January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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CONSUELO SANTAMARÍA
He leído el diario de mi hijo Los padres ante la adolescencia de los hijos Prólogo de José Carlos Bermejo
CENTRO DE HUMANIZACIÓN DE LA SALUD SAL T2ERRAE
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[email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 7-12-2015 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2540-9
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Índice Portada Créditos Prólogo Introducción 1. ¿Por qué he leído el diario de mi hijo? 2. Los eternos miedos de los padres 2.1. Miedo al alejamiento: «¡No sé qué pasa! ¡Qué habré hecho yo para…!» 2.2. Miedo al sexo: «¡Es solo una niña!» ¿Qué se puede hacer? 2.3. Miedo a las drogas: «¡No sabe adónde va!» ¿Por qué los adolescentes consumen cánnabis? ¿Y cuáles son esos peligros? ¿Qué hacer? 2.4. El alcohol: «¡Me asusta tanto!» 2.5. El tabaco: «¡No es para tanto!» ¿Qué hacer para prevenir este consumo? ¿Qué pueden hacer los padres con relación a las adicciones? 2.6. Malas amistades: «¡No lo puedo permitir!» ¿Qué pueden hacer los padres con relación a las malas compañías? 2.7. La violencia, el acoso, el bullying: «¡Mi hijo no hace eso!» ¿Qué es el acoso escolar o bullying? Repuestas y distorsiones cognitivas que pueden darse en los adolescentes, la comunidad educativa y/o las familias Consecuencias Métodos para detectar el acoso escolar 2.8. Ciberbullying. Las redes sociales, Internet, el móvil, videojuegos: «¡Es demasiado tarde para…!» ¿Entre quiénes se produce un ciberacoso? ¿Qué hacer? Otros problemas derivados del uso de la red y móviles Efectos en el adolescente ¿Qué hacer? La adicción a los videojuegos Causas de la adicción a los videojuegos ¿Qué hacer? 2.9. Trastornos alimentarios: «¡Solo quiere mantener un buen tipo!» Tipos de trastornos alimentarios ¿Qué es la anorexia? 4
¿A quién afecta fundamentalmente? ¿Qué hacer? Consecuencias de la anorexia La otra cara del problema: la bulimia ¿Qué es la bulimia? ¿Cuáles son las causas de la bulimia? Consecuencias ¿A quién afecta la bulimia? ¿Qué hacer? 2.10. La homosexualidad: «¡No puedo permitirlo, es un…!» Reacciones familiares ante la homosexualidad de los hijos Duelo por la pérdida del «hijo ideal» 2.11. Autolesiones o cutting: «¡¿Y por qué llevas camisetas de manga larga?!» ¿Qué es la autolesión? Frecuencia ¿Cuáles pueden ser las causas de las autolesiones? ¿Cuáles pueden ser las consecuencias? ¿Qué hacer? ¿Qué debe hacer la familia cuando se conoce el problema? 2.12. El fracaso escolar: «¡Haré lo que sea con tal de…!» La escuela de los animales ¿Qué hacer? 3. Intimidad ¿Qué es la intimidad de los hijos? ¿A qué nos obliga? ¿Qué es la intimidad? ¿Qué es el secreto profesional? ¿Qué hacer para respetar la intimidad de los hijos? Epílogo Bibliografía Páginas de Internet Notas
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Prólogo «He leído el diario de mi hija. Y me enterado de que… ¡Mi hija se hace cortes en las muñecas! Me he fijado y las tiene llenas de cortes y cicatrices. ¡Qué horror! ¡Pero esto qué es! Y yo sin tener ni idea de que estuviera pasando… ¡Dios mío! Pero ¿por qué tiene que hacerme esto?». Eran las palabras de mi compañera de estudio de un máster, María. Había venido a hablar conmigo porque estaba desesperada y decía buscar consejo. «No sé qué tengo que hacer, a quién tengo que ir, lo que significa esto…». Y esto motivó mi interés por María y por lo que le estaba pasando. Tampoco para mí resultaba familiar la historia que me contaba. No me había interesado por esta conducta y esta forma de sufrimiento. La hija de María no buscaba la autolisis, pero tanto ella como su madre y su padre tenían un serio problema que les desafiaba a tomarlo en las manos e introducir una serie de modificaciones en la relación y, en general, en la vida. Esta es solo una de las formas de sufrimiento que pueden encontrar los padres en el proceso educativo de sus hijos. Al hablar con mi amiga Consuelo, como la persona ideal para profundizar e intentar ofrecer una ayuda, la lista de situaciones dignas de ser exploradas con el objetivo de aumentar el control sobre ellas conociéndolas, comprendiéndolas y afrontándolas de manera saludable es mucho más grande de lo que yo creía. Basta pensar en el riesgo del consumo de alcohol, en el peligro de las drogas, el tabaco, el sexo, la violencia, el acoso, el ciberbullying, los problemas con la alimentación, el fracaso escolar… Y otras situaciones que constituyen un gran desafío para que los padres acompañen el desarrollo de sus hijos. Uno de los grandes peligros es caer en la moralización de las conductas con sabor nostálgico: «Ya no hay valores como antes. Fíjate a lo que se dedican ahora». Como si en el pasado no hubiera habido tanto dificultades serias como valores de referencia para afrontarlas. Es cierto que hoy tenemos más posibilidades de conocer la realidad y también de socializarla, gracias a los medios. Pero algunos problemas no han sido suficientemente estudiados, y menos aún socializados, y los padres no han sido educados para afrontar las dificultades que encuentran. Muchos no conocen, no saben, no se han entrenado en abordaje de conflictos, no tienen habilidades para escuchar… y terminan sencillamente despreciando a las generaciones de hoy y gritando ante los problemas. A Consuelo le pedí que ayudara al Centro de Humanización de la Salud a aportar un granito de arena en este ámbito en el que adolescentes y padres son víctimas del no saber, del no reflexionar y de la falta de luz. Este libro quiere, pues, poner luz en las familias. Quiere ser un fármaco para sanar los problemas de comunicación que pueden ser tan graves como mortales. Quiere ayudar a vivir comprometidos con la realidad teniendo en cuenta que, antes incluso de abordarla, hay que hacer un esfuerzo por 6
prevenir en ese sinfín de problemas a los que se puede llegar. El desafío no es buscar quién tiene la culpa, sino comprender lo que pasa, en primer lugar, para poder afrontarlo exitosamente, con una buena calidad de relación interpersonal, en un contexto de una cultura del encuentro y no del reproche. Hay mucho sufrimiento inevitable en el mundo. Mucho sufrimiento depende de las conductas de los seres humanos. Para eliminar cuanto esté en nuestras manos, no solo basta esperar que los demás eviten las conductas que generan mal. La responsabilidad es colectiva. En una primera instancia podemos ser ciegos a los escenarios sociales que favorecen conductas adictivas, violentas, consumistas, deshumanizadoras… Pensándolo bien, muchas de estas conductas se producen en contextos de falta de comunicación auténtica, de relaciones superficiales que generan vacío. Y los seres humanos tenemos sed de encuentros en la verdad. Es la relación auténtica, en la verdad, que se despliega en una atenta escucha, la que tiene el poder de humanizar. El poder de prevenir y el de acompañar saludablemente. Consuelo, mujer entrañable, sabia y capaz de reflexionar desde sus conocimientos de psicopedagogía, de filosofía, de counselling, de duelo…, nos regala un libro imprescindible para los padres y educadores, pero quizás también para todos aquellos que quieran conocer problemáticas educativas en la vida. Consuelo es profesora del Centro de Humanización de la Salud de los religiosos camilos, así como voluntaria en el Centro de Escucha, y miembro del Equipo de Intervención Psicosocial en Crisis (Camillian Task Force), que opera en numerosos países. Esta vinculación con la misión del Centro le hace tener una visión y una competencia muy especiales. Pero además ha acompañado durante años en los colegios públicos de Madrid, en el abordaje de las situaciones más conflictivas que se presentaban en las aulas. Se ha hecho experta en duelos en niños. Ha contribuido a crear centros de escucha en América Latina y África… Nada se le pone por delante (ni los miedos al ébola en Sierra Leona) para dar cauce a su pasión por los niños y por humanizar los procesos educativos y de salud. Merece un gran agradecimiento y reconocimiento por lo que hace, por su competencia y por haber aceptado realizar este trabajo para enriquecer el fondo literario del Centro y ayudar a quien tenga a bien buscar en estas páginas un poco de la luz que contienen. JOSÉ CA RLOS BERMEJO Director del Centro de Humanización de la Salud
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Introducción El objetivo de este libro es desestigmatizar a la adolescencia. Muchos de los libros sobre la adolescencia tienen un toque tremendista, presentando este periodo evolutivo como una etapa terrible, cargada de sufrimiento y que lleva a mirar a los adolescentes como pequeños o grandes monstruos, seres encerrados en sus gustos y antojos, egoístas, exigentes, carentes de afanes por vivir, ridículos y extravagantes, incongruentes y absurdos, cargados de atropellos, injusticias, ocurrencias e inconsistencias que llenan de sufrimiento los espacios familiares. Es verdad que en muchas ocasiones esto ocurre, pero ¿por qué ocurre? ¿Por qué un niño complaciente, responsable, obediente, llega a los catorce años y se vuelve contestón, grosero y llega a casa cargado de alcohol? ¿Por qué se ha convertido de la noche a la mañana en un pequeño ser egoísta e insensible? ¿Cómo es posible semejante transformación? El objetivo de estas páginas es reflexionar, fundamentalmente, sobre las actitudes de los padres, que pueden provocar, sin quererlo, comportamientos inadecuados. Análisis que no pretende generar culpas, sino invitar a la reflexión, al autoconocimiento, al análisis personal, para con ello poder acompañar mejor, desde la acción y el cambio personal, a los hijos adolescentes. Si echamos un vistazo a las diferentes etapas evolutivas, vemos que cada una está sellada con una serie de emociones específicas. La llegada de un hijo, el nacimiento, está lleno de vibraciones emocionales. Cuando los padres miran por primera vez al hijo se llenan de sorpresa, admiración, contemplación, alegría, esperanza, regocijo, contento, plenitud. El fruto de su amor está conformado y realizado en ese bebé que abrazan y miran con extrema expectación y ternura. Los ojos de los padres ven lo que nunca habían visto, sienten lo que nunca hasta ese momento habían sentido y proyectan todo un torrente de propósitos, deseos, pretensiones y aspiraciones en el niño que acaba de nacer. Durante los primeros años de la vida del niño, los padres ríen y se complacen con cada movimiento nuevo, con la primera sonrisa, con la primera palabra, con los primeros pasos. Ha dicho «mamá», ha dicho «papá»… y ante estas palabras los padres vuelven a sentir un cúmulo de gozos, deleites y satisfacciones difíciles de explicar, que llenan de gozo el corazón de los progenitores. Se acumulan las «codicias» que configuran una vida plena, las ilusiones esperanzadas donde todo sea «perfecto» para el hijo; los ensueños hacen acto de presencia y, como es de esperar, con esta mezcla de conmociones las fantasías toman un 8
protagonismo muy concreto. «Mi hijo va a ser, como mínimo, el más guapo, el más listo, el más bueno». Todo esto es muy humano y natural, pero si desde ese momento se empieza a forjar un hijo ideal, que a veces impide mirar la realidad de manera objetiva, ese hijo ideal se va a ir separando y distanciando poco a poco del hijo real y más adelante pueden venir muchos problemas por este distanciamiento de la realidad. Luego viene la etapa del primer despegue de los padres, especialmente de la madre. El niño tiene edad para ir al colegio, tiene que seguir avanzando en la tarea de la socialización. Es otro momento de bullicio emocional. Dentro del alma hay un encuentro de agitaciones y sentimientos un poco heterogéneos y diversos. Por una parte la alegría de ver que el niño empieza una nueva etapa en su vida y por otra el dolor del despegue. Es un momento difícil para algunos niños y para algunos padres; por eso los llantos al iniciar la escolarización son tan frecuentes en la etapa infantil. Pueden aparecer ansiedades, miedos, dudas («¿Estará bien mi hijo?», «¿tendrá amigos, se meterán con él?», «¿su profesor o profesora le querrá?»). Y tantas y tantas preguntas que se hacen los padres y que implican una buena dosis de miedo y unas considerables porciones de desconfianzas, completamente normales y lícitas. Ante estos miedos, los padres hablan en los colegios con los profesores para asegurar que todo va bien. Otras veces toman posturas inadecuadas y poco educativas, pero mal o bien van gestionando sus dudas y temores. El niño está creciendo, ya ha llegado al instituto, comienza sus estudios de secundaria y con ello las turbaciones se acrecientan. Es momento de grandes cambios: pre-adolescencia y adolescencia pueden ser momentos evolutivos de un gran sufrimiento, aunque no siempre, para padres e hijos, y, ante esos cambios, todos, padres e hijos, se van viendo más desprovistos de recursos. Los problemas de los adolescentes ya no se solucionan como cuando el niño estaba en primaria, y algunos padres, especialmente algunas madres, ante el desconcierto y la desesperación, se llenan de recelos, desconfianzas, desengaños, susceptibilidades y miedos, que normalmente van más lejos que la realidad y, para compensar esos desasosiegos emocionales, con frecuencia, adoptan posturas extremas que les llevan a invadir e irrumpir de manera ansiosa en la intimidad del hijo. Y con esto se llega a lo que muchos padres revelan con pánico: «He leído el diario de mi hijo». Esta manera invasiva de actuar puede provocar alteraciones en las relaciones y puede generar mucha rabia en los adolescentes, como veremos a lo largo de este libro. Uno de los objetivos fundamentales de estas páginas es remarcar determinadas conductas de los padres que no ayudan en el desarrollo personal de los hijos. Conociendo, tomando conciencia de nuestros propios errores, podremos crecer como padres y ayudar, en consecuencia, a nuestros hijos.
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Cuando se deja de mirar al hijo como «mi problema» para mirarlo como «mi hijo, que tiene un problema», el escenario cambia radicalmente y se genera un contexto lleno de perspectivas de éxito y renovación.
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1.
¿Por qué he leído el diario de mi hijo? Una de las contemplaciones que a los amantes de la naturaleza nos pueden extasiar y admirar es dar un paseo por la orilla de un río. Los ríos tienen una vida tan intensa que descubrirla siempre fascina. Ver el agua que fluye, que se desliza y que no se puede detener, ver los tramos de quietud aparente, porque siempre hay vida inquieta en la profundidad, ver el cambio paulatino y adaptativo del agua al terreno para dar paso a formas graciosas y diferentes, siempre es sorprendente. Cada río es como el río de la vida que nace, que fluye, que da savia y sustento a su paso a otras formas de vida, con sus zonas transparentes, cristalinas y limpias y sus zonas estancadas, escabrosas, infranqueables, salvajes y peligrosas, pero que no por su aparente inaccesibilidad dejan de ser río; es más, en ocasiones esas zonas son las que más resaltan su belleza. La vida de los hijos, que nace, que fluye, que salta y va adaptándose al cauce del río de la vida y que cada padre ha preparado con tanto cariño, es un río fantástico. No hay nada más fascinante que contemplar este torrente de vida que destila y tamiza a la vez una existencia nueva. Mientras los pequeños están bajo el control de los padres, todo parece fluir con serenidad, con equilibrio, con tranquilidad. Bien es verdad que hay infancias muy turbulentas, que hay muchos niños con problemas que desestabilizan el cauce y se desbordan con facilidad si alguien no les ayuda con ese dique de contención de la asistencia terapéutica, pero incluso estos pequeños «rápidos» llenos de peligros y de piedras difíciles de sortear son de una incalculable belleza. Las zonas «peligrosas» de los ríos asustan a todos los que contemplan el lugar. ¿Quién se atreve a meter un pie en zonas de corrientes y remolinos? ¡Cuántos han sucumbido en estas zonas! Esta zona turbulenta en el curso de la vida la podemos llamar adolescencia. Bien es verdad que hay vidas que transcurren por zonas llanas y fluyen con quietud y, aunque se encuentren con cantos, guijarros o detritus rocosos, el cauce no parece sufrir por ello. Son los adolescentes que saben bien dónde van, que siguen el curso de su vida, que encuentran turbulencias pero saben dominarlas, y nadie percibe que se están produciendo fuertes cambios en sus vidas. Pero hay otros adolescentes cuyos días transcurren como un «rápido» que recorre una pendiente muy pronunciada y todo parece que va a una velocidad vertiginosa. La
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vida corre demasiado deprisa, todos los que están cerca ven cómo ese ritmo atropellado y escabroso, quebrado y farragoso salpica y empapa helando el corazón. Los padres observan despavoridos, no en actitud contemplativa, sino en actitud angustiosa, indecisa, atormentada. No saben qué hacer. Ven el ritmo que lleva su hijo adolescente y no saben entrar en ese «rápido» que parece que devora todo lo que encuentra en el camino. «¿Adónde va mi hija del alma? ¿No se da cuenta de que se va a estrellar?», me decía una madre angustiada que veía cómo su hija se iba adentrando en un terreno altamente peligroso. «No sé qué hacer, no sé a quién pedir ayuda, no sé por dónde tirar, no sé ser madre…», expresaba desesperadamente la madre de Sonia, de la que hablaremos más adelante. Analicemos el río. Cuando se contempla el río, si es desde el nacimiento, se ve el comienzo, la fuerza, la voluntad creadora de dar vida al paso por su curso. El niño, cuando nace, es el resultado de la fuerza creadora del amor, de la voluntad de iniciar un recorrido compartido, del atrevimiento de querer encauzar y de desear seguir el cauce de ese río que acaba de nacer. Es significativo que los ríos nazcan en las montañas, en lo elevado, en el lugar de los sueños, donde uno se siente más parte de la creación. Podríamos simbolizar a los padres como montañas vigorosas, ilusionadas, forjadoras de sueños, capaces de dar vida con el nacimiento del hijo. El curso alto del río es el comienzo de la vida. El agua baja de las montañas y lo hace con fuerza y energía. El río en ese curso va tomando forma, va cambiando significativamente, va erosionando lo que encuentra. El niño en su primera y segunda etapas del desarrollo va progresando con el impulso de la vida que fluye de las montañas. No hay mayores cambios que en estas etapas: el niño va descubriendo su cauce con energía, va encontrando piedras en el camino, va saltando obstáculos, va configurando su historia, y los padres lo contemplan, a veces con estupor, otras veces con gozo y otras veces con sorpresa y admiración. Pero antes de llegar al curso medio, la madurez, la adultez, esa zona donde la pendiente es menor, donde las aguas parecen reposar esa avalancha de vida que manaba con tanto vigor, donde el descenso es más lento, donde los cambios ya no son tan sustanciales y donde todos los materiales erosionados de la etapa anterior han pasado a formar parte del río, es decir, todos los obstáculos y los problemas, superados o no, pasan a formar parte de la personalidad de cada sujeto, con la destreza y maestría del propio río, que ha formado meandros, precisamente para adaptarse a los obstáculos, meandros que son los recursos personales que hemos ido aprendiendo a lo largo del rumbo de la vida para afrontar las dificultades y seguir el cauce.
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Pues bien, antes de entrar en este curso medio, y formando parte del curso alto, hay ríos que pasan por «rápidos». En ellos el cauce tiene pendientes considerables y, como consecuencia de esto, hay un notable aumento de la velocidad. El agua se vuelve turbulenta y puede llegar a convertirse en una cascada peligrosa. Estos «rápidos» en el cauce de la vida son los años de la adolescencia. No todos los ríos tienen estas secciones peligrosas, pero muchos sí. Los adultos los miramos con asombro, con miedo. No nos atrevemos a meter un pie porque sabemos el peligro que conlleva y no tenemos la pericia del que sabe sortear las piedras y conducir en zonas comprometidas. Vemos la cantidad de riesgos que hay en esa franja del agua que fluye y no sabemos qué hacer. Observamos a nuestros hijos metidos en ese laberinto de piedras, salpicaduras, chorros salvajes de agua que devoran y que precipitan al vacío a muchos de los jóvenes que entran en esas zonas peligrosas y no reaccionamos. Sentimos miedo, sentimos terror y, por no tener estrategias para explorar el lugar y entrar en él, cometemos errores y optamos por medidas que no siempre salvan, sino que hunden más. No sabemos hacer rafting, ese deporte que practican personas llenas de habilidad y que tienen una considerable dosis de espíritu aventurero. Son personalidades inquietas que para entrar en las aguas turbulentas de sus hijos son capaces de descender por el río con vigor «deportivo» y no como si estuvieran viviendo un «castigo de Dios» y en ese descenso van descubriendo que el espacio en el que están sus hijos está lleno de conflictos, sí, pero, precisamente por eso, son capaces de entrar para evaluar el riesgo al que sus propios hijos están sometidos. Son esos padres que luchan hasta el final por salvar a los hijos. Entrar en estas aguas requiere pericia, comprensión del «rápido», conocimiento para saber por qué parte hay que atacarlo y por dónde descender. Aquí no valen los flotadores, los paños calientes, las advertencias que hacíamos cuando eran niños, las charlas filosóficas y moralizantes; aquí hay que saber entrar, hay que aprender a manejar la canoa del diálogo, el kayak de los límites o la balsa de la comprensión, hay que formarse y hay que vislumbrar con claridad el tipo de aguas a las que nos enfrentamos para no sucumbir con el hijo, y así poder salvarlo. La adolescencia, como el río, puede tener muchas variantes. Hay ríos de aguas planas. Aparentemente son aguas tranquilas, no hay remolinos y no son peligrosos. Cuando los padres queremos entrar en estas aguas, no hay brusquedad en la respuesta de los hijos y sentimos que nos permiten el acceso. Son adolescentes que en su fondo llevan piedras, pero que no impiden el que los padres naveguemos por sus aguas. Son adolescentes «fáciles» y por ello, con frecuencia, pueden ser invadidos sin respetar su intimidad. «Mi hijo nunca se enfada», me decía la madre de un adolescente «río plano», pero, al hablar con el hijo, este manifestaba malestar, ni siquiera rabia, porque su madre
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se metía demasiado en sus cosas…, es decir, invadía sus aguas porque le resultaba muy fácil. Podríamos decir que estamos en el nivel 1 de dificultad. Pero estas aguas planas no son aguas estancadas y, como todo río, van cambiando. Poco a poco van alcanzando un nivel de dificultad mayor. Son esos adolescentes cuyo curso es accesible, pero tienen huecos, hay depresiones en su base, lo que provoca ciertos remolinos. Se producen ciertos choques con los padres, pero su navegación no entraña ningún tipo de peligro. Este sería el nivel 2. Desde este nivel, pasamos al nivel considerado «rápido» o nivel 3. Las aguas ya no son planas, estamos ante aguas bravas, espumosas, peligrosas. En este tipo de aguas también hay niveles de peligro. En un primer grado de dificultad estarían los rápidos turbulentos con olas que salpican a toda la familia y en los que si los padres quieren entrar pueden hacerlo, pero necesitan una buena técnica. Por ello deben saber lo que hay que planificar, tienen que conocer muy bien el río, es decir, haber dedicado mucho tiempo al acompañamiento de los hijos; han de ser hábiles a la hora de contener sus emociones impulsivas y sobre todo deben saber escuchar el «ruido» del río para comprender si hay huecos, remolinos o piedras. Con esta técnica y otras puede ser posible navegar por este rápido. El nivel de dificultad propio de estas aguas blancas (por el color de las enormes salpicaduras), es muy alto. Aquí están metidos los adolescentes que están viviendo una etapa turbulenta, muy tumultuosa y alborotada, pero que no por ello dejan de ser predecibles. Los saltos y despeñaderos de estos adolescentes son de hasta dos metros o más, el impacto de los mismos tumba a los padres, hay remolinos que pueden arrastrarlos. Aquí es necesario tener una embarcación muy sólida para no sucumbir en el intento de rescatar y sacar a los hijos de esas aguas. Buenas técnicas y la ayuda a los padres por parte de expertos son imprescindibles, pues hay recovecos y sinuosidades en estas zonas fluviales que requieren de técnicas específicas y complicadas para salir de ellas. El siguiente nivel, el nivel 4, es privativo de expertos. El riesgo es total. Los padres ya no pueden entrar en esas aguas porque se ahogarían. Las cascadas y los remolinos son extremadamente peligrosos. Solo los expertos saben maniobrar la embarcación, solo un buen equipo de rescate puede salir al encuentro del que está atrapado en esas zonas. Desgraciadamente, en el curso de estos ríos puede haber zonas tan comprometidas que ni los equipos de rescate tienen acceso a ellas. El río ya no es navegable… En esta lucha por conseguir rescatar al hijo, o en esta querella con nosotros mismos por querer saber y controlar las aguas, hacemos maniobras que no salvan, sino que pueden provocar remolinos y hundimientos que devoran la paz familiar. Son las invasiones de la intimidad del hijo, como leer su diario, rebuscar en sus cajones, leer las
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cartas o mensajes que recibe, entre otras muchas acciones que iremos viendo a lo largo de los capítulos siguientes. ¿Por qué lee una madre o un padre el diario del hijo? ¿Por qué revisa su mochila, por qué escucha sus conversaciones…? Porque tiene miedo, porque conoce los «rápidos» y quiere saber si su hijo o hija está metido en ellos, porque necesita el control, porque duda, porque no puede vivir sin saber qué es lo que hace su hijo o lo que le pasa. Iremos analizando poco a poco todas esas zonas de peligro para determinar si esas acciones evitan el riesgo, solucionan el rescate o, por el contrario, hunden más, sobre todo si el hijo lo percibe o se siente invadido o fiscalizado. No olvidemos que para hacer rafting hay que: 1. Haber construido una buena embarcación, teniendo en cuenta que esto se hace a lo largo de la vida del hijo creando lazos de confianza y comunicación, ejerciendo una autoridad comprensiva y dando responsabilidades a los hijos. Sin embargo, a veces, llegada la adolescencia da la impresión de que todo lo que se ha construido no ha servido. Si se ha fundamentado esa construcción en patrones educativos adecuados, más tarde o más temprano se recogerán los frutos, es decir, servirá. 2. Tener el equipo adecuado, es decir, la fuerza moral para afrontar el peligro de los hijos, la comprensión del momento, las alternativas para promover el cambio... 3. Tener una buena brújula, o una buena guía para saber hacia dónde nos dirigimos. Lanzarse al agua sin saber hacia dónde ir es correr el riesgo de no encontrar al hijo y perdernos en el intento. 4. Tener un buen chaleco, un traje de neopreno para no enfermar o hundirnos en la tristeza al comprobar el peligro en el que estamos metidos. Este traje está compuesto de varias piezas: la aceptación de la realidad, la comprensión de la misma, la fortaleza interior y la decisión de cambio personal. 5. Contar con un buen botiquín, sellado con el amor incondicional, capaz de curar heridas, sanar corazones, perdonar, acoger y seguir adelante. 6. Pedir ayuda a los técnicos que asesoran sobre técnicas de avance y búsqueda, métodos de retroceso, sobre saber ocupar un segundo plano, girar para poder adaptarse a la nueva realidad sin pretender seguir el rumbo preestablecido de una manera rígida e inadecuada. 7. Tener teléfonos y recursos de ayuda por si acaso caemos al agua. 8. Conocer muy bien el río, es decir, ser objetivos, aceptando la nueva realidad y el cambio de los hijos. 9. Tener estrategias para saber «leer» las aguas, es decir, capacidades para interpretar de manera serena y equilibrada qué es lo que está pasando, dónde estamos, localizar remolinos y hoyos (problemas reales de los hijos) y zonas de «descanso», (recursos interiores para no sucumbir ante las dificultades), entre otras. 15
10. Si nos lanzamos al río en busca del hijo, no hacerlo nunca a solas: siempre con alguien con quien se pueda compartir el miedo, la rabia, la alarma, la desconfianza, el cansancio, las dudas, y con quien se pueda evaluar riesgos y buscar alternativas. 11. Y lo más importante: no dejarse devorar por los miedos infundados, porque estos hacen que el pánico aumente. No olvidar nunca que con una alta dosis de miedos no es posible redirigir la nave. Esta es la razón por la que los padres invaden la intimidad. El miedo es algo que el ser humano lleva a sus espaldas siempre. Tenemos muchas razones para sentir miedo. Puede ser un devorador insaciable de la paz interior, un devastador de la confianza, un voraz consumidor de la cordialidad, un destructor, muchas veces irracional, de la armonía del hogar. El miedo lleva a la irreflexión en muchos casos, y de este miedo nace el deseo insaciable de control. Para apaciguar el recelo interior se busca alguna razón que tranquilice y en esa búsqueda se utilizan métodos que no son sanadores, sino provocadores. El miedo lleva a los padres a leer el diario de los hijos, lleva a no entender el momento, lleva al desencadenamiento de muchos conflictos familiares. No hay que olvidar que la adolescencia es una etapa más del desarrollo evolutivo, no un estancamiento desesperanzado y desconsolado. Si se siguen las reglas de la navegación se puede llegar a zonas de tregua, a zonas de remanso, a zonas tranquilas, donde el agua se desliza sin ruido; se pueden alcanzar aguas renovadas y nuevas, se puede descansar en sectores de aguas limpias y cristalinas, en aguas de quietud transparente. Con buenas estrategias en el curso del río de la vida, se puede percibir cómo las propias aguas son diestras en arremolinar fantasmas y miedos, son competentes para llevarse en su curso las penas, son capaces de renacer a la esperanza y de deslizarse por la corriente que comunica paz y serenidad, en la que miramos con calma. Estas percepciones diferentes ya no nos llevan a asumir riesgos, sino a agradecer el nuevo momento de la recuperación de los hijos. El río aquí devuelve el optimismo, la tranquilidad, alienta y acaricia la esperanza.
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Los eternos miedos de los padres El miedo es ese pequeño cuarto oscuro donde se revelan los negativos. MICHA EL P R ITCHA R D
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2.1. Miedo al alejamiento: «¡No sé qué pasa! ¡Qué habré hecho yo para…!» El problema con la familia es que los hijos abandonan un día la infancia, pero los padres nunca dejan la paternidad. OSHO
Como punto de partida nos parece importante aclarar que la adolescencia es una prueba, un ensayo, un tanteo, a veces difícil, de lo que será el alejamiento de los hijos. La emancipación de los hijos comienza en la adolescencia desde ese intento de ser yo el que piensa, siente y dirige mi propia vida. Ese ensayo no es fácil, ni para los hijos ni para los padres. Entender el alejamiento como algo dramático es no entender el proceso evolutivo y natural de la propia vida. El hijo, tarde o temprano, saldrá de la casa familiar para comenzar su propia vida. En la adolescencia comienza este proceso de alejamiento, que no tiene por qué implicar falta de cariño, despego o egoísmo. Es natural y como tal hay que aceptarlo. Cuando el alejamiento es entendido como una manifestación injusta de la vida, como el resultado de un comportamiento egoísta que los padres no merecen, como un drama, entonces cualquier intento de alejamiento, de separación, de distancia, no solo físico sino ideológico, emocional o relacional, será vivido como una traición y con una alta dosis de sufrimiento, ya que esta forma de entenderlo tiene en su núcleo la pérdida del control sobre el hijo, al que muchos padres no están dispuestos a renunciar. Para poder abordar este capítulo hemos de analizar un poco el comportamiento de los padres. 1. El hecho de ser padres no nos hace poseedores de la verdad. Con frecuencia, nos creemos usufructuarios de la verdad, sin entender que la verdad hay que descubrirla poco a poco; nos creemos habitantes de derecho en la tierra de la certidumbre, nos situamos muchas veces ante los hijos como la demostración evidente del que todo lo controla, del que todo lo sabe, y esta actitud se impone precisamente en el momento en que los hijos empiezan a defender su derecho a la intimidad, a la privacidad, a la expresión de sus opiniones y deseos. Una postura paterna enquistada en la autosuficiencia provoca una postura filial inmovilizada en la insubordinación. 2. Todo derecho está indiscutiblemente asociado a un deber. Los padres tenemos derechos, que corresponden a la inapelable tarea de educar, enseñar, acompañar, proteger (nunca sobreproteger), salvaguardar los derechos de los hijos; y a esos derechos paternos, como a todo derecho, hay asociados unos determinados deberes, como el deber de analizar, comprender, empatizar, respetar la intimidad 18
de los hijos y considerar las diferentes variables que inciden en los distintos momentos de la vida de los hijos. 3. Todo padre tiene el derecho y el deber de ejercer su autoridad. Una autoridad comprensiva y comprensible, tolerante y exigente, clara y templada y, por supuesto, ajustada a la personalidad del hijo y a las circunstancias específicas de cada unidad familiar, y traducible en unas normas y límites conocidos por todos los miembros de la familia y que comprometan a todos, no solo a los hijos. 4. Los padres tienen el deber de no renunciar a su derecho de ser padres. Esto es fundamental. Es tan sencillo y tan importante como decir: «No se puede tirar la toalla». Si unos padres, ante las aguas tumultuosas, se dejan llevar por el pánico y asumen el papel de «no puedo con él/ella» y no se mojan, el hijo puede hundirse. Por difícil que sea el recorrido del río, si los padres no abandonan, normalmente todo vuelve a su cauce normal. 5. Los conflictos no solo los generan los hijos. También los padres lo hacen. Esta idea se va a desarrollar en los diferentes capítulos, desde una perspectiva educativa. No se trata de acumular culpas, como decíamos anteriormente, sino de prevenir y crecer en la maravillosa tarea de ser padres y sobre todo en la sorprendente misión de ayudar a los hijos a mantenerse a flote. Hace una semana, estando con la madre de un chico de doce años, esta me decía: «No conozco a mi hijo. No sé qué le pasa, nunca se ha portado conmigo de esta manera. Me ha dicho que me odia y esto me da terror, me hace sentir con una angustia que no puedo explicar. ¿Qué hemos hecho mal? Tengo miedo de haber hecho algo mal. ¿Cómo me puede decir eso? Yo que he vivido para él. Si esto me lo dice ahora que es un niño, ¿qué me dirá cuando tenga dieciséis años? Siento que se aleja, ¿le estaré perdiendo?». El adolescente se rebela, se aleja de la rutina, de la norma, de la respuesta esperada. Esta madre lo dice explícitamente: «tengo miedo», y percibe el cambio: «no conozco a mi hijo». Esto, que evidentemente es muy doloroso, hace que esta mujer se llene de sospechas y suposiciones. Ella intuye que algo pasa o que algo ha hecho mal, y desde ese planteamiento cree que está por venir una catástrofe. «Si esto me lo dice ahora que es un niño, ¿qué me dirá cuando tenga dieciséis años?…». Su mente empieza a inventar y, como yo pude comprobar a lo largo de la entrevista mantenida, ella misma iba alimentando y autogenerando miedos que se desarrollaban más y más a medida que iba formulando sus propias predicciones, elucubraciones y fantasías. Esta mujer estaba forjando con los fantasmas del miedo una perturbación que la llevaba a la desesperación. Estos fantasmas la alejan de su hijo, aunque ella piense que es solo el hijo el que se está alejando de ella. La desconfianza entramada en nuestra mente con relación a la adolescencia se debe al recelo y miedo que tenemos los seres humanos a los cambios, a lo nuevo, a lo que no controlamos, y esta falta de regulación del propio dominio de la situación produce una 19
sospecha inoportuna y específica que conduce al sufrimiento, unas veces real y normal y otras veces innecesario, por estar inducido por los propios fantasmas de la mente. La pregunta de esta mujer –«¿Qué hemos hecho mal?»–, que se traduce en un miedo específico y personal –«Tengo miedo de haber hecho algo mal»–, es un interrogante muy generalizado, y el planteamiento en sí mismo debería ayudar a tomar postura antes de que una madre escuche de su hijo que la odia. Prevenir esto es prepararnos y anticiparnos a los cambios que vienen. Con frecuencia, tanto en el ámbito familiar como en el educativo nos quedamos solo en esa fase del miedo y del lamento, de la protesta y la descalificación, de la autoculpa y el reproche al adolescente o a la familia, sin tener una mirada comprensiva sobre lo que forma parte del propio desarrollo evolutivo. Alimentamos con avidez, a veces casi con codicia, esa tendencia a ponernos en lo peor, atribuyéndonos y haciendo nuestros aquellos dramas y dificultades que nos cuentan los amigos, la familia y las personas que ya han pasado por esta etapa. Al final, esta faceta del catastrofismo genera la sensación de que lo que está empezando a vivirse en la familia puede acabar de un modo horrible. Incluso nuestras estrategias autopunitivas y no resolutivas solo conducen a la desesperación, ya que culpándose a uno mismo no se solucionan los problemas ni se tiene capacidad empática para tratar de comprender lo que viven los hijos. La adolescencia es una etapa interesantísima y puede ser vivida con más o menos sosiego. Padres e hijos están en situación de alejamiento, pero no se puede olvidar que no hay mayor alejamiento que la incomprensión mutua. El miedo de perder al hijo, de que deje de querernos, de no poder controlarlo, de que esté con malas amistades, la frustración por no saber «todo» como se sabía antes, cuando el niño se explayaba contando lo que le habían dicho, lo que había hecho, lo que había…, y un largo etcétera de «pérdidas» producen desasosiego personal y en algunas ocasiones pueden producir hasta una crisis de pareja porque los padres no se ponen de acuerdo con los métodos de control empleados por uno o por el otro. Todo comienza ese día en que la madre o el padre le dicen al hijo «recoge el cuarto» y el hijo, que siempre lo había hecho con mayor o menor agrado, contesta «no me da la gana. Estoy harto. Es mi cuarto y lo tengo como quiero», palabras de una adolescente de trece años a su padre. La respuesta en este primer enfrentamiento es fundamentalísima y determinante. Se puede dar una respuesta comprensiva y de entendimiento, como «Entiendo que el orden no signifique nada para ti en estos momentos», seguida de un recordatorio de la norma: «Pero ya sabes que en casa tenemos un compromiso común de recoger. Como ya eres mayor no te voy a decir en qué momento del día debes recoger, pero tu habitación ha de limpiarse y recogerse. ¿Estamos de acuerdo?».
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Ante esta respuesta del padre, la actitud del adolescente puede ser la de recoger, aunque sea a regañadientes, o seguir diciendo que no le da la gana, a lo cual hay que responder con firmeza o con la aplicación de las normas propias según la edad y que han de haberse establecido en el hogar. Este primer miedo a que el hijo se aleje, a perder al hijo, es personal, es de cada padre y madre, y corresponde al de no saber qué hacer; dicho de una manera más técnica, a no saber manejar los conflictos que todo adolescente puede provocar. Este miedo es muy comprensible; la mayoría de los padres no han hecho cursos o talleres sobre resolución de conflictos en la adolescencia y, cuando aparece la conducta inadecuada, les coge desprevenidos, desprovistos de respuestas, y echan mano de la única que se ha aprendido a lo largo de la vida: la respuesta represiva, la descalificación o la amenaza. Estas respuestas, lejos de unir, separan. El alejamiento entra en acción. Pongamos un ejemplo. El curso del río ha sido relativamente sereno, los padres están acostumbrados a entrar en ese río cómodamente y, de repente, casi sin darse cuenta se encuentran dentro de un «rápido», que les produce una zozobra repentina y brusca –«No me da la gana. Estoy harta de ti. Te odio. Voy a hacer lo que quiero. No me sirven tus palabras…»–, o se encuentran con esa forma de hablar soez y provocadora, no usual en muchos hogares, y no digamos ese lenguaje agresivo que cuando los padres lo oyen sienten que todo su trabajo constructivo se derrumba en un minuto, sobre todo si en la familia se ha usado un lenguaje respetuoso. El miedo asalta, sorprende, sobrecoge, desconcierta. Además este miedo va asociado al sentimiento de culpa: «Tal vez lo he hecho mal. No hemos sido buenos padres…». En este primer afrontamiento de la realidad que viene, los padres no ven más que las conductas externalizadas y manifiestas expresamente por el lenguaje o los actos del adolescente. Se quedan en eso, en lo que ven, en lo que oyen, y a partir de ese momento puede empezar la lucha de poder y entrarse en una espiral de reproches, reprimendas y recriminaciones que pueden dar paso a la manifestación de otras conductas que llenan de miedos a la familia. Es fundamental levantar un dique de contención a esta agua que empieza a embravecerse y esa respuesta contundente que aleja: «Aquí se hace lo que yo diga. Y punto». Hay que reconsiderar y replantearse si esa respuesta es realmente necesaria o, por el contrario, puede alejar; si es un dique de contención o, por el contrario, es un dique de separación y alejamiento. Aquí empieza a urgir la necesidad de saber navegar por esas aguas. Para poder navegar es fundamental no cometer errores, tales como estos: Al afrontar el primer choque, en lugar de analizar se dan palos a las piedras del río. La actitud de los padres en el primer enfrentamiento es fundamental. Evidentemente, no es episódico, sino que esa manera de afrontar el conflicto es el reflejo de la historia de vida con los hijos y la manera de haber afrontado las dificultades desde que el hijo nació. Si cuando el niño era pequeño los conflictos se han resuelto con gritos y descalificaciones, al llegar el problema con el adolescente se gritará más alto y las humillaciones serán más duras. En otros muchos casos estas respuestas no son esperadas, y por ello el desconcierto arremete
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sobremanera y ante ese impacto emocional que provoca esa actitud inesperada se puede actuar de diferentes maneras: a. Con actitudes represivas y autoritarias. b. Gritando más que el hijo. c. Victimizándose. d. Remarcando la ofensa y todo lo que los padres han hecho por el hijo. Estas cuatro actitudes, entre otras, son diques de separación, favorecen el alejamiento del hijo. Los gritos, los insultos, las descalificaciones, las humillaciones, alejan al hijo y provocan el aumento de la rabia. El uso de estas técnicas valida y autoriza al hijo a seguir insultando. «Si tú me insultas, ¿por qué no voy a hacer yo? ¿Por qué a mí me gritas cuando lo hago?». Y pueden sumergir a los padres en el más profundo desconcierto y confusión. El hijo se va a su habitación, da un portazo, vomita toda su rabia en forma de insultos y se pone la música a un volumen desproporcionado, lo que acelera el ritmo emocional de los padres, que van a la habitación dando más gritos que el hijo y ordenando que quite la música. El hijo sube más la música y de aquí, en algunas ocasiones, se puede pasar a la agresión física. Esta espiral puede abrirse hasta el infinito y, cuanto más se abre la espiral, más se aleja del centro. Mi hijo se aleja y yo le alejo. Con relación a la victimización, los llantos de los padres, la actitud de indefensión, lejos de conmover al hijo y con ello cambiar su conducta, lo que provocan es un sentimiento de orfandad y desamparo en él, y en muchos casos un gran rechazo. Los padres han claudicado ante el peligro, empiezan a lamentarse, y los hijos ven con estupor que, cuando más los necesitan, sus padres «tiran la toalla», el hijo siente el abandono porque sus padres han renunciado a su derecho de ejercer esa autoridad que sana y salva. No podemos olvidar que el hijo, aunque se rebele, necesita sentir la seguridad de que sus padres le ponen el límite. Al remarcarse la ofensa una y otra vez –«Parece mentira que te hayas portado así, ¿no te da vergüenza?, ya puedes pedir perdón, eres injusto, eres…, con lo que hemos hecho por ti…»–, el hijo puede contestar de la siguiente manera: «Hago lo que me da la gana y me da igual lo que hayáis hecho. Yo no os elegí como padres ni os pedí nacer» (palabras de una adolescente a sus padres); o el hijo empieza a descalificar a los padres o adopta como postura el más exigente silencio. Estas respuestas precipitan el ritmo cardiaco, suben la presión emocional y de nuevo vuelven las descalificaciones, gritos, etiquetajes e insultos. Se están dando palos a las piedras, ya nadie escucha. Se ha entrado en la espiral que separa y aleja. ¿Cuáles son las estrategias ante ese primer impacto al situarse en la zona de peligro? 1. Mantener la calma. Analizar «el curso del río, y esperar observando al detalle, para descubrir ese momento en que el agua parece que ha alcanzado un remanso de sosiego. Solo en ese espacio de sosiego se pueden evaluar peligros, daños, ofensas, se pueden analizar causas y consecuencias, se pueden tomar decisiones para establecer estrategias adecuadas con el fin de que la familia no se hunda en el intento. Cuando se está alterado, la capacidad de pensar se limita y se manifiestan, en consecuencia, pensamientos inadecuados e inoportunos. Con firmeza y sin necesidad de gritar se puede decir al hijo: «Estoy muy enfadado, cuando se me pase hablamos tú y yo». Una vez que todos están calmados, y solamente si hay calma externa e interna, se puede hablar. Solamente desde la serenidad se puede llegar a comprender, es posible llegar a acuerdos, es posible ceder para ganar todos. Solo desde el sosiego se puede hablar con firmeza, se pueden defender los derechos sin humillar o dañar al otro y se puede canalizar el curso del agua. 2. Valorar el hecho en su justa medida. La magnificación, la maximización y la minimización son distorsiones cognitivas, que Beck, en su libro Terapia cognitiva de la depresión, explica: «Consiste en subestimar y sobreestimar la manera de ser de acontecimientos o personas, exagerando la valoración de los mismos»1 . La consideración objetiva del conflicto ayuda a actuar adecuadamente. Ni se pierde a un hijo porque haya dicho «te odio» (magnificación y dramatización por parte del hijo y el impacto dramático por parte de los padres) ni se puede actuar como si nada hubiese pasado (minimización: «ya se le pasará»). Hay que darle el valor adecuado y entender los signos que los hijos envían con estas actitudes. No podemos olvidar que lo que dicen los adolescentes lo dicen como estrategia, pero realmente no lo sienten. El tomar al pie de la letra lo que dicen es una fuente de sufrimiento innecesario e inútil, angustia completamente evitable. No obstante, los adultos tenemos unos códigos que hemos de descifrar y analizar después de ese primer episodio descontrolado, e interpretarlos de la siguiente manera: «Mi hijo está cambiando. Puede haber algo que le preocupe. Tenemos que prepararnos como padres para lo que puede venir. Hemos de
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llegar a acuerdos. Debemos esforzarnos para dejar claras las bases. Tenemos que revisar los límites y asumimos el deber de revisarnos como padres para no renunciar al derecho de serlo». 3. Entender el momento. La adolescencia es un periodo de cambio. El adolescente trata de imitar conductas que ve fuera de casa. Es un momento en que todo lo cuestiona y por ello provoca, contradiciendo todo tipo de autoridad; rompe los esquemas tradicionales; quiere ser diferente y distinto de todos los que le rodean; controvierte y discute con facilidad; impugna y saca objeciones de todo lo que dicen los padres, parece que está enfadado con todos, y los padres piensan que solo se siente feliz con los «colegas». No comprender esta etapa evolutiva, necesaria para que el hijo se vaya despegando poco a poco del hogar, es entrar en el río sin, al menos, chaleco salvavidas. Los padres, al comprender el momento, van a ser más objetivos y en definitiva van a generar menos conflictos. El adolescente es el individuo que por vivir ese momento puede declinar en lo que vulgarmente llamamos «romper moldes». Esto es necesario entenderlo. 4. El adolescente es el hijo de 13 a 19/20 años, más o menos, no los padres, los cuales, aunque quieran, no pueden ser adolescentes ni colegas. En todo momento deben ser padres. Con frecuencia algunos padres entran en el juego de los hijos y no con acierto. Que un padre juegue al fútbol con un hijo es maravilloso, pero que se convierta en el «colega» de su hijo es irreal y quijotesco. Ni por edad, ni por ideas, ni por momento evolutivo el padre puede ser el «colega» de su hijo. El hijo elige al amigo, sus iguales son sus referentes y el padre debe ser en todo momento referente de «paternidad» con todo lo que ello conlleva. Muchos comportamientos de algunos padres se acercan más a la adolescencia que a la madurez, y esto provoca daños en la familia y puede ser fuente de conflictos. El padre no puede estar a la altura del hijo, aunque sea necesario en algunos momentos que sepa ponerse a su altura.
De la misma manera que decimos que el padre ha de ser padre con todo lo que lleva consigo, el hijo debe ser hijo con todo lo que ello implica. Queremos decir que darle al hijo demasiadas atribuciones y responsabilidades que no le correspondan puede ser tan inadecuado como que un hombre de cuarenta y cinco años trate de convertirse en un adolescente. Estos comportamientos desajustados desarticulan la esencia de la familia. El padre y la madre, si no asumen su rol paterno o materno y adoptan otro con el fin de acercarse al hijo, lo que están provocando es un desconcierto que al final aleja. Un padre puede ser un «buen colega» para el hijo, pero cuando este necesita al padre, ¿en quién lo encuentra? Jesús, adolescente de quince años, tenía un grupo de amigos muy consolidado, desde la etapa de educación infantil. Dos amigos de la pandilla se empezaron a separar y poco a poco fueron entrando en un terreno peligroso: consumo de alcohol, drogas, agresiones, etc. Jesús oscilaba entre estos dos amigos y el resto de la pandilla. Su padre decía abiertamente que él se sentía «amigo» de su hijo. Al preguntarle al padre lo que significaba para él ser «amigo» de su hijo, me contestó: «Yo soy muy liberal y abierto. Trato de acercarme a mi hijo como si fuese un colega. Es la mejor manera de que mi hijo me cuente sus cosas». En esta respuesta hay muchos errores y muchos aciertos. Empecemos por los aciertos. El hecho de ser una persona liberal y abierta puede ayudarle a ser más tolerante. El hecho de tratar de acercarse al hijo es un magnífico acierto, pero en la forma comete un error de base. ¿Por qué no acercarse al hijo como un padre? Como lo que es. ¿Acaso un padre deja de serlo cuando se acerca al hijo con libertad, apertura y comprensión? Yo
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creo que todo lo contrario. El padre puede ofrecer una confianza al hijo desde su propio rol. Por otra parte, el padre de Jesús cometía otro error. La clave para que los hijos cuenten sus cosas no está en el «colegueo», ni siquiera en ser más o menos abierto o liberal. No. Es cuestión de estilo, de aprendizaje, de proceso. Una familia que comparte experiencias, ideas, emociones, dificultades, éxitos, es decir, una familia que comparte vida, tiene más posibilidades de generar confianza que otra que pretende conquistar la confianza del hijo acercándose al rol del hijo. Por último, hay otro error fundamentalísimo: el de la fantasía de querer, creer y exigir que el hijo «cuente todo». Esa fantasía atenta a la intimidad, va contra el derecho de la persona de expresar o no libremente sus asuntos, es una falsa creencia además de ser ingenua. El adolescente, como el niño o el adulto, tiene un área personal, infranqueable, intransitable por otros, que se llama intimidad. Es una zona particular, individual, privada y reservada única y exclusivamente para aquellos a los que se les permite entrar; y, no nos engañemos, a esa zona rara vez está invitado el padre o la madre. Volvamos a Jesús. Este adolescente empezaba a pasar muchos fines de semana con esos dos amigos que habían optado por entrar en el «rápido» del río y poco a poco se fue alejando de las aguas más o menos serenas que le ofrecían el resto de sus amigos. Llegaron las fiestas del barrio, y Jesús, con sus dos «colegas», traspasó los límites para entrar en zona de peligro. Se juntaron con chicos más mayores y quemaron contenedores y rompieron cristales de los coches aparcados por la zona. La policía los detuvo. Jesús pasó un susto tremendo. Estaba tembloroso, inquieto, acobardado, pensando en el momento en que iba a mirar a su padre, y sobre todo a su madre, a los ojos. Así me decía: «Hubiese querido morirme. Solo pensar en lo mal que se iba a sentir mi madre, prefería morirme. Mirarla a los ojos me resultó tan terrible que me sentí muy mal. Tuve ganas de salir corriendo y seguir rompiendo coches…». Sentimientos que manifiestan la calidad personal de Jesús. El padre de Jesús estaba muy disgustado y sentía una gran rabia, que me expresaba así, dos días después del incidente, en el que el padre y Jesús estuvieron conmigo: «Yo que he tratado de ser siempre su amigo y mira cómo me lo paga. No tenía ni idea de que estaba con esos sinvergüenzas». El padre se sentía como el amigo traicionado por la falta de confianza. Jesús arremetió contra su padre, lleno de rabia, en un momento de la conversación en que el padre seguía con un pensamiento circular dando vueltas a la traición del hijo, y le dijo: «Papá, ¿tú te crees que porque dices que eres mi colega lo eres? Cuando estaba asustado con la policía, a la última persona que me apetecía ver era a ti. Cuántas veces te he dicho que tenía problemas en el instituto y tú no me has hecho ni caso, me decías “Eso es una tontería”. Sería para ti, porque para mí no lo era».
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Sin darse cuenta el padre, Jesús estaba cada vez más lejos de él.
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2.2. Miedo al sexo: «¡Es solo una niña!» Un hijo no es un jarrón que pueda llenarse, sino que es un fuego que hay que prender. F. RA BELA IS
Una madre me decía que estaba muy preocupada porque su niña de cuatro años tenía un problema. El motivo era que la había visto en más de una ocasión «tocarse la zona genital», así me lo expresó, y no solo eso, añadió: «Además me pregunta cosas relacionadas con el sexo, como “por qué las niñas no tenemos colita”». La respuesta de esta madre fue simple y contundente: «Porque somos diferentes». No le dijo más. Siendo correcta la respuesta, no fue para nada aclaratoria, para una niña de cuatro años. Bien podría haberle dicho a su hija, con el lenguaje adaptado a la edad y teniendo claro lo que la niña puede entender, en qué consistían las diferencias y en el beneficio de tales distinciones. Por otra parte, el planteamiento de la madre y su visión de «problema» eran un indicador claro de que no entendía que entre los tres y cinco años, más o menos, los niños descubren su zona erógena y descubren también que notan cierto placer al tocarse. La madre, sin entender ese descubrimiento de su niña, le decía a su hija «Eso está muy feo, muy mal. Eso no se hace», mensaje que la niña seguramente interiorizaría desde la contradicción y la culpa. Si este suceso tan sencillo y natural, y de muy fácil manejo, alerta y preocupa a algunos padres, no digamos la conmoción emocional y delirante de algunas madres cuando descubren la actividad sexual de sus hijos e hijas en la adolescencia. No podemos olvidar que una de las características de la adolescencia es que los padres reciben impactos de los hijos que les estremecen, sobrecogen, les alarman e intimidan y les llegan con una peculiaridad, y es que esos sobresaltos les asaltan de manera inesperada, de forma sorprendentemente repentina, casi sin percibir su llegada. Ante esa alarma el padre y la madre empiezan a descubrir nuevas actuaciones, quieren saber, irrumpe el pánico en sus corazones y empieza la tarea del «espionaje», a veces obsesiva. En ese fisgoneo insistente y perturbador, la madre ve a su hijo un día masturbándose y se alarma, se turba y se agita, unas madres por el hecho en sí y otras porque con ello se evidencia que el niño ha dejado de serlo, siendo sus manifestaciones distintas de las que ella esperaba de «su pequeño». No sabe qué decir o si tiene que decir algo. Sin saber cómo, esa visión la conecta directamente con sus miedos, de no saber qué hacer, miedo a perder al hijo, pudiendo entrar, en algunas ocasiones, en un cuestionamiento moral.
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Los temas de sexualidad son una realidad que a muchos padres les resulta complicado abordar. Esa dificultad les bloquea y les impide hablar con sus hijos en los momentos que más lo necesitan. La adolescencia es un momento caracterizado por el despertar sexual. Despertar que, como un amanecer, en ellos resplandece. No es posible obviar que los hijos están empezando a madurar sexualmente y esa maduración lleva implícito ese despertar, que, lejos de asustar, debe ser contemplado con la misma pasión que se observaban los primeros pasos del hijo. El hijo está en un momento madurativo y de desarrollo que ha de ser aceptado como lo que es, un progreso en el desarrollo evolutivo del hijo, que lleva implícita una transformación física, mental y sexual normal. Los padres han de aceptar que en esos momentos llegan las primeras caricias, los primeros besos, las primeras relaciones. Muchas veces llegan a ellas porque es una manera de reafirmar su capacidad sexual y validar y ratificar de una manera «adulta» el sentimiento de querer ser mayor. La falta de diálogo, de información y de educación en estos temas puede llevar a los chicos a entender el amor como sexo, y el sexo como mecanismo de relación, y no entender lo que es el sexo con amor y por amor. La falta de comunicación y explicación de sus dudas y miedos les lleva a enfrentarse a las primeras relaciones sin saber muy bien cómo, por qué y para qué. El que un adolescente no sepa cómo comportarse en estas situaciones y se deje llevar por las exageraciones de sus colegas y las fantasías de otros está dentro de lo normal, pero que los padres digan que no saben cómo actuar en este aspecto es una falta evidente de formación y de preparación para ser padres. Recuerdo a una madre que vio a su hijo realizando juegos sexuales con su perro y desde ese momento cambió la mirada sobre su hijo. Pasó de verle como el retoño de su alegría a verle como el «monstruo» con el que convivía. Fue muy duro escuchar de una madre estas palabras: «Me cuesta mucho mirar a mi hijo a la cara. Cuando le veo siento repugnancia. No lo puedo evitar. Para mí es un monstruo con el que tengo que vivir. No puedo con él». Costó mucho tiempo hasta que esta mujer recuperó la mirada compasiva y tierna con su hijo. El hijo aceptó ayuda y manifestó que sentía un vacío afectivo enorme en su propia casa. Vacío que él llenaba con juegos sexuales con su perro. Lo que no esperamos es que un interruptor de corriente pueda hacer saltar una chispa, la chispa de los miedos, ya que lo insospechado e imprevisible, al aparecer, conecta directamente con el miedo y la turbación. El no reconocerlos hace que las actuaciones en la familia se empobrezcan tanto hasta reducirse a la descalificación o a la forma de mirar, «estimar», a los hijos o a formas de no querer mirar, es decir, de negar. No son más que formas de protección ante aquello que no se sabe cómo abordar y tratar. Ante la incapacidad personal, como hemos dicho anteriormente, nace la descalificación del otro como mecanismo de defensa.
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Marta, madre de una adolescente de trece años, mientras rebuscaba en los cajones de su hija, con el objetivo de constatar si fumaba o no, se encuentra con preservativos. Según relataba, «me entró un súbito calor interno que no sabía si acabaría en gritos o en un infarto. ¿Cómo es posible que mi hija, que solo tiene trece años, tenga preservativos? No lo podía permitir». Los sueños, las fantasías de la madre, su propia capacidad de autoengaño, para sentirse bien, la llevaron a ponerse una venda en los ojos. Su obsesión era el tabaco y los porros, pero nunca habría pensado que su hija tuviese relaciones sexuales. Como sentía que había invadido la intimidad de la hija al buscar entre sus cosas, no se atrevía a delatar su propia invasión, y el miedo a que su hija le dijese «¿Tú quién eres para mirar en mis cosas?» hizo que optase por un pacto de silencio consigo misma, lo que desencadenó el desarrollo obsesivo de miedos: «¿Con quién irá mi hija? ¿Con quién se acostará? ¿Será mayor que ella? ¿Estarán abusando de ella? ¿Cuándo, dónde, cómo, por qué…?». Y una larga cadena de interrogantes, incógnitas, enigmas que ella misma se planteaba, dudas, incertidumbres y miedos. Sobre todo, miedos. Esta mujer tampoco se lo dijo al marido, puesto que pensaba de forma diferente que ella y sabía que el marido se enfadaría al decirle que buscaba en sus cajones. Así que lo ocultó y empezó la búsqueda ansiosa del «perturbado» que utilizaba a su hija sexualmente. El acompañamiento de esta mujer fue difícil, porque no veía un problema, sino que imaginaba muchos problemas, muchos de ellos sin ningún fundamento. Las distorsiones cognitivas de esta madre eran evidentes y notorias. Sus miedos la habían atrapado, pero poco a poco empezó a dar pasos. Pasos que pueden servir a muchos padres que estén en la misma situación. Primero. Hablar con su hija, no para acusar, cuestionar, interrogar o asfixiar sus propios fantasmas, sino para acercarse a su realidad, para compartir opiniones sobre el momento. Segundo. Una vez que la madre se acercó a la hija con otra mirada, considerando su momento, su despertar a la vida, su propia sexualidad, pudo hablar de temas sexuales con su hija. Lo hizo muy bien, porque no utilizó ningún reproche, recriminación ni sermones, sino que habló con su hija y la informó, tratando al mismo tiempo de entenderla. Tercero. Descubrió una realidad diferente. La hija, al ver la cercanía de la madre en estos temas, compartió con ella su realidad. Le confesó que estaba enamorada de un chico de una clase superior –entonces era tercero de la ESO, ella estaba en segundo–, y todos los días este chico la acompañaba a casa, se veían en el parque y «le encantaba». Marta aprovechó ese momento tan confidencial: le dijo que se alegraba, que entendía que se estuviese haciendo mayor; incluso, tal y como habíamos preparado este momento en el proceso de acompañamiento a Marta, le explicó los métodos de protección, en el caso 28
de que tuviesen relaciones sexuales. La hija dio lecciones a la madre sobre los métodos y le dijo: «Claro, mamá. ¿Te crees que soy tonta? Me he comprado preservativos por si acaso» y empezó a reírse. A la madre, cuando me contaba esto, se le saltaban las lágrimas. Tantos miedos, tantos fantasmas y todo se centraba en un «por si acaso». Seguimos trabajando sobre el respeto al cuerpo, el significado de las relaciones sexuales, los riesgos de las mismas, entre otras cuestiones, para fortalecer a la madre en el acompañamiento de su propia hija. Este es un caso muy representativo de lo que son los miedos infundados y autoinoculados sin límites ni control. El miedo se había convertido en la factoría del terror, provocando un sufrimiento completamente evitable. Pero no por ello tenemos que ser ingenuos. Los datos hablan y el tema es preocupante. Veamos los datos que da la OMS (Organización Mundial de la Salud): – Cada año dan a luz unos 16 millones de muchachas de 15 a 19 años y aproximadamente un millón de niñas menores de 15 años, la mayoría en países de ingresos bajos y medianos. – Las complicaciones durante el embarazo y el parto son la segunda causa de muerte entre las muchachas de 15 a 19 años en todo el mundo. – Cada año, unos 3 millones de muchachas de 15 a 19 años se someten a abortos peligrosos. – Los bebés de madres adolescentes se enfrentan a un riesgo considerablemente superior de morir que los nacidos de mujeres de 20 a 24 años2. Evidentemente, y tal como nos indican los datos de la OMS, hay unas consecuencias para la salud de la adolescente. Dichos riesgos los describe así el informe: «Las complicaciones durante el embarazo y el parto son la segunda causa de muerte entre las muchachas de 15 a 19 años en todo el mundo. Sin embargo, desde el año 2000 se han registrado descensos considerables en el número de muertes en todas las regiones, sobre todo en Asia Sudoriental, donde las tasas de mortalidad se redujeron de 21 a 9 por 100.000 muchachas. Cada año se practican unos 3 millones de abortos peligrosos entre muchachas de 15 a 19 años, lo que contribuye a la mortalidad materna y a problemas de salud prolongados. La procreación prematura aumenta el riesgo tanto para las madres como para los recién nacidos. En los países de ingresos bajos y medianos, los bebés de madres menores de 20 años se enfrentan a un riesgo un 50% superior de mortalidad prenatal o de morir en las primeras semanas de vida que los bebés de mujeres de 20 a 29 años. Cuanto más joven sea la madre, mayor el riesgo para el bebé. Además, los recién nacidos de madres adolescentes tienen una mayor probabilidad de registrar peso bajo al nacer, con el consiguiente riesgo de efectos a largo plazo»3.
Como nos dice la OMS, las adolescentes empiezan a tener relaciones sexuales sobre los quince años, como media, y como tal conlleva que haya adolescentes cuyas relaciones se den antes de los quince y otras en las que se den después. Físicamente hablando, tienen madurez para realizar el coito; otro tema es afrontar una maternidad y paternidad.
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¿Qué se puede hacer? 1. Anticiparse: siempre hay que preparar el terreno, hay que conocer el curso del río y hay que poner los diques de protección adecuadamente. Es decir, antes de que invadan los miedos hay que afrontarlos, abordarlos, mirarlos de frente. La educación sexual es fundamental. Nuestros niños evolucionan hacia el desarrollo madurativo sexual y hay que prepararlos. 2. Hay dos palabras claves en la educación sexual y que son la base de las relaciones sanas: amor y respeto. Amor a uno mismo (lo cual previene de sumisiones sexuales) y a los demás (lo cual previene de todas las caras del acoso sexual). Y respeto al propio cuerpo y al de los demás. Cuando hay esta conjunción se puede decir, con J. C. Bermejo y R. M. Belda, que no hay «para qué»: «La relación amorosa no tiene “para qué”; en todo caso, el “para ser más feliz”, como máxima culminante ante la pregunta por los fines. Por eso es para nosotros tan triste cuando se instrumentaliza, se viola, se manipula, se somete a chantaje, se trivializa o se reduce a una técnica de producción de sensaciones» 4. 3. Para entender el amor no hay más que un camino, amar. Esto se aprende desde niños. Amor como entrega, como compartir, como comunicación, como participación. Amor es dar y es recibir. Este justo equilibrio hace de la sexualidad un componente de donación y de recepción. En el amor no hay supremacía de uno sobre otro, no cabe la dominación; no cabe, por tanto, la sumisión, la utilización o la manipulación. 4. Para llegar al respeto es necesario que los padres hablen de manera natural de la sexualidad, sin actuaciones grotescas, sin burlas, sin presentar situaciones extravagantes y ridículas, evitando el lenguaje rudo y grosero. Simplemente, hablar con naturalidad. Esto hace que el hijo comprenda la sexualidad como parte del desarrollo humano, como algo hermoso y que precisamente por ser bello hay que respetar. 5. Educar en la sensibilidad, en la ternura, el afecto, el amor, desarrollando vínculos sanos, nunca egoístas; educar en la debilidad y en la fortaleza, en la entrega paulatina de uno mismo a los demás, hasta culminar en la entrega personal a través de la sexualidad. 6. Educar la afectividad. Esto pasa por una buena educación emocional. Los padres han de ser canalizadores de la afectividad y de las emociones de los hijos, empezando por permitir la expresión emocional en familia. 7. Evitar la educación sexista. Con frecuencia los padres manifiestan ideas y comportamientos sexistas, que generalmente sitúan a la mujer en situación de desventaja. Esta actitud no favorece nada el desarrollo personal del hijo. 8. Respetar la intimidad de los hijos. Los miedos, como hemos dicho, nunca se solucionan invadiendo el espacio del otro, sino afrontándolos y hablando de ellos con naturalidad. El no respetar la intimidad del hijo añade un plus de «no 30
normalidad» y los niños y adolescentes desvirtúan con ello su propia comprensión de la sexualidad. Este miedo a las relaciones sexuales de los hijos va asociado a otros miedos, como el miedo al embarazo. Un embarazo es uno de los mayores impactos en la vida de un adolescente y, por supuesto, de los padres. Recuerdo una adolescente de quince años de nacionalidad ecuatoriana, que estaba embarazada. Vivía con su madre en Madrid y el padre estaba en Quito con dos hermanos suyos. Esta joven, que toda su vida había sido como el río plano, de fácil acceso, muy respetuosa, siempre haciendo lo que sus padres le decían, muy trabajadora y buena estudiante, sin embargo tenía un vacío emocional inmenso, ya que prácticamente no veía a su madre, puesto que trabajaba todo el día para poder mandar «plata» a su familia e hijos en Quito, ni podía relacionarse con sus hermanos ni su padre. Esta adolescente sentía su corazón partido y soñaba con el día en que pudiera volver a estar con toda la familia reunida definitivamente. Me decía cuando ya había confirmado el embarazo: «He hablado con mi papá y me ha dicho que tengo que abortar. Dice que no puedo tener al bebé. Yo le he dicho que quiero tener a mi hijo y él me dice que si lo tengo no puedo volver a mi Quito porque no me dejará entrar en casa. No quiero contrariar a mi papá, pero yo quiero tener a mi hijo». Esta joven abortó por la tremenda presión del padre y de la madre y el desentendimiento del padre adolescente. Vivió un duelo muy doloroso y profundo, cargado de rabia, de culpa, de indignación, sentimiento de abandono y de despecho. Su madre o su padre nunca le habían hablado de ningún tema relacionado con el sexo. Esta adolescente dejó de verme y no supe nunca qué fue de ella. Situaciones como esta son muy frecuentes. Provocan un gran dolor en padres y en hijos y una vez más volvemos a remitirnos a esta idea: el trabajo es previo al momento. Hay que prevenir, hay que educar, hay que hablar con los hijos para evitar que entren en los rápidos del río de su vida sin chalecos salvavidas. Otro miedo asociado de los padres es el relativo a las enfermedades de transmisión sexual. El más frecuente es el virus del papiloma humano (VPH), con muchas variantes, alrededor de 100 variedades, la mayoría inofensivas, pero el 30% de ellas son de alto riesgo y pueden comportar la posibilidad de desarrollar cáncer. El 70% restante son de bajo riesgo y pueden derivan en verrugas genitales que producen mucho malestar. Fundamentalmente afectan a los genitales y se transmiten por las relaciones sexuales. Para prevenir el VPH y otras enfermedades de transmisión sexual solo hay un camino: la información adecuada y a tiempo. Dentro de la educación sexual la información ha de ser realista, clara, explicando las diferentes enfermedades que pueden adquirir, los modos de contagio y cómo prevenir dichas enfermedades.
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La información de los padres y el poder hablar con apertura de temas sexuales se ha de hacer antes de la primera regla de la niña y las poluciones nocturnas del niño. Abordar temas inicialmente y poco a poco ir afrontando cuestiones como lo que significa relación sexual, embarazo, métodos anticonceptivos, aborto, la paternidad responsable, la protección, violencia sexual, acoso sexual, el petting (incluye desde tocamientos hasta sexo oral), el sexting (enviar fotos o mensajes, de uno mismo o de otros, de contenido sexual, con el peligro que esto conlleva), los riesgos de infecciones, cuándo denunciar, la asertividad o defender los derechos. Hablar de estos temas con naturalidad con los hijos hace que se abra la puerta de la confianza y que los hijos cuando tengan dudas al respecto lo puedan comunicar y dialogar con los padres. Con relación a la necesaria comunicación, Ángel Peralbo dice: «Y el colofón de una buena comunicación familiar será poder hablar de temas que representan una doble dificultad: por un lado, pertenecer a aspectos muy íntimos, y por otro, entrañar un verdadero riesgo, dos cuestiones vitales en la adolescencia y no carentes de conflictos» 5 .
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2.3. Miedo a las drogas: «¡No sabe adónde va!» «Un hombre que paseaba por el campo se topó con un espantapájaros. –Debes de estar cansado de estar siempre aquí, en este campo solitario, sin nada que hacer –comentó el hombre. Respondió el espantapájaros: –El placer de alejar el peligro es muy grande, y yo nunca me canso de hacerlo. –Entiendo. Yo también he actuado así últimamente, con buenos resultados –afirmó el hombre. –Pero solo se pasa la vida espantando las cosas aquel que está lleno de paja por dentro –repuso el espantapájaros. Al hombre le llevó algunos años comprender esta respuesta: todo cuerpo que tenga carne y sangre en su interior ha de aceptar de vez en cuando lo inesperado. Pero quien no tiene nada por dentro, continuamente aleja todo lo que se le aproxima; y, así, ni siquiera las bendiciones de Dios consiguen acercársele» (Paulo Coelho).
Con frecuencia muchos padres, y sobre todo los sobreprotectores, actúan como el espantapájaros, tratando de alejar todo peligro que se acerque a sus hijos. Sobreprotegen tanto que los hijos, llegado un momento, quieren romper con todo intento de seguridad y destrozan esquemas, huyen, escapan de la asfixia que les ha producido el «no hagas, no vayas, no te conviene, esto no, mientras estés en casa no…» y un largo etcétera de prohibiciones por control, sin poner límites educativos. Son padres espantapájaros que olvidan, como dice Paulo Coelho, que «todo cuerpo que tenga carne y sangre en su interior ha de aceptar de vez en cuando lo inesperado». Y llega lo inesperado. La madre de Ramón, un adolescente de catorce años, rebuscaba cada día en la mochila, en los cajones de la habitación algún vestigio de peligro en la vida de su querido hijo. Necesitaba saber qué era lo que ella, en su papel de espantapájaros, tenía que espantar. «He encontrado “chocolate” en la mochila de mi hijo», me decía esta mujer, «no puedo entenderlo. ¿Cómo es posible, con todo lo que hemos hablado con él sobre el daño que hacen las drogas? ¿Qué he hecho mal? Todos son iguales. Ahora él las consume. Mi mundo se rompe. No sé qué hacer para alejar este terror que me está matando». Así describía sus miedos, y los miedos atrapaban de tal manera a esta mujer que debilitaban su razón. Sus pensamientos se distorsionaban haciendo alarde de todas las distorsiones cognitivas que Beck propuso. Se llenó de catastrofismo («mi mundo se rompe»), de victimismo («me está matando»), de generalizaciones («todos son iguales») y de sentimientos de culpa («¿Qué he hecho mal?»), distorsiones que le impedían abordar el tema con un mínimo de lucidez. Ella había asumido el rol de espantapájaros en su tarea de madre y exigía a su marido que también lo fuera. Ella trataba de espantar dando toda la información clara, objetiva y fría que era capaz, y lo único que encontraba era rechazo en Ramón. La madre se quedaba solo en eso, en ser espantapájaros. Su estrategia era impresionar al hijo con el espantapájaros informativo, pero le faltaba poner el corazón para que esa 33
información, llena de control, vacía de emoción, de corazón y de comprensión, llegase al corazón de su hijo. Según decía Ramón, «a mi madre poco le importa cómo me siento yo». Evidentemente, esta era una percepción errónea, pero Ramón tenía razones para pensar eso. La madre informaba con muy buena voluntad, pero se olvidaba de pedir opinión a Ramón, de preocuparse por su mundo de amigos, por lo que pensaban los amigos y él con relación a las drogas, entre otras cuestiones propias de un diálogo sano y abierto. La madre de Ramón había informado a su hijo de los peligros de la droga, pero desde la perspectiva del miedo. Era el espantapájaros que ahuyentaba no a la droga, sino al hijo. Una información, según decía ella, que terminaba en un mandato exigente y en un deseo de inocular miedo al hijo. No se daba cuenta de que cuanto más miedo quería transmitir a Ramón, más nacía en Ramón el deseo de experimentar lo que su madre dibujaba como un monstruo devorador. Cuando solo se pretende asustar para contener, se ahuyentan los beneficios de la vida del adolescente. ¡Cuántas cosas bonitas hay en ellos que no se comparten porque el espantapájaros solo tiene una misión, la de asustar! ¿Cómo va a compartir el despertar a la vida, los éxitos en el instituto o los fracasos, lo que está descubriendo en su día a día, lo que le hace sentir esa música que escucha o esa chica o chico al que mira con ternura y deseo de encontrarse para conocerse? No, el asustador asusta, el espantapájaros espanta, no atrae, no acerca, no une ni reúne. El asustador aleja, disgrega, separa y divide. En el camino de la vida nos encontramos con muchos riesgos y muchos peligros y, evidentemente, hay muchos espantapájaros que tratan de alejarnos del conflicto, pero son ahuyentadores externos, sin ojos, sin boca, sin corazón. Son los ahuyentadores de peligros periféricos. Es necesario poner los cinco sentidos y bien activados para percibir los peligros internos, los personales, los del hijo, los de los padres, los de la comunicación, los de la educación, para poder afrontar las dificultades externas sin espantarlas. La actitud del espantapájaros es quietista, inmóvil, inanimada, mientras que la actitud de los padres ha de ser activa, cambiante, flexible, dinámica. Mirar el peligro del río en sus rápidos no puede paralizar, sino todo lo contrario: ha de activar para buscar estrategias de afrontamiento. La experiencia con las drogas en la etapa de la adolescencia produce mucho desasosiego, y es normal. Es un miedo legítimo, propio de personas que vibran con las dificultades de los demás, y mucho más con las de los hijos. El miedo y la sospecha en este ámbito pueden ayudar y ayudan en muchas ocasiones, porque una de las magníficas funciones del miedo es ponernos en alerta cuando presentimos la existencia de un peligro.
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Esto hace que nos pongamos en actitud de vigilancia y, sin alarmismos infundados, estemos atentos y preparados por si es un peligro real el que nos acecha. Es esa actitud de alerta prudente y ajustada, no obsesiva, serena y sosegada, no perturbadora, la que todo padre debe tener con sus hijos. Una disposición de atención y observación para advertir y sobre todo para prevenir peligros en el camino. Este es el miedo sano, el miedo prudente que avisa y que pone en alerta, y, una vez que se está vigilante, se puede actuar, pero esta actitud cuidadosa se puede convertir en miedo tóxico cuando paraliza a los padres y se quedan atrapados en el lamento. «¿Qué habré hecho yo? ¿Qué habré hecho mal? ¿Cómo me puede hacer esto a mí que…?». Estas expresiones lastimeras, tan humanas y tan frecuentes, contaminan a los padres con el miedo y la culpa, paralizan, y pasan de ser actores educativos a observadores pasivos y desconfiados. Esta forma de expresarse es propia de un miedo tóxico y perjudicial. Es un miedo que cierra a la esperanza y a la lucha. Es un miedo paralizante. El miedo es una emoción que se alimenta y, como todo lo que recibe alimento, crece. «Tengo miedo a que mi niño se enfríe..., me horroriza pensar que se pueda caer de la cuna…, solo de pensar que se pueda atragantar me muero de miedo…, tengo miedo de que…» es un suma y sigue que se va haciendo cada vez mayor y en lugar de contenerlo se aviva con más mensajes angustiosos. El origen de todos estos miedos está en el apego, en un vínculo insano construido desde la falacia de que todo lo que rodee a mi hijo tiene que ser lo mejor. El apego insano genera miedo y el miedo aumenta el apego pernicioso, el cual cultiva el miedo más grande, el de perder al hijo. Esto, como es lógico, no favorece la individuación del hijo, y con ello se van forjando dependencias emocionales y existenciales que detienen el desarrollo sano y bloquean las relaciones familiares. Aunque en la familia se hayan ido elaborando poco a poco ideas, ideales, dando valor y estableciendo valores, poniendo límites hasta establecer normas, cuando llega la adolescencia el hijo va a cuestionar todo lo construido para establecer su propio código normativo, sus valores, sus ideas. Esto es doloroso, porque implica ruptura. Si se entiende el proceso y se acepta se podrán generar nuevas estrategias; de lo contrario, el deseo de control se desarrollará, tratando de impedir esa independencia que se está gestando y al no desarrollarse de manera normal puede hacerlo de forma inadecuada. Vivir la adolescencia del hijo desde el apego insano es vivirla desde el miedo y no desde la libertad y el respeto, es vivir desde el control y el poder y es no conferir poco a poco, y de ninguna de las maneras, el poder al hijo. Por ello, no se puede olvidar que la adolescencia, como hemos dicho anteriormente, es el trampolín que salta a la independencia. Con frecuencia, ese deseo de ser ellos mismos y de romper con todo lo anterior les lleva a conductas de riesgo o consumo de sustancias que son dañinas para la salud.
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Sussman, Unger y Dent dicen: «El consumo abusivo de tabaco, alcohol y cánnabis es un problema de salud pública relacionado con múltiples causas. Por sus características evolutivas, como la búsqueda de identidad personal e independencia, el alejamiento de los valores familiares y el énfasis en la necesidad de aceptación por el grupo de iguales, la adolescencia se convierte en la etapa evolutiva con mayor riesgo de inicio del consumo de drogas» 6. ¿Y por qué y cómo los adolescentes pueden consumir drogas? La respuesta está en la cita anterior. Sussman, Unger y Dent nos hablan de «alejamiento», el gran miedo de muchos padres. Alejamiento de los valores familiares y necesidad de construir su propia identidad personal, que se va alcanzando con la aceptación del grupo de iguales. Inicialmente algunos adolescentes quieren saber qué se siente, qué pasa en el cuerpo, quieren probar, quieren percibir en su propio ser los efectos de determinadas sustancias y entran en contacto con el tabaco, el alcohol y el cánnabis, que son los más frecuentes al inicio. Lo hacen con el empujón de un grupo que invita al consumo o la determinación de un adolescente que quiere saber qué se siente al consumirlo. Muchos, por no ser rechazados, aceptan y entran en contacto, con el deseo exclusivo de experimentar. Es lo que se llama consumo experimental. El impacto del primer cigarro o porro es duro, desagradable, les produce malestar. Un alto porcentaje de adolescentes no repiten. Otros, sin embargo, sí repiten, pero lo hacen de manera puntual, cuando están con un grupo determinado. A diferencia del caso anterior, el adolescente que consume de manera puntual ya sabe cuáles son los efectos y, bien por presión del grupo o bien porque busca los efectos, vuelve a consumir. Es lo que se puede llamar consumo ocasional o puntual. Del consumo puntual, muchos pasan al consumo frecuente de la droga. Son, por ejemplo, los adolescentes o jóvenes que consumen todos los fines de semana y durante la semana no. Esto constituye un consumo frecuente o habitual. Del consumo habitual se puede pasar al tipo de consumo más peligroso, que es cuando el adolescente necesita de manera compulsiva y apremiante la sustancia que consume, y toda su energía gira en torno a la forma de conseguir dicha droga. El adolescente ha generado una dependencia, por lo que entra a formar parte de lo que se llama drogodependencia. ¿Por qué los adolescentes consumen cánnabis? Ya hemos aludido a la necesidad que tienen los adolescentes de experimentar. Quieren saber y aumenta su curiosidad cuando sobre el objeto experimental recae una
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prohibición. En este caso se pone en juego el riesgo, el romper la norma, el transgredir lo regulado. Por ello una de las razones que abren al consumo es experimentar. Carla, 14 años, adolescente que yo seguía en un instituto de la zona norte de Madrid, alumna de un programa de diversificación curricular y que tenía unos graves problemas de autoestima, me decía completamente convencida que solo iba a experimentar y que eso no tenía ninguna importancia. «He estado con mis compañeros de clase. Todos fumaban porros. Yo al principio dije que pasaba de fumar. Ellos insistieron. Entonces yo pensé que no estaría mal probarlo, así podría hablar de ello, cuando todas las chicas de mi clase presumen de que fuman porros. Cogí uno y lo fumé. Me sentó fatal, pero el segundo ya me gustó más. Sobre todo porque estaba con los de mi clase y estaba haciendo lo mismo que ellos. Espero que ya no se metan conmigo. Yo sé que fumarse unos porros no significa nada, porque no pasa nada, pero para mí estar con los compañeros ha sido lo mejor». Bien es verdad que muchos adolescentes quieren experimentar y este deseo forma parte de la esencia de su momento evolutivo. En el caso de Carla, aunque decía que quería saber lo que se sentía, el motor de acceder a fumar no fue ese: fue la necesidad de ser reconocida y aceptada por el grupo, junto con la presión que el propio grupo ejerció sobre ella para iniciarla en el consumo. Se sentía tan desplazada, con tan baja estima personal, que estaba dispuesta a hacer lo que fuese necesario con tal de formar parte de un grupo. Junto a esto, el propio rito del consumo en el grupo, en el que el porro pasa de boca en boca, como si de fumar la pipa de la paz se tratase, confiere al momento una fuerza revitalizadora del grupo, en el que los componentes del mismo se sienten «hermanados» por dicho rito. Es una forma simbólica de compartir rebeldías, infringir normas y reforzarse grupalmente. Esta es una de las razones más potentes en los adolescentes para iniciar un consumo, sea cual sea. Otra razón de peso es la transgresión de la norma impuesta por sus profesores, por sus padres, por su familia. La rebeldía, el incumplimiento, la oposición. Es el comienzo del «me separo de ti», «mi hijo se aleja de mí». Otros muchos asocian la «fiesta» con la transgresión de normas, con el consumo, y para muchos «ir de fiesta» es sinónimo de «fumar y beber». Adolescentes cumplidores de sus obligaciones escolares, que no generan conflicto a lo largo del año, preparan la «fiesta de fin de año» buscando distribuidores de cánnabis y cocaína para celebrar con ello el nuevo periodo que nace, lo mismo que las «fiestas» de fin de curso, «cumpleaños» o cualquier otra. El deseo de salir de un mundo, de una sociedad, que cree que les da de todo, lo cual no es verdad, aunque estén repletos de cosas materiales, olvidándose de que es una juventud enormemente sensible y delicada, vulnerable y complicada que no se identifica 37
con esta sociedad compleja que tenemos y que les asusta, cargada de problemas familiares, parentales, sociales y económicos, en la que no quieren estar, en la que no saben encontrar su lugar. Esta terrible realidad los sitúa en una posición de inferioridad. El no tener estrategias para salir de los conflictos que vive aumenta en el adolescente el deseo de salir, de escapar, de evadirse de la realidad que le daña y, con esa falsa creencia de que fumando porros no va a pensar ni mirar de frente sus propios problemas, es más, se va a sentir muy bien, inicia una etapa, un recorrido por el «rápido» de su río personal repleto de peligros. Como hemos visto, el adolescente se ha acercado al rápido y puede haber entrado en él. Al descubrir su peligro, algunos dan marcha atrás, mientras que otros van entrando más y más, enganchados por el vértigo que les produce el propio consumo, hasta llegar a zonas muy peligrosas, zonas que atrapan y generan dependencias. ¿Y cuáles son esos peligros? Los derivados del cánnabis, el hachís y la marihuana, que son las sustancias más consumidas por los adolescentes. A los quince años como media se empieza a consumir, constituyéndose como una de las reivindicaciones de la adolescencia la legalidad de las mismas, sin profundizar en los daños y peligros que constituyen y por estar asociado su consumo al de otras drogas (tabaco, alcohol, éxtasis…). El hachís es una resina que viene de las flores de plantas hembras, que se prensa para el consumo, mientras que la marihuana es el resultado de triturar hojas, flores, semillas y tallos. Ambas forman parte de drogas naturales que perturban el sistema nervioso central, alterando fundamentalmente las emociones, el aprendizaje, la memoria y las actividades motoras, ya que los efectos del THC (delta-9-tetrahidrocannabinol) más todos los compuestos –cerca de sesenta– cannabinoideos alteran el funcionamiento de las neuronas, así como los niveles de THC en sangre, inmediatamente después de consumir un porro. Si el adolescente consume solamente los fines de semana, los efectos se prolongan durante el resto de los días de la semana, ya que la eliminación de los cannabinoideos tarda de tres a siete días, con lo que el adolescente puede ver mermadas sus capacidades para memorizar, concentrarse y, en definitiva, aprender. Si el adolescente consume con más regularidad puede presentar una serie de síntomas como excitación, euforia, locuacidad, mayor sociabilidad, deterioro de la memoria, problemas de aprendizaje relativo al lenguaje, cálculo y lógica, lagunas, dificultades perceptivas temporales, espaciales y sensoriales, alteración del ritmo cardiaco y de la presión arterial, torpeza motriz, consumo de dulces. Si el adolescente consume a diario puede tener alteraciones cardiovasculares, desarrollar cáncer de pulmón, boca, lengua…, problemas respiratorios, problemas 38
metabólicos, daño al sistema inmunitario. En las adolescentes, alteraciones hormonales con grandes desarreglos en la ovulación y malformaciones en el feto si la adolescente está embarazada. Sus estudios se ven seriamente afectados por los problemas de memoria y de estructuración mental. Su mundo emocional se daña seriamente por un debilitamiento afectivo, caracterizado por la apatía. ¿Qué hacer? En primer lugar, desmitificar y tener claros los efectos de este consumo, sin engaños ni negaciones. Los adolescentes tienen la falsa creencia que el cánnabis no solo no hace daño, sino que hace bien. Esto hay que confrontarlo: ya hemos visto de manera muy rápida algunos de los efectos dañinos para la salud y el desarrollo personal del consumidor. Igualmente los adolescentes piensan que el cánnabis no es una droga. Pues bien, si no fuese una droga no estaría multado su consumo en lugares públicos, ni la posesión, tráfico o cultivo estarían sancionados con prisión y multa, lo mismo que la conducción habiendo consumido está también penada. Otra idea de los jóvenes es que no hace daño, por ser un producto natural, ni produce adicción, lo cual no es cierto: el que sea natural no quiere decir que no haga daño, como el tabaco, que también es natural y mata, o que tiene efectos beneficiosos para la salud. Los padres han de hacer una labor educativa desde que los hijos empiezan a pensar, centrada fundamentalmente en la asertividad: saber decir «sí» cuando es «sí» y «no» cuando es «no», defender los derechos propios con respeto y decir lo que se piensa y siente sin hacer daño al otro. Cuando un adolescente sabe respetar su vida y sabe decir «sí» o «no» sin miedo a lo que el grupo diga, no tendrá ningún problema de adicciones. La asertividad es un elemento fundamental para luchar contra las presiones del grupo y es un reforzador extraordinario de la personalidad. La familia ha de procurar alejar o suprimir de raíz todo aquello que pueda constituir un riesgo para el consumo de drogas, como consumir alcohol, tabaco u otras drogas delante de los hijos, lo que lleva a los padres que consumen a tomar una actitud de tolerancia ante su consumo, con el único fin de justificar su propia debilidad; pero esta tolerancia es un activo potente en el riesgo de que los hijos consuman. ¿Cómo van los padres a tener unas normas con relación a este problema si ellos previamente no las han establecido y no las cumplen? Si la familia no consume ningún tipo de sustancias, es importante no enquistarse en una actitud de intolerancia, radicalidad y autoritarismo, con descalificaciones y acusaciones implacables hacia los adolescentes que consumen; esto puede dañar al hijo tanto como que un padre diga «¡Tampoco pasa nada por fumarse un porro!». En esto hay que estar muy de acuerdo, pues las discrepancias en la pareja hacen que el hijo se agarre a ese comentario que más le interesa, como justificación de su propio consumo. 39
La coherencia y la autenticidad en la vida familiar son un referente para los hijos. Las posturas permisivas o las autoritarias pueden hacer daño; lo mejor es fomentar las responsabilidades y los compromisos familiares y dar responsabilidades a los hijos para que ellos también se comprometan. Con frecuencia el discurso de muchos padres se centra en la señalización de lo que el hijo hace mal: «No, no, no…, eso está mal…, eres un…». Como le decía Ángel a su padre: «Apesta tu forma de ver la vida. Todo lo que hago lo ves mal. Para ti nada hago bien. Soy tu fracaso, ¿verdad?», palabras que escalofrían. Que un hijo tenga la percepción de que su padre es un contable que va anotando todo lo negativo del hijo, todo en rojo, todo mal, y no hay un apunte positivo que muestre al hijo, es terrible. Es entendible que Ángel dijese «soy tu fracaso». Esto carga de negatividad al hijo y favorece la justificación de algunas conductas. Si un padre debe corregir y poner límites, también tiene la obligación de resaltar las conductas adecuadas, los valores y los logros de los hijos. Es el mejor reforzador y equilibrador de la autoestima. Si el hijo está tan metido en el «rápido» y en zona peligrosa que no sirven los refuerzos positivos, los límites y los acuerdos, será necesario buscar la ayuda de un experto. Es el momento de que los especialistas intervengan.
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2.4. El alcohol: «¡Me asusta tanto!» El alcohol es una droga legalizada, consumida por un alto porcentaje de personas en España. Según un informe mundial presentado en el periódico El Mundo, el 12 de mayo de 2014, «España duplica la tasa mundial de consumo de alcohol. Pese al descenso en los últimos años, los 11,2 litros al año duplican la media mundial […] Algo más de 11 litros por persona al año. Esa es la cantidad de alcohol que se bebe en España en un año según el último informe mundial de la Organización Mundial de la Salud (OMS), lo que nos coloca ligeramente por encima de la media europea (10,9 litros al año) y muy por delante de las tasas mundiales, con 6,2 litros por persona y año». Más adelante el informe dice: «En términos numéricos, la OMS calcula que la bebida está implicada en el 7,6% de la mortalidad masculina, y en una proporción algo menor (4%) en la femenina, pese a que existen algunas evidencias que indican que el organismo de las mujeres puede ser más susceptible a los efectos del alcohol» 7 . El alcohol es una de las drogas de consumo más temprano en nuestra sociedad. Con el inicio de la adolescencia se inaugura este consumo en la vida de muchos jóvenes y va a afectar seriamente la salud de incontables consumidores. Afecta no solo la salud física, sino también la mental. Un gran porcentaje de problemas sociales como malos tratos, accidentes de coches, pérdidas de control, violencia, entre otros, van asociados al alcohol. Según Espada y otros, los problemas derivados del abuso de alcohol en la adolescencia son «Intoxicación etílica aguda o embriaguez…, problemas escolares…, sexo no planificado…, accidentes de tráfico…, problemas legales…, problemas afectivos… y consumo de otras drogas» 8. El etanol, depresor del sistema nervioso, va aletargando el funcionamiento cerebral. Este depresor afecta sobre todo a los más jóvenes por su propio proceso madurativo y desarrollo físico, teniendo los adolescentes, en consecuencia, mucha más predisposición a sufrir una intoxicación etílica que un adulto. El adolescente va entrando paulatinamente en los diferentes estados del consumo. Comienza por el estado de sobriedad cuando hay muy baja concentración de etanol en la sangre, pero con esas primeras copas o cervezas siente una ligera euforia y la inhibición social disminuye significativamente, lo cual es muy importante para el adolescente. Si el adolescente continúa bebiendo puede pasar al estado de excitación, con alteraciones mucho más significativas: reír o llorar sin sentido, falta de atención, problemas de razonamiento, lapsus de memoria, descoordinación, desconexión y bloqueo de la capacidad de respuesta.
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Si la ingesta continúa, el adolescente pasa al estado de confusión, caracterizado por la desorientación, desorden, desconcierto, galimatías, dificultad para percibir adecuadamente –de ahí la expresión «lo veo doble»–, desbordamiento emocional, mareos, desequilibrio, agresividad y dificultad para articular correctamente. Llegado a este punto pasaríamos al estado de estupor, donde a todas las manifestaciones del estado de confusión habría que sumarles la descoordinación muscular (no ser capaces de ponerse en pie), la falta de control de esfínteres y los vómitos. El estado siguiente sería el estado de coma etílico. El adolescente ha llegado a una total debilidad, se encuentra en un estado comatoso, con problemas circulatorios y respiratorios. El grado de concentración de etanol en sangre oscila entre los 0,30 y los 0,50 mg/dl. Si se ha llegado al grado de concentración de 0,45 mg/dl ya existe riesgo de muerte, pues por encima de esta concentración la debilidad es total y se puede producir una muerte por parálisis respiratoria. Tal vez esta información nos puede parecer lejana, pero es una cruda realidad. Así comentaba el doctor Santiago Mintegi, coordinador del Observatorio Toxicológico de Pediatría: «Las intoxicaciones de alcohol entre menores de 14 años son más frecuentes en España que en muchos otros países del mundo…». «… Mintegi, que además es director del Observatorio Mundial, reivindica que una sociedad avanzada no puede “tolerar” el etilismo juvenil y advierte que en diez años se han multiplicado por tres el número de intoxicaciones por alcohol que se atienden en la unidad de pediatría» 9. El gran problema del alcohol, como el de todas las drogas, es que genera dependencia. Produce alteraciones en el sistema nervioso: de ahí el sueño, la falta de memoria, las demencias. A nivel físico afecta a diversos órganos: perjudica al hígado, fundamentalmente, aunque el consumo no sea sistemático, porque va acumulando grasa en este órgano, pudiendo derivar en cirrosis. Igualmente daña al estómago, produciendo úlceras y gastritis, y puede alterar a los órganos reproductores, causando en ocasiones impotencia en el hombre y alteraciones menstruales en la mujer. No vamos a analizar el por qué bebe el adolescente, sino la conducta de los padres ante esta realidad, que es uno de los objetivos de este libro. En primer lugar, los padres son los espejos en los que se miran los hijos. A lo largo de toda la infancia, en numerosos libros sobre la educación de los hijos se remarca la necesidad de la coherencia. En la adolescencia la coherencia es completamente indispensable. Si los padres beben, los hijos aprenderán dicho comportamiento. Hay que tener mucho cuidado en este aspecto, aunque bien es verdad que en este sentido nada es absoluto y total. Siempre hay excepciones. Pero no podemos negar que los hijos aprenden lo que viven. Si cada vez que hay un acontecimiento familiar, aniversario, fechas significativas y celebraciones de cualquier 42
tipo los padres llenan el espacio de botellas, están enseñando a los hijos que las fechas significativas y las festividades han de tener alcohol. Si en la pareja, ante una discusión conyugal, la actitud del padre o de la madre es ir a prepararse un whisky, el niño observa y puede entender que la copa «ayuda» en los momentos de crisis, lo cual es un descomunal error. Los padres han de enseñar desde pequeños a sus hijos a resolver conflictos y actuar como modelos en la resolución de cualquier circunstancia adversa. En lugar de coger una copa, la cual no soluciona el problema, sino que lo acrecienta, hay que pensar, y pensar con los hijos, para enseñarles a encontrar alternativas de resolución de problemas: 1. ¿Cuál es el problema? (Identificarlo). 2. ¿Estamos todos de acuerdo en que este es el problema? (Todos son parte del problema. Asumirlo colaborativamente). 3. ¿Crees que tiene solución? (Abrirse al cambio). 4. ¿Qué puedes hacer tú y qué podemos hacer tú y yo… para solucionarlo? (Generar compromisos). 5. ¿Qué pasaría si hiciéramos esto o eso o…? (Analizar posibilidades). 6. ¿Qué podemos hacer como familia para que funcione? (Analizar posibilidades como unidad familiar). 7. ¿Qué obstáculos podríamos encontrarnos, qué podría impedir que funcionase? (Análisis de dificultades para afrontarlas). 8. ¿Es entonces posible solucionarlo? (Abrirse a la esperanza). 9. ¿A qué nos comprometemos cada uno de nosotros? (Compromiso ejecutivo). La adolescencia es momento de crisis. Echar mano de una copa cuando alguien se siente mal no es la estrategia adecuada para resolver la crisis, sino más bien para amplificarla. Planteando los problemas en común y siguiendo las pautas de resolución de conflictos que proponemos, la familia gana sobre todo porque se reconoce el problema. Para llegar a esto ha sido necesario previamente el haber escuchado a todos con interés y empatía. Para seguir el proceso se ha tenido que preguntar a todas las partes. Al preguntar se evidencia la comprensión del problema. Igualmente hay que confirmar que el problema es el problema, con lo cual nadie se llama a engaño, y, por supuesto, hay que explicar los pasos que se van a seguir, los compromisos que se van a asumir para dar paso al compromiso ejecutivo, que es el compromiso que lleva a la acción. Otro factor que puede animar al adolescente al consumo es la invitación a beber de los medios de comunicación, la cual forma parte de la presión publicitaria sobre los jóvenes. Esas imágenes de adolescentes y jóvenes risueños, divertidos, alegres y gozosos, que están «de fiesta» con la cerveza en la mano, como si fuese el icono de la felicidad y la representación de lo que la juventud hace o debe hacer para sentirse bien, 43
va contaminando poco a poco la percepción del niño, preadolescente y adolescente sobre lo que es la alegría y el deleite. Así, con mucha facilidad, muchos de ellos asocian la fiesta con el alcohol y la alegría con la borrachera. Los padres han de ser muy críticos con estos anuncios, que no dejan de ser mitos de la vida joven, ilusiones engañosas de la realidad y símbolos tramposos y manipuladores para el consumo que enriquece a algunos. El despertar el espíritu crítico en la familia es un buen camino para no dejarse llevar por la presión publicitaria, que contamina de manera real el mundo de valores de los adolescentes. A través del diálogo y la conversación crítica y objetiva, respetuosa y analítica de los distintos problemas que el joven se puede encontrar en el camino se pueden prevenir problemas de consumo en algunos casos. Tampoco podemos olvidar que hay muchos adolescentes que adoptan como método para confrontar a sus padres la estrategia de hacer lo contrario de lo que dicen o/y actuar con comportamientos que saben que rechazan los padres. Es la manera de alejarse, de evidenciar que no están de acuerdo con lo que dicen, es la manera de romper con las normas para empezar a ajustarse a sus propias normas. En cuanto al caso en que el adolescente está ahogándose en la corriente vertiginosa del «rápido» del alcohol, teniendo entonces el problema del alcoholismo, la familia debe tener claro y ha de transmitir a los hijos desde niños que el alcoholismo es una enfermedad y, como tal, cuando se presenta ha de ser tratada por los profesionales de la salud. En muchas ocasiones se habla con extremo desprecio sobre los alcohólicos sin considerarlos como personas que necesitan ayudan. Mientras la visión de los padres sobre el hijo que consume sistemáticamente alcohol sea la de ver un mal hijo que llena de dolor la familia y no la visión de un hijo que tiene problemas o tiene una enfermedad, no se podrá resolver el conflicto.
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2.5. El tabaco: «¡No es para tanto!» Belén era una madre que estaba invadida por los miedos con relación a sus hijos, ya que dos de ellos consumían cocaína y alcohol, y habían producido tanto dolor en la familia que el consumo de tabaco para ella no tenía ninguna importancia. No tratamos aquí de hacer una defensa de los beneficios o perjuicios de determinados consumos. No pretendemos comparar el daño según las diferentes adicciones. No, simplemente queremos dar a cada cosa la importancia que le corresponde. Decir que el consumo del tabaco no es para tanto es como querer negar los efectos del mismo por el hecho de que otros consumos tengan otros efectos. Así me decía Belén, cuando me contaba el problema con su hijo Andrés, de trece años, que necesitaba más de tres euros diarios para comprar sus cigarrillos. «Andrés me preocupa porque está empezando con comportamientos agresivos. Tengo mucho miedo de que Andrés termine como sus hermanos en Proyecto Hombre. Es tan bueno, siempre ha sido tan obediente y complaciente…, pero ahora, no sé si por la adolescencia o por el infierno que hemos vivido en casa, muestra mucha rabia y agresividad. Tengo mucho miedo y no sé qué hacer. Ha empezado a fumar y fuma mucho. Más de una cajetilla diaria. Exige dinero cada día para comprar su tabaco. Cuando le digo que no, él se enfada mucho y me dice: “¿Prefieres que robe para consumir cocaína como mis hermanos?”. Cuando me dice esto, que yo sé que es un chantaje, me entra tanto miedo que le doy el dinero sin que su padre se entere y pienso: “Bueno, no es para tanto, mientras solo sea tabaco yo no digo nada”». Esta mujer, por mucho que se le dijo, no fue capaz de entender que no podía entrar en el juego chantajista de su hijo. No podía entender que el tabaco a esas edades puede ser el inicio de consumos más duros. No quería entender que la educación de los hijos es asunto del padre y de la madre y que toda ocultación de la verdad es una forma de complicidad con las conductas inadecuadas de los hijos. Desgraciadamente, el tabaco «sí es para tanto…». Para empezar a mirar al tabaco de manera objetiva, sin restarle importancia, lo mismo que al alcohol, solo por el hecho de ser sustancias socialmente aceptadas, lo primero que hay que hacer es poner las cosas en su sitio. En la adolescencia uno de los principales miedos, como hemos dicho, es que los hijos adolescentes se inicien en el consumo de la marihuana, la cocaína y el alcohol, principalmente, pero da la sensación de que, si fuman, todo se queda en un mal menor. Mal que puede acarrear serios problemas de salud además de la adicción al tabaco. Tal vez porque los padres son fumadores también y entonces no tienen autoridad moral para decir a sus hijos «no fumes» o tal vez porque no se le da la importancia que tiene, se va dejando pasar minimizando los riesgos.
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El doctor Rodrigo Córdoba y la periodista Encarna Samitier han realizado un excelente trabajo al tratar de desmitificar cincuenta mitos sobre el tabaco con cincuenta razones para poner en su sitio al tabaco con relación a su insalubridad. Un mito es una historia imaginaria, es decir, que se aleja de la realidad para atribuir a personas o cosas características, hechos o situaciones que no tienen o que son imposibles. En muchas culturas los mitos se van transmitiendo de generación en generación y muchos de ellos se llegan a creer y se van adueñando de la conciencia colectiva, con mucha mayor virulencia, como si con ese mito se obtuviese algún beneficio secundario a corto plazo o incluso a largo plazo. Esto es lo que se ha hecho con el tabaco: se han construido unos mitos en torno a él y se han hecho tópicos de los que los adolescentes hablan con mucha ligereza, porque con frecuencia resulta más fácil engañarse a uno mismo que hacer uso de la fuerza de voluntad, es más fácil pensar que las consecuencias causadas por el tabaco se van a producir en los otros, no en mí, y así, engaño tras autoengaño personal, se llegan a vivir situaciones irreversibles en muchas ocasiones. Dicen Córdoba y Samitier: «Si cada día en España un avión tipo Airbus 320 con capacidad para 150 pasajeros se estrellase sin que hubiera supervivientes, las autoridades de aviación civil y el Gobierno en pleno tomarían medidas para evitar esta catástrofe, por supuesto con el apoyo de la población. Sin embargo en España, cada día fallecen prematuramente esa cantidad de personas a causa del tabaco. Si un conductor bebido acabase cada día con la vida de siete peatones, las autoridades tomarían cartas en el asunto respaldados por los ciudadanos. Ese es el número de fumadores pasivos que no eligieron fumar pero que fallecen a diario por culpa del tabaco» 10. ¿Qué podemos pensar que hay detrás de estos datos?, ¿intereses económicos?, ¿manipulación?, ¿negligencia, abandono, desidia, desinterés?, ¿vacío legal?, ¿por qué a pesar de las campañas y fotos espeluznantes e impresionantes el fumador sigue fumando o metiendo la cajetilla de tabaco en una pitillera para no ver esas demoledoras imágenes? La respuesta es bien sencilla: el tabaco genera adicción y no hay una educación integral que enseñe a los niños a luchar contra las adicciones. Da la impresión de que se hace al revés. ¿Cuántos niños he tratado por el tema de la adicción a videojuegos o dulces? Muchos, niños que desarrollan una gran dosis de ansiedad por múltiples factores y necesitan calmar esa ansiedad a través de una adicción. Esos mitos se van convirtiendo poco a poco en frases hechas, que en muchos adolescentes llegan a ser absolutos incuestionables; así, por ejemplo, los adolescentes hablan de la libertad referida al tabaco de esta manera: «Fumo porque me da la gana», «fumo porque me tranquiliza», «cuanto más me lo prohíbas más voy a fumar», «fumo porque tú también fumas», «soy libre para hacer lo que me da la gana»… Igualmente hay frases que están dentro de muchos adolescentes y que no se atreven a decir, como 46
«fumo y bebo porque quiero ser mayor», «fumo y bebo porque si no lo hago me quedo más solo que la una», «estoy harto de que me llamen mariquita, voy a fumar y a beber más que todos juntos»… Los adolescentes tienen muchas distorsiones cognitivas, lo mismo que los adultos, con relación a la salud; no hay más que pensar en las frases más significativas de los que empiezan a fumar, como «El abuelo de Lucas tiene noventa y dos años y ha fumado toda la vida», «ya sé que es malo, pero de algo hay que morir», «¿prefieres que fume porros?», «cuando estoy nervioso necesito un pitillo», «el tabaco me ayuda a calmarme»… Detrás de las frases que los adolescentes dicen con relación al tabaco se esconde un claro autoengaño y una baja autoestima: «Si dejo el tabaco no me aguanto ni yo», «sé que cuando quiera lo dejaré; me como el coco y yo lo dejo», «ahora que estoy de exámenes ni me lo planteo», «si dejo de fumar me pongo como una vaca», «con el cigarro en la mano gusto más a las chicas»… También los adolescentes justifican el consumo con frases hechas que tienen que ver con traspasar la responsabilidad a otros, como «No será tan malo cuando no lo prohíben», «la culpa de esta campaña antitabaco la tienen los americanos, sus modas llegan a nosotros»… Y, cómo no, el adolescente entra en la economía nacional y mundial y muestra su cara solidaria: «Si dejásemos de fumar todos, habría más pobreza. ¿Sabes cuántos trabajadores tienen un salario gracias al tabaco? Hay que ser solidarios»… El tabaco es una planta perteneciente a la familia botánica de las solanáceas. Esta planta sintetiza un alcaloide (sustancia que está en algunos vegetales y que es un estimulante natural): la nicotina. Otros alcaloides son la cafeína, la morfina, la codeína y la quinina. Aunque hay una rica variedad en el género Nicotiana, la Nicotina tabacum es la especie de la que se extrae el tabaco que fuman nuestros adolescentes. Se considera que hay unas tres mil o cuatro mil sustancias que se desprenden del tabaco, pero una de las sustancias nocivas, porque es responsable de diversos tipos de cánceres, es el alquitrán. Otra sustancia nociva es el monóxido de carbono, gas de alta toxicidad, que viene de la propia combustión del tabaco junto con el papel que lo envuelve. El monóxido de carbono penetra a través de los alveolos pulmonares en la sangre, aleja al oxígeno para unirse con la hemoglobina y este desplazamiento del oxígeno dificulta la oxigenación de los tejidos. El tabaco también posee irritantes causantes de la tos, mucosidad y lagrimeo, que pueden derivar en bronquitis crónicas y todo tipo de patologías respiratorias. Y por último, la propia nicotina, que es la responsable directa de la adicción. Al pasar a la sangre, la nicotina tarda siete segundos en llegar al cerebro. Su efecto dura 47
unas dos horas y a partir de ese momento se vuelve a tener deseos de fumar más. Los adolescentes creen que cuando tienen tensión, si fuman un cigarrillo se relajarán. Esto es un error, ya que lo que se calma es la ansiedad que se tiene por la falta de nicotina en el cuerpo. La nicotina va haciendo una labor perversa, lenta y progresiva. Poco a poco va ejerciendo su labor dañina. Evidentemente, no vamos a analizar todos los daños que la nicotina hace en un cuerpo adolescente, que aún está formándose. No hay más que leer informes de la Organización Mundial de la Salud para entender el daño que les hace. Son escalofriantes las referencias que Córdoba y Samitier hacen con relación a los adolescentes: «El publicista, Ted Bates, explicaba –ya en 1975– cómo dirigir la publicidad a los niños posicionando el producto como propio de adultos: “En la mente del fumador joven el cigarrillo se halla en la misma categoría que el vino, la cerveza, afeitarse, llevar un sujetador (o no llevarlo), exhibir su independencia y autoafirmar su propia identidad. Entonces, la estrategia para ganarse a los jóvenes para que empiecen a fumar debe basarse en los siguientes parámetros: presentar los cigarrillos como una de las formas de iniciación al mundo del adulto; presentar los cigarrillos como parte de una serie de productos y actividades que producen placer por vías ilícitas; aludir a la libertad del adolescente (contraviniendo las limitaciones legales vigentes) de fumar, beber vino, cerveza; o de realizar otras conductas consideradas de iniciación a la vida adulta como, por ejemplo, iniciar relaciones sexuales”. Y las propias empresas tabacaleras expresaban, en sus documentos internos, la misma idea de forma contundente: “… La base de nuestro negocio son los estudiantes de secundaria” (Lorillard, 1978)»11 .
Más adelante, haciendo referencia a la misma línea anterior, recogen la siguiente cita: «“Estábamos convirtiendo a los niños en nuestro objetivo, y yo dije en ese momento que lo que hacíamos no era ético y probablemente era ilegal, pero me dijeron que eso era justamente la política de la compañía”. Sullivan recuerda que alguien preguntó sobre el tipo de jóvenes a los que la compañía se dirigía: ¿estudiantes de secundaria, niños o incluso más jóvenes? La respuesta fue: “¿Tienen labios? Los necesitamos” (Terence Sullivan, responsable de ventas de R. J. Reynolds)»12.
Como podemos ver, hablar de la adolescencia como esa época terrible, turbulenta, perturbadora, desordenada y confusa, que genera tanto dolor a los padres, sería cometer una injusticia más sobre esta etapa evolutiva. Es necesario mirar de frente la sociedad en la que el adolescente y el niño se desarrollan y tal vez lleguemos a otra conclusión y otra visión del adolescente, porque una sociedad que por intereses económicos empuja, convence y permite que el niño y el adolescente consuman alcohol, tabaco, drogas para su propio beneficio es una sociedad enferma, terrible, turbulenta, perturbadora, desordenada y confusa. ¿Qué hacer para prevenir este consumo? La primera propuesta para solucionar este problema es el ejemplo. El ejemplo puede ser total cuando ambos, el padre y la madre, no fuman y tienen la autoridad moral total para informar a sus hijos del riesgo que conlleva. Esto no les salva de caer en las garras del tabaquismo, pero al menos proporciona a los padres autoridad, que es lo que el adolescente necesita. 48
En el caso de que los padres fumen, no vale el «hijo, no hagas lo que yo hago…», como tampoco vale la exigencia de «no te lo permito» cuando el padre o la madre lo están haciendo. En este caso carecen de autoridad para la exigencia. Pero si los padres fuman tienen una oportunidad de oro para llegar a acuerdos, para empatizar con el hijo, para entender lo que les cuesta y para ponerse metas. Metas que tienen que ver con dejar de fumar. Un hijo es una razón más que suficiente como para renunciar a las adicciones propias con el fin de dar ejemplo y procurar su salud integral. Dentro del ejemplo que los padres han de dar a los hijos está la manera en que se resuelven los problemas en la casa. Si el hijo ha visto que cuando hay un conflicto se echa mano de un cigarro, interpretará que una alternativa para reducir la tensión generada por el problema es fumar un cigarrillo. Ya hemos comentado esto anteriormente al hablar del alcohol. Igualmente hay que tratar de evitar esas costumbres sociales en las que en ninguna festividad pueden faltar el tabaco y el alcohol. En este sentido, el compartir con los hijos espacios naturales donde se vaya creando una conciencia ecológica y de salud integral puede ser una alternativa para disfrutar de las fiestas familiares, con actividades al aire libre y que cuiden el medio ambiente. Es necesario dar una buena información sobre los efectos del tabaco, desmitificando y desarticulando todos esos pensamientos irracionales que giran en torno al mismo. Esta información es la puerta que abre a la familia al diálogo, porque solo desde la búsqueda objetiva de la realidad se puede ir modulando el criterio de los hijos sin manipularlos por los propios miedos de los padres. Informar con mucha claridad de que el consumo de cualquier sustancia –alcohol, tabaco, cánnabis…– afecta mucho más al organismo de los adolescentes. Informar sobre los riesgos de padecer enfermedades de pulmón, los peligros en el embarazo, diversos tipos de cáncer… La información ha de ser objetiva, no tremendista. Cuando los padres utilizan el alarmismo y el catastrofismo están tratando de manipular, acción muy común en las familias; lejos de ayudar al adolescente a rechazar el consumo, le acerca al mismo. No olvidemos que los adolescentes reafirman su yo, muy frecuentemente, haciendo lo contrario de lo que dicen sus padres. No podemos olvidar que la información en la adolescencia es crucial, la actitud de los padres es determinante y una buena gestión de las habilidades sociales es concluyente y decisiva. ¿Qué pueden hacer los padres con relación a las adicciones? Como acabamos de proponer con el consumo del tabaco, la primera regla que hay que asumir en las familias con relación al consumo de sustancias dañinas para los hijos es la información. Hay que informar en familia de los riesgos, peligros y daños de cada una de las drogas accesibles para los adolescentes, del riesgo físico, de la transgresión legal que 49
comporta su consumo, así como del daño que produce en las familias. Sin embargo, la información hay que darla desde el equilibrio y la objetividad. Una información cuyo fin no es informar, sino asustar, se convierte en manipulación. La información que se dé sobre el alcohol y el tabaco ha de ser auténtica, porque alarmar al hijo insistiendo en el «no hagas lo que hago» es perjudicial para la salud mental y emocional. En 1978 el doctor Karl Fagerström, considerado uno de los más expertos en temas relacionados con el tabaquismo, construye el llamado Cuestionario de tolerancia de Fagerström con el fin de medir el grado de adicción. Consta de seis preguntas relativas al tiempo que tarda la persona en fumar después de levantarse; si existe o no dificultad para estar sin fumar en lugares donde está prohibido; el número de cigarros consumidos al día; el fumar aunque se esté enfermo, entre otras. El doctor Fagerström, que participó en el V Congreso Nacional de Prevención del Tabaquismo en Salamanca, en el año 2005, afirmó al preguntarle si el consumo de tabaco entre escolares y adolescentes es una epidemia: «Sí, por supuesto que sí. Solo se puede evitar si hacemos que el acto de fumar no sea tan visible y prevalente entre los adultos. Tenemos que concentrarnos en los niños, y mientras nos vean fumar a nosotros van a querer imitarnos» 13. – Los padres han de mostrarse congruentes cuando informen a los hijos, respondiendo a todas las preguntas que estos hagan y de manera neutral. La madre de Rafa hablaba mucho con su hijo y le presentaba un escenario alarmista y catastrofista de la realidad de los jóvenes, desde enfermedades terminales, cirrosis, pasando por descripciones terroríficas de los temblores que dominaban el cuerpo del joven, hasta sus alucinaciones y conductas psicóticas cuando ese joven imaginario, protagonista del drama que le contaba la madre de Rafa con el fin de asustarle, se acercaba más al delirium tremens de alto riesgo que a una historia real por la manera de relatarlo. Rafa me decía: «Me molesta mi madre con sus historias patéticas de colegas que están siempre en el límite. Creo que se lo inventa todo para meterme miedo. Creo que se lo inventa todo para convencerme porque se cree que asustándome yo no voy a ser un protagonista de sus historias. Y, desde luego, no lo consigue. Se debe creer que soy tonto. En mi grupo hay muchos colegas que beben y fuman porros y muchos se ponen de alcohol hasta arriba y aún estoy por ver a alguno que se lo haya llevado una ambulancia al hospital con los síntomas que dice mi madre. La realidad me dice que no es para tanto. ¿De dónde se sacará mi madre las historias?». Los chicos perciben las intenciones de los padres con las informaciones y desde esa percepción la asimilan. Si les perciben auténticos, porque lo son e informan sin alarmismos, aceptarán las explicaciones de los padres. Si los perciben manipuladores de
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la información con fines alarmistas, no solo no lo aceptarán, sino que tratarán de encontrar la manera de rebatir dicha información. Los padres han de preparar estas informaciones, porque si son objetivas tienen que contener información sobre el funcionamiento del cuerpo, los efectos de determinadas sustancias, tipos de sustancias legales e ilegales y consecuencias legales del consumo, riesgos; sobre la necesidad de ayuda en determinados casos; sobre cómo afecta el consumo de drogas a la vida académica, personal, social, deportiva, de un joven; sobre riesgos de las mezclas de determinados consumos, como alcohol y hachís, alcohol y cocaína, alcohol y drogas de diseño, entre otras. – En segundo lugar, han de revisar el estilo de vida familiar. Cuando hay una línea de vida en común, donde las dificultades se debaten entre todos, donde se han repartido responsabilidades y tareas, donde se analizan los pros y contras de cualquier situación que pueda surgir y se han buscado alternativas, soluciones y métodos para resolver las dificultades desde una actitud positiva, el afrontamiento de los riesgos del consumo de cualquier droga será un asunto más a poner en común y a debatir. Si en la historia de la vida familiar hay una actitud de fomentar una alimentación sana, una vida sana, en contacto con la naturaleza y encontrando entre todos los beneficios y ventajas de una vida saludable, el abordaje de estos temas tendrá un enfoque preventivo y saludable y no será un enfoque prohibitivo y amenazante. – En tercer lugar, lo que hemos dicho a lo largo de estas páginas sobre la importancia de trabajar en familia las habilidades sociales, no solamente las básicas, sino las avanzadas también, los hijos habrán aprendido a mostrarse asertivos, porque en la familia, si se ha trabajado la asertividad sin castrar la comunicación auténtica, los hijos aprenderán y tendrán estrategias de resolución de conflictos, buscarán soluciones alternativas a las situaciones de estrés, sin necesidad de acudir a la copa, el porro o el tabaco. Es decir, hay que informar objetivamente, hay que mostrar una actitud positiva y dialogante desde la más tierna infancia, antes de la adolescencia, para poder abordar estos problemas; y por último la familia ha de cuidar las habilidades sociales, ya que los hijos tienen un espejo en el que se miran continuamente: los padres. Los padres deben saber que hay una institución privada, sin ánimo de lucro, que trabaja sobre todo en la prevención de las adicciones en la adolescencia y propone muchas actividades para familias y centros educativos con este fin. Es la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD), y en cualquier momento los padres pueden obtener información objetiva sobre estos temas.
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2.6. Malas amistades: «¡No lo puedo permitir!» «Después de un largo y soleado día de caza, un león, con una gran melena marrón y unas fuertes garras, se echó a descansar debajo de una enorme acacia en medio de la sabana. Cuando estaba a punto de quedarse dormido, unos simpáticos y divertidos ratones se atrevieron a salir de su madriguera y se pusieron a divertirse y hacer juegos a su alrededor. De pronto, el más travieso tuvo la ocurrencia de esconderse entre la melena del león, con tan mala suerte que lo despertó sin él quererlo. Muy malhumorado por ver su siesta interrumpida, el león atrapó al ratón entre sus garras y dijo dando un rugido: –¿Cómo te atreves a perturbar mi sueño, insignificante ratón? ¡Voy a comerte para que aprendáis la lección! El ratón, que estaba tan asustado que no podía moverse, le dijo temblando: –Por favor, no me mates, león. Yo no quería molestarte. Si me dejas te estaré eternamente agradecido. Déjame marchar, porque puede que algún día me necesites. –¡Ja, ja, ja! –se rio el león mirándole–. Un ser tan diminuto como tú ¿de qué forma vas a ayudarme? ¡No me hagas reír! Pero el ratón insistió una y otra vez, hasta que el león, conmovido por su tamaño y su valentía, le dejó marchar. Unos días después, mientras el ratón paseaba por el bosque, oyó unos terribles rugidos que hacían temblar las hojas de los árboles. Rápidamente corrió hacia el lugar de donde provenía el sonido, y se encontró allí al león, que había quedado atrapado en una robusta red. El ratón, decidido a pagar su deuda, le dijo: –No te preocupes, yo te salvaré. Y el león, sin pensarlo, le contestó: –Pero cómo, si eres tan pequeño para tanto esfuerzo. El ratón empezó entonces a roer la cuerda de la red donde estaba atrapado el león, y el león pudo salvarse. El ratón le dijo: –Días atrás, te burlaste de mí pensando que nada podría hacer por ti en agradecimiento. Ahora es bueno que sepas que los pequeños ratones somos agradecidos y cumplidos. El león no tuvo palabras para agradecer al pequeño ratón. Desde este día, los dos fueron amigos para siempre»14.
Una de las grandes metas en mi trabajo como orientadora ha sido siempre ayudar a los padres a aceptar al hijo real descartando y eliminando de sus mentes al hijo ideal que todos hemos soñado en mayor o menor medida. Ese deseo de que el hijo sea el mejor en todo, además de ser una fantasía, se aleja de la realidad. Julia, una adolescente responsable y muy trabajadora, que obtenía notas muy altas siempre, estaba tremendamente enfadada porque su padre, ante un notable en Física, le dijo: «Vaya, un notable. ¿No podrías haber sacado un sobresaliente? Supongo que te has dormido este trimestre». Julia se enfadó tanto que decidió «pasar» de los estudios. Me decía: «Mi padre solo quiere sobresalientes. Parece que es lo único que le importa. Le da igual si estudio por la noche o no, si salgo o no, si me siento feliz o no. Solo quiere sobresalientes. Estoy harta. Se va a enterar. Me voy a ir con las “malotas” de mi clase y va a saber lo que es sacar un notable en Física con un profesor exigente». El deseo de Julia era castigar a su padre porque, según ella, solo le importaban los sobresalientes. Y decide nada más y nada menos que optar por las «malotas», las 52
adolescentes etiquetadas de «malas compañías». En mi experiencia de orientadora de institutos de enseñanza secundaria he visto múltiples casos de chicos y chicas estupendos que han optado por salir con adolescentes no bien vistos por los padres, por una única razón: castigar a los padres, hacer lo contrario de lo que los padres trataban de imponer. Pedro, de dieciséis años, sufría la presión de sus padres en todos los aspectos de su vida. El padre le había dicho que si un día aparecía en casa con camisas siniestras o pantalones vaqueros cortados y agujereados vería las terribles consecuencias que sufriría. Pedro fue sumiso y soportaba que los compañeros le llamasen «pijito» por sus camisas, jerseis y vaqueros sin rotos. Poco a poco Pedro se fue rebelando interiormente contra esta presión sobre la forma de vestir y empezó a salir de casa con los polos Ralph Lauren y al llegar al portal cambiárselos por camisetas de moda urbana cuanto más provocadoras mejor para Pedro. En el instituto notaron el cambio y «las malas compañías» lo percibieron también y se acercaron a él, y él se acercó a ellas. Las cosas empezaron a cambiar: Pedro no se sentía aislado, ridiculizado, y esto para un adolescente es vital. Pasó de la camiseta polo a la camiseta sin mangas y empezó a rajar todos los pantalones vaqueros que tenía. Del cambio de ropa en el ascensor o en la calle, pasó a mostrar de manera ostentosa su nuevo look ante sus padres. Los conflictos familiares se agravaron cada vez más y Pedro iba reforzando vínculos con sus «colegas». Evidentemente, no quiero caer en la trampa de ver solo en el comportamiento de los padres el origen de las dificultades o ver en el adolescente el principio y causa de los problemas familiares. No. Hay padres que tienen un sentido común extraordinario y saben manejar los conflictos que los adolescentes plantean, dando importancia a lo que realmente la tiene y dejando pasar lo que es irrelevante, como puede ser ajustarse a una moda o una forma de vestir. También hay adolescentes de familias muy equilibradas y responsables que gustan del riesgo, que se sienten identificados con sectores conflictivos de la sociedad, que sienten un protagonismo mayor y un reforzamiento de su yo ante el grupo de iguales y, cuantos más riesgos corren y cuanto más peligrosa es su conducta, mejor, porque ellos se valoran más cuantas más dificultades afrontan y dicen protagonizar. Antes de seguir es importante pararse a pensar: ¿qué es una mala compañía? ¿Qué entienden los padres por malas compañías? ¿Somos los padres capaces de diferenciar una mala amistad de unos amigos que no se ajustan a los parámetros que cada padre se ha forjado en su mente y según sus esquemas de vida? «No me gusta Álex para ti», «Ese sinvergüenza no entra en esta casa», «¿Quieres acabar como tu amiguito, tirado en el parque a todas horas?». Estas afirmaciones tan 53
categóricas hacen un efecto concluyente y lapidario en el adolescente. En la adolescencia hay un extraordinario sentido de la lealtad hacia el igual. El hijo, por mucho que quiera a los padres, si tuviese que elegir elegiría al colega. Es más, defiende al amigo con todos los argumentos, válidos o no, que tiene a su alcance, y si no los tiene, concluye diciendo «¿Tú qué sabes de Álex? Si él no entra en casa, yo tampoco, y además prefiero estar con él que en esta casa que apesta». Así defendía Jacobo a Álex y así de categórica e incuestionable fue la respuesta de Jacobo. ¿Puede que el padre de Jacobo menospreciase a Álex, como el león menospreció al ratón de nuestro cuento, simplemente por su apariencia? Antes de hacer estos juicios es mejor informarse para hablar con fundamento. Si la afirmación es solo una protesta infundada por la facha del otro, eso despertará en el hijo una rabia potente que se volverá contra el padre. ¿No sería mejor descubrir los valores del «ratón» con el hijo antes de menospreciarlo? Una mala compañía, una mala influencia, es aquella que hace que la conducta de alguien se desvíe de lo esperado, es decir, cambie el comportamiento, teniendo consecuencias para la persona que cambia y para los demás. Las malas influencias son especialmente peligrosas en la adolescencia, precisamente porque una de las características del adolescente es la de ser «influenciable» y sobre todo influenciable por las personas que presentan comportamientos inadecuados y llevan a cabo acciones prohibidas. Esto para muchos es sinónimo de popularidad y poder entre iguales. Mostrar al grupo que son capaces de romper las reglas es sinónimo de notoriedad y de ser diferentes a los demás, y ese mal comportamiento les puede convertir en líderes del grupo. El pánico asalta a los padres y especialmente a las madres que ven que sus hijos hacen todo lo contrario de lo que les han enseñado. Los miedos desempeñan un papel importante en estos casos. De la desesperación que provoca el miedo nacen los sermones, los cuales son rechazados de pleno por el adolescente. No solo no los escuchan, sino que los contradicen, los cuestionan y las respuestas pueden ser tan duras que el círculo vicioso del miedo se extiende y va devorando la paz y la armonía personal. Llevados por el desasosiego de perder al hijo, que está con malas compañías, y en la desesperación de no saber qué hacer, porque se han utilizado diversas estrategias sin éxito, el padre da un ultimátum: «Si vas a seguir con esos… aquí no vuelvas. Te vas con ellos». Estas manifestaciones son el camino seguro para perder al hijo. ¿Realmente el padre quiere echar de la casa al hijo? Recuerdo una madre que dio un ultimátum a su hijo. Le dijo: «Haz tu maleta y largo de esta casa. Espero que tus amigos te den de comer y te laven la ropa, porque tú eres un inútil que no sabe buscarse la vida». El hijo cogió una mochila y se marchó. Estuvo tres días fuera de casa sin dar señales de vida, con el móvil apagado, y la madre 54
me decía: «Fueron los tres días más amargos de mi vida. Creía que me volvía loca. Sin saber nada de él, sin poder hablar con él, sin saber dónde estaba. Nunca me he sentido tan mal. Una y otra vez me reprochaba a mí misma por qué había dicho lo que le dije. En mi desesperación le eché de casa, pero en mi corazón nunca lo hubiese hecho. Nunca me he sentido tan culpable, tan perdida, tan mala madre, tan angustiada». Otros padres, en su desmoralización e impotencia, contratan a detectives privados para que estos les informen del comportamiento de sus hijos, dónde están, qué hacen, si consumen o no, si tienen relaciones sexuales, entre otros encargos. Datos obtenidos de la Asociación Profesional de Detectives Privados de España manifiestan que un 20% de las solicitudes de intervención son para asuntos familiares, y de este 20%, el 10% tiene que ver con temas relacionados con la adolescencia. ¿Qué mueve a un padre a contratar este servicio para que investigue al hijo? El miedo y la desconfianza, el miedo a perder al hijo, miedo a que esté con malas compañías, miedo a que cometa actos delictivos, y la desconfianza por no fiarse del hijo, ya que le ve como un potencial delincuente. Casi el 100% de las consultas se basan en sospechas fundadas, es decir, el miedo de los padres es real. El problema es que a veces los padres descubren acciones que no caben dentro de sus sospechas, como que su hijo o hija se prostituye los fines de semana para comprarse ropa de marca y luego dice en casa que se la han regalado, como decía Lucía, «Toda esta ropa me la ha dado mi amiga Esther porque ha engordado mucho y no le sirve…», o cuando el detective descubre y dice a los padres que su hijo trapichea con droga para sacar dinero que luego se gasta en whiskies y en sus fiestas de fin de semana. Estos descubrimientos son como una baldosa que cae sobre las cabezas de los padres y los destruye. El caos, la peligrosidad del «rápido» en el que se ha metido el hijo es tan complicada que requiere la intervención de un especialista para que no se «ahogue» en esas aguas turbulentas y tumultuosas por donde discurre la vida del hijo. ¿Qué pueden hacer los padres con relación a las malas compañías? – Cuando un padre sospecha que su hijo adolescente está con malas compañías, con evidencias de conductas incluso delictivas, no puede dormirse en los laureles o en la falsa esperanza de que ya se dará cuenta. El repetir y repetir «Vas por mal camino» sin actuar de manera decisiva es perder un tiempo precioso que puede ser irrecuperable más adelante. – Decir «Te quedas sin salir durante un mes» no tiene efectividad si al mes el chico o la chica vuelven a estar en el mismo círculo de amistades peligrosas. El riesgo puede ser mayor de lo imaginado, por lo que los padres, en estos casos, han de hacer uso de su autoridad. Son menores a su cargo y ellos tienen el deber de proteger al hijo y de controlar y poner límites a lo que el hijo hace 55
irracionalmente. Los padres buscarán ayuda si lo consideran necesario y, sobre todo, controlarán salidas y compañías hasta que el hijo se dé cuenta de que todas las acciones rígidas y exigentes se hacen por el cariño que le tienen y por su bien. – Ejercer de padre y madre desde la exigencia y el control es muy difícil, pero es el único camino en casos en que no hay otro remedio. La prohibición de salir, el pasar los fines de semana fuera del entorno perjudicial, por ejemplo en el pueblo, la montaña, la pesca…, el negarles la «paga», ya que el dinero hay que ganarlo, el control del móvil, Internet, estudios, entre otras cosas, es difícil porque implica tensión, tirantez, resistencias, nerviosismo…, pero es la única medicina que funciona en estos casos. Los padres han de actuar, los hijos necesitan esa intervención. Tarde o temprano lo agradecerán. Estas medidas son medidas de control, pero siempre tenemos que pensar en las medidas preventivas, como: – Facilitar la amistad, como relación de afecto, de compartir, de disfrutar, de confiar y de crecer como personas desde que son pequeños y con personas que no son de la familia, enseñándoles y poniendo en común con los hijos lo que significa la amistad. Esto puede no servir llegado el momento, pero facilita el adquirir un sentido más adelante. – Crear un clima de confianza en la familia, donde las experiencias se comparten y se analiza todo lo que se puede analizar, desde la responsabilidad y el respeto. Como en lo dicho anteriormente, esto puede no servir aparentemente, pero tarde o temprano lo aprendido desde niño emerge y aflora en los hijos. – Desde niños hay que plantear el sentido de la amistad y no despreciar su influencia. Todos los seres humanos, sean niños, adolescentes o adultos, somos influenciables. Todos podemos sufrir la influencia positiva o negativa de los demás y poco a poco hay que formar un criterio para aceptar esa influencia porque ayuda a ser mejor o rechazar esa influencia porque daña personalmente. – Organizar actividades en familia donde se invite a los amigos para poder observar y poder tener datos de análisis con los hijos, sin caer en valoraciones inconsistentes. – Apoyar las amistades que los padres consideren adecuadas, aunque a veces sean engañosas. No podemos olvidar que los adolescentes ante los adultos pueden tener un comportamiento completamente diferente del que tienen con sus iguales. Pueden mostrarse correctos y educados, y dos minutos después, cuando están con sus colegas, pueden tener un vocabulario agresivo, grosero y soez o conductas completamente desadaptativas. – Acostumbrar al adolescente, desde que empieza a salir él solo, a decir dónde está, dejando la dirección si es que está en o va a casa de algún amigo y tratando de dialogar con él con relación a sus actividades. 56
– Es muy importante ante los hijos adolescentes no criticar a los amigos. Esto genera conflicto siempre; sin embargo, sí se puede y se debe cuestionar las conductas. Si critican al amigo, el hijo se pondrá a la defensiva y se producirá el efecto contrario al buscado, pues despertará más lealtad hacia el amigo criticado. Si se enseña a no desacreditar a nadie, pero sí a analizar conductas, el adolescente tendrá más capacidad para escuchar lo que dicen los padres. – Es fundamental que los padres favorezcan el que los hijos conozcan a más amigos: los adolescentes que tienen un solo amigo y con mala influencia están en aguas peligrosas. Tener más recursos, grupos de deportes, de actividades culturales, etc., les abre las puertas de la elección. Cuando no tienen para elegir prefieren lo que tienen a la soledad. – Cuando todo parece que se vuelve en contra y se ve al hijo metido en la red de las malas influencias, tratar de encontrar una persona de confianza (algún familiar, conocido, profesor) que pueda reflexionar y analizar las consecuencias de esas malas amistades. – Si, a pesar de ello, el hijo sigue con sus amigos, buscar la ayuda de un especialista. Aquí entramos en otro conflicto que angustia mucho a los padres. El padre ve que su hijo va por mal camino. Intenta hacer todo lo que puede, pero ve que no consigue nada. Desesperado, el padre le dice que va a ir a un psicólogo. El hijo se niega. Se niega porque tiene recelo, lo mismo que tienen recelo los padres a la hora de buscar ayuda. Ante la ayuda tenemos que tener en cuenta que los cambios súbitos no existen. Que ir a un psicólogo no es sinónimo de cambio repentino. Para que haya cambio hay que querer cambiar, y si el adolescente no quiere cambiar es inútil y vano todo el esfuerzo. Sin embargo, un buen profesional sabe cómo trabajar con un adolescente y sabe que poco a poco va a haber cambios. Pero los padres tienen prisa, no ven resultados con la celeridad que ellos desean y empiezan a desesperarse; a veces dejan de pagar al psicólogo en el momento menos oportuno. Bien es verdad que, con frecuencia, los padres se gastan el dinero sin conseguir resultados. En estos casos habría que analizar con autenticidad por qué no se han conseguido los resultados. Los hijos están en un proceso y necesitan ver cambios, también en los padres. Si estos no se dan, será difícil que cambien los hijos.
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2.7. La violencia, el acoso, el bullying: «¡Mi hijo no hace eso!» La violencia es el último recurso del incompetente. I SA A C A SIMOV
Es necesario clarificar conceptos para no confundirnos. Con frecuencia se habla de violencia, agresividad, intimidación, provocación, como términos equivalentes, atribuyéndoles un mismo contenido, y esto es un error, ya que no es lo mismo la agresividad que la violencia. Son conceptos difíciles de definir correctamente porque hay muchos factores internos que determinan la propia definición. Juristas, etólogos – estudiosos de la conducta animal–, psiquiatras y psicólogos han intentado definir estos conceptos y no les ha resultado fácil. Los seres humanos somos seres sociales, es decir, nos relacionamos. Fruto de las relaciones nacen los conflictos, que surgen cuando en esas relaciones hay intereses contrapuestos. Podríamos decir que el conflicto es algo inseparable del ser humano e inherente a él, y del manejo del conflicto pueden derivarse o no situaciones de violencia. Este primer punto es de vital importancia, ya que es la clave de la prevención. Enseñar a los niños, adolescentes y adultos a manejar los conflictos, a resolver los conflictos de manera pacífica y adecuada, es una estrategia preventiva de la violencia. Ante un conflicto la persona puede manifestarse de manera agresiva. La agresividad es una reacción, que puede aparecer ante situaciones conflictivas que afectan a la persona. Estas reacciones pueden ser normales y necesarias en determinadas situaciones que afectan a la supervivencia. Es una reacción adaptativa, como lo son la huida cuando se tiene miedo o la ansiedad ante una amenaza. La agresividad, por lo tanto, es natural en situaciones de defensa o escape, en las que hay que luchar por la supervivencia. La agresividad es reactiva, es decir, surge espontáneamente ante un conflicto o situación, y puede ocasionar daño a otro o no ocasionar ningún perjuicio para otros. Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la agresividad es una «tendencia a actuar o a responder violentamente». Para algunos autores la agresividad es disposición para defenderse, mientras que para otros es necesaria a fin de que el individuo encuentre su lugar en el medio social y pueda responder a los desafíos propios del medio. Otros ven la agresividad como la disposición o costumbre de atacar. La agresividad, por tanto, al ser una tendencia, una inclinación a comportarse de una manera dañina, puede ser trabajada, manejada y controlada como cualquier emoción reactiva; de no hacerse, puede ser un problema, ya que se puede pasar a la agresión.
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Cuando esa disposición de la agresividad pasa a ser acto, entonces hablamos de la agresión, que es un episodio de ataque a otro para hacer daño. El DRAE dice que agresión es el «acto de acometer a alguien para matarlo, herirlo o hacerle daño». También la define como «acto contrario al derecho de otra persona» 15 . Determinar qué actos constituyen una agresión es mucho más complejo de lo que nos podemos imaginar, precisamente por la variedad de significados y variables que el concepto lleva implícito; es decir, un adolescente puede ser muy agresivo activamente cuando amenaza a compañeros, cuando insulta, maltrata o daña físicamente a otros, pero hay otras agresiones no activas, sino pasivas, que dañan a los demás y que hacen especial daño a los adolescentes. Me refiero a marginar a compañeros, ignorarlos, excluirlos… Igualmente complejo es determinar las motivaciones de la agresión y de la violencia: en la adolescencia pueden ir desde la lucha por el «poder», la necesidad de ser considerado, la necesidad de llamar la atención, la venganza, hasta la compensación de los sentimientos de inferioridad y baja autoestima y una larga lista de motivaciones. Van Rillaer determina unos criterios a considerar cuando se habla de conductas agresivas: 1. 2. 3. 4.
La intención que tiene el comportamiento (su fin). Sus orígenes y antecedentes. Su confirmación (su estructura). El contexto en el que se produce16.
Como vemos, la intencionalidad es determinante para poder hablar de conductas agresivas. Esa intencionalidad nos lleva a diferenciar la agresión instrumental, propuesta por Berkowitz17 , que es la que se lleva a cabo no para hacer daño a otro sino para conseguir un fin –este tipo de agresión es muy frecuente en la adolescencia, ya que en muchas ocasiones no buscan hacer daño al más débil de la clase, sino ganar en popularidad y fama–, de la agresión reactiva o emocional, que algunos estudiosos del tema, como Feshbach, llaman agresión hostil, ya que Feshbach defiende que la agresión en algunos individuos puede venir del propio temperamento hostil18. Otros la han llamado agresión colérica, agresión afectiva, agresión expresiva… Todas estas formas de nombrarla hacen referencia a una aguda e intensa activación emocional que sobrepasa al individuo. Un ejemplo de agresión reactiva es la de Lucas. Había tenido un mal día en el instituto. Una pelea con su mejor amigo provocada por unos celos infundados, un suspenso en Lengua después de haber dedicado mucho tiempo de estudio a dicha asignatura y, para colmo, se había dejado el móvil en casa, por lo que no pudo mandar 59
los mensajes que, según él, necesitaba mandar. Su termómetro emocional estaba a punto de estallar. Llegó a casa, y la madre, nada más entrar por la puerta, le empezó a regañar e increpar porque se había ido al instituto sin hacer su cama y tenía toda la ropa en el suelo. Lucas me decía al respecto: «Sentía una rabia incontrolada. A mi madre solo le preocupaba la ropa en el suelo. Se puso a darme gritos y yo sentía ganas de pegar y romperlo todo. No se le ocurrió preguntarme cómo estaba, solo gritarme por la cama sin hacer, ¿qué le importará a ella? Es mi cama y duermo yo en ella... Hubo un momento que no pude más y reconozco que me pasé, empecé a tirar todo lo que había a mi alrededor. Destrocé muchas cosas y lo peor es que di a mi madre con una figura y le hice una herida. El día peor de mi vida. Qué asco». El nivel de tensión de Lucas era tal que su reacción emocional después de tantos problemas fue completamente agresiva. Lucas no es agresivo, pero tuvo una agresividad reactiva por la presión de sus contratiempos. La agresión expresiva va acompañada de gestos, formas, aspavientos y palabras provocadoras y descalificadoras. En cuanto a la violencia, tampoco es fácil definirla. La RAE la define en su diccionario como «1. Cualidad de violento. 2. Acción y efecto de violentar o violentarse. 3. Acción violenta o contra el natural modo de proceder» 19. Es decir, hay una acción violenta y un efecto que hace daño. Los expertos hacen hincapié en que la violencia es la manifestación más acentuada de la agresión, llegando a la conclusión de que la violencia es el acto premeditado de causar un daño grave. Lucas no quería hacer daño a su madre, pero su conducta agresiva le llevó a hacerlo. También hay muchas caras de la violencia, ya que hay una violencia directa, que es la agresión física rotunda y dirigida hacia alguien, y hay una violencia estructural, que es la que se da en ciertas estructuras de orden social y que incluye la marginación, la pobreza, la exclusión social, la injusticia, la inmigración… La violencia tiene como característica la voluntariedad, es decir, el querer hacer daño, ya sea físico, psicológico o social, de manera deliberada y consciente. En muchas ocasiones, el individuo que realiza un acto violento no toma conciencia de la magnitud del daño, aunque sepa que hace daño. Recordemos el caso último, del mes de mayo de 2015, de esa adolescente de dieciséis años con discapacidad que se lanzó al vacío, después de despedirse de sus amigas, por el acoso sufrido en el instituto. ¿Los violentos y acosadores sabían que estaban haciendo daño? Rotundamente sí. Ahora bien: ¿eran conscientes de las consecuencias dramáticas de su violencia? Seguramente no. Este es el drama de la violencia en la adolescencia, porque el adolescente, por momento evolutivo, no mide consecuencias de manera real; para él, el riesgo existe, pero a él no le pasará nada. Los adolescentes tienen la facultad de negar consecuencias y riesgos y entran en
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espirales peligrosas, en «rápidos peligrosos», mientras dicen: «¡Qué exagerada eres, no pasa nada…, solo era una broma…, no pensábamos que iba a acabar así…!». Este escapismo o negación de la realidad en cuanto al riesgo es una de las estrategias favoritas del adolescente. No podemos olvidar que, en el caso de la violencia, el daño lo recibe tanto la víctima como el violento. Una de las manifestaciones de la violencia en el entorno escolar es el acoso escolar o bullying. Desafortunadamente, estamos escuchando continuamente noticias que desvelan unos hechos, en sí mismos, espeluznantes y repulsivos. La violencia machista, la violencia feminista, la violencia terrorista, la violencia verbal y no verbal y un sinfín de caras de la violencia, ante las que sentimos repulsa, condena y rechazo absoluto. Este tipo de acciones nos deberían llevar a un análisis profundo del marco social en el que crecen y se desarrollan nuestros adolescentes. Todo menor es hijo de unos padres, vive en un barrio, tiene unos amigos, va a un colegio y forma parte de una sociedad en la que está inmerso. Todo lo que envuelve y acoge a los menores ejerce una influencia directa que les lleva a actuar de una determinada manera. La alarma social salta ante estas atrocidades y los políticos utilizan los hechos, con bastante frecuencia, para hacer ver las carencias y maldades de los otros y lo hacen con una buena dosis de violencia verbal, nada educativa para los niños, adolescentes y la sociedad en general. Ante esta falta de coherencia social donde se castiga la violencia pero se debate con violencia, donde se hacen minutos de silencio por las agresiones para pasar a debates políticos cargados de odio y de verborrea cáustica que busca desacreditar y herir al otro, podemos estar seguros de que, mientras los parámetros sociales sean de ataque, nuestros niños y nuestra sociedad atacarán. Como comentaba en un artículo para la revista Humanizar hace unos meses, con relación al tema del acoso, hay sectores que exigen la reforma urgente de la ley del menor, como si un endurecimiento o no de la ley tuviese consecuencias inmediatas para prevenir la violencia infantil. Si así fuese, tendríamos una ley mágica capaz de modificar la conducta de los seres humanos. Pero no, desgraciadamente no es así. La ley no actúa sobre los padres, la ley no vive en un barrio, la ley no va al colegio todos los días y la ley no forma parte de toda la sociedad, puesto que hay sectores de la misma que están en contra de dicha ley. Cuando lo que se busca es endurecer la ley del menor, algo va mal, porque es como descubrir que la familia no puede o no sabe educar en valores a sus hijos, es como afirmar que en los barrios no hay alternativas pacíficas y sanas de ocio para los menores y adolescentes, es como proclamar de una manera sutil el fracaso de la educación en las escuelas y es una manera decepcionante de decir que el sistema democrático no sirve con los menores y por ello hay que endurecer el sistema… 61
Hay que reinventar día a día la escuela, la familia, la sociedad desde una perspectiva pacífica, humanizada, tolerante, dialogante. La familia, la escuela, la sociedad tienen que buscar objetivos útiles para la vida –por ejemplo, enseñar empatía a los niños y adolescentes–, hay que hacer reflexiones sobre la vida con los menores para que descubran las consecuencias de los actos que violan los derechos más esenciales. Hay que preguntar a los niños y adolescentes, aunque la respuesta sea en algunos casos «a mí me da igual». ¿Cómo se sentirá la niña violada? ¿Cómo se sentirán los padres? ¿Cómo se sienten las víctimas de la violencia? ¿Cómo se sentirán los padres de los menores agresores? Una y otra vez hay que preguntar a los adolescentes y niños «¿cómo se sentirán…?». Porque hay que impregnar de empatía y valores la vida de los niños y adolescentes. El fenómeno de la violencia entre menores y adolescentes muestra caras espantosas, como la incorporación de niñas a las peleas –y, según palabras de muchas menores, lo hacen para divertirse y por «puro morbo»–, el grabar en los móviles las palizas, las ridiculizaciones, para hacerlas públicas… y la cara atroz del abuso de los más débiles, esos menores con problemas, con discapacidad, como el caso que hemos mencionado anteriormente. ¿Qué es el acoso escolar o bullying? D. Olweus lo define como «una conducta de persecución física y/o psicológica que realiza un/a alumno/a contra otro/a, al que escoge como víctima de repetidos ataques. Esta acción negativa e intencionada sitúa a la víctima en una posición de la que difícilmente puede escapar por sus propios medios. La continuidad de estas relaciones provoca en las víctimas efectos claramente negativos: descenso de la autoestima, estados de ansiedad e incluso cuadros depresivos, lo que dificulta su integración en el medio escolar y el desarrollo normal de los aprendizajes» 20. Otra definición del mismo autor es: «Decimos que un estudiante está siendo intimidado cuando otro estudiante o grupo de estudiantes: Dice cosas mezquinas o desagradables, se ríe de él o ella, le llama por nombres molestos o hirientes. Le ignora completamente, le excluye de su grupo de amigos o le retira de actividades a propósito. Golpea, patea y empuja o le amenaza. Cuenta mentiras o falsos rumores sobre él o ella, le envía notas hirientes y trata de convencer a los demás para que no se relacionen con él o ella» 21. Marta, de catorce años, hija adoptiva, latinoamericana, estaba muy enfadada por la separación de los padres. Su situación personal era muy delicada, porque los padres le habían dado la oportunidad de elegir irse con el padre o con la madre. Ella me decía: «¿Cómo me pueden decir que elija? Si me voy con mi padre, mi madre se va a sentir
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mal, y si me voy con mi madre la que se va a sentir mal voy a ser yo. Creo que ya tengo la respuesta, me voy de casa y no voy con ninguno». Esta decisión, inviable, pero asumida por ella, la fue llenando de rabia y tuvo una pérdida de control un día en la clase de Lengua. La profesora le hizo una pregunta. Marta estaba absorta en sus pensamientos dramáticos sobre su futuro y contestó con una respuesta incoherente y que no tenía nada que ver con la pregunta. Su compañera de mesa empezó a reírse y Marta reaccionó de una manera violenta, le dio un puñetazo y tiró todo su material al suelo. Marta pasó por la jefatura de estudios, estuvo un par de días sancionada sin entrar en la clase de Lengua y volvió a clase con el bienestar que le caracterizaba. No vamos a centrarnos en las razones de la pérdida de control de Marta, sino en determinar si Marta puede ser tratada de acosadora o no. Para que hablemos de acoso es necesario que las acciones se repitan. El caso de Marta fue episódico. Si a partir de ese momento hubiese seguido actuando en contra de su compañera de mesa, se podría hablar de acoso. Para que haya acoso tiene que haber una intención de hacer daño, aunque, como hemos dicho al hablar de la agresividad, los adolescentes no evalúen las consecuencias en su justa medida. Marta tuvo una agresividad reactiva a un estado emocional que la sobrepasaba y realmente ella no quería hacer daño a su compañera. Otro de los componentes del acoso es la percepción de la víctima, por parte del acosador, como inferior, es decir, el adolescente que acosa abusa de su «poder», su fuerza física, su situación ante el grupo… y ve a la víctima como débil, despreciable e indefensa. Marta no se consideraba superior a su compañera ni veía a esta como débil; simplemente, la risa desencadenó su ira. Las consecuencias de la acción de Marta con relación a la compañera fueron episódicas, e incluso, después de la reacción de Marta, fortalecieron su amistad, mientras que en el caso del acoso las consecuencias pueden ser dramáticas. Para que haya acoso, por tanto, tiene que haber maltrato verbal o físico de un adolescente o niño hacia otro, por lo que actúa de manera cruel y despiadada con la intención de hacer daño, con intención de someter a la víctima, de intimidar, amenazar y asustar. En definitiva, el bullying atenta contra la dignidad personal del acosador y, sobre todo, de la víctima. Luego las claves para determinar si hay o no acoso son: 1. Conductas de persecución y hostigamiento. 2. Maltrato sistemático y persistente. 3. Mantenimiento de esas conductas en el tiempo.
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El bullying no surge porque sí, no se presenta porque hay un alumno perverso que en un momento determinado desea hacer el mal. No. Hay un proceso evolutivo y educativo donde el alumno va fraguando su autoestima, su consideración personal, el niño va formando su personalidad desde su propia estructura personal, pero alimentada con una serie de experiencias positivas o negativas. Las emociones van actuando de manera adaptativa o desadaptativa, ellos van imitando conductas de sus iguales y poco a poco cada adolescente va actuando de una manera determinada. El acoso escolar tiene varias fases. 1. Una primera fase inicial, donde se producen una serie de acontecimientos específicos que desencadenan el proceso acosador. 2. Una fase segunda de agravio y estigmatización personal, familiar, social y escolar. El grupo tiene un chivo expiatorio. 3. Una tercera fase en que el objeto del acoso, es decir, la víctima, empieza a aprender y ejercitar la indefensión personal y psicológica. 4. En la cuarta fase, tanto el acosador como la víctima tienen manifestaciones psicológicas graves. La víctima puede psicosomatizar de manera alarmante. 5. La fase final, en la que la víctima puede autoexcluirse, cambiar de centro educativo, por ejemplo, y el daño afecta gravemente. En esta fase pueden darse dos situaciones: a. La cronificación, cuando la víctima sufre acoso durante mucho tiempo. b. La superación y mejora de la víctima, porque ha encontrado factores de protección que la han ayudado a superar el acoso. El problema es más serio de lo que parece. Nos llevamos las manos a la cabeza y se desata la alarma social cuando un proceso de acoso llega a su manifestación más dramática con el suicidio, pero en el recorrido hasta llegar a esa situación hay experiencias que provocan un dolor extremo. Lo que vemos de violencia en los ámbitos educativos, es decir, la violencia física o agresiones, la intimidación física que se da en ese lugar llamado escuela e instituto, donde nuestros niños y adolescentes han de formarse, educarse y prepararse para ser ciudadanos de paz, constituye aproximadamente un 10% del problema real. Hay una violencia oculta, silenciosa, sigilosa, aproximadamente el 90% restante de las situaciones de bullying, que es el llamado acoso psicológico, integrado por un abanico de comportamientos provocadores de un sufrimiento insoportable en niños y adolescentes. Hablamos del acoso verbal, las amenazas, los chantajes, la intimidación, las coacciones, imposiciones y exigencias, la marginación social, la estigmatización, injurias y ultrajes y todo tipo de humillaciones, que son silenciosas porque actúan bajo el control del miedo. Por lo tanto, podemos decir que hay un daño evidente y visible, proveniente de la agresión física, y otro daño que inicialmente no se ve y con el tiempo puede verse por las 64
consecuencias psicológicas de dicho maltrato invisible y sutil. Ambos pueden desembocar en problemas muy serios, como estrés postraumático, ansiedad, somatizaciones, baja autoestima, desprecio personal, depresión, cambios de carácter, personalidad y comportamiento, ideaciones suicidas o el suicidio. Los acosadores son adolescentes que durante la infancia han mostrado muy baja tolerancia a la frustración; eso les ha provocado rabia, que ha derivado en violencia. La familia puede ser muy autoritaria y exigente o una familia abandónica, aquella que se preocupa poco por el desarrollo personal del hijo. El hijo se hace dominante y autosuficiente. Las relaciones familiares están cargadas de descalificaciones, insultos y gritos, lo que empuja al adolescente a manifestarse agresivamente y ver la relación social como una provocación. Carece de habilidades sociales, le cuesta aceptar una norma y, sobre todo, no ha sido educado en la empatía, por lo que no tiene en cuenta el dolor de los demás. Suelen ser adolescentes incapaces de esperar por lo que quieren, y lo quieren en el momento, ya que no son capaces de aplazar una gratificación o controlar un deseo. Suelen ser impulsivos. Pueden haber tenido un aprendizaje experiencial: con esto quiero decir que en la infancia han aprendido que con rabietas, con gritos, consiguen sus caprichos y, como cuando eran niños, se han dado cuenta de que pueden conseguir sus fines con extorsiones. Junto a esto consideran que por la fuerza tienen más poder social y son más considerados por el grupo de iguales. Hay algunas razones por las que un adolescente puede llegar a convertirse en un acosador. Entre ellas podemos citar la xenofobia o conductas racistas que llevan al acosador a pensar que el extranjero es un intruso y que no merece respeto porque viene a «quitarnos» el trabajo, el dinero…; la homofobia, la falsa creencia de que la fuerza está en el control del que considera débil, la propia debilidad personal enmascarada con el falso poder del abuso. Otra razón está en buscar la manera de dejar de ser víctima, como el caso de Paul, un niño latinoamericano que había sufrido acoso por su «correcta» manera de hablar y de comportarse y pasó de ser acosado a acosador. Él me decía: «No me gusta lo que hago, lo sé, pero desde que estoy con este grupo han dejado de molestarme, de pegarme y de meterse conmigo». Mecanismo de defensa con el fin de evitar que les acosen. Otras razones son simplemente molestar, gastar «bromas» sin medir las consecuencias, responder a provocaciones de forma desmedida, llamar la atención, ser el centro y el tema de conversación del grupo, creer que así se puede gustar más a las chicas. Otro móvil del acoso son problemas emocionales de los acosadores, adolescentes con una muy baja autoestima, fuerte estrés ante las situaciones sociales y académicas, ansiedad, que a la más mínima saltan y muestran su efervescencia como si se descorchase una botella de champán agitada, mostrando ante los demás una agresividad 65
reactiva. Son adolescentes muy hostiles que reciben mensajes muy negativos y que no son queridos por el grupo. Ese rechazo alimenta su propia hostilidad, pudiendo entrar en las aguas turbulentas y peligrosísimas del bullying convirtiéndose en acosadores o en acosados por la falta de habilidades sociales, por el rechazo que provocan y por su propia debilidad. Hay otra razón, más patológica y que correlaciona con adolescentes dominantes y con conductas antisociales, cuya manifestación acosadora se da no solo con los acosados, sino en diferentes situaciones de su vida, mostrando una agresividad proactiva y con un deseo explícito de hacer daño. Las víctimas tienen también características especiales. Son adolescentes que por sus características personales, físico, manera de hablar, orientación sexual o características psicológicas y personales, tales como inseguridad, timidez, apocamiento, indecisión, falta de asertividad, debilidad física, discapacidad, entre otras, se convierten en punto de mira de los acosadores, al considerarlos estos débiles por sus propias características personales y verles incapaces de defender sus derechos. Pero, como acabamos de decir, hay otros adolescentes que se convierten en objetivo del acoso y no precisamente por su timidez, sino porque son provocadores, con conductas similares a la de los agresores, es decir, pueden asumir el rol de acosador o de víctima, todo en función de la lucha de «poder» que se pueda presentar. Un grupo acosador acosa a una víctima potencial y reactivamente acosadora. Por último, puede haber un adolescente acosado que no entra en los perfiles anteriormente expuestos. Son víctimas inespecíficas y aisladas, que pueden ir desde el alumno o alumna más brillante de la clase hasta ser objeto de acoso simplemente porque las deportivas que lleva no son de la marca que al acosador le gusta. Los espectadores pasivos los constituyen ese grupo de iguales que son conscientes y saben perfectamente lo que está pasando, que observan, pero entran en un estado de complicidad silenciosa al no atreverse a decir nada, por miedo a sufrir el mismo maltrato o bien porque ante las dificultades presentan una actitud de «no compromiso». Los espectadores son agresores pasivos porque permiten que una provocación, amenaza o agresión se lleve a cabo. Muchos actúan así por miedo, otros porque como dicen «yo paso de meterme en líos». Los espectadores activos son aquellos que se arriesgan a denunciar, defender o proteger al acosado. Suelen ser adolescentes responsables, con deseos de defender los derechos de los demás, que crean lazos de amistad fuertes y son capaces de denunciar por el compromiso de amistad que tienen con los demás. Las familias también desempeñan un importante papel en este proceso. Hemos dicho desde el primer momento que los padres tienen la obligación de observar, no 66
invadir, acompañar, no asediar y sobre todo controlar desde la reflexión, el establecimiento de normas y la información. Los padres de los acosadores puede que no sepan que sus hijos están acosando a otros, pero siempre han de ser conscientes de las respuestas de sus propios hijos en casa; han de observar y actuar si ven en sus hijos conductas impulsivas, hostiles; si observan rivalidad agresiva con los hermanos, oposicionismo, una actitud retadora, malas contestaciones, gritos; si ven cómo los hijos arremeten contra objetos de la casa llegando a destruirlos, entre otras conductas. Si los padres observan esto deben interpretar esas actuaciones como indicadores de que algo no va bien con sus hijos. Es un momento para replantearse los criterios educativos de la familia, el régimen de vida, el sistema de normas, las propias relaciones en la pareja y entre padres e hijos. Los padres no pueden, ni deben, aceptar al hijo sin tomar medidas. «No puedo hacer nada. Es violento, agresivo. Siempre está enfadado. A veces siento miedo de mi propio hijo. Me asusta. Su padre tampoco puede con él. Nada le satisface. A mí personalmente me contesta de una manera horrible. A veces me arrepiento de haber sido madre. No puedo más. Esto es lo que tengo y no tengo más remedio que aceptarlo», me decía Rosa, la madre de un adolescente irascible y colérico. Aceptar al hijo, sí. Adoptar una actitud resignada, en la que los padres tiran la toalla y ven cómo su hijo ha entrado en el área peligrosa del río, y quedarse como espectadores observando cómo se ahoga en las aguas tumultuosas de la agresividad, no. Los padres han de reaccionar. Si realmente el hijo estuviese en un río y le arrastrase la corriente, ¿le dejarían ahogarse o lanzarían un flotador, una rama, o ellos mismos no se lanzarían a salvarle? ¿Por qué la pasividad resignada del «Es así. Yo no puedo con él»? ¿Dónde está la paternidad responsable? Es verdad que muchos padres no saben qué hacer con sus hijos, pero para eso están los expertos. Hablar con los profesores, investigar cómo se relaciona el hijo y con quién, acudir a un psicólogo, porque puede orientar y ayudar en estos procesos. «Es que mi hijo se niega a ir a un psicólogo», me decía Rosa. No olvidemos que el hijo es un menor y que los padres son responsables de él. En estos casos se puede usar el acuerdo firme y contundente. «Si no vas al psicólogo, no hay paga» o cualquier otra restricción. Es verdad que la voluntad de cambio es fundamental cuando se pide ayuda a un psicólogo, pero la pericia de este puede provocar un cambio en el adolescente, como hemos dicho anteriormente. Otras veces puede no ser así, pero al menos los padres han intentado todo para favorecer el cambio en el hijo. Los padres acosadores cómplices son los que saben, porque alguien se lo ha dicho o porque ellos mismos lo han visto, que su hijo o hija es acosador. En mis años de orientadora de instituto, tuve que hacer frente a algún caso de bullying. Una adolescente de quince años, mala estudiante, provocadora y que siempre tenía la última palabra, 67
retaba a todos y contestaba de manera inadecuada al que le molestaba. Maltrataba verbalmente a una compañera. Estaba a la defensiva siempre. A la hora del café Elisa montaba un espectáculo con el fin de llegar a mi despacho. Gritaba, lloraba, rompía cosas y yo me di cuenta de que buscaba mi atención. Yo hablaba mucho con ella, pero ella no decía nada. Se calmaba y volvía a clase hasta el día siguiente, que montaba otro numerito. Su recreo era exclusivo. Estaba conmigo. Solo lloraba y lloraba y yo le sacaba algún monosílabo, pero nada más. Un día, ya cansada yo de este juego, le dije: «Elisa, este es el último día que entras en mi despacho. A partir de mañana irás con el jefe de estudios. No te has dado cuenta de que puedes contarme lo que quieras, que puedes hablarme de tus problemas, que yo los voy a respetar y entender. Pero este juego se ha acabado. Tal vez tienes miedo de decirme lo que te pasa, pero te olvidas de que me puedes decir lo que te atormenta, por terrible que sea. Me puedes decir desde que tu padre abusa de ti hasta lo que sea más horrible para ti, que yo no me voy a asustar ni te voy a juzgar». Ella me contestó muy alterada: «¿Quién te lo ha dicho?». Rápidamente entendí que Elisa sufría abusos por parte de su padre. Desde ese momento Elisa fue abriéndose y fue entendiendo sus problemas. Toda la rabia del abuso que ella sufría la llevaba a acosar física y psicológicamente a una compañera, María, precisamente a la que ella consideraba «la más feliz». Poco a poco fue, tal vez sin darse cuenta, entrando en un análisis de sus propios problemas. Elisa no quería denunciar al padre. Tenía miedo. Hablé con los padres. El padre era invasivo, observador y controlador. La madre, sumisa y callada, sabía cómo su hija maltrataba a su compañera María, porque la madre de esta la había parado para hablarle sobre el comportamiento de su hija. Yo les hice entender que sabía lo que le pasaba a su hija y que a la primera sospecha de abuso yo iría con Elisa a denunciar a la policía. El padre reaccionó muy violentamente, pero le dejé claro que al más mínimo indicio sería yo la que iría a la policía. Traté de hablar con la madre, pero no asistía a mis citas, hasta que le dije que si no asistía a mi cita lo comunicaría a Servicios Sociales inmediatamente. La madre acudió y confesó que sabía del comportamiento del padre con su hija y que sabía lo del maltrato de Elisa hacia María, pero ella lo ocultaba todo por miedo. Le dije que iba a comunicarlo a Servicios Sociales porque necesitaban una ayuda inmediata. Después de mucho insistir, accedió y así se hizo. Bien es verdad que este es un caso extremo, pero los padres eran cómplices activos del acoso que Elisa recibía del padre y del que ella ejercía en el instituto sobre María. Cómplices por el silencio y abandono, cómplices por la desidia y el miedo, cómplices por el daño que ambos hacían a Elisa.
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Hay otros cómplices que saben del problema y responden con «No te metas en líos. Vas a terminar mal» y ya está. Prefieren no ver poniéndose una venda a meterse en las aguas farragosas en las que está el hijo. Padres víctimas pasivos son los padres de las víctimas que son capaces de contar lo que están viviendo. Los hijos lo relatan con cierto pudor, sin entrar en detalles; simplemente, cuentan que alguien los molesta. Javier, cuando la situación le desbordó, me pidió ayuda: había pasado por una tortura agónica y veía como única salida el suicidio. Cuando le pregunté si sus padres sabían lo que le pasaba, me dijo: «Les dije a mis padres que un grupo de la clase no deja de molestarme», pero Javier no les contó los insultos que le decían, ni que cada día a la hora del recreo le quitaban el bocadillo y se lo comían o lo tiraban a la basura si ellos consideraban que era «una porquería», ni las zancadillas, las burlas y las humillaciones a las que le sometían. Eso no se lo decía porque Javier se sentía despreciable por no ser capaz de afrontar el problema o, como él decía, «no soy capaz ni de contestarles o darles un puñetazo». La respuesta de los padres fue «Pues defiéndete o díselo al director». No le preguntaron qué pasaba, cómo le molestaban o cómo se sentía. Javier sufría a solas y empezó a tener ideaciones suicidas. Los padres deben tener mucha atención cuando un adolescente dice que «le molestan», porque esa expresión es un indicador de que algo no va bien. Sin entrar en alarmismos y conociendo la personalidad de cada hijo, los padres deben prestar atención a esos mensajes. Puede no ser un acoso, pero puede serlo y las consecuencias pueden ser dramáticas. Los padres espectadores saben el problema, porque sus hijos, que son espectadores, se lo han contado; y en lugar de acudir al centro para parar el problema o animar a sus hijos a defender los derechos de los demás y los suyos propios, dicen: «Tú pasa, no te metas en líos». Esta respuesta implica una tremenda irresponsabilidad, porque favorece la conducta pasiva, de no compromiso y de eludir los problemas en lugar de afrontarlos. Repuestas y distorsiones cognitivas que pueden darse en los adolescentes, la comunidad educativa y/o las familias – Negación: «Aquí no pasa nada. Todo está controlado. Es cosa de chicos. Siempre ha habido chicos que molestan…». Son afirmaciones claras de la negación. Se banaliza el problema. – Victimización: Padres, y especialmente madres, que ven acoso donde no lo hay. Victimizan a sus hijos con un proteccionismo patológico y ayudan a consolidar una personalidad de víctima en sus hijos. – Culpabilidad: Sobre todo en el acosado o en sus familias. Pueden llegar a sentirse culpables de la situación, por no poder afrontarla o por creer que se lo merecen. 69
– Pacto de silencio: Se da en el grupo espectador, entre los acosadores y el acosado o entre algunos padres. Todos, bajo la ley del miedo o la indiferencia, callan. – Catastrofismo: Una vez que se conoce una acción de acoso, aunque sea puntual, imaginarse lo peor y creer que todo será dramático e irrecuperable. – Descalificación de lo positivo: consiste en desacreditar a los profesores y el centro educativo, incluso cuando han intervenido a tiempo. – Adivinación: Profetizar o predecir sucesos con relación a los acosadores y acosados: «Ese será un delincuente», «esa chica ya no se recuperará». – Etiquetado: Este es un gran problema social que hace mucho daño. Pensemos en las etiquetas despectivas que utilizamos para hablar de los inmigrantes, personas diferentes, personas con problemas, personas con orientación sexual diferente, entre otros. Etiquetas que van determinando un posicionamiento de los hijos ante la diversidad. Sin darnos cuenta podemos hacer de un adolescente un xenófobo por nuestra manera de hablar de los demás. El etiquetado en términos absolutos suele tener connotaciones prejuiciosas y discriminatorias. – Falsas atribuciones al agresor: Atribuir toda la culpa al agresor sin considerar los antecedentes, las actitudes de los padres, profesores, sociedad. – Falsas atribuciones a la víctima: «Se lo tenía merecido», «es responsable de lo que ha pasado», sin comprender que nadie se merece un acoso físico o psicológico. Consecuencias De un proceso acosador se derivan unos dolorosos efectos tanto para los acosadores como para las víctimas. – Consecuencias para los acosadores: 1. Con el acto de acosar, los agresores refuerzan su falta de empatía, siendo incapaces de ponerse en el lugar del compañero acosado ni entender su sufrimiento. Cada vez se hacen más insensibles. El núcleo familiar desempeña un papel importante en esto. No olvidemos que la cuna de la empatía es la familia. 2. Pueden fortalecer un patrón de personalidad narcisista y terminar en trastorno. El DSM-5R dice: «La característica esencial del trastorno narcisista de la personalidad es un patrón general de grandiosidad, necesidad de admiración y falta de empatía que empieza al comienzo de la edad adulta y que se da en diversos contextos». Algunos de los criterios son estos: «Los sujetos con este trastorno tienen un sentido grandioso de autoimportancia» (criterio 1); «Generalmente, los sujetos con trastorno narcisista de la personalidad carecen de empatía y tienen dificultades para reconocer los deseos, las experiencias subjetivas y los sentimientos de los demás» (criterio 7); «Estos sujetos suelen envidiar a los demás o creen que los demás les envidian a ellos» (criterio 8)22. 70
No queremos decir que los agresores tengan un trastorno de personalidad narcisista, sino que pueden desarrollarlo, como consecuencia de su comportamiento, por esa necesidad de admiración del grupo, por el maltrato emocional a los acosados y porque son capaces de enmascarar su debilidad con muestras de lo que ellos consideran fuerza digna de ser admirada. 3. Con sus comportamientos refuerzan un patrón de conducta antisocial, con relaciones indiferentes, desérticas, negativas e inadaptadas, con todo lo que esto supone en el desarrollo de un adolescente. 4. Los actos de acoso pueden derivar en conductas de riesgo y delictivas, así como en el aislamiento, las inseguridades y el descontrol. 5. Vigorizan conductas manipuladoras que llevan a extorsiones, chantajes, usurpaciones y todo tipo de abusos. 6. Se agravan los problemas cognitivos y las distorsiones, que originan en los agresores interpretaciones de la realidad erróneas en función de un falso poder que atribuyen a la propia agresión, con el consiguiente vacío a la hora de asumir responsabilidad y la culpa. 7. Se endurecen y empeoran las relaciones familiares. 8. Los agresores muestran una notable falta de interés por los estudios y en muchos casos abandono escolar. – Consecuencias para las víctimas: Mientras son acosadas: 1. Cambios en sus rutinas y en su comportamiento. Moratones justificados con mentiras («me he caído de la bicicleta», «me he dado con la puerta…»). 2. Evitación social. Evitar ir a clase. Quedarse en un parque fuera del instituto toda la mañana. Inventarse dolencias físicas para no ir al instituto, no querer salir con los amigos… 3. Pérdida de la alegría, apatía, llanto exagerado, actitudes depresivas. 4. Aislamiento. 5. Irritabilidad. 6. Síntomas psicosomáticos: pérdida de apetito, problemas del sueño, pesadillas, dolor de cabeza, vómitos y dolores estomacales. 7. Pérdida de autoestima. Mensajes personales despectivos. 8. Ideaciones suicidas. En algunos casos, suicidio. Una vez terminado el acoso: 1. Ansiedad persistente.
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2. Riesgo de depresiones a causa del propio acoso y manifestaciones depresivas en el futuro. 3. El daño psicológico permanece. 4. Problemas emocionales. 5. Problemas relacionales, aislamiento, negarse a tener relaciones con iguales. 6. Riesgo de agorafobia, miedo ansioso a enfrentarse a situaciones embarazosas o difíciles, así como a espacios abiertos. (No olvidemos que una conducta común en las víctimas es el aislamiento, no salir, estar en espacios cerrados donde se sienten seguros). – Consecuencias para los espectadores pasivos: Las consecuencias para esta masa que calla por miedo o por actitudes pasivas son menos evidentes y llamativas que las consecuencias para los acosadores y víctimas, pero pueden ser graves, como: 1. Adoptar una actitud vital de que «no se puede luchar contra la injusticia; no hay justicia y yo no puedo hacer nada contra la injusticia». 2. Endurecimiento personal ante el sufrimiento humano. 3. Fortalecimiento de una actitud de alerta y de miedo por si a ellos les pasa lo mismo. 4. Desconfianza en el ser humano. 5. Mantener a lo largo de la vida la actitud pasiva sin cuestionarse la adecuación o no de sus propias conductas. Luego tanto en los adolescentes acosadores como en los acosados, como en la masa silenciosa, el bullying causa efectos destructivos en todas las dimensiones de la persona. En la dimensión mental hay alteraciones y distorsiones cognitivas, además de lagunas de memoria, dificultades de concentración y de razonamiento verbal y lógico. La dimensión emocional se ve dañada gravemente por las altas dosis de ansiedad que pueden sufrir, la depresión, el desprecio a uno mismo, la baja autoestima, la frustración, la impotencia y el propio debilitamiento emocional. La dimensión física se ve alterada por todos los problemas psicosomáticos a los que hemos aludido anteriormente, tales como los problemas del sueño, problemas de la alimentación, dolores, trastornos gastrointestinales… La dimensión social y relacional se ve seriamente dañada por el aislamiento, la falta de responsabilidad, la complicidad, la inhibición, la separación, el miedo a la relación, la desconfianza social…
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La dimensión espiritual igualmente se altera, ya que se tambalean el sistema de valores, el sentido de la vida (pensamientos suicidas) y las necesidades espirituales (trascendencia, relación, agradecimiento, belleza…), la confianza en la justicia. Todos estos valores se secan y se convierten en amenazas. Todas las investigaciones que se han hecho en este campo suelen coincidir en que el acoso se da entre los 11/12 años y los 14/15 más o menos. Son momentos de una gran inestabilidad y cambio, pues coinciden con la preadolescencia y la adolescencia. El daño emocional y personal será mayor o menor en función del momento evolutivo, de la consistencia personal del adolescente y en función de la gravedad del daño. Si a esto le sumamos el sufrimiento personal, es decir, problemas familiares, económicos…, además del bullying, que pueden llevar en las «mochilas» nuestros adolescentes, el sufrimiento puede llegar a extremos insospechados y desesperados. En una encuesta que realicé en un centro educativo entre alumnos de entre 11 y 16 años, los adolescentes indicaron aquellas situaciones que les provocaban sufrimiento. Estas causas son un suma y sigue si además viven una situación de acoso. Ellos tenían que escribir en una simple frase aquello que les inquietaba, les producía sufrimiento, les gustaría cambiar o con lo que no estaban de acuerdo. El resultado fue: Me siento mal en la clase. No estoy satisfecho con mi forma de actuar. Me peleo con todos. Tengo miedo a hacer el ridículo en el instituto. Tengo un familiar con deficiencia. No me llevo bien con los compañeros y quisiera llevarme bien con todos. Quisiera hablar menos en clase y no soy capaz. Sufro mucho cuando me llaman por motes. No hago caso, pero en el fondo me duele mucho. A veces no controlo los impulsos. Me pegan y se ríen de mí. Me excluyen en algunos juegos. No tengo amigos. Me insultan continuamente. No me acepto como soy. No me gusta estudiar. Me peleo. Tengo miedo a que me castiguen. Mi padre me pega puñetazos y me tira de la cama. Mis padres no se quieren.
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Me siento mal en la clase por el comportamiento que hay. Mis padres se han separado. Tengo problemas de salud. Se ha muerto mi tío. Mi padre está en la cárcel y es malo. Me molesta que tengamos que hacer chillar a la profesora. La separación de mis padres. Mi madre no vive en casa, nos ha abandonado. Tengo miedo de suspender. Me pegan collejas y no me gusta. Me faltan al respeto. No me gusta que se tomen mis cosas a broma. No conozco a mis padres y quiero saber quiénes son. No me llevo bien con mis hermanos. Mis hermanos están en Ecuador. No sé qué me pasa, pero tengo miedo de todo. Quiero tener una madre (ha muerto). Quiero ser blanca, no quiero ser negra, no me gusta el color de mi piel. He dejado mi país, mi familia, mis amigos. Me siento mal. Mi familia no es feliz.
Este dolor es real. Detrás de estas afirmaciones y miedos hay una problemática social, familiar y personal muy seria. Ante este sufrimiento hay que actuar con rapidez. El tiempo perdido es una agresión a su dignidad. Si a este dolor le añadimos el acoso en sus diferentes facetas, el dolor se multiplica y se puede transformar en depresión o en rabia. Unos adolescentes van a clase cargados emocionalmente por tensiones familiares o situaciones sociales límites, algunos llevan la tristeza en los ojos y otros llevan la rebeldía en el alma. Algunos van a la escuela o al instituto con miedo a encontrarse con situaciones de violencia, tensión y dificultad; otros saben que pasarán la mayor parte del día sintiéndose solos. Unos se ocultan detrás de un miedo invalidante y otros se revisten de una actitud indisciplinada, unos se esconden en el hacer y hacer y otros ansían por un poder hacer bien, unos sienten el amargor del fracaso día tras día y otros experimentan el dulzor del éxito. Sin embargo, a pesar de tener pocas estrategias para afrontar dichas situaciones, cuando cada uno de ellos recibe una respuesta del adulto humanizadora, comprensiva, facilitadora de cambio, la respuesta del adolescente puede ser extraordinaria y, lo que es más extraordinario, el cambio se puede producir.
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Métodos para detectar el acoso escolar Es necesario tener un conocimiento del problema para poder afrontarlo debidamente y evitar así dificultades que dañen más y que se puedan ir de las manos. Por ello reseñamos de forma esquemática los métodos fundamentales para detectar el acoso escolar. Destacamos, entre otros: – Mantenerse alerta. El adulto, los profesores, las familias deben estar alerta. La observación directa de los niños/adolescentes en la familia y el aula, ya que sus conductas son indicadores de lo que puede suceder de manera oculta y silenciosa. – Prestar atención, sobre todo, en los espacios abiertos, donde no está la presencia del adulto. En los patios de recreo se producen grandes acciones de acoso. En ellos se puede observar al que está solo en un rincón sin querer relacionarse, al que adopta una actitud dominante y agresiva cuando pierde el balón, al que quita los bocadillos, al que insulta…, entre otros. La observación directa de los niños/adolescentes en el patio de recreo es necesaria para detectar posibles casos de bullying y para frenar actitudes provocadoras que puedan ser un preludio de un acoso escolar. – Informar. Tanto los profesores a los padres como los padres a los profesores, con el fin de prevenir y/o atajar conductas inadaptadas. – Información en el aula. Información directa a los niños/adolescentes sobre lo que es el acoso y sus consecuencias, dando estrategias para que la masa silenciosa deje de serlo; enseñar asertividad, trabajar la empatía, promover el trabajo colaborativo, impedir y cortar de raíz las conductas xenófobas. Todo esto implica un intenso trabajo de tutoría. – Información por parte de las familias. Comentar y debatir en familia lo que es el bullying y sus efectos, favoreciendo los procesos de empatía y de solidaridad dentro del hogar. – Trabajar con los adolescentes el sentido de la lealtad, lo que significa y no significa ser «chivato». – Trabajo directo desde el departamento de orientación y otros departamentos, bien sea por medio de protocolos específicos, bien de entrevistas individuales para descubrir este fenómeno. – Abordaje y tratamiento de las problemáticas específicas de cada grupo como grupo.
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2.8. Ciberbullying. Las redes sociales, Internet, el móvil, videojuegos: «¡Es demasiado tarde para…!» En muchos ríos hay zonas de grandes desniveles, el equilibrio del río se rompe, como se rompe el equilibrio en muchos adolescentes, pasando de un nivel aceptable a un desnivel peligroso. El agua cae como el plomo, con una fuerza extraordinaria. El adolescente que entra en el desequilibrio o desnivel de acosar a otros entra en una zona del río muy peligrosa. Las caídas de agua en los ríos son hermosas, ¿quién no se para a contemplar una cascada? Sin embargo, solo algunos expertos son capaces de hacer rafting en estas zonas peligrosas. El que no es experto sucumbe en ellas. De igual manera, todos nos asombramos ante los avances de la técnica, ante las posibilidades del móvil, y contemplamos asombrados esa foto que nos envían o que enviamos cuando estamos en un país lejano y en el mismo momento el destinatario puede ver el entorno en el que la persona está. Es realmente asombroso, lo mismo que es asombroso contemplar una caída de agua. Pero en ambos está el peligro, en esa caída violenta del torrente cayendo o ese mal uso del móvil y de los medios de comunicación que puede llevar a adolescentes a «lanzarse al vacío», como en el caso de Jokin Cebeiro, que saltó por el rápido de la desesperación precipitándose al vacío desde lo alto de la muralla de Fuenterrabía. Da igual si el motivo fueron los insultos, las humillaciones o el ciberbullying: la realidad es que el que entra en ese terreno, sea el acosador o la víctima, puede caer al vacío. Como las caídas de agua, el acoso y el ciber-bullying son sistemas dinámicos: las caídas de agua varían según las estaciones, la altura, la pendiente, el volumen del agua, etc., y el acoso y el ciberbullying varían según la intensidad de la agresión y la crueldad del acosador. El agresor «cuelga» en Internet, Facebook, Twitter, el móvil… agresiones grabadas, vejaciones, hostigamientos, maltratos, humillaciones, burlas, fotografías comprometidas y un largo etcétera de situaciones y las hace públicas. El efecto es destructivo y devastador. Se atenta contra la intimidad del acosado, contra su estima personal, contra la fama, a través de difamaciones, calumnias, exageraciones, chismes, mentiras, chantajes y humillaciones. En la película de David Schwimmer Trust (Puedes confiar en mí) se ve perfectamente todo el proceso del ciberbullying llevado a cabo por un adulto, auténtico devastador sexual, que utilizando la mentira y haciéndose pasar por un adolescente llega a conquistar a la niña de catorce años. A partir de ese momento se desencadena un auténtico proceso dolorosísimo, tanto para la adolescente como para la familia. La masa silenciosa que abre los mensajes, los lee, los ve y, lo que es peor, los envía a todos sus conocidos hace que la perniciosa información se multiplique y llegue a 76
muchos. El daño es irreparable. Esta masa silenciosa es la «cascada de hielo», esa agua congelada de los ríos, que se forma cuando no hay un gran caudal de agua, es decir, cuando tienen muy poca empatía, y poco a poco se va helando hasta percibirse una cascada gélida. Igualmente la masa silenciosa se va haciendo fría poco a poco, insensible, llega a helarse también y es peligrosa precisamente por su insensibilidad, inconsciencia y embotamiento emocional. Las nuevas tecnologías, con todo su poder, pueden ser rápidos peligrosos en la cara social relativa a la comunicación, convirtiéndose en algunos casos en un instrumento de intimidación y de hacer daño. El ciberbullying es una variedad del acoso, luego lo podríamos definir igual que D. Olweus definió el acoso: «Una conducta de persecución física y/o psicológica que realiza un/a alumno/a contra otro/a, al que escoge como víctima de repetidos ataques. Esta acción negativa e intencionada sitúa a la víctima en una posición de la que difícilmente puede escapar por sus propios medios. La continuidad de estas relaciones provoca en las víctimas efectos claramente negativos: descenso de la autoestima, estados de ansiedad e incluso cuadros depresivos, lo que dificulta su integración en el medio escolar y el desarrollo normal de los aprendizajes» 23. Pero añadiendo que esa persecución o ataque a una víctima se realiza no solo con agresiones físicas o psicológicas, sino utilizando medios electrónicos. El ciberbullying es, por tanto, una forma de acoso en la que un menor, compañero de clase o alumno de un mismo centro, acosa e intimida utilizando medios tecnológicos con las siguientes manifestaciones: – A través del móvil: a. Enviar mensajes humillantes, insultantes, ofensivos, agresivos o despectivos con el fin de intimidar y hacer daño. b. Realizar llamadas amenazadoras, anónimas, insultantes e intimidantes. c. Enviar al acosado fotos que ha hecho sin su permiso con el fin de amenazar, extorsionar, chantajear o simplemente por el hecho de hacer daño y asustar. d. Utilizar el WhatsApp personal o en grupo con el fin de dañar y menospreciar. – A través de Internet: a. Acosar utilizando un chat grupal. b. Enviar e-mails intimidando y pretendiendo generar miedo. c. Utilizar Facebook, Twitter, Linkedin, Line, Hi5, entre las más de treinta redes sociales existentes, con el fin de hacer públicas situaciones personales con el objetivo de dañar la imagen del menor que es objeto de acoso, 77
deteriorar la fama, hablar mal de otros, entre otras formas de perjudicar conscientemente a los demás. Por lo tanto, tienen los mismos componentes de intención de hacer daño, de frecuencia continuada y del abuso del «poder» entre el ciberacosador y el acosado. Sin embargo, puede hacer diferencias: – Los medios utilizados para acosar son diferentes. – El ciberacosador puede no ser identificado, es decir, puede acosar de manera anónima. En muchas ocasiones utiliza seudónimos o se hace pasar por otra persona para dañar a la víctima. – Cuanto más anónimo sea el acoso, más aumenta la ansiedad de la víctima, por lo que el riesgo de sufrir consecuencias más graves se acrecienta. – Un acoso puede llegar a un grupo de clase o todo el centro, mientras que el ciberbullying se extiende a sectores más amplios externos al instituto o centro escolar. – El ciberbullying se puede hacer sin que la víctima esté presente, vía medios electrónicos, mientras que el bullying es agresión directa a la víctima. Los datos relativos a este tipo de agresiones son escalofriantes. Según un estudio de Microsoft, el 37% de los jóvenes españoles sufre ciberacoso. El estudio dice: «… A más del 54% de los niños en todo el mundo les preocupa el ciberacoso, cifra que alcanza el 81% en el caso de España. Un 19% de los encuestados reconoce haber ciberacosado a alguien mientras que la media mundial se sitúa en el 24% [...]. Cuatro de cada diez niños [de los más de 7.600 niños de entre 8 y 17 años que participaron en el estudio] dicen haber experimentado lo que los adultos consideran ciberacoso […]. En el caso de España, un 37% de los jóvenes ha sufrido ciberacoso. De ese porcentaje, un 17% admite recibir un trato poco amistoso, un 13% ser objeto de burlas y un 19% ser insultado […]. Asimismo, un 19% de los encuestados españoles admitió haber ciberacosado a alguien y un 46% haber acosado fuera de la Red a otros. Y precisamente, las posibilidades de ser víctima de ese acoso online se duplican cuando también se es acosador: un 74% de los que se burlan o amenazan a terceros también sufren ciberbullying, frente al 37% que no lo hace. Además, el 51% de los niños que pasa más de 10 horas semanales en Internet tiene más posibilidades de ser acosado online, frente al 29% que le dedica menos horas a navegar por Internet. En cuanto al acoso fuera de la red un 71% de los jóvenes españoles lo sufre y un 86% reconoce padecerlo tanto fuera como dentro de Internet»24.
Estos datos son conmovedores: hablan de una realidad mundial peligrosa que puede llevar al suicidio como el caso de Felicia García, esa adolescente que se suicidó en Estados Unidos por un caso de ciberacoso, ya que difundieron en la Red un vídeo con imágenes en las que mantenía relaciones sexuales voluntarias con otros adolescentes. Grabaron las imágenes con el móvil y las publicaron en la Red. Felicia tardó unos pocos días en suicidarse arrojándose a las vías del tren. Podríamos hablar de muchos casos en los que el ciberacoso se hace tan insoportable que adolescentes que deciden quitarse la vida anuncian su propio suicidio y lo ejecutan, utilizando los mismos medios que se utilizan en el ciberacoso, a través de la Red y del 78
teléfono móvil, enviando mensajes angustiosos que son voces de alarma, S.O.S. pidiendo ayuda, y si no la encuentran a tiempo todo se convierte en drama. «No puedo más, me rindo, no aguanto más, esto es insoportable…», mensajes de alerta, de búsqueda de ayuda, de auxilio que en muchas ocasiones no tienen respuesta. ¿Entre quiénes se produce un ciberacoso? Pues, aunque pueda parecer paradójico, ocurre entre amigos, «colegas», aunque también se da entre examigos que han dejado la amistad pero de los que uno ha terminado con un sabor amargo, rumiando deseos de venganza, envidia, rencor. También es frecuente entre compañeros de clase o en parejas de adolescentes que han roto y en las que el exnovio ciberacosa a la exnovia, porque no les gusta su forma de vestir, porque manifiestan una orientación sexual diferente, por su condición personal o social, entre otras. Esta oportunidad que tienen nuestros niños y jóvenes de acceder a mucha información y de forma rápida, de utilizar medios audiovisuales con una facilidad tal que con solo pulsar una tecla pueden visionar lugares, técnicas, eventos, etc., se puede volver en contra de ellos generando una serie de trastornos del comportamiento que pueden llegar a hacer mucho daño, como estamos viendo. La Red tiene muchos riesgos que hay que saber afrontar. Están los riesgos pasivos o aquellas consecuencias derivadas de la capacidad y posibilidades de la propia Red. Es decir, una víctima que sufre ciberacoso está sufriendo un riesgo pasivo porque está siendo objeto de acciones en contra de su voluntad, está recibiendo mensajes que no quiere recibir, entra en contacto con personas que no quiere contactar, todo gracias al propio poder de la Red y al mal uso que hace de ella el acosador. Por el simple hecho de tener acceso a Internet o tener un móvil, los adolescentes y todos los usuarios somos objetivos potenciales de acciones de riesgo de otras personas. Los riesgos activos los tiene el acosador por el hecho de tener acceso a Internet o disponer de un móvil. Pensemos en los adolescentes de generaciones anteriores a Internet y el móvil: tendrían otros peligros y otras formas de dañar a los demás, pero no podían ser agentes del ciberbullying por carecer de medios para ciberacosar. ¿Qué hacer? Juan, un adolescente de diecisiete años, viene a mi despacho. Le pregunto de qué quiere hablar y, sin más, comienza a autodefinirse. Lo hace de la siguiente manera: «Soy una buena persona. No me meto con nadie y, es más, si puedo ayudar a los demás los ayudo. En mi casa no tengo problemas, pero en ningún momento he dicho a mis padres que soy gay. Tengo miedo de decírselo. Creo que no lo van a aceptar, pero yo no hago daño a nadie. Mis padres deberían estar contentos conmigo porque saco buenas notas y no me 79
meto en jaleos. Sin embargo, estoy harto de sufrir lo que estoy sufriendo. Tengo miedo de que mis padres se enteren porque gracias a unos compañeros ya lo sabe todo el mundo. No puedo más. Es horrible lo que me dicen, me insultan una y otra vez. Yo no puedo más…» – Este chico tuvo la valentía de pedir ayuda. Es la primera clave para superar el ciberacoso y acabar con él. Pensemos que el objeto que se publica forma parte de la intimidad de la persona, y suelen ser acciones y situaciones cuyos «propietarios» no quieren hacer públicas, o necesitan más tiempo para ver la forma de afrontarlas, como las relaciones sexuales de una adolescente, la orientación sexual, las humillaciones… Nadie desea que se exhiban públicamente estos hechos, entre otros muchos. – Las familias y los profesores han de motivar a los niños y adolescentes para pedir ayuda pase lo que pase. Nada hay en esta vida que no se pueda solucionar, y si no se puede solucionar podemos aprender a vivir con el problema o la realidad incambiable. Juan afrontó muchas cosas: no solo el problema del acoso, sino que venció el propio miedo a decir a sus padres que era gay. Fue un proceso de acompañamiento muy fructífero, porque Juan llegó a aceptar su propia realidad sin miedos y complejos y, lo que es más, fue capaz de denunciar a sus acosadores. Los mensajes que recibía en el móvil eran escalofriantes, daban miedo, pero Juan fue valiente. – La valentía de afrontar la realidad es el camino de la solución. Los padres deben estar muy pendientes de los hijos, deben controlar los medios técnicos que tienen a su alcance, así como el tiempo de exposición a los mismos. – En caso de sospecha de ciberacoso, hay que ser muy objetivos, darle la importancia que tiene, no minimizar ni esperar que el «tiempo lo solucione todo», porque el tiempo no tiene la magia de solucionar problemas; lo que soluciona los problemas son las acciones que se realicen para que el problema se acabe. Esto lleva tiempo; por ello una acción adecuada, a lo largo del tiempo, soluciona las dificultades. Otros problemas derivados del uso de la red y móviles Otro riesgo activo es la adicción al móvil o nomofobia, es la esclavitud del móvil. Alrededor de la mitad de la población sufre nomofobia, esa sensación de ansiedad, pérdida, desesperación y no poder seguir si no se tiene el móvil a mano. Es como un miedo «irracional» a no tener el teléfono móvil. La palabra nomofobia viene del inglés no-mobile-phone-phobia, fobia a no tener el teléfono móvil. Esta sensación se puede dar en todos los sectores de la población, pero hay una mayor incidencia en los adolescentes. Ese no poder estar sin el móvil genera en la 80
adolescencia muchos problemas. Recuerdo a Ricardo, en un instituto de la zona norte de Madrid. Era adicto al móvil. En el instituto estaba prohibido entrar en clase con el móvil encendido. No podía sacarse de la mochila. De hacerlo, la sanción era la retirada del móvil por la jefatura de estudios durante una semana. Ricardo no podía pasar un minuto sin estar pendiente del teléfono. Miraba a escondidas los mensajes, mandaba mensajes y no paraba de manipular. Evidentemente, su atención no se dirigía hacia las materias que tenía que estudiar, sino que se centraba en los mensajes. Un día el profesor de Física se enfadó mucho con él, porque le había dado varias oportunidades y no hizo caso. Le retiró el teléfono y le dijo que no se lo devolvía en una semana sino cuando tuviera una entrevista con sus padres, con los dos. Entonces se lo daría a sus padres. Ricardo reaccionó con una rabia desmedida, empezó a insultar al profesor y poco le faltó para agredirle. No podía estar sin su móvil y no era capaz de dominar esa pérdida. Tuvo una crisis de ansiedad y terminó siendo atendido por el Samur. ¿Cómo es posible esto? Porque se ha generado adicción. Un adicto es capaz de cualquier cosa por conseguir lo que necesita por encima de todo. Es un caso específico de una de las patologías del siglo XXI: la nomofobia. La persona puede abandonar sus tareas, puede sufrir un accidente porque va en el coche y, a pesar de la prohibición, se la salta y lee o manda mensajes; puede ser atropellada o puede sufrir una crisis de ansiedad si no tiene el móvil, como en el caso de Ricardo. Pero hay más patologías asociadas a las redes sociales, como el FOMO, que también viene de una denominación en inglés, fear of missing out, y el miedo a estar desconectado, por lo que sienten que se están perdiendo alguna novedad, información, chiste… La adicción al WhatsApp puede llegar a producir malestares físicos y dolores en las falanges y muñecas, llegándose a tener tendinitis por la constante y rapidísima forma de teclear de nuestros adolescentes. Se produce la «whatsappitis», con las dificultades anexas que tiene: no solo las físicas, sino las psicológicas, como las atribuciones que hacen los adolescentes a recibir o no mensajes, el control sobre la persona –sobre todo en caso de parejas de adolescentes–, sobre si está o no conectada, si ha leído el mensaje y no lo ha contestado, el sentirse excluido, el mal manejo emocional de los mensajes por las interpretaciones que se hacen de los mismos y no digamos ya el deterioro ortográfico de dichos mensajes. Hay otra dificultad o riesgo activo y es el phubbing, que consiste en estar más atento al móvil que a la situación que se está viviendo. Recuerdo cómo este verano, camino de la playa, entramos a comer en un restaurante de carretera. Enfrente de nosotros había una familia: el padre, la madre y dos hijos de unos nueve y once años. Los cuatro estaban comiendo sin dirigirse la palabra y pendientes del móvil. Era una 81
visión patética, lo más opuesto a una comunicación en familia. Esto es el phubbing, el no ser capaz de disfrutar de una comida de verano con los hijos por estar conectado al móvil. Todos hemos estado en conferencias, funerales, consultas médicas o entrevistas con padres para tratar el tema de los hijos donde ha sonado el móvil, y la persona, en lugar de disculparse y silenciar el móvil, se escapa de la conferencia, la iglesia, la consulta o la entrevista para atender el móvil. Bien es verdad que, en el caso que acabamos de exponer de la familia que en lugar de hablar con los hijos atiende el teléfono, el problema lo tienen los padres, pero en la mayoría de los casos estos problemas los tienen, sobre todo, los adolescentes. Por último, otro riesgo activo es el llamado vibranxiety o síndrome de la vibración fantasma. La persona cree sentir la vibración del teléfono incluso aunque no tenga el teléfono cerca o esté apagado o sin cobertura. Uno de los factores de riesgo para que un adolescente entre en la lista de adictos a la Red o a los móviles es la dificultad para comunicarse. Los adolescentes están en un momento de grandes cambios, donde muchas situaciones les producen confusión: no saben cómo dirigirse al sexo opuesto, no saben cómo actuar ante los adultos, tienen dificultades para entenderse a sí mismos. Esto les puede llevar a asumir un retraimiento social que se compensa sin dar la cara. Es decir, el adolescente encuentra en las redes sociales y el móvil el mecanismo adecuado para que pueda moverse en un escenario oculto, sin mostrar su rostro, sin afrontar su propia timidez e inseguridad. Detrás de la pantalla es capaz de decir, pensar, actuar con más libertad. Si a esto le unimos los problemas emocionales que en esta etapa evolutiva se dan, donde su afectividad está alterada, bien por su propio desajuste y desarrollo personal, bien porque el adolescente tiene problemas familiares o escolares, la vulnerabilidad se hace evidente. Ante la pantalla es capaz de jugar horas y horas con los amigos «virtuales» sin que le vean, es capaz de decir todo lo que en presencia de los demás no es capaz de decir o hacer. Esto le produce una satisfacción que va unida a la adicción: por eso pasa horas y horas ante el ordenador, exige y reclama el móvil de mejor calidad y con mayores posibilidades, para poco a poco, sin darse cuenta, caer en las garras de la dependencia más patológica. Este adolescente que ha desarrollado la adicción estará pendiente del móvil continuamente, comprobando si tiene algún mensaje, y toda su atención se centrará en ello. Esto será su prioridad. Los adictos, cuando están en situación de privación del aparato, tienen síntomas de angustia, de irritabilidad, ansiedad, impaciencia, nerviosismo que no se calmará hasta que no estén de nuevo ante la pantalla. 82
Hay adolescentes que, cuando se les pregunta por sus actividades de tiempo libre, responden como respondió Enrique: «Yo cuando tengo tiempo libre estoy conectado». Al decirle que me explicase qué significaba eso, me dijo: «Pues que me conecto a Internet y juego, chateo, entro en Twitter, Facebook y, si no, pues estoy con el móvil con mis colegas». Cuando le pregunté si no sería mejor estar con los colegas juntos y viéndose las caras, me dijo: «Yo paso de eso, hay muchos a los que prefiero no ver. Me gusta más estar en mi casa y así nadie me molesta…». Detrás del aislamiento de Enrique y de preferir estar solo había una rabia reprimida por los insultos y bromas pesadas que recibía. Poco a poco se iba aislando más. Otro de los problemas que generan conflicto en las familias es el gasto del móvil de los adolescentes. No todos tienen un móvil con posibilidad de llamadas y uso de Internet ilimitado, ya que eso implica un gasto mensual. Muchos utilizan tarjetas de recarga, por lo que gastan todo su dinero en recargar dicha tarjeta y usan sobre todo las aplicaciones gratuitas. Pero a pesar de esto necesitan más dinero para satisfacer sus necesidades, por lo que piden y piden y comienzan los conflictos. «¿Tú qué te has creído? ¿Qué haces para estar todo el día pidiendo? Trabaja y págate tus gastos…» y un sinfín de reproches y retos a los que el adolescente no puede responder. Efectos en el adolescente Hay muchos efectos en los adolescentes. Los más evidentes son estos: – Aislamiento social. – Soledad. – Problemas emocionales. – Problemas de comportamiento. Comportamiento compulsivo. – Dificultades de comunicación. – Problemas por contactar con adultos u otros adolescentes manipuladores y ciberacosadores. – Desconfianza. – Falta de descanso. Estar «enganchados» durante los periodos de sueño. – Problemas escolares y académicos. – Algunos presentan absentismo escolar por estar conectados y no poder desconectar. – Conductas delictivas, en casos más serios, donde se roba para tener el mejor móvil, se miente y se utilizan métodos inadecuados para conseguir los propios fines. No hace falta ser un experto para detectar si un adolescente tiene adicción o no. Basta con observar. Los padres son los primeros que deben darse cuenta de si sus hijos tienen un comportamiento inadecuado con relación al móvil y las redes sociales. No 83
solamente la factura del teléfono, sino el no separarse del teléfono, el cambio en los hábitos del sueño, las alteraciones emocionales cuando se les pone un límite a su uso y todos los indicadores que hemos venido analizando hasta ahora al respecto. Hay que pedir ayuda, hay que poner límite a estas conductas, hay que proteger a los hijos, que es de lo que se trata. Nunca se produce la ayuda con charlas moralistas, ni con gritos inadecuados. La ayuda se produce actuando, tomando decisiones adecuadas, poniendo límites y manteniéndolos en el tiempo y a la vez mostrando todo el cariño y apoyo que el hijo necesita. La firmeza es el mayor punto de apoyo de los problemas y, si no se solucionan, los padres han de tener la firmeza y exigencia de acudir a un experto. ¿Qué hacer? – Observar a los hijos. Mirarlos con objetividad para no maximizar o minimizar. Solo una mirada objetiva ayuda a detectar los problemas. – Controlar el tiempo de conexión a Internet. – Controlar el historial de búsqueda, cuando hay sospecha de que entra en páginas inadecuadas o puede haber ciberacoso. – Controlar el tiempo de uso del ordenador. Pasado ese tiempo, el ordenador se cierra y son los padres los que conocen la contraseña, por lo que el hijo no puede abrir el ordenador de nuevo. – Procurar que solo haya un ordenador familiar. Los hijos tendrán sus ordenadores propios cuando tengan la madurez suficiente para usarlos adecuadamente. En caso de que el niño o adolescente tenga ordenador personal, procurar que no esté en las habitaciones, sino en zonas comunes. – No permitir abrir una cuenta en las redes sociales antes de los trece años. No olvidar que esto es un requisito para tener cuenta de correo o cuentas personales en otros medios. – Concienciar a los hijos, desde pequeños, de que si alguien los acosa, los molesta, los insulta, los chantajea, tienen la obligación de decirlo a los padres, para que ellos, como responsables de los hijos, actúen adecuadamente. – Favorecer las relaciones sociales de los hijos, invitando a casa a un buen amigo, permitiendo que vayan a casa los compañeros, para poder observar y ser objetivos. – Por último, como proponemos en todo el análisis que estamos haciendo a lo largo de este libro, hay que dar ejemplo. Poner normas relativas al uso de los diferentes aparatos técnicos, como «en la hora de las comidas se silencian los móviles, cuando tenemos visita también, etc., a no ser que haya algo urgente y se necesite estar pendiente del teléfono (operaciones médicas, viajes…)». La adicción a los videojuegos 84
Los adolescentes son el grupo más vulnerable cuando se trata de los videojuegos, pudiendo llegar estos a constituir una adicción. El tiempo que dedican los chicos al videojuego está en proporción directa con el daño mental que este puede producir. El ciberadicto puede estar horas y horas ante la pantalla, con la PlayStation o con juegos en red, olvidándose hasta de comer y dormir. El adolescente puede interactuar solo, con lo que el aislamiento se va agrandando a medida que la adicción se hace más potente. Este aislamiento le impide relacionarse con otros e ir adquiriendo las competencias sociales que solo se logran con la interacción personal. Esta actitud de aislamiento le puede llevar a desconectar de la realidad. Si juega en red, formará parte del llamado juego multijugador o masivo, multijugador porque es el juego con otros, pocos o muchos, conocidos o desconocidos, del país o de cualquier parte del mundo, y masivo porque millones de personas pueden estar conectadas en el mismo juego. Los adictos a estos tipos de juegos pueden llegar a tener los mismos problemas que si juegan en solitario, añadiendo el riesgo de conocer a otros que alimentan la propia adicción y provocan una serie de trastornos de la conducta no solo social, sino personal, ya que el juego puede llegar a obsesionar tanto que el estudio sea secundario y el encuentro con los iguales innecesario. Esta tensión que provoca el juego, cuando se prolonga durante muchas horas, puede producir una gran fatiga intelectual y física, con el deterioro consiguiente para realizar las actividades propias de su edad. Esa inquietud ante juegos de mucha acción, violencia y fogosidad puede derivar en ansiedad e incluso en cuadros depresivos. Igualmente pueden meterse tanto en el juego que lleguen a distorsionar la realidad y vivir el juego como si fuese real, presentando el propio adolescente las conductas del juego, sobre todo agresividad y provocación. No olvidemos que el pasado mes de marzo de 2015 un joven chino murió en Shanghái después de estar sentado diecinueve horas mientras jugaba a un juego de héroes, magia y aventuras llamado Word of Warcraft, o crímenes que se han cometido, repitiéndolos en las escenas del juego. Hay chicos que pasan hasta veinte horas o más sin moverse de la silla, jugando todo el tiempo. El juego online crea unas competencias y rivalidades considerables. El que juega quiere ganar siempre, y la acción, el realismo de los gráficos, la trama de cada juego generan en el adolescente una tensión específica que, unida al desasosiego e impaciencia que provoca el deseo de ganar, hace que el jugador esté ansioso y obsesionado con la idea de «acabar, matar o asesinar» al otro, según los juegos. Una vez más, vemos que las adicciones son muy peligrosas y que pueden alterar el estado mental del adolescente que pasa horas y horas jugando ante el ordenador. Más de tres horas puede ser ya un predictor de adicción. No obstante, hemos de dejar claro que el juego en sí mismo no es la causa de la adicción; otra cosa sería hablar del contenido de muchos juegos, que son de extrema violencia, y esto también altera la personalidad del 85
niño y del adolescente. La causa de la adicción es la falta de control, el no ser capaz de poner un límite al tiempo y la actitud del laissez faire que muchos padres muestran en la educación de sus hijos. La falta de control de los padres, el no poner un límite al tiempo de juego ni controlar las descargas y los tipos de páginas a los que accede el hijo, puede ser un grave abandono de las responsabilidades paternas. Los niños cada vez empiezan antes a jugar y descargar juegos. Ante esto no hay más solución que el control de los padres y los límites que han de poner en este sentido. Recuerdo el caso de Álex, un niño de un país del este, de seis años, adicto a juegos violentos. Su comportamiento era extremadamente violento y sus dibujos mostraban monstruos con cuchillos y sangre por todo el dibujo. Sus colores eran negro para los monstruos y rojo para la sangre. Cuando hablé con los padres, me sorprendió que el padre riese al decirle que tenían que controlar los juegos de Álex. Llegó un momento en que la madre dijo: «¿Cómo lo va a controlar si el padre se pasa horas y horas jugando con su hijo?». En este caso el padre necesitaba ayuda urgente, aunque Álex también la necesitara. Causas de la adicción a los videojuegos – Las causas son las mismas que hemos apuntado a lo largo del capítulo, desde el miedo a la relación social, pasando por una personalidad dependiente y obsesiva, hasta problemas personales tanto familiares, escolares como relacionales. – Muchos autores afirman que la adicción al juego puede actuar como un distractor de estados de ánimo negativos25 . ¿Qué hacer? – Observar. Mirar al hijo con detalle. Un padre puede observar y percibir que su hijo está ante la pantalla absorto, como si solo existiesen el ordenador y él, metido en el juego. El padre puede observar que se le llama para comer o cenar y no responde. Que se le habla y no contesta. Que se enfada mucho si se le interrumpe en su juego. El padre puede observar que está tenso, que no aparta los ojos de la pantalla, que suda, que se mueve en la silla, según la tensión del juego. Los padres pueden observar que ya no tiene ganas de salir, que empieza a fallar en sus estudios, que duerme poco y que no participa en las reuniones familiares, porque solo quiere estar en su habitación. Estos son síntomas observables, que los padres han de saber interpretar y atajar. – Si, a pesar del límite puesto por los padres, el hijo salta la norma y entra en un comportamiento adictivo, no hay más remedio que pedir ayuda a un especialista. Las consultas de adolescentes por estar enganchados a juegos en red son algo 86
muy frecuente. No podemos olvidar que los casos más graves en las adicciones van de la mano de otros trastornos, por lo que la intervención especializada se hace completamente necesaria. – No claudicar ante la aseveración de los hijos de que «ellos no tienen problema». Esteban le decía a su madre: «Eres una pesada. Yo no tengo ningún problema. Puedo dejar de jugar cuando quiera». Y no era cierto: Esteban tenía un grave problema y había perdido el control sobre el tiempo. Ellos van a decir siempre que pueden controlar todo, y los padres han de ser lo suficientemente hábiles para determinar si es así o no y con ello intervenir eficazmente. – Todas las indicaciones a las que hemos hecho referencia en el caso de ciberacoso son adecuadas para afrontar los problemas de la adicción al videojuego.
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2.9. Trastornos alimentarios: «¡Solo quiere mantener un buen tipo!» Si comienzas a entender lo que eres sin intentar cambiarlo, lo que eres se somete a una transformación. JIDDU KR ISHN A MUR TI
Hay una leyenda americana que dice: «Un día hubo un gran incendio. Todos los animales, aterrados y sorprendidos, miraban el imponente desastre. Solo el pequeño colibrí decidió actuar y comenzó a traer unas cuantas gotas con su pico para arrojarlas al fuego. Después de observarlo, el armadillo, molesto por estas acciones ridículas, le dijo: “Colibrí, ¿estás loco? Nunca vas a apagar el fuego con unas gotas de agua”. Y el colibrí respondió: “Lo sé, pero yo al menos estoy haciendo mi parte”». El tema que nos ocupa es como un gran incendio que arrasa y destruye, y los padres y educadores son como un pequeño colibrí que tiene que colaborar aunque solo sea gotita a gotita, porque en estos problemas cada uno ha de poner su parte. Pero no basta con esto: puede ser tan peligroso que se necesitan fuerzas especiales, profesionales de la extinción, para apagar y someter el fuego de la anorexia y la bulimia. Elisa y Matilde, gemelas de catorce años. Alumnas brillantes en un colegio concertado de Madrid. Alta exigencia y espíritu perfeccionista. Siempre han estado muy unidas. Físicamente son como una reproducción exacta la una de la otra. Elisa da la impresión de que tiene un mayor control sobre Matilde. Esta es más sumisa y acepta sin cuestionar nada lo que dice Elisa. Matilde sobresale en todo lo que tiene que ver con el arte. Pinta muy bien, toca el piano y compone. Elisa también es artista, pero de menor calidad. Sus calificaciones en todas las asignaturas están entre el notable y el sobresaliente. En ambas predominan los sobresalientes. Los padres son un poco ambivalentes. La madre es muy protectora. Unas veces actúan como «colegas», dándoles libertad para hacer lo que quieren, ya que sacan muy buenas notas, y otras veces son exigentes, porque pretenden que sus hijas sean las mejores en todo. El mundo de los afectos no está muy bien manejado. No se muestran con facilidad los sentimientos. Todo parece ir bien entre ellas, pero Elisa empieza a pensar que necesita adelgazar. Paradójicamente, los adolescentes que realmente necesitan adelgazar no se someten a una dieta, y si lo hacen es con muchas dificultades. Elisa y Matilde están dentro de los parámetros normales con relación a su peso y altura. Poco a poco Elisa deja de comer carne y pescado y decide hacerse vegetariana, según me relataban sus padres. La madre me dice: «En principio no me preocupó. Pensé que solo quería tener un buen tipo. Es cosa de adolescentes. Todos a su edad hemos querido adelgazar». Y con este pensamiento la madre le prepara comida vegetariana.
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Elisa continúa comiendo cada vez menor cantidad, pero, lo que es peor, comienza una tiranía con su hermana Matilde y le exige que se haga vegetariana. Matilde accede y la madre cocina desde ese momento para dos vegetarianas. La actitud de Elisa empieza a ser obsesiva, y va transmitiendo y exigiendo a la hermana el mismo comportamiento que ella tiene. Se apuntan a un gimnasio porque, según dice Elisa, «necesita quemar grasas»; y entre platos de verdura cada vez más insignificantes y maltrato al cuerpo con exceso de ejercicio, Elisa y Matilde dejan de tener los períodos menstruales (amenorrea secundaria) y Elisa prohíbe a su hermana que se lo diga a sus padres. Poco a poco se van alejando de la familia. No quieren ir a comidas o celebraciones familiares y los padres empiezan a preocuparse. La relación entre los padres y las dos hermanas se deteriora. El mensaje persistente de los padres, «Tenéis que comer», separa a las hijas de ellos, las enfada, las aleja. Un día, la madre, muy preocupada, empieza a sospechar que tiran la comida. Mira en el fondo de la basura y, efectivamente, encuentra la comida de ambas. La alarma se dispara y se ponen en contacto conmigo. El sentimiento predominante de la madre es el de culpa. Culpa por haber consentido en hacerles comida diferente, culpa por haber visto el problema como cosa de adolescentes que no están de acuerdo con su cuerpo, culpa por no haber comunicado el problema antes. La situación es realmente alarmante: Elisa y Matilde han perdido mucho peso, y las remito a la unidad de paido-psiquiatría del Hospital Infantil Universitario Niño Jesús, donde hay una unidad de trastornos alimentarios. También les indico otros servicios en esta línea. En contra de la voluntad de Elisa y Matilde, los padres acuden al hospital, donde ingresan a las hijas, que permanecen allí seis meses. Tipos de trastornos alimentarios – Anorexia nerviosa. – Bulimia nerviosa. – Comedor compulsivo. ¿Qué es la anorexia? Según el DSM-5R, la anorexia nerviosa consiste en «la restricción en la ingesta en relación con las necesidades, que conduce a un peso corporal significativamente bajo» 26. Los criterios diagnósticos de la anorexia nerviosa, según el DSM-5R, son estos:
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A. Restricción de la ingesta energética en relación con las necesidades, que conduce a un peso corporal significativamente bajo con relación a la edad, el sexo, el curso del desarrollo y la salud física. «Peso significativamente bajo» se define como un peso que es inferior al mínimo normal o, en niños y adolescentes, inferior al mínimo esperado. B. Miedo intenso a ganar peso o a engordar, o comportamiento persistente que interfiere en el aumento de peso, incluso con un peso significativamente bajo. C. Alteración en la forma en que uno mismo percibe su propio peso o constitución, influencia impropia del peso o la constitución corporal en la autoevaluación, o falta persistente de reconocimiento de la gravedad del bajo peso corporal actual27 . ¿A quién afecta fundamentalmente? Tanto a la población masculina como a la femenina. Las adolescentes pueden comenzar a tener este trastorno entre los quince y los dieciocho años. Los chicos pueden tenerlo, pero se suele manifestar antes. ¿Qué hacer? – La primera acción para abordar este problema es actuar cuanto antes. A medida que va pasando el tiempo, el problema se acrecienta y estamos hablando no de una cuestión de estética, sino de un riesgo para la vida del adolescente. – La segunda y fundamental es la observación. Desde la primera página de este libro hemos aludido a la observación, no a la intrusión. Observar de manera natural para poder prevenir. Y ¿qué es lo que hay que observar en lo relativo al trastorno alimentario? a. El peso de los hijos. La pérdida de peso es observable y objetiva. b. Con frecuencia dicen: «No quiero engordar. Estoy muy gordo/a. No quiero eso, que engorda…». c. Al comienzo preguntan mucho si están gordos o no, sobre todo las adolescentes: «Mira qué gorda, mira qué cuerpo, mira qué rechoncha estoy. Estoy rolliza. Qué asco». Los padres les rebaten estas ideas y les dicen: «¿Gorda tú? Pero si estás muy flaca». Ante lo que el adolescente reacciona con rabia. Esto también es observable. Los padres deben pensar en este punto que sus hijos están distorsionando la percepción de la realidad de su cuerpo. Se ven llenos de grasa. El tratar de contradecir esto les aleja y les reafirma en sus ideas. d. También es observable el que antes no hicieran ejercicio y ahora vayan al gimnasio, varias horas; vayan al instituto corriendo, no en autobús, y en casa
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sigan haciendo ejercicio. Los padres han de percibir y observar si es completamente exagerado el ejercicio que hacen o está dentro de lo normal. e. Es observable que un buen día digan: «Por mí no compres pan. No lo voy a probar nunca más. Tampoco voy a comer pasta, carne, legumbres…». Esta era la nueva exigencia de Paco, adolescente de catorce años, muy inteligente y que decidió dejar de comer porque estaba «gordo». f. También es observable la comida en la basura que pueden tirar, así como los ayunos. g. De manera inusual, el adolescente empieza a negarse a ir a casa de los familiares a comer. «Yo me quedo, que tengo mucho que hacer», y así un día y otro día. Los padres deben saber leer esta conducta, sobre todo si persiste y va acompañada de otros indicadores anteriormente señalados. Todas estas conductas son perceptibles por los padres y deben ser consideradas en su justa medida. – La tercera acción es acudir a un especialista. El tratamiento en los casos muy avanzados ha de ser interdisciplinar, es decir, han de intervenir psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales, para que la respuesta sea la adecuada. «¿Por qué mi hijo, que es tan estupendo, ha caído en esto?», me preguntaba la madre de Paco. Realmente no hay una respuesta a esta pregunta, aunque sí podemos aproximarnos a algunas causas de la anorexia nerviosa. Existen factores biológicos y, aunque la genética pueda ser influyente, son los factores psicológicos los que determinan mucho el curso del trastorno, ya que son personas con unas características muy significativas, tales como muy baja autoestima, alta exigencia personal, perfeccionismo, consideración del cuerpo como algo fundamental para conseguir éxito y celebridad. En cuanto a los factores culturales y sociales, estos están determinados por los patrones de belleza de la época y no podemos negar que ejercen una influencia en muchos adolescentes, tanto para decidir adelgazar como para desarrollar músculos, lo cual genera otro trastorno alimentario llamado vigorexia, en el que la persona tiene una preocupación ansiosa y obsesiva por su físico, con una distorsión de la percepción del propio cuerpo y que, aunque se da más en hombres que en mujeres, unos y otras pueden tener este trastorno, llegando a deformar su propio cuerpo de manera exagerada. Consecuencias de la anorexia A medida que el trastorno se va desarrollando, se van añadiendo dificultades. La pérdida de peso influye de manera clara y decisiva en el funcionamiento de todas las dimensiones de la persona. La respuesta se hace más lenta, las habilidades cognitivas se debilitan, la capacidad de concentración disminuye y, sobre todo, la capacidad perceptiva se ve dañada significativamente, no solo en cuanto a la percepción del cuerpo, sino a la capacidad de control. Creen que pueden controlar el alimento sin que les pase nada. La 91
dimensión emocional sufre, pues poco a poco se van mostrando más irritables y susceptibles. Igualmente la dimensión relacional y espiritual se resiente, ya que hay un aislamiento y una distorsión en cuanto a los valores dominantes de la persona: el valor de la belleza está específicamente alterado. Hay mucha literatura sobre la anorexia, novelas que relatan historias de mujeres y hombres con este trastorno: por ejemplo, Días sin hambre, de Delphine de Vigan. Es el relato desgarrador de una joven de diecinueve años que sufre de este trastorno y muestra el viaje de recuperación entre las cuatro paredes de una fría habitación de un hospital. O la novela Abzurdah, de Cielo Latini, que también se llevó al cine. Es una novela autobiográfica, en la que la niña, de doce años, se siente gorda e insegura y dice de sí misma: «Siempre fui un cero, bien redondo y gordo». Otra experiencia real es narrada en la obra de Grecia Sofía Blanco La realidad detrás del espejo, un relato conmovedor del sufrimiento humano de los que padecen este trastorno. Así podríamos seguir reseñando mucha literatura en torno al tema. La otra cara del problema: la bulimia «Mi hija no se mete en problemas, te lo digo yo. Nadie conoce a mi hija mejor que yo…». Sara, la madre de Jessica, adolescente de quince años, se mostraba así de segura con relación a su hija. Esa sensación de control y conocimiento sobre los hijos se adquiere poco a poco a lo largo de la infancia, cuando los padres, si miran a los ojos a los hijos, saben si tienen fiebre, si están cansados, enfadados, sea con ellos mismos o no, o si están preocupados por algo. Los padres son capaces, con solo mirar a los hijos, de saber si les ha ido bien o no en el colegio. Y es verdad, no suelen confundirse. Esto les da la sensación de que todo lo controlan, de que todo lo saben con relación a los hijos, pero no es así. Sara, que se sentía segura y confiada, que creía que conocía perfectamente a su hija, cuando se le advirtió de los problemas que tenía Jessica, comentó: «¿Me estás hablando de mi hija? Yo no conozco a la Jessica que tú me describes. Mi hija no se mete en problemas ni tiene problemas de ese tipo, te lo digo yo. Nadie conoce a mi hija mejor que yo…». Sara se enfrentó a los problemas de conducta y de bulimia desde una posición de poder y control. Todo lo sabía con relación a Jessica y no aceptaba lo que se le decía. Todo me hacía pensar que Sara no tenía ni idea de lo que estábamos hablando ni quería aceptar la realidad. Se sentía invadida, asustada, desorientada, pero se reafirmaba en su propia negación. «Yo conozco mejor que nadie a mi hija». Se resistía a aceptar que su hija del alma estaba sufriendo y estaba pasando por momentos muy difíciles. Esa resistencia la llevaba a negar obstinadamente el problema no aceptando la realidad.
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No podemos negar que esta situación se da con mucha frecuencia, porque los trastornos alimentarios, así como todas las dificultades que estamos analizando, son artefactos destructores de los sueños de muchos padres. No tenemos más que recoger afirmaciones de muchos padres, como estas: – «Nadie conoce a mi hija mejor que yo». – «¿Tú crees que no me daría cuenta de lo que le pasa?». – «En casa les hemos educado y enseñado a contar los problemas». – «Mi hijo sabe que puede contar conmigo para todo lo que necesite». – «Yo estoy muy pendiente de lo que le pasa a mi hijo». – «Un padre sabe interpretar lo que le pasa al hijo». – «Le queremos más que a nada en el mundo y mi hijo lo sabe. Si tuviera un problema nos lo diría». Y tantas y tantas expresiones que son reales para los padres pero que no se ajustan al escenario vivencial de la adolescencia, donde el hijo empieza a tener su espacio personal, donde sus problemas los comparte con sus amigos o con el adulto que quiere, donde oculta todo aquello que cree que los padres no van a aceptar. Esta nueva realidad debe hacer cambiar la actitud paterna y pasar de esa seguridad absoluta que les cierra en la postura del «yo todo lo sé con respecto a mi hijo» a la apertura humilde del que reconoce que hay muchas cosas que no sabe. Ante el hijo que no «conocemos», ante ese desconocido que nos hace dudar y sentir culpables, no hay otro camino que el tratar de descubrirlo mejor y pedir ayuda si sorprenden negativamente los cambios. No olvidemos que los hijos tampoco conocen a los padres. Ese padre complaciente que jugaba al fútbol cuando los hijos eran pequeños, que quitaba importancia a un suspenso, que disculpaba todo porque el hijo era el mejor, y esa madre que claudicaba ante los caprichos del hijo porque los encantos y mimos del niño le hacían tolerar, condescender y aceptar los antojos del niño, pasan los dos a ser unos «desconocidos» para el hijo. Y son desconocidos porque ya no hay condescendencia sino exigencia, ya no hay disculpas sino reproches, ya no hay elogios sino descréditos, y el hijo se rebela y «desconoce» también a los padres. Los padres descubren los problemas de sus hijos adolescentes y los hijos descubren la fragilidad de los padres a la hora de poner normas, los padres descubren una nueva cara de los hijos –adicciones, alcohol, droga, anorexia, bulimia…– y los hijos descubren el miedo, la inseguridad o la pérdida de control de los padres. Es verdad que hay muchos padres que saben manejar los problemas con bastante acierto, pero los adolescentes descubren a otros padres en esta etapa evolutiva, para bien o para mal. ¿Qué es la bulimia? 93
Es, como la anorexia, un trastorno alimentario caracterizado por el descontrol ante la comida, que lleva a la persona a ingerir grandes cantidades de sustancias alimenticias en poco tiempo. Para favorecer una mayor ingesta, la persona puede recurrir a conductas como inducirse el vómito o abusar de laxantes. Estas conductas forman parte del secreto de los que lo sufren; por eso Sara alardeaba de que conocía a su hija y, al decirle que una compañera de Jessica la veía inducirse el vómito, la madre no lo creía. Evidentemente, la madre no lo veía, porque son conductas que no se comunican. Es una enfermedad silenciosa, invisible. Solo si la persona que lo sufre –porque sufren mucho– lo comenta o, como en el caso de Jessica, alguien lo ve y lo dice, se puede saber. La palabra bulimia procede del griego bous, «buey», y limos, «hambre». Luego es «hambre de buey». En casi el 70% de los casos se presenta como bulimia restrictiva, es decir, acompañada de anorexia (rechazo a los alimentos y atracones ocasionales); en el resto se presenta como trastorno adictivo o bulimia pura. Francisco Alonso-Fernández, psiquiatra y autor del libro Las otras drogas, considera que el elemento adictivo, en este caso la comida, absorbe la personalidad del adicto, se convierte en el centro de sus preocupaciones y en el eje de su intimidad y sus vivencias. Las adicciones sin droga, como la bulimia, las compras, el juego, el sexo o el trabajo, son muy propias de la civilización occidental28. Según el DSM-5R, «las características esenciales de la bulimia nerviosa consisten en atracones y en métodos compensatorios para evitar la ganancia de peso». Los criterios diagnósticos de la bulimia nerviosa según el DSM-5R son estos: A. Episodios recurrentes de atracones. Un episodio de atracón se caracteriza por los dos hechos siguientes: 1. Ingestión, en un período determinado (p. ej., dentro de un periodo cualquiera de dos horas), de una cantidad de alimentos que es claramente superior a la que la mayoría de las personas ingerirían en un período similar y en circunstancias parecidas. 2. Sensación de falta de control sobre lo que se ingiere durante el episodio (p. ej., sensación de que no se puede dejar de comer o controlar lo que se ingiere o la cantidad que se ingiere). B. Comportamientos compensatorios inapropiados recurrentes para evitar el aumento de peso, como el vómito autoprovocado, el uso incorrecto de laxantes, diuréticos u otros medicamentos, el ayuno o el ejercicio excesivo. C. Los atracones y los comportamientos compensatorios inapropiados se producen, de promedio, al menos una vez a la semana durante tres meses.
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D. La autoevaluación se ve indebidamente influida por la constitución y el peso corporal. E. La alteración no se produce exclusivamente durante los episodios de anorexia nerviosa29. ¿Cuáles son las causas de la bulimia? Como en el caso de la anorexia, es difícil determinar una causa orgánica, pero dentro de las causas biológicas se apunta a – Desórdenes hormonales. – Predisposición genética. – Obesidad. La persona hace dietas muy restrictivas que le provocan mucha ansiedad, y las alterna con los atracones. Entre las causas psicológicas: – La baja autoestima. – El desprecio de sí mismo. – Depresión. – Angustia. – Problemas con la autoimagen. – Deficiencias afectivas en la familia. – Problemas emocionales. – Miedo a la relación social. Entre las causas sociales: – Influencia de los medios de comunicación con relación al cuerpo. Consecuencias – Excesivo interés por el aspecto físico. En el caso de la bulimia restrictiva, la persona se impone dietas restringidas muy severas y las alterna con atracones incontrolados. Estas situaciones desequilibran el metabolismo, con consecuencias importantes para la salud. – Al ingerir descontroladamente alimentos, la persona se provoca el vómito, bien para seguir comiendo, bien para calmar su sentimiento de culpa. – Las dietas y/o atracones generan un alto sentimiento de culpa, con un alto índice de desprecio personal y sentimiento de inaceptación personal. – El abuso de laxantes y vómitos puede llevar a una deshidratación. – A consecuencia de los vómitos y los atracones, el adolescente puede presentar trastornos gastrointestinales, reflujo gastroesofágico, hernia de hiato, colon irritable, entre otras afecciones. 95
– El vómito continuado puede producir lesiones en el esófago y en la garganta. – La bulimia restrictiva provoca grandes desequilibrios metabólicos pudiendo presentarse carencias de minerales, descalcificación y osteoporosis. – Problemas menstruales. – Problemas renales. – Desinterés por la relación social. – Riesgo alto de suicidio. ¿A quién afecta la bulimia? Afecta fundamentalmente a adolescentes, más mujeres que hombres, y el problema puede mantenerse hasta la adultez. Generalmente la bulimia se presenta en personas que previamente han tenido problemas de anorexia. ¿Qué hacer? – Actuar cuanto antes: De la misma manera que con la anorexia, cuanto antes se actúe, mejor. Sin embargo, al ser un trastorno silencioso, fácilmente ocultable, los padres pueden no darse cuenta del problema; pero siempre se pueden detectar conductas que pueden dar pistas para actuar. – Observar: Las pistas se pueden encontrar gracias a la observación. El adolescente necesita mucha atención, diferente de cuando era niño. La mejor atención es la observación de las conductas que pueden inducir a pensar que se está ante un problema; por ejemplo: a. Es completamente observable que el adolescente, nada más terminar de comer, va al baño, y esta conducta se repite sistemáticamente. La actitud no es mostrar desconfianza o preguntar abiertamente al adolescente, sino confirmar sospechas. Sin decir nada, el padre o la madre va al servicio y comprueba el olor o algún resto de vómito, que el adolescente en su afán de volver pronto a la mesa puede descuidar, con el fin de asegurarse. b. Las personas que tienen bulimia manifiestan claramente cansancio, apatía, alteraciones del sueño. Es observable, aunque les cueste a los padres levantarse por la noche, el que el hijo a medianoche va a la cocina y come. c. Es observable que el rendimiento escolar, debido a la fatiga que conlleva el atracón y vómito o la dieta restrictiva, se modifique. d. Es observable, o puede ser observable, el uso de laxantes. Por último, como en el caso de la anorexia, si los padres han observado alguna conducta de las que hemos indicado anteriormente, es necesario acudir a un especialista. Solo los expertos son capaces de superar las cascadas vertiginosas y peligrosas del gran río de la vida.
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En ambos casos, tanto en la anorexia como la bulimia, hay una consecuencia silenciosa, muda, callada, inexpresiva, y es el sufrimiento de la persona que padece ese trastorno. Los anoréxicos sufren, sobre todo al principio, porque tienen hambre y no comen. Hay algo dentro de ellos que los frena, que los domina. Sufren porque cada vez que se miran al espejo se desprecian, en ambos casos. Sufren porque ven sufrir a sus padres. Sufren porque un intenso sentimiento de culpa les asalta cada vez que comen: el anoréxico no se perdona ingerir algo que no esté en sus esquemas y el bulímico se desprecia cuando se da un atracón. Sufren por las mentiras que tienen que inventar para que los padres no sospechen nada. Sufren porque continuamente las personas que les rodean les dicen «Qué delgada estás» o «¿Por qué no te pones a régimen?», convirtiéndose en enemigos, de los que huyen. Un sufrimiento insoportable que en algunos casos deriva en suicidio. Los adolescentes cuentan con mucho material literario para poder comprender y entender este sufrimiento al que aludimos. Por ejemplo, en Miradas en el espejo, de María Hede, una adolescente anoréxica relata en su diario personal su sufrimiento y lucha feroz entre sus ansias de vivir y su deseo de morir. Miriam es anoréxica, de Marliese Arold, adolescente de quince años que se ve un poco gorda y empieza una dieta que la llevará a vivir terribles problemas. Segunda estrella a la derecha, de Deborah Hautzig, es la historia de una adolescente de catorce años que va eliminando poco a poco alimentos hasta llegar a una situación que tanto a la familia como a ella se les escapa de todo control. En Frío, de Laurie Halse Anderson, los lectores adolescentes podrán ver cómo se van forjando las obsesiones. Los mensajes continuos de «no debes comer» –recordemos a Elisa y Matilde, las gemelas anoréxicas– sondesestabilizadores. Elisa decía continuamente a Matilde «No debes comer», hasta conseguir que Matilde entrase en esa cascada peligrosa. La protagonista de Frío controla continuamente las calorías de los alimentos y poco a poco se percibe cómo va entrando en un comportamiento obsesivo hasta que este la atrapa. Lia, la protagonista de la novela, hace un pacto con su amiga Cassie: el pacto de no comer. De la misma manera que Elisa y Matilde lo hicieron. Cassie muere y Lia entra en una situación muy complicada. La lectura de libros como este puede prevenir a los adolescentes y ayudar a los padres a entender el sufrimiento de los hijos si se encuentran en esta situación.
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2.10. La homosexualidad: «¡No puedo permitirlo, es un…!» Si no podemos poner fin a nuestras diferencias, contribuyamos a que el mundo sea un lugar apto para ellas. JOHN F. KEN N EDY
Marco, 16 años, quería hablar conmigo. Le recibí con gusto. Estaba completamente desencajado, cerca de una crisis de ansiedad. Nunca le había visto tan alterado. Marco es un adolescente con una gran sensibilidad, un comportamiento intachable, con una gran capacidad empática y muy servicial. Se le puede considerar un buen estudiante. Tiene dos hermanas menores que él y un hermano mayor. Marco relata su situación: «Estábamos en el recreo del instituto y un compañero de la clase me invitó a casa de Carmen, porque sus padres no estaban, y habían quedado en hacer una fiesta con los compañeros y compañeras de la clase. Pretendían beber y tener relaciones sexuales. Yo le dije que no iba. Andrés insistió mucho y yo me mantuve en mi respuesta. “No voy a ir”. Discutimos un poco y Andrés me dijo: “¿Qué pasa? ¿Te dan miedo las chicas? No serás”. Yo me enfadé mucho y le dije: “Piensa lo que quieras, pero yo no voy a ir”. Desde aquel día, Andrés y sus amigos me insultan, me torturan, se ríen de mí, me humillan. Estoy harto. Quisiera decírselo a mis padres para que me ayudasen, pero no quiero contarles la verdad. Tengo mucho miedo a no ser entendido». «¿Qué verdad?», le pregunté. Marco empezó a llorar. No podía más. Le di tiempo para que drenase sus emociones y cuando estuvo más calmado le dije: «¿Quieres contarme tu verdad?». Él me dijo: «Sí», y empezó su relato de sufrimiento y dolor, de miedos y mentiras, de angustias y sentimientos de culpa. «Soy gay. Es algo que llevo dentro desde niño. Cuando era pequeño soñaba con niños, nunca con niñas. No lo he buscado. Soy así y no sé por qué» (Esto lo repetía muchas veces, como queriendo justificar sus sentimientos). «Si no fui a esa fiesta es porque yo no quería estar con chicas. Y fíjate lo que he conseguido. Me están humillando y no puedo más». Cuando le pregunté si pensaba hablar con sus padres sobre sus emociones y sentimientos, me miró con tristeza y me dijo: «¿Cómo se lo voy a decir? Ellos no me aceptarían. Estoy seguro de que mi padre me echaría de casa. Más de una vez ha hecho comentarios muy duros sobre esto y yo no quiero defraudarles. Me encantaría poder decírselo, a ellos y a todos, pero tengo miedo al rechazo, a que dejen de quererme, a que me echen de casa. A que me humillen como lo hacen los de la clase». El relato es completamente elocuente. Lo único que queremos ver es al adolescente que sufre en soledad, al chico que tiene miedo, a la persona que es objeto de burlas porque no quiere ir a una fiesta para beber y practicar el sexo. Queremos ver al joven que se cierra a la vida porque la vida no se abre ante él. Al muchacho que justifica su
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tendencia sexual porque sobre él hay una losa de desconfianza, la desconfianza del desengaño, de la marginación, de la humillación, la de no ser entendido. La frase de Kennedy me parece del todo elocuente. Somos una sociedad que ha llegado al espacio más insospechado, capaz de utilizar unos medios técnicos extraordinarios, no solo en las comunicaciones, sino en la sanidad, la ingeniería, somos una sociedad «avanzada» pero «estancada» en prejuicios y juicios dañinos. Una sociedad que está enferma porque no sabe descubrir el sufrimiento silencioso de los niños, de los adolescentes y de cualquier ser humano. Una sociedad «avanzada» que no es capaz de poner fin a nuestras diferencias, porque sigue desacreditando, marginando por el género, la religión o la orientación sexual. Si no somos capaces de acoger las diferencias, si unos padres no son capaces de abrazar a un hijo o una hija porque siente de manera diferente, ¿dónde queda el amor? Si somos una sociedad destacada técnicamente, no vamos a ser capaces de «contribuir a que el mundo sea un lugar apto para ellas», es decir, apto para las diferencias. La homosexualidad ha acompañado a la historia humana siempre y en todas las culturas. Hay culturas que la aprueban sin ningún problema. En el estudio realizado por F. Beach, y C. Ford sobre diversas culturas estudiadas por antropólogos y sociólogos, se reseña que el 64% de las culturas analizadas aprobaban la homosexualidad30. Hay estudios que apuntan a un índice entre un 7% y un 10% de la población mundial como homosexual, según los diferentes autores. Por todo ello, más allá de nuestros propios puntos de vista con relación al tema o nuestro posicionamiento personal, es un hecho constatable y que está presente en nuestra vida cotidiana. Esto significa que cualquier padre, tenga las ideas que tenga, la religión que tenga, el concepto de libertad que tenga, la tendencia política que tenga, puede tener un hijo o una hija homosexual. Lo importante es la respuesta que los padres den a los hijos. Caer en la lucha de poder y la irracionalidad en la que cayó Alberto, el padre de un hijo gay, que decía: «No lo puedo permitir. Es un…, yo no tengo un… en casa. No sé si darle una paliza o sencillamente decirle que no quiero volver a verle en la vida». El «enérgico, vigoroso, fuerte y macho» padre de Jaime no podía tener en su casa a un…, a un ser despreciable que no se ajustaba a sus ideas de «hombría». Actitudes como esta conducen a los adolescentes a tener problemas añadidos. La soledad, la incomprensión, la rudeza de un padre que no solo no es capaz de dialogar con su hijo, sino que se pone a la altura de los acosadores de Marco en el instituto, la amargura de un hijo que se siente despreciado por su propio padre, la frialdad de un padre que insulta despectivamente a un hijo y que choca con el calor del que quiere sentirse amado y comprendido. ¿Hacia dónde se dirigirán los pasos de Jaime cuando escuche de boca de su padre lo que yo escuché a Alberto? Yo me sentí inmensamente apenada cuando escuché sus palabras, ¿cómo se sentiría Jaime al escucharlas? 99
Reacciones familiares ante la homosexualidad de los hijos Es necesario aclarar y recordar que cada familia responde ante esta realidad de diferente manera. De la misma forma que cada familia responde de manera distinta ante un accidente, ante un suspenso, ante un adolescente que consume drogas o ante una menor que se ha quedado embarazada. Todo depende de la formación, la información, la apertura de mente, de que la familia fuese sospechando o no la situación del hijo desde que era niño, de la comprensión de la propia familia ante los distintos problemas de la vida y del grado de aceptación del hijo. No obstante, podemos resaltar las siguientes reacciones como las más frecuentes: – Comprensión: Son pocos los padres que inicialmente comprenden esta situación. Padres conscientes de esta realidad y que comprenden que les puede pasar a sus propios hijos. Son padres que no tienen ningún problema en aceptar al hijo porque saben que la homosexualidad no es una elección, sino una condición, como es una condición la heterosexualidad. – Aceptación: La gran mayoría necesita una transformación personal, que no es más que un proceso de duelo por la pérdida del hijo «ideal» hasta que llegan a la aceptación del hijo real, como en los casos que hemos analizado en los capítulos precedentes. – Incomprensión: Es la reacción más frecuente, que nace de un proceso de generalización en el que los hijos han de ser iguales o mejores que los padres, formar una familia, ser grandes hombres y mujeres. Cuando esto no es así, entonces viene la incomprensión: «¿Cómo va a pasar esto en mi familia? Imposible. Se les ha formado para que sean “hombres y mujeres de bien”». No podemos olvidar que la homofobia procedente de padres, profesores, compañeros de clase hace mucho daño y les perjudica severamente en el desarrollo de su personalidad, pudiendo desencadenar una serie de comportamientos inadaptados, generando rabia, resentimiento, marginación, culpa, entre otros sentimientos. La actitud de los padres es factor fundamental para el desarrollo armónico de la personalidad, tenga el hijo la orientación sexual que tenga. – Prohibición: «En esta casa está prohibido hablar de este tema». Hay una conspiración de silencio, un complot de mutismo, una maquinación de secretismo, un engaño disimulado con el fin de conseguir una «falsa paz familiar». Como si no hablar de los problemas familiares y personales supusiese la superación de los mismos. Nada más erróneo que esto, porque una familia que no comparte los problemas es una familia enferma. Además, lo que más necesitan los adolescentes es hablar de sus cosas, no silenciarlas. El silencio es el camino seguro para la soledad interior. Ese silencio impuesto, «en esta casa no se habla de esto», es la expresión más cobarde de un rechazo de la realidad. Además de esto es un abandono de las responsabilidades paternas. Los padres tienen la 100
obligación de querer, ayudar y conocer a los hijos. Ese silencio impuesto es una irresponsabilidad y una dejación de las funciones paternas. – Mantener la «imagen» a través del silencio fuera de la familia: Los padres con más o menos resistencias y problemas dicen que aceptan la realidad, pero no es así, ya que imponen la ley del silencio en los ámbitos extrafamiliares, incluso con la familia de primer, segundo y tercer grado. Es decir, una prohibición de hablar con los tíos, primos, abuelos e incluso con los mismos hermanos. Carolina me decía: «Mis padres han tardado mucho tiempo en aceptarme y, una vez “dicen” que lo han hecho, me exigen no decir nada a mi familia ni a los conocidos. Me exigen actuar y hacer creer a los demás que me gustan los chicos. Me piden que viva en una mentira porque en el fondo no me han aceptado». Carolina tenía razón. Los padres no la habían aceptado y exigían el silencio para salvaguardar la propia imagen que los padres querían dar de su familia. – La proclamación de la realidad de la manera más pública y abierta posible: Muchos padres, sobre todo las madres, después del proceso de aceptación, se constituyen en defensoras de los derechos de estos chicos, asociándose en movimientos en defensa de los derechos de gays y lesbianas. – Padres que luchan contra su propia homofobia por amor a sus hijos hasta conseguir amarlos tal y como son. – El rechazo más radical: «En mi casa no quiero a un…, ya puedes salir de esta casa. No quiero volver a verte más. Eres y serás la vergüenza de la familia» son los pensamientos y realidades de Alberto, el padre de Jaime. Esta actitud de los padres que rechazan irracionalmente al hijo por ser gay o lesbiana es el camino seguro para que el hijo entre en un espacio de sufrimiento personal y de desorganización particular e íntima del que difícilmente podrá salir. – La victimización: «Nos ha caído una desgracia en la familia…, qué se le va a hacer…», son manifestaciones fatalistas de la realidad. Se habla de ello, pero desde la victimización, la desgracia, el pesimismo, la desesperanza y la desilusión. Esta actitud provoca mucha angustia en toda la familia, y lo único que se consigue es acrecentar el sentimiento de desgracia y el dañar despiadadamente a los hijos. – La resignación: esta actitud es muy dañina para el que opta por ella, ya que es una «conformidad pasiva» con la realidad. La resignación no es aceptación. La primera hace sufrir; la segunda produce bienestar y paz interior. La resignación esclaviza; la aceptación libera. – La ambivalencia: «Quiero a mi hija lesbiana, pero no puedo aceptar la homosexualidad, por principios». Así se expresaba Maruja, una madre de ideas muy conservadoras, fuerte religiosidad, que quería a su hija, pero no «podía» aceptar la condición de su hija. Aceptarlo significaba para ella una auténtica
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traición a sus principios religiosos y morales. Esto la convertía en una mujer homófoba y entraba en la ambivalencia del amor y el rechazo. Independientemente de la capacidad de reacción que tengan los padres, de sus ideas y de su propia y oculta homofobia, la obligación por excelencia de los padres es aceptar, respetar, amar al hijo y protegerlo de burlas y humillaciones. El mayor reductor del sufrimiento de las personas con una condición sexual diferente de la de la mayoría es la aceptación normalizada en el seno familiar. Duelo por la pérdida del «hijo ideal» Todos los padres sueñan en ese periodo de espera de la gestación. Nueve meses de expectación y anhelo. Nueve meses en que los padres saben que su futuro hijo está creciendo, formando su cuerpo poco a poco. En ese tiempo en que saben que el hijo está, pero no lo pueden ver, lo imaginan, lo sueña, lo idealizan, fantasean continuamente con hipótesis que apuntan todas a lo que ellos entienden por perfección. «Nuestro hijo será el más guapo, el más listo y el más bueno», y los que no dirigen su mente hacia «lo mejor» dicen: «Me da igual cómo sea, solo pido que tenga salud», es decir, fijan su ideal en la salud. Pensemos que hay muchos niños que nacen con cardiopatías congénitas, con problemas físicos graves, pasajeros o permanentes, y otros que nacen con buena salud, pero con trastornos graves del desarrollo o con deficiencia mental. El sueño del hijo ideal, con todas sus variantes, se da en los padres. Proyectan sus necesidades, sus limitaciones, sus deseos de dar lo mejor, en el hijo. Entonces viene la realidad y es, o puede ser, completamente diferente. Comienza un proceso de aceptación o no aceptación del hijo. En algunos casos, como en el caso de la homosexualidad, la realidad puede ser descubierta en edades tempranas o puede ser descubierta en la adolescencia o incluso más adelante. Algunos padres, al descubrir la realidad, ven que sus sueños de hijo ideal se derrumban, y entran en un proceso de rechazo de la realidad. Sienten una pérdida dentro de ellos y, como toda pérdida, requiere de un proceso de trabajo personal para elaborarla. Es un proceso de duelo. Cuando unos padres descubren cualquiera de las realidades de las que estamos hablando hasta ahora y, en concreto, descubren la homosexualidad del hijo, se produce un primer momento o primera fase del duelo, de negación, de shock y embotamiento. La familia niega la realidad: «Esto no nos puede pasar a nosotros», «¿Por qué? ¿Qué habré hecho yo para merecer esto? Esto no puede ser. Será una tontería de mi hijo. Ahora que todo se dice y parece que está de moda, él dice eso, pero no es verdad…». Hay una sacudida interior. Todo se agita en el interior de los padres. ¿Qué van a hacer? Realmente no saben qué hacer. En este primer momento hay que tener muy claro que, cuanto más homófobos sean los padres, más sensación de que lo que está escuchando no 102
es cierto, de que no puede ser verdad. En este primer momento no se sabe qué decir y a veces, si se dice, se puede hacer mucho daño. La negación conduce inexorablemente al dolor de los padres y de los hijos, a la incomprensión, al sufrimiento evitable. Cuando un hijo tiene la valentía de hablar con sus padres del tema es porque está seguro de lo que dice. De no estar seguro, lo seguirá ocultando y seguirá utilizando máscaras protectoras. Luego negar la realidad es cerrar las puertas a la aceptación y abrirlas al dolor. La fase de negociación: Los padres tratan de negociar buscando que se cambie la realidad. «Vamos a ir a un médico, a un psicólogo. Te propongo que vayas a este club donde hay unas chicas o unos chicos estupendos…». Está claro que los padres en esta fase no han aceptado al hijo y pretenden por todos medios negociar con él para cambiar la realidad que no quieren ver y que les gustaría cambiar. O también se pacta con los hijos el silencio y el ponerse máscaras, como en el caso de Carolina, que acabamos de ver. En esta fase tratarán de persuadir o instigar al cambio haciendo ver al hijo que está confundido y que lo mejor es que vaya a un psicólogo. Esta decisión es desafortunada. Un homosexual debería ir a un psicólogo si se siente marginado, si no es capaz por sí solo de afrontar la realidad, si no se atreve a decírselo a sus padres, si está sufriendo personalmente por el manejo de sus propias emociones, si su autoestima está dañada significativamente. Entonces sí, debe pedir ayuda, pero ir a un psicólogo para que ayude al hijo a cambiar su orientación sexual es no solo perjudicial sino manipulador, y la manipulación, desde el punto de vista ético, es reprochable. Cuando las fases anteriores se han consumido, los padres perciben que sus intentos por mantener las apariencias o cambiar las cosas son inútiles, entran en la fase de depresión. Asalta la angustia, el miedo a qué dirá la familia o determinados elementos de la familia que se han mostrado toda la vida homófobos, entre otros. Los padres intolerantes y homófobos se atascan en esta etapa alimentando la rabia, la culpa, el rechazo y el abandono. Entran en un proceso de rabia y de ira donde el enfado se hace evidente, la intolerancia aflora con más virulencia que nunca y la irracionalidad gana a sus corazones. Los padres más abiertos y que por encima de todo ponen el amor a los hijos empiezan a cambiar las emociones y entran en la preocupación por el futuro del hijo, el miedo a que le pase algo, miedo a que sea rechazado en el trabajo, etc. En esta fase afloran muchos sentimientos y muchas emociones que hay que saber manejar. En el caso que nos ocupa, la pareja puede entrar en conflicto. El ser humano en general y los padres en particular, y más cuando se trata de los hijos, buscan un culpable. Las malas compañías en el caso de las drogas, el adolescente es el culpable del embarazo de la hija, el profesor tiene la culpa de que su hijo no avance, es decir, el hijo siempre es víctima de un culpable. ¿Por qué no ser culpable el padre o la madre?: los juguetes que le 103
comprabas, tu forma de educar… Los padres pueden caer en la trampa del reproche, sin darse cuenta de que nadie tiene la culpa de la condición sexual del hijo, que no es ni una opción ni una enfermedad. El enfado y la ira, otra de las emociones que afloran, llevan a los padres a decir lo que «no quieren decir», pero lo dicen, y eso también hay que saber manejarlo, desde la humildad y haciendo saber al hijo que dijeron lo que no querían decir. Esa rabia puede dirigirse hacia el hijo, hacia la pareja, hacia la sociedad «podrida y corrupta». Recuerdo un padre que expresaba su rabia focalizando la culpa en la sociedad y en los medios de comunicación: «Se permite todo, se ensalza la homosexualidad, los chicos aprenden y, como mi hijo es idiota, copia e imita lo que no tiene que copiar». Este padre buscaba un culpable desde la rabia y el enfado y no entendía que nadie es culpable de esto, nadie. Es como si el hijo hubiese decidido ser homosexual por capricho, por imitación. Esto es un error. ¿Acaso este padre eligió ser heterosexual? Por último, la mayoría de los padres llegan a la fase de aceptación. En esta fase ya se han vencido los miedos, se han destruidos los prejuicios, se han puesto como centro de la familia el respeto y la aceptación del hijo real, sepultando al «ideal». Cuando la familia acepta, se reorganiza, se abre a la vida, «está» con el hijo, la vida fluye con normalidad y todo se renueva y restablece. La familia entiende la realidad y sigue adelante sin cerrarse a la vida. Nunca se sabe lo que sucederá en el futuro. En muchas ocasiones, el hijo o la hija que se adapta a los patrones de los padres es, en el futuro, una persona que sufre o que puede albergar mucho sufrimiento en su interior. Otras veces el hijo o la hija no son aceptados y pueden ser en el futuro generadores de felicidad para los padres. No se sabe, como dice ese relato chino del padre que se abre a la duda y espera: «Un anciano labrador tenía un viejo caballo para cultivar sus campos. Un día, el caballo escapó a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaban para condolerse con él y lamentar su desgracia, el labrador replicó: “¿Mala suerte?, ¿buena suerte?, quién sabe”. Una semana después, el caballo volvió de las montañas trayendo consigo una manada de caballos salvajes. Entonces los vecinos felicitaron al labrador por su buena suerte. Este les respondió: “¿Buena suerte?, ¿mala suerte?, quién sabe”. Cuando el hijo del labrador intentaba domar uno de aquellos caballos salvajes, se cayó y se rompió una pierna. Todo el pueblo consideró esto como una desgracia, salvo el labrador, quien se limitó a decir: “¿Mala suerte?, ¿buena suerte?, quién sabe”… Semanas más tarde el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los mozos en buena salud para ir a la guerra. Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna rota no se lo llevaron. ¿Había sido mala suerte?, ¿buena suerte?, quién sabe…».
Muchas veces lo que a simple vista se interpreta como un problema puede no serlo en el futuro; puede llegar a ser hasta una bendición[*].
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2.11. Autolesiones o cutting: «¡¿Y por qué llevas camisetas de manga larga?!» Has de tratar al cuerpo no como quien vive en él, que es necedad, no como quien vive por él, que es delito, sino como quien no puede vivir sin él. FR A N CISCO DE QUEV EDO «Estábamos en la playa. Era el mes de agosto, cuando Julio cogió las vacaciones. Habíamos tenido problemas porque mi hija Estefanía no quería ir a la casa de la playa. Insistía e insistía en que ella se quería quedar en Madrid. Mi marido no permitió que ella se quedase sola en casa, así que llevamos en el coche a una “estatua de piedra”. No pronunció ni una palabra en todo el viaje. Me extrañó mucho que llevase una camiseta de manga larga, pero no le di importancia porque pensé que el enfado la había destemplado o que era una manera de hacerse notar. Los primeros días fueron una pesadilla. Se negaba a ir a la playa con nosotros y estaba todo el día metida en casa. A mí empezó a preocuparme su actitud. Estefanía seguía con camisetas de manga larga a pesar del calor asfixiante del verano. Casi no hablaba y estaba muy enfadada. Le preguntaba por la razón de su actitud y me decía: “Déjame en paz”. Llevábamos cinco días y hablé con mi marido sobre mi preocupación. No entendía qué pasaba. Me dijo: “Estará con la regla, ni caso. Es una adolescente insoportable y caprichosa”. A mí no me convenció su respuesta. Sabía que algo no iba bien. Me acerqué a ella con mucho cuidado para no hacer saltar esa chispa de agresividad que se percibía. “Hija, te ¿encuentras bien?”, le pregunté. Ella me contestó: “Estoy muy bien”. “Entonces, ¿por qué no quieres venir a la playa?”. “Porque no me apetece. No me a-pe-te-ce. ¿Vale?”. “Muy bien, ¿y por qué llevas camisetas de manga larga? Dame una razón, porque no lo entiendo”. Su respuesta fue abrupta: “¿A ti qué te importa? Voy como quiero”. Salí de su habitación y no dije nada. Pero yo estaba cada vez más inquieta y asustada. “¿Qué le pasa a Estefanía? ¿Qué puedo hacer? No entiendo nada”. Hubo un momento en que creí que la luz había venido a mi alma. “Se habrá hecho un tatuaje y no quiere que yo se lo vea”, me dije a mí misma. Llevada por mi curiosidad y por encontrar una razón a su comportamiento, esperé a que estuviese profundamente dormida y levanté con cuidado la manga de su pijama. Creí que me iba a desmayar. Su brazo estaba lleno de cortes y de cicatrices. Tuve ganas de gritar, de llorar, de exigir una razón, pero me fui a la cama y entré en una tristeza difícil de describir. Nunca en mi vida me sentí tan mal».
El impacto, la desorientación, el miedo que asalta a un padre que descubre las autolesiones en sus hijos es de tal magnitud que, como decía la madre de Estefanía, es difícil de describir. Cuando un hijo vomita, los padres rápidamente encuentran una causa: una mala digestión. Si tiene fiebre, también: ha debido coger frío… Pero ¿qué razón puede encontrar un padre al ver unos cortes en los brazos de su hija? Ninguna. Le asalta la duda, el miedo, y entra en una espiral de desconcierto angustioso. ¿Qué es la autolesión? Hawton, Weatherall y otros definen la conducta autolesiva como «todo acto con resultado no fatal que, siendo sancionable culturalmente, un individuo realiza de manera deliberada contra sí mismo para hacerse daño (p. ej. cortes, quemaduras, sobreingestas medicamentosas y sobredosis, envenenamientos, golpes, saltar desde lo alto de un lugar, etc.)» 31. 105
Muchos de los adolescentes son como un volcán emocional. Entran en erupción. Cuando un volcán entra en erupción necesita expulsar todo el fuego y material que tiene dentro. Los adolescentes que tienen ese fuego en su interior tan explosivo, si sacan al exterior esas emociones cargadas de intensidad, pueden calmar ese fuego dañándose a sí mismos. Es una pérdida de control que se dirige hacia uno mismo ya que no puede dirigirse hacia otros. Movidos por el miedo a que una reacción desmedida se dirija hacia los padres, hermanos o amigos y sea con ello un origen de conflictos, prefieren conducir su agresión hacia sí mismos con el único fin de liberarse de esa emoción que, como el volcán, si no sale, explota. Otras veces es que no saben cómo mostrar su enfado y creen que la mejor manera de mostrar su inconformidad, su rebeldía o su desacuerdo es autolesionarse. El proceso puede tener muchas caras, desde dar un puñetazo a una pared con tal fuerza que el adolescente se rompe la mano hasta golpear la cabeza contra una puerta o, como dice Hawton, quemarse con el cigarrillo o con el mechero, ingerir medicamentos, saltar de alturas peligrosas, etcétera. En un estudio reciente sobre la prevalencia, características y funciones de las autolesiones no suicidas (ANS) en adolescentes españoles, tomando como muestra a 1.864 adolescentes de edades entre 12 y 19 años, a los que se les pasó una versión modificada del autoinforme de evaluación funcional de la automutilación (FASM; Lloyd, Felley y Hope, 1997), en el que se evalúan las tasas y métodos de ANS utilizados durante los últimos doce meses, podemos ver los siguientes datos: «Más de la mitad de la muestra mostró tal comportamiento en el último año y el 32,2% había realizado conductas graves de ANS» 32. Los datos son tan significativos como para tener este problema en cuenta. Adolescentes que no pretenden quitarse la vida pero sí hacerse daño. Este daño está en función de los problemas que subyacen en torno a ellos. Poco a poco se van haciendo más tolerantes al dolor y necesitan más dolor para compensar su «dolor emocional», entrando, en consecuencia, en un círculo vicioso que puede ser muy dañino. Lo más frecuente es que los adolescentes se corten en brazos, muñecas y manos, aunque en algunos casos se pueden encontrar autolesiones en otras partes del cuerpo. Los cortes son superficiales, ya que no hay intención suicida. Algunos adolescentes pueden diseñar figuras, como una estrella, una letra…, y perfilar dicha figura en el brazo con los cortes. Normalmente se los hacen en lugares del cuerpo que fácilmente se puedan ocultar a la vista de los padres, evitando así el tener que dar explicaciones de sus actos. Es un problema más habitual en chicas que en chicos. Este problema remite, en la mayoría de los casos, pasados unos años. Solamente un 10% de los casos persisten en la adultez. 106
La autolesión empieza siendo leve y poco a poco se va empeorando, aumentando y agravando. Muchos tienen lesiones que les han dejado cicatrices de por vida. Frecuencia Depende de cada adolescente y de sus circunstancias. Igualmente depende del grado de afectación de cada uno. De la misma forma que decíamos al hablar de la anorexia y la bulimia que eran difíciles de detectar, sobre todo al principio, porque no hay evidencias y los adolescentes tienen estrategias para disimular y ocultar el problema, las autolesiones se pueden ocultar con facilidad. No se dice y no se ven. Lo ocultan porque sienten miedo o vergüenza de decirlo y temen la reacción del adulto. Hay adolescentes que, cuando no pueden más, utilizan la vía indirecta. Pondré un ejemplo. Hace años atendí en el Centro de Escucha a un adolescente cuyo padre se había suicidado. Este chico hizo el proceso de duelo y terminamos la intervención. Es costumbre mía dar a los niños y adolescentes mi correo electrónico, porque soy consciente de que los problemas se pueden reabrir. Los adultos tienen la capacidad de llamar por teléfono y pedir ayuda en cualquier momento. Los niños y adolescentes no saben dónde acudir y sufren en silencio. Esta es la razón por la que les ofrezco una posibilidad de pedir ayuda desde la intimidad. En las primeras etapas evolutivas, incluida la adolescencia, se dan muchos cambios y estos desestabilizan. Al desestabilizarse se producen desmoronamientos, desequilibrios, perturbaciones y miedos, y ellos pueden volver a sentir angustia. Ya saben a quién acudir, ya han percibido que hay personas que les escuchan, que no les juzgan, que les ayudan a pensar y encuentran soluciones conjuntas para afrontar sus dificultades. Esto es como un salvavidas que saben que pueden usar en cualquier momento. Generalmente no me escriben, o pasan mucho tiempo sin hacerlo. Pero hay un momento en que muchos lanzan un S.O.S., lo cual es maravilloso, porque se puede retomar muchas cosas y ayudar de manera efectiva. Pasado un tiempo recibí un correo de Álex. Debía estar en un momento de angustia tremendo. Sin saludar ni comentar nada relativo a su vida, fue directamente a lo que le preocupaba. «Consuelo –me dijo–, tengo un amigo que se raja. ¿Qué le puedo decir?». Inmediatamente pensé que era él y que estaba utilizando esa «vía indirecta» de hablar en nombre de otro, lo cual yo respeté. Era su manera de pedir ayuda. Yo le pedí feed-back: «¿Qué quieres expresar cuando dices que se raja?». Minutos después recibí una foto de un brazo con cortes. Seguimos chateando; yo le preguntaba, él me contestaba y me pedía soluciones. «¿Qué puedo decirle a mi amigo para que deje de hacer esto?». Le di varias opciones, entre ellas la necesidad de ir a un especialista, indicándole direcciones y teléfonos.
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Álex seguía preguntando y yo aprovechaba la ocasión para reconducir el problema. Yo sabía muy bien por el acompañamiento en su duelo que Álex es muy hipocondriaco. Presentaba una preocupación casi obsesiva por el funcionamiento correcto de su cuerpo y su salud. En un momento del chat le dije: «Álex, dile a tu amigo que tenga mucho cuidado con los materiales que utiliza para autolesionarse, porque puede coger infecciones serias. Imagínate que se raja con una cuchilla que no está desinfectada: puede provocarle muchos problemas». Le dije esto no solamente por ser hipocondriaco, sino porque es un riesgo real, ya que pueden coger infecciones. La respuesta de Álex fue: «Gracias, Consuelo. No sabes cuánto me has ayudado». Poco después le escribí yo dándole información sobre las autolesiones y le dije que era un problema de muchos adolescentes. Entonces le pregunté por su amigo y a continuación le dije abiertamente si él había tenido alguna vez ese problema o lo tenía. Su respuesta fue clara: «Sí, lo tengo». Está claro que Álex no tenía ideación suicida, pero sí quería hacerse daño a sí mismo. Álex estaba muy enquistado en la culpa, porque sus padres estaban en proceso de separación y la madre le preguntó a él si le parecía bien que se separasen. Las circunstancias familiares eran insostenibles para Álex y le producían mucho sufrimiento. Por ello le dijo a la madre que sí, que se separasen. Meses después el padre de Álex se suicidó, por lo que Álex interpretó que había sido por su culpa, por haber dicho que sí. Trabajamos mucho este sentimiento y entendió que él no era responsable de la muerte de su padre, ni de la separación de ellos. El error fue esa pregunta. Implicar a un hijo en la separación de esa manera tan directa es un error. Los que deciden la separación no son los hijos, sino los padres, y la responsabilidad es de estos. El sentimiento de culpa podía haberse reabierto y Álex se dañaba a sí mismo, pero no quería suicidarse. Eso lo tenía muy claro. Los adolescentes que se autolesionan no tienen intenciones suicidas. Si las tuviesen no se llamarían autolesiones, sino intentos de suicidio. El correo electrónico, el WhatsApp, el teléfono, pueden ser un medio para pedir ayuda (esta es una las caras maravillosas de la tecnología). Esas personas sienten vergüenza –igual que Álex, a pesar de la confianza que depositó en mí–, porque sobre todo sienten mucho miedo a ser rechazadas y necesitan un flotador que impida que se hundan en los remolinos del río de sus vidas. ¿Hemos pensado que casi un diez por ciento de las hospitalizaciones son por autolesiones? Si tenemos en cuenta que la ingesta de alcohol descontrolada, las sobredosis de drogas, que son en definitiva autolesiones, suponen un peligro real para el bienestar de los hijos, las autolesiones sobre el cuerpo también lo son.
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Con relación al alcohol y el tabaco, aunque no dejan de ser un instrumento autolesivo, ya que perjudican seriamente la salud, la diferencia con los cortes es que el que bebe y fuma no tiene la intención de hacerse daño, aunque sepa que se lo hace y aunque sea un efecto secundario. Su intención es otra, como hemos visto en el apartado específico de estos temas. La intencionalidad de la autolesión es el daño a uno mismo. ¿Cuáles pueden ser las causas de las autolesiones? – Richard P. Kluft, que es director de un Programa de Trastornos Disociativos en el Hospital del Instituto de Pensilvania y profesor de Psiquiatría en la Facultad de Medicina de la Temple University, de Filadelfia, en varios estudios realizados señala que tanto la automutilación como una serie de otras conductas autodestructivas son muy frecuentes en personas que han sido objeto de abuso sexual. Estas situaciones las han llevado a vivir una serie de emociones de mucha intensidad y muy dolorosas, por lo que la evocación mental o verbal les produce tal malestar que buscan castigarse por el autodesprecio que les producen la humillación y el abuso. La baja autoestima se une a esto y el resultado es trágico. – El desprecio a uno mismo puede venir por la vivencia de un abuso con amenazas de que si no guarda silencio el daño para él será mayor. La autolesión en este caso es el resultado de dos factores: por un lado, el abuso en sí mismo, con todas sus consecuencias, y por otro, la forma de enseñar a los demás el terror que se ha vivido con dicho abuso o maltrato. Evidentemente, hay que dejar muy claro que muchas personas que han sufrido maltrato o abuso en su infancia no se han autolesionado nunca. – Otra teoría sobre las causas de estas conductas es la que dice que la persona busca llamar la atención de la manera más impactante. En esta llamada de atención, en esta necesidad de ser el centro, se ve compensado el dolor propio de la autolesión. – La causa puede ser un trastorno subyacente a la autolesión, como una depresión, una anorexia… – Otra causa puede ser la del adolescente que se autolesiona para castigar de alguna manera a los padres por razones múltiples subyacentes a esta conducta: desprecios, humillaciones en la familia, comparaciones persistentes con otros miembros de la familia… – En otras situaciones, el dolor emocional es tan intenso e insoportable para muchos adolescentes, y tienen tan pocos recursos para afrontar el estrés, que acallan dicho dolor emocional con el dolor físico que les produce la autolesión. – El no saber canalizar la expresión emocional de manera adecuada lleva a muchos a caer en este problema. Pensemos que el momento de aparición es en la
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adolescencia, momento caracterizado por la alta tensión emocional y la dificultad del manejo de las emociones. ¿Cuáles pueden ser las consecuencias? – El daño psicológico acumulativo y progresivo puede llevar a comportamientos más graves, como el suicidio. – El riesgo de infecciones y septicemia a causa de las mencionadas infecciones. – Alivio emocional momentáneo que desaparece después de la autolesión. – Un círculo vicioso en el que se realimentan la baja autoestima y el autodesprecio. A más autolesiones, más autodesprecio y menor autoestima. – Sentimiento de culpa desbordado. – Ambivalencia. Preocupación excesiva por el daño físico y sus consecuencias que entra en conflicto con el deseo incontrolado de autolesionarse. Esto provoca más tensión emocional. ¿Qué hacer? Estrategias preventivas: – Observar. No dejar pasar esas cosas que inquietan en el día a día con los hijos, ni esperar pasivamente «a ver si el tiempo…». Ya hemos dicho que el tiempo no cura; solo curan las acciones a lo largo del tiempo. Por ello, si los padres observan que sus hijos son hipersensibles, con muy poca resistencia a la frustración, que magnifican los acontecimientos y muestran reacciones emocionales desmedidas, con episodios de agresividad fuertes, y se observa que dan puñetazos a la pared o cabezazos, entonces se debe pedir ayuda, antes de que esto derive en problemas mayores. Como en todos los problemas anteriormente expuestos, los padres han de ser excelentes observadores. Observar los cambios que se dan en la adolescencia y actuar si se observan conductas que se alejan de la normalidad propia de un adolescente. – En la familia se ha de transmitir desde pequeñitos que los hijos no están solos. Que todos los problemas que puedan encontrarse a lo largo de la vida pueden tener solución. Es necesario dialogar mucho con los hijos sobre la manera de afrontar las dificultades, compartir emociones y manejarlas. Enseñar a los hijos que, cuando se tiene un problema y no se sabe cómo solucionarlo, lo coherente es pedir ayuda a un especialista. Estos mensajes son claves y han de ser repetitivos para que los hijos los interioricen. – Ayudar a los hijos a afrontar el estrés y sobre todo enseñarles a comunicar emociones y sentimientos. Los padres pueden compartir en familia sus propios
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problemas, las situaciones que les generan estrés en el trabajo, por ejemplo, y pedir la opinión a los hijos: «¿Tú qué harías?». – En situaciones en las que uno no puede más, utilizar en familia la técnica de pararse, de respirar profundamente, de contar hasta diez, de cerrar los ojos y tratar de calmarse, de volver a contar hasta diez pero en sentido descendente. Hacer esto sistemáticamente, cuando se necesita, es enseñar a los hijos algunas técnicas de autocontrol emocional recomendables para utilizar cuando uno no sabe qué hacer o está altamente estresado. – Una estrategia preventiva de extraordinario valor es el formar a los hijos en inteligencia emocional. Hay muchos padres que, conscientes de los problemas que pueden tener los hijos en este ámbito, hacen un curso de inteligencia emocional para poder ayudar y servir de modelo en el manejo de emociones. En numerosas investigaciones, los adolescentes que más se autolesionaban eran los que obtenían puntuaciones más bajas en inteligencia emocional. El analfabetismo emocional que arrastran muchos adolescentes puede tener consecuencias muy serias. ¿Qué debe hacer la familia cuando se conoce el problema? – Esperar. No precipitarse. Si un padre o madre descubre este comportamiento de sus hijos, lo cual le ha llenado de inquietud y preocupación, y no sabe qué decir o cómo enfocar el tema, es mucho más responsable buscar la ayuda de un especialista, con el fin de que le oriente en su actuación. Por dar una respuesta rápida no se va a solucionar el problema; además, dar una respuesta rápida e inadecuada puede agravar la situación, con sus consecuencias subsiguientes. Los padres interpretarán la autolesión como una agresión, como una acción violenta, incluso lo pueden ver como un intento de suicidio; sin embargo, la interpretación del hecho es clara para el hijo que se autolesiona: es una respuesta a la necesidad de aliviar un dolor emocional que se le hace insoportable. El dolor físico que se produce anestesia, en cierta medida, el dolor emocional. – Una vez que ha descubierto la autolesión, la familia debe actuar con calma. Bien es verdad que es un impacto fuerte para los padres descubrir este problema, pero las reacciones desmedidas pueden llevar a los hijos a autolesionarse con más intensidad. Simplemente con reconocer que el hijo tiene un problema que le está haciendo sufrir es suficiente. Acto seguido buscar un especialista que lo ayude. – Evidentemente, si los padres conocen o descubren el problema no deben quedarse inactivos, sino controlar los mensajes y buscar un buen especialista para que intervenga con el hijo. Él les dará estrategias para poder afrontar el momento en que el adolescente siente deseos de cortarse. Igualmente el psicólogo ayudará al adolescente a entender su problema y descubrir, con su ayuda, qué es lo que realmente quiere «cortar». 111
– No encubrir el problema y que se quede en un secreto entre la madre y el hijo, por ejemplo. Los padres, ambos, tienen derecho a saber y los dos tienen la obligación de responder. – Tener paciencia, porque los procesos de ayuda son largos. No parar la intervención a mitad del recorrido. Es fundamental mantenerse y no impacientarse, ya que no se puede olvidar que las autolesiones son síntomas de otras dificultades o problemas más profundos. Y esos son los que hay que resolver. Solucionarlo lleva tiempo. – En muchos casos es necesaria la intervención de un psiquiatra, ya que el adolescente puede requerir medicación. La familia debe ser un soporte incondicional que garantice que el tratamiento se llevará a cabo. – En ningún momento juzgar o etiquetar al hijo como «un…», expresiones cargadas de incomprensión e insensibilidad. – Desde que se conoce el problema, la familia debe mostrar su apoyo incondicional asegurando al hijo que estará siempre a su lado para ayudarle a superar sus dificultades y problemas. – Los grupos de autoayuda son muy eficaces para los adolescentes, porque el hecho de encontrarse con iguales que tienen el mismo problema les tranquiliza y a la vez es fuente de un aprendizaje continuado. Las estrategias que sirven a uno pueden servirle a otro. El escuchar cómo un adolescente expresa sus sentimientos ayuda mucho a los demás a poner en común los suyos. Igualmente, toman conciencia de que ellos no son los únicos que tienen este problema, que hay muchos más y que todos los que están allí quieren solucionarlo. Paola Klug, escritora mejicana, narra unos cuentos muy especiales. Un escrito suyo, llamado Trenzaré mi tristeza, es una buena metáfora para poder hablar con los hijos sobre la canalización de las emociones. Se pueden buscar alternativas para canalizarlas, integrarlas y vivirlas con paz, pero hay que enseñar a los adolescentes cómo hacerlo, hay que ayudarles a encontrar el camino para procurar que, cuando tengan una emoción muy fuerte, la reciban, le pongan nombre y la integren para que el adolescente pase de ser actor de la emoción –es decir, de dejarse llevar por ella– a ser observador de la emoción –es decir, pasar a reconocerla y encauzarla–. «Decía mi abuela que cuando una mujer se sintiera triste lo mejor que podía hacer era trenzarse el cabello; de esta manera el dolor quedaría atrapado entre los cabellos y no podría llegar hasta el resto del cuerpo; había que tener cuidado de que la tristeza no se metiera en los ojos pues los haría llover, tampoco era bueno dejarla entrar en nuestros labios pues los obligaría a decir cosas que no eran ciertas. Que no se meta entre tus manos –me decía– porque puedes tostar de más el café o dejar cruda la masa; y es que a la tristeza le gusta el sabor amargo. Cuando te sientas triste, niña, trénzate el cabello; atrapa el dolor en la madeja y déjalo escapar cuando el viento del norte pegue con fuerza. Nuestro cabello es una red capaz de atraparlo todo, es fuerte como las raíces del ahuehuete y suave como la espuma del atole. Que no te agarre desprevenida la melancolía, mi niña, aun si tienes el corazón roto o los huesos fríos por alguna ausencia. No la dejes meterse en ti con tu cabello suelto, porque fluirá en cascada por los canales
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que la luna ha trazado entre tu cuerpo. Trenza tu tristeza, decía, siempre trenza tu tristeza…Y mañana, que despiertes con el canto del gorrión, la encontrarás pálida y desvanecida entre el telar de tu cabello»33.
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2.12. El fracaso escolar: «¡Haré lo que sea con tal de…!» Un fracasado es un hombre que ha cometido un error, pero que no es capaz de convertirlo en experiencia. ELBER T HUBBA R D
Nunca me ha gustado la palabra fracaso y eso no impide el que reconozca que en la vida hay fracasos, pero es una palabra tan radical, tan unida a la frustración, a la decepción, al desengaño, al desastre, a la derrota, a la desgracia que tal vez por eso no me gusta esta visión tan fatalista del fracaso y menos sus connotaciones tan negativas. El fracaso forma parte de la condición humana porque, afortunadamente, no somos perfectos. Y digo afortunadamente porque el fracaso es una oportunidad, no un estado inamovible, como se entiende en muchas situaciones cuando hablamos de «fracaso escolar». El que fracasa es un «fracasado», ¿podemos hablar de fracasados a los nueve, trece o quince años? Me parece una injusticia mayúscula. El fracaso es una posibilidad, es una ocasión para cambiar, para mejorar, para reconducir situaciones, para desplegar nuevas estrategias, para descubrir nuevos caminos, para aceptarnos a nosotros mismos con nuestras limitaciones. Un fallo, una decepción, un desastre, una desgracia, un venirse abajo, un no entender lo que dice el profesor de Matemáticas, un decaimiento personal, una frustración, una mala racha, ¿es un fracaso o puede ser una oportunidad? ¿Es una derrota o puede ser una conquista? El problema no está en el fracaso, sino en sentirse fracasado; y cuando un adolescente, o un niño –lo cual es todavía más escandaloso–, se siente fracasado es porque detrás de él ha habido una mala gestión, un mal aprendizaje, una falta de apoyo y un etiquetaje que anula todas las posibilidades de éxito. Pero ¿qué es el éxito? Otro término muy complejo. Recuerdo, en uno de los institutos en los que fui orientadora, una situación que nos puede ayudar a clarificar esto y ver la subjetividad que hay en los conceptos de éxito y fracaso. Yo acompañaba a Bruno, un alumno de 4.º de la ESO, que suspendía sistemáticamente todas las asignaturas. Sus motivaciones se alejaban mucho de una enseñanza formal. Tenía una buena capacidad intelectual, un razonamiento lógico adecuado y podía afrontar las materias de su curso sin ningún problema, pero le aburría la clase, no se sentía motivado para hacer lo que le pedían. Poco a poco, tras un trabajo personal, Bruno aceptó que, para conseguir sus sueños –quería ser mecánico de aviones–, necesitaba titular y tenía que pasar por el sistema. Bruno tenía un problema de base, le faltaba el dominio de conocimientos previos, y por eso cuando estaba en clase no entendía nada. Se hizo un buen programa de recuperación de conocimientos previos básicos y fundamentales y poco a poco Bruno se fue poniendo a la altura de la clase. Pasó de suspender todo a conseguir en la segunda evaluación suspender solo tres asignaturas. 114
En la misma clase de Bruno estaba Carlos, un alumno brillante, de altas capacidades, que se aburría bastante en las sesiones diarias y que de vez en cuando mantenía una presencia física en el aula pero no escuchaba ni atendía. Calos estaba enamorado de una compañera de su clase y sus pensamientos iban hacia Clara, su admirada compañera. A pesar del potencial de Carlos, sus despistes eran tan grandes que en la segunda evaluación suspendió también tres asignaturas. Nada más empezar el tercer trimestre, los padres de Bruno y los de Carlos solicitaron una entrevista conmigo. Empecé por los padres de Bruno. Vinieron los dos, el padre y la madre. Nunca he visto unos padres tan emocionados, contentos y agradecidos por los tres suspensos de su hijo. Para ellos era un auténtico éxito que Bruno por fin suspendiese solamente tres asignaturas. Los padres focalizaban ese éxito en mí y me costó hacerles ver que el éxito había sido de Bruno. Cuando los padres cambian la percepción con relación a los hijos, los hijos responden siempre. Una semana más tarde tuve la cita con los padres de Carlos. Vino solo la madre y esta mujer lloraba angustiada por el «fracaso» de su hijo, que había suspendido tres asignaturas. Esta mujer estaba completamente derrotada. Posiblemente su ego se vio dañado en el «fracaso de Carlos» que fue el «éxito de Bruno»: tres suspensos… La madre de Carlos tuvo dificultades para entender que su hijo estaba en un momento especial de su vida y que no pasaba nada por esos tres suspensos. Evidentemente, había que cuidar tanto a Carlos como a Bruno para que cumpliesen el objetivo no de aprobar, sino de dar lo mejor de sí mismos en su proceso formativo. «¿Qué está pasando con mi hijo…?». Este fue el saludo de la madre al entrar al despacho. Lo decía en un tono amenazante. Realmente sentía los tres suspensos como un «fracaso personal». Este ejemplo, y tantos más que podría poner aquí, justifica mi poca simpatía por la palabra fracaso, en el ámbito escolar. Porque el fracaso no está en no alcanzar todos el mismo objetivo, sino en no poner los medios para que cada alumno alcance los objetivos según sus capacidades. La escuela de los animales «Una vez, los animales decidieron que tenían que hacer algo heroico para solucionar los problemas de un “nuevo mundo”, de modo que organizaron una escuela. Adaptaron un currículo de actividades consistente en correr, trepar, nadar y volar. Para facilitar la administración, todos los animales cursaban todas las materias. El pato era excelente en natación, mejor incluso que su instructor, y obtuvo muy buenas notas en vuelo, pero pobres en carrera. Con el objeto de mejorar en este aspecto, tenía que quedarse a practicar después de clase, e incluso abandonó la natación. Esto duró hasta que se le lastimaron sus patas de palmípedo y se convirtió en un nadador mediano. Pero el promedio era aceptable en la escuela, de modo que nadie se preocupó, salvo el pato. El conejo empezó a la cabeza de la clase de carrera; sin embargo, tuvo un colapso nervioso como consecuencia del tiempo que debía dedicar a la práctica de la natación.
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La ardilla trepaba muy bien hasta que comenzó a sentirse frustrada en la clase de vuelo, en la que el maestro le hacía partir del suelo en lugar de permitirle bajar desde la copa del árbol. También sufrió muchos calambres como consecuencia del excesivo esfuerzo y le pusieron apenas un suficiente en trepar y un insuficiente en correr. El águila era una alumna problemática y fue severamente castigada. En la clase de trepar llegaba a la cima del árbol antes que todos los otros, pero insistía en hacerlo a su manera. Al final del año, una lechuza anormal, que volaba muy bien, también corría, trepaba y nadaba un poco, tenía el promedio más alto de la escuela y le correspondió pronunciar el discurso de despedida. Los perros de la pradera quedaron fuera de la escuela y se negaron a pagar impuestos porque la administración no había incluido en el currículo las materias de cavar y construir madrigueras. Pusieron a los cachorros a aprender con el tejón y más tarde se unieron a marmotas y topos para inaugurar una escuela privada de gran éxito» (R. H. Reeves).
En el fracaso escolar, tenemos que reconocer con humildad que a veces el problema es de la administración, por exigir al pato que corra como un gamo y pretender que el conejo vuele como una gaviota o cortarle las alas al águila por querer buscar nuevos caminos y otear desde lo alto con una actitud crítica. Otras veces la focalización está en una falta de apoyo familiar. Muchas familias tienen la actitud de atribuir los problemas de sus hijos al centro escolar. Si mi hijo saca buenas notas es que es muy listo, pero si saca malas notas la culpa es del profesor. Y no, esta visión es injusta y sesgada. Hay que buscar el origen, la causa de ese «ir mal», para poner los medios. Tampoco se trata de buscar culpables, sino de encontrar soluciones. En ocasiones puede haber una mala gestión en el centro escolar por no tener un buen sistema de atención a la diversidad. Pretender que todos alcancen los mismos objetivos es en sí misma una pretensión llamada al «fracaso». Esto no quiere decir que no haya que procurar que todos alcancen unos objetivos mínimos, cómo no, pero, si esto se acepta, habrá que aceptar también que haya unos criterios de evaluación adaptados que tengan en cuenta los objetivos mínimos para que puedan alcanzarlos los que tienen más dificultad y objetivos máximos para que los que tienen mayor potencial sientan el reto del esfuerzo. Otras situaciones son las que se derivan del propio alumno, de sus dificultades cognitivas o personales, y que requieren un tratamiento especial. La generalización en cuanto al éxito o fracaso es un riesgo y una osadía. Hay alumnos que titulan y parece que no han adquirido conocimientos ni actitudes, y otros que no titulan y hasta abandonan los estudios y leen, estudian y se forman por su cuenta mostrando unas actitudes proactivas y muy adaptativas. La realidad es que el abandono escolar en la adolescencia se da en todos los niveles sociales, y no solo en alumnos con un bajo coeficiente intelectual. Esto sí nos debería llevar a hacer un buen análisis no solo del propio sistema educativo, sino también de las oportunidades de cambio que se han presentado a los alumnos en un momento de dificultad.
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González Tirado, analizando el fracaso en la universidad, se remonta a los inicios de la escolarización y hace referencia a los estudios de Martínez Muñiz, el cual investiga las causas del llamado fracaso escolar y dice: «Encontramos que una de las principales causas del fracaso escolar es la inhibición intelectual del niño, y se presentan la influencia del ambiente familiar y escolar y las dificultades de aprendizaje como modalidades de la inhibición intelectual» 34. Esta idea de inhibición intelectual es muy interesante y es real. Muchas veces los mensajes que se dan en los centros escolares, las descalificaciones que se hacen en las familias, las comparaciones con ese otro adolescente al que parece que todo le sale bien y todo lo hace bien, son un caldo de cultivo de la baja autoestima y un efecto de este valor que el adolescente o el niño da a su propio yo y que le inhibe de hacer lo que podría hacer en situación de confianza y libertad emocional. ¿Podemos decir que es el niño el que «fracasa» o el que sufre fracaso escolar, o es el niño y el adolescente el que sufre algún «fracaso» educativo? ¿Podemos hablar de fracaso escolar cuando nos referimos a niños con algún trastorno de aprendizaje, es decir, que tienen alguna disfunción en su capacidad para aprender? ¿Podemos llamar fracasado al niño o joven que tiene una disfunción visual o un problema en su organismo físico? Si el llamado «fracaso escolar» consiste en que un alumno no alcanza el nivel de rendimiento y de competencias esperado para su edad, entonces no hay más que un camino, y es contestar a esta cuestión: «¿Por qué?». Para responder a esta pregunta están no solo los padres y los profesores, sino también los equipos de orientación que ayudan en el esclarecimiento de este interrogante y proponen medios para paliar este problema. Esta situación –la vamos a llamar, a partir de ahora, de «dificultad»– puede aparecer al comienzo de la escolarización, bien porque el niño tenga dificultades madurativas, bien por problemas del lenguaje, bien por otros problemas que pueden hacer que el niño no alcance el nivel de rendimiento esperado. En este caso es necesaria una actuación específica. Se puede dar el caso de que el niño comience su escolarización bien, pero llegue a la adolescencia y comiencen las dificultades, los suspensos, los problemas. En este caso el adolescente también necesita una ayuda específica, y posiblemente la dificultad se centre en el cambio evolutivo del momento. El adolescente no alcanza los objetivos ni el rendimiento esperado porque su personalidad está sufriendo cambios, no porque su capacidad esté dañada. Se puede dar una situación puntual de no alcanzar el rendimiento esperado porque el adolescente está viviendo un mal momento: puede haber sufrido una pérdida familiar que le ha afectado seriamente; puede despertar al enamoramiento, como en el caso de 117
Carlos; puede estar viviendo un momento interior de desconcierto que le impide centrarse en sus tareas, o puede estar viviendo una situación familiar delicada, como una separación o divorcio de los padres. Si un profesor quiere enseñar realmente, con voluntad de que cada alumno salga de la clase habiendo aprendido «algo», y un alumno quiere aprender ese «algo», se produce el éxito profesional y personal, que es el que en definitiva importa, más que las cifras. ¿Qué hacer? – Una vez más, la solución está en aceptar al hijo real. Ese hijo soñado como el más listo, más guapo y más bueno ha de ser sustituido por el hijo real. Cuando se acepta que el hijo tiene dificultades para aprender, los padres ponen los medios. Cuando no se ve la realidad, no se solucionan los problemas. – La familia debe observar, escuchar mensajes, saber interpretarlos. Cuando un hijo culpa sistemáticamente al profesor, «no sabe explicar, no hay quien le entienda, es muy exigente, con él no hay quien apruebe...», es porque estos mensajes claramente significan «necesito ayuda, no me entero de nada, echo la culpa al profesor porque me cuesta pedir ayuda…». La familia tiene que saber interpretar estos mensajes para poder actuar en consecuencia. Cuántos alumnos, al proponerles una ayuda externa para poder entender alguna materia, han respirado y han dicho «sí, por favor…» porque realmente quieren aprobar, pero reconocen que tienen alguna dificultad y necesitan ayuda, mas no saben cómo decirlo a sus padres. Cuidado con caer en la trampa de que si le pongo «un profesor particular» a mi hijo se le tienen que solucionar todos los problemas de aprendizaje. Antes de tomar esta medida hay otras muchas que han de pactarse con el centro educativo y que son propias unas de la familia y otras específicas del centro. – Una mala gestión de los padres que ayudan a sus hijos en las tareas escolares es hacer por ellos, darles la solución de sus problemas. Esto es una malísima práctica, porque oxida y anula la capacidad de pensar del hijo. Ayudar a pensar siempre es la mejor manera de facilitar la comprensión en los hijos. Hacer por ellos, nunca. Ese falso sentido de protección se llama superprotección, como apunto en mi libro: «A primera vista, esta actitud muestra una loable solicitud y dedicación a ese hijo. Pero los padres, al hacerlo todo en vez del hijo, le impiden cualquier grado de autonomía y con ello no desarrollan sus competencias. Esta actitud puede estar asociada a sentimientos de culpa. Centran toda su atención en ese hijo y a veces se olvidan de la presencia de las otras personas del núcleo familiar… Proteger es una actitud sana y necesaria que implica un cuidado del niño evitando los riesgos innecesarios. Sobreproteger es impedir que el niño desarrolle habilidades que le permitan desenvolverse de manera autónoma. 118
Sobreproteger es hacer por el niño y, paradójicamente, la sobreprotección desprotege, generando sentimientos de minusvalía e inseguridad personal» 35 . – Estar en contacto con los profesores. Da la impresión de que cuando los hijos llegan al instituto los padres se liberan de la responsabilidad de asistir a tutorías con los profesores. Muchas veces el lamento de muchos profesionales es «Los padres no aparecen ni a las reuniones de principio de curso ni a las tutorías a las que se les cita». Una buena comunicación solventa muchas dificultades en todos los niveles educativos.
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3.
Intimidad
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¿Qué es la intimidad de los hijos? ¿A qué nos obliga? Necesitaba un nido, un lugar donde refugiarse, donde pudiera escapar de los demás, un hogar para él solo, para preservar su intimidad sin que lo vigilaran. GA O XIN GJIA N
«Todo iba bien con mi hija. Aparentemente parecía una adolescente normal, con sus dificultades emocionales, pero no dejaba de ser ella misma. Cariñosa, comunicativa, alegre. Iba al instituto y, aunque no se mataba por sacar notas altas, aprobaba todos los cursos. Poco a poco me di cuenta de que pasaba demasiado tiempo en su cuarto delante del ordenador y se molestaba mucho cuando entraba sin llamar a su habitación. Nunca lo había hecho y ahora me costaba entrar en esa dinámica de avisar de mi llegada. Me inquietó mucho y empecé a fabricar fantasmas en mi mente, que me asustaban. ¿Tendría relaciones sexuales, estaría metida en algún problema de drogas, tendría adicción a algo, algún perverso estaría haciendo daño a mi hija…? No podía aguantar más, así que una mañana, cuando Almudena estaba en el instituto, entré en su habitación y busqué por todas partes alguna pista que calmara mi ansiedad… Solo vi un paquete de tabaco y una carta de un chico que le declaraba su amor en un tono que no me gustó nada. No podía permitir que un mocoso escribiese de esa manera tan burda y grosera. Mi problema desde ese momento era cómo podía decirle a mi hija que sabía lo de ese chico. Conociendo a Almudena, sabía muy bien que no aceptaría el que hubiese husmeado entre sus cosas. Sabía que tendríamos un problema grande, muy grande». Y así fue, Almudena se dio cuenta de que alguien había entrado en su habitación. Pidió explicaciones a su madre, y esta, en un momento de impulsividad y de rabia, le dijo a su hija que sí, que ella había entrado en su cuarto, porque estaba muy preocupada y necesitaba saber qué era lo que pasaba. La intimidad de Almudena había sido invadida y las consecuencias fueron deplorables. La comunicación se deterioró por una mala gestión de los hechos y por haber entrado, sin permiso, en un terreno llamado intimidad. ¿Qué es la intimidad? La palabra intimidad viene del latín intimitas, que se refiere a lo que es privativo de cada uno. Aquello que está dentro de cada persona, sin ningún tipo de manifestación pública. La Real Academia Española define la intimidad como «Zona espiritual íntima y reservada de una persona o de un grupo, especialmente de una familia» 36.
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Estamos ante una zona interior, exclusiva, personal, infranqueable, reservada, oculta y confidencial que, por ser privada, se convierte en zona restringida. Es un derecho personal extensible a todas las edades y que comprende todas las dimensiones de la persona. Intimidad física y sexual, intimidad cognitiva, de ideas y pensamientos, intimidad emocional, de sentimientos y emociones, intimidad relacional y social, intimidad espiritual, de valores y creencias. La intimidad lleva a mantener todas estas dimensiones de manera privada si la persona así lo decide. Cuando lo exclusivamente privado se comparte con otra persona o grupo, hablamos de un ámbito íntimo. La intimidad lleva de la mano el concepto de soledad. En mi soledad, en mi necesidad de estar solo, mi yo íntimo aflora. En esa soledad, mi intimidad física, emocional, relacional (relación conmigo mismo), cognitiva y espiritual encuentra su espacio para desarrollarse y para tomar yo conciencia de ella. Esto trae de la mano un nuevo concepto, el de espacio personal. Todos necesitamos de un espacio personal para descansar, pensar, soñar, comprometernos… Todos. Ese espacio personal es asaltado con mucha frecuencia por los padres. Los hijos, que también lo necesitan, se resienten, se enfadan, y comienzan muchos problemas de relación cuando se invade su espacio personal. Este dominio particular requiere, en consecuencia, de un alejamiento del otro. Solo en el caso de que la persona permita la entrada del otro se podrá acceder a ese espacio único y privado. Otro concepto fundamental es el respeto. Ante la intimidad del otro no cabe más que el respeto. Y el respeto va de la mano de otro concepto: dignidad. Respetamos lo que es digno, meritorio, estimable y admirable. Y si algo tiene estas características de dignidad, mérito, estima y admiración es la intimidad del otro, por derecho y por sagrada. La intimidad tiene que ser respetada y hay que interpretarla como derecho y como necesidad, no como aislamiento. Como derecho, el niño y el adolescente tienen derecho a ese espacio donde pueden crear, imaginar, fantasear, hablar consigo mismos. Esto es necesario y ayuda al niño y al adolescente a construir su propia personalidad y a desarrollar muchas habilidades. Es una obligación respetar la intimidad. Como necesidad: La persona precisa y requiere de espacios de intimidad, espacios para encontrarse consigo misma, y esa necesidad se descubre desde la infancia. Recuerdo que mis hijos cogían sábanas y se hacían espacios cerrados, como chozas, donde nadie podía entrar más que ellos. Allí reían, soñaban, jugaban, discutían y gestionaban sus problemas desde sus parámetros y no desde las medidas adultas. Allí gestionaban sus tristezas y se recomponían ellos solos sin la ayuda de ningún adulto. Lo
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necesitaban. El gusto por las tiendas de campaña, por rinconcitos acogedores, no es más que expresión de la necesidad de intimidad. Cuando la intimidad personal se comparte con alguien, nace otro concepto fundamental: la confidencialidad, que tiene su base en el respeto e implica la reserva y no publicación de la intimidad compartida. Actualmente muchas personas se encuentran dañadas por la ruptura de la confidencialidad. Hay una desprotección de informaciones personales, aunque haya una ley de protección de datos. Otra palabra clave, por tanto, que rodea la intimidad es la protección de datos. Otro concepto fundamental, derivado de la intimidad, es el secreto profesional, al que dedicaremos un apartado por la dificultad que entraña al tratar con familias que exigen saber y con niños y adolescentes que exigen respeto. Otra cuestión que la palabra intimidad sugiere es el uso y abuso de la intimidad hecho en los medios de comunicación. Personas que venden su intimidad por dinero o por salir en los medios de comunicación y que hacen un grave daño a los adolescentes que creen que su intimidad puede ser publicada y exhibida, entrando, a veces, en terrenos peligrosos, como ya hemos apuntado en este libro. En este sentido podemos hablar de «extimidad». No es más que lo contrario de intimidad y consiste en hacer públicos los aspectos más íntimos de cada uno. Consiste en exponer públicamente actuaciones íntimas (colgar en Internet relaciones sexuales), pensamientos, ideas que son privativas de la persona pero que se exhiben con un determinado fin. No tenemos más que encender el televisor para entender este concepto. Hay un bombardeo de historias íntimas, dando la impresión de que la intimidad ha salido al mercado. Está en venta. Se renuncia a lo más íntimo, a lo exclusivo, a ese espacio personal propio y excepcional que se llama intimidad, por dinero, por un absurdo deseo de publicitarse, por llamar la atención o por ser el centro de las miradas de todos los que entran en este juego de vender el yo íntimo. Los adolescentes ven programas como Gran Hermano, donde se exhibe la privacidad, se inventan relaciones con una superficialidad increíble, y los imitan. No les importa grabar escenas personales o de otros y subirlas a Internet sin medir las funestas consecuencias que esto puede tener. El adolescente busca inflar su ego, ser centro, compensar sus propias carencias. Esta forma de socializar «virtualmente» tiene sus ventajas y sus inconvenientes, y uno de estos es la «extimidad». Es necesario concienciar a los adolescentes y a los niños de que, una vez que alguien sube un vídeo, una foto o un escrito a Internet, se hace público y detrás pueden encontrarse con intenciones y acciones perjudiciales para los que dejan desde ese momento de controlar su intimidad por su vídeo, su foto o su testimonio.
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Lucía Tello ha escrito un artículo muy interesante sobre la intimidad y la «extimidad» en las redes sociales y dice: «Esta “extimidad” y auge de la transferencia de datos personales han derivado en que las redes sociales generen una ingente cantidad de información personal, a la postre útil para quienes basan su profesión en la recopilación de datos de usuarios» 37 . Más adelante dice: «La generalidad de los usuarios desconoce que sus datos personales, las elecciones que realiza en los distintos buscadores, los productos que compra o los enlaces que visita son almacenados y empleados para fines de variada naturaleza sin su consentimiento», y después aclara las razones: «La culpa es de tres grandes fuerzas: está la tecnología en sí, que permite seguir la pista de una vida entera y de cualquier persona con una precisión instantánea […]. Luego está la búsqueda de beneficios, que hace que las empresas hagan un seguimiento cada vez más detallado de los gustos y costumbres de sus clientes para personalizar la publicidad. Y por último están los Gobiernos, que encuentran maneras de hacerse con muchos de esos datos, además de reunir montañas de ellos en sus propios servidores» 38. Cuando esta ingente información cae en manos de usurpadores de la intimidad con fines perversos, el resultado puede ser catastrófico para los adolescentes y para cualquiera de nosotros. Si los padres son conscientes del peligro, pueden poner medios antes de que lleguen los problemas; de lo contrario, tendrán que afrontar realidades muy desagradables cuando el problema haya surgido. En este caso los padres han de valorar la gravedad del tema y poner los medios. Uno de ellos es el llevar a los hijos a un psicólogo, si fuese necesario. El adolescente, cuando entra en tratamiento psicológico, en la mayoría de los casos abre de par en par su intimidad. Esta apertura a ese espacio íntimo conlleva una confianza en la confidencialidad del otro. Y de esa confidencialidad nace el llamado secreto profesional. Con más frecuencia de la que podemos pensar, a los psicólogos y los que acompañamos a adolescentes y niños en los procesos de cambio se nos exige que demos información. Pero también es corriente encontrarse con el dilema personal de contar o no cierto tipo de información. Imaginemos ideaciones suicidas, abusos sexuales, amistades peligrosas… ¿Qué es el secreto profesional? No es ni más ni menos que una manera de garantizar la privacidad, la intimidad, que se ha descubierto en una relación de confianza. Es decir, el adolescente confía en la persona que le ayuda y, llevado por esa confianza, comparte y pone palabras a su intimidad. El 124
secreto profesional implica una obligación de guardar silencio. En principio esto es fácil; la dificultad nace cuando el problema requiere o parece requerir la revelación. Existen legislaciones al respecto donde se marcan los casos en que es obligatorio por ley romper el secreto profesional y que son obvios: casos como abusos sexuales, amenazas graves, problemas con personas con deficiencias y en peligro, entre otros. Pero al mismo tiempo hay códigos éticos de colegios profesionales de psicólogos, en algunos países, que tienen la obligación, sin excepciones, de guardar el secreto profesional, incluso ante órdenes judiciales. El artículo 40 del código deontológico del Consejo General de Colegios de Psicólogos dice: «Toda la información que el/la psicólogo/a recoge en el ejercicio de su profesión, sea en manifestaciones verbales expresas de sus clientes, sea en datos psicotécnicos o en otras observaciones profesionales practicadas, está sujeta a un deber y a un derecho de secreto profesional, del que solo podría ser eximido por el consentimiento expreso del cliente. El/la psicólogo/a velará porque sus eventuales colaboradores se atengan a este secreto profesional» 39. Para que funcione bien una relación con el niño o adolescente, hay que garantizar la confidencialidad. Lo mejor es explicarles que se garantiza la privacidad como algo sagrado y que no se contará nada de lo que en las sesiones se diga, salvo que esté su vida en peligro. Hay que explicar esto muy claramente, porque ¿dónde está el peligro para el adolescente? Es necesario dejarles muy claro lo que se entiende por peligro para su integridad y vida, y llegar al acuerdo de una manera explícita y concreta: «¿Estás de acuerdo con lo que te digo?». Ante informaciones que sean privadas e íntimas y que no impliquen un riesgo grave, pero que para el desarrollo del proceso de ayuda pueda venir bien compartir con los padres, con el fin de ayudar al padre y a la madre a cambiar de estrategias, se consulta con el adolescente y se pide permiso. Si el adolescente da permiso, se revela la información. Si no da permiso, se mantiene el secreto y se buscan estrategias diferentes de actuación. Es decir, el que ayuda a un adolescente tiene un deber de mantener el secreto. Los padres, como tutores, tienen el deber de proteger a los hijos, y como tutores legales necesitan cierta información, pero no toda la información. Hay padres que preguntan: «¿Qué te ha dicho?». Esta pregunta es del todo indiscreta y no se debe contestar. Para evitar estas situaciones es bueno dejar claro al inicio de cualquier intervención el compromiso de confidencialidad, tanto con el niño o adolescente como con los padres. En estas etapas de la vida viven la falta de discreción como una auténtica traición; y decir a los padres algún detalle y los padres utilizar esa información cuando están con los hijos es el camino seguro para el fracaso de la ayuda.
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El asalto a la intimidad por parte de los padres es también insospechado. Los padres, en su ansia por conocer lo que hace y dice el hijo, llegan a utilizar medios inadecuados, que pueden ir desde la contratación de un investigador privado para que les diga lo que hace el hijo, con quién va, lo que consume, etc., hasta la compra de aparatos que controlan los mensajes de los hijos por el móvil o Internet. Es decir, espían a los hijos por diversos métodos. Con relación a los problemas que trae la Red, existen muchas aplicaciones informáticas y de móviles que se utilizan para saber lo que el hijo hace y dice y, en definitiva, tener el control asegurado. Son aplicaciones que localizan al hijo o que recogen las direcciones de los documentos y mensajes que envían los mismos. Más adecuados que estos métodos son los filtros de contenido que se pueden instalar en el ordenador del hijo, pero eso no impide que el hijo, cuando esté en casa de un amigo, acceda a las páginas que no puede ver en su casa. Antes de llegar a estos extremos es mucho más pedagógico y ético el educar a través de la conversación familiar que pueda ayudar a prevenir, generar confianza, además de las pautas que se han ido dando a lo largo de este libro. ¿Qué hacer para respetar la intimidad de los hijos? – Los padres deben refrescar la memoria y pensar en ellos mismos. Recordar todas esas cosas relativas a la primera vez que el padre o la madre se enamoró y nadie se enteró, los poemas escritos que nadie leyó, los objetos de la compañera o del chico al que se amaba y que eran auténticos fetiches, las broncas de algún profesor que se ocultaban como un secreto vital y tantas y tantas vivencias de la adolescencia que eran exclusivas y personales. La intrusión de los padres era motivo de fuerte enfado. ¿Por qué ahora, que ese adolescente se ha hecho mayor, al cambiar al rol de padre o madre lo quiere controlar todo? – La comunicación con los hijos en todas las etapas de la vida de estos es fundamental. Hablar con los hijos de la intimidad es constructivo, da seguridad al hijo y garantiza el respeto de padres e hijos. Es muy triste escuchar esto de un adolescente: Alberto decía «Estoy harto de mis padres. ¿Hablarán con sus amigos como hablan conmigo? Son monotema. Solo les interesa lo que hago. “¿Te has duchado? ¿Has hecho los deberes? ¿Tienes algo que hacer?”. Les da igual lo que pienso, lo que siento, solo me preguntan y me preguntan. Yo voy a empezar a preguntarles a ellos por lo que hacen o si se duchan, a ver qué tal les sienta». Los hijos no son malhechores que requieran de control exhaustivo. No. Los hijos son personas en desarrollo, en formación, que necesitan ser educadas desde el respeto y la autoridad sana y responsable. Al mismo tiempo, es precioso escuchar de un hijo: «Mamá, si quieres puedes leerlo…».
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– Utilizar la crítica constructiva, no la destructiva. Ayudar a los hijos, desde pequeños, a entender el error como una oportunidad de mejorar para no volver a cometerlo. En ese intento hay crecimiento, hay alternativa, hay búsqueda de la verdad y del bien. Cuando el error es solo motivo de reproche, censura, desaprobación y sermoneo, sin ayudar al hijo a encontrar una solución que arregle su error, se cierran con código secreto la confianza y la seguridad en el otro. Es el camino seguro para la mentira, la ocultación, el secretismo y el silencio. No hay acceso ni siquiera a un mínimo espacio de intimidad. – Llamar siempre a la puerta para entrar en su habitación, sea un niño de cinco años o un adolescente de trece. Toda interrupción de la intimidad, se haga lo que se haga, genera malestar. – Frenar el deseo, a veces incontrolado, de controlar al hijo. El control obsesivo atenta siempre a la intimidad. – No permitir que los hijos sean huérfanos informáticos, es decir, se metan en la habitación, sobre todo cuando son pequeños, y accedan a lo que quieran sin ningún control. La «extimidad» se da mucho a través de las redes sociales. – Cuando un hijo dice «Mamá, papá, quiero hablar con vosotros», que la respuesta no sea «En otro momento, ahora no puedo». Si realmente no se puede, explicar al hijo el porqué y poner fecha y hora, pero no dejar pasar el momento. Tal vez lo que el hijo quiera decir sea una confidencia; pasado el momento de necesidad comunicativa, se puede cerrar la puerta de la comunicación, gestionando el hijo su necesidad desde la soledad y, muchas veces, la rabia. – Aceptar que hay una zona íntima que no pertenece a los padres. Los padres no tienen por qué saberlo todo. Esa zona obliga a respetar. Además es muy sano y beneficioso que el niño y el adolescente aprendan a gestionar su propia zona íntima. – No olvidar que la adolescencia es como un ensayo para la salida del hogar paterno: el hijo empieza a despegarse, a ser él mismo. A veces no sabe cómo hacerlo y por ello surge el conflicto. El que se invada su intimidad le produce mucha rabia, y por ello hay que tener mucho cuidado, porque esto les aleja con dolor. El proceso de alejamiento para vivir su propia vida ha de hacerse progresivamente, sin asaltos a la intimidad y con paz y confianza. Los padres han de soltar poco a poco la cuerda del control para que ellos sean capaces de controlarse a sí mismos. No imaginar siempre lo peor. ¿Por qué ha de ser lo peor? Javier Urra escribe un libro basándose en 5.000 respuestas dadas por adolescentes sobre lo que callan y ocultan los hijos. Muchos de sus secretos son ingenuos40. – Si los padres tienen un hijo que dice que se lo cuenta todo, agradecerlo y respetarlo, pero no hacerlo público con las amigas, con la vecina de enfrente o con los profesores. La confidencialidad es un derecho y una obligación de los 127
padres. Esa confidencia del hijo que comunica lleva de la mano una respuesta de no romper esa confianza. – Aceptar con humildad que ser padre no significa ser confidente. Es más, hay problemas y cuestiones que plantean los adolescentes que son mucho mejor llevados por personas ajenas a la familia que por los padres. El padre lleva una carga de componente afectivo y emocional que no ayuda a comprender ciertos planteamientos de los hijos. Los padres, a lo largo de la infancia del hijo, han aprendido a decir «esto no se hace, esto no se dice, esto es así, tienes que hacer…». Y, llegado un momento, se debería desaprender, para usar más el «¿qué te parece si…». Dar soluciones en determinados conflictos es añadir un problema más, porque el hijo no lo acepta. – No abandonar nunca la obligación de ser padres: «Vete de casa, puedes hacer lo que quieras, no me importa ya lo que hagas…». Y menos si se dice después de invadir la intimidad de un hijo. Son expresiones que no deberían salir nunca de la boca de los padres, porque no se puede abandonar la ineludible labor de serlo y esto implica preocupación y ocupación por los asuntos de los hijos. – No actuar por impulsos. A veces los padres tienen serias y fundadas sospechas de que su hijo está en un «rápido» y el agua le lleva sin rumbo. Antes de entrar en su intimidad, preguntarse: «¿Qué gano yo rebuscando en sus cajones? Si mi hijo se entera, ¿qué podría pasar? ¿Qué otra cosa puedo hacer para abordar este tema, qué creo que es seguro, sin asaltar su intimidad? ¿Me ayudaría el hablar con alguien experto en esto para ver qué pasos debo dar?». En caso de sospechas de consumo de drogas, malas compañías…, se puede llamar a la FAD (Fundación de Ayuda contra la Drogadicción) o a Proyecto Hombre, ya que no solo asesoran, sino que pueden concertar citas con los padres que sospechan de sus hijos, para ayudarles de una manera adecuada. Ellos, como expertos, según la gravedad del caso ayudarán a discernir sobre todas las dudas de los padres. Entrar en un rápido de un río de manera impulsiva es un predictor de la posibilidad de sucumbir ante la fuerza del agua. Para entrar, decíamos al principio del libro, es necesario tener las estrategias y los medios adecuados no solo para no hundirnos y ahogarnos, sino para salvar al hijo. La precipitación nunca es buena. Creer que se gana tiempo invadiendo el espacio es un error. Se gana desde la seguridad, desde el bien hacer, desde el acompañamiento de expertos y desde la comprensión del propio riesgo.
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Epílogo Rebeca Mata es una música y escritora mejicana que relata una historia, un cuento que llama La intimidad sonora. En esa intimidad, el protagonista del cuento encuentra algo que lo enloquece, que lo aleja de los demás, que lo obsesiona y, cuando con la publicidad se rompe el encanto que encuentra, las consecuencias son muy adversas. «Cristóbal llegó por primera vez a la ciudad de Angulema. Daría un concierto en la iglesia y fue a probar la acústica del lugar. Extrañó a María. Ella lo dirigía en las pruebas de sonido, él confiaba en sus observaciones. Iban juntos a las giras y era feliz a su lado. Esta vez, María se había quedado para supervisar la mudanza a la nueva casa. De regreso al hotel, encontró la invitación de un maestro laudero para que conociera sus instrumentos. Salió a caminar en busca del taller; encontró el lugar después de un paseo breve, era un edificio antiguo con ventanales altos. Abrió la puerta y respiró el aroma de la madera. Lo descubrió recostado sobre una mesa cubierta de paño verde; un violoncello francés del siglo XVIII; sus vetas de arce le recordaron el enigma de la escritura cuneiforme. Su atención fue atrapada de inmediato. El instrumento estaba en perfecto estado y la restauración lo hacía parecer recién construido. Era una oportunidad singular, no dudó en comprarlo. De vuelta a casa, lo contempló durante horas con el mismo asombro de quien mira, por primera vez, el cuerpo desnudo de una mujer virgen. Al sentir la madera, tuvo un gran deseo de pulsarlo. Ya era tarde y prefirió saludar a María hasta el día siguiente. El amanecer lo sorprendió tocando, tenía los dedos llenos de sangre. Desde aquel momento decidió usar el instrumento nuevo y volvió a salir de gira. Por las noches, enfebrecido probaba pasajes que de pronto se le habían revelado durante el sueño. El sonido claro y dulce del instrumento tenía un cuerpo que viajaba dócil, atravesando cualquier sala de concierto. Cristóbal exploró sus curvas con lentitud. Se detuvo en sus hombros y acarició su cintura. Al abrir el estuche, la ternura invadía la habitación. Cuando le dolían las articulaciones de los dedos, pensaba que su violoncello podía ser su mejor amante, lo cobijaba por horas con su cuerpo sin escuchar reclamos. Terminada la gira, Cristóbal habló con su representante para que le concertara nuevas fechas. Encadenó un concierto con otro y no quiso ya regresar a casa. Evitaba pensar en María, que lo esperaba desde hacía semanas. Se preguntó si alguno de los anteriores dueños del cello habría sentido la misma pasión por él. Imaginar los secretos que otros habían descubierto en su historia, los sonidos, sus habilidades técnicas, le provocaba celos. El símbolo heráldico del duque de Angulema daba al cello la fuerza de la inmortalidad y el abolengo. Gracias al fuego, el escudo con tres coronas quedó marcado dentro de sus patas. Poco a poco, Cristóbal descubrió el espíritu que Breton, al construirlo, dejó habitando el instrumento. Reconocía las pasiones de la corte y al abrazarlo veía mujeres hermosas seducidas por el sonido. Una tarde al tocar un preludio tuvo la visión de una dama, vestida de seda roja, ejecutando la misma pieza. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pues su amante acababa de abandonarla. Tiempo después, visualizó a un hombre, vestido de etiqueta, que era asesinado y despojado del instrumento. Las vibraciones profundas paseaban por su cabeza. Cristóbal y su cello dormían abrazados. Ya no deseaba a María: tocaba desnudo, lo recorría con sus manos de amante. Luego, al colocarlo entre sus piernas, besaba las texturas del ébano, abeto, arce: las reconocía a ciegas. Cristóbal pensó que lo dominaba. Al tocar, sus dedos virtuosos subían y bajaban por el diapasón a velocidades sorprendentes; a veces ejecutaba melodías que le eran desconocidas. La gente lo escuchaba con asombro. En cierta ocasión, en un pasaje del concierto de Dvorak, sintió que el cello quería escapar de sus brazos. Durante el tutti de la orquesta, volteó hacia uno de los palcos y descubrió a un hombre en el instante en que perdía el sentido. Cristóbal tuvo que detener con fuerza el instrumento en los pasajes más dramáticos, pues intentaba huir. El arco resbalaba de sus manos sudorosas al final del concierto. El público hacía largas filas afuera de los teatros, para asistir a sus recitales, a pesar de saber que la emoción podría resultar mortal. Varias personas habían sufrido infartos durante sus ejecuciones magistrales.
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Cristóbal comenzó a tener celos de su público. Ya no le pareció que hubiera reacciones tan desmedidas ante su música. El canto que brotaba de su instrumento daba un placer que quería solo para sí. El violoncello era un objeto sagrado que ya no deseaba compartir con nadie. Al término de una serie de presentaciones, decidió recluirse en casa. Llamó al representante y canceló sus compromisos, sin ninguna explicación. Tocaba en el estudio con las cortinas cerradas, sin ningún testigo. Una noche, oyó las voces de los vecinos de los departamentos contiguos y supo que disfrutaban de sus melodías a través de los muros. Irritado, se trasladó al campo. En el nuevo hogar, recobró la calma, tocó de nuevo hasta sentirse agotado y satisfecho. Los días eran apacibles y sintió bienestar por un tiempo hasta que un día, al ir a comprar víveres, un hombre lo felicitó por sus hermosas interpretaciones. A Cristóbal se le incendió el rostro. Salió presuroso de la tienda y regresó sin aliento. En la casa lo aguardaba el instrumento como un prisionero; desfallecido sobre el tapete, en el mismo sitio donde lo había dejado. Salió al cobertizo, pasó el resto del día, asegurando los postigos para que no pudieran abrirse. Sacó un rifle y disparó al aire para espantar a los animales que merodeaban los alrededores. Ninguna criatura sería testigo de lo que había entre ellos. Se pertrechó en su casa. La voz del cello se tornó opaca, él percibía la tristeza. El instrumento ya no intentaba fugarse; al tocarlo, Cristóbal solo sentía un leve temblor en sus brazos. Le contaba que nunca nadie lo había conmovido como su cuerpo. El cello quedaba preso dentro del estuche mientras él comía. Por las noches se acostaban juntos. Se agotaron las provisiones, sin embargo no lo dejaría solo; temía alguna traición. Tampoco lo llevaría consigo al pueblo, desconfiaba de toda la gente. Solo él, su dueño, disfrutaría de su forma, de sus vetas o su voz. Primero se acabó la música, después la casa se quedó en silencio. El representante lo había buscado durante un tiempo. Llegó una tarde acompañado por la policía. Rompieron la cerradura. Sobre la cama rojiza, Cristóbal estrechaba con las muñecas hendidas la mortaja que guardaba el cuerpo astillado de su violoncello»41 .
A lo largo de este libro hemos ido viendo los diferentes problemas que pueden darse en la adolescencia y muchos están reflejados en Cristóbal, sobre todo los relacionados con las adicciones, videojuegos, falsas percepciones de la realidad, anorexia, problemas que llevan al aislamiento, a la locura. Cristóbal entra en ese estado: cada vez se hace más antisocial, abandona a María, sus compromisos musicales, para entrar en ese retraimiento incomunicativo elegido, como muchos de nuestros adolescentes con aislamientos cada vez más extremos y cada vez más perjudiciales, pudiendo llegar a situaciones límite, como en el protagonista de esta historia. Lo que él cree que es un asalto a su intimidad aún le perturba más y más. La autoridad tiene que intervenir. El río de la vida de Cristóbal le introdujo en un remolino, en un círculo vicioso, en un estado de aislamiento perturbador. La autoridad paterna y la autoridad profesional tenían que rescatarlo de ese remolino que le devoraba y consumía, que no le permitía seguir viviendo una vida propia de su edad.
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Notas 1. En C. SA N TA MA R ÍA , El duelo y los niños, Sal Terrae, Santander 2010, 19. 2. OMS, «El embarazo en la adolescencia», nota descriptiva 364, actualización de septiembre de 2014. 3. OMS, nota descriptiva citada. 4. J. C. BER MEJO y R. M. BELDA , Cómo educar una sexualidad humanizada, Sal Terrae, Santander 2010, 14. 5. A. P ER A LBO, El adolescente indomable: Estrategias para padres: cómo no desesperar y aprender a solucionar los conflictos, La Esfera de los Libros, Madrid 2011, 392. 6. S. SUSSMA N , J. B. UN GER y C. W. DEN T, «Peer group self-identification among alternative high school youth: A predictor of their psychosocial functioning five years later»: International Journal of Clinical and Health Psychology 4 (2004), 9-25. 7. M.ª V A LER IO, «España duplica la tasa mundial de consumo de alcohol»: El Mundo, 12 de mayo de 2014, http://www.elmundo.es/salud/2014/05/12/5370bca922601d52648b4577.html. 8. J. P. ESP A DA y otros, «Adolescencia: consumo de alcohol y otras drogas»: Papeles del Psicólogo (Madrid) 23, n. 84 (2003), 10. 9. S. MIN TEGI, «Las urgencias pediátricas ya atienden a niños de 11 años con coma etílico», entrevista por Lucía Ferro: La Vanguardia, 10 de junio de 2013, http://www.lavanguardia.com/vida/20130610/54375445528/urgencias-ninos-11-anos-coma-etilico.html. 10. R. CÓR DOBA y E. SA MITIER , 50 mitos del tabaco, Gobierno de Aragón, Departamento de Salud y Consumo 2009, 9-10. 11. Ibid., 153-154. 12. Ibid., 154. 13. FA GER STR ÖM, K., «El consumo de tabaco entre adolescentes es una epidemia», entrevista por Rocío Blázquez: ABC, 13 de noviembre de 2005, http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/2005/11/13/070.html. 14. Cuento para trabajar la amistad con niños: El león y el ratón, http://www.orientacionandujar.es/2014/12/01/cuento-para-trabajar-la-amistad-con-ninos-el-leon-y-el-raton/. 15. REA L A CA DEMIA ESP A Ñ OLA , Diccionario de la lengua española, 23.ª edición. 16. J.
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(2010),
40. J. UR R A , ¿Qué ocultan nuestros hijos?, La Esfera de los Libros, Madrid 2009. 41. http://www.ficticia.com/cuentos/rebecamatasonora.html. [*] Para la doctrina católica sobre la homosexualidad, véanse los números 2357-2359 del Catecismo de la Iglesia católica. [Nota del Editor].
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Índice Portada Créditos Índice Prólogo Introducción 1. ¿Por qué he leído el diario de mi hijo? 2. Los eternos miedos de los padres 2.1. Miedo al alejamiento: «¡No sé qué pasa! ¡Qué habré hecho yo para…!» 2.2. Miedo al sexo: «¡Es solo una niña!» ¿Qué se puede hacer? 2.3. Miedo a las drogas: «¡No sabe adónde va!» ¿Por qué los adolescentes consumen cánnabis? ¿Y cuáles son esos peligros? ¿Qué hacer? 2.4. El alcohol: «¡Me asusta tanto!» 2.5. El tabaco: «¡No es para tanto!» ¿Qué hacer para prevenir este consumo? ¿Qué pueden hacer los padres con relación a las adicciones? 2.6. Malas amistades: «¡No lo puedo permitir!» ¿Qué pueden hacer los padres con relación a las malas compañías? 2.7. La violencia, el acoso, el bullying: «¡Mi hijo no hace eso!» ¿Qué es el acoso escolar o bullying? Repuestas y distorsiones cognitivas que pueden darse en los adolescentes, la comunidad educativa y/o las familias Consecuencias Métodos para detectar el acoso escolar 2.8. Ciberbullying. Las redes sociales, Internet, el móvil, videojuegos: «¡Es demasiado tarde para…!» ¿Entre quiénes se produce un ciberacoso? ¿Qué hacer? Otros problemas derivados del uso de la red y móviles Efectos en el adolescente 136
2 3 4 6 8 11 17 18 26 30 33 36 38 39 41 45 48 49 52 55 58 62 69 70 75 76 79 79 80 83
¿Qué hacer? La adicción a los videojuegos Causas de la adicción a los videojuegos ¿Qué hacer? 2.9. Trastornos alimentarios: «¡Solo quiere mantener un buen tipo!» Tipos de trastornos alimentarios ¿Qué es la anorexia? ¿A quién afecta fundamentalmente? ¿Qué hacer? Consecuencias de la anorexia La otra cara del problema: la bulimia ¿Qué es la bulimia? ¿Cuáles son las causas de la bulimia? Consecuencias ¿A quién afecta la bulimia? ¿Qué hacer? 2.10. La homosexualidad: «¡No puedo permitirlo, es un…!» Reacciones familiares ante la homosexualidad de los hijos Duelo por la pérdida del «hijo ideal» 2.11. Autolesiones o cutting: «¡¿Y por qué llevas camisetas de manga larga?!» ¿Qué es la autolesión? Frecuencia ¿Cuáles pueden ser las causas de las autolesiones? ¿Cuáles pueden ser las consecuencias? ¿Qué hacer? ¿Qué debe hacer la familia cuando se conoce el problema? 2.12. El fracaso escolar: «¡Haré lo que sea con tal de…!» La escuela de los animales ¿Qué hacer?
3. Intimidad
84 84 86 86 88 89 89 90 90 91 92 93 95 95 96 96 98 100 102 105 105 107 109 110 110 111 114 115 118
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¿Qué es la intimidad de los hijos? ¿A qué nos obliga? ¿Qué es la intimidad? ¿Qué es el secreto profesional? ¿Qué hacer para respetar la intimidad de los hijos?
Epílogo
121 121 124 126
129 137
Bibliografía
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Páginas de Internet
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Notas
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