Hans Urs Von Balthasar, Gloria Tomo V
March 31, 2017 | Author: maurice.ac3211 | Category: N/A
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EL LUGAR DE LA GLORIA EN LA METAFISICA
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EL MILAGRO DEL SER Y LA CUADRUPLE DIFERENCIA
El sentido de las intrincadas vlas históricas de la metaflsica occidental es rectillneo y simple, si se trata de ordenar los fragmentos dispersos en función de la pregunta metafísica auténtica que está en el centro. ¿Por qué hay algo en vez de nada? Esta pregunta no la plantea seriamente ninguna "ciencia", porque la ciencia debe presuponer su pro-
pio objeto como ya dado y, por tanto, como ya subsistente. Pero, incluso la filosofía pocas veces afronta temáticamente la citada pregunta, o si lo hace no la mantiene hasta el fondo, en cuanto que la filosofía o no comienza con el asombro inherente a la pregunta, sino directamente con la descripción, o si comienza con el asombro, enseguida cede a la tenta-
ción de encontrar una respuesta a la pregunta sobre la universalidad del ser desde el ámbito de su ser-as! particular. Sin duda se descubre por todas partes, en el ámbito de los seres, un orden objetivo no puesto por el hombre y se descubre una belleza en este orden, y continuamente se confirma en el- hombre como legitimo el presupuesto de que en la naturaleza se da más orden objetivo entre los seres de lo que él ha supuesto. Toda ciencia teorética con ramificaciones prácticas, como la medicina y la física, vive de este presupuesto continuo que continuamente se confirma. Hasta tal punto que la filosofía aventura muchas veces a partir de aquí una especie de prolepsis definitiva y proyecta hasta tal punto una totalidad de sentido so-
bre la totalidad de la realidad del ser, que se atribuye ya a esta realidad valor de necesidad. Entonces se identifica al ser con su necesidad de ser, y cuando e~ta identidad es asumida por la razón, no queda ya espacio
para el asombro (Verwunderung: que hay algo en vez de nada), sino a
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El milagro del ser y la cuádruple diferencia
El milagro del ser y la cuádruple diferencia
lo más espacio para la admiración (Bewunderung) de que todo aparezca en un orden "bello" tan admirable dentro de la necesidad del ser. Es la belleza del 8eioc; KÓcr¡.toc; del viejo Platón, como ya antes de Parménides y de Heráclito, y es después la belleza del mundo comprendida en el aristotélico vol]crtc; voi¡creroc;, y todavla más tarde la del orden del mundo de Boecio y de la escuela de Charúes y de casi todas las teorias que se han señalado aqul bajo el titulo de !:'mediación antigua" y de "filosofía del espíritu". Se puede designar esta "belleza" también como "gloria", en cuanto que el orden total de ~os seres queda para la experiencia vivida del espíritu finito -el cual tiende a ella como "eros" y se alimenta de ella como intuición- como un concepto límite más allá de toda medida (como dijeron también K. Ph. Moritz y Goethe). Pero una gloria asl concebida no es más que la tbta!idad de la belleza; su "elevación o sublimidad" sobre la cosa bella particular sólo conmueve en el sentido de que las categorias de ritmo, polaridad, orden (áp¡.tovin) de lo aparentemente descoordinado y desafinado sólo se pueden aplicar a la totalidad por conjetura y presentimiento (en la visión "piadosa" de Erifigena y del Cusano, o en la "titánica" de Heráclito y de Bruno), mien-
ese milagro en cuatro fases, con la indicación de cuatro diferencias, to-
tras, en cambio, en el elemento parcial (en una sinfonía, por ejemplo)
resultan controlables por la vista y el oldo. Semejante prolepsis permanece encerrada en una tensión entre religiosidad y titanismo: religiosidad por el hecho de que todo es en el fondo bueno, también donde el ritmo del mundo y del ser trasciende el ritmo del hombre; pero titanismo por el hecho de que el hombre confiere su propio ritmo a la totalidad. Y si esta propuesta de la razón sobre la totalidad fue en la antigüedad preferentemente "piadosa", porque el hombre experimentaba sobre todo la inmensidad del KnA.óv universal y se confiaba a ella, en la época moderna se hace a ojos vistas cada vez más titánica, porque el hombre impone al cosmos (material) su propio KaA.óv y su ritmo cada vez más activamente. Ahora bien, una prolepsis semejante de cara a la identidad (de ser y sentido) no hace justicia al fenómeno en su primer paso lógico. El asombro acerca del ser no es sólo punto de partida, sino -como señala Heidegger- elemento permanente (áp¡¡i¡) del pensamiento. Pero éste dice -contra Heidegger- que no es sólo extraño que el ente pueda, a diferencia del ser, asombrarse del ser, sino más bien que igualmente el ser como tal y por sí mismo sea hasta el final "asombro", que se comporte como un "milagro" admirable, extraña y asombrosamente. El tema fundamental de la metafísica debería ser repensar constantemente este milagro radical; y nosotros intentaremos aquí acercarnos a
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das las cuales desvelan al final qué es lo que de verdad merece el nombre de "gloria" en la metafísica. l. Es sobremanera extraño y totalmente inexplicable desde cualquier causa- intramundana, el hecho de que yo me encuentre existiendo en el espacio de un mundo y en la comunidad inmensa de los demás seres existentes. La metafísica occidental, vista en su conjunto, se h~ interrogado extrañamente muy poco sobre el enigma de la procreación, y no sólo en cuanto a los seres vivos, sino también, sobre todo,
en cuanto al hombre, que también es espíritu. De la
prodigalida~
infi-
nita de un acto procreador -prodigalidad del organismo tanto z;nasculino como femenino y su desembocar en un "golpe de suerte"- brota un ser "nuevo", el cual, al reflexionar sobre su propio yo, no se !puede
en absoluto explicar a si mismo como un producto del azar: es realmente capaz de considerar y, por ello, de unificar (Leibniz) el mundo en su totalidad, más aún, el ser en su totalidad y desde un ángulo de visión irrepetible. N ada en el ser (del mundo) sugiere que este ser tenga la intención "personal" de producir precisamente esta persona única, irrepetible y, por tanto, insustituible, mediante el citado juego del azar; nada demuestra que esta persona singular tenga por asignación una especie de puesto necesario mediante su incorporación en una (completamente hipotética) serie de mónadas, del mismo modo que un número adquie-
re su condición de indispensable en la totalidad de la serie de los números. Yo podda imaginar (y nada se opone a ello) que este "misterio" puesto en el todo lo habían podido ocupar innumerables "otros" en lugar mío. No sé en absoluto por qué me ha "tocado" precisamente a mL Ciertamente el niño no despierta a la conciencia con esta pregunta. Y, sin embargo, ella está presente, desconocida pero vigilante y clara, en el primer parpadeo de su espíritu. Su yo brota en la experiencia del tú: con la sonrisa de la madre, gracias a la cual él experimenta que se encuentra insertado, afirmado, amado en algo que incomprensiblemente lo rodea, algo real, y que lo guarda y lo alimenta. El cuerpo contra el que se estrecha, como una almohada suave, caliente, nutrida, es una almohada amorosa en la que se puede re-
fugiar porque ya antes habla sido su refugio. El despertar de su conocimiento es algo tardío en comparación con este misterio abisal que lo precede en una perspectiva incalculable. La conciencia ve limitadamen-
te lo que estaba allí desde hacía tiempo y, por tanto, sólo lo puede confirmar. Un buen día se despierta una luz soñolienta como luz vigilante
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El milagro del ser y la cuádruple diferencia
que se reconoce a sí misma. Pero se despierta al amor del tú, igual que en el seno del tú había antes dormido. La experiencia de la entrada consciente en una realidad que te protege y re abraza, deja algo que no podrá superar la conciencia posterior que c~ece y madura. Es natural, pues, que el niño vea lo absoluto, perciba a "Dios" en su madre y en sus pro-
terme si quiero simplemente existir, yo con todo mi suefio de amor y de "divina descendencia", suefio que frente a ese mundo se enmascara
creadores (Parsifal, Simplicius), y que solo en un segundo y tercer estadio tenga que aprender a distinguir ell amor a Dios del amor experimentado. Verdaderamente él sólo puede despertarse en el paraíso o en lo que Platón describió como el cielo dd la visión de las ideas. El niño juega porque experimenta el ser y la existencia (¿por qué tendría que distinguir entre ambos?) como una luz Inalcanzable de gracia. No po' dría jugar si como un mendigo en un bah.quete de bodas, al llegar como de una región extraña, oscura y fría, se: le reCibiera sólo por "gracia",
es decir, por una misericordia que se ha hecho venir de lo alto, algo a lo que no tendría "derecho". (Estas son experiencias posteriores, sub-
siguientes a las culpas, sólo paréntesis dentro del conjunto de la experiencia de la existencia). Juega porque este ser libremente acogido es lo primero de todo que él experimenta en el dominio del ser. El es en cuanto que se le permite ser como algo amado. Existir es tan maravilloso
como evidente. Todo, absolutamente todo lo que podrá y deberá añadirse después, será explicitación de esta primera experiencia. No hay ninguna "seriedad de la vida" que pueda sobrepasar este comienzo. No hay ninguna "asunción administrativa" de la existencia que la pueda hacer avanzar más allá de esta primera experiencia de asombro y de juego. No hay ningún encuentro -con amigos o enemigos o millares de indiferentes- que pueda añadir·algo al encuentro con la primera sonrisa de la madre. "Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos": esta frase es una tautología. La experiencia primera contiene ya lo insuperable, id quo maius cogitari non potest. Es una experiencia en la que la diferencia dormita todavía sin abrirse a la unidad
de la gracia de amor: a la vez antes y después del trágico hecho de la diferencia que más tarde irrumpe. Sin embargo, la gracia del amor ya reina aquí, porque lo "obvio" no es lo "fáctico" con sus encorsetamientos y marcados confines, sino que es la totalidad completamente abierta y llena de gracia, en donde cualquier espacio está ya permitido para cabriolas sin fin: esto significa una existencia como juego. Ciertamente la diferencia irrumpirá muy pronto: hay enseguida imposiciones y deberes ante los que las voluntades se dividen, está, de manera definitiva en la pubertad, este mundo ante y frente a mí, que discurre y se transforma y en cuyo torrente yo tengo también que me-
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como la ilusión de un loco: y yo despreciaré y rechazaré alternativamente ahora el mundo a causa de mi sueño, ahora mi suefio a causa del
mundo. A pesar de ello, también ahora se sigue .imponiendo el primer misterio de mi experiencia; sólo que transformado y desplegado. Ni los padres ni el mundo que me rodea son esencialmente ese amor al que yo, desde mi ser y mi conciencia, debo mi ser en el mundo, esto es, yo mismo y el mundo a la vez. Esa angustia que Heidegger ha descrito y
en la que el ser en totalidad se me escapa y as! yo huyo de si ,mismo, se convierte en el trayecto metódico para plantear la pregunta acerca
de los fundamentos del ser. Nada cambiarla en la primera diferencia metafísica para aquel que piensa, aunque el acto procreador se planificara y se dirigiera técnicamente. Eventuales determinaciones del "carácter" y del "comportamiento" no alcanzan el punto de i,dentidad del yo, donde la persona sabe por si misma que es algo más q'ue un hecho fortuito o el producto casual de una conciencia de la especie aunque sea regulable. Yo no podré nunca concebirme y explicarme como miembro de ese tipo en el·organismo de la realidad cósmica, como si sin mi existencia este organismo no fuera capaz de subsistir y de funcionar bien. No puedo atribuir-
me la dignidad de ser y el grado de necesidad que son propios del mundo en su conjunto. Y entonces, precisamente por esta mi imposibilidad, se determina en mí una apertura como espíritu al espacio luminoso del ser, apertura que en modo alguno se orienta al ser del mundo en su conjunto: si en un primer aspecto mi espíritu se "anula" con respecto al
ser del mundo en el que me veo arrojado e integrado, en un segundo aspecto es el ser del mundo el que se "anula" dentro de la apertura de mi espíritu, el cual no puede atribuirle ninguna necesidad en sí mismo capaz de contrarrestar el asombro que yo siento respecto a su existencia: los dos aspectos están relacionados entre sí, pero no coinciden. 2. Como ente existente entre los demás, ahora entiendo, en cuanto espíritu, que todos los demás entes están respecto del ser en una relación idéntica a la mía. De aquí se sigue evidentemente que todos los entes participan ciertamente del ser, pero que no agotan (aunque
se multipliquen hasta el infinito), que incluso ni siquiera logran, por así decirlo, "hacer mella" en él. Ellos pueden ciertamente en su finitud permanente, en cuanto partes, componer un todo más grande, quizá de
algún modo muy grande, el cual, sin embargo, también como conjunto total, está como suspendido en el aire (del ser), del mismo modo que
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las partes que lo componen; yo me puedo imaginar este mismo conjun-
graduación ascendente de formas esenciales; ciue tienen que comenzar
to total todo lo amplio y perfeccionado que quiera, tanto en sentido
como "vasijas" para después llegar (como dice Heidegger) al "redil".
cuantitativo como cualitativo: no lograría tampoco vencer mi primera
La razón está e_n que los "planos" están en la esencia y no en el ser,
y elemental experiencia del ser ahora que veo la insuperable plenitud
aunque sea verdad que no hay esencia alguna que no tenga parte en el
del ser como id quo maius cogitari noni, potest. La nada que atraviesa cada una de las partes no se elimina en ~a totalidad de ellas; y, por otra
ser. Por eso se caen por su peso todas esas interpretaciones (en cuanto
parte, el ser que hace participe de sí a la totalidad del mundo posee su propia forma de ser nada, es decir, en cua:nto indiferencia ineludible con respecto a cualquier participación en él (Proclo: UllE8éK~Olor la cual el hombre no puede ni vivir ni amar. Hermias (en el hinlno que le dedicó Aristóteles) murió por la verdad: pero ¿quién querríá morir por el ser? La otra lfnea corre en una dirección todavía más catastrófica, la de la filosofía del espíritu, llamada después filosofía trascendental: aquí en una primera etapa (de Descartes a Leibniz y Malebranche), el ser se eleva hasta Dios en una inmediatez pseudoagustiniana y apriorística del espíritu y el acto metafísico ~a unido a un amor, en cierto modo, místico de Dios. Este olvido del set toma: su venganza como pérdida del ser en Kant, donde la piadosa inmediatez a Dios sólo se mantiene ya en la autoconquista ética y autónoma de la voluntad para después, paso ya inevitable, convertirse en titánica inmediatez a Dios del yo formal (filosofía temprana de Fichte), el cual en su infinitud interior se apodera de la perspectiva de Dios a través del mundo. Así, la gloria no sólo se reduce a la belleza mundana, sino que se vuelve autoglorificación del espíritu que ya no reza, espíritu que se asume bajo su propio control y poder, no sólo a sí mismo, sino también a todo lo que le rodea. Así se acaba la metafísica y se acaba, a la vez, también el amor metafísico. En el mejor de los casos, quedan todavía las formas sustitutorias de un amor (intra-)cósmico e (intra-)humano. Y, puesto que el amor cósmico no podrá hacer otra cosa que diluirse cada vez más en el humano, donde el hombre instrumentaliza en función de sí al mundo mismo, y una filosofía evolucionista-trascendental le suministra para ello la buena conciencia, no queda -como razón última de apelaciónmás que el amor intramundano. Este último se halla en la alternativa, desde Feuerbach y Marx en adelante, o de comprenderse a sí mismo en el mundo como absoluto, como "Dios", en orden al cual se puede consumar y sacrificar todo lo demás como un material disponible, o bien, si esto parece una utopía mística, de diluirse totalmente en el proceso (como en Hegel) para convertirse- en material sacrificado en aras de un futuro destino (no menos utópico) de la gran "felicidad" de la mayoría. Una "felicidad" muy discutible, y que hay que infravalorar totalmente ya desde ahora, a la que se pone en la balanza y se la encuentra demasiado ligera, a la que yo
tendría que subordinar todo mi poder-ser como puro medio para el fin. Si yo soy un puro medio, también es puro medio el tú que amo, y entonces ninguno de los dos tenemos nada gratuito que darnos, porque ni como esencias somos algo único e irrepetible, ni como entes existentes nos está verdaderamente consentido ser. Esto quiere decir que el amor personal ya no irradia destello alguno de gloria, o a lo sumo una ilusión engañosa de la misma a la que los amantes deberían mirar con una nostalgia cada vez más grande, o con cinismo: ya que una gloria del amor sólo puede florecer en el ámbito de una gloria del ser al menos barruntada. Donde el amor personal queda degradado en elemento casi mecánico de un proceso trascendental o biológico-evolucionista o materialista, ningún otro valor podrá contrarrestar jamás esa- pérdida, la existencia queda completamente privada de sentido y de esplendor, y no sería posible aportar una sola razón por la que es mejor que algo exista en lugar de nada. ¿Qué donde podría, entonces, ser ya para mí el otro? En el sistema trascendental este otro no es, en el fondo, sino yo mismo: un aspecto del sujeto absoluto; lo que él es en sentido "empírico-psicológico" es efímero y casual, y no compensa en ningún caso un compromiso absoluto. En el proceso biológico-evolutivo él no es más que una célula fecundable-fecunda en el organismo total, no tiene más que un significado prospectivo en orden a una meta evolutiva inimaginable; todo se queda en el plano de la animalidad. En el proceso materialista-económico mi conciencia consciente y la tuya no son más que un producto de la materia, realizable en el fondo técnicamente y modificable a discreción, convertible en otra cosa, tanto por debajo como por encima del nivel humano o al mismo nivel, de modo que a la conciencia no le queda otra cosa más justa que hacer que comprometerse en la propia autoeliminación en cualquier dirección posible y viable. Por tanto, toda metafísica que sustrae al hombre la luz del ser para "iluminarlo", deja por sí misma de ser una metafísica para convertirse en "ciencia", para manipular el ente (fenoménico) según sus fines. Se estinguen entonces, a la vez, el ser y el amor, porque el acto filosófico vive en ambos.
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LA APORTAOON CRISTIANA A LA METAFISICA
El cristiano es el hombre que tiene que filosofar desde la fe. Puesto que cree en el amor absoluto de DiOs por el mundo, tiene que
leer el ser en su diferencia ontológica como signo del amor y vivir conforme a este principio. Como ya se ha dicho;- el misterio de la- existencia en general del ser se vuelve para él todavía -más profundo, más pro-
blemático en un sentido más vasto que para cualquier otro filósofo. Pues cualquier otro podrá considerar el ser partiendo de una razón q'uizá también incomprendida, pero pre-supuesta en él. La cuestión del porqué se convierte así para él en una cuestión del qué - n -ró ov y respectivamente -ró dvat- y conduce, de este modo, bien abiertamente .(Aristóteles), bien furtivamente (Heidegger), a una esencialización del ser. En cambio, el cristiano tiene que negar al ser una última necesidad y confinarlo así en la inaudita oscilación de la no-necesidad, a no ser que quiera recorrer el peligroso camino de la filosofía del espíritu de Leibniz que deduce de Dios el ser también en cuanto creado (donde la libertad de Dios es amor y, por tanto, voluntad de participación, y su voluntad es racional y, por ello, tiene que crear el mejor de los mundos posibles, este mundo precisamente). El mundo conseguida la misma necesidad que Dios; Dios perdería su soberanía absoluta sobre el mundo, y el intelecto humano, elevado así al nivel de un cálculo absoluto, confundiría su propia gloria con la divina y, de este modo, la destronaría. El cristiano es el eterno guardián del asombro metafísico· con que comienza la filosofía y en cuya continuación ésta subsiste y vive. Tal asombro está siempre a punto de transmutarse en simple admira-
ción de la belleza del ente, de ese orden fijo de leyes de la realidad ya
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La aportación cristiana a la metafísica
La aportación cristiana a la metafísica 1
"adornada" y "abastecida" (KÓcr¡.to
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