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COCOM es un proyecto en curso de curaduría editorial de textos
relativos a las teorías de la imagen y de los objetos. COCOM aborda el debate sobre la posibilidad de agenciamiento de las
imágenes, su relación con los humanos, y las formas de conocimiento que el arte y los artistas pueden generar potencialmente a través de esta negociación. Con una selección de textos que representan posiciones diferentes y a menudo contradictorias, COCOM entiende esta serie de cuadernos como un espacio dialógico que proporcionará nuevos elementos de discusión para el público interesado en las prácticas actuales. Nuestro objetivo es poner a disposición de la comunidad académica y el público especializado textos específicos en idioma español, en la mayoría de los casos mediant mediantee traducciones inéditas.
docentee en la Universidad Americana de El GRAHAM HARMAN (1968) es docent Cairo. Su pensamiento pensam iento se enmarca en el realismo especulativo contemporáneo. contemporáneo. Es uno de los exponentes del movimiento conocido como Object Oriented Ontology,, sus polémicas ideas reclamando la posibilidad de comunidades no Ontology antropocéntricas antropoc éntricas han tenido mucha repercusión en el ámbito de la estética es tética contemporánea.
ADEMÁS OPINO QUE EL MATERIALISMO HA DE SER DESTRUIDO
GRAHAM HARMAN
Traducción de Paloma Checa-Gismero
ADEMÁS OPINO QUE EL MATERIALISMO HA DE SER DESTRUIDOGRAHAM HARMAN
Traducción de Paloma Checa-Gismero. Texto original publicado en HARMAN, Graham; Environment and Planning D: Society and Space 2010, volumen 28, páginas 772 a 790. Todos los textos han sido traducidos del inglés. ISBN 978-607-9216-08-5 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del autor. COCOM es una iniciativa de FrontGround A.C. y la ESAY. COCOM© Press, 2013.
Impreso en México.
RESUMEN
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1 INTRODUCCIÓN
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2 DOS FORMAS DE MATERIALISMO
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3 EL MATERIALISMO DE LA PLANTA BAJA DE LADYMAN Y ROSS
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4 TORTUGAS DESCONECTADAS, HASTA EL FONDO, HACIA ABAJO
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5 CONCLUSIÓN
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RESUMEN
Este artículo critica dos modelos de materialismo filosófico que, si bien adoptan estrategias opuestas, concluyen en el mismo lugar: ambas defienden que las entidades individuales han de ser desterradas de la filosofía. La primera, a la que llamo materialismo de planta baja, pretende disolver todos los objetos en un sustrato profundo común, con el argumento de que los objetos son demasiado superficiales como para ser verdaderos. La segunda es el materialismo de la primera planta, que identifica los objetos como inocentes ficciones situadas, de manera crédula, tras el acceso directo a las apariencias o las relaciones. En ésta, los objetos se describen como demasiado profundos para ser reales. Una de las tesis principales de este artículo es que estas dos formas de materialismo son parasíticas entre sí y necesitan los recursos de cada una para poder crear un sentido del mundo. La segunda tesis principal es que ambas formas de materialismo están condenadas al fracaso, y que, por lo tanto, la filosofía ha de ser reconstruida a partir de aquellos objetos individuales que ambas formas de materialismo precisamente rechazan. Estas cuestiones se elaboran a partir de un detallado análisis del libro Every Thing Must Go, firmado por los estructuralistas analíticos realistas James Ladyman y Don Ross, que ha ganado una sorprendente popularidad entre algunos realistas especulativos de la filosofía continental. Ladyman y Ross dicen preservar los objetos tratándolos como patrones reales, pero lo hacen al precio de destruir su realidad autónoma. Además, los autores son incapaces de explicar si las estructuras matemáticas que ellos ven como la base del conocimiento humano son también las de la realidad en sí misma. En conclusión, su ontología es cientificismo gratuito (quizá también en referencia al realismo ardiente de Bunsen), y ha de ser destruida a favor de un verdadero realismo metafísico de los objetos.
1 INTRODUCCIÓN
Este artículo hace referencia a dos tipos de materialismo cuya popularidad ha ido creciendo en la filosofía reciente. Una de las líneas está motivada por el realismo científico; la otra, paradójicamente, suele derivar de las corrientes actuales de idealismo alemán. A continuación describiré en detalle un ejemplo lúcido de este primer tipo de materialismo (el de James Ladyman y Don Ross), y hablaré con brevedad sobre la profunda similitud que existe entre él y la otra corriente, en principio opuesta. Luego explicaré mi rechazo a ambas y propondré una alternativa. Estos dos sentidos de materialismo pueden parecer diferentes desde un uso positivo de la palabra con el que quizá estén familiarizados los lectores de esta revista; y es que en este sentido positivo del término, el materialismo refiere al punto de partida que desmonta el agotado dualismo de los sujetos y los objetos, fomentando la contaminación entre estos dos polos a fin de que acaben conformándose el uno al otro mutuamente. Michel Foucault (ver sobre todo Foucault, 1977) suele ser visto como uno de los héroes de este tipo de materialismo. Sin embargo, no está precisamente entre mis héroes intelectuales, precisamente porque el sujeto humano y el mundo siguen siendo para él dos polos distintos dentro del universo, incluso a pesar de que ahora aparezcan unidos el uno al otro en lugar de existir abandonados a la soledad cartesiana. Un cosmos realmente multipolar requiere que el ser humano sea tratado como una entidad más entre trillones, pues no somos la mitad de ninguna monarquía dualista ni de una metafísica de los Habsburgo.
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En 1999 acuñé la fantástica construcción filosofía orientada al objeto (Harman, próximamente-a) para aludir a mi propio modelo multipolar del mundo. Tuvo tirón y ahora me encuentro felizmente casado con ella. La filosofía orientada al objeto se basa en dos ideas centrales. Primero está el ya mencionado principio de que todas las relaciones se dan en igualdad de condiciones: en contraste con esa obsesión de la filosofía por recalcar, disolver o redefinir la brecha entre lo humano y el mundo desde que Kant escribió en 1781 su obra maestra La crítica de la razón pura (Kant, 2007), en los años veinte Alfred North Whitehead abrió las puertas a un mundo no kantiano. En él la relación entre las prisiones y los sujetos humanos no es de mayor categoría que la que comparten entre sí los ladrillos de los muros, o las ratas y los rayos cósmicos aniquiladores de protones de sus cerebros. El interés de los humanos por la relación entre ellos y el mundo es obvio, pero no puede convertirse en el fundamento de la filosofía. Debemos evitar, también, la tendencia de Whitehead a reducir las entidades del mundo a las relaciones que las conectan con otras. Aunque esto pueda sentirse como un soplo de aire fresco si se compara con las viejas y rígidas teorías de la sustancia, no termina de casar con la realidad (ya que falla tanto al explicar cómo podría darse el cambio, como al aportar hechos que prueben cosas como, por ejemplo, la aparición de relaciones nuevas (Harman, 2009, páginas 130 – 132). Que Whitehead defienda que todas las entidades están al mismo nivel ha de ser complementado con el interés de Heidegger sobre el retiro de las entidades de sus relaciones, y en general, de cualquier tipo de presencia (Harman, 2002). En el mundo hay una vasta variedad de objetos apuntando en dirección a extraños vacíos particulares, alejándose del contacto mutuo pero, de cierto modo, conectando entre sí de manera indirecta o tangencial. Ésta es la perspectiva de la filosofía orientada al objeto, que ya ha tenido repercusión en las artes y las humanidades y fue lanzada de manera oficial como el movimiento de la ontología orientada al objeto (OOO) en Atlanta, en abril de 20101. De esta manera, gran parte del presente escrito es una revisión crítica del libro Every Thing Must Go (2007), de Ladyman y Ross, una obra de cientificismo analítico sin tapujos que puede parecer distante a mis propias preocupaciones 1. La conferencia se puede ver en http://ooo.gatech.edu
INTRODUCCIÓN
filosóficas. Pero Ladyman y Ross son relevantes aquí por razones sistemática y contingentes. La razón sistemática es la siguiente: aunque quizá ellos sean los filósofos menos orientados a los objetos que uno pueda imaginar (no hay más que ver su título: todas las cosas han de desaparecer), su postura es la exacta inversión de la mía, como su gemela malvada, lo que en fondo indica que compartimos la preocupación por el estatus de las cosas individuales. La razón contingente tiene que ver con el astillado permanente en subgrupos divergentes que experimenta el movimiento realista especulativo. En 2006 me uní a Ray Brassier para fundar el realismo especulativo (originalmente fue idea suya). Celebramos un primer evento público el año siguiente en el Goldsmith College de Londres, donde nuestros colegas Iain Hamilton Grant y Quentin Meillassoux se sumaron a nosotros en el escenario (ver Brassier et al, 2007). Así, cuatro filosofías con poco en común se unieron brevemente gracias a lo que el único miembro francés del grupo brillantemente llama “correlacionismo” (Meillassoux, 2008, página 5): la perspectiva filosófica de que no podemos pensar lo humano sin el mundo ni el mundo sin lo humano, sino sólo a través de la correlación primigenia o correlación entre ambos. Entre otras cosas, el correlacionismo se enorgullece de su novedoso enfoque hacia la unidad de lo humano y el mundo, aunque al hacerlo apenas reforme el dogma post kantiano de que lo humano y el mundo son dos elementos básicos de la realidad (ver mis apuntes anteriores sobre Foucault). Pero las cuatro filosofías que componen el realismo especulativo tienen opiniones radicalmente diferentes sobre cómo superar el correlacionismo. En otros foros he contrastado mi filosofía orientada al objeto con las ideas tanto de Grant (Ver Harman, próximamente-b) como de Meillassoux (ver Harman, 2009, páginas 163 a 186). La postura de Brassier difiere notablemente de las demás en su compromiso con un eliminacionismo de corte científico, que le conduce a expresar un desprecio absoluto por el trabajo de figuras de importancia central en mi propio pensamiento, como Edmund Husserl (ver Brassier, 2007, páginas 26 a 31) y Bruno Latour especialmente (ver Brassier, próximamente). La actitud de Brassier habrá de ser abordada en breve, ya que
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el contraste entre nuestras perspectivas puede que sea el más evidente y, por lo tanto, interesante del realismo especulativo en conjunto. Sin embargo, él se mantiene como un blanco escurridizo; un grupo de pensadores detectamos un cambio en su pensamiento desde la publicación de Nihil Unbound (Brassier, 2007), lo que hace que sea todavía incómodo tratar este libro, a la espera de ver cómo él da cuenta pública de su nueva postura. Pero de la lectura de varios apuntes que hace Brassier en su correspondencia, así como de las declaraciones de sus colegas del equipo de la revista Collapse, queda claro que Ladyman y Ross se han infiltrado en su pensamiento en grado considerable, tornándolo en punto de confluencia para los adeptos a esa facción. Esto, por lo tanto, es la razón contingente de mi atención en Ladyman y Ross: su libro de 2007 parece ser una guía clara y precisa a las predilecciones de la rama cientificista del realismo especulativo, del que Brassier permanece como gurú indiscutible, y que yo considero un giro poco saludable para el movimiento.
2 DOS FORMAS DE MATERIALISMO “ Además opino que el materialismo ha de ser destruido”: la referencia histórica de mi título es ampliamente conocida. Ante la destrucción en 146 aC. de Cartago, el archienemigo de Roma, Catón el Viejo acostumbraba a terminar sus discursos, sin importar del tema que fueran, con la frase: “Y además opino que Cartago ha de ser destruida”, acortada en latín como “Cartago delenda est”. Pero mi frase El materialismo ha de ser destruido quiere ser una provocación al pensamiento, no una llamada literal a la erradicación. En primer lugar, destruir los contrincantes de uno en filosofía no suele ser una aspiración muy sabia, incluso en las contadas ocasiones en las que es posible, porque generalmente hay un ápice de verdad en las posturas que nos disgustan que no puede ser eliminado. Además, se ha hecho un uso promiscuo de la palabra materialismo en tantas teorías que destruirla implicaría destruir toda postura filosófica existente; y, finalmente, la perseguida destrucción puede siempre retornar en efecto boomerang. Consideren, por ejemplo, el libro más reciente de Jane Bennett (2010), cuyas ideas filosóficas han sido descritas con frecuencia como similares a las mías.
Bennett usa el materialismo de un modo que se podría aplicar fácilmente a la filosofía orientada al objeto, así como a los escritos de Latour relacionados con ella: toma materialismo como una etiqueta válida para cualquier filosofía que disuelva la estricta oposición que normalmente distingue a los sujetos humanos de las baldosas materiales inertes. Naturalmente, estoy completamente a favor de esta disolución pero, simplemente, dudo que materialismo sea el mejor nombre en este caso. En un sentido, la terminología es siempre de cierto modo arbitraria, y deberíamos ser libres de acuñarla y usarla a nuestro antojo. Pero como regla general, parece mejor evitar las confusiones enraizando los términos en su uso tradicional histórico. Lo que hace que la postura de Bennet enlace con la de Latour y la mía de manera tan estrecha es que ella se niega a ver la reducción como método filosófico general: la música y los gobiernos no pueden ser reducidos a carbono, oxígeno, metal o estructuras alternativas más profundas de naturalezas diversas. En cambio, todas las cosas, humanas y no humanas, de la escala que sean, están situadas al mismo nivel. En contraste con esta postura, a lo largo de los años el materialismo por lo general ha sido reductivo, y ha tenido como víctima favorita los objetos cotidianos de tamaño medio. Una forma de materialismo despedaza estos objetos a fin de revelar sus cimientos físicos más profundos, como burlándolos desde abajo. La otra rechaza la realidad de estos objetos, precisamente por la razón opuesta, negándoles cualquier profundidad más allá del modo en que nos han sido dados, como riéndose de ellos desde arriba. Dada la aparente oposición entre las dos estrategias, hay que señalar que ambas suelen ser referidas con el término materialismo. Aunque solía preguntarme por qué la segunda recibía el nombre de materialismo, ahora pienso que hay un motivo de peso para este uso doble. Las dos posturas tienen mucho en común, y comienzan a formar una silenciosa pero fuerte alianza, incluso amenazando con dominar la filosofía continental contemporánea.
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El primer gran brote de materialismo en occidente se puede encontrar en la filosofía presocrática (una buena introducción es Zeller [1980]). Sin prestar atención ahora a los detalles de su rica diversidad, los presocráticos pueden ser divididos en dos grupos fundamentales fácilmente. El primero elige ciertas especificidades materiales físicas para que conformen el sustrato radical de las cosas: ya sea el aire, el agua, el fuego, los cuatro elementos juntos o los átomos. Pero el segundo ve estos materiales como demasiado específicos para servir de cama del cosmos, y en su lugar nos da un ambiguo apeiron más profundo que cualquier otro elemento físico. Todos están de acuerdo en tenerle poco respeto a los famosos objetos cotidianos de tamaño medio, que reducen a bases más primitivas. Sólo dos de los presocráticos divergen ligeramente de este punto. Pitágoras lo hace convirtiendo los números en la matriz de todo, y Anaxágoras reduciendo los objetos de tamaño medio a formas minúsculas como los homoiomereiai: en todos sus rincones el mundo está enlazado con diminutos caballos, tiburones y árboles. Pero se debe prestar atención a que incluso estos dos pensadores mantenían que hubo una vez un apeiron que fue más tarde destruido para formar elementos discretos. Por lo tanto, el sentido original del materialismo es que todas las cosas, las compuestas y las no físicas, pueden ser reducidas a una base física elemental. No se necesitan bolas rojas de billar: un apeiron fértil y amorfo basta, además de que puedan existir otras alternativas. En cualquier caso, esta forma de materialismo persigue eliminar todos los seres compuestos e inmateriales, disfrazándolos de crédulas ensoñaciones para un populacho no filosófico. Dicho materialismo tiene una espléndida tradición de descrédito a la superstición y con frecuencia ha trabajado del lado de la ilustración humana, pero yo elijo rechazarlo sin ironías. Sin embargo, hay otro tipo de materialismo entre nosotros hoy, en algunos aspectos opuesto al primero. Emerge de la misma tradición idealista germana que quiere revolucionar, aunque a mi parecer no logre liberarse de ella. Hablo del materialismo dialéctico, una teoría sobre las relaciones sociales, en lugar de sobre los componentes diminutos más remotos presentes en cualquier relación. Las cosas cotidianas que nos son familiares no son tanto ilusiones como fetiches
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vulgares a los que se les ha otorgado una identidad independiente falsa. Como escribe León Trotsky en 1939: “el pensamiento vulgar opera con conceptos tales como capitalismo, moral, libertad, estado de los trabajadores, etc. y los considera abstracciones fijas, dando por hecho que el capitalismo es igual al capitalismo, la moral es igual a la moral, etc. El pensamiento dialéctico analiza todas las cosas y los fenómenos en permanente transformación, a la vez que define en las condiciones de dichos cambios ese límite crítico más allá del cual A deja de ser A, y un estado de los trabajadores deja de ser un estado de los trabajadores” (Trotsky, 1970, página 357). Las relaciones entre “todas las cosas y los fenómenos en permanente transformación” no se retraen hacia un mundo polvoriento de las cosas en sí mismas, sino que son ocultadas por la ideología que en algún momento será eliminada. Este tipo de materialismo es obviamente más compatible que el primero con la chocante declaración de Slavoj Žižek: “la verdadera fórmula del materialismo no es que haya una realidad noumenal más allá de la distorsionada percepción que tenemos. La única postura materialista consistente es que el mundo no existe...” (Žižek y Daly, 2004, página 97), lo que se identifica también en el materialismo especulativo de Meillassoux (2008), quien a su vez admite su deuda con Marx. El principio de ancestralidad presente en las ideas del pensador francés ha sido malentendido con frecuencia, incluso por mi en mis inicios (ver Harman, 2007b), y es que Meillassoux no está más cerca del realismo clásico que Žižek o Alain Badiou. Aunque a ninguno de estos autores les guste que les llamen idealistas, son en menor medida realistas. A pesar de la crítica tan valiosa que hace Meillassoux al correlacionismo, deja bien clara su opinión de que el correlacionismo tiene la razón: no podemos pensar una X no pensada sin inmediatamente convertirla en una X que es pensada. No se puede escapar del círculo correlacional, pero sí puede éste ser radicalizado desde el interior (ver sus apuntes sobre Brassier et al, 2007, páginas 408 a 435). Eso es materialismo reformulado de forma inmanente, sin nada latente tras la posibilidad de acceso al pensamiento que propone. Un estrato material más profundo que todo el acceso no es necesario, ya que el acceso mismo es el estrato material; el resto es mistificación.
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En lo que sigue será útil tener a mano nombres de pila para estas dos doctrinas. Pero la experiencia me ha enseñado que asignar nombres ya existentes, tales como realismo científico o materialismo dialéctico, apenas ayuda a clarificar esta pantanosa controversia. Después de todo, el materialismo dialéctico también dice ser científico, y muchos realistas científicos son comprensiblemente sensibles con eso de ser apretujados junto a los positivistas. Finalmente, atacar el reemplazo de la metafísica por parte de la ciencia suele ser confundido con un ataque a la ciencia misma, y la indiferencia que el último medio siglo de filosofía continental ha mostrado hacia la ciencia es demasiado lamentable como para merecer una pizca de apoyo. Por esta razón adoptaré un tono más desenfadado, y hablaré de materialismo de planta baja y materialismo de primera planta (siguiendo el sistema de numeración europeo en lugar del americano). El apartamento en el que vivo en El Cairo está situado en un elegante edificio antiguo en la calle Brasil, en el frondoso barrio de Zamalek. En la planta baja del edificio hay una sucursal de un poderoso banco nacional, quizá la base oculta de toda la actividad económica del barrio. Dejemos que este banco sirva como fetiche para la clase de materialismo que persigue eliminar la hipocresía, la alquimia, los conceptos folclóricos y las deidades y quiere en su lugar rastrear las cosas hasta sus raíces. Mientras tanto, el primer piso alberga sólo casas, la mía incluida; no hay ningún negocio. Cada residencia está equipada con una impresionante terraza que otea la calle y da una vista clara de todo lo que pasa. Sin embargo, la parte más fascinante del edificio no son ni el bajo ni el primero: al pelo para esta alegoría, hay también un entresuelo medio oculto. Esta críptica zona intermedia da sede al que quizá sea el marchante de arte más refinado de la ciudad: la galería de arte Zamalek. Un signo humilde en la entrada alerta al público que la galería existe, pero además de este no hay otro modo de anunciar su presencia, aparte de la fama y el rumor. Por los términos de esta analogía, el materialismo puede ser descrito como una filosofía que bien va al banco, bien se sienta en una terraza con vistas para mirar al mundo, bien hace ambas cosas en una misma visita. Lo que falta en cada caso es la galería de arte, escondida, entre las dos actividades. Pero anoten: no estoy diciendo que los objetos sean
hermafroditas transgrediendo la frontera entre un mundo puramente físico en un lado y una esfera puramente subjetiva en el otro; este punto de vista no puede defenderse ni siquiera incluso tras leer treinta o cuarenta páginas de Bruno Latour (1993). En vez de ello, defiendo que tanto el banco como la terraza son también galerías de arte con trillones de otras estirándose hasta el noveno piso y más allá, e infinitas galerías más tunelando las profundidades de la Tierra. No hay planta baja ni planta primera ni, por lo tanto, una unificación de las dos. Lo único que hay son galerías bien hasta abajo.
3 EL MATERIALISMO DE LA PLANTA BAJA DE LADYMAN Y ROSS En escritos recientes he lanzado una serie de desafíos al materialismo de la primera planta, que se pueden encontrar en el largo capítulo final de Prince of Networks (Harman, 2009). Además, una declaración adicional sobre el asunto aparecerá en mi próximo libro sobre Meillassoux (Harman, próximamente-d). He escrito de vez en cuando, también, sobre el materialismo de la planta baja, aunque pueda argumentarse que mis ataques a las actitudes que socavan los objetos han resultado más efectivas contra las formas fisicalistas de los presocráticos que contra los materialismos de vanguardia contemporáneos. Por este motivo hablaré aquí del materialismo de la planta baja en conexión con el reseñable y ácido libro de Ladyman y Ross (2007). Es cierto que los autores se muestran indiferentes con el término materialismo, y que niegan abiertamente la existencia de plantas bajas en el mundo. Sin embargo, cumplen todavía el criterio principal del materialismo de la planta baja, en la medida en la que socavan el mundo de los objetos cotidianos con lo que llaman estructura. Son materialistas por su actitud de desdeño hacia los objetos individuales; y habitan esa planta baja, además, precisamente porque atacan los objetos en lugar de intentar rescatarlos. Es decir, es obvio que Ladyman y Ross no defienden la idea correlacionista de que todo está atrapado en el círculo del pensamiento, pues su objetivo primario es defender que el conocimiento conecta con la realidad externa al pensamiento. Negar esto acabaría con el propósito general de las
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teorías metafísicas que, como la suya, se basan en presupuestos científicos. Sus ideas se enmarcan en el realismo estructuralista, que fue lanzado con el objetivo de mostrar cómo los contactos científicos con lo real pueden permanecer intactos a pesar de los cambios que las teorías científicas experimentan con el paso del tiempo. Incluso si muchos de los objetos que en el pasado han ocupado al pensamiento científico (el planeta Vulcano, los átomos sin partes, el flogisto) se han evaporado ya del mapa por el paso del progreso de la ciencia, el realismo estructuralista defiende que una cierta parte de la estructura matemática sí se ha mantenido hasta ahora.
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Vale la pena tener en cuenta el libro Every Thing Must Go por diversas razones. En primer lugar, Ladyman y Ross parecen haber escrito el texto más vehemente de filosofía anti orientada al objeto que uno pueda imaginar, a la vez que apoyan muchos reclamos que resultarán familiares a los asiduos al pensamiento orientado a los objetos. Todo esto le da al libro un regusto a paradoja. Al principio resultan bastante agresivos en su desdén tanto hacia los objetos como hacia los temas causales relacionados. Sin embargo, invitan también a sustituir los desiertos estériles por selvas (en sus palabras) de lo que, siguiendo a Daniel Dennett (1991), llaman patrones reales en interminable e ilimitado descenso. Como también hago yo, Ladyman y Ross muestran su tácito rechazo a los alegatos correlacionistas que beben del realismo. Un segundo motivo para escoger este libro es que, a pesar de sus trescientas páginas y el vasto despliegue de notas a pie de página y tecnicismos, Every Thing Must Go defiende una postura metafísica relativamente sencilla. Si bien no estaría de más analizar el libro con mayor detalle, se puede dar cuenta de sus contenidos con la rapidez con la que uno encuentra Francia en el mapamundi. En tercer y último lugar, se da que Ladyman acaba de entrar en esa lista de héroes de la rama cientificista nihilista del realismo especulativo que forman Thomas Metzinger, Paul Churchland, Wilfrid Sellars, François Laruelle y, de manera intermitente, Badiou, tal y como Latour, Whitehead, Xabier Zubiri, Marshall McLuhan y Alphonso Lingis son héroes frecuentes de la vertiente orientada al objeto del movimiento. “ Admiramos la ciencia”, dicen Ladyman y Ross, “hasta
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incluso el cientificismo más elemental” (Ladyman y Ross, 2007, página 61; si no se especifica lo contrario, el resto de referencias en este artículo serán a este libro). Ellos aceptan, de este modo, el cientificismo de la misma manera que otros grupos en principio insultados se apropiaron de palabras de intención abusiva como impresionista, fauvista o queer y las convirtieron en eslóganes llenos de orgullo. Su cientificismo les conduce a formular duros e inesperados juicios sobre algunos de sus colegas, que justifican diciendo que les importa demasiado la filosofía como para decir otra cosa que no sea la pura verdad (página VII). Más en concreto, mantienen que “la metafísica analítica... no encaja dentro de la búsqueda ilustrada de la verdad objetiva, y ha de ser discontinuada” (página VII), burlándose de ella a lo largo de todo el libro, llamándola neo escolasticismo. Siendo cautos se puede asumir que ellos tampoco ven la metafísica continental como parte de una búsqueda ilustrada de la verdad objetiva, y puede que este subcampo todavía minúsculo no entre siquiera en su radar. Si bien Ladyman y Ross describen su propio trabajo como metafísica, están listos para denunciar cualquier metafísica de sofá que no esté basada o inspirada en las ciencias naturales. Pero en un sorprendente giro pragmatista que nos recuerda al mismo Latour, defienden que son las instituciones quienes establecen los estándares del mejor pensamiento científico contemporáneo, incluyendo en esta valoración a los comités de evaluación de becas. Dicen: “Ningún científico tiene razones para estar interesado en la mayor parte de la discusión que hoy engloba la etiqueta de la metafísica” (página 26), y para ellos la indiferencia de los científicos es en realidad una condena. Denuncian “los debates esotéricos sobre la sustancia, los universales, la identidad, el tiempo, las propiedades, y demás, que hacen escasa o nula referencia a la ciencia, y lo que es peor, que parecen dar por supuesto que la ciencia ha de ser irrelevante en su resolución. (Pues éstos) se basan en priorizar las intuiciones de sofá sobre la naturaleza del universo por encima de los descubrimientos científicos” (página 10). Dichas intuiciones de sofá se rechazan por razones ya defendidas por los devotos de Wilfrid Sellars y Paul Churchland; por ejemplo: “lo que la gente encuentra intuitivo no es innato, sino un logro educativo y evolutivo... Deberíamos
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esperar encontrar variaciones culturales y evolutivas en lo que se da por intuitivo, y es justo eso con lo que nos topamos” (página 10). Citan también el ejemplo de relativismo popular de que los estadounidenses tienden a culpar de los crímenes a individuos, mientras que los chinos los atribuyen a las circunstancias. Desde su punto de vista, la ciencia supera la intuición. “Nadie intuyó que la luz blanca sería en realidad una estructura compuesta, de que la combustión involucraría la absorción de algo en lugar de su expulsión, de que los pájaros son los descendientes más directos de los dinosaurios, o de que Australia se encuentra de camino a colisionar con Alaska” (páginas 11 y 12). Por esta razón la ciencia gana a la metafísica de sofá. “La relatividad especial dictó la metafísica del tiempo; la física cuántica, la de la sustancia; y la química y la biología evolutiva, la de los seres naturales” (página 9). Su cientificismo es en efecto simple.
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Pero para Ladyman y Ross la ciencia no es democracia, hay una soberana en el reino. Uno de los pilares del libro es lo que los autores llaman el PPC, o primacía de la restricción de la física2 . Así formulan este principio: “Sólo por entrar en conflicto con la física fundamental, las hipótesis científicas especiales habrían de ser eliminadas. (En contraste) las hipótesis fundamentales de la física no son rehenes simétricos a las conclusiones de las ciencias especiales” (página 44). Pero a la vez que suscriben el naturalismo, rechazan el fisicalismo que percibe el mundo por medio de “una física de los objetos, las colisiones y las fuerzas”, que suelen poner en ridículo como “la filosofía de química de instituto” (página 44). Los autores aportan incluso nombres y encuentran ejemplos de esta ciencia de aficionados en prominentes pensadores neo escolásticos como Jaegwon Kim y David Leweis. Ladyman y Ross opinan que la tarea de la metafísica es la unificación de la física con las ciencias especiales. En sus palabras: “nuestra metafísica debería estar influida por lo mejor de la física” (página 149), aunque aquí la expresión estar influida por resulta ser un eufemismo para dominada por. Y como las fuerzas, las cosas y las esencias “no encuentran representaciones en la teoría física matemática” (página 247), pueden afirmar que no existen. Los autores no tienen 2. “primacy of physics constraint” en inglés. Nota de la traductora.
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ninguna simpatía por la metafísica de las entidades individuales: “los naturalistas no deberían creer en ‘objetos materiales’... [Estos] no son lo que estudia la física [ni las demás ciencias], sino que son puras invenciones filosóficas” (página 302). El deseo de una ontología de los individuos conduce a “la demanda de que el mundo independiente del pensamiento pueda ser imaginado en función de las categorías del mundo de la experiencia” (página 132). Los objetos son meros útiles prácticos para orientarse en el mundo. Tal y como defienden: “No hay cosas. Sólo hay estructura” (página 130). Los objetos simplemente pertenecen al mundo de la “imagen manifiesta” (página 158), “son producto de la psicología humana” (página 155) y “de las demandas parroquianas de nuestro aparato cognitivo a lo largo de la evolución”, además de los efectos de “una educación en los textos de la tradición metafísica clásica” (página 188). La realidad no es la suma de particularidades concretas. Tras desdeñar los objetos y la causalidad y calificarlos de productos folclóricos, vuelven a puntualizar con acidez que “la metafísica folclórica suele generar mejor poesía que la científica” (página 297). Por tanto, Ladyman y Ross parecerían ser los pensadores anti objetos por excelencia. Esta impresión es inicialmente acentuada cuando se arman para atacar la teoría de los niveles emergentes del mundo. Conociendo el cientificismo de los autores y la celebración que hacen de la física como la Reina del Cosmos, el lector podría asumir que ven tanto las unidades grandes como las pequeñas como productos colaterales ilusorios de una realidad compuesta por una multiplicidad de capas. Pero sorprendentemente, esto no es lo que ocurre en el libro: a diferencia de muchos con los que comparten carácter y modo de mirar el mundo, Ladyman y Ross sostienen que las propiedades emergentes son inexplicables, impredecibles e irreductibles a lo que existe con anterioridad. Mientras que a muchos críticos del emergentismo les incomoda que se de a las unidades de tamaño medio demasiada autonomía proveniente de las piezas que las componen, estos autores acusan a la teoría de no otorgarles suficiente. Con una extrañeza admirable, sencillamente no creen que los átomos de oro, las moléculas de oro, los lingotes de oro y las vitrinas llenas de joyería de oro tengan ningún tipo de relación causal o composicional entre sí. Las razones que
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argumentan esto serán aclaradas con brevedad, pero la cuestión es que, en lugar de negar que un individuo sea algo independientemente de sus componentes, lo que niegan es que los individuos sean unidades discretas involucradas en un sistema de capas composicionales. Resumiendo: si lo que les incomoda es la teoría de niveles del mundo, no es por la razón más corriente de que su mundo tenga un sólo nivel, sino porque los niveles de Ladyman y Ross no tienen ningún tipo de influencia mutua. Según su perspectiva, afirmar lo contrario simplemente conduciría a una poesía popular de cosas cohesivas individuales involucradas en relaciones causales.
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Ya con esto se empieza a ver cuán inusual es la metafísica que Ladyman y Ross ponen a disposición del lector, pues poco tiene que ver con otras versiones más familiares de cientificismo. En primer lugar, aunque se le otorga en ella a la física una prioridad asimétrica sobre las demás ciencias, a éstas se les concede independencia: hay hechos geológicos y químicos concretos sobre la realidad, y de acuerdo a los autores hay hechos incluso sobre atascos de tráfico. A pesar de sus quejas sobre la poesía, en cierto punto dan rienda suelta a su casi poética letanía latourniana (el nombre de Ian Bogot para la larga lista de las cosas concretas preferidas por los filósofos que se dedican a la ontología orientada al objeto). No hay más que escuchar este ejemplo: “(Las ciencias) no lideran ningún desfile de objetos científicos especiales hacia ningún purgatorio metafísico. Los precios, las neuronas, los péptidos, el oro y Napoleón son todos patrones reales que existen del mismo modo como quarks, bosones y la fuerza débil” (página 300). Este pasaje podría haber sido fácilmente extraído de un libro mío o de Latour. Los autores se alardean incluso de dejar margen para las selvas de realidades: un soplo de aire fresco en comparación con los ya frecuentes reclamos de la navaja de Ockam y los paisajes desiertos de Quine. El mundo es un enjambre de patrones reales, algunos descubiertos y otros literalmente imposibles de descubrir. Se deduce de esto que quedan por desenmascarar un número infinito de ciencias, cada una dedicada a tipos de patrones aún desconocidos. Y quizá éste sea el aspecto más sorprendente del libro: su programa en principio cientificista que, sumado al tono abrasivo que en general adoptan, les hace parecer agresivos, les acerca al estereotipo de matones patrullando las calles
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un viernes por la noche en sus chaquetas estructuralistas de cuero, dándoles duro a poetas y neo escolásticos con navajas suizas y nudillos de latón. Pero su noción de selvas, ese mundo de objetos disociados y dependientes de la escala, les hace parecer tan inflacionistas como un buffet libre servido por Alexius Meinong. Este último apunte no es más que una exageración juguetona, por supuesto, ya que aún hay mucho que se ha eliminado en el modelo de Ladyman y Ross. Pero la cuestión es que su selva de patrones, donde cada uno es cortado a imagen de los enlaces causales o mereológicos que les unen a sus vecinos, se parece bastante al sueño ocasionalista de un paisaje pluralista de realidades independientes necesitadas de una fuerza mayor que las agrupe. Pero hay por lo menos tres diferencias básicas entre el realismo estructural óntico y la filosofía orientada al objeto, y éstas muestran al lector qué convierte a Ladyman y Ross en materialistas y no a mi. La primera es que son bastante estrictos al distinguir patrones reales de los patrones meramente folclóricos que pueden ser eliminados por los procedimientos normales del cientificismo, y para ellos, lógicamente, esos patrones folclóricos incluyen a los qualia sensoriales. La segunda diferencia es su negación de cualquier composición genuina o causalidad en el mundo. La tercera, que al final del día la realidad es estructura, lo que aunque tenga poco que ver con las cosas individuales, resuena tanto a los noúmenos kantianos que les fuerza a destinar varios párrafos a negarlo. Echemos un vistazo a esta imaginativa rama de cientificismo de la jungla. Aunque en el pasado la física se ocupaba de objetos diminutos, como los químicos y los átomos, a Ladyman y Ross les preocupa exclusivamente la teoría cuántica más avanzada, donde no encuentran ningún objeto o causalidad tradicionales. No nos metamos a diseccionar este reclamo aún, pues ellos mismos admiten la controversia que encierra (página 191). Prestemos atención, sin embargo, a la concesión que hacen a que las ciencias especiales (todas las que no son la física) sí se ocupen de esos asuntos. “Aparece la siguiente alarma:”, dicen, “es más fácil desistir de los individuos autónomos en la física de lo que es hacerlo en las ciencias especiales, porque a diferencia de la primera, las segundas expresan muchas (o la mayoría) de las generalizaciones más cruciales en
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términos de la transmisión de influencias causales desde un sistema (relativamente) encapsulado a otro” (página 191). Dicen que la realidad, en lugar de estar hecha de objetos y causas, es estructura. Pero también añaden que “ser es ser un patrón real” (página 226). O, como lo explican mejor unas líneas antes, “la tentativa hipótesis metafísica de este libro... es que el criterio de realidad basado en patrones reales es el último grito en ontología, y que no hay nada más en juego para la existencia de una estructura que lo que conlleva que se convierta en patrón real” (página 178). Que llamen a esta hipótesis tentativa despista un poco, pues en realidad la empujan con fuerza situándola en el foco del libro. Es tentativa sólo en el sentido de estar supuestamente abierta a la falsificación empírica, aunque es difícil pensar qué tipo de test experimental podría lograr tal hazaña.
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Se hace referencia al Juego de la vida de John Conway (popularizado por Gardner en 1970), donde cuadrados negros en una cuadrícula siguen sencillas reglas de generación y muerte. Bien sabido por todos, estas sencillas reglas suelen dar lugar a patrones complejos con influencia sobre los cuadrados que los componen: los llamados planeadores atraviesan la pantalla, y hay incluso un elaborado patrón pistola de planeadores que dispara nuevos objetos volantes sin parar. Ladyman y Ross defienden la realidad de los patrones a gran escala del Juego de la vida, invocando la opinión de Dennett de que una descripción de estas formas en función de su nivel y su escala es más eficiente que una descripción del mapa de bits. Para ellos basta con dejar que los planeadores, los comedores y los disparadores cuenten como patrones reales, pero también acusan a los metafísicos conservadores de negar el estatus de realidad a todo aquello que no sean puntos individuales en el juego, aunque seguramente el materialismo popular sea tan culpable como ellos de esto. Moviéndose a terrenos más serios, defienden también que el genio de Charles Darwin en la biología y el de Charles Lyell en la geología se basan en haber reconocido una ascendencia de escala en sus respectivos dominios. Lo que es igual a decir que han reconocido la existencia de patrones que no pueden ser identificados en los elementos más mínimos de toda situación; a cada capa del mundo le corresponde, por lo tanto, cierto grado de autonomía. Por ejemplo, la
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selección natural en la evolución es invisible al nivel de los individuos, pero se hace fácilmente reconocible al nivel de las poblaciones. Tampoco se pueden encontrar las sierras y fallas de la geología en los guijarros que las forman. Pero como ya se ha señalado, Ladyman y Ross buscan incrementar de modo exponencial esta autonomía hasta el extremo de que los patrones ya no estén formados a su vez por patrones más pequeños. Incluso afirman que la emergencia en el sentido compositivo viola la segunda ley de la termodinámica, un reclamo cuyo análisis será mejor dejar para otra ocasión (página 215). Pero si “ser es ser un patrón real”, entonces deberíamos preguntar qué es un patrón real y cómo difiere de esas en teoría cándidas ficciones conocidas como objetos. Lo primero que cabe notar es que a pesar del adjetivo real, estos patrones reales son tratados sobre todo en términos prácticos. No estamos aquí ante el cientificismo hard-core de tu padre: Ladyman y Ross expresan con frecuencia a lo largo del libro su admiración por el pragmatismo. Por mencionar un ejemplo: para estos autores Napoleón no es un individuo, sino un patrón real. Lo que esto significa es que “los observadores que le analizaban en 1801 contarían con ventaja a la hora de proyectar el patrón a 1805, por lo que (seguro) Napoleón es un patrón real” (página 229), asumiendo que la ventaja para los observadores se convierta en criterio clave de lo real mismo. Por contraste, “el objeto nombrado en referencia al agujero derecho de mi nariz, la capital de Namibia y el último solo de trompeta de Miles Davies no es un patrón real, porque su identificación no apoya ninguna generalización que no esté sustentada por la identificación de los tres conjuntos considerados de manera separada” (página 231). Los autores nos aseguran que “ningún observador ha accedido nunca al alcance completo de un patrón real” (página 241) y que esto es lo que nos fuerza a ser pragmáticos con los patrones reales. El hecho de que nunca se haya accedido a ellos no se debe a una suerte de retiro heideggeriano hacia una realidad críptica y velada, sino que ocurre más bien porque cierta cantidad de información ha de ser siempre inaccesible a los observadores: el número exacto de pelos que tenía Napoleón en la cabeza en Waterloo es información difícil de averiguar ahora, tanto como distantes en el tiempo son los eventos, haciendo imposible
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que ningún humano pueda observarlos. Privados como estamos, por lo tanto, de la verdadera realidad de las cosas, hemos de ser prácticos y centrarnos en aquellas propiedades centrales que nos permiten “predecir con precisión” que “nuestra atención está buscando, todavía, el mismo patrón real en cualquier operación de observación (y razonamiento)” (página 241). Hacemos lo mismo con los individuos que, según Ladyman y Ross, “son sólo herramientas para llevar la cuenta” (página 240), lo que se dice es tan cierto para los animales como lo es para los humanos. Si las cosas individuales son “construcciones hechas para el rastreo de segundo orden de patrones reales... (ellas) no son necesariamente construcciones lingüísticas, ya que algunos animales no humanos... casi con seguridad los construyen de modo cognitivo.” Sin embargo, añaden que “todas las preguntas acerca de la relación entre los patrones reales y los individualidades de las ciencias especiales conciernen a individualidades construidas por gente” (página 242). Pero en lo que a los patrones reales respecta, hay “patrones reales hasta bien abajo” (página 228). 28
Repitiendo lo dicho: todo lo que ya existe es un patrón real. Pero los hay de dos tipos: los representacionales y los extrarrepresentacionales. Los segundos son aquellos que no son “de segundo orden” (página 243) respecto a cualquier otro patrón real. Y como dicen los autores, “la abrumadora mayoría de los patrones reales sobre los que la gente habla abiertamente son... representacionales” (página 243). Vuelto a decir en terminología kantiana, “no es la idea más emocionante, pero es cierto dentro de la emocionante aunque falsa idea de que la gente piensa sólo sobre “fenómenos” cuando lo que en realidad existe son los ‘noúmenos’”.Porque, como dicen, “la gente puede pensar y comunicarse acerca de patrones reales extrarrepresentacionales, pero no suelen hacerlo; los científicos suelen intentarlo y tienen éxito al pensarlo y comunicarlo” (página 243). Lo real puede ser conocido, pero a través de su formalización en lugar de por el lenguaje natural. Al discutir el conocido ejemplo de las dos mesas de Eddington (la mesa encontrada y la mesa material de la física), el interesante giro que dan al problema es que la mesa científica es una mesa que no existe. Y encima se enorgullecen de cómo su metafísica es capaz de manejar este caso:
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“Es una ventaja que tiene nuestra postura, que posibilita el entendimiento de cómo la imagen científica y la del sentido común pueden aprehender los patrones reales. La mesa de todos los días probablemente sea un patrón real. Estrictamente hablando no hay mesa científica, porque no hay un sólo candidato formado por una agrupación de patrones microscópicos que sirva mejor que otro para ser la base reductiva de la mesa de todos los días” (página 253). Además, “negamos que los patrones reales, tanto los cotidianos como los de la ciencia especial, hayan de ser composiciones mereológicas de patrones reales físicos” (página 253). Y, finalmente, la única diferencia entre la física y las ciencias especiales es que “la física fundamental puede descubrir cosas del tipo que las otras ciencias no; y llamamos a este tipo de algo un patrón real universal”(página 283). Demasiada exposición se vuelve absurda con rapidez. Pero antes de poner punto y final a la actual, necesitamos entrar un poco en el carácter relacional de este nuevo cientificismo. Porque tras defender el rol de las instituciones en el establecimiento de las verdades científicas, y hablando a favor de las redes, Ladyman y Ross tienen un tercer momento latourniano, cuando identifican su metafísica con una forma de relacionismo. Los patrones reales no sólo existen como agentes causales autónomos: no pueden existir con independencia de su contexto. Éste es un tema recurrente a lo largo del libro. Los autores citan a Mauro Dorato con aprobación al decir que “las entidades postuladas por las teorías de la física han de ser miradas como una red de relaciones, sin presuponer entidades del tipo sustancia o ‘perchas’ de las que cuelgan”. Aluden también a Cassirer (mientras Leibniz se retuerce en la tumba) al afirmar que éstas son “un agregado definido de relaciones y (que consisten) en ese agregado” (página 245). “Hay relaciones hasta abajo del todo” (página 152). La metafísica clásica cree en el principio de identidad de los indiscernibles, y trata a todas las libras esterlinas como únicas. Pero las matemáticas y la teoría cuántica no, en la medida en la que las propiedades relacionales de dos libras sean las mismas. Son, precisamente éstas, las disciplinas que hemos de seguir en lugar de la metafísica
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neo escolástica. Ladyman y Ross le dan vida al asunto calificando de seductor sinsentido a un naturalista que piense que las cosas pueden ser transportadas a “ambientes con espacios y tiempos radicalmente nuevos” y aún seguir siendo la misma cosa, ya que “nada en la ciencia contemporánea estimula la imagen” (página 294). Aquí, les guste o no, ambos tienen a Latour y a Whitehead de su lado cuando tratar de cerrar el pacto con el siguiente experimento: “Llevemos pandas gigantes a Saturno o 6000 (millones de años) atrás en su espectro de luz. Es fácil pensarlo, ¿verdad? Pero los organismos son patrones reales de una fuerza inusual, a diferencia de la mayoría de los patrones reales estudiados por los científicos. Ahora imagina llevar las derivadas de riesgo del mercado de aerolíneas a Saturno, o a 6000 (millones de años) atrás en su espectro de luz. Eso ha sido incluso más difícil de imaginar, ¿verdad?” (página 294). Finalmente, se ha de añadir que los autores hacen poco uso de la causalidad, aunque están de acuerdo en que las ciencias especiales sí la necesitan como aparato heurístico para descubrir patrones reales. Por un lado la llaman “(una idea folclórica) que no ha sabido acabar con la confusión en metafísica” (página 246). Ridiculizan la causalidad apodándola microchoques y en su lugar adoptan la siguiente postura: “Porque pensamos que la física fundamental describe... patrones reales, creemos que hay leyes universales. Lo que no creemos es que hablen de factores causales” (página 289). Para ellos está mal creer en los microchoques por la simple razón de que, incluso si la metafísica analítica de 2007 cree en ellos, la física de 2007 no: “(la) cuestión ha de ser determinada por la física fundamental, y por ahora ésta se pronuncia en contra” (página 289, énfasis añadido). Pero a pesar de todo esto, se oponen al intento de Bertrand Russell de eliminar la causalidad del conjunto de las ciencias (página 270), porque, como dicen, “aunque la física no precise del metafísico para hacer que la causalidad case en el tejido estructural, es complicado evitarlo y mantener al mismo tiempo una actitud realista hacia las ciencias especiales” (página 159). En general, prefieren reemplazar la palabra casual por la construcción “portador de información” (página 221), aunque este tema es mejor dejarlo para otro momento.
4 TORTUGAS DESCONECTADAS, HASTA EL FONDO, HACIA ABAJO Ladyman y Ross describen este sorprendente tipo de materialismo que proponen como de tortugas hasta el final, aunque con un toque inusual: las tortugas no descansan sobre las espaldas de sus compañeras, ni siquiera están conectadas. Tortugas diferentes, patrones reales diferentes, aparecen en distintas escalas sin estar apoyadas o formadas por otras. Pero existe una tensión obvia entre la dependencia pragmática de la escala que tienen estos patrones y la defensa de que son reales. De hecho, los patrones son reales sólo en el sentido minimalista de que no son meros patrones en la mente que puedan ser eliminados al comprimirlos en una descripción más eficiente. Si nos tropezamos con el patrón real conocido como mesa, o bloquea nuestro camino o nos hacemos daño, lo que es prueba suficiente de su independencia de la mente. Ignoremos por ahora que el ambiguo estatus que se le da a la causalidad en el libro puede complicar las cosas para que la mesa haga cualquiera de esas dos cosas, y en su lugar preguntemos por qué ha de haber patrones reales en plural. Si el mundo es estructura, y si la estructura es un todo relacional desmigado en patrones discretos sólo en las escalas específicas que pueden ser percibidas por los observadores humanos y animales, entonces hay un problema para entender cómo pueden existir los patrones en plural, así como con la cuestión relacionada de porqué existen escalas diferentes en primer lugar. Que mis amigos, mi camada de perros salvajes, sus pulgas y yo seamos todos testigos del mundo a escalas diferentes, significa que hay observadores y perspectivas discretos en el mundo. Y si hay realidades discretas de este tipo, entonces debe también haber individuos, sean o no cosas duraderas de acuerdo a la teoría tradicional de la sustancia. Hay dos opciones aquí, y ambas presentan dificultades insuperables. La primera es que la estructura de todo derecho está de antemano rota en diversos patrones y escalas. Pero en este caso existirían zonas individuales (o al menos pre individuales), y no habría razón alguna para no usar el término cosas para
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referirse a los humanos, monos y cebras que perciben esos patrones a escalas diversas, siempre que nuestra definición de cosa sea lo suficientemente amplia. La segunda opción es que la estructura misma no tenga zonas discretas, con la consecuencia de que los patrones específicos se configurarían por primera vez sólo al ser emparejados con los observadores con los que se enfrentasen. Esta opción conlleva la dificultad añadida de que los observadores mismos también habrían de nacer a la existencia desde una estructura pobremente diferenciada. Pero incluso si pensamos que no hay complejidad alguna en que un patrón real y su observador se construyan de manera simultánea, no queda clara la razón que lleva a una estructura relacional global a generar escalas discretas de observadores y observados.
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Pero hay todavía un problema mucho más elemental con este modelo del mundo, que es que Ladyman y Ross nunca terminan de dejar clara qué relación entre patrones, estructura y matemáticas hay en el corazón de su metafísica. Recordemos que insisten en que hay patrones reales (tortugas reales) hasta el fondo, pero dicen que también hay estructura hasta el final. Esto provoca una de las preguntas más duras que Collapse lanzó a Ladyman en su entrevista de 2009. Veamos: “¿Qué es exactamente lo que (su filosofía) defiende como ontológicamente fundamental al insistir en que la estructura es todo lo que hay? ¿Se trata de la estructura matemática misma, o de aquellos patrones reales extrarrepresentacionales que se supone representan las estructuras matemáticas?” (Ladyman, 2009, páginas 165 y 166). Ladyman responde con fresco candor: “la pregunta atañe al corazón de la materia, y debo confesar que no estoy seguro sobre cómo contestarla”(página 166). El motivo de la inseguridad de Ladyman no es que se haya congelado de repente por la ansiedad que le producía la entrevista; de hecho, él y Ross tratan este tema con bastante inocencia en su libro. Dicen en él que la estructura física es de hecho física, y no sólo matemática. Pero, ¿qué la hace exactamente física en
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lugar de matemática? Contestan: “Esa es una pregunta a la que nos negamos a responder” (Ladyman y Ross, 2007, página 158). ¡Vaya respuesta más extraña para unos racionalistas tan duros! Pero al menos intentan justificar esa respuesta tan distinguida: “La estructura mundo solo es y existe independiente a nosotros, y la representamos de modo matemático-físico con nuestras teorías” (página 158). De pasada admiten que, en efecto, todo esto suena kantiano. Porque por ahora parece como si la estructura no fuera nada más que un ámbito nouménico físico al que es imposible acercarse, aunque estén absolutamente seguros (tanto como Kant no lo estaba) de que no contiene individualidades. Después de todo, están de antemano convencidos de que las individualidades no son más que un producto folclórico de la imagen manifiesta. No ven más razones para ser agnósticos en referencia a la posible existencia de los objetos que sobre el hecho de que “jerbos bicéfalos canten blues” (página 131). Así que es obvio que no pueden apoyar un modelo kantiano de noúmenos no cognoscibles, pues esto agotaría el objetivo clave del realismo estructural, cuya única razón de ser es defender que incluso las teorías científicas obsoletas conservan algún tipo de contacto con lo real que puede sobrevivir al declive de esas mismas formulaciones. A lo largo de cuatro párrafos al final del libro, haciendo repaso de los daños, preguntan: “ya que sólo podemos representar los patrones reales en cuestión en función de relaciones matemáticas, ¿en qué sentido son éstos patrones reales más allá de que, de acuerdo a Kant, los noúmenos sean reales?”(página 299). Contestan con algo casi peor que un golpetazo en la mesa: “nuestras diferencias con Kant son profundas. Al contrario de él, insistimos en que la ciencia puede descubrir las estructuras fundamentales de la realidad, que de ningún modo son construcciones de nuestras propias disposiciones cognitivas” (página 300). Y es aquí donde se encuentra el punto ciego no sólo de este libro de Ladyman y Ross, sino del materialismo en su conjunto, que ellos revelan con más candidez que otros, sencillamente. En concreto, existe una tensión irresoluble entre el realismo y el verificacionismo, dos principios que los autores quieren suscribir simultáneamente. De hecho, se enorgullecen bastante de haberlos combinado de un modo que ellos perciben como original, como queda claro al leer el párrafo que cierra el volumen:
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“Por lo tanto concluimos que lo que defendemos en este libro, tras haber asumido el naturalismo, son el verificacionismo y el realismo. Ya que estos dos principios han sido tenidos tradicionalmente por incompatibles, no queda duda de que un significativo espacio lógico había quedado sin explorar en la metafísica de la ciencia, haciendo que algunos acertijos parecieran irresolubles” (página 310).
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Pero lejos de ser algo nuevo, yo quiero sugerir que la combinación de lo real (como en el realismo) con el acceso a lo real (como en el verificacionismo) en la misma filosofía es la clave del materialismo, tal y como se ha definido en las declaraciones iniciales de este artículo. Al principio, Ladyman y Ross buscan un real que sea físico en lugar de matemático, a pesar de que se niegan a decir qué implicaría esa diferencia, y de vez en cuando confiesan que no están seguros. Cuando se dice que esto más bien suena como el inaccesible noúmeno kantiano, ellos cambian de rumbo y aseguran: no, porque nuestro conocimiento es de la realidad misma y no sólo el de las estructuras impuestas por la mente humana. Porque a pesar de ser verificacionistas, insisten en que no son positivistas y que, de hecho, existe un mundo más allá de nuestra representación de éste. Pero lo que se ve es que todo esto no les permite construir nada más que una débil idea de realismo. Al final se vuelve imposible determinar si Ladyman y Ross se alinean con el materialismo de planta baja o el de la primera. Por un lado parecen más neo fitcheanos (en el primer piso) que neo kantianos (el piso bajo) al oscilar hacia la idea de que lo real es lo que puede ser matematizado, a pesar de la húmeda advertencia de que cierta información se encuentra desconectada de nosotros sin remedio (la cantidad de pelos de Napoleón o el interior de los agujeros negros). Pero desde otro ángulo, cuando les da la timidez y se ocultan de las consecuencias que conlleva esta matematización del universo, sus implicaciones marcadamente antirrealistas viran hacia Kant y proponen una estructura física de noúmenos más allá de la matemática; todo, a la vez que se niegan (no sólo olvidan, sino que niegan) a explicar en qué consiste esa diferencia.
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Por tanto, el mundo de Ladyman y Ross se compone de dos zonas que implotan mutuamente la una en la otra. La primera es ese luminoso distrito matemático de lo conocido y lo cognoscible, dominado por la enormidad de la Ciencia. Dicho conocimiento puede que nunca sea definitivo, pero tendrá siempre un contacto significativo con lo real gracias al núcleo matemático que resiste en las teorías científicas de última generación. Sin embargo esto no puede ser toda la historia o tendríamos entonces un universo puramente matematizado que daría lugar a bien un idealismo berkeleyiano o a un matematismo neo pitagórico. Entonces, el postulado de Ladyman y Ross es que lo real no matemático añade gravedad y cuerpo a lo que de otra forma sería un idealismo matemático no mitigado. En conclusión, el mundo de Ladyman y Ross sólo ofrece dos ingredientes básicos: a) una estructura real física, y b) observadores animales o humanos de escala específica que, por lo tanto, se enfrentan cada uno a la estructura matemática en la forma de patrones reales de representación. No hay posibilidad de que las cosas individuales caigan fuera de esta dualidad mundo-humano / mundo-animal, porque supuestamente dichas cosas son sólo “herramientas epistemológicas para llevar la cuenta” al servicio de aquellos que se las encuentran. Todo se reduce a una correlación entre la estructura física en sí misma y la estructura matemática de las criaturas vivas, a pesar de que a lo matemático se le da también un contacto parcial con lo físico. En pocas palabras, esta filosofía de la ciencia supuestamente realista se convierte con rapidez en una forma de correlacionismo: un término que normalmente no asociamos con el naturalismo científico, por decir lo mínimo. No debería sorprendernos ya tanto como antes, que tantas filosofías de herencia correlacionista directa se llamen a sí mismas materialistas, de lo que son claro ejemplo Žižek, Badiou y Meillassoux. Cierto es que ninguno de estos tres personajes es estrictamente correlacionista en el sentido de Meillassoux, dado que el correlacionismo que él describe es una postura escéptica y agnóstica marcada por lo finito, y tanto Žižek como Badiou o Meillassoux se enmarcan todos en un paisaje de lo post finito guiado por el espíritu de lo absoluto. De todas formas, todos son correlacionistas en el sentido más amplio, dentro de lo que permite el mismo Meillassoux. Porque él de hecho admite que le parece atractiva la circunstancia
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de que pensar algo desde fuera del círculo del pensamiento pueda convertir a lo pensado en pensamiento, lo que implica que no podemos escapar del círculo correlacional formado por mundo y palabra. La filosofía ha de actuar como un trabajo interno sin referencia a las relaciones entre las cosas inanimadas, aparte del acceso humano a tales relaciones.
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Ahora, Ladyman y Ross están tan orgullosos de su realismo que nunca podrían aceptar el argumento correlacionista abiertamente. Pero en práctica, su metafísica resulta ser indistinguible de la perspectiva de que pensar una X no pensada es convertirla en una X pensada, lo que siempre es un intento de esquivar las acusaciones de idealismo apelando a cierto exceso más allá de lo que se está formalizando en la actualidad: la semilla de lo real traumático de Žižek, la inconsistente multiplicidad de Badiou y la virtualidad de Meillassoux. La versión de este exceso que formulan Ladyman y Ross es la estructura física que yace más allá de las matemáticas, que ellos se niegan abiertamente a describir. En lo que respecta al correlacionismo, en otra ocasión desarrollaré con más detalle cómo el materialismo del primer piso de Žižek/Badiou/Meillassoux acaba también implotando hacia la planta baja. Mi tarea en este artículo era ilustrar el movimiento opuesto. Pero lo que comparten ambas posturas es la combinación de una lúcida esfera del intelecto humano con un recordatorio físico amorfo que queda como su supuesto componente realista. Mientras tanto, ambos se saltan el nivel de los objetos individuales en conjunto. Dicho de modo más simple, lo que el materialismo realmente significa es esto: idealismo con una excusa realista. Pero en lo que respecta a Ladyman y Ross, ¿cómo pueden estos autores dejarse llevar hasta ese punto muerto donde se niegan a revelar o confesar su propia ignorancia acerca de aquello que distingue su propia filosofía, donde patrones reales de escala diferente aparecen como por arte de magia frente a gente concreta o animales a los que esta filosofía no otorga ningún lugar para existir en primer lugar? La respuesta es obvia: es su propia rama de cientificismo la que les conduce a este callejón sin salida. El argumento más general de su cientificismo es que la metafísica debería estar
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basada, o al menos inspirada, en la ciencia, y que se debería limitar a los intentos de unificar las diversas ramas de la ciencia en un momento dado de la historia. Un argumento específico es que la teoría cuántica no deja lugar para las cosas individuales, y por tanto la metafísica debe descalificarlas también. Se deshacen del último punto sin problema haciendo notar que no se trata en ningún caso de una interpretación universal de la teoría cuántica, ya que si los resultados experimentales no han negado todavía la metafísica de Ladyman y Ross, las ya mencionadas contradicciones de sofá sí lo hacen. Pero en relación al punto más general: ¿exactamente por qué la misión de la filosofía ha de ser cojear tras la ciencia de su tiempo? No queda clara la razón por la que los filósofos deben unificar de modo prematuro sus propias especulaciones sobre el espacio, el tiempo y la sustancia, con los de una teoría cuántica y de la relatividad que ni siquiera se unifican entre sí. De hecho, hay poca evidencia de que los científicos quieran que los filósofos cojeen tras ellos. A pesar del extraño reclamo de Ladyman y Ross de que cierta sugestión hecha por el filósofo de la biología David Hull era “uno de los raros casos en los que la filosofía influye a la ciencia” (página 296, énfasis añadido), es bien sabido que Albert Einstein sacó buen provecho de sus estudios sobre Kant y Ernst Mach, así como hizo Niels Bohr de sus lecturas de Sören Kierkegaard. La relatividad del tiempo y el espacio se propuso en primer lugar por G. W. Liebniz, quizá desde una miserable butaca, y desde luego en absoluto desde un laboratorio. Un episodio relacionado ocurre durante la entrevista de Collapse, cuando a Ladyman se le pregunta sobre la afirmación del físico Carlo Rovelli: “si se alcanza una nueva síntesis, creo que el pensamiento filosófico será una vez más uno de sus ingredientes... Como físico involucrado en este esfuerzo, deseo que los filósofos interesados en las concepciones científicas del mundo no se confinen a comentar (sobre) y pulir las fragmentarias teorías físicas contemporáneas, sino que asuman el riesgo de intentar ver más allá” (Ladyman, 2009, página 182, énfasis en el original).
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Como contestación, Ladyman dispara con la respuesta más débil de su, por otro lado, habilidosa entrevista. Responde que “algunos filósofos tienen la habilidad de trabajar en la vanguardia de la física o de la biología teórica; así lo han hecho y así deberían seguir haciéndolo” (página 183). Pero esto no hace más que evadir el punto. Rovelli no pedía a los filósofos que trabajen en la vanguardia de esas ciencias, sino que lo hagan más allá de esa vanguardia. Pero resulta que Ladyman no puede ni pensar en esta posibilidad, ya que asume que cualquier metafísica que opere con independencia de las ciencias contemporáneas es mera filosofía de sofá. Sin embargo, no nos olvidemos de que la palabra “sofá” no es un argumento. Es una aguda arma verbal, útil para ir anotándose puntos. Pero en términos intelectuales no es realmente mejor que si me estuviera refiriendo a la postura de Ladyman y Ross como el realismo ardiente de Bunsen, otro agudo insulto con el que podría yo también marcarme puntos a mi favor. Además, su reivindicación de que las intuiciones filosóficas se invalidan cuando lo que se da por intuitivo cambia de manera histórica y geográfica es una cortina de humo, y se basa en el ambiguo sentido del a priori tanto como anterior a la experiencia como necesario. Por ejemplo, el hecho de que el análisis de las herramientas que propone Heidegger no parezca intuitivamente plausible para los grandes filósofos chinos de 2750 a. C. no implica que su concepto de ser a la mano deba ser sujeto a pruebas empíricas hoy. Hay multitud de trabajo a priori pendiente en filosofía, y mucho rigor por establecer en la guerra de instituciones a priori en competición. El problema con la filosofía de Ladyman y Ross es que se entronca menos con un fallo a la hora de unificar hechos científicos del presente que con deliberaciones a priori insuficientemente imaginativas. Y aquí tengo una reflexión a priori concreta que hacer, una que no fue ni concebida ni escrita en un sofá. Se ha visto que Ladyman y Ross no están seguros de si los patrones reales extrarrepresentacionales están hechos de la misma cosa matemática que el conocimiento, o si existen de alguna otra manera física cuya diferencia con lo matemático sean aún incapaces (o no estén dispuestos) de especificar. En cualquier caso no están seguros de que los
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patrones reales no sean individuos sino partes de una estructura relacional o contextual. Para ellos nada tiene sentido cuando se les saca de contexto: desde luego no las derivadas de riesgo de las aerolíneas, pero mucho menos los osos panda. Un patrón, para estos autores, es un manojo de relaciones en el mismo grado que un manojo de cualidades. La razonable objeción de que no puede haber relaciones sin entidades que relacionar es desmontada con rapidez por los autores con una mueca ya anticuada, con esa actitud del aquí estamos otra vez de quien pone los ojos en blanco. Y aún han de conceder tácitamente que nuestro conocimiento sobre una materia específica no llega a ser exhaustivo en ningún momento, pues la ciencia cambia y avanza. Y es que esta diferencia entre los patrones reales representacionales y extrarrepresentacionales es clave para el conjunto de su postura, pues es todo lo que les permite mantener el realismo contra un idealismo capaz de sostener aquello que la ciencia defendiera como siempre cierto en un momento dado. Nuestro conocimiento del planeta Neptuno es desde luego incompleto y, por tanto, nuestra matematización actual de ese planeta es, en el mejor de los casos, una traducción del patrón real Neptuno, incluso si se diese que ciertos aspectos matemáticos de la traducción disponible en el presente pudieran seguir presentes en un entendimiento futuro de él. En pocas palabras, el patrón real Neptuno es algo más que nuestra (o la de cualquiera) relación con él. Esto significa que ellos aceptan de antemano la distinción entre la relación y los entes relacionados en un nivel, por lo menos. Pero tan pronto como la representación se saca de contexto y pasamos a movernos en ámbitos que están más allá de ella, supuestamente hemos de encontrarnos con que Neptuno pertenece a una estructura relacional gigante en lugar de ser una individualidad discreta. En otras palabras, aunque Neptuno no pueda ser disuelto en las relaciones que sus observadores tienen con él, en teoría es en sí mismo disuelto en la estructura relacional del mundo, pues no tiene estatus como individualidad excepto cuando es visto por un observador desde una escala específica. De este modo, a la representación se le otorga un poder casi mágico para crear distorsiones por medio de la creación de una estructura relacional unificada falsamente discreta. Pero esta suposición revive el misterio de cómo el continuo de una estructura relacional sin zonas
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individuales puede distinguirse del monismo del todo sin las partes. Existe, por tanto, el misterio añadido de porqué una estructura como esa se fragmentaría en piezas específicas ante una entidad observadora, así como el enigma relacionado de qué haría, en primer lugar, que tal observador fuera lo suficientemente distinto del resto de la estructura como para ocupar una escala específica. Además, el ejemplo más claro de los que aportan Ladyman y Ross en defensa del relacionismo no cumple con la labor que se le supone. Me refiero a su reivindicación de que las derivadas de riesgo del mercado de aerolíneas no pueden ser imaginadas ni pensadas seis billones de años antes en su espectro, teniendo en cuenta cuán dependiente es este mercado de su contexto relacional. Pero este reclamo se basa en el uso típicamente ambiguo de la palabra relacional, uno que se encuentra en este tipo de argumentos con demasiada frecuencia. Después de todo, mover este mercado seis billones de años atrás equivaldría a moverlo a un lugar donde la Tierra misma ni siquiera existiese, y mucho menos las aerolíneas, las compañías de seguros y un populacho dispuesto a invertir en exóticos mercados financieros. Obviamente, nadie diría que las derivadas de los mercados pueden existir bajo esas condiciones. Pero tampoco podría nadie pretender que el panda fuera movido seis billones de años atrás si las partes de su cuerpo fueran a ser olvidadas en el presente. Dicho de otro modo: el experimento pensado sólo es justo si la entidad es sustraída de las relaciones exteriores que mantiene con otras cosas. El hecho de que los individuos dependan todos de las relaciones domésticas de sus propias piezas es un problema diferente. El hecho de que yo no pueda existir si todos mis órganos internos son extraídos no implica que deje de ser la misma persona cuando viajo de El Cairo a Dundee. Si probamos un experimento menos radical y simplemente nos imaginamos el panda y el mercado de derivadas en la cotidianidad de nuestro tiempo, podemos ver que su contexto está en permanente movimiento sin que el panda o el mercado se destruyan. Aparecen nuevos inversores que comprarán y venderán acciones en el mercado, las provisiones de bambú crecerán y menguarán,
el clima cambiará, los pelos caerán de las cabezas de los descendientes de Wellington, y nacerán bebés y los simios viejos morirán. Todas estas ocurrencias son, sin duda, parte del contexto tanto del panda como del mercado de derivadas, pero sería demasiado arbitrario decir que cada uno de estos cambios automáticamente altera al panda y al mercado. Asumiendo que el mercado es tan real como el panda, tanto como permite la selva de Ladyman y Ross, ambos han de ser lo suficientemente robustos como para aguantar, al menos, un número determinado de colisiones externas, o no podrían distinguirse del resto de cosas. El argumento filosófico general es el siguiente: no sólo hay una diferencia entre Neptuno y nuestro conocimiento científico actual de Neptuno, también hay una diferencia entre Neptuno y su contexto. Urano y Plutón no se acaban de creer a Neptuno más de lo que lo hacemos nosotros.
5 CONCLUSIÓN Hay dos problemas clave con la postura de Ladyman y Ross descrita en este artículo. Primero, su modelo de lo real no deja lugar para la pluralidad genuina y, segundo, su concepto de la realidad no es lo suficientemente profundo. Veamos en orden esos puntos. Quizá todos los lectores puedan ser persuadidos fácilmente por el modelo griego antiguo del apeiron, donde lo real es desesperadamente abstracto. Si el mundo no fuera más que un bloque monolítico, sería imposible ver porqué hay una variedad tan grande de fenómenos para cada observador, especialmente porque el observador debería haberse fusionado con el monolito junto al resto del cosmos. Y ésta es precisamente la razón por la que ya nadie defiende abiertamente el apeiron, probablemente con la única excepción del joven y valiente Emmanuel Levinas en Existencia y existencias (1988). En su lugar, ahora nos encontramos con modelos más sofisticados de un mundo sin individualidades en toda regla. Estos modelos intentan estar a los dos frentes a la vez, uniendo lo continuo con lo discreto como punto de partida. Tienen en mente el pre individuo de Gilbert Simondon (2005), que muestra los dos aspectos a la vez, o las
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referencias bergsonianas de Manuel DeLanda (2002) a un ámbito heterogéneo pero continuo. Se ha de considerar también la estructura de Ladyman y Ross, una estructura completamente relacional, pero que está a la vez bendecida con multitud de patrones reales. El problema es que hay una auténtica rivalidad entre lo continuo y lo discreto que no puede ser resuelta sacándose de la manga un mágico reino subterráneo donde la tarta es a la vez comida y preservada intacta. Se trata, en su lugar, de una verdadera paradoja, como se puede ver en el camino recorrido desde la Física de Aristóteles (2008) hasta la presente búsqueda de la evasiva gravedad cuántica. Cualquier filosofía ha de encontrar un modo de dar cuenta de los aspectos cuánticos y continuos del mundo, pero no programando su síntesis de antemano. Porque lo cierto es que aquí hay una paradoja y debe hacerse algo al respecto. Hemos de trabajar para encontrar una solución al problema, pero no rebajando el puzzle a la categoría de pseudo problema, pues ya que todos estamos de acuerdo en que la idea del mundo como bloque monolítico en mágica transformación hacia una pluralidad de apariencias es incoherente, nos queda la única opción de defender que el mundo en sí mismo es muchos. En contra de la opinión de Ladyman y Ross, el mundo es un enjambre de individualidades, y ya que sería extraño defender que éstas se encuentran sólo en nuestra mente, hemos de reabrir el tema de la causalidad entre cosas inanimadas como un problema filosófico clave de nuestro tiempo. Los objetos no son pánfilos fetiches producto de una obsesión triste y reaccionaria con la imagen manifiesta. Al contrario, en la filosofía se necesita a las individualidades debido precisamente a la futilidad del resto de las opciones. Mi segunda gran queja sobre el materialismo de planta baja (aplicable también al de la primera) es que su sentido de lo real no es lo suficientemente profundo. Cuando lo real se compone de un conocimiento imposible de medir sobrevive sólo como fantasma, como una excusa que consiste sólo en una línea memorizada: “No soy un idealista”. Es la mesa contra la que damos golpes con la rodilla a fin de comprobar que es algo más que un sueño. Se trata de la estructura física que difiere de las matemáticas en modos que no pueden ser revelados o siquiera discutidos. Es lo que fue antes excluido, que erupciona
CONCLUSIÓN
de modos múltiples agitando el aburrido estado de la situación. Es el núcleo traumático y real que nos deja heridos en búsqueda de la lanza que nos hirió. Ninguno de estos son modelos suficientemente válidos de lo real, no sólo porque no otorgan ninguna pluralidad a lo real, sino también porque al final lo dejan demasiado cerca a la idea de él que ya teníamos. Imaginemos que somos capaces de desarrollar un conocimiento exhaustivo de todas las propiedades de un árbol (lo que creo que es imposible, pero por el momento no importa). Sobraría decir que incluso ese conocimiento no sería un árbol en sí mismo. Nuestro conocimiento no echaría raíces ni daría fruta, ni tendría hojas, o al menos no en sentido literal. Incluso en el caso de Dios, el conocimiento exhaustivo de un árbol y la creación de un árbol habrían de ser dos actos diferentes. Ahora, a esta postura se le ha objetado en diversas ocasiones que no tiene fundamento. Después de todo, ¿quién confunde el conocimiento del árbol con el árbol en si? La respuesta, por supuesto, es que nadie, pues nadie lo hace, ya que nadie puede identificar abiertamente una cosa con el que conocimiento que se tiene de ella y que no se le caiga la cara de vergüenza. Pero la cuestión es que mucha gente sí defiende un modelo de lo real que asume que el conocimiento de un árbol y el árbol real son uno y lo mismo y que, por tanto, sus posturas pueden ser refutadas por una reductio ad absurdum. Por ejemplo, si alguien defiende que existe una relación isomórfica entre el conocimiento y la realidad, entonces dicha realidad puede ser matematizada, de lo que se deduce también que un modelo matemáticamente perfecto de la cosa debería ser capaz de entrar en el mundo y hacer la labor que hace esa cosa. Pero esto es todo absurdo. Cada modelo que se forma de una cosa es una sobresimplificación, o una traducción, para usar los términos de Latour. Y si incluso cuando el conocimiento exhaustivo y divino de un árbol no basta para obtener el árbol real, la cuestión se torna mucho más evidente en nuestros niveles de conocimiento cotidianos, mucho más mundanos. Aquí se niega todo acceso al objeto real. Es unificado (Harman, 2007a), y por tanto no se puede siquiera decir que se conozca con una precisión del 78% o del 83%, pues no podemos siquiera tener un conocimiento parcial de una cosa que es una.
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En sentido estricto, en la medida en la que un objeto es uno, no tiene partes (Leibniz, 1989). Pero del mismo modo que nuestro encuentro con los objetos sólo puede darse mediante una especie de traducción, lo mismo es válido para las relaciones que mantienen los objetos entre sí: se cortan, se rompen, se queman y se derriten los unos a los otros de acuerdo a las mismas reglas por las que los humanos, sean científicos, místicos, carpinteros o payasos, convierten a los objetos en caricaturas.
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En resumen, el materialismo ha de colapsar en filosofía orientada al objeto, y eso es válido para sus dos ramas. Aunque la ontología orientada al objeto (u OOO) quede como un campamento de minorías dentro incluso del realismo especulativo, y no digamos ya de la filosofía continental o la filosofía en sentido general, no hay mejor alternativa al modelo que propone la OOO: un mundo real más profundo de aquello a lo que tenemos acceso, desde el principio fragmentado en individuales, cada uno alejándose del otro del mismo modo que se alejan de nosotros, accesible a través de la alusión más que por contacto directo, y al que quizá podamos acercarnos sólo con una buena dosis de esa poesía a la que algunos no conceden valor cognitivo en absoluto (Harman, 2007a). Es una filosofía en la que ser no quiere decir ser un patrón real, sino ser un unicornio vagando por puentes y cráteres lunares, incapaz de hacer contacto con nada más que exista. El eslogan de que no podemos pensar una X no pensada sin volverla en algo pensado tiene todavía un prestigio tremendo en la filosofía contemporánea, y se defiende con vehemencia por muchos de nuestros mejores pensadores, sean jóvenes o mayores. Así que todavía me he de oponer a él, no ya porque lo encuentre históricamente perturbador, pero al asegurar que lo que es pensado es por tanto convertido por completo en pensamiento, y que lo que reside fuera del pensamiento ha de permanecer siempre impensable, el correlacionista rechaza el sentido etimológico de la palabra filosofía como eso que a la vez tiene y no tiene la sabiduría y por lo tanto la ama. En pocas palabras, con poca agudeza mental, el correlacionista subscribe la paradoja de Menón: lo que sea que tengamos ya lo tenemos, y lo que sea que no tengamos no podremos tenerlo nunca. A riesgo de sonar piadoso y edulcorado, en el debate
CONCLUSIÓN
entre Menón y Sócrates siempre elegiré al segundo. La filosofía queda como el amor a esa sabiduría que nunca podrá ser alcanzada: no es ni una sabiduría sobre el pensamiento ni una sabiduría sobre la naturaleza, ni una sabiduría sobre lo que puede ser matematizado. Y aunque decir que la filosofía no ha de ser la criada de la teología hace tiempo que dejó de ser objeto de controversia, se ha de permanecer alerta para que no se convierta, en su lugar, en la criada de la física, las matemáticas, la sociología o la política. La filosofía no es la criada de nada, ya que no es sabiduría y no debe servir a nada que diga ser sabiduría. Y además, yo también opino que el materialismo ha de ser destruido.
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