Hacia Un Modelo Integral de La Personalidad

December 7, 2016 | Author: Joshua Velásquez | Category: N/A
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Extracto del libro de Villanueva Reinbeck. De uso común dentro de la asignatura Personalidad I en la Escuela d...

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Hacia un Modelo Integral de la Personalidad

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Después de todo, ¿quién es el ser humano? Martín A. Villanueva Reinbeck

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DRA Copyright © 2013 Martin A. Villanueva Reinbeck FastPencil 307 Orchard City Drive Suite 210 Campbell CA 95008 USA [email protected] (408) 540-7571 (408) 540-7572 (Fax) http://www.fastpencil.com

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Primera Edición - Grupo EPSI UBA Edición

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capítulo 1 Introducción ............................................ 1 capítulo 2 El Ser y el Ser en el Mundo ...................... 23 capítulo 3 Desarrollo “Normal” de la Personalidad en las Primeras Etapas de la Vida ............. 45

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Introducción

Desde que el hombre tomó conciencia de su existencia, es decir, desde que se le puede considerar verdaderamente humano, hace ya muchos miles de años, se ha cuestionado sobre su propia naturaleza, su identidad real y su relación con el universo en que vive. ¿Quién o qué es el hombre? ¿Quién o qué soy yo en verdad? ¿Qué hago en este mundo?

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Son múltiples las respuestas que el ser humano ha tratado de dar a esta cuestión fundamental: religosos, místicos, filósofos, antropólogos, sociólogos, médicos y psicólogos se han ocupado del tema y con frecuencia han llegado a conclusiones aparentemente opuestas. Pero esta divergencia de opiniones no sólo ha sucedido entre las diferentes disciplinas del conocimiento; dentro de la misma Psicología existen tantos y tan distintos puntos de

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vista, que es común que el estudiante abra los libros sólo para encontrarse con contradicciones. Los psicoanalistas rechazan la “superficialidad” de los conductistas, quienes a su vez repudian las aseveraciones “sin fundamento científico” que hacen los primeros; los psicólogos cognoscitivistas ridiculizan los esfuerzos “sentimentales” de los que han adoptado un marco existencial-humanista, y éstos a su vez deploran la “frialdad de los demás”. Esta situación hace que el campo de la Psicología de la Personalidad parezca un verdadero campo de batalla intelectual y que el estudiante se pregunta (¡si se atreve!) “quien tiene la razón”. Aparentemente, las aportaciones de los creadores y seguidores de cada teoría son contradictorias e incompatibles con las otras. Algunos enfoques (como el psicoanalítico) estudian al individuo hasta cierto punto aislado del medio sociocultural en que vive y destacan los aspectos inconscientes del hombre. Basándose en esto, pretenden analizar lo que aparentemente consideran el meollo del ser humano: los impulsos o pulsiones reprimidas, que manejan a cada individuo hasta que éste no las hace conscientes. Su meta es descubrir lo más “profundo” en el hombre, por lo que quizá podríamos representar gráficamente estos enfoques como un triángulo que apunta hacia abajo (fig. 1). Por otro lado, otras corrientes (como el conductismo y el aprendizaje social) ven al hombre como un producto

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de los reforzamientos y castigos, extinciones, modelamientos y otros factores ambientales; desdeñan el estudio de los aspectos inconscientes del individuo y consideran que el propósito de la Psicología debe ser estudiar lo obvio, lo objetico y cuantificable: la conducta. Por esta razón podríamos representar a estas corrientes como un triángulo que apunta hacia arriba: lo consciente, lo objetivo. (fig. 2). Otras teorías (como las cognoscitivistas) ven al hombre influido por su medio y prácticamente ignoran los aspectos inconscientes de la mente. Sus estudios están encaminados a descubrir todo lo que puedan sobre lo que al parecer consideran el núcleo de cada individuo: sus pensamientos. Estas teorías, por tanto, podrían ser representadas como un triángulo que apunta hacia la izquierda (el izquierdo, aún a nivel neurológico, es el asiento de lo racional) (fig. 3). Finalmente, otros enfoques (como el existencial-humanista) suelen aceptar la importancia de los aspectos inconscientes del ser humano, pero por lo común lo estudian como una unidad separada del medio ambiente en que se desenvuelven. Gran parte de sus esfuerzos están dedicados a la comprensión de los sentimientos, afectos y emociones del individuo, por lo que podría representarse gráficamente como un triángulo que apunta hacia el lado afectivo: el derecho. (fig. 4).

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Fig. 1. Representación simbólica de los enfoques que estudian al individuo como una entidad separada de su cultura, cuyos aspectos principales son los inconscientes y apuntan hacia el análisis de los impulsos profundos del hombre.

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DRA Fig. 2. Representación simbólica de las corrientes que ven al ser humano como el producto de sus interacciones con su medio, estudia lo consciente y lo objetivo, la conducta.

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DRA Fig. 3. Representación simbólica de las teorías psicológicas que enfatizan la naturaleza social del hombre; que estudian los aspectos conscientes y sus investigaciones apuntan hacia el conocimiento y comprensión del pensamiento.

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Fig. 4. Representación simbólica de las corrientes que estudian al hombre como una entidad relativamente independiente de su medio ambiente, que aceptan la importancia del inconsciente y se esfuerzan por comprender el aspecto emocional del individuo.

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Por supuesto, la presentación hecha hasta aquí de las diferentes corrientes esta muy simplificada. De ninguna manera pretendemos sugerir que los enfoques mencionados solo se caracterizan por lo expuesto; las escuelas son mucho mas complehas y los autores que las representan con frecuencia no concuerdan en sus opiniones a pesar de pertenecer a la misma corriente de pensamiento. Mas aun, existe un gran numero de ellos que difícilmente podrían clasificarse en uno solo de los

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marcos teóricos mencionados no obstante , no es raro que el estudiante de3 las teorías de personalidad las perciba en una forma similar a la aquí descrita. Ve a las distintas escuelas como incompatibles e incongruentes unas con las otras y tarde o temprano se pregunta “¿Cuál es la verdadera? ¿Cuál tiene la razón?”

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No es raro que al comenzar un curso los alumnos se pregunten algo asi como: “¿de que corriente eres?; por supuesto, se refieren a si me defino como psicoanalista, conductista, etc. El psicólogo, según lo que ellos piensan –y de hecho, peinsan bien-, debe definirse. Desgraciadamente, la palabra deficinicion significa literalmente poner fin a algo, limitarlo. En la búsqueda de su propia identidad profesional, la mayor parte de los psicólogos que conozco han acabado en realidad por definirse, por limitarse a si mismo aferrándose desesperada y tenazmente a la corriente que le ha sido presentada con mayor atractivo y convicción. Eric Fromm (1955) ha expuesto en forma brillante su tesis referente a las necesidades de un marco de orientación e identidad. Según el, la necesidad de un marco de orientación solo puede satisfacerse en forma sana mediante la razón bien orientada. Desafortunadamente un gran numero de psicólogos han hecho caso omiso de esta afirmación e intentan encontrar un marco de referencia dentro de la psicología, mediante la irracio-

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nalida: aceptando a ciegas y aferrándose a los dogmas que le han enseñado sus profesores preferidos. No se cuestiona si los reforzamientos en verdad son tan fundamentales como se afirma; no se preguntan si el superego en realidad es lo que se dice, o si existe siquiera; no ponen en duda la importancia de la comprensión empática en la psicoterapia. Sencilamente acepta lo que se les enseña en forma pasiva, y al cabod e los años se convierten en profesionistas que viven aferrados a su “sagrada escuela” sin haber cuestiónado lo que practican y enseñan a sus propios estudiantes. En esta forma la psicología continua dividida en pequeños grupos o asociaciones que en cierta medida están formadas por profesionistas que, habiendo aceptado a ciegas las “sagradas escrituras”, ni siquiera se han atrevido a leer detenidamente y con animo positivo, a los representantes de las otras escuelas. Esto es en verdad irracional y absurdo pero cierto. Lo que estos psicólogos han encontrado no es un marco de orientación profesional autentico, sino una “tabla de salvación” que lo protege de la desorientación y la necesidad de pensar por sí mismo. La necesidad de identidad, según Fromm, solo puede satisfacerse sanamente mediante la invidualidad: reconociendo de que “yo soy yo y nadie mas”; pero muchos profesionistas de la psicología intentan satisfacerla por medio de la “conformidad gregaria”; se unen a

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un grupo que los hace sentir que son “alguien” dentro de la profesión; pero, ¿Quién es ese alguien? Un títere del grupo, un miembro fiel pero irracional de la organización. Lo que estos psicólogos han encontrado no es la satisfacción de su necesidad de identidad como profesionista, sino una forma de escapar de su libertad para ser ellos miso, están aterrados por el compromiso que implica ser individuales y únicos y huyen desesperadamente de su realidad. Este libro no está escrito para ese tipo de individuos; es para personas que son lo bastante valientes como para enfrentarse a la duda; que se atreven a pensar por ellas mismas en una forma racional y a ser individuales. Si Ud. No es así, si considera que ya sabe cuál es la vedad absoluta sobre el hombre, entonces cierre este libro y jamás lo vuelva a abrir. Pero si aun se atreve a dudar u a pensar por Ud. Mismo, quizá pueda encontrar en estas páginas algún material que alimente su razón y lo ayude a llegar a sus propias conclusiones. De ninguna manera pretendo que Ud. Este desacuerdo con mi actual (pero creciente) punto de vista sobre el ser humano; solo lo invito a ser lo bastante valiente como para cuestionarse los dogmas que con frecuencia se enseñan como verdades reveladas en las escuelas psicología. Según Piaget (1964), el pensamiento de los niños menores de siete u ocho años se caracteriza por lo que él llama “centracion”. No es el momento de discutir

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si ese concepto es válido o no lo es; lo importante es que sirve para ilustrar como piensan parte de los psicólogos modernos. Cuando a un niño que todavía no supera el periodo de centracion se le pide que describa un objeto que tiene frente a si, como lo vería alguien situado en el lado opuesto, es incapaz de hacerlo; no puede “ponerse en el lugar del otro”; no le es posible imaginar cómo vería el objeto una persona que estuviera en el lado contrario al que él está con respecto al mismo. El único punto de vista valido para él es el suyo; todos los demás no cuentan. Es mi opinión que los fanáticos de cualquier teoría psicológica se semejan muchísimo al niño en esta etapa del desarrollo cognoscitivo. Afirman que la única forma correcta en que pude verse al hombre es como ellos lo hacen, y por lo menos desprecian las opiniones de personas que han dedicado su vida entera a comprenderlo mejor desde otro Angulo. Es una verdadera lástima que suceda, pero es necesario reconocerlo para pode trascender esta situación lamentable. Es irónico, por otro lado, que los mismos psicólogos que resaltan la importancia de la apertura y flexibilidad ante sus pacientes, no pocas veces son los que más tenaz e irracionalmente se aferran a sus ideas. Esta es una de las mayores incongruencias con que nuestra disciplina debe enfrentarse.

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Hemos visto como algunas corrientes psicológicas de la personalidad le dan una importancia central a los impulsos y pulsiones para poder entender al ser humano, en tanto que otras consideran que lo fundamental para llevar a cabo esta tarea es el análisis de la conducta; algunas escuelas estiman que el pensamiento y los procesos cognoscitivos son la base para comprender al hombre, mientras que otras resaltan los sentimientos, las emociones y los afectos. La pregunta sobre cual tiene la razón es completamente absurda; el ser humano presenta todos esos aspectos y cada uno se relaciona con los demás en forma reciproca. El fenómeno humano es un todo una configuración, una estructura dinámica y global: una “Gestalt”. No es posible ni siquiera determinar cuál de los factores es el primordial o la causa fundamental que “determina” a los otros. Las emociones, los pensamientos, las pulsiones, y la conducta están interrelacionados formando una Gestalt, y si extraemos del todo una de sus partes, deja de ser lo que es. Si un individuo se siente deprimido, piensa que la vida es despreciable; pero si piensa esto, se deprime aún más, ¿cuál es la “causa” de cuál? Es imposible decirlo. Si se comporta en una forma desanimada y desganada, los demás tienden a rechazarlo y ello le provoca impulsos agresivos hacia ellos; pero sino los externaliza, los impulsos hostiles se vuelcan contra el mismo y se

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siente más deprimido y actúa como tal; ¿Cuál fue la causa y cual el efecto? Estas preguntas son tan ridículas como la del huevo o la gallina. El fenómeno humano es un todo en el que cada una de las partes interactúa con las demás y las determina. A pesar de lo dicho, las diversas corrientes dentro de la psicología tienden a ver un solo aspecto del hombre, como si este fuera realmente divisible en sus “partes”. Su división esta polarizada: ven conductas o impulsos; emociones o pensamientos; ven al hombre como parte de un contexto sociocultural o un individuo aislado o independiente como un ente consciente o un obscuro ser lleno de estructuras inconscientes. Para entender al ser humano se aferran al polo que consideran “positivo” y se desconectan en los demás; pero como es bien sabido, cuando cortamos el polo “negativo” de una lámpara esta se apaga en el acto. De hecho, como veremos en este libro todo depende de su opuesto y solo mediante la integración de los contrarios podemos encontrar la luz y la iluminación, tal como se crea la vida humana solo cuando los eventos se unen cuando el hombre y la mujer se hacen “una sola carne”.

El propósito de esta obra es mostrar que los enfoques que aparentemente son contradictorios e incompatibles, no lo son en realidad; que no solo tienen mucho en común, sino que se complementan mutua-

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mente en una forma fascinante que nos puede hacer ver al hombre de una manera por completo nueva y diferente (ver fig. 5).

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Fig. 5 Representación simbólica de la integración de los principales enfoques de la teoría de la personalidad. Se representa al ser humano como una integración de su conducta, sus impulsos o pulsiones, sus emociones y afectos y sus facultades cognoscitivas; más aun, se toman en cuenta sus aspectos conscientes e inconscientes y se presenta como una entidad individual pero que al mismo tiempo forma parte de

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un contexto sociocultural. No obstante, hay muchos espacios negros que simbolizan todo aquello que aun tiene que descubrir el hombre sobre sí mismo. El centro negro simboliza que la esencia de lo que el ser humano es, siempre será una incógnita irresoluble a nivel intelectual, pues está más allá de la comprensión y la descripción.

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En este escrito pretendo mostrar que la integración de los distintos puntos de vista sobre el ser humano no solo es posible, sino necesaria para el desarrollo de la psicología de la personalidad y de nuestra comprensión del hombre. Debo resaltar que el punto de vista presentado en este volumen de ninguna manera pretende ser la última palabra. Solo se puede considerar como una invitación al pensamiento integrativo. Falta mucha investigación seria que relacione los conceptos de distintos marcos teóricos; esta obra es también una invitación para que los psicólogos se esfuercen por encontrar, por medios empíricos, como puede mejorarse y ampliarse del modelo integrativo. Mi visión del ser humano no es estática, sino cambiante y fluida. Cada experiencia, cada vivencia, cada encuentro con el hombre y conmigo mismo; cada libro que tomo en mis manos me hace enriquecer mi punto de vista. Siento con sinceridad que al escribir estas páginas he encontrado múltiples valores y que mi comprensión se ha enriquecido muchísimo; he visto al ser humano

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desde un Angulo nuevo para mí; mi perspectiva ha cambiado y mi horizonte se ha ampliado indescriptiblemente. En realidad, espero que mi comprensión siga enriqueciéndose sin cesar.

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Este libro es solo parte de lo que hasta hoy he aprendido de los grandes maestros (desde Freud y Klein hasta Buda y Lao-Tse) y mis pacientes, alumnos, profesores, amigos y de mi mismo; mucho se ha quedado sin escribir y mucho mas, lo esencial, no podre ser escrito por ser completamente inexpresable. No obstante, confió en que conforme continúe madurando, mi visión del hombre se vaya ampliando indefinidamente. ¡Hay tanto que aprender…! Una antigua leyenda oriental cuenta que cinco ciegos que ignoraban lo que era un elefante, de repente, caminando por la selva, se encontraron con uno. El primero se topo con una pata y se convención de que el elefante era un gran tronco de árbol, y anda más que eso; el segundo se encontró con la cola y llego a la conclusión e que el animal era realmente una larga y delgada lombriz; el tercero toco la oreja del paquidermo y no le quedo la menor duda de que se trataba de la enorme hoja de una planta desconocida; el cuarto hallando la trompa pensó que el elefante era una gran boa; por último el quinto ciego subió al tronco del animal y concluyo que este era

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en realidad un pequeño monte. Obviamente, todos los hombres de la leyenda tienen algo de razón, pero también están equivocados. Los cinco ciegos cometieron el error de pensar que su descripción era la verdad absoluta del elefante: cada uno creía que el animal era en realidad un tronco de árbol, una boa, etc.; y nada más que eso. La pata del elefante parce como si fuera un tronco de árbol pero es mucho más que eso. Algo similar sucede a los psicólogos cuando tratan de decidir que es el ser humano; tomando su impresión no solo como absolutamente real, sino como la única. Sino estamos conscientes que el hombre no es en esencia lo que nos parece, podemos llegar a conclusiones tan absurdas como la de los ciegos de la leyenda. Más aun, sino tomamos en cuenta este hecho, aun integrando los distintos puntos de vista llegaremos a conclusiones equivocadas. Es fundamental tener en mente lo que Allport (1968) nos ha enseñado sobre el “realismo heurístico”. Las descripciones que hagamos sobre un individuo o el hombre en general tienen que ser tomadas como si fuera reales, pero no podemos afirmar con certeza absoluta que nuestras observaciones son idénticas a nuestro objeto de estudio: nosotros mismos; solo podemos describir la personalidad en un lenguaje figurado, pues no nos es posible afirmar o definir lo que el hombre es, sino lo que parece ser.

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En nuestro esfuerzo por comprender la realidad somos algo así como un hombre que trata de entender cómo funciona un reloj encerrado en su caja. Ve la esfera, las agujas que se mueven y hasta puede ser que escuche su tic tac, pero no tiene los medios para abrir la caja. Se trata de un hombre de ingenio, puede formarse una idea del mecanismo de todas las cosas que está viendo; pero nunca podrá estar seguro de que el modelo, la imagen que se formo en su mente sea la única capaz de explicar las cosas que está observando. Nunca estará en condiciones de comparar el mecanismo real con la imagen que él se ha formado y ni siquiera imaginar las consecuencias de tal comparación. La afirmación citada fue hecha no con respecto al ser humano, sino refiriéndose a la realidad física. Fue Albert Einstein (citado por zukav, 1979, páginas 29 y 30) quien la hizo y si esto se afirma sobre una de las “ciencias exactas” ¡Cuánto mas no podrá aplicarse a la psicología! El ser humano no es ni tiene realmente un superego, un Id o un ego, ni un conjunto de rasgos cardinales, centrales y superficiales, ni un sí mismo idealizado, etc. El hombre no es ni tiene todos esos; más bien parece como si todo ello fuese verdad, pero la verdad es una incógnita. Por otra parte, es indispensable reconocer y recordar constante que aunque fuera posible tomar en cuenta todas las teorías de la personalidad han descu-

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bierto hay muchísimo más que falta por descubrir y reconocer: hay algunos vacios que quizá puedan llenarse con nuevos descubrimientos e investigaciones serias; sin embargo la esencia, el meollo del ser humano, no puede estudiarse ni describirse, pues se encuentra más allá de toda descripción y comprensión. Esto lo veremos mayor detalle posteriormente, pero desde el principio de nuestro estudio es importante tenerlo en mente. Solo reconociendo y aceptando nuestras inmensas limitaciones podremos conservarnos abiertos para descubrir lo nuevo y lo maravilloso en la incógnita que cada hombre representa. Una observación más. Todo lo dicho en este libro se refiere al ser humano en forma global, pero eso no quiere decir que pueda aplicarse a cada individuo. Todos y cada uno de nosotros compartimos con los demás una misma naturaleza humana, pero esta se manifiesta en forma diferente en cada quien; por eso no puede menos que subrayarse la importancia de evitar generalizaciones absurdas que algunos fanáticos de las teorías de la personalidad pretenden hacer. Las etapas del desarrollo, por ejemplo, son abstracciones, generalizaciones, pero es imposible afirmar que todos y cada uno de los seres humanos de todas las culturas y las épocas atraviesan por las mismas. Aunque la esencia humana la compartimos con todos, las formas en las que puede manifestarse son en realidad infinitas e impredecibles. Si estas es una

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conclusión a la que los científicos que estudian la física moderna (la mecánica cuántica) han llegado después de muchos siglos de experimentos cuidadosos, ¿Por qué los psicólogos no somos lo suficientemente humildes para reconocer lo mismo? Respeto profundamente a todo hombre que busca con sinceridad la verdad; por eso respeto a todos los creadores de las teorías de la personalidad mencionadas en este libro; pero también a los creadores de las que no han sido incluidas; he procurado propone un modelo de la personalidad que integren las principales aportaciones de los enfoques con los que estoy más familiarizado, pero esto no quiere decir que cada teoría ha sido incluida tal y como fue propuesta por su autor. En realidad ha habido muchas modificaciones, pero la esencia ha quedado intacta. Por otro lado, muchas son las teorías que no he incluido en esta integración; esto no significa que menosprecie sus aportaciones. La única por lo que no lo he hecho es quizá, por ignorancia; ¡jamás por desprecio! La incógnita del hombre representa, para el mismo, una invitación a la exploración y a la investigación honesta y abierta; pero constituye al mismo tiempo un reto para enfrentarse con la más grandiosa de las aventuras: el conocimiento de si mismo. En este libro abordo esta aventura en cinco pasos. En primer lugar, y como punto de partida, he tratado de exponer muy brevemente la naturaleza del ser y del ser en el mundo, re-

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saltando en especial los atributos existenciales del hombre. Segundo, he recopilado las principales contribuciones de diversas teorías del desarrollo “normal” del ser humano desde su nacimiento hasta antes de la adolescencia. En tercer lugar expongo con mas detalles los factores eugénicas y patogénicos que pueden influir en este periodo sobre la personalidad humana. La cuarta parte del libro está dedicada al estudio de las etapas del desarrollo desde la adolescencia hasta la muerte del individuo y se encuentra organizada según los atributos existenciales, las necesidades emocionales, los conflictos y las distintas soluciones para estos conflictos que el ser humano suele encontrar en su camino. Por último, la quinta parte de esta obra trata de exponer los mayores logros del hombre: la autorrealización y la plenitud absoluta.

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Con base en todo lo dicho hasta aquí, podemos iniciar nuestro estudio sobre el hombre; principiar nuestra aventura. Espero honestamente que la lectura de este libro resulte una experiencia tan enriquecedora para el lector, como lo ha sido para mí el escribirlo. Si fuera así, no cabe duda que abra valido doblemente la pena.

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PARTE I: EL SER ¿Quién es el ser humano? ¿Qué es el hombre? ¿Cómo puede definirse? Estas preguntas se las ha hecho el mismo hombre desde tiempos inmemorables; probablemente desde que tomó conciencia de su propia existencia y pudo decir “yo”; desde que el animal bruto se convirtió en homo sapiens; desde que comió el fruto del “árbol de bien y el mal” y adquirió la “sabiduría”. A pesar de la antigüedad de estas preguntas, el hombre, como dice Alexis Carrel, sigue siendo para sí mismo la mayor de las incógnitas, y cada individuo debe enfrentarse en su vida con el antiguo dictamen griego: “¡Conócete a ti mismo!” El hombre no puede definirse, pues cualquier intento de definición impone necesariamente una limita23

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ción reduccionista sobre lo definido y lo despoja de su esencia. Ya los psicólogos de la Gestalt mostraron que el todo es diferente a la suma de sus partes. ¿Qué es, por ejemplo, la estrella de David? No es la suma de dos triángulos y un hexágono; no, la estrella de David no es más que eso: ni más ni menos, la estrella de David. Y al intentar analizarla en sus diversos “componentes” sólo conseguiremos destruir su esencia. En realidad, la única forma cómo podemos definir la estrella de David es diciendo que es lo que es. Pues bien, algo muy similar puede decirse del ser humano. El hombre es mucho más que la suma de sus partes, llámese éstas “estructuras psíquicas”, “rasgos”, “factores de la personalidad”, “arquetipos” o “conductas condicionadas”. El ser humano es mucho más complejo que todo esto; es una integración, un proceso dinámico y cambiante que interactúa constantemente con su medio físico y social y lo transforma. Recordando a Assagioli (1965) puedo afirmar como todo ser humano que yo, en esencia, no soy mi cuerpo, pues lo puedo dirigir hacia donde me place, y por tanto yo tengo un cuerpo, no soy mi cuerpo. Yo tengo pensamientos, sueños y fantasías, pero en vista de que puedo modificarlos, dirigirlos y corregirlos, yo no soy tales cosas; yo tengo sentimientos, emociones y necesidades de las cuales puedo estar consciente; pero si puedo concientizarme de todo ello y reaccionar de forma selectiva antes mis emociones y necesidades, entonces yo soy

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esencialmente algo más que éstas. Si no soy mi cuerpo ni mis pensamientos ni mis emociones, ¿qué soy? Lo cierto es que no puedo definirme, porque soy Yo, en esencia, el que define y Yo, el meollo, la quintaesencia, el alma de mí ser, soy indivisible: soy individuo, literalmente sin división; por lo tanto no puedo ser el definidor y el definido al mismo tiempo, no puedo ser el observador y el observado. No puedo conocer en el sentido intelectual mi esencia porque mi esencia es lo que soy, y así como el ojo no puede verse a sí mismo, por ser el sujeto que conoce, Yo no puedo ser el objeto conocido. Esto quiere decir que no tiene sentido hablar de “mi Yo”, pues el sujeto en esa frase no puede ser otro sino Yo, lo cual implicaría que Yo, sujeto conocedor, poseo un Yo como objeto conocible, cosa totalmente insostenible. Yo no tengo un Yo, Soy Yo. A ese núcleo medular que constituye la esencia del ser, “el Yo profundo”, Frankl (1975) lo concibe como “el centro espiritual-existencial” y afirma (págs. 30 y 31) que: …de la misma manera que en el lugar de origen de la retina, o sea en el lugar de entrada del nervio óptico, la retina tiene su punto ciego, así también el espíritu, precisamente allí, donde tiene su origen, es ciego a toda autocontemplación y autorreflexión; allí donde es enteramente primordial, totalmente “el mismo” es inconsciente de sí mismo. Y a él podríamos aplicar lo que leemos en los antiguos vedas indios:

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“Ve y no puede ser visto, oye y no puede ser oído, piensa y no puede ser pensado” Según la filosofía del Vedanta, ese ser esencial que soy, el cual es indefinible e incomprensible intelectualmente, es el Ser por excelencia; el Ser Absoluto cuya naturaleza es precisamente esa: Ser. De hecho, el hombre no puede definirse a sí mismo más que como lo hizo Yahveh en el Éxodo de la biblia: “Yo soy el que soy… Yo soy” (Ex. 3, 14). Pero puesto que cada uno sólo puede definirse medularmente en esa misma forma, según la metafísica oriental, la esencia de todo ser humano es una misma y es una con el Ser. El meollo de lo que el hombre es está más allá de toda descripción; para expresarlo en términos Taoístas, “el Tao que puede nombrarse no es el Tao verdadero”. Por supuesto, estas enseñanzas no pueden comprenderse intelectualmente: trasciende todo pensamiento. Si un individuo ha de entenderlo tiene que vivirlo, tiene que ser lo que es o, más sencillo, tiene que ser. Cuando un ser es en plenitud ha alcanzado lo que los hinduistas llaman “samadhi”: absorción o identificación completas con el Ser; unión meditativa con el absoluto. Ha llegado al “nirvana” de los budistas: el estado perfecto de iluminación. Ha encontrado la verdadera comunión de los cristianos, el Tao para los taoístas. Según estas doctrinas, cuando la persona llega a alcanzar esta iluminación

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ha logrado la máxima realización del ser humano, ha llegado a la plenitud. Pero ¿qué significa “ser”? Fenomenológicamente, ser es darse cuenta, estar consciente de que se es. Esto significa que si yo me doy cuenta de mi propia existencia, soy, existo; pero si no me percato de mí mismo, entonces fenomenológicamente, no soy. La mesa sobre la cual me estoy apoyando, por ejemplo, no tiene conciencia de que existe ni de que yo la estoy usando; por lo tanto la mesa, ante sí misma, no existe; más aún, ni siquiera puede hablarse de “la mesa ante sí misma”, pues simplemente no hay ese “sí mismo” que hace que un ser sea. En consecuencia, la mesa no es. En la medida en que me doy cuenta de mí mismo, en la medida en que soy consciente de que existo, soy; de ahí que ser, existir y conciencia puedan considerarse sinónimos. En tanto un individuo se da cuenta de que es humano lo es, pero en la medida en que vive inconscientemente, sin percatarse de la maravilla indescriptible que es en esencia, no es. Ser es darse cuenta, es el proceso de ser consciente, es Conciencia Viva, es Vida Consciente. Si lo que Yo soy es el que soy, eso que soy es la existencia, es Vida y Conciencia, y Eso, no puede describirse; simplemente Es, y eso que Es soy. Tal es el significado del antiguo mantra que los grandes maestros del Yoga han repetido por siglos en sus meditaciones: Yo Soy Eso, ¡ham-sa!

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Al parecer, durante las experiencias cumbre descritas por Maslow (1964) y William James en 1902, ocurren breves encuentros con nuestro Yo esencial, con la Vida que somos en el fondo. Estas experiencias pueden considerarse como estados mixticos caracterizados por sentimientos de que un horizonte sin límites se abre ante los ojos; no obstante, estas vivencias son indescriptibles, iluminadoras, transitorias e incontrolables por la voluntad. Nada de lo que pueda decirse sobre el ser humano, ninguna teoría, ninguna investigación, ningún sistema filosófico puede realmente alcanzar el meollo o la esencia del ser. Esta se encuentra más allá de cualquier pensamiento o concepto: “el Tao que puede nombrarse no es el Tao verdadero”. La comprensión de la esencia humana debe alcanzarse viviéndola, no estudiando Psicología ni Filosofía, ni nada que se le parezca. No se encuentra en los libros; está dentro de cada uno. Hemos visto que la esencia del ser no puede describirse, pero esto no significa que no pueda estudiarse el camino que lleva al hombre a descubrir por sí mismo su Yo profundo, así como los obstáculos que con frecuencia se lo impiden. Este libro puede considerarse, si así lo desea el lector, el estudio de tal sendero: la vida humana.

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PARTE II: EL SER EN EL MUNDO A pesar de que la naturaleza primordial del hombre, del ser, no puede describirse, una cosa es indudable: ese ser está en el mundo y constantemente interactúa con él y lo modifica. Su mera presencia altera su medio ambiente del que forma parte inseparable. Al percatarse de su propia existencia, el ser humano forzosamente se da cuenta del medio ambiente en que vive. De hecho se puede percatar de su propia existencia sólo cuando es consciente de él mismo como una entidad separada del resto de la creación. Pero así como el fondo es indispensable para que aparezca la figura, del mismo modo el mundo es esencial para que el ser surja. El fondo depende de la figura tanto como ésta depende del primero; así sucede también con el ser humano: para ser requiere del mundo psicológico del que se diferencia, y este mundo psicológico requiere, para su existencia, del ser que es consciente. Todo esto puede parecer difícil al principio, pero conforme vayamos avanzando se aclarará poco a poco. Por ahora nos basta saber que psicológicamente, el hombre y su mundo son inseparables, por lo que la forma más completa de entenderlo es viéndolo como el proceso de ser en el mundo, o en términos de Boss (1963), “dasein”. El ser en el mundo se caracteriza por ciertos atributos inalienables al mismo. Estos atributos existenciales, que son parte ineludible del ser en el mundo, parten del hecho de que le hombre se da cuenta de su propia

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existencia y puede decir, “vivo”. De esta capacidad para tomar conciencia de sí mismo, que es el meollo del ser en el mundo, se desprenden las propiedades existenciales u ontológicas descritas por los existencialistas (como Bugental, 1965, y Yalom, 1980). El decir “yo soy yo”, el poder tomar conciencia de la propia existencia lleva implícitamente una serie de consecuencias que son el núcleo del conflicto existencial del ser humano. El decir “yo soy yo” implica tener que enfrentarse con la propia fragilidad, desamparo y mortalidad; implica verse forzado a reconocer la soledad y el aislamiento propios de la individualidad; implica confrontar la libertad y la responsabilidad de la propia existencia. Cuando un ser dice “yo soy yo” se ve forzado a reconocer, Soy mortal e indescriptiblemente frágil, débil, limitado y desamparado. Soy un punto invisible en un pequeño planeta, en el que sólo alcanzaré a dar un número insignificante e incierto de vueltas diminutas alrededor de una estrella enana perdida entre más de cien millones de estrellas, que forman una de las cien mil millones de galaxias que flotan en la inmensidad del espacio girando en la eternidad del tiempo. Mi vida es frágil y efímera y sé que puedo perderla sin el menor aviso; estoy condenado a muerte y sé con absoluta certeza que mi condena se cumplirá. Esta mano tibia y flexible que hoy detiene con firmeza un papel o un libro, un día estará tiesa y helada; no me cabe la menor duda. Ignoro cuándo

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moriré, pero que tendré que pasar por esa puerta, eso no está en tela de juicio. Moriré y el mundo seguirá girando como hasta ahora, los niños jugando y los enamorados tomándose de las manos. Soy insignificante, pero paradójicamente soy único e irrepetible; soy el ser más importante que ha existido y existirá en la historia del universo entero para mí. Soy grandioso y lleno de riquezas nuevas e inigualables. Y precisamente por ser único e irrepetible, por ser individual, estoy sólo en la inmensidad del espacio de la vida. Mi mundo es mi mundo y jamás alguien lo ha visto ni lo verá como yo, ni podrá entenderlo como yo lo hago, ni sentirlo como yo lo siento. Estoy separado del resto de la creación por mi individualidad, pero paradójicamente soy parte integral de ella. Soy parte del universo y mi presencia hace una diferencia, por mínima que ésta sea. Mi vida es mi vida y precisamente por eso soy responsable del sentido que dé a mi existencia. Los caminos que tome serán mis caminos y sólo yo podré responder por haberlos elegido, pero, paradójicamente, soy tan limitado que mi existencia está influida por un sinnúmero de factores incontrolables, impredecibles e incomprensibles. Y es precisamente por ello que tengo que elegir y soy libre. Mi vida no es más que mía, y soy responsable por ella justamente porque puedo elegir el curso que dé mi existencia sobre este mar de corrientes inciertas: soy libre para dar un significado a mi existencia o destruir mi vida sobre

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esta tierra, enriquecerla o destrozarla, pero, paradójicamente, no puedo renunciar a mi libertad: soy esclavo de ella. La característica existencial de fragilidad, impotencia, desamparo y mortalidad es la ineludible. No hace falta recalcar lo que las noticias diarias nos dicen a gritos: estamos expuestos constantemente a la tragedia y la muerte; amenazados por el no ser en el mundo, la destrucción del dasein que somos. Diariamente tenemos noticia de personas que mueren en forma repentina y de igual modo sufren tragedias impredecibles. Lo que puede hacer aterrador todo esto es lo que sabemos sin duda que algún día será nuestro último día y que aunque ignoramos si esa jornada final será hoy, mañana o en un futuro muy lejano, tenemos conciencia de que nos enfrentaremos con ese obscuro mundo de lo absolutamente desconocido. Nuestra incalculable pequeñez nos hace estar expuestos a lo impredecible, que si lugar a dudas puede ser aterrador. Nadie puede asegurar que mañana no habrá algún cambio terrible en su vida; vamos, ni siquiera puede asegurarlo con respecto a hoy mismo. Esto es precisamente una de las fuentes de la angustia ontológica: la angustia de fragilidad y mortalidad, que en última instancia es la angustia de extinción, de no ser. Esta es una consecuencia natural de ser en el mundo, que es ser consciente de la propia contingencialidad, destructibilidad; en una palabra, de la propia humanidad.

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Otra fuente de angustia ontológica es nuestra soledad y aislamiento existencial. Como lo han mostrado diversos autores – Fromm (1941, 1955), Moustakas (1972), Frankl (1946), Yalom (1980), y otros – la individualidad del hombre tiene como precio la soledad. Las experiencias y vivencias de cada ser humano son únicamente suyas y nadie puede realmente comprenderlas como él; cada uno nace solo, vive solo y muere solo: todo ser humano es solo. Tu vida, hermano mío, es una morada solitaria separada de las vivencias de los demás hombres. Es una casa en cuyo interior no puede penetrar la mirada del vecino. Si se hundiese en las tinieblas, la lámpara de tu vecino no podría alumbrarla. Si estuviese vacía de provisiones, no podrían llenarla las despensas de tus vecinos. Si estuviese en un desierto, no podrás pasar a los jardines de los demás hombres, labrados y cuidados por otras manos. Si se levantase en la cumbre de una montaña, no podrías bajarla al valle hollado por los pies de los hombres. El espíritu de tu vida, hermano mío, está asediado por la soledad y si no fuese por esa soledad y ese abandono tú no serías tú, ni yo sería yo.

G. J. Gibran Cuando el ser humano toma conciencia de este atributo en sí mismo, aparece naturalmente la angustia de aislamiento; el aterrador sentimiento de que nadie, absolutamente nadie puede salvarnos. Alrededor de tu lecho

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de muerte podrá haber muchas personas preocupadas, pero tú y sólo tú estarás despidiéndote de este mundo; serás tú muerte, de nadie más. De igual manera tu vida es tu vida; tus sentimientos, tus esperanzas y tus recuerdos son solamente tuyos. Esta soledad existencial hace que la “realidad” sea diferente en cada ser humano; que mi mundo experiencial, fenomenológico, sea únicamente mío y que con nadie lo pueda compartir. Según la teoría existencialista cada individuo tiene un mundo experiencial sobre sí mismo: cómo se siente a sí mismo, cómo se ve, cómo se experimenta, cómo se “vive”. Este mundo privado y totalmente individual se denomina “eigenwelt”. También el individuo tiene un mundo fenomenológico (de experiencias muy particulares) con respecto a sus semejantes: cómo los ve, cómo los siente y cómo interpreta sus conductas y mensajes, qué emociones le provocan. Este es el “mitwelt”. Cada individuo tiene un mundo privado de relación con la naturaleza en general, con el universo: el mundo fenomenológico conocido como “umwelt”. En realidad no existe “la realidad”, no existe el “mundo”, pues esa realidad y ese mundo es privado y único para cada individuo y cada quien crea, moldea y da forma a su mundo y su realidad. El mundo del paranoico es un mundo amenazante, peligroso y hostil; esa es la verdad para él, esa es su verdad. Todos jugamos el “juego de la conciencia” creyendo que la realidad externa es realmen-

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te lo que aparenta. Es una forma de olvidar que somos individuos separados, aislados, solos. Es un engaño, una ilusión: es “maya”. Cientos de experimentos en psicología de la percepción han demostrado que un estímulo es percibido en tantas formas diferentes como individuos los perciban. Una sonrisa puede ser interpretada como un gesto de burla, de amabilidad o de interés malévolo o… tantas cosas como pueda tener el hombre en su mundo. Cada individuo crea su mundo, lo interpreta, le da un significado, lo moldea y luego lo proyecta al exterior y se convence a sí mismo de que lo que ve “allá afuera” es la realidad. En esa forma evita responsabilizarse por su creación y niega su soledad existencial, su individualidad. ¿Qué significa entonces “captar la realidad objetivamente”? Yo capto la realidad en forma objetiva en la medida en que las interpretaciones que les doy a los estímulos externos coinciden aparentemente con las que la mayoría de la gente les da, o con las que el individuo estimulante les confiere. Quiere decir que en mi percepción es realista cuando interpreto como “amable” una sonrisa de alguien que sonrió sintiendo “amabilidad”; sin embargo, jamás podrá comprobarse que lo que para mí significa la amabilidad es lo mismo que para la otra persona. Mi sentimiento de amabilidad es sólo mío y sólo puedo suponer que coincide con el de los demás. Podremos coincidir aparentemente en el significado que demos a los di-

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versos estímulos, pero lo que muy en el interior sentimos e interpretamos es privado, único, individual e irrepetible. Somos solos. La tercera propiedad existencial del ser en el mundo es la libertad fenomenológica: el sentimiento humano de tener capacidad para elegir su propio camino. Este sentimiento está íntimamente relacionado con la finitud del conocimiento: si supiéramos y pudiéramos controlar, o cuando menos predecir, lo que ocurriría si actuásemos de una y otra forma, no seríamos libres para elegir, pero puesto que jamás podemos controlar todas las variables que influyen en los eventos, nos vemos forzados a escoger y esto es lo que nos hace experimentar el sentimiento de ser libres. Es indiscutible que la vida del hombre está influida, y hasta cierto punto determinada, por factores que están totalmente fuera de su control y que nos podrían hacer pensar que su libertad es sólo una fantasía. Ciertamente, existen fuerzas biológicas, socioculturales, económicas, políticas y psicológicas que tiran de nosotros como poderosas corrientes marinas tratando de arrastrar un barco. El hombre está, sin duda alguna, determinado por muchas de esas fuerzas, empezando por su dotación genética y sus impulsos y necesidades biológicas y psicológicas; el ser humano está determinado e influido por sus experiencias pasadas, factores reprimidos y los condicionamientos a que haya sido expuesto.

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Sin embargo, como Frankl (1978) ha hecho notar, no se debe cometer el error de confundir “determinismo” con “pandeterminismo” (el determinismo absoluto). Como fenómeno humano… la libertad es demasiado humana. La libertad humana es libertad finita. El hombre no está libre de condiciones. Pero es libre para asumir una actitud frente a ellas. Las condiciones no lo determinan por completo. Dentro de ciertos límites depende de él que sucumba o que se rinda a las condicione. Puede igualmente superarlas y al hacerlo abrirse y entrar a la dimensión humana… En último término, el hombre no está sujeto a las condiciones con que se enfrenta; son más bien dichas condiciones las que se hayan sometidas a su decisión. Voluntaria o involuntariamente es él quien decide si se enfrentará o cederá, si se dejará determinar o no por las condiciones. Puede objetarse, desde luego, que tales decisiones están, a su vez, determinadas. Mas es evidente que esto conduce a un “regressus in infinitum”. Una afirmación de Magda B. Arnold resume este estado de cosas y representa una conflusion adecuada de la discusión: “Todas las decisiones están causadas, pero están causadas por el que elige”·

(Frankl, 1978, págs. 50 y 51) El ser humano es libre por ser racional. Puede darse cuenta de su propia existencia, del curso que lleva su vida, y (hasta cierto punto) percatarse de los factores que lo determinan. Más aún, tiene la voluntad para guiar su existencia. Esto es precisamente lo que Frankl consi-

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dera que algunos psicólogos han pasado por alto, por lo que han llegado a la conclusión simplista de que el individuo “no es más” que una maquina condicionada por su historia de reforzamientos o por constelaciones reprimidas en su inconsciente. La libertad para reaccionar en una forma u otra ante esas fuerzas ocultas, que innegablemente influyen al ser humano, es inalienable. Esto Frankl lo afirma aun sobre las condiciones genéticamente determinadas: La herencia no es sino el material a partir del cual se construye el hombre a sí mismo. No son sino las piedras que el constructor acepta o rechaza. Mas el constructor mismo no está construido con piedras.

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(Frankl, 1978, pág. 53) Como Fromm (1941) ha mostrado con claridad, el reconocer y aceptar esta libertad para elegir el propio camino en la vida, es inmensamente angustiante para el ser humano. No sólo porque lo confronta de nuevo con su individualidad y su soledad, sino porque lo fuerza a darse cuenta de que no hay un camino preestablecido y seguro que deba recorrer; que debe escoger el rumbo que le dará a su existencia. Puesto que “no hay camino (sino que) se hace camino al andar”, nos tenemos que enfrentar con el caos y la desorientación; con una hoja en blanco sobre la que debemos pintar nuestra existencia. Debemos enfrentarnos con una masa informe de barro (las condiciones bio-psico-sociales que nos han sido dadas) para darle

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un sentido con nuestras propias manos sin tener la menor orientación. La libertad fenomenológica nos confronta con la angustia ontológica de desorientación, sin sentido, caos y absurdo o, como Yalom (1980) la llama, la angustia existencial por carecer de base o fundamento. El hombre debe enfrentarse con el hecho de que su vida está en sus manos, de que “él es el arquitecto de su propio destino”, lo quiera o no, pues es esclavo de su libertad. La cuarta característica existencial del hombre, del ser en el mundo, es su responsabilidad (que por supuesto es inseparable de las otras propiedades ontológicas). El hecho de que la vida de cada hombre sea suya lo hace responsable de ella, y los factores y contingencias incontrolables, impredecibles e incomprensibles de la vida no lo eximen de esta responsabilidad. Un capitán de barco no es responsable de la tormenta a que se enfrenta, pero si de la forma en que conduce su nave dentro de la catástrofe. Igualmente, cada individuo es responsable de la forma en que conduce su vida sobre las circunstancias que lo acometen. Cada uno de nosotros tenemos la responsabilidad de nuestra propia vida; de lo que hagamos o dejemos de hacer con esta oportunidad que se nos ofrece. El dar vida real a nuestras potencialidades latentes, el hacer de nuestra existencia una vivencia rica y plena de significado valioso, o el no hacerlo, está en nuestras propias manos.

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Cuando el individuo se reconoce a sí mismo como responsable no sólo se ve forzado a aceptar como suyas las consecuencias de sus actos y el resultado de su vida; también debe reconocer como propias sus emociones, sus deseos, sus necesidades, sus impulsos y sus pensamientos. No puede culpar a los demás, ni al pasado reprimido, ni a los impulsos de “su ello”, pues él es capaz de elegir sus reacciones ante las condiciones incontrolables que le ha tocado enfrentar, y a las que Frankl (1946) llama “destino”. La conciencia de la condición humana de responsabilidad existencial: el sentimiento de remordimiento angustioso por saber que no ha aprovechado su vida como hubiera podido; por intuir que “enterró sus talentos” y que éstos no dieron fruto; esto es por no ser lo que realmente es; por mentirse y engañarse con falsas excusas o racionalizaciones que internamente no lo exentan de su culpabilidad por desperdiciar la oportunidad irrepetible que es la vida. En resumen, cuando el hombre toma conciencia de su propia existencia, cuando come el fruto del bien y el mal y adquiere la sabiduría, “se le abren los ojos” y se da cuenta que “está desnudo” (que es frágil y desamparado, solo, libre y responsable) y al tratar de esconder su desnudez, es expulsado del “jardín del Edén” (y sufre de la angustia existencial de extinción, aislamiento, sin sentido y culpa).

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Sin embargo, a la “expulsión” del paraíso sigue la promesa de una tierra fértil y acogedora “de la mana leche y miel”. Las mismas propiedades existenciales que son fuente de angustia y tormento son también oportunidades únicas para que el hombre crezca y se desarrolle positivamente. Sólo dándose cuenta de su fragilidad, desamparo, contingencialidad y mortalidad, el individuo puede tomar en serio su existencia y comprometerse consigo mismo para desarrollar sus potencialidades y darle significado a su vida mediante la productividad, soledad y aislamiento existencial, el ser humano puede relacionarse con otros en forma fraternal y amorosa y, por tanto, desarrollar su más humana virtud y darle un verdadero significado a su vida, pues como Fromm (1955) ha reconocido, es en el sentimiento del amor en el que se encuentra la única respuesta a la existencia humana. Exclusivamente estando consciente de su libertad y aceptando su capacidad para elegir su camino, el hombre puede emplear su razón para dirigir su existencia hacia la meta que él mismo siente valiosa y juzga rica y significativa; para ser lo que es, ejercer su inalienable autonomía sobre su vida y su derecho de ser. Sólo concientizándose plenamente de su responsabilidad puede la persona sentirse en verdad orgullosa de sí misma al ir realizando cada una de sus capaci-

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dades humanas y bellas, y en esta forma ir reconociendo que la vida, su vida, vale la pena. No obstante, para alcanzar la “tierra prometida”, descubrir el más profundo significado de la vida y desarrollar al máximo sus potencialidades humanas para amar, relacionarse con el hombre en forma fraternal, crear ser racional e individual (Fromm, 1955), el individuo debe aceptar la “expulsión del paraíso”, cumplir el pacto y soportar las inclemencias del desierto: debe ser auténtico y veraz consigo mismo, reconocer y aceptar sus atributos existenciales y tolerar las angustias ontológicas correspondientes; eso es lo que los existencialista (Bugental, 1965) llaman una forma auténtica de ser en el mundo; es darle una vida un sí como respuesta (Tillich, 1952); es seguir el consejo de Shakespeare: “¡Sé honesto contigo mismo!” No tenemos otra opción: si deseamos entrar a la “tierra prometida” debemos primero reconocer y aceptar nuestra condición humana y enfrentaremos con valentía a todo lo que eso implica. Sin embargo sabemos que si lo hacemos, si somos veraces con nosotros mismos, seremos nuevamente libres del exilio pues “la verdad os hará libres”. La interrogante está en si seremos lo bastante valerosos como para ser lo que somos en realidad y aceptar las consecuencias, o si por el contrario intentaremos cerrar los ojos para no enfrentarnos con la ansiedad. La

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interrogante está en si negaremos nuestra realidad existencial viviendo en forma no auténtica o si optaremos por la verdad: “ser o no ser, ¡ésa es la cuestión!”

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Para poder reconocer y aceptar su condición humana, el individuo no sólo debe tener una fuerza emocional suficientemente desarrollada (que en parte se va adquiriendo durante el crecimiento); también debe ser capaz de darse cuenta que existe y, por tanto, de sus atributos ontológicos. El hombre no nace dándose cuenta de su ser en el mundo, sino que se va dando cuenta de su propia existencia conforme madura psicológicamente. Por tal motivo, si deseamos comprender al ser humano, debemos a entender a fondo su desarrollo psicológico tomando en cuenta diversos factores (cognoscitivo, emocional, interpersonal, psicosexual, etc.). Estos factores que han sido brillantemente estudiados por diferentes autores, de ninguna manera son opuestos entre sí; más bien se complementan unos a otros, y debemos tomarlos en cuneta en forma integral para obtener una visión más global del hombre. Por todo lo anterior, en la siguiente sección me propongo revisar la evolución del individuo desde su nacimiento hasta su adolescencia (exclusive), integrando varios enfoques teóricos y tomando como base para entenderla los conceptos desarrollados hasta este punto.

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Desarrollo “Normal” de la Personalidad en las Primeras Etapas de la Vida

PARTE I: LAS POTENCIALIDADES DEL SER HUMANO Y FACTORES QUE AFECTAN SU DESARROLLO

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PARTE II: PERÍODO I DEL DESARROLLO: DEL NACIMIENTO

AL AÑO Y MEDIO O DOS AÑOS DE EDAD

Como es bien sabido, el recién nacido no tiene conciencia de su propia existencia, pues es incapaz de distinguirse a sí mismo del resto del mundo (Sullivan, 1953, Piaget, 1954, Kernberg, 1976 y otros). Podría decirse que psicológicamente forma una parte indiferenciada del todo; que él y el todo son uno, como una gota de mar en el océano.

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En este momento los acontecimientos no tienen lógica para el bebé, que experimenta el mundo en una forma “prototáxica” (Sullivan, 1953) caracterizadas porque los diversos estímulos son percibidos como inconexos, discretos y sin relación alguna entre ellos, siendo producto de una “causalidad global” (Piaget, 1954). “Nada tiene pies ni cabeza”, todo es caos. Kernberg (1976) lo ha denominado “la etapa del ‘autismo’ normal o etapa indiferenciada primaria”, y el Génesis lo describe maravillosamente en forma simbólica: “… la tierra era algo caótico y vacío, y tinieblas cubrían la superficie del abismo” (Gen. 1, 2). En el universo mental del pequeño no existe objeto alguno ni figura diferenciable, pues aún no se ha establecido siquiera una mínima representación de sí mismo ni de la madre. Todo es confusión. Este mundo psicológico del recién nacido podría representarse simbólicamente, en forma gráfica, como un simple circulo sin límites definidos y en cuyo interior nada puede distinguirse (fig. 4 -1). No obstante, a partir de este estado caótico, el bebé empezara a incorporar a su mundo emocional las experiencias que principia a tener; como veremos, esta incorporación se puede realizar gracias a liga emocional que lo une con su madre: la empatía (Sullivan. 1953), confluencia (Perls, 1973), o como Klein la llama, “identificación proyectiva”

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Fig. 4-1. Representación simbólica de la unión indiferenciada del recién nacido con el todo. Nada puede distinguirse en el mundo psicológico del neonato y todas las experiencias son difusas, indiferenciadas y se basan en la empatía.

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Como todo animal, el ser humano al nacer posee una tendencia natural hacia la satisfacción inmediata de sus necesidades fisiológicas (que son las más primitivas en la teoría motivacional de Maslow, 1970): oxigeno, agua y alimento, calor y comodidad física. Son embargo, para desarrollarse sanamente, desde este momento inicial en la vida el individuo también necesita satisfacer sus necesidades de seguridad (sintiéndose libre de angustia o tensión) y de amor y pertenencia (Maslow, 1970). Por supuesto, el bebé no sabe nada de estas necesidades, pero cuando se satisfacen experimenta una serie de sensaciones de paz y satisfacción que Sullivan (1953) llama “euforia” en contraposición al estado de tensión y

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malestar que prevalece durante los inevitables momentos en que estas necesidades están insatisfechas, provocándole una sensación de “angustia”. La forma de reaccionar del neonato es en gran parte refleja (Piaget, Inhelder, 1969) y se manifiesta en una tendencia innata a evitar el dolor y a buscar el placer. En términos psicoanalíticos, su conducta está determinada plenamente por el “principio del placer”. Este placer, como Freud lo ha reconocido, proviene principalmente de las estimulaciones de la región oral mediante el acto de mamar y succionar, de ahí el nombre de esta primera etapa del desarrollo. Desde muy temprano en la vida existe una poderosa comunicación emocional no verbal entre la madre y el lactante: la empatía (Sullivan, 1953) o confluencia (Perls, 1973) (en términos de Klein, 1952 -, “identificación proyectiva”.). La empatía, este lazo emocional, permite que el lactante experimente el estado anímico de su madre como si fuera él quien lo viviera; si ella se encuentra tranquila, en paz, a gusto y se comporta en forma amorosa, tierna y cálida, el bebé goza la “euforia” que ella le transmite; en tanto que si la madre esta tensa, angustiada, hostil o a disgusto, su hijo sufrirá un estado de tensión y malestar. Ahora bien, gracias a la repetición frecuente de experiencias de euforia (dada por la empatía con una madre tierna y cariñosa y por la satisfacción de las necesidades

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orales) y de angustia (debida a la frustración de las necesidades fisiológicas, de seguridad y de amor y pertenencia), el lactante empieza a distinguir dos tipos de mundos totalmente diferentes y no continuos. Uno representa al conjunto de sensaciones de extrema paz, satisfacción y euforia; es un mundo al que podemos conceptualizar como “el mundo bueno”, el cielo infantil. El otro representa al conjunto de experiencias de tensión, dolor e incomodidad, y podemos concebirlo como el infierno del bebé, el “mundo malo”, que provoca emociones de miedo, rabia, rebelión y agresión (Kernberg, 1976). Esta diferenciación entre lo bueno y lo malo es simbolizada en la Biblia cuando se dice que “comieron el fruto del árbol del bien y el mal”. Para el lactante, ambos mundos son opuestos entre si y entre ellos no existe continuidad, ni una causa especifica que pueda explicar su existencia; sin embargo, puesto que está motivado por el principio del placer, parece indudable que el bebé tiende a centrar su incipiente conciencia en el “mundo bueno” y a evitar las experiencias desagradables; es decir, a negar o repudiar el “mundo malo”. Cuando el lactante experimenta el “mundo celestial”, aparece claramente la sonrisa típica de este periodo (Spitz, 1965), que se conoce como “el primer organizador”. Podemos suponer que estos dos mundos se forman a partir del mundo indiferenciado primario, como si éste,

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con las experiencias repetitivas agradables y desagradables, se fuera dividiendo o estrangulando en forma similar a la mitosis celular. Aunque las experiencias que dan lugar a la formación de estos dos mundos son las interacciones frecuentes entre la madre y el bebé, éste todavía no es capaz de diferenciarse a sí mismo de ella; por tanto, podemos decir que estos mundos representan la imagen de la fusión madre-sí mismo: Kernberg (1976) los considera “representaciones intrapsíquicas sí mismo-objeto, indiferenciadas, primarias”. Por estar constituidos por imágenes primitivas, globales y poco delimitadas, los límites del “mundo bueno” y del “mundo malo” son difusos y pocos claros y, como sabemos, ambos se forman principalmente por la empatía que existe entre el bebé y su madre. Puesto que en este momento del desarrollo el lactante aun no puede distinguirse a sí mismo como un ser separado de su madre, Mahler (1971) lo ha nombrado “etapa de simbiosis” y Kernberg (1976) “simbiosis normal”. Los dos mundos mentales del bebé podrían representarse simbólicamente como se ilustra en la figura 4-2. Ahora bien, dado que en este periodo el lactante todavía es incapaz de distinguir entre lo que él es y lo que no es, no puede percatarse de que el mundo real es independiente de sus propios deseos y sentimientos, por lo que se comporta como si experimentara absolutos “sentimientos de eficacia” y poder sobre su medio (Piaget,

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1954); como si nada pudiera ocurrir sino como resultado de sus propios deseos o acciones. Esto muestra que se trata de un periodo caracterizado por un marcado egocentrismo (Sullivan, 1953) en el que el niño presenta formas extremadamente rudimentarias de pensamiento y en el que no hay continuidad, lógica, orden ni estabilidad: sus experiencias siguen siendo prototáxicas. En términos psicoanalíticos, solo se manifiestan los “procesos primarios de la mente”.

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Fig. 4-2. Grafica simbólica de la formación del “mundo bueno” y del “mundo malo” en la mente del lactante,

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a partir de las experiencias con la madre, cuando el lactante aún no puede distinguirse de la propia. Ambos mundos se crean y conservan principalmente por la empatía entre el bebé y su madre.

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Otra consecuencia de la no diferenciación entre las imágenes de sí mismo y del otro (la madre) es que le es imposible experimentar sentimientos hacia alguien: en su mundo todavía no existe otro alguien, y por tanto no puede depositar ninguna carga emocional en persona alguna; esto es lo que en términos freudianos se conoce como “narcisismo primario”. Conforme avanza la maduración cognoscitiva del bebé en este primer periodo de la vida (sensorio-motriz), al ir acumulando más experiencias (tanto de paz y satisfacción como de frustración y angustia), comienza a darse cuenta que sus necesidades no se satisfacen de inmediato, lo que le permite a empezar a reconocer, de modo muy primitivo, que los objetos y las personas son independientes de su voluntad. En esta forma principia a diferenciarse a sí mismo de la madre y otros objetos; se inicia la destrucción de la fusión sí mismo-madre como tal. A este momento del desarrollo Mahler (1971) lo ha llamado “subfase de diferenciación” (de la fase de separación-individuación). El proceso de diferenciación es largo, importante y difícil. Las imágenes primitivas de la fusión sí mismo-ma-

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dre buena (el “mundo bueno”) y de la fusión sí mismomadre mala (el “mundo malo”) empiezan a dar lugar a las imágenes buenas de sí mismo y de la madre, por un lado, y a las imágenes malas de sí mismo y de la madre, por el otro. Ahora bien, puesto que en la mente del bebé las imágenes de la madre se forman principalmente con base a las experiencias orales, alimenticias, Klein (1952) las ha llamado, respectivamente, “pecho bueno” y “pecho malo” y Sullivan (1953) “pezón bueno” y “pezón malo”. La diferenciación de las imágenes (buena y mala) de sí mismo de las de la madre es muy paulatina, por lo que durante cierto tiempo continúan sobreponiéndose y confundiéndose unas con otras (Fig. 4-3). Las zonas de intersección, que pueden considerarse como todo aquello que el bebé aun no diferencia como “sí mismo” o como “madre” es de suma importancia, ya que por ser un residuo (cada vez menor) de la fusión sí mismo-madre, es decir, una zona todavía no diferenciada, sigue siendo la base de la empatía, confluencia, o identificación proyectiva descrita ampliamente por Klein (1952) (en sus estudios sobre la posición esquizoparanoide). Además, las regiones que progresivamente se van diferenciado como “sí mismo” y como “madre”, son la base de los mecanismos de proyección (lo que el lactante imagina en la madre) y de introyección (lo que el bebé incorpora de lo que percibe de la madre).

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Dado que el bebé se encuentra dominado por el principio del placer, podemos suponer que tiende a centrar su muy primitiva conciencia de sí en la aun pobremente delimitada imagen “buena” de sí mismo y a identificarse con ésta; más aún, cabe pensar que tiende a rechazar de su naciente conciencia los aspectos “malos”: éstos son demasiados amenazantes y opta por negarlos y excluirlos de su propia imagen. Así pues, pueden considerarse como el “no-yo” (o no-mí) descrito por Sullivan (1953), al que podemos conceptualizar como una región mala, repudiada de la imagen de sí mismo; se conserva separada de la parte “buena” (con la que se identifica el lactante) por medio del mecanismo de escisión mencionado por Klein (1952).

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Fig. 4-3. Grafica del inicio del proceso de diferenciación e las imágenes sí mismo-madres buenas y malas (en la mente del lactante)

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Lentamente, gracias al continuo cuidado tierno y amoroso de la madre y al progreso del desarrollo cognoscitivo, el bebé comienza a asimilar las experiencias que va teniendo con la realidad externa, es decir, a descubrir que existen una serie de vivencias corporales que no se presentan acompañadas de emociones de euforia o angustia extremas (que son características de las imágenes “celestiales” e “infernales” madre-sí mismo). Comienza a reconocer ciertas experiencias diferentes a las de las imágenes buenas de sí mismo y/o de la madre (digo y/o para indicar que éstas aún no se acaban de diferenciar totalmente).

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Como se comentó, cuando el lactante todavía no empezaba a reconocer la realidad, cuando solamente existían para él la imagen buena (“celestial”), madre-sí mismo y la imagen mala (“infernal”), tendría a identificarse a sí mismo y a su madre con la parte buena y rechazaba de su incipiente conciencia la región mala. Pues bien, ahora que comienza a reconocer la realidad, forzosamente lo tiene que hacer partiendo de esa imagen buena con la que había estado identificándose hasta ahora. Así, de la primitiva imagen buena de sí mismo-madre (que aún no acaba de diferenciarse), empieza a desprenderse otra: la que corresponde con la realidad corporal que el lactante principia a reconocer (en sí mismo y/o en la madre). A esta nueva y naciente imagen la llamaremos simplemente “reconocible” (fig. 4-4). En este momento del desarrollo la imagen reconocible está basada en las experiencias físicas que hacen que el bebé comience a reconocer y a identificarse con su propio cuerpo, a sentirlo suyo, a sentir “yo soy mi cuerpo”. Por esta razón podemos decir que el sí mismo reconocible inicial es el corporal (Allport, 1961). Al irse desprendiendo la imagen de sí mismo-madre reconocible de la imagen buena, una parte de esta empieza a quedar excluida de la zona reconocible; esta parte puede considerarse (empleando términos de Horney – 1945 – y Kernberg – 1976 - ) la región “idealizada” de las imágenes (aún no bien diferenciadas) madre-sí mismo

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bueno. Al mismo tiempo, la región reconocible de la imagen sí mismo-madre continúa sobreponiéndose con la “buena”; esta región es la base sobre la cual, posteriormente, se establecerá la estima a sí mismo y a otros, y por lo tanto podemos conceptualizarla como la zona apreciada del sí mismo-madre. Por otro lado, la parte de la imagen reconocible que va independizándose de la zona buena, que va excluyéndose de ésta, comienza a hacer contacto con la región mala y, paulatinamente, a superponerse con ella. No obstante, durante algún tiempo se encuentra libre, sin que esté asociada con emociones extremas de angustia o euforia: por tanto, en ese momento puede considerarse, sencillamente, como una región “aceptada” de la imagen reconocible. Podemos suponer que en esta – muy temprana – etapa del desarrollo se sientan las bases de toda la estructura psicológica del individuo a pesar de que ésta no puede considerarse existente todavía. La imagen idealizada de sí mismo (1 de la fig. 4-4) es la sede de imágenes introyectadas muy primitivas e irreales que el lactante siente como extremadamente placenteras, algo así como un sueño irreal y difuso de lo que debería ser, por lo que podemos considerarla la imagen arquetípica de la bondad personificada del “Todo poderoso”, del “Todo misericordia”, del “Viejo sabio”, descrita por Jung (1917). Más aún, puede considerarse como la tierra fértil sobre la que posteriormente se desarrollara el

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arquetipo de Persona (la máscara del individuo) y, en años por venir, lo “deberías” (Horney, 1945), las “metas ficticias” (Adler, 1956), y por supuesto las normas sociales del superego (Freud, 1923).

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Fig. 4-4. Representacion simbolica del proceso en que empiezan a reconocerse ciertos aspectos de la realidad (de sí mismo y/o de la mdadre). 1. Zona idealizada de la imagen ya diferenciada del sí mismo bueno. 2. Zona apreciada de la imagen ya diferenciada del sí mismo (bueno y reconocible). 3. Zona aceptada de la imagen reconocible ya diferenciada de sí mismo. 4. Zona ya diferenciada de la imagen repudiada de sí mismo. 5. Zona

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idealizada de la imagen ya diferenciada de la madre buena (pecho o pezon bueno). 6. Zona apreciada de la imagen ya diferenciada de la madre (buena y reconocible). 7. Zona aceptada de la imagen reconocible ya diferenciada de la madre. 8. Zona ya diferenciada de la imagen de la madre mala (pecho o pezon malo9. 9. Zona idealizada de la imagen aun no diferenciada de sí mismo-madre buena. 10. Zona apreciada e idealizada de las imágenes aun no diferenciadas sí mismo-madre. 11. Zona aceptada de la imagen aun no diferenciada sí mismo- madre reconocible. 12. Zona aun no diferenciada de la imagen mala sí mismo-madre.

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El sí mismo apreciado (2 de la fig. 4-4) está formado por imágenes realistas del propio bebé (aunque es este momento son muy rudimentarias y estan relacionadas unicamente con su cuerpo, que esta descubriendo). El lactante se identifica con estas imágenes, es decir, las siente “suyas”. Paulatinamente, al ir descubriendo distintas partes de su cuerpo, lo empieza a sentir suyo: se comienza a formar, como Allport (1961) ha mencionado, el “sí mismo corporal”. Estos aspectos apreciados de sí mismo con los que el lactante principia a identificarse son una gran fuente de satisfaccion y placer, por lo que podemos considerarlos como el asiento de la confianza basica, elemento indispensable para el sano desarrollo de la personalidad (Erickson, 1950). Mas aún, la imagen

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apreciada de sí mismo, o mas concretamente, la imagen reconocible que el bebé empieza a formarse de sí mismo, puede considerarse como la base de que en épocas posteriores llegará a ser una autoimagen bien definida: el ego o autoestima. La zona repudiada de sí mismo (4 de la fig. 4-4) se forma por imágenes introyectadas muy primitivas y angustiantes que el niño siente peligrosas, obscuras y amenazantes (como el arquetipo jungiano de “demonio” y “malevolo”); por todas aquellas emociones, sentimientos, deseos o impulsos muy primitivos que se han acompañado de una angustia tan intolerable que han tenido que ser excluidos de la incipiente conciencia infantil por medio de la escision. Por tanto, puede considerarse como equivalente al id freudiano (del que hablaremos con mas detalle en las paginas siguientes). La imagen idealizada de la madre (5 de la fig. 4-4), el pecho (o pezón) bueno, es el blanco de las proyeciones del bebé de sus propias fantasias irrealistas y primitivas, de “lo bueno” y lo “hermoso”. Esta imagen idealizada de la madre es la base de lo que mas tarde se convertira en el ideal inconsciente de bondad, belleza y perfección (que muchos individuos buscan toda su vida por ignorar que ese ideal… “solo existe en su cabeza”. La imagen apreciada de la madre (6 de la fig. 4-4) está constituida tanto por las incipientes percepciones realistas que el bebé tiene del cuerpo de su madre (cara, ma-

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nos, etc), y que le causan sentimientos de seguridad, amor, alegria y paz, como por ciertas fantasias primitivas que proyecta en ella. Esta imagen es fundamental para el desarrollo positivo de la personalidad de todo ser humano, ya que se construye principalmente con base en la satisfaccion real de las necesidades fisiologicas, de seguridad, y de amor y pertenencia, satisfacción indispensable para el logro de la confianza en los demás y el crecimiento sano del individuo, sin una firme imagen apreciada de la madre, el lactamte no puede desarrollarse adecuadamente. La imagen reconocible de la madre, en conjunto, da al lactante su primer contacto realista con el mundo externo. No puede dudarse de su importante funcion en la vida psicológica. Como Klent (1952) ha reconocido, el “pecho malo” (la imagen de la madre mala, frustrante) permite al niño proyectar y por lo tanto “deshacerse” de sus impulsos agresivos y emociones desagradables. Esto le confiere cierto sentimiento de alivio de sus propios afectos amenazantes (aunque al proyectarlos, según Klein, se siente amenazado por el peligro externo, lo cual lo hace adoptar la posicion esquizoparanoide). Sin embargo, la imagen de la madre mala comunmente se excluye de la conciencia, aunque puede continuar siendo una fuerte influencia para la conducta del individuo.

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Las zonas aún no diferenciadas de las imágenes idealizadas (9 de la fig. 4-4) y de las malas (12) continúan siendo la base de la empatia, confluencia (o identificacion proyectiva) entre la madre y el niño, de emociones extremadamente placenteras y no placenteras, respectivamente; por su parte, la region indiferenciada de las imágenes apreciadas (10 de la fig. 4-4) y aceptadas (11), comienza a dar lugar a que el bebé se identifique con algunas caracteristicas de la madre y sigue siendo una sede importante de la comunicación empatica entre la madre y su hijo de ciertas emociones agradables y/o aceptables. Como hemos visto, desde los primeros meses de vida comienzan a formarse los elementos fundamentales de la personalidad del ser humano. Gracias a las experienias que el bebé sigue teniendo con el mundo externo, al cariño y cuidado amoroso de la madre y a las imágenes positivas que ha introyectado de ésta, el área reconocible de sí mismo y de ella continúan separandose paulatinamente de la primitiva imagen sí mismo.madre buena; es decir, el bebé sigue ampliando su contacto con la realidad y por tanto la zona reconocible de las imágenes de sí mismo y de su madre se expande poco a poco y principia a incluir algunas partes de las imágenes malas o repudiadas. Este proceso continúa hasta que llega el momento en que, para explicarlo mediante el modelo grafico que he

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venido desarrollando, las imágenes buenas de sí mismo y de la madre llegan a hacer “contacto con las malas (con el sí mismo repudiado y con el “pecho malo”). En esta forma, el lactante comienza a reconocer la mismidad y la continuidad de las imágenes buenas y malas; se establece el puente entre “el cielo de euforia” y “el infierno de angustia” irreales al mundo infantil, un puente que se apoya en el precario reconocimiento de la realidad del lactante. Esto es precisamente lo que Klean (1952) quiso decir al hablar de la “posición depresiva” Segal (1964) lo explica de este modo: (El lactante)… comienza a percatarse que sus experiencias buenas y malas no proceden de un pecho o madre buena y de un pecho o madre mala, sino de la misma madre que es a la vez fuente de lo bueno y lo malo… A medida que la madre se convierte en un objeto total, el yo del bebé se convierte en un yo total, escindiéndose cada vez menos en sus componentes buenos y malos. La integración del yo y del objeto prosiguen simultáneamente. Al mismo tiempo, por las inevitables experiencias que frustran los deseos o necesidades del bebé, éste llega a reconocerse a sí mismo como un ser separado del mundo y de la madre, a quien comienza a percibir como un ser individual e independiente de sus propios deseos. Así, el pequeño comienza a distinguir más claramente lo que él

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es de lo que no es y a reconocerse mejor como su cuerpo. El lactante no sólo llega a distinguirse a sí mismo como separado del mundo, sino que también comienza a adquirir una comprensión de la permanencia de los objetos y a desarrollar una sencilla concepción del espacio, el tiempo y la relación entre causas y efectos. Esto quiere decir que en el mundo interno del bebé empiezan a existir imágenes mentales, “representaciones” o “esquemas” de los objetos y personas que lo rodean, como entes que poseen una existencia separada de él. Su mundo interno comienza a poblarse, tanto de otros seres humanos a quienes ahora principia a reconocer con claridad, como de objetos separados de él: su chupón, los juguetes más familiares, etc. Por supuesto, al empezar a apreciar estas imágenes mentales en su mundo, se establece la base para que poco a poco desarrolle una clara identidad de sí mismo, como la llamó Allport (1961). Esta ha comenzado a formarse, pero acabará de establecerse posteriormente, cuando sea capaz de identificarse a sí mismo por su propio nombre. Puesto que el desarrollo cognoscitivo del niño aún está en sus primeros estadios, concibe los efectos, los fenómenos, como producto de causas mágicas y no realistas: los acontecimientos temporalmente concordantes los asocia en forma causal y muestra rudimentos de pensa-

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mientos supersticiosos. Por este motivo, Piaget (1954) ha llamado a esta fase del desarrollo “mágico-Fenomenalístico” (dentro del período Sensoriomotriz) y corresponde, según Monte (1977), con la aparición de las experiencias paratáxicas descritas por Sullivan (1953). Todos estos cambios cognoscitivos y emocionales, que permiten al lactante darse cuenta de su existencia separada del resto del mundo y que éste no obedece a sus deseos o intenciones (lo cual, naturalmente, destruye sus antiguos “sentimientos de eficacia”, tienen como resultado una transformación muy importante en el mundo psicológico del bebé: ni más, ni menos, en este momento de su desarrollo tienen el primer contacto y “conocimiento sensoriomotriz” de dos de sus atributos existenciales: su separatividad y su indefensión. Este hecho es tan claro y definido que, como cualquier profesor de natación para niños lo sabe, si un bebé se introduce en el agua antes que llegue a este punto de su evolución psicológica, flota sin el menor problema y sin mostrar signos de miedo, pero si se le mete a la alberca después de este momento (alrededor de los siete u ocho, meses de edad), manifiesta claros signos de pánico y, si no se le sostiene, muere ahogado. La única forma de explicar este fenómeno es reconociendo que el lactante ha logrado percatarse de su propia existencia y de su separatividad e indefensión (y quizás, incluso de su mortalidad).

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Naturalmente, este “conocimiento” es muy primitivo: es un conocimiento preverbal, Sensoriomotriz. El bebé no “sabe” que es solo y frágil; sin embargo, desarrolla un sentimiento obscuro e incomprensible de su fragilidad, su indefensión, su “inferioridad orgánica” (para emplear un término de Adler); tal como lo ha reconocido Klein (1963), se da cuenta de su soledad. Este primer reconocimiento de la propia separatividad e indefensión provoca en el lactante una intensísima “angustia básica” que puede ser descrita como un sentimiento de ser pequeño, insignificante, indefenso, abandonado, amenazado…” (Horney 1937, pág.92). Esta angustia básica es en esencia lo que Adler (1927) ha descrito como el sentimiento infantil de ser “impotente, débil y dependiente”. Este suceso es expresado simbólicamente para la narración bíblica: habiendo comido el fruto el árbol del bien y del mal, del árbol de la sabiduría, se le abrieron los ojos al hombre y se dio cuenta que estaba desnudo (desprotegido) y de inmediato fue expulsado del paraíso. Como hemos visto, el reconocimiento de la separatividad y de la indefensión provoca en el bebé la angustia básica, que aumenta enormemente sus necesidades de seguridad y de amor y pertenencia para emplear los términos de Maslow, (1970). Al comenzar a darse cuenta de su propia debilidad. Impotencia y fragilidad se incrementa en el lactante la necesidad imperiosa de seguri-

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dad; al percatarse de su totalidad y aislamiento, se refuerza su necesidad de amor y pertenencia. Como Maslow (1970) ha encontrado, todo ser humano necesita cierta estabilidad y permanencia en el mundo; sentir que está “a salvo” de las contingencias y amenazas impredecibles, incontrolables e incomprensibles de la vida, sentirse libre de la incertidumbre y de la angustia. Esta necesidad aparece claramente en el momento en que el lactante se da cuenta de su incapacidad para controlar al mundo a su antojo, cuando desaparecen sus “sentimientos de eficacia” (en términos de Piaget, 1954) y empieza a interpretar los acontecimientos como producto de fuerzas mágicas y extrañas (la fase “mágico- fenomenalística”); cuando empieza a enfrentarse con su condición humana. Por otra parte, la necesidad de amor y pertenencia, de sentirse querido, acogido y protegido brota claramente cuando nace la conciencia de estar solo, de ser un ente separado, aislado. Por lo dicho hasta este punto, es obvio quela meta de este primer periodo de la vida es compensar la angustia básica mediante el desarrollo de una firme “confianza básica” (Erikson, 1950), que el pequeño puede adquirir no sólo gracias a las experiencias de constancia, continuidad y mismidad de los objetos externos y los acontecimientos internos, sino al cuidado, tierno, cariñoso y pacifico de la madre. Este y sólo este tipo de cuidad, le per-

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mite saciar no únicamente sus necesidades fisiológicas, sino de seguridad y de amor y pertenencia que le permitirán desarrollar “la virtud de la esperanza” (Erikson, 1964). Si el bebé ya ha sido expulsado del paraíso, necesita la esperanza de que llegará a la tierra prometida, una tierra firme sobre la cual puede apoyarse seguro y confiado que le brindará la leche que satisfaga sus necesidades fisiológicas y la miel para disfrutar la bella dulzura de la vida que tiene por delante. El reconocimiento por parte del lactante de sí mismo, como un ser separado y diferente, marca un paso definitivo en su desarrollo pues representa el umbral que separa la no-existencia (la inconsciencia, la indiferenciación), de la existencia individual humana y aunque todavía no sea capaz de comprenderlo intelectual y racionalmente ni de verbalizarlo, al traspasar este umbral, el lactante adquiere una rudimentaria conciencia del yo y el tú; representa su verdadero nacimiento psicológico como individuo (1975), y como es un acontecimiento tan drástico, es indudable que pueda provocar un verdadero… “trauma de nacimiento” (1924):se ha dejado atrás la época de la no-existencia, de la indiferenciación psicológica (o “analítica” en términos de Anna Freud,1947)y por tanto aparece la “angustia de separación” a la que Spitz (1965)ha llamado “el segundo organizador” del desarrollo del lactante.

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Esta angustia de separación es una consecuencia natural del sentimiento del lactante de ser vulnerable y débil, incapaz para lidiar con un mundo incomprensible e incontrolable que en ocasiones se le presenta hostil y peligroso. La angustia de separación se manifiesta claramente en forma de marcadas conductas de apego en la mayor parte de los bebés (1953), quienes muestran su dependencia afectiva hacia la madre de maneras verdaderamente obvias. Pero esta dependencia no sólo es manifiesta, sino que también ocurre a niveles intrapsíquicos, pues: Se intensifican los procesos de introyección. Esto se debe en parte a la disminución de los mecanismos proyectivos y en parte a que él bebé descubre cuánto depende de su objeto (la madre), a quien ve ahora como persona independiente que puede alejarse de él. Esto aumenta su intensidad de poseer este objeto, guardarlo dentro de sí y, si es posible, protegerlo.

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(Segal, 1964, pág.73) Si imaginamos la autoconciencia, el Yo, en el eje central de la imagen de sí mismo que se va separando paulatinamente de la imagen de la madre (el otro), el “instante” del nacimiento psicológico del bebé podría representarse gráficamente como se ilustra en la figura 4-5. En forma paulatina el bebé se sigue desarrollando cognoscitivamente hasta que llega a ser capaz de reconocer,

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en una manera muy elemental y primitiva, las causas externas de los acontecimientos (Piaget, 1954); sin embargo, continúa asociando los que se presentan al mismo tiempo como si uno necesariamente fuera la causa del otro (sus experiencias siguen siendo “paratáxicas” en términos de Sullivan, 1953). Los nuevos logros cognoscitivos lo preparan para proseguir acumulando experiencias que le permitan continuar su desarrollo psicológico en todos aspectos: asimilando estas vivencias y acomodando sus primitivos esquemas según las mismas. Conforme continúa el desarrollo cognoscitivo del niño, acumula más experiencias, y se afirma su confianza básica gracias al trato protector y amoroso de sus padres, va siendo más y más capaz de sentirse y aceptarse como un ser diferente a su madres (en especial a nivel corporal) y de terminar de aceptar los aspectos “malos” que han sido incluidos en su autoimagen reconocible (y que llamaremos, como lo hizo Horney- 1945-, “autoimagen despreciada”). No cabe duda que a inclusión de algunos aspectos “malos” dentro de la autoimagen reconocible y de la imagen reconocible de la madre (el otro) representa un enorme logro emocional para el lactante, ya que implica un desarrollo importante de su capacidad para tolerar la angustia y la frustración. No obstante, existen todavía michos aspectos de las imágenes malas de sí mismo y de la madre que no pueden ser incorporados a la zona reco-

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nocible; dado que éstos se conservan rechazados de la conciencia del individuo, podemos considerarlos, respectivamente, como la autoimagen repudiada y la imagen repudiada del otro. La fuerza emocional que va adquiriendo el bebé le da la capacidad para continuar diferenciándose cada vez más a sí mismo de su madre e ir logrando mayor independencia, misma que más adelante se manifestará como la tendencia hacia la “autonomía” descrita por Erikson (1950). Pero para alcanzar tal meta el bebé debe enfrentarse y aprender a soportar un gran número de situaciones angustiantes y frustrantes.

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Fig. 4-5 Representación simbólica del “momento” del nacimiento psicológico. AII: Autoimagen Idealizada; AIA: Autoimagen Apreciada; AID: Autoimagen Despre-

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ciada; AIR Autoimagen Repudiada; IIO: Imagen Idealizada del Otro; IAO: Imagen Apreciada del Otro; IDO: Imagen Despreciada del Otro; IRO: Imagen Repudiada del Otro. Las imágenes de sí mismo y de la madre (el otro) se van separando hasta que aparece en el bebé la consciencia sensoriomotriz del Yo y el tú; de su separatividad y de su indefensión. Así mismo, las imágenes buenas hacen contrato con las malas (tanto en la autoimagen como en la imagen de la madre (el otro), reconociéndose así la “totalidad” y “continuidad” tanto de sí mismo como del otro. Es necesario, fundamentalmente, que adquiera suficiente confianza básica para tolerar la separación física y psicológica de su madre. En términos existenciales, es necesario que adquiera suficiente valor (a su nivel, claro está) para poder aceptar su separatividad y su indefensión.

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La angustia del niño ante la amenaza de separación se muestra con claridad en sus conductas de apego marcadas: llanto, berrinches, rabia contra la madre cuando ésta se aleja por ciertos periodos de tiempo (que al bebé le deben parecer interminables). Pero conforme su confianza se va afianzando, su capacidad para tolerar su separatividad y su indefensión continúa incrementándose

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y en forma paulatina se va separando psicológicamente de la imagen de su madre (fig. 4-6).

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Fig. 4-6. Representación simbólica del proceso en que la autoimagen reconocible y la imagen reconocible del otro continúan separándose una de la otra (a la par que las imágenes buena y mala de sí mismo y del otro). AII: Autoimagen Idealizada; AIA: Autoimagen Apreciada; AID: Autoimagen Despreciada; AIR Autoimagen Repudiada; IIO: Imagen Idealizada del Otro; IAO: Imagen Apreciada del Otro; IDO: Imagen Despreciada del Otro; IRO: Imagen Repudiada del Otro. De manera simultánea, el lactante continúa a desarrollándose cognoscitivamente y empieza a ser capaz de reconocer las causas reales de los acontecimientos, aunque

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esto sea sólo en situaciones muy simples (por ejemplo, el lactante puede reconocer que si la silla se mueve es porque hubo algo o alguien que la movió accidentalmente o voluntariamente). En términos de Piaget (1954), aparece la “objetivación y espacialización real de las causas”, lo cual, según Monte (1977), es un signo de la primera manifestación de experiencias “sintáxicas” en el niño (conceptualizaciones lógicas y razonables). Por supuesto, este tipo de experiencias no se establecen firmemente como una forma de funcionamiento psicológico sino hasta mucho tiempo después de la infancia (Sullivan, 1953). Al mismo tiempo que sucede todo esto, el lactante comienza a incluir dentro de lo que él considera ser (aquello con lo que se identifica), su propio nombre; esto, por supuesto, está ligado al hecho de que comienza a ser capaz de entender (y emitir) verbalizaciones eminentemente sencillas y simples. Puesto que su desarrollo cognoscitivo ya se lo permite, el bebé empieza a tener pensamientos conscientes muy elementales, que puede recordar de un día a otro. En esta forma, empieza a percatarse que él es el “María”, es decir, asocia a su identidad su nombre, que ha escuchado innumerables veces. Esto es, precisamente, lo que Allport (1961) ha denominado “identidad de sí mismo” o “autoidentidad”. En este momento el bebé ya no se considera su cuerpo; ahora se identifica también con su propio nombre, que le da un sentimiento de mismidad y continuidad ya no única-

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mente en espacio, sino en tiempo. Al sí mismo corporal se suma la identidad de sí mismo. Todo lo anterior, aunado al incremento y fortalecimiento de la confianza básica del lactante hace que éste pueda diferenciarse mucho más claramente de su madre (y del resto del mundo) y que los límites de su autoimagen reconocible sean cada vez más definidos (como se ilustra en la fig. 4-6), lo cual, por supuesto, facilita su desarrollo cognoscitivo y prepara el terreno para que lentamente pueda reconocer con mayor claridad las causas de los acontecimientos a su alrededor en forma más objetiva y coherente, esto es, para que adquiera la “causalidad representativa” descrita por Piaget (1954). Antes de continuar describiendo el desarrollo psicológico del bebé, considero necesario dedicar las siguientes paginas a explicar con más detenimiento lo referente a las imágenes idealizadas, reconocibles y repudiadas que el lactante se forma de sí mismo y del otro. El sí mismo repudiado (o autoimagen repudiada) está formado por todos los sentimientos, expresiones emocionales, conductas, imágenes corporales e introyectadas, que el bebé ha relacionado con experiencias excesivamente aversivas y que por asociación han adquirido una cualidad aversiva extrema (en forma similar a lo que los conductistas, como Watson, han mostrado que ocurre en el condicionamiento clásico). Dado que son imágenes sumamente angustiantes, deben ser excluidas de la

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incipiente conciencia infantil y quedan disociadas de ésta debido a la tendencia innata a evitar el sufrimiento, la angustia y la falta de placer. Así se empieza a formar algo como una fobia condicionada que hará que el niño evite concientizarse o darse cuenta de la región fóbica de su autoimagen. Esta “conducta de evitación” será reforzada negativamente al no sufrir el malestar que esta región le provoca. Es así como se establece y se mantiene el área repudiada, tal como Dollard y Miller (1950) han descrito el proceso de represión. La región repudiada, que se encuentra más allá del aún débil límite de la autoimagen reconocible, impone una pesada carga al lactante a pesar de encontrarse fuera de su naciente conciencia; una presión indefinible, obscura y confusa, que es compensada únicamente por la zona idealizada de la autoimagen. Esta es una región fantástica y mágica del sí mismo; tan difusa y poco definida como lo anterior y con un magnetismo atractivo igual de poderoso que el magnetismo repulsivo del área repudiada, y si a una se le puede considerar como región fóbica, la otra podría conceptualizarse una región compulsivamente atrayente, que aún estando fuera de la conciencia incipiente del bebé y siendo imprecisa e indefinida, tira de él en forma cautivadora. Es importante reconocer que los aspectos de la autoimagen, que hasta este momento de la evolución del lac-

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tante han sido excluidos de la incierta región reconocible, difícilmente podrán reintegrarse a la conciencia adulta debido a que fueron eliminados de ella antes que existiera el lenguaje, por lo que nunca pudieron der representados en forma verbal a un nivel realmente consciente. En otras palabras, todas las sensaciones, impresiones, impulsos, imágenes introyectadas y procesos mentales primitivos que en esta época constituyen las autoimágenes repudiadas e idealizadas, quedarán irremediablemente como imágenes difusas e informes, sensaciones vagas y abstractas o impresiones inefables perdidas en la obscuridad del inconsciente. La autoimagen repudiada quedará como la sensación indefinible de lo malo, obscuro, sombrío, peligroso y prohibido, como algo de sí mismo que prácticamente se funde con la imagen primordial, universal y arquetípica del “maligno” o “diablo” y de la “sombra” descrita por Jung (1917). Estas imágenes, desde luego, se encuentran en todo ser humano en forma inconsciente; es por ello que Jung habló del inconsciente colectivo. Cuando el bebé alcanza este punto en su desarrollo psicológico y ano sólo reacciona en forma refleja ante los estímulos del medio ambiente, sino que presenta arcaicas conductas operantes que inevitablemente se encuentran determinadas por el principio del placer. Sin embargo, algunas pueden provocar enérgicas reacciones ne-

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gativas en la madre, que para el pequeño constituyen verdaderas catástrofes pues son una amenaza a sus necesidades de seguridad y amor y pertenencia. Por ello, algunas de estas conductas llegan, por asociación, a adquirir cualidades aversivas en sí mismas y aun los incipientes deseos o fantasías de llevarlas a cabo pueden condicionarse como objetos fóbicos, haciendo que el lactante las elimine de su autoimagen reconocible para evitar la angustia. En términos psicoanalíticos, se están adquiriendo los rudimentos de una muy primitiva represión de las tendencias o pulsiones que llevan al niño a buscar el placer. Por otro lado, las frustraciones a que inevitablemente se enfrenta el lactante provocan en forma natural su rebelión o agresión contra el objeto frustrante (Adler, 1908; Horney, 1937; Klein 1952; etc.); sin embargo, no es raro que esta agresión provoque en la madre angustia, desesperación, frustración y aun rabia contra el bebé. Esto, por supuesto, representa para él una seria amenaza para la satisfacción de sus valores y deficiencia (o necesidades básicas). Consecuentemente, es posible que las reacciones agresivas y rebeldes sean condicionadas como objetos fóbicos y excluidas de la autoimagen reconocible: pueden ser reprimidas o escindidas. A la expulsión temprana de la autoimagen reconocible de las tendencias innatas a buscar el placer (los impulsos “eróticos”) y de los impulsos agresivos, se le

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puede considerar como la base del id descrito por Freud (1923), que sin embargo no acabará de ser reprimido sino hasta el final de la tercera etapa del desarrollo. Ahora bien, puesto que la carga emocional que impone al niño su autoimagen repudiada deber ser recompensada por las áreas idealizadas para poder guardar el equilibrio armónico, es evidente que el sentimiento angustioso y difuso que le causan las imágenes primordiales de lo malo y lo sombrío será compensado por la imagen inconsciente del “Todo misericordia”. Esta imagen bondadosa, que todos necesitan para sentirse internamente protegidos, fue identificada por Jung (1917) como un arquetipo del inconsciente colectivo, que puede aparecer en símbolos universales, sueños o fantasías muy primitivas en forma del “mago”, del “Viejo Sabio”, del “Todo misericordia”, de la “Gran Madre”, etc. Por supuesto estos arquetipos pueden ser proyectados hacia figuras del padre, la madre y, más comúnmente, los grandes líderes religiosos y –a veces- políticos, son depositarios de las proyecciones colectivas de este arquetipo. La imagen arquetípica de “sombra”, ese sentimiento difuso de lo negativo en uno mismo, también debe ser compensada interna e inconscientemente, pues provoca una pesada carga emocional para el individuo que es compensada por la imagen difusa y vaga de lo que “debería ser”. Esta imagen es lo que Jung (1917) ha denominado “persona”, la imagen primordial y universal de

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la máscara que el individuo emplea para ocultar ante otros y ante sí mismo, la parte negativa, obscura y sombría de sí: “la sombra”. Dado que el arquetipo de “persona” es la imagen primordial de lo que “debería ser”, podemos considerarla como la base sobre la que posteriormente se desarrollaran los “deberías” del sí mismo idealizado (Adler, 1956) y, por supuesto, las normas morales contra los impulsos eróticos y agresivos: el superego. Hasta este momento solo hemos descrito y explorado las regiones idealizada y repudiada de la autoimagen, que se encuentran fuera de los inestables límites de lo que el lactante nebulosamente reconoce de sí mismo. Ahora bien. La parte reconocible del sí mismo (o autoimagen) está formada por todas aquellas sensaciones, percepciones, cogniciones, tendencias, impulsos, deseos, necesidades y fantasías primitivas que el bebé reconoce como el mismo; como sabemos, todos estos contenidos o procesos mentales que constituyen la autoimagen reconocible al principio solo se refieren a su cuerpo, pero posteriormente incluyen su nombre, su `propia mismidad y continuidad a lo largo del tiempo (“la autoimagen”). Pero la imagen reconocible de sí mismo también incluye las imágenes que él bebe ha introyectado del mundo externo y con las cuales se identificado: en una palabra, la autoimagen reconocible está formada por todo aquello que

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el siente como “mío”. Por tal motivo puede considerarse equivalente o idéntica al ego. Es claro que los límites del ego, o autoimagen reconocible, durante la infancia, son frágiles y no del todo firmes; sin embargo, más adelante se consolidaran con mayor firmeza. Ello tendrá dos consecuencias importantes: por un lado dará al individuo mayor sensación de estabilidad y solidez en su sentido de sí mismo (“este soy yo”) y por el otro, la consolidación del límite del ego o autoimagen reconocible hará inaccesibles a la conciencia las regiones idealizada y repudiada, por lo que, funcionalmente, podemos considerarlos (a estos límites) idénticos a lo que Freud llama “represión”; representan una verdadera “coraza caracterológica”, que incluso llega a manifestarse a nivel corporal (Reich, 1949; Lowen, 1975) y fueron descritos por Sullivan (1953) como “autodinamismo”. No obstante, no debemos perder de vista que en esta temprana edad, en la que apenas comienza a desarrollarse el lenguaje y este límite es todavía débil, los contenidos de la autoimagen reconocible (ego) son casi en su totalidad preverbales, difusos, y pueden confundirse y mezclarse fácilmente con los de las regiones idealizada y repudiada. Los contenidos de la autoimagen reconocible que han sido relacionados con emociones agradables (la autoimagen apreciada), en los que se basa la confianza básica, pueden confundirse con las regiones idealizadas e

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irreales del sí mismo, por otra parte, los que se han asociado con emociones desagradables (la autoimagen despreciada), en los que se basa la desconfianza básica, pueden entrar a formar parte de la región repudiada de sí mismo. Hasta este momento hemos hablado de imágenes reconocibles, idealizadas y repudiadas; mencionado necesidades y tendencias, y hecho referencias a emociones y sentimientos, pero… ¿Quién es el que tienen conciencia de esas imágenes?… ¿Quién experimenta esas emociones? ¿Quién siente esas necesidades y tendencias a actuar en cierta forma? La respuesta, naturalmente, es “el Yo”, “el Ser”. El Yo (o Ser) es el foco, el núcleo de la conciencia, la emoción y la voluntad, es el sujeto por excelencia y, por tanto, no puede ser concebido como objeto. Como lo han reconocido Allport (1961), Moustakas (1956), Bugental (1965, 1979) Frankl (1978) y otros, el Yo es el que conoce, siente y actúa. Lo que es claro es que Yo soy el centro de mi propia vida. “Yo” es la palabra que usamos para referirnos a lo que es para cada uno de nosotros una experiencia única, única en que ese “Yo” no apunta a un objeto para ser visto, sino al mismo proceso de ver los objetos. Así como el ojo en mi cabeza no puede verse a sí mismo, así el “Yo” de mi ser no puede verse a sí mismo, no puede hacerse a

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sí mismo un objeto. Es el mismo ver, el verdadero proceso de darse cuenta (Bugental, 1979, pág. 4.). El Yo es la esencia de cada individuo. Allport (1961) lo reconoce como “el conocedor”; Frankl (1978), el “Yo profundo” o “centro espiritual existencial, Moustakas (1956) y Jung (1917) como el “Ser” o “Sí mismo” (“Self”). He llamado a este centro del sí mismo. Intelectualmente, el sí mismo no es más que un concepto psicológico, un constructo que sirve para expresar una esencia inconocible que no podemos captar como tal, pues por definición trasciende nuestros poderes de comprensión. Puede igualmente ser llamado el “Dios en nosotros”. Los inicios de nuestra vida psíquica total parecen estar inextricablemente enraizados en este punto y todos nuestros últimos y más altos propósitos parecen tender hacia él. Esta paradoja es inevitable, como siempre, cuando tratamos de definir hacia él. Esta paradoja es inevitable, como siempre, cuando tratamos de definir algo que yace más allá del alcance de nuestra comprensión. (Jung, 1917, pág. 238). El Yo es el núcleo medular, la quintaesencia, el meollo, el “alma” del ser en el mundo y precisamente por ser la esencia del sujeto conocedor, no puede conocerse a sí misma (por lo menos en forma intelectual). El Yo está más allá de la conciencia porque es, en sí mismo, la conciencia.

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Así pues, el Yo (o Ser) es, por su misma naturaleza, autoinconsciente, o tal vez sería más adecuado llamarlo “supraconsciente”. De ahí que cuando un individuo se refiere a “su yo” en realidad está hablando de la región reconocible de su autoimagen: de su ego. Pero ¿quién la reconoce? Él, su Ser más profundo, o… (En vista de que el lenguaje es realmente muy pobre para expresar estos conceptos) su Yo (con mayúscula). Por todo esto, cuando hablamos de “autoconocimiento” o “Insight”, nos referimos a la exploración, por parte del Yo, de las diversas regiones de la autoimagen (reconocible, idealizada o repudiada). El Ser, cuya verdadera y esencial naturaleza es indescriptible por estar más allá de toda comprensión, es en el mundo, un mundo del que forma parte, al que modifica con su mera presencia y del que puede estar consciente. De entre todo lo que el Ser percibe y concibe en el mundo, una parte la reconoce como suya, íntima, propia, y se identifica con ella (con su cuerpo, su nombre, etc.). A todo esto con lo el Ser se identifica lo hemos llamado “autoimagen reconocible” o “ego”; de todo aquello que siente como suyo, su ego, parte aprecia (la autoimagen apreciada) y parte despreciada (la autoimagen despreciada). Sin embargo, más allá de lo que puede reconocer conscientemente como suyo, existen partes a las que, a pesar de ser igualmente “suyas”, no puede o no se atreve a aceptar como causan demasiada angustia para aceptar-

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las como parte de sí (el sí mismo repudiado, autoimagen repudiada o “id”); otras son las imágenes idealizadas de lo que siente que debería ser para compensar la pesada carga que le imponen las partes repudiadas: la autoimagen (o sí mismo) idealizada o “superego”. El Yo puede atender y reconocer las diversas regiones de la autoimagen reconocible (ego) y dar la vida real a las potencialidades que le son inherentes; pero sólo puede realizar o actualizar las que no han sido excluidas de esta región reconocible de su autoimagen. Una vez que el límite de sy ego se halla consolidado, constituirá una barrera opaca para el Yo (cuando menos en estado de vigilia y condiciones “ordinarias”). Por consiguiente, el Ser únicamente podrá atender, reconocer y actualizar aquellos aspectos de sí mismo que se encuentren dentro de la región reconocible de su autoimagen (el ego). Ahora bien, hemos dicho que durante la infancia el borde de la región reconocible de la autoimagen no será firmemente consolidado todavía (es decir, que aún no se establece la represión, autodinamismo o coraza caracterológica); ello implica que en esta época de la vida el Yo puede tener cierto acceso a las regiones idealizada (que es especialmente atractiva) y repudiada (inmensamente repulsiva), cosa que le será sumamente difícil en épocas posteriores, une vez que el autodinamismo se haya consolidado.

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Hemos mencionado que el Yo puede reconocer diversos aspectos del ego (o autoimagen reconocible); sin embargo, es necesario hacer notar que también puede atender, reconocer y reaccionar ante los estímulos que recibe del medio externo mediante las capacidades que paulatinamente se van desarrollando en él (sensación, atención, percepción, memoria, juicio, raciocinio, emoción, voluntad, afecto, etc.). Ahora, el Yo sólo puede atender a un aspecto del mundo a la vez, lo cual significa que, para explicarlo de una manera antropomórfica, su “rango” o amplitud “visual” es muy limitada. Si el lector trata de atender todas las sensaciones que está teniendo en este momento su cuerpo, y al mismo tiempo pensar en sus propias características más apreciadas y atender simultáneamente a lo que está leyendo, verá que es en realidad imposible. Por ejemplo, ¿notó Ud. La presión que ejerce el asiento sobre sus caderas? ¿Ya notó su respiración? ¿Se da cuenta de la temperatura de sus manos? ¿Puede concientizarse de sus más caros anhelos de la vida? ¿Y qué pasó con su respiración? Este sencillo ejemplo muestra lo limitado que es el campo de atención del Ser. Sólo puede atender plenamente un estímulo a la vez, sea externo o interno. Cuando el Yo dirige su atención del mundo “interno” puede concentrarse en las imágenes que tiene de sí mismo (en su propia autoimagen) o en las que se ha formado de fi-

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guras externas (“el otro”). Por ejemplo, si atendiendo a una imagen internalizada que Ud. Tiene del “otro”. El ser únicamente puede atender en cada instante, a un estímulo, sea externo o interno, y si es de estos últimos, solo puede concientizarse, momento a momento, de un solo aspecto de su autoimagen o de las imágenes que ha internalizado de los “otros”. Al ir atendiendo y reconociendo los distintos componentes de la autoimagen reconocible, el Yo no sólo se percata de los contenidos de ésta, sino que los actualizan, les da vida y se identifica con ellos, experimentando las emociones asociadas con los mismos. Por ejemplo, si su atención se encuentra en su autoimagen apreciada, el Ser experimenta agrado y placer y se siente a sí mismo “bueno”, “valioso”, etc., en tanto que cuando se localiza en su autoimagen despreciada experimenta angustia y tensión y se siente “malo”, “indigno”, etc. Cuando un adulto se concientiza de “su amor por su esposa”, ese afecto llamado “amor”, que un segundo antes, cuando se encontraba atendiendo a otra cosa, estaba latente, cobra vida y el Ser puede exclamar, “¡Yo amo!” No sorprende que el Yo, aun cuando el individuo sea un bebe, tienda a conservarse identificado con las áreas “buenas” de su autoimagen” y a alejarse de las “malas”. Posteriormente, cuando se establezca la coraza defensiva (la represión) el Yo será incapaz de “ver” los contenidos de la zona repudiada de su autoimagen, es decir, las ne-

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cesidades, tendencias e impulsos agresivos y eróticos (del id) que exigirán ser satisfechos, pero que, por encontrarse fuera del umbral “Yoico” de tolerancia a la angustia, serán inaccesibles a la conciencia, al Ser. Al mismo tiempo, el Yo será forzado por las exigencias tenaces y enérgicas de su autoimagen idealizada; ésta, como hemos visto, estará constituida por los “deberías”, las “metas ficticias” y las normas morales del superego, todo lo cual paradójicamente, representara el ideal inalcanzable de perfección y admirabilidad que lo presionará, sin su propia conciencia, a pensar, sentir y actuar como lo que no es en realidad. Por último, el Yo deberá enfrentarse con la realidad externa y adaptarse a las demandas que continúan influyendo en la formación y desarrollo de la personalidad. Así pues, tenemos (en términos freudianos) que el Yo tendrá que lidiar con las demandas del superego, el id y la realidad externa (Freud, 1923). El Yo, punto central de la conciencia, se identifica con los componentes de su autoimagen reconocible (el ego) al irlos reconociendo momento a momento. Sin embargo, solo puede estar identificado conscientemente con las funciones e imágenes del ego que se encuentra actualizado a cada instante al desplazar su atención a través del mismo. A esta cambiante región del ego, de su autoimagen reconocible con la cual el Yo se siente conscientemente identificado en un momento dado, la llama “yo” consciente (con minúscula, para diferenciarlo del Yo

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profundo preconsciente). De esta forma, si el Ser tiende a una carencia del sí mismo corporal, se identifica con ella y dice “yo tengo hambre”, “yo estoy hambriento”. Pues el Yo, el Ser, sólo puede atender conscientemente a una pequeña y cambiante región, sea de su autoimagen reconocible, de las imágenes internalizadas que tiene del mundo o de la realidad externa, podemos considerar todo aquello que es potencialmente reconocible, pero que en un momento dado no está siendo atendido por el Yo, no es realmente “consciente” sino más bien “conscientizable”, o en términos psicoanalíticos, “preconsciente”. Por otro lado, el yo, la región de la autoimagen reconocible (ego) con la que el Yo o Ser se identifica y a la que llama “yo” es, por su misma naturaleza, consciente, sin embargo, el Ser es incapaz de reconocer o “ver” el borde o límite de su autoimagen reconocible (que acabará de consolidarse en la niñez). En otras palabras, es totalmente ciego a esa barrera la “represión”. Por tanto, cuando el yo llega a esa barrera deja de ser yo consciente, pues, ya que constituye el umbral “Yoico” de tolerancia a la angustia es, por sí misma, el conjunto de “mecanismos de defensa”, “técnicas auxiliares de ajuste” (Horney, 1945) u “operaciones de seguridad” (Sullivan, 1953). Como se mencionó, el Yo surge cuando él bebé comienza a ser capaz de percibirse a sí mismo como un ser diferente al “otro” (la madre) a quien puede identificar,

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aunque no con absoluta precisión, como “tú”. La imagen que el niño se forma del “otro” también puede conceptualizarse como integrada por un “otro idealizado”, u “otro repudiado” (ambos inconscientes) y un “otro reconocible” (apreciado y despreciado). La región idealizada del “otro” representa la imagen fantástica e ideal del “otro”: lo que en fantasía debería ser, pero que, por no corresponder con la realidad, se encuentra excluida de la consciencia emergente del pequeño. Esta imagen idealizada puede tener gran influencia en el individuo durante su vida. Muchas personas, ya en la edad adulta, viven atormentados y tristes sin tener idea de que la razón de su tormento es que la madre que tuvieron jamás correspondió con la idealizada que inconscientemente siempre anhelaron tener. La parte repudiada de la imagen del “otro” está constituida `por aspectos que se han asociado con una cantidad excesiva de angustia y que, por tanto, el bebé difícilmente puede reconocer en forma consciente. Esta imagen rechazada de la conciencia del bebé puede ser de gran importancia; con frecuencia nos encontramos con personas que han reprimido, negado o excluido de su conciencia los aspectos desagradables, angustiantes o dañinos de sus seres más cercanos (en especial de la madre) La imagen reconocible del “otro” representa todo aquello que el individuo es capaz de reconocer en la ima-

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gen que ha internalizado de la otra persona (por lo general de la madre). Tiene ciertas facetas apreciadas (en que se basa la confianza en los demás) y algunas despreciadas (base de la de confianza en otros), que se han formado dependiendo del tipo de emociones positivas o negativas, con que se hayan asociado. Ahora bien, cuando el Ser enfoca su atención en el “otro” y lo identifica como un individuo diferente o separado, puede concretizar la imagen que percibe en un “tú”, que por supuesto, puede ser bueno y malo. Como se mencionó, a partir del “nacimiento psicológico” el mundo interno del bebé empieza a poblarse con las imágenes de diferentes personas, las más cercanas a él. Y con distintos objetos de la naturaleza que lo rodea. Esto es posible gracias a que su desarrollo cognoscitivo ya le permite conservar representaciones mentales permanentes de estas figuras, que paulatinamente va asimilando y acomodando en esquemas mentales. Lo anterior significa que el lactante comienza a ser capaz de recordar a otros seres de su medio ambiente y a tener primitivos pensamientos sobre ellos sin que se empieza a formar imágenes mentales son con frecuencia, además de la madre, el padre, los hermanos, y todas las que sean significativas para él. Pero el bebé no sólo se forma representaciones mentales de personas, sino también de objetos, cosas y diferentes elementos de la naturaleza: sus juguetes, su cuna, el perro de la casa, un árbol, etc.

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Ahora bien, todas estas personas y objetos de la naturaleza de las que paulatinamente se va formando imágenes mentales comienzan a asociarse con las emociones que el pequeño ha experimentado al entrar en contacto con ellos. En esta forma, las personas y la naturaleza adquieren cualidades positivas y negativas en el mundo del bebé. Este hecho puede verse con mucha claridad si recordamos el experimento de Watson (1917) con Albertito, un bebé de once meses de edad. Presentando al niño un animal inofensivo, le provocó una fobia condicionada a éste haciendo sonar un fuerte e intempestivo ruido cada vez que Alberto tocaba al animal. El lactante asoció el espantoso ruido con el contacto del inofensivo animalito y comenzó a temer a este. En otras palabras, la imagen que el niño tenía de su criatura adquirió una cualidad negativa y se convirtió, para el en “mala”. Por todo lo anterior, resulta obvio que durante el primer periodo de vida el ser humano comienza a tener un mundo interno constituido por representaciones mentales de sí mismo y las personas y la naturaleza que lo rodean. Posteriormente, estas imágenes influirán en sus pensamientos, sentimientos, emociones, actitudes y comportamiento hacia sí mismo, los demás y el mundo externo en general; es decir, su participación en la vida estará guiada por estos esquemas internalizados. Sin embargo, su participación, comportamiento y actitudes provocarán a su vez, reacciones específicas hacia el en su

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medio ambiente. En esta forma, el individuo “creará” su mundo que, como los existencialistas han hecho notar, puede dividirse con fines didácticos en personal –el de sí mismo (eigenwelt)- interpersonal (mitwel) y de relaciones con la naturaleza (unwelt). Como hemos visto, estos mundos comienzan a formarse desde una edad muy temprana, en la infancia, aun antes que el bebé pueda expresar verbalmente sus pensamientos o conceptos. En las últimas páginas he tratado de exponer, tal como lo veo, y en una forma más clara, cual es la naturaleza y contenido de los diferentes aspectos de la autoimagen y las imágenes q el lactante se forma del mundo que lo rodea. Confío en que mi explicación haya servido para aclarar al lector todos estos conceptos (y no para confundirlo más). Ahora que se ha explicado con mayor detalle, volvemos a nuestra explicación sobre el desarrollo psicológico del individuo. Ya se mencionó que él bebe logra paulatinamente, y gracias a la satisfacción de sus necesidades de seguridad y de amor y pertenencia. Afianzar su confianza básica, que le permite seguir acumulando experiencias y evolucionando en forma cognoscitiva. De esta manera, el lactante puede descubrir no sólo un “sí mismo corporal” sino también una “autoidentidad” (Allport, 1961) que facilitan su proceso de diferenciación de la madre u el reconocimientos de aspectos “malos” de sí mismo y de ella. Todo lo anterior, aunado al reconocimiento por

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parte del niño de otras personas y objetos permanentes y diferentes de él mismo, prepara el terreno para que poco a poco también pueda reconocer con mayor claridad las causas reales y objetivas de los hechos que ocurren a su alrededor, en una forma coherente que adquiera la “casualidad representativa” descrita por Piaget (1954). Conforme el bebé madura cognoscitiva y emocionalmente, va pudiendo diferenciarse con más claridad de su madre y otros, y concluir así con la etapa de Kernberg (1978) ha denominado “diferenciación de las representaciones de sí mismo y el objeto”. Por último, llega un momento, al finalizar la infancia, en que ya tiene una imagen de sí mismo perfectamente diferenciada del resto del mundo(a pesar de que continúe sintiéndose unido y dependiente de la madre, el “otro”). Más aún, ha equilibrado o compensado su desconfianza con la adquisición de la confianza básica para dar el siguiente paso hacia la “autonomía” (Erikson, 1950) que le permitirá continuar con el proceso de separación-individuación (Mahler, 1971). Todo lo anterior podría ilustrarse gráficamente de la siguiente forma (Fig. 4-7)

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Fig. 4-7. Representación simbólica de la relación entre la autoimagen y la imagen internalizada del “otro” (la madre) al finalizar el primer periodo del desarrollo. ATM: Arquetipo del Todo Misericordia; AP: Arquetipo de Persona; AII: Autoimagen Idealizada; SMC+: Sí mismo corporal positivo (apreciado) AId+: Autoidentidad positiva (apreciada) [en conjunto son la base de la confianza básica]. AIA: Autoimagen apreciada. AIR (ego): Autoimagen reconocible o ego. Su límite es la represión, autodinamismo o coraza caracteriológica. AId-: Autoidentidad negativa (despreciada); SMC-: Sí mismo corporal negativo (despreciado) [en conjunto son la base de la desconfianza básica]. AID: Autoimagen despreciada. AS: Arquetipo de Sombra; AM: Aequetipo del maligno; AIRp: Autoimagen repudiada. ATMPO: Arquetipo del todo misericordia proyectado en el otro; APPO: Arquetipo de persona proyectado en el otro; IIO: Imagen

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idealizada del otro; IIO: Imagen Idealizada del otro; ICO+: Imagen Corporal del otro positiva ; IdO+: Identidad del otro positiva (apreciada) [en conjunto son la base de la confianza en el otro generalizado]; IAO: Imagen apreciada del otro; IdO-: Identidad del otro negativa; ICO-: Imagen corporal del otro negativa (despreciada) [en conjunto, son la base de la desconfianza del otro generalizado]. IDO: Imagen despreciada del otro. ASPO: Arquetipo de Sombre proyectado en el otro; AMPO: Arquetipo del maligno proyectado en el otro; IRO2: Imagen repudiada del otro. En esta figura, el yo se encuentra en una región apreciada del sí mismo corporal. Las imágenes reconocibles de sí (AIR) y el otro (IRO1) pueden considerarse preconscientes; las imágenes idealizadas y repudiadas de sí mismo y el otro son inconscientes; puesto que el Yo o Ser se encuentra atendiendo a una región reconocible de su autoimagen, el yo; esta región (el yo) es la única que, en esta figura, sería realmente consciente.

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