Hayek - Contra Keynes y Cambridge

July 18, 2019 | Author: Ayelén A. Scapuzzi | Category: Friedrich Hayek, Estándar dorado, John Maynard Keynes, Capital (Economía), Ciclo comercial
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Hayek y Keynes...

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OBRAS DE FRIEDRICH A. HAYEK VOLUMEN IX CONTRA KEYNES Y CAMBRIDGE Ensayos, correspondencia F. A. HAYEK Obras Completas Volumen IX CONTRA KEYNES Y CAMBRIDGE Ensayos, correspondencia Edición preparada por BRUCE CALDWELL Edición española al cuidado de JESÚS HUERTA DE SOTO PREFACIO EDITORIAL I W.W. Bartley III, editor fundador de las Obras Completas de F.A. Hayek, impuso a los editores de cada volumen la tarea no sólo de reunir sus escritos en un orden apropiado y legible, sino también de proporcionar el contexto teórico, crítico e histórico que permitiera apreciar en toda su importancia la obra de Hayek. Contra Keynes y Cambridge, volumen noveno de las obras completas, y cuarto en orden de publicación, recrea el debate entre Hayek y John Maynard Keynes que originalmente comenzara en las páginas de Económica en 1931 y cuyas implicaciones, tanto para la teoría como para la política económica, aún están por determinar. La inclusión en este volumen de las réplicas de Keynes y Piero Sraffa a la provocativa recensión que Hayek hiciera de A Treatise on Money de Keynes ofrece una nueva oportunidad de examinar una discusión en la que, partiéndose de premisas similares, se acabó en conclusiones diferentes, y a la que hoy toca a nosotros, desde premisas completamente distintas, proporcionar las conclusiones. Los trabajos de Hayek que se publican en este volumen no habían sido reunidos con anterioridad en una sola obra, y su ensayo introductorio, «La economía de los años treinta vista desde Londres», se publica por primera vez aquí. II Volver al debate entre Hayek y Keynes después de más de cincuenta años de sucesos y controversias tiene algo de escabullirse del ruido y las prisas de High Street para buscar el sosiego que encierra el patio central de un college de Cambridge u Oxford. Y, como estudiantes noveles impacientes, que no se dejan intimidar por tan augustas éstructuras, no podemos evitar hacemos, ávidos de conocer la respuesta, la misma pregunta que John Hicks se hiciera: ¿Quién tenía razón, Hayek o Keynes?

« ¿Por qué Drake hizo bien en seguir jugando a los bolos cuando se enteró de que la Armada española se acercaba, pero mal Carlos II en capturar polillas tras ser informado de que la Flota holandesa había entrado en el Medway? La respuesta es: «Porque Drake ganó la batalla. Hemos de adoptar una visión del pasado más amplia que del presente, porque al examinar el presente nunca podemos estar seguros de qué es lo que va a pasar.» Así escribía E.M. Forster en 1920, desde algún lugar junto a High Street, poco antes de regresar a sus alojamientos en el mismísimo patio central del King's College. ¿Tuvo Keynes razón por haber sido capaz de atraer la atención de los economistas profesionales y de quienes tomaban las decisiones políticas? ¿No la tuvo Hayek por el mucho tiempo (más del que él o cualquier otro hubiera podido sospechar) que se tardó en confirmar algunas de sus predicciones? ¿Realmente podría haber sucedido cualquiera de las dos cosas en el mismo mundo conceptual y político en el que se inició el debate? Ni Hayek ni Keynes ignoraban las consecuencias culturales o políticas de sus teorías económicas. Compartían objetivos similares: preservar, donde fuera posible, y defender, donde fuera necesario, los valores de la civilización liberal europea anterior a la Gran Guerra. Un mundo en el que las identidades nacionales importaban menos que las pautas de conducta, que aún no se consideraban moldeables mediante control gubernamental; un mundo en el que, por ejemplo, Ludwig Wittgenstein (primo de Hayek), no obstante militar en el bando opuesto en 1915, podía escribir a Keynes, en una carta remitida desde la estafeta militar número 186: «Me he sentido muy interesado al saber que Russell acaba de publicar un libro. ¿Sería tan amable de enviarme un ejemplar y permitir que se lo pague al acabar la guerra?... Está muy equivocado si piensa que, por ser un soldado, he perdido el interés por las proposiciones lógicas. A decir verdad, he trabajado mucho la lógica últimamente... y la guerra (¡gracias a Dios!) no ha alterado mis opiniones particulares en lo más mínimo...» Para Keynes, decir civilización equivalía a decir Cambridge y Bloomsbury. De hecho, paulatinamente acabó viéndose obligado a adoptar posiciones crecientemente nacionalistas (sobre política aduanera, por ejemplo, o sobre el patrónoro) sin llegar a vivir lo suficiente para contrarrestar las severas medidas nacionalistas a las que la economía «keynesiana» estaba conduciendo. Hayek mantuvo una perspectiva internacionalista hasta el final, revelando con ello una fidelidad a los valores de Cambridge más allá de la del nativo más ardiente. Bien puede ser que Hayek perdiera todas las batallas excepto la última, pero el caso es que transmitió a la siguiente generación la posibilidad de descubrir por sí misma una respuesta para la pregunta clave: ¿Quién de los dos tenía razón? III Quisiera expresar mi reconocimiento a Bruce Caldwell por haber aceptado la ardua tarea de editar este volumen y por haber permanecido inasequible al desaliento hasta el final, al igual que a Gene Opton por la preparación del texto. También quisiera agradecer a Penelope Kaiser lian, de la Universidad de Chicago, y a Alan Jarvis, de Routledge, su atenta paciencia hasta el momento final de la impresión del libro. Blackwell Publishers, The Economist, The Journal of Modern History, Macmillan Press, y el Decano y Residentes del King's College de Cambridge han otorgado su permiso para reproducir varios de los ensayos y cartas que siguen. Quisiera igualmente agradecer a los patrocinadores de la edición [inglesa] de las Obras Completas de F.A. Hayek su apoyo al proyecto. Especialmente, a Walter Morris, de la Morris Foundation, sin cuya ayuda y consejo la tarea editorial no se habría iniciado, y menos aún habría podido continuarse. A él, menos que a nadie, cabe imputar nuestros errores. STEPHEN KRESGE Oakland, California

NOTA INTRODUCTORIA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA En el presente volumen se publica íntegramente, por primera vez en castellano, la polémica que Hayek y Keynes mantuvieron a lo largo de los años treinta. Considerando que en 1996 se ha cumplido el cincuenta aniversario del fallecimiento del economista inglés y que sus doctrinas, aunque hoy en gran medida han caído en el descrédito, todavía no han sido sustituidas en el ámbito de la macroeconomía por un cuerpo de teoría coherente de general aceptación, es incuestionable la gran oportunidad e importancia que tiene el retomar el estado de la cuestión allí donde Hayek lo dejara en su duelo con Keynes y el resto de los teóricos de Cambridge antes de la Segunda Guerra Mundial. A estos efectos, es evidente la gran trascendencia que tiene la publicación del presente volumen de las Obras Completas de F.A. Hayek. Sin embargo, es ineludible efectuar dos recomendaciones previas a todo lector que emprenda su estudio. La primera es la necesidad de comprender que la razón de las disparidades entre Hayek y Keynes radicaba, principalmente y tal y como terminó reconociendo el propio Keynes, en que Hayek desarrollaba su análisis en base a una teoría del capital y de la estructura por etapas del proceso productivo de la que carecía Keynes. Lamentablemente, una de las consecuencias más perniciosas del enfoque macroeconómico, tal y como se ha desarrollado a partir de Keynes en los últimos sesenta años, ha sido que el estudio de la teoría del capital se ha visto prácticamente eliminado en los planes de estudio de teoría económica, siendo relegado en el mejor de los casos a imas breves y superficiales consideraciones efectuadas en el ámbito de los cursos de Historia del Pensamiento Económico. Esta carencia es muy probable, por tanto, que afecte también al lector que tenga entre sus manos el presente volumen, dificultándole en gran medida la comprensión de los razonamientos recogidos en el mismo si es que, previamente, no se familiariza al menos con los rudimentos más elementales de la teoría austríaca del capital. Afortunadamente, los lectores de habla hispana ya disponen hoy de una magnífica traducción al castellano del libro de Hayek Precios y Producción, que ha sido publicada hace pocos meses en nuestro país y que resume lo más esencial del análisis austríaco del capital y de los ciclos económicos y que es preciso para entender plenamente el contenido de los trabajos que vienen a continuación. Así, pues, nuestra primera recomendación es que el lector deseoso de sacar el máximo provecho del presente volumen lea con carácter previo esa pequeña joya de la ciencia económica que es el gran libro de Hayek sobre Precios y Producción. A pesar de que Bruce Caldwell, en la magnífica «Introducción» que ha preparado para encabezar el presente volumen, pretende mantener una posición ecléctica entre las posturas de Hayek y Keynes, creo que entre líneas deja entrever una simpatía hacia las doctrinas de Hayek que me parece especialmente significativa, sobre todo proviniendo de un comentarista que no se considera a sí mismo como miembro de la Escuela Austríaca. Sin embargo, quizás hubiera sido conveniente que Caldwell explicitara aún más las profundas diferencias paradigmáticas que subyacen entre los enfoques hayekiano y keynesiano de manera que el lector tuviera más fácil la lectura del presente trabajo. A estos efectos incluyo en p. XII, de forma simplificada, un cuadro sinóptico en el que se recogen las principales diferencias entre el enfoque hayekiano y el enfoque macroeconómico que se ha venido desarrollando a partir de Keynes, y que espero será de gran ayuda para todos los lectores interesados en estos temas. La segunda recomendación se refiere a la correcta interpretación de la crítica de P. Sraffa a Hayek. En realidad, cualquier lector que no caiga en que la crítica de Sraffa no es sino un «preludio» más o menos camuflado de la «revolución» neoricardiana que su autor quiso culminar casi treinta años después con su famoso libro Producción de mercancías por medio de mercancías, quedará tan desconcertado ante el furibundo ataque de Sraffa, como en su momento quedó el

propio Hayek. Ahora bien, si se cae en que cuando Sraffa habla de «equilibrio», se refiere al fantasmagórico concepto ricardiano de «equilibrio a largo plazo» en el que los precios coinciden con los costes de producción, se entenderá perfectamente que para Sraffa el mundo real de cada día esté plagado de desproporcionalidades entre los diferentes sectores, sin que para ello sea preciso que, como demuestra Hayek, los bancos inicien un proceso de expansión crediticia que no responda a un incremento previo, real y voluntario del ahorro de la sociedad. En suma, en mi opinión debemos concluir que Hayek llevaba la mayor parte de la razón en su polémica con Keynes, Sraffa, Hawtrey y el resto de los monetaristas, ricardianos y keynesianos de la Escuela de Cambridge. El origen de la disparidad entre unos y otros radicaba en que Hayek había venido de Austria dotado de un instrumental analítico muy superior al que entonces (y, en gran medida, aún hoy) imperaba en Inglaterra y, en general, en el mundo anglosajón. En concreto, debemos a Hayek el desarrollo de toda una teoría microeconómica sobre los efectos que la expansión crediticia y monetaria tiene sobre la estructura productiva real de la economía que no sólo le permitió predecir y explicar el advenimiento de la Gran Depresión como resultado de los desmanes monetarios y crediticios cometidos en los «felices años veinte», sino que también es imprescindible para entender las graves recesiones inflacionarias que regularmente han afectado al mundo occidental desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy. Han sido precisos casi cuarenta años para que las doctrinas keynesianas perdieran su dominio en el mundo académico, especialmente como resultado de la grave recesión inflacionaria (stagflation) que se produjo tras la llamada «crisis del petróleo» de los años setenta, y que puso de manifiesto que las prescripciones keynesianas no servían, como se creía, para evitar las depresiones económicas, sino que más bien, como indicaba Hayek, las causaban. La concesión del Premio Nobel de Economía a Hayek en 1974, precisamente por sus aportaciones en contra de Keynes en el campo de la teoría de los ciclos económicos, no ha sido suficiente, sin embargo, para que el análisis austríaco del capital, del dinero, del crédito y de las recesiones económicas vuelva a ser retomado como punto focal de estudio, investigación y enseñanza por parte de la generalidad de los economistas. Esperamos que de cara al comienzo del siglo que ya tan próximo está, y por el propio bien y prestigio de nuestra profesión en el futuro, este incomprensible gap en la evolución del pensamiento económico sea cubierto cuanto antes. Jesús Huerta de Soto Profesor Titular de Economía Política Universidad Complutense de Madrid INTRODUCCIÓN A comienzos de 1927, Friedrich A. Hayek, joven economista austríaco que ni siquiera había comenzado aún a impartir docencia en la Universidad, dirigía una carta, solicitando algo, al economista británico más famoso del momento. John Maynard Keynes respondió a la petición con una postal, fechada el 24 de febrero, que contenía una única frase: «Lamento informarle que ya no me quedan más ejemplares de Mathematical Physics.» Hayek vio a Keynes por última vez a principios de 1946, y durante años no pudo apartar de su cabeza la conversación que entonces mantuvieron. Habiéndole preguntado Hayek si no le importaba el uso que algunos de sus seguidores estaban haciendo de sus teorías, el siempre confiado Keynes le contestó que no había motivo de preocupación; que si en algún momento llegaran a ser peligrosos los autoproclamados «keynesianos», a él le bastaría un gesto para volver la opinión pública en su contra. En las frases conclusivas de su reseña a The Life of Keynes, de Roy Harrod, Hayek rememoraba el momento: «Con un seco movimiento de la mano me indicó la

rapidez con que llevaría a cabo tal inversión de opinión. El caso, sin embargo, es que apenas tres meses más tarde ya estaba muerto.» En los diecinueve años que median entre la postal y la conversación, la economía contemporánea sufrió una transformación en la que resultó decisiva la batalla entre Hayek y Keynes. Sir John Hicks lo expresaba así: Cuando se escriba la historia definitiva del análisis económico durante la década de 1930, el profesor Hayek será uno de los protagonistas del drama (porque qué duda cabe que se trató de un drama). Los escritos económicos de Hayek (no hablo aquí de sus últimas obras en los campos de la teoría política o la sociología) resultan casi desconocidos a los estudiosos de hoy, ignorantes incluso de que hubo un tiempo en que las nuevas teorías de Hayek rivalizaban con las de Keynes. ¿Quién tenía la razón, Keynes o Hayek? El propósito de este volumen consiste en reconstruir esa historia, que puede verse en parte como relato admonitorio, en parte como fábula con moraleja y en parte como acertijo por resolver. Aunque se encontraran por vez primera a finales de la década de 1920, el intercambio activo entre Hayek y Keynes comenzó realmente en 1931. Comenzaremos, pues, por rastrear la secuencia de acontecimientos que llevó a cada cual a ocupar su posición en el debate que habría de entablarse. KEYNES John Maynard Keynes, primogénito de John Neville y Florence,/Keynes, nació en Cambridge el 5 dé jimio de 1883. Neville Keynes enseñaba Lógica, aunque había sido uno de los primeros alumnos de Alfred Marshall y acabaría siendo famoso por publicar, en 1891, un notable tratado sobre metodología de la economía. Maynard estudió matemáticas en la universidad, y en 1905, durante algún tiempo y como preparación para el examen de ingreso en la Administración Pública británica, también algo de economía. De 1906 a 1908 trabajó en la Administración colonial, en la India, y marchó después a Cambridge tras aceptar un cargo de lector en economía financiado por A.C. Pigou. En 1909 fue elegido miembro del King's College y pudo continuar su trabajo en el campo de la teoría de la probabilidad. Siguió enseñando economía y se hizo, relativamente pronto, con un nombre en el reducido círculo de economistas de Cambridge. En 1911 asumió, con 28 años, la dirección editorial del Economic Journal, hasta entonces dirigido por F.Y. Edgeworth, y se convirtió en secretario, dos años más tarde, de la Royal Economic Society. Durante la guerra ocupó un cargo en el Tesoro británico, y el trabajo que allí desarrolló le valió un lugar en la Conferencia de París como representante principal del mismo. A su cargo en el Tesoro habría de renunciar en protesta por la severidad de la «paz cartaginesa» que, a pesar de sus esfuerzos, acabaría imponiéndose tras la ronda de conversaciones en París. Antes de su renuncia, no obstante, se convirtió en un héroe entre los centroeuropeos al garantizar la adopción de ciertas medidas encaminadas a evitar la muerte por hambre en muchas regiones de Austria. A finales de ese verano, una vez dejado París, saldría de su pluma The Economic Consequences of the Peace, obra que habría de hacerle merecedor de fama internacional y de convertirle en el héroe de idealistas e internacionalistas de todo el mundo. Su tesis principal no consistía en afirmar que los términos del tratado fueran injustos, aunque estaba convencido de que lo eran, sino en sostener que los enormes gastos de reparación impuestos a Alemania con la intención de castigarla e impedir que pudiera volver a convertirse en una nación poderosa acabarían, muy por el contrario, por conducir al colapso de la civilización en Europa. En efecto, el paso del tiempo no haría sino acrecentar su reputación por la presciencia de sus tesis sobre las consecuencias de la paz. Keynes y el patrónoro

El tema central de la obra de Keynes era que la guerra había transformado Europa de un modo tal que las relaciones entre los Estados habían pasado a ser radicalmente diferentes de las existentes con anterioridad, y que una nueva época exigía políticas no menos nuevas. Keynes daría forma concreta a su visión al incorporarse, unos años más tarde, al debate sobre el retomo a un sistema de cambios basado1 en el patrónoro. Inglaterra había sido el centro mundial del comercio y las finanzas durante las dos generaciones anteriores a la guerra. Muchos atribuían por entonces al patrónoro el funcionamiento ordenado de los mercados financieros internacionales, que garantizaba un incremento regular del comercio y de las inversiones de capital. El mecanismo, según se pensaba, funcionaba del siguiente modo: si los británicos compraban más bienes a los extranjeros de los que éstos compraban a los británicos, el oro saldría de Inglaterra para compensar la diferencia. Esta salida de oro, a su vez, forzaría al Banco de Inglaterra, por diversos conductos, a subir el tipo de descuento (que es el tipo de interés que éste tiene bajo su control). Al ir acompañado de las consiguientes subidas en otros tipos de interés, la actividad económica se ralentizaría hasta conducir a una deflación general, forzando a la baja precios y salarios y, consecuentemente, elevando el desempleo. El descenso en precios y salarios se veía como una medicina dolorosa, pero ciertamente curativa. Unos precios internos menores reducirían la demanda británica de productos importados, relativamente más caros, y estimularían la demanda externa e interna de productos británicos, lo que finalmente restauraría el equilibrio en la balanza de pagos. Estudios recientes demuestran que muchas de las creencias imperantes en el periodo de entreguerras sobre las propiedades funcionales del patrón oro no eran sino mitos. El relativo éxito que obtuvo el patrón oro a finales del siglo diecinueve se atribuye ahora no tanto a la vigilancia y poder del Banco de Inglaterra, cuanto a la cooperación de una serie de bancos centrales y a la credibilidad de sus respuestas conjuntas en momentos de crisis. La I Guerra Mundial terminó tanto con la capacidad como con la disposición de los bancos para seguir actuando de modo concertado. De hecho, fue precisamente el intento de restablecer y mantener el patrón oro en el nuevo contexto una de las causas que convirtió la «Recesión de 1930» en una Gran Depresión de proporciones globales. Por lo que toca a nuestros propósitos, sin embargo, lo importante es que muchos gobernantes pensaron, al terminar la I Guerra Mundial, que el retomo al patrón oro era condición necesaria para restablecer la estabilidad del comercio y de las finanzas internacionales. En Inglaterra, el embargo sobre las exportaciones de oro impuesto durante la guerra quedó sancionado en 1920 en una ley cuya fecha de expiración se fijó para 1925. De no adoptarse nuevas medidas, la libra esterlina volvería entonces a ser convertible con el dólar, cotizándose al tipo de cambio anterior a la guerra de una libra por 4,86 dólares. Aunque al terminar la guerra la libra valía considerablemente menos de eso, el embargo ofrecía un tiempo de respiro durante el cual su valor podría alcanzar la paridad estipulada, o al menos eso era lo que se esperaba que ocurriese. En 192021, Inglaterra se vio afectada por una recesión que ayudó a desplazar la libra en el sentido correcto frente al dólar. Pero la tasa de desempleo también se elevó, alcanzando el máximo de un 22,4 por ciento de desempleados en julio de 1920, y permaneciendo en torno al 10 por ciento durante los tres años siguientes. Keynes no comenzaría a despotricar contra la «bárbara reliquia» que suponía el patrón oro hasta la publicación, en 1923, de su A Tract on Monetary Reform, obra en la que detallaba los efectos adversos sobre la distribución y la producción que se seguían de un «valor inestable del dinero». Tras analizar tanto la inflación como la deflación, resumía sus efectos del siguiente modo: La inflación es, pues, injusta, y lo que por tanto procede es la deflación. De las dos, empero, quizás la deflación sea la peor, si excluimos inflaciones exageradas como la alemana. Y es

que resulta mucho más grave, en un mundo empobrecido, provocar desempleo que decepcionar las expectativas de quien vive de las rentas. Si Inglaterra optaba en cualquier caso por la vuelta al patrón oro, Keynes (en 1923, al menos) prefería adoptar una actitud de vigilante espera sobre si debería ser al tipo anterior a la guerra o a otro menor. Lo que resultaba realmente controvertido para la época era su pretensión de que una vuelta al patrón oro a un tipo de cambio fijo sería un error, con independencia del tipo efectivo adoptado. Aquí es donde entra en juego su visión de un mundo diferente. El patrón oro bien podía haber proporcionado estabilidad a los mercados internacionales cuando Inglaterra dominaba el comercio mundial, pero esa época pertenecía ya al pasado. Los mercados europeos habían sido desmantelados, y los movimientos socialistas, reaccionarios y nacionalistas competían por influir tanto en las naciones antiguas como en las de reciente formación. Y lo que era más importante, los Estados Unidos habían reemplazado a Inglaterra como centro comercial y financiero del mundo. Un retomo al oro exigiría del sistema de la Reserva Federal estadounidense, con tan sólo diez años de existencia y asediado por grupos con pretensiones de influencia política, que fuera capaz de evitar ciertos errores y de coordinar su acción con el Banco de Inglaterra. Keynes dudaba de que tal coordinación pudiera llevarse a cabo de forma sostenida, y su recomendación era que las autoridades monetarias de Inglaterra y los Estados Unidos convirtieran en su objetivo prioritario la estabilidad interna de sus respectivas monedas. En lugar de recomendar el establecimiento de un sistema de tipos de cambio fijos, Keynes prefería que se instituyera algún sistema del tipo «tuerca» (crawling peg) en el que el tipo de cambio oscilara para preservar la estabilidad de precios del país. La estabilidad de los tipos de cambio estaría asegurada si los bancos centrales de Inglaterra y los Estados Unidos fueran capaces de coordinar sus acciones; empero, el objetivo prioritario de sus políticas debería ser la estabilidad interna de precios. Una vez más, su recomendación fue ignorada. El 17 de marzo de 1925, Winston Churchill, entonces Ministro de Hacienda, organizó una cena un tanto inusual. Dos meses antes había hecho distribuir un informe en el que se argumentaba contra el retorno al patrón oro, solicitando opiniones a favor y en contra. (Dada su semejanza con los exámenes que se hacían en el colegio, el informe mereció informalmente el título de «los ejercicios de Mr. Churchill»). Durante la cena, Keynes y el anterior ministro Reginald McKenna discutieron los méritos del caso con dos altos oficiales del Tesoro. Churchill escuchaba, dejando caer ocasionalmente algún comentario. Al final, el Ministro decidió volver al patrón oro y a la paridad anterior a la guerra de una libra por 4,86 dólares. La evolución de las ideas políticas de Keynes Harry Johnson calificó la vuelta al oro a esa paridad como «un acto de tradicionalismo ciego», y el error de Churchill ciertamente tuvo sus consecuencias. Ya desde antes de la guerra, el incremento de la competencia exterior había comenzado a minar los sectores industrial, manufacturero y comercial ingleses, por lo que la interrupción del comercio durante los años de conflicto bélico no hizo sino exacerbar problemas que ya venían de antes. En el mejor de los casos, la década de 1920 habría sido un periodo de dolorosa reconversión estructural para Inglaterra. La evolución al alza del valor de la libra esterlina hasta su paridad anterior a 1925, así como los esfuerzos para mantener el tipo de cambio una vez establecido, mantuvieron los tipos de interés altos, machacaron las industrias orientadas a la exportación e impidieron que la tasa de desempleo descendiera del 10 por ciento hasta el final de la década. Para la historia que aquí queremos contar, la respuesta de Keynes a las deprimentes condiciones económicas dé los años veinte resulta de crucial importancia. Sin negar los efectos de

los cambios estructurales o de los errores políticos, Keynes finalmente concluyó que en realidad se había producido un cambio más fundamental, y que lo que requería de un examen a fondo era todo el sistema del capitalismo entendido como laissez faire. En la colorista prosa de Keynes, la tasa de desempleo se había «quedado atascada» en un nivel inusualmente alto: algo había detenido el mecanismo de equilibramiento automático. Como antes decíamos, una de las consecuencias del retomo al patrón oro fue la elevación de los tipos de interés. La elevación atrajo ahorros, hasta que el nivel de ahorro se hizo demasiado alto para las oportunidades de inversión rentable existentes en el país. El resultado fue una retracción de fondos que se emplearon para financiar inversiones en el extranjero. Dicho de otro modo, la industria británica había dejado de ser, competitiva. En circunstancias normales, tal situación sería provisional. Un alto nivel de desempleo haría descender los precios y costes internos, restableciendo en último término un margen de competitividad. Sin embargo, es precisamente aquí donde salió a la superficie un problema adicional. Debido a la creciente fuerza política del partido laborista, cada vez resultaba más difícil forzar un descenso de los salarios, y consiguientemente de los costes. Quedaba excluido como opción el recorte de los salarios reales mediante una política monetaria inflacionista, ya que la inflación no serviría sino para intensificar el problema de los tipos de cambio. Fue precisamente al considerar esta calamitosa situación cuando Keynes se topó con otra solución, más allá de las prescripciones medicinales del laissez faire; una solución, en verdad, que él mismo pensó constituía un remedio «drástico». A saber, que el Estado debería coordinar ahorros e inversiones, emprendiendo un amplio programa de obras públicas (como la construcción de carreteras, viviendas y centrales eléctricas) al objeto de crear puestos de trabajo en los que emplear tanta mano de obra desocupada. Esto invertiría el sentido del flujo de ahorros, que dejarían de salir al extranjero para pasar a incrementar el fondo de capital del país; y, lo mejor de todo, una vez tales proyectos estuvieran en marcha, la gente descubriría que «la prosperidad es acumulativa». Keynes describe los felices efectos sobre el trabajo del siguiente modo: Tenemos que intentar sumergir los escollos en una mar crecida; no sacando la mano de obra de donde existe depresión, sino atrayéndola hacia negocios rentables; no destruyendo la fuerza ciega de los trabajadores organizados en asociaciones, sino apaciguando sus temores; no haciendo descender los salarios donde son altos, sino elevándolos donde son bajos. En los años que siguieron, Keynes desarrolló y promovió estas ideas tanto en sus escritos de divulgación como en una serie de Escuelas Liberales de Verano, abiertas al público, que se celebraban en Oxford y Cambridge en años alterno. En 1928, sus ideas constituyeron el fundamento de una serie de temas en la publicación del partido liberal titulada Britain's Industrial Future, apodada «el Libro Amarillo». Lloyd George, líder del partido liberal, abrazó estas propuestas en su manifiesto We can conquer unemployment, publicado antes de las elecciones generales de 1929. El antagonista principal de las nuevas ideas de Keynes no fue un partido político ni un conjunto organizado de economistas académicos, sino el Departamento del Tesoro británico. En su discurso de presentación de los presupuestos, en abril, Churchill sostuvo una opinión que acabaría siendo conocida como «la visión del Tesoro»: «Es un dogma de la Hacienda ortodoxa, firmemente sostenido, que, con independencia de sus posibles ventajas políticas y sociales, es casi imposible crear empleo adicional, y mucho menos permanente, como regla general, mediante un aumento de la deuda pública o de los gastos del Estado.» Esta declaración fue seguida de un documento oficial del Tesoro en que defendía algunas de sus actuaciones frente a las críticas del

partido liberal. Los liberales quedaron terceros en las elecciones. Irónicamente, ni los laboristas (vencedores) ni los conservadores compartían las nuevas ideas. La impresión de Keynes sobre el asunto supo expresarla bien Elizabeth Johnson: Tanto el gobierno conservador como el laborista, bajo el «fatalista supuesto de que nunca podrá haber más empleo que el que hay», como Keynes lo expresara en 1929, mantuvieron impasibles sus posiciones durante la década de los veinte y los treinta, siguiendo en esto las directrices de aquellos funcionarios de la escuela del Tesoro a quienes más tarde Keynes caracterizaría como «educados por tradición y experiencia, y por cierta habilidad natural, en todo tipo de obstrucción inteligente». Como de costumbre, Keynes no se rindió. Los debates sobre el asunto continuarían con las deliberaciones del Comité Macmillan sobre Finanzas e Industria, un grupo instituido para investigar los efectos de los sistemas monetario y financiero sobre la industria, y que se reunió desde noviembre de 1929 hasta mayo de 1931. Keynes ofreció sus propias pruebas y, en cuanto miembro del comité, ejerció el cargo de interrogador al personarse los funcionarios del Tesoro y del Banco de Inglaterra. Inevitablemente, en el relato precedente nos hemos visto obligados a simplificar la evolución, durante la década de los años veinte, del pensamiento de Keynes en lo tocante a la pertinencia de ciertas medidas de política económica. En líneas generales, su pensamiento evolucionó del siguiente modo: el retomo al patrón oro a un tipo de cambio fijo y sobre valorado mantuvo los tipos de interés altos, eliminando en la práctica la eficacia de la política monetaria como instrumento estabilizador. La fuerza creciente del partido laborista supuso una resistencia efectiva a los intentos de recortar los salarios nominales. Siendo así, la deflación necesaria para devolver el sistema a una situación de equilibrio tardaría mucho tiempo en resultar efectiva, e iría además acompañada de unas tasas de desempleo inaceptablemente elevadas. Un gasto creciente en obras públicas sostendría la promesa de dar trabajo a algunos. Si la prosperidad resultara ser efectivamente «acumulativa», tal gasto significaría en realidad mucho más de lo aparente. Todo esto formaba parte de los escritos populares de Keynes, así como de sus informes al gobierno; con todo, aún había de encontrar su sitio en sus tratados teóricos de economía. Un último episodio nos ofrece una perspectiva adicional de las ideas que Keynes sostenía en cuestiones de política económica, así como de su propia personalidad. Cuando Keynes escribía en los años veinte, la tasa de desempleo en Inglaterra era del 10 por ciento; en 1931, se situaba ya en el orden del 20 por ciento. Apenas el verano anterior, Keynes había comenzado, bien que a regañadientes, a abogar por la adopción de medidas proteccionistas a fin de ayudar a combatir el desempleo y contrarrestar la salida de oro. Al principio, lo haría en privado, en las deliberaciones de los comités gubernamentales y en cartas dirigidas a miembros de la administración del Estado. Finalmente, sin embargo, el 7 de marzo de 1931, en un artículo publicado en el semanario The New Statesman and Nation, Keynes apoyó públicamente la implantación de un impuesto con fines meramente recaudatorios. Una semana más tarde habría de aparecer, en el Daily Mail, una versión divulgativa del mismo. Antes del periodo 193031, Keynes había defendido la libertad de comercio, e incluso había sido uno de sus mejores paladines. A principios de los años veinte, por ejemplo, había crucificado una propuesta dé los conservadores para reducir el desempleo recurriendo al proteccionismo. Su retractación provocó el clamor de Lionel Robbins y de otros miembros de la comunidad académica. Un intercambio de opiniones bajo la forma de cartas al director empezó a tomar forma en diarios y semanarios durante los meses de marzo y abril. A medida que se acercaba el verano, la situación económica se deterioraba. Los problemas a que en mayo hubo de enfrentarse un

banco austríaco (el CreditAnstalt), por ejemplo, condujeron en julio a una salida de oro de los bancos ingleses. En agosto, el gobierno laborista presidido por Ramsay MacDonald se hundió, siendo sustituido por una coalición denominada «National Government», con MacDonald al frente. El 21 de septiembre de 1931, el patrón oro fue finalmente abandonado. Puesto que sus escarceos con el proteccionismo dependían del mantenimiento del patrón oro, Keynes, una vez que éste fue abandonado, retiró igualmente su apoyo a un arancel. Sin embargo, el daño político ya estaba hecho. La primera acción que habría de emprender el «Gobierno Nacional» sería, precisamente, la institución de una tarifa proteccionista general. La situación a que se enfrentaba Inglaterra en el verano de 1931 era ciertamente complicada, y Keynes, como tantos otros, no hacía sino tratar desesperadamente de hallar una solución. Si bien nunca faltan voces favorables a la protección de la economía nacional frente a la competencia exterior, en tiempos de elevado desempleo se convierten en particularmente vociferantes, y en no menos atractivas, desde consideraciones políticas. En esos momentos, los economistas suelen ser el único grupo capaz de articular argumentos convincentes a favor del libre cambio y, si éstos son persuasivos, pueden impedir que los políticos cedan ante las presiones proteccionistas. Cuando el más famoso y elocuente de los economistas británicos sostiene una opinión primero, y luego otra diferente, la adopción de medidas económicas se torna rápidamente dependiente de intereses políticos y los principios ceden ante la conveniencia. Así era, al menos, como los oponentes de Keynes lo veían, y parece que en este caso tenían la razón. HAYEK Friedrich A. Hayek nació en Viena el 8 de mayo de 1899, lo que le hace dieciséis años más joven que Keynes. Después de servir en una batería de artillería durante la I Guerra Mundial, entró en la Universidad de Viena, cursando asignaturas de diversas disciplinas, entre ellas Psicología, Derecho y Economía. En noviembre de 1921 se graduó en Derecho. Mientras se preparaba para la obtención de un segundo título bajo la dirección de Friedrich von Wieser (uno de los economistas austríacos de la «segunda generación»), Hayek aceptó trabajar para un organismo estatal que tenía por misión resolver las deudas internacionales en que habían incurrido los particulares antes de la guerra. Uno de los directores de ese organismo era Ludwig von Mises, quien pronto se convertiría en mentor de Hayek. Obstinado anti inflacionista, Mises se había hecho famoso como teórico monetario antes de la guerra gracias a su Theorie des Geldes und det llmlaufsmittel. Al año siguiente de la incorporación de Hayek, Mises terminaría su segunda gran obra, Die Gemeinwirtschaft: Untersuchungen über den Sozialismus. Un libro que, según Hayek, «alteró poco a poco, aunque de modo fundamental, la visión de muchos jóvenes idealistas que retomaban a sus estudios universitarios después de la I Guerra Mundial». En este grupo se incluía, por supuesto, Hayek mismo. El viaje de Hayek a América En la primavera de 1922, y a su paso por Viena con motivo de un libro que pensaba escribir sobre Europa Central, el economista americano Jeremiah Jenks ofreció a Hayek un puesto de ayudante de investigación para el año siguiente. En marzo de 1923, nada más obtener su segundo título universitario, Hayek marchó a los Estados Unidos para completar un periodo de estancia de catorce meses. Después de trabajar para Jenks, aceptó de seguido una beca de estudiante en New York University, donde pasó algún tiempo recopilando datos sobre el ciclo económico para el profesor Willard Thorp. En la New York Public Library, donde trabajaba, compartió con frecuencia mesa con B.H. Beckhart, quien por entonces escribía un libro sobre el funcionamiento de la Reserva Federal. En su tiempo libre, asistió, sin matricularse, a algunos cursos en Columbia University, entre ellos el de historia del pensamiento económico que impartía

Wesley Clair Mitchell y el último seminario de J.B. Clark, siendo el ensayo de Hayek el último que se expondría. También hizo algunos viajes. Joseph Schumpeter, quien había sido profesor visitante en Harvard antes de la guerra, le proporcionó cartas de presentación ante algunos economistas teóricos de renombre, como Clark, E.R.A. Seligman, Henry Seager, Thomas Carver, Irving Fisher y Jacob Hollander, entre otros. Hayek pronto advertiría que muchas de las ideas de los grandes hombres que habían formulado gran parte de la teoría económica se tenían, a mediados de los años veinte, por pasadas de moda. Debo confesar que, desde mi interés predominantemente teórico, la primera impresión que tuve de la economía americana fue desalentadora. Pronto descubrí que aquellos grandes autores cuyo mismo nombre admiraba eran considerados por sus contemporáneos poco menos que pasados de moda, que las líneas de investigación por ellos marcadas apenas habían avanzado más allá de lo que yo ya conocía, y que el nombre por el que los jóvenes juraban era el del único profesor que yo no conocería hasta que Schumpeter me diera una carta de presentación dirigida a él, a saber, Wesley Clair Mitchell. A decir verdad, los ciclos económicos y el institucionalismo eran los dos temas principales de discusión. Hayek dedicó un tiempo durante su estancia en los Estados Unidos a aprender algo sobre predicción económica, tema nuevo y por entonces popular. Institutos como el Harvard Economic Service (que publicaba regularmente un conjunto de «barómetros económicos» sobre el estado de la economía) brotaban por doquier, si bien la mayoría de ellos habría de desaparecer tras su incapacidad para prever la Depresión que ya por entonces se cernía. El aprendizaje de Hayek consistió en dominar algunas técnicas estadísticas simples para redondear datos en series temporales. Aunque recelara del valor del trabajo empírico para el estudio científico de fenómenos complejos, Hayek siempre reconoció la utilidad práctica de tales técnicas. Además, le ayudarían a encontrar trabajo en Austria, tras su vuelta al puesto que allí dejara. Cuando el organismo en que trabajaba finalmente cerró, Mises intentó conseguir un puesto para Hayek en la Cámara de Comercio. No lo logró, pero sí obtuvo los fondos privados necesarios para abrir, en enero de 1927, con Hayek como director, un instituto dedicado al estudio del ciclo económico. Durante su estancia en los Estados Unidos, Hayek aprendió bastante sobre el funcionamiento de la nueva Reserva Federal, lo que le sería de notable utilidad en sus investigaciones posteriores. Como recordaría más tarde, «fueron mis estudios descriptivos sobre la política monetaria estadounidense los que me condujeron a desarrollar mis teorías sobre las fluctuaciones monetarias». La reacción que en Hayek produjera su experiencia americana quedaría recogida en uno de sus primeros trabajos publicados, «Die Wáhrungs politik der Vereinigten Staaten seit der Überwindung der Krise von 1920» [«La política monetaria de los Estados Unidos después de la recuperación de la crisis de 1920»]. El nuevo sistema de la Reserva Federal se estableció en 1913 con la esperanza de que la centralización de las reservas en metálico mitigara los pánicos financieros del tipo que había asolado la economía americana en las décadas anteriores. En los años veinte, algunos economistas americanos aspiraban a objetivos más ambiciosos: no sólo se trataba de contrarrestar crisis en marcha, sino de «impedir que fenómenos cíclicos o crisis de cualquier especie llegaran a hacer aparición». Hayek consideraba estos objetivos demasiado ambiciosos. Aunque fuera posible limitar los efectos de las perturbaciones cíclicas, eliminarlas en su totalidad requería más conocimiento del que entonces existía o jamás existiría, y Hayek era perfectamente consciente de los peligros que entrañaban expectativas tan poco realistas. De no lograrse los objetivos, podría producirse una intervención política, con lo que el sistema de

crédito, «lejos de ejercer una influencia estabilizadora sobre la vida económica, constituiría más bien una fuente de continua perturbación». Hayek también ofreció una reacción, no por breve menos elocuente, frente el institucionalismo. Alabó a los institucionalistas por clarificar las complejas relaciones entre los datos en un ciclo típico, y en particular por identificar como características de una crisis incipiente la conjunción de una elevación de los precios de los bienes de consumo con un exceso del stock de bienes de capital. (Para Hayek, éstos eran los «hechos» que una teoría del ciclo debía explicar.) Pero también les criticó por eludir hacer explícito su marco teórico, tildando su obra de especie de «sintomatología», lo que es «de poca ayuda cuando lo que está en juego no son interconexiones detalladas sino la causa de las fluctuaciones cíclicas en general». En cualquier caso, la cuestión candente para la profesión económica estadounidense tenía un carácter típicamente pragmático: ¿qué curso de acción de entre los adoptables por la autoridad monetaria central revestía mejores visos de eliminar el ciclo? Aunque se ofrecieron diferentes soluciones, la estabilización del nivel general de precios acabó resultando la política preferida. Si el nivel de precios (medido por un índice construido estadísticamente) se elevara por encima de cierto punto, la Reserva Federal elevaría la tasa de descuento (y probablemente también vendería bonos en el mercado abierto para reducir la cantidad de moneda sobrante; tales «operaciones de mercado abierto» aún resultaban controvertidas en los Estados Unidos) en un esfuerzo por enfriar la economía. Si el nivel de precios cayera, en lugar de elevarse, habría de seguirse el procedimiento opuesto. El supuesto sentido común de este enfoque del control del crédito es lo que Hayek encontraría particularmente objetable. La objeción que se nos antoja más seria es que el movimiento cíclico no se expresa inicialmente en el comportamiento del nivel general de precios, sino en el de los precios relativos de los diferentes tipos de bienes. Por consiguiente, un índice del nivel general de precios no proporciona ninguna información relevante sobre el curso del ciclo ni, lo que es más importante, lo hace en el momento oportuno. Hayek sostuvo que si los economistas institucionalistas hubieran gozado de una mejor comprensión teórica de las causas del ciclo quizás no habrían sido conducidos a realizar, partiendo de sus series estadísticas, recomendaciones políticas tan obstinadamente equivocadas como las que propusieron. De hecho, tras las críticas de Hayek se encuentra una particular teoría del ciclo, cuyos orígenes se remontan a los escritos monetarios del economista sueco Knut Wicksell, y que sería más tarde desarrollada en la segunda edición (1924) del libro que Mises dedicara al dinero. Hayek habría de emplear varios años en articular su propia versión de la teoría del ciclo de Mises Wicksell. La teoría de Hayek sobre el ciclo económico Para Hayek, toda teoría convincente del ciclo debe ser coherente con la que él llamaba «teoría del equilibrio». Según ésta, en un sistema de libre mercado los cambios en las condiciones subyacentes de la oferta y la demanda comportan ajustes en los precios relativos, ajustes que no cesan hasta que la oferta y la demanda se equilibren en todos y cada uno de los mercados. En la medida en que los precios realmente sean libres, el mecanismo de precios coordinará las acciones de los agentes a ambos lados de cualquier mercado. Uno de estos mercados es el de fondos prestables, donde se encuentran los intereses de prestamistas y demandantes de fondos. Al analizarlo, Hayek hizo uso del concepto de Wicksell de

«tipo de interés natural», tipo al que se igualan ahorro e inversión. La decisión de las economías domésticas de ahorrar puede también interpretarse como una decisión de posponer el consumo presente por el futuro. Los fondos ahorrados son demandados por empresas para financiar sus proyectos de inversión, esto es, se destinan a la adquisición de bienes de capital. El tipo de interés natural coordina las actividades de agentes tan diferentes como éstos en un mundo en que la producción implica una distensión temporal. Veamos un ejemplo aclaratorio. Supongamos que aumenta el deseo de ahorrar dentro de una comunidad, esto es, que se incrementa la preferencia por bienes futuros frente a bienes presentes. El tipo de interés natural comienza a caer, y las empresas descubren que los procesos productivos que requieren más tiempo, es decir, que tardan más en producir los bienes finales de consumo, pasan a ser rentables. Una pretensión fundamental de la teoría austríaca del capital (tal y como la desarrollara Eugen Bóhm Bawerk) es que los procesos más largos son también los más productivos. El desplazamiento hacia estos procesos permite a las empresas producir más bienes en el futuro, satisfaciendo así los deseos de los consumidores. El tipo de interés natural, por consiguiente, es también un precio relativo, y sus variaciones sirven para coordinar las preferencias de una comunidad relativas al consumo presente y futuro con los procesos de producción que generan los bienes. La teoría del ciclo económico también analiza lo que se denomina «la estructura productiva». «Inversión» no significa simplemente añadir más máquinas. El desplazamiento hacia procesos productivos que llevan más tiempo comporta un cambio en los precios relativos de todo un conjunto de bienes de producción, y estas variaciones de precios inducen un cambio en la estructura del stock de capital. En terminología «austríaca», lo que se añaden son «bienes de orden superior», esto es, bienes de capital que están más lejos (temporalmente hablando) de la producción de bienes de consumo o de primer orden: la estructura productiva se ha alargado. Este cambio en la estructura del capital habría de jugar un papel crucial en la teoría austríaca del ciclo. Por consiguiente, el mecanismo de precios coordina la actividad económica, la cual, en el proceso de un ciclo, se des coordina de algún modo. En particular, durante la fase de crisis del ciclo se produce una sobreproducción de bienes de capital, desequilibrio éste cuya aparición ha de ser capaz de explicar toda teoría del ciclo que se precie de adecuada. ¿Qué es lo que impide que el tipo de interés realice su función coordinativa? Una vez más, el marco conceptual de Wicksell demuestra su utilidad. Wicksell postulaba otro tipo de interés, el «tipo de interés del mercado», el cual depende de las actividades crediticias de los bancos y puede diferir del tipo natural. En concreto, el tipo de mercado caerá por debajo del natural al aumentar los bancos su crédito. Wicksell empleó la distinción entre el tipo natural y el de mercado para discutir los movimientos en el nivel general de precios. La contribución austríaca consistió en sostener que la desviación del tipo de mercado respecto del natural es la causa del ciclo económico. Un ciclo típico se desarrolla como sigue. Los bancos expanden el crédito, disminuyendo el tipo de interés de mercado para inducir a las empresas a solicitar préstamos. Éstas emplearán su nuevo poder adquisitivo en ir poco a poco alargando el proceso productivo, como si de hecho hubiera ocurrido un descenso del tipo de interés natural. En un mundo con pleno empleo de recursos, esto aleja los recursos de los consumidores. A diferencia del ejemplo en que caía la tasa de interés natural, sin embargo, los consumidores en este caso no han reducido voluntariamente su deseo de consumo en términos reales, sino que se han visto obligados a consumir menos de lo que desean. Hayek describió este fenómeno, muy apropiadamente, como un «ahorro forzoso». La demanda parcialmente insatisfecha de bienes de consumo presentes empieza a presionar al alza los precios de tales bienes en relación a los futuros, lo que equivale a decir que el tipo de interés

de mercado comienza a elevarse. Esto indica a las empresas que sus anteriores decisiones de emprender proyectos de inversión en procesos productivos más largos habían sido incorrectas, es decir, que la demanda de bienes futuros no se había elevado realmente. Por consiguiente, tales proyectos dejan de ser rentables y deben ser abandonados antes de completarse, lo que inicia la crisis o fase recesiva del ciclo. El único modo de evitar el ciclo es «neutralizar» los efectos de la creación de crédito haciendo que el tipo de interés del mercado coincida con el natural. Hayek lo expresa sucintamente del siguiente modo: «El punto de partida para el análisis teórico de las influencias monetarias en la producción no debe ser un dinero cuyo valor es estable, sino un dinero neutral...»?6 Esto estaría muy bien, desde luego, si no fuera porque mantener neutral el dinero se dice pronto, pero es bien difícil de conseguir en la práctica; aunque sólo sea porque nadie sabe realmente cuál es el tipo de interés natural del dinero, ya que el único tipo observable es el de mercado. La actitud de Hayek sobre la efectividad de posibles medidas anti cíclicas era más bien pesimista. La recomendación al uso en la época (a saber, observar el nivel general de precios y modificar la tasa de crecimiento de la oferta monetaria en sentido contrario al que siguiera el movimiento del mismo) casi con toda seguridad no haría sino agravar el ciclo. Hayek pensaba que si las autoridades monetarias intentaban mantener el nivel de precios estable cuando la economía se encontraba en expansión (Hayek consideraba que en la expansión crecería la productividad y los precios deberían descender), acabarían en realidad inyectando demasiado crédito y así abortando el despegue. Tampoco consideraba efectivos otros mecanismos, como controlar el volumen de crédito del sistema, estableciendo, por ejemplo, límites sobre las reservas bancarias, puesto que la volatilidad de la demanda de crédito minaría cualquier control que las autoridades monetarias pudieran tratar de imponer. La teoría de Hayek implicaba, en fin, que los precios de mercado, justo antes de la aparición de la crisis, empezarían a elevarse. Si esta elevación quedara reflejada en una elevación del nivel agregado de precios, entonces las autoridades monetarias podrían ser inducidas a pisar el freno justo cuando la economía empezaba a deslizarse hacia una recesión, lo que acentuaría la fase depresiva del ciclo. Una vez desatada la crisis, la mejor política, según Hayek, consiste en dejar que las cosas se arreglen por sí solas. Cualquier intento de estimular la economía mediante inyecciones adicionales de dinero no haría sino mantener artificialmente deprimido el tipo de interés de mercado, distorsionando aún más la estructura productiva y prolongando y acentuando la crisis. Del mismo modo, cualquier intento de estimular la demanda privada no haría sino añadir leña al fuego, al ser una de las características de esta fase del ciclo, precisamente, un exceso de demanda privada. Por tanto, la etapa recesiva del ciclo es la amarga medicina que finalmente restaura el equilibrio en el sistema. Como Ludwig Lachmann habría de observar más tarde, la primera visión que Hayek tuvo sobre la salida del ciclo era del tipo equilibrio general: Para Hayek, el equilibrio general paretiano constituía el núcleo de la teoría económica, el centro de gravedad hacia el cual tendían las fuerzas principales de una economía. La tarea de la teoría del ciclo económico, según él, consistía en explicar la razón por la que estas fuerzas pueden temporalmente detenerse y retrasar sus efectos. Ya que el ciclo supuestamente comienza con una expansión y termina en una depresión, Hayek veía en esta última el triunfo definitivo de las fuerzas económicas que tienden a restaurar el equilibrio. Hayek dedicó los últimos años de la década de 1920 a afinar los detalles de la teoría, con la esperanza de que sus esfuerzos acabaran asegurándole una plaza en la universidad. Para obtener su Habilitation, primero tenía que escribir un libro, y el resultado fue Geldtheorie und

Konjunkturtheorie. Después preparó su defensa para la Habilitation, una presentación pública en la que los miembros de la facultad examinaban al candidato, quien exponía un tema de su propia elección. El ensayo que Hayek eligió para la ocasión fue «Gibt es einen 'Widersinn des Sparens'?», cuya traducción se ofrece cómo capítulo II de este volumen. Su presentación convenció, y Hayek se convirtió en Privatdozent en 1929. Durante los dos años siguientes, además de su trabajo en el Instituto del Ciclo Económico (donde se le imiría Oskar Morgenstem, quien habría de sucederle en el puesto), Hayek impartió clases en la Universidad de Viena. Como menciona en «La Economía de 1930 vista desde Londres», que constituye el capítulo I de este volumen, en su tiempo libre redactó una serie de capítulos sobre la historia monetaria de Inglaterra para una voluminosa obra sobre el dinero que se traía entre manos y que nunca llegaría a publicarse, pues los editores la abandonaron tras la llegada de los nazis al poder. La «paradoja» del ahorro «La 'paradoja' del ahorro» es el resultado inmediato de las experiencias de Hayek en América. Su relato de los ingeniosos esfuerzos promocionales de los ahora olvidados Foster y Catchings constituye una lectura fascinante y entretenida. Autores de numerosas obras divulgativas, ambos creían que la causa del ciclo estaba en la insuficiencia del consumo, atribuyéndola a un exceso de ahorro. El exceso de ahorro fluye hacia la inversión, lo que permite a las empresas incrementar su producción de bienes de consumo. Pero he aquí que las empresas incurren en un exceso de producción, y la capacidad adquisitiva de los consumidores no alcanza a comprar tantos bienes como se producen. La fase crítica del ciclo se establece al aparecer en el mercado una superproducción general de bienes de consumo. La recomendación de Foster y Catching no dejaba lugar a dudas: es obligación del gobierno corregir las fluctuaciones de la demanda de tales bienes, incurriendo en déficits—financiados mediante una expansión de la oferta monetaria— en las épocas de crisis. Es evidente la razón por la que Hayek encontró tal teoría y las medidas políticas asociadas altamente insatisfactorias. Como señala nada más iniciar el artículo, las teorías del ciclo basadas en el supuesto de una insuficiencia del consumo, aunque rechazadas por la mayoría de los economistas desde principios de 1800, tenían sin embargo la capacidad de reemerger periódicamente, especialmente en tratados populares escritos por no economistas. Desde una perspectiva específicamente austríaca, el marco teórico de Foster y Catchings era incapaz de incorporar el papel de los tipos de interés en la coordinación intertemporal de las decisiones de consumo. Hayek estaba convencido de poder contrarrestar los argumentos de Foster y Catchings. Lo que encontraba más preocupante era la respuesta del resto de la profesión a las medidas de política económica propuestas por los americanos. Particularmente exasperado estaba por el resultado del concurso de ensayos creado por ambos, que premiaba con cinco mil dólares a la mejor crítica de su teoría. Prácticamente ninguno de los críticos había discutido su afirmación de que un incremento de la oferta monetaria proporcional al aumento del volumen de la producción constituía una respuesta adecuada a la depresión. Su propia teoría implicaba, por supuesto, que un incremento en la oferta monetaria, una vez iniciada la depresión, únicamente prolongaría y empeoraría la crisis. Lionel Robbins y la LSE Lionel Robbins, además de ser el catedrático de economía más joven de Inglaterra, acababa de ser nombrado director del departamento de Economía de la London School of Economics (LSE). La LSE había sido establecida en la década de 1890 por los socialistas fabianos, y

sus fundadores, Sidney y Beatrice Webb, estaban tan convencidos de que la verdad (socialista) acabaría por imponerse que insistieron en que la ideología no jugara ningún papel en los nombramientos en la LSE. Un motivo importante en la fundación de la LSE fue ofrecer un contrapeso al enfoque teórico que propugnaban desde Cambridge hombres como Alfred Marshall. Sería incluso correcto decir, en líneas generales, que al comienzo de siglo el enfoque histórico se identificaba con Londres y el teórico con Cambridge. A mediados de la década de 1920, sin embargo, la economía y los métodos marshallianos habían emergido prácticamente victoriosos en toda Gran Bretaña. La sensibilidad hacia la importancia de la historia (aunque no constituyera en absoluto una apología de los métodos del historicismo, como Hayek se apresura a recordamos en el apéndice al primer capítulo de este volumen, donde ofrece su retrato de Edwin Cannan) seguía siendo una de las características fundamentales de la LSE, y en particular de algunos miembros de la misma, como Cannan mismo o Herbert Foxwell. Su director, William Beveridge, sentía por lo demás una irremisible antipatía hacia la teoría. Lionel Robbins se propuso cambiar todo esto y convertir la LSE en un centro con interés por la teoría. Lo que, desde luego, no significa que quisiera convertirla en un Cambridge junto al Támesis. Más bien, Robbins deploraba la insularidad de la economía inglesa. En Oxford y Cambridge, esta estrechez tenía sus orígenes en la autocomplaciente creencia de que cuanto necesitaba saberse en economía podía encontrarse en los escritos de Marshall. En la medida en que también podía encontrarse en Londres, tal estrechez procedía de las preferencias de Edwin Cannan (o al menos así lo cuenta Hayek). Pero Marshall había muerto en 1924, y Cannan se retiró en 1926. Desde la perspectiva de Robbins, los tiempos estaban maduros para introducir en la LSE un enfoque a la vez más teórico y más universal. Aún tenía Robbins otra batalla pendiente, y ésta con el más formidable de sus oponentes, John Maynard Keynes. Keynes había invitado a Robbins, a finales del verano de 1930, a formar parte de un comité, del recién instituido Economic Advisory Council. Aun siendo el EAC una organización enorme, el «Comité de Economistas» formado por instigación de Keynes era un grupo pequeño y selecto, cuyos otros miembros eran Arthur Pigou, Josiah Stamp y Hubert Henderson. El comité había de reunirse a puerta cerrada, y su informe final habría de ser secreto. Su objetivo era proponer medidas económicas para combatir la Depresión, y Keynes confiaba en usarlo para promover sus propios puntos de vista. Pronto resultó evidente que Robbins discrepaba del resto del comité tanto en su diagnóstico del origen del cambio de tendencia en el ciclo como en sus propuestas prácticas. Intentó, sin éxito, que el comité escuchara la opinión de otros (entre ellos, Hayek), cuyas opiniones encontraba afines a la propia. Con no pocos esfuerzos, el comité alcanzó algún punto de acuerdo en su informe final, pero Robbins rehusó suscribir la propuesta de imponer una tarifa sobre las importaciones y solicitó permiso para añadir en el informe su opinión minoritaria sobre la cuestión. Keynes, furioso, en un primer momento no se lo permitió, afirmando que cierta regla prohibía a las minorías de uno presentar informes separados. Cuando quedó claro que Robbins no se dejaría intimidar, y que la regla de Keynes era, como Robbins habría de decir más tarde, «puro mito», el viejo economista relajó su postura. Empero, Keynes se reservó la palabra final y leyó en voz alta al comité una carta en que «explicaba» a los ministros la verdadera razón por la que Robbins disentía: «Robbins padece de ciertos escrúpulos de conciencia que le han conducido a un elevado grado de implicación emocional.» El joven Lionel Robbins batallaba en varios frentes y andaba en busca de aliados. Al objeto de contrarrestar el énfasis sobre lo histórico que prevalecía en la LSE, en primer lugar y antes que nada necesitaba un economista que destacara como teórico. También quería que éste estuviera en contacto con otras tradiciones, con el fin de convertir la LSE en pionera de la internacionalización de la economía inglesa, y que fuera capaz de actuar de contrapeso frente a

Keynes. Todas estas características las reunía Hayek. Y aunque Robbins no obtuviera de Keynes el permiso para que Hayek pudiera comparecer ante el Comité de Economistas, sí podía, como director de departamento, invitarle a una serie de conferencias en la LSE. Y eso fue exactamente lo que hizo. Hayek llegó a Londres en febrero de 1931. Sus conferencias, que habrían de publicarse más tarde bajo el título Prices and Production, habían sido preparadas a la carrera. Y si bien su inglés era poco menos que espantoso (alguien le diría más tarde que era absolutamente ininteligible cuando leía, pero que conseguía entendérsele algo cuando se detenía a responder alguna pregunta), a pesar de todo causó notable revuelo. Como consecuencia, se le ofreció permanecer un año en la LSE como profesor visitante, ocupando al siguiente la cátedra Tooke de Ciencias Económicas y Estadística. Durante ese tiempo comenzó a preparar un estudio sobre A Treatise on Money, un libro que recogía las últimas incursiones de Keynes en teoría económica y que proporcionaba los fundamentos teóricos de sus propuestas de política económica. Como ha venido siendo costumbre entre economistas teóricos durante mucho tiempo, las diferencias entre Hayek y Keynes habrían de librarse bajo la forma más indirecta y peculiar de conflicto, es decir, como enfrentamiento entre modelos teóricos. LA BATALLA ENTRE KEYNES Y HAYEK A Treatise on Money Keynes empezó a delinear lo que habría de ser su A Treatise on Money poco después de concluir el Tract on Monetary Reforms, casi con seguridad en julio de 1924, y trabajó sus ideas hasta finales de los años veinte. Las primeras versiones de sus capítulos serían objeto frecuente de comentarios por parte de su viejo amigo Dennis Robertson, prácticamente hasta la redacción del manuscrito definitivo en julio de 1929. Sin embargo, el lento proceso de revisión generó tantos cambios que la versión final acabaría comprendiendo dos volúmenes, publicándose el 31 de octubre de 1930. Que Keynes no quedó especialmente satisfecho del resultado final queda patente en el mismo Prefacio: Conforme repaso las pruebas de imprenta de este libro voy advirtiendo con claridad sus defectos. Me ha llevado años escribirlo... durante los cuales mis ideas se han ido desarrollando y evolucionando... Las ideas con las que he terminado difieren notablemente de aquellas con las que empecé. Me temo que hay mucho en el resultado de este libro que representa el proceso de ir librándome de mis primeras ideas e ir encontrando el camino hasta llegar a las que ahora tengo. Las nuevas ideas hacia las cuales Keynes buscaba «su camino» eran, en lo esencial, las ideas sobre política económica. El problema del Treatise es que éstas no acababan de encajar en el marco teórico de Keynes. Keynes esperaba que el Treatise fuera la obra que le reportara como economista teórico el reconocimiento del que ya disfrutaba como ensayista, como tábano de políticos, formador de opinión y eminente figura pública. También esperaba poder construir un edificio teórico que reflejara sus ideas sobre política económica. Para su desgracia, estas últimas habían evolucionado de un modo tan rápido a lo largo de los años veinte que había sido incapaz de mantener el equilibrio. Con todo, su empeño no fue del todo infructuoso. Sirviéndose de sus famosas «ecuaciones fundamentales», Keynes argumentó que la causa principal de los problemas económicos en las economías monetarias modernas se encontraba en los desajustes entre ahorro e inversión. Al menos, esto guardaba cierta similitud con su idea de que los problemas del Reino Unido en los años veinte habían conducido a un gasto de inversión interior insuficiente.

Keynes, sin embargo, todavía se encontraba parcialmente inmerso en un mundo marshalliano. Su análisis suponía implícitamente que el producto total estaba dado, por lo que todos los ajustes serían vía precios. Como es evidente, esto hacía que resultara bastante difícil discutir el problema —que tanto le preocupaba— del desempleo. Al analizar la «Depresión de 1930», Keynes la contempló como un caso especial en el que la recesión se desencadenó por los altos tipos de interés (consecuencia de la vuelta al oro) y por problemas asociados a los gastos de reparación. Si legislar a partir de casos difíciles sólo conduce a malas leyes, los casos especiales tampoco sirven para elaborar una buena teoría. De hecho, no sería hasta The General Theory cuando los efectos sobre la producción y el empleo, en lugar de sobre los precios, se convertirían en el asunto principal de la obra teórica de Keynes. Como habría de escribir en su Prefacio, fue entonces cuando pudo dar por terminada su larga «lucha por escapar a los modos de pensamiento y expresión habituales». A su escapada había contribuido un grupo de jóvenes economistas de Cambridge a los que se conocía colectivamente como «el Círculo». El Círculo de Cambridge Pocas semanas después de la publicación del Treatise, un grupo de jóvenes profesores había empezado a reunirse en las habitaciones de Richard Kahn para discutir la obra y criticarla, Entre ellos se encontraba Piero Sraffa, de 32 años, a quien Keynes había ayudado a venir desde Italia (Sraffa había sido el traductor del Tract al italiano) y cuyo artículo de 1926, en el que criticaba la teoría de la empresa de Marshall, había originado un amplio debate entre los economistas ingleses a finales de los años veinte; Joan Robinson, de 27 años, que habría de publicar dos años más tarde The Economics of lmperfect Competition; así como su marido, Austin, seis años mayor que ella, que acabaría convirtiéndose en 1934 en editor asociado del Economic Journal y más tarde en editor de los Collected Writings de Keynes; y también James Meade, de 23 años, visitante de la Universidad de Oxford cuya distinguida carrera en el campo de la Economía Internacional acabaría proporcionándole el Premio Nobel de Economía en 1977. El Círculo se constituyó en mayo de 1931, volviéndose cada vez más formal (empezaron a quedar en un aula para seminarios) y expandiéndose hasta incluir a algunos de los mejores estudiantes de licenciatura (por invitación, y sólo después de superar una entrevista ante el comité de selección formado por Austin Robinson, Kahn y Sraffa). Keynes nunca asistía a las reuniones. Como intermediario actuaba Kahn, quien le informaba de los resultados de las discusiones y exponía luego ante el grupo sus réplicas. Aunque los relatos difieren sobre el papel exacto que el Círculo desempeñó en la evolución de la Teoría General, parece claro que las críticas de sus miembros contribuyeron eficazmente a que Keynes repensara sus ideas, y en particular a que advirtiera que el marco teórico de su Treatise suponía un nivel de producción dado. Posteriormente, algunos de ellos habrían de servir para ayudar a demoler las críticas a Keynes y para extender el evangelio keynesiano en el Reino Unido. Pero nos estamos adelantando a los hechos. Fue en febrero de 1931 cuando Hayek pronunció sus conferencias sobre «Precios y Producción» en la LSE. Ya en Inglaterra, accedería a dar una charla en Cambridge. Aunque Keynes no estuviera presente, allí estaban los miembros del Círculo, entre ellos Joan Robinson. Ésta, en su Conferencia Richard T. Ely a la American Economic Association en 1971 describiría la sesión como sigue: Mientras se desarrollaba la controversia sobre la pertinencia de las obras públicas, el profesor Robbins buscó en Viena un miembro de la Escuela Austríaca que equilibrara la posición de Keynes. Recuerdo perfectamente la visita a Cambridge de Hayek, de camino hacia la London School. Hayek expuso su teoría dejando la pizarra llena de triángulos y, aunque entonces no fuimos capaces de advertirlo, más tarde comprendimos que toda su argumentación giraba en

torno a la confusión entre la tasa de inversión corriente y el total de bienes de capital. La tendencia general parecía ser la de mostrar que la depresión se había debido a la inflación. R.F. Kahn, que por entonces se ocupaba de explicar cómo el multiplicador garantiza que el ahorro sea igual a la inversión, preguntó en tono de perplejidad: « ¿Dice entonces que si saliera a comprarme un abrigo nuevo mañana estaría con ello incrementando el desempleo?» «Sí», fue la respuesta de Hayek, quien añadió, señalando a sus triángulos en la pizarra: «Pero explicar por qué implicaría un desarrollo matemático bastante largo.» A este lamentable estado de confusión es al que me refería al hablar de la primera crisis de la teoría económica. Es difícil imaginar que Hayek fuera incapaz de explicar la relación entre precios de mercado crecientes y depresión, ya que era central para su teoría. Quizás habría que atribuir su respuesta a la enfermedad a la que Kahn alude en sus recuerdos de tal día, o quizás su dominio del inglés fuera aún regular y no comprendiera bien la pregunta. Incluso podría haber percibido la hostilidad de parte de la audiencia, que podría haber afectado su capacidad de pensar con claridad. Con independencia de qué fuera lo que le hizo responder del modo en que Robinson relata, la impronta del desagradable ambiente que Hayek encontraría en algunos reductos de la comunidad académica inglesa queda perfectamente reflejada en estos comentarios nada respetuosos de Robinson, realizados cuarenta años después del suceso y cuando el paradigma keynesiano aún era el dominante (aunque no, quede claro, en la versión de Robinson, quien etiquetaba a los seguidores del modelo más aceptado como «keynesianos bastardos»). La recensión del «Treatise» hecha por Hayek El lector que no haya realizado un estudio comparativo a fondo del Treatise on Money de Keynes y de Prices and Production de Hayek, e incluso alguien que lo haya realizado, puede haber advertido que algunos de los argumentos aducidos en el intercambio entre ambos (reproducidos como capítulos III al VI de este volumen) son un tanto oscuros. Hay momentos de tedio, también, por las páginas y páginas que ambos dedican a andarse con sutilezas y tiquismiquis en la definición de los términos. Ahora bien, quien consiga trascender el galimatías de definiciones terminológicas descubrirá que sus modelos tienen mucho en común. La diferencia teórica fundamental entre ambos es que Hayek integra en su modelo la teoría del capital y Keynes no. Hay dos características de las «ecuaciones fundamentales» de Keynes sobre las que merece la pena insistir. Primero, el tipo natural de interés es aquel al que ahorro e inversión se igualan. Es lo mismo que dice Hayek, aunque sus definiciones de ahorro e inversión difieran, y de ahí sus disputas terminológicas. Segundo, por definición existen beneficios (pérdidas) empresariales inesperados siempre que la inversión sea mayor que (menor que) el ahorro. Para Keynes, por tanto, en el equilibrio el ahorro es igual a la inversión y los beneficios inesperados (en términos agregados) son cero. Si el tipo de interés del mercado cae por debajo del tipo natural, se incrementará el gasto de las empresas en nuevos proyectos de inversión, el gasto de inversión será superior al ahorro y aparecerán beneficios inesperados, que Keynes denomina «inflación de beneficios». A continuación, las empresas como norma empiezan a competir entre sí por expandir la producción. Como existe pleno empleo de recursos, esto da lugar a un mero incremento de los precios de los factores (salarios), fenómeno que Keynes llama «inflación de ingresos». El resultado final podría predecirlo cualquier teórico cuantitativo de Cambridge: un incremento en la oferta de dinero acaba por elevar el nivel de precios de modo proporcional. En este sentido, el esqueleto del modelo del Treatise es simplemente Marshall con un giro wickselliano, giro que permitió a Keynes centrarse en la función del tipo de interés en una economía con un sistema bancario desarrollado. Habremos de ver, sin embargo, que Keynes, al discutir las complicaciones del mundo real en el

Treatise, al igual que ya ocurría en el Tract, fue con frecuencia más allá del esqueleto de su modelo. Hayek consideraba inaceptables las definiciones implícitas en las ecuaciones fundamentales de Keynes, como dejó bien claro en la primera parte de su recensión, aunque coincidía con él en que una disminución del tipo de interés del mercado por debajo del tipo de interés natural hacía que l0s empresarios incrementaran su gasto de inversión, superando así la inversión al ahorro. Este es el punto crucial en que sus historias divergen. Frente a la ambigua descripción que hace Keynes de la «inflación» de beneficios e ingresos, el modelo de Hayek incluye un relato detallado de una secuencia específica de cambios en los precios de bienes de capital y de consumo que se deriva de la teoría austríaca del capital. Además, la teoría del capital de Hayek (cuya ausencia era tan palpable en el modelo de Keynes) era familiar a Wicksell, cuyo primer libro constituía un intento de integrar la teoría austríaca del capital con la teoría de la productividad marginal dentro de un marco de equilibrio general. Hasta la conclusión de este intento no habría Wicksell de intentar, ya en su segundo libro, una discusión sobre el dinero. Desde la perspectiva de Hayek, Keynes simplemente había sacado la historia del tipo de interés de su contexto original. En último término, Hayek pudo construir una teoría completa del ciclo económico gracias a la reintroducción de una estructura teórica que integraba un tratamiento del capital. El éxito del Treatise de Keynes en este aspecto fue menor, por cuanto seguía el enfoque más tradicional de explicar los cambios en el nivel de precios sin formular sistemáticamente la pregunta de cómo varía la producción a lo largo del ciclo. El ataque de Hayek a Foster y Catchings también partió de la perspectiva de la teoría del ciclo de Wicksell Mises. Sin embargo, los lectores poco familiarizados con el enfoque austríaco debieron encontrar serias dificultades para seguir el argumento de Hayek, ya que su marco teórico era bien diferente del de sus oponentes en este punto. Keynes, por el contrario, había tomado algunas ideas prestadas de Wicksell (y, desde un punto de vista austríaco, quizás de modo gratuito), La tarea crítica de Hayek, fue banalizada por Keynes, quien a todos los efectos hubiera perfectamente podido dibujar una diana en la portada de su Treatise. Keynes responde a Hayek Como atestigua uno de sus biógrafos, a Keynes no le gustó la recensión: Keynes se sintió molestísimo con la parte crítica de la recensión. De hecho, su ejemplar de ese número de Económica es uno de los más anotados de los que de él se conservan, con no menos de 34 indicaciones o comentarios a lápiz en apenas 26 páginas de recensión. Al final de la misma, Keynes resumió así su reacción: «Hayek no ha leído mi libro con el mínimo de 'buena voluntad' que un autor tiene derecho a esperar de su lector. Mientras no lo haga le será imposible entender lo que digo o saber si tengo o no razón. Sin duda, cierta pasión que no acierto a discernir le induce a meterse conmigo.» La irritación de Keynes es evidente en su respuesta, publicada en noviembre de 1931, y que reproducimos como capítulo IV de este volumen. El hecho de que Keynes insistiera en contestar a su crítico antes de que éste pudiera publicar lá segunda parte de su recensión da buena idea de su enfado, al igual qué su estrategia de utilizar la réplica como ocasión para atacar el Prices and Production del propio Hayek. ¡Menudo ataque el de Keynes! Keynes carácterizó la obra de Hayek como sigue: La obra me paréce una de las más confusas que yo haya leído jamás, y a pesar de ello es un libro interesante, llamado, sin duda, a dejar huella en el lector. En verdad, se trata de un ejemplo extraordinario de cómo, arrancando de un errór, una lógica implacable nos puede llevar

al manicomio. El Dr. Hayek ha visto visiones y a través de ellas, cuando despierta de su sueño, se encuentra con una historia sin sentido como resultado de haber dado nombres equivocados a las cosas que se le han ido ocurriendo, de forma tal que su Khubla Khan no se puede decir que esté falto de inspiración del todo y hace pensar al lector que algún germen de idea tiene al fin y al cabo (en este volumen, p. 173). Esto sí que es saber escribir; Keynes en lo mejor de su ingeniosa malicia. Sin embargo, una réplica en este tono a la extensa recensión crítica de un joven académico, tratándose de un economista inglés eminente y editor del prestigioso Economic Journal como era Keynes, es —hay que decirlo con claridad bastante ruin. La reacción de Pigou quizás constituya una reprimenda apropiada: ¿Estamos plenamente satisfechos, en el fondo de nuestros corazones, del modo y los modales en que algunas de nuestras controversias se desarrollan? Hace uno o dos años, después de la publicación de un libro importante, apareció una crítica elaborada y cuidadosa de ciertos pasajes del mismo. La respuesta del autor no fue la de rebatir las críticas, sino la de atacar con violencia otra obra que ¡el propio crítico había escrito varios años antes! ¡Eso sí que es jugar sobre seguro! Es el método del duelo. Sin duda, una equivocación. Pigou no andaba ducho en cronologías, pero sus sentimientos saltan a la vista. Tanto si se está de acuerdo con él como si no, una cosa es segura: acababa de dar comienzo una batalla. Si se pasan por alto la pirotecnia y las disputas terminológicas iniciales, parece que las alegaciones de Keynes eran dos. En primer lugar, concedía a Hayek que el Treatise carecía de los fundamentos de una teoría del capital. Dado que bastantes de las críticas de Hayek señalan esta deficiencia, su concesión parece a primera vista considerable. Keynes suavizó el impacto de su admisión añadiendo, no obstante, que por entonces no existía ninguna teoría del capital completa a la que acudir (en esto Hayek estaría plenamente de acuerdo). Keynes parece también pensar que para lo único que sirve una teoría del capital es para explicar el nivel del tipo natural de interés, lo que indica que no había captado la función crucial que la teoría austríaca del ciclo concede al capital. Pero poco de esto importaba, ya que la segunda alegación de Keynes era que Hayek había malinterpretado en lo fundamental el planteamiento general del Treatise, por lo que muchas de sus críticas estaban mal dirigidas. Lo que Hayek no había captado, según Keynes, era su afirmación de que ahorro e inversión pueden «desconectarse» dentro del marco del Treatise por cualquiera de una serie de razones que no tienen nada que ver con cambios en la cantidad de crédito en el sistema. Keynes sugería que la lectura errónea de Hayek se había debido a encontrarse éste atrapado en un marco teórico obsoleto en el que ahorro e inversión sólo pueden diferir a causa de cambios en el crédito. La excusa que sirvió a Keynes para recensionar a su vez Prices and Production fue, por tanto, poner al descubierto el deficiente marco teórico de Hayek. ¿Hasta qué punto tenía razón Keynes en sus alegaciones? Fue aquí donde ambos incurrieron en una malinterpretación mutua. Keynes tenía razón al sostener que el Treatise contiene numerosos ejemplos de cómo no cabe esperar, de un modelo en puro esqueleto, que funcione en el mundo real del modo señalado. Keynes había sostenido en su libro, por ejemplo, que ahorradores y empresarios son gente diferente con motivaciones diferentes, por lo que ahorro e inversión no tienen por qué coincidir de suyo; que las expectativas juegan un papel importante, especialmente en los mercados financieros; y que la relación entre la oferta de dinero y el nivel de precios en la vieja teoría cuantitativa sólo se cumple en un teórico equilibrio.

Al margen de las alegaciones de Keynes, el modelo de Hayek también admitía numerosas causas de perturbación. Una de las razones por las que quizás Keynes no lo advirtiera fue el que se fijara únicamente en Prices and Production, obra en la que los orígenes del ciclo importan menos que los cambios en la estructura de la producción, que es lo que constituye el ciclo. En el capítulo 4 de su anterior Geldtheorie und Konjunkturtheorie (por entonces sólo asequible en alemán), Hayek se ocupaba de algo más que de las acciones de los bancos que podrían hacer que, en terminología de Keynes, la curva de la «eficiencia marginal del capital» cayera. Pero Keynes tenía razón al sostener que, para Hayek, los efectos se transmitirán necesariamente por medio del sistema crediticio, por la simple razón de que es imposible que ocurra de otro modo en una economía monetaria. Por su parte, Hayek parece haber argumentado mejor al mostrar que, aunque Keynes hubiera afirmado que ahorro e inversión podían desconectarse, no había demostrado que esto pudiera ocurrir dentro del modelo descrito en el Treatise. Estas eran las líneas de fuerza de la segunda parte de la recensión de Hayek, publicada en febrero de 1932 y que recogemos como capítulo VI de este volumen. Poco después de este intercambio en noviembre, Hayek y Keynes comenzaron una correspondencia sobre los méritos de sus respectivos marcos teóricos. La última carta de Keynes en este intercambio es del 29 de marzo, después de que hubieran aparecido ya la segunda parte de la recensión de Hayek aiTreatise y la recensión de Sraffa a Prices and Production. Keynes diría en ella: Aunque he estado ocupado en otras muchas cosas y no he tenido tiempo de estudiar con la atención debida su artículo de Económica, hay uno o dos puntos que tal vez valga la pena tratar por separado del tema principal. Dudo que vuelva a la carga en Económica. Estoy tratando de reformular y mejorar mi posición central y probablemente ésta es una forma mejor de emplear el tiempo que dedicarlo a una controversia (en este volumen, p. 194). Keynes nunca volvió a la carga, por lo que Hayek quizás se sintiera vencedor. Esta carta es también la fuente de la que parte el comentario posterior de Hayek de que, ya que Keynes había «cambiado de opinión» sobre su Treatise, y probablemente haría lo mismo con los argumentos de la Teoría General, no revestía mucho interés ponerse a escribir una recensión de esta última obra. Keynes no había cambiado de opinión, por supuesto, en lo tocante a la necesidad de la intervención para salvar el capitalismo. Pero sí parece evidente que a comienzos de 1932 había abandonado la esperanza de que fuera posible expresar sus ideas de política económica dentro del marco teórico del Treatise, y estaba preparado para comenzar la ardua tarea de construir otro nuevo. Una última idea sobre la batalla. A veces se interpreta a Hayek como si hubiera sugerido que debiera usarse el «dinero neutral» como guía para la política económica, y que las autoridades monetarias deberían tratar de mantener la oferta de dinero, en expresión de Keynes, «absolutamente siempre inalterada». Pero la opinión de Hayek era realmente mucho más pesimista. La autoridad monetaria es incapaz de controlar la oferta de crédito con suficiente precisión como para mantener el tipo de mercado igual al natural y, aun cuando lo fuera, el tipo natural de interés no es de suyo un constructo operacional; de hecho, es incognoscible. La idea fundamental de Hayek es que el ciclo económico, aunque resulte desagradable, es inevitablemente concomitante a una economía crediticia. Hayek confiaba en que la severidad de sus oscilaciones pudiera suavizarse de algún modo, a ser posible mediante una mejor comprensión de las fases de un ciclo típico y no recurriendo a medidas de política económica. Los intentos por eliminar las oscilaciones, en especial los que había visto discutir en los Estados Unidos e Inglaterra,

lo más probable es que sólo contribuyeran a intensificar sus efectos. Como diría más tarde, con su característica modestia: Lo que siempre he hecho me ha parecido más un señalar los obstáculos que hay delante del camino que otros eligen que proporcionar yo ideas nuevas que hayan abierto paso a posteriores desarrollos. A comienzos de 1932, Hayek parecía ser el vencedor de la batalla teórica. Su modelo, aunque poco familiar a la audiencia británica, al menos parecía el más coherente. Pero, ¿era realmente el modelo correcto? ¿Constituía de hecho una teoría completa del ciclo económico? Si no lo era, ¿estaban equivocadas sus ideas de política económica y era Keynes, cuyo modelo apenas estaba trabajado, quien en el fondo tenía razón? Estas eran las preguntas que pesaban sobre los economistas de Oxford y Cambridge en la primavera de 1932. El desacuerdo, sin embargo, no habría de durar mucho. Una campaña breve Una explicación de la progenie keynesiana Según Mark Blaug, «lo que hace difícil ofrecer una explicación convincente de la revolución keynesiana es la extraordinaria rapidez con que ha aparecido toda una progenie de keynesianos». Blaug ofrece múltiples razones por las que tantos miembros de la profesión económica se han convertido al credo keynesiano de modo tan fácil y rápido. Al repasar las más importantes entre éstas resulta útil comparar las razones que explican el éxito de Keynes y las que explican el fracaso de Hayek. La Teoría General fue diseñada, ante todo, para explicar episodios de desempleo graves y persistentes; de hecho, la noción de un equilibrio con desempleo resulta a estos efectos perfecta. También pretendía proporcionar (si bien indirectamente, ya que se trataba de una obra teórica) una lógica que sustentara las medidas de política económica de los gobiernos. El modelo de Hayek explicaba el ciclo, una de sus principales ventajas sobre el modelo del Treatise, pero argumentaba contra la intervención estatal durante la etapa de crisis. Dada la propensión humana a no permanecer parados en momentos de crisis, el mensaje keynesiano fue naturalmente mejor acogido. La II Guerra Mundial y la historia posterior de muchos gobiernos occidentales parecían proporcionar, a ojos de los economistas, la confirmación de las tesis keynesianas. El incremento del gasto público durante la guerra, equivalente a una política fiscal expansiva, no produjo consecuencias desagradables de inmediato. De hecho, después de un breve episodio inflacionista, nada más terminar la guerra, comenzó un despegue económico sostenido con apenas alguna que otra interrupción inflacionista o recesiva, que habría de durar hasta la década de los años setenta. La experiencia posbélica de crecimiento económico parecía la mejor demostración de que, en palabras de Keynes, «el remedio Correcto para el ciclo económico no reside en impedir el despegue y permanecer en una cuasi depresión permanente, sino en eliminar las depresiones y mantenerse en un cuasi despegue permanente». A mediados de los años sesenta, una gran parte de los economistas estadounidenses pensaba que el ciclo económico podía ser eliminado (si no lo había sido ya) y que era perfectamente alcanzable un estado de cuasi despegue permanente. No fue hasta la década de los setenta cuando empezaron a manifestarse los costes tan pesados que habían impuesto las políticas posbélicas, así como a materializarse las más ominosas previsiones de Hayek.

Las características formales del modelo de Keynes también daban a éste ventaja sobre Hayek. Keynes presentaba sus ideas dentro de lo que los economistas denominan un marco de «estática comparativa», marco que proporciona la impresión tanto de determinación como de simplicidad con rigor. El modelo de Hayek, aunque aparentemente conduce a imas conclusiones no menos determinadas, era, como la mayoría de las teorías del ciclo de entonces, de carácter dinámico. Era todo menos simple, y el hecho de que pocos lectores ingleses estuvieran familiarizados con la teoría del capital, que proporcionaba los fundamentos del modelo, no facilitaba precisamente las cosas. El modelo de Keynes, además, resultaba fácil de traducir en términos matemáticos, mientras que cuantos trataron de hacer lo mismo con el de Hayek inevitablemente fracasaron. En décadas posteriores, la capacidad de expresar las propias ideas en términos de modelos matemáticos llegaría a convertirse en requisito indispensable para ser tenido por economista teórico «serio». A medida que la revolución formalista progresaba, modelos como el de Hayek fueron tomándose curiosidades de anticuario. Aunque su autor no fuera un fanático de la econometría, la Teoría General proporcionaba categorías que encajaban bien con los constructos teóricos que por entonces elaboraban los contables de la renta nacional. La visión general de Hayek, por el contrario, repudiaba los agregados estadísticos. Como ya había ocurrido con la de los matemáticos, la caravana de los econometrícas pasaría también a su lado sin inmutarse. Tampoco debería pasarse por alto el estilo de Keynes, que captaba la atención de sus lectores haciéndoles alternativamente pasar del enfado contenido a un estado de confusión, y de ahí a la intriga. Su misma oscuridad dejaba a la audiencia con no pocos dilemas sin resolver, acertijos que garantizaban trabajo por hacer a cuantos le siguieran. Paul Samuelson, quien quizás quedara inadvertidamente infectado con el estilo de Keynes, da fe de esa atracción: Precisamente aquí reside el secreto de la Teoría General. Es un libro mal escrito y apenas organizado, y cuantos pagaron por él los cinco chelines que costaba, atraídos por la reputación previa del autor, debieron de sentirse realmente timados. No sirve para ser utilizado en clase, y el tono es arrogante, destemplado y polémico, y nada generoso en reconocimientos. Le sobran enredo y confusión... Los destellos de ingenio e intuición hay que descubrirlos en medio de desarrollos algebraicos tediosos. Una definición extraña de repente da paso a un pasaje inolvidable. Una vez que por fin se domina, su análisis resulta obvio y al mismo tiempo nuevo. En suma, la obra de un genio. Quizás para su crédito, Hayek estaba muy por debajo de Keynes en este aspecto. Por último, está la venta de la Teoría General. Algo de la tarea promocional corrió a cargo del propio Keynes, quien había creado una general expectación sobre la obra, antes de su publicación, por medio de conferencias y artículos cíe prensa. Sus conferencias en Cambridge, de 1932 a 1935, constituyeron el foro perfecto para preparar su transición hacia la Teoría General. Cuando por fin apareció, su precio la hacía una obra perfectamente asequible. Los estudiantes de Harvard, por ejemplo, dirigidos por R.B. Bryce, se las arreglaron para, nada más salir publicada, recibir cajas y cajas con la Teoría General. Estos factores, en su conjunto, explican bastante bien la rápida aceptación del paradigma keynesiano entre la profesión económica. Nuestra preocupación, sin embargo, está más directamente relacionada con el conflicto particular entre Oxford y Cambridge, que en último término constituyó una batalla por hacerse con la mente de una generación emergente de economistas británicos en formación. El enfrentamiento fue intenso. Austin Robinson recuerda

que «la discusión se llevó a cabo en una atmósfera similar a la de algunos encuentros religiosos: Hermano, ¿estás salvado?» Keynes tuvo a algunos de su parte en esta batalla. Las contribuciones de Joan Robinson y Brinley Thomas Al terminar el verano de 1931, después de la conferencia de Hayek en Cambridge, pero antes de la publicación de Prices and Production, o de su recensión del Treatise, Joan Robinson escribió un ensayo. Dos años más tarde se publicaría una versión revisada del mismo donde la autora aparece como una «perpleja pero tozuda lectora de economía» que intenta descubrir el sentido del Treatise a la luz del debate entre Keynes y Hayek. Fue de este modo como la señora Robinson quedó involucrada desde el primer momento en el enfrentamiento entre nuestros dos protagonistas. Joan Robinson fue quien consiguió reunir estudiantes de la LSE con miembros del Círculo, durante encuentros que se celebraban los fines de semana en «terreno neutral», a medio camino entre Cambridge y Londres. Entre otros resultados positivos, logró que se entablara el diálogo y que se fundara una revista que no estuviera ligada a ninguna institución académica en particular, la Review of Economic Studies. Los encuentros sirvieron también de eficacísimo medio de transmitir los últimos desarrollos del pensamiento de Keynes. Los keynesianos tenían ventaja en estos encuentros, por supuesto. Los debates no eran entre el Keynes del Treatise y el Hayek de Prices and Production; de haber sido así, el campeonato habría estado igualado. En su lugar, se trataba de discutir las ideas de Hayek frente a un nuevo marco teórico, en pleno desarrollo y expuesto por sus discípulos: una nueva teoría capaz de subsanar todas las deficiencias del Treatise. Fue en uno de estos encuentros de fin de semana cuando Abba Lemer vio la luz y se convirtió de hayekiano en keynesiano. Los esfuerzos de la señora Robinson no terminaron con la publicación de la Teoría General. A ella correspondió el encargo de confianza de publicar una versión popular de las ideas keynesianas en 1937. Mucho más importante, y notable, fue su papel como abanderada y defensora de la pureza doctrinal en Cambridge. Algunos que incluso simpatizaban en general con su actitud teórica no dudaron en juzgar su acoso al tímido y reservado Dermis Robertson como algo abominable. Brinley Thomas tuvo, sin duda, el papel más destacado entre los que no eran de Cambridge. Thomas había pasado un año en Suecia y otro en Alemania con una beca y había vuelto a la LSE en 1935 para enseñar lo aprendido. El contraste que ofreció entre los dos países no podía haber sido mayor. Según Thomas, los suecos coincidían con Keynes en asuntos de política económica y, lo que es más, estaban perfeccionando un marco teórico propio que justificaba plenamente las medidas intervencionistas. Por el contrario, las políticas deflacionistas en Alemania habían contribuido a la emergencia de Hitler y el nacionalsocialismo. Las conferencias de Thomas y sus escritos influyeron tanto sobre otros tres simpatizantes de Hayek (Hicks, Nicholas Kaldor y George Shackle) que acabarían por convertirse a las doctrinas keynesianas. Ya hemos mencionado la contribución de Hicks al modelo ISLM. Kaldor, que había ayudado a traducir la obra de Hayek Monetary Theory and the Trade Cycle, ayudaría más tarde a William Beveridge a elaborar las líneas fundamentales de una política de pleno empleo para el Estado de Bienestar británico. Shackle quedó tan impactado por la visión keynesiana que hizo pedazos la tesis sobre teoría del capital que había empezado bajo la supervisión de Hayek. Casi treinta años más tarde habría de escribir una historia del periodo 192639 en el que Hayek sólo aparece mencionado dos veces, y sólo como editor de un libro en el que aparecía un ensayo de Gunnar Myrdal. Ludwig Lachmann lamentaría más tarde con frecuencia que, «cuando llegué a la LSE a principios de los años treinta,

todos eran hayekianos; a finales de los treinta, sólo quedábamos dos: Hayek y yo». Tan completa fue la victoria keynesiana en la particular lucha entre Cambridge y Londres. La recensión de «Prices and Production» hecha por Sraffa Si Joan Robinson y Brinley Thomas desempeñaron una función crucial al convencer a quienes se encontraban en el eje CambridgeLondres de la verdad de las ideas de Keynes, fue Piero Sraffa quien asumió la no menos importante tarea de desacreditar el marco teórico hayekiano. Y lo hizo como es habitual en el mundo académico: con una recensión de Prices and Production, que reproducimos como capítulo VII de este volumen. El duelo entre Hayek y Sraffa es, si cabe, aún más oscuro que el intercambio entre Hayek y Keynes que lo precedió. Después de publicada la recensión, Frank Knight escribió a Oskar Morgenstem: «Me gustaría que él [Hayek] o quien fuera me explicara en una proposición gramaticalmente sencilla en qué consiste realmente la controversia entre Sraffa y Hayek. He sido incapaz de encontrar a alguien que tuviera la más remota idea al respecto.» Con todo, si uno es machacón, es posible discernir que Sraffa tenía tres grandes quejas. Veámoslas por orden. La primera queja era que Hayek, en su libro, y desde la perspectiva de Sraffa, rehusaba abordar el papel del dinero. Se trataría, por supuesto, de una seria deficiencia en un tratado cuyo supuesto objetivo es dilucidar la naturaleza de una economía monetaria. Sraffa consideraba particularmente perversa la insistencia de Hayek en qué ocurriría en un mundo sin dinero y su definición del tipo natural como el tipo de interés que prevalecería si el dinero fuera «neutral». Si uno consigue ir más allá del tono sarcástico de Sraffa quizás hasta simpatice con su queja. Prices and Production no resulta de fácil lectura. Hayek trata temas difíciles de modo conciso, sucinto; incluso, y sobre todo, en los dos capítulos más teóricos. Además, aunque el primer capítulo sea una historia de las teorías monetarias, el dinero acaba pasando a un segundo plano en los últimos capítulos, en los que los cambios en la estructura de la producción pasan a ocupar el primer plano. Si se quiere entender el enfoque de Prices and Production, antes hay que leer Monetary Theory and the Trade Cycle, donde Hayek se toma todo el trabajo necesario para explicar el papel del dinero en una economía de mercado, así como para justificar su pretensión de comenzar con un mundo sin dinero. También habría que destacar que Monetary Theory está, con mucho, mejor escrita, aunque lamentablemente aún estuviera por traducir cuando Sraffa redactó su recensión. Muy apropiadamente, Hayek en su réplica urge a su crítico a consultar la traducción a punto de salir. Lo que no significa, claro está, que Sraffa hubiera de quedar satisfecho con lo que Hayek tenía que decir en Monetary Theory. Bueno es saber que el asunto que ambos se traían entre manos, en el fondo, era la cuestión de si el sistema de mercado se ajusta por sí mismo o no. Hayek suponía que el mecanismo de ajuste, descrito formalmente en lo que él denominaba la «teoría del equilibrio», funciona perfectamente en un mundo sin dinero. Ésta, y no otra, era la razón por la que comenzaba su análisis por ahí, introduciendo más tarde el dinero como factor perturbador. Sraffa cuestionaba ya la premisa inicial y crucial de un sistema que se ajusta por sí solo. Este y no otro era el conflicto fundamental que subyacía a su arcano debate sobre el mejor modo de modelar una economía monetaria. El siguiente problema estaba relacionado con el análisis que hacía Hayek del ahorro forzoso. Conviene recordar que, en la teoría del ciclo austríaca, los alargamientos de la estructura productiva originados en un ahorro forzoso nunca llegan a completarse. Una elevación de los

precios de mercado indica a las empresas que su decisión anterior de seguir procesos productivos más largos fue un error, con lo que ahora abandonan sus proyectos de capitalización y, dejándolos incompletos, precipitan la crisis. ¿No existe alguna manera de poder completar a tiempo la transición hacia procesos productivos más intensivos en capital? ¿No sería posible que los bienes de consumo producidos en procesos más largos llegaran al mercado precisamente cuando la demanda de los consumidores comenzara a elevarse? Dicho de otra manera, ¿por qué habría de quedar interrumpida e incompleta toda transición hacia una nueva estructura productiva? Hayek no dudó en admitir en su réplica que «toda mi teoría descansa sobre la verdad de este punto». Desgraciadamente para él, su insistencia en que la transición nunca podría completarse sorprende a muchos comentaristas actuales, que ven en este punto la deficiencia principal de su teoría del ciclo económico. El consenso general es que, siendo plausible el escenario pintado por Hayek, ni demostró que siempre tuviera que ser así ni prestó la debida atención a los retardos implícitos en el proceso de ajuste que describía. La teoría de Hayek explica algunos ciclos económicos, pero no todos; por eso no es lo que Hayek pretendía, a saber, una teoría general del ciclo. La tercera queja de Sraffa estaba relacionada con el concepto de tipo de interés natural. Sraffa argumentaba que en el mundo sin dinero por el que Hayek sentía tanta inclinación «podría haber en cada instante tantos tipos de interés 'natural' como mercancías, aunque no fueran tipos 'de equilibrio'». Hayek concedió que cabían tantos tipos de interés natural como mercancías, pero insistió en que todos ellos serían de equilibrio. Como agudamente habría de señalar más tarde Ludwig Lachmann, esto demostraba que Hayek y Sraffa operaban con definiciones muy diferentes de equilibrio. En cualquier caso, el reconocimiento de Hayek debilita la noción de un único tipo de interés natural que acabaría prevaleciendo en un mundo sin dinero. Y como Sraffa advertía en su contraréplica, Hayek no podía invocar ninguna media estadística de tipos naturales esto es, una que sirviera para alguna «mercancía compuesta»), ya que Hayek con frecuencia había «repudiado enérgicamente el empleo de medias». Recordemos que Hayek expuso sus ideas a principios de 1931 ante una audiencia que comprendía varios miembros del Círculo. Éstos seguramente advertirían, pues se ocupaban de las críticas de Hayek al Treatise, que Hayek operaba, al igual que Keynes, dentro de un marco wickselliano. Quizás tenga su interés averiguar si este conocimiento pudo proporcionar impulso adicional a los miembros del Círculo para llegar a la conclusión de que el marco teórico del Treatise era deficiente y procedía rechazarlo. En cualquier caso, Keynes incorporó las críticas de Sraffa en su Teoría General, citando su recensión al principio del capítulo 17 sobre «Las propiedades esenciales del interés y el dinero». Hacia el final del mismo, Keynes realizó los siguientes comentarios sobre su uso del tipo de interés natural en el Treatise: «Aunque llegué a considerarlo un concepto prometedor, ya no creo que el tipo de interés 'natural' signifique algo o pueda contribuir en algo a nuestro análisis.»85; Para que nadie dudara de lo que pensaba sobre quienes todavía eran tan idiotas como para utilizar tal concepto, y especialmente de quienes pudieran asociarlo a conceptos como «ahorro forzoso» o «dinero neutral», Keynes auguraba la siguiente desgracia: Entramos aquí en aguas profundas. «El pato salvaje se ha sumergido hasta el fondo, tanto como le ha sido posible, y se ha agarrado con fuerza a las hierbas, ranúnculos y restos del fondo, y se necesitaría de un perro extraordinariamente inteligente para sumergirse tras él y sacarle de nuevo a flote». El enigma de la recensión

Aún queda un enigma por resolver: ¿por qué no escribió Hayek una recensión de la Teoría General? Keynes le había enviado un ejemplar, y Hayek en su carta de agradecimiento le mencionaba que ciertas partes de la obra le habían causado sorpresa y otras le habían parecido problemáticas, concluyendo que, «si mis actuales dudas persisten, probablemente solicitaré su hospitalidad para publicar unas notas sobre ciertos puntos en el E.J. [Economic Journal]». Uno sospecha que las dudas de Hayek no quedaron despejadas por el estudio, por lo que se mantiene la pregunta de por qué no escribió una recensión. Hayek sugiere posibles respuestas en tres de los trabajos retrospectivos que se incluyen en este volumen. Hayek volvió con frecuencia sobre el asunto, probablemente porque, como él dice, «hasta el día de hoy no me ha abandonado la sensación de haber escabullido lo que debería haber sido un simple deber». ¿Con qué razones justifica entonces Hayek esta omisión tan impropia de él? La primera apela a la experiencia de su recensión del Treatise. Habiendo dedicado tanto tiempo a preparar su crítica y estando convencido de que había demolido la posición de Keynes, Hayek debió de sentirse bastante defraudado al recibir una carta de éste en la que escuetamente le comunica que ha cambiado de opinión y que ya estaba trabajando en un nuevo modelo. Hayek no escribió una recensión de la Teoría General porque supuso que, para cuando la tuviera terminada, Keynes habría vuelto a cambiar de opinión. Lo anterior tiene su sentido. Keynes era conocido, y no sólo entre los economistas, por sus frecuentes cambios de opinión. A decir verdad, la volubilidad era una característica de su figura pública, hasta el punto de que en la prensa se le tildó de «hombre sin huesos» por sus vacilaciones acerca del libre comercio. No obstante sus serios —aunque infructuosos— esfuerzos en favor de Lloyd George en las elecciones generales de 1929, cuatro años más tarde, en sus Essays in Biography, el propio Keynes ofrecería una descripción mordaz del «bardo con patas de cabra» en Versalles. Y no hay que olvidar la ingeniosa puya que lanzara Thomas Jones sobre los cinco economistas que en total sostenían seis opiniones diferentes. Para muchos observadores, Keynes se asemejaba más a un Mercurio que a una Casandra. Ahora bien, si la inconstancia de Keynes en cuestiones teóricas fuera la única razón por la que Hayek no emitiera su crítica, entonces Hayek se habría equivocado completamente, porque Keynes en absoluto habría de cambiar de opinión sobre la necesidad de salvar al capitalismo de sí mismo. Y esto tenía que haber resultado evidente, ya que Keynes había titulado su obra, con peculiar modestia, La Teoría General. La promiscuidad teórica de Keynes no es suficiente para explicar por sí sola la retracción de Hayek. Si acaso, es lo que precisamente podría haber proporcionado la munición necesaria para realizar un contraataque efectivo. Hayek, en «La economía de los años treinta vista desde Londres», ligaba el argumento anterior de que «Keynes va a cambiar de opinión» a su propio estar ya «harto de tanta controversia». Ésta parece ser, claramente, una razón distinta de la anterior. A decir verdad, Hayek tenía buenos motivos para estar cansado en 1936, ya que había sido el centro de otras controversias: se había enfrentado a Frank Knight sobre la teoría del capital y a los socialistas de mercado sobre la planificación económica; había sido incapaz de anticiparse a la defección de sus propios alumnos, que se pasaban a las filas de Keynes, y la brutalidad de sus anteriores intercambios con Keynes y Sraffa le había dejado mentalmente fatigado y obligado a andarse con pies de plomo. Lo que no se explica es por qué confundió Hayek su propia fatiga con la variabilidad de Keynes.

¿Quizás por el doble mensaje que Keynes lanzara con el anuncio de su cambio de opinión? Recuérdese la última frase de su carta a Hayek: «Estoy ahora intentando reformar y mejorar mi posición central, y me parece que es mejor que siga en ello en lugar de perder él tiempo en controversias» (cursivas mías). También Hayek se encontraba en 1936 reformando y mejorando su propio modelo. Quizás pensara, dada su anterior experiencia, que una vez que lo terminara, los miembros de la profesión académica tendrían de nuevo ante sí dos modelos teóricos entre los que elegir, lo que probablemente resultaría mucho más apropiado y fructífero e, incluso, un modo emocionalmente menos gravoso de proceder contra sus anteriores justicieros. Las cosas no salieron así, desde luego. El mundo estaba en guerra cuando Hayek publicó su siguiente gran obra teórica, The Puré Theory of Capital, y pocos en la profesión advirtieron siquiera su publicación. Además, Hayek era consciente de no haber progresado mucho, a pesar de sus prodigiosos esfuerzos. Era cierto que había sido capaz de deshacerse del «periodo medio de producción» de Bóhm Bawerk y de reemplazarlo por la noción notablemente más compleja de «estructura productiva», asegurando así una fundamentación sobre la teoría del capital a la teoría austríaca. Pero no había avanzado lo más mínimo en la elaboración, sobre este fundamento, de una nueva teoría del ciclo de carácter plenamente dinámico. Hayek nunca retomó esta tarea, confiando en que sería completada por otros. Aún hoy sigue sin terminar. La tercera razón que Hayek ofrecía era eminentemente metodológica. Tanto «The Economics of the 1930s as Seen from London» como «Personal Recollections of Keynes and the Keynesian Revolution» son de los años sesenta. En estos ensayos señala Hayek cómo después de la publicación de la Teoría General tuvo la impresión, vaga pero duradera, de que no podría criticar a fondo a Keynes sin criticar algo más que su modelo. Aunque Hayek disentía de Keynes tanto en cuestiones teóricas como de política económica, retrospectivamente no dudaría en identificar el enfoque metodológico de Keynes (su empleo de agregados, en particular) como la contribución más peligrosa de su oponente. Hoy resulta fácil entender que Hayek viera las cosas así en sus ensayos de los años sesenta. La elaboración de modelos macroeconómicos alcanzaba por entonces su cénit, al igual que la creencia en la capacidad de los economistas para controlar el ciclo económico mediante la aplicación de medidas fiscales de estabilización. Lo que no acaba de encajar del todo es esa pretensión de Hayek de que sólo por entonces, en la década de los treinta, comenzara a ser vagamente consciente de estas diferencias metodológicas. Como ya vimos en nuestra referencia a la obra anterior de Hayek sobre la economía estadounidense, la oposición al uso de agregados estadísticos había constituido desde mucho antes un principio metodológico entre los austríacos. Los agregados enmascaran las variaciones de los precios relativos, que constituyen el foco de atención principal en la teoría austríaca. Quisiera sugerir que bien podría haber habido otro argumento metodológico del que Hayek comenzara a ser consciente a mediados de los años treinta. Como he argumentado en otro lugar, fue en esa época cuando Hayek empezó a perder la fe en la concepción que del mercado ofrecía la «teoría del equilibrio». La teoría del equilibrio de por entonces era estática y atemporal, y suponía que todos los agentes económicos deciden en condiciones de información perfecta. En el mundo real, empero, las decisiones se adoptan en tiempo real en función de una información dispersa y subjetiva (falible, por tanto). La pregunta clave en el mundo real es, pues, la de cómo llega a coordinarse de hecho las acciones de los agentes económicos. La teoría del equilibrio, con su énfasis en los estados finales, en los que la coordinación ya se ha alcanzado, convierte sin embargo en irrelevante la pregunta misma por el modo en que ésta se alcanza. Hayek acabaría por abandonar la caracterización o conceptualización del mercado en términos de equilibrio general

para adoptar la idea de la coordinación social que permiten los «procesos de mercado», en los que se atribuye una función informativa crucial a la libre formación de los precios relativos. Si el cambio en el pensamiento de Hayek en la década de los treinta se caracterizó efectivamente por su alejamiento de la idea de equilibrio y su acercamiento al carácter del mercado como proceso ¿por qué sus recuerdos no lo reflejan con claridad? Quizás se debiera a que la nueva orientación teórica no debilitó sus ideas de política económica. La concepción del mercado como proceso, con su énfasis en los aspectos de dispersión y subjetividad del conocimiento humano y en la complejidad esencial de los fenómenos sociales, está en línea con la afirmación de que los políticos rara vez (si acaso) tienen el conocimiento suficiente para intervenir eficazmente en la economía. Además, muchas intervenciones (en particular las asociadas con la planificación central) tienen el efecto negativo demostrable de impedir que los precios relativos cumplan su función coordinadora. La concepción del mercado como proceso conduce, como mínimo, a adoptar una postura escéptica sobre la efectividad de las medidas de política económica y, en muchos casos, justifica el más rotundo pesimismo al respecto. La concepción del mercado como proceso no encaja bien, sin embargo, en la teoría del ciclo económico que Hayek había articulado a comienzos de los años treinta. En un mercado concebido como proceso es posible predecir estructuras genéricas de resultados, lo que Hayek más tarde denominaría «predicciones típicas» o «genéricas» (pattern predictions). Cabe, por ejemplo, predecir que la fijación de precios máximos producirá escasez, colas ante las tiendas, mercados negros, deterioro de la calidad del producto, y cosas por el estilo. Lo que resulta imposible, sin embargo, a menos que se recurra a la idea que del mundo ofrece la teoría del equilibrio, es realizar predicciones precisas de la secuencia concreta de cambios en los precios relativos del tipo de las que aparecen en Prices and Production. Existe una última razón, apenas recalcada por Hayek, que pudiera haber influido en su decisión de no escribir una recensión de la Teoría General. En 1931, Hayek y sus amigos de la LSE podrían haber visto con toda razón a Keynes como «el enemigo». Con el paso de los años, sin embargo, la situación cambió gradualmente. El surgimiento del fascismo trajo consigo cambios en el clima de opinión entre los miembros de la inteligencia británica y de otras democracias occidentales supervivientes. Incluso quienes pudieran haber pasado por defender una «tercera vía» aún favorecían en lo esencial la planificación económica estatal. El debate de Hayek con los socialistas de mercado, así como la creciente influencia de grupos aún más radicales, puso de manifiesto que sus oponentes no eran monolíticos. Aunque Hayek tuviera sus obvias diferencias con Keynes, este último no había olvidado completamente sus orígenes liberales. Cualquier cosa que hubiera debilitado la influencia de Keynes podría haber fortalecido, en principio, la presión de quienes estaban a favor de la planificación estatal o apoyaban posturas más radicales. Dado el clima reinante, Hayek decidió silenciar sus críticas a Keynes. En cualquier caso, las relaciones entre Keynes y Hayek parecen haber sido bastante buenas durante los años de la guerra. Cuando Londres fue evacuado, Keynes se encargó de que Hayek encontrara alojamiento en Cambridge. Keynes pasó allí los fines de semana, y ambos coincidieron con frecuencia en acontecimientos sociales. Al parecer, discutían poco de economía. El panfleto de Keynes publicado en 1940, «How to Pay for the War», también tuvo su importancia en la restauración de viejos agravios. La economía de guerra había traído consigo el beneficio económico del pleno empleo y, de su mano, un incremento en los ingresos. La guerra también trajo consigo, sin embargo, una reducción en la producción de bienes de consumo. Un poder de compra incrementado frente a un número de bienes menor sólo puede suscitar la pregunta por la asignación de los bienes existentes. El plan de Keynes contemplaba un incremento

en los impuestos, la promoción del ahorro y, su idea más novedosa, un sistema de pago aplazado que retrasaría el cobro de un cierto porcentaje de todos los ingresos hasta el término de la guerra. El plan de Keynes era importante por cuanto establecía su oposición a las otras dos alternativas más probables, ambas también rechazadas por Hayek. Una de ellas consistía en dejar que la inflación siguiera sin más su curso, esto es, permitir una elevación de los precios de los bienes de consumo. La otra era la típica combinación de fijar los precios y establecer un racionamiento. (El plan de Keynes aprobaba esto sólo para algunos productos básicos.) «How to Pay for the War» reveló a Hayek que Keynes no era un inflacionista, e incluso que parecía reconocer el papel que jugaban los precios relativos en la asignación de recursos y en la coordinación de las decisiones económicas. También conviene mencionar la reacción de Keynes a la publicación, en 1944, de The Road to Serfdom. Keynes leyó la obra en uno de sus viajes en barco a América, y envió a Hayek una carta en la que expresaba un acuerdo sustancial con la mayoría de los temas tratados. En su primer párrafo, Keynes incluso pareció efusivo: El viaje me ha permitido leer su obra con la debida atención. En mi opinión, es un gran libro. Todos deberíamos sentirnos obligados hacia usted por decir tan bien cosas que realmente necesitan decirse. No espere de mí que acepte todo su contenido económico. Pero moral y filosóficamente coincido con prácticamente todo; más aún, coincido de todo corazón. El contraste de estas líneas con la recepción de la obra entre la comunidad académica, sobre todo en los Estados Unidos, no puede ser más dramático. Definitivamente, el problema no estaba en las relaciones con Keynes. Al terminar la guerra, el auténtico peligro estaba en sus seguidores, en cuantos buscaban utilizar el nombre de Keynes para sus propios fines. Esto explica el contenido de la última conversación entre Keynes y Hayek. En 1946, Hayek se las veía y deseaba para que Keynes expresara su desaprobación por las ideas de gente como Joan Robinson y Richard Kahn. La muerte de Keynes, pocos meses más tarde, propició su canonización, y sus seguidores de Cambridge se apresuraron a impetrar su patrocinio. Su versión del pensamiento «keynesiano», la más extrema, restringía su influencia casi únicamente a Inglaterra. Una versión más suave, la propagada en los Estados Unidos por hombres como Alvin Hansen y Paul Samuelson, llegaría a convertirse durante casi treinta años en el paradigma dominante en economía. La estancia de Hayek en Inglaterra acabó tristemente. Si se atiende a consideraciones políticas, todo aquello contra lo que había luchado acabaría por imponerse; desde consideraciones económicas, Cambridge sería tomada de un modo lento pero seguro por los keynesianos. Incluso Robbins, un amigo tan cercano a Hayek, acabaría por repudiar en Cambridge, en las conferencias Marshall de 1946, sus propias creencias originales sobre el ciclo. Si bien también existieron razones personales en su decisión de marcharse, Hayek aceptaría cuatro años más tarde un puesto en el Committee for Social Thought de la Universidad de Chicago. Y aunque siempre consideraría Inglaterra como su hogar cultural, el lugar donde se encontraba más a gusto, ya nunca volvería a pasar mucho tiempo allí. « ¿Quién tenía razón, Keynes o Hayek?» Hasta ahora hemos evitado la pregunta clave sobre quién tenía razón, Keynes o Hayek. Sobre su respuesta existe un legítimo y honesto desacuerdo, que cabe expresar a diferentes niveles.

Por lo que toca a sus teorías respectivas, mi propia opinión, como habrá quedado claro por lo dicho hasta aquí, es que ninguno tenía la razón. Ambos intentaban proporcionar una teoría general del ciclo, y ambos fracasaron en el intento. Lo que no significa que no ofrecieran teorías susceptibles de aplicaciones específicas en determinadas épocas y lugares, lo cual no es poco. Su pecado, si es que lo hubo, fue el de generalizar sobre una base de experiencia limitada: una tentación que los científicos sociales, y quizás los economistas en particular, encuentran con frecuencia casi imposible de resistir. Aún resulta más complicado determinar quién tenía razón en asuntos de política económica, ya que la experiencia de la profesión se refiere a países concretos, además de ser relativamente limitada. Con esta elemental precaución a la vista, cabría sostener, con matices, que tanto Keynes como Hayek aportaron algo de su sabiduría en esta área. Keynes tenía razón al oponerse a la vuelta de un sistema de cambios basado en el oro en una situación como la de comienzos de los años veinte, y también fue de los primeros que en su tiempo reconocieron que la resistencia de los trabajadores, en países con fuerte presencia sindical, a una reducción de los salarios nominales haría más que probable la persistencia de un alto nivel de desempleo en los mismos. La experiencia reciente de la Comunidad Europea demuestra que un desempleo estructural de esta naturaleza resiste todo tipo de contramedidas de política económica. Hayek, por su parte, parece haber acertado al sostener que, aunque cabe suavizar la severidad de las oscilaciones del ciclo económico, los esfuerzos continuados por mantener el pleno empleo acaban por empeorar la inflación. La historia económica de los Estados Unidos desde el final de la II Guerra Mundial parece confirmar esta predicción. Las oscilaciones del ciclo parecen haber sido más moderadas que en épocas anteriores, si bien los niveles de inflación medios también han sido más elevados, constituyendo la estanflación de la década de los setenta la confirmación más clara de su pesimismo habitual acerca de la efectividad de las medidas de política económica. Hayek y Keynes diferían radicalmente, y en muy diversos aspectos, sobre las posibilidades de actuación en el mundo real. Keynes era un adelantado, un optimista, y no menos que lo anterior un esteta. Despreciaba el gusto Victoriano por establecer límites estrechos sobre qué debía y qué no considerarse adecuado como comportamiento. Y, en el mundo nuevo y terrible que emergía tras la Gran Guerra, temía que la adhesión ciega a tradiciones caducas únicamente apresurara la victoria de los regímenes totalitarios. Keynes detestaba el totalitarismo por su burda insistencia en el mundo material, pero también por razones estéticas: apenas habría sitio en un mundo así para las diferencias individuales que hacen la vida rica, vibrante y digna de ser vivida. Su confianza en lo nuevo y en el poder de la humanidad para conformar su entorno muestran hasta qué punto participaba de las ilusiones progresistas de su tiempo. En este aspecto, Keynes, tan único en tantas de sus ideas, era un ejemplo típico de su época. Por contraste, la visión del mundo que tenía Hayek era oscura, ascética, sobria. Su aprecio por el ahorro lindaba en lo puritano. Un profundo pesimismo epistemológico le condujo a una especie de estoicismo en lo tocante a medidas de política económica: puesto que nuestro conocimiento está disperso, y es particular y limitado, nuestra capacidad de llevar a la práctica medidas que sean efectivas se ve severamente restringida. En opinión de Hayek, lo más alto a que cabe razonablemente aspirar es a evitar el error, y el mejor modo de evitarlo es hacerse cargo de la amplitud de nuestras propias limitaciones. Desde luego, nada de esto respondía a las presuntuosas actitudes progresistas y cientifistas de su día, que dominaban en Inglaterra no menos que en cualquier otro lugar. Hayek nunca acabó de encajar, y siempre se le tuvo por una curiosa especie de conservador, sincero y honesto, sí, pero un tanto peculiar. Después de tres generaciones de experiencia en la aplicación de medidas económicas, lo que se nos antoja extraño

ahora es más bien el optimismo de los progresistas. ¿No sería una ironía del destino que, al final, resultara ser Hayek la verdadera Casandra? John Maynard Keynes y Friedrich Hayek, no obstante contemplar y habitar ambos un mismo mundo, un mundo que se había vuelto verdaderamente loco en pleno periodo de entreguerras, diferían radicalmente en las soluciones que proponían. Keynes veía la salvación en una revisión a fondo del orden liberal, mientras que Hayek, muy al contrario, la cifraba en el redescubrimiento de ese mismo orden. El debate sobre la cuestión sigue abierto, y posiblemente constituya el asunto más importante del que debieran ocuparse, tanto si están bien arraigados como si son recientes, cuantos regímenes aún se tengan por democráticos. BRUCE CALDWELL

Primera Parte HAYEK EN LA LONDON SCHOOL OF ECONOMICS AND POLITICAL SCIENCE CAPÍTULO I LA ECONOMÍA DE LOS AÑOS TREINTA VISTA DESDE LONDRES Cuando contemplo el periodo que comprende los primeros años de la década de 1930 se me antoja el más excitante que el desarrollo de la teoría económica ha conocido en este siglo. Se trata de una impresión muy subjetiva, seguramente, achacable tanto a la edad que por entonces tenía como a las particulares circunstancias en que me encontraba. Sin embargo, incluso cuando me esfuerzo por considerar los años comprendidos entre 1931, cuando marché a Londres, y, digamos, 1936 o 1937, lo más objetivamente que puedo, me siguen pareciendo un periodo culminante y, a la vez, el final de una etapa de la historia de la teoría económica y el comienzo de otra muy diferente. Y añadiré de seguido que no estoy del todo seguro de que el cambio de enfoque que por entonces tuvo lugar haya supuesto una ganancia neta, y que quizás tengamos algún día que retomar las cosas donde las dejamos entonces. Quizás pueda anticipar lo que quiero decir si afirmo que, cuando ya parecía que estábamos logrando establecer una tradición unificada en la teoría económica y consiguiendo abolir todas las 'escuelas' separadas, apareció una nueva fractura, precisamente entonces, que dividió a los economistas teóricos en muy diferentes líneas de pensamiento. Me gustaría tratar en primer lugar del proceso de consolidación, del que la London School of Economics me parece constituía el centro cuando por entonces me uní a ella. Lo que más impresionaba era que las tradiciones hasta entonces dominantes en cada centro parecían estar fundiéndose finalmente en

un cuerpo común de teoría económica intemacionalmente aceptado. Es verdad que el economista italiano Maffeo Pantaleoni había afirmado muchos años antes que sólo existían dos escuelas de economistas, la de los buenos economistas y la de los malos. Se trataba, empero, más de un deseo que de una realidad. La tendencia hacia la integración que se advertía antes de la Gran Guerra se había detenido y parcialmente invertido a consecuencia de la misma guerra y de sus secuelas. Aunque me parece que durante los años veinte en todos los centros importantes (como Londres, Harvard, Cambridge, Viena y Estocolmo, y en algunas universidades italianas, francesas y alemanas) había jóvenes que se esforzaban por descubrir qué podían incorporar a su propia tradición local del trabajo de otras escuelas, el caso es que los marcos teóricos en que se integraban estas innovaciones venían determinados por las aportaciones de los grandes fundadores de sus respectivas tradiciones, como Marshall, Walras y Pareto, o Menger. Quizás únicamente Wicksell, en Suecia, y Taussig, en Harvard, intentaran elaborar una verdadera síntesis. La London School of Economics había sufrido poco antes su primera renovación de plantilla, ya que quienes la habían compuesto desde su fundación, treinta y cinco años antes, acababan en su mayoría de fallecer o de retirarse, habiendo sido sustituidos por un grupo de docentes mucho más jóvenes. Algunos de los 'antiguos', como Graham Wallas o Edwin Cannan (aunque éste cada vez menos, ya que vivía en Oxford), aún aparecían por la Sala de Profesores, y Foxwell, famoso como coleccionista de libros, se mantenía algo activo desde su retiro en Cambridge. De modo muy especial, seguían estando particularmente presentes los dos fundadores de la escuela, Sidney y Beatrice Webb. Hasta qué punto la escuela fue una creación personal de Sidney Webb ha quedado de manifiesto en un reciente estudio del actual [1963] director de la LSE, en que se recogen documentos relativos a su fundación. Aunque Beatrice fuera en muchos sentidos la de personalidad más colorista y sepamos sobre ella mucho más que sobre Sidney, personalmente no me cabe la menor duda de que él era la mente pensante, combinando con maestría disciplina, organización y táctica. Sidney Webb estaba profundamente convencido de que un estudio imparcial de los fenómenos sociales acabaría inevitablemente conduciendo a una reorganización racional de la sociedad según la visión socialista y que, por tanto, cualquier contribución a una mejor comprensión de la vida social sería también un paso adelante hacia el socialismo. Sidney pensaba que lo que ante todo se necesitaba era un conocimiento más sólido de los hechos, y en verdad para él carecía de interés cuanto sonase a teoría. Al crear la LSE, por tanto, simplemente contrató a los mejores que pudo encontrar en cada especialidad (siempre y cuando los interesados, con independencia de sus opiniones políticas, hubieran demostrado tener suficiente sentido común). Un resultado curioso por inesperado fue que, por lo que toca al menos a la economía (en cuanto distinta de la política, la sociología y materias por el estilo), la London School of Economics se convirtió en uno de los pocos centros de enseñanza en que ésta se impartía según la tradición del liberalismo clásico. Esto fue obra, principalmente, de un solo hombre, uno de los más grandes estudiosos de la teoría económica clásica y de los más perspicaces intérpretes de los hechos económicos cotidianos, cuyo aplastante sentido común, además, pocos podían igualar: Edwin Cannan. Cuando Cannan y su generación abandonaron la escuela y hubo que buscar quienes les sustituyeran, la figura dominante no era ya Sidney Webb, sino Sir William (más tarde, Lord) Beveridge, el cuarto de los sucesivos directores que él mismo había designado. Conviene dedicarle unas palabras, sobre todo porque sus obras han dejado su impronta en el pensamiento económico de nuestro tiempo. Lo que más destaca de él, por lo que aquí importa, es que entre sus grandes dotes no se incluía una adecuada comprensión de la economía. Su exposición era excepcionalmente poderosa, lúcida y persuasiva, y resultaba extraordinariamente efectivo cuando escribía a partir de los resúmenes que elaboraba alguno de los jóvenes que tan bien sabía elegir.

De haber seguido por ahí, hubiera llegado a ser un gran abogado o periodista (las dos profesiones que primero ejerció), y su capacidad para esbozar planes de desarrollo ambiciosos resultó muy útil a la hora de establecer los fundamentos de la escuela, Pero su temperamento no era el de un científico y, aunque fuera rápido en captar algo cuando se le explicaba, apenas si lograba intuir de qué trataba en realidad la teoría económica. Me parece que nunca comprendió que la inflación de la que tanto se quejó durante sus últimos años era una consecuencia inevitable de una política de pleno empleo como él la definía, esto es, una política dirigida a crear una situación en la que se ofrecieran más puestos de trabajo de los que se demandaban. Aun así, fue bajo su mandato cuando la London School of Economics se convirtió, en la década de los treinta, en el centro de debate económico más activo de la época. Al retirarse Cannan en 1926, su cátedra sería ocupada durante un año por Allyn A. Young, un pensador sutil de quien se esperaba mucho pero que apenas si dejó un par de publicaciones a su muerte, repentinamente acontecida poco después de su vuelta a los Estados Unidos. Algunos años antes, después de que Foxwell se retirara, su cátedra, esta vez de 'Money and Banking', fue ocupada por T.E. Gregory, quien combinaba un peculiar conocimiento de la historia y organización del dinero y de las instituciones financieras con una enorme familiaridad con la literatura continental sobre el tema. Gregory se había enfrentado hacía poco a Keynes en el Comité Macmillan, y me parece que, aunque sus ideas no acabaran prevaleciendo en lo relativo a recomendaciones de política económica, las partes descriptivas e históricas más valiosas del informe eran indudablemente suyas. Al igual que Cannan, Gregory era un liberal convencido. A decir verdad, el único socialista entre los economistas de la London School of Economics era, por esa época, Hugh Dalton, conocido sobre todo por sus trabajos de hacienda pública. Dalton había sido durante los años veinte una de las figuras más influyentes en la LSE, pero dejó la carrera académica por la política apenas llegado yo a Londres. La nueva generación que se ocupó de la docencia alrededor de 1930 estaba formada por antiguos estudiantes de la escuela, en su mayoría alumnos de Edwin Cannan. El primero en ser nombrado profesor fue Lionel Robbins, quien habría de influir decisivamente, tras la partida de Allyn Young, en el desarrollo de la economía. Alguna vez tendré que referirme a contribuciones fundamentales al desarrollo de la economía que nunca encuentran un lugar apropiado en las historias al uso de la ciencia. Una de esas contribuciones, me parece, la constituyen los esfuerzos de Robbins por consolidar e integrar la economía en esos años (gran parte de lo dicho al principio al respecto se debe a él). Su enfoque católico, universalista, y su amplio conocimiento de la literatura clásica y contemporánea, tanto inglesa como extranjera, admitía pocos rivales. Su influencia principal, con todo, no discurrió a través de su obra publicada, ni siquiera a través de su merecidamente famosa Nature and Significance of Economic Science, cuya profunda influencia en el pensamiento económico en el mundo anglo parlante no previ, al antojárseme apenas una brillante exposición de ideas ya familiares a la tradición austríaca. Estoy pensando, más bien, en su actividad como profesor, y particularmente en su ejercicio de la ingrata tarea de editor. Gracias a él pudo accederse a la obra de Wicksteed, por entonces casi olvidado; se tradujo la obra de Wicksell y Mises, y se tomaron asequibles, entre muchos otros, los trabajos de genios olvidados como Mountiford Longfield y Samuel Bailey. Finalmente, aunque no por ello menos importante, los primeros seis capítulos deRisk, Uncertainty and Profit se convirtieron en la introducción obligada al estado actual de la economía para el estudiante con aspiraciones serias. Fuera cual fuese la situación en los años veinte, en los treinta se desarrolló un marcado contraste entre la tradición un tanto insular y puramente marshalliana de Cambridge y Oxford y la síntesis auténticamente internacional de Londres. Es cierto que antes de la guerra Pigou había escrito una recensión de uno de los primeros libros de Wicksell, y que Keynes había hecho lo

propio con la Teoría del dinero de Mises. Pero lo que en cierta ocasión dijo Keynes de sí mismo, que en alemán sólo conseguía entender lo que ya sabía de antemano, parece predicable de ambos. Aunque Oxford hubiera tenido en Edgeworth uno de los economistas más eruditos, su influencia sobre los estudiantes fue apenas perceptible, y después de retirarse y morir, la enseñanza parece haberse tomado allí tan exclusivamente marshalliana como ya lo era en Cambridge. En sentido estrictamente literal, también Edwin Cannan se reveló típicamente insular cuando, en su brillante Review of Economic Theory, que recogía lo esencial de sus clases, se concedió el privilegio, como él mismo explica, de escoger lo que mejor le pareciera, lo que en la práctica supuso limitarse, casi exclusivamente, a la economía inglesa. Con todo, su base expositiva era muy amplia y afortunadamente no indujo a considerar importante únicamente lo que se lee en una sola biblia de economía e innecesaria la lectura de cualquier otro libro, en particular los viejos. La tradición de Cannan, con su sano y rotundo sentido común, su marcado interés por el marco institucional de la vida económica y su sencillo desprecio por todo refinamiento excesivo de la teoría económica (una tradición cuyo valor a la hora de enfocar los problemas prácticos de política económica he estimado cada vez más conforme yo mismo maduraba), la continuaron en la London School of Economics sobre todo Arnold Plant y Frédéric Benham, quienes se habían incorporado a la plantilla docente poco antes de mi llegada. Sin embargo, en un primer momento me sentí más atraído por las discusiones puramente teóricas del seminario de Robbins, al que pronto me incorporé. Robbins ya había contratado por entonces a algunos jóvenes con talento, como John R. Hicks y R.G.D. Alien, y había recogido una primera cosecha de teóricos brillantes entre sus propios alumnos, siendo Abba Lerner y Nicholas Kaldor los más conocidos, aunque también hubiera otros dos o tres igualmente prometedores. Existía además un trasiego continuo de visitantes y estudiantes extranjeros, sobre todo estadounidenses, cuya presencia enriquecía notablemente el debate. El seminario de Robbins era bastante numeroso, ya que en él participaban treinta o cuarenta estudiantes, además de media docena de docentes habituales. Su carácter íntimo se conservaba, con todo, gracias al modo en que se desarrollaba: había una especie de primer banco que ocupaban los participantes más asiduos y activos en la discusión, y otros donde se sentaban los que se iban incorporando; éstos, que al principio sólo escuchaban, poco a poco iban avanzando hacia el primer banco a medida que contribuían al debate, acabando por formar parte del círculo de estudiantes y profesores que llevaban la voz cantante. Los temas que se debatían a principios de los años treinta estaban relacionados, sobre todo, con problemas de la teoría neoclásica o microeconómica al uso, y en gran parte determinados por lo que se publicaba. El objetivo era lograr una síntesis de las varias escuelas aún en boga. Aunque mi principal interés se centrara en cuestiones relativas al dinero y al capital, mis recuerdos más vivos del seminario tienen que ver con John Hicks y sus ideas, que finalmente aparecieron en el artículo «A Recon sideration of the Theory of Valué», publicado en colaboración con Alien, y más tarde en Valué and Capital. Hicks había llegado de Oxford siendo marshalliano, y aún recuerdo con claridad una curiosa discusión inicial en la que yo, el austriaco, intentaba persuadirle de las ventajas del enfoque de las curvas de indiferencia, tema en el que acabaría por convertirse en reconocido maestro. Si no recuerdo mal, sin embargo, durante algún tiempo nos ocupamos de la teoría de la producción más que de la teoría de la utilidad, constituyendo la elaboración de todos los atributos de la función de producción uno de nuestros temas favoritos. De entonces data mi impresión de que a efectos pedagógicos compensa empezar por las condiciones de producción más que por la teoría de la utilidad, y que conviene esperar a que los estudiantes ya estén familiarizados con las técnicas, más tangibles, de las isocuantas para introducir las curvas de indiferencia.

También empezaba a despuntar por entonces el debate sobre la competencia imperfecta. El ataque de Clapham a las 'cajas vacías' de la teoría económica estaba fresco, Sraffa ya había planteado el problema principal, y Harrod nos había familiarizado con la curva de ingresos marginales incluso antes de que Chamberlain y Joan Robinson estallaran sobre nosotros. Debo admitir, sin embargo, que nunca compartí del todo la excitación del momento, entre otras cosas porque me sentía incapaz de aceptar el supuesto de una curva de demanda horizontal, y porque ya Wieser nos había ofrecido en sus clases un análisis bastante detallado de lo que él llamaba «posiciones de mercado monopoloides», esto es, formas intermedias entre la competencia perfecta y el monopolio. Toda la discusión partía, a mi parecer, de los peculiares supuestos del sistema marshalliano, de su concepto de «la industria» y del enfoque mismo del equilibrio parcial. De hecho, nunca pensé que este debate nos fuera a llevar demasiado lejos. Sin embargo, nada más llegar me vi envuelto en una discusión con Keynes. Los dos últimos años yo había estado trabajando en Viena en un grueso manual sobre el dinero o, mejor, en una sobredimensionada introducción histórica al mismo. El libro, hay que decirlo, nunca llegó a terminarse, pues cuando estaba a punto de retomarlo, tras la interrupción que supuso mi viaje a Londres, el editor alemán me pidió, ante la subida de Hitler al poder, la rescisión del contrato. Gracias en gran medida a esta obra, pude escribir en pocas semanas (normalmente hubiera tardado bastante más) el pequeño libro sobre Prices and Production cuando se me pidió que impartiera, a principios de 1931, algunas clases en la London School of Economics, así como emprender, con ocasión de mi visita, la recensión para Económica del entonces recién publicado Treatise on Money. Por entonces Keynes era, para los centroeuropeos, una especie de héroe. Sus Economic Consequences ofthe Peace le habían hecho en el continente más famoso incluso que en Inglaterra, aunque Mises ya nos hubiera advertido desde el primer momento que Keynes, si bien apoyaba una buena causa, lo hacía sobre un argumento económico bastante malo (al menos, en lo que se refiere a la teoría del comercio internacional). Todos leíamos con enorme interés sus famosas contribuciones en el Manchester Guardian Reconstruction Supplement, y mi admiración por él era aún mayor por cuanto había anticipado en su Tract on Monetary Reform mi primer pequeño descubrimiento. Sin embargo, cuando nos encontramos por vez primera en 1929, en un congreso internacional organizado por el London and Cambridge Economic Service, no tardamos en enzarzamos en nuestro primer enfrentamiento teórico sobre algo relacionado con la efectividad de los cambios en los tipos de interés. Aunque en tales debates Keynes intentara, en un primer momento, aplastar cualquier objeción de modo in misericorde y ciertamente intimidatorio para una persona joven como yo, si uno conseguía mantener el tipo y resistírsele, empezaba, por mucho que estuviera en desacuerdo, a prestar un amistoso interés. Nuestra relación personal siempre mantuvo de hecho un tono muy cordial, y debo a su amabilidad el haber finalmente podido pasar los años de la guerra en Cambridge; como miembro, además, de la Mesa de Honor de su College, lo que me permitió llegar a conocerle bastante bien. Durante los años veinte, sin embargo, las ocasiones en que solíamos encontrarnos eran los encuentros del consejo editorial del London and Cambridge Economic Service, en los que él, con Gerald Shove y Austin Robinson, representaba a Cambridge. Allí discutíamos largo y tendido cuatro veces al año la situación económica del momento, derivando las conversaciones con frecuencia, como no podía ser menos, hacia cuestiones de política monetaria. Dediqué muchas horas de intenso trabajo a hacer un análisis detallado de la estructura teórica del volumen 1 del Treatise, y Keynes replicó a la primera parte de mi recensión con lo que era más un ataque contra mi Prices and Production que una defensa de su propia posición. Si bien sigo pensando que demolí con autoridad su estructura teórica principal, ahora siento no haber

hecho debida justicia a la discusión, nada sistemática pero ciertamente sugerente, del volumen 2, que habría de dar pie a notables desarrollos posteriores y que ciertamente merece ser más conocida de lo que es. En concreto, esa discusión proporcionó la sugerencia que llevó a John Hicks a escribir su «A Suggestion for Simplifying the Theory of Money», artículo que aún me parece, por encima de la Teoría General, el resultado más valioso de las controversias monetarias de la época. Por lo que a mí respecta, la consecuencia más decepcionante de todo el esfuerzo que había realizado con el Treatise fue que, apenas publicada la segunda parte de mi recensión, Keynes hizo saber que ya había alterado fundamentalmente su marco teórico y que estaba preparando una versión nueva y bien diferente del mismo. Debo confesar que si decidí no volver al ataque cuando apareció la Teoría General fue en parte debido a esta experiencia, y más que nada por el sentimiento de que antes de que nadie pudiera realizar un examen sistemático de la misma Keynes ya habría cambiado de nuevo de opinión. Hasta el día de hoy no me ha abandonado la sensación de haber escabullido lo que debería haber sido un simple deber. Pero hubo también otra razón que me hizo dudar, aparte de estar ya harto de tanta controversia. Sentía desde el principio, aunque no lo viera entonces tan claro como ahora, que nuestras diferencias no tenían que ver únicamente con cuestiones puntuales de análisis, sino más bien con un cambio gradual en el método o enfoque teórico general de Keynes. En mi opinión, un examen de la validez de la Teoría General exigía enfrentarse a todo el enfoque macro dinámico, a la consideración del proceso económico en términos de agregados y totales estadísticos por una teoría a la que sólo importa el nivel de precios y las corrientes de ingresos totales, y que toma toda la estructura de precios relativos como dada, sin proporcionar ningún instrumento que permita explicar los cambios en los precios relativos o sus efectos. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que el cambio crucial, a mediados de los años treinta, no tuvo que ver con el éxito de Keynes en las controversias que aparecen en la Teoría General sobre aspectos teóricos concretos. El éxito de esa obra fue meramente sintomático, aunque quizás también contribuyera decisivamente al desplazamiento de lo que se llama microeconomía por la macroeconomía, al que la tradición marshallianos estaba más predispuesta que la austríaca, la de Lausanne, la de Jevons o la americana. Parece más que mera coincidencia que la Teoría General apareciera sólo tres años después de la fundación de la Econometric Society, por cuyos miembros ni siquiera Keynes sentía particular simpatía. Sería interesante reconstruir, por ejemplo, el desarrollo intelectual que llevó a uno de los fundadores de la misma, Joseph Schumpeter, a convertirse en uno de los más fervientes paladines del uso de magnitudes como la renta nacional y agregados similares; algo que en 1908, veinticinco años antes, había combatido por considerarlo (como yo sigo considerándolo) un esfuerzo inútil, algo sin cabida en una explicación teórica del proceso económico. Lo anterior me parece debido al equivocado intento de convertir ciertas magnitudes estadísticamente observables en el objeto principal de la explicación teórica. El hecho de que podamos determinar estadísticamente ciertas magnitudes no permite afirmar que éstas tengan importancia en el orden causal, y no me parece que en absoluto justifique la extendida convicción de que debe de haber regularidades por descubrir en las relaciones entre aquellas magnitudes de las que contamos con información estadística. Parece que los economistas han llegado a creer que, ya que las estadísticas representan los únicos datos cuantitativos que parecen poder obtener, son éstos los únicos hechos reales de los que cabe tratar, y que sus teorías deben construirse, por tanto, de modo que permitan explicar lo estadísticamente determinable. Existen algunos campos, obviamente, como los problemas de relación entre masa monetaria y nivel de precios, en los que precisamente por su simplicidad cabe obtener aproximaciones útiles (aunque sigo reticente a aceptar que el nivel de precios pueda ser un concepto demasiado útil). Pero cuando se trata del

mecanismo del cambio, de la cadena de causas y efectos que tenemos que reconstruir para entender el carácter general de posibles cambios, me parece que los agregados objetivamente medibles son de poca ayuda. Tengo claro, por ejemplo, que el concepto de inversión, en el sentido en que es relevante para una comprensión de las fluctuaciones en la producción y el empleo, quizás no sea una magnitud objetivamente determinable, es decir, discernible mediante criterios externos, sino algo cuya característica esencial es su efecto sobre la producción futura esperada por quienes adoptan las decisiones. Cualquier interés teórico residual que pudieran tener tales magnitudes acaba por desvanecerse si el interés se concentra, además, en definirlas de modo tal que resulten estadísticamente medibles. Debo resistirme, no obstante, a caer de nuevo en controversias metodológicas, aunque uno de los resultados de los debates de esos años fuera precisamente el de crear en mí una preocupación y un interés nuevos por los problemas metodológicos de nuestra ciencia. El debate con Keynes, aunque fuera el más vivo, no fue obviamente el único en apuntar en esa dirección o en despertar el interés general. Lo más notable de la época quizás fuera que existieran aún tantos aspectos teóricos y tantos avances en tan diferentes campos a los que la mayoría de quienes compartíamos ese interés pudiéramos prestar atención y sentir que comprendíamos. A finales de la década, otros dos de estos aspectos eran los fundamentos de la teoría económica del bienestar y la controversia sobre la teoría del capital, controversia esta última en la que llegué a estar de algún modo involucrado. Las ideas más sugerentes me llegaron, sin embargo, cuando me vi envuelto, sin buscarlo, en el debate sobre el cálculo económico en un régimen socialista (en un primer momento, a través del esfuerzo puramente editorial de poner al alcance del lector inglés las contribuciones más importantes que sobre el tema se habían publicado en el continente). Fue mientras repensaba estos asuntos, que ya nos habían ocupado en Viena diez o quince años antes, cuando se me vino a la cabeza la luminosa idea que me hizo ver la teoría económica en una perspectiva completamente nueva para mí, y que traté de comunicar en «Economics and Know ledge», mi conferencia en el London Economic Club. No quisiera tomarme demasiado autobiográfico ni explicar en detalle cómo alguien que se sentía por entonces comprometido de por vida con la teoría pura fue gradualmente sintiéndose arrastrado hacia problemas de filosofía de la ciencia, filosofía social e historia de las ideas. Un factor más o menos accidental que contribuyó a ello se encontraba ya implícito en las circunstancias de la época: mi radical discordancia con la interpretación generalizada en Inglaterra, y en particular entre la mayoría de mis colegas con inclinaciones socialistas de los otros departamentos de la London School of Economics, de los sucesos políticos que acontecían en Alemania. Se tendía a interpretar el régimen nacionalsocialista de Hitler como una especie de reacción capitalista contra las tendencias socialistas del periodo inmediatamente posterior a la guerra, cuando yo lo veía más bien como la victoria de una especie de socialismo de clase media baja, ciertamente anticapitalista y antiliberal, pero sobre todo fundamentalmente socialista en el método. Mi tesis la esbocé finalmente en uno de la memoranda que ocasionalmente preparábamos para impedir que Sir William Beveridge se comprometiera públicamente con una tesis que todos juzgábamos equivocada. Mi tesis causó tanta sorpresa e incredulidad que la desarrollé algo más en cierta revista mensual y luego, por sugerencia de Harry Gideonse, en un panfleto que él mismo publicó en la serie «Public Policy Pamphlets», en la que ya habían aparecido el Positive Programfor Laissez Fairé de Henry Simón y otros estudios en los que se expresaba por primera vez el neoliberalismo posbélico. Hasta la década siguiente, y después de haber enviado con prisas y prematuramente a la imprenta, bajo la impresión de que la guerra acabaría por hacer imposible este tipo de publicaciones, The Puré Theory of Capital, no habría de crecer ese pequeño ensayo hasta convertirse en The Road to Serfdom. No pretendo, sin embargo, continuar este

relato con una discusión de la economía de los años cuarenta vista desde Cambridge, donde pasé al menos la primera parte de esa década, o con una discusión de la economía de los años cincuenta vista desde Chicago, o de los sesenta desde Friburgo. Quizás lo hiciera si se me pidiera dentro de veinte años, aunque no estoy seguro de que en esos periodos me quedara ya mucho de economista.

Anexo: Edwin Cannan Con el inesperado fallecimiento de Edwin Cannan, profesor emérito de la Universidad de Londres, el 8 de abril de este año, hemos perdido a uno de los representantes más originales y distinguidos de una gran generación de economistas, ya casi diezmada. No resulta difícil explicar por qué el nivel e importancia de Cannan no fueron nunca apreciados en su justa medida fuera de su país o, al menos, de las áreas angloparlantes. Cannan pasó toda su vida tan enraizado hasta en el menor aspecto de la tradición británica, y al mismo tiempo tan alejado de cualquier tendencia de moda en su disciplina, que se precisa algo más que un mero contacto superficial con algunas de sus obras para hacerle debida justicia. Quien piense que la distinción académica ha de fundarse sobre formulaciones absolutamente originales, abstractas especulaciones o refinamientos conceptuales sobre los fundamentos metodológicos de nuestra área de estudio jamás será capaz de comprender por qué se honra a Cannan como un pensador verdaderamente grande y, sobre todo, independiente, entre los de su generación. Hay que lamentar, ciertamente, que la influencia tan negativa ejercida por la 'escuela histórica sobre el desarrollo de la teoría económica haya conducido a subestimar la importancia que para un economista reviste la formación histórica, o la capacidad de adoptar una perspectiva histórica. Edwin Cannan fue uno de los pocos afortunados capaces de pasar de la historia a la economía sin caer presa del historicismo o dar la espalda a la teoría. Aunque inicialmente estuviera bajo la influencia decisiva de los Zwei Bücher zur sozialen Geschichte Englands, de Adolf Held, lo que se manifiesta en su primera gran obra, History of the Theories of Production and Distribution in English Political Economy from 1776 to 1846 Cannan nunca cometió.el tipo de distorsiones y deslices que llevaron a Held a explicar que la teoría de la renta de la tierra de Ricardo estaba «dictada simplemente por el odio de los capitalistas avariciosos hacia los terratenientes». Cannan se limitó a adoptar la legítima conclusión de que únicamente cabía entender la economía clásica de modo adecuado si su enfoque y formulación de los problemas se interpretaba a la luz de las condiciones de la época y no, lo que había llegado a ser moda entre sus discípulos más ortodoxos, como revelaciones infalibles. Algunos aspectos de la interpretación de Cannan serían actualmente cuestionables. Como no podía ser menos en un esfuerzo pio ñero de esta clase, a veces quizás fue demasiado lejos al querer ligar doctrinas económicas a circunstancias históricas o a intereses especiales concretos, no haciendo suficiente justicia a la validez teórica de ciertas proposiciones. En su conjunto, sin embargo, esta primera historia crítica de la construcción clásica sigue resultando hoy, cuarenta años más tarde, con mucho el mejor análisis del que disponemos, y sigue siendo indudablemente la mejor obra sobre historia de las doctrinas económicas de la literatura económica inglesa. Aunque la reputación internacional de Cannan descanse sobre esta obra, no es, desde luego, la primera. Cinco años antes ya había publicado su Elementary Political Economy, ensayo breve pero extraordinariamente popular. Como informa en el resumen biográfico que contiene su introducción a The Economic Outlook, el librito procedía de una investigación previa sobre los problemas del socialismo, y era una versión revisada de un estudio que había dedicado a estas cuestiones y que había recibido algún galardón. En esta pequeña obra manifiesta ya Cannan

muchas de las características de las siguientes: una presentación simple que nunca pierde el contacto con la realidad concreta, evitar conceptos oscuros o ambiguos (ni siquiera se menciona el término 'capital') y, sobre todo, enormes y refrescantes dosis de sano sentido común. Cannan comenzó a impartir docencia en la recién fundada London School of Economics and Political Science, por entonces una institución completamente independiente que no examinaba ni concedía grados académicos, en otoño de 1895. La primera serie de lecciones trató sobre «The History of Local Rates in England» y se publicó como libro al año siguiente. Cannan trabajó como profesor universitario desde 1907, año en que la London School of Economics se incorporó a la Universidad de Londres, hasta 1926, en que fue nombrado profesor emérito. Su mayor influencia la ejerció, precisamente, como profesor en dicha institución. Aunque su actividad docente fuera limitada (ya que vivía en Oxford y pernoctaba en Londres tan sólo unos días a la semana) y no tuviera particulares dotes oratorias, su presencia allí ha tenido un impacto enorme y perdurará a través de la actividad de aquellos de sus alumnos que se han quedado en la Facultad. El curso que impartía Cannan sobre teoría económica constituía, básicamente, un magistral repaso de su desarrollo histórico, y se publicaría más tarde en un libro del que ya hablaremos. El primer año de su actividad profesoral, Cannan seguía concentrado en la historia de las doctrinas económicas, como demuestra el que la edición de las Lectures on Justice, Pólice, Revenue, and Arms (1896) de Adam Smith y la edición crítica de su Wealth of Nations, preparadas con un conocimiento sin rival de la materia y con el mayor de los cuidados, daten de esa época. Con el paso de los años, el interés de Cannan se desplazaría hacia temas económicos de actualidad, de los que se ocupaba en ensayos soberbios por su claridad y breves por lo general. El mejor ejemplo de su especial talento para aplicar toda la riqueza del conocimiento acumulado en la literatura económica a problemas económicos actuales, sin emplear por ello un aparato conceptual pretencioso, y expresado en términos asequibles para una amplia audiencia, lo constituyen The Economic Outlook y, sobre todo, An Economist's Protest, las dos colecciones, publicadas con posterioridad, en que se recogen esos mismos ensayos. Esa inclinación de Cannan a apelar al sentido común económico ante el público resultó especialmente útil durante la guerra. Los escritos más característicos (y breves) de Cannan datan precisamente de esa época, y fueron publicados en la segunda de las colecciones mencionadas. Producto de la actividad pedagógica de Cannan fue el pequeño manual Wealth que alcanzó un éxito extraordinario como sustituto de su Elementary Political Economy. No sólo es una de las mejores introducciones al tema que conozco, sino que además tiene un particular encanto, incluso para el experto, por su presentación poco convencional pero en modo alguno excéntrica. Su complemento, Money, no obstante su estilo popular, es una contribución verdaderamente notable a la teoría económica, y guarda una estrecha relación con las opiniones de Mises sobre cuestiones teóricas básicas. Ese mismo año publicó también Paper Pound 17971821, una nueva edición del 'Bullion Report' de 1810, con una excelente introducción que intentaba contribuir a la batalla contra la inflación. Su siguiente gran obra, Review of Economic Theory, llegaría después de su jubilación, y sigue básicamente la estructura del curso que impartía a alumnos aventajados sobre el desarrollo de la teoría moderna desde sus orígenes. Quisiera aquí, con el fin de dilucidar mejor las características distintivas de su enfoque, reiterar frases que ya empleé en una recensión a esa obra. «Las herramientas que emplea Cannan, o, mejor, que elabora para poder enfrentarse a los grandes problemas de la economía, son casi todas made in England. Sólo en parte responde a obstáculos lingüísticos el que, en lo que alcanzo, no se cite a ningún autor del original a no ser que sus obras también estuvieran publicadas en inglés, si exceptuamos algunos de los escritores franceses más antiguos. Nombres como Gossen, Walras y Pareto brillan por su ausencia en esta Review of Economic Theory. Pero tampoco figuran algunos cuyas obras aparecieron originalmente

en inglés, o fueron traducidas al inglés, y que suelen tenerse por autores que han contribuido al desarrollo del pensamiento económico, como A.A. Cournot, F. Wieser o J.B. Clark. En su repaso a la evolución del pensamiento económico para descubrir las soluciones que ofrece la teoría moderna, Cannan se ha limitado casi exclusivamente a las contribuciones inglesas, e incluso ha dejado de lado muchos de sus refinamientos más modernos. Lo que resulta extraño de este procedimiento y realmente da que pensar es que esto no origine deficiencias de ningún tipo o haga que la obra parezca excesivamente conservadora o incluso obsoleta. Las conclusiones finales a que llega, por el contrario, son tan características —sin por ello ser excéntricas— y parecen seguirse tan natural e inevitablemente del desarrollo de la obra que hasta se siente uno tentado de creer que todos esos refinamientos que aplauden los expertos en la disciplina son una gimnasia mental completamente superflua. Cannan, sin embargo, sería el último en sugerir algo así, a pesar de ese modo suyo tan propio de destilar la confusión conceptual que ofrece la historia de la economía para extraer soluciones que parecen derivarse únicamente del puro sentido común. Lo que le importan no son las teorías o los sistemas, sino respuestas más o menos acertadas a los problemas que plantea la propia realidad, un enfoque que bien puede inclinar a los estudiantes a indebidamente despreciar cualquier otro tipo de teoría. Lo que caracteriza su obra como típicamente británica, además de lo dicho, es este rechazo a tener que soportar consideraciones metodológicas y sistemáticas convencionales, unido en el caso de Cannan a un marcado fanatismo por la claridad conceptual. El producto es absolutamente diferente de cualquier cosa publicada en la literatura académica de otros países y en particular en Alemania.» La actividad literaria de Cannan no se redujo en lo más mínimo después de la publicación de su segunda gran obra, y ya en 1931 y 1933 salieron a la luz dos pequeños volúmenes titulados, respectivamente, Modem Currency and the Regulation oflts Valué y Economic Scares. Constituye buena prueba de su infatigable vigor mental el que pronunciara, en sus últimos tres años, tres brillantes conferencias en las reuniones anuales de la Royal Economic Society, de la que había sido elegido presidente por segunda vez„6 El título de la segunda de estas conferencias, «The Need for Simpler Economics», compendia perfectamente una de las líneas de fuerza de su labor intelectual y académica. A Cannan interesaba, sobre todo, que la economía fuera aplicable y contribuyera de modo eficaz al progreso del bienestar humano, y esta urgente tarea es lo que le movía a hacerla más comprensible. Ningún economista contemporáneo se dedicó en cuerpo y alma a este objetivo con mayor éxito que Cannan, que no consideraba alcanzada una solución a menos que ésta hubiera calado en la mentalidad general. Nunca consideró indigno de su condición clarificar las verdades más elementales y evidentes las veces que hiciera falta y del modo que fuera necesario. Quizás existan diferencias de opinión sobre la categoría de Cannan como gran teórico en el sentido ordinario del término, y muy posiblemente ninguna contribución a nuestro conocimiento teórico aparecerá relacionada con su nombre y las generaciones futuras le recordarán sobre todo como un historiador de la teoría económica. Pero tenía dotes más escasas aún que la de hacer avanzar la teoría económica en cuestiones específicas: su capacidad de asimilar el resultado de los esfuerzos mentales de las generaciones pasadas apenas conoce parangón, y lo mismo podría decirse de cómo aplicaba el aparato teórico para arrojar luz sobre los problemas económicos de nuestro tiempo. La economía gozaría hoy de mucho mayor respeto e influencia si contáramos con más economistas como Cannan. Con su muerte, no sólo los economistas han perdido uno de sus profesores más venerables y encantadores, sino que también el mundo se ha visto privado de uno de los combatientes más aguerridos y mejores contra las ofuscaciones económicas. II El economista Edwin Cannan, de la London School of Economics, conocido por los lectores alemanes casi únicamente por su History of the Theories of Production and Distribution, aparecida

hace bastantes años, ha publicado recientemente una colección extraordinariamente estimulante de unos ochenta ensayos breves, notas y correspondencia de los años 1914 a 1926. El efecto creado por estos documentos, reimpresos sin cambios a partir de los originales, es el de glosas marginales de un economista sobre las medidas de política económica del periodo, y muestran como pocos hasta qué punto la política económica de todos los países se separó de lo que la prudente razón económica hubiera exigido, así como el campo inmensamente fértil de actividad que se abriría ante tantos hombres eruditos como corajudos si no fuera porque siguen siendo, entre la multitud de economistas, aves raras y solitarias, cuyos gritos se apagan sin haber nadie llegado a escucharlos. Parece claro que raras veces han sido condenados a la inoperancia economistas tan lúcidos como en la calamitosa década de la que datan los escritos de Cannan que aquí se recogen. Con todo, el reconocimiento a estos economistas fue mayor en Inglaterra que, por ejemplo, en Alemania o Austria. Y quizás se deba a esta circunstancia el que en Inglaterra siempre hubiera hombres, como J.S. Nicholson y el propio Cannan, que no se dejaran intimidar y que aprovecharan cualquier oportunidad para advertir una y otra vez, tanto en público como ante personas investidas de autoridad, lo absurdo de las políticas económicas emprendidas. A decir verdad, hubo un tiempo en que esto no resultó difícil, no sólo porque la censura fuera evidentemente menos estricta, sino sobre todo porque en Inglaterra se prestó mucha mayor atención que en el continente a los problemas económicos durante la guerra, y porque existía incomparablemente mucho más material al alcance de cualquiera, procedente de investigaciones e informes oficiales. En las notas explicativas que preceden a cada documento, sin embargo, relata también Cannan los rechazos y recepciones nada amistosas de que fueron objeto alguno de sus artículos; ni siquiera faltaron ocasiones, al parecer, en que fue objeto de mofa o de ataques personales. La presente colección resulta especialmente atractiva, además, por cuanto Cannan se revela, en sus esfuerzos por ayudar a que la razón económica resulte victoriosa, no sólo como un extraordinario maestro de su disciplina y de la expresión lingüística, sino también como una personalidad de un vigor y amabilidad poco comunes. La variedad de formas expositivas con que se topa el lector responde a la diversidad de trabajos recogidos (artículos publicados en revistas especializadas, correspondencia privada, conferencias en público, informes a las autoridades oficiales, y un vasto número de detalladas recensiones bibliográficas), cuya ordenación cronológica contribuye además a que la sucesión de temas cause una impresión caleidoscópica. Lo que no obsta para que, como Cannan mismo explica en el Prefacio, dos ideas básicas subyazcan a los diferentes escritos: la lucha contra el nacionalismo, por una parte, y la lucha contra todos aquellos expedientes perniciosos a que, no obstante las advertencias de la ciencia económica, de continuo —y más que nunca en tiempos de crisis— recurren los políticos, sobre todo en el área de la política monetaria. Estas ideas básicas, y más aún ciertos detalles de su posición teórica en cuestiones de política monetaria y de teoría de la población, guardan cierta semejanza con la cruzada de similares características que Ludwig von Mises condujera en el mundo germano parlante. Conviene añadir en todo caso, no obstante, que Cannan no llevó el liberalismo económico hasta sus últimas consecuencias con la despiadada coherencia con que lo hizo Mises. Los dos primeros ensayos, fechados en los meses anteriores a la guerra de 1914, se ocupan ya de problemas que habrían de adquirir muchísima mayor relevancia en los años de la guerra y en los inmediatamente posteriores. El primero, sobre la solidaridad económica internacional de los trabajadores, examina incluso los efectos que el pago de una indemnización de guerra importante ejercería sobre la situación de las clases trabajadoras de los países implicados; el segundo, con ocasión de opinar sobre el informe de cierta comisión de

investigación, expone nudamente la debilidad consustancial a la posición habitual de los 'intervencionistas sociales' en relación al 'problema de la vivienda'. El primer artículo, escrito ya en tiempo de guerra, bajo el eslogan «Business as usual», toca un tema recurrente en los escritos de Cannan de esa época y que seguiría ocupando un papel importante en sus discusiones posteriores sobre política monetaria, a saber, la enfática advertencia de que necesariamente habría de reducirse algún otro gasto de consumo al efecto de pagar la guerra. Las medidas y eslóganes de la política económica de los años siguientes ofrecieron a Cannan múltiples ocasiones de expresar críticamente su posición sobre el asunto, así como de oponerse tanto a controles de precios y resto de regulaciones sobre asignaciones como a muy diversas medidas de política financiera. Estas críticas respondían también a su ferviente esfuerzo por ilustrar al público, dirigido tanto contra la explicación al uso que atribuía el origen de la guerra a miopes envidias comerciales como contra la manifiesta estupidez, por entonces propagada, de continuar el enfrentamiento militar con una guerra económica indefinida. Los argumentos a favor del libre comercio adquirían en sus manos renovado vigor cuando criticaba el significado exclusivamente militar de la autarquía económica que todo sistema proteccionista supone. En los ensayos de 1925 y 1926 retomaría también diversas cuestiones de teoría de la población, la cual, como se sabe, recibió de él importantes sugerencias que más tarde serían desarrolladas por su alumno Lionel Robbins. Varios programas de reformas absolutamente demenciales, que prueban que incluso en Inglaterra y Estados Unidos no debe presuponerse familiaridad —ni siquiera entre sus profesores— con los conceptos básicos de la economía teórica, dieron también a Cannan la oportunidad de volver a tratar los problemas básicos de nuestra ciencia, llegando a dejar escapar, al menos por una vez, el siguiente lamento de desesperación: « ¿Pero es que acaso habrán escrito en vano tanto Jevons como los austríacos?» En 1917 inauguró la «Campaña contra la Inflación», asunto que reclamaría lo mejor de sus esfuerzos durante los siguientes tres años y por el que, como él mismo recuerda, únicamente J.S. Nicholson, ya en el primer año de guerra, había expresado hasta entonces preocupación. Cannan, quien valora sin reservas al conocido teórico monetario del Tesoro como «uno de nuestros expertos monetarios más capaces y mejor formados», dice de sí mismo, con excesiva modestia, que «yo no soy experto en estos temas». Sin embargo, durante la guerra y después de ella no sólo demostró una comprensión de la situación de Inglaterra en cuestiones de política monetaria probablemente superior a la de cualquier otro economista inglés, sino que además contribuyó como nadie a divulgarla. Aparte de su excelente librito Money, Its Connection with Rising and Falling Prices (1918) y su nueva edición del Bullion Report (The Paper Pound ofl797 to 1821), que adornó con una introducción muy instructiva, Cannan intentó por todos los medios a su alcance llamar la atención sobre los peligros de una aceleración de la inflación. De todos ellos destacaríamos su divertido intento de denunciar al Ministro de Hacienda por beneficiarse al vender por una libra algo cuya producción le había costado apenas un penique, a saber, el billete mismo de una libra, de lo que obtenía un beneficio de al menos el 23,900 por ciento. Sus argumentos científicamente más valiosos los expone con ocasión de discutir la relación entre préstamos e impuestos, así como de reiterar su apología de una restricción en la cantidad de dinero frente a la restricción en el volumen del crédito propugnada por Keynes y Hawtrey. Obviamente, esto está estrechamente relacionado con otra de sus doctrinas, para la que difícilmente encontraría defensores entre los teóricos y con la que definitivamente yerra: la imposibilidad de que los bancos 'creen' crédito. La amarga lucha de Cannan por defender su posición es tanto más incomprensible cuanto que él mismo debe admitir, ni que decir tiene, los hechos esenciales de la cuestión, discutiendo únicamente su interpretación o, en realidad, el término con que designarlos. Incluso esta postura del distinguido estudioso —aunque en sí difícil

de entender— podría haber hecho algún bien frente a ciertas opiniones exageradas, corrientes incluso en Inglaterra, sobre las posibilidades que se abrían a los bancos. Naturalmente, la deflación se convierte á partir de 1921 en el tema principal de los ensayos. Cannan se revela convencido defensor de las políticas deflacionistas, que es lo que con seguridad, si no me equivoco, le hizo merecedor del reproche de Keynes de estar «en desacuerdo con casi cualquier cosa digna de ser leída» que hubiera sido escrita sobre teoría monetaria en los diez años anteriores. Cannan aprovechó el reproche para escribir un instructivo ensayo sobre «Recent Improvements in Monetary Theory». Hay, además, una serie de ensayos más recientes sobre el problema de las compensaciones de guerra y, en particular, sobre la doctrina de la balanza de pagos como medida de la capacidad de la gente de pagar; doctrina ésta, reconoce él mismo, que le provoca más que a un toro un trapo rojo. El proteccionismo posbélico también le ofreció renovada ocasión de insistir con severidad en la postura que ya había adoptado durante la guerra contra la propaganda a favor de la guerra económica. De entre los trabajos puramente teóricos del periodo destocaríamos su detalladísima recensión de la obra de Henderson Supply and Demand. Especialmente recomendable para los lectores alemanes es su artículo sobre «Knapp's Bubble», recensión de la traducción inglesa de Staatliche Theorie des Geldes de G.F. Knapp. Este libro fue publicado en 1924 por la Royal Economic Society, cuenta Cannan, con la idea, entre otras, de que el mejor modo de destruir la influencia de un mal libro alemán era traducirlo a buen inglés. El volumen se cierra con una estimulante conferencia conmemorativa que Cannan ofreció en 1926 con ocasión del 150 aniversario de The Wealth of Nations. El volumen, grueso aunque nunca pesado, arrancará de muchos lectores un lamento semejante a este: ¡Ojalá hubiéramos tenido en los últimos años muchos más economistas tan capaces y dispuestos a hacerse oír como Cannan! Si bien no cabe cambiar el pasado, ni las dos últimas décadas han añadido particular crédito a la influencia de los economistas, un libro precisamente como éste puede con todo ayudar muchísimo a que las nuevas generaciones de economistas descubran hasta qué punto pueden contribuir con su ciencia al bien común. Esta obra serviría perfectamente, de hecho, como manual o libro de lectura para el economista que quisiera aprender el modo de hacer que los resultados de su ciencia fueran útiles para todos. CAPÍTULO II LA «PARADOJA» DEL AHORRO I La afirmación de que el ahorro hace que el poder adquisitivo de los consumidores se torne insuficiente para absorber el volumen de la producción corriente, aunque suele hacerse a menudo por los legos en la materia y no por los economistas profesionales, es tan vieja como la Economía Política misma. Fueron los mercantilistas los primeros en plantear la cuestión de la utilidad del gasto «improductivo», refiriéndose principalmente a los gastos suntuarios. La idea reaparece en los escritos de Lauderdale y Malthus, en ella se inspira la famosa Théorie des Débouches de James Mili y J.B. Say, y, a pesar de los muchos intentos de refutarla, penetra en las principales doctrinas económicas del socialismo como las de TuganBar anovsky, T. Veblen y J. A. Hobson. Pero aunque en la literatura cuasi científica y propagandística se puede decir que esta idea económica, acaso más que ninguna otra hasta ahora, ha conseguido alcanzar una gran popularidad, por fortuna no lo ha logrado hasta el punto de privar al ahorro de su respetabilidad general, y hemos podido constatar cómo se ponían en práctica algunas de las numerosas medidas monetarias ideadas para contrarrestar sus efectos supuestamente perniciosos. Por el contrario, recientemente hemos visto cómo se montaba el espectáculo del «Día Mundial del Ahorro» en el que podíamos ver por doquier a los gobernadores de los bancos centrales y a los ministros de

Hacienda compitiendo unos con otros en ensalzar y promover las virtudes del ahorro. Y aunque hay quienes piden un aumento en la cantidad de dinero basándose en que hay una tendencia creciente al ahorro, es difícil creer que los presidentes de los bancos centrales estén muy dispuestos a escucharles. No obstante, esta situación puede verse amenazada por una nueva teoría del subconsumo que circula ahora en los Estados Unidos e Inglaterra. Sus autores son gente que no escatima ni dinero ni tiempo a la hora de propagar sus ideas. Su doctrina no es menos falsa que todas las teorías anteriores del subconsumo, pero no es imposible que con una exposición adecuada y con el gran apoyo financiero con que cuentan, puedan llegar a ejercer una cierta influencia en la política de los países anglosajones. Por esta razón creo que merece la pena someter esta teoría a una crítica detallada y exhaustiva. II Las enseñanzas de Foster y Catchings, a las que fundamentalmente se refiere mi estudio, han logrado su más amplia aceptación en los Estados Unidos donde han alcanzado una considerable reputación no sólo entre el público sino también entre los economistas profesionales. Para entender este éxito es necesario saber algo acerca de los antecedentes de la teoría y de los medios que se han utilizado para propagarla. Con independencia de su significación analítica, para los observadores europeos la historieta tiene cierto interés por lo espectacular. Por ello me ocuparé de la cuestión con algún detenimiento. Comencemos por los autores. La historia de sus carreras profesionales nos proporciona algunos elementos clave para conocer el origen de sus enseñanzas. Waddill Catchings nació en el sur e hizo una brillante carrera como abogado y banquero y al final consiguió una destacada posición en la industria del hierro y del acero. En 1920, él y un grupo de estudiantes de Harvard decidieron conmemorar la muerte de un colega creando al efecto la «Fundación Pollak para la Investigación Económica» y nombrando director a otro amigo de Harvard, el pedagogo William Trufant Foster, en otro tiempo presidente de la institución. La Fundación tenía una renta anual de 25.000 dólares y pronto se dedicó a publicar libros importantes sobre temas económicos de algunos economistas conocidos como Making of IndexNumbers de Irving Fisher, de otros miembros de la Fundación como Costs and Profits de H.B. Hasting y sobre todo Money de Foster y Catchings. En este último trabajo, aunque principalmente es una exposición muy instructiva y competente de la teoría del dinero, los autores sientan las bases de su teoría de la depresión económica, que más tarde ampliarían en su obra Profits. En Money resaltan especialmente aquellas partes que tratan de la circulación del dinero y de los efectos que sobre los mercados tienen las variaciones en el volumen de la corriente monetaria. Después de describir cómo arranca la circulación desde el mercado de bienes de consumo para pasar luego al mercado de bienes de producción y regresar al final a su fuente original, discuten las condiciones para que este proceso pueda crear una demanda constante de los bienes que se ofrecen en venta así como los factores que hacen que la circulación del dinero se acelere o se retrase. Mientras en una economía de trueque la oferta y la demanda necesariamente son idénticas, el dinero aparece como algo capaz de perturbar ese equilibrio, pues la única forma de mantener la producción al nivel existente es que los perceptores de las rentas gasten el dinero en la misma proporción que lo reciben. Por tanto, la circulación del dinero entre las distintas fases del proceso de producción se convierte en el problema central de toda investigación, no sólo de las variaciones en el valor del dinero, sino también de los factores que influyen en las fluctuaciones cíclicas. Los autores llegan a sostener que «el dinero gastado en los bienes de consumo es la fuerza que pone en movimiento todas las ruedas de la industria. Cuando esta fuerza se encuentra en la

relación correcta con el volumen de las mercancías que se ofrecen a la venta, los negocios siguen su curso de una forma estable. Cuando el dinero se gasta a más velocidad que la de las mercancías que llegan al mercado, entonces los negocios experimentan un auge, y cuando las mercancías acceden al mercado a más velocidad que el dinero gastado en ellas, los negocios reducen su actividad. Para mover las mercancías año tras año sin perturbar la marcha de los negocios, los consumidores tienen que gastar la suficiente cantidad de dinero y no más, al objeto de igualar a todas las mercancías ofrecidas dólar a dólar.» Esta es la teoría que constituye la base de su explicación del ciclo de los negocios desarrollada con gran detalle en su obra Profits, publicada tres años después. En este voluminoso libro, del que nos ocuparemos en las próximas secciones, Foster y Catchings nos ofrecen la exposición más cuidadosa y elaborada de su teoría. Pero a pesar de lo clara y entretenida que resulta la exposición, no fue capaz de conseguir la amplia difusión que deseaban sus autores. De ahí que volvieran a formular los principios fundamentales en un lenguaje más popular en su obra Business zvithout a Buyer, de la que posteriormente ofrecieron un resumen en forma de ensayo en el Atlantic Monthly que se distribuyó gratis en cientos y miles de copias. Pero el mayor éxito en la promoción de sus ideas lo consiguieron mediante la peculiar competición que establecieron en conexión con la publicación de Profits. Ofrecieron 5.000 dólares de premio a la mejor crítica de la teoría expuesta en esta obra, con lo cual invitaban a todo el mundo a refutarla. Pero antes de entrar a detallar los resultados de esta competición es necesario considerar los principios generales de su trabajo. III La teoría de las crisis económicas propugnadas por Foster y Catchings en Profits viene precedida de una explicación detallada de la organización de nuestra estructura económica actual. La justificación del actual «Sistema de Beneficio y Dinero», como le llaman los autores, ocupa la mitad de un volumen de unas cuatrocientas páginas. En lo que a nosotros interesa, baste con decir que en esta parte se analiza la función del beneficio del empresario como factor determinante del volumen y dirección de la producción pero merece la pena resaltar que ni siquiera en este momento consiguen los autores aclarar la función real del capital como factor de producción. Nuestro interés principal aquí se limita, no obstante, a la quinta y última parte del libro, que trata del «Dinero y los Beneficios en relación con el Consumo» y que, según los autores, constituye un cuerpo más o menos independiente a los efectos del estudio crítico. En relación con este punto debemos referimos también a un corto ensayo titulado «El dilema del ahorro». La tesis principal del libro se establece en la forma siguiente: «Lo que sobre cualquier otra cosa se necesita para sostener la marcha hacia adelante de los negocios es dinero suficiente en manos de los consumidores.» Ahora bien, en las condiciones actuales se presenta de vez en cuando una situación en la que el poder de compra de los consumidores es insuficiente para adquirir la totalidad de la producción a precios que cubran sus costes. La consiguiente disminución de las ventas en el mercado de bienes de consumo da lugar al paro de los talleres y las fábricas; es decir a las crisis y depresiones de los negocios. La cuestión es dónde se origina este déficit de la renta de los consumidores. Las primitivas exposiciones de Money y Profits no contienen explicación alguna de este fenómeno, puesto que en ellos no se tienen en cuenta los tres factores principales sobre los que descansa la velocidad de circulación y de los que depende la «ecuación anual producción consumo»; es decir, el ahorro, los beneficios y las variaciones en la cantidad de dinero. El más importante de estos factores es el ahorro, tanto el individual como el de las sociedades. Para aclarar este tema los autores proceden a examinar una serie de ejemplos numéricos, y en el curso de este análisis introducen algunos supuestos ficticios que, como

veremos más tarde, juegan un papel muy importante en sus conclusiones. Suponen que mediante un proceso de integración horizontal y vertical, toda la industria de un país aislado se puede considerar como una gran empresa única cuyos pagos, en forma de sueldos, salarios y dividendos, constituyen la única fuente de renta de la comunidad. (No hay impuestos ni gastos públicos de ninguna clase.) Se supone además que el nivel de precios, la cantidad de dinero y la velocidad de circulación permanecen constantes y que los salarios se gastan y se reciben en el mismo periodo económico en el que se fabrican los bienes, mientras que esos bienes se venden en el periodo siguiente y los beneficios obtenidos de su venta son distribuidos y gastados por sus perceptores en ese mismo periodo. Con la ayuda de una serie de ejemplos numéricos de esta clase, los autores demuestran que no habrá ninguna dificultad en vender todos los bienes fabricados tanto en el caso de un volumen constante de producción como en el caso de un volumen de producción creciente por unidad de salario, siempre que «la industria continúe devolviendo a los consumidores, de alguna forma, todo el dinero que obtienen de ellos por la venta de los bienes y los consumidores, a su vez, gasten todo lo que reciben». Pero este feliz estado de cosas cambia tan pronto como la empresa retenga parte de los beneficios de su negocio, no para financiar un aumento de las existencias, la venta de una producción mayor o los intentos fracasados de mejorar el equipo — cosas todas ellas relativamente inocuas—, sino para mejorar su «capital» y poder así incrementar el volumen de su producción. Tan pronto como el incrementado volumen de producción llega al mercado, es inevitable que los medios de pago a disposición de los consumidores sean insuficientes para absorber toda la producción a precios remunerativos. Mientras se lleva a cabo un proceso de inversión no surge dificultad alguna, puesto que la elevación en el total de los salarios pagados, resultado del aumento necesario de la fuerza de trabajo empleada, es igual a la renta perdida por los accionistas, resultado de la reducción de sus dividendos, por lo cual la relación entre el volumen de la producción y el dinero gastado en ella permanece inalterada. La crisis se presenta cuando el excedente de producción hace su aparición en el mercado. El dinero en manos de los consumidores no aumenta más (las sumas necesarias para la ampliación de la producción ya han sido gastadas por los perceptores de salarios en el periodo anterior cuando el volumen de producción es más pequeño) y puesto que se supone que los precios no caen, una parte de la incrementada producción quedará sin vender. En «El dilema del ahorro» Foster y Catchings dan la siguiente explicación de los sucesos que conducen a la crisis: «Supongamos que [la empresa] utiliza el millón de dólares que le queda de sus beneficios en fabricar más coches, y este dinero va a parar directa o indirectamente a los consumidores. La empresa ha desembolsado exactamente una cantidad de dinero suficiente para cubrir los precios de venta de los coches que ya ha lanzado al mercado; pero ¿de dónde sacarán los consumidores el dinero necesario para comprar los nuevos coches si la empresa no les proporciona nada con que adquirirlos?» Los nuevos coches, por lo tanto, se quedan sin vender, «a menos que este déficit [en la renta de los consumidores] se cubra por otros medios». Según Foster y Catchings, la importante diferencia entre el dinero que se gasta en bienes de consumo y el dinero invertido radica en que el dinero de la primera clase «se utiliza primero para absorber bienes de consumo, mientras que, en muchos casos, el dinero invertido se utiliza primero para producir más bienes de consumo». «El dinero que se emplea en la producción de bienes se vuelve a emplear en la producción de bienes, antes de emplearse en el consumo de bienes.» En otras palabras, se emplea dos veces sucesivas para crear oferta; mientras que si los 100.000 dólares en cuestión, en lugar de ser invertidos en la producción de bienes adicionales, se hubieran pagado como dividendos y gastado por sus receptores, se habrían empleado alternativamente para ofrecer bienes al mercado y para retirarlos del mismo. Semejantes

afirmaciones, que los autores repiten una y otra vez, han llevado a un pensador de la categoría de D.H. Robertson a observar que se ve incapaz de saber qué sentido cabe atribuir a todo ello. Por lo tanto, creo que merece la pena tratar de reformular esta parte de la teoría en un lenguaje algo más familiar. Ahora bien, dados los supuestos iniciales de los autores, creo que ello no es posible. En la medida en que el total de los desembolsos realizados en el curso de la producción se gastan en bienes de consumo, los gastos de producción son necesariamente iguales a los ingresos procedentes de las ventas de esos bienes. No obstante, si ciertas cantidades, como los intereses del capital o los beneficios que se podrían gastar en bienes de consumo sin reducir el montante del capital, se aplican a la compra de medios adicionales de producción, la suma total gastada en la producción se eleva sin un incremento paralelo en las sumas disponibles para comprar el producto final. Y es en este «cortocircuito» en la circulación del dinero, como lo llama P.W. Martin, cuyas ideas son muy parecidas a las de Foster y Catchings, donde encontramos la causa a la que se atribuye el déficit en el poder de compra del consumidor. Ahora bien, como los resultados del ahorro de las sociedades y el de los individuos tienen que ser parecidos, puesto que unos y otros tienen que ahorrar si quieren progresar, pero puesto que, si esta teoría es correcta, no pueden ahorrar de momento sin dar al traste, en cierta medida, con el objetivo social del ahorro, el dilema del ahorro es ineludible. «Desde el punto de vista de la sociedad, por lo tanto, es imposible ahorrar inteligentemente sin resolver primero el problema de la adecuada renta del consumidor. Como ocurre en la actualidad, algunos individuos o empresas pueden ahorrar a expensas de otros; y desde el punto de vista del individuo y de la empresa esos ahorros son reales. Pero la sociedad en su conjunto no puede ahorrar a costa de los consumidores en su conjunto, pues la capacidad de los consumidores para beneficiarse de lo que se ahorra es la única prueba de su valor.» Una vez expuesta así la tesis principal de su teoría, los autores formulan algunos supuestos artificiales en un intento de aproximarla a la realidad. El primer supuesto que hay que abandonar es el de la constancia del nivel de precios, supuesto que —dicho sea de paso— nunca fue coherente con los demás. Luego examinan los efectos de una caída de los precios que haga posible por sí sola la venta de toda la producción ampliada. Pero la caída de precios, argumentan, hace imposible que la industria mantenga la producción al nuevo nivel. La caída de los precios hace desaparecer los beneficios y con ello todos los incentivos para continuar la producción. Si hay algo que los datos estadísticos confirman en nuestro razonamiento es el hecho de que la caída de precios provoca la reducción de la actividad productiva. Solamente sobre el papel es posible, a pesar de la caída de precios, llevar a cabo la ampliación de la actividad productiva por medio de una reducción de los costes, porque sólo sobre el papel cabe regular la reducción de los costes de forma que la producción aumentada se pueda vender con beneficio suficiente. En el sistema económico existente, integrado por muchas unidades independientes, no se puede esperar que las cosas discurran así. Por el contrario, deberíamos esperar movimientos de precios justo en la dirección opuesta. Por tanto, una caída en el precio de los bienes de consumo tiene que producir siempre una disminución de la producción. Pues bien, una vez demostrado que la caída general de los precios nunca es una solución al problema, los autores pasan a considerar los cambios en el volumen de dinero. Después de todo lo dicho, argumentan, debería resultar claro que las variaciones en la cantidad de dinero sólo servirán para resolver el problema en la medida en que afecten a la «ecuación producción consumo». «Para ello no es suficiente que el volumen de dinero se incremente. El dinero tiene que entrar en la circulación de manera que llegue a manos de los consumidores en medida equivalente al flujo de los nuevos bienes de consumo que acceden al mercado, al nivel corriente de precios al

por menor. La cuestión no es, pues, si el dinero o el crédito bancario deben incrementarse de año en año, sino la forma en que el dinero nuevo debería introducirse en el circuito.» Ahora bien, por desgracia, bajo el actual sistema de dinero y crédito, la cantidad adicional de dinero entra en la circulación no por el lado de los consumidores sino por el de los empresarios, por lo que lo único que hace es agravar el problema de la discrepancia entre los desembolsos que hacen éstos y el gasto de los consumidores. Es más, este sistema de incrementar la oferta monetaria a través de los créditos a los empresarios tiene el efecto añadido de que las adiciones a la oferta de dinero tienen lugar cuando son menos necesarias. La ampliación de la producción que financian es una respuesta a una demanda viva. Pero cuando se deja sentir la caída de la demanda, entonces es cuando se limita el crédito y el problema se agrava. Por lo tanto, las peticiones que se formulan en nuestros días para limitar los créditos a la primera señal de incremento en las existencias almacenadas, y al revés, son completamente perniciosas. «De esta forma... todo avance hacia niveles de vida más elevados se vería pronto detenido porque siempre que la renta de los consumidores se mostrase demasiado pequeña, se reduciría aún más a causa del descenso de los salarios y muy pronto el resultado sería una producción por debajo de lo normal.» No obstante, sería fácil organizar un aumento del crédito a los consumidores, única vía para corregir la deficiencia del poder de compra de los consumidores y por tanto la depresión económica. En teoría, pues, siempre es posible añadir dinero a la circulación, de manera que resulte beneficioso para la comunidad... En cualquier situación posible... la comunidad podría obtener una ganancia neta del incremento en la cantidad de dinero decidido por un déspota ilustrado... Si se pudieran arbitrar medios seguros y factibles de reducir los impuestos y aumentar las obras públicas o cualesquiera otros parecidos para emitir exactamente la cantidad suficiente de dinero y compensar el ahorro de los individuos, de forma que los consumidores puedan adquirir así la producción ampliada, y si los hombres de negocios estuvieran seguros de que estas emisiones de dinero continuarán produciéndose de manera que el nivel de los precios no descienda, entonces no habría motivos para reducir la producción; por el contrario, sería el incentivo más poderoso para elevarla.» En Profits, los autores no van más allá de insinuar este tipo de propuestas, y después de un intento fracasado de verificación estadística, llegan a la conclusión de que, en el actual estado de cosas, todo intento de aumentar la producción será frenado por el hecho de que la demanda de los consumidores no puede mantener el ritmo de la oferta. Modificar las causas de este subconsumo es una de las tareas más urgentes y prometedoras de la generación actual. «En realidad, es dudoso que exista otro medio con posibilidades tan grandes e inmediatas como éste para ayudar a la humanidad.» Pero antes de poder llevar a cabo tales reformas, los economistas profesionales tienen que admitir que sus teorías actuales son inadecuadas. «Si los principales argumentos de Money y Profits son correctos, la mayoría de nuestras enseñanzas económicas tradicionales son erróneas, por cuanto ignoran algunos fundamentos que es preciso entender adecuadamente para poder resolver el problema.» Así, pues: convertir a los economistas profesionales era el principal objetivo de la campaña que lanzaron otorgando un premio a la mejor crítica a Profits. IV El resultado de esta competición para premiar a la mejor crítica a su teoría fue el éxito más notable alcanzado por los señores Foster y Catchings. Los tres miembros del jurado: el profesor Wesley C. Mitchell, famoso teórico del ciclo económico; el fallecido Allyn A. Young, conocido teórico de la economía; y el señor Owen D. Young, presidente de la General Electric, famoso por el «Plan Young», tuvieron que examinar no menos de cuatrocientos treinta y cinco ensayos. En la

introducción al pequeño volumen en el que se publicaron algunos ensayos además del premiado, Foster y Catchings narran con cierta arrogancia que al menos cincuenta universidades, cuarenta y dos estados americanos y veinticinco países extranjeros estuvieron representados. Entre los participantes había al menos cincuenta autores de libros sobre economía, sesenta expertos contables, banqueros, cincuenta profesores de Economía Política, editores, estadísticos, directores de grandes compañías, etc., entre ellos «alguno de los hombres más competentes del Sistema de la Reserva Federal», un funcionario de la American Economic Association, el presidente anterior de esta asociación y «algunos de los más prestigiosos economistas del Imperio Británico». Pero a pesar de este respetable ataque en masa de críticas adversas, Foster y Catchings seguían convencidos de que su teoría podía seguir manteniéndose. Es más, se atrevieron a citar la opinión de uno de los árbitros, según el cual la teoría, a pesar de todas las críticas de que había sido objeto, seguía sustancialmente intacta. Esto podría parecer sorprendente, pero lo cierto es que la lectura atenta de las distintas críticas publicadas obliga a reconocer que es cierto. La teoría principal, y lo que a mi juicio constituye el gran error de Foster y Catchings, había quedado sin contestar. Los meritorios e interesantes trabajos publicados en el volumen Prize Essays, así como las críticas publicadas en otros lugares, se referían sólo a determinados detalles y aceptaban la tesis principal de Foster y Catchings. Sólo dos ensayos, de Novogilov y Adams, a los que tendré ocasión de referirme más adelante, tocan los puntos críticos, pero incluso en estos casos no hacen de sus respectivas objeciones la base de su crítica o la desarrollan como una refutación independiente. En el caso del trabajo de Novogilov es posible que se cometiera una injusticia. En los Prize Essays sólo se publicó de forma abreviada, quedando suprimida por completo precisamente la parte que se ocupa de los efectos que las variaciones de las cantidades de producto tienen en cada una de las fases de la producción sobre el nivel de los beneficios. Es de esperar que algún día se publique en su integridad. Por otro lado, el ensayo de A.B. Adams, cuyas críticas en muchos puntos coinciden con las de este ensayo y que en una observación incidental prefigura una de sus tesis principales, presenta el inconveniente de que el propio autor no es conscíente de la importancia de sus objeciones y por tanto sólo critica la aplicación de la teoría de Foster y Catchings al caso de la inversión en capital fijo, al tiempo que la admite en el caso de la inversión en capital circulante. Pero incluso Adams parece no apreciar suficientemente la función del capital y las condiciones que determinan su utilización, fallo que cabe predicar tanto de los autores de la teoría como de sus críticos. Por lo demás, todos ellos se esfuerzan en demostrar que la actual organización monetaria es suficiente para incrementar la oferta monetaria en el curso de una ampliación de la producción, evitando así la caída del nivel de los precios. Algunos también señalan que la ampliación de la producción puede incluso provocar una disminución de los costes unitarios, y por tanto la caída de los precios no siempre es un obstáculo a la producción. Pero, en general, nunca se cuestiona la pretendida necesidad de que aumente la oferta monetaria para facilitar la venta de la producción ampliada. Pero de este modo los críticos se colocan en una posición difícil. En efecto, la proposición de Foster y Catchings según la cual los créditos a la inversión agravan todavía más la deficiencia del poder de compra de los consumidores no es más que un corolario del concepto fundamental en que se basa su afirmación acerca del aumento del volumen de dinero para ampliar la producción. Para hacer frente a esta dificultad, los críticos recurren a diferentes medios. Algunos hacen investigaciones muy ingeniosas para establecer el orden sucesivo de los distintos movimientos del dinero. Otros intentan refutar los supuestos, un tanto débiles, acerca de la formación de los beneficios en el curso de las ampliaciones de la producción. Por más acertadas que puedan ser estas objeciones, yerran su objetivo. La tesis principal continúa incólume.

V Está claro que esta es la opinión de Foster y Catchings, pues en su libro Business without a Buyer, publicado justo después de celebrado el concurso, no introducen ninguna modificación significativa en la exposición de su teoría. Fortalecidos por el resultado de este original concurso, pasan a desarrollar las consecuencias prácticas de su teoría. En The Road to Plenty, que recoge los resultados de estas reflexiones adicionales/ no hacen intento alguno de apelar a los economistas. A pesar de la acogida extremadamente favorable que tuvieron sus libros anteriores, parece como si desconfiaran de los economistas profesionales. Tanto en la introducción a Prize Essays como en Business without a Buyer insistían en la falta de claridad de tales círculos. Ahora se vuelven hacia el público en general y le ofrecen su teoría en forma de novela. El libro reproduce una conversación mantenida en el departamento de fumadores de un tren donde las lamentaciones de un bondadoso amigo de la humanidad dan lugar a que un hombre de negocios explique las causas de la crisis y el paro, de acuerdo con las teorías de los autores, y las defienda contra las tesis de un abogado y un profesor de Economía (que naturalmente salen malparados). Por último, todos los presentes (incluido un miembro del Congreso) resultan arrastrados por el gran entusiasmo de las propuestas concretas basadas en esas teorías. Estas propuestas se formulan con mayor claridad aún en un ensayo adicional titulado «Progress and Plenty». Pero antes de proceder al análisis de esta teoría merece la pena exponerla de manera explícita. La primera exigencia de los autores, condición indispensable para la ejecución de sus propuestas ulteriores, es una mejora de las estadísticas de los negocios con el propósito de tener un conocimiento más exacto de las ventas de bienes de consumo; en primer lugar, un índice completo y fidedigno de los precios al por menor; y en segundo lugar, estadísticas de todos los factores que influyen en estos precios (es decir, todos los datos económicos posibles). Éstos deberían ser recogidos por las autoridades y publicados con toda prontitud para informar y orientar al mundo de los negocios. Sobre la base de estas estadísticas, todas las obras públicas y las operaciones financieras del gobierno deberían estar orientadas a nivelar las fluctuaciones en la demanda de bienes de consumo. En Progress and Plenty, Foster y Catchings llegan a proponer que se constituya un órgano administrativo especial, al que llaman «Federal Budget Board», con el objeto de encomendarle toda la tarea de recogida de datos económicos y su aplicación a la distribución de las obras públicas. Lo mismo que el Federal Reserve Board dirige el sistema de financiación de la producción, el Federal Budget Board dirigiría la financiación del consumo e impediría las perturbaciones que ocasiona en el sistema económico el retraso del consumo respecto a la producción. Por lo demás, aparte de esa petición de crear un nuevo departamento, la propuesta no va más allá de elaborar un plan para distribuir las obras públicas en el tiempo, de manera que se puedan concentrar y posponer para las épocas de depresión. Pero Foster y Catchings no se dan por satisfechos con esto. Consideran que ese plan tendría efectos indeseables si las sumas necesarias se recaudaran y quedaran bloqueadas en el Tesoro en las épocas de prosperidad para ser gastadas luego en caso de necesidad. Por otro lado, recaudar dinero mediante impuestos en el momento en que se hicieran necesarias las obras públicas sería todavía más inapropiado al objeto pretendido. Sólo un aumento en la cantidad de dinero para consumir puede solucionar el problema: «El progreso requiere un flujo constante de dinero nuevo dirigido a los consumidores. Por lo tanto, si los índices de actividad económica muestran la necesidad de un reforzamiento de la demanda de los consumidores que no se pueda satisfacer sin gasto público adicional, el Departamento mencionado no sólo deberá echar mano de los fondos que haya venido acumulando antes con este propósito, sino de los préstamos, lo cual implica una expansión del crédito bancario. Esta característica del plan es esencial. De ello se sigue que el gobierno debería

pedir prestado y gastar ese dinero en cuanto los índices mostrasen que se necesita un flujo de dinero que no puede venir de otras fuentes.» Como cabía esperar, los autores sostienen que todo esto no debe ser considerado inflacionario. Antes de su publicación habían sostenido que se debería evitar «todo lo que fuera peligroso o incluso desagradable» y que en ningún caso esto implicaría el recurso a «emisiones sin límite de dinero fiduciario». Nos ocuparemos de analizar críticamente estas propuestas en la última sección de este artículo. Por el momento sólo necesitamos resaltar que incluso los críticos que simpatizan con la teoría de Foster y Catchings han sido incapaces de ocultar sus escrúpulos en este punto. D.H. Robertson observa correctamente que no le cabe la menor duda de que dicha teoría «nació con una doble dosis del bacilo de la inflación en su composición; y aunque han hecho todo lo posible por conjurarlo con oraciones y ayunos, y por tanto pueden mirar por encima del hombro, con compasión desinteresada, a las víctimas más gravemente afectadas, como es el caso del Mayor Douglas, sin embargo, en los momentos críticos el bacilo está siempre dispuesto a hacerse cargo del argumento». Lo más sorprendente es que en la promoción de The Road to Plenty citen (aunque sin mencionar la fuente) la opinión de una autoridad como la del fallecido profesor A. Young, según la cual «los fundamentos económicos del plan para la prosperidad» propuesto en The Road to Plenty «están correctamente pensados», y que (según la misma fuente) el señor W.M. Persons debía haber considerado el plan «importante y factible». En círculos más amplios, las propuestas de Foster y Catchings parece que han tenido un efecto extraordinario. El Presidente Hoover garantiza su ejecución, dentro de límites practicables, y la regulación de las obras públicas para aliviar el paro ha sido una poderosa palanca de su argumento. En un panfleto reciente anuncian que el senador Wagner de Nueva York ha presentado ya un proyecto de ley en el Congreso para crear el «Federal Unemployement Stabilization Board» con funciones muy parecidas a las de su «Federal Budget Board». En América se necesita tiempo para que una propuesta se convierta en ley, y hasta ahora no tengo noticias de que la propuesta del senador Wagner se haya llevado a la práctica. Por el momento no se ha propuesto que ese organismo deba financiar las obras públicas con dinero bancario adicional, e incluso los señores Foster y Catchings se han guardado de pedir la ejecución de esta parte de sus propuestas, incluso en relación con los Planes de Hoover. En su lugar se han concentrado en criticar la política de la Reserva Federal de aumentar el tipo de interés cuando los precios y el empleo están bajando.48 Son semejantes presiones las que constituyen un peligro tanto para América como para el resto del mundo si tales teorías adquieren mayor popularidad. Pasemos, pues, a ocuparnos de criticar su validez. VI Foster y Catchings suponen siempre que la inversión de los ahorros para ampliar la producción aumenta necesariamente en igual cuantía el total de los costes de producción. Esto se deduce claramente de su continua insistencia sobre el «hecho» de que el valor del producto aumentado se eleva por el total de la cantidad invertida y que por lo tanto sólo puede ser vendido con beneficio por una suma proporcionalmente más alta. Esto está implícito en todos sus ejemplos, en los que siempre se supone que el aumento en los gastos corrientes de salarios, etc., se corresponde exactamente con las sumas invertidas. Ahora bien, hay una cierta oscuridad inicial en este supuesto, pues es evidente que los costes del producto realizado durante un periodo económico no pueden ascender por el total de la suma nuevamente invertida si lo está en bienes instrumentales de carácter duradero, sino sólo en proporción a la depreciación de los nuevos bienes de capital duradero, circunstancia que no está clara en su exposición. No obstante, mi objeción fundamental no tiene que ver con esta circunstancia —que es imposible creer haya

pasado inadvertida a los autores—, sino con su supuesto de que generalmente, sobre cualquier longitud de tiempo, los costes de producción pueden aumentar en el total de las cantidades nuevamente invertidas. Esta visión se basa en una total falta de conocimiento de la función que el capital cumple como agente «portante» y supone que la expansión de la producción que permiten llevar a cabo las nuevas inversiones tiene lugar mediante el empleo de los mismos métodos de producción que se utilizaban antes para obtener un volumen más pequeño. Este supuesto podría ser cierto para una empresa en concreto, pero no para la industria en su conjunto, pues para la industria todo aumento de la oferta disponible necesita siempre un cambio de los métodos de producción, en el sentido de transición a procesos más capitalistas; es decir, más «indirectos». Porque para que pueda haber un aumento en el volumen de la producción sin una variación en los métodos de producción tienen que aumentar en proporción parecida no sólo la oferta de capital disponible sino también la oferta de todos los demás factores de la producción. En lo que se refiere a la tierra, esto es prácticamente imposible. Así, pues, no se puede suponer que los factores complementarios que se necesitan para aumentar la producción se encuentran previamente sin empleo, y lo encuentran sólo cuando aparecen los nuevos ahorros. Una visión correcta de las reacciones de la inversión de nuevos ahorros sobre la producción en su conjunto debe concebirse en los siguientes términos: al principio los nuevos ahorros servirán para transferir una parte de los medios originales de producción que estaban previamente empleados en producir bienes de consumo a la fabricación de nuevos bienes de producción. Por lo tanto, la oferta de bienes de consumo tiene temporalmente que caer como consecuencia inmediata de la inversión de los nuevos ahorros (circunstancia que olvidan constantemente Foster y Catchings). De aquí no se deducen efectos desfavorables sobre las ventas de bienes de consumo, puesto que la demanda de estos bienes y la cuantía de los medios originales empleados en su fabricación desciende en proporción similar. En realidad, ni siquiera Foster y Catchings hacen semejante afirmación. Sus dificultades comienzan sólo cuando el nuevo volumen superior de bienes de consumo, posibilitado por las nuevas inversiones, llega al mercado. Ahora bien, este incremento en el volumen de los bienes de consumo sólo puede realizarse por medio de un aumento en el volumen de capital empleado en la producción. Pero este capital, una vez que se ha creado, no se mantiene por sí mismo de una forma automática. Este aumento hace que en adelante una proporción mayor de los medios de producción existentes esté permanentemente dedicada a la producción de bienes de capital y una proporción más pequeña se dedique a producir bienes de consumo terminados; y este cambio en la utilización inmediata de los medios de producción tiene que ajustarse, en las condiciones prevalentes en un sistema económico moderno, a las variaciones en las cantidades de dinero que se gastan en cada una de las fases de la producción. Pero esta cuestión de la relación entre las sumas de dinero gastadas en cualquier periodo en bienes de consumo de un lado y en bienes de producción de otro nos lleva a descubrir un defecto fundamental de la teoría de Foster y Catchings. VII Foster y Catchings basan toda su exposición en la hipótesis de lo que podemos llamar la faseúnica de producción, en la cual, en estado de equilibrio, el dinero recibido en cada periodo por la venta de bienes de consumo tiene que ser igual a la suma de dinero gastado en toda clase de bienes de producción en el mismo periodo. De ahí que sean incapaces de concebir una ampliación de la producción, salvo, por decirlo así, a lo «ancho», una extensión que implica el gasto de los nuevos ahorros junto a las sumas ya gastadas en los factores últimos de la producción, es decir, en los que reciben las rentas netas. Es fácil ver cómo llegan a esta posición. Suponen una empresa única en la que se producen todos los bienes desde principio a fin (sobre lo cual habrá mucho que

decir más tarde) y de este modo pasan completamente por alto el fenómeno de los cambios de irnos métodos de producción más o menos capitalistas. Vamos, de momento, a eludir este supuesto y en su lugar consideremos una economía en la que los diferentes estadios de la producción están encomendados a empresas diferentes. Volveremos más tarde al caso especial de la producción en una empresa única, considerado por Foster y Catchings. Pero nos vamos a tener, en todo momento, a otro de sus supuestos: que la cantidad de dinero permanece invariable. Resulta especialmente importante hacerlo así porque la mayoría de las críticas a su teoría realizadas hasta el momento han buscado la solución al citado dilema fundamentalmente en el ajuste proporcional de la oferta de dinero al volumen ampliado de producción. En mi opinión, sin embargo, el error fundamental de la teoría surge de la presentación que se hace del origen del dilema, la constancia de la oferta de dinero. Volveremos en la última sección a la cuestión de los efectos que tienen las variaciones de la oferta de dinero y entonces me ocuparé de las propuestas concretas de ulterior reforma que hacen Foster y Catchings. ¿Qué sucede, entonces, bajo estos supuestos, cuando alguien ahorra una parte de su renta que hasta entonces había consumido o cuando una sociedad anónima no distribuye sus beneficios y las sumas ahorradas se re invierten en la producción? Es claro que al principio la demanda que se dirige a los medios de producción aumenta y la que se dirige a los bienes de consumo desciende. ¿Significa esto que el gasto en que se incurre ahora para llevar a cabo la producción será superior a las sumas de dinero que estarán entonces disponibles para adquirir los bienes de consumo? La simple consideración superficial de lo que es una economía capitalista moderna parece dejar claro que esto no es así necesariamente. Como en todo momento las materias primas, los productos semiterminados y los restantes medios de producción que van llegando al mercado tienen un valor que es varias veces superior al de los bienes de consumo que se ofrecen simultáneamente en el mercado, la suma gastada en adquirir los medios de producción de todas clases en un periodo de tiempo determinado es varias veces superior a la suma gastada en adquirir bienes de consumo en el mismo periodo. El hecho de que los costes de producción no superen el valor de los bienes de consumo producidos se explica por la circunstancia de que cada bien, en su camino desde la materia prima hasta su conversión en un producto acabado, se intercambia por dinero tantas veces, en promedio, como la cantidad de dinero gastada en la adquisición de medios de producción excede a la gastada en bienes de consumo. Y es precisamente el alargamiento de este periodo medio de producción (que, de acuerdo con nuestro supuesto, se manifiesta mediante un aumento en el número de fases de producción independientes) lo que hace posible, cuando los nuevos ahorros están disponibles, producir una cantidad mayor de bienes de consumo con la misma cantidad de medios de producción originales. La proposición de que el ahorro puede producir un incremento en el volumen de la producción sólo porqué permite aplicar métodos «indirectos» más productivos ha sido demostrada de una forma tan completa por el análisis clásico de Böhm Bawerk que no necesita ser examinada más a fondo. Sólo es necesario ahondar en el análisis de ciertos aspectos monetarios que presenta este fenómeno. Las cuestiones que nos interesan son las siguientes: cómo se distribuye, a través del sistema económico, la demanda adicional de medios de producción que produce el aumento de la corriente monetaria disponible con fines productivos y que sigue a la inversión de los nuevos ahorros, y en qué condiciones se lleva a cabo esta distribución, de tal forma que el objetivo del ahorro se pueda alcanzar con el mínimo de perturbaciones posible. Después de lo que ya hemos

dicho en relación con este tema, parece de capital importancia distinguir entre variaciones en la demanda de medios originales de producción, es decir tierra y trabajo, y variaciones en la demanda de medios de producción que son a su vez bienes (productos intermedios o bienes de capital) tales como los productos semiterminados, la maquinaria, herramientas, etc. Por lo demás, y en relación con lo que aquí nos interesa, es irrelevante distinguir entre medios de producción duraderos y no duraderos; por ejemplo, el que un telar tenga que ser sustituido después de transcurridos ocho periodos de tiempo, en un proceso de producción continua, equivale a la sustitución de uno de cada ocho telares en uno de los periodos. Por razones de sencillez podemos suponer que la trayectoria que siguen los medios originales de producción en su incorporación al producto final es de igual longitud para todas las partes de la corriente monetaria total, aunque de hecho esto difiere de acuerdo con el momento en que los medios originales de producción concretos se emplean en las distintas fases de la producción, por lo que la supuesta longitud uniforme de los métodos indirectos de producción solamente se corresponde con la longitud media de los distintos procesos que nos llevan a la producción de bienes de consumo. El único caso de la vida real en el que se cumpliría estrictamente este supuesto sería el de la producción de un bien que requiriese sólo al principio la aportación de trabajo y luego pudiera dejarse a la naturaleza, como es el caso de la plantación de árboles. Pero incluso esto sólo sería completamente conforme a nuestro supuesto si los arbolitos cambiaran de manos cada año, es decir, si un hombre conservase los árboles de un año, otro los de dos años y así sucesivamente. Esta dificultad surge porque, a efectos de exposición, es más fácil tratar la longitud media como si fuera uniforme para todos los procesos. En el mundo real, por supuesto, el periodo que transcurre entre la aplicación de los medios originales al proceso y su conclusión bajo la forma de bienes de consumo es diferente para cada uno de los medios originales utilizados, lo que hace que los bienes hayan de ir pasando por distintas manos antes de que estén listos para el consumo. Supongamos, por ejemplo, que el valor de todos los medios de producción que acceden al mercado durante un periodo es ocho veces el valor de los bienes de consumo producidos en el periodo y que se venden más tarde por 1.000 unidades de dinero, digamos libras esterlinas. Hagamos caso omiso de las diferencias de valor condicionadas por el interés, es decir, supongamos que el interés sobre el capital empleado, junto con la remuneración de los factores originales de la producción, se paga sólo en el estadio más elevado de la producción. El proceso total de producción y la circulación de dinero relacionada con él se puede representar esquemáticamente como sigue: (cuadro). Este cuadro representa a un tiempo la demanda de las distintas fases de producción cuyos bienes acceden al mercado simultáneamente con los bienes de consumo y los sucesivos productos intermedios de los que al final surge el producto final real, puesto que en una economía estacionaria son los mismos. Es decir, nosotros presentamos la oferta total de los productos que tienen su origen en un sector de la producción (o si el esquema se aplica al conjunto de la economía, en todos los sectores) y que acceden al mercado en un periodo de tiempo determinado. Las sumas pagadas en la fase novena de la producción a los medios originales de producción se tienen que corresponder necesariamente con el valor de los bienes de consumo. Supongamos entonces que los propietarios de los medios de producción originales gastan de su renta de 1000 libras solamente 900 e invierten en la producción las restantes 100 libras que ahorran. Por lo tanto tendremos 8.100 libras disponibles para adquirir bienes de producción y la relación entre la demanda de bienes de consumo y la demanda de bienes de producción pasa de ser de 1 a 8 a ser de 1 a 9.

Para que esa suma mayor de dinero que ahora se invierte en adquirir medios de producción pueda emplearse de forma rentable, el promedio de fases de la producción tiene que pasar ahora de ocho a nueve. La situación representada en el esquema A tiene que modificarse como puede verse en el esquema B. La relación entre la demanda de bienes de consumo y la demanda de los bienes de producción es de 1 a 9. En este caso también la suma total de lo que se gasta en la última fase en los medios originales de producción y que está disponible como renta para comprar el producto final coincide con el valor de ese producto, una vez realizados los ajustes necesarios. La asignación de los medios de producción adicionales se ha llevado a cabo manteniendo el equilibrio entre los costes y los precios de la producción de bienes de consumo, de forma que la corriente de dinero se ha estirado y encogido en consecuencia; es decir, el número medio de los sucesivos giros que tienen lugar durante el proceso de producción se ha elevado en la misma proporción en que lo ha hecho la demanda de medios de producción respecto a la de bienes de consumo. Si la oferta de dinero permanece invariable, esto enlaza necesariamente con la caída en los precios de los factores de la producción y su cuantía invariable tiene que ser intercambiada por 900 libras (prescindiendo del aumento de capital); y una caída todavía mayor en los precios de los bienes de consumo, cuyo volumen ha aumentado como resultado de la aplicación de métodos de producción más indirectos, al tiempo que su valor monetario ha disminuido de 1000 libras a 900. Esto demuestra en todo caso la posibilidad de que un incremento en la corriente de dinero que va a la producción y una disminución de la que va al consumo mantenga organizada todavía la producción de manera que su resultado final se pueda vender a precios remunerativos. Queda por demostrar que 1) con una cantidad de dinero invariable la producción seguirá gobernada por el sistema de precios con tal que tenga lugar un ajuste; 2) que mediante semejante ajuste el objetivo que persigue el ahorro se puede lograr de la forma más favorable; y 3) que, por otra parte, cada cambio en la política monetaria, y de forma especial una política monetaria que tenga como objetivo la estabilidad de los precios de los bienes de consumo (o cualesquiera otros), hace más difícil la adaptación de la producción a la nueva oferta de ahorro y, en realidad, da al traste, más o menos, con el objetivo mismo que el ahorro persigue. Esta exposición, más completa que la anterior, no modifica en nada los resultados, pero aumenta extraordinariamente la claridad de la presentación. Los lectores que encuentran difícil seguir este modo de ilustración aritmética podrán consultar mi próxima obra Prices and Production, donde se expone lo mismo mediante diagramas. VIII Con objeto de seguir, tan fielmente como sea posible, el ejemplo propuesto por Foster y Catchings, vamos a considerar el caso de una sociedad anónima que reinvierte una parte de los beneficios que antes eran distribuidos. ¿De qué forma utilizará el capital adicional? Esta utilización puede ser distinta en cada uno de los casos. A pesar de ello, se pueden obtener conclusiones importantes de una consideración de las posibilidades generales que presentan las inversiones adicionales. En principio, para una sola empresa es posible —en contraste con lo que sucede al conjunto de la industria— utilizar la cuantía del capital disponible para ampliar la producción, manteniendo los métodos existentes y empleando cantidades mayores de todos los factores. Podemos, por el momento, dejar de tener en cuenta esta posibilidad, y considerar que nuestra

empresa sólo puede conseguir el trabajo adicional y los demás medios originales de producción sacándolos de otras empresas, y a base de hacerles mejores ofertas. Este proceso modificará las proporciones relativas del capital respecto a los demás factores y por tanto se hará necesario un cambio hacia nuevos métodos de producción. Es claro que el resultado será un incremento general del capital, que es lo que a nosotros nos interesa. Para simplificar, vamos a suponer entonces que la transición se ha producido ya en la primera empresa que empieza a ahorrar. Pero si la ampliación 'lineal' de la producción está descartada y la empresa tiene que utilizar su aumento relativo en la oferta de capital para cambiar a métodos más capitalistas, hay dos clases principales de inversión a considerar. Por lo regular, se distingue entre la inversión en bienes de capital fijo o duraderos y bienes de capital circulante no duraderos. Hasta ahora, y siguiendo a Foster y Catchings, hemos considerado sólo la inversión en capital circulante; en adelante tendremos que distinguir entre estas dos posibilidades. No puede decidirse a priori cuál es más beneficiosa, si la inversión en capital fijo o en capital circulante, y cuál debe por consiguiente abordarse, porque esto depende de condiciones técnicas concretas de cada caso. Desde un punto de vista analítico, es deseable tratar por separado los dos casos tanto por lo que respecta a las condiciones que tienen que darse para hacer rentables los métodos más capitalistas de producción como por lo que respecta a los efectos sobre los precios. IX Con respecto a la inversión en capital fijo (es decir, medios de producción duraderos), el caso es relativamente simple. Foster y Catchings no explican en absoluto este caso (en lo cual, como ya dijimos, basa su crítica A.B. Adams) y P.W. Martin aplica una teoría suya semejante expresamente sólo al caso de la inversión en capital circulante. Por tanto, lo que tenemos que decir aquí apenas encontrará oposición, por lo que sería más fácil desarrollar el análisis que también puede aplicarse a la investigación subsiguiente. Para que la nueva inversión en capital fijo pueda ser rentable es necesario que el aumento en los ingresos a que da lugar el incremento de la producción que la inversión procura sea suficiente para cubrir el interés y la depreciación del capital invertido. El tipo de interés tiene que ser algo más alto allí donde se hacen las nuevas inversiones que en sus empleos alternativos que están abiertos a ellas, pero algo más bajo que el tipo de interés pagado hasta entonces. Precisamente la circunstancia de que el tipo de interés haya descendido y la inversión en cuestión sea la más próxima en la escala de rentabilidad es lo único que determina el que se emprenda. Al enjuiciar su rentabilidad, hay que tener en cuenta que la producción ampliada que sigue a la nueva inversión sólo podrá venderse, a largo plazo, a precios relativamente más bajos —respecto a los de los medios originales de producción— que los que se han venido dando hasta este momento. Esto se debe, en parte, a que, como resultado de la cooperación del nuevo capital, se producirán más bienes de consumo con una cantidad determinada de medios originales de producción y en parte también a que la cantidad mayor de bienes de consumo tiene que venderse contra la renta de los medios originales de producción y del capital, y el aumento en la renta del último (si es que se produce; es decir, si es que el aumento en la renta del capital no resulta más que compensado por la caída en la tasa de interés) tiene que ser siempre relativamente menor que el aumento de los bienes de consumo. Si la cantidad de dinero no varía, la inevitable caída en los precios relativos de los bienes de consumo se tiene también que manifestar de forma categórica. De esta manera la caída de los precios relativos se producirá en el mismo instante en que los nuevos bienes de consumo lleguen

al mercado. Si la oferta de dinero se mantiene constante, esta consecuencia de toda ampliación de la producción será conocida por todos y por lo tanto sólo elegirán aquellas inversiones de los nuevos ahorros que sean rentables incluso contando con la esperada caída de los precios. Pero estas inversiones —tal es el punto esencial— son las únicas que permiten aprovechar todas las ventajas sociales del ahorro sin pérdida. Incluso si el volumen de dinero se incrementara y, como consecuencia, los precios de los bienes de consumo no cayeran, inevitablemente se establecerá un nuevo equilibrio entre los costes de producción y los precios de los productos. Si excluimos la caída de los precios de los bienes de consumo, ello puede conseguirse de dos maneras: bien por una elevación en los precios de los medios de producción o por el retomo a los procesos de producción anteriores más cortos. Lo que suceda en la realidad depende de dónde y cuándo se inyecte la cantidad adicional de dinero en el sistema económico. Si el aumento en la oferta monetaria tuviera lugar sólo en el momento en que el volumen adicional de bienes de consumo accede al mercado y de tal manera que estuviera disponible directamente para la adquisición de bienes de consumo, la expectativa de que los precios no varíen daría como resultado que una parte de la cantidad adicional disponible para la adquisición de medios de producción a través del ahorro, al no ser utilizada para el alargamiento del proceso de producción, es decir para la formación de nuevo capital, serviría simplemente para elevar los precios de los medios de producción. Debido a la expectativa de precios estables para los productos, aparecerán más oportunidades rentables para los nuevos ahorros de las que realmente pueden ser explotadas con su ayuda. La tasa de interés es sólo suficiente para limitar las alternativas más rentables cuando las relaciones de precios están también en equilibrio. Por tanto, la competencia en el mercado tiene que seleccionar también los medios de producción; es decir, los precios de estos medios tienen que elevarse sólo hasta ese punto en el que todas aquellas ampliaciones de producción que son posibles realmente con los nuevos ahorros resultan rentables. Esto quiere decir simplemente que una parte de los ahorros no se utilizará para la creación de capital, sino que simplemente se traducirá en un aumento de los precios de los medios de producción disponibles. Pero el supuesto de que la oferta monetaria aumente sólo cuando los nuevos bienes de consumo, procedentes de la ampliación de la producción, lleguen al mercado tiene escasas posibilidades. En primer lugar, el simple hecho de que los nuevos ahorros abran la posibilidad de ampliar la producción dará lugar por norma a un incremento en el volumen de dinero en forma de créditos a los sectores productivos (norma que, de acuerdo con la opinión actual, está más que justificada). Por otro lado, el hecho de que, a pesar de la utilización de métodos de producción más capitalistas y más productivos, los precios de los productos no bajen, proporcionará el incentivo para tomar dinero prestado de los bancos en cuantía superior a la del ahorro voluntario o incrementará la demanda de medios de producción mucho más allá de lo que vendría justificado por los nuevos ahorros. La elevación de los precios de los medios de producción que se produce de esa manera hará que, poco a poco, desaparezca el excesivo margen de precio entre estos bienes y los de consumo (y se evaporará así el incentivo para hacer ampliaciones adicionales de la producción). Al mismo tiempo, una cantidad de medios de producción superior a la que justifican los nuevos ahorros será transferida hacia procesos de producción más largos (de los que podrían llevarse a cabo). En otras palabras, por medio del aumento de la cantidad de dinero se podrá extraer de las industrias de bienes de consumo muchos más factores que los que permite la cuota de ahorro voluntario, haciendo así posible la iniciación de todos aquellos aumentos del capital fijo que se revelan rentables a una tasa de interés más baja de la que hubiera prevalecido con los precios invariables.

Sin embargo, todas estas inversiones sólo pueden proseguir mientras el nuevo dinero destinado a las ampliaciones de la producción no sea utilizado por los propietarios de los factores de la producción, a los que se les paga, para adquirir bienes de consumo o mientras el incremento en la demanda de bienes de consumo no esté compensado por un nuevo aumento en la oferta de nuevos créditos productivos. Tan pronto como el aumento de semejantes créditos no sea suficiente para continuar extrayendo tantos medios de producción de la provisión del consumo corriente como exigiría la terminación de todos los proyectos que se revelan rentables a este tipo de interés más bajo y esa relación invariable entre los precios de los bienes de consumo y los de los medios de producción, la utilización creciente de medios de producción en la provisión de las necesidades corrientes, acortando los procesos de producción, elevará los precios de los medios de producción tanto en términos absolutos como en relación a los de los bienes de consumo, y como consecuencia dejarán de ser rentables todas aquellas ampliaciones de la producción que sólo habían llegado a ser posibles a causa de la política de estabilización de los precios. Cuando, como en este caso, tratamos de ampliaciones en equipos de capital duraderos, que como norma tienen que permanecer en sus empleos anteriores incluso cuando han dejado de ser rentables (incluso si sus cuasi rentas caen a un nivel tal que sitúe su valor por debajo del coste de producción impidiendo su reposición) los ajustes necesarios sólo tendrán lugar muy lentamente y con grandes sacrificios de capital. Pero, con independencia de la pérdida de esta porción de los ahorros, el equilibrio final de la producción se establecerá por sí mismo en aquella posición donde habría quedado establecido correctamente desde el principio si no hubiera intervenido el aumento en el volumen de dinero; es decir, en aquel punto en que la disminución en el coste por unidad de producto que deriva de la inversión es suficiente para vender esa cantidad superior de bienes finales, a pesar de que, a causa del ahorro, sólo una proporción más pequeña de la corriente total de dinero que la existente hasta ahora se dirige a su adquisición. Aunque la representación esquemática dada antes sólo se aplica del todo al caso de la inversión en capital circulante (al que volveremos luego), también es cierto, en el caso de la inversión en capital fijo, que la necesaria caída en el precio del producto final se manifiesta no sólo en la caída del precio por unidad (que tiene lugar incluso si la corriente monetaria que se dirige a comprar la cantidad mayor de producto no varía) sino también en la disminución de la parte de la corriente monetaria total disponible para la adquisición de bienes de consumo. La diferencia entre este caso y el de la inversión en capital circulante radica en el hecho de que en el primer caso la demanda de medios de producción respecto a la de bienes de consumo no se incrementa, a largo plazo, por el total de las nuevas sumas invertidas sino sólo por la cantidad necesaria para mantener el capital intacto. Mientras la producción de capital adicional tiene lugar, la demanda de bienes de consumo disminuye por el total de la nueva cantidad ahorrada e invertida. La transferencia de factores de la producción para fabricar nuevos medios de producción será, no obstante, transitoria. Tan pronto como los nuevos medios de producción duraderos estén listos para ser utilizados y la producción de bienes finales se haya incrementado con su ayuda, las sumas disponibles para su adquisición, en manos de los consumidores, no estarán disminuidas por el valor de las nuevas inversiones en capital salvo en la cuantía necesaria para llevar a cabo su amortización. Pero esta cantidad siempre se deja aparte por el empresario y por lo tanto se retira del consumo. Incluso si sólo procediéramos a renovar el capital fijo (en ausencia de nuevos ahorros) cuando el viejo está completamente amortizado, las sumas que se van acumulando para amortizar incrementan la demanda de medios de producción durante ese tiempo, con objeto de producir nuevos medios de producción. El empresario tiene que tratar de invertir esas sumas de la mejor forma posible hasta que las necesite, y por lo tanto aumentará la oferta de capital y ejercerá una

presión adicional sobre los tipos de interés. Sin entrar en un proceso tan complicado que viene condicionado por la acomodación temporal de las sumas acumuladas para amortizar, se puede decir que esto viene a significar una transformación temporal del capital (fundamentalmente bajo la forma de capital circulante), pero esto también forma parte de la demanda corriente para la producción de bienes de capital. Como resultado, un aumento en el capital fijo tendrá los mismos efectos que si cada empresa continuamente renovase la depreciación de su planta; es decir gastara, de una manera uniforme, una mayor proporción de sus ingresos que antes de invertir en nuevo capital en la compra de productos intermedios y una proporción más pequeña en la adquisición de medios originales de producción. Como esto implica la reducción correspondiente en las cantidades disponibles para la adquisición de bienes de consumo, la inversión en capital fijo tendrá también el efecto de Estirar' la corriente monetaria; es decir, se hará más larga y más estrecha, o, en la terminología de los señores Foster y Catchings, la velocidad circuito del dinero disminuye. X Los mismos efectos se manifiestan todavía de una forma más directa en el caso de la inversión en capital circulante. Sin embargo, como muestran los ejemplos de los señores Foster y Catchings, P.W. Martin y A.B. Adams, este fenómeno necesario y concomitante de cada aumento de capital se suele pasar por alto con relativa facilidad precisamente en este caso. La explicación radica en el hecho de que el caso de una empresa que siempre está en condiciones de emplear el aumento de su capital circulante en contratar más trabajadores y otros medios de producción se aplica directamente al de todo un sistema económico, aunque debería resultar claro que un aumento del capital, ya sea fijo o circulante, sólo se puede manifestar para el sistema en su conjunto mediante un aumento de los productos intermedios respecto a los medios originales de producción. Uno de los casos más frecuentes de aumento en el capital circulante es el que llevó a los señores Foster, Catchings y sus partidarios a pasar por alto completamente la función capital de los ahorros invertidos. Se trata del caso ya mencionado de la ampliación relativa de los sectores de la producción más intensivos en capital a costa de los menos intensivos. En este caso se extraen medios originales de la producción de estos últimos y se transfieren a los primeros, sin aumentar el capital fijo. Por tanto, en principio, los medios originales de producción empleados allí aumentan respecto al capital fijo. Como ya hemos resaltado, lo significativo aquí no es el aumento en el volumen de los medios originales de producción empleados, sino el hecho de que ahora lo son en una forma distinta en la que el periodo medio de tiempo que transcurre entre su empleo y la aparición del producto terminado es superior y por tanto existen más productos intermedios que antes. Esta es precisamente la razón de que un aumento en la oferta de capital haga posible que se puedan emprender procesos de producción relativamente indirectos y que estas empresas más capitalistas puedan ahora emplear más trabajo (y posiblemente más tierra). Al principio, el aumento de la oferta de capital dará paso a empresas más capitalistas que demandarán más medios originales de producción que hasta ahora ofreciendo precios más altos que los demás. Como más unidades de factores sólo se pueden comprar a costes más elevados por unidad, la medida en que podrán hacerlo dependerá de los ingresos que esperen obtener de la venta de un volumen de producción mayor. No obstante, en ningún caso gastarán la cantidad total de nuevo capital en aumentar el empleo de medios originales de producción. Incluso cuando el capital se utiliza con este propósito por una sola empresa, ello no presupone que parte del nuevo capital se emplee definitivamente para remunerar a los medios originales de producción. En la misma cuantía en que esta empresa decide aumentar su gasto en medios originales de producción

porque espera un aumento correspondiente de sus ingresos, las restantes tendrá que disminuirlos porque esperarán que sus ingresos experimenten una disminución, y serán capaces así de invertir esta parte del capital. Bajo el supuesto que hemos hecho hasta ahora de que los productos de cada una de las fases de producción llegan al mercado y son adquiridos por los empresarios de la fase siguiente, es evidente que sólo una parte de los ahorros destinados a la nueva inversión se puede gastar en medios originales de producción mientras que otra, cada vez mayor en una economía altamente desarrollada, tiene que destinarse a adquirir cantidades adicionales de productos de las fases anteriores de producción. Esta parte será tanto mayor cuanto mayor sea el número de fases (representadas por empresas independientes) y como norma varias veces la suma total gastada en salarios, etc. De esta forma se dota a cada una de las fases productivas (hasta la última en la que aparece ya terminado el producto final de los medios originales de producción empleados en un proceso más largo) con la correspondiente cantidad de bienes intermedios, o, lo que es lo mismo, se hace posible que los medios originales de producción puedan ser retribuidos con continuidad y periodo tras periodo hasta que el producto adicional no haya alcanzado su estado final. Después de lo que hemos visto en el caso de la inversión en capital fijo, podemos formular el problema que se nos plantea preguntando cómo tienen que ajustarse las relaciones de precios entre los bienes de producción y los bienes de consumo, cuando tiene lugar una nueva inversión en capital circulante, para que la producción pueda ampliarse exclusivamente en la cuantía exacta necesaria en que los nuevos ahorros hacen posible la ampliación de los procesos. De nuevo tenemos que empezar suponiendo que, a largo plazo, las nuevas inversiones de capital tendrán que producir una caída en los precios relativos de los bienes finales respecto a los precios de los medios de producción. Si los empresarios esperan —como deberían hacer por experiencia si la cantidad de dinero se mantuviese constante— que los precios de los bienes finales caerán en términos absolutos, entonces y desde el principio sólo podrán aumentar la producción en condiciones que aseguren que se mantendrá la rentabilidad incluso si los precios relativos de los bienes finales (respecto a las de los medios de producción) descienden. Esto significa que el aumento de la producción estará limitado adecuadamente y desde el comienzo a aquella cantidad que se puede mantener de forma permanente. Sin embargo, si se espera que los precios no cambien, entonces, en principio, siempre parecería rentable intentar una ampliación mayor de la producción, en la medida en que lo pareciese a los precios actuales de los medios de producción. Al principio estos últimos no se incrementarán tanto como será necesario al final para establecer el equilibrio y se irán elevando gradualmente a medida que el incremento de la demanda de los medios originales de producción vaya pasando desde las fases superiores a las inferiores de la producción. Con el aumento progresivo de los precios de los medios de producción no sólo se tomará falta de rentabilidad aquella parte de la producción adicional que no se habría llevado a cabo si se hubiera esperado un descenso de los precios, sino que también lo hará una parte de la producción que habría sido rentable a causa, en este caso, del derroche de una parte de la oferta de medios de producción, puesto que hasta ahora se consumieron demasiados medios de producción, con la consecuencia de una escasez que incrementa sus precios en mayor cuantía de lo que hubiera sido de otra forma. Cada intento de impedir la caída de los precios aumentando la cantidad de dinero tendrá el efecto de aumentar la producción en una cuantía que es imposible mantener, con lo que una parte del ahorro se derrocha. XI Vamos a considerar ahora el caso —fundamental en el análisis de Foster y Catchings— en el que la producción está integrada verticalmente en su totalidad, el caso en el que todas las fases de un proceso de producción constituyen una empresa única. En estas circunstancias no es

necesario utilizar ciertas partes de la corriente monetaria para adquirir productos intermedios; sólo los bienes de consumo de un lado y los medios originales de producción de otro se intercambian por dinero. El examen de este caso es esencial para probar la validez de nuestra tesis; en parte, porque en el orden económico existente los distintos estadios de la producción no están separados en empresas independientes y, como consecuencia, un aumento de su número no produce necesariamente un aumento en el número de empresas independientes, pero fundamentalmente porque el alargamiento de los procesos de producción no necesita manifestarse mediante un incremento en el número de las fases de producción distinguibles (como, por razones de claridad en la exposición, hemos venido suponiendo hasta ahora), sino que lo que se produce es simplemente el alargamiento de un proceso continuo de producción. No obstante, resulta imposible por razones obvias, pero que sus críticos han olvidado, seguir a Foster y Catchings en su supuesto de que los diferentes sectores de la producción son también como una gran empresa única. Si fuera así, no habría aliciente para ahorrar dinero o para absorber el ahorro de los individuos y éstos no tendrían oportunidad de invertir sus ahorros. Si esa empresa es la única de su clase y por tanto la única que utiliza los medios originales de producción, puede —lo mismo que puede el dictador de una economía socialista— determinar qué proporción de los medios originales de producción se dedicará a la producción para satisfacer el consumo corriente y qué proporción se aplicará a fabricar o reponer los medios de producción. Sólo si y en la medida en que haya competencia entre los diferentes sectores y ramas de la producción por la oferta de los medios, es necesario tener a nuestra disposición cantidades adicionales de dinero (ahorrado con este propósito o creado exnovo) para conseguir los medios adicionales de producción que se precisan para la ampliación del equipo capital. Sólo en estas circunstancias existe por tanto estímulo o aliciente para ahorrar. Resulta claramente inadmisible partir de un supuesto que convierte el fenómeno investigado (es decir, el ahorro de los individuos y las empresas) en algo carente de sentido, sencillamente no cabe seguir adelante en nuestras investigaciones del caso en que tiene lugar la integración vertical de todas las ramas de la producción en una empresa única. Pero aquí, después de lo que vimos anteriormente, se puede demostrar sin dificultad que si tiene lugar una transformación de los ahorros monetarios en capital real, la inversión tiene que llevar a una disminución de la corriente de dinero disponible para la compra de bienes de consumo y que los ahorros sólo se pueden utilizar provechosamente cuando la oferta de dinero permanece inalterada y el precio por unidad de la nueva producción ampliada disminuye. Por tanto, supongamos una empresa así que integra a todas las fases de la producción y que la amplía mediante el ahorro corporativo, de manera que durante la ampliación de su equipo capital las sumas necesarias se detraen de sus beneficios (es decir, de los intereses del capital y de las rentas del empresario). De esta forma será capaz de mantener su demanda de medios originales de producción invariable, aunque, debido a la transformación de la producción, transitoriamente sólo podrá poner a disposición del mercado un volumen inferior de bienes de consumo y sus ingresos corrientes tienen que descender. Una condición necesaria de la duración superior del nuevo proceso de producción es que la empresa, durante un cierto periodo de tiempo, no puede aportar bienes al mercado, o, si distribuye sus ventas de manera uniforme a lo largo del tiempo, sólo puede ofrecer una cantidad más pequeña de bienes terminados durante un periodo más largo. Los ahorros acumulados y detraídos de sus beneficios individuales sirven exactamente para compensar la disminución de ingresos y poder emprender así procesos más productivos pero más largos. Por tanto no tiene que dedicar la suma total para conseguir un número mayor que antes de medios de producción originales, porque una parte de ellos tiene que ser utilizada para salvar el periodo de tiempo en el que los ingresos caen por debajo de los gastos

corrientes. El tiempo durante el que sea capaz de cubrir la diferencia entre los ingresos y los gastos mediante el ahorro es precisamente lo que limita el posible alargamiento del proceso de producción. Mientras se lleva a cabo la nueva inversión se gastará una suma mayor de dinero en los medios de producción que la recibida por la venta de los bienes de consumo en el mismo periodo. Esto ocurre, como Foster y Catchings señalan correctamente y de forma repetida, «mediante el dinero que una vez se utilizó para llevar a cabo la producción de bienes que se usa de nuevo para llevar a cabo la producción de bienes antes de que sea utilizado para producir bienes de consumo»; es decir, las sumas que representan la remuneración del capital y los servicios empresariales son utilizadas para adquirir medios de producción en lugar de bienes de consumo. Lo que Foster y Catchings no entienden es la función y la necesidad de este aumento relativo de la demanda para la producción de bienes y la correspondiente reducción en las ventas de bienes de consumo. Tal es el corolario necesario y natural del ahorro, lo que en términos de un análisis económico tipo Crusoe consiste en el hecho de que se producen menos bienes de consumo de los que se podrían producir con los medios de producción empleados. El aumento simultáneo en la demanda de medios originales de producción; es decir, el aumento en las sumas gastadas en la última fase de la producción (desde la que se remuneran los factores originales) durante un periodo económico no implica que en una fase posterior la demanda de dinero para bienes de consumo tenga que ser elevada por una cantidad igual para facilitar la venta de un volumen mayor de bienes terminados. El incremento en la demanda de bienes de producción está originado por el alargamiento del proceso productivo; mientras éste prosiga se producirán en cada fase más medios de producción de los que son consumidos en la siguiente; la producción servirá al doble propósito de satisfacer la demanda corriente de un proceso más antiguo (y más corto) y la demanda futura de un proceso nuevo y más largo. Por lo tanto, la demanda de medios de producción, siempre que los nuevos ahorros continúen, será mayor en relación a la demanda de bienes de consumo que en ausencia de ahorro porque (en contraste con una economía estacionaria en la que el producto de los medios de producción utilizados en cada periodo es igual al de los bienes consumidos en él) el producto de los medios de producción aplicado durante el periodo de ahorro será consumido durante un periodo más largo que el del ahorro mismo. Para que los medios ahorrados produzcan realmente esa ampliación del equipo productivo para la que son justo suficientes, los precios esperados tienen que hacer que esa ampliación sea rentable. Pero esto es así sólo en el caso de que el dinero disponible para la adquisición de una producción mayor no sea superior a aquella parte de los gastos corrientes que sirvió para su producción (como debería ser claro ahora sin necesidad de repetir lo dicho anteriormente). Y puesto que los procesos más largos son más productivos, para que así ocurra los precios unitarios tienen que ser menores. Toda expectativa de ingresos futuros superior a aquellos que son necesarios para cubrir los menores costes por unidad conducirá a una ampliación excesiva de la producción que se tomará falta de rentabilidad tan pronto como los precios relativos dejen de estar distorsionados por la inyección de nuevas cantidades de dinero. XII Por tanto, no es peligroso que se gaste demasiado dinero en la producción respecto a las sumas disponibles para el consumo, con tal que la disminución de la demanda de consumo sea de naturaleza permanente y esta última no aumente de nuevo y eleve los precios de los medios originales de producción de tal modo que la terminación de los procesos de producción más

capitalistas llegue a no ser rentable, como ocurrirá necesariamente si las variaciones de la demanda relativa están inducidas por cambios en el volumen de dinero. Como no es el nivel absoluto de los precios del producto sino su nivel relativo respecto a los precios de los factores lo que determina esa rentabilidad, nunca el tamaño absoluto de la demanda de bienes de consumo sino el relativo de la demanda de medios de producción en cada uno de los distintos métodos posibles para producir los bienes de consumo es lo que determina esa rentabilidad relativa. Por lo tanto, en principio, cualquier proporción, aunque sea pequeña, de la corriente total de dinero debe ser suficiente para absorber los bienes de consumo producidos con la ayuda del resto de la corriente, con tal que, por el motivo que sea, la demanda de bienes de consumo no aumente de repente respecto a la demanda de bienes de producción, en cuyo caso la cuantía desproporcionada de productos intermedios (desproporcionada respecto a la nueva distribución de la demanda) no permite ya venderlos a precios que cubran sus costes. Por lo tanto el problema no es la cuantía absoluta de las sumas de dinero gastadas en bienes de consumo, sino exclusivamente el problema de si la demanda relativa de bienes de consumo no es, respecto a la corriente de dinero utilizada con propósitos de producción, mayor que el flujo actual de bienes de consumo respecto a la producción simultánea de medios de producción. En este y sólo en este caso tendremos una oferta desproporcionada de medios de producción, y por tanto resultará imposible su empleo remunerativo, rio porque la demanda de bienes de consumo sea demasiado pequeña, sino, al contrario, porque es demasiado grande y demasiado urgente para que pueda ser rentable la aplicación de métodos de producción más indirectos. La idea de un exceso de producción general respecto a las rentas monetarias de los consumidores que imaginan Foster y Catchings es tan insostenible en una economía monetaria como en una economía de trueque. La crisis económica tiene lugar solamente cuando la oferta disponible de productos intermedios en todas las fases del proceso de producción respecto a la oferta de bienes de consumo es mayor que la demanda de los primeros respecto a la demanda de los últimos. Aparte del caso del consumo espontáneo de capital, éste sólo puede surgir cuando la oferta de medios de producción o la demanda de bienes de consumo ha sido artificial y temporalmente ampliada por la política de crédito. En cada uno de estos casos surge una relación entre los precios de los medios de producción y los de los bienes finales que no hará rentable la producción. XIII Aquí termina nuestro análisis crítico de los argumentos que suponen que el ahorro es la causa de la depresión económica cuando no se aumenta la oferta de dinero. Toda esta cuestión es muy parecida al viejo problema de si los precios deberían permanecer estables o descender cuando la productividad aumenta. Como Alvin H. Hansen ha señalado, el argumento de Foster y Catchings es aplicable no sólo a los efectos del ahorro, sino a todos los demás casos de aumento de la productividad. En esta línea, los dos autores son víctimas del temor tan falto de sentido crítico a una caída de precios, de la clase que sea, que se encuentra hoy día tan extendido y que es el pretexto para las formas más refinadas de inflacionismo, una moda que es tanto más rechazable por cuanto en el pasado economistas como A. Marshall, N.G. Pierson, W. Lexis, F.Y. Edgeworth, el profesor Taussig y, más recientemente, el profesor Mises, el Dr. Haberler, el profesor Pigou y el señor D.A. Robertson han insistido siempre en la errónea concepción que subyace en ella. Pero en el caso especial en el que Foster y Catchings han sentado las bases de sus propuestas de estabilización subyace un error distinto y menos excusable. Lo que les falta es entender la función del capital y el interés. La laguna de su aparato analítico/ en este sentido, va mucho más allá de su teoría del precio, que en general podemos decir que tratan con extensión y adecuadamente; radica en la ausencia completa de todo lo relacionado con la cuestión del capital,

y así, por ejemplo, en el índice alfabético de Profits la palabra Capital' sólo se menciona como fuente de renta. No me puede servir de ayuda el que si ellos hubieran extendido sus investigaciones a este campo o incluso si meramente hubieran pensado que merecía la pena dedicar algún esfuerzo a familiarizarse con la literatura existente sobre una cuestión tan lógicamente ligada a todo esto, hubieran considerado lo insostenible de la naturaleza de su doctrina. En la literatura sobre teoría monetaria (con la excepción de los trabajos de K. Wicksell y el profesor Mises, que les son probablemente inaccesibles por razones lingüísticas) echarán de menos la necesaria explicación, porque muchos de los que escriben sobre estos temas todavía trabajan bajo la influencia del dogma de la necesidad de un nivel de precios estable, lo cual hace que el reconocimiento de estas interconexiones sea extraordinariamente difícil. Pero de la misma forma que R.W. Souter, ganador del premio a la crítica, les recomendaba leer a Marshall, yo les recomendaría, todavía con más apremio, hacer un amplio estudio de BohmBawerk, cuyo trabajo principal, aunque sólo en su primera edición, está disponible en traducción inglesa. XIV A lo largo del examen que hemos realizado de la teoría de Foster y Catchings hemos tenido la oportunidad, en numerosas ocasiones, de señalar los efectos que se seguirían si las propuestas que se basan en ella se pusieran en práctica. Es posible, sin embargo, que el contraste entre los efectos reales de ese tipo de propuestas y las expectativas que se basan en ellas no haya quedado suficientemente claro. Y como peticiones parecidas se están haciendo continuamente, en todas partes y por toda clase de razones, merece la pena hacer un último intento de explicar, de manera sistemática, las consecuencias reales que cabe esperar si se llevaran a la práctica. Ya se ha explicado que las propuestas de reforma de Foster y Catchings implican un incremento en el volumen de dinero, ya sea mediante el crédito a los consumidores o para la financiación de los gastos del Estado, al objeto de que el nivel de precios de los bienes de consumo no varíe cuando la producción aumenta como resultado del aumento del ahorro. Los efectos de estos incrementos en la cantidad de dinero que se gasta en consumo pueden aparecer más claramente si los contrastamos con los que se producen mediante un aumento de los créditos productivos. Discurriremos, pues, bajo el supuesto, ya utilizado en el análisis anterior, de que las distintas fases del proceso de producción están encomendadas a empresas diferentes. La aplicación del argumento a un sector de la producción que estuviera completamente integrado debería discurrir más o menos igual. Podemos arrancar del resultado alcanzado antes (Esquema B) sobre los efectos del ahorro en el caso de que el volumen de dinero no varíe. De acuerdo con este resultado, la relación entre la demanda de bienes de consumo y la demanda de medios de producción pasaba de ser de 1 a 8 a ser de 1 a 9, por lo que el número de fases aumentaba de 9 a 10. Ahora bien, supongamos que, de acuerdo con la propuesta de Foster y Catchings, en el momento en que la producción ampliada llega al mercado el volumen de dinero se incrementa en las mismas sumas gastadas en la producción, es decir en 100 libras, y esta suma adicional se gasta íntegramente en consumo. Como consecuencia de ello, la demanda de consumo pasa de 900 a 1000 libras, mientras que las sumas disponibles para los medios de producción permanecen invariadas, por lo que la relación entre la demanda de los dos grupos de bienes varía desde las 900 libras respecto a 8100 libras, a las 1000 libras respecto a 8100; es decir, que el tamaño relativo de la demanda de medios de producción respecto a la demanda de bienes de consumo desciende de 9 veces a 8,1 veces. La transformación de la producción condicionada por esto, bajo la forma de un acortamiento del proceso productivo, tiene lugar como se representa en el Esquema C. Como en nuestro ejemplo esa relación es 8,1,

entonces la última fase de la producción (N.° 10) tiene que estar representada por un valor que es sólo la décima parte del resto.

La relación entre la demanda de bienes de consumo y la de medios de producción es de 1 a 8,1. Pero este acortamiento del proceso de producción hasta el punto en que estábamos antes de la inversión de los nuevos ahorros (véase Esquema A) no necesita ser el efecto final, si el aumento en la cantidad de dinero tiene lugar sólo en ese momento y no se repite una y otra vez. La ampliación de la producción llega a ser posible porque los factores de la producción consumían, en lugar de una novena parte (Esquema A), sólo una décima parte (Esquema B) del total de sus ingresos y utilizaban el resto para mantener intacto su capital. En la medida en que insisten en este su propósito de mantener intacto el capital, a pesar de la disminución de poder de compra en aquella porción de sus ingresos que dependen de la aparición de dinero nuevo, la demanda de bienes de consumo respecto a la de medios de producción cambiará de nuevo a favor de esta última tan pronto como la demanda anterior no sea ampliada de manera artificial inyectando poder de gasto adicional. En este punto el acortamiento del proceso de producción y la desvalorización de las instalaciones fijas que ello acarrea será sólo transitorio, pero esto depende de la terminación del flujo adicional de dinero. Sin embargo, lo importante es que (incluso en un sistema económico en expansión) una ampliación inflacionista de la demanda de bienes de consumo tiene que producir, por sí misma y de inmediato, un fenómeno de crisis similar a aquellos que se producen a consecuencia del aumento en los créditos productivos tan pronto como éstos dejan de crecer o su tasa de crecimiento disminuye. Esto se puede entender mejor también si representamos el argumento en forma de esquema. Tomemos de nuevo el Esquema B como punto de partida, suponiendo, de acuerdo con la opinión prevalente, que la ampliación de la producción es la justificación para el aumento de la oferta monetaria. Este aumento, sin embargo, toma la forma de créditos productivos. Para simplificar, suponemos que se inyectan créditos productivos equivalentes a 900 libras y por lo tanto la relación entre la demanda de medios de producción se modifica tal y como en el caso representado en el Esquema B; es decir, de 900 libras a 8100 libras pasa de 900 a 9000, o lo que es lo mismo, de una relación 1 a 9 a una relación de 1 a 10. El aumento proporcional en la demanda de medios de producción comparado con la demanda de bienes de consumo permite ampliar el proceso de producción comparado con la posición representada en el Esquema B, por tanto: Demanda de bienes de consumo respecto a la demanda de medios de producción fabricados de 1 a 10. No obstante, este alargamiento del proceso productivo sólo puede continuar mientras la demanda de medios de producción se mantenga al mismo nivel relativo por medio de cantidades adicionales de créditos a los productores; es decir, siempre que la fabricación de bienes de producción duraderos, consecuencia del aumento transitorio de su demanda, sea suficiente para continuar la producción en esa extensión. Tan pronto, y en la medida en que ninguno de esos supuestos siga siendo cierto, todos los consumidores cuyas rentas reales se vean disminuidas por medio de la competencia que provoca el aumento en la demanda de medios de producción intentarán llevar su consumo otra vez a su antiguo nivel y utilizarán la parte correspondiente de sus rentas monetarias para adquirir bienes de consumo. Pero esto quiere decir que la demanda de bienes de consumo volverá a subir por encima de la relación de 1 a 10 de la demanda total de bienes de cada una de las fases de producción. De acuerdo con esto, sólo una proporción más

pequeña de la corriente monetaria total se dirige a la compra de los medios de producción fabricados y tendrán lugar los cambios siguientes en la estructura de la producción.

Demanda de bienes de consumo respecto a la demanda de medios de producción fabricados de 1 a 9. Sin variación adicional alguna en el volumen de dinero y solamente como consecuencia de que su aumento, bajo la forma de créditos productivos, ha cesado, todo el proceso de producción y la longitud de la velocidad circuito del dinero tiende de nuevo a contraerse hasta su antiguo nivel. Esta contracción es un fenómeno típico de las crisis económicas e implica la pérdida de todos aquellos medios de producción adaptados a procesos más largos y que dejan de ser rentables a consecuencia del aumento en la demanda de bienes de consumo. Como fácilmente puede observarse, se trata de un fenómeno de la misma naturaleza que los efectos producidos por un incremento en la demanda relativa de bienes de consumo ocasionado por los créditos a los consumidores. Esto es así precisamente porque cada aumento en la cantidad de dinero, ya sea aumentando su disponibilidad primero para el consumo o primero para la producción, hace que la dimensión relativa de la demanda de aquellos medios de producción que ya existe o que ha sido ampliada directamente por el incremento del dinero tiene, al final, que contraerse en relación con la demanda de bienes de consumo, y ésta será la reacción más o menos severa que seguirá. Este juego frenético de ahora una ampliación, ahora una contracción del aparato productivo, como resultado de un aumento en las inyecciones de dinero, unas veces para la producción otras para el consumo, está siempre presente bajo la actual organización de nuestro sistema monetario. Estos dos fenómenos se seguirán ininterrumpidamente el uno al otro, y por tanto la ampliación y la contracción del proceso productivo producida por la aceleración o desaceleración de la creación de crédito productivo. Mientras el volumen de la circulación monetaria esté cambiando continuamente no podemos eliminar las fluctuaciones industriales. En particular, toda política monetaria que tiene como objetivo la estabilización del valor del dinero y que implica, por tanto, un aumento de su oferta cada vez que aumenta la producción tiene que dar lugar precisamente a las fluctuaciones que trata de evitar. Pero, en todo caso, lo que resulta imposible es producir estabilidad mediante la «financiación del consumo», como recomiendan Foster y Catchings, porque a la contracción del proceso de producción que sigue automáticamente a los aumentos en los créditos productivos añadirían la contracción añadida que producen los créditos consuntivos, y por lo tanto las crisis económicas se tornarían excepcionalmente graves. Sólo mediante una extraordinaria prudencia administrativa y con una habilidad casi sobrehumana tal vez podríamos impedir la crisis. Esto podía suceder si consiguiéramos que el aumento artificial en la demanda de bienes de consumo, ocasionado por aquellos créditos, se hiciera exactamente para destruir el aumento en la demanda de medios de producción ocasionado por la inversión del flujo corriente de ahorros, preservando así la proporción entre las dos constantes. Pero esta política impediría efectivamente todo aumento del equipo capital y anularía completamente él ahorro, cualquiera que fuese.60 Por lo tanto, a largo plazo, se presenta el problema de si semejante política no daría lugar a graves perturbaciones y a la desorganización del sistema económico en su conjunto. Como conclusión, podemos decir que la puesta en práctica de las propuestas de Foster y Catchings no impediría, sino que agravaría extraordinariamente, las crisis económicas; es decir, sancionaría cada intento de

crear capital con la pérdida de una porción de éste. Llevadas a su lógica conclusión, efectivamente impedirían la acumulación real de capital. En mi opinión, el hecho de que este efecto incuestionable e inevitable no haya sido resaltado todavía en la discusión suscitada por las propuestas de Foster y Catchings es indicativo de lo preocupante que resulta el tratamiento que se viene dando a estos problemas en los círculos de expertos. El efecto de sus enseñanzas sobre la opinión popular es menos destacable cuando se considera que economistas de gran reputación han hecho propuestas más o menos inflacionistas, menos extremas quizás, pero, en esencia, muy parecidas. Se trata de la moda que prevalece en el análisis económico contemporáneo, por lo que espero que las objeciones a las propuestas de Foster y Catchings que planteo en este ensayo puedan servir para el objetivo no menos importante de hacer frente a esta moda. Contra la popular falacia de que una crisis económica se puede evitar mediante la ampliación del crédito, son válidos los mismos argumentos que hemos barajado para refutar las teorías estudiadas. Por idénticas razones, me parecen falsas las grandes expectativas que viene suscitando la posposición de obras públicas a los periodos de depresión económica. En la medida en que son financiadas mediante créditos adicionales —y sólo entonces pueden crear una demanda adicional—, tienen que producir todos los efectos perniciosos que, como hemos visto, produce el aumento de la cantidad de dinero con fines consuntivos. En realidad, y a la luz de este análisis, considero muy cuestionables los intentos que se hacen de aliviar el paro mediante una política de obras públicas. Cuando se ha iniciado una expansión excesiva del aparato productivo cuya imposibilidad viene manifestada por la crisis económica que esto produce por sí mismo, la aparición del paro y la disminución resultante en la demanda de bienes de consumo es el único medio de liberar los medios de producción necesarios para completar al menos una parte de la ampliación del equipo capital. Esto es sólo una posibilidad, y desde luego no es algo que sea evidente por sí mismo ni aquí hemos tratado de examinar la validez de esta afirmación.

Segunda Parte POLÉMICAS DE HAYEK CON KEYNES Y SRAFFA CAPÍTULO III REFLEXIONES SOBRE LA TEORÍA PURA DEL DINERO DEL SEÑOR J.M. KEYNES I La aparición de cualquier trabajo del señor J.M. Keynes es siempre un asunto importante y la publicación del Treatise on Money ha sido esperada durante mucho tiempo y con gran interés por todos los economistas. Sin embargo, en esta ocasión me parece que el Treatise es una obra que pone de manifiesto una fase transitoria de un proceso de rápida evolución intelectual y por tanto no se puede decir que su aparición tenga la importancia definitiva que se esperaba de ella. Es verdad que se ve en esta obra la impronta del descubrimiento reciente por su autor de ciertas líneas de pensamiento ajenas a la escuela a la que Keynes pertenece, pero no sería adecuado considerarla como algo más que un trabajo experimental, algo así como un primer intento de incorporar estas nuevas ideas al núcleo de las enseñanzas tradicionales de Cambridge pero todavía muy en la línea de los primeros trabajos del autor. La línea adoptada por el autor, que viene a convertir al tipo de interés y a sus relaciones con el ahorro y la inversión en el eje central de la teoría monetaria, es ya un enorme avance por lo que respecta a su posición inicial y no hay duda de que se encuentra en la dirección correcta. Pero a un economista continental esto no es algo que pueda parecerle tan novedoso como al autor, aunque haya que admitir que se trata del intento más ambicioso realizado hasta ahora para abordar todos los detalles y complicaciones del problema. Lo que tendremos que examinar aquí es si este intento ha sido satisfactorio y no se ha visto afectado seriamente por el hecho de haber aplicado más esfuerzo a ciertos adornos que a los teoremas fundamentales del análisis económico real, que son los únicos sobre los que cabe construir con éxito cualquier tipo de explicación monetaria. No se puede decir que el libro no sea teóricamente estimulante. Pero a la vez es difícil dejar de expresar cierta preocupación sobre el efecto inmediato que pueda tener su publicación para el desarrollo de la teoría monetaria. No hay duda de que la prisa en publicarlo, que el autor atribuye a la necesidad de apoyar teóricamente toda una serie de propuestas de política económica que considera importantes, ha contribuido a la publicación de un trabajo que, para decirlo abiertamente, está sin terminar. Las propuestas son, en verdad, revolucionarias y desde luego no creo que fracasen en su intento de llamar la atención. Vienen de un escritor que se ha ido labrando una reputación casi única y bien merecida por la valentía y el sentido práctico de sus puntos de vista, puestos de manifiesto en numerosos pasajes de la obra, donde demuestra su excelente preparación, erudición y conocimiento de la realidad, así como el gran esfuerzo realizado para apoyar, siempre que ha sido posible, los razonamientos teóricos en las informaciones estadísticas disponibles. Es más, la mayoría de las conclusiones prácticas que se alcanzan parecen coincidir bastante bien con lo que dicta el sentido común al hombre de la calle y

desde luego la impresión a su favor que esto suscita no se va a ver disminuida por la dificultad teórica que tiene una buena parte del trabajo (Libros 3 y 4), que incluso puede ser difícil de entender por los expertos en la materia. Pero de esta parte de la obra depende todo lo demás. Aquí es donde se encuentra tanto la fuerza como la debilidad del argumento así como la originalidad del trabajo. Desafortunadamente, la exposición es tan asistemática, difícil y oscura que resulta extraordinariamente difícil para un economista que no esté de acuerdo con las conclusiones llegar a establecer de un modo preciso cuál es el punto exacto de su desacuerdo y cuál la objeción concreta a formular. Hay pasajes de la obra en los que la inconsistencia en el uso de la terminología produce un grado tal de oscuridad que cualquiera que esté familiarizado con los trabajos anteriores de Keynes lo encontrará increíble. Sólo con extrema precaución y la máxima reserva puede uno intentar la crítica, porque nunca se está seguro de haber entendido lo que Keynes quiere decir exactamente. Por esta razón, propongo dejar a un lado en estas reflexiones los aspectos de los que se ocupa casi por entero todo el volumen 2 de la obra para concentrarme en los aspectos centrales. Me dirijo expresamente a aquellos lectores expertos que hayan leído la obra completa. II El libro 1 hace un análisis y clasificación de las distintas clases de dinero en muchos aspectos excelentes; donde surgen dudas y objeciones, los puntos de discrepancia no merecen la pena considerarse ahora y se pueden dejar para después. El punto más importante e interesante de este análisis tal vez sea el estudio de los factores que determinan las distintas cantidades de dinero retenidas por los diferentes miembros de la comunidad y la división de la circulación total de dinero en los llamados «depósitos de renta» y «depósitos de negocios». Dicho sea de paso, esta distinción viene apareciendo una y otra vez en los escritos monetarios desde la época de Adam Smith (al que cita Keynes), pero hasta ahora no ha demostrado tener demasiada utilidad. El libro 2 constituye una interesante discusión acerca del problema de la medida del valor del dinero. El autor nos ofrece un tratamiento excelente y sistemático de esta cuestión tan controvertida. En este punto bastará decir que aborda el problema de una forma muy actual, basándose en los números índices de precios entendidos como expresión de las variaciones en la suma de precios de una cesta de mercancías, según las líneas científicas marcadas por Haberler en su Sinn der Indexzahlen. Su principal aportación en este tema consiste en el intento de basar en la teoría de la probabilidad la metodología para el cálculo de esta clase de números índices. Para poder entender lo que sigue sólo preciso decir aquí que Keynes, a efectos de la teoría del dinero, distingue, como cosa relativamente menos importante, el Patrón Monetario en sus dos formas de Patrón Transacciones y Patrón Saldos de Caja (así como el infinito número de índices de precios secundarios del dinero que pueden construirse para fines especiales) de su Poder para adquirir unidades de trabajo y el Poder Adquisitivo General propiamente dicho, que son fundamentales en un sentido en el que los niveles de precios basados en otro tipo de gastos no lo son, porque «el esfuerzo y el consumo humano son, en último término, las únicas referencias de las que cabe derivar algún significado» (vol. I, p. 134). III En los libros 3 y 4 Keynes propone «un método nuevo para abordar el problema fundamental de la teoría monetaria». Comienza haciendo un catálogo muy elaborado de los términos que se propone utilizar, y ya en este punto y desde el comienzo nos encontramos con algo muy peculiar y que probablemente será un obstáculo para la mayoría de los lectores; me

refiero al concepto de «beneficios del empresario» que, de manera expresa, se excluyen del concepto de renta monetaria y forman una categoría aparte. No tengo que hacer ninguna objeción fundamental a esta molesta distinción y estoy conforme con la definición que formula cuando dice: «Por tanto, cuando la remuneración real de los empresarios es superior o inferior a la definida como normal, de manera que los beneficios sean positivos o negativos, los empresarios —en la medida en que no tengan limitada su libertad de acción por los contratos existentes con los factores de la producción que en ese momento sean irrevocables— tratarán de aumentar (o disminuir) la escala de sus operaciones», deduciendo de aquí que los beneficios de los empresarios son la fuerza principal del cambio dentro del sistema económico. Pero no puedo estar de acuerdo con la explicación que da de la forma en que hacen su aparición los «beneficios» ni con su afirmación de que solamente las variaciones de los «beneficios agregados», en el sentido en que emplea este término, pueden llevar a la expansión o contracción de la producción. Desde su punto de vista, los beneficios se consideran como un «fenómeno puramente monetario», en el sentido más estricto de esta expresión. La causa de la aparición de estos beneficios, como motor fundamental del cambio, no es un factor real, ni un desajuste en la demanda y oferta relativa de los bienes que constituyen los costes y sus respectivos productos (es decir la oferta relativa de los bienes intermedios de las fases sucesivas del proceso de producción), es decir algo que pudiera suceder también en una economía de trueque, sino sólo los cambios espontáneos en la cuantía y en la dirección de los flujos de dinero. En realidad, en su razonamiento el flujo de dinero es tratado como si fuera la única variable independiente que pudiera dar lugar a una diferencia positiva entre los precios de los productos y sus respectivos costes de producción. La estructura de bienes sobre la que incide la corriente de dinero se supone que es relativamente rígida. Pero, en la práctica, naturalmente, la causa original del cambio puede ser también una variación en la oferta relativa de cada una de estas clases de bienes que, a su vez, afectará a las cantidades de dinero gastadas en ellos. Pero aunque muchos lectores sentirán que Keynes, en su análisis, deja a un lado muchas cosas esenciales, no es del todo fácil detectar el fallo del argumento. Su explicación parece deducirse necesariamente del tópico que implica afirmar que los «beneficios» sólo pueden aparecer si se recibe más dinero por la venta de los bienes que el gastado en su producción. Pero aunque esto sea evidente, la conclusión que se deduce de ello se convierte en una auténtica falacia si lo único que hacemos es comparar los precios de los bienes de consumo ya terminados y los pagados a los factores de la producción. Pero esto es exactamente lo que hace Keynes, si exceptuamos el caso absolutamente insuficiente de la nueva inversión. Como tendré ocasión de señalar en más de una ocasión, Keynes trata el proceso de producción corriente de los bienes de consumo como si se tratara de un proceso integral en el que sólo los precios pagados inicialmente a los factores de la producción son los que importan a la hora de medir su rentabilidad. Parece pensar que su concepto de inversión (positiva o negativa), es decir el aumento o disminución neto del capital de una comunidad, es suficiente para explicar el cambio en la oferta relativa (y por tanto en su valor) de los bienes intermedios de producción. Manejar un concepto agregado de inversión neta (positiva o negativa) dejando a un lado la posibilidad de variaciones entre cada una de las fases del proceso de producción es claramente insuficiente, pero esto es exactamente lo que Keynes hace. La realidad es que el concepto de inversión agregada que maneja es ambiguo y está basculando continuamente entre la idea de un excedente por encima de lo necesario para reponer o amortizar el capital utilizado en la producción corriente y la de una adición al valor agregado de los bienes de capital, cosa todavía menos apropiada para explicar este fenómeno.

Cuando me ocupe del concepto de inversión indicaré en qué se basa esta confusión; por el momento, y con independencia de algunas expresiones claramente contradictorias de Keynes, vamos a considerar que el concepto de inversión incluya, como probablemente hará, solamente la adición neta al valor de todos los bienes de capital existentes. Si partimos de una situación en la que, de acuerdo con este criterio, no tiene lugar inversión alguna y por tanto todo el gasto en los factores de la producción está dirigido a procurar bienes de consumo, es claro, para tomar un caso extremo, que no habrá una diferencia neta entre los ingresos agregados que procura la producción y los pagos a los factores de la producción y tampoco habrá un beneficio neto agregado de los empresarios considerados en su conjunto, porque los beneficios en las fases inferiores del proceso de producción estarán compensados con las pérdidas de las fases superiores. No obstante, en este caso, no será rentable para los empresarios, en su conjunto, continuar empleando por más tiempo la misma cantidad de factores de producción que antes. Sólo tenemos que imaginamos el caso en el que para cada una de las fases sucesivas de un proceso de producción haya más bienes de carácter intermedio de los que hacen falta para volver a producir los bienes intermedios que existen en ese mismo momento en la fase siguiente, de manera que en las fases inferiores (es decir, aquellas más próximas al consumo) haya escasez y en las fases superiores excesos de producción, en comparación con la demanda corriente de bienes de consumo. En este caso los empresarios de las fases superiores probablemente experimentarán pérdidas, pero incluso si estas pérdidas estuvieran exactamente compensadas o más que compensadas por los beneficios de las fases inferiores, no compensará el empleo de todos los factores de la producción disponibles en una buena parte del proceso de producción que necesitamos completar para mantener la oferta de bienes de consumo. Y aunque las pérdidas de los empresarios de las fases superiores estén equilibradas con los beneficios de los empresarios de bienes de consumo terminados, la disminución de la demanda de factores de producción en los primeros no puede ser compensada por el incremento de la demanda de los factores de los últimos, pues lo que éstos necesitan son bienes semiterminados y sólo pueden utilizar trabajo en la medida en que esos bienes son producidos en cada una de las fases respectivas. En un caso así, los beneficios y las pérdidas nó tienen el efecto que Keynes asigna en su análisis a la diferencia que se produce entre el ingreso que procuran los bienes de consumo terminados y el gasto en los factores de la producción. O, mejor dicho, no hay nada parecido a esos «beneficios agregados» de los que nos habla Keynes y no se dan esos efectos que él atribuye a la aparición de esos beneficios o pérdidas agregados. La explicación de esto reside en que la definición de beneficios que he citado antes sirve bien cuando se aplica al caso de los beneficios de empresas concretas, pero se convierte en algo desorientador cuando se aplica a los empresarios como un todo. Los empresarios que obtienen beneficios no tienen necesariamente que emplear más factores para ampliar su producción, sino que pueden extraerlos fundamentalmente de las existencias de bienes intermedios que se acumulan en las fases anteriores de la producción, al tiempo que los empresarios que experimentan pérdidas en esas fases despiden trabajadores. Pero esto no es todo. No sólo es posible que los cambios que el señor Keynes atribuye exclusivamente a las variaciones en los «beneficios agregados» ocurran cuando esos «beneficios agregados», en el sentido en que él los entiende, no existan. También es posible que aparezcan «beneficios agregados» por causas diferentes a las que considera en su análisis. No es necesario en modo alguno que los «beneficios agregados» sean el resultado de la diferencia entre los ingresos y los gastos corrientes, ni que todas las diferencias entre los ingresos y los gastos corrientes den lugar a la aparición de «beneficios agregados», porque incluso si no hay ni inversión positiva ni negativa, los empresarios pueden ganar o perder en términos agregados a causa de las variaciones en el valor de sus bienes de capital, variaciones debidas a nuevas adiciones o

deducciones del capital existente. Son estas variaciones en el valor de los productos intermedios existentes (o «inversión», o capital, o como se le quiera llamar) lo que actúa como factor de equilibrio entre los ingresos y los gastos corrientes. O, para decirlo de otra forma, los beneficios no se pueden explicar cómo la diferencia entre los gastos de un periodo y Jos ingresos del mismo periodo o un periodo de igual longitud, porque el resultado del gasto que se ha hecho en un periodo se venderá muy a menudo en un periodo que es más largo o más corto que el primero. Esta es la característica esencial de la inversión positiva o negativa que tiene que considerar el argumento. No es posible, en este escenario, demostrar que una diferencia entre los ingresos y los gastos corrientes tenderá siempre a provocar variaciones en el valor del capital existente que en modo alguno vienen constituidas por esa diferencia y que, a causa de esto, los efectos de una diferencia entre los ingresos y los gastos corrientes (es decir, los «beneficios» en el sentido de Keynes) puede conducir a una variación en el valor del capital existente que puede más que compensar los beneficios monetarios. Tendremos ocasión de tratar esta materia con más detalle cuando nos ocupemos de la explicación que da Keynes al ciclo económico, pero antes de que podamos hacerlo tendremos que analizar con más atención su concepto de inversión. A estas alturas debería resultar muy claro que incluso si su concepto de inversión no se refiere —como hemos supuesto— a variaciones en el valor de los bienes de capital existentes, sino a variaciones en la existencia física de esos bienes, y no hay duda de que en muchos pasajes del libro lo utiliza en ese sentido, esto ya no sirve para remediar las deficiencias de su análisis. Tampoco hay duda alguna de que es precisamente la falta de un concepto claro de inversión—y de capital lo que da lugar a esta insatisfactoria explicación de los beneficios. Hay otras peculiaridades que resultan bastante perniciosas en su concepto de «beneficios» y que debemos señalar en este momento. La derivación de los beneficios de la diferencia entre los ingresos de la producción agregada y el gasto en los factores de la producción implica la existencia de alguna clase de tasa normal de remuneración del capital invertido que es más estable que los «beneficios». El señor Keynes no afirma esto de una manera explícita, pero incluye la remuneración del capital invertido en su amplio concepto de «tipo monetario de retribución de eficiencia de los factores de la producción», un concepto general sobre el que tendremos algo que añadir más adelante. Pero aunque fuera verdad, como probablemente lo sea, que la tasa de remuneración de los factores originales de producción es relativamente más rígida que los «beneficios», no lo es en lo que se refiere a la remuneración del capital invertido. El señor Keynes llega a esta conclusión como consecuencia de la separación artificial que hace entre la función de los empresarios como propietarios del capital y su función como empresarios en sentido estricto. Es más, cualquier nueva oportunidad de hacer beneficios empresariales es idéntica a un cambio en las oportunidades de invertir capital y se reflejará siempre en las tasas de retribución del capital invertido y en su valor (por razones parecidas, me resulta imposible considerar los beneficios empresariales como algo fundamentalmente diferente, por ejemplo, de las ganancias extraordinarias que consigue un trabajador que se traslada allí donde escasea su trabajo, de forma que durante algún tiempo obtiene unos salarios más elevados que la tasa normal). Ahora bien, esa separación artificial entre los beneficios de los empresarios y las remuneraciones del capital existente tiene consecuencias muy serias para el análisis posterior de la inversión. Esto no conduce a una explicación del precio de demanda que ofrecen los empresarios por el capital nuevo, sino exclusivamente a una explicación de las variaciones en su demanda agregada para los «factores de la producción» en general. Pero un análisis de la

inversión debería incluir, con toda seguridad, una explicación de las causas que la hacen más o menos atractiva. No obstante, esta explicación sólo cabe lograrla mediante un análisis atento de los factores que determinan los precios relativos de los bienes de capital en cada una de las sucesivas fases del proceso de producción, puesto que las diferencias entre estos precios son el único origen del interés. Pero esto resulta excluido de entrada si el objetivo de la investigación, como hace el señor Keynes, son sólo los beneficios totales. Los agregados del señor Keynes de hecho nos están ocultando los mecanismos más fundamentales del cambio. IV Paso ahora a examinar el tema central y más oscuro del libro, la descripción y explicación que hace del proceso de inversión. Me parece que una de las dificultades principales que surgen en este punto deriva del especial método de análisis adoptado por el señor Keynes, quien desde el principio estudia la compleja dinámica del proceso sin establecer con claridad las bases necesarias para hacer un análisis estático adecuado del proceso fundamental. No sólo fracasa a la hora de precisar las condiciones que tienen que darse para asegurar la continuidad de la organización capitalista de la producción (es decir, los métodos de producción más o menos intensivos en el uso de capital) que existen en cada momento, analizando cómo se llega a asegurar el equilibrio entre la depreciación y la renovación del capital existente, sino que da por esuelta la cuestión del mantenimiento del capital (cuestión ésta que no es tan sencilla como parece, pues exige mantener una relación adecuada entre los precios de los bienes de consumo y los de los bienes de capital que haga rentable el mantenimiento del capital intacto). Sencillamente no hace nada por explicar las condiciones de equilibrio para un volumen de ahorro dado, ni los efectos que tiene una variación del ahorro. Sólo cuando el dinero entra en escena como un factor de perturbación para hacer que la producción de bienes de inversión difiera del volumen de ahorro es cuando esto empieza a interesarle. Todo esto no tendría importancia si su análisis de este complicado asunto estuviera basado en una teoría del capital y el ahorro desarrollada en algún otro lugar, ya sea por él mismo o por algún otro. Evidentemente, no es así, pero es que además hace mucho más difícil todo este asunto debido a una peculiaridad de su análisis que consiste en separar por completo el proceso de amortización del capital existente y la inversión en capital nuevo, y tratando el primero como si formara parte de la producción corriente de bienes de consumo en contra del hecho evidente de que la producción de bienes, ya se destinen a la reposición del capital existente o a su incremento, tiene que estar determinada por el mismo conjunto de circunstancias. Los nuevos ahorros y las nuevas inversiones son tratados como si fueran algo completamente diferente de la reinversión de las cuotas de amortización del capital, como si no fuera el mismo mercado aquel en el que se determinan los precios de los bienes de capital necesarios para la producción corriente de bienes de consumo y los de los nuevos bienes de capital. En lugar de una división «horizontal» entre bienes de capital (bienes de orden o fases de producción superiores) y bienes de consumo (bienes de orden o fases de producción inferiores) que podía haber aconsejado utilizar el hecho de que la producción tiene lugar en condiciones similares, el señor Keynes intenta una especie de división «vertical», al considerar aquella parte de la producción de bienes de capital que se precisan para mantener la producción corriente de bienes de consumo como una parte del proceso de producir bienes de consumo y tomando sólo como producción de bienes de inversión a la producción de bienes de capital que se añade a la existencia de capital que tengamos. Pero este procedimiento, como veremos, le obliga a tener que hacer frente a serias dificultades a la hora de precisar qué es lo que se añade al capital existente, dificultades que no han sido resueltas con claridad. La cuestión que se presenta es la de si tenemos que considerar cualquier incremento de valor en la existencia de capital como una adición neta, caso en el que la adición podía tener lugar sin

producir nuevas unidades de capital, o si, por el contrario, sólo los incrementos que lleven aparejado el aumento de nuevas unidades reales de bienes de producción serían integrados en el concepto, un método de cálculo que resulta claramente imposible de llevar a cabo cuando los bienes de capital no son reemplazados por otros de la misma clase, debido a que la transición hacia métodos de producción más capitalistas da lugar a que se produzcan otros bienes de producción distintos de los utilizados hasta entonces. Este continuo intento de aclarar las dificultades especiales sin antes procurar establecer bases sólidas en forma de una explicación suficiente de las relaciones de equilibrio más sencillas se pone de manifiesto cuando el señor Keynes, al final de su investigación, trata de integrar su propio sistema en el de ideas de Wicksell. En el sistema de Wicksell son necesarios los adelantos más recientes que poseemos de la teoría del capital, que son los debidos a BohmBawerk. Es a priori bastante improbable que un intento de utilizar las conclusiones que se derivan de una cierta teoría pueda tener éxito sin aceptar esa misma teoría. Pero en el caso de un autor del calibre intelectual del señor Keynes el intento produce un resultado verdaderamente destacable. El señor Keynes ignora completamente las bases teóricas generales de la teoría de Wicksell. Pero, a pesar de ello, parece darse cuenta de que esas bases son necesarias y de acuerdo con ello se pone a trabajar por su cuenta. Le parece que todo esto está fuera de lugar en un tratado sobre el dinero y en lugar de presentar su teoría del capital aquí, al comienzo de su exposición, considera más indicado relegarla al volumen II de su obra y pide disculpas por no introducirla en este momento. Pero la característica más destacable de los capítulos 27 y 29, donde nos ofrece, al menos, una parte de los fundamentos teóricos necesarios, es su descubrimiento de ciertos elementos esenciales en la teoría del capital de BóhmBawerk, en especial lo que él llama (como ya tuvo lugar antes en muchas discusiones sobre esta teoría, de las que menciono sólo el ejemplo anterior y más conocido que es la obra de Taussig Wages and Capital) el «verdadero fondo de salarios» y la fórmula primitiva de BóhmBawerk que relaciona el periodo medio del proceso indirecto de producción y la cuantía del capital. ¿No habría sido más sencilla la tarea del señor Keynes si hubiera aceptado las teorías que derivan de la de BóhmBawerk y al mismo tiempo hubiera estado más familiarizado con la esencia de este tipo de teorías? V Vamos a ocupamos ahora con más detalle del análisis que hace Keynes del proceso de inversión. La parte más difícil de esta tarea es saber lo que quiere dar a entender con la palabra inversión y no es casual que la inconsistencia terminológica a la que ya he aludido antes se presente aquí, en el tema de la inversión, con una especial fuerza. Tengo, pues, que hacer referencia aquí a algunas de las dificultades con las que tropezará cualquiera que estudie con seriedad el libro del señor Keynes. Quizás la exposición más clara de lo que Keynes entiende por inversión se encuentre en el pasaje en que la define como «aquel acto del empresario cuya función es determinar qué parte de la producción no estará disponible para ser consumida», y suele consistir en un «acto positivo de iniciar o continuar un determinado proceso productivo o mantener ciertos bienes líquidos, y se suele medir por el incremento neto de la riqueza, ya sea en forma de capital fijo, circulante o líquido.» Tal vez es desorientador el utilizar el término inversión tanto para el acto de tomar la decisión como para el resultado de ésta, y podía haber sido más apropiado utilizar para el primero el término «invertir». Pero esto no tendría demasiada importancia si el señor Keynes se limitara a utilizar estos dos sentidos, pues no sería difícil mantenerlos separados. Pero aunque la expresión «incremento neto de la riqueza», del pasaje citado antes, indica claramente que inversión significa aumento de valor del capital existente, ya que la riqueza sólo puede medirse en términos de valor,

un poco antes, cuando el término «valor de la inversión» aparece por primera vez, se le define expresamente diciendo que significa «no el incremento del valor del capital total, sino el valor del incremento del capital en un periodo». Ahora bien, si no suponemos en todo caso que el capital existente está integrado siempre por bienes de la misma clase, de forma que se le pueda medir como a una magnitud física, es difícil hacer esto, pues resulta imposible imaginar cómo se puede determinar el aumento de capital de otra forma que no sea la de medir el aumento de valor del total. Pero incluso para poner las cosas más difíciles, al lado de estas dos definiciones de la inversión como aumento del valor del capital existente y como valor del incremento, cuatro páginas después del pasaje que hemos citado, define el, «Valor de la Inversión» (¿es la V mayúscula o 'la' de la Inversión lo que explica la distinta definición?), no como un incremento sino como el «valor agregado del Capital Real y el Capital de Préstamo» y lo contrasta con el aumento de la inversión que define ahora como «el incremento neto de serie de partidas que pertenecen a las distintas categorías que integran el capital agregado real y de préstamo» al tiempo que el «valor del incremento de la inversión» es ahora «la suma de los valores de las partidas adicionales». Todas estas oscuridades no son asunto de importancia menor, pues son ellas las que le hacen fracasar a la hora de abordar todo el importante problema de las variaciones en el valor del capital existente, y este fallo, como ya hemos visto, es la causa principal del insatisfactorio tratamiento que hace del beneficio. Y en parte también estas oscuridades son las responsables de las deficiencias que tiene su concepto de capital. He tratado con gran esfuerzo de descubrir qué es lo que el señor Keynes nos quiere dar a entender utilizando el término «inversión» a base de examinar los distintos usos del mismo, pero todo ha sido en vano. Cabía esperar que actuando por exclusión, y partiendo de su definición de «producción corriente de bienes de consumo», obtendríamos un concepto más claro, porque, como veremos después, el volumen de la inversión mantiene una relación definida con la producción corriente de bienes de consumo, de manera que el coste agregado de ambas es igual a la renta monetaria de la comunidad. Pero aquí las oscuridades que obstruyen el camino son todavía mayores que en otras partes. Mientras en la página 135, el coste de la producción corriente de bienes de consumo se define como el total de las remuneraciones de los factores menos la parte que se ha empleado en remunerar la producción de bienes de inversión (que unas páginas antes se ha definido como la producción no disponible más la acumulación de existencias), en la página 130 la «producción de bienes de consumo del periodo» se define como «la corriente de producción disponible más el aumento de capital circulante que emergerá como producto disponible», incluyendo así parte de lo que en el pasaje anterior se ha considerado como bienes de inversión, como parte no disponible de la producción. Y sólo unas páginas antes nos habla de la «corriente de bienes de consumo» como parte de la producción disponible, mientras que en la misma página «la producción no disponible se compone (a) del flujo excedente que representa el aumento de los bienes semiterminados en proceso de fabricación sobre los bienes terminados (ya sean fijos o líquidos) y que surgen del proceso productivo, y (b) el flujo excedente de bienes de capital fijo que surgen del proceso productivo sobre la depreciación del capital fijo antiguo más el incremento del capital préstamo». Creo que no soy yo solo el que se siente perdido y sin esperanza en esta jungla de definiciones diferentes. VI En las secciones anteriores hemos tratado de familiarizamos con los conceptos fundamentales que utiliza Keynes como herramientas de su análisis del proceso de circulación del dinero. Ahora tenemos que volver a su descripción del proceso mismo. El esqueleto de su exposición viene dado en muy pocas páginas mediante una serie de ecuaciones puramente

algebraicas que no sólo son muy difíciles sino que sólo pueden entenderse correctamente en conexión con todo lo que integra el conjunto del Libro 3. En el esquema siguiente he tratado de ofrecer un cuadro sinóptico del proceso que Keynes dibuja y que espero sirva para dar una imagen adecuada de los elementos esenciales de su exposición. La letra E arriba y abajo del diagrama representa (de acuerdo con la definición que abre el Libro 3) las remuneraciones totales de los factores de la producción, que se consideran idénticamente iguales a: (a) la renta monetaria de la comunidad (que comprende todos los salarios en el sentido más amplio de este término), la remuneración normal de los empresarios, los intereses del capital, las ganancias ordinarias del monopolio, las rentas y cosas parecidas, y (b) el «coste de la producción». Aunque la definición no lo dice expresamente así, la utilización que hace el señor Keynes del símbolo E demuestra claramente que el «coste de producción» se refiere a la producción corriente. Pero aquí surge la primera dificultad. ¿Es necesariamente cierto que E, entendido como coste de la producción corriente, es lo mismo que E entendido como la obtenida en el periodo en el que esa producción accede al mercado y está disponible por tanto para ser comprada? Si tomamos la figura como un corte cruzado en un momento del tiempo, no hay duda de que la E arriba y abajo de nuestro diagrama, es decir la renta disponible para adquirir la producción y las retribuciones de los factores de la producción, serán idénticas, pero esto no prueba que el coste de la producción corriente sea necesariamente la misma cosa. Sólo si consideramos que el diagrama representa el proceso en el tiempo como una especie de sección longitudinal, y las dos E, la de arriba y la de abajo (es decir la renta monetaria corriente y las retribuciones de los factores de la producción obtenidas al llevar a cabo la producción corriente) todavía fueran iguales, se podría admitir que realmente se da el supuesto formulado por Keynes. Pero esto sólo puede ser verdad en un estado estacionario y Keynes ha construido su fórmula precisamente para analizar lo que sucede en una sociedad dinámica. Y en una sociedad dinámica este supuesto no se aplica. Pero cualesquiera que sean las relaciones entre las rentas o remuneraciones y el coste de la producción corriente, no hay duda de que Keynes está en lo cierto cuando destaca la importancia del hecho de que la corriente de retribuciones que integran la renta monetaria admite una doble división: (1) la que ha sido ganada en la producción de bienes de consumo y bienes de inversión y (2) la que se gasta en bienes de consumo y la que se ahorra, y que estas dos divisiones no tiene que guardar la misma proporción, siendo muy importantes las consecuencias que se siguen de la divergencia entre ellas. Está claro que todos aquellos que perciben rentas tienen que llevar a cabo una elección. Pueden gastarlas en adquirir bienes de consumo o abstenerse de hacerlo. En la terminología del señor Keynes, esta última operación constituye un ahorro. En la medida en que ahorran, en este sentido, tienen además que hacer otra elección más entre lo que podríamos llamar «atesorar» o «invertir», o, como hace Keynes (porque ha utilizado estos términos más familiares para referirse a otros conceptos), tienen que elegir entre «depósitos bancarios» o «valores». En la medida en que el ahorro monetario se convierte en «capital de préstamo o real»; es decir, se presta a los empresarios o se utiliza para comprar bienes de inversión, estamos ante lo que Keynes ha querido designar con la expresión «valores», por oposición a la expresión «depósitos bancarios», que es la utilizada para designar la elección de mantener el dinero en esa forma. Sin embargo, esta elección no está abierta sólo a las personas que llevan a cabo el ahorro corriente, sino a todas las que ahorraron antes, es decir a todos los propietarios de la existencia total de capital. Pero hay más. Hay un tercer factor más importante que puede afectar a la relación entre lo que se ahorra corrientemente y lo que llega a estar disponible de ordinario corrientemente con fines de inversión: los bancos. Si la demanda de depósitos bancarios por parte del público aumenta, ya sea

porque quienes ahorran invierten sólo una parte de las cantidades ahorradas o porque los propietarios del capital existente tratan de transformar sus «valores» en «depósitos bancarios», los bancos pueden crear depósitos adicionales y utilizarlos para adquirir los «valores» que el público ya no desea mantener, generando así una diferencia entre el ahorro corriente y la compra de valores. Naturalmente, el sistema bancario también puede crear depósitos en mayor o menor medida que la que sería necesaria con este objeto y de esta forma sería por sí mismo uno de los tres factores que dan lugar a una divergencia entre los ahorros y las inversiones en «valores». Por otra parte, los empresarios recibirán dinero de dos fuentes: de la venta de la producción de bienes de consumo o de la «venta» de «valores» (es decir de la inversión en su sentido ordinario). Esta última operación puede tomar la forma de venta de bienes de inversión que se han producido o de la colocación de empréstitos con el propósito de producir nuevos bienes de inversión o mantener los antiguos. Yo entiendo —pero no estoy seguro de si el señor Keynes trata realmente de transmitir esta impresión— que el total de lo recibido de estas dos fuentes será igual al valor de la nueva inversión, pero en este caso sería idéntico a la suma de los «valores» y no habría razón para introducir esta última expresión. No obstante, si yo estuviera equivocado en este punto, el símbolo I (que sirve para designar el valor de las nuevas inversiones) no correspondería al lugar en el que lo he insertado en el diagrama anterior. Con respecto a esa cantidad total de dinero que está a disposición de los empresarios, éstos tienen que hacer una elección adicional y —en ello lleva razón Keynes— en cierta medida independiente: tienen que decidir qué parte utilizarán en la producción de bienes de consumo y qué parte destinarán a la producción de bienes de inversión nuevos. Pero en modo alguno se trata de una decisión arbitraria y la forma en que esta decisión viene afectada por las variaciones en las dos variables mencionadas antes, los cambios en los cohocimientos teóricos y la demanda relativa de los distintos bienes de consumo (que requerirán métodos de producción más o menos intensivos en capital) es un tema de la máxima importancia que sólo puede afrontarse sobre la base de una teoría completa del capital. Y es aquí precisamente donde se dejan sentir la ausencia de una base teórica firme y las oscuridades de su concepto de «inversión» a las que nos referimos antes. Es aquí donde, a pesar del gran esfuerzo desplegado por el señor Keynes para discutir este problema central, estas deficiencias se hacen sentir con más fuerza. En su conjunto, la idea de que se puede trazar, como hace él, una clara línea de separación entre la producción de bienes de inversión y la producción de bienes de consumo es errónea. La alternativa no se establece entre producir bienes de consumo o bienes de inversión, sino entre producir bienes de inversión que posibilitarán la obtención de bienes de consumo en una fecha más próxima o más lejana en el futuro. El proceso de inversión no consiste en producir a la vez lo que se necesita para continuar la producción de bienes de consumo con los métodos de producción de siempre y los nuevos bienes de inversión, sino de producir otra maquinaria con el mismo propósito pero con una mayor eficiencia que venga a sustituir a la utilizada hasta ahora (menos eficiente) en la producción de bienes de consumo. Y cuando los empresarios deciden incrementar su «inversión», esto no significa necesariamente que en ese momento un número superior de factores originales de la producción van a ser empleados en la producción de bienes de inversión, sino solamente que los nuevos procesos que se inician, a causa de su mayor duración y durante algún tiempo después, tendrán como resultado hacer que una proporción menor de la producción sea la que «esté disponible». Esto tampoco quiere decir que, por norma, aquella parte de la suma total gastada en los factores de la producción que no constituye nueva inversión, sino exclusivamente la reproducción del capital utilizado en la producción corriente de bienes de consumo, llegará a estar disponible después del tiempo habitual.

VII Pero además de todas estas oscuridades, que son la consecuencia de la ambigüedad del concepto de inversión utilizado por Keynes y que naturalmente empañan la aparente claridad de sus fórmulas matemáticas, hay una dificultad adicional introducida por estas fórmulas. Para poder dar una explicación de las variaciones en el nivel de los precios (o, mejor dicho, en los distintos niveles de precios) se necesita, además de sus símbolos de sumas de dinero o valores monetarios, otros que hagan referencia a las magnitudes reales en las que se gasta el dinero. Para lograr esto, elige las unidades representativas de cantidades de bienes de tal manera que «cada unidad tenga el mismo coste de producción en la fecha que sirva de base» y llama O a la producción total de bienes expresada en esas unidades y por unidad de tiempo, R al volumen de bienes y servicios de consumo líquidos que afluyen al mercado y son adquiridos por los consumidores, y C al incremento neto de la inversión de manera que se cumpla O = R + C. Estas indicaciones, que es todo lo que se dice para explicar tan importantes magnitudes, suscitan numerosas dudas. Sea cual fuere el significado de la expresión «coste de producción» empleada en la primera de esas definiciones (supongo que significa coste monetario, en cuyo caso R sería idéntico a E1' y al mismo tiempo C sería idéntico a Y en la fecha base), el hecho de que estas unidades estén basadas en la relación existente en un momento del tiempo que se ha elegido arbitrariamente las hace absolutamente inapropiadas para explicar cualquier clase de proceso dinámico. No puede haber duda alguna de que cualquier variación de la proporción que existe entre lo que Keynes llama producción de bienes de consumo y producción de bienes de inversión estará relacionada con las variaciones en las cantidades de bienes de ambas clases que cabe producir con el gasto de una cantidad determinada de costes. Pero si, como consecuencia de semejante variación, los costes relativos de los bienes de consumo y los bienes de inversión varían, esto quiere decir que la medida en unidades que son producidas a un coste igual en alguna fecha tomada como base es una medida de acuerdo con un criterio totalmente irrelevante. No tendría sentido considerar como equivalentes un cierto número de botellas y la máquina automática que las produce por el hecho de que el coste de producir una sea igual al de la otra, antes de que la caída del tipo de interés haga rentable la utilización de esta clase de máquina. Pero esto es exactamente lo que el señor Keynes se vería obligado a hacer si se ciñe exclusivamente a sus definiciones. Por supuesto que él no lo hace, como se pone de manifiesto cuando trata (E/0)R como idéntico a E F y (E/0)C como idéntico a I' a lo largo de todo el periodo de variación, cosa que sólo sería cierta si sus unidades reales no estuvieran determinadas por una igualdad de costes monetarios en una fecha elegida como base (los costes monetarios sin una base fija no nos dan medida alguna de cantidades reales) ni por cualquier clase de coste en una fecha base, sino por alguna especie de variable «costo real». Esto probablemente es lo que el señor Keynes tiene constantemente in mente, aunque no lo diga nunca así. Por mi parte, no alcanzo a comprender qué ayuda puede prestarle en su propósito. Pero no es sólo la división de O en sus componentes R y C lo que da origen a este tipo de dificultades. El mismo uso que hace de O no está exento de problemas. Como veremos, hay un momento en el que E/O (es decir la renta monetaria total dividida por el volumen de producción) forma uno de los términos de sus dos ecuaciones fundamentales. Keynes llama a este término «tasa monetaria de retribuciones de eficiencia o por unidad de producto de los factores de la producción» o, de forma más abreviada, «tasa monetaria de retribuciones por unidad de producto o eficiencia». Ahora bien, permítaseme que recuerde al lector lo que significa E, que a un tiempo es lo mismo que: (1) la renta monetaria agregada de la comunidad, (2) las rentas agregadas de todos los factores de producción, y (3) el coste agregado de producción, en el que de una forma expresa está incluido el interés del capital y por tanto están incluidos todos los intereses ganados

por los bienes de capital existentes.27 Tengo que confesar que soy absolutamente incapaz de encontrar qué significado, de alguna utilidad, tiene el concepto «tipo monetario de retribuciones de eficiencia de los factores de la producción» si el capital está incluido entre estos factores y si, por hipótesis, se supone que la existencia de capital, y por tanto su productividad, varían. Si las unidades en las que se mide O son unidades de coste en algún sentido, está completamente claro que el interés no mantendrá la misma relación en el coste de producción de los bienes de capital que la remuneración de los demás factores de producción a su coste de producción. ¿Acaso subyace en la base del concepto algún intento de construir una especie de denominador común de coste real que incluya la «abstinencia»? Keynes manifiesta cierta inclinación a identificar la retribución de los factores con los salarios. Cuando nos habla del tipo de contratos que prevalecen entre los empresarios y los factores de la producción distingue entre retribuciones por unidad de producto y retribuciones por unidad de esfuerzo (pero yo me pregunto ¿qué sentido puede tener esto respecto del capital?). Cuando habla de tasas de retribución por unidad de esfuerzo humano refiriéndose a los salarios, el concepto de retribuciones de eficiencia ciertamente tiene algún sentido si se identifica, como hace en la página 166, con los salarios por pieza. Pero aunque supongamos que todos los contratos laborales lo fueran en base a salarios por pieza, no se deduciría de ello que mientras los contratos se mantuvieran, los salarios de eficiencia o por unidad de producto serían siempre E/O. Los tipos por pieza se refieren a un solo trabajador, o quizás a un grupo de trabajadores, y respecto a la producción inmediata, pero nunca respecto a la producción agregada. Si, a un tipo de salario por pieza para un trabajador individual invariante, la producción se eleva como resultado de una mejora de organización en el proceso de producción, E/O puede cambiar (puesto que O lo hace) sin cambio alguno en los tipos monetarios de retribuciones individuales. Un tipo de contrato en el que las retribuciones de los factores empleados en las fases superiores de la producción varía automáticamente cuando lo hace su contribución a la producción de las fases últimas no sólo no existe sino que es inconcebible. Por tanto, no existe un mercado donde se determine el «tipo monetario de retribución de eficiencia o por unidad de producto de los factores de la producción» y no hay un conjunto de precios que se corresponda con este concepto. Lo que equivale a esto, como el propio Keynes sostiene en varios lugares,29 no es otra cosa que un coste medio de producción de una unidad de producto elegida de una forma más o menos arbitraria (es decir, esa clase de unidades que tendrán «costes iguales en una fecha elegida como base») que cambiará con cada variación en el precio unitario de los factores de la producción (incluido el interés), así como con los cambios en la organización de la producción, y por consiguiente no exclusivamente con los precios medios unitarios de cada uno de los factores sino con sus precios relativos — variaciones que, por regla general, conducen a un cambio en los métodos de producción y, por consiguiente, en la cuantía producida por una cantidad determinada de factores. Llamar a esto «tipo monetario de retribución de eficiencia o por unidad de producto de los factores de la producción» y ocasionalmente «tasa de retribuciones» no puede tener otro efecto que transmitir la impresión errónea de que esta magnitud está determinada en los contratos existentes con los factores de la producción. VIII La descripción que hace Keynes del proceso de circulación del dinero presenta tres puntos en los que se puede iniciar una variación espontánea o autónoma: (1) puede variar el ahorro; es decir, la parte de la renta monetaria que no se gasta en bienes de consumo; (2) puede variar la inversión; es decir, la parte de los factores de la producción que los empresarios dedican a la producción de nuevos bienes de inversión y a la producción de bienes de consumo; (3) los bancos pueden entregar a los inversores más o menos dinero que la parte del ahorro que no se invierte

de forma directa (y aquella parte del capital existente que se detrae de la inversión) y se convierte en «depósitos bancarios» de forma tal que el dinero que se dirige a los empresarios puede estar por encima o por debajo de los ahorros totales. Si varía el ahorro sin que lo haga ninguna otra de las dos magnitudes referidas en (2) y (3) y consideramos que la posición existente previamente es de equilibrio, el efecto será que los productores de bienes de consumo recibirán una cantidad superior o inferior a la gastada en su producción. Cuando ES es superior o inferior a EI', entonces esa diferencia (ES) (EI') = TS (es decir, la diferencia entre el coste de la inversión y el ahorro) nos mide el beneficio o la pérdida agregada de los empresarios que fabrican y venden bienes de consumo, y esto les impulsará a aumentar o disminuir el volumen de producción. Siempre que (3) permanezca en posición de equilibrio; es decir, siempre que los bancos proporcionen a los empresarios exactamente la suma ahorrada que no se invierte directamente, el efecto sobre la producción de bienes de inversión de un cambio autónomo será exactamente el inverso del que se produzca sobre la producción de bienes de consumo. Es decir, los beneficios o pérdidas en las industrias de bienes de consumo vendrán compensados exactamente por las pérdidas o beneficios en las industrias de bienes de inversión. Por consiguiente, una variación de la tasa de ahorro (1) nunca aumentará los beneficios agregados totales, sino sólo los beneficios parciales que se equilibrarán con pérdidas parciales también y conducirán solamente a desplazamientos de las industrias de bienes de consumo a las de bienes de inversión o viceversa. Y estos desplazamientos continuarán hasta que esos beneficios agregados (positivos o negativos) desaparezcan en las dos. Resulta fácil comprobar que los efectos de las variaciones en la inversión (2) que no están acompañados de cambios en (1) o (3) tienen exactamente la misma naturaleza que las variaciones en el ahorro (1). Los beneficios de una parte y las pérdidas de la otra pondrán de manifiesto muy pronto que la desviación en la posición de equilibrio existente antes, sin una variación correspondiente en la tasa de ahorro (1), no será rentable y conducirá al restablecimiento de la proporción anterior entre la producción de bienes de consumo y la producción de bienes de inversión. Sólo un cambio en el volumen de crédito (3) conducirá a una variación de los beneficios agregados (que se refleja también en la fórmula dada para estos beneficios Q = (IS). Ahora bien, las causas por las que la inversión I puede diferir del ahorro son de naturaleza muy compleja y son analizadas por Keynes con gran minuciosidad. Tendremos que discutir su análisis de este problema cuando nos ocupemos de su teoría acerca del tipo de interés bancario. Para el objetivo que perseguimos aquí puede ser apropiado dar por sentada la posibilidad de una divergencia de esa naturaleza y mencionar sólo que el hecho de que se invierta más (o menos) dinero del que es ahorrado equivale a añadir (o retirar) dinero de la circulación industrial; por lo tanto, los beneficios agregados, es decir, la diferencia entre los ingresos y los gastos de los empresarios en su conjunto, que es el elemento esencial del segundo término de las ecuaciones fundamentales, será igual al aumento (o disminución) neto de dinero de la circulación efectiva. De acuerdo con Keynes, encontramos así el mecanismo en virtud del cual los factores monetarios provocan el cambio de nivel de precios, y precisamente la ventaja principal de sus ecuaciones fundamentales es que aíslan ese factor. IX El objetivo de las ecuaciones fundamentales es «mostrar el proceso causal por el que se determina el nivel de precios y la transición de una posición de equilibrio a otra». Lo que nos dicen esencialmente esas ecuaciones fundamentales es que el poder de compra del dinero (o el nivel general de los precios) se desviará de su posición de equilibrio, es decir, del coste medio por

unidad de producción, sólo si el coste de la inversión I' o la inversión I (cuando lo que está implicado es el nivel general de los precios y no el poder adquisitivo del dinero o nivel de precios de los bienes de consumo) es diferente del ahorro S. El lector de la obra tiene que tener siempre esto en cuenta para no dejarse desorientar por afirmaciones ocasionales que dan la impresión de que esto se aplica a cualquier cambio del nivel de precios y no sólo a las variaciones respecto al coste de producción o «posición de equilibrio» que viene determinada de una forma definitiva por los contratos existentes con los factores de la producción y no simplemente el coste de producción o, lo que es lo mismo, el «tipo monetario de retribución de el «tipo monetario de retribución de eficiencia de los factores de producción». La explicación más breve del significado de las ecuaciones fundamentales la encuentro en el siguiente pasaje: Por tanto, el equilibrio a largo plazo del poder de compra del dinero viene dado por la tasa monetaria de retribuciones por unidad de producto o eficiencia de los factores de la producción, aunque, a corto plazo, el poder real de compra oscilará por debajo o por encima de ese nivel de equilibrio, según que el coste de la nueva inversión sea mayor o menor que el volumen total de ahorro... El objeto principal de este tratado es demostrar que aquí reside la clave de cómo tienen lugar las fluctuaciones del nivel de los precios, ya se deban a oscilaciones alrededor de una misma posición de equilibrio estable o al pasar de un equilibrio a otro... De acuerdo con esto, cuando el sistema bancario permite que la inversión exceda al ahorro o viceversa, el nivel de precios (suponiendo que no hay una variación autónoma en el nivel de retribuciones de los factores) tenderá a subir o bajar. No obstante, si los contratos que predominan entre los empresarios y los factores de la producción lo son en términos de retribuciones por unidad de esfuerzo (W) y no en términos de retribuciones por unidad de producto (Wj) —aunque probablemente se situarán en algún punto intermedio entre las dos variedades—> entonces lo que tendería a subir o bajar sería (I/e)P, donde igual que antes el coeficiente de eficiencia es e. Esto dice claramente que no todas las variaciones en el nivel de precios tienen necesariamente su origen en una divergencia entre el coste de la inversión I' (o la inversión I) y el ahorro S, sino solamente las debidas a una causa concreta; es decir, las variaciones en la cantidad de dinero en circulación que la ecuación fundamental aísla en su segundo término. Pero la peculiar sustitución de la confusa expresión «tipo monetario de retribuciones de eficiencia o por unidad de producto de los factores de la producción» por la de coste monetario de la producción simplemente parece haber equivocado al mismo Keynes en algunos lugares. Yo no puedo ver cuál es la razón por la que, como se indica en el pasaje citado antes y elaborado in extenso en la sección última, cuando el segundo término de la ecuación está en equilibrio, es decir, es igual a cero, los movimientos del nivel de los precios tendrían que depender, por completo, del tipo de contrato que prevalece con los factores de la producción. Mientras la suma de dinero en circulación, o más exactamente la renta monetaria E, no varíe, las fluctuaciones en el nivel de precios en modo alguno vendrá determinada por los contratos existentes, sino exclusivamente por la cuantía de los factores de la producción disponibles y por los cambios de su eficiencia; es decir, por los factores que afectan a la producción total. Todo el razonamiento de Keynes, en este punto, parece estar basado en el supuesto de que los contratos existentes los modificarán los empresarios, que actuarían inducidos exclusivamente por la presión que ejercen en ellos los beneficios agregados positivos (o negativos) originados por el cambio en el segundo término de la ecuación. Pero a mí me parece, por el contrario, que si se produce una variación en el coeficiente de eficiencia (o en la cantidad de los factores disponibles), los contratos existentes tendrán que variar, a no ser que cambie el segundo término. Entiendo que la diferencia radica en que el señor Keynes cree que es posible adaptar la cantidad de dinero en circulación a lo que resulta necesario

para el mantenimiento de los contratos existentes sin distorsionar el equilibrio entre el ahorro y la inversión. Pero con la organización monetaria existente, donde todas las variaciones en la cantidad de dinero en circulación se producen a base de prestar a los empresarios más o menos dinero que el que se ahorra, cualquier cambio en la circulación tiene que venir acompañado de una divergencia entre lo que se invierte y lo que se ahorra. No puedo entender por qué razón «si estas variaciones espontáneas en las retribuciones de los factores requieren una oferta monetaria que es incompatible con las ideas o las limitaciones que afectan a las autoridades monetarias, entonces éstas se verán obligadas a reconducir la situación mediante acciones que implican distorsionar el equilibrio entre la inversión y el ahorro, induciendo a los empresarios a que modifiquen las condiciones de su oferta a los factores de la producción y contrarrestando así las variaciones espontáneas que han tenido lugar en las retribuciones de los factores». Creo, por el contrario, que si la autoridad monetaria deseara adaptar la oferta monetaria a las exigencias cambiantes, sólo podría hacerlo distorsionando el equilibrio entre lo que se ahorra y lo que se invierte. Pero el señor Keynes más adelante y de forma expresa considera que esos aumentos en la oferta de dinero, cuando corresponden a un aumento de la producción, no distorsionan el equilibrio. Ahora bien, yo me pregunto: ¿Cómo es posible introducir dinero en la circulación sin dar lugar a una discrepancia entre lo que se ahorra y lo que se invierte? ¿Existe acaso alguna justificación para suponer que en estas condiciones los empresarios pedirán prestado más dinero del necesario para mantener la producción corriente y no lo utilizarán para hacer nuevas inversiones? Y aunque lo usaran exclusivamente para financiar un aumento de la producción, ¿no significa esto una nueva inversión en el intervalo de tiempo hasta que los productos adicionales lleguen al consumidor? A mí me parece que, al no diferenciar entre coste estable por unidad de producto, contratos estables con los factores de la producción y coste total estable (es decir renta monetaria E invariable), el señor Keynes se ve empujado a poner en conexión dos cosas que no tienen nada que ver una con otra: de un lado, el mantenimiento del nivel de precios, que cubrirá los costes mientras los contratos con los factores de la producción sean más o menos rígidos, y, de otro, el mantenimiento de un equilibrio entre lo que se ahorra y lo que se invierte. Pero sin variaciones en la cantidad de dinero, y por consiguiente sin divergencia entre el coste de la inversión Y y el ahorro S, no sólo el Poder de Compra del Dinero sino también el Poder del dinero para adquirir unidades de Trabajo, y por tanto los contratos con los factores de la producción, tendrían que variar a cada cambio en la producción total. Por supuesto, no hay duda de que toda divergencia entre la inversión I o el coste de la inversión I' y el ahorro es de una enorme importancia. Pero esta importancia no radica en la dirección en que esto influye en las fluctuaciones del nivel de precios, ya sean sus fluctuaciones absolutas o las fluctuaciones alrededor de la posición de equilibrio, determinada de acuerdo con los contratos existentes con los factores de la producción. Es verdad que en este intento de establecer una conexión directa entre las diferencias entre la inversión I y el ahorro S o, lo que es lo mismo, las diferencias entre el tipo natural y el tipo monetario de interés con el nivel de precios, el señor Keynes está siguiendo las líneas marcadas por Wicksell. Pero es precisamente en este punto donde Wicksell exige demasiado a su teoría, como han puesto de manifiesto D. A. Robertson entre los economistas ingleses y el que esto escribe entre los continentales. E incluso si el señor Keynes sustituye la estabilidad absoluta del nivel de precios que Wicksell tenía siempre in mente por un nivel de precios de equilibrio que no se define con demasiada claridad, lo que está buscando es una inen contrable relación más definida entre el nivel de precios y la diferencia entre lo que se ahorra y lo que se invierte.

X Hasta ahora nos hemos concentrado de manera especial en la serie de herramientas conceptuales que Keynes ha ido creando para poder explicar los procesos dinámicos y el ciclo económico. En la segunda parte de este artículo tengo la intención de discutir su explicación real empezando por su teoría del tipo bancario dé interés y todo el libro 4. Hay sólo una cosa que me gustaría añadir en este punto. Es muy posible que mis comentarios anteriores hayan adoptado una expresión excesivamente crítica cuando, en realidad, lo que estoy pidiendo es sencillamente una explicación adicional de algunos términos. También es posible que haya insistido demasiado en lo que son inexactitudes de expresión de importancia menor. Espero que ese tono crítico no se tome como una señal de que no aprecio en todo lo que vale el magnífico esfuerzo realizado. Mi único objetivo ha sido contribuir a la comprensión de un libro realmente importante y espero que mi esfuerzo en esa línea sea la mejor prueba de la importancia que le atribuyo. Incluso es posible que al final la diferencia entre mis puntos de vista y los de Keynes sea menor de lo que parece a primera vista. El problema puede radicar solamente en que el señor Keynes ha llevado a cabo un trabajo tan extraordinariamente arduo que realmente resulta difícil de seguir. Espero que se me disculpe si en mi intento de entenderlo haya podido ser traicionado por la impaciencia de superar los incontables obstáculos que el autor ha ido poniendo en el camino que lleva a la total comprensión de sus ideas. LA TEORÍA PURA DEL DINERO. RÉPLICA AL DR. HAYEK POR J.M. KEYNES I En un artículo publicado recientemente en la revista Económica el Dr. Hayek me ha invitado a aclarar algunas ambigüedades que encuentra en la terminología de mi Treatise on Money, así como otros asuntos relacionados con el contenido de esta obra. Como dice, con toda franqueza, sus principales diferencias conmigo tienen mucho que ver con la difícil forma en la que me expreso para explicar estas cosas. Él está seguro de que mis conclusiones son erróneas (aunque no dice con claridad cuáles son éstas), pero encuentra «extremadamente difícil de precisar cuál es el punto exacto de desacuerdo y establecer así sus objeciones». Piensa que mi análisis deja fuera toda una serie de cosas esenciales, pero al mismo tiempo declara que «es difícil detectar los fallos del argumento». Así, pues, lo que ha hecho es dedicarse a hurgar en los significados precisos de las palabras y conceptos que he utilizado para tratar de descubrir contradicciones y ambigüedades. Creo que estoy en condiciones de demostrar que la mayoría de estas inconsistencias de la terminología o no existen o son irrelevantes para el objetivo esencial que persigo. Pero cuando lo haga, cosa que intentaré en algunas notas al final de este artículo, estoy seguro de que no habré conseguido nada o muy poco en este mi intento de convencer al Dr. Hayek, porque no es la utilización que hago del lenguaje o el hecho de que mi tratamiento del tema esté lejos de ser completo (que ciertamente no lo es) lo que le preocupa, sino algo mucho más fundamental, y después de leer cuidadosamente su artículo no tengo ninguna duda de lo que se trata. II El Dr. Hayek no ha captado bien la naturaleza de mis conclusiones. Cree que mi argumento principal es otro muy distinto del que es en realidad. Y esto lo deduzco de dos pasajes de su artículo que paso ahora a destacar. El primero (lo subrayado es mío) dice lo siguiente:

El hecho de que se invierta más (o menos) dinero del que es ahorrado equivale a añadir (o retirar) dinero de la circulación industrial; por lo tanto, los beneficios agregados, es decir, la diferencia entre los ingresos y los gastos de los empresarios en su conjunto, que es el elemento esencial del segundo término de las ecuaciones fundamentales, serán iguales al aumento (o disminución) neto de dinero de la circulación efectiva. De acuerdo con Keynes, de esta manera encontramos aquí el mecanismo en virtud del cual los factores monetarios provocan el cambio del nivel de precios, y precisamente la ventaja principal de las ecuaciones fundamentales es que aíslan ese factor.

El segundo pasaje dice así: Entiendo que la diferencia radica en que el señor Keynes cree que es posible adaptar la cantidad de dinero en circulación a lo que resulta necesario para el mantenimiento de los contratos existentes sin distorsionar el equilibrio entre el ahorro y la inversión. Pero con la organización monetaria existente, donde todas las variaciones en la cantidad de dinero se producen a base de prestar a los empresarios más o menos dinero del que se ahorra, cualquier cambio en la circulación tiene que venir acompañado de una divergencia entre lo que se invierte y lo que se ahorra.

A estas citas podemos añadir un pasaje de la obra de Hayek Prices and Production, en el que sucintamente establece la base de su propia doctrina como sigue: Sin embargo, es perfectamente claro que para que la oferta y la demanda de capital real se igualen, los bancos no deben prestar ni más ni menos de lo que se ha depositado en ellos como ahorro (y las sumas adicionales que pueden haber sido ahorradas y atesoradas). Y esto quiere decir naturalmente que (exceptuando siempre el caso ya mencionado) nunca pueden permitir que la cantidad efectiva de dinero en circulación cambie. Al mismo tiempo, es igualmente claro que para que el nivel de precios no cambie, la cantidad de dinero en circulación debe variar a medida que el volumen de la producción aumente o disminuya. Los bancos pueden o bien mantener la demanda de capital real dentro de los límites fijados por la oferta o ahorro, o bien mantener el nivel de precios estable; pero no pueden hacer las dos cosas a la vez. Los pasajes que he subrayado en la primera de estas citas no se deducen en modo alguno de mi Treatise on Money. Todo lo contrario, es esencial a mi teoría negar estas proposiciones que el Dr. Hayek me atribuye y considero que la segunda y tercera de las citas es algo que él mismo profesa por su cuenta. No tiene, pues, nada de extraño que encuentre muchas de mis conclusiones incoherentes con ellas. Así pues, no es la «irritante» terminología utilizada para debatir estas cuestiones lo que marca las diferencias entre nosotros, y nada ganaríamos aclarándolas, sino que son otras las razones que dan origen al problema. El Dr. Hayek ha pasado por alto, o al menos no discute, un punto crucial que separa nuestros respectivos argumentos, y en su lugar se ha dedicado a exagerar las cosas haciendo una montaña de una serie de temas de menor importancia con objeto de protegerse a sí mismo. El Dr. Hayek sostiene, y él dice que yo también lo hago, que una expansión monetaria — entendiendo por tal una transferencia de fondos desde depósitos que están inactivos a otros activos o un aumento en la cantidad de dinero, permaneciendo iguales los depósitos inactivos— no sólo es una de las posibles causas de que la inversión supere al ahorro, sino que: (1) es la causa necesaria y (2) esa expansión mide exactamente el exceso de la inversión sobre el ahorro y es exactamente igual a lo que yo he llamado, en mi terminología, los «beneficios agregados inesperados». Yo invito al Dr. Hayek a que vuelva a considerar estas dos cuestiones: (1)

¿Qué pasaje de mi Treatise puede citar para atribuirme esa doctrina?

(2)

¿Qué prueba puede ofrecer para afirmar que yo sostengo semejante cosa?

En mi réplica a D.H. Robertson, publicada en el Economic Journal en septiembre de 1931, me he esforzado en aclarar mi propia teoría tal y como es. Si supusiéramos que la cantidad de dinero es constante, la teoría del Dr Hayek vendría a ser equivalente a la doctrina según la cual un exceso del ahorro sobre la inversión vendría medido por el aumento en los depósitos inactivos, que en el artículo antes citado he atribuido a «algunos lectores» aunque entonces no sabía que el Dr. Hayek estuviera entre ellos. Puesto que el Dr. Hayek no es el único entre los críticos competentes de mi Treatise que cae en este error (o en alguna clase de sutil variación de la misma especie), tal vez esto se deba parcialmente a mi fracaso a la hora de hacerme entender. Sospecho que esto se puede deber, también en parte, a que cuando comencé a trabajar en el Libro 3 de mi Treatise, yo mismo creía en algo parecido a esto y dejar de hacerlo fue para mí mismo un punto crítico en el desarrollo de mi teoría y es la causa de que al final esta teoría haya alcanzado la forma que ahora tiene. Desde luego yo debía haber dejado esto mucho más claro de lo que lo he hecho, porque soy consciente de lo que este cambio supone para la visión general del tema planteado, y es claro que después de introducir ese cambio supuso para mí un gran esfuerzo hacer que todo el resto del trabajo estuviera en línea con él. Sin duda, al tener que construir mi argumentación sobre los viejos raíles, éstos dejan su huella y ciertos pasajes que escribí hace tiempo es posible que puedan parecer, bien a mi pesar, menos incoherentes con lo que pensaba antes que si los hubiera escrito ahora. A pesar de ello, no estoy seguro de que toda la culpa sea mía. Para cualquiera que haya sido educado en la vieja Teoría Cuantitativa del Dinero, en las escuelas de pensamiento articuladas en tomo al concepto de Velocidad de Circulación, ya sea en la tradición de las Ecuaciones Cuantitativas de Cambridge o en las de Fisher, parece que siempre hay alguna oscura razón que no hace fácil semejante transición. En realidad, yo mismo me encuentro en este caso. Si fuera cierta la teoría en la que cree el Dr. Hayek, la transición sería fácil. Por el contrario, si mi teoría es la correcta, no sólo la forma de enfocar este problema es distinta, sino que además resulta difícil ver la relación exacta que existe entre la vieja teoría y la nueva. Por eso todos aquellos que están bien saturados de los viejos planteamientos no pueden convencerse de que lo que les estoy pidiendo es que se pongan un nuevo par de pantalones, e insisten en que mi teoría no pasa de ser una versión adornada de la antigua con la que ellos se han estado vistiendo durante años. En todo caso, nunca habría podido imaginar que un economista tan competente hubiera podido leer con detenimiento mi Treatise y llegar a la conclusión de que, según mi visión del problema, la diferencia entre el ahorro y la inversión puede medirse con exactitud mediante los cambios en la cantidad de dinero, consistan éstas en cambios en la circulación activa, inactiva o total, corregidas o no por variaciones en la velocidad de circulación o en el volumen de la producción o en el número de veces que los productos intermedios cambian de mano. En líneas generales, esto es lo que preocupa al Dr. Hayek y es lo que tengo ahora que discutir, y no si he utilizado la palabra «inversión» con un sentido diferente en este o aquel capítulo o pasaje. En definitiva, Hayek ha tomado como base para su propia teoría algo que yo niego. Pero hasta ahora no hemos podido resolver el problema, porque para él es impensable cualquier negación de su propia doctrina, de forma que miles y miles de palabras dirigidas a refutarla no tendrían efecto alguno. Es más, como se da cuenta de que yo sostengo cosas que son incoherentes con sus propias conclusiones, no quiere darse por enterado de que desde el principio lo he estado haciendo así. Para decirlo en pocas palabras, la cuestión es, primero, que el dinero puede anticiparse a los empresarios (ya sea directamente por los bancos, o a través del mercado primario, o por la venta de los activos existentes), tanto si se destina a cubrir pérdidas como a hacer nuevas

inversiones, y que las estadísticas sobre la cantidad de dinero son incapaces de distinguir entre ambos casos; y, en segundo lugar (para ilustrar un principio general mediante un ejemplo concreto), que si, con el objeto de aumentar mi liquidez, vendo valores a mi banco a cambio de un depósito bancario y ese banco no puede hacer nada para compensar esa transacción, tiene que limitarse a incrementar los depósitos, y por tanto la cantidad de dinero, sin que lo hagan ni la inversión ni el ahorro. III Merece la pena profundizar algo más en este tema. Tras la lectura del artículo de Hayek en Económica, a la luz de lo que dice en su libro Prices and Production, así como de una nueva lectura del artículo de Robertson a la luz de estas dos contribuciones de Hayek, creo que estoy en condiciones de adivinar dónde está realmente la dificultad. Permítaseme, por tanto, centrar este asunto exponiendo primero lo que yo creo es la teoría fundamental de Hayek y explicar en qué difiere de la mía. Debo añadir que la teoría original de Robertson es sustancialmente la misma que la que estoy atribuyendo a Hayek, aunque me parece que el señor Robertson, en estos momentos, se ha apartado algo de ella. El «ahorro voluntario», según Hayek, siempre se invierte. Por ello, según su teoría, un aumento del ahorro, ceteris paribus, viene a traducirse siempre en un aumento neto de la capacidad para adquirir lo que yo llamo «bienes de inversión», él prefiere llamar «productos intermedios» y el señor Robertson llama simplemente «máquinas». No obstante, nos dice Hayek, esto no quiere decir que el ahorro y la inversión sean siempre iguales, porque si el sistema bancario aumenta la oferta de dinero, nos encontraremos con que existen fondos adicionales disponibles para ser invertidos superiores a los que proporcionaba hasta entonces el ahorro voluntario y como resultado la inversión excederá al ahorro. Cuando el sistema banca rio reduzca la oferta de dinero, sucederá exactamente lo contrario. Es decir, según su teoría, el desequilibro entre la inversión y el ahorro es siempre el resultado obligado de la acción que ejerce el sistema bancario; y si partimos de una posición de equilibrio, es posible que esto podamos plantearlo de otra forma. En ocasiones, supone que la diferencia positiva o negativa entre la inversión y el ahorro es exactamente igual a la variación en la cantidad de dinero —aunque hay varios pasajes de su Prices and Production que me parecen incoherentes con ello—, en cuyo caso la inversión será igual al ahorro voluntario, más o menos la variación de la cantidad de dinero. Pues bien, esa inversión que se sustenta exclusivamente en el aumento de la cantidad de dinero es lo que podríamos llamar un «ahorro forzoso» por parte del público. Para decirlo citando un pasaje del propio Hayek en su Prices and Production. La transición a métodos productivos más (o menos) capitalistas de producción... puede suceder de alguna de estas dos maneras: o bien como resultado de cambios en el volumen de ahorro voluntario (o su opuesto), o bien como resultado de un cambio en la cantidad de dinero que altere los fondos de que disponen los empresarios para adquirir bienes de producción.

En consecuencia, sólo cuando el sistema bancario se aparta de lo que Hayek llama su posición de «neutralidad» es cuando cabe hablar de una distorsión del equilibrio entre el ahorro y la inversión, y por eso es por lo que Hayek me pregunta en su artículo «cómo es posible que el dinero (nuevo) entre en la circulación sin dar origen a una divergencia entre el ahorro y la inversión». Como resultado, el Dr. Hayek concibe el flujo de poder de compra formado por toda una serie de rentas de los factores de la producción (no sé si definidas como mi E o como mi E+Q o

como ninguna de las dos) más el dinero nuevo creado por el sistema bancario. Esta doble corriente se divide entre los bienes de los consumidores y los bienes de los productores. Si el ahorro aumenta, hay menos dinero disponible para la compra de bienes de consumo, y como consecuencia los precios de estos bienes descenderán, pero a su vez habrá más dinero disponible para los bienes de producción, con el resultado de —y en este punto no estoy seguro si el Dr. Hayek sostiene que sus precios aumentarán o lo hará la cantidad producida o si se producirá una clase diferente de bienes, pero lo que sí es seguro es que el argumento de Hayek en el capítulo 2 de su Prices and Production parece que requiere que sea la producción de diferentes clases de bienes de producción. Por último, el Dr. Hayek concluye y así resulta obligado desde los supuestos de los que arranca— que la condición necesaria para evitar los ciclos del crédito es que el sistema bancario mantenga la cantidad efectiva de dinero (interpretada en el sentido casi ininteligible de Hayek) absolutamente inalterada siempre. Mi análisis tenía que ser completamente diferente, ya que el ahorro y la inversión, tal como yo los defino, pueden salirse del engranaje sin que el sistema bancario abandone su posición de «neutralidad», tal como la define Hayek, simplemente como consecuencia de las variaciones en los hábitos de ahorro del público o de inversión de los empresarios, pues no hay ningún mecanismo automático en el sistema económico (como la teoría de Hayek parece suponer) que mantenga los dos iguales siempre que la cantidad de dinero permanezca invariable. Tal como yo lo veo, una variación en el nivel de los precios —debida a un cambio de la relación entre el ahorro y la inversión, cuando los costes de producción no varían— simplemente redistribuye el poder de compra entre los que compran al nivel de precios modificado y los que venden, en comparación con lo que habría sucedido si no hubiera habido ese cambio en la relación entre el ahorro y la inversión. No estoy seguro de que Hayek haya sabido ver con claridad los dos aspectos que presenta esta explicación. Es más, no sé si habrá entendido el significado de mi ecuación S+Q=I, es decir que el ahorro más los beneficios agregados no esperados son exactamente iguales al valor de la nueva inversión. De aquí se deduce que si definimos la Renta de manera que incluya los Beneficios y el Ahorro se define como el exceso de la Renta sobre los gastos de consumo, entonces el Ahorro y la Inversión son idénticamente iguales. Hayek parece que concibe el Ahorro y la Inversión como cosas que no son idénticas, pero, no obstante, se abstiene de definirlas de acuerdo con esto. El Dr. Hayek y el señor Robertson usan los dos el término «ahorro» o «ahorro voluntario» y ambos critican mi definición de ahorro, pero precisamente lo que yo no sé es cómo lo definen ellos. Pienso que el debate se clarificaría mucho si el Dr. Hayek nos explicara exactamente qué es lo que él llama “ahorro voluntario” él llama «ahorro voluntario» en la p. 45 {p. 58} de su Prices and Production. Se ha dicho que resulta paradójico por mi parte que excluya los beneficios o pérdidas agregados no esperados de mi definición de renta E, pero creo que resulta todavía más paradójico incluirlos en la renta, puesto que, en este caso, dado el valor de la producción corriente de bienes de inversión, la renta de la comunidad dependerá de cuanto se ahorre, porque cualquier aumento o disminución en el «ahorro voluntario» tendrá el efecto de disminuir o aumentar la renta de la comunidad en una cantidad igual. IV El lector se habrá percatado de que me he desviado, y lo que estoy haciendo es un examen del libro Prices and Production del Dr. Hayek. Pero si el editor me lo permite, quisiera considerar, en efecto, con algo más de atención este libro. La obra me parece una de las más confusas que yo

haya leído jamás, y a pesar de ello es un libro interesante, llamado, sin duda, a dejar huella en el lector. En verdad, se trata de un ejemplo extraordinario de cómo, arrancando de un error, una lógica implacable nos puede llevar al manicomio. El Dr. Hayek ha visto visiones y a través de ellas, cuando despierta de su sueño, se encuentra con una historia sin sentido como resultado de haber dado nombres equivocados a las cosas que se le han ido ocurriendo, de forma tal que su Khubla Kahn no se puede decir que esté falto de inspiración del todo y hace pensar al lector que algún germen de idea tiene al fin y al cabo. No obstante, mi propia impresión sobre la naturaleza real de la contribución de Hayek a la teoría económica es que me remite a la segunda de las causas en que basa su crítica de mi obra, tal y como se percibe a lo largo de todo su artículo de la revista Económica. En efecto, el Dr. Hayek se lamenta de que no proponga ninguna teoría satisfactoria del capital y el interés y de que no me apoye en ninguna de las teorías existentes sobre estas materias. Entiendo que se refiere a la teoría de la acumulación de capital en relación a la tasa de consumo y a los factores que determinan la tasa natural de interés. Esto es verdad y estoy de acuerdo con el Dr. Hayek en que el progreso de esta teoría sería de una gran importancia para el tratamiento que hago de las cuestiones monetarias, arrojando, probablemente, mucha luz sobre los puntos oscuros. Es muy posible que volviendo sobre estos temas y una vez que estas teorías puedan ser completadas de una forma más satisfactoria, las ideas que inspiraron la obra de Böhm Bawerk estarán en la raíz del problema y, en efecto, su falta de consideración por parte de los economistas ingleses anteriores a la Gran Guerra fue un error, como también lo fue el olvido de la obra de Wicksell. Pero, qué le vamos a hacer, no tenemos semejante teoría y Hayek supongo que estaría de acuerdo conmigo en que disponer de ella nos llevaría muy lejos en la teoría monetaria. Con todo, en lo esencial, creo que estoy de acuerdo con Hayek en este punto concreto. Estoy de acuerdo con él en que una explicación clara de los factores que determinan el tipo de interés natural debería haber ocupado su lugar en mi Treatise on Money, carencia que, desde luego, sólo a mí es debida. Sólo puedo disculparme diciendo que, en realidad, tenía bastantes cosas que decir que no requerían una teoría de esta naturaleza y que además mis propias ideas sobre este particular son todavía lo bastante incipientes como para merecer siquiera su publicación. El Dr. Hayek parece que trata de contribuir a construir una teoría de esta clase en el capítulo 2 de su Prices and Production. En lo que a mí se me alcanza, ha operado en este capítulo con el supuesto implícito de que en los diferentes momentos del tiempo el tipo de interés del mercado es igual al tipo de interés natural que prevalecería si la relación entre el capital y el consumo fuera permanente y si los empresarios llevaran a cabo su actividad bajo este último supuesto y sin otros posibles errores de previsión. Es entonces cuando él pasa a considerar lo que sucedería en una organización económica que se ajustase a este supuesto cuando el volumen de nuevas inversiones fluctuase. Al menos yo no he podido encontrar otra interpretación que pueda dar sentido a su argumento, que de lo contrario se convierte en una serie de nonsequiturs inexplicables y misteriosos. Si no estoy en lo cierto, espero que alguna autoridad en la materia, por ejemplo el profesor Robbins, que dice entender lo que Hayek quiere decir en las páginas 45 a 64 de ese libro (pp. 5871), actúe de intérprete y me aclare las cosas. Si yo estoy en lo cierto, resultaría que Hayek no trata aquí de lo que a mí me preocupaba fundamentalmente, es decir, qué es lo que sucede cuando el tipo de interés monetario difiere de su tipo natural; y por lo tanto nuestras respectivas teorías se desenvuelven en terrenos diferentes, como creo es el caso. No obstante, si profundizamos algo más en este asunto, veremos que la expresión «tipo de interés natural» es un concepto no exento de ambigüedades. Yo mismo he definido este tipo como aquel que mantiene iguales en todo momento el ahorro y la inversión, después de tener en cuenta la psicología del

mercado, incluyendo aquí todos los posibles errores de previsión y con independencia de que la tasa de inversión que prevalezca se espera que sea o no permanente. Podríamos llamarlo, por ello, tasa de interés natural «a corto plazo». Pero claro está, hay otro tipo de interés que es el que parece tener en mente el Dr. Hayek y al que podíamos llamar «tipo natural de interés a largo plazo». A mí me parece que el análisis del Dr. Hayek podía ser el apropiado para estudiar algunas de las condiciones que determinan esta clase de tipo de interés a largo plazo. Estoy también de acuerdo con el Dr. Hayek cuando refuta la célebre frase de John Stuart Mili de que «no hay nada más insignificante en la economía de una sociedad que el dinero», cuestión ésta que aborda y expresa de forma admirable en el pasaje siguiente del último capítulo de su obra: También significa que la labor de la teoría monetaria es mucho más amplia de lo que habitualmente se supone; esa labor es nada menos que cubrir por segunda vez todo el campo tratado por la teoría pura bajo el supuesto del trueque, e investigar qué cambios son necesarios en las conclusiones de la teoría pura cuando se introduce el intercambio indirecto. El primer paso hacia la solución de este problema es liberar a la teoría monetaria de las ataduras que ha generado una concepción demasiado estrecha de su objetivo. V Sólo me queda ocuparme de las críticas que hace Hayek a la terminología que utilizo en mi obra, y con este propósito ofrezco las notas que siguen. 1. No es cierto, como el Dr. Hayek dice al comienzo de la p. 274, que yo compare los precios pagados por los factores de la producción exclusivamente con los precios de los bienes de consumo terminados. El Dr. Hayek olvida que los «nuevos bienes de inversión» comprenden, según mi propia definición, aquellos bienes de consumo en curso de fabricación. No obstante, el señor Hawtrey me ha indicado que las variaciones en el valor de los productos no acabados se anulan en su mayor parte en mi nivel de precios. Como él señala: «Sólo en el caso en el que el aumento de la inversión incluya el aumento neto en la existencia de los productos semiterminados el nivel de los precios se verá afectado en la dirección contraria a los precios de los productos intermedios. En la práctica, podemos tratar el nivel de precios del señor Keynes como un nivel de precios de los productos terminados, sujeto sólo a una ligera corrección para los casos de los productos semiterminados en determinados casos.» Así pues, este punto merece alguna explicación más de la que yo di en mi libro. 2. ¿Acaso dice el Dr. Hayek al final de la página 275 y al comienzo de la página 276, que yo debía haber incluido en mi Q2 los beneficios que derivan de la propiedad de los bienes de capital existentes que han aumentado de valor así como los que surgen como consecuencia de la producción corriente de bienes de capital? Para ciertas aplicaciones yo no tendría inconveniente en mezclar estos dos tipos de beneficios, pero para otras, y en especial cuando tratamos del nivel de precios de la producción (que por su propia naturaleza distingue el nuevo capital del antiguo), evidentemente es necesario distinguir entre ellos. 3. Yo no separo el proceso de reproducción del capital existente y la adición de nuevo capital, (p. 278). Computo la depreciación del capital existente como una «desinversión» y su «reposición» como una «inversión» y lo tengo en cuenta así a la hora de calcular mi producción agregada neta y mi inversión neta. 4. En el primer párrafo de la página 279 el Dr. Hayek pasa por alto mi distinción entre el coste y el valor de la inversión. Pero tanto aquí como en otro lugar (p. 281), el Dr. Hayek

critica también la noción de «cantidad de capital» considerándola inválida sobre la base de que los distintos bienes que integran esta categoría no son idénticos y, por consiguiente, no son susceptibles de medida. Pero sencillamente éste es el mismo problema que conlleva el concepto de «nivel de los precios» y el concepto asociado de los salarios reales cuando tienen lugar cambios en el complejo de bienes que los integran. Esto lo he discutido con amplitud en el Libro 2 del Treatise y es un problema que se presenta siempre en todo tipo de teorías monetarias parecidas. 5. Un examen del contexto al que se refiere el Dr. Hayek en la primera mitad de la p. 281 demuestra que uno se refiere al valor de la inversión corriente y el otro al valor total de la inversión. 6. Tengo que reconocer la confusión verbal de la que se queja Hayek al final de la página 281. El objeto de la definición de la página 130, como se deduce del contexto, es distinguir entre la «producción» de bienes de consumo tal y como quedan definidos en la página 127, y por implicación en la página 135 que incluye sólo los bienes de consumo terminados que acceden al mercado, de la producción de bienes de consumo que recogen el trabajo efectuado durante cualquier periodo de bienes que al final serán bienes de consumo. Desafortunadamente, mientras yo hablo de producción de bienes de consumo en la primera sección del párrafo en cuestión, en la segunda hablo de «aquellos bienes de consumo» sin darme cuenta de que la expresión aquellos se refiere a la expresión «producto o producción», utilizada cuatro líneas antes en conexión con los «bienes de capital». Si el Dr. Hayek leyera «la producción de bienes de consumo (en lugar de aquellos bienes de consumo), tanto en la segunda frase del párrafo como en la primera, descansaría. Este es un desliz que me temo habrá sobresaltado por el momento a muchos lectores. Pero que haya dejado al Dr. Hayek en una permanente confusión acerca de lo que yo quiero decir con «producción de bienes de consumo» en la página 135 y a lo largo del libro es todo un síntoma, pienso yo, de que todavía un banco de pesada niebla sigue separando su mente de la mía. Capítulo V RÉPLICA AL SEÑOR KEYNES Como he recibido el texto anterior demasiado tarde para poder terminar e incluir en este número de Económica la segunda parte, más sistemática, de mi artículo en la que esperaba poder aprovechar las explicaciones que tuviera a bien ofrecer el señor Keynes, me limitaré aquí a hacer una serie de comentarios sobre su nota de réplica anterior reservándome el tratamiento completo del conjunto de problemas planteados para esa segunda parte de mi artículo principal. Por desgracia, tengo la impresión de que la réplica del señor Keynes a la primera parte de mi artículo principal no aclara la mayoría de las dificultades que yo había señalado de su libro con la intención de poder mejorar las bases de partida para una discusión más amplia de estos temas. En lugar de dedicar su respuesta a clarificar cada una de las ambigüedades que yo le había ido señalando, y cuya existencia no puede negar, replica a mi artículo, en esencia, mediante la formulación de una acusación terminante de confusión dirigida, no al artículo en cuestión, sino a otro trabajo mío, e incluso en este caso me resulta imposible replicar, pues no concreta en ningún momento cuáles sean esas confusiones. Me veo, pues, obligado a decir que aunque estoy bien dispuesto y deseoso de considerar cualquier clase de crítica que el señor Keynes quiera hacerme, no veo la forma de hacerlo mientras esa crítica consista en una condena generalizada de mis teorías sin ofrecer prueba alguna que la fundamente. No puedo creer que el señor Keynes esté tratando de distraer la atención del lector respecto a las objeciones que le han sido hechas a su análisis a base de ir lanzando improperios y sólo puedo esperar a que, después de que mi artículo

haya aparecido terminado, no sólo tratará de refutar mis objeciones de una forma algo más concreta, sino también de fundamentar su contra crítica. De momento sólo quisiera llamar la atención, otra vez, sobre ciertos aspectos confusos de su exposición y su terminología que no ha aclarado en su réplica y que, a pesar de lo que ha dicho en ella, me parece que son la base de la posición general que adopta en el tema. Es lamentable que en ninguno de los casos en los que yo he señalado que sus términos pueden ser interpretados en sentidos diferentes haya dado una contestación firme sobre cuál haya de ser la que debería prevalecer. Por ejemplo, sigue sin aclaramos lo que entiende por inversión. Sigo sin saber qué significa exactamente para el autor ese término, y lo mismo puedo decir del concepto de beneficio agregado no esperado. En realidad, hasta que no me aclare el concepto de inversión no puedo saber en qué sentido emplea ese concepto de beneficio. ¿Es un beneficio o es una variación en el valor de la inversión de capital existente? ¿Forma parte el interés de lo que él ha llamado el tipo de retribuciones de eficiencia de los factores de la producción? Y si es así, ¿cómo se calcula el promedio de las retribuciones del capital y de los restantes factores para llegar a aquel concepto? Y si no lo es (como parece deducirse del pasaje de la página 211 del vol. 1 de su Treatise), ¿cómo entra en escena el interés? La inversión implica necesariamente que el resultado del gasto llevado a cabo en un periodo a menudo se vende en un periodo que es más corto o más largo que aquél. La E que representa el coste de la producción corriente no necesita ser idénticamente igual a la E que representa la renta monetaria corriente. ¿Cómo se tiene en cuenta esto en las ecuaciones fundamentales? ¿Es correcta la ecuación que yo he deducido en mi artículo para P' y que el señor Keynes no formula? Todas estas son cuestiones a las que el señor Keynes tiene que contestar si quiere que su lector entienda lo que quiere decir. La verdad es que yo esperaba que un autor al que se le ha puesto de manifiesto que una buena parte de los conceptos que utiliza son ambiguos y están definidos, muchas veces, en formas distintas y contradictorias, desplegara mayor interés por clarificar el sentido en el que quiere que sean entendidos. ¿Acaso sería mucho recordarle la obligación que tiene de dar una definición inequívoca de sus conceptos? Dicho esto y para ir directamente a lo que Keynes considera, probablemente con verdad, el punto principal de nuestras diferencias, tengo que decir que es totalmente cierto que mientras yo he señalado que el señor Keynes no acepta coherentemente la idea de que la divergencia entre el ahorro y la inversión sólo puede producirse como resultado de un cambio en la cantidad efectiva de dinero, he supuesto que él quería decir fundamentalmente esto cuando nos habla de que el dinero se encuentra por encima o por debajo de la inversión. Me he visto obligado a hacerlo de esta forma porque he sido incapaz, y lo sigo siendo, de detectar en su Treatise y en todas sus aclaraciones posteriores otra posible explicación y porque me resisto a creer, como estoy a punto de hacer ahora, que el señor Keynes pueda considerar su análisis de las relaciones entre beneficios e inversión una explicación suficiente e independiente de la forma en que aparecen estas divergencias o diferencias. Tal y como yo la entiendo en este momento, su posición es que el exceso del ahorro sobre la inversión surge cuando una parte de ese ahorro, en lugar de destinarse a nuevas inversiones, se destina a cubrir pérdidas. Vamos a considerar el caso más sencillo y que, conforme a sus supuestos, se encontraría dentro de esta categoría. Si un empresario que no consigue su normal remuneración esperada como tal empresario reduce en consecuencia su gasto personal (en la terminología de Keynes, en la medida en que ese gasto se encuentra por debajo de la remuneración «normal» del empresario esto constituiría un ahorro) y sigue haciendo frente a los costes de la producción corriente igual que antes, entonces esa clase de «ahorro» no tiene su contrapartida en la inversión. Esto es así sin duda alguna, dada la definición que se hace del concepto, pero nos deja sin explicar cuál es la causa de que el ahorro supere a la inversión o, lo

que es igual, cómo aparecen esas pérdidas agregadas, porque el ahorro y la inversión son ex definiciones iguales. Decir que el exceso del ahorro sobre la inversión es la causa de esas pérdidas agregadas no esperadas (o a la inversa) no tiene sentido alguno. La verdad es que existe sólo la clase de desequilibrio que se ha dado por supuesto desde el comienzo al hacer la hipótesis de cómo surgen esas pérdidas inesperadas y descartar el supuesto de que la causa original y no especificada pudiera eliminarse mediante el sistema bancario cubriendo la diferencia a base de conceder más crédito a los inversores. Y lo peor de todo es que esta descripción de la relación entre los «beneficios inesperados», el «dinero» y la «inversión» que puede surgir al tiempo que la cantidad efectiva de dinero permanece inalterada no explica de ninguna forma cómo esos «beneficios inesperados» pueden ser iguales a la diferencia en más de la «inversión» sobre el «ahorro». Mientras el dinero vaya a alguna parte y no se atesore y no se añada dinero nuevo (esto es lo que quiere decir el supuesto de constancia en la cantidad efectiva de dinero), es difícil ver cómo puede aparecer esa diferencia entre los ingresos y gastos agregados de los empresarios que da lugar a esos beneficios agregados no esperados en el sentido de Keynes. ¿Qué significa realmente eso de que una parte del ahorro corriente se utiliza para cubrir las pérdidas en la producción de bienes de consumo, ya sea de una forma directa por el método supuesto antes o indirectamente por los empresarios que experimentan las pérdidas vendiendo sus activos ilíquidos a los ahorradores? Esto tiene que querer decir que aunque la producción de bienes de consumo sea ahora menos rentable y aunque también el tipo de interés haya descendido haciendo ahora relativamente más atractiva la producción de bienes de inversión, los empresarios continuarán produciendo las dos clases de bienes (de consumo y de inversión) en las mismas proporciones que hacían antes. Pero yo me pregunto: ¿Qué fundamento tenemos para hacer esta clase de supuesto? La tesis de Keynes de que no existe en el sistema económico un mecanismo automático que mantenga iguales el ahorro y la inversión podría extenderse con el mismo fundamento para decir que en el sistema económico no hay un mecanismo que permita a la producción adaptarse a los cambios en la demanda. Y ahora es cuando empiezo a preguntarme si el señor Keynes habrá reflexionado alguna vez sobre cuál sería la función del tipo de interés en una sociedad en la que no existiera el sistema bancario del que hoy disponemos. Por descontado, todo esto es la consecuencia directa de algo que ya resalté en mi primer artículo, y es que al señor Keynes no parece haberle interesado nunca analizar los problemas fundamentalmente no monetarios que presenta la producción capitalista. El nos dice ahora que no tenemos una teoría del capital satisfactorio, y hasta cierto punto puedo estar de acuerdo con él en esto. Pero la respuesta elemental es que, aun siendo así, es mejor servimos de la que tenemos que tratar de construir un edificio teórico como el suyo sin teoría del capital alguna. Pues bien, lo más aprovechable de esa teoría se encuentra en Böhm Bawerk y en Wicksell. Él deja a un lado esa teoría no porque piense que está equivocada o es errónea, sino simplemente porque nunca se ha tomado la molestia de familiarizarse con ella, lo que se demuestra bien por el hecho de que encuentre ininteligible mi intento de desarrollar algunos aspectos de esta teoría, aspectos que no sólo son esenciales para abordar el problema que estamos discutiendo aquí, sino que, como demuestra la experiencia, pueden muy bien comprender todos aquellos que han estudiado seriamente las doctrinas de Böhm Bawerk y Wicksell. Pero para contestarle en un punto concreto, no veo dificultad alguna en definir el «ahorro» (o el «ahorro voluntario», que en el sentido de Keynes es sólo «ahorro», puesto que lo que yo llamo «ahorro forzoso» es simplemente una «inversión» que excede al «ahorro») en el viejo sentido de abstenerse del consumo que sería posible sin disminuir el valor del capital existente, Su objeción a esto se basa, en primer lugar, en el supuesto a priori de que un aumento del ahorro y la consiguiente reducción del interés no tendrá ningún efecto sobre la producción

corriente de bienes de inversión. Pero este es un supuesto completamente arbitrario. Yo creo que si Keynes reflexionara, aunque sólo fuera un momento, sobre lo que sucede normalmente cuando el ahorro aumenta y ninguna otra circunstancia impide que lo haga también la inversión en igual cuantía (pienso que no puede negar que esto sucede así alguna vez) no podría dejar de percatarse de que sólo factores monetarios especiales (como el atesoramiento o un aumento o disminución de la cantidad de dinero) pueden impedir que esa variación del ahorro afecte directamente y en la misma dirección a la inversión. Pero aunque esto no fuera así, que no es el caso, no está claro cuál es la razón de que la renta monetaria agregada (incluyendo los beneficios) tuviera que descender a consecuencia de ese aumento del ahorro. Cuando los productores de bienes de consumo experimentan pérdidas porque los compradores de estos bienes ahorran parte de las rentas que venían gastando en esos bienes, pero continúan produciendo la misma cantidad que antes porque cubren con nuevos créditos de los ahorradores esas pérdidas, no puedo entender cómo puede caer la renta monetaria total (entendida en términos amplios). Por lo que se refiere al concepto de tipo natural de interés de Keynes y otros temas relacionados, son cuestiones que tendremos que tratar en la segunda parte de mi artículo principal. Anexo: Correspondencia entre Hayek y Keynes 1.

Keynes a Hayek el 10 de diciembre de 1931

Querido Hayek, Quiero saber si podría usted aclararme algo más la definición de ahorro que hace usted en la página 402 del número de noviembre de la revista Económica, donde dice que el ahorro consiste en «la abstención de gastar en consumo que cabría hacer sin disminuir el valor del capital existente». Encontraría esto mucho más claro si me diera usted una fórmula que mostrara cómo se mide el ahorro. Al mismo tiempo también me gustaría saber cuál es la diferencia en su terminología entre el «ahorro voluntario» y el «ahorro forzoso». Atentamente, J.M. Keynes 2.

Hayek a Keynes el 15 de diciembre de 1931

Querido Keynes, Aunque una expresión algebraica Completamente satisfactoria del ahorro sería un tanto complicada debido a que el concepto de «mantenimiento del capital existente» exigiría llevar a cabo la medición de ese capital, es decir el periodo medio de inversión, creo que para cubrir los objetivos que perseguimos la definición que sigue será suficiente: Del total de los ingresos monetarios de la sociedad o de la circulación efectiva M (habida cuenta de la velocidad de Circulación), una cierta proporción pM tiene que ser reinvertida constantemente con objeto de mantener el capital existente. Por lo tanto (lp)M estará disponible para la adquisición de bienes de consumo. Si (lp)M se gasta realmente en bienes de consumo, entonces no hay ahorro (ni positivo ni negativo); pero si se gasta una cantidad más pequeña (lps)M en bienes de consumo, entonces sM es la cantidad ahorrada que puede o no ser utilizada para aumentar la cantidad total de inversiones nuevas o de reposición hasta (p+s)M, en cuyo caso sM será la inversión nueva. Si sM no se utiliza para nuevas inversiones sino que se atesora, entonces la circulación efectiva disminuye exactamente en la diferencia entre el ahorro y las nuevas inversiones. Pero si por encima del límite que el ahorro impone a las nuevas inversiones se

suministra dinero a crédito adicional en cuantía aM, entonces la inversión superará al ahorro en (p+s+a)M(p+s)M = aM. No obstante, si el dinero nuevo se añade en un momento en el que sólo una parte de los ahorros corrientes, isM, es la que se está invirtiendo, entonces el exceso de la inversión sobre el ahorro será solamente (p+is+a)M (p+s)M = (is+as)M. Yo llamo «ahorro forzoso» en contraste con el «ahorro voluntario» sM, a la cantidad aM o (is+as)M según los casos. Estoy enteramente de acuerdo con usted en que sería mejor no utilizar la palabra ahorro en conexión con lo que yo he llamado «ahorro forzoso» para hablar de la inversión que supera al ahorro. Pero desafortunadamente el hecho de que usted utilice los términos «ahorro» e «inversión» en un sentido diferente hace difícil ahora, para mí, adoptar lo que evidentemente es una terminología mejor sin crear confusión. En la base de nuestras discrepancias se encuentra precisamente el significado diferente que atribuimos a estos conceptos, y ésta será una de las tesis principales de la segunda parte de mi artículo, donde sostengo que mientras es esencial para el equilibrio que el ahorro y la inversión sean iguales cuando estos términos se emplean en el sentido en que yo lo hago, me parece que no hay razón alguna para que lo sean cuando se emplean con el sentido en que lo hace usted. Atentamente, F.A. Hayek 3.

Keynes a Hayek el 16 de diciembre de 1931

Querido Hayek, Muy agradecido por su carta que pone las cosas mucho más claras para mí. Hay, no obstante, dos expresiones sobre las que me gustaría todavía que me proporcionara alguna explicación más. Cuando, al comienzo de su segundo párrafo, habla usted de «velocidad de circulación», ¿podría decirme usted de un modo preciso cuál es su definición de este término? Porque calculo que hay al menos nueve sentidos precisos con los que este término viene siendo utilizado por los economistas contemporáneos y algunos de ellos difieren poco, pero sutilmente, unos de otros. En segundo lugar, cuando usted habla de mantener constante la existencia de capital, ¿se refiere al valor monetario del capital existente o a su equivalente en términos físicos? Atentamente, J.M. Keynes 4.

Hayek a Keynes el 19 de diciembre de 1931

Querido Keynes, He utilizado el término «velocidad de circulación» sólo para servirme de una expresión abreviada que me permitiera, creía yo, dar una explicación inequívoca de lo que quiero dar a entender por «circulación efectiva», pero normalmente no suelo emplear este concepto. Mi enfoque de estos problemas se encuentra más en la línea del concepto de saldos de efectivo desarrollado por Mises en su Theorie des Geldes und der Umlaufsmittél (1912). Por supuesto, cuando hablo de mantener constante el capital, no me refiero al valor monetario del capital. Dar una definición exacta que se pudiera mantener en toda circunstancia me llevaría mucho espacio, pero si hacemos el supuesto simplificador de que la suma total de los factores originales de la producción no varía, entonces se podría decir que el capital total, a mantener constante, se debería corresponder siempre con el producto de estos factores durante cierto número de años, lo que viene a ser otra forma de decir que el periodo de inversión

permanezca constante. Se me ha indicado que el profesor Pigou, en el capítulo cuarto de la tercera edición de su Economics ofWelfare, trata este tema de acuerdo con mis puntos de vista. Atentamente, F.A. Hayek 5.

Keynes a Hayek el 23 de diciembre de 1931

Querido Hayek, Muchas gracias por su carta del 19 de diciembre. Lamento ser algo pesado, pero lo que realmente quería saber era el significado que tiene para usted la expresión «circulación efectiva». ¿Quiere usted dar a entender con ello lo que los americanos llaman la cifra agregada de todos los adeudos bancarios, es decir el movimiento de pagos, o se refiere usted a algo distinto? Atentamente, J.M. Keynes 6.

Hayek a Keynes el 25 de diciembre de 1931

Querido Keynes, Lamento no haber entendido su pregunta. «La circulación efectiva total», tal como la entiendo y como pensaba que usted la había entendido en la página 393 de su artículo de Económica, donde habla del «sentido absolutamente ininteligible» en el que empleo este concepto, es sencillamente el total de todos los pagos monetarios efectuados (en efectivo, mediante cuentas banca rias o de cualquier otra forma) durante un periodo arbitrario de tiempo. Atentamente, F.A. Hayek 7.

Keynes a Hayek el 25 de diciembre de 1931

Eso es lo que yo pensaba que usted quería decir, y ahí radica precisamente mi dificultad. En su primera carta del día 15 de diciembre, al hablar de la «circulación efectiva de M», me pareció, a juzgar por el contexto, que usted quería dar a entender algo parecido a lo que podríamos llamar la «renta agregada», que no es lo mismo que el movimiento monetario agregado. Si M significa movimiento monetario, ¿cuál es la razón de que «una cierta proporción pM sea constantemente reinvertida para mantener constante el capital existente»? No veo la forma de percibir qué relación existe entre el movimiento agregado de dinero y la reposición de capital que se necesita para mantenerlo constante. 8.

Hayek a Keynes el 7 de enero de 1932

Querido Keynes, Al regreso de una reunión en Reading y después de unos días de estancia en el campo, encuentro su carta del pasado 25 de diciembre. La cuestión que usted me plantea, en verdad, es de una gran importancia, y si hubiera pensado que usted tenía dificultades en este punto, hace tiempo que hubiera tratado de aclararlo. Sin embargo, cuando usted escribió en la página 397 de su artículo de Económica que usted considera la reposición de «desinversión» como una inversión, creía que usted lo había visto. Si tomamos una sociedad estacionaria, donde no hay ahorro ni inversión neta (en su sentido), para mantener constante el capital se necesitará llevar a cabo un proceso continuado de reproducción del capital. En el caso del capital circulante esto quiere decir que su cuantía total tendrá que ser sustituida como mínimo una vez al año y en el caso del capital fijo la depreciación anual. Si tomamos el caso más sencillo, al que desafortunadamente me limité tal vez

excesivamente en mi Prices and Production; es decir, el caso en que todo el capital existente debe su existencia a una de las razones que hacen necesaria la existencia de capital, a saber: la duración del proceso de producción (la otra sería la durabilidad de muchos instrumentos de capital) y por tanto todo el capital sería «circulante» en el sentido habitual de esta palabra —que, dicho sea de paso, es un término bastante desorientador, porque este capital circulante se diferencia del capital fijo sólo desde un punto de vista individual pero no desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto—, resulta bastante claro que la continuidad del proceso de producción exige en cada una de las fases una desinversión y reinversión constante. Por tanto, si suponemos que los bienes pasan de un estadio de la producción al siguiente en cada periodo de tiempo, habrá una constante corriente de dinero dirigida a los productos intermedios que, en términos más o menos aproximados, superará a la que se dirige a los bienes de consumo en tantas veces como el número medio de periodos de tiempo que separa la aplicación de los factores originales de la producción y la terminación de los bienes de consumo (mis disculpas por esta terrible frase «germana»). La proporción entre la demanda de bienes de consumo y la demanda de productos intermedios se corresponderá exactamente con la duración del periodo medio de producción sólo en el supuesto de que los bienes pasen de un estadio de la producción al siguiente a intervalos iguales correspondientes a la unidad del periodo. Lo que dependerá de la organización de la industria y, dada ésta, cambiará con cada cambio en la cantidad de capital existente, o, lo que es lo mismo, con la longitud del periodo medio de producción, y seguirá siendo diferente mientras la cantidad de capital continúe a su nuevo nivel (y no sólo mientras la cuantía del capital esté cambiando). La situación no es fundamentalmente distinta si tomamos el otro caso ideal en el que la existencia de capital se debe por completo a la otra de las causas que dan lugar a su existencia, la durabilidad de los instrumentos del capital. Si suponemos que el proceso real de producción de los instrumentos, así como el de los bienes de consumo terminados, no lleva un periodo apreciable de tiempo, y por tanto todo el capital existente es «fijo» y no circulante, resulta claro que para mantener el capital constante se necesitará reponer la maquinaria durante el periodo en proporción a su depreciación. En una sociedad estacionaria esa proporción vendrá determinada en función de la cuantía y su vida útil, y como la cuantía del capital existente en un momento determinado del tiempo es igual necesariamente al valor actual de las corrientes de bienes de consumo producidos cada año durante el promedio de años de vida útil de las máquinas, la demanda anual de máquinas estará en proporción con la producción anual de bienes de consumo que está determinada por la duración media de las máquinas. Naturalmente, el problema es algo más complicado cuando combinamos, al objeto de acercarnos más a la realidad, los dos factores que determinan la existencia del capital. La forma más sencilla de resolver este problema me parece que es la de reducir a un denominador común «la duración del proceso» en su sentido más estricto y la duración de los instrumentos, mediante el concepto de «longitud media del proceso de producción», en su sentido más amplio. Soy consciente también de que en Prices and Production he tratado la durabilidad de una forma muy de pasada, pero lo hice así para facilitar las cosas y porque creía que los conceptos de longitud del periodo medio de producción de Böhm Bawerk eran más conocidos. No obstante, he tratado con mayor extensión estos temas en las secciones IXXI de mi «Paradoja del Ahorro». Muy atentamente, F.A. Hayek 9.

Keynes a Hayek el 12 de enero de 1932

Querido Hayek,

Muchas gracias por tomarse tantas molestias con mis preguntas. El punto que usted trata no era realmente el que me inquietaba. Entiendo perfectamente que se precisa una parte de la renta para atender la depreciación del capital e incidentalmente en el curso de lo que usted dice pienso que aclara muy bien los supuestos subyacentes en su conclusión. Yo diría lo siguiente: Me resulta claro que en una sociedad estacionaria la suma que se precisa para hacer una amortización adecuada es una proporción uniforme de la renta anual, y por lo tanto, si suponemos que el movimiento de efectivo guarda una relación fija con la renta anual, se (deduce que en una sociedad completamente estable, en la que además el movimiento de efectivo guarda una proporción fija con la renta anual, la deducción por amortización será una proporción fija del movimiento de efectivo. Doy por hecho que lo que usted dice en su artículo se basa en estos supuestos. Hasta aquí, conforme; pero necesitaría saber, si su definición de ahorro es de aplicación general, qué sucedería en una sociedad progresiva, o en una sociedad en la que, por ejemplo, las nuevas invenciones provocan la obsolescencia de la planta existente (como algo diferente de la mera depreciación) y donde no hay una relación estable entre el movimiento de efectivo y la renta nacional (por ejemplo, en 1931 la relación entre los dos, aquí o en América, era muy distinta de la de 1929). Atentamente, J.M. Keynes 10.

Hayek a Keynes el 23 de enero de 1932

Querido Keynes, He tenido una ligera gripe que me ha impedido trabajar, por lo que le ruego me disculpe si la contestación a su última carta se produce con cierto retraso. Si usted elimina el supuesto de simplificación de la constancia de mi «coeficiente de transacciones monetarias», realmente es imposible dar una definición puramente monetaria del ahorro. En este caso, para saber qué inversión nueva se precisa para compensar las decisiones individuales de ahorro de los perceptores de renta, se necesita hacer un estudio detallado de la estructura real de la producción. En el caso de la obsolescencia que usted plantea; es decir, en el caso de las pérdidas en el valor del capital producidas por las nuevas invenciones, la cuestión de cuánta inversión nueva se precisaría para compensar el volumen de ahorro tal y como usted lo entiende (es decir, el ahorro bruto) sólo se puede contestar sobre la base de un concepto absolutamente inequívoco de inversión nueva. Creo que la forma más adecuada de abordar este tema es abandonar por completo y en conexión con esto la distinción entre nueva inversión y reinversión y arrancar de la proporción que debería existir entre el consumo y la inversión total que tendría que existir si quisiéramos mantener de forma permanente la estructura de la producción ya existente. La inversión total en este sentido incluye no sólo, como parece deducirse de su carta, la cuota de renta necesaria para cubrir la depreciación del capital fijo, sino también la reinversión constante de todo el capital circulante. Y lo que todavía es, tal vez, más importante, si el «coeficiente de transacciones monetarias» varía, ello no quiere decir que se precise una corriente de dinero constante para la inversión. Si una empresa determinada que acostumbra a comprar todos los años cierto número de máquinas para sustituir a las antiguas decide producirlas en sus propias fábricas, la suma de dinero utilizada para adquirir bienes de inversión descenderá, pero la suma de la inversión total no habrá cambiado. En estas condiciones es imposible medir la inversión simplemente en términos monetarios y la única medida posible de la cantidad invertida es el

promedio de tiempo durante el que el total de los factores de producción están siendo invertidos. Naturalmente, una de las tareas más difíciles de la teoría monetaria es determinar qué cambios monetarios se precisan para compensar las variaciones en la organización de los negocios. No obstante, los dos problemas principales son: qué efectos tienen las variaciones en esa proporción, supuesto que se ajuste así cuando las rentas totales son constantes, y, en segundo lugar, cuál es el efecto de las variaciones en las rentas totales. La parte esencial de mi teoría es que las fluctuaciones en las proporciones entre la renta total y las inversiones totales, que es lo que constituye el ciclo de los negocios, y en particular las variaciones que favorecen la renta respecto a las inversiones, es lo que conduce a la destrucción del capital y a la crisis. Incluso las variaciones en las rentas totales afectarán a la producción a través fundamentalmente de esta proporción, aunque en un sistema en que los precios son muy rígidos esto naturalmente tendrá graves consecuencias incluso si esta proporción permaneciera sin cambio. Para volver al caso particular de la obsolescencia que me proponía discutir, si en una rama industrial concreta algunas empresas son incapaces de ganar lo suficiente para cubrir las cuotas de amortización de su capital fijo porque otras empresas equipadas con maquinaria más moderna las reducen —que es lo que entiendo se quiere decir esencialmente con el término obsolescencia—, el efecto es que estas empresas tendrán que reducir sus inversiones. Si al mismo tiempo ninguna otra invirtiera más de lo necesario para mantener su capital, esto quiere decir que la demanda de inversión disminuirá de forma permanente en esa cantidad. No obstante, y en la medida, por ejemplo, en que las empresas que usan esas nuevas máquinas son capaces de hacer nuevas inversiones con sus beneficios extraordinarios, estas inversiones en principio se requerirán para mantener constante su capital, y en este sentido no constituyen una adición neta a la inversión y no hacen necesario el aumento de la producción total de bienes de capital. La producción de bienes de inversión en este caso no habrá variado y, no obstante, el ahorro superará a la inversión, porque los ahorros de un grupo de gentes se necesitarán para cubrir las pérdidas de otro grupo. Exigir que en un caso así la producción de bienes de inversión deba elevarse en cuantía igual a los ahorros, como usted parece que hace, me resulta dudoso, puesto que no hay razón por la que ese aumento de la inversión respecto al consumo se mantenga. Me propongo tratar este aspecto del problema en la segunda parte de mis «Reflexiones» cuyas pruebas ha leído ya usted. Atentamente, F.A. Hayek 11.

Keynes a Piero Sraffa y R. F. Kahn el 1 de febrero de 1932

¿Cuál es el próximo movimiento? Siento que el abismo se abre. No obstante, no puedo evitar la impresión de que hay algo interesante en todo esto. 12.

Keynes a Hayek el 11 de febrero de 1932

Querido Hayek, Debería haber acusado recibo de su carta del día 23 de enero mucho antes, pero he estado ocupado en asuntos diferentes a los de la teoría pura. Su carta me ha ayudado mucho para captar su idea. Creo que usted me ha aclarado ya todo lo que se puede pedir por medio de la correspondencia. Creo que no podríamos llevar el asunto más allá salvo que ampliáramos su argumentación a un caso más real que el ejemplo simplificado que hemos estado debatiendo. Y evidentemente esto es materia más para un libro que para una correspondencia.

Pero yo me quedo con la sensación de que no acierto a saber, cuando leo sus libros, qué supuestos de simplificación son los que introduce o qué efecto tendrían sobre el argumento si se levantaran. Esto es todavía más importante cuando se consideran las aplicaciones prácticas que cuando lo que se hace es iniciar una larga investigación teórica, que en su primera fase hace casi siempre deseable el establecimiento de supuestos de simplificación. Volviendo al punto que motivó el comienzo de nuestra correspondencia. Me he quedado donde empecé, a saber: qué es lo que usted quiere dar a entender con los términos de «ahorro voluntario» y «ahorro forzoso», en cuanto fenómenos que quepa aplicar al mundo real en el que vivimos, aunque pienso que ahora he conseguido entender lo que usted quiere dar a entender con ellos en ciertos casos especiales, lo cual, de alguna manera, me proporciona una idea general de lo que usted tiene en mente. Muchas gracias por haberme contestado en forma tan completa. Atentamente, J.M. Keynes 13. Keynes a Hayek el 29 de marzo de 1932 Querido Hayek, Por supuesto, le reservaré el espacio necesario en el número de junio del Journal para la réplica a Sraffa. Pero que no sea más larga de lo necesario. El problema de las controversias, desde el punto de vista del editor, es que no tienen fin. Su manuscrito no debería llegarme después del uno de mayo. Aunque he estado ocupado en otras muchas cosas y no he tenido tiempo de estudiar con la atención debida su artículo de Económica, hay uno o dos puntos que tal vez valga la pena tratar por separado del tema principal. Dudo que vuelva a la carga en Económica. Estoy tratando de reformular y mejorar mi posición central y probablemente ésta es una forma mejor de emplear el tiempo que dedicarlo a una controversia. Atentamente, J.M. Keynes XI Al final de su resumen del argumento contenido en aquellas secciones del Treatise que se discutieron en la primera parte de este artículo Keynes escribe: Si el sistema bancario controla las condiciones del crédito, de forma que el ahorro y la inversión sean iguales, entonces el nivel general de los precios será estable y será el que corresponda a la tasa media de remuneración de los factores de producción. Si el sistema bancario relaja las condiciones del crédito, los precios se elevarán, aparecerán beneficios agregados inesperados, los patrimonios se incrementarán más rápido que los ahorros, como consecuencia de que las rentas del público, en general, valen menos; la diferencia está siendo transferida a los bolsillos de los empresarios en forma de ganancias de capital; los empresarios compiten unos con otros por los servicios de los factores de producción y sus tasas de remuneración tienden a elevarse, hasta que sucede algo que modifica las condiciones de crédito y las aproxima a lo que exigen las condiciones de equilibrio. Esto nos lleva a la primera y en muchos aspectos la más importante de las cuestiones que tenemos que considerar en este artículo: la teoría del tipo bancario de interés del señor Keynes. El concepto fundamental sobre el que se basa su análisis es la idea del tipo natural de interés de Wicksell o tipo de interés de equilibrio; es decir, la tasa a la que las nuevas inversiones igualan a los ahorros, una definición del concepto de Wicksell sobre la que probablemente sus seguidores estarían de acuerdo. Realmente, cuando se lee la exposición del señor Keynes, a

cualquier estudiante formado en las enseñanzas de Wicksell le parecerá que se mueve en un terreno que le resulta familiar; sus sospechas empiezan a aparecer cuando llega a las conclusiones, y entonces descubre que detrás de una definición que es idéntica en términos verbales se esconden diferencias fundamentales (a causa de la peculiar definición que hace Keynes del ahorro y la inversión). Porque el significado que da Keynes a sus términos «ahorro» e «inversión» difiere del habitual. De aquí que el tipo de interés que equilibrará el «ahorro» y la «inversión» en el sentido de Keynes es completamente distinto del tipo de interés que debería mantener ese equilibrio en los términos habituales. El rasgo más característico de la explicación del señor Keynes de una desviación del tipo de interés real, a corto plazo, de su posición «natural» o de equilibrio es su insistencia en el hecho de que esto puede suceder con independencia de lo que ocurra con la cantidad efectiva de dinero. Su insistencia en este punto es de tal naturaleza que a pocos lectores pasará inadvertido que eso es lo que él trata de demostrar. Pero, a la vez, y mientras él quiere dejar ciertamente bien sentada esta proposición, yo no encuentro prueba alguna de ella en todo el Treatise. Realmente, en todos los puntos clave el supuesto que parece deslizarse, sin apenas percibirlo, es que esta diferencia sólo es posible por un cambio necesario en la oferta de dinero. La razón de su creencia en que la diferencia entre el ahorro y la inversión puede aparecer sin que los bancos varíen la circulación monetaria no está demasiado clara en la primera sección del capítulo correspondiente. En esta sección distingue tres líneas diferentes de pensamiento dentro de la doctrina tradicional, pero sólo la primera y la tercera tienen conexión con este asunto; la segunda, relacionada con los efectos del tipo bancario de interés en los movimientos internacionales de capital, podemos dejarla a un lado por el momento. De acuerdo con el señor Keynes, la primera de estas líneas de pensamiento «considera el tipo de interés bancario simplemente como uno de los medios de regular la cantidad de dinero bancario», mientras la tercera «concibe el tipo bancario de interés como regulador, en alguna medida, de la tasa de inversión, y quizás, en el caso de Wicksell y Cassel, de la tasa de inversión respecto a la de ahorro». Pero como el propio Keynes entiende en otro lugar, no hay un conflicto necesario entre estas dos teorías. La relación obvia entre ellas, que cualquier lector de Wicksell no tiene dificultad en comprender —y que fue sostenida por el propio Wicksell— es que, puesto que, bajo las actuales condiciones monetarias, las variaciones en la cantidad de dinero en circulación se producen básicamente mediante la expansión y contracción de los créditos, y puesto que el dinero tomado a interés se usa con preferencia para hacer inversiones, cualquier aumento de la oferta monetaria que no esté compensado por una variación en sentido contrario de la velocidad de circulación producirá, con bastante probabilidad, un exceso de la inversión sobre el ahorro, y cualquier descenso el fenómeno contrario, un exceso del ahorro sobre la inversión. Pero Keynes cree que la teoría de Wicksell era distinta de ésta y de hecho más parecida a la suya, en apariencia, porque Wicksell pensaba que «una y la misma» tasa de interés puede servir para hacer el ahorro y la inversión iguales y para mantener constante el nivel general de los precios. Como ya he señalado, éste es un punto en el que, en mi opinión, Wicksell estaba equivocado. Pero no hay duda alguna de que Wicksell estaba plenamente convencido de la posibilidad de que existieran diferencias entre el tipo de interés del mercado y el tipo de interés de equilibrio y de que estas diferencias se debían, por completo, a la «elasticidad del sistema monetario», es decir a la posibilidad de aumentar o disminuir la cantidad de dinero en circulación. XII La exposición que hace Keynes de la teoría general del tipo de interés bancario no resuelve en modo alguno el problema de en qué forma las diferencias entre el tipo de interés bancario y el

de equilibrio deberían afectar a los precios y a la producción por algún camino o medio diferente del de las variaciones de la oferta monetaria. En ningún otro lugar se percibe mejor la falta de una teoría satisfactoria como cuando se analizan los efectos de una variación en el tipo de equilibrio y en la confusión que resulta del tratamiento diferente que se hace según se trate del capital fijo o del circulante. En la mayoría de las partes de su análisis no se puede ver con claridad si está hablando de los efectos de cualquier variación en el tipo de interés bancario o si lo que dice se aplica sólo a los efectos de un tipo bancario que es diferente del tipo de mercado; en ninguna parte expone con más claridad que el banco central está en posición de determinar el tipo bancario sólo porque está en condiciones de aumentar o disminuir la cantidad de dinero en circulación. Pero la parte menos satisfactoria de esta sección es la explicación muy simplificada que nos da sobre la forma en que una variación del tipo bancario de interés afecta a la inversión o, mejor dicho, al valor del capital fijo, ya que, por alguna razón que no se explica, este último concepto viene a sustituir al anterior. Esta explicación consiste simplemente en señalar que «una variación del tipo bancario de interés no se lleva a cabo para afectar a la productividad real del capital (salvo quizás como un efecto secundario)», y puesto que los posibles efectos sobre los precios pueden dejarse a un lado, el único efecto «inmediato, directo y evidente» de una variación del tipo bancario sobre el valor del capital fijo será que los beneficios esperados se capitalizarán al nuevo tipo de interés.10 Pero la capitalización no es tanto un efecto directo del tipo de interés; sería mejor decir que los dos son efectos de una misma causa, la escasez o abundancia de medios disponibles para la inversión respecto a su demanda. Sólo alterando esta escasez relativa podrá la variación del tipo de interés bancario variar el precio de demanda de los servicios del capital fijo. Si la variación del tipo de interés bancario se corresponde con la variación en el tipo de equilibrio, ello sólo es indicativo de que esta escasez relativa se ha producido con independencia de aquella variación. Pero si significa que la tasa de interés se aparta de su tipo de equilibrio, llegará a ser efectivo y afectará sólo al valor del capital fijo en la medida en que produzca un cambio en la cantidad de fondos disponibles para la inversión. No es difícil ahora entender por qué el señor Keynes deja a un lado este hecho elemental. Es muy difícil ver cómo actúa el tipo de interés si se deja a un lado, como hace Keynes, la parte que juega el capital circulante que coopera con el capital fijo en el proceso productivo. Sólo teniendo ambos en cuenta se puede uno hacer una idea de en qué forma la cantidad de capital libre puede afectar al valor del capital invertido. Exagerar la distinción entre capital fijo y circulante, que a la postre sólo es una diferenciación de grado y en modo alguno decisiva, es una constante de la teoría económica inglesa y probablemente ha contribuido más que ninguna otra cosa a su poco convincente situación en los momentos actuales. En relación con el problema que nos ocupa, debemos indicar que el dejar a un lado el capital circulante no sólo le impide ver de qué manera la variación del tipo de interés afecta al valor del capital fijo, sino que también le lleva a una afirmación completamente errónea acerca de la intensidad y uniformidad de este efecto. Sencillamente, no es verdad que una variación en el tipo de interés no tendrá efectos perceptibles en la rentabilidad del capital fijo; esto sería tanto como desconocer el efecto de una variación de esta clase sobre la distribución del capital circulante. La rentabilidad atribuible a cualquier parte del capital fijo, una planta industrial, una máquina, etc., es, a corto plazo y esencialmente, la diferencia que queda una vez que los costes de explotación se deducen del precio obtenido por el producto. Y una vez que una cantidad ha sido

invertida de forma irrevocable bajo la forma de un capital fijo, incluso la producción total obtenida con la ayuda de ese capital fijo variará considerablemente, de acuerdo con la cantidad de capital circulante que, a los precios dados, puede ponerse en juego junto a ese capital fijo. Cualquier variación del tipo de interés alterará materialmente la rentabilidad relativa del empleo de capital circulante en cada una de las fases del proceso productivo, según que el periodo de inversión sea más corto o más largo, lo cual producirá siempre trasvases en el uso del capital circulante entre las diferentes fases de la producción y cambios en la productividad marginal (la rentabilidad real) del capital fijo que no puede trasvasarse de esa forma. Cuando el precio del capital circulante complementario varía, la rentabilidad y el precio del capital fijo también lo harán y esta variación puede afectar de forma distinta a cada fase del proceso productivo. Sin embargo, la variación en el precio del capital circulante estará determinada por la variación del conjunto de los medios de inversión disponibles para la inversión en toda clase de bienes de capital (productos intermedios), ya se trate de bienes de naturaleza duradera o no. Cualquier aumento en los medios disponibles para la inversión tenderá a reducir la productividad marginal de las inversiones adicionales en capital; es decir, bajarán los márgenes de beneficio derivados de las diferencias entre los precios de los bienes finales y los productos intermedios, elevando los precios de estos últimos respecto a los primeros. Parece que el fracaso de Keynes a la hora de entender este tipo de relaciones se debe al hecho de que en el pasaje citado antes no distingue adecuadamente entre rentabilidad bruta y neta del capital fijo. Si él hubiera concentrado su análisis sobre los efectos de una variación del tipo de interés en la rentabilidad neta, que es lo único que importa, no podría haber fallado a la hora de entender que el efecto sobre el capital fijo no es ni tan directo ni tan uniforme como él supone, y no habría olvidado que también hay una tendencia a que la rentabilidad real del capital y el tipo de interés se igualen. Por tanto, el proceso de capitalización a una tasa dada de interés no significa otra cosa que mientras el dinero puede conseguirse a un tipo de interés más bajo que la rentabilidad del capital existente, el dinero tomado a préstamo será utilizado para comprar bienes de capital hasta que su precio alcance un punto en que la rentabilidad iguale al tipo de interés, y viceversa. XIII Aunque estas deficiencias pueden explicar por qué el señor Keynes no ha entendido lo que yo creo es el verdadero efecto de una diferencia entre el tipo bancario de interés y el tipo de equilibrio, ello no explica la solución que el propio Keynes da al problema. Esto hay que ir a buscarlo en otro lugar, en el especial concepto de «ahorro» que utiliza Keynes. Él cree que, para mantener el equilibrio, la nueva inversión tiene que ser igual no sólo a la parte de la renta monetaria de todos los individuos que excede a su gasto en bienes de consumo más lo que tiene que reinvertirse para mantener el equipo capital existente (que es lo que constituiría el ahorro en el sentido ordinario de la palabra), sino también aquella parte de las rentas «normales» de los empresarios por la que su renta real (y por tanto su gasto real de consumo) queda por debajo de esa renta «normal». En otras palabras, si los empresarios experimentan pérdidas (sus ganancias son inferiores a las normales esperadas) y las cubren reduciendo su propio consumo pan passu o pidiendo prestado una cantidad equivalente a los ahorradores, entonces, según Keynes, estas cantidades harán posible la sustitución del capital existente y la nueva inversión, y como el señor Keynes piensa, por supuesto, que el ahorro (es decir, la abstención de consumo) puede, en muchos casos, hacer que los empresarios experimenten pérdidas que absorberán una parte de esos ahorros que, de otra forma, irían a las nuevas inversiones, este especial concepto de ahorro explica probablemente por qué sospecha

que cualquier incremento del ahorro conduce a la creación de un peligroso exceso del ahorro sobre la inversión. Para intentar esclarecer este punto, tratemos de entender lo que sucede habitualmente cuando las gentes ahorran. El primer efecto será que se venderán menos bienes de consumo a los precios existentes. Esto no quiere decir que esos precios deban descender, y mucho menos que deban hacerlo en proporción a la reducción de la demanda. Realmente, el primer efecto probable será que los vendedores de bienes de consumo serán incapaces de vender tanto como antes a los precios existentes, y antes de vender con pérdidas decidirán incrementar transitoriamente sus existencias y ralentizar el proceso de producción. Esto es lo previsible, no sólo por razones psicológicas, y es importante señalarlo aquí, sino porque tal es su interés y es necesario para que el mayor deseo de ahorrar pueda ser efectivo. El ahorro implica una reducción del consumo, a fin de que pueda acumularse, en bienes terminados y semiterminados, un stock de bienes de consumo que permita salvar el desfase que existe en el tiempo que se necesita emplear para la adopción de procesos de producción más capitalistas y que consumen más tiempo desde que se inicia el proceso hasta que los nuevos bienes de consumo finales están disponibles en el mercado. Al mantener sus bienes en sus almacenes durante algún tiempo, los empresarios hacen posible (si el ahorro ha conducido a una nueva inversión) disponer de ellos al precio anterior. Sí, no obstante, suponemos que por alguna razón los productores de bienes de consumo prefieren continuar trabajando a plena capacidad vendiendo con pérdidas y esperando a que la demanda se acabe recuperando de forma que sus pérdidas sean menores de las que podría producirles la reducción de la producción, entonces, como Keynes señala acertadamente, se verán obligados a cubrir sus pérdidas por alguno de estos cuatro procedimientos: (1) reduciendo sus gastos personales (o, en la terminología de Keynes, ahorrando para cubrir pérdidas); (2) reduciendo sus saldos bancarios; (3) pidiendo prestado a los que ahorran; o (4) vendiendo a éstos otros activos de capital como valores mobiliarios. De acuerdo con Keynes, en todos estos casos la inversión permanecerá por debajo del ahorro, y por tanto son estos casos los que tenemos que considerar con mayor atención. La tarea de averiguar cuándo, en una situación dada, el ahorro se corresponderá o no exactamente con la inversión en el sentido de Keynes, resulta algo difícil, porque, como vengo señalando, no nos ha dado un concepto claro e inequívoco de lo que entiende por «inversión». Pero, a lo que ahora interesa, creo que podemos superar esa dificultad sin más que considerar el caso en el que la inversión cae por debajo del ahorro e investigando los efectos que esto produce. El efecto de un exceso de ahorro sobre la inversión, según Keynes, será que la renta total no será suficiente para comprar la producción total a precios que cubran los costes (Si I e I'= S, entonces la tasa de retribuciones de eficiencia = E/O es constante e idéntica a P y II, el nivel de precios de bienes de consumo y de la producción total respectivamente). El problema, por tanto, es si aquel exceso del ahorro sobre la inversión, en el sentido de Keynes, ocasionado porque una parte de esos ahorros que se está utilizando para cubrir las pérdidas, en alguna de las formas mencionadas antes, provocará que las rentas totales desciendan por debajo del coste total de producción. La contestación a esta cuestión me parece que tiene que ser categóricamente negativa. Los productores de bienes de consumo disponen, en principio, de dos caminos para financiarse cuando no reducen su producción y experimentan pérdidas por mantener la producción al mismo nivel que antes. Cuando para mantener esa producción de bienes de consumo los empresarios disminuyen sus gastos, las rentas derivadas de la producción de estos bienes no disminuirán más allá de lo que lo haga inicialmente la demanda de bienes de consumo, por cuanto el descenso en el consumo de los empresarios compensará exactamente el descenso inicial de sus rentas. En

otros casos, cuando los productores de bienes de consumo no reducen su propio consumo sino que cubren sus pérdidas pidiendo prestado o vendiendo activos de capital, la renta derivada de la producción de bienes de consumo no descenderá en forma alguna. En el primer caso, por lo tanto, la corriente de renta será la misma que cuando una cantidad igual de nuevos ahorros se usa para cubrir las nuevas inversiones y, en el último caso, será igual considerando que el exceso (si existe) del ahorro sobre lo que ha sido prestado o pagado para cubrir las pérdidas se destina a nuevas inversiones. El señor Keynes, sin embargo, parece creer que una reducción en el gasto de los empresarios en bienes de consumo constituye una disminución neta en la demanda de estos bienes, distinta y añadida al desplazamiento de rentas de los productores de bienes de consumo a los productores de bienes de inversión, que siempre será el efecto inicial de un aumento del ahorro y que, para impedir perturbaciones indeseables, esta reducción del consumo debería ser compensada con inversiones nuevas adicionales, a ser posible mediante el incremento de los préstamos bancarios. Concentrémonos, de momento, en este ejemplo en el que el empresario que experimenta pérdidas reduce su consumo, como la única forma de mantener su capital y recuperarlo por la reinversión. Si, a pesar de que experimenta pérdidas, reinvierte en el mismo sector productivo, en lugar de acudir a un sector más rentable, entonces su sacrificio será baldío, porque una vez que se complete el ciclo de negocios siguiente de ese capital, se encontrará con que tendrá que hacer frente a nuevas pérdidas de igual cuantía que las viejas. Lo que se precisaría para hacer efectivos sus esfuerzos de conservar no sólo el capital sino también el ahorro inicial es reducir su producción de forma tal que se liberen los factores necesarios para las nuevas inversiones. Pero mientras insista en mantener su producción al mismo nivel que antes, su ahorro (en el sentido del señor Keynes) no sólo no puede sino que realmente no debería dar lugar a ninguna nueva inversión. En el caso en el que el empresario obtiene prestados de los ahorradores los fondos necesarios para cubrir sus pérdidas, no hay duda que esos ahorros se dilapidan, es decir, no es posible incremento alguno del equipo capital. Pero esto es así sólo porque se supone que el empresario que está perdiendo consume su capital y porque cuando se hace uso de los ahorros de los demás para compensar las pérdidas, lo que se está impidiendo es cualquier ahorro neto. Pensándolo bien, y puesto que las rentas no exceden de las retribuciones netas, no hay razón alguna para decir que ha tenido lugar una nueva inversión, y esto se pone de manifiesto también en el hecho de que, al seguir siendo la misma la producción de bienes de consumo, no se libera factor de producción alguno que pudiera ser empleado en la producción de bienes de inversión. Cualquier intento de provocar un aumento de la inversión que corresponda a este «ahorro» que se precisa para mantener el capital existente tendrá exactamente el mismo efecto que los intentos de elevar la inversión por encima del ahorro neto, inflación, ahorro forzoso, errónea asignación de la produccióny al final, la crisis. Tenemos que llamar la atención sobre el hecho de que mientras los empresarios insistan en producir bienes de consumo al mismo nivel que antes y venderlos por debajo de sus costes normales de producción, no hay restricción alguna que actúe sobre el consumo y por tanto no hay ahorro real y no puede acumularse existencia alguna de bienes de consumo para cubrir el desfase al que antes nos referimos. A la vez, naturalmente es cierto que, bajo el supuesto de Keynes, el ahorro conducirá a una caída en el nivel general de precios, porque ese supuesto implica que, a pesar de que la demanda para la parte de producción disponible haya disminuido, el dinero que no se gasta en bienes de consumo se inyecta en una fase anterior de la producción para mantener allí los precios y la producción. El único efecto del ahorro, bajo este supuesto, sería por tanto hacer que el dinero que se escabulle de las fases finales del proceso de producción (bienes de consumo) vaya directamente a las fases anteriores ayudando a mantener la demanda allí; como resultado, no se

produciría aumento de la demanda en ningún otro lugar que compense la disminución de la demanda de bienes de consumo ni aumento de precios en otro sector que compense de la caída en el nivel de precios de los bienes de consumo. Todo esto es verdad solamente porque desde el principio se supone que a pesar de que la producción de bienes de consumo es menos rentable (quizá incluso está produciendo pérdidas), los empresarios del sector de consumo insisten en invertir lo mismo que antes y (en la medida en que no se procuran a sí mismos el capital que precisan reduciendo su consumo, ofrecen a los ahorradores mejores condiciones que los productores de bienes de inversión. Tengo la impresión de que en este punto el señor Keynes ha errado debido a su tratamiento del interés como una parte de lo que ha llamado «la tasa de retribución de eficiencia de los factores de la producción» que considera establecida por los contratos existentes de forma que los capitalistas obtengan la misma rentabilidad dondequiera que inviertan, de manera que sólo las rentas de los empresarios serían las únicas afectadas. En todo caso, a mí me parece que al suponer que al hacerse menos rentables las industrias de bienes de consumo no es posible encontrar sectores en que el capital sea más rentable, se hace imposible considerar en toda su extensión el papel que juega el tipo de interés. Lo más curioso de todo esto es que desde el principio todo el razonamiento del señor Keynes, cuyo objetivo es probar que el incremento del ahorro no conducirá a un aumento de la inversión, se basa en el supuesto de que, a pesar de la caída en la demanda de consumo, la producción disponible no se reduce. Esto significa que desde el comienzo supone lo que pretende probar. Esto se podría mostrar con muchas citas del Treatise y se vería que algunas de sus más desconcertantes conclusiones, tales como la famosa analogía de los beneficios y el pozo inagotable y entre las pérdidas y la jarra de Danaid se basan expresamente en que «los empresarios simplemente (sic) continuarían produciendo lo mismo que antes». Pero en su reciente réplica al señor D. A. Robertson Keynes admite que «no ha tratado, en este libro, en detalle la cadena de sucesos que se producen cuando, como consecuencia de sus pérdidas, los empresarios reducen su producción.» Esto es realmente una gran sorpresa en un autor que se ha propuesto estudiar los desplazamientos entre la producción disponible y la no disponible y que quiere probar que el ahorro no es el que gobierna esta clase de desplazamientos. Para resumir lo que ya empieza a ser una larga discusión de este tema, en ninguno de los casos que hemos considerado tendrán lugar los efectos que deberían producirse si el ahorro y la inversión (en el sentido ordinario de estas palabras) divergen, es decir, si la renta total se encuentra por encima o por debajo de los costes totales de producción. Tampoco hay razón alguna por la que el ahorro y la inversión nueva, en el sentido en que emplea Keynes estos términos, se deberían corresponder. Modificando de forma arbitraria el significado ordinario de estos términos, el señor Keynes ha hecho plausible una proposición que nadie aceptaría si los términos que utiliza lo fueran en su sentido ordinario. En la forma establecida por el señor Keynes, esta proposición no tiene nada que ver con la teoría de Wicksell ni Wicksell es responsable de la interpretación que hace Keynes. XIV El tema discutido en la última sección muestra que ésa es la razón principal por la que Keynes cree que puede aparecer una diferencia entre el ahorro y la inversión sin cambio en la cantidad efectiva de dinero en circulación. Pero hay otras dos razones más en su Treatise. Una de ellas (como el mismo Keynes señala) es de menor importancia; se trata, de hecho, de un caso en el que la diferencia surge debido a razones que no son monetarias, mientras la otra tiene, sin duda,

enorme importancia e implica un cambio en la circulación efectiva. Trataré de exponer la primera de ella, la de menor importancia, y me ocuparé de la segunda en la próxima sección. Un caso en el que el ahorro podría superar a la inversión sin variación en la circulación efectiva es cuando parte de estos ahorros son absorbidos de forma permanente por el mercado de valores. Si esto llegara a suceder en cuantía suficiente, si por ejemplo los Depósitos de Negocios B del señor Keynes o aquella parte de Circulación Financiera que sirve para llevar a cabo las transacciones de valores mobiliarios variase en cantidades importantes, ello querría decir realmente que una parte de los ahorros no se dedicaría «a nuevas inversiones», porque la «Circulación Financiera está detrayendo recursos de la Circulación Industrial». Pero puesto que Keynes mismo dice que la variabilidad absoluta de los Depósitos de Negocios B es, por lo regular, sólo una parte proporcionalmente pequeña de la cantidad de dinero, y puesto que sus palabras se han interpretado, posiblemente con justicia, como una negación de que la especulación en valores mobiliarios puede absorber crédito, podríamos pasar por alto esta posibilidad si no fuera porque, en su Réplica al señor D. A. Robertson, no diera la impresión de que ahora se inclina a conceder más importancia a este punto. No obstante, éste es uno de los casos ya discutidos en la sección anterior y no precisamente uno de esos que se nos pueden ocurrir a la primera. Es el caso en el que los productores de bienes de consumo cubren las pérdidas que han sufrido a consecuencia de la reducción de la demanda vendiendo valores. En este caso, se podría decir que la caída de los precios se debe al hecho de que el dinero ahorrado se dirige a los productores de bienes de consumo a través de compras de valores en lugar de por medio de las compras de bienes de consumo, de manera que una operación de valores ocupa el lugar de una operación de mercancías y la corriente total de dinero que se dirige a la compra de bienes (y en consecuencia, el nivel de precios de esos bienes) ha caído. En la última sección ya he expuesto lo que pienso sobre el particular. XV La última y quizá la más importante causa de divergencia entre el ahorro y la inversión a que se refiere el señor Keynes es una variación en la circulación efectiva, no en la cantidad de dinero, sino simplemente en su «efectividad» o «velocidad de circulación». De la misma forma que el ahorrador en potencia tiene que hacer una doble elección y elegir, primero, si ahorra o no, y luego si invierte o atesora lo que ha ahorrado, también existen dos formas distintas por las que el ahorro supera a la inversión. Según una de ellas, se ahorra más de lo que los empresarios están dispuestos a utilizar para hacer nuevas inversiones. Según la otra, se atesora el dinero en lugar de invertirlo. El primer caso ha sido ya discutido antes en la sección m y es el único al que de una forma bastante inapropiada se le puede bautizar, como ha hecho Keynes, como «exceso de ahorro»; el segundo, del que pasamos a ocupamos, es lo que él llama «exceso de propensión bajista». Como ya indicamos antes, el problema a estudiar aquí es el del «atesoramiento», pero no el del simple atesoramiento de dinero efectivo, sino el problema más complicado e interesante del «atesoramiento» en una sociedad en que todo el dinero corriente consiste en depósitos bancarios. Es innegable que los economistas, por regla general, siguen utilizando con profusión el supuesto de que el ahorro consiste, en principio, en la acumulación de dinero efectivo que terminará pronto en las cuentas del banco si no se invierte de otra manera. Se ha prestado escasa atención al hecho de que, puesto que una buena parte de nuestro dinero actual reviste la forma de depósitos bancarios, no hay necesidad de que las gentes lleven sus ahorros al banco, y por tanto un incremento de la cantidad que se deja en los bancos como ahorro no necesita incrementar su poder o propensión a prestar. Esto es muy claro cuando la gente deja su ahorro en cuenta corriente y también cuando —como sucede a menudo— se paga interés por estas cuentas

y también cuando se transfiere de estas cuentas a otras de vencimiento aplazado, puesto que esto incrementará el poder para prestar del banco sólo en proporción a la diferencia que exista en las reservas líquidas que hayan de mantenerse según se trate de una u otra clase de cuentas. Uno de los mayores logros del trabajo del señor D.H. Robertson es que ha llamado vigorosamente la atención respecto a este hecho, cuya existencia hace muy difícil cualquier solución práctica a esta clase de problemas. Creo, sin embargo, que teóricamente debería estar claro que lo que sucede en este caso es lo mismo que cuando se atesora (es decir, una disminución de la velocidad de circulación) y que estas consideraciones particulares sólo demuestran que la importancia práctica de este problema es mayor de lo que los economistas acostumbran a suponer. La elaboración que hace Keynes de esta contribución del señor Robertson es, en muchos aspectos, la parte más interesante de su análisis teórico. Su contribución consiste principalmente en un detallado análisis de las causas que llevan a la gente a preferir atesorar en lugar de invertir, o viceversa, y puesto que ello depende de las expectativas del público respecto al precio futuro de los valores, el análisis se convierte en un estudio amplio de las relaciones entre el crédito bancario y el mercado de valores. Y aunque Keynes no es muy claro y su solución del problema no es plenamente satisfactoria, no hay duda de que aquí abre nuevos horizontes. A la vez su exposición de este asunto, contenida en especial en los capítulos 10 (sección III) y 15, no es menos difícil que aquellas partes de su discusión a las que ya nos hemos referido, y tengo mis dudas de que haya alguien que pueda extraer, con la sola ayuda del texto del Treatise, el significado completo de la teoría del autor sobre este tema. Por mi parte, tengo que confesar que sólo después de estudiar las explicaciones adicionales dadas por el autor en su réplica al señor D.H. Robertson, me atrevo a creer que he entendido adonde quiere llevarnos. A este objeto utilizaré en la discusión la exposición que hace en esta réplica mejor que el texto del Treatise. Antes de entrar en la discusión del problema principal, tenemos que familiarizamos con la terminología especial del autor, que es aquí tan rica y variada como en el resto de la obra. Como ya dije anteriormente, su terminología inicial para las alternativas llamadas ordinariamente «atesoramiento» e «inversión» son «depósitos bancarios» y «valores mobiliarios». Pero en lugar del término «depósitos bancarios» (o «depósitos de ahorro» o «depósitos inactivos»), utiliza con frecuencia los términos «activos líquidos», «dinero atesorado» o «atesoramientos», mientras que «valores mobiliarios» se convierte en «activos no líquidos». Los «depósitos activos» corresponden naturalmente a «cuentas corrientes» o «depósitos a la vista». Sólo una parte del total de los «depósitos de ahorro», por ejemplo los «depósitos de ahorro B», son una alternativa a la inversión en valores mobiliarios en el sentido de que el tenedor mantiene una expectativa adversa acerca del valor monetario futuro de los valores. Esto es lo que Keynes llama una «posición bajista», es decir, una situación en la que se prefiere evitar los valores y prestar efectivo, mientras que en la posición «alcista» se prefiere tener valores y pedir prestado dinero. La primera anticipa que los precios de los valores caerán y en el segundo caso que subirán. Esto resulta claro, pero cuando Keynes desarrolla su concepto «sobre el estado de las preferencias respecto a los depósitos de ahorro» o en el «estado o grado de la disposición bajista» o «la propensión al atesoramiento», de forma especial en su artículo del Economic Journal nos encontramos, de repente, que esto no depende de las expectativas sobre los precios futuros de los valores, sino del precio actual, en el sentido de que en cualquier momento una curva que expresa la «propensión a atesorar» se puede representar en un sistema de ejes donde la ordenada expresa el precio de los activos no líquidos en términos de los activos líquidos y la abscisa la cantidad de «depósitos inactivos» o «activos líquidos» mantenidos por la comunidad. Esta curva, que, de acuerdo con la explicación dada en las

páginas 2501 del Treatise, probablemente se parece a una parábola con una de las ramas paralela al eje de abscisas y convexa respecto al eje de ordenadas (aunque en el caso discutido aquí puede que se haya desplazado o variado de forma) está por tanto basada en el supuesto de que, dentro de ciertos límites, en una situación dada, cualquier reducción en el precio de los valores producirá una disminución en la propensión a atesorar, o, en otras palabras, que cualquier caída de esta clase en el precio de los valores reforzará la expectativa de un alza en el futuro. Para mí es muy dudoso que una variación a la baja en el precio actual de los valores nos lleve a una inversión inmediata de la expectativa acerca de los movimientos de los precios de los valores en el futuro. Esta curva de demanda para los valores o activos no líquidos tiene una gran importancia en relación con un supuesto adicional de Keynes según el cual el sistema bancario está en posición de determinar la cantidad de los depósitos de ahorro, y, «dado el volumen de los depósitos de ahorro creado por el sistema bancario, el nivel de precios de los bienes de inversión» (viejos o nuevos) está determinado únicamente por la propensión del público a «atesorar dinero». Si aceptamos ambos supuestos: la dependencia de la demanda de valores respecto a los precios actuales y el poder del sistema bancario para determinar el volumen de depósitos de ahorro, entonces la conclusión que se sigue no admite dudas. Pero los dos supuestos son altamente cuestionables. En cuanto al primero, sólo se necesita decir que cualquier caída en el precio de los valores puede dar lugar tanto a una expectativa de descenso como de alza en el futuro. El segundo es más difícil de refutar, porque, hasta donde yo alcanzo, el señor Keynes se ha limitado a afirmarlo sin realizar intento alguno de ofrecer pruebas. Todo depende del supuesto (que, curiosamente, recuerda bastante al principio que inspiraba a la vieja escuela bancaria) de que la cantidad de dinero (o depósitos) necesarios para la circulación industrial se determina con independencia de las condiciones en las que el sistema bancario presta el dinero, de forma que cualquier exceso de depósitos creados por el sistema es «atesorado», mientras que en caso contrario los fondos previamente «atesorados» acudirán a cubrir la diferencia, de manera que la circulación efectiva está siempre determinada por las necesidades de la industria y no le afecta la política de crédito bancario. Pero esta posición no es solamente tan insostenible que apenas necesitamos probarlo; es también una curiosa contradicción con otra parte del argumento del señor Keynes. ¿Qué puede hacer el sistema bancario para mantener la cifra de depósitos constante si el público se toma alcista, y reduce sus depósitos de ahorro para comprar valores? Ciertamente una reducción del tipo de interés servirá sólo para estimular el movimiento alcista, y ¿cómo podría ejercer influencia sobre la inversión el sistema bancario si todos los depósitos que crea en exceso de los que se requieren por la industria se convierten en inactivos? Toda la nebulosa que envuelve esta parte del argumento en tomo al sistema bancario se hace todavía más espesa cuando Keynes discute la función de los bancos como intermediarios en una situación en la que «unos son partidarios de tener más depósitos que antes y otros prefieren tener valores». El sistema bancario puede hacer esto «creando depósitos no contra valores sino contra préstamos a corto plazo». Ahora bien, para considerar sólo un caso en el que, de acuerdo con Keynes, tiene lugar un incremento en los depósitos de ahorro a costa de la circulación industrial, por ejemplo una elevación anormal en los depósitos de ahorro acompañada de una elevación en los precios de los valores, esto puede ser indicativo de una diversidad de opiniones respecto a las expectativas de precios de los valores, de manera que los «alcistas» deciden comprar valores endeudándose a través del sistema bancario con los bajistas que hacen lo contrario. No estoy seguro si, llegado a este punto, lo que Keynes tiene in mente es que los bancos vuelvan a prestar esos «depósitos de ahorro» como una especie de «préstamos por cuenta de

otros», o si piensa que el incremento en los «depósitos de ahorro» lleve a los bancos a conceder préstamos por su propia cuenta a los especuladores. Pero sea lo que sea, no puedo ver cómo esta clase de proceso, al final, disminuye la cantidad de depósitos activos. Mientras la preferencia de unos por los depósitos de ahorro se corresponda con la de otros por los préstamos para adquirir valores, cualquier incremento en los depósitos inactivos, implicado en esta clase de proceso, no significará una disminución correspondiente en los depósitos activos. En su conjunto, esta discusión de la relación entre las circulaciones industrial y financiera sirve para poco más que para demostrar que cualquier incremento en los depósitos inactivos a costa de los depósitos activos conducirá a un exceso del ahorro sobre la inversión y que estos cambios se verán probablemente afectados por variaciones en las expectativas sobre el curso de los precios de los valores en el futuro, resultado que no tiene nada de sorprendente. Lo que Keynes dice además de esto (en particular su obiter dictum sobre los deberes del banco central) está tan estrechamente relacionado con las oscuridades ya citadas que apenas es posible saber lo que quiere decir. El «factor de bajista excesivo» discutido en esta sección es la última de las diferentes causas que producen la «misteriosa diferencia entre el ahorro y la inversión» que el señor Keynes discute. El último gran tema de su análisis teórico que discutiremos aquí es la interacción de estos factores durante el ciclo del crédito. Antes de volver sobre este problema, debo hacer algunas precisiones sobre un asunto que es mejor considerar aquí que en cualquier otro lugar de estas Reflexiones. XVI El tema en cuestión se refiere a una afirmación tan extraordinaria que, si no estuviera tan clara y por escrito en el libro, uno no se creería que Keynes hubiera podido llegar a hacerla. Dentro de los ejemplos históricos que se manejan en el Volumen II, dedica toda una sección a lo que llama la «paradoja de Gibson», es decir «la extraordinaria y estrecha relación durante un periodo de más de cien años entre el tipo de interés, medido por la rentabilidad de la Deuda Pública, y el índice de precios al por mayor». El señor Keynes reprocha a los economistas, en general, el no haber caído en la cuenta de la significación de este fenómeno y les insta a que verifiquen esta teoría. Sin su teoría, sostiene, es imposible dar una explicación de este fenómeno, en particular a causa del «conocido teorema de Fisher respecto a la relación entre el tipo de interés y la tasa de apreciación (o depreciación) en el valor del dinero». De acuerdo con este teorema, nos dice, debíamos esperar que sucediera justo lo contrario. Seguramente esto no es más que una falacia, porque se puede demostrar fácilmente que la pretendida paradoja no es sino un ejemplo del teorema del Profesor Fisher. En el caso de una suma de dinero tomada a préstamo hoy y que debemos devolver dentro de un año, el señor Keynes cree que «si el tipo de interés real es el 5 por ciento al año y el valor del dinero está cayendo al 2 por ciento, el prestamista pedirá que le devuelvan 107 por los 100 prestados hoy. Pero los movimientos sobre los que el señor Gibson llama la atención, lejos de ser compensatorios, agravan, de hecho, la relación entre prestamista y prestatario. Por tanto, el comprador de valores a largo plazo, si los precios se elevan al 2 por ciento cada año, tendrá dentro de un año una suma de dinero que vale un 2 por ciento menos en términos monetarios y se encontrará un 4 por ciento peor que antes. Ahora bien, esto es exactamente lo que podía esperarse de acuerdo con el teorema de Fisher, porque, en el caso de los valores a largo plazo, una venta antes de su vencimiento no es lo que se dice el cumplimiento de un contrato en el que su propietario, como prestamista, esté en condiciones de pedir por anticipado una compensación por la caída en el valor del dinero, sino que, al contrario, el comprador está en la posición de un

prestamista que (puesto que la cantidad a amortizar está dada) ofrecerá menos si espera que el valor del dinero descenderá. Sólo si el tenedor actual, al tiempo que compró el valor, prevé una caída en el valor del dinero (y si encuentra alguien que también lo prevé y está dispuesto a vender), sería entonces capaz de ofrecer menos por un valor que representa el derecho a una cantidad fija de un dinero que se va a depreciar. Pero encuentro absolutamente imposible entender por qué van a esperar, como hace Keynes, que un tenedor de valores de renta fija ha de estar en posición de pedir más interés por su dinero cuando el valor de éste desciende. La paradoja de Gibson no es, por lo tanto, una paradoja y no prueba nada a favor de la teoría de Keynes. XVII Dentro de los límites que impone este artículo es imposible analizar, con el mismo detalle con el que han sido discutidos los conceptos fundamentales, el último de los temas que quiero tratar, el ciclo del crédito. Es natural que cuando se intenta utilizar todos esos conceptos como herramientas apropiadas al objeto para el que se construyeron, todas las dificultades que se han señalado no sólo reaparecen sino que se incrementan. Demostrar con detalle cómo afecta esto a los resultados requeriría una discusión mucho más extensa de las secciones respectivas del Treatise que se ocupan de este tema. Lo máximo a lo que podemos aspirar es a tratar algunos puntos esenciales y dejar a un lado no sólo los problemas más difíciles que resultan de combinar todas las dificultades ya señaladas, sino también algunos de los principales problemas relacionados con el tradicional concepto inglés del capital, en particular la distinción entre capital fijo y circulante a la que se ha concedido tanta importancia y que exigiría un artículo separado. El primer punto que tiene que sorprender a cualquier lector familiarizado con los escritos de Wicksell y lo que el señor Keynes llama la escuela «neowickseliana» es la poca utilización que, a la postre, hace el autor de los efectos de un desequilibrio monetario en la inversión real que tanto trabajo le costó elaborar. En realidad, en lo único en que está realmente interesado es en los desplazamientos de las corrientes monetarias y en las variaciones consiguientes en los niveles de precios. Parece que nunca se le ha ocurrido que los estímulos artificiales a la inversión que la llevan a exceder del ahorro corriente pueden causar un desequilibrio en la estructura real de la producción, que tarde o temprano tiene que provocar una reacción. Como otros muchos que sostienen una teoría puramente monetaria del ciclo económico (como el señor R.G. Hawtrey en este país y el Dr. L.A. Hahn en Alemania), parece creer que, si la organización monetaria existente no lo hiciera imposible, la expansión podría continuar de modo indefinido. Aunque el término «supercapitalización» aparece una y otra vez, sus consecuencias no han sido exploradas más allá de su primera conclusión, según la cual, mientras la renta total menos el ahorro sea superior al coste de producción de los bienes de consumo disponibles (porque la inversión excede al ahorro), el nivel de precios tenderá a elevarse. En la explicación del ciclo que da el señor Keynes, la característica principal de la expansión no es el incremento de la inversión sino el aumento de los precios de los bienes de consumo y el beneficio que esto procura. La inflación directa del consumo da lugar a un auge que es tan efectivo como el que provocaría un exceso de la inversión sobre el ahorro. Esto es coherente con la defensa que hacía, en sus conferencias radiofónicas, de la estimulación directa del consumo, en la misma línea sugerida por otros teóricos del subconsumo como Abbati, Martin, y Foster y Catchings, porque en su teoría los efectos del dinero barato y el incremento de los gastos de los consumidores son la misma cosa. Puesto que, según esta teoría, el exceso de la demanda de los consumidores sobre el coste de la producción de bienes de consumo es lo que da lugar a la expansión, ésta sólo subsistirá

mientras la demanda vaya por delante de la oferta y finalizará cuando la demanda cese de incrementarse o cuando la oferta estimulada por beneficios anormales alcance a la demanda. Entonces los precios de los bienes de consumo caerán por debajo de sus costes y la expansión llegará a su fin, aunque esto no conducirá necesariamente a la depresión. Sin embargo, en la práctica, aparecen tendencias deflacionarias que tienden a invertir el proceso. Tal creo yo que es, a grandes líneas, la explicación que da Keynes del ciclo económico. En esencia, no es solamente bastante simple, sino mucho menos original de lo que el autor supone, aunque, eso sí, mucho más complicada en los detalles de la exposición. A mí, no obstante, me parece que adolece de las mismas deficiencias que todas las demás teorías del ciclo económico basadas en el subconsumo, aunque estén menos elaboradas. Las principales objeciones a estas teorías —sobre las que no puedo entrar en detalle y pido disculpas por dirigir al lector a otros trabajos en los que me ocupo de ello— me parece a mí que son tres: Primera: Que el incremento original de la inversión sólo puede mantenerse mientras sea más rentable incrementar la producción de bienes de capital que impulsar al alza los precios de los factores de producción en un esfuerzo de satisfacer los incrementos en la demanda de bienes de consumo. Segunda: Que el incremento en la demanda de bienes de consumo, si no viene acompañado por un incremento en la cantidad de dinero disponible que dé un nuevo impulso a la inversión, conducirá a su disminución a causa de los efectos sobre precios de los factores de la producción. Tercera: Que una vez que el proceso de inversión ha comenzado y se ha hecho poco rentable, como resultado del incremento en los precios de los factores de la producción que lo interrumpen, esto, por sí mismo, es causa suficiente para producir un descenso de la actividad económica general y del empleo (en resumen, una depresión), sin necesidad de acudir como causa que lo explique a la deflación monetaria. En la medida en que la deflación se produce —como puede suceder debido a este cambio en las expectativas de la inversión—, se trata de un fenómeno secundario o inducido por otro más fundamental, un desequilibrio real que no puede ser resuelto mediante más inflación sino solamente mediante un proceso largo y penoso que reajuste la estructura de la producción. Keynes, en ocasiones, parece vislumbrar el carácter alternativo que tienen la producción de los bienes de inversión y la producción de bienes de consumo, pero no sigue por esa línea y, en mi opinión, esto es lo único que hubiera podido llevarle a dar una explicación de la crisis. Pero no es sorprendente que fracase en su intento, desde el punto y hora en que las herramientas que ha creado para tratar el problema no son las apropiadas para vérselas con este tipo de relaciones. Realmente es imposible alcanzar ese objetivo con sus conceptos de «capital» e «inversión» sin tener una noción clara de lo que representan los cambios en la estructura capitalista de la producción que tienen lugar al pasar de unas a otras, más o menos intensivas en el uso del capital. Una crítica apropiada de la explicación del ciclo económico del señor Keynes exigiría una descripción detallada de este proceso. Esto es lo que he intentado hacer en los trabajos a que me referí antes. Todo lo que trataré de hacer aquí será explicar con más detalle los tres puntos ya mencionados. XVIII De la réplica que el señor Keynes hace a estas Reflexiones mías deduzco que él considera que lo que yo he llamado variaciones en la estructura de la producción (aumento o disminución del periodo medio de producción) es un proceso de largo plazo que podemos dejar a un lado en el análisis de un proceso de corto plazo como es el ciclo económico. Me temo que esto prueba que el señor Keynes no se ha dado cuenta todavía de que cualquier variación en la cifra de capital per cápita es equivalente a una variación en la duración de los procesos indirectos de producción y que la variación de esta cifra a lo largo del ciclo económico prueba mi afirmación.

Cualquier incremento en la inversión significa que, en promedio, se necesita un periodo más largo de tiempo entre el momento en que se aplican los factores de producción y la terminación de ese proceso. Lo que importa en esto es que el alargamiento de este proceso no tiene lugar solamente cuando la inversión está en ejecución, sino que será así en el futuro si la inversión se mantiene y no se destruye; es decir, la inversión total (nueva y la de reposición) tendrá que ser constantemente mayor de lo que era antes. Pero si el incremento de la inversión no es consecuencia de una decisión voluntaria de reducir el nivel de consumo posible, no hay razón alguna por la que deba ser permanente y el incremento en la demanda de consumo que el señor Keynes ha descrito llegará a su fin tan pronto como el sistema bancario cese de suministrar los créditos baratos adicionales que han hecho posible esa inversión. De aquí su exclusiva insistencia en las nuevas inversiones y su descuido del proceso de reinversión, que es lo que le hace olvidar el hecho de que un incremento en la demanda de bienes de consumo no sólo tenderá a detener la inversión, sino que puede hacer inevitable la reordenación de toda la estructura productiva, lo que implicaría perturbaciones considerables y haría imposible, temporalmente, emplear a toda la fuerza laboral. Mientras la elevación en el precio de los bienes de consumo sea más pequeña que la de los precios de los bienes de inversión debido a la continua expansión del crédito, el auge cíclico continuará. Pero tan pronto como la elevación de aquéllos supere a la de los últimos, no se podrá decir con certeza que la «fase expansiva del ciclo ha hecho aparición», sino todo lo contrario, ése será un periodo de descenso en la inversión, todo lo cual induce a pensar que es el descenso en la producción de bienes de inversión y no la imposibilidad de vender bienes de consumo a precios que cubran sus costes lo que caracteriza el comienzo de la depresión. Realmente la experiencia de todas las depresiones, y especialmente de la actual, es que las ventas de bienes de consumo se han mantenido durante bastante tiempo después de la crisis, las industrias que producen bienes de consumo son las únicas que prosperan o incluso son capaces de absorber y rentabilizar el nuevo capital durante las depresiones. El decrecimiento del consumo es sólo el resultado de la caída del empleo en las industrias pesadas, y puesto que el incremento de la demanda en los bienes de consumo fue lo que hizo perder rentabilidad a las industrias de inversión, al empujar al alza el precio de los factores de producción, sólo reduciendo estos precios podremos restablecer el equilibrio. Si el problema real es que la proporción que los empresarios deciden que no esté disponible para el consumo es demasiado grande respecto a lo que los consumidores exigen que esté disponible y por lo tanto la producción de bienes de capital tiene que reducirse, entonces ciertamente el paro resultante se debe a causas más profundas que la mera deflación y sólo puede remediarse mediante la reducción del consumo, de forma que las decisiones dé unos y otros coincidan, pues, de no hacerlo, la alternativa sería retomar a métodos de producción menos intensivos en el uso de capital que, a la postre, reducen la producción total y el nivel de vida. Yo no niego que durante un proceso depresivo de esta naturaleza, de ordinario, se manifiestan tendencias a la deflación; en especial éste será el caso cuando la crisis provoca quiebras frecuentes y aumenta así el riesgo de la concesión de créditos. Pero esto puede empeorar seriamente si se intenta artificialmente mantener el poder de compra y se retrasa el proceso de ajuste como probablemente ha sucedido en la crisis actual. Esta deflación, no obstante, es un fenómeno secundario, en el sentido de que está producida por la inestabilidad en la situación real y la situación persistirá mientras las causas reales no sean atajadas. Cualquier intento de combatir la crisis mediante la expansión del crédito afecta a los síntomas, no a las causas reales, y no hará otra cosa que diferir el reajuste real inevitable. No es difícil de entender, a la luz de estas

consideraciones, por qué la política monetaria permisiva que se adoptó inmediatamente después de la crisis de 1929 no tuvo efecto alguno. Desafortunadamente, el señor Keynes, como otros muchos economistas, sólo parece interesado en estas complicaciones de carácter secundario. Esto no quiere decir que él no haya hecho sugerencias de gran valor para tratar estas complicaciones secundarias. Pero, como indiqué al comienzo de estas Reflexiones, su falta de consideración de los fenómenos reales le ha impedido dar una explicación satisfactoria de las causas profundas de la depresión. LAS IDEAS DE HAYEK SOBRE EL DINERO Y EL CAPITAL por PIERO SRAFFA Tratar la teoría del dinero descendiendo desde la historia de sus doctrinas hasta formular las inevitables propuestas prácticas, tocando algunos de los aspectos más confusos del tema, y todo ello en cuatro conferencias, tiene que haber sido una hazaña de resistencia tanto por parte de la audiencia como por parte del conferenciante. No obstante, y por peculiares y probablemente sin precedentes que puedan ser sus conclusiones, hay un aspecto que toda la tradición apoya y que los tratadistas modernos de la teoría del dinero han venido a establecer con bastante rapidez, y es que las conferencias recogidas en este volumen son ininteligibles. El fallo tiene que estar en el tema mismo o en las teorías que se utilizan para esclarecerlo, porque éste suele ser el caso incluso en escritores que, por lo demás, están dotados de una gran lucidez. Y el Dr. Hayek mismo, en una excelente conferencia introductoria en la que hace un recorrido por la historia del pensamiento para poder sentar así los orígenes de su propia doctrina, es un modelo de claridad. Tomado en su conjunto, hay algo que cabe decir en favor del libro y es que es altamente sugestivo. Su contribución positiva es el énfasis que pone en el estudio de los efectos que tienen las variaciones monetarias en los precios relativos de los bienes, en lugar de en los movimientos de los niveles de los precios, que es, casi exclusivamente, en lo que se ha centrado la vieja teoría cuantitativa del dinero. Pero en todo lo demás la conclusión a la que se llega, de forma inevitable, es que sólo sirve para añadir más confusión al pensamiento sobre el tema. El punto de partida de la investigación del Dr. Hayek es lo que él llama el dinero «neutral», es decir, un tipo de dinero que deja la producción y los precios relativos de los bienes, incluida la tasa de interés, exactamente igual que si no hubiera dinero en absoluto. Este método de abordar el tema podría tener algo que lo hiciera recomendable, siempre que se tuviera en cuenta constantemente que el estado de cosas en que el dinero es «neutral» es el mismo que aquel en que no existe ninguna clase de dinero. Como dice el Dr. Hayek en una ocasión, si «eliminamos todas las influencias monetarias sobre la producción... tratamos el dinero como si no existiera». Por tanto, una investigación en paralelo sobre el dinero «neutral» y las distintas clases de dinero existentes se resolvería mediante una comparación entre las condiciones de una economía no monetaria específica y las que corresponden a cada uno de los distintos sistemas monetarios. Así, pues, podríamos haber esperado que el Dr. Hayek, al discutir la serie de casos supuestos en los que el equilibrio económico resulta perturbado, comparase el resultado obtenido en una economía que carece de dinero con los obtenidos bajo los diferentes sistemas o políticas monetarias. Esto aclararía cuáles son las características esenciales de cada clase de dinero, así como sus diferencias, suministrando de esta manera los elementos necesarios para poder valorar los méritos de las políticas alternativas.

Pero el lector pronto se da cuenta de que el Dr. Hayek olvida enseguida la tarea que él mismo se ha impuesto y sólo está interesado en algo completamente diferente, a saber, probar que sólo una política bancaria (que mantiene en todo momento constante la cantidad de dinero multiplicada por su velocidad de circulación) puede conseguir que «las decisiones voluntarias de los individuos» alcancen todo su efecto perseguido y de forma especial aquellas decisiones que se relacionan con el ahorro, mientras que bajo cualquier otra clase de política estas decisiones son «distorsionadas» por la interferencia «artificial» de los bancos. Sin darse cuenta, en absoluto, de que en una economía de trueque cabe dudar también de que las decisiones individuales produzcan todos sus efectos. Una vez que se ha autoconvencido de que la política de mantener el dinero constante consigue este resultado, la identifica con su dinero «neutral» y, por último, sintiéndose autorizado a presentar esta política como natural, da por sentado que ésta sería la política que toda persona sensata debería considerar deseable. Así, pues, el dinero «neutral», que en la primera conferencia es el objetivo del análisis teórico, en el resto del libro se presenta como algo «que no sólo es completamente inocuo, sino que, de hecho, es el único de los medios para evitar las asignaciones erróneas de la producción» y al final se convierte en nuestra «máxima de política». Si el Dr. Hayek se hubiera atenido a su intención original, habría visto en seguida que las diferencias entre una economía monetaria y otra que no lo es sólo pueden encontrarse en aquellas características que se explican al comienzo de todos los libros de texto sobre el dinero. Es decir, que el dinero no es sólo un medio de cambio, sino también un depósito de valor y el patrón en el que se expresan las deudas y demás obligaciones lícitas, costumbres, opiniones, convenios y toda suerte de relaciones entre los hombres establecidas con mayor o menor rigidez. Como resultado, cuando el precio de uno o más bienes cambia, estas relaciones varían en términos de esos bienes; mientras que si se fijan en términos de bienes específicos, de alguna manera habrían variado de forma diferente o no lo harían en absoluto. Sobre esta base cabría la posibilidad de encontrar la política monetaria cuyos efectos se acercaran lo más posible a lo que sucede en una economía no monetaria determinada. Sería ocioso volver a repetir aquí estos temas si no fuera porque el Dr. Hayek los ha ignorado por completo en sus argumentaciones. En efecto, el dinero que él contempla sólo es utilizado, pura y simplemente, como un medio de cambio. No hay deudas, no hay contratos en dinero, no hay acuerdos sobre salarios ni precios rígidos en sus supuestos, y por tanto está en condiciones de olvidar completamente los efectos más evidentes de una caída o elevación general de los precios. Esta actitud, que equivale a desentenderse del objetivo de la investigación, parece tener su origen en la bien fundada objeción que se hace a la vaguedad del concepto de un «nivel general de los precios», entendido como algo distinto de cada uno de los muchos índices posibles, y en la opinión de que un concepto como ése no puede tener cabida en la teoría del dinero. Esta teoría, según él, se debería ocupar simplemente de estudiar la influencia que tiene el dinero en los precios relativos de los bienes, lo que es excelente, habida cuenta de que el dinero mismo es uno de esos bienes a considerar. Pero el Dr. Hayek va todavía más lejos y rechaza no sólo la noción de un nivel general de precios, sino también la noción del valor del dinero en cualquier sentido que se tome. Habiendo, pues, reducido el dinero a una total insignificancia, es muy fácil para el Dr. Hayek probar a su entera satisfacción que si la cantidad de dinero se mantiene constante, el dinero es «neutral», en el sentido de que tras una perturbación, como pueda ser un aumento del ahorro, el nuevo equilibrio de la producción y los precios relativos se logra con la misma suavidad que si el dinero no existiese. Y puesto que también priva al dinero, sin más, de su esencia, cuando considera las políticas monetarias alternativas, es inevitable que el dinero vuelva a ser encontrado «neutral» y sus efectos idénticos; es decir, inmateriales. Pero el Dr. Hayek, de forma invariable y

cuando se ocupa de comparar los efectos de políticas alternativas, a la hora de regular esta clase de dinero mutilado, encuentra que hay una diferencia sumamente importante en el resultado y que éste sólo es «neutral» si la cantidad de dinero se mantiene constante, porque, si se modifica, los efectos que se derivan son de lo más desastrosos. El lector se ve obligado a concluir que estas supuestas diferencias sólo pueden surgir o bien de un error en el razonamiento o de la introducción inconsciente, a la hora de investigar los efectos de uno de los dos sistemas comparados, de alguna consideración irrelevante de naturaleza monetaria que es la que produce la diferencia atribuida a las propiedades del sistema mismo. La tarea para el crítico se hace algo monótona al tener que ir descubriendo, para cada uno de los pasos que da Hayek en su análisis paralelo, cuál es el error o la irrelevancia que produce la diferencia. Esto lo haremos solamente en uno o dos casos en el curso de este análisis crítico del libro. Pero desde el comienzo resulta claro que una crítica metódica del libro no dejaría en pie ni un solo ladrillo de la estructura lógica que ha levantado el Dr. Hayek. Una parte del libro está dedicada a establecer los primeros fundamentos de las relaciones entre la cantidad de dinero y la duración en el tiempo de los procesos de producción, así como a las proporciones en las que se divide la corriente de dinero para llevar a cabo la compra de los bienes de consumo y de los bienes de producción. Es como si el Dr. Hayek se dispusiera a construir una terrorífica maza para cascar nueces y luego no cascase ninguna. Puesto que nuestro interés fundamental aquí es la nuez que no cascó, no necesitamos emplear demasiado tiempo en criticar la maza. El papel que juega toda esta parte descriptiva del libro en todo esto sirve para poco más que para oscurecer el tema principal, un auténtico laberinto de contradicciones que deja al lector tan aturdido, que cuando llega a la discusión del dinero puede haber perdido la esperanza de creer en algo. El único punto que necesitamos retener es que el Dr. Hayek concibe el ahorro como un aumento en la proporción de la corriente de dinero que se dirige a la adquisición de bienes de producción por oposición a la que se dirige a la adquisición de bienes de consumo. Cuando arrancamos del punto de vista tradicional, que considera a los consumidores ahorrando una parte de la renta neta, la acumulación de capital se lleva a cabo y el equilibrio económico no puede establecerse hasta que los consumidores vuelven a la práctica de consumir toda su renta neta. Pero cuando arrancamos, como hace el Dr. Hayek, de los ingresos brutos, el ahorro se concibe como una decisión que altera las proporciones en las que aquellos ingresos se gastan en bienes de producción o bienes de consumo, y entonces, durante un periodo de tiempo determinado, tiene lugar la acumulación de capital, y pasado ese periodo se alcanza un nuevo equilibrio, aunque las nuevas proporciones se mantienen permanentemente, si bien esto se aplica solamente a un caso muy peculiar y no, como parece creer el Dr. Hayek, al caso general; pero, puesto que, incluso dentro de los límites de este caso, las conclusiones del Dr. Hayek no son válidas, no necesitamos detenemos más en este punto. El tema central del libro es la acumulación de capital en una economía monetaria. La acumulación, dice el Dr. Hayek, puede tener lugar de dos formas: «bien como resultado de las variaciones del ahorro voluntario, o bien como resultado de las variaciones en la cantidad de dinero que modifica los fondos a disposición de los empresarios para adquirir bienes de producción». Si los ahorros son voluntarios, entonces los «consumidores» ponen en manos de los empresarios ciertas sumas de dinero que estos últimos utilizan para ampliar la duración en el tiempo de los procesos de producción y por tanto acumular capital. Pasando por encima de las dificultades de la transición, el Dr. Hayek llega a la conclusión de que la acumulación de capital cesa cuando el ahorro se detiene y se alcanza un nuevo equilibrio donde la misma cantidad de

trabajo utiliza una mayor cantidad de capital, la producción de bienes de consumo es, como resultado, mayor y todos los precios, supone él, son más bajos. Por tanto, el efecto que tiene lugar es «el que satisface el objetivo del ahorro y la inversión y es idéntico al que se habría producido si los ahorros se hubieran hecho en especie en lugar de haberse hecho en dinero». Su argumento siguiente es el del «ahorro forzoso». Cuando no se ahorra, si los bancos aumentan la circulación mediante «créditos concedidos a los empresarios», los efectos iniciales son los mismos que cuando el ahorro es voluntario. Es decir, los empresarios utilizarán esos fondos adicionales que han ido a parar a sus manos para ampliar la duración en el tiempo del proceso de producción y así se acumulará capital. La inflación mediante la concesión de préstamos a los empresarios tendrá exactamente el mismo efecto y dará lugar a una situación similar en todos los aspectos a la anterior, salvo en una cosa, que todos los precios serán ahora más altos; se entiende que más altos comparados con la misma situación, en el caso de que el ahorro fuera voluntario, no necesariamente comparados con la situación inicial; sobre esta última base algunos precios serían más altos y otros más bajos. Podría parecer que el paralelismo se debe a haber ignorado los efectos de una caída o una elevación general de los precios; pero el Dr. Hayek se ha propuesto eludir el concepto del valor del dinero y a la vez convencernos de la importancia de los beneficios que derivan del ahorro voluntario y de los males que acarrea la inflación. Por tanto, acepta las conclusiones anteriores, dentro de sus límites, y ahora tiene que tratar de encontrar un conjunto de consideraciones diferentes para justificar por qué la inflación n0 produce los mismos efecto que el ahorro. La verdadera diferencia entre los dos casos, según él, es que el cambio en la estructura de la producción propiciado por el ahorro voluntario tiene carácter permanente, mientras que el mismo cambio mediante la inflación resulta «forzado» y los consumidores, tan pronto como la inflación cese y su libertad de acción sea restablecida, procederán a consumir todo el capital acumulado y volverán a establecer la situación inicial. Que la posición alcanzada como resultado del ahorro «voluntario» será de equilibrio es bastante claro (bajo el supuesto implícito en Hayek de que la consiguiente caída en el tipo de interés es irrelevante para el equilibrio), pero lo curioso es la razón que da para ello, que, desde luego, no viene a reforzar la conclusión. Pero igualmente estable sería esta posición si está producida por la inflación, y el Dr. Hayek no consigue probar lo contrario. En el caso de la inflación, lo mismo que en el caso del ahorro voluntario, se produce la acumulación de capital mediante la reducción del consumo, «pero en este caso este sacrificio no es voluntario y no se hace por aquellos que percibirán los beneficios que producen las inversiones... No puede haber duda de que si sus ingresos monetarios crecieran de nuevo [y esta elevación es obligado que ocurra, como el Dr. Hayek promete demostrar], tratarán de aumentar el consumo de manera inmediata hasta su proporción habitual»; es decir, el capital quedará reducido a su anterior cuantía; «esta clase de transición hacia métodos de producción menos intensivos en capital toma la forma de una crisis económica». Si reflexionamos un instante, veremos que «no puede haber duda» de que nada de esto sucederá. Una clase, durante cierto tiempo, ha robado a otra una parte de sus rentas y ha ahorrado el botín. Cuando el atraco llegue a su fin, es claro que las víctimas posiblemente no podrán consumir un capital que está ahora fuera de su alcance. Si son asalariados que consumen penique a penique toda su renta, no tienen recursos para aumentar el consumo. Y si son capitalistas que no han participado en el saqueo, pueden verse inducidos ahora a consumir una

parte del capital por la caída del tipo de interés, pero no más que si la tasa hubiera descendido a causa del «ahorro voluntario» de los demás. Cabría esperar que una vez que el Dr. Hayek se ha convencido de que el «estímulo artificial» de la inflación, bajo la forma de nuevos créditos a los empresarios, no puede causar bien alguno ni acumular capital, llegara a la conclusión de que lo contrario, es decir, el crédito al consumidor no puede causar daño impidiendo la acumulación voluntaria. Pero ahora ve la oportunidad que se le presenta, no puede resistir la tentación y tiene que dejar que la bestia infernal siga su curso y complete toda su tarea destructiva. De acuerdo con esto, en su argumento siguiente encuentra que si se emite dinero adicional en forma de préstamos al consumo, cuando los consumidores deciden ahorrar, de manera que se restablezca la proporción anterior entre la demanda de bienes de consumo y la demanda de bienes de producción, «el único efecto de esta clase de incremento en las rentas monetarias de los consumidores sería hacer fracasar el ahorro».15 Y de esto se deduce que la inflación producida por medio de los créditos a los consumidores, cuando no se ahorra de forma voluntaria, se traduciría en una disminución del capital. Por tanto, el Dr. Hayek llegará a lo mismo en los dos casos. Si esto no fuera suficiente para mostrar que la discusión del Dr. Hayek es completamente irrelevante para el dinero y la inflación, podríamos considerar uno o dos casos más que él ha pasado por alto. De acuerdo con sus supuestos, si los bancos aumentaran la circulación acomodando la cantidad de dinero adicional entre préstamos al consumo y a los empresarios, de forma tal que no perturbasen las proporciones iniciales, no sucedería nada. Y, por otra parte, si cuando los créditos existentes llegan a su vencimiento, varían las «proporciones» aumentando los créditos a los empresarios en la misma cuantía en que reducen los créditos a los consumidores, los efectos serían los mismos que en el caso de una inflación provocada por medio de créditos a los empresarios, aunque ahora la circulación monetaria sería la misma y al revés en el caso de créditos al consumo. Lo que ha sucedido es sencillamente que, como el dinero ha sido neutralizado desde un principio, no hay la más ligera diferencia si su cantidad aumenta, desciende o se mantiene constante, y al mismo tiempo se ha ido deslizando en el argumento un elemento extraño que ha hecho su trabajo bajo la forma del supuesto poder de los bancos para establecer la forma en que se gasta el dinero. Como dice Voltaire, ustedes pueden matar mi rebaño de ovejas mediante conjuros, pero siempre que añadan un poco de veneno. La teoría de Hayek sobre la relación entre el dinero y el tipo de interés es fundamentalmente un desarrollo crítico de la teoría de Wicksell. Su propia postura en lo que se refiere a la de Wicksell la establece como sigue: «En una economía monetaria los tipos monetario y real del dinero pueden diferir del tipo natural o de equilibrio, porque la demanda y la oferta de capital no se encuentran una frente a la otra en su forma natural, sino en forma de un dinero cuya cantidad disponible, a estos efectos, puede ser modificada arbitrariamente por los bancos».16 Una confusión esencial que se pone claramente de manifiesto al leer una afirmación así, es la creencia de que la divergencia de los tipos de interés es una característica propia de la economía monetaria, y la confusión viene implícita en la propia terminología adoptada, que identifica el tipo «real» con el tipo «monetario» y el tipo de «equilibrio» con el tipo «natural». Si el dinero no existiera y los préstamos se hicieran en toda clase de bienes, habría un solo tipo que satisfaría las condiciones de equilibrio, pero podría haber en cada instante tantos tipos de interés 'natural' como mercancías, aunque no fueran tipos 'de equilibrio'. La acción arbitraria de los

bancos en modo alguno es una condición necesaria para la divergencia. Si los préstamos se hicieran en trigo y los agricultores (o, si se quiere, en este tema, el clima) «modificaran arbitrariamente» la cantidad producida de trigo, el tipo de interés real de los préstamos, en términos de trigo, sería distinto de los tipos de las demás mercancías y no habría un tipo único de equilibrio. Para comprender esto no necesitamos estrujamos la cabeza y pensar en un mercado organizado de préstamos donde se permutan ciervos por castores. Los préstamos en el mundo moderno se hacen por lo regular para aquellos bienes para los que existen mercados de futuros. Cuando un hilandero de algodón pide prestada una suma de dinero a tres meses y la utiliza para comprar una cantidad de algodón en bruto al contado que simultáneamente está vendiendo a tres meses, lo que hace realmente es tomar prestado algodón durante un periodo de tiempo. El tipo de interés que él paga por cien balas de algodón es el número de balas que se pueden adquirir con la siguiente suma de dinero: el tipo de interés del dinero requerido para comprar las cien balas más la diferencia en más (o menos) entre el precio al contado y el precio a futuros de las 100 balas. En equilibrio, el precio al contado y el precio a futuros coinciden para el algodón como para cualquier otro bien y todas las tasas naturales o tasas en términos de los bienes son iguales imas a otras y a la tasa monetaria. Pero si, por alguna razón, la oferta y la demanda de un bien no están en equilibrio (es decir, su precio de mercado está por encima o por debajo de su coste de producción), su cotización al contado y a futuros diferirán y la tasa natural en términos de ese bien será distinta de la de los demás bienes. Supongamos que hay un cambio en la distribución de la demanda entre los distintos bienes. De inmediato algunos precios se elevarán y otros caerán, el mercado esperará entonces que después de algún tiempo la oferta de los primeros aumente y la de los últimos se reduzca; de acuerdo con esto, el precio a futuros para la fecha en la que se espera que el equilibrio esté restablecido, para los primeros, está por debajo de su precio al contado y por encima para el caso de los últimos; en otras palabras, el tipo de interés para los primeros será más alto que para los últimos. Esto sólo es un paso hacia una economía no monetaria y sirve para ver que cuando el equilibrio está distorsionado y durante el periodo de transición, los tipos de interés naturales de los préstamos en términos de los bienes cuya producción se está incrementando son más altos y en cuantías diferentes que los tipos de los bienes cuya producción está descendiendo y que puede haber tantas tasas naturales como bienes. En condiciones de libre competencia, esta divergencia de tasas es tan esencial para llevar a cabo la transición como la divergencia entre los precios y los costes de producción. De hecho, se trata de un aspecto diferente de la misma cosa. Esto se aplica tanto a un aumento del ahorro, que el Dr. Hayek considera equivalente a un desplazamiento de la demanda de bienes de consumo a la demanda de bienes de inversión, como a las variaciones en la demanda y oferta de los restantes bienes. Al criticar a Wicksell por haber prescrito como criterio de dinero «neutral» los objetivos incompatibles de un nivel de precios estable y la igualdad del tipo monetario y el tipo na dice que en una sociedad donde hay aumentos en la oferta de ahorros «mantener el tipo monetario de interés al nivel de equilibrio significaría que en tiempos de expansión de la producción el nivel de precios caería. Mantener el nivel general de los precios constante, en estas circunstancias, significaría que el tipo de interés de los préstamos tendría que ser reducido por debajo del tipo de equilibrio. Las consecuencias serían las que siempre se producen cuando la inversión excede al ahorro.»18 Pero en tiempos de expansión de la producción, a consecuencia de un aumento en los ahorros, no hay un tipo de equilibrio (tipo natural único); por tanto, ni el tipo monetario puede ser

igual a, ni más bajo que él: el tipo «natural» de los bienes de producción cuya demanda se ha incrementado en términos relativos es más alto que el tipo «natural» de los bienes de consumo cuya demanda ha caído en términos relativos. No obstante, aunque esto refuta, creo yo, la crítica de Hayek, ésta no es, en sí misma, una crítica de Wicksell, porque hay una tasa natural de interés que, si se adoptara como tasa bancaria, estabilizaría el nivel de precios (es decir, el precio de una mercancía compuesta). Esto es, el promedio de las tasas naturales de los distintos bienes ponderadas de la misma forma que los precios que integran ese nivel. Lo que se puede objetar a Wicksell es que ese nivel de precios no es único y para cualquier mercancía compuesta, arbitrariamente seleccionada, hay una tasa que igualará él poder de compra del dinero ahorrado, en términos de esa mercancía compuesta, y el dinero adicional tomado a préstamo para la inversión. Cada una de estas políticas monetarias dará los mismos resultados respecto al ahorro y los préstamos, como en una economía no monetaria; es decir, una economía en la que la mercancía compuesta seleccionada se utiliza como patrón de pagos diferidos. Por tanto, resulta que estas economías no monetarias retienen la característica esencial del dinero, la singularidad del patrón, y no sabemos mucho más cuando hemos mostrado que una política monetaria es neutral, en el sentido de que resulta equivalente a lo que sucedería en una economía no monetaria que difiere de ésta sólo en el nombre. Por lo que se refiere a otras economías monetarias concebibles y más auténticas en las que las distintas transacciones se fijan en términos de patrones diferentes, no hay política monetaria alguna que pueda reproducir exactamente sus resultados. Lo que quizás es un tema que importa muy poco, porque la consecuencia esencial de una divergencia entre la demanda y la oferta de bienes de consumo es común a las economías monetarias y las no monetarias. En la medida en que los bienes de consumo ahorrados son perecederos tienen que ser consumidos por alguien o ir a la basura en su totalidad, y en la medida en que son duraderos y pueden ser almacenados, en parte se depreciarán con el transcurso del tiempo y en parte se consumirán por otras personas que no son los ahorradores (puesto que su precio al contado tiene que caer para que merezca la pena almacenarlos). Con o sin dinero, si el ahorro y la inversión planeados no coinciden, un aumento del ahorro en gran medida será «ineficaz». De otra parte, la concepción subyacente en la investigación sobre el dinero neutral parece ser ésta: Cuando el ahorro tiene lugar en una economía no monetaria, una corriente de bienes terminados que podían ser consumidos se desvía del consumo a la inversión y el problema es encontrar una política monetaria que no dificulte esa corriente. Pero la corriente es una ilusión. Cuando fluye sin obstáculos hacia la inversión, nunca sale de manos de los ahorradores bajo la forma de bienes de consumo, la producción tiene que haber sido planeada por adelantado con objeto de no producir bienes que no se demandan y cuando el ahorro sale de manos de los consumidores no llega a la inversión intacto. Por tanto, y sirviéndonos de una distinción que se debe al señor Robertson, los «ahorros» pueden ser un estímulo, pero, en general, no pueden ser el «origen» de la inversión. La propia solución al problema dada por el Dr. Hayek, como opuesta a la de Wicksell, está contenida en el párrafo siguiente, que debería ser leído teniendo siempre en cuenta que para él la oferta de capital significa «ahorro voluntario» y que «la cuantía de la circulación» es una expresión abreviada para dar a entender la cantidad de dinero multiplicada por su velocidad de circulación. «Está perfectamente claro que para que la oferta y la demanda de capital real se igualen, los bancos no tienen que prestar ni más ni menos que lo que ha sido depositado en ellos como ahorros. Y esto significa, naturalmente, que nunca tienen que variar la cuantía de su circulación.» Estamos ya languideciendo en espera de una pista que nos desvele ese misterio «perfectamente claro», cuando al final del libro el Dr. Hayek nos lanza su definición de capital real: «El capital real se emplea aquí sólo como una expresión abreviada (pero probablemente

desorientadora) para designar aquella parte de la corriente de dinero que está disponible para la adquisición de bienes de producción.» ¡En verdad desorientador! Los epítetos monetario y real, que siempre se han utilizado como opuestos, ahora resulta que el Dr. Hayek los define, sin más, como sinónimos. Y él es el primero en apartarse del buen camino, porque utiliza este argumento como una crítica a Wicksell, para quien el «capital real» quiere decir «capital real»/ no capital en dinero. Y también se equivoca en creer que ha demostrado algo acerca del dinero «neutral», cuando se aleja de una economía de trueque en la que el capital real no puede ser otra cosa que una cantidad de dinero. Su afirmación podría expresarse en el lenguaje ordinario como sigue: «Para que la suma del dinero tomado a préstamo para invertir sea igual a la suma de dinero ahorrado, los préstamos de los bancos no pueden aumentar ni más ni menos que lo que se encuentra depositado en ellos como ahorros.» Y, por último, para completar el cuadro, deberíamos añadir aquí dos modificaciones que el Dr. Hayek ha introducido en la última edición alemana de su libro. La primera es una excepción; los bancos no tienen que prestar más que lo que ha sido depositado como ahorros «o, como máximo, las cantidades que, aunque ahorradas, no han sido invertidas». La segunda es una nueva definición de ahorro. Cuando algunas empresas contabilizan pérdidas, «sólo el exceso de ahorro sobre la cantidad necesaria para equilibrarlas, o ahorro neto, se puede considerar como un incremento en la demanda de bienes de producción, y cuando en lo sucesivo hablemos de ahorros lo haremos siempre y exclusivamente en este sentido». Por tanto, definido y transformado todo esto, no sonará a desconocido a los lectores del Treatise on Money del señor Keynes; en efecto, parece indicar que el Dr. Hayek, escapando de su problema del dinero neutral, ha venido a aterrizar en medio de la teoría del señor Keynes. Y aquí este análisis crítico tiene que terminar, porque el espacio disponible no nos permite hacer una crítica de la nueva y, en cierta medida, inesperada posición asumida por el Dr. Hayek. Capítulo VIII DINERO Y CAPITAL: UNA RÉPLICA 1. Con un artículo dedicado a la discusión crítica de mi Prices and Production, el señor Sraffa ha hecho su entrada recientemente en la controversia monetaria. No cabe negar el hecho de que hacer la reseña crítica de libros sobre el dinero, en un momento en que la teoría monetaria se encuentra en estado de violenta fermentación, no es tarea fácil ni quizás grata. Puedo comprender, pues, que el señor Sraffa esté un poco alterado por haber tenido que emplear mucho tiempo en hacer un trabajo del que evidentemente no ha sacado beneficio alguno y que le parece no hace otra cosa que añadir todavía más confusión a la ya existente en estas materias. Pero yo opino que, al dejarse llevar por su indignación, sin dejar clara su propia posición sobre el tema, corre el riesgo de no hacerse justicia a sí mismo y adoptar una posición que es, en el mejor de los casos, un tanto confusa. No deseo entrar en la controversia por la controversia misma, pero me parece que replicando a las objeciones que hace el señor Sraffa, no sólo puedo defenderme de muchos malentendidos sin sentido, sino que también contribuyo a aclarar ciertos temas que, en el momento actual y para utilizar las palabras del señor Robertson, presentan una «dificultad intelectual detestable». Por eso he pedido a los editores de esta publicación que me proporcionen el espacio necesario para la réplica. El señor Sraffa objeta que yo trataba de decir demasiadas cosas en cuatro conferencias, pero su crítica viene a demostrar que debería haber dicho muchas más. De hecho, muchas de sus objeciones se refieren a puntos que están implícitos más que específicamente desarrollados en Prices and Production, lo cual se debe, parcialmente, a que los he discutido en otros lugares con

mayor detalle y, en parte también, a que yo pensaba que debían estar ya lo suficientemente claros para un economista que no era necesario elaborarlos todavía más. En una réplica breve como ésta, es evidentemente imposible discutir la relación entre la teoría del equilibrio económico general y la teoría del dinero, uno de los puntos en los que el señor Sraffa está en desacuerdo con mi método de abordar estos temas. Sin embargo, afortunadamente está concluida ya y próxima a aparecer la traducción al inglés de mi primitivo tratamiento de estos temas acerca del papel del dinero en la teoría de las fluctuaciones industriales, de manera que espero se me permita remitirme a lo dicho en ese libro para replicar a las críticas metodológicas que me hace el señor Sraffa y pedirle que vuelva a insistir después si es que las observaciones que no discuto aquí siguen dejándole descontento. Si lo hace, me gustaría que definiera también su propia actitud hacia estos problemas con más claridad de lo que ha hecho hasta ahora, porque de la lectura de su artículo se saca la impresión de que su posición es una curiosa mezcla de una especie de nihilismo extremo que niega que las teorías del equilibrio económico existentes proporcionen una descripción útil del funcionamiento de las fuerzas no monetarias y una especie de conservadurismo que se resiste a cualquier intento de demostrar que las diferencias entre una economía monetaria y otra no monetaria no son sólo las únicas ni incluso las principales de «aquellas características que se explican en cualquier libro de texto sobre el dinero». A pesar de todo, no estoy muy seguro de que el señor Sraffa se haya percatado de que precisamente la refutación de esta idea es una de las tesis centrales del libro. Lo que desde luego no ha visto —aunque yo debería haber pensado que era algo bastante evidente— es dónde hay que ir a buscar las diferencias entre una economía monetaria y otra que no lo es. He dado por supuesto que el cuerpo básico de la teoría económica pura actual demuestra que, dejando a un lado las influencias monetarias, el sistema económico está movido por una tendencia inherente en el mismo y que lo lleva hacia el equilibrio. Lo que he tratado de decir en mi Prices and Production y en algunas publicaciones anteriores es que los factores monetarios pueden dar lugar a determinadas clases de desequilibrios que resultan difíciles de explicar sin recurrir a ellos. No entiendo del todo si lo que el señor Sraffa piensa es que para demostrar esto sería necesario primero volver a formular todo el análisis económico del equilibrio. Yo pensaba que esto no sólo era imposible dentro de los límites de un pequeño libro como éste, sino que además era completamente innecesario. La insinuación que hace el señor Sraffa en el sentido de que lo que hago es trasladar de una forma solapada mi posición desde el análisis teórico del dinero neutral hacia la defensa de una política monetaria concreta se debe por entero a la falta de comprensión de este punto. En realidad, lo que estoy suponiendo es que, por regla general, resulta deseable evitar todo aquello que nos pueda arrastrar fuera de la posición de equilibrio y que tarde o temprano acabará haciendo inevitable la reacción. Pero no hay justificación alguna para insinuar que, después de todo, a lo único que aspira mi exposición es a dar por sentados determinados objetivos de política monetaria «que toda persona bienintencionada debería considerar deseables». No obstante, no tengo que dedicar demasiado tiempo a estas cuestiones metodológicas, y tengo que volver ahora a las críticas que hace el señor Sraffa a aspectos más concretos de mi teoría. 2. Hay dos puntos fundamentales de mi teoría contra los que el señor Sraffa dirige la mayoría de sus críticas. Uno es el concepto de tipo de interés monetario como algo distinto de lo que llamamos tipo de interés de «equilibrio», concepto que es común a muchas otras teorías de autores contemporáneos. El otro es la tendencia a acumular capital mediante el «ahorro forzoso», que acaba desvaneciéndose tan pronto como la causa que ha provocado este «ahorro forzoso» desaparece. Este último punto, en cierto sentido, es una característica peculiar de mi teoría del ciclo económico, pues, en lo que se me alcanza, nunca ha sido formulado de esta forma antes y

toda mi teoría descansa sobre la verdad de este punto. Siguiendo ahora el propio orden de la crítica del señor Sraffa, me ocuparé en primer lugar de este último tema. No obstante, y antes de ocuparme de este punto central de mi teoría, será necesario tratar dos cuestiones íntimamente relacionadas y que son esenciales para entender el problema principal, a pesar de que el señor Sraffa considera que son cuestiones «preliminares» y «tan completamente irrelevantes» que las relega a dos notas a pie de página. En Prices and Production la proporción que existe entre la producción de bienes de consumo y la de bienes de producción se utiliza en dos sentidos diferentes, uno «real» y el otro «monetario». Este procedimiento está justificado como supuesto especial de simplificación que hace idénticas las dos proporciones y en él se basa una buena parte del argumento. En sentido real, esta proporción se corresponde con el concepto de periodo medio de producción, como se ve fácilmente cuando consideramos todos los bienes y servicios que se encuentran ya dentro de la unidad de periodo de tiempo que los acabará de convertir en productos listos para consumir (bienes de consumo); y todos los demás bienes y servicios semiterminados. Entonces la proporción entre la suma de bienes de consumo y bienes de producción que existe en un momento determinado del tiempo (requerida para continuar la producción por el mismo método) se corresponderá (salvo en una pequeña diferencia que se encuentra en una relación definida con la unidad arbitraria del periodo elegido) con el periodo medio de inversión medido en la misma clase de unidades. La proporción entre la demanda de las dos clases de bienes y servicios, tal y como se ejerce en forma de dinero ofrecido a cambio de ellos, se corresponderá con la proporción real sólo en el supuesto que, por conveniencias de la exposición, hacemos al principio de la obra y según el cual todos los bienes y servicios utilizados en el proceso de producción se cambian por dinero al pasar de un estadio de producción al siguiente, en todos y cada uno de los que los van acercando a la fase final de consumo. Es éste un caso que, evidentemente, apenas se dará en el mundo real, porque nunca sucederá esto mientras tengamos bienes de carácter duradero que se utilizan a lo largo de más de una unidad de periodo de tiempo, y creo que en mi libro ha quedado ampliamente indicado que, en el mundo real, la proporción monetaria será bastante diferente de la proporción real. Pero el primer punto esencial que el señor Sraffa parece haber olvidado es que hay una relación entre la proporción monetaria y la real, en el sentido de que si la primera cambia, también lo hace la última. Cuando fallan algunos de los supuestos simplificadores establecidos en la primera parte de Prices and Production, esta relación se hace extremadamente compleja y, desde luego, nadie es tan consciente de ello como yo mismo, pero lo que no se me alcanza es cuál es la razón por la que el señor Sraffa, a la vista de la discusión de este punto en las páginas 104106 del libro {pp. 107108 de la versión española}, insinúa que yo lo he olvidado. En cualquier caso, es la demanda expresada en dinero la que determina los precios de los bienes en cada uno de los estadios sucesivos de la producción y son estos precios relativos los que regulan las cantidades físicas que se dirigen a cada uno de los estadios de la misma. El segundo punto esencial en el que tampoco el señor Sraffa ha sabido entenderme se refiere a las razones por las que estas proporciones pueden variar (en primer lugar, la modificación de la proporción monetaria que acabará conduciendo a una variación de la proporción real). La proporción monetaria es (para el conjunto del sistema) la que guardan la suma de las cantidades gastadas por las personas en bienes de consumo y las gastadas en bienes de producción. Por lo tanto, cabe que esta relación se modifique, bien porque varíe la proporción de la renta que las personas dedican a cada uno de los bienes que constituyen sus objetos de gasto, o bien porque varíe la cantidad relativa que tienen cada uno de ellos para gastar; es decir, porque varíe la distribución del poder de compra. El señor Sraffa forzosamente tuvo que haberse olvidado de esto cuando me acusó de hacer afirmaciones contradictorias en cuestiones como las de si son las

decisiones de los empresarios o las de los consumidores (o las de ambos) las que determinan los cambios en la proporción. En efecto, y por descontado, los empresarios son al mismo tiempo consumidores (aunque no todos los consumidores son a la vez empresarios) y todos los que componen los dos grupos pueden modificar sus proporciones (ahorrando o consumiendo capital), pero la proporción a nivel social puede resultar afectada no sólo por las decisiones de las personas, sino también por las decisiones que toman los individuos integrados en los diferentes grupos, a consecuencia de las inyecciones de dinero nuevo. Ahora bien, el punto esencial a señalar aquí es que el dinero adicional, por lo regular, se presta a alguien que, a un tipo de interés más bajo, está dispuesto a endeudarse e invertir más dinero que antes. En mi opinión, en Prices and Production se ha insistido bastante en que cuando el dinero adicional se presta a un tipo de interés al mejor postor, cabe obtener determinadas conclusiones acerca de dónde será utilizado que nos capacitan para analizar los efectos que tienen los aumentos de la cantidad de dinero más allá de las meras generalidades. Si se utiliza para adquirir bienes de producción —y con toda probabilidad éste será el caso—, la consecuencia será toda una cadena de efectos adicionales que cabe resumir bajo la expresión de «ahorro forzoso» transitorio, con la subsiguiente destrucción de una parte del capital acumulado de esa forma o la asignación errónea de los recursos así conseguida y que produce la consiguiente crisis económica. 3. Para simplificar el tema del proceso de ahorro forzoso, es conveniente arramear de una posición en la que no se acumula ahorro nuevo y por consiguiente la proporción viene completamente determinada por lo que se precisa simplemente para mantener el capital existente. Esto quiere decir que las personas que poseen capital consumen la renta neta de ese capital y reinvierten aquella parte de los ingresos brutos necesaria para que su capital permanezca intacto. Ahora bien, si mediante una reducción del tipo de interés la gente encuentra rentable invertir pidiendo dinero adicional a los bancos (es decir, dinero que no ha sido ahorrado y que es producto de la expansión del crédito), entonces la proporción entre los bienes de producción y los bienes de consumo se elevará, los precios de los bienes de producción también lo harán y su producción aumentará respecto a la de los bienes de consumo. Cada empresario individual sólo puede aumentar su capital real gastando más en bienes de capital y menos en el trabajo empleado para llevar a cabo la producción corriente (o, lo que es lo mismo, más en trabajo que permanece invertido durante un periodo de tiempo relativamente más largo). Pero esto sólo lo puede hacer en tanto en cuanto los salarios no hayan aumentado en proporción al dinero adicional que ha llegado a estar disponible para la inversión. No obstante, al final del proceso las rentas tienen que elevarse en esa proporción, porque incluso el dinero adicional que se destina a la adquisición de nuevos bienes de capital tiene que acabar en los bolsillos de aquellos factores empleados en la producción de esos nuevos bienes de capital. Pero esto no surtirá todo su efecto hasta que todo el dinero de nueva creación haya ido pasando de un estadio de la producción a otro, hasta que finalmente se acaba pagando a los factores. Por lo tanto, habrá siempre un retraso temporal considerable entre el aumento de la cantidad de dinero utilizado con fines productivos y el correspondiente incremento en las rentas de los factores y, como resultado de ello, en la demanda de los consumidores. Ahora bien, si el efecto sobre los salarios de un aumento en la cantidad de dinero no se compensa mediante nuevas emisiones, tiene que llegar un momento en que los empresarios se encuentren con que la proporción de sus ingresos monetarios que queda para gastar en bienes de capital no deja disponible mayor cantidad de fondos que antes.

Esto sólo deja de ser así en la medida en que los empresarios puedan no consumir una parte de los beneficios extraordinarios obtenidos en el periodo y puedan invertirlos. En este caso la mayor propensión a ahorrar de esta clase de rentas se acaba traduciendo en un ahorro real. Pero, como el señor Sraffa resalta acertadamente, no es necesariamente cierto que las personas que poseen ahora más capital vayan a obtener por ello una proporción relativa mayor de la renta total, y en todo caso el efecto que ello pueda tener apenas será suficiente para impedir el incremento en la demanda relativa de bienes de consumo. Ahora bien, antes de que los «salarios» se eleven en proporción al aumento en la cantidad de dinero (y por lo tanto durante todo el tiempo en que el dinero está aumentando a una tasa constante o creciente), los empresarios estarán en condiciones, con ese dinero adicional, de comprar (o producir) más bienes de capital que antes y aumentar así tanto su equipo como sus existencias. No obstante, tan pronto como la competencia entre los empresarios por el empleo de los factores de la producción haya elevado los salarios en proporción al incremento en la cantidad de dinero y no estén disponibles nuevos créditos para continuar alimentando el proceso, la proporción gastada en bienes de capital tendrá que descender. Pero esto quiere decir no sólo que tienen que dejar de aumentar su acumulación de capital sino también que serán incapaces de mantener y reemplazar todo el equipo capital que ha sido posible crear gracias al proceso de ahorro forzoso. Salvo en la medida en que sean capaces y encuentren beneficioso hacerlo a costa de su propia renta, mayor ahora, sólo podrán ir reponiendo el capital existente a la misma tasa que lo hacían antes de que tuviera lugar el proceso de ahorro forzoso y, como consecuencia, su capital se irá consumiendo hasta acercarse a su estado inicial. Tratar de describir al detalle el proceso mediante el cual se consume el capital sería una larga tarea que espero abordar pronto en otro lugar. Baste señalar aquí que si los empresarios de un estadio de la producción encuentran que no es posible o rentable reponer, por ejemplo, su maquinaria, entonces todos aquellos bienes de capital que, a su vez, están empleados en producirlas perderán su valor. La cantidad física de esos bienes, durante algún tiempo, no variará, pero esto no significa que sus propietarios no hayan perdido una buena parte o todo su capital. Es inútil para el fabricante de la maquinaria mantenerse aferrado a sus bienes de capital cuando el productor que solía adquirirla es incapaz o no encuentra rentable hacerlo ahora. Le guste o no le guste, las acciones de los restantes individuos han destruido su capital. Una objeción sorprendentemente superficial a este análisis es decir simplemente que «una clase ha robado durante algún tiempo a la otra una parte de sus rentas y ha ahorrado el botín. Cuando el espolio concluye, está claro que las víctimas no pueden consumir el capital que ahora queda fuera de su alcance». ¿Acaso el señor Sraffa no sabe que algunas veces el capital pierde su valor porque los costes de explotación de la planta han subido? ¿O es que pertenece a la secta de los que creen que la situación puede curarse estimulando el consumo? ¿Negaría realmente que un aumento repentino de la demanda relativa de bienes de consumo puede destruir el capital en contra de la voluntad de sus propietarios? Seguramente el caso que estamos discutiendo es exactamente el siguiente: cuando las rentas se elevan como consecuencia de una previa expansión del crédito y la masa de consumidores, conforme a nuestros supuestos, gasta en consumo toda su renta incrementada, mientras que el dinero disponible para invertir en bienes de producción no sigue aumentando, el valor de algunos bienes de capital producidos mientras su demanda se ha visto estimulada de una forma relativamente mayor caerá por debajo de sus costes de producción. Es difícil de comprender cuál es la razón por la que el señor Sraffa piensa que es una contradicción decir que una inflación alimentada mediante la expansión de crédito a la inversión dará lugar a un aumento de la inversión de capital que, en buena medida, no tendrá carácter permanente,” mientras que urna inflación que fuera alimentada mediante la concesión

de crédito al consumo provocaría, en realidad, el consumo del capital existente. La situación es simplemente ésta: cualquier aumento de las rentas que favorece el consumo respecto a la inversión tenderá a hacer más bajo el poder de compra de las sumas de dinero disponibles (es decir, el poder de compra del capital monetario), mientras que un aumento relativo de la renta, como consecuencia de la elevación previa de la demanda de bienes de producción, tenderá a crear un capital que sólo en parte será destruido luego por la inflación que sigue. Es decir, en el último caso la destrucción de capital no viene compensada por ganancia alguna anterior. Por último, el señor Sraffa se abalanza contra una parte de mi argumento y le lanza la objeción siguiente: «Si los bancos aumentaran la circulación pero distribuyeran el crédito adicional entre consumidores y empresarios de manera que no distorsionara las proporciones iniciales, no sucedería nada. Me pregunto si esta curiosa objeción no es producto de algún recuerdo inconsciente que le ha dejado la lectura de la edición alemana de Prices and Production y del que tan ingenioso uso hace al final de su artículo. Allí yo había dicho, de forma explícita, que una estabilización de rentas llamada a no ocasionar una asignación errónea de los factores de la producción sólo podría ser efectiva si fuera posible inyectar en el sistema económico las cantidades adicionales de dinero requeridas para este objetivo, de manera que no se modificase la proporción entre la demanda de bienes de consumo y la de bienes de producción. En cualquier caso, me complace que el señor Sraffa apoye uno de los corolarios más evidentes de mi teoría sobre los efectos que tiene la corriente de dinero en la estructura de la producción. Ahora bien, si se acepta esto, ¿cómo se puede rechazar el otro corolario según el cual cuando no se dan esas circunstancia se producirán cambios en la estructura temporal de la producción? ¿Y cómo puede ignorar el hecho de que una expansión del crédito, a través del mecanismo del tipo de interés bancario, no «distribuye la cantidad adicional entre consumidores y empresarios de forma que no perturbe las proporciones iniciales», sino que casi con seguridad favorecerá a los empresarios situados en los estadios más altos en detrimento de los inferiores?» 4. He utilizado una porción relativamente grande de espacio para demostrar que al menos una parte del capital creado mediante el proceso de ahorro forzoso se pierde, porque, como ya he dicho, este punto me parece fundamental y sólo puedo tratar ahora brevemente el segundo punto suscitado por el señor Sraffa, puesto que su confusión aquí tiene que haber sido evidente ya a la mayoría de los lectores. El señor Sraffa niega la posibilidad de que la divergencia entre el tipo de interés de equilibrio y el tipo de interés real sea una característica de las economías monetarias. Piensa que «si el dinero no existiera y los préstamos se hicieran en toda clase de bienes, habría un tipo de interés único que satisfaría las condiciones de equilibrio, pero en cualquier momento podría haber tantos tipos de interés 'naturales' como bienes y ninguno de ellos sería tipo de equilibrio». Pienso que en esta situación sería mejor decir que no habría una tasa única de interés que, aplicada a todos los bienes, cumpliera las condiciones que debe reunir una tasa de equilibrio, pero podría haber, en todo momento, tantas tasas de interés natural para cada uno de los bienes que todas serían tasas de equilibrio y que serían el resultado de todos los factores que afectan a la oferta presente y futura de esos bienes concretos y de los demás factores que habitualmente se consideran determinantes de la tasa de interés. Por ejemplo, no hay duda que el tipo de interés «natural» de un préstamo en frambuesas que va de julio a enero puede ser incluso negativo, mientras que los préstamos realizados en otra clase de bienes durante el mismo periodo pueden ser positivos. Las relaciones recíprocas entre las distintas tasas de interés de los bienes son una cosa demasiado complicada como para discutirlas en el contexto de una réplica. Esto además se convierte en algo particularmente complejo cuando caemos en la cuenta —como el señor Sraffa señala— de que cualquiera de estas tasas puede no estar en equilibrio, lo mismo que puede no

estarlo el precio de un bien. Pero lo importante en este tema es si el hecho de que cualquiera de estas tasas naturales de los bienes pueda no estar en equilibrio, como consecuencia de la divergencia entre la demanda y la oferta de esa mercancía, puede tener el mismo efecto que las divergencias entre el tipo de interés monetario efectivo y el tipo de interés de equilibrio producidas por un aumento en la cantidad total de dinero. Ciertamente, yo creo que en este último caso resulta posible variar «artificialmente» el tipo de interés en un sentido que no cabe predicar de las demás clases de bienes (salvo en un caso especial al que haré mención luego). Vamos a servimos del ejemplo que pone el señor Sraffa en el que unos empresarios agrícolas «varían a su arbitrio» la cantidad producida de trigo, lo que entiendo significa, por lo que sigue después, que aumentan tanto la oferta de trigo que su precio acaba cayendo por debajo de los costes de producción y los préstamos en trigo, como consecuencia de su abundancia transitoria, se hacen a tipos de interés más bajos que los préstamos en las demás clases de bienes. Y yo me pregunto: ¿Acaso la caída en los tipos de interés de los préstamos en trigo puede dar lugar a que algún empresario inicie un proceso de producción más indirecto para el que el fondo de subsistencia disponible no sea suficiente? No hay razón alguna para suponer que esto será así. En la medida en que la gente vive del trigo, es evidente que estarán abastecidos de buen trigo durante un periodo de tiempo más largo y en la medida en que su precio sea más bajo, esto inducirá a consumir más trigo en lugar de otros bienes, y de esta manera también estos bienes estarán disponibles durante un periodo de tiempo más largo o, lo que es lo mismo, el tipo de interés en términos de esos bienes descenderá también. Los efectos vendrán a ser los mismos que si la correspondiente cantidad de trigo hubiera sido ahorrada, y cuando la producción de trigo vuelva a disminuir a consecuencia de la caída de su precio, la acumulación de capital que ha sido posible, como consecuencia de ese excedente de trigo, simplemente cesará. El caso sería diferente, no obstante, si la oferta real de trigo no variase pero bajo la expectativa errónea de que va a aumentar mucho en el futuro, los comerciantes al por mayor venden a plazo cantidades de trigo que luego no podrán suministrar. En una economía de trueque éste sería el único caso en el que cabría pensar en algo parecido a lo que produce una divergencia entre la tasa monetaria y la tasa de equilibrio. Si suponemos que en la comunidad en que sucede esto el trigo es uno de los bienes de consumo más importantes, entonces las consecuencias podrían ser parecidas a las que se dan cuando la tasa monetaria de interés está por debajo de su tasa de equilibrio. El precio relativamente bajo al que se ofrecen los bienes de consumo para el futuro inmediato —por ejemplo, en términos de maquinarias— hará que merezca la pena asegurarse la provisión suficiente de ellos para iniciar procesos de producción más largos. Pero una vez que se percaten del error que cometen, los precios de los bienes de consumo ascenderán y se verá que no es posible esperar más tiempo —como había parecido en un principio— a que el producto de esta inversión esté disponible para el consumo. Aunque estoy tentado de continuar desarrollando este ejemplo, tengo que dejarlo aquí, pues creo que han quedado trazadas ya las líneas maestras esenciales que permiten poner de manifiesto las diferencias principales que existen entre este caso y el anterior. Si generalizamos este segundo caso y suponemos que no es la promesa en particular de una clase de bienes, sino la demanda de bienes actuales en general, lo que se ofrece a cambio de promesas de bienes para el futuro y por encima de los bienes disponibles hoy a estos efectos, entonces nos encontramos con el caso típico de los préstamos adicionales de dinero para hacer inversiones. La inversión será superior al ahorro; es decir, se iniciarán procesos de producción que serán mucho más largos de lo que, en ese momento, justificarían los fondos de subsistencia disponibles y se continuarían siempre que los consumidores en general sigan siendo, por así decirlo, «expoliados» mediante más y más emisiones de dinero nuevo. Los efectos añadidos que

tendrán estos procesos han sido discutidos ya en la sección anterior. Parece que el señor Sraffa no encuentra ninguna razón que justifique el que la demanda de nuevo capital pudiera estar limitada por la cuantía del ahorro suministrado y sólo ve una razón evidente por la que el tipo de interés no debería descender a un nivel cero: el peligro que esto entrañaría de elevación en el nivel general de los precios. Pero esto es algo que no resulta sorprendente en un autor, como él, que considera que la discusión de los aspectos reales de la estructura capitalista de la producción es una cuestión «absolutamente irrelevante» para el análisis de los problemas que suscitan el dinero y la inflación. 5. Aunque hasta este momento las críticas que me hace el señor Sraffa me parece que se basan en una concepción errónea de los problemas objeto de debate, se trata de críticas moderadamente comprensibles. Pero en los párrafos finales de su artículo añade unas observaciones que confieso me resultan más difíciles de seguir. Comienza con un párrafo en el que el señor Sraffa recuerda cómo en una parte de mi exposición he utilizado —por no haber encontrado otra mejor— la expresión «oferta de capital real» para referirme a aquella parte de la corriente monetaria total disponible para la inversión que tiene un origen real (es decir, el ahorro o los fondos de amortización del capital existente) y no procede de los créditos adicionales, aduciendo entonces que yo confundo o defino como sinónimos el capital real y el monetario. Y lo hace así a pesar de que en nota a pie de página —y hasta el punto en que pudiera haberlo hecho— advierte al lector expresamente que la expresión «capital real» se utiliza aquí como la única expresión abreviada y corta (aunque probablemente desorientadora) que he encontrado para designar aquella parte de la corriente monetaria que está disponible para adquirir bienes de inversión y «que se compone de los ingresos regulares que proporciona la rotación de los bienes de producción existentes (es decir, en el caso de los bienes de capital duraderos, los fondos de amortización acumulados para reponer lo que se deprecia) más los ahorros nuevos». El señor Sraffa cita una parte de esta nota a pie de página, pero omite lo esencial, que he puesto aquí en letra cursiva; por lo tanto, hace un uso del término completamente absurdo, aunque aquí el término «real» tiene un sentido absolutamente definido a pesar de no ser el habitual. No puedo creer que el señor Sraffa haya querido tergiversar mis palabras, pero confieso que encuentro difícil entender lo que pretendía mentalmente al escoger esta nota a pie de página y suprimir una frase cuya inclusión hubiera dejado sin sentido alguno su crítica en este punto. ¿Acaso el señor Sraffa no entiende que esa parte de la corriente de dinero que yo destaco tiene que tener un significado económico especial? Algunas de sus observaciones sobre el «ahorro forzoso» me llevan a sospechar que tal es el caso. Pero en la espectacular terminación de su artículo el señor Sraffa hace una insinuación todavía más absurda. En el debate que siguió a la pronunciación de mis conferencias inglesas yo me había ido percatando de que a causa, evidentemente, de la influencia del señor Keynes, el término «ahorro» se entendía muy a menudo con un sentido diferente a aquel en que yo lo utilizaba. Como consecuencia, cuando unos meses más tarde preparé la edición alemana de Prices and Production inserté, entre otras adiciones que trataban de aclarar estos puntos más difíciles, un párrafo que yo esperaba facilitase la distinción entre mi concepto de ahorro y el que empleaba el señor Keynes. Nada podría haberme sorprendido tanto como el hecho de que ese intento de aclarar la diferencia entre la teoría que sostiene Keynes y la mía fuera interpretado como mi «aterrizaje en medio de la teoría del señor Keynes» (lo que quiero dar a entender en este sentido se desprende claramente de lo que yo he citado de este párrafo contra Keynes en mi Respuesta a su Réplica de mi análisis crítico de su Treatise). Me atrevo a creer que el señor Keynes, completamente de acuerdo conmigo, rechazaría esta insinuación del señor Sraffa. Realmente, el que haya efectuado esta insinuación me parece que indica simplemente el hecho inesperado y

nuevo de que el señor Sraffa todavía ha entendido menos la teoría de Keynes que mi propia teoría. CONTRARRÉPLICA por Piero Sraffa Esta muestra de la forma que tiene de argumentar el Dr. Hayek es por sí misma un ejemplo tan elocuente de lo que critico que me resisto a estropearlo comentándolo. Por tanto me limitaré a explicar dos cuestiones cardinales, mientras que para las restantes remito al lector a mi contribución anterior, si es que le queda paciencia para ello. La primera cuestión es si, como afirma el Dr. Hayek, el capital acumulado mediante el ahorro forzoso desaparecerá al menos en parte. «Mi teoría descansa sobre la verdad de este punto.» Mi objeción era sencillamente que el ahorro forzoso es un nombre inapropiado para designar el «espolio», porque si aquellos que han ganado con la inflación eligen ahorrar el producto de su espolio, no tendrían razón alguna, más adelante, para revisar esta decisión y, en todo caso, aquellos a los que el ahorro forzoso ha dañado no tienen nada que decir en este asunto. Esta llamada al sentido común no ha inmutado al Dr. Hayek; él lo llama «sorprendentemente superficial», aunque por desgracia olvida decirme en qué estoy equivocado. Por tanto tendré que hacer otro intento de seguirle y entrar un poco más en «profundidades». Tomaré su argumento justo en el punto en que concluye la inflación a que ha dado lugar a la acumulación de capital. Para que el caso sea comparable con el del «ahorro voluntario» del Dr. Hayek, la inflación tiene que haber ido descendiendo gradualmente hasta concluir justo en el momento en que los nuevos procesos de producción más largos que se han iniciado comienzan a producir su fruto en forma de bienes de consumo. De aquí en adelante los empresarios estarán en condiciones de pagar todos los gastos que origina la producción corriente y el mantenimiento de todo el capital aumentado con los ingresos procedentes de sus ventas y sin necesidad de dinero inflacionario adicional. Esto, naturalmente como dice el Dr. Hayek, es posible «sólo en tanto en cuanto los salarios (es decir las rentas) no se eleven en proporción a las cantidades adicionales de dinero que ha llegado a estar disponible para la inversión». Y ahora es cuando llegamos al punto en disputa: «Al final, las rentas tendrán que subir en esa proporción, puesto que incluso el dinero utilizado para la adquisición de los bienes de capital tiene que ser satisfecho a los factores que se emplean en la producción de esos nuevos bienes de capital.» Yo sostengo que esto no sucederá. Una vez más, el Dr. Hayek me proporciona el argumento contra su teoría al añadir aquí, en su nota a pie de página, «salvo que esas cantidades puedan ser absorbidas en forma de efectivo en cualquiera de los nuevos estadios de la producción». Exactamente, y si el Dr. Hayek ha experimentado tantos sufrimientos a la hora de escribir su libro como sus críticos al leerlo, recordaría que bajo sus supuestos estas tenencias de efectivo absorberán no simplemente ciertas cantidades adicionales, sino la totalidad del dinero emitido durante la inflación, y, como consecuencia, las rentas no pueden elevarse de ninguna forma y no habrá lugar a la disolución del capital de la que nos habla. Permítaseme recordarle que en su libro ha supuesto que el capital será acumulado en proporción a la cantidad de dinero emitido bajo la forma de créditos a los empresarios, que el número de fases de la producción aumentará en proporción a la cuantía del capital, que los pagos hechos aumentarán en proporción al número de los estadios de la producción. Como resultado, la cuantía de los pagos se tiene que incrementar en proporción a la cantidad de dinero y la totalidad del dinero adicional será absorbido en forma de tenencias de caja para hacer frente a esta clase de pagos. Como curiosidad, cabe señalar que en el mundo supuesto por el Dr. Hayek la inflación provocada por medio de los créditos a los empresarios, aunque deja las rentas invariables, produce un descenso positivo en los precios de los bienes de consumo. (Como esto parece

increíble tal vez incluso para el Dr. Hayek, compárese simplemente en su libro la figura 2 de la p. 40 (p. 54}, que representa la posición inicial, con la figura 4 de la p. 50 {p. 64}, que representa la posición final cuando la inflación concluye.

El valor monetario agregado de la masa de los bienes de consumo no ha variado, pero su cantidad es superior después de la inflación y por tanto los precios unitarios tienen que ser más bajos. Véase también las páginas 5152 {pp. 6162}. Después de todo esto, el Dr. Hayek me permitirá que no tome demasiado en serio aquello de qué es lo que realmente creo. Nadie podría creer que algo que se deduce de ese tipo de fantásticos supuestos pueda ser verdad en la realidad. Pero tengo que admitir la posibilidad abstracta de que las conclusiones que se deducen de ellos, mediante razonamientos defectuosos, puedan, por un accidente de la suerte, demostrar que son posibles. Sólo tengo que añadir unas palabras sobre la segunda cuestión cardinal acerca de las tasas «monetaria» y «natural» de interés. La máxima ideal del Dr. Hayek para la política monetaria, como en Wicksell, era que los bancos deberían adaptar la tasa monetaria de interés de sus préstamos a la tasa «natural». El único obstáculo que él vio era la dificultad de averiguar, en la práctica, el nivel de la tasa «natural». Yo apunté que sólo bajo condiciones de equilibrio habría una tasa de interés natural única y que cuando el ahorro aumenta hay, en todo momento, muchas tasas «naturales», posiblemente tantas como bienes, de manera que no sólo sería difícil en la práctica, sino también inconcebible, que el tipo de interés monetario fuera igual al tipo «natural».6 Y mientras Wicksell podía echar mano de un promedio ponderado de las tasas naturales de cada uno de los bienes, como guía de su tasa monetaria, igual que eligió un índice de los precios para estabilizar, esta vía de escape no está abierta para el Dr. Hayek, que ha repudiado, con insistencia, el uso de promedios. El Dr. Hayek reconoce ahora la multiplicidad de tipos naturales, pero lo único que tiene que decir sobre este punto es que «todas serían tasas de equilibrio». El único significado, si es que tiene alguno, que puedo dar a esto es que su máxima de política económica exige ahora que la tasa monetaria sea igual a todas estas tasas naturales divergentes.

Tercera Parte ENSAYOS SOBRE KEYNES RECENSIÓN DE LIFE OF KEYNES, DE HARROD Esta monumental vida de Lord Keynes, publicada apenas cinco años después de su muerte, constituye todo un acontecimiento editorial como biografía de una figura contemporánea. Escrita por uno de sus amigos más íntimos y su más ferviente admirador, la obra ofrece un retrato simpático, aunque plenamente honesto, de una de las mentes más influyentes y coloristas de su generación. Basada en un examen a fondo de la enorme cantidad de documentos disponibles, tanto privados como oficiales, esta biografía ofrece una vivida imagen del escenario en el que uno ha de representarse la carrera de Keynes. La obra representa una contribución notable a la historia de nuestro tiempo, tanto por la profunda influencia que Keynes ejerció en el desarrollo de las ideas, como por el papel que ocupó en la vida pública inglesa y que desempeñó, en sus últimos años, en las relaciones entre Inglaterra y los Estados Unidos. La casi increíble variedad de intereses y actividades que Keynes desplegó convierten su biografía en una tarea de inusitada dificultad, lo que no significa que R.F. Harrod no esté capacitado como nadie para escribirla. Harrod compartía muchos de los intereses de Keynes, le había acompañado tanto en su obra teórica como en algunas de sus actividades más prácticas, y había conocido personalmente la mayoría de los círculos en los que Keynes se había movido, incluso los de sus primeros años. Tiene un estilo fácil y lúcido, y logra hacer inteligible, aun al lego, algunas de las intrincadas contribuciones de Keynes a la teoría económica. Hay ocasiones en que uno preferiría que hubiera menos discusión e intentos de defender y justificar, y más relatos informales del propio Keynes acerca de cómo entendía él mismo las cosas. Aunque Harrod reproduzca parcialmente muchas cartas, ciertamente interesantes y que despiertan el apetito de más, se colige sin embargo que la mayor parte de la correspondencia de Keynes no debería publicarse en vida de sus corresponsales. Con independencia de lo que se piense de Keynes como economista, nadie de quienes le conocieron negará que fue uno de los ingleses más sobresalientes de su generación. A decir verdad, la magnitud de su influencia como economista probablemente deba tanto a la impresión que causaba su persona, la universalidad de sus intereses y el poder y persuasivo encanto de su personalidad, como a la originalidad y corrección teórica de sus contribuciones a la economía. Debía en gran medida su éxito a una rara combinación de brillantez y agilidad mental con un dominio magistral de la lengua inglesa que admitía pocos rivales entre sus contemporáneos, y también tenía —esto no se menciona en la Life, pero a mí siempre me pareció uno de sus mayores activos— una voz de persuasión embrujadora. Como investigador, era incisivo más que profundo y completo, guiado por una potente intuición que le hacía intentar demostrar el mismo punto una y otra vez siguiendo métodos diferentes. No es de extrañar que un hombre que durante un tiempo fuera capaz de dividir su tiempo entre la docencia de la economía y la dirección de una compañía de ballet, la especulación financiera y la colección de obras de artes, la presidencia de un grupo de inversión y la dirección de las finanzas de un college de Cambridge, la actuación como director de una compañía de seguros y prácticamente la dirección del Cambridge Arts Theatre, incluso ocupándose en este último caso de detalles como la comida y el vino que se servían en su restaurante, mostrara a veces una sorprendente falta de conocimiento en materias que aún no habían despertado sus simpatías predominantemente estéticas. Por poner un ejemplo, así como su interés por los libros le había proporcionado un considerable conocimiento de la historia intelectual de los siglos diecisiete y dieciocho, su conocimiento de la historia e incluso de la literatura económica del diecinueve era más bien raquítico. Era capaz de dominar las ideas

fundamentales de una nueva disciplina en un tiempo sorprendentemente breve; de hecho, parece que se convirtió en economista, después de cursar matemáticas en la universidad, en poco más de dos años, por lo demás repletos de muchas otras actividades. El resultado, empero, es que el ámbito de su conocimiento siempre fue no sólo un tanto insular, sino también típicamente «de Cambridge». Había tenido una suerte inusual con su procedencia, sus primeros asociados y el grupo con el que pasó sus primeros años de formación. Hasta el final de su vida parece haber considerado que las opiniones y apariencia de este conjunto tan particular constituían lo mejor de la civilización. Aunque el joven Keynes fuera, por disposición natural, un racionalista radical típico de su generación, una de esas personas que se sienten llamadas a juzgarlo todo desde sí mismos, miembro de un grupo convencido de que sólo ellos poseían los rudimentos de una verdadera teoría de la ética, y que en 1918 se describía a sí mismo como un bolchevique que no sentía la menor pena por presenciar la desaparición del orden social que hasta entonces habíamos conocido, como economista fue, incluso en la época en que consiguió fama internacional, un liberal a la vieja usanza. En sus celebrados artículos en el Manchester Guardian Commercial en 1921 y 1922 aún creía en el libre cambio, el patrón oro internacional y la necesidad de un mayor ahorro. Hay motivos para dudar de que alguna vez comprendiera del todo la teoría clásica del comercio internacional, sobre la que en gran medida descansaba su posición (incluso Harrod se ve obligado a admitir, en otro lugar, que «tenía cierta confusión sobre el contenido real de la posición clásica»), y probablemente sea posible rastrear la mayor parte de sus desarrollos posteriores de ciertos argumentos bastante cuestionables que había empleado con eficacia en este campo en una buena causa en sus Economic Consequences of the Peace Treaty. El gran cambio ocurrió antes de la Gran Depresión, por la época en que Gran Bretaña volvía al patrón oro en 1925. Su propia explicación de por qué se había convencido del «fin del laissez faire» es, como también parece pensar Harrod, sorprendentemente débil y frágil en realidad. Pero no puede caber duda de que, con sus nuevas creencias en una moneda dirigida, el control de la inversión y la formación de cárteles se había convertido, junto con su gran antagonista, David Lloyd George, en el principal autor de la conversión del partido liberal británico al programa semisocialista expuesto en el «Liberal Yellow Book». No le resulta fácil a Harrod defender a Keynes de la acusación de incoherencia; a mí, al menos, ni siquiera me parece que lo consiga. Se pueden encontrar en Keynes, sin duda, una continuidad de desarrollo y la persistencia de un objetivo último, pero también un cierto placer morboso por escandalizar a sus contemporáneos, una tendencia a exagerar sus desacuerdos con las opiniones al uso y una inclinación por enfatizar su tolerante comprensión de las actitudes más revolucionarias, que no parecen del todo compatibles con la coherencia. Una y otra vez sorprendía a sus amigos empleando argumentos que no casaban bien con sus pronunciamientos en público. Recuerdo, en particular, una ocasión que ilustra bien lo dicho. No hacía mucho que Keynes había acuñado la expresión «eutanasia del rentista», y en un intento deliberado de hacerle hablar del tema aproveché la primera oportunidad que tuve en la conversación para destacar la importancia que el hombre económicamente independiente había tenido en la tradición política inglesa. Lejos de contradecirme, emprendió un largo elogio de la función desempeñada por las clases propietarias, ofreciendo múltiples ejemplos de su imprescindible papel en la preservación de una civilización decente. Quizás fuera su don para acuñar expresiones lo que le hacía exagerar sus opiniones. Desde luego, frases como «charlatán financiero», «el fin del laissez-faire» y «a largo plazo, todos muertos» deben de haberse vuelto con frecuencia contra su autor en momentos en que éste se sintiera más conservador. Incluso sus mayores admiradores deben de haberse retraído un poco cuando, en 1933, eligió una publicación periódica alemana para alabar la «autosuficiencia

nacional», y sólo cabe preguntarse qué habría querido dar a entender cuándo, tres años después, en su prefacio a la traducción alemana de The General Theory of Employment, Interest, and Money, recomendaba el libro a sus lectores apelando a que «la teoría de la producción como un todo, que es el objetivo de este libro, puede adaptarse mucho más fácilmente a las condiciones de un estado totalitario» que la teoría competitiva. Harrod subraya cómo, hacia el final de su vida, retornó un tanto a sus opiniones librecambistas, y algunas manifestaciones ocasionales suyas parecen sugerir que efectivamente así fue. Con todo, en octubre de 1943 todavía sostenía que, en su opinión, el futuro dependería de «(i) el comercio estatal de mercancías; (ii) la formación de carteles internacionales para controlar la fabricación de los productos básicos; y (iii) las restricciones cuantitativas a la importación de otros productos». Quizás sea significativo que Keynes odiara que se dirigieran a él empleando el título de «profesor» (que de hecho nunca tuvo). No fue primariamente un académico. Más bien, un gran aficionado en muchos campos del conocimiento y de las artes, que tenía todos los dones de un gran político y de un propagandista, y que sabía que «las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando tienen razón como cuando se equivocan, son más poderosas de lo que generalmente se piensa. En realidad, el mundo se rige por poco más.» Y como tenía una mente capaz de refundir, en los intervalos de sus otras ocupaciones, el cuerpo de la teoría económica del momento, fue él, mucho más que cualquiera de sus iguales, quien acabó influyendo en el pensamiento de entonces. Si era él quien tenía la razón, o si no la tenía, es algo que sólo nos dirá el futuro. Algunos temen que, de ser correcta la afirmación de Lenin (que nos ha recordado el propio Keynes) de que el mejor modo de destruir el sistema capitalista es devaluar la moneda, entonces hay que achacar sobre todo a la influencia de Keynes el que se haya seguido tal prescripción. Harrod es muy franco sobre los defectos temperamentales de Keynes, y no sólo en lo que respecta a «sus defectillos, como la impetuosidad, los cambios de parecer y el hablar más allá de su competencia»; sino también sobre su fuerte propensión a hacer apuestas, su implacabilidad y ocasional rudeza en la discusión («en las batallas dialécticas todo le parecía permitido»), su tendencia a «cultivar la apariencia de omnisciencia» y el «estar siempre dispuesto a aventurar una cifra para ilustrar un punto». Cabe dudar de que «su gusto por las estimaciones 'globales'» (que se ha convertido, en no poca medida por su influencia, en una especie de moda) haya beneficiado en algo a la comprensión de los fenómenos económicos. La actividad económica no se guía por tales totales, sino siempre por relaciones entre diferentes magnitudes, y la práctica de pensar siempre en totales «globales» o agregados puede inducir a confusiones. En una ocasión, al menos, sus argumentos contra la ortodoxia fueron directamente esgrimidos frente a una opinión que pocos economistas respetables aparte de él serían capaces de defender: la de proceder a un recorte general de salarios para hacer frente al desempleo. Gran parte de la confusión sobre los efectos de una reducción de salarios se ha debido a que Keynes siempre pensaba en términos de un recorte general de salarios, mientras que el argumento de sus adversarios miraba únicamente a permitir que cayeran algunos salarios. La explicación a tanta sorpresa como reserva la mentalidad de Keynes quizás resida en la suprema confianza que había adquirido en su poder de conformar la opinión pública con la misma facilidad con que un artista domina su instrumento. Le encantaba hacer el papel de una Casandra cuyos avisos nadie atiende. De hecho, fue probablemente lo temprano de su éxito atrayendo la atención de la opinión pública sobre los tratados de paz lo que le condujo a estimar en exceso sus propios poderes. Jamás olvidaré la ocasión, la última vez que le vi, me parece, en que me dejó atónito con una de esas expresiones suyas de franqueza tan poco comunes. Fue a comienzos de 1946, al poco de volver de unas agotadoras y exhaustivas negociaciones en Washington sobre el

préstamo concedido a Gran Bretaña. A primeras horas de la tarde había fascinado a los presentes con un detallado relato del mercado americano de libros del periodo isabelino; si no se hubiera tratado de él, habría dado la impresión de haber dedicado la mayor parte de su tiempo en los Estados Unidos a ese asunto. Más tarde, un giro de la conversación me hizo preguntarle si no estaba preocupado por el uso que algunos de sus discípulos estaban haciendo de sus teorías. Después de una observación no demasiado cortés sobre las personas en cuestión, procedió a tranquilizarme explicando que se trataba de ideas que hacían mucha falta en el momento en que las expresó. Continuó indicándome que no tenía por qué alarmarme; que si en algún momento llegaban a ser peligrosas, yo podía estar seguro de que él rápidamente invertiría la opinión pública, y con un seco movimiento de la mano me indicó la rapidez con que lo haría. El caso, sin embargo, es que apenas tres meses más tarde ya estaba muerto. Anexo: Hayek sobre Beveridge Si la actual preocupación por el pleno empleo fuera resultado de un reconocimiento tardío de la urgencia del problema, tendríamos motivos de sobra para avergonzarnos del pasado y felicitarnos por las nuevas resoluciones. Pero no es este el caso. En Inglaterra, en particular, el desempleo ha sido durante casi una generación un problema candente y que ha ocupado de continuo a políticos y economistas, por lo que las razones de la creciente agitación al respecto han de buscarse en otro sitio. El hecho es que los remedios propuestos por los economistas, por ser de aquellos cuya aplicación resulta dolorosa, habían sido una y otra vez descartados. Lord Keynes nos aseguró entonces que nos habíamos equivocado todos, que la cura podía ser indolora e incluso placentera: cuanto se necesitaba para mantener permanentemente a tope el empleo era asegurar un volumen adecuado de gasto de cierto tipo. El argumento no fue menos efectivo por ir envuelto en un lenguaje muy técnico. Era el respaldo de la más elevada autoridad científica a lo que siempre había sido la creencia popular, que con esto ganó terreno rápidamente. Si es un gran mérito de la democracia el que permita expresarse como movimiento organizado la reivindicación de cura para algo que todos sienten como un mal, también es uno de sus peligros que la presión popular pueda acabar canalizándose en apoyo de determinadas teorías que suenen bien al hombre corriente. Era casi inevitable que un hombre con talento advirtiera tal oportunidad e intentara encaramarse al poder político proponiendo doctrinas capaces de suscitar el apoyo popular. No otra cosa es lo que intenta Sir William Beveridge. Su Full Employment in a Free Society es no menos un manifiesto político que un manual de política económica, y su aparición, que coincidió con la entrada de su autor en el Parlamento, constituye, conjuntamente con su anterior informe sobre la seguridad social, su programa de acción. Esto no significa que Sir William carezca de cualificación especial para la tarea, sino, más bien, que ésta no es principalmente la de economista. Siendo, como es, un brillante expositor, que ha recibido el estímulo de ser nombrado primera pluma de uno de los grandes diarios londinenses; un administrador con éxito, dotado de la capacidad de saber utilizar los cerebros de otras personas, y un agudo estudioso de estadísticas de desempleo, Sir William ha recurrido a un grupo de economistas más jóvenes para que elabore la parte más teórica del libro. La fuerza y la debilidad de la obra reflejan este origen. La exposición clara y el énfasis en algunos hechos importantes que no siempre se sabe reconocer muestran lo mejor de Sir William, como también es una característica de la obra el gran interés que demuestra por los cambios en la maquinaria estatal. Pero el marco teórico es el de Lord Keynes visto por sus discípulos más jóvenes, un Keynes que resulta familiar a los lectores americanos sobre todo a través de los escritos del profesor A. H.

Hansen. Únicamente uno de los colaboradores de Sir William, N. Kaldor, aparece por su nombre, y lo hace como autor de un ingenioso apéndice que para el economista representa lo más interesante del libro, la parte que proporciona los fundamentos de casi todo el resto. Resulta cuestionable hasta qué punto revaloriza la obra el intento de combinar opiniones tan características como las de Sir William con las doctrinas keynesianas de moda, pero desde luego eso facilita su aceptación por parte de los economistas más jóvenes. Aunque Sir William exprese su convicción de que su propio enfoque y «la revolución en el pensamiento económico llevada a cabo por J. M. Keynes» no son «contradictorios sino complementarios», el libro deja muchas incoherencias por resolver. No obstante ser una de las contribuciones más valiosas de Sir William el énfasis en la extremada diversidad que reviste el desempleo según los diferentes lugares e industrias, contribución que cuestiona la adecuación de ofrecer explicaciones en términos de insuficiencia general de la demanda, por ejemplo, Sir William se traga por completo la teoría de la insuficiencia de la demanda. No menos importante es la insistencia de Sir William en la estrecha relación que existe en Gran Bretaña entre el desempleo y el comercio exterior. Empero, los remedios que propone son casi por entero de naturaleza doméstica. Aunque advierte que difícilmente «cabe describir como lujos» ninguna de las importaciones de Gran Bretaña antes de la guerra, sugiere «la alternativa de recortar las importaciones y hacerse más independiente», porque «la estabilidad del comercio internacional es tan importante como su escala». ¡Pues sí que llega lejos el otrora paladín del libre comercio! Pero lo más sorprendente de todo quizás sea que, no obstante admitir que «una política de gasto en favor del pleno empleo no logrará acabar con el desempleo, por muy vigorosamente que se lleve a cabo... si, al llegar la paz, vuelven a imponerse con fuerza las reglamentaciones industriales con todo su cortejo de tendencias restrictivas y costumbres del pasado», en su diagnóstico de las causas del desempleo no tiene para nada en cuenta estos factores. Cabe preguntarse a qué conclusiones habría llegado el autor si los hubiera considerado en el análisis y no meramente añadido al final como reflexión. Una de las principales diferencias entre las propuestas de Sir William y el «Libro Blanco» británico sobre política de empleo es que Sir William rehúsa aceptar que la inversión privada tienda a fluctuar y tener que limitarse a ofrecer medidas compensatorias. Como planificador concienzudo, en el sentido moderno del término, se propone abordar esta dificultad aboliendo la inversión privada como la conocíamos, esto es, sometiendo toda inversión privada a la dirección de una Comisión Nacional de Inversiones. Es en este punto, frente al intento de tranquilizarnos que recoge la segunda parte del título del libro, donde deberían despertarse nuestras aprehensiones. Sir William se esfuerza por mostrar cómo, a pesar de todos los controles que desea imponer, las «libertades fundamentales» estarán a salvo. La propiedad privada de los medios de producción no es, en su opinión, «una libertad esencial en Gran Bretaña, porque ni ahora ni nunca ha sido disfrutada más que por una pequeña proporción de sus ciudadanos». Es sorprendente que aún no supiera que la propiedad privada de los medios de producción es importante para mucha gente no porque esperen disfrutarla, sino porque sólo ella les ofrece la posibilidad de una competencia entre patronos y les protege de quedar a merced del más completo monopolista jamás imaginado. Por muy interesantes que sean los detalles en que Sir William difiere de la actual teoría Keynes Hansen, lo más importante con mucho de su libro es el apoyo que le presta con su prestigio. Si bien no se siguen de ella todas las conclusiones que se extraen, ciertamente se

sostienen o caen con la creencia en que la causa inicial del desempleo cíclico sea una insuficiencia de la demanda final. Según esta teoría, conforme aumenta el desempleo, una proporción progresivamente creciente del nuevo ingreso creado no se gasta, sino que se ahorra. Antes o después, esto producirá una situación en que la demanda final sea insuficiente, incapaz de absorber la producción de bienes de consumo a precios que remuneren los factores sin incurrir en pérdidas. Cabe conceder el primer supuesto sin por ello tener que suscribir las supuestas consecuencias. La proporción que se ahorra de más del ingreso adicional sólo conduciría necesariamente a una insuficiencia de la demanda final si la producción adicional contuviera una proporción de bienes de consumo igual a la producción total. Este supuesto parece, empero, altamente improbable. Junto con todos los demás estudiosos de la materia, Sir William subraya que el desempleo durante una depresión es mucho mayor en las industrias productoras de bienes de capital que en las demás. Un acercamiento al pleno empleo incrementa por tanto la producción de bienes de capital proporcionalmente mucho más que de bienes de consumo. Y si no se ahorrara una proporción mayor del ingreso adicional que la que se ahorra del ingreso menor, la demanda final crecería mucho más rápido que la oferta de bienes de consumo. De hecho, parece altamente improbable que la proporción ahorrada del ingreso adicional durante una fase de recuperación llegue a ser tan grande como la proporción de producción adicional en forma de bienes de capital. ¿Qué pasa entonces con la pretensión de que las depresiones se producen por un exceso de ahorro y subconsumo? Siempre cabe suponer, claro está, que la caída de la inversión en una recesión debe tener su origen en una insuficiencia inicial de la demanda final. Sin embargo, este razonamiento es circular. La causa de la caída en la demanda de bienes de capital debe buscarse, por tanto, en algo distinto de la insuficiencia de la demanda final, que incluso puede ser excesiva. Todos los remedios de moda, incluso el de Sir William, no sólo no aciertan a tocar la raíz del asunto, sino que pueden agravar el problema. Por supuesto, una vez que la demanda final se contrae en la escala que corresponde a un desempleo generalizado en las industrias de bienes de capital, se disparará una viciosa espiral contractiva. La pregunta crucial sigue siendo: ¿Qué causa la caída inicial en las industrias de bienes de capital? Si, como parece más que probable, es que tienden a crecer en exceso durante la fase expansiva, cualquier intento de mantener su actividad al máximo de su capacidad únicamente perpetuará las causas de la inestabilidad. CAPÍTULO XI ¿POR QUÉ UN SIMPOSIO SOBRE KEYNES? Sería injusto culpar demasiado a Lord Keynes por el indudable daño que sus teorías han ocasionado, pues estoy convencido por experiencia personal de que, de haber vivido, habría sido uno de los líderes en la lucha contra la inflación que siguió a la guerra. Con todo, sobre él recae en gran medida la responsabilidad de la misma. Si sus teorías han ejercido durante los últimos veinticinco años una influencia de inmediatez y amplitud únicas en la historia del pensamiento económico, sin duda se debe a sus grandes dotes. Éstas no eran principalmente las de un economista teórico y, aunque sus ideas parecieran revolucionarias a la generación que cautivaron, probablemente no aparezcan más que como una etapa pasajera en la historia del pensamiento económico.

El principal reproche a que se hace acreedor Keynes es el de haber presentado como «Teoría General» lo que no es sino un tratado para su época. Fue el intento que tuvo éxito de los repetidos que hizo por justificar sus preferencias en el campo de las cuestiones prácticas mediante argumentos teóricos. Tuvo éxito, en parte, porque proporcionó un apoyo altamente sofisticado a reivindicaciones siempre populares en tiempos de depresión y también, en parte, porque lo expresó en forma tal que congeniaba con las modas científicas del momento. Se basaba, sin embargo, en unos supuestos más irreales aún que los que él mismo atribuía a lo que llamó la economía clásica. Si era un defecto de ésta el suponer en primera instancia que no existen recursos ociosos, Keynes fue aún menos realista al suponer que siempre existen grandes reservas de todos los recursos. Brevemente dicho, excluyó por principio la escasez de recursos, que es la raíz de todos nuestros problemas económicos. Su teoría original, en consecuencia, aunque sea de dudosa aplicación incluso en épocas de depresión, es completamente inaplicable en épocas de prosperidad. Desde entonces, los discípulos de Keynes han acertado a purgar la versión original de muchos de sus supuestos irreales e inconsistencias internas, convirtiéndola en un aparato de análisis formal por lo general neutral en lo que respecta a aplicaciones de política económica. Continúa gozando de popularidad porque se conforma más a las modas metodológicas actuales que el enfoque clásico. Lo emplean muchos que no extraen de él las conclusiones que extrajo Keynes. Sin embargo, dudo que todo esto demuestre que se trata de una contribución permanente a la ciencia económica. Aparte los peculiares supuestos de Keynes, [su modelo] no conduce a conclusiones esencialmente diferentes de hecho a las del análisis clásico. El más importante de esos supuestos es el de que los trabajadores se resistirían a una reducción de sus salarios nominales pero aguantarían la de los reales vía devaluación de la moneda. En realidad, el motivo último de los esfuerzos de Keynes fue encontrar un método alternativo de reducir los salarios demasiado altos para permitir que hubiera empleo para cuantos lo buscaran. Ya no pensamos hoy en día que los trabajadores se vayan a dejar engañar por mucho tiempo de tal modo. Sin embargo, éste era el elemento más característico de las ideas keynesianas en los años treinta. Fue este argumento el que rompió la resistencia intelectual a las tendencias, siempre presentes, hacia una inflación progresiva. Este elemento crucial, sin embargo, ha perdido actualmente toda su plausibilidad. Si se hubiera de juzgar a partir de las consideraciones iniciales del último documento programático recién publicado sobre política monetaria británica, el «Radcliffe Report», el keynesianismo en su sentido original parece haber perdido atractivo, más incluso que en ningún otro sitio, en su propio país de origen. RECUERDOS PERSONALES DE KEYNES Y DE LA «REVOLUCIÓN KEYNESIANA» La impresión personal causada por Keynes resulta inolvidable hasta para quienes le conocieron sin jamás llegar a aceptar sus teorías monetarias, e incluso consideraron a veces que sus pronunciamientos pecaban de irresponsables. En especial, para mi generación (era dieciséis años mayor que yo) Keynes era ya un héroe mucho antes de alcanzar realmente fama como economista teórico. Pues, ¿acaso no había sido él quien había tenido el coraje de protestar contra las cláusulas económicas de los tratados de paz de 1919? Por mucho que algunos pensadores mayores que él y más agudos no dejaran de señalar de inmediato ciertos defectos teóricos en su

argumentación, nosotros admirábamos sus libros, brillantemente escritos, por su franqueza e independencia de pensamiento. Aquellos de nosotros que tuvimos la fortuna de conocerle personalmente experimentamos pronto, además, el magnetismo del brillante conversador, con su enorme abanico de intereses y su voz embrujadora. Conocí personalmente a Keynes en Londres en 1928, en una reunión de institutos de investigación sobre el ciclo económico. Aunque tuvimos allí mismo nuestro primer serio desacuerdo en relación a algunos detalles de la teoría del interés, desde ese momento fuimos amigos con muchos intereses en común, por mucho que raramente consiguiéramos estar de acuerdo en temas económicos. Keynes tenía un modo un tanto intimidatorio de intentar no hacer caso de las objeciones de los jóvenes; sin embargo, si alguien conseguía resistirle se ganaba para siempre su respeto, incluso aunque estuviera en desacuerdo con él. Tuvimos muchas ocasiones de discutir, tanto oralmente como por correspondencia, después de mi traslado a Londres, desde Viena, en 1931. Había asumido yo la tarea de escribir una recensión para Económica de su recién publicado Treatise on Money, y puse muchísimo empeño en dos artículos sobre el libro. Al primero replicó contraatacando mi Prices and Production. Yo estaba convencido de haber demolido en gran parte su marco teórico (esencialmente expuesto en el volumen 1), aunque no por ello dejaba de sentir gran admiración por las muchas intuiciones, profundas aunque nada sistemáticas, que contenía el volumen 2. Grande fue mi desilusión y vanos se me antojaron todos mis esfuerzos cuando, tras la aparición de la segunda parte de mi artículo, me dijo que entretanto había cambiado de opinión y que ya no creía en lo que había dicho en la obra. Esta fue una de las razones por las que no volví al ataque cuando publicó su ahora famosa Teoría General, algo de lo que después siempre me he sentido culpable. Pero entonces temí que antes de que yo hubiera podido completar mi análisis él ya habría vuelto a cambiar de opinión. Aunque había denominado «general» su teoría, me parecía demasiado obvio que no era más que otro tratado de la época, condicionado por lo que a él le parecían las necesidades de la política económica del momento. También había otra razón que entonces apenas si advertí, pero que vista ahora me parece la decisiva: mi desacuerdo con la obra no tenía tanto que ver con los detalles analíticos cuanto con su enfoque general. La cuestión de fondo era la validez de lo que ahora llamamos análisis macroeconómico, Ahora sé que en una perspectiva a largo plazo la importancia principal de la Teoría General reside en que, más que ninguna otra obra singular, amplió decisivamente la aceptación de la macroeconomía y contribuyó al declive temporal de la teoría microeconómica. Más adelante explicaré por qué pienso que este desarrollo de las cosas me parece fundamentalmente equivocado. Antes quiero decir que es una ironía del destino que Keynes haya llegado a ser el responsable de este giro hacia la macroeconomía, porque él realmente tenía en poco el tipo de econometría que por entonces empezaba a hacerse popular, y no creo que recibiera el menor estímulo de ella. Sus ideas estaban por entero enraizadas en la economía marshallianos, que era de hecho la única economía que conocía. Aunque hubiera leído mucho en otros campos, su educación en economía era un tanto restringida. No leía ningún idioma extranjero a excepción del francés (o, como una vez afirmó de sí mismo, en alemán sólo conseguía entender lo que ya sabía de antemano). Resulta curioso que antes de la I Guerra Mundial hubiera escrito para el Economic Journal una recensión de la Theory of Money de L. von Mises (al igual que A.C. Pigou había hecho poco antes con Wicksell) sin beneficiarse en lo más mínimo de ello. Me temo que habrá que admitir que Keynes, antes de que empezara a desarrollar sus propias teorías, no era un economista teórico ni bien formado ni particularmente sofisticado. Partió de una

economía marshallianos un tanto elemental, y cuanto habían aportado Walras y Pareto, los austríacos y los suecos, era como un libro cerrado para él. Tengo razones para dudar de que realmente llegara nunca a dominar la teoría del comercio internacional; tampoco creo que pensara sistemáticamente sobre la teoría del capital, e incluso en la teoría del valor del dinero su punto de partida (y más tarde objeto de sus críticas) parece haber sido un enfoque muy simple, como el de la ecuación de cambio de la teoría cuantitativa en lugar del mucho más sofisticado de los saldos de caja de Alfred Marshall. Desde el principio, Keynes era efectivamente muy dado a pensar en términos agregados y siempre sintió debilidad por las estimaciones globales (a veces, poco sólidas). Su argumentación, en la discusión de los años veinte sobre el retomo de Gran Bretaña al patrón oro, estaba ya enteramente expresada en términos de niveles de precios y salarios, despreciando prácticamente la estructura de precios y salarios relativos; más tarde llegó también a creer que tales medias y sus varias agregaciones, al ser estadísticamente medibles, tenían también una importancia central desde el punto de vista causal, creencia ésta que aparentemente se fortaleció con el tiempo. Sus ideas finales descansan por completo sobre la creencia de que existen unas relaciones funcionales relativamente simples y constantes entre tales agregados «medibles» como la demanda total, la inversión total o la producción total, y que los valores empíricamente determinados de esas supuestas «constantes» nos permitirían realizar predicciones válidas. A mí me parece, empero, que no sólo no existe razón alguna para suponer que estas «funciones» permanecerán constantes, sino que además la teoría microeconómica había demostrado mucho antes de que llegara Keynes que no pueden ser constantes, sino que cambian con el tiempo no sólo en cantidad sino también de dirección. Qué relaciones deben ser las que la macroeconomía deba tratar como cuasiconstantes depende en realidad de la estructura microeconómica, especialmente de las relaciones —que la macroeconomía sistemáticamente desprecia— entre los diferentes precios. Éstos pueden cambiar rápidamente como resultado de cambios en la estructura microeconómica, por lo que cualquier conclusión basada en el supuesto de que son constantes no puede sino inducir a confusión. Permítaseme poner como ejemplo la relación entre la demanda de bienes de consumo y el volumen de inversión. Existen sin duda ciertas condiciones en las que un incremento de la demanda de bienes de consumo conducirá a un incremento de la inversión. Sin embargo, Keynes supone que tal será siempre el caso. Puede demostrarse, no obstante, que eso no puede ser, e incluso que en algunas circunstancias un incremento de la demanda de productos finales conducirá a una reducción de la inversión. Lo primero sería en principio verdad si, como Keynes generalmente supone, existieran reservas ociosas de todos los factores de producción y de los diversos tipos de mercancías. En tales circunstancias, es posible aumentar a la vez la producción de bienes de consumo y la de bienes de capital. El caso es completamente diferente, sin embargo, si el sistema económico está en una situación de pleno empleo o cercana a él. Entonces es posible incrementar la producción de bienes de inversión, pero sólo si temporalmente se redúcela de bienes de consumo, porque, para incrementar la producción de los primeros, habrá que desplazar hacia ellos los factores ocupados en la producción de los segundos. Y pasará algún tiempo hasta que la inversión adicional ayude a incrementar el flujo de bienes de consumo. Keynes parece haber sido inducido a confusión por un error opuesto al que él mismo atribuye a los economistas clásicos. Alega, justificándolo sólo en parte, que los clásicos habían basado sus argumentos en el supuesto de pleno empleo, y he aquí que él basó su propio argumento en lo que podríamos llamar el supuesto de pleno desempleo, esto es, el supuesto de

que normalmente existen reservas ociosas de todos los factores y mercancías. Pero tal supuesto no sólo tiene al menos un referente real tan improbable como el primero, sino que induce incluso a mayor confusión. Un análisis sobre el supuesto de pleno empleo, incluso siendo tal supuesto sólo parcialmente válido, ayuda al menos a entender el funcionamiento del mecanismo de precios, el significado de las relaciones entre los diferentes precios y el de los factores que originan cambios en tales relaciones. Pero el supuesto de que existe una disponibilidad permanente de bienes y factores convierte en inútil, indeterminado e ininteligible todo el sistema de precios. A decir verdad, algunos de los discípulos más ortodoxos de Keynes parecen, en pura lógica, haber tirado por la borda toda la teoría tradicional de la determinación de precios y de la distribución, es decir, cuanto solía ser la espina dorsal de la teoría económica y, en consecuencia, en mi opinión, su ignorancia de la economía es completa. Es fácil ver cómo tal idea, según la cual la creación de dinero adicional conduciría a la creación de la cantidad de bienes correspondiente, tenía que llevar a un reavivamiento de las más ingenuas falacias inflacionistas que, creíamos, la economía ya había exterminado de una vez por todas. No tengo la menor duda de que debemos mucho de la inflación que siguió a la guerra a la gran influencia que ejerció un keynesianismo tan excesivamente simplificado. Y no estoy diciendo que Keynes lo hubiera aprobado. De hecho, estoy convencido de que, de haber vivido entonces, habría sido uno de los combatientes más decididos contra la inflación. En tomo a la última vez que le vi, pocas semanas antes de su suerte, así me lo hizo saber de modo más o menos claro. Vale la pena repetir su afirmación de entonces, porque resulta ilustrativa en otros sentidos. Habiéndole yo preguntado si no estaba preocupado por el uso que algunos de sus discípulos hacían de sus teorías, su respuesta fue que éstas habían sido muy necesarias en los años treinta, y que si alguna vez llegaran a ser perniciosas, podía estar seguro de que él induciría un cambio en la opinión pública. Lo que recrimino a Keynes es que haya titulado Teoría General a lo que es un tratado de la época. El hecho es que, aunque le gustara aparecer como la Casandra cuyas desagradables predicciones nadie atiende, realmente estaba absolutamente convencido de su capacidad de persuasión, y creía poder manejar la opinión pública con la facilidad con que un artista virtuoso toca su instrumento. Tanto por don natural como por temperamento, Keynes era más artista y político que académico o estudioso. Aunque estuviera dotado de poderes mentales supremos, su pensamiento estaba tan influido por factores estéticos e intuitivos como por los puramente racionales. Adquiría conocimientos rápidamente y tenía una memoria prodigiosa. Pero la intuición que le hacía estar seguro de los resultados antes de haberlos demostrado y le conducía a justificar las mismas políticas siguiendo argumentos teóricos muy diferentes cada vez, le tornaron muy impaciente con el trabajo intelectual lento y esforzado mediante el cual suele avanzar el conocimiento. Keynes tenía tantas facetas que cuando uno había aprendido a estimarle como persona, parecía casi irrelevante que se juzgara su economía tanto falsa como peligrosa. Si se considera la proporción tan pequeña de su tiempo y energía que dedicó a la economía, resulta milagroso y no menos trágico tanto que haya sido tal su influencia en la economía como que sea recordado sobre todo como economista. En realidad, habría sido recordado como un gran hombre por cualquiera que le hubiera conocido y aun cuando jamás hubiera escrito nada de economía. No puedo hablar por experiencia personal de sus servicios al país durante los últimos cinco o seis años de su vida cuando, ya enfermo, se dedicó a ello con todas sus fuerzas. Sin embargo, fue durante esos años cuando más le traté y de hecho llegué a conocerle bastante bien. Al estallar la guerra, la London School of Economics se había trasladado a Cambridge. En 1940, cuando me fue

preciso residir establemente en Cambridge, Keynes me encontró alojamiento en su college. Durante los fines de semana en los que, en la medida de lo posible, buscaba la quietud de Cambridge, le vi muchas veces y llegué a conocerle de un modo distinto al meramente profesional. Quizás debido a que buscaba descanso a sus arduos deberes, o porque cuanto concernía a su trabajo oficial era secreto, el caso es que todos sus demás intereses se manifestaban más claramente. Aunque había reducido antes de la guerra sus relaciones de negocios y renunciado a llevar las finanzas de su college, sus intereses y actividades al margen de sus deberes oficiales habrían acabado con las fuerzas de muchos otros hombres. Se mantenía tan informado sobre temas artísticos, literarios y científicos como en épocas normales, y siempre acababan prevaleciendo sus fuertes filias y fobias personales. Recuerdo en particular una ocasión, que ahora se me antoja característica de muchas otras. Había finalizado la guerra y Keynes acababa de regresar de una misión oficial en Washington, de tratar un asunto de la máxima importancia que —cabía suponer—había absorbido todas sus energías. Sin embargo, nos entretuvo a un grupo durante parte de la tarde con detalles sobre el estado de la colección de libros isabelinos en los Estados Unidos, como si el estudio de tal asunto hubiera constituido el propósito único de su viaje. Keynes mismo era un distinguido coleccionista de esos libros, así como de manuscritos del mismo periodo, y también de pintura moderna. Como ya mencioné, sus intereses intelectuales estaban también fuertemente determinados por predilecciones estéticas, lo que se aplica tanto a la literatura y la historia como a otros campos. Le atraían enormemente tanto el siglo dieciséis como el diecisiete, y su conocimiento de, al menos, algunas partes de los mismos era el de un auténtico experto. Pero le desagradaba el siglo diecinueve y en ocasiones llegaría a mostrar una falta de conocimiento de su historia económica, e incluso de la historia de su teoría económica, que no dejaba de llamar la atención en un economista. No puedo intentar, en un breve ensayo como este, ni siquiera esbozar la filosofía general y los principios básicos que informaron el pensamiento de Keynes. Es una tarea pendiente de abordar; en esto, la biografía de Sir Roy Harrod, en otros aspectos tan brillante y decididamente incuestionable, resulta a duras penas suficiente. En parte, quizás, porque compartía plenamente (y por tanto daba por supuesto) el peculiar tipo de racionalismo predominante en la generación de Keynes. A quienes deseen saber más del tema les animo encarecidamente a que lean el ensayo del propio Keynes «My Early Beliefs», publicado en un pequeño volumen titulado Two Memoirs. Para concluir, quiero decir un par de palabras sobre el futuro de la teoría keynesiana. Quizás resulte evidente por lo dicho que no creo que su valor vaya a ser decidido en una discusión futura de sus teoremas especiales, sino antes bien por el desarrollo futuro de las discusiones sobre cuál sea el método apropiado para las ciencias sociales. Las teorías de Keynes simplemente aparecerán como la representación más destacada e influyente de un enfoque general cuya justificación filosófica parece altamente cuestionable. Aunque por su confianza en magnitudes aparentemente mensurables parece a primera vista más científica que la vieja teoría microeconómica, a mí me parece que si ha alcanzado tal pseudoexactitud ha sido al precio de menospreciar las relaciones que realmente gobiernan el sistema económico. Aunque en el propósito de la microeconomía no entra la pretensión de alcanzar esas predicciones cuantitativas a las que apunta la ambiciosa macroeconomía, estoy convencido de que avanzaremos mucho más en el conocimiento del principio, al menos, sobre el que opera todo el complejo orden de la vida económica si aprendemos a contentamos con los objetivos más modestos de la primera en lugar de recurrir a las artificiales simplificaciones que exige la segunda y que, por lo demás, tienden a

ocultar casi todo lo que realmente importa. Me aventuro a predecir que una vez resuelto este problema de método, la «revolución keynesiana» aparecerá como un episodio durante el cual algunas concepciones erróneas sobre el método científico apropiado condujeron a la preterición temporal de muchas intuiciones importantes que ya habíamos conseguido y que, por tanto, penosamente habremos de recuperar. EL CENTENARIO DE KEYNES: LA CRÍTICA AUSTRIACA No resultará fácil a los futuros historiadores explicar cómo pudo llegar a estar la opinión general, durante una generación después de la prematura muerte de Keynes, tan completamente dominada por lo que se pensaba era el keynesianismo y en un modo tal como ningún hombre antes había dominado la política económica y su desarrollo. Tampoco será sencillo de explicar por qué dejaron de estar de moda tales ideas casi de repente, dejando tras de sí una comunidad de economistas un tanto perplejos y que habían olvidado muchas cosas que habían sido razonablemente bien comprendidas antes de la «revolución keynesiana». No puede caber duda que fue en el nombre de Keynes y sobre su trabajo teórico sobre los que el mundo moderno experimentó su mayor periodo de inflación general, y éste tiene de nuevo que pagar ahora por ello con una depresión de notable extensión y severidad. Sin embargo, es más que dudoso que el propio Keynes hubiera aprobado las políticas ejecutadas en su nombre. Fue Keynes quien nos dijo, en 1919, que no hay modo más sutil y seguro de subvertir las bases de una sociedad que devaluar su moneda. El proceso concita todas las fuerzas ocultas de las leyes económicas poniéndolas al servicio de la destrucción, y de una manera tal, que ni siquiera un hombre entre un millón sería capaz de diagnosticar. Fue Keynes quien alegó que Lenin había llegado a la conclusión de que «el mejor modo de destruir el sistema capitalista era devaluar la moneda». Durante este crucial periodo pude observar buena parte del proceso y en ocasiones discutir los asuntos decisivos con Keynes, a quien admiraba mucho en muchos aspectos y aún considero uno de los hombres más notables que he conocido. Sin duda fue uno de los pensadores más potentes de su generación y uno de sus mejores exponentes. Sin embargo, por paradójico que suene, no fue un economista bien formado y el desarrollo de la economía como ciencia ni siquiera constituyó su principal preocupación. En último término, ni siquiera estimaba en mucho la economía como ciencia, tendiendo a justificar su capacidad superior para proporcionar justificaciones teóricas como un instrumento legítimo para persuadir al público a apoyar las políticas que según su intuición el momento requería. La cuestión del papel de Keynes en la historia es esencialmente el de cómo pudo su docencia lograr abrir de nuevo las compuertas a la inflación, después de un general reconocimiento de que la ganancia temporal en empleo mediante una expansión del crédito habría de pagarse con creces más tarde con un desempleo más severo. Ahora se está volviendo a descubrir esta antigua verdad. La amarga experiencia ha vuelto a mostrar que la aceleración de la inflación, que cuanto puede hacer es mantener el tipo de empleo que la propia inflación ha creado, no puede continuar indefinidamente. Keynes nunca admitió que se requería una inflación progresiva para que cualquier aumento en la demanda monetaria pudiera incrementar establemente el empleo de mano de obra. Era plenamente consciente del peligro que suponía una demanda monetaria creciente que degenera en inflación progresiva, y hacia el final de su vida le preocupó enormemente que pudiera ocurrir algo así. Puedo relatar de primera mano que, la última vez que discutí estos temas con él, estaba seriamente alarmado por la agitación creada por una expansión del crédito en algunos de

sus asociados más cercanos. Incluso llegó a asegurarme que si sus teorías, tan necesarias en la deflación de los años treinta, alguna vez llegaran a producir efectos peligrosos, él cambiaría rápidamente la opinión pública en la dirección correcta. Pocas semanas más tarde estaba muerto y no pudo hacerlo. Sin embargo, es innegable que cabe extraer de buena fe conclusiones inflacionistas a partir de sus enseñanzas. Esto indica que sus teorías deben de haber padecido algún defecto serio, lo que suscita la cuestión central de si la enorme influencia que ejercieron sus opiniones sobre la opinión profesional se debió a un progreso real en la comprensión de la economía o más bien a algún error categórico. Circunstancias especiales me hicieron pensar desde el principio que todo su análisis se fundaba sobre un error garrafal. Me temo que esto me obliga a decir con franqueza que aún sigo convencido de que Maynard Keynes ni dominaba el cuerpo de teoría económica por entonces disponible ni se preocupaba realmente por familiarizarse con los desarrollos del mismo que quedaran al margen de la tradición marshalliana, en la que se había formado durante la segunda parte de sus años como estudiante en Cambridge. Su objetivo principal fue siempre influir en política, y la teoría económica no fue para él más que un instrumento a tal efecto; confió a su poder intelectual la elaboración de urna teoría que se adaptara mejor a este fin, y lo intentó de diversas formas. En estos esfuerzos teóricos le guiaba una idea central, que en cierta ocasión me describió durante una conversación como un «axioma del que sólo un lerdo podría dudar», a saber, que existe siempre una correlación positiva entre el pleno empleo y la demanda agregada de bienes de consumo. Esto le hacía pensar que aún había más de verdad en aquella teoría del subconsumo que fue predicada durante generaciones por una larga lista de radicales y excéntricos pero por relativamente pocos economistas académicos. Fue su restablecimiento del enfoque del subconsumo lo que hizo sus teorías tan atractivas para la izquierda. La profunda intuición de John Stuart Mili de que la demanda de mercancías no es de suyo demanda de mano de obra, que Leslie Stephen pudo describir en 1876 como la doctrina cuya «plena comprensión quizás constituya la mejor prueba de la sensatez de un economista», seguía siendo para Keynes un incomprensible absurdo. El papel de la inversión En la tradición de Cambridge, que gobernó el poco tiempo que Keynes dedicó a sus estudios de economía, no se estudiaba en serio la teoría del capital de Mill Jevons, más tarde desarrollada por Böhm Bawerk y Wicksell. Hacia 1930, estas ideas habían sido completamente olvidadas en el mundo angloparlante. Junto con muchos de mis colegas de profesión, yo mismo podría haber aceptado fácilmente la elaboración que hiciera Keynes de la creencia común en una dependencia directa entre demanda agregada y empleo de no ser porque no sólo me había formado en la tradición de Böhm Bawerk Wicksell, sino que, poco antes de que apareciera el Treatise on Money de Keynes, había dedicado mucho tiempo a analizar un intento americano similar, aunque mucho menos refinado, de desarrollar una teoría monetaria de las causas del «subconsumo». A tal objeto, había desarrollado un poco más la teoría monetaria Wicksell Mises de sobre estimulación de la inversión que, pensaba yo, refutaba la ingenua suposición de la que partía Keynes de una dependencia directa de la inversión respecto a la demanda final. Con el paso de los años tuve repetidas ocasiones de discutir estos temas con Keynes, y me quedó bien claro que nuestras diferencias radicaban por entero en su rechazo a cuestionar tal supuesto. En una ocasión acerté a hacerle admitir, con evidente sorpresa por mi parte, que en ciertas circunstancias una inversión anterior podría originar un incremento en la demanda de

capital. En una ocasión posterior, en que le encontré momentáneamente interesado en la posibilidad de que una caída de los precios de los productos pudiera conducir a invertir en orden a reducir los costes unitarios, desestimó sin embargo tal idea rápida y abruptamente como si de una tontería se tratara. Puesto que los factores que la economía keynesiana tan fatalmente descuida son los determinantes del empleo distintos de la demanda final, una demostración de su papel en la historia puede ayudamos a recordar brevemente, una vez más, este aspecto de la economía. Puede ayudar imaginar el continuo flujo de la producción como un gran río que puede, con independencia de la succión de su boca, crecer o menguar en sus diferentes tramos según aporten más o menos volumen los incontables afluentes de su cabecera. Las fluctuaciones en inversión y renovación harán que la corriente crezca o mengüe en volumen en los tramos superiores con los consiguientes cambios en empleo, como ocurre en el curso de las fluctuaciones industriales. No existe necesariamente correspondencia en un periodo dado entre el volumen (o incluso la dirección del cambio) de la venta de los productos finales y el del empleo. El volumen de la inversión ni de lejos se mueve proporcionalmente con la demanda final, y no sólo se ve afectado por el tipo de interés, sino también por los precios relativos de los diferentes factores de producción, en particular de los diferentes tipos de trabajo, cambios tecnológicos aparte. La inversión dependerá del volumen de los diferentes tramos de la corriente, con independencia de si en un momento dado el empleo total de los factores de producción es mayor o menor que la demanda efectiva de productos finales. Lo que de modo inmediato determina la tributación de los afluentes en la corriente principal no será la demanda final, sino la estructura de precios relativos de los diferentes factores de producción: los diferentes tipos de trabajo, de productos semi manufacturados, de materias primas y, por supuesto, de tipos de interés. Cuando, dirigida por los precios relativos, toda la corriente cambie de forma, también el empleo tendrá que hacerlo en sus diferentes tramos y a ritmos muy diferentes; unas veces, parecerá felizmente alargarse la corriente toda, proporcionando empleos adicionales, y otras ocurrirá lo contrario. Esto puede producir fuertes fluctuaciones en el volumen de empleo, particularmente en las industrias «pesadas» y en la construcción, sin que se produzcan cambios en la misma dirección en la demanda de los consumidores. Es un hecho histórico bien conocido que en una recesión el reavivamiento de la demanda final suele ser efecto más que causa del de los primeros tramos de la corriente productiva, a saber, los compuestos por las actividades generadas por los ahorros en busca de inversión y por la necesidad de hacer frente a renovaciones y reparaciones atrasadas. Lo importante es que las crecidas y menguas independientes de los diferentes tramos de la corriente de producción están causados por cambios en los precios relativos de los diferentes factores, viéndose algunos atraídos por los elevados precios hacia los primeros tramos del proceso, o viceversa. Esta constante reasignación de recursos queda completamente oculta por el análisis que Keynes decidió adoptar y que desde entonces se conoce como «macroeconomía», esto es, un análisis en términos de relaciones entre varios agregados o medias, tales como demanda u oferta agregadas, precios medios, etc. Este enfoque oscurece la naturaleza del mecanismo mediante el cual se determina la demanda de los diferentes tipos de actividad. El mito de la medición Inevitablemente ha de quedar defraudada la esperanza [de la economía] de convertirse en una ciencia más «empírica» haciéndose más «macro económica», porque esas magnitudes

estadísticas —que sólo cabe establecer por «medición»— no se convierten ipsofacto en relevantes como causa de las acciones de unos individuos que de hecho las desconocen. Los fenómenos económicos no son fenómenos de masas del tipo al que cabe aplicar la teoría estadística, sino que pertenecen a la esfera de fenómenos comprendida entre los fenómenos simples, en los que la gente puede establecer todos los datos relevantes, y los verdaderos fenómenos de masas, en los que hay que guiarse por probabilidades. No se puede negar seriamente que las causas monetarias ejerzan importantes efectos en el orden del mundo de los bienes reales, o que Keynes haya descuidado en gran medida tales efectos. Sin embargo, el enfoque puramente monetario que adoptó creó considerables dificultades de crítica a un oponente convencido de que Keynes había pasado por alto las cuestiones cruciales. Debo explicar por qué no volví a la carga después de haber dedicado tanto tiempo a un cuidadoso análisis de sus escritos, una negligencia que me he reprochado continuamente desde entonces. No se trató simplemente (como a veces he pretendido) de la inevitable desilusión de un joven al que un famoso autor le dice que sus objeciones no importan, puesto que él ya ni siquiera cree en sus propios argumentos. Tampoco se trata realmente de que yo fuera consciente de que una refutación efectiva de las conclusiones de Keynes tendría que poner en entredicho todo el enfoque macroeconómico. Más bien, fue que su menosprecio hacia lo que a mí me parecían cuestiones cruciales me hizo advertir que la crítica pertinente tendría que ocuparse más de lo que Keynes no trataba que de lo que trataba, y que en consecuencia el requisito previo para desmontar completamente su argumento era elaborar una teoría del capital aún inadecuadamente desarrollada. Así, pues, me embarqué en esta tarea, intentando dirigirla hacia una discusión de los factores determinantes de la inversión en un sistema monetario. La parte preliminar «pura» de la misma, sin embargo, resultó mucho más difícil y me llevó mucho más tiempo de lo esperado. Cuando estalló la guerra, haciendo dudosa la publicación de una obra tan voluminosa, recogí en una obra separada lo que pretendía hubiera sido el primer paso de un análisis de las debilidades keynesianas, que quedó indefinidamente pospuesto. La causa principal del aplazamiento fue que pronto me encontré apoyando a Keynes en su lucha contra la inflación de la guerra, y por entonces lo último que deseaba era minar su autoridad. Aunque considero las doctrinas de Keynes como las principales responsables de la inflación del último cuarto de siglo, estoy convencido de que no era algo que deseara y que con todas sus fuerzas se habría dedicado a impedir. Pero no estoy seguro de que lo hubiera logrado, ya que nunca vio con claridad que sólo una aceleración de la inflación podía asegurar de modo duradero un elevado nivel de empleo. Discípulos desviados Keynes, hacia el final de su vida, no es que estuviera precisamente contento con la dirección que estaban tomando los esfuerzos de sus asociados más cercanos. Puedo perfectamente creer su dicho de que, así como Marx nunca fue marxista, tampoco él era keynesiano. Sabemos también, por la autoridad de la profesora Joan Robinson, que «hubo momentos en que no nos resultó fácil hacer ver a Maynard en qué consistía realmente su revolución, pero cuando finalmente la resumió después de la publicación de su libro supo centrar el asunto». Fueron de hecho las ideas del grupo de doctrinarios keynesianos más jóvenes las que guiaron la inflacionista política de «pleno empleo» durante los siguientes treinta años, no sólo en Gran Bretaña, sino en casi todo el resto del mundo.

Soy plenamente consciente de que, efectivamente, estoy sosteniendo que quizás la figura intelectual más impresionante con la que jamás me he encontrado estaba completamente equivocada en lo que toca a la obra científica por la que principalmente se le conoce. Pero debo añadir que estoy convencido de que debía su extraordinaria influencia en este campo, al que dedicó sólo una pequeña parte de sus energías, a una combinación casi única de otros talentos. Con independencia de si tenía o no razón, esos talentos le convirtieron en una de las figuras más sobresalientes de su época. En el futuro aparecerá como un representante de su tiempo, como ahora lo son para nosotros algunas famosas figuras renacentistas. No discuto que su influencia en otros campos tuviera por qué ser más benéfica. En realidad, estoy convencido de que su influencia fue desastrosa, con ese rechazo suyo de la moralidad convencional y su altanera actitud de «a largo plazo, todos muertos». Fueron esos notables talentos, empero, los que hacen tan difícil escapar a su influencia y resistirse a ser arrastrados hacia su modo de pensar. No es sólo que poseyera una increíble variedad de intereses intelectuales, sino que incluso sentía mayor inclinación por las artes. También fue un gran patriota, si es que ésa es la palabra correcta para designar a un profundo creyente en la superioridad de la civilización británica. Una de sus más destacadas características, y fuente principal de la fascinación que su persona ejercía, era el hecho de que sus esfuerzos intelectuales estuvieran en gran medida dominados por sus sentimientos estéticos. Alpha Plus Un breve episodio de esa última vez en que coincidimos, en una cena en el King's College, puede dar una idea de la asombrosa riqueza de su mente. En los últimos años de la guerra me había enviado regularmente la edición americana del Journal ofthe History of Ideas, al que él estaba suscrito y que a mí me resultaba difícil conseguir. Dos o tres semanas antes de esa cena en el King's me había remitido el último número, y dio la casualidad de que yo había leído en él esa misma mañana un artículo sobre las circunstancias de la publicación póstuma de la segunda obra de Copémico. Durante el café me senté frente al astrónomo del college, que aún no había visto el artículo, lo que proporcionó un tema de conversación bien recibido. Keynes, que estaba sentado en la mesa un poco más allá y enzarzado en otra conversación, estaba evidentemente siguiendo al mismo tiempo mi relato del asunto. De repente me interrumpió, cuando estaba desgranando un detalle complicado, con un «Te equivocas, Hayek». Ofreció él entonces un relato mucho más completo y preciso de las circunstancias, aunque quizás hiciera dos o tres semanas que él había visto lo que yo había leído hacía apenas unas horas. Me he limitado aquí a sus principales contribuciones a la teoría económica. Pero la gran influencia de Keynes excedió con mucho, e incluso es anterior, a las esperanzas que su obra técnica despertó de un pleno empleo sostenido. Keynes se había ganado la atención de los pensadores «avanzados» mucho antes y contribuyó enormemente a impulsar una tendencia que entraba en conflicto con sus propios comienzos dentro del liberalismo clásico. La época en que se convirtió en ídolo de los intelectuales de izquierdas fue en realidad en 1933, cuando dejó atónitos a muchos de sus anteriores admiradores con un ensayo sobre «National Self Sufficiency» en el New Statesman and Nation (reimpreso con igual entusiasmo en la Yale Review, el comunista Science and Society y el nacionalsocialista Schmoller's Jahrbuch). En el ensayo proclamaba que «[e]l decadente capitalismo internacional —pero no por ello menos individualista— en cuyas manos nos hemos encontrado tras la guerra no es en modo alguno un éxito. No es inteligente, no es bello, no es justo, no es virtuoso y, sobre todo, no proporciona bienes. En resumen, nos desagrada y estamos empezando a despreciarlo.» Más tarde, en el mismo tono, en su prefacio a la

traducción alemana de la General Theory sinceramente recomendaba sus propuestas políticas como más fácilmente adaptables a las condiciones de un régimen totalitario que aquellas en que la producción se guía por la libre competencia. No es de extrañar que sus discípulos se quedaran de piedra cuando, mucho después de su muerte, se supo que menos de una década más tarde había dicho de mi libro The Road to Serfdom, en una carta personal, que «desde consideraciones morales y filosóficas me encuentro virtualmente de acuerdo con todo; y no sólo de acuerdo, sino en un acuerdo profundamente emocionado».18 Keynes matizó esta aprobación con la curiosa opinión de que «en un país que piensa correctamente cabe ejecutar a salvo actos peligrosos que, si fueran ejecutados por quienes no sienten correctamente, podrían conducir al infierno». Los genios inspirados y con gran poder de convicción no constituyen necesariamente una bendición para la sociedad en la que surgen. John Maynard Keynes fue indudablemente uno de los grandes hombres de su época, en algunos aspectos representativo y en otros revolucionario, pero difícilmente el gran científico cuyas intuiciones siguen un único camino al desarrollarse. Sus Collected Writings, «principalmente en el campo de la economía», que ahora andan rondando el volumen treinta, constituyen sin duda una documentación importante de los movimientos intelectuales de su tiempo. Pero un economista puede sentir dudas sobre si tal distinción —para la que aún tienen que esperar Newton, Darwin y los grandes filósofos británicos— no es más una muestra de la idolatría de que gozó entre sus admiradores personales que algo proporcionado a su contribución al avance del conocimiento científico.

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