HACIA EL SENTIDO. Metáforas, Reflexiones y Pinceladas Educativas - MIGUEL ANGEL CONESA

March 16, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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MIGUEL ÁNGEL CONESA

Hacia el sentido Metáforas, reflexiones y pinceladas educativas Prólogo de ELIANA CEVALLOS Ilustraciones de COVA BAYÓN

2 MENSAJERO

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

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© Ediciones Mensajero, 2017 Grupo de Comunicación Loyola C. Padre Lojendio, 2 48008 Bilbao – España Tfno.: +34 944 470 358 / Fax: +34 944 472 630 [email protected] / www.gcloyola.com Diseño de cubierta: Félix Cuadrado Basas Ilustraciones: Cova Bayón Edición Digital ISBN: 978-84-271-3944-2

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Libro sobre logoterapia: la primera parte ofrece metáforas para apoyarnos en la búsqueda del sentido. La segunda, aborda situaciones límites. «Hay libros que inspiran, libros que interrogan, libros que facilitan y libros que invitan a reflexionar más allá de lo usual. El lector tiene en sus manos una obra que reúne, además de estas cualidades, una síntesis entre el entusiasmo y el coraje por aterrizar los interrogantes más profundos de nuestra existencia en tareas y quehaceres cotidianos. Los profesionales en psicología, psicoterapia y pedagogía, así como los padres de familia y todo lector curioso o interesado en el tema, encontrarán en esta obra una inspiración tanto para su vida personal como para su trabajo profesional» (del prólogo de Eliana Cevallos, presidenta del Centro Ecuatoriano de Análisis Existencial y Logoterapia).

MIGUEL ÁNGEL CONESA, psicólogo y escritor, es autor de diversos libros sobre crecimiento personal (Crecer con los cuentos, 2000) y sobre educación, algunos de ellos publicados en esta misma editorial: «Enseñar a obedecer» (2003); «50 ideas para hacer feliz a tu hijo» (2004) y «40 palabras para educar hoy» (2013). Participa activamente en la Asociación Española de Logoterapia y Análisis Existencial (AESLO), tanto desde la junta directiva como colaborando en la formación y la difusión del pensamiento de Viktor Frankl.

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Índice Portada Créditos Gratitud Prólogo Aclarando las cosas: sobre Viktor Frankl y la logoterapia Viktor Frankl Primera parte: Metáforas para el sentido 1. De las formas en las nubes 2. Píldoras de cianuro 3. Ir de compras 4. Turnomatic 5. «Patas arriba»: hacer mudanza 6. El cajero automático 7. Releyendo el código de circulación Stop Ceda el paso Prohibido adelantar «Zona de incertidumbre» Isleta Calle sin salida Cambio de sentido 8. La armadura 9. El bambú 10. Las «tragaperras» 11. Zapping 12. La fecha de caducidad 13. Abrefácil 14. El espejo retrovisor Segunda parte: En el camino: reflexiones personales de un buscador 15. Hacer bella la vida Por dónde irían las pistas para ver lo bello de la vida 16. Limonada para todos 17. Vinculaciones chiquititas con la vida 18. Perdonar para una vida con sentido ¿Para qué perdonar? Aprender a perdonar El momento del perdón Desde el perdón hacia el sentido 6

19. Por un lenguaje hacia el sentido El lenguaje hacia el sentido 20. Esperanzar y esperanzarme La esperanza en la que creo 21. El sentido en y del trabajo El trabajo a la luz de la psicología empresarial Hacia una empresa que considere el sentido 22. El sentido en la enfermedad Resistiré… Sí, pero ¿cómo? Pistas para conseguirlo 1. Infórmate 2. Acepta lo negativo de la vida 3. Rememora tu historia personal de superación 4. Cultiva la esperanza 5. Eres más 6. No te victimices 7. Los demás también existen 8. La heroína es una sustancia prohibida 9. Quita poder a la palabra y a los pensamientos 10. Supera el duelo 11. La pregunta clave: el cambio del por qué al para qué 23. El humor es algo muy serio 24. ¿Y si lo noético viene con cuatro patas? Cuatro patas para el sentido 25. Hacia el sentido en el mundo digital Tercera parte: Educación para y desde el sentido. Pinceladas educativas 26. Educar para la responsabilidad 27. «Padres helicóptero» 28. Cultivar la compasión 29. El valor del esfuerzo 30. Educar para la resiliencia 31. Palabras de ánimo 32. Caricias para el alma 33. Lo que de verdad importa 34. Por un mundo más justo 35. Mensajes potenciadores 36. Aprender a quererse Hazle sentirse especial Hazle sentir único Evita la culpabilidad Enséñale a mantener un dialogo interno positivo No uses la violencia física Mejor reforzar que castigar 7

Tener amigos Ofrece oportunidades de éxito Confía en ellos Valora el proceso y el esfuerzo y no solo el resultado 37. Vivir en optimismo 38. Aprendiendo de los nativos americanos 39. Los cuatro acuerdos aplicados y explicados para educar 40. El arte de amargar la vida a tu hijo y alejarle del sentido Fomenta la envidia No le dejes hacerse responsable Exígele perfección Haz que piense que todos van contra él Hazle pensar, siempre pensar No le dejes disfrutar de sus metas Hazlo especialista en negatividad Compáralo en todo momento Dale todo lo que pide Enséñale a ser egoísta, a pensar solo en sí mismo y sus necesidades No dejes que se sienta culpable por nada Dale una agenda en que apunte todo lo malo que le hacen y que algún día vengará Hazle creer que siempre tiene la razón Nunca, absolutamente nunca, hay que dar gracias 41. Despacio, por favor… 42. Creencias 43. Comparte tus valores Con respecto a uno mismo Con respecto a los demás Con respecto a las cosas 44. El juguete roto Bibliografía hacia el sentido Notas

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A mi hermana Rosa, que me ha permitido andar con ella su camino hacia el sentido.

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Gratitud Quiero manifestar mi gratitud hacia todos los amigos que han estado presentes mientras este texto se iba gestando. Escribir es decidir compartir con los demás algo que uno cree importante, pero siempre asalta la duda de si realmente lo es. En ese momento, personas cercanas me han transmitido mucho ánimo y regalado un poco de su seguridad: ELIANA CEVALLOS, mi «prologuista», desde la ilusión y pasión compartida por la logoterapia, primera lectora del esbozo de texto y que me impulsó a decidir seguir; MARGIE IGOA , con la que, en el placer de compartir y hablar sobre proyectos, sentí un ánimo y confianza importantes; NATALIA IZQUIERDO, que desde la distancia ha encontrado siempre una palabra de ánimo e ilusión; MI HERMANA ROSA , que me transmite la sensación de que vive un nuevo libro casi como si lo estuviera escribiendo ella y de la que he aprendido a que el «qué buen ratico hemos pasado» forme parte de mi manera de ver la vida; ANI T RUJILLO... por su complicidad y estímulo; y dos colegas que siempre siguen con interés mis pequeñas evoluciones: NACHO CASADO, amigo e impulsor, y ELENA SERRANO, que continúa desempeñando su cariñosa función de «Pepito Grillo». Y mis hijos, CARLOS y RUBÉN, que comparten de cerca y sufren mi dedicación a escribir. Y que viven cada nuevo proyecto de su padre con ilusión. Hay personas que están siempre, en una presencia enriquecedora: mis compañeros de la Asociación Española de Logoterapia, MARÍA ÁNGELES NOBLEJAS y LUIS DE LA P EÑA , porque siempre aprendo con ellos; los amigos nacidos a partir de mi encuentro con la logoterapia, GERÓNIMO ACEVEDO –maestro– y P ABLO ETCHEBEHERE, amigo y profesor. Doy las gracias a cada uno de los que he conocido a partir de cursos, encuentros y jornadas. La lista merece un libro aparte, pero estáis en mi recuerdo agradecido… y lo sabéis. Todos vosotros me habéis ayudado en mi camino hacia el sentido.

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Prólogo Hay libros que inspiran, libros que interrogan, libros que facilitan y libros que invitan a reflexionar más allá de lo usual. El lector tiene en sus manos una obra que reúne, además de estas cualidades, una síntesis entre el entusiasmo y el coraje para aterrizar los interrogantes más profundos de nuestra existencia en tareas y quehaceres cotidianos. Desde un lenguaje coloquial y con maestría en el uso de las metáforas, Miguel Ángel nos provoca a pensar en el encanto y desencanto de la humanidad ante los valores, ante la educación y ante la exigencia que todos compartimos en torno a nuestra libertad, temporalidad, responsabilidad y autotrascendencia. Y lo hace partiendo de imágenes con las que caminamos en nuestra vida diaria, convencido de que de todo en la vida se puede aprender si lo vemos con una mirada distinta. Sus juegos con las imágenes despiertan interrogantes y nos abren posibles respuestas. Su obra es un tejido hilvanado en su férrea convicción de que «se hace esperanza al esperanzar», convicción que resuena en el trasfondo de cada párrafo y línea, de cada metáfora e imagen. Nos dice que estamos hechos para cuidar, para enseñar a nuestros hijos a ser personas, para educar para la humanidad y ayudar a despertar el sentido. Y lo dice con la confianza y la pasión necesarias para contagiarnos a todos en tal empresa. Así mismo, y con la brújula orientada a tal cometido, nos ofrece una serie de consejos y orientaciones producto de su investigación, reflexión y trabajo clínico. Concuerda con Viktor Frankl, creador de la logoterapia, en que «la vida tiene sentido en toda circunstancia» y nos acompaña con maestría en temas como la muerte, el duelo, el perdón, los valores y el sentido en una reflexión que estimula un replanteamiento personal y del quehacer educativo. El uso genial que Miguel Ángel hace de cada una de sus metáforas, además de sumergirnos en la riqueza del lenguaje, constituye un modo muy acertado de acercarnos a la comprensión y vivencia del sentido en la vida, centro y eje del quehacer de la logoterapia.

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De este modo, convierte esta obra en una lectura obligada para quienes estudiamos y convergemos en la propuesta de Viktor Frankl. En un acto de libertad y honestidad recíproca, Miguel Ángel Conesa nos propone, en calidad de lectores, decidirnos a explorar nuestro papel como educadores de sentido y humanidad y nos alerta a asumirlo con honesta responsabilidad. Queda con ello sentado que su invitación a «atrevernos a salir a buscar formas en las nubes, a salir al encuentro del sentido» evoca la profundidad de nuestra existencia y al mismo tiempo ese esfuerzo personal y colectivo ante las preguntas de la vida. Los profesionales de la psicología, psicoterapia y pedagogía, así como los padres de familia y todo lector curioso o interesado en el tema, encontrarán en esta obra una inspiración tanto para su vida personal como para su trabajo profesional. Cada uno de nosotros podrá experimentar leyendo este libro la generosidad del padre, del psicólogo, del maestro y, sobre todo, de la persona que, en un diálogo sincero, nos interna en este viaje irremediablemente único que todos compartimos en la búsqueda de nuevos horizontes de sentido. Me gusta pensar que, en muchos momentos, tenemos que ser salmones que nadan contra corriente, en una carrera llena de vida. Podemos seguir el curso del río y nadar cómodamente, pero la aventura está en el riesgo y el esfuerzo. Hablar de sentido, sufrimiento, educación desde los valores, esperanza o perdón son algunas de las aportaciones de Miguel Ángel y su modo particular de nadar en contra de lo habitual. ELIANA CEVALLOS [*]

[*] Terapeuta. Especialista en Psicoterapia Existencial y Logoterapia. Certificada y acreditada por el Viktor Frankl Institute de Viena. Presidenta del Centro Ecuatoriano de Logoterapia. Autora del libro La didáctica del amor en pareja. Una visión desde la logoterapia de Viktor Frankl. www.atelierlogoterapia.com

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Aclarando las cosas: sobre Viktor Frankl y la logoterapia La idea de sentido está en el germen de los textos que propongo para reflexionar. Creo que la vida nos presenta muchas situaciones en que, si estamos abiertos a verlo, el sentido se puede hacer presente. Se trata de, mediante la metáfora, esa realidad que nos remite a otra diferente, ser capaces de releer las cosas cotidianas que nos ocurren y con las que nos encontramos. Me refiero a la idea general de la metáfora como un elemento que nos refiere a algo diferente, con un significado distinto. No importa si lo llamamos metáfora, imágenes o como queramos. La metáfora es, sin duda, un elemento que está adquiriendo su estatus en la nueva forma de entender las terapias. Para nosotros, simplemente, es parte de un juego mental en que algo cotidiano nos va a hacer atisbar otra realidad. Es una apuesta por partir de realidades muy cercanas y permitir que nos sirvan de «recordatorio» (precisamente por formar parte de nuestra vida diaria) de que el sentido está presente. Las ideas principales que quiero transmitir giran alrededor de una forma de entender la psicología y, sobre todo, al ser humano, que se basa en el pensamiento de Viktor Frankl. Algunas notas biográficas sobre este autor nos ilustran sobre las ideas básicas de su antropología, porque, en este caso de forma evidente, vida y obra transcurren en paralelo.

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Viktor Frankl Nace en Viena el 26 de marzo de 1905 y fallece en la misma ciudad el 2 de septiembre de 1997. Es el creador de la logoterapia, una forma de terapia o complemento de otras terapias que sostiene que lo importante en la vida es encontrar el sentido. Sin embargo, es mucho más que su aplicación en la clínica, ya que trasluce una forma de entender al ser humano que abarca todas las facetas de nuestra vida. Esta forma de entender al hombre nace, prácticamente, en un campo de concentración nazi. Frankl era judío y vivió la experiencia del paso por tres campos de concentración. En otoño de 1942, junto a su esposa y sus padres, fue deportado al campo de concentración de Theresienstadt. En 1944 fue trasladado a Auschwitz, donde colaboró con la rabina Regina Jonas reconfortando a los prisioneros para prevenir suicidios, y posteriormente a Kaufering y Türkheim, dos campos de concentración dependientes del de Dachau. Fue liberado el 27 de abril de 1945 por el ejército norteamericano. Viktor Frankl sobrevivió al holocausto, pero tanto su esposa como sus padres fallecieron en los campos de concentración. Si bien ya antes se había dedicado a reflexionar sobre el sentido de la vida, por ejemplo a partir de su labor en grupos de atención a jóvenes en riesgo de suicidio, esta experiencia le hizo aquilatar su modo de verlo. En el mismo campo de concentración, en trozos de papel que cambiaba por lo que tuviera a mano, tomó algunas notas de lo que más tarde compartiría con el mundo escribiendo.

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El primer libro que escribe tras su liberación por el ejército norteamericano lo titula originalmente «Un psicólogo en el campo de concentración», cambiándolo posteriormente por «El hombre en busca de sentido». La importancia de esta obra es tal que la Library of Congress en Washington la ha declarado como uno de los diez libros de mayor influencia en Estados Unidos. No es su única obra, pero sí la más conocida. En ella aparecen, además de vivencias personales, los esbozos de la logoterapia, su aportación a la psicología y, mucho más, al entendimiento del ser humano. Creo que es importante que conozcamos, de forma sucinta, los principios básicos de la logoterapia: • La vida tiene sentido bajo cualquier circunstancia. Pase lo que pase, decimos un sí a la vida. • El hombre es dueño de una voluntad de sentido, y se siente frustrado o vacío cuando deja de ejercerla. El ser humano tiende a encontrar el sentido y esta es una de sus aspiraciones fundamentales. • El hombre es libre, dentro de sus obvias limitaciones, para consumar el sentido de su existencia. Siempre podemos decidir si llevamos a cabo el sentido o no; ya no hablamos de encontrar el sentido, sino de estar en disposición de elegir responder. • Cumplimos el sentido de la existencia realizando valores. Esta realización de valores puede producirse por tres vías: – Una de ellas es a través de los valores «experienciales»: vivenciar algo o alguien que valoramos. Nuestro ejemplo más importante es el de experimentar el valor de otra persona, como ocurre en el amor. También la contemplación y disfrute de la naturaleza o de obras de arte… Se trata de todo lo que recibo de la vida: las personas a las que queremos nos hacen descubrir que nuestro vivir merece la pena; el amor que sentimos, el que damos y el que recibimos, nos hace ver que las cosas son mejores y que vale la pena la vida. – Lo que doy al mundo, lo que hago; nuestro trabajo, nuestros actos, lo que conseguimos, esté o no remunerado, porque a veces lo que más me gusta

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no es precisamente aquello por lo que recibo una paga. Cuando somos capaces de disfrutar de lo que hacemos, estamos encontrando un aliciente; cuando enfrento mi trabajo como una oportunidad, crezco y, al crecer, me engrandezco. Y si soy libre para encontrar el valor del trabajo, también lo soy para lo contrario, para vivirlo desde la amargura. Y está en mi mano decidir qué actitud tomar. Cualquier trabajo o labor puede ser una fuente de sentido no ya por lo que se haga, sino por quién y cómo lo haga. Aquí está la clave para que el trabajo tenga un sentido: considerarlo como una misión. Esto incluye, evidentemente, la creatividad en el arte, música, escritura…: todo lo que sale «de nuestras manos» y se ofrece a los demás. – También podemos encontrar un motivo en esos momentos en que lo que nos sucede no es agradable: cuando aparece el inevitable sufrimiento, cuando la muerte hace acto de presencia o la culpa nos quema por dentro. Porque en ese momento también puedo decidir qué actitud quiero tomar, si me voy a dejar llevar por lo negativo o voy a saber responder tal como seguramente yo mismo espero de mí. Todos conocemos historias en que las personas se han sobrepuesto a lo negativo y reconocen que para ellos ha sido un aprendizaje. Desde distintos ángulos se ve el sufrimiento como algo que se debe evitar: hay que hacer que la persona sea feliz, y empeñamos todos nuestros recursos para conseguirlo. Casi todas las teorías psicológicas hacen agua cuando se trata de explicar el sufrimiento. A lo máximo que llegan, y es de valorar, es a aceptar que existe y a acompañar al que sufre. Sin embargo, podemos convertir el sufrimiento en una posibilidad de crecimiento, de realización del sentido. Y eso está en nuestra mano si sabemos enfocarlo de la manera adecuada, creyendo que somos más que las cosas que nos suceden y que siempre tenemos la posibilidad de elegir con qué actitud queremos enfrentar lo que nos ocurre. Cuando todas las puertas parecen cerradas, se abre la ventana de mi cambio de actitud, de la decisión personal. Nunca se le puede arrebatar al hombre la libertad para elegir cómo vivir su destino. Frankl nos brinda un ejemplo de uno de sus pacientes: un doctor cuya esposa había muerto,

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que se sentía muy triste y desolado. Frankl le preguntó: «Si usted hubiera muerto antes que ella, ¿cómo habría sido para ella?». El doctor contestó que habría sido extremadamente difícil para ella. Frankl puntualizó que, al haber muerto ella primero, se había evitado ese sufrimiento, pero ahora él tenía que pagar un precio por sobrevivirla y llorarla. «La pena es, en este caso, el precio que pagamos por amor» (Frankl, El hombre en busca de sentido, 111). Su sufrimiento dio un paso adelante: con un sentido, el sufrimiento puede soportarse con dignidad. Al hablar de los valores actitudinales, Frankl aquí hace referencia a la tríada trágica: la culpa, el sufrimiento y la muerte, como realidades que forman parte de la vida y ante las que podemos dar una respuesta.

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• El sufrimiento forma parte de la vida. Ante una tendencia general a considerarlo como algo que hay que eliminar, la apuesta es aceptar que forma parte de la vida, que a veces es inevitable (Frankl distingue claramente entre el sufrimiento evitable, ante el que debemos actuar, y el inevitable) y que, ante ello, siempre tengo posibilidad de posicionarme. Actualmente, hay otras corrientes en psicología que parten de la aceptación del sufrimiento. Las terapias cognitivas de tercera generación, como la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), parten de este mismo presupuesto. En realidad, no puede ser de otra manera cuando contemplamos la vida del hombre sin negar algunas partes. La apuesta de Frankl es atreverse a sufrir (patere aude, lo denomina él, en una expresión 18

que rescato por la fuerza que tiene). Acepta el sufrimiento y ten el valor de osar vivirlo. «El dolor cumple también una posibilidad de crecimiento espiritual, nos despierta de los falsos sueños, permite una entrega más serena al conjunto de los vínculos que mantenemos con los otros y hace que accedamos a un sentido trascendente» (Oro, «Acompañar en el dolor», 16). • Lo importante no es preguntar a la vida, sino dejarse preguntar por ella. Ahí puedo encontrar, respondiendo a lo que la vida me plantea, el sentido de mi existencia. Estamos acostumbrados a preguntar a la vida por qué nos pasa esto o lo otro; dirigimos nuestra pregunta, muchas veces convertida en queja, hacia lo que nos trae la vida. Desde nuestra opción, lo importante no es preguntar a la vida, sino responder. Porque con cada cosa que nos sucede, la vida nos está haciendo una pregunta, que podemos contestar o eludir, pero que no va a dejar de estar presente. La respuesta siempre va a tener que ver con el sentido que encuentro a la situación que vivo y responder pone en marcha los mecanismos del sentido. • Los seres humanos tenemos la capacidad de distanciarnos de nosotros mismos, de vernos en otra situación, y de mantener distancia de los mandamientos que impone lo psicofísico, porque siempre soy capaz de alejarme de ellos y dar una respuesta diferente a lo esperado. «El hombre puede oponerse al destino, a lo que se le enfrenta. Es esta confrontación necesaria, pues gracias a ella el hombre toma distancia y puede tomar, entonces, una postura» (Etchebehere, El espíritu desde Viktor Frankl, 70). Autodistanciarse supone no vivir como definitivo ningún problema ni considerar que somos el problema. Incluso el ser humano es libre para distanciarse de sus propios pensamientos, que muchas veces no cuestionamos. En la base de todo el pensamiento de Frankl hay una antropología, una forma de entender al ser humano. Estos son algunos retazos de su concepción: La persona es siempre una y no se puede dividir ni subdividir. Esto supone una apuesta por no parcelar al ser humano en distintas «especialidades» (atendiendo solo a lo corporal, a lo social o a lo mental, dejando de lado el resto). Y cada hombre es, también, una totalidad y, por el hecho de serlo, tiene absoluta dignidad. Cada persona es

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absolutamente un ser nuevo. Y como tal, sin prejuicios ni presupuestos previos, me acerco a la persona. Somos más que el conjunto de cosas que nos ocurren. Es cierto que nosotros somos «junto a» o «con» nuestras circunstancias, pero ellas no nos definen. La persona es, también, lo que puede llegar a ser, porque creemos en la potencialidad y en las capacidades, precisamente porque no estamos determinados y somos libres para responder desde la responsabilidad.

Hay una parte en la persona que no suele ser contemplada. Tenemos en cuenta la parte biológica, social, psicológica… pero descuidamos la parte espiritual. Esta no hace referencia a ninguna implicación religiosa, sino que se refiere a la parte noética que hace que la persona se supere a sí misma, salga de sí y sienta en sí el deseo de sentido. Es lo que define al ser humano, la dimensión de lo específicamente humano: «Lo espiritual,

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aunque es real, no es una cosa, no es un objeto entre los objetos, sino lo subjetivo y fundamental de la cosa hombre» (Etchebehere, op. cit., 38). La forma de conocerlo es mediante sus frutos, porque solo puede ser plenamente conocido en la acción. «Se devela en la acción, pero no en cualquier acción, sino en aquellas acciones que engendran o dan testimonio de vida» (ibid., 41). Lo noético es esa parte que nos define como seres humanos, eso que forma parte de nosotros y nos hace mirar siempre más allá de nosotros mismos, que mantiene su esencia por encima de los condicionamientos físicos, mentales y ambientales y que nos hace aspirar a encontrar el sentido. Sus manifestaciones las conocemos en la libertad de elección y posicionamiento, en la responsabilidad, en la capacidad de superarnos y salir al encuentro de los demás. Y en el impulso que nos hace construirnos y mejorarnos, en un proceso, entendiendo al ser humano como «un ser en camino, un homo viator, un ser que no está hecho, sino que tiene una tarea, una misión» (ibid., 62). En una tarea que se conjuga en gerundio («ser siendo», en expresión del profesor Acevedo). No soy el que soy, también soy lo que estoy siendo y lo que puedo llegar a ser, lo que ya estoy llegando a ser.

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P RIMERA

PARTE:

Metáforas para el sentido

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1. De las formas en las nubes Recuerdo lo mucho que me gustaba de pequeño (y aún lo disfruto, la verdad) mirar las nubes y descubrir dibujos ocultos, formas conocidas que me recordaran algo. Es un juego de la imaginación. La forma que uno encuentra en las nubes, salvo que sea muy evidente, es muy difícil de explicar a los demás. Porque, a veces, lo que uno ve es personal y forma parte de la propia forma de ver el mundo. «Sí… mira… allí... la cabeza» y el otro solo ve un pedazo de nube que no le recuerda nada ni a nada se le asemeja. Y se queda uno con la sensación de haber descubierto en soledad el mensaje oculto de las nubes. Creo que con el sentido de la vida pasa algo muy parecido. Existe, pero no es fácil explicarlo y compartirlo. Cada cual ha de buscar el suyo y ser el descubridor de este mensaje vital, de esta experiencia siempre personal. Si lo voy buscando, no lo encuentro, porque no puedo forzar la realidad para que se adapte a mi necesidad. No siempre las nubes nos regalan sus dibujos. Algo ocurre cuando busco formas en las nubes y es que... – No se puede forzar. La forma, el dibujo, existe o no existe. No vale forzar la realidad para hacer que aparezca. Lo que hay es lo que hay. En las nubes, y en el sentido. Añadir, quitar, imaginar… es alejarnos de la realidad. Cuando descubro el sentido, lo hago con los datos reales de que dispongo, con lo que la vida me está presentando en ese momento. Y nunca debo dejar de preguntarme lo que la vida me pregunta con estos datos de que dispongo. De Frankl hemos aprendido que ya basta de preguntar a la vida, que es el momento de responder. El sentido no se inventa, sino que se encuentra. – Es difícil de explicar. No todos viven las cosas como nosotros. Lo que para mí es una isla (mi imagen preferida de las nubes de mi infancia) para otros no es nada. Y debemos asumirlo. En la tarea del sentido estamos solos, aunque a veces encontramos personas alrededor que disfrutan de lo mismo que nosotros.

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El sentido es personal. Es la respuesta propia a lo que la vida me plantea, y esto es siempre una pregunta para uno mismo. – Y, sin embargo, existen formas en las nubes. No la que yo quiero encontrar precisamente, no la que deseo… sino la que hay, la que se me presenta, la real. Quizá nuestra labor sea, precisamente, ser testigos de que existen formas en las nubes, de que existe el sentido. Y dar, positivamente, el mensaje de que se puede encontrar. Y animar a cada uno a encontrar su forma, su sentido. – Y, de vez en cuando, las nubes nos regalan una forma que nos hace entender que no estamos desencaminados. Que existen formas y sentido y que a veces solo hay que estar atentos y saber mirar las cosas de un modo diferente. En el ser humano existe lo que conocemos como «voluntad de sentido». Ante todas las circunstancias de la vida, la persona tiende a buscarlo en lo que ocurre y lo que vive. Y esto es lo que realmente mueve al hombre. Hasta que Viktor Frankl propuso el sentido como aspecto esencial de la existencia, las teorías psicológicas hacían predominar la voluntad de placer (Freud y el psicoanálisis) y la voluntad de poder (Adler) como motivaciones para la vida. Frankl se refiere a ella de este modo: «Llamamos sencillamente voluntad de sentido a aquello que se frustra en el hombre siempre que este cae en el absurdo y el caos» (Frankl, Teoría y terapia de las neurosis, 24). Así nos indica, contraponiéndolo a las consecuencias de la falta de sentido (el absurdo y el caos), que el sentido es el fundamento de la vida. Noblejas lo define como «tensión radical, tensión suma, del hombre para hallar y realizar un sentido y un fin y que es expresión de la autotrascendencia» (Noblejas, Palabras para una vida con sentido, 89). Y se materializa en «el descubrimiento de la vida como misión, [que es] lo que dota a la propia existencia de un sentido asumido personal» (ibid., 107).

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La búsqueda del sentido motiva al ser humano, le hace entrar en una dinámica que, como cuando busco formas en las nubes, me hace estar atento, centrado, dinámico. Existen formas en las nubes, aunque ahora no las veamos. Existe el sentido y todo ser humano se siente motivado a encontrarlo… aunque ahora tampoco lo veamos. Creer en el sentido implica creer que la vida lo tiene bajo cualquier circunstancia y que las personas son libres para, dentro de sus limitaciones, consumar el sentido de su existencia. Y si salgo a buscar formas en las nubes o sentido en mi vida, es porque dentro de nosotros late lo que hemos denominado «voluntad de sentido», un deseo de querer encontrarlo e implicarse en ello.

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El sentido no es una explicación más o menos racional a lo que nos está ocurriendo. Eso es lo máximo a lo que aspiran algunos modos de entender al ser humano, para los que encontrar motivos o explicaciones es suficiente. El sentido es algo por lo que siempre y en toda situación vale la pena vivir y morir. Y esto, muchas veces, no se puede explicar. Cuando el ser humano no considera el sentido, cuando este no se tiene en cuenta o se frustra, y decide no ser dueño de su voluntad de sentido, aparece el vacío y la frustración existencial, que se reconocen por algo tan aparentemente alejado como el aburrimiento, la indiferencia, la apatía, el conformismo o el totalitarismo, y que se pueden manifestar como trastornos psicológicos (depresión, adicciones, agresión…). El sentido, como las formas en las nubes, es variable. No existe un sentido para toda la vida. No hay una nube que siempre nos regale la misma forma... «El sentido de la vida difiere de un hombre a otro, de un día para otro, de una hora para otra. Así pues, lo que importa no es el sentido de la vida en términos generales, sino el sentido de la vida de un individuo en un momento dado» (Frankl, El hombre en busca de sentido, 52). Si nuestros ojos nos permiten descubrir las formas en las nubes, los «ojos del sentido» son la conciencia, que es la que percibe el sentido en lo concreto de la vida, que siempre apunta al sentido concreto de la situación particular que vivo. Desde la conciencia se capta el sentido, porque es capaz de percibir totalidades llenas de él en las situaciones concretas de la vida. Es el lugar de la apertura, de la intencionalidad y de la mirada hacia otro. «El hombre, en virtud de la conciencia, puede interpretar la situación en cuanto a su valor y, como ya dijimos, puede verla más allá de su aquí y ahora» (Etchebehere, El espíritu desde Viktor Frankl, 83). Apunta a la realidad, pero mira más allá de ella, con el convencimiento de que existe un sentido para cada fragmento de ella. Mi invitación ahora es atrevernos a salir a buscar formas en las nubes, a salir al encuentro del sentido.

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2. Píldoras de cianuro Tengo grabada en mi memoria cinematográfica la imagen de los espías a quienes se ofrece, para el caso en que se vieran inexorablemente atrapados, una píldora de cianuro (en mis películas a veces estaban camufladas en la funda de los dientes). Siempre existía la posibilidad de acabar con su vida. No sé si, en realidad, alguno las llegó a usar. Aunque sé que ciertamente se han usado de forma cruel contra algunas personas. Pero hoy quiero recordar la imagen del espía que se ve en la tesitura de decidir si es el momento o no de usarla. Hay un cuento de Hans Christian Andersen, titulado «La Farola», que nos presenta una historia parecida. La vieja farola está a punto de jubilarse y la van a retirar. Teme ser desguazada. Sus amigos le ofrecen un regalo cada uno: el viento, la clarividencia y el poder de mostrar a los demás imágenes fantásticas de sus viajes por el mundo; una estrella, el don de proyectar lo que ve o imagina para que lo vean los demás… siempre que la farola (vieja farola de vela de cera) estuviera luciendo. Una gota de agua le hace un regalo peculiar: «Me meteré dentro de ti de tal manera que tendrás la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronándote y convirtiéndote en polvo» (Andersen, Cuentos completos, vol. II, 51ss). A la farola no le hizo mucha gracia. Pero, bien mirado, no es un regalo cruel, sino compasivo para una farola que teme con todas sus fuerzas ser fundida, aniquilada por el fuego. La posibilidad de la píldora de cianuro, la autodestrucción, está presente con mayor o menor fuerza en cada momento de nuestra vida. Porque hoy estoy y mañana quizá no esté; y porque a veces lo vemos como una salida a circunstancias que vivimos. Hoy esta imagen de la píldora mortal, el hecho de pensar que todos podemos tener una –real o imaginaria– a mano, me hace darme cuenta de que soy única, absoluta e inevitablemente responsable de mi propia vida. Porque sé que el fin existe y soy como un espía con capacidad para aniquilarme; porque conozco, asumo la responsabilidad de mi vida y me preparo para contestar a las preguntas que la vida me plantea. 29

No hace falta cianuro para autodestruirse, porque hay formas de hacerlo de manera que, poco a poco, nos oxidemos y llenemos de herrumbre por dentro hasta convertirnos en polvo. La píldora de cianuro nos transmite un mensaje: cada uno vivimos nuestra vida y somos los únicos implicados en nuestro bienestar, satisfacción y aprovechamiento. El prisionero número 119104 de los campos de concentración nazis, Viktor Frankl, tuvo que prometerse a sí mismo no renunciar a la vida. La forma en que algunos compañeros lo hacían estaba siempre a su alcance: lanzarse contra la alambrada electrificada. Un esfuerzo consciente por renunciar a esa opción le supuso seguir con vida. Se prometió a sí mismo no acabar con su vida. «Fruto de las convicciones personales que más tarde mencionaré, la primera noche que pasé en el campo me hice a mí mismo la promesa de que no “me lanzaría contra la alambrada”. Esta era la frase que se utilizaba en el campo para describir el método de suicidio más popular: tocar la cerca de alambre electrificada» (Frankl, El hombre en busca de sentido). Y gracias a ello tenemos acceso a su pensamiento: una nueva forma de entender al hombre y la terapia. También Frankl tenía en su mano el óxido de la vieja farola. Precisamente porque tengo en mi mano la píldora, la gota de agua o la alambrada, justo porque sé que la vida es limitada y está en mi mano el poder acortarla más, he de plantearme por qué quiero seguir, y no hay nada más sugerente que tener ante sí mismo la responsabilidad de la propia vida. Porque puedo vivir sin darme cuenta de lo que hago o vivir conscientemente. Si es así, en cada momento me preguntaré qué es lo correcto y procuraré actuar de acuerdo con ello. Si olvido que tengo un límite en el tiempo, dejaré lo importante para más tarde, siempre pospuesto… No lo haré así si me doy cuenta de que debo y quiero ser responsable. Soy responsable de lo que decido. La responsabilidad radica en que no somos omnipotentes y somos por tanto responsables de algo (libertad frente a los instintos y al deseo de placer) y libres ante algo, llámese divinidad o conciencia personal. Lewis, filósofo que pasa por la experiencia de la muerte de su esposa, aporta una reflexión interesante acerca de la responsabilidad: «Muchas escuelas de pensamiento nos animan a quitar de nuestros hombros la responsabilidad de nuestro comportamiento para

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adjudicársela a alguna necesidad inherente a la naturaleza de la vida humana y, por consiguiente, en forma indirecta, al Creador» (Lewis, El problema del dolor, 27).

El planteamiento es este: imagina que tienes la posibilidad de la píldora de cianuro o, más poéticamente, de oxidarte hasta deshacerte. ¿Qué haces? Porque en cada momento puedes vivir como si esa píldora estuviera a punto de hacer efecto y siempre a tu alcance como algo posible. Sí, es un juego de la imaginación, pero ¿no te resulta sugerente pensar cuáles son tus razones para mantenerte? La respuesta la encontramos cuando no nos planteamos por qué ocurren las cosas, sino para qué. No es correcto preguntarse por qué tengo una píldora o una gota de agua dentro de mí, sino para qué, buscando una respuesta que nos haga sentir llenos y con 31

ganas de seguir adelante. Las cosas siguen siendo las mismas, pero mi forma de afrontarlas es distinta, porque quiero responder a esta pregunta que la vida cotidiana me presenta. Cuando encuentro una respuesta, mi vida se llena de sentido, pero de un sentido que se construye a través de cada uno de los «para qués» a los que he conseguido responder. Retomamos ahora la idea de las vías hacia el sentido de las que hemos hablado al enumerar los pilares de la logoterapia, para profundizar, en un conocimiento a modo de ondas que nos amplía la forma de comprender. Normalmente, encontramos motivos que nos hacen seguir adelante. Y los descubrimos en: – Lo que doy al mundo, lo que hago. Algunas personan no encuentran en su vida otra forma de alcanzar sentido y se pasan la vida en una pura acción… Para ellas nada es más importante que hacer, hacer, hacer… Existe una idea generalizada de que mediante el trabajo nos podemos sentir realizados. La gente espera que el trabajo les haga sentirse completos. Estamos pendientes, de nuevo, de algo externo y espero que sea el trabajo el que me haga sentir persona, pero ¿acaso no soy yo el que puede hacer que el trabajo tenga sentido y capacidad de realización? Poner la fuente de sentido en algo externo y a veces circunstancial (los trabajos pueden no ser eternos y el tipo de trabajo depende de las condiciones laborales) es un error. ¿Qué ocurre cuando tengo un trabajo que no me gratifica o que no me gusta? ¿Ya no puedo encontrar el sentido? ¿Renuncio? Creo que en este y en otros momentos hemos de recordar que somos capaces de decidir libremente la actitud que queremos adoptar frente a un trabajo que nos gusta más o menos: me amargo o lo aprovecho. Al final, se trata de responder a lo que la vida me pregunta justo ante esta labor. – Lo que recibo de la vida: las personas a las que queremos nos hacen descubrir que nuestro vivir vale la pena; el amor que sentimos, el que damos y el que recibimos, ese nos hace ver que las cosas son mejores y que vale la pena la vida. ¿Qué haría un espía con su píldora si le espera alguien a quien ama? – También podemos encontrar un motivo en los momentos en que me encuentro ante una situación que parece sobrepasarme, dando la respuesta desde un 32

cambio de actitud. Ante la perspectiva de la vieja farola de poder acabar con su sufrimiento y temores, se impone un cambio de actitud, en el que la posibilidad de autodestrucción parece que proporciona cierto alivio y ayuda a relativizar: nada es tan grave; nada es tan terrible; si la perspectiva es el fin, este problema que ahora me absorbe, esta situación que me desespera… ¿se mantienen si pienso que no sé cuándo puede acabarse todo? ¿No es todo un poco más relativo si pienso en la píldora de cianuro? Esto nos permite vivir la vida con agradecimiento y disfrutando de cada cosa porque sé que también es finita. El presente se vive de forma distinta cuando no olvido el fin natural; esto me ayuda a ser más responsable y a decidir con libertad. La muerte es algo que a todos nos sucede. Las filosofías y psicologías no han encontrado una explicación o una forma de entender a qué se debe este corto paso por la vida, qué hay antes y qué después. Solo vas a vivir una vez. ¿Cómo quieres que sea tu vida? ¿Qué quieres que sea? Has de ser responsable de tu vida, porque lo que decidas hacer quedará hecho y lo que no hagas nadie lo podrá hacer por ti. Depende de ti y nada más que de ti lo que quieres salvar del no ser para hacerlo presente, vivirlo, realizarlo. Si no olvidas que la muerte está siempre en todo momento a nuestro lado, harás un esfuerzo por ser responsable de tus actos. Porque la muerte no es algo puntual, sino que vamos leyendo algunos signos que nos hablan de ella, por ejemplo, al ver que las cosas son caducas, limitadas, temporales... como nosotros. Mis píldoras de cianuro me recuerdan mi finitud, que no soy eterno. Soy limitado; por más que quiera conseguir algo, no tengo todo el tiempo del mundo. Esto me enfrenta a la necesidad de decidir, y cuando decido, dejo alternativas sin seguir y puedo equivocarme; por eso he de actuar siempre con la máxima responsabilidad. Así, podremos decir como los indios americanos: «Nosotros somos la raza que sabe morir» (Soldado Fiero, apache, citado en Serra, Es un buen día para morir, 60). Podemos convertir el sufrimiento en una posibilidad de crecimiento, de realización del sentido. Y eso está en nuestra mano si sabemos enfocarlo de la manera adecuada. La verdad es que esto no está muy de moda, porque todos los esfuerzos de la sociedad van en la línea de alejar el sufrimiento y convertirnos en perfectos felices. Y 33

como no podemos serlo del todo, nos vemos permanentemente frustrados en este deseo y nos enfrentamos combativamente a lo que nos produce infelicidad. Por eso pensamos en la gota destructora, pero podemos adoptar una postura ante ello. Quiero traer la experiencia de Randy Pausch, enfermo de cáncer que decide dar una última lección en la que intenta transmitir a los oyentes y, a largo plazo, a sus hijos aún pequeños, lo que es más importante para él de la vida. En este contexto nos dice: «No podemos cambiar las cartas que se nos reparten, pero sí cómo jugamos nuestra mano» (Pausch, La última lección). Seguramente no tenemos que pasar por situaciones complicadas; seguramente no hemos tenido que preguntarnos en MAYÚSCULAS el por qué y para qué de nuestra vida, pero sin duda han surgido las preguntas en minúscula, esas de andar por casa, en busca del sentido de cada cosa, situación o momento. Nadie puede responder por nosotros, porque cada uno conocemos lo que nos hace sentirnos más humanos, más personas. Nadie puede elegir por nosotros el momento en que dejamos que la gota de agua que nos han regalado empiece a oxidarnos… Pero cuando cuento con la presencia de esa gota en mí, de esa pastilla venenosa que me recuerda que «la muerte, siempre presente, nos acompaña / en nuestras cosas más cotidianas / y al fin nos hace a todos igual», como canta Blas de Otero… entonces aprendo a comprender esta vida; porque precisamente algún día no seré eso por lo que debo ser, ahora, hasta el final, hasta las últimas consecuencias.

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3. Ir de compras No hace falta extenderse mucho en esta imagen, que nos resulta familiar. Basta con recordar que, cuando necesitamos o nos apetece algo, vamos de compras. Cuando, en nuestra vida, vemos que nos hace falta algo («Me gustaría tener más paciencia»; «Quisiera no enfadarme tanto»…), podemos situarnos en actitud de ir de compras e intentar encontrar en los demás justo eso que me apetece tener o creo que me vendría bien. No se trata de envidia ni de deseo de poseer lo que el otro tiene, sino de abrir nuestros ojos y dejarnos enseñar y aprender de la forma de pensar y actuar de los demás. Para que ir de compras no sea un deambular de un sitio a otro comprando lo primero que encuentro o lo que está de moda (quiero estar delgada, ser musculoso...) lo primero será hacer la lista de la compra, es decir, saber qué deseo. Porque ante gustos no definidos, la dificultad de elección se agranda. Prueba a ir a un supermercado sin una lista definida… Acabas comprando lo que las técnicas de marketing te ofrecen o aquello a lo que el impulso te anima. Es necesario saber cómo soy y detectar lo que creo que me viene bien. Necesitamos saber lo que necesitamos; lo podemos detectar nosotros mismos o dejar que sean los otros los que nos lo comuniquen. Pero muchas veces los otros nos dicen lo que ellos creen que necesitamos («Necesitas tener más paciencia»; «Has de tener mano izquierda»; «¿Por qué no intentas estar más relajado?»). Pero hay que reconocer que suelen acertar en lo que nos viene bien. No es fácil dejarse aconsejar ni, tampoco, elegir o incluso detectar lo que nos vendría bien, porque a veces tenemos vetado el acceso a nuestros gustos, preferencias y sentimientos. Por eso, una actitud positiva nos llevará a aceptar los sentimientos sobre nosotros mismos y lo que nos refieren los demás. Pero si asumimos que hemos dado este paso, que tenemos nuestra lista de la compra a punto, que sabemos lo que queremos, en un segundo momento se necesita decidir dónde ir a comprarlo, porque cada cosa hay que adquirirla en un sitio determinado. Y la posibilidad de elegir un comercio pequeño o 36

grande me hace buscar en personas determinadas («Quiero tener tu misma habilidad»; «Me gusta cómo tú…»). Podemos elegir y copiar actitudes, formas de pensar… Para ello, observo cómo lo hacen ellos, cuáles son sus reacciones más frecuentes, sus costumbres, sus formas de pensar, sentir o actuar… como los niños que miran a sus padres para aprender, con la misma ilusión y capacidad de imitación. Si, por ejemplo, notamos que andamos escasos de perseverancia y nos gustaría ser como tal persona, ejemplo de tenacidad e insistencia, lo primero que necesitamos es un deseo de tener, en este caso, perseverancia. Porque si no partimos de un deseo y convencimiento personal, no va a servir de nada observar a los demás. Ya asegurado el interés, buscamos en los demás la forma en que ellos viven y practican esa actitud (trabajando un tiempo determinado en cada cosa, reforzándose con pensamientos de ánimo ante los fracasos, minimizando el aburrimiento con creatividad…) y aprendemos de ellos, de sus experiencias. No descartamos, como al ir de compras, pedir consejo u orientación si nos hace falta, porque nadie nace enseñado.

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Con esta misma imagen, podemos hacer otra lectura: ir de compras es un modo de proveernos de recursos. Necesitamos tenerlos a nuestra disposición y, si es necesario, salimos a buscarlos. Porque en la maleta que todos llevamos no siempre está todo lo que nos puede hacer falta. Cuando hablamos de encontrar el sentido en la vida, es necesario tener unas actitudes básicas que, en caso de no disponer de ellas, debo «adquirir». Necesito una 38

actitud de cuestionamiento permanente, un estar dispuesto en cada momento a plantearme y preguntarme qué me está diciendo o pidiendo la vida justo en ese momento. El sentido lo es siempre de un momento o circunstancia y si quiero acercarme, debo preguntar y dejarme preguntar, debo tener una actitud que incluya en mi vida la pregunta por el sentido de lo que me está ocurriendo. Una vez que tenemos esta actitud inicial, la de saber que existe el sentido y que somos capaces de encontrarlo si nos ponemos a ello, lo siguiente viene casi automáticamente, porque aprenderé a ser responsable en todo momento, a disfrutar de las cosas, a dejarme interrogar y elegir libremente. En un momento he mencionado casi todas las claves de la logoterapia… Iremos poco a poco reflexionando sobre ellas. De momento, nos sirve la imagen de ir de compras para recordarnos que no tenemos recursos ilimitados y que gran parte de nuestra vida nos la pasamos en un continuo aprendizaje. Porque necesitamos llenar nuestra despensa con las actitudes vitales que nos acerquen a vivir una vida plena. Y están al alcance de nuestra mano, unas veces porque las vemos en los demás y aprendemos; otras, porque nos damos cuenta de lo que necesitamos.

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4. Turnomatic Al ir a un supermercado, e incluso en comercios varios (y hasta en oficinas bancarias, últimamente) es necesario coger turno en el aparatito que los dispensa. Es una forma de organizar y evitar conflictos. A veces, en nuestra vida, las circunstancias se acumulan, las personas acuden a nosotros y nos vemos un poco agobiados. Para estos momentos, podemos aprender de estos comercios y, mentalmente, colocarnos un turnomatic. Para organizarnos. Para organizar. Para que no nos agobien. Dar turnos sirve para saber que hay un orden y que no es caótico lo que hacemos, sino que hay un cierto control. Nosotros, que lo damos, controlamos la situación y no dejamos que nos sobrepase, porque, como en algunas instituciones (médicos, seguridad social, compañías…), hay un número restringido de números que se reparten. Tampoco nosotros podemos estar todo el día a disposición de los demás, porque nuestros recursos son limitados. Dar turnos no es desatender, sino atender cuando mejor podamos. Así calculo mis fuerzas y no dejo que las demandas me sobrepasen. Yo no me siento desatendido cuando llego a un lugar donde me asignan un turno; me puedo sentir más o menos molesto, dependiendo de la prisa que tenga o el turno que me haya correspondido, pero no desatendido. Con las personas ocurre algo parecido. Creo que es mejor demorar para poder atender en condiciones, aunque en algunas ocasiones nos vencen las prisas y queremos abarcar demasiado… y acabamos desatendiendo a todos. Para esto nos sirve la imagen del turno: para recordarnos que, incluso por respeto a la otra persona, necesitamos organizarnos. Personalmente, en mi consulta, entre persona y persona me doy un tiempo breve, unos minutos, para desconectar y reconectar. Ellos mismos ya lo conocen y ellos mismos me lo dicen: «Espero unos minutos». Creo que es una forma de respeto a la persona el acto de tomarse un tiempo para atenderla en condiciones. Lo mismo podemos aplicar a otros ámbitos de la vida… ¿Qué es mejor: una conversación apresurada y con monosílabos porque estoy con otras preocupaciones o un «Prefiero 41

llamarte luego y hablar tranquilos»? Nuestro día se llena entonces de pequeños dispensadores de turnos que nos recuerdan algo fundamental: cada persona o tarea merece mi atención total. A veces, nosotros mismos, ante las cosas que queremos o tenemos que hacer, debemos organizar turnos para llevarlas a cabo, conociendo nuestras limitaciones. Ponernos turnos nos ayuda a saber descansar, a no querer hacer más de lo que podemos. Las tareas se acumulan y tienden a sobrepasarnos en ocasiones. Tratamos de afrontarlas en totalidad y no podemos… Es necesario organizarlas mediante «turnos», prioridades, preferencias… Y contando siempre con no implicarnos en más tareas de las que podamos. Personalmente, ha sido el gran aprendizaje de estos años. En nuestro día a día, muchas ocasiones nos recuerdan que un dispensador de turnos nos viene bien: – Un compañero me pide que haga un trabajo y yo prefiero acabar el que estoy haciendo… Coja turno. – Nos piden horas extras y no podemos… Coja su turno. – Los fines de semana nuestra casa es un continuo ir y venir de visitas… Cojan turno, señores. – Voy a salir y me llaman… Coja turno. – Organizo mi plan de trabajo y alguien viene con urgencia… Coja turno. Junto al coger turno, nuestra reflexión pasa necesariamente por esperar turno. Esperar es la forma de darnos cuenta de que los demás tienen sus necesidades: que, aunque a mí me urja ser atendido, quizá el otro no puede en este momento. Recuerdo que, desde mi experiencia en la clínica, los padres y madres muchas veces no saben cómo hacer convivir sus necesidades con las de sus hijos y sus urgencias: «Estoy hablando por teléfono y me interrumpe»; «Acabo de sentarme y me llama»; «No tengo ni un minuto para mí»... Me gusta usar, en estas situaciones, la imagen del dispensador de turnos: cuando llegue tu momento, te atenderé. No puedes invadirme y pedir con urgencia todo, debes aprender a respetar que tengo mis necesidades y necesito mis momentos. El padre de una buena amiga tenía su especial forma de entender esto

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cuando, al llegar a casa, se tomaba unos minutos para desconectar antes de atender a los hijos. Todos lo sabían y contaban con ello y se respetaba ese tiempo. Una situación de «esperar turno» puede ser la siguiente: quiero quedar con un amigo o amiga para ir al cine y me dice que no puede porque ha quedado previamente y me propone ir al día siguiente. O cuando decimos a alguien «Quiero hablar contigo» y la otra persona nos dice que cuando acabe lo que está haciendo. O buscamos un rato de distracción con nuestro programa de televisión preferido… y ya hay alguien viendo otro programa. Nos toca esperar, porque no somos ni los únicos ni los más importantes.

El camino hacia el sentido pasa por aceptar los ritmos y turnos de la vida. La vida tiene un ritmo que solemos tender a acelerar. Y lo mejor de la vida es vivirla en cada instante, sin prisas, respondiendo a lo que me está preguntando en cada momento. Luchar o desesperarse por no conseguir lo que queremos, vivir pensando siempre en lo que va a ocurrir luego, en lo que está por venir… nos aleja de la posibilidad de encontrar el sentido en el presente. La imagen del dispensador de turnos nos puede venir muy bien en estas situaciones, cuando nuestra mente quiere avanzar e intentar encontrar el sentido general del futuro… El turno nos dice que ahora, este momento, es el que tengo que vivir. La logoterapia apuesta por el presente: «Hay que tener cuidado con la idea de proyecto, de meta, de sentido (dirigirse hacia un propósito). Sin duda tener un propósito que realizar en el futuro conlleva la actualización de posibilidades de valor, y este “ir hacia” plenifica con sentido la vida. Pero, si nos damos cuenta, la plenifica en el aquí y ahora. Y es precisamente en el 43

aquí y ahora donde capto lo valioso de mis posibilidades de realización, de mi potencial de sentido como proyecto. Es imposible vivenciar el sentido del futuro en el futuro, ya que este no existe en lo fáctico, solo como posibilidad. Quien vive en el futuro deja de vivir el presente. Y en el presente se da la vida. El aquí y ahora no es algo estático, sino un constante devenir. Realmente el ahora representa lo subjetivo del tiempo. En palabras del mismo Frankl: “La responsabilidad de nuestro ser no lo es solamente en la acción, sino que tiene también que serlo forzosamente en el aquí y ahora”». (Salomón Paredes, http://cpllogoterapia.com/cuidado-con-vivir-en-el-futuro )

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5. «Patas arriba»: hacer mudanza Cuando decidimos cambiar de casa y trasladarnos, todo nuestro cuerpo y nuestra mente se implican en este proceso… Nos mudamos nosotros enteros y hasta la frase con la que hablamos de esta circunstancia («estoy de mudanza») parece hacer referencia a esa globalidad con que vivimos este periodo. Si algo define las mudanzas, es el caos total que nos toca vivir durante un tiempo. No en vano se considera uno de los factores cotidianos que pueden provocar estrés. El orden o desorden organizado que hemos conquistado se rompe para empezar de nuevo a intentar saber dónde están las cosas y volver a «domesticar» un espacio nuevo. Una mudanza, normalmente, no se hace de un día para otro, sino que la tengo prevista y me he ocupado de organizarla, poniendo un poco de orden en el caos; he pedido ayuda, bien sea a especialistas o a los amigos; y he buscado medios para llevarla a cabo, desde la furgoneta alquilada hasta los coches con mayor espacio. No se improvisa. Nos situamos mentalmente en situación de mudanza cuando el desequilibrio y la desorganización están presentes en nuestra vida. Porque la vida no es lineal, sino salpicada de circunstancias que nos hacen perder el orden preconquistado. Un hecho que me trastoca puede hacer que me sienta en actitud de mudanza, porque un revés nos desorganiza más que un cambio de domicilio y nos pone «patas arriba», como nuestra casa. Un desengaño en una amistad o un amor, un pequeño accidente o incluso el nacimiento de un niño o la abuela que viene a vivir a casa, puede crear una sensación de desequilibrio y tambaleo, porque la forma en que estamos habituados a ver las cosas y hasta los espacios se desestructura. Como en un cambio de domicilio, la estructura se ha venido abajo y debemos conquistar nuevos espacios y convertirlos en aliados. La sensación de desorganización se apodera de nosotros ante un cambio no previsto en nuestra vida. Porque una variación nos enfrenta al miedo a lo que pueda venir. No en vano decimos que preferimos «lo malo conocido a lo bueno por conocer». Dependiendo

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de cómo vivamos personalmente los cambios en nuestra vida (con ansiedad, con relajación…), así viviremos la inseguridad que todo cambio provoca. Pero estamos acostumbrados a pensar según una ley lineal, donde tras una cosa sigue la otra, generalmente esperable. Menos cuando la realidad se salta nuestras arbitrarias normas y al 2 le sigue el 4 o a la b la f… Porque las cosas, en nuestra vida, no funcionan en línea recta ni siguiendo leyes inevitables. Porque a veces las cosas se tuercen, aparecen imprevistos y dos más dos son cuatro y sus circunstancias. Y el caos llega a nuestra vida como en una mudanza. Y menos mal, porque sin lo imprevisible, estaríamos cerca, demasiado cerca, de sentir que estamos predeterminados. De la forma en que organicemos las mudanzas nos servimos para cuando a nuestra mente le llegue el momento de hacer una de ellas. – Prever: el caos nunca llega, salvo en situaciones traumáticas, de forma imprevista. Podemos ir previendo en nuestra vida situaciones del día a día que nos descolocan. Y recuerda que todo forma parte de nuestro crecimiento y que un plan fracasado, por ejemplo, nos enseña a hacer frente a situaciones nuevas. Porque prever no asegura que no surjan imprevistos, sino que intento minimizarlos. Pero la vida nos sorprende con variaciones inesperadas, que trastocan nuestro pensamiento lineal. Muchas veces encuentro en la clínica personas que lo quieren tener todo previsto, controlado... Y lo que se impone es ayudarles a entender que vivir es aceptar el riesgo. El exceso de previsión coarta la libertad. – Organizar: antes de que el caos se apodere, lo combato con organización. Y si todo nos lleva a descontrolar, mantenemos una cierta disciplina interna. Esto quiere decir que pondré todo lo que pueda por mi parte para mantener un cierto orden interno y que no voy a dejar que la sensación de desorganización se apodere de mi vida. Supone no dejarse llevar por la sensación de que no podemos hacer nada. – Pedir ayuda: siempre hay un amigo dispuesto a echarnos una mano. O, en caso de que sea necesario, profesionales de los traslados a los que poder contratar. Pero es necesario que nos sintamos necesitados de ayuda para la mudanza, para la vida o para el encuentro del sentido. Pedir ayuda no es fácil para 47

algunas personas, pero hay momentos en la vida en que hemos de reconocer nuestra vulnerabilidad. El encuentro con los propios límites siempre es interesante. A los niños, al menos antes, se les educaba en los límites, pero ahora, de mayores, parece que los hemos olvidado. – Buscar medios: tenerlos previstos es una forma de aminorar los riesgos. No puedo ir a alquilar un furgón el mismo día de la mudanza. He de tenerlo previsto de antemano. Pero he de saber que no tengo a mi alcance todos los medios. Que sí, que seguramente la mudanza sería más sencilla con una flota de camiones con elevadores… Pero mi economía no me lo permite. Si pienso que sin estos medios no podré hacer un cambio, me quedo paralizado. Si soy realista y cuento con los medios de que dispongo, el cambio es posible. Nuestro caos necesita medidas a nuestro alcance para organizarnos.

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La mudanza es una oportunidad de cambio y de organización, si dejamos que lo sea. Una casa nueva es un mundo sugerente y capaz de abrir nuestra mente. La rutina puede dar paso a la creatividad. Y, mentalmente, ocurre que cuando una circunstancia irrumpe, sacamos fuerza de donde no creíamos que existiera y nos superamos. Tenemos dentro una gran capacidad de cambio y de nueva organización, de acomodarnos a las circunstancias y permitir nuevas experiencias. Al fin y al cabo, toda 49

circunstancia es una pregunta que la vida nos plantea. Y siempre, insistiré en ello sin pudor, somos libres para elegir la respuesta que queremos dar. Creo que en la búsqueda del sentido nos tenemos que situar mentalmente en esta actitud de mudanza, porque hemos de renunciar a lo que conocíamos (nuestro espacio personal, nuestros esquemas mentales…) y tener la osadía de contemplar el nuevo espacio y decidir qué quiero hacer con él. En nuestra «mudanza de tinte existencial» la pregunta, desde la búsqueda de sentido, no tiene que ver tanto con el por qué me mudo sino con el para qué, respondiendo a esta realidad inmediata.

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6. El cajero automático Vivimos en la edad de las tarjetas, los chips, los números personales… Forman parte de nuestra experiencia cotidiana. También esta forma de operar sobre nuestras cuentas bancarias tiene algo que enseñarnos sobre el ser personas y sobre nuestra búsqueda de sentido, si nos dejamos enseñar por algo tan cotidiano. Por más prisa que uno tenga, el cajero automático no lo entiende. Aunque te desesperes y te entren los nervios y tus dedos tamborileen sobre la repisa, él sigue su ritmo hasta que expone las frases precisas: «Teclee número personal» → «Seleccione opción» → «¿Desea justificante?». Es inútil intentar acelerar los pasos del cajero. Si apuras mucho y precipitas su proceso, cancela la operación y te devuelve (si tienes suerte) la tarjeta sin dudarlo. Otra característica de los cajeros, sobre todo los más solicitados, es que siempre están ocupados y nos toca esperar. Intentaremos no olvidarlo en nuestra reflexión. Y un tercer rasgo, casual pero molesto: parece que se desconectan y se quedan fuera de servicio (con o sin el consuelo del «temporalmente») justo cuando más los necesitas. Estas tres características (seguir su ritmo, estar ocupado y desconectarse) nos sirven para pensar sobre nosotros y sobre nuestras relaciones. Porque no siempre aceptamos de buen grado que el ritmo del otro sea más lento de lo que nos apetece. Desde el ritmo de leer, de andar, de procesar las experiencias y, como en nuestro caso, de ver el sentido de lo que le está ocurriendo. Corremos. Nos precipitamos. Adelantamos. Tamborileamos mentalmente. Los que tenemos experiencia en la ayuda desde el ámbito clínico lo sabemos, porque a nosotros mismos nos ocurre y a veces somos poco respetuosos y queremos acelerar los procesos. Con el tiempo te das cuenta de que el ritmo es propio de cada persona y que debes amoldarte y seguirlo, siempre al lado, nunca por delante. Puedo ver muy claro que, en esa situación que vives, la pregunta que te estás haciendo no es la adecuada… pero no se trata de que yo lo vea, sino de que tú encuentres la pregunta correcta. Puedo tener claro por dónde yo, si viviera 52

tu situación, dirigiría la mirada hacia el sentido… pero no vale de nada, porque eres tú el que tiene que mirar. Y las personas no son cajeros automáticos que ni sienten ni padecen, sino que les llega nuestra premura y puede producirles desconfianza o bloqueo. La impaciencia, con los cajeros y con las personas, no es buena consejera. La reacción de cada uno depende de sus características personales: hay los que se desesperan, los que intentan acelerar el proceso y los que aceptan el ritmo. A partir de esta imagen, de esta metáfora, podemos empezar a pensar que cada persona tiene una secuencia, un camino, un ritmo, que debemos y podemos respetar si queremos. Igual que nos gusta que sigan o al menos no estorben nuestro proceso y nuestra forma de actuar, nos damos cuenta de que al otro le apetece lo mismo. Y decidimos respetar. Ante las personas que conocemos de nuevo y ante las que ya sabemos cómo son, hemos de hacer lo mismo que en los cajeros automáticos: respetar una secuencia que no se puede acelerar. Esa va a ser la clave del dar y recibir, del intercambio: respetar el ritmo, la secuencia…, respetar a la persona. Si lo rompo, algo falla. Y corro el riesgo de que se anule la operación, la relación. Seguro que, en algún momento, has tardado un poco más de la cuenta en recoger el recibo o la tarjeta y el cajero te ha avisado con luces o sonido. También en nuestras relaciones, la comunicación no verbal y la verbal nos hacen entender que el otro está a punto de cancelar el intercambio. Estar atento permite corregir y solucionar el problema. A veces, si tardas en recoger el dinero, el cajero lo vuelca en su interior, por seguridad. Y si corremos mucho y no respetamos el ritmo, las personas se pueden encerrar en sí mismas y entonces estoy lejos de todo lo que pretendía, sea dinero en efectivo o acercarme al otro. En el cajero y en las relaciones, el dar y recibir afecta a nuestra cuenta. El intercambio nos desgasta, pero también nos proporciona medios. Nos afecta a los dos, no nos deja impasibles, sino que algo se mueve dentro de nosotros. Viktor Frankl lo expresa de forma magistral al hablar de que en cualquier relación hay una «x» y una «y», dos personas, y cada una es afectada por la interacción: «Una ecuación con dos incógnitas: x + y. En la ecuación, “x” representa la unicidad irrepetible de la personalidad del paciente, e “y”, la cualidad no menos única e irrepetible de la personalidad del terapeuta. Con otras palabras, no cualquier método se deja aplicar en todos los casos con las mismas expectativas de éxito, ni todo terapeuta puede manejar cualquier método con la misma eficacia. Y lo que vale para la psicoterapia en general vale en particular también para la 53

logoterapia» (Frankl, La psicoterapia en la práctica clínica, 33-34). Los dos somos partes de la relación y los dos aprendemos y avanzamos juntos. Ya no hay diferencias. Cada acción que haga o deje de hacer afecta a nuestra vida y nuestro encuentro. Rescatamos, ahora, la importancia del factor humano. Y es que no caben recetas universales para el encuentro, sino que debemos estar plena e intensamente centrados en el momento que estamos viviendo.

Hay otra característica de los cajeros que puede sugerirnos una pista nueva para nuestro avance: para poder operar, hemos de usar nuestra clave personal. Y solo, en el cajero y en nuestras relaciones, se la vamos a dar a quien nos merezca confianza. El 54

número personal nos salvaguarda de intrusos, de manipuladores y de interferencias. La clave secreta, en nuestras relaciones, es la información que damos al otro sobre nosotros mismos, la autorrevelación, elemento importante en el avance de las relaciones, pero que supone cierto riesgo, porque nos deja indefensos ante el otro. En la terapia se muestra como un elemento que favorece la confianza, el contacto. Todo lo que aportamos de nosotros mismos en cualquier tipo de relación es un regalo y estímulo para el otro. Por eso, como el pin, solo es para personas de confianza. Y a veces ocurre que el cajero no está operativo. Aparte de lo mejor o peor que nos siente, es cierto que los cajeros no siempre están disponibles. Y ocurre también que, a veces, queremos acercarnos a los otros y tampoco lo están. Igual que con el cajero, tenemos que aceptarlo. E, igual que ocurre con los automáticos, no siempre van a estar así, pues es probable que se deba a un fallo temporal y al cabo de cierto tiempo volverá a estar a nuestra disposición. Los demás tienen derecho a estar, en ciertos momentos, «fuera de servicio». También a los que tratamos y conocemos, algo puede impedirles entrar en contacto. O no quieren, o no saben, o no pueden. Y forzarlo es inútil. Insistir en ese momento, cuando alguien no nos puede atender, es igual de inútil que intentar introducir la tarjeta cuando el cajero no funciona. Espera a que se solucione. En el saber esperar encontramos la clave para muchas de nuestras relaciones. La pista para hacerlo posible será entender que no es el cajero el que no quiere atendernos, lo cual sería tomarlo como algo personal, sino que ahora no puede. Ni él ni la otra persona o personas con las que queremos relacionarnos. Tomarlo como algo personal afecta y provoca un bloqueo en la relación. Ante la pregunta por el sentido, seguro que muchas veces somos capaces de ver las pistas de sentido que debe recorrer la otra persona (ocurre con frecuencia en la relación terapéutica), pero el camino hacia el sentido lo ha de recorrer la persona, no nosotros. Necesitamos aprender a esperar. Igual ocurre en nuestra vida en diversas ocasiones, cuando queremos a toda costa establecer una amistad y la otra persona no está en su momento para ello. O cuando queremos que nuestro hijo aprenda a leer antes que nadie. O cuando, en definitiva, no respetamos las necesidades del otro. En una relación, cada uno tiene sus necesidades. Intentar forzar bloquea e impide cualquier contacto.

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Algunas veces, seguro que más de las que deseamos, el cajero está ocupado y nos toca esperar. Claro que no aceptaremos tener que esperar para que nos atiendan (el cajero o las personas) si nos creemos los únicos o los más importantes. No entenderemos tener a alguien por delante si pensamos que el otro tiene la obligación exclusiva de entregársenos en cuerpo y alma. Si en el cajero suele ocurrir que tenemos que esperar, a veces, en nuestra vida, nos toca esperar sin que haya más remedio, porque la persona a la que buscamos está en otros asuntos. Nos puede disgustar, pero es así. Y si a nosotros la operación que vamos a hacer nos parece la más importante, para el otro lo es la suya y, para el cajero, una más. Esperar es un ejercicio positivo para nuestro narcisismo, para aprender a dejar de creernos los únicos. Es bueno para nuestra humildad, aunque frustrante para nuestros nervios. Esperar cuando es necesario es todo un aprendizaje.

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7. Releyendo el código de circulación No he inventado unas nuevas normas de circulación; no soy tan osado. Las normas y el código son los que hay, pero, en este juego de metáforas, algunos elementos de la teoría que aprendemos antes de poder conducir nos vienen bien. El objetivo es simple: que una realidad cotidiana, algo que encontramos todos los días, nos hable de algo diferente, que nos sirva como recordatorio de que se pueden hacer distintas lecturas.

Stop Ha llegado el momento de parar. No basta con disminuir la velocidad y el ritmo en que nos encontramos. Es hora de detenerse, mirar y decidir cuándo ponerse en marcha. Muchas veces, en la vida, el ajetreo diario nos lleva como locos de un sitio a otro sin parar y sin darnos cuenta de que hay otros en la misma carretera, de que no vivimos solos en la sociedad, sino que hay más personas. Un stop en la carretera me hace, simbólicamente, pensar en las veces en que se impone una parada total. Me detengo, observo, decido y arranco con nuevas fuerzas. Porque en ese momento de volverme hacia mí mismo, de sentirme a solas con mi propia intimidad, he recuperado la fuerza que me hace seguir. Un momento de silencio tras un día ajetreado, una pausa en la conversación, un rato para pensar mis cosas… son mis stop, mis paradas. Y no cuento conmigo solamente, sino que me sirve para ver cómo vienen los demás. Porque están también en la carretera y el camino lo andamos juntos. Un rato que dedico a estar con mi pareja o hijos, un momento de soledad o un tiempo para hacer lo que me gusta, son mis particulares señales de que puedo detenerme. En un cruce, metáfora de un cambio en mi vida, me reservo el derecho de parar y renovar la energía, porque me viene bien hacer un alto. 58

¿Cómo parar? El frenazo es la posibilidad extrema si no lo he visto. Pero ante la vida quiero ir con ojos abiertos para no tener que parar bruscamente. Cuando noto que estoy hecho un lío, que algo me dice que necesito parar, porque voy muy acelerado y no soy capaz de ver las bifurcaciones…; cuando los demás nos dicen que llevamos un ritmo excesivo y que necesitamos disminuir, son señales de que se impone parar. Y el stop nos lo recuerda. Parar, mirar, decidir: son buenas enseñanzas para la vida. A veces la vida nos hace parar con un frenazo: una enfermedad, una adversidad, un suceso inesperado… nos obligan a parar. En estos momentos es cuando podemos poner en marcha nuestros mecanismos para el encuentro del sentido. Pase lo que pase, siempre tengo la opción de decidir cómo lo quiero afrontar. Porque dentro de nuestros valores, existen los «valores de actitud», que hacen referencia a la actitud con la que quiero afrontar cada momento que me venga y cada situación que me obliga a parar. Nelson Mandela no se sintió prisionero, comenta él mismo, en la cárcel. Porque nos pueden arrebatar todo, menos la libertad de decidir cómo queremos afrontar las situaciones. Mis stop me ayudan, porque en ellos me encuentro «al ralentí», al mínimo de actividad, pero cargado de potencia. La energía espera una orden para arrancar y seguir circulando. Porque en el stop se para, pero con la intención de seguir caminando. Como cuando nos reservamos un tiempo para nosotros antes de actuar. Como, por ejemplo, ante un problema o una duda, me doy un tiempo y no dejo que las decisiones se tomen ellas solas. Soy yo quien decido cuándo avanzar. Y, si conozco mis necesidades de detenerme, puedo ayudar a los demás a conocer y respetar las suyas. Si no saben cuáles son, se las puedo sugerir (nunca imponer) para que no desaprovechen ese enriquecedor momento de contacto consigo mismos. Seguramente, cada parón en nuestra vida, sea acelerado o previsto, nos permite acercarnos al sentido. Y el encuentro pasa por, primero, ser conscientes de que este que vivo es un momento importante, por descubrir que la vida me está diciendo algo. Es justo ese el mejor momento para preguntarme qué.

Ceda el paso

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Muchas veces pienso que esta es la «señal de la humildad», el lugar de dejar pasar al otro. Pero supone reconocer que el otro viene con sus necesidades, su fuerza y sus intereses. Y que tiene la prioridad. Yo debo dejarle pasar, renunciar a ser el primero para que el otro pueda serlo en ese momento.

Cuando, en un cruce o incorporación, encuentro esta señal, me fijo para ver si viene alguien y, si es así, calculo la velocidad y fuerza con que viene, leo sus intenciones y tomo la decisión de pasar o esperar. Cuando alguien se acerca, siempre lo hace con alguna intención (comunicarse, enfrentarse…). Y también debo hacer un análisis de su forma de venir. Reconozco – aunque no es fácil hacerlo– que es otro y a partir de ahí sé que tiene prioridad. Un «Ceda el paso» es ocasional y temporalmente limitado, porque en otro momento seré yo quien tenga la prioridad. Pero, ahora, importa reconocer al que llega como distinto a nosotros, con sus necesidades, prioridades personales, intereses y preferencias. Por eso, a partir de este reconocimiento, me planteo cómo viene el otro y sus intenciones. E intento atenderle en lo que necesita, pero siempre partiendo de lo que necesita y no de mis necesidades, que es un juego en que solemos entrar habitualmente, aun con las mejores intenciones. La considero la señal de la humildad, en cuanto significa reconocer que no tengo la prioridad, que el otro está por delante de mí, que en este momento el importante es el otro y es él quien debe pasar primero. En una de nuestras relaciones habituales, el «Ceda el paso» nos llevará a callar para que el otro hable; significa darme cuenta de que tiene sus necesidades. Desde la psicología en la clínica, es importante reconocer que el verdadero protagonista de la transformación es quien viene a consultar, no el profesional 60

que orienta. Darse cuenta de esto es una forma de ceder el paso, de reconocer que él tiene la clave para el cambio. Lo contrario es creer que yo puedo decirle a alguien lo que debe hacer. Y cada vez estoy más lejos de creer que puedo cambiar a las personas… Es cada persona la que decide cambiar. De la logoterapia aprendo que el otro es, como mínimo, igual de importante a como me creo yo, que no existen diferencias entre nosotros. La ecuación se iguala en el ser humanos. Y que no puedo decidir por nadie, porque la libertad es un don privado que compromete nuestra responsabilidad. Situarnos mentalmente en esta señal nos ayuda a reconocer que el otro es el primero ahora. Ceder el paso es dejar hacer, actuar o expresarse al otro. Ceder no significa renunciar a nuestras propias necesidades, sino dejarlas a un lado de forma temporal. A nosotros nos parece que lo nuestro es lo esencial, y muchas veces no escuchamos porque estamos más pendientes de lo que vamos a decir que de lo que el otro necesita. Para, escucha, atiende, preocúpate…, cede el paso.

Prohibido adelantar Respeta el ritmo de la otra persona y no intentes sobrepasarla. Cada uno tenemos nuestro propio ritmo para todo, para crecer y convertirnos en personas, para querer y para madurar. También para encontrar el sentido. Es un ritmo que nos sale de dentro y pedimos que se respete para no sentirnos avasallados. El coche al que ya desde lejos se le ve la desesperación por adelantarnos nos pone nerviosos. A cualquiera de nosotros, cuando vamos a nuestro ritmo y alguien mete prisa, eso nos incomoda. Conozco parejas que se han roto por no respetar mutuamente los ritmos, porque uno de los dos se ha empeñado en acelerar y al final se ha alejado, y es que no podemos, salvo en contadas ocasiones, cambiar radicalmente nuestro ritmo. Lo comprobamos en la clínica: cuando uno de los miembros de la pareja pide ayuda y entra en un proceso de desarrollo mientras que el otro se mantiene en los mismos esquemas, es difícil el entendimiento, es como si habitaran planetas diferentes. Es cierto que uno debe seguir su proceso y no estancarse, pero esto supone algún peligro de «desacomodamiento» que debemos tener en cuenta. 61

Respetar el ritmo del otro es aceptar que cada uno circulamos a nuestra velocidad. Haremos lo posible por que sea la adecuada, pero nunca a costa de adelantar y dejar atrás, si queremos caminar con el otro. Es muy importante para los terapeutas respetar el ritmo del otro, no adelantar. Y los padres necesitan hacer lo mismo con sus hijos. Solemos andar acelerados y con ganas de acelerar a los demás. Cuando nos entran deseos de superar a los otros, aunque sabemos que esto puede llevar al distanciamiento; cuando, en algún resquicio, deseamos sobrepasar al otro; cuando nos apetece demostrar que podemos ir más rápido… podemos encontrar en nuestra memoria icónica la señal de «prohibido adelantar» y aprender a respetar el ritmo del otro. Porque si va a esa velocidad, tiene sus motivos y debemos tenerlo en cuenta. Respetar es considerar que el ritmo ajeno es válido aunque no coincida con el nuestro, Creer que en la diferencia encontramos el punto en común y no pensar que somos los únicos. Respetar es considerar al otro capaz de variar su ritmo si es necesario, sin necesidad de que presionemos. Respetar es reconocer la valía del otro y su aptitud. A veces tenemos mucha prisa, en general en nuestras relaciones, por ayudar al otro, por decirle lo que creemos que le ayudará a mejorar… pero nada de lo que digamos va ser útil si no se adapta al ritmo que necesita. Respetamos ritmos si estamos convencidos de que vale la pena hacerlo y nos interesa ir con el otro. Y lo tendremos en cuenta para no dejar atrás a nadie, sino intentar que vayamos parejos. Porque quien adelanta y supera a todos se acaba sintiendo solo y el otro, avasallado. El «prohibido adelantar» se convierte en un interno «prohibido avasallar».

«Zona de incertidumbre» Siempre me ha resultado sugerente la idea de una «zona de incertidumbre» que rodea a los peatones. Es una forma de decir que no sabemos qué va a hacer el viandante, que debemos extremar la precaución. Y es cierto que a cada uno nos rodea esta «zona» y somos imprevisibles para los demás, porque podemos tener una reacción que no esperan y que, quizá, nosotros tampoco esperamos. Por ejemplo, ante un fracaso en un examen, siempre nos 62

deprimimos, pero esta vez nos da por reírnos. Hemos usado nuestra zona de incertidumbre y no hemos reaccionado como se esperaba. Reconocemos nuestra propia zona imprevisible cuando observamos en nosotros reacciones no habituales. Y lo que es mejor, reconocemos en los demás el derecho a reaccionar como quieran, puedan o les apetezca. Y valoramos y celebramos lo que en el otro rompe nuestras expectativas. Resulta más fácil decirlo que hacerlo, pero es necesario contar con lo imprevisible del ser humano. Incluso en el ambiente oprimido del campo de concentración, algunos prisioneros y «capos» reaccionaban de un modo que no se esperaba de ellos: el mismo Frankl cuenta que un militar compró de su bolsillo medicinas necesarias, reaccionando desde esa zona de incertidumbre que lleva a todo lo contrario de lo que esperaríamos. Cada uno de nosotros tenemos una zona privada, que pedimos y queremos que los demás respeten: esa zona personal en la que no dejamos entrar a nadie y que, a veces, ni nosotros mismos conocemos. La «zona de incertidumbre» nos protege de las rutinas y de los estereotipos de reacción que solemos mantener. Respetar esta zona nos hace ver al otro siempre como una incógnita y renunciar a nuestras expectativas sobre cada cual, porque la persona es más que lo que suele hacer y más que la forma en que suele reaccionar. Conocemos experiencias de personas que han reaccionado con fuerza inesperada ante un revés de la vida y nos damos cuenta de que han roto nuestros esquemas. Y reconocemos que todo el mundo tiene derecho a reaccionar de modo imprevisible. Esto aporta una duda y nos puede resultar incómodo en la relación… pero ganamos en humanidad porque nos acercamos a la persona tal como es. Frankl habla de la individualidad. Cuando hace un elenco de las bases de su antropología, habla de que cada ser humano es único y diferente –y en eso consiste su grandeza– y nuestra obligación es tratar a cada ser humano de forma distinta. Y no reducir al hombre a una sola característica. Y creer, siempre, que el ser humano es más que lo que hace o lo que le ocurre. Y que tenemos libertad (zona de incertidumbre) para elegir cómo queremos reaccionar ante lo que nos sucede. Esta idea de que somos libres para elegir cómo queremos afrontar lo que nos ocurre es una de las aportaciones más enriquecedoras, 63

desde mi punto de vista, de Frankl. Conocemos situaciones en que las personas han sido probadas hasta el límite, han sufrido mucho y, sin embargo, han reaccionado positivamente. Incluso nosotros mismos, cuando algo nos ha sobrevenido, reconocemos que hemos «sacado fuerzas de flaqueza» para superarlo… Esa es la zona de incertidumbre, donde ni siquiera nosotros sospechábamos que podíamos reaccionar de un modo determinado. Cuando Viktor Frankl se refiere, claro que con otros términos, a esta idea, habla de los «valores de actitud»: ante cualquier circunstancia en la vida, podemos elegir la actitud con la que queremos vivirla. Esto supone reconocer esa zona de incertidumbre o «capacidad de oposición del espíritu» gracias a la cual, aunque esté en un campo de concentración, haya sufrido una pérdida o me enfrente al peor momento de mi vida, desde mi libertad (que siempre existe) puedo elegir con qué actitud vivirlo.

Isleta Una isleta en la calzada es una zona donde los coches no pueden entrar. Sirve para organizar el tráfico y como refugio de emergencia para el peatón. Y, para nosotros, una isleta es el momento que nos dedicamos a nosotros mismos de forma exclusiva, nuestro refugio, un castillo donde resguardarnos cuando necesitamos tomar un respiro. Para unos, este refugio puede ser tener una afición; para otros, salir con amistades; o ir a algún espectáculo que apetezca… Porque vivimos la vida ajetreados y el tráfico va rápido y necesitamos un descanso, un lugar donde resguardarnos y sentirnos seguros para recuperar fuerza. En una isleta me encuentro protegido, porque el tráfico no puede molestarme. Veo los coches o los problemas pasar, pero desde un lugar seguro, buscando lucidez para seguir y evitar los peligros. Si tenemos un problema acuciante que viene como un coche a toda velocidad, la isleta consiste en tomarnos un tiempo para ver la cosas con calma. No evito el problema, sino que me distancio para poder verlo mejor. Nuestro refugio es personal para cada uno. Y necesitamos construir uno a nuestra medida, con aquello que nos hace sentirnos bien, satisfechos, relajados y en paz.

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Y los otros también tienen y necesitan su refugio, su zona de cobijo. «No quiero hablar ahora», «Necesito tiempo»… son algunas de las expresiones con que los otros nos transmiten su necesidad de refugiarse en la isleta. Es como el tiempo muerto que se pide en los partidos de baloncesto, a veces para romper el juego y en otras ocasiones para organizarlo. Cuando reconozco mi propia necesidad de isletas, estoy más preparado para reconocer la de los demás.

Calle sin salida No sigas por ese camino. Te lleva a un momento en tu vida en que no tienes salida. Se puede tratar de una elección de carrera que no me satisface, de una pareja, de una afición… Has ido recorriendo el camino tal como se ha presentado y ahora te das cuenta de que no puedes continuar. Da la vuelta, aunque tu orgullo quede herido. Vuelve sobre tus pasos, rectifica, cambia, decide una alternativa. Todo lo que hacemos en nuestra vida es fruto de decisiones personales. También tomé, de forma más o menos lúcida, la de entrar en este camino sin aparente salida. Tenemos muchas veces la sensación de que nos encontramos en un punto ciego y que algo nos ha llevado aquí. Buscamos posibles responsables y nos lamentamos (dicho de forma suave) por estar en este punto. En las situaciones clínicas es muy habitual encontrar esta sensación, y en esos casos me gusta recorrer el camino a la inversa, para comprobar con los consultantes que el lugar donde se encuentran es fruto de decisiones tomadas. Y, si bien las decisiones no se pueden cambiar, reconocer que el lugar donde me encuentro no es un acontecimiento al azar me devuelve la responsabilidad personal y el convencimiento de que, si he tomado decisiones, las puedo seguir tomando. En el caso del camino sin salida la decisión es fácil. En otras situaciones no es tan sencilla, pero siempre es posible, con decisiones nuevas y con la decisión (perdón por el juego de palabras) de seguir decidiendo. Si el camino en que te encuentras no tiene salida, da un giro a tu vida. ¿Puedes ver esa señal que te dice que no sigas, que no hay salida? ¿Puedes dejar que los demás te

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ayuden a verla? Y la pregunta clave: ¿darás marcha atrás? Porque a veces somos tan creídos que no aceptamos de buen grado tener que retroceder.

Cambio de sentido En las autovías, esta señal indica la posibilidad de cambiar el sentido de la marcha. Es, siempre, una posibilidad cuando nos equivocamos. Y en nuestra vida, en un sentido mucho más amplio, el cambio de sentido es posible si somos capaces de reconocer que hay algo que no va bien, que estamos siguiendo un camino que no es el correcto y que corremos peligro, como acabamos de ver, de alejarnos de nuestro objetivo o de entrar en una calle sin salida. No es tan fácil reconocer que vamos en dirección equivocada porque, en general, creemos que son los otros los que no van bien. Pero si, con sinceridad, lo aceptamos, el cambio es posible. El primer paso para dar un vuelco a nuestra situación es reconocer nuestro error. De nuestra capacidad para reconocerlo nace el cambio. Después nos hemos de plantear si el cambio nos atrae o nos asusta, si estamos motivados para movernos hacia otra dirección. Porque, a veces, preferimos quedarnos como estábamos a enfrentarnos a lo desconocido y nos es más cómodo mantenernos que variar: «Virgencita, que me quede como estoy», decimos, más o menos en broma. Nos limitamos y no nos dejamos avanzar. Alguna que otra vez, incluso encontramos beneficio (doloroso, pero ventaja al fin y al cabo) en nuestra situación, bien sea por la seguridad de un esquema conocido, porque conseguimos algo de los demás o porque nos hace sentirnos mejor la seguridad que el riesgo. A veces el cambio de sentido supone encontrar un sentido nuevo a lo que se hace. Podemos encontrarlo. Siempre está a nuestro alcance. La rutina diaria nos lleva a perder, a veces, la noción de lo que estamos haciendo. Es necesario saber leer las señales que, en la vida, nos hablan de que necesitamos un cambio en la dirección que llevamos. En las autovías, y en la vida, el cambio de sentido es siempre una posibilidad, no una imposición. Puedo decidir seguir en la misma dirección, quizá esperando otra oportunidad para cambiar, quizá prescindiendo de las señales que me ofrecen una alternativa. Al final, es una decisión desde la libertad personal.

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8. La armadura Cuando la batalla está cerca, lo adecuado es protegerse. Una armadura es un medio para hacer frente a la lucha sin que el riesgo sea excesivo. Las armaduras son de distintos tipos. Basta visitar un palacio o museo donde las haya para darse cuenta de su enorme variedad y perfección, de su diseño ajustado a su propósito. Las hay completas y parciales. Las primeras protegen el cuerpo entero, mientras que las segundas se ocupan de partes determinadas (pecho, cabeza, brazos, piernas…). La simbología de las armaduras es muy sugerente; merece la pena detenernos un poco en detalle para ver cómo son. Una armadura es: – Personal: se hace para alguien en concreto, sea persona o animal (hay armaduras para caballos y para perros) y parte de sus medidas y complexión física. No sirve para nadie más. Y se debe adecuar a las necesidades personales. – Articulada, móvil: cada parte de la armadura se ensambla de forma que se pueda mover para que sea práctica; la rigidez es enemiga de la protección. – Fuerte: que resista los golpes. Como los ataques que recibimos son «de verdad», la armadura debe serlo también. A ataque fuerte, fuerte protección. – Extraíble: se pone y se quita dependiendo de las necesidades. No se puede estar con ella puesta todo el día. – Ligera: he de poder con ella. – Invulnerable (o al menos, tender a serlo): lógicamente, no lo son del todo (la realidad es que, a pesar de ellas, algunos soldados caían en el combate). Usaremos nuestra armadura cuando preveamos que la batalla está cerca. Hay armaduras «pequeñas» que nos ponemos en situaciones diarias en las que intuimos que necesitamos una defensa: el chaval que llega tarde a casa y teme la bronca; el empleado 69

al que citan en el despacho del supervisor; el niño que alborota y lo mandan al despacho del jefe de estudios… Nos preparamos mentalmente para estas situaciones. Es como colocarse una protección que impide que nos sintamos excesivamente mal. Hay otras situaciones en que necesitamos una protección mayor. Preveo que algo me puede dañar y me pongo en disposición mental de salvaguardia, porque esta es la función principal de la armadura: sé que puede ocurrir y lo preveo para que no me haga daño. Necesitamos saber qué hemos de proteger. Recuerda que hay armaduras para casi todo y que protegen cualquier parte del cuerpo. A ver dónde te hace más falta. A ver en qué parte eres más vulnerable. Quizá la cabeza, los pensamientos… En ese momento, sería bueno tener un pensamiento que nos proteja de los ataques como «Esa es tu forma de pensar, pero no necesariamente hemos de coincidir…» o «No creo que sea…». Son preparativos que aminoran el daño que las circunstancias pueden hacernos. En otras ocasiones, la mejor protección es tener previstas contestaciones adecuadas a la situación que nos parece que podemos vivir. El «sí, pero…» que podemos objetar nos protege y hace ver que el ataque nos llega, pero no nos derrumba. El mejor pensamiento que nos regala Viktor Frankl ante las circunstancias que nos pueden ocurrir es que nosotros, cada uno, somos más que lo que nos ocurre. Ante una enfermedad, por ejemplo, vienen a nuestra mente miles de pensamientos, pero hemos de proteger nuestra mente haciendo primar el pensar que no somos ni siquiera los pensamientos que tenemos. «Pero mis pensamientos son frutos de mi persona, si bien se refieren a algo real; mis ideas son mis conceptos, son míos» (Etchebehere, El espíritu desde Viktor Frankl, 28). En este sentido, me gusta mucho, cuando atiendo a niños en la clínica, «jugar» a desmontar los pensamientos que traen grabados casi como instrucciones: a base de preguntar y repreguntar de dónde salen esos pensamientos, acaban comprendiendo que, como les suelo decir, «tú eres el amo, tú eres jefe de tus pensamientos». Soy más que el error cometido en el trabajo, mi mal comportamiento o cualquier otra circunstancia. Pero hay otras partes de nuestro cuerpo que pueden necesitar protección, y eso lo sabemos cada uno de nosotros mejor que nadie. Recuerdo, en el contexto de las terapias, haber sugerido a alguna persona que buscara un modo de proteger su corazón, porque la

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experiencia de desamores y decepciones lo había convertido en el órgano más débil. Aprender a distanciarse, a mantener el corazón a salvo y no ponerlo en riesgo en cualquier relación, fue el verdadero aprendizaje.

O quizá necesitamos proteger especialmente nuestros brazos, con los que contactamos con los demás; o las piernas, que nos ayudan a acercarnos a los otros… 71

porque a veces establecemos contacto con demasiada facilidad, o no lo establecemos en absoluto. O me acerco con tanta ansiedad a los otros que provoco su alejamiento (cada uno tenemos una zona de contacto con los otros que debemos proteger, esa cierta intimidad que me hace no contarle todo a todo el mundo, sino saber elegir) o me pierde la premura con la que intento un acercamiento… Las armaduras son personales, siempre han de serlo. Por eso necesito saber cuáles son mis debilidades, mis flaquezas, para centrar mis esfuerzos en esa zona. Claro que esto supone reconocernos débiles y limitados y no siempre lo aceptamos de buen grado. Si necesito armadura, es porque soy vulnerable. De cómo viva yo las limitaciones dependerá la armadura que me construya. La armadura es un arma de doble filo y hay que saber usarla, porque nos convierte en seres rígidos, encorsetados. Es preciso que sea fuerte para que nos aísle del peligro, pero con frecuencia nos aísla también de todo lo demás. Hemos de saber prescindir de ella cuando ya no haga falta. Una protección que solemos usar es la ironía, que ciertamente nos protege de daños que nos puedan sobrevenir, pero que en otras ocasiones puede resultar un obstáculo para la comunicación y las relaciones. La armadura del cinismo, del humor ácido, no debo llevarla siempre puesta. Hay una diferencia entre usar una protección y estar siempre sintiéndose en peligro. Quien está permanentemente en actitud de defensa acaba siendo tan molesto como llevar una armadura sin podérsela quitar. Recuerda que algo que las define es ser articuladas, que permitan movilidad. Si estamos encorsetados en un esquema de respuesta, perdemos libertad de movimientos. Y han de ser extraíbles. Nuestras protecciones han de ser de quita y pon; se usa cuando haga falta, pero luego nos la quitamos. No podemos estar siempre en situación de protección máxima. Si no somos capaces de prescindir de nuestras protecciones, es posible que tengamos algo que solucionar. Conozco gente que siempre está defendiéndose: es muy difícil acercarse a ellos, porque el contacto está imposibilitado. No se puede estar siempre como cuando nos llama el jefe al despacho. La armadura ha de ser ligera o corremos el riesgo de acabar gritando, como el rey Ricardo III, caído de su corcel en la batalla: «¡Mi reino por un caballo!». Tengo que poder con ella (un dato de historia: las armaduras pesaban una media de 25 kilos,

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pudiendo llegar en algunos casos a los 40), porque cuando me impide movilidad, es útil si cuento con ayuda, pero inútil si estoy solo. He de poder manejarla. Si para que no me hagan daño e ir protegido he de cambiar de tal forma mi manera de pensar que no tengo agilidad, que se me hace cuesta arriba y carezco de libertad porque me siento atrapado, entonces esta protección no me sirve. Hay veces en que hemos de reconocer que estamos demasiado protegidos, que incluso esta sensación de andar con armadura por la vida se ha convertido en una actitud vital y estamos a la defensiva constantemente. Seguramente por miedo a que nos hieran: no me enamoro para no sentir dolor si se acaba, no disfruto porque tengo muy presente que los buenos momentos se terminan, no me muevo para no caerme... Pero el dolor, ya lo sabemos, forma parte de la vida. Y a veces la armadura me tiene tan absolutamente aislado que no vivo. Siguiendo con esta metáfora, toda armadura tiene un talón de Aquiles, un resquicio por donde nos pueden hacer daño. Aceptarlo forma parte del juego de protegerse. Las armaduras son un elemento principalmente de defensa, pero a veces tienen elementos para el ataque: pinchos, cuchillas… El ataque es una técnica distinta, que habrá que aprender cuando sea necesario. Ahora, lo importante es saber defenderme de tal forma que los ataques que recibo no me dejen fuera de combate. La ley de la guerra nos hace caer en la cuenta de que muchas veces es preferible una buena defensa al ataque.

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9. El bambú Hay dos características del bambú que me llaman mucho la atención y que, si nos fijamos en ellas, nos sirven para reflexionar. Es, lo adelanto, una metáfora del crecimiento y del respeto al ritmo personal. La primera idea que me sugiere es el tiempo que necesita prepararse para germinar. El bambú tarda siete años en sacar los primeros brotes, una vez que se ha plantado la semilla. ¿Un tiempo excesivo? Comparado con otras plantas, eso parece. Sin embargo, es su tiempo, el que necesita para estar a punto para salir al exterior. No podemos acelerar el ritmo de maduración de las personas que tenemos cerca o a nuestro cargo. Para muchos procesos en la vida, para innumerables momentos, es necesario el tiempo, ese tiempo personal que hace que cada uno «madure» a su ritmo. Y muchas veces, tenemos excesiva prisa por superar etapas. Si hablamos de educación, nos urge que nuestro hijo avance, que aprenda a leer antes que los otros, que vaya en bici sin «ruedines» o que deje el chupete… y no respetamos ese ritmo interno que, como el bambú, necesitan. En otras situaciones, por ejemplo ante un proceso de duelo, animamos a la persona a estar alegre, a esforzarse por pensar en lo positivo… no respetando el ritmo necesario para los procesos importantes de la vida. Intentar avanzar a un ritmo que no es el propio crea dificultades y obstáculos. Intentar imponer un ritmo resulta muchas veces catastrófico. Desde la experiencia en la clínica, muchas veces nos cuesta aceptar el ritmo de la persona que solicita ayuda, pero la experiencia nos dice que ningún crecimiento se produce al ritmo que queremos marcar, sino en una sintonía individual. Sin embargo, una vez que la semilla está preparada, el crecimiento del bambú es espectacular, de modo que, durante el séptimo año, en un periodo de solo seis semanas la planta de bambú crece más de 30 metros. El tiempo de crecimiento interno no ha sido en vano. El proceso ha valido la pena. A muchos de nosotros, que estamos acostumbrados a las prisas y a querer ver los resultados de forma casi inmediata, el bambú nos enseña la solidez del crecimiento interior. Vamos a intentar respetar el proceso en vez de estar pendientes solo de los logros, del resultado.

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Pero hay otro rasgo del bambú que me gusta aún más si cabe, y es su flexibilidad. El bambú resiste las fuerzas que llegan; el viento no hace que se quiebre, sino que se arquee y doble, de forma adaptativa, para volver a erguirse cuando pasa. Muchas veces uso esta imagen con los chicos en la terapia, invitándoles a ser como el bambú, a dejar pasar el viento por encima en vez de enfrentarse… El resto de árboles permanecen inmóviles ante el viento y terminan rompiéndose o arrancados del suelo. Del bambú aprendo a no enfrentarme, a no luchar contra aquello con lo que, fijo, no puedo. No es resignación, que consistiría en abandonarse a la fuerza de lo que sobrevenga, sino capacidad de resistencia y adaptación. No puedo evitar muchas cosas que me suceden en la vida. Pero puedo resistir. O romperme. Al final, el cómo quiero enfrentarlo es una decisión personal. He hablado mucho de ello a niños que estaban sufriendo burlas de compañeros. Una de los factores que hace que la burla se mantenga es cómo afecta y el daño que hace, el hecho de que produzca una reacción; si somos bambú y no dejamos que nos afecte, damos un paso adelante para que dejen de hacerlo (el tema es, como se comprende, mucho más complejo y a menudo no basta con este cambio de actitud y hay que ejercer otro tipo de acciones, pero nos sirve como ejemplo). En otras ocasiones, ha servido como imagen –los niños entienden de imágenes más que nosotros; su mundo es icónico– para dejar de luchar contra pensamientos internos invasivos, esos que automáticamente se convierten en el titular permanente de nuestra vida. Ante ellos, no los combato, ya que prestarles atención, aunque sea para alejarlos, produce el efecto no deseado, porque no dejan de estar presentes en mi pensamiento. Si, como recuerdo de una pequeña amiga, se viene a mi mente que todos me miran mal, que me tienen manía, y solo pienso en ello durante todo el día… decido no prestar más atención a este pensamiento, ser bambú y doblarme hasta que el viento pase y volver a levantarme luego. El cambio se produce siempre que empiezo a enfrentar las cosas de un modo diferente.

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Desde la logoterapia, hablamos de la «intención paradójica». Precisamente es una técnica basada en la antropología de Frankl, en su idea de que somos capaces de distanciarnos de nosotros mismos y de nuestros pensamientos, porque somos más que ellos. Consiste en desear justo lo que tememos. En vez de procurar alejarlo, lo atraemos, lo provocamos para, con una dosis de humor y exageración, probar a hacer las cosas de un modo diferente. Si tienes miedo a hablar en público porque puedes trabarte… no lo temas, provoca el tartamudear, intenta demostrar a todos que eres un especialista en palabras entrecortadas. Recuerdo haber recomendado esto mismo al directivo de una empresa al que se le hacían un mundo las exposiciones. Y haber usado el humor con un niño que se orinaba en la cama, intentando que, en vez de temer hacerlo, lo deseara («Esta noche voy a ser como las cataratas del Niágara»). Algo cambia en nuestra mente y se deja traslucir en comportamientos cuando dejamos de tener miedo al miedo. La base está demostrada con argumentos científicos, pero desde nuestra intuición podemos

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entender que somos capaces de distanciarnos de nuestros temores, de descentrarnos del sufrimiento y de lo negativo. Creo que, como esta planta, tenemos en nosotros una capacidad de soportar la adversidad. Se llama «resiliencia» esa capacidad de ser como el bambú y resistir la fuerza del viento. En los últimos años se habla mucho de este concepto. En algún momento volveremos sobre ello, porque merece la pena. De momento, basta con saber que es la capacidad de los seres humanos para sobreponerse a las situaciones adversas. Los niños son un buen ejemplo de ello. Claro que el viento, aunque el bambú se doble, le afecta. De un modo u otro, aunque sea en las raíces, se resiente y algo cambia, pero se mantiene. Como nosotros o nuestros hijos, cuando sucede algo que nos descoloca, que nos empuja, que nos ataca… resistimos con un cambio, aunque sea imperceptible, en nosotros, pero que no nos impide levantarnos de nuevo. Podemos aprender a ser personas resilientes y podemos enseñar a nuestros hijos a serlo. Quizá basta, por ahora, con hablarles de la metáfora del bambú.

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10. Las «tragaperras» ¡Qué difícil es conseguir un premio en una máquina de juegos de azar! Y, sin embargo, el jugador sigue intentándolo hasta que, con suerte, alguna vez lo consigue. Muy importante debe de ser la satisfacción por el premio conseguido, que compensa el tiempo y el dinero invertidos; un premio que, en la mayoría de los casos, no equivale a lo que previamente se ha invertido. El fin, conseguir el premio, se convierte en justificación de los pasos previos. Un juego que solo comprendemos desde el conocimiento de las leyes del aprendizaje y la constatación de que la irregularidad e imprevisibilidad del refuerzo aumentan su eficacia. Curiosamente, si siempre diera premio, crearía menos adicción que cuando este es intermitente. A nosotros, la máquina tragaperras nos transporta a un mundo de amor que se ha invertido y que casi nunca ha sido enteramente correspondido. Es una forma de aprender de este juego. Y recordamos, ahora, la experiencia de personas que invierten en una relación todo lo que tienen y –lo vemos desde dentro y desde fuera– no reciben una contraprestación adecuada. Invierten sin, aparentemente, esperar nada a cambio. Pero quizá ocurra en estos casos como con los juegos de azar: cualquier pequeño premio hace que nos sintamos de sobra pagados y satisfechos. Lo vemos en las parejas en que solo uno de ellos manifiesta, verbal o no verbalmente, el cariño y cuando recibe una pequeña muestra del «no efusivo», se siente compensado de sobra. O en las que uno lleva las tareas de la casa y, cuando el otro pone un día la mesa, parece que se pasa la vida ayudando. O, en un ejemplo más sangrante, alguien que recibe malos tratos y que con un beso olvida todo aquello por lo que ha pasado. Algo extraño ocurre en cierta forma de vivir el amor cuando lleva a situaciones a todas luces descompensadas. No en todos los amores, por supuesto, pero sí en algunos de ellos. Lo mismo que no todo el que juega es un ludópata, pero algunos sí. De igual modo, el amor, en algunas ocasiones, se convierte en una patología, en lo que suelo 80

llamar «patologías del querer», donde la forma de amar lleva a un derroche de recursos que, a simple vista, es excesivo. Desde fuera vemos que se ha creado una costumbre insana de mantener ese juego y la persona no puede salir de ahí, porque, en algunas ocasiones, nos conformamos con premios pequeños cuando podríamos aspirar a algo más. La logoterapia considera que el amor nos anima a ver al otro tal como es, de forma singular. El amor personaliza al otro y enlaza con nuestra parte noética: «El amor es la más alta manifestación de lo espiritual en el ser humano y funda la apertura hacia nuevos valores» (Cevallos, La didáctica del amor en pareja, 99). Así, entendemos el amor como una relación personal, es decir, de persona a persona, donde veo lo que el otro puede llegar a ser, además de lo que ya es, y lo acojo, en un acoger a la persona y también la situación que compartimos. No me extiendo más en la idea de los amores no equiparados, porque esta metáfora nos enseña mucho más. Lo vemos con algunos ejemplos que nos resultarán familiares: – Un grupo de estudiantes se reúne para hacer un trabajo en equipo y al final solo un reducidísimo grupo (por no decir que uno solo) hace el trabajo e invierte tiempo y energía para sentirse, aunque sea por una vez, parte de ese grupo. Por el hecho de salir con ellos a exponer, se siente compensado. Premio de la máquina tragaperras. – O, en la oficina, uno es el que trabaja para que, solo de vez en cuando, un responsable reconozca sus méritos. – Cada uno de nosotros cuando hacemos, hacemos y hacemos para que alguien, aunque sea una vez, nos diga algo agradable. – O cuando invertimos en una relación de amistad, poniendo por nuestra parte todo sobre la mesa, y la otra persona solo de vez en cuando nos corresponde. En estas dinámicas podemos reconocer nuestras formas de actuar. Y podemos intuir que, a veces, invertimos demasiado (tiempo, cariño, trabajo, dedicación, dinero…) y solo ocasionalmente somos compensados. Y vemos que, como en el juego de azar, algo (luces, sonido…) nos atrae. Y comprendemos que, a veces, estamos «enganchados» y no sabemos cómo dejarlo.

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Por eso, reflexionar sobre ellos nos viene bien, para, conociendo lo que ocurre, buscar remedio. Cuando veamos una máquina en un bar o salón, podemos recordar cómo nosotros también somos un poco propensos a dejarnos la piel en el intento de conseguir algo positivo. Y aprender, porque con la misma gana con que le diría a quien juega una y otra vez que lo deje, que se va a arruinar, nos podemos decir a nosotros mismos que hemos de dejarlo, que no vamos por buen camino. Y dejar de invertir y malgastar y aprender a valorarnos. No puedo acabar una reflexión sobre las máquinas tragaperras sin referirme a algo que las caracteriza: el azar. El azar, lo imprevisto, lo inesperado, forma parte de la vida. Es algo que ocurre de manera inesperada y que, por lo tanto, se escapa a nuestro control. Que el azar ha estado y está presente en la vida del hombre es evidente. Que el ser humano ha intentado darle una explicación, también lo es. Un ejemplo lo tenemos en la diosa griega Tiqué, la personificación del destino y de la fortuna, en cuanto diosa que regía la suerte o la prosperidad de una comunidad. Ella decidía cuál era la suerte de cualquier mortal. Su equivalente en la mitología romana era la diosa Fortuna.

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En la Edad Media se la representaba con los ojos vendados y llevaba un cántaro o bien un timón simbólico. También solía llevar la llamada «rueda de la fortuna», o bien se la situaba encima de la misma, presidiendo el ciclo del destino. Llama la atención que se la representa con los ojos tapados, repartiendo los dones que emanan del cántaro que lleva en su regazo, como símbolo del puro azar: ojos vendados, sin ver a quién reparte los bienes. Convertir el azar en deidad tiene una ventaja evidente: puedo actuar para intentar ganar sus favores (de ahí los templos, rituales y sacrificios) o, en todo caso, siempre puedo echarle la culpa de mis desgracias. Es un deseo de controlar lo incontrolable, porque el azar, por definición, no se puede medir mediante nuestras leyes. Karl Jaspers, uno de los autores en que se inspiró Frankl, habla de que el azar es una de las «situaciones límite» de la vida. «Define al hombre como un ser en situación: 83

salimos de una para entrar en otras y así, casi sin darnos cuenta, transitamos por la vida. Sin embargo, existen otras situaciones, que son permanentes y aunque no se perciben nítidamente por el impacto que tienen para nuestra existencia, nos están señalando que somos seres para la muerte, que el sufrimiento y la culpa nos visitan con frecuencia y que estamos sometidos al azar. A estas cuatro situaciones Jaspers las denomina “límites” y ponen de manifiesto la profundidad existencial» (Oro, «Acompañar en el dolor», 7). Que te tocara en la fila de la derecha o en la de la izquierda en el campo de concentración, con las terribles consecuencias que conocemos; que pase justo en ese momento por la calle donde dice la leyenda urbana que cae una maceta; que en el sorteo de temas de un examen salga la bola con el tema que mejor he preparado… Puro azar. No podemos modificar estas situaciones, pero sí «podemos incorporarlas lúcidamente, con lo cual otorgamos más densidad a nuestra existencia, y también las podemos apreciar como un constante preguntarnos qué puede haber más allá de estos límites» (ibid.). Que no podamos cambiar las circunstancias no significa que no podamos dar una respuesta desde nuestra libertad y poner en marcha nuestros recursos para integrarlas en nuestra vida y responder con un cambio de actitud.

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11. Zapping Cuando vemos la televisión y el programa no nos gusta, tenemos la posibilidad de usar el mando para cambiar el canal en busca no sé si de algo mejor o, al menos, de algo que nos guste más. Cuando el guion de la película de nuestra vida no nos gusta, muchas veces seguimos en ello y nos olvidamos de que también podemos cambiar. Si veo la tele, busco aquello que me entretiene, relaja, divierte, instruye… pero en la vida seguimos con el mismo programa, a pesar de que no nos ayuda a ser felices, invadidos por una sensación de inmovilismo que no nos hace ningún bien. Vivimos la vida olvidando que el cambio es posible. No sé qué programa hay en el otro canal, pero me asomo para ver si me gusta más que esta realidad en la que vivo y que no me satisface ni me llena. Pretendemos que, por sí solo, el cambio se produzca sin mover siquiera un dedo para facilitarlo. O esperamos que sean los demás los que lo cambien porque así, si nos aburrimos (si no elegimos bien), siempre podemos hacerles responsables a ellos y quedamos salvaguardados. Pero el mando de nuestra vida nos pertenece y no debemos darlo a nadie. Los guiones sobre los que vivimos vienen en parte determinados por los que nuestra familia ha indicado que nos corresponden. Pero se olvidaron de que tenemos, siempre, el poder de decidir qué queremos hacer con ellos. No valen las excusas para seguir con lo mismo. Podemos cambiar el guion. Nada está predefinido. Nada. Somos más que las cosas que nos suceden y mucho más que las cosas que dicen sobre nosotros. Existe algo llamado «libertad», que me permite cambiar. Los determinismos echando la culpa al pasado o a lo recibido pertenecen a otro momento de la historia. Ahora los vemos con una nueva mirada, un mirar en el que estoy convencido de que nadie ni nada tiene el poder sobre mí y mi historia… salvo que yo le haya cedido el mando. En esta televisión de nuestra vida, podemos decir «¡Basta!» y cambiar. Lo primero es darnos cuenta de que lo que vivimos no nos gusta. Parece sencillo, pero llevamos a las espaldas un peso que nos limita o define. Si esta película o programa no nos gusta, nos damos cuenta porque no cumple nuestras expectativas: o no informa o no entretiene. 86

Pero en la vida cuesta más, porque muchas veces no sabemos hacer las cosas de otra manera. Si nos damos cuenta de que no somos felices, el cambio está cerca, porque quien ni siquiera se da cuenta de ello no puede rebelarse contra su realidad. Una vez que hemos tomado nota de esto y visto que no nos ayuda a ser mejores personas, el cambio, como en el zapping, nos hará ir probando programas, ensayando los roles… hasta encontrar el que nos haga persona. Si hasta ahora he sido un «cascarrabias» porque casi es una tradición familiar, puedo variar y probar a responder con amabilidad, no siempre (sería un imposible), pero sí de vez en cuando. Y ver qué tal me siento en esa nueva actitud. Y ver cómo se sienten los demás, porque con ellos vivimos y debemos tenerlos en cuenta. A base de tocar un nuevo botón y probar un nuevo programa, aprendo a vivir de otra manera. Renunciemos a dar a otro el mando, de modo que sea totalmente imposible cambiar por nosotros mismos. No buscamos quien elija programas por nosotros, sino quien nos ayude a elegir los nuestros y a estar sintonizados. Si dejo que elijan, me resto libertad, esa libertad que me hace falta para avanzar y me proporciona energía para seguir a pesar de las dificultades. La clave es dejar que el cambio se instale, pero no con ese zapear loco del que no tiene definidos sus gustos, sino con la serenidad del que sabe lo que quiere encontrar y lo busca con insistencia, porque parte del deseo de ser de otra manera. Y de ese deseo bebemos la energía que nos lleva, a veces, a nadar contra nuestra propia corriente. Es posible cambiar de canal si queremos hacerlo. A veces, el único impedimento es que no queremos esforzarnos. Nada se hace sin esfuerzo y sin intentarlo. El «yo soy así y no puedo cambiar» nos priva de libertad y puede esconder el no querer cambiar. El cambio siempre es posible si ponemos energía en ello. Pero es menos comprometido que los otros decidan. En la terapia encontramos personas que no cambian de canal porque no saben decidir, y vienen buscando que lo cambiemos nosotros («Sí, sí, pero… ¿qué haría usted en mi caso?»). El éxito de la ayuda es llevarles a darse cuenta de que es un error ceder a otro (aunque sea un profesional) la decisión. Quien no tiene sus gustos definidos no puede elegir, porque no sabe qué le gusta más. Permanece impasible ante las cosas, dejando que se sucedan los acontecimientos 87

como pasan de uno en uno los programas de televisión a la voz del mando a distancia. Pero no se queda con ninguno porque no sabe contactar con sus deseos. No es tan fácil como parece. Ni siquiera acudir al «pozo de los deseos» es gratuito (¿cuántas fuentes que «conceden» deseos necesitan el tributo de una moneda para funcionar?). Requiere un esfuerzo y sacrificio por nuestra parte. La imagen del pozo (símbolo de profundidad) y el deseo unidos nos hace comprender que, para acceder a nuestro deseo, debemos profundizar en nosotros mismos. Allí donde nos encontramos con nuestra esencia habita nuestro deseo, esperando una ocasión para manifestarse.

Una vez que comprendemos, aceptamos, exteriorizamos y dotamos de identidad al deseo, nombrándolo, podemos sentirlo como nuestro y llevarlo a la práctica. Deseo ver este programa de televisión… o deseo esta relación… o no deseo tu compañía. Quien vive pendiente de los demás y con el único interés de satisfacer los deseos de los otros no hace caso a los suyos propios. Es una forma de dejar que los otros lleven las riendas… pero, si lo hacemos así, las quejas están de más. Si has dejado el mando a otro, si alguien ha elegido por ti…, no te quejes. Acepta que has «vendido» tu pequeño poder de elegir para satisfacer al otro. Toma el mando. Busca. Decide. Hay otros canales que pueden ser interesantes…

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Desde nuestra forma de entender al ser humano, creemos en la libertad. Somos libres frente a los condicionamientos, frente a los instintos, ya que, aunque el hombre posee instintos, estos no le poseen a él. Y somos libres frente a las influencias de la herencia y del medio ambiente. Somos, por encima de todo, seres libres con capacidad de decidir y, aunque sintamos la fuerza de estos condicionamientos, podemos decidir qué actitud tener ante ellos. Nada está, entonces, predeterminado. Incluso desde la ciencia se está demostrando que hay unas milésimas de segundo en que podemos reaccionar ante la emoción que sentimos; los estudios que se realizan con monjes budistas, con especial mención a Matthieu Ricard, lo están demostrando. Hay que mencionar en este momento a Antonio Damasio y su esposa Hanna, grandes investigadores, quienes, en una entrevista tras recibir el Premio Príncipe de Asturias en el año 2005 [1] , afirmaban que «el instinto guía siempre nuestro comportamiento y a partir de ahí corregimos usando la razón. Siempre hay una interacción entre ambas partes». Un dato más que hemos de tener en cuenta a la hora de defender la libertad del ser humano… Y nuestra libertad es no solo una «libertad de» (todo lo que hemos visto) sino una «libertad para» decidir si quiero vivir el sentido y los valores en mi vida. «Contando con una base que no elegimos, nos vamos haciendo a nosotros mismos, nuestra vida y nuestro mundo […]. El hombre es capaz de responder libremente a las condiciones impuestas por el destino» (Noblejas, Palabras para una vida con sentido, 19). Si el destino me ha puesto ante un programa que no me gusta, puedo cambiarlo.

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12. La fecha de caducidad A veces me gusta recordar el hecho de que antes las cosas parecían no caducar nunca. No recuerdo que absolutamente todos los productos tuvieran impresa una fecha tope de consumo. Sin embargo, esta generación convive –afortunadamente, ya que ganamos en salud– con las fechas de caducidad y la sensación de que todo es perecedero. Esta anécdota de las fechas de consumo marca una forma de pensar y relacionarse con las cosas: – Nada dura eternamente. Las cosas tienen un fin. Quizá por eso los jóvenes aprenden a relacionarse con ellas sabiendo que, si se rompen, hay repuesto, y a veces mejor; las cosas no se arreglan (a veces sale incluso más caro), sino que se dejan de lado si no funcionan. Todo es reemplazable. Lo aprenden de las cosas. – Han aprendido a usar y tirar. Todo se usa y luego uno se deshace de ello. Esto fomenta una actitud consumista en la que las cosas no tienen valor en sí, sino por el uso que se puede hacer de ellas y mantienen su valor en la medida en que conservan la utilidad. Luego, se sustituyen por otra cosa. A mis hijos les cuesta entender que, por ejemplo, antes las medias se arreglaban («Se cogen puntos a las medias» era el cartel que había en algunas mercerías). Ahora, algo se rompe y se reemplaza. La actitud de consumo va más allá, acabando por convertirse en un hábito que lleva a sobrevalorar las cosas y a no sentirse satisfecho con nada y que, a largo plazo, tiene repercusiones en la salud mental y emocional. Esta forma de pensar, en que todo tiene un principio y un fin, se extiende más allá de lo material y se aplica, por ejemplo, a las relaciones humanas, al trabajo, a la pareja... Es cierto que hay que tener en cuenta que no todo es tan eterno como pensábamos… pero hay que luchar por algo que, aunque cueste, existe la posibilidad de reparar. No siempre, pero sí en algunas ocasiones. Y no rendirse ante el primer contratiempo.

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Intenta no llegar al extremo de apurarlo todo todo el tiempo. No hace falta llegar a agotar… No hace falta enfadarse hasta el punto de no hablarse, por ejemplo, sino que es posible hacer algo antes de que el distanciamiento casi sea inevitable. Hay muchas cosas en la vida que es mejor disfrutar antes de que se estropeen. Y si puedes evitar que se deterioren, que llegue el momento en que pasan a estar caducadas, mucho mejor. Precisamente porque tienen fecha de caducidad, no he de dejarla llegar (y que se deteriore) y puedo aprovechar mientras existen para disfrutarlas. La ventaja de educar y vivir con la sensación de que las cosas tienen un principio y un fin es que podemos tender hacia un uso más responsable de estas. Cuida las cosas; si bien no son eternas, hay que tener cuidado de ellas. Hay que respetar todo lo que nos rodea: animales, plantas... Respetamos y cuidamos las cosas materiales y, al hacerlo, reconocemos su valor y agradecemos poder disfrutarlas. Del mismo modo, ya que las cosas tienen un fin, procuramos enseñar a cuidar el entorno, a comportarse cívicamente. Tan sencillo y a la vez complicado como cuidar lo que nos pertenece a todos. Se trata de disfrutar el valor intrínseco de las cosas y, por supuesto, de las personas. Todo tiene un valor en sí mismo, más cuando nos referimos a personas. Que se vaya a acabar, o romper o caducar, no significa que mientras dure no haya que disfrutarlo. Es necesario hacer ver que, contra lo que se opina generalmente, las cosas no son «de usar y tirar», sino que pueden tener más usos y vidas.

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Y si todo tiene límite, también aquello que no nos gusta lo tiene. Y si alguien está viviendo un mal momento o lo estás viviendo tú, recuerda que también es pasajero. Mi mantra personal para esos momentos es una expresión que encontré en una leyenda sobre la inscripción «Esto también pasará», el mensaje oculto en un anillo que un rey mandó fabricar, pidiendo a sus eruditos que grabaran un mensaje que les sirviera a él y a las futuras generaciones. Un sabio desconocido ofreció esta frase, que el rey leyó en un momento aciago de la batalla y que el sabio anónimo le recordó leer en el momento de celebración por el triunfo. Todo pasa. También lo bueno y lo malo tienen caducidad. La fecha de caducidad, como «la hoja roja» en la novela de Delibes, nos enfrenta con nuestra finitud, con la sensación y realidad de que no somos eternos y de que nosotros también tenemos fecha tope inscrita. Quizá somos el primer ejemplo de «obsolescencia programada», si me permitís la broma. En nuestra esencia, la caducidad está inscrita desde el inicio. Por suerte, saber que somos finitos es un estímulo para vivir el momento presente con toda la fuerza y responsabilidad. «El horror de hacer frente a una muerte inminente puede llevar a una visión profunda del ser y de la sabiduría» (Yalom, Mamá y el sentido de la vida, 148). En la misma línea, este autor comenta que «la realidad de la muerte otorga una intensidad especial, una cualidad agridulce, a las actividades de la vida» (ibid., 264).

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Para Viktor Frankl, la muerte forma parte de lo que él denomina «la tríada trágica de la vida», junto a sufrimiento y culpa. «El hombre no puede ahorrarse encarar su condición humana, incluyendo lo que yo llamo la tríada trágica de la existencia humana: dolor, muerte y culpa. Por dolor quiero decir sufrimiento; por los otros dos entiendo la doble faceta de la mortalidad y la falibilidad humana [...]. El temor a envejecer y a morir inunda la cultura actual. Tengo la convicción de que el carácter transitorio de la vida no priva a esta en lo más mínimo de sentido» (Frankl, La psicoterapia al alcance de todos, 30). Más aún, como sé que he de morir, se despierta en mí la responsabilidad sobre cómo quiero vivir la vida. La respuesta la tenemos cada uno de nosotros, pero siempre ha de tener en cuenta que somos libres para decidir qué queremos hacer con nuestra vida. Porque la vida que tengo es la que hay aquí, ahora, y ante ella debemos responder. «Una existencia infinita anularía nuestra responsabilidad, no tendría mucho peso el tema del sentido, sería una existencia banalizadora» (Oro, «Acompañar en el dolor», 12). Las mitologías y religiones intentan dar un sentido a la muerte. Desde distintos lugares se encuentran imágenes que buscan una explicación. Con todo mi respeto, creo que todas tropiezan con la finitud y quieren superarla trascendiendo a un plano distinto (cielo, nirvana…) Sin invalidarlas, creo que el sentido de la muerte es llenar la vida de sentido en la propia vida. Si existe un lugar en otro plano, será un añadido, pero no busquemos en un más allá lo que podemos y debemos vivir aquí. Porque si la muerte nos enseña algo, si saber que somos limitados nos transmite algún mensaje, es un mensaje lleno de vida: esta es la vida; esta es tu vida ahora y puedes decidir cómo vivirla. Y nos anima a tomar elecciones de forma responsable, respondiendo a lo que el presente nos pregunta y viviendo intensamente. Aprovecha el tiempo, ya que es limitado. Cuida a los demás e intenta transmitir un legado que ayude a mejorar a la humanidad y, sobre todo, a los que forman parte de tu cercana humanidad.

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13. Abrefácil Vivimos en la cultura del «abrefácil». Sin menospreciar el avance que supone esta forma de apertura, que valoro mucho cuando funciona –personalmente considero que es mi «kriptonita»–, pienso que participamos de una cultura que no valora el esfuerzo personal, que busca recompensas inmediatas y alejar las dificultades. Queremos que todo en nuestra vida sea fácil: las relaciones, los empleos y, en general, todas las situaciones que se nos plantean. Existen medicinas para por si acaso te sientes mal, soluciones para antes de que se planteen los problemas… Y en nada se valoran el tesón y el esfuerzo. Incluso se menosprecian. Si se puede hacer fácilmente, ¿para qué esforzarse? Y enseñamos a nuestros hijos a buscar soluciones fáciles. Por eso, debemos implicarnos en transmitirles el valor del esfuerzo por encima de la recompensa: que nada se consigue sin poner mucho de nuestra parte. Porque resulta que en la vida las cosas no son siempre fáciles. Que a veces aparecen contratiempos que no sabemos cómo afrontar. Y si vivimos o hemos acostumbrado a vivir desde la cultura de la facilidad, vamos a tropezar con estas dificultades. Intentar abrir con facilidad un recipiente y no conseguirlo es una imagen de que no siempre las cosas salen bien; de que muchas veces no sirven los recursos que tenemos (creo que solo lo abre fácil el que lo inventó, si se me permite un toque de humor). Lo que tenía que funcionar, no funciona. Y esto nos lleva a encontrar nuevos recursos para enfrentar las dificultades (y echamos mano del abridor, de las tijeras o hasta de la navaja suiza, si hace falta). Creo que, ante las dificultades de la vida, hemos de ser creativos y dejar salir todos nuestros recursos. Es una de las posibilidades. También podemos desesperarnos, actuar con agresividad, huir o frustrarnos. Depende de cada uno el cómo enfrentarse a lo que no abre fácil. Y esto me hace recordar que soy limitado, que no consigo todo lo que puedo. Cómo vivir la limitación, innata al ser humano, es –o puede ser– una decisión personal. 96

En nuestro camino hacia el sentido, una clave es nuestra respuesta a cómo vivamos los momentos en que las cosas no son tan fáciles como deseamos, cuando nos enfrentamos a las dificultades. La decisión de un cambio en nuestra actitud es la clave.

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14. El espejo retrovisor Desde el coche, vemos pasar los paisajes dejados por el espejo retrovisor, un elemento de seguridad que facilita las maniobras y que –es la imagen que quiero rescatar ahora– nos devuelve, en un pequeño marco, los momentos que hemos vivido. El espejo retrovisor nos permite echar un vistazo al pasado, sobre todo el reciente. Nuestro pasado forma parte de nosotros como ese paisaje que ahora vemos. La forma en que lo asumamos va a decir mucho de cómo vivamos nuestro presente y, naturalmente, de cómo afrontemos el futuro. Aunque parece haber una línea que enclaustra cada una de estas etapas, se trata de un continuo, donde presente, pasado y futuro forman parte de la existencia. «El futuro no está encerrado por el pasado, sino que se construye en un presente que emerge del pasado» (Vanistendael y Lecomte, La felicidad es posible, 157). A la hora de hablar sobre el pasado, surgen en nosotros sensaciones plurivalentes. Por un lado, puede surgir la añoranza, esa sensación de echar de menos algo vivido; es un sentimiento muy humano, muy propio nuestro (añoranza de los tiempos de la infancia, por ejemplo, o de experiencias vividas, como el primer amor o el primer beso...). La añoranza nos recuerda que eso que viví era importante, y por eso lo recuerdo con cariño y nostalgia. Puede surgir también un sentimiento de remordimiento, acompañado o no de arrepentimiento, porque es cierto que todos hemos hecho cosas en nuestra vida o hemos pasado por circunstancias de las que no nos sentimos especialmente orgullosos y que, en muchos casos, quisiéramos olvidar y de las que nos arrepentimos. Para bien o para mal, el pasado no se puede cambiar. Lo hecho, hecho está. Y queda almacenado en nuestra historia personal. Como quien ha guardado en su granero la cosecha: «A las obras que realizamos rara vez se les erige un monumento; además, un monumento nunca es eterno. Pero toda obra es su propio monumento. Y no solo lo que hemos realizado, sino también todo lo que alguna vez hemos vivido, “no nos lo podrá robar ningún poder del mundo”, tal como dice el poeta. No se puede eliminar del mundo nada que haya sucedido alguna vez. ¿No es más importante todo aquello por 99

el hecho de que ha sido realizado en el mundo? Es posible que sea efímero, pero queda conservado en el pasado, está protegido del carácter efímero y se salva precisamente por ser pasado. En el pasado no hay nada perdido para siempre, sino que todo está guardado de forma que no se puede perder. Normalmente, el hombre ve solo los rastrojos del carácter efímero de las cosas; lo que pasa por alto son los repletos graneros del pasado. La actitud provisional ante la existencia no está justificada en ningún caso. La vida no carece de sentido ni siquiera ante una muerte inminente» (Frankl, La psicoterapia al alcance de todos). En el granero atesoremos las experiencias vividas y, como el mismo Frankl indica, algunos rastrojos: lo negativo en nuestra vida, lo que no quisiéramos que hubiera sucedido. Sin embargo, grano y rastrojos forman parte del mismo granero. Nada en mi historia puede ser borrado. Que observemos o valoremos más el grano o los rastrojos es una decisión personal. «Y su atención no debe dirigirse tanto a los aspectos fugaces de la vida, sino a las cosas que ha hecho, experimentado, vivido y sufrido, porque son las cosas que verdaderamente existen, la realidad que efectivamente “es”, porque está conservada y resguardada en el tesoro del pasado» (Fizzotti, De Freud a Frankl, 99). El pasado está para recordarme mi vida, también mis errores. Pero ningún pasado determina el futuro. Esta es la riqueza optimista que aporta la logoterapia y que vemos demostrada en multitud de situaciones. Porque, de lo contrario, caeríamos en un determinismo en que las circunstancias del pasado me impiden ser libre en el presente. Desterramos ya asignaciones automáticas en las que, por tener un padre o madre alcohólico, debía yo mismo serlo; o por una infancia complicada, ser un joven o adulto con problemas. Nada está determinado. Porque, por encima de todo, soy libre para elegir. Incluso por encima de mis circunstancias. Incluso por encima de mi pasado. «El individuo puede considerar hechos de su pasado como piedras de molino atadas a su cuello, o como un salvavidas de experiencia que lo mantiene a flote, y aun como un desafío para aprender a hacer mejor las cosas» (Fabry, Señales del camino hacia el sentido, 108). Si soy coherente, el pasado se compone de decisiones que he tomado en determinados momentos. Y, llevando la coherencia al extremo, nada de lo decidido, si lo he hecho responsablemente, podría perturbar el presente. Pero este ideal raramente se consigue; a veces actuamos llevados por otros motivos y no damos la respuesta 100

adecuada. Es un camino que debo aprender. Y el pasado, los errores del pasado, están ahí para recordarme que puedo decidir hacer algo diferente, que puedo aprender del pasado y transformarme a mí mismo a la luz de lo vivido. El primer paso para conseguirlo será aceptar ese tiempo en su totalidad. Somos hijos de nuestro pasado, pero no sus esclavos. Y tenemos la oportunidad de ser padres de lo que estamos haciendo llegar, de nuestro futuro. Puedo mirar el pasado con agradecimiento porque cada experiencia me ha hecho ser como soy justo ahora. Todo lo vivido forma parte de mi historia y de mi vida. No lo rechazo. Aprendo. Y mejoro, porque aceptar no significa estar de acuerdo con todo lo que ha sucedido, sino ser capaces de tener una mirada compasiva sobre nosotros mismos y tomar de ella el impulso para ser mejores personas. Muchas veces necesitamos ser un poco más compasivos con nosotros mismos. Hablamos mucho de autoestima, autotrascendencia, autoactualización… Hoy quiero sugerir la autocompasión. Porque en la raíz de muchos de nuestros malestares está el ser inflexibles con nosotros mismos y no ser capaces de perdonarnos. Porque aún seguimos creyendo que somos omnipotentes y podemos conseguir todo lo que deseamos. Porque no nos tratamos con misericordia. No me suele gustar hacer juegos etimológicos, pero en este caso voy a hacer una excepción: encontramos el sentido de la palabra misericordia en el misero cor da, «da tu corazón al miserable», vuélcate con el que está necesitado. La misericordia se suele entender dirigida a los demás. Pero es fundamental que sepamos descubrir y vivir la capacidad de volver nuestro corazón hacia nosotros mismos, de darnos permiso para sentir compasión ante nuestra realidad. La misericordia, bien entendida, empieza por uno mismo. Perdonarse tiene que ver con nuestra capacidad de asumir nuestros propios errores y nuestras limitaciones. Nunca se va a perdonar aquel que cree que lo puede conseguir todo, porque un fracaso le supondrá un encontronazo con la imagen que tiene de sí mismo. La capacidad de perdonarnos tiene mucho que ver con no ser tan egocéntricos que nos creamos omnipotentes. La mayoría de las veces, poco o nada podemos para cambiar una situación y no podemos tener la clave para resolver todos los conflictos. No se va a perdonar quien está envuelto en un halo de invulnerabilidad, porque el destrozo a su propia imagen le supone más daño que vivir con la propia culpa. Perdonarse tiene que

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ver con aceptar que a veces no puedo hacer nada, por el motivo que sea, que las cosas y circunstancias me superan muchas veces. Me siento culpable –lo diametralmente opuesto a perdonarse– cuando creo que no he hecho lo suficiente para cambiar una situación o solucionar un conflicto. Pero si somos capaces de reconocer nuestras limitaciones, pronto comprenderemos que no podíamos hacer nada, al menos en ese momento, y que lo único que resta es ser compasivos con nosotros mismos y aprender de la situación. Yo no puedo hacer nada para evitar, por ejemplo, que un asesino dispare contra alguien o que ejercieran violencia contra mí. Creer que podíamos hacer algo en esas u otras circunstancias es una forma de castigarnos a nosotros mismos con la culpabilidad. Pero es más agradable pensar que lo podemos todo que encontrarnos con nuestros propios límites. Podemos ser compasivos con nosotros mismos, autocompasivos; hemos de volver el corazón hacia nosotros y reconocer que no podíamos hacer nada para evitar vivir situaciones poco agradables o sucesos que no dependían de nuestra voluntad. Necesitamos humildad para reconocer que somos limitados.

Me perdono a mí mismo y a todo lo que aparece en ese espejo retrovisor cuando me amo incondicionalmente, más allá de mis aptitudes y limitaciones; cuando no nos hemos vuelto con el corazón hacia nosotros mismos, nos minusvaloramos y autoflagelamos, aumentando nuestra sensación de inseguridad. Somos capaces de ser los más duros con nosotros mismos y así no hay quien mantenga a flota la autoestima. Una 102

forma de hacernos daño es alimentar los propios errores dándoles vueltas en la memoria, volviendo a ellos una y otra vez y no dejando que pasen a ocupar el lugar que les debe corresponder en el pasado. Por eso tenemos la sensación de que se han cerrado todas las puertas, de que no hay salida. Vivimos encerrados en nosotros mismos y nuestros problemas, en nuestra falta de capacidades, y olvidamos nuestra capacidad de aceptarnos serenamente. Perdonarse tiene mucho que ver con conocerse a sí mismo. Cuando nos conocemos, sabemos cuáles son nuestras capacidades y nuestras limitaciones y aprendemos a convivir con ellas. Quien no se conoce a sí mismo vive como extraño y ajeno todo lo que le ocurre, no encuentra una explicación a lo que le sucede. Sin embargo, si sabemos cómo somos, todo lo que hacemos o dejamos de hacer puede tener sentido a partir de lo que conocemos de nosotros mismos. Tener la capacidad de perdonarse a sí mismo no significa que todo lo que encontramos en nosotros nos guste; la posibilidad de cambio está siempre abierta, pero la transformación no se va a producir si primero no estoy en paz conmigo mismo. Y para eso es fundamental saber perdonarse, saber aceptar que hay partes de nosotros que necesitan mejorar, pero que son lo que tenemos y con ello tenemos que vivir. Perdonarse abre a la posibilidad del cambio. No tener compasión con nosotros mismos nos hace entrar en la espiral de la culpa, que nos empequeñece y nos lleva –porque somos una unidad– a ser más proclives a las enfermedades, la amargura y la tristeza. Con el tiempo y la vida me he dado cuenta de que todo, absolutamente todo, forma parte de nuestro proceso de crecimiento. Hasta eso tan oscuro que tengo miedo de que le entre un poco de luz. También eso que prefiero no recordar y que veo alejarse con gusto por el retrovisor. Todo lo vivido forma parte de mí y hoy soy el que soy por todo lo que he pasado, disfrutado y también sufrido, por todo lo que se va alejando en el espejo. Tenemos una fuerza interior que nos hace superar cualquier adversidad. Y, como el tulipán, crecemos aunque nos hayan cortado. Muchas veces me he preguntado por qué me han ocurrido muchas cosas en mi vida. En realidad, no hay una respuesta. Decisiones propias o ajenas nos marcan. Lo que sí sé es lo que quiero hacer con lo que ha ocurrido. Y puedo y quiero mirar hacia delante, sin estar atado a determinadas experiencias. No es justo juzgar el pasado desde los ojos del presente. La sabiduría o ignorancia que he acumulado hacen que las cosas no sean igual ahora que cuando pasamos por 103

ellas. Pero, aun así, seguimos empeñados en echar la vista atrás y lamentar las cosas que no hicimos, los errores que cometimos… ahora que ya sabemos el resultado. Si en su momento hubiéramos sabido que nos iba a salir rana no hubiéramos lanzado la red. «Si yo hubiera…», «Si nunca…» son lamentaciones que no llevan a ningún sitio, salvo a castigarnos a nosotros mismos, porque el pasado lo he de revisar con el conocimiento que tenía en ese momento. No vale hacer trampa. Lo que hice era lo que creía que tenía que hacer o lo que podía hacer, dadas las circunstancias de ese tiempo. La única equivocación de la que me puedo lamentar es la de no haber sido responsable, consciente y coherente con lo que hice en su momento. Por eso, el gran aprendizaje es aumentar mi responsabilidad: lo que hago, lo hago de forma auténtica y sabiendo a qué me compromete. El presente es el tiempo para la responsabilidad, pues solo desde él puedo elegir. El pasado, lo ya ganado, da solidez a la persona.

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SEGUNDA

PARTE:

En el camino: reflexiones personales de un buscador Esta parte se basa en reflexiones personales sobre la búsqueda y el hallazgo del sentido. El hilo conductor lo marca la palabra «buscador», que indica una actitud vital. Hay muchos aspectos en la vida que nos pueden acercar o alejar del sentido; hay momentos importantes y situaciones límite a las que me voy a referir, siempre desde el deseo de aportar mis reflexiones sobre algo que considero esencial: el sentido forma parte de nuestra vida.

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15. Hacer bella la vida A estas alturas de la vida, creo que pocos son los que pueden afirmar al cien por cien que la vida es bella –al menos, tal como se entiende comúnmente– porque, el que más o el que menos, todos hemos encontrado en nuestro camino sus partes oscuras. No todo en la vida va como nosotros esperamos. Hemos de aceptarlo como requisito previo para poder decir que la vida es o no bella. Y es que, precisamente, la vida es bella porque se compone de buenos y malos momentos. Negar que lo desagradable, lo negativo, los problemas, el sufrimiento… existen es no reconocer que forman parte de la vida, de esa vida que queremos vivir. Sin embargo, alejar estas realidades se considera normal: se aleja a los niños del sufrimiento; se niega o esconde este; se toman, por así decirlo, pastillas antes de que exista el dolor. La vida es agridulce. Pero, sobre todo, vale la pena de ser vivida. Viktor Frankl puso a su primer manuscrito un título significativo: A pesar de todo, sí a la vida [2] (posteriormente se publicó como El hombre en busca de sentido). Él conoce muy bien lo que es la parte dura de la vida. Prisionero en los campos, donde murieron su mujer y sus padres, sintió lo que es el sufrimiento y, sin embargo, en un momento crítico en que le piden que hable a sus compañeros de barracón, cansados, a oscuras, hambrientos..., recuerda un poema de Rilke que habla de decir sí a la vida a pesar de todo. Y lo convierte en un lema de vida, una forma de entender al ser humano y de entender la terapia, en una valoración de la vida por encima de cualquier circunstancia. «Las grandes tragedias humanas tienen el poder de levantar historias increíbles en las que el ser humano se erige como un luchador que atraviesa y supera obstáculos, recreando su vida y la de los demás» (Cevallos, La didáctica del amor en pareja, 117). La romántica frase de que «la vida es bella» cambia su significado. La vida es bella... a pesar de todo; a pesar de todo, sí a la vida. El planteamiento de base en Frankl es que el ser humano tiene voluntad de encontrar el sentido de su vida y de encontrar el sentido en todo lo que ocurre en su vida. Somos seres en búsqueda del sentido. Y saber que este existe nos motiva a soportar los 107

contratiempos y a desarrollar al máximo nuestras capacidades. Quien encuentra el «para qué» de su vida, puede enfrentar cualquier «cómo».

Por dónde irían las pistas para ver lo bello de la vida He usado a propósito el condicional («irían») porque no hay pistas universales tipo receta, que sirvan para todos. El sentido es personal e intransferible. Pero –esto también es cierto– hay lugares donde se hace más factible encontrarlo y saber apreciar lo bello de la vida. No sé si la vida es bella, pero estoy seguro de que la convertimos en bella cuando damos una respuesta adecuada a lo que nos pide. No te preguntes por qué la vida te ha puesto en esta situación. La vida no admite preguntas, pero espera respuestas. Y tú tienes una personal y propia. ¿Qué te pide, ahora, la vida con estas circunstancias? ¿Para qué te ha puesto en medio de ellas? La verdadera pregunta es qué puedo hacer con lo que me está ocurriendo, cómo quiero vivirlo y qué es lo que quiero hacer a partir de ahora; qué es lo que la vida me está pidiendo justo ahora mismo, con esta circunstancia que se me presenta. Porque lo único que tenemos es el presente y este es el que tenemos que vivir, disfrutar y exprimir. La respuesta la encontramos cuando no nos planteamos por qué ocurren las cosas, sino para qué. Las cosas siguen siendo las mismas, pero mi forma de afrontarlas es distinta, porque quiero responder a esta pregunta que la vida cotidiana me presenta. Cuando encuentro una respuesta, mi vida se llena de sentido, pero de un sentido que se construye a través de cada uno de los «para qués» a los que he conseguido responder. La vida es bella, o hacemos que lo sea, cuando salimos de nosotros mismos al encuentro de los demás. Construimos una vida más hermosa cuando somos capaces de olvidarnos de nosotros, dejamos de mirarnos tanto el ombligo y damos un paso hacia el encuentro. En palabras de Frankl, cuando nos «autotrascendemos». Es decir, cuando nos levantamos por encima de nuestro dolor para ayudar a los demás. Conocemos personas que han pasado por circunstancias complicadas y encuentran su sentido al ayudar a los demás. Los grupos de ayuda, por ejemplo, para personas que han perdido un hijo, para enfermos, para casi cualquier circunstancia. Muchos grupos nacen de la decisión de una

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persona que ha vivido una situación semejante. El dolor no desaparece, pero en la ayuda a los otros encuentro un sentido. Por desgracia, en estos días está presente en las noticias la realidad de la violencia entre compañeros en la escuela. Destaco el propósito de los padres: «Que nadie más vuelva a pasar por lo que ha pasado mi hijo». El dolor que vivo, por lo menos que sirva para algo. Salir de sí mismo, ofrecer la experiencia y compartir la vivencia es un modo privilegiado de encuentro del sentido. En el fondo, se trata de estar orientado hacia algo que no soy yo mismo. Frankl habla de esta capacidad de superarnos a nosotros mismos con las siguientes palabras: «El hombre no llega a ser realmente hombre y no llega a ser plenamente él mismo sino cuando se entrega a una tarea, cuando no hace caso de sí mismo o se olvida de sí mismo al ponerse al servicio de una causa o entregarse al amor de otra persona» (Frankl, Teoría y terapia de las neurosis, 17). Por esta capacidad, manifestación de lo noético en nosotros, somos capaces de salir de nosotros mismos y vincularnos con el otro, de descentrarnos y abrirnos a percibir valores y sentido. La vida es bella precisamente porque solo se vive una vez. Paradójico. Pero precisamente porque existe un final, podemos responder de forma positiva a ella. Si la muerte no existiera, todo estaría permitido y nada sería lo suficientemente importante. Pero saber que existe un límite nos coloca en la tesitura de tener que asumir nuestra responsabilidad. Y cuando somos responsables, damos respuesta a lo que la vida nos plantea. Y responder supone ponerse en marcha, actuar. Hemos de dar pasos, los que podamos, para encontrar pistas de sentido en nuestra vida. Existen, porque existe nuestro deseo de sentido. En lo que hacemos, en lo que disfrutamos, en el amor, encontramos retazos de sentido. Y una forma única es la manera en que afrontamos las cosas poco bellas de la vida. La vida es bella cuando transformamos lo negativo en algo distinto y afrontamos con dignidad lo que nos ocurre. Ya sabemos que Viktor Frankl habla de que existe siempre la posibilidad de elegir cómo quiero vivir las cosas que me ocurren, en un cambio de actitud que nace desde mi libertad, porque nadie puede obligarme a vivir las cosas de una determinada manera, por más que sea lo socialmente aceptado. Solo vas a vivir una vez: ¿cómo quieres que sea tu vida? ¿Qué quieres que sea? Has de ser responsable de tu vida, porque lo que decidas hacer quedará hecho y lo que no hagas nadie lo podrá hacer por ti. Depende de ti y nada más que de ti lo que quieres salvar del no ser para hacerlo presente, vivirlo, realizarlo. 109

No existe el sentido en abstracto, sino vinculado a una situación de vida concreta. Sí partimos de la creencia de que existe un sentido, pero este se ha de descubrir justo en lo que nos ocurre, en las preguntas que la vida nos plantea en un momento concreto de nuestra existencia. Cuando lo consigo, encuentro la parte bella de la vida.

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16. Limonada para todos «Cuando pasen limones, compra limones». Es una de las frases, oídas hace tiempo, que se me han grabado en la mente. Y ante el «yo no quiero limones» que parece salir casi instintivamente, ahora me planteo que he de aprovechar lo que la vida me presenta. Y hacer una buena limonada para todos. Porque la vida no nos trae, en la mayoría de los casos, lo que pedimos, sino que nos presenta algo distinto. Ahora, limones. Las cosas no son como yo quiero que sean, sino como son. Puedo enfrentarme a ello, resistirme, enfadarme…, pero siguen siendo limones. En mí está el poder aprovechar lo que se me está ofreciendo en ese momento. Porque tengo la capacidad de elegir qué respuesta dar a lo que la vida me plantea. Aquí el maestro, sin duda, es Viktor Frankl. Vivió, como sabemos, la experiencia de los campos de concentración (limones amargos, sin duda) y a partir de ahí y de sus reflexiones anteriores hizo un canto a la libertad que tenemos para decidir cómo queremos afrontar lo que la vida nos presenta. De sus enseñanzas aprendemos que, pase lo que pase, somos libres para decidir, que nos pueden arrebatar todas las libertades, pero nunca nuestra capacidad de decidir cómo queremos vivir estas circunstancias.

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Y en nuestro día a día, seguro que hay multitud de ocasiones en que, sin llegar a los campos de concentración, me enfrento a algo que no deseo, algo negativo de por sí. Y es en ese día a día, con sus contratiempos, donde puedo encontrar el sentido a lo que sucede. El planteamiento cambia mucho si cambio la forma de preguntarme. Ya no se trata de preguntarme por qué ahora que no los quiero me ofrecen limones. Esa pregunta solo lleva a un círculo en que busco quién me está fastidiando y me trae lo que no necesito. Y buscar culpables es uno de los entretenimientos más peligrosos. La pregunta que necesito y que me acerca al sentido de lo que es mi vida en este momento es para qué tengo a mi alcance, hoy, ahora, limones. Y de ahí nace la limonada. Una limonada que aprovecha lo que la vida me ofrece e intenta sacarle rendimiento. La verdadera pregunta es qué puedo hacer con lo que me está ocurriendo, cómo quiero vivirlo y, sobre todo, qué puedo aprender para ser mejor persona.

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Podemos pasarnos la vida entera dando vueltas a lo que nos ha ocurrido o intentando saber por qué justo a nosotros nos pasa esto... pero es tan improductivo como el lamento. Lo importante es saber qué es lo que quiero hacer a partir de ahora, qué es lo que la vida me está pidiendo justo ahora mismo, con esta circunstancia que se me presenta. Porque lo único que tenemos es el presente y este es el que tenemos que vivir, disfrutar y exprimir… para hacer una limonada. Si existe una pregunta que nos eleva y acerca al sentido, tiene que ver con buscar el para qué de lo que me toca vivir. Es una pregunta que, de un modo u otro, dejo que aparezca en las terapias. No siempre se acepta en un primer momento. No me preocupa. Lo importante es que quede planteada, que la persona se abra a la posibilidad de encontrar sentido a lo que vive, aunque no le guste. Recuerdo que una de las personas a las que he conocido, al cabo de varias sesiones, reconoció que esa pregunta le había impactado y que no podía dejar de pensar desde este planeamiento. Lo ofrezco como posibilidad. A nadie, y menos a quien está viviendo algo negativo, se le puede plantear directamente que todo tiene un sentido. Es un error. Hay que ser testigos del sentido, transmisores no del sentido (que es personal e intransferible), sino de que existe un sentido y se puede encontrar. Y ayudar a encontrar las pistas personales que nos acercan… ayudar a encontrar formas en las nubes. Aunque pueda parecer arriesgado, también se lo intento enseñar a los niños. A menudo acuden a terapia con los planteamientos de siempre, en gran parte aprendidos de los padres, y su pregunta se centra en el porqué de lo que les está ocurriendo. Abrir a encontrar el sentido supone dar a la persona, al niño, la capacidad de posicionarse. Y esto hace que recuperen la sensación de control y de poder hacer algo, que es un primer paso para llevarlo a cabo. Creo que existe un sentido a todo lo que nos sucede. Es lo que me mantiene en forma, porque de lo contrario me enfrentaría al absurdo y al vacío. Creo que, si ahora mismo dispongo de limones, la pregunta sobre para qué los tengo ahora me abre a nuevas posibilidades, de las cuales la limonada es solo una. Me puedo pasar la vida lamentando no tener naranjas… o aprovechar los limones para hacer algo con ellos.

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Quise, de forma explícita, hablar de refresco para todos, para compartir. Porque en el salir de mí mismo y tener presentes a los demás hay otra pista hacia el sentido.

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17. Vinculaciones chiquititas con la vida Desde que escuché a Stefan Vanistendael hablar de este concepto, me ronda en la mente y me ha hecho reflexionar mucho. Lo mencionó en unas jornadas de la Asociación Española de Logoterapia sobre «Resiliencia y logoterapia» y luego lo recoge en el boletín de esta asociación (Nous, n. 19, 2015). El profesor lo comentaba a propósito de la resiliencia, ese concepto del que ya hemos hablado en algunas ocasiones, pero creo que la idea se puede extender a nuestro camino hacia el sentido. Porque, desde el sentido, creemos que la vida es el lugar donde lo podemos encontrar y vincularnos con la vida es vincularnos con las posibilidades de sentido que nos ofrece. «El descubrimiento de sentido, muchas veces de manera inconsciente, empieza ya en la vida sencilla cotidiana, en muchos actos y muchas palabras, pequeños, aparentemente sin mucho significado» (Vanistendael, «El sentido de la vida en la construcción de la resiliencia», 14). El amor a la vida, el «sí a la vida, a pesar de todo», se compone de grandes momentos en nuestra vida y de momentos pequeños –chiquititos, en esta entrañable expresión–. Vanistendael usa la imagen de un gran monumento y de los cimientos que lo sustentan, en una comparación gráfica que nos ayuda a entender que siempre necesitamos de lo pequeño, de las bases, de lo que no suele considerarse, pero que sustenta lo grande. En nuestra vida, de vez en cuando, aparecen momentos cumbre para el sentido, pero en la mayoría de las ocasiones de lo que se trata es de momentos cotidianos, de momentos que pueden pasar desapercibidos a la mayoría de los ojos, pero que están sirviendo de sustento para cuando aparezcan las otras ocasiones. «Podemos pensar que todo eso no tiene nada que ver con el gran sentido de la vida, pero me parece que es un error. Es el cimiento –tan inconsciente que muchas veces es casi “invisible” para nosotros– de un monumento más grande e importante de sentido de vida. El monumento son entonces las cosas “más importantes” que normalmente asociamos con sentido […] y estas pequeñas cosas cotidianas realmente funcionan como un cimiento de un monumento» (ibid., 15). Vincularse con la vida es una tarea siempre a nuestro alcance. Al final, se trata de enamorarse de la vida en lo prosaico, porque en el verso es más sencillo hacerlo. Pero 117

prosa y verso forman parte de la propia vida. Nos vinculamos con la vida cuando decidimos vivir el presente con intensidad, sin lamentos y disfrutando de cada actividad cotidiana. Vivir el momento es una de las actitudes que promovemos desde la logoterapia: vivir el presente, porque es justo ahora cuando la vida me está preguntando. El pasado es fruto de mis decisiones y el futuro se gesta en las que ahora mismo tomo… El presente es el lugar de la responsabilidad. Disfrutar de cada cosa que hago, ser consciente de lo que estoy haciendo y centrarme en ello me da la posibilidad de valorar lo que la vida me ofrece.

Podemos centrarnos en buscar la felicidad en las pequeñas cosas de la vida. Que las hay, aunque no les solemos prestar atención. Desde el olor de una flor, la melodía que escucho, esa palabra que me han dicho y me ha resultado gratificante… Estamos acostumbrados a resaltar lo negativo. Propongo que, en un momento del día, dediquemos un instante a valorar todo lo que nos ha hablado de felicidad, porque es la forma de rescatarlo del anonimato. Tiene mucho que ver con el agradecimiento, con valorar lo que hemos recibido. Cuando agradecemos, estamos valorando lo que el presente nos ofrece. Y cada día nos ofrece oportunidades para el agradecimiento, porque todos los días recibimos algo, que sabremos descubrir si leemos nuestro día desde la gratitud. Disfrutar y agradecer la belleza es una de las cosas que podemos hacer, aunque parezca algo inútil. Hay un concepto que se maneja mucho en la psicología positiva, que es el de «fluir». Tiene mucho que ver con estas vinculaciones de las que hablamos. Fluimos con una actividad cuando estamos centrados en ella, absortos, fundidos con ella, implicados totalmente y, lo que es muy importante, disfrutando. Se unen la acción (lo que estamos haciendo) con la emoción y un pensamiento placentero, donde «el tiempo vuela». Una actividad de este tipo, donde sentimos la sensación de ser uno con ella, nos hace sentir un vínculo especial con la vida. 118

A veces los cimientos, siguiendo con la imagen que hemos comentado, necesitan algún tipo de refuerzo. Me refiero con esta idea a que a veces tenemos que poner en marcha algunos recursos para cimentar bien, para entusiasmarnos con la vida. Hacer de vez en cuando algo nuevo, que rompe la rutina, que nos permite experimentar nuevas sensaciones, que nos invita a mirar lo cotidiano con otros ojos, es un refuerzo. Nos podemos permitir innovar, ver de modo diferente, jugar a experimentar con la novedad, con lo que rompe las normas. Es un modo de valorar lo que tenemos a mano. Y otra de las claves, que ya nos debe sonar, es disfrutar de lo que tenemos, sin poner el centro de nuestra atención en lo que nos falta. Lo que tengo es lo que hay y de ello debo disfrutar. La vida me ofrece muchas cosas… Dale el valor que corresponde, sin estar pendiente de lo que te ha negado. También sentimos un vínculo especial con la vida cuando en ella tenemos un lugar para los demás. Creo que hacer algo por alguien, a la vez que me conecta con la vida, es una pista hacia el sentido. Hacer algo a favor de otra persona, colaborar en algo que no sea solo para nosotros mismos, o incluso ser capaz de compartir las alegrías, es una forma de sentir que la vida, esta vida nuestra, vale la pena.

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18. Perdonar para una vida con sentido En un primer momento, daría la impresión de que el perdón no tiene mucho que ver con el sentido de la vida. Parecen temas distintos, al menos desde un planteamiento inicial. Pero perdonar tiene mucho que ver con la forma como vivo los daños recibidos, el lugar que quiero conceder a sucesos en mi vida y, sobre todo, tiene que ver con una modificación de la actitud con la queremos afrontar lo que, con toda seguridad, podemos llamar sufrimiento en nuestra vida. Para poder entender la implicación noética del perdón, es necesario que aprendamos algunas cosas sobre el perdón y el acto de perdonar. Empezamos viendo qué no es perdonar para delimitar conceptos. En este caso, la definición por medio de lo que no es resulta clarificadora. Perdonar no es: – Dar la razón: perdono, pero eso no significa que comparta tus motivos o las razones que te llevaron a ello; perdono, pero no estoy de acuerdo. – Otorgar clemencia: la clemencia, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es «compasión, moderación al aplicar la justicia». Podemos ser compasivos, es cierto, pero no hasta el punto de solidarizarnos emocionalmente con el agresor. – Renunciar a la justicia: el culpable debe pagar. Nuestra obligación, incluso moral, es ejercer la justicia sin rencor, sin ira, pero con firmeza. Exijo justicia por principios. Perdonar no es dar una amnistía. – Reconciliación con el agresor: no tiene por qué ser así. Perdonar no significa entablar de nuevo una relación. Perdono lo que has hecho, pero no podemos empezar como si no hubiera pasado nada. La reconciliación, además, es un sentimiento que implica a dos. Recuerdo que, con una de las personas que acudió a terapia, tuve una intensa conversación, a propósito de un daño por ella recibido, sobre si podemos poner «el marcador a cero», en un deseo de 121

retomar las cosas desde un lugar distinto. Empeñada en que lo correcto era ponerlo a cero, acabamos conviniendo en que no es posible; que algo ha cambiado, y mucho, y no se puede hacer como si nada hubiera pasado y volver a un modo de relación que, a todas luces, es irreal. No partimos de cero. No es posible, humanamente, hacerlo. Pero sí es posible no traer a la memoria constantemente los tantos marcados anteriormente. – Dejar de sentir: perdonar no implica directamente dejar de sentir el dolor que nos han causado... Implica dejar de querer seguir en ese dolor. Nada hace que dejemos de sentir, quizá solo el paso del tiempo, pero la decisión de perdonar tiene que ver con no dejar que el sentimiento se apodere de la vida. – Olvidar: el olvido es un proceso involuntario, que se dará o no en el tiempo. El olvido no se puede forzar, llega o no, pero sin obligarse a ello. La gente suele decir, con una frase hecha, «perdono, pero no olvido». Perdón y olvido suelen contraponerse. Esta frase, lo reconozco, me parecía un engaño... Hoy entiendo que es cierta, que perdonar no supone olvidar el daño que nos han hecho –es más, hay que tenerlo presente–, pero sí olvidar el odio que ese daño nos ha generado. No olvido el hecho, pero sí el sentimiento asociado. Y podré pensar en la persona o personas que me han dañado sin necesidad de odiar. Tim Guénard nos da un ejemplo de ello cuando perdona a su padre los malos tratos: no olvido lo que me has hecho, pero olvido el odio que sentía por ti. Su libro tiene un título ya de por sí significativo: Más fuerte que el odio. En muchas ocasiones es mejor que sea así, porque si olvidamos, es posible que caigamos otra vez en lo mismo, que nos descuidemos y no estemos preparados para hacer frente a situaciones similares. El perdón empieza por querer que el tema en cuestión no inunde la vida, sino que ocupe su justo lugar en nuestra historia. En cuanto al olvido, ya llegará. No es adaptativo borrar de nuestra base de datos al infractor y quedar en situación de riesgo. Un golpe en la cabeza, por ejemplo, puede provocar el olvido, pero no el perdón. Si perdonas, el recuerdo sigue, pero no hace daño. El olvido tiene varias facetas: el olvido emocional, donde ha desaparecido el odio o rencor; el olvido afectivo, que permite recuperar la situación afectiva previa a la ofensa; y, por último, el perdón conductual, que lleva a tratar al otro como si no hubiera existido la ofensa. De 122

forma realista, somos conscientes de que realizar los tres niveles es complicado. Tampoco existe la necesidad de llegar al máximo. Hay que dar tiempo al tiempo. – Justificar la ofensa o minimizarla: no hay que quitar hierro a lo que nos ha ocurrido ni justificarlo. Nadie merece pasar por situaciones similares a las que hemos vivido. No se trata de eso, sino de reconocer el dolor y reconocer al causante. No tiene excusa. Y aceptamos el dolor en toda su intensidad, sin intentar convertirlo en una nimiedad. – Hacer como que todo va bien: es una negación que puede funcionar en un primer momento... pero no ha de ser lo definitivo. No. No todo va bien. Si fuera bien, no haría falta el perdón. Y es necesario. – Perdonar no es vencer: hemos de introducir una lógica distinta, una que no es de odio ni de reivindicación y que aspira a cambiar al otro, no a vencerlo. No pretendo ganar, ni siquiera ser mejor que tú; no es esto lo que me motiva, sino el deseo de encontrar paz. La idea de ganador/perdedor no se aplica en el perdón. El tema del perdón tiene una serie de flecos incómodos que a veces dificultan su comprensión, como son las implicaciones religiosas (relación con la confesión de los pecados, la culpa, la redención...) y otras más en línea energética (círculos vitales de energía), en las que el perdón restaura el orden en el cosmos. Sin restar valor a las aportaciones que puedan ofrecer, nuestro planteamiento parte de un presupuesto distinto: desde la libertad. Perdonar, entonces, se convierte en una decisión, mediatizada por cerebro y corazón, en que se implican nuestra libertad y responsabilidad. La libertad de elegir lo que quiero hacer con lo que me han hecho y la responsabilidad de dar una respuesta a esto que la vida, ahora, me plantea. El ser humano es el único animal que siente culpa. Pero estamos por encima del sentimiento para, como forma de superarnos a nosotros mismos, tomar una opción. Perdonar se convierte –así me gusta verlo– en una decisión de decisiones, porque de modo previo a elegir perdonar, he tenido que tomar una serie de determinaciones que preparan el camino: 123

– Decido que mi perdón no dependa de si me lo piden o no. El que lo pidan o lo dejen de pedir es un añadido; el perdón nace de dentro de uno mismo. Que el otro reconozca su responsabilidad o culpa ayuda, pero no es lo definitivo. En situaciones en que lo que nos sucede no tiene relación directa con una persona (catástrofes, atentados...), sería imposible entonces perdonar, porque nadie nos va a pedir clemencia. El perdón no depende de que el otro reconozca el mal que ha hecho, sino de una decisión personal. Jaime tenía sentimientos muy negativos hacia su padre, que siempre que se dirigía a él era para descalificarle y recordarle que no iba a ser nada en la vida; durante años estuvo rumiando esto y generando sentimientos de odio hacia quien tanto mal le hizo. Su proceso acabó cuando, viendo a su padre desvalido, dejó de pensar en todo lo negativo y, desde dentro, de forma gratuita, le perdonó. Nada cambió, aparentemente, porque el padre, en sus momentos de lucidez, volvía al ataque... pero nada era lo mismo, porque internamente Jaime había decidido que no le afectara y había perdonado tales atentados. Ni siquiera hizo falta que, verbalmente, transmitiera a su padre su perdón. Basta con sentir que se ha perdonado. Cuando se pide, se otorga; cuando no se pide, se regala. «Otorgar», palabra muchas veces unida al perdón, es un vocablo con matices. Según la RAE, es «consentir, condescender o conceder algo que se pide o pregunta» y, en una segunda acepción, «hacer merced y gracia de algo». Si lo piden, primera acepción. Si no lo piden, nos fijamos en la segunda, al considerar su gratuidad. – El perdón es para uno mismo, no para el ofensor. Y decido, en esas decisiones parciales, que merezco hacerme este regalo. – Decido que la persona es más que lo que hace. «Nos importa el otro, no lo que hizo puntualmente, que pertenece a un paso en falso en la vida» (GarcíaMonge, Treinta palabras para la madurez, 93). Este pensamiento ya nos debe resultar familiar a estas alturas… Desde la logoterapia sabemos que el ser humano es más que las acciones que ha realizado, más que las que realiza, porque siempre tenemos un ojo puesto en lo que puede llegar a ser. – Decido no quedarme anclado en el daño que me han hecho, sino seguir adelante. Dejar marchar el dolor sin magnificarlo ni aferrarme a él. Lo único que 124

conseguiría así es darle poder, un poder que me corresponde. – Perdonar supone, previamente, haber decidido terminar con la caza de brujas buscando compulsivamente al culpable. Está claro que tenemos que definirlo, pero eso no nos va a amargar la vida buscando lo que es posible que no aparezca. Si definimos un culpable, facilita; si no lo definimos, perdono la situación. El verdadero origen de buscar culpables es que nos preguntamos «por qué» en vez de «para qué». Volveremos sobre ello al hablar de resiliencia y logoterapia aderezadas por el perdón. – Perdonar supone tomar las riendas de lo que quiero hacer con lo que me ha pasado. No voy a dejar que me amargue la vida, no voy a repetir el mismo comportamiento (por ejemplo, abusado que abusa, maltratado que maltrata, herido que hiere). Decido desanclarme de lo ocurrido. Frankl habla de no dejar que el pasado esté interfiriendo en el presente. Lo pasado, pasado está. El presente es lo que tengo delante y sobre la base de las decisiones que ahora tomo construyo el futuro. He decidido de un modo u otro superar la ofensa. – Decido liberarme de pensamientos negativos y del resentimiento, que parte siempre de la lógica de que las cosas deberían haber sido de otra manera. Esto me libera del «debería» del pasado. «Revancha e ira son dos energías destructivas que perpetúan la violencia y que no contribuyen en absoluto a restaurar ni la dignidad ni la pérdida. La reconciliación y el amor sí que lo hacen posible y nos ayudan a soportar el dolor» (Ela Gandhi, nieta de Mahatma Gandhi). El resentimiento, la rabia y el rencor tienen una serie de «ganancias secundarias» de las que a veces no queremos prescindir, como la sensación de poder y dominio, o el ser una manera de conseguir que los otros hagan cosas y así tener un modo de control sobre ellos. Otras ventajas pueden ser que sirven como excusa para evitar comunicarse, sirven de protección y nos afirman en la idea de que tenemos razón. Estos sentimientos son o pueden ser un modo de ocultar otros que nos gustan menos, como el sentimiento de tristeza o de miedo. Prefiero sentir rabia a miedo. Pero quizá la ventaja a la que más nos cuesta renunciar es aquella que nos permite vivir siempre en un papel de víctima, lo cual nos permite no responsabilizarnos de lo que sucede en nuestra vida e incluso de lo que sentimos. Frente a esto, hacemos una apuesta 125

por dar paso a los sentimientos positivos, por dejarles espacio, lo cual es difícil porque a veces estamos cargados de negatividad y ella es lo único que nos motiva, permaneciendo en un estado de frustración o intolerancia continuas. – Decido quitar el poder a quien me ha hecho daño. Nadie puede dañarme si yo no se lo permito. Nadie puede amargarme la vida si yo no le doy el poder para hacerlo. – Decido cerrar puertas y no abrirlas nunca más. Clausurar el pasado, cerrar círculos. Hay situaciones y personas, hechos en mi vida, que están muy bien donde están y que es mejor que se queden ahí. – Decido no interpretar la ofensa como lo peor que me ha ocurrido en la vida. Si lo pienso así, nunca voy a dejar de sentir dolor. – Decido ser humilde para que no venza el orgullo. Y situarme en posición de igualdad con todos los seres humanos, ya que el hecho de perdonar no nos hace superiores. Perdonar supone renunciar al orgullo y contactar con lo humano.

¿Para qué perdonar? Perdonar transforma la vida del que da el perdón y del que lo recibe, así como la relación entre ambos. De una forma u otra, aunque el que ha recibido nuestro perdón no lo haya hecho de forma consciente, porque le hemos perdonado desde el corazón, la forma en que me dirijo a esa persona es distinta, porque yo soy distinto. Perdonar redunda en beneficio de nuestra salud emocional, porque supone cerrar una etapa que no quisiéramos repetir. Por eso se dice que es un acto egoísta, ya que supone un cierto beneficio personal. Y también tiene efectos positivos sobre nuestra salud física, puesto que tiene relación directa con tensión arterial y problemas cardiacos, mientras que el rencor desacelera la respuesta del sistema inmunitario. Somos una unidad, como bien nos recuerda la logoterapia, y todo lo que afecta a una parte influye en el todo. Si perdonamos, nos liberamos. El rencor es dañino, es un enojo del pasado que alimenta el presente. Perdonar es permitir que el recuerdo no haga daño, es detener

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el ciclo sin fin que genera el odio. Las emociones negativas aumentan la secreción de adrenalina, cortisol y testosterona, lo cual tiene un efecto negativo sobre el sistema cardiovascular, disminuye las defensas y propicia depresión y ansiedad. El perdón tiene un efecto directo en el aumento de la autoestima. Me siento bien cuando perdono, me siento bien conmigo mismo. Tras la experiencia de perdonar a los demás nos sentimos más fuertes, completos, humanos. La autoestima se compone también de sentimientos de valía personal y de capacidad para superar situaciones. Por último, perdonar es un ejemplo y ayuda para los demás. El perdón –al menos así queremos creerlo– se expande en una onda positiva, en la que el que recibe el perdón se siente motivado a darlo a los demás. Sin embargo, el efecto más profundo del perdón es sobre nosotros mismos, sobre la paz y libertad que sentimos, manifestaciones claras del efecto sanador del perdón.

Aprender a perdonar Ya sabemos mucho sobre el perdón: en qué no consiste, cómo afecta a nuestra vida… Ahora nos toca dar un paso más y saber practicarlo. Parto de esta premisa fundamental: «A perdonar solo se aprende en la vida cuando a nuestra vez hemos necesitado que nos perdonen mucho» (Jacinto Benavente). Uno no nace sabiendo perdonar. Si nos dejamos llevar por el sentimiento primitivo, volveríamos al ojo por ojo, diente por diente.

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Si queremos que sea verdadero y efectivo, el perdón ha de ser total, sin reservas («Te perdono si...», «Te perdono pero...»), gratuito, incondicional, unilateral, sin espera de reciprocidad. Si mi perdón espera, bien el arrepentimiento del otro, bien un cambio en su actitud o cualquier pequeña o gran transformación, se aleja de lo que deseamos. Entonces no es un regalo sino, si se me permite, un chantaje. El perdón ha de ser reiterado; es un continuo, no algo puntual. El hecho puede ser algo puntual, pero la actitud es un continuo. El perdón es un proceso de recuerdo constante. El perdón ha de ser realista, mirando frente a frente a la ofensa. Si quieres, puedes ver los atenuantes o eximentes, pero ninguno de ellos tiene tanta fuerza como la decisión personal que supuso para el agresor actuar. Es decir, los atenuantes pueden ayudarnos a comprender (deseo profundamente humano), pueden acelerar nuestra decisión de perdonar... pero no olvidemos que incluso en este caso, lo importante es la decisión del que actuó. Y ser comprensivos puede estar bien, pero en ocasiones resta fuerza a la decisión personal. Porque, por encima de todo, está nuestra libertad. El perdón debe ser acogedor, en el sentido de respetar a la otra persona. Por eso dejo siempre una puerta abierta para una «salida airosa» a quien ofendió, ofreciendo la posibilidad de cambio. No creemos, como logoterapeutas, que la persona sea inmodificable; no creemos que la acción que en un momento de su vida realizó sea una condena para toda la vida. Frankl nos recuerda la historia de muchos «capos» y militares de los campos de concentración, con esa capacidad para cambiar lo que somos o lo que hemos hecho. Porque no miramos lo que es, sino lo que puede llegar a ser. Por último, perdonamos con precaución, asegurándonos de que no nos vuelvan a hacer lo mismo. Perdonar es un proceso. No se hace de la noche a la mañana o por capricho. Supone mucho tiempo de reflexión, mucho dolor asumido y mucho pensamiento. Vemos el proceso para comprenderlo:

1. Análisis y reconocimiento del daño sufrido. El primer paso es reconocer que hemos sido tratados injustamente y que esto nos ha supuesto mucha carga emocional y 129

enfado, reconocer los rencores. Hemos de ser lo más objetivos posible. Incluye analizar las circunstancias que llevaron a los otros a hacer el mal contra nosotros. Si creemos que se debe a algo externo, a ciertas circunstancias, será más fácil perdonar que si hacemos atribuciones internas. 2. Elegir la opción del perdón. Liberarse del anzuelo, siempre tentador, que supone quedarse enganchado al dolor sentido y lo que en nuestra vida supone. 3. Aceptación del sufrimiento y la rabia. Perdonar no supone rechazar sentimientos de rabia, ira o deseos de venganza. Es no dejarse llevar por ellos. La Terapia de Aceptación y Compromiso dirá que debemos abrirnos a estos sentimientos sin defensas, porque aceptar lleva al cambio. 4. Establecer estrategias para autoprotegerse, para evitar que ocurra de nuevo el ataque. Estar atento a los indicios de peligro. 5. Una expresión explicita del perdón. Mediante ritos y gestos iniciamos oficialmente el perdón. Es una ayuda. No siempre es necesario expresarlo verbalmente –en algunas ocasiones es imposible–, sino que basta con sentir en el corazón que hemos perdonado al otro. Pero, como seres humanos, los símbolos y rituales nos ayudan a expresarnos y podemos encontrar ese gesto que, para nosotros, es la señal de que hemos superado una etapa. 6. Ponerse manos a la obra, no postergarlo como una acción futura o inalcanzable.

El objetivo es llegar a lo que se denomina «perdón cognitivo», con pensamientos de perdón, internos, pero que preparan mente y corazón para llegar a perdonar. Lleva al perdón emocional, que implica la apertura a la compasión. Desde la psicología clínica, nunca se ha considerado mucho al perdón. Solo a partir de los 70 se empieza a hablar de perdón y en los 90 se considera ya una herramienta. La psicología positiva considera el perdón como una fortaleza, que se puede acrecentar mediante algunas acciones: – Reconocer la existencia de una ofensa. – Considerar el punto de vista de vista del ofensor, entenderle. – Sentir empatía con el agresor.

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– Recordar ocasiones en las que nosotros mismos hemos sido ofensores y nos hemos sentido agradecidos por recibir el perdón de otros. Seguramente el último paso es perdonarse a uno mismo, que tiene mucho que ver con honestidad personal, con asumir nuestra parte de responsabilidad, con reconocer la verdad y que no tenemos toda la verdad, sino solo parte. El yo esencial no es culpable, pero sí lo son las acciones. Perdonarse a uno mismo es saberse humano y supone reconocer la culpabilidad. En muchas ocasiones, nosotros somos nuestros peores enemigos.

El momento del perdón El perdón tiene su momento y circunstancias. No se puede forzar. Respeta, si no quieres perdonar a nadie. Espera el momento. El perdón tiene su momento y a veces es posible y en otras ocasiones no. Incluso forzar el perdón cuando no es el momento puede llegar a ser patológico. Hay algunos medios por los que podemos expresar el perdón: – Disculpar: supone la verbalización del perdón. Pedir disculpas es reconocer que nos hemos equivocado. Disculpar a los demás significa que otorgamos el perdón y así lo manifestamos. Sin embargo, no siempre es necesario este paso. El efecto del perdón se notará en el cambio interno. – Visualizar: como forma de disponernos a perdonar, nos preparamos internamente visualizando lo que vamos a hacer. La visualización tiene el efecto de preparar las conexiones neuronales y abrir los caminos para cuando la experiencia sea real. – Escritura: es una forma de manifestar el perdón. No es necesario manifestarlo verbalmente. Escribir es una forma de expresarnos. No con la idea de que el otro lea lo que hemos escrito, sino como modo de liberar el sentimiento. En situaciones en que el otro es inaccesible, quizá por fallecimiento, escribir es una forma de manifestar nuestro perdón.

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Pero no todo es tan fácil como algunas veces creemos, porque a menudo hay circunstancias alrededor del perdón que nos resulta difícil controlar. Por ejemplo, cuando yo perdono, pero los que están a mi alrededor no. Tu perdón depende de ti, no de lo que hagan los demás. Perdona y confía en el efecto de aprendizaje que puede provocar en los demás. El perdón es una decisión individual. El perdón es personal. Nadie puede perdonar por los otros. Cada cual perdona la parte que le corresponde. Frankl perdonó por sí mismo, no por todos los judíos sometidos al holocausto. Si los otros no perdonan, es su decisión. La nuestra es hacerlo. Para perdonar, hay que haber sufrido. Nadie está autorizado a perdonar en nombre de nadie. El único que puede perdonar es el agredido. La tendencia a peticiones de perdón generales y en nombre de otras personas es solo un gesto. El verdadero perdón nace del ofendido. El perdón no siempre es bien recibido, no ya por los implicados directamente, sino también por todos los que están alrededor. Y ocurre a veces que se enfadan conmigo si perdono. A veces, si la víctima perdona, los demás se sienten ofendidos. Cuando, tras muchos años sin verla, Tim Guénard encuentra a su madre, esta le pregunta si ha perdonado a su padre. Cuando Tim le dice que sí, ella se aleja. No acepta que el otro haya perdonado (cf. Guénard, Más fuerte que el odio). Por último, en ocasiones perdonar genera en nosotros una inquietud y descubrimos que en todo este recorrido un paso final, el rizar el rizo definitivo, es darnos cuenta de qué sensación provoca en nosotros el perdonar. Y es que, a menudo, tenemos que perdonarnos a nosotros mismos por haber decidido y conseguido perdonar. El mal que me han hecho ya no interfiere en mi presente, pero convivimos con esa sensación de que te traicionas un poco a ti mismo cuando perdonas, de que el otro o los otros no merecen este acto de generosidad (o egoísmo, según el caso) y de que se pierde parte de uno mismo cuando decides que lo sufrido no tenga más interferencia. Y el último paso es reconocer que, en algunos pequeños momentos, nos sentimos mal por haber perdonado.

Desde el perdón hacia el sentido

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El perdón existe porque en la vida hay dolor. Desde la logoterapia reconocemos esta realidad y no huimos de ella. La tríada trágica de la que habla Viktor Frankl incluye la culpa, como sentimiento que surge cuando no hemos actuado desde la responsabilidad. Es cierto que el tema del perdón tiene mucho que ver con la culpabilidad, con sentir este sentimiento dentro de nosotros. Al final, la culpa surge cuando hemos actuado incorrectamente. «La vivencia de la culpabilidad se deriva del ejercicio de la conciencia, la capacidad que toda persona tiene para poner en correlación su sentido moral, sus valores, y el contenido moral de la conciencia, sus actos» (Agis Villaverde, «Comprender es perdonar», 46). «La liberación de la culpabilidad nace de esta aceptación consciente de la propia responsabilidad y depende en buena medida de la reparación del mal causado o del perdón de las víctimas» (ibid.). El perdón es una manifestación de la capacidad de oposición del espíritu, que ya sabemos que es la capacidad que tenemos de vivir de modo diferente múltiples situaciones y encontrar en ellas el sentido. Desde la logoterapia, reconocemos que el perdón tiene mucho que ver con: – Reconocer que toda persona es más que las acciones que realiza. Creemos que la persona es superior a sus actos. Creemos en el ser humano por encima de las decisiones, acertadas o no, que tome en un momento determinado de su vida. Toda persona es más grande que su culpa. Perdonar es aceptar la fragilidad, propia y ajena. – Creer en las decisiones personales, en que no hay nada determinado, sino una sucesión de decisiones que se concatenan para construir el presente y el futuro. Puedo equivocarme en una decisión, pero eso no me invalida como persona. – La vida me cuestiona siempre, también en este momento en que tengo la posibilidad de decidir si quiero perdonar o no. El perdón es posible porque tenemos conciencia. – El perdón, como decisión, implica la libertad. Nuestra libertad nos permite decidir la manera de reaccionar ante las situaciones. La resiliencia, dice Cyrulnik, es un antidestino: espacio de libertad interior que hace que no nos sometamos a la propia herida.

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– Perdonar es recordar, pero dándole un nuevo significado: un «sentido», decimos desde la logoterapia. La clave es preguntarse el «para qué» en vez del «por qué». Lo que de verdad importa es encontrar las claves que me permitan dotar de sentido a lo que me ha ocurrido: para qué me ha ocurrido esto que debo perdonar. La respuesta es necesariamente personal. Cada uno aprende a su modo de lo que le ha ocurrido. La persona resiliente tiene la capacidad para superarse y aprender de los sucesos que acontecen, aunque sean negativos y le duelan. El concepto de crecimiento postraumático está muy relacionado con la capacidad de aprender lo que, en este momento, la vida me enseña. – Perdonar supone mirar hacia delante, hacia lo que puede ser, no hacia lo que es. Es una visión muy propia de la logoterapia: una nueva mirada que nos hace ver todo un mundo de posibilidades. Nuestra vida no puede depender de lo que hagan los demás. Creemos en la capacidad de solucionar las situaciones que se presentan. – Perdonar es creer en las posibilidades. El deseo de mirar hacia delante es muy humano. Cyrulnik nos recuerda que, habiendo vivido situaciones dolorosas, exhibir el dolor provoca rechazo en las personas que están alrededor. No les importa tanto lo que pasó, sino lo que vas a hacer a partir de ahora. Perdonar abre la posibilidad de ver las cosas de otra manera. «El perdón libera el alma, se lleva el temor; por eso el perdón es un arma peligrosa» (Nelson Mandela)

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19. Por un lenguaje hacia el sentido He pretendido ser difuso en el enunciado de este capítulo, porque no hay un lenguaje en sí que se refiera al sentido, sino que tenemos que rescatar algunas características para que nos acerque a lo que estamos buscando. «Por» significa que no hay una pauta concreta, sino acercamientos. Y en esta propuesta redefinimos cómo, en nuestro quehacer lingüístico, algunas peculiaridades nos acercan al sentido. El lenguaje forma parte de nosotros desde que nacemos. Vivimos en un mundo en que ya el deseo de nuestros padres por tener un hijo forma un nido verbal. Los primeros balbuceos del bebé y luego sus primeras palabras son recibidas con ilusión. Se han dicho muchas palabras antes de que nazcamos y se dicen muchas palabras cuando ya estamos en la familia. Palabras que, de un modo u otro, nos definen. Y nos definimos sobre la base de las palabras que hemos recibido tanto como de las que pronunciamos. Nuestro pensamiento tiene un sustrato lingüístico sustentado en palabras. El problema, si existe, es que las creemos con una fuerza que no cuestionamos y actuamos a la luz del significado que les otorgamos. Nuestros pensamientos los construimos a partir de este mismo lenguaje. Pensamos con ayuda de las palabras. Y ya hemos aprendido, o estamos aprendiendo, a poner en cuarentena nuestras palabras pensadas. El lenguaje afecta a los demás y es una poderosa herramienta para comunicar. No la única, pero hemos de reconocer que es la forma por excelencia de comunicación. Y en la comunicación nos ponemos en relación dos personas enteras, únicas, en un intercambio. En este sentido, apunto la idea de que el lenguaje afecta tanto a los otros como a nosotros mismos. El lenguaje refleja nuestra forma de pensar y de vivir y la de los demás. «No vemos el mundo tal y como es, sino tal y como lo hablamos» (Castellanos, La ciencia del lenguaje positivo, 51). Tal como nos expresemos acerca del mundo, tal será nuestra visión y nuestro convencimiento. Con las palabras expresamos el mundo que nos rodea. Aún más: construimos ese mundo. «Las palabras son creadoras de nuevas 136

conexiones en el cerebro que nos hacen comprender el mundo de forma diferente y contribuyen a diseñar y dar forma a nuestra humanidad» (ibid., 97). Y ese mundo construido es el que compartimos con los demás.

El lenguaje hacia el sentido Se conjuga en gerundio. Porque somos lo que somos y lo que estamos siendo, porque somos también lo que podemos llegar a ser, la forma verbal por excelencia es el gerundio, que enlaza en una línea temporal nuestro pasado, nuestro presente y el futuro cercano o lejano. En un lenguaje hacia el sentido, el «yo soy así» no es aceptable; preferimos el ser siendo, en un mundo abierto a las posibilidades. No nos vamos a fijar, cuando encontramos a una persona, en lo que es, sino que nuestra mirada incluye lo que ha sido y lo que puede llegar a ser. Por eso, en esta idea de encontrar un lenguaje que nos acerque al sentido, debemos tener en cuenta que un lenguaje de este tipo no etiqueta, no delimita, no limita. Precisamente porque creemos y sabemos que somos mucho más que lo que ahora manifestamos. Los efectos de las palabras recibidas por los niños, por cada uno de nosotros cuando lo hemos sido, nos hacen entender que muchas veces las palabras actúan como sentencias inapelables y si eras «el simpático», has tenido suerte de que no te consideraran y definieran como «el torpe». Vivimos del recuerdo actuante de las palabras que sobre nosotros se han dicho. Pero vivimos con la posibilidad de posicionarnos y tomar una decisión al respecto. No son, en el fondo, más que palabras y relativizarlas, como veremos un poco más adelante, nos hace sentir liberados. En un lenguaje que tenga en cuenta el sentido no vamos a definir a nadie por lo que en este momento es o hace, sino que nuestro ojo está puesto en el futuro, un futuro que se construye en el mismo presente. Porque un lenguaje como el que queremos habla de posibilidades. Por eso, no es extremista, no usa expresiones como «siempre», «nunca»… Si todo es relativo, no tienen sentido estas expresiones. Si somos mientras estamos siendo, las categorías que excluyen el proceso de cambio y transformación constante no tienen cabida. Por el contrario, el sentido y su lenguaje miran hacia el futuro, que está preñado de esperanza.

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En la búsqueda de este lenguaje, viajamos sin miedo a ciertas palabras, que suelen asustar casi siempre. Las palabas «dolor», «sufrimiento», «espiritual» o «noético»… suelen amedrentar. Nosotros no tenemos miedo (al menos, más miedo de lo normal) a cualquier palabra. Porque todas forman parte de nosotros y de nuestra historia, porque cada palabra acoge lo que somos. Porque todo forma parte de nuestro proceso de crecimiento y de búsqueda del sentido. El lenguaje hacia el sentido ha de ser, por fuerza, integrativo. Ya sabemos que integra pasado, presente y futuro en un continuo. Además, ha de integrar la totalidad del ser humano. No creamos diferencias hablando de lo físico, lo mental o lo social, ni incluso de lo noético… Hablamos del ser humano, que integra todas estas partes en una totalidad. Un lenguaje que tenga en cuenta el sentido se elabora, sobre todo, en positivo. Nuestro cerebro tiene un «sesgo negativo» que nos hace prestar atención, de forma no controlada, a la información que tiene tintes negativos. Forma parte de nuestros recursos de supervivencia, ya que consideramos que esta es una información relevante y se ponen en marcha mecanismos de superación. La mente no entiende de sutilezas y capta los mensajes negativos y les da una credibilidad incuestionable. Un lenguaje diferente potenciará en nuestras vidas el uso de lo positivo, para ayudar a nuestra mente y para ayudarnos a nosotros mismos. No se trata de buscar en todo lo positivo. Es una trampa más del pensamiento pseudooptimista que se quiere imponer y que considero una trampa y un peligro. Se trata de, conociendo que nuestra mente se fija y actúa ante los mensajes que despiertan su alarma, evitar este tipo de expresiones y sustituirlas por algunas con un tinte positivo, reformulando las situaciones para dar ímpetu a nuestros procesos mentales. También en la opinión que tenemos sobre nosotros mismos actúa este sesgo, de modo que damos mayor credibilidad a aquellas expresiones que indican algo negativo. Por eso tenemos la posibilidad de hacer un esfuerzo por rescatar lo positivo y reformular nuestras expresiones. El lenguaje es la forma privilegiada con que elaboramos el relato que nos ayuda a superar la adversidad. Boris Cyrulnik, que fue quien acuñó el término «resiliencia», habla mucho de la construcción del relato. Se refiere sobre todo al relato de la adversidad y también a un relato autobiográfico que integre el proceso traumático.

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La base es una idea de Cyrulnik sobre la memoria: «La memoria es el retorno al pasado; es la representación de uno mismo que busca en las huellas del pasado algunas imágenes y algunas palabras» (Cyrulnik, De cuerpo y alma). Quien ha sufrido un acontecimiento traumático necesita elaborar un relato, porque al relatar, se vuelve a la vida. Contar la vida, contarse la vida, es fundamental para sobrevivir. Pero relatar la vida no es exponer una cadena de acontecimientos, sino organizar nuestros recuerdos para poner en orden la representación de lo que nos ha sucedido. El relato sirve para la reconstrucción personal y para recuperar el control de la vida, perdido en sucesos adversos a menudo inevitables. El relato es un medio para arrojar luz al acontecimiento traumático: «La narración se convierte en una labor de atribución de sentido» (Cyrulnik, El amor que nos cura, 37). A veces el relato se construye sobre imágenes medio fantaseadas, pero aceptadas socialmente. Es necesario hacer un primer borrador del texto, en este caso del textorelato que da sentido a la historia. Parte de imperfecciones, pero evoluciona. Es como reordenar los recuerdos para que den sentido a un momento de adversidad. Los reordenamos para que sean coherentes con nuestra propia representación del pasado. Desde nuestro deseo de sentido, el lenguaje que usamos en esta reconstrucción representativa dice mucho de nosotros, porque el relato es una forma de encontrar el sentido de lo sucedido. En este proceso, las palabras y pensamientos irán en la línea de apuntar a comprender el para qué de esto que me ha sucedido e integrar una respuesta en la que el suceso se convierta en lugar de aprendizaje y de capacidad de superación, donde el pasado, traumático en este caso, ocupe el lugar que le corresponde en nuestra historia de vida. En este primer esbozo, hacemos como una prueba de lo que vamos a presentar socialmente. Lo terrible de quien vive una situación adversa es que, luego, muchas veces, ¡no puede ni contarlo! Porque los demás no quieren escuchar. Por eso hay que construir, para evitar el «doble estigma», un relato socialmente aceptable. El relato no solo se construye por medio del lenguaje. Hay otras maneras de elaborarlo y entiendo que otras artes, como la fotografía o la pintura, el dibujo, la cerámica…, tienen un papel importante, como forma de expresión y de elaboración personal de la historia. Concretamente, la fotografía permite la elaboración del relato –

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una tarea compleja, a veces dolorosa, pero necesaria– de una forma muy especial [3] . A fin de cuentas, «hemos nacido con el don y la suerte de narrarnos. Somos seres que nos contamos historias» (Castellanos, La ciencia del lenguaje positivo, 31). La palabra no es algo independiente de nosotros y que debamos creer a pies juntillas; al final, forma parte de nosotros mismos, como cualquier cosa que produzcamos. Hay palabras que no cuestionamos y a las que hemos dado gran poder, pero que, en el fondo, no son más que símbolos convenidos para comunicarnos. La teoría del marco relacional que propone la Terapia de Aceptación y Compromiso nos ayuda a entender que vivimos en un mundo en que, por condicionamiento, hemos otorgado a algunas palabras un significado que va más allá de su origen, de modo que les otorgamos el poder de influirnos. Las emociones que evocan estas palabras van más allá de lo puramente fisiológico. Al final, el lenguaje está constituido por símbolos articulados entre sí. Y es un recurso limitado, porque sabemos que una misma palabra no tiene el mismo significado para una persona que para otra. Lo que importa es la vida que hemos puesto en las palabras. La palabra no lo expresa todo. Está limitada por sus propias características. Hay conceptos que escapan a este marco. ¿Se puede definir mediante el lenguaje, por ejemplo, «ser madre»? Puedo usar el lenguaje para hablar sobre ello, pero hay una parte que no se puede explicitar en palabras. Lo mismo ocurre cuando queremos explicar el sentido. Tenemos que ser conscientes de las limitaciones para encontrar nuevas formas de expresión. El lenguaje puede transmitir una visión errónea. Porque las palabras no dicen, a veces, lo que queremos y porque muchas veces no entendemos lo mismo. Por eso hay que ser cautos en las interpretaciones y no tener miedo a preguntar, con preguntas abiertas, para encontrar las pistas personales que nos ayuden a entender la realidad tal como la vive y siente el otro. Y, por qué no, para intuir las pistas que le dirigen o me dirigen hacia el sentido. Por eso es necesario relativizar. Hay algunas palabras, parte del lenguaje, que conectan de forma casi directa con la noción de sentido. Cuando hablamos de trascendencia, de responsabilidad, de posibilidades, de resiliencia, de perdón…; cuando usamos alguna palabra que nos refiere 140

a las potencialidades, al ímpetu, a esa capacidad de oposición del espíritu, estamos encontrando en el lenguaje, incluso en el lenguaje cotidiano, pistas hacia lo noético. La apuesta es incluir estas palabras en nuestro vocabulario, ser capaces de referirnos a ellas y que formen parte de lo que habitualmente expresamos. Porque el sentido también se construye y encuentra cuando nos referimos a él.

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20. Esperanzar y esperanzarme Mi primer recuerdo del mito de Pandora es que siempre lamentábamos que la esperanza hubiera quedado encerrada en la caja. Recordamos la historia: Zeus, enfadado con los hombres después que Prometeo les llevara el fuego, decide enviar a una mujer con una caja en la que encierra todos los males, con la instrucción de no abrirla. Sin embargo, Pandora la abrió y los peores males se extendieron, pero, justo cuando iba a salir la esperanza, logró cerrar la caja. Desde alguna interpretación se lee este mito en el sentido de que la esperanza vive en el corazón del hombre y está siempre como recurso disponible. Pero estamos hablando del regalo envenenado que Zeus dio a los hombres y en ningún momento se menciona que entre los males hubiera un bien camuflado. Porque muchas veces la esperanza se ha usado como verdadero opio del pueblo para tener al ser humano conforme con lo que está viviendo y que no se queje. Quizá Zeus se equivocó al regalar esta esperanza a los hombres. ¿Tuvo mala suerte de que quedara dentro de la caja? Creo que Zeus sabía muy bien lo que hacía porque, en palabras de Ibsen, «la esperanza ha contribuido a perder al género humano». Y es una perdición cuando: – Me hace poner todas mis miras en el futuro, donde todo será distinto y fantástico, sin ser consciente del presente; crea y mantiene la ilusión de que mañana será mejor y aleja del aquí y ahora. – Es la excusa perfecta para dar paso a la resignación: ahora no van bien las cosas, pero luego mejorarán. Me quedo quieto esperando que las cosas cambien por sí solas. La esperanza no es pasiva –entonces sería resignación–, sino que siempre nos ayuda a mover ficha para alcanzar la meta que queremos conseguir, en una actitud activa en que esperanza se convierta en gerundio: «esperanzando», una forma verbal que constantemente se está produciendo y actualizando. No se tiene esperanza en general. Existe la esperanza en algo concreto, algo que deseo y en lo que la centro: sanar, mejorar, adaptarme al 143

cambio... Resignación es creer que no va a haber cambio. La esperanza dice que sí. El cielo, las reencarnaciones... al final son un posponer el premio y un acicate para conformarse a la espera de satisfacciones posteriores. Ese es el castigo de Zeus. – Se disfraza de optimismo, una cualidad aceptada y valorada, pero que no siempre es adaptativa ni la mejor. El optimista cuenta con sus propios recursos y experiencia; la esperanza supone un salto al vacío. – Es forzada; recibimos la instrucción de que hemos de tener esperanza, nos bombardean cuando estamos mal con frases que pretenden despertar nuestra capacidad de espera. Incluso el refranero nos habla de ello («La esperanza es lo último que se pierde», «Siempre nos queda la esperanza»…). Y los refranes son condensaciones de experiencias y saber no científico, que actúan como consignas cuando estamos en situaciones que los evocan.

La esperanza en la que creo No existe la esperanza, sino un ser humano que espera, porque es personal e intransferible. Y, aunque creo que existe una esperanza o anhelo de esperanza, lo importante es descubrir el resquicio de ella que en cada circunstancia existe. Creo en la esperanza como parte de la vida. Creo que a cada instante podemos hacer una apuesta por ella. Y si es cierto que existe una esperanza global, vital, envolvente, también lo es que hay una esperanza «de andar por casa» que debemos cuidar. Esperar que las cosas cambien es lícito. Esperar de forma pasiva y conformista, no. Porque la esperanza en la que creo siempre mueve a la acción. Hemos de alejarnos del conformismo del «ya cambiará» porque nos aleja del presente. La esperanza se construye a medida que se vive en ella. Si se hace camino al andar, se hace esperanza al esperanzar. La esperanza existe porque existe el deseo, un anhelo de que las cosas sean de otra manera, de que haya un cambio que, desde la esperanza, creo que va a ser a mejor. El deseo puede ser neutro, pero la esperanza tiene un sesgo positivo. Podemos ayudar a las personas cercanas a clarificar y tomar conciencia de los deseos. ¿Qué sueñas? ¿Cómo te 144

gustaría que fueran las cosas? ¿Qué harías si ahora mismo no estuvieras deprimido, con miedo…? Lo que importa es darse cuenta de que puedo dar pasos hacia aquello que deseo. Siempre con el fondo de una esperanza que me lleva a pensar que aquello que deseo es bueno, es posible, está al alcance de mi mano. La clave está en pasar de la espera pasiva al esperar actuante. «La espera se hace esperanza cuando la confianza en lograr lo que se espera predomina sobre el temor de no lograrlo» (Laín Entralgo, Creer, esperar, amar, 172). Creo en la esperanza activa, que mueve a la acción, que está convencida de que algo bueno está por venir y estimula mi deseo de trabajar para conseguirlo. Seguir creyendo en el proyecto y confiando en que se realizará, aunque las circunstancias parezcan decir lo contrario. «La esperanza es un estado de ánimo, una forma de ser. Una disposición interna, un intenso estar listo para actuar» (Fromm, La revolución de la esperanza, 21). Creo en la esperanza como recorrido. Creo en las metas volantes, porque cada meta parcial me hace sentir emociones positivas y me implica más. Creo en la esperanza que mira hacia el futuro al que queremos llegar. La esperanza tiene carácter de futuro en sus contenidos: las metas (¿deseo una meta posible?), los medios (pasos que hay que considerar) y los caminos («¿Puedo?», que remite al sentimiento de eficacia personal). El futuro deseado se hace presente en la esperanza. Podemos ser, para los que tenemos cerca, testigos de esperanza, de una esperanza realista que cuenta con las propias capacidades y se atreve a un cambio de mirada para ver más allá de la realidad de este instante. Lo primero que cada uno debemos hacer es saber cómo está nuestro propio nivel. Porque la esperanza no se explica, se transmite. Y en esa relación, sea profesional o de amistad, he de asegurarme previamente de que dispongo de ella para poder «convencer» a los demás de que vale la pena tenerla, porque en una relación siempre se produce el encuentro de dos esperanzas. Necesitamos actos de esperanza. Cada gesto, paso, acción... me lleva a, por un lado, reafirmarme en ella y, por otro, a construir sobre lo ya edificado. La esperanza se sustenta en actos que me hacen sentir que estoy en marcha hacia la consecución de lo que deseo/espero. Y siempre se puede hacer algo, aunque no confíe mucho en ello. Hay que actuar frente a la desgana, la apatía o los pensamientos desmotivadores. Todo es

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cuestión de empezar, porque la esperanza se va encadenando y construyendo sobre lo esperanzado. A veces es necesario ampliar el campo de visión. «Un barco no debería navegar con una sola ancla, ni una vida con una sola esperanza» (Epicteto). Muchas veces nos limitamos a mirar en una sola dirección, la que creemos acertada. Por eso es necesario recuperar la humildad de reconocer que podemos equivocar nuestro enfoque y abrir el horizonte, porque a veces la solución está cerca y no la vemos. Por último, es importante recuperar la historia personal de situaciones esperanzadas, aprender de la propia experiencia. Nuestra labor, a menudo, consiste en recordar a quien ha olvidado la esperanza que esta existe y que ha aparecido en diversos momentos de su vida. Y no importa tanto el resultado, si se cumplió lo que esperaba (vivimos demasiado pendientes de ello), como que la esperanza me activó y puso en marcha. Existe una «desesperanza aprendida» que hay que conocer y contrarrestar con la historia de esperanzas. Se construye a base de experiencias negativas y de las ideas que me formo sobre ellas. La desesperanza, el hecho de que no hayan sucedido las cosas que espero, se edifica sobre ladrillos de experiencias negativas. Nuestra tarea, en muchos casos, es ayudar a elegir ladrillos sólidos sobre los que construir de ahora en adelante. Porque muchas veces la esperanza la hemos puesto en algo inalcanzable, que nos desesperamos por no conseguir, aunque partamos de un punto de inicio poco adecuado. Y creo que en todo ser humano hay un momento para la esperanza. Y que hemos vivido y, seguramente olvidado, experiencias esperanzadoras. Por eso tenemos que rebobinar y recuperar esas sensaciones con el fin de actualizarlas y que nos sirvan de base para el futuro. Todo esto se resume en una frase que podemos hacer nuestra: «Si antes he podido…, ahora podré».

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La esperanza es un regalo –así lo creo– pero siempre que parta del convencimiento de que el futuro depende del actuar humano, que depende sobre todo de nosotros y de nuestras decisiones, esperemos que responsables. La esperanza ayuda a dar sentido a la vida. Si no existe la esperanza, el ser humano está psicológicamente muerto. La desesperanza lleva a las depresiones, pero para entender la esperanza hay que contrastarla con la desesperanza. «A partir de su concepción del hombre y de su cosmovisión, la logoterapia debe colaborar decididamente en la búsqueda de una salud integral de cada ser humano, de la salud y esperanza de todo el hombre y de todos los hombres. Sobre la base de estas características, fue llamada elpidoterapia, terapia a través de la esperanza». (Acevedo, La búsqueda de sentido y su efecto terapéutico) Hay un paso que es necesario dar: el que lleva de entender la esperanza como una fortaleza a verla como una manifestación de lo noético. Desde la psicología positiva se habla mucho de la esperanza. Es una fortaleza, que se refiere a un estado de ánimo en que se presenta como posible aquello que anhelamos y, dando un paso más, consiste en «esperar lo mejor para el futuro y trabajar para poder conseguirlo, creer que un buen proyecto es algo que está en nuestras manos conseguir» (Vera Poseck, Psicología positiva, 132). La esperanza enlaza con lo noético en varias dimensiones. En primer lugar, en cuanto que es fruto de la libertad. Por eso decimos que es fruto de una decisión personal.

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La esperanza es una dimensión de la libertad, capaz de dar sentido a pesar de los condicionantes. Una dimensión que se renueva en cada decisión y que, como sabemos, se conjuga en gerundio. Ante una situación límite, siempre tengo la opción de responder con esperanza o desesperanza. La esperanza es una elección. «Una vez que eliges la esperanza, cualquier cosa es posible» (Christopher Reeve). Viktor Frankl vivió la esperanza (esperanza de encontrar a su familia, esperanza de poder sobrevivir…) y dio un paso más al reformularla como «sentido». El paso supone salir de un estado de mayor o menor confianza para encontrar aquello que nos permita vivir en la esperanza contra toda desesperanza. La esperanza, tal como la entendemos, tiene mucha relación con el proyecto de vida y tarea. Esperar es creer en las posibilidades. Mira hacia el futuro, centrándose en las soluciones y en las posibilidades. Nuestra mirada logoterapéutica nos invita a mirar en la misma dirección. La esperanza existe porque en la vida existe el dolor y el sufrimiento, porque la tríada trágica de la vida está presente. Y parte de que aceptemos que, en el pasado, hay cosas que no podemos cambiar… ni falta que hace. Se trata de aceptar la tragedia, lo negativo de la vida. «Hay una grieta en todo, así es como entra la luz» (Leonard Cohen). Porque toda esperanza lo es de encontrar el sentido de lo que vivimos y esperamos. Sin la noción de sentido, la esperanza queda coja. Si la respuesta al sentido tiene que ver con el «para qué», la esperanza nos acerca al «cómo». Cuando nos dejamos interrogar por la vida, la pregunta que está en la base es para qué me ocurre lo que me está sucediendo: una pregunta que nos puede llevar a encontrar el verdadero sentido, no de la vida (sería muy pretencioso por nuestra parte), sino de lo que estoy viviendo justo en este momento. La esperanza tiene que ver con la actitud con que quiero vivir esto, con el «cómo», con la forma concreta y los sentimientos que quiero poner en juego. Y recordamos que en el «cómo» de la esperanza hay una actitud proactiva, un deseo de transformación, un confiado paso adelante en nuestro vivir soñando despiertos. Sin el «cómo» de la esperanza no es posible llegar al «para qué», porque, en el fondo, la esperanza hace que confíe en que existe un sentido de todo lo que estoy viviendo. La esperanza «operativiza» la búsqueda de sentido.

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Cuando espero, me estoy autotrascendiendo, viendo más allá de mí mismo y con un ojo puesto no en lo que es, sino en lo que puede llegar a ser. La esperanza es necesaria porque la vida es transitoria, también los hechos negativos. La esperanza parte de la insatisfacción, del no conformarse con lo dado. Hay un futuro que alcanzar mejor que el presente. Avisto algo positivo no alcanzado. La esperanza permite que nos mantengamos en pie cuando las circunstancias podrían derrumbarnos. Se retroalimenta, pues a mayor esperanza, mayor capacidad de adaptarse a los cambios. Frankl habla de la «neurosis noógena», en la que se manifiestan las consecuencias de prescindir del sentido. Junto a ella, creo que podemos hablar de la «neurosis elpídica» (falta de esperanza) como uno de los males de la sociedad actual. La falta de esperanza se manifiesta en un «presentismo» absoluto, en que solo importa el momento que estoy viviendo, sin mirar más allá (el carpe diem elevado a su potencia máxima), y en una falta de deseo de mejorar, tanto personal como socialmente. La sociedad favorece que se viva el momento, que no se mire más allá. Y la esperanza nos recuerda que existe un futuro, un futuro que puedo llenar o no de sentido.

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21. El sentido en y del trabajo El trabajo, independientemente de cuál se realice, supone una oportunidad para transformar una situación y ofrecer algo al mundo y a los demás. Mi trabajo es lo que ofrezco al mundo, el actuar de una persona en beneficio de los demás. Y en el hallazgo de motivos valiosos para la tarea, me acerco al sentido. Para ello, es necesario considerar el trabajo como: – Misión, que en este caso es hacerme presente en el mundo; es una de las bases de la relación de la persona con el mundo, especialmente el mundo laboral. – Oportunidad de establecer un vínculo con los demás, donde ofrezco y aporto algo. El trabajo supone establecer relaciones con los otros, con la comunidad, trascenderse (pensar en los demás) y crear vínculos. – Aportación personal a la transformación del mundo. Se pone en marcha la creatividad y la oportunidad de enfrentar desafíos. – Construcción de la comunidad. – Prolongación única e insustituible de mí mismo: nadie puede hacerlo como yo; ser es más importante que hacer. – Oportunidad de desarrollo existencial. – Lugar donde puedo vivir los valores, tal como se suelen entender: responsabilidad, compromiso, lealtad, generosidad, solidaridad, libertad… – Acción comprometida para un mundo mejor. – No podemos obviar que el trabajo es un medio para la satisfacción de necesidades. El trabajo es nuestra respuesta personal a lo que la vida nos plantea en este momento.

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La realidad nos muestra que el camino para enlazar el sentido con el trabajo es complicado. Si lo queremos considerar como una respuesta a lo que la vida nos pregunta en un momento determinado, si queremos dar respuesta mediante el trabajo que ahora mismo estamos realizando, existen variadas dificultades que debemos conocer para poder subsanar: – La deshumanización, al ver el trabajo solo como un medio, no como una forma de encuentro del sentido. Se le otorga solamente el valor instrumental: trabajo para poder conseguir algo. El valor del trabajo se difumina frente al valor de lo que quiero obtener. El trabajo pierde su valor humano para ser un mero medio de obtención. – Dados los tiempos que estamos viviendo, el péndulo que va desde la necesidad a la misión está más situado en la necesidad. No siempre se realiza un trabajo vocacional. No es posible. Pero sí puedo preguntarme qué me pregunta la vida, para qué estoy en esta circunstancia. – A veces, el trabajo se convierte en lo único de la vida. Frankl habla de la «neurosis dominical»: la persona se siente vacía cuando no está realizando una labor (adictos al trabajo; móviles de empresa omnipresentes; no saber qué hacer en el tiempo libre…) y esto aleja al trabajo de las posibilidades de convertirse en fuente de sentido. – No todo el mundo tiene la oportunidad de desempeñar un trabajo. De ahí surge la idea de la neurosis de desocupación, en la que encontramos apatía, vacío existencial, sentimiento de inutilidad… una sensación de vida sin sentido.

El trabajo a la luz de la psicología empresarial Venimos de un periodo en que la psicología dentro de la empresa se caracterizaba por encargarse, sobre todo, de la selección de personal, de ver cómo hacer que el puesto de trabajo se ajustara a la persona y de la toma de decisiones respecto a los trabajadores. Claro que la consecuencia de todo ello ha sido que, durante mucho tiempo, el objetivo principal de la psicología de empresa se ha centrado en el modelo de reducción del estrés. Y cuando aparece el estrés, es que las cosas no están funcionando como deberían. Se 152

han organizado en todas las empresas y en los grupos encargados de riesgos laborales cursos de relajación, de gestión del tiempo, de técnicas para combatir el estrés… Y la realidad es que aumentaban las personas a disgusto, sin encontrarse bien en el trabajo, y, claro, sus consecuencias: bajas laborales, absentismo, falta de productividad… y, llevado al máximo, el «síndrome del quemado». El siguiente paso fue que los departamentos de psicología en la empresa entendieron que el ser humano es mucho más que el estrés o la falta de productividad producida por el mismo, y empezaron a hablar de riesgos psicosociales. Parece que se dieron cuenta de que el hombre incluye distintas facetas en su vida, que no se puede separar al hombre de su entorno, de su psicología, de su cultura. E iniciaron un camino que hoy lleva a que, dentro de la empresa, se consideren aspectos que contemplan al ser humano en su totalidad (casi totalidad, para nosotros, desde la logoterapia). No perdamos de vista que el objetivo, lícito aparentemente, de la empresa, es que los trabajadores trabajen y produzcan, que sean buenos en lo suyo para conseguir el máximo beneficio. El presupuesto de que parte la psicología organizacional es que está a favor de la empresa y los beneficios y ejerce de acompañante en la estrategia general de la empresa. Hecha esta observación, ahora en las empresas importa prevenir. Con el fin de evitar enfermedades, bajas, absentismo… se organizan «semanas saludables» para casi todo, desde alimentarse, cuidar el corazón… pero no sé si se piensa tanto en las necesidades de las personas, a nivel individual, como en los beneficios de la empresa. Prevenir supone hacer un esfuerzo por entender qué pasa. Y lo que pasa a nivel global, lo sabemos, tiene mucho que ver con realidades personales. El objetivo es disponer de empleados saludables, que no falten al trabajo… Desde la psicología positiva, se habla mucho de la salud de los empleados. Se parte del concepto de capital humano y se tiende a intentar encontrar el capital psicológico positivo, que se basa en las fortalezas personales. Está claro, desde su punto de vista, que el comportamiento organizacional positivo es «el estudio y aplicación de las habilidades psicológicas y fortalezas de corte positivo de los recursos humanos que pueden ser evaluados, desarrollados y gestionados de forma efectiva para la mejora del rendimiento en los lugares de trabajo contemporáneos» (Vázquez y Hervás, Psicología positiva aplicada, 431). Nuestra pregunta de fondo es si no estamos haciendo todo por el hombre pero olvidando al ser 153

humano… Hay una parte, espiritual y comunitaria, a la que la psicología positiva difícilmente llega. El trabajador saludable, según se entiende desde ahí, es el que tiene:

Autoeficacia: creer en la propia capacidad, lo cual afecta al sentimiento de valía personal. Esperanza, como un estado de motivación positivo. Optimismo: actitud que induce al trabajador a esperar que le ocurran cosas buenas. Resiliencia: fortaleza ante la adversidad [1] . Vinculación psicológica con el trabajo: estado afectivo positivo de plenitud.

Es necesario definir a qué se dedican los antes denominados «departamentos de recursos humanos». Las palabras «recurso» y «humano» no casan bien. Por eso se habla ahora de «gestión de personas»… Me sigo preguntando dónde está el hombre, si es un puro objeto de gestión, si se siguen gestionando personas para que se adapten al puesto de trabajo en vez de adaptar los puestos y funciones a las personas reales que los desempeñan. Pero es más fácil lo primero, porque en el fondo, no lo olvidemos, somos intercambiables y es mejor el diseño de un buen puesto de trabajo y que luego se adapten que interesarse por la persona que lo va a desempeñar y contar con su opinión, sus capacidades, su personalidad incluso. Se mide la eficacia de las políticas de recursos humanos con encuestas de clima laboral en que se calcula el compromiso, la satisfacción y el orgullo de pertenencia. En ningún momento he oído hablar de la salud integral de los trabajadores… Solo es importante que estén contentos. Falta una referencia al «clima personal». Sobre el tema de cómo denominamos a estos departamentos encargados de las personas, Marzano hace una reflexión muy interesante, al comentar que estamos aceptando que el lenguaje empresarial (recursos, beneficios, rendimiento…) se extienda a todos los ámbitos de la vida, especialmente al referirnos a las personas trabajadoras. «Los hombres son recursos y, por lo tanto, cosas; pero los recursos son humanos y, por lo tanto, no son simples cosas» (Marzano, Programados para triunfar, 50). 154

Esto nos lleva a la siguiente reflexión: los psicólogos de empresa y las empresas que se dedican a ello están apostando hoy por la felicidad. Es un tema recurrente en los cursos que se imparten a trabajadores. La contrapartida es que se quiere imponer una felicidad por decreto. «Actualmente el trabajador modelo es un hombre comprometido que debe “creer” en su trabajo y encontrar en él la felicidad. Debe ser adaptable, polivalente, flexible y tiene que encontrar su realización personal en algo que la aliena» (ibid., 51). Alguien que se define como discípulo de Frankl y que aplica, según su punto de vista, la logoterapia a la empresa, dice que tenemos que ser felices con el trabajo que realizamos; que, si no somos felices, tenemos la posibilidad de usar la imaginación para evadirnos: «Cuando nos estresamos por nuestro trabajo, perdemos de vista el significado de nuestra vida. Nuestra habilidad para distanciarnos del estrés y centrarnos imaginativamente en algo que nos guste nos devuelve la libertad y la fuente de sentido auténtico» (Pattakos, En busca del sentido, 149). Y, finalmente, que si el trabajo nos causa infelicidad… es el momento de poner en práctica los valores de actitud de Frankl para superar el malestar. «Viktor Frankl aprendió a sobrellevar el estrés, el sufrimiento y el conflicto que se vivía en el campo de concentración desarrollando un cambio de centro de atención que se alejaba de la situación dolorosa para centrarse en circunstancias más agradables» (ibid., 151). Ya el mero hecho de comparar el trabajo con el campo de concentración es –coincidimos con Marzano– un insulto a los que lo vivieron. Además, el trabajo no es el lugar donde aplicar estos valores. El trabajo es una forma de encontrar el sentido al tratarse del valor de creación, de dar de uno mismo a los otros, de aportar al mundo. No en vano la orientación hacia una actividad es una pista de sentido. Y no puede convertirse en un campo de concentración donde tengamos que elevarnos o lanzarnos contra la valla. Nunca ante lo que se puede cambiar. Desde la logoterapia, desde mi concepción de ella, no se debe elaborar una respuesta desde los valores de actitud a los problemas evitables.

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La gestión del tiempo ha dado paso a algo que podemos considerar, si cabe, un poco más humano: gestión de emociones. Es adecuado enseñar a las personas, a los trabajadores, a gestionar sus emociones. Para qué lo haga la empresa es otra cosa, porque creo que la realidad es que las emociones que se intenta educar son la agresividad y la frustración. Me parece que parten de lo negativo y, una vez más, busco al hombre detrás de todo eso, al hombre que tiene sentimientos y emociones en todos los aspectos de su vida, tanto positivos como negativos. Un paso posterior y creo que certero, aunque no completo, es hablar de empresas con sentido. Parece que nos hemos dado cuenta de que el sentido es importante. ¿Puede

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existir una empresa con sentido, como propugnan? Más bien, creo que existen o pueden existir empresas en que se considere el sentido como parte importante de los seres humanos y en que se hagan esfuerzos por ayudar a las personas (ya no digo trabajadores) a encontrar el sentido en el trabajo y en su vida en general. ¿Existe un sentido en la empresa como organización? ¿La suma de los sentidos individuales es igual a un sentido general? El sentido no es acumulativo. El sentido –creemos– de la empresa es dar respuesta a las necesidades del ser humano y facilitar los medios para poner al ser humano en el centro. Vemos que todos estos esfuerzos por «humanizar» los departamentos de gestión de capital humano tienen más de gestión y de capital que de humanos. Por eso, nuestra apuesta es reflexionar sobre el modo en que el ser humano se puede hacer presente tanto en las estrategias empresariales como en el desempeño del puesto de trabajo. Necesitamos una vuelta al ser sobre el tener/producir; que importe más el hombre que el resultado. No es una idea descabellada y que vaya contra la empresa y sus beneficios. El trabajador que ha encontrado sentido en su trabajo es más rentable para la empresa. Pero debería darse un giro total a la forma en que se entiende ahora la función de los departamentos encargados del tema. Ofrezco algunas pinceladas, desde mi reflexión sobre el sentido en el trabajo, de por dónde iría el camino para considerar al trabajador en todo su potencial humano. En primer lugar, es necesario personalizar. La logoterapia considera al ser humano en su individualidad. Es más sencillo diseñar un puesto de trabajo, lo sabemos. Pero no debemos olvidar que el puesto es para una persona. Desde la psicología positiva se hace mucho hincapié en ello. La logoterapia asume esto como válido y aporta un dato más: el trabajo es un lugar de encuentro de sentido. Algunos siguen pensando que el trabajo refleja el sentido general de la vida y que lo importante es tener este y entonces el trabajo, automáticamente, estará dotado de sentido… No creo que sea ese el pensamiento de Frankl, ya que de él aprendemos que el sentido de la vida laboral ha de encontrarse en la misma vida laboral. Personalizar supone preguntar al trabajador para el descubrimiento de la propia vocación y favorecer el encuentro del sentido en el trabajo. Una vez más, la psicología positiva aplicada a organizaciones tiene algo que decir: «Los empleados son más proclives a progresar cuando se les asignan tareas y actividades que les obligan a un mayor crecimiento y desarrollo de sus fortalezas y que les demandan una 157

alta diversidad de actividades» (Vázquez y Hervás, Psicología positiva aplicada, 450). Una forma de personalizar es realizar cambios y rotaciones, todos los necesarios para que la persona encuentre su sitio, ese donde fluye con la tarea y esta le permite sentir el sentido. En definitiva, se trata de no olvidar la unicidad de la persona. Es cierto que últimamente se está queriendo dar un mayor protagonismo al individuo. Esto es un arma de doble filo, ya que todo pivota alrededor del trabajador: si tienes confianza en ti mismo, autoestima, resiliencia, si estás realizado… todo irá bien. Pero ¿y si no lo tengo todo? Entonces, entona el mea culpa y, como llega a proponer la psicología positiva, hay que intentar convencer al trabajador, siempre desde lo positivo, de que el puesto no es para él y de que lo mejor que le puede pasar es que lo despidan. Personalizamos cuando partimos del respeto a la persona y generamos un ambiente de confianza mutua. Libertad y responsabilidad son dos de los pilares del pensamiento de Frankl. La libertad en la empresa se entiende actualmente como algo casi circunstancial y anecdótico: eres libre para elegir el modo de hacer las cosas… dentro del plan general de la empresa. Tu libertad acaba cuando topa con los principios empresariales y empezamos a pedir resultados. No hay modo, sin libertad, de ejercer la responsabilidad. Y estoy seguro de que contar con trabajadores responsables es un verdadero capital humano para la empresa. Hay que dar un paso hacia la gestión participativa, no solo consultiva. Y alentar la autonomía en todos los sentidos, desde una base firme en la confianza tanto del trabajador con la empresa como de la empresa con el trabajador. La libertad implica muchas cosas: libertad para organizar el modo y lugar, para elegir, para cambiar, y también libertad de expresión y comunicación (Feedback 360º, en que todos podemos emitir evaluaciones sobre todos: no solo somos evaluados, sino también evaluadores). El hecho de que el empleado diseñe su puesto de trabajo hace que sienta que está haciendo una contribución significativa. Bajo apariencia de libertad y responsabilidad, se está haciendo que los trabajadores se adhieran a su propia explotación. La libertad no deja de ser una jaula dorada. La pregunta por la responsabilidad es el para qué estoy, en este momento, desarrollando esta labor. Esto supera la circunstancia laboral concreta que vivo.

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No podemos olvidar a los demás en este camino hacia una empresa diferente. Sin embargo, parece que las empresas prefieren usar el «divide y vencerás» frente a la opción por crear grupo. El trabajo tiene un gran componente de vínculo personal y de estar realizando una labor en pro de la comunidad. Sabiendo la importancia de las relaciones sociales, no entiendo una empresa que no las fomente. Si sentimos que estamos en el mismo barco, remamos mejor que individualmente. Pero quizá sea preferible tener buenos remeros que intenten ser mejores que los otros a correr el riesgo de que lleven el barco a donde no quiero. Se favorece la competencia frente al compañerismo; no se prohíben, pero se intentan evitar las relaciones en el trabajo… Tenemos mucho que aprender de la economía solidaria y del «factor C» (solidaridad) en el trabajo, pues en ella el trabajo es realizado en amistad y se considera como un vínculo personal. Cada uno se siente integrado en el grupo y con los objetivos. Es la oportunidad de trascenderse. El siguiente paso será, no ya permitir que en el trabajo se produzcan relaciones sociales, sino procurar que nazcan. «El trabajo es el espacio en que la peculiaridad del individuo se enlaza con la comunidad, cobrando con ello su sentido y valor» (Frankl, Psicoterapia y existencialismo, 171). Mediante la autotrascendencia, vamos más allá de nuestras propias necesidades. «El criterio por el que hay que juzgar toda actuación es lo que dicha actividad y el bien que realiza contribuye a (o es parte integrante de) vivir la vida en plenitud, no solo cada uno para sí sino por, con y para los otros […]. [Cada profesión debe plantearse] la cuestión de su contribución no solo a los fines específicos propios de su actividad, sino a la vida humana en su conjunto» (Tabernero, El abogado de familia en busca del sentido, 43).

Hacia una empresa que considere el sentido Puesto que el sentido es algo personal, siempre, no creo en un sentido global empresarial. Creo en seres humanos que cuentan con el sentido y que aportan, desde su búsqueda, una respuesta a la pregunta por el sentido global del trabajo y del mundo empresarial. La empresa la forman seres humanos en un cruce de experiencias individuales. Creo, sí, en una empresa que considera el sentido, que parte de la idea general de que el trabajo y su realización nos pueden acercar al sentido personal. Para favorecerlo:

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La empresa se ocupa de que los valores personales y los objetivos de empresa no chirríen, que no haya distorsión. La empresa se mira a sí misma desde una nueva visión, buscando la realización de una misión: mi trabajo, parcial, como misión, se pude entroncar en una misión global. La empresa que considera el sentido trata de hacer una aportación al mundo. Las empresas sociales favorecen el encuentro con el sentido. Desde la responsabilidad social corporativa, bien entendida y no como un mero escaparate exterior, la empresa se puede autotrascender, cuando piensa en algo más que en ella misma. La empresa tiene a la persona como prioridad: el trabajador es un ser humano, no un recurso o medio de producción. La empresa, el empresario, ha de ver al ser humano que va a emplear en un nivel del ser donde los dos somos iguales y a la vez únicos. Considera la dimensión humana del trabajador y lo trata de acuerdo a su dignidad como persona. Es necesario abrir espacios en la empresa para que las personas encuentren la respuesta a sus necesidades y preguntas existenciales a través del trabajo que desarrollan en la organización. La empresa que considera el sentido atiende a todos los aspectos del ser humano: desde lo físico (instalaciones, seguridad, salario, ambiente…), lo social (como parte de la cultura empresarial, favorece y promueve el contacto interpersonal), lo psicológico y también lo existencial, partiendo de la libertad, la responsabilidad, el autodistanciamiento y el desarrollo de potencialidades. Conviene recordar que la dimensión «éxito en el trabajo» no es lo mismo que «sentido en el trabajo». Se puede tener éxito en el trabajo y estar alejado del sentido.

[1] Creo que parten de un concepto no bien definido de resiliencia, ya que no se puede hablar de ella, según los autores más importantes (entre ellos, Cyrulnik), si no ha habido un trauma. El término «resiliencia» se ha desvirtuado y, como en este caso, se refiere a la mera capacidad de superar situaciones adversas. Reservemos la resiliencia para cuando realmente sea necesaria y pertinente.

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22. El sentido en la enfermedad La enfermedad es una de las «situaciones límite» en nuestra vida, ya que nos enfrenta a una circunstancia que nos hace toparnos con nuestras limitaciones, miedos, inseguridades…; que es capaz, como veremos, de sacar lo mejor o lo peor de nosotros mismos. «El verdadero sentido de una enfermedad no está en el hecho de estar enfermo, sino más bien en la “manera” de sufrir, y por tanto este sentido ha de ser dado primero en cada caso a la enfermedad, y ello acontece siempre que el hombre doliente, el homo patiens, cumple, en un justo y recto sufrir de un auténtico destino, el sentido de su sufrimiento necesariamente impuesto por el destino» (Frankl, Teoría y terapia de las neurosis, 211) Ante el imprevisto de una enfermedad, es el momento de poner en marcha los valores de actitud que hemos comentado en varias ocasiones: puedo elegir –siempre puedo– la actitud con la que quiero afrontar este momento de mi vida. Para conseguir «comprender el enfermar como camino para aprender a vivir» (Acevedo, La búsqueda de sentido y su efecto terapéutico, 75). Comparto ahora el contenido de una charla que impartí en AMACMEC (Asociación de Mujeres Afectadas por Cáncer de Mama de Elche y Comarca – http://www.amacmec. org –), cuyas componentes me invitaron a hablar con ellas de algunas ideas sobre la enfermedad como situación límite. El objetivo era aprender juntos a vivir y resistir la enfermedad para llegar a convencernos de que «la sanación es un proceso que va más allá de la curación del cuerpo físico. Es un proceso emocional y espiritual que nos acerca a quienes realmente somos» (Barthe, Cáncer: más allá de la enfermedad, 15).

Resistiré… Sí, pero ¿cómo? Pistas para conseguirlo

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Está claro que, ante una enfermedad, resistimos. La mayoría no se deja vencer. Resistir es, a la vez, no dejarse ganar y poner en marcha todos los recursos a nuestro alcance para sobrellevar este momento. Resistir es, también, ser capaz de encontrar el resquicio de sentido que la enfermedad me transmite. Porque –lo recordamos– en todo momento de nuestra vida existe la posibilidad del sentido. Desde este convencimiento presento algunas sugerencias, porque es cierto que resistimos, pero importa mucho cómo lo hacemos o cómo lo podemos conseguir. 1. Infórmate La información es una forma de adquirir poder. La información ha de ser clara, sencilla y concreta. Cuanto más sabes, menos temes. La información da seguridad y así se puede ver la enfermedad de forma más serena, como un proceso con principio y fin. Cuando tenemos información, aumenta nuestra sensación de control personal. No dudes en preguntar a los especialistas, que tienen la obligación de responder a tus preguntas. Necesitas información fiable… Evita consultar por tu cuenta al «doctor Google», porque la información sobre enfermedades, síntomas… tiene que ser personal y atendiendo a las circunstancias particulares. 2. Acepta lo negativo de la vida Aunque no sea socialmente aceptado, aunque todo a nuestro alrededor nos haga ver los aspectos negativos de la vida como un desastre y como algo que debemos evitar a toda costa, lo inevitable en la vida existe. El hombre puede elevarse por encima del dolor y del padecer. Las circunstancias no nos determinan; somos nosotros quienes determinamos si nos sometemos a ellas o las desafiamos, con esa capacidad que poseemos de posicionarnos ante lo que nos ocurre. Me he referido varias veces a ello al hablar de los «valores actitudinales». Algunos miniconsejos: – Evita ver las crisis como obstáculos insuperables. Si lo ves así, te paralizas; si lo ves como un momento más en tu vida, sigues adelante. La crisis es un

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momento de cambio, no solo con matices negativos. – Acepta que el cambio es parte de la vida, que lo normal es cambiar y que todo se mueva de vez en cuando; cómo lo viva, dependerá de mí. – Algunas veces no podemos conseguir todo lo que queremos… No pasa nada. – Las perlas se crean gracias a la adversidad. Unas partículas extrañas entran en el cuerpo animal y el cuerpo reacciona cubriendo lentamente las partículas con una mezcla de carbonato de calcio y una proteína, que forma la perla. Sin este «acontecimiento traumático» no habría perlas. 3. Rememora tu historia personal de superación Seguro que no es la primera vez que te enfrentas, en la vida, a problemas y a cosas no deseadas. Solemos tender a tener muy presente nuestra historia de fracasos. No todo en la vida ha sido así, aunque tenemos un sesgo que nos lleva a olvidar los éxitos. Es el momento de abrirse a ellos. Tienes más fuerza de la que crees, y recordar tu historia de superaciones personales te ayudará a darte cuenta. 4. Cultiva la esperanza Esperanza es tener confianza en que van a ocurrir cosas buenas. No es una ilusión, sino el convencimiento de que pueden suceder cosas buenas y la implicación en conseguirlas. Nunca pierdas la esperanza. Espera que ocurran cosas buenas en tu vida. Visualiza lo que quieres en vez de preocuparte por lo que no quieres. La persona esperanzada vive más tiempo ocupada en vivir que en morir. La única derrota es el desaliento. La mayor derrota es perder la esperanza. Sin esperanza, los valores de actitud no se pueden realizar. No voy a intentar dar una respuesta a esta situación si no creo que valga la pena hacerlo y que exista la posibilidad de un cambio en mi actitud. 5. Eres más 164

Si pensamos en la enfermedad, en cualquier enfermedad, como hasta ahora, nos identificamos con ella. Y pasamos a considerarnos enfermos con la enfermedad. Pero hay una forma diferente de verlo, de modo que no nos hacemos enfermos con la enfermedad, sino que nos consideramos, por encima de todo, personas. Así, cambio mi forma de entenderme y de referirme a mí mismo y paso de «ser una cancerosa» a ser una mujer que tiene un cáncer. No soy, sino que tengo. No eres solo un pecho, un cabello, un malestar… Eres un ser completo, lo somático es solo una parte de ti y no es el fin del mundo. Eres una persona única e irrepetible. Hagamos un esfuerzo por sentirnos personas, más que enfermedades o síntomas. 6. No te victimices No te quedes en lo negativo. Muévete hacia tus metas, que deben ser realistas; haz cada día algo que te acerque a ellas. Céntrate en lo que sí puedes lograr. Lleva a cabo acciones decisivas y actúa lo mejor que puedas. Victimizarse es considerar que las circunstancias nos superan y ejercen el control. Saca a relucir tu espíritu de lucha, que lo tienes. Puedes actuar, puedes decidir. 7. Los demás también existen Estamos rodeados de personas. Vivimos junto a otros, a veces elegidos, a veces que nos vienen medio impuestos (la familia de origen, frente a la que hemos formado). Existen…

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Tu pareja: muchas veces, los grandes olvidados. Porque la enfermedad nos hace entrar en una espiral en que nos miramos a nosotros mismos y dejamos de mirar a los demás. Una de las fuentes de sentido, según Viktor Frankl, es el amor, que nos ayuda a afrontar lo negativo. Favorece la comunicación, deja que la otra persona se exprese y expresa cómo te sientes. Los demás no son adivinos y, si no dices lo que te pasa, no lo pueden entender. Y si no pides lo que necesitas, no te puedes quejar de que no te lo proporcionen. La familia: el cáncer es un problema de familia, en el que los más cercanos están implicados. Supone retos y responsabilidades para todos y, no en la misma medida que tú, por supuesto, pero supone una crisis para todos. Los amigos: No te aísles. No pierdas los contactos. Desde la soledad se lleva todo mucho peor. No dejes tu vida social. Sí, habrá muchas veces que no te apetezca verlos ni que te vean. Es normal. Pero los amigos son un apoyo importante. Intenta pensar en cómo se sienten los demás. No estás lejos de esta experiencia: basta que recuerdes cuando no eras la protagonista y alguien venía a decirte que estaba enferma, que tenía un cáncer, o que estaba pasando una mala racha en la vida.

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¿Recuerdas tu reacción? Mezcla de sorpresa, no saber qué hacer ni qué decir, agobio… Así se sienten ellos. Hay otra forma de tener presentes a los demás, que consiste en aprovechar la experiencia que estás pasando o has pasado para superarte a ti misma, para autotrascenderte, y poder ayudar a alguien. La mujer sobreviviente al cáncer de mama tiene cercanos los sentimientos y la preocupación por el resto de las mujeres que la rodean. Aprovecha esta sensibilidad especial. Tú, mejor que nadie, entiendes a quien está pasando por lo mismo. ¿Te lo quieres quedar para ti o lo quieres poner al servicio de los demás? Cuando nuestro dolor nos lleva a querer ayudar a los otros, encontramos una vía hacia el sentido. 8. La heroína es una sustancia prohibida No eres una superwoman. Ni tienes que serlo. No tienes que hacerte la fuerte, sino dejar que salga tu fuerza. Tienes que cuidarte, y esto implica a veces contar con las personas cercanas, pedir ayuda… y otras veces va a suponer descansar, bajar el ritmo de actividad (no puedes hacer lo mismo que antes). Solo las heroínas creen que pueden con todo a la vez… Los mortales necesitamos centrarnos en algo importante y prescindir de lo accesorio (por ejemplo: lo importante es superar la enfermedad; lo accesorio, como la ansiedad, se puede controlar y es bueno hacerlo). Quiero mencionar literalmente la feliz expresión de una de las asistentes a la charla. Hablábamos de que en estos momentos hay que centrarse en lo que realmente importa y dejar las cosas secundarias. El orden en casa, la colaboración de todos en el hogar es algo que suele preocupar, y más cuando las fuerzas fallan. Pero… ¿no es más importante, ahora, cuidarnos a nosotras mismas y reconocer que no podemos con todo y que no podemos hacer todo lo que queremos? A fin de cuentas, como dijo esta mujer, «¿qué más da donde estén las toallas?». 9. Quita poder a la palabra y a los pensamientos 167

Creemos demasiado en el poder de las palabras y les damos un estatus casi mágico. Las creemos a pies juntillas, igual que a nuestros pensamientos. Y la palabra «cáncer» tiene mucho poder, un poder que le hemos otorgado y que socialmente es no solo reconocido, sino fomentado. «Nadie te hace nada; solo tú lo permites», dice un proverbio hindú. Ni siquiera los pensamientos o las palabras con que los expresamos nos hacen nada si no les dejamos. Y resulta que, al final, nuestros pensamientos son nuestros. Y si son nuestros, frutos de nuestra mente, somos nosotros los que los controlamos, los que les dejamos nacer y los que, en definitiva, podemos ponerlos en cuarentena y controlarlos. Nosotros somos los dueños de nuestros pensamientos. Nosotros somos los que los controlamos. Nosotros decidimos qué hacer con ellos. ¿Qué quieres hacer con tus pensamientos? ¿Qué poder quieres dar a las palabras? 10. Supera el duelo «Duelo» no se refiere exclusivamente a momentos de pérdida de un ser querido. Aunque la idea nace de ese momento, ahora creemos que se extiende a toda aquella experiencia en que pierdo algo importante. Y en una sociedad que valora el ganar sobre el perder, se hace complicado vivir dignamente las pérdidas. La sensación de pérdida, en este caso, tiene mucho que ver con la toma de conciencia de la enfermedad (que es la ausencia de salud), con asumir que la vida seguramente no va a ser como antes y con la pérdida de independencia (depender del personal médico, de los familiares…). Hay muchas pérdidas asociadas al cáncer: de la salud, de la autoestima, de la sensación de tener todo en orden; la pérdida de los senos y del cabello; el cambio en la apariencia personal; los cambios en la relación de pareja: distanciamiento afectivo, corporal, e incluso la separación o divorcio; pérdida de la rutina diaria; pérdida por el distanciamiento de familiares y/o amigos/as… Todo un mundo gira alrededor de este momento que estás viviendo. El duelo es un proceso. Y hay que vivirlo en todas sus etapas. Es lo más sano y natural. No hay que correr, cada etapa tiene su tiempo y momento. Y cada una de las 168

pérdidas supone pasar por las diferentes etapas. Conviene afrontar una pérdida cada vez, porque el conjunto se hace excesivo. Poco a poco, paso a paso, duelo a duelo. 11. La pregunta clave: el cambio del por qué al para qué Sé que puede resultar extraño plantear este cambio en la pregunta cuando nos sucede algo que no deseamos. Pero estamos hablando de encontrar sentido a lo que nos ocurre, de ser capaces de superarlo y dejar que nos enseñe algo. La pregunta no es por qué me pasa lo que me pasa, sino qué puedo hacer con lo que me está ocurriendo, cómo quiero vivirlo y, sobre todo, qué puedo aprender para ser mejor persona. Lo importante es saber qué es lo que quiero hacer a partir de ahora, qué es lo que la vida me está pidiendo justo ahora mismo, con esta circunstancia que se me presenta. Porque lo único que tenemos es el presente y este es el que tenemos que vivir, disfrutar y exprimir. «Quien tiene un para qué, soporta cualquier cómo», decía Nietzsche y nos recuerda a menudo Frankl. Y se trata de que encontremos nuestro «para qué» personal. Porque no hay respuestas universales, ya que cada uno ha de contestar desde sí mismo. La forma en que damos respuesta a esta pregunta determina el sentido que vamos a encontrar. Todo esto nos debe sonar ya a los «valores de actitud» a los que nos hemos referido. No soy responsable de lo que me sucede, pero sí de qué actitud decido tener ante lo que me sucede. No puedo cambiar las cartas, pero sí puedo decidir cómo quiero jugar con ellas. Porque siempre hay una alternativa posible, se puede cambiar y siempre hay un sentido. Las oportunidades se presentan en cualquier momento, también en la enfermedad. Cada persona debe encontrar el sentido de su enfermedad, de su padecer. Pero quiero dar algunas pistas, con el fin de ayudarnos a encontrar el «para qué»: – Disfrutar con intensidad la vida. Basta con ser conscientes de que no lo podemos controlar todo, de que no somos eternos, para darnos cuenta de lo mucho que podemos disfrutar. – Ser más responsable, que tiene la misma raíz que «responder». Precisamente porque me doy cuenta de que vivo una vida con principio y fin, una vida finita, despierto y vivo. 169

– Templar la propia personalidad. El «acero templado» es el más resistente, ha pasado por el calor y el frío y se ha fortalecido. – Trascender nuestro ego. Salir de nosotros mismos para encontrarnos. Dejar de mirarse el propio ombligo para empezar a mirar a los demás. – Considerar lo que de verdad importa en la vida. «Preguntamos “por qué a mí” y nos debatimos en la justicia o injusticia de las circunstancias y hechos. En contraste, para la logoterapia, el logos es lo importante y su respuesta planea en el “para qué” y en la posibilidad creativa de autotrascender». (Cevallos, La didáctica del amor en pareja, 89)

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23. El humor es algo muy serio Me gusta vivir la vida con sentido del humor. Ya es suficientemente complicada (y a veces trágica) como para permitir que nos haga vivir el drama continuo en vez de la parte de comedia. Con el paso del tiempo, curiosamente, cada vez encuentro más cosas de las que reír y con las que bromear, incluso conmigo mismo. Debe de ser el punto de locura de la madurez que se impone… Me doy cuenta de que en mis relaciones no falta el humor, que en mis intervenciones en reuniones o incluso en charlas y escritos supuestamente serios, el humor se hace presente. Hasta en la clínica, eso que parece ser tan serio, el humor es una de las cualidades que suelen destacar los que acuden. Me ocurre con frecuencia que con los niños (a los que también atiendo) me gusta mucho reírme (es una forma genial y divertida de establecer una relación y que se sientan a gusto), hasta el punto de que los padres, que suelen espera fuera, se extrañan e incluso con cierto retintín comentan algo como «¡Qué bien os lo habéis pasado!». Como si la terapia tuviera que ser algo aburrido y siempre doloroso… Lo primero a lo que quiero referirme es a los beneficios del humor sobre nuestra salud. Ya nos hemos puesto de acuerdo en que somos seres únicos, donde se conjugan los aspectos físico, psicológico y social. Desde este planteamiento, el humor tiene un efecto sobre nuestra salud, puesto que libera endorfinas (las que consideramos un analgésico natural) y reduce los niveles de cortisol (presente siempre en situaciones de estrés); es un excelente relajante muscular (tras una buena risa, lo sabemos, nos quedamos exhaustos); e incluso está demostrado que ayuda a la inmunidad (recuerdo afirmaciones en el sentido de que un complemento para muchas terapias en situaciones de dolor y bajas defensas es el humor). Psicológicamente, facilita las emociones positivas y sus beneficios. Recordemos que hay una forma de tratamiento terapéutico, la «risoterapia», que se basa en el humor y la risa. Su efectividad, contrastada en muchas situaciones, nos habla de su poder.

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A nivel social, potencia la eficacia comunicativa, de modo que es más sencillo mantener una comunicación y esta aumenta su influencia, o al menos la transformación que produce, si hay unas notas de humor. El mensaje resulta más persuasivo. El humor es capaz de generar vínculos y fortalecerlos. Un grupo, por ejemplo, en el que haya alguien que favorezca el humor se siente más vinculado que un grupo en que no exista esa posibilidad. Una logoterapeuta excelente y reconocida resume en una frase lo que acabamos de ver: «La risa relaja de golpe músculos y emociones, ensancha vasos sanguíneos y horizontes, ahuyenta los fantasmas del pánico y nos devuelve a ese mínimo de soberanía que necesitamos para poder seguir con los pies en el suelo pase lo que pase» (Lukas, Ganar y perder, 71). Yo creo que, a estas alturas, más de uno habrá echado en falta un último componente de nuestra unicidad: lo noético. No lo he olvidado. Tampoco quería que fuera un examen a ver quién lo notaba antes… Simplemente, es de tal importancia que lo he dejado para el final y me he referido primero al esquema clásico. El sentido del humor se tiene o no se tiene, y podemos ser más o menos graciosos. El humor como modo de encuentro del sentido… esa es una capacidad de la que todos disfrutamos. Precisamente porque es una manifestación de lo noético, es una forma de escoger una actitud ante la vida. Y un cambio en mi actitud provoca un cambio en el mundo, en el mío, en el cercano que me rodea y en el más alejado, porque cualquier cambio se extiende como una onda. El humor ayuda a encontrar el sentido en cuanto facilita el distanciamiento, en dos aspectos: – Distanciamiento del conflicto, porque nos permite mantenernos en cierto modo alejados de nuestro problema y enfocarlo de distinto modo. Según nos cuenta el mismo Frankl, el humor estaba presente en el campo de concentración, en una especie de funciones que organizaban (a costa de muchos sacrificios) con cantos, poemas, representaciones… El humor –lo vio claro– era un mecanismo de supervivencia. – Autodistanciamiento: enlaza con sentir la propia relatividad y pequeñez. Cuando somos capaces de vernos a nosotros mismos con humor, nos damos cuenta de que realmente hemos dado demasiada importancia a algunas cosas, a ciertas 173

sensaciones e incluso a determinados pensamientos. Creo que el «autohumor», el ser capaces de tomarnos en broma, es una forma de ser compasivos con nosotros mismos y de dejar de tomarnos demasiado en serio. Ser capaz de vivir las situaciones con menos seriedad es asumir que no somos perfectos y que en nuestra vida hemos de aceptar y vivir con las imperfecciones. Si a veces no fallara… ¿de qué me iba a reír? Precisamente porque somos limitados, podemos vivir estas imposibilidades desde la cara amable.

El humor es uno de los factores que forman parte de la resiliencia, quizá el único. Como define el profesor Vanistendael (El realismo de la esperanza), el humor es un gesto de ternura ante la vida . Esta ternura que manifestamos ante la vida, ante las situaciones penosas de la vida, ante los traumas que nos hacen poner en marcha nuestros recursos resilientes, es una respuesta que ayuda a superar la adversidad. «[El humor] es capaz de conservar la sonrisa frente a la adversidad» (ibid.) y ayuda a integrar el dolor. Dicen que no hay humor como el de los bomberos cuando acaban un rescate trágico… Lo creo. Es una forma de superar esta situación. Y vemos, en los relatos de las personas que han superado una situación traumática, que cuando el humor está presente, es señal de salud mental. Todo esto nos hace caer en la cuenta de que suaviza las dificultades de la existencia y nos «permite fundirnos, identificarnos, con aquello bueno que tiene la vida» (Etchebehere, «El humor como resiliencia en Viktor Frankl», 42). Se trata de una decisión personal, fruto de nuestra libertad, siempre dispuesta a oponerse a las circunstancias de la vida. Por eso decimos que el humor ayuda a encontrar el sentido. La decisión es anclarnos a la vida buscando la parte menos trágica. Para ello, debemos tener en cuenta que a veces el humor puede ser un arma arrojadiza, 174

una forma de defensa y de ataque. La ironía y el sarcasmo son el lado oscuro del humor. Ojo con ellos, porque suelen hacer daño tanto a quien los usa como al que los recibe. Este tipo de humor no conecta con lo bueno de la vida… No es el nuestro, porque está manifestando soledad, amargura o quizá resentimiento. Incorpora el humor en tu día a día. Incluso dedica unos minutos a reír. No pasa nada si no sale natural. Al principio habrá que forzarlo, pero no importa: el gesto, en este caso, llama a la emoción y provoca sensación de bienestar. Si quieres, usa alguna película, chistes… Lo que sea, con tal de que te haga sonreír. Y comparte la sonrisa con los demás, porque invita al contacto y a abrirnos a los otros.

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24. ¿Y si lo noético viene con cuatro patas? Quiero compartir mi experiencia con una mascota desde una lectura que intenta unir el pensamiento de la logoterapia con su presencia en nuestra vida. Porque, en esta actitud que intento de ser un buscador, encuentro caminos que llevan al sentido en muy diversos lugares. Esta vez me ha enseñado mi perro Flash, con el que he hecho una serie de descubrimientos. Mi primer descubrimiento fue que cuidar una mascota puede convertirse en una tarea, en un lugar de trabajo, de acción, de devolver al mundo parte de lo que hemos recibido. Sabemos por la logoterapia que cuando una persona vive la tarea que realiza como misión, con compromiso, está en la línea de encontrar el sentido. El animal despierta el interés y deseo de protección. Podemos hablar del comportamiento «epimelético», el instinto que nos lleva a nosotros y a los perros a proporcionar cuidados y atenciones, especialmente hacia los cachorros. Es lo que permite que los perros nos cuiden y lo que activa en nosotros el cuidado. Vivirlo como una tarea es una forma de acercarse al sentido. Hace sentirse útil y aportar algo a la vida. De ahí a no abandonarse, porque estamos implicados en el cuidado de otro ser vivo, hay un pequeño paso. Sorprende ver que, por ejemplo, los ancianos que se relacionan con una mascota, bien propia o compartida con un grupo, se sienten más vivos y llenos de sentido. Estamos hechos para cuidar y cuidar hace que aumente nuestra autoestima. Es un comportamiento que enlaza con un sentimiento profundo de estar en el mundo para algo. Cada vez que siento que en mi vida tengo algo propio que realizar, me acerco al sentido. No un sentido universal, sino el sentido particular, sencillo y personal que supone responder, justo en este momento, a lo que la vida me presenta, en este contexto: responder desde lo mejor de mí a la tarea de cuidar a otro ser vivo. No es algo que podamos generalizar, no todos los cuidadores o convivientes con mascotas participan de ello, ni falta que hace. Y, por supuesto, no basta una mascota en la vida para sentir que esta está llena de sentido... Sería demasiado sencillo y casi automático. Todo va a 177

depender de la respuesta personal que demos. Y la mascota es solo un facilitador o un punto de inflexión para ponernos en el camino. El segundo descubrimiento tiene que ver con la segunda propuesta de Frankl para encontrar el sentido: lo recibido de la vida. Y en el caso de las mascotas, el cariño recibido es desinteresado, gratuito, libre de condicionamientos sociales. La experiencia de recibir y sentir el afecto incondicional de un animal hace que algunas personas mantengan la esperanza. Por eso, es una buena opción la presencia de perros entrenados en residencias de tercera edad, hospitales... Su eficacia está más que demostrada. Quiere y déjate querer. Los animales abren la comunicación en canales emocionales a los que, de otro modo, cuesta mucho llegar. Se establecen afectos. Y el sentimiento es una forma de acceso al sentido. La presencia calurosa y reconfortante de una mascota nos acerca a disfrutar de esa parte de la vida que no exige etiqueta y que da sin esperar nada a cambio, porque el hecho de estar con nosotros es suficiente. La mascota no se plantea si debe o no debe querernos, lo hace sin más. No guarda rencor. Se alegra de vernos siempre, pase lo que pase. Aún tengo en mi mente los recibimientos de mi perro cuando llego a casa... y le da lo mismo que haya pasado todo el día fuera o que se me haya olvidado algo y deba subir a buscarlo. Junto a esto, los perros (y se puede extender a otras mascotas, pero hablo desde mi experiencia) tienen una capacidad increíble para detectar estados emocionales y los respetan. Si tienes ganas de jugar, estupendo; si no, me siento a tu lado. Si estás contento, me uno. Si estás triste, me acurruco. Cuando uno de mis hijos pasó una mala racha, recuerdo que el perro vino una vez adonde yo estaba trabajando (no le hice mucho caso, porque como le gusta más jugar que verme trabajar, cuando me siento ante el ordenador, siempre aparece con algún juguete). Pero esta vez insistía hasta que logró que me levantara y me llevó ante mi hijo, que estaba muy triste... A su modo, entendió que debía hacer algo y hasta que lo consiguió no paró. Esta capacidad para captar estados emocionales es sorprendente. Y hace que, si no nos importa aprender de ellos, nos demos cuenta de que tienen mucho que enseñarnos sobre inteligencia emocional. Sentir el afecto incondicional, sentir que alguien entiende y respeta mi sentimiento y que está ahí pase lo que pase... sentir y compartir el afecto, es una pista para sentir que

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el sentido está presente. Frankl nos recuerda que hay experiencias en la vida que nos invitan al sentido. Seguramente la experiencia de un contacto emotivo y sentimental con una mascota entra dentro de esta categoría.

Cuatro patas para el sentido Además de estas intuiciones acerca del sentido, hay otros elementos en que se pueden encontrar pistas que lleven a él. Es lo que llamo «cuatro patas», en un pequeño homenaje a nuestras mascotas. Primera pata: responsabilidad. Sentirse responsable del cuidado, alimentar, cuidar, cepillar... aumenta la motivación y la responsabilidad en uno mismo. Y estar motivado es no dejarse morir, en el caso de los ancianos, y seguir ilusionado. Dejarse llevar y morir en vida tiene relación con la falta de sentido. La mascota, lo sabemos, implica una responsabilidad –es lo primero que decimos a los niños cuando nos piden una– y una decisión de atenderla. Y no solo los niños aprenden a hacerse responsables, sino que todos estamos implicados en ello. La sensación de ser dueño, de que alguien depende de ti, de que un ser vivo está a tu lado... ayuda a encontrar un sentido a todas nuestras acciones, a esas acciones que la vida nos presenta. Vivir teniendo en cuenta las necesidades de otro, estar pendiente de lo que le hace falta, es una forma de sentir vida. Por eso solemos comentar que la mascota, por ser un ser vivo, despierta la biofilia, las ganas de vivir.

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Se están utilizando perros y mascotas en situaciones en que las personas necesitan recuperar el sentimiento de responsabilidad, por ejemplo en centros juveniles, en cárceles, en residencias de ancianos... Hacerse responsable de un ser vivo es el primer paso para hacerse y sentirse responsable de la propia vida. Segunda pata: «derreflexión». Ayuda a descentrarse de uno mismo, dejando de dar vueltas a los propios problemas: olvidar el dolor y centrarse en la mascota. Sorprendentemente, se usan mucho las terapias y actividades asistidas con animales en trastornos traumáticos (ansiedad por estrés postraumático) porque tienen la capacidad de abrir el mundo de las preocupaciones a otro ser vivo. Actúan distrayendo de la ansiedad. Y es muy eficaz para dejar de darle vueltas al pensamiento sobre la propia enfermedad. Su presencia en hospitales, en centros de atención, en familias con hijos o miembros con problemas, hace que por un momento se olviden de su malestar. La sonrisa de un niño hospitalizado o un anciano en residencia cuando recibe la visita de su amigo peludo... es la demostración de cómo el animal puede ayudarle a olvidar lo que está viviendo. Tercera pata: autotrascendencia. Se trata de focalizar la atención en otro, en el animal, en vez de en uno mismo; de ser capaz de hacer algo por alguien, en este caso un acompañante de cuatro patas. Cuando nos centramos en algo distinto a nosotros, abrimos 180

la puerta para el encuentro del sentido. Por eso, está demostrando su eficacia en comportamientos que tienen que ver con estar excesivamente centrado en uno mismo: libera de ansiedad autocontemplativa y abre el camino para comprobar que no estamos solos en el mundo. Y se produce un cambio en la forma de comunicarse, de modo que consiguen que nos preocupemos por alguien además de nosotros mismos y retomemos la tarea de empatizar con los demás. Es más fácil entender cómo se siente un animal que, a veces, las personas. Por ahí se empieza a salir de uno mismo. Está demostrado que, por ejemplo, los niños que se crían con mascotas tienen más capacidad de empatía. Cuarta pata: humor/distracción. Esta cuarta pata se basa en la capacidad que tienen los animales de entretener. Incluso a las personas a las que no les gustan los animales, les gusta verlos moverse, actuar... sus «trastadas» y su forma gratuita de mostrar cariño. Entretiene y distrae del dolor y de los problemas. Se puede jugar con ellos, bromear sobre ellos, reírse... y no te lo van a tomar a mal. Esto son solo unos apuntes sobre el sentido y las mascotas, escritos casi a vuelapluma... Las posibilidades de seguir reflexionando están ahí como un interés por integrar en nuestra vida a nuestras mascotas, por entender cómo pueden ayudarnos a encontrar el sentido. El gran descubrimiento personal es entender que todo en la vida nos puede ayudar.

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25. Hacia el sentido en el mundo digital Estamos en un mundo cambiante en el tema de las comunicaciones y del acceso a la información. La forma intuitiva en que algunos autores lo describen es refiriéndose a «nativos» e «inmigrantes» digitales. Esta expresión, acuñada por Prensky en 2004, marca la diferencia entre aquellos que han nacido cuando las nuevas tecnologías ya estaban presentes (a partir de los 80) y aquellos que hemos tenido que hacer un esfuerzo por zambullirnos y aprender. Si imprimes los correos o los textos porque te resulta más sencillo leer en papel que en pantalla..., si usas todos los dedos (o lo intentas) cuando escribes en tu móvil y no solo los pulgares..., son señales de que eres un inmigrante en las nuevas tecnologías. Ante esta realidad, caben dos posibilidades por lo menos; la primera tiene que ver con demonizarlas; la segunda, con aprovechar lo positivo. Posicionarse es ya un reto y una decisión. No hay ángeles ni demonios, sino una nueva realidad que merece nuestra consideración. «El hoy y aquí son digitales, pertenecen a los nativos digitales. Luchar contra esta migración, evitarla o marginarla son estrategias abocadas al fracaso» (Cassany y Ayala, «Nativos e inmigrantes digitales en la escuela», 67). Lo cierto es que el cambio es global y no solo afecta a la forma de leer, buscar información o manejar los datos, pues se trata de un «cambio profundo en las formas de acceso, circulación y construcción de la información y el conocimiento» (ibid., 53). La diferencia entre la web tradicional y la web 2.0 es que esta segunda es participativa, de modo que todos podemos producir contenidos además de usar los que nos ofrecen (forma tradicional de emplear la web): podemos incluir fotos, vídeos, dar nuestra opinión, escribir un blog, interactuar con las wikis, participar en redes sociales... Internet no es un modo de acceder a la información, sino un lugar donde construir juntos conocimientos y en el cual expresar saberes, sentimientos y emociones. Un apunte más: lo nuevo no invalida lo clásico; hay que encontrar la forma de establecer y favorecer un cruce de influencias. Estamos, según lo miremos, en una época

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dorada de acceso y participación o en una época oscura de mediocridad y narcisismo. La visión depende de nosotros y de nuestra experiencia. La primera manifestación, al menos por lo visible, tiene lugar a nivel cognitivo. Se produce el establecimiento de nuevas redes neuronales. Un cambio en el cerebro provoca un cambio en la conducta, a la vez que un cambio en la conducta produce modificaciones en el cerebro. La tecnología cambia la forma de vivir y de comunicarnos. Altera el cerebro, estableciendo nuevas sinapsis y caminos neuronales. Cambia la forma de sentir y comportarnos. Y los cambios cerebrales se pueden convertir en permanentes. Se producen nuevos circuitos neuronales y se desarrollan formas alternativas de aprender y pensar. El cerebro aprende a acceder y procesar más rápidamente la información y a pasar más rápidamente de atender a una tarea a otra. El cerebro se forma. Aquello a lo que atendemos, en lo que empleamos nuestros sentidos, lo que recordamos... influye en el desarrollo de conexiones neuronales. Lo que hacemos y cómo lo hacemos altera los flujos químicos de nuestras sinapsis, cambiando nuestro cerebro. Una práctica muy habitual en la era digital, y más específicamente en los nativos digitales, es la multitarea, esto es, mantener de manera simultánea nuestra atención en diversas actividades. La juventud pasa el 80% del tiempo en multitareas. No es difícil ver situaciones de este tipo: escuchamos música mientras realizamos las tareas escolares, pendientes además de los mensajes de WhatsApp; hablo por teléfono con el manos libres mientras conduzco mi automóvil y consulto de reojo el GPS; una comida familiar se ve interrumpida por el volumen de la televisión y por una nueva actualización en mi red social o por una llamada de teléfono; mientras trabajo en mi despacho en una hoja de Excel me dispongo a abrir y consultar mis correos electrónicos aprovechando la llamada telefónica de un colega que llega a sentirse molesto porque escucha el teclado mientras dialogan…, etc. La contrapartida es que pensamos que podemos mantener la atención simultánea con la misma eficacia a todas las tareas, cuando lo que se consigue es una atención dividida, dispersa, distraída. Creemos que nuestro rendimiento no disminuye por atender simultáneamente varias tareas distintas en lugar de realizarlas de forma lineal, sucesiva y con un mayor grado de concentración. Pero no es así. Suelen conducir a un mayor grado 184

de estrés, de déficit en la atención, a una visión más superficial en la comprensión y, por tanto, a una eficiencia menor en el rendimiento cognitivo. La capacidad de concentración, por otro lado, se ha transformado, dando prioridad a la brevedad tanto en la concentración como en la comunicación. Vivimos en un estado de atención parcial continua, siempre ocupado, siempre atento a todo, pero sin concentrarnos nunca de verdad en algo concreto. Buscar contactos en cualquier momento crea estrés en el cerebro y estar pendientes de informaciones que pueden llegar aumenta la ansiedad. A diferencia de la multitarea, en que existe un objetivo concreto, esta es una sensación de necesidad de estar alerta permanentemente, que el cerebro no puede aguantar un tiempo excesivo.

Hay dificultad para concentrarse en textos largos y hablamos de «despistados crónicos», que presentan incapacidad para prestar atención continua.

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La red, especialmente desde la expansión de las redes sociales y la mensajería instantánea, está diseñada para tenernos permanentemente conectados, localizados y alerta mediante interrupciones constantes por medio de notificaciones automáticas de nuevas informaciones, en muchas ocasiones por contenidos triviales, que nos hacen sentirnos interconectados, integrados en el grupo social de referencia. Siempre dispuestos a ser interrumpidos, permanecemos distraídos, atentos a todo pero sin acabar de estar centrados en lo concreto. Somos nosotros los que elegimos estar permanentemente conectados e interrumpidos: nuestro yo se siente reforzado al verse satisfechas las necesidades de pertenencia, aunque suponga el coste de la pérdida de la privacidad. Desconectarse no parece una opción. Hasta se ha convertido en un castigo social el no aceptar o rechazar al otro en la red social. Participar en las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) es un medio de socialización. «Han alcanzado tal grado de penetración y omnipresencia en nuestra vida que nuestra identidad como sujeto será incompleta si carecemos de visibilidad en los mundos de comunicación virtuales» (Area, «La alfabetización en la sociedad digital», 20). Hemos incorporado el móvil a la vida diaria y se han difuminado las fronteras entre distintos ámbitos como el laboral, el familiar o el de ocio. Estamos permanentemente conectados, veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Evidentemente, el uso masivo de las tecnologías digitales está produciendo cambios en nuestro funcionamiento cognitivo, priorizando unas habilidades mentales que se erigen victoriosas sobre otras, que, al no utilizarse, se van reduciendo y atrofiando. «Cuando nos conectamos a la red, entramos en un entorno que fomenta una lectura somera, un pensamiento apresurado y distraído, un pensamiento superficial» (Carr, Superficiales, 143s), con el consecuente «debilitamiento de nuestras capacidades para el tipo de “procesamiento profundo” en el que se basa la adquisición consciente de conocimiento, el análisis inductivo, el pensamiento crítico, la imaginación y la reflexión» (ibid., 173). La rapidez no casa bien con el sentido, que necesita un tiempo distinto, calma y reflexión. Siempre hay alguien que pide algo y alguien dispuesto a responder. Siempre se puede ser reclamado por otros y se les responde con urgencia. La recompensa inmediata activa centros emocionales del cerebro en el sistema límbico. Genera dificultad para pensar en el futuro y posponer una recompensa, porque

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no se deja paso al control del lóbulo frontal y la corteza parietal. La escritura ya no es el único modo de representación del conocimiento. La imagen, bien inserta en fotos o vídeos, bien expresada mediante emoticonos, transmite información. Para muchos de nosotros suele ser un cambio enorme, en el sentido de que estamos acostumbrados al lenguaje escrito y el cambio a la imagen cuesta. Los niños y jóvenes, los nativos digitales, «saben» interpretar los iconos perfectamente, sin lugar a vacilaciones. A nosotros nos cuesta más, quizá por el hecho de tener que aprender y de renunciar a lo que conocemos: las letras. Una imagen, recordemos, vale más que mil palabras... y estamos en la era de las mil palabras expresadas en un símbolo. La comunicación visual es, hoy, más influyente que la verbal. Las imágenes se creen a pies juntillas, transforman al individuo. «El problema es cómo mejorar ambas» (Eco, en Moragas, La comunicación, 52). Las letras y símbolos se unen para expresar sentimientos. Y está comprobado que los emoticonos activan la circunvolución frontal inferior derecha del cerebro, la que controla la comunicación no verbal. Estamos, desde luego, en el nacimiento de un nuevo modo de aprender, en que a la vez se interactúa con otros sobre lo que estás aprendiendo. Aprendizaje participativo, donde se comenta, se comparte, se escribe una nota...: un proceso de participación que es bueno para el aprendizaje y puede redundar en beneficio de la sociedad. «En la era digital, gran parte del aprendizaje sucede fuera del aula y sin plan de estudios. Este aprendizaje acostumbra a llamarse “aprendizaje informal”» (Gasser, en Moragas, La comunicación, 99). Los dispositivos de memoria externa, discos duros, memorias flash, USB... hacen que confiemos gran parte de lo que antes guardábamos en nuestra memoria a largo plazo a estos dispositivos. Y perdemos en capacidad de recuerdo, de actualización, y en uso de una cantidad importante de comunicación. Incluso se dice que perdemos no tanto neuronas, sino conexiones neuronales. No se usan, luego se destruyen. La paradoja es que tenemos más acceso a la información... almacenada externamente. Carr (Superficiales, 73) recoge una imagen interesante: Sócrates y Fedro discuten acerca de la escritura y si es conveniente enseñarla a todo el mundo; si les dejamos escribir, dicen los dioses, «dejarán de ejercitar la memoria». No estamos tan lejos de vivir un dilema 187

semejante. Nuestro cerebro tiene que enfrentarse a una gran cantidad de unidades simples de información que se acumulan y desbordan nuestra memoria de trabajo. Además ¿para qué preocuparnos de retener información si podemos recurrir a ella cuando queramos porque la podemos dejar almacenada en internet, en la «nube» o en diversos soportes materiales? Parecería que el sustituir este esfuerzo por introducir y retener nueva información en la mente fuera a liberarnos de una serie de tareas intelectuales para poder centrarnos en otros procesos mentales (por ejemplo, la creatividad). Sin embargo, este planteamiento tiene una grave consecuencia: sin nuevas informaciones retenidas en la memoria no se pueden establecer conexiones a largo plazo con los conocimientos de que ya disponemos, es decir, se dificulta el aprendizaje intelectual de calidad. Nuestra mente necesita trabajar para aprender, necesita procesar la información. Y una atención dispersa y la escasa retención de datos se lo dificulta. Hasta la actividad de los sueños está siendo valorada en la actualidad por la neurología como el mecanismo que tiene nuestro cerebro para conseguir consolidar el aprendizaje: «Estamos muy lejos de haber entendido todos los detalles, pero la imagen que la ciencia dibuja del sueño tiene cada vez con mayor claridad aproximadamente este aspecto: en el sueño se integran los nuevos contenidos de memoria dentro de los conocimientos ya existentes» (Spitzer, Demencia digital, 261). Una dificultad añadida en usuarios que sacan de su sueño el tiempo para seguir conectados a las tecnologías digitales. Internet nos ofrece un acceso inmediato y rápido a un enorme volumen de información sin precedentes en la historia de la humanidad. Con los motores de búsqueda, además, esta información se ha ordenado y se ha facilitado su acceso en cualquier parte del planeta que disponga de conexión telefónica (banda ancha fija o móvil). Además, está presentada de forma multimedia (con audios y vídeos asociados al texto) y con múltiples vínculos que relacionan y amplifican ad infinitum la información y que hacen tan atrayente el uso de internet. La propia presentación multimedia nos exige una división de la atención que hace que se disperse en múltiples tareas, lo que reduce su eficacia.

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Sin embargo, tal inundación de información se convierte en muchas ocasiones en una sobrecarga que genera ansiedad, en un aluvión en el que el navegante siente que se ahoga. Acumulamos datos e informaciones y cada vez nos cuesta más discriminar entre los que son confiables y los que son triviales, entre los que nos acercan a la verdad y los que nos distraen. Ya en 1996 el psicólogo David Lewis acuño el concepto de «Information Fatigue Syndrom», el síndrome del cansancio de la información; es la enfermedad psíquica que se produce por un exceso de información. También se ha difundido en este mismo sentido el concepto de «infoxicación», en el que se asocian los conceptos de «información» e «intoxicación»: la acumulación de datos por sí misma no genera ni verdad ni comprensión. Existen implicaciones también a nivel afectivo, que parten de la realidad de que somos seres en relación y necesitamos relacionarnos. Sin embargo, podemos optar por relaciones cara a cara o pantalla a pantalla. Hay un riesgo real de sustituir las relaciones afectivas por relaciones virtuales. De todos modos, hay que reconocer que las redes sociales son un lugar único para relacionarse (los adultos mayores aislados las usan como medio de contacto). Las redes sociales pueden ayudar o aislar al individuo. Como suele pasar con todas las cosas que nos rodean, todo depende del uso que hagamos de ellas. Ni blanco, ni negro. Evitemos los extremos y hagamos un uso consciente, responsable y sano. En el fondo, la cuestión es si nos vinculamos con los que están lejos para no vincularnos con el que está cerca. La red permite relacionarnos, pero las relaciones que se establecen son débiles. Hoy soy tu amigo y mañana te borro... No hay, salvo en contados casos, una profundidad en las relaciones. La intimidad queda en entredicho. Creemos que la red, con su anonimato, nos protege. Algunos usan ese anonimato con fines inadecuados. Sin embargo, la realidad es que nuestros datos, preferencias, accesos... están comprometidos (sin necesidad de ningún hacker) y se convierten en un negocio. La red permite relacionarse desde el anonimato, que incentiva la facilidad de explorar nuevos aspectos de la personalidad y define a las personas en sí mismas. No obstante, el anonimato que brindan las redes sociales también motiva la aparición de formas negativas de hacer uso de ellas, como la extracción de información, la expansión

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de rumores o el control abusivo de la información. El anonimato puede dar lugar a falsedad de identidades. Estamos en un proceso de cambio del modo de expresión de las emociones y damos el salto de la emoción al emoticono. En este sentido, desaparece la comunicación no verbal, que se compensa con la aparición de los famosos emoticonos; ello, no obstante, sigue provocando la mala interpretación de lo escrito. El distanciamiento físico entre las personas es más que evidente y el problema sale a la luz cuando el contacto virtual se sobrepone al contacto real. En el ámbito social, la paradoja es que puedo tener mil amigos en las redes y sentirme solo. Los ordenadores difunden una nueva forma de comunicación, pero no dan respuesta a todas las necesidades que estimulan. La paradoja es, como recoge Umberto Eco, que, al estar en contacto con el mundo entero por medio de una galaxia en la red... uno se siente solo (Eco, en Moragas, La comunicación, 2012). Una buena parte de la gran cantidad de tiempo que dedicamos a utilizar las nuevas tecnologías se emplea en establecer comunicación online, tanto con nuestros contactos y amigos como con personas desconocidas a las que nos podemos dirigir desde el anonimato. «Hoy los miembros nucleares de la familia pueden vivir aún bajo el mismo techo, pero a menudo sustituyen los intercambios sociales con familiares y amigos por las interacciones cibernéticas» (Small y Vorgan, El cerebro digital, 141). Frente al ordenador, el móvil, el videojuego, la televisión… permanecemos abstraídos, con la atención focalizada en la pantalla, aislados del resto del mundo que no está online. Reducimos nuestro tiempo de interactuar directamente con otras personas face to face, cara a cara. Si con el uso de medios digitales ampliamos un tipo de pensamiento que hemos caracterizado como más superficial, apresurado y distraído, no resulta aventurado pensar que ello pueda empobrecer nuestra competencia emocional superior, aquella que hace referencia a las habilidades interpersonales, la empatía y el desarrollo moral del ser humano, que requieren de una mayor complejidad y profundidad. Un ejemplo: la consecuencia más grave que se valora del uso excesivo de videojuegos de acción y combate, con un bombardeo de imágenes de elevadísima violencia, es la

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desensibilización hacia el sufrimiento de otra persona. Normalizar la agresión en el mundo virtual se proyecta también en el mundo real. Es el mundo convertido en un «enjambre digital», una comunidad de individuos aislados en sus «celdas», que no se disuelven pasivamente en la masa, sino que optimizan su «perfil» (identidad), exponiéndose y solicitando atención. Gusta ser influencers, personas con reputación online en las redes sociales, porque cuentan todo lo que hacen y son capaces de crear tendencia o marketing. A diferencia de lo que ocurre con los mass media, no somos meros consumidores pasivos de información, sino que también nos convertimos en comunicadores activos.

La transparencia se ha convertido en un imperativo: con la tecnología digital nos gusta la visibilidad narcisista, exponer sin apenas pudor nuestra intimidad convertida en información accesible a los demás. En un mundo amenazado por el vacío se impone un 191

valor de exposición, donde se absolutiza el aspecto exterior bello y la buena salud física. La realidad se simplifica y se reduce a la positividad, al «me gusta», y así se facilita y acelera la comunicación, abandonando cualquier negatividad de lo otro y de lo extraño. Las redes sociales son comunidades donde los seres humanos podemos interactuar con otros. La paradoja es que pertenecemos a varias redes sociales, pero seguimos siendo individualistas en la peor acepción del término. Vivimos una comunicación sin barreras territoriales, global, en espacios virtuales que generan sentimientos de familiaridad, cercanía y sensación de formar grupo similares a las que se producen en la interacción física... y creamos a la vez una nueva forma de segregación social: la de los no conectados, los que no tienen acceso a la tecnología. Y levantamos barreras nuevas en un mundo en que la ilusión es que estaban abolidas. También desde la perspectiva social, destaca que hay mayor conciencia del intercambio. Todo está disponible para su uso, generalmente de forma gratuita. Lo que yo reflexiono, por ejemplo, me sirve a mí y lo «cuelgo» por si sirve a los demás. A veces como un alarde de narcisismo, otras como verdadero deseo de compartir e intercambiar. Existe también mayor conciencia de participación. Incluso los juegos son en red, con jugadores a los que no conozco o puede que sí. En este sentido, se habla de las «ciberturbas», culminación de la movilización social con origen en medios electrónicos. También a nivel social se han producido cambios y a menudo son positivos. La cooperación se abre nuevos caminos y la red social actúa como amplificadora. Nuevos foros, nuevo eco. El acceso a la información se ha facilitado mucho. El verdadero problema no es la información, sino la comunicación y el marco social de interpretación de las informaciones. La comunicación existe. Tenemos que preguntarnos qué es lo que se comunica y cuánto queda por comunicar. La tecnología simplifica la transmisión, no la comprensión del otro. Podemos acceder a mucha información... ¿Para qué? El exceso de información se une a la capacidad de elegir y discernir. La contrapartida de la información es que el exceso de información puede desorientar. Se habla de «torrente mediático» y «sobresaturación». Se habla mucho y no se dice nada. No es de extrañar la preocupación en torno al riesgo para la salud que puede suponer esta exposición excesiva y la necesidad de proteger al menor frente a esta

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tecnología. El uso patológico y las adicciones a internet y a las tecnologías digitales son ya una realidad a tener en cuenta especialmente en la población joven. «Se calcula que el 20% de esta generación más joven cumple los criterios médicos que definen el uso patológico de internet: su estancia online es tan prolongada que interfiere negativamente en casi cualquier otro aspecto de su vida. El uso excesivo de la red disminuye su rendimiento académico y trastoca su vida social» (Small y Vorgan, El cerebro digital, 46). Incluso otros tipos de trastornos psicopatológicos asociados están creciendo en este contexto de hiperestimulación digital: los trastornos del déficit de la atención, la hiperactividad, los cuadros de ansiedad y las depresiones, las compras adictivas por internet, el juego patológico con y sin apuestas, etc. También son relevantes los estudios que asocian un aumento de enfermedades como los trastornos del sueño, la obesidad y la diabetes con un mayor tiempo de utilización de la televisión y las tecnologías digitales. Es importante prevenir la adicción, entendida como afición patológica que genera dependencia y resta libertad, en tanto que estrecha el campo de conciencia y restringe la amplitud de intereses. Hay una pérdida de control y existe dependencia, que nace por el uso de refuerzos al principio positivos (lo placentero) y luego negativos (alivio de la tensión emocional). No se diferencia de otras adicciones, en tanto que compromete la parte frontal del cerebro implicada en la toma de decisiones y el juicio (cingulado anterior). Creemos controlar... y a veces somos controlados, en lo que denomino «la patología de la conexión permanente», donde busco continuamente cobertura por si acaso alguien se comunica o me llega ese correo que seguramente será el punto de inflexión de mi vida. Y no importa si estoy comiendo, durmiendo o veraneando... Siempre tengo que estar con cobertura y pendiente del móvil (y sus funciones). Una vez que hemos revisado algunas de las implicaciones de las nuevas formas de comunicación y aprendizaje en nuestra vida, es el momento de dirigir nuestra mirada a cómo leer esta realidad a partir del sentido e integrar las nuevas tecnologías de modo que lo consideren. Todo ello tiene que ver con: – Conocer las herramientas: si queremos integrar, debemos conocer lo que se está haciendo, lo que muchos están viviendo. Las redes sociales son amplias y 193

necesitamos conocer los niveles en que se mueven, las que existen, las más extendidas… y practicar y aprender. Yo mismo, a la hora de elaborar estas reflexiones, aprendí de los «nativos» que tengo cerca, mis hijos. Ellos nos pueden aportar conocimiento y experiencias; nosotros, por otro lado, les podemos aportar otro modo humano de contactar, el «cara a cara», las relaciones personales. Y en este intercambio nos enriquecemos ambos. – No es oro todo lo que reluce y no es verdad todo lo que aparece en la red. Desde nuestra experiencia, debemos abogar por un análisis crítico de la información. Los que no hemos nacido en esta generación conocemos el valor del esfuerzo por conseguir información contrastada (horas de biblioteca y consulta de diversos textos). No todo lo que aparece es correcto. Y en nuestra mano está ayudar a contrastar informaciones y mejorar el modo de conocer. – Lo icónico aporta la riqueza de un nuevo modo de expresión. Los tutoriales están a la orden del día y ya para casi cualquier cosa hay guías en la red. Es una forma de facilitar el conocimiento, pero hay algo que debemos recordar y es el esfuerzo que necesitamos hacer para conseguir los resultados. Consultar los tutoriales a veces se convierte en mirar las soluciones al crucigrama. – Recuperar los vínculos no virtuales. Esa imagen que circula en las redes, donde se habla de una nueva aplicación llamada «sentarse a tomar un café con alguien», es significativa. Que lo virtual no acabe con lo realmente humano. Valoro mucho las relaciones virtuales, incluso disfruto de algunas de ellas, pero sé que el mundo no es solo virtual. A lo mejor, esta sensación es la que debo transmitir. Nuestro cerebro necesita redes sociales humanas para su desarrollo. Nuestra aportación iría en esa línea. – El mundo de las redes se convierte en ocasiones en un escaparate de autorrevelaciones indiscriminadas. El dar un exceso de información sobre uno mismo se puede convertir en una patología. Cuidado. Urge recuperar el control de la información, saber discriminar. – Es necesario redefinir valores sociales a la luz de las tecnologías. Estas favorecen en gran manera las interacciones, las implicaciones en situaciones sociales, pero hay que hacer un esfuerzo por definir de nuevo los valores. 194

– Desde nuestra mirada, tenemos que ver más allá de lo que se está viviendo en el momento y, con espíritu crítico, ser capaces de atisbar las posibilidades de todo este mundo de nuevas formas de interacción. – El camino hacia la recuperación de los valores pasa por preguntarme para qué tengo a mi alcance la tecnología. Es una pregunta de fondo, cuya respuesta va en la línea de la responsabilidad en el uso. – Es importante potenciar lo positivo, que lo hay y mucho, y, desde una mirada diferente, remediar lo negativo. Hay una gran riqueza en los contactos que se establecen, en el compartir estados, en la inmediatez de la comunicación, en el poder de convocatoria… No se puede rechazar todo sin más, además de que estaríamos fuera de onda. – Necesitamos recuperar la comunicación frente a la conexión. Estamos conectados, a veces 24 horas, pero la comunicación sigue también otros caminos.

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T ERCERA

PARTE:

Educación para y desde el sentido. Pinceladas educativas La tarea de educar es una de las que más comprometen al ser humano, en cuanto que se nos presenta la oportunidad de transmitir a nuevas generaciones los conocimientos y saberes que consideramos importantes. Los conocimientos son transmisibles, de forma más o menos acertada, mediante distintas técnicas y por diversos medios. Lo que denominamos «saberes» implica un conocimiento diferente y recoge todo lo que no se comunica de forma sistemática, sino que se inocula con el contagio de nuestra actitud ante la vida. Los padres y madres y los profesores tenemos ante nosotros el reto de educar a una nueva generación. Contamos con el bagaje de lo que hemos recibido y con las innovaciones que aporta vivir en una sociedad diferente, pero con la idea básica e ineludible de que está en nuestra mano transmitir aquello que consideramos importante. Durante muchos años, la educación formal se ha estado basando, salvo honradas excepciones, en la transmisión de conocimientos y solo, de forma esporádica, aparecía algún profesor que era capaz de transmitirnos algo más y hacernos descubrir el valor de ser persona. En mi historia personal cuento, por suerte, con varias de estas experiencias, pero debo reconocer que me siento un privilegiado, ya que en la mayoría de los casos se limitaban a la mera repetición de contenidos. Como padres, nuestra tarea es hacernos responsables de que la educación de nuestros hijos tenga un objetivo muy determinado: enseñar a ser persona. Y con esto, nada fácil, quiero indicar que está en nuestra mano educar para la humanidad. Y esto no se limita a la transmisión de conocimientos, sino que nos implica globalmente. Pero hemos de ser conscientes de que, para ayudar a despertar al sentido, es necesario que poseamos una pasión por el sentido. Nuestro ejemplo es la clave y seguro que, como nos sugiere la neurociencia, también así se ponen en marcha las neuronas espejo, «un grupo de células que fueron descubiertas por el equipo del neurobiólogo Giacomo Rizzolatti y

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que parecen estar relacionadas con los comportamientos empáticos, sociales e imitativos. Su misión es reflejar la actividad que estamos observando» [4] . Lo verdaderamente importante lo transmitimos, la mayoría de las veces, no con palabras, sino con nuestra actitud ante la vida y con nuestra forma de responder a las circunstancias que se nos plantean. Es clave darle la importancia que merece a esta función que desarrollamos en nuestra vida. Y considerar, como nos invita a hacerlo la logoterapia, que es nuestra misión, nuestra forma de responder, ante unos hijos determinados, a lo que la vida nos pregunta en este momento. Vivirlo como misión tiene mucho que ver con lo vocacional, a la vez que se distancia de lo impuesto. La sociedad que compartimos está muy alejada, en ocasiones, de nuestro ideal de vida. Nada tiene solidez, sino que vivimos en un mundo líquido, donde lo que ahora es importante dentro de un momento puede no serlo; no se respetan las diferencias individuales, propiciando que todos seamos iguales (incluso en el ámbito educativo, el que es diferente sufre muchas complicaciones); se vive de forma individualista, pensando solo en las propias necesidades. Todo esto produce una sensación de desorientación y, muchas veces, de vacío. Los esquemas con los que funcionábamos no son útiles. Y nos cuesta aprender recursos para hacer frente a nuevos planteamientos. He querido remarcar lo que diferencia el momento actual de otros, no con el fin de lamentarnos, sino con la idea de mirar hacia delante, desde la creencia en que la realidad también se compone de lo que las cosas pueden llegar a ser. Afirmamos, y es frecuente oírlo en los grupos de madres y padres, que «los hijos nacen sin manual de instrucciones». Cuando alguien menciona esta frase, todos asentimos. Entiendo que en algunos momentos todos hemos dicho algo parecido, que hemos echado de menos un manual en que se nos indique cómo debemos educar. Nos sirve como forma de expresar que a veces nos encontramos perdidos y es una manera de reclamar ayuda o de expresar nuestro desconcierto. Pero de ahí a considerar que nuestro hijo debería haber venido con manual... hay una gran diferencia.

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Porque, hasta donde yo sé, los manuales de instrucciones son para las máquinas o para montar, con más o menos acierto, algún mueble. Pero las personas, como seres humanos, somos mucho más que un artículo por montar. La grandeza de nuestro hijo es, precisamente, ser diferente, ser distinto, ser un hombre o mujer individual. La individualidad es un don y sería un error intentar unificar al ser humano para convertirlo en algo que puedo montar y desmontar a mi gusto o sobre lo que tengo que aprender unas instrucciones generales aplicables a todos por igual. En ese caso, perdemos la riqueza de la singularidad. Sería como llegar a una tienda de ropa y encontrar que todo es «talla única». Algunas cosas te vendrán bien, pero otras ni por asomo. Porque en ese hipotético comercio no se respeta la individualidad ni la diferencia y pretendemos que todo el mundo tenga la misma talla, hechura o corte. Y resulta que cada uno de nosotros es diferente. Y que lo que a uno le sienta de maravilla, a otro no le va. Que un remedio casi universal, como la aspirina, a algunas personas les provoca úlceras. Porque antes de dar un remedio o instrucciones generales, debemos tener en cuenta las características de cada uno, en su individualidad más genuina. Hablar de un manual de instrucciones para niños es caer de nuevo en un pensamiento uniformista, que no contempla las peculiaridades. Está muy arraigado en nuestra sociedad, seguramente porque es más fácil que todos seamos iguales y resulta

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más manejable; porque, si alguien se siente único y especial, no va a ser tan fácil que entre en un redil común. La logoterapia, por el contrario, propone una educación, contemplando al ser humano en su unicidad y de forma integral, que: – Ayude a los niños a afinar la conciencia, a decidir libre y conscientemente. Afinar la conciencia es hacerla sensible, de modo que en cada circunstancia nuestro hijo sepa dilucidar por dónde irían las pistas hacia el sentido. Se trata de hacer que sean especialmente sensibles a las preguntas que la vida les plantea. Es fundamental nuestro ejemplo, que vean que estamos abiertos al sentido, que siempre intentamos encontrar la pista que hacia él nos lleve. El no dejar que la vida pase sin más, sino ser conscientes de lo que implica, nos despierta a una forma de vivir la vida que creo que es mejor. «En nuestra época la educación no debe limitarse a impartir el saber, sino que ha de favorecer la depuración de la conciencia moral, de suerte que el hombre se sensibilice lo suficiente para poder captar el postulado inherente a cada situación. En una época en que los 10 mandamientos han perdido para muchos su vigencia, el hombre debe capacitarse para percibir los 10.000 mandamientos incluidos en las 10.000 situaciones con las que le confronta su vida. Entonces no solo recuperará el sentido de esta vida, sino que él mismo se inmunizará contra el conformismo y el totalitarismo, las dos secuelas del vacío existencial. En efecto, solo una conciencia lúcida lo capacitará para la “resistencia”, para no amoldarse al conformismo ni doblegarse ante el totalitarismo» (Frankl, El hombre doliente, 19ss). Afinar la conciencia supone enseñar a escuchar el requerimiento inherente a cada situación, para descubrir las pistas que hablan del sentido (las «logopistas», como las denomina Fabry [5] ). – Ayude a superar las frustraciones, a afrontar vacíos, dolor… No hay que sobreproteger. Es bastante habitual encontrar a niños a los que no se les ha educado en sus límites. Muchos padres «dimisorios» prescinden de cualquier tipo de límites y educan a hijos que no los conocen, ni en cuanto a sus actos ni en cuanto a sus capacidades. Es necesario educar en la frustración, en las propias limitaciones, porque solo aceptando los límites es posible avanzar.

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– Sea una pedagogía de los valores: los valores que ya conocemos desde la logoterapia (de creación, de experiencia y de actitud) y los valores generales que consideramos importantes en su desarrollo humano. – Cuente con los demás, considerando el compromiso y la solidaridad. No somos seres aislados, sino que vivimos en un entorno social, con otras personas. Los otros forman parte de mí como yo de ellos. Y todo lo que hagamos por educar a nuestro hijo en comprometerse con los demás y sus necesidades, en pensar en los otros y poner en práctica la solidaridad con los otros, es una forma de acercarle al sentido. Porque cuando somos capaces de salir de nosotros mismos y encontrarnos con los demás, en eso que llamamos «autotrascenderse», estamos dando un paso hacia el sentido. Educar supone motivar a la autotrascendencia. – Ayude a tomar distancia de los acontecimientos, desde la libertad que nos da poder elegir la actitud con que los queremos vivir. – Mire más allá, viendo en el niño no lo que es, sino lo que puede llegar a ser. Es una de las premisas de nuestra forma de entender al ser humano como un «ser siendo» que está llegando a ser (en expresión del profesor Acevedo). Miramos con esperanza siempre un poco más allá. – Deje vivir la propia vida. Los padres tenemos la función de hacer que nuestros hijos adquieran consciencia de sí mismos, confianza en sus propias capacidades, conciencia de la propia responsabilidad, llevándolos al umbral de la elección y dejando que sean ellos los que decidan qué camino seguir y caminen con sus propias piernas. No podemos estar revoloteando, como se suele decir de los «padres helicóptero» (haremos alguna referencia posterior a este tipo de padres), encima de nuestros hijos todo el tiempo. Tenemos que mantener la distancia necesaria para que vuelen por sí mismos. – Fomente la responsabilidad: conciencia de respuesta ante la vida. Educar es promover la capacidad de decidir responsablemente, de tomar decisiones de manera independiente y auténtica. – Tenga en cuenta la libertad: no a la autodeterminación mental. «Una persona puede elevarse por encima de las pulsiones y condicionamientos, para dejarse 200

orientar por razones más nobles y válidas» (Bruzzone, Hacerse persona, 90). – Se centre en lo que funciona, no en lo que va mal. La visión de la logoterapia nos lleva a no ver solo lo negativo, sino a saber que el momento presente es solo un momento, una situación, y que el ser humano es más que lo que le sucede. La mirada no se centra en todo lo que va mal, que posiblemente es mucho, sino en las potencialidades, en lo que funciona. Al margen de la reflexión que nos ocupa sobre la educación, esta visión es una nueva forma de entender la relación con los demás, incluso con las personas que acuden en busca de ayuda a la consulta. No nos identificamos solo con lo negativo (una tendencia muy habitual en la consulta), sino con las potencialidades. Mirar desde lo negativo impone un sesgo a la mirada. – Acepte el dolor y el sufrimiento como parte de la vida, frente a una sociedad anestésica (en expresión de Daniele Bruzzone, autor ya mencionado), que huye del dolor y la muerte. – Suscite preguntas existenciales. «El significado de la educación consiste entonces en azuzar continuamente la voluntad de sentido, en suscitar las preguntas existenciales de fondo evitando caer en la radicalidad, y sobre todo en formar la capacidad de valorar y de elegir, siendo la decisión la llave de acceso a una existencia auténtica y con sentido» (Bruzzone, Pedagogía de las alturas, 33). – Despierte la conciencia a la misión: tenemos una tarea personal en la vida, que solo podemos llevar a cabo nosotros y nadie más. Igual que educar, si lo vivo desde la perspectiva de que es mi misión, adquiere un nuevo significado, la vida, vivida desde esta perspectiva, también toma un nuevo cariz. – Avive el interés por cambiarse a sí mismo, tanto para mejorar como para autoconfigurarse ante las situaciones que vienen de fuera y no podemos cambiar. Siempre tenemos la opción de cambiarnos a nosotros mismos, eligiendo una actitud. – Haga crecer el amor a la vida, a esta vida que tenemos y ante la que hemos dicho un «sí» incondicional. El amor a la vida es el amor a «mi» vida, a la que vive cada uno de nosotros. Y al amar mi existencia, estoy preparado para reconocer, valorar y amar la vida de los demás. 201

– Sepa que nunca damos sentido, sino ejemplo. Tenemos la posibilidad de ser testigos de sentido, es decir, no podemos dar sentido a nadie ni a nada ante lo que le ocurre, pero nuestro ejemplo servirá como guía para que cada uno se anime a encontrar el suyo. Damos pistas, pero, sobre todo, testimonio y ejemplo. A partir de ahora, vamos a encontrar diversos textos que son una invitación a reflexionar sobre nuestra forma de educar, con la idea de que sean, como titulé este apartado, «para», es decir, que uno de los objetivos sea ayudar a descubrir el sentido, y que sean a la vez «desde», porque partimos del convencimiento personal de que la vida tiene, siempre, sentido y es lo que queremos transmitir a nuestros hijos. Veremos recogidos muchos de los postulados de la logoterapia, directa o indirectamente.

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26. Educar para la responsabilidad En este momento, en que socialmente vivimos en el reino de la falta de consecuencias de los actos que realizamos, en que parece que todo es posible y que las consecuencias brillan por su ausencia, es más importante que nunca educar a nuestros hijos en el sentimiento de responsabilidad. Creo que con este concepto resumimos lo que es realmente importante para educar hoy, porque cuando asumimos la responsabilidad de nuestra vida y les enseñamos a asumir la de la suya, recuperamos la dignidad, el respeto y la confianza en nuestra capacidad. La responsabilidad tiene varias connotaciones y a todas nos vamos a referir, indistintamente. La responsabilidad supone, por una parte, asumir las consecuencias de los propios actos y decisiones. Lo que hago o decido genera un compromiso que debo atender. Por otra, está relacionada con el sentido del deber, con las obligaciones o compromisos que tenemos. Una tercera forma de entender la responsabilidad es cuando somos, y les enseñamos a serlo, conscientes de los compromisos y obligaciones que tenemos. Finalmente, ser responsable supone no depender de presiones o estímulos externos para hacer lo que debemos. Un niño que hace los deberes solo cuando se le está vigilando no ha aprendido aún a hacerse responsable. Tenemos que enseñarle a serlo. Hay muchas cosas que podemos hacer para aumentar el sentido de responsabilidad de nuestros hijos. Muchas parecen tan sencillas de llevar a cabo que a menudo nos preguntamos cómo no hemos caído en la cuenta antes, pero el resultado que conseguimos vale la pena. 1. Enséñale que todo lo que hacemos tiene sus consecuencias. Y no temas que se enfrente a ellas. A veces intentamos protegerlos tanto que no les dejamos asumir la responsabilidad que subyace a todos nuestros actos. Si, por ejemplo, pinta las paredes o no hace los deberes que le piden... no vamos con la bayeta limpiando lo que él ha hecho o justificamos con una nota que no los haya hecho. La consecuencia natural es que 204

limpien ellos lo que han estropeado, o bien que acepten una nota negativa por no haber terminado a tiempo las tareas. Desde estas pequeñas cosas es como les enseñamos a asumir que todo lo que hacemos tiene un resultado y nos afecta tanto a nosotros mismos como a los demás. Y que eso exige una cierta reparación en algunos casos, y en otros una reflexión sobre lo que hemos hecho. Ninguna acción –decidimos enseñarle– deja de tener sus consecuencias. 2. No asumas las tareas que le corresponden, cualesquiera que sean. No es tu competencia, sino la suya. Y no importa si tardan más, lo hacen regular o no les apetece. Nosotros estamos a su lado, orientando y ayudando si hace falta, pero nunca lo hacemos por ellos. Si lo acabamos haciendo nosotros, asumimos la responsabilidad de ello y no se acostumbran a hacer frente a las consecuencias de lo que hacen o dejan de hacer. Recuerdo a uno de los padres con los que coincidía en el parque. Se lamentaba de falta de sueño. «¿Has pasado mala noche?». «No… Estuve hasta las tres de la mañana acabando las láminas de mi hijo». Todo por… ¿evitar una amonestación? ¿Sentir que soy buen padre o madre? El ejemplo, como todos, es limitado; la realidad, muy cercana a nuestra experiencia. 3. Asigna pequeñas tareas, siempre a su nivel, y supervisa. Desde lo que parece no tener importancia aprende uno a hacerse responsable. Es importante que desde pequeños los niños participen en las tareas del hogar. Al principio, serán tareas menudas, como ayudar a poner la mesa o recoger sus juguetes, y de forma progresiva irán aumentando en dificultad, a condición de que sea posible que las realicen. Es importante que tengan estas tareas encomendadas y también lo es que puedan llevarlas a cabo fácilmente, porque es una especie de entrenamiento para situaciones posteriores. Y en estas tareas somos firmes para exigir que las hagan y planteamos las consecuencias que va a tener no realizarlas. Es importante que tenga claro lo que tiene que hacer y lo que esperamos, detallándolo paso a paso si es necesario para que no haya dudas. 4. Desde el punto de vista positivo, estamos atentos a cualquier momento en que nos damos cuenta de que realizan responsablemente lo encomendado para hacerles comprender, con elogios o felicitaciones, lo mucho que lo valoramos. Es el modo de asegurar que lo sigan haciendo, porque les hemos demostrado que nos agrada y los niños, no lo olvidemos, quieren agradar a sus padres.

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5. Otra forma de enseñarles a hacerse responsables es pedir su participación cuando haya un problema en que estén implicados. Es muy educativo que participen con sus ideas para aportar su forma de solucionarlo. Cuando los implicamos en el análisis del problema y en la búsqueda de soluciones, les estamos enseñando a asumir la responsabilidad, porque aprenden directamente las consecuencias de lo que han hecho o de aquello en lo que están implicados. Si, por ejemplo, ha tenido un enfrentamiento con un amigo, o ha desobedecido en casa, o ha molestado en el colegio... pregúntale cómo cree que puede solucionarlo.

6. Otra vertiente de la responsabilidad consiste en educarles en el cuidado de las cosas. Vivimos rodeados de cosas, muchas de ellas de usar y tirar, y la cultura acepta como normal la idea de que lo que se rompe o se estropea se tira y ya está. Si se rompe, hay otro. Siempre hay otro. Y no se contempla el reparar, aprovechar, intentar reutilizar. Incluso muchas veces, socialmente, se hace que los productos pierdan su valor para 206

conseguir uno nuevo, como los teléfonos móviles en continua mejora, ordenadores, juguetes que no llegan a durar una temporada o que en un breve periodo de tiempo aparecen mejorados y, por lo tanto, más atractivos... Ante esta situación, apostamos por enseñarles a cuidar las cosas. Enseñarles a ser responsables supone invitarles a cuidar, por ejemplo, su material escolar, sus juguetes, su ropa... A veces es bueno que ellos contribuyan al gasto, bien con parte de su paga, si la tienen, o realizando una tarea extra para compensarlo. Se trata de enseñarles que somos también responsables de las cosas que tenemos. Es cierto que, generalmente, actuamos de manera diferente, muchas veces sobreprotegiendo, por esa falsa idea de que no se sientan frustrados por algo que se ha estropeado y entonces le quitamos importancia, dándoles todo lo que nos piden. Quien lo tiene todo y sabe que lo va a tener todo no tiene especial interés en cuidar las cosas, porque siempre habrá un repuesto y, si cabe, mejor. Podemos cambiar esta tendencia por el bien de nuestros hijos. No es complicado enseñar a ser responsable... pero hay que asumirlo como parte de nuestra propia responsabilidad en la educación. Hay una responsabilidad, en otro tono, que habla de ser consecuente con lo que la vida nos pide en cada momento. Si creemos que la vida nos plantea continuamente cuestiones, ser responsable supone saber responder a lo que hay de concreto en una situación y persona. «La responsabilidad es esa capacidad de responder libremente a las preguntas que ofrece la vida, en cada situación en que nos encontramos, así como asumir las consecuencias o efectos de nuestras elecciones» (Noblejas, Palabras para una vida con sentido, 42). La responsabilidad es una de las cualidades de lo espiritual en el ser humano, de eso que es propio y único de él y que no comparte con los animales. Ser y responder responsablemente es el modo de actualizar el sentido en nuestra vida.

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27. «Padres helicóptero» Se está escribiendo y hablando mucho sobre una realidad que se da en la educación actual de los hijos y que, de forma gráfica, se ha dado en llamar «padres helicóptero». Son los padres que sobrevuelan la vida de sus hijos constantemente en un acto de hipervigilancia y con buena dosis de sobreprotección. Están en continuo estado de alerta y prestan mucha atención a todos los problemas y experiencias de sus hijos. Están pendientes de las necesidades de sus hijos hasta límites insospechados y no dudan en hacer las cosas por ellos. Seguramente con la mejor intención del mundo, pero con unas consecuencias negativas que necesitamos conocer y que afectan directamente a su felicidad. Cuando actuamos como padres de este tipo, no permitimos que nuestro hijo sea independiente y, por supuesto, que se pueda equivocar. Y ya sabemos que una de las bases de la educación desde la logoterapia es permitir que los hijos se enfrenten a las frustraciones. Encontramos padres de este tipo casi cualquier día en la consulta y en los colegios. Cada vez hay más padres y madres que se presentan en consulta y hablan por sus hijos, que acuden a revisiones de exámenes en vez de ellos y que no dudan en rellenar los impresos de matrícula de sus hijos para evitar que se equivoquen. Y se está dando, y dan fe de ello los encargados de recursos humanos en las empresas, que acuden a entrevistas de trabajo acompañando a sus hijos y luego insisten para que les comuniquen el resultado (esto, al final, es contraproducente para los hijos, porque las empresas quieren individuos autónomos, que no necesiten apoyo constante ni un abogado defensor omnipresente). Todo lo que les ocurre a sus hijos está bajo su supervisión. Nada escapa a la vigilancia desde un helicóptero. Y sus hijos están siempre en su foco de atención. Viven lo que les ocurre o puede ocurrir como algo personal, como algo en lo que se tienen que implicar. Han puesto un exceso de satisfacción personal en lo que les ocurra a sus hijos, llevando al extremo caricaturesco esa sensación que todos los padres tenemos de querer lo mejor para nuestros hijos. En algunos países se habla de los «padres curling», refiriéndose a ese deporte en que se desliza una piedra de granito sobre una pista de hielo y los miembros del equipo «barren» con cepillos el recorrido para evitar cualquier 209

obstáculo. La imagen me parece interesante, ya que hay padres que barren cualquier dificultad para evitar que su hijo tropiece. Y las piedras forman parte del camino. Siguiendo con la imagen del helicóptero, hay tres tipos diferentes de padres así: – Helicóptero de combate: lucha por su hijo, caiga quien caiga y sin atender a los efectos colaterales. Si su hijo tiene o puede tener un problema (porque muchas veces actúan de forma preventiva), sacan todo su armamento para defenderlo o, por lo menos, para evitar que sea atacado. Y da igual si hay que ir a hablar con el profesor y denunciarle o hay que defender una décima más en la nota. Son ellos los que actúan, no el hijo. – Helicóptero de tráfico: siempre vigilantes, siempre pendientes de lo que ocurre y marcando el buen camino. Dejan que los hijos sigan su camino… pero no admiten ninguna «infracción». Ante cualquier error, intervienen. Son los padres que dejan hacer… hasta que te equivoques y entonces toman el control. Y equivocarse es parte del aprendizaje de la vida. – Helicóptero de rescate: especialistas en sacar de apuros y resolver problemas. Reaccionan con todos los medios ante cualquier peligro que pueda acechar a sus hijos. Si bien es positivo recibir ayuda, cuando esta es omnipresente, no es adecuada. Guarda tus deseos de rescate para situaciones que realmente lo requieran. Deja que solucionen sus problemas. Si ha discutido con un amigo… deja que lo solucionen ellos y no interfieras. Rescata solo en caso de peligro extremo. Es importante que los hijos sepan que no siempre van a ser rescatados cada vez que creen que lo necesitan, para que movilicen sus recursos. Características de los hijos de «padres helicópteros»: – Confían más en el criterio de sus padres que en el suyo propio; está bien tener presente el parecer de otras personas, pero sin perder el contacto con nuestra identidad. – Reciben el mensaje oculto de «no eres competente», «no sabes solucionar tus problemas», «no sirves para vivir»… Un atentado en toda regla a la autoestima, porque acaban sintiéndose incapaces.

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– Nunca aprenden a decidir. ¿Para qué? Si hay alguien que siempre sabe cuál es la mejor decisión… Y la vida se compone de decisiones personales. Tenemos la oportunidad de decidir en cada momento, sin que nadie lo haga por nosotros. Es necesario enseñar a los hijos a tomar decisiones. – No aprenden a convivir con la frustración: si tengo un padre o una madre que siempre me solucionan los problemas, esperaré que sean ellos los que me ayuden en toda ocasión y si algo no sale bien, será culpa suya, no mía. Y así se aprende a no conocer las propias limitaciones y a no aceptar las cosas negativas que la vida, siempre, nos presenta. Es mejor equivocarse (por uno mismo) que no intentarlo o dejar que lo solucionen los demás. Cada uno tenemos la responsabilidad de nuestra vida en las manos, en nuestras manos. – Suelen estar más afectados por la depresión. Es la consecuencia de no poder vivir la vida plenamente, con sus momentos agridulces. – No asumen sus responsabilidades. Da igual –piensan–, siempre hay otro que da la cara por mí. – Tienen una menor sensación de autonomía: se han realizados estudios entre universitarios y la presencia de estilos de educación de este tipo tiene relación directa con un sentimiento de dependencia y de poca confianza personal y autonomía. No puedo ser autónomo si tengo un helicóptero siempre revoloteando en torno a mí. Y la vida nos pide que seamos independientes, autónomos, capaces de valernos por nosotros mismos. Creo que los «padres helicópteros» alejan a sus hijos de la posibilidad de encontrar el sentido, o al menos estorban bastante, porque el sentido es una respuesta individual, un planteamiento propio que no permite injerencias ajenas, ni siquiera bienintencionadas. Nadie puede encontrar el sentido por nosotros. Ni siquiera un padre o una madre que siempre sobrevuela y nos soluciona los problemas… Creo que son más bien un impedimento. De ser helicóptero también se sale. El primer paso, como siempre, es darse cuenta. Y una vez que lo hemos hecho, ponernos manos a la obra. Pueden servir las siguientes sugerencias:

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– Confía en tu hijo y en sus capacidades; tu labor no es estar pendiente de solucionar sus problemas, sino enseñarle a resolverlos con sus propios medios. No tienes que inmiscuirte tanto, sino educarles para resolver sus conflictos por sus medios. Es tu labor más importante, porque no siempre vas a estar ahí y lo que necesita tu hijo es que le enseñes, no que le soluciones. Hay chicos ya mayores que son incapaces de resolver por sí mismos problemas tan sencillos como rellenar un impreso oficial. Es mejor ayudar que solucionar. No hagas lo que tu hijo puede hacer por sí mismo; puede que tarde más o se equivoque, pero es ley de vida y así se aprende.

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– Tienes permiso para sobrevolar a tu hijo… con tal que sea para animarle. Como los helicópteros de apoyo en alguna actividad extrema, siempre con una palabra de aliento y confianza en sus capacidades. Si no renuncias a sobrevolar, que sea con una pancarta de ánimo. – Haz que se sienta responsable. Fomenta su responsabilidad. Cada uno tenemos que hacer frente a nuestra vida y no podemos estar asumiendo constantemente sus responsabilidades (empezamos por recoger sus juguetes en vez de

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enseñarle a recogerlos y acabamos buscando trabajo por él). Cada cual toma sus decisiones y acata las consecuencias. La presencia permanente de un helicóptero supervisando la vida es incómoda a largo plazo para los hijos. Muchos se acostumbran a ello, por las ventajas a corto plazo que tiene, pero si miras un poco más allá, te darás cuenta de que esta actitud no les beneficia. Es bueno supervisar y estar pendiente de los hijos. No es bueno estar siempre supervisando y pendiente de ellos. Han de crecer autónomos e independientes, porque así serán capaces de responder a lo que la vida les pregunta justo a ellos.

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28. Cultivar la compasión En esta idea de que no estamos solos en el mundo, sino que formamos parte de la sociedad, reflexionamos ahora sobre un sentimiento que, más que ningún otro, nos hace salir de nosotros mismos para acercarnos a los demás. La compasión es un ejercicio de autotrascendencia, de salir de nosotros y dejar de mirarnos el ombligo. La compasión es un sentimiento humano que se manifiesta a partir del sufrimiento de otro ser humano, comprendiéndolo. Más intensa que la empatía, la compasión es la percepción y comprensión del sufrimiento del otro, así como el deseo de aliviar, reducir o eliminar por completo tal sufrimiento. Los budistas la denominan «piedad cuidadosa». Sentimiento de piedad que procura el cuidado y alivio de la persona que sufre. Me gusta esta forma de entenderlo y vamos a partir de este concepto en nuestra reflexión. Hasta qué punto es importante para el budismo nos lo muestra esta frase del Dalai Lama: «Si usted quiere que los demás sean felices, practique la compasión. Si quiere ser feliz, practique la compasión». Vamos más allá de la empatía que conocemos e intentamos practicar, el entendimiento del otro desde su propia perspectiva, puesto que la compasión entiende y procura alivio, o al menos lo desea. Sin embargo, es importante intentar experimentar el sufrimiento o emociones desde la perspectiva del otro, lo que significa ponerse en los zapatos de la otra persona. No hay deseo de alivio si no partimos de la comprensión profunda. No es lo habitual, porque normalmente vivimos en nuestro propio mundo y estamos tan preocupados por nuestros problemas personales que no solemos tener en cuenta a los demás, y mucho menos caemos en la cuenta de que nos necesitan. La compasión de la que ahora tratamos se aleja mucho de lo que lo normalmente se conoce como «compadecerse», que suele tener mucho más que ver con sentimientos de pena y solidaridad. La misma palabra nos da muchas pistas de lo que queremos conseguir: «pasión con», sentir como propio el sufrimiento de los demás, pero si hasta ahora la hemos entendido de forma más bien pasiva, esta nueva mirada nos invita a poner en marcha nuestros recursos para ser activos ante el padecer ajeno. El mismo 216

Dalai Lama la define con claridad: «La compasión es el deseo de que los demás estén libres de sufrimiento». Las cualidades de la compasión, según Gilbert (Terapia centrada en la compasión) son:

Sabiduría Conocer la naturaleza humana y la realidad de la vida. La sabiduría, en este momento, consiste en conocer al ser humano, porque desde el conocimiento del hombre y la vida podemos cultivar en nosotros este sentimiento. Y sabemos que la vida no tiene solo un ángulo desde el que puede ser vista, que es pluridimensional. Ya el hecho de aceptar e interiorizar esto nos prepara para entender, comprender y padecer con los demás. Fortaleza Partimos de que tenemos capacidad para sobrellevar el sentimiento y el dolor, propios y ajenos. Calidez Relacionada con el consuelo, con la vinculación y con ser capaces de transmitir seguridad. Actitud Esta actitud nos lleva a no condenar y a no forzar. Respetamos el momento y libre de la situación que vive la otra persona. Si nuestra compasión parte de un juicios enjuiciamiento, no se tratará de compasión.

Es muy importante que os lo propongáis. Cuando conscientemente establecemos esta intención, es más probable que recordemos y que pensemos en términos compasivos y que esto forme parte de nuestra rutina. Si quieres educar a tu hijo en la compasión, enséñale primero a fijarse en los puntos en común que tiene con otras personas. Todos somos seres humanos. Cada vez (o, al menos, algunas de las veces) que, en las conversaciones, se refiera a algún amigo, a alguien nuevo que ha conocido… intenta que hable de las cosas que tienen en común. Porque así lo preparas para ser compasivo. Puedes ayudarle también a planificar pequeñas acciones a favor de los demás. Prestar ayuda a quien lo necesita, buscar la oportunidad de echar una mano cuando pueda… Siempre hay algo que se puede realizar para hacer la vida más agradable a los demás, para aliviarles. Una palabra de ánimo a un compañero que no se siente bien, un 217

donativo para alguna buena causa, dar los juguetes que no usa a otros niños… Siempre podemos hacer algo. No hacen falta grandes gestos, sino simplemente darnos cuenta, en el día a día, de las cosas que podemos hacer para mejorar la forma en que se sienten los demás.

Otra sugerencia es practicar juntos la amabilidad. Haced cada día algo para ayudar y reducir el sufrimiento de los demás, incluso algo pequeño. Sonreír, decir una palabra amable, tener un detalle, hablar con alguien que tiene problemas… cualquier cosa que le enseñe a demostrar el amor a los demás es un paso hacia la compasión tal como la estamos entendiendo. Procura estar atento a los actos de bondad que tus hijos realicen y elógialos. Dicho de otra manera, refuerza su comportamiento natural de compasión, porque con el refuerzo lograrás que lo repita. Los niños son sensibles al sufrimiento, más que muchos adultos, y hacerles ver que es importante entenderlo y aliviarlo es el buen camino en su educación. Enseña a tu hijo a perdonar, porque el perdón es una forma de demostrar la compasión con los otros y aliviar el posible dolor que se pueda sentir por la culpa. Sé generoso en el perdón y enseña a serlo. El perdón libera al que lo da y al que lo recibe. Es necesario, también, ser indulgente con uno mismo y mostrarse autocompasión. Si no empiezo por mí mismo, no podré extenderla a los demás. No dejes que tu hijo sea excesivamente duro consigo mismo, que se critique implacablemente. Para ello, no lo

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hagas tú, ni contigo ni con él. Sentir compasión por uno mismo es darse la oportunidad de cambiar y actuar para sentirse mejor. Puedes jugar con ellos o con sus muñecos a representar situaciones en que aparezca alguien que lo está pasando mal. ¿Cómo se sienten? ¿Qué sentimiento se despierta en ellos? ¿Desean hacer algo para remediarlo? ¿Qué piensan que pueden hacer? Puedes valerte también de los dibujos o películas que vean o de los libros que lean, intentando sensibilizarles hacia el sentimiento de los demás y favoreciendo su propio interés en mejorar la situación de los que lo están pasando mal. Desde el budismo se propone la meditación sobre la compasión para acrecentar en nosotros ese deseo. Sin entrar, salvo que tengamos especial interés en hacerlo, en detalles de esta forma de meditación, sí aprendemos algo: cuando dedico unos minutos al día a intentar ser compasivo, a pensar y desear la felicidad de todo el mundo, cuando hago un esfuerzo consciente por meditar sobre ello, preparo mi cerebro para reaccionar en los momentos en que se presenten ocasiones para hacerlo. Hay una base científica que demuestra el incremento de la compasión y del pasar a la acción tras haber meditado sobre el deseo de hacerlo. Los caminos neuronales se inician para luego recorrerlos. El camino hacia una compasión como «piedad actuante», como paso para recorrer la distancia que nos separa del sufrimiento de los demás, está iniciado. De nuestro ejemplo, como siempre, y de nuestra dedicación depende que nuestros hijos se muestren compasivos con los demás. Es la forma de iniciar un cambio en el mundo.

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29. El valor del esfuerzo Esforzarnos es poner toda nuestra energía en la tarea que estamos realizando con el fin de llevarla a buen término. No siempre es agradable a corto plazo, pero sí lo es con un poco de distancia. Por eso, es importante hacer llegar a tu hijo lo positivo de empeñarse y vincularse con la tarea que uno está realizando. Porque la realidad es que todo lo que suponga esfuerzo no está de moda y va contra la tendencia hedonista y «facilista» de la sociedad. Es importante transmitir a nuestros hijos el valor del esfuerzo, porque todo lo que vale la pena en la vida se consigue con esfuerzo: el éxito en las cosas no es fácil. Nos puede gustar más o menos, pero es así. Desde que el niño empieza a andar hasta aprender a montar en bicicleta o presentarse a un examen, todo cuesta y hay que poner mucho de nuestra parte. Y suele ocurrir que lo que más queremos es justo aquello que más esfuerzo nos cuesta. Es parte del mecanismo del deseo. El logro no es gratis. El camino hacia el sentido tampoco se recorre sin que encontremos dificultades; incluso uno de los caminos cuenta, como ya sabemos, con nuestra actitud ante las dificultades de la vida. No podemos enseñar esto a los nuestros si antes no los hemos «entrenado» en esforzarse ante los problemas. El esfuerzo siempre tiene su recompensa. Muchas veces, porque va acompañado del éxito en la tarea. En otras ocasiones, por el sentimiento de haber intentado con todos los medios conseguir algo y haberse implicado en ello. A veces la recompensa no es inmediata, pero existe a largo plazo, en esa sensación interna de logro a pesar del aparente fracaso. A continuación enumero algunas ideas para ayudar al niño a valorar el esfuerzo. Recuérdese lo que hemos comentado hace un momento, a propósito de enseñarle a conocer y valorar sus posibilidades reales y lo que puede llegar a ser. – Marcad metas alcanzables, sencillas al principio, para que pueda conseguirlas. Esto reforzará su sensación de logro, que le ayudará a enfrentarse a nuevas situaciones con la seguridad de que es posible conseguirlo. 221

– Valorad el trabajo diario. Sus esfuerzos ahora mismo se centran en el estudio y ahí tiene que practicar. La mayoría del tiempo lo pasamos en tareas cotidianas; por eso es ahí donde se debe realizar el mejor aprendizaje. – Encontrad motivos valiosos por los que merezca la pena esforzarse, por los que tenga sentido hacer el esfuerzo. Los motivos que nos impulsan son siempre personales. Nadie hace nada para no conseguir resultados. Por eso es importante encontrar la motivación, esa fuerza interna que nos hace (les hace a ellos) no escatimar esfuerzos para conseguir lo que se desea. Muchas veces me encuentro con niños y jóvenes que no hacen prácticamente nada. Con frecuencia se debe a que los hemos acostumbrado a rechazar todo lo que suponga un esfuerzo (nuestra sobreprotección los hace vagos y casi incapaces de esforzarse). Pero en muchas ocasiones, basta ayudarles a encontrar lo que les motiva para que se pongan en marcha, como José, que, ante las dificultades en los estudios, encontró que su verdadero motivo no era que sus padres estuvieran satisfechos (con lo que esto supone de beneficios), sino que fue capaz de mirar más allá y descubrir que lo que le motivaba era poder llegar a alcanzar su sueño de aprender cocina. Ante esta meta personal, el esfuerzo se ve de otra manera. – Alabad su logro cada vez que haya hecho un esfuerzo. Es la forma de motivarle. El refuerzo, esta vez transmitido con halagos, ayuda a empezar a valorar los momentos vitales de esfuerzo, para dar paso poco a poco al refuerzo interno de la satisfacción personal. – No le deis inmediatamente todo lo que necesita, porque eso adormece el esfuerzo. Cuando os pida algo que le apetezca y no sea imprescindible, haced que le cueste conseguirlo, negociad, poned un «precio» si es necesario, de modo que entienda que cuesta conseguir lo que uno desea. Es también el momento para que le hagáis entender que a vosotros también os cuesta conseguir lo que queréis. Habladlo con él, comentad lo que supone esforzarse. – Es tarea vuestra exigirles que se esfuercen, porque no es algo que salga de uno automáticamente. Exigir en este caso significa educar en el esfuerzo. Sed

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firmes y delicados a la vez en el exigir, firmes con la tarea y delicados con la persona, en este caso vuestro hijo.

– Muchas veces dejamos de hacer las cosas porque nos impacientamos al no conseguirlo enseguida. Todo lo que hagáis por aumentar su paciencia es positivo en este caso. Valorad la progresividad y la constancia. Planificad las tareas de modo que el objetivo se consiga poco a poco, repartiendo el esfuerzo. Recoger su habitación, por ejemplo, es una tarea que requiere un esfuerzo por su parte y que se puede fraccionar en distintas etapas (ahora una zona, luego otra…), de modo que el esfuerzo se vea recompensado parcialmente por la sensación de que lo consigue y el bienestar que eso supone… y por vuestros refuerzos y comentarios sobre ello. – No permitáis que se deje llevar solo por lo que apetece. Planificad los compromisos y estableced momentos para ellos, porque así rehuimos la tentación de hacer solo lo apetecible. Hay que hacer lo que se debe y no solo lo que apetece. Creo que tengo marcada a fuego en mi mente la frase que me repetían de pequeño: «Primero la obligación y luego la devoción». Algo parecido es lo que estamos intentando ahora con nuestro hijo: que entienda que hay prioridades y que no hay que escatimar el esfuerzo.

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– Tenemos, ellos y nosotros, que enseñar a nuestra mente lo que significa el «sí puedo» y que «el esfuerzo merece su recompensa». Y esto se hace repitiéndolo a menudo y dándonos cuenta de que es así en realidad. – Hay historias clásicas que inculcan el valor del esfuerzo. Una historia que podéis contar a vuestro hijo, por ejemplo, es la fábula de «La cigarra y la hormiga», o cualquier otra que recordéis que os contaban para motivaros a esforzaros. – Huid del facilismo, de ir solo a lo sencillo. Ayudad a vuestro hijo a resistir a los modelos fáciles, que no valoran el esfuerzo y que se conforman con satisfacciones a muy corto plazo. Hacer solo lo cómodo, lo que no tiene complicaciones, es una tentación difícil de resistir a veces, porque socialmente se está instaurando la comodidad.

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30. Educar para la resiliencia Se habla mucho de la resiliencia en distintos medios. Parece ser una palabra «de moda», que se utiliza de forma indiscriminada. Es un concepto potente, que nos habla de la capacidad que tenemos para transitar y superar los acontecimientos complicados de la vida. La idea original viene de la física y se refiere a la capacidad de algunos cuerpos de volver al estado previo una vez que se deja de ejercer fuerza sobre ellos. Si bien es una idea de partida, hoy sabemos que los cuerpos sobre los que se ha ejercido una fuerza nunca vuelven realmente al mismo estado, ya que hay mínimas transformaciones. Pero nos sirve para iniciar nuestra reflexión. La pregunta que ronda en la mente de quienes profundizan en esta cuestión es por qué algunos materiales «resisten los golpes» y otros no. Salvando la limitación del ejemplo, podemos pensar en qué hace que unas personas superen la adversidad y otras no lo consigan. Conocemos ejemplos de personas que han vivido traumas (llámense campo de concentración, accidentes, masacres, catástrofes naturales...) y que los han superado. Un cambio de mirada nos invita no a mirar a aquellos que no lo han superado, sino a aprender de los que sí lo han hecho. Nos fijamos en lo que funciona, en vez de en lo que no lo hace. La resiliencia no es una técnica, sino una mirada nueva sobre los seres humanos y la existencia y a partir de ahí da lugar a nuevas formas de intervención. Pero, para definir este concepto, lo mejor es que escuchemos directamente a Stefan Vanistendael, uno de los grandes expertos en esta materia: «Una definición pragmática sería la siguiente: “La resiliencia es la capacidad de una persona o un grupo para superar grandes dificultades y crecer a través o en presencia de ellas de manera positiva”. Esta capacidad puede ser latente o visible; nunca es absoluta, siempre es variable, y se construye en un proceso de interacción con el entorno» (Vanistendael, «El sentido de la vida en la construcción de la resiliencia»). Creo que vale la pena que nos detengamos a pensar sobre cómo podemos educar a nuestros hijos para que sean resilientes, porque podemos darles medios para hacer frente 226

a las adversidades que siempre, tarde o temprano, la vida les va a plantear. No pretendo hacer un elenco de todo lo que se puede hacer, hay mucho escrito sobre ello y es fácil de consultar; solo destaco algunos elementos que me parecen importantes. La resiliencia es la otra cara de la adversidad y de la frustración. – Educa en la frustración. Es una de las claves, porque los niños que no están acostumbrados a no tener todo lo que desean difícilmente van a aceptar las situaciones complicadas. El primer paso, entonces, es enseñarles que no siempre podemos conseguirlo todo. Y este aprendizaje va desde el capricho del supermercado a aceptar todo lo que no puede cambiar, aunque no le guste. Porque es cierto, y nos damos cuenta de ello los que trabajamos en la clínica, que no se educa para la frustración, sin entrar ahora en el detalle de los motivos, sino que se les suele dar a los hijos todo y se les facilitan las cosas para que no tengan que enfrentarse a los «no» que la vida presenta. Educar para la resiliencia es educar en el conocimiento de las limitaciones. – Valora sus recursos. Solemos fijarnos más, también en este aspecto, en sus debilidades, en sus fallos... Haz un esfuerzo por reconocer y valorar lo que sí funciona, en ese cambio de mirada del que hablábamos hace un instante. Tu hijo tiene una serie de capacidades o fortalezas que desarrollar. Ayúdale a conocerlas y ponerlas en marcha. Quien sabe que dispone de recursos acudirá a ellos en los momentos de dificultad. – Acepta a tu hijo en todos sus aspectos. No es aceptar todo lo que hace, sino partir de una aceptación básica y fundamental. Así construyes un lecho sobre el que se edifica la autoestima, una de las características que tienen las personas resilientes. «Te acepto tal como eres y así te ayudo a aceptarte y valorarte». Si hay algo que debamos cambiar o mejorar, siempre partiremos de esta aceptación, porque incluso lo mejorable forma parte tuya y lo valoro. Se habla últimamente, desde el pensamiento sobre la resiliencia, de la aceptación fundamental, frente a la aceptación incondicional que conocemos de siempre.

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– Uno de los recursos de las personas con capacidad de resiliencia es el uso y disfrute del sentido del humor. Puedes hacer mucho por tu hijo en este sentido, ayudándole a descubrir el lado cómico de las cosas. El juego, los chistes, hacer cosas divertidas... son una ayuda para que acabe comprendiendo que todo, si lo tomamos con humor, es más llevadero. Incluso podemos llegar a reírnos de nosotros mismos. En este tema hay que ser especialmente delicados, ya que el humor puede ser hiriente en algunas ocasiones. Pero, salvo en contados momentos, es una ayuda para sobrellevar los reveses. – Fomenta la autonomía, la capacidad para resolver sus problemas. Los niños dependientes no tienen capacidad para asumir los cambios, porque siempre estarán esperando que alguien venga en su ayuda. Por eso es importante educar hijos responsables e independientes, que sepan valorar, decidir y perseguir lo que quieren. – Una de las características que más ayudan a edificar sobre la resiliencia es lo que se conoce como «el relato», es decir, permitirles expresar, de distintos modos, el suceso que les ha ocurrido. Seguramente, por ahora, serán los pequeños traumas de la vida, pero más adelante puede tratarse de temas importantes. Y

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si favorecemos que se hable de ello, que se exprese, que el niño pueda construir su relato en el diálogo, estamos construyendo sobre sólido. El relato ayuda a superar, siempre que sea de algún modo escuchado. Pero ya el hecho de construir una historia acerca de lo que le ha sucedido y relatarla ayuda a superarlo. Desde la logoterapia, se suele practicar el escribir la autobiografía, como forma de integrar el pasado y el presente. De cualquier modo, por escrito, con imágenes, oralmente… es necesario construir el relato. Porque en la revisión del relato encontramos pistas hacia el sentido, ya que generalmente aparecen como algo importante para la persona. – El mismo autor que he mencionado, el profesor Stefan Vanistendael, comenta que una forma de educar tal como ahora estamos reflexionando es enseñar y acompañar en el disfrute de las pequeñas cosas de la vida. Se trata de establecer lazos con ella, de sentirnos vinculados a la existencia. Está en nuestra mano disfrutar, con nuestros hijos, de la vida: cuidar el detalle, valorar lo pequeño y reconocer la importancia de las pequeñas cosas. Quien se siente así vinculado tiene recursos para subsistir cuando las cosas se pongan feas: amar la vida, querer vivir, creer que vale la pena. – Ayuda a tu hijo a crear redes de relaciones: amigos, familiares, profesores… de modo que tenga varios puntos de referencia. La riqueza de estas redes que se entretejen es buen pronóstico para una respuesta resiliente. Seguramente nada de lo que hemos comentado hasta ahora nos resulta nuevo. Lo que cambia es el prisma desde el que lo vemos, porque estamos y queremos estar preparados para un cambio de mirada.

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31. Palabras de ánimo Educar es creer en la potencialidad que hay en cada persona y ser capaces de ayudarla a descubrirla y a actualizarla. En esto no se diferencia excesivamente de cualquier otro tipo de relación cuyo objetivo sea ayudar al otro. No miro el presente, aunque tengo que tenerlo en cuenta, sino que miro hacia el futuro. No veo lo que hay, sino que mi mirada es más completa y miro lo que puede llegar a ser. Es una mirada a las potencialidades, un mirar más allá de lo que hay en este momento. Es una mirada logoterapéutica. Desde este planteamiento, reconocemos que todos necesitamos una palabra que nos anime a seguir adelante. Cuando regalo a alguien una palabra de ánimo, estoy haciéndome cómplice de todo lo que puede llegar a ser, sabiendo que contamos con una realidad que está presente, pero confiando en que somos capaces de trascenderla y superarnos hasta llegar a ser todo lo que podemos ser. Siempre es bueno que tengamos hacia nuestro hijo un gesto de ánimo, participando de un sentimiento de complicidad con él, que le indique que le transmitimos nuestra confianza y seguridad de que puede llevar a cabo lo que pretende. Especialmente al comenzar de nuevo el periodo escolar, con nuevos compañeros, actividades, horarios... ¿a quién no le viene bien una palabra que infunda ilusión? Vamos a lo práctico, haciendo una sugerencia de expresiones que transmiten ánimo a nuestros hijos: – Puedes hacerlo. Es el voto de confianza en sus posibilidades, una apuesta por que es capaz de conseguir lo que se propone. Ante los nervios del principio de curso, nuevas asignaturas, nuevos profesores, tareas aún sin definir... mostramos nuestra confianza en él. Sé que eres capaz. Sé que puedes hacerlo. No estoy mirando el presente, sino el futuro prometedor. No miro lo que ahora mismo está haciendo, sino que mi mirada ha dado un paso más y estoy viendo lo que puede llegar a hacer. – Tu esfuerzo vale la pena. Reconocemos el esfuerzo que realizan, al margen de que el resultado sea o no el esperado. Importa el proceso y las ganas que se 231

hayan puesto en ello. Lo importante es sentir, y hacerles entender, que el esfuerzo, en sí, es un logro. Que las cosas se consiguen cuando nos empeñamos en ello y ponemos los medios. Que puede que no haya conseguido lo que pretendía... pero el hecho de intentarlo es positivo. Reconozcamos que muchas veces nos importa más el resultado que las ganas y el trabajo que ponen en conseguirlo. Es algo que tenemos la posibilidad de cambiar, a favor de valorar y reconocer el trabajo. – Me gusta tu forma de pensar. Y por eso te pregunto cuando la decisión te afecta. Valoro tu proceso mental, tu capacidad de razonar, la forma que tienes de ver las cosas. Es importante validar sus ideas. No pretendemos estar de acuerdo en todo. Pero el hecho de que piensen es importante. – Creo en ti. Todo hijo debería oír esta frase en algún momento de su vida. Porque es la que anima a que él a su vez crea en sí mismo y confíe en sus capacidades. Cuando le transmitimos esta idea y sentimiento, estamos sentando las bases de la confianza en sí mismo. Cuando lo hacemos de forma gratuita y sin esperar nada a cambio (a veces la decimos para forzar una decisión a nuestro favor...), le estamos dando el regalo de nuestra confianza, esa confianza básica y total en él o ella de la que hemos oído hablar o leído en muchas ocasiones. – No hay nadie como tú. Eres especial. Y único. No hay nadie como tú, por eso rechazamos todas las comparaciones y valoramos lo que eres, al margen de cómo sean los demás. En las comparaciones, que nos salen muchas veces sin darnos cuenta, suelen perder. Por eso, ni lo comparamos ni dejamos que se compare, al menos sin hacerle caer en la cuenta de que, por el hecho de ser como es, es especial, único, incomparable. Me refiero sobre todo a las comparaciones que no valoran lo que es, porque hay otras, en que se le valora, que pueden servir como estímulo. – Puedes mejorar si sigues practicando. Si las «katas» de artes marciales no te salen a la primera, practica... Si el ejercicio se te resiste, practica... porque es la forma de aprender de lo que no hacemos bien. La perseverancia lleva, generalmente, al dominio de las tareas. Dejar de hacer algo porque nos sale mal

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a la primera solo conduce a sentirnos mal con nosotros mismos. Por eso es importante que, a principio de curso, siempre tengas preparada la palabra de ánimo que nace de la idea de ser tenaz en los intentos. Cuando no abandonamos y seguimos practicando, nos sentimos mejor nosotros mismos y la tarea se facilita.

– Tienes tus propios talentos. La primera idea que transmitimos con esta frase es que tiene talentos. Es muy importante reconocer todo lo positivo que tiene. Y nosotros somos muy indicados para hacérselo ver. La segunda idea es que los talentos son personales, que nosotros tenemos unos y él o ella tiene otros. Y ayudar a tu hijo a descubrir sus capacidades es una tarea apasionante. «Eres bueno en...», «Nunca he visto nadie que...», «Me gusta mucho de ti que...». 233

Son formas de expresar lo que valoramos, con la idea de que aprendan a su vez a valorarlo. – Sigue así. Es la palabra que le anima a continuar, a no perder el ímpetu inicial. Con esta expresión, validamos lo que está haciendo y cómo. Esta expresión asume que nuestro hijo puede ser algo más si sigue como hasta ahora, valora lo que es y mira hacia el futuro con esperanza. – Puedes hacerlo mejor. Intentar animar a nuestro hijo, darle palabras de aliento, no significa que no reconozcamos que a veces no hace bien las cosas. Es el momento de recordarle que tiene capacidad para hacerlo mejor, siempre desde la confianza básica en sus posibilidades. Cuando le hacemos repetir un ejercicio que no ha hecho bien, cuando le mostramos formas de hacerlo mejor, cuando le animamos a volver a intentarlo, estamos transmitiendo el mensaje subliminal de que el esfuerzo, como veíamos más arriba, vale la pena y el mensaje, esta vez a viva voz, de que confiamos en su capacidad para mejorar. Un mensaje muy parecido a este es el de «Sé que te cuesta mucho, por eso lo valoro más». Como puede verse, aúna el esfuerzo y el reconocimiento a su empeño. – Confío en tu responsabilidad. Eres responsable y lo sé. Estoy seguro de que vas a hacer lo que corresponde, lo que es mejor para todos. No voy a tomar las decisiones por ti, no sería justo. Te voy a apoyar al decidir y en lo que decidas, pero es tu responsabilidad. Eres capaz de decidir responsablemente. Para ello debemos controlar nuestra tendencia a «sacarles las castañas del fuego», de modo que aprendan a hacerse responsables. Sin duda, el mejor legado que podemos dejar a nuestros hijos es educarlos en la responsabilidad. Podemos acostumbrarnos a tener siempre la actitud de potenciar a nuestro hijo, a tener preparada una palabra de ánimo. A ellos les viene bien. Y les sirve de ejemplo para tener esta actitud con los demás. Nos enriquece a todos.

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32. Caricias para el alma Cuando Tim Guénard oyó, en la calle, a un padre decir a su hijo «Estoy orgulloso de ti», decidió que transmitir ese mensaje sería una de las tareas de su vida. Él mismo lo expresa de este modo: «Oí como el padre le decía: “Estoy orgulloso de ti”. Jamás había oído hablar a un padre así, los seguí durante horas. Yo soy un ladrón de amor, he aprendido copiando momentos de amor. Siempre que he abrazado a mis hijos me he acordado de ese hombre» (Guénard, Más fuerte que el odio). Hoy en día, en el hogar donde acoge a jóvenes con problemas, cada noche, a cada uno, le dice esta misma frase. Y es que el reconocimiento de los que son importantes para nosotros es una caricia para el alma. Sentir que alguien no solo valora lo que somos, sino que siente satisfacción por ello y nos lo dice… es un estímulo para seguir. Desde una educación que tiene puesto un ojo en el sentido, desde nuestro deseo de ayudar a nuestro hijo a ser persona, las palabras de ánimo que hemos visto hace un momento y estas actitudes que acarician el alma son claves para reconocer a nuestro hijo por lo que es y por lo que puede llegar a ser: – Tenemos la costumbre de «pillar» a nuestros hijos cuando hacen algo que no nos gusta… Se nos da bien. Forma parte de lo que han hecho con nosotros y que se sigue repitiendo en muchos ámbitos de nuestra vida, donde se juega más a descubrir faltas que logros. Mi propuesta, ahora, es hacer justo lo contrario: intentar descubrir lo bueno que hace nuestro hijo y «pillarle». Y en ese momento le haces comprender que te has dado cuenta, que justo eso es importante para ti. – Refuerza. Técnicamente, el refuerzo es aquello que sucede tras una acción y cuya consecuencia es que se repita. Por eso, si, por ejemplo, lo ves leyendo, jugando tranquilamente… refuérzalo con un «premio», que no hace falta que sea material, porque una sonrisa o un comentario tienen igual efecto. De lo que se trata es de que comprenda que es justo eso lo que te gusta. Y no por capricho, sino porque tienes claro que es lo que necesita para su educación. 236

Solo una salvedad: elige bien aquello que es conveniente reforzar, porque si lo refuerzas todo, no es efectivo. – Haz caricias. Que las físicas también tienen efecto en el alma. No te cortes. Sé espontáneo con ellas… Nadie ha muerto de sobredosis de caricias. Y no, no se convierten en niños débiles, sino al contrario: los niños que las reciben se sienten mejor consigo mismos, aumentando su capacidad de amarse y, por tanto, de amar y relacionarse. De nuevo, una salvedad: entre dar caricias y ser empalagoso o empalagosa hay una línea que no debemos cruzar. Como siempre, haz lo que mejor reciba tu hijo. Recuerda el poder de un abrazo. – Una caricia para el alma es reconocerlo como persona, valorarlo. Algunos hablan de aceptación sin condiciones… Hoy, yo prefiero hablar de cariño incondicional. Porque el cariño supone aceptación, pero con el matiz del amor. Hazle entender que le quieres por encima de todo, que es importante para ti, que le aceptas. Para ello, debes primero entender que cualquier persona, también un niño, merece todo nuestro respeto. Y no por eso estamos de acuerdo con todo lo que hacen, y ahí tenemos mucho que hacer para educarlos, pero siempre desde el sentimiento básico de aceptación. – Establece un ritual en que en algunos momentos, o de forma sistemática, repitas la frase que he mencionado en la introducción: «Estoy orgulloso de ti». Porque recibirla es un verdadero impulso. Siempre puede haber un motivo para sentirse orgulloso de nuestro hijo o de las personas que tenemos alrededor. Basta con querer hacerlo para darse cuenta de ello. Tú puedes encontrar los motivos y los momentos. En esto, tu hijo y tú sois los que tenéis la clave. Aún recibo en la clínica personas que lamentan no haber recibido estas palabras por parte de sus padres, y niños que se afanan por hacer todo lo que está en su mano para recibir este reconocimiento (como Miguel Ángel, que se ha convertido en el «becario» de su padre para intentar satisfacerle, buscando esa aprobación que nunca llega). Nosotros tenemos en nuestra mano poder hacerlo. Nunca es dañino. Al contrario, le ayuda a confiar en sus capacidades y a crecer en un espíritu de valoración de los demás. Cuando se trata de decir «Te quiero» o «Estoy orgulloso», muchos se callan, no vaya a ser que se lo crean demasiado… pero no es este el efecto inmediato. 237

– Dedícale tiempo de calidad. Cada minuto que le dedicas es una verdadera caricia vital. Un tiempo, si es posible, en que lo importante sea estar juntos, por encima de las tareas que haya que realizar y del ajetreo de la vida diaria. Me sorprendo muchas veces teniendo que recordar a algunos padres que sus hijos necesitan que se les dedique tiempo. Muchas veces basta proponerles tan solo diez minutos de dedicación plena y exclusiva para que los hijos cambien. En ese momento, solo existís tu hijo y tú. Lo demás puede esperar. Muchos temas de celos se resuelven con este tiempo especial. Haced lo que os gusta a los dos, hablad, quedaos en silencio… pero en un tiempo que os pertenece y nada ni nadie puede interferir (fuera teléfonos; fuera los demás, que tendrán sus momentos; fuera todo lo que cree interferencia). – Presta atención cuando te habla. Esto supone mucho más que entender o escuchar lo que está diciendo; es dar un paso a centrarse en él como persona. No importa tanto lo que diga, que seguramente es importante para él o ella aunque a ti no te lo parezca, sino que sienta que estás, en ese momento, centrado en él. Que toda tu persona escucha y atiende. Sentir que somos importantes para alguien y que nos presta atención nos hace sentir que valemos la pena como personas, en un camino siempre por recorrer de aceptación de nosotros mismos. La atención es un regalo que llega directamente al alma. 238

– Reconoce sus fortalezas. El concepto de «fortaleza» viene de una forma de entender la psicología en que no se parte de lo que no funciona, sino de aquello que sí marcha bien. Creo que tenemos que hacer, muchas veces, un esfuerzo por situarnos en esta misma posición y reconocer las habilidades, potencialidades y virtudes de nuestros hijos. Porque todos las tenemos y cuando nos las validan, nos animan a seguir desarrollándolas y a aprender otras nuevas. No es complicado acariciar el alma de nuestros hijos, hacerles sentir un bienestar interno que les ayude a crecer como personas. No tengas miedo: al contrario de lo que a veces creemos, estos gestos no solo no hacen que nuestros hijos sean dependientes, sino que, al contrario, los hacen fuertes.

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33. Lo que de verdad importa Seguramente es un poco ambicioso por mi parte pretender hablar acerca de todo lo que de verdad importa. No aspiro a tanto, sino simplemente a que reflexionemos juntos sobre las cosas que creo importantes en mi vida, esos principios sobre los que intento asentar mi educación. Porque cuando sabemos lo que es importante, podemos corregir nuestra trayectoria para acercarnos, si nos estamos desviando. Desde esta pretensión van estas líneas. Importa, en primer lugar, que todo lo humano me importe, que nada humano me sea ajeno. Vivimos en sociedad y formamos parte de un grupo en el que todo lo que le sucede a alguien me debería afectar, y de hecho me afecta. Proponemos una visión del mundo en la que todos somos participantes y en la que nada de lo que le pase al otro me es indiferente, porque formamos parte de la misma humanidad. Frankl propone el concepto de «monantropismo». Se basa en la idea de que «… ser hombre significa estar orientado y ordenado a algo que no es uno mismo. La existencia humana se caracteriza por su autotrascendencia. Cuando la existencia humana no apunta más allá de sí misma, la permanencia en la vida deja de tener sentido, es imposible» (Frankl, El hombre doliente, 53). Así, el ser humano tiene que contemplar a los otros viajeros en la vida. «Si la humanidad quiere encontrar un sentido que sea válido, debe dar un nuevo paso. Después de haber alcanzado, hace miles de años, el monoteísmo, la fe en un solo Dios, debe llegar a creer en una sola humanidad. Hoy necesitamos más que nunca un monantropismo» (ibid., 54). El monantropismo es, entonces, la conciencia de una nueva humanidad, una sola humanidad. Al nivel de nuestros hijos, esto se traduce en enseñarles a tener presentes a todos los compañeros de clase, a no hacer discriminaciones, a tratar a todos por igual. Que ningún compañero se quede fuera de los juegos, que nadie esté al margen del grupo. Nada de lo que ocurre a nuestro alrededor nos deja indiferentes. Enseñar esto es educar seres humanos a los que les importan los demás.

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Podemos fijarnos en todo lo que ocurre a nuestro alrededor, en lo cercano, para analizar con ellos los sucesos y darnos cuenta de cómo algo posiblemente sencillo tiene repercusiones en otras personas. Y ver si lo que hacemos nos lleva a construir una sola humanidad. No rechazamos nada que implique al ser humano: todo lo que al hombre, o a un hombre o mujer en concreto, le importa, me importa. Creamos en nuestros hijos el sentimiento de que formamos parte de la humanidad, más grande que nosotros mismos y en la que todos participamos. El arte, las aspiraciones, los sueños, las miserias… todo forma parte del ser humano y nada, por tanto, deja de interesarme. Importa también, siguiendo en la misma línea, que todos somos iguales, que no hay diferencias. Que todos, por el hecho de ser seres humanos, participamos de esa grandeza. Nadie es más que otros. Nadie está por encima de los demás, aunque a algunos les cueste convencerse de ello. Si todos somos iguales, no vale crear diferencias, no vale minusvalorar a los demás. Y aprendemos el respeto, el compartir y el creer, en serio, que todos tenemos los mismos derechos y obligaciones como seres humanos. Seguramente no lo van a aprender de un día para otro, pero sí con nuestro ejemplo: cuando ven que tratamos a todos por igual, que no nos importa lo que digan los demás porque tenemos claro que no hay diferencias entre los seres humanos. Aprenden esto también cuando ven en casa que nos posicionamos frente a las discriminaciones de todo tipo y que defendemos los derechos de los que no pueden hacerlo. Importa, y mucho, ser felices. Pero la felicidad no es una meta que haya que alcanzar, sino algo que hay que descubrir en cada momento. Poner la felicidad en un lugar al que podemos o no llegar es una forma de hipotecarnos. La opción es saber descubrir la parcela de felicidad que existe en cada instante. Vamos a la búsqueda de algo que, en realidad, tenemos a nuestro alcance. Seguramente el deseo más repetido por madres y padres acerca de sus hijos es «que sean felices»… pero no en un futuro, añadimos, sino que tenemos en nuestra mano enseñarles a ser felices en cada momento, descubriendo lo positivo y agradable de cada cosa. Importa, por encima de todo, ser. Hemos de enseñarles que lo más importante es ser, mucho más que tener. El resto de la sociedad ya se encargará de transmitir el mensaje opuesto: que importa sobre todo el tener, que eres lo que puedes obtener y

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poseer. El cuento clásico de Hans Christian Andersen «El traje nuevo del emperador» (Andersen, Cuentos completos, vol. I, 116) es un ejemplo de lo que parece ser importante: ir vestido con una tela maravillosa, aunque no se pueda ver… Porque nos definen por lo que tenemos, por lo exterior. Y solo en algunos ámbitos se valora a la persona por encima de sus posesiones. En nuestra familia tenemos la oportunidad de demostrarlo. Y, para educarles, no hacemos diferencias entre las personas por su apariencia, por lo que tienen, por su supuesto nivel de vida, sino que valoramos a la persona por encima de todo. Intentamos no juzgar a nadie por su aspecto y no permitimos que lo hagan. Estamos pendientes de los comentarios en este sentido que puedan oír, tanto en conversaciones como en televisión, y también estamos atentos a los videojuegos, que muchas veces transmiten de forma solapada (y explícita en algunos casos) esta creencia de que valemos por lo que tenemos.

Importa, finalmente, que en su mente siempre haya un pensamiento hacia los demás, que tengan presentes a los otros. El ser humano se complementa y engrandece en sociedad, en contacto con los otros. Desde pequeño le podemos enseñar a tener en cuenta las consecuencias que tiene en los otros lo que hace: «Has cogido su juguete y se ha enfadado». Solo así se dará cuenta de que todo lo que hacemos tiene un efecto. Creo que son muchas las cosas que realmente importan; al final, seguramente, lo que de verdad importa es querer educar personas.

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34. Por un mundo más justo El sentido implica tener presentes a los otros, en una presencia enriquecedora y que nos hace ser mejores seres humanos. En esta línea, la siguiente reflexión propone construir un mundo más justo, porque la justicia es la forma por excelencia en que debemos relacionarnos con los demás. Todo lo que hagamos por educar hijos que valoren y practiquen la justicia contribuye a crear un mundo más justo. Al fin y al cabo, nosotros solo podemos cambiar lo que tenemos a nuestro alcance, confiando en que los pequeños cambios reviertan en un cambio global a favor de la justicia. Porque estamos convencidos de que cualquier pequeño cambio transforma la realidad e influye globalmente, como nos recuerda el «efecto mariposa», del que seguramente hemos oído hablar. Construir un mundo más justo no es una utopía si procuramos tener relaciones más justas, valoramos la igualdad y somos capaces de ser ecuánimes en nuestro quehacer diario. La justicia no aparece de forma inmediata, sino que hay que luchar por ella. Un niño más justo… – Respeta a los demás, reconoce y valora la diversidad; no crea diferencias, sino que considera que todas las personas merecemos lo mismo de partida. – Valora y hace valorar las normas, no hace trampas en el juego o en general y respeta turnos y oportunidades. – Reconoce sus propias limitaciones y agradece las aportaciones de los demás; por ejemplo, si está jugando o aprendiendo en clase, deja que los demás participen y, si juegan mejor o saben las cosas, lo valora y les felicita. Los niños y las personas que no son justos jamás van a reconocer los valores de los demás, porque los viven como una amenaza. Los niños que conocen y practican la justicia son más tolerantes, comprensivos, atentos y serán mejores ciudadanos, trabajadores, amigos, padres, madres y vecinos. Mejores seres humanos. 246

El niño y el adulto justo es valorado por casi todos los demás y se busca su compañía. Digo por casi todos, porque la realidad es que los que no comparten el valor de la justicia no quieren cerca a alguien que les recuerde que existe. Pero, en este caso, casi es mejor no estar cerca de esas personas. Porque ser justo es algo que se contagia y se aprende, lo mismo que el desprecio por la justicia. Personas justas construyen un mundo más justo a su alrededor. En nuestro día a día tenemos muchas oportunidades para educar en la justicia, siempre convencidos de que actuar en el nivel local, con nuestros hijos, es la mejor opción para el cambio global. Lo que convierte una situación en injusta es que podría tener remedio y no lo aplicamos. El primer paso para educar en la justicia es tu ejemplo. Procura tener un trato justo tanto con el niño como con los demás. Puedes, también, enseñarle a practicar el «juego limpio», con deportividad. No está muy de moda, por lo que se ve en las actividades deportivas, pero incluso esos «malos ejemplos» los puedes aprovechar para reflexionar con ellos. Recuerdo cuando uno de mis hijos jugaba al fútbol. Además de que, como le decía, tuve que aprender a ser «padre de jugador» (y animar con toda mi alma poco futbolera), me sorprendía y me sigue escandalizando la reacción de algunos padres y madres, que no dudan en animar con insultos a sus hijos o menospreciar del mismo modo a los rivales, que no aceptan un error de su hijo ni de nadie de su equipo, que se dirigen al árbitro con malas palabras… No es el tipo de juego que queremos. Pero de mi paso por esta experiencia aprendí lo que no quiero hacer cuando mi hijo llegue a la selección… Sé justo cuando los castigues o les hagas asumir las consecuencias de sus actos. Mantén el equilibrio entre lo que han hecho y las consecuencias. Es importante enseñarles que todo lo que hacemos tiene consecuencias porque a partir de ahí pueden calibrar, con nuestra ayuda, si lo que hacen provoca un perjuicio en alguien. Y entonces es el momento de «restituir la justicia» y animarles a hacer algo para remediarlo. No basta con conocer las consecuencias, no basta con sentir pena o conmoverse… Es necesario ponerse manos a la obra. Es muy importante enseñarles a ver las cosas desde el punto de vista de los demás. Ponerse en el lugar del otro permite conocer la justicia e injusticia y hacerse eco de los

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sentimientos, pensamientos y formas de actuar con los otros. Aprovecha todos los medios que tienes a tu alcance: las películas que ven, en las que siempre puede haber situaciones de injusticia, aunque luego se solucionen (¿cómo crees que se ha sentido cuando le ha pasado…?); los videojuegos que utilizan o los libros que leen. Suele ser habitual encontrar situaciones de injusticia a nuestro alrededor; aprovecha para comentarlas con ellos y dialogar. Compartir tu punto de vista les educa. La justicia tiene mucha relación con los derechos que, como seres humanos, tenemos. Puedes conseguir la lista de los derechos humanos y comentarla con ellos. Mirad cada uno de ellos y ved si, a vuestro alrededor, se respetan. Quizá es el momento de empezar a hacer algo, aunque sea pequeño… Un niño al que todos marginan y se burlan de él, alguien que necesita ayuda, compartir un juguete… Son pequeños gestos, seguramente, pero que cambian y hacen más justo el pequeño mundo que tenemos a nuestro alcance. Anímale a defender sus derechos y los ajenos ante una injusticia. Educa sin prejuicios, esos pensamientos casi automáticos que surgen ante determinadas situaciones y colectivos. No. Todos tenemos los mismos derechos y nadie está autorizado para enjuiciarnos de antemano. Un mundo más justo se empieza a construir en un hogar más justo, donde damos a cada cual lo que le corresponde o pertenece, donde se respetan los derechos de los seres vivos.

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35. Mensajes potenciadores Los mensajes que transmitimos tienen una influencia importante en el comportamiento de nuestros hijos. En el sustrato de la búsqueda del sentido hay un ser humano con voluntad de hacerlo. Un ser humano en formación y desarrollo, en nuestro caso, que recibe multitud de mensajes por nuestra parte. Necesitamos partir de la base de un ser humano que haya recibido, en su vida, mensajes que le animen a seguir mejorando, a ser mejor persona, a avanzar. Porque la vida ya presenta situaciones lo suficientemente negativas como para permitirnos el lujo de que nuestros mensajes también lo sean. Por eso ofrezco esta reflexión sobre los mensajes que tienen el efecto de potenciar. Cuando uno recibe el tipo de mensajes contrarios («imposibilitantes»), es muy difícil que uno se plantee la pregunta por el sentido, porque ni siquiera entra en el campo de lo posible. Y, si en algún momento se hace la pregunta, lo más seguro es que crea que no es una pregunta relevante o que, por supuesto, él o ella no la va a poder responder. Necesitamos lanzar mensajes que potencien a nuestros hijos, porque su cerebro no entiende, al menos hasta que crecen un poco, de ironías y se toman al pie de la letra todo lo que decimos de ellos (que solemos introducir con un «eres…»). Para ellos, lo que les decimos es lo que creen que deben ser y van a hacer todo lo posible por no defraudar nuestra expectativa. Todos necesitamos pensar algo sobre nosotros mismos y buscamos en los demás la pista sobre cómo somos y en qué manera lo somos. El niño quiere saber sobre sí mismo y busca en el encuentro con los demás las señales que le ayuden a reconocerse. No sabe cómo es y busca mensajes que le definan, para aprender sobre sí mismo y formar su autoconcepto, eso tan íntimo que pensamos sobre nosotros mismos. Y, al final, el niño se define y acaba creyendo que es tal como nosotros decimos que es. Directa y literalmente, sin censuras ni excepciones.

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El patito feo, ese conocido personaje de Andersen (Cuentos completos, vol. I, 261), nos recuerda lo importante que es el mensaje que dicen sobre nosotros: si todos dicen que soy un pato y feo, me llego a sentir el más feo de los patos. Porque quien no sabe cómo es acaba creyendo a pies juntillas lo que le dicen los demás. Nosotros transmitimos continuamente mensajes a nuestros hijos. Y la oportunidad es aprovechar para que les ayuden a tener un buen concepto propio. Hay ideas que nos transmiten sobre nosotros que actúan como «etiquetas», clasificaciones que definen formas de ser. Tonto, listo, inteligente, habilidoso, trasto, trabajador… entran en esta categoría. Recuerda la época de colegio y las etiquetas de «empollón», «pelota» u otras que se ponían… Es muy difícil salir de esta casilla y si has sido el gracioso o payaso, no te aceptaban sin una broma por delante. En la necesidad de ser aceptados empieza un camino en que el niño o niña se aferra a la definición que le damos y comienza a definirse a sí mismo en esos términos. Y se comporta tal como cree que se espera que haga (los trastos hacen trastadas), entrando en un círculo en que una cosa se apoya en la otra para mantenerse. El tipo de mensajes se suele transmitir de generación en generación («nosotros los…»), no porque sean ciertos, sino porque son los que conocemos. Por eso conviene estar alerta para no repetir por repetir lo recibido. Veamos qué características tienen los mensajes que potencian, para procurar que sean de este tipo los que mandamos a nuestro hijo: – No comparan. ¿Hace falta enseñarles a ser ellos mismos haciendo comparaciones? Casi nunca funciona, porque al final se va a definir en relación con alguien (soy listo, pero más/menos/igual que…). No es necesario. Las comparaciones son peligrosas. Raramente sirven de estímulo. Ni con hermanos, ni con vecinos, ni con primos… No compares. Tu hijo es único. Házselo sentir en tus comunicaciones con él. – No minusvaloran, sino que reconocen la valía personal. Los «eres tonto, malo…» se pueden cambiar por mensajes que transmitan algún valor, que reconozcan eso en lo que tu hijo destaca, lo que le gusta: «Eres muy buen dibujante». Por la misma ley que antes hemos comentado, al decirlo, contribuimos a que se lo crea y lo transforme en acciones y en una forma de vida. 251

– No se imponen como definición de la persona, sino de la conducta que está desarrollando. Es, lo sé, un clásico en las escuelas de padres y madres, pero nunca insistiremos lo suficiente. Lo que hace tu hijo es una acción; lo que es, algo muy diferente. Preferimos «te estás portando como un bebé» a «eres un bebé». – No son repetitivos. No digas siempre lo mismo. Porque somos muy diversos, incluso a lo largo del día. No te centres en un solo tipo de mensaje. Quien recibe múltiples mensajes se enriquece; el que solo recibe de uno o dos tipos, no avanza. Y recuerda que queremos ampliar el abanico de cosas que tu hijo sabe y cree sobre sí mismo. – Son realistas, frente a lo exagerado o ideal. No totalmente positivos y siempre así ni a todas horas negativos, sino que le decimos la verdad. Es importante este punto de contacto con la realidad, porque imagina que tu hijo crezca creyendo que es un Adonis y se encuentre con alguien que no le ve tan hermoso como vosotros… El golpe de la realidad siempre noquea. Ni es el más guapo ni el más feo, ni el más listo ni el más tonto del mundo. Seamos realistas. Están apareciendo en consulta los niños supermán, los que creen que tienen poderes para todo. No aceptan el mínimo contratiempo porque se les ha reflejado una imagen «hinchada» de sí mismos, lejos de la realidad. Es complicado –lo reconozco– devolverles una imagen real sobre ellos. – Sin ambivalencias. Por un lado, el mensaje es único por parte de todos los que intervienen en la educación. Esto es más importante cuando en la educación intervienen personas de otras culturas, donde hay distintos tipos de mensajes y de sensibilidad hacia ellos. Por otro lado, se transmite sin posibilidad de malos entendidos, que suelen ocurrir cuando el lenguaje dice algo que los gestos contradicen. Hay que ser coherente: si no lo creo, no lo digo, porque otra parte mía estará comunicando lo contrario. Recuerda que un gesto se capta antes que la palabra y le damos mayor credibilidad.

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36. Aprender a quererse No puede ser feliz ni disfrutar de la vida quien no ha aprendido a valorarse y estimarse. Por eso, necesitamos hacer un esfuerzo para enseñar a nuestros hijos a quererse. No lo olvidemos: «La autoestima filtra todas nuestras percepciones de nosotros mismos, de los demás y del mundo que nos rodea» (Bonet, Aprender a quererse). Toda nuestra vida y nuestra historia están bajo la influencia de la autoestima. Si se piensa bien, se verá que es lógico, porque, dependiendo de cómo nos miremos a nosotros mismos, miraremos alrededor. El sentido es una pregunta que nace y se basa en un concepto adecuado de uno mismo. Para empezar a enseñar a quererse, apreciarse, valorarse… hay una serie de presupuestos que debemos asumir previamente, unos puntos de partida imprescindibles:

Aprecio y cariño fundamental. Nunca debe faltar. Nuestro hijo lo merece. Unidad. Todos los implicados en la educación del niño tenemos los mismos criterios. Todos a una potenciamos su autoestima de similar manera. Y hay que tener en cuenta un dato: en la educación de nuestros hijos intervienen a veces personas ajenas a la familia, los «cuidadores», que son importantes para ellos y con los que hay que contar. A menudo hablo también con ellos como parte de los implicados en la educación. Unicidad. Cada niño es único; valoramos a cada uno sin hacer diferencias. Como seres humanos, son seres con la característica de la unicidad. Escucha activa, verbal y no verbal, entre las que ha de haber coherencia.

Los niños se convierten en lo que les decimos que son… Cuidado con lo que dices sobre ellos. Cuidado tanto para intentar evitar los mensajes negativos como para potenciar los que le ayudan a crecer. En esta línea van las siguientes sugerencias:

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Hazle sentirse especial Lo primero que puedes hacer es dedicarle tiempo, porque sin esa base lo demás es complicado de alcanzar. Cuando te dedicas a ello, eres capaz de: – Descubrir lo que se le da bien y practicarlo. Identifica las destrezas de tu hijo; dile lo positivo para ayudarle a superar lo negativo. – Resaltar ante los hijos sus virtudes para que tengan conciencia de ellas… Una «carta de elogio» en momentos especiales es una buena forma de hacerlo. Pon por escrito los elogios (una nota, un post-it, imanes en la nevera…). – No escatimar caricias y abrazos… Son estupendos para hacer que nos sintamos especiales.

Hazle sentir único – No lo compares. La comparación crea inseguridad, porque siempre comparamos con la peor parte. – Reconoce los sentimientos de tus hijos como importantes y valiosos. Esto refuerza su sentimiento de valía. – Escucha sinceramente y sin fingimientos.

Evita la culpabilidad Porque mina la confianza en sí mismo. Evita jugar a buscar al culpable. Es mejor hacer una cadena inversa de decisiones, retrocediendo mentalmente y revisando las decisiones que ha tomado hasta llegar a esta situación. Así fomentas su responsabilidad. No resaltes solo lo negativo. Sin embargo, si la culpa se debe a algo que se ha hecho mal, buscad remediarlo.

Enséñale a mantener un dialogo interno positivo 255

Fomenta la creencia positiva en el «yo puedo» y enfrenta las opiniones negativas. A un comentario negativo, que tiene que haberlos, contrapón uno positivo, de modo que se compensen; esto lo puedes aplicar tanto cuando ellos hacen un comentario negativo como cuando tú tienes que hacerles alguno. Ojo a los «deberías», esa sensación de que tenemos que hacer o conseguir irremediablemente ciertas cosas o tenemos que hacerlas casi sin cuestionarlas. Te propongo cambiarlos por «prefiero». Y presta atención a los mensajes autocríticos que generan automensajes negativos, denigrantes, descalificadores o derrotistas. No dejes que se extienda en esto. Para ello puedes enseñarle a hacer examen positivo de conciencia. «Yo puedo», también, preguntarme por el sentido.

No uses la violencia física No funciona y crea miedo, por lo que no beneficia a nadie. Con respecto a los hijos, hace que dejen de sentirse seguros… con esa sensación de que «me fallan hasta mis padres». Con lo cual dejarán de confiar. La violencia siempre tiene más que ver con nuestras propias dificultades que con la situación que se vive. Es mejor usar las consecuencias naturales, lo que ocurre si no intervengo, como modo de que el niño se haga cargo del problema que genera. 256

Mejor reforzar que castigar Siempre es mejor reforzar (cualquier cosa que sigue a una conducta y aumenta la probabilidad de repetirla) que castigar. El castigo es solo una forma de educar. Los refuerzos van desde un piropo y elogio generoso, sincero y específico, a permitirle realizar una actividad que le resulte gratificante. El objetivo, y la consecuencia, es que volverá a hacer aquello a lo que ha seguido un refuerzo. Cada día, valora algo de lo que haga. Sé específico en comentar lo que te ha complacido. Normalmente jugamos a resaltar lo negativo… Dale la vuelta al juego.

Tener amigos Cuando los niños tienen amigos se sienten más felices, integrados en la sociedad y a gusto consigo mismos. Por medio de la amistad, el niño amplía su universo y aprende mucho tanto de sí mismo como de los demás Enseña a tu hijo a hacer amigos: ofrece oportunidades; busca grupos de intereses comunes; enséñale a iniciar una conversación y acercarse a un grupo y a resolver los pequeños conflictos que ocurran.

Ofrece oportunidades de éxito En algún momento tenemos que saborear el éxito para sentirnos motivados a seguir. Si siempre fracasamos, no nos apetece volver a intentarlo. Por eso, es importante que asegures oportunidades en que tu hijo conseguirá lo que desea. Para ello, lo ideal es partir de unas expectativas realistas: no demasiado bajas, pero tampoco tan elevadas que nunca las alcance.

Confía en ellos

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Transmite a menudo el mensaje «Confío en ti». El pensamiento tiene mucho que ver con la confianza en nosotros mismos. Crea con tu hijo pensamientos motivantes, que hablen de su capacidad, de sus posibilidades. Pensamientos del tipo «Yo puedo», «Puedo hacerlo», «Las dificultades son normales», «Voy a conseguirlo»… son una forma de crear una actitud positiva de confianza. Colocad en algunos sitios de la casa, si hace falta, notas que le recuerden que intentar es el primer paso para conseguir. Crea en tu hijo una «etiqueta» positiva. Sabemos la influencia de estos mensajes que transmitimos y la fuerza que tienen y cómo los niños intentan ser tal como les decimos que son y los definimos. ¿Por qué no usar esta fuerza para crear un concepto positivo de sus capacidades? «Eres un valiente al intentarlo», «Eres capaz»… Destaca y ayúdale a descubrir sus puntos fuertes, sus cualidades y capacidades, y haz comentarios positivos. Podéis hacer juntos una lista de las cosas que se le dan bien y de vez en cuando repasarla. Cuando en algún momento se sienta mal y la confianza en sí mismo esté bajo mínimos, es un buen momento para hacer algo de lo que aparece en la lista, porque aseguramos una pequeña pero efectiva recuperación.

Valora el proceso y el esfuerzo y no solo el resultado No importa o debe importar tanto el lugar al que se llega como el hecho de ponerse en camino. Valora, y házselo saber de modo que lo entienda, el esfuerzo, interés y atención. Como apoyo, puedes hacer un diario en que detalle o detalles el proceso que se ha seguido para conseguir algo.

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37. Vivir en optimismo La primera imagen que nos viene a la mente cuando hablamos del optimismo es la del vaso medio lleno / medio vacío. De este pensamiento partimos para reflexionar sobre el optimismo, sabiendo que la realidad es un vaso lleno hasta la mitad, pero que lo importante van a ser los pensamientos que sobre ello tengamos. Y sabiendo que influyen mucho otras circunstancias, que un vaso a medias no tiene el mismo significado en el desierto que al lado de un manantial. Sin embargo, la forma en que vemos y pensamos las cosas influye en nuestras acciones y, en este sentido, el vaso puede servirnos para nuestra reflexión. Lo importante, creo, no es el vaso, sino nuestra realidad. Creo que ser optimista es una actitud interior que nos hace juzgar las cosas desde su aspecto más favorable, aprovechando lo que tenemos, la realidad, en vez de ver solo lo negativo. Es el convencimiento de que las cosas irán bien a pesar de los contratiempos que se pueden presentar, que nos invita a esperar que el futuro nos depare cosas positivas. Esto nos hace tener una fuerza extra para seguir adelante y volver a empezar cuando las cosas se tuercen y no salen como nosotros queremos o tenemos pensado. El optimismo no asegura el éxito, no nos vacuna contra el fracaso (el vaso sigue a medias y por mucho que lo pensemos no se va a llenar), pero nos da la fuerza para seguir adelante, porque pensamos que las cosas van a ir mejor y porque confiamos en nuestras capacidades. Esta es la clave del optimismo entendido como una fuerza vital, como una disposición que me lleva a pensar que en la vida ocurren cosas, y algunas de ellas son agradables. Si me centro en el pensamiento que subraya lo desagradable de la vida, me alejo de la realidad tanto como si solo veo lo positivo. El test infalible es el toque de realidad, el tener una disposición positiva y optimista hacia lo que ocurre, pero sin obviar lo negativo que, como ya conocemos, forma parte de nuestra vida. Las ventajas del optimismo para nuestra vida y para la de nuestros hijos están cada vez más estudiadas. Hay una corriente de psicología, llamada psicología positiva, del

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optimismo o de la felicidad, que está investigando de forma sistemática sus efectos en la vida. Las ideas que más eco tienen son las siguientes: – Fortalece el corazón y mejora la salud en general. El optimismo es bueno para la salud; los optimistas viven más tiempo. No olvidemos que hace que disminuya la ansiedad, uno de los males que nos aquejan a nosotros y a nuestros hijos (sí, también a ellos). – Crea una fuerza interior que nos hace ser más resistentes a los contratiempos que se presentan inevitablemente. Hemos de contar con que la vida nos va a presentar situaciones que no deseamos. La forma en que les demos respuesta determina si seguimos adelante o nos quedamos paralizados. Y la respuesta nace de un pensamiento que nos lleva a creer que, incluso en estas circunstancias, tenemos recursos para salir adelante.

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– Favorece la sociabilidad, puesto que nos hace estar en mejor disposición hacia los demás y los otros nos ven como más confiables. – Las personas optimistas tienen mejor humor, con todos sus beneficios. – Aumenta nuestra capacidad de perseverar y, con ella, de conseguir el éxito. Sentimos que somos capaces de conseguir lo que queremos y esto nos lleva a elegir bien el modo de conseguirlo. El optimismo incrementa la seguridad en nosotros mismos. En este sentido, tiene relación con la autoestima, con querernos y valorarnos a nosotros mismos. Incluso el pensar y sentir que tenemos sobre nosotros mismos y nuestras posibilidades se ve teñido por el optimismo. – Nos hace más felices, y la felicidad es el objetivo que perseguimos y nos interesa. Podemos enseñar a nuestros hijos a vivir desde el optimismo, siempre que sea nuestra propia actitud ante la vida, porque sin el ejemplo, en este caso también, no hay aprendizaje. – Practicad juntos ver las ventajas de las cosas más que los inconvenientes. Cuando algo ocurra y salgan a la luz sus miedos (lo cual es normal), tomaos un momento para ver las cosas que pueden ir mejor, lo que va bien y puede seguir así. Analizad las cosas y mirad qué parte de mejora aportan a vuestra vida. Desde la logoterapia no nos vamos a quedar en ver solo una parte de la realidad, porque puede ser una mirada reduccionista, sino que siempre vamos a cambiar la mirada para ver las cosas a la luz del sentido. Por eso, las dificultades solo son una oportunidad y podemos aprender de ellas. – Sugerid soluciones más que críticas cuando os hable de algo u os enseñe o plantee algo. Tened siempre vuestra visión en la parte positiva, en lo que va bien, sin prestar excesiva atención a lo negativo, aunque teniéndolo en cuenta. – Ayudadle a confiar en sus capacidades. Todos las tenemos y desde fuera le podéis ayudar a descubrir las suyas. Cuando confiamos en nosotros mismos y en nuestras capacidades, somos capaces de ver el futuro con optimismo.

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– Cuando las cosas no vayan bien, centraos en lo que sí funciona y dejad el resto. Construid sobre positivo un camino hacia delante. En todo hay un lado positivo que con práctica y sensibilidad podemos encontrar y potenciar. Si somos sensibles, podemos encontrar el lado bueno de todo… Hasta lo negativo nos aporta, como mínimo, experiencia. Practicad juntos el pensamiento positivo, porque somos lo que pensamos y si nos decimos cosas positivas, nuestra vida irá en esa línea. A estas alturas, no hace falta insistir en que debemos ser realistas y no pensar, casi mágicamente (como se pretende en algunas reflexiones), que todo lo que queremos se consigue si lo deseamos. Es una trampa más del pensamiento «facilista». Sin embargo, sí creo que el pensamiento de tinte positivo nos hace concentrarnos en soluciones y despierta nuestros recursos interiores. En este sentido lo comento. No basta con pensar o desear, hay que actuar, y esta es la verdadera magia. – Ante un obstáculo específico, buscad soluciones concretas. Un momento de relajación ayuda a abrir opciones ante los retos. Es un buen principio para buscar soluciones alternativas. – Cuando vuestro hijo os hable de un problema, no os centréis en el problema en sí, sino en las soluciones. – Intentad no exagerar las cosas que no tienen casi importancia. Perdemos mucha energía en pequeñeces. – Enseñadle a disfrutar de lo que tiene, porque más vale tener algo que estar esperando a tenerlo todo o algo concreto que no sabemos si vamos a poder conseguir. Esta es una actitud muy optimista, ya que nos ayuda a no perder el contacto con la realidad y con lo que está a nuestro alcance. – Convertid lo que va bien en noticia. Nos solemos fijar en lo negativo y magnificarlo… Busquemos lo que sí funciona y hablemos sobre ello. Haced que, en vuestra casa, lo positivo sea noticia. Recupero el título de esta reflexión, «Vivir en optimismo», para hacernos caer en la cuenta de que no se trata de vivir un pensamiento de un tipo determinado, sino de convertir el optimismo en parte de nuestra vida. No aprendemos ni enseñamos a vivir el optimismo, sino en, desde él. El matiz es importante. 264

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38. Aprendiendo de los nativos americanos En este momento quiero que reflexionemos juntos sobre principios fundamentales que, esta vez, vienen de la mano de una sabiduría distinta: «los diez mandamientos de los nativos americanos», que me parecen sugerentes y enriquecedores y transmiten auténticos mensajes de vida que trascienden una cultura concreta y podemos convertir en nuestro estandarte. Espero que te sorprenda, como a mí, encontrar en una cultura tan diferente algunos principios que se asemejan mucho a los que comentamos desde la logoterapia. Esto me hizo comprender que el mensaje sobre el sentido es universal. 1. La tierra es nuestra madre. Cuida de ella. Toma de la tierra lo que es necesario y nada más. El indio americano reconoce que venimos de la tierra y necesitamos de ella. En palabras del gran jefe indio Seattle de la tribu Deswamish: «Lo que afecte a la tierra, afectará también a los hijos de la tierra. Enseñad a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a nuestros hijos: la tierra es nuestra madre. Si los hombres escupen a la tierra, se escupen a sí mismos. La tierra no pertenece al hombre, sino el hombre a la tierra». Tenemos mucho que aprender desde nuestros planteamientos ecológicos. 2. Haz lo que creas que está bien. Intenta hacer el bien en toda ocasión, déjate guiar por lo que crees en tu interior. Renuncia a todo aquello que no te hace ser mejor persona. Enseñar esto a nuestros hijos supone apelar a su responsabilidad y fomentarla, una de las misiones de la tarea de ser padres. Siempre que se encuentren ante algún dilema de la vida, siempre que tengan que decidir… recordarán que les has enseñado a mirar en su interior y hacer lo que consideren correcto. Ya imaginas en qué ocasiones es conveniente que sepa hacerlo. Estamos, como deseamos, afinando su conciencia. 3. Honra todas tus relaciones. Cada ser humano que aparece en tu vida lo hace por algún motivo. «Honrar» significa reconocer la grandeza de la otra persona y reconocer que en el encuentro nos enriquecemos. Acoger, cuidar, dialogar, aceptar... son palabras cercanas a este sentimiento de reconocer lo valioso de los demás. 4. Abre tu corazón y tu alma al Gran Espíritu. Quizá suene extraño… o no. Pero hay una parte en nosotros que nos trasciende y que podemos reconocer. El ser humano, 267

además de la parte física, psíquica y social tiene una parte espiritual, según creemos y defendemos desde la logoterapia de Viktor Frankl. Tenemos la posibilidad de enseñar a nuestros hijos que hay una parte en nosotros que nos lleva a ser responsables y a dar respuesta a lo que la vida nos plantea. Es cierto que la frase, dentro de la cultura a la que pertenece, hace referencia a una realidad exterior al hombre y nosotros ya hemos convenido que la parte espiritual es un integrante más de la condición de ser persona. Frankl, creyente, no quiere identificar lo espiritual con ninguna religión. A nosotros nos basta para abrir nuestro corazón a la realidad espiritual. 5. Toda vida es sagrada. Trata con respeto a todos los seres. Todo ser, humano o no, merece nuestro respeto. Al respeto que intentamos transmitir por los demás, añadimos el que debemos tener por todo tipo de vida. Esto amplía nuestro campo de visión y nos anima a considerar que, si toda vida es sagrada, nos debemos respeto a nosotros mismos: la comprensión del propio valor, el reconocimiento de nuestra dignidad como personas, al margen de lo que tengamos o hagamos. Debemos respeto, también, a los demás, tanto en cuanto individuos como en grupo. Respetamos a las personas por su dignidad, que compartimos como seres humanos; respetamos a los grupos sociales en su diferencia y peculiaridad. Debemos respeto también a las cosas, a lo vivo y a lo inerte, a los animales, las plantas… Respetamos y cuidamos las cosas materiales, reconocemos su valor y agradecemos poder disfrutarlas. Y, no menos importante, debemos respeto al bien común, lo que supone cuidar el entorno, comportarnos cívicamente, no destrozar lo que nos pertenece a todos sino cuidar de ello. 6. Haz lo que se debe hacer para el bien de todos. Porque formamos parte de una humanidad que nos envuelve y tenemos que preocuparnos no solo por nuestro bien, sino por el de los demás. Intentamos inculcar en nuestros hijos el tener presente a los demás en su vida, buscando siempre el bien común. Una enseñanza que, por desgracia, choca con el individualismo que se respira a nivel social. Pero es el momento de actuar de modo distinto. 7. Agradece constantemente al Gran Espíritu cada nuevo día. Porque es una nueva oportunidad, porque el sol sale de nuevo y nos permite verlo. Enseña a tus hijos a dar las gracias por un nuevo día… Sí, nos falta tiempo, andamos estresados desde primera hora de la mañana, pero unos segundos de agradecimiento hacen que el día entero se viva de forma distinta. Una de las actitudes que creo fundamental en la vida, y 268

que he aprendido de la logoterapia, es la gratitud. Cada momento vivido forma parte de mi historia, cada persona que ya no está con nosotros me ha transmitido algo que puedo agradecer. Vivir desde la gratitud es vivir desde el reconocimiento de lo valioso de la vida.

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8. Habla la verdad. Sé sincero. Enseña a serlo. La sinceridad es bastante más que el mero hecho de decir la verdad. Es cierto que esta es una gran parte y es algo que tenemos que enseñar a nuestros hijos, pero no es suficiente. También forma parte de la sinceridad el ser consecuente con uno mismo, y se convierte entonces en una actitud ante la vida. Es cierto que lo primero que debemos enseñar a nuestros hijos es a no mentir y que la mentira siempre tiene consecuencias negativas, pero es necesario que demos un paso más y lo convirtamos en una actitud vital, en una apuesta por ser coherentes y consecuentes en nuestra vida y una opción por no aparentar lo que no somos y no intentar dar una imagen engañosa de nosotros mismos. Ser una persona sincera supone haber sido capaz de contactar consigo mismo y aceptarse tal como uno es porque, de lo contrario, daremos una imagen distorsionada, lo cual se aleja bastante de la sinceridad que buscamos. 9. Sigue los ritmos de la naturaleza. En esa sintonía que nos hace sensibles a los ritmos diurnos y nocturnos, a los cambios de estación. Vivimos en un mundo demasiado estándar, donde todo el año es prácticamente igual. Podemos aceptar la invitación de los nativos para ser más conscientes del tiempo, de la época del año en que vivimos, del paso de los días. 10. Disfruta del viaje de la vida. Es el mensaje –creo– más optimista y alentador, porque si algo, como seres humanos, tenemos que hacer es disfrutar de ello, vivir cada momento con pasión y sentido. Así que toca recuperar nuestra parte más «disfrutona» y vivir, con nuestros hijos, la alegría de estar en este viaje.

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39. Los cuatro acuerdos aplicados y explicados para educar Los cuatro acuerdos provienen del saber de los toltecas, un pueblo mexicano identificado con la sabiduría, y nos llegan transmitidos por un descendiente de aquellos, Miguel Ruiz [6] , que hace llegar hasta nosotros este mensaje ancestral con una vigencia sorprendente. Los acuerdos los establecemos con nosotros mismos, de modo que decidimos integrarlos en nuestra vida y vivir conforme a ellos. Y, en nuestro caso, como padres, educamos a nuestros hijos para que los tengan presentes en su existencia, transmitiendo así una forma de vida coherente. Creo que tenemos mucho que aprender de otras culturas y esta es una oportunidad. – Primer acuerdo: cuida bien lo que dices. Usa las palabras para decir cosas buenas, verdaderas y positivas. Por medio de las palabras, nos expresamos y dejamos salir lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Lo que sale de la boca eres tú. Las palabras sirven para comunicar y marcan lo que somos, porque estamos construidos de las palabras que han dicho sobre nosotros y de las que nosotros mismos nos decimos. Por eso, enseña a tu hijo a ser impecable con las palabras, a no decir nada que no sienta, a ser sincero consigo mismo y con los demás, a no decir nada que dañe a los otros (calumnias, bulos, difamaciones…). Los niños suelen venir siempre acompañados por las palabras que pronuncian sobre ellos los padres, maestros, los compañeros… Todos tenemos un mundo de palabras dichas y no dichas sobre nosotros. Muchas veces la mejor intervención es definir las palabras y permitir que salgan las que no se dicen. Junto a ello, enseñar el poder de las palabras, para que elijan bien y sirvan para algo positivo en su relación con los demás. Nosotros, como padres y madres, podemos ser cuidadosos con las palabras que decimos a nuestros hijos, porque, sin 273

connotaciones mágicas, son como un hechizo que se acaba cumpliendo. Acabamos siendo tal como dicen que somos. Además, podemos hacer un esfuerzo por recuperar las palabras que no solemos decir. Las palabras tienen una gran capacidad creadora y destructora. Con ellas, por ejemplo, construimos relaciones y con ellas las destruimos. Con las palabras podemos hacer que alguien se sienta muy bien o que se sienta increíblemente mal. Lo vemos, por desagracia, en los comentarios que algunos niños hacen a otros en el colegio, en lo que conocemos como acoso escolar y que está tristemente en las noticias por los efectos que está teniendo. Por eso es muy necesario que enseñemos a nuestro hijo a ser cuidadoso con las palabras que dice y selectivo con las que acepta de las que le llegan. Si somos conscientes del poder de nuestras palabras, de su enorme valor, las utilizaremos con cuidado, sabiendo que cada una de ellas está creando algo. No uses ni dejes que tu hijo use las palabras contra sí mismo. Me gusta esa fábula en la que un mercader griego manda a su criado (Esopo) a comprar lo mejor para un banquete. Esopo cocina lengua porque con ella, dice, se alaba, se comunica, se reconoce a los demás… Es lo mejor del mundo. Cuando el mercader le pide que traiga lo peor, Esopo repite el menú. Ante el enfado del mercader, Esopo justifica que con la lengua empiezan las intrigas, se discute, se insulta… Es lo peor. Al final, no importa tanto el ingrediente (la palabra) como la intención y el significado. Por eso, nos empeñamos en que aquellos a los que queremos cuiden sus palabras. Cada palabra queda almacenada en el granero del pasado. Las palabras tienen siete vidas, o más, porque cada palabra que decimos o pensamos deja huella. Y vuelve a tomar vida en situaciones parecidas y regresa llena de fuerza, en ese renacimiento felino que las caracteriza. Una palabra sobre mí o sobre alguien nunca se queda en ese momento, sino que vuelve, siempre vuelve. Y tiene el poder de rememorar situaciones y sentimientos, de provocar o paralizar nuestro crecimiento. Hay palabras que son etiquetas y hay palabras asesinas. Hay palabras que dan vida. Si empiezo el día, por ejemplo, con la

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palabra «cansancio», todo el día va a ser agotador y asomará de vez en cuando la palabra. Si le digo a alguien lo interesante que es, también. – Segundo acuerdo: no te tomes nada personalmente. Gastamos mucha energía intentando explicar por qué alguien nos hace algo, porque pensamos que atenta directamente contra nosotros. Es inevitable que los demás hagan algo que nos molesta o que no nos sienta bien. Pero quedarse anclado en el sentimiento de que lo hacen a propósito para fastidiarnos y amargarnos la vida es una decisión personal. Conozco chicos a los que les parece que todo lo que hacen los demás lo hacen contra ellos, con lo cual queman mucha energía en defenderse contra los presuntos ataques, generando una actitud negativa que al final se vuelve contra ellos y, con mucha facilidad, produce rechazo en los demás. No tomarse nada de modo personal, pensar que existen otras razones además de mí mismo para lo que hacen los demás, supone un alivio y ayuda a entender que no todo el mundo gira a mi alrededor. Los niños tienden a pensar que todo lo que ocurre tiene que ver con ellos. Hay que abrir su mente para que se den cuenta de que hay otros motivos. Tomárselo todo personalmente no deja de ser una forma de darse demasiada importancia. Creemos que somos responsables de todo y, en realidad, cada uno actúa para sí mismo. Enseña a tu hijo a entender que cada persona tiene un mundo personal y sus reacciones se deben a lo que ocurre dentro. Cuando él mismo está enfadado o se siente incómodo consigo mismo, dice o hace cosas que en otro momento no diría ni haría y si tú, por ejemplo, te lo tomas como algo personal, os hacéis daño los dos. Desde esta experiencia puede entender que no hay que tomarse como algo personal lo que nos dicen o hacen. – Tercer acuerdo: no hagas suposiciones. Basamos mucho de lo que creemos en las suposiciones que hacemos y en que estamos convencidos de que lo que suponemos es cierto. El paso siguiente a suponer es juzgar, porque tenemos la idea de que hemos adivinado las intenciones de los demás. De ahí a tomárselo como algo personal, como acabamos de ver, hay solo un paso. No somos adivinos para saber los motivos que llevan a los demás a actuar de un modo u

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otro, no conocemos sus intenciones. Por eso, enseña a tu hijo que es mejor preguntar, investigar, observar, para evitar suponer cosas que no son ciertas y que le hacen sufrir. Cuando suponemos, atribuimos intenciones y muchas veces estas atribuciones van contra nosotros mismos. Es mejor intentar conocer qué lleva a los demás a actuar como lo hacen que imaginar sus motivos. Puedes aprovechar los libros que lee, los dibujos que le gustan, las cosas que te cuenta, para hacerle comprender cuándo está suponiendo y abrir su mente a la posibilidad de que los motivos sean distintos. Una de las distorsiones del pensamiento de que habla Ellis se refiere precisamente a creer que podemos adivinar. – Cuarto acuerdo: hazlo siempre lo mejor que puedas. Invierte siempre el máximo esfuerzo, lo máximo que puedas, en cada momento y de acuerdo con las circunstancias. Si te apetece o no, si tienes o no ganas… no es lo fundamental. La clave es si, a pesar de estar desganado o inapetente, vas a decidir hacerlo o no. Las ganas están sobrevaloradas; lo importante es que somos capaces de hacer lo que queremos aunque no nos apetezca. Enseña a tu hijo que siempre está en nuestras manos hacer las cosas lo mejor que podamos y así se sentirá mejor consigo mismo. El esfuerzo, la responsabilidad, el compromiso son conceptos afines. Tenemos un refrán muy nuestro que dice: «Quien hace lo que puede, no está obligado a más». Por eso, enseña a hacer siempre todo lo posible.

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40. El arte de amargar la vida a tu hijo y alejarle del sentido Vamos a jugar con la ironía… Ahora voy a hablar de todo lo que podemos hacer para amargar la vida a nuestro hijo. Te aseguro que son recomendaciones con éxito asegurado.

Fomenta la envidia Enséñale a envidiar no solo lo que tienen los demás, sino lo que son. Envidiar es un pasaporte para amargarse. No olvides que lo fácil es envidiar las cosas materiales. Pero has de dar un paso más y hacer que envidien de forma integral a los demás: su posible bienestar, su forma de ser, «la suerte que tiene»… No existe la «envidia sana» en esta ocasión. Si quieres enseñarle bien, muestra todo el día tu envidia, coméntala con él. Quien vive desde la envidia, vive más pendiente de los otros que si de sí mismo. Y seguro que también envidia que el otro logre alcanzar el sentido de lo que le ocurre. Al margen de esto, como el sentido es algo personal, no es fácil encontrarlo si vivo más pendiente de los otros que de mí mismo.

No le dejes hacerse responsable Para eso estás tú, para que no tenga que tomar decisiones ni enfrentarse a los problemas. Tapa todos los agujeros que haga. Pinta las paredes si las «decora». Cúbrele siempre que haga algo malo. No le dejes asumir las consecuencias de sus acciones. La responsabilidad es un modo, e incluso un requisito, para llegar al sentido. Fomentar la responsabilidad y educar en ella es favorecer una vida en que se considere el sentido. 278

Exígele perfección No vale casi conseguirlo, hay que lograrlo y que sea perfecto. Con medias tintas no se consigue nada. Eso lo creen solo los fracasados.

Haz que piense que todos van contra él Fomenta su creencia en que los profes le tienen manía, en que los amigos se la tienen jurada… Que comprenda que el mundo es un enemigo y que hay que vivir atrincherado y preparado en un búnker. No olvides darle ejemplo, poner pegas a todo el que se te acerque y buscar el peligro que siempre pude haber. Cuando te comente algo que le ha ocurrido, busca culpables a los que cargar con la responsabilidad. No es fácil llegar al sentido cuando no sabemos valorar y agradecer lo que nos sucede en la vida. Y menos cuando vivimos la vida buscando peligros en vez de oportunidades.

Hazle pensar, siempre pensar Deja esas cursilerías de sentir. Pensamiento racional, ante todo y sobre todo. El sentimiento está sobrevalorado. Nosotros creemos que al sentido se llega por ambas vías.

No le dejes disfrutar de sus metas Pon siempre una un poco más lejos para que no llegue nunca, así aprenderá el valor del esfuerzo. No lo valores nunca cuando consiga algo. Es su obligación. ¿Una buena nota? ¿Una tarea acabada? ¡Eso es lo que tiene que hacer! Si aprende a sumar, dile que lo suyo es saber restar o multiplicar… El caso es que nunca se sienta satisfecho con los pasos que afianza. Ayúdale a elegir grandes objetivos, que causen admiración. No a la política del paso corto. 279

Hazlo especialista en negatividad Cuando le pase algo bueno, recuérdale que luego vendrá con seguridad algo malo. Que no disfrute. Que se prepare. No valores lo positivo. Fíjate siempre en lo que falta. Nunca tengas una palabra de ánimo. Nunca le señales lo bueno de la vida y las cosas. Lo que importa es lo malo, lo terrible, lo negativo. Lo malo es lo real. Lo bueno es un engaño. En la búsqueda del sentido, contamos tanto con lo bueno como con lo malo que nos sucede. No creemos que lo bueno esconde algo negativo. Tanto lo bueno como lo no tan bueno forman parte de nuestra vida y lo aceptamos. Incluso, como ya sabemos, ante lo negativo podemos tomar una decisión.

Compáralo en todo momento Con sus hermanos, con sus primos, con los vecinos y hasta con el hijo del portero si hace falta. No es necesario –creo– insistir en que la valoración personal es un elemento que nos hace ponernos en camino hacia el sentido. Quien es continuamente comparado, esperará que los demás vivan desde el sentido, pero nunca creerá que lo pueda lograr él. Porque, reconozcámoslo, en las comparaciones nunca salimos o salen bien parados.

Dale todo lo que pide No dejes ningún capricho sin atender, porque así no se enfada ni se frustra. Te pida lo que te pida y en el momento que sea, no dejes de dárselo. Necesitamos educar en la frustración.

Enséñale a ser egoísta, a pensar solo en sí mismo y sus necesidades Que nunca oiga hablar de las necesidades de los demás. Los otros, como si no existieran… No hay nada más lejos del logro de sentido. 280

No dejes que se sienta culpable por nada La culpa siempre es de los demás y el que no lo ha descubierto no puede ser feliz. Practica con ellos el noble arte de «tirar balones fuera» y buscar la parte de responsabilidad que tienen los otros y qué han hecho para provocar esa situación y quedar siempre impunes. A fin de cuentas… ¿a quién le gusta sentirse culpable? La culpa es uno de los componentes de la tríada trágica de la que habla Frankl. Y sobre ella comenta que es una oportunidad para el cambio. Si no me siento culpable, no voy a hacer nada por poner remedio. Existe la culpa que sentimos por algo que hemos hecho (y ha afectado negativamente a los demás o a nosotros mismos) y la culpa por lo que no hicimos y deberíamos haber hecho, por no habernos comprometido o por no haber dado una respuesta desde la responsabilidad. Hay latente una discusión acerca de la culpa y la responsabilidad. ¿Son conceptos afines? ¿Intercambiables? ¿Por qué nos da tanto miedo hablar de culpa? Hay una tendencia a evitar la palabra «culpa» en nuestras intervenciones y conversaciones. Parece que el daño causado por una educación que la exageraba y usaba en nuestra contra sigue presente. Si es cierto que durante años hemos vivido amedrentados por el sentimiento de que cualquier cosa que hiciésemos o dejásemos de hacer podría ir en nuestra contra, no lo es menos que a veces es necesario sentir la culpa con todas sus letras. Los tiempos del abuso del sentimiento de culpa han pasado. Es tiempo de aceptar que la culpa forma parte de nuestra vida y así es como debe ser. La culpa es un aliciente para actuar en busca de la reparación, ya que no existe verdadero sentimiento de culpa si no hay un deseo de hacer algo por enmendarla. Me siento culpable cuando reconozco que algo que he hecho o dejado de hacer ha provocado un perjuicio a alguien y siento la necesidad de remediar esa situación. Por el contrario, el sentimiento de responsabilidad no implica directamente a los demás, sino que es más subjetivo y se refiere a mi sensación de haber provocado algo. Puedo sentirme responsable y no tener la sensación de que debo hacer algo por reparar el mal causado. Creo que la intuición más acertada sobre culpa y responsabilidad es la de Viktor Frankl, cuando habla de que la culpa sobreviene cuando no hemos ejercido correctamente nuestra responsabilidad para dar respuesta a lo que nos presenta la vida.

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En este sentido, solo en este sentido, creo que pueden estar unidas. Por lo demás, es mejor llamar culpa a la culpa y responsabilidad a la responsabilidad.

Dale una agenda en que apunte todo lo malo que le hacen y que algún día vengará Que no olvide una afrenta, un mal gesto, una provocación o cualquier daño que le hagan. Ayúdale a buscar el momento de «devolvérsela» a los que le han hecho algo. Desde una actitud interna de venganza y de enfrentamiento, no podemos aprender de las situaciones que hemos vivido, lo cual, como sabemos, es un elemento que hay que tener en cuenta en el encentro del sentido. El perdón, al que ya me he referido, es clave para poner las cosas, las experiencias y a las personas en su sitio.

Hazle creer que siempre tiene la razón Los demás siempre están equivocados. Y su mayor equivocación es creer que no se equivocan. La única razón es la suya. Sin embargo, creemos que en nuestra vida hay pocas verdades absolutas y que cada uno tiene la suya. Que incluso en nuestra búsqueda de sentido, aceptamos la forma en que los demás se ponen en marcha, aunque a nosotros no nos resulte adecuada. No todos los caminos se deben recorrer, pero puedo respetar el camino que cada persona está recorriendo.

Nunca, absolutamente nunca, hay que dar gracias Ni por educación. A fin de cuentas, si creo que lo merezco todo, no voy a agradecer. Y en nuestra búsqueda del sentido sabemos que valorar y agradecer, ese «gracias a la vida» constante del que nos habla la canción de Violeta Parra, es uno de los requisitos. Gracias a la vida que me permite responder a lo que me pregunta.

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Seguir estos «consejos» a rajatabla te va a llevar, seguro, a educar un hijo amargado. Claro que la opción es reaccionar cuando vemos que actuamos así con ellos para evitar que lleguen a ese estado que no deseamos. Si revisas los puntos que, en clave de humor, hemos comentado, verás que aparecen muchas de las ideas que, desde la logoterapia, estamos mencionando: responsabilidad, aceptación, relación con los otros, disfrutar de lo recibido y de los sentimientos, necesidad de educar contando con la frustración, culpabilidad bien asumida… Es otra forma de acercarme a lo que quiero transmitir.

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41. Despacio, por favor… «Vamos, levanta, que llegas tarde al cole»; «Te recojo y te llevo a baile»; «Haz los deberes rápido, que te tienes que duchar y cenar»; «No tardes tanto»… ¿Te suenan todas estas frases? Para bien o para mal, forman parte de nuestra rutina. Sinceramente, creo que para mal, porque hemos dejado que nos gane la batalla el reloj. Y vivimos y enseñamos a vivir acelerados, siempre corriendo, de una actividad a otra, persiguiendo que no se nos escape la vida mientras, paradójicamente, la dejamos volar. Hemos asumido como verdad que el cansancio, las prisas, el estrés son sinónimos de plenitud de vida. Y hemos de construir una nueva normalidad en que no exista esta relación, en la que lo normal sea vivir relajado, disfrutando de las cosas, viviendo el ahora. Hoy propongo reflexionar sobre el tiempo y el uso que hacemos de él, siguiendo una corriente, que espero que gane terreno, que defiende un uso humano del tiempo. Las consecuencias del mal uso del tiempo, de vivir acelerados y sin prestar atención a lo que vivimos, al presente, las conocemos de sobra: estrés, con sus consecuencias, y la sensación de que la vida pasa volando. Vivimos la paradoja de que hemos inventado las máquinas para facilitar nuestro trabajo y, supuestamente, tener más tiempo, pero hemos copiado su esquema y tomado como modelo de vida el de producir más, más rápido, y vivir más rápido. «Estamos perdiendo el alma, que se mueve despacio, sumergidos en unas sociedades en que la prisa –por producir, por consumir, por ir de un lado a otro– nos lleva a la destrucción de nuestro hábitat, a graves problemas ecológicos […] y a auténticas “enfermedades sociales” de estrés y desazón, causadas por un ritmo de vida que no nos hace felices» (Novo, Despacio, despacio…, 8). Esta idea de perder el alma me resulta intrigante. Cuentan que en un país lejano un explorador europeo contrató varios porteadores. Tras muchas horas caminando, se sentaron en el suelo. Al preguntarles por qué, contestaron: «Hemos caminado tan rápido que nuestras almas se han quedado atrás y ya no sabemos por dónde vamos. Ahora tendremos que esperar a

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que nos alcancen». Quizá corremos tanto que perdemos el norte y no sabemos dónde vamos, porque el alma –lo que importa en la vida– va a otro ritmo. Si vivimos ajetreados, con un ojo puesto en lo que va a suceder, es posible que se nos escape el sentido, como las formas en las nubes que ya hemos comentado. No veré formas si estoy con mi pensamiento puesto en otras cosas, seguramente importantes, pero que me impiden ver lo que hay ahora y aquí. El camino hacia el sentido se recorre desde la conciencia del momento que estoy viviendo, porque es justo en este instante de mi existencia donde puedo atisbar qué me está preguntando la vida. Hay algunas cosas que podemos hacer para recuperar nuestro tiempo y, sobre todo, enseñar a nuestros hijos a vivir el suyo: – Cuando bailo, bailo; cuando como, como. Es una frase de Montaigne, un filósofo, escritor, humanista y moralista del Renacimiento, que resume, de forma impresionante, toda una filosofía de vida: vivir lo que se está haciendo. Nada es más importante que lo que hago ahora; evito que mi mente se descentre pensando en lo que tengo que hacer luego y me centro en disfrutar de lo que hago. Es un esfuerzo por vivir consciente del momento, del ahora, y disfrutar centrando la atención en ello. En el día a día se traduce en gestos muy sencillos (pero, ojo, no fáciles, dado el ritmo que llevamos): deja el móvil si estás con tu hijo; céntrate y ayúdale a centrarse en lo que está haciendo, sin estar pensando en lo que queda por hacer. Ya llegará su momento. El «luego» existe. Deja el reloj y sus imposiciones, al menos durante el fin de semana, y ten tiempo para disfrutar con los tuyos y dejar que disfruten de ti. – Piensa en qué te estás perdiendo por ir corriendo a todos lados. De vez en cuando, cae en la cuenta de lo que la aceleración de la vida te impide tener en cuenta. Como en un viaje organizado en que se ven muchas cosas, pero (algunas veces) no hay tiempo para disfrutar de ellas. Date un tiempo para «arrepentirte» de los momentos que has dejado escapar (una puesta de sol, un rato de relax, un instante de quietud…). Y que sirva para tomar nota y decidir un cambio. – Recupera tus hábitos, que tal vez hemos dejado desaparecer, trastornados por el vivir rápido. Vuelve a aquello que te gusta, a lo que te relaja, a lo que te hace 286

sentir bien. Comparte con tu hijo esas actividades: un rato de lectura, un momento para escuchar música, un pequeño aperitivo… Sin necesidad de pensar en otras cosas, en otras actividades; sin correr para acabarlas pensando en otras que se pueden hacer y que –no lo dudo– serán igual de gratificantes... Pero en su momento, no ahora que estás y quieres estar centrado en otras. – Disfruta la pereza. Sí… Ya sé que tiene mala fama… pero hablo de la pereza del «no hacer», que nos devuelve la relajación, la calma, la lentitud, la paciencia… Todo eso no es pereza tal como la malentendemos. – Vuelve a los ritmos de la naturaleza, que son lentos (recuerda el proceso de transformación del gusano en mariposa, por ejemplo, o el paso de las estaciones…) Contemplar la naturaleza y gozar de ella nos puede ayudar a disfrutar de su ritmo. Los ritmos de la naturaleza son pausados, constantes y pacientes. – Si te apetece, conoce un poco más de los movimientos en defensa de la lentitud: los bancos del tiempo, donde este recupera la reciprocidad; los movimientos de slow food o comida lenta, con el placer de la comida en sí mismo y de las sobremesas; o el movimiento slow people. Puedes encontrar información en la red o en el libro que he citado de María Novo. – Date un tiempo para un despertar lento y agradecido. Es importante no dejar pasar este primer momento del día. Pero despertamos a nuestros hijos con prisas, no desayunamos casi, vamos corriendo para que lleguen a tiempo al colegio o a coger el autobús… Intentemos un cambio, dando un tiempo para agradecer cada día. Y podemos incluir como parte de nuestra vida el agradecimiento. «La calma interior está ligada a la alegría, a la lentitud, al pensamiento positivo. Dar las gracias por todo lo que tenemos es un antídoto contra la tristeza y supone hacer un buen uso del tiempo», nos dice María Novo (Despacio, despacio…, 131). La lentitud que proponemos no tiene nada que ver con hacer menos cosas, sino con hacerlas pero a su ritmo; supone tomar conciencia de lo que estamos haciendo, del proceso, como hemos defendido en otras ocasiones. Y tener la habilidad y el deseo de

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dirigir nuestra atención, de forma plena y consciente, a lo que hacemos en cada momento. Así dejaremos de someter a nuestros hijos a la tiranía de la prisa.

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42. Creencias Nuestra vida se construye alrededor de nuestras creencias, de aquello que consideramos nuestras verdades fundamentales y que constituyen un estímulo para la acción. El diccionario define «creencia» como «idea o pensamiento que se asume como verdadero». Hay muchas cosas que asumimos como verdaderas en nuestra vida. Nosotros seguimos aquello que creemos que es cierto y nos empeñamos en ello, de forma que las creencias motivan nuestra acción. Cada una de aquellas ideas que asumimos como verdaderas supone un estímulo. Hay una forma de entender las creencias a un nivel más personal, que tiene que ver con considerarlas como un sentimiento de certeza sobre el significado de algo, como una afirmación personal que consideramos verdadera. No se trata ya de aquello en lo que creo, sino de aquello que forma parte de mi vida. Nos movemos en nuestra vida, nos ponemos en acción, por aquello de lo que estamos convencidos; por aquello que, para nosotros, es lo que da un cierto sentido a nuestra vida y nuestras acciones. Se suele insistir mucho en el poder de las creencias limitantes: todo aquello que creemos sobre nosotros mismos, bien porque nos lo han dicho o porque hemos llegado a convencernos de ello en nuestra vida. Es cierto, hay una serie de ideas que tenemos sobre nosotros mismos que actúan como freno, que nos bloquean en una especie de «autosabotaje». Con un ejemplo lo veremos claro: si he recibido la creencia de que no voy a conseguir nunca nada de lo que me proponga, actuaré en consecuencia, o más bien, en este caso, no actuaré, ya que no tiene sentido si no creo que vaya a conseguirlo. Prefiero otra forma de verlo y, sin quitar importancia a minimizar este tipo de afirmaciones, me resulta más positivo que analicemos qué creencias podemos transmitir y que ayuden a nuestro hijo, que lo potencien. Recojo ahora algunas de las que yo creo importantes: – Todo forma parte del crecimiento. Crecer no es una línea recta, nunca lo ha sido, sino un proceso en que, en muchas ocasiones, aparecen pequeños retrocesos. Si somos capaces de verlo así, cualquier cosa que nos ocurre puede ser buena 290

para nosotros. Si no creemos que todo es bueno o malo, si renunciamos a esta dicotomía, veremos que todo lo que nos ocurre tiene un potencial de crecimiento. – El fracaso mayor es rendirse. No importa tanto el aparente fracaso, sino quedarse en esa sensación, en ese sentimiento. Importa el proceso por encima del resultado, importa seguir en marcha aunque nos sintamos desanimados, porque rendirse es renunciar a poder conseguirlo. Lo que no ha salido bien nos enseña cómo no debemos hacerlo. Me gusta mucho la frase de Edison cuando, ante innumerables intentos por conseguir la bombilla, decía que había aprendido mil formas de no hacerlo. Podemos transmitir a nuestro hijo que no conseguir a la primera lo que desea es parte del juego de la vida. A veces será comprender un libro, otras hacer un dibujo… Da igual, lo importante es ayudarle a entender que las cosas se consiguen cuando no nos dejamos vencer por el desaliento. El curso puede ser duro o no, no todo irá tan bien como deseamos, pero eso no significa que no se pueda conseguir. Recuperar la confianza es necesario, también la confianza en que existe el sentido; que, pese a las dificultades, o precisamente por ellas, no rendirse es una de nuestras capacidades noéticas y nos conecta con el sentido. – Puedes moverte. No somos estatuas de piedra y si algo no nos gusta, podemos cambiar. Estamos acostumbrados, enseñados, a aceptar las cosas con resignación. Y es el momento de decir que el cambio está en nuestra mano y que hemos nacido con posibilidad de transformar lo que no nos gusta. Es un pensamiento diferente, que contradice mucho de lo que nos quieren transmitir con un conformismo generalizado. Enseña a tu hijo que podemos movernos.

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– «Adelante con los faroles». Es la frase de uno de los personajes del cuento de Andersen El traje nuevo del emperador (Cuentos completos, vol. I, 116); cuando el emperador se da cuenta de que va desnudo y le han engañado, dice esta frase. Y nos sirve para darnos cuenta, y enseñar a nuestro hijo a hacerlo, de que muchas veces la vida nos pide que continuemos a pesar de que de que no todo sea como esperábamos. La vida nos pide seguir adelante asumiendo nuestros errores. Otra frase que quizá nos suene más dice lo mismo: «El espectáculo debe continuar». – El éxito se logra con esfuerzo. Nada se consigue sin poner mucho de nuestra parte. Una redacción queda mejor cuando la revisamos por lo menos un par de veces; un dibujo se perfecciona cuando lo retocamos. Pero si seguimos la corriente actual que minimiza el valor del esfuerzo y toma siempre el atajo de las soluciones fáciles, no vamos a aprender ni enseñar el valor del esfuerzo personal. Incluso se menosprecia este. Y nada en la vida, al menos nada que valga la pena, se consigue sin esfuerzo. El éxito, aunque muchas veces se 292

confunde, no es sinónimo de sentido. Podemos tener éxito y sentir el vacío. Pero el camino que estamos recorriendo necesita de nuestro esfuerzo, no para conseguir el éxito, sino para encontrar el sentido. – No hace falta entenderlo todo. A veces, simplemente, es necesario aceptar y confiar. Nuestra mente racional quiere encontrar justificaciones para todo, encontrar razones… La mayoría de las veces no importan tanto las razones como los sentimientos. Incluso aquello que no entendemos, pero sentimos, nos puede ayudar a avanzar. Ahora bien, es necesario aceptar esta parte de misterio que tiene la vida. – Pase lo que pase, asume tu responsabilidad. Hay que asumir las consecuencias de los propios actos y decisiones. Lo que hago o lo que decido me crea un compromiso que debo atender. Si, por ejemplo, deciden que quieren apuntarse a determinada actividad extraescolar, deben asumir el compromiso de seguir a pesar de las dificultades. Es la forma de enseñarles que nuestras decisiones nos vinculan y que, en todo y ante todo, tenemos la capacidad de decidir responsablemente. Espero que podamos ayudar a nuestros hijos a crear un sistema de creencias que sea positivo para su vida. Es posible hacerlo y así contrarrestar el efecto de los mensajes negativos que les llegan y que acaban creyendo. Pero, sobre todo, lo que importa es hacerles comprender, y vivir como creencia personal, que tienen un mundo de posibilidades. Y dentro de estas creencias, hay una que considero fundamental: la vida tiene sentido en toda circunstancia. A pesar de todo, sí a la vida. Es el mensaje que transmite Viktor Frankl. Es un mensaje alentador, que se impone sobre cualquier circunstancia que la vida nos presente. Siempre hay un sentido y depende de nosotros ponernos en camino para encontrarlo, cambiando la forma en que afrontamos aquellas cosas que la vida nos plantea. Y podemos, con nuestro ejemplo, con nuestros comentarios, con nuestras acciones, con nuestras reflexiones, hacer que esta creencia forme parte de su vida. Solo (¿¿solo??) es necesario creer en ello.

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43. Comparte tus valores Los valores no están de moda, suenan un tanto «rancios». A veces, ni nosotros mismos somos conscientes de cuáles son los nuestros y nos dejamos llevar por la corriente. Y, en muchos casos, delegamos esta educación en los profesores, esperando que sean ellos los que enseñen valores a nuestros hijos. Frankl reflexiona sobre los valores que forman parte de la sociedad para darse cuenta de que gran parte de los problemas de su tiempo (y del nuestro, podemos decir) tienen que ver con el hecho de que se han perdido muchos de los valores tradicionales, de modo que el hombre se enfrenta al porvenir sin el soporte que supone todo lo recibido. Dado que no somos ni siquiera conscientes, a veces, de nuestros valores, necesitamos caer en la cuenta de cuáles son e intentar transmitirlos a nuestros hijos. Nosotros somos los mejores educadores y ellos se fijan en nosotros para saber cómo se deben comportar, qué deben pensar, cómo deben actuar…. Los valores no se imponen: se imitan, se ofrecen, se transmiten, se practican, se contagian, pero no se enseñan, sino que se viven. Los valores son referentes que nos marcan el lugar en que nos situamos y la forma en que nos podemos relacionar con los demás. Hasta hace unos años, los valores estaban claros para cada uno de nosotros y había un cierto consenso. Ahora vivimos en un mundo plural, que nos aporta la riqueza de la diferencia, pero donde hemos de recuperar aquellos que queremos transmitir a nuestros hijos. El reverso de la moneda es que hay una serie de «antivalores», actitudes poco recomendables, que debemos por lo menos conocer. Sería una locura intentar reflexionar sobre todos los valores que creemos buenos en la educación. Pero sí podemos referirnos a ellos para, por lo menos, saber que existen y que podemos educar sin olvidarlos [7] .

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Con respecto a uno mismo Es necesario que primero nos preocupemos de nosotros para luego poder pensar en los demás. Podemos enseñar a nuestro hijo a tener responsabilidad: que cada uno responde de sus actos y tiene encomendadas tareas que son personales. Podemos enseñarles a entender que son responsables de todo lo que hagan, de la tarea que les hemos asignado, de sus cosas, de su estudio… Quizá para ello haga falta enseñarles a ser disciplinados consigo mismos, algo imprescindible para mantener el control sobre nuestra vida y desarrollo; para ello, aunque nos cueste, le animamos a hacer las tareas sin entretenerse, a organizar el tiempo, a seguir unos horarios. Y añadimos una última ayuda, la perseverancia, justo lo contrario de abandonar ante la primera dificultad. Este valor es esencial para el progreso personal. Ahora vemos a muchos niños que no tienen la mínima capacidad de resistencia frente a lo que no les sale fácilmente, fruto de que muchas veces hemos hecho nosotros las cosas por ellos y de una sociedad que valora muy poco el esfuerzo personal (el éxito es valorado, pero no se asocia con esfuerzo, sino con otras circunstancias). También con respecto a nuestra individualidad, tenemos en cuenta el sentido de trascendencia, el no olvidar que el ser humano se engrandece y completa cuando se supera a sí mismo y se reconoce agradecido.

Con respecto a los demás El valor que destaca por encima de todos es el de ser capaces de convivir con distintas personas, razas, ideas, religiones, culturas, formas de ver la vida… En un mundo cada vez más multicultural, es necesario saber que ser distinto no es negativo, sino enriquecedor. Optamos por el diálogo como herramienta permanente en la educación, una comunicación que permita valorar y comprender a los demás. Una de las actitudes vitales que nos acercan al sentido es la autotrascendencia, esa capacidad de hacer algo por los demás, el salir de nosotros mismos y actuar pensando en los demás. El altruismo es uno de los valores que podemos recuperar, el ser capaces de hacer algo en beneficio de los otros. Y también la generosidad: no considerar nada como absolutamente propio, personal o intransferible.

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Con respecto a las cosas Es importante enseñar a los hijos a tener cuidado de las cosas, de las suyas y de las comunes; ayudarles a ser responsables en el uso de los bienes. Hay en la sociedad mucha gente que comparte estos valores que acabamos de comentar. Pero también es cierto que existen modelos que nuestro hijo ve y conoce que no están en esta línea y, sin embargo, influyen, porque los capta directamente del ambiente, los ve en televisión o aparecen en sus juegos: trivialización de la violencia, sexismo, intolerancia, discriminación del diferente, incitación al consumo… Es necesario estar atentos para hacerles comprender que, junto a estas tendencias, hay otra forma de situarse. De este modo, aunque le llegue la influencia, siempre podrá contraponerla a sus valores adquiridos y compartidos.

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44. El juguete roto Seguro que has visto alguna vez la imagen de un niño con su juguete roto en la mano. Para ellos, es más que un juguete… Es un amigo. Es un compañero de buenos momentos. Pero se ha roto. Ya no sirve, al menos para aquello para lo que venía sirviendo, aunque pueda tener otros usos. Pero el niño se ha quedado sin juguete. Se rompió. Recuerdo la pena de mis hijos, cuando eran pequeños, al ver que su juego preferido dejaba de funcionar... Nosotros, como mayores, no solemos entender el sentimiento y nos parece, por lo menos, desproporcionado. Y no les solemos hacer caso y más bien tendemos a recordarles que solo era un juguete. No. Para ellos, no. Sin querer cargar mucho las tintas en nuestra incomprensión y sin querer tampoco convertir un juguete que se rompe en un trauma infantil, sí quiero aprovechar para reflexionar juntos sobre algunas ideas alrededor de este tema. ¿Qué significa para los pequeños el juguete roto? Seguramente, uno de sus primeros encuentros con el sentimiento de frustración, con la tristeza y con el momento de descubrir que las cosas no son eternas. La mayoría de las veces su sentimiento nos pasa desapercibido. Vamos paso por paso, viendo lo que nos sugiere esta imagen. Lo primero es su encuentro con la frustración. Como puede verse, he insistido en que tenemos que hacer una pedagogía que incluya la frustración. La idea fundamental es enseñarles a convivir con nuestras limitaciones y con las suyas. Me gustaría que el juguete durara siempre, pero no es así. Es necesario que eduquemos en esta realidad, porque la vida les va a presentar muchos momentos en que se van a topar con sus límites. Sin embargo, esto no es lo habitual y se suele educar, muchas veces, sin límites. Desde la logoterapia creemos que, ante las cosas negativas que nos suceden en la vida, tenemos la posibilidad de responder con nuestro cambio de actitud. Si no dejamos que se enfrenten a ello, les estamos privando de la posibilidad de responder desde el sentido.

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Cuando el niño reacciona con tristeza ante su juguete roto, hemos de reconocer y acoger este sentimiento. Creo que en estas dos palabras se resume lo fundamental. Reconocer el sentimiento es aceptar que existe, a pesar de que nos cuesta admitir que los niños puedan estar tristes. Reconocer implica darle validez al sentimiento: no pasa nada por estar triste, es normal estarlo (y evitemos juicios sobre los motivos, porque nos resulta muy tentador decirles que eso no es razón para estar tristes, que no tienen por qué estar así…). Es su sentimiento y reconocemos que tiene derecho a sentirse así. Acoger implica tanto hacerlo con el sentimiento y su expresión como acoger a nuestro hijo cuando tiene ese sentimiento. Acoger es hacer un hueco en nuestro corazón para el otro, preparar un lugar donde se sienta reconfortado. Deja que exprese la tristeza, que llore si es necesario y le apetece, porque los sentimientos tienen que ser exteriorizados. No coartes su forma de expresión. Y acoge al niño, muéstrale tu cercanía, tu comprensión; hazle ver que empatizas con su sentimiento y con la forma en que se siente. Cuando nos hallamos aceptados y acogidos, somos capaces de ver las cosas de otro modo, sin angustia, sabiendo que tenemos un apoyo que nos acepta. Desde la resiliencia, se habla del «nicho familiar», de ese lugar dentro de la familia donde me siento seguro. Ese lugar es fundamental para poder aceptar los momentos duros de la vida. Y se construye con detalles tan pequeños como aceptar su tristeza y su llanto por un juguete que ya no funciona. Desde lo pequeño, se va creando la sensación de mirar la realidad de un modo diferente. Dando un salto importante, creo que podemos reflexionar ahora sobre el duelo en los niños. El duelo lo solemos entender referido a la muerte, pero no siempre tiene que ver con ella. Aprendemos a vivir el duelo en las cosas pequeñas de la vida: la muerte de una mascota o de un juguete… Desde ahí aprendemos a afrontar el duelo por las grandes situaciones de la vida. No minusvalores ninguna situación, por pequeña que te parezca, porque en ellas es donde aprendemos.

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El duelo en los niños no se suele manifestar como en los adultos. Llanto; tristeza; hiper- o hipoactividad; cambio de sentimientos, desde la alegría a la tristeza pasando por todos los intermedios; pocas ganas de jugar; bajo rendimiento escolar; apatía; ira (conviene dejar que exprese la rabia, pero no de cualquier modo, sin permitir un mal comportamiento)… Todo esto son posibles manifestaciones. En el fondo, lo que nos hace seguir la pista de que están viviendo un duelo es que se produce un cambio en su forma habitual de ser y de relacionarse. Algo –detectamos– no funciona como suele funcionar. Y tenemos que incluir entre las posibles causas que esté pasando por un momento de duelo. Insisto en que lo debemos incluir, porque muchas veces se nos escapa y no somos capaces de verlo. Como les ocurría a los padres de Magdalena, que veían comportamientos extraños en su hija, pero no sabían a qué se debía. Tras algunas sesiones, me di cuenta de que estaba viviendo el duelo por una cuidadora a la que conocía desde hacía años y que ya no estaba con ella. Darse cuenta de eso, transmitirlo a los padres, fue el primer paso para ayudar a Magdalena a asumir la situación. Algunas ideas para los pequeños y grandes duelos: – Atiende al sentimiento de culpa. Prácticamente siempre está presente, porque los niños no saben qué ha ocurrido y su tendencia es a buscar culpables; generalmente, se culpan a sí mismos, porque su pensamiento es muy 302

egocéntrico (entendido en el buen sentido, en el de que todo lo pasan primero por su experiencia y se atribuyen todo lo que ocurre). Ayúdale a entender que esto que ha ocurrido no lo ha provocado él o ella ni con su comportamiento, ni con sus pensamientos ni con su sentimiento. Libéralo de la culpa que puede sentir, haciéndole entender que, a veces, los juguetes se rompen y las personas o los animales mueren. Y que forma parte de la vida, del «ciclo de la vida», que conocen bien si han visto El rey león. Explícale, de modo que lo pueda entender, las razones que han llevado a esta situación. – Aprovecha para que aprendan a dar gracias por el tiempo disfrutado, por los buenos ratos con el juguete o con su pececillo. Agradecer es una forma de honrar todo aquello que hemos vivido… Y eso no hay quien lo quite. – No «quites hierro» a lo que siente y le ocurre. El dolor duele. Y hay que transitarlo. – ¿Y si el duelo es por la muerte de alguien cercano? Acepta su dolor y sus manifestaciones y ten el radar puesto para ver el sentimiento de fondo. No lo alejes del posible sufrimiento («Mejor que no lo sepa», «Ya se lo diremos»…); ellos captan los sentimientos y pueden sufrir por la incoherencia que manifestamos. Pon de tu parte todo el amor, serenidad y franqueza de que dispongas. Necesitan saber la verdad. Y necesitan saber que nuestro sentimiento es de tristeza, que estamos tristes, que se nos escapan las lágrimas, que no pasa nada nada porque nos vean llorar (así entienden que era importante para nosotros, porque si duele, es porque había amor). Vernos tristes valida su sentimiento. Vernos fingir no concuerda con su propio sentimiento. – Ten en cuenta que, ante una pérdida, ellos sienten mucha inseguridad y a veces terror. Si esto ha ocurrido, puede volver a ocurrir. Y puede que afecte a uno de los seres más importantes en su vida. El primer encuentro del niño con la muerte provoca una pregunta por su propia vida y, sobre todo, por la de sus padres («¿Tú también te vas a morir? ¿Me voy a morir?»). Dale, por lo menos, la seguridad de que ahora no tiene que preocuparse por ello, que es cierto que todos morimos, pero que ahora no es el momento de pensarlo,

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porque lo normal es que falte mucho tiempo para ello. No le mientas con frases del tipo «Yo nunca me voy a morir» o «Siempre estaré contigo»… No existe lo «piadoso» ante esto. La muerte es irreversible y nos llega a todos. – Los rituales ayudan mucho a la despedida. La imagen del niño que entierra en una caja de zapatos a su pajarillo muerto, el ritual de «devolver al mar» un pez… Todo nos ayuda a elaborar el momento. El juguete roto es una metáfora de todo lo que funcionaba en nuestra vida y ha dejado de funcionar, de todo lo que ya no está; de que todo, como decíamos un poco más arriba, tiene fecha de caducidad.

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Notas [1] Véase esta entrevista en elespanol.com . [2] Gracias al esfuerzo de Plataforma Editorial y de la Asociación Española de Logoterapia (AESLO), tenemos recién editado en 2016 el texto original de este primer manuscrito, junto con una serie de conferencias inéditas. La referencia aparece en la bibliografía. [3] Sobre la fotografía y sus implicaciones en la psicoterapia y el relato, recomiendo la lectura del libro de Natalia Izquierdo que menciono en las referencias bibliográficas. [4] https://lamenteesmaravillosa.com/conoce-a-las-neuronas-espejo/ . [5] Véase la referencia en la bibliografía final. [6] Remito al texto original, citado en la bibliografía, porque transmite una riqueza mayor que la que resumo en estos párrafos. [7] Me he referido a muchos de estos conceptos en el libro 40 palabras para educar hoy, en esta misma editorial. La referencia se encuentra en la bibliografía.

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Índice Portada Créditos Índice Gratitud Prólogo Aclarando las cosas: sobre Viktor Frankl y la logoterapia Viktor Frankl

2 4 6 10 11 13 14

Primera parte: Metáforas para el sentido 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

De las formas en las nubes Píldoras de cianuro Ir de compras Turnomatic «Patas arriba»: hacer mudanza El cajero automático Releyendo el código de circulación Stop Ceda el paso Prohibido adelantar «Zona de incertidumbre» Isleta Calle sin salida Cambio de sentido 8. La armadura 9. El bambú 10. Las «tragaperras» 11. Zapping 12. La fecha de caducidad 13. Abrefácil 14. El espejo retrovisor

22 23 28 35 40 45 51 57 58 59 61 62 64 65 66 68 74 79 85 90 95 98

Segunda parte: En el camino: reflexiones personales de un buscador 105 15. Hacer bella la vida Por dónde irían las pistas para ver lo bello de la vida 310

106 108

16. Limonada para todos 17. Vinculaciones chiquititas con la vida 18. Perdonar para una vida con sentido ¿Para qué perdonar? Aprender a perdonar El momento del perdón Desde el perdón hacia el sentido 19. Por un lenguaje hacia el sentido El lenguaje hacia el sentido 20. Esperanzar y esperanzarme La esperanza en la que creo 21. El sentido en y del trabajo El trabajo a la luz de la psicología empresarial Hacia una empresa que considere el sentido 22. El sentido en la enfermedad Resistiré… Sí, pero ¿cómo? Pistas para conseguirlo 1. Infórmate 2. Acepta lo negativo de la vida 3. Rememora tu historia personal de superación 4. Cultiva la esperanza 5. Eres más 6. No te victimices 7. Los demás también existen 8. La heroína es una sustancia prohibida 9. Quita poder a la palabra y a los pensamientos 10. Supera el duelo 11. La pregunta clave: el cambio del por qué al para qué 23. El humor es algo muy serio 24. ¿Y si lo noético viene con cuatro patas? Cuatro patas para el sentido 25. Hacia el sentido en el mundo digital

Tercera parte: Educación para y desde el sentido. Pinceladas educativas 26. Educar para la responsabilidad 27. «Padres helicóptero»

111 116 120 126 127 131 132 135 137 142 144 150 152 159 161 162 163 163 164 164 164 165 165 167 167 168 169 171 176 179 182

196 203 208

311

28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36.

37. 38. 39. 40.

Cultivar la compasión El valor del esfuerzo Educar para la resiliencia Palabras de ánimo Caricias para el alma Lo que de verdad importa Por un mundo más justo Mensajes potenciadores Aprender a quererse Hazle sentirse especial Hazle sentir único Evita la culpabilidad Enséñale a mantener un dialogo interno positivo No uses la violencia física Mejor reforzar que castigar Tener amigos Ofrece oportunidades de éxito Confía en ellos Valora el proceso y el esfuerzo y no solo el resultado Vivir en optimismo Aprendiendo de los nativos americanos Los cuatro acuerdos aplicados y explicados para educar El arte de amargar la vida a tu hijo y alejarle del sentido Fomenta la envidia No le dejes hacerse responsable Exígele perfección Haz que piense que todos van contra él Hazle pensar, siempre pensar No le dejes disfrutar de sus metas Hazlo especialista en negatividad Compáralo en todo momento Dale todo lo que pide Enséñale a ser egoísta, a pensar solo en sí mismo y sus necesidades No dejes que se sienta culpable por nada Dale una agenda en que apunte todo lo malo que le hacen y que algún día vengará 312

215 220 225 230 235 240 245 249 253 255 255 255 255 256 257 257 257 257 258 259 266 272 277 278 278 279 279 279 279 280 280 280 280 281 282

41. 42. 43.

44.

Hazle creer que siempre tiene la razón Nunca, absolutamente nunca, hay que dar gracias Despacio, por favor… Creencias Comparte tus valores Con respecto a uno mismo Con respecto a los demás Con respecto a las cosas El juguete roto

Bibliografía hacia el sentido Notas

282 282 284 289 295 297 297 298 299

305 309

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