaban de la calle aquellos sonidos? No, parecían venir de más cerca. Parecía como si sonaran en la habitación inmediata. No podría ser. Y, sin embargo… Cruzó a toda prisa el comedor y se apresuró a abrir la puerta. ¿Sería posible? Ante ella, en medio de la habitación, vio un andrajoso organillero que tocaba su instrumento con todas sus fuerzas. El señor profesor parecía intentar decir algo, pero no se oía nada. Clara y Heidi estaban embelesadas, como absortas. -Cesa de tocar en el acto -exclamó la señorita Rottenmeier-; pero su voz quedó ahogada por los sonidos del instrumento. Fue a abalanzarse sobre el pequeño organillero, cuando, de súbito, sintió que sus pies tropezaban con algo. Miró y vio que un terrible animal se arrastraba por el piso. ¡Era una tortuga! La señorita dio un salto como no lo había dado en muchísimos años y exclamó con todas sus fuerzas: -¡Sebastián! ¡Sebastián! El órgano enmudeció instantáneamente, pues esta vez los gritos habían sido más fuertes que la música. Sebastián, de pie, detrás de la puerta, presa de un verdadero ataque de risa al ver los brincos que daba la señorita Rottenmeier, pudo entrar por fin dominando su hilaridad. La pobre mujer se había derrumbado en su sillón. -Sebastián, haga que se vayan todos; personas y animales. ¡Arrójelos a la calle! Sebastián se apresuró a obedecer. Hizo salir al muchacho, que se había precipitado a recoger su tortuga, le puso unas monedas en la mano y dijo: -Toma, los cuarenta céntimos de la señorita Clara y otros cuarenta por haber tocado tan bien. Una vez abajo, le condujo a la calle y cerró la puerta tras el. La calma volvió a reinar en la sala de estudio. Se habían reanudado las interrumpidas lecciones y la señorita Rottenmeier se instaló en aquella misma estancia para evitar la repetición de
escenas desagradables. Había resuelto también informarse en cuanto concluyeran las lecciones, de las causas del escándalo para castigar al autor como se merecía. En aquel momento volvió a sonar la campanilla de la puerta y Sebastián apareció de nuevo para decir que habían traído una cesta para la señorita Clara. -¿Para mí? – preguntó ésta intrigada y pensando de quién podía ser - Tráigamela en seguida: quiero verla. Sebastián salió y reapareció momentos después con una gran cesta tapada. La dejó y desapareció de nuevo. - Opino que sería conveniente terminar ahora la lección y después destapar la cesta – manifestó la señorita Rottenmeier. Pero Clara, que no podía adivinar lo que contenía la cesta, no cesaba de dirigirle miradas impacientes. - Señor profesor – exclamó de pronto, interrumpiéndose en medio de una inclinación -. ¿No podría destapar la cesta un momentito para ver lo que hay dentro y después continuaría la lección? - Por un lado accedería, pero, por el otro, me opondría – repuso el profesor -. Lo que especialmente hace que me incline por lo primero es que toda vuestra atención está concentrada en la cesta… Pero el fin de su discurso quedó en el misterio. Clara había destapado la cesta y, en el acto, saltaron de ella uno, dos, tres gatos; después otros dos e inmediatamente, un montón de gatitos que echaron a correr en todas direcciones con tal rapidez que se hubiera dicho que eran muchos más de los que en realidad eran. Se agarraban a las botas del señor profesor, mordisqueaban sus pantalones, se encaramaban a la falda de la señorita Rottenmeier, le hacían cosquillas en los pies, saltaban alrededor del sillón de Clara, arañaban, maullaban y alborotaban lo indecible. Clara, en el colmo del regocijo, no cesaba de exclamar: -¡Oh, que preciosidad de animalitos! ¡Que saltos dan! ¡Mira, mira aquél Heidi! Heidi, no menos encantada que Clara, corría tras ellos por la habitación. El señor profesor puso un gesto avinagrado. De pie ante la mesa, levantaba los pies para sustraerlos a los constantes ataques de los animalitos. En cuanto a la señorita Rottenmeier, comenzó por quedar muda de asombro en su sillón. Después consiguió dominarse lo suficiente para gritar con todas sus fuerzas: -¡Sebastián! ¡Sebastián! ¡Sebastián! ¡Tinette! No se atrevía a dejar su sillón, temiendo que aquellos pequeños monstruos saltaran sobre ella todos a la vez. Sus gritos insistentes hicieron acudir al fin a los dos domésticos. Ambos se dedicaron activamente a la caza de los gatitos y lograron reunirlos todos en la cesta para llevárselos al granero, donde ya estaban instalados los dos hermanitos del día anterior. Aquella mañana fue para Clarita mucho menos aburrida que la anterior. Por la tarde, la señorita Rottenmeier, ya repuesta de las emociones de la mañana, reclamó la presencia de Sebastián y Tinette para someterlos a un severo interrogatorio y averiguar las causas de los incidentes que se habían producido en la casa. Averiguó que Heidi había sido la única culpable gracias a su salida del día anterior. Al hacer tal descubrimiento, la señorita Rottenmeier palideció de cólera. De momento no halló palabras para expresar lo que sentía. Después volviéndose hacía Heidi, que estaba de pie al lado del sillón de Clara, sin creer que hubiera motivo para que se hicieran reproches, le dijo severamente: -Adelaida, no conozco más que un castigo digno de tus travesuras; no eres ni más ni menos que una niña salvaje. Ya veremos si hay modo de reducirte a la obediencia metiéndote en la cueva de las lagartijas y las ratas. Heidi escuchó la sentencia sin conmoverse. No había estado nunca en una cueva oscura y no sabía lo que ello significaba. La pequeña dependencia de la cabaña que su abuelo llamaba la cueva, y donde se conservaba el queso y la leche, le había parecido siempre un lugar atrayente. En cuanto a las lagartijas y a los ratones, no los había visto jamás. Fue Clara la que alzó la voz en son de queja. -¡No, no, señorita Rottenmeier! Espere a que mi papá esté aquí. Ha escrito diciendo que va a llegar de un momento a otro. Se lo contaré todo y él decidirá lo que hemos de hacer. La señorita Rottenmeier no tuvo más remedio que doblegarse ante aquella orden, tanto más cuando que estaba a punto de llegar el padre de Clara... Se levantó, pues, y dijo secamente: -Está bien, Clara, pero también yo le diré algo al señor Sesemann. -Y salió de la habitación. Siguieron dos días de calma. La señorita Rottenmeier no salía de su indignación. La decepción que le había ocasionado Heidi no cesaba de turbarla. Cuanto más pensaba en ello, más
convencida estaba de que desde la llegada de la niña, todo iba de cabeza en la casa y de que en ella no volvería jamás a reinar el orden. Estaba decidida a ejercer su influencia para que Heidi se marchara. Clara, por el contrario, parecía muy satisfecha. Durante la lección no tenía ocasión de aburrirse, pues Heidi hacía las cosas más divertidas del mundo. Barajaba las letras del alfabeto y las confundía sin lograr aprenderlas. Cuando el señor profesor trataba de fijárselas en la memoria, sus comparaciones en vez de recordarle la forma de las letras, le inspiraban los pensamientos más disparatados. Por ejemplo, si le nombraba un cuero, Heidi exclamaba llena de gozo: « ¡Una cabra! y cuando el señor profesor mencionaba el pico de un ave, la niña exclamaba: ¡Eso es un gavilán! Después de las comidas se sentaba cerca del sillón de Clara y le relataba larga e incansablemente su vida en casa del abuelo. Y cuando hablaba de los Alpes, de las cabras y de la cabaña el deseo de volver a ver todas aquellas cosas despertaba en ella una gran tristeza. Terminaba sus relatos diciendo invariablemente: - Es absolutamente preciso que vuelva a mi casa. Mañana mismo me iré. Clara lograba quitarle aquella idea de la cabeza, demostrándole que era preferible que esperase la vuelta del señor Sesemann. Entonces verían lo que convenía hacer. Heidi se dejaba convencer y reanudaba su charla con más animación porque alimentaba en secreto una perspectiva deliciosa. Cada día que pasaba en Frankfurt añadía dos panes más a la provisión que guardaba para la abuela. Todas las mañanas, a la hora del desayuno, y todas las tardes, a la hora de comer, Heidi hallaba al lado de su plato un crujiente panecillo blanco y tierno que se apresuraba a guardar en el boldillo. No hubiera podido comerlo ella pensando que el pan de la abuelita era negro y tan duro que no se le podía hincar el diente. Todos los días, después de comer, Heidi permanecía una o dos horas en su cuarto, sentada en un rincón, sin osar moverse, porque al fin se había convencido que en Frankfurt estaba prohibido salir y correr como en los Alpes y ni siquiera lo intentaba ya. Tampoco podía salir al comedor a hablar un poco con Sebastián. La señorita Rottenmeier no lo permitía. En cuanto a entablar conversación con Tinette, Heidi se cuidaba mucho de hacerlo, pues advertía la expresión irónica y burlona que había en sus palabras cuando le hablaba. Permanecía, pues, en completa soledad y con tiempo más que sobrado para pensar en sus Alpes, en las florecillas amarillentas bajo el sol de oro, en la nieve que cubría las montañas, en el hermoso y extenso valle donde la mirada se pierde en la inconmensurable altura del cielo. ¿No le había asegurado tía Dete que podía volver a su casa cuando quisiera? Al fin, un día, Heidi no quiso esperar más. Se apresuró a hacer un paquete con los panecillos valiéndose del pañuelo rojo, se encasquetó el viejo sombrero de paja y se dispuso a partir. Pero en la puerta de la calle surgió el primer obstáculo a su partida. La señorita Rottenmeier entraba precisamente en aquel momento y al ver a la niña se detuvo y comenzó a examinarla de pies a cabeza, muda de asombro. Lo que especialmente llamó su atención fue el paquete hecho con un pañuelo rojo. Su indignación estalló muy pronto. -¿Qué significa esta nueva expedición? ¿No te he prohibido terminantemente que vayas a vagar por las calles? Entonces ¿cómo te atreves a insistir? Tienes todo el aspecto de una vagabunda. -Yo no voy a vagar por las calles. Sólo quería volver a mi casa -repuso Heidi, que comenzaba a sentir miedo. -¿Cómo? ¿Qué oigo? ¿Quieres volver a tu casa? -La señorita Rottenmeier unió la manos con ademán de desesperación-. ¿Una fuga? ¡Oh, si el señor Sesemann lo supiera! ¡Fugarte de su casa! Cuídate muy bien de que no llegue cosa semejante a sus oídos, te lo aconsejo. ¿Podrías decirme qué es lo que te disgusta de esta casa? ¿No estás aquí mejor tratada de lo que mereces? ¿Qué te falta? ¿Has tenido jamás una mesa, una casa, un servicio como los que tienes aquí? ¡Responde! - No – contestó Heidi. - Naturalmente. No te falta nada. Nada absolutamente. ¡Eres una ingrata criatura! Hastiada de bienestar, no sabes que inventar para distraerte. Ante aquellas palabras, todo lo que Heidi tenía en el fondo de su corazón saltó a la superficie y la niña exclamó acongojada: -¡Quiero irme a mi casa, porque estando tan lejos de mí, Blancanieves es desgraciada, porque la abuelita me espera, porque Pedro pegará a Cascabel si no tiene queso, y porque aquí no se ve cuando el sol dice buenas noches a las montañas! Si algún gavilán pasara por encima de Frankfurt, graznaría con todas sus fuerzas al ver tanta gente amontonada aquí en vez de irse a la montaña, donde estaría mucho mejor.
-¡Socorro! ¡Esta niña se ha vuelto loca! -gritó la señorita Rottenmeier lanzándose hacia las escaleras, donde chocó violentamente con Sebastián, que bajaba-. ¡Hágala subir en seguida a esta desgraciada criatura! – Exclamó frotándose la frente. - ¡Bien, bien! ¡Muchas gracias! – repuso Sebastián frotándose en el mismo sitio, pues había recibido un fuerte golpe. Heidi permaneció inmóvil, con la mirada encendida y temblando a impulsos de una violenta emoción. - ¿Qué cosa nueva tenemos? – preguntó Sebastián sonriendo. Acercándose a Heidi le dio un amistoso golpecito en la espalda y añadió compasivamente: -¡Bah! No lo tome tan a pecho, señorita. ¡Alegría!, eso es lo principal. También a mi casi me ha hecho la señorita Rottenmeier un boquete en la frente, pero no hay que dejarse intimidar por tan poco. En fin, señorita ¿Qué hace usted ahí parada? Es preciso subir. Lo ha mandado la señorita Rottenmeier. Heidi obedeció en silencio y subió la escalera, pero lentamente y sin hacer ruido, cosa que estaba fuera de sus costumbres. Aquello apenó a Sebastián que subía tras ella y volvió a tratar de animarla. - No se deje abatir, señorita. No se ponga triste. Tome valientemente sus resoluciones. La señorita no ha llorado jamás desde que está en casa, mientras que las demás señoritas lloran lo menos doce veces diarias. Además, ahí están los gatitos, que saltan y juegan como locos en el granero. Cuando “esa señora” salga de nuevo, iremos juntos a verlos, ¿verdad? Ya verá cuánto nos vamos a divertir con esos lindos animalitos. Heidi hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, pero tan poco alegre, que Sebastián emocionado, le dirigió una mirada llena de compasión en tanto que ella se deslizaba por el corredor en dirección a su cuarto. Aquel día, durante la cena, la señorita Rottenmeier no despegó los labios. Frecuentemente dirigía a Heidi miradas recelosas, como si temiera verla hacer de un momento a otro algo extraordinario. Pero la niña, después de haberse guardado como todos los días el pan en el bolsillo, permaneció inmóvil y silenciosa sin comer ni beber. A la mañana siguiente, cuando el profesor apareció en lo alto de la escalera, la señorita Rottenmeier le condujo al comedor. Allí, presa de gran excitación, le reveló los recelos que abrigaba acerca de Heidi. Tenía fundados motivos para creer que la niña no andaba bien de la cabeza, ya por el violento cambio de aires y de costumbres, ya a causa de las muchas impresiones recibidas. Y le contó, para apoyar su hipótesis, el intento de fuga de la niña y las extrañas palabras que profirió. Pero el señor profesor la tranquilizó inmediatamente, asegurándole que si, por una parte, había en efecto observado en Adelaida ciertas excentricidades, por otra, también había podido comprobar que poseía un espíritu sano merced al cual, poco a poco y en un desenvolvimiento gradual de sus facultades, podía esperarse establecer el equilibrio espiritual de la muchacha. Lo que a él le inquietaba grandemente era que no pudiera llegar al fin del alfabeto, mostrándose incapaz de aprender todas las letras. Tras aquella conversación, la señorita Rottenmeier se sintió más tranquila y el señor profesor pudo dirigirse a la sala de estudio. Más tarde, como la señorita Rottenmeier siguiera pensando en Heidi y en su proyecto de fuga, se representó a la niña vestida con las pobres ropas que en realidad llevaba cuando se verificó el encuentro y decidió arreglar un poco su guardarropa, poniendo en él algunos vestidos de Clara, antes de que llegara el señor Sesemann. Comunicó a Clarita su proyecto y esta convino en seguida que era preciso dar a Heidi una cantidad considerable de vestidos y sombreros. La señorita Rottenmeier se dirigió, pues, a la habitación de Heidi para determinar lo que debía conservarse y lo que era preciso que se eliminara. Transcurrido un instante, volvió al lado de Clara con gesto horrorizado. ¿Qué significa lo que acabo de descubrir Adelaida? – exclamó -. ¡Jamás vi cosa semejante! ¿Qué es lo que acabo de hallar en tu armario? ¡Un armario que sólo es para guardar ropa! ¡Un montón de panecillos, fíjate, Clara! ¡Y qué montón! Tinette – añadió abriendo la puerta – vaya a quitar todo el pan duro que hay allí y tire al mismo tiempo el sombrero de paja viejo que encontrará sobre la mesa. - No, no – exclamó Heidi -. Quiero guardar el sombrero, y los panecillos son para la abuelita. Y corrió en persecución de Tinette. Pero la señorita Rottenmeier la detuvo cogiéndola de un brazo y diciéndole en tono nervioso: - Tú permaneces aquí mientras Tinette limpia tu cuarto de porquerías. Heidi entonces se dejó caer al lado del sillón de Clara y prorrumpió en sollozos. En medio de un llanto cada vez más violento, no cesaba de repetir con palabras entrecortadas:
- Ahora la abuelita ya no tendrá panecillos. Eran para la abuelita – y seguía llorando como si su corazón fuera a desgarrarse. La señorita Rottenmeier se apresuró a alejarse. Ante semejante estado de desesperación, Clara se sintió contagiada de la pena de su amiguita. - ¡Heidi, Heidi, no llores! – dijo en tono suplicante-. ¡Escúchame! ¡No te desesperes! Cuando te vayas, te prometo darte cuantos panecillos te quiten ahora y más, si quieres. Saldrás ganando, porque serán tiernos, mientras que los tuyos se hubieran puesto duros, si es que no lo estaban ya. ¡Vamos, Heidi, no llores! Heidi trató de contener sus lágrimas. Al fin comprendió el consuelo que le ofrecía Clara y se afianzó en él, pues de otro modo no hubiera terminado nunca de llorar. Para asegurarse de tal esperanza, preguntó entre sus últimos sollozos: - ¿De verdad me darás tantos panecillos como tenía ya recogidos para la abuelita? - Tantos o más. Pero no llores. Cuando se sentó a la mesa para cenar, Heidi tenía aún los ojos enrojecidos y al ver el panecillo que estaba sobre el mantel, un nuevo sollozo le subió a la garganta. Pero concentró todas sus fuerzas para contenerse, porque sabía muy bien que en la mesa era preciso permanecer tranquila. Sebastián, mientras la servía, comenzó a hacerle a Heidi las más extrañas señas cada vez que se aproximaba a ella. Tan pronto se señalaba su cabeza como la de la niña, guiñando un ojo como queriéndole decir: “Tranquilízate. Lo he visto todo y lo he podido arreglar”. Cuando Heidi estuvo de nuevo en su habitación e iba a subir a la cama, advirtió que debajo de la colcha estaba el viejo sombrero de paja. Lo cogió con júbilo y, en su alegría, lo arrugó más de lo que estaba. Después, tras hacerlo envuelto en el pañuelo rojo, lo ocultó cuidadosamente en el rincón más profundo de su armario. Era Sebastián el que lo había puesto bajo la colcha. Se hallaba en el comedor cuando la señorita Rottenmeier llamo a Tinette y había oído el grito de desesperación de Heidi. Siguió a la doncella y cuando ésta salió del cuarto con el sombrero y os panecillos, se apoderó de aquel gritando: - ¡Yo me encargo de tirarlo! Y lleno de gozo, lo puso en lugar seguro. Esto era lo que había querido dar a entender a Heidi por señas mientras cenaban.
IX EL REGRESO DEL SEÑOR SESEMANN Pocos días después de los anteriores sucesos, reinaba en casa del señor Sesemann una gran animación y un diligente subir y bajar las escaleras. El dueño de la casa acababa de regresar de su viaje, y de su carruaje abarrotado, Sebastián y Tinette sacaban un paquete tras otro, pues el señor Sesemann solía traer de sus viajes innumerables objetos y bonitos regalos. Nada más apearse del coche se había dirigido primero a la habitación de su hija para saludarla. Heidi estaba con Clara, porque aquel era el momento de la tarde que las dos muchachas pasaban siempre juntas jugando. Clara saludó a su padre con gran alegría porque le amaba mucho y su papá también la saludó con muestras de cariño. Luego ofreció la mano a Heidi, que se había retirado a un rincón sin hacer ruido y dijo: -Conque tú eres la pequeña suiza, ¿eh? Ven aquí y dame la mano. ¡Muy bien! Ahora dime, ¿tú y Clara sois buenas amigas? ¿No reñís y os enfadáis y luego lloráis para hacer las paces y volvéis a empezar de nuevo? -No. Clara es siempre buena conmigo -repuso Heidi. -Y Heidi nunca ha tratado de reñir conmigo, papá -exclamó Clara con viveza. -Muy bien, muy bien: me gusta oír esto -dijo su padre levantándose-. Y ahora, hija mía, has de permitirme que vaya a tomar algo, porque aún no he comido. Luego volveré y entonces te enseñaré lo que te he traído. El señor Sesemann se dirigió al comedor. Donde la señorita Rottenmeier contemplaba la mesa que estaba puesta para el dueño de la casa. Este se sentó y la señorita Rottenmeier ocupó una silla enfrente. El señor Sesemann, al ver la cara seria de su ama de gobierno, dijo: -Pero, señorita Rottenmeier, ¿qué he de pensar de usted? Ha puesto usted una cara que no es precisamente de bienvenida. ¿Qué ha pasado? He visto que Clarita está muy animada. -Señor Sesemann -empezó la dama con gravedad-, hemos sufrido una terrible decepción. Clara también…
- ¿En qué? ¿Cómo? – preguntó el señor Sesemann bebiendo después muy reposadamente una copa de vino. - Habíamos decidido, como usted sabe, señor Sesemann, buscar para Clara una compañera y como sé muy bien cuánto le interesa a usted que a su querida hija la rodee sólo lo bueno y lo elevado, yo había pensado en una niña de Suiza, porque esperaba ver a uno de aquellos seres de los que tanto he leído y que, nacidos en el puro ambiente de la montaña, atraviesan la vida, por decirlo así, sin pisar la tierra. -A mí me parece -observó el dueño de la casa- que las niñas de Suiza pisan también tierra firme para adelantar en la vida, porque, de otro modo, Dios les hubiese dado alas y no pies. -¡Oh! Señor Sesemann, usted ya me entiende lo que quiero decir – siguió la dama -. Yo me refería a los seres que viven en las puras regiones de las montañas y pasan por nuestro lado como un hálito ideal. - ¿Y qué quiere usted, querida señorita, que haga mi hija con ese hálito ideal? - Señor Sesemann, yo hablo en serio. La cosa es más grave de lo que usted cree. He sufrido una verdadera decepción, una decepción muy grande. - ¿Pero dónde está la gravedad? ¿Dónde está lo terrible del caso? A mi no me ha parecido mal la niña – observó tranquilamente el señor Sesemann, - ¡Si supiera usted solamente, señor Sesemann, qué personas y qué animales ha traído esa niña a su casa! El señor profesor podrá hablarle de eso. - ¡Cómo! ¿Animales? ¿Cómo he de entenderlo señorita Rottenmeier? - Sí, precisamente nadie lo entiende. Todo el comportamiento de esa criatura no se comprende si no es mirándolo desde el único punto de vista posible: tomándolo como muestras de locura. Hasta aquel instante, el señor Sesemann no había dado importancia a la cosa, si se trataba efectivamente de que la niña no estaba bien de la cabeza, las consecuencias podrían ser fatales para su hija. El señor Sesemann optó de momento por fijarse bien en la expresión de la señorita Rottenmeier, por si pudiera ser que ella misma no estuviese en sus cabales. En aquel momento se abrió la puerta y Sebastián avisó la llegada del señor profesor. - ¡Ah, muy bien! Aquí viene nuestro querido profesor: en nos dará la explicación – exclamó el señor Sesemann al verlo entrar-. Venga, siéntese a mi lado – dijo y le tendió la mano – El señor profesor tomará una taza de café conmigo señorita Rottenmeier. Siéntese, señor profesor, siéntese y nada de cumplimientos. Y ahora dígame, señor profesor, ¿qué pasa con la niña que ha venido a esta casa como compañera de mi hija y a la que usted da lección? ¿Y qué es eso de los animales que ha introducido en esta casa y qué tal está de entendimiento? El señor profesor expresó primero su alegría por el feliz regreso del señor Sesemann, causa y motivo de su visita, así como el de darle la bienvenida. Pero el señor Sesemann le rogó por segunda vez que le diera la anhelada explicación por lo que el señor profesor empezó a decir: -Si he de dar mi humilde opinión acerca de la personalidad de esa niña, haré constar ante todo que si por un lado se advierte en ella cierta carencia de desarrollo espiritual, causada por una educación en mayor o menor grado descuidada o, mejor dicho, por una instrucción retrasada excesivamente y el aislamiento propio de la vida en los Alpes, aunque no se puede censurar completa y totalmente este género de vida, sino que, por el contrario, presenta sus ventajas, pues la permanencia en las regiones alpinas, siempre dentro de los límites de lo conveniente, ejerce sin ningún género de duda una excelente y saludable influencia… - Mi querido señor profesor – le interrumpió el señor Sesemann – usted se toma mucha molestia para explicármelo con claridad. Más dígame tan sólo: ¿Le han asustado también a usted con no se qué animales? ¿Qué le parece esa niña como compañera de mi hija? - No quisiera en modo alguno perjudicar a esa niña –prosiguió el profesor-, pues si, por un lado, puede decirse que carece de cierta experiencia de la sociedad, lo que se explica por el género de vida más o menos salvaje que llevaba antes de trasladarse a Frankfurt, traslado que podrá ejercer siempre cierta influencia sobre el desarrollo de esa criatura, la cual es, por decirlo así, enteramente o cuando menos particularmente inculta, por otro lado, está dotada de talentos incuestionables que dirigidos por una mano diestra... -Perdóneme un momento, señor profesor. Yo... yo he de ver ahora mismo a mi hija. Se me olvidaba una cosa. Y dicho esto, el señor Sesemann salió de la habitación. En el cuarto de estudio se sentó al lado de su hija. Heidi se había levantado y el padre de Clara se volvió hacia ella y le dijo: -Oye, pequeña, ve a buscarme en seguida... espérate... ve a buscarme... -el señor Sesemann no daba con aquello que le hacía inmediatamente falta-, eso es, ve a buscarme un vaso de agua.
- ¿Agua fresca? – Preguntó Heidi. - Sí, sí. Muy fresca – contestó el señor Sesemann. Heidi desapareció. -Y ahora, querida hija, - dijo el padre de Clara, acercándose y tomando entre sus manos las de la niña - dime tú claramente: ¿qué animales son esos que tu amiguita ha traído a casa y por qué cree la señorita Rottenmeier que la pequeña no está bien de la cabeza? ¿Lo sabes tú? Clara lo sabía muy bien, porque la asustada dama le había hablado también de las frases incoherentes de la niña, que sin embargo, para ella tenían sentido. Contó pues, a su padre la historia de los gatitos y la tortuga y explicó las frases de Heidi que tanto aterraron a la señorita Rottenmeier. El señor Sesemann no pudo menos que echarse a reír de corazón cuando oyó tan singulares aventuras. -Entonces, ¿no quieres que mandemos a la pequeña a su casa? ¿No estás cansada de ella? – Preguntó por último. -No, no, papá, no hagas eso – exclamó Clara -.Desde que Heidi está aquí, siempre sucede algo todos los días, y es muy divertido tenerla aquí porque ella cuenta muchas cosas. Antes era muy diferente porque no pasaba nunca nada. -Bien, bien, Clarita: no temas. Ahí vuelve tu amiguita. ¿Has traído agua fresca? – preguntó el señor Sesemann al ofrecerle la niña el vaso. - Sí, agua fresca, directamente de la fuente – le contestó Heidi. - ¿Es que has ido tú a la fuente Heidi? – preguntó clara. - Sí, por cierto: el agua es fresca, mas he tenido que ir muy lejos, porque en la primera fuente había mucha gente. Entonces bajé toda la calle, pero en la otra fuente también había gente, y entonces me dirigí a otra calle y en la fuente que hay en ella tomé el agua. Allí, vi a un señor de cabello blanco, que manda sus saludos al señor Sesemann. - Buena expedición has hecho – dijo riendo el señor Sesemann -, ¿Y quién es el señor que manda saludos? - Pasó por la fuente y se detuvo diciéndome: “Puesto que tienes un vaso, dame de beber. ¿A quién llevas el agua?” y yo le dije: “Al señor Sesemann”. Entonces el se rió mucho y dijo que le saludara a usted, añadiendo después que le deseaba que el agua le hiciera buen provecho. - ¿Ah sí? ¿Quién será que tan bien me quiere? Dime, ¿cómo era ese señor? – preguntó el señor Sesemann. - Reía amablemente y llevaba una gran cadena de oro de la que cuelga una cosa de oro que tiene una gran piedra roja y en el puño de su bastón hay una cabeza de caballo. - Es el señor doctor – exclamaron padre e hija al unísono y el señor Sesemann rió para sus adentros, pensando en su amigo y en los comentarios que haría sobre el modo de proveerse de agua en su casa. Por la noche el señor Sesemann en ocasión de hallarse solo con la señorita Rottenmeier, la cual había ido a hablarle de ciertos asuntos domésticos, la informó de que había decidido retener en casa a la pequeña compañera de su hija, porque había comprobado personalmente que era una niña normal y que su compañía era más agradable a Clara que ninguna otra. -Deseo, pues -añadió acentuando las palabras- que esa niña sea tratada siempre con cariño y que sus originalidades no sean tomadas en consideración como crímenes. Por otra parte, si usted no sabe cómo manejar a la niña, pronto tendrá un auxiliar en la persona de mi madre, que pasará algún tiempo en esta casa. Y usted sabe por experiencia que mi madre puede manejar a las personas, sean como sean. ¿No es verdad, señorita Rottenmeier? - Sin duda alguna señor Sesemann – respondió la dama -. Pero no pareció muy encantada con la ayuda que le anunciaban. El señor Sesemann sólo disponía de pocos días para permanecer al lado de su hija. Al cabo de dos semanas volvió a partir para París, donde le llamaban sus negocios. Consoló a su hija sobre esta nueva ausencia, anunciándole la próxima llegada de la abuelita. En efecto, apenas había salido de Frankfurt, se recibió una carta de la señora Sesemann anunciando que iba a ponerse en camino, saliendo de Holstein, donde tenía ella sus propiedades, y que debían mandar el coche a la estación al día siguiente al de la llegada de la carta. A Clarita le alegró mucho aquella noticia y en seguida se puso a contar a su pequeña compañera tantas cosas acerca de la señora Sesemann, que desde aquella misma tarde Heidi comenzó a hablar también de la llegada de «abuelita». La señorita Rottenmeier, que la oyó, le echó una mirada de desaprobación, mas Heidi no hizo caso, porque había advertido que ella era para la dama un caso de enfado permanente. Más tarde cuando iba a acostarse, la señorita Rottenmeier la hizo entrar en su habitación y le dijo
que ella no había de llamar jamás «abuelita» a la señora Sesemann, sino únicamente «respetable señora», porque así le correspondía. X LA ABUELITA DE CLARA A juzgar por los preparativos que ocuparon todo el día siguiente, era fácil ver que la persona esperada debía jugar un papel muy importante en la casa y a todos les convenía demostrar el mayor respeto. Tinette se había puesto su toca más blanca y Sebastián distribuyó todos los escabeles de la casa de manera que la señora Sesemann encontrara siempre alguno puesto para sus pies, dondequiera se sentara. La señorita Rottenmeier recorrió todas las habitaciones más tiesa y más severa que nunca, como si con ello quisiera dar a entender que, si bien iba a llegar una nueva autoridad, ella aún no estaba dispuesta a ceder la suya. Por fin llegó el momento en que el ruido de un coche anunció la llegada, y Tinette y Sebastián se precipitaron escaleras abajo: la señorita Rottenmeier les siguió con lentitud, pero no se atrevió a dejar para más tarde presentarse ante la señora Sesemann o no acudir a darle la bienvenida, Heidi había sido enviada a su habitación, con la orden de permanecer en ella hasta que la llamaran, porque era seguro que la señora Sesemann se dirigiría ante todo a la habitación de Clara y querría verla a solas. Heidi se sentó, pues, en un rincón de su cuarto y trató de recordar cómo debía llamar a la abuela de Clara. Al cabo de poco rato, Tinette entreabrió la puerta y le gritó con la acostumbrada sequedad: -Vaya usted a la sala de estudio. Heidi obedeció inmediatamente. Al entrar, la abuela la acogió con bondadosa sonrisa y tendiéndole la mano le dijo: -Aquí tenemos a nuestra pequeña. Ven, acércate, que te vea bien. Heidi se acercó y saludó con voz clara: -Buenos días, señora Respetable. Y es que Heidi no había podido preguntar a la señorita Rottenmeier acerca de lo que creía era un error. Siempre había oído decir que “señora” se pone delante del apellido y creyó que la señorita Rottenmeier se había equivocado al instruirle que debía llamar a la señora Sesemann “respetable señora”. Lo que seguramente había querido decir el ama de gobierno era “señora respetable”. Con este razonamiento, Heidi resolvió el problema. -¿Cómo? ¿Qué dices? -exclamó riendo la señora Sesemann al oírse tan singularmente tratada-. ¿Es que en tus montañas se habla así a las personas? -No, allí nadie se llama así -respondió Heidi con la mayor seriedad. -Y aquí tampoco, hija mía -continuó la señora Sesemann acariciándole la cara-. No lo digas más. Para los niños soy abuelita y nada más. ¿Podrás llamarme así? -¡Oh, sí, sí! -exclamó Heidi-, antes siempre lo decía. - ¡Ah, ya entiendo! La abuelita se mostró muy regocijada. Luego examinó atentamente a Heidi, moviendo de cuando en cuando la cabeza. La pequeña por su parte, la miraba francamente: había en los ojos de la anciana algo que infundía confianza y cariño. Heidi se sintió encariñada con la abuelita de Clara desde aquel mismo momento. No le quitaba la vista de encima. Tenía una hermosa cabellera blanca cubierta de una toca de puntillas que encuadraba su rostro; pero lo que más gustaba a Heidi eran las dos cintas que flotaban a ambos lados de la cabeza como si un céfiro constante soplara a su lado. -Y tú ¿cómo te llamas, hija mía? -preguntó al fin la anciana. -Yo me llamo solamente Heidi; pero puesto que es preciso que me llame también Adelaida, prometo prestar gran atención cuando me llamen así... -y se detuvo, porque la señorita Rottenmeier acababa de entrar en la sala y la conciencia de Heidi le reprochaba no haber aprendido aún a responder cuando la dama la llamaba Adelaida, porque siempre se olvidaba de que aquel era ahora su nombre... -La señora Sesemann convendrá -dijo la señorita Rottenmeier- que era preciso elegir un nombre que se pudiera pronunciar sin temor de herir las conveniencias, aunque no fuese más que a causa de la servidumbre. -Querida Rottenmeier, - contestó la anciana con gran disgusto de la dama, porque aquélla no anteponía nunca el “señorita” a su nombre – cuando una niña se llama Heidi y tiene por costumbre responder a este nombre, pues se la llama Heidi y nada más.
Contra esto no había nada que decir. La abuelita tenía ideas propias contra las cuales era inútil querer rebelarse. Sabía también hacer uso de sus cinco sentidos, que la edad no había debilitado aún, y desde el primer momento nada de lo que sucedía en casa escapó de su atención. Al día siguiente, cuando Clara cerró los ojos para dormir su acostumbrada siesta, la abuelita, sentada al lado de aquélla, hizo lo mismo. Mas no por mucho tiempo. Al cabo de cinco minutos estaba de nuevo despierta y salió quietamente de la habitación y entró en el comedor. No había nadie en él. “Debe de dormir”, se dijo la anciana, y fue a la habitación de la señorita Rottenmeier. Allí llamó vigorosamente a la puerta. Al cabo de un momento, esta se abrió y la señorita Rottenmeier se echó atrás, muy asustada ante visita tan inesperada. -¿Dónde se halla la niña a estas horas y qué hace? Me interesa saberlo -preguntó la señora Sesemann. -Está en su cuarto, donde podría ocuparse útilmente si tuviese el menor instinto de actividad. Usted debería conocer, señora, todas las tonterías que a esa niña se le ocurren, cosas tan... tan originales, que casi no se pueden mencionar en la buena sociedad. - Pues querida Rottenmeier, si yo hubiese de estar encerrada en una habitación a la edad de la niña, tampoco contaría usted en la buena sociedad cosas que a mí se me ocurrieran. Vaya en seguida a buscar a la niña y llévela a mi habitación; quiero enseñarle unos libros muy hermosos que he traído. -¡Pero si ahí está precisamente la desgracia! – exclamó la señorita Rottenmeier -. ¿Qué hará ella con esos libros si hasta ahora no ha podido aún aprender la más pequeña cosa? El señor profesor podría contarle a usted cosas muy graves acerca de este asunto. Si un hombre de su inteligencia no poseyese al mismo tiempo la paciencia de un santo, hace mucho tiempo que hubiera renunciado a las lecciones. -¿Ah, sí? Pues me extraña mucho, porque la pequeña no tiene aspecto de que no se pueda hacerle comprender las cosas y menos aún el abecé -observó la señora Sesemann -. Mientras tanto, haga el favor de ir a buscarla. Hoy no hará más que mirar las láminas de mis libros. La señorita Rottenmeier hubiera querido añadir algunas observaciones más, pero la señora Sesemann le había vuelto ya la espalda y se dirigía a su habitación. La abuela de Clara no salía de su asombro a causa de la noticia acerca de la torpeza mental de que Heidi daba muestras y había decidido examinar el asunto por sí misma, sin dirigirse al señor profesor, al que, sin embargo, estimaba mucho y saludaba siempre afectuosamente, mas no sin sentir cierta aversión por su rara manera de expresarse, por lo que evitaba todo cuanto podía enfrascarse en una conversación con él. Poco tardó Heidi en comparecer ante la abuela, y al ver los grandes libros llenos de bellas estampas, que la señora Sesemann le enseñó, sus ojos se animaron. De pronto dio un grito; la anciana señora acababa de dar vuelta a una hoja y la mirada de Heidi quedó fija con expresión ardiente en una nueva estampa; luego, súbitamente, sus ojos se llenaron de lágrimas y prorrumpió en amargo llanto. La abuela miró la estampa. Representaba una hermosa pradera verde donde pacían toda clase de animales; en medio de ellos estaba el pastor, apoyado en un gran cayado, contemplando gozoso el rebaño. Todo el cuadro parecía bañado de un halo de oro y se veía que el sol acababa de desaparecer tras el horizonte. La anciana cogió entre las suyas una mano de Heidi. -Hija mía, vamos -le dijo afectuosamente-, no llores más. Esta estampa te ha recordado sin duda algo familiar, pero escúchame, hay una historia muy bonita que explica el cuadro y te la contaré esta noche. En este libro hay además otros cuentos muy lindos que podemos leer juntas. Vamos, seca tus lágrimas, hija mía, porque aún hemos de hablar de otras cosas. Ponte ahí delante para que yo te vea bien. Así está bien, y ahora quiero que vuelvas a estar contenta. Sin embargo, aún pasó largo rato hasta que Heidi cesara de sollozar. La abuela dejó que se fuera calmando paulatinamente diciéndole de cuando en cuando: - Vamos, hija mía, ya ha pasado, ya estás tranquila. Y cuando al fin la niña se hubo calmado le dijo: -Cuéntame ahora, hija mía, cómo van tus lecciones con el señor profesor. ¿Te aplicas mucho para aprender algo? -¡Oh, no! -respondió Heidi con un suspiro-. Pero yo ya sabía que no se puede aprender. -¿Qué quieres decir, Heidi? ¿Qué es lo que no se puede aprender? -No se puede aprender a leer, es demasiado difícil. -¡Ah, caramba! ¿De dónde sacas tú eso? -Me lo ha dicho Pedro y él lo sabe muy bien. Siempre tiene que empezar de nuevo y no podrá jamás aprenderlo, es demasiado difícil.
-¡Vaya un muchacho original ese Pedro! Pero fíjate, Heidi, no se debe creer siempre lo que Pedro u otros como él puedan decirte; es preciso que tú misma lo compruebes. Estoy segura que tú no has escuchado al señor profesor con la atención que es menester y que no has mirado bien las letras. -No, no puede ser -repitió Heidi con expresión de absoluta resignación ante el orden inmutable de las cosas. -Heidi -continuó la anciana-, escucha bien lo que voy a decirte; si aún no has aprendido a leer, es porque has creído lo que te dijo Pedro, pero yo te aseguro que puedes aprender a leer en muy poco tiempo, como la mayor parte de los niños que son como tú y no como ese Pedro. ¿Y sabes lo que sucederá cuando sepas leer? Tú has visto esta estampa tan hermosa con las vacas y el pastor, ¿verdad? Pues bien: Cuando hayas aprendido a leer, yo te regalaré el libro y en él hallarás la historia de un pastor, lo que hace con sus vacas y sus cabras y todas las cosas extraordinarias que le suceden, como si alguien te lo contara. Estoy segura de que te gustaría saber todo eso ¿verdad? Heidi había escuchado con la mayor atención y, con ojos brillantes, luego lanzó un profundo suspiro y exclamó: -¡Oh, si yo pudiera leer eso! -Puedes hacerlo, no lo dudes; y si no me equivoco tardarás poco tiempo. Ahora vayamos a ver lo que hace Clara; le llevaremos estos libros tan hermosos. La avuela cogió a Heidi de la mano y la condujo a la sala de estudio. Desde el día que Heidi había tratado de huir de la casa y la señorita Rottenmeier la riñera tanto, diciéndole cuánta ingratitud había demostrado al querer fugarse y qué gran fortuna sería para ella que el señor Sesemann no se enterara de nada, se había operado en la niña un gran cambio. Llegó a comprender que no podía regresar a sus montañas cuando quisiera, como su tía le había dicho, sino que era preciso permanecer en Frankfurt durante mucho tiempo, tal vez para siempre. Había también comprendido que el señor Sesemann la tacharía de ingrata si ella solicitaba permiso para irse y que Clara, y quizás también la abuela, pensarían seguramente lo mismo. En consecuencia Heidi había determinado no decir a nadie cuánto le gustaría volver a su casa, porque no quería que la abuela, que tan buena era con ella, se enojase como lo hacía la señorita Rottenmeier. Pero la tristeza que oprimía su corazón se hacía cada vez más angustiosa. Casi no comía y de día en día perdía color. Muchas noches no podía dormir, porque cuando se hallaba sola en su cuarto y a su lado reinaba el silencio, veía pasar ante sus ojos, como una imagen viviente, los Alpes iluminados por los ratos del sol y cubiertos de flores. Si al fin lograba dormir, en sueños veía las altas rocas del Falkniss y la nieve, resplandeciente de Cesaplana. Y a la mañana siguiente, cuando se despertaba, gozosa y dispuesta a saltar fuera de la cabaña, descubría que se hallaba en su gran lecho de Frankfurt, lejos, muy lejos de los Alpes y de su casita. Entonces Heidi ocultaba el rostro en la almohada y lloraba largo rato, pero muy bajito, por miedo de que la pudiesen oír. La tristeza de Heidi no pasó inadvertida a la abuela. Esta dejó pasar algunos días para ver si la niña perdía poco a poco su abatimiento. Mas al ver que no se operaba ningún cambio en la pequeña y al advertir que casi todas las mañanas mostraba huellas de haber llorado de nuevo, la llamó un día a su habitación y le preguntó con mucha bondad: -Ahora dime, Heidi. ¿Qué es lo que tienes? ¿Acaso te aflige alguna pena? Pero Heidi, que temía parecer ingrata a la abuela, que tan buena era con ella, y enojarla, así respondió con tristeza: -No lo puedo decir. -¿No? ¿Y a Clara se lo puedes decir? -No, no, a nadie -exclamó la pequeña con tanta pena que la anciana sintió lástima. -Escúchame bien, hija mía -continuó-, lo que quiero decirte. Cuando se tiene una pena que no se puede confiar a nadie, hay que decírsela a Dios Nuestro Señor, que está en el Cielo, y se le pide ayuda a El, porque sólo El puede resolver nuestras dificultades. Tú me entiendes bien, ¿verdad? ¿Te acuerdas todas las noches de dar gracias a Dios por lo que te da y de rogarle que te libre del mal? -No, nunca hago eso. -¿No has rogado nunca a Dios? ¿No sabes lo que es una oración? -Lo aprendí hace ya muchísimo tiempo con mi primera abuela, pero lo he olvidado. -¿Ves, Heidi, por qué estás tan triste? Es que no tienes a Dios que te ayude. Reflexiona un poco el bien que te hará cuando tengas alguna cosa que te descorazone y te atormente, poder acudir a Dios y rogarle que te ayude. Porque El lo hace si nosotros se lo pedimos y así nos devuelve la felicidad.
Un destello de alegría brilló en los ojos de la niña: -¿Es que se le puede decir todo, todo? -preguntó. -Sí, Heidi, todo, todo. Heidi retiró su mano de entre las de la abuela y dijo: - ¿Puedo irme ahora? - Sí, hija mía, vete – respondió la anciana. Y sin esperar más, Heidi se alejó corriendo y subió a su habitación. Allí se sentó sobre un taburete y, juntando las manos, contó a Dios todo lo que tenía en su corazón, tolo lo que hacía que se sintiese desgraciada, y le pidió con insistencia que le permitiera volver pronto a casa de su querido abuelito. Transcurrió poco más o menos una semana, cuando un día el señor profesor pidió permiso para entrar en la habitación de la señora Sesemann, pues quería referirle un hecho muy singular. La señora Sesemann le concedió la entrevista y le tendió amistosamente la mano. -Querido profesor, sea usted bienvenido – le dijo – y siéntese aquí a mi lado. Dígame lo que le trae aquí; supongo que no se tratará de nada malo, ninguna queja por ejemplo. -Al contrario, señora – empezó el señor profesor -, Ha sucedido algo que en modo alguno podía yo esperar, algo que sorprendería a cualquiera que estuviera al corriente de lo acontecido con anterioridad, pero es preciso convenir que según las reglas de la lógica esto era completamente imposible aunque, sin embargo, ha tenido realización y del modo más maravilloso, cosa que precisamente está en contra de lo que era de esperar... -¿Es que, por casualidad, Heidi ha aprendido a leer, señor profesor? – le interrumpió la señora Sesemann. El profesor la miró, mudo de estupefacción. -Esto es realmente algo maravilloso -dijo al fin-. No sólo porque después de todas mis detalladas explicaciones y el trabajo extraordinario que me he tomado, la niña no hubiera podido aprender el abecé, sino que ahora lo haya aprendido en tan poco tiempo, precisamente en el momento en que yo había decidido renunciar a las explicaciones razonadas que daba a la niña para presentarle las letras con toda sencillez. Ella ha aprendido a leer, por decirlo así, de la noche a la mañana, y esto con una corrección que raras veces se encuentra en los principiantes. Mas lo que también me parece muy notable, señora, es que usted haya previsto como probable un hecho cuya realización parecía tan imposible. -Muchas cosas extraordinarias pasan en la vida -repuso la señora Sesemann sonriendo satisfecha-. Hay también con frecuencia felices coincidencias, el encuentro de dos hechos, como, por ejemplo, un nuevo afán en el discípulo y un nuevo método por parte del maestro; ambas cosas tienen indudablemente algo bueno, señor profesor. Ahora ya podemos alegrarnos de los progresos de la niña y esperar que continúe... Y, al decirlo, acompañó al señor profesor hasta la puerta y luego se apresuró a acudir a la sala de estudio para convencerse por sí misma de la buena noticia. En efecto, Heidi estaba sentada al lado de Clara y le leía un cuento. La niña misma estaba sorprendida y parecía penetrar con interés creciente en aquel mundo nuevo que se abría ante ella ahora que las negras letras se transformaban poco a poco en objetos y en personajes y formaban historias palpitantes. La misma noche, al sentarse a la mesa, encontró Heidi el gran libro con las hermosas láminas; la niña elevó hacia la abuela una mirada interrogante y la anciana le respondió con una sonrisa, diciendo: -Sí, hija mía, ahora es tuyo. -¿Para siempre? ¿Aun cuando vuelva a los Alpes? -preguntó Heidi sofocada por la alegría. -Sí, naturalmente, para siempre. Mañana empezaremos a leerlo. -Pero tú no volverás a los Alpes, tardarás todavía muchos años -exclamó Clara-. Es preciso que te quedes a mi lado para que no esté yo tan sola el día que la abuelita se marche. Cuando Heidi llegó aquella noche a su cuarto, examinó todavía durante mucho tiempo, antes de acostarse, el hermoso libro que acababan de regalarle; y a partir de aquel día, su más preciada ocupación consistía en leer y releer sin cesar las narraciones que explicaban las hermosas laminas en color. Y no había para ella momento más feliz que cuando por la noche la abuela le decía: “Heidi nos leerá ahora un cuento”, porque ahora ya leía correctamente y al hacerlo en voz alta, hacía que las historias pareciesen aún más bellas y más fáciles de comprender. Y luego, la abuelita explicaba muchas cosas y contaba más detalles aún de las que había en el libro. La historia que Heidi prefería a todas las demás, era aquella de la lámina en que se veían los verdes prados con el pastor en medio de su rebaño, apoyando en un bastón, con aire satisfecho guardando el ganado de su padre. En seguida veía otra lámina en la que se le veía
después de haber huido de la casa paterna: estaba en el extranjero sirviendo a un amo, del que tenía que guardar los cerdos, y aparecía muy delgado, porque no tenía para comer más que las frutas selváticas; en esta lámina no lucía el sol, todo era gris y nebuloso. Pero luego venía una tercera lámina. En ella el viejo padre salía de su casa y corría, con los brazos abiertos, al encuentro de su hijo, el que vio llegar desde lejos, muy flaco y muy avergonzado, con los vestidos rotos. Aquella era la historia favorita de Heidi y la leía siempre en voz alta, o muy bajito, y jamás dejaba de escuchar atentamente las explicaciones de la abuela cada vez que leía el cuento. Pero había también otras historias muy hermosas ilustradas por bellas láminas de colores. Tan bonito era el libro, que los días transcurrían volando y muy pronto llegó el momento fijado para la marcha de la abuela.
XI PERDIDAS Y GANANCIAS Durante su estancia en Frankfurt, la señora Sesemann no había dejado de hacer cada tarde lo que hiciera el primer día de sui llegada, es decir, arrellanarse después de comer en su sillón al lado de su nieta Clara, mientras la señorita Rottenmeier se ausentaba del comedor, seguramente para echar la siesta también. Más al cabo de cinco minutos, la anciana estaba nuevamente de pie y hacía ir a su habitación a Heidi a fin de hablar con ella, entretenerla y hacer que se divirtiera un poco. La abuela había llevado a casa de Clara un sinfín de lindas muñecas y enseñaba a Heidi a confeccionar vestiditos y abriguitos de los más variados colores; tanto y tan bien lo hizo, que Heidi aprendió a coser sin darse cuenta, porque ponía en el trabajo todo su afán. Pero una de sus mayores alegrías era leer en voz alta las narraciones de su libro; cuanto más las leía, tanto más se encariñaba con ellas porque la niña se identificaba de tal modo con los personajes y los sucesos del relato, que se sentía estrechamente ligada a su suerte y gustaba de permanecer en su compañía. Sin embargo, a pesar de todo, Heidi no había recobrado su aire feliz ni el brillo de sus ojos. Había llegado la última semana que la señora Sesemann pasaba en Frankfurt. Acababa de llamar, como de costumbre, a la niña a su habitación mientras Clara dormía. Cuando Heidi entró con el gran libro bajo el brazo, la abuela le hizo una seña de que se acercara a ella, puso el libro a su lado y dijo: -Vamos, hija mía, ¿por qué has vuelto a perder tu alegría? ¿Sigues teniendo el mismo pesar de antes? -Sí -respondió Heidi. -¿Y has contado tus penas a Dios Nuestro Señor? -Sí. -¿Y sigues rogándole todos los días que remedie tu mal y que te haga otra vez feliz? -No, ya no le digo nada. -¿Qué dices, Heidi? ¿Por qué no ruegas ya a Dios? -Porque de nada me sirve; Dios no me ha escuchado. Y es natural – continuó la pequeña con cierta agitación – que no pueda prestar atención a todo lo que la gente le dice cuando hay tantos aquí en Frankfurt que se dirigen todos a la vez a El. Estoy segura de que nunca ha oído mis súplicas. - ¿Cómo es que lo sabes con tanta seguridad Heidi? - Yo le he suplicado a Dios la misma cosa durante varias semanas y El no ha hecho lo que yo le pedía. -Pero, hija mía, las cosas no suceden como tú te imaginas. Compréndelo bien: Dios es nuestro Padre y El sabe siempre lo que nos conviene, mientras que nosotros no podemos saberlo. Y si le pedimos algo que nos pueda ser nocivo, no nos lo concede, pero en cambio, si continuamos dirigiéndonos a El, nos envía algo mucho mejor. Lo esencial es no perder la confianza en El, y suplicarle de todo corazón. Lo que tú le habrás pedido seguramente no será bueno para ti: en este momento por lo menos. Pero ten por seguro que Dios ha oído tu voz. El puede ver y escuchar a todos los hombres de la tierra a la vez, porque El no es un hombre, sino Divino y Omnipotente. Y como sabe muy bien lo que te conviene, seguramente se habrá dicho: “sí, Heidi tendrá algún día lo que pide, pero cuando haya llegado el momento y entonces será verdaderamente feliz. Porque si ahora logra lo que pide y luego viera que había sido mucho más feliz si yo no hubiese accedido a sus deseos llorará y dirá: “¡Ojalá Dios no me hubiera concedido lo que yo pedía! Esto no es tan bueno para mi como yo me figuraba”. Y ahora
resulta que mientras El desde arriba te mira para ver si tienes confianza en El y si sigues rogándole todos los días cuando alguna cosa te apena, tú te has alejado de El. Pero has de saber que cuando uno de nosotros se porta de esta manera y Dios ya no oye su voz, también Dios le olvida y le deja que haga lo que quiera. Y luego cuando es desgraciado y se queja diciendo: “Nadie acude para ayudarme”, es natural que nadie tenga piedad de él porque todos piensan: “Tu fuiste quien olvidaste a Dios, que era el único que podía ayudarte”. Di ¿deseas que te suceda a ti lo mismo, Heidi? ¿O quieres volver a Dios, pedirle perdón y contarle luego todos los días tus penas, tener confianza en su sabiduría y creer que El lo arreglará todo para que tú puedas alegrarte de nuevo? Heidi había escuchado con mucha atención. Cada una de las palabras de la anciana le llegó al corazón, porque tenía en ella una fe sin límites. - Ahora mismo voy a pedir perdón a Dios y nunca más le olvidaré – dijo la niña llena de arrepentimiento. - Así me gusta hija mía, y ten la seguridad de que El te ayudará cuando haya llegado el momento. Heidi salió inmediatamente de la habitación de la abuela y se dirigió a la suya para rogar de todo corazón a Dios pidiéndole perdón y que no la olvidara nunca, sino que velara por ella desde el Cielo. Llegó por fin el día de la marcha de la abuela, un día muy triste para Clara y para Heidi. Pero la señora Sesemann arregló las cosas de tal suerte que a nadie se le ocurrieron ideas tristes hasta que arrancó el coche que la conducía ala estación. Entonces se adueñó de la casa un gran vacío y un gran silencio, como si todo hubiera acabado. Heidi y Clara pasaron el resto del día sentadas la una al lado de la otra, como pobres pájaros desamparados, y se preguntaban sin cesar que harían ahora que la bondadosa abuelita ya no se hallaba allí. Al día siguiente, después de las lecciones, Heidi se dirigió a Clara con el gran libro bajo el brazo y le dijo: -De ahora en adelante, si tú quieres, Clara, yo te leeré todos los días estos hermosos cuentos. Aquella proposición complació mucho a Clara, y Heidi puso manos a la obra. Mas a poco dejó la lectura, porque apenas había comenzado una narración en la que se trataba de una abuela que se moría, la pequeña exclamó de pronto estallando en sollozos. - ¡Oh, ahora la abuelita se ha muerto! Todo lo que Heidi leía tenía para la niña tanta realidad que en aquella ocasión se imaginó que la abuela de los Alpes estaba muerta, y no cesaba de llorar y repetir: - La abuelita se ha muerto, y ya no podré verla para llevarle ni un solo panecillo. Clara se esforzaba para explicarle que la narración no trataba de la abuela de los Alpes, sino de otra abuela muy distinta. Sin embargo, aún después de haberlo comprendido, Heidi no se consolaba y siguió llorando. Por primera vez advirtió la posibilidad de que la abuela de Pedro pudiera morirse estando ella tan lejos, y su abuelito también. Entonces todo habría muerto y quedaría sumido en el silencio de aquellas sus queridas montañas y, al regresar a la casita, estaría muy sola allí y nunca más volvería a ver las personas a quienes tanto amaba. Entretanto, había entrado en la habitación la señorita Rottenmeier, porque llego a oír las voces que daba Clara para sacar a Heidi de su error. Cuando vio que la niña no cesaba de llorar, se aproximó se aproximó, y, con visible impaciencia, le dijo en tono categórico: -¡Adelaida, basta ya de lloriqueos en esta casa! Y ten entendido que si vuelves a empezar a hacer escenas a causa de esas dichosas narraciones, te quito el libro y no lo volverás a ver en todos los días de tu vida. Aquella amenaza impresionó profundamente a Heidi. Quedó pálida de miedo, porque aquel libro era su más precioso tesoro. Secó rápidamente sus lágrimas e hizo esfuerzos por calmar los sollozos. La amenaza había producido un saludable efecto: a partir de aquel día, Heidi no lloró más, por triste que fuera la historia que leyera. Para dominar sus emociones y no prorrumpir en sollozos, se veía con frecuencia obligada a hacer grandes esfuerzos y un día Clara, muy asombrada le dijo: - Heidi ¿qué muecas estás haciendo? ¡Jamás vi cosa parecida! Pero las muecas no producían ruido, la señorita Rottenmeier no las veía y cuando Heidi lograba dominar su agitación todo volvía a quedar tranquilo como antes y la cosa pasaba inadvertida. No obstante, Heidi perdía cada vez más el apetito, estaba tan delgada y pálida que Sebastián, al verla así y que en las comidas rechazaba siempre los bocados más apetitosos, trataba de animarla frecuentemente, diciendo muy bajito, para que nadie se enterase, al ofrecerle un plato.
-Tome un poco señorita, que esto está muy bueno. No basta una cucharada, tome algunas más. Pero los consejos paternales del buen criado de nada servían: Heidi casi no comía. Por las noches, apenas se hallaba acostada le acosaban más fuerte que nunca los recuerdos de sus montañas y lloraba larga y silenciosamente para que nadie la oyera. Así transcurrió cierto tiempo. Heidi ya no sabía si estaban en invierno o en verano, porque las grandes fachadas de las casas que veía por las ventanas tenían siempre el mismo aspecto y a la calle no salía más que cuando Clara se hallaba muy bien para poder dar un paseo en coche. Por otra parte aquellos paseos eran siempre de corta duración, porque Clara no podía resistir mucho tiempo el movimiento del coche, y no salían nunca de las murallas de la ciudad ni de las calles empedradas. El coche frecuentaba las más hermosas vías de la ciudad, en las que había muchísima gente, pero no existían en ellas ni árboles, ni flores, ni abetos, ni montañas. De ahí que un ardiente deseo de volver a ver los lugares familiares se hiciera cada vez más fuerte en el corazón de Heidi. Sus deseos eran tan intensos que le bastaba oír el nombre de cualquiera de las cosas relacionadas con aquellos lugares amados para que se renovara con mayor intensidad el pesar que tenía por hallarse lejos de ellos. Transcurrió de aquel modo el otoño, luego el invierno y pronto el sol volvió a lucir con su esplendor sobre las fachadas de las casas. Heidi, al observarlo, lo asociaba inmediatamente a sus recuerdos de las montañas; aquella era la época en que Pedro volvía a subir a los campos de pastos con las cabras. Aquellos campos donde las flores brillaban con sus suaves colores bajo los rayos del sol y donde todas las tardes, al desaparecer el astro rey, se inundaban las cimas de las montañas en una aureola de fuego. Heidi se ocultaba en un rincón de su cuarto, escondía su rostro entre las manos para no ver resplandecer el sol en los muros de la casa vecina, y hasta que Clara reclamaba su presencia, permanecía así, sin moverse, luchando silenciosamente contra la añoranza que la desgarraba el corazón. XII FANTASMAS EN CASA DEL SEÑOR SESEMANN
Hacía algún tiempo que la señorita Rottenmeier se deslizaba por la casa más silenciosa que de costumbre y como absorta en alguna grave preocupación. Al oscurecer, cuando pasaba de una habitación a otra o atravesaba los largos pasillos, se volvía con frecuencia y miraba furtivamente a los rincones, como si temiera que alguien la siguiera sin hacer ruido y pudiera agarrarla por el vestido. Si estaba sola no se atrevía más que a entrar en las habitaciones frecuentadas. Si tenía que hacer algo en el piso superior, donde se hallaban casi todas las estancias desocupadas de la casa, o en la planta baja, en la que estaba la sala grande y misteriosa, donde a cada paso despertaba ecos sonoros y en cuyas paredes pendían los retratos de los viejos consejeros con sus grandes cuellos blancos, mirando con ojos severos a cualquiera que pasara por allí, jamás dejaba la señorita Rottenmeier de llamar a Tinette para que la acompañara, mas sin revelar su preocupación. Tinette procedía, por su parte de la misma manera: cuando tenía algo que hacer en la planta baja o en el piso superior de la casa, rogaba siempre a Sebastián que fuese con ella, con el pretexto de que tal vez necesitara sus servicios. Pero lo más curioso del caso era que Sebastián procedía exactamente igual que Tinette. Cuando le mandaban a alguna parte alejada de la casa, requería la ayuda de Juan, por su no podía llevar él solo lo que le habían mandado traer. Y aunque en el fondo nunca había necesidad de que dos personas se ocupasen en el mismo asunto, todos respondían voluntariamente a tales llamamientos como si cada uno de ellos sintiera la necesidad de asegurarse de aquel modo la buena voluntad de los otros para semejantes servicios. Y mientras esto sucedía en el primer piso de la casa, la vieja cocinera, que habitaba en el sótano se entregaba a profundas reflexiones delante de sus marmitas y repetía suspirando y moviendo la cabeza: - ¡Y que a mi edad tenga que ver estas cosas! Lo cierto es que desde hacía algún tiempo sucedían cosas muy extrañas e inquietantes en la casa. Todas las mañanas, cuando los criados bajaban a la planta baja, hallaban abierta la puerta de entrada, sin que pudieran descubrir quién fuera el autor de semejante acto. Los primeros días, los domésticos, muy aterrados, se apresuraban a examinar todos los rincones de la casa para asegurarse de que no faltaba nada, pues se suponía que algún ladrón se había
escondido en ella durante la noche, llevándose algunos objetos de valor. Más de nada les sirvió la búsqueda, ni hallaron a nadie ni echaron nada de menos. Llegada la noche, no sólo cerraron la puerta con una barra fijada en la pared, sino que le echaron dos vueltas a la llave. Esto no fue obstáculo para el misterioso personaje, porque a la mañana siguiente la puerta estaba de nuevo abierta. Y así todas las mañanas. Por muy temprano que la servidumbre se levantara, el misterioso personaje les tomaba la delantera y la puerta de la casa se hallaba ya abierta mucho antes de hacerse de día. Por fin Sebastián y Juan sacaron fuerzas de flaqueza y, cediendo a los insistentes ruegos de la señorita Rottenmeier, se prepararon para pasar la noche en la habitación contigua a la gran sala de la planta baja, dispuestos a aguardar allí los acontecimientos. La señorita Rottenmeier buscó entre los efectos del señor Sesemann algunas armas, que junto con una buena botella de licor, entregó a Sebastián, a fin de que no les faltasen ni armas de defensa ni medios confortantes. A la hora convenida, los dos criados instalados, pues, en la citada habitación de la planta baja, comenzaron por tomarse algunas copitas de licor. El primer efecto fue que sintieron grandes deseos de charlar; pero luego les entró poco a poco sueño y, después de guardar silencio durante cierto rato, concluyeron por dormirse profundamente en sendos sillones. Cuando en el viejo reloj de la iglesia dieron las doce, Sebastián se despertó y llamó a su compañero. Pero éste siguió bien dormido, a pesar de los esfuerzos de Sebastián, quien, ya muy despabilado, se puso a escuchar atentamente. Reinaba en la casa absoluta tranquilidad; tampoco de la calle llegaba ningún ruido. Sebastián se sintió invadido de un malestar creciente al advertir tanto silencio. Empezó a llamar de nuevo a Juan y a sacudirlo varias veces para sacarlo de su sueño; por fin Juan volvió a abrir los ojos y tornó a la realidad, recordando el porqué de su estancia allí, en aquel sillón en lugar de estar acostado en su cama. Se puso de pie y, adoptando aires de valentía exclamó: - Vamos Sebastián, salgamos un poco a ver lo que sucede. No tengas miedo, que yo iré delante. La puerta de la habitación estaba entreabierta y Juan la abrió del todo saliendo al vestíbulo. En el mismo instante una violenta corriente de aire que procedía de la puerta de entrada apagó la vela que el criado llevaba en la mano. Juan retrocedió precipitadamente y casi tiró a Sebastián al suelo, arrastrándolo otra vez dentro de la habitación; cerró la puerta y con mano temblorosa dio dos vueltas a la llave. Después extrajo de su bolsillo una caja de fósforos y volvió a encender la vela. Sebastián no comprendía muy bien lo que había sucedido; oculto tras las anchas espaldas de Juan, apenas pudo notar la corriente de aire, más cuando vio el rostro de su compañero a la vacilante luz de la bujía, dio un grito de terror; Juan estaba pálido como la muerte y temblaba como un convulso. -¿Qué hay? ¿Qué has visto? ¡Habla! -exclamó Sebastián, lleno de ansiedad. -¡La puerta de entrada estaba abierta- respondió Juan castañeteando los dientes- y sobre la escalera había una figura blanca que subía y luego... nada! Sebastián sintió un escalofrío en el cuerpo y se puso a temblar también de miedo. Así, temblando los dos, se sentaron muy cerca el uno del otro y no se atrevieron a moverse hasta que el nuevo día despejó las tinieblas. Entonces los dos salieron juntos de la habitación, cerraron la puerta de entrada, que había quedado abierta, y subieron a dar cuenta a la señorita Rottenmeier de lo que había sucedido. La dama estaba esperándoles, porque no había podido conciliar el sueño en toda la noche, debido a la gran ansiedad que sentía por saber el resultado de la vigilancia de los criados. Cuando hubo escuchado el relato de los domésticos, se sentó inmediatamente a la mesa y empezó a escribir una carta al señor Sesemann. Le suplicó primero encarecidamente que suspendiese todos sus negocios en el acto y que se apresurara a regresar a su casa, donde sucedían cosas inauditas; luego siguió un relato detallado de la aventura, y concluyó por decir que, fuera como fuese, ya no había seguridad en su casa, puesto que la puerta volvía a estar abierta noche tras noche y era imposible predecir qué terribles consecuencias podría traer consigo tal estado de cosas. El señor Sesemann contestó a la carta diciendo que no le era posible dejar así como así sus negocios para regresar a Frankfurt; que aquella historia de los fantasmas le sorprendía mucho y que esperaba que la cosa sería un suceso pasajero, pero, dado el caso de que la tranquilidad de la casa volviera a verse en peligro, suplicaba a la señorita Rottenmeier que escribiera a la señora Sesemann, su madre, rogándole acudiera en su auxilio; no dudaba de que ésta acabaría muy pronto con aquellos fantasmas y los que más tarde pudieran atreverse a frecuentar la casa. El tono de la carta disgustó a la señorita Rottenmeier. La dama veía que el señor Sesemann tomaba las cosas demasiado a la ligera. Se apresuró, pues, a escribir a la señora Sesemann, pero la contestación de ésta tampoco fue satisfactoria y encerraba, además, algunas observaciones bastante molestas. Escribía la señora Sesemann que ella no pensaba de ninguna manera
hacer un viaje de Holstein a Frankfurt tan sólo porque la señorita Rottenmeier tuviera miedo a los fantasmas. Por otra parte, jamás se había oído que semejantes cosas ocurrieran en casa de los Sesemann y, si lo hubiesen visto, seguramente se trataría de alguien de carne y hueso con el cual la señorita Rottenmeier podría fácilmente llegar a entenderse. Y si no, no tenía más que avisar a la policía para que montara allí una guardia de noche. Como la señorita Rottenmeier estaba muy decidida a terminar de una vez con los terrores espectrales de aquella casa, pronto encontró un medio para llegar al fin que se había propuesto. Hasta entonces había dejado a las niñas ignorantes del asunto de los fantasmas, porque temía que no quisieran estar por más tiempo solas cada una en su habitación, lo que hubiera sido muy molesto para la dama. Pero aquel día se dirigió en derechura a la sala de estudio donde Heidi y Clara jugaban tranquilamente, y les contó con voz misteriosa que un ser sobrenatural aparecía desde hacía algún tiempo durante la noche en la casa. Tan pronto como clara lo oyó, exclamó que no quería permanecer ni un momento sin compañía y que era absolutamente preciso que su papá volviera en seguida a casa. Declaró que la señorita Rottenmeier se acostaría en su habitación y Heidi tampoco debía estar sola durante la noche, porque el fantasma podría subir hasta su cuarto y hacerle daño. Clara se mostró muy enérgica en esto. - Heidi se acostará también en nuestro dormitorio, señorita Rottenmeier, y dejaremos la luz encendida toda la noche. Es preciso que Tinette duerma en el cuarto contiguo al mío y que Sebastián y Juan lo hagan también en este piso, a fin de que si el fantasma quiere subir la escalera, puedan los dos empezar a gritar y ahuyentarlo. Clara se mostró muy agitada y la señorita Rottenmeier tuvo que hacer grandes esfuerzos para calmarla. No lo logró sino a fuerza de prometer que se acostaría en su habitación, que no la dejaría nunca sola y que escribiría en seguida a su padre. En cuando a dormir las tres en una habitación, eso no podía ser, y si Adelaida tenía miedo, como era muy natural, allí estaba Tinette, que podía bajar su cama e instalarla en la habitación de la niña. Heidi tenía más miedo a Tinette que a los fantasmas de los que jamás había oído hablar, y se apresuró a declarar que no tenía miedo de quedarse sola en su habitación. La señorita Rottenmeier se puso luego a escribir otra vez al señor Sesemann para informarle que las apariciones nocturnas, que no cesaban ni una noche, habían quebrantado seriamente la débil constitución de su hija, por lo que eran de temer serias repercusiones, ya que en semejantes casos se habían dado crisis de ataque epilépticos o accesos nerviosos, y no se sabía a lo que se exponía Clara si tal estado de cosas continuaba así. Aquella vez había tocado en lo vivo. Dos días más tarde, el señor Sesemann llegó a la puerta de su casa y tiró de la campanilla con tanta fuerza que todos los domésticos se reunieron en un abrir y cerrar de ojos, en el pasillo y se miraron mutuamente con grandes muestras de ansiedad, porque a todos se les ocurrió inmediatamente que el fantasma había llevado su osadía al extremo de aparecer en pleno día. Sebastián asomó la cabeza cuidadosamente por la entreabierta ventana del primer piso, pero en aquel instante volvió a sonar la campanilla tan enérgicamente, que todos comprendieron que no era un fantasma el que tiraba de ella. Sebastián había reconocido ya la mano de su amo y se precipitó escalera abajo para abrir la puerta. En señor Sesemann apenas le saludó, subiendo directamente a la habitación de su hija. Clara le recibió con un grito de alegría y el pobre padre se sintió aliviado al ver que ni el buen humor ni la salud de su hija se habían alterado. Clara concluyó por calmarle, asegurándole que se encontraba muy bien y que quedaba muy reconocida al fantasma porque obligaba a que su querido papá regresara a su lado. - ¿Y cómo está ahora nuestro fantasma, señorita Rottenmeier? – preguntó el padre de Clara con sonrisa desdeñosa. - Señor – contestó aquélla con la mayor seriedad – no se trata de una burla, y estoy segura que el señor Sesemann mañana a estas horas ya no le quedarán ganas de reír, porque lo que vemos aquí todas las noches hace suponer que han debido pasar en la familia cosas terribles que quedaron envueltas en el más impenetrable misterio. - ¿Ah, sí? Pues no sé nada de eso – respondió el señor Sesemann – y le quedaría muy reconocido si no calumniara usted así a mis mayores. Y ahora, diga a Sebastián que vaya al comedor, porque deseo hablar con él allí a solas. Y sin añadir una palabra más, se dirigió a la estancia contigua. A poco entró Sebastián. El señor Sesemann se había dado cuenta desde hacía algún tiempo que entre el criado y la señorita Rottenmeier no reinaban sentimientos de mutua simpatía y este hecho le dio de pronto una idea que puso en seguida en práctica.
- Ven aquí – dijo a Sebastián – y respóndeme con franqueza a lo que te voy a preguntar. ¿No serás acaso ti quien se ha divertido, jugando a aparecidos para dar un susto a la señorita Rottenmeier? - ¡No señor; le doy mi palabra de que no es así! ¡No vaya el señor a figurarse semejante cosa! Es más, yo mismo estoy asustado – contestó Sebastián con franqueza. - Entonces mañana te haré ver a ti y a tu valiente amigo Juan qué aspecto tienen en pleno día los aparecidos. ¡Un hombre joven y fuerte como tú habría de avergonzarse de huir ante un fantasma! Y ahora te vas en seguida a casa del doctor Classen, le salidas en mi nombre y le dices que le ruego venga a verme esta noche sin falta a las nueve, porque he venido expresamente de París para consultarle. Se trata de un caso grave, le dices, y que se arregle para pasar aquí la noche. ¿Has entendido, Sebastián? - Si señor, descuide el señor, que daré el recado tal como me lo ha dicho. Sebastián se alejó y el señor Sesemann volvió al lado de su hija para tratar de disipar sus temores acerca de la aparición, advirtiéndole que se proponía desenmascarar aquella misma noche al farsante culpable de todo. A las nueve en punto de la noche, cuando la señorita Rottenmeier y las dos niñas acababan de retirarse, se presentó el doctor Classen. Su rostro tenía aún una lozanía que desmentían sus cabellos blancos; sus ojos eran dulces y miraban a todo el mundo con igual expresión de bondad. Al entrar se mostró muy inquieto, pero apenas hubo cambiado los primeros saludos, echó a reír y, dando al señor Sesemann una palmada amistosa en la espalda, dijo: - Vamos, hombre, pues si es a ti a quien he de velar, fuerza es confesar que no se te conoce en la cara que estés enfermo. - Paciencia, querido amigo – respondió el señor Sesemann -. Ese a quien tienes que velar, tendrá peor cara que tú cuando lo hayamos cogido. - ¿Entonces se trata de un enfermo que está aquí en la casa, pero al que antes hemos de encerrar? - ¡Peor que eso, doctor, mucho peor! ¡Se trata nada menos que de un fantasma! ¡Figúrate, hay aparecidos aquí! El doctor se echó a reír ruidosamente. - Sí, amigo mío – siguió diciendo el señor Sesemann – yo también me río de eso y es una lástima que no esté aquí la señorita Rottenmeier para oírnos. Ella está convencida de que uno de mis antepasados está rondando la casa para expiar Dios sabe qué horrendo crimen. - Pero ¿cómo ha trabado ella conocimiento con tan simpático personaje? El señor Sesemann contó entonces a su amigo cómo, si había que dar fe a lo que le habían contado, la puerta de entrada se abría misteriosamente todas las noches. Añadió que, como convenía estar preparados para todo, había bajado un par de pistolas a la sala donde quería montar la guardia; porque, o se trataba de una broma de mal gusto por parte de algún amigo de la servidumbre, que quería divertirse asustándola durante la ausencia del amo de la casa – y si era así, no le estaría mal darle un buen susto disparando las pistolas – o eran ladrones que querían acobardar a las personas de la casa haciéndoles creer en fantasmas para así trabajar con más seguridad y, en este caso, tampoco estaría de más tener a mano las armas. Mientras daba tales explicaciones al doctor el señor Sesemann descendió con él a la planta baja y los dos se dirigieron a la misma habitación en la que Juan y Sebastián habían montado la guardia noches antes. Sobre la mesa se veían algunas botellas de buen vino, que no eran de desdeñar si se trataba de velar toda la noche; al lado de ellas estaban las pistolas y, en medio de la mesa, dos candelabros que esparcían una viva claridad por la estancia. El señor Sesemann no quería en modo alguno esperar la llegada del aparecido sumido en la semioscuridad. La puerta quedó ligeramente entornada, para que sobre el pasillo cayera la menor cantidad de luz posible. Los dos amigos se instalaron cómodamente en sendos sillones y empezaron a contarse toda clase de cosas, interrumpiéndose de cuando en cuando para beber una copa de vino, y tan bien lo pasaron que sonó la medianoche sin que se hubieran dado cuenta de que era tan tarde. - Parece que el fantasma nos ha olido y no vendrá esta noche – observó el doctor. - ¡Ten paciencia! Dicen que no se presenta hasta la una. Los dos amigos se enfrascaron de nuevo en su conversación, hasta que al fin dio la una. Todo estaba silencioso en la casa y en la calle. De pronto el doctor se levantó y dijo en voz baja. - ¡Calla! ¿No oyes Sesemann? Ambos escucharon atentamente. Oyeron, en efecto, muy claramente, que alguien quitaba la barra de la puerta, daba dos vueltas a la llave y abría. El señor Sesemann, alargó la mano hacía el arma.
- ¿Tienes miedo? – preguntó Classen levantándose. - Mas vales estar prevenido – contestó Sesemann en voz baja: Con la mano izquierda, levantó uno de los candelabros de tres bujías, con la derecha cogió un arma y siguió al doctor Classen, que precediéndole, llevaba el otro candelabro y su pistola. Silenciosamente penetraron en el pasillo. Un débil rayo de luna entraba por la puerta abierta y a su resplandor se recortaba la silueta de una figura blanca e inmóvil. -¿Quién va? -gritó el doctor con voz formidable, que levantó ecos en el extremo opuesto del pasillo. Los dos amigos armados de candelabros y pistolas, avanzaron resueltamente hacia la figura blanca. ¡Era Heidi, descalza y cubierta sólo con la camisa de dormir! La niña miraba con cara ojerosa tan pronto a las llamas vacilantes de las bujías como a las armas rutilantes, y se puso a temblar de pies a cabeza, como una hojita agitada por el viento. Los dos hombres la miraron mudos de asombro. - Me parece, querido Sesemann, que ésta es tu pequeña aguadora – dijo por fin el doctor Classen – aquella que encontré un día en la fuente. - ¡Niña! ¿Qué significa esto? – Exclamó el señor Sesemann -. ¿Por qué has bajado y qué querías hacer? Heidi, pálida de miedo, se quedo inmóvil delante de ellos y dijo con voz apagada: - No lo sé. Entonces el doctor se aproximó a ella y dijo: -Sesemann, esto es un asunto que me incumbe. Vete a tu sillón y espérame, que voy a llevar a la niña a su habitación. Y dejando el revolver, cogió a la niña paternalmente de la mano y subió con ella la escalera. - No tengas miedo – le dijo al subir – tranquilízate, que no ha pasado nada. Al llegar a la habitación de Heidi, el doctor puso el candelabro sobre la mesa, levantó a la niña y la acostó en la cama, arropándola cuidadosamente. Luego se sentó a su lado, aguardó a que la pequeña se calmara y cesara de temblar. Tomó después entre las suyas una mano y le habló bondadosamente: -Vamos, todo está bien ahora. Dime, ¿a dónde querías ir? -No quería ir a ningún sitio -contestó Heidi-. No sé cómo he bajado, porque de pronto me encontré allí. - ¡Ah! ¿Acaso has soñado algunas veces como si oyeses o vieses muy claramente una cosa? - Sí, todas las noches sueño lo mismo. Me parece que estoy en la cabaña de mi abuelito, que oigo el murmullo de los abetos y entonces pienso: ¡qué bonitas deben estar las estrellas en el cielo! Y corro en seguida a abrir la puerta de la cabaña y todo está tan lindo fuera. Pero cuando me despierto, estoy nuevamente en Frankfurt, en esta cama, en vez de estar en mi lecho de heno de la cabaña. Heidi comenzó a luchar contra una emoción que le oprimía la garganta. -¡Hem!... ¿No te duele nada? ¿La cabeza? ¿La espalda? -No, nada. Sólo siento aquí una cosa que me pesa como si llevara una gran piedra. - ¿Cómo si hubieras comido algo pesado que quisieras no tener en el estomago? - No, no es eso, pero oprime como cuando se tienen ganas de llorar. -Ah! ¿Acaso lloras mucho cuando sientes eso? -¡No, no! No se puede llorar, porque la señorita Rottenmeier lo ha prohibido. - Entonces haces siempre esfuerzos para contener las ganas de llorar ¿verdad? Pero dime: ¿te gusta estar en Frankfurt? - ¡Sí, sí mucho! – contestó Heidi muy bajito, como si no sintiera lo que decía. - ¡Ah! ¿Dónde vivías con tu abuelito? - En los Alpes, siempre en los Alpes. -Pero debe de ser muy poco divertido estar siempre en las montañas. Te aburrirías bastante, ¿verdad? Las montañas en invierno están tristes y solitarias. -¡Oh, no! ¡Estaba allí tan bien! ¡Tan bien! Heidi no pudo continuar; los recuerdos, la agitación que acababa de pasar, las lágrimas largo tiempo retenidas, todo era demasiado para sus fuerzas. Empezó a sollozar amargamente. El doctor se levantó y acarició suavemente la cabeza de la niña. -Llora, llora, hija mía, que eso te hará bien. Luego dormirás tranquila y mañana, ya verás, todo cambiará. Cuando la niña se hubo dormido, el doctor salió de la habitación.
Al entrar de nuevo en la estancia donde le aguardaba ya impaciente su amigo, se dejó caer en el sillón y explicó lo que acontecía. -Amigo Sesemann, ante todo has de saber que tu pequeña protegida sufre una enorme depresión nerviosa. Ha sido ella, y no un fantasma, la que en estado inconsciente ha bajado todas las noches, a abrir la puerta de la calle, sembrando así el pánico en la casa. En segundo lugar, a esa niña la devora la nostalgia, lo que la enflaquece tanto que parece un esqueleto en camino de serlo de verdad. Para la excitación nerviosa, llegada a su grado máximo, no hay más que un remedio: llevarla lo más rápidamente posible a su patria, a sus montañas. Para el segundo caso, esto es, su depauperación, tampoco veo más que un remedio de curación, es decir, el mismo que para el primer caso. He aquí mi dictamen. El señor Sesemann se había levantado y paseaba por la estancia presa de una gran agitación. - ¡Cómo! – exclamó -. ¡La niña está enferma! ¡Tiene nostalgia! ¡Ha adelgazado en mi casa! ¿Y tú, amigo mío, te imaginas que esa niña, que entró fresca y lozana en mi casa, voy a mandarla ahora a su abuelo enferma y delgada? ¡No, amigo mío, no me lo exijas, no haré eso de ninguna manera! Encárgate tú de la pequeña, trátala, cúrala, haz de ella lo que quieras, pero devuélvemela sana y fuerte. Entonces la enviaré al lado de su abuelo, si ella lo quiere así, pero antes es preciso que tú la pongas bien. - Sesemann – dijo con seriedad el doctor – reflexiona en lo que vas a hacer. La enfermedad de la niña no es de las que se pueden curar con píldoras y sellos. No tiene una constitución muy fuerte; sin embargo, si la enviaras ahora mismo al aire tonificante de las montañas a las que se hallaba acostumbrada, puede restablecerse completamente, de lo contrario… tú no querrás que Heidi vuelva a casa de su abuelo cuando ya no haya esperanza de salvación o que no vuelva jamás allí, ¿verdad? El señor Sesemann se detuvo muy asustado delante de su amigo. -Si el mal es tan grave como dices, amigo, entonces sólo hay una cosa que hacer: es preciso obrar inmediatamente. Y asiendo a su amigo por un brazo, el señor Sesemann se puso a pasear de un lado a otro de la habitación, hablándole detalladamente de lo que se proponía hacer. Después, el doctor se despidió, porque ya había amanecido y por la puerta de la calle, que esta vez abrió el mismo dueño de la casa, penetraba ya la blanca luz de la mañana. XIII CAMINO DE LOS ALPES EN UN ATARDECER DE VERANO El señor Sesemann subió acto seguido al primer piso y se dirigió a la habitación de la señorita Rottenmeier. Llamó a la puerta con tal violencia que la dama dormida aún, se despertó sobresaltada y dio un grito. En seguida oyó la voz del dueño de la casa, que decía: -Haga el favor de bajar sin tardanza al comedor. Es preciso hacer inmediatamente los preparativos para un viaje. La señorita Rottenmeier consultó su reloj; no eran más que las cuatro y media; jamás le habían despertado a una hora tan temprana. ¿Qué podría haber sucedido? La curiosidad que experimentaba por conocerlo y la agitación del sobresalto hicieron que se vistiera de cualquier modo y que, teniendo una prenda ya puesta, la buscara después locamente por la habitación. Mientras tanto el señor Sesemann recorrió el pasillo y tiró de las diversas campanillas instaladas para llamar a los diferentes criados, haciéndolo con tal fuerza que todos saltaron de sus respectivas camas completamente aterrados y se pusieron la ropa al revés. Cada uno de ellos estaba convencido de que el dueño de la casa se hallaba luchando con el fantasma y que el campanillazo era el grito de socorro que les enviaba. Bajaron pues, al comedor muy consternados y sufrieron una gran sorpresa al ver que el señor Sesemann se paseaba sano y salvo y con buen semblante por la estancia. Juan fue enviado inmediatamente a preparar el coche y el caballo. Tinette recibió la orden de despertar a Heidi y de prepararla para un viaje. Sebastián tuvo que ir a la casa donde servía Dete para rogarle que acudiera en seguida a la del señor Sesemann. Durante aquel intervalo, la señorita Rottenmeier había logrado al fin vestirse ordenadamente, excepto el tocado, porque lo llevaba puesto al revés, de tal modo que parecía tener vuelto el rostro. El señor Sesemann atribuyó este extraño modo de vestirse la dama a lo intempestivo de la hora y pasó, sin dar explicaciones, al asunto que le urgía. Ordenó a la señorita Rottenmeier que preparara en seguida una maleta y pusiera en ella todas las cosas de la pequeña suiza – llamaba así a Heidi porque el nombre de la niña no le era familiar – debiendo añadir una buena cantidad de prendas de vestir de Clara, a fin de que la niña pudiera
llevarse a casa un buen equipo. Y todo debía hacerse sin dilación alguna y con la mayor rapidez. La estupefacción de la dama fue tan grande que se quedó como clavada en el suelo y mirando fijamente al señor Sesemann. Ella se había imaginado oír el relato de alguna terrible historia de aparecidos que sin duda debió pasar aquella noche, y que no le hubiera disgustado oír en aquel momento en que ya era de día. En lugar de ver realizados sus deseos, no solamente le daban órdenes muy prosaicas, sino que además muy molestas. De aquí que la dama no lograra salir de su asombro. Se quedó inmóvil esperando oír algunas explicaciones acerca de las causas de tan extraordinarias órdenes. Mas el señor Sesemann, que no estaba dispuesto a darlas, la dejó plantada y se fue al dormitorio de su hija. Como había supuesto, Clara se hallaba despierta a causa del inusitado movimiento. Su padre se sentó al borde de la cama y le contó todo lo que había pasado aquella noche, añadiendo después que el médico dictaminó que Heidi estaba muy enferma y que podría suceder que continuando sus paseos nocturnos, le diera una vez por subir al tejado de la casa, lo que, naturalmente implicaría un grave peligro. Así pues, había tomado la decisión de mandar a Heidi inmediatamente a su casa, porque no quería aceptar semejante responsabilidad, y Clara debía consentir en la marcha de su amiguita de buen grado, porque bien claro estaba que no había otra solución. Clara sufrió una dolorosa sorpresa y empezó inmediatamente a buscar toda clase de pretextos para evitar la separación, más fue inútil, porque su padre mantuvo inquebrantable su decisión. A cambio prometió a su hija que si se mostraba ahora razonable, la llevaría al año siguiente a Suiza. Clara se sometió, pues, a lo impuesto, solicitando en cambio y como compensación que trajeran la maleta de Heidi a su habitación para que ella pudiera poner lo que quisiera. El padre dio gustosamente su consentimiento y le rogó además, que arreglara para su amiguita un bonito equipo. Mientras tanto tía Dete había llegado y esperaba impaciente y muy intrigada en la antecámara: algo muy extraordinario debía suceder cuando la llamaban a una hora tan intempestiva. El señor Sesemann la recibió en seguida y le explicó el estado de Heidi, rogándole que la llevara aquel mismo día a Suiza para restituirla a su hogar. Dete sufrió una gran decepción, pues no había esperado semejante desenlace; recordaba muy bien las últimas palabras del viejo de los Alpes, cuando le dijo que nunca más volviera a presentarse delante de él. No quería, pues, volver a llevarle a la niña que un día le arrancara casi a viva fuerza. No le pareció prudente hacerlo y no tuvo necesidad de reflexionar mucho para hallar la contestación. Explicó con su locuacidad habitual que, desgraciadamente, no le era posible partir aquel día y que para el siguiente la cosa era aún menos factible; y en cuanto a los demás días no podía aventurarse a decir nada fijo a causa de sus muchas ocupaciones, y que más tarde, mucho menos. El señor Sesemann comprendió en seguida lo que había detrás de aquella verbosidad y la despidió cortándole la palabra. En seguida mandó llamar a Sebastián y le ordenó que se preparara al punto para un viaje, porque iba a acompañar a la niña. Por la noche se detendría en Basilea, para seguir el viaje al día siguiente, llegando a su destino poco después. Regresaría sin tardanza, porque no tenía más que hacer en casa del abuelo de la pequeña que entregarle una carta en la que el señor Sesemann daría todas las explicaciones que el caso requería. -He de recomendarte una cosa muy importante, Sebastián -continuó el señor Sesemann-, y ten cuidado de hacerlo todo como te lo mando. Aquí tienes mi tarjeta con la dirección de un hotel de Basilea en el que me conocen. Lo presentarás al dueño del hotel y te darán una buena habitación para la niña. En cuento a ti, puedes pedir allí lo que quieras. Pero lo primero que harás será ir al cuarto de la pequeña y asegurar las ventanas de tal modo que la niña no pueda abrirlas. Cuando la pequeña esté acostada, cerrarás la puerta por fuera con llave, porque ella tiene la costumbre de dar paseos nocturnos y podría correr peligro en una casa desconocida si por casualidad bajara y abriera la puerta de la calle. ¿Has entendido? ¡No se te olvide! -Ah, ah! ¡Era, pues, aquello! ¡Caramba! -exclamó Sebastián, aturdido por la sorpresa. De pronto se había hecho la luz en su cerebro acerca de la aparición de los fantasmas. -Sí, era eso. ¡Ya ves tú qué cobarde has sido! Lo mismo pienso de Juan, a quien puedes decírselo de mi parte. ¡Vaya pareja de valientes que son! Y sin añadir una palabra más, el señor Sesemann se dirigió a su habitación para escribir una carta al abuelo de Heidi. Sebastián se había quedado confuso en medio del comedor y repetía sin cesar. - ¡Qué estúpido he sido dejándome arrastrar por ése cobarde de Juan! Porque de lo contrario, ¡vaya si sigo a la figura blanca que él vio! ¡Ahora mismo lo haría! Añadió con energía, seguramente porque en aquel momento el sol entraba a raudales en la estancia y no había ningún rincón oscuro.
Entre tanto, Heidi vestida con sus mejores galas y sin saber lo que sucedía, esperaba los acontecimientos. Tinette se había limitado a despertarla, sacar la ropa del armario y ayudarla a vestir, sin decir una sola palabra porque no hablaba nunca con la niña, a la que consideraba inferior. El señor Sesemann entró en el comedor con la carta en la mano, donde estaba servido el desayuno y preguntó: -¿Dónde está la niña? Llamaron a Heidi. Esta se acercó al padre de su amiga para darle los buenos días y el señor Sesemann la contempló un momento. Después dijo: - ¿Qué dices de todo esto hija mía? Heidi le miró sorprendida. - Ah, veo que no sabes nada – siguió diciendo el señor Sesemann riendo al mismo tiempo -. Pues bien, vas a regresar hoy mismo a tu casa. -¿A mi casa? -repitió Heidi, poniéndose muy pálida y sin poder respirar a causa de la emoción que le producía aquella frase... -¿Acaso no quieres ir? -preguntó el señor Sesemann. -¡Oh, sí! Sí que quiero ir -pudo al fin articular la pobre niña, y esta vez se puso encarnada. -Bien; ahora, pues, a la mesa y a comer mucho. Luego no tienes más que subir al coche y ¡hala! Pero Heidi no podía comer a pesar de los esfuerzos que hacía por obedecer. Su agitación era tan grande que ya no sabía si estaba despierta o si soñaba, y si al despertar no volvería a hallarse nuevamente en camisa de dormir y en el umbral de la puerta de entrada de la casa del señor Sesemann. -Cuide usted de que Sebastián se lleve provisiones en abundancia -dijo el señor Sesemann a la señorita Rottenmeier, que entraba en aquel momento-. Esta pequeña no puede comer ahora, lo que es natural – y volviéndose a Heidi le dijo -: Ahora ve al lado de Clara hasta que llegue el coche. No deseaba Heidi otra cosa y se marchó corriendo a la habitación de su amiguita. En medio del dormitorio de Clara encontró una maleta muy grande que aún no estaba cerrada. -Ven, Heidi, ven -le gritó Clara al verla-, fíjate lo que he hecho poner en la maleta. ¿Te gusta? Y señaló un sinfín de cosas: blusas, faldas, pañuelos y una caja de costura. -Y ahora mira lo que tengo aquí -añadió, levantando triunfalmente por encima de su cabeza una cestita. Heidi echó una mirada a la cesta y dio un salto de alegría al ver que en ella había doce panecillos blancos y tiernos, todos para la abuela. En medio de su alegría, las niñas se olvidaron de pronto de que se aproximaba el momento de la separación, hasta que se oyó una voz desde abajo: -¡El coche está listo! Y así resultó que los rápidos preparativos evitaron la tristeza que de otro modo hubiera producido la separación. Heidi se fue corriendo a su cuarto, porque en el último momento se acordó del libro que le había regalado la abuela de Clara y que había escondido debajo de la almohada, porque no se separaba de él ni de día ni de noche. Colocó el libro en la cestita en que estaban los panecillos, y después abrió su armario, pues sospechaba que en él hubieran dejado alguna cosa sin la cual no quería partir. En efecto, allí estaba su pañuelo rojo; la señorita Rottenmeier no lo había considerado digno de ponerlo en la maleta y lo dejó en el armario. Heidi envolvió en él otro objeto querido y lo guardó todo en la cesta, pero de forma que no se viera. Luego se puso el sombrero nuevo y salió. Las dos niñas se despidieron rápidamente, porque el señor Sesemann ya estaba allí esperando a Heidi para acompañarla hasta el coche. La señorita Rottenmeier estaba en lo alto de la escalera para despedirse allí mismo de la niña. Cuando vio el envoltorio rojo, lo sacó del cesto y lo tiró al suelo. - Adelaida – dijo en tono de reproche – no he de permitir que te lleves semejante trapo. Ahora ya no lo necesitas -. ¡Adiós! En vista de la prohibición, Heidi no se atrevió a recoger el pañuelo, pero miró con ojos suplicantes al señor Sesemann como si aquello fuera el tesoro más preciado del mundo. - No, no – dijo el dueño de la casa con energía – quiero que la niña se lleve de aquí lo que quiera, si con ello puedo darle una alegría, aunque sean los gatitos o la tortuga. De modo que señorita Rottenmeier, no insista en la orden. Heidi se apresuró a recoger el envoltorio rojo y dirigió una mirada llena de agradecimiento y de alegría al padre de Clara. Ya al lado del coche, el señor Sesemann dio la mano a la niña y le
dijo con palabras amables y cariñosas que él y su hija Clara no la olvidarían nunca y que le deseaban toda clase de prosperidades. Heidi, a su vez, dio las gracias por todas las bondades recibidas y concluyó: - Y muchos saludos al doctor… - porque recordaba perfectamente que el médico le había dicho que al día siguiente estaría bien y como, en efecto, así había sucedido, Heidi pensaba lógicamente que aquel debía ser la causa de ello. El cochero subió a la niña al coche; luego metieron la cesta de las provisiones, la maleta y, por último, montó Sebastián. El señor Sesemann le deseó una vez más buen viaje y el coche partió veloz hacia la estación. Poco tiempo después, Heidi se hallaba sentada en el tren y no soltaba la cestita por nada del mundo, porque en ella estaban los panecillos para la abuelita y era preciso cuidad mucho que no se perdieran. De cuando en cuando abría la cesta y los contemplaba con ojos de alegría. Heidi estuvo durante muchas horas sin moverse en absoluto, porque sólo entonces se daba cuenta exacta de que se hallaba en camino hacía su casa, hacía el abuelo, hacía la anciana y ciega abuelita, hacía su amigo Pedro. Y cerrando los ojos se imaginaba cómo sería su regreso y cómo los encontraría a todos y que aspecto tendrían todas las cosas familiares. Y al recordar personas y escenas, pensó de pronto más intensamente en la anciana abuela, y con voz angustiosa pregunto: - Sebastián. ¿Verdad que la abuela de los Alpes no ha podido morirse? - No, no – la tranquilizó el criado – no es de suponer, seguramente vivirá aún. Y Heidi volvió a ensimismarse en sus pensamientos: sólo de cuando en cuando abría la cestita, porque predominaba en ella la idea de darle a la anciana una alegría con aquel regalo. Al cabo de larga pausa volvió a decir: - Sebastián, sería preciso averiguar con certeza si la abuela vive todavía. - Sí, señorita – repuso su acompañante, medio dormido – ella vivirá seguramente, ¿por qué no habría de vivir? Poco tiempo después, el sueño venció también a Heidi. Debido a la agitada noche y por haberse levantado muy temprano estaba tan cansada que no se despertó hasta que Sebastián la sacudió fuertemente, gritándole: -¡Señorita, señorita, que hemos llegado a Basilea! Aquí hemos de quedarnos esta noche. A la mañana siguiente continuaron el viaje, que aún duró muchas horas. Heidi llevaba nuevamente la cestita sobre la falda, porque no había querido entregarla a Sebastián por nada del mundo. Pero ya no hablaba, pues su expectación aumentaba en intensidad a cada momento. De pronto, en un momento en que Heidi no pensaba en la proximidad de la llegada, se detuvo el tren y se oyó el grito de los empleados de la estación: ¡Mayenfeld, dos minutos de parada! La niña bajó de un salto de su asiento y Sebastián se puso rápidamente de pie porque también le sorprendió que hubiesen llegado. A poco, se hallaban en el andén de la estación con la maleta al lado, mientras el tren continuaba, silbando, su marcha por el valle. Sebastián lo siguió con la mirada triste, porque hubiera preferido continuar el viaje cómodamente sentado en el tren que no correr al pie aquel largo camino que tenía delante que, además le reservaba al final una ascensión a la montaña. Tales dificultades y peligros estaban multiplicados por la idea que él tenía de aquella región, a la que se imaginaba en estado semisalvaje. De ahí que mirara a todas partes para ver si descubría a alguien a quien preguntar por el camino más seguro a Dörffi. Muy cerca de la estación vio un carro, enganchado al cual había un buen caballo. Un hombre corpulento, de anchas espaldas, cargaba en él algunos sacos de harina que procedían del tren. Sebastián se acercó al hombre y preguntó por el camino más seguro a Dörffi. - Aquí todos los caminos son seguros – fue la breve y seca respuesta. Entonces Sebastián rectificó y preguntó cual era el mejor camino, aquel que pudiera recorrerse sin peligro de precipitarse a un abismo, y también cómo podría mandar una maleta a Dörffi. El hombre del carro examinó la maleta y declaró que si no pesaba mucho, él mismo podría llevarla, puesto que iba a Dörffi. Hablando, hablando, llegaron a in acuerdo de que el hombre se llevaría a Heidi y a la maleta y que desde el pueblo la niña podría ser conducida por alguien hasta su casa de la montaña. - Yo iré sola – dijo Heidi que había seguido con mucha atención el dialogo de los dos hombros – pues conozco el camino desde Dörffi hasta mi casa. A Sebastián se le quitó un gran peso de encima cuando vio que ya no tendría que realizar la ascensión a la montaña. Con mucho misterio llamó a la niña aparte y le entregó un cartucho muy pesado y una carta para el abuelo, explicándole que el cartucho era un regalo del señor Sesemann y que era preciso ponerlo en la cestita, debajo de los panecillos, y que además era necesario que tuviese mucho cuidado para que no se extraviara, pues el señor Sesemann se
enfadaría terriblemente y jamás se le pasaría el enfado. Insistió mucho para que la niña lo comprendiera bien. - No lo perderé – aseguró Heidi confiadamente, y colocó carta y cartucho en el fondo de la cestita. Pusieron la maleta en el carro; luego Sebastián ayudó a subir a Heidi al pescante, le dio la mano en señal de despedida y volvió a advertirle con raros ademanes que tuviera mucho cuidado con el contenido de la cestita. El hombre del carro andaba ahora cerca de ellos y como a Sebastián se le ocurrió de pronto que hubiera debido llevar a la niña personalmente a su casa, optó por señalar en aquel instante a Heidi que cuidase del encargo. El dueño del carro subió al pescante, se sentó a lado de Heidi y empuñando las riendas, el vehículo se puso en camino hacía las montañas. Sebastián, alegre y contento de verse libre, se sentó en el andén de la estación en espera de un tren que le volviera a Frankfurt. El dueño del carro en que iba Heidi con su maleta era el panadero de Dörffi. No había visto nunca a la niña, mas como todos los del pueblo, había oído hablar de la pequeña que, años atrás, habían llevado al viejo de los Alpes. También llegó a conocer a los padres de Heidi y poco le costó caer en la cuenta de que tenía ahora a su lado a aquella niña. Lo que le causaba extrañeza era que la pequeña volviese inopinadamente de la ciudad. Queriendo indagar las causas, empezó a hablar con ella. - Debes ser la niña que estaba arriba en la montaña, en casa del Viejo de los Alpes, ¿verdad? ¿No te marchaste hace un año con tu tía Dete? - Sí. -¿Tan mal te ha ido que vuelves? -No me ha ido mal, nadie lo ha pasado mejor que yo en Frankfurt. -Entonces, ¿por qué vuelves? -Porque el señor Sesemann me lo ha permitido: de otro modo, no hubiera regresado. - ¡Tonterías! Si tan bien te ha ido ¿por qué no te has quedado? - Porque prefiero mil veces estar al lado de mi abuelo. - Tal vez cambiarás de parecer cuando estés allí – murmuró el panadero. Luego añadió para sí mismo -: De todos modos, es extraño, porque ella bien ha de saber donde está mejor. ¡Quién sabe! Empezó a silbar y no habló más. Mientras Heidi contemplaba el paisaje, la agitación no la dejaba estar tranquila: reconocía los árboles y las casitas, y desde lejos vio las cimas del Falkniss, que parecían querer saludarla como viejos amigos. Heidi devolvió el saludo. A cada paso del caballo aumentaban su impaciencia y sentía el deseo de saltar del carro y echar a correr y no detenerse hasta que hubiera llegado arriba. Pero permaneció sentada, sin moverse, aunque temblando de emoción. Al entrar en Dörffi dieron las cinco de la tarde. Inmediatamente rodearon el carro muchos niños y mujeres, también se acercaron algunos vecinos del pueblo, porque la maleta y la niña en el carro del panadero habían llamado la atención y todos querían saber qué pasaba. Cuando el panadero hubo ayudado a la niña a bajar, ésta, mostrando prisa, le dijo: -Muchas gracias. El abuelito vendrá a recoger la maleta... -y quiso marcharse corriendo. Pero de todas partes la detuvieron y muchas veces empezaron a preguntarle, todas a la vez y en tono distinto, lo que le interesaba saber a cada uno. Heidi trató de abrirse paso entre aquella gente, y tanta ansiedad mostraba, que inconscientemente se apartaron y la dejaron marchar. La gente se decía: - Ya se ve que tiene miedo y con razón, porque lo que es su abuelo… Y dieron a explicarse mutuamente como el Viejo de los Alpes se había vuelto mucho peor que antes, desde hacía cosa de un año y que no hablaba con nadie, poniendo siempre una cara como si quisiera matar al que se cruzara en su camino, por lo que si la niña hubiera sabido lo que le esperaba, seguramente no habría vuelto. Pero entonces intervino el panadero y contó a los curiosos con mucho misterio que un señor había acompañado a la niña hasta Mayenfeld, donde se despidió muy cariñosamente de ella, y que él le había pagado el precio del viaje sin regatear, aumentándolo con una buena propina. Y durante el camino había sabido por la niña que lo pasó muy bien en la ciudad y que fue ella misma la que pidió volver al lado de su abuelo. Tal noticia causó gran asombro entre la gente y se esparció como un reguero de pólvora por el pueblo; y por la noche no hubo casa alguna en que no se comentara el hecho de que Heidi, dejando la holganza y el bienestar de la ciudad, volvía por su propia voluntad a la montaña y a casa del Viejo de los Alpes. Heidi, entre tanto, corría montaña arriba todo lo de prisa que podía y, de cuando en cuando, se veía obligada a detenerse para cobrar aliento. La cesta que llevaba en el brazo pesaba
bastante y, por añadidura el camino de la montaña era cada vez más empinado. Heidi tenía sólo in pensamiento: “¿Estaría la abuelita aúnen el rincón de la rueca? ¿No habría muerto? Por fin vio la cabaña de la hondonada de la vertiente y se le aceleró el latido del corazón, pero aún así, apresuró el paso. EL pulso le iba cada vez más veloz. Ya estaba delante de la cabaña... La emoción le impedía abrir la puerta... Al fin lo logró..., de un salto, se plantó en medio de la pequeña estancia, quedándose allí sin aliento y sin poder articular palabra. -¡Oh, Dios mío! -dijo una voz desde el rincón-. Así solía entrar nuestra pequeña Heidi. ¡Ojalá pudiera tenerla una vez más a mi lado! ¿Quién ha entrado? -¡Soy yo, abuelita, soy yo! -pudo finalmente gritar Heidi. Al mismo tiempo corrió hacia el rincón, se arrodilló delante de la anciana y la abrazó. Tanta era su alegría, que no pudo decir más. De momento la anciana se quedó también muda por la sorpresa, mas después acarició una y otra vez el rizado cabello de la niña, y dijo: -Sí, sí, son sus cabellos y es su voz. ¡Qué contenta estoy, Dios mío, de que haya llegado este momento! -y de sus ojos ciegos cayeron dos lágrimas sobre la mano de Heidi-. Pero ¿de verdad has vuelto, Heidi? -Sí, sí, abuelita -exclamó Heidi alegremente-. No llores, que ya estoy otra vez aquí y vendré todos los días; nunca más me iré. Y ya no tendrás que comer pan duro, porque verás lo que te he traído. Y Heidi sacó de su cesta un panecillo tras otro hasta que hubo colocado los doce en la falda de la anciana. -Querida hija, ¡qué bendición traes contigo! -dijo la abuela cuando advirtió tantos panecillos-, pero de todos modos, lo mejor eres tú, hija mía. – y volvió a acariciarle el cabello y las acaloradas mejillas, suplicando -: Dime, hija mía, dime algo, que yo oiga tu querida voz. Heidi empezó a contar a la anciana cuánto había sufrido a causa del temor de que ella hubiera muerto y no pudiese nunca visitarla. En aquel momento entró la madre de Pedro y se quedó asombradísima. Luego exclamó: - Pero… ¡si es Heidi! ¡Y cómo viene! Heidi se levantó y le dio la mano. Brígida no salía de su sorpresa al ver el elegante traje de la niña. - Madre – dijo – si vieras que lindo vestido lleva Heidi y lo bien que le sienta. Y ese sombrero de plumas que está en la mesa ¿también es tuyo? Póntelo para que vea cómo te está. - No quiero ponérmelo – declaró Heidi con firmeza – te lo regalo, pues yo tengo el mío. Y acto seguido abrió el pañuelo rojo en el que había envuelto su viejo sombrero, que estaba más abollado que nunca. Pero a Heidi le importaba muy poco. No pudo olvidar lo que dijo el abuelo cuando ella se marchó con tía Dete: que no quería volverla a ver nunca con un sombrero de plumas. De ahí que la pequeña conservase con tanto ahínco su viejo sombrero, pues siempre había pensado usarlo cuando volviera a su casa. Pero Brígida le dijo que no fuera tonta, porque el sombrero de plumas era muy valioso y ella no podía aceptarlo: tal vez sería posible venderlo a la hija del maestro del pueblo y se podría sacar mucho dinero si Heidi no quería llevarlo de ningún modo. Heidi insistió en lo dicho y puso el sombrero en un rincón oscuro, detrás del sitio donde se sentaba la abuela. Después se quitó el elegante vestido y, sobre los desnudos brazos, se colocó el pañuelo rojo. Luego dio la mano a la anciana y dijo: -Ahora he de ir a casa del abuelo, pero mañana volveré. Adiós, abuelita. - Sí Heidi, vuelve mañana – contestó la abuela estrechándole la mano, sin querer soltarla. - ¿Por qué te has quitado el vestido, si es tan bonito? – Preguntó Brígida. - Porque prefiero ir así, como estoy, porque si no el abuelo puede que no me conozca. Tú también dudabas. Brígida acompañó a Heidi hasta la puerta y allí le dijo misteriosamente: - No hacía falta que te quitaras el vestido, porque él te hubiera reconocido de todos modos. Pero ten cuidado. Pedro dice que tu abuelo está siempre enfadado y no habla con nadie. Heidi dio las buenas tardes y emprendió la ascensión de la montaña con la cesta colgada del brazo. El sol de la tarde iluminaba suavemente las vertientes de las montañas y al otro lado aparecía visible el ventisquero de Cesaplana. Heidi se detenía a cada paso para volverse, porque al subir daba la espalda a las altas cumbres de las montañas. De pronto brilló un destello rojo a sus pies. Se volvió... y, tal como lo soñara, vio de nuevo el esplendor del crepúsculo, el color rojo vivo de los campos de nieve y el rosado de las nubes que lo cruzaban. La hierba de los campos lucía con destellos dorados y en todas las cimas se reflejaba la luz. Heidi se hallaba en medio de aquella gloria, mientras lágrimas de alegría surcaban sus mejillas; juntó las manos, elevó la mirada y en voz alta dijo su oración de gracias por haber podido
regresar a sus queridas montañas, que le parecían más bellas que nunca. Y tan feliz y dichosa se sentía Heidi, que no encontraba palabras para agradecer a Dios lo que había hecho por ella. Sólo cuando el rojo resplandor fue apagándose, siguió Heidi su camino. De nuevo echó a correr y poco tardó en ver primero las altas copas de los abetos, luego la cabaña y, por fin, el banco y al abuelito, que se hallaba sentado en él y fumaba melancólicamente su pipa. Heidi apresuró el paso y antes de que el viejo pudiera darse cuenta de quién venía, la niña se abalanzó sobre él, dejó la cesta en el suelo y abrazó al anciano. Como la emoción le impedía hablar, sólo pudo exclamar una y otra vez: -¡Abuelito, abuelito! El abuelo callaba, emocionado. Por primera vez en muchos años sus ojos se humedecieron y tuvo que quitarse las lágrimas con el revés de la manga. Por fin se desasió de la niña, la sentó sobre sus rodillas y, contemplándola un momento, dijo: -¿Con qué has vuelto, Heidi? ¿Cómo es eso? ¡No estás muy elegante que digamos! ¿Acaso te han despedido? -¡Oh no, abuelito! -empezó Heidi, muy animada-, ¡no creas eso! Todos han sido muy buenos conmigo, Clara, la abuela y el señor Sesemann. Pero verás, abuelito, yo no podía más, tenía que volver a tu lado y muchas veces me parecía que me ahogaba de pena. Aunque nunca hubiera dicho nada por no parecer ingrata. Y de pronto, una mañana, me llamó el señor Sesemann muy temprano, creo que el doctor fue la causa, pero eso debe de estar en la carta... -Y extrajo de la cesta el cartucho y la carta, dando ambas cosas a su abuelo. - Esto es tuyo – dijo éste, mientras colocaba el cartucho sobre el banco. Luego cogió la carta y la leyó; después, sin decir una palabra, la metió en el bolsillo. -¿Crees que aún te gustará beber nuestra leche, Heidi? -preguntó tomando a la niña de la mano para entrar con ella en la cabaña-. Pero guárdate el dinero; es tanto, que podrás comprarte una cama y aún te quedará para vestirte durante muchos años. -No, no lo necesito, abuelito -aseguró Heidi-. La cama ya la tengo y Clara me ha dado tantos vestidos, que seguramente no necesitaré comprar nunca más. -Cógelo de todos modos y guárdalo en el armario. Alguna vez te vendrá bien. Heidi obedeció y corrió detrás del abuelo, que había entrado en la cabaña. Allí la niña brincó de alegría de un rincón a otro y por fin subió la escalera que conducía al pequeño desván. Mas allí se quedó perpleja y luego exclamó: -¡Oh, abuelito, ya no tengo mi cama! -Ya volverás a tenerla -sonó la voz del anciano desde abajo-. No sabía que habías de volver. Pero ahora baja y toma la leche. Heidi bajó y se sentó en el taburete alto que el abuelo había hecho para ella, bebiendo con afán tan grande como si nunca hubiera gustado cosa mejor. Cuando dejó el tazón, dijo con un profundo suspiro: -¡Abuelito, como nuestra leche de la montaña no hay nada en el mundo! De pronto sonó un agudo silbido y se precipitó como una flecha afuera. De la montaña bajaba el rebaño de cabras, saltando y brincando con Pedro en medio de ellas. Al ver a Heidi se quedó como clavado en el suelo y la contempló mudo de asombro. Heidi habló primero: -Buenas tardes, Pedro- dijo. Y se precipitó en medio de las cabras, exclamando: ¡Blanquita, Diana! ¿No me conocen ya? Las cabritas debieron reconocer su voz, porque la rozaban con la cabeza y balaban de alegría. Heidi las llamó a todas por sus nombres y todas corrieron como locas, apretujándose contra ella. La impaciente Cascabel dio un salto por encima de dos cabras para aproximarse más rápidamente, y también la tímida Blancanieves empujó a untado con inusitada terquedad al Gran Turco, amo y señor del rebaño, que se quedó mirándola con sorpresa, a causa del inaudito atrevimiento, alzando las barbas para demostrar quién era. Heidi no cabía en sí de gozo y de alegría al volverse a hallar en medio de aquellos compañeros de juego y abrazaba una y otra vez a la dulce Blancanieves y acariciaba a Cascabel, la impetuosa. Se dejó empujar de un lado a otro por los confiados animalitos hasta que llegó cerca de Pedro, quien no se había movido porque no sabía si sus ojos le mostraban la verdad o estaba soñando. -Ven, Pedro, y saluda –exclamó Heidi. -Pero ¿es que has vuelto? -pudo por último decir Pedro saliendo de su asombro. Acercándose, cogió la mano de Heidi que ésta hacía rato le estaba ofreciendo, y preguntó como siempre había preguntado cuando regresaban al caer la tarde-: ¿Vendrás mañana conmigo? -No, mañana aún no, porque mañana he de ir a ver a la abuela; tal vez iré contigo pasado mañana.
-Me gusta que hayas vuelto -dijo Pedro y su rostro se transfiguró en una inmensa mueca de alegría. En seguida se puso a bajar la montaña, pero le costaba más trabajo que nunca reunir a las cabras, pues apenas las había obligado con ruegos y amenazas, a ponerse a su lado y Heidi se marchaba con Diana y Blanquita, cuando todas se dispersaron nuevamente y se fueron corriendo detrás de la niña. Para remediarlo, Heidi tuvo que encerrarse con Blanquita y Diana en el establo, porque de otro modo, Pedro no hubiera podido arrancar el rebaño de aquel sitio. Cuando la niña volvió a entrar en la cabaña vio que el abuelo había arreglado nuevamente su lecho, que era fragante y blando, pues el heno estaba casi recién cortado. Sobre él estaban extendidas cuidadosamente las blancas sábanas y Heidi se acostó con claras muestras de alegría, durmiendo como no lo había hecho en un año. Durante la noche se levantó el abuelo lo menos diez veces para subir la escalera. Encaramado en ella, escuchaba atentamente si dormía la niña y estaba tranquila y luego examinó la abertura del tejado, que había llenado de heno para que no entrara ningún rayo de luna. Pero Heidi durmió sosegadamente y no se levantó a dar paseos nocturnos como en la otra casa; pues ahora su más ardiente deseo estaba colmado: se hallaba nuevamente entre sus queridas montañas, había visto otra vez el fulgor del crepúsculo y oído el susurro de los abetos; estaba en fin, en el hogar querido. XIV EL DOMINGO CUANDO LAS CAMPANAS SUENAN Heidi esperaba a su abuelo debajo de los abetos para que la acompañara a casa de la abuela, donde la dejaría para ir a buscar la maleta. La niña no deseaba otra cosa que regresar para preguntarle a la abuela si los panecillos le habían gustado. Sin embargo, el tiempo no le parecía largo, pues no dejaba de oír sobre su cabeza el querido rumor de los viejos abetos, ni de aspirar el perfume de los prados, donde mil florecillas doradas fulguraban entre la verde hierba. El abuelo salió al fin de la cabaña, dirigió una última mirada en torno suyo y dijo con tono de satisfacción. - ¡Vamos! Era sábado y el abuelo tenía la costumbre de ordenar y limpiar la cabaña y el establo. Había empleado en esos menesteres la mañana, para poder salir con Heidi inmediatamente después de terminada la comida. Cuando llegaron a la cabaña de Pedro, se separaron, quedándose allí Heidi. La abuela reconoció sus pasos apenas cruzó el umbral y gritó: -¡Oh, hija mía! Gracias a Dios que vuelvo a tenerte a mi lado. Después cogió la mano de Heidi y la retuvo fuertemente entre las suyas, como si temiese que alguien pudiera volver a robársela. Acto seguido, no pudo menos que hablar de los panecillos. Gracias a ellos estaba tan fuerte como no lo había estado en la vida. La madre de Pedro añadió que la abuela no se había comido más que uno entre la víspera y aquel día, pero que si comiera uno diario se pondría mucho más fuerte en una semana. Heidi prestó atención a las palabras de Brígida y permaneció pensativa un instante. Por fin hizo un gesto que indicaba que ya había dado con lo que buscaba. - Ya sé lo que voy a hacer, abuela – exclamó llena de gozo -. Escribiré a Clara y ella me mandará tantos como tienes ahora, o acaso dos veces más, pues yo tenía un gran montón en el armario, y cuando me los quitaron, Clara me dijo que me daría tantos como pudiera haber en el montón. Estoy segura que lo hará. - ¡Oh, magnífica idea! – exclamó Brígida -. Sin embargo observa que cuando lleguen ya estarán duros. Si una tuviera al menos de vez en cuando algunos céntimos de sobra, el panadero de Dörffi hace un pan parecido... ¡Pero ya nos cuesta bastante trabajo adquirir el que comemos! Un relámpago de gozo iluminó el rostro de Heidi. -¡Oh, abuelita, yo tengo mucho dinero! -exclamó saltando alegremente-. ¿Y sabes lo que haré con ese dinero? Pues comprarte todos los días un panecillo tierno, y los domingos dos, Pedro podrá traerlos de Dörffi. -No, no, hijita -replicó la abuela-. No debes hacer eso. El dinero que tienes no te lo han entregado para que lo gastes así. Debes dárselo al abuelo y él te dirá cómo has de emplearlo. Pero Heidi no se dejó convencer y empezó a dar saltos por la habitación repitiendo:
-Ahora la abuela tendrá un panecillo tierno todos los días y recobrará las fuerzas -y de pronto se interrumpió para añadir en seguida-: ¡Oh, abuela! Si te pusieras bien, volverías a tener vista, pues acaso sea la debilidad la causa de que no veas. La abuela calló para no turbar la felicidad de la niña. Entre salto y salto, Heidi advirtió de pronto el viejo libro de los cánticos y una súbita idea cruzó su mente. -Abuela, ya sé leer, ¿quieres que te lea uno de los cánticos de tu viejo libro? -¡Oh, ya lo creo! -repuso la abuela, agradablemente sorprendida-. ¿Es posible que sepas leer? Heidi se encaramó en una silla y cogió el libro levantando una nube de polvo, pues hacía mucho tiempo que no había sido tomado del estante. Lo limpió cuidadosamente, se sentó en un taburete al lado de la abuela y la preguntó qué quería que le leyese. -Lo que quieras, hijita, lo que quieras -repuso la anciana apartando la rueca y prestando atención. Heidi comenzó a hojear el libro, leyendo de vez en cuando unas líneas. -Aquí se habla del sol, abuela. Voy a leerte esto. Empezó y se fue animando cada vez más a medida que avanzaba en la lectura. Los dulces rayos cálidos de un sol rojo y ardiente penetran en mi alma suavemente y su calor despierta mi mente adormecida y siento en mis entrañas la misma vida. La vida que a mí llega de un hondo manantial de amor incomparable e irreal. Y a su luz clara y viva mi fe fuerte y constante me mostrará una senda limpia y vibrante. Mi temor al abismo sin fondo de la muerte lo borrará la esperanza que en mí se vierte. El final de las sombras de las noches oscuras es un brillo de la vida canto de alturas. Alegría suprema, limpias campanas, sueños de melodías soberanas. La abuela escuchaba con las manos enlazadas, y tan indeciblemente gozoso el semblante como Heidi no lo había visto jamás. Su rostro resplandecía mientras por sus mejillas rodaban las lágrimas. Cuando la niña se detuvo, la abuela le suplicó: - ¡Oh, léelo otra vez, Heidi! Léeme eso de: Y a su luz clara y viva
mi fe fuerte y constante… La niña volvió a leer muy gustosa, pues le complacía escuchar su propia voz: Y a su luz clara y viva mi fe fuerte y constante me mostrará una senda limpia y vibrante. -¡Oh, Heidi, se hace la luz en mi corazón! ¡Cuánto bien me has hecho! La abuela repitió muchas veces seguidas estas palabras que expresaban su alegría, y Heidi se sintió henchida de felicidad al ver a la abuela de aquel modo. Ahora su rostro no estaba envejecido ni su expresión era lastimera, sino que el júbilo iluminaba su faz, que elevaba hacía lo alto como si pudiera vislumbrar con nuevos ojos el bello jardín celeste. De pronto alguien golpeó la ventana y Heidi vio que su abuelo la llamaba por señas. La niña obedeció en el acto, prometiendo a la abuela volver al día siguiente, porque aunque subiera a los Alpes con Pedro, bajaría hacía el mediodía. La idea de poder alegrar a la abuela y de hacer la luz en su corazón iba a ser desde entonces su mayor felicidad, una felicidad más fuerte aun que la que experimentaba cuando permanecía en los pastos con las cabras, las flores y el sol brillante. Brígida la acompañó hasta el umbral para darle el vestido y el sombrero. Heidi se colgó el vestido al brazo pensando en el abuelo que ya la reconocería ahora, pero se negó a tomar el sombrero, manifestando a Brígida que sería inútil insistir, pues no pensaba volverlo a colocar sobre su cabeza. Heidi estaba tan impresionada por los recientes sucesos, que comenzó en seguida a contárselos al abuelito. Le dijo que diariamente podrían traer de Dörffi panecillos para la abuela y que en el corazón de ésta se había hecho de pronto la luz, lo cual le llenó de felicidad. Cuando terminó su relato, volvió a la primera idea y dijo convencida: -¿Verdad, abuelito, que aunque la abuela no quiera, me darás todo el dinero del cartucho y así podré dar a Pedro algunos céntimos todos los días para que compre un panecillo a la abuela y los domingos dos? -Pero, ¿y la cama, Heidi? -preguntó a su vez el abuelo-. No estaría de más que tuvieras una buena cama. Comprándola, aún sobraría dinero para adquirir los panecillos. Pero Heidi no se dio por vencida y procuró convencer al abuelo de que ella dormía mejor en su lecho de heno que en el de plumas de Frankfurt. Y tanto le suplicó, que el abuelo terminó por decir: -El dinero es tuyo; haz con él lo que quieras. Tienes suficiente para comprarle a la abuela panecillos durante muchos años. Al oírle Heidi comenzó a lanzar exclamaciones de alegría. - ¡Oh, qué dicha! Ya no volverá a comer la abuela pan duro y negro. ¡Qué hermoso es esto! ¡No he visto nada tan hermoso en todos los días de mi vida! Heidi que no soltaba la mano del abuelo y saltaba lanzando gritos de júbilo, semejaba un pájaro que desahogase su alegría con trinos. De súbito se puso seria y dijo: -¡Oh, si Dios hubiese hecho inmediatamente todo lo que le pedí con toda mi alma, esto no sería ahora tan hermoso! Hubiera regresado en seguida, sin poder traer a la abuela más que unos pocos panecillos, ni leerle el cántico que tanto bien le ha hecho. Pero Dios lo ha arreglado todo mucho mejor de lo que yo esperaba. Ya me lo dijo así la abuelita de Clara. ¡Oh, cuanto agradezco a Dios que no hiciera entonces lo que le pedí, aunque quedé descorazonada al no obtenerlo! Desde hoy no cesare de orar, como me lo recomendó la abuelita de Clara, para dar las gracias a Dios. Y si no hacer en seguida lo que pida pensaré: “Seguramente, como en Frankfurt, Dios ha decidido obrar de otro modo que resulte mejor para mi”. Rezaremos todos los días, ¿verdad, abuelito? No olvidaremos nunca a Dios, a fin de que El no nos olvide a nosotros. -Sin embargo, hay quien le olvida -murmuró el abuelo. -¡Oh, pero ésos no son felices! Dios los olvida a su vez y les deja de la mano cuando se lamentan, nadie tiene piedad de ellos porque ellos han sido los primeros en dejar a Dios. Por eso El les deja ir por donde quieren en vez de ayudarles. -Es verdad, Heidi. ¿Dónde has aprendido eso? -La abuelita de Clara me lo dijo y me lo explicó todo.
El anciano anduvo un buen trecho en silencio. De pronto dijo, como hablando consigo mismo: -Cuando las cosas están hechas, hechas están. Nadie se puede volver atrás. Aquel a quien Dios olvida, olvidado queda. -¡Oh, no, abuelito, puede uno volverse atrás! Me lo ha dicho la abuelita de Clara. Justamente así es la historia de mi libro. Pero tú no la conoces. Cuando lleguemos a casa, te la leeré y verás qué bonita es. Y Heidi aceleró el paso, anhelante por llegar al fin del camino. Cuando alcanzaron la cima, la niña, asiendo la mano del abuelo, entró corriendo con él en la cabaña. El anciano dejó en el suelo la cesta y la mitad del contenido de la maleta, pues de otro modo, ésta hubiera sido difícil de transportar. Después se sentó en el banco que había ante la casa y allí permaneció abstraído. Heidi reapareció en seguida con su libro bajo el brazo. - ¡Oh! Estás ya sentado, abuelito. Mucho mejor. Se sentó a su lado. No tuvo necesidad de buscar la historia pues la había leído y releído tantas veces, que el libro se abría solo por aquella página. Comenzó y quedó cada vez más absorta en su lectura. Era la historia del hijo que se sentía muy feliz en su casita, donde se dedicaba a pastorear las hermosas vacas y los carneros de su padre, siempre apoyado en su báculo y vestido con magníficos trajes, y donde podía admirarse la puesta del sol, tal como se veía en el grabado. Pero he aquí que un día quiso disponer de lo que le correspondía de su fortuna para vivir a su capricho. Y pidiendo el dinero a su padre, partió y se lo gastó todo. Entonces se vio obligado a entrar como criado en casa de un campesino, donde no había hermosos rebaños como en su casa, sino únicamente cerdos de los que había que cuidar. Sus vestidos eran miserables y allí no comía más que bellotas y algarrobas de las que se alimentaban los cerdos. Entonces, el muchacho se dio cuenta de lo feliz que había sido en casa de su padre, lo bueno que éste había sido para él, la negrura de su ingratitud para con su padre. Entonces lloró lleno de remordimientos y de pena. De pronto se dijo: «Me levantaré e iré a casa de mi padre, le pediré perdón y le diré: "Padre, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo"». Muy lejos estaba aún de su casa, cuando el padre le vio y corrió a su encuentro. -¿Sabes lo que sucede ahora, abuelito? -preguntó Heidi interrumpiendo su lectura-. Acaso creas que el padre estaba todavía enfadado y le diga: «Ya te lo había dicho». ¡Escucha, escucha! «Su padre, al verle, se compadeció de él y corrió a estrecharle entre sus brazos. El muchacho dijo: "He pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de que me llames tu hijo". Pero el padre dijo a sus criados: "Traed las mejores ropas y vestidle con ellas. Poned un anillo en su mano y unos buenos zapatos en sus pies. Matad el carnero mejor cebado. Comamos y alegrémonos, pues mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido, y lo hemos encontrado". Y comenzaron todos a regocijarse. Al ver que el abuelo permanecía silencioso cuando ella esperaba oírle expresar su admiración, Heidi le preguntó: -¿Verdad que es una historia bella? -Sí, Heidi, la historia es bella -replicó el anciano en tono tan grave que la niña se detuvo y comenzó a examinar los grabados. Después, poniendo el libro ante los ojos del abuelo, le dijo dulcemente. - ¡Mira qué bien está! Y señaló con el dedo la imagen del hijo pródigo vuelto a la casa paterna, vestido con riqueza y al lado de su padre, que le contemplaba con mirada cariñosa. Más tarde, cuando Heidi estaba ya sumida en un sueño profundo, el abuelo subió por la pequeña escalera y dejó la lámpara al lado del camastro de Heidi, de modo que la luz iluminara a la niña dormida. Esta reposaba dulcemente con las manos juntas, pues no se había olvidado de rezar. Su carita tenía tal expresión de paz y felicidad, que sin duda debió impresionar al abuelo, pues éste estuvo contemplándola largamente sin hacer el menor gesto. Después enlazó sus manos e inclinando la cabeza dijo en voz alta: -Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No soy digno de que me llames tu hijo. Y las lágrimas rodaron por las mejillas del anciano. Algunas horas más tarde, al amanecer, el Viejo de los Alpes, de pie frente a la cabaña, miraba con ojos resplandecientes todo cuanto había a su alrededor. La mañana del domingo resplandecía sobre las montañas. De los valles circundantes llegaban sonidos de campanas, mientras en las cimas de los árboles los pájaros entonaban su himno matinal. El abuelo volvió a la cabaña.
-Ven, Heidi -llamó al pie de la escalera-, el sol ha salido ya. Ponte un hermoso vestido, pues iremos a misa. Heidi no tardó en vestirse. Era preciso apresurarse para acatar aquel extraordinario deseo del abuelo. Bajó pues, en seguida, vestida con el lindo traje de Frankfurt. Pero de pronto se detuvo ante el abuelo y le contempló llena de asombro. -¡Oh abuelo! Jamás te había visto así -exclamó la niña-. Nunca te había visto con ese traje de botones de plata. ¡Qué bien te sienta este traje de los domingos! El anciano contempló a la niña con gesto alegre. -También tú estás preciosa con ese vestido. ¡Vamos! Y tomando a Heidi de la mano comenzaron el descenso de la montaña. De todas partes llegaba a ellos el gozoso canto de las campanas domingueras. Aquellos sonidos aumentaban de sonoridad a medida que se acercaban al valle. Heidi escuchaba embelesada y dijo: - ¿Oyes abuelito? Es como una gran fiesta. En la iglesia de Dörffi estaba ya casi todo el pueblo. Cuando el abuelo entró con Heidi de la mano y se sentó en la última hilera de bancos, detrás de todo el auditorio, comenzaban los cantos. Sin embargo, un vecino que estaba cerca los vio y dijo a la persona que le acompañaba: - ¿Te has fijado? ¡El viejo de los Alpes! El que escuchó estas palabras, las transmitió a sus vecinos de banco y la voz fue corriendo hasta que el murmullo se hizo general. - ¡El Viejo de los Alpes! ¡El Viejo de los Alpes! Muy ocas fueron las mujeres que se resignaron a no volverse aunque fuera sólo una vez, lo que a buen seguro les hizo perder el hilo de sus rezos. Pero cuando el sacerdote subió al púlpito y comenzó a predicar, cesó la distracción, pues el sermón era tan emotivo que todos notaron como si un hálito de divino goce se introdujera en sus corazones. Cuando el predicador terminó, el Viejo de los Alpes cogió a la niña de la mano y se dirigió al presbiterio. Todos los que en aquel momento salían o estaban ya afuera, le siguieron con la mirada para ver si en efecto se dirigía a la casa del cura. Y el viejo de los Alpes entró. La gente se agrupó y comenzó a comentar animadamente la inesperada aparición del Viejo en la iglesia. Todas las miradas estaban fijas en la puerta del presbiterio y todos se preguntaban cómo saldría el Viejo de allí, si acalorado y discutiendo con el cura, o alegre y en paz, pues aquella visita era para la gente un indescifrable misterio. Sin embargo, en la mente de alguno de ellos comenzó a verificarse cierto cambio, y dijo: -A lo mejor el Viejo de los Alpes no es tan temible como se cuenta. No hay más que ver el cuidado con que coge de la mano a la niña. Otro añadió: -Es lo que yo he dicho siempre. A buen seguro que no iría a visitar al cura si tan malo fuera, pues temería su castigo. Se exagera demasiado. El panadero dijo cuando le llegó su turno: -¿No se los dije yo? Si tan terrible fuera, ¿dejaría una niña una casa donde tenía todo cuanto pudiera desear para reunirse con su abuelo? Esta buena disposición de ánimo hacia el Viejo de los Alpes se comunicó muy pronto a los demás grupos, tanto más cuanto que las mujeres estaban también reunidas comentando las revelaciones que conocían por Pedro y su abuela, que daban del anciano informes muy distintos a los que circulaban por el pueblo. Al fin, los habitantes de Dörffi experimentaron la sensación de estar reunidos para dar la bienvenida a un amigo que estuvo ausente mucho tiempo. Entretanto, el Viejo de los Alpes había entrado en el presbiterio llamando a la puerta del cuarto del sacerdote. Este abrió y, al verle no demostró la menor sorpresa. Se hubiera dicho, que por el contrario, lo esperaba. Por lo visto, su inusitada aparición en la iglesia no había pasado inadvertida. Tomó la mano del Viejo y la estrechó cordialmente en tanto el anciano permanecía silencioso, incapaz de articular una sola palabra, pues no esperaba que el sacerdote le dispensara semejante recibimiento. Al fin se repuso y dijo: -Vengo a suplicar al señor cura que olvide las palabras que le dirigí allá, en la montaña, y no me guarde rencor si me he negado a admitir sus buenos consejos. El señor cura estaba en lo cierto. El equivocado era yo. Pero desde ahora, seguiré los consejos del señor cura y durante el invierno viviré en Dörffi, pues la niña está muy delicada y no debe permanecer allí arriba en la época de los fríos. Y si la gente del pueblo me mira con desconfianza, me resignaré, pues reconozco que no merezco otra cosa… Pero supongo que el señor cura, no hará otro tanto.
Los ojos del sacerdote brillaron de alegría. Volvió a tomar la mano del Viejo y, estrechándola entre las suyas, le dijo enternecido: -Antes de escuchar mi voz, ha oído usted otra más elevada. Esto me complace sobremanera y puedo asegurarle que no se arrepentirá usted de haber venido a vivir en nuestra compañía. En mi casa será usted siempre bien recibido, tanto en calidad de amigo como de vecino, y me propongo pasar alegremente en su compañía más de una velada en invierno. Por otra parte, Heidi contribuirá a fortalecer nuestra amistad. Dicho esto, el sacerdote acarició la rizada cabellera de Heidi y la cogió de la mano para acompañar a su abuelo hasta la puerta. Cuando estuvieron en el jardín que daba a la calle, el cura volvió a dar la mano al Viejo de los Alpes como se hace con un amigo de quien nos apena separarnos, de modo que todo el mundo pudo verlo. Y apenas la puerta de la casa se cerró tras el sacerdote, la gente se apresuró a ir al encuentro del Viejo de los Alpes. Todos querían ser los primeros en saludarle. Tantas manos se le tendieron al mismo tiempo, que el anciano ni supo cual estrechar. Uno le decía: -¡Cuánto me alegro de que se haya dignado, siquiera por una vez, mezclarse con nosotros! Otro gritaba: -Hace tiempo que deseaba hablar con usted un rato. El tumulto creció cuando el Viejo de los Alpes, ante tanta amabilidad, manifestó que pensaba pasar el invierno en Dörffi entre sus antiguas amistades. Se hubiera dicho que el Viejo de los Alpes era la persona favorita del pueblo y que éste se había visto privado de él durante mucho tiempo. La mayor parte acompañó al anciano hasta bastante más allá de las últimas casas, y, al despedirse de él, todos quisieron recibir la seguridad de que el Viejo les haría una visita la próxima vez que bajara a Dörffi. Mientras éstos volvían al centro del pueblo, el anciano en pie, les seguía con la mirada. Su rostro estaba iluminado por un cálido reflejo. Heidi, que no cesaba de mirarle, le dijo gozosa: -¡Abuelito, jamás has estado tan guapo como hoy! -¿Tú crees? -repuso el viejo sonriendo-. Sí, es verdad. Hoy me siento tan feliz como tú no puedes comprender y como no merezco. ¡Hace tanto bien vivir en paz con Dios y con los hombres! Dios ha sido bueno al enviarte a mi lado. Al llegar a la cabaña del cabrero, el abuelito abrió la puerta y entró. -¡Buenos días, abuela! -dijo sin vacilar-. Me parece que pronto habremos de empezar a remendar otra vez esta casita antes de que lleguen los vientos del otoño, para que estos no hagan una de las suyas. -Pero ¿es posible? ¿Es el Viejo de los Alpes? -exclamó la abuela, agradablemente sorprendida-. ¡Cuánto me alegro de vivir todavía para darle las gracias por todo el bien que me ha hecho! ¡Que Dios se lo pague! ¡Que Dios se lo pague! Temblando de alegría, la abuela tendió la mano al abuelo y éste se la estrechó cordialmente. -Tengo que hacerle un nuevo ruego -continuó la abuela-. Si algún daño le he hecho, no me castigue dejando partir a Heidi otra vez antes de que mis huesos reposen allá abajo, al lado de la iglesia. ¡Usted no sabe lo que esta niña significa para mí! – exclamó estrechando contra su pecho a Heidi, la cual estaba de pie a su lado. -No tenga miedo, abuela -repuso el Viejo tranquilizándola-. No quiero que semejante castigo caiga sobre usted ni sobre mí. Estaremos todos juntos y Dios quiera que durante mucho tiempo. Brígida se llevó entonces al Viejo de los Alpes a un rincón de la estancia y, mostrándole el sombrero de plumas, le contó todo lo que había sucedido, añadiendo que no podía aceptar semejante regalo de la niña. Pero el abuelo dirigió a Heidi una mirada de satisfacción y repuso: - El sombrero es de ella; de modo que si no lo quiere, hace bien en dárselo. Guárdelo, pues. Esta inesperada respuesta llenó a Brígida de gozo. - ¡Pero si vale más de diez francos! – exclamó levantando el sombrero alegremente -. ¡Qué bendición nos ha traído de Frankfurt esta Heidi! Más de una vez he pensado que haría bien en enviar allí a Pedro por una temporada. ¿Qué le parece abuelo? En los ojos de éste apareció un destello de malicia. Repuso que el viaje no podría hacer daño al muchacho, pero que era preferible esperar una buena ocasión. En aquel instante, Pedro abrió la puerta como una tromba, tras haberla golpeado con tanta violencia con la cabeza, que toda la casa se había conmovido. Llevaba mucha prisa. Jadeante, sin aliento, se detuvo en medio de la habitación y tendió una carta. Era inusitado. ¡Una carta dirigida a Heidi! Se la habían entregado al muchacho en la estafeta de Dörffi. Todos se sentaron alrededor de la
mesa sorprendidos y Heidi abriendo la carta, la leyó sin vacilar en alta voz. Era de Clara Sesemann, y contaba a Heidi que desde su partida reinaba en la casa un gran aburrimiento. Tanto era así que había decidido marcharse también y convenció a su padre para que la dejara ir en el otoño a Ragatz. Su abuelita la acompañaría a hacer una visita a Heidi que había hecho muy bien en llevarle los panecillos a la abuelita de Pedro, y que para que no se los comiera a secas le enviaba café, el cual ya estaba en camino. Añadía que Heidi habría de llevarla a casa de la abuela de Pedro cuando ella fuera a los Alpes en otoño. Tan agradables eran estas noticias y tanto podía hablarse sobre ellas, pues todos estaban interesados en el asunto, que el abuelo no se dio cuenta de que era ya muy tarde. La perspectiva de los días venideros les llenaba de felicidad. Dominaba por aquella atmósfera saturada de dicha, la abuela exclamó: - Sin embargo, nada tan hermoso que la visita de un viejo amigo que viene a estrecharnos la mano. Esto deja en el alma la consoladora impresión de que, en un momento dado, obtendremos todo cuanto constituye nuestros amores. Volverá usted pronto ¿verdad abuelo? Y la niña, mañana mismo, ¿no es cierto? La respuesta afirmativa que esperaba la abuela fue un apretón de manos. Pero había llegado el momento de separarse y el abuelo reanudó con Heidi el camino de los Alpes. Las mismas campanas que por la mañana les llamaron de los valles circundantes, les acompañaron ahora con su apacible toque del Angelus hasta que llegaron a la cabaña, que, bajo el sol poniente, tenía un aire de fiesta. Cuando la abuelita de Clara llegara el próximo otoño, tanto Heidi como la abuela de Pedro recibirían más de una alegría y más de una sorpresa. Y en el desván de la cabaña acabaría por haber una verdadera cama, pues bastaba que la abuelita de Clara fuera a un sitio para que en él se estableciera el orden más completo, tanto moral como material. FIN JUANA SPYRY SUIZA
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