Grecia - El Mundo Helenístico I (A. Heuss & F. Schachermeyr)

December 19, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Ancient Greece, Historiography, Philology, Science, Hellenistic Period
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Descripción: Edición española revisada por José Manuel Roldán Hervás En este primer volumen y tras el capítulo introduc...

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de un gigantesco esfuerzo por reunir a los más n o­ tables especialistas bajo la dirección de dos eminentes historia­ dores, esta H IST O R IA U N IV E R SA L es una obra colectiva dentro de un conjunto armónico. Al mismo tiempo que considera los as­ pectos políticos en que se enmarca, dedica gran atención a los problemas económico-sociales y a los fenóm enos culturales e ideológicos, haciendo posible la comprensión total y unitaria de la Historia. En ella se presta la misma atención a todos los períodos históricos de la Humanidad, como acontecer fluido, en el que todas y cada una de las etapas emergen con la importancia que de hecho tuvieron: de presupuesto necesario para la etapa ulterior. Sin renunciar al más riguroso criterio científico, logra por su estilo interesar a todo lector culto.

R

esultado

En este primer volumen del tomo III y tras el capítulo introductorio de F. Schachermeyr sobre Troya, Creta y Micenas, es uno de los propios editores de la obra, el profesor A. Heuss, el encargado de trazar, con un extraordinario vigor y de forma magistral, la historia griega desde la Gran migración a lo largo de la época arcaica, a la que ponen fin las gue­ rras m édicas, hasta Alejandro Magno, el punto de acceso al helenismo. La época de formación en la que lo griego llega a asumir su fisonomía propia y genera los elem entos que le permitirán desarrollar su función universal, conduce a los siglos V y IV, período en el que Grecia hizo una «gran política» sobre la base de la ciudad-estado. Es el momento que, bajo la etiqueta no completamente unívoca de «clasicismo», comprende las grandezas más luminosas y ejemplares de toda la historia griega.

Cubierta: La Tholos de Delfos. Foto Robert G. Everts

GRECIA. EL MUNDO HELENÍSTICO~1

ALFRED HEUSS Catedrático de Historia Antigua. Universidad de Gottingen F R IT Z SCHACHERMEYR Catedrático de Historia de Grecia. Universidad de Viena Edición española revisada por

José Manuel Roldán Hervás Catedrático de Historia Antigua. Universidad de Salamanca

espasa-calpe

PLAN DE LA OBRA I.

Prehistoria. Las primeras culturas superiores.

Vol. 1. Por Gerhard Heberer, Alfred Heuss, Richard Pittioni, Helmuth Plessner y Alfred Rust. .Vol. 2. Por Wolfram von Soden y John A. Wilson. II.

Las culturas superiores del Asia.central y oriental.

Vol. 1. Por Franz Altheim, Alfred Heuss, Hans-Joachim Kraus y Wolfram von Soden. Vol. 2. Por Franz Altheim, A. F. P. Hulsewé, Helbert Jankuhn, Luciano Petech y Arnold Toymbee. III.

Grecia. EL mundo helenístico.

Vol. 1. Por Alfred Heuss y Fritz Schachermeyr. Vol. 2. PorOlofGigonyC. Bradford Welles. IV.

Roma. £1 mundo romano.

Vol. 1. Por Jochen Bleicken, Alfred Heuss y Wilhelm Hoffmann. Vol. 2. Por Hans-Georg Pflaum, Berthold Rubin, Carl Schneider y William Seston. V.

El Islam. El nacimiento de Europa.

Vol. 1. Por Gustav Edmud von Grunebaum, August Nitschke, Werner Philipp y Bethold Rubin. Vol. 2. Por Arno Borst, François Louis Ganshof y A. R. Myers. VI.

Las grandes culturas extraeuropeas. El Renacimiento en Europa.

Vol. 1. Por Hans H. Frankel,,A . K. Majundar, Golo Mann, F. W. Mote, August Nitschke y Hermann Trimbom. Vol. 2. Por Eugenio Garin, Walther Heissig, Richard Konetzke y Friedrich Merzbacher. ' VII.

De la Reforma a la Revolución.

Vol. 1. Por Heinrich Lutz, Golo Mann, Ivan Roots y Victor-Lucien Tapié. Vol. 2. Por Daniel Heartz, Michael Mann, Edmund S. Morgan, Fritz Schalk y Adam Wandruszka. VIII.

El siglo XIX.

Vol. 1. Por Richard Benz, Walther Gerlach, A. R. L. Gurland, ÇolpJVlann, Richard NUrnberger, Robert R. Palmer y Max Rychner. Vol. 2. Por Geoffrey Barraclough, Pierre Bertaux, Theodor H. von Laue, Golo Mann, Alfred Verdross y Herschel Webb. IX.

El siglo XX.

Vol. 1. Por Ralph H. Gabriel, Hans W. Gatzke, Valentin Gitermann, Hans Herzfeld, Paul F. Langer, Golo Mann, Henry Cord Meyer y Robert Noll von der Nahmer. Vol. 2. Por Wolfgang Bargmann, Karl Dietrich Bracher, Walther Gerlach, Hans Ktenle, Adolf Portmann y Alfred Weber. X.

El mundo de hoy.

Vol. 1. Por Wolfgang Franke, Jacques Preymond, Hubert Herring, Golo Mann, Kavalan Madhava Panikkar y Hugh Seton-Watson. Vol. 2. Por Raymond Aron, Goetz Briefs, Hans Freyer, Golo Mann, Gabriel Marcel y Carlo Schmid.

Título de la obra original: P ropylàen W eltgeschichte

Im preso en España Printed in Spain ES P R O P IE D A D V ersión original: Verlag U llstein G m bH , Frankfurt a. M. / Berlín, 1962 Versión cast.: E spasa-C alpe, S. A . M adrid, 1988 D ep ó sito legal: M. 50-1985 ISB N 8 4 -2 3 9 -4 4 0 0 -X (O bra com pleta) ISB N 8 4 -2 3 9 -4 4 0 7 -7 (T om o III-1) Talleres gráficos de la Editorial E spasa-C alpe, S. A . Carretera de Irún, km. 12,200. 28049 Madrid

INDICE Páginas

IN T R O D U C C IÓ N , por Alfred Heuss O R IG E N Y ELEM EN TO S C ONSTITUTIVOS D E LA H IST O R IA G R IE G A , por Fritz Schachermeyr

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Las culturas más antiguas del E g e o , 27.— La cultura m inoica de Creta, 38.— La G recia m icénica, 58.

LA H É L A D E , por Alfred Heuss

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La época arcaica, 81.— Form ación del pueblo griego. H om ero, 81.— La Escritura creto-m icénica, 114.— La expansión de la civilización helénica: la colonización grie­ ga, 126.— Crisis y transformación, 143.— La tiranía, 167.— El origen de la Esparta clási­ ca, 174.— La A ten as arcaica: S olón , Pisistrato, C lístenes, 188.— La situación política internacional en el últim o período de la G recia arcaica, 221.— La cultura del período arcaico tardío, 232.

LA ÉPO C A CLÁSICA A taque persa-cartaginés y defensa griega, 245.— La sublevación jonia, 245.— M a­ ratón, 250.— Salamina y Platea, 255.— Hacia un nuevo ord en , 275.— D esp ués de la victoria, 275.— La liga naval ática, 279.— El final de una ilusión, 283.— Im perialism o dem ocrático, 292.— La paz, 296.— P ericles, 298.— E l estad o de la justicia, 306.— El im perio ático, 321.— A ten as y el espíritu griego, 330.— Crisis y catástrofe: la guerra del P elo p o n eso , 341.— La prueba de A ten as, 341.— La aventura del poder, 358.— La ruina de la potencia aten ien se, 368.— La política, en un callejón sin salida, 378.— El m ila g ro á tic o , 3 8 2 .— E s p a r ta , en c o n f lic to co n lo s p r e s u p u e s to s de su v ic t o ­ ria, 390.— La verdad de los hechos, 393.— A la búsqueda del más p od eroso, 396.— La respuesta del pensam iento, 411.— Luces y som bras del occid en te griego, 420.— El gran juego por la H élad e, 430.

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INTRODUCCIÓN PO R

A lfr e d H euss

Con este tom o y con el siguiente, nuestra Historia Universal podrá, de ahora en adelante, inscribirse m ejor en un campo de ideas ya familiar al lec­ tor. La historia «griega», como la «rom ana», com prende una tem ática histó­ rica que suele ser considerada decididam ente como tradicional. Nuestros p a­ dres y abuelos ya la conocían, y lo mismo podían decir ellos con respecto a sus antepasados. Los editores de esta historia son plenam ente conscientes de esta situación y, por ello, no es casualidad que procedan de m anera «conser­ vadora» pensando que, si aquí existe ya indudablem ente una «tradición», esta circunstancia no debe suscitar dificultad alguna. N uestra Historia Universal, por muy «moderna» que quiera ser, tiene que ver, en definitiva, con la «his­ toria», y, en resumidas cuentas, la historia es entre otras cosas, por lo menos, un tejido que siempre tendrem os en las m anos, antes de descomponer sus hilos y de recom enzar el trabajo. Es útil recurrir, de cuando en cuando, a va­ sijas viejas con viejas etiquetas. Con esto querem os decir que nuestro inven­ tario, incluso el espiritual, tiene una cierta «estabilidad de valor», y no debe­ ría estar absolutam ente fuera de lugar, en una época tan inconstante, el sus­ citar una impresión de inmovilidad. N aturalm ente concurren motivos fun­ dados; pero se puede sostener y probar lo que tienen de convincentes. El lector no debe tem er que queram os som eterle a una discusión p ro ­ funda de esta cuestión. Para ello sería necesaria una serie de premisas cientí­ ficas que difícilmente podrían suscitar el interés general. B astará sólo una breve indicación. La unidad de una historia griega o rom ana fue puesta en duda, finalizando el siglo, precisam ente por la ciencia alem ana, que se apoyaba en un concepto de la A ntigüedad específicamente «histórico-universal». Bajo este aspecto hizo época, en particular, el gran E duard M eyer con su Historia de la Antigüedad. D ado que nuestra Historia pretende ser univer­ sal, no puede serle indiferente del todo tal punto de vista. Eduard M eyer (juntam ente con la generación que le siguió) entendía, bajo el concepto de «historia universal», dos cosas diferentes: por una parte — y en este punto se insistía— , la Antigüedad no debía ser por más tiem po objeto de una conside­ ración helenocéntrica o rom anocéntrica, y tenía que perder, por consiguiente, su «carácter clásico». El concepto de A ntigüedad «clásica» se descubrió como una dimensión no histórica. Es posible que quede en tela de juicio si se ha llegado en esta polémica a una verdadera postura en contra, ya que la Antigüedad no ha sido nunca

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identificada con la historia griega y rom ana; tam bién nuestra H istoria, que dedica dos tomos com pletos a las grandes civilizaciones primitivas extraeuropeas, debería estar inm unizada contra tal recriminación. Por este m otivo, es más im portante para nosotros la otra cara de la pers­ pectiva «histórico-universal». E sta presupone tácitam ente, con su derecho a form ular sus propios conceptos, que exista «la» A ntigüedad como época his­ tórica unitaria, es decir, que los diferentes fenóm enos históricos pertenezcan a un único y continuo contexto operante. Sin em bargo, el lector de nuestra Historia Universal sabe ya que precisam ente esto no corresponde a la reali­ dad, que el concepto de «antigüedad» implica en sí una pluralidad de dim en­ siones individuales, independientes (entre sí. Incluso el O riente Próximo es más bien una estructura de este tipo que un cuerpo histórico hom ogéneo. El his­ toriador no puede narrar la historia como si fuese una unidad cerrada, sino que debe seguir la historia egipcia, babilónica o hitita. Así y todo, con el paso del tiem po, los diferentes caminos fueron confluyendo de form a prag­ mática, pero, incluso en un estadio avanzado, no obstante el im perio persa, no surgió ninguna civilización unitaria. Ya por esto faltan los m otivos para suponer a priori que fuera de A sia las cosas estén ligadas por una coherencia interior o para establecer de inm e­ diato al comienzo un bosquejo que com prenda tanto los sucesos de Asia A n­ terior como los europeos. P or el contrario, acabarían privándose de la posibi­ lidad de seguir con atención el curso singular de la historia, que, a través de peculiarísimas vías indirectas, llevó al resultado de que, por varios siglos, todo el área m editerránea, incluidas las zonas m arginales asiáticas, tuviera una única im pronta de civilización. Y que se llegase a este resultado es desde luego cualquier cosa m enos evidente. Pero precisam ente esta constatación de­ bería ser el punto de partida del conocim iento histórico. El recurrir a una es­ pecie de preform ación geopolítica de la historia en la idea de la «unidad del área m editerránea», como hoy se hace en alguna ocasión, sirve decidida­ m ente de poco. Todo el que tenga un mínimo de com prensión histórica sabe que esta cuenta no sale bien ya en un cálculo muy superficial y que el M edi­ terráneo presenta por más de un milenio fronteras netas m ás que conexiones. De hecho, una concepción histórica así, falsamente entendida, debía ser in­ capaz de lograr sus propósitos. En lugar de un panoram a completo, pudo ofre­ cer solamente hechos aislados y yuxtapuestos, esto es, una suma de círculos his­ tóricos que sólo ocasionalmente se tocaban, pero que, por lo demás, seguían en perfecta autonom ía sus propias leyes de desarrollo. E n el m ejor de los casos, se trazaba un sincronismo externo, con el que poco se podía conseguir, si se excluyen los valores de las m eras cifras cronológicas —y esto ocurre tam bién y precisam ente en una obra tan m onum ental como la Historia de la A ntigüe­ dad de E duard M eyer— , m ientras que había que resignarse a un molesto in­ conveniente. E n hom enaje al sincronismo, que en el fondo no tenía ningún significado, se desm enuzaba el cuadro de conjunto allí donde representaba una realidad, esto es, en el decurso tem poral. D e esta m anera se abusaba de la historia griega en favor de la rom ana, o bien de la historia rom ana en fa­ vor de la griega (como en el caso de E duard M eyer). Faltan las premisas para establecer una coordinación objetiva de las dos historias y las cesuras históricamente relevantes son siempre diferentes, prescindiendo de sus cen­ tros internos que son com pletam ente distintos. Quizás el intento de estable­

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cer ab ovo una unidad de la A ntigüedad estaba justificado com o experi­ m ento. Sin em bargo, después de que ha sido acometido una y otra vez d u ­ rante una generación y de que los resultados no han correspondido a las in­ tenciones, como honestam ente se debería reconocer, hoy parece oportuno te ­ ner en cuenta este hecho. E n cualquier caso, nuestra Historia Universal está dispuesta desde el punto de vista de esta experiencia negativa y ofrece al lector, por este m o­ tivo, una historia griega (y luego una historia rom ana) relativamente com ­ pacta, dentro de un amplio m arco universal. T anto la historia griega como la rom ana tienen todo el derecho a ser expuestas como estructuras de carácter propio, siguiendo sus respectivas raíces. Si nos atenem os a este criterio, in­ cluso el proceso de su fusión, en el tardío helenismo, se revelará como lo que fue en realidad, esto es, como un fenóm eno am bivalente que, tanto para Grecia como para R om a, tuvo sus propias características. Esta duplicidad de perspectiva será señalada al lector en su lugar correspondiente. A l conocer prim ero el fenóm eno del lado griego, le será familiar ante todo el aspecto «genéticamente» anterior, y seguirá así el orden adecuado. La historia del imperialismo rom ano presupone, por su parte, la del helenismo. Por eso el lector encontrará una exposición relativam ente particularizada de los hechos ya en el capítulo de este tomo sobre el helenismo, y arrancará en el contexto histórico mundial de un punto de partida en el que se encuentra incluso la prim era valoración ideal de tal contexto: el griego Polibio adquirió su im por­ tancia secular como historiador por la exposición del «entrecruzamiento» de historia griega y rom ana. Solam ente al avanzar, partiendo de este grado inicial, puede evitarse una visión unilateral que parta únicamente de Rom a; y el lector estará preparado para com prender adecuadam ente el suceso, tan sum am ente im portante para la A ntigüedad, del sometimiento del OHente griego por Rom a. En suma, la íntima comprensión profunda de procesos históricos está esti­ m ulada no tanto por una sistemática externa como por una perspectiva con­ forme a los hechos; y cuando ésta se ve representada por dos oponentes de igual valor, el historiador debe considerar ineludiblem ente los hechos con los ojos tanto de uno como de otro. Se podría tam bién simplificar y tener únicam ente presente que Grecia y Rom a son los pilares en los que descansa el m undo antiguo (sin menoscabo de los influjos que ambas recibieron de otros lugares, sobre todo de O riente Próximo). Esta amplia significación histórica, que pone de relieve una y otra dimensión por encima de las circunstancias de una mera historia nacional, impone considerar cada fenómeno partiendo de su peculiaridad; no porque este criterio deje lugar incluso para la consideración histórico-universal, sino todo lo contrario, porque el contenido histórico-universal sólo puede com ­ prenderse de este modo. Por otra parte, éste radica en la extraordinaria p o ­ tencia propia de ambas individualidades históricas, y se revela solamente a aquel que la busca allí donde aparece como fuerza originaria: en la elabora­ ción de su propia esencia dentro de su propio ámbito. Por consiguiente, nuestra Historia está presentada, no sin fundamento; en dos tom os separados, uno de los cuales puede ser considerado u n a historia griega independiente, y el otro, la correspondiente rom ana. Y precisam ente por esta razón debía evitarse dividir la exposición en numerosas contribu-

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ciones, con el riesgo de parcelar excesivamente la m ateria. U n cuidado de este tipo era aún más oportuno si se tiene en cuenta que la historia griega ya no es directam ente familiar al conocim iento actual. Si el lector se m antiene en el ámbito del presente o en su entorno más o m enos inm ediato, le es más fácil reconstruir el contexto general; es decir, este ám bito no le resulta pro­ blem ático, e incluso una exposición detallada no le crea dificultad alguna. La cosa es com pletam ente distinta en un tem a como el de la historia griega. Un historiador que es consciente de su relación con el público y que no se m an­ tiene cerrado en el ám bito precario de la ciencia histórica sentirá, por tanto, en prim er lugar, la obligación de trazar claram ente las líneas generales y de ofrecer un cuadro plástico del conjunto: una em presa que sólo es posible re ­ nunciando a la especialización hoy tan corriente. P or eso la parte del tom o dedicada a la verdadera historia griega es obra de dos autores solam ente y sus contribuciones llevan los títulos que figuran en el propio título del tomo: Grecia y el m undo helenístico. Ellos deben exponer acontecim ientos que ya han sido narrados muchas veces; ambos autores saben de sobra que su trabajo no puede y no debe ser absolutam ente original. El historiador debe transm itir cosas que no son de su propiedad; se enfrenta a una serie de hechos y, en general, no disfruta del privilegio de toparse con ellos por primera vez. A pesar de todo, es de esperar que el lector no tenga la sensación de algo convencional y gastado y sienta, por lo menos, que quien le habla es un contemporáneo, que comparte con él, como propiedad común, ciertas experiencias fundamentales de la historia. , El autor de la parte helenística, C. B radford W elles, puede apuntarse además la ventaja de haber sido discípulo del historiador de la A ntigüedad, sin duda, más grande de la generación pasada. D e su m aestro M ichael Rostovtzeff ha tom ado como campo específico de trabajo el helenism o, y de él puede ser considerado hoy uno de sus m ejores conocedores. No sólo ayudó a Rostovtzeff en sus grandes em presas científicas dedicadas al estudio del hele­ nismo en el último tercio de su vida, como las excavaciones de D ura-Europos; tuvo tam bién ocasión de hallarse cerca de un hom bre que poseía co­ nocimientos muy precisos del presente y de presenciar de m anera directa cómo la experiencia actual de nuestros días se transform a en una disposición específica de la capacidad de intuición historiográñca. Rostovtzeff era un exi­ liado ruso y estaba capacitado por ello para observar con perspicacia situa­ ciones sociales y complicaciones revolucionarias. Gracias a su conocimiento de persona cercana a la realidad, apenas term inada la I G u e rra M undial había escrito un análisis, todavía no superado, del Im perio R om ano. Elaboró entonces un m étodo magistral que luego transfirió al helenism o, del que dio el tratam iento político-social más m oderno y amplio en la obra que term inó, tras largos trabajos prelim inares, durante la II G uerra M undial. El lector profano notará en seguida en la contribución de Welles la entrada inm ediata en m ateria, característica tam bién de Rostovtzeff, y el especialista advertirá con interés la independencia de juicio de nuestro autor y lo poco que se atiene a modelos de categorías trasnochadas. En el prim er capítulo de introducción sobre Troya, C reta y Micenas, nuestra historia griega enlaza con el fondo prehistórico y entra así natural­ mente en el ám bito de una tem ática histórica universal. Precisam ente a estos temas Fritz Schacherm eyr ha dedicado un estudio intenso, amplio, avanzado

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en num erosos trabajos. Con ellos, Schacherm eyr ha ganado crédito incluso entre los estudiosos de la prehistoria. H a iluminado, con im portantes teorías, la fase de transición del neolítico de Asia A nterior a la época histórica prim i­ tiva. Es magnífico que estos conocimientos se expresen tam bién en la p re ­ sente contribución y que a través de ellos el horizonte de la historia griega primitiva adquiera una autonom ía capaz de elim inar toda sospecha de haber tenido la simple función de un telón de fondo inevitable. Al llenar de reali­ dad histórica el vacío prehistórico, la historia griega encuentra, con la contri­ bución de Schachermeyr, un punto concreto de partida y puede desarrollarse así sobre un terreno histórico real. U n puesto especial ocupa el capítulo final de nuestro tomo. El filólogo clásico Olof Gigon, que se ha forjado un nom bre como conocedor e investi­ gador de la filosofía griega, em prende aquí la tarea de tratar el espíritu griego y sus objetivaciones desde una perspectiva particular. El tem a, tan amplio e im portante, está de tal modo enfocado que el lector se sale, por así decirlo, de la corriente histórica que hasta ahora le había transportado y, desde su actual posición, echa una m irada a las creaciones generadas por una evolución de cerca de un milenio. La exposición debe ponerle en situación de recopilar todo lo que se hizo en uno de los períodos más fecundos de la his­ toria de la hum anidad. Desde este punto de vista, pues, se insistirá más en el resultado que en las circunstancias externas que lo produjeron. Quizá se diga que se trata de una forma antihistórica de plantear la cuestión y se haga la pregunta de cómo un planteam iento así ha podido encontrar lugar en una obra histórica como nuestra Historia Universal. Pero este m odo de proceder, que a alguno ha de parecerle ciertam ente peculiar, tiene, sin em bargo, diferentes fundam entos, y entre ellos, uno de carácter práctico. U na historia del espíritu griego, construida y desarrollada según las leyes de la sucesión genética, habría sobrepasado inevitablem ente las proporciones de nuestro volumen. No se puede tratar un tem a así en un centenar de páginas sin caer en la superficialidad. Ya por esto sólo era nece­ saria una estructura distinta, y la elección de la aquí adoptada no ha surgido de m anera casual, sino por una circunstancia que no resulta en absoluto evi­ dente, esto es, con una exposición conform e con el cambio de los fenómenos. Entendem os con esto hablar de la fecundidad de las creaciones griegas p o r épocas sucesivas, más allá de los límites de la época histórica que los p ro ­ duce. Es peculiar del espíritu griego un doble destino: junto a la plenitud en sí mismo, se halla su capacidad de efecto dentro de un entorno histórico que le es extraño. Sin ningún género de dudas, esta aptitud es una característica específica suya y m erece ya por eso una exposición correspondiente. \ Pero esto no es todo. En concreto, no podem os dejar a ψ ι lado lá cues­ tión de quién fue afectado por estas influencias a distancia de los griegos, ya que la respuesta nos señala a nosotros mismos, como se sabe, como los «he­ rederos» del legado griego. Respecto de nosotros, los griegos son los d o ­ nantes e hicieron trascendente su carácter efímero al introducirse en nuestro presente. Y no hay que entender el vocablo «presente» en el sentido estricto de unos límites cronológicos, sino como com pendio del ser europeo, en toda su amplia expansión tem poral. N uestra Historia Universal no considera el lazo que la fija a su lugar de origen como una necesidad inevitable, pero lo acepta expresam ente e intenta obtener de él el patrim onio ideal que le es pe-

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culiar. El punto de vista «humanístico», como podría denom inarse, utilizando librem ente el térm ino, el m odo de ver las cosas que aquí predom ina, recibe, pues, una justificación com pletam ente natural propia de la concepción de esta historia universal. Por otra parte, Gigon no se limita al aspecto «humanístico». A él no le interesa solam ente la realidad de la «herencia», sino que tam bién desea ilu­ minar con claridad la figura del «testador», conforme a la convincente lógica de que una herencia está determ inada por la naturaleza y el carácter de quien la deja. E n los capítulos introductorios de este trabajo el lector en­ cuentra, por así decirlo, una contribución suplem entaria que podría definirse como un intento de análisis estructural del hom bre griego, por lo menos en cuanto se le considera «autor» de la cultura griega. N aturalm ente, algo así no surge sin hipóstasis y sin una cierta m edida de tipificación, dado que obvia­ m ente el «hombre griego» no existió nunca. Tan sólo hemos de vérnoslas con determ inados hom bres griegos, en determ inadas situaciones. Y configurar una dimensión general a partir de esta variedad presupone, en el fondo, una inducción conceptual que sólo comienza más allá de nuestra prelim inar expe­ riencia histórica. El m étodo ha tenido en la figura de Jacob B urckhardt un testigo de im portancia, que lo ha legitimado con su ejem plo magistral de his­ toria de la civilización, o por lo menos ha dem ostrado que, con tal m étodo, pueden obtenerse im portantes conocimientos. Tiene su atractivo que un rayo procedente de esta parte ilumine tam bién nuestra H istoria Universal y de­ m uestre que se halla así vinculada con los más diferentes puntos de vista de nuestra historiografía. No obstante, no podem os silenciar honradam ente que nuestra Historia Universal no puede ofrecer más que lo que la ciencia nos posibilita hoy día. Aunque la filología clásica nos ha proporcionado im portantes conocimientos durante los últimos cuarenta años, en un esfuerzo intenso, todavía nos encon­ tramos hoy bastante lejos de poder dar una definición clara y neta de lo que fue el espíritu griego. La situación de la ciencia es tan desesperadam ente compleja, porque al considerar los griegos pensamos casi siempre que tra­ tamos con nuestra propia carne y sangre; sin em bargo, en la m ayor parte de los casos, si se observa de cerca la cuestión, este cálculo no tiene sentido. Por regla general, se pone en juego alguna diferencia difícil de com probar y nues­ tras categorías se revelan insuficientes. Registrar adecuadam ente los ele­ mentos «semejantes» parece más difícil que registrar los que son enteram ente distintos. Encontram os más dificultades en determ inar positivamente una des­ viación de lo que nos resulta familiar que en acercarnos a lo que nos es com­ pletam ente extraño por sus peculiaridades y rasgos característicos esenciales. El conocimiento profundo del espíritu griego, como fenóm eno histórico, to­ davía se encuentra, por tanto, en estado fragm entario, y el futuro necesitará aún de una considerable genialidad científica para continuar los im portantes impulsos ofrecidos por la pasada generación. El lector se preguntará quizá por qué se le enfrenta aquí a una cuestión que, en realidad, le incumbe menos a él que a la ciencia. Y no le faltaría del todo razón, aunque sólo sea porque éste no es ciertam ente el lugar oportuno para investigar realm ente el problem a. Pero desgraciadam ente no es un pro­ blema en sí, e interesa en líneas generales tanto a las cuestiones fundam en­ tales de una historia griega que no podem os simplemente dejarlo de lado.

INTRODUCCIÓN

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La historia debe ocuparse, ante todo, de hechos, y los hechos se concre­ tan esencialm ente en acciones. Por tal m otivo, el núcleo de toda historia es la política. Ella es la form a en la que se actúa y se padece políticam ente. Las decisiones de una voluntad encam inada a la acción externa existen solam ente en política. Con buen fundam ento, pues, se ha introducido este concepto de la historia; y con buen fundam ento se ha m antenido hasta hoy contra todos los ataques y dudas. La categoría de lo «histórico» en este sentido no obliga naturalm ente a restringir el campo de las «decisiones» a un ám bito estrictam ente pragm ático. Muchos elem entos pertenecen a la «actuación» aun cuando no se proyecten en acción inm ediata y figuren más bien como condiciones y premisas. De esta m anera, el ám bito de la realidad social y económica se asocia estrecham ente al núcleo de la acción, y todo experto sabe que es corriente que los hechos decisivos se den precisam ente en ella. D e form a parecida, y según las cir­ cunstancias, la esfera del «espíritu», con todas sus diferencias, pertenece tam ­ bién al campo de acción de la historia, bien porque radiquen en él las raíces del com portam iento práctico o porque él sea el objeto de las m etas políticas. No es posible la acción sin consciencia; en toda decisión interviene de alguna m anera el pensam iento. A pesar de esta necesaria interferencia, el espíritu no se agota en esta disposición (activa o pasiva) a la acción, tanto se m uestre el universo histórico en una especie de paralelismo entre hacer y pensar como que conozca incluso la unidad de acción de ambas fuerzas. Por tanto, no podem os apoderarnos nunca de un solo lado de la totalidad irreductible, y si querem os hacer historia, tendrem os que olvidarnos de la plenitud del espíritu, objetivizado con sus propias leyes estructurales, y vice­ versa: partiendo del espíritu, no se nos abre todo el ám bito de la acción. No es posible elim inar la aporía de que la existencia hum ana no puede derivarse únicam ente de una raíz, sino que debe afrontarse desde dos puntos de vista. Toda historiografía honrada conoce los límites de su capacidad, y precisa­ m ente nuestro tom o sobre Grecia debería ser el lugar adecuado para exterio­ rizar esta confesión. E n ningún tem a histórico se nos presenta tan en con­ creto y con igual em barazo el atolladero en el que nos encontram os. ¿Q ué son los griegos, en definitiva, sin sus «obras»? ¿Y hubiéram os tenido algún motivo para tom ar nota de ellos si aquéllas no hubieran existido? Y si form u­ lamos el problem a de m odo aún más neto, ¿puede la política griega — to ­ m ada en su alcance más amplio— , con sus muchas depresiones y discontinui­ dades, ofrecernos siquiera rem otam ente un paralelo equivalente al curso del espíritu griego? El dilema contiene en sí suficientes motivos para inspirar es­ crúpulos verdaderam ente profundos, y no sería extraño que en este punto surgieran ciertas dudas sobre la legitimidad de la lógica histórica. Y a una vez el joven Nietzsche pensó que el Estado y la sociedad griegos habrían tenido exclusivamente el sentido de liberar el genio griego. A unque se haga abstrac­ ción de las premisas a lo Schopenhauer de esta tesis, la idea que contiene tiene evidentem ente algo de cierto. D e hecho, habría que pensar si se debe­ ría hacer historia griega sin partir del «espíritu griego» y si sus propileos no serían menos los axiomas de la práctica que los del «ser ideal» (por recurrir a este concepto con todas las cautelas necesarias). U na historia griega ^sí sería bastante distinta de lo que hasta estos m o ­ mentos ha navegado bajo esta bandera e incluso de lo que hay en este tom o.

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La primacía dentro de ella la habrían tenido las em presas intelectuales que los griegos iniciaron, llevaron a cabo, abandonaron y reem prendieron de nuevo. N aturalm ente, éstas no habrían quedado suspendidas en el aire, pero la historia de la actividad política habría servido sólo de horizonte y de pre­ misa práctica. Tam bién sería interesante considerar cuánta actividad política habría que incluir en una historia así y cuánto de ella debería tener una au­ téntica función de soporte. E n distintos casos, por ejem plo, se elegirían datos diferentes de los que pasan por el filtro de las categorías políticas. Sobre todo se tendrían muy pocos puntos decisivos, y muchos fenóm enos pasajeros, que son absolutam ente necesarios para la com prensión de un proceso cerrado de actividad práctica, no serían objeto de atención. Tam bién se nos propondría enérgicam ente otro problem a que, cierta­ m ente, no se resuelve sólo con este m odo de entender la historia: tendría que pensarse en concreto dónde habría que buscar las bases estables de la vida espiritual de los antiguos griegos, en el continuo cambio de la escena política; y la respuesta quizá sería ésta: la sociedad griega, es decir, la estructura so­ cial del m undo griego, poseía, bajo su superficie oscilante, una sólida consis­ tencia y perm aneció inalterada a lo largo de siglos, independientem ente de todas las convulsiones políticas. Por el contrario, la política griega no consi­ guió nunca en toda su historia una organización externa con carácter obliga­ torio; toda la vida estatal se manifestó siempre en un m últiple pluralismo. De este m odo, a la sociedad griega, que evidentem ente lograba superar esta ato­ mización, le corresponde una im portancia mayor de la que hasta hoy supo­ nemos. Igualm ente habría que considerar tam bién el proolem a de la im por­ tancia específica que tiene la base económico-social para la riqueza del patri­ monio espiritual con el que los griegos llenaban su existencia. El que en estos m om entos nos encontrem os más en situación de trazar un conjunto de problem as que de ofrecer indicaciones precisas tiene un funda­ m ento bastante firm e, que no puede ser silenciado precisam ente al lector re ­ flexivo de nuestra H istoria Universal. Teniendo en cuenta la plenitud de la vida griega en todos sus rasgos, el legado llegado a nosotros es sorprendente­ m ente escaso. Se puede decir, sin lugar a dudas, que la m ayor parte se ha perdido; y prácticam ente no existe la posibilidad de que nuevos hallazgos cambien sustancialm ente esta situación. No es sólo que se haya conservado una escasísima parte de la inm ensa literatura griega, poética, filosófica y cien­ tífica -y esta circunstancia tiene su importancia para el análisis histórico-, sino que tam bién faltan casi todos los datos sobre el engranaje entre existen­ cia individual de los intelectuales y ordenam iento social. U na biografía ex­ haustiva de un filósofo o de un poeta apenas nos proporciona información so­ bre su posición en la sociedad y sobre su base social. Incluso por esto, no es de extrañar que nuestro clasicismo haya despojado casi com pletam ente a los griegos de su cuerpo y los haya elevado a una esfera pura. N aturalm ente, este error de juicio ha sido revisado desde hace tiem po por la ciencia, pero a falta de las fuentes necesarias, no ha sido posible ofrecer una visión real­ m ente plástica de la vida griega, no obstante los intentos acometidos en este sentido por la ciencia de la A ntigüedad realista y deliberadam ente historicista del siglo X IX . La falta de fuentes de información es sobre todo sensible en el ámbito de la historia económica, social y administrativa. El Egipto griego, con sus numerosos

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papiros, es un fenómeno absolutamente excepcional. Y, desgraciadamente, es también una excepción, en cuanto no tiene ningún valor representativo para el resto de la antigüedad grecorrom ana, debido a su especial posición histórica. Im portantes tareas científicas, y entre ellas, en definitiva, la citada «conver­ sión» de la historia griega, chocan, por tal motivo, con obstáculos insalvables; por consiguiente, es bastante inútil hacer consideraciones sobre cómo podría o debería m ejorar la situación. H em os de atenernos a lo que ofrece nuestro m aterial, y éste nos dice claram ente que los medios disponibles no perm iten al estudioso asignar a los griegos la posición privilegiada que probablem ente podrían reclam ar dentro de la historiografía y, por tanto, en el marco de nuestra H istoria Universal, debem os tam bién colocarnos sobre el terreno de una investigación orientada hacia los acontecim ientos políticos de los griegos. En la m edida en que, según los principios arriba indicados, es posible ex­ poner los hechos principales del espíritu griego sin alterar las proporciones internas y en la estrecha óptica que se abarca desde el punto de vista de la política, esto tiene lugar naturalm ente en los límites de la capacidad del autor y tam bién, en definitiva, en el marco de la disposición que dé a su trabajo. B ajo este aspecto, la parte sobre el helenism o cuenta con algo más de v en ­ taja respecto a la parte que se trata bajo el epígrafe de L a Hélade. En com ­ pensación, esta contribución debe ocuparse de algunas figuras «literarias» centrales para la conciencia histórica (por ejem plo, Hesíodo y Solón), que, en consecuencia, se han tratado con especial detenim iento; estas ocasiones pueden presentarse sólo en un período de transform ación general, como fue la época arcaica. N uestra Historia de Grecia pertenece además necesariam ente a una d eter­ m inada tradición científica, y de ahí recibe sus proporciones y posibilidades. Hoy día no nos está perm itido pisar tierra virgen dentro de la investigación histórica, desde que el espíritu m oderno ha volcado su atención con especial interés precisam ente en la historia, más que en cualquier otro ámbito de la vida hum ana. Por determ inados motivos, que aquí no viene al caso explicar, el estudio de la historia griega apenas se rem onta más allá del siglo xvill. Su cuna fue la Inglaterra de la época de G ibbon, el más grande historiador de la Ilustra­ ción, y continuó en manos inglesas, hasta m ediados del siglo xix, cuando este período de su desarrollo culminó y se concluyó con la figura de G eorge G rote. Su m onum ental History o f Greece (1846-1856), la más im portante y amplia obra sobre historia griega jam ás publicada, conservó su primacía d u ­ rante una generación. D e sus doce volúm enes, fruto de un incesante trabajo sobre las fuentes, no se desprendía a prim era vista que el autor fuese no un erudito, sino un hom bre activo en el campo de la política y de la economía. Por el contrario, en la independencia de sus juicios políticos y en la crítica objetiva de los hechos se revelaba el estilo y carácter de su autor: su capaci­ dad de com prensión realista y de perspectiva para los problem as histérico-po­ líticos. La discusión continua que inserta en la exposición, al igual que su fa­ m iliaridad con los asuntos de la política práctica, nos recuerdan a B arthold Georg Niebuhr, que una generación antes había sobresalido con su célebre Historia de Rom a. Sin em bargo, en la historia de la ciencia, G rote no ocuparía la posición clave de Niebuhr. La ciencia hacía tiem po que se ocupaba de la ci­ vilización griega; pero en este tem a la filología había precedido a la historia.

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Hay que rem ontarse a los presupuestos alem anes, en prim er lugar a W inckelmann y a su influencia. N uestro clasicismo, como se sabe, se basa en ella, cuando tuvo conciencia de la civilización griega como una experiencia cultural y pudo, por tanto, elevarla a la categoría de norm a. Los estudios de filología clásica tuvieron, por consiguiente, un fondo de palpitante actualidad y recibieron impulso para su trabajo; pero en un prim er tiem po fueron es­ casos los progresos en el campo histórico. U n cambio se produjo tan sólo con August Bôckh y su Staatshaushalt der Athener (La economía de los ate­ nienses) en 1817. A unque Bôckh entendiera su trabajo como un tipo especial de filología, como una «filología de los objetos», el tem a era por lo menos em inentem ente histórico. Y se debe sin duda a su impulso el que la filología clásica se dedicara cada vez más a tales tem as y que en la segunda m itad del siglo X IX instituyera para ellos disciplinas especiales. Por tanto, no es de extrañar que, ya en la prim era m itad de siglo, la con­ versión de la filología en historia se consum ara con notables resultados en dos discípulos de Bôckh: O tfried M üller se lanzó a escribir una historia del pueblo griego sobre la base de su estructura étnica, m ientras Johann Gustav Droysen, con su Alejandro y su continuación, descubrió todo un período de la historia universal; a él se deben el concepto y el nom bre de «helenismo». A pesar de ello, ambos perm anecieron aislados. La obra de O tfried Müller tuvo influencia a causa de la precoz m uerte de su autor, y la semilla de Droy­ sen dio sus frutos para la ciencia tan sólo medio siglo más tarde, cuando él mismo, como historiador de Prusia, había vuelto la espalda a los griegos, pri­ vándose quizá de la posibilidad de llegar a ser un M ommsen de la historia griega. O tro autor encontró el aplauso de la burguesía culta: el filólogo Ernst Curtius con su Griechische Geschichte (Historia griega), 1857-1867, un texto muy lejano de los intereses políticos, aunque apareciera como com pañero de la historia rom ana de M om m sen, y hubiese sido impulsado por el mismo edi­ tor. Pero m ientras la historia rom ana de M ommsen, obra radicalm ente «mo­ derna», respiraba el espíritu de la ruptura que explotó a m ediados de siglo, Curtius parecía más bien un tardío epígono de la últim a generación de Goethe; no sin razón se le achacó a su obra un regusto fuertem ente «clasicista». Así y todo, Curtius dem ostró que la filología de la época, por sí sola, no podía penetrar históricam ente el m undo griego. E ra necesario ligar íntim a­ mente el sentido histórico-político, tal y como se había manifestado en G rote, con los conocimientos técnico-filológicos que se acumulaban en grado creciente en la segunda m itad del siglo. Este proceso y la consiguiente dem o­ lición de los «prejuicios clasicistas», quizás ostentada algo más de lo necesa­ rio, se consumó de hecho, y obtúvo un especial poder de penetración, gracias a la excepcional circunstancia de que tres em inentes investigadores dedicaran todo su esfuerzo a esta misión: en la filología, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf; en la historia, Karl Julius Beloch y Eduard Meyer. Todavía hoy, nuestros conocimientos históricos se basan, en su mayor parte, en sus investi­ gaciones y en las de sus contem poráneos. Desde entonces, la reconstrucción de los datos elem entales de la historia griega puede considerarse asegurada. Sólo fuentes com pletam ente nuevas po­ drían aportar «sorpresas»; pero de acuerdo con las experiencias cumplidas, esto no parece muy probable, por más deseable que pueda ser. Tan sólo es

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posible que cambien las apreciaciones del contexto de los hechos, su interpre­ tación en principio y la comprensión de todo el conjunto. A quí, natural­ m ente, dependem os de la autoridad de nuestro juicio: lo que la generación de Beloch y de E duard M eyer colocaba en un determ inado lugar, puede ser en ocasiones desplazado a otro distinto. Pero se trataría de simples modifica­ ciones que en absoluto harían necesario volver a recorrer todo el camino h e ­ cho por los estudios pasados. Por tal m otivo, las posteriores historias griegas pudieron surgir, por lo menos en A lem ania, sobre bases más limitadas. In ­ cluso la nuestra disfruta de tal ventaja y además puede reivindicar el privile­ gio de no ser inferior a ellas por su extensión. Obedece por com pleto a la ley im puesta por el desarrollo de la ciencia. D e una obra historiográfica se observa, en prim er lugar, su articulación, es decir, por regla general, su división por épocas. Ésta depende de la con­ cepción global, pero obedece tam bién a motivos prácticos de comprensibili­ dad. N uestra Historia está dispuesta en base a estos motivos, por considera­ ción a las exigencias de nuestros lectores. P or ello es consciente de que «época» significa simplemente «sección» y de que existen numerosísimas «secciones» en la historia. Interesa, por consiguiente, ver a cuáles de las divi­ siones posibles se les puede atribuir una cierta preem inencia, y si la elección es de alguna m anera plausible. Por otra parte, es absolutam ente necesario re ­ ducir estas divisiones al mínimo posible para no obstaculizar el camino del lector menos orientado con un caos de carteles indicadores. E n este aspecto, por fortuna, la prim era parte no presenta problem as: trata el período en el que la historia griega se sitúa todavía en el horizonte prehistórico y en el de la civilización antigua oriental. E n principio, este p e ­ ríodo nos ha sido revelado sólo gracias a la m oderna investigación y, concre­ tam ente, en exclusiva por la arqueología. A nteriorm ente, hasta m ediados del siglo X IX , los estudiosos se veían obligados, para llenar este espacio, a utilizar los mitos y lo que los historiadores griegos hacían pasar por historia. Sola­ m ente cuando, siguiendo el ejem plo de Niebuhr, se aprendió a disolver estas fantasías, se ganó la libertad frente a la tradición apócrifa. Pero no se tenía aún nada con lo que pudiese ser sustituida. Schliemann conservó la fe y buscó en Micenas el palacio de Agam enón. No obstante, su error indicó el buen camino, ya que sus excavaciones, em ­ prendidas sobre la base de leyendas heroicas, llevaron al conocimiento del m undo de Troya y Micenas. Después de haber aprendido a interpretar los re ­ sultados de dichas excavaciones sin prejuicios, esto es, sin recurrir a las p re ­ misas de Schliemann, que en parte eran aún aceptadas por su sucesor D órpfeld, podem os ordenar históricam ente el m undo. A hora bien, el descifra­ miento de la escritura lineal B ha añadido todavía algunos nuevos colores al cuadro. El lector acogerá con agrado el capítulo especial dedicado a esta es­ critura, dentro del interés que precisam ente en nuestros días encuentra este descubrimiento en un amplio público. La migración doria o, como nos hem os acostum brado a decir desde hace algunas décadas, la migración egea o gran migración constituye una cesura tan neta que no es difícil designar con ella una conclusión o un nuevo inicio. Pero ¿qué es lo que comienza y hasta dónde puede alcanzar lo nuevo? N ues­ tra Historia Universal abre el siguiente capítulo con las guerras médicas y, por consiguiente, considera los casi quinientos años anteriores a ellas como

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una unidad, como la época arcaica. El punto de división en sí no es contro­ vertido: todas las historias griegas lo tienen en cuenta. Sin em bargo, la reduc­ ción del medio milenio precedente bajo la única denom inación de época ar­ caica respeta menos las convenciones corrientes. Por lo general, se tiende más bien a limitar el concepto de lo arcaico a los dos siglos anteriores a las guerra médicas. No obstante, con ello se nos presenta la cuestión de qué tem a es el que ha de venir antes, o se cae fácilmente en el com prom iso.de te­ ner que recurrir a un térm ino más o menos vacío, como, por ejem plo, el de «período de transición», poniendo en peligro la estructura relativam ente clara de la historia griega. La «unidad» de un período histórico es una dimensión relativa que no puede verificarse nunca íntegram ente. Sólo es posible una orientación según tem as concretos, que no pueden reclam ar ningún derecho de exclusividad, sino que tienen sim plemente la ventaja de representar m ejor que otros una marcha continua. Para el período de tiem po citado, parece que puede servir a este propósito la circunstancia de que el cuerpo étnico griego se encuentra aún en m ovim iento, es decir, en el proceso de su formación. Este se ve clara­ m ente, sobre todo, en los acontecim ientos siguientes a la migración, aunque sean oscuros en sus particulares; pero lo mismo se puede decir de la coloniza­ ción griega, que term ina precisam ente con el comienzo del conflicto grecopersa. Por su parte, las guerras médicas enlazan casi lógicamente con lo ante­ rior, en cuanto politizan este concepto étnico en m edida limitada, pero nunca más superada posteriorm ente. N aturalm ente esto no significa que, por lo demás, no se hayan dado otras empresas y problemas en la historia griega de este medio milenio, y el lector atento se convencerá fácilmente de lo contrario. Pero como constante a través de los siglos, este tema no tiene concurrencia. Y no la tiene porque este período es ante todo una época de formación, confirmada por el hecho de que en él lo griego llega a asumir, incluso bajo otros aspectos, su fisonomía y genera los elem entos que le capacitarán para desarrollar su función histórica universal. Esto es válido tanto para la form a­ ción del cuerpo social y político — la ciudad-Estado griega adquirió entonces sus contornos y sobre todo la preponderancia frente a otras formas de organi­ zación— , como para el desarrollo del organon espiritual. El lector entenderá por qué precisam ente esta fase de la historia griega le es presentada con una cierta evidencia y es tratada más extensam ente que en otras historias griegas de dimensiones sem ejantes. Por lo dem ás, no debe dársele excesivo peso al térm ino «arcaico»: tam bién él tiene una historia propia que no podem os re­ cordar, pero, no obstante su generalidad, es bastante significativo para captar en sí el «devenir», la «génesis» de lo que será más tarde com pletam ente evi­ dente. La época siguiente va de las guerras médicas a A lejandro Magno. Para los expertos debería ser indudable (aunque desgraciadamente no lo sea así) que A lejandro representa un «capítulo» incom parable, el único punto de ac­ ceso legítimo al helenismo. El período, de alrededor de ciento cincuenta años, no es muy extenso, y ya sólo por esto podríam os considerarlo sin re­ celo como una unidad. P ero no es así: está roto por la guerra del Pelopo­ neso, aunque la fractura no sea suficiente para quebrar la periodización. Po­ dría decirse, por otra parte, que la guerra del Peloponeso, de la que arranca el siglo IV , enlaza este último con el siglo precedente. El siglo IV no tiene una

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vida propia, sino que se sitúa en el reflejo del siglo V . N uestra exposición in­ tenta tener en cuenta este fenóm eno peculiar; no obstante, se ve obligada, por exigencias de/espacio, a trazar muy brevem ente los complejos aconteci­ mientos de las dos generaciones siguientes a la guerra del Peloponeso y a p o ­ ner de relieve sólo las líneas esenciales. Sin em bargo, este sacrificio puede considerarse legítimo, porque se lleva a cabo en favor del siglo V . En éste, el lector puede reclam ar el derecho a ser inform ado minuciosam ente sobre el proceso externo e interno de los acontecimientos. No tendría sentido una his­ toria griega que no ofreciese inform ación precisa sobre M aratón y Salamina, sobre Pericles y la democracia ática. El concepto de lo «clásico», que se utiliza a falta de otro m ejor, no debe ser juzgado con dem asiada severidad. E n el fondo es un concepto «antihistó­ rico», ya que la historia no conoce períodos «normativos». El autor tampoco pertenece a aquellos que creen en la idealidad de la polis griega y cree cono­ cer las dificultades a las que conduce una tal convicción. Pero los siglos V y IV siempre serán la época en que Grecia llevó a cabo una «gran política» -sobre la base de la ciudad-Estado. Ni antes ni después tuvo lugar algo sem e­ jante: anteriorm ente, no, porque, como ya sabía Tucídides, no existía una «gran política» entre los griegos; y posteriorm ente, tam poco, porque dicha política fue practicada por otras instancias y ya no por las ciudades-Estado. En este sentido podría hablarse incluso de una época de la ciudad-Estado griega, pero con ello se daría entrada a equívocos. Será, por consiguiente, más oportuno atribuir al espíritu griego el esplendor que difícilmente se puede encontrar en la historia política de todo el período y, m ediante el concepto de «clásico», indicar sólo que el período esconde en sí las dimensiones más luminosas y trascendentes de toda la historia griega: por ejem plo, en los gran­ des trágicos, en Sócrates, Platón y A ristóteles, por no hablar de las artes fi­ gurativas. Los límites externos del helenismo son, desde que Droysen creó tal con­ cepto, mucho menos discutidos, por fortuna. Es, por decirlo de la m anera más simple, el último capítulo de la historia griega que comienza con A lejan­ dro Magno. H asta Droysen (e incluso algún tiem po después), los historia­ dores se encontraban en dificultades y, todo lo más, podían hablar con un cierto em barazo de la historia de los Estados griegos y M acedonia. Hoy la definición dada por Droysen del contenido del helenismo (síntesis de O riente y Occidente) no se acepta ya por lo general, por buenas razones. Pero de nuestra contribución y de las indicaciones del capítulo precedente, el lector atento deducirá, no obstante, que ambos autores no aceptan sin más ni si­ quiera el «evolucionismo» hegeliano de Droysen, que, a diferencia de la d e ­ terminación del contenido del helenismo, tiene todavía hoy una validez indis­ cutible en la ciencia y que atribuye a esta época, con respecto a su origen, una fatalidad histórica. Se necesita de una metafísica historiográfica bien só­ lida para derivar fenómenos tan extraordinarios como la aparición de A lejan­ dro y la destrucción del imperio persa, de una disposición preestablecida. El historiador debería m ejor no preocuparse por lo extraordinario y limitarse a registrar el hecho. Precisamente sobre esta materia, la sugestiva exposición de Welles, que se ajusta estrictamente a los datos comprobables, prestará un buen servicio al lector, que verá que el helenismo, bajo el velo de formaciones de po­ tencias muy efímeras, dio libre curso a una fuerza helénica que existía desde ha­

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cía mucho tiempo, y que sólo entonces alcanzó su punto culminante. El hele­ nismo es la época del desenvolvim iento de una civilización griega como forma de vida que irradia más allá de su territorio de origen. Precisam ente en esta peculiaridad, el helenismo tuvo la capacidad de sustituir a la historia rom ana y de elevar a la A ntigüedad a la categoría de potencia cultural europea.

ORIGEN Y ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE LA HISTORIA GRIEGA PO R

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La península griega se presenta estrecham ente unida al Egeo, mar que la baña por el Este y el Sur, m ientras que se une al continente por el Oeste. Debido a su situación geográfica, a Grecia le cupo en suerte participar de forma im portante en la misión que el Egeo ha desem peñado una y otra vez en la historia como interm ediario entre Asia y Egipto, por una parte, y entre el continente asiático y Europa, por otra. Los elem entos culturales asiáticos y egipcios, que recibía de prim era m ano, llegaron a ser para Grecia tan deci­ sivos como las inmigraciones desde Europa. Pero la H élade no se cerró en esta posición privilegiada del que recibe, sino que se convirtió en donante de una civilización tan pronto como fue m adura para su misión.

L A S C U L T U R A S M Á S A N T IG U A S D E L E G E O Cuando hoy día hablamos de «épocas primitivas», evocamos las sombras de un pasado más rem oto de aquel que, hasta hace poco, nos era conocido. Tan sólo recientes estudios han llegado a com probar la existencia de una cul­ tura paleolítica de pescadores y cazadores en Tesalia, junto al río Peneo. Utensilios de piedra de pueblos sem ejantes que vivían de la caza se han en ­ contrado en una caverna de Beocia, y la existencia de utensilios del mismo tipo puede ser dem ostrada tam bién en las islas. Esto es todo lo que sabemos sobre esta población primitiva. Sin em bargo, se puede conjeturar que, for­ m ada por su medio am biente, representaba ya una especie inicial del hom bre mediterráneo. No por propia iniciativa, sino por el estímulo de influjos culturales del Asía A nterior, Grecia y la Europa suroriental traspasaron el umbral que con­ ducía de la caza de los fo o d gatherer al nivel superior de los fo o d producer. E ra al mismo tiempo el paso del mesolítico al neolítico. El cultivo de cereales, la cría de ganado y la gradual domesticación de ciertos animales comenzó en Asia A nterior. N aturalm ente, mientras se m an­ tuvo la vida nóm ada con los rebaños no podían sobrevenir transformaciones sustanciales. Sólo cuando se decidieron a practicar la agricultura — al princi­ pio, todavía se iba siempre en busca de suelos vírgenes— y aprendieron a ro ­ turar una y otra vez el suelo, la tierra se convirtió en propiedad duradera y objeto de valor. Se permanecía en los mismos lugares, se fundaban asenta-

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mientos estables, incluso fortificados, y pronto se acabó por construir autén­ ticas ciudades. A hora era posible acumular reservas y reunir riquezas; apare­ ció la figura del campesino en las aldeas y la del propietario en las ciudades. Estos asentam ientos necesitaban entonces de la protección de una autoridad que defendiera las tierras y el territorio de la tribu, que vigilara la justa dis­ tribución del agua y asegurase la protección divina. Así empezó a desarro­ llarse el Estado territorial, dirigido por príncipes y sacerdotes por la gracia de Dios. E ra un sistema jerárquico absolutista, que se im ponía allí donde la ri­ queza del suelo favorecía la economía agrícola. Los comienzos de tal agricultura estable, pronto tendente a la form a de vida urbana, se encuentran en Palestina, en donde los m ejores testimonios los ofrece Jericó y A bu Gosch, en Siria, M esopotam ia (principalm ente, en Q alat Jarm o), Chipre, y el Asia M enor oriental y central (hallazgos de Hacilar). La gran extensión de este primitivo territorio agrícola se explica por la tendencia expansiva de los prim eros agricultores, aún incapaces de m ejorar el terreno. E n el campo religioso, el alto aprecio de la fertilidad condujo a la veneración cultural de la m aternidad y de la feminidad. Se m odelaron esta­ tuillas de la «Gran Diosa» con arcilla aún sin cocer, antes incluso de que se conocieran los m étodos para la fabricación de vasos de terracota. D e Jericó y Hacilar, en la A natolia central, conocemos la existencia de un culto singular de los cráneos de difuntos. La cerámica no existía aún, pero sí cuencos de piedra bien trabajados, que han dado origen a la denom inación de «cultura de los cuencos de piedra» para esta fase. Parece que ya en la época de la más primitiva agricultura, cuando aún no se sabía roturar el terreno, grupos de campesinos en busca de tierra, proce­ dentes de Asia M enor, llegaron al Egeo, a Grecia. Se establecieron en cual­ quier lugar que les proporcionara buenas tierras de cultivo, sobre todo en Te­ salia, y fundaron incluso establecimientos en algunas islas, para facilitar el tráfico a través del Egeo. A partir de entonces encontram os en la H élade los primeros asentam ientos estables, huellas de» agricultura y de cría sistemática de ganado. H abía com enzado así el movimiento históricam ente tan im por­ tante que denom inam os «corriente cultural del Asia Anterior»: se trataba de migraciones de agricultores en busca de tierra que llevaban consigo su patri­ monio cultural; es decir, migraciones de hom bres y m ercancías, de conoci­ mientos e ideas, fluyendo siem pre en la misma dirección, desde el Asia A nte­ rior a Europa; un m ovimiento que quizá comenzó ya en el VI milenio, como muy tarde, en el V, y que duró hasta principios del III, un m ovimiento que tenía su origen en la superioridad de la civilización del Asia A nterior. Un progreso im portante se delineó cuando çn el Asia A nterior se pasó a producir vasijas de terracota. Gracias a ello disponemos de hallazgos de gran valor, ya que tales recipientes, por el m odo de fabricación, por su forma y decoración, están de tal modo ligados a la propia época que, con su ayuda, puede establecerse sin dificultad la época concreta de cada hallazgo. Es cierto que, por lo general, vasos enteros sólo se encuentran en las tum bas, pero toda cultura ha dejado tras de sí, al menos, fragmentos de ellos. Con fre­ cuencia se han encontrado varios estratos culturales superpuestos, cuyos li­ mités cronológicos pueden ser determ inados gracias a los fragm entos de cerá­ mica hallados. Con el comienzo del arte de alfarero nos introducimos en la fase del neo­

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lítico com pletam ente perfeccionado, caracterizada por utensilios de piedra pulim entada — esto es, no sólo tallada— y la aparición de la cerámica. Con ayuda de algunos recipientes de arcilla, así como de algunos otros hallazgos se puede determ inar una serie de provincias culturales en el A sia A nterior y sus territorios circundantes. U na de ellas se supone en Siria y M esopotam ia, en donde se desarrolló la «cultura de Tell Halaf»; otra se atestigua en Pales­ tina, y una tercera, en Egipto; la cuarta, en Irán, se extendió m ás tarde al occidente de la India (las culturas de H arappa y M ohenjo-daro); una quinta, en fin, aparece en Anatolia: a través de la «corriente cultural del Asia A n te ­ rior», esta últim a extendió su influencia hasta Occidente. La corriente oriental permaneció operante incluso después del descubri­ m iento de la alfarería. Si en principio había traído la agricultura, la cría regu­ lar de ganado y la vida sedentaria, ahora prosiguió con el arte de la cerá­ mica, la decoración vascular, incisa o pintada, el uso de sellos, pero, en espe­ cial, tam bién con la ulterior elaboración del culto a la G ran D iosa M adre, re ­ presentada en ídolos o en vasos. E sta corriente cultural a través del Egeo se extendió hacia el O este y N o ­ roeste, en un sentido hacia Italia y en otro hacia los Balcanes y las tierras del D anubio, hasta la E uropa central. E n este proceso, la provincia cultural de A natolia, particularm ente expansiva, presentaba desde el principio una cierta independencia frente a sus convecinas de Siria y M esopotam ia, ya que, en Asia M enor, un tipo lingüístico m editerráneo antiguo se desarrolló hasta con­ vertirse en una im portante lengua de civilización, m ientras en Siria y en M e­ sopotam ia prevalecieron, al parecer, otros idiomas, sobre todo el sumerio y el semítico. Tam bién Palestina recibió, ciertam ente desde muy tem prano, la im ­ pronta semítica, y en Egipto el decisivo desarrollo cultural comenzó sólo con la mezcla de los camitas locales con inm igrantes semitas. El tipo lingüístico originario de A natolia, en A sia M enor, se extendió con la corriente cultural ya m encionada hacia el ám bito del m ar Egeo, Italia, los Balcanes y los territorios bañados por el D anubio. Produjo en todas partes la formación de topónim os que se han conservado hasta épocas recientes. C a­ racterísticas, sobre todo, son las sílabas finales form adas con nt y ss. Sus lí­ mites están jalonadas p or los nom bres de Naissos (el actual Nis), C arnuntum (junto a V iena), C arantania (C arintia), Val Pusterio (antiguam ente Pustrissa), T arento en Italia y Krimi(s)os en Sicilia. Como la lengua anatólica se extendió alrededor de todo el Egeo, nos hemos acostum brado a denom inarla como «egea». A este grupo lingüístico y étnico egeo pertenecen, por tanto, todos los emigrados que, procedentes de Asia M enor, llegaron hasta Grecia, los Balcanes, el D anubio e Italia. Los centros de irradiación de la cultura anatólica se hallaron en Cilicia, en donde Mersin y Tarso proporcionan las pruebas arqueológicas; en A natolia oriental, donde, en 1961, Jam es M ellaart llevó a cabo investigaciones funda­ m entales en C hatal Hüyük; y en el A sia M enor central, donde las excava­ ciones del mismo estudioso en H acilar han descubierto la existencia de abun­ dante cerámica y escultura menor. Sin em bargo, el área del Egeo no ha recibido el estímulo para desarrollar una civilización superior tan solo de la corriente cultural de A sia A nterior. O tros influjos provenían, a través del M editerráneo, de Egipto y África del N orte, de tal m odo que podem os hablar de una segunda «corriente cultural

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norteafricana». C iertam ente, ésta estaba dirigida hacia Occidente: hacia Es­ paña, B retaña, islas Británicas, E uropa del N orte e incluso M alta, C erdeña y Córcega. Así y todo, C reta se vio influida por ella y, consiguientem ente, la zona del Egeo. Las influencias africanas trajeron consigo, sobre todo, cons­ trucciones «megalíticas» en la forma de tumbas circulares y de cúpula, círcu­ los de piedras y m enhires, así como la «sensibilidad cavernícola» m editerrá­ nea, la tendencia a celebrar los cultos en espacios subterráneos. A C reta lle­ garon con esta segunda corriente algunas influencias en el campo de la cerá­ mica y en la elaboración de la piedra, y más tarde, principalm ente, el tipo de tum ba de cúpula que de tanta im portancia sería para C reta y Micenas. La civilización que alcanzó la Grecia continental a través de la corriente cultural del Asia A nterior la denom inam os «cultura de Sesklo», según un ya­ cimiento arqueológico de Tesalia. Se trata de una cultura agrícola, con num e­ rosas aldeas y algunos centros con características más bien urbanas. Se exten­ dió por toda Grecia y en las regiones fértiles de Tesalia y Beocia determ inó un notable bienestar, pero no ignoraba la navegación y el comercio. A pesar de que la cultura de Sesklo dependía de la civilización de Asia M enor, en la zona del Egeo estos influjos sufrieron una cierta depuración. A quí la decora­ ción de la cerámica anatólica, con sus bellas pinturas, pero dem asiado sobre­ cargadas, se redujo a un esquem a más simple de zig-zag con muchas varia­ ciones. Especial im portancia se dio a la form a de las vasijas de líneas arm ó­ nicas. La escultura m enor de A natolia, con sus múltiples representaciones de la G ran Diosa M adre, se limitó, en la zona del Egeo, al tipo de diosa en pie, sentada o reclinada, evitando toda esquematización y dando a cada pieza su forma y encanto propios. E n el terreno de la arquitectura ya se anuncian las primeras formas del megaron y, por lo general, se construyen casas de planta cuadrada, con contrafuertes dirigidos hacia el interior, para evitar el desmo­ ronam iento de las edificaciones en caso de terrem oto. Como en C reta tuvieron un fuerte im pacto las influencias egipcias y norteafricanas, la isla, frente a la continental Sesklo, ocupó una posición espe­ cial. Parece que en el neolítico, C reta estuvo bastante poblada, y que ya se sabía sacar provecho de los m ontes para la cría de ganado, con una especie de ganadería trashum ante. Un centro especialmente extenso fue Cnossos. En la cerámica bajo la influencia norteafricana, se renunció a pintar los vasos y se prefirió una decoración incisa e incrustada de blanco; tam bién, en la fabri­ cación de recipientes de piedra, se seguían modelos egipcios. En la escultura m enor es sorprendente encontrar además, en los prim eros estadios del neolí­ tico, una estatuilla masculina con una especie de taparrabos, que revela pro­ cedencia libia. Sin em bargo, por regla general, la G ran Diosa M adre de Asia A nterior se impone tam bién en la escultura m enor de Creta. No obstante, las estatuillas modeladas en las islas no podían com petir con las de la Grecia continental, ni en elegancia ni en m adurez artística. Nos en­ contramos, en cambio, con una excelente escultura animalística, en la que se revelan tendencias a un arte de género. Lo mismo que en el continente, en­ contramos tam bién en C reta, al principio, un ingenuo realismo prim itivo, ba­ sado en las simples im presiones de los objetos, lo que está en contraposición con los comienzos del arte griego posterior, que tuvo su punto de partida en las representaciones abstractas y, por consiguiente, en un cierto sentido, en las ideas.

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Paulatinam ente, la G ran Diosa M adre fue diferenciándose en formas indi­ viduales locales dentro del ám bito del Egeo. Del mismo m odo, su com pa­ ñero, el dios m ortal de la prim avera y la vegetación, se presentaba bajo di­ versos aspectos: como A ttis en Asia M enor, Adonis en Siria y Tammuz en M esopotamia. U n nuevo elem ento, dentro de la zona del Egeo, se unió a las ideas to ­ madas de O riente: el tem or por las potencias ctónicas del mundo subterráneo pasó a prim er plano. No cabe la m enor duda que tal sentim iento era p ro ­ ducto de la influencia del medio am biente, sobre todo de la impresión susci­ tada por los terrem otos tan frecuentes en Grecia y de los fenómenos que n o ­ sotros denominamos «cársticos» (grutas, ríos subterráneos, etc.). M ientras que en Asia A nterior las potencias más temidas eran los dioses de la tem pes­ tad, en el Egeo, la «Gran Diosa», como señora de la tierra y del mundo sub­ terráneo, se convirtió en la soberana principal. D urante el neolítico tuvo lugar gradualm ente un gran progreso cuando se consiguió la extracción de metales como el cobre, el oro y la plata. Una vez más, el punto de partida fue la región de Asia M enor, donde existían ricos yacimientos, sobre todo de cobre y plata. El m etal, en principio, sólo era usado como ornam ento en forma de sedales y alfileres; más tarde se fabricó todo tipo de utensilios y armas, y bien pronto, para obtener un m aterial más duro, se prefirió usarlo en aleación con otros metales. Finalm ente, tam bién se fabricaron recipientes, en principio fundidos y batidos y luego elaborados en chapas soldadas. Todas estas innovaciones no se desarrollaron en Anatolia de form a demasiado rápida y su propagación en Grecia fue lenta. Así trans­ currió mucho tiem po antes de que el modo de vida sufriera un cambio sus­ tancial. Por tal motivo, se habla de una «Edad del cobre» en Asia, que sigue al neolítico a partir del IV milenio, pero para Grecia se m antiene la denom i­ nación de neolítico. D e todos modos, la cerámica se vio cada vez más am ena­ zada por la concurrencia de los vasos de metal e intentó imitarla en las formas y en el color oscuro y brillante de la superficie. Se prescindió, por tanto, de pintarlos con colores, y ello es un indicio de la transición a la «edad de los metales». Los estímulos decisivos para una agricultura cualificada, para una vida se­ dentaria y, finalm ente, para el nacim iento del oficio de alfarero, dentro de la corriente cultural del Asia A nterior, llegaron tam bién hasta Europa central. Allí se encontraron con pueblos que, desde tiempos primitivos, parece que decoraban sus utensilios domésticos con la espiral y el m eandro, motivos o r­ nam entales que hasta entonces eran extraños a las culturas m editerráneas. Como en el ám bito centroeuropeo estos tipos ornam entales se extendieron incluso a los productos de la nueva cerám ica, se formó, en el amplio espacio desde Bélgica hasta Polonia, Hungría y R um ania, la cultura de la «cerámica de bandas». Desgraciadam ente nos es com pletam ente desconocido el grupo lingüístico o étnico al que pertenecían los representantes de esta cultura. Parece que en la prim era m itad del III milenio este círculo cultural es­ tuvo caracterizado por tendencias expansivas que podem os com probar en la E uropa oriental e incluso en Italia; sin em bargo, las corrientes migratorias se dirigieron sobre todo hacia los Balcanes y, finalm ente, a Grecia. Entre el 2700 y el 2500 a.C. debieron de em igrar diferentes grupos de portadores de la cerámica de bandas, en parte de H ungría y en parte de Rum ania. A uno

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de estos grupos se debe atribuir con certeza la fundación de la fortaleza tesalia de Dímini, p o r lo que estos movimientos son denom inados tam bién «migraciones de Dímini». L a m eta de los inmigrantes era, sobre todo, la rica Tesalia; sin em bargo, algunos grupos llegaron tam bién al Peloponeso y otros a las Cicladas. Incluso algunos de ellos alcanzaron la costa tracia del Egeo y Asia M enor, pero todo lo más se trataba de grupos aislados. Estos inm igrantes, incluso los grupos que penetraron en Tesalia, eran num érica­ m ente muy débiles para poder conservar sus costumbres y su lengua. Se asi­ m ilaron a la población indígena de form a parecida a como ocurrió más tarde con los norm andos en N orm andía o con los longobardos en Italia. Lo único que perm aneció fue el m otivo decorativo de la espiral, que más tarde ten­ dría gran im portancia, sobre todo en C reta y Micenas. D esde un punto de vista histórico universal, estas migraciones de la corriente cultural de Asia A nterior representaron una frontera en cuanto, en lugar de la corriente uni­ lateral de fuerzas históricas y valores culturales de Asia a Europa, tuvo inicio entonces una corriente opuesta. P or prim era vez, E uropa pasó al Sureste con elem entos culturales propios y en movimientos migratorios. D esde entonces, G recia se halló bajo la doble influencia de Asia M enor y de los Balcanes, y se convirtió en la zona de tensión expansionísta de dos continentes. Si la am enaza de los portadores de la cerámica de bandas desapareció, fue debido a que estos grupos, en la segunda m itad del III milenio, fueron em pujados y, por últim o, disueltos por nuevos inmigrantes. H ordas indoeuro­ peas tom aron posesión de la E uropa suroriental y acabaron con la época de la cerámica de bandas. Los nuevos llegados se presentaron como conquista­ dores tam bién en las costas del Egeo. Pero, como no trajeron consigo ningún patrim onio cultural im portante, la arqueología no puede distinguir su prim era aparición en este área. Por tal motivo, no estamos en absoluto seguros de cuándo llegaron los prim eros grupos de indoeuropeos a G recia o Asia M e­ nor. Sus más tem pranas penetraciones no debieron aún transform ar el as­ pecto cultural de los dos territorios. Sin em bargo, pudo haber surgido ya en­ tonces en A natolia el «luvita» como lengua mixta egeo-indoeuropea. No obs­ tante, en la segunda m itad del III milenio se formó en A natolia, en las islas incluida C reta, en la G recia continental y en M acedonia, una zona cultural netam ente distinta tanto de la E uropa central, ya fuertem ente indoeuropeizada, como de la Siria semítica y de la M esopotam ia sumero-semítica. Este círculo cultural, aunque enraizado am pliam ente en las tradiciones neolíticas y determ inado étnicam ente en su generalidad por la antigua población egea, desde el punto de vista lingüístico, por lo que respecta, por ejem plo, al lu­ vita, estaba ya expuesto a algún influjo indoeuropeo. U na nueva expansión cultural anatólica se produjo bajo el signo de la m etalurgia de Asia M enor. Parece que hubo entonces tam bién un nuevo flujo de elem entos étnicos de A natolia, pero aún está por dilucidar si entre ellos se encontraban elem entos luvitas. Con el definitivo prevalecer de un m odo de vida determ inado por la m e­ talurgia, comienza la edad de los m etales y precisam ente la «prim era edad del bronce»: en Asia M enor y en C reta hacia el 2600; en el continente griego, hacia el 2500 a.C. Bien es verdad que el estaño, tan im portante para la aleación, no estaba disponible entonces en suficiente cantidad. Así pues, la

R estos de una tumba circular junto a H agia Tríada, en la llanura de M essarà, Creta m eridional, ca. 2600 a.C .

Tocador de arpa. Estatuilla de m árm ol de las Cicladas, 2500-2000 a.C . K arlsruhe, Badisches Landesm useum .

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prim era edad del bronce es todavía más bien una fase cultural caracterizada por el cobre; pero por razones prácticas el comienzo de la edad de los m e­ tales se incluye en la «edad del bronce». Dividimos la edad del bronce en tres subperíodos —prim ero, m edio y ta r­ dío— , cuyos límites interm edios se hallan en torno al 2000 y al 1600, finali­ zando la últim a fase hacia el 1200. Sigue después la edad del hierro. E n la zona del Egeo, la esfera cultural de la prim era edad del bronce se subdivide en las áreas especiales de Asia M enor, C reta, Grecia continental, Cicladas y M acedonia. El área cretense fue denom inada «minoica» por A rthur Evans, el descubridor de esta civilización, según el nom bre del mítico rey Minos. La edad del bronce en la Grecia continental ha sido llam ada «heládica» por los investigadores W ace y Blegen; y, para el período del bronce de Asia M enor, M achteld M ellink ha propuesto el térm ino de «anatólica». En el marco de la prim era, media y tardía edad del bronce, se habla, por consiguiente, de un período antiguo, medio y minoico, y análogam ente, de un heládico antiguo, medio y tardío: la misma subdivisión podía ser adoptada para la cronología anatólica, cicládica y m acedonia. M ientras que en el neolítico y el calcolítico Asia M enor oriental y central había asumido m ayor im portancia histórica, en la prim era fase de la edad del bronce el centro de gravedad se desplaza a la parte occidental de la penín­ sula. A quí surgieron en gran núm ero nuevos establecimientos, aldeas y p e ­ queñas ciudades, estas últimas como residencias de familias de príncipes. La residencia más conocida de este tipo es-Troya (Ilion), que conocemos bien gracias a las excavaciones de Heinrich Schliemann, W ilhelm D ôrpfeld y, más tarde, de una expedición americana. Ya Schliemann había dividido los di­ versos estratos pertenecientes a la edad del bronce en cinco fases, de Troya I a Troya V, que, sin em bargo, después de las com probaciones de los n ortea­ mericanos, deben ser estructuradas de nuevo en una serie de niveles arqueo­ lógicos de m enor duración. Troya era una ciudad protegida por fuertes m uros, en cuyo centro se en ­ contraba la sede del príncipe. Las edificaciones en que el soberano vivía y gobernaba tenían la forma del megaron: un edificio alargado, con entrada por uno de los lados m enores, un vestíbulo, una sala principal y a veces in­ cluso una habitación posterior. En la fase Troya II, cuando la ciudad conoció sus m ejores tiempos, tenía en su parte central varios edificios de este tipo de carácter m onum ental. Estaban separados de las viviendas de los súbditos por una muralla propia y un peristilo, es decir, una hilera de columnas paralela al lado interno de la m uralla. La im presionante m uralla que rodeaba todo el área habitada, con sus torres y puertas, fue restaurada y ampliada varias veces durante el período Troya II. E ntre los hallazgos de esta fase prim era de la edad del bronce en Troya hemos de destacar, sobre todo, la cerámica, que m uestra algunas formas características, como, por ejem plo, el llamado depas amphikypellon (una vasija puntiaguda de doble asa) y ánforas, que en sus paredes o en la tapa llevan imágenes en relieve del rostro o incluso del pecho de la G ran Diosa M adre. Pero son famosos, sobre todo, los tesoros descubiertos por Schliemann. Se trata de depósitos hechos por los habitantes de Troya II cuando la ciudad se encontraba bajo la amenaza inm ediata de conquista por parte de algún enemigo. Estos depósitos contenían, sobre todo, objetos de oro o plata, como vasos y joyas trabajadas con unas técnicas muy

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refinadas de granulado y filigrana. Tam bién se encontraron armas de piedra del tipo de las «hachas de com bate». La civilización de las islas vecinas estaba estrecham ente em parentada con la de Troya. E n Lesbos se encontraba el asentam iento de Term os, rodeado de murallas al m enos en p arte, y en Lem nos, la ciudad de Poliochni, provista de sólidas fortificaciones, que ha sido excavada por arqueólogos italianos (úl­ timamente por B ernabo B rea). Pero curiosam ente, en estos lugares no se han hallado edificios residenciales. No obstante, num erosas viviendas privadas contenían un megaron com o elem ento constructivo principal. Tam bién la cultura de los restantes territorios de Asia M enor concordaba con la de Troya, p ero en cada región se desarrollaron variantes locales. U n centro notable fue Beycesultán, en el alto M eandro, donde se han descu­ bierto santuarios en form a de tem plo. E ntre otros instrum entos de culto, se hallaron en ellos los llam ados «cuernos de consagración», que tam bién en­ contrarem os en C reta. M ás al Este, expediciones turcas, am ericanas e in­ glesas han excavado varios lugares; en A laka H üyük y H oroztepe se han en­ contrado tum bas reales con ricos ajuares. E ntre otros objetos, contenían vasos de m etal, trabajados adm irablem ente, como «estandartes», tan im por­ tantes para el culto, hechos en bronce con calados. La orfebrería en A laka no se puede com parar ciertam ente con la de Troya en la finura de su eje­ cución. E n C reta continuaban las precedentes tradiciones culturales, pero no fal­ taban influencias norteafricanas y del Asia A nterior. D el norte de Á frica se adaptaron las tum bas circulares megalíticas y varios tipos de escultura orna­ mental; y del O riente Próxim o, el sello en form a de prisma. D e A sia M enor llegó no sólo el m etal, sino tam bién un gran núm ero de vasos m etálicos, cuyas formas eran imitadas en los vasos cretenses de arcilla. Inm igrantes de Asia M enor tuvieron que ser los que introdujeron en C reta la doble hacha de culto, los «cuernos de consagración» y los llamados kernoi, pequeños vasos para sacrificios, unidos entre sí con puentecillos. Sin em bargo, C reta era independiente de los influjos en la arquitectura de sus viviendas y en la fabricación de vasos de piedra. La arquitectura seguía fiel a las tradiciones neolíticas locales y rechazó el megaron, tan difundido en la Grecia continental. No obstante, en la fabricación de elegantes vasos de piedra se alcanzó una destreza poco común; los encontrados en las tum bas reales de Mochlos, en C reta oriental, son obras m aestras incom parables. En las mismas tumbas se hallaron tam bién joyas de oro, que con sus rasgos más naturalistas recuerdan, más que Troya y Á laka, las halladas en la necrópolis real de U r, en M esopotam ia. Se han hecho abundantes hallazgos en las tumbas circulares, sobre todo en la llanura m eridional de M essará, pero tam ­ bién en otras partes de la isla. Cuando no eran de grandes dim ensiones, esta­ ban cubiertas con una obra de fábrica en forma de cúpula (tholos). Por el contrario, las tum bas circulares de diám etro m ayor debían de estar cubiertas de un tejado de m adera. Los habitantes de las Cicladas, en la prim era edad del bronce, dom inaban el m ar Egeo con embarcaciones de muchos remos. H acían de interm ediarios entre A natolia y la Grecia continental y descubrieron tam bién las vías m arí­ timas que conducían a Occidente, hacia la Italia m eridional y Sicilia, M alta, sur de Francia y España. Pero no se limitaban a exportar a estos países el

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m etal de Asia M enor: se distinguían tam bién por su propia producción y por su capacidad de artesanos. Ellos fueron los difusores de unas estatuillas de mármol de figuras femeninas desnudas y de músicos masculinos, que en las islas se depositaban en las tumbas. N aturalm ente, de los productos mayores de la escultura neolítica no puede saberse m ucho; las estatuillas se fabricaban en una especie de produc­ ción en serie, pero además de difundirse en las mismas islas, encontraban el camino de la Grecia continental y de C reta. D e excelente factura son los p e ­ queños vasos cilindricos de piedra verde, cubiertos de una red de espirales en relieve. Tam bién los sellos con motivos decorativos e n ,espiral fueron produ­ cidos por prim era vez en las Cicladas; posteriorm ente, se im itaron en C reta y, por último, incluso en el Asia M enor oriental. Por la laboriosidad y ta ­ lento de sus habitantes, las islas alcanzaron un nivel de prosperidad tal que su población era entonces mucho más num erosa que la actual. Á tica, Eubea e incluso C reta, p o r algún tiem po, estuvieron, al parecer, bajo la influencia de las Cicladas. Estas, por su parte, adoptaron de C reta el tipo de tumba cir­ cular, originario del norte de África, que, sin em bargo, dieron lugar a im ita­ ciones modestas. Desgraciadam ente, nuestros conocimientos sobre las Ci­ cladas son insuficientes, ya que todavía no han sido excavadas las ciudades amuralladas que existieron allí. Como en C reta y las Cicladas, tam bién existieron en la Grecia continen­ tal, durante el Heládico antiguo, gran núm ero de ciudades pequeñas y resi­ dencias locales. El arqueólogo norteam ericano J. Caskey ha excavado una es­ pecie de sede del gobierno en Lerna, en la Argólide. Las ciudades estaban rodeadas de m urallas, dentro de las cuales se levantaban las casas, estrecha­ m ente alineadas, dejando muy poco espacio para las estrechas calles. Por lo general, se tiene la impresión de una notable actividad, especialmente en los puertos, como, por ejem plo, en la costa oriental de Ática, en donde se trab a­ jaba el cobre im portado de Asia M enor. O tros centros urbanos eran A tenas, M icenas, Tirinto y la ya m encionada Lerna. El núm ero de aldeas era grande, incluso quizá más grande que hoy. Al impulso general debieron de contribuir los inmigrados que, durante este período, llegaron desde Asía M enor hasta la H élade y allí acentuaron aún más el carácter predom inantem ente urbano. Igual que en las Cicladas, se com prueba tam bién aquí cierto retroceso en la producción artística. La escul­ tura m enor, desarrollada durante el neolítico, desaparece casi por completo, y la cerámica, que por lo general se limitaba a im itar los vasos de metal, re ­ nunció durante largo tiempo a toda decoración. Desde Creta llegó a la Grecia continental el tipo de sepulcro megalítico; en Ática se han hallado las humildes tumbas de tipo cicládico, pero en Leucade se descubrieron tumbas circulares en forma de túmulo amurallado en su base, y en la colina de Tirinto, una construcción circular que debe considerarse una tumba monumental más que vivienda real. También en Lerna parece que existió en el centro de la ciudad, durante algún tiempo, un gran túmulo. Después de que en la prim era edad del bronce algunos grupos indoeuro­ peos penetraron en Macedonia y quizá incluso en Grecia y Asia M enor, so­ brevino en Grecia, hacia el 1950 a.C ., una gigantesca irrupción de pueblos extranjeros. G ran parte de los viejos asentam ientos fueron destruidos y los puertos de la costa oriental arrasados: del m aterial arqueológico existente

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puede deducirse que la cultura del Heládico antiguo se concluyó de modo violento. La aparición de num erosas hachas de com bate parece indicar que hubo duras luchas contra conquistadores brutales. Muy pocos centros, como Lerna, se libraron de la destrucción. Después de la catástrofe, conquistadores y vencidos debieron de entre­ mezclarse paulatinam ente en un pueblo mixto. Se reconstruyó una parte de los asentam ientos, pero más en el interior que en la vecindad inm ediata de la costa. Incluso bajo el aspecto cultural parece que se llegó a la unificación de las dos tradiciones. Se puede dar por seguro que los inmigrantes pertenecían a tribus que ya hablaban una especie de primitivo «protogriego». O tras ramas de estos «protogriegos» perm anecieron como ganaderos en las regiones m ontuosas en torno al Olimpo y el Pindó, en Epiro y en algunos lugares de M acedonia. De este m odo la población se dividió. Los conquistadores de la H élade, como herederos de los anteriores habitantes del Heládico antiguo, se convirtieron en agricultores y a m enudo se agruparon en núcleos urbanos, m ientras que aquellos que perm anecieron en las m ontañas siguieron aferrados a la econo­ mía basada en la ganadería de trashum ancia estival. A pesar de todo, estos grupos protogriegos se m antuvieron unidos por su lengua común, su común origen indoeuropeo y su procedencia de Europa oriental. T rajeron consigo a Grecia una serie de tradiciones, entre ellas, so­ bre todo, formas económicas propias de los primitivos indoeuropeos, como la cría del ganado y una agricultura tan sólo ocasional y muy primitiva. Estaban acostumbrados a una existencia inestable, en la que la tierra im portaba poco y la unidad de la tribu lo era todo. Vivían bajo una form a de sociedad pa­ triarcal, como es corriente entre los pueblos ganaderos. Todas estas caracte­ rísticas continuaron siendo tradición entre los conquistadores, incluso cuando, ya establecidos en tierra griega, se convirtieron en agricultores, habitaron en núcleos urbanos y se m ezclaron con la antigua población, form ada exclusiva­ mente de agricultores. El núm ero de inmigrantes tuvo que ser bastante considerable, ya que su lengua, en el proceso de fusión, pudo imponerse al idioma local egeo. Sola­ m ente los nom bres geográficos, de los centros habitados, de los m ontes y de los ríos, muchos nom bres de animales y plantas propios de la zona del Egeo, y por último, una serie de térm inos culturales siguieron usándose y pasaron de la civilización del Heládico antiguo, tan superior en el campo m aterial, a la lengua griega que em pezaba ahora a formarse.

L A C U L T U R A M IN O IC A D E C R E T A El som etimiento de la Grecia continental por grupos fuertes de proto­ griegos representa tan sólo una fase en una serie de conquistas indoeuropeas. H asta ahora la historia de este área cultural había sido determ inada por pue­ blos de las regiones m eridionales, como los sumerios, semitas, camitas, egeos y algunos otros. Con la aparición de grupos indoeuropeos, fueron extran­ jeros, acostum brados a condiciones más duras de vida y caracterizados por costumbres más brutales, los que consiguieron el triunfo; estos agresores de­ bieron el éxito a su superior fuerza militar. Es cierto que, en principio, pro-

A lm acenes del palacio de F esto, fase más antigua, isla de Creta, 2000-1700 a.C.

El pastor y su rebaño. R elieve en un plato de arcilla de Palaikastro, Creta oriental, 2000-1800 a.C . H erak leion , C reta, M useo A rq u eológico.

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togriegos, luvitas e hititas no tenían otra arm a que el hacha de com bate, pero Grecia y Asia M enor tuvieron que ceder a su im petuoso asalto. Pero ahora aparecieron en Asia A nterior hordas de indoeuropeos surorientales, denom inados «arios», que usaban armas más poderosas. Con toda probabilidad, en los territorios del Cáucaso se habían dedicado a criar caba­ llos de raza y se habían hecho construir ligeros carros por sus súbditos hurritas. Los arios perfeccionaron el veloz carro de guerra, convirtiéndolo en un instrum ento bélico con el que podían vencer a enemigos superiores en n ú ­ m ero. Orgullosos de su nueva arm a, se habituaron a llevar una existencia de tipo caballeresco y a exigir privilegios especiales. Hacia finales del siglo X V III a.C ., estos guerreros arios conductores de ca­ rros, avanzando por A rm enia, conquistaron Siria y M esopotam ia y durante cierto tiem po lograron m antener bajo su control a los hititas de A sia M enor. En todo el territorio de Palestina, Siria y la A lta M esopotam ia se form aron dominaciones arias de tipo feudal, sometidas a la soberanía de los reyes arios hurritas o de M itanni. En Babilonia se apoderaron del poder los cassitas, tam bién guiados por estirpes arias. Asimismo en Egipto, la últim a dinastía del Im perio M edio fue vencida por extranjeros procedentes de Asia: los hicsos. La gran m ayoría de estos conquistadores se com ponía, sin duda, de hom bres del desierto, de origen semita; pero tam bién aquí parece que tuvo un papel dirigente la aristocracia aria de los jinetes arios. D e cualquier form a, los hicsos llevaron a Egipto el carro de com bate, y apreciaban tanto los caballos de raza, que hicieron construir tum bas especiales para ellos. Ú nicam ente C reta, gracias a su situación insular, pudo m antener su inde­ pendencia en este período. No está excluido que tam bién allí penetrasen in­ fluencias indoeuropeas de naturaleza étnica o lingüística, por ejem plo, a través de Asia M enor; pero en C reta todo elem ento extranjero fue pronto asimilado, de form a que la civilización local perm aneció invariable, con sus características m editerráneas m atriarcales. E n esta situación tan am enazadora, a causa de las inmigraciones extran­ jeras en el área del Egeo, C reta no se limitó a conservar el patrim onio exis­ tente. Todavía, hacia el 2000 a.C ., la isla no era distinta de cualquier parte de Grecia o de Asia M enor. Entonces llegó la ocasión de dar una respuesta grandiosa al desafío del m undo hostil que la circundaba: una fuerza creadora sin precedentes levantó los palacios cretenses. Desde tiempos primitivos habían existido residencias de príncipes, que sólo por su tam año se distinguían de las m oradas de la gente sencilla. Así eran tam bién los edificios en megaron de los señores de Dímini o de Troya, que se levantaban aún entre las casas de sus súbditos. El palacio, por el con­ trario, era un m undo aislado desde una perspectiva arquitectónica y social, y se alzaba, como el tem plo, en un plano de dignidad superior. El II milenio a.C. fue en todas partes la era de los grandes palacios. Los encontram os en M esopotam ia, Siria, Asia M enor y Creta. En Egipto surgie­ ron los palacios de los faraones junto a gigantescos templos, que pueden ser considerados palacios de los dioses y de los sacerdotes. ¿Q ué es lo que pres­ taba sus características y significación a estos palacios? Indudablem ente, juga­ ban un papel fundam ental la estrecha relación entre rey y dioses, la «legiti­ mación divina» de los príncipes y el poder absoluto de los señores territo­ riales. No obstante, factores económicos debían tener tam bién en ello una

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parte decisiva. La división del trabajo en múltiples sectores artesanales y di­ versas profesiones, que interviene necesariam ente con el paso a un nivel de civilización más elevado, hacía cada vez más difícil una retribución inm ediata de las actividades especiales. Y a existían m etales nobles, que ocasionalmente circulaban al peso, pero no existía la m oneda; todavía prevalecía el sistema de trueque y no siem pre, p o r ejem plo, el m aestro que hacía trabajos de m ar­ fil podía recibir huevos o pescado de inm ediato a cambio de sus productos. Así pues, era indispensable una especie de central de intercam bio que se preocupase de la distribución m anteniendo el equilibrio entre la producción y la dem anda. D e este m odo se llevaba una especie de contabilidad del debe y el haber, no para cada individuo, sino para ciertos grupos profesionales. Esta función la llevaban a cabo, al parecer, durante el III m ilenio, los palacios y los grandes templos de Egipto y M esopotam ia, m ientras que en el II milenio era desarrollada por los palacios y los distintos templos de Asia M enor, de Siria y por las residencias de los señores de Creta. E ntre palacio y palacio de­ bía desarrollarse tam bién un comercio a distancia. Se com prende que, en aquellos m om entos, los artistas prefirieran establecerse en el palacio, para es­ tar más cerca de los artículos que recibían como retribución, viendo en los príncipes y en los cortesanos sus m ejores clientes. N aturalm ente, para esta m ediación en las operaciones de trueque se nece­ sitaban la escritura y la contabilidad. Tal vez la contabilidad necesaria para controlar los cambios contribuyó particularm ente a la elaboración y difusión de la escritura. D e ahí que hayan aparecido por todas partes archivos con nu­ merosos «textos económicos» que, por lo general, no son más que listas de bienes recibidos o dados. Si relacionamos estos textos con transacciones del comercio de trueque, podem os com prenderlos inm ediatam ente. Los súbditos obtenían ventajas considerables de esta m ediación de los pa­ lacios, ya que las cortes reales no trataban de ahogar a la em presa privada. Pero las ventajas de los palacios eran aún mayores en cuanto tenían una posi­ ción de privilegio en la adquisición de todas las mercancías. Y ahora po­ demos entender m ejor otra circunstancia: el estrecho contacto, atestiguado por los textos para el II m ilenio, que existían entre los palacios y la sociedad urbana; los palacios constituían al mismo tiempo los centros comerciales de las ciudades. Si tenem os en cuenta la significación de esta serie de circunstancias, com­ prenderem os por qué pudo surgir en C reta una grandiosa civilización corte­ sana sin perder la conexión con el «pueblo», y por qué pudo participar en el impulso civilizador no sólo la población de la capital, sino los habitantes de toda la isla. Los primeros amplios restos de una residencia real fueron encontrados en Vasiliki, en Creta oriental. Este palacio pertenece a la m itad del Minoico an­ tiguo. A finales del período debió existir también en Cnossos una residencia mayor, cuyos grandes hipogeos (habitaciones subterráneas) fueron descu­ biertos por Evans. Quizá se trataba de tumbas o fuentes profundam ente ex­ cavadas en la roca. D esgraciadam ente, la obra de fábrica fue sacrificada en el proyecto del prim er gran palacio construido en el Minoico medio I. Por la época en la que com enzaron estos trabajos llegaron tam bién im por­ tantes novedades en el terreno del arte. La decoración en espiral existía desde mucho antes en las vecinas Cicladas, donde el motivo se graba en se-

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líos y vasos y, ocasionalmente, se aplicaba en relieve sobre vasos cilindricos. En el Minoico antiguo los cretenses adoptaron la espiral a lo sumo para sus sellos. Sin em bargo, al comienzo de la época de los palacios, la cerámica m i­ noica empezó a desarrollar intensam ente este motivo ornam ental. Incluso motivos balcánicos, como el remolino y el trenzado, surgieron de repente en Creta. No sabemos cómo se han de interpretar históricam ente estas manifes­ taciones; en todo caso, contribuyeron en gran m edida a despertar en el arte minoico nuevas e insospechadas energías. Impulsos político-sociales de un au ­ m ento del poder real fueron a encontrarse aquí con innovaciones puram ente artísticas. B ajo estas circunstancias favorables comenzó la era de los palacios minoicos. Las llamadas construcciones «más antiguas» se levantaron en general en ­ tre el 2000 y 1700 a.C. Nos hallamos, pues, en el Minoico medio I (segunda m itad) y en el Minoico medio II. E n el transcurso del Minoico I se niveló todo el terreno donde iba a ser erigido el palacio de Cnossos. Sobre el espacio así obtenido se erigió una se­ rie de construcciones que rodeaban un gran patio interior rectangular. A l principio parece que se dio cierta im portancia a las obras de fortificación, pero pronto se prescindió de ellas. Las construcciones dispuestas en torno al patio, con el paso del tiem po, fueron unidas en un cuerpo único de propor­ ciones gigantescas, que conservó en el centro el gran patio interior cuadrado. En el palacio existían almacenes, talleres, capillas para el culto, viviendas para el séquito y magníficos aposentos con terrazas de columnas para los so­ beranos. Seguramente no faltarían salones para audiencias y banquetes, pero no se han conservado. Lo que queda del palacio más antiguo se limita en su mayor parte a los almacenes y bodegas. Parecido es el caso de Festo. A quí tam poco se ha podido excavar nada más que la planta inferior, que pertenece a tres diferentes períodos de cons­ trucción, cada uno de ellos sucesivo a una destrucción provocada por los te ­ rrem otos tan frecuentes en Creta. Después de cada catástrofe no se retiraban las ruinas, sino que se llenaban con tierra y servían como base para la recons­ trucción. Así perm anecía siempre la planta inferior del viejo edificio, con muros de altura a menudo superior a la de un hom bre, donde se han encon­ trado, junto a abundantes muestras de la cerámica del palacio, en su mayor parte en fragm entos, pero fáciles de recom poner, toda suerte de instru­ m entos, sellos e impresiones de sellos, así como algún docum ento escrito. Tam bién en Festo existió al principio un «bastión» no lejos de la entrada principal, que hace pensar en una obra de fortificación, pero tam bién aquí parece que se renunció pronto a estas medidas de protección. Por lo demás, en todos los aspectos principales, la planta de Festo se asemeja a la de Cnossos: tam bién en este caso el palacio se dispone alrededor de un gran p a ­ tio central. En Mallia se erigió un palacio de parecidas características, igual­ m ente en torno de un patio y con num erosos aposentos, pero no ha quedado mucho de él. D e su riqueza es testimonio más claro aún la necrópolis real de Chrysolakkos, donde fue enterrada la sociedad del palacio. Llam a la atención que los tres palacios fueran construidos según el mismo esquema. Por todas partes hallamos idéntico patio central, orientado de N orte a Sur, y otro patio occidental em pedrado; sus habitantes disponían de almacenes con grandes tinajas para víveres (pithoi), capillas y habitaciones,

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las más ricas de las cuales estaban provistas de pilares y columnas. Todos los palacios tenían varias plantas superpuestas: pasillos y escaleras tenían un pa­ pel esencial en el laberinto de aposentos. Los tres palacios estaban rodeados de ciudades, en las que se ha podido excavar muy poco. Tam bién en el centro y el este de C reta se han encon­ trado varias construcciones que debieron pertenecer con seguridad a ciudades m enores o a aldeas. Querríam os estar m ejor inform ados sobre las condiciones políticas de la época de los palacios m ás antiguos, pero desgraciadam ente disponemos sólo de escasas noticias. Es extraño que en la C reta occidental se hayan extraído tan pocos hallazgos. E n parte, esto depende de la escasez de excavaciones ar­ queológicas llevadas a cabo en la región. D e todo modos, esta parte de la isla parece haber perm anecido culturalm ente más atrasada. P or consiguiente, pa­ rece obvio concluir que los tres palacios de C reta central correspondieran a tres dinastías; parece que estuvieron ligadas por relaciones de amistad y que, por ello, prescindieron muy pronto de las fortificaciones. Probablem ente la casa reinante de Cnossos era ya entonces superior a las otras dos, y tam bién el palacio de Cnossos parece haber servido de m odelo a los de Festo y M a­ llia. E n las ciudades pequeñas pudieron haber existido, adem ás, otras dinas­ tías de m enor im portancia que quizá dependían de los señores de los pala­ cios. Sin em bargo, la paz de C reta estaba asegurada no sólo por la concordia de los señores, sino tam bién por una fuerte flota minoica. E n la prim era edad del bronce, la flota de las Cicladas había dom inado el mar. A hora, esta función pasó a la flota de Creta. El potente impulso econó­ mico de la isla y la riqueza de los palacios se explica en buena m edida por este cambio de «talasocracia». C reta se apoderó del comercio m arítim o, ganó en influencia sobre las islas griegas menores y envió sus com erciantes hasta Egipto, Chipre y Siria. La cerámica minoica aparece ahora como objeto de comercio en el país de los faraones y en los puertos sirios. El motivo de la espiral fue tom ado por los soberanos orientales en la decoración de sus pala­ cios y se encuentra con frecuencia en los escarabeos egipcios. A Egipto llega­ ron tam bién artesanos especializados minoicos, que colaboraron en la cons­ trucción de las pirámides. Es de especial im portancia histórica la circunstan­ cia de que la época de los palacios más antiguos coincidiese con el Im perio Medio egipcio y con el florecim iento de la cultura egipcia. Aproxim adam ente hacia el 1700 a.C. todos los palacios que conocemos sufrieron graves destrucciones, que provocaron, según nuestra terminología, el final de la era de los palacios más antiguos. La destrucción de Cnossos se nos m uestra especialm ente im presionante desde el punto de vista arqueoló­ gico; mucho menos sabemos de Mallia. En Festo, según D oro Levi, la catás­ trofe debió tener lugar en fecha algo posterior. No es seguro si ésta fue de­ bida a los terrem otos o si estuvo causada por obra de ocupantes extranjeros; en este caso deberíam os ponerla en conexión con las grandes invasiones de Asia Anterior. Los palacios más recientes que entonces surgieron abren el último período de florecimiento de la civilización minoica. La gran obra de reconstrucción dio nuevos impulsos a la actividad de los artistas: m aestros geniales se afir­ m aron con la representación de figuras y escenas más naturalistas. Al princi­ pio sigue estando en prim er plano, al menos para nosotros, el palacio de

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Cnossos. E ste período puede ser denom inado M inoico medio III, Festo y Mallia son mucho menos conocidos; sin em bargo, florecieron tam bién num e­ rosos centros agrícolas en la C reta central y oriental. Hacia el 1600 a.C. volvieron a producirse nuevas destrucciones, provocadas por terremotos en Cnossos y en otros lugares de la costa norte de la isla. Parece que por entonces Cnossos sufrió los saqueos de intrusos extranjeros: tal vez la flota minoica, ya tan poderosa, fuera destruida por un maremoto. Por la misma época el poder de los señores de la Grecia continental expe­ rim entó un fuerte impulso. Su acción se extendió, al m enos tem poralm ente, hasta C reta y Egipto. Quizá fueran grupos griegos los que saquearon Cnossos; en todo caso, desde entonces encontram os en Micenas m aestros cretenses. Con toda probabilidad, griegos micénicos ayudaron a los egipcios a expulsar a los hicsos. Cnossos superó una vez más la catástrofe y la civilización minoica alcanzó su cima, su más bello, aunque tam bién últim o, florecimiento. Los investiga­ dores denom inan a esta época feliz — aproxim adam ente desde 1560 hasta 1470 a.C .— M inoico tardío I. A hora podem os conocer en todos sus detalles los palacios y muchos centros locales con sus sedes de dinastías m enores y es­ pléndidas villas. Así podem os estudiar y exponer m inuciosamente esta última etapa de la arquitectura minoica. Los grandes palacios se edificaron de nuevo, en torno a un amplio patio interior de form a cuadrangular, cerrado por paredes decoradas, con co­ lumnas, logias y elem entos parecidos. A lrededor del patio se alzaba, en v a ­ rios planos, un verdadero laberinto de aposentos, galerías, escaleras, ven­ tanas y terrazas. E n los sótanos se encontraba una serie de depósitos en donde se alm acenaba aceite, vino, trigo, frutos secos y otros artículos para el comercio de trueque. En la planta inferior se hallaban tam bién los talleres de los pintores de vasos, tallistas de piedras y marfil y m aestros de la cerámica esmaltada. H abía además almazaras para extraer el aceite, pero tam bién ca­ pillas secretas dedicadas a la G ran Diosa de la Tierra, que les am enazaba constantem ente con sus terrem otos. La planta superior estaba reservada en general a funciones de representación, probablem ente con grandes salas que, en el desm oronam iento de los palacios, se hundieron. En los pisos más altos, y concretam ente en el lado que ofrecía la panorám ica más bella y que estaba más alejado de la agitación del tráfico comercial, vivían las familias reales. A quí había tocadores espléndidam ente decorados, terrazas con paredes m ó­ viles, cuartos de baño y todas las com odidades conocidas en aquellos tiempos. Los accesos al palacio de Cnossos atravesaban las distintas dependencias entre pasillos y galerías y conducían ante todo al patio central. D e este modo podían controlarse todos los movimientos. En el patio occidental existían gradas para representaciones festivas. D e form a parecida se construyó Festo, donde una magnífica escalera exterior se elevaba hasta las salas de audiencia; a sus lados, y unidas a ellas, había una serie de gradas para los espectadores, dispuestas como en un anfiteatro. El palacio de Cnossos era el único adornado con abundantes frescos. Las paredes de las galerías que conducían hasta las salas de audiencia estaban cu­ biertas con escenas pictóricas de cortejos solemnes y de portadores de obse­ quios. Algunas paredes representaban la popular «taurocatapsia», el salto del

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toro, o imágenes de otras fiestas. A m enudo encontram os tam bién escenas de la vida de los animales o representaciones de jardines. Los palacios no presentaban hacia el exterior un frente cerrado. Se se­ guían construyendo y am pliando a discreción desde dentro hacia afuera, pero se intentaba conseguir efectos de im presión sólo en detalles arquitectónicos aislados, como una p u erta o una escalera. D e esta form a, en lugar de un con­ junto arquitectónico ordenado, surgió una sucesión casual de distintos ele­ mentos; quizá pueda parangonarse el palacio a una city en el ám bito de una planta urbana. D e cuando en cuando los palacios se acercaban a pocos m e­ tros de las casas circundantes sin que se tuviera la intención de eliminarlas. Por consiguiente, se respetaba la propiedad privada y ni siquiera se trataba de m antener una distancia de respeto. E n la parte occidental de los palacios se extendían grandes piezas enlosadas. D elante de los aposentos reales debie­ ron de existir jardines — especialm ente en Cnossos y Festo— desde donde se podía extender la vista por el horizonte. Por otra parte, no se puede excluir que los señores de Festo utilizasen poco su vasto palacio como vivienda. Preferían la herm osa villa que estaba a una hora de camino, hacia el O este, y que ahora, por el nom bre de la pe­ queña iglesia allí existente, se denom ina Hagia Tríada. A m bas residencias se hallaban sobre colinas, desde las que se gozaba de una espléndida vista sobre la rica llanura. P ero H agia Tríada llevaba ventaja por su panorám ica sobre el m ar abierto y p or la fresca brisa marina. Las ciudades que rodeaban a los palacios eran extensas y con num erosos habitantes. En Cnossos, en torno al palacio, se alzaban las villas de los ricos, a las que se adosaban los barrios del pueblo. E n las afueras de la ciudad se colocaban las tum bas. E n Festo, el palacio ocupaba el lugar más elevado so­ bre una colina, a cuyo pie se am ontonaban desordenadam ente las casas de sus habitantes. E n M allia, el palacio estaba rodeado de plazas abiertas y vi­ viendas privadas; las tum bas se hallaban en los acantilados de la costa, y el puerto se encontraba en la cercana playa. El aspecto de las viviendas privadas de una ciudad minoica es conocido sobre todo por G urnia, una ciudad de la Creta oriental, que ha sido exca­ vada, en su m itad aproxim adam ente, por arqueólogos americanos. H abía ca­ lles estrechas y tortuosas entre un laberinto de pequeñas casas generalm ente de dos plantas. Tablillas de cerámica y de marfil, que representan este tipo de construcciones, nos m uestran el aspecto de sus fachadas. Tam bién Gurnia disponía en su centro de una gran plaza cuadrangular que, sin em bargo, no estaba rodeada por el m odesto «palacio», sino sólo delim itada por él por su lado norte. De este período conocemos otros numerosos asentam ientos, como las pe­ queñas ciudades que surgían, sobre todo, en el Este y las casas séñoriales en las cercanías de Cnossos, por lo general ornam entadas con frescos. Restos de una gran construcción se han descubierto recientem ente en Vathypetron; de­ bió de tratarse de un palacio no concluido y que, por tanto, servía sólo para usos económicos. En diferentes ocasiones se han encontrado restos de construcciones de fi­ nalidad técnica, como, por ejem plo, puentes, canalizaciones, calles y fuentes, pero nunca de fortificaciones. D e ello se deduce que en el Minoico tardío I había vuelto la seguridad y, con ella, la tranquilidad y la paz. Tam bién en

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este período la m onarquía de Cnossos debía estar a la cabeza de las dinastías cretenses. Sin em bargo, se había perdido el dominio absoluto sobre el m ar: había que aceptar la vecindad de los príncipes de Micenas, que se habían vuelto muy poderosos, y tratar de m antener con ellos unas relaciones pací­ ficas. Probablem ente, durante un cierto período de tiem po, las relaciones en ­ tre las cortes de C reta y M icenas fueron muy amigables. A pesar de todo, los señores de Cnossos consiguieron reanudar las anti­ guas relaciones con Egipto. B ajo el reinado de H atshepsut y Tutm osis III, los dos grandes soberanos de la X V III dinastía, se intercam biaron em bajadas y regalos. Los altos dignatarios egipcios representaron en sus tum bas a los en ­ viados minoicos como «portadores de tributos», pero debem os pensar que se trataba sim plemente de cambio de mercancías. Ya antes de los descubrimientos arqueológicos conocíamos nom bres p ro ­ pios y térm inos culturales minoicos, que los griegos habían acogido en su len­ gua. Los nom bres del baño como asaminthos, de ciertas plantas, como tere­ binthos, hyakinthos o narkissos; el de un tirano mítico, Rhadamanthys; el del palacio de Cnossos, como labyrinthos, y los de las ciudades cretenses de Tylissos, Cnossos y Rhetymnos, dem uestran ya por sus sufijos que el minoico pertenecía esencialm ente al círculo de las lenguas egeas. N aturalm ente, p u ­ dieron haber existido algunos otros com ponentes lingüísticos, sobre todo de procedencia egipcia. A estos nom bres propios y térm inos culturales se han unido, en tiempos, recientes, otras huellas lingüísticas. Tal y como sabemos, a través de las exca­ vaciones de los últimos años, C reta disponía de una escritura, por lo m enos desde el comienzo de los palacios más antiguos; incluso puede que sus orí­ genes se rem onten a la prim era edad del bronce. E stá sin esclarecer si los es­ tímulos para ello provinieron de los egipcios o, lo que es más probable, de Asia M enor. Se trata de una escritura jeroglífica cuyos símbolos sirvieron ocasionalmente como ideogram as, pero luego, con el paso del tiem po, fueron utilizados cada vez más como signos silábicos p ara vocales y sílabas abiertas (consonante y vocal). Ya durante el período de los palacios más antiguos, en el uso práctico de esta escritura para registrar los intercam bios comerciales y para usos sim i­ lares, los ideogramas se convirtieron en formas «lineales», es decir, en signos en los que ya no se reconocía la imagen concreta y que podían ser pintados o grabados con pocos trazos. El sistema gráfico de estos signos es llamado «li­ neal A». D e este m odo coexistieron en C reta la escritura pictográfica y la li­ neal. Cada corte palaciega tenía su propia escuela de escribas, que en el uso de los signos pictográficos se diferenciaban sensiblem ente unas de otras. Tam bién se fabricaban sellos, con los que eran impresos en la arcilla blanda los signos pictográficos. Con este sistema de im prenta, el prim ero de la histo­ ria, se elaboró el texto del célebre disco de Festo. La hipótesis de que este venerable docum ento escrito procede de Asia M enor no corresponde, pues, a la realidad. E n el siglo X V II a.C. el uso de los sistemas pictográficos fue cada vez menos frecuente, y a partir del siglo X V I se utilizó en Creta exclusivamente la escritura lineal. Pero m ientras que en el resto de C reta se m antuvo el lineal A , parece que en Cnossos — no sabemos exactam ente cuándo— se introdujeron re ­ formas en la escritura. L a m ayor parte de los signos, y precisam ente los m ás

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frecuentes, perm anecieron en uso y conservaron quizá su valor fonético. Sin em bargo, se elim inaron algunos signos y en cambio se introdujeron otros nuevos. Así surgió el sistem a que denom inam os «lineal B». E ste, más tarde, fue adoptado por los griegos de Micenas y descifrado, en el año 1952,.por Michael Ventris. Como es lícito suponer que tam poco los griegos, cuando adoptaron el li­ neal B, cam biaron nada esencial en los valores fonéticos de los signos, existe un puente que conduce desde estos valores fonéticos de la escritura lineal B griega hasta los de la lineal B m inoica, y más allá hasta la escritura lineal A . No obstante, nos faltan los fonem as de aquellos signos de la lineal A , que no existen en la lineal B. Sin em bargo, ahora A rne Furum ark intenta identifi­ carlos con la ayuda de una revisión lógico-formal de todas las inscripciones en lineal A. Desgraciadam ente, no estam os en situación de com prender además los textos, al no conocer la lengua minoica. Las inscripciones dem uestran con toda claridad que no tienen elem entos comunes con el griego, ni tam poco con el griego primitivo que se hablaba en Micenas. E n algunos pueblos se puede observar que la m ujer, y especialm ente la m adre, ocupa una posición privilegiada, tanto dentro de la familia como en la vida pública. Por ejem plo, se da particular im portancia a la descendencia por línea m aterna, en base a la que se confeccionan los árboles genealógicos. Tam bién a la hora de elegir esposo y en la transm isión hereditaria se reser­ van a la m ujer ciertos privilegios, y el clima espiritual está más determ inado por sentimientos y gustos femeninos. M aternidad y fertilidad dan una im­ pronta decisiva al m odo de concebir los dioses. Allí donde aparecen tales tendencias en un sistema social más o menos cerrado hablam os de «m atriarcado» o de «derecho m aterno». Es cierto que ambas expresiones son insatisfactorias, pero no han sido aún sustituidas por términos m ejores. D e todo modoS, conviene tener presente que, en una so­ ciedad m atriarcal, tam poco dirigen la com unidad por regla general las m adres sino príncipes de sexo masculino, y que se trata tan sólo de un desplaza­ m iento gradual de la vida social en favor del principio femenino. Así pues, no se puede hablar en absoluto de una radical privación de poder del ele­ m ento masculino en la esfera hum ana. Ú nicam ente, en el m undo de los dioses y de los mitos, la autoridad se desplaza sensiblem ente, en determ i­ nadas circunstancias, al sexo femenino. Las causas y los estímulos que conducen a una ordenación m atriarcal de la sociedad, no están aún del todo aclaradas. Así y todo, la experiencia nos enseña que las culturas agrícolas primitivas tienden más a una supervaloración de la fertilidad y, consiguientem ente, del principio fem enino o m aterno. Esta tendencia está en contraste con las prim eras formas de econom ía de los ganaderos nómadas y los pastores-guerreros, entre los que prevalecen las concepciones patriarcales. El Asia Anterior, al ser la patria de la agricultura más antigua, fue la pri­ mera que elaboró concepciones matriarcales. Sin embargo, las frecuentes inmi­ graciones de los vecinos pastores-guerreros fueron modificando cada vez más en sentido patriarcal las culturas de Mesopotamia, Siria y Egipto. Por el contrario, Creta recibió la agricultura de Oriente, pero no así las inmigraciones nómadas: de esta manera, el derecho matriarcal pudo conservarse mejor.

La «villa real» del palacio de C nossos, isla de C reta, 1560-1470 a.C.

R estos del palacio de H agia Tríada cerca de F esto, isla de C reta, 1560-1470 a.C .

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Por desgracia, desconocemos totalm ente los ordenam ientos jurídicos mi­ noicos y, por tanto, no sabemos tam poco qué derechos poseía la m ujer, por ejem plo, en la transmisión hereditaria. Solamente podem os atenernos a lo que nos m uestran las representaciones de frescos, relieves y entalles. Se puede deducir que las m ujeres de la corte tenían un papel privilegiado en las fiestas públicas. Encontram os m ujeres —pero nunca hom bres— que ocupan lugares de preferencia entre la m ultitud de espectadores. Asimismo la m ujer goza de privilegios como sacerdotisa al servicio de las divinidades. El favor de que gozaba el principio fem enino llega tan lejos, que incluso los hom bres se colocaban vestimentas femeninas en algunas cerem onias del culto, para es­ tar más cerca de la G ran Diosa. E ntre los dioses, tam bién se hallaba en pri­ m er plano esta divinidad fem enina de la tierra, de la m aternidad y de la fe­ cundidad. Sin em bargo, lo que llama la atención de form a especial dentro de la civi­ lización de los palacios minoicos es la supremacía del gusto femenino, como resulta ya en la m oda, que trataba de resaltar los encantos del sexo femenino y exigía el uso de todo tipo de adornos. Incluso los hom bres se plegaban a ella y se adornaban con collares y anillos, llevaban peinados decididam ente fem eninos y gustaban de m ostrar, como las m ujeres, una cintura de avispa. El mismo gusto aparece en la atm ósfera lírica y ensoñadora de la pintura mi­ noica. E ra fem enina la tendencia que llevaba a preferir pequeños objetos de uso diario, bien decorados, más que grandiosas fachadas de palacios, a am ar lo delicado y gracioso, a abandonarse a sentim ientos lúdicos. La religión minoica estaba determ inada en gran m edida por la veneración de la fecundidad, por el cambio de las estaciones anuales y por las fuerzas naturales que se m anifestaban en los terrem otos. La figura elem ental de la G ran M adre T ierra aparece en C reta en distintas encarnaciones locales, a las que se atribuían especiales cualidades. Por este motivo se la denom inaba de distintas m aneras; como R ea, había alum brado al dios joven; como Ilitia, asistía a las parturientas; como A tenea, protegía los palacios y los príncipes; como Dictina, era venerada, sobre todo, en una determ inada gruta. Muchas otras formas y denominaciones debieron ser relegadas al olvido y nos son ab­ solutam ente desconocidas. E n las representaciones más primitivas, la diosa aparece desnuda, casi siempre en pie, tocando u oprim iendo el seno con las manos, a m enudo esteatopígica y con los caracteres sexuales acentuados. Tam bién se han encon­ trado estatuillas de una diosa en cuclillas o dando a luz. Cuando la diosa er­ guida tenía los brazos en alto y dirigía las palmas de las manos hacia los fieles, estaba dando su bendición. Con el transcurso del tiem po, la diosa fue representada con la parte inferior del cuerpo cubierta con una falda; poste­ riorm ente se cubrió tam bién la parte superior, pero dejando siempre libres los senos. Sobre la cabeza llevaba diferentes adornos; a m enudo era asociada a serpientes o palomas, amapolas y lirios, pero, sobre todo, al símbolo del poder suprem o, la doble hacha (labrys). Si com param os la G ran Diosa de C reta con la de A natolia, no obstante las afinidades, llama la atención que esta última estuviera a m enudo subordi­ nada a un dios del tiem po atmosférico, y que fuera éste, pero nunca la diosa, el que portara la doble hacha. C reta, por el contrario, no tenía ningún dios de la tem pestad y la Gran Diosa ocupaba sin limitaciones la primacía del

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panteón. Sin duda alguna, esto guardaba relación con la am enaza de los te­ rrem otos. Lo que se im ploraba de la diosa no era sólo fertilidad, sino, por encima de todo, protección frente a las catástrofes sísmicas. En este cuadro se debe considerar tam bién el culto al toro. E n las culturas agrícolas el toro estuvo siempre asociado a la diosa de la Tierra, y lo mismo debió de ocurrir en Creta; sólo que aquí servía tam bién para conjurar los terrem otos. La «taurocatapsia» pudo ser, por consiguiente, una especie de rito apotropaico contra los peligros sísmicos. Del culto del toro derivaron muy pronto en Asia M enor, y posteriorm ente tam bién en C reta, los cuernos, como símbolo particularm ente sagrado. Estos cuernos se colocaban en hileras sobre los tejados de las casas minoicas, para protegerlas de los terrem otos. A m enudo, entre los cuernos, se colocaba tam bién una doble hacha. Particular im portancia tenía la G ran Diosa como señora de los animales, no solamente del toro, sino tam bién del león, de la cabra m ontés o de ani­ males fabulosos. A veces era representada como cazadora. Como diosa de la tierra, era al mismo tiem po soberana del mundo subterráneo, por lo que se halla a m enudo rodeada de serpientes. Adem ás de la palom a, tam bién es po­ sible encontrarla acom pañada de la lechuza. D e este m odo, la G ran Diosa te­ nía un carácter en cierto m odo universal y dejaba en la som bra a todas las di­ vinidades masculinas. El culto a los arbustos y a los árboles tuvo notable im portancia en la reli­ gión minoica. Se plantaban arbustos entre los cuernos sagrados y las sacerdo­ tisas doblaban ramas en las cerem onias cultuales. En el culto a los m uertos parece que los árboles sagrados tenían una im portante significación. Todavía en época helénica existían en C reta diosas que m oraban en arbustos o en las copas de los árboles. No faltaban tam poco en las creencias de la C reta antigua los aspectos as­ trales. La Gran Diosa parece que en ocasiones fue identificada con la Luna, m ientras que el toro que la acom pañaba era identificado con el Sol. Quizá en estas concepciones estaban presentes influencias egipcias o norteafricanas. De las leyendas griegas podem os aún intuir la existencia de un antiguo mito en las bodas del toro con E uropa y Pasifae, aunque los griegos, no com pren­ diéndolo ya, lo alteraron. A la Diosa M adre de la Tierra,· además del toro, se asociaba, con mayor frecuencia aún, el dios m ortal de la vegetación, su am ante en la primavera. Cada verano moría, pero la Diosa M adre siempre alum braba un nuevo hijo, que crecía entre nodrizas y com pañeros de juego, hasta que en la prim avera siguiente, ya adulto, se convertía en el nuevo esposo. Encontram os este mito con muchas variantes en M esopotam ia, Siria, Anatolia y Creta. En Egipto estaba representado por Isis, Osiris y tío ru s, pero en circunstancias algo dife­ rentes debidas a las inundaciones del Nilo. En C reta se celebraba todos los años con fiestas el nacimiento del niño y las bodas sagradas, m ientras la m uerte del esposo se lloraba en ceremonias fúnebres. Otros mitos describían divinidades m ortales de la prim avera, de sexo femenino: uno de ellos pudo ser, en su origen, el mito de Ariadna. Los seres fabulosos tam bién tuvieron su im portancia en la fantasía reli­ giosa minoica. Uno de ellos, derivado de Egipto, m ostraba una combinación de cocodrilo e hipopótam o, pero con brazos y piernas humanos. Con toda

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probabilidad, parece tratarse de sacerdotes disfrazados de esta guisa para d e­ term inadas ocasiones. El nom bre egipcio para este ser fabuloso era Taurt. No sabemos el motivo por el que los cretenses lo introdujeron en su religión. Es digno de tener en cuenta que tam bién fue adoptado por los fenicios. O tras fi­ guras mixtas eran los seres hum anos con cabeza de toro, que vemos sobre todo en sellos cretenses. Este ser fabuloso tam bién era imitado en disfraces rituales, y es posible que de aquí derive la leyenda del m inotauro. Como guardián, existía en la fantasía m inoica el grifo, con cuerpo de león, cabeza de pájaro, garras de águila y a veces provisto de alas. C on el león y el toro pertenecía a la serie de animales que simbolizaban el poder de los príncipes. D e cuando en cuando, encontram os en el arte cretense representaciones de ataques de animales, en los que un animal persigue a otro y lo despedaza. Tam bién pudieron haber tenido alguna significación simbólica, cuyo conte­ nido perm anece aún oscuro para nosotros. Parece que desde el principio el culto se celebró especialm ente en grutas y en lo alto de las m ontañas. En las cimas se erigían en ocasione^ pequeñas construcciones para el culto, y en ellas se han encontrado en gran núm ero es­ tatuillas votivas y modelos de miembros hum anos. En las grutas se ofrecían vasos (quizá con contenido adecuado), pero tam bién dobles hachas, espadas y otras armas. En la época de los palacios, había en ellos tam bién varios aposentos desti­ nados al culto, en parte situados en las bodegas o entre los pilares que soste­ nían las plantas altas. Con toda seguridad servían para suplicar en caso de te­ rrem oto. E n sellos y en frescos son representados tam bién, como fondo, san­ tuarios exentos, sin que hasta ahora hayamos podido encontrar construc­ ciones independientes de este tipo. Sólo podem os reconocer las construidas en el interior de los palacios. En estas capillas se encontraban bancos dedicados al culto, en donde se colocaban estatuillas de diosas, dobles hachas, cuernos de consagración y va­ sijas con ofrendas votivas; a los dioses se les invocaba al son de conchas de tritón perforadas. Vasos tubulares con m olduras exteriores onduladas servían para m orada de las serpientes sagradas. A veces es posible que se dieran in­ cluso imágenes sagradas más grandes, como la figura de arcilla de un dios jo ­ ven, que ha sido hallada recientem ente en el sur de C reta. A dem ás, debieron de tener cierta im portancia en los sacrificios los altares portátiles y las mesas de piedra. Particularmente características, dentro de las ideas religiosas minoicas, eran las manifestaciones (epifanías) del dios niño. Se aguardaba su llegada con apa­ sionada expectación y luego se vivía como un hecho real, seguramente bajo la influencia de drogas. Tales visiones eran representadas con preferencia en sellos, donde el dios niño podía ser de sexo masculino o femenino. E ntre las ceremonias de culto tenían particular relieve las ofrendas de ob­ jetos sagrados, de flores y vestimentas sacerdotales de pan sagrado y distintas libaciones. E n los días de fiesta se organizaban procesiones y las m ujeres bai­ laban danzas rituales en el bosque sagrado. Al final de la prim avera, se llo­ raba el fallecimiento del dios de la vegetación con ritos fúnebres y lam enta­ ciones. Debem os considerar con especial atención la «taurocatapsia» o salto del toro, el más singular de los usos minoicos. Originariam ente pudo ser, com o

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se ha dicho, un rito mágico para conjurar las fuerzas sísmicas, una especie de sacrificio hum ano enm ascarado. Sin em bargo, con el transcurso del tiem po, prevaleció cada vez más el lado sensacional y espectacular. Jóvenes de uno y otro sexo, que se habían preparado para los riesgos m ortales de la prueba, esperaban el ataque de la fiera, se agarraban a sus cuernos y, cuando el toro alzaba la cabeza, se dejaban lanzar por encima de su lom o, para caer en la arena. Cierto que la proeza era celebrada con entusiasm o, pero la m ayoría de los audaces jóvenes debía pagar con la m uerte. Tam bién se debió practi­ car en ocasiones otro tipo de salto más fácil, en el que se saltaba de lado por encima del lomo del animal. No es seguro que se encontraran siempre voluntarios para juegos tan peli­ groso. Probablem ente se recurría tam bién a la fuerza, ya que, a causa del pe­ ligro de los terrem otos, la ejecución de los saltos tuvo que haber sido consi­ derada aún posteriorm ente como una necesidad. Parece que C reta, cuando tenía aún una especie de hegem onía sobre el Egeo, exigió a los griegos del vecino continente un tributo de jóvenes, a quienes se obligaba luego a saltar. Esto pudo haber ocurrido sobre todo en el período de los palacios más anti­ guos o quizá todavía en el siglo X V II a.C ., cuando la flota minoica dom inaba los mares. D e aquí derivó más tarde la conocida leyenda de M inos, el mítico soberano de Cnossos, que exigía de A tenas un tributo de jóvenes para luego entregarlos al m inotauro. M ientras estamos bastante bien inform ados sobre las costum bres funera­ rias minoicas, desconocem os casi por com pleto sus ideas sobre el más allá y el consiguiente culto a los m uertos. Desde el principio se practicaba la inhu­ mación, con preferencia en cavernas naturales. Posteriorm ente las cavernas se excavaban, pero, por lo general, sin demasiado cuidado. C ada cadáver se depositaba en un gran recipiente de arcilla. Muy pronto, por influencia norteafricana, en lugar de cavernas se construyeron tum bas circulares o de cú­ pula, en las que se enterraba a los m uertos en grupo: miembros de una misma familia, a veces incluso los habitantes de toda una aldea. Las tumbas circulares más pequeñas y las de capacidad m ediana eran cubiertas con una falsa cúpula (tholos), form ada de hiladas de piedras en círculos decrecientes hacia lo alto; las tum bas más grandes debían estar cubiertas con techos de madera. A estas tum bas circulares y de cúpula fueron añadiéndose muchas veces antecám aras de form a cuadrangular, que al principio servían para el culto, pero que luego se utilizaron tam bién como sepultura; tum bas de este tipo estaban extendidas por toda la parte central y oriental de la isla. E n las tum bas privadas se han hallado, sobre todo, vasos de arcilla (que seguram ente contenían alim entos), además de adornos personales, sellos de piedra o marfil, puñales y cuchillos, pero raram ente objetos de valor más ele­ vado. En una tum ba de cúpula de Hagia Tríada se han encontrado reciente­ m ente interesantes escenas del culto a los m uertos, de pequeñas dimensiones, en arcilla. R epresentan una danza en corro, el cocimiento del pan sagrado y una curiosa cerem onia de sacrificio, en la que dos hom bres arrodillados ha­ cen una ofrenda de pan a cuatro figuras sentadas (dioses o m uertos heroizados). Las tum bas reales debían contener siempre ajuares más ricos. Espléndidos ornam entos de oro se han encontrado, por ejem plo, en las tum bas de Mochlos y en el m onum ental sepulcro que se construyeron los reyes de Ma-

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llia. Todavía hoy sus minas son llamadas chrysolakkos, «mina de oro». La tum ba de los príncipes de Cnossos había sido ya saqueada cuando Evans la descubrió, pero se distinguía por su estructura arquitectónica: sobre el autén­ tico sepulcro, enterrado, se levantaba un templo anejo, en el que sin duda se celebraba el culto de los m uertos. Al período en el que la civilización m i­ noica se encontraba ya en decadencia pertenece, en fin, el célebre sarcófago de Hagia Tríada, en cuyas paredes laterales se representan escenas de este culto: el sacrificio de un toro, cuya sangre se ofrece al m undo de ultratum ba; ofrendas votivas que incluyen otros animales y alimentos e incluso un modelo de embarcación, con seguridad necesario para surcar las aguas del otro mundo; los cantos rituales son acompañados con instrum entos musicales. Las ceremonias son llevadas a cabo principalm ente por sacerdotisas; algunos sa­ cerdotes llevan vestim enta femenina, y otros, pieles de animales (quizá por influencia egipcia). O bjeto del rito fúnebre es la imagen erguida del m uerto. ¿Se trata de su cadáver, de su momia o de una aparición evocada gracias a la sangre del toro sacrificado? No es posible precisarlo, lo mismo que tampoco sabemos si los fantásticos carros representados en los lados m enores del sar­ cófago llevan solam ente a las divinidades fúnebres o si el alma del difunto participa en el viaje. Por muy sugestivas que resulten, estas escenas conti­ núan siendo inexplicables. P or el contrario, en las leyendas griegas se encuentran diversos ecos de las ideas minoicas sobre el más allá. Por ejem plo, Radam antis, y luego tam ­ bién Minos, eran considerados jueces de los m uertos y soberanos de u ltra­ tum ba. Radam antis era colocado tam bién en el Elíseo y en las islas de los bienaventurados, según creencias que tam bién proceden de época minoica. La religión minoica contiene todavía un gran núm ero de problemas sin re ­ solver; sin em bargo, está com probado que en C reta las creencias religiosas tuvieron una importancia excepcional y que toda la vida, tanto pública como privada, estaba influida por pensamientos y sentimientos religiosos. Como las costumbres cretenses no eran en absoluto belicosas, todo el ri­ tual servía a fines pacíficos. El presupuesto principal era la prosperidad eco­ nómica: podían jactarse de una agricultura bien ordenada, contaban con enorm es contingentes de ganado y disponían de excelentes productos hortí­ colas. Se producían y exportaban vino, aceite y perfum es; con toda seguridad se m andaba tam bién m adera a Egipto. Sin em bargo, una de las actividades más rentables para el comercio minoico eran los trabajos artísticos. Bien es verdad que debían im portar el oro y marfil que necesitaban para ellos y que no podían igualar la finura de los trabajos de orfebrería y de m arquetería egipcios; pero C reta superaba a todos los demás países en la originalidad de sus vasos de terracota esm altada, de esteatita y de metales preciosos, de sus estatuillas de animales y grabados en m adera, en la m aestría de su glíptica con sus camafeos y sellos, e incluso en la fabricación de largas espadas con magníficas em puñaduras. Algunas de estas actividades se llevaban a cabo en los palacios, y otras en talleres privados. El comercio tenía su centro en los palacios, pero no lo so­ focaban con un control exclusivo. Prosperaban tam bién muchas actividades en el m undo provincial; buenos beneficios procedían de la pesca, que propor­ cionaba además la púrpura y las esponjas; de las actividades de tejedores y tintoreros, de la elaboración del aceite y de la producción de perfumes.

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Es errónea la opinion, bastante extendida, de que C reta estuviese retra­ sada en el desarrollo técnico con respecto a M icenas. E n realidad, los mi­ noicos fueron tam bién innovadores en la técnica. Fueron los prim eros, dentro del ámbito del Egeo, que construyeron canalizaciones y cisternas de obra, que dotaron a los palacios de instalaciones higiénicas, baños y canales de de­ sagüe; eran m aestros en la construcción de calles y puentes. Sus naves, im­ pulsadas por velas y rem os, eran de las m ejores de su tiem po. Sabían erigir murallas con saledizos concéntricos y lineales, e incluso utilizaron su conoci­ miento de la ley de los vasos com unicantes para la instalación de fuentes y surtidores de agua. Solam ente no avanzaron en la técnica de la fortificación, porque pensaban no tener que necesitar ninguna m uralla defensiva. Sin em bargo, aunque los minoicos se esforzaban en general en desarrollar su economía y técnica, no llegaron a obtener ningún éxito decisivo. La culpa de ello hay que atribuirla a su falta de espíritu de iniciativa: eran trabaja­ dores dem asiado perezosos y les repugnaba la posibilidad de tener que residir en el exterior. Se sentían felices sólo en su isla, no tenían espíritu de pio­ neros y no les atraía el deseo de viajar. D e esta m anera, el comercio ultra­ marino no tuvo dinam ismo y la talasocracia minoica no se desarrolló nunca como un im perio m arítim o. Por otra parte, sus intereses técnicos se agotaban en las tareas inm ediatas y renunciaban a toda investigación paciente y fati­ gosa, a toda actividad prolongada relacionada con el progreso. El hom bre minoico era sociable, le gustaban el m ovimiento, los espectáculos, las fiestas. E n círculos privados se dedicaba con preferencia al juego de las tablas o a los dados. Así pues, la tendencia a abandonarse a diversiones y la escasa volun­ tad de perseguir m etas lejanas im pidieron que perspectivas tan prom etedoras se desarrollaran en realidades. No obstante toda su habilidad técnica, los productos cretenses no habrían podido tener formas tan atrayentes, si no hubieran sido el resultado de ideas creadoras auténticam ente minoicas. Con otras palabras, si C reta se hubiera contentado con utilizar predom inantem ente el acervo artístico del exterior, sus creaciones hubieran sido muy poco más originales que las de los fenicios o etruscos. En los prim eros tiem pos, parece que no hubo muchos impulsos propios en Creta: acogía gustosam ente influjos del norte de África, del C er­ cano O riente, A natolia, G recia y los Balcanes y se limitaba a com binar lo re­ cibido. Sin em bargo, en la época de construcción de los palacios más anti­ guos se pusieron en m ovimiento fuerzas originales. E n este nuevo clima se consiguió un tipo de artesanado específicamente cretense, e incluso un arte propio, aunque muy elem ental. E l motivo lo proporcionó en buena parte la adopción de la espiral proce­ dente de las Cicladas y de los Balcanes. A partir de estos estím ulos, C reta creó algo original: concretam ente, la idea del movimiento y de un arte carac­ terizado por el movimiento. T oda la futura producción m inoica estaría bajo f signo de esta idea. D urante el período de los palacios más antiguos el interés se dirigió p re­ dom inantem ente a la decoración curvilínea, cuyos motivos eran repetidos hasta el infinito en las telas. Pero en prim er plano estaba la cerámica: se pin­ taban los elem entos decorativos en círculo, alrededor de las paredes del vaso; se creaban verdaderos sistemas planetarios de círculos, elipses y espirales, di­ rigidos hacia el exterior y hacia el interior. Nunca más se ha vuelto a dar pa­

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recida riqueza, tal abundancia de elem entos ornam entales, apoyada por una multiplicidad igual de colores arm ónicam ente combinados. Así pues, en la época de los antiguos palacios el peso fundam ental de la creación artística radica en concepciones ornam entales. Las formas decora­ tivas crecían y se multiplicaban como si las espirales fuesen ramas y hojas, en una fascinante combinación de los principios de la geom etría y del m undo vegetal. A su lado se cultivaba tam bién m arginalm ente el arte de la figura. A ún no se había desarrollado la pintura de frescos, y como la cerámica vacilaba en enriquecerse en este sentido, se producían sólo estatuillas de dioses, im á­ genes de orantes o de animales, como ofrendas votivas y piedras talladas. A quí, en el campo de la glíptica había amplio espacio para representar fi­ guras: al anciano sentado ante su tablero de juego bajo una palm era, m ujeres discutiendo o un sediento que bebe de un vaso. Tam bién se representaban con preferencia animales, esforzándose en reproducirlos en movimiento, al galope. D e ese m odo encontram os leones, toros, cabras m onteses, grifos y ataques de fieras. Las imágenes de barcos nos m uestran la im portancia del tráfico m arítimo. Son frecuentes además los elem entos ornamentales: espi­ rales, rosetas y estrellas. Incluso encontram os sellos, aunque poco num e­ rosos, con el nom bre del dueño en caracteres silábicos pictográficos. E xcep­ cionalm ente encontram os tam bién figuras en la pintura vascular, como, por ejem plo, un friso de peces, un árbol o una diosa rodeada de sacerdotisas que danzan. Sin em bargo, estos intentos tienen todavía una im pronta fuertem ente ornam ental. Cuando se procedió a la reconstrucción de los palacios más antiguos des­ pués de la catástrofe y se inició la «nueva era», el cambio de situación trajo consigo nuevos impulsos, decisivos para el arte minoico. A hora prevaleció el arte figurativo. Los nombres de los artistas nos son desconocidos, pero sus obras son testimonio de que eran m aestros geniales. Ellos crearon tam bién una pintura al fresco figurativa y los relieves de los vasos de esteatita. Sin em bargo, el arte m enor del entalle de piedras (glíptica) llegó a la máxima perfección. La variedad de motivos y escenas es muy rica: tenem os frescos en m inia­ tura con la representación de grandes concentraciones de gente, fiestas y danzas; en este período los corredores por donde entraban los visitantes eran adornados con series m onum entales de portadores de regalos; un vaso de es­ teatita nos perm ite asistir a una fiesta de la cosecha. A m enudo existen oca­ sionalmente combates de luchadores y púgiles. Por el contrario, no son co­ rrientes las luchas serias, con armas, que aparecen sólo en sellos, pero con un fuerte dinamismo y una notable belleza de formas. Muy num erosas son las escenas de culto, los sacrificios y las plegarias. En las gemas, estas escenas están asociadas a la epifanía del dios niño. A veces, en las imágenes de los sellos se representa el dolor por la m uerte del dios de la prim avera, árboles y ramas sagrados plegados en tierra, el sacrificio del toro, el laborioso ritual de los sacerdotes con disfraces de Taurt. R eciente­ m ente se ha descubierto el fragm ento de un vaso de esteatita que m uestra la ofrenda del pan sagrado en un santuario en la altura. Son reproducidas tam bién divinidades, pero sólo en sellos cilindricos y en estatuillas, nunca en frescos o en vasos' de esteatita. E ntre las estatuillas han

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alcanzado m erecida fam a las diosas de las serpientes de cerámica esm altada halladas en Cnossos. E n algunos sellos distinguimos a la G ran Diosa, de pie en la m ontaña, entre leones y otras figuras, con la doble hacha, pero también sentada bajo el árbol sagrado, o en la escalinata de su tem plo. O tras veces encontram os un dios joven, por lo general acom pañado de animales. No es im probable que existiera incluso una escultura de grandes dimensiones. A parte de las escenas de culto, el m undo hum ano aparece en las repre­ sentaciones de m ujeres conversando, un príncipe que pasea y oficiales con sus soldados. Pero los jardines eran el tem a predilecto de los frescos. Pocas veces el arte hum ano ha podido representar en una atm ósfera tan mágica el encanto de las flores, de las ramas y arbustos, bañados por la luz del sol y movidos ligeram ente por el soplo del viento. Los gatos se deslizan entre la maleza y acechan a un ave del paraíso; los monos se m ueven entre flores inundadas de luz; entre los arbustos surgen perdices y aves acuáticas. No obstante, hay que tener en cuenta el siguiente rasgo «primitivo»: en el arte minoico no existe perspectiva; efectivam ente, no hay muchas veces nin­ gún punto de observación y en ocasiones ni siquiera una línea base. Las per­ sonas han sido dibujadas generalm ente de lado, pero los ojos aparecen de frente. E l terreno circundante, con las rocas, arbustos y flores, parece visto desde arriba, de modo que la escena representada está rodeada de este te­ rreno por todas partes, incluso la que para nosotros es la parte superior. Por lo demás, rasgos de este tipo los encontram os tam bién, aunque no de form a tan pronunciada, en el arte egipcio. Los frescos minoicos producen un efecto cautivador por el color. Adem ás, el naturalism o se une aquí a toda suerte de elem entos fantásticos. Las plantas y las flores conservan de cuando en cuando sus colores naturales, pero todos los hom bres son de color rojo, y las m ujeres de tono más claro (como sucede en el arte egipcio). Los m onos son de color azul, como los árboles y los p á­ jaros. Para el fondo no sólo se prefiere el amarillo, el rojo y el azul, sino que los tres colores son tam bién combinados en campos ondulados que reavivan la superficie. En conjunto, el arte minoico con sus lineas, sus colores y sus composi­ ciones tiene una belleza peculiar. Tam bién su tensión interior y su atm ósfera densa ejercitan en nosotros una atracción particular. C iertam ente, coloca m u­ chos de sus temas en una esfera de ensueño, pero de este modo consigue ha­ cer más concreto lo irreal.

L A G R E C I A M IC É N IC A Después de la inmigración de conquistadores de habla griega, en la cul­ tura del Heládico antiguo tuvo lugar muy pronto un acercam iento y una mez­ cla de ambos elem entos, vencedores y vencidos. D e este m odo se formó un pueblo nuevo que consiguió com binar las ideas religiosas y las restantes tradi­ ciones culturales: el griego se convirtió en la lengua de los sometidos, y los conquistadores se adaptaron a un m odo de vida más agrícola o urbano. Sola­ m ente aquellos grupos de inm igrantes que no penetraron hasta el ámbito del Heládico antiguo fueron excluidos de este proceso. Siguieron siendo «protogriegos», aferrados a un modo de vida más o menos bárbaro.

Fachadas de edificios m inoicos de tipo urbano. Tablillas en m ayólica de C nossos, circa 1650 a.C . H erakleion, Creta, M useo A rqueológico.

Espectadores de juegos cultuales ante el santuario del palacio. D e un pequeño fresco restaurado procedente de C nossos, circa 1600 a.C . H erak leion , Creta, M useo A rqueológico.

G uerreros m icénicos al asalto de una ciudad enem iga. R elieve en la parte superior de un rhyton de plata de la tumba IV de pozo de M icenas, circa 1560 a.C . A ten as, M useo N acional.

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En el área del Heládico antiguo la nueva sociedad griega dedicó todas sus energías durante mucho tiem po a la tarea de consolidarse. En el período en ­ tre el 1950 y el 1700 la cultura del Heládico medio que estaba naciendo sus­ cita por tal motivo una impresión de extrem a simplicidad y modestia. Los n ú ­ cleos habitados fueron reconstruidos y conservaron sus antiguos nom bres; pero se tendía a trasladar los centros de la costa hacia el interior. Régulos in­ significantes volvieron a dom inar en las distintas ciudades en sus casas de tipo megaron, y algunas de sus residencias fueron rodeadas con una sólida m ura­ lla. Al principio, los intercam bios comerciales con C reta eran escasos, pero no se descarta que existieran algunas regiones griegas tributarias de los reyes de Cnossos, por ejem plo, m ediante la entrega de jóvenes para el salto del toro. E n este período, la m itad sur del Egeo estaba sin duda controlada por la flota minoica. Más estrechas eran las relaciones griegas con la Calcídica y Asia M enor. E sta última influyó en las nuevas formas de vasos de la «cerá­ mica minia». Incluso los vasos pintados en colores reproducían a m enudo di­ bujos de tejidos procedentes de Anatolia. Sobre el terreno religioso, en la unión de los dos com ponentes, el de o ri­ gen indoeuropeo aportó la estimación por la virginidad. D e este m odo, A te ­ nea, la soberana de los palacios egeos e impulsora de todo progreso, se con­ virtió en virgen. Lo mismo ocurrió en el caso de A rtem isa, la señora de los animales, que sólo en casos aislados, como en Éfeso, conservó los caracteres de diosa de la fecundidad. Zeus, el dios indoeuropeo de la luz, asumió e n ­ tonces las funciones de varias divinidades egeas de la cima de los montes. El dios indoeuropeo de los m uertos con form a de caballo se unió, en la figura de Poseidón, con la M adre Tierra, para form ar una pareja de dioses subte­ rráneos. En el Peloponeso, un dios egeo de la vegetación continuó siendo ve­ nerado como Jacinto. También perm aneció Ilitia, m ientras a la Diosa M adre Tierra, denom inada Da, le fue añadido el indoeuropeo mater, con lo que re ­ sultó Damater, D em éter. E n conjunto, la unión de los dos elem entos dio resultados favorables. Tras haberse consolidado y haber acumulado fuerzas suficientes, esta nueva nación griega pudo jugar un papel muy im portante en el Egeo. Las catástrofes que provocaron hacia el 1700 la destrucción de los palacios más antiguos de C reta no debieron quedar privadas de consecuencias para el prestigio del poder minoico. A unque las residencias reales fueron recons­ truidas, se ve que en toda la Grecia continental crecía la seguridad y con­ fianza; parece que el bienestar hubiese ido en continuo aum ento. Se abando­ naron con frecuencia las m odestas sepulturas cubiertas de lajas de piedra, en las que hasta entonces se había enterrado individualmente a los m uertos, casi sin ajuar funerario. En lugar de la sepultura bárbara en «posición acurru­ cada», hizo su aparición la costumbre de enterrar los cadáveres extendidos en fosos de fábrica, que podían contener a varios miembros de la misma familia. M ientras que hasta el m omento tam bién se habían guardado los cadáveres en grandes urnas de arcilla, para enterrarlos en lugares diferentes dentro de un túmulo común, ahora se erigieron en estos túmulos — sobre todo en M ese­ nia— num erosas tumbas pequeñas de cúpula. R ecientem ente Papadim itriu ha descubierto en Micenas una necrópolis sorprendente. Se trata de un círculo de piedras que encierra un gran núm ero de tum bas de fosa, coronadas por pequeños túmulos, en algunos de los

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cuales se habían colocado estelas con decoraciones esculpidas en espiral o es­ cenas de caza. E n el fondo de las fosas yacían los cadáveres, la mayoría ya en posición extendida, y en algunas de las fosas más de uno. Uno de ellos llevaba, sin duda sobre el rostro, una máscara fúnebre de electrón. Las tum bas no habían sido saqueadas y contenían ajuares de una riqueza notable, pero no excepcional. Los cadáveres de los jefes militares tenían a su lado su copa de oro, sus espadas y dagas, adornadas muchas veces con oro. Tam bién se encontraron aljabas, guarnecidas con oro, y un núm ero elevado de vasos de arcilla, que debieron de contener perfum es, alimentos y otras ofrendas. Las m ujeres habían sido enterradas con sus joyas y num erosos objetos de ce­ rámica. P or la decoración reconocemos que los vasos pertenecen a la fase fi­ nal del Heládico m edio, aproxim adam ente hacia 1650 a.C ., ya que su pintura m ate imita las composiciones vegetales naturalistas de los vasos cretenses. Tan sólo algunas de las sepulturas son de un período posterior, de época micénica. Sin em bargo, ya las inhumaciones del Heládico medio m uestran que en aquel período el poder de los reyes micénicos estaba aum entando con ra­ pidez. Hacia el 1600 a.C. la dominación marítim a de C reta sobre el Egeo parece que se debilitó de m anera considerable, probablem ente a causa de los terre­ motos que destruyeron entonces el palacio de Cnossos. Quizá uno de estos fenómenos sísmicos fue acom pañado de un m arem oto que arrasó los puertos minoicos y destruyó la flota. E n 'to d o caso, lo cierto es que en aquella época Cnossos fue saqueada repetidas veces. En el continente, M icenas acumula en este período, de improviso, una enorme riqueza. D e ello son testimonio los últimos enterram ientos en tumbas de fosa, recientem ente descubiertas y, todavía más, el otro círculo de tumbas de fosa, excavado por Heinrich Schliemann en 1876. Por estas tum bas po­ demos deducir que se obligó a artistas cretenses a trabajar en Micenas para los príncipes de esta ciudad y según sus deseos. Surgió así una gran cantidad de armas espléndidas, encontradas en las tumbas, además de sellos de oro con escenas de caza o de lucha, e incluso un pequeño sello de extraordinaria belleza que reproduce la cabeza de un príncipe. Tam bién aparecieron en las tumbas objetos originales cretenses, abundantes joyas de oro de factura algo más tosca y un núm ero indeterm inado de pequeñas láminas de oro con deco­ raciones en espiral, que quizá servían como medio de pago. Estas tum bas son tam bién testimonio de que los reyes micénicos llegaron hasta Egipto, en el período en el que fueron expulsados los hicsos, y quizá es posible que en la em presa hubiesen participado contingentes de auxiliares griegos. La extraordinaria riqueza de las tumbas de fosa era quizá debida a la imitación de los modelos egipcios. Se encontraron en ellas incluso huevos de avestruz m ontados en oro; tam bién se com probó que uno de los cadáveres parecía estar momificado. Pero, sobre todo, lo que debió de introducirse en Micenas a través de Egipto fue el carro de guerra como nuevo instrum ento bélico. Los mismos egipcios habían aprendido de los hicsos a utilizar el caballo y el carro de guerra, y em plearon con éxito la nueva arma para expulsar a los invasores. Cuando los griegos micénicos participaron en estas luchas, apren­ dieron tam bién a conducir los carros y a criar caballos de raza. Con verda­ dero apasionam iento se dedicaron, en el deporte y en la batalla, a guiar los

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nuevos vehículos de dos ruedas. Sin convertirse todavía en jinetes, estos ex­ pertos conductores de carros pasaron a un modo de vida com pletam ente dis­ tinto, que podría decirse «caballeresco». Como campeones del deporte y de la guerra form aron una clase especial, que no sólo decidía las batallas, sino que necesitaba de un séquito y de escuderos, de servidores para los caballos y las cuadras. Muy pronto se form ó un espíritu de casta: los conductores de carros exigieron privilegios particulares en la vida social, form ando un esta­ m ento feudal propio. Los soberanos fueron los prim eros en utilizar la nueva arma y en m arcar la pauta del nuevo estilo de vida. Por tal motivo, quisieron que se les repre­ sentara en las estelas funerarias de las tum bas, excavadas por Schliemann, como conductores de carros de guerra, y gustaban de anillos de oro, con es­ cenas de caza sobre carros. En las estelas de las tum bas más antiguas, donde los cazadores aparecen siempre a pie, no se encuentra nada parecido. Pero en el campo de batalla el rey necesitaba muchos carros de com bate y tam bién un séquito de caballeros. D e este modo hacía adiestrar a un gran núm ero de com batientes de carros, que estaban a sus órdenes, como los «ministriles» al servicio del príncipe en la Edad M edia. Parece que tam bién en Grecia fue in­ troducido el sistema feudal, como en el Medievo y en toda sociedad de tipo caballeresco. No obstante, seguían teniendo validez en muchos campos las antiguas tra ­ diciones. Los m uertos de las tum bas de fosa yacían, como en otros tiempos, sobre un suelo de grava; además de la nueva cerámica de origen cretense, con las espirales, las dobles hachas y los motivos vegetales, pintados con co­ lores brillantes, se usaba aún la vajilla del Heládico medio, y muchas decora­ ciones conservaban su antigua sencillez. Se encontraron tam bién máscaras de oro en las tum bas excavadas por Schliemann, rem atadas igualm ente por es­ telas del tipo descrito. Sus decoraciones en espiral eran iguales a las de las tum bas más antiguas; tan sólo tienen de nuevo las escenas de carros de gue­ rra. Los hom bres conservaban la vestim enta y el tipo de barba del Heládico m edio, pero las m ujeres imitaban las modas minoicas. En el campo de la a r­ quitectura, del culto y de las costumbres más refinadas se debió tom ar mucho de C reta, sobre todo innovaciones técnicas en las construcciones de canales, calles y puentes. Por el contrario, en otros campos, siguieron vigentes las tra­ diciones del Heládico m edio, por ejem plo, el uso del megaron como sala de representación del rey. De esta m anera, hacia el año 1600 a.C. se forma así una nueva civiliza­ ción mixta, en la que la herencia del Heládico medio se une al uso del carro de guerra, de procedencia oriental, y a una gran cantidad de elem entos cultu­ rales minoicos. Los representantes de esta civilización son exclusivamente los griegos del Heládico medio. La transición a la nueva era caballeresca se hace sin cambios bruscos; no se puede hablar de ninguna ruptura con la tradición o de violentos ataques extranjeros. El m aterial arqueológico, tan abundante para esta fase, no perm ite fechar la inmigración de grupos de habla griega, en torno al 1600, en lugar de hacia el 1950 a.C .; no se puede ni siquiera suponer que hacia 1600 hubiese tenido lugar una inmigración de grandes pro­ porciones. Nos hemos acostum brado a denom inar la nueva época como «civilización micénica» y, de hecho, la sede del príncipe de Micenas debió de tener un pa-

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pel fundam ental en su creación. Sólo aquí encontram os una tal riqueza de ajuares funerarios, que necesariam ente debe derivar de em presas marítimas y de saqueos en C reta y que debe tener su m odelo en las suntuosas tumbas egipcias. Sólo aquí puede com probarse directam ente la presencia de maestros minoicos de la glíptica y de la orfebrería. Y sólo en Micenas se han descu­ bierto los testimonios más antiguos del uso del carro de guerra. La nueva civilización se extendió con rapidez extraordinaria a otros lu­ gares de Grecia, ante todo a M esenia, en donde se introdujo igualmente la nueva cerámica barnizada, en parte gracias a contactos directos con Creta. A quí no se utilizaban tum bas de fosa, pero em pezó a construirse grandes tum bas de cúpula, quizá como consecuencia de un particular influjo de los ejemplos cretenses. En 1960, en la frontera entre M esenia y la Elide, se des­ cubrió una tum ba de cúpula de enorm es proporciones. E ntre la tierra que re­ llenaba el dromos se encontraron fragm entos de vasos exclusivamente perte­ necientes al Heládico m edio y al Micénico antiguo. Parece que en la parte occidental del Peloponeso se trató de un período de notable desarrollo cultu­ ral. También en el interior de la península se pasó pronto al nuevo uso de las cortes feudales y a la construcción de tum bas de cúpula. Este tipo funerario se im plantó de inm ediato incluso en Micenas y sustituyó a las tum bas de fosa. Las personas del séquito eran enterradas en todas partes, en tum bas de cámara con un largo ingreso y puertas cuidadosam ente trabajadas; pero estas tumbas no eran obra de albañilería, sino excavadas en la roca, probable­ m ente según modelos egipcios. El estilo señorial y feudal de Micenas se extendió incluso al centro de G re­ cia y a Tesalia. U no de los centros principales debió de ser Yolco. En todas partes la cultura del Heládico medio fue sustituida paulatinam ente por la micénica. Sin em bargo, en la llanura, la cerámica micénica se impuso, en parte, en época bastante posterior. Llamamos Micénico antiguo a este período de expansión de la cultura mi­ cénica, de las tum bas de fosa y de las prim eras tum bas de cúpula. D uró desde 1580, aproxim adam ente, hasta 1480 a.C. D urante este tiem po, en C reta, superadas las consecuencias de las catástrofes de Cnossos, tuvieron su último período de grandeza los palacios más recientes. Entre los príncipes minoicos y micénicos debieron existir relaciones amistosas y quizá se con­ cluyeran, incluso, m atrim onios entre las dinastías. Parece que el control de los mares estuvo dividido entre las dos potencias; pero en un principio C reta era todavía la más fuerte al dom inar con sus bases el sur del Egeo y el co­ mercio con Egipto. La última fase de la época de los palacios cretenses duró desde 1470 hasta 1400. Se la denominaba Minoico tardío II y coincide aproximadamente con el Micénico medio de la Grecia continental (1480-1400). En esta última fase de los palacios cretenses el estilo artístico muestra una singular rigidez, como se puede reconocer en la cerámica llamada del «estilo del palacio» y también en el fresco con representaciones de grifos de la sala del trono de Cnossos. Y desde hace tiempo se ha señalado que esta cerámica de estilo del palacio se encuentra por toda la Grecia continental, siguiendo la misma técnica, mientras falta en el resto de Creta. Evidentemente, Cnossos ya no tenía relaciones decisivas con la isla, sino con el mundo micénico. En aquellos m om entos, las residencias reales se hallaban en la plenitud de

Armadura de un guerrero m icénico. H allazgos de bronce de una tumba de cámara cerca de D endra, en la A rgóü d e, 1450-1400 a.

R estos de una tumba de cúpula en O rchom enos/B eocia, circa 1300 a.C. Izquierda: entrada a la cámara funeraria.

E l área sagrada de M icenas, con la muralla exterior. Siglo xm a.C . V ista desde la parte interior de la Puerta de los L eon es, en la A rgólide.

Corredor en el bastión oriental de la ciudadela de Tirinto, en la A rgólid e, siglo xm a.C.

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su desarrollo en la Grecia continental. E sta afirmación se puede hacer tanto para Micenas y sus vasallos circundantes como para las dinastías de Laconia y del oeste del Peloponeso. En Ática existieron num erosos pequeños princi­ pados; en Beocia, los grandes palacios de Tebas y Orcóm enos, y en Tesalia, los de Yolco y Nelea. E n el área de M icenas se producía la bella cerámica de Efira. Incluso Cnossos quiso im itarla, pero con resultados poco afortunados. Así pues, está fuera de toda duda que la Grecia continental m arcaba la pauta y se había convertido en el modelo, incluso para Cnossos. Esto está confirmado por el descubrim iento en los últimos años, junto a Cnossos, de una serie de tum bas de caballeros micénicos. El origen continen­ tal está ya indicado por el m odo en que las cámaras están excavadas en la roca, por la arm adura, com puesta de yelm o, espada, lanza y puñal, así como por una copa de oro perteneciente al ajuar funerario. Los guerreros allí en te­ rrados gozaban ciertam ente de una posición em inente, ya que sus gustos, más inclinados a un arte estático, parece que incluso influyeron de m anera d eter­ m inante en la pintura al fresco de la época. Pero no está claro si estos gue­ rreros micénicos fueron en principio solam ente m ercenarios o si form aron desde el comienzo un estrato dom inante. Tal vez algunos jefes de m ercena­ rios alcanzaron el poder de Cnossos, como ocurrió más tarde con los prín­ cipes norm andos en la Italia m eridional, o quizá príncipes griegos llegaron al trono de Cnossos por medio del m atrim onio, como hicieron los Hohenstaufen en Sicilia. E n cualquier caso, este cambio de poder tuvo lugar sin graves luchas o destrucciones. Seguramente, al final de este período, Cnossos estaba dominada por señores griegos que llevaban archivos en griego. Los nuevos soberanos ejercían eviden­ temente la hegemonía sobre toda la isla. Los palacios de Festo y Mallia, lo mismo que la villa de Hagia Tríada, cesaron de servir de residencias reales. In ­ cluso las bases originariamente minoicas de Melos, Tera, Yaliso, en Rodas, Cos y Mileto cayeron bajo el dominio griego. Pero un nuevo terremoto hacia el 1400 a.C. volvió a destruir el palacio de Cnossos por última vez. El palacio no fue nuevam ente reconstruido, quizá porque los príncipes de Micenas no veían con buenos ojos a este com petidor. A la isla arribaron n u ­ merosos inmigrantes griegos, que se establecieron sobre todo en el oeste de C reta, pero tam bién en Cnossos y Hagia Tríada. Sin em bargo, no se form ó nunca una nueva cultura en torno a un palacio. Los inmigrantes perm anecie­ ron como colonos con una m entalidad colonial racionalista. En la Grecia continental, el palacio de Micenas fue asumiendo una posición cada vez más dominante en esta época del Micénico tardío (1400-1200 a.C .). Alrededor de la colina donde estaba la fortaleza fue levantada una muralla de enormes proporciones; después de una grandiosa ampliación de esta fortifica­ ción, la antigua necrópolis, que comprendía las tumbas de fosa descubiertas por Schliemann, fue englobada en ella. Sobre las ántiguas fosas se colocó un alto te­ rraplén, y en este nuevo nivel se colocaron las venerables estelas funerarias. Este lugar monumental estaba rodeado por el llamado círculo de losas. El ac­ ceso a la fortaleza y al círculo se efectuaba a través de la Puerta de los Leones. En la colina se erguía un espléndido palacio con un amplio megaron. En las la­ deras se levantaban las viviendas de los caballeros y de los sacerdotes. Fuera de la muralla, en diferentes grupos de casas, habitaban principalmente comer­ ciantes. También aquí había numerosos sepulcros de cúpula, en su mayoría es-

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condidos bajo grandes túmulos; el más grande de ellos fue denominado más tarde «Tesoro de Atreo». El túmulo de la tum ba de cúpula, erróneam ente atri­ buido a Clitemnestra, cubría el círculo de las más antiguas tumbas de fosa. Los muertos enterrados allí no eran considerados con los mismos honores que los del otro recinto de tumbas. Las personas del séquito eran enterradas en tumbas de cámaras excavadas en la roca. U na segunda residencia real, perteneciente seguram ente a la misma dinas­ tía de M icenas, se levantaba en Tirinto. A quí se encontraban el puerto y la ciudad grande, y probablem ente los soberanos de M icenas residían en ella durante el invierno. E l palacio, al igual que en M icenas, tenía el aspecto de una poderosa fortaleza, dotada de todos los adelantos del arte militar de la época; tam bién aquí el centro estaba constituido por un megaron, que se abría a un espacioso patio. En torno a M icenas, en las ciudades y fortalezas m enores de la A rgóüde, gobernaban las dinastías de los príncipes vasallos, como las establecidas en Prosimna, B erbati, M idea, A sine y Larissa. E n algunas de ellas se construye­ ron tum bas de cúpula. E n una cám ara sepulcral junto a M idea se ha descu­ bierto recientem ente un m uerto com pletam ente arm ado con yelmo, coraza, espinilleras, espada, puñal y lanza. El gran despliegue de poder patente en la Argólide hace suponer que los reyes de M icenas no sólo dom inaron sobre esta región, sino tam bién sobre una gran parte del Peloponeso e incluso, du­ rante algún tiem po, sobre toda Grecia. En el Peloponeso había otros dos grandes palacios. Uno se hallaba en L a­ conia, pero no ha sido aún descubierto; el otro fue excavado por arqueólogos americanos en A no Englianos, el Pilos de la leyenda. Los soberanos de Pilos tenían tam bién bajo su dom inio a un buen núm ero de príncipes vasallos, cuyas residencias y tum bas de cúpula han sido excavadas en los últim os años. En el Atica, a partir del M icénico m edio, A tenas tiene una posición cada vez más im portante; en Beocia, el palacio de Tebas fue destruido relativam ente pronto; en Tesalia dom inaban aún Yolco y N elea, pero ahora nuevas residen­ cias reales adquieren una cierta im portancia. U n gran acontecim iento histórico fue la expansión de los príncipes y caba­ lleros micénicos en territorios de ultram ar. En parte bajo la dirección de Micenas y en parte por propia iniciativa, los héroes alcanzaban con sus naves le­ janas regiones y fundaban bases fortificadas donde se establecían como co­ merciantes, com batían con sus carros o sim plemente vivían de la piratería y del saqueo. E n el año 1960 ha sido descubierto en la costa de Epiro una ciudad micénica con una tum ba de cúpula. O tros establecimientos micénicos existían en la región de T arento, en la Italia m eridional, en el este de Sicilia, en las islas Lípari y en Ischia. Los navegantes griegos llegaron tam bién a la isla de Malta. En el M editerráneo oriental, Egipto, Palestina y Siria se convirtieron en los m ercados de exportación más im portantes para el aceite de Micenas. Numerosos m ercaderes y artesanos micénicos se establecieron en Chipre, donde crearon centros de producción de cerámica micénica, haciendo una se­ ria com petencia a los talleres de su patria. En la península de C irene hubo durante cierto tiempo caballeros micé­ nicos, com batiendo en carros y organizando las unidades de carros de los príncipes libios que atacaban Egipto. Y cuando textos cuneiformes hititas h a­

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blan de gentes o de un rey del país Achiawa designan probablem ente caba­ lleros y príncipes micénicos, que se llam aban a sí mismos «aqueos». Las cartas del rey hitita al «señor de Achiawa» quizá estén dirigidas al soberano de Micenas. Los intereses micénicos entraron en contacto con los del im perio hitita no solam ente en Siria y en la costa sur de A sia M enor, sino tam bién en el A sia M enor occidental. Aquí, M ileto (en hitita, Milawata) parece haber represen­ tado, durante algún tiem po, una especie de condominio micénico-hitita. E x ­ cavaciones llevadas a cabo por arqueólogos alem anes han descubierto una ciudad micénica sólidam ente fortificada. N aturalm ente, existieron otros establecim ientos micénicos en las dife­ rentes islas del Egeo, pero hasta ahora sólo se ha com probado la existencia de un palacio micénico en Melos. Cerám ica micénica se encuentra por toda la Calcídica y en M acedonia hasta la zona occidental m ontañosa. Por el con­ trario, en el m ar de M árm ara y en el m ar Negro no ha sido descubierto nada incontestablem ente micénico. Tal vez Troya entorpeciera durante algún tiem po el comercio micénico. Troya, en la precedente edad del bronce y aún durante el período m ás antiguo de la era micénica, era una residencia real bien fortificada, cuyo co­ mercio llegaba hasta Chipre. La ciudad se encontraba entonces en la fase a r­ quitectónica designada como Troya VI. Así pues, la H élade se com ponía todavía de estados independientes, pero en cierto m odo diferenciados. Pilos dom inaba un territorio del tam año de Mesenia, con num erosas dinastías m enores de vasallos. Micenas controlaba no sólo la Argólide, incluida la península de A rgos, sino tam bién el territorio' de Corinto, y tam bién estaba flanqueada por un buen núm ero de vasallos. En el Á tica parece que se llegó a un sinecismo bajo la prim acía de A tenas. Tam bién Tebas, Orcóm enos y Yolco debieron dom inar tem poralm ente sobre vasallos menores. Todo esto perm ite reconocer que el orden político era de tipo feudal. Micenas aspiraba a la hegem onía sobre Grecia entera, y parece que esta posición le fue reconocida durante algún tiem po. Es probable que la tem prana destrucción del palacio de Tebas se deba a una rivalidad entre Tebas y Micenas. A pesar de una cierta articulación de poder, las excavaciones muestran con toda claridad que la nación de los griegos micénicos formaba una unidad ce­ rrada. La arquitectura de los palacios, el uso de las tumbas de cúpula, la cerá­ mica definen una civilización sorprendentemente unitaria y mucho más uni­ forme, por ejemplo, que la posterior cultura griega de los siglo VII y V I a.C. Por eso podemos afirmar con seguridad que esta nación ya se había dado un nom ­ bre propio, precisamente el de «aqueos», que encontramos aún en Homero. Por consiguiente, la civilización micénica podría denominarse también «aquea», si esto no fuese causa de equívocos, dado que este nombre asumió más tarde una significación completamente distinta. El carácter de la civilización del Micénico tardío estuvo determ inado p o r la clase caballeresca y las fortalezas de los príncipes. La guerra y las carreras de carros, la caza y las fiestas parecen haber sido las ocupaciones preferidas de estos círculos aristocráticos. Escenas de luchas de carros y de la caza del jabalí adornan las paredes de los palacios. A dem ás, entre las ruinas, se han encontrado cientos de copas y en Pilos se ha descubierto un gran depósito de

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vino. En las carreras tom aban parte tam bién las m ujeres, no vestidas ya a la moda minoica, sino al gusto micénico, conduciendo sus propios carros. Sin embargo, junto al gusto por la lucha y el peligro, parece que en las clases altas había un vivo interés por la ganancia y la posesión de bienes. Ambas tendencias se unían a la hora de iniciar em presas fuera del país, como ocu­ rrirá más tarde con la aristocracia helénica de los siglos VII y V I a.C. G randes cantidades de aceite, perfum es, vino y cerámica eran em barcados con destino al comercio. Tam bién las especias, los muebles con m arquetería de marfil y la cerámica fina eran m ercancías muy apreciadas. Podemos hablar tan sólo con limitaciones de un arte genuinam ente micé­ nico. La pintura de frescos, el relieve escultórico y la glíptica se m antuvieron en la línea minoica, pero junto a las acostum bradas representaciones de pro­ cesiones y cerem onias rituales se daba amplio espacio sobre todo a las es­ cenas de batalla o de caza. Las figuras en m ovimiento m anifiestan una singu­ lar rigidez; al gusto micénico respondían más las representaciones de figuras in­ móviles de caballos con sus escuderos, grifos tutelare^ o cantores con la lira. A partir del 1400 a.C. la pintura de vasos se alejó cada vez más de los temas figurativos para concentrarse en la decoración ornam ental. En lugar del movimiento minoico, se extendió por todas partes la inmovilidad. En ello puede verse claram ente cómo con la destrucción del último palacio minoico de Cnossos perdieron su influencia las tradiciones artísticas cretenses. Incluso la cerámica pasó a una producción en masa que en la calidad técnica satisfa­ cía todas las exigencias, pero que m ostraba en la decoración claros signos de la producción en serie. Más cuidado m ostraban las espadas y puñales con tra­ bajos de dam asquinado, con figuras policromas de animales o de otros ob­ jetos en oro, plata y nielado. Logros muy bellos se consiguieron tam bién en los trabajos de marfil, con incrustraciones en relieve para muebles de lujo. En la técnica arquitectónica, el megaron y la tum ba de cúpula continuaban las primitivas tradiciones egeas. La estructura de los palacios, fortalezas y se­ pulturas era a m enudo de una grandiosa m onum entalidad, con frecuencia unida a una fascinante simplicidad. A quí ya se anuncia un rasgo típico gracias al cual el posterior arte helénico aventajaría am pliam ente a la arquitectura minoica. El arte minoico era magistral en los trabajos en m iniatura. E n la ar­ quitectura micénica se anuncia la grandiosa m ajestad de las concepciones ar­ quitectónicas griegas; como aparece sobre todo en la Puerta de los Leones y también en el «Tesoro de A treo», que destacan sobre todos los modelos minoicos por la articulación armónica del peso y de las proporciones. Estos dos m onumentos micénicos se inclúyen entre los más sugestivos de todos los tiempos. En la construcción de edificios y de fortificaciones, el m undo micénico re­ vela una alta capacidad técnica. Los arquitectos micénicos encontraron solu­ ciones excelentes para sus sólidas puertas y escaleras, sus cisternas y puentes. Con toda probabilidad intentaron también la construcción de diques. La arquitectura y la artesanía m uestran hasta qué punto estaba dom inada la época del Micénico tardío por el racionalismo. El espíritu rom ántico del heroísmo caballeresco no había desaparecido aún, pero se prefería buscar lejos las aventuras, m ientras los palacios estaban gobernados ya más por la pluma del escriba que por la espada. El comercio hacía necesaria la contabili­ dad, y los palacios seguían sirviendo como registros de los cambios. En Pilos

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se han encontrado cientos de tablillas de arcilla escritas que no son otra cosa que docum entos contables. Incluso las propiedades inmuebles, el núm ero de esclavos y muchos otros datos económicos se registraban escrupulosam ente. Esta contabilidad se correspondía con la que debió existir tam bién en Cnossos, como atestiguan las tablillas descubiertas por Evans. Si hoy estamos m ejor inform ados de todo esto, se lo debemos a los geniales trabajos de in­ vestigación de Michael V entris, que descifró la escritura lineal B. D e la escritura lineal B, que, como se ha dicho, surgió en Cnossos por una reform a de la lineal A , fueron encontrados por Evans en Cnossos varios miles de textos en las tres prim eras décadas de nuestro siglo. Posteriorm ente, en 1939 y desde 1952, Blegen ha hallado tam bién en Pilos cientos de estas ta ­ blillas, y algunas docenas se han extraído en Micenas en las viviendas pri­ vadas dentro y fuera de la fortaleza. Así pues, el m aterial de que disponemos no es escaso y, sin em bargo, podría ser aún m ayor si en época micénica, como en el antiguo O riente, las tablillas de arcilla se hubieran cocido para hacerlas más perdurables. Pero los aqueos, como los minoicos, escribían ge­ neralm ente en papiro y hojas de palm era. En arcilla sólo grababan las anota­ ciones menos im portantes, principalm ente registros de contabilidad que d e ­ bían ser conservados sólo durante algún tiem po. Por este motivo no se cocían los textos sobre arcilla sino que se dejaban secar al aire. En cuanto habían cumplido su finalidad se tiraban, y con la prim era hum edad se convertían en barro amorfo. Únicam ente algún incendio catastrófico hizo que algunas tabli­ llas se endurecieran; en donde faltó esta circunstancia, no se ha conservado docum ento escrito alguno en los establecimientos micénicos. Como hasta 1952 no se conocía ni la escritura ni la lengua de los textos existentes, había muy poca esperanza de poder descifrarlos y traducirlos. El único indicio consistía en que los signos, en total unos 70, hacían pensar que se trataba de una escritura silábica con sílabas abiertas (consonante más vo­ cal) y que los distintos grupos de signos que form aban las palabras estaban separados unos de otros por medio de un signo de división. Sin em bargo, al principio se siguió un camino erróneo: en los signos se podían reconocer to ­ davía imágenes de tipo pictográfico, incluso cuando se encontraban entre los signos de separación, y se intentaba interpretarlos como signos silábicos. D e esta m anera fracasaron todos los intentos. La ansiada m eta no habría sido alcanzada todavía si el joven arquitecto Michael Ventris, excelente pensador y lingüista, no hubiera llevado hasta sus últimas consecuencias un trabajo de revisión lógico-formal de los textos. No obstante, seguía sin conocerse la lengua. Las investigaciones de Alice K ober y de E m m ett B ennet hacían suponer que nuestros textos en lineal B conte­ nían una lengua distinta de la de los escritos en lineal A. Sin embargo, Ventris creía que se debía sostener la hipótesis de un idioma afin al etrusco. Pero, después de que en 1952, gracias a una admirable combinación, consi­ guiera descifrar los nombres de las ciudades cretenses de Cnossos, Amnisos y Tylissos y transfiriera a otras palabras los valores fonéticos así obtenidos, con gran sorpresa por su parte resultó que la lengua en cuestión era un griego muy arcaico. El desciframiento avanzó rápidamente y al final de aquel año se encontraba prácticamente concluido. Una feliz casualidad hizo que en 1953 se conociera una tablilla descubierta en Pilos por Blegen, que contenía un inventario de trípodes

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y vasos en el que las correspondientes palabras estaban acompañadas de las fi­ guras grabadas de estos objetos. Estas figuras confirmaban sin excepción las lec­ turas de los signos silábicos propuestas por Ventris. En 1956, el investigador in­ glés pudo aún, con la ayuda de John Chadwick, que se había asociado a los trabajos, publicar la obra que docum entaba detalladam ente el descifra­ m iento; pero murió este mismo año, víctima de un accidente de automóvil. A unque los estudios han hecho en este aspecto verdaderos milagros, se­ guimos encontrándonos con grandes dificultades a la hora de interpretar ade­ cuadam ente los textos. Por una parte, el griego de la época micénica era m e­ dio milenio más antiguo que el de H om ero, y especialm ente la fonética re­ presenta una fase muy prim itiva, para nosotros nueva. A dem ás, la ortografía es de un tipo cuanto m enos desafortunado para nuestras investigaciones. La escritura lineal B era adecuada para la lengua m inoica, pero no fue suficien­ tem ente adaptada al griego, cuando los aqueos la adoptaron. E n realidad era una especie de taquigrafía que a m enudo suprimía las consonantes en final de sílaba y de palabra. Por últim o, en la m ayor parte de los casos, nos hallamos ante docum entos de registro, es decir, asientos de cuentas que no contienen otra cosa que el nom bre del proveedor o del com prador y, a veces, un nom ­ bre de lugar, la indicación de las mercancías y su cantidad. No hay mucho, pues, que traducir. Tan sólo de cuando en cuando aparecen textos más com­ pletos, como en los inventarios de objetos de mobiliario o de carros de gue­ rra, o en listas de sacrificios y órdenes de movilización. A través de ellos re­ sultan ocasionalmente iluminados el m undo religioso, la organización social, la economía agraria y a veces incluso hechos históricos. No hay en cambio nombres de reyes, porque los escribas sabían de sobra cómo se llam aba el rey en ejercicio. Los textos de Micenas m uestran hasta qué punto nos ha­ llamos sujetos a los caprichos de la casualidad: esperábam os encontrar m en­ ción de A gam enón o de O restes, y en cambio nos ofrecen listas minuciosas de drogas y hortalizas. E n conjunto, los textos suponen una decepción, por lo que respecta a tem as literarios o jurídicos, y ni siquiera existen cartas. No obstante, por medio de ellos hemos obtenido noticias interesantes de la vida económica de aquellos tiem pos y, por tanto de sectores de la civilización mi­ cénica, de los cuales no hacen mención las románticas leyendas heroicas griegas. Ya en la época micénica tardía debían existir leyendas y mitos heroicos, que eran recitados por cantores profesionales, sobre todo, en las cortes de los príncipes. Quizás tem as como los del viaje de los argonautas o el de la supre­ sión del tributo im puesto por los minoicos se rem onten a esta fecha tan anti­ gua y se refieran a acontecim ientos ocurridos en el Heládico medio. Con el hundim iento del m undo político micénico y de su cultura, ocurrido en el siglo XIII a.C ., la m ayor parte de estas leyendas se perdió. Quizá intere­ saban poco a los dorios, los nuevos inmigrantes. D e este m odo, el tem a de la liberación del yugo minoico se conservó solam ente en Á tica, y la leyenda de los argonautas se m antuvo sólo gracias al carácter intem poral de su argu­ m ento. Por otra parte, se form aron nuevas leyendas en torno a los aconteci­ mientos que a finales de la época micénica eran todavía auténtica historia. Los descendientes de los antiguos aqueos, asentados ahora sobre todo en la costa occidental de Asia M enor, se esforzaron por conservar en el recuerdo precisam ente este último período de florecim iento de la antigüedad micénica,

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haciendo de él una especie de m undo m ejor, de paraíso perdido. Los tem as eran las cortes reales de M icenas, Pilos, Tebas, Orcóm enos y Yolco, la hege­ m onía de M icenas, algunos acontecimientos dramáticos de la corte de los átridas, las luchas entre Micenas y Tebas, pero especialmente las empresas bélicas contra ciudades enemigas en la costa de Asia M enor. Así surgieron los ciclos legendarios sobre A treo, A gam enón y Orestes, Cadmo y Edipo, N éstor, la lucha de los «siete» contra Tebas y la guerra de Troya. Las luchas alrededor de Troya, con el paso del tiem po, form aron el m o­ delo ideal para toda em presa de tipo análogo, de tal m anera que finalm ente ellas solas personalizaron en exclusiva toda la expansión ultram arina de Micenas. Son significativas las transform aciones que este tem a experimentó en el transcurso del tiempo. A nuestro parecer, el proceso se desarrolló de la siguiente forma: origina­ riam ente Troya VI fue atacada por los aqueos, pero no conquistada; sucum­ bió víctima de un terrem oto, que ofreció a los griegos micénicos un fácil triunfo. Para los contem poráneos la catástrofe era naturalm ente obra de P o­ seidon, el dios de los seísmos, que entonces se representaba en form a de ca­ ballo. Generaciones posteriores, que pensaban más racionalm ente, seculariza­ ron esta versión y transform aron el Poseidón-caballo en el «caballo de Troya», hecho de m adera. Con él enlazaron el motivo de la ciudad asediada en la que los atacantes penetraron m ediante el engaño, motivo ya usado en Egipto en tiempos de las dinastías X V III y XIX. Por estas transform aciones sabemos cuán librem ente trataban los rapsodas posteriores sus tem as, pero tam bién com probam os que existían «núcleos» te ­ máticos antiguos, que pueden ser reconocidos si confrontam os las leyendas con las excavaciones. De este m odo, la posición hegemónica de Agam enón, tal y como es descrita en H om ero, encuentra correspondencia en el papel predom inante de las residencias reales argivas. Incluso en las sedes legenda­ rias de un N éstor, de un Edipo, de un Neleo, de un Jasón y en la ciudad de los minios se han encontrado palacios micénicos o por lo menos tumbas de cúpula tan im ponentes que perm iten suponer la anterior existencia de pala­ cios similares. Incluso la posición un tiem po tan relevante de C reta, su talasocracia, su supremacía cultural aún tan repugnante por su carácter extraño, fueron bien delineadas en las leyendas griegas. N aturalm ente, solo la arqueo­ logía puede decidir lo que hay de antiguo y lo que es invención posterior en las obras poéticas y en las versiones llegadas hasta nosotros, pero las excava­ ciones nos proporcionan un material muy valioso y cada vez más abundante. No obstante, no se debe caer en el error de creer como verdad todo lo que nos cuenta Hom ero. Tampoco las listas, como el célebre catálogo de las naves, deben ser consideradas en absoluto como noticias auténticas, en la forma en la que se nos presentan, aunque puedan tener su punto de partida en hechos reales. Por todas partes nos encontram os con profundas reelabora­ ciones, debidas a generaciones más jóvenes de rapsodas. Por lo que respecta a la identidad de los héroes legendarios, no creemos que Agam enón, A treo, N éstor, Neleo y algunos otros sean nom bres de p er­ sonalidades históricas, como más tarde Etzel y D ietrich van B ern (Atila y Teodorico). No se pueden utilizar en absoluto los árboles genealógicos trans­ mitidos por Homero. La época micénica tuvo una duración de doce genera­ ciones, aproximadamente, mientras las leyendas griegas sólo recuerdan las prin-

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cipales figuras, que convertían directamente en padres, hijos y nietos, aun cuando originariamente estuvieron separados por una o más generaciones. La investigación m oderna ha establecido las fechas históricas con ayuda de la cronología egipcia, que conocemos con exactitud, y Egipto estaba de distintas maneras relacionado con el Egeo. Así podemos datar, el comienzo de la era mi­ cénica hacia el 1580, aproximadamente, y su final hacia el 1200 a.C. D entro de este período la fecha de la caída de Troya puede precisarse hasta cierto punto con la ayuda de la cerámica micénica de importación hallada en las excavaciones de la ciudad. Como fecha más probable nos parece el 1300 a.C. Eratóstenes (275-195 a.C .) la fijaba en una época muy posterior, cerca de un siglo más tarde, en 1184-1183. Todavía florecía la civilización micénica cuando, hacia el 1240 a.C ., ocu­ rrió en varias regiones una catástrofe que puede concretarse con la penetra­ ción de grupos bárbaros. En Tirinto fue incendiado el palacio; en Micenas, las casas de los com erciantes, fuera de la fortaleza, fueron pasto de las llamas, y centros como Prosim na y Zyguríes fueron destruidos. La residencia de Tirinto fue reconstruida, pero muchos núcleos perm anecieron en ruinas. Lo sucedido fue considerado como una seria advertencia, y por todas partes se trató de reforzar las sedes de los príncipes y preparar la defensa contra nuevos ataques. Así en Tirinto se erigió una ciudadela destinada a acoger a la población de la ciudad en caso de peligro, y su escalinata occidental, que conducía a una fuente, incluso fue protegida con un bastión especial. Tam ­ bién en Micenas se tom aron medidas para asegurar el abastecim iento de agua; en el istmo de Corinto se edificio una gran muralla para defenderse de los ataques procedentes del Norte; las defensas de ía Acrópolis fueron reforzadas, y en la isla de Gla (Arne) se levantó una residencia sólidamente protegida. Sin em bargo, todas estas precauciones fueron inútiles. Hacia el 1200 a.C. comenzó la época de las invasiones y de las migraciones bárbaras, a las que ninguna fortaleza pudo resistir. Estas audaces gentes se abrieron paso por tie­ rra y por m ar, la mayoría procedentes de la Europa central o de los Bal­ canes; otros penetraron por el m ar desde Italia. Su m eta no era sólo el Egeo, sino que conquistaron y atravesaron tam bién Asia M enor, ocuparon Siria y la isla de Chipre e incluso atacaron Egipto por tierra y por mar. A las inscrip­ ciones reales de Ramsés III debemos las noticias más detalladas sobre este asalto de pueblos. E ntre los pueblos inm igrantes, el de los filisteos es recordado como el más poderoso y tem ido, que finalm ente se asentó en la costa de Palestina y desde allí durante algún tiem po dominó el interior del país. Los egipcios mencionan tam bién a los takara, danuna, sekelesa y sardana, pero no sa­ bemos hasta qué punto podem os ponerlos en relación con los antiguos nom ­ bres de los teucros, dañaos, sículos y sardos. Al norte de los filisteos, grupos de estos invasores fundaron sus reinos en D or y Tiro; otros, en Cilicia y Chi­ pre, pero parece que tam bién C reta y el Egeo form aron parte de sus pose­ siones. En la Grecia continental fueron destruidos asentam ientos y palacios, en particular Micenas y Tirinto. No obstante, en la colina de M icenas fueron reconstruidas, entre otras, las casas al lado del círculo de losas. A parte de esto, centros costeros como M onemvasia y Porto Rafti, e incluso islas como Naxos y R odas, adquirieron particular importancia. En el campo de la cerámica', en parte se creaban modelos fantásticos deri­

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vados de la producción micénica, como el llamado close style y un pintoresco estilo figurativo, en parte se producían formas muy pobres (las llamadas gra­ nary class). E ntre el close style y la cerámica filistea de la costa de Palestina existe una estrecha relación. D ado que allí se introdujo tam bién la arquitec­ tura micénica con su megaron y sus colum nas, que G oliat en su duelo con David llevaba una arm adura de tipo micénico y que en el A ntiguo T esta­ m ento los judíos citan a los keretim (cretenses) junto a los filisteos, no puede haber ninguna duda de que los bárbaros del N orte, si en un principio devas­ taron terriblem ente el Egeo, después llevaron consigo los restos de la caballe­ ría micénica, de forma sem ejante a como más tarde los godos y los gépidos fueron obligados a prestar servicio bajo los hunos. Pertenece a este período el célebre vaso de los guerreros de M icenas, que ya no m uestra conductores de carro, sino guerreros a pie; incluso los yelmos y los escudos son de otro tipo. Como en aquel tiem po tam bién el imperio hi­ tita había sido aniquilado, no prosiguió el em bargo hitita del hierro y em pe­ zaron a aparecer en las tum bas armas de este m etal. Tam bién la cremación de cadáveres sustituyó a la costum bre antes exclusiva de la inhumación. D e esta época, que ocupa aproxim adam ente el siglo x ii , no proporcionan ninguna noticia las leyendas heroicas griegas, que sólo describen tiempos de esplendor, no de catástrofes. La tradición conservó m em oria de esta época sólo en la noticia de la «dispersión de los aqueos», que habría tenido lugar al final de la guerra de Troya. De form a parecida a como sucedió más tarde con la hegem onía m arítim a de los vándalos, la de los filisteos y sus aliados fue de corta duración. En P a­ lestina, los judíos les hicieron retroceder hasta las ciudades costeras; en Tiro, en Cilicia y en parte tam bién en Chipre fueron asimilados por las poblaciones locales. La ciudad chipriota más im portante de los Pueblos del M ar fue des­ truida más tarde, al parecer, por los griegos, pero en el Egeo irrum pieron los dorios. En la época de la prim era invasión de grupos de lengua griega en la H é ­ lade, hacia el 1950 a.C ., una parte de los nuevos llegados perm aneció en las zonas m ontañosas del norte y del noroeste. Allí vivían más de la cría de ga­ nado que de la agricultura; llevaban sus rebaños a los pastos de m ontaña en verano y no tom aron parte ni en el desarrollo de la civilización del Heládico medio ni en el de la micénica. Incluso parece que les fue negado el nom bre de aqueos. Con sus congéneres más civilizados cultos entraban en contacto sólo cuando en verano m antenían sus rebaños en los m ontes, que se alzaban próximos a las llanuras de las ciudades micénicas. Es más, en ocasiones, los montañeses podían pasar al servicio de las cortes micénicas: un reflejo de estos acontecimientos probablemente se ha conservado en la figura de Heracles. Los griegos del N orte, tan radicalm ente separados del m undo micénico por su form a de economía com pletam ente distinta, estaban distribuidos en unidades cantonales, con una organización muy poco rígida. Posteriorm ente, cuando el área micénica comenzó a dar señales de debilidad, en los griegos del N orte nació la esperanza de poder apoderarse de las tierras cultivables de Tesalia, Grecia central y Peloponeso. Esto ofreció a algunas asociaciones cantonales la ocasión de organizarse más estrecham ente. D e este m odo, los híleos se unieron a los dimanes y consiguieron aún la alianza de otros grupos, los panfilios; todos los asociados se llam aban dorios,

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eran belicosos y estaban dispuestos a em prender acciones contra las civili­ zadas tierras micénicas. Las migraciones de bárbaros procedentes del lejano N orte, que com enzaron por entonces y llevaron al Sur a los filisteos, apenas afectaron a los griegos de la m ontaña y a los dorios, seguros en sus sedes de las alturas. Más bien hay que pensar que ellos mismos, en el m om ento justo, intervinieron para abatir el poder de los príncipes micénicos. Más tarde, cuando la hegem onía micénica desapareció y el poder de los filisteos también se debilitó, llegó la hora para los griegos de la m ontaña. En su tenaz avance, los dorios ocuparon la costa oriental y m eridional del Pelo­ poneso, conquistaron tam bién C reta, Rodas y Cos, y finalm ente, Cnido y Halicarnaso. O tros grupos no organizados tan rígidam ente, a los que lla­ mamos en su conjunto griegos del N oroeste, se apoderaron de la costa sep­ tentrional y occidental del Peloponeso. Posteriorm ente, los encontram os tam ­ bién en Etolia y A carnania. Elem entos griegos del N oroeste se superpusieron al estrato micénico, no sabemos exactam ente cuándo, incluso en Tesalia y Beocia. Los primitivos habitantes de las costas del Peloponeso, de las lla­ nuras de Beocia y de Tesalia, se retiraron en parte a territorios del otro lado del mar. O cuparon la m ayor parte de Chipre, las Cicladas, Lesbos,. Samos y Quíos y fundaron sólidas ciudades en la costa occidental de Anatolia. Si observamos la evolución de la civilización minoica, ésta se nos presenta como una amplia curva con varios culminantes. Los cretenses crearon en un territorio muy pequeño, prácticam ente confiados a sí mismos, una alta civili­ zación cuyo contenido y caracteres nos resultan sorprendentes, incluso di­ ríamos que maravillosos. A pesar de distintos ataques extranjeros y de los muchos terrem otos, resistieron y todavía durante algo más de medio milenio continuaron creando cosas nuevas. A diferencia de los minoicos, los griegos de época micénica no lograron cumplir su misión. Bajo la influencia minoica entraron, por así decirlo, en un callejón sin salida y estuvieron pronto maduros para disolverse. Pero las ca­ tástrofes les liberaron de la sumisión al m odelo cretense. La civilización minoico-micénica, como sistema cerrado, fue destruida, pero la cultura helénica se m antuvo e incluso se fortaleció con los dorios y los griegos del Noroeste. Este pueblo en realidad nuevo quiso comenzar otra vez desde el principio, en esta ocasión sin verse perturbado por vecinos demasiado poderosos. Así se inició el nuevo ascenso cultural en virtud del cual los griegos pudieron cum­ plir la misión que había quedado incom pleta en la época micénica.

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A lfr e d H euss

LA ÉPOCA ARCAICA

Formación del pueblo griego. Homero Con el paso del II al I milenio a.C ., el m undo del M editerráneo oriental experim entó una profunda transform ación. La llam ada gran migración, o m i­ gración egea, representa una cesura que pone fin al pasado y crea para el fu­ turo las premisas de un nuevo comienzo. E n el O riente Próximo con la des­ trucción de la gran potencia hitita y el ocaso del Nuevo Im perio egipcio, se vino abajo un m undo político cuyas raíces alcanzan los inicios de la época «histórica» a través de más de dos mil años. D e entonces en adelante este m undo sólo podrá tener un florecimiento tardío, muy limitado en su duración y extensión. E n el fondo, el pasado se había agotado y el presente, en la m e­ dida en que anticipaba el futuro, se desligó de él. El indicio más claro era que los nuevos tiempos no podían ya fundarse en el dominio político. A nte todo, la época se había vuelto hostil al poder, y así era posible una evolución históricam ente productiva que desarrollaba sus fuerzas hacia dentro y que re ­ nunciaba a la brillante fachada de los sistemas estatales imperialistas. Había llegado la hora de Israel y de la Hélade: su paralelismo cronológico es uno de los efectos, casi lúdicos, que la historia parece perm itirse de cuando en cuando. N aturalm ente, para Grecia, el «milagro» no resultó ser tan portentoso como para Israel, que se abría camino en un espacio de antiquísimas cul­ turas. Frente a Egipto, Siria, M esopotam ia y, por último, también frente a Asia M enor, Grecia era una zona marginal y, por tal motivo, no estaba real­ m ente expuesta a la fuerza espiritual y política de aquellos países. La época micénica había m ostrado lo que podía significar estar a la som bra de Oriente. Ya entonces, C reta no había podido conservar su hégemonía. Sus propios discípulos griegos habían provocado su caída y ellos mismos, a su vez, parece que no supieron aprovechar su victoria ni conservar luego las posiciones con­ quistadas; lo conseguido a través de los contactos con C reta se les escapó de las manos. La civilización y la organización política, con las que habían lo­ grado el acceso al círculo de los pueblos más cultivados, desaparecieron, in­ cluso antes de que tuvieran la oportunidad de defenderse frente al exterior.

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E n el ámbito de la política universal, la «fase micénica» de la A ntigua Grecia quedó sólo como un episodio. Este juicio no puede ser revisado ni si­ quiera teniendo en cuenta la historia griega posterior. Por el contrario: para Grecia no fue decisiva la pasada existencia de M icenas; fue el distanciam iento decisivo del pasado el que representó el factor decisivo para el futuro de la Hélade. Al desaparecer M icenas de la historia, dejó el camino libre para un nuevo comienzo. A ntes de que un pueblo pueda desarrollar sus fuerzas, tiene que conquis­ tar el suelo que ha de ser su patria. E n ese sentido, entendem os por patria griega la parte m eridional de la península balcánica, pero este trozo de tierra se convirtió en auténtica patria griega, así entendida, tan sólo en el período de transición entre el II y el I milenio. Solam ente entonces recibió los habi­ tantes, que m antendría hasta el principio de la época medieval, cuando con los eslavos se infiltró un elem ento nuevo. D esde hace mucho tiem po la cien­ cia llama a este im portante proceso migración doria; esta migración, como sabemos desde no hace m ucho, fue una parte de la llam ada gran migración o migración egea. El cuadro de conjunto es lo suficientem ente claro como para poder al menos trazar los contornos con la brevedad necesaria. Cuando los prim eros griegos penetraron en G recia, al comienzo del II m ilenio, habían dejado atrás, en la parte noroccidental de la península balcánica, aproxim adam ente en el territorio del posterior Epiro, y más al norte, de la lindante A lbania, grupos étnicam ente afines. Como consecuencia de un impulso procedente del N orte, estos griegos del N oroeste se pusieron en m ovimiento y lo transm itie­ ron, al abandonar sus antiguos asentam ientos, hacia el Este y sobre todo ha­ cia el Sur. Desde hace tiem po, la ciencia considera como un hecho probado que el motivo de este desplazam iento hay que buscarlo en el avance de los ilirios, procedentes de E uropa central (más o menos entre el O der y el Saale), hasta el m ar A driático, y desde aquí hacia los Balcanes. En su avance, los ilirios provocaban la retirada de pueblos extranjeros o los arras­ traban consigo, al m enos en parte. Incluso la península de los A peninos ex­ perim entó de m anera significativa estos efectos. En los Balcanes fueron sobre todo los tracios los más influidos por los movimientos de los ilirios. U n grupo mixto de ambos pueblos pasó a Asia M enor — próximo a la península (Galli­ poli) que sirvió de puente natural, Troya se convirtió en una ciudad iliria— y en su avance se enriqueció de elem entos étnicos autóctonos de Anatolia. El imperio hitita sucumbió a este avance. Grupos de griegos del N oroeste, lle­ gados de la parte oriental del Egeo, aparecieron en Egipto: los «Pueblos del Mar». E n la península griega los ilirios ocuparon establem ente A lbania y tal vez el Epiro septentrional. Algunos grupos se unieron a los griegos occiden­ tales, a los que habían desplazado, pero sin lograr ejercer notables influjos, fueron absorbidos, por así decirlo, en el grupo mayor. Y, en general, decretó la derrota de los iniciadores de este amplio proceso dinámico: ni entonces ni posteriorm ente se presentó a los ilirios la oportunidad de lograr una prepon­ derancia étnica duradera. Evidentem ente, hay en la historia pueblos desti­ nados a desplegar acciones de efecto puram ente mecánico. El m apa de Grecia es obra de los griegos occidentales, y esto desde un triple punto de vista. O bviam ente es obra de ellos allí donde dieron su im­ pronta a los territorios ocupados y donde fueron lo suficientem ente fuertes

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para im poner su propio idioma a los antiguos habitantes. En el marco de un reagrupam iento étnico probablem ente posterior, éstos son los «griegos del Noroeste» y los dorios. Tam bién hubo influencias de los griegos occidentales en aquellos lugares donde más tarde la lengua perm ite reconocer de una forma relativam ente clara el sustrato anterior; siempre en diferente propor­ ción, como es com prensible, incluso dentro de la misma región: Tesalia es, al Occidente, «griega del N oroeste», y al O riente, aquea, es decir, griega primi­ tiva. Y por último, la migración fue determ inante incluso allí donde se m ues­ tra más aparente que real, esto es, en lugares aislados que perm anecieron li­ bres de ella y conservaron sus primitivos habitantes griegos. A quí precisa­ m ente los invasores habrían respetado territorios concretos, dejándoles su as­ pecto originario. Sin em bargo, esto sería una verdad a medias. No hubo nada en Grecia que no fuera tocado por la migración de los pueblos; de uno u otro m odo, al final, todo fue arrastrado por el torbellino. Fortalezas y ciudades perecieron bajo el fuego y la destrucción, incluso en lugares donde el m apa étnico poste­ rior no presenta ninguna transform ación esencial. Y no sólo se movían los re­ cién llegados, sino tam bién las gentes a los que ellos habían desplazado de sus sedes, que buscaban refugio allí donde no llegaba el enemigo, abriéndose camino con la violencia. Probablem ente, el Atica se vio afectada por este destino, pero tras esta especie de invasión no perdió su carácter étnico. D e este m odo, el m apa etnológico de Grecia se hizo muy complicado. La mayor parte del país recibió su carácter por obra de los griegos del Noroeste y de los dorios: éstos ocuparon aproxim adam ente la m itad del Peloponeso, m ientras que aquéllos se extendieron sobre vastos territorios del resto de Grecia e incluso del Peloponeso (occidental y septentrional). Solamente en los montes de la A rcadia, en el Atica y en Eubea se mantuvo la población griega más antigua. U na situación interm edia se creó en Beocia y Tesalia, donde el nuevo estrato extranjero no logró deshacer el pasado. Esta imagen encuentra su correspondencia en las islas del Egeo y en la costa de Asia M enor, donde no está excluido que ya se hubieran establecido los griegos «micénicos»; pero la verdadera ocupación tuvo lugar en la época de las migraciones. Fue entonces cuando se llegó a la distribución simétrica por la que, al otro lado del Egeo, los antiguos y los nuevos griegos se dispu­ sieron como en la Grecia continental: en el Sur, los dorios; más al N orte, re­ presentantes del estrato griego primitivo, lo mismo que en Chipre, mientras que C reta se convirtió en un centro dorio y así perm aneció hasta épocas tar­ días. N aturalm ente, los griegos no ocuparon entonces esta zona por com­ pleto: en ciertos territorios se conservó la población antigua no griega. El norte del Egeo y la costa tracia (com prendida la Calcídica) e incluso las islas mayores como Lem nos, Imbros y Tasos, continuaron en principio siendo «bárbaras». El área habitada por los griegos careció desde sus comienzos de un carác­ ter compacto. Y no lo adquirió jam ás, ni siquiera más tarde, cuando cambia­ ron las condiciones; muchos griegos tuvieron siempre como vecinos a pueblos no griegos, los «bárbaros». C iertam ente, todos éstos son factores más o menos exteriores etnológicos. D e ellos sólo no se puede deducir el significado que tuvieron para la historia. Unicamente está claro que los extranjeros llegaron como conquistadores y

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que la población local no los pudo rechazar. Pero la cuestión im portante para el futuro no era sólo si se conservaba la nueva relación de fuerzas; más deci­ siva era la cuestión de las posibilidades políticas derivadas del trastorno de la población. M ientras que el prim er problem a encontró una respuesta simple, en el sentido de que la nueva estratificación, una vez afirmada, ya no volvió a deshacerse, en la otra dirección la tendencia no era tan clara y tan neta­ m ente delineada. E sta circunstancia no puede sorprender. Los pueblos en vías de formación tienen su propia organización, determ inada por su estado de movimiento. E n su mayoría son grupos aislados bajo m ando militar, reu­ nidos esporádicam ente, según los objetivos y la coyuntura, en unidades mayores, bajo una dirección superior. Sus empresas son planificadas o im pro­ visadas, pero nunca conducidas hacia una m eta definitiva por una autoridad central. Tampoco el movimiento de la migración doria, por tanto, procedió con vistas a un «fin», dentro de un espacio de tiem po estrecham ente delimi­ tado, sino que exigió muchas generaciones; sólo excepcionalm ente el despla­ zamiento tenía lugar en un único avance. No era raro que a la prim era oleada siguieran otras sucesivas o que territorios ya ocupados fuesen com­ pleta o parcialm ente abandonados en interés de otras posibilidades de ocupa­ ción. E n este cuadro no se presentaban grandes unidades étnicas que estuvie­ ran en condiciones de ocupar de un golpe un espacio muy extenso. Así pues, no se podía esperar una fuerza política creativa con posibili­ dades para el futuro. La historia no había preparado el terreno en ese sen­ tido y por eso no podía esperar tampoco ningún fruto. Ya era mucho si había grupos aislados capaces de dar un nom bre a su nueva patria. Así sucedió con Tesalia, el país de los tesalios, o con la Fócide, el país de los focenses, con Lócride, Etolia y A carnania. Pero esto no sucedía en todos los casos. Los eleos, los futuros señores de Olimpia, se llamaban simplemente «gente del valle» (como en Suiza los habitantes de Valais), y todo aquel que se estable­ cía en una isla «histórica» como C reta term inaba por convertirse en cretense, en virtud de la tradición existente. Indudablem ente, más im portante era la medida de realidad política que correspondía a estos conceptos todavía m eram ente geográficos. El cuadro es muy heterogéneo, y el único punto común en toda esta variedad es que en ninguna parte el pasado ofrecía propiam ente una herencia de la que sacar provecho. La m onarquía m ilitar de la época de las migraciones, por muy fuerte que pudiese haber sido, quedó en seguida en la som bra, una vez con­ quistadas las sedes estables. Por otra parte esta m onarquía ni siquiera estaba definida por un único nom bre. Como definiciones, los térm inos de coman­ dante (tagós) o caudillo (archagétes) tenían que ser precisados aún. Pero en la mayoría de los casos, con los nombres se perdieron tam bién los conceptos. El «rey» griego es lingüísticamente no griego y preindoeuropeo (basiléus), un préstamo de la población primitiva, adoptado ya por los prim eros griegos y puesto a disposición de los nuevos llegados. Pero lo único que se podía adop­ tar era la palabra. No existía una m onarquía fuerte sobre cuyas huellas se p u ­ diera caminar. Y esto, en el fondo, es más decisivo que el hecho de que el rey militar de las migraciones careciese de la capacidad de seguir evolucio­ nando. Las formas de dominación política necesitan crecer históricam ente en «te­ rrenos de civilización», y tam bién los griegos inmigrados tenían que encontrar

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uno. Pero la m onarquía micénica, que a nuestro parecer había sido durante algún tiem po fuerte y poderosa, ya no existía y no podía, por tanto, ofrecer un punto de partida en el espacio vacío existente. No había ningún aparato administrativo que se pudiera adoptar, no se encontraba ningún extenso te­ rreno libre que pudiera asegurar al nuevo señor, con el poder económico, la base de su soberanía. E n lugar de esto, las cosas procedían de una forma com pletam ente espontánea, por no decir primitiva, como si se hubiese trope­ zado con el suelo intacto de un país por cultivar. En el reparto general de la tierra, el rey recibía, como los dioses, una pequeña parte privilegiada (té­ menos), m ientras que al resto se les adjudicaban por sorteo lotes m enores (kleroi). Sobre esta base, aun con la m ejor voluntad, era imposible instaurar un poder político que cubriera todo el territorio. En consecuencia, la situación siguió su cauce natural. La cohesión política de la época de las inmigraciones se disolvió, desapareciendo del todo o redu­ ciéndose a la existencia vaga de un «cantón de m ontaña», cuyas gentes se reunían en determ inadas ocasiones para una acción común y encontraban la única base de su existencia política en la m era conciencia de unidad tribal. Ni siquiera fue suficiente la fuerza unificadora de que dispone una isla, con sus limitaciones geográficas, para contrarrestar esta tendencia. C reta y el resto de las islas grandes o m edianas no se hallaban sometidas a un dominio único, aunque al principio lo hubieran tenido, como precisam ente Creta. Así pues, no se necesitaba ninguna fuerza especial para poner en movi­ miento este evidente proceso de descomposición. Y sobrevino porque faltaba la fuerza contraria para frenarlo. El resultado, por consiguiente, fue bastante trivial. Se llegó sencillam ente a una articulación y a un fraccionamiento según la unidad «natural», es decir, según la unidad de asentam iento. No eran esta­ blecimientos aislados: la atom ización no llegó a este punto, pero, según nues­ tros conceptos, no superaban, por extensión y núm ero de habitantes, lo que entendem os por una aldea grande. En griego, estos establecimientos podían tener distintos nom bres. El concepto de «aldea» jugaba en este terreno un papel, pero en muchos casos se podía decir tam bién «ciudad», una expresión que, originariam ente (y en ocasiones tam bién mucho más tarde), servía para designar la fortaleza. Esto tenía su justificación, por cuanto los griegos inmi­ grados preferían tom ar como residencias lugares elevados con antiguas forta­ lezas o, más exactam ente, las ruinas de fortalezas micénicas. Para los griegos primitivos, en tanto conservaron sus sedes, a falta de una técnica de fortifica­ ción, entonces desconocido, era obvio buscar la protección de las alturas. Ellos, como los nuevos griegos inmigrados, siguieron esta costum bre, en­ tonces y después, incluso cuando no eran directam ente atraídos por la pre­ sencia de una fortaleza antigua. Las «ciudades» eran simples centros agrícolas. D e ellas salía el campesino para cultivar la tierra que se hallaba al pie de la colina, en la llanura de te­ rreno fértil de aluvión. Sólo si se disponía de tierra de este tipo era posible alim entar con una economía agraria a un agrupam iento notable de personas, 'y conseguir, por tanto, una cierta concentración. Si la ciudad griega era esen­ cialmente un centro agrícola, como era natural, en medio de los montes, donde una m odesta economía pastoril ofrecía una escasa alim entación, le fal­ taba su base de existencia. No obstante, no faltaba del todo la diferenciación económica. Existía un

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artesanado de m odestas dimensiones, pero sólo al bajo nivel de un oficio am ­ bulante. E n principio, las haciendas agrícolas trataban de producir todo lo posible por sí mismas. Solamente se recurría a la destreza del artesano cuando la «actividad doméstica», como dice el historiador de la econom ía, no era suficiente y se debía edificar una casa, fabricar un carro o com poner un cabestro. A l artesano se le proporcionaba el m aterial. T an sólo el herrero y quizá el alfarero tenían su taller y podían ser considerados propietarios de su propia em presa, aunque incluso ellos, la m ayor parte de las veces, tam bién estaban ligados a una propiedad agrícola. U n cuerpo social de este tipo, eco­ nóm icam ente autárquico, era poco apropiado, por su propia estructura, para desarrollar energías. Estaba condenado a perm anecer siendo insigriificante y autosuficiente, y sobre esta sola base las perspectivas de la historia griega h a ­ brían perm anecido limitadas a un ám bito modesto. Considerando la simplicidad de un idilio así, hay que preguntarse de dónde podía proceder el dinamismo indispensable para encaram arse al nivel que hace posible una auténtica historia, como esfera de libertad y de acción que conform an el m undo. La pregunta no es fácil de responder, ya que si consideramos en conjunto los dos prim eros dos o tres siglos de la historia griega (después de la migración doria), en base a nuestros conocimientos tan escasos, nos damos cuenta que realm ente no «ocurrieron» grandes cosas y que la época perm anecía, a decir verdad, muda ante cualquier estímulo. P or este motivo, debemos m irar allí donde la historia suele ocultar hechos claros, articulados, y donde opera más bien ocultam ente m ediante transform aciones graduales. En tanto que le faltaron los recursos políticos, el m undo griego se movió a través de transform aciones sociales. D ebían reducirse las tensiones en este campo, antes de que pudiera pasarse a la acción, y ello a su vez p re ­ suponía una diferenciación que iba más lejos del estrecho círculo que abarca una sociedad de campesinos iguales entre sí. En este sentido, la migración había creado, indudablem ente, algunas p re ­ misas no comunes a todas las tribus griegas, ni de la misma im portancia, pero sí, como enseña la historia, en circunstancias tales que, de utilizarse, determ i­ narían notables progresos. El tratam iento de la población som etida durante la migración se fijó en algunos lugares en un orden social válido incluso pos­ teriorm ente. Esto no fue, naturalm ente, ningún efecto autom ático; en la mayor parte de los casos transcurrió com pletam ente sin problem as. La pobla­ ción primitiva em igraba y desaparecía, o bien los que perm anecían eran tan pocos que la fusión con los nuevos llegados no presentaba dificultad alguna. Las cosas pudieron haberse desarrollado así en la m ayor parte de las re ­ giones, para los griegos del N oroeste en Etolia y en la Grecia central. Sin em bargo, en aquellos lugares donde se había conquistado un extenso territo­ rio cultivable, donde se tropezó con un amplio estrato de campesinos, se les retuvo y se les sometió a servidumbre. Es famoso el caso clásico de los ilotas espartanos, que no fue, de todos m odos, el único. Al comienzo se procedió de forma análoga en Tesalia (donde los som etidos se denom inaron penestas), en C reta, quizá en la Argolide, e incluso tam bién en lo que respecta a la tribu insignificante de los locrios (orientales), en Grecia central. N atural­ m ente, las consecuencias no fueron en todas partes las mismas. Los ilotas de Esparta figuran en la historia universal; los demás han term inado por ser más o menos ignorados. La situación jurídica que se escondía bajo el estado de

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servidumbre era ya diferente. La diversidad aparece sobre todo si se tiene en cuenta la función en el ám bito de la sociedad. En C reta la servidum bre se in­ cluía en una estructura que puede caracterizarse más bien como clase media; en Tesalia sostenía a la gran propiedad; pero todo esto no radicaba tanto en la servidumbre como en la distribución de la tierra, de la que los siervos eran parte integrante. El destino de los primitivos habitantes podía adoptar todavía otra forma. El que vivía al m argen de la llanura cultivable, bajo los m ontes o en los m ontes mismos, no era m olestado y sólo tenía que reconocer su posición in­ ferior frente al nuevo señor de la tierra, la mayor parte de las veces en una relación dé subordinación (la perioikía). Pero tam bién esta relación dependía del tipo de nuevo ocupante y presuponía que el otro avanzara pretensiones o tuviese voluntad de dom inación política. Al principio esto no se dio en abso­ luto, y por eso tam poco fue dem asiado corriente la perioikía. Prescindiendo de E sparta, se produjo en la Elide y en Tesalia. Pero estaban vinculadas a una serie de presupuestos, que afectan, en conjunto, a la diferenciación so­ cial de Grecia. Sus motivos son, por lo general, independientes de las condi­ ciones específicas de la ocupación. En el m om ento en que la sociedad griega de las regiones históricam ente im portantes aparece clara ante nosotros, esto es, doscientos o trescientos años después de la m igración, en el siglo VIH a.C ., está caracterizada por la existencia de una aristocracia evolucionada. Existían personas con propie­ dades muy extensas, que, naturalm ente, no pueden ser siempre parangonadas con los grandes latifundios, como los entendem os nosotros, pero que com­ prenden un inventario de personas y objetos lo suficientemente grande para que el dueño y señor no tuviera necesidad de em puñar personalm ente el arado y pudiera, en general, delegar el cuidado de la propiedad en su servi­ dumbre. H abía muchos modos de labrarse patrim onios superiores a los de los otros. Incluso la tierra común no estaba a cubierto de la posibilidad de pasar de un m odo u otro a las m anos de los detentadores del poder social; la forma más sencilla era la de regalos honoríficos. D e esta m anera, el señor disponía de mucho tiempo libre y podía disfrutar de unas condiciones de vida muy ale­ jadas del sudor de los campesinos. Tenía tiempo de correr aventuras, de embarcarse y practicar la piratería, de visitar países lejanos y robarle al «enemigo» sus hijas. En casa, en el círculo de los pertenecientes a su comunidad, era naturalmente un gran hombre. No le era difícil imponer su voluntad y reducir al silencio al hombre sencillo. Si marchaba a la «guerra», es decir, si conducía una expedición de castigo, no tenía ninguna dificultad para movilizar hombres y formarse un séquito. Es obvio que una dife­ renciación social no crea sólo ricos, sino también gente desprovista de medios, pobres diablos que no tienen tierra propia y han de verse obligados a vender su fuerza de trabajo. Es el nivel más bajo de la jerarquía social, los thétes, a los que una enorm e distancia separa de quienes los sostienen, que los consideran in eriores, si no se com portan de modo conveniente. Por el contrario, los a utócratas son de origen noble, eupátridas, tienen un árbol genealógico que os une a los héroes y, consiguientem ente, a los dioses, y, por tanto, de ellos reciben el derecho a llam arse «descendientes de Zeus», el padre de los dioses. Solamente ellos poseen fuerza y la virtud hum ana (areté). El dominio de la com unidad está evidentem ente en sus manos. U na familia de su nivel

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goza de la dignidad real hereditaria: son de nuevo reyes, y así se hacen lla­ mar oficialmente (basileús). Sin em bargo, el rey no goza de muchos privile­ gios con respecto a sus congéneres: sólo puede tom ar decisiones de acuerdo con ellos; ellos forman su consejo, y casi a diario se sientan a su mesa, beben y comen con él y conservan de hom bre a hom bre y de igual a igual. E n la guerra, cada uno conduce a sus hom bres, combate al frente de su tropa o acepta el duelo caballeresco, que se disputa con el carro de guerra, herencia de la época micénica. Conocemos relativamente bien esta sociedad, porque H o­ mero nos la ha descrito. Fue la aristocracia quien hizo de la ciudad griega un verdadero cuerpo p o ­ lítico, una ciudad-Estado o una auténtica «polis», como se viene diciendo des'de hace tiem po de forma un poco afectada. Prestó al simple asentam iento el relieve de una asociación hum ana, capaz de reaccionar ante estímulos cul­ turales y, por consiguiente, de lograr una cierta capacidad de acción. Es cierto que la aristocracia estaba aún muy lejos de hacer esto en nom bre de la ciudad, y aún menos pensaba en considerarse soporte de una com unidad superior existente por virtud propia. Los miem bros de la aristocracia no se transform aron ni a sí mismos ni a otros en «ciudadanos» o, en términos griegos, en individuos políticos. Sin em bargo, se debe a su iniciativa que se creara en la ciudad el am biente necesario para una acción política y, consi­ guientem ente, para el desarrollo de la política, que albergaba en sí todas las posibilidades del futuro, si bien, en un principio, los problem as y las deci­ siones se hallaban en otra parte: aparecían en las consecuencias que podían derivarse de la instauración de una com unidad capaz de actuar. E n prim er lugar, se encontraba afectada la relación con la asociación te ­ rritorial, práctica o nom inalmente preponderante. Su fuerza vital era ya de por sí precaria. Como no tenía unos cometidos que pudieran prom over el d e ­ sarrollo, ni fuerzas para expresar constantem ente la propia voluntad de p o ­ der, se encontraba en mala situación cuando el espíritu de iniciativa y las energías se concentraban en las distintas ciudades. El centro de gravedad d e ­ bía entonces desplazarse claram ente hacia estas últimas y sellar su disgrega­ ción. Así debió de ocurrir en la región de la Argólide y en el istmo, origina­ riam ente ligado a ella, donde más tarde quedaban sólo vagos recuerdos de la antigua cohesión. D e ahora en adelante, un núm ero no indiferente de ciu­ dades se aplicó a la obra. C reta, según H om ero, habría tenido ya cien ciu­ dades. N aturalm ente, la cifra no es digna de crédito, pero el hecho cierto es que la población cretense vivía exclusivamente en ciudades. No siempre, naturalm ente, se llegaba a tanto. En ciertos casos la aristo­ cracia local no desdeñaba conservar la unión gentilicia, de por sí débil, sobre todo cuando ésta, como en Tesalia, ofrecía ciertas ventajas prácticas. C oncre­ tam ente, existía aquí una organización m ilitar no muy rígida, las tétradas, con la posibilidad de colocar a su cabeza y, sobre todo, a la de la tribu un co­ m andante, en caso de guerra. M ayor im portancia tenía probablem ente la convicción de que ciudades rivales podían m antener un m ejor equilibrio o, como en el caso de la Elide, de que eran demasiado pequeñas para hacerse entre ellas la competencia con éxito. En Beocia, la unión gentilicia se hubiera roto por todos lados sin más si ello no hubiese creado el peligro de que las ciudades más pequeñas fueran absorbidas por la poderosa Tebas. Así pues, la unión gentilicia debía su existencia a fines heterogéneos. Los otros casos de

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conservación, por ejem plo, entre las tribus m ontañosas de la Grecia central, eran sólo debidos al hecho de que en ellos no había surgido una aristocracia y de que se vivía en un estado de dispersión primitiva. Mucho más significativo todavía que el trato reservado a las formas orga­ nizativas, más o menos arcaicas, de la tribu — su oportunidad histórica se presentó sólo muchos siglos después, cuando adoptaron un carácter urbano y cuando la situación política general no perm itió más su absoluta independen­ cia— era el hecho de que en aquella época la tribu, como tal, no tenía nin­ gún futuro histórico, que pertenecía solam ente a la ciudad. Y según las cir­ cunstancias, no era ni siquiera necesario que ambas formas entraran en con­ tacto. Organización gentilicia y formación política eran características exclu­ sivas de los griegos que inm igraron en el cambio de milenio. Los otros, si se prescinde de la A rcadia, se m antenían com pletam ente al margen. Pero son precisam ente éstos los que cuentan en el marco general de la historia griega, o invirtiendo la relación: el estado más antiguo de los griegos, el estar pre­ destinado a form ar las ciudades, tuvo una parte predom inante en el desarro­ llo general. E n térm inos geográficos, se trata del A tica y de Eubea en la Grecia continental y después, sobre todo, de los griegos de las islas y de Asia M enor. Estos últimos habían em igrado tam bién retirándose ante los griegos occidentales, pero ni siquiera entonces llegaron a convertirse en tribus, en­ tendidas como unidades étnicas organizadas, que tampoco existían anterior­ mente. Y aunque lo hubieran querido, las condiciones de sus nuevos asenta­ mientos les privaban de toda posibilidad en este sentido. En las numerosas islas y en la costa de Asia M enor la geografía no ofrecía territorios cerrados, sino complejos de asentam iento aislados que casi obligaban a im plantar cen­ tros de tipo urbano. ¿Cómo hubiera podido descubrirse, incluso aquí, el mo­ delo de una unidad extensa? En la Grecia continental eran accesibles sólo los valles fluviales y las abiertas ensenadas de la costa. Un acantilado era una ba­ rrera, que hubiese seguido siendo insuperable, aunque se hubiese pensado en ocupar todo el continente. Sin em bargo, proyectos de este tipo ni se hicieron ni podían hacerse. Las fuerzas eran insuficientes y los habitantes del interior lo habrían impedido. Ya era mucho que la falta de un poder político en el Asia M enor de entonces perm itiera establecimientos en la estrecha faja cos­ tera, y que no se encontrase una sustancial resistencia por parte de la pobla­ ción allí existente. En estos territorios orientales, la organización urbana se encontraba fuera de toda concurrencia. Fue, desde .el principio, la única forma posible de asen­ tam iento, incluso aunque los griegos llegados entonces no hubiesen encon­ trado en algunos lugares colinas fortificadas, que habían sido levantadas como centros de dominación ya por griegos de época micénica. Así pues, ¿cómo podía obtenerse de otra forma la necesaria cohesión en un país ex^ tranjero que por su extensión im pedía toda penetración real? Al faltar la pro­ tección de un poder supralocal, era* obvio que los grupos permaneciesen unidos, aunque aún continuaran siendo desconocidas por mucho tiem po las grandes fortificaciones con m urallas de piedra. Por este motivo, en Asia M e­ nor, la ciudad tenía que convertirse desde un principio en la única sede de la transform ación social. Y esta transform ación debió ser muy clara cuando muy pronto provocó la aparición de un estrato aristocrático. La aristocracia griega era prim ordialm ente urbana, y sobre todo en la costa de Asia M enor.

El O lim po, m onte de los dioses en la frontera de T esalia con M acedonia.

El mar en la extrem idad m eridional del Á tica. Ruinas del tem plo de Poséidon en C abo Sunion, circa 440 a.C.

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Con toda probabilidad, la escisión de la sociedad encontró tam bién entre estos griegos orientales un terreno favorable. La vida allí tenía un ritm o más rápido. Se convirtió en una característica de la historia griega primitiva el h e­ cho de que las regiones griegas externas tuviesen siempre un desarrollo más avanzado que la Grecia continental. El solo contacto directo con el m ar traía consigo ya una serie de estímulos. A unque en el fondo los otros griegos difí­ cilmente podían m antenerse alejados del m ar —todos vivían en sus proximi­ dades: en las regiones principales, la distancia máxima de la costa no supe­ raba los 60 kilómetros— , en las islas y en las zonas marginales de Asia M e­ nor, el fácil acceso al m ar se convirtió en el presupuesto esencial de toda la existencia. La emigración se había llevado a cabo por m ar, y por m ar conti­ nuaron desarrollándose desde entonces los cambios. Los griegos habían aprendido a navegar ya en época micénica. Tal vez la tradición no cesó nunca y esta actividad era uno de los elem entos culturales, no demasiado num erosos, que se conservaron. D e este m odo, estaba ya tra­ zado el camino para lograr provecho en la form a primitiva de la piratería y de las aventuras, o para practicar, por últim o, el comercio. El gran período de los intercam bios comerciales no había llegado aún, pero poco a poco se iban acumulando experiencias técnicas y conocimientos geográficos, e incluso la vida económica se hizo más rica y com pleja bajo los estímulos, aún poco intensos, que procedían de un intercam bio de bienes más libre y variado. Allí donde aparece la ciudad, forma un cuerpo específicamente económico; y aun­ que los griegos no eran comerciantes natos, no pasó mucho tiem po, ni si­ quiera en Asia M enor, hasta que su carácter se form ó en esta dirección. Si el futuro político de los griegos estaba ligado al desarrollo de la ciudad —y sin duda era así, no obstante la oscuridad que rodea la época primi­ tiva— , el historiador debe preguntarse qué espacio ofrecía este proceso. El lí­ mite negativo es claro: la asociación gentilicia y, sobre todo, su concreción en un organismo más rígido, con una cabeza m onárquica, contaba con pocas p o ­ sibilidades auténticas. Unicam ente en dos lugares, en toda Grecia, propor­ cionó las bases sobre las que surgió una m onarquía. Sin em bargo, es signifi­ cativo que esto ocurriese en regiones com pletam ente marginales, de tal modo que los griegos dudaban más tarde de si se trataba de fenómenos griegos: en ­ tre los molosos en Epiro y entre los macedonios. Pero la ciudad griega era tam bién desconocida en estas regiones y más tarde era considerada con re ­ celo. Pero esto ocurrió tam bién porque los epirotas y los molosos optaron por la tribu y la m onarquía y, por este motivo, nos gustaría conocer el m o­ tivo de esta elección. Creo que se puede form ular al menos una hipótesis. Molosos y epirotas eran tribus periféricas. Se hallaban en estrecho contacto con el amplio mundo exterior, que se extendía al norte de Grecia y que ante todo se les presentaba con el aspecto de los salvajes tracios. A nte esta constante amenaza y las constantes e inevitables hostilidades, era necesaria desde el prim er momento una gran concentración de energías políticas y militares. Así pues, la antigua m onarquía m ilitar y gentilicia se enfrentaba con nuevas tareas que realizar, que garantizaban, por consiguiente, su existencia, incluso para un período en el que, para los otros griegos, se había convertido, desde hacía mucho tiem po, en un recuerdo mítico. Para la ciudad en sí, como única potencia propiam ente griega, lo impor-

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tante no era resistir a poderes exteriores, sino sobre todo la m edida de su propia fecundidad. Surgida como resultado de una atomización política, esta fecundidad, en la m edida en que generaba espíritu de iniciativa y determ ina­ ción a la hora de conseguir los fines propuestos, contenía incluso el impulso de dirigir sus propias fuerzas hacia el exterior y de superar los límites de su existencia originaria. Así, las ciudades eran antes que nada concurrentes y ri­ vales entre sí y su horizonte estaba por tal motivo m arcado por la cuestión del resultado final de esta com petición. Si se quiere, toda la historia de la po­ lítica griega puede colocarse bajo este tem a. E n un principio, sin duda, los objetivos posibles eran muy lejanos y quedaban com pletam ente fuera de todo cálculo. Pero puesto que los hom bres se dejan guiar sólo en determ inadas circunstancias por la m oderación satisfecha y por la inercia, no era posible cerrar el camino a lo largo del cual resultaba inevitable antes o después una clarificación sem ejante. Por eso es inevitable que ya para los prim eros tiem pos el historiador bus­ que los puntos de arranque de una articulación en el ám bito del m undo polí­ tico de los griegos, aún tan difuso, y preste atención tanto a los puntos cen­ trales que aún deben aparecer como a los que ya se m anifiestan. Como sucede siempre en la historia, tam poco aquí pueden faltar las sorpresas, aun cuando no se deban esperar grandes resultados. En Asia M enor, la historia pragm ática calla del todo, pero se puede con­ tar sin duda con que una ciudad como M ileto ya estuviera dispuesta y se p re­ parase para llegar a ser el centro vital más im portante de la civilización griega en época arcaica. E n la G recia continental, el cuadro se presenta muy heterogéneo. Es justo preguntarse antes de nada de dónde podía provenir un estímulo hacia el m ovimiento y el cambio y qué región griega, por sus condi­ ciones geográficas, podía conseguir una cierta concentración de poder. El territorio más amplio y al mismo tiem po extraordinariam ente fértil era el de Tesalia. Allí existían dos espléndidas llanuras colindantes, rodeadas de m ontañas que las protegían, pero que, sin em bargo, no las aislaban del mar. Existía un puerto natural, que en época helenística habría de convertirse en una de las grandes fortalezas m acedónicas. En el neolítico, gracias a su ferti­ lidad, Tesalia había sido un excelente foco cultural, que a los ojos del m o­ derno investigador de prehistoria tiene un valor ejem plar. La época micénica había incluido esta región en su ám bito de tal m odo, que figuraba en la tradi­ ción incluso como uno de los centros de los acontecim ientos míticos. Aquiles procede de Tesalia, y la leyenda griega del diluvio universal se desarrolla en Tesalia. El Olimpo, el m onte de los dioses, se halla en Tesalia, lo mismo que la H élade, la región de la que los griegos posteriorm ente debían derivar su nom bre étnico de «helenos». No puede sorprender que en Tesalia surgieran pronto ciudades, sobre las huellas de las precedentes fundaciones micénicas, distribuidas en un orden feliz y no dem asiado densam ente. El potencial mili­ tar era en época primitiva ya considerable. Tesalia contaba con la m ejor cría de caballos y podía, por eso, disponer de una caballería fuerte. Sin em bargo, todos estos factores no im pidieron que la vida política y so­ bre todo la cultural se estancaran más allá de los límites de época arcaica. E ran grandes señores, que sabían cómo llevar una vida refinada, pero no es­ taban dotados de mucho espíritu creativo y satisfacían sus exigencias políticas en el marco de una vaga organización gentilicia, a pesar de la independencia

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de las ciudades; esto significa en la práctica conform arse con el estado de cosas existente y renunciar a toda expansión. E ra ya mucho que obtuvieran la hegemonía sobre pequeñas tribus limítrofes — no obstante, bastante inde­ pendientes— y que, de cuando en cuando, lograran im ponerse políticam ente en la Grecia septentrional. D e este modo Tesalia influía sólo m arginalm ente en el desarrollo panhelénico y, a pesar de algún éxito tem poral, no plantó las bases para ejercer una función relevante. Tam bién el territorio que, con Tirinto y M icenas, antes de las inmigra­ ciones había sido el centro del m undo micénico, la A rgólide, parecía conte­ ner las premisas de un desarrollo de particular im portancia. C iertam ente, Argos fue una potencia que representaba un factor de prim er plano en el Pe­ loponeso y que incluso en los siglos siguientes a la migración contribuyó a form ar el paralelogram o de fuerzas, pero el heredero de la antigua grandeza no logró alcanzar su objetivo más inm ediato, la unificación política de toda la península, y ni siquiera conservar su influjo sobre el istmo y las zonas limí­ trofes del Peloponeso. Insistir sobre estos fracasos podrá parecer inoportuno, pero es útil para darse cuenta de que ya entonces el Á tica tom aba un camino com pletam ente distinto. El Á tica, en absoluto predestinado a la unidad por naturaleza y divi­ dido en cuatro regiones, en aquella época pudo lograr la fusión. Es bastante dudoso que las premisas se hubiesen creado en época micénica; con todo, h a­ bía num erosas fortalezas y poblados micénicos: doce de ellos eran mencio­ nados todavía posteriorm ente. El más im portante era desde antiguo Atenas. El nom bre deriva del de una diosa, venerada tam bién fuera del Ática, A tenea, la protectora de la familia dom inante. Evidentem ente, el lugar se destacaba entre los otros de la región, hasta tal punto que pudo asumir como título individual un nom bre, en el fondo, típico. Pero en los siglos posteriores a la migración todo esto pertenece a una rem ota prehistoria. La historia ac­ tual, tal y como podem os descifrarla indirectam ente, trata de cosas bien dis­ tintas. La aristocracia dispersa en el Ática renunció a desarrollar la existencia particular de las muchas pequeñas ciudades que dom inaba, sustrayéndose así a la tendencia dom inante de la época, y eligió A tenas como capital de toda la región, trasladándose a ella. De este m odo tam bién los que dependían de los aristócratas quedaron ligados jurídicam ente a A tenas, perm aneciendo, como es obvio, en sus campos y aunque sus señores no perdieron la posibilidad de residir tem poralm ente en sus antiguas fortalezas. Este sinecismo (concentra­ ción en una única ciudad de los habitantes dispersos en aldeas y caseríos), como se llamó más tarde, no abarcó al principio a todo el Ática. Algunos te­ rritorios, como, por ejem plo, la llanura de Eleusis, fueron atraídos más tarde (quizá dos siglos después) o, más exactam ente, fueron obligados a integrarse en él. Sin em bargo, el prim er paso hacia la unificación se había dado volun­ tariam ente, y así se atribuyó a un solo centro una prim acía a la que el resto tuvo que som eterse con el tiempo. Lo que sucedió en Á tica, la absorción política de comunidades menores, por otra parte, no tenía en principio nada de original. En el fondo, este pro­ ceso se presentaba en cada una de las ciudades que entraban en una relación de concurrencia recíproca. Pero en Ática tuvo un éxito excepcional. E n otros lugares este dinamismo cesaba rápidam ente, porque la relativa proporción de

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fuerzas no perm itía a las distintas tendencias expansivas sobresalir más allá de una cierta m edida. Tan sólo en A tica-A tenas se logró la superación del pluralismo m ultiforme a favor de la concentración. Fue un acontecim iento extraordinario no sólo a la luz de la historia griega posterior, sino aplicado incluso al panoram a político contem poráneo. Se entiende que la producción económica y artística se m anifestara, precisam ente entonces, en las excelentes creaciones artesanas del «estilo geom étrico». La técnica refinada estaba a dis­ posición de toda la sociedad ática, tanto de los antiguos habitantes como de los refugiados que habían escapado a la presión de los invasores y, precisa­ m ente, muchos de estos inm igrantes debían ganarse la vida ejerciendo esta actividad. El camino particular que el A tica proponía puso las fuerzas del país al servicio del nuevo objetivo. D urante siglos fueron em pleadas totalm ente en la tarea de la integración. El proceso de desarrollo interno impidió por tal motivo que las energías se dirigieran hacia fuera y que el aum ento de poder se convirtiese al mismo tiem po en una actividad que destacase con colores lu­ minosos en el cuadro del m undo griego. A tenas estaba ocupada consigo misma y podía contentarse con la misión que se proponía en el interior de su área. Ésta era tan grande que la vida no tenía necesidad de desbordar sus lí­ mites, por más que las cerámicas atenienses llevaran al exterior la forma de la habilidad artística del Á tica, desde que surgió un comercio intenso en el M editerráneo. Pero, por lo dem ás, A tenas calla y no puede aún atraer la atención del historiador. Algo extraordinariam ente singular había sucedido en la G recia m eridio­ nal, en el Peloponeso: la fundación de Esparta. Es un episodio de la migra­ ción doria y, como tal, no m erecería especial consideración. Como en otras partes del Peloponeso, tam bién penetraron invasores a través de las m on­ tañas periféricas del N oreste; en este caso, al valle del E urotas, y som etie­ ron a la antigua población griega local, que convirtieron en siervos (ilotas) o en habitantes libres de ciudades som etidas (periecos). H asta aquí no hay nada de excepcional; singular fue en cambio la form a en que sucedió todo esto. Los recién llegados no eran evidentem ente demasiado num erosos y, en consecuencia, no estaban en situación de apoderarse de todo el valle de un golpe. D urante varias generaciones, su parte más grande de territorio con­ quistado estuvo bloqueada por la fortaleza predoria de A m idas, ante la que tuvieron que perm anecer alerta, siem pre dispuestos a combatir. D e esta m a­ nera no consiguieron distribuirse por el amplio territorio de Lacedem onia, ni pudieron siquiera dedicarse a una form a pacífica de vida. Se asentaron en cuatro poblados muy cercanos los unos de los otros, que les perm itían llevar un estilo de vida singular, fundado en el principio del cam pam ento militar. Los hom bres y los jóvenes vivían, en perm anente acuartelam iento, en común, dedicados al servicio de las armas y al entrenam iento, bajo una ininterrum pida disciplina militar. E ra un caso único: no tanto las comidas celebradas en común, las sissitias —practicadas también en otros lugares, como Creta, y, en principio, tampoco desconocidas, en circunstancias distintas, por la aristocracia del resto de Grecia— , como por la constante tensión militar. Sa­ bemos que para el sociólogo y el etnólogo no es difícil citar analogías con las primitivas agrupaciones de varones y sociedades de jóvenes, con sus típicos fe­

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nómenos concomitantes de homosexualidad; pero, naturalmente, en Esparta todo esto es sólo una consecuencia sociopsicológica de la militarización. El punto fundam ental era otro: incluso cuando A m idas fue conquistada (hacia el 800 a.C .) junto con otros dos lugares vecinos y pudo ser ocupada toda la llanura del E urotas o, más exactam ente las llanuras — el valle estaba subdividido a su vez por pasos m ontañosos— , esta forma de vida fue conser­ vada y se aceptó por libre decisión un uso que había surgido por una coac­ ción exterior. D e este m odo se había producido algo increíble. H abía nacido una asociación política que contaba en cualquier m om ento con una capacidad m ilitar inm ediata, siempre dispuesta para cualquier lla­ m ada, una sociedad que se había especializado form alm ente en una posibili­ dad, que norm alm ente se presenta vinculada a muchas otras, y que de este m odo había potenciado su fuerza de intervención activa. El poder latente fue así puesto en la posibilidad de una aplicación continua, y al estar localizado en un solo punto, alcanzó un grado de concentración desconocido en el resto de Grecia. Lo que en otros lugares se había logrado a través de la diferenciación so­ cial en el interior de los centros urbanos y en el ám bito de su politización, lo que en Ática se había preparado gradualm ente con la concentración de la aristocracia en A tenas — la formación de un centro de transform ación de las energías políticas— , en Esparta se llevó a efecto en su extensión máxima para las primitivas condiciones de entonces. De un golpe se alcanzó casi el máximo posible en la intensificación de las fuerzas políticas, m ediante su unión en un centro urbano. De esta m anera, Esparta se convirtió muy pronto en una genuina ciudadEstado. Poco im porta que la ciudad, con gran sorpresa por parte de observa­ dores sistemáticos antiguos y m odernos, habituados a m irar sólo la superficie, mantuviese incluso después la arcaica estructura de un conglomerado de al­ deas (después de la conquista de A m idas eran cinco) y que detrás de esta fa­ chada tan inofensiva se escondiera la realidad de una población rígidamente encuadrada. Esto era posible porque la asociación de los «espartiatas» (así se llamaba la elite especial en el seno de los lacedemonios, entre quienes se contaban tam bién los periecos como habitantes de la región de Lacedemonia) no tenía preocupaciones económicas, y este privilegio a su vez derivaba del hecho de que vivían de las rentas según un sistema muy perfeccionado. Los espartanos vivían del trabajo de sus ilotas, de este estrato servil que, como en otros lu­ gares, era el fruto de la victoria conseguida sobre la población indígena. No obstante, los ilotas se encontraban en una situación especial. Los es­ partanos, gracias a su potencia militar, a la que correspondía una extrema in­ ferioridad en núm ero, podían m antener las condiciones de la conquista ar­ mada precisam ente frente a los ilotas, sin avenirse a ningún compromiso y sin m ejorar su suerte: los ilotas estaban com pletam ente a m erced de la clase do­ m inante. A unque eran parte com ponente de la propiedad individual, su status jurídico dependía exclusivamente de la com unidad de los espartanos. Ella era la única que podía, llegado el caso, concederles la libertad (lo que excluía toda manipulación personal de las relaciones, posible para un esclavo normal privado), y sobre todo: todo ilota estaba expuesto en todo momento al juicio estatal inm ediato, sin intervención de su amo; y el Estado tenía

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ideas bien precisas sobre el modo, de tratarlo. M antenía en vigor la ley m ar­ cial como el prim er día, cuando había conquistado el país y vencido a la po­ blación. Al comienzo de cada año se declaraba la guerra form alm ente a los ilotas y, por tal motivo, los órganos policiales estaban autorizados en todo m om ento a m atar a cualquier ilota que pareciera com portarse de m odo sos­ pechoso (por ejem plo, si se dejaba ver de noche por la calle). Así se excavó un profundo abismo de odio y nunca se hizo nada en la historia espartana por superarlo. Sin embargo, Esparta, desde la primera fase de su historia presentaba una curiosa mezcla de un rigor, casi anacrónicamente m oderno, del poder público, en tanto que la autoridad inmediata es un elemento esencial del «Estado», y de un atraso, que casi podría denominarse atávico. Esparta conservó siempre esta característica, como mostrará la historia posterior. Al comienzo, como es com­ prensible, el primer aspecto se manifestó con mayor evidencia. Entonces el ilo­ tismo podía ser aún una consecuencia «natural» de la ocupación. Pero la transform ación de la sociedad dom inante en un mecanismo polí­ tico-militar debía presentarse tam bién en otros campos, ya que el fenómeno había surgido en principio de la subordinación a un sistema esquemático de funciones técnicas. E n el interior, este proceso estaba sobre todo personifi­ cado por la m onarquía m ilitar de la época de las migraciones y que continuó conservando la dirección de la guerra. Como la m onarquía se extendía sobre toda Lacedemonia, o más exactamente sobre todos los lacedemonios, también regía obviamente la comunidad de los periecos; y ello indicaba con toda eviden­ cia la pertenencia de esta última a la comunidad espartano-lacedemonia. No obstante, esto es mucho m enos característico que el hecho cierto de que la m onarquía m antuvo, como antes, su carácter esencialm ente m ilitar y que no fue enteram ente dejada de lado. Por otro lado, tampoco podía seguir siendo la de antes, lo mismo que el nuevo Estado no era ya el de la migra­ ción: tenía que convertirse en un elem ento del aparato ejecutivo objetivado. En el resto de Grecia este paso se,dio mucho más tarde, a través de una limi­ tación tem poral y personal de las funciones. Por entonces Esparta no podía pensar aún en algo sem ejante. A cabó recurriendo a otro m edio, al hacer uso de este principio sólo en parte. La solución específica fue la doble m onarquía espartana. Esparta tuvo siem pre, al mismo tiem po, dos soberanos de dife­ rentes familias y con líneas de descendencia independientes. La consecuencia inevitable no fue sólo la tensión entre las dos casas reales, que excluía desde un principio un aum ento de poder m onárquico, sino algo más interesante: la metamorfosis de la m onarquía. La innovación eliminaba en el fondo la figura del rey, como soberano y m onarca, con todas las cualidades que derivaban de su carácter unitario, de su carisma personal hereditario. La doble m onarquía podía actuar, por dere­ cho constitucional, sólo en acciones conjuntas; aun cuando éstas fueran lle­ vadas a cabo por un rey aisladam ente, representaban tam bién la actividad del otro. Las atribuciones resultaban así esencialm ente mucho más abstractas. El gobierno y la dirección militar en general se convirtieron entonces no en una verdadera com petencia, sino una relación real; los reyes eran más funciona­ rios, en el sentido de una m agistratura, que auténticos reyes. La com para­ ción con la figura de los cónsules rom anos que ha parecido siem pre obvia en consideración a su dualismo no sólo está en cierto m odo justificada, sino

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que tiene incluso un sentido más profundo, por encima de los aspectos ex­ teriores. La otra consecuencia se manifestó en el m odo de proceder externo del Estado espartano. Su poder, conseguido gracias a su especial estructura, se transform ó en una acción deliberada, sin parangón en toda la G recia de en­ tonces. E ra una acción m arcadam ente imperialista. Los espartanos traspasa­ ron los límites «naturales» de su país, atravesaron el Taigeto, invadieron la fértil M esenia y la som etieron (a finales del siglo VIH). E n este hecho no re ­ sulta extraña la expansión en sí; tam bién se dio en otros lugares, p o r ejem ­ plo, en la vecina Élide, que, como E sparta, ensanchó el territorio de sus periecos con la conquista de la Pisátide. M ucho más curioso resulta en cambio que esta em presa no estuviera en absoluto implícita en sus presupuestos obje­ tivos. M esenia form aba una unidad com pletam ente independiente desde el punto de vista geográfico y el ataque de E sparta estuvo sólo determ inado por la voluntad de vencer no sólo a los hom bres, sino a la naturaleza que los pro­ tegía. A un cuando Esparta no alcanzase entonces la costa occidental de M e­ senia, el m apa político registra, sin em bargo, un hecho sorprendente en el cuadro de la articulación política general de la G recia de entonces: todo el sur del Peloponeso poco a poco se encontró bajo una única autoridad. N aturalm ente, se debe evitar ver ya delineado, en estas observaciones tan precarias sobre la época primitiva, el escenario posterior de la política griega. La historia griega no se ha agotado nunca en la historia de Esparta y Atenas y cuando estuvo a punto de hacerse realidad un estado de cosas así, se trató de un episodio de corta duración. La alusión a los dos estados tiene otra fina­ lidad: la de resaltar que la orientación dom inante de la época no coincidía en absoluto con las tendencias que se m anifestaron en Esparta y A tenas, y que hay que buscar en otra parte los factores que la determ inaron. En esta bús­ queda es preciso tener en cuenta siempre el tipo de herencia que los griegos tuvieron que aceptar después de la migración, y ver si los pobres resultados conseguidos bajo este aspecto en las condiciones políticas y sociales caracteri­ zaron tam bién en los otros campos el nivel alcanzado. A quí las cosas no son tan sencillas precisam ente porque no son «típicas». Teóricos de la historia universal plantearían la relación con una «cultura superior» anterior, en este caso, la época micénica, y sostendrían la existen­ cia de num erosas analogías indiscutibles. D e hecho, a este criterio se ha ate­ nido Toynbee, por ejemplo, al incluir la civilización griega entre las «deriva­ das» y, teniendo en cuenta el modelo que desde hace tiempo se ha convertido casi en norm ativo, se imagina que la situación fuese sem ejante a la de los germanos que, después de las migraciones, si no adoptaron el Estado romano, sí heredaron en cambio el cristianismo y una parte de la cultura antigua. Menos por evitar este error que por llegar a una correcta comprensión, debemos subrayar que este paralelismo está aquí fuera de lugar y podría sus­ citar opiniones totalm ente equivocadas. Elem entos objetivados de civilización — es decir, todo lo que de alguna m anera se halla fijado por escrito— des­ pués de la migración no fueron ni adoptados por los recién llegados ni con­ servados por los habitantes primitivos. ¿Por qué sucedió esto? ¿Por falta de predisposición para ello? N ada más inverosímil. ¿Acaso no faltarían entre los griegos los contactos generalm ente inevitables y precisam ente aquí, donde incluso sería lícito esperar una tradi­

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ción directa? No es difícil responder a la pregunta. R esponsable podía ser sólo la civilización micénica o su situación a finales del II milenio. Y eviden­ tem ente ésta no tenía nada de esta índole que dejar en herencia. La civilización micénica había poseído una escritura, pero no había de­ jado ningún tipo de literatura escrita. Y la escritura misma era un instru­ m ento muy difícil de em plear. Probablem ente los pocos que la dom inaban m urieron en las convulsiones de la época. Al menos no existía la posibilidad de vincularse al pasado y fue una suerte para el desarrollo futuro, porque, de otro m odo, los griegos no habrían pensado tan pronto en resolver por sí mismos el problem a de su escritura. Es imposible decir qué consecuencias se habrían derivado, a menos que se quiera construir hipótesis sin fundam ento. Probablem ente la civilización micénica no estaba culturalm ente evolucionada, y por tal motivo dejó casi vacía la sede que ocuparon los griegos. A pesar de todo, los griegos se m ovieron sobre las huellas de un pasado. Pero este pasado contaba aproxim adam ente con mil años de antigüedad y ya sólo por ésto tenía una fuerza com pletam ente distinta que la civilización mi­ cénica, inspirada por la extranjera C reta y desarrollada muy rápidam ente, que en el fondo sólo había logrado sobrevivir tres o cuatro siglos. La «obra» de este pasado no consistía en instituciones y organizaciones hegemónicas im­ portantes; se había cumplido en silencio, simplemente gracias al hecho de que, durante la prim era inmigración griega, los invasores indoeuropeos se ha­ bían superpuesto a la primitiva población m editerránea y desde entonces ambos estratos, al vivir en el más estrecho contacto, se habían fundido. Esto podemos decir, en todo caso, para la esfera de la vida que menos podía re­ sentirse de la diversidad entre dom inadores y sometidos, es decir, de la reli­ gión, o m ejor dicho, del ám bito de la religión, en cuanto que se abrió a las «religiones naturales» politeístas procedentes de ambos lados. Tanto los griegos primitivos como los pregriegos poseían ya entonces un mundo de dioses (lo que no es en absoluto obvio) y habían superado las con­ cepciones elem entales de fuerza, individualizándolas. El numen y su fuerza, lo «sagrado», o como quiera definirlo la ciencia de las religiones, acabó con­ virtiéndose, en una y otra parte, en seres y figuras divinas. Que el m ontón de piedras al borde del camino, en el que se tiraban las que estorbaban en campos y senderos, continuara siendo la localización de un misterioso poder sobrehumano, incluso después que de él se derivara el dios H erm es, era una excepción. Infinitos seres divinos podían encontrarse en los bosques y en los campos, en el agua y en la m ontaña, en diferentes manifestaciones y naturalm ente también en forma de animales. Sin em bargo, con el paso del tiem po fue per­ filándose un aspecto que más tarde debería convertirse en característico de la religión griega: la form a de animal fue casi com pletam ente eliminada. En época históricam ente verificable está atestiguada sólo en casos dudosos y, por lo demás, ha dejado sólo vestigios inconsistentes, por ejem plo, en los epí­ tetos usados como fórmula. En lugar de la form a de animal apareció la forma humana. Esta concepción, fundam ental para los griegos como todo el m undo sabe, se formó en el largo período anterior a la inmigración doria. Cómo se llegó a ella será siempre un m isterio. Existen motivos para creer que el m é­ rito principal hay que atribuirlo a la primitiva población egea y no a los inm i­ grantes indoeuropeos.

Auriga e ídolo con palom as. Figuras de arcilla halladas en B eocia, siglo vil a.C . H annover, K estner-M useum .

EI tem plo de A faya en Egina, com ienzos del siglo v a.C.

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La m ayor parte de las divinidades griegas existían ya antes de que llega­ ran los prim eros inmigrantes. Grecia era entonces un país sem brado de cen­ tros de culto. No había motivo alguno para destruirlos. ¿Por qué había que enemistarse con unos seres que eran más fuertes que los hom bres? Ni extran­ jeros ni autóctonos conocían una «verdadera» fe y un dios que no tolerase la existencia de otros dioses junto a él. Los griegos únicam ente podían traer consigo dioses que no estuvieran ligados a determ inados lugares de culto o de actividad, como, por ejem plo, el dios de los fenómenos atmosféricos y del rayo (Zeus), o la m adre de los cereales (D em éter), o el dios del reino de los m uertos, imaginado originariamente en form a de caballo, que personificaba la dom a del caballo en la primitiva época indoeuropea (Poseidón). P ero en el fondo esto son «excepciones». D ebe enunciarse ahora la constatación banal, pero, no obstante, inevitable, de que el célebre panteón griego no es de ori­ gen indoeuropeo, sino que ha sido form ado por los griegos con elem entos ex­ tranjeros. No todo se lo encontraron ya hecho. En el Olimpo, A tenea, sobre todo, pertenece a las divinidades de nueva formación. G randes divinidades vinieron de fuera: A polo, de Asia M enor; A frodita, probablem ente de Siria. No sabemos cómo sucedió. E n lo que se refiere al tracio Dioniso, los histo­ riadores de la religión aseguran que cuando fue introducido se produjo en el país una especie de movimiento de masas, bastante tarde, después de la mi­ gración doria. Este dato podría agradar al historiador, porque en tal caso, en esta época oscura, habría ocurrido algún acontecim iento sensacional. Sin em­ bargo — tal y como lo vemos ahora después del descifram iento de la escritura lineal B— , Dioniso pertenece tam bién a época predoria. No obstante, el m ero origen no dice mucho. La historia no puede ser re­ ducida a «derivaciones», y mucho menos a las de todo un milenio. El hecho más im portante no fue la introducción de los dioses, sino la recíproca compe­ netración de las divinidades, el cambio de form a de algunas de ellas, que pre­ cisamente así se convirtieron en divinidades grandes y dom inantes. En esto no se refleja un proceso especulativo como en el sincretismo de la tardía época imperial, sino un acontecimiento muy concreto. Los dioses, sobre todo los pregriegos, vivían ante todo a través de su culto y se hallaban vinculados a los lugares de veneración, donde se les ofrecía sacrificios y donde se cele­ braban las otras funciones del culto, las fiestas. El paso más significativo que realizó la evolución religiosa consistió en la identificación de la divinidad lo­ cal con uno de los grandes dioses. En esta identificación no eliminaba en ab­ soluto al dios local. Sus devotos seguían encontrándolo, y el culto con sus re­ presentaciones no cambiaba tampoco. Incluso se conservaba el nombre: tan sólo, era asociado con el nom bre del dios extranjero. De este m odo, en Laconia, de un C arneo surgió un Apolo C arneo; de un Jacinto, un Apolo Jacinto, ambos célebres dioses de la vegetación. El cono­ cido tem plo de Figalia pertenecía originariam ente a una diosa pregriega, Eurínome; una vez que los griegos y, más concretam ente, los griegos primitivos se establecieron en el país, asumió el nom bre de A rtem isa Eurínom e. Artemis.a era probablem ente una diosa indoeuropea. Tam bién el famoso Apolo de Delfos, llamado com únm ente Pitio (Pythios), había ocupado un lugar sa­ grado pregriego, precisam ente Phytos, y de él recibió el nom bre. En este caso, no obstante, el predecesor fue suprimido con excepción del nom bre, y reducido a la forma de dragón, la serpiente pitón, a la que A polo dio

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muerte. A rtem isa, que toda persona culta conoce como diosa de la caza y de los animales salvajes, se convirtió en tal sólo después de acoger en su propia imagen la figura de una diosa no griega muy venerada, la «señora de los ani­ males». Zeus, el dios indoeuropeo del cielo, puede aparecer en form a de ser­ piente y se le llama entonces Zeus Miliquio o Zeus Clesio, porque este diosserpiente tenía esta form a como dios de la casa, de los alimentos y de la prosperidad m aterial. Ilitia se llam aba una diosa pregriega m iñoica-cretense del parto. Como esta función era esencial para las m ujeres, era natural que grandes divinidades femeninas como H era y A rtem isa se la apropiasen y aca­ baran tom ando el nom bre de H era o A rtem isa Ilitia. Se podría citar innum e­ rables ejemplos; todos dem uestran que estaba en m archa un poderoso im­ pulso. Pero, al no haber misioneros de una religión revelada, los antiguos dioses pudieron conservar su existencia primitiva en múltiples lugares. M u­ chos de los epítetos siguieron designando todavía a divinidades indepen­ dientes y, por lo general, existieron en Grecia, hasta tiem pos muy tardíos, in­ num erables divinidades que conservaban su nom bre individual, sin tener nada en común con los grandes dioses universalm ente reconocidos. E n G re­ cia había más dioses que hom bres, dice un viajero del siglo II d.C. Las famosas esculturas eginetas de Munich proceden del tem plo de la diosa Afaya, en la isla de Egina. Para sus habitantes era ésta una divinidad im portante, de lo contrario no hubiera recibido ese tem plo tan bello. Pero fuera de Egina, era poco conocida. No tuvo la fortuna (si es que ha de consi­ derarse así) de fundirse con. una de las diosas más conocidas. El fenómeno que aquí tratam os es interesante bajo diferentes aspectos y quizá no resulte inm ediatam ente comprensible para una m ente m oderna. El que razona según la lógica se sorprenderá, sobre todo, al ver que una diosa es a la vez otra y, sin em bargo, la misma, aunque aquí lleve un nom bre y allí otro. Así pues, A es igual a A y A es igual a no-A. No obstante, antes de re­ currir a cualquier intento de explicación de tipo psicológico-religioso, puede tranquilizársele con la consideración de que la M adre de Dios de Czesto­ chowa y la de Lourdes, que son ambas la misma M aría y representan a la m adre de Jesús, sin em bargo, no se identifican entre sí. El fenomenólogo de la religión no negará que en esta absorción de otras individualidades divinas la íntim a plenitud de cada una de las figuras divinas se acrecienta y adquiere una riqueza de fisonomías diferentes, de tal modo que resulta más accesible y universal. Mas para el que considera el proceso de la vida histórica — y ésta es la tarea del historiador— , en esta dinámica se revela una especie de integración socio-espiritual. El ingreso de divinidades en particular en lugares de culto que originariam ente no estaban dedicados a ellas, su presencia, que podtá ser sentida en cualquier lugar, su exaltación por encima y a pesar de los infinitos dioses que aún continuaban existiendo, todo esto creaba una esfera religiosa común y al mismo tiempo un cierto or­ den dentro de ella. Ambas cosas se convirtieron en una propiedad común que unía a gentes distintas y dispersas; ambas habían sido creadas tam bién precisam ente por estos hom bres, cierto que no con este propósito, pero siem­ pre en una función que sólo era posible en el contacto y en el intercam bio re­ cíprocos. La com penetración del abigarrado y complejo m undo divino fue el prim er acto espiritual de los helenos, mucho antes de que se dieran este nom bre y

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de que incluso tuvieran un sentim iento de colectividad. P ero en los dioses, más exactam ente, en determ inados dioses, conocidos por todos, tenían la ocasión de reconocerse m utuam ente y de considerar como cosa específica­ m ente propia la región de lo divino. D urante muchos siglos fueron traba­ jando de form a anónim a en esta obra. La contribución decisiva fue dada en tiempo de la migración doria. Sólo se necesitaba continuar tejiendo la tela, y esto ocurrió no sólo en época arcaica, sino en tanto existieron griegos sin cristianismo. La religión griega era en aquellos m om entos, como toda religión genética­ m ente nueva, ante todo una religión de culto, y la religiosidad estaba basada sobre el culto. Los dioses eran seres sobrenaturales y el hom bre dependía de ellos; podían protegerlo, pero tam bién arruinarlo, por lo que era necesario dar a los dioses su parte y venerarlos con sacrificios y con otros medios. Pero la relación del hom bre con la divinidad no se agota en general en esta comu­ nicación institucional ni entre los griegos ni en ningún otro lugar. Existen tam bién concepciones de los dioses, concepciones precisam ente que no se li­ mitan a traducirse en el culto. Se form an en la libre m editación, por este o por aquel camino, no ignoran naturalm ente lo que sucede en el culto, pero no se agotan dentro de él, y sobre todo no están obligadas a existir única­ m ente en el ám bito del culto. El hom bre tiene su concepto de la divinidad aun cuando no obre ritualm ente, y lo que aborda en este caso, supera mu­ chas veces considerablem ente el contenido institucionalizado. Pero todas estas son situaciones com pletam ente «naturales», que más o menos se dan en todas partes desde un determ inado «nivel religioso» en tanto no tengan que ver con las llamadas religiones superiores reveladas. Si los griegos penetraron sin más en este ám bito, es algo que corresponde a la expectativa histórica y no tiene en el fondo nada de particular. Sí son peculiares, en cambio, los ca­ minos que los griegos siguieron dentro de este m undo espiritual. Estos ca­ minos afectan a la mitología griega o al mito. El mito griego, como todos saben, ofrece un panoram a muy variado. Sumam ente fascinante es su transm isión, siem pre renovada a lo largo de toda la A ntigüedad, incluso después de perder su autoridad, cuando la palabra m ito, que originariam ente había tenido el sentido neutro de «narración», im­ plicaba la cuestionabilidad del contenido. Es conocida tam bién una existencia estética del mito griego hasta nuestros días y sería interesante preguntarse cómo sucedió y por qué fue posible. ¿Fue un resultado exclusivo de la inge­ nuidad y de la libertad con que los griegos se enfrentaban a los mitos? Y si esta relación libre de prejuicios tiene una parte esencial en este peculiar fenó­ m eno, ello implica una especie de libre juego y, consiguientem ente, la posibili­ dad no sólo de conseguir .en el mito un lado estético (esto p o r sí solo no tie­ ne por qué sorprender), sino de transferirlo com pletam ente a la esfera de lo es­ tético. N aturalm ente, las generaciones primitivas no sabían aún nada de esta fu­ tura evolución, pero tam poco perm anecieron com pletam ente al m argen de ella. E sta evolución está señalada por una cierta conversión interior del mito griego, conversión que no está sólo ligada a los comienzos de la historia de la literatura griega. E l mito griego siente aversión por las imágenes metafísicas y por la interpretación universal del mundo. A los intérpretes m odernos les ha sido bastante difícil admitirlo, y así han caído más de una vez en la tenta­ ción de buscar, de alguna m anera, en el m ito griego una mitología. Sin em-

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bargo, las ideas que quieren colocar el mito dentro de un horizonte cósmico y explicar con él el origen del m undo, suscitaron un interés bastante escaso entre los griegos y, en parte, penetraron del exterior, como dem uestran las analogías, recientem ente descubiertas, con la mitología de los hititas, y relati­ vam ente tarde (a comienzos del prim er milenio a.C .) Los griegos tenían, naturalm ente, una cosmogonía; sabían del diluvio uni­ versal, conocían a los titanes y a los gigantes y luego, sobre todo, a sus ven­ cedores, los dioses del presente, con Zeus a la cabeza. Tam poco faltaba la in­ terpretación mítica del orden natural. El dios del sol, Helios, surge con su ca­ rro por el Este y desciende por el O este, y Perséfone, la diosa de las mieses, pasa una parte del año en el m undo subterráneo y vuelve a salir a la superfi­ cie con la vegetación. Sin em bargo, Helios no es un dios im portante ni en el culto ni en la mitología. Perséfone fue conocida a través de los m isterios del Eleusis, y su m ito, por una circunstancia particular, encontró aplicación en el culto, quizá en una acción pantom ímica. A pesar de todo, la fantasía mítica de los griegos renunció a dedicar espe­ cial atención a este aspecto de lo divino, y su elaboración no hizo dem asiados progresos en com paración con lo que realm ente narraban. E ra mucho más im portante imaginar a los dioses como seres individuales en sus actos y rela­ ciones entre ellos mismos y con cada hom bre; concebir su situación dentro de una especie de ordenación colectiva, el «Estado de los dioses», y a ellos mismos en actos concretos individuales y únicos. De esta form a, los dioses tienen su historia, o m ejor dicho, tienen una historia. Todos ellos nacieron y crecieron. El que esto contradice su inm orta­ lidad, parece no ofrecer ningún inconveniente. Los dioses han venido al m undo de una m anera im aginable, explican en qué m edida participan en él y qué instituciones del m undo tienen un motivo que puede com prenderse según la lógica del tiempo y que reenvía a todo lo nacido y creado. E n A tenas, el olivo está consagrado a A tenea, luego lo ha traído la diosa. E n la disputa con Poseidón por A tenas, ella lo plantó como símbolo de haber tom ado posesión de la ciudad. D em éter, después del rapto de su hija Perséfone, estuvo va­ gando de un lado para otro durante nueve días, sin com er, con la antorcha en la m ano, queriendo así señalar el modelo para el uso de antorchas en las fiestas del culto de Eleusis; y cuando rechazó el vino que se le ofrecía para tom ar otra bebida, el steion, estaba tam bién instituyendo un m odelo para el uso del steion durante las fiestas. A polo dio m uerte al dragón Pitón, convir­ tiéndose así en señor de Pythos, esto es, de Delfos, y adquiriendo la denom i­ nación de Apolo Pitio. La fantasía griega es inagotable precisam ente en la creación de tales etio­ logías. N aturalm ente, no todas son antiguas ni representan el patrim onio mí­ tico primitivo, pero sí m uestran la dirección en que, sobre todo, con el paso del tiem po, los griegos se representaban la obra de la divinidad. La tendencia a incluir la acción divina en el m undo histórico es un rasgo específico del mito griego. No sorprenderá, p or consiguiente, que los hechos históricos interesasen particularm ente la fantasía griega y que ésta los buscase allí donde podían manifestarse de m anera más inm ediata: en las acciones de determ inados seres humanos. Junto a los mitos de los dioses se sitúa, como objeto no sólo equi­ valente, sino privilegiado, el m ito de los hom bres, la saga heroica, en cuya

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esfera se incluye tam bién, por tanto, la m ayor parte de las acciones divinas. Los héroes y semidioses actúan, pero con ellos o contra ellos se mueven na­ turalm ente las divinidades. D urante mucho tiem po, hasta finales de la época arcaica, en el tránsito del siglo V I al V e incluso más tarde, los griegos consi­ deraron auténtica historia todo lo que referían las sagas heroicas. P ara ellos, en estas narraciones tenía valor decisivo no tanto el núcleo histórico como lo entendem os nosotros, como su encuadram iento en un m undo histórico-ideal y su determ inación como hechos históricos. M ientras el mito no es puesto en duda como m ensaje del pasado, sigue considerándosele historia, tanto entre los griegos como en cualquier otra cultura. Unicam ente, que los griegos tom aron, por así decirlo, precauciones para que una creencia tal en la verdad histórica del mito continuara siéndoles vá­ lida el m ayor tiem po posible. Precisamente aquel elem ento del mito que pri­ m ero provoca la crítica del intelecto, todo el sector de lo milagroso, con sus prodigios, la magia y los espantosos m onstruos de fábula, fue tom ado mucho menos en consideración que la sucesión de acontecimientos basados en las experiencias cotidianas. Toda persona culta sabe que obviam ente éstos no han faltado en la leyenda. No obstante, los estudios de folclore han reconocido desde hace tiempo que los mitos en num erosos casos no se enriquecen con m aterial propio, sino que tom an nuevos elementos de la fábula. Sin em bargo, la fábula no ha superado nunca enteram ente al m ito, aunque se haya impuesto en algunos ejem plos típicos, como en la expedición de los argonautas o en los trabajos de Hércules (que bajo este aspecto es sem ejante a la figura de «Hans el fuerte» de la fábula alem ana). Los dioses, que podían asumir fácilmente un disfraz propio de la fábula, renunciaron por lo general a él. Cuando se apare­ cen al hom bre, lo hacen casi siempre con figura hum ana, y ocultan sus inter­ venciones bajo la apariencia de sucesos que podrían entenderse por sí mismos. La peste que Apolo envía o la tem pestad desencadenada por Posei­ don se m antienen dentro de la experiencia hum ana diaria y tienen, por tanto, un carácter intrahum ano. Según la lógica histórica m oderna, la historicidad se ve además acentuada por el hecho de que los héroes más famosos, a través de su localización en centros de la época micénica, se presentan como figuras de la misma (Nilsson). Pero no se trata de un factor decisivo y, natural­ m ente, tam poco tenem os un medio eficaz a mano para distinguir el mito de la historia como la entendem os nosotros. El historiador habla de estas cosas no para describir uno de los lados más im portantes del espíritu griego — en este caso no bastaría ni siquiera un es­ bozo histórico— sino sólo porque le interesa establecer el punto histórico en el que ha de ser fijado. Cuando los griegos, con la segunda inmigración, en­ contraron la base en la que asumieron los caracteres con los que debían apa­ recer a la luz de la historia universal, poseían ya este acervo espiritual y ha­ bían derivado del pasado la m ateria y la form a de un tesoro que podía y de­ bía dem ostrar su fecundidad también en el futuro. Pero, desgraciadamente, no puede decirse a través de qué fases se llegó a este resultado y cuánto de este proceso pertenece todavía a una época posterior a la migración. Sin em­ bargo, no debieron darse interrupciones bruscas: el m odo de pensar que po­ demos observar más tarde a la luz de los hechos que conocemos ya había to­ mado su rum bo mucho tiempo antes.

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¿Q uién ha creado realm ente el mito griego? ¿Con qué finalidad práctica estaba en relación? Tuvo que existir con toda seguridad un factor, que debía de estar ya esbozado desde tiem po atrás en la historia. El culto y sus repre­ sentantes no fueron los que im prim ieron el sello al mito para su necesidad. La m oderna ciencia de las religiones tiende a operar con exceso sobre un concepto profundo del m ito, lo fusiona fácilmente con el concepto de la «ce­ lebración» del culto y de muy buen grado quisiera ver en el m ito una repre­ sentación externa del contenido interior de la existencia religiosa. D e esta forma, el mito expresaría precisam ente lo que se piensa en el rito; en conse­ cuencia, los ritualistas serían, si no los creadores del m ito, al m enos la instan­ cia que lo controla y que adm ite sólo aquello que puede ser aceptado en los actos del culto. Así habría sido para los «pueblos naturales», lo que, de ser cierto, significaría que los griegos, ya en época primitiva, habían dejado de ser un pueblo natural. En cualquier caso, los griegos actuaban de un modo com pletam ente dis­ tinto, y no reconocían a nadie una com petencia profesional en m ateria de mitos. Cada cual podía exponerlo y, por consiguiente, naturalm ente, darle form a y desarrollo. U n punto era decisivo: tenía que saber hablar y narrar, y esto, naturalm ente, sólo era posible en el discurso político. El m ito, pues, de­ pendía del poeta, y precisam ente del poeta que no estaba al servicio de nin­ guna institución religiosa. La única instancia de la que dependía, era su pú­ blico; pero tam poco el público reclam aba para sí una especial autoridad o, en todo caso, ninguna diferente de la del poeta mismo, ya que la prueba de la autoridad era la capacidad para cantar y narrar, cosa que, naturalm ente, como todo lo que el hom bre calificaba de su propiedad, era un don otorgado por los dioses o por un dios determ inado. Incluso cuando el poeta intervenía en fiestas religiosas — como sabemos por ejem plos de épocas posteriores— , trataba su form a y contenido de forma sem ejante a cuando exponía argu­ m entos de cualquier otro tipo. Así pues, narraba los actos del dios correspon­ diente tal y como todos los conocían, renunciando a cualquier referencia ri­ tual. El público quería sólo oír cantar la institución de la fiesta por obra del dios; pero, así y todo, ésta form aba ya parte de sus actos y, por consiguiente, pertenecía al ámbito en el que solía moverse el poeta. Se desconoce del todo, en la época primitiva, de qué m anera disponía el poeta sus palabras, de qué formas se servía, con qué unidades poéticas con­ taba y cuál era su extensión. Solam ente conocemos el nivel que se había al­ canzado en el siglo VIII a.C ., y podem os, por tanto, hablar de poesía épica; en una palabra, de epos. Este es el período de la sociedad aristocrática, evo­ lucionada y m adura. El poeta se halla a su servicio y es alim entado por ella; es su principal auditorio. De este m odo, el poeta se encuentra en situación de dedicarse exclusivamente a su profesión de cantor, lo mismo que el arte­ sano, al que la diferenciación social perm ite vivir sólo de su trabajo para la comunidad; y en la term inología griega al poeta se le denom ina artesano «de­ miurgo», un vocablo que no implica trabajo m anual, y que solam ente designa la relación social. El tipo antiguo del poeta era el verdadero cantor, que acom pañaba sus melodías con un instrum ento de cuerda. A finales del si­ glo VIH el rapsoda ya recitaba y comparecía ante sus oyentes con bastón, como todos los que tom aban la palabra. El epos griego aparece con sus crea­ ciones más grandiosas, la Iliada y la Odisea. Es una suposición casi cierta que

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los num erosos poem as, perdidos en parte ya durante la A ntigüedad, no estu ­ vieron a la altura de los dos conservados. Esta poesía surgió entre los griegos de Asia M enor, aproxim adam ente en el centro de la franja costera ocupada por ellos, y docum enta la superioridad de esta región con respecto al resto de Grecia. Los tem as elaborados por el epos no eran, sin em bargo, de origen lo­ cal, pero provenían del patrim onio común griego. Prueban claram ente que ya entonces existía algo parecido y arrojan luz sobre un aspecto de todo el m undo griego. Tal debía ser su función, porque en la poesía hom érica se es­ conde toda la evolución pasada del espíritu griego hasta el último tram o que en aquel tiem po sólo ella había recorrido y que posteriorm ente debían seguir los dem ás, bajo la influencia de esta poesía. La separación de sus diferentes com ponentes es un trabajo bastante p ro ­ blem ático, y no m enor que la filología hom érica en general, en tanto que se esfuerza en analizar genéticam ente el texto transm itido y canonizado por los eruditos alejandrinos. El nom bre de H om ero es sólo un símbolo y por sí mismo no posee ninguna autoridad. Las obras que llevan su nom bre surgie­ ron de una larga tradición; esta tradición constituye precisam ente su unidad. Los muchos poetas que se esconden tras ella transm itían, pero tam bién in­ ventaban según sus posibilidades. El más grande de ellos fue el que tuvo la idea de reducir la guerra de Troya a la ira de A quí les , renunciando así a n a­ rrar no sólo las causas de la guerra, sino tam bién su final. U n poeta no menos grande era el cantor que eligió como tem a fecundo el retorno de Ulises y le unió los múltiples motivos legendarios del accidentado viaje. Estas ideas no surgen por casualidad: deben haber surgido en un m o­ m ento determ inado en la m ente de un individuo. Pero ¿es este individuo el autor de nuestro texto o al menos de sus partes más im portantes? A pesar de todas las opiniones y convicciones expuestas sobre este punto desde hace más de un siglo y m edio, la cuestión está todavía abierta y seguirá sin aclararse. Lo único cierto es la dimensión de estos poem as — que tam bién por sus di­ mensiones externas superaban a todos los dem ás de su época— y el hecho de que, una vez creado el arm azón, no necesitaban ser compuestos p o r un gran poeta. Incluso es posible que ciertos episodios existiesen ya en versión p o é ­ tica y sirviesen luego de m odelo, pero los poem as no son una simple compi­ lación de una serie de cantos aislados realizada por un redactor. Si los cantores y poetas eran los depositarios y creadores de las creencias mitológicas de los griegos, su obra más grande, el «Hom ero», debió ejercer una especial significación en este campo, sobre todo si se piensa que, según la opinión corriente, H om ero compuso todavía un gran núm ero de obras, además de la Iliada y la Odisea, y que su nom bre en la práctica es represen­ tativo para la m ayor parte de la poesía épica. El historiador H eródoto, en el siglo V, construyó a partir de esta circunstancia una teoría genético-cultural y afirmó que H om ero (y Hesíodo) había creado para los griegos la historia del origen de sus dioses (la «teogonia») y caracterizado las funciones y formas de la divinidad. En esta especulación existe cierta parte de verdad, y aunque se identifi­ que a H om ero sólo con las últimas grandes creaciones de la poesía épica, la Iliada y la Odisea, la afirmación es justa en cuanto que H om ero, así enten­ dido, es el «clásico» en su m undo y unifica, en una sola corriente, los ríos y riachuelos dispersos. Él dio a la estructura personal de las grandes divini-

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dades griegas, a sus relaciones, al Estado olímpico, una forma poética que en virtud de su eficacia presentaba sugestivamente a los ojos de los griegos las figuras divinas y confería una convincente objetividad a las concepciones mí­ ticas que las habían creado naturalm ente. La Iliada, como se sabe, se desarrolla en dos planos, uno entre los hom ­ bres y otro en la com unidad de los dioses olímpicos. Esta coherente división de las partes deriva del modo en que la fantasía poética concebía el tem a, o m ejor, los hechos; pero todo el que se acercaba al epos podía encontrar abiertam ente la revelación de los dioses y de su forma de existencia, sin que el poeta pretendiese una obra de revelación religiosa. No obstante, precisa­ m ente por este posible aspecto de su obra, el poeta no podía impeclir que to­ davía hoy se hable de los «dioses homéricos» para referirse a las divinidades del Olimpo. E igualm ente era inevitable que, al estar la poesía específica­ m ente encam inada a narrar los hechos de los dioses y de los hom bres, los griegos (y nosotros con ellos) vieran manifestarse en ella con especial clari­ dad, sobre todo, las relaciones entre los dioses y los hom bres, quedando con­ firmada así la tendencia a encontrar el lado especialm ente interesante del ser divino en estas relaciones y no en la lucha feroz de los dioses con los gigantes y titanes. E ra sólo un cambio de acentuación, ya que estas luchas no fueron nunca olvidadas, y para las artes figurativas continuaron siendo todavía más tarde un motivo favorito; pero el hecho es im portante, porque sólo él perm i­ tió que los dioses asumieran sus formas. Por consiguiente, este proceso podía favorecer en prim er lugar a aquellos dioses que eran objeto de la narración poética. Por sus propios fines, el epos dirigía su atención a las grandes divinidades, como Zeus, A polo, H era, A rte­ misa, Poseidón, que tenían ya su im portancia, incluso en el culto, como con­ secuencia de un largo desarrollo anterior. Sin em bargo, el poeta se enfren­ taba tam bién con divinidades que carecían todavía de este paso y que por obra suya adquirieron relieve y perfiles. Hefesto y A res se cuentan entre ellas. Su culto estaba poco difundido y en la mitología no épica tam poco tie­ nen un papel de im portancia. Se ha observado certeram ente (H erm ann Fránkel) que en estos casos el poeta mismo, cuando no se sentía sostenido por una tradición suficientemente sólida, fracasaba en el intento de dar idéntica plenitud de personalidad a un dios como Ares. La épica pone a los dioses en un escenario que está lleno de hombres. Por tal motivo, su m irada está constantem ente dirigida hacia ellos, y su fiso­ nomía se form a en el contacto con ellos. Evidentem ente, esto era debido a una razón precisa: los unos y los otros debían encontrarse dentro del mismo mundo y remitirse a un orden universal, válido para ambos. Y como este mundo es hum ano, los dioses aparecen de una forma que no sólo los hace comprensibles a los hom bres, sino que les obliga tam bién a conform arse a las normas que dominan entre los hom bres. N aturalm ente los dioses son más fuertes: sobre todo, son inm ortales y no deben tem er nunca la destrucción fí­ sica; pero cuando actúan, están sometidos a la lógica de los hechos humanos y, por ello, se sirven de hom bres o asumen forma hum ana para desencadenar los acontecimientos. Para el ojo del hom bre, todo funciona según un orden hum ano, en una pura relación sentido-inm anencia. El hom bre no sabe si obra como simple com parsa de una voluntad superior (ni siquiera una mo­ derna filosofía de la historia podría decir mucho más sobre este tem a); y ante

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todo, si es confrontado directam ente con la voluntad de dios, la acepta como suya, simplemente porque no puede hacer otra cosa. A l principio de la Iliada, A tenea «induce» a Aquiles a entregar a Briseida diciéndole cortésm ente que espera que él decida si debe o no obedecer. «He venido para calmar tu cólera, si me quieres escuchar». Incluso aquí la divini­ dad se convierte en una instancia que se sitúa en el horizonte interior del hom bre y que no intenta influir al hom bre sólo con su autoridad. Por lo general, el hom bre actúa llevado de sus impulsos. V oluntad y em o­ ción están fundidos en él en un todo indivisible. Para H om ero es extraña la existencia de una conciencia reflexiva, en la que el hom bre se ponga como objeto de sus pensam ientos y valore los deseos de su volúntad y de sus senti­ mientos. El ser hum ano suple estas situaciones afectivas con el encuentro con un dios (Snell). D e esta m anera, el dios llega a ser como el sustitutivo de la libertad hum ana en un sector que el hom bre todavía no puede ocupar. Pero como la historia y los hechos no pueden existir sin estas decisiones, los dioses son absolutam ente necesarios, no para representarse a sí mismos y atraer h a ­ cia ellos a los hom bres, sino para que no se rom pa, en lo que respecta a los seres hum anos, la cadena de acontecim ientos que se esfuerzan por prolongar continuam ente. U no de los secretos de H om ero es el de su contenido hum ano e histórico. Y, en verdad, hay algo de secreto en esta poesía, aunque sólo sea porque un m undo tres mil años posterior tenga que preguntarse de dónde proviene, a tal distancia de tiem po, la fascinación de su eterna actualidad. Partes esen­ ciales de la literatura griega han podido influir en generaciones lejanas, pero bajo este aspecto ninguna obra ha superado a la de Hom ero. La prim era obra griega de la que se tiene noticia se ha convertido en «clá­ sica» de un m odo tan convincente, que ante H om ero el concepto de lo clá­ sico cesa de ser equívoco. Un período primitivo con un «clásico»: es un caso asombroso, incluso pensando, como se ha repetido recientem ente (Schadewaldt), que en su época H om ero era ya un «tardío». Este es un problem a ante el que tam bién el historiador debe sentirse como provocado y reconocer luego su im potencia. El m undo de H om ero, naturalm ente, no es el nuestro, sobre todo si se piensa en su escenario. Para los griegos, la cosa era evidentem ente distinta, pero tam bién aquí acabó perdiendo pronto su autoridad interna y el nuevo conocimiento polem izaba con H om ero más de los que lo ensalzaba; y esto sucedía porque su actualidad perm anente perm anecía incuestionable. En la educación juvenil, H om ero significaba el acceso a la cultura literaria, hasta que fue desbancado por la Biblia. Sin em bargo, la historia nunca es igual a sí misma, ni siquiera en el reino del espíritu objetivo, y esto vale tanto para H om ero como para todos los «clásicos». Tam bién él, en cierta medida, está pasado — quizá algunos piensen que la venerabilidad de su obra determ ina su carácter clásico— , y no todo en él puede ser carne y sangre; no obstante, el gran poeta logra adquirir «actualidad» a pesar de la distancia tem poral. ¿D ónde radica entonces la actualidad de Hom ero? Su atractivo siempre fresco es, sin duda, tam bién de carácter estético-formal. El hexám etro es uno de los versos más variados y agradables de ritmo que la lengua poética griega haya creado. Con sus dieciséis posibilidades de variación, que encontram os en H om ero, es el resultado de una larga e ininterrum pida práctica. La expe-

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rien d a nos enseña que la perfección artística, desarrollada según reglas pro­ pias, tiene una posibilidad de com unicar que se m antiene mucho más allá de sus orígenes históricos: se puede oír a H om ero sin entender ni una palabra. Tam bién las fórm ulas, propias de la lengua épica y muy frecuentes en H o­ m ero, derivan de la práctica artesanal anterior a él. Los griegos descubrieron mucho más tarde «el arte del discurso», como un género autónom o, y la E uropa posterior estuvo conform e con la idea de que existe «la belleza» como potencia independiente, esto es, estética. Los griegos que escuchaban a H om ero no sabían nada de esto, y lo hacían por in­ terés hacia el relato y el contenido, pero gracias a las cualidades formales, el relato continuó viviendo incluso cuando el interés ya no estaba dirigido al contenido, sino al m odo con el que éste era expuesto. Bien es verdad que este «modo» es un térm ino amplio que supera los lí­ mites de la form a, que abarca tam bién el «contenido»; en él se m anifiesta el m undo de la poesía, que es algo más que los acontecimientos aislados. Este m undo debe ser por tanto directam ente accesible, aunque sea otra accesibili­ dad que la de la m ayor parte de las personas que se interesaban por H o­ mero. Tal idea se puede pensar sólo cuando, a pesar de las diferencias, entra en juego algo colectivo, una form a común de hum anidad, creada por el poeta y recreada después por otros muchos; pero recreada porque este nivel de hu­ m anidad existe siem pre, accesible con la experiencia y sobre todo con la ima­ ginación. D esgraciadam ente, el modo más cómodo de definirlo es sólo de una m anera negativa: con la falta de interioridad. El hom bre hom érico existe sin ella y se encuentra, por la falta de esta dim ensión, en una existencia plana y equilibrada. El orden del m undo se ajusta a dicho equilibrio, lo mismo que éste, a su vez, arm oniza con aquél y es su soporte. No existe, por tanto, ningún «interior» ni ningún «exterior», y todavía mucho menos una es­ cisión entre m undo y hom bre o una escisión en el hom bre mismo. Podría de­ cirse que todo es al mismo tiem po físico y espiritual. El hom bre vive como ser psicológico-espiritual incluso en sus órganos sensibles —innum erables ejemplos de la lengua "homérica lo dem uestran— , lo interno es siempre tam ­ bién lo exterior, y viceversa. Evidentem ente, todo esto corresponde a una estructura hum ana elem en­ tal, quizá tan elem ental, que no puede pasar a la acción empírica sin sólidos apoyos externos; bien es cierto que la disposición objetiva la convierte en inaccesible e incomprensible. El m undo hom érico, frente a esto, es un m undo ideal y «tardío», en el sentido de que podía m antenerse en equilibrio sólo por un m om ento y de que detrás de él, como futuro inaplazable, había otro, ante el que debía ser sacrificado. Se puede considerar la cuestión tam bién desde el punto de vista socioló­ gico y referirse a la refinada sociedad aristocrática de Asia M enor, cuyo co­ nocimiento perm itió dar valor absoluto a determ inados rasgos característicos y pudo prescindir de las obligaciones y los lazos del orden social. E n este caso, su vida había estado condicionada a la duración de este presupuesto. Pero aun cuando el espíritu se halle vinculado, de una m anera u otra, a un conjunto de circunstancias particulares o tal vez incluso únicas, una vez que se ha objetivado, tiene una dinámica independiente. H om ero no es sólo la prim era gran creación de los griegos: en él los griegos podían encontrarse en su dispersión, no sólo porque era el resultado

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de una larga evolución, sino porque la form a espiritual de esta evolución re ­ presentaba algo más que simples procesos efectivos, poseía en sí misma una eficacia propia. Para evitar evidentes m alentendidos, debemos observar que en tiempo de H om ero no existía todavía el concepto de lo griego o de lo heleno. Nosotros lo utilizamos sólo para poder entendernos m ejor. En aquella época los p ro ­ pios «griegos» no sabían considerarse una unidad, ni como griegos ni como cualquier otra cosa. T area del historiador es seguir el camino en cuyo reco­ rrido pudieron encontrar la unidad. En la mayoría de los casos — tan frecuentes, que sería más adecuado h a ­ blar de caso norm al— la base para tal unidad es creada por el poder político. Por regla general, como una unidad externa instituida por la autoridad, en ­ contram os al principio la conciencia de la com unidad étnica, que de esta p re­ misa recibe su impulso para seguirse desarrollando, sin necesitar en adelante el apoyo de la política. Sin em bargo, en Grecia faltó tam bién este estímulo político, y no podía surgir de ninguna parte, dada la estructura política del país. E ra imposible enlazarse a la época micénica, no sólo por la cesura que habían supuesto las migraciones, sino, sobre todo, porque tal época no había conocido tam poco esta unidad. Así pues, la unidad debía nacer, en cierto m odo, de sí misma y sin el impulso inicial, con la ayuda de otros factores de integración. P oder y autoridad, vistos desde la perspectiva de los hom bres que se sien­ ten afectados por ellos, crean la com unidad incluso a través del destino coinún. Pero un «destino» común puede esconderse tam bién bajo otros fac­ tores: sólo es necesario descubrirlo. E n medio de todo esto fue una verda­ dera suerte que no pudiese desaparecer la afinidad de los dialectos y, consi­ guientem ente, la unidad del área lingüística. La afinidad de los dialectos griegos es sorprendente; no sólo son sem ejantes: los dialectos de los griegos primitivos y los de los inm igrantes entre sí; tam bién entre los dos grupos existe sem ejanza. El estudioso m oderno no tiene un conocimiento directo de la situación lingüística de la época de las migraciones y de los siglos si­ guientes a ella, y el cuadro posterior está, sin duda, modificado p o r ciertas adaptaciones de las formas lingüísticas locales; pero en la época precedente las diferencias no debían ser tan grandes. E n cualquier caso, a pesar de todas las diferencias y dificultades de entedimiento frente a las lenguas extranjeras y no indoeuropeas, los portadores de los diferentes dialectos griegos tuvieron que experim entar siempre la sen­ sación de disponer de un idioma específico y peculiar. La gran creación artís­ tica de la época hom érica, sin parangón en todo el m undo griego, hizo que los griegos poseyeran desde muy pronto una lengua literaria: la lengua de Hom ero era válida en todas partes. El epos que circulaba bajo su nom bre sólo podía escucharse en dicha lengua y sus oyentes no vivían sólo en el cen­ tro de Asia M enor. Y si un extranjero quería decir algo en forma literaria, no contaba con un idioma propio y tenía que usar la lengua de H om ero, o más exactam ente, el hexám etro homérico. Prueba de ello es, en la época si­ guiente, la obra de Hesíodo. D urante tiem po la literatura fue de carácter ex­ clusivamente poético: esta circunstancia impidió que la lengua hom érica, con su indudable primacía, se convirtiera en la lengua común panhelénica. Para ello hubiera necesitado el uso de la prosa. Cuando luego, en el siglo V a.C .,

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LA ESCRITURA CRETO-MICÉNICA

Como escritura minoica o cretense o cretominoica se designa a un grupo de escrituras emparentadas entre sí, que surgieron en Creta en la media o tardía edad del bronce y que desde allí se difundieron en el continente griego e in­ cluso en Chipre, Siria y la cuenca del Mediterráneo occidental. Según su des­ cubridor, sir A rthur Evans, se distinguen tres clases de escritura: las jeroglí­ ficas (escritura jeroglífico-pictográfica) y las lineales A y B. E l sistema más an­ tiguo es el de los jeroglíficos, una escritura ideográfica que podem os seguir hasta la época de construcción de los palacios más antiguos del M inoico medio I. Ciertas peculiaridades hacen suponer que «los estímulos para usar la escri­ tura ideográfica partieron de Egipto» (Bissing), aunque sólo en casos contados puede demostrarse una procedencia directa. También la escritura ideográfica hitita tiene una serie de signos afines, sin que conozcamos los lazos que unie­ ron alguna vez a las dos áreas gráficas. Las inscripciones jeroglíficas que se han conservado se com ponen esencialmente de sellos con sus superficies es­ critas (de una a cuatro), que llevan grabados un signo o un grupo de signos sueltos. La extraña frecuencia de algunos de estos grupos (form ulae) nos in­ dica que se trata de títulos o nombres. La dirección de la escritura es oscilante, y sólo con la escritura lineal A se hace regularmente hacia la derecha. Tam­ bién la posición de los signos y sus series en grupos idénticos no es constante y parece estar determinada p o r factores estéticos más que fonéticos. A dem ás de los sellos, tenemos un pequeño número de barras, colgantes y medallones de arcilla, en los que los graffiti están a m enudo acompañados con las imágenes de los sellos de los funcionarios de los palacios. Aparecen también algunas ta­ blillas de arcilla en las que ya se reconoce el tipo de las posteriores «tablillas de inventario»: series de símbolos gráficos (ideogramas), que están unidos a signos numéricos o de medida e introducidos a veces p o r grupos breves. No obstante, el estrecho parentesco con los jeroglíficos, los signos grabados en la arcilla representan ya una verdadera escritura cursiva que podría denominarse incluso como «protolineal». Mientras que la form a de los jeroglíficos, seguramente p o r conservadu­ rismo religioso, se mantiene relativamente mucho tiempo, la escritura cursiva sufre fuertes transformaciones. Aproxim adam ente hacia el com ienzo del M i­ noico medio III, la escritura protolineal se convierte en una serie de escrituras locales que reunimos bajo la denominación de lineal A . Común a todos ellos es la simplificación de los signos. En especial el archivo de las tablillas de Hagia Tríada, que nos ha dado la mayor parte de los textos en lineal A , contiene signos con la form a desgastada que demuestran que, por lo general, se escribía sobre materiales blandos. En la estructura de las tablillas se continúa, en form a evolucionada, el tipo ya conocido a través de las barras y tablillas de es­ critura protolineal: fórm ulas de introducción a las que siguen unas series de

Inscripción lineal B. Tablilla de arcilla de C nossos, circa 1400 a.C . H erakleion, C reta, M useo A rqueológico.

La más antigua inscripción griega, en una jarra procedente de A ten as, circa. 725 a.C . A ten as, M useo Nacional. Traducción: El danzarín que baile ahora con más gracia, lo recibirá com o prem io.

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ideogramas unidos a signos numéricos y de medida, que pueden ser divididos en subgrupos p o r medio de fórm ulas intermedias. E n algunos casos aparecen al final de las líneas sumas, cuyas cifras, sin embargo, no siempre coinciden con el total de los sumandos. Junto a las tablillas había también objetos con motivos escritos y un grupo de inscripciones religiosas en vasos y recipientes destinados a libaciones, que se distinguen claramente de las otras por sus form as gráficas «arcaizantes». Mientras que la escritura lineal A fu e m uy utilizada en numerosos lugares de Creta, únicamente en Cnossos se han encontrado inscripciones en lineal B. E l grueso de los textos procede de la época inmediatamente anterior a la des­ trucción del palacio (hacia 1400), ya que las tablillas de arcilla cruda se han conservado gracias a que se «cocieron» en el fuego de la catástrofe. Caracterís­ tico de la lineal B es la elegancia de los signos («caligrafía cortesana de Cnossos»), que se aproxima otra vez a la escritura «pictográfica», de la que se adoptaron algunos signos que no existían en la A . También la disposición de los textos nos muestra un nuevo sentido de la form a y de la claridad: mientras que, en las tablillas de form a vertical (page tablets), los grupos de signos, ideogramas y signos numéricos están frecuentemente superpuestos en columna, las tablillas de form a horizontal (palm-leaf tablets) están a m enudo divididas en dos columnas, en las que se inscriben los ideogramas. Por el m ism o deseo de orden, antes de escribir el texto, se trazaban líneas, y los grupos principales y secundarios se distinguían por medio de su posición y tamaño. Los ideo­ gramas, en un número mucho mayor, si los comparamos con la escritura li­ neal A , abarcan todos los ámbitos de la vida del m undo minoico: hay signos para diversas categorías de hombres y mujeres, para animales, plantas, vasos, armas, carros y para sus partes. Todos ellos form an hoy la base para una cla­ sificación sistemática de los textos. Junto a las tres clases de escritura descritas, existen hallazgos arqueológicos aislados que no pueden ser catalogados dentro de ninguno de los sistemas que conocemos. La más significativa de estas piezas es el disco de Festo, encon­ trado en 1908 p o r L. Pernier: un disco de arcilla procedente de finales del si­ glo X V II, con inscripciones en espiral en ambas caras. Los grupos de palabras, separados p o r líneas verticales, muestran cuarenta y cinco signos diferentes, que no han sido grabados, sino impresos en la arcilla blanda; es, por consi­ guiente, el ejemplo más antiguo de un procedimiento de imprenta que, por lo demás, tenía amplios precedentes en la técnica minoica de los sellos. Las repe­ ticiones de grupos aislados y la existencia de sufijos y prefijos que «riman» ha­ cen pensar que se trata de un texto poético. La primitiva opinión dominante de que el disco hubiera sido importado de Anatolia, del norte de Africa o del país de los filisteos, es mucho menos aceptable desde que Marinatos, en 1935, des­ cubriera en la gruta cultural de Arkalochori (en el centro de Creta) un hacha de doble filo con inscripciones cuyos signos son semejantes a los del disco. Se puede suponer, p o r consiguiente, que tanto una escritura como la otra (una tercera variedad ha sido encontrada recientemente en un bloque de piedra, en Mallia) surgieron en la misma Creta. A l parecer, durante la edad del bronce coexistieron en Creta una serie de escrituras locales que sólo coinciden en parte: también la lineal A y B son sólo idénticas en parte, y se identifican de diferente form a con la escritura jeroglífica. En la Grecia continental parece que los acontecimientos se sucedieron de

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manera parecida. Después de conocerse desde hace tiempo los vasos con ins­ cripciones de Eleusis, Orcómenos, Tebas y Tirinto, se descubrieron, en las excavaciones americanas hechas en el «palacio de Néstor» en Pilos (Mese­ nia), cientos de tablillas de arcilla, cuyo número se multiplicó significativa­ mente cuando se reanudaron las excavaciones en el año 1952. Una cantidad más pequeña de tablillas se extrajo también en Micenas. Como en Cnossos, se conservaron aquí también únicamente las tablillas inmediatamente ante­ riores a la destrucción de los palacios (hacia 1200). Mientras que la escritura de las tablillas corresponde a la lineal B, la escritura de los vasos antes men­ cionados contiene signos de la lineal A que no aparecen más en la B de Cnossos. Recientemente se han encontrado también signos de la lineal A en una tumba de Trifilia. H ay además numerosas inscripciones en M althi (Me­ senia) y otros lugares, que se apartan de la A y de la B o que no pertenecen a ninguno de los sistemas conocidos. A sí pues, el cuadro que podem os tra­ zar para la Grecia continental y las islas, donde se encontraron muestras de lineal A en Melos y Tera, es igual de confuso que en Creta. Una aclaración al respecto sólo podría esperarse de nuevos hallazgos arqueológicos. N o es posible hasta ahora decir con seguridad si las escrituras de la edad del bronce sobrevivieron al fin de la civilización creto-micénica. En algunos casos podem os seguir las huellas de form as degeneradas de escritura en col­ gantes de arcilla y objetos parecidos hasta entrado el período subminoico y protogeométrico. H om ero conoce tan sólo los «signos funestos» inscritos en las «tablillas plegadas» de Belerofonte (Iliada), donde la expresión «portadores de la muerte» se refiere más a signos mágicos o simbólicos. Por el contrario, en Chipre se conservó una derivación de la escritura cre­ tense: es una escritura silábica, que tiene unos sesenta y cinco signos para vo­ cales y sílabas abiertas y que fu e utilizada, sorprendentemente, hasta época he­ lenística para escribir en lengua griega. La grafía torpe (sa-ta-si-ka-re-te-se para Estasícrates; a-po-ro-di-ta-i para Afrodita) nos muestra que dicha escri­ tura no había sido creada para el griego, sino para una lengua local, de la que hasta ahora únicamente han sido hallados algunos restos. Después de que Evans reconociera la conexión con la escritura cretense, J. Sundwall redujo una serie de signos silábicos a la escritura lineal A . Indudablemente, entre la escritura silábica de la época arcaica y clásica y la escritura cretense existió un grupo de escrituras durante la edad del bronce, para las que Evans introdujo la denominación de chipriota-minoicas. Su testimonio más antiguo es un frag­ mento de tablilla de arcilla de Enkom i, que pertenece al 1525, aproximada­ mente, y sus recientes ejemplos son tres fragmentos grandes, también hallados en Enkom i, de finales del siglo X III, que por el número y la form a de los signos pueden preludiar de lejos la escritura silábica. Inscripciones en una escritura similar han sido descubiertas en Ras Shamra (Ugarit), en la vecina Siria. A unque no tenemos ningún texto bilingüe y nos faltan todos los otros pre­ supuestos para descifrarlos, siempre se ha intentado leer las inscripciones cre­ tenses con ayuda de los valores de los signos chipriotas o por otros medios. La mayoría de estos intentos han quedado olvidados. Está mucho más reco­ nocido actualmente el desciframiento de los textos en lineal B, llevado a cabo po r el arquitecto inglés M. Ventris y su colaborador J. Chadwick. Dicho des­ ciframiento se basa en la hipótesis de que la escritura lineal B se creó para

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adaptar la lineal A minoica a la lengua de una dinastía micénica que debió de dominar en Cnossos hacia el 1450. Existía el convencimiento de que las tabli­ llas continentales en lineal B, procedentes de finales del siglo X III, tuvieron que estar redactadas en lengua griega. En realidad, los descifradores consi­ guieron, con ayuda de una ortografía incierta, leer una parte de estas tablillas. Un papel m uy importante en estas lecturas lo juega el principio «semibilingüe», es decir, la convicción de que los grupos de signos que preceden a los ideogramas designan o describen los objetos representados por ellos. Gran impresión suscitó la tablilla encontrada en Pilos en 1952, con ideogramas de calderos con tres soportes y vasos en form a de pithos (ilustración). Haciendo uso de los valores fonéticos de los signos se pud o leer ti-ri-po, ti-ri-po-de (dual), «un trípode, dos trípodes», y di-pa-ano-we (ti-ri-o-we, ge-to-ro-we): vaso sin orejas (con tres, con cuatro orejas...), según el número de círculos reconocibles sobre la boca del vaso. La tablilla con el trípode es considerada, p o r tal motivo, como una de las pruebas más importantes a fa vo r del desci­ framiento, que actualmente es tan enérgicamente defendido como discutido. Las dudas de la crítica se dirigen contra la hipótesis de una escritura p ura­ mente silábica, contra la diferencia lingüística entre las lineales A y B, contra la inverosímil ortografía y la doble escritura «semibilingüe», de la que no co­ nocemos ningún otro ejemplo.

se sintió la necesidad, la forma lingüística de Asia M enor («jónica») había perdido su indiscutida superioridad. El espíritu objetivizado en la lengua y en los valores artísticos expresados en la lengua tiene el poder social de reunir a los hom bres. Los griegos, para su suerte, se dieron cuenta de ello relativam ente pronto. Aproxim adam ente por la misma época crearon otro instrum ento espiritual que, desde el princi­ pio, tenía una intención práctica y que, por consiguiente, servía precisam ente para comunicar. Como muy tarde, desde el siglo I o II del nuevo milenio los griegos dispo­ nían de su propia escritura. Fue una conquista fundam ental. Se había supe­ rado un largo período que, al estar privado de escritura, se hallaba caracteri­ zado por una form a de vida que no tenía la posibilidad de expandirse en un espacio mayor. Es verdad que Grecia ya había tenido durante la época m icé­ nica una escritura, la «lineal B», pero se perdió al desm oronarse la civiliza­ ción micénica. Fue una suerte para los griegos que no tuvieran que esforzarse más con ella, porque era un instrum ento difícil de em plear; una mezcla de un centenar de signos silábicos con un núm ero considerable de ideogramas. So­

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lam ente los escribas profesionales sabían utilizarla, como ocurría desde hacía dos milenios, en el Cercano O riente. Si los griegos hubiesen recurrido a ella, habrían desembocado en una situación similar. Su estructura intelectual y so­ cial habría debido sufrir una transform ación esencial. Pero las propicias cir­ cunstancias históricas les ofrecieron la posibilidad de encontrar un punto de partida mucho más favorable. A finales del II milenio a.C ., en Fenicia se había llevado a cabo el gran descubrimiento que perm itía indicar las palabras semíticas m ediante las con­ sonantes y, por consiguiente, fijar un texto; las vocales resultaban del sentido del contexto. D e un solo golpe, el núm ero de signos se redujo a una fracción de aquellos que se necesitaban en otros lugares (en Egipto y M esopotam ia), y en segundo lugar el signo, al serle fijado un valor fonético determ inado (en lugar de darle el valor de una palabra o de una parte de palabra), no sólo ad­ quiría una identidad inconfundible, sino que podía ser em pleado de muchas maneras. Los griegos con su m ente despierta y falta de prejuicios, se dieron cuenta del enorm e progreso que rrepresentaba esta escritura frente a los sistemas precedentes. Pero tam bién com prendieron el principio interno de la nueva escritura, es decir, el hecho real de que se basaba en un análisis fonético co­ herente, que sustituía la complicada síntesis de los símbolos de sentido, el principio más antiguo (que a su vez conocía ya num erosas variantes). Luego se percataron de que, para sus necesidades, la m era indicación de las conso­ nantes no bastaba, que se debía avanzar un paso más e indicar las vocales. Así idearon los signos vocálicos, sirviéndose de algunas consonantes fenicias. Descubrim iento e invención m archaban, pues, de la mano. La gloria les corresponde, al parecer, a los habitantes de algunas islas del Egeo —M elos, Tera, C reta— , que por razones geográficas probablem ente te­ nían contactos más estrechos con los fenicios. La difusión fue muy rápida. Entonces pudo com probarse que la lengua griega necesitaba para ciertos so­ nidos consonánticos, que el idioma, semítico no conocía, letras suplem enta­ rias, cuya forma debía ser creada aún. Como puede com prenderse, esto no sucedió de la misma form a en todos los lugares y trajo consigo la formación de diferentes alfabetos griegos en un espacio reducido. Sin em bargo, con el tiempo acabaron asimilándose, es decir, prevaleció un alfabeto determ inado: el de M ileto, que se había extendido am pliam ente desde el siglo IV , después de ser adaptado por A tenas a finales del siglo v. La im portancia de la invención de una escritura griega no se ha valorado aún suficientemente. D e todos es conocido que todavía nos servimos de ella, ya que el alfabeto latino procede en el fondo de uno griego. Q ue los niños, en el espacio de un año, aprendan a leer y escribir, es solam ente posible gra­ cias a la escritura griega o al sistema sobre la que se basa. Tam bién la eliminac'.ón del analfabetism o está vinculado a este presupuesto. Por eso en G re­ c h se consiguió bastante pronto, como muy farde en la época clásica: son f ecisamente artesanos quienes nos proporcionan los testimonios más anti­ guos de escritura (sobre vasos). Puede presumirse que en el siglo V III la escritura se utilizase para fines li­ terarios. El rapsoda, que siem pre había recitado de m em oria, dispone ahora de textos escritos. Los grandes poem as no se pueden concebir sin la existen­ cia de tales escritos. Y más que nada: los griegos no tenían necesidad de una

LA HÉLADE

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