Infancia, justicia y derechos humanos
Universidad Nacional de Quilmes Rector Gustavo Eduardo Lugones Vicerrector Mario E. Lozano
Infancia, justicia y derechos humanos Carla Villalta (compiladora) Diana Marre Cífola, Carolina Ciordia, Claudia Fonseca, Julieta Grinberg, María Josefina Martínez, Sabina Regueiro, Adriana de Resende B. Vianna, Carla Villalta
Bernal, 2010
Colección Derechos humanos Dirigida por María Sonderéguer y Baltazar Garzón
Infancia, justicia y derechos humanos / compilado por Carla Villalta - 1a ed. - Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 2010. 320 p.; 20x14 cm. - (Derechos Humanos / María Sonderéguer) ISBN 978-987-558-192-0 1. Derechos Humanos. I. Villalta, Carla, comp. CDD 323
© Carla Villalta, 2010 © Universidad Nacional de Quilmes, 2010 Roque Sáenz Peña 352 (B1876BXD) Bernal, Pcia. de Buenos Aires http://www.unq.edu.ar http://editorial.blog.unq.edu.ar
[email protected]
ISBN 978-987-558-192-0 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Índice
Introducción, Carla Villalta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Derechos, moralidades y desigualdades. Consideraciones acerca de procesos de guarda de niños, Adriana de Resende B. Vianna . . . . 21 De “malos tratos”, “abusos sexuales” y “negligencias”. Reflexiones en torno al tratamiento estatal de las violencias hacia los niños en la ciudad de Buenos Aires, Julieta Grinberg . . . . . . . . . . . . . . . . . 73 Del “tráfico de niños” a las “adopciones necesarias”. La evolución reciente de políticas de adopción en Brasil, Claudia Fonseca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 Entre el “superior interés del menor” y el “derecho al hijo”. Los dilemas de la adopción en España, Diana Marre Cífola . . . . . . 135 La adopción y la circulación de niños, niñas y adolescentes tutelados en el conurbano bonaerense, ¿prácticas imbricadas?, Carolina Ciordia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163 Uno de los escenarios de la tragedia: el campo de la minoridad y la apropiación criminal de niños, Carla Villalta . . . . . . . . . . . . . . 199 Inscripciones como hijos propios en la administración pública: la consumación burocrática de la desaparición de niños, Sabina Regueiro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245 La producción social de la filiación y la construcción de una paternidad, María Josefina Martínez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285 Autoras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317
De “malos tratos”, “abusos sexuales” y “negligencias”. Reflexiones en torno al tratamiento estatal de las violencias hacia los niños en la ciudad de Buenos Aires Julieta Grinberg*
Introducción Los Estados Partes adoptarán todas las medidas legislativas, administrativas, sociales y educativas apropiadas para proteger al niño contra toda forma de violencia, perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual, mientras el niño se encuentre bajo la custodia de los padres, de un tutor o de cualquier otra persona que lo tenga a su cargo (Convención de los Derechos del Niño, artículo 19).
El “maltrato infantil” es una noción ampliamente difundida y utilizada hoy en día para agrupar esta gama de comportamientos que se enumeran en la Convención de los Derechos del Niño y que, más allá de su diversidad, comparten el común denominador de atentar contra el cuerpo del niño. Es esto justamente lo que hace del “maltrato infantil” algo horroroso, inexplicable e inadmisible a nuestros ojos; retomando el concepto propuesto por Bourdelais y Fassin (2005), esos actos representan “un intolerable” propio de la sociedad contemporánea. Siguiendo a estos autores, “un intolerable” es una norma y un límite históricamente construido y por ende sujeto a modificaciones * Agradezco a Carla Villalta por la invitación a escribir en este libro y por sus cuidadosos comentarios y enriquecedores aportes.
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temporales. Así pues, el “maltrato infantil”, como categoría utilizada para describir, ordenar, intervenir y administrar comportamientos familiares, no ha existido desde siempre. Tampoco son eternos los valores y los sentimientos que los comportamientos así denominados despiertan en nosotros. Por el contrario, como veremos en este artículo, distintos autores han mostrado que la “problematización”1 del “maltrato infantil” es relativamente reciente. Es en la década de 1960 cuando, en Estados Unidos y en el seno del ámbito médico, se crea esta categoría para hacer referencia a las violencias físicas y a las negligencias hacia los niños. Posteriormente el concepto se expande hasta llegar a abarcar más y nuevos tipos de comportamientos, como las violencias psicológicas y las sexuales. Una vez codificadas como “maltrato infantil”, las “violencias hacia los niños” devienen un “problema social” constituyéndose rápidamente en una cuestión prioritaria de la agenda política en varios países del mundo. Este artículo se organiza en torno a dos ejes. El primero de ellos es el proceso de construcción socio-histórico del “maltrato infantil” en distintos países y particularmente en la Argentina. El segundo gira en torno a los sentidos atribuidos a la categoría de “maltrato infantil” a partir de los discursos y las prácticas profesionales destinados a proteger a los niños “maltratados”, “abusados”, “abandonados”, “descuidados” o sospechados de serlo. Así pues, en la primera parte de este trabajo, luego de reseñar los planteos de una serie de autores que desde las ciencias sociales han abordado la cuestión del “maltrato infantil” en Estados Unidos y en Francia, se presentan algunas pistas de lectura sobre los procesos locales. A través de estas pistas, se propone reflexionar sobre la construcción del problema “maltrato infantil” en el contexto local:
1 “Problematización no quiere decir representación de un objeto preexistente, ni tampoco creación por el discurso de un objeto que no existe. Es el conjunto de prácticas discursivas o no discursivas que hace entrar una cosa en el juego de lo verdadero y lo falso y lo constituye como un objeto del pensamiento (sea bajo la forma de la reflexión moral, del conocimiento científico, del análisis político, etc.” (Foucault, 1994, p. 1498, traducción propia).
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cómo surgió la preocupación, qué disciplinas participaron de la construcción del problema, cómo se fue conformando un campo de saber específico que incluye expertos en la materia y cómo, de a poco, estas cuestiones fueron ganando protagonismo en el espacio público y más precisamente en la agenda política. En la segunda parte de este artículo, veremos que el “maltrato físico”, el “abuso sexual” y la “negligencia” son categorías aplicadas a diario por los profesionales pertenecientes a diversas instituciones –judiciales, administrativas, del campo de la salud y la educación– que participan de la protección estatal a la infancia, para describir, ordenar, intervenir y administrar un amplio abanico de comportamientos familiares percibidos como transgresiones al orden familiar. ¿Qué sentidos le atribuyen a dichas categorías los diversos actores del campo de protección a la infancia en la Ciudad de Buenos Aires? ¿Qué sentimientos y valores despiertan los comportamientos así denominados? Y finalmente, ¿qué prácticas y discursos se movilizan en torno a estos sentimientos y valores? Estas son algunas de las preguntas que guían nuestra reflexión en curso. Ahora bien, abordar el “maltrato infantil” no resulta sencillo. Diversas cuestiones se ponen en juego a la hora de emprender esta tarea. En primer lugar, podemos mencionar la materialidad misma de las violencias, que provoca fundamentalmente un enorme dolor y sufrimiento en muchos niños, y que al mismo tiempo moviliza fuertes sentimientos de angustia, incomprensión e impotencia en la sociedad en general, y puntualmente en los profesionales y funcionarios que se enfrentan cotidianamente con estas situaciones. ¿Cómo se puede dar cuenta de estas cuestiones y al mismo tiempo evidenciar y comprender que el “maltrato infantil”, más allá de la materialidad así denominada, es también una idea difusa y cambiante, una construcción social que moviliza sentimientos y valores particulares y propios de nuestra época, que además comprende ciertos enunciados de saber que aparecen como verdades absolutas y cuya aplicación tiene efectos concretos sobre las personas? En definitiva, se trata aquí de comenzar a reflexionar sobre cómo se ha construido históricamente nuestra concepción actual de las violencias hacia los niños y, al mismo tiempo, de echar luz sobre la
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manera en que dicha concepción se expresa a través de los discursos y las prácticas destinados a proteger a los niños. En otras palabras, la propuesta invita a hacerle preguntas al “maltrato infantil”.
Consideraciones generales sobre el “maltrato infantil”: de conceptos, problemas y políticas Como se sugirió en la introducción, hacerle daño a un niño constituye hoy “un intolerable” (Bourdelais y Fassin, 2005) en las sociedades contemporáneas. Dicho de otro modo, los comportamientos que hoy denominamos como “maltrato infantil” transcienden las fronteras de nuestro espacio moral. Sin embargo, si echamos un vistazo a lo ocurrido en décadas anteriores, observamos que los mismos comportamientos no han sido percibidos de la misma forma. Inadvertidos algunas veces y tolerados otras, ciertos comportamientos hacia los niños que en el presente nos resultan horrorosos, inaceptables e inexplicables no parecen haber despertado en otras épocas ni los mismos juicios de valor ni los mismos sentimientos que provocan en nosotros.2 Pues, como sostienen Bourdelais y Fassin, “lo intolerable” es una norma y un límite históricamente construido y por lo tanto modificable a través del tiempo. En cada sociedad “los intolerables” se organizan a partir de una escala de valores que da cuenta de una jerarquía moral. Pero más allá de la diversidad que caracteriza a los intolerables contemporáneos, existe un común denominador de estas variadas transgresiones: todas ellas se inscriben sobre el cuerpo. Los autores señalan que la integridad corporal como lugar de inscripción de los intolerables es el resultado de un doble proceso de transformaciones en los valores y los sentimientos que ha tenido lugar a lo largo de los últimos siglos. Ahora bien, más allá de la dimensión normativa y prescrip2
Por ejemplo, el uso de la violencia física como forma de “corregir” los comportamientos de los niños hasta no hace mucho tiempo estaba permitido, tanto legal como moralmente.
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tiva que constituye a los intolerables,3 existe “una irreprensible capacidad de las sociedades a tolerar lo intolerable” (Bourdelais y Fassin, 2005, p. 8). En otros términos, no existe “lo intolerable” sin “la tolerancia a lo intolerable” y es por ello que ambos deben ser abordados de forma dialéctica. Siguiendo a estos autores, nuestra percepción de las violencias hacia los niños como “un intolerable” es el producto de una historia relativamente próxima, marcada por dos fenómenos: primero, la judicialización de las violencias hacia los niños que tiene lugar en distintos países centrales a fines de siglo xix, luego de la sanción de diversas leyes que reprimen por vez primera las violencias físicas hacia los niños;4 segundo, la medicalización de las violencias luego de la aparición, en la década de 1960 en Estados Unidos, de una nueva entidad de diagnóstico, el “síndrome del niño apaleado”, que coloca finalmente el cuerpo en el centro de la construcción de “lo intolerable” (Bourdelais y Fassin, 2005, p. 10). A partir de entonces, el “maltrato infantil” se construye como concepto y luego como problema social. Veamos cómo distintos autores han abordado este fenómeno en Estados Unidos y en Francia. Estos trabajos permitirán echar luz sobre los procesos acontecidos y que acontecen en la actualidad en nuestro contexto. Diversos autores (Hacking, 1988, 1991, 1999, 2001; Fassin y Rechtman, 2007; Nelson, 1984; Scheper-Hughes y Skin, 1987) sitúan la emergencia del “maltrato infantil” (child abuse) a comienzos de la década de 1960 en Denver, Colorado, en el seno del mundo médico. Es en 1961, gracias a los avances de la técnica de los rayos 3 “Lo intolerable” implica para estos autores dos desplazamientos conceptuales que vale la pena mencionar: por un lado, un desplazamiento de lo afectivo a lo normativo que se provoca gracias a la utilización del término en su forma sustantivada (“un intolerable”) en lugar de su forma adjetivada (“esto es intolerable”). Por otro lado, se opera un segundo desplazamiento de lo descriptivo a lo prescriptivo al proponer abordar la construcción de “lo intolerable” en desmedro de una descripción de “los intolerables”. 4 Al respecto puede consultarse el artículo de Georges Vigarello (2005), quien, desde una perspectiva genealógica, analiza la emergencia de la ley francesa de 1889, “Sobre la protección de los niños maltratados y moralmente abandonados”.
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cuando un equipo de médicos liderados por Henry Kempe anuncia el descubrimiento del battered child syndrome (traducido al español como “síndrome del niño apaleado”).5 El nuevo síndrome es ampliamente difundido y se extiende más allá de las fronteras del mundo médico. Los medios masivos de comunicación le otorgan una especial importancia al descubrimiento y rápidamente la problemática toma trascendencia pública. Historias de “maltrato infantil” se dan a conocer y se publican en distintos diarios y revistas de amplia difusión. Estados Unidos atravesaba entonces una época caracterizada por los movimientos por los derechos civiles, en la cual los valores de la equidad y la responsabilidad social dominaban el espacio público. De acuerdo con Barbara Nelson, esta coyuntura posibilitó que el “maltrato infantil”, en tanto problema social, se transformara rápidamente en una prioridad política de la agenda norteamericana. Y si en 1962 no existía en dicho país ni una legislación ni una política específica sobre la prevención, la denuncia y el abordaje de los casos de “niños maltratados”, en pocos años una serie de programas (grupos de trabajo en los hospitales, líneas telefónicas de denuncia, refugios de emergencia, grupos para padres, programas de tratamiento para padres maltratadores) y de leyes específicas fueron elaborados a lo largo y a lo ancho del país, y –como sugiere Hacking– posteriormente exportados, primero al resto del mundo anglosajón y luego a Europa y a otras partes del globo. Ian Hacking, además de estudiar la conformación y las condiciones de posibilidad de estas transformaciones, se ha interesado particularmente por el proceso de “fabricación” del “maltrato infantil” como categoría utilizada para describir y ordenar el mundo que nos rodea. Este autor ha sugerido que la categoría del “maltrato infantil” tiene la particularidad de denotar un amplio abanico de 5
Este grupo de médicos proponía que el maltrato infantil podía ser diagnosticado a partir de las radiografías del esqueleto del niño, las cuales permitían dar cuenta de múltiples fracturas consolidadas en diferentes momentos de la vida. Estas evidencian debían ser puestas en relación con los relatos de los padres respecto de dichos episodios.
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comportamientos llevados a cabo por diferentes tipos de personas. Ha señalado, además, que se trata de un concepto “maleable” y “expansivo”, que ha estado en permanente transformación desde su primera aparición en la década de 1960: El problema con el maltrato infantil es que denota una gama extraordinaria de tipos de actos, realizados fundamentalmente por diferentes tipos de personas. El campo está burdamente dividido en maltrato físico, abuso sexual, y negligencia [...] El concepto de maltrato infantil, sin embargo, ha sufrido alteraciones durante su cuarto siglo de existencia. Maleable y expansionista, dicho concepto ha engullido más y más tipos de malos actos, e incluso, quizá, ha convertido en malos algunos actos que anteriormente pasaban inadvertidos. El maltrato infantil ofrece un vivo ejemplo de cómo construimos los conceptos (Hacking, 1988, p. 54, traducción propia).
Repasemos entonces el proceso de “fabricación” señalado por este autor. El “síndrome del niño apaleado”, descubierto por el equipo de Henry Kempe, en un principio es aplicado a los bebés y a niños menores de tres años. Sin embargo, en poco tiempo estos casos devienen solo una subclase de la categoría de “maltrato infantil”. Por otra parte, en la década de 1960 el maltrato y la negligencia hacia los niños implicaban un ataque y una negligencia física, y la dimensión sexual –lo mismo que la psicológica– permanecía si no ausente, al menos opacada. No obstante, hacia fines de la década de 1970, encontramos que en Estados Unidos las violencias sexuales hacia los niños devienen parte constitutiva de la categoría en cuestión, llegando a colocarse incluso en un primer plano. En busca de claves de lectura que permitan comprender este proceso, tanto Hacking como Fassin y Rechtman sostienen que en gran medida el movimiento feminista dejó su impronta en este proceso.6 6 De acuerdo con Hacking (1999, p. 95), el movimiento de lucha contra el “maltrato infantil” en Estados Unidos provocó, sorprendentemente, una coalición entre sectores con intereses opuestos: por un lado la corriente conservadora del activismo que lucha contra el abuso de niños en el marco de su preocupación por la
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Pues, al comprender a las mujeres y los niños en su lucha contra las violencias sexuales propias de la sociedad patriarcal, la categoría de “maltrato infantil” terminó rápidamente por absorber la noción de “abuso sexual” de niños y la de “incesto”, las cuales –como hemos visto– no estaban presentes desde el comienzo. Dorothée Dussy (2006) aporta, en este sentido, una perspectiva complementaria. Con el objeto de analizar la cuestión de “decir el incesto” a nivel de la sociedad, su trabajo se centra en los distintos mecanismos que han contribuido a mantener el incesto en silencio. Retomando a Louise Armstrong –vocera de la posición feminista estadounidense sobre el incesto–, Dussy señala que cuando en la década de 1970 el movimiento feminista norteamericano definió al incesto como abuso de poder orientado hacia los niños y las mujeres, las feministas fueron rápidamente desposeídas de la cuestión. El incesto apareció como problema de especialistas, vaciado de toda carga política y social. Dicho de otro modo, el incesto terminó transformándose en una patología propia del campo médico, evitándose así todo análisis político. En Francia se observa un proceso similar al ocurrido en Estados Unidos, pero con cierta diferencia temporal. Distintos autores (Serre, 2001, 2004; Noiriel, 2006) hablan de la influencia del enfoque norteamericano y de una evolución similar de la definición de “maltrato infantil” a lo largo de las últimas décadas. Pero establecen que recién a partir de la década de 1980 el maltrato infantil devino una prioridad en la agenda política. Así pues, aunque al igual que en Estados Unidos, la protección de los “niños maltratados” puede remitirse a leyes específicas sancionadas a fines del siglo xix –a partir de las cuales se limitaba el poder de la patria potestad en nombre de la protección de la infancia–, en Francia, la década de 1980 es decisiva en lo que concierne a la constitución del maltrato como “problema social”. Siguiendo a Serre, el problema de la “infancia maltratada” emergió primero en el campo médico, particularmente gracias a las investigaciones de la “pediatría social”, que se inscribieron en condisolución de la familia norteamericana; por el otro, la corriente feminista radical, que presenta el abuso de niños como una de las caras del sistema patriarcal.
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tinuidad con los trabajos llevados a cabo en el mundo anglosajón, particularmente por el equipo de Kempe. Ahora bien, en la década de 1980, “el maltrato” se liberó de la definición estrictamente pediátrica y devino un objeto de estudio en otros campos del saber médico, como la psiquiatría en general y la psiquiatría infantil en particular, y más tarde en ciencias humanas como la psicología, el psicoanálisis, las ciencias de la educación y la historia. Paralelamente a esta expansión en lo que concierne a las disciplinas que se interesan por el maltrato, se provocó también una expansión de la noción misma –algo similar a lo señalado por Hacking respecto de lo ocurrido en Estados Unidos. Así, la autora sostiene que en un primer momento, la perspectiva pediátrica denunció los “malos tratos físicos”, el “maltrato por omisión” y las “negligencias”. Luego, la perspectiva psicológica retomó esta definición, subrayando la importancia de “las carencias afectivas” y poniendo más tarde el acento sobre el “maltrato psicológico”. Más allá de las diferencias disciplinarias, según Serre, tiende a imponerse una definición común, inspirada en los trabajos anglosajones, que engloba las violencias físicas y psicológicas, las negligencias y el abuso sexual. Como resultado de estos procesos –nos dice la autora– se produjo una autonomización del “maltrato”, que fue transformado en un objeto de saber específico. Se vislumbra en consecuencia la constitución de un nuevo dominio de saber y de intervención que puede rastrearse a través de la producción de publicaciones, la creación de diversas formaciones para profesionales y la aparición de expertos en “maltrato infantil”. Entre comienzos de la década de 1980 y fines de la década de 1990, el Estado francés desplegó múltiples y diversas iniciativas con el fin de dar respuesta al problema del “maltrato infantil”. Y como había ocurrido en el país anglosajón dos décadas antes, en poco tiempo una serie de circulares administrativas, informes de estado, campañas nacionales de sensibilización, una ley específica e innumerables programas aparecieron en escena. Ahora bien, si por un lado la coyuntura internacional marcada por la sanción de la Convención de los Derechos del Niño facilitó este proceso, por el otro, Serre subraya el fuerte consenso político generado en Francia
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en torno a la lucha contra el “maltrato infantil”.7 Además, como plantea la autora, si algo caracteriza al maltrato infantil y debe ser tomado en cuenta a la hora de analizar su emergencia como problema, es su gran maleabilidad y su capacidad de integrar otras preocupaciones sociales del momento, como la “crisis de la familia”, la “crisis de los valores”, la “crisis económica y social”, que quedan por tanto asociadas en un mismo haz significante. A través del análisis de estos procesos se puede comprender cómo la noción de “maltrato infantil” ha sido producida durante las últimas décadas y cómo se ha trasformado, expandiéndose hasta llegar a englobar nuevos tipos de comportamientos. Así, si en un primer momento el saber médico la usaba para hacer referencia a las violencias físicas, más tarde, como resultado de los aportes de distintas disciplinas, pero también de las intersecciones con las luchas feministas más radicalizadas, la noción se fue expandiendo y reconfigurando hasta llegar hoy a abarcar una realidad cada vez más difusa. Un campo de saber, y con él un grupo de nuevos expertos, se fue construyendo en torno a la nueva noción. Se desarrollaron acciones de Estado de forma prioritaria con el fin de combatir un mal devenido ahora en un nuevo problema social y así, tanto en Francia como en Estados Unidos, se sancionaron leyes y se crearon programas específicos destinados a la prevención del “maltrato infantil” y a la protección de los “niños maltratados”. Estos procesos se inscribieron en una coyuntura internacional propicia y más tarde o más temprano adquirieron un contorno particular en distintos contextos locales.
La problematización local del “maltrato infantil”: algunas pistas de lectura En la Argentina –y más particularmente en la Ciudad de Buenos Aires– el proceso mediante el cual el “maltrato infantil” se construyó 7
Dicho consenso se observa no solo a través del voto unánime en 1989 de una ley relativa al “maltrato infantil”, sino también a partir de la continuidad de las acciones estatales, independientemente de los cambios políticos.
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como una categoría, un problema y un campo de saber específico parece haberse desarrollado –al igual que en Francia– con cierto retraso respecto de Estados Unidos. Si bien hasta el momento no se han realizado indagaciones sobre las formas que adquirió este proceso en nuestro contexto, es posible plantear que, al igual que en otros países, fue en el ámbito clínico donde el “maltrato infantil” comenzó a ser advertido y denunciado. Ya en la década de 1960 se comenzó a hacer uso de esta noción en el ámbito hospitalario, pero lo que entonces inquietaba a los médicos –fundamentalmente a aquellos ligados a la pediatría– eran los “malos tratos físicos” hacia los niños y las “negligencias” en su cuidado; de las agresiones sexuales por entonces no se tenían noticias. Estas noticias llegarán más tarde, recién entre fines la década de 1980 y, sobre todo, el transcurso de la década de 1990. Distintos expertos y funcionarios judiciales de larga trayectoria –entrevistados durante el desarrollo de este trabajo de campo– consideran a la médica psicoanalista Diana Goldberg como la pionera en el trabajo con estos temas en el seno del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez, en la sala xvii, dirigida por el doctor Florencio Escardó. Es allí donde comenzaron a advertirse y a estudiarse las violencias físicas, que hasta entonces pasaban inadvertidas a los ojos de los médicos. Relatan algunos profesionales allegados a Goldberg, que hacia fines de la década de 1960, esta psicoanalista viajó a Estados Unidos y tomó contacto con los trabajos del equipo de Kempe, y que dichos trabajos habrían ayudado a dar forma a aquello que en el contexto local se venía advirtiendo. Por otra parte, resulta interesante mencionar que la psicoanalista Eva Giberti, quien también estaba ligada a la sala xvii y ya había comenzado a recorrer sus primeros pasos en la famosa “Escuela para padres” –mientras desarrollaba su actividad en los consultorios externos– diseña, en 1962, una encuesta destinada a relevar información acerca de los castigos a los cuales eran sometidos los niños.8 Estas distintas manifestaciones denotan que la preocupación estaba corporizándose en el contexto local. Los profesionales entrevistados también acuerdan en afirmar 8 Véase .
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que hacia fines de la década de 1970 comenzaron a organizarse en el Hospital Gutiérrez los primeros ateneos dedicados a discutir y comprender la problemática de los malos tratos físicos hacia los niños. Y que más allá de las primeras reticencias, el tema fue instalándose en el ámbito clínico. Poco a poco, algunos funcionarios judiciales fueron sumándose a la causa. Se fue forjando paulatinamente una alianza entre profesionales de la salud y algunos defensores de menores e incapaces. Como consecuencia de esta alianza, a principios de la década de 1980 la protección de los “niños maltratados” comenzó lentamente a ser transferida desde la justicia de menores,9 perteneciente al ámbito penal, hacia los juzgados civiles.10 Este proceso, que se liga tanto al objetivo de otorgar a los “niños víctimas de delitos” un tratamiento distinto de aquel que recibían los “autores de delitos”, como a una intención de despenalizar los conflictos familiares –por considerar que la justicia penal no es capaz de resolverlos–, tiene lugar a través de la implementación de la figura jurídica “protección de persona” del Código de Procedimiento Civil.11 A partir de entonces, los hospitales no denunciarían más ante las comisarías los casos de malos tratos sino que pasarían a hacerlo ante el defensor de menores e incapaces, quien estaría facultado para actuar de oficio frente al juez que corresponda,12 conduciendo la mayoría de los casos, en efecto, al ámbito de la justicia civil. 9 En función de la Ley 10.903 de Patronato de Menores, los juzgados de menores estaban facultados para intervenir tanto en casos de “menores autores de delitos” como en casos en que los niños fueran “víctimas de delitos” y estuviesen “moral o materialmente abandonados” o en “peligro moral”. 10 Estos juzgados no tenían por aquel entonces competencia exclusiva en asuntos de familia. 11 La protección de persona del cpccn (artículo 234) establece que podrá decretarse la guarda: “[…] 2º) de menores que sean maltratados por sus padres, tutores, curadores o guardadores, o inducidos por ellos a actos ilícitos o deshonestos o expuestos a graves riesgo físicos o molares; 3º) de menores o incapaces abandonados o sin representantes legales o cuando éstos estuviesen impedidos de ejercer sus funciones”. 12 En el artículo 236 del mismo código se establecía que ante las situaciones descritas, cualquier persona podrá solicitar intervención judicial ante el defensor
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Una serie de transformaciones legales ocurridas en el período comprendido entre comienzos de la década de 1980 y el año 2005 dan cuenta de cambios en la política de tratamiento de las violencias hacia los niños. Por un lado, en el año 1985 se sanciona la Ley 23.264, que reforma nuestro Código Civil y establece limitaciones al “poder de corrección” de los padres sobre los hijos, advirtiendo que debe ejercerse con moderación y que quedan “excluidos los malos tratos, castigos, o actos que menoscaben física o psíquicamente a los menores”. Por otro lado, en 1994 se sanciona la Ley 24.417 de Protección contra la Violencia Familiar, la cual establece la autoridad del juez civil con competencia en asuntos de familia para intervenir en caso de “lesiones o maltrato físico o psíquico” al interior de la familia. Ahora bien, aunque esta ley prescribe el modo de intervenir cuando los “damnificados” sean niños, es preciso mencionar que en la práctica fue restringida al tratamiento de las situaciones de violencia hacia la mujer. Esta situación jurídica dominará el escenario hasta finales del año 2005, cuando finalmente una nueva ley de protección de los derechos de la infancia y la adolescencia (Ley 26.061) sea sancionada a nivel nacional, derogando la figura de la protección de persona13 y la Ley de Patronato de Menores, y al mismo tiempo introduciendo nuevos procedimientos para tratar a las “niños víctimas de violencia”. Ahora bien, es preciso mencionar que en lo que respecta a la Ciudad de Buenos Aires –donde se llevó a cabo el trabajo de campo–, dicha situación jurídica ha presentado sus particularidades. En el año 1998, mediante la sanción de una normativa de carácter local destinada a proteger los derechos de la infancia (Ley 114), se creó el Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes (cdnna), al que se facultó para intervenir en los casos de violencia hacia los niños. A partir de entonces comenzó a darse una superposición jurisdiccional que ha tenido efectos diversos sobre el tratamiento institucional de las violencias hacia los niños. Si bien con la citada normativa se de menores e incapaces, quien sería el encargado de dar intervención al juez que correspondiera. 13 Esta figura no será derogada en su totalidad sino que se reserva a otras situaciones que no tienen que ver con la protección de los “menores víctimas”.
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estableció un nuevo circuito para el tratamiento de estas situaciones –a través del Consejo y sus defensorías zonales–, en la práctica este circuito no reemplazó a los preexistentes, sino que, por el contrario, vino a sumarse a ellos. De este modo, las situaciones de violencia en las que los niños resultaban “víctimas” podían ser denunciadas tanto en el nuevo organismo como en las defensorías de menores del Ministerio Público, encaminadas en consecuencia a la justicia civil (Grinberg, 2004 y 2006). Así pues, en la ciudad de Buenos Aires, el tratamiento de las violencias hacia los niños ha sido objeto de fuertes disputas de poder entre las diversas instituciones –judiciales y administrativas, nacionales y locales– y entre los distintos sectores y actores concretos, que no solo se enfrentan porque las jurisdicciones se superponen, sino también porque conciben la intervención del Estado de modos diferentes (Grinberg, 2008).14 La ley de 2005 vino a reconfigurar nuevamente las relaciones en el interior del campo de la protección a la infancia de nuestra ciudad. Por un lado, al establecerse el cdnna como “órgano de aplicación local” de la nueva ley y al legitimar en consecuencia las defensorías zonales, pertenecientes a dicho organismo, en tanto bocas de consulta y denuncia de situaciones de vulneración de derechos de los niños. Por otro lado, al circunscribir la intervención de la justicia civil a 14 Estos modos de concebir la intervención del Estado no pueden reducirse a dos modelos cerrados, construidos de una vez y para siempre, sucedáneos en el tiempo, ni a dos paradigmas de intervención polarizados e irreconciliables (aquel de la “protección integral” y su opuesto, el de la “situación irregular”). Desde nuestra perspectiva, se trata más bien de dos registros ideales de prácticas y discursos: por un lado, el registro tutelar y, por el otro, el de los derechos del niño. Este último ha sido construido en oposición al primero y sus críticas se centran en: el intervencionismo de la institución judicial, su acción selectiva sobre los sectores populares y la internación de niños en instituciones como intervención dominante. Sin duda, ambos registros mencionados son fruto de configuraciones políticas y morales diferentes, construidas en contextos históricos distintos. Sin embargo, un acercamiento a las prácticas y los discursos de los actores que encarnan día a día la política de protección a la infancia sugiere que los discursos y las prácticas se entremezclan dando como resultado una realidad compleja e imposible de ser aprehendida en términos dicotómicos (Grinberg, 2006). Una crítica sobre esta concepción dicotómica puede encontrarse en Villalta (2007).
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aquellos casos en los que el poder administrativo local, es decir, el Consejo, haya considerado primero la necesidad de separar a los niños de sus familias a través de las medidas excepcionales de protección de derechos.15 Antes de finalizar este apartado, es preciso remarcar que los cambios en el tratamiento de las violencias hacia los niños se han manifestado también en otros ámbitos que trascienden el jurídicoadministrativo. Por un lado, a partir de la implementación paulatina de programas, servicios y dispositivos de atención en distintos niveles de la administración pública; y por el otro, en la constitución de un campo de saber y de intervención específico, que incluye expertos en la materia. Respecto de lo primero, recién con la llegada de la democracia se creó en el Hospital de Niños Pedro Elizalde, bajo la responsabilidad de la doctora Goldberg, el primer espacio destinado a la atención y al tratamiento del problema del “maltrato infantil”; se trata de la primera Unidad de Violencia Familiar. Estos espacios, así como los llamados comités de Maltrato Infantil, fueron replicados, en la década de 1990, en varios hospitales porteños. Del mismo modo, una serie de servicios –programas, centros de atención, líneas telefónicas– destinados a la atención de las “víctimas del maltrato infantil” fueron creados en distintos niveles de la administración pública municipal y nacional.16 En relación con lo segundo, el maltrato infan15
Estas medidas, que consisten en la separación del niño de su familia (art. 39), solo pueden ser solicitadas por el órgano administrativo cuando las medidas de protección especial (art. 33), que implican la movilización de recursos y programas sociales tendientes a “preservar y fortalecer” los vínculos familiares (art. 35) no hayan tenido éxito. Aun así, es interesante mencionar que, en la práctica, el Ministerio Público continúa siendo una boca de inicio de casos a través de los defensores de menores e incapaces. 16 Como ejemplo de ello podemos mencionar dos instancias propias de la Dirección General de la Mujer del Gobierno de la Ciudad: la línea ”Te ayudo”, puesta en funcionamiento en el año 1994, y los Centros de Asistencia al Maltrato Infantil. La implementación de ambas instancias estuvo a cargo de profesionales cercanos a la doctora Goldberg. Asimismo, ya más avanzada la década de 1990, en el ámbito del Consejo Nacional del Menor (hoy Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia), se crea la Línea 102 destinada a la recepción de denuncias sobre maltrato, con alcance en la Capital Federal y en diversas provincias,
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til devino objeto de interés de nuevas disciplinas, entre las cuales, además de la medicina, encontramos el derecho, el trabajo social y la psicología. Asimismo, se observa la existencia de una serie de expertos y referentes en la materia, asignados a la dirección de programas y espacios de formación académica.17 Por último, la constitución de un campo de saber puede vislumbrarse a través de un crecimiento de las publicaciones especializadas en torno al “maltrato infantil”. Las trasformaciones en estos diversos planos, aunque por el momento sean tan solo pistas que en un futuro deberán ser estudiadas en profundidad, son ilustrativas de cómo en el contexto local y en los últimos años fue emergiendo y se fue transformando la definición de “maltrato infantil”, y cómo esta cuestión fue construida por diferentes actores en un “problema” en torno al cual se movilizaron recursos, se diseñaron y crearon programas, y se demandó una mayor y mejor intervención estatal. Esto es, dichas pistas permiten pensar cómo emergió una nueva categoría de problemas relacionados con la infancia y cómo, en el transcurso de este proceso, esta categoría fue dotada de distintos sentidos por los agentes que de una u otra forma se encuentran facultados para desarrollar medidas de protección de la infancia “maltratada”.
De representaciones, discursos y prácticas profesionales en torno al “maltrato infantil” Los trabajos antes citados nos muestran que el “maltrato infantil”, en tanto categoría utilizada para describir, ordenar e intervenir sobre el mundo que nos rodea, ha estado en permanente transformay posteriormente, hacia finales de la década, un programa destinado al “tratamiento del maltrato infantil” que actualmente lleva por nombre “Programa de Capacitación y Tratamiento de la Violencia”. 17 En la década de 1990 se creó la carrera de especialización en violencia familiar de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, donde se dictan diversas materias destinadas al abordaje del “maltrato infantil”. Espacios como este se replican en instituciones privadas.
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ción desde su aparición en la década de 1960. Hoy en día, esta noción abarca comportamientos heterogéneos, entre los cuales encontramos “el maltrato físico”, “las negligencias” y “el abuso sexual”. En este apartado abordamos los discursos y las prácticas que los actores –profesionales de diversas disciplinas y pertenecientes a distintas instituciones del campo de la protección a la infancia de la ciudad de Buenos Aires– despliegan en torno a las mencionadas categorías. Estas reflexiones preliminares se apoyan en materiales diversos (extractos de entrevistas, charlas informales, escenas observadas, expedientes judiciales y administrativos), recopilados en distintos momentos y espacios del trabajo de campo desarrollado, entre julio de 2005 y enero de 2009, en distintas defensorías zonales del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (cdnna), y en un juzgado de familia. Momentos y espacios diferentes en los que se pudo observar cómo las formulaciones sobre el maltrato infantil son traducidas en la práctica, y cómo, en la aplicación concreta, esta categoría es dotada de distintos sentidos por los profesionales y agentes intervinientes. Centrémonos a continuación en algunas situaciones etnográficas. Tomemos en primer lugar una observación realizada en una defensoría zonal de niñas, niños y adolescentes durante el año 2005.18 Observemos los valores, los sentimientos, los discursos y las prácticas que la situación moviliza en los profesionales intervinientes.
Sobre el “maltrato físico” y las “negligencias”… En la sala de espera, una madre con su hijo, un pequeño niño que apenas comienza a caminar, espera ser atendida. Es la primera vez 18
Resulta interesante recordar que por aquel entonces el trabajo cotidiano en las defensorías era diferente de lo que resultó ser luego de la sanción de la Ley 26.061 de octubre de 2005, cuando el cdnna devino “órgano de aplicación local” de la nueva ley. Aunque la cantidad de casos atendidos no ha aumentado sustancialmente, se ha modificado su complejidad al tiempo que se ha recargado el trabajo que implica el tratamiento de cada uno de ellos por parte de la institución. Al respecto puede consultarse Grinberg (2008).
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que son convocados por la defensoría zonal de niños y adolescentes. Su apariencia, sus ropas y sus cabellos desordenados brotan como signos de una precariedad imposible de ocultar. Son la madre y el hermano de Laura, una niña que días atrás fue derivada por un hospital de la zona luego de un incidente en el cual se dijo que su padre la había quemado con comida en la cara. Hasta que la situación se esclarezca, la niña ha quedado a cargo de su abuela. Con el fin de dilucidar lo ocurrido y también porque Laura tiene un hermanito que está actualmente con los padres, la institución citó a la familia para evaluar lo ocurrido. El niño está agitado y toca todo; mientras tanto, su madre espera sentada, tranquila, el llamado de los profesionales. El pequeño se asoma a la oficina de estos últimos, sonríe simpáticamente y apoya su mano sobre la bisagra de la puerta. Una profesional, Lucrecia R.,19 lo toma inmediatamente diciéndole “no, la mano ahí no, te vas a hacer mal” y se molesta respecto de la actitud de esta madre que parece no prestar atención a su hijo. Finalmente, dos profesionales, Natalia E. y Julieta P., la hacen pasar a una oficina con el fin de entrevistarla y saber más sobre lo ocurrido con la niña. Un poco más tarde, la segunda de ellas, fuertemente conmocionada, irrumpe en la sala donde se encuentra el equipo de profesionales. Dirigiéndose a sus compañeros, con un tono desesperado les dice: —¡Hay que llamar al same, el niño tiene quemaduras de cigarrillo en la espalda!20 Está justo por marcar el número cuando el responsable21 de la
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Con el fin de preservar el anonimato de los interlocutores etnográficos, sus nombres han sido cambiados y sus perfiles profesionales han sido omitidos. Así pues, es preciso tener presente que las defensorías zonales se componen en su mayoría de abogados, psicólogos y trabajadores sociales que acostumbran tratar los casos en equipos conformados por dos –idealmente tres– profesionales pertenecientes a distintas disciplinas. 20 Es importante mencionar que los profesionales no examinan a los niños en la institución, pero al alzar al pequeño, la remera se le levantó y así la profesional observó las marcas. 21 El masculino es genérico y tiene por fin preservar el anonimato de la persona responsable de la institución.
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institución le dice: —Esperá, ¿por qué estás tan segura de que se trata de quemaduras? —y con un tono calmo propone primero llamar a la abuela de los niños. Para ese entonces, todos los profesionales miran la espalda del niño y aunque lo intentan hacer de forma delicada, naturalmente el pequeño llora. La situación se tensa aun más. —Este chico está completamente abandonado —dice Julieta P. con gran angustia. El responsable de la defensoría duda, sin embargo, de que se trate de marcas de cigarrillo y se inclina más bien por un problema de piel. En el teléfono, la abuela confirma esta hipótesis y explica que el niño tiene una alergia y que entonces debe recibir un tratamiento especial. La explicación de la abuela tranquiliza a los profesionales que, sin embargo, aún no descartan que el niño pueda ser objeto de “negligencia” por parte de sus padres. La situación sensibiliza, conmueve y angustia a los profesionales, tal vez aun más porque se trata de un niño muy pequeño. Se acuerda con la madre que debe dirigirse inmediatamente al hospital donde la esperan para revisar al niño; debe volver por la tarde con el resultado de los estudios. Así lo hace. En el hospital se le ha prescrito un tratamiento para la alergia. A excepción de este problema, el niño goza de buena salud y no hay signos que permitan presumir la existencia de “malos tratos físicos”. La madre y el niño finalmente parten, pero deben regresar en pocos días para continuar con el seguimiento por parte de la defensoría zonal, porque los profesionales no descartan todavía la existencia de “negligencias” por parte de los padres. El trabajo con esta familia apenas comienza… (Notas de campo, 20 de julio de 2005).
Un abanico de cuestiones se despliega a partir de la situación relatada y la imagen del “efecto bola de nieve” puede servir para ilustrar lo ocurrido. Esta madre es convocada por la institución para ser evaluada en su “rol maternal”. Los profesionales buscan detectar si aquello sucedido con su hija Laura es un hecho aislado o una práctica cotidiana en la familia, si su marido es violento y ella también lo es, si ella calla y al hacerlo avala los actos de aquel, o si por el contrario ella también es víctima. A partir de estos antecedentes, la conjunción de la agitación del niño y la calma de la madre no
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pasarán inadvertidos a los ojos de los profesionales; por el contrario, podrán ser percibidos como indicios de un “desorden familiar”. De pronto, las marcas encontradas sobre el cuerpo del niño parecen venir a confirmar las sospechas de los profesionales producidas por la situación ocurrida con Laura y reforzadas por la observación de los comportamientos de esta madre “desconectada” y su hijo “excitado”. Pero si finalmente no se trata de una situación de “maltrato físico” y si el niño no ha sido quemado con cigarrillos, pareciera que al menos se trata de un caso de descuido, de negligencia o, como fue expresado por una de los profesionales, de “abandono”. Pues a los ojos de ellos (e incluso a nuestros ojos), el niño está sucio, huele mal y su piel está cubierta de cicatrices. Para los profesionales, se desprende entonces que no está recibiendo ni la atención ni los cuidados necesarios.22 En tanto prueba observable del “maltrato físico” y las “negligencias”, el cuerpo del niño deviene central en este proceso de clasificación de los comportamientos familiares. Vemos depositarse sobre él una serie de valores estéticos y juicios morales: sucio, con mal olor y cicatrices, “descuidado”, “abandonado”, el pequeño cuerpo se aleja sin duda de una representación hegemónica de la niñez, la cual se acerca más a los valores propios de las clases medias y altas en torno a la higiene, la vestimenta y, en definitiva, el cuidado y la presentación del propio cuerpo. Resulta interesante observar, sin embargo, que las reacciones de los profesionales frente a la misma situación pueden ser distintas. Así pues, el responsable, que no intervenía directamente en el caso y que en ese sentido guardaba cierta distancia respecto de la escena, conservó la calma y relativizó la existencia de “malos tratos”. Julieta P. resultó particularmente impactada por la apariencia física del niño, su estado de “abandono”, de descuido. Por su parte, la otra profesional que intervino, Natalia E., reparó no solo en el cuerpo sino también en las conductas del niño y de la madre, a las que indirectamente comparó con las que ella desarrollaría como madre 22 En la entrevista, Natalia E. confirma esta visión de las cosas cuando evoca el caso como un ejemplo de “negligencia” de parte de los padres.
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en una situación similar. Así, luego de este episodio expresaba en una charla: A mí realmente me preocupó lo del hermanito de Laura […] La mamá me sacó, me sacó su tranquilidad […] El chico trepaba a las paredes y la mamá sentada sin hacer nada. […] Está bien, el nene puede estar descontrolado porque no durmió la siesta, qué sé yo. Pero si vos vas a un lugar recorriendo la ciudad porque te llaman, están preocupados y te citan porque tu marido le quemó la cara a tu hija [...], supongo que vos tratás de cuidar, de mirar a tu hijo aunque sea para que no se mande cagadas... Y esta mamá no hizo nada. Por eso sí me pareció bien mandarla al hospital, que haga el control, que vuelva. Pero bueno, cuando volvió el nene estaba más tranquilo, de hecho el nene durmió la siesta, estaba más tranquilo y estaba mejor. […] Igual creo que son nenes para seguirlos, ¿eh?, como para estar atentos […]
Estas diferentes reacciones nos conducen a reflexionar sobre los esquemas perceptivos a partir de los cuales los profesionales ordenan y clasifican el universo de relaciones familiares. Estos esquemas están informados tanto por las experiencias personales concernientes a la maternidad o paternidad como por las trayectorias profesionales y la inserción institucional de cada uno de los agentes. Ahora bien, existen otros elementos que resultan importantes a la hora analizar dichas prácticas. Por un lado, es preciso mencionar la movilización interna, la angustia, el enojo y la incomprensión que la sospecha o la constatación de las violencias y negligencias sobre el cuerpo del niño provoca. En este sentido, es importante recordar el valor que para la sociedad occidental contemporánea tiene la integridad física y lo intolerable que resulta constatar que ha sido infringida (Bourdelais y Fassin, 2005). Tener presente que se trata de un “valor supremo” permite otorgar inteligibilidad a las reacciones de los profesionales, a veces impulsivas o apresuradas. Por otro lado, los agentes intervinientes se enfrentan con la “urgencia”, con la necesidad de actuar con rapidez para que esas conductas que se sospecha que están existiendo cesen lo antes posible. De allí que la
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evocación a los “malos tratos” no solo genera angustia y moviliza diferentes sentimientos, sino también habilita distintas indagaciones, pruebas y acciones tendientes a anticipar los peligros a los que pueden estar sometidos esos niños. Peligros que serán aun mayores si el “abuso sexual” aparece en escena como una posibilidad.
El “abuso sexual”, el más intolerable de los intolerables… Hay cosas que no se van a entender nunca, pero por más que un psicólogo me quiera explicar, el abuso sexual o la violación de los padres biológicos, eso como que nunca lo voy a entender (Roxana F., profesional de una defensoría zonal del cdnna).
Entre las violencias hacia los niños, los atentados sexuales se nos presentan como lo peor. En la sociedad occidental contemporánea, estos comportamientos transcienden los límites de lo moralmente aceptable, constituyéndose claramente en uno de los más “intolerables” de “los intolerables”. Encarnación misma del horror, no encontramos justificación posible a tales aberraciones, sobre todo si estos comportamientos tienen lugar en el interior mismo de la familia. Pues más allá de las innumerables críticas vertidas sobre su forma patriarcal, para nuestra sociedad, la familia continúa siendo el lugar por excelencia de protección y cuidado de los niños. Ahora bien, el término “abuso sexual” es complejo y al respecto conviene precisar algunas cuestiones. Pues si bien, por un lado, estamos frente a una figura del derecho penal, por otro lado nos encontramos también frente a una categoría que forma parte de aquello que podríamos llamar el sentido común profesional. Es sobre esto último que centraremos nuestro análisis. Aunque para el derecho penal el “abuso sexual” y la “violación” o el “acceso carnal” son dos tipos penales diferentes,23 en nuestro tra23
En abril de 1999 se sancionó la Ley 25.087, que modifica nuestro Código Penal. Esta ley reforma el Título iii de dicho Código derogando los “delitos contra la honestidad” y reconceptualizando las violencias sexuales como “delitos
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bajo de campo hemos observado que algunos profesionales incluyen todos ellos dentro de una única categoría: el “abuso sexual”. Así, en el uso corriente de esta categoría, un niño abusado puede ser tanto el que ha sido víctima de una violación o un manoseo, como aquel que ha presenciado o visto algo inconveniente. El siguiente extracto de entrevista con una especialista en “maltrato infantil” es ilustrativo respecto de la imprecisión que caracteriza al término. A la pregunta sobre las dificultades para detectar una situación de “abuso sexual”, dado que a veces no deja huellas en el cuerpo, la experta responde: No, yo te corregiría, el cuerpo habla. ¿Vos lo que me querés decir es [qué ocurre] cuando no hubo lesión física? [...] El cuerpo habla por otros lados. [...] Empiezan con problemas de eneuresis, encopresis, con problemas de aprendizaje, empiezan a retraerse, no lo podés tocar porque salta, están tristes, están metidos para adentro [...] hay indicadores [...]. Es decir, el chico antes y después del abuso no es el mismo [...] tiene temores, tiene pesadillas nocturnas, tiene cosas raras que pueden deberse a otra cosa, no al abuso, pero algo le está pasando. Por lo tanto empezás a investigar qué pasa. En cuanto entrás a investigar qué le pasa en dos o tres áreas, una de las cosas más factibles que se ve es si hay algún abuso o que está viendo algo inconveniente en la casa, que en una definición amplia de abuso contra la integridad sexual” (véase Chejter, 1999). Se definen nuevos tipos de agresiones sexuales de acuerdo con el daño provocado: el “abuso deshonesto” es reemplazado por el “abuso sexual”, estableciendo que se sancionará penalmente “a aquel que abusare de persona de uno u otro sexo cuando esta fuera menor de trece años o cuando mediare violencia, amenaza, abuso coactivo o intimidatorio de una relación de dependencia, de autoridad o de poder o aprovechándose de que la víctima por cualquier causa no haya podido consentir libremente la acción”. Cuando, “por su duración o circunstancias de su realización” el delito configurase un “sometimiento sexual gravemente ultrajante para la víctima”, se estará frente a un abuso “sexual calificado” y las penas se agravarán. Por último, el delito más grave lo constituye la violación, es decir, el “acceso carnal por cualquier vía” (art. 119). En todos estos casos, las penas aumentan si las víctimas son menores de edad y si el autor del delito es un familiar o un responsable del cuidado de los niños (véase también el artículo 120 de esta ley).
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también entra: que los padres estén teniendo relaciones con ellos mirando o que hagan exhibicionismo, o que vean películas inadecuadas, algo que lo está perturbando [...]. No es tan difícil, para eso tenés especialistas en abuso sexual.
Así pues, la categoría de “abuso sexual” parecería abarcar una amplia y variada gama de situaciones diferentes que pueden o no darse al interior de la familia, que pueden o no haberse dado durante un tiempo prolongado y que pueden o no, en definitiva, implicar un contacto sexual entre un niño y un adulto.24 Ilustremos lo antedicho a partir de un ejemplo etnográfico observado en las defensorías de niños y adolescentes en el año 2005: Mabel se ha acercado a la defensoría zonal preocupada por algunos hechos que le habría contado su pequeña hija Lila de 4 años. El relato de la joven madre llevó a los profesionales de la institución a sospechar una situación de abuso sexual de parte de Mario, el hermano de Mabel y tío de la niña. Como se trata de una familia muy numerosa y tres generaciones comparten un mismo techo, la defensoría citó a los abuelos para conversar con ellos sobre lo ocurrido y tomar alguna medida tendiente a proteger a Lila y dilucidar lo ocurrido. Los abuelos se hacen presentes y exponen su versión de los hechos frente a los profesionales de la defensoría. El abuelo toma la palabra y explica que ellos no creen que Mario le haya hecho algo a Lila y que esta ha desmentido lo dicho. Uno de los profesionales, Alberto S., se indigna frente a la respuesta del abuelo que a sus ojos no parece comprender la gravedad de los hechos. Con un tono fuerte y amenazante le dice que “el abuso es un delito” y que “los chicos dicen la verdad”. Les advierte que hasta tanto no se sepa lo que sucedió realmente, su hijo Mario no puede seguir conviviendo bajo el mismo techo que Lila.
24 Respecto de este punto conviene aclarar que existen diversas posturas. Mientras algunos profesionales y expertos conciben el “abuso sexual” de manera amplia, incluyendo dentro de la categoría “lo que el niño vio o presenció”, otros prefieren manejarse con una definición más estrecha.
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La conversación continúa pero Alberto S. y el abuelo de la niña no logran ponerse de acuerdo. El profesional se molesta cada vez más y decide hacerlo salir de la entrevista para continuar entonces discutiendo con la abuela. “Señora, ¿qué piensa usted de lo sucedido?”, le pregunta. La mujer explica que no sabe qué pensar, que la situación le duele mucho, que conociéndolo a su hijo le cuesta creerlo, pero al mismo tiempo no descree de los dichos de su nieta. Natalia E. insiste en que una nena de cuatro años “no miente con algo así”, que “no se le ocurren esas palabras” y que “si eso no pasó, algo vio”. La señora piensa, entonces, que puede tratarse de algo que la niña vio, ya que ella misma una vez encontró a su hijo y a su novia teniendo relaciones sexuales con la puerta abierta. Alberto le explica que “eso no es bueno” y se enoja con la señora por permitir que estas cosas sucedan en su casa. La conversación va llegando a su fin. Alberto le explica a la señora que nadie está tratando de acusar a Mario pero sin embargo es preciso “investigar lo que pasó y entonces comenzar a sanar” (Notas de campo del 23 de agosto de 2005).
Esta situación etnográfica permite ilustrar la elasticidad que caracteriza a la categoría de abuso sexual y la amplia gama de comportamientos que abarca, en tanto puede incluir algo que un niño vio o presenció, más allá de la intencionalidad del adulto. Por otra parte, la situación descrita también ilustra cómo las situaciones de abuso habilitan a indagar en la intimidad familiar. Los adultos con los que convive el niño aparecen a priori como culpables, si no de haber cometido el abuso, al menos de no haberlo evitado. Cada uno de ellos, de acuerdo con la acusación que sobre él caiga, deberá demostrar su inocencia. Llegados a este punto podemos dejar planteada la siguiente pregunta: ¿qué efectos concretos provoca, tanto en el tratamiento de las situaciones como en los individuos destinatarios de la categoría en cuestión, el hecho de englobar comportamientos tan diferentes bajo la misma categoría? Veamos a continuación algunas de las explicaciones más frecuentes que los profesionales de diversas instituciones –judiciales
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y administrativas– que participan de la protección a la infancia despliegan frente al “maltrato infantil”. Nos gustaría sugerir que estas explicaciones no solo permiten dar sentido a “lo intolerable” sino también administrarlo.
El “maltrato infantil” y algunas de sus explicaciones más frecuentes Ian Hacking (1999, 2001) ha propuesto que una serie de creencias acompañan nuestra concepción actual de “maltrato infantil”. La creencia en una suerte de “transmisión hereditaria”, que funciona como a priori según el cual el “niño víctima” de malos tratos deviene un padre maltratador, ha tenido –según este autor– un impacto particular por dos razones: en primer lugar, porque este enunciado se ajusta a las creencias del siglo xx sobre la experiencia infantil como estructurante de la personalidad adulta; en segundo lugar, porque su inversión (un padre “maltratador” ha sido “maltratado” en su infancia) permite en alguna medida explicar, y al mismo tiempo comprender, estos comportamientos que nos resultan a primera vista injustificables, y muchas veces, en palabras de Fassin y Bourdelais, completamente “intolerables”. En nuestras observaciones, asociado a este a priori, nos hemos encontrado con la figura del tratamiento psicológico como una instancia necesaria y fundamental para “cortar con la violencia”. Para los profesionales, el tratamiento de los adultos apunta a corregir los comportamientos y a erradicar la violencia como forma de relación social en el interior de la familia. Ahora bien, cuando se trata de niños, si bien por un lado se propone –como pudimos ver en el ejemplo etnográfico sobre la sospecha de abuso sexual– con el fin de “sanar” el sufrimiento de la situación experimentada, por el otro, dicho tratamiento se indica también con el objetivo de modelar los comportamientos del niño, previniendo que en un futuro reproduzca lo aprendido en el seno familiar. El tratamiento psicológico se constituye así en una estrategia desplegada para “conducir las conductas” (Foucault, 1994, p. 237) tanto de los adultos (responsables directos 98 |
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o indirectos de las violencias) como de aquellos niños considerados “víctimas”. Veamos a continuación cómo opera el a priori de la “transmisión hereditaria” como explicación de los comportamientos violentos en el seno familiar. El siguiente extracto de una entrevista realizada a una asistente social del ámbito de la justicia de familia, que se refiere a niños que vivencian situaciones de violencia entre los padres –lo que para muchos profesionales constituye también “un tipo de maltrato infantil”– es ilustrativo de lo antedicho: Es que los niños son las víctimas [...] las víctimas secundarias de una situación de violencia, y en donde sufren seguramente el triple de lo que sufre aquel que recibe el golpe. ¿Por qué? Primero, porque vos sabés que el niño arma su identidad con sus padres. Si el niño es un varón que ve que su padre vive abofeteando a su madre y su madre permite esta situación, obviamente él va a reproducir esa escena a corto plazo.
En una discusión con la misma profesional respecto de un expediente judicial en el que se describía a una madre que golpeaba a sus hijos y que luego se había ido de la casa dejándolos con su padre, la profesional liga la “incapacidad de maternar” de esta mujer con una posible “situación de abuso” vivida en su infancia: La madre estaba completamente loca, pobre [...] yo creo que hubo algo raro con su padre, una situación de abuso [...]. Ella no era capaz de maternar. [...] La tipa era verdaderamente promiscua [...] no tenía capacidad de maternaje.
Observamos aquí que para esta profesional las violencias sexuales vividas en la infancia explican los comportamientos de una madre que no es capaz de desarrollarse en el rol social asignado. En este caso, el pasaje de la “niña abusada” no es hacia la “madre abusadora”, sino hacia la “madre abandónica”. Así, al “abuso” se lo dota de un potencial explicativo que, como podemos observar en el relato de otra profesional, posibilita también ejercitar la empatía y la compasión:
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[…] esta mamá es una mamá que tuvo muchas dificultades en toda su vida y en toda su historia, y si yo no presto atención a esto, pienso que es una jodida que lo único que quiere es maltratar al hijo; que en realidad no lo quiere. Esta mamá [...] ella ha logrado mucho por su experiencia como hija, ella realmente está haciendo un esfuerzo muy grande. [...] Lo que ella vivió fue un espanto. [...] El otro día estaba descompensada y sí, estaba sola, con la madre volviéndola loca y un adolescente que está enamorado ahora con lo cual se tiene que pelear con su mamá mucho más. No tiene un padre con el cual apoyarse ante esto, bueno, ella está enferma, y toda esta situación que nos resulta compleja a nosotros en nuestras casas [...]. En mi casa yo tengo dos adolescentes, mi marido que está ahí, [...] y se banca el embate de la adolescencia. Todo esto sola no es fácil. [...] Esta mamá sufrió en su primera infancia todas estas situaciones de abuso [...] tuvo un episodio psiquiátrico, ¡quién no!
De este modo, a través de ciertos procesos de identificación entre la profesional y la madre en cuestión, se comprenden comportamientos que a los ojos de otro resultarían inexplicables e injustificables. Y así, una madre que podría ser percibida como una “mala madre” deviene una mujer que hace todos sus esfuerzos por ser una “buena madre”. Estos dos ejemplos muestran cómo el a priori de la “transmisión hereditaria” es utilizado para explicar los comportamientos de los adultos hacia sus hijos, en el seno de la justicia de familia. Sin embargo, “la transmisión hereditaria” no es la única explicación posible frente al fenómeno de las violencias hacia los chicos. Con ella suelen combinarse otros motivos, como los “problemas económicos”, las condiciones precarias de vida o “el problema de las drogas”, al momento de intentar dar sentido a las violencias físicas en la familia: En general si uno habla con las madres y padres violentos [...] ellos sufrieron violencia de chicos. Creo que, bueno, lo importante es cortar a través de un tratamiento terapéutico, para evitar que este círculo siga, que esta historia se repita [...]. Creo que también tiene mucho que ver el tema de las adicciones [...] y creo que también muchas
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veces esta situación, o sea, sin decir que por la situación económica yo justifico la violencia, pero muchas veces creo que si uno no tiene dónde vivir, no tiene qué darle de comer a los hijos, no tiene trabajo, como que es mucho mas fácil sacarse que si uno tiene las condiciones mínimas (Julieta P., profesional de una defensoría zonal del cdnna).
En otros casos, “la falta de conocimiento” también puede ser evocada como una explicación complementaria a la de la “transmisión hereditaria”: Y los casos de maltrato, a veces, pasan por la falta de conocimiento. O sea, por ejemplo tenemos mucha población boliviana, paraguaya [...] y los bolivianos, claro, el maltrato para ellos está naturalizado [...], pero cuando se les habla, cuando se les dice que no [...], que esa no es la forma de poner límites y que esto después es un boomerang, porque después el chico es violento [...] criado en violencia después va a ser un chico violento y, bueno, todo esto los frena (Silvia F., profesional de una defensoría zonal).
“Falta de conocimiento” y “violencia naturalizada” que, como podemos ver, es atribuida fundamentalmente a una población en particular: a inmigrantes pobres de países limítrofes. De allí que para muchos profesionales, en esos casos, el valor explicativo resida en la “cultura”. En realidad lo que pasa con la población boliviana, que también puede ser con la peruana, es que ellos tienen una cultura distinta a la nuestra. Por ejemplo, en su país la puesta de límites sí va por ahí pegando o ejerciendo un poco más de violencia que en Argentina. Entonces por ahí estos tipos de poblaciones no logran comprender que eso acá es delito, que uno si se los explica sí lo entienden; pero ellos al maltratar, al pegar con un cinto, lo ven como una forma de poner un límite, como una forma de corrección hacia los chicos, no lo ven como violencia. Pero por qué, porque en su país de origen esto es cultural, esta forma de corregir a los golpes viene de la cultura misma (Laura M., profesional de una defensoría zonal).
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Es un tema [...] es complicado trabajar con ellos [bolivianos, paraguayos y peruanos]. El tema del maltrato es cultural, creen que pegar es querer [...] si no le pego no lo quiero (Roxana F., profesional de una defensoría zonal del cdnna).
Esta creencia de que la violencia entre los bolivianos está ampliamente difundida y naturalizada, porque es parte de su “cultura”, actúa así tendiendo un manto de sospecha sobre ellos. Se trata de una creencia elaborada a partir de un saber práctico que, como tal, es constatada día a día en la práctica. Así, un profesional de una defensoría de niños me decía: “acá, la mayoría de los casos que se atienden son de extranjeros [...]; de 10 casos de abuso, ‘11’ son bolivianos” y explicaba que esto se debe a “cuestiones culturales”. El mismo profesional precisaba en la entrevista: Por ejemplo, en Bolivia es común que el abuelo por ahí abuse [del chico], o [...] los padres. El tema es que es muy difícil cambiar la cultura, a veces es bajar línea, o sea, cuando hay un maltrato directo, uno no puede estar haciendo un proceso de cambio cultural que es muy largo. [...] Entonces hay que bajar línea, la idea es “no podés” [...]. Uno no puede pretender que esa persona cambie todo ese modelo tan enraizado en su ser, que viene de generaciones.
En estas explicaciones, la “cultura boliviana” aparece esencializada y presentada como un bloque homogéneo, dentro del cual no parece haber espacio para la diversidad: “los bolivianos son...”. Pero, además, esta concepción de la cultura es básicamente etnocéntrica, pues la cultura del otro aparece como “menos civilizada” que la nuestra y por tanto se debe ejercer una acción correctora. Observamos aquí una operación de “barbarización” del otro extranjero que, sin duda, se comprende mejor a la luz de los múltiples prejuicios y discriminaciones de las cuales son objeto estas poblaciones en nuestro país. Estas diversas explicaciones mencionadas permiten a los profesionales dar sentido a los comportamientos familiares frente a los cuales ellos se enfrentan cotidianamente. Pero, además, 102 |
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estos enunciados permiten intervenir sobre ellos, ya que resultan ampliamente útiles y tranquilizadores, sobre todo frente a situaciones que se presentan confusas. Así, por ejemplo, frente a una sospecha de una situación de “abuso sexual” de un padre a su hija pequeña, para algunos profesionales, la nacionalidad de la familia, el consumo de alcohol por parte del padre o el haber sido víctima de abuso en la infancia podrán constituirse como datos significativos a tener en cuenta, en tanto pueden ser interpretados como “factores de riesgo” o como indicios para develar qué es lo que ha ocurrido con ese niño. En cuanto a las “negligencias”, las explicaciones encontradas en torno a estos comportamientos familiares merecen un comentario aparte. Como bien sabemos, la “desjudicialización de la pobreza” –esto es, el principio según el cual la falta de recursos materiales de los padres no habilita la separación del niño de su familia; debiendo en estos casos el Estado brindar su apoyo y garantizar que ningún niño sea separado de sus padres por “motivos de pobreza” como ocurrió en el pasado– ha tenido un impacto fundamental sobre el tratamiento de estas situaciones. La “desjudicialización de la pobreza” es hoy en día uno de los pilares constitutivos del “frente discursivo” de los derechos del niño (Fonseca y Cardarello, 2005). Así pues, esta idea que ha acompañado a las defensorías zonales del Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes desde su creación parece ser hoy compartida hoy por amplios sectores. Un juez de familia nos explicaba en la entrevista que: Es distinto el que tiene la posibilidad y no lo hace que el que no tiene la posibilidad [...]. Hay que ser muy fino en distinguir si esta situación de riesgo que está atravesando un chico se debe a la situación de marginado o se debe a la falta de compromiso paterno. Porque la solución es totalmente distinta [...] si se advierte que esto no es una situación de marginación, sino que además es una situación de desamparo, pero no material, sino que proviene de la negligencia de los padres [...]. Esto es muy importante distinguirlo porque se puede caer en el peligro de castigar al pobre.
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Se desprende entonces la idea de que es preciso no confundir las negligencias que son producto de la falta de recursos materiales de aquellas que resultan de actos deliberados de parte de los padres; pues de la separación entre ambas dependerá el tipo de intervención a realizar. Esto mismo puede advertirse en la entrevista realizada a un profesional de la salud, miembro de un servicio de atención al “maltrato infantil”, quien, sin embargo, considera que la tendencia de no “penalizar la pobreza” lleva a veces a no intervenir: Todo esto está muy teñido de la intención de no penalizar la pobreza, y yo acuerdo con que no se puede penalizar la pobreza, pero definir una situación de negligencia no es penalizar la pobreza [...]. Luego habrá que ver si el medio tiene o no el sustento básico para que la situación de negligencia se corrija, y si no está el sustento básico el Estado se tendrá que hacer responsable de que esto exista. Ahora, si la situación de negligencia está planteada y el sustento básico existe, hay una actitud deliberada [...]. Pero para eso se requiere un diagnóstico.
Entonces, pareciera ser que existen dos tipos de explicaciones posibles a los comportamientos negligentes, “descuidados”, “desprotectores” o “abandónicos” de los padres. O bien son el producto de las conductas directas, intencionadas o no, de parte de los padres, y en este caso la “trasmisión hereditaria” puede llegar a tener su asidero; o bien los comportamientos negligentes encuentran su fundamento en los condicionamientos socio-económicos de las familias. Ahora bien, como se desprende de este último extracto de una entrevista, estas situaciones son polémicas y existen diferencias sobre cómo intervenir frente a ellas. Especialmente, cuando los profesionales se ven confrontados con una realidad social extremadamente compleja y un Estado que no responde movilizando los recursos necesarios que permitirían revertir, si no todas, al menos algunas de las situaciones que llegan a las instancias del sistema de protección a la infancia.
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Consideraciones finales Como ya ha sido mencionado, la propuesta de este artículo fue la de comenzar a hacerle preguntas al “maltrato infantil”. En la primera parte, mostramos que esta categoría emerge en un contexto particular y que con el tiempo se va transformando, hasta abarcar nuevos tipos de comportamientos. Asimismo, dimos cuenta de cómo el “maltrato infantil” se convirtió en las últimas décadas en un problema social y una cuestión de agenda política en Estados Unidos, en Francia y también gradualmente en la Argentina. En la segunda parte del trabajo, el objetivo fue explorar los sentimientos, valores, discursos y prácticas que se erigen sobre el “maltrato infantil”. En este sentido, intentamos tomar distancia de la materialidad así denominada y mostrar que las categorías de “maltrato físico”, “negligencia” y “abuso sexual”, a partir de las cuales los profesionales ordenan, clasifican y administran los comportamientos familiares, son construcciones sociales cargadas de valoraciones morales. Asimismo, hemos observado la existencia de ciertas ideas y explicaciones ampliamente difundidas que parecen formar parte del sentido común de los profesionales y que muchas veces frente a las sospechas, esto es, frente a la duda y la confusión, pueden llegar a funcionar como pruebas. Estos enunciados evocan factores explicativos diversos, tales como la “transmisión hereditaria”, “la cultura”, “la falta de conocimiento”, “el alcohol y la droga” y la “situación económica”, que pueden incluso combinarse de diversos modos. Los profesionales movilizan estos factores explicativos para dar sentido a comportamientos que les resultan inexplicables, injustificables y muchas veces “intolerables”, pero también como justificación de las intervenciones y la gestión de dichos comportamientos. “Lo intolerable”, es decir, el límite transgredido, tanto legal como moral, es la clave que permite comprender los sentimientos de horror e indignación que se generan en los profesionales tanto a partir de la sospecha como de la evidencia de estos comportamientos. En cuanto a las prácticas y los discursos, advertimos, sin embargo, la importancia de analizarlos a luz de la trayectoria familiar, la pertenencia institucional y profesional, las teorías e ideologías a
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las que adscriben los profesionales, su pertenencia de clase, y todas aquellas variables que permitan inscribirlos en el espacio social y comprender los esquemas perceptivos a través de los cuales dan sentido al mundo sobre el cual intervienen. Por último, este análisis nos lleva a reflexionar sobre los valores y sentimientos que el “maltrato infantil” despierta en nosotros como sociedad, dado que contrastan de manera sorprendente con la aceptación, resignación e invisibilización de otros problemas sociales, tales como el deterioro de los “chicos en situación de calle”, el de los consumidores de paco, la prostitución infantil, entre otros. La indignación y el horror que produce el “maltrato infantil” contrastan con la invisibilización de situaciones de precariedad extrema producto de la “violencia estructural” originada en las desigualdades económico-sociales. Así pues, consideramos que mientras el maltrato infantil gana terreno en el espacio público y los profesionales afinan sus métodos para diagnosticarlo y tratarlo, otras formas de violencias quedan opacadas. Por ello, una pista para futuras indagaciones podrá consistir en el análisis dialéctico de “lo tolerable”/“lo intolerable” y de “lo intolerable”/“la tolerancia a lo intolerable”, pues estos cruces permitirán avanzar en la comprensión de nuestra concepción actual de violencias hacia los niños y en el tratamiento que de estas últimas hacemos en tanto sociedad.
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