Grecia - El Mundo Helenístico II (O. Gigon & C. Bradford Welles)

August 15, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Alexander The Great, Macedonia (Ancient Kingdom), Achaemenid Empire, Hellenistic Period, Darius I
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Descripción: Edición española revisada por José Manuel Roldán Hervás Este segundo volumen dedicado a Grecia contiene un...

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CRECIA. EL MUNDO HELENÍSTICO - 2

de un gigantesco esfuerzo por reunir a los más n o­ tables especialistas bajo la dirección de dos eminentes historia­ dores, esta H IST O R IA U N IV E R SA L es una obra colectiva dentro de un conjunto armónico. Al mismo tiempo que considera los as­ pectos políticos en que se enmarca, dedica gran atención a los problemas económico-sociales y a los fenóm enos culturales e ideológicos, haciendo posible la comprensión total y unitaria de la Historia. En ella se presta la misma atención a todos los períodos históricos de la Humanidad, como acontecer fluido, en el que todas y cada una de las etapas emergen con la importancia que de hecho tuvieron: de presupuesto necesario para la etapa ulterior. Sin renunciar al más riguroso criterio científico, logra por su estilo interesar a todo lector culto.

R

esultado

Este segundo volum en dedicado a Grecia contiene una exposición del mundo helenístico debida al profesor C. Bradford Welles y un amplio estudio de la cultura griega, presentado por Olof Gigon. Bradford Welles es discípulo del historiador de la Antigüedad sin duda más importante de la generación pasada, Michael Rostovtzeff, y de él ha aprendido el campo específico de trabajo del helenismo, del que es uno de los mejores cono­ cedores. El helenismo es el último capítulo de la historia de Grecia, que com ienza con Alejandro Magno y que debe a G. Droysen su definición de contenido. La transparente exposición de Welles, restringida estricta­ m ente a los datos com probables, revela el significado del helenism o com o una época que, bajo el velo de form aciones de fuerza muy efí­ meras, dio libre curso a una fuerza griega que existía desde mucho antes y que sólo entonces alcanzó su punto culminante. Olof Gigon, asume la tarea de tratar el espíritu griego y sus objetivaciones, de un modo tal que logra que el lector salga, por así decirlo, del flujo histórico al que había sido arrastrado hasta ese punto y observe desde su posición actual las creaciones generadas por un desarrollo de cerca de un m ilenio, poniéndole en situación de sacar los resultados de todo lo que se hizo en uno de los períodos más fecundos de la historia humana.

Cubierta: Laoconte y sus hijos Museo Vaticano. Roma. Foto Oronoz

GRECIA. EL MUNDO HELENÍSTICO - 2

C. BRADFORD WELLES Catedrático de Historia Antigua. Universidad de Yale OLOF GIGON Catedrático de Filología Clásica. Universidad de Berna

Edición esp a ñ o la revisad a por

J osé Manuel Roldan Hervás Catedrático de Historia Antigua. Universidad de Salamanca

espasa-calpe

Título de la obra original:

Propylaen Weltgeschichte

§

Im preso en España Printed in Spain E S P R O P IE D A D V ersión original: V erlag U llstein G m bH , Frankfurt a. M. / Berlín, 1962 V ersión cast.: Espasa-Calpe, S. A . M adrid, 1988 D ep ó sito legal: M. 50-1985 IS B N 8 4 -2 3 9 -4 4 0 0 -X (Obra com pleta) ISB N 8 4 -2 3 9 -4 407-7 (T om o III-2) T alleres gráficos de la Editorial Espasa-C alpe, S. A . Carretera de Irún, km. 12,200. 28049 Madrid

INDICE P á g in a s

EL M UNDO HELENÍSTICO, por C. Bradford W elles.............................

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A lejandro conquista el trono y el ejército, 445.— O cupación de A sia M e­ nor, 451.— La guerra contra D arío III, 454.— E l ataque contra A sia central, 463.— La India y el final de la expedición, 469.— La herencia de A lejandro M agno, 477.— Ma­ trim onios y dinastías, 487.— E l desarrollo d el sistem a estatal h elen ístico, 495.— Es­ tados y coalicion es en G recia, 503.— P tolom eos y seléucidas, 510.— La primera inter­ vención de R om a, 522.— Fin del equilibrio de potencias, 527.— D e C inoscéfalos a A p am ea, 531.— La M acedonia rom ana, 536.— A n tíoco IV E pífanes, 542.— Dinastías en ruinas, 546.— La desaparición de los atálidas, 549.— M itrídates V I Eupátor contra R om a, 554.— E l fin del reino seléucida, 558.— El final del helenism o político, 563.— Cri­ sol étnico y cultural, 567.— La esclavitud com o m edio de helenización, 572.— Eco­ nom ía y técnica, 577.— C ínicos, estoicos, epicúreos, 582.— Los progresos d e las ciencias, 588.— R eyes divinos y divinidades más universales, 593.— Prosa y poesía, 599.— La escultura: del m ito al m undo cotidiano, 605.— M ejores m oradas para los dioses y los hom bres, 611.

LA HERENCIA HELÉNICA, por Olof G ig o n ...........................................

619

La herencia de los griegos, 621.— R eligión , culto, m ito y teología, 627.— El griego y los dem ás, 633.— Política y E stado, 636.— La naturaleza viviente, 644.— D om in io de la naturaleza y conocim iento del ser, 646.— Los id eales, 650.— Fama e inmortali­ dad, 651.— P oder y d erecho, 654.— R iqueza y naturaleza, 657.— E l placer: la ética d e la tem planza, 658.— La forma d e vida de la teoría, 661.— H om ero y la novela griega, 668.— H esíod o y la poesía didáctica, 677.— La lírica griega: canto, epigrama y elegía, 682.— La tragedia, 689.— Los clásicos de la com edia ática, 699.— Historiografía y biografía, 704.— El arte de argum entar, 714.— Las ciencias prácticas, 717.— La filosofía, 722.

SINOPSIS HISTÓRICA, por Heinz y Christel Pust....................................

733

ÍNDICE O NO M ÁSTICO ....................................................................................

743

FUENTES D E LAS ILUSTRACIONES

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EL MUNDO HELENÍSTICO PO R

C. B radford Welles

A lejandro conquista el trono y el ejército

Alejandro Magno, hijo del rey Filipo II y de la princesa epirota Olimpia, fue coronado rey de los macedonios en el mes desio (mayo o junio) del año 336 a.C. en circunstancias insólitas y significativas. Filipo II había conseguido muchas cosas para Macedonia. En el año 359, a la edad de veintitrés años, había asumido la regencia en nombre de su so­ brino Amintas en unos momentos en que Macedonia era amenazada por mu­ chos enemigos y la dinastía argéada podía imponerse difícilmente frente a otros príncipes que le disputaban el trono. Tras algunos éxitos, había asu­ mido el título de rey y en veinticuatro años de reinado había llevado a Mace­ donia a una hegemonía indisputada sobre el mundo griego. Al Norte y al Oeste, los estados tracios e ilirios eran sus vasallos; además era la cabeza de la anfictionía de Delfos y de la confederación de tribus y ciudades de los tesalios y helenos. Podía contar con estas considerables fuerzas cuando inició sus preparativos para la misión que se había impuesto como primera meta: la guerra contra Persia. Todavía no había cumplido cincuenta años cuando, en la plenitud de su capacidad física y mental, cayó bajo el puñal de un asesino. Poco después de su subida al trono, Filipo se había casado con Olimpia, una hija del rey Neoptolemo de Epiro. El casamiento tuvo motivos políticos. Ambas casas reales se proclamaban descendientes de Zeus: los argéadas, a través de Hércules; los epirotas, por intermedio de Aquiles; y con esta unión dinástica, Filipo consiguió establecer unas valiosas relaciones en Tesalia. De su matrimonio con Olimpia nacieron dos hijos: Alejandro, en el 356, y Cleo­ patra, aproximadamente un año después. Pero la monogamia no era una de las costumbres tradicionales de los argéadas y pronto encontró Filipo otras mujeres en Tesalia y Tracia, probablemente concluyendo también en estos casos útiles alianzas políticas, y tuvo otros hijos. Sin embargo, el hijo prefe­ rido de Filipo fue siempre Alejandro, que recibió la educación que corres­ pondía a un futuro rey: se le instruyó en las artes de la guerra y el filósofo Aristóteles le inició en la ciencia del mundo griego. En la batalla de Queronea tuvo el mando del ala izquierda del ejército macedonio (con toda proba­ bilidad, bajo el ojo atento del general Parmenión) y aniquiló el frente tebano con una carga de su caballería, formada probablemente de tesalios, ya que es de suponer que la caballería macedonia, los hetaíroi, luchara en el flanco de-

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recho al lado de Filipo. El rey, generosamente, renunció a atacar y se con­ formó con mantener a raya a los atenienses, permitiendo así a Alejandro re­ coger la gloria de la victoria. No obstante, después de estos primeros triunfos, Alejandro fue relegado a un segundo plano. Para estrechar los lazos con la aristocracia macedonia, probablemente con vistas a la inminente campaña militar en Asia, Filipo des­ posó a una noble macedonia, Cleopatra. Ignoramos los orígenes de la familia de Cleopatra; en todo caso, sabemos que era sobrina y pupila del general Atalo, que había desposado a una hija de Parmenión. Este nuevo matrimo­ nio fue saludado con entusiasmo en Macedonia, donde la epirota Olimpia nunca había sido popular; alguno incluso se atrevió a expresar la esperanza de que Filipo tuviese ahora un heredero legítimo, esto es, de pura sangre ma­ cedonia. Olimpia se retiró llena de ira a Epiro y Filipo, sin duda, respiró ali­ viado. Menos le alegraría que Alejandro se pusiera del lado de su madre, y se exiliara con ella. Es significativo de la actitud del joven príncipe el hecho de que, de los cinco amigos que le acompañaron, tres pertenecían a la cate­ goría de lo que los macedonios llamaban «griegos», al ser hijos de familias griegas que se habían establecido en Anfípolis por invitación de Filipo; aun siendo macedonios de derecho, nunca habían sido aceptados como tales en Macedonia. Esta defección del único hijo adulto y capaz de dirigir tropas, precisa­ mente en vísperas de la partida para una campaña ambiciosa y peligrosa, co­ locó a Filipo en una situación embarazosa, y le indujo a superar el conflicto. Concluidos los últimos preparativos de guerra, mientras se desplegaban las fuerzas y llegaban embajadores de todas las regiones aliadas y sometidas para desearle al rey un feliz término de la guerra, Filipo organizó en Egas, el tra­ dicional santuario nacional de Macedonia, una gran fiesta en honor de los doce dioses, en la que Filipo sería celebrado como la decimotercera divinidad presente. Filipo tenía razones para estar satisfecho: Olimpia había dado su consentimiento al matrimonio de Cleopatra, su hija, con su tío Alejandro, heredero al trono de Epiro; Alejandro de Macedonia fue a la boda acompa­ ñando al novio epirota. Probablemente el matrimonio debía ser proclamado en el teatro, durante las solemnidades en las que la fiesta debía culminar y que habrían comenzado al amanecer. Mucho antes del alba ya estaban todos los lugares ocupados. Filipo, que en circunstancias normales hubiera estado rodeado de sus amigos que le ser­ vían como escolta, había sido convencido para que llevara a cabo un gesto espectacular de confianza; envió por delante a sus amigos y él mismo los si­ guió a cierta distancia caminando entre los dos Alejandros, su hijo y el fu­ turo yerno. En aquel momento avanzó el asesino, Pausanias, y le clavó un puñal a Filipo. Mientras los consternados amigos de Filipo se agrupaban en torno al rey, herido de muerte, tres amigos de Alejandro se abalanzaron con las armas en la mano sobre Pausanias y lo mataron. Posteriormente, todos corrieron al pa­ lacio de la ciudadela, mientras Alejandro, hijo del príncipe Eropo de Lincés•tide, fue el primero en saludar como rey a su homónimo. Acto seguido se abrió una investigación y todos los implicados en la conjura fueron ajusti­ ciados inmediatamente. Entre los condenados se hallaban Amintas, primo de Alejandro, del que Filipo había sido tutor y cuya propia pretensión al trono

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estaba suficientemente fundamentada; su hermanastro Carano y los dos her­ manos mayores de Alejandro de Lincéstide. Cleopatra, la mujer de Filipo, y su hijo, un niño de pocos meses, fueron asesinados por Olimpia; el tío de Cleopatra, Atalo, que se encontraba en Asia Menor al mando de un ejército macedonio, fue víctima de un atentado. No se necesita mucha fantasía para hacerse cargo del espanto y descon­ cierto de los macedonios. Pocos debieron poner en duda que el asesinato de Filipo había sido organizado por Alejandro. El motivo aparente de la ene­ mistad de Pausanias contra Filipo venía de muchos años atrás; en realidad, no había sido Filipo quien cometió una injusticia con Pausanias, sino Atalo, el tío de Cleopatra. Pausanias procedía del distrito montañoso occidental de la Oréstide, lo mismo que Perdicas, uno de los tres que lo asesinaron. Per­ dices y sus cómplices, Leonnato y Atalo, hijo de Andrómenes y cuñado de Perdicas, se contaban entonces entre los amigos más íntimos de Alejandro. La muerte sustrajo a Pausanias al interrogatorio y la tortura. Era evidente que los ajusticiados no habían contado con la muerte de Filipo y que no es­ peraban nada de ella; uno de ellos era enemigo de Pausanias. El beneficiario inmediato era, como es obvio, Alejandro, que, por lo demás, no habría con­ tado con otra ocasión. Una vez en marcha la expedición, Filipo hubiera estado fuera de su campo de acción. Es desagradable pensar en Alejandro in­ citando a Pausanias a matar a su padre y después convirtiéndolo en el chivo expiatorio, pero hay claros indicios que corroboran esta pérfida maniobra. El episodio demuestra una vez más que entre los macedonios no podía esperarse la buena armonía. El mismo Alejandro llegó a definir a los macedonios como fieras salvajes y sabía bien que sólo con la inocencia no se podía ser rey de los macedonios. Con la muerte de Filipo, su reino se resquebrajó, ya que estaba ligado a él por lazos personales y no fundamentado en un estado del pueblo macedo­ nio. A muchos les debió de alegrar que Alejandro hubiera aniquilado a los otros pretendientes al trono: al menos, ya no habría más dudas sobre la suce­ sión. Los propios syntrophoi de Alejandro, los jóvenes nobles que habían sido educados en la corte con él, contribuyeron decididamente a consolidar el control de Alejandro y fueron apoyados por Antipatro, el gran general de Fi­ lipo. Filotas, el hijo de Parmenión, era amigo de Alejandro, y el mismo Parmenión permitió o inspiró la muerte de Atalo, su yerno, que fue asesinado por Hecateo, hombre de confianza de Alejandro. Sin embargo, en el ejér­ cito, que veneraba a Filipo, reinaba una evidente agitación. Pero Alejandro recurrió al método más seguro para restablecer la disciplina, no dejándolo inactivo. El primer problema, sin duda, era de naturaleza política: restablecer la posición de Filipo en Macedonia y en Grecia. Macedonia no tenía ninguna constitución escrita y la posición del rey dependía de la aprobación de las fa­ milias nobles que regían las tribus y del consenso del pueblo macedonio. La voluntad común se expresaba en el ejército, con los nobles concentrados en los escuadrones territoriales de los «compañeros a caballo» (hetaíroi) y la masa del pueblo encuadrada igualmente sobre base territorial, en regimientos de infantería pesada, los llamados «compañeros a pie» (pezétairoi). Reunido en asamblea de masa, el ejército tenía el derecho tradicional de aclamar al nuevo rey o de juzgar y mandar a la muerte a aquellas personas acusadas de

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complot contra el rey. Como los verdaderos o supuestos asesinos ya estaban muertos, Alejandro solamente tuvo que dar a conocer su punto de vista y asegurar al ejército que el cambio en la persona del rey no significaba cambio en la política. Además, como ya se había asegurado el apoyo de los nobles, no hubo ninguna dificultad. En la línea sucesoria legítima, Alejandro no te­ nía rival, y entretanto había demostrado con creces sus cualidades militares que garantizaban el éxito en la guerra contra los persas. La guerra prometía perspectivas de gloria y sobre todo de ganancias materiales, tan queridas a los macedonios. Los preparativos todavía duraron algunas semanas: hubo tiempo sufi­ ciente para que se extendiera por toda Grecia la noticia de la muerte de Fi­ lipo, pero no para organizar una revuelta concertada; además, las embajadas griegas que habían llegado a Egas antes del asesinato de Filipo podían ser utilizadas como rehenes. Si exceptuamos quizá Tesalia y Ambracia, donde fue expulsada la guarnición macedonia, Alejandro no se encontró con ningún tipo de resistencia cuando avanzó hacia el Sur con su ejército. En Tesalia tuvo el apoyo de los parientes de su madre, los aleúadas de Larisa, uno de los cuales, Medio, hijo de Oxíntemis, era amigo personal de Alejandro. Al final, los tesalios reconocieron el derecho de hegemonía de Alejandro sobre Grecia y probablemente le eligieron presidente de la Confederación tesalia. El apoyo de los tesalios le abrió el camino de las Termopilas y de Delfos; también la anfictionía délfica lo acogió favorablemente. Una vez en Grecia central, Alejandro pudo fácilmente restablecer el orden en el resto: Ambra­ cia pidió perdón y fue perdonada; Tebas, Ateneas y los estados menores se sometieron. En Corinto se reunió la asamblea de la Liga griega con la parti­ cipación de todos los estados del Peloponeso, salvo Esparta. Alejandro fue elegido jefe de la misma para luchar contra Persia. Se hicieron planes de gue­ rra y, aunque Alejandro no pudiera fijar aún una fecha para la invasión, se recaudaron las aportaciones de los diferentes estados para financiar la cam­ paña. Posteriormente, la Liga pondría a su disposición siete mil soldados de infantería y mil jinetes. En el otoño del año 336, Alejandro regresó a Macedonia para ocuparse de los preparativos militares. Para asegurarse la fidelidad y el apoyo de los tracios y de los ilirios no bastaba la diplomacia. El innato espíritu de inde­ pendencia de las tribus continuaba vivo, y los recientes movimientos de los celtas hasta el Danubio habían aumentado el desorden. Hacía ya veinte años que los peonios eran súbditos de Macedonia, y el rey de los agrianes, Longaro, amigo de Alejandro, se había unido a él con sus tropas, pero no podía confiarse en el reino de los odrisios, conquistado por Filipo tan sólo cinco años antes. Era necesario que Alejandro ofreciese a todos estos pueblos y a los mismos macedonios una demostración de su capacidad de estratega. La espera no fue larga. Antipatro había quedado en Macedonia con funC 3nes de virrey; Parmenión se hallaba en Asia Menor con el ejército. Con 1 clámente una parte del ejército macedonio, reforzado con un regimiento de arqueros y honderos y con los agrianes de Longaro, Alejandro avanzó, a co­ mienzos de la primavera, hacia el Norte. Era su primera experiencia con uni­ dades de combate compuestas de armas combinadas, pero en seguida demos­ tró que sabía usarlas hábilmente; incluso la infantería pesada y la caballería macedonia demostraron disciplina y capacidad. Los desfiladeros de los Bal­

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canes estaban cerrados por los tríbalos, que emigraban hacia el Sur, y que se sentían confiados por la parcial victoria alcanzada sobre Filipo cuatro años antes. La táctica de estos agrestes montañeses consistía en lanzar por las pen­ dientes grandes carros contra los destacamentos que ascendían por ellas para combatirlos, pero los soldados de Alejandro los esquivaban ágilmente o se arrojaban al suelo protegiéndose bajo los escudos. Una vez que Alejandro superó el paso, envió a sus arqueros contra el grueso de los enemigos, atrin­ cherados en un barranco en la depresión del río. Frente a la falange, los trí­ balos eran impotentes y fueron aniquilados en gran número. Alejandro necesitó sólo tres días para alcanzar el Danubio, en donde los tríbalos habían puestos al seguro, en una isla, a sus mujeres e hijos; en la otra orilla del Danubio, los getas habían desplegado una parte de sus fuerzas. No tuvo éxito un primer ataque a la isla con la ayuda de barcos de guerra v e­ nidos de Bizancio; pero Alejandro transportó de noche al otro lado del río caballos y hombres sobre barcas y balsas improvisadas y los getas huyeron. Aislados, los tríbalos terminaros por capitular. Orgullosos pero aterrorizados, los celtas enviaron mensajeros a Alejandro. También los odrisios probable­ mente se apresusaron a hacer acto de sumisión. Alejandro se había revelado un comandante pleno de recursos, demostrando a los macedonios que sabía obtener victorias decisivas sin grandes pérdidas. Esto era lo que importaba sobre todo y, por lo demás, el botín era considerable. Tras su regreso al territorio de los agrianes, Alejandro supo que Clito, rey de los ilirios, había formado una coalición contra él y comenzado su ofen­ siva ocupando la fortaleza macedonia de Pelio, en el valle del Erigón. La coalición estaba formada por Glaucias con los taulantios al Occidente y por los autariatas al Norte. Alejandro debía caer en una trampa. Con un gesto característico en él, aceptó la provocación y la convirtió en ventaja. Dejó que los agrianes se ocuparan de los autariatas y avanzó con la intención de con­ quistar Pelio, por el valle del Erigón, entre el río y las montañas, en donde le acechaban las tribus enemigas. La empresa podía concluir en un desastre, pero triunfó la disciplina y la capacidad de maniobra de las tropas macedonias. El enemigo fue atraído fuera de la ciudad y de las montañas; con la protección de sus arqueros y tiradores, Alejandro atravesó varias veces el río; el campamento enemigo fue sorprendido de noche y destruido. Clito y Glau­ cias huyeron, no sólo vencidos, sino humillados. Aunque Alejandro no tu­ viese tiempo de invadir sus tierras no se atrevieron a molestarlo más. El rey macedonio se había convertido en ídolo de sus soldados. No había tiempo que perder. Hasta Grecia había llegado la noticia de que Alejandro había muerto, y la Confederación helénica amenazaba con resque­ brajarse. La iniciativa fue tomada por Tebas, que atacó a la guarnición mace­ donia de la Cadmea. Si hubiese habido tiempo suficiente, habría avanzado de inmediato un ejército griego con contingentes de la Élide, Arcadia y Mesenia, y quizá hubiera atraído incluso a sus filas a los espartanos del Peloponeso y a los etolios y atenienses de la Grecia central. Contra la Confedera­ ción helénica de Alejandro, Tebas lanzó la consigna de la paz del rey, que prometía a todos los griegos la libertad. El Gran Rey puso a su disposición los medios económicos: Demóstenes pudo comprar para Tebas armas por va­ lor de trescientos talentos. Pero Alejandro no permitió que agruparan sus fuerzas.

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En siete días de marcha llegó a Tesalia con sus tropas, y seis días después se hallaba en Beocia. Tebas no había recibido ayuda alguna de sus aliados. También Alejandro disponía sólo de las tropas que había llevado a Tracia; y ni siquiera con los refuerzos procedentes de Fócide y Beocia podía, reunir grandes fuerzas. Por tal motivo, los tebanos se atrevieron a afrontarlo fuera de sus murallas; se batieron bien, pero desafortunadamente luchaban solos. En el punto culminante de la batalla, Alejandro mandó a su amigo Perdicas a la cabeza de sus tropas con el encargo de atacar una puerta del lado poste­ rior de la ciudad; Ptolomeo escribió más tarde que Perdicas había actuado por su propia cuenta, pero Ptolomeo no sentía simpatía alguna por Perdicas. Después que cayó la ciudad, los focenses y los beocios, enemigos mortales de Tebas, iniciaron una horrible matanza: debieron perecer unos seis mil hom­ bres y treinta mil fueron hechos prisioneros; sólo unos pocos lograron huir, buscando refugio, sobre todo, en Atenas. Por decisión de los miembros pre­ sentes de la Confederación helénica, la ciudad fue arrasada; únicamente se salvaron los templos y las casas de Píndaro y sus descendientes; los prisio­ neros fueron vendidos como esclavos. Este cruel arreglo de cuentas hizo que se extendiera por Grecia el pánico: todos los rebeldes se apresuraron a pedir la paz. Como de costumbre, A le­ jandro supo ser generoso y severo al mismo tiempo: dejó que los mismos ate­ nienses decidieran sobre el destino de sus dirigentes antimacedonios ; algunos huyeron a Persia; otros, como Demóstenes, que permanecieron en el país, no sufrieron daño alguno. Atenas podía ofrecer asilo político a los refugiados te­ banos. Entretanto, había llegado el otoño y Alejandro se hallaba en campaña desde hacía seis meses. Sin reunir en Corinto a los representantes de la Con­ federación helénica, hizo saber a los griegos que la guerra contra Persia co­ menzaría en la primavera siguiente; después dejó Grecia con su ejército para decicarse a los preparativos. Aunque Parmenión y Antipatro le instaban a desposarse para que diera a Macedonia un heredero al trono, Alejandro se negó, o porque le disgustaba el matrimonio o porque consideraba demasiado difícil encontrar una esposa políticamente adecuada. Los medios económicos para financiar la guerra eran más bien escasos, a pesar del botín traído de Tracia y Tebas; quizá la mayor parte de dicho botín había sido distribuida entre los soldados, con los que Alejandro siempre se mostraba generoso. La venta de los bienes de la corona consiguió dinero, pero no suficiente. Cuando, en abril del 334, se puso en marcha desde Pela hacia el Helesponto, Alejandro llevaba consigo pocos medios financieros y parece que incluso deudas. Pero había demostrado las cualidades que debían llevar a la con­ quista de Oriente: era inflexible, pero tenía el sentido de la medida; era sus­ ceptible hasta el exceso, pero al mismo tiempo generoso, conocía a fondo el oficio de las armas, sabía usar en. acciones combinadas sobre cualquier te­ rreno y en cualquier momento a los soldados de las distintas especialidades militares y demostraba frente a sus enemigos una superioridad no sólo mate­ rial, sino incluso mental. El ejército que hacia comienzos de mayo atravesó el Helesponto estaba lleno de fe y esperanza.

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Ocupación de Asia Menor Antipatro había quedado en Macedonia como virrey; debía ocuparse de mantener la paz en Europa y, en caso de necesidad, enviar materiales y hom­ bres de refuerzo. Como lugarteniente en el mando supremo, Alejandro llevó consigo a Parmenión. Una parte del ejército había tenido que permanecer en el país. Con Alejandro partieron seis unidades de infantería a los distritos montañeses bajo el mando de expertos oficiales — algunos de ellos amigos ín­ timos del rey— y la caballería de la nueva Macedonia, Botiea y Anfípolis, en seis escuadrones mandados por oficiales, aún por lo general, desconocidos. Además, Alejandro disponía del regimiento de infantería escogida de su guardia personal, los hypaspistaí, bajo el mando de Nicanor, hijo de Parme­ nión, y la caballería de la guardia, la ilé basiliké o ágema, a cuya cabeza se encontraba Clito el Negro, un hermano de la nodriza de Alejandro. Las tropas a caballo las dirigía Filotas, el segundo hijo de Parmenión. En batalla, Parmenión tenía el mando supremo sobre toda la infantería y el flanco iz­ quierdo del frente. Con razón, Alejandro podía pensar que la familia de Par­ menión tenía demasiada influencia. Además, otro de los comandantes era Ceno, un yerno de Parmenión. Con toda probabilidad, su mujer era la viuda de Atalo, al que Alejandro había mandado matar. A l comienzo de la campaña las tropas macedonias sumaban 12.000 in­ fantes y 1.800 jinetes, a los que se añadían aliados y hoplitas mercenarios con armaduras ligeras, tracios, lanzadores de jabalina, arqueros y los Utilísimos agrianes, que Alejandro mantenía constantemente a su lado. D e la caballe­ ría, los mejores eran los 1.800 tesalios, que combatían siempre en el flanco izquierdo; además había también jinetes aliados y mercenarios, la caballería ligera de los tracios y los peonios. En total, las fuerzas de combate, incluida la «artillería» o máquinas de guerra, sumaban aproximadamente unos 40.000 soldados; se incluía también en el ejército de Alejandro un destacamento téc­ nico de ingenieros y la pequeña escolta personal, compuesta de amigos leales a los que Alejandro confiaba misiones y mandos especiales. El séquito, que más tarde aumentaría en enormes proporciones, era al principio bastante pequeño. A él pertenecían los pajes reales, ayudas de cá­ mara, esclavos, amigos personales del rey, literatos y hombres de ciencia y el personal al que se confiaba el transporte del equipaje, las provisiones y, en ocasiones, incluso las máquinas de artillería y de asedio. Había muy pocas mujeres. Alejandro, en el invierno del 334 al 333, devolvió a la patria con permiso a los soldados recientemente desposados; más tarde, mientras el ejército avanzaba, el que quería podía tomar mujer o concubina. Bien pronto se formó también un contingente de prisioneros, a las órdenes de Laome­ donte, uno de los tres griegos que habían compartido el exilio con Alejandro en el 337. Bajo el mando de Parmenión, el ejército realizó la travesía de Sesto a Abidos, protegido contra la flota persa por una escuadra macedonia en la de­ sembocadura del Helesponto. También Alejandro atravesó el estrecho en aquel punto. Arrojando desde el barco a tierra su jabalina, tomó posesión simbólica de Asia; luego desembarcó con algunos amigos para dirigirse a Ilion, donde con Hefestión, su amigo más íntimo, ofreció víctimas en memo­ ria de Aquiles y Patroclo. D e la pared del templo de Atenea Alejandro tomó

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el supuesto escudo de Aquiles, que desde entonces fue llevado delante de él en batalla y lo sustituyó por el suyo. Tras haber efectuado este ritual simbó­ lico, se reunió de nuevo con sus tropas y partió hacia el Este para enfrentarse con los persas. Los persas sabían que Alejandro avanzaba y habían reunido un ejército considerable para hacerle frente. Todos los sátrapas de Anatolia estaban pre­ sentes: fundamentalmente, el ejército persa debía estar compuesto de sus fuerzas, luego reforzadas con unos 20.000 mercenarios griegos, bajo las ór­ denes de Memnón de Rodas. No existía un mando unitario, aunque Memnón, un año antes, había recibido la misión de enfrentarse a los generales macedonios Parmenión y Calas y tenía a sus órdenes las verdaderas tropas imperiales que intervinieron en la lucha. Según la tradición, él aconsejó al Gran Rey retirarse devastando el terreno antes de la llegada de las tropas de Alejandro, pero quizá se trata de una simple leyenda difundida tras la de­ rrota. En todo caso, los persas tenían suficientes tropas para vencer, si las hubieran empleado mejor. Pero las fuerzas de la excelente caballería irania fueron desperdiciadas inútilmente, y los mercenarios griegos ni siquiera en­ traron en batalla. Ambos ejércitos se encontraron en el río Gránico, aproximadamente a medio camino entre Abidós y Cízico, y más que una auténtica batalla fue un encuentro personal. Según una de las crónicas, Alejandro habría atravesado la corriente al anochecer con la columna sin pararse, y al llegar a la otra orilla se habría abierto camino luchando contra la caballería persa. Según otra cró­ nica más convincente, Alejandro habría atravesado el río de madrugada, sin encontrar resistencia; no obstante, habría sido atacado por los persas antes de que el grueso de sus tropas hubieran alcanzado la orilla enemiga. En cual­ quier caso, los sátrapas cometieron el error de atacar antes de desplegar su infantería. Tal vez esperaban matar a Alejandro y resolver así la cuestión o quizá demostraron simplemente su incapacidad. Alejandro avanzó por etapas desde el flanco derecho, con una formación mixta en vanguardia: caballería e infantería ligeras, un regimiento de la falange y un escuadrón de los hetaíroi. Cuando esta columna de ataque rompió el frente persa, Alejandro cargó oblicuamente hacia el centro con la caballería pesada, y después de un duro combate, en el que Clito salvó la vida a Alejandro, cortando el brazo de un atacante que ya le había golpeado, la caballería persa fue derrotada y huyó; los supervivientes buscaron la salvación escapando. A los mercenarios griegos, quizá tras una resistencia breve pero encarnizada, no les quedó más remedio que entregarse. Así, con pérdidas muy pequeñas, Alejandro había conquistado Asia Me­ nor. En Dión fueron erigidas estatuas de los caballeros que habían caído en la lucha. Los prisioneros fueron llevados a Macedonia como esclavos. A Atenas fueron enviadas trescientas armaduras para testimoniar que «Ale­ jandro y los griegos, pero no los lacedemonios», habían arrancado el botín a los bárbaros de Asia. En su avance hacia el Sur, en dirección a Sardes, A le­ jandro instaló a sus propios oficiales a la cabeza de la organización provincial persa. Las ciudades costeras de Asia Menor abrieron sus puertas a Alejan­ dro, y el rey macedonio, persuadido de que un cambio de gobierno garanti­ zaría su lealtad, estableció en ellas regímenes democráticos. Tan sólo Mileto, que creía poder contar con la flota persa, ofreció resistencia, pero fue con­

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quistada. Más tarde, Alejandro deshizo temporalmente su propia flota, dado que por el momento no era de ninguna utilidad, pero al año siguiente volvió a reagruparla. Halicarnaso fue defendida por las últimas fuerzas terrestres persas de Asia Menor, con el apoyo de la flota; pero las máquinas de asedio de Alejandro destrozaron las murallas de la ciudad y la guarnición hubo de ser evacuada por mar; los soldados que la componían tomaron parte en la gran ofensiva naval de Memnón, que tan sólo finalizó al año siguiente, con su muerte. Alejandro asignó Caria a Ada, última superviviente de la familia real, para cuya protección dejó un pequeño ejército con el encargo de con­ quistar la ciudadela de Halicarnaso. Parmenión, con el grueso del ejército y el séquito, regresó a Sardes y desde allí se dirigió a Gordión, donde pasó el invierno. En esta ocasión asedió la ciudadela sátrapa de Celene. En el otoño, Alejandro prosiguió hacia el Este a lo largo de la costa, mientras las ciudades de Licia se le sometían. El griego Nearco, amigo del rey desde su juventud, fue dejado aquí como sátrapa, con el encargo de im­ pedir a la flota persa el uso de estas bases: mientras la costa permaneciera en manos de los macedonios, la flota persa habría perdido sus vitales comunica­ ciones con Fenicia. D e allí Alejandro avanzó hacia el interior de Asia Menor a través de Panfilia y Pisidia, acompañado de tropas exclusivamente macedonias, apoyadas por arqueros y por agrianes: eran fundamentalmente las mismas fuerzas que había empleado en la campaña de Tracia del 335. Una expedición invernal en la montaña presentaba dificultades; sin embargo, A le­ jandro siguió adelante victorioso sin importantes combates; tan sólo en un punto los habitantes de una fortaleza ofrecieron una enérgica resistencia y dejaron perecer a sus familias en las llamas, según una costumbre licia, cuando se vieron en peligro de caer prisioneros. Mediado el invierno, Alejandro llegó a Gordión, donde se acercó a admi­ rar el nudo gordiano con el que el carro de Midas estaba atado ai yugo. Aquel que consiguiera deshacer el nudo sería, según rezaba la leyenda, rey de todo el mundo. Alejandro cortó el nundo con su espada, tal y como dicen la mayor parte de los cronistas. Aristóbulo, con mayor precisión, escribía que Alejandro quitó la clavija que sujetaba el yugo, y de esta manera puso al descubierto los extremos ocultos de la cuerda. Ptolomeo, en su historia, omite el episodio. Ya durante su vida los hombres veían en Alejandro sólo lo que querían ver. Parmenión era un organizador nato, y Alejandro encontró todo dispuesto para proseguir la marcha hacia el interior del imperio persa. Los recién ca­ sados, que habían sido enviados a sus casas con permiso, retornaron, y con ellos llegaron nuevas tropas, reclutadas principalmente en Macedonia. D u­ rante la ausencia de Alejandro, Parmenión había descubierto o inventado una conjura, en la que estaba implicado Alejandro de Lincéstide. Siguiendo las instrucciones secretas del rey, fue hecho prisionero y le fue arrebatado el mando supremo de la caballería tesalia, pero no fue procesado: probable­ mente, las acusaciones contra él eran infundadas, y Alejandro temía a la opi­ nión pública. Antes de que el rey macedonio abandonara Gordión, entregó la satrapía de Frigia al capacitado y eficaz Antigono, un amigo de su padre, que hasta entonces había dirigido la infantería aliada de la Liga helénica y que estaba destinado a tener una parte importante en la historia del período siguiente.

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Sin ninguna dificultad, el ejército atravesó los pasos montañosos que con­ ducían a Cilicia; durante la marcha, Alejandro recibió el acto de sumisión nominal de Capadocia. Como siempre, abría el camino con una vanguardia formada por los hypaspistaí, los hetaíroi o parte de ellos, los arqueros y los agrianes. Al comienzo del verano, el ejército entró en Tarso. Aquí, Alejan­ dro cayó gravemente enfermo, tal vez por bañarse, sudoroso y agotado por los esfuerzos de la marcha, en las aguas heladas del río Cidno. La situación era crítica, porque aunque habían llegado rumores sobre la muerte de Mem­ nón y sobre los éxitos de la nueva flota de Alejandro, dirigida por Anfótero, el hermano de Cratero, también se refería que el Gran Rey se acercaba desde Babilonia con un enorme ejército. Alejandro exigió de sus médicos un remedio drástico: Filipo de Acarnania se lo administró y el rey se recuperó rápidamente, gracias o a pesar de la me­ dicina. Más tarde, en la campaña de difamación contra Parmenión, se afir­ maba que éste había mandado una carta a Alejandro para ponerlo en guardia contra Filipo, y, por tanto, para privarle de toda posibilidad de sanar. La realidad es que Parmenión, que estaba con el grueso de las tropas, no podía haber sido informado en absoluto de la enfermedad del rey; si hubiera alber­ gado sospechas sobre la persona de Filipo, no habría esperado a referirlas hasta el momento en que Alejandro se disponía a beber la peligrosa medi­ cina; por lo demás, Alejandro había demostrado, en el caso de su homónimo de Lincéstide, hallarse dispuesto al instante a actuar ante la mera sospecha. En cualquier caso, Alejandro se encontró de nuevo en situación de recibir personalmente el sometimiento de las ciudades cilicias y de conducir una campaña de siete días contra las tribus occidentales. Dueño de toda la costa meridional de Asia Menor, nada le impedía ya dirigirse hacia el Sur.

La guerra contra Darío III Parmenión había iniciado el avance con las tropas sobre las que tenía el mando en batalla, esto es, la infantería de aliados mercenarios y la caballería tracia y tesalia: debía ocupar los pasos de la cadena del Amano para permitir que el grueso de las tropas pudiera atravesar sin obstáculos la llanura costera. De forma parecida había protegido en el 334 el flanco derecho de Alejandro en su avance por el valle del Meandro, y lo mismo se repetiría después de la batalla de Isos, junto a Damasco. Una vez que la columna principal de las tropas hubiera atravesado el valle, él debería unirse a ella con sus regi­ mientos; así, las diferentes unidades podrían ocupar ya durante la marcha las posiciones que se les había adjudicado en el orden de la batalla. La conse­ cuencia fue que el camino por las montañas hacia la costa quedó expedito: los persas, que avanzaban desde Mesopotamia, atravesaron, por su parte, los desfiladeros y alcanzaron la costa junto a Isos, donde Alejandro había dejado una pequeña parte de su ejército, en parte enfermos y heridos. Los persas los exterminaron y cortaron las líneas de comunicación de Alejandro. Ante tal noticia, el macedonio dio la vuelta y retrocedió hasta el río Pinaro, en donde los persas habían construido fortificaciones entre los montes y la costa. Alejandro se encontraba en una posición difícil. Muchos críticos conside­ ran que cometió un grave error estratétigo. No obstante, en la Antigüedad se

G riegos y persas en la batalla del G ránico, A n atolia noroccidental. R elieve en m ármol del lla­ m ado sarcófago de A lejandro, finales del siglo iv a.C. E stam bul, M u seo A rqueológico.

La llanura de Sardes en A sia M enor occidental. A am bos lados de la carretera, el territorio de la ciudad antigua.

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opinaba que el error fue cometido por el Gran Rey, al concentrar sus enormes fuerzas en un espacio restringido, y que era probable que Darío hu­ biera caído en una trampa puesta por Alejandro. El rey macedonio había te­ nido que sacrificar los soldados dejados en Isos, que probablemente eran más bien tropas de guarnición ineficaces para el combate que enfermos inutilizables; pero Alejandro no era sentimental. Había conseguido empujar a Darío a una posición donde los persas no podían luchar con éxito pero también donde su propio ejército se veía en una situación en la que debía batirse bien para salir con vida. Había repetido casi el tan admirado gesto de Agatocles en Africa, cuando incendió sus naves, con las que sus guerreros hubieran po­ dido regresar. Alejandro sabía que podía confiar en sus macedonios, mien­ tras tenía razones para dudar de los aliados y mercenarios griegos, que toda­ vía no habían probado su eficacia en combate. Es significativo que colocase en el ala izquierda cuatro regimientos de la falange macedonia, bajo el mando de Cratero, el más experto de sus generales: estos regimientos debían demostrar a los griegos lo que se esperaba de ellos. lo d o transcurrió según lo previsto. Mientras Parmenión y Cratero mante­ nían a raya a la infantería pesada de los persas, los mercenarios griegos y los carducos, Alejandro hizo retroceder hacia la montaña el ala izquierda persa con su caballería ligera apoyada por los arqueros, lanceros y agrianes, y lanzó luego un ataque contra el centro de las tropas persas con la caballería pesada de los hetaíroi y dos regimientos de la falange. Era el mismo «ataque obli­ cuo» que había tenido tanto éxito en el río Gránico y que más tarde sería empleado también en Gaugamela. Ante el peligro de verse rodeados y empu­ jados hacia el mar, los persas tuvieron que abandonar sus posiciones y reti­ rarse en desbandada. Hasta muy entrada la noche, Alejandro persiguió con su caballería a Darío y consiguió separarlo de sus tropas, que retrocedían ha­ cia el Norte; tan sólo una columna de mercenarios griegos, bajo el mando de un exiliado macedonio llamado Amintas, rompió las líneas de Alejandro y al­ canzó Trípoli, la base de la flota persa en Fenicia. Allí los griegos quemaron todas las naves que no podían usar y se hicieron a la mar con el resto de la flota en dirección a. Egipto, que Amintas quería mantener como sátrapa pro­ visional. Por suerte para Alejandro, los egipcios destruyeron las tropas de Amintas: el Gran Rey no podía contar ya con encontrar en Egipto una adhe­ sión segura. El resto de los comandantes persas, a través de Capadocia, donde fueron recibidos amistosamente y pudieron alistar nuevos soldados, atravesaron, con dos columnas, la mayor parte de Asia Menor: una columna avanzó por el va­ lle del Meandro; la otra, compuesta principalmente por paflagonios, se diri­ gió por la Frigia del Helesponto contra el sátrapa Calas. Al final, el ataque fue rechazado con la ayuda de Balacro, sátrapa de Cili­ cia, que conquistó Mileto; tres grandes victorias fueron atribuidas a Anti­ gono, que probablemente tenía el mando supremo. Estas batallas duraron toda la primavera del 332. El gran ejército persa se había dispersado en pequeños núcleos y Alejan­ dro durante cierto tiempo no tenía que temer ninguna nueva amenaza mili­ tar. Para reunir y formar el ejército que condujo hacia Grecia, Jerjes había necesitado cuatro años; a Darío le bastaron dos para volver a combatir. Además, Alejandro había capturado a las mujeres del harén de Darío y a no­

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bles persas, entre quienes se encontraban la madre, la mujer y los tres hijos pequeños del Gran Rey. Se encontraba así en una posición lo suficiente­ mente fuerte como para imponer a Darío sus condiciones. El Gran Rey in­ tentó conocer por vía diplomática las condiciones en las que Alejandro esta­ ría dispuesto a tratar. Pero el rey macedonio no aceptó ninguna negociación. Se comportó con la familia real de modo honorable y humano, actitud que fue alabada tanto en la Antigüedad como en época moderna por todos aque­ llos que ignoraban el destino del resto de las mujeres persas apresadas. La familia de Darío tenía, evidentemente, un gran valor como rehenes. Alejandro podía avanzar hasta Babilonia y Susa sin encontrar resistencia, pero por el momento prefirió dirigirse primero hacia Fenicia y Egipto, donde tenía otros problemas que resolver. La flota persa que tenía sus bases en Chi­ pre y Fenicia, existía aún; por otra parte, las provincias levantinas y Egipto eran importantes fuentes de abastecimiento y habrían podido ser ocupadas por uno de sus generales si Alejandro hubiese querido disfrutar rápidamente la victoria y conquistar las capitales persas; pero quizá no confiaba en sus ge­ nerales, ni siquiera en Parmenión; o tenía otra razones — curiosidad o interés religioso— que lo empujaban a hacerlo personalmente. Envió a Parmenión con fuerzas de cobertura a Damasco, donde, por una casualidad afortunada, fue capturado intacto el convoy militar persa, y él mismo se puso en camino hacia el Sur. No encontró ninguna resistencia: los príncipes fenicios y chi­ priotas se sometieron y entregaron los barcos apenas tocaron en sus puertos. La batalla de Isos había tenido lugar en el tardío otoño y ya había comen­ zado el invierno. Alejandro llegó a Tiro durante la gran fiesta anual de Melqart, que se celebraba durante el solsticio de invierno, y rogó que le permi­ tieran asistir a la fiesta y ofrecer sacrificios, ya que Melqart era Heracles, su antepasado. La petición parecía inocente hasta que Alejandro declaró que no quería comparecer sin una escolta armada» Tiro era una isla bien defendida por barcos y murallas y podía confiar en evitar una ocupación en tanto no dejara entrar a ningún enemigo armado. A Alejandro se le exigió sacrificar sobre tierra firme, en la Tiro más antigua, y la ciudad se declaró dispuesta a aliarse con él. Alejandro debía decidirse. Es difícil creer que considerase a Tiro como un enemigo peligroso o tuviese necesidad urgente de botín; su or­ gullo indomable y el deseo de intentar lo imposible le empujó a someter la ciudad a un asedio que debía durar siete meses. Tiro ocupaba completamente la pequeña isla. Sus murallas se levantaban a lo largo de la costa e incluso los dos puertos estaban fortificados y cerrados por malecones flotantes. Para conquistar la ciudad era necesario construir desde tierra firme un malecón de unos 800 metros de longitud, y Alejandro lo hizo; desde entonces, Tiro se convirtió en una península y así ha permane­ cido hasta hoy. La construcción del malecón costó mucho tiempo, sobre todo porque los hombres ocupados en su construcción eran atacados constante­ mente por las naves de Tiro. Tan sólo en primavera pudo Alejandro reunir una flota y cercar a sus enemigos. La empresa de Alejandro tenía ciertos visos de sacrilegio y el enojado Poseidón reaccionó desencadenando no sólo tempestades invernales, sino también enviando un mostruoso cetáceo. Ambos contendientes dieron prueba de coraje y de astucia, como refieren amplia­ mente nuestras fuentes de información. Hubo un momento en que Alejan­ dro, aburrido, abandonó Tiro y emprendió una breve campaña contra las

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tribus montañesas del sur del Líbano, dejando el mando a Perdicas y Cra­ tero, ya que Parmenión estaba todavía en Damasco. En otra ocasión cayó en una gran depresión; su amigo Amintas, hijo de Andrómenes y hermano mayor de aquel Atalo que había matado al asesino de Filipo, tuvo que inyec­ tarle nuevo coraje. Las preocupaciones de Alejandro no acabaron tampoco cuando se ter­ minó la construcción del malecón, ya que no era lo suficientemente ancho para iniciar un ataque contra la ciudadela. Fue necesario asaltar la muralla desde el mar, montando las torres y máquinas de asedio en embarcaciones atadas unas a otras; y era difícil llevar estos artefactos lo suficientemente cerca de la muralla para que el ataque fuese eficaz. Destacamentos de buceadores de ambas partes estaban constantemente ocupados en disponer o reti­ rar los obstáculos submarinos. Tuvieron lugar enérgicos enfrentamientos. Por último, los macedonios abrieron una brecha en la muralla, las torres flotantes fueron puestas en posición de combate y la infantería macedonia inició el ata­ que final. Por un puente tendido entre una de las torres y la muralla, Alejan­ dro se lanzó con un batallón de hypaspistaí, mientras la flota fenicio-chipriota rompía las defensas del puerto, y comenzó la masacre. Tan sólo se salvaron aquellos que habían encontrado refugio en los templos. D os mil soldados ti­ rios fueron crucificados, y trece mil mujeres y niños vendidos como esclavos. La ciudad fue reconstruida y repoblada; se liberó el «Apollo Philalexander» que los tirios habían atado con cadenas de oro para que no los abandonase, y Alejandro pudo finalmente ofrecer su sacrificio a Melqart. La conquista ha­ bía costado un alto precio que ciertamente no merecía. Prosiguiendo la marcha hacia Egipto, Alejandro encontró resistencia sólo en Gaza, cuya conquista, menos difícil que la de Tiro, era más necesaria, ya que Gaza cerraba el camino a través de la península del Sinaí. La ciudad fue defendida encarnizadamente por un eunuco persa de nombre Betis; y como se alzaba sobre una colina de arena, los asaltantes encontraron enormes difi­ cultades en la excavación de trincheras y galerías y en la utilización de má­ quinas de asedio. Alejandro fue herido, pero pudo, no obstante, con el em ­ pleo combinado de la artillería y de las máquinas de asedio, asaltar las mura­ llas. La ciudad fue transformada en una base militar. Según algunos autores, Alejandro, enfurecido por la pérdida de tiempo que había supuesto el asedio, habría arrastrado vivo tras de su carro a Betis. A comienzos del otoño del 332, cuando la crecida del Nilo estaba ba­ jando, Alejandro entró en Egipto. El sátrapa que había sido nombrado en sustitución del caído en la batalla de Isos entregó el país sin combatir, al no contar con fuerzas a su disposición. Recibido amistosamente por los egipcios, Alejandro se dirigió a Menfis y ofreció a Apis el sacrificio real. Con toda probabilidad fue coronado como faraón según el rito egipcio y se ocupó in­ tensamente de los problemas administrativos y diplomáticos. Sin embargo, dejó pronto los asuntos de Estado en manos de Parmenión, que lo había al­ canzado en Gaza, y se concentró en la verdadera misión de su campaña egip­ cia. Con una pequeña escolta de amigos y soldados visitó el oráculo de Amón, en el oasis de Siwa. El oráculo, situado en un lugar románticamente remoto del desierto libio, participaba de la sabiduría de Egipto, sin ser verda­ deramente egipcio. Entre los griegos disfrutaba de un enorme prestigio y era regularmente consultado en ocasiones importantes. Si la Pitia de Delfos había

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tenido razón al declarar invencible a Alejandro, ahora era el momento de consultar a Amón sobre futuros planes. Quizá Alejandro quisiera dirigir otras preguntas al oráculo. En el pensa­ miento religioso griego, la procreación divina era hecho común, y Olimpia, inclinada al misticismo y llena de ambiciones para su hijo, no tenía razón para exaltar la memoria de Filipo. En todo caso, se difundió la general con­ vicción de que Alejandro, a su entrada en el templo, fue llamado hijo por Amón, el cual le aseguró además que vencería a cualquier enemigo. Esto fue suficiente para Alejandro. Pero la pretendida paternidad de Amón, aunque bien aceptable según las concepciones griegas, debía turbar las relaciones de Alejandro con sus macedonios, que adoraban a Filipo y querían conservar a Alejandro como uno de los suyos. El episodio de Siwa fue objeto de vivas discusiones. Ya en la Antigüedad circulaban múltiples versiones sobre la visita a Amón, y lo único cierto es que esta visita tuvo lugar realmente. No sabemos quién acompañó a Alejan­ dro: tal vez Hefestión, Leonnato, Lisímaco y otros de sus amigos íntimos. Ptolomeo, que probablemente no estuvo en la expedición, no ha referido quién componía el séquito y mandaba la escolta militar. Si, como es posible, eran los hetaíroi a las órdenes de Filotas y los pezétairoi mandados por Nica­ nor o Perdicas, habría tenido buenas razones para callar los nombres. Por al­ gún motivo especial, el historiador refirió, por el contrario, en contraste con otros testimonios, que Alejandro volvió de Siwa a Menfis directamente a través del desierto, en lugar de utilizar el camino costero que había recorrido en el viaje de ida. Mientras éste había sido extraordinariamente dificultoso por las tormentas de arena y la escasez de agua, tan sólo aliviada por una llu­ via providencial y por otras muestras del favor divino, el retorno transcurrió sin ningún incidente. Antes o después de la visita al oasis, Alejandro trazó y dirigió la construc­ ción de una ciudad al oeste del delta del Nilo, entre el lago de Mareótide y el mar, en un lugar donde la isla de Faro podía ser unida a la tierra firme me­ diante un malecón y ofrecer, como en Tiro, dos puertos seguros. Construida por Cleómenes en los años siguientes, Alejandría, la primera y más afortu­ nada de las ciudades que llevaban el nombre de Alejandro, se convertiría en la capital de los Ptolomeos y en la ciudad más importante del Occidente helé­ nico. Unida al Nilo por un canal, la nueva ciudad facilitaba la comunicación entre Egipto y el Mediterráneo y al mismo tiempo servía bien como centro comercial y administrativo. Al comienzo de la primavera del 331, Alejandro se hallaba dispuesto para continuar su marcha hacia Oriente. Sus conquistas estaban aseguradas. En Grecia había sido establecida la paz en todos los lugares donde había sido posible, de tal manera que, cuando Agis de Esparta se sublevó algunos meses más tarde contra Macedonia, encontró sólo unos pocos partidarios. Las satra­ pías estaban en manos de hombres en los que Alejandro podía confiar de momento y el dominio sobre Egipto estaba garantizado por un prudente re­ parto del mando: dos macedonios se dividían el mando supremo de las tropas de ocupación; un tercero estaba al frente de la flota; otros dos controlaban con sus guarniciones las ciudades de Menfis y Pelusio; además, había tropas de mercenarios a las órdenes de un griego de Etolia; la administración civil estaba confiada a dos griegos y un egipcio. Si luego Cleómenes de Naucratis

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demostró ser el más capaz y concentró en sus manos los poderes más grandes, no es probable que fuera nombrado sátrapa; todos los hilos del mando convergían directamente en Alejandro, que sabía demasiado bien que en caso grave no podía confiar en nadie. D e forma parecida, al regresar a Tiro, nombró directores generales de las finanzas para Asia Menor y Le­ vante, que administrativamente estaban bajo la dirección de su amigo Har­ palo, el tesorero real, pero dependían directamente del rey. En Tiro ofreció sacrificios a Melqart-Heracles y recibió a una delegación de Atenas, a la que prometió la libertad de los atenienses hechos prisioneros en la batalla de Gránico, condenados a trabajos forzados en Macedonia. Tan sólo entonces estuvo dispuesto para emprender la lucha final contra el Gran Rey. Con cerca de 40.000 soldados de infantería y 7.000 de caballería, Alejan­ dro cruzó el Eufrates en Tapsaco en julio del 331 y atravesó Mesopotamia sin encontrar resistencia. Aunque después de Gránico sus fuerzas militares ha­ bían aumentado de número, Alejandro mantenía el mismo método de com­ bate, basado en el empleo coordinado de las diferentes armas. El rey, por el contrario, que había acampado en Babilonia con un gran ejército para diri­ girse posteriormente en dirección norte a las grandes llanuras más allá del Pequeño Zab, al este del Tigris, preparaba nuevos planes de batalla. En Isos el rey de Persia había confiado en vencer a Alejandro con la infantería pe­ sada, pero había sido rechazado y puesto en fuga por los hetaíroi, la guardia a caballo. Ahora, para esta ocasión, había reclamado de las satrapías supe­ riores enormes fuerzas de caballería ligera y pesada, incluidos también jinetes acorazados de la estepa. El terreno de batalla había sido elegido y preparado cuidadosamente. La falange de Alejandro debía ser contenida y dispersada por los carros persas de combate, equipados con guadañas, mientras las alas debían ser rodeadas por un regimiento masivo de jinetes iranios. Era un plan excelente y habría resultado si no lo hubieran obstaculizado dos factores: de un lado, la dificultad de coordinar y controlar grandes unidades de caballería en acción; del otro, la fuerza de choque, irresistible, de los compañeros de Alejandro. Aunque el plan hubiera podido realizarse en la práctica, Alejan­ dro no habría tenido necesidad de atacar a los persas de noche, como sugería Parmenión, y «robarles», por así decirlo, la victoria: un proyecto de este tipo era bastante peligroso por otra parte, teniendo en cuenta las numerosas fuerzas y la gran movilidad de las tropas persas. Alejandro sabía que Darío se encontraría en el centro de la línea de batalla; allí podía y debía intentar una brecha, para obligar a Darío a dejar el campo de batalla. No necesitaba ocuparse de nada más, él resto era cuestión de maniobra. El eclipse lunar del 20 de septiembre fue considerado como una señal fa­ vorable y, en realidad, Alejandro se encontraba en una situación ventajosa. Bien es verdad que Darío había enviado por delante parte de la caballería a las órdenes de Mazeo, el sátrapa de Babilonia, como unidad de protección, pero no había logrado impedir que los macedonios vadearan el Tigris, con lo que había desperdiciado la ocasión de obstaculizar con maniobras perturba­ doras el avance de Alejandro, que pudo alcanzar sin obstáculos el campo de batalla cerca de Gaugamela y erigir un campamento fortificado. Darío, por su parte, desplegó sus tropas en orden de batalla cuando Alejandro se ha­ llaba tan sólo a unas pocas millas de distancia. Mazeo, que dirigía la caballe­ ría en el flanco derecho, tenía la misión de rodear a Parmenión y de arrollar

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la línea de batalla de los macedonios. Bessos, sátrapa de Bactriana, mandaba la caballería del ala izquierda, frente a Alejandro, mientras Darío ocupaba el centro con la infantería y la caballería de escolta, los mercenarios griegos y algunos elefantes. Su plan era semejante al desplegado por Alejandro en Isos, pero el macedonio, al fingir caer en la trampa, en realidad hizo fracasar el plan de Darío. En lugar de avanzar en línea recta, Alejandro se desvió hacia la derecha. La maniobra era peligrosa, porque alargaba peligrosamente el frente, pero con esta acción deshacía el plan de Darío. Si el Gran Rey quería mantenerse en el terreno elegido por él para la lucha, tendría que iniciar el combate no por el flanco derecho, como estaba planeado, sino por el izquierdo, contra el ala más fuerte de Alejandro. Después de un violento enfrentamiento de la caballería, los carros de combate persas con sus guadañas atacaron a la infan­ tería de escolta de Alejandro, pero el ataque se estrelló contra los macedo­ nios que combatían en orden desplegado y no provocó ningún daño. En este punto, entre el ala izquierda desplazada de Darío y su centro se abrió un va­ cío en el que se encajó Alejandro como en Gránico, con la caballería y la in­ fantería de escolta y cuatro regimientos de la falange. El centro persa, muy debilitado, no pudo resistir y Darío tuvo que huir para salvar la vida. La ba­ talla estaba decidida y poco importaba ya que el flanco izquierdo de Alejan­ dro se encontrara en serias dificultades. Al mismo tiempo que el ataque de Alejandro sobre el Gran Rey, la guar­ dia ecuestre del centro de Darío se había lanzado en un espacio abierto de la línea de combate de Alejandro y la atravesó al galope. Alejandro, como ex­ celente estratega, probablemente lo había previsto, porque de este modo la flor de la caballería persa le había dejado vía libre precisamente en el mo­ mento en que habría sido más necesaria. Entretanto, Parmenión, acosado por Mazeo, probablemente pidió a Alejandro una ayuda inmediata, que re­ sultó superflua: mientras Darío huía, Alejandro pudo, tal y como de cierto lo había previsto, desplazarse con sus disciplinada columna hacia la izquierda y enfrentarse a la caballería persa, que tornaba sobre sus pasos tras haber com­ prendido demasiado tarde su fatal error. Se combatió enérgicamente y muchos de los compañeros fueron muertos o heridos, entre ellos Hefestión, Ceno y otros oficiales; pero a los persas sólo les importaba escapar. También Mazeo intuyó que la partida estaba perdida y ordenó la retirada, frente a la resistencia desesperada de las tropas de Parmenión, especialmente los tesalios. La derrota provocó en los persas graves pérdidas. No obstante, como su ejército estaba compuesto en gran parte de regimientos de caballería, muchas unidades más o menos intactas pudieron retirarse con el rey a Arbela, y desde allí, reorganizados, huyeron a Media a través de los pasos de montaña. Por el contrario, Mazeo se retiró hacia el Sur para proteger su satrapía de Babilonia y luego abandonó la causa de Darío. Alejandro le recompensó ri­ camente y lo tomó a su servicio. Mientras que Parmenión se encargaba de recoger los despojos del campo de batalla y apoderarse del convoy del Gran Rey, Alejandro persiguió con su caballería a los persas que huían hasta Arbela. Darío con el ejército se había puesto a salvo, pero Alejandro se apoderó de su tesoro de guerra, que utilizó para recompensar generosamente a sus tropas: cada soldado recibió una suma que equivalía al doble e incluso al décuplo de la paga mensual. Desde

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Arbela, Alejandro se trasladó a Babilonia, que le fue entregada por Mazeo, hizo descansar al ejército y le dio otras pruebas de los tesoros reservados a los conquistadores de Asia. El lujo con que las tropas fueron recibidas, aga­ sajadas y mantenidas quizá pueda chocar a los moralistas, pero Alejandro co­ nocía a sus macedonios: ellos luchaban precisamente por eso, no por ideales abstractos. Desde entonces el ejército fue acompañado por un séquito cada vez más grande: las riquezas conquistadas, las mujeres y los esclavos captu­ rados y más tarde incluso sus hijos, hasta tal punto que el avance del ejército parecía más bien la migración de un pueblo. Alejandro era favorable a esta situación, no sólo para mantener alta la moral de las tropas, sino también porque quería que los soldados olvidasen Macedonia y consideraran el cam­ pamento como su propio hogar, que transmitiesen a la nueva generación sus propios lazos y no otros. Para Alejandro, Babilonia era importante también por otras razones. Ma­ zeo, el primer colaborador persa recompensado con la restitución de su anti­ gua satrapía, se convirtió en el modelo de los futuros administradores de los territorios conquistados. También en Babilonia conoció Alejandro a los «cal­ deos» o magos, cuya doctrina medio científica satisfacía un anhelo profundo de su naturaleza. Desde entonces el macedonio quiso que algunos de estos taumaturgos y astrólogos lo siguiesen en sus expediciones. El ataque contra Asia central Era el tardío otoño del 331 y Alejandro se dirigía hacia Susa en cortas etapas. Por el camino se le unieron refuerzos procedentes de Macedonia, que Antipatro había reclutado aun antes de saber del inminente ataque de Agis. Eran conducidos por Amintas, el amigo de Alejandro, que había asumido de nuevo el mando en la falange. La llegada de estas tropas proporcionó la oca­ sión para una reorganización del ejército. Ignoramos los detalles de la misma, pero en cualquier caso se crearon nuevos puestos de mando en la ca­ ballería y la infantería ligera para recompensar a oficiales destacados y para preparar las campañas inminentes en las montañas y la estepa. Un destaca­ mento de vanguardia había obligado a Susa a rendirse y no existía ningún motivo para darse prisa. En Susa, Alejandro se apoderó de uno de los grandes tesoros persas. Ahora que poseía inmensas riquezas pudo dar a su amigo Menes, nombrado tesorero para Siria y Mesopotamia, tres mil talentos para llevar a la costa. En parte estaban destinados a Antipatro, de cuya vic­ toria no había sido aún informado Alejandro, y en parte debían servir para reclutar nuevas tropas: ahora resultaba evidente que se necesitarían muchas para sustituir a las fuerzas de combate y especialmente para las guarniciones. El sátrapa persa, Abulites, fue confirmado en su cargo, pero, como en el caso de Mazeo, se dejaron junto a él fuerzas militares, al mando de un oficial macedonio, para vigilarlo y mantener el orden. Susa era la primera capital persa conquistada y Alejandro se sentó por primera vez en un trono persa. Aquí, en Susa, dejó a los prisioneros reales, la madre y los hijos de Darío, junto a muchos otros (la consorte de Darío ha­ bía muerto antes de la batalla de Gaugamela). Los cautivos deberían apren­ der griego y ser preparados para su papel en la nueva sociedad, cuyos futuros

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perfiles comenzaban ya a delinearse claramente. Alejandro preparaba ya los matrimonios mixtos, que celebraría siete años más tarde, a su regreso del Oriente. Ahora se sentía realmente soberano del Asia. En Susa encontró las estatuas de Harmodio y Aristogiton, que Jerjes había llevado a Susa, y las envió a Atenas en agradecimiento por la ayuda prestada durante la guerra con Agis. Para satisfacer sus obligaciones hacia la Liga helénica, Alejandro se veía obligado a cumplir el acto simbólico de entregar a las llamas los palacios de Persépolis, situados al otro lado de los desfiladeros nevados del Zagros: el camino directo lo cerraban primero las tribus montañesas de los uxios y, de­ trás de ellos, las fuerzas regulares de Ariobarzanes, el sátrapa de la Pérside. Después de haber encargado a Parmenión conducir la impedimenta por un camino más expedito, el conquistador lanzó al ataque contra la montaña a los macedonios, la caballería ligera, los arqueros y agrianes, ocupando una tras otra las posiciones enemigas; confió la maniobra de rodeo contra los uxos a Cratero, a quien pretendía hacer el sustituto y sucesor de Parmenión; ya se había hecho cargo de misiones especiales en las batallas de Isos, Tiro y Gau­ gamela, y aunque era un fanático sostenedor de la hegemonía macedonia, no había pertenecido a los generales de Filipo y su lealtad a Alejandro estaba fuera de discusión. No obstante, en la acción contra Ariobarzanes, Cratero debía sólo formar la base de la maniobra mientras que Alejandro conducía las fuerzas de ataque, en una marcha nocturna, a través de un terreno difícil. Otros tres comandantes del regimiento, entre ellos Ceno, se introdujeron aún más profundamente a las espaldas de los persas. Más tarde, Ptolomeo afirmó en su narración haber tenido, como Cratero, un mando propio en esta opera­ ción, pero esto parece improbable, ya que, aun siendo un amigo de Alejan­ dro, estaba privado de experiencia de mando y todavía no había sido admi­ tido en la guardia personal. Superados estos obstáculos, Alejandro llegó a Pasargadas y Persépolis; ambas ciudades se rindieron, entregándole intactos los tesoros. Protegió la primera ciudad porque albergaba el sepulcro de Ciro el Grande, pero dejó que los macedonios saqueasen Persépolis para recompensarlos por sus servi­ cios. La avidez de riquezas era un motivo suficiente para explicar el saqueo, pero se corrió también la voz de que el ejército había encontrado un grupo de artesanos griegos, adscritos al servicio del Gran Rey, que habían sido mu­ tilados y desfigurados para impedir que huyesen. Alejandro, no obstante la promesa de ricos dones, no pudo contener la ira y la indignación de los sol­ dados, que descargaron su cólera sobre Persépolis. En todo caso, el incendio de la ciudadela fue también un acto simbólico bien meditado. Se puede con­ jeturar que este incendio estuvo acompañado de un kómos o danza dionisiaca, porque a los macedonios les gustaba celebrar sus fiestas de este modo, y sin duda estaban presentes muchas Tais: ahora los oficiales eran lo suficien­ temente ricos como para poderse permitir hetairas griegas. El incendio no le costó nada a Alejandro, ya que todo lo valioso había sido retirado antes de los edificios, siguiendo sus órdenes. No obstante, las llamas de Persépolis de­ bían demostrar al mundo griego que la guerra de «venganza por el sacrilegio de Jerjes» había concluido. En la primavera siguiente, las tropas de la Liga, generosamente compensadas, pudieron regresar a la patria. Si se excluye la caballería tesalia, no parece que los soldados hubieran sostenido duros com-

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bates, y probablemente pocos aceptaron la oferta de Alejandro de permane­ cer a su servicio como mercenarios. Según la nueva costumbre, los cargos de sátrapa y de ministro de finanzas fueron asignadas a persas; el mando de la guarnición, a un macedonio. Tras una breve campaña en la Pérside, conducida por Alejandro, mientras Parme­ nión y Cratero permanecían en las posiciones conseguidas, todo el ejército se dirigió hacia el Norte, a lo largo de las laderas orientales del Zagros, en di­ rección a Ecbatana, la antigua capital de Media y el centro principal de co­ municaciones del imperio persa. Aquí fue dejado Parmenión con poderes no del todo claros: ni como tesorero, ya que ésta era la función de Hárpalo en Babilonia; ni como sátrapa de Media, porque el cargo había sido confiado a un medo; ni tampoco como comandante militar, ya que las tropas de ocupa­ ción estaban bajo el mando de diferentes oficiales que recibían las órdenes directamente de Alejandro. Evidentemente, Alejandro quería librarse de Parmenión, que había conseguido un excesivo prestigio y tenía ideas dema­ siado anticuadas. No podía enviarlo de regreso a Macedonia sin ofenderlo; además, en la patria Parmenión se habría reunido con su antiguo amigo Anti­ patro, que tampoco juzgaba favorablemente mucho de los actos de Alejan­ dro. D e este modo, lo más sencillo era dejarlo en Ecbatana con atribuciones honoríficas, pero sin poderes efectivos. D e nuevo se reemprendió la persecución del vencido rey Darío. Habían transcurrido seis meses desde la batalla de Gaugamela. Darío seguía teniendo consigo como antes sólo un puñado de hombres, que, si se exceptúan los pocos mercenarios griegos supervivientes, eran más leales a Bessos y los otros sátrapas orientales que a él. No podía hacer otra cosa que seguir huyendo, pero cuando Alejandro, en su rápida persecución, estaba a punto de alcanzarlo, los propios sátrapas le mataron y se pusieron a salvo. No po­ dían permitir que fuera capturado vivo, porque en tal caso habría tenido que rendirse en toda regla y entregar el imperio al vencedor; sin Darío, podían continuar la resistencia. Probablemente Alejandro no se dio perfecta cuenta de lo que significaba la muerte de Darío: dispuso que se le diese sepultura real en Persépolis y comenzó a comportarse desde entonces como rey legí­ timo, adoptando la vestimenta y el ceremonial persa, organizando una corte persa con chambelanes y el tradicional harén, que, no obstante, frecuentaba raramente, según dice Plutarco. Sin embargo, Oriente no aceptó a Alejandro como sucesor de Darío, y debieron transcurrir aún seis años antes de que pro­ vincia por provincia pudiera ser inducido a hacer acto de sumisión. Alejandro atravesó sin obstáculos Partía e Hircania, hasta las riberas del Caspio, donde chocó contra la enérgica resistencia de los mardos que pobla­ ban la costa suroccidental. Su caballo predilecto, Bucéfalo, fue capturado por los enemigos, que lo devolvieron temiendo las amenazas de Alejandro. Tribus del Cáucaso, entre las cuales los escritores griegos creían reconocer a las famosas amazonas, enviaron embajadores para ofrecerle su amistad. En­ caminado de nuevo hacia Oriente, a través de la estepa, llegó a Area y Margiana. El sátrapa Satibarzanes hizo acto de sumisión y fue confirmado en el cargo; pero era una trampa: apenas se había puesto Alejandro en marcha en dirección a Bactriana, cuando Satibarzanes incitó a sus espaldas un levanta­ miento, contando con que, al mismo tiempo, fuese atacado por Bessos y los bactrianos. Pero Bessos llegó demasiado tarde: Alejandro dividió sus tropas,

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dejando a Cratero para rechazar a Bessos, y con sus acostumbradas fuerzas de ataque (los regimientos de Ceno y Amintas, los hetaíroi, arqueros, lanza­ dores de jabalina y agrianes) afrontó sin dilación a Satibarzanes, que hubo de huir con su escolta de caballería. Alejandro fundó en las cercanías de Merv una ciudad de guarnición para mantener el orden; después cambió la direc­ ción y avanzó en dirección Sur hacia el interior de la Drangiana, donde fundó otra Alejandría, como base de ocupación; acontecimientos posteriores prestarían a esta ciudad el sobrenombre de «Proptasia» (presentimiento). Sa­ tibarzanes murió en un heroico duelo a manos del griego Erigió, un amigo de juventud de Alejandro, cuando intentaba imponerse otra vez en Area. En Alejandría Proptasia fue «presentido» un complot contra Alejandro, que costó la vida a Filotas y a Parmenión; como hacía seis meses que había muerto el hijo mayor de éste, Nicanor, la «dinastía de Parmenión» se extin­ guió; tan sólo sobrevivió su yerno Ceno. Con toda probabilidad, Alejandro se había quejado de Parmenión: se contaban demasiadas historias, en las que siempre se repetía que Parmenión había aconsejado mal al rey y por ello ha­ bía tenido que soportar reproches. Como orgulloso macedonio y amigo de Fi­ lipo, Parmenión tenía que dolerse de la arrogancia de Alejandro; quizá debió de haber exteriorizado su disgusto, y Alejandro no soportaba las críticas. Después de la muerte de Nicanor, mientras Parmenión se hallaba en Ecba­ tana, Filotas quedó aislado. Entonces se descubrió una conjura de la que eran cómplices algunos macedonios; ninguno de ellos era una persona rele­ vante salvo Demetrio, de la guardia personal, que tampoco era muy cono­ cido. Según la acusación, Filotas había sido informado de esta conspiración, pero no le dio ninguna importancia ni se lo comunicó a Alejandro. Por me­ dio de un paje, llegó a oídos de Alejandro la trama. Acto seguido ordenó a sus amigos reunirse con él y tuvo amargos reproches contra Filotas y su pa­ dre. Las inculpaciones fueron reforzadas de forma significativa por los amigos más íntimos de Filotas: Ceno, Hefestión y Amintas, hijo de Andrómenes, que trataban de ponerse a cubierto de toda sospecha. El caso no quedó aquí: exigieron que se torturara a Filotas, dirigieron personalmente la tortura, lo insultaron durante el suplicio y le presionaron para que hiciera una confesión parcial. Esto fue suficiente: fue sentenciado y ajusticiado por el ejército, mientras a un mensajero, Polidamante, se le confió la cruel misión de hacer matar a Parmenión, que era amigo suyo. Todo se desarrolló con la mayor ra­ pidez y Alejandro pudo así desembarazarse de Parmenión y de sus hijos. Pero muchos estaban indignados por esta trágica farsa, a la que poco después siguió la muerte injustificada de Alejandro de Lincéstide. Después de esta advertencia todos comprendieron cuán profundamente sabía Alejandro ser­ virse del terror. En el otoño del 330, el ejército se dirigió a través de Aracosia ai Paropa­ miso, en el hielo invernal del Hindukush, donde pasó el invierno en aloja­ mientos subterráneos bajo la espesa capa de nieve. En primavera, apenas fue posible comenzar los trabajos, cuando el suelo comenzó a deshelarse, se inició la construcción de una ciudad de guarnición, una nueva Alejandría, en la que fueron establecidos los macedonios y griegos que no podían continuar la marcha, así como numerosos indígenas. Para la seguridad fue dejado un pequeño contingente armado, a las órdenes de un oficial macedonio, que de­ bía vigilar, como de costumbre, al sátrapa iranio. En cuanto los pasos de

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montaña estuvieron libres de nieve, el ejército avanzó en dirección Norte ha­ cia Bactriana y ocupó, sin encontrar resistencia, las ciudades. Como Bessos se retiraba cada vez más, Alejandro atravesó el río Oxus y penetró en la Sogdiana. El príncipe chipriota Estasanor de Solos, que se había unido a Alejan­ dro en Tiro, fue enviado de regreso a Area, para hacerse cargo de la satrapía y asegurar las importantes comunicaciones con el Occidente. En la Sogdiana, Alejandro tuvo que enfrentarse a problemas difíciles. Era un país de vastas llanuras, en medio de desiertos y montañas. La población, en parte nómada y en parte concentrada en ciudades fortificadas en los valles fluviales, era controlada por jefes tribales, orgullosos e independientes, cuya fuerza consistía en la caballería y en las ciudadelas inexpugnables de las mon­ tañas. Al otro lado del Yaxartes, en el Norte, vivían tribus escitas, que nunca habían sido sometidas por los persas y a quienes cualquier pretexto era bueno para atravesar la frontera y abandonarse al saqueo de las aldeas de los sedentarios sogdianos. No era fácil pacificar este territorio y asegurarse sus recursos. Alejandro había recibido refuerzos y disponía de sólidos contin­ gentes de caballería, pero el grueso del ejército estaba aún compuesto de in­ fantes. La campaña duró la primavera del 329 hasta la del 327 y exigió todo su talento. La campaña se inició con una facilidad engañosa. Bessos, que se había otorgado a sí mismo el título de rey, se mostraba tan insolente y despótico, que los príncipes de las tribus sogdianas, Espitámenes y Oxiartes, lo captura­ ron y entregaron a Alejandro como asesino de Darío, para que lo castigara (más tarde, Ptolomeo se atribuyó el mérito de haberlo apresado). Los cabeci­ llas sogdianos confiaban en conseguir una paz duradera con sus muestras de lealtad; sin embargo, Alejandro ponía a dura prueba su disposición pacifista, al emprender una y otra vez nuevas acciones bélicas. De este modo se dirigió hacia el Norte, ocupó Maracanda, alcanzó el Yaxartes y atacó las ciudades si­ tuadas a lo largo del río; atravesado el obstáculo fluvial, derrotó a los escitas, probablemente en su más brillante acción militar, cuyo ensayo general pudo haber sido muchos años antes el gran ataque dirigido sobre los getas, al norte del Danubio. Después de la victoria sobre los escitas, junto al Yaxartes, fue fundada otra Alejandría, llamada Escháte o «Última». Todo parecía marchar sin tropiezos cuando de improviso llegó la noticia de que Espitámenes atacaba Maracanda con ayuda de los escitas. Aquí come­ tió Alejandro su único gran error: de forma incomprensible envió en socorro de Maracanda fuerzas inadecuadas y, además, con un mando dividido, que fueron atraídas a una trampa del enemigo y exterminadas. Una sombra veló la fama de invencibilidad de los macedonios y Alejandro sacó escaso prove­ cho del saqueo del valle del Politimeto. Cuando, en el otoño del 329, se re­ tiró a Bactra-Zariaspa para invernar, dejó tras de sí la Sogdiana en plena re­ vuelta. Para Alejandro fue, sin duda, un invierno difícil. De Macedonia y Asia occidental, no obstante, llegaron numerosos refuerzos que, en parte, habían sido reclutados por los antiguos sátrapas de Jonia y Licia, Asandro y Nearco. De Asandro, un primo de Parmenión, no se oirá hablar más; por el contra­ rio, Nearco, un compañero de la infancia de Alejandro, tendría a continua­ ción un papel de primer plano. Varios sátrapas fueron llamados a que rindie­ ran cuentas de su gestión, y algunos fueron castigados. Bessos fue ajusticiado

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bárbaramente. Tanto los iranios como incluso los macedonios estaban intran­ quilos y excitados, y no es de extrañar que durante un banquete estallara una disputa entre Alejandro y Clito el Negro, hermano de la nodriza de Alejan­ dro y comandante del escuadrón de los nobles hataíroi, que en Gránico había salvado la vida a Alejandro. Alejandro lo atravesó con una lanza; pero de in­ mediato se arrepintió y se impuso una penitencia. Esto podía servir a los mercenarios de nueva advertencia: el rey ya no era, como antes, uno de ellos. Entretanto, Alejandro se hallaba ante una decisión de vital importancia. Era completamente consciente de que su posición de rey de los macedonios y, desde hacía poco, de Asia se la debía sólo a su prestigio militar. Ni el afecto de los súbditos ni el derecho constitucional contaban mucho, y entre los hombres dirigentes no había ninguno en el que pudiese confiar, con ex­ cepción, quizá, de Cratero, el cual, si bien había colaborado en la elimina­ ción de Filotas, era demasiado macedonio como para poder estar de acuerdo con la política de «asianización» de Alejandro. Por todos estos motivos, A le­ jandro había mantenido sólidamente el mando militar. Cada victoria la había ganado él mismo y tal vez el miedo a posibles rivales le había inducido a mandar a un grupo de incapaces contra Espitámenes. Ahora tenía que correr el riesgo. No se podía atacar frontalmente a la caballería nómada: había que enfrentarse a ella con numerosas unidades móviles, establecidas en bases se­ guras y conducidas con habilidad. La composición de estas tropas podía va­ riar, pero el núcleo de cada formación tenía que estar constituido por un re­ gimiento de pezetaíroi. El número de estos regimientos fue aumentado de seis a ocho o nueve, y el mayor número de comandantes parecía garantizar la disponibilidad de expertos oficiales. Cuando en la primavera del 328 los macedonios irrumpieron en Sogdiana, Alejandro dejó en Bactriana cinco de estas unidades móviles. El sistema de­ mostró su eficacia en el verano, cuando Espitámenes, con la ayuda de los masagetas escitas, intentó atacar Bactra y fue puesto en fuga por Cratero. Alejandro avanzaba con cinco columnas, tres de las cuales, elegidas del regi­ miento de Perdicas, operaban bajo su control directo. El ejército ocupó todo el territorio y acabó con los centros locales de resistencia, mientras Hefestión construía, entretanto, fortalezas y ciudades fortificadas para mantener el or­ den. Ceno fue dejado con Meleagro, que había venido de Bactriana con sus tropas, para vigilar a los escitas en los meses invernales, mientras Alejandro se retiró a Náutaca, en el sur de la Sogdiana. Al comienzo de la primavera del 327, Espitámenes y los escitas avanzaron contra ellos, pero sufrieron una derrota tan decisiva que los aliados prefirieron deshacerse de Espitámenes y huir, alejándose para siempre. Aproximadamente por entonces, la fortaleza montañesa de Oxiartes fue conquistada por las tropas ligeras de Alejandro, y Cratero consiguió una gran victoria sobre las tribus de las montañas de Pa­ mir. Con esto, todo el territorio fue sometido. En los campamentos de invierno de Náutaca, Alejandro tenía buenas ra­ zones para sentirse tranquilo. Con el apoyo de algunos amigos, en particular de Hefestión, intentó introducir entre los macedonios la costumbre cortesana persa de honrar al rey rodilla en tierra, pero sin insistir cuando tal costumbre encontró una seria resistencia. Poliperconte que se había reído del plan, fue encarcelado por breve tiempo, pero pudo conservar el mando de su regi-

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MACEDONIA

miento. Una real o supuesta conspiración de los pajes del rey sirvió como pretexto para la detención del historiador Calístenes, un sobrino de Aristó­ teles que, sin embargo, no fue ajusticiado; moriría dos años más tarde en la India. La captura de la familia de Oxiartes procuró a Alejandro una oportu­ nidad fácil para reafirmar sus relaciones con la aristocracia de la Sogdiana: desposó a la hija de Oxiartes, Roxana, que probablemente era todavía un niña, dado que le dio un hijo sólo cuatro años después. La India y el final de la expedición Numerosas fuerzas iranias, sobre todo de caballería, fueron enroladas para la campaña india. Con un ejército de 70.000 soldados de infantería y 10.000 de caballería, Alejandro atravesó, en la primavera del 327, del Hindu-

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kush y penetró en la India. Los macedonios, que todavía en Gránico compo­ nían casi la mitad de las tropas, ahora apenas superaban una cuarta parte del total: según un cálculo, se trataba de once regimientos de pezetaíroi, además de la guardia y de cuatro o incluso cinco regimientos de caballería; no obs­ tante, es difícil pensar que estuviesen formados sólo de macedonios. Con los refuerzos del año siguiente se llegó a un total de 125.000 hombres, pero no todos eran tropas de combate: gran parte de las fuerzas servía para las guar­ niciones o para servicios de seguridad en las satrapías. Aunque Alejandro había reducido fuertemente su séquito, la conducción de un ejército tan ingente a través de los pasos de montaña hasta el valle del Indo fue una empresa logística extraordinaria, que, por otra parte, ni siquiera era indispensable para la expedición. Alejandro había conquistado el imperio persa, y la India era sólo un territorio aliado o independiente que tan sólo Ciro el Grande, se decía, había atravesado. Pero la India era un país rico, exótico y al alcance de la mano, y probablemente Alejandro jamás pensó en detenerse en ningún lugar determinado, impulsado como estaba de aquella ambición o curiosidad insaciable que Arriano llama póthos. La campaña se prolongó durante tres años y muchos de sus aspectos per­ manecen aún oscuros. Las noticias de nuestras fuentes, relativamente equili­ bradas, hablan de maravillas de todo tipo, que no tienen por qué ser todas necesariamente falsas: monos, serpientes, gigantescas higueras, brahmanes y gimnosofistas, los grandes ríos y las lluvias monzónicas, las inmensas mareas del océano, ejércitos de caballería y los elefantes de guerra, empleados en las vastas llanuras. El retorno de Alejandro bordeando la costa del mar de Ara­ bia y a través de Gedrosia proporcionó el conocimiento de desiertos candentes, de salvajes que vivían exclusivamente de pescado (ictiófagos), y de grupos de ballenas semejantes a flotas de guerra. Muchos fueron los combates, cada vez más sangrientos e inútiles, contra tribus y ciudades de las que ningún griego había oído hablar y cuya lengua nadie conocía. Las pérdidas eran grandes. Una de las veces, Alejandro, que en ocasiones anteriores había sido herido, lo fue casi mortalmente; lo salvó el escudo de Aquiles de Ilion, que llevaba un joven amigo suyo llamado Peucestes; el botín era tan incalculable como el número de las batallas. Las comunicaciones con el resto del imperio eran limitadas e irregulares; muchos de los sátrapas de­ bían creen que Alejandro no regresaría nunca. Por otra parte, debió llegar a manos de Aristóteles en Atenas una gran cantidad de crónicas y de muestras científicas. Escritores como Onesicrito, Clitarco y Nearco compilaban histo­ rias que formarían la base fundamental de los posteriores conocimientos de los griegos sobre la India. Fueron años maravillosos y fantásticos, de significado sobre todo para la formación de aquel grupo de hombres que debían tomar las riendas del po­ der tras la muerte de Alejandro. En él se incluían Perdicas, Cratero y Melea­ gro, comandantes de regimiento desde el principio, y los que sucesivamente tomaron parte en la expedición: Poliperconte, Antigenes, Alcetas, el her­ mano de Perdicas, y su cuñado Atalo. Igualmente pertenecían a dicho grupo los amigos de la niñez y de la juventud de Alejandro, que ahora acumulaban experiencia militar, como Hefestión, Leonnato, Ptolomeo y Nearco. Sobre los dos últimos son inevitables algunas reservas, porque las fuentes princi­ pales que se refieren a la responsabilidad y a las actividades de estos hombres

R estos de una fortaleza helenística en ícaro (Failaka), en el golfo Pérsico, base de la flota a las órdenes de Nearco.

A lejandro M agno. Calco de un m odelo en arcilla con el rostro del dom inador representado com o H elios. D e los hallazgos de ícaro (Failaka). Kuwait, M useo A rqueológico.

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en la India están constituidas por sus propias memorias. Es posible que en la gran batalla contra Poro Seleuco tuviera el mando supremo, que otros au­ tores ponen en manos de Leonnato. También tomaron parte en la campaña los guardias personales del rey, Lisímaco, Aristónoo y Pitón, hijo de Cratevas, pero sin poder de mando. Alejandro era siempre cauto al poner a prueba a sus generales. Después de que Cratero y Ceno consiguieron sus victorias en la Sogdiana, no se les volvió a confiar mando independiente en ningua campaña. Para la marcha por el valle del Kabul, Alejandro confió en su lugar el grueso de las tropas a Perdicas y Hefestión, que deberían mantener abierta la ruta principal y ase­ gurarla con fortaleza, mientras él, como de costumbre, protegía el ala iz­ quierda, con las fuerzas ligeras macedonias, operando contra las tribus mon­ tañesas. Cratero hubo de conformarse con el encargo poco glorioso de dirigir el convoy de abastecimiento. El avance duró el resto del 327 y los primeros meses del 326, y culminó con la conquista de la ciudadela inexpugnable de Aorno, que había resistido a Heracles. Cuando Alejandro llegó a orillas del Indo, encontró un puente preparado por Perdicas y Hefestión. Todo el ejér­ cito entró entonces en el territorio del rey de Taxila, animado de senti­ mientos amistosos hacia Alejandro. Avanzando hacia el Este, hasta el Hidaspes, Alejandro se enfrentó con el rey siguiente, Poro, que defendía los pasos del río con un gran ejército. Era mediado el verano y el río no iba crecido. Ceno fue enviado de re­ greso para que trajera embarcaciones desde el Indo, mientras que Alejandro comenzaba a llevar a cabo a diario una serie de maniobras y movimientos de la caballería con el fin de engañar al enemigo sobre el futuro ataque. Cuando todo estuvo dispuesto, Alejandro dejó en el campamento a Cratero, situó a lo largo de la orilla tres unidades de combate a distancias iguales, y avanzó durante la noche río arriba. El objetivo de la maniobra era hacer que Poro extendiera lo más posible su línea defensiva; en cuanto Alejandro hubiera es­ tablecido una cabeza de puente, las tropas que habían sido dejadas atrás se le unirían. Iniciado el combate, se distinguió por las complicadas maniobras de la caballería, en las que Ceno jugó un papel importante, aunque no comple­ tamente claro: mandaba la caballería, así como su propio regimiento de in­ fantería, y es posible que tendiera una emboscada a la caballería de Poro. Contra sus elefantes, Alejandro utilizó primero su infantería ligera y después la pesada. La victoria no fue difícil de conseguir, no obstante los prodigios de valor realizados por el gigantesco Poro, a lomos de un enorme elefante. D es­ pués de la batalla, Cratero fue dejado con el encargo de construir dos ciu­ dades, una de las cuales recibió el nombre de Bucéfala, el caballo de Alejan­ dro, muerto en la batalla, mientras el macedonio proseguía hacia el Este, a través del Acesines hasta el Hifasis; lo protegían, con operaciones de limi­ tado alcance, Perdicas y Hefestión, que, por vez primera, tenían un mando operativo independiente: Hefestión construyó una ciudad junto al Acesines. Alejandro proyectaba atravesar el Hifasis y continuar la marcha hacia el Este hasta el Ganges. Pero pretendía demasiado de sus soldados, que se negaron a proseguir la marcha y encontraron un portavoz en la persona de Ceno, que se había ga­ nado el derecho de hablar en nombre del ejército. Alejandro tuvo que regre­ sar a Bucéfala y Nicea para invernar, pero no toleraba oposiciones. Acto se-

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guido murió Ceno, no se sabe si por causas naturales, y los macedonios hu­ bieron de pagar con creces su desobediencia con los peligros y las privaciones del año siguiente. Fue reunida una flota, cuyos trierarcas eran amigos de Alejandro, y en la primavera del 325 el ejército avanzó corriente abajo en dirección Sur. Cra­ tero seguía con el convoy de avituallamiento por la orilla derecha, y Hefes­ tión, con fuerzas de combate, port la izquierda, mientras Nearco, como él mismo contaría más tarde, tenía el mando de la flota. Se combatió enérgica­ mente, sobre todo contra los mallos, que ocupaban el territorio en torno a la confluencia del Hidaspes con el Acesines. Aquí, Alejandro estuvo a punto de perder la vida durante el asalto a una fortaleza. Más hacia el Sur, río abajo, fueron aniquilados ochenta mil súbditos del rey Sambo, después de una fu­ riosa resistencia. Perdicas, Hefestión y Ptolomeo se distinguieron como co­ mandantes autónomos. En algún punto, algo más allá de la confluencia del Acesines con el Indo, Cratero fue despachado con el séquito y enviado al Oeste, a Carmania, a través de Aracosia y la Drangiana. El ejército continuó su camino hacia el Sur. El reino de Musicano fue sometido, ocupada Pattala y explorado el delta del Indo. Alejandro incluso se aventuró en el océano para ofrecer sacrificios a Poseidón. También sacrificó a los dioses designados por Amón, para dejar constancia de que había cumplido su misión. Nearco esperó con la flota hasta que el monzón del Suroeste hubo cesado y no partió antes de finales de septiembre. Entretanto, Alejandro había par­ tido ya, en el verano, desde Pattala hacia Occidente. Su primer objetivo de ataque era la rica tribu de los oritas, que fueron vencidos y saqueados minu­ ciosamente por las columnas al mando de Alejandro, Ptolomeo y Leonnato: todo el territorio, según relata Diodoro, era fuego, devastaciones y matanzas. No obstante, Leonnato hubo de quedarse con la misión de construir una ciu­ dad y disponer una base de aprovisionamiento para Nearco. Pero el espíritu guerrero de los oritas no estaba aún domado y de inmediato se sublevaron contra él. Mientras tanto, avanzando más hacia el Oeste, con una pequeña tropa, compuesta principalmente de macedonios, Alejandro se encontró en graves dificultades a causa del calor, la escasez de agua y la falta de alimentos. So­ bre todo en las cercanías de la costa la región estaba poblada sólo por pe­ queñas tribus de salvajes, y el avance no tenía más finalidad que la de de­ mostrar que ni siquiera las más duras adversidades podían contener a Alejan­ dro. Entre las personas del séquito hubo graves pérdidas, y gran parte del bagaje tuvo que ser abandonado por el camino, después de que los soldados se hubieran comido los animales de carga. Finalmente, las tropas llegaron a Carmania, donde fueron alcanzadas por Cratero que, no obstante, había librado algunas batallas, pero que en el fondo no había encontrado serias di­ ficultades, y por la flota que, como las fuerzas de Alejandro, había padecido sobre todo por la falta de agua y alimentos. El encuentro fue celebrado con un gigantesco komos en honor de Dioniso, según la costumbre tan grata a los macedonios. A comienzos del 324 Alejandro se concentró en diversos problemas polí­ ticos y administrativos. Algunos sátrapas y otros altos funcionarios tuvieron que rendir cuentas de su actividad, y aquel que hubiera reclutado fuerzas mi­ litares demasiado numerosas fue obligado a disolverlas. Como siempre, se

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prestó credulidad a todo tipo de acusaciones, y dos de los asesinos de Parme­ nión que se hallaban al mando de las tropas de ocupación en Média, el tracio Sitalces y el hermano de Ceno, Cleandro, fueron enviados a la muerte. El te­ sorero de Alejandro, Harpalo, huyó de Babilonia con 6.000 mercenarios y 5.000 talentos, pero ignoramos las culpas de las que era acusado; Alejandro apenas habría dado peso a un exceso de prodigalidad. Evidentemente, A le­ jandro no tenía demasiado interés en capturarlo, puesto que una vez llegado a Grecia, sin ser molestado, llevó sus tropas al mercado de mercenarios de Ténaro y el dinero a Atenas; ambas cosas jugarían su papel en la sublevación griega del año siguiente. Harpalo mismo fue asesinado en Creta por su ayu­ dante Tibrón en circunstancias deshonrosas. El ejército y la flota reemprendieron el avance: Hefestión conducía el convoy de avituallamiento a lo largo de la costa, mientras que Alejandro, con una pequeña tropa, tomaba el camino por las montañas hacia Persépolis y Pasargadas, donde fue ajusticiado el sátrapa en funciones y presuntos pro­ fanadores de la tumba de Ciro fueron descubiertos y castigados. La satrapía fue confiada a Peucestes, que había aprendido la lengua y las costumbres ira­ nias. Alejandro se dirigió después a Susa, donde se reunieron la flota y el ejército, mandó matar al sátrapa iranio y colocó en su lugar a un macedonio. Durante la celebración de la victoria fueron donadas coronas de oro a los ocho guardias personales, entre los que se habían distinguido especialmente Peucestes, Leonnato y Hefestión; la misma distinción recibieron Nearco y Onesicrito, almirante y primer piloto (o quizá eran ambos almirantes) de la flota. También otros oficiales recibieron grandes recompensas. A los soldados macedonios se les concedió una gran suma de dinero, diez o veinte mil ta­ lentos, o sea, cerca de un talento por cabeza. Probablemente, como se dijo, el premio no debía servir sólo para pagar sus deudas, porque de este modo se habría premiado a los más irresponsables; y, por otra parte, ¿por qué ha­ bían de tener deudas soldados tan bien pagados y recompensados con fre­ cuentes distribuciones de botín? Las uniones establecidas entre los soldados y las mujeres indígenas fueron reconocidas como matrimonios legales y fue establecido un fondo especial para la educación de los hijos. Como símbolo de la unión de las dos estirpes, en una ceremonia colectiva de rito persa se celebró un matrimonio en masa entre iranios y macedonios: Alejandro desposó a dos princesas reales y ochenta de sus amigos se unieron a hijas de nobles iranios. Según la tradi­ ción, entre los esposos se hallaban Hefestión, Cratero, Perdicas, Ptolomeo, Nearco, Seleuco y Eumenes, secretario del rey. Alejandro ya se había casado anteriormente dos veces: la primera, tras la batalla de Isos, con Barsina, m e­ dio griega, hija de Artabazo, y la segunda con la sogdiana Roxana, pero aún no tenía ningún heredero reconocido. Desde Susa debieron de ser dirigidos dos importantes mensajes al mundo griego; por lo menos uno de ellos se leyó en las Olimpíadas del 324. Se tra­ taba del decreto sobre los exiliados, que ordenaba a los griegos readmitir a todos los ciudadanos expulsados del país, mientras no fueran culpables de de­ litos religiosos. El decreto no contradecía los estatutos de la Liga helénica, al estar formulado como una recomendación: «Consideramos lo mejor que ha­ gáis regresar a vuestros exiliados...» Quizá pensaba Alejandro que la provi­ sión iba a ser popular, sobre todo en cuanto que se ofrecía además a pagar

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parte de los gastos o incluso todos ellos. Pero se equivocó por completo: la decisión se refería a los expatriados por motivos políticos, cuyo regreso ha­ bría comportado la restitución de sus propiedades y la restauración de su prestigio. Se opusieron, sobre todo, los atenienses y los etolios y, con toda probabilidad, se hizo muy poco hasta la muerte de Alejandro. Es curioso que el decreto no sea citado en nuestras fuentes de informa­ ción más importantes y ni un solo historiador de Alejandro se refiere a su se­ gundo mensaje de Susa: la intención de Alejandro de introducir un culto a su persona en las ciudades griegas. Tenemos demasiado pocas noticias sobre este punto para establecer cuál fue su voluntad. Se puede pensar que quería — como Filipo— ser añadido como decimotercero a los doce dioses; y un ho­ nor de este calibre, medido con las proporciones de los antiguos, no habría sido inmerecido. No parece que por parte griega se suscitasen grandes obje­ ciones, aunque Alejandro no fuese en Grecia excesivamente popular. Igualmente en Susa, el gimnosofista indio Calano demostró al ejército su fuerza de ánimo arrojándose a una enorme pira: era un anciano y quiso sus­ traerse a la decadencia física y mental. Desde Susa, el ejército y la flota remontaron el Tigris, hasta el Opis, donde Alejandro escogió entre los macedonios a 10.000 de los más ancianos y menos capacitados para la lucha y los reenvió a casa. Las mujeres indígenas y sus hijos permanecerían en Asia. Esta empresa fue confiada a Cratero y Poliperconte, el primero de los cuales debía sustituir como virrey en Europa a Antipatro, que, por su parte, debía dirigirse a Asia con un nuevo ejército de las mismas proporciones que el repatriado. Hasta entonces, las tropas se compondrían de 10.000 macedonios y de 30.000 iranios adiestrados a la ma­ nera macedonia; los cuatro regimientos de escolta serían completados con iranios; un quinto regimiento, exclusivamente de iranios, sería añadido a los anteriores. También el alto mando y los oficiales debían ser iranizados. La noticia de esta reorganización desencadenó indignación entre las tropas. No obstante, también en esta ocasión consiguió Alejandro evitar el abierto mo­ tín. Cratero y Poliperconte emprendieron el viaje sin prisa y sólo un año des­ pués llegaron a Cilicia. La partida fue celebrada con una gran fiesta y fueron hechos votos por una eterna concordia entre macedonios y persas. Después de las privaciones de la campaña, cada cual quería disfrutar lo más posible de todos los go­ ces de la vida. La primera víctima fue Hefestión, que murió en Ecbatana des­ pués de una dilatada orgía. Alejandro lloró desesperadamente a quien había sido su mejor amigo y el único en que había confiado verdaderamente, sobre todo porque no había demostrado un especial talento de general y no era muy querido entre los macedonios. El médico que había tenido la desgracia de tratar a Hefestión fue ahorcado. Alejandro .envió a Amón un mensajero para averiguar qué culto debía ser tributado al difunto Hefestión; decretó que todo el ejército guardase luto, hizo apagar en toda Persia los fuegos sa­ grados y dispuso que en Babilonia se desarrollaran las más solemnes exequias de la historia. Hacia finales del año, en una campaña realizada durante el in­ vierno, fue ocupado el territorio de los coseos en los montes de Media: eran los últimos enemigos que quedaban; en dicha campaña, Ptolomeo dirigía una de las dos columnas macedonias; Perdicas ya se hallaba en Babilonia. En la primavera del 323, Alejandro llegó a Mesopotamia y se encaminó

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lentamente hacia Babilonia. Proyectaba celebrar los funerales de Hefestión y emprender a continuación una campaña en el interior de Arabia, para la que ya se habían llevado a cabo una serie de exploraciones preliminares. Alejan­ dro vivía sólo para la lucha y la aventura y no se podía quedar quieto. Envió una expedición al mar Caspio y otra a Armenia, y no habría tenido nada de sorprendente que hubiera puesto también sus miras en Africa y en Europa occidental. ¿No le había prometido Amón la conquista del mundo entero? Y no es que Alejandro estuviera privado de otros intereses: no era un des­ tructor, sino un portador de civilizaciones como Heracles y Dioniso. Protegía la literatura y las artes, la ciencia y la cultura, construía ciudades, canales, ca­ minos y puertos, estimulaba el buen gobierno y favorecía tendencias que pu­ dieran transformar a los hombres en ciudadanos del mundo. Los esquemas grandiosos de los llamados «últimos planes», conocidos tras su muerte, son probablemente genuinos. Pero su gran pasión eran la guerra y las explora­ ciones, y tenía que seguir hacia adelante mientras pudiera. Los caldeos le habían puesto en guardia de una expedición a Babilonia, pero ignoró sus advertencias. El funeral de Hefestión se celebró con enorme ostentación. Siguiendo las instrucciones de Amón, fue instituido un culto he­ roico que tenía como centro Alejandría y se extendía por todo el imperio; en Alejandría, Cleómenes recibió la orden de construir una espléndida tumba. D e todos los rincones del mundo conocido llegaban delegaciones, que eran recibidas una tras otra. Los preparativos de la campaña continuaban. Las fiestas se multiplicaban y se prolongaban cada vez más. Entonces sucedió lo inesperado: en un banquete que ofrecía su amigo Medio de Tesalia, Alejan­ dro bebió en honor de Heracles una gigantesca copa de vino (según otra ver­ sión, sencillamente, fue víctima de unas fiebres persistentes) y, de repente, no pudo mantenerse en pie. Sus amigos lo condujeron de regreso al palacio, y después de una enfermedad de once días de duración que parece excluir la posibilidad de un envenenamiento, murió allí en la tarde del 10 de junio. Es significativo que Alejandro entregase sólo en el último instante a Perdicas, su general de más alto rango y quizá también el más capacitado, el anillo con su sello, emblema de la autoridad. Sabía que nombrar a un sucesor no habría tenido sentido.

La herencia de Alejandro Magno La posición de Alejandro era única y nadie podía ocuparla: se basaba esencialmente en sus ininterrumpidos y avasalladores éxitos bélicos, pero es­ taba también determinada por la habilidad en tratar a los hombres, por su desconfianza, por su falta de escrúpulos y por la fascinación que se despren­ día de su persona. El instrumento de sus victorias fue la infantería y la caba­ llería macedonias, con las tropas auxiliares procedentes de Tracia que A le­ jandro casi siempre dirigía personalmente: los agrianes, arqueros y lanza­ dores de jabalina. Tan sólo en tres ocasiones confió el mando a otros; pero el supuesto comando de Ptolomeo en las Puertas Persas es probablemente una invención del cronista. Durante muy poco tiempo estuvieron estas tropas bajo las órdenes de Cratero en el 327, y bajo las de Leonnato en el 325, en circunstancias que debieron ser extraordinarias. Los tracios eran fieles a Ale-

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jandro y además óptimos guerreros. Los macedonios le eran menos devotos, pero Alejandro les aseguró victorias y botín y los mimaba en todos los as­ pectos, salvo en el militar. Los macedonios vencieron siempre y sufrieron pérdidas limitadas; de ellos había 14.000 en la batalla de Gránico, 20.000 en la de Isos y unos 25.000 en Bactriana. Del hecho de que en el 323 Antipatro sólo pudiera reclutar 14.000 nuevos soldados se deduce que la mayoría de los macedonios en edad militar se encontraban en Asia, y no eran numerosos. Cuando Alejandro murió había alrededor de 10.000 en Cilicia: se trataba de los más ancianos, de cincuenta a sesenta años de edad, veteranos de Filipo, que nunca habían sido vencidos. Las tropas en Babilonia debieron estar com­ puestas en su mayor parte por soldados más jóvenes. De estos últimos dependía el futuro del imperio macedónico, dado que el resto del ejército no contaba mucho ni política ni militarmente. Se trataba, al parecer, de 60.000 mercenarios, griegos, anatolios y asiáticos, fieles a quien les pagaba y, por lo general, utilizados en el servicio de las guarniciones. Más elevado era posiblemente el número de soldados iranios, en su mayor parte de Babilonia, y el resto en los ejércitos de los sátrapas, leales quizá al rey de Asia, pero que no habrían tenido peso en su elección; en la lucha por el po­ der que se entabló tras la muerte de Alejandro, los iranios permanecieron al margen. La decisión sobre cómo había de ser gobernado el imperio tocaba a los macedonios, pero no todos tenían la misma opinión. Los pezétairoi querían elegir un rey macedonio, repartir el botín y regresar a la patria. Su portavoz habría sido Cratero, pero éste se hallaba en Cilicia. Meleagro y Atalo, co­ mandantes de regimiento, presentaron esta exigencia, y fue proclamado rey el hermanastro de Alejandro, Arrideo, con el nombre de Filipo. Sin em­ bargo, la guardia personal y los amigos de Alejandro, apoyados por los hetaíroi, no estaban dispuestos a abandonar Asia; no tenían un candidato al trono, a menos que Roxana, que estaba encinta, diera a luz un hijo, Nearco propuso a Heracles, el hijo de Barsina, pero no encontró apoyo alguno. Pto­ lomeo quería instituir una regencia provisional, esto es, retrasar la decisión definitiva hasta que fuese demasiado tarde, y así sucedió realmente. Melea­ gro y sus partidarios fueron traicionados y asesinados por Alcetas y Atalo, hermano y cuñado, respectivamente, de Perdicas. Es verdad que Filipo III Arrideo siguió manteniendo el nombre de rey y fueron reconocidos también los derechos del hijo de Roxana, un niño de tierna edad, al que se le dio el nombre de Alejandro IV, pero la regencia fue asumida por Perdicas. De la guardia personal, sólo Aristónoo permaneció con Perdicas, mientras los demás obtuvieron el título de sátrapas y el gobierno de sus propias pro­ vincias, que administraron de hecho como dominios hereditarios concedidos por los macedonios. Se trataba de los cinco territorios más importantes del imperio y también de los más fáciles de defender. Peucestes conservó la Pérside; Pitón obtuvo la Media; Ptolomeo, Egipto, y Lisímaco, Tracia. Todos ellos se fortificaron en sus provincias e hicieron todo lo posible para aumentar su poder y conseguir popularidad; Ptolomeo y Lisímaco vivieron lo suficiente como para convertirse incluso en reyes. Tan sólo Leonnato, al que le había cabido en suerte la Frigia del Helesponto, no llegó a tiempo de gobernarla. El amigo de la infancia de Alejandro, Laome­ donte, hermano de Erigió, obtuvo Siria; y Eumenes, el secretario real, Capa-

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docia. El resto de las satrapías quedaron bajo el gobierno de los viejos sá­ trapas, cuatro de los cuales, Estasanor de Bactriana, Filotas de Cilicia, Asandro de Licia y Menandro de Lidia, eran amigos de Alejandro y se encontra­ ban en Babilonia cuando él murió. Antigono permaneció distanciado y sin ser molestado en su fortaleza frigia de Celenas. El antiguo almirante, Nearco, fue dejado al margen en la repartición de la herencia y casi no vol­ vió a hablarse de él. Tal vez fue nombrado para algún puesto de responsabili­ dad naval, del mismo modo que Seleuco obtuvo el mando de los hetaíroi. Un hombre, hasta ahora desconocido, pero evidentemente importante, Arrideo, fue encargado del entierro del rey, según su deseo, en el oasis de Amón. Todos estos acontecimientos y decisiones ocuparon una semana o algo más; luego los sátrapas se apresuraron a tomar posesión de las provincias, llevando consigo tantos amigos, dinero y soldados -—especialmente macedo­ nios— como pudieron. Perdicas fue dejado con la familia real y un reducido número de funcionarios y de tropas. Había conquistado la regencia, pero co­ rría el peligro de perder el imperio. Lo más urgente para él era conseguir el apoyo de Cratero y Antipatro, pero por el momento tenía que mandar a Pi­ tón a las satrapías del Norte, para reprimir un motín entre las guarniciones griegas. Incierta era la posición de Cratero, sin saber si debía ponerse al lado de Perdicas en Asia o de Antipatro en Europa. En todo caso, no tenía dema­ siados motivos para ponerse en movimiento y pasó tranquilamente en Cilicia el resto del 323. Por su parte, Antipatro tenía que enfrentarse a una revuelta en Grecia, dirigida por los atenienses, etolios y tesalios, y, cuando avanzó ha­ cia el Sur con una pequeña tropa, fue asediado en seguida en Lamia por el general ateniense Leóstenes. Aunque los griegos estuviesen desunidos, no fuesen muy expertos en operaciones de asedio y hubiesen perdido a su co­ mandante, la situación era seria. A Clito el Blanco, el antiguo comandante, que iba camino de la patria junto con Cratero, se le encargó de asumir el mando de la flota del Helesponto, mientras que Leonnato, a comienzos de la primavera del 322, condujo a Europa el ejército de su satrapía. Lisímaco quedó inmovilizado por una revuelta del rey vasallo tracio Seutes; Leonnato no obtuvo ninguna ayuda y fue vencido y muerto. En contestación, Clito destruyó la flota ateniense en Amorgos, y Cratero, que había dejado a Antigenes con los pezetaíroi para proteger el tesoro en Guindas, llegó a tiempo a Grecia con su ejército para poder tomar parte, en julio, en la decisiva batalla de Cranón. La coalición griega se disolvió y Atenas capituló aceptando un gobierno oligárquico. Entre los sucesores de Alejandro (diadocos) fue restablecida la paz. Cratero y Perdicas desposaron respectivamente a las dos hijas de Antipatro; el regente Perdicas parecía ha­ ber llegado a la meta de sus aspiraciones. Ptolomeo, su único presunto ene­ migo, había sido enviado a Cirene para reprimir los desórdenes provocados por Tibrón, el asesino de Harpalo. En el otoño del 322, las relaciones entre los diadocos se turbaron de nuevo. Olimpia, la madre de Alejandro, que era apremiada por Antipatro y Cratero, estableció relaciones con los etolios y envió a su hija Cleopatra, la viuda de Alejandro de Epiro, a Asia Menor. Perdicas había obtenido victo­ rias en Capadocia y Pisidia y fue animado por Eumenes a desposar a Cleopa­ tra y reclamar el trono para sí. Por instigación de Cleopatra, Perdicas asesinó a Cinane, hermanastra de Alejandro; pero los macedonios se amotinaron y a

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Perdicas no le quedó otro remedio que permitir que Eurídice, hija de Cinane y, por consiguiente, sobrina de Alejandro, se desposara con su hermanastro el rey Filipo. Al mismo tiempo, Antigono, amigo de Antipatro, tuvo que huir a Europa abandonando su satrapía; Perdicas no tenía ya ningún rival en Asia, pero antes de convertirse en rey debía, según la costumbre macedonia, preocuparse de los funerales de Alejandro. En aquel momento, a comienzos del 321, la situación se tornó más difícil. Arrideo, a quien se había confiado la ceremonia del entierro, quizá sobor­ nado por Ptolomeo, se escapó de Perdicas y llegó a Egipto con el cortejo fú­ nebre. Perdicas se vio precisado entonces a dirigirse hacia el Sur contra Pto­ lomeo, pero los etolios, sus aliados, no lograron entretener en Grecia a Anti­ patro, que atravesó el Helesponto con la ayuda de Clito y su flota. Bien es verdad que Cratero fue vencido y muerto por Eumenes, pero Antipatro avanzaba inexorablemente con los macedonios. Entonces Perdicas, blo­ queado en el Nilo, fue asesinado por sus propios oficiales. El ejército, reu­ nido en asamblea en Triparadiso, al norte de Siria, declaró fuera de la ley a Eumenes y al resto de los partidarios de Perdicas. Los soldados, incitados por Eurídice, exigieron dinero, pero Antipatro consiguió tranquilizarlos, y él mismo fue designado regente. Los enemigos de Perdicas fueron recompen­ sados: Arrideo obtuvo la Frigia del Helesponto, y Antigenes, la Susiana, con el encargo de llevar a Susa, a lo largo de la costa, dinero para las tropas. A n­ tigono obtuvo la mitad del ejército real macedonio, con Casandro, hijo de Antipatro, al mando de la caballería, y tuvo que emprender una expedición contra Eumenes, Alcetas y Atalo. Fue entonces cuando Antipatro regresó con los reyes a Macedonia, donde Poliperconte, en su ausencia, había recha­ zado un ataque de los etolios. Pero la autoridad de Antipatro no bastó para contener el afán de actividad de los ambiciosos generales macedonios. Anti­ gono llevó a cabo su misión únicamente cuando, en el 320, atacó a Eumenes en Capadocia. Eumenes, aunque disponía de fuerzas superiores y era mejor general, fue traicionado por sus tropas y tuvo que huir a la fortaleza inexpug­ nable de Nora. Sus soldados entraron a continuación al servicio de Antigono, siguiendo una costumbre que luego se convertiría en norma: se trataba de guerras entre generales y los ejércitos se mantenían fiejes exclusivamente para la tutela de sus propios intereses; los soldados seguían a sus coman­ dantes mientras se mantenían victoriosos. La fácil victoria sobre Eumenes, a la que siguieron en la primavera siguiente operaciones parecidas contra A l­ cetas y Atalo, proporcionó a Antigono el máximo poder militar entonces existente y despertó en él sueños de futura grandeza. Ptolomeo, por su parte, con su ataque en Siria, del que cayó víctima Laomedonte, y con la anexión de su territorio se limitaba prudentemente a proteger Egipto de una invasión. La ocasión favorable para Antigono se presentó en el 319, cuanto Antipa­ tro murió en Macedonia dejando a Poliperconte como regente y a Casandro como quiliarca. Los dos estaban en desavenencia y Casandro se trasladó a Asia al lado de Antigono y acordó con él una división del imperio en zonas de influencia. Mientras Casandro tenía la posibilidad de regresar a Macedo­ nia, Ptolomeo y Lisímaco habrían visto confirmadas sus posesiones y Anti­ gono tendría mano libre en Asia. En aquellos momentos no le fue difícil a Antigono expulsar a Arrideo de la Frigia helespóntica y a Clito de Lidia: le interesaba eliminar a todos los sátrapas que habían adquirido fama bajo Ale-

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j andró y que no estaban dispuestos a someterse a unos hombres que conside­ raban de igual rango. Quedaba sólo Eumenes, que, aunque casi prisionero, era, sin embargo, un hombre de gran capacidad y considerable ascendiente. Antigono consi­ deró oportuno tomarlo a su servicio. La decisión fue, en cambio, difícil para Eumenes, porque por aquel entonces Poliperconte, por consejo de Olimpia, le escribió ofreciéndole en nombre de los reyes el mando supremo de las tropas de Asia. En la tradición histórica, Eumenes aparece como una figura romántica; pero su ayuda a Perdicas en el 322 demuestra que era un hombre ambicioso y privado de escrúpulos. Después de algunas dudas, se decidió por el puesto más alto: si conseguía superar el obstáculo constituido por su origen griego y agrupar en derredor suyo a los sátrapas contra Antigono, tendría la oportunidad de ocupar el puesto de éste. En los dos años siguientes, la histo­ ria de Asia está dominada por la lucha entre ambos. Aceptando el nombramiento de los reyes, en el invierno del 319-318, Eu­ menes obtenía un título, pero sólo un puñado de soldados. De todos modos, las negociaciones con Antigono le habían proporcionado la posibilidad de abandonar Nora y recuperar así la libertad de movimientos. Aunque Anti­ gono disponía de un ejército de 60.000 soldados de infantería y 10.000 de ca­ ballería, junto con algunos elefantes, su atención había sido por completo ab­ sorbida por los acontecimientos en Grecia. Allí, Poliperconte había dirigido una dramática proclama a las poleis, en la que les prometía su apoyo para hacer caer las oligarquías establecidas por Antipatro: y, en verdad, tuvieron lugar en muchos lugares, en particular en Atenas, revoluciones democráticas. Sin embargo, en la primavera, Casandro llegó con sus naves al Pireo y des­ pués de que Poliperconte sufriera una derrota ante Megalopolis, recuperó el control de Atenas: en realidad, las poleis querían encontrarse solamente en el bando del vencedor. Pero Antigono, para ayudar a Casandro, hubo de librar un combate naval contra Clito, que estaba otra vez al mando de la flota real. La empresa no fue fácil y trajo sólo con mucho esfuerzo el éxito deseado. Como Antigono estaba ocupado, Eumenes aprovechó la oportunidad para atravesar las montañas y alcanzar Cilicia, donde Antigono y los veteranos de la guardia de a pie (los argiráspides o «escudos de plata») aceptaron el nom­ bramiento real y le proporcionaron medios económicos, tomados del tesoro de Cuindas, con los que Eumenes pudo reclutar un ejército. Los argiráspides le acompañaron cuando marchó hacia el Sur, a la Siria septentrional, y cuando después, al final del verano, bloqueado por Ptolomeo y amenazado por Antigono, tuvo que desviarse hacia el Este y dirigirse a Babilonia, donde esperaba contar con el apoyo de algunos sátrapas fieles. Sin embargo, en M e­ dia fue mal acogido por Pitón; en Babilonia fue rechazado por Seleuco y hubo de pasar el invierno en Susiana, en la satrapía de Antigenes, mientras Antigono le seguía de cerca, reclutando tropas y operando en el campo di­ plomático, pero evitando la batalla, en la que se habría encontrado en des­ ventaja ante la experiencia de Eumenes y el prestigio del último regimiento superviviente de veteranos de Alejandro. No obstante, los motivos de oportunidad vencieron sobre la legitimidad, tanto en Europa como en Asia: Eumenes no podía realmente ejercer el mando sobre macedonios, y la familia real estaba dividida y era incapaz de gobernar; en otros términos: Eumenes sólo podía intentar convencer a sus

LOS DESCENDIENTES DE USlMACO

Agatocles de Cranón 1.a mitad del siglo IV

1.

Amastris

297

LOS ANTIGÓNIDAS

Antigono I MonofíQlmós rey de Frigia * 383 @ :

œ

. 338 Estratónice da Macedonia

Cratero genera! 321 f

œ 1. Amastris (hija de Oxatres) 289 f 2. Fila (s) hija de Antipatro * 360-288 0

Cratero general # 321-ca. 252

Alejandro * 295-245 O

f

Nicea {¿) ca. 280

TONTO

* t œ ® o

Mitrídates I Ctiates dominador de Qufos © ca. 336-ca. 331 ca. 301

s

Mitrídates il

rey del Ponto # ca. 338 ca. 281-ca. 265

fecha ile nacimiento lecha de muerle matrimonio anos de reinado asesínalo

i

Ariobarzanes © - ca. 265-ca. 250

LOS DESCENDIENTES DE ANTIPATRO

Casandro

QQ (?)

Antipatro GD n i , regente de Macedonia # 3 9 7-3 19 t

(?) GD Antigone

Bérénice ca. 340

rey de Macedonia * ca. 350 © 3 01 -2 9 7 f

Filipo IV ® ca. 298-ca. 2 97 \

æa (2) Tesalónice (hija de Filipo II) ca. 295

Filipo •fr ca. 340

Alejandro V GD Lisandra ® ca. 2 9 7 -2 9 4 0 hija de Ptolomeo I Soter

Piistarco

rila *

a. 360-288 O

Nicea * Ce

360-301 t

Eurldics (otros dos o tres hijos)

Antipatro @ ca. 297-2 9 4 0

Φ Eurídice hija de Lisímaco

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generales, reunidos en la tienda de Alejandro y ante el trono vacío, pero no podía darles órdenes; en Macedonia, en el 317, la hostilidad entre Olimpia y Euridice provocó la muerte de las dos mujeres y del rey Filipo III. Es verdad que todavía quedaba el pequeño Alejandro IV, el hijo de Roxana; pero el verdadero rey de Macedonia, aunque no tuviera tal nombre, era el hijo de Antipatro, Casandro, casado con la princesa Tesalónica, una hermanastra de Alejandro. La causa de la familia real se perdió definitivamente hacia finales de aquel mismo año, en las llanuras al este de las montañas del Zagros. Mien­ tras Peucestes y los sátrapas orientales lo apoyaron, Eumenes permaneció imbatido, pero Antigono consiguió conquistar, con las fuerzas superiores de ca­ ballería que Pitón había puesto a su disposición, el campamento de Eumenes con las familias y los bienes de los argiráspides, los cuales, ligados menos al comandante que a sus propios intereses, para recuperar lo que poseían no va­ cilaron en entregar a Eumenes; no obstante, como castigo, fueron disueltos y repartidos en diferentes guarniciones. Con aparente reluctancia Antigono en­ vió a la muerte a Eumenes, y Antigenes sucumbió a la tortura. Así pues, A n­ tigono se había convertido en el señor absoluto de Asia; dejó en sus puestos a los detentadores de las satrapías más apartadas, pero asesinó a Pitón y privó a Peucestes del cargo, sustituyendo a ambos por otros de su confianza. Su único error fue permitir que Seleuco escapara a Babilonia y se pusiera a salvo en Egipto junto a Ptolomeo. Seis años antes, el asesinato de Meleagro había provocado el levanta­ miento de los generales contra Perdicas; y la muerte de Cratero, cuatro años antes, fue motivo suficiente para que el ejército pusiera a Eumenes fuera de la ley. D e la misma manera, ahora la acción violenta de Antigono contra A n­ tigenes, Pitón, Peucestes y Seleuco deterríünó una acción concertada de sus tres aliados contra él. Todos estos amigos de Alejandro habían recibido el mando de los macedonios y, en el fondo, su actitud se diferenciaba poco de la de los soldados comunes: habían repartido entre ellos el botín y debían de­ fenderlo de cualquiera que quisiera impedirles disfrutar con tranquilidad de lo conquistado. En el invierno del 316-315 se desarrolló una intensa actividad diplomática, y a comienzos de la primavera siguiente se le presentó a Anti­ gono, en el norte de Siria, una serie completa de exigencias: si quería conser­ var la paz debía restituir Babilonia a Seleuco y ceder a Ptolomeo los dere­ chos sobre toda Siria; además, debería ceder a Casandro los territorios de Asia Menor arrebatados a Eumenes, y a los partidarios de Poliperconte, Ca­ padocia y Lidia, ceder a Lisímaco la Frigia helespóntica y, por último, renun­ ciar a la mayor parte de los 35.000 talentos que había tomado del tesoro im­ perial. Las exigencias eran bastante justas, pero Antigono, como ciertamente esperaban los otros, rechazó toda negociación. De Seleuco no tenía nada que temer, y contra los otros podía oponer la consigna propagandística usada por Alejandro en el decreto sobre los exi­ liados y retomada en el 319 por Filipo y Poliperconte. Las ciudades griegas en Asia eran ya libres, es decir, gobernadas por democracias y sin guarni­ ciones; por el contrario, Ptolomeo, Lisímaco y Casandro mantenían las ciu­ dades bajo el control de oligarquías y tropas de ocupación. Exigiendo la libe­ ración de las ciudades griegas, Antigono conseguía una victoria propagandís­ tica y al mismo tiempo anunciaba el objetivo de la expedición: no quería

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aumentar su territorio, sino intentar sublevar a los súbditos griegos de sus adversarios. Las operaciones de guerra que siguieron duraron cinco campañas y termi­ naron con una paz general en el otoño del 311. Se combatió en Asia Menor, en donde Antigono no tuvo muchas dificultades en conservar el noroeste, pero encontró obstáculos en Caria, gobernada por Asandro, un sátrapa inde­ pendiente, y en Licia, situada en el radio de acción de la flota de Ptolomeo. Se combatió en Tracia, donde Antigono había formalizado en el 313 una coalición entre el rey tracio Seutes y las ciudades griegas del mar Negro, coa­ lición a la que más tarde no apoyó eficazmente. Se combatió en Chipre, donde Ptolomeo logró y mantuvo el control. Se combatió en Cirene, que en el 313 se había rebelado con la ayuda de Antigono, pero que fue sometida de nuevo. Y se combatió, sobre todo, en Grecia, en la que los generales de A n­ tigono consiguieron grandes éxitos y donde la situación era demasiado con­ fusa para dar tregua a Casandro. En el 315 Antigono fue durante algún tiempo aliado de Poliperconte y de su hijo Alejandro, de modo que también Ptolomeo pudo, a su vez, erigirse en el defensor de la constantemente invocada libertad de los griegos. En el 313 Casandro, sintiéndose acorralado, pidió la paz, pero sus aliados aún no estaban dispuestos y Antigono no quería hacer ningún tipo de concesiones. Sin embargo, a comienzos del verano del 312, Ptolomeo obtuvo una victoria decisiva junto a Gaza en Palestina. En el 315, Antigono le había hecho retro­ ceder hacia Egipto, en el 314 había conquistado Tiro, después de un año de asedio, y se había sentido lo suficientemente seguro como para traspasar el mando a su hijo Demetrio y avanzar hacia el Norte. Con la victoria de Ptolo­ meo sobre el joven Demetrio, Seleuco pudo regresar a Babilonia y asentarse allí sólidamente. Esto obligó a Antigono a volver rápidamente a Siria, pero no logró some­ ter a los nabateos para asegurar la frontera meridional ni atrapar a Seleuco, que se había retirado a las satrapías superiores, por lo que finalmente se de­ claró dispuesto a concluir la paz. Había vencido en toda la línea; tan sólo tuvo que ceder en un punto, el regreso de Seleuco a Babilonia, pero es posi­ ble que en el tratado ni siquiera se contuviese esta concesión. Se ha conser­ vado una de las cartas que dirigió en aquella ocasión a las ciudades griegas: expresa su satisfacción porque se hubiera reconocido oficialmente la libertad de las mismas. Antigono tenía motivos para sentirse tranquilo. Lisímaco estaba aún, evi­ dentemente, ocupado en sofocar los desórdenes internos; por otra parte, con­ tra Seleuco el general de Antigono mantenía aún en su poder la ciudadela de Babilonia; la atención de Casandro se hallaba absorbida por un ataque de los autariatas y sólo Ptolomeo podía representar un peligro. Pero, no obstante, pocos meses después, en la primavera del 310, la guerra volvió a estallar. Ptolomeo culpó a Antigono de conculcar la libertad de las ciudades griegas de la faja costera de Cilicia, y envió una flota, que obtuvo algunos resul­ tados: así había creado un casus belli haciendo uso del lema de libertad de Antigono. Mientras tanto, Casandro había sobornado con éxito al último ge­ neral de Antigono en Grecia, a su propio sobrino Ptolomeo, y lo había to­ mado a su servicio. Como revancha, Antigono no pudo hacer otra cosa que mandar a Poliperconte al újtimo hijo superviviente de Alejandro, Heracles;

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Alejandro IV y su madre habían sido asesinados un año antes por Casandro. Sin embargo, Poliperconte utilizó a Heracles solamente como objeto de true­ que y lo asesinó a cambio del reconocimiento, por parte de Casandro, de su posición independiente en el Peloponeso. En el 309, los generales de Ptolomeo ocuparon las costas de Panfilia y de Licia y, al año siguiente, Ptolomeo mismo navegó hacia Grecia y liberó a las ciudades de Corinto y Sición, que pertenecían a la esfera de influencia de Po­ liperconte; que siguiera anunciando la libertad de los griegos no le impidió, naturalmente, estacionar guarniciones en las ciudades «liberadas». Obraba así como aliado de Casandro, que debía asistir con perplejidad a esta maniobra. El mismo año Seleuco se apoderó definitivamente de Babilonia, y esta vez Antigono tuvo que reconocer tal conquista. También Ptolomeo reconquistó Cirene, donde su general Ofelas se había declarado independiente; no obs­ tante, atemorizado por el creciente poder de Ptolomeo, Ofelas se había puesto al mando de una expedición contra Cartago, uniéndose a Agatóeles, pero fue asesinado por su aliado. Antigono tuvo que reaccionar con energía ante todos estos ataques. En la primavera del 307 envió a Demetrio con una flota a Atenas; los atenienses pensaron que los barcos eran de Ptolomeo y le entregaron El Píreo. En una rápida campaña, Demetrio se aseguró Muniquia y Mégara y entró triunfante en Atenas, donde restauró la democracia y se hizo venerar como un dios. A las diez tribus tradicionales (philai) se añadieron otras dos nuevas que to­ maron respectivamente los nombres de Antigono y Demetrio; la ciudad se convirtió en una aliada segura y en una base para futuras operaciones. Pero Demetrio no estaba aún satisfecho: tras su regreso a Caria en el otoño, hizo reparar las naves, y en la primavera del 306 invadió Chipre, en donde se vol­ vió a hacer aclamar como libertador. Ante esto, Ptolomeo se vio obligado a actuar y con su flota se dirigió a Salamina, pero fue vencido decisivamente. Toda Chipre se convirtió así en un aliado libre de Antigono, que ahora se decidió a dar el paso decisivo, tanto tiempo esperado. Ya había fundado una ciudad que llevaba su nombre, Antigonea; ahora, a la noticia de la victoria, aceptó el título de rey y designó rey también a Demetrio. Era una decisión arriesgada: a este título iba ligado el derecho al trono de Macedonia, y muy pocos macedonios habrían sancionado su pretensión a la herencia de Filipo y Alejandro. Fue natural que Antigono decidiese invadir inmediatamente Egipto ba­ tiendo el hierro mientras aún estaba caliente. Desde la muerte de Alejandro, Ptolomeo había sido el más recalcitrante enemigo de toda tendencia centralizadora. Si Antigono conseguía eliminar a Ptolomeo y apoderarse de los ricos terrenos de Egipto, podía esperar la sumisión de los otros rivales. Desgracia­ damente para él, esta invansión fue la más difícil de sus empresas militares. Su flota fue diezmada por las tormentas; su ejército obstaculizado por fortifi­ caciones y cursos de agua; las tropas, mal aprovisionadas, eran continua­ mente incitadas a la deserción mediante el soborno. Antigono intentó mante­ nerse algunos meses; pero, amenazado por las crecidas primaverales, no le quedó más remedio que retirarse. La conquista de Egipto había fracasado. Entonces, Ptolomeo asumió el título de rey y su ejemplo lo siguieron Casan­ dro, Lisímaco y Seleuco. Ahora había cinco posibles dinastías sucesoras y Antigono perdió el derecho exclusivo al trono de Macedonia.

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Matrimonios y dinastías Parecía llegado el tiempo de concluir la paz, pero la ambición de Anti­ gono no tenía límites y Demetrio no conocía tregua. Se perdió un año entero en el espectacular, pero también infructuoso asedio de Rodas, cuyo único de­ lito era mantenerse neutral. Rodas quería vivir en paz y comerciar con todos los reyes; y, en consecuencia, aunque era aliada de Antigono, se había ne­ gado a ayudarle en su ataque a Egipto. Ciertamente, habría sido un grave golpe para la economía ptolomaica cerrar los puertos de Rodas y Chipre al comercio egipcio, pero el asedio privó a Antigono del favor de los griegos, y su fracaso perjudicó gravemente su prestigio. No obstante, Demetrio no perdió el ánimo y regresó a Grecia en el 303. Consiguió algún éxito en el Peloponeso y fue elegido general omnipotente de una renovada Liga de Corinto; al año siguiente se dirigió hacia el Norte, amenazando Macedonia. Casandro, desesperado, hizo un ofrecimiento de paz, pero, cuando le fue rechazado, consiguió, en contra de lo esperado, res­ taurar la gran alianza. Ahora Lisímaco era lo suficientemente fuerte para in­ vadir Asia Menor, mientras Seleuco se introducía en Capadocia con un gi­ gantesco ejército bien provisto de elefantes indios. Demetrio hubo de acudir a toda prisa a Asia para enfrentarse a la lucha. Las fuerzas militares estaban bastante equilibradas, sobre todo porque Ptolomeo se limitó a invadir Pales­ tina, para retirarse en seguida de nuevo a su bastión'inexpugnable. Se llegó a una decisión en el 301, en la llanura de Ipso, en Frigia. Demetrio se batió magníficamente con su caballería, pero Antigono fue vencido y cayó en el campo de batalla. A Demetrio le quedaron los despojos de un reino. Seleuco y Lisímaco se repartieron Asia y dejaron a Ptolomeo sólo un precario dere­ cho sobre Siria. Por definitiva que fuese la victoria de los aliados, no inauguró un período de paz. Aún quedaban demasiadas cuestiones por solucionar, que provocaron la separación de los aliados, mientras el ambicioso Demetrio conservaba in­ tacto su poder. Después de la batalla de Ipso se refugió en Efeso con un ejército de 5.000 soldados de infantería y 4.000 de caballería, anhelando con­ vertirse en dueño del mar. Tenía una gran flota y ricos tesoros, disponía de bases seguras en la costa fenicia, en Chipre y en los puertos occidentales de Asia Menor. Excepto Rodas, las islas más importantes del mar Egeo estaban en su poder, y en Grecia, si bien Atenas se declaraba neutral y se negaba a recibirlo, sus guarniciones controlaban una parte considerable del Pelopo­ neso. Era inseparable compañero suyo el joven Pirro, pretendiente al trono de Epiro, cuya hermana Didamia se había convertido en la tercera esposa de Demetrio. Fila, su primera mujer, de la que no estaba separado y que le se­ guía siendo fiel, era hermana del rey Casandro y de las mujeres de Lisímaco y Ptolomeo. D e sus rivales, el único que no estaba emparentado con él era Seleuco. Pero precisamente Seleuco le proporcionó su primera oportunidad. En la primavera del 300, Demetrio dejó a Pirro como virrey en Grecia y se hizo de nuevo a la mar para reemprender la guerra contra Lisímaco —pro­ bablemente en Tracia— , consiguiendo algunos éxitos. Entretanto, las rela­ ciones entre Seleuco y Ptolomeo se habían enfriado, ya que ambos reclama­ ban el territorio de la Celesiria, que Ptolomeo había ocupado antes de la batalla de Ipso. Y Ptolomeo consideró oportuno consolidar mediante matri-

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monio su amistad con Casandro y Lisímaco. Casó a su hija Arsínoe con Lisímaco y a su hija Lisandra con Alejandro, el hijo menor de Casandro. Por efecto de estos matrimonios, el equilibrio de fuerzas, ya precario, sufrió un nuevo cambio. Seleuco se sintió rodeado. Había contribuido en buena pro­ porción a la victoria de Ipso con escaso provecho. Las ganancias principales, toda Asia Menor hasta el Tauro, habían quedado para Lisímaco, y a Pleistarco, el hermano de Casandro, le había tocado la costa meridional, de Caria a Cilicia, que gobernaba más como dinasta que como virrey. Salvo por la costa norte de Siria, Seleuco se hallaba separado del mar y del mundo griego, de donde provenían recursos indispensables: soldados, técnicos y co­ merciantes griegos. Como además le imponían las dotes militares de D em e­ trio, Seleuco le hizo saber que estaba dispuesto a estipular una alianza. Demetrio aceptó de buen grado. En la primavera del 299 arribó a Cilicia con una flota y se apoderó inmediatamente de los restos del tesoro de Cuindas. Su cuñado Pleistarco huyó junto a Seleuco para hacerle llegar sus justas quejas, pero se encontró con un frío rechazo y regresó a Caria, para proveer a su propia seguridad, meditando en ocuparse, sin embargo, en pri­ mer término de ponerse a salvo; quizá pensó en la perfidia de sus supuestos amigos. Seleuco recibió a Demetrio en Roso y, con grandes festejos, desposó a su hija Estratónice, de diecisiete años de edad. Su madre, Fila, fue enviada a Macedonia con la misión de preparar el terreno a Casandro. No fue nada más que un intento inútil: los peores temores de los grandes aliados se confir­ maron al año siguiente, cuando Seleuco y Demetrio conjuntamente ocuparon todo el territorio de Pleistarco. Una vez más Ptolomeo se valió de medios di­ plomáticos, acercándose ahora a Demetrio: como la princesa epirota Didamia había muerto, entregó como esposa a Demetrio a una de sus hijas, una niña aún. Como enviado de Demetrio, Pirro marchó a Alejandría, donde perma­ neció durante un año, convirtiéndose en favorito de la reina Berenice y to­ mando por esposa a su hija Antigona, nacida de un matrimonio anterior. Para Demetrio fue un buen período, no obstante el empeoramiento de sus relaciones con Seleuco, que en la división de las conquistas comunes quería arrebatarle Cilicia, Tiro y Sidón. En el 297, algunos acontecimientos al otro lado del Egeo crearon una nueva situación. Por una parte, un tal Lácares había conseguido establecerse en Atenas como tirano, y los demócratas exiliados pidieron a Demetrio que los ayudara a reimplantar el orden democrático. Pirro obtuvo de Ptolomeo el gobierno del Epiro, compartiendo el trono con el legítimo rey, su primo Neoptolemo, hijo de Cleopatra, la hermana de Alejandro. A finales de la primavera murió Casandro después de una larga enfermedad; y después de que su hijo mayor Filipo reinara durante cuatro meses, Macedonia fue divi­ dida entre sus otros dos hijos, Antipatro y Alejandro, bajo la regencia de la reina viuda, Tesalónica. Para Demetrio la tentación era irresistible; arribó al Peloponeso con la flota y pasó todo el siguiente año ocupado en afirmar su posición. Mientras tanto, Pirro había asesinado a su primo Neoptolemo, con­ virtiéndose en el único rey de Epiro. En el otoño del 295, Demetrio estaba preparado para asediar Atenas; el sitio duró todo el invierno y la ciudad, hambrienta, hubo de rendirse. En vano intentó la flota de Ptolomeo romper el bloqueo; inútilmente Ptolomeo y Lisímaco se esforzaron por desviar la atención de Demetrio atacando sus posesiones asiáticas. Lisímaco conquistó

■* f ® « o

Alcetae ) rey de Epiro t . 4 mitad del siglo IV

Aribas rey de los mojosos destronado ca. 342

Neptolamo I ca. 3 6 0 f

Alejandro I • ca. 342 ca. 3 30 f

K3D Cleopatra hija de Filipo II de Macedonia @ ca. 352-ca. 308 O

Tróade

Olimpia # 380 -3 1 6 0

EácJdee 313 1

fecha de nacimiento lecha de muerte matrimonio años de reinado asesinato

Alcetas II Θ desde el 313 ca. 3 10 0

GD Fila hija de Menón de Tesalia

1 Neptolemo II 295 o

(É 1. Antigone hija de Berénlce y de Filipo

Deidamia ca, 298 t

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2. Lanasa hija de Agatocles de Siracusa

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3. de Iliria

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ca, 295-2 7 2 f

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LOS ATÁLIDAS

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(¿de un m atrimonio transitorio en el 172?)

A telo III Filometor * ca. 171 adoptado por Eumenes II ca. 166 • 138-133 t

Alejandro (I Cfl 1 Γ Olimpia (b) 1 L · 2 4 2 -2 4 0 J * ca. 293 « 272-242 f

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Nereide mujer de Galón de Siracusa

Heleno

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las ciudades costeras, incluida Éfeso; Ptolomeo se apoderó de Chipre y de los puertos fenicios, Tiro y Sidón, mientras Seleuco, tal vez con intenciones amistosas, ocupó Cilicia para defenderla contra los otros dos. Probablemente estas conquistas se debían más al soborno y a la traición que a la fuerza mili­ tar, y no existe ningún indicio de que Demetrio se hubiera esforzado en evi­ tarlas. Una vez en sus manos, Demetrio devolvió a Atenas, como en el 307, la libertad y la democracia; con respecto a los atenienses, Demetrio mantenía coherentemente la política anunciada por su padre en el 315. No obstante, instaló guarniciones en El Pireo y en otros lugares, tendiendo claramente a formar un imperio griego. En el verano del 294, Demetrio invadió Laconia y casi habría conquistado Esparta si no se le hubiera presentado en el último minuto una ocasión mucho más atractiva. Como era de esperar, en Macedo­ nia los dos hijos de Casandro se hacían la guerra mutuamente. Antipatro, el mayor, había asesinado a su madre, Tesalónica, e intentaba eliminar a su hermano más joven. Alejandro, por su parte, solicitó ayuda a sus cuñados, Pirro y Demetrio. Pirro acudió, obligó a huir a Antipatro, que encontró asilo junto a Lisímaco, y regresó luego a su reino. Demetrio, sin embargo, esperó; no se puso en marcha con su ejército hasta el otoño y apareció en Macedonia como un amistoso visitante. Alejandro le preparó una acogida digna de un rey, aunque no confiaba demasiado en él. Pero habría debido ser aún más desconfiado: tras haber acompañado a Demetrio a Tesalia, durante el viaje de regreso fue asesinado, cuando volvía de un banquete oficial a su campa­ mento. Demetrio se convirtió en el rey de los macedonios. La situación era favorable a Demetrio, que se había liberado de sus ri­ vales más poderosos sacrificando sus posesiones asiáticas y, si bien Lisandra, la viuda de Alejandro, había huido, como Antipatro, junto a Lisímaco y se había casado con su hijo Agatocles, Lisímaco no estaba en situación de inter­ venir en Macedonia, ya que precisamente por entonces emprendía una guerra contra los getas al otro lado del Danubio. En los dos años siguientes, D em e­ trio consiguió asegurarse el control de la mayor parte de Grecia, que quizá trató de administrar como una satrapía; en todo caso, intentó con ahínco transformar la corte burguesa de Macedonia en una monarquía asiática, sin gran entusiasmo por parte de los macedonios. No obstante, Demetrio no estaba aún satisfecho y no pensaba dejar pasar la posibilidad de ampliar sus dominios. Hacia el 292, Lanasa, hija de Agato­ cles de Siracusa y princesa de Corcira, le ofreció su mano y sus posesiones. Los motivos de la oferta permanecen aún oscuros. Después de la espectacu-

Tetradracm as de los reinos helenísticos de E gip to, M acedonia, Tracia y Siria. M unich, Staatliche M ünzsam m lung, y Tubinga, A rcháologísches Institut der Universitàt. Arriba: los anversos con los retratos de P tolom eo I, 285-283 a.C .; D em etrio P oliorcetes, 291-290 a.C .; A lejandro M agno, representado com o hijo de A m ón (en la m oneda del dom inador Lisí­ m aco), 297-281; A lejandro M agno, representado com o H eracles con la piel de león (en la m o­ neda del dom inador S eleu co I), circa 282 a.C. A b a jo (im ágenes reflejadas en un espejo): los reversos con las representaciones d el águila de Zeus sobre el rayo, P oseidón con tridente y aflaston, A ten ea N icéfora y Z eus con el águila.

O ficial m acedonio armado acom pañado de un servidor. Estela sepulcral, circa 300 a.C . A leja n ­ dría, M useo G recorrom ano.

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lar aunque fracasada invasión en África intentada entre el 310 y el 307 y la paz concluida con Cartago en el 306 ó 305, Agatocles había asumido el título de rey como los diadocos en Oriente y hacia el 300 había tomado por esposa a Teóxena, una hija de Berenice. Inmediatamente después, ateniéndose a la política familiar propia de los reyes helenísticos, dio a su cuñado Pirro como esposa a su hija Lanasa, asignándole, como dote, la isla de Corcira, situada frente a Epiro. La historia de este matrimonio permanece envuelta por com ­ pleto en la oscuridad, pero raramente los reyes eran maridos fieles y leales: pocos años después, Lanasa se separó de Pirro, pero conservó Corcira y puso sus ojos en Demetrio, el hombre más bello de la época. Demetrio aceptó la proposición, aunque la boda le proporcionase pocas ventajas y suscitase una guerra con Pirro y sus aliados, los etolios. Evidentemente, Pirro no podía permitir que su rival se procurara una base de operaciones en sus proximi­ dades y la consiguiente esfera de influencia en la Grecia occidental. Se dieron batallas sin vencedores ni vencidos, pero sangrientas, en Epiro, Tesalia, Ma­ cedonia e incluso en Beocia, que sé rebeló contra Demetrio y tuvo que ser reconquistada. Hacia el 289 las operaciones se estancaron y el siempre ambi­ cioso Demetrio empezó a forjar planes para arrebatar Jonia a Lisímaco. Sin embargo, era demasiado tarde. Durante mucho tiempo, Lisímaco ha­ bía estado ocupado, con éxito variable, en la guerra contra los getas. En al­ gún momento, él mismo o su hijo Agatocles, o incluso ambos, habían sido capturados; en la tradición este acontecimiento asumió colores románticos, pero es cierto que como precio del rescate fue obligado a aceptar la paz. Amenazado en Asia, Lisímaco cerró una alianza con Pirro y en el 288 caye­ ron ambos, por los dos lados, sobre Macedonia. La región, explotada por Demetrio y descontenta, se sublevó; Demetrio hubo de huir y Pirro y Lisí­ maco se repartieron Macedonia. Para hacer aún más difícil la situación de Demetrio, Atenas se rebeló con el apoyo de Ptolomeo. Cuando Demetrio, en la primavera del año 287, partió hacia Mileto, dejando a su hijo Antigono (más tarde llamado Gonatas) la defensa de los restos de su imperio griego, pudo llevar consigo sólo 11.000 soldados. No obstante, la nueva campaña estaba bien preparada desde el punto de vista diplomático. Mileto se declaró en favor de Demetrio, que pudo desem­ barcar sin obstáculos en tierra firme. Una inscripción informa que en el 288287 la ciudad había recibido de Seleuco ricos dones en oro, plata y especias; era un regalo realmente principesco que comprendía 65 talentos de oro, casi 200 de plata y unos doce de incienso, mirra, casia, canela y especias. Oficial­ mente, todos estos bienes estaban destinados al Apolo de Dídima, el protec­ tor de Seleuco, pero, en realidad, la donación no era otra cosa que el precio o la recompensa por haberse separado Mileto de Lisímaco. Demetrio consi­ guió fácilmente atraerse la simpatía de otras ciudades, en particular Sardes; por consiguiente, pasó el invierno en Mileto con su nueva mujer, Ptolemaida. También este matrimonio era un subterfugio: Ptolomeo había escogido como mujer preferida a Berenice (la madre de Arsinoe y Antigona) y prometido a su hijo (el futuro Ptolomeo II) la sucesión al trono. Su primera mujer, Euri­ dice, hija de Antipatro y madre de Lisandra, gravemente ofendida por esta afrenta, abandonó Alejandría con su hija menor, Ptolemaida, y Demetrio consideró que era oportuno tenerla como aliada. Con toda probabilidad, Eu­ ridice llegó a Mileto con su hijo Ptolomeo Cerauno (el Rayo), el deshere­

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dado sucesor al trono. Sin embargo, su amistad con Demetrio no debía durar mucho tiempo: el año siguiente Cerauno entró a formar parte de la corte de Lisímaco, en donde su hermana Lisandra era la mujer del heredero del trono y su hermanastra Arsínoe, la reina. Lisímaco atacó entonces tanto a su aliado como a su enemigo. En contra de Demetrio envió a su hijo Agatocles, mientras él mismo atacaba a Pirro en la Macedonia occidental, logrando rechazarlo hasta el Epiro. Al mismo tiempo, la flota de Ptolomeo ocupaba las islas del Egeo. Con ello, las comu­ nicaciones por mar quedaban cortadas y Demetrio, no teniendo perspectivas de éxito, tuvo que abandonar la costa y retirarse hacia el Este. Su ejército dio prueba de una sorprendente fidelidad, pero sufrió numerosas derrotas. Cuando irrumpió el invierno, Demetrio no vio otra salida que entregarse a Seleuco. Fue recluido con todos los honores en Siria, y murió allí dos años más tarde, en el 283, a la edad de cincuenta y cuatro años. En su lugar go­ bernó su hijo Antigono, bien protegido por las «cadenas de Grecia», las fieles guarniciones de Demetriada, Calcis y Corinto. Brillante, aunque inconstante e inquieto, Demetrio, denominado Polior­ cetes (sitiador de ciudades) en las fuentes, fue la figura más interesante de su tiempo; pero sobre todo es recordado en la tradición por sus vínculos de amistad con el historiador Jerónimo de Cardia, en cuyas crónicas se apoya la Biblioteca de Diodoro y las biografías de Demetrio y Pirro, compuestas por Plutarco. Comparándolas con Demetrio, las otras figuras capitales de este pe­ ríodo (con excepción, quizá, de Pirro) palidecen, dada la escasez de docu­ mentos. El papel de Seleuco, en particular, es aún oscuro, ya que en las fuentes de información es citado tan pronto como aliado de Demetrio o como enemigo suyo. Es probable que en las décadas siguientes, las líneas ge­ nerales de las alianzas formadas en el 299 se mantuvieran intactas. Si de vez en cuando parece de otra manera, se debe más bien a las lagunas existen­ tes en el material recopilado por las fuentes, que no se ha conservado com­ pleto, en absoluto. Aparte de las recordadas bodas de Ptolemaida con D em e­ trio en el 298, todo hace pensar que Lisímaco y Ptolomeo fueron adversarios permanentes de Seleuco y de Demetrio, sus vecinos y enemigos naturales. En todo caso, cuando Ptolomeo, en el 285, hizo corregente suyo a un hijo de Berenice, le dio como esposa a Arsínoe, hija de Lisímaco y de su mujer prin­ cipal, Nicea. Esta Arsínoe no debe ser confundida con su cuñada del mismo nombre y su madrastra, que entraría en la historia como reina de Egipto. Las fuentes que presentan a Demetrio bajo una luz favorable son contra­ rias a Lisímaco, aunque todo lo que se conoce en concreto sobre él habla más a su favor que en su contra. Durante cuarenta años Lisímaco consiguió proteger al mundo del Egeo de las tribus nómadas del Danubio; sin em­ bargo, tres años después de su muerte, los gálatas habían arrasado Macedo­ nia y Grecia y llegaban a Asia Menor. Inscripciones atestiguan que Lisímaco favoreció y engrandeció las ciu­ dades costeras — Ilion, Esmirna, Efeso y Priene— , a las que concedió una cierta libertad, aun sosteniendo las oligarquías en perjuicio de las democra­ cias, apoyadas por Demetrio. Parece que su gobierno fue eficiente y no de­ masiado opresor. No obstante, el mismo año de la muerte de Demetrio, Pto­ lomeo y Agatocles, se vio envuelto en una guerra con Seleuco, que se con­ cluyó con su derrota y su muerte.

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Los antecedentes de esta guerra son confusos y controvertidos. Según ia tradición, Arsinoe, la mujer de Lisímaco, hija de Berenice y hermana de Pto­ lomeo II, conspiró a favor de sus propios hijos contra Agatocles, el hijo mayor de Lisímaco y sucesor al trono. Agatocles fue asesinado y su viuda Lisandra, hija de Ptolomeo I y Eurídice, y por tanto, hermanastra de Arsínoe, huyó en el 283 ó 282 junto a Seleuco: la siguieron otros miembros de la fami­ lia real, incluido quizá el hermano de Lisandra, Ptolomeo Cerauno. No falta­ ron otras graves defecciones, en particular la de Filetero, tesorero de Lisí­ maco en Pérgamo, que habría huido por disgusto y temor. Puede suponerse que en todos aquellos hechos actuaban agentes a sueldo de Seleuco. En todo caso, fue Seleuco quien inició la guerra. En el 282 hubo pequeños encuentros entre los dos reyes en Asia Menor. La batalla decisiva se combatió en Corupedion, en el valle del río Hermo, al norte de Esmirna, y en ella encontró Lisímaco la muerte. Seleuco se tomó tiempo aún para organizar la nueva administración de Asia Menor, llevar a cabo negociaciones diplomáticas con las dinastías iranias de Bitinia y el Ponto y con las ciudades griegas en torno a Heraclea Póntica; posteriormente, en agosto del año 281, se dirigió a Tracia. Pocos días después fue asesinado por su protegido Ptolomeo Cerauno, que aspiraba al trono de Macedonia o que quizá había recibido promesas en este sentido. Con la muerte de Seleuco se extinguía la generación de los diadocos. El asesino fue aclamado rey en Europa, mientras Antíoco, hijo de Se­ leuco y de la princesa irania Apama, ya asociado al trono, sucedía a su padre en Asia. En el 294 se había casado con Estratónice, hija de Demetrio, que había sido mujer de su padre. Esta transmisión de las esposas de padre a hijo resultaba extraña incluso a los macedonios y fue presentada ante la opinión pública como una caso de irremediable aberración patológica, pero estaba plenamente justificada como un medio de perpetuar la alianza con la familia de Antigono. Además, parece que Estratónice, la nieta de Antigono y de Antipatro, fue una mujer de extraordinarias dotes.

El desarrollo del sistema estatal helenístico Los sesenta años siguientes vieron consolidarse y desarrollarse el sistema de estados helenísticos, que debían promover rápidamente la helenización de Oriente y que a continuación estarían llamados a defender el mundo griego y helenizado contra Roma. Este período tuvo una enorme importancia histó­ rica, pero las fuentes de que disponemos son muy fragmentarias. A pesar de lo activa y abundante que fue la vida intelectual y literaria de estos decenios, hubo muy pocas obras de historiografía que no se refiriesen directamente al período de los diadocos. Los grandes historiadores de Alejandro, Clitarco de Alejandría, Aristóbulo de Casandria y el rey Ptolomeo de Egipto, escribieron sus obras en estos años, como Dilo de Atenas, que narró los acontecimientos hasta la muerte de Casandro en el 298. Demócares, sobrino de Demóstenes, trató la historia contemporánea de Atenas hasta el 280; y el ateniense Duris, que ha­ bía sido tirano de Samos, concluyó con los acontecimientos de aquel mismo año su exposición histórica, que había comenzado con el año de la batalla de

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Leuctra (370). El historiador más dotado e influyente de la época después de Alejandro fue Jerónimo de Cardia, amigo y compatriota de Eumenes, el se­ cretario de Alejandro. Jerónimo vivió en la corte de los antigónidas y llegó con su historia hasta la muerte de Pirro (272). El mismo Pirro dejó sus me­ morias. Timeo de Tauromeion escribió la historia de los griegos occidentales hasta el 262, pero no se ocupó del Oriente. Ninfis de Heraclea Póntida escri­ bió una historia de su ciudad natal, que ha sobrevivido en parte en la obra de Memnón, un autor bastante posterior; también se ha perdido una descripción de las migraciones celtas y del reinado de Ptolomeo II y de Antíoco I, debida a la pluma de un tal Demetrio de Bizancio, casi desconocido por completo; pero, aunque se hubieran conservado estas dos obras, apenas habrían podido conducirnos más allá del período entre el 270 y el 260. Hasta esta fecha nuestras informaciones son bastante suficientes, si no buenas, pero se refieren casi exclusivamente a Grecia y Macedonia. Otro tanto se puede decir del período siguiente al 250, para el que Polibio y Plu­ tarco han conservado muchos testimonios extraídos de las memorias de Arato de Sición, el promotor de la Liga aquea, y de la obra del ateniense Filarco, el único continuador de la historia de Duris, que trató los acontecimientos hasta el 219; desgraciadamente las noticias de este autor referidas a la época entre el 270 y el 250 se han perdido en su mayor parte. Es cierto que este material pasó a otras exposiciones de historia universal de época más tardía, pero tampoco se han conservado estas obras, salvo el breve epítome de Pom­ peyo Trogo, redactado por Justino. Para gran parte de nuestro conocimiento del período formativo del hele­ nismo dependemos de las inscripciones y de los papiros de Egipto, que a me­ nudo arrojan una luz intensa y penetrante sobre los acontecimientos de la época, pero que a veces son oscuros y, por regla general, de interés limitado y local. A cada paso surgen problemas, e incluso un auxilio cronológico fun­ damental, como la lista de los arcontes áticos, contiene, aun después de estu­ diada por generaciones de eruditos, elementos de incertidumbre. Por todas estas razones, para la época histórica que aquí tratamos tan sólo puede ofre­ cerse una exposición, en una cierta medida hipotética, y muchos aconteci­ mientos no pueden ser tratados como merecerían. A pesar de toda la consolidación que el período debía traer consigo, no puede aún hablarse de unas circunstancias estables inmediatamente después de la muerte del rey Seleuco. Lo único claramente decidido era el carácter heleno-macedónico del mundo helénico. Las dinastías macedónicas de Egipto y Asia no habrían sido capaces de sobrevivir si no hubiesen mantenido un constante contacto con los países del Egeo. Incluso Antíoco, aun siendo hijo de madre irania, no habría podido contar con un apoyo eficaz por parte de las regiones iranias de Asia; y los pueblos semíticos y anatolios eran súbditos relativamente dóciles. Por otro lado, los macedonios y los griegos que esta­ ban a su servicio lo habían reconocido como rey, pero no se había presen­ tado aún la ocasión de demostrar su fidelidad, y su número era insuficiente. Los territorios donde se podían reclutar griegos habían quedado cerrados para Seleuco en su mayor parte; en el ejército con el que venció a Lisímaco, los griegos no eran ciertamente numerosos, si se exceptúan los desertores procedentes de las filas de Lisímaco y algunos veteranos de Demetrio. Mu­ chos de ellos habían seguido probablemente a Ptolomeo Cerauno, junto con

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el resto de las fuerzas de Lisímaco. Para Antíoco era, pues, vital conservar Asia Menor. Así pues, actuó con la máxima presteza. Probablemente se encontraba en Babilonia cuando le llegó la noticia de la muerte de su padre, no antes de oc­ tubre del 281; esta misma noticia desencadenó en el norte de Siria, el verda­ dero corazón del reino seléucida, una revuelta, incitada con toda probabili­ dad por los partidarios de Ptolomeo. Antíoco se preocupó, naturalmente en primerísimo lugar, de restablecer el control en el norte de Siria y consiguió también alistar en Asia Menor un ejército con parte de las tropas de su padre que no habían sido llevadas a Tracia y mantenían aún su fidelidad a la dinas­ tía. Aunque fue aniquilada una división de los bitinios, Antíoco p;ido iniciar la marcha hacia el Norte, mediado el verano del 280. Una inscripción de Mi­ leto informa que, en el otoño del mismo año, asumió en dicha ciudad el cargo de stephaneóphros (portador de la corona). Con no menor prisa actuaba Ptolomeo II, cuyo padre había perseguido una consecuente política filohelénica y se mostró muy hábil en atraer de su parte a macedonios y griegos. Griegos y macedonios tenían una importancia vital para la defensa y administración del reino; y no menos dependía Pto­ lomeo del material de guerra del que Egipto no disponía: hierro, madera y otros productos para la construcción naval, plata y el cobre para las mo­ nedas. Teniendo la posibilidad de vender trigo, papiro y otros productos egipcios, Ptolomeo podía permitirse el lujo de ser generoso: no necesitaba cargar con impuestos a sus aliados y súbditos griegos, al contrario que otros reyes; pero necesitaba bases para la flota. Chipre y Fenicia le suministraban muchos de los artículos que necesitaba. Por el contrario, estaba muy descon­ tento con la liga de los estados insulares, con centro en Délos, que en el 285 había sido conquistada por Demetrio. Samos fue sustraída a la influencia de Lisímaco después de la batalla de Corupedion; en el 279 Antíoco perdió Mi­ leto; el cambio de frente fue premiado por Ptolomeo con otro territorio: no fue ni la primera ni la última vez que una ciudad sacó provecho de las necesi­ dades de un rey. El asesinato de Seleuco a manos de Ptolomeo Cerauno no fue un acto im­ provisado. Se hallaba en juego^el trono de Macedonia, y para muchos debía ser intolerable verlo tratado como si fuera un botín de guerra. Con la desapa­ rición de Antipatro, el último hijo de Casandro, se había extinguido la anti­ gua casa real, ya que Neoptolemo de Epiro, un sobrino de Alejandro Magno, había sido asesinado poco antes por Pirro. Como no había ningún sucesor más de Filipo II, quedaban así cuatro líneas de pretendientes, ya que Casandro, Demetrio, Pirro y Lisímaco habían sido todos nombrados reyes por vía legal. Lisímaco había reconstruido el reino de Filipo II, compuesto por Macedonia y Tracia; a muchos macedonios, esta solución les parecía la única correcta, prefiriéndola a todas las relaciones asiáticas. Era sostenida también por Ptolomeo Cerauno, el cual, al ser un general experimentado de unos cuarenta años de edad, y nieto de Casandro, era aceptable como pre­ tendiente. Para reforzar aún más su posición, Ptolomeo se casó con su her­ manastra Arsínoe, la viuda de Lisímaco, y adoptó a sus tres hijos, de tal modo que en cierta medida estaba asegurada la continuidad de la dinastía de Lisímaco; además, con tal hecho se apoderó de Casandria, una ciudad bien

Antíoco comandante m ilitat 1.a mitad del siglo IV

*

GD 2.

Epifanss Wicátor * 9 6 -9 5 O

Eplfonoe Filadolío # 9 5 -94 f

Epífanos Filadelfo O 9 5 -8 3 f

Filipo li Filorhomoo & ca. 66-63 j

Filopátor SÓtor 9 5-88 f

LBÓdi“

(Eubea) (de Calcis)

- 8 6-85 f

LOS SELEUCIDAS * t œ • o

fecha de nacimiento fecha de muerte matrimonio años de reinado asesinato

Cleopatra I ca. 170 -j-

Antfoco V Eupátor 173-7 62 O

Laódice ca. 115 O

,QU Cleopatra Thea {hija de PtoSomeo VI Filométor)

Alejandro Beloe

hijo de Antíoco IV Epífanes, usurpador deltrono de Siria • 150-147 146 O

121 O

Antíoco VI Epífanoe Dioniso



An tíoco (X

Filopator (Cizicono) ca. 135 1 16-95 O

. (2) 1. (?)

(5) 2. Cleopatra IV (h//a de Ptolomeo VIII Evergetes II} 11 2 O

(0

Laódice Thea Filadelfo mujer de Mitrídates ) de Comagene

145-142 O

3.

Cleopatra V Selene iff) ca. 69 O

An tíoco X Eusobo Filopator

@

95-83

f

Antfoco X III (Asiático)

* ®

ca. 85 69-6 4 O

) Cleopatra V Selene ig) vea. 69 O

(un hijo)

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guarnecida y relativamente independiente. Por último, renunció oficialmente a todo derecho sobre el trono egipcio. Probablemente esta decisión de Cerauno no tenía un gran interés para Ptolomeo II, cuya seguridad no dependía de una promesa escrita de su des­ heredado hermanastro. Pero para los macedonios esa renuncia era impor­ tante, porque les ofrecía cierta garantía de que el nuevo rey no utilizaría Ma­ cedonia exclusivamente como trampolín para nuevas conquistas, como lo ha­ bía hecho Demetrio Poliorcetes. También vista desde fuera, la posición de Cerauno era bastante sólida: Pirro, que por un cierto tiempo había sido rey al menos de la Macedonia occidental, se hallaba ocupado con los prepara­ tivos de una campaña en Italia y dispuesto a reconocer la autoridad de Pto­ lomeo como señor de Macedonia a cambio de su ayuda militar. Anteriormente, Antigono, hijo de Demetrio, ya había sufrido graves con­ tratiempos. Desde la captura de su padre en el 285 llevaba el título de rey, aunque más tarde datara su largo reinado a partir de la muerte de su padre, esto es, desde el 283; era aproximadamente de la misma edad que Ptolomeo Cerauno e igualmente sobrino de Casandro. En el 281, su reino se hallaba limitado a tan sólo algunas sólidas bases en Grecia: Corinto, El Pireo, Calcis y Demetríada. Antigono tenía además una pequeña flota y un ejército merce­ nario. A la noticia de la muerte de Seleuco se había puesto en marcha hacia Macedonia para reclamar sus derechos al trono, pero había sido detenido por Ptolomeo Cerauno y vencido en un combate naval, con toda probabilidad en el golfo Pagaseo, pues acto seguido se retiró a Beocia. Antigono hizo varios intentos infructuosos de ocupar Atenas, sin poder obstaculizar ya a su primo Cerauno, que consolidaba su propio poder. Cerauno había dejado a su madre en Casandria bajo la protección de un cierto Apolodoro, al que nombró comandante de la guarnición, y se trasladó a Pela con Arsínoe y los hijos de ésta. Aquí comenzaron las dificultades. Pto­ lomeo el hijo mayor de Arsínoe, huyó junto a Monunio, rey de los dárdanos ilirios, y regresó con un ejército para reconquistar el reino de su padre Lisí­ maco. El ataque fracasó, pero Cerauno intuyó el peligro que le amenazaba y mandó asesinar, sin ninguna vacilación, a los dos hermanos del rebelde. Esto fue motivo suficiente para que Arsínoe lo abandonara, buscando refugio en Samotracia para volver luego a Egipto. Años más tarde se casaría con su pro­ pio hermano Ptolomeo II; este matrimonio le valió el epíteto de Filadelfo (el que ama a su hermana) con el que es conocido en la historia. Cerauno, por haber elimiAado (quizá inevitablemente) a sus rivales, es recordado en la tra­ dición como un hombre despiadado, pero apenas puede decirse que hubiese ofendido la susceptibilidad de sus contemporáneos macedonios, habituados a los asesinatos dinásticos. Tampoco Ptolomeo Cerauno debía vivir mucho. En la primavera del 279, Macedonia se vio invadida por una ola inmigratoria de celtas, guiados por un cabecilla denominado Belgio. Es probable que fueran muchos, pero en todo caso estaban mal armados y faltos de disciplina, y por consiguiente ño en si­ tuación de enfrentarse a la falange macedonia. Los dárdanos ofrecieron su ayuda a los macedonios, pero Ptolomeo no quiso confiar en los enemigos del año anterior y rechazó la oferta. Afrontó a Belgio, pero fue vencido y muerto. En el año y medio siguiente Macedonia no tuvo un gobierno fuerte. Muchos príncipes se disputaban el trono, mientras un comandante de nombre

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Sostenes mantenía la unidad del ejército y ponía freno a las correrías de los celtas. El socorro vino inesperadamente de Asia Menor, por parte de Antigono —hijo de Demetrio— , conocido en la historia con el sobrenombre de Gonatas, no se sabe a ciencia cierta por qué. En Asia Menor, Antíoco había lle­ vado a cabo una guerra de finalidad indeterminada en apoyo de una facción bitinia, dirigida por el rey Zipoetes, que luchaba contra otra facción guiada por su hermano mayor, Nicomedes. Sus aliados eran Heraclea Póntica, Bizancio, Calcedonia y otras ciudades de la llamada Liga del Norte, todas aliadas de Nicomedes. Se supone que File tero en Pérgamo permaneció fiel a Antíoco, a pesar de que su familia procediese de Tieo, una ciudad de la liga; por el contrario, la flota egipcia de Ptolomeo operaba sobre la costa, a las es­ paldas de Antíoco, al que ocasionaba muchas dificultades. No obstante, A n ­ tíoco siguió avanzando paso a paso, y hacia finales del 279 Nicomedes vio en peligro la libertad que sus antepasados habían defendido contra los persas, contra Alejandro y contra los diadocos; buscó nuevos aliados y entró en con­ tacto con Antigono, tal vez por mediación de algún miembro de la Liga del Norte. En la primavera del 278 Antigono se dirigió con su flota hacia Asia Menor y «durante algún tiempo», como dice Memnón, luchó contra su cu­ ñado Antíoco. Los motivos de esta decisión no son claros. Hacía poco, en el anterior otoño, que Antíoco y él habían enviado a las Termopilas quinientos mercena­ rios cada uno, al parecer de mutuo acuerdo, para enfrentarse a una segunda ola de celtas bajo el mando de Brenno, que quería saquear Delfos. Ésta fue la primera vez que los griegos se enfrentaron a los galos y se aterrorizaron del aspecto salvaje y de la ferocidad de los invasores. El número de celtas era considerable y en posteriores crónicas fue incluso exagerado; en cualquier caso se trataba de fuerzas bastante consistentes para obligar a ponerse a la defensiva a un ejército combinado de cerca de 25.000 griegos. La mayoría de los estados situados al norte del istmo de Corinto proporcionaron tropas, y el mando fue puesto en manos del ateniense Calipo. Parece que los tesalios per­ manecieron neutrales y en todo caso se refugiaron tras sus murallas: salvo la pequeña ciudad etolia de Calió, los celtas atacaron centros fortificados. Los bárbaros llevaron a cabo una breve pero devastadora incursión en Etolia, tal vez concebida como maniobra de diversión; luego, la mayor parte de los celtas rodeó el estrecho y se dirigió hacia la Fócide. En su avance, los celtas fueron constantemente atacados, y cuando llega­ ron al Parnaso, incluso las condiciones atmosféricas se volvieron contra ellos. Se desencadenó un temporal, al que siguió una intensa nevada. Esto elevó el ánimo de los griegos, que llegaron a decir que Apolo había defendido su templo. Los celtas no iban bien equipados para soportar el mal tiempo y re­ nunciaron al ataque. Con graves pérdidas, volvieron a las Termopilas y aban­ donaron después Grecia, mientras los griegos rebosaban de alegría ante la primera clamorosa victoria conseguida en ochenta años. Se ha conservado un decreto de la ciudad insular de Cos, en el que se elogia a «los griegos» por su victoria y se agradece al dios por su aparición. El decreto fue aprobado acto seguido de recibirse el anuncio de la victoria, enviado por personas que no son nombradas, pero que ciertamente debían ser los etolios, los cuales ahora podían justificar la ocupación y el control de Delfos; más o menos por esta

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época debieron de introducir la fiesta anual de la «liberación» (sotería), que treinta años más tarde se convertiría en una celebración quinquenal y que en la opinión de todos adquiriría la misma dignidad que los juegos píticos y ñe­ meos. No se sabe el papel que desempeñaron contra los celtas los pequeños contingentes enviados por Antigono y Antíoco. A ninguno de los dos reyes se les agradeció su ayuda; y, al parecer, sus tropas regresaron a sus bases a comienzos del 278. Es extraño que Antigono pudiera conducir un ejército a Asia, cuando no era capaz de ocupar una Macedonia presa de la anarquía. Tal vez pensaba que obtendría ayuda para sus fines de parte de los aliados, tras finalizar la campaña. En realidad, así sucedió, aunque de una manera imprevista. D es­ pués de algunos combates, Antigono cambió sorprendentemente de frente; según un acuerdo solicitado probablemente por su hermana Estratónice, se declaró dispuesto a casarse con Fila, la hija de Estratónice y de Antíoco, del que se convirtió en aliado. También es posible que Antigono hubiera reclu­ tado soldados en Asia; en cualquier caso, durante el verano atravesó el Helesponto para dirigirse a Lisimaquia. Atacado por los celtas, los atrajo a un combate nocturno y alcanzó una victoria decisiva. Cuando, más tarde, entró en Macedonia, fue recibido como rey. En compensación, el burlado Nico­ medes, con ayuda de Bizancio, se llevó consigo a Asia los restos de las hordas celtas, las armó y las usó contra Antíoco. Los celtas que permanecie­ ron en Europa crearon el reino de Tylis, que, como el renovado reino de los odrises, continuó asolando durante un siglo las ciudades costeras griegas de Tracia y del mar Negro. Después de que Antigono Gonatas se convirtiera en el rey de Macedonia, a los cuatro años escasos de Corupedion y a poco menos de tres años de la muerte de Seleuco, la estructura política del período helenístico había asu­ mido las líneas que debía conservar hasta la intervención romana. Las dinas­ tías de los antigónidas, de los seléucidas y de los Ptolomeos se afirmaron en Macedonia, Asia y Egipto, respectivamente. Macedonia ejercía una fuerte in­ fluencia, aun cuando no decisiva, en Grecia, donde Atenas y Esparta, los etolios y más tarde los aqueos jugaban un papel importante desde el punto de vista político y donde potencias menores como Epiro y Acarnania, la Élide, la Argólide y Mesenia hacían sentir en ocasiones su voz. Las islas me­ nores del Egeo eran aliadas de quien dominaba el mar, primero de Egipto y luego de Macedonia; las islas mayores, en particular Creta, con sus bien pro­ tegidas ciudades portuarias, y el estado mercantil de Rodas con su flota, po­ dían llevar a cabo en ocasiones una política independiente. Egipto controlaba Chipre y las costas suroccidentales de Asia Menor; sus posesiones dispersas se extendían hasta Tracia y el Helesponto. Exceptuadas las ciudades costeras, Tracia estaba libre del control grecomacedonio, así como los territorios sep­ tentrionales de Asia Menor: Bitinia, Ponto, Capadocia y Galacia (Galacia era la región de la Frigia oriental que en el 277 había sido ocupada por las tres tribus gálatas de los trocmios, tolistoages y tectosages). El pequeño princi­ pado y luego reino de Pérgamo pudo conservar su independencia entre sus potentes vecinos: vivía próspero y seguro en su poderosa ciudadela, mientras su territorio se alargaba o se contraía según los distintos acontecimientos, en particular los que afectaban a la dinastía de los seléucidas. Estos, a pesar de la plaga que representaban los conflictos dinásticos, convertidos en ocasiones

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incluso en guerras civiles, conservaron su dominio sobre Asia desde el Egeo hasta el Hindukush, aunque los grandes espacios de Asia central favorecieron desde mediados de siglo tendencias separatistas en Bactriana y Partía. En esta situación relativamente estable no toda empresa fue inútil, pero se com ­ batieron también numerosas pequeñas guerras, en su mayoría entabladas por ejércitos profesionales y no muy destructivos, si se prescinde de algún con­ flicto en Grecia. Fue más bien un período de progreso cultural que de cam­ bios políticos. La política exterior de las potencias más grandes se regía por el principio enunciado, por aquella época, por el filósofo político hindú Kautilya: «Tu ve­ cino es tu enemigo, pero el vecino de tu vecino es tu aliado.» Eran continuas las contiendas entre los Ptolomeos y los seléucidas por los territorios fronte­ rizos en Levante y Asia Menor y entre Egipto y Macedonia por el control del Egeo y por el acceso al mar Negro. La situación favorecía la alianza entre antagónidas y seléucidas, aún más dado que ambos estaban separados por es­ tados tapón en Tracia y en Asia Menor septentrional, mientras los seléucidas no tenían miras agresivas en Grecia o en el Egeo. Cada uno apoyaba a los enemigos o súbditos rebeldes del otro. D e este modo, en la primera guerra siria (circa 275 y 272), el rey Magas de Cirene (dentro del ámbito de influen­ cia egipcio) fue apoyado por su suegro Antíoco I. Tras la muerte de Magas (258), Antigono instauró en Cirene a su propio hermanastro, Demetrio el Hermoso. Por su parte, Ptolomeo II favorecía y quizá apoyaba a los p e­ queños estados y a las ciudades griegas independientes de Asia Menor contra los seléucidas, mientras que en Grecia ofrecía subvenciones y en ocasiones el apoyo de la flota a Pirro de Epiro, a Atenas, a Beocia, a Esparta y a Acaya, encontrándose en situaciones embarazosas cuando estos estados se combatían entre sí. En el 253, cuando Alejandro, el sobrino de Antigono, gobernador de Corinto, se rebeló y asumió el título de rey, su independencia fue recono­ cida por Ptolomeo. Si los testimonios fueran exhaustivos, se podría escribir una historia diplomática muy interesante de este período.

Estados y coaliciones en Grecia En Grecia continuaba el tradicional estado de guerra de todos contra todos, con los acostumbrados cambios de alianzas y las disputas de las fac­ ciones internas. Sin embargo, los horrores de las guerras disminuyeron bas­ tante, al ser los estados interesados más grandes y menos numerosos. Las ciudades aisladas estaban normalmente bajo el control efectivo de otras po­ tencias, como Atenas y Corinto, dominadas por Macedonia o bien conserva­ ron su independencia bajo tiranos, como Elide, Sición, Argos y Megalopolis; por regla general estos tiranos mantenían buenas relaciones con Macedonia, que en cierto sentido los protegía. Solo Esparta, bajo Cleómenes III (237222), intentó llevar a cabo de nuevo una política imperialista, como la que ella misma, Atenas y Tebas habían practicado en otro tiempo. Por lo demás, Esparta se atenía a su ya tradicional política de hostililidad hacia los tiranos y Macedonia, actitud que provocó una guerra en Etolia en el 280, cuyo motivo fue la alianza de los etolios con Antigono Gonatas; y la guerra cremonídica (267-262), cuando el rey Areo condujo a sus aliados pelo-

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ponesios (Élide y algunas ciudades de la Arcadia) contra aquellas potencias que, como nos informa una gran inscripción encontrada en Atenas, querían esclavizar a los griegos. Esparta y Atenas fueron sostenidas en esta guerra por Ptolomeo 'II, que continuaba la política de su padre y de su hermana Ar­ sínoe de favorecer la libertad de los griegos. La revuelta de Atenas no tuvo éxito: Areo fue derrotado al sur de Corinto y no consiguió superar el -blo­ queo macedonio del istmo, mientras la flota egipcia, a las órdenes de Patro­ clo, no pudo influir de ningún modo en el curso de los acontecimientos en tierra firme; de esta manera, Antigono pudo contrarrestar un ataque por sor­ presa de Alejandro II de Epiro y doblegar a Atenas por el hambre. Esparta experimentó un pasajero debilitamiento, mientras que Atenas no sufrió serios daños; el resultado global de este conflicto, el más extenso de todas las gue­ rras que se combatieron en Grecia en la primera mitad del período en cues­ tión, fue de escasa importancia. En su conjunto, para Grecia fueron años positivos. Es cierto, por otra parte, que entre el 275 y el 272 la escena fue turbada por el regreso de Pirro de Italia. Pirro era un brillante general pero un pésimo hombre de estado, que sólo amaba la guerra. Sus campañas en el sur de Italia y en Sicilia le ha­ bían proporcionado clamorosas victorias, pero se trataba de victorias «pírricas», pagadas tan caras, que dejaban al vencedor más debilitado que al vencido. Después de cinco años de guerra, Pirro hubo de escapar en secreto de Tarento, de tal manera que sólo pudo volver a Epiro con muy pocos sol­ dados; pero ya en la primavera del 274 pudo invadir Macedonia, reconquistar el reino y obligar a Antigono a buscar refugio en las ciudades costeras. La gloria no le duró mucho: el saqueo de las tumbas reales de Egas, llevado a cabo por su mercenarios celtas, le proporcionó una pérdida tan grave de prestigio que prefirió regresar a Epiro. Para resarcirse, inició al año siguiente una nueva aventura bélica, esta vez contra Esparta, apoyando a un pretendiente al trono de nombre Cleónimo. Casi consiguió conquistarla en el 272, pero, entretanto, todos sus enemigos se habían unido contra él. Antigono había reconquistado Macedonia y se pre­ sentó en el Peloponeso con un ejército. Mientras se combatía en la ciudad de Argos, Pirro fue muerto por un ladrillo que una mujer había lanzado desde un tejado. Su hijo Alejandro firmó la paz y retornó a) Epiro; no se lanzó a otras aventuras militares, salvo una breve participación en la guerra cremonídica. En resumen, Pirro no pudo influir de forma fundamental en el curso de la historia griega. El acontecimiento más importante y significativo de la época fue el desa­ rrollo de las dos grandes ligas: Macedonia jugó un papel significativo, pero no tan preponderante como antaño. En las regiones septentrionales, Anti­ gono Gonatas consiguió éxitos políticos: mantenía relaciones amistosas con los ilirios y tracios y Peonía se hallaba subordinada a él; en Grecia estaba al frente de la Liga tesálica y mantenía firme en sus manos las fortalezas clave de la costa oriental: Demetríada, Calcis, El Pireo y Corinto. Cuando estalla­ ban revueltas, como en Atenas con la guerra cremonídica o en Corinto con su sobrino Alejandro (253-246), Antigono se limitaba a restablecer el statu quo. De este modo podía conservar la paz con el Epiro y con los etolios y ayudar a Macedonia a recuperarse de los esfuerzos a que obligaron las gue­ rras de Alejandro y de los diadocos.

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D e las dos ligas sólo la etolia había tenido un peso notable en la prece­ dente historia griega; las doce pequeñas ciudades aqueas eran, por el contra­ rio, insignificantes. Los etolios eran habitantes de aldeas y montañas; cele­ braban una asamblea general de ciudadanos en armas y cada año elegían un comandante militar que también era el magistrado superior. A su lado se encontraban los apókletoi, el comité ejecutivo del Consejo de los Mil, ele­ gidos por las comunidades etolias en proporción a su aportación militar. A l principio conocidos únicamente como audaces guerreros en su propio territo­ rio, los etolios irrumpieron en la historia por primera vez en el 323 con su decisiva participación en la guerra lamiaca; posteriormente lucharon junto a Perdicas y Antigono contra Antipatro y Casandro, y aproximadamente hacia el 300 comenzó su expansión hacía el Este, hacia la Grecia central, admi­ tiendo en la liga con plenos derechos a las ciudades y tribus que se unían a ellos. A comienzos del siglo III, cuando conquistaron el control de Delfos, los etolios jugaron un papel de importancia en la defensa del santuario contra los celtas e instituyeron una fiesta (sotería) para celebrar la victoria, que tras el año 250 se convirtió en panhelénica. Animados de espíritu patriótico, los eto­ lios promovieron — a través de Delfos o directamente— la celebración de fiestas nacionales (como, por ejemplo, en Magnesia del Meandro); de forma especialmente activa abogaron porque a santuarios y ciudades les fufera reco­ nocido el derecho de asilo (asylia), que los protegía de ataques y saqueos. Dado que los etolios eran conocidos como piratas, esta provisión debía apli­ carse contra sus propias naves corsarias y significaba para ellos un sensible sacrificio. En aquella misma época se dio la libertad a numerosos esclavos, como resulta de las inscripciones grabadas en los muros de Delfos, y se trata de otro mérito de los etolios. El desarrollo de la liga continuó hasta la dé­ cada del 230 al 220, cuando se convirtió en el mayor estado territorial de Grecia: comprendía la Elide, Mesenia, Arcadia oriental y toda la Grecia cen­ tral desde el golfo de Ambracia hasta el Euripo. La expansión territorial de la liga etolia y su creciente centralización pue­ den seguirse gracias a los documentos, grabados en piedra en D elfos, de las reuniones celebradas por el Consejo de la anfictionía. Después del 318 los tesalios, súbditos de Macedonia, ya no volvieron a participar en las sesiones; posteriormente los delegados (hieromnémones) procedían solamente de es­ tados amigos de Etolia, por lo que no está claro cómo fue admitida la mis­ ma Etolia, que nunca anteriormente había pertenecido a la anfictionía. En el 277 Etolia tenía tres delegados; otros trece venían de siete regiones dife­ rentes. En el 226 Etolia tenía ya quince delegados y sólo otros dos estados contaban con representación: Delfos, sede de la anfictionía, y Quíos, a la cual los etolios habían permitido una representación desde el 258, aproxima­ damente. Quíos y los etolios se habían intercambiado los derechos de ciuda­ danía, método conocido como de la isopoliteía. El resto de los miembros de la anfictionía se convirtieron en enemigos, como Atenas o Argos, o fueron absorbidos, como la Fócide y los locrios. Todo esto se puso en funcionamiento más con diplomacia y presiones mi­ litares que con guerras. La piedra angular de la política etolia era la paz con Macedonia, que fue brevemente interrumpida sólo en dos ocasiones: una de ellas en el 292; y la siguiente, veinte años más tarde, cuando los etolios se

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vieron envueltos en las hostilidades entre Macedonia y el Epiro y se convir­ tieron en aliados de Pirro. En el 239, el nuevo rey macedonio, Demetrio II, se casó con la princesa epirota Ftía y los etolios hubieron de buscar, ante el recién surgido bloque de potencias vecino, la alianza de los aqueos, que hacía tan sólo seis años que se habían opuesto violentamente a la conquista etolia de Beocia y que dos años antes habían vencido a los etolios en la batalla de Pelene. A su vez, Demetrio se alió con Agrón, rey de los ilirios, obteniendo de él el apoyo necesario no sólo contra los etolios, sino también contra los bastarnos del Norte en fase de emigración. Pero en el 235 la extinción de la familia real epirota ofreció a los etolios la posibilidad de anexionarse el reino. En el tiempo siguiente, extendieron las operaciones militares hasta un ataque a Esparta. No obstante estas actividades más o menos bélicas, los eto­ lios no eran unos auténticos conquistadores, sino representantes de un estado nacional en formación. Algo así no se había dado nunca en Grecia en esta proporción. Al contrario que la liga etolia, la confederación aquea surgió bastante tarde y no se trataba de un estado, sino de una alianza de ciudades indepen­ dientes. Exceptuadas las ciudades originariamente aqueas, no existía una ciu­ dadanía común, pero había una asamblea federal, en la que los votos de las ciudades eran numéricamente iguales y no en proporción a su importancia. Esta asamblea elegía un general federal y otros dignatarios comunes. Se im­ ponían contribuciones, pero el propósito de la liga era, sin embargo, la regu­ lación de la política exterior o, lo que es igual, la guerra; por eso, seguir una línea política unitaria y consecuente era complicado, porque aunque el gene­ ral federal disponía de considerables poderes, nadie podía ser elegido durante dos años consecutivos como tal. Fundada o rehecha en el 280, la liga no tuvo ninguna importancia signifi­ cativa hasta el 251, cuando Arato, cuyo padre había sido amigo de Antigono Gonatas y un eminente ciudadano de Sición, asumió el poder en su ciudad después de asesinar al tirano Nicocles. Sición era objeto de las miras de Anti­ gono y de su rebelde sobrino. Alejandro de Corinto, y la posición de Arato, un joven de veinte años, era precaria. Para poder sostenerse, Arato se dirigió a los aqueos en busca de protección y consiguió que Sición entrara a formar parte de la liga aquea. Ya en el 245, cuando fue elegido general por primera vez, se convirtió en la personalidad dominante de la liga, ejerciendo una in­ fluencia decisiva sobre su política de expansión. Comandante mediocre en el campo de batalla, pero hábil estratega y político inteligente, ambicioso y pri­ vado de escrúpulos, Arato consiguió hacerse reelegir hasta el 222 regular­ mente cada dos años como general, de tal modo que pudo seguir una política más o menos continuada y consecuente. La política de Arato iba dirigida principalmente contra Macedonia y su sistema de dominación por medio de tiranos. Esta línea de conducta lo en­ frentó, a su vez, con los etolios, pero le procuró la amistad de Esparta, que perseguía objetivos parecidos, y subvenciones regulares de los Ptolomeos de Egipto. Después de la muerte del rebelde Alejandro, Antigono había recon­ quistado Corinto en el 246; Arato la recuperó de nuevo en el 243. Consiguió tal éxito gracias a la traición de los soldados sirios de Antigono, cuya fideli­ dad había sido probablemente turbada por las victorias de los Ptolomeos so­ bre Seluco II en la tercera guerra siria (246-241). Así fue abierto el camino

a de las anfictionías de D elfo s en el oto ñ o del 266 a.C. Parte superior de una estela de márn os nom bres de ios delegados etolios, beocios, focen ses, aten ien ses, eu b eos y délficos. D elfos, M useo A rqueológico.

M onedas acuñadas por ligas griegas en el siglo III a.C . M unich, Staatliche M ünzsam m lung. A nverso de un trióbolo con el m onogram a de la Liga aquea, A cuñación de Cafias en Arcadia, después del 227 a.C. Abajo: anverso de un tetradracma con el sím bolo de la Liga etolia. A cuñación de Lisimaquia en E tolia (?), circa 250 a.C . (R eproducciones muy aum entadas.)

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del istmo hacia Mégara y Atenas, mientras los tiranos del Peloponeso, fieles a Antigono, quedaban aislados. Una expedición de los etolios, que en el 241 alcanzó Pelene, no dio resultados porque Arato logró sorprender al en e­ migo y destruirlo. Pero la subida al trono de un enérgico rey espartano, Cleómenes III (237), y el consiguiente ingreso en la liga de la gran ciudad antiespartana de Megalopolis (235), gobernada por un hábil tirano, Lidiades, dieron un cam­ bio de orientación a la política exterior de la liga. En el 229 se unió a la liga Argos y el mismo año Arato hizo realidad el plan ambicioso de liberar Atenas de la guarnición macedonia. Atenas se declaró y se mantuvo neutral bajo un gobierno democrático, a cuya cabeza se hallaban los hermanos Euríclides y Mición, pero los éxitos de Arato provocaron una alianza entre Mace­ donia y los etolios permitieron que Esparta ocupase las ciudades arcadlas de Tegea, Mantinea y Orcómeno, aliadas suyas o pertenecientes a la liga. Esta alianza no se mantuvo durante mucho tiempo. En el 225, Cleómenes introdujo en Esparta un programa revolucionario que comportaba la anula­ ción de las deudas, redistribución de la tierra y la admisión de nuevos ciuda­ danos; los elementos conservadores empezaron a alarmarse. Los etolios, que no tenían ningún interés directo sobre el Peloponeso oriental, volvieron a la neutralidad y el rey macedonio Antigono Dosón fue inducido con buenos ar­ gumentos o con la corrupción a aliarse con los aqueos. Arato abandonó la ciudadela de Acrocorinto, en una posición estratégica decisiva, y Antigono ocupó Argos, gracias a la traición de los conservadores de la ciudad. En el 223 fue elegido general de la liga aquea y acto seguido puso de su parte a las ciudades arcadlas. Durante el invierno siguiente la ocupación y el saqueo de Megalopolis por parte de Cleómenes fue un simple episodio, ya que la pobla­ ción civil no se dejó intimidar y los tenaces megalopolitanos se retiraron unidos hacia Mesenia. Y en el verano del 222 el ejército espartano sufrió una derrota decisiva en la batalla de Selasia. Cleómenes huyó a Egipto; Esparta fue ocupada y se convirtió en república; pero Antigono Dosón fue reclamado repentinamente para rechazar en su país una invasión de los ilirios, y allí mu­ rió combatiendo. La liga aquea se convirtió entonces en soberana del Peloponeso, pero las tropas macedonias controlaban el istmo de Corinto; el nuevo rey macedonio, Filipo V, se encontró en una situación parecida a aquella en que se había ha­ llado Antigono Gonatas medio siglo antes. Humillada Esparta y neutralizada Atenas, en Grecia quedaban sólo tres potencias políticas de importancia. Como la política etolia no era hostil a Macedonia y los aqueos tenían rela­ ciones amistosas con los macedonios, el país podía contar con un largo p e­ ríodo de paz. Los etolios habían creado en la Grecia central una especie de Estado nacional, mientras la liga aquea, aunque menos sólida, tendía a elimi­ nar las discordias y los conflictos locales. Tres generaciones más tarde, el his­ toriador Polibio pudo incluso hacer la afirmación de que los principales obje­ tivos de la liga aquea habían sido la libertad y armonía del Peloponeso. Él mismo era un aqueo de Megalopolis e intentaba explicar así por qué toda la Grecia meridional comenzaba a ser designada con el nombre de Acaya, el país de los aqueos. A él y a Arato, cuyas memorias tuvieron igualmente mu­ chos lectores, se debe la imagen generalmente favorable, quizá demasiado fa­ vorable, que de la liga aquea se ha conservado en la historia.

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Ptolomeos y seléucidas D e las nuevas monarquías, el Egipto ptolemaico era el que tenía las rela­ ciones más estrechas con el mundo griego. Ptolomeo II Filadelfo (285-246) y Ptolomeo III Evergetes (246-221) continuaron la política filohelénica del fun­ dador de la dinastía. Esta política, todo lo oportunista que se quiera, era po­ pular y tenía éxito. Los Ptolomeos patrocinaban la libertad de los griegos, si bien en la práctica una actitud así no significaba otra cosa que apoyar a todo estado hostil a Macedonia; pero, por encima de la política cotidiana, esta postura tenía evidentes repercusiones culturales. Los santuarios griegos se lle­ naban de ofrendas de los Ptolomeos, que estimulaban la fantasía. En Tebas, por ejemplo, fue probablemente Ptolomeo Filadelfo quien sobre un altar hizo esculpir un himno a Amón de Lidia, atribuido a Píndaro. Auténtico o imagi­ nario, tal episodio tenía el propósito — como la historia idealizada de los fa­ raones escrita en este período por Hecateo de Abdera— de convencer a los griegos de que Egipto era un país maravilloso y espiritualmente afín. En el panegírico, compuesto hacia el 273, Teócrito celebraba a Filadelfo por su po­ der, sus riquezas y su generosidad, y a la nación egipcia por su aportación a la paz y al bienestar. La unión matrimonial del rey con su hermana Arsínoe, celebrada un año antes, era comparada por Teócrito a las bodas sagradas de Zeus y Hera. Tal vez el matrimonio divino había inspirado las bodas reales, porque los matrimonios entre hermanos no pertenecían ni a la tradición egipcia ni a la griega. Arsínoe recibió grandes honores y culto en vida y después de su muerte, pero ignoramos por qué en el Helicón había una estatua de ella a ca­ ballo sobre un avestruz, a menos que fuese considerada una décima musa, la musa de África. En cualquier caso, esta propaganda era eficaz: en papiros encontramos los nombres de muchos griegos que siguieron el consejo de Teó­ crito y entraron al servicio de Ptolomeo. Sin ninguna duda, se trataba de un logro de los Ptolomeos. Teócrito lla­ maba a Filadelfo señor de Fenicia y Arabía, Siria, Libia y Etiopía, Panfilia y Cilicia, Caria y las Cicladas. La misma lista, más o menos, de posesiones ex­ teriores, atribuidas a Ptolomeo Evergetes, después de la tercera guerra siria, se encuentra en la inscripción de Adulis, donde son recordados otros territo­ rios, como, por ejemplo, Tracia y el Helesponto, y — sin fundamento dema­ siado real— incluso Mesopotamia y Babilonia, que Evergetes habría ocupado durante algún tiempo; pero estas variaciones no tenían importancia. Las tres guerras con los seléucidas (circa 275-271, 259-253 y 246-211) pro­ porcionaron a los Ptolomeos ganancias y pérdidas de alcance limitado. En la batalla de Cos, poco antes del 261 o del 255 (en ambas fechas los anales de Délos mencionan un acuerdo de paz); la liga insular de las Cicladas pasó a Antigono Gonatas. Con toda probabilidad estas islas fueron reconquistadas durante la rebelión de Alejandro de Corinto, pero volvieron a perderse cuando la flota macedonia consiguió otra victoria en Andros (quizá hacia el 244). Posteriormente, hacia el 227, Antigono Dosón lo intentó otra vez sin éxito con una expedición contra las posesiones ptolemaicas en Caria. A pesar de tales vicisitudes, Egipto seguía ejerciendo una considerable fuerza de atracción sobre los griegos, así como sobre toda Grecia y también Asia Me­ nor, erigía Alejandría en la segunda ciudad del mundo helénico y organizaba la consiguiente explotación y aprovechamiento del valle del Nilo.

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Con la ayuda de consejeros políticos con experiencia, como Demetrio de Falero, que redactó las leyes egipcias, los Ptolomeos crearon un estado buro­ crático centralizado, según el modelo egipcio. A la cabeza del estado se ha­ llaba un «administrador» (dioikétes), parangonable al gran visir de los fa­ raones; su sede estaba en Alejandría, que también albergaba los grandes ministerios con sus miles de funcionarios y sus enormes archivos. Toda la economía del país estaba sometida a su control. Los cultivos seguían planes previamente aprobados; la industria se desenvolvía en el marco de un sistema de concesiones y monopolios reales, bajo la vigilancia de recaudadores de im­ puestos y funcionarios estatales. La seguridad y la justicia estaban confiadas a gobernadores (estrategoí) de los nomoi o distritos, asistidos por los colonos militares (clerúchoi), policía y jueces. Los cargos más altos se hallaban en manos de griegos o macedonios, si había disponibles; en caso contrario, de egipcios, sobre todo si pertenecían a la antigua clase dirigente y si se trataba de misiones para las que el conoci­ miento de la lengua indígena era imprescindible. Otros extranjeros, sobre todo judíos, servían como funcionarios o soldados. Para salvaguardar los in­ tereses reales existían severas leyes, pero su puesta en práctica conllevaba muchas dificultades y las posibilidades de enriquecerse — legítimas o no— eran numerosas. Los griegos afluían en gran número, especialmente bajo Ptolomeo II, cuando el gran oasis del Fayum, al suroeste de Menfis, fue abierto al cultivo y a la colonización, y muchos de ellos prosperaron. Eran frecuentes también los matrimonios con mujeres egipcias; comenzó así a for­ marse la población mestiza que en el siglo siguiente debía tener una gran im­ portancia. El polo de atracción de Egipto era Alejandría, con sus palacios y otros edificios públicos, los santuarios del culto real y de Serapis, el Museo y la B i­ blioteca, sus magníficos puertos y astilleros, y la isla de Faro, con su gran faro y su largo muelle. Prácticamente inatacable, con su puerto marítimo unido al Nilo por un canal navegable, con su agradable clima durante todo el año, Alejandría era un centro predestinado por su naturaleza a convertirse en un centro de comercio, tráfico y diversiones; y los Ptolomeos, con la me­ jor biblioteca del mundo y su generoso mecenazgo de sabios y escritores, la convirtieron también en un centro cultural. Atenas conservó su primacía en la filosofía y la retórica y siguió siendo la ciudad del pensamiento abstracto; pero Alejandría se convirtió en punto de encuentro de la ciencia, la erudi­ ción, la literatura y probablemente también de las artes, pero el problema de la contribución de Alejandría a las artes no está aún suficientemente re­ suelto. Como residencia real, Alejandría tenía escasa autonomía; había una ciu­ dadanía griega, con las normales instituciones para la educación de los jó­ venes y el ejercicio de las actividades físicas (que la distinguían de los egip­ cios, judíos y otros residentes no considerados como ciudadanos); pero no disponía de un consejo (boulé) ni tenía magistrados elegidos o nombrados. Por el contrario, la ciudad de Ptolemaida, fundada por Ptolomeo I en el Alto Egipto, era gobernada de acuerdo con la normal constitución de la polis; por regla general, los Ptolomeos debieron tratar de forma generosa y sin ideas preconcebidas a las ciudades dominadas por ellos. Las ciudades de las islas del Egeo y de la costa de Anatolia occidental

Lagos comandante m ilitar 1.® mitad del siglo IV

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Ptolomeo XU 1“ ■ Neo Dionlso (Aulotoe) * ca, 110 entre el 8 0 y el 51 C

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