Hall_El Lenguaje Silencioso

February 8, 2018 | Author: Cinthia Cornejo | Category: Space, City, Pencil, Learning, State (Polity)
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Descripción: a...

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El lenguaje silencioso Edward T. Hall

E í n el cotidiano inter­

de su cubil por parte de

cambio de las relaciones

un animal, y se refleja en

humanas, El lenguaje si­

la sociedad humana en la

lencioso juega un papel de

celosa defensa que llevan

vital importancia. Edward

a cabo los oficinistas de su

T. Hall -uno de los más

mesa de trabajo, o en el

célebres antropólogos es­

patio protegido y tapiado

tadunidenses analiza en

de una casa latinoamerica­

este libro las diversas ma­

na. De forma similar, el

neras en que las personas

concepto de tiempo, que

“ hablan” unas con otras

varía desde la precisión

sin hacer uso de las pala­

occidental a la vaguedad

bras. La ley del más fuerte

oriental, se revela en la

en un gallinero, la feroz ri­

actitud del hombre de ne­

validad en el patio de un

gocios que significativa­

colegio, cada acción y ges­

mente hace esperar a un

to inconscientes, todo ello

cliente o, en el caso del is­

constituye el vocabulario

leño del sur del Pacífico,

del lenguaje silencioso.

que mata a su vecino por

Según Edward T. Hall, los

una injusticia que cometió

conceptos de espacio y

veinte años atrás.

tiempo son instrumentos con los que todos los seres humanos pueden transmi­ tir mensajes. El espacio, por ejemplo, es el resulta­ do de la defensa instintiva

L

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CULTURA

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T I E MP O

10. El espacio habla

Todo ser vivo tiene unos límites físicos que lo separan del entorno exterior. Empezando por las bacterias y las células simples y terminando por el hombre, cada orga­ nismo tiene unas fronteras detectables que marcan dónde comienza y dónde se acaba. Sin embargo, dentro de la escala filogenética aparece un poco más arriba otra deli­ mitación, no física, que existe fuera de ésta. Es más difícil de demarcar, pero es tan real como la primera. La llamamos el «territorio de los organismos». EÍ acto de reclamar y defender un territorio se denomina territoria­ lidad. De ella es de la que se va a tratar más ampliamente en este capítulo. En el nombre está muy elaborada y aparece enormemente diferenciada de una cultura a otra. Cualquiera que haya tenido relación con perros, sobre todo en un medio rural como un rancho o una granja, está familiarizado con la forma en que tratan el espacio. En primer lugar, el perro conoce los límites del terreno de su amo y lo defiende de las intrusiones. Hay también ciertos sitios donde duerme: un fincóp junto al fuego, en la cocina o en el comedor, si se le permite. En resumen, tiene puntos fijos a los que vuelve una y otra vez, 173

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dependiendo de las circunstancias. Además crea zonas a su alrededor. Según la relación que tenga con él y la zona en que esté, el intruso puede provocar comportamientos diferentes cuando cruza las líneas invisibles que tienen un significado para el perro. Esto se nota sobre todo en las hembras con cachorros. La madre que tiene una nueva camada en un granero que se utiliza poco, lo declarará su territorio. Cuando la puerta se abra, posiblemente se moverá ligeramente o se revolverá en su rincón. Quizá no ocurra nada más mientras el intruso se aventura 10 ó 15 pasos dentro del granero. Después, al cruzar otra frontera invisible, puede alzar la cabeza o levantarse, dar una vuelta en círculo y tumbarse. Es posible decir dónde está la línea si uno se retira y observa en qué momento baja ella la cabeza. Al traspasar líneas adicionales aparecerán otras señales, como dar golpes con el rabo, gemir sordamente o gruñir. Pueden observarse conductas semejantes en otros ver­ tebrados: los peces, los pájaros y los mamíferos. Los pá­ jaros poseen una territorialidad muy desarrollada, áreas que defienden como propias y a las que vuelven un año tras ptro. Esto no sorprenderá a los que hayan visto al petirrojo regresar al mismo nido cada año. Se sabe que las focas, los delfines y los tiburones usan los mismos criaderos. Hay focas que han vuelto a la misma roca todos los años. El hombre ha desarrollado su territorialidad hasta un punto casi increíble. No obstante, de algún modo tratamos el espacio como tratamos el sexo. Está ahí, pero no se habla de él. Y si lo hacemos^ desde luego no se espera que sea con una actitud técnica o poniéndonos serios. El dueño de la casa siempre ofrece alguna disculpa respecto a «su sillón». ¿Cuánta gente ha tenido la experiencia de entrar en una habitación, ver un sillón grancfe y dirigirse hacia él, para inmediatamente detenerse en seco o hacer una pausa, volverse al propietario y decir: «Oh, éste es su sillón ¿verdad?». Por supuesto, la respuesta suele ser amable. Imagínese qué efecto causaría que el anfitrión diera rienda suelta a sus sentimientos y dijese: «¡Diablos,

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sí! ¡Iba usted a sentarse en él y a*apí no me gusta que* nadie se siente en mi sillón!». ¡Debido a una razón desconocida, nuestra cultura tiende a quitar importancia o a obligarnos a reprimir y disociar nuestros sentimientos respecto al espaciov Lo relegamos a lo informal y es posible, incluso, que nos sintamos culpables cuando ad­ vertimos que nos estamos poniendo furiosos porque alguien ha ocupado nuestro sitio. La territorialidad se establece tan rápidamente que ya en la segunda sesión de una serie de conferencias se encuentra que una proporción significativa de la audiencia vuelve a sentarse en el mismo sitio. Y no sólo eso, sino que si alguien se ha estado sentando en una butaca en >articular y la ocupa otra persona, puede detectarse una ugaz irritación. Todavía quedan vestigios de un antiguo deseo de expulsar al intruso. Este lo sabe también, así que se volverá y preguntará: «¿He ocupado su asiento?», a lo que se responde, mintiendo: «No, no, me iba a cambiar de todas maneras». Durante una charla sobre este tema con un grupo de americanos que se iban al extranjero, una señora encanta­ dora, de modales sumamente suaves, levantó la mano y preguntó: «¿Quiere usted decir que es natural que me sienta irritada cuando otra mujer se apodera de mi cocina?». Respuesta: «No sólo es natural, sino que la mayoría de las mujeres americanas tienen ideas muy firmes respecto a sus cocinas. Ni siquiera una madre puede entrar en la cocina de su hija y lavar los platos sin molestarla. Es el lugar donde se establece “ quién va a mandar” . Todas las mujeres lo saben y algunas incluso pueden hablar de ello. Las hijas que no pueden controlar su cocina estarán siempre bajo el dominio de cualquier mujer que se introduzca en esa área». Ella continuó: «No sabe qué peso me quita usted de encima. Tengo tres hermanas mayores además de mi madre, y cada vez que vienen a casa se van directamente a la cocina y se hacen cargo de ella. Yo deseo decirles que no entren, que ellas tienen sus propias cocinas y que ésta es la mía, pero siempre he pensado que estaba siendo

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injusta con ellas, que estaba sintiendo cosas hacia mi madre y mis hermanas que no debería sentir. Esto me alivia mucho porque ahora sé que tenía razón». La oficina paterna es, por supuesto, otro territorio sagrado y lo mejor es dejarlo así. Lo mismo ocurre con su estudio, si lo tiene. Cuando uno viaja fuera y examina las formas en que se trata el espacio, descubre variaciones asombrosas, dife­ rencias contra las que reaccionamos enérgicamente. Como nadie nos ha enseñado a mirar al espacio aislado de otras asociaciones, a menudo atribuimos a otra cosa los senti­ mientos producidos por la manera de tratarlo. A lo largo de su desarrollo la gente aprende literalmente miles de normas espaciales, todas con un significado particular dentro de^síTcbntexto. Esas normas «emiten» respuestas ya establecidas, de una forma muy parecida a como las campanas de Pavlov hacían que sus perros empezasen a salivar. Nunca se ha comprobado totalmente hasta qué punto es fiel la memoria espacial. Sin embargo, hay indicios de qué es muy persistente. Miles de experiencias nos enseñan inconscientemente que el espacio comunica cosas. N o obstante, este hecho probablemente no habría alcanzado nunca un nivel cons­ ciente si no se hubiera descubierto que está organizado de un modo distinto en cada cultura. Las asociaciones y sentimientos que produce el espacio en un miembro de una cultura casi siempre significan otra cosa en la siguiente. Cuando decimos que algunos extranjeros son «molestos», lo que ocurre es que el modo que tienen de tratar el espacio libera esta asociación en nuestras mentes. Lo que se pasa por alto es que esa respuesta está ahí in toto y que lo ha estado siempre. N o se trata de que la gente de buena voluntad se sienta culpable por enfadarse cuando un extranjero le proponga una norma espacial que libera ira o agresividad. Lo principal es saber qué está pasando y tratar de descubrir qué norma es la responsable. El siguiente paso consiste en saber, a ser posible, si el individuo intentaba realmente liberar ese sentimiento o quería causar una reacción diferente.

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al descubierto las normas específicas de una ajena es un proceso delicado y laborioso. Nor­ malmente, lo más fácil para el recién llegado es escuchar las observaciones de los que ya llevan tiempo en el lugar y contrastarlas con su experiencia. jAl principio oirá: «Te va a costar mucho acostumbrarte a la forma en que esta gente se apiña en tomo de uno. Fíjate, aquí cuando vas a coger una entrada en el teatro, en vez de hacer cola y esperar su turno, todos se abalanzan e intentan darle el dinero a la taquillera-al mismo tiempo. Es terrible cómo hay que empujar y dar codazos para que no le quiten a uno el sitio. La última vez que llegué a la taquilla y metí la cabeza para pedir mi entrada, había cinco brazos agitando dinero por encima de mis hombros». O también: «Te juegas la vida si te montas en un tranvía. Son peores que nuestros metros. El caso es que a esta gente parece que no le importa nada». Parte de esto proviene de que, como americanos, tenemos una pauta que no fomenta el tacto excepto en momentos de intimidad. Cuando subi­ mos a un tranvía o entramos en un ascensor abarrotado, nos «replegamos» porque desde la infancia nos han en­ señado a evitar el contacto con extraños. En el extranjero nos resulta perturbador que se liberen sentimientos con­ trapuestos al mismo tiempo. Nuestros sentidos se ven bombardeados por un lenguaje extraño, olores y gestos distintos, así como por un montón de sienos y símbolos. N o obstante, el hecho de que los que han estado fuera durante algún tiempo hablen de estas cosas proporciona al novato avisos previos.^Superar un rasgo espacial desta­ cado es tan importante, a veces incluso más, que eliminar el acento en el habla. La advertencia al recién llegado podría ser: Observa dónde se coloca la gente y no retrocedas. Te resultará raro hacerlo, pero te va a sor­ prender ver cómo cambia su actitud respecto a ti. Cómo usan el espacio las distintas culturas Hace unos años, una revista publicó un mapa de los Estados Unidos tal como lo percibe el ciudadano medio

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de Nueva York. La ciudad aparecía con mucho detalle, así como los alrededores hacia el norte. Hollywood aparecía, asimismo, bastante pormenorizada, pero el es­ pacio entre ésta y Nueva York estaba casi en blanco. Lugares como Phoenix, Albuquerque, el Gran Cañón y Taos, en Nuevo México, se apiñaban en un revoltijo increíble. Era fácil darse cuenta de que el neoyorquino medio tenía poco conocimiento de lo que pasaba en el resto del país y aún le importaba menos! Para el geógrafo el mapa era una ditorsión inaceptable, pero para el estudioso de la cultura era sorprendentemente preciso. Mostraba las imágenes informales que tiene mucha gente respecto al resto de la nación. Durante mi licenciatura viví en Nueva York. Mi casero era de origen europeo; un americano de primera generación que había residido en dicha ciudad toda su vida. Al final del curso académico, cuando me marchaba, estuvo con­ migo mientras cargaba el automóvil. Al despedirme, comentó: «Uno de estos domingos por la tarde, meto a la familia en el coche y vamos a Nuevo México a verte». El mapa y el comentario del casero demuestran que los americanos tratan el espacio de un modo muy personali­ zado. Visualizamos la relación que existe entre los lugares que conocemos personalmente. Aquellos en los que no hemos estado y con los que no nos identificamos de un modo personal tienden a permanec^rtfifusos. El espacio americano comienza, tradicionalmente, con «un lugar» («a place»). Este es uno de los conjuntos más antiguos, comparable al lugar* español, pero no exacta­ mente igual. El lector americano podrá formular sin esfuerzo frases en las que se usa ese conjunto: «Encontró un lugar en su corazón» («He found a place in her heart»). «Tiene una casa en las montañas» («He has a place in the mountains»). «Estoy cansado de este sitio» («I am tired of his place»). Los que tienen hijos saben lo difícil que es hacerles comprender el concepto total de hn español en el original.

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lugar —Washington, Boston, Philadelphia, etc.—. I I niño americano requiere entre seis y siete años para empezar a dominar los conceptos básicos del mismo. Nuestra cultura proporciona una gran variedad de lugares que comprenden a su vez diferentes clases de lugares. En comparación con el de Oriente Medio, nuestro sistema se caracteriza por sutiles gradaciones al pasar de una categoría espacial a ott;a. En el mundo árabe hay al­ deas y ciudades, nada más. La mayoría de los árabes que no son nómadas se consideran aldeanos. La población de las aldeas varía desde unas pocas familias a varios miles. En los Estados Unidos la categoría más pequeña no está representada por términos como caserío, pueblo o ciudad. Sin embargo, se reconoce en seguida como una entidad territorial porque esos lugares siempre tienen un nombre. Son áreas que no tienen un centro reconocible, donde viven una serie de familias; como el Dogpatch de los cómics. Nuestros Dogpatches presentan la pauta básica ameri­ cana de una forma poco complicada. Consisten en casas dispersas, no hay concentración de edificios en un punto. Como el tiempo, el lugar entre nosotros es difuso, nunca se sabe del todo dónde está el centro. La denominación de las categorías de lugares comienza con «la tienda del cruce» o «de la esquina» y continúa con el «centro comercial», la «capital de un condado», el «pueblo pe­ queño», el «pueblo grande», el «centro metropolitano», la «ciudad» y la «metrópolis». Como ocurre con gran parte del resto de nuestra cultura, incluido el sistema de rangos sociales, no existen gradaciones claras cuando se pasa de una categoría a la siguiente. Los «puntos» son de tamaño variable y no hay indicaciones lingüísticas que señalen la magnitud del lu^ar del que se está hablando. Estados Unidos, Nuevo México, Albuquerque, Pecos se dicen y se usan del mismo modo en las frases. El niño que está aprendiendo su lengua no tiene forma de distin­ guir una categoría espacial -de otra a base de oír hablar a otros. El milagro es que con el tiempo los niños son capaces

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de ordenar y localizar los diferentes términos espaciales a partir de las escasas indicaciones que les proporcionan los demás. Trátese de explicar a un niño de cinco años la diferencia entre las afueras donde uno vive y la ciudad donde va de compras su esposa. Será una tarea frustrante porque a esa edad sólo comprende donde vive él La habitación, la casa, el lugar en la mesa son los sitios que se aprenden antes. La razón por la que la mayoría de los americanos experimentan dificultades en el colegio con las asignaturas de geografía o de geometría se deriva de que el espacio como sistema informal cultural es distinto del espacio elaborado técnicamente en las clases de geografía y mate­ máticas. En justicia debeipos decir que otras culturas tienen problemas similares ( Sólo un adulto muy perspicaz se da cuenta de que para el niño existe una dificultad real en su aprendizaje de lo espacial^ debe coger lo que al pie de la letra es al^o difuso y aislar los puntos significativos de lo que esta diciendo el adulto. Algunas veces los adultos se impacientan innecesariamente con los niños porque no comprenden. La gente no entiende que el niño ha oído a personas mayores hablar de lugares dife­ rentes y está tratando de imaginar, por lo que escucha, la diferencia entre el sitio en que se encuentra y esos otros de los que hablan. Respecto a esto, debe señalarse que los primeros indicios que sugieren a los niños que una cosa es distinta de otra provienen de los cambios en los tonos de voz, que canalizan la atención por caminos muy sutiles pero importantes. Cuando se habla un lenguaje completamente desarrollado, como es nuestro caso, es difícil recordar que hubo un tiempo en el que no podíamos hablar en absoluto y en el que el proceso comunicativo en su conjunto se llevaba a cabo por medio de variaciones en el tono de la v q z . Ese lenguaje primitivo permanece en el subconsciente y funciona sin que nos demos cuenta, de modo que tendemos a olvidar el enorme papel que juega en el proceso de aprendizaje. Continuando con nuestro análisis de la manera en que el niño hace su aprendizaje del espacio, volvamos al

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concepto que tiene de lo que es una carretera. Al principio una carretera es cualquier cosa sobre la que se va conduciendo. Esto no significa que él no pueda decir cuándo se toma una desviación equivocada. Puede hacerlo, e incluso con frecuencia corregirá un error cuando se comete, lo cual sólo quiere decir que todavía no ha descompuesto la carretera en sus componentes básicos y que hace la distinción entre esa carretera y otra, de la misma manera que aprende a distinguir entre el fonema d y el fonema b en posición inicial en el lenguaje hablado. Usando las calles como contraste en los cruces de culturas, el lector recordará que París (Francia), una ciudad antigua, tiene un sistema de nomenclatura de las calles que desconcierta a la mayoría deTos americanos. Los nombres de las calles cambian según se avanza. Tomemos, por ejemplo, la Rué St.-Honoré, que se convierte en Rué du Faubourg St.-Honoré, Avenue des Temes y Avenue du Roule. El niño que crece en París, sin embargo, no tiene más dificultad en aprender su sistema que los niños americanos en aprender el nuestro. Nosotros enseñamos a los nuestros a fijarse en las inter­ secciones y las direcciones y a aue cuando algo ocurre, es decir, cuando hay un cambio de rumbo en uno de estos puntos, puede esperarse que el nombre cambie. En París el niño aprende que cuando pasa ante ciertas señales, como edificios muy conocidos o estatuas, el nombre de la calle cambia. Es interesante y aleccionador observar a niños muy pequeños mientras aprenden su cultura. Reconocen muy rápidamente que tenemos nomBres'para algunas cosas y no para otras. Primero identifican el objeto completo o el conjunto, por ejemplo una habitación; luego empiezan a fijarse en otros objetos de menor entidad, como libros, ceniceros, abridores de cartas, mesas y lápices. Al hacer eso realizan dos cosas: primero, descubren cuánto deben bajar en la escala al identificar las cosas; segundo, aprenden cuáles son los aislados y las pautas con los que se maneja el espacio y la nomenclatura de los objetos. Los primogé nitos son frecuentemente mejores sujetos de estudio qu
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